Palomas en la Hierba

July 20, 2017 | Author: siegfried86 | Category: Novels, Love, Nature
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Palomas en la Hierba. Autor: Wolfgang Koeppen. Suhrkamp Verlag. Trilogie des Scheiterns...

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Wolfgang Koeppen

PALOMAS EN LA HIERBA Traducción de Carlos Fortea

La acción y los personajes de la novela Palomas en la hierba son imaginarios. Las similitudes con personas y acontecí­ . mientos de la vida real son fruto del azar y no intención del autor.

Palomas en la hierba fue escrita poco después de la reforma monetaria, cuando empezó el milagro económico en la par­ te occidental de Alemania, cuando los primeros cines nue­ vos, los primeros nuevos palacios de las compañías de segu­ ros, se alzaron sobre las ruinas y las tiendas improvisadas, en el momento de esplendor de las potencias de ocupación, cuando Corea y Persia atemorizaban al mundo y el sol del milagro económico quizá fuera a volver a ponerse, sangrien­ to, por el Este. Era la época en la que los nuevos ricos toda­ vía se sentían inseguros, en la que los ganadores del mercado negro buscaban inversiones y los ahorradore� pagaban la gu.erra. Los nuevos· billetes alemanes tenían el aspecto de buenos dólares, pero se confiaba más en los valores reales, y había mucho que recuperar, había que llenar por fin la tripa, la cabeza aún estaba algo confusa a causa del hambre y de los estampidos de las bombas, y todos los sentidos buscaban placer antes de que quizá llegara la Tercera Guerra Mundial. Esa época, el origen de nuestro presente, es la que he descri­ to, y quisiera suponer que la he descrito bien, porque mu­ chos han creído ver en la novela Palomas en la hierba un es7

pejo en el que ellos, en los que no pensaba cuando la escribí, creyeron reflejarse, y algunos a los que nunca supuse en cir­ cunstancias y agobios como los que se pintan aquí se sintieron, para mi perplejidad, ofendidos por mí, que sólo he actuado como escritor y, como dice la frase de George Bernanos, «fil­ tré la vida en mi corazón para extraer su secreta esencia, re­ llena de bálsamo y veneno». WOLFGANG KOEPPEN

(Prefacio a la segunda edición alemana)

Aviones sobre la ciudad, pájaros mensajeros de desgracia. El ruido de los motores era trueno, era granizo, era tormen­ ta. Tormenta, granizo y trueno, día y noche, aterrizaje y des­ pegue, ejercicios de la Muerte, un estrépito hueco, un tem­ blor, un recuerdo entre las ruinas. Aún estaban vacíos los cráteres de las bombas de los aviones. Los augures sonreían. Nadie alzaba la vista al cielo. Aceite de las venas de la Tierra, petróleo, sangre de medusa, grasa de saurio, coraza de lagarto, el verde de los helechales, gigantescas colas de caballo, naturaleza absorta, tiempo an­ terior a los hombres, soterrada herencia vigilada por enanos, codiciosos, mágicos y malvados, las leyendas, los cuentos, el tesoro del diablo: fue sacado a la luz, sometido. ¿Qué escri­ bían los periódicos? Guerra en torno al petróleo, el conflic­ to se agrava, la voluntad popular, el petróleo para los nati­ vos, la flota sin petróleo, atentado contra el oleoducto, las tropas protegen las torres de perforación, el Sha se casa, in­ trigas en torno al trono del pavo, los rusos al fondo, portaa­ viones en el Golfo Pérsico. El petróleo tenía a los aviones en 8

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inocentes� so�prendidos ,. engañados•. Hasta el cuello de cru­ ces y hojas de róbie, mira.han furibundos desde las paredes. de los quioscos. ¿Captaban anuncios para los periódicos, o reclutaban un ejército? Los aviones que llenaban el cielo de rumores eran los aviones de los otros.

el cielo, tenía a la prensa sin aliento, atemorizaba a los hom­ bres e impulsaba, con débiles detonaciones, las ligeras mo­ tocicletas de los repartidores de prensa. Con las manos rígi­ das, malhumorados, maldicientes, sacudidos por el viento, empapados por la lluvia, aturdidos por la cerveza, corroídos por el tabaco, faltos de sueño, atormentados por las pesadi­ llas, todavía en la piel el aliento del compañero de noche, del compañero de vida, con artritis en los hombros, reuma en las rodillas, los comerciantes recibían la mercancía recién im­ presa. El comienzo de año era frío. Las últimas noticias no calentaban. Tensión, conflicto, se .vivía en el filo de la nava­ ja, quizá en el punto de ruptura, el tiempo era precioso, una pausa en el campo de batalla, y cuando aún no se había res­ pirado a fondo volvía el rearme, el rearme encarecía la vida, el rearme restringía la alegría, a un lado y a otro atesoraban pólvora para saltar la Tierra por los aires, Pruebas nucleares en Nuevo México, fábricas atómicas en los Urales, excavahan cámaras para explosivos en la mampostería remendada de urgencia de los puentes, hablaban de reconstrucción y preparaban la demolición, seguían destrozando lo que ya es­ taba roto: Alemania estaba partida en dos trozos. El papel de periódico.olía a máquinas recalentadas, a mensajes de in­ fortunio, muerte violenta, falsos juicios, cínicas bancarrotas, a mentira, cadenas y suciedad. Las hojas se pegaban pringo­ sas las unas a las otras, como si rezumaran miedo. Los titu­ lares gritaban: Eisenhower, de inspección en la República Federal, Se exige una contribución a la defensa. Adenauer, contra la neutralización, La conferencia, en un callejón sin salida, Los expulsados acusan, Millones de trabajadores for­ zosos, el mayor potencial de la infanteria alemana. Las re­ vistas vivían de los recuerdos de los pilotos y generales, de las confesiones de sus eficientes simpatizantes, de las memo­ rias de los valientes, de los que se mantuvieron firmes, de los

El archiduque fue vestido, fue fabricado. Aquí una medalla, allá una banda, una cruz, una radiante estrella, lazos del des­ tino, cadenas del poder, las relucientes charreteras, la faja plateada, el vellocino de oro, Orden del Toisón de oro, Au­ reum Vellus, la piel de cordero sobre el pedernal, en elogio y alabanza del Redentor, de la Virgen María y de san Andrés, como para la protección y el fomento de la fe c¡istiana por la Santa Iglesia, fundada para la virtud y el acrecentamiento de las buenas costumbres. Alexander sudaba. Las náuseas le atormentaban. La chapa, la magia del abeto, el cuello bor­ dado del uniforme, todo le ataba y agobiaba. El criado traji­ naba a sus pies. Ponía las espuelas al archiduque. ¿Qué era el criado ante las botas altas y lustrosas del archiduque? Una hormiga, una hormiga en medio del polvo. La luz eléctrica del camerino, ese cobertizo de madera que se atrevían a ofre­ cer a Alexander, luchaba con el amanecer. ¡Vaya una maña­ na! El rostro de Ale'.{ander estaba pálido bajo el maquillaje; era un rostro como de leche cuajada. Aguardientes y vino y falta de sueño fermentaban y sulfuraban la sangre de Ale­ xander; le golpeaban el cráneo por dentro. Le habían traído aquí a primera hora. La inmensa aún estaba en la cama, Me­ salina, su esposa, la potranca, como la llamaban en los ba­ res. Alexander amaba a su mujer; cuando pensaba en su amor por Mesalina, el matrimonio que compartía con ella era hermoso. Mesalina dormía, hinchado. el rostro, borrado el rímel; los párpados como alcanzados por dos puñetazos, la piel de grandes poros, un cutis de cochero, devastado por

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la bebida. ¡Qué personalidad! Alexander se inclinó ante su personalidad. Cayó de rodillas, se inclinó sobre la durmien­ te gorgona, besó la boca torcida, respiró la bebida que salía por entre los labios como un puro destilado de alcohol: «¿Qué pasa? ¿Te vas? ¡Déjame! ¡Oh, me siento mal!». Eso era lo que le gustaba de ella. De camino al baño, tropezó con unos trozos de vidrio. En el sofá dormía Alfredo, la pintora, pequeña, desgreñada, hundida, linda, con el agotamiento y la decepción en el rostro, patas de gallo en torno a los ojos cerrados, inspirando compasión. Alfredo era divertida cuan­ do estaba despierta, una antorcha que se quemaba con rapi­ dez; chispeaba, bromeaba, contaba, arrullaba, cínica, asom­ brosa. La única persona con la que se podía reír. ¿Cómo llamaban los mexicanos a las lesbianas? Era algo como tor­ titas, tortilleras, como un bollo plano y seco. Alexander lo había olvidado. ¡Lástima! Hubiera podido apuntarlo. En el cuarto de baño estaba la chica que había pescado, a la que había atraído con su fama, con esa sonrisa torcida que todo el mundo conocía. Titulares de las revistas de cine: Alexan­

. der hace de archiduque, la superproducción alemana, el ar­ chiduque y la pescadora, él la había pescado, atrapado, ser­ vido en la mesa. ¿Cómo se llamaba? ¡Susanne! Susanne en el baño. Ya se había vestido. Ropa de confección barata. Un trazo de jabón sobre una carrera en las medias. Se había echado el Guerlain de su mujer. Estaba de mal humor. Que­ jicosa. Siempre lo estaban después. -¿Te ha sentado bien? No sabía qué decir. En realidad estaba confuso. -¡Guarro! Lo era. Le querían. ¡Alexander, el gran amante! ¡Nada de eso! Tenía que ducharse. Abajo, el coche pitaba como loco. Le esperaban. ¿Qué conservaba su atractivo? Él conservaba su atractivo. Alexander, el amor del archiduque. La gente esI2,

taba ,harta; ya ��ían bastante.de esa época,. ba�tªo!e .�� l�� ruinas; la gente no quería sus preocupaciones, su temor, su vida cotidiana, no querían ver reflejada su miseria. Alexan­ der se quitó el pijama. La chica Susanne miró curiosa, decep­ cionada y con malicia, todo por lo que en Alexander estaba fláccido. Él pensó: «mira, cuenta lo que quieras, no te cree­ rán, yo soy su ídolo». Tosió. El chorro frío de la ducha gol­ peó su piel fláccida como un látigo. Abajo volvieron a pitar. Tenían prisa, necesitaban a su archiduque. En la casa chilló una niña, Hill egonda, la hija pequeña de Alexander. La niña gritó: «¡Emmi!». ¿Pedía ayuda la niña? Había miedo, deses­ peración, abandono en el grito infantil. Alexander pensó: «Tendría que ocuparme de ella, tendría que tener tiempo, está pálida». Gritó: -Hille, ¿te has levantado ya? ¿Por qué se levantaba tan temprano? Tosió la pregunta a la toalla. La pregunta se ahogó en la toalla. La voz de la niña calló, o desapareció bajo el furioso pitar del coche que espe­ raba. Alexander fue al estudio. Le vistieron. Le pusieron las botas y las espuelas. Estaba ante la cámara. Todos los focos le iluminaban. Las medallas resplandecían a las mil luces de las arañas. El ídolo se pavoneaba. Se rodaba el archiduque,

Una superproducción alemana. Las campanas llamaban a misa. ¿Oyes-la-campanita? Los ositos Teddy escuchaban, las muñecas escuchaban, un ele­ fante de lana sobre ruedas rojas escuchaba, Blancanieves y el toro Ferdinando del papel pintado percibían la triste can­ ción que Emmi, la niñera, cantaba con voz arrastrada y pla­ ñidera mientras frotaba el flaco cuerpo de la niña con un ce­ pillo áspero. Hillegonda pensaba «Emmi, me haces daño, Emmi, ·me rascas, Emmi, me das tirones, Emmi, me arañas con esas uñas», pero no se atrevía a decir a la niñera, una per13

sona tosca del camp.o,.. en cuyo ancho rostro estaba, petrifi­ cada y maligna, la sencilla devoción de los campesinos, que le hacía daño y que sufría. La canción de la niñera, oyes-la­ c:ampanita, era una perpetua advertencia que decía: no te quejes, no preguntes, no te alegres, no te rías, no juegues, no tontees, aprovecha el tiempo, porque nos debemos a la Muerte. A Hillegonda le habría gustado seguir durmiendo. Le habría gustado seguir soñando. También le habría gusta­ do jugar con sus muñecas, pero Emmi decía: «¡Cómo puedes jugar cuando Dios te llama!». Los padres de Hillegonda eran malas personas. Emmi lo decía. Había que pagar por los pe­ cados de los padres. Así empezó el día. Fueron a la iglesia. Un tranvía frenó ante un perrillo. El pelo del perro era hir­ suto, y no llevaba collar, un perro sin amo, extraviado. La niñera apretaba la manita de Hillegonda. No era una pre­ sión amable, de ayuda; era la presa firme e implacable del guardián. Hillegonda miró al perrillo sin amo. Habría prefe­ rido correr detrás de él que ir a la iglesia con la niñera. Hi­ llegonda juntó las rodillas, el miedo a Emmi, el miedo a la iglesia, el miedo a Dios oprimía su pequeño corazón; se hizo pesada, se dejó arrastrar para alargar el camino, pero la mano del guardián seguía tirando. Aún era tan temprano. Aún hacía tanto frío. Tan temprano ya estaba Hillegonda de camino hacia Dios. Las iglesias tenían portones hechos de gruesas vigas, pesada madera; herrajes y pernos de cobre. ¿Tiene miedo Dios? ¿O también él está preso? La niñera co­ gió el picaporte artísticamente forjado y abrió la puerta una rendija. Se podía uno escurrir hasta Dios. En casa de Dios olía como el día de Navidad, a velas mágicas. ¿Se estaba pre­ parando el milagro aquí, ese terrible, anunciado milagro, el perdón de los pecados, la absolución de sus padres? «Hija de comediantes», pensaba la niñera. Sus estrechos labios caren­ tes de sangre, labios de a�eta en un rostro de campesina,

eran como un nítido -.trazo marcado para la eternidad. «Emmi, tengo miedo», pensó la niña. «Emmi, la iglesia es tan grande, Emmi, las paredes se caen, Emmi, ya no te quie­ ro, Emmi, querida Emmi, Emmi, ¡te odio!» La niñera roció con agua bendita a la niña temblorosa. Un hombre pasó por la rendija de la puerta. Llevaba a sus espaldas cincuenta años de esfuerzo, trabajo y preocupaciones, y ahora tenía el ros­ tro de una rata perseguida. Había sobrevivido a dos guerras. Dos dientes amarillos se pudrían detrás de su,s labios siem­ pre susurrantes; estaba enredado en una interminable con­ versación; hablaba consigo mismo: ¿quién si no le habría es­ cuchado? Hillegonda seguía' de puntillas a la niñera. Las pilastras eran lúgubres, la mampostería tenía heridas de es­ quirlas. Un frío como salido de una tumba soplaba sobre la niña. «Emmi, no me abandones, Emmi, Hillegonda miedo, buena Emmi, mala Emmi, querida Emmi», rezaba la niña. «Llevar a la niña hasta Dios, Dios castiga hasta el tercer y el cuarto miembro», pensaba la niñera. Los creyentes estaban arrodillados. En la elevada estancia, parecían ratones acon­ gojados. El sacerdote leyó el canon de la misa. La transus­ tanciación. La campanilla sonó. Señor-ten-piedad. El sacer­ dote estaba helado. ¡Transustanciación! El poder concedido a la Iglesia y a sus servidores. El sueño vano de los alquimis­ tas. Soñadores y farsantes. Eruditos. Inventores. Laborato­ rios en Inglaterra, en América, incluso en Rusia. Desintegra­ ción. Einstein. Un vistazo a la cocina de Dios. Los sabios de Gottingen. El átomo fotografiado: diez mil millones de au­ mentos. El sacerdote sufría por estar en ayunas. El susurro de los ratones orantes caía como arena sobre él. Arena de la tumba, no arena del Santo Sepulcro, arena del desierto, la misa en el desierto, la predicación en el desierto. Santa-María­ ruega-por-nosotros. Los ratones se santiguaron.

Philipp salió del hotel en el que había pasado...la noche pero._ apenas dormido, el hotel Zum Lamm, en un callejón de la ciudad vieja. Había estado tumbado despierto en el duro colchón, la cama del viajante de comercio, la pradera sin flo­ res del apareamiento. Philipp se había entregado a la deses­ peración, un pecado. El destino le había apretado las tuer­ cas. Las alas de las Erinnias batían con el viento y la lluvia contra la ventana. El hotel era un edificio nuevo; las instala­ ciones estaban frescas de fábrica, madera lacada, limpia, higiénica, mísera y ahorrativa. Una cortina, demasiado cor­ ta, demasiado estrecha y demasiado fina para proteger del ruido y la luz de la calle, con el diseño impreso de un papel pintado de la Bauhaus. A intervalos regulares, el resplandor de un letrero luminoso destinado a atraer clientes al club de juego de la acera de enfrente inflamaba la habitación: un tré­ bol se desplegaba ante Philipp y desaparecía. Al pie de la ventana maldecían jugadores que habían perdido su dinero. Los borrachos salían tambaleándose de la cervecería. Orina­ ban contra las casas y cantaban la-infantería-la-infantería, conquistadores despedidos, derrotados. En la escalera del edificio había un constante ir y venir. El hotel era una col­ mena del diablo, y todo el mundo en ese infierno parecía condenado al insomnio. Detrás de las paredes expuestas al viento se daban voces, se eructaba y se limpiaba porquería. Más tarde la Luna se abrió paso por entre las nubes, la dul­ ce Luna, la cadavérica. El dueño le preguntó: -¿Va a quedarse? Lo preguntó de forma grosera, y sus ojos fríos, mortal­ mente amargos en medio de una lisa y rancia grasa de gula satisfecha, de lujuria agriada en el lecho conyugal, miraron desconfiados a Philipp. Philipp había llegado al hotel por la noche, sin equipaje. Llovía. Su paraguas estaba mojado, y 16

apart�_ paraguas.n.o llevaba naqa.,oosigo...¿J.ba..a quedarse? No lo sabía. Dijo: · -Sí, sí. Pagaré dos días. Los ojos fríos, mortalmente amargos, se apartaron de él. -Usted vive aquí, en la Fuchsstrasse -dijo el dueño. Contemplaba la hoja de registro de Philipp. « Y a él qué le importa�, pensó Philipp, «qué le importa, con tal de que re­ ciba su dinero » . Dijo: -Están encalando mi casa. Era una excusa ridícula. Cualquiera se daría cuenta de que era una excusa. «Va a pensar que me estoy escondiendo, pensará exactamente lo que pasa, pensará que me buscan. » Ya no llovía. Philipp salió de la Brauhausgasse a la Bott­ cherplatz. Dudó ante la puerta principal de la cervecería, por la mañana unas fauces cerradas de las que salía olor a vómi­ to. Al otro lado de la plaza estaba el Café Schon, el club de los soldados negros americanos. Las cortinas detrás de los grandes ventanales estaban corridas. Las sillas estaban enci­ ma deº las mesas. Dos mujeres barrían hacia la calle la sucie­ dad nocturna. Dos ancianos barrían la plaza. Levantaban posavasos con la escoba, serpentinas, gorros de fantasía de los bebedores, arrugados paquetes de cigarrillos, globos re­ ventados. Era una sucia marea la que se acercaba a Philipp con cada golpe de escoba de los hombres. El aliento y el pol· VO de la noche, el insípido y muerto desecho del placer, envolvieron a Philipp. La señora Behrend se había puesto cómoda. Un leño chis­ porroteaba en la estufa.- La hija de la portera trajo la leche. No había dormido mucho y estaba hambrienta. Hambrien­ ta de la vida que mostraban las películas, era una princesa encantada, obligada a tareas serviles. Esperaba al Mesías, el claxon del príncipe que venía a salvarla, el hijo del millona17

rio en su coche deportivo, el bailarín de frac del Cocktail­ Bar; el genio tecnológlt::'6-, �f-cottsttllctor con visión de futu: ro, el vencedor por knock-out sobre los que se quedaban atrás, los enemigos del pro�reso, el joven Sigfrido. Era estre­ cha de pecho, con articulaciones raquíticas, una cicatriz en el abdomen y la boca amargada. Se sentía explotada. Su boca amargada susurró: -La leche, señora directora. Susurrado o gritado: el tratamiento conjuraba la imagen de días más hermosos. Erguido, el director de la banda de música recorría la ciudad a la cabeza del regimiento. La mar­ cha retumbaba en los tambores y metales. Las campanillas tintineaban. Banderas al viento. Piernas al viento. Brazos al viento. Los músculos del señor Behrend se tensaban contra el paño del estrecho uniforme. ¡La música en el templete del bosque! El maestro dirigía El cazador furtivo. A las órdenes de su tendida batuta, los románticos sonidos de Carl María von Weber se alzaban atenuados, pianíssímo, hacia las copas de los árboles. El pecho de la señora Behrend subía y baja­ ba, como las olas del mar, en la mesa de jardín de la terra­ za. Sus manos enfundadas en guantes de cadeneta descan­ saban sobre la tela a cuadritos de colores que cubría la bandeja del café. Durante esa hora de arte, la señora Beh­ rend se veía acogida en el círculo de las damas del regi­ miento. La lira y la espada, Orfeo y Marte se hermanaban. La señora del mayor ofrecía amablemente lo que había tra­ ído, hecho por ella misma, el hojaldret de tres cremas, meti­ do en el horno mientras el mayor, a caballo, mandaba en el I tio del cuartel, el mar-chen-mar-chen, y el torbellino de t1111h iles del barranco del lobo. No podían dejarnos en paz? La señora Behrend no ha­ h,, ·1ue ido la guerra. La guerra infestaba a los hombres. La 111 1 1 illa mortuoria de Beethoven miraba, pálida y severa,

la estrecha buhardilla. Un Wagner de barba broncínea y ca·•lbeza tocada con birrete se intlinaoa apenado sobre un rime­ ro de extractos clásicos de piano, la amarillenta herencia del director, que en alguna región de Europa ocupada por el Führer y vuelta a perder después se había prendado de algu­ na sucia pintarrajeada y ahora tocaba «Cuando llegue a Ala­ bama» en sabe Dios qué cafetines para negros y Verónicas. No llegó a Alabama. No escapó. Los tiempos de la anar­ quía habían pasado, los tiempos que decían jefe de escuadra como rabino en Palestina, barbero director de la clínica ginecológica. Sus protagonistas estaban presos; cumplían, cumplían entre rejas sus nuevas y suavísimas penas: guar­ dianes en campos de concentración, perseguidos, desertores, falsificadores de títulos de doctor. Otra vez había jueces en Alemania. El director pagaba la buhardilla, pagaba el leño que había en la estufa, la leche que había en la botella, el café en el puchero. Lo pagaba con su sueldo de pecador de Alabama. ¡Un tributo a la honradez! ¿De qué sirve? Todo se hace más caro, y otra vez son caminos sec�etos los que con­ ducen a las comodidades de la existencia. La señora Behrend tomaba café Maxwell. Compraba el café a los judíos. Los ju­ díos ... eran gente de negros cabellos, que chapurreaba el ale­ mán, indeseados, extranjeros traídos por el viento, que le miraban a una llenos de reproches desde unos ojos de refle­ jos oscuros, entretejidos de noche, querían hablar de gas y de cavar tumbas y de ejecuciones al amanecer, creyentes, res­ catados, que no sabían hacer otra cosa con su rescatada vida que vender, en las escombreras de las ciudades bombardea­ das (¿por qué bombardeadas? Dios mío, ¿por qué vencidos? ¿Por qué pecado castigados? Las cinco habitaciones de Würzburg, el hogar en la ladera sur, la vista sobre la·ciudad, la vista sobre el valle, el Main centelleando, el sol de la ma­ ñana en el balcón, el Führer con el Duce, ¿por qué?), en pe-

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-Por favor, del fino. El ·cuchill-d de matarife· separaba la grasa amatiiJenta · blanquecina temblona de la rojiza fibra del núcleo. ¿Dónde está el vencedor?, que voy a ponerle una corona. Los ameri­ canos eran ricos. Sus automóviles eran como barcos, retor­ nadas carabelas de Colón. Nosotros hemos descubierto su país. Nosotros hemos poblado su continente. Solidaridad de la raza blanca. Era hermoso formar parte de la gente rica. Los parientes enviaban paquetes. La señora Behrend abrió el fascículo que ayer había estado leyendo antes de irse a dor­ mir. Una historia emocionante, una novela real como la vida misma: El destino alcanza a Hannelore. La señora Behrend quería saber cómo seguía. La ponada, en tres colores, mos­ traba la imagen de una joven, honrada, conmovedora e ino­ cente, y al fondo se agrupaban los canallas, cavando sus túne­ les, campañoles del destino. La vida era peligrosa, el camino de las personas decentes estaba lleno de trampas. El desti­ no no sólo alcanzaba a Hannelore. Pero en el último capítu­ lo triunfaban los buenos.

queñas barracas levantadas a toda prisa, en inseguras tien­ das· dé ehi.e'rgenciá;p:ro'tfoctos no sometidos a ata:nceles ni impuestos. «No nos dejan nada», decía la de la tienda de ultramarinos, «nada, quieren hundirnos». En el chalet de la señora de la tienda de ultramarinos vivían los americanos. Vivían desde hacía cuatro años en la casa incautada. Se pasa­ ban la casa unos a otros. Dormían en la cama ,..:. ! matrimo­ nio de abedul tallado, el dormitorio del ajuar. Se sentaban en el salón estilo alemán antiguo, en las sillas señoriales, en medio del esplendor de los años ochenta, con las piernas en­ cima de la mesa, y �aciaban sus latas de conserva,, la alimenta­ ción de cinta móvil Chicago envasa mil bueyes por minuto, festejaba su prensa. En el jardín jugaban los niños ajenos, azul eléctrico, amarillo chillón, rojo fuego, vestidos como pa­ yasos, niñas de siete años con los labios pintados como pros­ titutas, las madres con pantalones· de fontanero, remangados hasta las pantorrillas, gente vagabunda, gente poco seria. El café de la tienda de ultramarinos se llenaba de moho, después de haber pagado sus aranceles y sus altos impuestos. La se­ ñora Behrend asintió. Nunca olvidaba el respeto que debía a la tendera, el temor, aprendido en la dura escuela del tiempo de las marcas Llamamiento sesenta y dos gramos y medio de queso fresco. Ahora volvía a haber de todo. Aquí por lo me­ nos. ¿Quién podía comprarlo? Cuarenta marcos por cabeza. Seis por ciento de revalorización de lo ahorrado y noventa y cuatro por ciento escrito en el viento. La propia tripa era lo que estaba más cerca. El 'mundo era duro. Un mundo de sol­ dados. Los soldados son duros. Valor probado. El peso vol­ vía a coincidir. ¿Durante cuánto tiempo? El azúcar desapare­ cía de las tiendas. En Inglaterra faltaba carne. ¿Dónde está el vencedor? que voy a ponerle una corona. Bacon significa to­ cino. Ham es lo mis�o que jamón. Los grasientos ahumados yacían en el escaparate del carnicero Schleck.

Philipp no se ponía de acuerdo con el tiempo. El instante era como una imagen viva, el gracioso objeto de una fosiliza­ ción, la existencia vertida en escayola, un humo que produ­ cía tos la rodeaba como un arabesco caricaturizador, y Phi­ lipp era un niño pequeño en traje de marinero. Sentado en una silla en la Sala Alemana, en la cinta de la gorra, barco de S.M. Grillo, y las damas de la Liga Femenina representaban, en un escenario sobre el telón de fondo de un bosque, esce­ nas de la historia patria, Germanía y sus hijos, eso gustaba enton . :s, o se hacía como si gustara, la hija del director sos­ tenía la sartén con la brea inflamada, que debía dar a la es­ cena algo solemne, perdurable, alejado del día. La hija del director había muerto hacía mucho. Eva, él le había tirado

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bardana en el pelo. Los chicos estaban muertos, todos los ' que' se sentaban junto a él en fa.s sillas tle la Sala Alemana. La ciudad era una ciudad muerta como tantas ciudades del Este, una ciudad en algún lugar de Masuria, pero ya no se podía ir a la estación y sacar un billete para ese lugar. La ciu­ dad había sido borrada del mapa. Es curioso: no había nadie en la calle. Las aulas del instituto estaban mudas y vacías. En las ventanas anidaban los grajos. Él lo había soñado, lo ha­ bía soñado durante las clases: la vida en la ciudad había muerto, las casas estaban vacías, las calles, el mercado mudo y vacío, y él, el único superviviente, había recorrido la ciu­ dad muerta en uno de los coches abandonados al borde de la carretera. El decorado del sueño había sido trasladado a la vida, pero Philipp ya no actuaba en ese escenario. ¿Sufría cuando pensaba en los muertos, en los lugares muertos, en los compañeros enterrados? No. El sentimiento se volvía rí­ gido, como ante los cuadros vivientes de la Liga Femenina, la rep¡��entación era de algún modo pomposa, triste y re­ pulsiva; una avenida triunfal de estuco y laurel troquelado, pero sobre todo era aburrida. Pero a la vez ese mismo tiem­ po que corría y se detenía y era Ahora, ese instante de casi eterna duración pasaba cuando el tiempo se veía como ia suma de todos los días, la alternancia de luz y oscuridad que nos ha sido dada en la Tierra era igual que el viento, era algo y nada,.,.medible con astucia, pero nadie podía decir qué me­ día, envolvía la piel, daba forma a la persona y escapaba ina­ sible, imposible de detener: ¿de dónde? ¿adónde? Pero él, Philipp,. seguía estando al margen de ese paso del tiempo, no propiamente expulsado de la corriente, sino llamado origi­ nariamente a un puesto, un puesto de honor quizá, porque él debía observarlo todo, pero lo necio fue que se mareó y no pudo observar nada, y por fin no vio más que una ola en la hos~heros, Ludfér~ ei-quetraía 'la lúz en el mundo clásico. Se convirtió en príncipe de las tinieblas. La noche y la niebla yacían sobre Bélgica, sobre Brujas, Bruselas y Gante. La catedral de Colonia se alzaba del amanecer. La aurora se desprendía del mundo como una cáscara de huevo: había nacido el nuevo día. Volaron remontando el Rhin. Querida-patria-puedes-estar-tranquila-la-guardia-delRhin-está-firme-y-vigila: canción de su padre cuando él tenía dieciocho años, canción de Wilhelm Kirsch c¡ntada en las clases del colegio, en las salas de los cuarteles, en el campo de maniobras, en las marchas, guardia del padre, guardia del abuelo, guardia del bisabuelo, guardia del Rhin, guardia de hermanos, guardia de primos, guardia del Rhin, tumba de antepasados, tumba de parientes, guardia del Rhin, guardia no cumplida, guardia malentendida, no-será-suyo, ¿de quién? de los franceses, ¿tle quién era ya? de los hombres junto al río, marinos, pe~ores, jardineros, viticultores, comerciantes, fabricantes, am.antes, el poeta Heine, ¿de quién sería? de quien quiera, de quien estuviera ahí, era ahora él, Richard Kirsch, soldado de la Fuerza Aérea a~ericana, dieciocho años, que le contemplaba desde arriba, ¿o volvía a ser él el que hacía la guardia junto al Rhin, de buena fe como ellos y quizá otra vez en la trampa del malentendimiento del momento histórico? Fensó: ((si fuera un poco mayor, si tuviera veinticuatro quizás en vez de dieciocho, habría podido volar aquí, destruir aqufy morir aquí a los dieciocho, habríamos traído bombas, habríamos lanzado bombas, habríamos encendido un árbol de Navidad, habríamos te.ndido una alfombra, habríamos sido su muerte, sus focos nos habrían bañado en el cielo, ¿dónde ocurrirá eso? ¿dónde pondré en práctica lo que estoy aprendiendo? ¿dónde lanzaré bombas? ¿a quién bombardearé? ¿aquí? ¿esto? ¿más allá? ¿otros? ¿más

atrás? ;otra vez otros? Sobre Baviera, el país se enturbió. Volaban por entiiti~· ;de llas'nubes.- Cuando aterríz:t:rdn,la tierra olía a húmedo. El aeropuerto olía a hierba, a gasolina, a gases de escape, metal y a algo nuevo, a extranjero, era un olor a pan, un olor a mas_á de pan a fermentación, levadura y alcohol, apetitoso y que levanuba el ánimo, olía a la malta de las grandes cervecerías de la ciudad. Caminaban por las calles, Ulises delante, un gran rey, un pequeño vencedor, joven, de fuertes caderas, inocente, animal, y Josef tras él, encogido, encorvado, viejo, cansado y sin embargo astuto, y con sus ojillos astutos miraba por las gafas baratas del seguro las negras espaldas, expectante, con confianza, una carga ligera, un buen encargo entre las manos, la maletita de música Bahama Joe con_sus sonidos, Bahama Joe con su repiqueteo musical, repiqueteo de voces, Bahama Joe con las trompetas con sordina, los tambores, los platillos, los chillidos y aullidos y eJ:-:ritmo,que se expandía y atrapaba a las chicas, las chicas; que pensaban «ese negro, ese negro descarado, ese negro espantoso, no, yo no lo haría», Bahama Joe, y otras pensaban, «tienen dinero, tanto dinero, un soldado negro gana más que uno de nuestros inspectores jefe, US-Private, nosotras las chicas hemos aprendido nuestro inglés, Liga de Muchachas A~emanas, ¿es posible casarse con un negro? no hay leyes raci~les en Estados Unidos, discriminación, ningún hotel la ac~pta a una, los hijos medio negros, niños de ocupación, pobres pequeños, no saben de dónde serían, nada a cambio, ¡no, yo no lo haría!». Bahama Joe, la rúbrica del saxofón. Una mujer estaba delante de una zapatería, vio pasar al negro en el espejo del escaparate, pensó: M,..,~ • La chiquilla le había tirado un trozo de chocolate de la madre del negro de Heinz. El chocolate había caído en un charco y se disolvía con lentitud. El perro no podía llegar al charco. Ezra dijo: -Tengo que preguntar a mi padre. Él me dará el dinero. -¿Ahora? -preguntó Heinz. Ezra reflexionó. Una vez ·más, su pequeña frente se arrugó bajo la caperuza rojo zorro de su corto cabello. Pensó: «aquí no puede ser». Dijo: . -No, esta noche. Vaya usted a la cervecería de la Briiuhausgasse. Mi padre y yo éstaremos esta noche allí. Heinz asintió. Gritó: -¡Okay! Conocía esa zona. En la Briiuhausplatz estaba el club de los soldados negros. Heinz se detenía a menudo delante del local y observaba a su madre y Washington bajar de la limusina azul horizonte y entrar al club pasando ante los policías militares negros. Conocía a todas las prostitutas que andaban por la plaza. A veces, le regalaban chocolate que les habían dado los negros. Heinz no necesitaba el chocolate, pero le gustaba cogérselo a las prostitutas . Luego podía decirle a Washington: «No me gusta el chocolate». Pensó: «Tendrás tu perro, ya te he atrapado». Ulises los atrapó. Atrapó al griego, atrapó las ágiles manos que se movían sobre la mesa como ágiles lagartos amarillos. Le tocaba tirar a él. Recogieron los dados y se los dieron a Ulises; Ulises perdió; volvieron a cogerlos, los lanzaron, la suerte estuvo de su lado; se trataba de marcos y dólares, de marcos para hombres y dólares para chicas, se trataba de lo que ellos llamaban vida, se trataba de llenar la panza, se trataba de l~ embriaguez, del placer, del dinero para el día, porque lo que permitía soportar el día costaba dinero, comer, 85

dólares; aquí.se- •1 ponían en juego: ¿qué eran los griegos, qué era el rey Ulises sin dinero? Tenía ojos de depredador. La orquestina del «Glocke» tocó Abatí-el-ciervo-en-el-monte. Todos en el «Glocke» perseguían al ciervo blanco de sus deseos e ilusiones. La cerveza les había sentado en caballos imaginarios; eran orgullosos cazadores montados. Sus instintos hacían una batida, cazaban por placer el ciervo blanco del autoengaño. El tirador de montaña entonó la canción de la orquestina, el combatiente de África, el hombre del frente del Este se swnaron. Josef, separado por las maquinaciones de los griegos de su negro Señor de esa jornada, oía en la caja de música de Ulises una conferenci~ sobre la situación en Persia paracaidistasa Malta, y seguía sin ser más que un susurro en voz alta para Josef y sin ser más que una rompiente de la Historia, una rompiente llevada hacia él desde el éter, Historia incomprensible vivida fervorosamente, un bizcocho amargo que subía. Se batían con él nombres, nombres y más nombres, nombres escuchados con frecuencia, los nombres de esa hora del mundo, los nombres de los grandes jugadores, los nombres de sus directivos, los nombres de los escenarios, conferencias, campos de batalla, lugares del crimen, ¿cómo subirá ese bizcocho agrio? ¿Qué pan comeremos mañana? -Fuimos los primeros en Creta -exclamó el soldado de Rommel-, primero nos emplearon en Creta. Simplemente saltamos allí. ¡Ahí estaba el ciervo! ¡Ahora lo había visto, con ojos de depredador! La mano negra fue más rápida que el truco mágico de los lagartos amarillos. Ulises los agarró. Tenía los dados. Esta vez eran los buenos, los cargados, los vaciados, que traían la suerte, los que cambiaban con astucia una y otra vez. Los lanzó sobre la madera: ¡Victoria! Los lanzó · de nuevo y volvió a lanzar la suerte. Dio un golpe con el

beber,.1\111•(, igdp.c9,SW>_a .~mawes

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C'ódb. r.os,gfje'gC:fS'.'feUOCedier..mt;,,ba espslda·d8Ulises- cubrió .

la mesa. La mesa era el frente. Lanzó series enteras sobre el tablero, un bombardeo de suerte: el cacique Ulises el rey Ulises el general Ulises el director general Míster Ulises Cotton, Esquire. -Limpiamos las Montañas Blancas. Cuando bajamos al valle, nos hicieron falta bombas de mano en racimo, en los matorrales el cuchillo, Tommys y cagapasas. Nos dieron la medalla de Creta. -Me cago en eso. -Eso es lo que tú te crees. -Te he dicho que me cago en eso. La guerra fue en Rusia. Todo lo demás son cosas de críos. Tebeos con tapas de colores. ¡Romanticismo, muchacho! ¡Tapas de colores! Unas veces una puta desnuda, otras un paracaidista con mirada de asesino. ¡Eso mismo! Le desollaré el culo a mi hijo si trae a casa una cosa así. La voz de la caja de música dijo: «Chipre». Chipre tenía importancia estratégica. La voz dijo: «Teherán». La voz no dijo Schiras. La voz no mencionó las rosas de Schiras. La voz no dijo Hafis. La voz no conocía al poeta Hafis. Para esa voz, Hafis nunca había vivido. La voz dijo: «Oil». Y otra vez hubo susurros, susurros en voz alta, sordo chapoteo de sílabas, la corriente de la Historia pasaba susurrando, Josef estaba sentado a la orilla, viejo, cansado, desgastado por la lucha, aún parpadeando en busca de una dicha vespertina, le resultaba incomprensible la corriente, incompre1:1sibleel chapoteo, adormecedor el susurro de las sílabas. Los griegos no se atrevieron a echar mano de las navajas. El ciervo blanco se les había escapado. El Ulises negro se les había escapado: astuto y gran Ulises. Le dio dinero a Josef para pagar la cerveza. -Demasiado, Míster -dijo Josef. 87

~)No demasiado money ,... ,....dijo..Ulises.:L-a--~r.o había qµe tener chicas enJa fiesta. ¿Quién iba a desnudarse? ¿Sólo Íos efebos? Tambié~ había heterosexuales. ¿Y si llamaba a Susanne? ¿Otra vez Susanne? Era aburrida. No inflamaba. Ya no había chicas. Susanne no era más que una ramera tonta . «Hay tantas fulanas», pensó la señora Behrend, «y tiene que lanzarse precisamente sobre Carla, y ella tiene que decir que sí, tiene que lanzarse sobre él sin horrorizarse, a mí me horrorizaría, ¿por qué fue al cuartel, por qué fue con los negros? porque no quería quedarse conmigo, porque no quería oír cómo me quejaba de su padre, entonces aún ine quejaba de su crimen, ella tenía que defenderle, tenía que defenderle a él y a su ramera, la tiene de él, la sangre musical, son gitanos, sólo el ejército los tenía a raya, a ella y a él, qué hombre cuando iba a la cabeza del regimiento, la guerra le echó a perder». No era tan grave. Los periódicos habían exagerado. Aquí al menos la guerra no parecía haber sido tan grave, y precisamente de esta ciudad los reporteros habían escrito que la furia de la guerra la había asediado especialmente. A Richard, que iba a la ciudad en el autobús del aeropuerto, le decepcionaba la estampa de destrucciones que se le ofrecía. Pensó «he volado muy lejos, ayer aún estaba en América, hoy estoy en Europa, en el corazón de Europa diría el bueno de Wilhelm, y ¿qué veo? no veo ningún corazón, una luz marchita, tengo suerte de no tener que quedarme». Richard había esperado ver terribles devastaciones, calles cubiertas de escombros, fotos como las que se habían publicado en la prensa después de la capitulación alemana, imágenes que de muchacho había contemplado con curiosidad y que habían hecho llorar a su padre. El trozo de estopa con el que su padre se había secado los ojos estaba empapado en

aceite.Jimpiador, y_los párpados ma,nchados parecían . marcados a puñetazos. Richard Kirsch estabá atravesando una ciudad que no era tan distinta de Columbus, Ohio, y Wilhelm, su padre, había lamentado en Columbus, Ohio, precisamente la ruina de esta ciudad. ¿Qué había sucumbido aquí? Se habían derrumbado unas cuántas casas viejas. Hacía mucho que estaban listas para el derribo. Los huecos en las calles se cerrarían. Richard pensó que le gustaría ser jefe de obra aquí; por un tiempo, y jefe de obra americano, claro. ¡Qué rascacielos iba a plantar sobre las escombreras! La región tendría un rostro más avanzado . Bajó del autobús y vagó por las calles. Buscaba la ·calle en la que vivía la señora Behrend. Miró los esc.:aparates,vio vitrinas surtidas, aumenta el índice del coste de la vida, una cantidad de productos que le sorprendió, aquí y allá faltaban anuncios, pero por lo demás las tiendas eran exactamente iguales a las tiendas de casa, a menudo eran más amplias y vistosas que la tienda de armas de su padre en Columbus. Esta calle comercial era ahora la frontera, la tierra fronteriza que Richard debía proteger. Desde lo alto, desde el avión, todo se veía más sencillo, más plano, se pensaba en amplios espacios, se pensaba de forma geográfica, geopolítica, inhumana, se trazaban frentes a través de continentes como un trazo de lápiz en un mapa,"pero abajo, en la calle, entre las gentes, que tenían todas algo de tonto y espantable, le pareció a Richard, vivían en una enfermiza desproporción entre lentitud y agitación, parecían en su conjunto pobres y vistos de uno en uno otra vez ricos, Richard tuvo la sensación de que aquí había varias cosas que no cuadraban, no cuadraban en conjunto, y que esas gentes eran impenetrables para él. ¿Quería protegerlas? Ellos verían cómo se las arreglaban con su desorden eúropeo. Él quería defender a América. Si había de ser así, defendería a América incluso en Europa. El viejo

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--''"'J..~lg¡.Jl9.del .~j#EitQ~lemáQWilhelmXirsch se habia ido de. Alemarúa después de diez años de servicios. Había podido retirarse a tiempo al otro lado del océano con su indemnización por años de servicio. Luego vino Hitler, y con Hitler vino la guerra. Wilhelm Kirsch se habría convertido en un héroe muerto o en general. Quizás en caso de ser general habría sido ahorcado por Hitler o, después de la guerra, por los aliados como criminal de guerra. Con su oportuna emigración a América, Wilhelm había escapado a todas las posibilidades históricas, tanto de honor como de ahorcamiento. Pero no había escapado del todo al oprobio. Desde sus primeros pasos vacilantes por la tienda, Richard había visto a su padre manejar armas, las firmes empuñaduras, los fríos cañones que podían matar de las armas de fuego. A Richard le había dejado perplejo, como si le hubiera alcanzado una bala de uno de los fusiles, que su padre no fuera a la guerra como los padres de sus compañeros, sino que se instalara como viejo armero en un puesto en fábricas que llevaba aparejada la exención del servicio en el frente. Richard se equivocaba: su padre no era ningún cobarde, no había tratado de sustraerse a las fatigas, sufrimientos y peligros de la guerra, ni tampoco fue indiferencia hacia la nueva patria elegida lo que le hizo quedarse en Estados Unid~s, sino más bien la reticencia y el titubeo a la hora de atacar a la vieja patria abandonada de su nacimiento; pero la verdadera razón por la que Wilhelm Kirsch rehusó ir a la guerra fue su educación en el Ejército Imperial, el áspero pulimento red· bid o, la capacitación de von Seeckt, la enseñanza del modo rápido y directo de matar al enemigo, que habían convencido a Wilhelm Kirsch de que toda violencia era repugnante y todo conflicto _debía ser resuelto mediante el diálogo, la negociación, la disponibilidad al compromiso y la conciliación antes que mediante la pólvora. Para el soldado emigra-

do Wilhelm l.9u.e marcos diarios y, lo que era peor, la «enervaba», como ella le decía a Behude, al que pedía certificados de exención laboral que él no podía extenderle porque ella no trabajaba en ningún sitio. Behude trató de librar a la paciente de sus viajes entranvía mediante un análisis de su primera infancia. Había establecido a los ocho años tendencias incestuosas hacia su padre, un general con mando en plaza, proyectadas sobre un cobrador del tranvía. Pero el descubrimiento de su enterrado pasado sólo había hecho que la .baronesa faltara a su imaginario trabajo, lo que, según contaba a Behude, le había causado grandes inconvenientes. Behude no encontró a Schnakenbach en su sótano. Encontró un catre desecho, sucio de polvo de carbón, encontró la chaqueta y los pantalones rotos del maestro industrial tirados en el suelo, vio en una mesa de jardín los frascos, retortas y hornillos de su cueva de alquimista, y por todas partes, dispersos por la cama, el suelo y la mesa, encontró notas con fórmulas químicas, dibujos de estructuras químicas que parecían microfotografías muy ampliadas de abscesos cancerosos, tenían algo de proliferante, peligrosamente enfermizo y devorador, desde puntos y círculos salían otros puntos y círculos, carbono, hidrógeno y nitrógeno se dividían, reunían y multiplicaban en esas imágenes hechas de trazos y manchas de tinta y, unidos al fósforo y al ácido sulfúrico, debían conjurar el sueño de Schnakenbach y dar ~orno resultado la anhelada droga de la reanimación. Behude pensó al c~ntcmplar los dibujos de las fórmulas, «así ve Schnakenbach el mundo, el universo, así se ve a sí mismo, todo en su concepción es abstracto y crece desde las partes más pequeñas hasta formar gigantescas operaciones aritméticas». Behude dejó un envase.de pervitina sobre la mesa de jardín. Tenía mala conciencia. Salió del sótano como un ladrón.

....

La c,a,rn_~.t:~f~ re~ogió la mesa. El sitio d~ cabecera dt .l~.$.~tigra Behrend en el Café de la Catedral estaba libre por hoy. Madre e hija se habían ido. Se habían separado a la puerta del café, a la sombra de la torre de la catedral. Lo que quizá quisieron decirse había quedado sin decir. Ambas habían sentido fugazmente la necesidad de un mutuo abrazo, pero sólo se habían rozado con frialdad las manos por un instante. La señora Behrend pensó «tú lo has querido así, tienes que seguir tu camino, déjame en paz», y eso significaba «no me molestes en mi café, en mi tranquilidad, en mi conformidad en mis creencias», y su creencia era que las mujeres decentes como ella tenían que conservarse de algún modo, que el mundo nunca podría salirse tanto de sus casillas como para que a ella no le quedara como premio de consolación la charla vespertina con señoras como ella. Y Carla pensó «no sabe que su mundo ya no existe». Pero, ¿qué mundo existía? Una mierda de mundo. Un mundo total y absolutamente dejado de la mano de Dios. El reloj de la catedral dio una hora. Carla tenía que apresurarse. Antes de que Washington llegara a casa del partido de béisbol, quería recoger sus cosas e ir a la clínica. Había que librarse del niño. Washington estaba loco por querer que trajera su hijo al mundo. El otro mundo, el hermoso mundo de las revistas, de las cocinas mecánicas, de los aparatos de televisión y de las viviendas al estilo de Hollywood, no pegaba con ese niño. Pero, ¿acaso no daba ya igual? ¿No daba incluso igual ya ese niño, su nacimiento o su muerte? Carla dudaba ahora de que fuera a alcanzar jamás el hermoso mundo de ensueño de las revistas americanas. Había sido un error unirse a Washington. Carla había subido al tren equivocado. Washington era un buen tipo, pero por desgracia iba en el tren equivocado. Carla no podía hacer nada contra eso, no podía cambiar que él fuera en el tren equivocado. Todos los negros iban en el tren equi-

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vocado. Incluso los. dirt~tores de las orquestas de jazz iha!J..--.-.; en el tren eq~ivoc~do; ihá.ñ e~ el departamento delujo del tren equivocado. Qué tonta había sido Carla. Hubiera debido esperar a un americano bÍanco. «También habría podido tener un blanco, también un blanco habría estado satisfecho, ¿me cuelgan los pechos? no me cuelgan, están firmes y redondos, ¿cómo los llamó ese tipo? Manzanas de leche, si- · guen siendo manzanas de leche, el vientre es blanco, un poco gordo, pero a ellos les gustan los muslos rotundos, lo rollizo, yo estoy rolliza, en la cama siempre estoy blandita, eso gusta, ¿es que no puedo divertirme? ¿qué se consigue a cambio? Dolor de vientre, pero también ·habría podido tener un blanco.» Carla hubiera podido subir al tren correcto. Nunca se podría arreglar. Sólo el tren de los americanos blancos conducía al mundo de ensueño de las fotos de las revistas, al mundo del bienestar, la seguridad y el confort. La América de Washington era oscura y mísera. Era un mundo tan oscuro, tan mísero, tan sucio, tan abandonado por Dios como el mundo de aquí. «Quizá muera», pensó Carla. Quizá lo mejor fuera morir. Carla se volvió, .miró atrás por encima de la plaza, volvió a mirar hacia su madre, pero la señora Behrend ya había dejado la plaza de la catedral cobardemente, con rápidos pasos que escapaban de la desgracia y sin volverse a mirar a su hija. Desde la iglesia, desde los huecos de las ventanas que aún no habían vuelto a ser instaladas, rugía el órgano bajo las manos del organista en prácticas, se alzaba el Stabat mater. Stormy-weather: la música del organillo soplaba, se mecía, temblaba y rechinaba desde todos los altavoces. En sincronía con los altavoces soplaban, se mecían, temblaban y rechinaban los sonidos de la maleta de música que Josef había puesto a su lado en el banco. Mordía un sándwich. Mordía con dificultad el grueso pan de muchos pisos. Tenía que

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abrir ~l m~ü:p.oJa. ..hogi,par.a,_p.odeJ: morder algo del grueso _ sándwich. Era un sabor soso. Sobre el jamón habían untado una pasta dulzona. El jamón sabía como a echado a perder. El sabor dulzón perturbaba a Josef. Era como si el jamón se hubiera estropeado y luego lo hubieran perfumado. Tampoco las hojas verdes de ensalada que habían puesto entre el jamón y el pan eran del gusto de Josef. El sándwich era como la tumba de un bocadillo de jamón, sembrado de yedra. Josef se lo tragaba con repugnancia. Pensaba en su muerte. Se comía la comida extraña, de sabor extranjero, sólo por obediencia aprendida. No podía ofender a Ulises, su Señor. Ulises tomaba Coca-Cola. Se llevó la botella a la boca y la vació. Escupió el último trago bajo el banco de delante. Acertó exactamente en el listón inferior del banco de delante. Josef había podido librarse. Había podido librarse de la CocaCola. No le gustaba esa cosa nueva. Washington corría. Oía el rebotar y chapotear · de la pelota. Oía el soplar, mecer, temblar y rechinar del organillo. Oía voces, las voces de la multitud, voces de la comunidad deportiva, gritos, silbidos y risas. Corría en torno al campo de juego. Jadeaba. Estaba bañado en sudor. El estadio parecía, con sus tribunas, una concha gigantesca llena de nervaduras. Era como si las valvas se cerraran, como si le quitaran para siempre el cielo, como si fueran a apretarse la una contra la otra y aplastarlo. A Washington le faltaba el aire. El organillo calló. El locutor del micrófono elogió a Washington. Los altavoces repetían las palabras del reportero. El reportero hablaba por la maleta de Ulises. El nombre de Washington llenaba el estadio. Había ganado la base. El nombre del vencedor se afirmaba contra las valvas y les impedía cerrarse. Durante un tiempo, Washington había vencido al molusco. No se cerraría, no le aplastaría, no le devoraría en ese instante. Washington tenía que ganar una y otra vez. 134

«No está en forma»-,-peasó -l:leinz.µ -:.n.otaba a Washington que no estaba forma. Pensó: « Va a perder la próxima base, si pierde la próxima base se lo comerán». A Heinz le irritaba que silbaran a Washington, que se rieran y se burlaran de él. No todo el mundo podía estar en forma. ¿Estaban ellos en forma? «Mocosos. » Se avergonzó. No sabía muy bien de qué se avergonzaba. Dijo: -La próxima no lo conseguirá. -¿Quién no lo conseguirá? -preguntaron los chicos. El club juvenil germano-americano les había dado las entradas para el estadio. Se habían llevado a la tribuna al perrillo sin amo atado con su cordel. -El negro de mi madre -dijo Heinz-, ese negro ya no lo conseguirá. Richard había encontrado la casa de la señora Behrend. Habló con la hija de la portera. La hija de la portera le hablaba de arriba abajo, de arriba abajo completamente de hecho, porque estaba dos peldaños más arriba que Richard, pero también de arriba abajo en sentido figurado. Richard no era el hombre radiante, el hombre de éxito, el héroe que la fea muchacha esperaba. Richard había venido a pie; los favoritos de los dioses venían en coche. Richard, ella se daba cuenta, era un simple soldado, aunque fuera un aviador. Desde luego, los aviadores eran algo mejor que los soldados corrientes, la fama de ÍCaro los elevaba, pero la hija de la portera no sabía nada de ícaro. Si Richard hubiera aterrizado en avión en la escalera y hubiera saltado con flores en el brazo quizás hubiera podido ser el novio que esperaba esa criatura carente de encantos; pero no, no hubiera podido ser su novio: incluso entonces, le habría faltado la cruz de caballero. La muchacha vivía en un mundo de espantosos prejuicios de clase. Se había imaginado una jerarquía de clases, en sU·cabeza reinaban costumbres más E_ígidasY-más severas_~

en

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q~e.en.~iempos ~el K_áiser, y el abismo que.separaba una ·~,_",,... se de otra era insalvable. La idea de una escala social con un arriba y un abajo permitía a la hija de la portera soportar su baja posición en la casa, baja en su opinión, porque tanto más atractivo resultaba lo que le estaba deparado, el ascenso social que el horóscopo del Abendecho le anunciaba: precisamente ella conseguiría lo que casi nadie conseguía, estaba abajo, desde luego, pero vendría un príncipe o un jefe y la llevaría al escalón de rango y prestigio que le estaba asignado. Por el momento el príncipe o el jefe se mantenían en un reino inferior social por motivos que sólo el destino conocía, y quizá disfrazados, pero seguro que el príncipe o el jefe la conducirían al esplendor del reino superior. Por suerte la hija del portero sabía que ella reconocería al instante al disfrazado; no podía haber ningún error. Richard no era un ser superior disfrazado, ella se daba cuenta, formaba parte de la gente de abajo y como tal tenía que ser tratado. Todos los americanos formaban parte de la gente de abajo. Tan sólo a veces hacían como si formaran parte de un estrato mejor. Pero aunque pudieran ser ricos la hija de la portera los tenía calados: eran gente que estaba abajo. Los americanos no eran príncipes de verdad, no eran oficiales de verdad, no eran jefes de verdad. No creían en la jerarquía: El pensamiento democrático, asentado en Alemania. Con aire respondón, la muchacha envió a Richard a la tienda de ultramarinos. Quizá la señora Behrend estuviera con la tendera. Richard pensó: «¿qué le pasa a ésta? Es tan absurda, ¿es que no nos quiere?». La muchacha le siguió con ojos fijos. Tenía los ojos fijos y los movimientos mecánicos de una muñeca. Tenía la boca abierta, y le sobresalían un poco los dientes. Parecía una muñeca mísera y fea que alguien había dejado en la escalera.

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·Esta vez,,Washington no fue ·lo:·bastante · rápido .,·Perdió ·la, '.· __.,. base. Jadeó. Su pecho se alzaba y descendía como un fuelle hinchado y deshinchado en una fragua. Perdió la base. El hombre del micrófono ya no era amigo de Washington. El reportero maldecía por todos los altavoces. Maldecía excitado desde la maletita entre Josef y Ulises. Ulises tiró una botella de Coca-Cola al campo de juego. Josef se volvió parpadeando temeroso por si había algún policía. No quería que se llevaran a Ulises. En todas las tribunas chillaban y silbaban. «Ahora lo han cogido, van a acabar con él», pensó Heinz. Se resistía a que chillaran a Washington y acabaran con él. Pero también él chillaba y silbaba. Aullaba con los lobos: -El negro ya no puede. El negro de mi madre ya no puede. Los niños reían. Incluso el perrillo sin amo aullaba. Un niño gordo dijo: -Se lo merece, ¡que le den! Heinz pensó: «ya te daré yo a ti, repugnante mocoso». Aullaba, chillaba y silbaba. Era un partido de los Red Stars contra un equipo visitante. Las simpatías de los espectadores estaban de parte de los visitantes. Ezra no tenía simpatías ni por un equipo ni por el otro. El juego en el campo de béisbol le aburría . Una de las partes iba a ganar. Siempre era así. Siempre vencía una de las partes. Pero después del partido se estrechaban las manos y se iban juntos a los vestuarios. Eso era aburrido. Uno t_enía que combatir con sus verdaderos enemigos. Frunció su pequeño ceño. Incluso la caperuza de su corto cabello rojo se frunció. Había vuelto a ver al chico del perro, el chico y el perro del aparcamiento ante el Central Exchange. El problema le tenía ocupado: Eso no era un juego, eso era lucha. Seguía sin saber cómo iba a hacerlo. Christopher preguntó:

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-t Q1:1é-te p:asa:?'iNo:,prestas~atenei.ónl -_. _ : ,. -No me gusta el béisbol -dijo Ezra. Christopher se enfadó. Le gustaba ir al béisbol. Se había alegrado de poder ver un partido incluso en Alemania. Había creído que iba a darle a Ezra una alegría al llevarlo al estadio. Estaba de mal humor. Dijo: -Si no te gusta podemos irnos. Ezra asintió. Pensó: «así es como hay que hacerlo». Dijo: -¿Puedes darme diez dólares? Christopher se sorprendió de que Ezra quisiera diez dólares. -Diez dólares es mucho dinero-dijo-. ¿Hay algo que quieras comprar? -No los quiero para gastarlos -dijo Ezra. Vio a los niños sentados con el perro en la tribuna lateral. Christopher no entendía a Ezra. Dijo: -Si no quieres gastar ese dinero, ¿por qué voy a dártelo? A Ezra le atormentaba el dolor de cabeza detrás de la pequeña frente surcada de arrugas. ¡Cuánto le costaba a Christopher entenderlo todo! ¡No había forma de explicárselo! Dijo: -Necesito los diez dólares por si me pierdo. Podría extraviarme. Christopher se echó a reír. Dijo: -Te preocupas demasi~do. Te preocupas lo mismo que tu madre -Pero luego encontró muy razonable la idea de Ezra. Dijo-: Muy bien. Te daré los diez dólares. Se levantaron y se abrieron paso por entre las filas. Ezra descendió rápidamente con un avión y dejó caer una bomba sobre el campo de juego. Hubo pérdidas en ambos equipos. Ezra volvió a mirar hacia Heinz y el perro y pensó: «¿Vendrá esta noche? Sería un asco si no viniera». -La señora Behrend se alegraría =
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