Papini, Giovanni - Palabras y Sangre

January 12, 2017 | Author: endefan | Category: N/A
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PALABRAS Y SANGRE

GIOVANNI PAPINI

PALABRAS Y SANGRE

Título original: Parole e Sangue Traducción: Mario Verdaguer Digitalizado por: EndeFan

ÍNDICE EL TRES DE SEPTIEMBRE ........................................................................................................... 8 LA PRIMERA Y LA SEGUNDA .................................................................................................. 10 EL ÚLTIMO DESEO ...................................................................................................................... 15 EL HOMBRE DE MI PROPIEDAD ........................................................................................... 17 EL PRISIONERO DE SI MISMO ................................................................................................ 22 LAS ALMAS CAMBIADAS ............................................................................................................ 29 QUIEN ME AMA MUERE ............................................................................................................ 34 EL HOMBRE QUE SE HA PERDIDO A SI MISMO ............................................................. 37 SIN NINGUNA RAZÓN ............................................................................................................... 41 ESPERANZA..................................................................................................................................... 47 CUATRO PERROS HICIERON JUSTICIA ............................................................................... 51 LA BUENA EDUCACIÓN ............................................................................................................ 55 EL RETRATO PROFÉTICO ......................................................................................................... 59 EL HOMBRE QUE NO PUDO SER EMPERADOR ............................................................. 63 LOS CONSEJOS DE HAMLET.................................................................................................... 65 LA PROFECIA DEL PRISIONERO ........................................................................................... 68 LA PLEGARIA DEL BUZO .......................................................................................................... 71 EL MENDIGO DE ALMAS .......................................................................................................... 72 EL QUE NO PUDO AMAR .......................................................................................................... 75 LA ÚLTIMA VISITA DEL CABALLERO ENFERMO .......................................................... 78 E L ESPEJO QUE HUYE .............................................................................................................. 81

GIOVANNI PAPINI

EL TRES DE SEPTIEMBRE El tres de setiembre salí de casa. Delante de ella se extendían campos, viñedos, árboles, secos barbechos, manchones de hierba. Las vides, cargadas de racimos, se reclinaban voluptuosamente contra los chopos, como las mujeres, con el pecho henchido de juventud, se apoyan en el hombre que aman. Todo el cielo se hallaba lleno de viento que hacía reír con lentos sobresaltos todas las hojas; de monstruos pardos que se estriaban lentamente en el azul; de montañas blancas que se desvanecían; del olor de la tierra húmeda y del maíz amontonado en la era. Me dirigí hacia el río, a través del vuelo de las abejas negras, amarillas, bordoneantes. El agua era escasa, lenta y cenagosa. A pesar de esto, este río me causó placer. Caminando por la ribera, de cara al viento, hollando las mariposas inmóviles en el suelo, adormecidas por la puesta, llegué al vado. La barca me esperaba y, en un momento, me hallé al otro lado. ¿Por qué prefiero la otra ribera? ¿Porque allí son más tupidos los árboles y la hierba es más alta? Nada de eso. Yo amo los paisajes desnudos donde el sol se puede tender todo el día como un vagabundo. Amo, tal vez, esa otra ribera porque es «la otra», porque no es la mía; porque no es aquella a la que me veo obligado a volver todas las noches. También el 3 de setiembre me senté sobre la hierba y cuando, cerca de mí, un pescador tendió sus redes y se dispuso a engañar también aquel día a los ridículos peces, pensé que podía comenzar mi obra. Me levanté para acercarme a aquel hombre. Yo no llevaba absolutamente nada en la mano. En el bolsillo llevaba un libro, pero no tenía ninguna gana de leer. El pescador no me miró siquiera. Era un jovencito bajo, con la cara morena y la boca enorme. No parecía inteligente, pero yo no tenía derecho a censurarle «también» esto. Él se inclinó y lanzó la red al agua. Comenzaba la espera soñolienta del hombre que no piensa en la muerte. Todo estaba tranquilo, pero las sucias moscas que adivinaban el temporal giraban sin reposo en torno nuestro. ¿Para qué esperar más? Hice la pregunta que he de repetir tantas veces: —¿Por qué haces eso? El jovencito me miró con la expresión que yo ya me había imaginado antes de que hablase: entre el estupor y la compasión. Pero no contestó. Tuve que repetir la pregunta. No podía soportar, en aquel momento, el silencio. Entonces el jovencito sonrió con su enorme boca y respondió: —Para coger peces. —¿Y para qué quieres coger peces? —Para venderlos. —¿Y qué haces con el dinero que obtienes? —Compro pan, vino, aceite, vestidos, zapatos y todo lo demás. —¿Y por qué compras todas esas cosas? El jovencito se quedó un poco perplejo. Tuve también, esta vez, que repetir la pregunta, mirándole fijamente. Él miró en torno, como si escuchase el silencio. Tal vez comenzaba a sentir algún recelo, pero contestó: —Para vivir. —Pero, ¿por qué —repliqué de pronto— quieres vivir?

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GIOVANNI PAPINI La sorpresa y la alegría del pescador se exteriorizan desde este momento de un modo ilimitado. Ahora creía ya saber quién era yo, no me juzgaba peligroso, pero no acertaba a comprender lo que me proponía. Yo no tenía ninguna razón para interrumpir el coloquio. Repetí, por lo tanto, con nueva obstinación la pregunta, mientras miraba duramente al acusado. El jovencito intentó sonreír con desprecio. —Vivo porque he nacido. —Pero, ¿para qué fin vives? —¿Para qué fin? ¿Qué quiere decir con eso? —Quiero decir: ¿cuál es, para ti, la cosa más importante de la vida? —He comprendido. Mi finalidad es ésta: pescar. Quedé silencioso y, a los pocos momentos, me puse en pie. Era inútil seguir. Habíamos vuelto al principio. El anillo había sido cerrado por la simpleza de aquel bruto. Me alejé despechado a lo largo de la ribera, pisoteando las florecicas mustias y la hierba sin frescura. Gritos estridentes de muchachos venían de más allá de las malezas. Llegué a un lugar donde se abría, en el seto, una cancela de madera. La empujé y entré en el campo, avanzando con la cabeza baja por la senda mórbida. Había visto, a la izquierda, un campesino que se hallaba cavando y me dirigí decididamente hacia él. Ya me había visto y, por debajo del ala resudada del sombrero de paja, me miraba recelosamente. Se acercaba la vendimia y todos se hallaban en armas contra los ladrones de uva. El silencio de la tarde se interrumpía bruscamente con los resonantes disparos de fusil, hechos al aire. Cuando me hallé cerca del campesino le miré. A sus pies la tierra húmeda y arenosa había sido movida con calma y se preparaba para otra siembra. La tierra abierta me conmovió como un dolor, pero no pude abstenerme de repetir mi pregunta: —¿Por qué haces eso? El campesino me miró con sus negros ojos inquietos y respondió: —Para que nazca el grano. —¿Y para qué quieres que nazca el grano? —Para hacer pan. —¿Y para qué tienes necesidad de pan? —Para subsistir. —Pero, ¿para qué quieres vivir? Al oír esta pregunta el hombre bajó la cabeza y reanudó su paciente trabajo. El desnudo pie se apoyó de nuevo sobre el hierro y la tierra se abrió y se hizo más oscura y fresca en un momento. Repetí algunas veces la pregunta, pero no obtuve por respuesta más que un gesto socarrón. El viento continuaba riendo en torno de mi cabeza. Me quité el sombrero, miré al cielo, escuché el sonido de la sirena de una fábrica. Tuve que volver a tomar el sendero y salir del campo. ¡Qué bella me pareció el agua en aquel momento! Caminé un trecho por la ribera, buscando con los ojos al tercer acusado. Los sauces, alineados en cuatro filas, me acompañaban lentamente, y se inclinaban repetidas veces a las embestidas del viento. Cerca había un prado y en el prado una muchachita vestida de rojo se hallaba inclinada para coger las últimas flores del estío. Yo deseaba en aquel momento un ser, pequeño o grande, que supiese hablar. ¿Qué me importaba todo lo demás? La niña era rubia, pequeña, tal vez estúpida. Me bastaba que no fuese muda y no huyese. La llamé desde lejos, como se llama a los perros. Ella alzó la cabeza entre las flores, me miró sonriendo y dio uno o dos pasos hacia mí. Apenas me hallé a su lado repetí la necesaria pregunta: —¿Por qué haces eso? La muchachita no se hizo rogar y me respondió en seguida: —Para hacer un ramo a la Virgen. 9

GIOVANNI PAPINI —¿Y por qué quieres hacer un ramo a la Virgen? —Para que se acuerde de mí. —¿Y por qué quieres que se acuerde de ti? —Para que me prepare un puesto en el paraíso, cerca de ella, cuando esté muerta. Bastaba traducir al absoluto las palabras de la rubia para que constituyesen una contestación a lo que le había preguntado. ¿Por qué obraba de aquella manera la muchachita vestida de rojo? Para obtener el paraíso. Vivía, pues, para prepararse a la muerte. Ésta es una contestación —una contestación como no supieron darme los dos grandes ladrones del agua y de la tierra. Los había olvidado apenas aplasté con mis pies presurosos el trébol y el césped del prado. Marchaba ahora menos triste a lo largo de la ribera. Terminé, al final, cantando. La muchacha me seguía, sosteniendo con sus dos manos el delantal lleno de flores amarillas y violáceas. Pero cuando me volví, al cabo de un trecho, para saludarla y recibir el viento de cara, vi que no solamente ella me había seguido. Más lejos, medio escondidos entre los sauces, venían, charlando entre sí, los dos primeros acusados: el pescador y el campesino. ¿Cómo se habían encontrado? ¿Por qué me habían seguido? No lo sabía, pero vi que «yo» había sabido acercarme a ellos. A pesar de la distancia, estaba seguro de que hablaban de mí. ¿Tal vez a causa de la muchacha? Pero, ¿por qué iba a tener miedo? Me detuve y los esperé, cantando en voz baja. La muchacha siguió su camino y pasó delante de mí; los dos hombres se aproximaron. Sus rostros tenían una expresión malvada; la enorme boca del joven sonreía burlonamente, los ojos potentes del viejo lanzaban relámpagos. Cuando estuvieron a mi lado se abalanzaron contra mí, insultándome y maltratándome. Eran dos, furiosos y robustos —yo estaba solo, tranquilo y débil—. A los pocos momentos me redujeron a la impotencia, blasfemando para desahogar el furor hasta entonces contenido. Con pasos rápidos salieron de la ribera cubierta de hierba y se metieron en el arenal lodoso. Tuve tiempo para columbrar las ranas pequeñas y pardas saltando hacia los pequeños baches entre las piedras húmedas. Los dos hombres me zarandearon como un saco, como un muerto, y luego me tiraron al agua, riéndose como borrachos. El agua era baja —las lluvias de últimos de agosto no habían lavado todavía los racimos, ni hinchado los ríos—. Pude ponerme en pie y reanudar, con los huesos doloridos y el vestido empapado de cieno acuoso, el camino del vado. Los dos hombres huían corriendo; la muchacha se hallaba lejos; y el viento soplaba todavía más fuerte, encolerizado por la pereza de las nubes. No había cambiado nada en el mundo. —Mañana —dije sonriendo— es el cuatro de setiembre.

LA PRIMERA Y LA SEGUNDA Había amado a la Primera, y ya no la amaba. Había comenzado a amar a la Segunda, y la Primera seguía amándome. Se trata de una historia chocante. ¿Quién podía pensar que iba a terminar tan misteriosamente? Yo mismo, el culpable, no consigo todavía explicarme el inesperado desarrollo del sencillísimo tema. No recuerdo, sin embargo, cómo comencé a amar a la Primera. ¿Tal vez porque tenía dos ojos negros más grandes que lo natural, que se inclinaban acobardados delante de los míos? ¿O porque me escribió, sin conocerme, para enviarme su humilde y tímido saludo en medio de una batalla? No era ni alta, ni graciosa, ni bella, pero estaba llena de humildad y de ardor. La vi, le hablé, 10

GIOVANNI PAPINI la asusté y terminé amándola. Ella ya me amaba de antes —tal vez me amaba antes de conocerme—. Tenía una pequeña alma ruborosa, una de esas almas que se consumen de fiebre sin descubrirse nunca. Sentía por mí una gran admiración, un amor todavía más grande y una devoción más grande aún. Yo también, durante cierto tiempo, creí que la amaba. El descubrimiento de aquella existencia escondida me tentaba. La sensación de mi poder sobre ella me excitaba. Una palabra mía la ponía triste o alegre, insomne o extática. Esperaba de mí órdenes para su vida: sus lecturas, sus ocupaciones eran sugeridas por mí. Buscaba ser una parte de mí mismo: una cosa familiar mía y nada más. Algún paseo a lo largo de las siniestras avenidas de cipreses, por los valles solitarios, a lo largo de las riberas del río un poco brumoso; algún beso presuroso en la oscuridad de la tarde, alguna carta breve e imperativa eran suficientes para su felicidad. Todos los días yo recibía una carta suya, dos y hasta tres, llenas de pasión elocuente, en las cuales cada uno de mis aspectos, cada uno de mis gestos eran recordados, descritos y comentados con lírico frenesí. Sola en la gran ciudad, lejos de su madre y de su montaña, toda su vida se había concentrado en este amor. Yo era para ella el Universo, mientras ella no era para mí más que una curiosidad. Pero su amor llegó a ser tan grande que el mío no pudo durar. Siento tanto desprecio hacia mí mismo que no me puedo adaptar a representar la parte del ídolo. Aquella veneración apasionada, que en todos los momentos sentía en torno mío, me irritaba. Saber que cada uno de mis actos era espiado, recordado, engrandecido con todos sus detalles; que cada palabra mía era escuchada, anotada, repetida, comentada, y que toda mi vida era para otro ser un «espectáculo», aunque fuese de gloria, me humillaba. Yo quiero ser para mí, vivir para mí; no quiero que nadie entre en mi vida, aunque sea vestido de esclavo. Después de un año apenas, comencé a dilatar las visitas, los paseos y las cartas, y ya que, con esto, su pasión no disminuía, sino que no hacía más que crecer, le escribí finalmente una carta sencilla, corta y brusca, para decirle que ya no la amaba, que no la había amado nunca y que dejase de molestarme con sus cartas. Creía que la repentina desesperación, el respeto que sentía hacia mí y su dignidad, le impondrían el silencio. Pero fue todo lo contrario. No quería resignarse a callar. Aceptaba, aunque esto le hacía sangrar el corazón, que yo ya no la amase; pero no quería que le prohibiese que ella me continuase amando. Continué recibiendo cartas más largas y ardientes que antes. Cada fecha, cada frase, cada palabra, eran evocadas por ella con la más minuciosa y patética exactitud. Cada día repetía que me amaba aún, que me amaba cada día más, que no había amado nunca a nadie más que a mí, que me había amado siempre, que podría obtenerlo todo de ella menos el fin de su amor. Recurrí a los medios más duros y villanos para hacer cesar esta diaria invasión postal: no contesté en absoluto durante largos meses, o bien le escribí cartas breves, frías, irónicas, ofensivas; llegué hasta devolverle sus cartas sin haberlas abierto. Pero todo esto no cansó ni disminuyó su amor. Me escribía igualmente todos los días sin esperar contestación; si recibía una de mis cartas malvadas, era feliz; me volvía a enviar, en sobre abierto, las cartas rechazadas. Con frecuencia recibía flores que ella había ido a coger para mí al campo. Una vez recibí la fotografía de mi casa que ella había hecho a escondidas. No pudiendo venir a verme, me esperaba en las calles por las que yo acostumbraba pasar, frecuentaba los lugares a donde yo tenía costumbre de ir, e inmediatamente después del encuentro recibía larguísimas cartas en las que me describía su funesta embriaguez por haberme visto de lejos. Era imposible contener este amor obstinado. Por eso tuve que decidirme a soportarlo sin dar señales de vida. Por algún tiempo mis preocupaciones acerca de un posible cambio en mi vida, algunos largos viajes de vagabundo a través de Italia, me mantuvieron alejado de las mujeres. Pero, un día, encontré a la Segunda —una mujer que ya conocía, pero que no descubrí hasta aquel día—. 11

GIOVANNI PAPINI La Segunda era la mujer en su pureza animal, la hembra sana, sencilla, alegre, esbelta, voluptuosa, pronta a la risa, a la defensa y a la caricia. Yo amo las cosas que son lo que deben ser: los perros que me muerden, las campiñas sin surcos, el pan hecho de harina y las mujeres sin literatura. Desde aquel día amé a la Segunda con toda la energía de un cuerpo (¿por qué insistir tanto en el corazón?) de veinticinco años. Pero la Segunda, precisamente porque la mujer es instintivamente enemiga de aquellos que viven de esperanzas y de palabras, de humo de proyectos y de cigarrillos, no sentía absolutamente nada por mí; se reía conmigo como con los otros, y esto bastaba para desfogar su rica juventud y hacer brillar sus bellos ojos serenos. Todas las artes primitivas del seductor adocenado no servían para nada: miradas lánguidas, adulaciones alambicadas, cartas líricas, paseos con luna y sin ella, ardientes apretones de mano, rápidas tentativas de beso. Todas estas cosas y manejos eran acogidos con una fuga de bella risa franca que confesaba la más tranquila indiferencia de su carne y de su corazón. A pesar de esto, no podía renunciar a la esperanza de verla gemir un día con la cabeza apoyada sobre mi pecho. Mientras la otra, la Primera, continuaba persiguiéndome con su inútil amor, yo seguía atormentando a la Segunda con mi amor necesario. Un día, no sé cómo, escribiendo a la Segunda, copié, cambiando solamente el masculino en femenino, algunas frases de una carta que me había escrito hacía poco la Primera. Ésta escribía mucho y por eso se repetía mucho, pero debo reconocer que poseía un gran virtuosismo en el estilo amoroso que yo no he poseído nunca, ni deseaba aprender. Abrasada por la pasión, con toda el alma fija en su amor, las imágenes y las imploraciones le nacían espontáneamente, copiosas, y al mismo tiempo absolutamente originales. Aquella mañana, teniendo delante de mí la carta de la Primera, mientras me hallaba escribiendo a la Segunda, me dio de pronto la idea de servirme de la tortura cotidiana para ahorrarme la fatiga de inventar párrafos nuevos. Mi sorpresa fue grande cuando, al día siguiente, al encontrarme de nuevo con la Segunda, me di cuenta de que mi carta le había hecho más impresión que todas las demás. En vez de reír durante todo el tiempo, como era su costumbre, se mostró más cohibida; quiso discutir la sinceridad de una de las frases que había robado de la carta de la otra, y cuando nos separamos, me pareció que su mano oprimió la mía con menos tranquilidad que las otras veces. Este primer síntoma de victoria no me dejó dormir en toda la noche y, sonriendo a la idea absurda de una magia comunicante, se me ocurrió continuar de propósito lo que había comenzado por casualidad, esto es, servirme de las cartas de la Primera para escribir a la Segunda. En un profundo y ancho cajón guardaba un centenar de cartas de la Primera; todos los días sacaba dos o tres y extraía de ellas una pequeña antología pasional que luego, merced a alguna añadidura, formaba una bella y larga carta amorosa. El sistema tuvo éxito. ¿Por qué no ampliarlo? Pensé, por lo tanto, en regalar a la Segunda algunos de los libros que me había dado la Primera y los efectos fueron todavía mucho más rápidos y visibles. La Segunda ya no me recibía ahora con su risa de costumbre, sino que esperaba ocultamente junto a la ventana la hora de mi llegada. Al hablar tomaba sin darse cuenta una de mis manos, la estrechaba y la acariciaba nerviosamente. Sus ojos, especialmente cuando me iba a marchar, se hacían casi lánguidos. Con las palabras rechazaba todavía mi amor, pero toda su persona comenzaba a confesar el suyo. Un día la Primera me envió un gran sobre lleno de violetas silvestres. Antes de que se mustiasen las metí en otro sobre y las llevé en seguida a la Segunda, diciéndole que aquélla era una «carta de Primavera». Otro día encontré en un estuche un anillo de oro ornado con una pequeña piedra roja que había cogido por fuerza a la Primera en los días ardientes de mi casi amor por ella. Pensé regalar aquel lindo anillo a la Segunda; era una especie de traición, pero no pude contenerme. Aunque la Segunda no hubiese confesado todavía que me amaba, las manifestaciones eran, sin embargo, tantas, 12

GIOVANNI PAPINI que podía arriesgarme perfectamente a hacerle aquel presente. Se lo envié y, al día siguiente, vi a la Segunda con la sortija de la Primera en el dedo, conmovida, sonriente, un poco triste. Después de permanecer un rato silenciosa, después de haberme preguntado una y otra vez si verdaderamente la amaba, después de haberse vuelto a quedar silenciosa, se acercó a mí, se apretó contra mi cuerpo, y con el rostro encendido y con voz distinta de la acostumbrada me confesó que me quería, que no podía menos de amarme. Desde aquel día comenzó mi verdadera felicidad. Largas horas pasadas en silencio, abrazados —largas horas de risas y de confidencias—, largos paseos en los que se cogían pétalos rosados y rápidos besos a la sombra de las paredes —todo lo que los enamorados saben y sienten, lo conocimos juntos durante meses y meses. La Primera continuaba enviándome sus interminables cartas, y yo sin confesar nada a la Segunda, me aprendía de memoria sus nuevas frases para repetírselas a la nueva amada. Y durante mucho tiempo continuó este singular plagio privado, esa transmisión de palabras y de cosas entre dos mujeres ignotas y amantes a través de un hombre solo, olvidadizo y lleno de deseos. Era como si se tratase de una oculta transmisión entre desconocidos obtenida con medios desconocidos. Había observado, desde el principio, que en los días en que la Primera había buscado verme y me había mirado largamente con sus enormes ojos negros, llenos de tristeza y de pasión, la Segunda mostraba amarme con furioso amor; mientras que cuando no había carta alguna de la Primera, la otra aparecía más silenciosa y retraída. Me daba cuenta de esto y de otros hechos, pero en el abandono del nuevo y fresco amor no buscaba ni quería explicarlos, y no pensaba tampoco en las consecuencias que podía tener para mí esa transmisión espiritual. Yo no veía todo el sentido de la increíble relación que se había establecido entre nosotros tres; era amado por la Segunda por cuanto la Primera me amaba todavía. ¿Qué habría pasado si la Primera hubiese dejado de amarme? No quería pensarlo, a pesar de que esto podía suceder y sucedió. ¿Cómo pudo la Primera descubrir mi amor por la Segunda? No he podido saberlo nunca fijamente; tal vez una amiga, tal vez un presentimiento, tal vez una denuncia secreta. Había usado todas las precauciones predilectas de mi alma, naturalmente reservada, para esconder mi último amor. Iba con la Segunda por las calles y campos donde estaba seguro de no encontrar a nadie, ni a gentes que sólo me conociesen de vista —iba a su casa, de escondidas, al caer de la noche, cuando sabía que la Primera se hallaba en su casa. Pero lo supo —y me lo dijo en una carta de veinte a treinta páginas, en la cual el amor, el sentimiento, la desesperación, la súplica, el despecho y la rabia formaban una confusa mezcla sentimental—. La carta terminaba de este modo: «Comprendo que mi martirio está a punto de terminar, comprendo que mi loco amor va a morir. ¿Estarás contento, al fin?» Antes de amar a la Segunda, estas palabras me habrían quitado un peso del corazón; pero ahora, después de lo que había pasado, tuve miedo. Durante todo el día me sentí malísimo y no pude hacer nada. Apenas se hizo de noche fui a casa de la Segunda y comencé a besarla alocadamente, en la cara y en las manos, sin darle siquiera tiempo a cerrar la puerta. Estaba fría, ceñuda, aburrida. La abracé, le dije en voz baja mil palabras dulces, le pregunté qué tenía, qué le había hecho, por qué se hallaba pensativa y malhumorada; pero todo fue inútil, no me fue posible sacarla de su abatimiento. Tal vez, pensé, se trata de alguna tristeza que no quiere revelarme porque le da vergüenza. No pude calmarme, ni aquella noche, ni al día siguiente. Pasaron algunos días. La Primera ya no me escribía, no se dejaba ver, ya no me seguía; pero la Segunda estaba cada vez más triste, más seria, más aburrida que nunca, y yo no conseguía, ni con palabras, ni con regalos, ni con caricias, hacerla volver al alegre amor de otro tiempo. Una mañana, otra carta, y esta vez de la Segunda. ¿Por 13

GIOVANNI PAPINI qué escribía? ¿Qué quería de mí? ¿Cómo es que me escribía ella que no me había mandado jamás una carta? Al rasgar el sobre, temblaba como una hoja. Tenía razón de temblar: leí entre lágrimas que la Segunda, mi bella, mi graciosa y alegre Segunda, ya no me amaba, a pesar de que no sabía por qué razón, y que ya no quería amarme más, aunque mí dolor le causaba pena. Los que hayan recibido cartas semejantes comprenderán la angustia que sentí en aquel momento. No sabía qué hacer ni qué pensar..., a ratos estaba furioso como una bestia encadenada, en otros abatido como un hombre que se deshace en la nada. Reflexioné sobre lo que podría intentar, posible e imposible, para hacer renacer el amor en la Segunda, y vi finalmente que una sola cosa, aunque extravagante y dolorosa, podía devolverme la alegría: volver a la Primera, obtener su perdón. El mismo día, después de haberme tranquilizado un poco, escribí a la Primera ordenándole que se hallase al día siguiente en una calle que ella conocía muy bien, pues quería hablarle, y escribí a la Segunda que no podía creer en sus palabras, pero que no tenía valor para volverla a ver en seguida. Al día siguiente, la Primera, temblorosa, me esperaba. ¿Cómo podía fingir el amor hacia ella, a la que ya no amaba, hacia ella que me había aburrido durante tanto tiempo, y fingir para engañarla, en beneficio de esos dos que la habían hecho sufrir tanto? Sin embargo, era necesario que recitase la escena de la pasión que vuelve, del arrepentimiento que enternece, del remordimiento que roe. Era necesario engañar villanamente a una desgraciada, ensuciar mi alma con una repugnante doblez para obtener de nuevo el amor de mi preciosa Segunda. No he sufrido nunca tanto hablando de amor a una mujer como en aquel día. Le hice creer lo que quise. Lo negué todo, lo prometí todo. Para hacerme volver a amar de la ausente me esforcé en hacerme volver a amar de la presente. La escena fue larga y patética, entremezclada de lágrimas y besos. Cuando atardeció había vencido. Vi en los grandes ojos negros aparecer el amor que sólo por pocos días había sido, no asesinado, sino recubierto por los celos y el desdén. Después de este fatigoso sacrificio no tuve valor de volver a la Segunda. Al día siguiente recomenzaron las largas, insistentes y frecuentes cartas de la Primera. Para asegurarme mejor de mi victoria quise acompañarla una vez más a los lugares donde nos habíamos amado en las lejanas mañanas de primavera. Volvimos a un sendero escondido, bordeado de cipreses, y cogí para ella algunas ramas de retama. Era feliz, dichosa, loca: no se atrevía a hablar por miedo de que desapareciese de su lado como el fantasma de un sueño. A las pocas horas recibí una carta de la Segunda. Pocas líneas. Ven, vuelve, alma mía. Te amo, te amo más, te amaré siempre. El otro día estaba loca. Vuelve, te espero..., no me hagas sufrir. La misma tarde corrí a su casa: la encontré como antes, llena de risa, de gracia, de voluptuosidad. Pero el éxtasis de la reconquista debía durar poco; el destino no estaba contento. Cegado por mi alegría, apresuré el final de todo. Quise llevar a la Segunda al campo, como a la Primera, y gozar de su bello rostro entre los árboles, la hierba y la soledad. No comprendo por qué nos dirigimos a una parte donde no habíamos estado nunca. Ella misma quiso cambiar de camino y me señaló con la mano un otero cubierto de amarilla retama. «Quiero ir allí —me dijo—: ¡me gusta tanto la retama! Quiero llevarme un ramo a casa.» ¿Podía dejar de obedecerla? Y, sin embargo, en aquel momento sentí algo en mi interior y me pareció que mis piernas temblaban. Detrás de aquel otero se hallaba la senda de mis amores con la Primera, la senda con cipreses donde tantas veces nos habíamos sentado, con la mano en la mano y

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GIOVANNI PAPINI la boca en la boca. Fuimos. Para descender nos aproximamos al sendero, al sendero que no podía volver a ver sin espanto, pensando en la última escena de fingimiento con la otra. ¡Pero la Segunda estaba tan alegre! Corría delante de mí, gritando, con el rostro encendido, los ojos brillantes, las manos llenas de ramas amarillas. Yo corría tras ella, la alcanzaba, la estrujaba entre mis brazos, la besaba en la boca, le chupaba los labios húmedos y tibios. A poca distancia oímos pasos... y un grito. La otra, la Primera, venía hacia nosotros por el sendero y me había reconocido. Vi un momento su rostro pálido y sus ojos locos. Me separé de la Segunda y me puse en pie. La Primera se acercaba: había venido tal vez para pensar en mí, para volver a soñar en aquel lugar donde había sido tan feliz. Cuando estuvo delante gritó con voz ronca: —¡Basta! Y pasó de largo, y se oyó de pronto la convulsión de un sollozo. Luego desapareció. Miré a la Segunda. También estaba pálida, el rostro trastornado. Arrojó al suelo las retamas y me dijo: —¡Adiós! Y se alejó, como la otra, sollozando. Y desde aquel día ninguna de las dos me ha vuelto a amar, las dos me han olvidado y han encontrado otro amor. Yo me he quedado solo y no amo a nadie, ni siquiera los recuerdos. He escrito esto para liberarme de ellos.

EL ÚLTIMO DESEO Cuando te miro y pienso que puedes morir, y que ya no tendría el dolor de mirarte, y la zozobra de escuchar tu llanto tranquilo, y el deseo de ahogarte con mis manos..., entonces veo que tus ojos se velan y caes como muerta, y en un momento te pones fría como quien ha perdido el alma después de largas horas de lluvia y oscuridad. Pero en este instante mismo lloro tu fin demasiado veloz y mi tremenda potencia, y vuelvo a pensar en tu risa cascabelera detrás de las puertas, y en la tibia morbidez de tu piel, y en tu pobre pasado... Y lloro por ti y por mí, y pienso que puedes renacer de pronto y alzarte sana y bella como antes, y volverme a reír con los ojos, y volverme a reír con la boca, y volverme a reír con los ricitos castaños volanderos sobre las sienes. Y apenas acabo de pensar esto, te hallas de nuevo delante de mí, tibia, dulce, sonriente, sin una sola lágrima prendida en las pestañas y, apenas te estrecho la delgada mano, me abrazas con el pecho sobresaltado. Entonces miro fuera de la habitación y fuera de mí y «pienso»: aquella casa de allá lejos es demasiado fea. Detrás de aquel cubo de sucios ladrillos hay una montaña ornada de nuevos cipreses y abofeteada por el viento. Al cabo de un momento la casa se derrumba sin ruido, sus muros desaparecen como si fuesen de sombra y de humo, y surge detrás la bella montaña que parece nacer en aquel instante de la tierra, y alza su cúspide hacia las nubes, casi envidiosa de su altura. Para huir de la maldición que trae consigo mi pensamiento, salgo de casa, intento no ver, no pensar. Las asechanzas del demonio bordonean en torno mío como un feo enjambre. Apenas se manifiesta un deseo dentro de mí mismo, me detengo, pálido y sudoroso, como si me fuese a desvanecer. «¡Cómo desearía que aquella mujer me amase!», piensa en mí el pobre pensamiento. Y he aquí que aquella mujer se me acerca y me mira, fijamente con ojos que ofrecen el cuerpo, y también —¿quién sabe?—, y también el alma. 15

GIOVANNI PAPINI «Si pudiese marcharme mil millas lejos», insiste el pensamiento, avergonzado e impaciente. Y he aquí que me encuentro, sin saber cómo, en otra tierra, dentro de un aire que me ahoga con nuevos perfumes, y el cielo es todo amarillo, y los árboles están sin hojas, y los hombres gritan en una lengua que no comprendo. «¡Desearía no ver nada!», piensa mi pensamiento espantado y demasiado solo. La noche — una noche demasiado profunda para ser verdadera— me envuelve, me entierra, me obliga al silencio y hace callar al instante los latidos demasiado impetuosos de mi estúpido corazón. Pienso que si continúo así me pondré enfermo... Las piernas me flaquean, la cabeza me da martillazos, la sangre está conmovida, los huesos parecen deshacerse todos en medula. En medio del dolor, deseo mi habitación, mi pobre lecho duro y en el cual me he embrutecido y sublevado tantas noches, y, de pronto, me siento allí, bajo la blanca sábana, en mi habitación que tiene las ventanas entornadas, como cuando hay un enfermo grave y el médico no ha llegado aún. Pero estoy solo, abandonado como en un asilo. ¿Por qué no me habla nadie, dulcemente, junto al oído? ¡Oh, bellos días de primavera cuando en torno mío estaban Él y el Otro, y el Tercer Amigo, y el compañero más querido...! ¿Qué es ese ruido? Son voces —¡son sus voces!—. Están todos aquí, en torno mío —Él y el Otro y todos los demás—, y hablan y ríen y fuman como si yo estuviese con ellos y no estuviese enfermo. «Pero, ¿en realidad estoy enfermo?» No lo parece: en este mismo instante me levanto de la cama, cesan todos los dolores, vuelvo a estar pálido como siempre, el corazón vuelve a ser cuerdo, y me doy cuenta de que los labios intentan reír, pero que no se atreven. ¡Qué bien estoy! ¡Cómo disfruto de la vida! ¿No os habéis dado cuenta de que el respirar es la más grande voluptuosidad del mundo? Me siento tan fuerte y al mismo tiempo tan ligero —casi celestial...— ¿Si pudiese volar? «Amigos, ¡adiós!, ¡adiós! Me siento transportado como una hoja por el viento. Acordaos siempre de mí, amadme más ahora que ya no estoy entre vosotros...» Y vuelo por el cielo sin posarme y todas las ciudades son montones de guijarros y basura bajo mis pies, y las montañas parecen la costra de una repugnante enfermedad de la tierra. «¿Cómo he podido vivir allí tantos años? —pienso con espanto—. No quiero volver nunca más a aquella fosa, a aquel agujero.» Pero, poco a poco, el vuelo me cansa: la altura me da vértigo. Pienso en mi buena casa de piedra, en mi ciudad dividida por el agua, recuerdo a los que prometí que no abandonaría nunca, ni aun después de la muerte. «¡Si pudiese volver al barro! —susurra el vil pensamiento—. Yo no me siento grande más que entre las pequeñeces.» Después de algunos instantes me hallo de nuevo en mi cuarto, entre mis libros en desorden, junto a la pequeña amorosa que me mira sin poder hablarme. «¿Cómo lo haré —pienso— para liberarme de mi poder? Cualquier cosa que piense se convierte inmediatamente en real. Mi fantasía es una orden para las cosas. Debo intentar no pensar ni desear.» ¡No lo hubiese dicho! Lentamente, poco a poco, comienzo a sentirme vacío, inerte, torpe, estúpido como un muchacho que acaba de nacer; inconsciente, como una planta que crea una a una sus hojas. Ningún deseo me agita, el mundo me parece sin significación y ni siquiera imagino que pueda tenerla. Pero, antes de que mi voluntad muera del todo, siento el pavor de aquel desvanecimiento vegetal e intento dar una orden, una sola orden a mi alma. «¡Quiero acordarme de todo! ¡Quiero saberlo todo!» Y ya estoy como antes, demasiado lúcido, demasiado inteligente, triste como la vida, resignado como la sabiduría.

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GIOVANNI PAPINI Miro en torno y vuelvo a ver la pequeña mujer que me mira siempre y que no sabe hablar. Siento que su roja boca está seca y tiene necesidad de un beso, pero no quiero dárselo, y entonces las lágrimas que estaban esperando hacía tantas horas, se vierten temblorosas de sus bellos ojos. En este momento la amo como no la había amado nunca. «¿Qué harías si me marchase de pronto? ¿Si muriese para siempre y perdiese al mismo tiempo mi espantoso poder de mandar al mundo?» Pero, por Dios, ¿qué pasa? ¡Ella muere de verdad! La cabeza le cae sobre el pecho, el rostro está pálido, la mano está fría y todo el cuerpo se abandona sin gracia. ¡Os digo que ella está muerta, muerta de verdad! ¡Pero yo no quiero que muera! ¡Yo no puedo hacerla revivir, resucitarla de pronto! Yo lo puedo todo, comprendedlo, puedo todo lo que quiero. Cualquier fantasía mía es una orden. ¿Nada sabéis de mi poder? ¡Despiértate, pues! ¡Levántate, habla, sonríe, oh dulcísima parte mía! ¡Ahora mismo!, ¿lo oyes? Ahora mismo, sin titubeos, como la otra vez. Sonreís. ¿Creéis que soy fanfarrón como un loco? Esperad, esperad todavía un momento... Pero, ¿por qué no se alza, por qué no ríe, por qué no llora como antes? ¡Yo quiero que vivas! ¿Habré perdido, pues, mi poder... ahora, en este momento? ¿He pensado que había perdido mi poder y lo he perdido de verdad? ¡Pero esto no es posible! Un momento..., ¡un solo momento! ¡Una orden, una orden única! ¡En nombre de todo el cielo, tengo todavía necesidad de mandar a la vida por un segundo! ¿No veis que está muerta y que no se mueve? La amo, compréndelo, la he amado siempre, incluso cuando la hacía llorar; he prometido amarla siempre y quiero amarla siempre y siempre más. ¿No sentiré, pues, nunca jamás la húmeda presión de tus labios, el muelle peso de tu pecho? Pues entonces, haced al menos que yo muera, que no sienta más la desesperación que me estruja el corazón. ¡Hacedme morir! ¡Quiero morir en seguida! ¡Quiero la muerte! ¡La muerte!

EL HOMBRE DE MI PROPIEDAD I Como, desde hace muchos años, he dejado de escribir un Diario, no puedo decir con exactitud cuánto tiempo hace que me encontré el cuerpo y el alma del Amigo Dité. Probablemente, dada mi distracción, no me di cuenta en qué día preciso mi segunda sombra —aquella sólida y relativamente viva— se decidió a entrar en la escena poco iluminada de mi vida. Una mañana, al salir de casa, me di cuenta de que iba acompañado, a esa respetuosa distancia que no permite hacer preguntas ni dar explicaciones, por un hombre de unos cuarenta años, enfundado en un largo abrigo azul; alegre y sonriente (pero sin demasiada exageración). No teniendo nada que hacer, y habiendo salido únicamente de casa para no oír los crujidos de la leña en la chimenea, me divertí mirando de reojo a mi acompañante, a pesar de que —tenedlo bien en cuenta— éste no tenía nada de extraordinario. No supuse, ni por un solo momento, que pudiese tratarse de un policía; mi completa falta de valor físico y mi repugnancia por los malos olores me han impedido siempre entregarme a la política militante; y la pereza, unida a mi escasa habilidad manual, me ha salvado de buscar en el delito los medios de subsistencia. No podía, tampoco, imaginar que el hombre vestido de azul fuese una especie de ladronzuelo de ciudad, decidido a robarme; pues mi decente pobreza era conocida en todo el barrio, 17

GIOVANNI PAPINI y mi modo de vestir, más descuidado que desenvuelto, disociaba de mi persona cualquier idea de bienestar. A pesar de que yo no tuviese ningún derecho a ser seguido, comencé a pasar y repasar por las calles más tortuosas del centro de la ciudad para asegurarme de que no me equivocaba. El hombre me siguió por todas partes con un aspecto cada vez más satisfecho. Di, de pronto, la vuelta por una ancha calle llena de gente y apresuré el paso; pero la distancia entre el hombre vestido de azul y yo continuó siempre siendo la misma. Entré en un estanco para comprar un sello de tres céntimos, y el desconocido entró en el mismo estanco y compró un sello de tres céntimos; subí a un tranvía y mi sonriente compañero subió al mismo tranvía; cuando descendí, el hombre vestido de azul bajó tras de mí; compré un periódico, y él compró el mismo periódico; me senté en el banco de un jardín, y el otro se sentó en otro banco cercano; saqué del bolsillo un cigarrillo, y él sacó otro y esperó que hubiese encendido el mío para encender el suyo. Todo esto era al mismo tiempo gracioso y fastidioso. «Tal vez —pensé— se trata de un humorista desocupado que quiere divertirse a mi costa.» Me decidí a resolver la duda por el medio más expeditivo: me planté delante de mi acompañante con intención de preguntarle: —¿Quién es usted? ¿Qué desea usted de mí? No tuve necesidad de abrir la boca. El hombre vestido de azul se puso en pie, se quitó el sombrero, sonrió un momento, y dijo con precipitación: —Perdóneme. Se lo explicaré todo, me presentaré inmediatamente: soy el Amigo Dité. No tengo profesión conocida, pero eso no tiene importancia. Tenía muchas cosas que decirle; pero hasta ahora... También deseaba escribirle; le escribí dos o tres veces, pero no tengo la costumbre de enviar las cartas. Por lo demás, soy un hombre vulgarísimo e incluso sano, a lo que parece, alguna vez... En este punto el Amigo Dité se detuvo titubeando; pero añadió de pronto, como si se hubiese acordado repentinamente de una cosa que le interesaba mucho: —Tal vez tomaría usted algo. ¿Un poco de «marsala»? ¿Un café? Ambos nos movimos rápidamente, a la vez, como impelidos por el deseo de terminar pronto. Apenas llegados ante un café, penetramos en el interior con gran prisa, como quien entra para beber y escaparse. Nos sentamos en un rincón, junto a la estufa, sin pedir nada. El café era pequeño, estaba lleno de humo y de cocheros, el camarero tenía cara de ratero, pero no teníamos tiempo para elegir otro lugar. —Desearía saber... —comencé. —Se lo diré todo —respondió el otro—, no tengo intención de esconderle nada. Mi caso, a pesar de todo, es triste y difícil, y declaro, ante todo, que tengo una gran confianza en usted. Ya estoy aquí, soy de usted. Estoy en sus manos. Puede usted hacer de mí todo lo que quiera... —No le comprendo... —Le aseguro que lo comprenderá todo. Déjeme hablar. ¿No le he dicho ya quién soy? El nombre no dice nada, ya lo sé. Añadiré mi definición; yo soy un hombre vulgar, un hombre terriblemente vulgar, que quiere hacer a toda costa una vida no vulgar, una vida absolutamente extraordinaria. —Perdone... —Lo perdono todo, señor, lo perdonaré todo. Únicamente le declaro, una vez más, que tengo necesidad de hablar. Tengo en usted toda la confianza. Será mi salvador, mi dueño, el director de mi conciencia, de mis brazos; de mí, todo entero. Yo soy demasiado sabio, demasiado bueno, demasiado noble, «demasiado mí mismo». Usted ha escrito tantos cuentos absurdos, tantas novelas estrambóticas, y yo he vivido tanto tiempo con sus héroes, que los sueño por la noche y los deseo durante el día. He creído reconocerlos por la calle, y luego, aburrido y desesperado, he querido matarlos en mí, ahogarlos para siempre... —Se lo agradezco mucho, pero... 18

GIOVANNI PAPINI —Haga el favor de callar un momento, se lo ruego. Le explicaré por qué he pensado en usted, y por qué le he seguido. Me dije hace algunos días: tú eres un imbécil, un tipo de todos los días y de todas las ciudades, y sufres la enfermedad de querer vivir una vida noble, peligrosa, aventurera, como la de los héroes de los poemas a veinticinco céntimos, y de las novelas de tres liras cincuenta. Por ti mismo no eres capaz de procurarte una vida semejante, porque estás falto de imaginación. No te queda más remedio que buscar un creador de héroes extraordinarios, y regalarle tu vida, para que haga de ella lo que quiera y la pueda transformar en algo más bello, más imprevisto, más insospechado... —¿Usted desearía, pues...? —Un poco de paciencia, se lo ruego. Dentro de algunos minutos le obedeceré en todo y podrá hacerme callar todo lo que quiera, pero antes déjeme acabar. ¡Soy todavía mi propietario! No he de decirle nada más que esto: Usted es el creador elegido por mí, y aquí me tiene para ofrecerle mi vida y los medios para ayudarle a hacerla interesante. Usted es un imaginativo y puede romper sin esfuerzo la insufrible vulgaridad de mis días. Hasta ahora ha tenido a su disposición únicamente hombres imaginarios, y hoy le entrego un hombre de verdad, un hombre que sufre y anda, del cual puede usted hacer lo que guste. Estaré en sus manos, no como un cadáver —¿qué cosa haría de él?—, sino como un fantoche mecánico, un maravilloso fantoche parlante y risueño que comprenderá sus órdenes. Desde este momento le hago regular donación de mi vida y de una renta anual de mil libras esterlinas para atender a todos los gastos que sean necesarios para hacer pintoresca y peligrosa mi vida. Llevo en el bolsillo una escritura de donación ya preparada... ¡Camarero, una pluma! No falta más que la fecha y la firma de usted. ¡Dígame sí o no, sin cumplidos, en seguida! Fingí reflexionar por algunos momentos, pero mi decisión ya había sido tomada. El Amigo Dité se adelantaba a uno de mis más antiguos deseos. Desde hacía mucho tiempo me avergonzaba de inventar únicamente vidas imaginarias. Soñaba, en las horas de vagar, en lo que habría podido hacer si hubiese tenido un hombre de sangre y nervios en mi poder. ¡Y he aquí que el hombre se presentaba espontáneamente, acompañado de un paquete de valores! —No he tenido nunca la costumbre —dije después de fingida meditación— de regatear inútilmente, y por eso acepto su donación, aunque usted ya comprende la responsabilidad de aceptar un alma acompañada de un cuerpo. Déjeme ver las condiciones de la donación. El Amigo Dité me puso delante un protocolo encuadernado con un grueso y amarillo cartón, y yo lo leí en pocos minutos. La donación estaba en regla. Por ella me convertía en dueño absoluto de la sustancia y de la vida del Amigo Dité, con la sola condición de que yo le ordenase inmediatamente lo que debía hacer, a fin de que su existencia se convirtiera en heroica y novelesca. El contrato era válido por un año, pero podía ser renovado en el caso de que el Amigo Dité estuviese satisfecho de mi dirección. Escribí sin titubear la fecha y la firma y dejé inmediatamente al Amigo Dité, prometiéndole para el día siguiente una carta, y ordenándole entretanto que no me siguiese y que se quedase bebiendo algún líquido alcohólico. En efecto, cuando yo salía, él pidió con su acostumbrada sonrisa uno de los más famosos bitters del mundo.

II Aquella noche no me fui a acostar con el negro aburrimiento de las otras noches. Tenía algo nuevo y grave en que pensar, y podía muy bien aceptar una noche de insomnio. Un hombre se había convertido en una cosa mía, de mi entera propiedad, y podía dirigirle, empujarle, lanzarle a donde quisiese; experimentar en él los efectos de las emociones raras y las combinaciones de aventuras de nuevo estilo. 19

GIOVANNI PAPINI ¿Qué debía ordenarle para el día siguiente? ¿Debía mandarle que realizase alguna cosa determinada o convenía dejarle en la ignorancia y prepararle una sorpresa? Terminé eligiendo una solución que unía los dos sistemas. A la mañana siguiente le escribí que, hasta nueva orden, durmiese durante el día y pasase la noche fuera de casa, paseando por lugares solitarios. El mismo día fui a una agencia, alquilé por seis meses una pequeña casa solitaria en las cercanías de la ciudad y tomé a sueldo dos jovenzuelos sin trabajo que estaban buscando el modo de ser alojados a costa de sus conciudadanos, al menos durante el invierno. Después de cuatro días todo estaba dispuesto. En la noche fijada hice seguir al Amigo Dité, el cual, cuando llegó a un lugar desierto, fue agredido delicadamente por mis ayudantes y conducido, con los ojos vendados, según la tradición, a la casa que había preparado. Desgraciadamente, ningún guardia los sorprendió durante la operación y no se presentó ninguna denuncia de la desaparición del Amigo Dité, por lo que me hallé en la necesidad de mantener por muchos meses a los dos robustos mancebos, que no se contentaban únicamente con comer. Lo peor era que no sabía qué hacer del hombre de mi propiedad. Había pensado, la misma noche de la donación, que un secuestro de persona sería un excelente principio de vida rica en aventuras, pero no había reflexionado sobre el resto de la aventura. Sin embargo, la vida del Amigo Dité, como en las novelas de folletín, tenía necesidad de una continuación inmediata. A falta de cosa mejor, recurrí al viejo expediente de enviar junto a él, a la casa en donde le había encerrado, a una mujer que se le presentase siempre cubierta con un antifaz y no le dirigiese nunca la palabra. No fue cosa fácil encontrarla y, sobre todo, amaestrarla, y no quiso comprometerse más que por un mes. El Amigo Dité, afortunadamente, era un poco misántropo y tenía más de cuarenta años, y por eso no sucedió nada de lo que hubiera podido suceder en otros casos. Después de quince días vi que era necesario cambiar el juego, y por medio de los mismos ganapanes hice liberar a mi hombre y enviarle a su casa. Comencé a darme cuenta de que el Amigo Dité no se había mostrado en modo alguno un hombre vulgar poniéndome a prueba de este modo. ¿Quién sino un espíritu original hubiera podido imaginar una esclavitud tan insidiosa? Un espadachín que yo conocía consintió en ayudarme en este difícil momento. Un día, mientras el Amigo Dité bebía tranquilamente, una taza de leche en un café de lujo, el espadachín se sentó a su lado, le lanzó una mala mirada, le dio un empujón, y apenas el otro dijo algo en voz baja, le abofeteó dos o tres veces, sin calor, como si no quisiese hacerle daño. El Amigo Dité me pidió permiso para mandar los padrinos a su ofensor, y yo me apresuré a presentarle dos amigos que le obligaron, de mala gana, a cruzar su espada con mi cómplice. El Amigo Dité no sabía esgrima, y tal vez por eso, tirando alocadamente desde el principio, consiguió herir a su adversario bastante gravemente. Aproveché esto para hacerle comprender que era necesario que se alejase de la ciudad, pero él no quiso apartarse de mí y prefirió ser juzgado. Fue condenado a tres meses de cárcel. Creí que con este tiempo me vería liberado de mi propiedad, pero al cabo de muy pocos días comprendí, sin ninguna duda, que mi primer deber era el de proporcionar la huida al Amigo Dité. La empresa parecía imposible, pero, sin reparar en gastos, conseguí convencer a dos personas del desinterés de mi acción y, gracias a un rápido disfraz, el Amigo Dité pudo salir de la prisión poco antes de despuntar el día. Esta vez no tenía más remedio que alejarse, y yo tuve que dejar mi casa, mis trabajos, mi patria, para proteger su fuga. Cuando nos hallamos en Londres, me encontré completamente embrollado. No hablando ni una palabra de inglés, en medio de aquella ciudad enorme y desconocida, me sentía, mucho más que antes, incapaz de procurar aventuras extraordinarias a mi hombre. Me vi obligado a dirigirme a un «detective» privado, que me dio algunos vagos consejos en muy mal francés. Después de haber estudiado durante algunos días un buen plano de Londres, conduje al Amigo Dité al barrio de peor fama; pero no le pasó, con gran contrariedad mía, nada de particular. Encontramos los 20

GIOVANNI PAPINI acostumbrados marineros borrachos, las acostumbradas mujeres desvergonzadas y pintadas, patrullas de viveurs baratos y rumorosos, pero ninguno nos molestó, tomándonos tal vez por policías; tal era nuestra aparente seguridad al vagar por aquellos laberintos de calles casi iguales. Pensé entonces expedir al Amigo Dité al norte de la isla, solo, y dándole únicamente veinte o treinta chelines, además del billete para el viaje. Como él tampoco sabía nada de inglés, esperaba que le sucediera algo muy desagradable, y que tal vez ya no consiguiese volver. Ya comenzaba a estar cansado de aquella propiedad por la que debía trabajar y sacrificarme, y esperaba con rabiosa nostalgia el momento de volver a mi buena ciudad llena de cafés y vagabundos. Pero, después de quince días, el Amigo Dité volvió a Londres en perfecto estado de salud; en Edimburgo había encontrado por casualidad a un amigo italiano —un violoncelista emigrado desde hacía muchos años— que le había hospedado en su casa y había hecho que se divirtiese durante todos aquellos días. Pero no quise darme por vencido. Había encontrado en un periódico la dirección de un pequeño club de estudios psíquicos que buscaba nuevos socios, prometiendo apariciones auténticas y fantasmas parlantes. Ordené inmediatamente al Amigo Dité que se inscribiera y fuese allí todas las noches. Fue durante toda una semana y no vio nada. Sin embargo, una mañana vino a encontrarme, diciendo que había conocido un fantasma, pero que éste no le había parecido mucho mejor que los hombres vivos, y que incluso se había mostrado estúpido hasta el punto de sacarle el pañuelo del bolsillo, echarle del taburete en que estaba sentado, tirarle de los pelos, y pellizcarle en la espalda. —En conclusión —me dijo— no he encontrado, hasta ahora, nada verdaderamente extraordinario en todo lo que ha hecho usted por mí. Perdóneme si le hablo con franqueza, pero debe reconocer que en sus novelas da muestras de una imaginación mejor y mayor. Reflexione un momento: un rapto, una mujer enmascarada, un duelo, una fuga, un fantasma. No ha sabido encontrar nada mejor que esos trucos antiguos de novela francesa. En Hoffmann y en Poe hay cosas más terribles, y en Caboriau y Ponson du Terrail, más complicadas. No comprendo, ciertamente, la repentina decadencia de la imaginación de usted. Los primeros días comencé a hacer todo lo que usted ordenaba, esperando vivir una vida bella, pero pronto me di cuenta de que la vida de usted era igual a la de los demás millones de hombres, y pensé que todo su genio estaba reservado a los personajes de sus novelas; pero ahora comienzo a dudar también de esto, y, con desagrado, me veo obligado a decirle que, si antes de terminar el plazo del contrato no encuentra algo más fuerte, me veré obligado a buscarme otro dueño. Mi dignidad me dispensó de contestar a tanta ingratitud. Pensé que, durante los meses en que había recibido el donativo de aquel hombre, no había vuelto a ser dueño de mi vida y había tenido que dejar a medio terminar mis trabajos y abandonar mi país para afanarme en encontrar combinaciones novelescas y cómplices seguros. Desde el momento en que había entrado en posesión de la vida del Amigo Dité había tenido que sacrificarle mi vida entera. Yo, su dueño, me había convertido, en el fondo, en su esclavo, en el empresario siempre alerta de su existencia personal. Era necesario encontrar algo «más serio» —como él había dicho— de lo que había imaginado hasta entonces; algo que no requiriese la ayuda de cómplices. Después de haber meditado con calma algunos días, le escribí: Queridísimo amigo: Puesto que es usted de mi propiedad, según contrato en regla, tengo sobre usted derecho de vida y muerte. Por consiguiente, le ordeno que se encierre en su cuarto, el sábado por la noche, a las ocho; que se tienda sobre la cama y se trague en seguida una de las píldoras que le envío con esta carta. A las ocho y

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GIOVANNI PAPINI media tomará otra, y a las nueve en punto una tercera. En el caso de desobediencia a estas órdenes, me declaro absolutamente irresponsable respecto a su vida. Sabía que el Amigo Dité no retrocedería ante la sospecha de la muerte. A pesar de su descontento, se vanagloriaba de ser un leal caballero y tenía un respeto exagerado a su firma y a su palabra. Me proveí de un enérgico emético y estuve dispuesto para acudir a su lado antes de las nueve, es decir, antes de que hubiese tomado la última píldora, que le habría producido sin remedio la muerte. En la tarde del sábado ordené que estuviese dispuesto un cab para las ocho en punto, porque habitaba en una pensión muy alejada de la del Amigo Dité. El coche se retrasó hasta las ocho y cuarto y yo intenté hacer comprender al cochero que tenía mucha prisa. El caballo comenzó, al principio, a correr con una especie de fingido galope, pero después de diez minutos cayó de mala manera al suelo. Como no era posible levantarlo en seguida, pagué al cochero y corrí a pie, en busca de otro coche. Afortunadamente, lo encontré allí cerca, y calculé que llegaría a las nueve en punto a casa del Amigo Dité. Comenzaba a estar un poco preocupado porque la niebla era muy espesa y bastarían cinco minutos de retraso para ocasionar la muerte del desgraciado. En un determinado lugar el coche se paró. Era a la entrada de una ancha calle llena de automóviles y de ómnibus, y un «policeman» había hecho seña a mi cochero para que parase. Salté como un loco del «cab» y me aproximé al enorme «policeman» para hacerle comprender que tenía prisa, y que se trataba de la vida de un hombre. Pero el desgarbado guardia no comprendió o no quiso comprenderme. Tuve que seguir el camino a pie, pero por culpa de la niebla y de mi escaso conocimiento de la ciudad, me equivoqué de calle, y sólo después de diez minutos de una carrera agobiante, me di cuenta de que corría en dirección contraria. Tuve que volver hacia atrás siempre corriendo. No faltaban más que pocos minutos para las nueve y realicé un esfuerzo inaudito para llegar a la hora precisa. Hasta las nueve y siete minutos no llamé a la puerta de la pensión. Apenas me abrieron me precipité hacia el cuarto del Amigo Dité. El hombre yacía en el lecho, con la chaqueta quitada, pálido e inmóvil como un cadáver. Le sacudí, le llamé, escuché el corazón, la respiración. Estaba verdaderamente muerto: la cajita que le había mandado estaba vacía. El Amigo Dité había cumplido su palabra hasta el final. Había querido darle el calofrío de la muerte inminente, y la sorpresa de la resurrección; y le había dado la muerte, ¡la muerte verdadera, para siempre! Permanecí toda la noche en el cuarto, embrutecido por el dolor. Por la mañana me encontraron con el muerto, pálido y silencioso como él. Requisaron toda la correspondencia y fue encontrada mi última carta. El proceso fue rápido, porque renuncié a defenderme, y no di a conocer el documento de donación que llevaba conmigo. He estado algunos años en la cárcel, pero no me arrepiento de lo que he hecho. El Amigo Dité ha hecho mi vida más digna de ser contada, y no puedo decir que haya realizado un mal negocio, porque durante el año en que fue mío gasté algo más de las mil libras esterlinas que me había dado.

EL PRISIONERO DE SI MISMO I

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GIOVANNI PAPINI El castigo no me parecería completo si no contase a los demás, antes de morir, una parte de mi vida. Por inverosímil que pueda parecer a los hombres sanos, creo que será leída con provecho por aquellos que no sientan repugnancia a estudiar el alma humana. Cuando cometí el primer delito, tenía poco menos de veinticuatro años y, sin embargo, mi habilidad en ocultar actos y sentimientos me sorprendía a mí mismo. Mi mayor placer, incluso de niño, era el hacer algo sin que los demás se diesen cuenta. Se trataba, al principio, de cosas inocentes que hubiera podido hacer muy bien delante de todos sin miedo a recriminaciones, pero mi alegría no consistía en realizar aquellas acciones, sino en conseguir esconder lo que había hecho. Al correr de los años, creciendo la fuerza y el ingenio, las pequeñas cosas ya no me fueron suficientes. El riesgo era demasiado inocente para excitar mi imaginación, y me veía obligado siempre a usar expedientes que me parecían, a fuerza de costumbre, demasiado sencillos. Me decidí entonces a cometer un delito de tal manera que el asesino quedase para siempre desconocido. Rico y poco ambicioso, no tenía ningún motivo particular para robar o matar y me vi obligado a elegir, como primera víctima, a un buen hombre que apenas conocía y que habitaba a pocos pasos de mi casa. Durante muchos días estudié el mejor modo para realizar sin peligro la repugnante obra. Preví todos los casos, todos los contratiempos, todos los incidentes; preparé, con exacto cuidado, mi coartada y los instrumentos de la ejecución. El día fijado por mí, el hombre fue encontrado muerto en su habitación. El delito conmovió a toda la ciudad, porque nadie comprendía el motivo del homicidio, el método usado por el asesino para no ser descubierto. Nada había sido tocado en la casa del asesinado y no había indicio alguno para seguir la pista del culpable. Animado por este feliz éxito, continué del mismo modo —no más de cuatro o cinco veces al año— realizando similares y bien calculadas supresiones. En poco más de dos años murieron misteriosamente a mis manos: dos muchachas, un cura, un mozo de cuerda borracho; tres jóvenes bien vestidos, de los cuales no supe nunca el nombre ni la condición; una patrona de casa de huéspedes, un antiguo profesor mío y un emigrante alemán. Para no levantar sospechas fingía ocuparme en historia del arte y realizaba con este motivo largos viajes por Italia y el extranjero. A mi casa, donde había reunido cuadros, estampas, mármoles y cerámica en gran cantidad, venían con frecuencia unos cuantos aficionados maniáticos y dos o tres jóvenes estudiosos. Operaba, naturalmente, en diversas ciudades y con medios diferentes. Rechazaba los instrumentos vulgares como el cuchillo y el revólver, y prefería procedimientos más refinados e indirectos para procurar la muerte: ahogar en el agua, envenenamiento a pequeñas dosis, inoculación de enfermedades incurables o fulminantes, incendios, caídas en apariencia casuales, escapes de gas, y otros semejantes. Había adquirido, en el manejo de estos medios, una seguridad que muchos asesinos profesionales me habrían envidiado. Prescindiendo siempre de cómplices y guardándome mucho de coger nada que perteneciese a las víctimas, aunque se tratase de ricos, no corrí jamás peligro de ser descubierto. No teniendo rencores, ni pasiones que desfogar, ni hambre de dinero, podía acometer con frialdad las empresas más complicadas, y no me dejé llevar nunca de la tentación de obrar improvisadamente, aunque la ocasión pareciese favorable. Por grande que fuese el terror de mis conciudadanos y la obstinación de la Policía, no me ocurrió nunca que se sospechase de mí, ni que fuese interrogado. Mi vida, un poco extraña, de aficionado rico y vagabundo, me ocultaba enteramente. Había llegado a ser infalible en el arte del disimulo. Para no mostrar, ni aun lejanamente, una señal de mi actividad delictiva, no quise leer nunca ni las memorias de Canler, ni de otros célebres polizontes, ni las alabadas aventuras de Sherlock Holmes y de sus imitadores, ni tampoco el famoso libro de De Quincey, cuyo título —El asesinato considerado como una de las bellas artes— me atraía mucho.

II

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GIOVANNI PAPINI Esta vida duró casi tres años y estaba a punto de cumplir los veintisiete cuando cambió de repente mi doble existencia. Un día me di cuenta de que no conseguía ver de los hombres más que los ojos. En las casas, en los cafés, por la calle, en todas partes, me sentía forzado a mirar fijamente los ojos de aquellos que estaban o pasaban cerca de mí. Todos los seres humanos se convirtieron para mí en una multitud de órbitas blancas y pupilas curiosas. Ojos abiertos y redondos de buenas y sencillas gentes; ojos claros y serenos de jovencitas no enamoradas todavía; ojos negros, profundos y viciosos, que parecían esperar la noche; ojos celestes y velados de niños; ojos pardos, pero apasionados, de hombres que ya no eran jóvenes; ojos mortecinos e hinchados de noctámbulos; ojos falsos y ojerosos de mujeres; ojos entornados, casi expirantes, entre los párpados enrojecidos por el llanto, o legañosos por la enfermedad; todos los ojos del mundo vi en torno mío, fijos en mí, en esos días. Me parecía que los cuerpos habían desaparecido, y que en el mundo existían únicamente ojos, ojos separados de todo, que se movían aquí y allá para mirarme. Tenía la impresión de que todos aquellos ojos me espiaban para descubrir lo que hacía. Compliqué el misterio y redoblé las precauciones, pero apenas me hallaba fuera de casa, sentía sobre mí las miradas de amenaza o de burla, como si todos hubiesen «visto» mi vida secreta, y me parecía que me hallaba todavía libre, únicamente para que todas aquellas infinitas pupilas pudiesen disfrutar de mi terror. Esta sensación, como pude persuadirme más tarde, no tenía una fundada realidad, porque ninguno de ellos dio muestras de haber descubierto lo que había hecho, y a nadie se le ocurrió vigilarme o acusarme. Pero, desde aquel momento, martirizado por aquel íncubo, experimenté una gran irritación contra mí mismo. Hasta entonces había cometido mis homicidios con fría calma y sin sombra de remordimiento, y, únicamente cuando el mundo estuvo poblado para mí tan sólo de ojos, comprendí claramente que era un monstruo peligroso que merecía el castigo. Además, después de los primeros delitos tan bien tramados, el placer de ocultarlos se había amortiguado mucho. Preparar un homicidio impunible era para mí una cosa tan fácil que todo riesgo había ya desaparecido, y experimentaba entonces muy poco gusto leyendo en los periódicos las investigaciones inútiles de la justicia. El delito ya no me divertía. ¿Qué otra cosa podía hacer? Todo lo demás no vale la pena de que sea ocultado. Una sola cosa «nueva» podía hacer: castigarme. Pero ¿cómo? No tuve ni un solo momento la intención de denunciarme. Mis coartadas eran tan ingeniosas, todos los instrumentos y documentos habían sido tan cuidadosamente destruidos, que no podía esperar que consiguiese persuadir a la Policía ni a los jueces. Me hubieran creído loco y me habrían encerrado en un manicomio, donde no hubiera tenido la suficiente tranquilidad para una verdadera expiación. Pensé que la pena debía ser oculta como la culpa, y que debía esconder la prisión como había escondido los delitos. Yo mismo fui mi acusador, mi juez, mi defensor. Revisé uno a uno mis asesinatos, todas las circunstancias en que los había cometido; los cálculos, las premeditaciones y las circunstancias agravantes; mi dura crueldad, mi hipocresía monstruosa. Consideré los sufrimientos de las víctimas, las lágrimas y los daños de los que habían quedado, la piedad y el pavor de los ciudadanos, las inútiles fatigas de la Policía, los gastos del Estado, y todo lo demás que había arrostrado sin temblar. Me defendí cuanto pude con todos los sofismas aprendidos en Stendhal, en Stirner, en Nietzsche, en Oscar Wilde y en otros inmoralistas más oscuros; pero de nada valieron los subterfugios de mi inteligencia contra la convicción de mi alma. Los ojos de los hombres habían despertado mi conciencia: había destruido muchas vidas humanas y debía ser castigado sin piedad. Cuando habló en mí el juez, reconocí inmediatamente que la muerte no era una pena suficiente. El suicidio es un castigo demasiado rápido y por eso poco doloroso. Es más bien la liberación que el castigo. No quedaba más que la completa separación de los hombres, para siempre o por largo tiempo. 24

GIOVANNI PAPINI Confieso que no tuve el valor de condenarme a cárcel perpetua. Después de algunas dudas me condené a treinta años de completa separación. Tenía entonces veintisiete años: habría podido volver al mundo si la vida me hubiese durado, a los cincuenta y siete años, cercano ya a la muerte. Apenas dictada la sentencia, pensé cumplirla inmediatamente. Vendí lo que poseía en la ciudad y busqué en el campo una casa que se prestase para mi propósito. Después de semanas de investigaciones, tuve la suerte de poder comprar un caserón de feo aspecto, en el fondo de un valle solitario, que había sido antiguamente un castillo lindero. Lo único sólido que había quedado era una tosca torre de piedra que servía de granero y, en lo alto, de palomar. Habilité lo mejor que pude la estancia más alta de la torre, hice construir una puerta maciza con cerraduras perfeccionadas, cerré la única ventana con gruesos barrotes de hierro, hice llevar una camita de hierro, un taburete, una mesa, una jarra, una palangana, un espejo y cuatro libros. Cuando todo estuvo dispuesto, busqué carcelero. Encontré un joven campesino huérfano, no muy inteligente, pero de confianza, al que asigné un salario que podía cobrar solamente con mi firma, a condición de que viniese todos los días a la torre para traerme agua y comida, y mantuviese oculta a todos mi existencia. Por lo demás, la casa se hallaba muy alejada de las carreteras y de los pueblos, y mi carcelero fingió haberla alquilado para guardar el heno y la cebada. En la tarde de un límpido día de abril, después de haber paseado por el campo respirando el aire puro y el perfume de las flores, me encerré en la cárcel voluntaria y entregué las llaves al campesino.

III Desde el primer día comprendí que había conseguido lo que mi alma buscaba desde su nacimiento. Mi voluntad más constante había sido la de esconder mi vida, pero hasta entonces no había conseguido esconder más que «algunas» de sus partes —las más odiosas ciertamente—, pero pocas. Mucha parte de mi vida, aquella práctica, externa, animal, social, se había desenvuelto ante los ojos de los otros, y la mayor parte de mis actos habían sido un espectáculo diario para los extraños. Cada uno de nosotros vive y «es mirado» por alguien, y casi en todos los momentos es «actor» para alguien: es entrevisto, visto, observado, espiado. Ahora, en cambio —¡finalmente!— mi vida entera quedaba escondida y secreta. Para todos los hombres, a excepción de uno, estaba ausente, desaparecido, desconocido, como muerto. Seguía viviendo, pero como encerrado en un ataúd, en un sepulcro, bajo la tierra, fuera de la tierra. Podía pensar, pero nadie sabía nada de mis pensamientos; podía hablar, pero nadie escuchaba mis palabras; podía obrar, pero a nadie ver y contar acciones. Desde aquel día, por treinta años, por trescientos sesenta meses, por casi once mil días, estaría separado de los hombres; sin ver una cara nueva, sin oír una voz conocida, sin recibir un saludo lejano, sin ocuparme en un asunto, sin saber lo que ocurre en el mundo. Cuando reapareciese entre los hombres, ninguno me reconocería; todos los que conocí estarían dispersos, desaparecidos, sepultados, y yo ya no comprendería las palabras de los nuevos hombres, después de tantos años de alejamiento y de mudanzas. Para el presente y el futuro mi vida quedaría absolutamente ignorada para los hombres. Tenía pocos parientes y aun éstos lejanos; ninguno se daría cuenta de mi desaparición. No tendría luz, no cantaría, no podría asomarme a la ventana; nadie descubriría mi cárcel solitaria. Confortado con estos pensamientos, pensé sin espanto en los largos años que debería pasar encerrado para obedecerme a mí mismo. Los primeros días pasaron rápidamente. En torno de mi casa había campos pedregosos y poco reputados y, más lejos, los espesos zarzales de los cerros y de las hayas. Los únicos rumores eran —pero raras veces— las esquilas de las ovejas y de las cabras, las canciones melancólicas del

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GIOVANNI PAPINI pastor, y el suspirar del viento entre los árboles. Únicamente cuando soplaba la tramontana oía, por la mañana y por la tarde, los tañidos desvanecidos de una campana. En los primeros tiempos estuve ocupado en el estudio de esos rumores. Conseguí pronto distinguir los sonidos de las esquilas de los diferentes rebaños que pastaban en las cercanías, las voces de las pastoras, la dirección y la fuerza del viento según el rumor de las hojas. Por la ventana no veía más que el cielo, el sol, las nubes y alguna vez la luna y, apoyando el rostro contra la reja, podía columbrar, muy a lo lejos, un breve horizonte de campos solitarios. Durante muchos meses seguí confusamente con la mirada los momentos de la vida agreste, vi el verde tierno cambiarse en verde oscuro, luego palidecer y aparecer el amarillo, luego reaparecer y aparecer el rastrojo quemado, ennegrecerse las vides; rojas las hojas, morenos los surcos; despojarse toda la campiña, cubrirse de nieve y reaparecer, al fin, el verde tierno de la primavera. Pero el estudio más dulce era el seguir las mutaciones y los viajes de las nubes, seguir el ritmo del viento entre las ramas y el de la lluvia en el techo. Conocí todas las fases y los colores de la luna: observé todas las gradaciones de la luz solar; descubrí nuevos reflejos de auroras y nuevos desvanecimientos de crepúsculos. El trocito de cielo y de tierra que podía contemplar era un mundo que comenzaba a conocer en cada uno de sus átomos e instantes, como Dios. Los seres vivientes me parecían desaparecidos del mundo; algún pájaro que atravesaba «mi» cielo, una oveja lejana, las manchas blancas de los bueyes, la cara apática de mi campesino, eran las únicas cosas animadas que veía. En verano mi cárcel era menos solitaria. Las moscas, los mosquitos y las abejas llegaban hasta mi torre y me dieron ocasión para largas y aventureras cacerías; las pulgas invadieron mi lecho, y su destrucción me ocupó durante muchas horas; un día una luciérnaga parda llegó hasta mi ventana, y conseguí hacerla prisionera y tenerla conmigo durante casi dos meses. Dos arañas habían tejido sus telas entre las vigas del techo y me divertía observando sus asechanzas y sus pacientes viajes de tejedoras. Tuve también la bulliciosa visita de los vencejos, pero ninguno hizo nido cerca de mí. En invierno la soledad fue absoluta. En la estancia —sin calefacción, y que yo no quería calentar— hacía frío y me veía obligado a permanecer en la cama incluso durante el día. La mayor parte del tiempo estaba adormecido, pero en las horas de vigilia —¡pocas, pero qué largas!— no podía hacer más que estudiar minuciosamente mi prisión. Cuando la primavera llegó, conocía palmo a palmo las seis superficies que me encerraban. Cada vena de las vigas, cada grieta de los montantes, cada desconchadura de la pared, cada agujero de los ladrillos me eran tan perfectamente conocidos que los hubiera podido encontrar en la oscuridad. Conté los ladrillos del suelo, los agujeros de las paredes, las desconchaduras del techo, las manchas de orín de los hierros; seguí, día por día, los síntomas de envejecimiento de lo que me rodeaba. La tosquedad de los hierros, las huellas de la humedad de las paredes, los arañazos de la puerta, las grietas de la cal, el empañado del espejo, me absorbían días enteros. Muchas veces soñaba con los ojos abiertos; volvía a ver los momentos, los espectáculos de mis años de libertad; todos los rostros que había visto o entrevisto se me aparecían en la memoria, uno a uno, todos con una leve sonrisa bonachona; me parecía volver a oír voces de mucho tiempo olvidadas; recordaba, de pronto, un chiste insulso oído en el teatro o una frase oscura cogida al vuelo por la calle. Durante muchos años no me ocurrió casi nunca que me acordase de mis delitos, y si me venían a la memoria, conseguía rechazar el recuerdo sin mucho trabajo. Mi sueño estaba vacío: no soñaba, o no me acordaba de mis sueños. Pasaba largas horas contemplándome en el espejo. Algunas veces, a fuerza de contemplar mi imagen, me parecía que ya no era yo: me olvidaba de quién era y de dónde estaba. Entonces comenzaba a gritar, a llamarme y, finalmente, me reconocía. Con el espejo pude seguir, mes por mes, año por año, mi rápida decadencia. Todos los días hacía un atento 26

GIOVANNI PAPINI examen de mi color, de mi delgadez, de las manchitas de mi piel, del color de mis cabellos, y podía asistir, grado a grado, a la disolución de mi cuerpo. Así pasaron muchos años sin que yo sintiese, ni por un solo momento, el deseo de la libertad. El verdadero aburrimiento de la separación comenzó únicamente después de trece años. Todo aquello que podía observar y estudiar en torno mío ya me era conocido, familiar hasta la náusea. Había leído y releído numerosas veces los cuatro libros que había llevado conmigo —Las mil y una noches, el Gil Blas, un tratado de química y la Historia de Port-Royal, de Sainte-Beuve— hasta el punto de que me los había aprendido de memoria, desde la primera hasta la última palabra, y habría podido recitarlos comenzando por cualquier página. Había explicado y comentado, para mí, dentro de mí, cada narración, cada frase, cada fórmula. Había reescrito más de una vez, en mi cabeza, las mismas aventuras y las mismas teorías; había imaginado continuaciones, ideado modificaciones, reunido posibles glosas e hipotéticos comentarios. Mi alimentación —por voluntad mía— era sencilla: pan y fruta. No haciendo trabajo alguno y ningún esfuerzo muscular, no tenía necesidad de comer mucho, pero la extremada sobriedad me hacía caer, más a menudo de lo que yo deseaba, en una especie de éxtasis, de cansancio, en el que mi cerebro, sin freno, perdía la exacta intuición del mundo y me conducía lejos, a esferas de existencia nuevas para mí. En uno de esos sopores comencé a sentir que no me hallaba solo. No oía voces ni se me aparecían fantasmas; pero, sin embargo, estaba seguro de que alguien se hallaba cerca de mi cama y se divertía contemplándome vivir. No se trataba de alucinaciones exteriores. En todo esto no había nada concreto, material, «verdadero». Estaba cierto de que alguien se hallaba junto a mí y pensaba cerca de mi pensamiento. No oía, sin embargo, suspiro alguno ni columbraba ninguna sombra; pero escuchaba los pensamientos de mis compañeros y, alguna vez, mi alma contestaba, vacilante, a las almas desconocidas. En los primeros tiempos, estas apariencias invisibles me ocurrieron tan sólo cuando me hallaba sumido en el sopor del cansancio; pero, al cabo de dos años, llegaron a ser constantes, y tuve siempre, en todo momento, algún compañero en mi habitación. Los que venían con más frecuencia eran mis víctimas. Una tras otra sentía cómo se acercaban a mí para mirarme sin odio. Alguna de ellas me contó, sin hablar, su historia, me describió su vida, especialmente las sensaciones que precedieron a la muerte. Me confesaron que al quitarles la vida no les había hecho aquel daño que creían los que habían quedado. Algunos de los asesinados se hallaban ya aburridos y desesperados en el momento en que los había asesinado; los demás reconocieron que el resto de su vida —«ahora que sabían»— hubiese sido más triste que la tranquila del cementerio. Esos coloquios me hacían bien: comenzaba a recordar mi existencia pasada sin remordimientos. Durante un año intenté reconstruir las teorías sobre la infelicidad de la vida, y conseguí llegar a creerme un generoso filántropo que había arriesgado su libertad para salvar algunas almas del sufrimiento, y se había castigado injustamente cediendo a un estúpido remordimiento. Pero la duda me asaltaba sin descanso. La teoría sobre el dolor de la vida y el mal del mundo tenía necesidad, para aparecer del todo cierta, de estar apoyada en un sistema que abarcase toda la realidad. Pasé un año en reflexiones metafísicas de toda especie, intentando reconstituir con el pensamiento aquello que ya conocía e inventar cosas nuevas. Pero este estéril ejercicio me agotó la mente por mucho tiempo. Comencé a sufrir angustias, espasmos, desmayos; mi cerebro permaneció oscurecido días enteros. Durante meses viví como un loco gritando día y noche palabras sin sentido, arañándome el rostro, retorciéndome las manos. De pronto me despertaba lleno de melancolía, con las uñas ensangrentadas, los miembros doloridos, y en mi cerebro comenzaban a girar de nuevo las fantasías más absurdas. 27

GIOVANNI PAPINI En aquellos momentos experimentaba un deseo inquieto de huir; me debatía entre las cuatro paredes como una bestia furiosa; aullaba en la ventana, con objeto de que alguien viniese a liberarme; mordía los barrotes de hierro y, cuando venía el campesino a traerme el pan, caía de rodillas llorando y le rogaba que me llevase con él. Pero no se conmovió nunca; antes de encerrarme le había expuesto claramente las condiciones y sabía que, si me hubiese liberado, habría perdido el salario y tal vez la vida.

IV Así transcurrieron más de veinte años en mi prisión lejana y solitaria, sin que ningún acontecimiento viniese a cambiar mi vida. Una vez o dos, el campesino permaneció dos días seguidos sin venir porque se hallaba enfermo —las voces de las pastoras cambiaron cada tres o cuatro años—; una vez oí voces de hombres bajo mi torre; una noche mi habitación se vio alumbrada por el fuego que se había declarado en un bosque vecino; éstos, para mí, fueron los hechos importantes de todo aquel tiempo. Había llegado casi a los cincuenta años y ya no sabía cómo llenar mi vida. Conocía, átomo por átomo, todo lo que me rodeaba —había pensado, imaginado, soñado y llorado durante años enteros—. Me hallaba aburrido de los compañeros invisibles que, con demasiada frecuencia, me tomaban como un juguete y me trataban como a un muchacho. Los tres años que siguieron a los primeros veinte fueron los más singulares de mi vida. Pasaba casi todo el tiempo tendido en la cama, sumido en un sopor perpetuo que no era ni vigilia, ni sueño, ni ensueño. Durante el día no discernía nada; me parecía únicamente que una luz intensa, blanca, cegadora cubría como una niebla luminosa todo lo que existía. Cuando llegaba el campesino, tenía que coger a tientas el pan que me ofrecía y, apenas había comido, apoyaba la pesada cabeza sobre la almohada, y mi boca estaba amarga y seca como al día siguiente de una sucia borrachera. Por la noche desaparecía la luz, pero era peor; experimentaba la sensación de hallarme absolutamente solo, no solamente solo en mi habitación, sino solo en el Universo, en medio de la nada. Me parecía que las paredes, los campos, las ciudades, habían desaparecido para siempre; que toda la tierra se disolvía, que el Sol y las estrellas se apagaban, que callaba todo rumor, y que yo únicamente, tranquilo y eterno, permanecía solo, literalmente único en medio del vacío infinito. Luego, poco a poco, el mundo se iba rehaciendo, reconstituyendo, en torno mío —primero la habitación, luego el campo, luego el Sol, luego la tierra—; pero apenas despuntaba el día sentíame de nuevo sumido en una luz ardiente, más allá de la cual imaginaba el mundo atroz, duro, peligroso. Esta terrible existencia cesó, no por mi culpa, al comienzo del vigésimo cuarto año de mi prisión. El campesino no compareció durante dos días seguidos; pero, como no era la primera vez, no hice caso. Tenía siempre, por lo demás, fruta en conserva suficiente para no morirme de hambre. Por la mañana del tercer día, oí abrir la puerta del exterior y subir la escalera, pero me di inmediatamente cuenta de que no era el paso acostumbrado. Cuando la puerta de mi habitación se abrió, después de muchas tentativas, me vi ante una pobre mujer de unos cuarenta años que me miraba con espanto y no sabía qué decirme. ¡Era el segundo rostro humano que veía después de veintitrés años! La enorme novedad del acontecimiento me devolvió un poco de lucidez y pregunté a la mujer quién era y qué quería. Después de grandes esfuerzos conseguí comprender que era la mujer del campesino carcelero, y que éste se había vuelto loco casi repentinamente, y que había recomendado repetidas veces, antes de ser recluido, que fueran a liberarme, porque él era la causa de todo y había un hombre que sufría por su culpa. Había dado minuciosas noticias sobre el lugar donde me hallaba y sobre mi extraña vida, pero nadie quiso creerle. Finalmente, la mujer, un poco por curiosidad y un poco por descargar su conciencia, había ido a ver y me había encontrado.

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GIOVANNI PAPINI La libertad se ofrecía a mí, después de tantos años, sin que yo la hubiese buscado. Por otra parte, ¿qué hacer? Ahora el secreto ya estaba descubierto y no me hubiesen dejado tranquilo. Tal vez la justicia hubiese querido ocuparse de mí, y era preferible huir antes de que llegasen los curiosos. Rogué a la mujer que hiciese venir un coche hasta la torre; al día siguiente me hice llevar a la ciudad más cercana y desde allí me dirigí a mi patria. Y ahora, desde hace más de un año, estoy aquí en la ciudad que me vio nacer, y de la que me marché todavía joven para enterrarme hasta la vejez. Todo lo que veo me cansa; no reconozco muchas cosas, otras son completamente nuevas para mí. Me parece que amo a los hombres como un niño ama a la madre que ha vuelto a encontrar, y, sin embargo, nadie me quiere a su lado. Mi aspecto singular, mi ignorancia de la vida presente, la torpeza inexplicable de mis movimientos, la lentitud de mis ideas, la imposibilidad de encontrar a esta edad nuevos amigos, me hace vivir solo en medio de millones de hombres, como en mi torre. He intentado, alguna vez, parar en la calle a algún joven para contarle mi historia, pero todos sienten repugnancia hacia mí y me juzgan un enfermo fastidioso salido de repente de lo desconocido. Mi casa ha sido destruida para hacer sitio a una calle más ancha; mi nombre ha desaparecido de los registros de la ciudad y de la memoria de los hombres. Ya no soy nada para los demás y casi nada para mí. Desde que he vuelto entre los demás, no puedo respirar bien, mi pecho está oprimido por un aire pesado; todo lo que me rodea parece lleno de polvo. No consigo apasionarme, y recuerdo únicamente, casi con deseos, los balidos desgarrados y tristes de las ovejas lejanas. No sé cuánto tiempo permaneceré aquí, no sé dónde iré. La muerte está próxima, pero no deseo morir. Tengo miedo de volver a encontrar a «mis» muertos, y tener que volver a empezar con ellos, una vez más, mi vida.

LAS ALMAS CAMBIADAS I Tanto el Uno como el Otro estaban sanos y tenían unos treinta años. Habían comido en las mismas posadas, se habían sentado uno al lado del otro en los conciertos y se habían prestado libros. Muchas veces el Uno había ofrecido cigarros al Otro, y éste había aceptado, dándole en cambio la última revista que llevaba en el bolsillo. Pero, si no me equivoco, sus relaciones no habían llegado a ser más íntimas y, si alguna vez se habían estrechado la mano, el Uno sentía a través de los guantes de piel afelpada, que los blandos dedos del Otro no se entregaban con mucha cordialidad. Sin embargo, el Uno y el Otro no se parecían a ninguno de los que los rodeaban, como tampoco se parecían entre sí, y no me extrañaría nada que detrás de su silencio naciesen muy curiosos pensamientos. No obstante, los hombres extraños son tan corrientes, que ahora ya no nos fijamos en ellos. Pero lo que he sabido después ha hecho desaparecer mi indiferencia. Parece cierto que un día, mientras paseaban juntos después de comer, el Uno dijo al Otro: —¿Está usted dispuesto a hacer conmigo un cambio importante? (Esto fue dicho sin ninguna preparación. Entre ellos no habían hablado nunca de asuntos personales.) El Otro contestó: 29

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pierde.

—Haría con mucho gusto un cambio, a condición de no perder demasiado. —El cambio que le propongo no es calculable. No podemos saber antes quién gana o quién

—Tanto mejor. No busco el riesgo, pero no le huyo. —Temo que usted no crea posible el cambio que quiero proponerle. —No es necesario que lo crea posible antes. Si usted puede conseguirlo, he de creerlo. —¿Me promete, sin embargo, que, en caso de negativa, no dirá nada a nadie? —Lo prometo todo para que me diga en seguida de lo que se trata. —Yo quería proponerle hacer el cambio de nuestras almas. El Otro sonrió y se detuvo. No se dio prisa en contestar, porque no quería demostrar que la imprevista pregunta le había sorprendido mucho. (En realidad, no parece posible que este diálogo haya sido sostenido en la calle de una gran ciudad.) El Uno tuvo que detenerse y, después de haber tenido el valor de arriesgar la propuesta, no tuvo fuerza para sonreír como el Otro. Pero éste le sacó rápidamente del embarazo diciendo: —¿Por qué no? ¿Cree verdaderamente que esto es posible? El Otro, precisamente porque era escéptico, tenía predilección por las ideas que no se le habían ocurrido a nadie. El Uno, enardecido, comenzó a exponer una teoría sobre las almas, sosteniendo con mucho tesón que en todo el mundo «hay una sola persona», y que esta persona tiene muchas almas, innumerables almas contemporáneas, y que estas almas, para distinguirse, crean cada una un cuerpo, recogiendo la materia al azar... ...Pero el Otro no podía aguantar la metafísica. —¡Basta! ¡Basta! —exclamó en el momento más culminante de la demostración—. Todo esto es perfectamente inútil para nuestro propósito. Lo que me interesa saber es si este cambio se puede hacer realmente, de un modo rápido y no doloroso. Todo lo demás, perdóneme, es música celestial. —¡Está bien! —concedió el Uno—. Veo que usted es un hombre práctico y esto me gusta porque yo no lo soy. Pero le diré que el problema de la sustitución de las almas es tan fácil de resolver que ya ha sido resuelto. Yo que le estoy hablando, ya no tengo el alma con que nací. Hace algunos años la cambié con la de un poeta que no conseguía ganar lo suficiente con su alma de vagabundo, mientras que yo puedo vivir de renta. Como puede ver, yo soy práctico en estos cambios. ¿Acepta o no acepta? —Ya le he dicho que no tengo ningún inconveniente. Únicamente permítame que le exija dos condiciones: lo primero de todo es que estaremos juntos durante un mes, por lo menos, hablando mucho de nosotros mismos, para conocer mejor las respectivas almas. Además, si después de algún tiempo uno de nosotros ya no quisiese la nueva alma, se entiende que nos restituiremos nuestras almas respectivas. ¿Cómo podía el Uno negarse a aceptar dos condiciones tan razonables? Así comenzó, en aquel día húmedo y oscuro de enero, el mes de fraternidad del Uno y del Otro.

II Los dos tenían interés en hacerse bellos, en engañarse, en esconderse, en inventarse. El Uno deseaba ardientemente hacer el cambio, porque su alma de poeta no le permitía llevar una vida ordenada y tranquila, por el inquieto deseo de lo nuevo. Ambos se encontraban, por eso, en la chocante situación de que cada uno tenía necesidad de incitar al otro y que, para incitarse, el uno debía adivinar los gustos del otro; pero, por otra parte, cada uno de ellos, para presentarse del modo más atractivo, se veía obligado a ocultar alguno de sus aspectos menos visibles, y por eso, probablemente, más profundos. Para quien no entienda estas 30

GIOVANNI PAPINI sutilezas, diré, en dos palabras, que cada uno, para poder engañar bien, habría tenido necesidad de la sinceridad del otro, y que la sinceridad de uno hubiese bastado para convencer al otro de que no valía la pena de engañarlo. Para explicarme todavía mejor, diré que Uno —el poeta— intentó mostrarse más práctico, y que el Otro —el práctico— procuró parecer más poeta, y que el Uno intentó persuadir al Otro de que únicamente los poetas pueden poseer profundamente el verdadero mundo, y el Otro hizo comprender al Uno que sólo los hombres prácticos poseen el dominio del mundo concreto, único existente. Por otra parte, Uno hizo todo lo posible para hacer creer al Otro que también los poetas saben sacar cuentas y, en ciertos casos, ganar, y el Otro llegó hasta decir que también las personas prácticas tienen accesos de fantasía y raptos de imaginación. —Pero, si todo esto es verdad, ¿por qué quiere cambiar? —preguntó el Otro. —Para probar, para conocer, para tener nueva experiencia. A la verdad, no he sabido nunca fijamente de qué hablaron el Uno y el Otro durante los días que permanecieron juntos; pero no es muy difícil adivinarlo. Se contaron su vida acomodada y transfigurada, según los supuestos gustos del que escuchaba; se hicieron todas las confidencias que no podían comprometerlos; atenuaron algunas aventuras muy graves, hasta el punto de transformarlas en pequeñas anécdotas, mientras que se sirvieron de algún pequeño hecho verdadero para aumentarlo y hacer un capítulo al estilo de Plutarco o de Casanova. Durante todo aquel tiempo, por deseo del Otro, vivieron juntos, en la misma habitación, no dejándose nunca ni para comer, ni para pasear, ni para dormir. Fueron suprimidas todas las visitas, olvidadas sus relacióneselos quehaceres dejados de lado. Toda la parte práctica del asunto fue discutida y preparada, y cuando llegó el gran día del cambio, no faltaba más que la definitiva voluntad de los dos amigos La voluntad no faltaba ni al Uno ni al Otro y, durante la noche que precedió al día treinta y uno de su convivencia, la transmisión de las almas se realizó sin ninguna dificultad. Parece ser que la operación se realizó durante el sueño, es decir, en el momento en que las almas, según una vieja teoría no todavía desmentida, dejan el cuerpo y van por su cuenta en busca de aventuras que poder contar al despertarse. Cuando se hallaba cerca la mañana, el alma de Uno entró en el cuerpo del Otro y la del Otro en el cuerpo del Uno. Ninguno de los dos experimentó el más pequeño sufrimiento. Ambos se levantaron con el alma deseada, con el alma nueva y, cuando comprendieron que ya estaba todo realizado, se abrazaron conmovidos, en silencio. Desde aquel día comenzó para el Uno la tercera vida, y para el Otro la segunda vida en este mundo.

III Ambos, con su nueva alma, se marcharon por distintos caminos. En el fondo, no había cambiado nada entre ellos; porque las dos almas, aunque hubiesen cambiado de cuerpo, eran las mismas; sintieron, sin embargo, de pronto, la necesidad de alejarse, como si experimentasen una repentina repulsión después de la amistad demasiado íntima de los días pasados. ¿Quién no comprenderá en seguida la razón? «El alma lo contiene todo», incluso la memoria del pasado, incluso lo que más escondido se halla a los demás. Cada uno de nosotros —a excepción del santo— somos muy indulgentes con nosotros mismos. Se intenta no recordar las vilezas, las debilidades, las infamias cometidas; esconder y negar nuestro mal carácter, y, a fuerza de querer olvidar y esconder, se termina creyendo que nuestra alma es pura y nuestro pasado hermoso.

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GIOVANNI PAPINI Pero, cuando se trata de juzgar a los otros... Cristo mismo, autor de la metáfora de la paja y de la viga, ¿no increpó tal vez demasiado contra la viga de la ajena avaricia, sin darse cuenta de que la columna del orgullo se hallaba en su propio ojo? Imaginaos, pues, que entre de golpe en vosotros un alma ajena. Inmediatamente, después de una primera exploración, comprenderéis la cantidad de vicio escondido, y descubriréis los rincones oscuros, y os quedaréis estupefactos ante el amasijo de imbecilidad canallesca que puede contener el alma de un caballero inteligente. El otro, naturalmente, hará el mismo descubrimiento en el alma que le habéis dado, y experimentará las mismas causas de horror. Así aconteció con el Uno y con el Otro; en ellos el desprecio se convirtió en odio, porque cada uno descubrió en el alma que había recibido lo que esta alma había pensado de la otra antes de pasar al nuevo cuerpo. El Uno descubrió en la memoria del Otro que éste le había considerado como un vanidoso perdulario, ligero y presumido, y el Otro encontró en la memoria del Uno que éste le creía antes del cambio un ser grosero, limitado y orgulloso. Aunque las almas hubiesen sido cambiadas, el amor propio retrospectivo se sentía herido, y ambos pensaban: ¡Qué horrible alma me ha tocado!

IV Vivieron algún tiempo alejados y ambos intentaron improvisar una nueva vida. Los dos cuerpos, a causa del cambio de inquilino, tuvieron que cambiar de costumbres y de ocupaciones. El Otro, convertido en poeta, se marchó a la montaña y se divirtió en vagar por los campos. El Uno se retiró a París y frecuentó la Bolsa. Así pasaron dos años; pero después de este tiempo, Uno se sintió presa de una gran nostalgia del alma pasada, de la cual sabía algo a través de los recuerdos del alma del Otro que ahora tenía con él, y volvió a la ciudad donde tuvo lugar el cambio para procurar la restitución. El Otro, en cambio, se sentía muy feliz, y había terminado adaptándose muy bien a la nueva alma El alma del poeta se había convertido verdaderamente en su alma. Todo lo feo había sido recubierto con las cenizas del tiempo, o con las frondas de la vanidad, y el Otro disfrutaba de los árboles, del cielo, del agua, de las palabras, como un extático. Había encontrado, además, una fortuna; se había enamorado de una mujer que estaba enamorada de él. Desde hacía algunos meses vivían juntos, en una casa rodeada de fosos y de pájaros, y el Otro recordaba con disgusto lo que había sido antes, cómo se había visto cuando su alma presente se hallaba en el cuerpo del Uno. Pero éste consiguió muy pronto encontrar el refugio del Otro y se le presentó con bruscos modales, para reclamarle el alma que le había dado —el alma que había sido suya—. Los dos hombres, encerrados en una habitación, gritaron durante toda una mañana sin provecho alguno. El Otro no quería, en modo alguno, restituir el alma con la cual se encontraba tan bien en el mundo, y sostenía sus derechos sin piedad de ninguna clase. Hablaba en alta voz, sin pensar que su mujer podía oírle y, tal vez, dejar de amarlo al descubrir que aquella alma que la había enamorado no era la verdadera alma del amado. En realidad, la mujer escuchó durante mucho tiempo detrás de la puerta; pero como los dos gritaban a la vez y hablaban de una cosa tan extraña como un cambio que nadie podía imaginar, no comprendió nada. Cuando, finalmente, salió el Uno dando un tremendo portazo, la amante se precipitó dentro de la habitación y encontró al Otro sudoroso, con la cara congestionada y enfurruñado. —Se trata de un antiguo acreedor —dijo contestando a la pregunta de aquellos ojos—, pero un acreedor que no tiene ningún derecho a reclamarme lo suyo. No quiso decirle nada más. Comprendía que la confesión habría puesto en peligro su amor. La mujer amaba sobre todo su espíritu, su carácter, sus sueños, y por esto hubiera, tal vez,

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GIOVANNI PAPINI continuado amando lo mismo, aunque el alma hubiese pasado a otro cuerpo; pero el pobre Otro amaba también con su cuerpo y no quería que el cuerpo de ella se le escapase. El Uno se hallaba fuera de sí de rabia, y, sin pensar en lo que hacía, fue a ver a un abogado y le explicó con gran calor su caso. Como el abogado no pudo refrenar en modo alguno la elocuencia de aquel hombre, dejó que éste se desfogase, pero apenas hubo terminado, le dijo: —Señor mío, su asunto es muy interesante, pero creo que va usted mal dirigido. A usted le conviene un médico y no un abogado. El Uno no se desanimó y expuso, de nuevo, su caso a un segundo abogado. Éste se lo tomó más en serio y le dijo, clara y rotundamente, que en el Código no había ningún artículo que se refiriese a una permuta tan extraordinaria; que faltaban los documentos del cambio y que, por otra parte, admitía que la retrocesión debía realizarse de común acuerdo, y esto, evidentemente, era imposible. El Uno pensó entonces prescindir de los abogados, defenderse a sí mismo y denunciar el caso a un tribunal. Encontró, por fortuna, un juez inteligente, quien, en vez de hacer encerrar al pobre Uno en el manicomio, llamó a los dos contendientes para aclarar la verdad y, en lo posible, ponerlos de acuerdo. Pero el Otro sostuvo a capa y espada su tesis, jurídicamente legítima, de que el contrato había sido hecho contando con la buena fe recíproca, y que el querellante reconocía que no se podía volver atrás sino en caso de perfecto acuerdo. —Este acuerdo —decía él— no existe, ni puede existir, puesto que yo me encuentro bien con el alma que poseo ahora y no quiero saber nada de la antigua. La proposición del cambio no partió de mí, sino de él, y es justo que él sufra las consecuencias de lo que se buscó. El Uno lloraba silenciosamente y no sabía qué contestar. Se arrojó a los pies del Otro, suplicó, rogó, improvisó las más patéticas imploraciones que un hombre puede dirigir a otro hombre; pero no le valió de nada. El Otro tenía demasiada afición a su alma y a su mujer. El Uno salió de casa del juez intensamente pálido, humillado. Se encerró en un hotel y no salió durante dos meses. Finalmente —una noche de febrero— tuvo la idea de que un poco de música le haría bien y se le ocurrió ir al teatro. Nevaba y el Uno no iba bien abrigado. A la mañana siguiente no se levantó de la cama, estuvo muy enfermo durante una semana, fue trasladado a un hospital y comprendió que la muerte se acercaba. Su cuerpo no se había podido adaptar jamás a la nueva vida. Pero, antes de morir, pensó en la venganza. Recordó que el alma que deseara tan ardientemente poseer no había sido suya desde el nacimiento. La había obtenido en cambio de un pobre poeta que, liberándose de aquel su pobre espíritu, había podido convertirse en un gran terrateniente. El Uno sabía dónde habitaba y le escribió una larga carta contándoselo todo. La carta terminaba de la siguiente manera: Ahora que ya ha hecho usted fortuna, creo que puede permitirse recobrar el alma que me cedió en la juventud. Entonces le impedía ser rico, pero ahora le serviría para disfrutar más noblemente de su riqueza. Reclámela a aquel que, en un momento de loca curiosidad, se la cedió, y no le deje en paz hasta que se la restituya. Usted será feliz y vengará a su infeliz bienhechor. UNO. A los dos días el poeta acudió al hospital y llegó a tiempo para obtener todas las noticias oportunas para la recuperación de su alma nativa. Poco después Uno murió, y el propietario —el

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GIOVANNI PAPINI verdadero propietario— se puso en campaña para vengarlo. Se dirigió al Otro y le dijo resueltamente: —O me devuelve usted mi alma, o se lo cuento todo a su mujer. Mañana necesito tener la contestación. El medio elegido era demasiado violento. ¿Qué le importaba al Otro tener todavía un cuerpo, si el alma se le iba, si la mujer ya no le iba a amar? En todos los casos iba a perder lo mejor de sí mismo y de su vida. Y entonces se oyó, en el silencio de la casa de campo, el disparo de arma de fuego con el que terminan tan bien todas las situaciones embrolladas. Cuando, a la mañana siguiente, llegó el Propietario para recibir la contestación, encontró un cuerpo vivo que sollozaba sobre un cuerpo muerto: el cuerdo señor comprendió que no valía la pena de hacer revelaciones.

QUIEN ME AMA MUERE I Todos los que me hablaron de Gerardo Solingo antes de que lo conociese me dijeron las mismas cosas. Me lo imaginaba, a través de las palabras de mis insulsos informadores, como una bestezuela inquieta, escapada del dueño, rabiosa consigo mismo y, además, enemiga de la cara de los hombres. Me causaba un poco de risa, un poco de desprecio. ¿Quién era ese misántropo maniático que quería rehacer, ante los ojos de los campesinos, la vida despechada de Timón? Yo habitaba precisamente en la cima de la colina pedregosa, y desde allí veía su casa, en el fondo del valle angosto y frondoso, al final del prado que descendía hacia el río, en el prado que era suyo. Le veía, por la tarde, salir de casa sin alzar los ojos y volcar un caldero de patatas hervidas junto a un cerdo que hozaba siempre cerca de allí. Después, al cabo de un rato, volvía con otro caldero de agua, y, mientras el cerdo gruñía de satisfacción, el solitario dueño miraba al cielo o iba de aquí para allá por la hierba. Algunas veces se detenía de pronto, permanecía inmóvil algunos minutos, alzaba los ojos al cielo y, repentinamente, como poseído de espanto, los bajaba y volvía a su casa; al cabo de poco rato se veía el resplandor de la lámpara en las ventanas, y muchas veces aquella claridad duraba toda la noche. El lugar en donde habitaba aquel hombre solitario era feo, ahogado entre los montes, apartado, poco fértil. Y, sin embargo, hacía tres o cuatro años que estaba allí y no se había movido nunca. Nadie iba a verle, hablaba con muy pocos y siempre con rabia y despecho; recibía poquísimas cartas (principalmente certificadas), no iba nunca a las ferias ni a la iglesia. Parecía que hacía todo lo posible para que se le creyese el héroe de una novela tenebrosa. Sin embargo, en veinte millas a la redonda no había más que campesinos, y éstos seguramente no hubieran podido contentar su vanidad —si hubiese sido un bufón— de hombre voluntariamente singular. Me persuadí, no obstante, poco a poco, de que su retiro no debía ser charlatanesco, sino el efecto de una seria resolución. A fuerza de pensar en él y en las razones de su escondida vida, llegó a hacérseme simpático. Decir simpatía era tal vez demasiado, pero sí había nacido una media simpatía. ¿Por qué? Quien me conozca lo comprenderá en seguida. No hay que decir que no lo espié solamente por la tarde, sino también por la mañana. Apenas el Sol se había levantado un palmo sobre la montaña de oriente, me iba al lugar más alto de 34

GIOVANNI PAPINI mi colina, me sentaba sobre la piedra desnuda y miraba hacia el prado, hacia la casa todavía sumida en la sombra. El solitario salía un poco más tarde y llevaba la comida a su cerdo —la única bestia que tenía con él—. Luego se tendía sobre el prado y leía. Cuando el sol llegaba hasta allí, se levantaba y volvía a casa. Pasaban algunos momentos y una nubecilla de humo turbio salía de la chimenea. Y luego nada más durante todo el día. Si yo, como otras veces, hubiese estado absorbido por algún trabajo verdaderamente mío, no hubiera hecho caso de aquel vulgar solitario. Pero en aquel verano ocioso, en aquella colina estéril, lejos de todos los hombres y de las mujeres que amaba, la curiosidad me persiguió y acabó por vencerme. Comencé a descender de la colina, a atravesar el río, a pasar cerca de la casa, a sentarme en la orilla del río para que me viese. Llevaba un libro o una escopeta, para dar la sensación de que hacía algo; canturreaba para hacerme oír; intentaba hacer hablar a los campesinos acerca del rabioso dueño del cerdo. Me parecía que había vuelto a los quince años, al tiempo de los primeros amores a lo lejos. Y no se trataba de una muchacha, sino de un hombre de cuarenta años, bajo y moreno, con la barba larga y los ojos bizcos. Le había visto bien y de cerca. Las primeras veces fingió no verme y penetró en su casa cuando yo atravesaba el patio. Un día, al verme venir, se puso a murmurar y a bufar y me cerró la puerta en las narices con gran ruido. Otra vez, estando yo en el prado intentando espiar lo que hacía en su casa, salió con el rostro colorado, y cuando me vio cerca gritó: —¿Qué quiere usted? ¡Aquí es mi casa! Sus labios temblaban entre las crispadas barbas. Me marché de prisa, sin contestarle, un poco turbado. El mismo día le escribí una carta afectuosa y se la mandé por una campesina. Le decía que sentía haber turbado su soledad; pero que su vida, un poco parecida a la mía, me hacía pensar siempre en él, y que intentaba imaginarme la desventura que le había conducido allí, y que sentía nacer en mí una profunda simpatía hacia él, una espontánea simpatía hacia quien había, como yo, dejado los hombres de la ciudad para vivir en compañía de las plantas y de las bestias. Era una carta ingenua y fuera de lugar, pero sincera, como otras tantas mías, de las que luego me he arrepentido. Después de habérsela enviado me avergoncé un poco; pero creo que si no la hubiese escrito y enviado, a estas horas tal vez ya sería tierra de cementerio. La misma tarde vino un hombre a casa para traerme una carta del solitario. Abrí el sobre apresuradamente y leí: Distinguido señor: Sin saberlo, se halla usted en peligro de muerte. Si quiere ser salvado, venga a mi casa mañana, después de mediodía. Gerardo Solingo.

II Digo la verdad: me he encontrado durante mi vida con casos inverosímiles y he buscado siempre aproximarme a los hombres que, de un modo u otro, fuesen diferentes de los demás; sin embargo aquellas pocas palabras del solitario no me dejaron dormir en toda la noche. ¿Qué peligro corría? ¿Por qué debía morir? ¿Era una amenaza? Seguramente no por su parte, pues él mismo se ofrecía a salvarme. ¿De dónde venía el peligro? ¿Cómo podía saberlo él, que no hablaba con nadie? ¿Y por qué me avisaba él, que demostraba que no amaba a nadie? Durante toda la noche me formulé mil preguntas diversas y mil respuestas posibles, y no adiviné nada. Pensé en la emboscada, en la burla, en la locura, en todo, pero no di con la verdad.

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GIOVANNI PAPINI Me levanté antes de que despuntase el día. Salí afuera para esperar el sol: intenté distraerme con otras cosas para vencer la impaciencia. Pero todo fue inútil. Me hallaba presa de una especie de fiebre; no podía estar quieto; miraba la hora a cada momento, y acompañé con ansiosas miradas la lenta subida del sol hacia la cúspide del cielo. Finalmente, sonaron en las dos iglesias más próximas las campanas del mediodía y comencé a descender de la colina. En pocos saltos me hallé en el prado. Llamé a la puerta. El solitario vino en seguida a abrirme y me hizo entrar en la cocina. Sobre una mesa muy larga había una jarra, llena de miel rojiza, oscura, y una botella de vino blanco. Sobre dos sillas, dos montones de libros. En el hogar, un tronco de enebro ardía y crujía. Pero no tuve tiempo de ver nada más. Miré a la cara al solitario, que me contemplaba fijamente. No me pareció sucio y feo como la otra vez. Sus ojos eran casi dulces; pero sus labios temblaban, según me pareció. —Siéntese, Siéntese —dijo con voz tranquila—: ¿desea tomar algo? Tenía la garganta seca a causa de la impaciencia y de la fiebre, pero apenas probé el vino generoso que me ofreció. Él se dio cuenta de mi impaciencia y me pareció que incluso se complacía. Luego dejó de pronto las amabilidades y, sentándose enfrente de mí, comenzó a decir con tono resuelto: —Será mejor terminar pronto. No me gustaría que creyese que yo soy un verdugo, o un bandido retirado de los negocios, o un loco bromista que se divierte escribiendo cartas amenazadoras o enigmáticas. El peligro es cierto y proviene de mí; de mí, digo, no de mi voluntad. No me gusta tener que contar nada de mi vida. No lo hago para parecerle interesante o para recitar ante usted una leyenda trágica. Le diré algo, porque no tengo otro remedio «para salvarle». Ésta es la palabra precisa. Por otra parte, no es usted el primero. »He aquí los hechos: Cuando mi madre me parió gozaba de muy buena salud. Nací deseado, porque desde hacía ocho años mi madre no había tenido más hijos. El parto fue feliz; pero pocos días después de mi nacimiento, mi madre murió. Los médicos se mostraron muy sorprendidos de esta muerte. Mi padre tomó una ama y atendió a mi crianza con todo cuidado. Cuando tuve seis años se dio cuenta de mi inteligencia y comenzó a instruirme, y me amó mucho más que antes. Después de algunos meses, un día que mi padre me llevaba sobre sus hombros, en el campo, para atravesar un foso, cayó desvanecido y a las pocas horas murió. Los médicos quedaron sorprendidísimos de esta muerte. No me quedaba más que una hermana mayor, ya casada desde hacía tiempo y que vivía lejos. Fui enviado a ella. Ella tuvo compasión de este pobre hermano solitario, abandonado de todos, y me tomó gran cariño. Una tarde, mientras estaba leyéndome un libro de viajes, la hermana inclinó la cabeza, y después de haber murmurado algunas palabras, murió. También esta vez los médicos quedaron maravillados ante aquella muerte tan imprevista Fui recogido por unos parientes lejanos, que me educaron con la renta de mi herencia. Éstos no podían sufrirme, y gozaron siempre de excelente salud. »A los dieciocho años me enamoré. No le contaré la historia de este amor. La muchacha que amaba, después de muchas irresoluciones y resistencias, terminó por amarme. Al cabo de tres semanas, mientras la tenía abrazada y la besaba, la vi palidecer e inclinar la cabeza. El mismo día, sin haber recobrado el conocimiento, murió. Los médicos se mostraron muy sorprendidos de esta muerte. Presa de desesperación y de una atroz sospecha, me marché en seguida del país, viajé durante algunos años; luego me establecí en Francia, en una pequeña ciudad fronteriza. Procuraba no conocer a nadie, como hago ahora, pero no pude por menos de tomar afición a un joven estudiante que se compadeció de mi tristeza y quiso hacerme a la fuerza compañía. Un día me dijo: "Me pasa una cosa extraña. Cuanto más comprendo que te quiero, más débil me siento. ¿Por qué será?" Aquel jovencito tenía veintidós años y las mejillas regordetas y coloradas. Era bueno, amoroso; lloraba con facilidad. Sentía profundamente la amistad. Después de algunos meses tenía el rostro lívido, descarnado; andaba con incertidumbre; finalmente, tuvo que meterse en la cama. A 36

GIOVANNI PAPINI pesar de que estaba martirizado por una duda que intentaba aclarar, no le abandoné. Le velé con amor, y él se lamentaba de tener que dejarme. Una noche murió estrechándome las manos, y también esta vez los médicos se maravillaron mucho de semejante muerte. »Pero yo ya no me extrañé. Había descubierto la maldición de mi vida, mi involuntaria maldad, el fúnebre contagio de mi amor. Usted mismo ya lo habrá comprendido ahora: "Quién me ama, está destinado a morir." »¿Qué podía hacer? Hice todo lo posible para hacerme odiar. Yo, que soy afectuoso por naturaleza y estoy sediento de amor, he tenido que hacerme salvaje, rabioso, huraño, villano; he tenido que rechazar a todos con malos modos y malas palabras. ¡Yo, que con tanta ansia hubiera abrazado a una mujer, a un amigo, he tenido que procurar hacerme odioso y espantable a los hombres, a las mujeres, a todos! »¡Reflexione sobre mi tormento! He tenido que hacerme odiar y despreciar, incluso de aquellos que más amaba. Cuando me he dado cuenta de que una mujer me habría llegado a amar, y que yo la hubiera amado, he hecho todo lo posible para hacerme vil, ridículo a sus ojos; he cometido actos torpes e indecentes ante ella; la he maltratado como una bestia. Y lo mismo con los amigos, con todos. Para salvar la vida a los que comenzaban a amarme he tenido que hacerme odiar, he tenido que fingir que los odiaba. Y, cuando no ha sido suficiente, he tenido que contarles mi historia, y si no era todavía bastante, he huido, y, a pesar de esto, algunos no han podido escapar a su suerte. »Ésta es mi vida. Desde hace algunos años, para resistir más fácilmente a mi destino, me he encerrado en esta casa; en el fondo de este feo valle desierto, las tentaciones y las ocasiones son menos. Y, sin embargo, hasta aquí ha llegado el peligro. No le conozco ni le amo; pero no desearía añadir un muerto a los que ya he dejado por el camino. He cumplido con mi deber y no quiero tener remordimientos. Desde hoy en adelante no se deje ver más cerca. ¡Hasta la vista! Y al decir esto el solitario se puso en pie, con los labios temblorosos, se dirigió a la puerta y la abrió. Me puse a mi vez en pie; quería decirle algo, pero no acerté a encontrar una sola palabra. ¿Qué decir? ¿Dar las gracias? ¿Algunas palabras de consuelo? Pasé la puerta con la cabeza baja y me encontré en el prado. Sentí detrás de mí el murmurar del hombre y el gruñido del cerdo. Me dirigí lentamente hacia la colina y me encerré en casa. Tal vez fui demasiado crédulo o demasiado cobarde. La verdad es que la misma tarde hice la maleta y al día siguiente me alejé bastantes millas de la colina del valle, de la casa de Gerardo Solingo y de su cerdo. Ya no he vuelto a saber nada más del solitario y nada me importa.

EL HOMBRE QUE SE HA PERDIDO A SI MISMO I Nunca he tenido afición a los bailes de máscaras, y no sé cómo fue que dije que sí al señor Secco, que me invitó a una de sus fiestas en la última noche de Carnaval. Creo que la única razón fue ésta: que todos debían ir vestidos con un dominó blanco y una careta negra y bailar sin decir una palabra. Fui únicamente para ver. ¡Qué velada más extravagante fue aquélla! ¿Quién era hombre y quién mujer? Sobre cada rostro había una máscara de raso negra; sobre cada cuerpo una larga veste blanca. Bailaban, según creo, hombres con hombres y mujeres con mujeres, y nadie hablaba. A una hora fijada cesaron los bailes, y todos aquellos disfrazados, silenciosamente, comenzaron a ir y venir por las habitaciones 37

GIOVANNI PAPINI alfombradas, sin hacer más rumor que el de sus zapatos; iban del brazo, o solos, o en hileras, sin orden, sin saber qué hacer. Aquel silencio bajo las grandes lámparas tranquilas; aquella multitud blanca y negra era más espantosa que una ronda nocturna de muertos. A mí, no acostumbrado a esa ceremonia de saltar en parejas, el calor y la fatiga me habían dado jaqueca, de tal modo que me hallaba cubierto de un sudor frío y temblaba como si tuviese fiebre. Sentía tal confusión, tal turbación, que, si hubiese tenido fuerza para ello, me hubiera escapado inmediatamente. Me parecía que la sangre me iba subiendo poco a poco al cerebro, que las piernas se me doblaban; sentía una opresión angustiosa en el estómago y en la espalda. Estaba a punto de desmayarme, según creo, cuando al alzar los ojos para buscar la salida más próxima vi delante de mí un altísimo espejo que llegaba al techo y que cubría casi media pared. En este espejo se veían reflejados todos los mascarones blancos y negros que giraban por todas partes, y sentí deseos —un estúpido deseo pueril— de mirarme, de ver cómo estaba, metido por primera vez dentro de aquel chocante vestido. Miro..., vuelvo a mirar..., busco..., me fijo en el espejo..., me espanto. Pero, ¿dónde estoy; dónde estoy, Dios mío? ¿Quién soy? ¡No lo puedo saber! ¡Todos son idénticos, todos tienen el mismo aspecto! ¿No seré capaz de encontrarme? Me hallo con la cara vuelta hacia el espejo; ¡pero hay tantos que giran allí dentro! ¡Yo soy alto, pero todos ésos son altos y delgados como yo! ¡Me muevo para reconocerme, pero todos ésos se mueven en torno mío! ¿Dónde estoy yo entre todos ésos? ¿Dónde está mi «yo» entre todos esos extraños silenciosos? Todos blancos con la cara negra..., yo soy también como los demás..., todos iguales, todos... ¡Pero yo quiero encontrarme! ¡Quiero buscarme! ¡Quiero sentirme a mí mismo! ¡Verme con los otros, pero diferente, «destacado» de los demás! ¡Quiero verme, ser yo! Me he perdido; me he perdido a mí mismo... ¿Dónde estoy? ¡Buscadme, encontradme...! Mientras me afanaba en buscarme se me enturbiaron los ojos, me sentí caer al suelo y desde aquel momento, durante bastante tiempo, ya no supe ni vi nada.

II Cuando comencé a volver a ver y a hablar era el tercer día de Cuaresma. Me encontré en un pasillo largo y blanco, dentro de una cama de hierro negro; entre otras camas negras e iguales, asomaban rostros blancos y amarillos como el mío. También allí me busqué; al oírme murmurar se acercó un médico vestido de blanco, que me miró con curiosidad y me preguntó qué tenía. Le dije en pocas palabras que me había perdido a mí mismo, en una fiesta, y que quería volver a encontrarme lo más pronto posible. El doctor, como es costumbre entre esas bestias presuntuosas, se inclinó cortésmente y me recomendó que estuviese tranquilo, que todo se arreglaría. Comprendí perfectamente que no había creído una sola palabra de lo que le había dicho y, en mi interior, comencé a pensar en el modo de salir de entre aquellas sábanas blancas y de aquel lecho negro. Al día siguiente vinieron otros médicos y todos estuvieron de acuerdo en decir que yo me hallaba fuera de mí. Era verdad, pero no como ellos creían. Me había perdido a mí mismo pero no había perdido la razón. Esta razón no era la mía, porque la mía la había perdido junto con mí mismo; pero era de todos modos una razón, y por lo tanto no estaba loco. Podía comprender lo que me decían y contestaba atinadamente a las preguntas. Pero nada me valió con aquellos tontos testarudos. ¿Qué hacer? Pensé en escaparme, y, dicho y hecho, después de dos días de sufrimientos, en la hora en que las gentes venían para visitar a los enfermos me confundí con ellas y salí a una pequeña plaza llena de sol que reconocí inmediatamente. Lo primero que hice fue dirigirme a casa de aquel señor Secco que me había invitado a la fiesta, esperando que allí me encontraría, en alguna habitación. Llegué, tiré de la campanilla y vino a abrirme un joven criado, que no me reconoció. Le 38

GIOVANNI PAPINI di un empujón y pasé. El señor Secco se hallaba de codos sobre una mesa y dormitaba; se despertó con el ruido, se puso en pie, agarró un bastón que tenía cerca, pero en seguida que me hubo reconocido me hizo mil cumplidos, se congratuló conmigo por haber escapado del peligro, me ofreció de beber y escuchó muy serio mi relato. El señor Secco no es médico, y por eso no dio mucha importancia a lo que me había sucedido. Me hizo recorrer toda la casa para darme la seguridad de que no me había quedado allí en la noche de la fiesta. ¡Me había, por lo tanto, perdido en algún otro sitio! ¿Quién podía saberlo? Pregunté al señor Secco los nombres de todos los que habían asistido al baile y él me dio la lista sin hacerse de rogar. ¡Qué amable y servicial estaba aquel día! Nunca he tenido motivo para quejarme del señor Secco, ni entonces, ni después. Salí de su casa un poco consolado, pero no contento. ¿A dónde habría podido ir a parar? Me acordé de aquel alemán —de Pedro Schlemil— que había vendido su sombra y andaba buscándola por el mundo. Pero ése no había perdido casi nada comparado conmigo; ¡yo había perdido el alma, el cuerpo, todo! Vagué por la ciudad hasta que se hizo de noche, y miraba a la cara de todos los que encontraba para reconocerme; todos me miraban con recelo y ninguno de ellos era yo. Fui a casa de los que habían estado cerca de mí en aquella maldita fiesta de máscaras blancas. Pero el uno estaba fuera; el otro no me dejó entrar; un tercero me recibió mal; el cuarto quería llamar a la Policía para hacerme reingresar en el hospital; el quinto me dio la dirección de un médico; el sexto me aconsejó el uso del agua fría; el séptimo me recibió con grandes cumplidos, pero no quiso oír ni una sola palabra de mi pena; el octavo me negó que hubiese ido al baile; el noveno admitió que había ido, pero no se acordaba de nada; el décimo estaba enfermo y no hizo más que desahogarse conmigo sobre la inutilidad de los purgantes; el undécimo se acordó muy bien de la fiesta y dijo que estaba en la sala, donde vio caer como muerta a una máscara, pero que no sabía más sino que aquel desmayado no era él; el duodécimo se puso pálido cuando le hablé del baile y sacó la bolsa, ofreciéndome dinero; el decimotercio... ¡Qué importa el decimotercio! Todo fueron visitas inútiles y palabras vanas. Y cuando por la noche volví a casa me desesperaba y preguntaba continuamente en voz baja: ¿Dónde estoy? ¿Qué he de hacer para encontrarme?

III ¡Cómo me busqué durante los demás días! Entré en cien cafés; pasé las veladas, de aquí para allá, en diez teatros; tomé parte en reuniones políticas; asistí a los sermones de Cuaresma; me hice invitar a banquetes y recepciones; fui a las cátedras de la Universidad, me mezclé con la gente en los paseos; permanecí horas enteras en la ventana o en pie en una esquina; miré y remiré mil y mil rostros; seguí a miles y miles de personas, siempre con la esperanza de encontrarme y el desencanto de no reconocerme. Se me ocurrió hacer imprimir anuncios con la precisa descripción de cómo era yo antes de perderme, y esta idea me pareció buena. Cuando hacía un día que los avisos habían sido pegados a las paredes, me sentí agarrado por tres o cuatro hombres que decían: «¡Es él!» Y, gritando así, me llevaron a mi casa. Llamaron; volvieron a llamar, pero nadie contestó. Yo no tenía familia, ni criada; por lo tanto, no había nadie en casa. Aquellos hombres, muy enfadados, me dejaron libre. —¡Maldito seas tú y quien te busca! —¡Para qué buscar! Ésta es una burla de algún señor estrambótico. ¡Los hombres no se pierden como los perros! Estábamos casi al final de la Cuaresma y todavía no tenía ningún indicio de mí, y cada hora que pasaba era una esperanza menos. Comprendía que si continuaba viviendo de aquel modo, con aquel deseo, con aquella angustia, enloquecería de verdad y no habría medio de remediarlo. Durante 39

GIOVANNI PAPINI todo el día me hallaba fuera de casa mirando a la gente, y los ojos me saltaban de las órbitas a fuerza de mirar; la barba me había crecido; me había puesto seco, amarillo, espantoso. Cuando tenía que pasar delante de un espejo volvía la cara a la otra parte para no verme. Me ocurría que los hombres, las mujeres y los muchachos se me reían por detrás y algunas veces a la cara. Muchos señores me preguntaban, con aire de conmiseración, si me sentía enfermo. Una vez, una mujer anciana me regaló algunas pastillas, alabándolas mucho. Pero yo no estaba enfermo, no. ¡Yo quería hallarme! ¿Qué había de mal en eso? Todos los hombres disfrutan de este bien. Todos se poseen a sí mismos; ninguno puede ser robado por sí mismo. ¿Por qué me había ocurrido a mí esa imposible desgracia de perderme? ¿Qué había hecho para merecerla? ¿Tal vez porque había ido a aquella estúpida fiesta? Y los demás, ¿no habían ido también? Habían ido y habían vuelto a sus casas con su cuerpo y con su alma, y ahora se reían a costa mía. ¡Quien no muere, se vuelve a encontrar! ¿Se encuentra una cartera usada y no se puede encontrar un hombre? ¿Qué hace el Municipio, que no se ocupa en estos casos? Y el Estado, ¿no es acaso responsable de todos los ciudadanos? Movido por estos y otros semejantes pensamientos, fui una mañana al gran palacio del Ayuntamiento; me llegué hasta la oficina del registro civil y pregunté a un empleado dónde se hallaba en aquel momento una determinada persona, es decir, yo mismo, que me había perdido. El empleado me hizo entregar algunos céntimos y después de buscar un poco me dio mi dirección —¡la dirección de mi casa!—. Procuré entonces explicarle que aquélla, verdaderamente, había sido la casa de aquella persona, pero que desde hacía algún tiempo se había perdido, y que precisamente por eso preguntaba dónde podría encontrarla. Aquel ignorante no quiso o no supo comprender; me dijo que no era posible que uno se perdiese a sí mismo, y que, en todo caso, él no sabía nada más. Le contesté que la cosa había sido posible, que me había pasado a mí mismo y que él, como empleado municipal, tenía el deber de saber dónde se hallaban todos los habitantes de la ciudad, desde el primero al último. No quedó convencido; comenzó a gritar y yo a armar escándalo. Acudieron algunos compañeros suyos y me sacaron fuera. Cuando me hallé bajo los pórticos del palacio, me soltaron, y yo, en vez de escaparme, comencé a ir y venir lleno de furia, esperando que saliera alguien que pudiese atenderme. Paseando de este modo a lo largo de la pared, me saltó a la vista un car telón, en el que había escrito: «Objetos perdidos encontrados.» Me sobresalté de pronto y me puse a leerlo con atención; siete llaves, una cartera con tres letras de cambio, un espejito de plata, dos pares de lentes, una Divina Comedia, un bolso de señora, cinco paraguas..., «un dominó blanco con un antifaz negro». Sentí que un escalofrío me recorría la espalda. ¿Mi dominó? ¡Era un indicio, el primer indicio! Corrí al departamento donde se guardaban las cosas encontradas y pedí mi dominó. Di todos los detalles que me exigieron; me enseñaron mi vestido blanco. Se hallaba un poco sucio, pero lo reconocí; ¡era el mío! Lo había encontrado un muchacho el primer día de Cuaresma, a primeras horas de la mañana, en la calle donde habitaba el señor Secco. Hice un paquete con gran satisfacción, me metí el antifaz en el bolsillo y me fui inmediatamente a casa. ¿Por qué estaba tan contento? Aquella maldita veste blanca había sido la razón principal de mi desgracia y, en realidad, no me ayudaba en nada a encontrarme a mí mismo. Pero poseído de un irrazonable deseo, apenas llegué a casa me lo puse apresuradamente, me tapé el rostro con el antifaz y corrí ante un gran espejo antiguo, en el que se hallaban pintadas, en los ángulos, algunas descoloridas flores sentimentales. Me contemplé... ¡Ya estoy aquí! ¡Era yo! ¡Soy yo! Me había encontrado. Era ciertamente yo, en persona; yo solo. No había ningún otro hombre en torno mío. El vestido blanco era mío y comprendía que dentro se hallaba mi cuerpo; la máscara negra era mía y cubría verdaderamente mi rostro. Me reconocí. Había vuelto. Me había recobrado a mí mismo. Reí y lloré de placer. Me acaricié. 40

GIOVANNI PAPINI Pero desde ese día ya no he tenido valor de desvestirme, y estoy siempre en casa, solo, vestido con mi dominó blanco, con mi máscara negra en la cara, para estar seguro de que no volveré a perderme nunca jamás...

SIN NINGUNA RAZÓN I Al salir de su habitación, apestada por el humo de veinte pipas, Sieroska no sospechaba que iba en busca de la muerte. El Sol había salido en aquel 17 de febrero un minuto antes que el día anterior, y Sieroska, que con tanta frecuencia meditaba sobre las páginas inmutables de los almanaques, había vigilado el gran astro para coger en falta a los astrónomos. Pero todo había ocurrido según las previsiones de la ciencia, y se hubiera podido asegurar que el resto del día iba a desarrollarse con la misma regularidad. Sieroska, por su parte, no tenía ningún deseo de cambiar el curso de los acontecimientos. Después de tomar su acostumbrada taza de chocolate en el «Café de la Croix», se dirigió por la amplia vía del Bonte Bianco y llegó a los pocos momentos al parapeto bajo el cual corren rápidas y claras las aguas del Ródano. Y allí, como en las otras mañanas, se detuvo para mirar, con el sombrero encajado sobre los ojos a causa del viento. Sieroska, aunque era ruso, natural de Kiev, y hubiese ido a Ginebra con el vago propósito de estudiar química, no era en modo alguno un revolucionario y dejaba que la vida viviese en él con plena libertad, sin programas impresos clandestinamente. Por esta razón no iba nunca a clase y, en cambio, pasaba toda la mañana mirando el Ródano. Decía a los amigos, en las raras veces que el coñac le hacía hablador, que lo más extremado de la finura filosófica consiste en encontrar las diferencias entre cosas iguales, y que ninguno de los innumerables papagayos de Heráclito había sabido percibir la diversidad de las aguas de un mismo río en dos momentos sucesivos. Decía también, si alguien le contradecía, que tal investigación era digna de llenar la vida de un hombre, y sostenía que muchos pescadores de caña no son nada más que filósofos, disfrazados de aquella manera para pasar inadvertidos de los imbéciles. Algunas veces dio a entender que era uno de aquellos buscadores de diferencias, y no terminaba nunca de alabar el Ródano por la transparencia fresca y verde de sus aguas, jurando y volviendo a jurar que todos los demás ríos no eran más que acequias de lavadero comparados con él. Se entablaron en la «Brasserie Central» muchas discusiones sobre este punto, y aquellos que se tomaban en serio los alegatos de Sieroska se dejaron influir por el hecho seguro y probado de que, en realidad, todas las mañanas éste se dirigía al bello río y permanecía contemplándolo diez, quince y hasta veinte minutos. También aquel 17 de febrero Sieroska no faltó a la costumbre; pero apenas se hubo apoyado en el parapeto y miró fijamente la onda compacta y límpida del río, sintió que le tocaban en la espalda y que le llamaban por su nombre. Se volvió con un ligero sobresalto; era un ruso como él, joven como él, estudiante como él. —¿Qué haces? —preguntó el recién llegado. —Pienso —contestó Sieroska bruscamente, con intención de cortar la conversación. —Yo también pienso alguna vez —dijo el otro—, pero no basta. El intelectualismo no está ya de moda..., pero nosotros... Incluso el profesor Simmel demostraba en Berlín, el año pasado, una cosa que no tenía necesidad de demostración... Verde es el árbol de la vida, decía Goethe, y Goethe 41

GIOVANNI PAPINI es grande, Goethe es el mundo, Goethe es la Naturaleza misma, que ha cogido la pluma y ha hecho publicar sus libros por Cotta y C.a... Sieroska, tú eres bueno..., contéstame: ¿se puede únicamente pensar? —No —dijo seriamente Sieroska, lanzando una mirada de través al río, sin hacer mucho caso de aquellas divagaciones—. No, no se puede «solamente» pensar, porque el pensamiento «solo» no existe. —Sieroska, Sieroska —añadió el otro, con voz casi amenazante—, no me comprendes, no quieres comprenderme. No hagas caso si cito a Goethe; es una antigua costumbre de colegio. Tenía un amigo que poseía todas las obras de Goethe. Eran veinticuatro volúmenes, encuadernados en piel de color de sangre. Una vez perdió uno de esos volúmenes, pero no era cierto que lo hubiese perdido; se lo había robado yo. Todo lo que sé de Goethe lo debo a ese volumen robado. Hace tiempo que intento venderlo, pero nadie lo ha querido; esta mañana me ha pasado lo mismo. No se trata, sin embargo, de un libro alemán. Mi revólver es de fábrica belga, al menos así me dijeron cuando lo compré. Sieroska, tú eres bueno; contéstame: si alguien se te acercase y no tuviese más que este revólver, y no hubiese otra solución para él más que disparárselo entre los ojos para no sufrir hambre, o venderlo para liberarse del hambre, dime, Sieroska, tú, que eres un hombre de corazón, ¿qué harías? —¿Quieres realmente vender un revólver? —preguntó Sieroska con aire de duda. —Sieroska —respondió el otro, con voz más baja—, no tengo más que el revólver y el hambre. Y nadie lo quiere, nadie sabe qué hacer con él. Esta mañana he ido a ver a aquel señor que vive en el primer piso, que es muy rico y que tiene la mujer que... No lo ha querido. Ha dicho que tiene dos, nuevos, «no usados». He ido a ver a la cajera de la cervecería y le he dicho: «Señorita, usted es bella, pero llegará un día en que sus ojos no serán tan esplendorosos y entonces alguien la abandonará.» No lo creerás, Sieroska, pero se puso muy pálida y me dijo tales cosas que si un hombre me las hubiese dicho, en ese momento no estaría yo aquí. Pero tú, Sieroska, ¿qué piensas? ¿No piensas nunca en la muerte? Sieroska no era rico, pero vio en los ojos de su compañero la fiebre del hambre. Sacó una moneda de cinco liras, en la que un rey barbudo aparecía indiferente a todo lo que ocurre en el mundo. —No puedo darte más —dijo—; espera el primero de mes. El otro tomó la moneda, la hizo desaparecer bajo la capa, sacó un paquetito, lo metió rápidamente en uno de los bolsillos de Sieroska y huyó sin decir palabra, ni siquiera dar las gracias. Visto desde lejos, causaba una gran piedad. El tacón de una bota gemía sordamente a cada paso sobre el empedrado húmedo, pues estaba a punto de caerse.

II Por la noche, cuando Sieroska se desnudó para meterse en la cama, después de un día horriblemente igual a los demás, encontró el paquetito y, sacándolo del bolsillo, lo puso sobre la mesita de noche, dentro del círculo rosado de la luz. Era un paquetito humilde y vulgar, de papel amarillento, arrugado y sucio. Durante el día, al meterse en los bolsillos las manos, ateridas por la tramontana, había encontrado el pobre paquetito caído en el fondo a causa de su peso y, palpándolo, había sentido una cosa dura y fría bajo el papel. Pero Sieroska no era curioso, no por virtud, sino por un pecado peor que la curiosidad: por apatía, por dejadez. Además, la forzada compra de la mañana le había turbado un poco y había procurado no pensar en ello. Pero cuando por la noche tuvo el paquete ante sí, todavía intacto, comprendió que un enemigo había entrado en su casa. Sintió deseos de abrir la ventana y tirarlo sin abrirlo; pensó en la caída del revólver..., ¿si estuviese cargado?

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GIOVANNI PAPINI Terminó por abrirlo. No había dentro nada extraordinario; un revólver, un pequeño revólver oscuro y lustroso, tal vez de señora. Sieroska lo tomó con precaución, vio que tenía el seguro puesto y que estaba cargado. Se veían las puntas brillantes de los proyectiles, puestos en redondel, metidos en los agujeros. Sieroska miró por el ojo del cañón, y luego puso el arma sobre el papel arrugado y la envoltura. Se quitó la chaqueta, los zapatos, deshizo el nudo de la corbata y se quitó rápidamente la camisa. Luego volvió a tomar el revólver y lo colocó junto al lecho sobre la mesita de noche, y acercó la luz. Terminó de desvestirse, se metió en la cama y dio vuelta al interruptor para quedarse a oscuras. Odiaba aquel cuartucho suizo demasiado aseado y demasiado desnudo para el lirismo eslavo. Delante de la cama, en un marco sin molduras, una litografía de 1850 representaba un adiposo Napoleón con un rostro pacífico de portero de uniforme. Aquel Napoleón se había convertido en su más atroz enemigo; bastaba con mirarlo para que todo deseo de trabajar, toda ansia de cosas grandes, desapareciesen para todo un día. Por las noches prescindía de leer para no verlo y, como no podía dormirse en seguida, pensaba. ¡Cuántas novelas compuso así, desde las diez a las tres! ¡Cuántos sistemas de filosofía tramó con la cabeza en la almohada! El insomnio era su excitante, y sus obras no escritas se alineaban, noche por noche, en su memoria, como sueños conservados artificialmente. Aquella noche el punto de partida fue el revólver... «Esta arma —pensaba Sieroska— que no he buscado, que en el fondo no quería, que no me gusta nada, tiene todo el aspecto de formar parte del sistema de mi vida. Debe entrar, de un modo o de otro, en alguno de mis actos. Si no fuese así, las leyes de Newton ya no serían ciertas... Además —prosiguió después de una negra raya de inconsciencia—, además, yo soy un hombre y, por consiguiente, un ser racional y económico. Como ser racional no puedo permitir que un medio no tenga su fin, y que un instrumento no esté adaptado a su trabajo. Como ser económico no debo tolerar que un gasto, es decir, en el fondo un sacrificio, se haya efectuado sin esperar algún resultado. Las armas son instrumentos para matar, y el Gobierno permite que las gentes las fabriquen y las compren, sabiendo perfectamente que un revólver no puede usarse en modo alguno más que para quitar la vida a alguien. No hay, por lo tanto, nada en la existencia de un revólver que turbe el derecho de las gentes. Pero este revólver es ahora mío, está cargado, está dispuesto para cualquier momento, para cualquier caso. La cosa no tiene dudas: o lo tiro por la ventana o me lo quedo. Pero, ¿cómo usarlo? No hay más que dos posibilidades: o tomar como blanco a los otros, o descargarlo contra mi propia cabeza o mi propio corazón. La primera posibilidad está descartada, al menos en parte. No creo que tuviese valor de disparar contra los demás, aunque fuesen los perros más repugnantes del mundo. Además, el Gobierno dispone de códigos y de leyes. ¡Valiente cosa el perder la libertad para dársela a los demás! Una libertad violenta, con un medio especial: de acuerdo. Pero, en suma: ¿son mejores los menjurjes del médico y los costosos venenos del especialista? »La otra posibilidad se presenta ahora, por primera vez, a mi pensamiento. Es lástima que no se me haya presentado hasta hoy. Es un asunto en el que se debería reflexionar muy pronto, incluso de niños si fuese posible. Si debo elegir entre los dos caminos, necesito reflexionar sobre el segundo, necesito saber a dónde va. ¡Juguemos con las cartas a la vista! Verdaderamente, en mi caso, no tengo ninguna razón muy poderosa para quitarme la vida; no muero de hambre, no me aburro más que los otros; estoy delgado, pero sano; no he sido desdeñado por ninguna mujer —tal vez porque no he hecho el amor a ninguna—. Pero, ¿es preciso que exista alguna razón? Vamos al fondo: comencemos por considerar las cosas con cierta virginidad. Cuando se tiene una razón, una razón importante, entonces el matarse parece una cosa lógica y natural. Pero una razón es un motivo demasiado interesado; no puedo ir más lejos por este camino y abandono la partida. Está bien; pero entonces, ¿qué cosa encontrar? Todo lo que existe está en regla: de «A» deriva necesariamente «B», teniendo en cuenta que los hombres son en su mayoría cobardes. Pero de esto se deduce que nadie 43

GIOVANNI PAPINI se ha suicidado jamás, en el puro y absoluto sentido de la palabra. Matarse por una razón, que las más de las veces no tiene nada de razonable, no es una cosa excelsa, es una caída. La caída en un precipicio sin fondo, que no ha sido calculado antes con toda la libertad de inteligencia. El verdadero suicida sería el que, sin ninguna razón personal, sin ningún motivo interesado, sin verse acosado por ninguna desgracia doméstica ni por ningún programa metafísico, comenzase a considerar serena y objetivamente la muerte y la vida, y se matase en plena libertad, sin motivos de ninguna clase, por pura decisión de su voluntad. Todas nuestras acciones son dictadas e impuestas por motivos que no admiten contradicción, y por esto digo y sostengo que no son verdaderas acciones, como no llamo personalidad activa a la pelota que va lejos porque le doy una patada. »Me hallo, pues, si no me equivoco, en las mejores condiciones para matarme efectiva y realmente, y para no dejarme empujar a la muerte por la fuerza de las cosas, como los otros. Es preciso, sin embargo, ver si yo tengo razones para no matarme, y si estas razones son realmente suficientes para impedírmelo. A primera vista no descubro ninguna, pero lo pensaré mejor mañana, con la luz, con el sol...» Sieroska intentó dormirse, pero no lo consiguió. Su teoría del suicidio desinteresado se le había metido en el espíritu, y quería, por fuerza, ser modelada por el pensamiento y vestida con actos. Alargó la mano fuera de la cama: el revólver continuaba sobre la mesita de noche, más frío que el mármol. Finalmente se cubrió la cabeza con el embozo; procuró pensar en las aguas del Ródano y poco después de medianoche roncaba ligeramente, con un brazo doblado sobre la cara.

III Sieroska dormía poco, especialmente en aquellas noches que un sueño lúbrico, siempre el mismo, que le perseguía desde la edad de trece a catorce años, venía a turbarle. Se levantó muy pronto, antes de que la claridad del día blanquease las ramas de flores bordadas en las cortinas. Encendió la luz y, al resplandor de la cerilla, vio brillar el revólver inmóvil, con el negro cañón dirigido hacia la cabecera. Todos los razonamientos y pensamientos de la noche volvieron en una ola a su memoria. Se vistió lentamente, contemplando los calcetines, los zapatos, los puños uno después de otro, y no podía menos de pensar para sí: ésta es la última vez que me pondré esto que... Se aproximó a la mesa, tiró al suelo los periódicos que se habían amontonado en los últimos días, y descubrió, debajo, una botellita de tinta, una pluma con el mango verde y un cuadernillo de papel de cartas. Tomó la pluma, la mojó en el tintero, y, en la primera hoja que le vino a mano, comenzó a trazar líneas irregulares, caprichosas, retorcidas. Luego quiso reunirías, dirigirlas a un solo punto, unirlas todas prolongándolas y, en los intervalos, trazó con minucioso cuidado pequeñas diagonales y delicadas construcciones geométricas. Su mano trabajaba con amor, con paciencia, con todo cuidado. Poco a poco los tentáculos geométricos avanzaban hacia ángulos todavía blancos, amenazaban llenar toda la hoja con su intrincado poliedro. Pero, en aquel momento, la llama de la luz disminuyó y extinguióse; se había acabado el petróleo. Sieroska se tiró medio vestido en la cama, y entonces, en la nueva oscuridad, el atroz pensamiento volvió a apoderarse de él. AI fin y al cabo —le sugería el invisible revólver escondido junto a él en la oscuridad—, si no tienes ninguna razón para matarte, no tienes tampoco ninguna decisiva para continuar viviendo. ¿Qué dejarías? La madre, allá lejos en casa, tiene seis hijitos sin contarte a ti, y por otra parte no es mujer muy sentimental; se consolará pronto. Tus cinco hermanos te odian porque los desprecias. Tu hermana está tan enferma que no tiene tiempo de pensar en ti. Tienes una novia porque a los veintisiete años un hombre tiene a la fuerza que hacer el amor. Pero debes confesarte que Mas cia es 44

GIOVANNI PAPINI un poco aburrida, muy coqueta y que tú no la amas. Cuando la ves no puedes menos de figurártela vieja, con las cejas blancas sobre los ojos y la boca vociferante. Tus amigos son unos bravos muchachos y, tal vez, reunirán entre todos algún rublo para poner una corona en tu coche fúnebre de tercera clase. ¡Pero son tan jóvenes y la cerveza embrutece tan bien! Tú no encontrarás seguramente a faltar esa Rusia que no ha querido saber nada de ti, ni la ciencia que no conoces, ni la estúpida alegría de una velada báquica y venérea. Tienes veintisiete años y una vida amarilla delante de ti. Y la vejez es peor que la muerte, y la muerte vendrá de todos modos, y mucho más terrible. ¿No es tal vez mejor llamarla en la plenitud de la fuerza y cogerla con la propia mano, en vez de tenerla que temer más tarde, todos los días, como un acreedor del cual no se puede huir? ¿No es mejor ser un héroe en un solo momento de la vida, y que este momento sea el último, pero el más grande, el solo verdadera y místicamente libre? Sieroska no pudo resistir el nuevo curso de sus pensamientos. Veía y juzgaba su vida hasta el fondo, como no lo había hecho nunca, y sentía, decidía y preveía que había de pasar «de aquella manera», que no había nada que hacer. Se levantó de nuevo de la cama. Su brazo rozó sin querer el pequeño revólver. Se estremeció un poco al sonido del hierro sobre el mármol y se lanzó hacia la ventana. La abrió haciendo mucho ruido, con sus manos nerviosas. No consiguió cerrar bien los cristales, una racha de húmedo viento entró en la estancia. Sieroska se lavó las manos y la cara con agua fría, y se vistió. Afuera no se veía más que un poco de niebla, apenas iluminada por un sol más lejano de lo acostumbrado... Sieroska se acercó de nuevo a la mesa y buscó unos sobres que se hallaban en una cajita. Puso siete u ocho ante él y comenzó a escribir direcciones con mano firme. Uno era para la madre, otro para Mascia, otro para un tío de Kiev —cl único que no le había despreciado cuando era chico—; luego otros para los amigos de los últimos tiempos, para los de Ginebra. Dispuestos los sobres escribió sucesivamente todas las cartas —cartas breves, muy parecidas entre sí, incluso en el estilo, sin ningún punto de admiración—. Decía que había decidido matarse «sin razón alguna», y rogaba que no pensasen más en él. Vuestro devotísimo, etc. Ningún beso a nadie, cartas que parecían circulares. Plegó las hojas, las fue encerrando en los sobres y buscó los sellos en la cartera. Luego cogió el sombrero, se puso la capa y salió con su paquete de cartas en la mano y el revólver en el bolsillo. Se dirigió a la central de Correos, pensando que de este modo las caras llegarían con más seguridad. Cuando las cartas estuvieron dentro del buzón de hierro, le pareció que todo había terminado. Ya no era posible volverse atrás. Palpó el revólver y tomó la calle que se dirigía al Ródano, eternamente limpio y caudaloso. Aquí está el río tan querido, el parapeto de piedra, el lugar al cual el otro había venido con la muerte bajo la capa. «En seguida, en seguida, es mejor inmediatamente...», pensó Sieroska, y sacó del bolsillo la pequeña arma, quitándole el seguro. Miró en torno; estaba dispuesto y la niebla era espesa. Las pocas sombras que pasaban rápidamente llegarían demasiado tarde. Sieroska se puso pálido, alzó la mano armada a la altura de la frente y apretó con fuerza...

IV ¡Nada! Silencio. Nada resonó, nada cayó. Sieroska, con la mano alzada, esperó en vano, dos o tres segundos. ¿Qué había ocurrido? El gatillo no se había movido y, por muchos esfuerzos que hizo con el índice tembloroso el desilusionado suicida, el revólver no disparó. Sieroska lo cogió rabiosamente con ambas manos y lo miró por todas partes. Todo parecía estar en regla, el arma era nueva y pulida, los proyectiles estaban en su sitio, el seguro estaba quitado; sin embargo, Sieroska, a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía hacer mover el gatillo.

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GIOVANNI PAPINI Durante tres o cuatro minutos se absorbió como en un juego mecánico, olvidándose completamente del fin para que tenía entre las manos aquel objeto de metal. Finalmente perdió la paciencia y, sin saber cómo, el revólver cayó al agua nebulosa y se sintió apenas un tímido chasquido entre el fragor monótono de la ancha corriente. En aquel momento el sol comenzó a dorar la niebla lejana, una cima blanca emergió del aéreo lago rutilante y ascendía en el cielo doradamente amarillo. Una maravilla casi primaveral atravesó las gotitas suspendidas en el aire y animó las delgadas sombras de los árboles sin hojas. Sieroska respiró, por primera vez, con voluptuosidad. —¡Que se vaya todo al diablo! —exclamó—. ¿Y yo quería matarme? ¿Iba a matarme aquí, hace un momento? Aquella ridícula avería de una herramienta estropeada había transformado todo su mundo. Miró de nuevo en torno, y le pareció que todo se había rejuvenecido de repente. La ciudad comenzaba a vivir. Los muchachos con las mejillas coloradas corrían, dirigiéndose a la escuela; las tiendas abrían con ruido las puertas. Se dio cuenta de que todavía no había comido nada; atravesó el puente y entró en el café más bello de Ginebra, con el sentido de prodigalidad de todos aquellos que han escapado a un peligro. Chocolate, leche y pastas. ¡Qué sabroso desayuno! Incluso los camareros sonreían —debían ser muy buenos muchachos, un poco cansados, pero amabilísimos hasta lo incalculable—. Salió, subió a un tranvía, bajó, anduvo a pie un largo trecho por un arrabal de la ciudad, encontró un coche vacío y lo llamó. Tendido en el asiento del coche pensaba en la vida y sentía la alegría que da la sangre cuando circula, tibia, por todos los miembros, a pesar del invierno y del viento. Ahora el sol estaba ya alto y la niebla había sido arrojada hasta el horizonte. Sieroska recordó el motivo de un vals juguetón y lo canturreó durante todo el día.

V A la mañana siguiente, cuando Sieroska se despertó con la boca seca y la cabeza pesada a causa de la embriaguez de la noche, se acordó de las cartas. Algunas, las de la ciudad, habrían sido ya recibidas; las otras se hallaban en camino y no habían llegado a su destino. Habría podido escribir de nuevo, telegrafiar, dar explicaciones, pero no quiso. «Sin ninguna razón», repetía para sí. Nada había cambiado; ¿cómo justificar su cambio? No le creerían, y aparecería como un bufón cobarde durante toda su vida. Salió y estuvo paseando hasta mediodía con el aspecto inquieto de quien espera ser descubierto de un momento a otro. Iba pegado a las paredes, casi pidiendo excusas por respirar, moverse y vivir. Había prometido suprimirse y, sin embargo, se hallaba todavía allí, entorpeciendo las aceras, consumiendo el aire, mirando a las gentes, testimonio fantástico que ya no tendría jamás ningún derecho. Intentaba hacerse pequeño, hacerse perdonar, excusarse. Sus ojos prometían que no molestaría a nadie, que se contentaría con vivir únicamente, apartado, silencioso, con el terreno suficiente para tenderse y fumar desde la primavera hasta el otoño. Al volver una esquina sintió que le abrazaban por detrás y que un hombre reía. Se volvió; era uno de aquellos a los que había escrito la mañana anterior. —¡Sieroska, Sieroska! —dijo éste—. Tenía razón yo. Ya veía que se trataba de una broma. «Sin ninguna razón.» Esa frase me quedó impresa. Ahí estaba la clave del enigma. Nos has querido asustar, pero conmigo no lo conseguiste. Senenoff, que es demasiado serio, decía que sí y que sí, y yo que no y que no. Oye, Sieroska, tu broma no es nueva, sino todo lo contrario. Ya hablaremos. Ahora no puedo. Nos veremos esta noche en la cervecería. La rubia ha preguntado por ti. Adiós, Sieroska. El amigo se marchó sonriendo, como si todo fuese claro y natural. Sieroska sintió que una inmensa rabia le nacía en el estómago y le oprimía la garganta. ¡De esa manera le juzgaban! ¡Así hablaban de él! ¡Así se le reían en las barbas de una de las más serias y altas determinaciones que era 46

GIOVANNI PAPINI posible tomar en el mundo! ¿Y los demás? A través de la turbación que le ofuscaba la mirada, veía pasar rápidas procesiones de rostros jóvenes, de mujeres y viejos. Todos le miraban con severos ojos, con un gesto de reconvención, y parecía que se lamentasen, sin quererlo dar a entender, de que todavía estuviese allí, entre ellos, dentro de aquella vida que había rechazado. Aquel día el sol no sabía fundir, ni colorear, la baja y pesada niebla. Sieroska se sintió abandonado en el confín de un mundo. Ya no conseguía sumarse al río del Universo, había tomado una resolución que no podía olvidar. Unos hombres le miraban desde una esquina, y el cielo era grávido como la tapadera de un sepulcro. Sieroska sintió que las lágrimas brotaban en sus ojos llenos de niebla. Apresuró el paso, atravesó como un visionario las calles y llegó en pocos pasos al parapeto del Ródano, al lugar mismo donde la muerte se le había presentado y huido. —«¡Sin ninguna razón!» —repitió una vez más, casi gritando. Arrojó lejos la capa, se inclinó y se dejó caer de cabeza reteniendo la respiración; pero sus últimas lágrimas cayeron antes que él en la clara, rápida y ancha corriente del Ródano.

ESPERANZA I Se llamaba Esperanza, pero ya no sabía nada más. De piel oscura, de cabellos negros, de ojos negrísimos: incluso sus pensamientos, patéticamente nocturnos y preferentemente sepulcrales, parecían nacer entre filas de cipreses, en un ventoso crepúsculo de febrero. Alma de otros tiempos; alma dispersa entre demasiados enemigos, inadaptada al amor físico, triste y taciturno, corrompida por el romanticismo y las malas lecturas; no había razón alguna para que viviese más de treinta o treinta y cinco años. Un amor desgraciado —un amor demasiado breve, pero en ella no terminado todavía y tal vez interminable— le había impreso en el rostro la lívida máscara de las traicionadas sin motivo. Y, sin embargo, de esta su impresionante tristeza, y de esta soledad sin mirada al cielo, había conseguido hacer un oficio, algo que se parecía a la literatura. Sus desesperaciones literarias, sus infinitos insomnios, sus paseos al azar sin objetivo y sin alegría, la habían acostumbrado a contar únicamente con su alma y a manifestar todo aquello que podía contener. En aquel soñar continuo que le embriagaba los ojos y le ponía la cabeza dolorida, surgía todo un mundo con la rapidez luminosa de una aventura. Sueños sin continuación, hipótesis confesadas a medias, increíbles casos de conciencia, aproximación irracional de palabras, de ideas, de personas, esbozos e indicios de vidas sin lógica, símbolos graves descubiertos en nimiedades infantiles y bagatelas sin trascendencia, y chorros irisados de elocuencia amorosa rociados con líricos sofismas, formaban su vida interior, su única riqueza, su única consolación. Después del abandono definitivo, cuando su nombre se convirtió en una cosa absolutamente falsa y casi ridícula, ella intentó expresar con la palabra escrita una parte de su mundo. Lo consiguió y continuó. Un día, temblorosa como si fuese a confesar al mundo su único amor, se decidió a enviar a una importante revista una de sus narraciones. La narración gustó y fue publicada. Le pidieron otras y ella las escribió y las mandó. Adquirió valor, pasó del cuento a la novela; vivió sola, pensó, inventó, consiguió ganar lo suficiente para vivir y rechazó toda ayuda de la familia hostil y lejana.

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GIOVANNI PAPINI II Cuando la conocí debería tener apenas treinta años. Vivía en una pensión, en una de esas calles anchas, señoriales y apartadas donde no se ven más que porteros gordos vestidos de azul y muchachas que fisgonean en las puertas con la cara roja y el delantal blanco. Su vida era muy ordenada y trabajadora; escribía una novela por año y un cuento por mes; para la novela siempre tenía dispuesto a su antiguo editor, y para los cuentos disponía de tres o cuatro revistas que continuaban publicándoselos y pagándole poco. Sin embargo, podía reunir de dos a tres mil liras, que le eran suficientes para vivir y para abonarse a todos los gabinetes de lectura de la ciudad. Leía preferentemente las novelas publicadas entre 1830 y 1870, cuando el romanticismo se deshacía y el realismo apenas despuntaba. Sospecho, malignamente, que en aquellos volúmenes olvidados y patéticamente idiotas ella pescaba apuntes y notas para los suyos. Realmente no debería decir todo lo que pienso, porque fue ella misma quien me quiso conocer y conservo todavía su primera carta, en la que algunas frases, enfáticamente entusiastas, me hicieron y me hacen ruborizar. La primera vez que la vi no se habló de literatura y salí tan sorprendido y encantado que volví a verla con mucha más frecuencia de lo que era de desear. (No es que hubiese ningún peligro sentimental, pero como hombre sano creo que la frecuentación de las mujeres es, al contrario de lo que se cree, un excitante a la pequeñez.) Aunque hubiese ido bastantes veces a verla, no pensé nunca en invitarla a venir a mi casa, y quedé muy sorprendido el día en que, hallándome a la ventana, vi que se paraba un coche delante de mi puerta y que bajaba de él la señorita Esperanza que venía a verme. Cuando hubo entrado en mi despacho, comenzó a hablarme de cosas triviales —del concierto palestriniano que debía tener efecto al día siguiente, de la necesidad de fomentar una moda más sencilla para las señoras no elegantes, y, por último, de la insólita inquietud del gato blanco de la pensión—, y únicamente cuando se puso en pie para despedirse me dijo en voz baja: —Había venido para confiarle un pequeño secreto, pero tal vez sea una tontería. No vale la pena de hablar. Esperaré a otra vez, otro momento, y se lo diré todo, si me lo permite. Le rogué, con mucha insistencia, que me contase en seguida lo que la había hecho venir a verme y que la ponía tan vacilante y casi avergonzada. La pobre Esperanza me miró un momento al fondo de los ojos con sus melancólicas pupilas negras y se sentó de nuevo. —Escuche —comenzó diciendo, bajando los ojos y atormentando con sus dos manos los cordones del bolso—. Escuche: yo creo que se trata de un sencillo caso, de una coincidencia vulgar; un hecho repetido, pero en modo alguno misterioso. Mas confieso que me ha impresionado, tengo necesidad de expansionarme con alguien, de pedirle una explicación. Tal vez no se trata de una simple imaginación mía, y otro lo vea de un modo completamente diferente. Tal vez usted pueda decirme algo; usted es un espíritu profundo, usted ha buscado siempre los enigmas... —Perdone —interrumpí con mi acostumbrada villanía—, usted me tributa con demasiada facilidad elogios de los que no hago caso, y, en cambio, no me ha hecho comprender todavía, ni lejanamente, lo que desea de mí. La desgraciada muchacha me miró de nuevo con sus ojos espantados. —Tiene razón —contestó—; perdóneme, soy mujer y escritora. Vea en pocas palabras lo que me sucede: Como usted sabe, no hago más que escribir y, en general, los argumentos de mis cuentos se me ocurren espontáneamente, mientras leo o paseo o me hallo despierta en la cama por la noche o la mañana. Pero, desde hace algún tiempo, me he dado cuenta de que, entre tantos argumentos que tengo tramados en el papel o en mi cabeza, únicamente algunos son capaces de desarrollarse y, lo que es más extraño, estos argumentos tienen algo de común, principalmente

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GIOVANNI PAPINI tienen de común él hecho más importante, es decir, se refieren todos a una mujer, y esta mujer, por mucho que me esfuerce en cambiarla y desfigurarla, se parece precisamente a mí. —¡Por favor! —exclamé con un poco de desprecio—. ¿Y qué cosa extraña encuentra usted en todo esto? A todos los escritores, incluso a los de talento shakespeariano o dramático, ocurre siempre lo mismo. La literatura es un espejo. Se hace obrar a los demás, pero no se conoce ni se representa más que a uno mismo. Lo extraño es que usted no se hubiese dado cuenta antes. —Espere —dijo con energía la señorita Esperanza, un poco impaciente—, espere que se lo cuente todo. La historia no acaba aquí. Usted no me cree más tonta de lo que soy. El hecho verdaderamente extraño viene ahora. Cuando he escrito las historias de la mujer que se me parece, ocurre que las mismas aventuras imaginadas por mí para la imaginaria heroína, se repiten en «la vida» por mí, por mi misma carne y hueso. Le daré un ejemplo: hace seis o siete meses escribí un cuento en el que narraba cómo una mujer joven, núbil, fea, honesta y solitaria, se hallaba en una determinada circunstancia obligada a hacer el papel de madre para salvar el honor de una amiga, y cómo en ella se despertaba, poco a poco, el amor hacia aquel niño que no era suyo, amor hasta tal punto intenso que le hizo creer que ella era verdaderamente la madre, tal como estaba inscrita en el registro civil. Ahora hace tres meses, antes de que el cuento se publicase, recibí carta de la única amiga que yo tengo en el mundo. Ésta está casada, pero separada; tiene un amante y ha tenido un hijo, y para no verse obligada a registrarlo, como es necesario, bajo el nombre del marido, me pedía que adoptase a su hijo. No he podido negarme, la cosa permanecerá secreta y, además, ya que no podré tener nunca una familia propia, no me importa mucho el honor burgués. El niño fue llevado a la casa de lactancia y no pude resistir la tentación de ir a verle. Fui y me conmoví mucho. Aquella pequeña vida que crece y va liberándose de la animalidad me interesó. He vuelto ya tres veces y creo que le quiero, tal vez tanto como su madre. Éste es el primer hecho, pero hay también otro. Hace pocos días escribí un cuento en el que la misma mujer que se me parece vuelve a ver, después de muchos años, al único hombre que amó, y le ve feliz con su mujer al lado, y se aparta para no entristecer con su presencia la nueva felicidad de aquel que continúa amando. Pues bien, ayer mismo... En este momento los sollozos interrumpieron sus palabras. Se llevó el pañuelo a la boca para contenerlos, pero dos pequeñas y tímidas lágrimas aparecieron en las pestañas negras. —Hacía siete años que no le veía —dijo con voz enronquecida—. Se había ido fuera de Italia. Ayer le vi: con él iba una mujer; una mujer rubia, bella, con los ojos malvados. Yo no sabía nada y, sin embargo, lo había escrito pocos días antes, igual, igual que como ha sucedido. Incluso en el cuento hay los ojos malvados de ella y la sonrisa de él, la sonrisa que yo conocía tan bien... Aquella singular imitación que la realidad hacía de la literatura, me sorprendía mucho más de lo que me quería confesar a mí mismo; sin embargo, procuré poner la cara más cuerda de este mundo e intenté demostrar a la señorita Esperanza que se trataba únicamente de coincidencias curiosas y nada más, y que no había razón para impresionarse tanto. La pobrecilla me miró tristemente y con recelo, como si comprendiese que quería engañarla. Después de un rato, cuando cesaron las lágrimas, se secó el rostro con cuidado, me saludó fríamente y se marchó.

III Durante muchos meses no la vi y no tuve valor de ir a verla después de lo que me había dado a entender con la mirada, aquel día, al despedirse. Pero una mañana leí su nombre en el periódico, bajo un título llamativo: «Intento de rapto de una escritora.» Se trataba de ella: Cuando regresaba, por la noche, de un paseo por el campo, unos hombres enmascarados, que tenían un coche dispuesto a pocos pasos, habían intentado raptarla. A sus gritos había acudido un hombre que, al verla, gritó: «¡No es ella!» Y la habían dejado en libertad. 49

GIOVANNI PAPINI Corrí a la pensión donde vivía, para enterarme de lo que hubiese de verdadero en aquella noticia. La encontré muy pálida, tendida en un sofá. No mostró extrañeza al verme y me entregó el número de una revista que había salido el mismo día. Miré el sumario y vi que había un cuento suyo. Corté las páginas, leí... Se trataba de una mujer joven, melancólica, fea y abandonada, que había sido raptada por equivocación, una noche, por unos hombres enmascarados. Mientras leía, alzaba de cuando en cuando los ojos hacia ella con estupor; ella sonreía y permanecía callada. —Pero ¿es verdad? —le pregunté cuando hube terminado—, ¿es verdad lo que dicen los periódicos? —Exactísimo —contestó, intentando sonreír—. A usted se lo conté todo. Pero entonces no era más que al principio..., la cosa no era grave. Después... ¡Si supiese lo que ha ocurrido después! La ley es inexorable, constante, rigurosa. A veces se trataba de pequeñeces, de poca cosa, pero otras veces... Es preciso que un día u otro lo cuente todo; también los demás deben enterarse... »Cada vez que cojo la pluma, ella, es decir, yo, se me presenta delante y se apodera de mi espíritu. No puedo imaginar nada sino a propósito de ella. He intentado. ¡Oh, si lo he intentado! ¡Cuántas redes ha tendido mi fantasía reacia! ¡Cuántos viejos temas he buscado para imponerlos a mi inspiración! Ha sido inútil; no podía ni siquiera escribir un párrafo. Pero, apenas me dejaba dominar y guiar por "ella" —es decir, por mi doble literario y profético—, entonces todo se hacía fácil y llano, las aventuras se presentaban en abundancia, sin esfuerzo, la trama se desarrollaba elegantemente hasta el final, y el cuento nacía lleno de vida. Pero cada una de esas narraciones era una condena para mí. Si contaba que ella no podía dormir y se hallaba poseída todas las noches de horribles visiones, pocos días después también yo me agitaba en el insomnio luchando contra fantasmas y monstruos indescriptibles. Otra vez imaginé que era amada por un jovencito, un adolescente, atraído por su fama y, pocos días después, recibí una carta de un muchacho de quince años que me creía joven y bella y que me ofrecía su amor para toda la vida. Y así, todos los meses. Y siempre lo que imaginaba ocurría sin tardanza. El último caso es el que usted ya sabe y que le ha impelido a venir a verme. Y ahora, ¿qué tiene que decirme? ¿Dirá todavía que se trata de coincidencia? Me di cuenta de que la infeliz Esperanza se hallaba excitadísima y febril. Le aconsejé, con toda la malicia que llevaba dentro, que dejase de escribir por algún tiempo. Me lo prometió y después de algunas vacías palabras de consuelo la dejé. Su caso me turbaba y hacía todo lo posible para no preocuparme. No podía explicármelo, me atraía y me molestaba Terminé por olvidarme casi completamente de la pobre Esperanza y de sus aventuras literarias. Pero una mañana de enero recibí una carta suya. Me informaba que había seguido por algún tiempo mi consejo, pero que al cabo de tres meses se había visto obligada a reanudar el trabajo por dos razones: ante todo, porque vivía de la literatura y no podía ni quería pedir nada a nadie, y además, porque la imagen de su doble fantástico no la dejaba en paz y le sugería, día y noche, nuevas y extraordinarias aventuras. Entonces se había entregado por entero a la inspiración y, apenas había escrito, la realidad venía a imitarla como antes, como siempre. Ya no podía liberarse; todo lo que la «otra» dictaba debía ser escrito primeramente y luego debía acontecer. El último cuento era el más terrible de todos: anunciaba la muerte. La infeliz añadía que no temía la muerte, pero que quería advertirme para que fuese un testimonio de su triste clarividencia. Apenas acababa de leer la carta, corrí a la pensión. Una criada vino a abrirme con el rostro descompuesto y me dijo que la señorita Esperanza había muerto hacía pocas horas de un ataque al corazón. Sobre la mesa se encontró su último cuento, en el que una melancólica y morena heroína moría perseguida por una sombra que solamente ella podía ver.

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GIOVANNI PAPINI

CUATRO PERROS HICIERON JUSTICIA Después de dos recados, de una cartita escrita a máquina en papel de hilo, y de tres o cuatro llamadas telefónicas, tuve que decidirme a ir. Por la tarde, a las seis, el coche se paró ante mi puerta, antes de que hubiese tenido tiempo de ponerme los puños planchados. ¡Qué fastidio! Los gemelos se rebelaban; no encontraba el pañuelo; los zapatos estaban sucios... Pero ¿no sabe de sobra «él» que yo soy pobre y plebeyo...? ¡Vamos! El coche se puso en movimiento, se tambaleó melancólicamente sobre las pocas piedras que el barro no había sepultado todavía; penetró por las callejuelas de los suburbios, recorrió con monótona lentitud las anónimas calles de los barrios nuevos, pasó una barrera, se acercó al campo. Llovía con regularidad, como si hubiese llovido siempre, desde el principio del mundo. Unas pocas luces rojizas a través de los vidrios empañados. Se hallaban conmigo, dentro del coche, dos hombres, pero no los miraba. No podía soportar el sonido de sus palabras, prefería escuchar el chasquido de la grava que se rompía bajo las ruedas. Comprendía que hablaban de «él», de su villa, de su riqueza, de su mujer, de su porvenir, de un poema, largo, largo, eternamente, místicamente y socialmente largo..., un Mahabhârata americano, una Biblia del año cuatro mil, de cuando nosotros también seremos la Edad Media. Pero yo prefería el aburrimiento de la lluvia a todas las más ultraterrestres visiones. El caballo trotaba despacio, luego se paró, luego se puso de nuevo al paso. Había una empinada cuesta; el cochero bajó del pescante, y su sombra, con una fusta bajo el brazo, pasaba y repasaba por la ventanilla. Yo reconocía el camino, las cancelas negras, altas, macizas, a través de las que había respirado el perfume de las rosas abiertas y provocado a los perritos blancos; paredes que goteaban, desconchadas, manchadas de verde, con la cal mojada y los cristalitos en punta en lo alto... Era mi campiña; paseos solitarios a los dieciséis años, de idilios con nadie, perfumes de violetas apenas abiertas, deseos que no fueron cantados nunca. Habíamos llegado. ¡Qué fastidio! Ahí está la puerta abierta; el portero mira con entrecejo fruncido, y si no sonríe es porque no lleva bigotes. Entramos en el hall. «¡Bello, grande, hermosísimo! ¿Estaban ya antes aquellas columnas? ¡Qué buen gusto!» El intérprete sugiere la admiración y, no satisfecho con esto, da todas las explicaciones posibles. Ya estamos en el guardarropa, ¡también ella! Recoge el paraguas, el gabán, ¿y luego? ¡Qué maravilla al verme en chaqueta, en sencilla chaqueta! ¡Y no es ni siquiera negra! Un criado se acerca con la intención de limpiarme los zapatos. «No, querido amigo —le digo para mí—, ¿no sabes que soy plebeyo como tú y que me gusta caminar con mis piernas, que son piernas de hombre, y no con las de los animales?» Pero, para no gastar palabras, retiro los pies, y me dirijo hacia la antecámara con los zapatos sucios de barro y las manos más nerviosas de lo acostumbrado. El Intérprete nos empuja hacia la sala... Divanes rojos, sillas de corcho. Vírgenes apócrifas y desteñidas, mucha luz eléctrica y alfombras de Siria. Miro en torno; ahora somos cuatro. Yo y el Apóstol, luego el Intérprete y el Anticuario. ¿Qué he hecho para encontrarme allí? ¿Por qué he ido? ¿A quién esperamos? Para calmar mi impaciencia pongo las manos sobre un libraco cubierto de viejo cuero despellejado. Hay rastros de oro sobre la encuadernación. Abro uno de los cierres de latón; pero en aquel momento se alza una cortina y entra, majestuoso y esbelto, nuestro anfitrión, Mr. Dayson en persona. Es la primera vez que le veo; tiene unos cincuenta años, la barba gris, la frente despejada, una corbatita blanca bajo la barbilla, las manos enormes. Es un pobre diablo —se ve en seguida—. Fuertes apretones de mano y muchos: How do you do, y I am very glad...

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GIOVANNI PAPINI Nos sentamos en un arcón esculpido, negro, mucho más alto que los demás asientos; Mr. Dayson en medio, yo a un lado y el Apóstol al otro. Sobre nuestras cabezas cuelga, a manera de castigo, el retrato de Mr. Dayson, ejecutado por un Whistler desvergonzado. ¡Hablamos! Pero ¿de qué? El señor Dayson sabe el italiano como yo sé el americano, muy mal. Él deglute el principio de una pregunta italiana, yo tartamudeo la mitad de una contestación inglesa. Pero ¿no está el Intérprete? Hele aquí sonriente, con el rostro pálido a fuerza de lavarse, con la camisa blanca, vestido de negro, gesticulando como un maniquí de sastrería, completamente feliz de hacer de medianero entre los hombres. De esta manera se comienza una grave conversación; los nombres de Kant, de Nietzsche, atraviesan el aire pesado del salón, que huele a caloríferos y a rosas. ¡Oh aire húmedo y libre que se respira entre los olivos mojados! Han dicho a Mr. Dayson que yo soy filósofo y me atormenta con la filosofía. Habla despacio, pronuncia sentencias, mira en torno, sonriendo, interroga con los ojos pardos, repite sus argumentaciones. El Anticuario le acompaña con un guiño sardónico, pero el Intérprete sonríe estático como un ángel de porcelana, como un pequeño Buda. Siento que me pasan por la cara hedores de revistas de Boston. Hablamos de Schelling, hemos llegado a Mazzini. También los mártires de la barba blanca son profanados, entre sonrisa y sonrisa, entre los tapices de Esmirna. Me pongo en pie; no puedo resistir más. ¿Qué he venido a hacer a esta villa florentina, blanqueada, restaurada, repulida, tapizada y renovada al gusto americano? Me habían llamado para comer y, en vez de eso, se cacarea y habla sin libertad. Por fortuna se oye un rumor: la señora, Mrs. Dayson, aparece. El marido es el primero en salirle al encuentro, y parece que la acaricie con sus grandes ojos pardos de buey. Mrs. Dayson se ha hecho bella, ¿para quién? Es una mujer, ¡ay!, en el último límite de la juventud. Un año más, dos años, y ya no podrá decir que ha cumplido los treinta y cinco el mes pasado. Es alta, va vestida de blanco, no muy escotada; dos hilos de perlas le anudan los cabellos. Nos mira desde lo alto de sus ojos azules como si fuese una reina. Yo también la miro; su cutis ligeramente agrietado, hipócritamente arrugado, me causa lástima. Y, sin embargo, es preciso inclinarse también ante la reina. El elegantísimo Intérprete se precipita para traducir los cumplidos necesarios. Los míos se reducen a un sencillo «buenas noches». Entonces Mr. Dayson, dándose tal vez cuenta de mi tristeza arisca, me toma del brazo y me lleva a ver las maravillas de la casa: antes de todo, aquel salón. —Esta copa de mármol es del tiempo de Fidias —afirma la voz de eunuco del Intérprete, que nos sigue como un perro—, esas telas son hindúes, esos vasos son de la Magna Grecia, estos platos azules los ha comprado en Persia, esta extraña salamandra de hierro proviene de Siberia, esta Sagrada Familia es de la escuela veneciana, esta marina es del célebre Serra, este busto es del cuatrocientos, y ese puñal... ¡Oh, qué bello puñal damasquino, con la vaina de terciopelo encarnado, con la hoja bien afilada y la punta muy fina! ¿Por qué —se me ocurre pensar— el señor Dayson no asesina a su mujer con este puñal? ¡Una bella muerte estética, en una villa de Fiesole, en una fría noche de febrero! Pero el señor Dayson no está contento: es necesario seguirle a las otras habitaciones. Pasamos por escaleras que las alfombras han hecho blandas y silenciosas, atravesamos habitaciones pequeñas y grandes con muebles de imitación, galerías con sólidas columnas de estilo toscano; luego largos corredores con aguafuertes en las paredes, y grandes despachos con libros en todas partes, libros bien encuadernados, pulidos, intactos —libros no leídos—. Pasamos al dormitorio de los esposos; salimos; una nueva habitación, otro despacho, una galería, una terraza cubierta, con sillas de junco, sillones inmensos, divanes de sultán, bustos de mármol severos e insignificantes. Éste es el santuario de Mr. Dayson —el último reducto de su vida, su lugar de recogimiento de gala—. Mr. Dayson no es un hombre vulgar, no es únicamente uno de esos americanos que vienen a Italia para hacer de señores con poco dinero. Es un hombre de letras, un apóstol, un escritor, hasta puedo decir un poeta, desde el momento que esta palabra ha sido concedida a todos los que hacen versos y también a los que no los hacen. Es necesario saber, en resumen, que Mr. Dayson es, como todos los 52

GIOVANNI PAPINI hombres iluminados de su tiempo, un socialista; pero no un socialista común y vulgar, sino uno de esos que hacen sus discursos en salas bien caldeadas, que imprimen sus folletos bajo cubierta roja y hacen a sus hermanos, no el sacrificio de su vida —son pacifistas hasta entre las paredes domésticas—, sino el sacrificio, mucho más grave, de algunos centenares o millares de monedas de cinco francos. Mr. Dayson es, en suma, un socialista presentable, un socialista de lujo. Si se hubiese quedado en su país, sería jefe de algo, tal vez de un ejército, de un partido, de una Iglesia; pero ha preferido, como Washington, retirarse del campo de sus gestas. Sabe que el mundo espera mucho más de él y no quiere defraudar a la Humanidad. Por eso ha cogido a su mujer y a sus millones y ha venido a Italia para curarse una enfermedad del corazón y componer un poema en cincuenta cantos. Mientras los obreros se hallan jadeando en torno de las fraguas o bajo tierra, él se instala en una elegante galería italiana para componer cuartetas anunciando la futura edad feliz. A cada cual su misión. La suya es cantar la revolución, después de haber engullido una buena comida bajo las molduras doradas de un techo del año mil quinientos. Ahora yo escribo estas cosas con una relativa tranquilidad, pero cuando Mr. Dayson me llevaba de habitación en habitación y de galería en galería, sentía un gran malestar, como si se me hubiese arrollado una serpiente en el pecho. «¡Alocado viejo —decía entre mí—, tienes el valor de escribir en las revistas rojas y querer salvar al pueblo! ¡Y te hallas aquí, en bata, en una casa que cuesta medio millón, con siete criaturas humanas bajo tu mando, y diez cuadernos de cheques en el cajón! Y no contento con esto vienes aquí, a mi casa, al dulce valle de Toscana, entre mis olivos, entre los cipreses, en una villa de mi gente, en una bella y sólida casa que ensucias y ofendes con tus espantosas mezclas de antigüedades y neoyorquismo. ¡Fuera de aquí, pronto!» Creo seriamente que si el homicidio no estuviese castigado por el código, habría cogido por el cuello a Mr. Dayson y no le hubiera soltado hasta que no le hubiese roto la cabeza contra el suelo. Tal vez tuvo una especie de presentimiento, porque se apresuró a bajar al salón. Ya en el salón, quiso, a la fuerza, que fuésemos al jardín. Las galerías de la casa se iluminaron —fuimos a tientas bajo la lluvia hasta una gran terraza que se adelantaba como el baluarte de una fortaleza hacia el valle. —Desde aquí —decía con aire de triunfo Mr. Dayson— se ve toda la Toscana. Vallombrosa, Pisa; allí los montes Apuani, más allá Mugello y Valdarno, y un poco Casentino, toda la Toscana. No se veía nada —sólo macizos perfiles negros a través de la niebla y de la oscuridad—, pero yo veía lo mismo: veía mi tierra divina con sus ríos de plata, y sus casas color de sol, y sus montes azules adornados de cipreses, toda mi tierra a los pies de aquel intruso filántropo barbudo. No, no y no —decía mi corazón—. Pero en torno mío todo estaba oscuro y frío. Ninguna voz contestaba a mi rabia. ¿Dónde estaban los señores de este país? ¿Ninguno contestaba? Una mujer nos llamó a través de la niebla. Regresamos a la casa. ¡Valor! Al fin se anuncia que la comida está servida. Mr. Dayson me da el brazo, el Anticuario se pone a disposición de la señora, el Intérprete nos sigue y el Apóstol viene detrás, más amarillo y neurasténico que nunca. Me encuentro sentado ante una gran mesa puesta; ante mí se hallan cinco copas, dos platos, dos tenedores a un lado, y dos cuchillos al otro. Me acuerdo de cuando como en el campo, sólo con dos lonjas de jamón sobre una hoja amarilla, un pedazo de pan casero, diez dedos por cubiertos, y el cielo y los pájaros sobre mi cabeza. A mi lado hay una mujer que hasta aquel momento no había visto; es una dama de compañía de la falsa reina, la secretaria del señor, tal vez la maestra del muchacho. Es una señorita prusiana que habla siempre en inglés y, alguna vez, en italiano. Como va bastante escotada y tiene dos hermosos ojos meridionales, resulta la mujer más atrayente de toda la casa, teniendo en cuenta que la reina ya está ajada y que las camareras son feas. Mientras tragaba, con cierta incertidumbre, una harina gomosa que cubría apenas el fondo de un gran tazón de flores seudorrústicas, Mr. Dayson reanudó la conversación. Los nombres de Fichte 53

GIOVANNI PAPINI y de Mazzini resonaron una vez más entre las estridencias de la voz transatlántica. La corbata blanca ondeaba y se hinchaba bajo la barbilla del elocuente anfitrión. La señora callaba y admiraba; el Intérprete reía, asentía y traducía; el Anticuario comía con la brillante cabeza inclinada; el Apóstol murmuraba, al oído de la prusiana, los nombres difíciles de poetas nunca traducidos. La rabia me hacía permanecer más silencioso que nunca. Contestaba sí o no, y, contra mi costumbre, comía muy poco. Pero las cinco copas grandes y pequeñas colocadas delante de mí no me intimidaban; bebía en ellas vino generoso y vino tinto, vino alemán y champaña francés, con la firme intención de caldearme y de armar un escándalo. La conversación seguía. Mr. Dayton saltaba como una liebre dentro de la historia americana. El pobre Emerson fue sacrificado en pocos instantes; el gran Walt Whitman apareció un momento y recibió un tirón de orejas; Lincoln y Thoreau salieron de la sombra y aparecieron en su verdadero aspecto de precursores de Mr. Dayson. Y, como viera que yo bebía, él bebía también. Pasaban rápidamente trozos de asado, montes de zanahorias, patatas sin sazonar, pasteles sepultados, pajaritos desfigurados, y aceitunas en salmuera. Pero al señor Dayson no le importaba nada. Bebía y hablaba, y la revolución social espumeaba en sus palabras como en una copa de champaña. Yo comprendía a medias, y sudaba. Una palabra ingeniosa del Anticuario desvió un momento la conversación, e incluso la Reina se dignó intervenir en un conato de discusión entre el Intérprete y el Apóstol. Pero el señor Dayson volvió a tomar la palabra y ya no la abandonó. Se navegaba en la más alta metafísica; sin embargo, la llegada de un gran pastel de chocolate interrumpió una absurda comparación entre Platón y Aristóteles. Repentinamente, Mr. Dayson dejó la filosofía. Nos hallábamos al final de la comida, y de las botellas —el momento orgiástico del bajo optimismo filisteo. —Hay tres cosas —anunció Mr. Dayson con voz alta y satisfecha, en medio del silencio general— que me hacen esperar mucho bueno del mundo. La primera es ésta: que no existe en el mundo una criatura tan perfecta como la señora Dayson; la segunda es que los derechos de la masa proletaria son reconocidos por aquellos mismos que deberían negarlos; y la tercera es que no veo en ninguna parte nadie que se me parezca. Y una vez dicho esto, se bebió otra copa de champaña. La Reina sacudió con aire de conmiseración la cabellera amarilla llena de perlas, pero se veía que se hallaba en la cúspide de la felicidad; él Intérprete se rió con su risa impetuosa, risa mecánica made in Germany. Los demás contemplaron fijamente el gran jarrón lleno de flores que se hallaba en el centro de la mesa y no tuvieron valor de reírse. Yo estaba a punto de reventar. Me puse en pie, en medio de la sorpresa general; sentía que el rostro me ardía. Miré a Mr. Dayson al fondo de los ojos; él abrió la boca, tal vez para preguntarme qué me pasaba, pero en este momento se oyó ladrar un perro. El señor Dayson aprovechó esta circunstancia y exclamó: —¡Mis pobres perros! Esta noche no los he hecho venir. ¿Quiere ver mis perros? Y, al decir esto, se puso en pie y corrió a la puerta. Yo caí de nuevo sobre la silla, contrariado y despechado por el estúpido contratiempo. Las señoras comenzaron a asustarse. La prusiana me aseguró, en voz baja, que los perros eran salvajes y feroces, hasta tal punto, que para acariciar a su dueño le destrozaban los vestidos. Oí un gran ruido de sillas en la habitación contigua y un galopar confuso. Cuatro perrazos entraron de pronto corriendo, moviendo las colas, azotando con ellas las sillas y las mesas, ladrando estrepitosamente, saltando como fieras en libertad. Eran cuatro hermosos perros de la Maremma, altos, fuertes y jóvenes. Eran la hembra, el macho y dos vigorosos cachorros altos y musculosos lo mismo que los padres. Mr. Dayson, en pie entre ellos, parecía que quisiera calmarlos con un gesto de la mano, e hinchaba el pecho orgullosamente como un domador principante entre los leones. Los perros giraban por toda la habitación, resoplaban, ponían las patas por encima de los muebles y alargaban el hocico enseñando los dientes.

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GIOVANNI PAPINI Entonces me acordé de una cosa, y tuve de pronto la seguridad de la venganza. En la montaña, hallándome con los pastores, había aprendido el silbido que excita a los perros de las marismas y los lanza al asalto de los lobos y ladrones. Entonces, en medio del estupor general, silbé —silbé con toda la fuerza de mis pulmones y toda la fuerza de mi rabia—. Las valientes bestias comprendieron, recordaron y obedecieron —a pesar de que estaban acostumbrados a la esclavitud— al antiguo instinto. Sin oír nada, se lanzaron contra todos, mordieron las piernas del señor, desgarraron el vestido de la señora, derribaron a la pequeña prusiana y a su silla, saltaron a los ojos del Intérprete, tiraron del mantel con toda la vajilla, con todas las flores, toda la cristalería, todos los platos pintados; ladraron y salieron rabiosamente, y saltaron por todas partes, rompiendo, derribando, descacharrando, y revolviéndolo todo. El magnífico comedor, con el blanco mantel y la encantadora luz, y los ramos perfumados, y las sillas esculpidas, pareció pronto un infierno donde cuatro demonios peludos se dedicasen a atormentar a siete condenados. Y yo volví a silbar, y los ladridos furiosos me respondieron venciendo los gritos y los lamentos de las víctimas. La venganza que los hombres no hubieran osado imaginar, la realizaban las generosas bestias de la Maremma con todo el ímpetu de su raza robusta. No he de ocultar que me sentí completamente liberado y satisfecho. Había salido con los pantalones desgarrados, un mordisco en la mano y la chaqueta inundada de vino, pero no hice caso alguno; mis ojos debían brillar como los de un Mefistófeles alegre. Ya no tenía nada que hacer allí. Los criados habían acudido para atar a los perros, y la voz de Mr. Dayson había cambiado por completo. Aprovechándome de la confusión, me escurrí de la estancia, corrí a coger el sombrero y el abrigo, y me escapé cuando todavía los perros hacían rechinar sus dientes entre los gritos roncos de los hombres. Volví a casa a pie, bajo la lluvia, y cuando me desnudé para meterme en la cama me di cuenta de que tenía los zapatos más sucios de barro que de costumbre.

LA BUENA EDUCACIÓN Durante el invierno pasado, todas las mañanas menos los domingos, tenía la costumbre de volver a casa a mediodía. No siempre eran las doce en punto; la mayor parte de las veces faltaban algunos minutos o habían pasado ya algunos. Costumbre muy común, muy burguesa y, en suma, nada poética, si tenemos en cuenta la finalidad natural que todos saben. Sin embargo, me conviene hablar de esto porque, al final, me llevó a ser encerrado en una celda de pago de la prisión más vasta de la ciudad, en espera de ser llamado un día u otro a juicio y responder de algunos de mis recientes actos. Ya he referido al juez instructor cómo ocurrieron los acontecimientos, y me he dado cuenta, por ciertas miradas escépticas y algunos gestos de asombro compasivo, que no había conseguido convencerle. Pero, ¿hay de qué asombrarse? La primera vez que encontré al cantante de que se trata fue, según puedo recordar, hacia la mitad de noviembre. Habían dado ya las doce y, como ya he dicho, regresaba a casa con mi acostumbrado paso ligero y con mis ojos de miope fijos Dios sabe en qué pensamientos. Cuando ya había atravesado el puente y llegado al extremo de la plaza que debía atravesar para tomar mi calle, casi en la esquina, pasó a mi lado un hombre de mediana estatura, más bien gordo, pálido, con los bigotes recortados, un cigarrillo colgando entre los labios y unos botines color tórtola en los zapatos. Este hombre se llevó la mano al sombrero duro y negro, se lo quitó, y me saludó cortésmente, sin

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GIOVANNI PAPINI sonreír ni hablar... Quedé sorprendido —le veía por vez primera—. No contesté al saludo, y seguí mi camino. Desde aquel día, cuando regresaba a casa a las doce, encontraba siempre, y casi siempre en el mismo lugar, al desconocido saludante. Le encontraba si regresaba antes de mediodía, si por casualidad volvía a las doce en punto, y siempre en aquella plaza y, entre un día y otro, no habría una diferencia de más de cuarenta o cincuenta pasos. El hombre llevaba siempre, bamboleando entre los labios, el cigarrillo acabado de encender, y me saludaba siempre quitándose el sombrero negro y mirándome apenas de reojo. Durante tres o cuatro mañanas no contesté al saludo, pensando que se trataba de una equivocación, y no teniendo por otra parte ningún deseo de entablar conversación y pedir explicaciones. Pero el amable hombre no se desanimaba, y todos los días, en honor mío, su sombrero negro abandonaba por un momento su cabeza castaña. Tuve, al final, que convencerme de que yo era el descortés y el desmemoriado; supuse que habría conocido a aquel hombre en algún sitio, que le habría visto una sola vez y pocos minutos, y que él sería mejor fisonomista que yo. Llevado de estas reflexiones, una mañana me decidí a contestar al saludo y, cuando el sombrero negro se alzó, toqué ligeramente mi fieltro gris. La contestación no era muy cordial, como habrá podido verse, porque mi sombrero no abandonó mi cabeza, pero aquel gesto, aquel esbozo, aquella promesa de saludo bastaron para que el hombre se quitase el cigarrillo de la boca y me sonriese con aire de inteligencia. Pero aquel día no ocurrió nada más. En los días siguientes —nos hallamos ahora en diciembre— continué tocando el ala de mi sombrero y hasta alguna vez me lo quité con aire cordial y, entonces, la sonrisa del desconocido se hizo más franca y se cambió finalmente en un «buenos días», tan afectuoso, dicho con una voz tan armoniosa, que me quedé un poco confuso de mi silencio. Al «buenos días» se añadió, pocas mañanas después, un «buen provecho», y los sombrerazos continuaron por ambas partes. Lo curioso era que, a pesar de esas intimidades, no había ocurrido que cambiásemos ninguna otra palabra. Yo tenía la costumbre de andar rápidamente, y para el saludo bastaba el momento del encuentro. Esta chocante relación duró, en esta forma, bastante tiempo. Si hubiese tenido otro carácter, hubiera intentado conocer de más cerca al nuevo amigo, le habría obligado a hablar, le habría preguntado, por lo menos, cómo se llamaba. Pero yo siento una simpatía antigua, natural y espontánea, hacia las cosas insólitas y levemente extraordinarias, y mi único temor era que el otro rompiese el encanto, cambiando aquella amistad diaria, pero fugitiva y anónima, en un cambio de visitas, de murmuraciones y de tazas de té. Lo que temía ocurrió. Habíamos llegado a fines de abril siempre con el mismo sistema, y si había crecido la cordialidad, las frases de salutación no habían aumentado. Pero en aquella desgraciada mañana —era, según resulta de los datos, el 2 de mayo—, el desconocido amigo, apenas me vio, en vez de llevarse la mano al sombrero, se dirigió hacia mí con cara muy seria, me tendió la mano —que yo naturalmente me vi obligado a estrechar— y me dijo con gravedad: —Hoy tengo necesidad de usted. Le espero a las cinco en punto en la puerta de San Giorgio. Y se marchó rápidamente, como de costumbre, sin decir nada más y sin quitarse el sombrero. Pasé aquellas cinco horas entre despechado y curioso, y acabé no pudiendo hacer nada. A las cinco me hallaba en la puerta San Giorgio. El hombre gordo y pálido me esperaba y vino a mi encuentro con la mano tendida. —Perdóneme —dijo en voz baja y como avergonzado un poco—, nuestras relaciones son algo singulares, lo sé. Será mejor que me presente inmediatamente, me llamo Giuseppe Severi, me dedico al canto, tengo voz de tenor, he de debutar este año. —Y yo... —comencé. —No importa —dijo el otro precipitadamente—, no importa, ya sé quién es usted. Lo sé desde hace mucho tiempo. Es preciso que me perdone; es mi sistema para hacer amistades. Me lo enseñó un inglés; casi siempre tiene éxito. No se tiene siempre seguridad, pero la cara, el gesto, el 56

GIOVANNI PAPINI modo de andar... Es una casualidad, lo sé, pero las amistades que se hacen en las conversaciones, en los teatros, en los cafés, son también por casualidad. Se topa bien o mal, es lo mismo. Usted comprende y me perdonará. —De este modo... —comencé diciéndole, con la intención de manifestarle que no estaba descontento. —No hablemos más —contestó el señor Severi alzando la voz—. No le he citado para eso. Ahora ya se ha realizado. Hoy tengo necesidad de usted. Vamos a casa. Nos encaminamos hacia la calle, a lo largo de las paredes recién blanqueadas. No había nada de primaveral en el aire, y el cielo estaba lleno de una niebla blanca que hacía daño a los ojos. —Vivo aquí cerca —prosiguió el tenor— y en casa no hay nadie más que mi mujer. Vivimos solos, solísimos. Ésta es la razón por la cual tengo necesidad de usted. Teníamos muchos amigos hasta hace poco tiempo. Pero ahora... No sé por qué mis amigos me han abandonado. No todos voluntariamente. Algunos han tenido que marcharse a causa de sus negocios o se han establecido en otro sitio. A otros los he tenido que sacar de casa, he tenido que prohibirles que viniesen a verme. Luego hay mi mujer... Mi mujer es rusa, un poco fantástica, está un poco enferma y es caprichosa. Todas las rusas, fuera de Rusia, son así. También ella tiene sus antipatías y he tenido que alejar a algunos de mis amigos con mucha política. Además, ella tiene también sus simpatías y esto no lo puedo permitir... En este momento el tenor se volvió hacia mí y me miró con aire decidido. —La conclusión es —añadió— que nos hemos quedado sin ningún amigo, sin conocidos, sin relaciones, y como hoy no queremos tomar el té solos, lo que originaría Dios sabe qué escenas, he tenido que recurrir a usted... ¿No se niega, verdad, a tomar una taza de té? Será una amabilidad que no olvidaré nunca. —Para mí será un verdadero placer —contesté. Pero en mi interior, a decir verdad, pensaba todo lo contrario. No me podía ocurrir nada más desagradable. Un cantante que no canta, celoso e irritable; una mujer rusa, voluble y coqueta, y en torno el desierto... Pero ya no podía negarme. Seguí al nuevo amigo en silencio, bajo el cielo triste, blanco y pesado. Llegamos a los pocos minutos a una cancela negra y modesta, encajada en una pared de ladrillos. El tenor llamó y la puerta se abrió. Atravesamos un jardincillo encerrado entre paredes, muy melancólico. En el fondo se hallaba la casa, una casa pequeña, baja y completamente ennegrecida. El estuco se había caído y las paredes habían sido embadurnadas con betún. —Es a causa de la humedad —dijo el señor Severi, señalándome la casa—; pronto estará todo pintado. Entramos en un vestíbulo donde no había más que una percha cargada de abrigos y sombreros de todas clases. El tenor me hizo pasar a la habitación de la izquierda. En el centro había una mesa redonda dispuesta para el té con cierto lujo, tres sillas en torno y un baúl junto a una pared nada más. El nuevo amigo me dejó solo y corrió a avisar a la esposa. Era una mujer de unos cuarenta años, más bien alta, delgada y que lo único bonito que tenía era una cabellera rubia y dos ojos un poco verdes. Cuando me vio, se precipitó hacia mí, me tomó las manos, me las estrechó, me miró a los ojos y me sonrió con visible placer. —¡Qué amable y bueno ha sido usted! ¡Hacía tanto tiempo que deseaba verle! Pregúnteselo a Peppino. Me hablaba mucho de usted. Lo sé todo, he seguido los capítulos de su amistad. Esperaba este día para poderle expresar todo mi agradecimiento. Usted es nuestro salvador. Fue encendido el hornillo de alcohol, el agua hirvió y el té fue servido. La señora no tenía ojos, ni boca, más que para mí. Trajo sandwichs excelentes y pastas, y quiso hartarme como si tuviese ante ella una tinaja muerta de hambre. Mi plato estaba siempre lleno y mi taza colmada. Obligado a dar las gracias y a contener las amabilidades de la mujer, no tenía mucho tiempo para reparar en el

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GIOVANNI PAPINI marido, el cual tomaba el té, fumando furiosamente sus gruesos cigarrillos y no comía absolutamente nada. La señora no le dirigía nunca la palabra y, a lo que me pareció, evitaba mirarle. Finalmente, tuve que darme cuenta de su irritación, y comprendiendo el peligro, y estimando que no valía la pena crear una situación violenta por culpa de aquella mujer, dije que debía marcharme necesariamente. Al oír estas palabras, el señor Severi se mostró satisfecho, pero me dijo que no me marcharía sin antes ver la casa. Tuve que obedecer, tanto más cuanto que la señora me había cogido del brazo y me conducía hacia la puerta. Me hicieron entrar en una habitación donde no había más que un piano color de caoba en un ángulo. Había ciertamente un pequeño sofá completamente cubierto de libros revueltos. En la pared colgaban, a manera de trofeos, caretas y floretes de esgrima. Los miré con curiosidad, por no haber allí dentro nada más de particular. —¿Le gustan? —preguntó el señor Severi—. ¿Sabe esgrima? ¿Quiere probarlos? Le aseguré que no sabía nada de esgrima y que no había tenido jamás un florete en la mano; pero el tenor, repentinamente excitado, había descolgado ya una de aquellas grandes caretas y se la había puesto. —Tome la otra —me dijo—, coja el florete. Probemos. Hace quince días que no hago ejercicio. Me es conveniente. Tuve que cubrirme a la fuerza la cara con la careta y empuñar el florete. —No tenemos guantes —manifestó el extraño adversario—, pero no importa. Será lo mismo. Tenga cuidado con las manos. ¡Adelante! ¡En guardia! La señora nos miraba asombrada y de muy mal humor. Se dejó caer sobre los libros del sofá con manifiesta impaciencia. —¡Adelante! ¡Adelante! —gritaba el tenor. Yo no conocía nada de esgrima —muchos testigos lo manifestarían así en el proceso— y por eso, recordando que el único medio de vencer es el del ataque, y deseando terminar pronto, me lancé con ímpetu contra el adversario, tirando alocadamente de punta y de filo. —¡Basta! ¡Basta! —gritó él al cabo de un momento—. Baje el florete. El señor Severi me enseñó la mano: estaba llena de manchas amoratadas, a causa de los golpes que le había asestado, y de un arañazo le salía sangre. La señora me miraba con admiración. El marido se dio cuenta, y dijo mirándome a la cara y conteniendo apenas su rabia: —No creía tener que habérmelas con un villano. —¿Con un villano? —respondí—. ¿Qué palabras son éstas? ¿No le advertí que yo no sabía esgrima? —Pero no había necesidad —respondió el otro— de lanzarse como una bestia. —La bestia es usted —dije—, que me ha obligado a hacer una cosa que desprecio. Y le ruego que recuerde que no fui yo a buscarle y que no he sido yo quien ha querido probar los floretes. —Pocas palabras, señor —respondió el otro poniéndose muy pálido—; le he dicho que es usted un villano y lo repito. Aquí estoy en mi casa. Ya nos veremos. En este momento la señora comenzó a gritar: —¡Pero, Peppo! ¡Peppo! ¿Estás loco? ¿Qué cosas dices? La única contestación a estas preguntas fue una bofetada que la señora recibió sin mucha sorpresa. —¡Márchese de aquí! —gritó el señor Severi—. ¡Salga, márchese! ¡No quiero verle! Estoy en mi casa. Usted me ha ofendido, acuérdese. —¡Y te volveré a ofender, cobarde! —grité excitado por aquella escena. —Está bien, está bien. ¡Hasta mañana! ¡Pero ahora fuera de aquí! Ya no había nada que hacer. Salí de la casa, me detuve un momento en la cancela para comprobar si se oían gritos en la casa, y al momento regresé a la ciudad. Lo demás ya puede fácilmente adivinarse. 58

GIOVANNI PAPINI Al día siguiente dos señores vinieron a traerme el desafío del tenor, y, después de lo que le había dicho, tuve que aceptarlo. Nombré mis padrinos y les manifesté que no tenía ningún inconveniente en batirme a pesar de mi absoluto desconocimiento de toda clase de armas. El encuentro quedó decidido y el arma fue la pistola. Disparé al azar y el tenor murió a causa de la herida, después de dos días de agonía. Y ahora me hallo aquí esperando la sentencia. Pero, ¿soy acaso culpable? ¿No les parece que, en este asunto, hay algo de suicidio? ¿No fue él quien quiso conocerme, que comenzó a saludarme, que me llevó a su casa, que quiso esgrimir para pasar el rato, y que luego quiso batirse en serio? ¿No les parece que, desde el primer sombrerazo hasta el último disparo, hay una relación estrecha y voluntaria, una preparación consciente de su destino? Yo no he sido más que su instrumento. No tengo culpa alguna. No tengo su sangre sobre la conciencia. Mis abogados explicarán, con la ayuda de la ciencia y de la metafísica, el misterio de este acontecimiento. Y si me condenan, ya no creeré nunca jamás en la buena educación.

EL RETRATO PROFÉTICO He tenido siempre la pasión de los retratos y, para satisfacerla, he procurado siempre conocer al mayor número posible de pintores. Desde hace quince años frecuento los estudios y poso, en pie o sentado, delante de mis amigos. En los primeros tiempos, cuando era todavía más pobre de lo que ahora soy, hacía todo lo posible para llegar pronto al «tú» con los pintores jóvenes y pobres, a fin de inducirlos a que me hiciesen el retrato y, la mayor parte de las veces, conseguía que me lo regalasen una vez terminado. Cuando tuve algún billete de diez o de cien a mi disposición, la cosa se hizo más fácil, y creo que me hice retratar al menos tres o cuatro veces al año, y siempre por pintores distintos. Mi casa es una especie de odiosa galería donde unas tres habitaciones se hallan llenas de caras mías en todas las edades, desde los dieciocho años en adelante; caras que me miran desde el fondo claro o negro de las telas, colgadas de las cornisas doradas de la pared. Tengo un corredor un poco oscuro que está lleno a los dos lados. Confieso que, por la noche, se me hace violento tener que pasar por delante de aquellos rostros, todos diferentes y que, sin embargo, se parecen todos; me turban, me dan casi miedo. Me parece que he dado un poco de mi alma a cada uno de mis dobles de tela y color, y que me he quedado con un alma empobrecida y estupefacta. Se hallan en torno mío perfiles en sanguina apenas esbozados, bajo cristal; pasteles en anchos cartones blancos; dibujos coloreados, y grandes telas pintadas al óleo. En todas las posturas y de todas las medidas: jovencito, un poco estúpido, de perfil; rostro elegíaco de poeta sobre un fondo esfumado de peñas azules; ceño satánico de polemista con la expresión ansiosa y los ojos extraviados dentro de un cielo completamente negro; regordete, bonachón, con las mejillas bastante encarnadas y los bigotes rubios; joven pálido y cansado, con la cabeza apoyada románticamente en una mano; máscara enflaquecida y espectral, sin cuello ni busto, como una aparición a la entrada de una caverna. Siempre soy yo y siempre diverso, y solamente yo: con bigotes y sin bigotes, con lentes y sin lentes, enfermizo o con buena salud, feroz o abatido. Y en todas partes hay ojos grises, o celestes, o verdes, que me miran y contemplan mis ojos, y parece que me preguntan algo como si yo tuviese la culpa de su inmovilidad. Me recuerdan seres en los cuales he creído perder para siempre aquella apariencia de razón que me ha permitido hasta ahora salvar mi libertad. 59

GIOVANNI PAPINI No obstante, la pasión continuaba, y si conocía un nuevo pintor no estaba tranquilo hasta que me había hecho mi retrato. Más de una vez, sin embargo, eran los mismos pintores que me rogaban posase para ellos, bien porque tuviesen necesidad de modelos, porque conociesen mi debilidad o porque se sintiesen atraídos por mi rostro alargado, pálido y atormentado. Uno de ésos fue ruso, de nombre alemán, que conocí en Florencia hace seis o siete años. La segunda vez que habló conmigo ya me rogó que fuese a su estudio. Me dijo que mi rostro le era necesario para pintar un alma: éstas fueron sus palabras precisas. Fui a su estudio y me quedé incluso a cenar; pero lo que entonces pintaba no me dio una gran idea de su talento. Eran paisajes pálidos e indecisos, pintados sobre tablillas; cipreses raquíticos bajo cielos sucios y sin aire, gibas montañosas sin estilo y sin carácter, crepúsculos color de yema de huevo con desgarbadas nubes de chocolate. —No es esto lo que quiero hacer —me repetía—; esto son porquerías, lo sé. Vuelva; haré su retrato; comprendo perfectamente su alma. Ya verá cómo haré una cosa muy bella, maravillosa. Prometí volver, pero no volví. Perdí de vista a Hartling durante más de un año. Cuando le volví a encontrar, una mañana de invierno, por casualidad, tuve que prometer de nuevo. No había abandonado la idea y deseaba más que nunca pintar mi cara. —Le diré, sin cumplidos —me manifestó—, que las cosas han cambiado, que tengo necesidad de trabajar y ganar dinero. Mis asuntos en Rusia van muy mal; hace dos meses que no recibo dinero. Estoy arruinado. No tengo ahora dinero para continuar viviendo. Lo he empeñado todo, lo he vendido todo. Me veo obligado a vivir de mi trabajo. Por lo tanto, para darme a conocer, tengo necesidad de hacer una bella pintura, un retrato extraordinario que dé el golpe, del que se hable. Su cabeza me inspira mucho y me traerá suerte. Yo no tenía mucha fe en sus esperanzas; sin embargo, acepté, con intención de cumplir la promesa. Pocas semanas después fui a su casa y se comenzó el retrato. Vivía en otra casa y el estudio había cambiado. Las viejas pinturas estúpidas que había visto ya no estaban allí. Hartling estaba transformado. Había encontrado el impresionismo. Había allí paisajes inmensos, solitarios, empapados de luz, con campos y montes que parecían hechos de sol y de piedras preciosas. Todos los colores puros, fuertes, violentos, se vertían en las nuevas telas. Bajo el emparrado de un jardín, bajo las hojas transparentes de un verde casi dorado, dos horribles rostros de hombre, desbarbados y rubios, miraban insistentemente con cuatro ojos de mosaico cercados de negro. Aquellos dos rostros a manchas violetas, amarillas y verdes eran vivísimos e inverosímiles. Hartling me miraba sonriendo, espiando en mi rostro el efecto que me producía aquella transformación. Le dije que, en realidad, estaba muy sorprendido y que no hubiera creído jamás en un cambio tan rápido o, mejor, en un tal adelanto. —Ya verá algo mejor —me contestó—. Esto no es nada. No perdamos el tiempo; trabajemos. Una gran tela se hallaba ya tendida en el bastidor y preparada en el caballete. Una silla de madera blanca se hallaba ya dispuesta para mí sobre un cajón, a la izquierda del caballete. Hartling encendió un cigarrillo y comenzó a pintar. Me miraba fijamente durante medio minuto, ahora con desprecio, ahora con una sonrisa entre irónica y extática, y luego trabajaba afanosamente un minuto o dos, sin mirarme, sin alzar los ojos del cuadro. Cuando había terminado, retrocedía hasta la pared y contemplaba su trabajo, inclinando la cabeza a derecha e izquierda. Después avanzaba a grandes pasos hacia mí, volvía a mirarme, retrocedía, avanzaba de nuevo, y daba unos pasos tan largos que las rodillas se le doblaban casi al revés. Hartling no era un hombre que pudiese dar miedo; todo lo contrario. Era alto, delgado, blanco, con la cara absolutamente vulgar y una barbita a la francesa, rubia y suave, que hacía pensar en un profesor de lenguas más que en un pintor. Vestía con rebuscamiento, como un jovencito que busca novia, y no tenía de particular más que las mejillas, siempre un poco húmedas y empolvadas. 60

GIOVANNI PAPINI Sin embargo, aquel ir y venir, adelante y atrás; aquellas sonrisas irónicas; aquellos ligeros gruñidos de alegría no satisfecha, me ponían nervioso. Además, el rumor sordo de sus zapatillas, que golpeaban el suelo, tenían un no sé qué de desagradable. Después de una hora y media de posar cubrió el cuadro y no quiso que viese lo que había hecho. Volví a la mañana siguiente y a la otra. Con los mismos gestos y el mismo misterio, la obra continuó. La cuarta mañana me tuvo sentado muy poco tiempo. —Tengo necesidad de los ojos —me dijo—. Mire como si tuviese ante usted a un enemigo que está a punto de ser vencido por usted a fuerza de sarcasmos. Procuré obedecerle, y después de un cuarto de hora me anunció: —Ya está terminado. Venga a ver. Salté de la silla y corrí ante el retrato. La tela no estaba enteramente cubierta de color En el centro se distinguía, mirando un poco desde lejos, una cara que ciertamente no era la mía. Sobre una frente casi verde surgían dos mechones de cabellos rojizos, como si reflejasen algún fuego, a guisa de cuernos malignos y extraños. Una mancha negra, a la izquierda, debía representar un ojo —el otro ojo estaba formado de pequeñas manchas verde y violeta, dentro de una mancha más grande de blanco y una sombra negra debajo—. La nariz era bastante semejante, pero la boca estaba hecha con dos manchones estriados de sangre y una hilera de dientes enormes. Bajo la barbilla, el cuello blanco y sucio, y una corbata de color granate que yo no había llevado nunca. El vestido se perdía en una confusión de bistre. En torno de la cabeza, grandes rayas fantásticas verdes, rojo vinoso y violeta borroso. —¿Qué le parece? —dijo Hartling sonriendo satisfecho—. ¿No le parece mi pintura más original? No he intentado pintar su rostro, pero he querido coger un momento de su espíritu para toda la eternidad. Pedí tiempo para ver mejor. Finalmente, cuando lo hube mirado desde todos los lados y todas las distancias, me persuadí de que no había visto jamás una cosa tan grotesca. Allí no había nada mío. Y esto no me hubiera importado mucho, pero el conjunto no era bello, ni armonioso, ni profundo. La extravagancia terminaba en la negación de sí misma; se convertía en el embadurnamiento imbécil, en el arabesco desagradable, en la mancha fortuita, en nada. No pude menos de dejar entender mis impresiones a Hartling. Él intentó explicarme, con cierta indulgencia, el significado de los colores, los misterios de las pinceladas, la razón de las disonancias y la necesidad de las aparentes desemejanzas. —Es preciso penetrar dentro, aproximarse, volverlo a contemplar —me dijo como conclusión—. Esta obra es de tal modo original, que yo mismo no sé cómo la he podido hacer. Me marché prometiendo que volvería, pero firmemente decidido a no comprar el retrato. Estuve más de una semana sin acercarme a Hartling. Pero un día un amigo me contó que Hartling, enamorado locamente de su obra, había invitado a todos sus amigos y algunos críticos para que viesen el retrato. Como muchos de los que conocían a Hartling me conocían también a mí, no estuve nada satisfecho de esta noticia. Fui a casa del pintor. Encontré en el estudio a dos señoras alemanas y a un hebreo húngaro que contemplaban con gran atención mi supuesta cara. Tuve que callar. Hartling estaba explicando su teoría del retrato espiritual, las señoras alemanas admiraban y el hebreo tomaba apuntes en un cuaderno. Hartling me preguntó lo que me parecía ahora. Me esforcé en buscar un poco de orden en aquella confusa mescolanza de colores, pero no conseguí más que encontrar dos o tres frases de admiración condicional, que Hartling tomó en su verdadero sentido. —Veo perfectamente que mi retrato no le gusta —me dijo—. Lo siento mucho, porque creo que se trata de mi obra maestra y temo que no haré ya nada mejor. Pero no quiero obligarle a que lo adquiera; le devuelvo la promesa de comprarlo.

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GIOVANNI PAPINI Hice, para el bien parecer, una fingida resistencia, pero estuve contentísimo de verme liberado del compromiso. No quería llevar a casa aquella porquería y, por añadidura, pagarla. Después de tres meses supe que Hartling había expuesto mi retrato en Venecia y parecía, según los periódicos, que había causado bastante impresión. Había puesto en el catálogo mi nombre y apellidos, y todos aquellos que me conocían comenzaban a hacer los más burlones comentarios del mundo. No podía tolerar una afrenta semejante. Que aquel horrible pastel de colores apareciese a los ojos de todos con mi nombre; que aquel monstruo, no dibujado y mal coloreado, pretendiese representar mi persona y ser el reflejo de mi alma, constituía una ofensa atroz para mí. Pensé que la única salvación estaba en comprar el cuadro. Precisamente en aquellos momentos tenía muy poco dinero, ni siquiera lo suficiente para ir a Venecia. Hartling había pedido por su cuadro un precio muy bajo —quinientas liras—, síntoma de que tenía absoluta necesidad de venderlo. Pero yo no tenía las quinientas liras. Sin tardanza hice una selección de mis libros y vendí los que no me interesaban. Empeñé una gruesa cadena de oro que no llevaba nunca y pedí a un tío mío que me prestase cien liras. Apenas llegado a Venecia, fui a ver al secretario de la exposición y pagué el cuadro. Pero no fue posible tenerlo en seguida. De todos modos estaba seguro de que después de la clausura ya no iría por el mundo mostrando mi ridícula efigie. Cuando recibí el retrato de Venecia, lo metí, sin sacarlo de la caja, en un desván y no me acordé más de él. Supe que Hartling se había ido a Rusia y que estaba muy enfermo. Después de algunos años —cinco o seis— tuve que cambiarme de casa y me vino a las manos la caja, todavía cerrada. Cuando estuve en la casa nueva, me vino el deseo de abrirla para ver si valía la pena conservar el retrato como una curiosidad o bien destruirlo. Durante aquel espacio de tiempo, muchas cosas dolorosas habían absorbido mi vida y no había pensado ni en Hartling ni en su retrato. Me sentía envejecido y completamente cambiado, y sonreí al recordar la rabia que me hizo ir corriendo a Venecia para rescatar aquella deformidad calumniosa. Abrí la caja y puse el retrato en el suelo, apoyado contra el muro, bajo un gran espejo. Cuál no sería mi estupor cuando me di cuenta de que el retrato «¡ahora se me parecía!». En la penumbra de la habitación, mi rostro se destacaba como una aparición imprevista, sorprendido y pensativo, como si quisiese reconocer el mundo. Las manchas de los ojos, vistas desde lejos, tenían una expresión singular, aquella misma expresión de maldad y desilusión que leía ahora en mis propios ojos, reflejados en el espejo que se hallaba encima. Y mi boca roja, con los dientes blancos, reía de verdad, sonreía en aquel momento, con la misma y precisa mueca en los labios, mueca un poco de desprecio y un poco de rabia, lo mismo que veía ante mí encima del cuadro. Finalmente, los mechones de pelo tenían la misma forma y la misma fuerza, y me vi obligado a llevarme las manos a la frente para hacer desaparecer aquellas llamas de diablo refractario. La expresión de la cara era aquélla, el espíritu que emanaba era el mismo; el parecido era, en los límites del arte, perfecto. Aquel retrato, que seis años antes era una inmunda caricatura, se había convertido en mi retrato preciso y profundo. Hartling había visto mi «yo» futuro, el de seis años después, y lo había pintado. Había adivinado mis sufrimientos, mis contrariedades, mis melancolías; había anticipado con el pincel los pliegues de mi boca y las alteraciones de mi fisonomía. No había sido capaz de fijar mi rostro de entonces, pero había presentido mi cara de ahora. Apenas hube reaccionado contra la sorpresa, me dije que Hartling era un genio extraño y yo un pobre imbécil. El mismo día colgué el retrato en mi cuarto, ante mi cama, y corrí a ver a un amigo común para que me diese noticias de Hartling. El amigo no sabía nada, pero escribió a un alemán que se hallaba en relación con el gran pintor. Pronto se recibió la contestación con noticias y la dirección de Hartling. Vivía en Berlín y ganaba dinero. Me propuse ir a verle en seguida que pudiese.

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GIOVANNI PAPINI La ocasión se presentó pronto; un premio inesperado me permitió pocos meses después ir a Berlín. El mismo día fui a ver a Hartling. Le encontré, con gran sorpresa mía, en una casa señorial, en un estudio de lujo y rodeado de una gran cantidad de retratos que parecían oleografías refinadas o fonografías coloreadas con mucha paciencia. Hartling salió a mi encuentro con su barbita rubia, un poco más gordo y un poco más viejo, pero elegantísimo. Me saludó fríamente y no pareció muy entusiasmado con mi visita. Apenas tuve valor de hablarle de mi retrato y del maravilloso descubrimiento que había hecho. —¿De veras? —me dijo mirándome con unos ojos sin alma—. ¿Dice la verdad? ¡Pero si estoy seguro que debía ser una gran porquería! Entonces no sabía pintar ni comprendía nada. El arte, querido amigo, debe rivalizar con la Naturaleza. Es necesario reproducir escrupulosamente la verdad a fuerza de paciencia y, a lo más, embellecerlo con gusto. Son necesarios el gusto y la elegancia, sobre todo la elegancia. Sufrí hambre cuando me hallaba en Italia, mucha hambre. Ahora he aprendido; mis retratos son muy buscados y se venden. Lo menos a diez mil marcos uno, querido amigo, y mis clientes son las primeras damas de Prusia. Ahora sé dibujar con garbo y dar el color con delicadeza; no sufro hambre, y como muy bien. A propósito, ¿quiere quedarse a comer conmigo? Me escapé fácilmente de la invitación con unos hueros cumplidos. Apenas me hallé fuera, comencé a correr. El terror de tal encuentro era comparable únicamente con el descubrimiento del retrato profético. Desde aquel día he dicho que no a todo pintor que ha querido hacerme el retrato.

EL HOMBRE QUE NO PUDO SER EMPERADOR Lector, quienquiera que seas, desearía en este momento advertirte, cara a cara, los ojos en los ojos y la mano en la mano, y decirte en voz baja: ¿Crees que vives? ¿Que vives verdaderamente, profundamente, enteramente? ¿Te parece tu vida tan bella y grande como tal vez soñaste en las noches ardientes de la juventud? Y con voz más baja, bajísima, desearía preguntarte: ¿Tuviste juventud? ¿Sentiste en ti, dentro de tus vísceras, dentro de tu sangre, algo que fermentaba, que hervía, que se agitaba, que se estremecía, que quería salir, desbordarse, inundar el mundo como un lago ardiente? ¿Sentiste alguna vez, después de unas horas de excitación, después de un hermoso crepúsculo, después de los versos de un poeta, sentiste que eras tú, tú en persona, el «primer hombre», el descubridor de la vida, el descubridor del mundo? ¿Y no te pareció mísera esta vida y no te pareció pequeño este mundo? ¿No experimentas las ansias de Alejandro ante el cielo lejano? Esto quería preguntarte, vilísimo lector, pobre diablo delgaducho que estás aquí leyendo páginas, escuchando los latidos de vida de otro, porque no sabes realizar actos, porque no sabes vivir por tu cuenta. ¿No te parece vil, cobarde, cobardísima la acción que estás realizando? Una silla te soporta, delante de ti se hallan las páginas ligadas, en esas páginas hay signos negros, y tú recorres con los ojos estos signos y tu almita sonríe o lloriquea, ve o entrevé, según los signos despierten a la fuerza tus imágenes soñolientas. ¡Y tú crees vivir, me parece, leyendo libros! Si salieses afuera, mirarías con gran desprecio al vulgo que no está «al corriente», que no hace psicología, y no se nutre de literatura. Yo soy, piensas para ti, un intelectual, un refinado, un pensador, un aristócrata, un hombre superior, en suma, un miembro de la «élite». En torno mío gira el mundo, el mundo ha sido hecho para mí. Y cuando la cosa no va bien, doy una patada al montador de escena y lo rehago todo 63

GIOVANNI PAPINI yo. Y así me bamboleo y me divierto, y en mi casa no encontraríais más que fotografías de obras célebres y buenas ediciones de escritores famosos. El alto cuello almidonado y las palabras oscuras son las altas insignias de mi grado: yo soy el rey del tiempo, el rey del espíritu, el rey de la eternidad. ¿Dices todo esto, lector cobarde? Es posible; lo creo, lo imagino, lo deseo. Hablo para ti y desearía tenerte delante de mí para que sintieses en el rostro el caliente aliento de mi desprecio. Y te desprecio, ¡oh lector!, te desprecio por una razón terrible, por una razón odiosa, dolorosa: porque te me pareces mucho, porque soy casi como tú, ¡oh lector, «porque soy tú», tal vez... Pues bien, acepto tu parte. La acepto sin miedo, aunque tu parte sea muy triste, ¡oh, bebedor de palabras que me lees! No tengo miedo de tus preguntas. Para verme obligado a contestar, me he puesto a escribir, o mejor, a gritar estas páginas. Y me pregunto una vez más, en voz alta: ¿crees vivir? ¿Crees vivir grandemente, profundamente, intensamente? Respondo: No, no creo vivir. No, no creo vivir grandemente, profundamente, intensamente. ¡Como todos, yo soy un vil, un débil, un castrado! Tengo en mi habitación todo un mundo pintado: hombres de cartón, mujeres de estopa, montañas de humo. He puesto todas esas cosas en orden y, algún día de sol, todo eso tiene un magnífico aspecto. Y me quedo en el cuarto. Y aquello es todo mi mundo y toda mi vida, y todos los días hago mis plegarias a los de la casa, y escupo sobre la gente que pasa por la calle, bajo mis ventanas, porque no tiene en su casa un pequeño mundo artificial tan gracioso como el mío. Allá dentro está mi reino. ¡Si vieseis qué bellas actitudes! Un día tengo a mis fantoches: «Mirad, yo soy vuestro dios y señor, soy vuestro creador y vuestro destructor, y puedo cambiaros de lugar o romperos en pedazos. Por ejemplo, yo puedo ponerte, fantoche cornudo, en el fondo de aquel cajón en vez de hacerte pavonear encima de esta escalera, y a ti te puedo tirar por la ventana, ¡oh, bailarina indecente, que haces muecas con tu cara de cartón rosado!» Otras veces entro allí con aire de Fausto aburrido. Cierro las ventanas, para dar a la escena un aspecto misterioso, espolvoreo de amarillo las cosas para hacerlas aparecer más melancólicas, me siento gravemente en el sillón, tuerzo la boca, alzo los ojos al cielo, y termino llorando ardientes lágrimas sobre la vanidad de la sabiduría y sobre los engaños del mundo. Pero que yo sea clásico o romántico poco importa; soy siempre un pobre muchacho que juega en su habitación y dice para consolarse: ¡afuera hace demasiado frío y las calles están llenas de lobos! Yo soy —¿lo habéis adivinado?— «un cerebral». Los cerebrales son una raza muy curiosa; vale la pena conocerla. Te contaré la historia del padre de todos nosotros, una historia cómica que no he podido olvidar. Un día un hombre se ató las sandalias, se envolvió en una capa y se marchó de su casa, dirigiéndose a los países del Este para conquistar el mundo. Estaba lleno de grandes pensamientos. Su corazón era más grande que el mundo. Y pensaba: conquistaré un reino tan vasto que les saldrán canas a los mensajeros antes de que lleguen al confín para llevar mis mensajes; conquistaré un tesoro tan grande, que un día podré llenar un lago con monedas de oro si se me antoja. Gozaré blancas mujeres en lechos de color de mar; aniquilaré enemigos terribles, en las montañas, con el fuego de mi mirada. Ahora soy un hombre pequeño y pobre, y sólo me cubre una capa, pero mis pensamientos son magníficos y quiero llegar a ser el señor de todo lo que existe y el dueño de todo lo que vive. Este hombre fue a una ciudad, y, cuando anunció que quería ser rey y llevar a los hombres a la guerra para conquistar un gran reino, todos se rieron de él. Entonces pensó en castigar a aquella ciudad cuando fuese poderoso, y se dirigió a otra, donde le sucedió lo mismo. Y así fue por todo el mundo, y en todos los países se reían de él y le daban algunas monedas, tomándole por un pobre loco.

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GIOVANNI PAPINI Finalmente, un día se encontró ante su casa. Nada había cambiado, sólo sus sandalias estaban rotas, su capa desgarrada y sus cabellos se habían vuelto canosos. Entró en su casa y pensó: «Nadie ha querido seguirme. No he tenido fuerza para llevar al campo a un solo ejército. No he conquistado tesoro alguno. No seré nunca, a lo que parece, dueño del mundo.» Y entonces se puso a meditar sobre su suerte y estuvo muy triste durante algunos días. Pero una mañana —era en el mes de marzo, y en los prados habían aparecido ya las primeras flores amarillas— se levantó muy alegre y dijo para sí: «He comprendido finalmente mi suerte. Fui ciego al irme a conquistar el señorío del mundo. El mundo que yo tomaba por real no lo es; no es el real, el supremo, sino el mundo de los patanes y de los mercaderes. El verdadero mundo no se descubre más que en el pensamiento, en uno mismo, y yo puedo ser dueño de todo lo que quiera, mientras lo busque dentro de mí, en lo más profundo de mi ser.» Y el hombre encanecido comenzó, con un farol encendido, a buscar el verdadero, el profundo, el perfecto mundo. Y ese hombre —¡recordadlo bien!— fue el padre de todos los poetas, el padre de todos los metafísicos, el padre de todos los soñadores. Él fundó la dinastía de los que no poseen un solo pedacito de mundo real y se fabrican cada día cien pequeños mundos de nada, de albayalde y de creta. Y yo y tú —hombre lector—, y todos nuestros compañeros, somos los últimos descendientes del hombre que no pudo ser emperador.

LOS CONSEJOS DE HAMLET Una noche sin estrellas, mientras iba a lo largo del río, pensando en un sueño extraño, el príncipe Hamlet, que desde hace mucho tiempo me honra con su amistad, se puso a mi lado y me dijo: —Amigo, tú comienzas ahora a estar enfermo perdido. Nadie se ha proporcionado aún el placer de anunciártelo; pero yo no puedo menos de decírtelo. No te toques la frente, no te pongas pálido. Aunque haya pasado los mejores años de mi vida en la triste Vitemberg, no soy médico. Pero siento, de lejos, el olor de aquellos morbos terribles de los que no hablan los médicos de largas barbas reflexivas. Tu enfermedad está en el espíritu, amigo mío, y únicamente en el espíritu. Yo también, hace mucho tiempo, estuve enfermo, bastante enfermo, y fue necesaria una espada bien afilada y un brebaje muy amargo para curarme completamente. Ahora, desde hace muchos siglos, estoy muy bien de salud, y por esto, tal vez, me divierto ocupándome en la salud de los demás. Esta noche me preocupo de la tuya. Cuídate; te repito que estás gravemente, terriblemente, peligrosamente enfermo. Después de decir esto, quedó callado y continuó caminando a mi lado. Le miré —¡qué delgado se ha puesto el buen príncipe Hamlet!— y le dije: —¿Y no puede decirme, príncipe, cuál es mi enfermedad y cómo puedo liberarme de ella? Hamlet me miró sonriendo. Luego, de la mano —¡qué fría y leve era aquella mano!— me condujo bajo un farol. Y cuando nos hallamos en el círculo rojizo se puso delante de mí, a plena luz, me miró fijamente a los ojos y dijo bajito: —Mírame: «te me pareces». Y desde aquel momento ya no he vuelto a ver más la cara del príncipe Hamlet. No te he vuelto a ver más, ¡oh, buen príncipe!; pero, ¡cuántas veces, en esas noches llenas de calor sensual y de perfume de hierba segada, he reflexionado sobre tus últimas palabras! Y he buscado el mal en el que te me parezco, melancólico príncipe, y creo que lo he encontrado; mal terrible del cual no te atreviste a pronunciar el nombre. En vez de la espada y el veneno, fue este mal 65

GIOVANNI PAPINI lo que te mató, enigmático Hamlet, y es este mal lo que nos hace hermanos en las noches solitarias en que vienes a visitarme y me dices con la voz velada esas cosas singulares que no oyeron ni Horacio ni Polonio. ¿Y este mal, ¡oh, Hamlet!, ese terrible mal, no es tal vez «el pensamiento», no es tal vez «la reflexión»? ¿No eres tú el melancólico héroe de aquella familia de hombres que piensan en lo que desearían y querrían hacer, en vez de lo que hacen? ¿No eres, tal vez, uno de esos cansados y afeminados espíritus que prefieren las palabras que son femeninas, a los actos, que son viriles? Y este mal, príncipe de Dinamarca, no es únicamente en mi alma donde está incubando sus tóxicos. No solamente yo, en este tiempo y en esta tierra, soy semejante a ti; ¡cuántos en torno mío se te parecen! Hay una multitud, una tribu de Hamlets a los que no ha aparecido todavía ningún fantasma, y no son esperados por ningún padre no vengado; pero que llevan en el alma, como tú, el sutil y terrible mal de la reflexión que corroe y el deseo que duda. También en mí, como en ellos, como en ti, la pálida sombra del pensamiento descolora el rico tejido de la vida. Pero tú sanaste con la muerte y nosotros queremos vivir, ¿sabes? Queremos vivir aunque sea con el pecho abierto, aunque sea sobre una base falsa. Queremos vivir a marchas forzadas con movimiento acelerado —¡una vida que no sea andar, sino correr, danzar, volar! Yo ya no te he vuelto a ver, ¡oh buen príncipe!; sin embargo, me parece que hablas hoy en mi corazón por mi boca. Pero no podría jurarlo. También, como tú, fluctué entre la angustia y la ironía y, por lo tanto, no sé decir si mi alma habla en ti o si la tuya habla en mí. Pero éstas son, ciertamente, las palabras que «debes» decir: ¡Adelante, amigos, adelante! ¡Valor! ¿Son bastante tajantes vuestras espadas, están bastante afilados vuestros instrumentos? No os asustéis por un poco de sangre, no tembléis si vuestra alma gime un poco. ¡Sin debilidad, amigos, sin miedo! Continuad trabajando, escarbad, escudriñad, en el fondo, más allá, aún más allá, en la misma profundidad; en la más íntima profunda profundidad. No dejéis ninguna fibra cubierta, haced que no quede ningún receptáculo intacto, un solo rincón oscuro. Buscad bien adentro, poned al descubierto toda herida y todo nervio hasta el duro hueso. ¡No os detengáis en los huesos! Dentro del hueso algo vive, corre sangre, hay pulpa o medula. No tengáis piedad, amigos; ninguna, ninguna, ninguna piedad. Desnudad vuestra alma y ponedla bajo el sol. Aunque se vuelva árida, aunque se queme, no importa. Es necesario mostrarse a sí mismo, a pedazos, delante de la gente. Sed, amigos, los cirujanos, los verdugos, los descuartizadores de vuestras almas. Como el héroe de Terencio, atormentaos sin tregua; como el dios que se ofreció en holocausto, que cada uno se ofrezca a los demás como alimento. Que todos sepan, en la ciudad, en la patria, e incluso fuera, muy lejos si es posible, que vamos a la iglesia a comulgar con Cristo, o que hemos soñado en aventuras y en viajes circulares e imaginarios. Hagamos saber al mundo que ayer íbamos a pasear con Apolo y que hoy vamos hacia Weimar, que somos viejos y que somos jóvenes, que hace tiempo hemos dejado a Nietzsche a medio camino y que mañana tal vez abandonaremos al duce poeta. ¡Seamos, en suma, los pregoneros, los narradores de nosotros mismos! ¿No es, tal vez, éste el signo de nuestra superioridad? ¿No es, tal vez, la aureola de nuestra grandeza? Aceptemos, pues, la carga; no nos cansemos de hacer y rehacer nuestras cuentas. Pongámonos cada día sobre la balanza de nuestro espíritu, tomémonos el pulso a cada hora, publiquemos cada década el boletín de nuestra salud y de nuestras enfermedades. Y, sobre todo, hagamos proyectos, amigos míos. Hagamos muchos, grandes, continuos proyectos. ¿No es, acaso, el proyecto, el té, el café, el opio, el haxix de nuestra vida? ¿No es, tal vez, el sustituto, la prenda de la realidad? ¡Dulcísimo y benignísimo Dios, cómo te he amado y acariciado en el secreto de mi alma! ¿Quién cantará tus alabanzas, quién te dará una apología con proemio, notas y apéndices? ¿Quién te amará nunca como yo te he amado?

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GIOVANNI PAPINI Dos felicidades, ¡oh divino!, concedes a los hombres. La de tener un pretexto para no hacer nada en la espera de la elección, y la de persuadirse de que se goza en el presente lo que se medita para el futuro. Tú eres, pues, ¡oh proyecto!, el doble y santo sendero del reposo, la doble escala de la ascensión al ocio perfecto. ¡Hagamos, pues, proyectos, amigos! Que nuestra vida esté hecha de planos y dibujos. Que la muerte no encuentre en nosotros más que promesas, que la vida no sea para nosotros más que una espera de lo eterno. Pero, ¿qué digo? Todo esto a lo que os exhorto lo hacéis vosotros, lo habéis hecho. Confesadlo, no habéis hecho nada más que esto. ¿No somos, por ahora, hombres que hacen un consumo enorme de fantasía, y no somos, tal vez, los castos novios de la vida y de la gloria? Sentimos bramar en torno a la vida como un gran mar entre los cantos de las sirenas y el estrago de las carnicerías. Pero nos hallamos todavía aquí, en la orilla, con los pies entre la arena, que cede; ni siquiera hemos atravesado las primeras olas. Y no todos estamos en la orilla. Muchos están todavía encerrados en sus casas, en sus viejas casas, junto al hogar paterno o en la celda mística. Y yo veo a esos muchachos que extienden grandes mapas ante ellos y señalan con el dedo y siguen con los ojos los confines. Y encima de cada mapa está escrito: «El mundo.» Todas las noches, cuando las estrellas se hacen más pensativas, cuando los hombres vuelven de sus trabajos y tienen tiempo de pensar en lo que han hecho o harán; cuando se oyen en los caminos los cantos y los sones de aquellos que no pueden olvidar, nosotros nos ponemos ante nuestros mapas y buscamos con los ojos, un poco húmedos, y la mano, un poco temblorosa, el itinerario de nuestra vida. ¡Terrible ansiedad de esas horas de investigación! ¡Terrible pavor de los abismos y de los pantanos! Todo está dibujado en estos mapas con rayas ligeras de distintos colores. A una parte el País de la Ternura, coloreado de azul y de rosa, con tupidos bosquecillos, con riachuelos de plata en los que bullen los pececillos de oro. Pero también hay el País del Terror, oscurecido por las selvas, manchado de sangre, erizado de montañas, sin ríos ni lagos, árido y despiadado como el corazón de los que mueren de ira. Y al lado, por extraña casualidad, se halla el País del Sueño, cubierto de móviles vapores, lleno de ágiles linces, de fantasmagorías, con desiertos que se animan al soplo de la Morgan, con precipicios que hacen nacer, por milagro, los puentes bajo los pies de los peregrinos. Y, más lejos, se ve el País del Comercio con su tierra bien abonada y sus depósitos bien llenos: el País de Dios, con las espadañas de las ermitas y la armonía de las basílicas; el País de la Palabra, rumoroso de gritos e hiriente de silbidos. Nosotros vemos todas esas comarcas y otras muchas en el mapa del mundo, por la noche, a la luz familiar de la lámpara. Y vemos los caminos que llevan a los tesoros y que llevan a los éxtasis, que nos conducen a la cuna del niño o nos lanzan al océano sin orillas, que tienen por meta la locura o la potencia, la fosa o el trono. Todo lo vemos y seguimos señalándolo en el mapa con nuestros dedos febriles. Y las horas pasan graves y tristes, pasan los hombres que alborotan, pasan las mujeres que ríen, y nosotros continuamos siguiendo las sinuosidades de los caminos, y descubrimos los atajos, adivinamos los senderos e indicamos, a nuestro cuerpo que espera, el retiro perfecto o la conquista de cada tierra. Entretanto, el tiempo pasa con su tácita crueldad. Le oímos a nuestra puerta cómo patalea como un ejército de demonios descalzos. Cada día es un demonio, cada hora es un demonio, cada minuto es un demonio, ¡oh amigos! ¿Nadie se da cuenta, nadie se atreve a decirlo? ¿Tendré, pues, que recordaros con espanto, que cada día, cada hora, cada minuto nos hace menos jóvenes; menos fuertes, menos eternos? ¿Tendré que haceros temblar pensando en la muerte del tiempo, en la muerte de la vida, en la muerte que no conoce redentores, que no sabe de resurrecciones? ¿Tendré que deciros, una vez más, con angustia, que tenemos muy poco hilo que desmadejar, leve aire para respirar, pocas bocas para besar, pocos instantes para crear? ¿No pensáis nunca en eso? ¿No sentís todo eso arrastrado por el rápido destino que jamás se detiene? ¿Y no os sorprende nunca, mientras despedazáis vuestra alma, mientras sacáis al balcón 67

GIOVANNI PAPINI vuestros harapos, mientras hacéis vuestros itinerarios, no os sorprende nunca el desdén, el desprecio, la repugnancia hacia vosotros mismos? ¿No sentís nunca un ímpetu violento que os hace salir de la sala de anatomía y abandonar el mapa geográfico; no sentís nunca un deseo salvaje de esconder vuestro interior y despedazar vuestro mapamundi despintado? ¡Hacedlo por una vez, amigos! Decid: ¿estamos tal vez aquí para ofrecernos en espectáculo a nosotros mismos? ¿Qué divino empresario nos ha contratado? ¿Estamos, tal vez, en la feria para vomitar por la boca doradas brujerías, como un prestidigitador granuja? ¿Debemos consumir la vida, fibra a fibra, gota a gota, para decir aquello que nos proponemos hacer en vez de hacerlo; para dibujar con graciosas curvas los viajes que no realizaremos; para figurar en el mapa los triunfos que no obtendremos; o trazar las carreteras que no recibirán la huella de nuestros zapatos? Un pequeño esfuerzo, amigos. Lancémonos a aquel furioso y espumoso mar que tanto nos atrae en el mapa. El mar es un dios prudente que sabe guardar los secretos, que no nos traicionará. No lanzará a la orilla los cadáveres de nuestros propósitos. Terminemos, de una vez, de narrar con bellas palabras lo que somos y lo que intentamos ser, cesemos de proponernos con acentos heroicos las fugas nocturnas y las exploraciones, y marchemos. Que, por última vez, las palabras dejan de ser lacayos que no siguen a ningún rey. ¡Volvámonos hacia el Sur o hacia el Norte! ¡Clásicos o románticos, qué importa! Líricos o dialécticos; señores de palabras o capitanes de voluntad; aquello que queramos o podamos o sepamos. Pero hagamos algo; en nombre de Dios; démonos a nosotros mismos, demos a los camaradas, a los enemigos, nuestra obra; la prueba de nuestra potencia conquistadora y generadora. Que cada uno de nosotros realice su propio trabajo, grande o pequeño, como sea; que cada uno recoja su cosecha, humilde avena o rubio trigo. La nave está cerca de la orilla, en el puerto, pintada de negro alquitrán, con todas las velas desplegadas, con todas las banderas izadas. El capitán, a proa, espía el horizonte; el piloto sé halla inclinado sobre la carta oceánica buscando la ruta futura. Pero la nave continúa cerca de la orilla, las áncoras están todavía agarradas al fondo, la nave no se mueve, la nave no zarpa aún. En la puerta de la ciudad los caballeros han salido a caballo. El caballo está enjaezado, el caballero lleva en la mano el arco nervioso, al costado la oscura espada. Pero el caballo no se mueve, el caballero no lanza flechas, la espada no sale de su vaina. Tú, hombre, estás en el umbral de la vida, y se perciben tus fríos ojos que miran a lo lejos, se oye el latido de tu corazón que desea y aborrece con igual vehemencia, se escucha tu respiración afanosa de fiera que está a punto de lanzarse a la tierra. Pero a la hora de la espera sucede la hora de la impaciencia. La nave se mece sobre el espejo de las aguas y hace gemir las amarras que la retienen a la tierra; el caballo piafa y tiembla y adelanta el belfo hacia el prado, que husmea; hacia el campo que ondea...

LA PROFECIA DEL PRISIONERO Desde una profunda prisión de carne venimos al mundo, amigo y hermano mío. Y, apenas liberados, queremos edificar una prisión nueva, una prisión más terrible, una cárcel del espíritu. De muchachos crecemos laborando con nuestras manos impacientes unos altos muros; cada día amontonamos piedras, cada lágrima nos sirve de cemento, cada dolor nos deja más solitarios, cada descubrimiento más lejanos. Con ojos de ensueño nos encerramos en nuestra persona como dentro de una casa fiel. 68

GIOVANNI PAPINI Y, cuando llegamos a la adolescencia, nuestra prisión (nuestra fortaleza) está terminada, y únicamente alguna madre o alguna amante busca penetrar por las aspilleras de los ojos en la prisión. Y comienza la vigilia dolorosa. Al alma le crecen alas, pero la prisión se restringe. Acercaos a alguna de esas almas y oiréis su aletear subterráneo inútil y furioso. El ojo se hace más apto a la luz, pero la luz va faltando. La voz busca los primeros acordes, pero ya nadie la escucha en torno, nadie la comprende ya. Se vierten lágrimas y nadie las recoge, estalla la ira y nadie se espanta. El círculo se va estrechando, las troneras se cierran, la fortaleza se hace más profunda y parece transformarse en una caverna. Entonces nos encontramos oprimidos y atenazados dentro de esa fortaleza y prisión. No hay ninguna ventana, ninguna puerta; ningún cielo que no sea soñado, ninguna luz que no nazca de apretar las manos contra las pupilas. Estás encerrado como una mónada, secreto como una celda, mudo como un nocturno felino que ya no tiene esperanza en la inteligencia de los hombres. Y en la oscuridad, en el silencio, una voz te repite: Nadie dirá aquello que quería decir. Nadie sabrá aquello que ha sabido. Nadie te acompañará en la muerte. Y la voz de la vileza te servirá para nuevas prostituciones, temblarás ante tus paredes, y querrás hacer una bella salida y correr contra tus enemigos. Entonces te adornarás y te ataviarás, en tu puño resplandecerá como llama de antorcha tu más bella bandera, y te pondrás los vestidos más abigarrados, las plumas más ondeantes, los adornos más frágiles, las armas más relucientes. Y querrás salir al sol, a la tierra, a la luz, a la libertad. Te quemará el fuego mesiánico, se agitará en tu pecho el espíritu profético de Ezequiel y de Joaquín. Querrás hablar a tus semejantes; los llamarás, como una prostituta, para que vengan a tu casa; los halagarás con caricias y con sonrisas. Y sentirás hacia todos un gran amor desconocido, un impulso loco de maternal ternura, una ansia que cuanto más intenta aplacarse más se exacerba. Entonces la máscara cristiana se te moldeará sobre el rostro por sí misma, como una cera blanda, sin que tú la fabriques ni la busques. Querrás revelar la verdad, la bondad, la grandeza, la riqueza. Las palabras te subirán a la garganta como nudos de llanto, te brotarán de la boca como aguas caudalosas, encontrarás la dulzura que hace palidecer y la inventiva que hace temblar. Tus manos se elevarán en el aire como troncos que prometen sombra a pesar de su desnudez, tus cabellos se agitarán como una hoja en la ansiedad, tu cuerpo se hará alto como si quisiese dominar la montaña o extenderse sobre la cruz. Acudirán entonces, junto a tu lecho nocturno, las sombras sacerdotales de los antiguos profetas; verás a Moisés todavía deslumbrado en el zarzal ardiente del que surgen las leyes terribles; verás a Cristo que llora lágrimas de amargura bajo los olivos cansados; verás a Mahoma marchando por los arenales con la feroz esperanza en el corazón. Y todos te parecerán hermanos, y tú desearías, como ellos, incendiar un pueblo, embriagar con sueños una raza, conmover un mundo. Tus pies buscarán las montañas, tu voz buscará las multitudes y querrás ser único y creador. Te parecerá que en ti han comenzado los nuevos tiempos y las nuevas leyes, y mirarás, sonriendo, las imágenes de los antiguos dioses, y sentirás la tentación de romper con tus manos las viejas mesas de los santuarios. Todo esto sentirás cuando tu alma se halle llena, cuando la caverna donde te hiciste grande te parezca demasiado angosta, cuando creas que de tu tiniebla solitaria ha de nacer la luz. Y te sentirás, entonces, semejante a un dios, y dirás que eres hijo de dios, porque no te sentirás con valor para matarle. Así vendrás al mundo, cabalgando, rico en joyas y gualdrapas, orgulloso como un rey, pródigo como un sultán, sonriente como un bufón de la Corte. Sobre todo, como un loco, ¡oh amigo, oh, hermano mío! Y sobre todo, como un bufón. Tu salida será tu derrota. Darás a los otros tanta luz, que tú serás el primero en quedar deslumbrado. Y estarás todavía más solo, todavía más solo, porque sabrás que «más allá de la fortaleza no hay nadie»; mientras que tú esperabas, deseabas, una multitud, amigo y hermano mío. Y un día, después de haber sacudido todos tus cascabeles, después de haber lanzado todas tus palabras, después de haber 69

GIOVANNI PAPINI hecho resplandecer al sol todos tus vestidos, después de haber agitado todas tus banderas y soplado en todas las trompetas, estarás solo, abandonado, doliente como un charlatán al que de pronto la multitud dejó solo en la plaza. Y vendrá el día del llanto; el día del grande, profundo, silencioso llanto, ¡oh, amigo y hermano mío! ¡El día del «descubrimiento del desierto»! Y entonces te despojarás de todos los vestidos, toda palabra te parecerá un sonido vacío, pequeño, ridículo, una cáscara vieja, una piltrafa inmunda, un juguete inútil. Y tus banderas caerán en el barro, y tus trompetas permanecerán mudas a todo soplo, y únicamente los viejos árboles, bamboleantes bajo la ira del viento, parecerá que sacuden su cabeza compadeciéndose. Te quedarás desnudo como un mendigo, perdido como un vagabundo en una estepa, desesperado como si estuvieses condenado a la vida eterna. Lo habrás dado todo y lo habrás perdido todo. El sol ya no te calentará, el agua no calmará tu sed, el aire parecerá que te huye del pecho. Y también te darás cuenta de que quisiste dar lo que no tenías: la verdad —de haber querido dar a quien no tenía ánforas para recoger tus dones— de haber hablado sin que ninguno te comprendiese, de no haber comprendido lo que te querían decir. Habrá llegado el día final. Tu alma será como una ciudad devastada, como una torre destruida. Querrás escarbar en los profundos sedimentos de ceniza para encontrar en el corazón del mundo alguna llama escondida. Pero todo estará apagado, todo estará frío, ninguna chispa temblará entre las ruinas, ningún hogar se ofrecerá al peregrino. Todo estará muerto, porque tú estarás muerto. ¡Ni siquiera tendrás fuerza para cavarte una bella tumba! Entonces, amigo y hermano mío, no te quedará más que una cosa: tu vieja caverna, tu cueva misteriosa, tu fortaleza cerrada, que abandonaste en el día de la plenitud. Recuerdas todavía los altos y negros muros, los laberintos subterráneos, las tinieblas tentadoras. ¡Vuelve, oh mendigo moribundo, a tu cubil de muchacho! Ten fuerza para lapidarte de nuevo en tu clausura, encerrarte con siete llaves, con siete sellos. Sé tu prisionero y tu carcelero. Es preciso que sepas, como los pájaros de las montañas, morir entre las rocas. Y deja tras de ti, fuera de tu puerta, a los enigmáticos fantasmas que tú llamabas «los otros». Si quieres ser «tú», no los llames «tus semejantes». Para ser semejante a ellos, deberías ser otro, deberías ser diverso de ti mismo, tender redes, encapucharte con extraños adornos, recubrirte con sucias capas. Y piensa —¡terrible cosa!— que, tal vez, cada uno hará aquello que tú te viste obligado a hacer, cada uno se rebajará para conocer a los rebajados, se esconderá para encontrar a los escondidos, llevará careta para conocer a los enmascarados. Entonces no te rías ya de tu locura, no odies tus palabras, no maldigas tu empresa. Todavía es tiempo para bien morir. Regresarás desnudo a tu fortaleza, pero, ¡cuánto más fuerte será esta tu desnudez que tu antigua riqueza! Habrás dejado fuera lo que más te pesaba, todas tus «apariencias» y todas tus soñadoras esperanzas. Aquello que te torturaba y aquello que te devoraba ya no lo posees, lo perdiste entre las malezas de los valles que hollaste, en el fango de los ríos que tuviste que vadear. Antes querías «decir», y ahora sabes que nadie puede «decir», sino «cantar»; antes querías entrar en las almas de los otros, y ahora sabes que toda alma está sola, es inaccesible, impenetrable, como tu misma alma, amigo y hermano. Y si quisiste dominar, tú sabes ahora que nada puede llegar a ser tuyo, puesto que «todo es tuyo»: En este momento, la caverna a la que has regresado después de tu destierro fragoroso no te parecerá tan estrecha ni tenebrosa. Cada día se irá alargando, ampliando, como si algún gigante quisiese romper con rabia las paredes. Y cesará en tus ojos el distingo bíblico ele la luz y la tiniebla. Ya no comprenderás aquello que de muchacho te decían sobre la noche y el día. Habrás rebasado los confines de las antítesis escolásticas. Y la caverna se disolverá poco a poco, como una corona de niebla, como una muralla encantada, y un mundo que no sabes ni conoces, que no conocerás, pero vivirás, será tu real trofeo. Y un día, en este mundo de silenciosa vida, una gran serpiente escurridiza

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GIOVANNI PAPINI y voluptuosa te mostrará la boca abierta para hacerte ver su lengua mutilada. La antigua debilidad, la antigua vileza estarán vencidas. ¡Y no harás ningún himno para celebrar esta victoria!

LA PLEGARIA DEL BUZO El mismo día que cumplí dieciocho años, mi padre me llamó y me dijo, con la debida gravedad: —Nuestro Señor quiere que todos los hombres realicen sobre la tierra su trabajo. No ama a los que miran, sentados en el lindero de los campos, cómo trabajan los sembradores y los que aran. Es preciso, pues, que tú elijas libremente un trabajo que dé un fin y un sentido a tu vida. Cualquiera que sea el que elijas, te prometo que no he de ponerte obstáculos. Por lo tanto, decide y habla. Y yo, que reverencio profundamente a Nuestro. Señor y obedezco siempre a mi padre, respondí: —Mi elección ya está hecha. Me haré buzo. Mi padre se puso un poco pálido, pero contestó en seguida: —Hágase tu voluntad. De este modo, desde aquel día, fui buzo. Durante muchos años he vivido solo y en silencio en las aguas profundas. He habitado todos los mares, he explorado todos los océanos, he descendido a todos los abismos. He encontrado cascos de galeras, con las viejas áncoras despuntadas, llenas de monedas de oro cuyas efigies se hallaban corroídas por el agua —grandes monstruos luminosos, con enormes ojos blancuzcos, me han iluminado con su resplandor irreal—, largos cuerpos verdosos, semejantes a los de las sirenas me han acariciado; he penetrado en las bocas oscuras de volcanes sumergidos; he pisado el suelo de las Atlántidas desaparecidas; he encontrado en las hendiduras cadáveres de náufragos; me he debatido entre los tentáculos de pulpos colosales, y he llevado a la luz montones de maravillosas perlas, de extrañas conchas, de árboles fosforescentes, y los puñales que tiran al mar, por la noche, los tremebundos homicidas; las sortijas de los Dux y la áurea copa del rey de Thule... Llegó, pues, un día en que ya conocía todas las profundidades marinas, todos los valles de los océanos, todos los abismos más tenebrosos y los tesoros más ocultos. Llegó un día en que ya estuve impregnado de todos los perfumes salinos, y supe todos los ritmos de las olas y todas las sinfonías de las tempestades. Y entonces pensé que Nuestro Señor podía estar satisfecho de mi obra y decidí volver a mi ciudad, entre los seres terrestres que había dejado hacía muchísimos años. Pero apenas llegado a la ciudad donde había nacido y donde quería morir, sentí como una especie de terrible disgusto y de atormentado estupor. No reconocía y no amaba ya todo aquello que había visto de muchacho. Acostumbrado a las grandes soledades submarinas, iluminadas con milagrosos reflejos y luces intensas que nacen de la profundidad, no podía acostumbrarme a la angosta colmena de barro que lleva el nombre de ciudad. El cielo me parecía demasiado cercano y demasiado pálido; la ciudad me aparecía como una especie de extraña prisión surcada por estrechos y sucios corredores en donde pequeños animales, cubiertos con despojos de otros animales, corrían mirándose hosca o lascivamente. Rumorosas cajas móviles chirriaban por los corredores, llevando dentro pequeñas bestezuelas aprisionadas y agazapadas; el aire era pesado por el humo y el polvo, y apestaba a alientos infectos y hedores sofocantes. Los hombres me daban la impresión de condenados a muerte, enloquecidos en la espera inútil del indulto. Sus rostros me eran odiosos como los de los reptiles blancuzcos que ponen sus huevos cerca de las tumbas; sus ojos me parecían 71

GIOVANNI PAPINI vacíos, como si en su interior les hubiese abandonado el alma; sus palabras sonaban en mis oídos como cantilenas de mendigos eternamente hambrientos, y como gritos desacompasados de aguiluchos a los que se les estuvieran cortando las alas. En sus casas tenebrosas y angostas vi yacijas en las cuales se echaban por las noches como si se dispusiesen a morir —y mesas cubiertas de restos de cadáveres y de hojas arrancadas brutalmente a la frescura de la tierra. Se habían fabricado grandes habitaciones donde algunos fingían amar y morir, yendo y viniendo enfundados en vestidos abigarrados y adornados, bajo la luz falsa de redondas lámparas, y grandes salas en donde algunos de ellos, vestidos grotescamente de negro, fingían salvar a la patria y al mundo aullando con gran seriedad—, y otras salas donde había colgados de las paredes pedacitos de telas de colores y signos, con la intención de hacer soñar en un mundo mejor de aquel en que viven. Pero yo no comprendía, acostumbrado como estaba a los deslumbrantes silencios de la profundidad, muchos de sus gestos y muchas de sus palabras. Toda aquella vida, en medio de la cual había, sin embargo, nacido y crecido, me parecía sin significación: vacío pavoroso, torpe, fastidioso, pútrido como el de una guarida habitada por bestias ciegas, débiles e inmundas. Me parecía que me había precipitado en un pozo habitado por cadáveres ambulantes y malolientes, y por la noche no tenía valor para alzar los ojos hacia lo alto, temiendo que de aquel cielo demasiado ciudadano hubiesen también huido las estrellas. Y yo pensaba para mí: ¿Quién puede haberme reducido a este estado? ¿Quién puede haberme cambiado el alma de un modo tan terrible que no descubro más que lo ridículo, lo oscuro y lo feo por todo donde miro? La ciudad es como yo la dejé de jovencito. Dicen, incluso, que desde aquel tiempo, ha realizado progresos de todas clases. ¿Por qué, pues, se presenta a mí, residuo de los mares, tan extraña y nauseabunda; a mí, que la amaba de muchacho con toda el alma y la encontraba más bella, más majestuosa y más hospitalaria que ninguna? Pero no sabía qué contestar a tales preguntas. Un hombre que me asistía en aquel terrible estado, me aconsejó que leyese los libros de los médicos del alma y del cuerpo para encontrar el origen y el remedio para aquello que él llamaba, con sincera tristeza, mi enajenación. Y yo leí centenares y millares de libros, de día y de noche, siempre despierto y siempre ansioso en la busca de la salud. Pero en ningún libro encontré lo que buscaba. Entonces, encerrado en la casa paterna, pensé y sufrí centenares y millares de horas, siempre despierto y siempre preocupado con la tremenda ansiedad de la salvación. Pero todavía no he podido encontrar lo que busco. Ahora me dirijo a ti, hombre que te me pones delante con tu sonrisa malvada de verdugo ocioso y con tus ojos que no han mirado jamás al cielo: me dirijo a ti, hombre de las precoces e insaciables perversidades y de los secretos bien guardados, y te ruego, en nombre de la tierra en que naciste, de la tierra que te nutre, de la tierra en que te mueves, te ruego que me digas por qué no comprendo y no amo la vida de los hombres. Y si me contestas, te daré una perla que recogí un día en el más fantástico valle del mar, y que ningún ojo ha visto a excepción del mío.

EL MENDIGO DE ALMAS Había gastado en un café, a primeras horas de la noche, los últimos céntimos que me quedaban sin que la acostumbrada bebida me hubiese dado la inspiración que buscaba y de la que tenía inmediata necesidad. En esos tiempos pasaba casi siempre hambre, hambre de pan y de gloria, 72

GIOVANNI PAPINI y no tenía padres ni hermanos en el mundo. El director de una revista —un hombrecillo pálido y taciturno— aceptaba mis cuentos cuando no tenía nada mejor para publicar, y me daba cada vez cincuenta liras, ni más ni menos, fuera el que fuese el valor y la extensión de lo que le llevaba. En aquella noche de enero el aire estaba saturado de viento y de campanadas —de viento nervioso y chirriante y de campanas horriblemente monótonas—. Había entrado en el gran café (luz blanca, rostros soñolientos) y había vaciado lentamente mi taza, esforzándome en despertar en mi cerebro alguna reminiscencia de curiosas aventuras, obstinándome en aguijonear mi imaginación para que crease cualquier historia que me permitiese vivir por algunos días. Tenía necesidad, aquella misma noche, de escribir un cuento para ir por la mañana a ver al acostumbrado director, el cual me habría anticipado lo suficiente para poder comer hasta la saciedad. Estaba, por eso, dolorosamente atento al río de mis pensamientos, dispuesto a lanzarme sobre la primera visión que se prestase a llenar el montoncito de hojas blancas ya numeradas, dispuestas delante de mí. Pasaron así cuatro horas y cuarto de inútil espera. Mi alma estaba vacía, mi espíritu tardo y mi cerebro cansado. Renuncié, puse sobre la mesa los últimos céntimos y salí. Apenas me hallé fuera, una frase, al azar, se apoderó de mi espíritu, una frase que había oído repetir muchas veces y cuyo autor no recordaba. «Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiese narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que se hayan escrito jamás.» Durante unos diez minutos, esta frase se apoderó de mí y dominó mi mente sin que yo fuese capaz de sacar ninguna consecuencia. Pero cuando me hallé cerca de mi casa, me detuve y me pregunté: «¿Por qué no he de hacer eso? ¿Por qué no contar la vida de algún hombre, de algún hombre de verdad, del primer hombre vulgar que me venga delante? Yo no soy un hombre vulgar y, por otra parte, me he contado tantas veces en mis cuentos que no sabría ya qué decir. Es preciso que encuentre ahora, en seguida, un hombre cualquiera, un hombre que no conozca, un hombre ordinario, y que le obligue a decirme quién es y qué hace. ¡Esta noche tengo absoluta necesidad de una vida humana! Yo no quiero pedir a nadie limosna en dinero pero exigiré y pediré a la fuerza limosna en biografía.» Este proyecto era tan sencillo y singular que decidí seguirlo inmediatamente. Di la vuelta y me dirigí al centro de la ciudad, en donde a aquella hora avanzada podría encontrar todavía algunos hombres. Y así me convertí en nuevo y extraño mendigo en busca de la víctima. Marché rápidamente, mirando hacia delante, clavando los ojos en el rostro de los transeúntes; procurando elegir bien el que debía saciar mi hambre. Como un ladrón nocturno o un atracador, me puse al acecho en el hueco de una puerta y esperé que pasase un hombre cualquiera, el hombre vulgar de quien implorar la caridad de una confesión. El primero que pasó bajo el farol —iba solo y me pareció de mediana edad— no quise detenerlo porque su rostro, surcado de extrañas arrugas, era demasiado interesante, y yo quería realizar la prueba en las condiciones menos favorables. Pasó luego un jovencito embozado en una capa, pero sus cabellos desgreñados y sus ojos de gustador de haxix me retuvieron porque adiviné en él a un fantaseador, un alma no suficientemente usual y común. El tercero que pasó, viejo y completamente desbarbado, iba canturreando, con triste cadencia, un motivo popular español, que debía de recordarle toda una vida llena de sol y de amor, una vida dorada, báquica, meridional. Tampoco me convenía y no le detuve. Yo mismo no sé recordar con exactitud la rabia que sentía en aquel momento. Imaginaos a ese singular ladrón mendigo, hambriento, excitado, que espera en una esquina a un hombre que no conoce, que desea oír una vida que no sabe, que arde en deseos de lanzarse sobre una presa ignorada. Y por una absurda y molesta casualidad, los hombres que pasan no son los que buscan; son hombres que llevan en el rostro la marca de su distinción y de su vida nada ordinaria. ¡Lo que

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GIOVANNI PAPINI habría dado en aquel momento por ver ante mí a uno de esos innumerables filisteos, con la cara roja y tranquila como la de los cerdos jóvenes, que me habían dado asco y divertido tantas veces! En aquellos tiempos era obstinado y valiente, y esperé todavía bajo el farol, que unos momentos palidecía y otros resplandecía, según las rachas de viento. Las calles estaban ya desiertas a aquella hora y el viento había dispersado a los noctámbulos. Únicamente algunas sombras apresuradas animaban la ciudad. Una de esas sombras pasó, finalmente, bajo el farol donde me hallaba operando y vi, de pronto, que me convenía. Era un hombre ni joven ni viejo, ni demasiado bello ni desagradable de cara, con los ojos tranquilos, dos bigotes bien rizados, envuelto en un pesado abrigo en buen estado. Apenas me hubo rebasado algunos pasos, le seguí y le detuve. El hombre retrocedió a causa del susto y alzó un brazo para defenderse, pero inmediatamente le tranquilicé. —No tema nada, señor —le dije con mi voz más melodiosa—; no soy ni un asesino ni un ladrón, y ni siquiera un mendigo. Un mendigo, verdaderamente, sí; pero no pido dinero. No he de pedirle más que una sola cosa, y una cosa que no le cuesta nada: el relato de su vida. El hombre abrió mucho los ojos y nuevamente se hizo atrás. Me di cuenta de que creía que yo estaba loco, y por eso continué con la mayor calma: —No soy lo que usted se cree, señor; no soy un loco. Soy únicamente algo semejante: soy un escritor. Debo escribir para mañana un cuento y este cuento me salvará del hambre, y quiero que me diga quién es usted y cuál ha sido su vida, a fin de que pueda hacer el argumento de mi cuento. Tengo necesidad absoluta de usted, de su confesión, de su vida. No me niegue este favor; no rehúse a un miserable esta ayuda. ¡Usted es el que yo buscaba, y con la materia que me proporcionará escribiré, tal vez, mi obra maestra! Al oír estas palabras, el hombre pareció conmoverse y ya no me miró con terror, sino más bien con piedad. —Si mi vida le es tan necesaria —dijo—, no tengo ningún inconveniente en contársela, tanto más que ella es de una perfecta sencillez. Nací hace treinta y cinco años, de padres acomodados, honrados y cuerdos. Mi padre era empleado, mi madre tenía una pequeña renta. Fui el único hijo, y a los seis años comencé a ir a la escuela. A los once años acabé los estudios elementales sin que hubiese estudiado mucho ni poco. A los once años entré en el gimnasio, a los dieciséis en el Liceo, a los diecinueve en la Universidad. A los veinticuatro obtuve el título, sin haber dado nunca muestras de una inteligencia muy brillante ni de una estupidez irremediable. Cuando hube obtenido el título, mi madre me procuró un empleo en ferrocarriles y me presentó a mi novia. Mi empleo me ocupa ocho horas del día y no requiere más que un poco de memoria y de paciencia. Cada seis años mi sueldo aumenta automáticamente en doscientas liras. Sé que a los sesenta y cuatro años obtendré una pensión de tres mil cuatrocientas cincuenta y tres liras y sesenta y dos céntimos. Mi novia me convenía y me casé con ella al año. No ha habido nunca entre nosotros inútiles sentimentalismos. Iba a visitarla tres veces a la semana, y dos veces al año —por su santo y por Navidad— le llevé dos regalos y le di dos besos. He tenido de ella dos hijos, un varón y una hembra. El varón tiene diez años y estudia para ingeniero; la mujer tiene nueve años y será maestra. Yo vivo tranquilo, sin zozobras ni deseos. Me levanto todas las mañanas a las ocho, y a las nueve de la noche voy a un café, donde hablo de la lluvia y de la nieve, de la guerra y del Ministerio con cuatro colegas del oficio. Y ahora que ya le he contado lo que quería, déjeme marchar, porque han pasado ya diez minutos de la hora en que debo volver a casa. Y dicho todo esto con gran tranquilidad, el hombre se dispuso a marcharse. Permanecí un momento como agobiado por el terror. Aquella vida monótona, común, regular, prevista, medida, vacía, me llenó de una tristeza tan aguda, de un espanto tan intenso que estuve a punto de echarme a llorar y huir. Sin embargo, pude dominarme.

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GIOVANNI PAPINI «He aquí —me dije— el famoso hombre normal y vulgar en nombre del cual los médicos austeros nos desprecian y condenan como dementes y degenerados. He aquí el hombre modelo, el hombre tipo, el verdadero héroe de nuestros días, la pequeña rueda de la gran máquina, la pequeña piedra de la gran muralla; el hombre que no se nutre de sueños malsanos y de locas fantasías. Este hombre, que yo creía imposible, inexistente, imaginario, está ante mí, pavoroso y terrible en la inconsciencia de su incolora felicidad.» Pero el hombre no esperó el final de mis pensamientos y se dispuso a marcharse. Aterrorizado todavía, pero, sin embargo, obstinado, me puse delante de él y le pregunté: —¿Verdaderamente no ha habido nada más en su vida? ¿No le ha pasado nunca nada? ¿Nadie ha intentado matarle? ¿No le ha engañado su mujer? ¿No le han perseguido sus superiores? —Nada de todo eso me ha ocurrido —contestó con una cortesía un poco molesta—; nada de todo lo que me dice. Mi vida ha transcurrido tranquila, igual, regular, sin muchas alegrías, sin grandes dolores, sin aventuras... —¿Ninguna aventura, señor —le interrumpí—, ninguna? Procure recordar bien, busque por su memoria; no puedo creer que no le haya ocurrido nunca nada, ni una sola vez. ¡Su vida sería demasiado horrible! —Le aseguro que no he tenido ninguna aventura —contestó el Hombre Vulgar haciendo un gran esfuerzo de amabilidad—; al menos hasta esta noche. El encuentro con usted, señor novelista, ha sido mi primera aventura. Si le conviene, puede contarla. Y sin darme tiempo para contestarle se marchó, tocándose ligeramente el ala del sombrero. Yo permanecí aún algunos momentos parado en el mismo sitio, como bajo la impresión de una cosa terrible. Llegué por la mañana a mi cuarto y no escribí el cuento. Desde aquella noche ya no me atrevo a reírme de los hombres vulgares.

EL QUE NO PUDO AMAR Desde que Don Juan se ha casado es casi imposible encontrarlo fuera de su casa, sobre todo por la noche. Los cabellos ralos y grises, los hombros un poco curvados y también —¿por qué no decirlo?—, un catarro obstinado, ya crónico, le tienen apartado del mundo y de sus pompas. Sin embargo, una noche, a mediados de marzo, vi a Don Juan Tenorio hablando en un lugar público con Juan Buttadeo, llamado el Judío Errante. En medio de la ridícula majestad de una gran cervecería de tipo germánico, bajo la claridad esfumada de una redonda lámpara eléctrica, los dos hombres hablaban, meneando sus grises cabezas, sin mirar a las mujeres de labios rojos y a los jovencitos escuálidos que se hallaban ganduleando y beborroteando en torno de ellas. Las dos legendarias apariciones habían bebido su café y no parecía que se diesen cuenta de que se hallaban en el mundo de los estudiosos del «folklore» y de los profesores de poesía comparada. Vivían y hablaban como vosotros y como yo, y sus palabras me llegaron distintas y comprensibles apenas me acerqué a la mesita de hierro junto a la que se hallaban sentados. Había una silla vacía cerca de ellos y me senté en ella. Los dos viejos no interrumpieron su conversación y me miraron con una fugitiva sonrisa, como si hubiese sido un amigo de la infancia que acabasen de dejar pocos momentos antes. —No es fácil; no, no es fácil —afirmaba enérgicamente Don Juan— dar una explicación de mi historia, y tal vez me moriré antes de que se descubra el secreto de mi vida. He ido algunas veces al teatro donde representaban mis gestas y me he reído mucho más que los otros al ver aquella 75

GIOVANNI PAPINI ingenua parodia que hace de mí un insaciable libertino, amasijo de lujuria y de vanidad, arrastrado finalmente al infierno por la venganza del Comendador y de Dios. »¡Dulcísima cosa no ser comprendido por esos reyes de la platea! Ni siquiera Molière, que, sin embargo, era cortesano y comediante, pudo comprender quién era yo. Bajo mi justillo azul marino, bajo mi sombrero de solitaria pluma negra, nadie ha sabido verme. Seducciones, besos, raptos nocturnos, escaleras secretas, citas insidiosas, celadas, mascaradas y banquetes, y el blanco monumento, y la última fiesta, todo eso era exterior, convencional, ficción; los escritores de tragicomedias y poemas han visto todo eso y nada más. Un pintoresco seductor, un caprichoso caballero, un voluble enamorado; eso es lo que soy para todos ésos y para los que los leen. ¡Y ninguno de estos grandes reveladores del corazón humano han descubierto la razón desesperada de mis aventuras, ni siquiera uno ha adivinado que fui libertino contra mi voluntad y voluble contra mi deseo! »Podría volver a evocar las noches de mi primera adolescencia, cuando antes de dormirme intentaba imaginar y decidir cuál iba a ser mi vida. No ha habido ningún muchacho más apacible y puro que yo. Pensaba en el amor como en una cosa sagrada y en la mujer como en un proemio misterioso que me esperaba en el umbral de la juventud. Y la juventud llegó, y vino la primavera, y temblaron las estrellas y reverdecieron los árboles, y las mujeres se envolvieron en sus bellos vestidos claros. Pero el amor no vino. El amor fue para mí una palabra. No sentí ninguna de aquellas palpitaciones que hacen poner pálidos de repente los rostros de los hombres. No tuve sobresaltos ni estremecimientos a la vista de un querido rostro, al sonido de una voz clara. Mis sentidos se despertaron; pero mi corazón permaneció tranquilo, pausado, como antes. Tenía el deseo del amor, pero no la capacidad de amar. Comprendía que no amaría nunca, que no podría conocer nunca los extravíos y los perfumes de la pasión. Comprendía que podría disfrutar de las mujeres, que podría hacerme amar por ellas, pero que no conseguiría agitar por un solo momento mi corazón o turbar mi alma. No quise creer en los primeros tiempos en esa imposibilidad de amar, y busqué todos los caminos para desmentir mis primeras experiencias, ya que creía en la belleza y en la grandeza del amor, y no quería que las mujeres fuesen para mí únicamente un juego y un pasatiempo. Traté, pues, de hacer nacer en mí, por todos los medios, esa pasión de la que me sentía espontáneamente incapaz; probé todos los métodos para que se desarrollara en mí, aunque no fuese más que por una sola vez, la loca llama del amor. »Pensé que lo conseguiría obrando "como si" estuviese enamorado, esperando que, a fuerza de repetir ciertas palabras y de realizar ciertos actos, nacería también en mí el sentimiento que los demás expresaban con esos actos y palabras. Por eso fingí perfectamente amar e imité todos los gestos, las sonrisas, las miradas, las palabras, las expresiones que usan los enamorados. Repetí mil, diez mil veces las más tiernas imágenes, las más ardientes confidencias y los más apasionados suspiros de lírica apasionada; besé, acaricié, suspiré, pasé largas horas bajo una ventana; esperé noches enteras, envuelto en mi capa, la aparición de una luz conocida; escribí cartas desatinadas, me esforcé en verter lágrimas de emoción, y conseguí perfectamente comprometerme a los ojos de todos, jurándome solemnemente prometido a una jovencita que mi comedia amorosa había turbado. Pero todo fue vano. De nada valió mi diligente ficción, estudiada con arreglo a los modelos más perfectos y los libros más célebres. Continuaba siendo incapaz del verdadero y único amor; tenía que reconocer siempre mi radical imposibilidad de amar. »Entonces comenzó mi vida legendaria, aquella que ha hecho de mí el tipo del inconstante libertino. Hasta aquel tiempo había sido puro de cuerpo y había buscado con toda el alma aquel afecto potente y terrible de que todos los hombres son presa, al menos una vez. Pero ante mi impotencia pasional no tuve valor para resignarme. Quise aún, y por toda la vida, tentar la suerte. Esperaba que, tal vez, repentinamente, el amor surgiría a oleadas de mi corazón, más intenso e impetuoso a causa de la larga espera. Creía que hasta aquel momento no había nacido en mí porque 76

GIOVANNI PAPINI no había encontrado todavía la mujer que debía hacer brotar y bullir mi interna fuente de pasión. Y comencé a buscar desesperadamente a esa mujer; recorrí todos los países, todas las ciudades del mundo, toda la Tierra, seduciendo muchachas, atrayendo vírgenes, conquistando viudas y esposas; siempre inquieto, incansable, descontento, no satisfecho; siempre al acecho de esa mujer única, de esa liberadora desconocida que debía existir en alguna parte, que debía encontrar, que debía hacerme conocer el amor inmortal. Y hubo mujeres que huyeron conmigo, y mujeres que lloraron por mí, y mujeres que murieron por mí, y nunca tuve la alegría y la sorpresa de encontrar aquella que debía hacer estremecer mi corazón y confundir mi espíritu. Disfruté los cuerpos de innumerables mujeres, sentí latir sobre mi pecho innumerables corazones de amantes, y, sin embargo, ni por un momento fui capaz de fundir mi alma con la de la que amaba. Me hallaba a su lado con el espíritu frío, insensible, lúcido: interesado únicamente en las formas de sus miembros y en la graciosa curiosidad de sus pequeñas almas ardientes. Las miraba a los ojos —ojos negros, ojos azules, ojos grises, ojos de espasmo y de pasión— y veía en ellos reflejarse mi rostro, y veía brillar la alegría de ellas al sentirme a su lado, y, sin embargo, mis ojos no se velaron ni por un instante, y cuando las había poseído, las dejaba sin remordimientos. »Se dijo entonces que yo era un vil lujurioso que buscaba el placer del cuerpo y despreciaba el amor, ¡cuando yo iba de mujer en mujer, de aventura en aventura, para buscar precisamente el único amor, y mi volubilidad nacía de la constancia en quererlo encontrar, y mi capricho nacía de la desesperación de no encontrarlo! Creían que yo me divertía, cuando estaba triste por mi vana persecución; dijeron que era cruel, cuando la suerte era cruel conmigo. Buscaba mil mujeres porque no conseguía amar a una sola para siempre, y se imaginaban que yo quería burlarme de todas. No vieron bajo la aparente ligereza del voluble caballero toda la rabiosa tristeza del "amante no correspondido por el amor". Muchos corazones de mujeres sufrieron por mi culpa, pero ninguna conoció, ni en las lágrimas ni en los sollozos del abandono, toda la acerba desesperación de mi alma no satisfecha de la mórbida carne ni de las veloces fortunas. Bajo la máscara de mi leyenda se halla la amarga sonrisa del que fue amado demasiado y no consiguió amar. Calló el viejo seductor en este momento, y el otro viejo comenzó a hablar con voz lejana: —Lo que has dicho es tal vez verdad y ciertamente terrible. Pero no has dicho más que la causa interna, la prehistoria de tu leyenda, y no has ofrecido ninguna nueva interpretación, no has añadido ningún nuevo sentido. Yo, que hace siglos y siglos recorro el mundo y he aprendido a meditar en la soledad; yo, que he llegado a ser como el errante Edipo, descifrador de enigmas y filósofo trágico, comprendo perfectamente la moraleja que se desprende de tu lamentable historia. Aquello que los hombres han querido condenar y matar en ti es «el amor a la diversidad, el amor al cambio». Ante tu ir de mujer en mujer, ante la continua movilidad de tus gustos y de tus deseos, ellos han levantado la blanca y rígida estatua del Comendador, el verdadero símbolo, diría un lógico, del inmóvil concepto ante la continua variedad de la intuición. ¡Y por eso, ¡oh Don Juan!, eres mi hermano! También en mí los hombres han expresado su odio y su miedo al cambio. »Me han condenado a ser un eterno vagabundo, imaginándose que el cambiar continuamente de lugar, ver siempre cosas nuevas, no tener morada fija, un rincón estable del nacimiento a la muerte, constituye la más grande maldición para el alma de un hombre. En cambio, yo he convertido en alegría su condena; me he hecho una alma magnífica, de pasajero, de explorador, de peregrino, de caballero errante, de globetrotter aficionado, y así vivo, en el continuo diverso y en el perpetuo cambio, una vida bastante más rica que la de mis jueces y mis verdugos. Yo y tú, Don Juan, somos los héroes de la diversidad y de la mutabilidad, y los esclavos de la casa única y de la mujer única nos han querido escupir con desprecio. Pero nosotros corremos, ¡oh Don Juan!, nosotros corremos más de prisa que ellos y ellos irán pronto bajo tierra a incubar su económica felicidad. Pero Don Juan no escuchaba al sentencioso viajero, y apenas éste hubo callado, continuó hablando: 77

GIOVANNI PAPINI —Bajo la máscara de mi leyenda hay tal vez una sonrisa, una amarga sonrisa, pero dentro de mi corazón no hay más que angustia, siempre renovada por mis desilusiones. Ahora ya soy viejo, y no sabré nunca qué cosa es el amor. La mujer que buscaba no me ha salido al encuentro por ningún camino, y cuando ha llegado la vejez y he tenido necesidad de reposo y de cuidados, no he encontrado más que una pobre criada que haya querido cuidarme. El Judío Errante iba a sacar alguna consecuencia filosófica de las palabras de Don Juan, cuando un hombrecillo muy cumplido, vestido de negro y con un lunar sobre el bigote izquierdo, vino a anunciar que la cervecería se cerraba. Don Juan sacó de su bolsa una moneda de oro, pero el hombrecillo la miró y la rechazó. Era un doblón español de 1662. Juan Buttadeo, más práctico, sacó del bolsillo una moneda de plata, la hizo sonar sobre la mesa y los tres salimos juntos a la plaza desierta, riéndonos estrepitosamente sin razón ninguna.

LA ÚLTIMA VISITA DEL CABALLERO ENFERMO Nadie supo nunca el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su inesperada aparición, más que el recuerdo de sus inolvidables sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo, que le representa envuelto en la sombra mórbida de una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Algunos de los que más le amaron —y yo me hallé entre esos pocos— recuerdan también su singular cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de sus pasos y la languidez habitual de sus ojos. Le gustaba hablar mucho, pero nadie comprendía lo que quería decir, y sé de algunos que «no querían comprenderle, porque las cosas que decía eran demasiado horribles». Era, verdaderamente, «un sembrador de espanto». Su presencia daba un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba algún objeto, parecía que éste entrase a formar parte del mundo de los sueños. Sus ojos no reflejaban las cosas presentes, sino las cosas desconocidas y lejanas, que los que se hallaban con él no veían. Nadie le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba. Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca dónde se hallaba su casa; nadie le conoció padres o hermanos. Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día desapareció. La víspera de este día, a primera hora de la mañana, cuando apenas el cielo comenzaba a iluminarse, vino a despertarme a mi cuarto. Sentí la suave caricia de su guante sobre mi frente y le vi ante mí, envuelto en la pelliza, con la boca que parecía eternamente el recuerdo de una sonrisa, y sus ojos más extraviados que de costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados, que había pasado toda la noche velando y que debía haber esperado la aurora con gran ansia, porque sus manos temblaban y todo su cuerpo parecía presa de fiebre. —¿Qué le pasa? —le pregunté—. ¿Su enfermedad le hace sufrir más que otros días? —¿Mi enfermedad? —respondió—. ¿Mi enfermedad? ¿Usted cree, pues, como todos, que yo «tengo» una enfermedad? ¿Que se trata de una enfermedad «mía»? ¿Por qué no decir que yo «soy una enfermedad»? No hay nada que sea mío, ¿comprende? ¡Nada me pertenece! ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco! Estaba acostumbrado a sus extraños discursos, y por eso no le contesté. Continué mirándole, y mi mirada debía de ser muy dulce, porque él se acercó a mí y me tocó otra vez la frente. —No tiene usted ningún rastro de fiebre —continuó diciéndome—; está usted perfectamente sano y tranquilo. Su sangre circula con tranquilidad por sus venas. Puedo, pues, 78

GIOVANNI PAPINI decirle algo que tal vez le espantará; puedo decirle quién soy yo. Escúcheme con atención, se lo ruego, porque tal vez no podré repetirle dos veces las mismas cosas, y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez. Al decir esto se tumbó en un sillón morado, junto a mi cama, y continuó con voz más alta: —Yo no soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un hombre con huesos y músculos, un hombre generado por hombres. No he nacido como vuestros compañeros; nadie me ha mecido ni vigilado mi crecimiento; no he conocido ni la inquieta adolescencia ni la dulzura de los lazos de la sangre. Yo no soy —y quiero decirlo a pesar de que tal vez no quiera creerme—, yo no soy más que la «figura de un sueño». Una imagen de Guillermo Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo «soy de la misma sustancia de que están hechos vuestros sueños»! Existo porque hay «uno» que me sueña, hay «uno» que duerme y sueña, y me ve obrar, y vivir, y moverme, y en este momento sueña que yo digo todo esto. Cuando ese «uno» comenzó a soñarme, yo comencé a existir; cuando se despierte, cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación, un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este «uno» es de tal modo consistente e intenso, que me he hecho visible incluso a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia, el mundo de la realidad concreta, no es el mío. ¡Me siento tan poco adaptado a la vulgar solidaridad de vuestra existencia! Mi verdadera vida es la que discurre lentamente en el alma de mi durmiente creador... »No se figure que hablo con enigmas o por medio de símbolos. Lo que le digo es la verdad, toda la sencilla y tremenda verdad. ¡Cese, pues, de dilatar sus pupilas a causa del estupor! »Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño, y hay filósofos que han sugerido que la realidad es toda alucinación. En cambio, yo me siento preocupado por otra idea: «¿quién es el que me sueña?» ¿Quién es ese «uno», ese ser ignoto que no conozco y del que soy propiedad, que me ha hecho surgir de repente de la negrura de su cerebro cansado y que al despertarse me borrará de golpe, como una llama muere de un soplo? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño mío que duerme, en ese creador mío ocupado en el curso de mi efímera vida! Seguramente debe de ser grande y potente, un ser para el cual nuestros años son minutos, y que puede vivir toda la vida de un hombre en una de sus horas, y la historia de la Humanidad en una de sus noches. Sus sueños deben de ser tan vivos, fuertes y profundos que pueden proyectar fuera de él sus imágenes, hasta el punto de que aparezcan como cosas reales. Tal vez el mundo entero no es más que el producto perpetuamente variable de un entrecruzarse de sueños de seres semejantes a él. Pero no quiero generalizar demasiado; ¡dejemos la metafísica a los imprudentes! »¿Quién es éste? Ésta es la pregunta que me agita desde hace mucho tiempo, desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Usted comprende perfectamente la importancia que tiene para mí este problema. De la respuesta que pudiese darme dependería para mí todo mi destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una libertad bastante amplia, y por eso mi vida no se ve determinada del todo por mi origen, sino en mucha parte por mi albedrío. Era necesario, sin embargo, que supiese quién era mi soñador para dilucidar el sentido de mi vida. En los primeros tiempos me espantaba al pensar que pudiese bastar la más pequeña cosa para despertarlo, esto es, para aniquilarme. Un grito, un rumor, un soplo, podía de pronto precipitarme en la nada. Amaba entonces la vida, y por eso me torturaba vanamente para adivinar cuáles fuesen los gustos y las pasiones de mi ignoto poseedor; para dar a mi existencia aquellas actitudes y aquellas formas que pudiesen serle gratas. Temblaba a cada momento ante la idea de realizar algo que pudiese ofenderle, asustarle, y, por lo tanto, despertarle. Imaginé durante algún tiempo que era una especie de paterna divinidad evangélica, y por eso procuré llevar la más virtuosa y santa vida del mundo. Otras veces pensaba que podría ser algún héroe pagano, y entonces me coronaba con pámpanos, cantaba himnos báquicos y bailaba con las frescas ninfas en los claros de la selva. Creí, finalmente, una vez, 79

GIOVANNI PAPINI que formaba parte del sueño de algún sublime y eterno sabio, que había conseguido llegar a vivir en un sublime mundo espiritual, y pasé largas noches velando inclinado sobre los números de las estrellas, y las medidas del mundo, y la composición de los vivos. »Pero finalmente me sentí cansado y humillado al pensar que debía servir de espectáculo a ese dueño desconocido e incognoscible. Me di cuenta de que esa ficción de vida no valía tanta bajeza ni tanta aduladora vileza. Deseé entonces ardientemente lo que antes me causaba horror, esto es, que se despertara. Me esforcé en llenar mi vida con espectáculos tan hórridos que se despertase a causa del espanto. Lo he intentado todo para conseguir el reposo del aniquilamiento; todo lo he puesto en obra para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me hace semejante a los hombres. »No dejé de cometer ningún delito, ninguna cosa mala me fue ignorada, ningún terror me hizo retroceder. Asesiné con refinada tortura a viejos inocentes, envenené las aguas de toda una ciudad, incendié en un mismo instante las cabelleras de multitud de mujeres, desgarré con mis dientes, que se habían hecho salvajes a causa de mi voluntad de aniquilamiento, a todos los muchachos que encontré en mi camino. Por la noche busqué la compañía de monstruos gigantescos, negros, silbantes, que los hombres ya no conocen; tomé parte en increíbles empresas de gnomos, de íncubos, de vestigios, de fantasmas; me precipité desde lo alto de un monte a un valle desnudo y revuelto, rodeado de cavernas llenas de blancos huesos, y las hechiceras me enseñaron aullidos de fieras desoladas que hacen temblar en la noche a los más fuertes. Me parece que aquel que me sueña no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres. O disfruta con la visión de lo más horrible, o no le da importancia y no se asusta. Hasta hoy no he conseguido despertarle y debo todavía arrastrar esta innoble vida, servil e irreal. »¿Quién me librará, pues, de mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba que le llamará a su trabajo? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo cantará el gallo, cuándo gritará la voz que debe despertarle? ¡Espero hace tiempo mi liberación! ¡Espero con tanto deseo el fin de este chocante sueño, del que soy una parte tan monótona! »Lo que hago en este momento es la última tentativa. Yo digo a mi soñador que soy un sueño; quiero que él sueñe que sueña. Esto pasa también a los hombres, ¿no es verdad? ¿Y ocurre que se despiertan cuando se dan cuenta de que sueñan? Por esto he venido a verle, y por esto le he dicho todo esto, y desearía que el que me ha creado se diera cuenta en este momento de que yo no existo como hombre real, y que en el instante mismo dejaré de existir, incluso como imagen irreal. ¿Cree que lo conseguiré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y de gritarlo despertaré sobresaltado a mi invisible propietario? Y al pronunciar esta palabra el Caballero Enfermo se agitaba en el sillón, se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda, y me miraba con ojos cada vez más extrañados. Parecía esperar de un momento a otro algo maravilloso y espantoso. Su rostro adquiría expresiones de agonizante. Se contemplaba de cuando en cuando su propio cuerpo, como si esperase ver cómo se disolvía, y se acariciaba nerviosamente la húmeda frente. —¿No cree usted que todo esto es verdad? —dijo—. ¿Cree que miento? ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad para acabar? ¿Soy, tal vez, parte de un sueño que no acabará nunca? ¿El sueño de un eterno durmiente, de un eterno soñador? ¡Quíteme esta idea espantosa! Consuéleme un poco; sugiérame alguna estratagema, alguna intriga, algún fraude que me suprima. Se lo pido con toda el alma. ¿No tiene, pues, piedad de este aburrido espectro? Y como yo continuaba callado, él me miró y se puso en pie. Me pareció entonces mucho más alto que antes, y observé que su piel era un poco diáfana. Se comprendía que sufría enormemente. Su cuerpo se agitaba; parecía un animal que intentaba escurrirse de alguna red. La dulce mano enguantada estrechó la mía y fue la última vez. Murmurando algo en voz baja, salió de mi cuarto, y sólo «uno» le ha podido ver desde aquel momento. 80

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E L ESPEJO QUE HUYE En una apacible mañana de invierno, en una estación muy conocida, un hombre que no conozco —con gabán, dos violetas en el ojal— quería demostrarme que los hombres son felices, que la vida es grande, que el mundo es bello. Yo le escuchaba con interés, haciendo caer a cada momento la ceniza de mi cigarrillo, que se consumía al viento sin que me lo llevase una sola vez a los labios. Le escuchaba y sonreía, y el Hombre que no conozco se acaloraba cada vez más; del humour pasaba al sentimentalismo, del entusiasmo al delirio. Un momento su voz dijo: —Piense, señor, piense en la grandeza del progreso que se ha realizado ante nuestros ojos; el progreso que lleva a los hombres del pasado al futuro, de lo que ya no existe a lo que todavía ha de existir, de lo que se recuerda a lo que se espera. Los salvajes no prevén el futuro, no piensan en el porvenir; no prevén y no se preparan. Pero nosotros los hombres civilizados, nosotros los hombres nuevos, vivimos para el futuro y gracias al futuro. Toda nuestra vida se dirige hacia el porvenir; está construida con miras a lo que ha de ocurrir. Nuestros hombres consagran hoy al mañana; siempre el hoy, el hoy que pasa, al mañana que pasará. »Este enorme progreso del espíritu profético es lo que hace que se desvanezcan los peligros, lo que nos da la fuerza, lo que hace descubrir nuevas posibilidades, lo que nos hace dueños de la tierra, del mar y del cielo, y de una cosa que vale más que todo eso, oh señor: ¡de nosotros mismos! Pero en aquel momento un tren expreso llegó a la estación. Su estrépito solemne en el cruce de las vías, su silbido breve, decidido, irritado, interrumpió el discurso del Hombre que no conozco. Cuando el tren se detuvo y no se oyeron más que los sordos resoplidos de la máquina, y los viajeros huyeron, el Hombre quería continuar hablando, pero yo se lo impedí: —Señor Hombre —le dije—, este tren que acaba de llegar, ¿no le ha dicho nada referente a nuestro asunto? ¿No ha oído su contestación? ¿Quiere que yo se lo repita, yo, humilde traductor, puesto que sé traducir la lengua de los trenes y de muchas otras cosas? Hasta hace pocos minutos este tren corría a una velocidad media de ochenta kilómetros por hora —pequeño mundo apresurado e iluminado, a través de la campiña solitaria y brumosa—. Y he aquí que de pronto se ha parado, y los habitantes de la pequeña ciudad en fuga han desaparecido, y el maquinista se seca la frente con aire poco satisfecho. Las ruedas se han parado tristemente sobre los rieles, y los vagones vacíos y oscuros encuentran a faltar las charlas de los viajeros y las abigarradas maletas. Así termina una fuga cuando se viaja sobre ruedas. Pero dejemos el tren y volvamos a los hombres. En este momento estoy pensando una cosa absurda y voy a decírsela a usted, señor Hombre, y se la digo, ya que aquí no hay una multitud que pueda oírme. Si estuviesen aquí todos los que deseo, diría: »Imaginad, hombres, una cosa imposible, una cosa absurda, loca, increíble y terrible. Imaginad que todo el mundo se parase de golpe, en un determinado instante, y que todas las cosas permaneciesen en aquel punto en que estaban, y que todos los hombres se quedasen inmóviles, como estatuas, en la postura en que se hallaban en aquel momento, en aquel acto que se hallaban realizando. Si esto ocurriese, y a pesar de todo eso continuase en los hombres el pensamiento, y pudieran recordar y juzgar lo que hicieron y lo que estaban haciendo, y pudiesen considerar todo lo que realizaron desde su nacimiento, y volver a pensar sobre lo que querían realizar antes de morir, ¡cuánta desesperación palpitaría bajo el trágico silencio de este mundo detenido repentinamente! »He aquí al hombre sorprendido en el pesado sueño con la boca entreabierta como un cadáver borracho; he aquí el hombre en el acto del amor, tendido como una bestia anhelosa sobre la mujer de los ojos cerrados; he aquí al hombre que robaba en las tinieblas con sus ojos falsos y la lámpara que ya no se apagará; he aquí al juez vestido de negro que distribuye el infierno y la sangre

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GIOVANNI PAPINI desde su alto asiento; he aquí al miserable que se arrastra por el fango de la ciudad buscando un hueso y un céntimo; he aquí a la mujer que sonríe lascivamente con el rostro empolvado, un poco inclinado; he aquí al mercader de las manos huesudas que gesticula para tener diez céntimos más; he aquí al campesino afanado, aguijando los inmóviles bueyes; he aquí al elegante orador que se ha detenido a la mitad de una sonrisa y de un cumplido; y al soldado que estaba con la bayoneta calada delante de una puerta cerrada; y al homicida que estaba preparando sus venenos en una buhardilla; y al obrero soñoliento inclinado sobre las enormes máquinas untuosas, inmóviles y siniestras; y al hombre de ciencia que no puede apartar el ojo cansado del microscopio, en donde han interrumpido su danza los monstruos invisibles. »Imaginaos ahora, si no os falta el valor, los pensamientos de todos estos hombres condenados en un instante mismo a la conciencia de su muerte. ¿Creéis que habrá un solo hombre —uno solo— que esté alegre y satisfecho de aquel momento en el cual el destino le ha dejado inmóvil? ¿Creéis que para uno solo de estos hombres haya sido éste el momento de Fausto, el momento bello que desearíamos detener, fijar, conservar para toda la eternidad? »El señor Hombre —ese que está presente ante mí— ha dicho una grande y tremenda verdad. Los hombres piensan en el futuro, viven para el porvenir, consagran perpetuamente todos sus hoy y sus mañana a los mañana que deben venir. Todo hombre no vive más que por lo que espera. Toda su vida está hecha de manera que, en cada instante, tiene valor en cuanto sabe que este instante prepara un instante sucesivo, cada hora una hora que vendrá, cada día un día que seguirá. Toda su vida está hecha de sueños, de ideales, de proyectos, de esperas; todo su presente está hecho de pensamientos, en torno al futuro. Todo aquello que es, que es en el presente, le parece oscuro, mezquino, insuficiente, inferior, y nos consolamos únicamente pensando que todo este presente no es más que un prefacio, un largo y enojoso prefacio de la bella novela del porvenir. Todos los hombres, lo sepan o no, viven con esta fe. Si en un momento se les dijese que deben morir todos dentro de una hora, todo lo que hacen y han hecho no tendría para ellos ningún gusto, ningún sabor, ningún valor. Sin el espejo del futuro, la realidad actual parecería torpe, vacía, insignificante. Sin el mañana que hace esperar en el desquite, en las victorias, en las ascensiones, en las promociones y en los aumentos, en las conquistas y en los olvidos los hombres ya no desearían vivir. »Pensad, pues, en estos hombres detenidos de repente que ya no pueden actuar pero que todavía piensan. Pensad en estos hombres aprisionados en un eterno hoy, sin la liberación de la conciencia. ¿Qué deben pensar esos hombres? ¿Qué llaga debe roer sus vísceras y crispar sus nervios? Inmóviles en sus posturas vergonzosas o delictivas, tristes e idiotas, sin la posibilidad de esperanza, sin luz de sueños, sin dulzura de proyectos, con las alas cortadas, las piernas atadas, las manos encadenadas, como una multitud de prisioneros estrujados en los lazos de su mezquina vida, melancólica y repugnante; en los vínculos de esa vida que ellos soportaban únicamente con la esperanza y la espera de vidas más bellas y más grandes; ellos, esos perpetuos condenados a la inacción, reconocerán con infinita rabia toda la absurda estupidez de su vida anterior. »Ellos pensarán que "todo el presente era sacrificado por ellos a un futuro, que, a su vez, se habría convertido en presente y sacrificado, a su vez, a otro futuro, y así hasta el último presente, hasta la muerte". Todo el valor de hoy estaba en el mañana, y el mañana valía únicamente por otro mañana, y se llegaba así hasta el último hoy, el hoy definitivo, y de este modo toda la vida habría transcurrido para preparar de día en día, de hora en hora, de momento en momento, lo que no viene nunca. Y ellos descubrirían esta tremenda cosa: que el "futuro no existe como futuro", que el futuro no es más que una creación y una parte del presente, y que el soportar la vida inquieta, la vida triste, la vida doliente, para ese futuro que de día en día huye y se aleja, es la más dolorosa tontería de esta tonta vida.

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GIOVANNI PAPINI »Hombres, nosotros perdemos la vida por la muerte, nosotros consumimos lo real por lo imaginario, nosotros valoramos los días solamente porque nos conducen a días que no tendrán otro valor que el de llevarnos a otros días semejantes a ellos... Otro tren expreso, gritando y tronando, entró en la estación, y una vez más los viajeros huyeron y el maquinista se enjugó la frente con aire poco satisfecho. El Hombre que no conozco continuaba delante de mí —con gabán, dos violetas en el ojal— a pesar de que yo me había olvidado completamente de él. —He aquí —le dije— mis ideas sobre el progreso, sobre el porvenir y sobre la vida. Usted no está seguramente de acuerdo conmigo, pero yo estoy de acuerdo con alguien, por ejemplo, con la niebla que intenta cubrir el mundo y esconder el hombre al hombre, la miseria al desprecio, la violencia a la melancolía. Y yo amo muchísimo, señor Hombre, los trenes que se detienen después de inútiles fugas, y la niebla que vela lo que no se puede destruir. El Hombre que no conozco se había puesto nervioso y todo su entusiasmo había desaparecido como un jirón de humo. En vez de contestarme, se quitó del ojal una de sus violetas y me la ofreció. Yo la tomé con una inclinación, la acerqué a mi nariz y su leve olor me gustó.

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