Pannenberg, Wolfhart - La Fe de Los Apostoles

April 24, 2017 | Author: sestao12 | Category: N/A
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ESTUDIOS SIGÚEME 13

WOLFHART PANNENBERG

LA FE DE LOS APOSTÓLES

EDICIONES

SIGÚEME - SALAMANCA

1975

Tradujo Antonio Morey sobre el original alemán Das Glaubensbekenntnis

CONTENIDO

Cubierta: Luis de liorna

Prólogo

9

Yo creo

13

En Dios

28

El Padre, el todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

41

Y en Jesucristo

59

Hijo unigénito de Dios, nuestro Señor

77

Concebido por el Espíritu santo, nacido de la virgen María

88

Que padeció bajo Pondo Pilato, crucificado, muerto y sepultado

96

Descendido a los infiernos

110

Resucitado al tercer día de entre los muertos, ascendido a los cielos

117

Está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso y vendrá de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos © Wolfhart Vannenberg, 1972 © Ediciones Sigúeme, 1974 Apartado 332 - Salamanca (España) ISBN 84-301-0628-6

Printed in Spain - Depósito legal: S. 118-1975 Gráficas EUROPA. Sánchez Llevot, 1 - Salamanca, 1975

Yo creo en el Espíritu santo

138 150

Una, santa, católica (cristiana) iglesia. La comunión de los santos

166

El perdón de los pecados

182

La resurrección de la carne y la vida perdurable

193

Prólogo

La explicación del credo apostólico, ofrecida aquí a una mayor publicidad, fue expuesta varias veces desde 1965 como curso monográfico para alumnos procedentes de todas las facultades. Su finalidad es la meditación de algunos puntos de vista que faciliten la formación de un juicio responsable sobre el contenido de las formulaciones confesionales que muchos cristianos pronuncian también hoy domingo tras domingo. Para ello fue necesario, en primer lugar, dar las informaciones objetivas indispensables sobre el sentido original de las formulaciones. El segundo paso consistió en presentar puntos de apoyo para comprender el modo como se presentan los mencionados contenidos del credo en una perspectiva que tenga en cuenta los resultados de la crítica bíblica. Finalmente, se añadieron algunas reflexiones sobre lo que pueden significar para el cristiano actual estos contenidos en el contexto de los problemas y de las convicciones de la actual comprensión de la realidad. El texto del credo, cuyos miembros figuran como temas de cada uno de los capítulos o apartados, corresponde a la versión alemana tomada de los escritos confesionales luteranos, tal como rige actualmente en muchas iglesias luteranas. No obstante, dado que responde mejor al sentido del texto original latino, en el artículo tercero se habla de comunidad (Gemeinschaft y no Gemeinde) 9

de los santos y de «una iglesia santa, católica», mientras que la sustitución de «católica» por «cristiana», llevada a cabo por la versión reformada, se indica en paréntesis. La catolicidad de la iglesia no debe considerarse ya, en una época de movimiento ecuménico, como un mero distintivo confesional, sino que debe ser considerada de nuevo como algo fundamental en la iglesia, sobre todo dado que en ella se fundamenta también la apertura de las comunidades cristianas a toda la humanidad por encima de sus propios limites y fronteras. Vara la versión unitaria ecuménica del texto alemán del credo apostólico hubiera tenido que llevar a cabo algunos otros cambios, al menos uno, por razones objetivas: la fórmula antigua «descendido al infierno» dice más y más profundamente que «bajado al remo de la muerte». El lector informado constatará que he modificado mis posiciones anteriores en algunos puntos. Quiero mencionar expresamente una modificación de más profundas consecuencias: en mi libro Fundamentos de cristología 1 presenté el rechazo de Jesús por los dirigentes judíos de entonces como consecuencia de la crítica de la ley por parte de Jesús y apoyándome en esto constataba que, consecuentemente, la resurrección de Jesús invalidaba a su vez la ley, lo cual significaba {en principio) el fin de la religión judía. Hoy siento lo que entonces se me imponía como conclusión inevitable. Presuponía de acuerdo con una concepción muy extendida en el protestantismo alemán que religión de la ley y religión judía son idénticas. Entretanto he aprendido a distinguir entre ambas. Creo ver que también para la fe judía el Dios de la historia judía puede estar sobre la ley. Y es que sólo así puede comprenderse la existencia de Jesús como un fenómeno judío. Es claro que este conocimiento posibilita una mayor apertura para el diálogo entre cristianos y judíos, al captar la amplia base común que abarca los opuestos cristiano-judíos 1

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Agradezco a todos que me han animado a elaborar estas clases para hacerlas asequibles a un círculo mayor de lectores y posibilitar su impresión. Antes que a nadie este agradecimiento se lo debo a mi esposa. WOLFHART PANNENBERG

Munich, enero de 1972.

Ediciones Sigúeme, Salamanca 1974.

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Yo creo

Quien en la primitiva iglesia con las palabras de la hoy llamada profesión apostólica de fe o de sus formas previas datadas desde el siglo segundo decía «yo creo», tenía ya hecha, normalmente, la instrucción preparatoria del bautismo. Cuando el bautizando del siglo segundo a las preguntas, ¿crees en Dios Padre todopoderoso? ¿crees en Cristo Jesús, nuestros salvador? ¿crees en el Espíritu santo, la iglesia santa y el perdón de los pecados? respondía por tres veces «yo creo», recibía, en orden a esta triple confesión, el bautismo en el nombre del Dios trinitario, al cual hacen referencia las tres partes de la profesión de fe. La forma originaria de nuestra profesión de fe fue la profesión bautismal de la comunidad romana. Al principio tuvo la forma de preguntarespuesta. A partir del siglo tercero era pronunciado por el neófito de forma seguida. No debemos pensar que era la única profesión de fe que existía en la primitiva iglesia. Hoy día se conocen diversas fórmulas confesionales parecidas entre sí, que se han de considerar como confesiones bautismales de distintas comunidades locales. Tales fórmulas nos han sido transmitidas a partir del siglo tercero. Incluso se han conservado algunos trozos pertenecientes a ciertas fórmulas, los cuales son citados por el nuevo testamento y que por tanto podemos pensar que datan del siglo primero. La profesión romana de fe, 13

y en concreto su forma final en la actual profesión apostólica de fe, no constituye, pues, ni mucho menos, la fórmula confesional cristiana más antigua de todas; no es apostólica en el sentido de que fuera formulada textualmente por los mismos discípulos de Jesús. Pero sí que pretende ser apostólica en otro sentido igualmente válido, en el sentido de que constituye un resumen objetivo del mensaje transmitido por los apóstoles. Con esta pretensión, la profesión bautismal de la comunidad romana ha sido reconocida y aceptada ulteriormente, al menos en el ámbito de la cristiandad occidental. Carlomagno prescribió una versión ampliada del texto para los servicios litúrgicos dentro de todo el imperio carolingio, y posteriormente, en el siglo noveno, esta forma del texto fue asumida también por Roma. Los reformadores reconocieron también la profesión apostólica como fundamento de su fe y de este modo vino a parar, junto con las confesiones de Nicea y de Atanasio, a los escritos confesionales de las iglesias reformadas. En las iglesias ortodoxas del oriente la profesión apostólica no gozó del mismo prestigio. La confesión cristiana que goza allí de más consideración es la del primer concilio ecuménico de Nicea (325), tal como fue repetida y completada por el concilio de Constantinopla del año 381. Las confesiones apostólicas y de Nicea son las formulaciones de la fe cristiana más ampliamente extendidas y reconocidas en la cristiandad. Bautismo, fe y profesión de fe constituyen una unidad en el origen del apostolicum. El «yo creo» que se repite en cada uno de los tres artículos significa que el que hace la profesión se confía a este Dios: al Padre, al Hijo y al Espíritu. De este modo se vincula a él de forma solemne. Esto se ponía especialmente de relieve en la antigua iglesia por la triple abjuración al diablo, unida a la profesión. En orden a su profesión, el neófito pasaba a manos del Dios trinitario por el bautismo apelando al encargo del Jesús resucitado, que por su parte es uno con el Padre.

Aunque hoy día no seamos plenamente conscientes de la estrecha conexión entre bautismo y profesión de fe debemos recordar esta relación, pues sólo entonces podremos caer er la cuenta del sentido y de la importancia de las dos palabras «yo creo». En este triple «yo creo» se trata, también para el cristiano de hoy, de confiarse, de ponerse en manos de Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu santo. Pero surge la cuestión: ¿puede el hombre de hoy honesta y sinceramente creer con esta fe? ¿no se ha convertido el Dios trinitario en una simple doctrina de la antigüedad cristiana? ¿no nos resultará demasiado difícil encontrar aquí la expresión de una realidad fiel y segura, a la que nos podamos entregar con plena confianza? Bastante cuestionable se nos ha hecho ya el simple hablar de Dios en el presente. ¿Para qué entonces añadir además una tal expresión de fe con unos contenidos tan concretos y objetivos? ¿no podría ser la fe un confiar en el futuro a pesar de todas las desilusiones, a pesar de todo lo deprimente de la vida presente, una confianza que ¿e dirige a lo abierto y no a un enfrente fijamente determinado? Pero ¿cómo podría una tal fe reencontrarse en las formulaciones de la profesión apostólica de fe? De hecho, la fe como acto vital es sinónimo de confianza. Y la confianza pertenece a los momentos vitales fundamentales y básicos de toda vida humana. Como tal momento vital se extiende más allá del ámbito de las profesiones cristianas. Sólo la confianza le da espacio suficiente al alma para que pueda respirar. Los hombres viven cotidianamente a partir de una confianza totalizante que puede concretizarse como confianza en determinadas circunstancias, en las cuales uno se mueve, en la fidelidad de las cosas con las que uno trata y, por supuesto, en las personas con las que uno se relaciona. Incluso la persona más desconfiada no puede menos de confiar. Ciertamente no siempre y en todas partes. Podrá aquí y ahora 15

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negarse a confiar, pero no por mucho tiempo y en todas circunstancias. La confianza que necesitamos para vivir no se extiende únicamente a determinadas circunstancias, cosas, personas, nos lleva a confiar, más allá de éstas, en lo indeterminado. La necesidad que tenemos de esta confianza indeterminada como elemento vital se manifiesta especialmente en las horas de abatimiento, cuando carecemos del ambiente vivificante de dicha confianza. Y, sin embargo, por encima de toda duda y fracaso se eleva siempre y renovadamente aquella confianza que es el soporte y el sostén de todo hombre mientras vive. De este modo, podemos decir que por encima de toda confianza condicionada que depositamos en las circunstancias, cosas y personas entre las que se mueve nuestra vida, se da una confianza incondicionada y más profunda de la que vivimos. Ahora bien, también esta confianza incondicionada, a pesar de toda su apertura e incondicionalidad, es en todo hombre una confianza en algo. Se concentra siempre en una persona o en una cosa. En los primeros tiempos de la infancia esta confianza originaria y primigenia del hombre se vincula al padre y a la madre. Más tarde tiene que librarse de ellos, pero siendo, no obstante, la condición fundamental de la formación de una personalidad sana. En las circunstancias normales de la vida la mayoría de los hombres reflexiona poco sobre el fundamento de esta confianza fundamental que constituye el soporte de sus vidas. Normalmente no caemos en la cuenta del objeto de nuestra confianza fundamental hasta que éste no se tambalea o pone en cuestión. Es entonces, cuando nuestra misma vida se pone en peligro, cuando caemos en la cuenta de lo que es el fundamento de nuestra vida. ¿En dónde ponemos en última instancia nuestro corazón? ¿En qué confiamos en último término? Esta es la cuestión más grave que pueda formularse un hombre. «La fe y la confianza del corazón hace ambas cosas, a Dios y a los ídolos». Esta es una de esas frases de Lutero, pertenecientes a su explicación del primer mandamiento, 16

que nunca se marchitan. Hay que tener presente que nuestro corazón podemos tenerlo en un lugar muy distinto del que afirmamos u opinamos que es el más alto para nosotros. No sólo depende de nuestras opciones conscientes dónde confiemos y dónde no. De ahí, que la respuesta a la pregunta, dónde depositamos en último término nuestra confianza incondicionada, nos sea velada para nosotros y también para los demás. Y, sin embargo, sabemos de nosotros mismos sólo en la medida que permanecemos conscientemente en la resolución de la confianza que es portadora de nuestra vida en su totalidad. La apertur? e indeterminación de esta confianza fundamental tenemos que apropiárnosla conscientemente y asumirla con decisión. Esta es la condición para que podamos ser nosotros mismos, para que alcancemos una identidad en la diversidad de las situaciones en las que se despliega nuestra vida. Con la ampliación y aclaración del horizonte de su experiencia, el hombre a medida que va creciendo y madurando ha de adquirir una conciencia clara de dónde quiere confiar y dónde no. Tales decisiones permanecen revisables, pero en ellas cristaliza una nueva determinación del contenido de esta confianza fundamental, que es soporte de la vida. Esto está en conexión con el hecho de que la confianza originaria e indeterminada del hombre necesita de un «enfrente» en quien confiar. Aquí todo depende de la fidelidad de aquél o aquello en que se confía. Confiar significa abandonarse, y abandonarse en un engaño atractivo o en una apariencia seductora es lo mismo que perderse: el futuro lo pondrá de manifiesto. Por esto precisamente el profeta Isaías le dijo al rey Ajaz de Judá: si no creéis no seréis firmes (Is 7, 9). Es decir: quien no se haga firme en el imperturbablemente firme, carecerá de toda firmeza y consistencia. Pues todo, fuera del Dios eterno, del Dios de Israel, pasa y lo que pasa no justifica una confianza última e incondicionada. La fe, pues, no puede darse sin objeto. En el acto de confianza el hombre se abandona literalmente y se 17

hace firme en la cosa o persona, sobre la que construye. De este modo se hace dependiente de la fidelidad de aquello en que confía. De ahí que el hombre, puesto que no puede vivir sin confianza, esté necesitado de que se le muestre el verdaderamente fiel. Para Isaías era el Dios de Israel, y para los primeros cristianos, que pronunciaban su triple «yo creo» a las palabras de la profesión romana de fe, el Dios cuyo Hijo había aparecido en la tierra en Jesucristo y está presente por su Espíritu en los que creen en él. El Dios eterno, que ha revelado su amor a los hombres por medio de Jesucristo, les ha ofrecido el fundamento imperturbable sobre el que el hombre puede construir incondicionalmente. Por lo demás, hay que decir que este Dios no se nos ha dado tan inequívocamente como las cosas y personas con las que tratamos. Lo cual no es, ciertamente, un descubrimiento moderno. Ya en el evangelio de Juan encontramos: «A Dios nadie lo ha visto jamás» (1, 18), y el evangelista al afirmar esto se mueve en un terreno completamente velero testamentario. Para el antiguo testamento, el hombre mortal perecería irremediablemente ante la majestad de Dios, si se encontrase con éste cara a cara. Pero también en el ámbito de las cosas que se pueden ver, lo visible y palpable no es más que el punto de apoyo y la base de la confianza. Cuando nos abandonamos confiadamente a cosas o personas, bien podemos decir que la confianza se dirige, precisamente, a algo que hay en ellas, pero que aún no es visible y palpable. De ahí, que en toda confianza se halle ya implicada la convicción tle que la realidad no consiste únicamente en lo que est¡í presente o es producible visible y palpablemente. En su apertura, que supera todo lo visible, la confianza cuenta siempre con una realidad aún invisible e indisponible. Precisamente por esto, la confianza puede también ser defniudada, y también por esto, la confianza y la fe van siempre acompañadas de la duda y su amenaza. Fe 18

y duda no se excluyen, sino que la duda es la sombra que sigue por todas partes a la fe y a la confianza. Aquí se pone de manifiesto que la confianza creyente no se puede separar de que el creyente tenga por verdadero el fundamento de su confianza, su punto de referencia. En la teología moderna se han contrapuesto con frecuencia el acto personal de confianza y la fe como un simple tener por verdad. Esta contraposición contiene un núcleo de verdad, que la fe tiene su núcleo en la confianza y que no consiste en tener por verdadero esto o aquello. Una toma de conciencia meramente teórica no e» aún fe, ni tampoco la aceptación de una serie de noticias discutidas, increíbles para otros como pueden serlo el nacimiento virginal o la ascensión de Jesús o su resurrección misma. Sólo la confianza incondicional en Jesús y en el Dios revelado por él puede llamarse con pleno derecho fe. Pero tal confianza encierra en sí misma un tener por verdad, del cual no puede separarse y sin el cual no puede existir. Un análisis más detallado nos pone de manifiesto en seguida que la fe implica un triple tener por verdad. En primer lugar se trata de los puntos de apoyo visibles en el mundo asequible a los sentidos, puntos en los que se apoya la confianza. En la confesión apostólica son, ante todo, los acontecimientos de la historia de Jesús enumerados por el segundo artículo, pero sin olvidar también el mundo de la creación, al que hace referencia el primer artículo. En segundo lugar, basándose en tales puntos de apoyo, la confianza se abandona en la realidad invisible, verdadero objeto de la confianza y que se manifiesta o da a conocer en aquellos puntos de apoyo. En la confesión apostólica es la realidad de Dios, de su Hijo elevado ahora a la derecha de la majestad divina y del Espíritu santo, que actúa como dimensión profunda y misteriosa en la vida de la iglesia. En tercer lugar, la confianza hace referencia a aquello que es esperado de la fidelidad de aquel en quien se confía. En la confesión apostólica es 15»

el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna. La confianza no puede darse en ninguna de estas fes relaciones sin presuponer la verdad, es decir, la fidelidad de aquello en que se confía. No puede darse confianza sin la verdad de los puntos de apoyo sobre los cuales se fundamenta. No puede darse sin la fidelidad de la realidad invisible que se da a conocer en ellos y sobre la que construye. No puede tampoco darse sin esperar la llegada de aquello que se espera de la inamovilidad del fundamento en el que se basa el que confía. La vinculación de la confianza a tales condiciones de verdad aparece en el credo apostólico en que la persona de Dios y la persona de Jesús, confesadas por el creyente, son descritas más detalladamente por una serie de indicaciones aclaratorias. Así, el Dios al que se dirige la fe es descrito e identificado como el Padre, como todopoderoso y como creador del mundo. El Espíritu santo no es caracterizado más detalladamente en la confesión apostólica, pero sí en el concilio Niceno. Allí se dice de él que es el vivificador, que ha hablado por los profetas y qu.e está unido estrechamente con el Padre y el Hijo. Jesucristo es designado en la confesión apostólica Hijo unigénito de Dios y caracterizado por toda la serie de afirmaciones sobre su camino terrenal hasta la resurrección, ascensión, entronización a la derecha de Dios y vuelta para el juicio final. Estas determinaciones más detalladas no son sólo indicaciones destinadas a recordarnos, más o menos provisionalmente, la persona de Jesús, sin ningún peso o importancia por sí mismas. Todo lo contrario, Jesús para la confesión apostólica es la persona a la que se dirige la fe y esto sólo por el hecho de haber sido crucificado y resucitado y porque ha de venir de nuevo a juzgar a vivos y muertos. Estas explicitaciones contienen al mismo tiempo, al caracterizar el objeto de la fe, la razón por la cual el creyente pone su confianza en la persona de este Dios, de este Jesús y de este Espíritu. La seguridad con que el 20

creyente confía, precisamente aquí y no en ningún otro sitio, tiene sus motivos en el conocimiento de aquello en que se confía. Tal conocimiento es evidente que permanecerá incompleto y provisional y por tanto expuesto a la duda, puesto que se refiere en última instancia a una realidad aún invisible, por muy visibles que sean los indicios en los que se apoya. Sin embargo, no es posible ninguna confianza sin un juicio provisional, fundado en tales indicios, sobre la credibilidad y fiabilidad de aquello sobre lo que se construye. Cuando uno se decide a confiar sin reservas ni condiciones, ya presupone que aquél {o aquello) en quien se abandona es capaz y está dispuesto a proteger toda su existencia como totalidad. Ante la inseguridad de la vida humana y la incertidumbre sobre la eventual existencia de un sentido de la vida, y ante la necesidad de una confianza en algo, la mayor parte de los hombres, a no ser que prefieran dejarse llevar por la desesperación en cualquiera de sus formas, están dispuestos a decidirse en alguna parte por una tal confianza a pesar de todas las inseguridades y dudas. Pero, no obstante, son indispensables algunos puntos donde se apoye la confiabilidad de aquél sobre el que construye el que confía. Así, el creyente cristiano confía en el Padre de Jesucristo porque es el creador de todas las cosas, en Jesucristo porque ha superado la muerte y otorga una comunidad con él, que transciende la misma muerte. Aquí topamos con las verdaderas dificultades con las que tenemos que habérnoslas hoy día al tratar de justificar nuestra fe según la profesión apostólica de fe y, en general, según la tradición cristiana. Pues los presuntos «hechos» de los cuales se habla allí —especialmente en el segundo articulo, pero también respecto a la realidad de Dios y de la creación del mundo, y en el Niceno respecto al Espíritu como origen de toda vida— han dejado de ser hoy algo firme y seguro. En lugar de creer en el Dios trinitario sobre la base de la creación, de la resurrección de Jesús y de la acción del Espíritu en la crea21

ción y en los profetas, parece que tendríamos que poder creer en primer lugar la realidad positiva de estos supuestos hechos. Sólo entonces podrían constituir puntos de apoyo para una confianza en este Dios fundada en ellos. El que el credo apostólico resulte para muchos cristianos de hoy incomprensible y, en alguna de sus formulaciones, incluso enojoso podría muy bien radicar en el hecho de que los hechos salvíficos enumerados en sus artículos parecen estar en contradicción con la realidad actual de la experiencia humana, por lo cual más que como expresión o fundamento de la propia fe son experimentados como un impedimento para creer. Uno se encuentra tentado a dejar en paz los enunciados de la profesión de fe y retirarse al acto personal de fe, a la confianza en Jesús y su mensaje de amor, y al Dios anunciado por él, que es el amor. Pero para la antigua cristiandad el amor de Dios sin la resurrección de los muertos hubiera sido una palabra vacía, y la confianza en Jesús hubiera parecido un salto en el vacío, carente de fundamento, si no se hubiera atenido al poder de Dios presente en él y revelado en su resurrección, poder que es el mismo con el que creó cielos y tierra, y con el que habrá de juzgar al universo entero. Si hoy se hacen valer locuciones tan pálidas sobre el amor de Jesús como expresión de la fe actual, esto sólo es comprensible porque en ello va siempre implícito lo que las brillantes expresiones de la ?ntigua cristiandad proclamaron sobre la majestad divina manifestada en Jesús. Es indiscutible que los enunciados del credo apostólico se han hecho, en parte, muy incómodos para la conciencia moderna de los cristianos de hoy. Es igualmente indiscutible que algunos de estos enunciados se han hecho hoy, de una forma u otra, terriblemente cuestionables. Pero carece de sentido abstraer del contenido de estos enunciados y retirarse a un acto de fe, con un contenido difuso e indeterminado, dejando en suspenso, por tanto, la verdad de tales enunciados. Y esto carece de sentido precisamente porque en estos enunciados se trata 22

del fundamento, en el que se apoya esta fe, y de su contenido. Tampoco es salida asegurar la dudosa verdad de aquellos enunciados por la ciega decisión de creerlos. Tanto si la resolución de creer se torna en garantía de la verdad de aquellos contenidos, sobre los que se apoya la confianza en Jesucristo y en el Dios revelado en él, como si la fe se hace autónoma e independiente frente a ellos, se viene a parar a lo mismo: la fe se fundamenta en ambos casos en el creyente y su decisión de creer, en lugar de hacerlo en el contenido, sobre cuya fiabilidad podría confiar. La fe es rebajada a una obra de autorredención cuando es comprendida y exigida en este sentido, es decir, como el salto de una «opción» ciega, que no se ha de fundamentar más. Una fe que no está fundada más allá de sí misma, a partir de aquello en lo que se abandona, queda cogida y aprisionada dentro del propio yo, incapaz de dar frutos. La realidad del Dios, en quien confía la fe cristiana, no se puede tener sin los llamados «hechos», a lot que hace referencia la confesión apostólica y por los cuales él se ha identificado como este Dios. Otra cuestión es, si el credo al designar tales hechos ha elegido convenientemente las características distintivas de la divinidad de Dios y los aspectos de la historia de Jesús, en los cuales se ha revelado este Dios. La respuesta a esta cuestión es cosa de una profundización comprensiva y crítica, al mismo tiempo, de cada uno de los enunciados del credo. El esfuerzo por comprender y analizar críticamente los enunciados del credo es el único camino de hacer justicia a su importancia para la fe cristiana y a su problemática, así como de afrontar debidamente las di'das e incertidumbres. El camino no será nunca retirarse a una decisión de fe sólo aparentemente libre de tales dudas y siempre más o menos inmadura o infantil. Lo que, ciertamente, es cuestionable en principio es si el análisis de los enunciados del credo de cara a encontrar su verdad, puede llegar a una respuesta definitiva. ¿Quién podrá dar una respuesta definitiva a cues23

tiones tales como si el Dios anunciado por Jesús ha creado el universo, si Jesús ha resucitado de entre los muertos y resucitará a los creyentes a una vida imperecedera y si todo esto tiene algo que ver con el Espíritu santo? ¿Quién podrá acabar, verdaderamente, con todas estas cuestiones? Nadie, con tal que, aunque lejanamente, captase la magnitud del asunto en cuestión. Pero para quien trate de cerciorarse del fundamento de su fe cristiana, lo que realmente importa es tanto profundizar en las viejas fórmulas del credo, como el que su fondo objetivo se haga accesible, a fin de que pueda surgir la confiada seguridad de que estas fórmulas no son simplemente vacías, sino que hacen referencia a un contenido objetivo también accesible a nosotros, y esto aun en el caso de que nosotros mismos lo formularíamos de una forma distinta. Si surge esta confiada seguridad en la objetividad de las fórmulas transmitidas en la profesión apostólica de fe, entonces la fe ya puede fiarse de la certeza de su fundamento, sin que esto suponga que tal certeza pueda darse alguna vez completamente libre de dudas. Entonces puede presuponer la verdad de su fundamento, aunque no la comprenda por completo y aunque pueda obscurecérsele de nuevo por las dudas. Lo que tiene una importancia decisiva es que el creyente nunca pierda de vista que esta verdad presupuesta es dada previamente a su fe; que nunca pretenda garantizarla por una opción de fe. Y se b= de cerciorar continua y renovadamente de esta verdad presupuesta por él. Al menos, ha de poder tener la confianza en que tal cercioramiento es posible y en que en alguna parte se ha llevado a cabo en la iglesia cristiana de un modo imparcial y sincero. Con rigor metodológico esto acontece en la teología. Sólo donde la teología responde rectamente a este imperativo, que es su misión, puede constituirse, a pesar de todas las interpretaciones opuestas, una atmósfera de confianza en el mensaje cristiano. Tal atmósfera no se da hoy. Y su ausencia se siente dolorosamente, pues sólo en una atmósfera dominada por la confianza en su fundamento 24

puede la fe respirar libremente. Por esto, es hoy más necesario que nunca que también el no teólogo se forme, en la medida de lo posible, un juicio propio en las cuestiones de la fe El que la fe viva de la verdad de su fundamento no significa que esté ligada a un determinado estadio del saber. Los resultados a que conduce la investigación de la historia, en la que la fe tiene su fundamento, se renuevan continuamente, igual que el conocimiento del significado de esta historia. Esto radica en la provisionalidad de todo conocimiento humano. Sin embargo, a pesar de la mutabilidad de sus resultados, la fe no puede prescindir del cercioramiento teológico y de la investigación de la historia, de la cual ha tomado su punto de partida y en la que está contenido su fundamento. La investigación de aquella historia y de la peculiaridad y alcance de su significado permiten conocer, a pesar de la condicionabilidad temporal de su forma respectiva correspondiente a su situación espiritual, si las fórmulas transmitidas de la fe están vacías o, bien, fundadas objetivamente, a pesar de su condicionabilidad temporal, ofreciendo así acceso al punto de apoyo de aquella confianza incondicional en la que se abandona la fe, a fin de participar en aquel sobre el que construye. La participación en el acontecimiento salvífico no se alcanza por el conocimiento del objeto de la fe, sino sólo por la fe. Pues sólo en el acto de fe me abandono a mí mismo para hacerme firme en la realidad, en la que confío. En este acto de confianza la fe transciende también su propio punto de partida, abandona igualmente la forma especial de saber sobre su objeto, de la cual partió, y se abre a un conocimiento nuevo y mejor de la verdad, sobre la que construye. Las fórmulas de la profesión apostólica de fe expresan, resumidamente, el fundamento de la fe, el cual constituye también su contenido central. Y hacen esto con el lenguaje de su tiempo, lenguaje que ya no puede ser, en todos aspectos, el nuestro. Por esto, no es su25

ficiente recitar el credo apostólico, sino que se ha de profundizar en sus enunciados, cuestionándolos, reflexionando sobre ellos, analizándolos. Y esto se ha de hacer hoy de un modo distinto al de la antigua iglesia. Además, el cristiano actual no llegará siempre al mismo resultado. A pesar de todo, ¿puede seguir pronunciando la confesión de la antigua iglesia como la suya propia? Responsablemente esto sólo es posible si se puede estar de acuerdo con las intenciones decisivas, que han encontrado su formulación, temporalmente condicionada, en los enunciados del credo. La expresión lingüística y también conceptual de estas intenciones no puede ser siempre y en todas partes expresión de nuestro propio conocimiento actual de la misma cosa. No pocas de las palabras de la profesión apostólica de fe no serían formuladas así por la mayor parte de los cristianos actuales. A pesar de todo, podemos recitar el credo en el servicio litúrgico sin deterioro de la sinceridad y honestidad personales, mientras podamos mantener las intenciones de estos enunciados, independientemente de la crítica que podamos hacer de su forma. La profesión apostólica de fe, igual que la de Nicea, es hoy una expresión de la identidad de la cristiandad a través de los cambios de los tiempos y por encima de multitud de diferencias en la compresión de la fe. Al pronunciar la profesión de fe, nos sentimos uno con todos los cristianos, no expresamos sólo nuestra convicción personal. Por esto es suficiente con que compartamos las intenciones de sus enunciados. Si esto es posible, es otra cuestión; cuestión que, ciertamente, requiere un concienzudo examen. Por esto la interpretación, investigación y examen de las confesiones apostólica y de Nicea concierne a cada cristiano, y esto tanto más cuanto más se hayan apoderado de él las dudas sobre los enunciados de la tradición cristiana. El más o menos oscuro malestar o desasosiego que puedan provocar los enunciados de la profesión apostólica de fe no deberían conducir al fácil escapismo de suprimir su uso litúrgico v sustituirlas por otras fórmulas presunta26

mente más actuales, pero que ni aun en el mejor de los casos podrían cumplir la función que verdaderamente cumplen las viejas formulaciones del credo, que el cristiano particular pueda integrarse por medio de ellas en la comunidad de toda la cristiandad. Pero incluso en lo que concierne al contenido de la fe, no se consigue nada con un cambio de palabras. Más bien, lo que se requiere es una aclaración y una comprensión del contenido de la fe cristiana, que ha encontrado su expresión en las viejas formulaciones del credo. Rechazar estas formulaciones únicamente por su incomprensibilidad es un síntoma de falta de formación. Especialmente los sacerdotes, que están formados y llamados para explicar la tradición de la fe. no deberían aceptar nunca una argumentación de este tipo. Su obligación es explicar las formulaciones transmitidas. Su rechazo sólo sería justificado y responsable, si realmente se mostrara que son simplemente falsas. Pero la hoy tan extendida incomprensión de las formulaciones del credo no piden su supresión, sino su explicación. Por esto, hoy se debería conceder una especial atención en las iglesias a la interpretación y explicación de los enunciados de la profesión de fe. Entonces, las comunidades cristianas volverán también a comprender que ¡a profesión apostólica de fe es pronunciada en los servicios litúrgicos del domingo como expresión de que la comunidad allí reunida se sabe unida, transcendiendo el tiempo, con toda la cristiandad en el contenido esencial de su fe.

27

En Dios

No hace aún mucho tiempo la existencia de un Dios, el Padre en e1 cielo, era algo completamente evidente para la mayoría de los cristianos. Más aún, no se experimentaba este primer artículo como algo exclusivamente cristiano, sino que en esto uno se sabía solidario con la mayor parte de las personas civilizadas. Las dificultades con la confesión de fe transmitida no comenzaban hasta los enunciados sobre Jesucristo como hijo de Dios y sobre los milagros de su nacimiento y su resurrección de entre los muertos. La fe en Cristo les parecía a muchos un añadido que más bien perturbaba la simple fe en Dios, que el mismo Jesús había enseñado. Hoy la situación ha girado ciento ochenta grados. Parece que en el mundo ya no queda sitio para Dios. Incluso teólogos hablan de la muerte de Dios. El único punto firme de la tradición cristiana parece ser el hombre Jesús con su mensaje de amor. Hay también teólogos que quieren sustituir la fe en Dios por la fe en Jesús. Esto puede aparecer como una consecuencia valiente de la aparente falta de perspectivas favorables en la lucha por la idea de Dios. La defensa de la idea de Dios puede dar la impresión de una acción de retirada y los teólogos que renuncian a ella parecen arrojar sólo un lastre sobre la comprensión del mundo. ¿No se aliviaría la situación del cristianismo en el mun28

do moderno, si se intentara pasar, también en la teología, sin el «vocablo Dios», de tal modo que la teología cristiana tuviera que ver únicamente con la existencia del hombre? ¿No es el mensaje de Jesús sobre el amor independiente de la representación de un Dios? ¿Y no es el amor incondicional, que parte de Jesús, el verdadero corazón del mensaje cristiano? Así suenan las cuestiones que se plantean hoy dentro del cristianismo. La idea de Dios aparece como una costra, más filosófica que otra cosa, que se ha convertido en un impedimento para la fe en la situación actual y que encubre la idea cristiana del amor. La consecuencia es clara, la fe se ha de liberar hoy de esta costra. Pero las cosas no son tan simples. Sólo quien esté demasiado acostumbrado a mirar a Jesús con ojos cristianos puede tener la idea de sustituir la fe en Dios por la fe en Jesús y en su mensaje de amor. Pero ¿por qué deberíamos seguir creyendo en Jesús, si éste fuera solamente un hombre como los demás? La fe en Jesús depende del convencimiento sobre la presencia de Dios en él. La presencia de Dios en él es lo único que otorga validez universal a la figura de Jesús. Ni siquiera la idea del amor incondicionado puede basarse en sí misma. Sin la idea de Dios de Jesús, el mensaje del amor al prójimo, amigo y enemigo, puede parecer muy fácilmente una exigencia exagerada y desproporcionada. Así, Sigmund Freud condenó la idea del amor como una sobreexigencia del hombre: «Una inflación tan exagerada de amor puede únicamente desacreditar su valor, no eliminar la pena». En efecto, la ética del amor de Jesús tiene que resultar una sobreexigencia para el hombre, si el amor es comprendido, ante todo, no como una realidad divina previa a toda acción humana, sino como exigencia que el hombre ha de llevar a cabo. En ese caso parece mucho más realista que los hombres deban tratarse entre sí con agrado y simpatía, en la medida en que las circunstancias concretas lo hagan posible. Y para esto no habría para qué recurrir a Jesús, al menos no más que a otros mo29

délos y maestros significativos de la humanidad como Sócrates o Confucio. No es, pues, únicamente una curiosidad histórica que en Jesús el amor al prójimo esté estrechamente unido a su comprensión de Dios, que incluso tenga aquí su raíz. Jesús vivió completamente en la espera de la transformación inmediata del mundo presente, por medio de la cual, Dios traería su reinado y su reino. El Dios que había de venir era para él la realidad que determinaba todo. Vio su presente a la luz del futuro de este Dios. Se sabía enviado por él, y en esta misión inmediatamente anterior al juicio amenazador sobre el mundo reconoció Jesús la expresión del amor salvador de aquel Dios sobrepoderoso. Su propia misión de anunciar el reinado futuro de Dios fue para él una prueba de su amor, porque este anuncio podía operar la conversión a tiempo de los pecadores, abriendo en ellos de este modo la esperanza en el reino viniente. Podemos decir, pues, que en el mensaje de amor de Jesús se trata en primer lugar del amor de Dios, del amor de un Dios que viene a juzgar un mundo, que ha abjurado de él. Este amor de Dios se da a conocer en la misión de Jesús. Y no ha sido el evangelio de Juan (3, 16) el primero en encontrar el sentido de la misión de Jesús, sino que fue el mismo Jesús el que comprendió este sentido, tal como quedó expresado en las parábolas del hijo pródigo, de la dracma perdida y de la oveja perdida (Le 15). El amor al prójimo anunciado por Jesús no es otra cosa que participación en la propia acción y actitud de Dios, que está dada previamente a toda acción humana, pero por la cual los hombres se han de dejar captar en su comportamiento. Así, pues, en el anuncio de Jesús el mensaje del amor salvador y perdonador está completamente fundado en la certeza del futuro de Dios. Si quitamos a este Dios del mensaje de Jesús, no hemos hecho más que arrancarle el corazón que le da vida, y lo que queda entonces ni es capaz de explicarlo, ni de dar razón de la forma profética de su aparición, 30

ni de los conflictos que provocó. Sin el Dios de Jesús el mensaje cristiano del amor hubiera perdido el centro, del que viven su fuerza y su credibilidad. No se puede mantener el mensaje de Jesús sin el Dios de Jesús. Pero ¿cómo podrá resistir el mensaje de Jesús sobre Dios el ataque del ateísmo contra toda representación de Dios? La figura clave del ateísmo moderno es Ludwig Feuerbach. Su obra sobre la esencia del cristianismo (1841) fue el momento decisivo de su explicación psicológica de la religión. Sus clases sobre la esencia de la religión no fueron más que una ampliación de su idea fundamental. Todas las corrientes ateístas posteriores de importancia dependen de Feuerbach. Esto vale tanto de Nietzsche como del marxismo y de Freud, así como de Jean Paul Sartre. La explicación de Feuerbach de la religión como ilusión se basa en su distinción entre el género humano y los individuos. Mientras los individuos son limitados y unilaterales y, consecuentemente, finitos, el género es infinito. Todos los límites de la razón, de la fantasía, del amor y de la voluntad de los hombres individuales son suprimidos en el progreso histórico del género humano. Pero los individuos en su limitación y egoísmo se inclinan a no verse más que a sí mismos. De ahí, que no conozcan la infinitud de la humanidad como una infinitud de la misma. Esta infinitud no es, ciertamente, una plenitud esencial de los individuos humanos como tales, pero al no conocerla como propia de la humanidad, los hombres la consideran como un ser completamente distinto del hombre. Así, según Feuerbach, la idea de Dios ha surgido psicológicamente: su ilusión consiste en que los hombres consideran su propia esencia, la plenitud esencial de la humanidad como género, como una esencia extraña a ellos. Inversamente, esta esencia divina y extraña es en realidad sólo una proyección de la propia esencia del hombre en un cielo imaginario. Para Feuerbach la confirmación de esta concepción era el hecho de que Dios es concebido normalmente por analogía con el 31

hombre y como plenitud de todo aquello a lo cual se cree determinado el hombre, pero que sólo puede ser realizado unilateral y limitadamente en la vida del individuo. El hombre, al considerar su propia esencia humana por una esencia extraña, se enajena a sí mismo. Por la fe en Dios niega la grandeza de su propia esencia humana. Para que el hombre venga a sí mismo tiene que volver a conocer como plenitud esencial de la humanidad misma lo que ha atribuido a una esencia divina, extraña a él. En esta misma línea Nietzsche, Nicolai Hartmann y Sartre han planteado la exigencia de abandonar toda idea de Dios, si es que queremos mantener la libertad del hombre; la libertad humana es incompatible con la fe en Dios. Marx y Freud han desarrollado la idea de Feuerbach en otra dirección. Marx profundizó en la explicación de Feuerbach sobre la proyección religiosa a partir del egoísmo de los individuos. Redujo la autoalienación del hombre descrita por Feuerbach en términos religiosos a su autoalienación social y económica y la concibió como su expresión. Freud sustituyó al género humano, que según Feuerbach es considerado por los hombres como un ser extraño a ellos, por la figura del padre primitivo, que tras su liquidación por los hijos se convirtió en el ideal, ya nunca alcanzable por ninguno de ellos, de la plenitud de poder y del dominio sin límites. En este punto Freud, como Feuerbach, presupone una situación originaria del hombre no religioso. En la concepción del origen de la divinidad a partir de los deseos del hombre siguió también a Feuerbach. Sólo en la descripción del origen de estos deseos y en la explicación del surgimiento de la ilusión religiosa emprendió sus propios derroteros. También el hoy tan socorrido tema de la muerte de Dios está relacionado con la crítica de la religión de Feuerbach; al menos fue relacionado con ella por Nietzsche. No olvidemos que la representación de la muerte de Dios es contradictoria: un Dios, que ahora ya no fuera Dios, nunca podría haber sido verdaderamente Dios. 32

La expresión «muerte de Dios» es sólo una imagen mítica del fin de la ilusión religiosa, del descubrimiento de que las ideas de los hombres sobre Dios no eran más que sueños humanos, reflejos de sí mismos y de sus deseos. ¿Cómo reacciona la teología a la provocación del ateísmo? Los teólogos de la escuela de la teología dialéctica, especialmente K. Barth y últimamente también H. Gollwitzer, han intentado servirse del ateísmo para elaborar una teología radical de la revelación: Feuerbach ha desenmascarado con toda razón las religiones y la filosofía teísta como obras humanas. En las religiones y en las concepciones teístas de los filósofos el hombre no se encuentra más que consigo mismo. Pero en el mensaje cristiano las cosas son completamente distintas. Este habla únicamente sobre el verdadero Dios. De ahí que la fe cristiana no sea ninguna «religión» en el sentido de Feuerbach. Sin embargo tal argumentación no puede convencernos. ¿No podría cualquier otra religión reivindicar, con todo derecho, una posición de excepción para su Dios? ¿Y no podría cualquier otra religión acabar con las restantes de este modo tan fácil, simplemente explicándolas a la Feuerbach, como obras humanas? Nada justifica servirse de una doble medida para medir los mismos hechos. ¿Qué justificación podría encontrar la teología cristiana para tratar sobre su concepción de Dios —o la de los escritores bíblicos, o la del mismo Jesús— abstrayéndola del contexto de las representaciones de otras religiones? Esto presupondría pasar por alto algo que es demasiado claro. Nos referimos a las analogías entre las formas veterotestamentarias y primitivo-cristianas de la idea de Dios y las del entorno religioso, a sus relaciones de origen. Los autores del antiguo y del nuevo testamento, así como los teólogos de la primitiva iglesia, comparten con su entorno el convencimiento de que el hombre ha de contar con la intervención de poderes divinos. Se trata de uno de los presupuestos de su discurso sobre el Dios 33

de Israel, el Padre de Jesús de Nazaret. Sólo con la afirmación de que el único Dios verdadero es idéntico con el Dios de Israel llegamos a lo peculiar de la comprensión bíblica de Dios, y el mensaje de Jesús de la paternidad de Dios hace referencia precisamente a este Dios del antiguo testamento. La fe cristiana al creer que el Dios Padre de Jesús de Nazaret es él único Dios verdadero se sitúa fuera de la historia del Dios de Israel, que ha quedado fijada en los escritos del antiguo testamento, pero ya presuponiendo que la cuestión de la realidad divina tiene su sentido. Por esto, cuando el mensaje cristiano se dirigió al mundo helénico superando las fronteras de Israel, pudo empalmar con la pregunta filosófica sobre el Dios «verdadero», sobre la verdadera figura de la realidad divina. La búsqueda filosófica de lo verdaderamente divino se convirtió en un verdadero aliado de la teología contra las creencias populares politeístas, ya que la filosofíi en sus diversas direcciones y enfoques había llegado al resultado de que sólo puede existir un Dios. El mensaje cristiano mostró su verdad a la conciencia del hombre helenista al cumplir los criterios que los filósofos habían formulado como criterios de lo verdaderamente divino, que sólo puede ser pensado como origen del cosmos. ¿Cuál es la situación actual? ¿la crítica ateísta ha acabado con el convencimiento de una realidad divina, que es fundamento del hombre y su mundo, y cuya verdadera figura intentó anunciar la tradición bíblica? Para responder a esta cuestión, lo primero que se ha de hacer es poner en claro el cambio general que ha tenido lugar en el planteamiento filosófico del problema de Dios respecto a los sistemas clásicos de la antigüedad y su prolongación en la patrística y la edad media. Se ha de tener presente que esta nueva situación constituye también el punto de partida del ateísmo moderno. Este cambio del problema filosófico de Dios en la edad moderna podría describirse como antropologización de la idea de Dios. 34

La «teología natural» de la antigüedad y de la edad media partía, fundamentalmente, del conocimiento del mundo para concluir después en una razón suprema como origen del orden y de todo movimiento en el mundo. A partir del final de la edad media este acceso a la idea de Dios mostró su vulnerabilidad. Se vio que la cadena de causas que determinan el estado actual del mundo pueden muy bien alcanzar un pasado ilimitado sin que sea necesario llegar a una causa primera. En la sucesión de generaciones, las primeras de ellas ya han sido víctimas de la muerte mientras las actuales aún están vivas, ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con la totalidad del mundo? No obstante, mientras se consideró necesaria una causa no sólo para el surgimiento, sino también para el mantenimiento de cada estado presente y actual, quedó en pie la hipótesis de un primer motor. Este conservaría en su realidad, mientras ésta fuese tal, los efectos dependientes de él hasta el mundo actualmente existente. Pero desde la introducción del principio de inercia se hizo innecesaria cualquier explicación ulterior del mantenimiento de un cuerpo en un estado concreto, una vez adquirido tal estado. De este modo cayó por tierra el fundamento último de la hipótesis de la causa primera. Todavía Descartes y Newton quisieron asegurarle un puesto a Dios en la imagen de la naturaleza manteniendo la necesidad de un primer impulso para el movimiento planetario. Pero esto ya en su tiempo apareció como el canto del cisne de una representación ya superada. De ahí, que la eliminación de este Dios teísta por la teoría mecánica del movimiento planetario tuviera en sí misma algo de históricamente inevitable. Prácticamente, pues, la superfluidad de la hipótesis de una causa primera del acontecer natural estaba decidida con la introducción del principio de inercia. Esto suponía el aldabonazo a todo intento de llegar a Dios desde el conocimiento de la naturaleza, pero no de toda vía posible a él. En el pensamiento moderno Dios ha sido pensado a partir del hombre en lugar de a partir 15

del mundo. Desde Nicolás de Cusa, pasando por Descartes hasta Kant y Hegel, los filósofos no han dejado de exponer, en nuevos proyectos, que el hombre no puede comprenderse a sí mismo en su subjetividad sin presuponer una realidad divina. Así, para Descartes la certeza de un mundo real fuera de nosotros se basaba en la existencia de un Dios como causa de él; la idea de este Dios la encontraba el yo en su conciencia, sin que por otra parte pudiese ser su causa. Según Kant, la unidad de la determinación moral del hombre con su existencia como esencia natural sólo era representable bajo el presupuesto de que un poder supremo tuviese en sus manos la armonía entre el mérito moral del hombre y el curso verdadero de su vida, así como la compensación en el más allá de las discrepancias existentes en este mundo. Este ser supremo tiene que estar caracterizado por su santidad moral y al mismo tiempo ha de ser capaz de determinar el curso de la naturaleza. Los pensadores del idealismo alemán, siguiendo esta idea, afirmaron que el prodigio de la correspondencia de nuestra subjetividad cognoscitiva y operante con la realidad fuera de nosotros se ha de comprender bajo el presupuesto de un origen común de sujeto y objeto, que es distinto de ambos, pero que los abarca a los dos. Por fin, Hegel sostuvo que el hombre, al experimentar la finitud de todas las cosas —también de sí mismo—•, se eleva sobre sí mismo y su mundo a la idea de una realidad infinita, que asume en sí todo lo finito. Más exactamente: la experiencia de la realidad finita contiene ya en sí misma una elevación a lo infinito; pues sólo se puede pensar algo finito si se sabe ya de la infinitud, porque no se puede pensar ningún límite ni nada limitado sin la idea de un más allá de tales límites. Hegel ha interpretado en este sentido todas las pruebas tradicionales de la existencia de Dios como expresión de la elevación sobre el mundo de lo finito a la idea de lo infinito. Esta misma problemática puede también comprobarse en las discusiones actuales sobre el hombre. Lo que pasa 36

es que aquí su sentido teológico queda implícito casi siempre, no se le designa, normalmente, con su nombre. Así, W. Schulz ha mostrado que en Heidegger la estructura existencial de la existencia humana está fundada en el ser que supera v abarca esta existencia. Algo parecido puede observarse en la antropología moderna cuando ésta habla de autotranscendencia o de apertura mundana. Cuando se afirma que el hombre es un ser mundanamente abierto lo que propiamente se quiere significar es que el hombre está «abierto» por encima de toda forma determinada de su mundo, capaz de su transformación, pero también necesitado de una plenitud que no encuentra en el mundo que tiene a mano. El hombre aparece, pues, en su apertura mundana como dependiente de una realidad infinita que le soporta, que transciende la limitación de todo lo mundano y que, por consiguiente, es distinta de todo lo existente mundanamente; de una realidad que es el origen de su libertad, origen de la posible elevación del hombre sobre los circunstanciales límites de su situación. Sobre el campo de fuerzas creado por estas reflexiones o consideraciones cae la primera y fundamental decisión sobre la crítica atea de la idea de Dios, tal como ha sido desarrollada desde Feuerbach. No obstante, hay que notar que no es todavía una prueba de la existencia de Dios la simple comprobación de que la esencia del hombre, la estructura de su subjetividad postula el presupuesto de una realidad divina por encima de él y de toda finitud, fundamento y soporte de todo este mundo de la finitud. Siempre quedaría abierta la posibilidad de que el hombre estuviera naturalmente abocado a una ilusión inevitable para él. Sin embargo, si en lo que es humano del hombre se funda la formación de la idea de una realidad divina por encima de la realidad del mundo, siempre resultará que la formación de esta idea es también inevitable en el caso de que se tratase de una simple ilusión. Por el contrario, la argumentación ateísta afirma poder mostrar que la idea de Dios no es más que una ilusión en principio 37

superable, resultante de la peculiaridad de una fase transitoria del desarrollo de la humanidad. El nervio de esta argumentación es la comprobación de la superfluidad de la temática religiosa para una comprensión adecuada del ser humano. Si se llegase a esta comprobación, hablar de Dios sería completamente superfluo. Ahora bien, si no fuera así, quedaría en pie la contratesis, es decir, que pertenece a lo humano del hombre, tal como nos es conocido desde los inicios de la historia de la humanidad, el ser religioso. Con esto, ciertamente, no está todavía probada la realidad y la peculiaridad de un Dios, pero sí queda abierta ia posibilidad y disolubilidad de la hipótesis de una realidad divina. La decisión sobre la realidad de Dios se toma en el contexto más amplio de la experiencia de toda la realidad. Para ello hay que transcender los límites de la argumentación meramente antropológica. La afirmación de Dios afirma su poder sobre el mundo y sobre los hombres. Aun cuando, tal como hemos mostrado, la idea de Dios no sea ya deducible del conocimiento del mundo en el contexto del pensamiento moderno, es decir, aun cuando como idea tenga otro origen, su verdad, no obstante, sigue dependiendo de la fuerza iluminadora y cargada de sentido, que parte de ella para la totalidad de la experiencia de la realidad de los hombres. Aquí no se puede decidir de una vez para todas si una idea de Dios responde adecuadamente a la experiencia de la realidad. Pues nuestra experiencia del mundo y de nosotros mismos cambia continuamente. Con nuestras transformaciones están también implicadas las transformaciones de la conciencia religiosa, los cambios de la historia de las religiones. Esta conexión, también es verdad, no tiene la forma de una dependencia unilateral, como si las transformaciones de la conciencia religiosa fueran únicamente reflejos de las transformaciones de ía experiencia del mundo. Más bien, de lo que se trata en la historia de cada religión es de comprender la realidad, tal como es experimentada históricamente, como determinada por el poder divino, del 38

ijue esa religión sabe a partir de su tradición. Ahora bien, cuando la comprensión de Dios transmitida en una religión no se muestra capaz, a partir de sus propias características, de asumir una nueva experiencia de la realidad en la comprensión del mundo regido por esta divinidad, entonces tiene que dejar sitio a una nueva experiencia de Dios, que satisfaga mejor a esa exigencia. Luchas espirituales y decisiones de tal tipo existen en el centro de la historia de la religión de los pueblos. Esto vale también para h historia del cristianismo y para el Dios de la Biblia. La comprensión de Dios que alcanzó y transmitió el pueblo judío, en la conformación y reforma a que le sometió el mensaje y la historia de Jesús, se mostró en el mundo de la antigüedad tardía como superior a todos los dioses de entonces por su fuerza para iluminar y profundizar la experiencia de la realidad en su totalidad, tal como imperaba en aquellos tiempos. Hoy día vivimos plenamente una serie de transformaciones radicales de la experiencia de la realidad iniciadas ya hace algunos siglos. Estas transformaciones han partido, en gran parte, de aquel sector de la humanidad más marcado por el cristianismo. Pues bien, el problema que plantean estos cambios es si son integrables o no, a partir de la comprensión del Dios de la tradición cristiana, en la unidad de sentido rica en tensiones de una realidad total, que en su totalidad hay que comprender desde este Dios. Sólo la respuesta a esta cuestión decide sobre la realidad del Dios de la tradición cristiana. Y todo hombre consciente y espiritualmente vivo dentro del ámbito de influencia cristiana ha de tomar hoy su propia postura ante estas cuestiones. Ha de ver si confía en que el Dios del cristianismo se mostrará como la realidad que determina todo en la experiencia del mundo de la actualidad, tan cambiada por la ciencia moderna y sus consecuencias. La discusión sobre la relación del ser humano y la religión constituye, pues, sólo un aspecto parcial. Y en él no puede tomarse ya la decisión positiva sobre la credibilidad de la concepción de Dios sostenida por los cris39

cíanos. Pero en este aspecto parcial se toma ya una decisión previa, j si ésta es negativa, cualquier discusión posterior sobra.

El Padre, el todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Cuando decimos que la realidad infinita, de la que el hombre se siente depender de un modo más o menos claro en su ser humano, se llama Dios, lo que hacemos al mismo tiempo es caracterizarla como un ser personal. No es posible hablar de Dios o de dioses sin que al mismo tiempo impliquemos en ello el momento de lo personal, seamos o no expresamente conscientes de ello. Este sentido inevitablemente personal de toda locución sobre dioses o sobre Dios nos ofrece una nueva ocasión para dudar, en principio, sobre el sentido que pueda tener cualquier discurso sobre Dios. Pero a diferencia de la argumentación ateísta que partía de Feuerbach, lo que se discute ahora no es la elevación del hombre sobre todo lo finito, él mismo incluido, a la idea de una realidad infinita, sino el carácter personal de esta realidad. No obstante, hay que recordar que la argumentación de Fichte contra la personalidad de Dios fue el punto de partida de la teoría de la religión feuerbachiana, la cual en ciertos aspectos, en concreto, con su tesis de la proyección, puede entenderse como su generalización. J. G. Fichte afirmó en 1798 que Dios no puede ser pensado como persona sin incurrir en contradicción, porque la idea de persona incluye en sí misma la de finitud. Como «persona» un ser es siempre pensado frente a otro, frente a una cosa o frente a otras personas. A la idea del 40

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«yo» pertenece esencial e inseparablemente un «tú» y un «ello». Por esta razón parece que ningún yo puede serlo todo, siempre tiene otra cosa frente a sí, y así toda persona como persona es limitada por otro, es finita. Hegel en su filosofía de la religión se opuso a esta argumentación sosteniendo que el concepto de persona en que se basa no era adecuado. Según Hegel la persona no tiene su enfrente fuera de sí bajo cualquier respecto, como limitación de su propio ser; más bien la esencia de la persona consiste en estar referido a su enfrente, más aún, exteriorizarse en el enfrente, y así volverse a encontrar a sí mismo en el otro, en la cosa, de la que se sirve el yo, que él elabora y conoce, y en el tú, al cual está ligado el yo en amistad o amor. En esta concepción una persona se reencuentra en el otro en la medida en que se ha entregado y abandonado a este otro. Así, pues, en la vida personal la oposición al otro, la finítud, es suprimida, superada. Esto muestra que la persona como persona —según su esencia— no es, precisamente, finita. Esto no se opone a que haya personas finitas, cuando su finitud se deja comprender como limitación de su ser personal. En efecto, la finitud del ser personal humano se muestra en que nosotros no suoeramos la oposición al otro —al ello y al tú— más que en parte, en que sólo en parte podemos, unirnos con el otro. En este sentido pleno la persona sería, si seguimos la concepción de Hegel, infinita. Naturalmente la personalidad deja de ser entonces una determinación que contradiga la infinitud de Dios. La concepción personal del infinito, que el hombre como hombre siempre divisa de alguna manera, tal como nos la encontramos en las religiones se encuentra muy lejos de las discusiones filosóficas sobre la personalidad divina al estilo de las del idealismo alemán. Ni siquiera podemos esperar encontrar en todas las religiones un concepto expreso oe personalidad. Pero, a pesar de todo, es un distintivo común a todas las religiones, conozcan varios dioses o uno solo, que el fundamento último de la experiencia sea experimentado personalmente. Este 42

carácter personal del fundamento de toda realidad está estrechamente relacionado con el hecho de que los poderes operantes en el acontecer sean experimentados como algo misterioso, como algo no del todo transparente. Nosotros, hombres de hoy, pensamos en los poderes de la naturaleza como algo, al menos en principio, transparente y calculable. Por esto ya no vemos en la naturaleza ningún poder personal en acción, sino únicamente fuerzas mecánicas o análogas a ellas. El hombre es lo único que aún nos queda incalculable e indisponible en el centro último de su ser, y por eso es lo único que valoramos como persona. Pero la cuestión es si el mundo que nos rodea no es también calculable y disponible sólo en la superifide de los acontecimientos, del mismo modo que también el hombre es psicológicamente manipulable y calculable en muchos aspectos de su ser. A pesar de tal penetrabilidad superficial, el hombre en la profundidad de su ser humano nos resulta indisponible. Por mucho conocimiento psicológico que tengamos de él, mientras tratemos con él como con un hombre respetamos el tú en él, su persona. ¿No tendremos que pensar en el fundamento último de todo acontecer en el mundo como algo también indisponible, y por tanto personal, en cuanto que nos determina a nosotros? Sobre esta cuestión volveremos. Los hombres experimentaban los poderes que les salían al encuentro como una voluntad interpelante, mientras que en el contacto e intercambio con su mundo se veían confrontados con unos poderes y unas fuerzas incalculables —repetidamente sorprendentes—, que a pesar de su incalculabilidad actuaban no sin cierto plan y sentido, determinando la existencia del hombre. La experiencia de la personalidad divina estaría fundada en esta experiencia fundamental del poder, en cuanto permite conocer, aunque no de un modo completamente penetrable y claro, una cierta tendencia de su acción sobre los hombres y su mundo. A diferencia de otros pueblos, que contaban con una multitud de tales poderes dotados de 43

voluntad, los israelitas se mantuvieron fieles en todo acontecimiento, y cuanto más tiempo transcurría tanto más fielmente, a la voluntad todopoderosa de un único Dios, del Yahvé del monte Sinaí. Confiaban en que este Dios, que no toleraba a ningún otro junto a sí, estaba sobre todas las cosas. Esta confianza surgió de las experiencias que habían tenido de él desde que le habían aceptado. A su vez, los israelitas llegaron al conocimiento de la omnipotencia de su Dios por la experiencia de que continua y repetidamente acontece algo imprevisiblemente sorprendente. Con esto se quiere decir que este Dios no sólo es el origen del actual orden de las cosas, sino que también se le ha de creer capaz de todo cambio imaginable o inimaginable de dicho orden. Para él nada hay imposible (Jer 32, 17.27). La idea de la omnipotencia divina, en este sentido, es específicamente israelita. Se diferencia sobre todo de la concepción griega de Dios y está algo emparentada con ciertas divinidades sumerias y babilónicas, si bien éstas no eran nunca dioses únicos, Es verdad que en los antecedentes griegos del credo apostólico k confesión de la omnipotencia de Dios venía expresada por el título griego «pantokrator», que ocasionalmente se aplicaba también a divinidades griegas, como Hermes. Pero la palabra se había hecho familiar desde hacía tiempo dentro de las tradiciones judía y cristiana a través de la traducción griega del antiguo testamento, en la cual la combinación «kyrios pantokrator» reproducía el nombre del Dios veterotestamentario Yahvé Sebaot. Esta traduccióa nos vuelve a poner de relieve que el poder ilimitado de Dios está enraizado en el centro de la fe judía. Resulta, pues, que la designación de la omnipotencia de Dios en la profesión apostólica de fe expresa que el Dios de la tradición y fe cristianas es idéntico con el Dios de Israel. La resurrección de Jesús de entre los muertos había vuelto a mostrar a los cristianos que nada era imposible para él (Rom 4, 24). Ahora bien, en la omnipotencia de Dios estaba ya incluido que él es el creador de todas las cosas. La explanación posterior de la 44

profesión de fe en Dios como el señor de todo el universo, como el todopoderoso, por la adición de la indicación expresa de la creación del mundo no hace, pues, más que explicitar lo que ya estaba contenido en la idea de la omnipotencia. No sólo el mundo visible, la tierra, sino también el mundo invisible, eí cielo, es su obra, pues sólo así puede ser el todopoderoso. Pero ahora la voluntad del Dios de Israel, voluntad que dispone de todo libremente, es comprendida por Jesús como voluntad paternal. Esto no era algo completamente nuevo; sm embargo, hasta Jesús no fue puesto en el centro de la comprensión de Dios. También aquí se presentan en seguida dificultades serias. ¿No es la designación de Dios como padre un reflejo de un orden social patriarcal? ¿Puede entonces esta palabra servir aún como expresión no forzada de nuestra experiencia de Dios en una sociedad condicionada de un modo completamente distinto? Frente a tales cuestiones, lo primero que hay que observar es que el credo no le hace decir simplemente al neófito que Dios es su padre, habla del padre sin más, es decir, del padre de Jesús de Nazaret Consecuentemente, lo fundamental aquí no es si la imagen de la paternidad es la expresión más acertada de la relación de Dios con nosotros; sino que el Dios, del que habla la confesión de fe, es identificado por el nombre padre como el Dios de Jesús. De ahí, que tengamos que preguntarnos si en Jesús el nombre de padre expresa adecuadamente la peculiaridad de su comprensión de Dios. La designación de divinidades como «padre» se encuentra en la mayoría de las religiones. Permanezcamos en el ámbito histórico-religioso más próximo a Israel: el dios lunar babilónico Sin es llamado el padre de los dioses y de los hombres. Algo parecido decían los ugaritas de su dios creador El y los griegos de Zeus. El himno a Zeus del estoico Cleantes ofrece un testimonio clásico de una piedad que se dirige al Dios único como al padre de todo. En el antiguo testamento Yahvé no fue desig45

nado como el «padre» de Israel hasta épocas relativamente tardías, en concreto desde el tiempo del exilio (Jer 3, 19; 31, 9). Mucho más antigua es su designación como «padre» del rey (2 Sam 7, 14). Quizá tenga relación con la caída de la monarquía el que la relación paterna, que dentro de toda superioridad patriarcal no deja de designar también una proximidad familiar, se extendiera a todo el pueblo. Antes la paternidad de Yahvé también alcanzaría al pueblo, pero sólo mediatamente, a través de su rey. En Jesús la idea de la bondad solícita de la paternidad de Dios, que incluye por igual a todo individuo humano, pasa a ocupar el centro de su comprensión de Dios. En todo caso, el nombre de padre aplicado a Dios designa, en todo el contexto del mensaje de Jesús, de un modo especial la proximidad salvadora de Dios, que por Jesús vuelve a ofrecer una vez más a todos la salvación ante el juicio inminente, y lo que es más, sin condición alguna para todo aquel que se abra al mensaje del futuro próximo de su reinado. Así, pues, el nombre de padre aplicado a Dios en la boca de Jesús no es sin más el símbolo de Dios de una sociedad estructurada patriarcalmente. Indudablemente que el origen del nombre de padre para el Dios supremo pudo muy bien estar vinculado con estructuras patriarcales sociales, desde el punto de vista de la historia de la religión. Peí o ya en el antiguo testamento y sobre todo en Jesús nos encontramos con modificaciones significativas de este simbolismo, modificaciones que sólo ellas permiten conocer el sentido específico con que Jesús aplicaba a Dios el nombre de padre. Igualmente son necesarias para comprender el sentido del credo al hacer mención del Dios de Jesús, a quien confesamos expresando nuestra fe como fe en Dios el Padre. En la boca de Jesús el nombre de padre designa el modo especial como se ha revelado el todopoderoso Dios de Israel, cuya poderosa llegada era esperada para un futuro inmediato, por la propia misión de Jesús: como aquel que quiere salvar a los 46

>....libres del juicio al que se encaminan. Por esto, el nom bre de padre —en este sentido especial— está ligado esencialmente a la bondad misericordiosa de Dios. Esta es la forma como ha sido puesta de manifiesto la realidad divina, fundamento y determinante de todo, por Jesús; o mejor, como se ha manifestado a sí misma por Jesús; pues Jesús mismo ha comprendido a Dios como el que estaba actuando en su propia misión. Pero, ¿en qué medida el Dios paternal de Jesús es la manifestación verdadera y definitiva de la realidad divina, con la que se han enfrentado todas las religiones, pero que al mismo tiempo permanece discutida en la historia de la religión hasta nuestros días? La verdad que la tradición cristiana pretende para el Dios de Jesús puede decidirse para nosotros sólo si el Dios de Jesús es capaz todavía de iluminar la problemática de nuestra vida actual, si la realidad en que vivimos y que somos nosotros mismos se muestra de este modo determinada a partir de él. En este sentido responde Lutero en su explicación del primer artículo de fe en el «Gran Catecismo» a la pregunta sobre el Dios que tiene el cristiano: «Este es mi Dios, en primer lugar el Padre, que ha creado el cielo y la tierra. Fuera de éste ninguna otra cosa tengo yo por Dios, pues fuera de éste no hay ninguno que pudiera crear el cielo y la tierra». Según Lutero, pues, la razón por la cual el Dios cristiano es el único Dios verdadero es que él, el Padre, ha creado todas las cosas y sólo él pudo crearlas. En la explicación de Lutero del primer mandamiento quedaba abierta la cuestión acerca de qué Dios es el Dios verdadero: «... el creer y confiar del corazón hace ambos, Dios e ídolo. Si la fe y la confianza son correctas, tu Dios también lo es, y a su vez, si tu confianza es falsa y equivocada, también lo es tu Dios». Es indudablemente cierto que cada hombre pone su confianza en alguna parte y tiene allí su Dios («Pero allí donde tú, digo yo, pones y abandonas tu corazón, esto es propiamente tu Dios»). Pero entonces surge inevitablemente la cuestión: ¿dónde está la verdadera confianza que «acierta con el único 47

Dios verdadero y que está puesta únicamente en él»? La respuesta a esta cuestión la da Lutero en la explicación del primer articulo: porque este Dios es el único que pudo crear cielo y tierra, por esto es el verdadero Dios. No fue Lutero el primero en descubrir esta respuesta. Es la respuesta que se daba desde los inicios de la misión cristiana a los paganos y la de la teología cristiana; más aún, se remonta, incluso, al segundo Isaías que fortificaba 1-t fe de los exiliados indicándoles que su Yahvé era el creador de todas las cosas (Is 40, 27 s.). Pero la iglesia cristiano-pagana y su teología sólo podían reconocer y anunciar al Dios del pueblo de Israel como su propio Dios y el de todos los hombres si reconocía en él al creador de todas las cosas. Por esto, el mensaje cristiano en el mundo de la antigüedad afrontó desde el comienzo la cuestión filosófica de los criterios para la forma verdadera de lo divino como origen del mundo. El que la teología cristiana tratase de acreditarse con los argumentos de la teología filosófica, se funda en que el Dios bíblico en su forma cristiana se había de mostrar como el origen verdadeto de todas las cosas, según los criterios de la comprensión filosófica del mundo. Aunque la idea cristiana de Dios no puede derivarse de presupuesto filosófico alguno, sí que puede referirse ulteriormente a tales presupuestos y mostrar su verdad precisamente en que los satisfaga o incluso los supere, es decir, en que exija una revisión del mismo pensamiento filosófico en el terreno de la argumentación filosófica. Con frecuencia, el hecho de que la confrontación con la filosofía haya adquirido una importancia tan relevante en el pensamiento cristiano ha sido valorado negativamente, se ha creído que constituía una prostitución del evangelio. Esto no es así. La experiencia de la realidad en su totalidad es tema de la filosofía, y es precisamente en ese terreno donde el discurso sobre Dios debe dar pruebas del poder de su verdad. La divinidad de Dios significa que él es el origen de todo lo real, que sin él no es nada de lo que es. Esto supone que sin este Dios tampoco puede 48

comprenderse nada real en su profundidad, que a lo más puede describirse superficialmente. De ahí, que en la confrontación con la filosofía se tenga que mostrar si el Dios afirmado por los cristianos es también el Dios verdadero. Indudablemente, la mostración convincente de la divinidad de Dios en nuestra experiencia de la existencia tiene lugar, por una parte, en nuestra experiencia totalmente personal, en toda clase de conmociones, esperanzas y alegrías que podamos tener, sobre todo en el ámbito de la experiencia moial. Pero si nos limitamos a este estrecho círculo de la vida personal, no es posible encontrar un fundamento universalmente válido, por el cual el Dios bíblico tenga que ser justamente el Dios verdadero. Una decisión a favor o en contra de la fe, basada exclusivamente en las experiencias de la propia vida personal, contendrá siempre un elemento emocional, en última instancia, arbitrario. El terreno sobre el cual tiene que dar pruebas la divinidad del Dios de la Biblia no es la estrechez de la vida personal tomada por sí sola, sino la amplitud de toda experiencia de la realidad. La experiencia de la vida individual, en especial la experiencia moral de culpa y perdón, no debe ser aislada, sino que tenemos que considerarla en el amplio contexto de la experiencia de la realidad en general, en la cual tenemos parte nosotros mismos como hombres de nuestro siglo. La experiencia personal de la vida individual y su importancia para la validez que la fe pueda tener para el individuo, no debe por eso pasarse por alto o infravalorarse. Se trata de que no sea aislada y abstraída de la vida total del tiempo para convertirse en un ámbito separado de religiosidad pietista, donde las puertas y ventanas están firmemente cerradas a todo lo que ocurre en el mundo. A la unidad de Dios le corresponde sólo la totalidad de la realidad, y ésta considerada como proceso todavía inacabado; una totalidad de sentido, en la cual quepan y ocupen su lugar todas las experiencias, también las experiencias negativas de la necesidad, del sufrimiento, de la cul49

pa y del absurdo, puesto que esta totalidad de sentido transciende lo que ya es, pero a su vez incluye también en sí lo que es y ha sido. Para el cristianismo ha sido siempre decisivo que el Dios que nos ha liberado y redimido por Jesucristo no sea ningún otro que el creador del mundo. Por muy intensas que fueran todas nuestras experiencias de salvación y liberación, en última instancia, no servirían para nada si en ellas no estuviese presente y activo el mismo creador del mundo. No basta con que sea «mi» creador. El camino a seguir no es la adquisición de la certeza de que el Dios de mi experiencia personal es el Dios al que tengo que agradecerle todo y por el que he sido creado, para a partir de aquí concluir en la creación del mundo. Se trata precisamente de lo contrario: mientras el Dios cristiano no pueda ser comprendido como el creador del mundo, mi experiencia personal de total agradecimiento hacia él, puede ser un piadoso autoengaño. También el piadoso sabe muy bien que este mundo material es la base de su existencia. Ante la multiplicidad en la totalidad de toda experiencia y la limitación de la experiencia de cada hombre particular surge un problema. ¿Es posible, en absoluto, resolver la cuestión de si el Dios bíblico se ha de comprender como el fundamento y origen de toda la realidad, tal como ésta puede ser experimentada actualmente? ¿Cómo se puede entonces afirmar con Lutero que ningún otro pudo crear el cielo y la tierra? Ciertamente, es una cuestión cuya respuesta, cualesquiera que sea, será siempre discutible mientras la historia humana no haya alcanzado aquella plenitud, que en la esperanza bíblica es denominada reino de Dios. Hasta entonces no habrá ninguna respuesta definitiva e incontrovertible a la cuestión acerca de la realidad de Dios. Lo inacabado de la historia y la imposibilidad de poner límites a la experiencia de cada uno impiden cualquier otra perspectiva. Pero ¿no pueden, a pesar de todo, indicarse criterios para una respuesta, al menos, provisional? Un camino se nos abre con la siguiente observación: 50

a cada comprensión de Dios corresponde, en la historia de las religiones, una comprensión del mundo completamente determinada. No se pueden vincular o relacionar arbitrariamente comprensión del mundo y comprensión de Dios. Una de las funciones de la comprensión de Dios es, ciertamente, que la comprensión del mundo se determine a partir de ella. También a la idea bíblica de Dios como Padre todopoderoso corresponde una determinada comprensión del mundo. Esta es ciertamente variable e inconstante en sus detalles, pero en su carácter fundamental está fijado por la idea de Dios. Hemos, pues, de preguntarnos si la comprensión bíblica de la realidad —en cuanto es determinada por la idea de Dios como Padre todopoderoso y es liberada de ciertos rasgos temporalmente condicionados y no vinculados esencial y permanentemente con la idea bíblica de Dios—, si esta comprensión de la realidad en su carácter fundamental es también válida para nuestra experiencia de la realidad. La comprensión de la realidad correspondiente a la ¡dea bíblica de Dios puede caracterizarse como una comprensión histórica. El mundo no es para ella un orden atemporal y eterno, en el cual acontece siempre y repetidamente lo mismo por mucho que las apariencias cambien. Todo lo contrario, siempre está aconteciendo algo nuevo, algo que no ha existido previamente, sin parangón en el pasado a pesar de todo parecido entre los hechos concretos. Esto, siempre y repetidamente nuevo y sorprendente en el acontecer histórico y natural, constituye el elemento característico, a través del cual la comprensión de Dios como el todopoderoso, para quien nada es imposible como él mismo lo demuestra de continuo, repercute en la comprensión del mundo y de la existencia del hombre. De ahí, que la idea de un orden permanentemente igual a sí mismo no pueda tener la última palabra a partir de la idea bíblica de Dios. Esto diferencia al Dios del antiguo testamento de los dioses de la religión olímpica. Para los griegos los dioses eran «formas de ser», como acertadamente escribió W. F. Otto. En

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ellos se manifiesta cada uno de los aspectos del orden originario del mundo. Sin olvidar que «orden» y «mundo» son una única palabra en griego. De ahí, que el cosmos pudiese ser pensado en la filosofía griega aun sin dioses personales. Israel, por el contrario, estaba tan marcado por la impresión de la mutabilidad de todas las cosas, desde la omnipotencia de su Dios, que todo orden observable en la sucesión de los hechos no podía ser para él más que una posición contingente de la voluntad omnipotente de Dios. Consecuentemente, la totalidad de la realidad fue comprendida en el antiguo Israel no como un orden atemporal, sino como una sucesión continua de nuevos acontecimientos, como una historia continua de nuevas acciones de Dios dirigida a un futuro incalculable. Al poner el acento en el acontecer continuo y contingente, el pensamiento pudo también mantener con vigor el carácter personal de Dios en contraste con los dioses griegos. Una sucesión continuada de acontecimientos casuales, sin embargo, puede despertar serias dudas acerca de la posible unidad interna de ese acontecer. En efecto, la conexión, lo duradero es aquí casual. Pero el Dios todopoderoso era para Israel, al mismo tiempo, el Dios de la alianza, que ha elegido a Israel y lo ha salvado a través de los aconteceres de la historia, del mismo modo que el Padre de Jesucristo está dispuesto a salvar a los hombres de la catástrofe final y a través de ella. El Dios todopoderoso no «abandona la obra de sus manos». Es fiel, manteniéndose firme en lo que hizo y quiso una vez. Pero tal fidelidad acontece de una forma siempre nueva y distinta, de un modo incalculable y sorprendente. A partir del presente nunca se puede predecir lo que subsistirá, durará y permanecerá Por esto, sólo el futuro será lo que decida sobre lo que realmente constituye la esencia y el ser de las cosas. Así fundamenta el Dios de la Biblia la continuidad, la unidad de los acontecimientos. Al retornar desde el futuro a lo ya acontecido anteriormente, se mantiene firme en ello a su manera. El Dios de Israel 52

retorna siempre, si bien de un modo sorprendente, en 'os inesperados giros de la historia a su voluntad inicial, a sus promesas anunciadas a los israelitas. Y en este retorno permanente da la unidad de una historia al loco acontecer. Sólo a partir del fin de una conexión de acontecimientos se hace visible esta unidad como el hilo rojo que transcurre a lo largo de todos ellos. Sólo a partir del final puede decidirse cuál es el hilo rojo que desemboca en este final. Esta constatación, que por lo demás podría verificarse en toda experiencia histórica, podemos seguir generalizándola ahora: Dios crea el mundo a partir del final último, porque sólo a partir de este final se decide qué son las cosas y los seres, con los que tratamos actualmente. Todos los acontecimientos que sobrevienen en cada momento de la historia, sobrevienen del futuro último, que es algo así como el «lugar» de la creación divina. Correspondientemente, sólo a partir del final último se revelará el mundo y la voluntad de Dios con el mundo y, por tanto, el mismo Dios. En este sentido, es bien característico que el Dios de Jesucristo sea el Dios cuyo poder y reinado están todavía viniendo, que por consiguiente él mismo es futuro: el futuro último y definitivo, el futuro escatológico del mundo. Y sólo a la luz de este futuro último, a la luz del anuncio de la venida de Dios a su reinado se desvela la verdad, el ser de todo lo creado, tal como el mismo Jesús lo interpretaba en sus parábolas. ¿Puede una tal comprensión de la realidad, como historia, pretender ser válida también para nosotros? Las cuestiones aquí implicadas no pueden responderse de paso e incidentalmente. Pero aquí sólo podemos explicarlas indicando la dirección, en que pueden ser pensadas y discutidas con plenitud de sentido. Esta dirección o enfoque supone no tratar únicamente de la historia de la humanidad, sino que según la fe bíblica en la creación, la «naturaleza» se habría de considerar también como «historia». La comprensión hoy predominante de la historia de 53

la humanidad se diferencia de los proyectos históricos de la Biblia en que no es Dios sino el hombre el que hace la historia. Pero ¿no desaparece de este modo toda posibilidad de divisar siquiera la unidad de la historia de la humanidad? También los historiadores del antiguo Israel sabían que los hombres actúan en la historia. Pero para ellos en toda acción humana había algo más en juego, algo que supera las intenciones y los hechos de los hombres. ¿No es continua y repetida la experiencia de que los planes humanos sobre la marcha de la historia no desembocan en lo proyectado? ¿Y no es precisamente a través de esto como se constituye la conexión más profunda de los acontecimientos? En cualquier caso el hecho es que los historiadores bíblicos sólo podían comprender el camino de la historia observando y teniendo en cuenta el poder operante aquí, en el trasfondo. De ahí, que los datos de la historia se les apareciesen, aun contando con la participación activa de los hombres en ella, en última instancia como acciones de Dios. La única unidad de sentido en toda pluralidad del acontecer histórico se les mostraba por la fidelidad y firmeza de Dios en toda contingencia de su acción. Las modernas concepciones de la historia serían impensables sin esta teología bíblica de la historia mantenida después en la tradición bíblica. Pero el lugar de Dios lo ha ocupado ahora la humanidad. La humanidad, que se realiza a sí misma por los individuos y su comportamiento, es considerada como sujeto creador en la historia. Ahora bien, ¿puede pensarse seriamente en la humanidad como sujeto activo? La representación de la historia como proceso de autoemancipación de la humanidad tiene un carácter mitológico. Se basa en una hipóstasis mitológica del concepto de género humano. Pero éste nunca actúa como tal. Sólo actúa lo concreto, los individuos. El concepto genérico «hombre» no puede asumir la función del Dios operante en la historia. No puede fundamentar la unidad de toda la historia humana. Con esto no está dicho ya, ni mucho menos, cómo se ha de justificar el hablar de Dios como el sujeto que da 54

unidad a la historia de los hombres. Pero sí queda enmarcada la pregunta acerca de la relevancia de la fe bíblica en Dios para nuestra actual comprensión de la realidad, al mismo tiempo que se señalan los límites dentro de los cuales se ha de plantear y discutir. En lo que concierne a la naturaleza, podemos decir que en los siglos xvui y xix todo parecía indicar que la naturaleza había de concebirse como un sistema inmutable de leyes eternas e inquebrantables. Si esto fuera así, todo cambio temporal, toda aparición y desaparición de acontecimientos y formas particulares en la naturaleza, serían en última instancia completamente accidentales, meras variaciones de unas estructuras siempre iguales a sí mismas. Sin embargo, hoy se habla también de una «historia» de la naturaleza. La imagen científica del mundo imperante en la actualidad vuelve a estar determinada de nuevo por el punto de vista de la contingencia de cada suceso particular. La contingencia del acontecer, en realidad, nunca fue eliminada por la física clásica, sólo fue reprimida, expulsada al trasfondo de la conciencia. Las leyes sólo pueden observarse en sucesos contingentes, como formas de comportamiento relativamente constantes en la corriente de los fenómenos, ninguno de los cuales retorna de forma exactamente igual a las anteriores. El segundo principio de la termodinámica nos ha enseñado recientemente que el proceso del acontecer del universo en su totalidad es irreversible. Pero entonces el mundo como totalidad es un transcurso de fenómenos único e irrepetible en el tiempo, y entonces todas las regularidades observadas en el acontecer pueden tener lugar únicamente en la superficie de los hechos. Pero, sobre todo, resulta que entonces las similitudes en los acontecimientos, descritas por las formulaciones de las leyes, han surgido en un tiempo determinado, y por consiguiente también las leves de la naturaleza —en cuanto son algo más que fórmulas matemáticas, es decir en cuanto son aplicables a un suceso que tiene lugar en el tiempo— dependen en su validez del tiempo. La misma constancia 55

relativa de las formas de transcurrir de los acontecimientos naturales resulta entonces un factum contingente. Alguna vez en el transcurso de la historia de la naturaleza deben haberse insertado en ella por primera vez las regularidades, que en adelante gobernarán los acontecimientos respectivos por un tiempo indeterminado. Y con cada clase de fenómenos surgen nuevas formas de transcurrir, datos para la formulación de nuevas leyes de la naturaleza, como, por ejemplo, para leyes físicas, que tienen su ámbito de aplicación sólo en la biología. La unidad de una naturaleza así entendida no puede determinarse ya únicamente por las leyes, que rigen en su acontecer. Las leyes, es cierto, expresan una cierta regularidad en los acontecimientos: algo parecido se repite continuamente. Sin embargo, esto no acontece nunca en un forma exactamente igual, aunque las diferencias sean tan mínimas que pueden despreciarse para los fines del conocimiento humano. Por consiguiente, la representación de una regularidad perfecta y completa en el acontecer de la naturaleza es una abstracción. Aunque es verdad que se trata de una abstracción muy práctica y útil. Permite a los hombres de una forma insospechada el adquirir y ejercer su dominio sobre la naturaleza. Pero el transcurso único e irreversible de todo acontecer no puede constituirse en este su carácter único e irrepetible por una ley, porque la repetibilidad pertenece al concepto de ley. Ahora bien, si el transcurso total único e irrepetible (que transcurre una sola vez) tiene como tal una conexión, esta conexión ha de ser de un tipo distinto al de una regularidad expresada en leyes. Para designar esta conexión, irrepresentable por una ley, podemos hablar de una historia de la naturaleza. Surge entonces una última dificultad. No conocemos otra historia que la que va vinculada a una conciencia de la misma. Para nosotros, la conciencia de la historia es la que constituye la conexión específicamente histórica, que permite ver todo lo presente de una forma nueva desde la perspectiva del pasado. La conexión de la historia no se da en absoluto sin 56

esa mirada retrospectiva desde un final provisional hacia el pasado. Cualquier unidad mínima del acontecer histórico está ya determinada por una forma peculiar de recepción de lo acontecido anteriormente. Pero si la naturaleza carece de conciencia, ¿cómo podemos hablar de una historia de la naturaleza? En efecto, esto sólo es posible si referimos al hombre toda la sucesión de hechos del cosmos. También el hombre pertenece a la naturaleza. Mirando retrospectivamente desde el hombre y desembocando en él resulta la imagen de una historia de la naturaleza. Si la conexión de acontecimientos que se conciencia en este caso es más que una mera ficción, no es ciertamente el hombre quien fundamenta la unidad de esta conexión, mucho menos aún que en la conexión de la historia de la humanidad. La naturaleza no tiene su unidad histórica en sí misma, sino que sólo puede conocerse retrospectivamente desde el hombre. Pero su fundamentación tampoco se encuentra en el hombre. Con esto se plantea la cuestión de si no es el Dios de la Biblia, el Dios de la historia, el que fundamenta también la unidad histórica del acontecer de la naturaleza. Quizá pueda fundamentarse en esta dirección, precisamente en el contexto de la actual comprensión de la naturaleza, la reinterpretación del Dios todopoderoso de la Biblia como creador del cielo y de la tierra, del ámbito conocido (aclarado por el descubrimiento de las leyes de la naturaleza) y de las profundidades aún desconocidas del acontecer. Sobre el trasfondo de la contingencia que determina el curso irrepetible de la totalidad del acontecer, las conexiones actualmente expresadas en las leyes de la naturaleza aparecen como expresión de una voluntad divina de persistencia, como expresión de una fidelidad de Dios, que es lo que fundamentalmente nos posibilita una existencia en este mundo. Aquí se nos patentiza también que la unidad de la naturaleza en su conexión, en cuanto es la conexión de una historia, no se nos abre de un modo definitivo más que desde la perspectiva del futuro escatológico de Dios. Esta unidad, ya 57

lo hemos visto, se capta provisionalmente sólo desde atrás, es decir, desde el hombre, cosa que se manifiesta en que es precisamente el hombre quien percibe las leyes del acontecer. Esto ya nos remite a que la creación en su totalidad, así como la historia de la humanidad, en su conexión de sentido sólo es constituida por su respectivo fin, al mismo tiempo que nos induce a plantearnos la cuestión acerca del fin último como plenitud de su ser.

Y en Jesucristo

Ya en el primer artículo del credo no se trata únicamente de una idea general y abstracta de Dios, que correspondería a la cuestionabilidad de la existencia humana, sino que ya en este brevísimo enunciado sobre Dios se nos habla del Dios de Jesús (el «Padre») que es el Dios de Israel (el «todopoderoso»). El segundo artículo se dirige al punto central de esta perspectiva de la experiencia de Dios. El Dios del primer artículo es accesible, se revela sólo a través de Jesucristo. En esta medida, el segundo artículo constituye también objetivamente el centro de toda la profesión de fe. Esto queda especialmente claro en la designación de Jesús como «único Hijo» de Dios, que marca todas las afirmaciones posteriores del segundo artículo. Por esta razón, Karl Barth opinaba que el segundo artículo tendría que figurar propiamente al comienzo del credo, a fin de que quedase claro que en la profesión cristiana de fe en Dios se trata del Dios de Jesús y de ningún otro. Ahora bien, esta como prioridad objetiva no significa que la fe en Jesús precediese lógicamente a la fe en Dios y constituyese su fundamento. Más bien lo que ocurre es que entre ambas fes se da una característica relación recíproca. Si esta relación, que por otra parte tampoco puede describirse como un mero círculo, tiene en algún lugar un punto de partida, esto hay que buscarlo histórica y objetivamente 58

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en la idea de Dios. Objetivamente, este punto de partida radica en la referibilidad del hombre como hombre, a través de la conciencia de su propia finitud, a una realidad infinita que es su soporte y fundamento, y por consiguiente a la dimensión de la experiencia religiosa. Históricamente, el punto de partida radica en que la realidad infinita, que es soporte de la vida de los hombres y de su mundo, ha sido experimentada desde siempre como acción de fuerzas divinas en todas las religiones de los pueblos. Resulta, pues, que la realidad de Dios es un presupuesto no sólo para Jesús, que vivió como un judío de las tradiciones de Israel, sino también, aunque de otra forma, para los inicios de la fe israelita en Dios. Tal comprensión presupuesta del poder divino está, sin embargo, marcada y estructurada por las experiencias propias de Israel y por las del mismo Jesús. Estas experiencias la han determinado nuevamente de una forma comoletamente específica. Es lo que ya aparecía cuando hablábamos de Dios el Padre, el todopoderoso. Ahora nos dirigimos a la figura histórica, de la cual ha partido la configuración definitiva de la idea de Dios, tal como nos la encontramos en la profesión apostólica de fe, a la figura de Jesús de Nazaret. Apelar a Jesús de Nazaret es constitutivo para la fe cristiana, precisamente par? la fe cristiana en Dios. Esto lo veremos aún más claramente a lo largo de nuestra reflexión sobre los enunciados de la profesión apostólica de fe. Incluso podemos decir que la perspectiva más rica y comprensiva para entender la mutua pertenencia de Dios y Jesús la alcanzaremos en la profundización de los enunciados del tercer artículo, es decir, a partir del tema del Espíritu santo. Pero que la fe en Dios esté íntimamente relacionada con la fe en Jesús, que sólo pueda alcanzarse verdaderamente en la fe en Jesús, esto ha sido una convicción cristiana desde los comienzos de la historia cristiana. Se trata de algo en lo que difícilmente caemos en la cuenta y que, sin embargo, debemos tener bien presente. 60

Este algo es nada menos que una persona histórica, un contemporáneo de los cesares Augusto y Tiberio, un palestino judío del tiempo que precedió a la catástrofe de la guerra judía del año 70, sea reconocido como criterio de la fe en Dios para todos los tiempos, los que le precedieron y los que le iban a seguir. La extrema vulnerabilidad de la fe cristiana en comparación con otras religiones radica precisamente en que está fundada en esa persona histórica, y no en su doctrina o en cualquier otra cosa que pudiese ser separada de ella. Esta vulnerabilidad tiene un doble aspecto: en primer lugar, continua y repetidamente se plantea la cuestión de si aquellos rasgos que caracterizan la figura y el destino de Jesús y sobre los que se fundamenta la fe cristiana, pueden ser juzgados también como realidad fáctica e histórica. En segundo lugar, cuanto más exactamente se capta la peculiaridad de la situación histórica de Jesús, más difícil resulta comprender cómo esta figura histórica concreta, la figura de un judío palestino del tiempo de Tiberio, con todo el condicionamiento temporal que esto lleva consigo, pueda convertirse en la clave de la comprensión de la existencia, y por tanto de la comprensión de Dios, de los hombres que viven en el mundo del siglo xx, un mundo tan distinto y alejado de aquél. Pero esta vulnerabilidad no es más que el reverso inevitable de aquello que diferencia la religión cristiana de todas las restantes religiones, incluidas la budista y la islámica: que está fundada sobre unos sucesos históricos, sobre una figura histórica, y esto no sólo en el sentido de que en ellos se diese la ocasión extrínseca para el surgimiento de la fe cristiana, sino porque en ellos está incluido su contenido esencial. Esto es lo que distingue a la fe cristiana del mundo de la mitología, por muchos elementos míticos que haya podido albergar en sí. Pero precisamente aquí radica la dificultad permanente con la que se ve confrontada la fe cristiana. La dificultad es cómo puede fundamentarse una certeza eterna, una felicidad eterna en una figura histórica, en unos sucesos his61

tóricos, cuyo conocimiento en el mejor de los casos no puede alcanzar más que un nivel de probabilidad, y que además, al menos desde el comienzo de la investigación histórica moderna, está en cambio continuo. Se ha de ver y comprender que esta dificultad, construir convicciones últimas sobre hechos históricos contingentes, fundar una felicidad eterna sobre una historia a la que en el mejor de los casos sólo podemos llegar con probabilidad, es un problema fundamental de la fe cristiana. No se puede evadir sin perder la perspectiva de líi relación fundamental a la figura histórica de Jesús. Decimos esto porque la historia del cristianismo conoce de sobra el intento de independizar la fe de las contingencias del conocimiento histórico. Así, Jesús fue concebido y pensado como el estímulo histórico para las verdades venidas al mundo con el cristianismo. O se pensó —-como ocurre todavía hoy de las formas más diversas— en tener un acceso especial a la realidad de Jesús en la experiencia de la fe, bien porque se creía poder encontrar inmediatamente a Jesús como el resucitado o el ensalzado, bien porque se era de la opinión de que la experiencia de la fe podía mediar un conocimiento histórico especial e independiente de la realidad histórica y fáctica de Jesús de Nazaret. O, finalmente, se dice que lo que importa no es Jesús como figura histórica, sino la fe en el kerygma cristiano, en el mensaje, cuyo contenido esencial consiste en una nueva comprensión de la existencia. Todos estos intentos no son más que mecanismos de evasión del hecho de que la fe cristiana se basa en la conexión con una figura histórica y en determinados sucesos históricos. Evasiones de la vulnerabilidad que implica el carácter histórico de la fe cristiana. Intentos de asegurar a la fe cristiana contra esta vulnerabilidad. Pero de este modo lo único que se consigue es abandonar la referencia a Jesús, fundamental para la fe cristiana. Pues Jesús no es ninguna otra cosa que esta persona histórica. Por esto, precisamente, el mensaje primitivo cristiano y los escritos neotestamentarios re62

miten continuamente a esta persona histórica, y sobre todo al destino de Jesús, a su crucifixión y resurrección. En el nacimiento de la literatura evangélica aparece una reflexión retroactiva y plenamente consciente sobre el significado del camino terrenal de Jesús. Y no sólo los evangelios, también el mensaje paulino, que parece no hacer apenas uso de estas tradiciones, concentrándose únicamente en la cruz y resurrección, mantiene de este modo la figura histórica e irrepetible de Jesús como fundamento de la fe. Que el hablar de la resurrección de Jesús como suceso acaecido en su camino histórico, como un acontecimiento sobrevenido al crucificado, supuestamente una vez, en un determinado tiempo, contenga una serie de problemas muy incómodos para nuespensamiento histórico, es ciertamente algo muy verdadero. Pero esto no debe ser un impedimento para que tomemos clara conciencia de la intención de los testimonios primitivos cristianos al relatar la resurrección de Jesús como un suceso acontecido una vez en este determinado hombre. Hemos de tomar conciencia de ello y al mismo tiempo nos hemos de plantear, al menos, los problemas implicados en dicha perspectiva. Estos mismos problemas, vinculados con el significado fundamental de la figura histórica de Jesús para la fe cristiana, se tratan de evadir cuando se proyecta una imagen de Cristo puramente dogmática e independiente de todo planteamiento histórico. La teología no puede detenerse en sí misma, ni siquiera en las concepciones de Jesús en los diversos escritos neotestamentarios. Ha de preguntar por Jesús mismo remontándose tras los mismos escritos y testimonios neotestamentarios. Ha de llegar a la aparición histórica de Jesús y a su destino, ya que no otra cosa significa que la fe cristiana esté ligada a la figura histórica de Jesús en su irrepetible y única peculiaridad. La cuestión de la peculiaridad de una figura histórica, de los acontecimientos que marcan su camino no puede ser planteada, por otra parte, más que por medio de la investigación y de los métodos histó-

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ricos. De lo contrario, no haríamos más que quedarnos en el mito o en la leyenda. La investigación histórica es el único camino posible, si queremos alcanzar un cierto grado de seguridad o probabilidad. El que lleguemos a la medida posible de conocimiento de Jesús es muy importante para el cristianismo, pues ésta es la única defensa que tiene el creyente contra la posibilidad de que le sea anunciado y predicado como mensaje cristiano algo que quizá no tenga nada o muy poco que ver con Jesús mismo. Sólo así sabrá el creyente si lo que cree tiene que ver con Jesús. La investigación actual sobre Jesús, en concreto desde Ernst Kasemann, en oposición a la teología kerygmática de Bultmann ha vuelto de nuevo a plantearse la cuestión del Tesús histórico, precisamente a partir de tales consideraciones. La fe cristiana tiene que «apoyarse» en Jesús mismo, como ha dicho Gerhard Ebeling. Pero lo que es importante es caer en la cuenta de que no nos está permitido coger únicamente un aspecto, un trozo, de la estructuta objetiva de la historia de Jesús, con lo cual no se hace otra cosa que proyectar después sobre Jesús mismo alguna concepción de la fe cristiana adquirida por otros caminos. Hemos de tener en cuenta el fenómeno histórico del hecho y de la historia de Jesús en todo su alcance y, sobre todo, hemos de considerar toda extrafieza y distanciamiento que ante él pueda sentir el hombre del siglo xx. Esta es la condición necesaria para que pod-imos preguntarnos con sentido sobre el significado permanente que esta figura pueda tener para nosotros. "• Esta extrañeza de la figura de Jesús, es decir, el condicionamiento general de su mensaje e historia por la espera del fin del mundo como algo inmediato e inminente, con el que había de llegar el reinado de Dios, ha sido puesto de relieve con una fuerza desconocida hasta ahora poi la investigación neotestamentaria de comienzos de siglo, especialmente por Johannes Weiss y Albert Schweitzer. J a exégesis neotestamentaria y la 64

teología dogmática de nuestro siglo no han hecho otra cosa que tratar de evitar las consecuencias de este hecho. No sólo por causa de la incompatibilidad de esta visión con la actual concepción del mundo determinada por las ciencias naturales, sino también porque la expectación de Jesús parece haber sido un error, como lo demuestra el simple hecho de la prolongación de la historia hasta el presente con la consiguiente no llegada del esperado fin del mundo. Es comprensible que a fin de salvar el significado actual de Jesús se haya intentado tantas veces y de tan variadas formas eliminar o interpretar a su modo este carácter «escatológico» de su mensaje. Sin embargo, los motivos de tales interpretaciones son demasiado transparentes. La teología y la piedad cristiana harían mejor si intentaran aprender a vivir con la extrañeza de la figura de Jesús ¿Qué podemos saber sobre Jesús? La investigación histórica ha tenido que dejar de pensar en una biografía de Jesús más o menos completa. En los evangelios no se encuentra, en contra de lo que se creía antes, un relato biográfico coherente. El orden de sucesión, en el que los evangelios relatan la actividad pública de Jesús, carece de valor biográfico. Los evangelios han ido colocando cada uno a su manera las diversas unidades de la tradición, mejor, de las tradiciones, y en cada caso se han regido por criterios teológicos diversos. A pesar de todo, algunos sucesos o contenidos se pueden determinar con probabilidad suficiente y se pueden considerar como históricos: entre ellos se encuentran el bautismo de Jesús por Juan, los rasgos fundamentales de su historia y mensaje, su muerte de cruz en Jerusalén. En un sentido que luego discutiremos, habremos de contar también entre ellos la resurrección de Jesús, o al menos su afirmación por la cristiandad más primitiva. Según el juicio predominante de los investigadores, una gran parte de las palabras de Jesús transmitidas en los evangelios no procederían del mismo Jesús, sino que supondrían una prolongación legendaria de la tradición 65

de Jesús. Con todo, aun aceptando esto, los puntos de apoyo a nuestro alcance son suficientes para trazar una imagen del carácter general de la figura de Jesús: fio hay duda de que estaba completamente marcado por la expectación de la proximidad del reinado de Dios, Ante la inminencia del juicio que se aproximaba con el fin del mundo, Jesús llamó a la penitencia, a la conversión a Dios. Pero al mismo tiempo podía asegurar sin reservas la salvación del reino a todo aquel que aceptase su mensaje de la cercanía del reinado de Dios, reconociendo así a Jesús, su mensajero. Y lo mismo podemos decir del que se condujese en sentido inverso: aceptando a Jesús y con él también su mensaje. Jesús podía actuar de este modo porque estaba convencido de que el destino del hombre depende únicamente de su actitud ante el cercano reino de Dios. En este punto se fundamenta, pues, la incondicionabilidad, con la que Jesús podía prometer la salvación, y al mismo tiempo ya el mismo Jesús encontró ahí la mejor expresión del amor del Padre a los hombres. De todo esto resulta que la esperanza escatológica y el comportamiento adecuado a ella son para Jesús el único criterio de la participación en la salvación. Esta actitud de Jesús cayó irremisiblemente en abierta contradicción con la religiosidad judía tradicional centrada en la ley, que consecuentemente veía en ésta y su cumplimiento el criterio de la futura participación en la salvación. Por esto acabó Jesús por ser repudiado por las autoridades judías y entregado a la muerte. Ahora bien, si un judío se convencía de la fiabilidad del mensaje de Jesús a partir de la resurrección, no le quedaba otra salida que interpretar este acontecimiento como anulación de este repudio y confirmación de Jesús y de su pretensión de que la actitud ante él y su mensaje es el lugar exclusivo donde se decide la salvación o perdición futuras de los hombres ante Dios. Presuponiendo que Dios mismo ha confirmado la misión de Jesús por su resurrección, puede comprenderse que Jesús sea afirmado como el criterio de concordancia 66

o no concordancia de los hombres con el viniente reino de Dios. Esto es así porque Jesús no ha hecho otra cosa que poner a los hombres ante la opción a favor o en contra del futuro de Dios mismo. Si el Dios de Jesús es verdaderamente Dios, si a su vez Jesús ha sido confirmado por el mismo Dios en aquella pretensión de su mensaje, entonces, en efecto, la aceptación o el rechazo del mensaje de Jesús no es otra cosa que la aceptación o el rechazo del mismo Dios. Entonces, fácticamente, la fe en Dios no es posible más que en concordancia con el mensaje de Jesús: o de tal modo que el comportamiento de un hombre corresponda fácticamente a los criterios anunciados por Jesús, o de tal modo que el mensaje de Jesús sea aceptado expresamente. Esto último y, por tanto, la fe en Jesús en la fe en su mensaje es la forma como Jesús ha llegado a convertirse, explícitamente, en criterio eficaz de todo conocimiento de Dios por el surgimiento y propagación de una comunidad fundada en la fe en él. Pero ¿la confianza en el Dios de Jesús y, por tanto, también en el mismo Jesús como el enviado de este Dios sigue siendo hoy una posibilidad responsable para hombres que viven sobre el suelo de una conciencia contemporánea? ¿No es incompatible la expectación de un próximo fin del mundo, de la transformación cósmica de la creación en el ámbito del reinado de Dios, no es incompatible todo esto con una comprensión del mundo orientada a los resultados verificados de las ciencias naturales? Ademas, ¿no ha sido suficientemente refutada aquella espera de Jesús por el simple hecho de que el fin del mundo está aún por venir? ¿No hemos de intentar, por esto, formular el significado de Jesús al margen de esta entusiasta expectación próxima, si es que queremos mantenernos todavía vinculados a él? A estas preguntas hemos de dar una doble respuesta. En primer lugar, sería autoengañarse pretender que podemos destilar el núcleo auténtico del mensaje de Jesús despojándolo de su expectación próxima del reino de 67

Dios como inminente transformación del mundo; esta posibilidad no es real. Lo que Jesús dijo sobre la presencia del reino de Dios en su propia persona y obra es sólo el reflejo que proyectaba su futuro próximo e inminente. El mensaje de Jesús sobre el amor de Dios tiene su presupuesto inmediato en esta inminente proximidad de su poderoso futuro. Y es que el amor de Dios se hizo palpable para Jesús en su propia misión de anunciar la proximidad del reino de Dios, pues este anuncio es ofrecimiento de Dios a participar en la salvación de su reino y, sobre todo, porque posibilitaba la promesa de perdón incondicional de Jesús. Este conocimiento del amor de Dios manifestado en la propia misión de Jesús constituye, a su vez, el fundamento de su llamada al amor al prójimo y al perdón incondicional frente a nuestros semejantes, cuya medida y criterio es el amor y el perdón recibidos del mismo Dios. Resulta, pues, que todos los contenidos del mensaje de Jesús tienen su último fundamento en su expectación próxima del reino de Dios; de ahí, que si prescindimos de este horizonte de la expectación próxima, no pueda quedar en pie ninguna palabra, ninguna idea, nada en absoluto, que Jesús manifestara a lo largo de su vida. La fe dejaría entonces de habérselas con Jesús mismo y en su lugar colocaría una serie de imágenes prefabricadas y luego etiquetadas bajo el nombre de Jesús. En segundo lugar, no se puede admitir sin más ni más que la expectación de Jesús se frustrase. Pues si puede tomarse en serio el mensaje de la resurrección de Jesús de entre los muertos, entonces bien puede afirmarse que la expectación próxima de Jesús no se cumplió, ciertamente, en el mundo como totalidad, pero sí en su propia persona. Pues «resurrección de los muertos» es, precisamente, la salvación final o, en todo caso, la puerta de entrada en la salvación final de la vida eterna, que esperaba la expectación judía del futuro del reino de Dios. Si este cumplimiento ha tenido lugar ya en Jesús, la plenitud ha llegado, al menos, para su persona. Su 68

pretensión de poder semejante al divino no ha sido entonces corroborada por un milagro o prodigio cualquiera, sino por el cumplimiento de la realidad salvífica del reino de Dios esperado por él como algo inminente. Ciertamente, este cumplimiento no ha tenido lugar más que en él. En cuanto que es así, el cumplimiento se diferencia aquí, como de costumbre, de la promesa y la espera. Pero si podemos tomarnos en serio el mensaje de la resurrección de Jesús, entonces ya no podemos decir sin restricciones que Jesús se engañó. Y entonces, tal como lo expuso el mismo Pablo, la resurrección de Jesús de entre los muertos puede convertirse en prenda y garantía para el resto de la humanidad, garantía de que lo mismo le puede acontecer y le acontecerá a todo aquel que esté ligado a Jesús por la fe, completamente independiente de la cuestión de la eventual duración del mundo. La relevancia de esta consideración depende por completo del enjuiciamiento de la tradición de la resurrección de Jesús, de la que nos ocuparemos más tarde con detalle. No obstante, podemos decir ahora ya lo siguiente: después de la muerte de Jesús en la cruz, la fe en él se ha hecho de nuevo posible sólo por su resurrección. Esto vale ya para la primera comunidad, que se constituyó tras los sucesos de Jerusalén, y vale no sólo también, sino con mayor razón para nosotros que somos posteriores. Los primeros cristianos participaban también, al fin y al cabo, de la expectación de Jesús. Pero hoy tendríamos que juzgar a Jesús como un entusiasta apocalíptico, cuyo pensamiento estaba informado y animado completamente por una expectación, que desde entonces se ha revelado como un error, a no ser que no estuviera en contra el mensaje de la resurrección. Naturalmente, este mensaje pascual no podemos considerarlo aislándolo de los acontecimientos que le precedieron. El significado del acontecimiento pascual depende precisamente de que la resurrección de entre los muertos haya tenido lugar en este hombre concreto con su misión especial. Sin la fuerza y el convencimiento interior con que 69

Jesús ha hablado sobre Dios, lo insólito del acontecimiento afirmado por el mensaje cristiano de la pascua despertaría un escepticismo aún mayor que el habitual frente al mensaje cristiano en su totalidad. A pesar de todo, queda en pie que, aun contando con toda su problemática propia, sólo el mensaje de la resurrección puede dar una respuetsa al problema de la potestad de Jesús, problema que a nosotros se nos plantea no sólo por la crucifixión sino también por la frustración de la expectación próxima en que vivía Jesús. Pero bajo el presupuesto de la confirmación del mensaje de Jesús por su resurrección de entre los muertos, también la humanidad actual se vuelve a ver confrontada con la pretensión de Jesús de que la aceptación o rechazo de su mensaje es la aceptación o rechazo de la proximidad del mismo Dios y de que la fe en Dios no es posible al margen de la profesión de fe en su misión y persona. Es evidente que esto último sólo tiene validez para aquellos que se ven confrontados directamente con el mensaje de Jesús. No significa que sólo el cristiano pueda tener parte en la salvación de Dios. El mismo Jesús, en sus bienaventuranzas, ha llamado bienaventurados a los que padecen, a los impotentes, a los misericordiosos, a los pacíficos, a los que tienen sed de justicia y padecen por su causa, y esto completamente independiente de su relación personal con él. Quien viva en una situación de este tipo, quien no se deje avasallar por su sufrimiento y su impotencia, quien verdaderamente aspire a una justicia mayor y esté lleno del espíritu de misericordia y de paz, quien viva en esta actitud, confía fácticarnente en Dios, en el Dios anunciado por Jesús: en este sentido el mensaje de Jesús es también criterio de su participación en la salvación de Dios. Su propia unidad con Dios consiste precisamente en esto, en que Jesús es el criterio de la relación de todos los hombres con Dios, incluidos aquellos que nunca se han encontrado con él. La cristiandad primitiva expresó esta unidad y vinculación de Jesús con Dios y con el 70

asunto de Dios en el mundo por medio de los títulos, que le fue asignando: vio en Jesús al hijo del hombre de la expectación judaica, que debe venir con las nubes del cielo para juzgar el mundo. Vio en él al profeta prometido para el fin de los tiempos, así como al siervo de Dios paciente. Y encontró en él al mesías prometido, al hijo de Dios. La palabra mesías significa «el ungido». Su traducción griega es christos. Esta palabra se encuentra en el texto de la confesión como nombre propio, como parte constitutiva del nombre Jesucristo; cuando esta palabra entra a tomar parte de dicho texto ya hace tiempo que se ha convertido en nombre propio, pero originariamente se trataba del título «mesías». Este título se asignaba a los reyes vetcrotestamentarios. El rey era considerado como el ungido de Dios y ya en la época de la monarquía judaica se despertó la esperanza en un rey futuro, que desempeñaría su función en paz y justicia, y reinaría en nombre Dios sobre Israel y sobre el mundo entero. Sin embargo, esta esperanza no conduce sin solución de continuidad a Jesús. Más bien podemos aceptar con gran probabilidad que Jesús mismo rechazó el título de «mesías», cuando se le aplicó. La forma originaria de la tradición de la confesión de Pedro (Me 8, 27-33) se remonta quizá a un rechazo por parte de Jesús del título de mesías, rechazo todavía más brusco de lo que permite reconocer el texto actual. Al parecer, Jesús mismo consideraba como tentación satánica el dejarse hacer portador de las esperanzas nacionales del pueblo judío. Y es que, todo lo contrario, él era el mensajero del reinado de Dios como fin cercano de todas formas políticas de este mundo. El pueblo debía convertirse a este futuro del reinado de Dios que irrumpía del más allá y dejar de una vez sus esperanzas en una reconstrucción nacional. Pero aunque Jesús rechazase para sí el título de mesías, el hecho es que más tarde se le aplicó. ¿Se puede justificar esto? En primer lugar hay que comprender 71

cómo se vino a parar en ello. Es claro que Jesús fue acusado ante los romanos como agitador político, y como tal fue ejecutado. El motivo y razón de su ejecución fue indicado en su cruz, y éste no fue otro que el que quisiera ser el «rey de los judíos» (Me 15, 26). La mención de la inscripción de la cruz en los evangelios se vuelve a considerar hoy día por muchos investigadores como noticia o dato histórico. La vinculación expresada en la inscripción entre Jesús y el título de mesías es ciertamente falsa en cuanto que Jesús, tal como hemos visto, nunca pretendió para sí dicho título. Pero, a pesar de todo, siempre podemos decir que dicha vinculación se convirtió en el destino de Jesús. Ciertamente, que este hecho por sí solo no nos hace comprensible cómo la comunidad pudo comprender a Jesús como tal mesías, teniendo en cuenta que todos los discípulos conocían bien la actitud de Jesús con respecto a él. Pero a es ..o hay que añadir que después de su resurrección ya no quedaba sitio junto a Jesús, cuya venida era ahora firmemente esperada por la comunidad, para ningún otro salvador. Por esto, Jesús fue considerado entonces como idéntico a las figuras escatológicas de la expectación judía, al hijo del hombre, de cuya venida él mismo había hablado, y al mesías, con el cual contra voluntad había quedado indisolublemente vinculado por su destino. Ahora ya su comunidad podía ver en él al mesías verdadero. La expectación mesiánica fue entonces transformada de una esperanza en una plenitud intramundana en la designación de la reconciliación más allá de la muerte y de este mundo de los hombres por Jesús. La justificación de la designación de Jesús como mesías, christus, consiste, pues, en que ya no había que esperar ningún otro salvador, de tal manera que todas las esperanzas salvíficas de los hombres podían ser trasladadas a Jesús, porque sus momentos de verdad habían encontrado en él su cumplimiento. ¿Debería haberse evitado la representación mesiánica, supuesto que había sido rechazada abiertamente por el mismo Jesús? La pregunta 72

está justificada. Pero el salvador que esperaba el pueblo judío en la figura del mesías era ahora de hecho Jesús, si bien de una forma distinta de la que se lo habían representado las esperanzas mesiánicas. Una vez que así quedaba superado el peligro, rechazado por Jesús, de una falsa comprensión de su misión inducida por el símbolo del título de mesías, podría ahora, inversamente, ser transformado el título de mesías por su aplicación a Jesús, el crucificado y resucitado. La peculiaridad del título de mesías frente a otros títulos que la comunidad primitiva cristiana aplicó a Jesús —como hijo del hombre, hijo de David, señor, etc.— consiste en que el concepto mesías podía asumir toda la pluralidad de significados que encerraba Jesús. Designaba en primer lugar la función futura de Jesús en su segunda venida para el establecimiento definitivo del reino de Dios. Pero, a su vez, podía también referirse a la realidad actual del señor resucitado, que a la derecha de Dios, en lo oculto, reina ya sobre el mundo. La inscripción en la cruz posibilitaba, además, vincular la pasión de Jesús y sus sufrimientos con su dignidad mesiánica, y de este modo concebir ya al Jesús terreno como mesías. En conexión con el título de mesías se encuentran también los elementos de la mediación salvífica y de la filiación divina, que fueron decisivos para la predicación del significado de Jesús en el mundo de la cultura helenística, en la misión a los paganos de la primitiva iglesia. De este modo, el título de mesías pudo transformarse tan ampliamente que acabó por abarcar y asumir la plenitud significativa de la figura de Jesús, de su aparición histórica y de su destino. Por esto, es comprensible que para los misioneros judíos de la primitiva cristiandad, como por ejemplo Pablo, dicho título se convirtiese en el compendio de todo el mensaje sobre Jesús, precisamente también cuando su predicación superaba los ámbitos de la tradición judía y se dirigía a los paganos. Pero para los oyentes paganos de este mensaje, para los que el significado titular de la designación chris73

tus era menos corriente que para los oyentes de sangre judía, christus llegó a convertirse en un constitutivo del nombre de Jesús. Para terminar hemos de retener un par de cosas: 1. El nombre Cristo designa especialmente el significado sal vinco de Jesús. Explícita lo que ya se nos ponía de manifiesto como resultado de nuestra pregunta acerca del Jesús histórico: que él pretendía llevar a cabo la decisión de Dios sobre los hombres, al exigir una decisión frente a su mensaje del futuro de Dios, y que fue confirmado en esto por su resurrección de entre los muertos, pero de tal modo que en el nombre de Jesús la salvación, la futura comunidad con Dios, la participación en la nueva vida aparecida en su resurrección, está abierta a todo aquel que crea en Jesús, que deposite su confianza en él. Este significado salvífico no le viene a Jesús desde fuera, como si del mismo modo que le ha sido atribuido a él le pudiera haber sido atribuido a cualquier otra persona. Le pertenece a él, es propio de él, parte de él mismo. Pero esto no se entiende por sí mismo cuando hablamos sobre Jesús. La fuerza salvífica que le es inmanente, que sale de él tiene también que ser designada como tal de un modo expreso, tiene que ser nombrada: por esta razón hablamos de Jesucristo. Al confesar que Jesús es el Cristo, decimos que nuestra vida adquiere su sentido a partir de él, que sólo a partir de él se convierte en una totalidad, se hace salva. Esto significa que nuestra existencia considerada en sí misma no es «total» y «salva», aunque el anhelo de todo hombre no sea otro que el que su existencia llegue a ser una totalidad. En nuestra vida son muchas las cosas a las que nos lleva nuestra determinación y que sin embargo nunca se alcanzan. Así, muchas cosas iniciadas se interrumpen, y lo que adquiere forma se hace oculto por penuria, pereza o error. En definitiva, todo, incluso la vida más plena y realizada, queda en un fragmento, que en la muerte se detiene como una cuestión abierta. Pero Jesús, por su muerte en la cruz, se nos ha convertido 74

en mediación de la proximidad de Dios, en la que él mismo vivía, incluso en las situaciones más extremas de fracaso en nuestra vida. Esta proximidad no se agota en la plenitud y realización de nuestra vida terrena ni acaba por desaparecer con su fracaso en la muerte. Si es que nuestra existencia puede llegar a ser «salva», esto sólo es posible por medio de una plenitud que transcienda esta vida terrena. Esto no significa huida de este mundo a un más allá de nuestra vida. Más bien, de lo que se trata es, precisamente, de vivir en esta vida de la confianza en la totalidad de nuestro ser, totalidad que no está presente en la realidad actual de nuestra vida de un modo inequívoco, sino que sólo se insinúa fragmentariamente para aquel que es capaz de ver en el fragmento la totalidad, pero que nos ha sido garantizada y prometida por el mensaje de Jesús sobre el futuro del reino de Dios y por su resurrección de entre los muertos. A partir de aquí, las situaciones, vivencias y posibilidades diversas de nuestra vida actual pueden ser vividas y experimentadas también como parte de esta totalidad, la cual no puede ser fundamentada a partir de ellas mismas. 2. Confesar que Jesús es el Cristo no quiere decir solamente que nosotros ponemos nuestra confianza en Jesús, que nue?tra vida puede ser vivida como una totalidad, como «salva» a partir de él. La confesión crística expresa, además de esto, la vinculación de la fe cristiana con la historia y las esperanzas del pueblo de Israel. Estas esperanzas, tal como acabamos de ver, fueron transformadas por Jesús, en primer lugar no sólo porque las rechazó, sino, lo que es más, porque a pesar de ello fueron vinculadas entonces con su figura. Al ocurrir esto, el contenido de la representación mesiánica se transformó mucho más profundamente que si, por decir algo, se hubiera transformado la comprensión del Dios de Israel por el mensaje de Jesús. A pesar de todo, queda en pie una continuidad, una conexión, que sólo la aplicación del título de Cristo a Jesús le permite aparecer con toda su plenitud de sentido, y que fácticamente, 75

además, sólo ella la ha posibilitado. Aunque el título de Cristo en su aplicación a Jesús adquiriese un nuevo sentido, el hecho es que la cristiandad primitiva creía poder proclamar con él el cumplimiento de la esperanza mesiánica judía por Jesús. Y sólo a la luz de la esperanza mesiánica judfe podía ser percibida y anunciada en toda su plenitud y riqueza la significación salvífica que radicaba en la figura de Jesús. Al margen de este contexto de expectación y esperanza, probablemente no se habría llegado a concienciar nada esencial de lo que constituye el significado de la figura histórica de Jesús. Bajo este punto de vista pues, también la iglesia cristiana se convirtió en la heredera de la historia de la fe de Israel y, como tal, tiene que permanecer consciente de tal herencia, al menos si quiere conservar en su conciencia la plenitud de significado de la figura y de la historia de Jesús.

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Hijo unigénito de Dios, nuestro Señor

La confesión de Jesús como hijo de Dios resulta hoy para muchos uno de los enunciados más difícilmente accesibles de la tradición eclesial. Precisamente por esto, otros la consideran como el criterio decisivo de la fe ortodoxa. Ambos partidos se representan la filiación divina de Jesús al modo de una esencia sobrenatural de Jesús. Sólo se diferencian por el hecho de que uno de los partidos mantiene firmemente esta afirmación, mientras que el otro la rechaza o, al menos, la juzga escépticamente. Encuentra que tal afirmación es una superrelevación mitológica de la simple humanidad de Jesús. Para este partido, la representación de la filiación imposibilita la comprensión de Jesús como un hombre. Ahora bien, la representación de un ser supraterreno, algo así como disfrazado por la apariencia humana de Jesús, parece ser completamente incomprensible para cualquier concepción de la realidad actualmente sostenible. La verdad es que a una tal consideración escéptica del título primitivo-cristiano «hijo de Dios» no se le puede hacer el reproche de estar completamente alejada de la concepción de la filiación divina, predominante en la tradición cristiana. Todo lo contrario. Más bien, habría que decir que en este respecto acierta considerablemente. Otra cosa es que responda al sentido originario de la designación de Jesús como hijo de Dios. Aquí am77

bos partidos se equivocan. Los verdaderos motivos, que encontraron su expresión en la aplicación de este título, son pasados por alto cuando la perspectiva se concentra en la representación tradicional indicada de la filiación divina como forma de un modo de ser sobrenatural. Más bien es posible —e incluso lícito desde el punto de vista histórico-exegético— comprender el título «hijo de Dios» como interpretación, precisamente, de la manifestación humana de Jesús. Esta interpretación tuvo su propia historia en el cristianismo primitivo. Partiendo de la forma final de los textos neo testamentarios, se pueden recorrer retrospectivamente una serie de estadios que llegan hasta el mismo Jesús, en la formación del convencimiento cristiano sobre la filiación divina de Jesús. Además, se pueden inferir los motivos que encontraron su expresión en la formulación de que Jesús es el hijo de Dios. Se ve entonces que las transformaciones en la comprensión de esta fórmula no fueron simplemente arbitrarios, sino que se pueden comprender como motivados objetivamente, es decir, a partir de la peculiaridad de la figura y de la historia de Jesús, cuyo significado peculiar y único es el verdadero asunto de esta historia de la interpretación. Al principio la designación de Jesús como «hijo» está estrechamente relacionada con la idea de Dios como el Padre. El título de hijo viene a ser entonces algo así como la contrapartida, como el reflejo que la predicación de Jesús sobre Dios como padre proyectaba sobre el mismo predicador. Y es que no era normal ni evidente hablar de Dios como padre con la familiaridad con que lo hacía Jesús. Esta era precisamente una de las características que constituían la peculiaridad de Jesús, y por esto aparecía, incluso para sus discípulos, como un hombre distinto de los restantes; nadie hablaba así sobre Dios. Esto se explícita en los evangelios en una serie de pasajes donde es designado simplemente como «el Hijo». Esta designación tiene su explicación más sencilla en el hecho de que Jesús anunciaba a Dios como «el Padre», 78

de modo que su comunidad le denominaba correspondientemente «el Hijo». Otro carácter distinto tiene el título «hijo de Dios», aunque naturalmente la simple designación de Jesús el Hijo le designase también hijo de Dios: así es comprensible el tránsito al título «hijo de Dios». Pero este título era ya entonces tradicional. Se encuentra emparentado con el título mesiánico. En el ceremonial judaico tradicional, parte del cual se conserva en el salmo 2, se dice que Yahvé habla al rey (al ungido): mi hijo eres tú, hoy te he engendrado (2,7). Al decir esto no se pretende significar un origen corporal del rey a partir de Dios, tal como se decía por ejemplo en los imperios medio y nuevo de Egipto de los reyes con respecto al dios Ra. En el salmo 2 se trata más bien de un acto de adopción: como «hijo» de Yahvé, el rey asume como encargo de Yahvé el dominio de éste sobre el mundo (Sal 2, 8; 110, 1). Estas ideas fueron aplicadas a Jesús en el cristianismo primitivo: Pablo cita en Rom 1, 3 s. una fórmula confesional transmitida hasta él, según la cual Jesús por su resurrección de entre los muertos ha sido constituido «hijo de Dios con poder». En este pasaje la resurrección es considerada como el momento temporal del establecimiento de la filiación divina, de su elevación a ella, como momento temporal de la adopción. En otra tradición, bastante más tardía, este momento es trasladado hasta el bautismo de Jesús. Así, según Me 1, 11, las palabras del salmo se oyen en el bautismo como una voz del cielo. Aquí, pues, Jesús es constituido como mesías ya al comienzo de su actividad pública. En la leyenda del nacimiento virginal de Jesús nos encontramos con un estadio posterior de este desarrollo: traslada aún más allá el origen de la filiación divina situándolo en el mismo nacimiento de Jesús. Lucas explica expresamente en 1, 35 el título, diciendo que Jesús fuera de Dios no tenía ningún otro padre humano. El propósito e interés de este proceso de la constitución de una tradición que sitúa cada vez más lejos el origen de la filiación divina de Jesús hay que buscarlo, claramente, 79

en que debe ser expresado lo siguiente: Jesús fue desde siempre el enviado por Dios con el reinado, con el ejercicio de su voluntad. Este interés corresponde al hecho de que la resurrección confirmase la pretensión prepascual de Jesús y que, por consiguiente, le legitimase ciertamente con posterioridad, pero también con eficacia retroactiva. Así, pues, el título «hijo de Dios» no designaba originariamente una filiación corpórea, pero tampoco designaba a Jesús como un ser divino y sobrenatural: e' rey judío, al que se le llamaba «hijo de Dios», seguía siendo un hombre. En el ámbito de la tradición judía el título designaba únicamente la función de Jesús, su establecimiento para ejercitar el reinado de Dios sobre el mundo, pero no su naturaleza. Sin embargo las cosas eran distintas dentro del ámbito cultural helénico: aquí el título «hijo de Dios» se convirtió en la designación de un ser sobrenatural-divino, que se ha «manifestado» en el hombre Jesús pero que es distinto de él. Sobre este ser divino se dice que ha sido «enviado» a la carne para asumir una figura humana. Así se expresa el mismo Pablo en Rom 8, 3 y Gal 4, 4. También la profesión apostólica de fe entiende, sin ninguna duda, la expresión «hijo de Dios» en este sentido: como un ser divino preexistente, es decir, existente ya antes del nacimiento terrenal de Jesús en la eternidad de Dios, un ser divino preexistente que en el nacimiento de Jesús ha tomado forma y ser humanos. Antes de tomar una postura concreta ante esta idea de la preexistencia queremos, primeramente, considerar el matiz especial que da la profesión apostólica de fe a la idea de la filiación divina de Jesús. Llama a Jesús el hijo unigénito de Dios. En el nuevo testamento es sólo Juan el que se sirve de esta expresión para designar la relación de Jesús con Dios. Y significa que Jesús es el único hijo de Dios. Fuera de él Dios no ha tenido ningún otro hijo, nadie más que él ha sido investido de su poder, él es el único que ha recibido la misión de ejercer su reinado. 80

Como portador único del reinado de Dios en el mundo, Jesús es también el mediador de su creación. En la profesión de Nicea la filiación divina de Jesús ha sido relacionada expresamente con la afirmación de que todo ha sido creado por medio de él. Esta idea puede comprenderse como inferencia de la afirmación de que Jesús, como hijo de Dios, ejerce el reinado de Dios sobre el mundo. No es necesario en absoluto acudir a un ser divino completamente separado del Jesús histórico, que hubiera ejercido ciertas funciones especiales al comienzo del mundo. Más bien hay que decir que Jesucristo es mediador de la creación del mundo en tanto y en la forma que él puede ser denominado el hijo de Dios. Nosotros hacemos mención aquí de la idea ya aludida anteriormente de que la creación del mundo acontece desde el fin: entonces a Jesús como mediador de la creación hay que comprenderlo en el sentido que él es el final de todas las cosas, que en él ha aparecido ya el final de todas las cosas, el final que decide sobre su verdadero ser. Porque él es el que trae el final, por eso todas las cosas están orientadas hacia él, y porque todas las cosas apuntan hacía él, por eso también son a partir de él. Jesús es, por consiguiente, el portador del reinado de Dios sobre el mundo en la medida en que es el centro o, más bien, el final de la historia y de este modo el mediador de la creación. En este enunciado queda expresado el significado, un significado que abarca y da sentido a todo, de lo que ha acontecido en y con Jesús. Esto significa también la expresión que designa a Jesús como el hijo unigénito, único del Padre divino. Jesús es también el único portador de la revelación de Dios porque es el hijo unigénito de Dios: el Padre no conoce a nadie más que al Hijo y a quien el Hijo se lo quiera manifestar (Mt 11, 27: cf. Jn 14, 6). Por esta razón, también, la revelación de Dios en el sentido pleno del término es una revelación única, la revelación que ha acontecido a través de su Hijo. La fundamentación teológica transcurre siguiendo la 81

ruta inversa: desde el punto de vista objetivo, mejor, desde el punto de vista como son las cosas en sí mismas la revelación de Dios en Jesús, así como su unicidad está fundamentada en que Jesús es el Hijo unigénito; pero para nosotros, para nuestro conocimiento ocurre inversamente, decir que Jesús es el hijo único de Dios es sólo expresión del hecho de la revelación divina en él. Hay ciertamente muchas y muy diversas automanifestaciones de la realidad divina, con las que está siempre relacionada la vida humana. Los hombres no sólo presuponen en la realización de su existencia esta realidad fundante de su ser y del ser del mundo, sino que además siempre tienen que tratar con ella de una forma o de otra. En tal contacto permanente la realidad divina se manifiesta a los hombres de muy diversas maneras, y la historia de las religiones está llena de huellas de esto. Pero tales manifestaciones tienen la mayor parte de las veces algo de provisional, pueden ser sustituidas por otras experiencias nuevas de la misma realidad. Precisamente por esto, carecen de la definitividad de la autorrevelación divina. Aun allí donde aparecen con la pretensión de verdad única y definitiva, pierden de nuevo este carácter por la nueva experiencia de Dios que les sustituye. Pero el mensaje de Jesús sobre Dios tiene definitividad de una manera absolutamente peculiar, a saber, no sólo porque se asegure que sea definitiva, sino a partir de la peculiaridad de su contenido, ya que Jesús anunciaba que para los hombres todo depende de una sola cosa, de que confíen en el futuro de Dios. Por esto su mensaje no es superable por ningún futuro de automanifestación divina. Por esto Jesús podía anticipar la última decisión de Dios sobre los hombres según el comportamiento de éstos ante su propio mensaje, anuciarles el juicio de Dios o su perdón. Precisamente por pretender para sí tal potestad última, «escatológica», provocó el escándalo que acabó por llevarle a la crucifixión, pero para sus discípulos fue confirmado en su poder por el mismo Dios a través de la resurrección de entre los muertos, es decir, por la apa82

rición de la realidad última y definitiva de la vida que procede de Dios en él mismo. En esta definitividad, por consiguiente, por causa de su carácter escatológico, es Jesús en el sentido anteriormente descrito la revelación de Dios. Teniendo esto en cuenta podemos apropiarnos ahora la comprensión de la fórmula primitívo-cristiana, que Jesús es simplemente el «hijo» del Dios, al que llamaba el Padre. Pues al anunciar el futuro de Dios como lo único decisivo para la salvación de cada hombre, el futuro de Dios accedía como reinado dondequiera encontrase acogida su mensaje. Por esto Jesús con su anuncio del futuro de Dios, con su predicación y su praxis del amor de Dios ? los hombres, fundadas en aquél, es el representante de1 futuro de Dios entre los hombres, y ha sido confirmado en ello definitivamente por Dios por su resurrección de entre los muertos. Como portador de la automanifestación definitiva de Dios, el cual anticipa ya la decisión última sobre los hombres y sobre el mundo a partir de la potestad de esta misión, Jesús puede valer también para nosotros como «el Hijo», el hijo único de este Padre. Pero al hacer esto será bueno que seamos bien conscientes del carácter figurado o metafórico de este modo de hablar. La fórmula «hijo de Dios» no hace referencia originariamente a un origen corpóreo sobrenatural de Jesús. Sirve para interpretar la relación que a través de su misión y de su historia llegó a alcanzar con el Dios anunciado por él. La expresión gráfica «hijo», sobre todo si pensamos en su origen veterotestamentario, resulta extraordinariamente comprensible y adecuada para esto. Quizá nosotros no la elegiríamos inmediatamente como expresión de nuestra propia experiencia, del mismo modo que tampoco vendríamos a parar al nombre de padre para Dios. Pero tampoco nos encontramos de hecho ante una tal elección, como si no se hubiera encontrado aún ninguna expresión para la figura de Jesús en la historia de la fe cristiana y los cristianos actuales tuvieran que comenzar ahora desde cero. Sería una ilusión actuar como si se pudiera comenzar ahora desde cero. Ca83

da cristiano actual entra a tomar parte en una historia de la fe en Cristo, que esencialmente es también historia de la interpretación de la figura de Jesús. Esto no quiere decir que tenga que despojarse por eso de todo espíritu crítico, pero como cristiano por muy crítica que sea su actitud se ha de comportar frente a la tradición como quien sabe que ya ha entrado a tomar parte de ella. Por esto no puede pasar por alto ni que Jesús habló sobre Dios como el Padre, ni que la comunidad a la luz de este hecho comprendió a Jesús como «el Hijo». Este paso parece objetivamente justificado incluso para un análisis crítico actual. Aunque también es cierto que la figura de Jesús como el «Hijo» se presenta ante dicha comprensión actual bajo un horizonte distinto que el de los primeros cristianos. El hecho de que este título ya en el primitivo cristianismo pertenezca a la interpretación de la figura e historia de Jesús adquiere en nuestra comprensión actual un significado fundamental para el sentido del título mismo. La inserción de los actuales cristianos en la histotia de la tradición significa también, por el mismo hecho de serlo, el relacionar lo transmitido con el presente, con lo cual la historia misma se convierte en una dimensión de la experiencia presente. Esto queda de manifiesto en este caso en que algo así como un hijo de Dios ha dejado ya de ser para nosotros una figura plausible del mundo supraterreno y divino, de tal modo que nos es accesible únicamente en el contexto de la interpretación de la realidad humana de Jesús. Jesús, como el revelador de Dios, es «el Hijo», perteneciendo así tan estrechamente a nuestro saber sobre la divinidad de Dios, que no podemos psnsar ya adecuadamente la divinidad de Dios prescindiendo de Jesús. Y es que el futuro de Dios llega a la realidad actual por Jesús. A través de su misión muestra Dios su amor, que constituye su esencia y su ser. En la medida que esto es así, Jesús pertenece inseparablemente a la divinidad del Dios eterno, aunque este Jesús no haya entrado a tomar 84

parte en el proceso del mundo y de la nistoria de la humanidad más que tardíamente en el tiempo. Esta pertenencia del hombre Jesús a la divinidad eterna de Dios nos lleva a \ idea de la preexistencia de Jesús como el hijo de Dios, idea que ya se encuentra en el mismo Pablo (Rom 8, 3; Gal 4, 4). Si realmente nos tomamos con toda seriedad el que Jesús, como aquel por medio del cual Dios se ha revelado, pertenezca al ser mismo de Dios, entonces hay que admitir que Jesús, bajo este aspecto de su unidad con Dios, como Hijo, ya existiría antes de hacerse hombre, antes de su nacimiento humano. La afirmación de la preexistencia de Jesús como hijo de Dios no es otra cosa que una consecuencia de la unidad de Jesús con Dios mismo en su revelación. En ella está incluida la unidad de ser de Jesús con Dios. De lo contrario, Dios en su revelación en Jesús no se hubiera revelado como él mismo. Pero la unidad de ser de Jesús con Dios significa participación de este hombre, sí, de este hombre, en la eternidad de Dios, aunque él como hombre no sea eterno, sino que como todos nosotros haya nacido en el tiempo. F,l que Jesús, como el hijo de Dios, pertenezca al ser mismo de Dios ha sido también expresado por medio del título «Señor». Esta designación es el contenido de una de las fórmulas confesionales más antiguas, que ha conservado la tradición cristiana. Así escribe Pablo en 1 Cor 12, 3: «Nadie puede decir: ' J e s u s es el Señor', fuera del Espíritu santo». La palabra señor, kyrios, había sido -empleada en la traducción griega del antiguo testamento para transcribir el nombre veterotestamentario de Dios Yahvé cuya pronunciación siempre evitaba el judío piadoso. Es muy posible que ya antes de la pascua fuese llamado «el señor» en el sentido más banal de fórmula de cortesía. Más tarde esta costumbre se fusionó en cualquier caso con el sentido más denso de la palabra «señor» como transcripción del nombre de Dios ya que ambas significaciones son expresadas en griego con la misma palabra kyrios. Considerando las cosas en sí 85

mismas, este proceso así como el tratamiento, resultante de él, de Jesús como Señor en el sentido de la divinidad estaba justificado por el hecho de que Jesús, como enviado escatológico, como revelador de Dios, es el hijo de Dios y de este modo es uno con Dios. El título de kyrios expresaba por primera vez en la historia del cristianismo primitivo esta unidad de un modo decidido y rotundo, con mayor claridad incluso que el título de hijo de Dios. Al fin y al cabo, este último según la tradición judía contenía todavía la idea de una subordinación a Dios. La función de una representación del reinado de Dios sobre la tierra no tenía por qué romper necesariamente los límites de la creaturidad. Sólo en el ámbito helenístico el hijo de Dios es comprendido como un ser divino. Con todo, esta comprensión se encuentra ya, como hemos dicho, en el mismo Pablo. Hasta aquí la idea de la filiación divina de Jesús no entra en estrecho contacto con aquella unidad con Dios expresada por el título Señor. También esta evolución habrá de considerarse objetivamente justificada, si se tiene en cuenta que la filiación divina de Jesús sirve como expresión de la automanifestación de Dios por Jesús, la cual incluye en sí misma el momento de la unidad de ser por su definitividad. Como resultado podemos constatar, pues, que la profesión de fe en Jesucristo como el Señor por su contenido está estrechamente emparentada con la fe en él como el hijo de Dios. Ambas afirmaciones en el matiz que en ellas se acentúa lingüísticamente, tal como éste aparece inmediatamente, se relacionan inversamente con el significado diferente, que cada una de ellas aporta de su correspondiente origen en la historia de la tradición. Inmediatamente concebido el título «hijo de Dios» designa, en primer lugar y expresamente, la relación de Jesús a Dios, al Padre, sólo implícitamente su relación con el mundo. Inversamente, el título señor, kyrios, parece indicar, en primer lugar, esta relación con el mundo, mientras que la unidad de Jesús con Dios, su relación con 86

Dios está incluida en el título sólo implícitamente y ha de ser extraída y elaborada por una reflexión sobre el sentido que le es propio a partir de su origen. Pero, en este sentido, la profesión apostólica de fe parece haber recogido ya ambos títulos al decir que Jesús es hijo unigénito de Dios, pero también nuestro Señor. De este modo, describe por una parte la relación de Jesús con Dios, y por otra su relación hacia nosotros y hacia el mundo fundada en aquélla. Jesús como «nuestro Señor» tuvo que enfrentarse en la fe de la iglesia primitiva con toda variedad de «señores» que conocía el mundo helenístico; por una parte, allí se encontraban los emperadores romanos, que en griego eran designados por el título de kyrios, por otra, las divinidades de los cultos mistéricos. Frente a todos ellos, Jesucristo fue anunciado y predicado como el Señor verdadero, como el verdadero Señor del mundo. Todo debía serle somendo. Por esto, la misión de la iglesia se encuentra, especialmente, bajo el signo de la dignidad del Señor por parte de Jesús. Y, por esto, el título señor designa desde la primitiva cristiandad la pretensión de la predicación cristiana a la verdad universal y total, la cual se manifiesta como tal verdad por el hecho de ser capaz de asumir en sí misma toda otra verdad.

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Concebido por el Espíritu santo, nacido de la virgen María

En la profesión bautismal romana del siglo tercero se puede leer aún esta fórmula; nacido del Espíritu santo y de la virgen María. Ambos miembros de la fórmula se encontraban uno junto a otro, coordinados, jnientras que en la forma actual se contrapone lo que viene de Dios (concebido por el Espíritu santo) y lo que viene del hombre (nacido de la virgen María). El sentido por lo demás, es el mismo: la existencia de Jesús es a partir de Dios, del Espíritu santo, está divinamente fundada y, sin embargo, ha nacido al mismo tiempo de María de una forma verdaderamente humana. Es curioso y digno de notar que ya en los primeros siglos de la iglesia el nacimiento virginal era signo de la verdadera humanidad de Jesús, en oposición a los gnósticos que no querían reconocer ningún nacimiento verdaderamente humano del redentor, y, o bien le atribuían un cuerpo simplemente aparente, o bien lo pensaban unido con el hombre de un modo igualmente aparente. Tanto en una como en otra concepción se expresaba la misma opinión, que el Dios inmutable e impasible no podía unirse verdaderamente con un hombre nacido en el tiempo, mudable, capaz de padecer, en definitiva, mortal. La profesión de fe, con los padres de la iglesia «antignó^ticos» del siglo segundo, acentúa por el contrario que el mismo hijo de Dios fue parido por la virgen María. La virginidad de este nacimien88

to no se acentúa tan fuertemente como suele ocurrir hoy, precisamente cuando más molestos o desasosegados nos encontramos ante ello. La virginidad del nacimiento resultaba completamente natural: el que Jesús como hijo de Dios no hubiera nacido como el resto de los hombres, tenía que parecerle algo muy plausible al hombre medio de la era helenística. Los mitos paganos relataban también el origen divino de hombres importantes y de grandes héroes. Así, se referían a Perseo y Hércules como hijos de Zeus. Por otra parte, no se entiende cómo Jesús iba a ir a la zaga de las grandes figuras del viejo Israel, que habían sido elegidas «desde el momento del nacimiento», tal como se nos cuenta de Sansón (Jue 13, 5), Jeremías (1, 5) y el siervo de Dios (Is 49, 5). Y ¿no había anunciado Isaías que el mesías nacería de una virgen? Así, al menos, podía leerse en la traducción griega del antiguo testamento (Is 7, 14 LXX, cit Mt 1, 23) Hoy, por el contrario, la afirmación de un nacimiento virginal de Jesús parece implicar una seria limitación a su completa humanidad. No acaba de entenderse por qué Jesús como hijo de Dios debía venir al mundo de un modo distinto del habitual. Pero, sobre todo, a la tradición del nacimiento virginal de Jesús se oponen serias dificultades históricas, y puesto que el contenido de tal tradición es un acontecimiento pasado y bien concreto, tales dificultades históricas no pueden soslayarse prescindiendo simplemente de ellas. La tradición del nacimiento virginal de Jesús aparece sólo en un par de escritos neotestamentarios, en concreto, en Lucas y en Mateo. Pablo y Juan se han exteriorizado de un modo más o menos claro en la dirección opuesta: Pablo dice del hijo de Dios (Gal 4, 4) que ha nacido de mujer y ha actuado bajo la ley. De este modo pretende expresar la igualdad de Jesús con los restantes hombres, mientras que la tradición del nacimento virginal de Jesús pretende decirnos precisamente todo lo contrario. Lo que verdaderamente tiene un peso importante es que Pablo conoce con toda seguridad la representación de un 89

nacimiento milagroso. La menciona en un contexto en el que se habla del nacimiento de Isaac de Sara (Gal 4, 23.27.29), contexto en el cual lejos de aplicarla a Jesús, la refiere en sentido alegórico a los cristianos como herederos de la promesa (Gal 4, 28). Si tales indicaciones hacen muy improbable que Pablo llegase a conocer la idea de un nacimiento virginal de Jesús, en el evangelio de Juan se encuentra un giro, que quizá tenga que entenderse, incluso, como una alusión polémica a la tradición del nacimiento virginal de Jesús. Jn 1, 13 dice hablando de los cristianos en general que no nacieron «de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios», y esto lo dice justo inmediatamente antes del versículo sobre la encarnación de la Palabra (1, 14). De los dos textos de Lucas y Mateo, los dos únicos que transmiten la historia del nacimiento virginal de Jesús, Le 1, 26-38 es el más antiguo. El punto de arranque de este relato es el pasaje (1, 35) donde se nos dice que Jesús debe ser llamado hijo de Dios por haber sido creado de María a través del Espíritu creador del mismo Dios. Esta frase nos ofrece la clave para comprender todo el relato. Este no sería otra cosa que una descripción o explicación gráfica del título «hijo de Dios». El relato debe fundamentar por qué Jesús es llamado el hijo de Dios. Ahora bien, puesto que este título está mucho más difundido en la tradición primitivo-cristiana que la historia del nacimiento virginal de Jesús, y puesto que en otros textos ya se dan otras fundamentaciones del mismo al remontarlo a la resurrección o al bautismo de Jesús, nuestra historia puede ser valorada o juzgada únicamente como una explicación ulterior del título procedente de otras fuentes. A tales relatos se les suele llamar «leyendas» (o sagas) etiológicas, ya que su finalidad o motivo no es otra que explicar cómo se ha venido a parar a una situación dada, cuál es su aitia, su causa. La situación dada, que constituye el objeto concreto de la explicación, es en este caso, como ya hemos dicho, la aplicación del título «hijo de Dios» a Jesús. Así, pues, la investigación 90

a fondo de la tradición en su forma más antigua nos proporciona, al reconocer su punto de partida y su finalidad, el argumento más fuerte contra su Habilidad histórica. Resulta, por consiguiente, que el nacimiento virginal no es más que una leyenda. En este caso podemos afirmarlo con absoluta seguridad porque el texto transmitido nos facilita con toda exactitud el motivo del surgimiento legendario de la tradición. Esto distingue de un modo radical la historia del nacimiento virginal de las tradiciones de la resurrección, con las cuales ha sido comparada frecuentemente. El mismo Karl Barth ha hablado de ambos milagros o prodigios como del comienzo y el fin de la historia de Jesús. Tal comparación está, por completo, fuera de lugar. Naturalmente, que se pueden encontrar también elementos legendarios en las tradiciones de la resurrección. Pero en ellos no se puede constatar en ninguna parte el motivo, del cual ha surgido toda la tradición, cosa que ocurre en el nacimiento virginal. El desarrollo de la tradición de la resurrección, tomada como totalidad y por muchos elementos legendarios añadidos que contenga, no es comprensible más que desde los puntos de partida históricos, que constituyen su contenido. Por el contrario, la tradición del nacimiento virginal, en su totalidad, ha surgido, manifiestamente, con la única finalidad de explicar el título «hijo de Dios», título que, por otra parte, dicha tradición encuentra como algo ya dado previamente. Esto es, al menos, lo que nos dice expresamente la versión más antigua del texto. Una constatación semejante, en lo que respecta al origen de la fe cristiana pascual, no ha sido intentada jamás, ni siquiera por los críticos más radicales. Y es que la tradición pascual no ofrece ningún punto de apoyo para una tal explicación. Esta es la diferencia fundamental en la forma de ambas tradiciones y en el proceso de su transmisión. Correlativamente, nos encontramos con una diferencia fundamental en lo que concierne a su significación para la fe cristiana y su mensaje: parece claro que en el antiguo cristianismo se ha dado un mensaje 91

cristiano sin la idea del nacimiento virginal de Jesús, y hasta podría ser que con un rechazo expreso del mismo. Pero nunca, aun remontándonos a los primeros inicios, se ha dado un mensaje cristiano, que no tuviera su centro en el anuncio de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Aquí nos encontramos con el fundamento y soporte de todo el anuncio cristiano, mientras que la historia del nacimiento virginal no es más que un fenómeno secundario y marginal. Pero no debemos pararnos aquí. Hemos de ahondar aún más en el motivo de esta leyenda. Ya hemos visto que su finalidad es explicar el título «hijo de Dios». Pero puesto que la leyenda tiene sus raíces en el ámbito judeo-cristiano, más exactamente en un cristianismo de origen judío muv marcado por las tradiciones helenísticas, apenas podemos admitir que los que relataron por primera vez esta aclaración del título «hijo de Dios» no supieran nada del antiguo significado de este título, significado que no exigía de ninguna manera un nacimiento sobrenatural. De ahí que hayamos de contar con que los primeros, que hablaron de un nacimiento virginal de Jesús, tenían lf intención, y una intención bien consciente, de ofrecernos una nueva interpretación de su filiación divina. Esto quiere decir que el motivo teológico del relato radica en situar la filiación divina en el comienzo mismo de la existencia de Jesús. Jesús no ha llegado a c er hijo de Dios desde su resurrección, tampoco desde su bautismo por Juan, sino que lo ha sido desde su mismo comienzo. No obstante, a pesar de todo lo que llevamos dicho sobre el carácter legendario del relato del nacimiento virginal, hemos de saber valorar el momento de verdad en esta intención teológica. El motivo, es decir, el que Jesús haya sido desde su comienzo el hijo de Dios, está plenamente justificado precisamente a partir de su resurrección. La razón es que ésta no sólo es la confirmación de su mensaje prepascual. La resurrección de Jesús significaba también la confirmación de la pretensión para su propia persona, pretensión que iba inevitablemente vincu92

lada a su mensaje. Esto supone que la resurrección es una confirmación que se remonta retroactivamente al origen mismo de esta persona. Como dijimos anteriormente, este motivo teológico condujo a la idea de la preexistencia de Jesús. La resurrección de Jesús crucificado confirma a éste en su unidad con Dios y esto significa: Jesús es en su misión y en su persona uno con la eternidad de Dios, incluso también antes de su nacimiento humano. La idea de la preexistencia fue vinculada posteriormente con el nacimiento virginal en el marco de la representación de la encarnación del hijo de Dios preexistente. La idea de la encarnación resume de forma concluyeme lo que los cristianos han de decir, a la luz de la resurrección, sobre la presencia de Dios en la persona de Jesús de Nazaret. La fe encarnatoria se encuentra, incluso, en conexión con el mensaje de Jesús; pues Jesús mismo habló de una presencia del Dios viniente en su propia aparición, en su propia palabra y en su propia acción. La fe en la encarnación es la forma, en que esta convicción de la presencia de Dios en Jesús ha encontrado su formulación definitiva en la comunidad cristiana. En esto, la fe en la encarnación de Dios en Jesús corresponde también a la verdadera intención de la historia del nacimiento. Igual que ésta, la profesión de fe en la encarnación confiesa que Jesús era desde el comienzo el hijo de Dios y que es en persona hijo de Dios. A pesar de todo, la idea de la encarnación se encuentra en contradicción con la explicación, que pretende dar la tradición del nacimiento virgina1 de Jesús para la filiación divina, explicación que es el motivo del surgimiento de esta leyenda: si Jesús fuera hijo de Dios por el hecho de haber sido creado por Dios en María, entonces no podría haber sido ya hijo de Dios en el sentido de la preexistencia. La explicación de la filiación divina de Jesús en el sentido de su preexistencia y la que se basa en la representación de su nacimento virginal se contradicen mutuamente. En este conflicto debemos reconocerle un mayor peso obje93

tivo a la idea de la preexistencia. Pensemos en que el acontecimiento de la resurrección no es lo que hace a Jesús hijo de Dios, en el sentido de que no lo fuera hasta dicho acontecimiento. Más bien, el sentido de la resurrección es el de confirmación de la misión prepascual de Jesús. Esta misión, sin embargo, no se puede separar de la persona de Jesús, sino que fundamenta su potestad divina. Esto supone, a su vez, que la filiación divina de Jesús no comenzó con su bautismo, el inicio de su misión pública, sino que caracteriza a su persona desde el comienzo de su existencia. Pero como filiación divina en el sentido de la unidad con la esencia de Dios no puede fundamentarse tampoco con el nacimiento de Jesús, sino que tiene que ser pensado como participando de la eternidad de Dios, tal como es expresado en la idea de la preexistencia. ¿Cómo podría, dado este estado de cosas, el cristiano de hoy pronunciar el «concebido por el Espíritu santo, nacido de la virgen María» como su propia profesión de fe? ¿No nos dicen todas estas consideraciones que dicha expresión ya no puede ser nuestra confesión? No obstante, se ha puesto también de manifiesto que este cristiano de hoy puede seguir afirmando la intención, de la cual surgió la historia del nacimiento virginal de Jesús, aun cuando esta intención haya transcendido su propia expresión, tal como quedó configurada en la leyenda del nacimiento, y haya apuntado hacia la idea de la preexistencia de la filiación divina de Jesús en la esencia eterna de Dios. El cristiano de hoy puede compartir, además, las intenciones por las cuales fue asumida esta fórmula en la profesión de fe. En primer lugar, se trataba de dejar bien asentado que el hijo de Dios es idéntico con el hombre histórico Jesús de Nazaret. Dios no se conformaba con hab'lar entre los hombres bajo un disfraz humano, que luego podía quitárselo a su gusto y capricho. En Jesucristo Dios se ha vinculado de un modo definitivo con los hombres, y de este modo con la humanidad. En segundo lugar, esto significa que Jesús no se convirtió 94

en hijo de Dios en un momento concreto de su historia, sino que ha sido y es, en su persona, desde el comienzo este hijo único de Dios, el mediador del reinado de Dios para la humanidad. Desde esta perspectiva, la fórmula del nacimiento virginal de Jesús expresa la definí tividad de la revelación de Dios en Jesús, de la vinculación de Dios con este hombre y, a través de él, con la humanidad. Es evidente que la mayoría de los cristianos buscarían hoy, para esta intención, si de ellos dependiese, una expresión bien distinta de la que se les ofrece a través de la historia del nacimiento virginal de Jesús. Pero esto no es decisivo cuando entramos a tomar parte en la confesión de otros. Entonces es suficiente el acuerdo y la identificación en la intención; no es necesario que la expresión elegida sea la que podríamos llamar nuestra. La intención justifica el asumir la confesión como expresión de la fe de la iglesia, no sólo la del presente, sino la que llega hasta sus comienzos. La alternativa no sería entonces un cambio de esta formulación por separado, sino de toda la profesión de fe. Ahora bien, es esta profesión de fe, y esta profesión sólo en su forma clásica, la que se ha convertido y es signo de la unidad de la cristiandad a través de la historia. Este valor significativo fundamenta su función litúrgica insustituible en la iglesia actual.

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Que padeció bajo Poncio Pilato, crucificado, muerto y sepultado

Llama la atención el modo como el credo apostólico conserva todos y cada uno de los detalles de la pasión de Jesús: la mención del gobernador romano Poncio Pilato alude a que la pasión de Jesús tuvo lugar en plena publicidad, a la luz de lo históricamente constatable. A continuación son enumerados cuidadosamente cada uno de los estadios del acontecimiento: crucificado, muerto y sepultado. En todo ello se pone un acento especial en resaltar que la crucifixión de Jesús acabó con su muerte y que esta muerte fue sellada con su sepultura. Pues precisamente la muerte del mismísimo hijo de Dios, tan discutida por los enemigos gnósticos de la iglesia, es lo que garantiza a los cristianos la superación de la muerte. Sólo por el cuidado con que son mencionadas la muerte y la sepultura de Jesús junto a su crucifixión, puede sospecharse la interpretación de la muerte de Jesús en el texto de la profesión de fe. Por lo demás, en este pasaje está caracterizada con una sobriedad asombrosa. La sucesión de los acontecimientos es lo único que se menciona expresamente. Ni una palabra, por el contrario, se nos dice acerca de las distintas interpretaciones primitivas de la muerte de Jesús. Falta la vieja idea, que muy probablemente se remonta al mismo Jesús (Le 13, 33 y 34 s.), de que Jesús tenía que padecer el destino de todos los profetas. El credo no dke ni una palabra sobre la necesidad

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divina de la muerte de Jesús, tal como se mantiene a partir de la prueba escriturística. Esta idea había sido desarrollada en muy diversas direcciones dentro de los escritos de la primitiva iglesia. Así, se encuentra en el cristianismo primitivo la comprensión de la pasión y muerte de Jesús como expiación. La tradición de la última cena habla de la sangre derramada «por muchos» (Me 14, 24) o «por nosotros» (Le 22, 20). En otros pasajes se encuentran interpretaciones de la muerte de Jesús como pago del rescate por nuestros pecados (Me 10, 45), como sacrificio expiatorio en sentido cúltico (Rom 3, 25 y en la carta a los Hebreos), como sacrificio de alianza, que sella la nueva alianza de Dios con los hombres (1 Cor 11, 25; Le 32, 20). Todas estas imágenes, tomadas de la prueba escriturística veteroiestamentaria de la necesidad divina de la muerte de Jesús, contienen la idea de que su muerte tuvo un sentido vicario, de que fue en nuestro lugar. Esta idea se expresa también en el apostólico, si bien sólo de un modo indirecto. Tal referencia indirecta está contenida en la acentuación especial que se pone en la muerte y en la sepultura de Jesús. No es fácil llegar a tener una idea clara del sentido en que se le puede atribuir un significado vicario a la muerte de Jesús. Para llegar a adquirirla se debe partir de la siguiente cuestión: ¿Cómo se relacionan la prisión y condena de Jesús con la peculiaridad de su mensaje y de su misión? Resulta muy improbable que Jesús emprendiese su última marcha hacia Jerusalén con la intención de buscar precisamente su muerte, tal como los evangelios tratan de presentárnoslo, especialmente, a través de las predicciones de la pasión. Según el juicio de la mayoría de los exegetas actuales, éstas no son palabras auténticas de Jesús. En ellas debemos ver, más bien, la expresión de la previsión de los acontecimientos atribuida a Jesús por la comunidad posterior. Frente a esto, se ha de mantener que tales acontecimientos tuvieron el carácter de unos sucesos que sobrevinieron de un modo verdaderamente imprevisible. No se puede decir que fueran 97

buscados y arrancados por el mismo Jesús. No obstante, hay que aceptar como una hipótesis muy probable que Jesús contase con la posibilidad real de un fin catastrófico para su subida a Jerusalén. No olvidemos, a este respecto, que Jesús vivió el fin del Bautista y que conocía bien toda la tradición judía de la pasión de los profetas. Pero, a pesar de todo, no debe buscarse el sentido de la ida a Jerusalén en la intención de un autosacrifício de Jesús planeado por él ya de antemano. Más bien, todo parece indicar que tal sentido fuera el de hacer que los judíos optasen de una vez en la capital del reino a favor o en contra de su mensaje. ¿Cómo debería entenderse, por otra parte, un sacrificio de Jesús preparado intencionadamente por él mismo? ¿con qué finalidad concreta debería ofrecerse tal sacrificio? La idea de que la muerte de Jesús expía los pecados del mundo es una interpretación ulterior del acontecimiento y no un efecto provocado intencionadamente por Jesús. Es poco lo que sabemos con seguridad acerca de la sucesión de los hechos del proceso. Al parecer, Jesús se hizo sospechoso a los romanos como incitador de revueltas. Tal como consta en la inscripción de la cruz, fue crucificado como alborotador y pretendiente a mesías. El delito de revuelta o alboroto representaba con toda seguridad una calumnia, pues Jesús no sólo no pretendió para sí el título de mesías, sino que lo rechazó expresamente. ¿Cómo se llegó entonces a la inscripción de la cruz? Ocasionalmente ha sido puesto en duda, aunque ciertamente sin motivos suficientes, el que las autoridades judías tuvieran su parte en esto y el que tuviera lugar un interrogatorio ante el sanedrín antes de la entrega a Pilato. Si las autoridades judías no hubieran tenido parte, hubieran podido y debido defender a Jesús contra una acusación tan fuera de sitio. Pero, ¿por qué motivos se vio llevada a meterse en el asunto dicha autoridad judía y por qué fue entregado Jesús al juicio del gobernador bajo falsas acusaciones? No es fácil, ni mucho menos, responder a tales cuestiones. Quizá se pensaban las auto98

ridades judías que, dada la ascendencia de Jesús entre el pueblo, de no intervenir podían ellas mismas hacerse sospechosas de intenciones rebeldes. En todo caso había que añadir a esto que ya existía, por otros motivos, un conflicto abierto entre Jesús y los guardianes de la tradición judía. La pretensión de poder que implicaba y expresaba la totalidad de la existencia de Jesús, pretensión que ponía al mismo Jesús por encima de la ley, tenía que aparecer como una verdadera blasfemia para aquellos judíos, que juzgaban su acción y su palabra desde fuera, sin dejarse coger en absoluto por la fuerza de su mensaje del reino de Dios. El concepto de blasfemia era entonces, al parecer, tan amplio que cualquier roce con la autoridad divina de la ley era considerado como tal. En este sentido, el «pero yo os digo» que contraponía Jesús a las sentencias de la ley en las antítesis del sermón de la montaña tenía que ser comprendido como blasfemia, del mismo modo que unas palabras de Jesús contra la permanencia duradera del templo, palabras que quizá provocaron la intervención del sanedrín. Sin embargo, la autoridad judía no mandó apedrear a Jesús, sino que lo entregó a los romanos bajo el peso de falsas acusaciones, para que fueran ellos los que lo condenasen. Esto puede deberse a que los romanos se habían reservado a la sazón —cosa que en cualquier caso es dudoso—• los procesos que pudiesen desembocar en la pena capital, o bien se explica simplemente por el hecho de que las autoridades judías querían evitar a toda costa el levantamiento de los seguidores de Jesús. En todo caso, el motivo verdadero y más profundo, que condujo el proceso, condena y ajusticiamiento de Jesús debe buscarse en el conflicto entre él y las autoridades judías. Este conflicto vino provocado, como dijimos, por el carácter total de la existencia de Jesús y queda perfectamente descrito por la acusación de blasfemia, En este sentido hay que decir que los representantes judíos no se condujeron movidos por sentimientos individuales reprobables. Al repudiar a Jesús y cooperar a su condena actuaron como representantes 99

de la tradición israelita y del pueblo judío. Por otra parte, al actuar así, tampoco actuaron sin más en nombre* de la verdadera eleccxón y vocación de este pueblo: su legitimación para hablar y actuar por el pueblo de Israel, elegido por Dios, no puede dejar de sentirse cuestionada por el hecho de que el mismo Dios de Israel se declarase P° r la resurrección de Jesús a favor de la pretensión, cc ,n que se había presentado el anuncio de Jesús del reino próximo de Dios; una pretensión que podía aparecer para u n judío consciente de la tradición y en la situación de ambigüedad prepascual como una auténtica blasfemia poí causa del escaso respeto de Jesús a la ley. No es fácil responder a la cuestión acerca del grado de compromiso con que los dirigentes judíos de aquel tiempo tomaron parte en el proceso de Jesús. No tís fácil porque a pesar de que han pasado casi veinte siglos desde entonces sigue sin poderse afrontar la cuestión con espíritu sereno e imparcial. Y es que durante estos veinte siglos los cristianos no han hecho más que acumular enemistad hacia los judíos por causa del deicidio que le ha sido atribuido a la totalidad del pueblo judío. La espantosa historia de esta enemistad cristiana hacia los judíos ha sido favorecida por un error de la iglesia paganocristian^- Esta cargó al pueblo judío, exclusivamente y en contraposición al resto de la humanidad, con la culpa de la muerte de Jesús, cuando lo correcto hubiese sido reconocer ¿il pueblo judío, en su participación en el proceso, como representante de toda la humanidad. De este modo y cc>n una mentalidad muy poco cristiana, se liberaba a la parte no judía de la humanidad de una pesada carga a base de culpar al pueblo judío, con lo cual se disolvía la solidaridad de los cristianos con el pueblo de la elección de Dios, elección a la que el mismo Pablo había seguido otorgando gran importancia. El rompimiento de esta solidaridad con el pueblo judío por causa de la cruz de Cristo puede muy bien considerarse la condición previa decisiva" de la enemistad crist;ana hacia los judíos. Dicha enemistad quedó perfectamente reflejada en la concepción tao poco 100

bíblica, según la cual Dios habría repudiado definitivamente al pueblo de Israel por causa de la crucifixión de Jesús, le habría sustraído la elección de Abrahán y se la habría otorgado a la iglesia como al nuevo Israel. Este enfoque, que durante tanto tiempo ha enrarecido las relaciones entre ciistianos y judíos fue revisado en 1948 en Amsterdam en la primera asamblea general del consejo ecuménico. Dicha asamblea exhorta a que en la enseñanza cristiana deban «presentarse los sucesos que condujeron a la crucifixión de un modo tal, que no recaiga sobre el pueblo judío de hoy una responsabilidad, que le concierne a la humanidad como totalidad y no a una taza o comunidad». De un modo parecido, la declaración del segundo concilio Vaticano sobre las relaciones de la iglesia con el pueblo judío se opone de un modo claro a que los judíos sean considerados «como repudiados o condenados por Dios». No basta, sin embargo, con restaurar la solidaridad rota con el pueblo judío ante la cruz de Cristo, cruz de Cristo que según Ef 2, 14-16 no habría hecho más que reconciliar paganos y judíos. Para el diálogo presente entre cristianos v judíos es también muy importante que el pueblo judío no se identifique como totalidad y para siempre con el comportamiento concreto, que tuvieron entonces sus autoridades oficiales. Por esto se nos dice en la declaración del segundo concilio Vaticano: «Aunque las autoridades judías junto con sus partidarios instaran a la muerte de Cristo, no por eso se puede hacer recaer la carga de los sucesos de su pasión ni sobre todos los judíos vivientes a la sazón ni sobre los judíos de hoy». Con todo, se ha de tener presente que esta afirmación está herha desde el punto de vista exclusivo de la responsabilidad individual. Por consiguiente, descarga a individuos particulares de aquel tiempo y de generaciones posteriores pertenecientes al pueblo judío de la responsabilidad de la muerte de Jesús. No obstante, no se toma postura expresa ante lo que es la cuestión fundamental para la concepción tradicional; a saber, en 101

qué medida actuaron en nombre del pueblo judío las autoridades judias que tomaron parte en el proceso de Jesús. Punto que es, precisamente, el fundamental y decisivo. Por una parte —como veremos más exactamente^—•, tiene gran importancia el hecho de que las autoridades judías de entonces tomaran parte en el proceso de Jesús no sólo como individuos sino como representantes oficiales del pueblo judío. Es importante porque de ello depende que el efecto vicario de su muerte valga no sólo para jueces, sino también para todo el pueblo y, por encima de él, para toda la humanidad, cosa que puede aplicarse también y correspondientemente para la participación de Pilato como representante de Roma, y no sólo de Roma sino del poder estatal. Por otra parte, a la luz de la resurrección de Jesús queda totalmente socavado no sólo el derecho a juzgarle, sino también la legitimación de sus jueces judíos para emitir un juicio sobre él en nombre del pueblo elegido. Sin que por esto sufra menoscabo alguno el significado vicario de la muerte de Jesús para el pueblo judío y por tanto para la humanidad elegida por Dios, de este modo queda anulada la legitimación de los jueces de Jesús para emitir definitivamente su juicio sobre él como voz de la auténtica herencia de Israel y, así, de la tradición constitutiva para el pueblo judío. La elección del pueblo judío se muestra, más bien, a través de la resurrección de Jesús, la cual nos lo revela como unido al Dios, que lo ha resucitado contra el juicio de sus jueces y al que antes ha anunciado como el Dios del reino futuro. A partir de aquí y a la luz del acontecimiento pascual se les abre, precisamente también a los judíos, la posibilidad de revisar el juicio emitido una vez sobre Jesús como no justo y, además, como no definitivamente pronunciado en representación legítima del elegido pueblo de Dios. Y esto independientemente de que una tal revisión tenga lugar expresamente dentro de la fe cristiana pascual, o bien a partir de una comprensión mejor de la tradición judía. De este modo, la posibilidad de una revisión del 102

juicio judio sobre Jesús tendría sus repercusiones sobre la comprensión del mismo pueblo de Dios y no se reduciría a fundamentar una postura de excepción para determinados individuos particulares. Todas estas reflexiones presuponen ya el sentido vicario de la muerte de Jesús. Este sentido se funda en que bajo la perspectiva pascual todo lo acontecido anteriormente queda expuesto a una luz nueva y distinta. Por la resurrección, el mismo Dios se declara a favor de la pretensión de Jesús, una pretensión que con anterioridad podía parecer blasfema a cualquier judío fiel a la ley, por cuanto suponía la contraposición de Jesús a la autoridad de Moisés. A partir de la resurrección se han cambiado las tornas de los participantes en el suceso: ahora los que aparecen como blasfemos son los que han condenado a Jesús como blasfemo. Este es el efecto de la confesión de Dios a su favor por la resurrección. Así, en sentido estricto, Jesús ha muerto por ellos, en su lugar —por el crimen de blasfemia, que sus jueces le habían imputado a través de su juicio. Ahora bien, estos jueces no trataron sólo como individuos aislados, sino como representantes oficiales de su pueblo. Precisamente por esto, la fuerza vicaria de la muerte de Jesús se extiende más allá de su círculo y alcanza a todo el pueblo, más aún, no sólo a éste, sino a toda la humanidad, puesto que el pueblo judío como pueblo elegido de Dios representa a toda la humanidad ante Dios. En este hecho objetivo se ha de ver el fundamento histórico de la afirmación cristiana de la fuerza vicaria de la muerte de Jesús. De un modo similar, la resurrección de Jesús arroja también su luz sobre la participación de Pilato, lo que es igual que decir de Roma y de los intereses del poder político representados en el mundo de entonces por Roma. ¿Qué nos dice esta luz acerca de la participación de estos poderes en la muerte de Jesús? En el trasfondo de todo ello se encuentra el conflicto entre el mensaje de Jesús y las pretensiones del poder político. Este conflicto 103

no hay que situarlo, con toda seguridad, en la acusación hecha a Jesús de abrigar intenciones de un levantamiento nacional judío contra las fuerzas de ocupación romanas. Donde realmente estaba el problema era en que el anuncio de Jesús sobre la proximidad del reino de Dios y su autoridad exclusiva para los hombres socavaba muy seriamente los fundamentos espirituales del imperio romano. Esto lo experimentaron, en los siglos siguientes, los emperadores, que se encontraron repetidas veces con abundantes cristianos que se negaban a ofrecerles culto y veneración divinos. El reinado de Dios, entendido en el sentido exclusivo de Jesús, priva a todo orden político de su pretensión absoluta frente a los hombies, que viven bajo su dominio. La radicalidad de esta oposición se suavizó después de Constantino por medio de la vieja concepción, ahora obligada, del poder imperial como imagen y representación terrena del reinado de Dios. Por el contrario, en la cruz de Cristo se manifestó esta oposición con toda su crudeza y radicalidad. A la luz de la manifestación de poder divino de la resurrección de Jesús aparece —aunque este rasgo fuera suprimido muy pronto por la tradición cristiana por intereses apologéticos— el acto de su condena precisamente como aquel crimen laesae majestatis, por razón del cual el procurador romano había hecho ajusticiar al presunto o supuesto revolucionario Jesús. Evidentemente, la autoridad violada aquí es la de Dios y no la del emperador romano. En la cruz de Cristo se patentiza, pues, la tendencia que tiene todo poder político a violar la autoridad y la majestad de Dios, una tendencia que se torna operante allí donde el poder político se asume una vinculabilidad absoluta. Al mismo tiempo, la resurrección del crucificado hace bien patente que los hombres no tienen por qué sentirse vinculados en conciencia a tales pretensiones, cosa que, por lo demás, quedó bien clara en la resistencia de los primeros cristianos contra el culto al emperador. Por la resurrección del crucificado, el individuo está liberado de toda vinculabilidad absoluta a los que ha204

cen valer su autoridad y poder en la sociedad. Pero tampoco se puede decir que el poder político sea únicamente condenado. Es cierto que queda humillado por la autoridad superior de Dios, que ha dado la vuelta a su juicio al íesucitar al crucificado, pero no es menos cierto que, a su vez, esta resurrección supone también su liberación, siempre con la condición de que acepte esta humillación. Pues también hay que hablar en este sentido de una función vicaria de la muerte de Cristo. El hombre de estado Pilato incurrió él mismo por motivo de su juicio sobre Jesús y ante Dios en la pena de lesa majestad que le fue imputada a Jesús. Esto es lo que implica la resurrección de Jesús en la medida en que pone de manifiesto que su condena fue injusta. Desde este punto de vista, es cierto, por lo demás, que el motivo de la vicariedad queda vinculado al reconocimiento del Dios de Israel, activo y operante en la resurrección de Jesús, como el Dios único de todos los hombres. Con otras palabras, dicho motivo adquiere toda su relevancia sólo 'i través de la analogía de la vicariedad, que se revela por la luz de la resurrección en la relación de Jesús con sus jueces judíos. Y es que no se puede hablar simp'emente de vicariedad por el hecho de que otro cargue con la culpa en la que uno mismo ha incurrido. El desasiré sería aún mucho mayor, más funesto, si de este modo no se liquidara la propia pena, no se borrara la culpa Tal significado vicario implica el característico trastrueque de justos y culpables en el proceso de Jesús sólo por ti hecho de que según su mensaje la confianza en él como mensajero del reinado de Dios encierra el perdón áz todos los pecados. Por esto puede decirse que su muerte no sólo ha cargado sobre sí, sino que también ha borrado la pena de blasfemia para aquellos que creen en él. En el gran día de la reconciliación del antiguo Israel, el sumo sacerdote por ordenación graciosa de Dios estaba autorizado para cargar al macho cabrío con los pecados del pueblo. Soltado después el macho cabrío, se encamMiaba hacia el desierto donde se adentraba con 105

la culpa del pueblo, que quedaba liberado de ella. A imagen de' macho cabrío, Dios ha hecho de Jesús, como canta la liturgia eucarística, el cordero que ha llevado los pecados del mundo. Tales .eflexiones presuponen que entre los hombres puede d?rse algo así como vicariedad, y que ésta es particularmente posible en el ámbito de la culpa humana. Tal posibilidad ha sido repetidas veces cuestionada por los críticos Je la doctrina eclesial de la vicariedad, especialmente desde los socinianos de los siglos xvi y xvn. Los ataques han ido dirigidos siempre contra la posibilidad de una vcariedad en el ámbito de la culpa moral. Una deuda en dinero, por ejemplo, sí que puede liquidarla otro por mí; «pero una culpa moral, si no la expía aquel que la ha contraído, no se expía en absoluto» (D. F. Strauss) Fausto Sozzini opinaba que Dios cometería una injusticia si castigara a un inocente por los culpables, y esto sobre todo porque los culpables se encuentran igualmente en sus manos. Esn- argumento carece de valor frente a la argumentación que hemos seguido hasta ahora, puesto que la ausencia de culpa de Jesús respecto a la acusación de blasfemia no queda probada y decidida hasta la resurrección. Pero es que, además, el concepto individualista de culpa, que subyace a esta crítica, es muy cuestionable. El carácter social de la existencia humana es base y fundamento de que cada individuo al actuar contraiga unas responsabilidades, que se extiendan más o menos a otros. Cada uno está implicado con su hacer en la comunidad, en que vive, y participa al mismo tiempo en la acción de los restantes. Así, en la vida social, la vicariedad es un fenómeno general. La misma división del trabajo en que está estructurada la vida profesional tiene un carácter vicario. El que ejerce una profesión responde en su ejercicio de la totalidad, a la que sirve, y al mismo tiempo está necesitado de las actividades específicas, a las que se dedican los otros. El que individuos concretos o grupos parciales puedan cargarse vicariamente por una totalidad con ciertos resultados de 106

comportamientos buenos o malos, es algo que se experimenta precisamente en tiempos críticos. El pueblo alemán lo sabe perfectamente. El hecho de que fueran expulsados sus habitantes de las provincias orientales y que Alemania fuera dividida, condujo a que las partes del pueblo alemán tuvieran que soportar las consecuencias de la guerra según medidas bien diferentes. Mucho de lo que le sobreviene a una comunidad como totalidad, repercute de un modo especial en individuos o partes de la misma, que representan toda la sociedad en tal situación. El individualismo de la responsabilidad ética no puede sustraerse nunca por completo a tales implicaciones, sin perder la conexión con la realidad de la vida humana. E, inversamente, sóío podemos preguntarnos con sentido acerca del significac'o vicario de la muerte de Jesús bajo el presupuesto del significado general de la vicariedad en la vida colectiva de los hombres. Sin este fenómeno universal en la vida humana, la doctrina de la fuerza representativa de la muerte de Cristo sería una afirmación vacía de sentido. La fuerza representativo de la muerte de Jesús, como se deduce de estas reflexiones, es aplicable en primer lugar al pueblo de Dios, Israel. Pero debe tenerse en cuenta la circunstancia de que Israel fue elegido por Dios vicariamente en nombre de toda la humanidad. Este hecho y el que Pilato participase en la crucifixión de Jesús nos hacen caer en la cuenta de que la muerte de Jesús tiene un significado vicario no sólo para Israel sino para todos los hombres. Por lo demás, la validez universal del significado salvífico de la muerte de Jesús va unida a que todos los hombres participen en su vida de aquella contradicción ante Dios, que se manifiesta en la condena de Jesús por sus jueces. De ahí, que Pablo haya podido decir que la universalidad del pecado de los hombres sea la condición de la significación salvífica de la cruz de Jesús para todos los hombres. Porque todos los hombres han pecado, porque todos viven de un modo existencialmente constitutivo en la blasfe107

mia, modo de vida que ha alcanzado su máxima expresión en el repudio de Jesús como blasfemo por los jefes del mismo pueblo elegido por Dios, por eso, Jesús ha cargado vicariamente con la pena de la blasfemia no sólo por el pueblo judío, sino por todos los hombres. La universalidad del pecado posibilita la universalidad de la salvación de la redención (Rom 11, 32; 3, 21 s.). De este modo, el repudio de Jesús por su pueblo se ha convertido según decreto •' voluntad de Dios en la reconciliación del mundo (Rom 11, 15). Para Pablo esto no era sólo una afirmación abstracta y universal, era una verdadera fuerza operante en la historia y transformadora del mundo. Pues el rechazo de Jesús en nombre de la ley derogó la ley y posibilitó, así, el mensaje paulino del acceso a la salvación a través de Jesús sin la ley. Es evidente que la fuer?a representativa de la muerte de Jesús no puede significar ni significa que, por el hecho de que haya muerto por nosotros, nosotros ya no tengamos que morir. Significa simplemente que, en adelante, ya nadie tiene que morir solo, sino que precisamente en la muerte puede constituir una comunidad con la muerte de Jesús. Esta comunidad de nuestro morir humano con la muerte de Jesús es el contenido básico y fundamental del significado vicario de su muerte. Por el hecho de que Jesús asuma nuestra muerte en la suya, se transforma el carácter de nuestro morir. En la comunidad con Tesús, éste pierde su carácter desesperado y es superado por la vida, que ha aparcado ya en la resurrección de Jesús. Jesús ha borrado de una vez para siempre, ha acabado con la muerte de: blasfemo, del excluido de toda comunidad con Dios. Tal separación de Dios, del origen de toda vida, es, en definitiva, la verdadera seriedad de la muerte, al menos si entendemos la muerte, como lo hacía Pablo, como sello de la autocerrazón del hombre ante el origen divino de la vida. Pero, desde la muerte de Jesús, nadie tiene que volver a morir esta muerte. Basta con que se viva y se muera en comunidad 108

con Jesús, confiando en él. En comunidad con la muerte de Jesús, a la cual ha seguido la confirmación de Jesús por el mismo Dios, nuestra muerte pierde su sentido trágico y se convierte en _ma muerte en esperanza.

Descendido a los infiernos

La mención del descenso de Jesús a los inflemos es una de las partes más tardías de la profesión apostólica de fe. En la confesión bautismal de la comunidad romana, que se remonta hasta el siglo segundo, no se menciona aún en absoluto el descenso de Cristo. Hasta el siglo cuarto no se introduce este descenso de Cristo, precisamente entre la sepultura y la resurrección. De este modo, no cabe duda, se pretendía una descripción más detallada y extensa del destino mortal de Jesús: Jesús no ha tenido que soportar únicamente el aspecto corpóreo de la muerte, ha tenido que cargar también con lo que la muerte significa para el aspecto personal del hombre como destino merecido por el pecado, es decir, con la muerte como exclusión y separación de Dios y de su salvación. Esta significación de la muerte de Jesús fue puesta ya de relieve al hablar de los acontecimientos de la crucifixión y muerte de Jesús. En cualquier caso, Jesús murió como un repudiado por las autoridades religiosas de su pueblo. Esto tenía que significar para él, como judío, que Dios mismo le repudiaba y rechazaba, aunque por otra parte se sabía enviado por este mismo Dios y representante de él. Precisamente por esto, porque Jesús había anunciado como ningún otro la proximidad de Dios, tenía que tocarle en lo más profundo de su ser el 110

rechazo de que había sido objeto en nombre de este mismo Dios. Es cierto que la muerte sella en todos los hombres la separación de Dios, esa separación que constituye la verdadera esencia de la existencia fracasada, del pecado, de la autocerrazón del hombre. El hombre se separa del origen de toda vida al cerrarse en sí mismo y centrarse alrededor de sí. La muerte no hace más que poner esto de manifiesto, exponerlo a la luz. Pero, ¿quién experimenta esto a la hora de la muerte? ¿Para la mirada del que sobrevive no es lo que más impresiona, precisamente, la banalidad que tan frecuentemente caracteriza el morir de los hombres? Justamente en nuestros días, ya apenas se da una preparación para la muerte, preparación que ocupaba un lugar tan central en el medioevo cristiano. Mientras se pueda, la mayoría de los hombres apartan sus miradas de nuestro destino mortal. Metemos a nuestros enfermos y moribundos bajo las frías paredes de las clínicas. E incluso el mismo moribundo queda sustraído, casi siempre, de la oscura profundidad de ía muerte humana por su sufrimiento o por una perturbación de su conciencia. Esta oscura profundidad de la muerte humana se expresa solamente cuando la muerte es experimentada como exclusión de Dios, y esto sólo puede ocurrir en la medida en que alguien se sepa en la proximidad de Dios o sepa de ella. Ahora bien, la antigua dogmática afirmaba que el sufrimiento principal del infierno consistía en ser plenamente conscientes de la exclusión de la proximidad de Dios. Aquí radican las razones objetivas de la interpretación que hace Lutero del descenso de Cristo a los infiernos, interpretación que se centra en el sufrimiento moral, en el tormento espiritual que tuvo que experimentar el vocero de la proximidad y cercanía de Dios, el cual se sabía en su conciencia vinculado por Dios a la autoridad de la tradición judía, la misma autoridad por la cual había sido rechazado. La representación del infierno es ciertamente fantástica sobre todo si consideramos la serie de detalles 111

particulares, que han pasado a ocupar un lugar en multitud de cuadros sobre el juicio final. El valor documental de los cuadros de los sufrimientos del infierno ha de juzgarse como bastante insuficiente, precisamente porque el rasgo fundamental, la exclusión de la comunidad con el Dios vivo, no aparece en absoluto en los mismos. Y es este rasgo fundamental de la representación del infierno el único que debe mantener la teología. El resto son añadidos de una fantasía cruel y horrorosa de los que dicha teología debe liberarse. De hecho, el infierno no sería otra cosa que el ser excluido de la cercanía de Dios a pesar de una clara conciencia de la misma. Esto significa que la cuestión acerca del «lugar» del infierno se basa en un tipo de representación inadecuada y superada ya hoy día. Ni el cielo ni el infierno tienen cabida en las coordenadas espacio-temporales del mundo de la experiencia humana de la naturaleza. Sin embargo, tampoco se trata únicamente de una descripción gráfica de la experiencia moral. Lutero ha unido el sufrimiento moral del crucificado con la tradición de su descenso a los infiernos. Ahora bien, esto no significa que la experiencia moral de nuestra vida presente fuera la única realidad que corresponde a la representación del infierno. Puesto que la mayoría de los hombres no viven en la experiencia de la cercanía de Dios, característica fundamental de la existencia de Jesús, tampoco les dirá nada la experiencia del infierno, ya que ésta presupone precisamente el saber de la proximidad de Dios. No obstante, no se elude esta experiencia por el simple hecho de retirar la mirada de ella. A esto, precisamente, hace referencia la idea de un juicio de los muertos, idea de la que nos ocuparemos más adelante. Una de las notas características de la peculiaridad de Jesús es haber experimentado la realidad del infierno en su conciencia ya en su misma muerte terrena. La conexión entre conciencia moral y experiencia del infierno no es un fenómeno humano que aparezca del mismo modo en todas partes. Normalmente no hace su aparición en 112

la vivencia habitual y corriente de los hombres. Como acabamos de decir, es una característica de la especial situación de la experiencia de la muerte de Jesús. La historia de la teología, sin embargo, ha mantenido repetidamente una interpretación del descenso de Jesús a los infiernos, que difiere, al menos aparentemente, de la interpretación que hemos venido ofreciendo a lo largo de estas líneas. Dicha interpretación entiende el descenso a los infiernos como expresión del triunfo de Jesús y no de su sufrimiento. El descenso de Jesús a los infiernos es representado como una marcha triunfal. Esto es lo que nos ha ofrecido con frecuencia el arte cristiano: al Cristo resucitado, que triunfa en el infierno sobre el diablo y que libera de sus llamas a Adán y Eva, primeros padres del género humano. Una concepción muy parecida se encuentra ya en el nuevo testamento en el único pasaje, donde se nos habla clara y detalladamente del descenso de Cristo al reino de los muertos. En la primera carta de Pedro se nos dice que Cristo «en el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el arca» (3, 19 s.). Tales «espíritus» se refieren, igual que en el resto de la literatura judaica, a las «sombras» de hombres desobedientes ya muertos. Por otra parte así nos lo confirma un pasaje posterior de la misma carta (4, 6) donde se escribe que «hasta a los muertos se ha anunciado la buena nueva». El anuncio del evangelio por el mismo Jesús en el mundo de los muertos no puede tener otro sentido que el de una predicación de conversión. Esto significa, entonces, que los que ya habían muerto son alcanzados igualmente por el mensaje cristiano. La salvación del juicio futuro a través de Jesús está abierta a los que en su vida mortal no pudieron conocer a Jesús o el mensaje cristiano. Los intérpretes cristianos procuraron suavizar, ya en los primeros tiempos eclesiales, el absoluto atrevimiento de esta idea. Por eso repiten hasta la saciedad que la predicación de Jesús en el reino de los 113

muertos iba dirigida solamente a los justos del antiguo Israel o, en general, a todos los hombres que habían sido justos en su vida sobre la tierra. El hecho es, sin embargo, que la primera carta de Pedro va más allá, sin alguna duda. La tendencia, aquí incoada, hacia una comprensión universalista de la salvación encuentra su máxima expresión en la idea de que Cristo ha salvado del mundo de los infiernos también a Adán, es decir, al hombre como tal. Tal idea se encuentra, por lo demás, en Orígenes y ocupa un puesto relevante en muchas de las representaciones pictóricas del descenso de Cristo a los infiernos. ¿Qué relación guarda esta interpretación del descenso de Jesús con la primera, que lo concebía como una descripción del sufrimiento de Jesús? Ambas representaciones, al parecer, se excluyen mutuamente. No obstante, ambas tienen una cosa en común: ambas son interpretaciones de la muerte de Jesús. Y en esto están estrechamente implicadas. Pues, por su muerte en el abandono de Dios, Jesús superó el abandono divino de la muerte para todos los hombres que están unidos a él. El significado vicario de la muerte de Jesús queda expresado en la representación de su victoria sobre los infiernos. La cruz de Jesús adquiere esta significación sólo a la luz de su resurrección. De ahí, que fuera plenamente coherente atribuir el descenso a los infiernos al resucitado, y esto aunque se tratase del significado de su cruz. Ciertamente, la alternativa, si fue el resucitado o el crucificado el que descendió a los infiernos, alternativa que fue una cuestión discutida entre la dogmática de los antiguos reformados y la de los antiguos luteranos, se nos antoja hoy como algo propio de un modo de pensar que identifica la imagen con la cosa misma. La primera carta de Pedro, al describir la victoria de Jesús sobre el infierno según la imagen de la predicación misionera primitivo-cristiana como predicación de conversión, expresa el alcance universal de la vicariedad acontecida en la cruz de Jesús, la universalidad de la salva114

ción que nos ha sido mediada de este modo. Con frecuencia se ha planteado la siguiente cuestión: Dios no se ha revelado definitivamente más que en Jesús, sólo en Jesús se ha manifestado la salvación a los hombres; ahora bien, si esto es así, ¿qué ha sido de todos aquellos hombres que vivieron antes de Jesús, y qué ocurrirá con todos aquellos que nunca llegarán a tener un contacto con el mensaje cristiano? ¿Qué será, finalmente, de los hombres que oyeron el mensaje cristiano, pero que —quizá por culpa de los mismos cristianos encargados de su anuncio— no llegaron a alcanzar su verdad? ¿Están todos estos hombres destinados a la condenación? ¿Permanecen eternamente excluidos de la cercanía de Dios que nos ha sido abierta a todos a través de Jesús? A estas amenazantes cuestiones la fe cristiana puede responder con una negativa. Este y no otro es el sentido de la fórmula del descenso de Cristo a los infiernos. Lo que no sabemos es si este sentido estuvo en la intención consciente de los que introdujeron dicha fórmula en la profesión de fe. Pero, en cualquier caso, connota este sentido a partir de su origen neotestamentario. Lo que ha acontecido en Jesús para la humanidad tiene validez también para los hombres que no han llegado a entrar en contacto ni con él ni con el mensaje sobre él. Y lo mismo puede decirse de aquellos a los que nunca se les ha manifestado la verdad de su figura y de su historia. A pesar de todo, la vida de estos hombres puede ser referida a la revelación de Dios manifestada en Jesús de una manera que nos queda oculta a nosotros y también a ellos mismos. Así, pues, lo acontecido en Jesús tiene que valer también para los hombres, sobre los cuales habló Jesús en sus bienaventuranzas aun sin saberlo ellos. Tales hombres, completamente independiente de su encuentro con Jesús, únicamente por motivo de su situación o de su comportamiento no tienen ninguna otra esperanza en sus vidas que el Dios, cuya cercanía, cuyo reino próximo anunció Jesús. De este modo, de un modo, pues, inescrutable para 22J5

ellos mismos y para nosotros, los hombres que nunca han conocido a Jesús están relacionados con él y con el Dios anunciado por él a través de la conexión de la humanidad y de su propia historia. Y esta relación significa también para ellos salvación o juicio. Por lo demás, está claro que una seguridad, una garantía de su salvación no la tenemos. La salvación le está garantizada únicamente a quien tiene expresamente comunidad con Jesús, y en esta comunidad la esperanza de superar la muerte con Jesús. Pero la salvación manifestada en Jesús puede alcanzar también a todos los demás hombres muertos antes de la llegada de Jesús al mundo, si bien, como hemos dicho, de un modo desconocido para nosotros. Hemos de esforzarnos, pues, por llegar a captar en este universalismo de la fe salvífica el sentido de la profesión cristiana de fe en la superación del reino de la muerte, en el descenso de Jesucristo al infierno. Una vez captado este sentido, no podremos menos de lamentar el que precisamente este artículo de la profesión apostólica de fe encuentra en nuestro tiempo tanta incomprensión y tanto rechazo.

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Resucitado al tercer día de entre los muertos, ascendido a los cielos

En la resurrección de Jesús se trata tiistóricamente de un suceso, del cual ha partido la historia del cristianismo. En particular, el acontecimiento pascual constituye el punto de partida de la historia de la fe en Cristo. Y este punto de partida es al mismo tiempo el fundamento objetivo permanente de esta fe y de su confesión. En este caso, origen histórico y fundamento objetivo son una y la misma cosa. Ya el que Jesús sea el mesías prometido de Israel, el Cristo, sólo pudo ser afirmado en vista de la confirmación de su misión por la resurrección del crucificado. Por esto y sólo por esto, Jesús, el repudiado por Israel, se nos muestra como el hijo único de Dios, como Señor nuestro y de todo el universo. Sólo a partir de la resurrección de Jesús puede hablarse con fundamento de una encarnación de Dios en su persona. La doctrina de la encarnación desarrolla solamente lo que la resurrección de Jesús significa retroactivamente para la totalidad de su existencia y de su persona. Y, finalmente, sólo también a la luz de la resurrección de Jesús, su muerte adquiere el sentido de la reconciliación de la humanidad, reconciliación consumada vicariamente. Si Jesús no hubiera sido resucitado de la muerte, no podríamos atribuir ningún significado salvífico a su muerte, pues ésta podría significar simplemente el fracaso de su misión. Los mismos

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enunciados siguientes de la profesión de fe, que tratan sobre Jesucristo, tienen su fundamento objetivo en el acontecimiento pascual: tanto la confesión de la elevación de Jesús a la derecha de Dios, a la participación en el poder de Dios, como la espera de la vuelta de Jesús para el juicio final se han de comprender como consecuencias del hecho de su resurrección de entre los muertos. En la resurrección de Jesús nos encontramos, pues, con el fundamento que sostiene a la fe cristiana. Si se desmorona, cae por tierra todo lo que confiesa la fe cristiana. Naturalmente, esto no puede significar que el acontecimiento de la resurrección, tomado por sí solo, tuviera esta importancia decisiva y fundamental. Como tal, hay que verlo dentro del contexto de la existencia histórica de Jesús, con la cual constituye una unidad. Y al hacerlo fundamenta de nuevo este contexto, al hacer que aparezca bajo una luz completamente nueva, en la medida en que trae la confirmación definitiva de la existencia de Jesús y de su incomparable pretensión de poder, bajo la luz de los últimos tiempos, si bien aún no como ruptura de la historia de la humanidad por el juicio divino. Por una parte, la resurrección de Jesús está unida, hacia atrás, con la existencia terrena de Jesús, por otra parte —hacia el futuro—, con la espera escatológica del juicio y de la transformación de todas las cosas. Todas estas realidades, conexionadas entre sí, quedan caracterizadas de ese modo que es único y exclusivo de la fe cristiana sólo por la luz que arroja sobre ellas la resurrección de Jesús; la conexión entre tales acontecimientos es la que les confiere la resurrección de Jesús Planteémosnos ahora la siguiente pregunta: ¿qué es lo que debe haber acontecido cuando hablamos de la resurrección de Jesús de entre los muertos? Sin duda, que lo primero que se nos ocurre es pensar en la reanimación de un muerto, en su vuelta a la vida. Pero una tal representación no es correcta. En la resurrección de Jesús no se trata de una vuelta a la vida que 118

conocemos, sino de la transformación en una vida nueva y completamente distinta. Esta distinción es decisiva para la comprensión del mensaje cristiano de la pascua, así como de la esperanza cristiana de la resurrección. Un indicio de esto nos da ya la misma estructura lingüística del término «resucitar» o «ser resucitado de entre los muertos». Considerada esta estructura, vemos que se trata de una metáfora: al muerto le debe sobrevenir algo que sea análogo a lo que ocurre cuando uno se despierta y se levanta. El acontecimiento inaudito e impresentable en su verdadera realidad, que es esperado como futuro para los muertos, es representado metafóricamente según la analogía del fenómeno cotidiano del despertar del sueño. Si se observa la estructura metafórica de la representación de una resurrección de los muertos, queda vedada la idea de una reanimación como contenido adecuado de tal afirmación. Sobre la reanimación de un muerto se podría hablar de un modo absolutamente directo y no metafórico. Para esto no haría falta recurrir al lenguaje metafórico de la fe en la resurrección. Se ha de tratar de una transformación en una realidad completamente desconocida para nosotros. Sólo entonces se haría inevitable la metáfora, siempre en el caso de que debiera hablarse de tal realidad. Esta realidad como tal no la conocemos; no pertenece en absoluto a la serie de sucesos que aparecen repetidamente en nuestra vida cotidiana. Pablo nos ha expresado de un modo completamente inequívoco que para él «resurrección de entre los muertos»» no significa la vuelta a la vida terrena, sino una transformación en la vida nueva de un cuerpo nuevo. En 1 Cor 15, 35-56, Pablo trata expresamente esta cuestión. En dicho pasaje se pregunta cómo se ha de pensar la realidad corpórea de los resucitados de la muerte. Y para él resulta algo indiscutible y fuera de duda el que el cuerpo futuro será un cuerpo distinto del actual, será otro cuerpo, en concreto, no será un cuerpo carnal, sinc 229

—como Pablo se expresa— un «cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 43 s.). Con esto, Pablo no se refiere a un espíritu incorpóreo en un sentido más o menos próximo a la tradición platónica. «Espíritu» de Dios es, en el sentido de Pablo, el origen creador de toda vida, y un cuerpo espiritual es un ser vivo que no está separado de este origen —cosa que ocurre con nosotros en nuestra existencia actual-— sino que permanece unido a él de tal manera que ninguna muerte puede acabar con esta vida. Pablo describe la relación del cuerpo espiritual imperecedero con el cuerpo carnal actual y pasajero como transformación radical: «Os digo esto, hermanos: La carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos; ni la corrupción hereda la incorrupción» (v. 50). Por otra parte, aquella «transformación» le sobrevendrá al cuerpo actual mortal, a éste y a ningún otro: «En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (v. 53). Así, pues, por una parte, la transformación de lo corruptible y perecedero en un cuerpo «espiritual» será tan radical que no permanecerá nada sin transformarse. Por otra parte, sin embargo, esta transformación tendrá lugar en el mismo cuerpo terreno y actual y, por tanto, se encontrará en conexión con nuestra existencia actual. Es decir, que no debe ser creado nada que venga a ocupar el lugar de nuestro cuerpo actual y presente. Estas reflexiones de Pablo no tienen una validez exclusiva para la resurrección de Jesús. Pueden aplicarse y de hecho son aplicadas por él a la resurrección que han de esperar los cristianos. Y es sabido que según él ambas están estrechamente vinculadas. La resurrección de Jesús, según Pablo, fundamenta la esperanza de los cristianos en su resurrección. Para él todo radica en que los cristianos lleguen a ser partícipes de la realidad que ya ha aparecido en Jesucristo. Por consiguiente, Pablo tampoco pudo haber entendido la resurrección de Jesús como una simple reanimación de su cadáver. La resurrección de Jesús significaba igualmente una transformación 220

radical. Esto tiene una importancia especial, por cuanto la primera carta a los Corintios nos proporciona el único relato de la resurrección de Jesús hecho por un hombre que llegó a ver al mismo resucitado. Todos los restantes relatos neotestamentarios han pasado por muchas manos antes de adquirir ¡a forma en que nos han sido transmitidos. Las palabras de Pablo sobre la realidad de la resurrección son Ifrs únicas que nos han llegado de un testigo directo. Ahora bien, según todo lo que hemos ido sopesando hasta aquí, la aparición de Cristo a Pablo tuvo que ser de tales características, que no pudo tener nada que ver con el encuentro con un cadáver vuelto a la vida. De lo contrario, Pablo no hubiese podido hablar de la resurrección como de hecho lo hace, como de una transformación. Necesariamente tuvo que salirle al encuentro una realidad de unas características totalmente distintas a las de la vida terrena. De todo ello se deduce: se tiene que distinguir con i oda radicalidad entre la resurrección de los muertos de la esperanza cristiana en el futuro y de la fe pascual y las «resurrecciones» de muertos, de las que se nos habla ocasionalmente en la literatura antigua, e incluso de las que según el relato de los mismos evangelios, efectuó Jesús a lo largo de su vida pública, en concreto la del joven de Naím (Le 7) o la de Lázaro (Jn 11). Al margen por completo de la credibilidad de tales relatos más o menos tardíos y legendarios, puede considerarse como cierto que tales relatos hacen mención de unos acontecimientos bien distintos de aquellos a los que se referían los testigos de la resurrección de Jesús y la esperanza futura de los primitivos cristianos. En Lázaro y en el joven de Naím, como punto culminante de la actividad milagrosa atribuida a Jesús, se trata única y exclusivamente de una vuelta transitoria y provisional de un muerto a esta vida. Ni por un momento se les pudo ocurrir a los evangelistas que alguno de aquellos resucitados por Jesús dejarían de morir tarde o temprano. Su reanimación pasajera es sólo un signo de aquella realidad, que ha apa121

recido ya en la resurrección de Jesús y que es objeto de la esperanza cristiana. Pero aquí se trata de una vida completamente distinta, de una vida incorruptible e imperecedera, a la que ninguna muerte podrá imponerle su ley. Se trata de una vida que, en todo caso, tiene que ser radicalmente distinta de la vida de los organismos aue nos es conocida. Si nos preguntamos, ulteriormente, de dónde ha tomado Pablo su representación de la forma de la vida de la resurrección, entonces ya no basta con hacer referencia a la aparición de Jesús resucitado. Se ha de tener presente que Pablo se encuentra ya dentro de la tradición judaica, más antigua de una resurrección de los muertos, sea para todos los hombres, sea únicamente para los justos. Tal espera encontró su expresión privilegiada en los llamados escritos apocalípticos, surgidos en el judaismo del tiempo pérsico, tras el retorno del txilio babilónico, sobre todo en los dos siglos anteriores a la llegada de Cristo. Los inicios de esta literatura están representados en el canon del antiguo testamento por Is 24-26 y por el libro de Daniel. Otros escritos apocalípticos, en parte apenas más recientes, como el libro de Enoc, que por su parte constituye una colección de diversas obras del género, no fueron recogidos ya en el canon veterotestamentario. El movimiento farisaico de los tiempos de Jesús compartió bastantes puntos de vista con esta literatura, cuya interpretación y ordenación sigue siendo hoy día un problema muy debatido. Esto vale particularmente de la espera de una resurrección de los muertos. La expectación apocalíptica de una futura resurrección de los muertos —en conexión con la representación de un juicio divino del mundo— ha sido influida, quizá, por representaciones muy similares de origen pérsico. No obstante, esto no debe llevarnos a pensar que tal expectación sea un elemento extraño a la fe judía procedente de influencias ajenas a ella. Más bien se trata de la respuesta a una cuestión surgida en el seno de la 122

misma tradición judía; tal cuestión es el del cumplimiento de la justicia de Dios en el individuo. La correspondencia entre comportamiento y destino en la vida de los hombres, correspondencia en la cual se muestra la justicia de Dios, no se manifiesta en la vida de los individuos particulares, exigiendo por esta razón una compensación en el más allá, al menos si se debe cumplir en cada individuo. Sin embargo, la resurrección de los muertos no es entendida generalmente al modo de la interpretación paulina, es decir, como la misma realidad salvífica. La interpretación habitual comprende la resurrección de los muertos como la puerta de entrada para unos a la gloria, para otros al juicio y la pena eterna. De todos modos, es importante constatar que al parecer la expectación de la resurrección fue vinculada muy pronto a la idea de una transformación. En particular, se trata de la transformación de los justos resucitados a una gloria mayor, tal como la que poseen los ángeles o las estrellas en el cielo. Unas reflexiones más precisas y exactas sobre el proceso mismo de esta transformación, tales como las de 1 Cor 15, se encuentran, por lo demás, por vez primera en los escritos apocalípticos del primer siglo cristiano, es decir, en escritos contemporá neos de Pablo. Parece que también el mismo Jesús fue de la opinión de una transformación en conexión con la resurrección. Según Me 12, 25, Jesús responde a la pregunta acerca de la vida de los resucitados, que le formularon los saduceos, que por su parte no creían en la resurrección de este modo: serán como los ángeles en el cielo, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido. Le 20, 36 añade: «ni pueden ya morir». En cualquier caso, el sentido que tiene aquí la expresión tradicional «como los ángeles» es que se trata de un tipo de existencia completamente nueva respecto a la terrena, de un modo p trecido a la forma de expresarse Pablo cuando habla de un «cuerpo espiritual». Así, pues, tanto Jesús como Pablo se encontraban con sus representaciones sobre la forma de vida de los re123

sucitados de la muerte en una tradición completamente determinada de la teología judía. La esperanza de la resurrección de los muertos, tal como queda formulada en los escritos apocalípticos, le ofreció a Pablo, antes que ninguna otra cosa, la posibilidad de designar y caracterizar como una realidad del tipo de la vida de la resurrección el acontecimiento especial experimentado por él y por otros discípulos de Jesús. De abí que Pablo haya hablado de la posibilidad de una resurrección de los muertos como presupuesto para el reconocimiento de la resurrección de Jesús: «Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó» (1 Cor 15, 16). Por otra parte, el suceso de la resurrección de Jesús repercute a su vez en la resurrección universal de los muertos: no sólo ha consolidado esta espe ranza, ha garantizado también a los unidos con Jesús, aue ellos no dejarán de tomar parte en el futuro de la vida que ya se ha manifestado en Jesús resucitado. Pablo ha desarrollado en esta línea su idea de una esperanza en la resurrección específicamente cristiana a partir de sus consideraciones en su primera a los Tesalonicenses sobre la participación salvífica de aquellos cristianos, que ya habían muerto antes de la vuelta de Cristo tan inminentemente esperada y, sin embargo, tan demorada (1 Tes 4, 13 s.). En cuanto se dirigía a la resurrección de lodos, la expectación judía de la resurrección no había sido una expectación específicamente salvífica. Para los unos debía abrir el acceso a la salvación, para los otros significaba el camino abierto al juicio. Pero en la medida, en que la resurrección tenía ya un valor de realidad salvífica, no les estaba prometida a todos sino sólo a los justos. En cualquier caso, permanecía abierta la cuestión de quién participaría en la salvación de una nueva vida con Dios. Mientras esta cuestión hallaba respuesta en la tradición judía por el mantenimiento de la ley, para los cristianos Jesús se convertía en el criterio de salvación. La resurrección de Jesús garantiza a aquellos que están unidos a él por la fe, que también ellos serán partícipes 124

de la vida manifestada ya en Jesús. En Pablo queda bien claro que aquí la espera de la resurrección es ya esperanza salvífica. De este modo, aunque la esperanza específicamente cristiana de la resurrección esté fundamentada en la comunidad con el crucificado y resucitado, presupone, no obstante, la verdad de la espera de una resurrección de los muertos, presupuesto que comparte con la tradición judía. Este presupuesto se encuentra igualmente en el fundamento del mensaje de la resurrección de Jesús. El juicio histórico que nos podamos formar hoy sobre la tradición cristiana pascual depende también, y no menos, de que la credibilidad del mensaje de la resurrección de Jesús esté en estrecha conexión con la cuestión general de si se ha de contar con una resurrección de los muertos. Supongamos que se parte del presupuesto de que los muertos permanecen muertos, de que la muerte es el fin absoluto y de que jamás podrá ocurrir algo así como una resurrección de la muerte (entiéndase como se entienda). ¿Qué significaría esto para la fe pascual? Desde luego, entonces se encontraría con un prejuicio tan fuerte contra su verdad, que se haría imposible una valoración digna y exacta de los testimonios respecto a su significación e importancia para el juicio total, cosa que por lo demás es la obligación y la noble tarea del historiador. Sólo si tiene sentido en sí y es pensable en el contexto de una comprensión actual de la realidad del hombre la tal espera general de una resurrección futura de todos los hombres o, en todo caso, de los justos, sólo entonces puede ser sopesada y tomada en considet ación la posibilidad de un acontecimiento de las características del acontecimiento que constituye el centro del mensaje cristiano. Sólo sobre la base de una conciencia de posibilidad, que no esté cerrada por principio en este sentido, puede plantearse la cuestión de la resurrección ele Jesús como una cuestión históricamente seria e importante. ¿Constituye un cuerpo extraño la idea de una resurrección de los muertos en el contexto de los elemen125

tos que nos son hoy conocidos sobre la realidad del hombre y de las condiciones de su autocomprensión? ¿Está, por el contrario, en íntima relación con las condiciones constitutivas de la situación del hombre? Precisamente, •\ partir del pensamiento antropológico actual, tan marcado por el punto de vista de la corporeidad de la situación humana, la idea de una resurrección de los muertos podría ser considerada más seriamente que en otras épocas como un motivo de autocomprensión humana adecuado a la situación del hombre. Por lo demás, una tal relevancia positiva de la idea de una resurrección de los muertos puede entenderse y afirmarse sólo a condición de que se tenga plena conciencia de su carácter metafórico. La idea de la resurrección de los muertos, en el contexto de la vivencia humana, tiene que permanecer un cuerpo extraño para quien vea en ella una especie de saber sobrenatural sobre un futuro del hombre oculto a toda experiencia humana. Sólo en su peculiaridad como metáfora puede ser comprendida como expresión de la situación del hombre en su autocomp
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