Osip Mandelstam- El Sello Egipcio (Maldoror)

March 30, 2017 | Author: Adrián López Cruces | Category: N/A
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OSIP MANDELSHTAM

EL SELLO EGIPCIO Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck

MALDOROR ediciones

Maldoror ediciones agradece la inestimable colaboración aportada por la eslavista Stanisława MACIEJEWICZ para el buen fin de esta traducción de El sello egipcio, de Osip Mandelshtam.

La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores, viola derechos de copyright. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. Título de la edición original: Eguipetskaia marka Izdatelstvo Ripol Klassik, Moskva 2002 © Primera edición: 2008 © Maldoror ediciones © Traducción: Jorge Segovia y Violetta Beck Depósito legal: VG–44–2007 ISBN 10: 84–934956–4–6 ISBN 13: 978–84–934956–4–0 MALDOROR ediciones, 2008 [email protected] [email protected] www.maldororediciones.eu

EL SELLO EGIPCIO

No me gustan los manuscritos enrollados. Algunos son pesados y están cubiertos por la pátina del tiempo, como la trompeta del arcángel.

I

a criada polaca había ido a la iglesia Quarengui para chismorrear y rezar a la Virgen. Aquella noche soñé con un chino que llevaba al cuello –como si de un collar de perd ices se tratara–, una sarta de pequeños talegos, y también con un duelo al modo americano, donde los adversarios disparaban sus pistolas contra montones de vajilla, tinteros y retratos familiares. Familia, te ofrezco un emblema: un vaso de agua hervida. Con el sabor cauchutado del agua hervida petersburguesa bebo la yugulada inmortalidad doméstica. La fuerza centrífuga del tiempo ha dispersado nuestras sillas vienesas y nuestros platos holandeses decorados con pequeñas flores azules. Nada ha quedado. Han transcurrido treinta años como un lento incendio. Durante treinta años, la llama fría y pálida ha lamido el reverso de los espejos con las etiquetas de ordenanza. Pero ¿cómo separarme de ti, amado Egipto de las cosas? De la evidente inmortalidad del comedor, del dormitorio, del gabinete. ¿Cómo expiar mi falta? Quieres unValhalla: ahí están los depósitos Kokorevski. ¡A guardarlas allí!

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Imbuidos de miedo, los mozos de cuerda levantan el piano de cola Mignon, semejante a un negro meteorito barnizado y caído del cielo. Las esteras se extienden como casullas sacerdotales. En las escaleras, el espejo boga de través, maniobrando en los rellanos con toda su altura de palmera. Por la tarde, Parnok había colgado su levita en el respaldo de la silla vienesa; por la noche, hombros y sisas debían descansar, dormir un dulce sueño de cheviot. Sobre la silla vienesa, quién sabe, ¿tal vez la levita hace cabriolas, rejuvenece, en una palabra: se divierte?... Amiga invertebrada de los jóvenes, echa de menos el tríptico de espejos del sastre del entresuelo... En la prueba es un simple saco: ni completamente una coraza de caballero, ni siquiera un dudoso chaleco que el sastre-artista esbozará y marcará con tiza antes de insuflarle vida y movimiento: – ¡Ve, hermosa mía, y vive! ¡Lúcete en los conciertos, pronuncia discursos, ama y extravíate! – Ah Mervis, Mervis, ¡qué has hecho! ¿Por qué privaste a Parnok de su envoltorio terrenal, por qué lo has separado de su bienamada hermana? – ¿Duerme? – Duerme... ¡El canalla! ¡Lástima de malgastar luz en él! ——————————————8———————————————

Los últimos granos de café desaparecieron en el cráter del molino–organillo. El rapto se llevó a cabo. Mervis la raptó como a una Sabina. Nosotros contamos por años, pero en realidad, en cualquier casa de Kamenoostrovski, el tiempo se dividía en dinastías y siglos. El ajetreo de una casa es siempre algo fastuoso. Los límites de la vida son ahí infinitos: desde el aprendizaje del alfabeto gótico alemán hasta el dorado tocino de las empanadillas universitarias. El vanidoso y susceptible olor de la bencina y el viscoso olor del buen petróleo defienden la casa, vulnerable por la cocina, donde irrumpen los sirvientes con catapultas de leña. Los paños del polvo y los cepillos calientan su blanca sangre. Al principio, había un tablero y el mapa de los hemisferios de Ilin. Parnok buscaba ahí un consuelo. El papel de tela irrompible le tranquilizaba. Siguiendo el rastro de los océanos y continentes con el mango de la pluma, componía itinerarios de viajes fabulosos, al mismo tiempo que comparaba el contorno aéreo de la Europa aria con la estúpida bota de África y la inexpresiva Australia. Encontraba también un cierto picante en América del Sur, a partir de la Patagonia. ——————————————9———————————————

Ese respeto por el mapa de Ilin lo llevaba Parnok en la sangre desde los tiempos inmemoriales en que se imaginaba que los hemisferios de ocre y aguamarina, semejantes a dos encantadas burbujas aprisionadas en la red de las latitudes, estaban encargados de una misión concreta por la cancillería ardiente de las mismas entrañas de la tierra, y que –como píldoras nutritivas–, encerraban en ellos un concentrado de espacio y distancia. Q u i z á s e a con el mismo sentimiento como la cantante de la e s c u e l a i t a l i a n a, que se dispone a emprender una gira por la aún joven América, re c o r re con su voz la carta g e o g r áfica, mide el o c é a n o con su timbre metálico, comprueba el incierto pulso de las máquinas del t r a n s a t l á n t i c o con sus trinos y t r é m o l os... En la retina de sus pupilas zozobran esas mismas dos Américas, semejantes a dos cartapacios verdes, comprendiendo Washington y el Amazonas. Con la primera nieve marina y salada, renueva el mapa geográfico interrogando al futuro hecho de dólares y billetes de cien rublos con su arrugamiento invernal. Los años cincuenta la han defraudado. Ningún bel canto puede embellecerlos. En todas partes el mismo cielo bajo, pesado como un techo, idénticas salas de lectura ——————————————10———————————————

ahumadas, como idénticos son los astiles del “Times” y “Vedomosti”, a media asta en el corazón del siglo. Y, finalmente, Rusia... Sus oídos serán cosquilleados por el indolente murmullo de las sibilantes rusas. Su boca se arqueará hasta las orejas al oír el increíble, el inexpresable sonido “bl”. Después, los caballeros de la Guardia real se reunirán para el oficio de los muertos en la iglesia Quarengui. Dorados carroñeros picotearán inmisericordes a la cantante católica romana. ¡En qué ligias alturas la han colocado! ¿Acaso esto es verdaderamente la muerte? Ni siquiera la muerte se atrevería a respirar en presencia del cuerpo diplomático. – ¡La hemos colmado de penachos, de gendarmes, de Mozart! Fue entonces cuando acudieron a su mente los delirantes personajes de las novelas de Balzac y Stendhal: partidos a la conquista de París, los jóvenes limpiaban sus zapatos con un pañuelo a la entrada de los hoteles particulares ...y Parnok, ay, fue en busca de su levita. El sastre Mervis vivía en la calle Monetnaia, muy cerca del liceo; pero ¿trabajaba para los liceístas? –esa es la pregunta; más bien esto se sobreentendía, igual que el pescador del Rhin pesca truchas y no cualquier cosa. Sin embargo, parecía evidente que en la cabeza de ——————————————11———————————————

Mervis no sólo había preocupaciones de sastre, sino también algo mucho más importante. No en vano sus familiares acudían desde lugares lejanos, y, entonces, el cliente retrocedía, consternado y arrepentido. – ¿Quién le dará a mis hijos un trozo de pan con mantequilla? –dijo Mervis haciendo un movimiento con la mano como para cortar mantequilla, y, en la limpia atmósfera de la casa del sastre, Parnok tuvo la sensación de ver no sólo la mantequilla moldeada en forma de pequeñas estrellas o húmedos pétalos, sino también como manojos de rábano. Después, Mervis encauzó sutilmente la conversación hacia el abogado Gruzenberg que le había encargado, en enero, un uniforme de senador, y, acto seguido y sin razón aparente, le dijo que había regañado a su hijo Arón –alumno del Conservatorio–, por una nimiedad, acabó por embrollarse, se azoró y buscó refugio tras el tabique. – Qué hacer –se preguntó Parnok–: tal vez sea así, quizá esa levita ya no existe y verdaderamente la haya vendido como dice para pagar el cheviot. Además, cuando uno lo piensa, a Mervis no se le da bien el corte de levita: se inclina por la chaqueta que le resulta evidentemente más familiar.

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Lucien de Rubempré vestía ropa interior de tela vasta y un traje mal cortado, hecho por el sastre del pueblo; comía castañas por la calle y tenía miedo de los porteros. Un día de buen augurio se afeitó, y de la espuma del jabón nació su futuro. Parnok estaba solo, olvidado por el sastre Mervis y su familia. Su mirada cayó sobre el tabique tras el cual se dejaba oír una voz femenina de contralto, de resonancia judía, lánguida y metálica. Aquel tabique cubierto de imágenes re p resentaba un iconostasio bastante insólito. Se veía allí a Pushkin con una pelliza de piel y un rostro grotesco, a quien unos individuos que parecían enterradores sacaban de un estrecho carruaje como una garita y, sin hacer el menor caso del sorprendido cochero con gorro de metropolitano, se disponían a arrojarlo bajo un porche. A su lado, el piloto Santos Dumont, vestido a la moda del siglo XIX –con chaqueta de doble botonadura y adornos–, proyectado al límite de las fuerzas naturales de la barquilla terrestre, pendía de una cuerda y recordaba a un cóndor en pleno vuelo. Más lejos, había unos holandeses sobre zancos, que recorrían su pequeño país como grullas.

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II

os lugares donde los petersburgueses se dan cita no son muchos. Están santificados por el tiempo, el verdor marino del cielo y el Neva. Podrían señalarse con pequeñas cruces sobre el plano de la ciudad, entre frondosos jardines y calles acartonadas. Quizá cambien en el transcurso de la historia, pero antes del fin, cuando la temperatura de la época alcanzaba los treinta y siete con tres, y la vida se dejaba llevar por un engañoso espejismo –como un coche de bomberos atronando en medio de la noche a lo largo de la blanca perspectiva Nevski–, podían contarse con los dedos de la mano: En primer lugar, el pabellón estilo Imperio del Jardín de los ingenieros, donde a un extraño incluso le daba vergüenza asomar la cabeza, para no tener que verse mezclado en asuntos ajenos y no sentirse obligado a cantar de punta en blanco una aria italiana. En segundo, las esfinges tebanas frente al edificio de la Universidad. Tercero, la deplorable arcada de un extremo de la calle Galernaia, que ni siquiera era capaz de ofrecer un refugio contra la lluvia. En cuarto lugar, un breve sendero lateral del Jardín de verano, del que

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he olvidado el emplazamiento pero que cualquier persona un poco al corriente podría indicar sin dificultad. Y eso es todo. Sólo los chiflados se citaban al pie del Jinete de Bronce o la Columna de Alejandro. En Petersburgo vivía un hombrecillo que llevaba zapatos de charol y que era despreciado, a la vez, por los porteros y las mujeres. Se llamaba Parnok. Al comienzo de la primavera, salía corriendo a las calles y pataleaba sobre las aceras, aún húmedas, con sus pezuñas de cordero. Quería ser dragomán en el Ministerio de asuntos exteriores, persuadir a Grecia de llevar a cabo una acción arriesgada y escribir un memorándum. Recordaba el siguiente acontecimiento ocurrido en febrero: Llevaban a la almazara inmensos bloques de hielo arrancado de las profundidades. El hielo estaba geométricamente entero y en buen estado, y no le había afectado ni la muerte ni la primavera. Pero en el último trineo bogaba una esbelta rama de pino, de un intenso verdegay, engastada en su lecho azuloso, como una joven griega en un ataúd abierto. El negro azúcar de la nieve cedía bajo los pasos, pero los árboles se alzaban aún en las tibias lúnulas de tierra deshelada. ——————————————16———————————————

Una parábola salvaje unía a Parnok con los fastuosos espacios de la historia y la música. – Te echarán algún día, Parnok: será un terrible escándalo, te pondrán vergonzosamente en la puerta, te cogerán por el brazo y ¡largo!, del concierto sinfónico, de la sociedad de aficionados y defensores de la última palabra, del escogido círculo musical de las chicharras, del salón de madame Perepletnik, imposible saber de dónde más, pero te echarán, te difamarán, te cubrirán de vergüenza... Parnok tenía recuerdos engañosos: creía, por ejemplo, que antaño, cuando aún no era más que un chiquillo, había entrado en una suntuosa sala de conferencias y había encendido la luz. Los racimos de las lámparas y las innumerables bujías con colgantes de cristal se despertaron tan súbitamente como una colmena dormida. La electricidad desplegó un torrente tan pavoroso que sus ojos se resintieron, y, entonces, comenzó a llorar. Ciega y egoísta luz querida. Le gustaban los depósitos de madera y los haces de leña. En invierno, el leño seco debía ser ligero, hueco y sonoro. Y el abedul tener una corteza de un amarillo limón y no pesar más que un pez helado. Sentía el leño en sus manos como algo vivo. Desde su infancia, se aferraba con toda su alma a todo aquello que era inútil, metamorfoseando en acontecimientos el balbuceo del ——————————————17———————————————

tranvía de la vida, y, cuando comenzó a enamorarse trató de contarle todo eso a las mujeres; pero no le comprendieron, y, así, para vengarse, empleaba con ellas un lenguaje de pájaro, salvaje y ampuloso, con el fin de no hablar más que de cosas elevadas. A S h a p i ro le llamaban “Nikolai Davidich” . No se sabe de dónde le venía ese Nikolai, pero aquella alianza con David nos maravillaba. Yo imaginaba que Davidovich, es decir, el mismo Shapiro, con la c a b e z a hundida entre los hombros, se i n c l i n a b a una y otra v e z ante un tal Nikolai y le pedía dinero prestado. Shapiro dependía de mi padre. Permanecía largas horas en el absurdo despacho con la copiadora y el sillón “style russe”. Se decía de Shapiro que era honrado y “un pobre diablo”. No sé por qué, yo estaba persuadido de que las “pobres gentes” nunca gastaban más de tres rublos y no tenían más remedio que vivir en el barrio de Pieski. Nikolai Davidich tenía una cabeza grande y era, a la vez, un huésped amable y hosco; se frotaba las manos sin cesar y sonreía culpablemente como un lacayo a quien se le ha permitido entrar en el salón. Olía a taller de costura y a plancha. Yo sabía –sin duda alguna– que Shapiro era honrado, y, contento de ello, deseaba en ——————————————18———————————————

secreto que nadie se atreviese a serlo excepto él. En la escala social, por debajo de Shapiro sólo estaban los recaderos, esos mozos que eran enviados al banco y a la casa de Kaplan. Shapiro se comunicaba –a través de ellos– con el banco y con Kaplan. Sentía cariño por Shapiro porque él necesitaba de mi padre. El barrio de Pieski donde vivía era un Sáhara que rodeaba el taller de costura de su mujer. Sentía vértigo cuando pensaba que había gente que dependía de él. Temía que se levantase de pronto un huracán sobre Pieski y arrastrara como una pluma, como tres rublos, a su mujer –la costurera–, a su única empleada y a los hijos con abcesos en la garganta... Por la noche, al quedarme dormido en mi cama de suaves resortes, a la luz azulosa de una lámpara, no sabía qué hacer con Shapiro: si regalarle un camello y una caja de dátiles a fin de que no pereciese en Pieski, o conducirle con la mártir –madame Shapiro– a la catedral de Kazán donde el aire en jirones es negro y dulce. Hay una oscura heráldica de conceptos morales que provienen de la infancia: el desgarro de una tela puede significar la honradez, y la frialdad del madapolán, la santidad. El peluquero, manteniendo sobre la cabeza de Parnok un frasco piramidal de “piksapho——————————————19———————————————

ne” vertía directamente sobre la cabeza –ya calva desde los conciertos de Scriabin– el líquido frío de color oscuro y rociaba su occipucio con mirra helada; entonces, Parnok, al sentir sobre su cabeza el helado chorro, resoplaba. Un breve temblor concertante corría sobre su piel seca y –¡Virgen santa, ten piedad de tu hijo!– desaparecía bajo su cuello. – ¿Quema? –interrogaba el peluquero vertiéndole a continuación sobre la cabeza un cántaro de agua hervida, pero él se limitaba a guiñar los ojos y hundir más la cabeza en el cepo de mármol del lavabo. Y, al punto, su sangre de conejo se calentaba bajo la afelpada toalla. Parnok era víctima de opiniones preconcebidas respecto al desarrollo de una novela. En papel verjurado, señores míos, en papel verjurado inglés con marca de agua y bordes desgarrados, le comunicaba a una dama, que nada sospechaba, que el espacio comprendido entre la calle Millionaia, el Almirantazgo y el Jardín de Verano, lo habían pulido de nuevo, que resplandecía como un brillante y estaba plenamente dispuesto para el combate. En semejante papel, lector, podían haberse escrito las cariátides del Ermitage y presentarse mutuamente sus condolencias o sus respetos. ——————————————20———————————————

Así, hay personas en el mundo que nunca han sufrido una enfermedad más grave que el catarro y que permanecen aferradas a su época con más o menos felicidad, como adornos de cotillón. Tales seres jamás se sienten adultos, y, a los treinta años, siguen resentidos con los demás y no dejan de pedir cuentas. Nadie les ha mimado especialmente, pero son desvergonzados como si a lo largo de su vida hubiesen sido alimentados con raciones extraordinarias de sardinas y chocolate. Son unos entrometidos que sólo conocen unas cuantas jugadas de ajedrez, pero se empeñan, pese a ello, en jugar para ver lo que ocurre. Les gustaría pasar toda su existencia en la villa de algún amigo, escuchando el tintineo de las tazas en el balcón en torno al samovar, charlando con los vendedores de cangrejos y el cartero. Me gustaría juntarlos a todos y enviarlos a Sestroresk, pues ahora, ni siquiera hay otro lugar para ellos. Parnok era un individuo de la perspectiva Kamenoostrovski, una de las calles más frívolas y de mala nota de Petersburgo. En 1917, tras las jornadas de febrero, esa calle se hizo aún más fútil con sus lavanderías a vapor, sus tiendas georgianas donde todavía se encontraba cacao cuando por entonces ya había desaparecido, y los velocísimos coches del Gobierno provisional.

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Cuidado con torcer a la derecha o a la izquierda: ahí no hay nada, lugares desiertos, ni siquiera un tranvía. Por la perspectiva Kamenoostrovski, los tranvías van a una velocidad endiablada. La Kamenoostrovski es un joven bello y frívolo que ha almidonado sus dos únicas camisas de piedra, y el viento del mar silba en su cabeza de tranvía. Es un petimetre joven y desocupado que lleva sus casas bajo el brazo, igual que un pedante porta su liviano paquete de la lavandería.

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III

ikolai Aleksandrovich, reverendo Padre Bruni –se dejó oír la voz de Parnok que llamaba al imberbe cura de Kostroma, aún visiblemente poco acostumbrado a la sotana y que llevaba en la mano un pequeño paquete que olía a café molido–: ¡padre Nikolai Aleksandrovich, acompáñeme! Tironeó del cura por la ancha manga de lustrina y lo arrastró como una barquilla de papel. Resultaba difícil hablar con el padre Bruni, pues, en cierto modo, Parnok lo consideraba un poco como una dama. Era el verano Kerenski y el gobierno provisional celebraba una sesión plenaria. Todo estaba dispuesto para el gran cotillón. Durante un cierto tiempo, pareció que los ciudadanos se quedarían así para siempre: como gatos adornados con lazos de seda. Pero ya los limpiabotas se agitaban como cuervos antes de un eclipse, y, entre los dentistas, comenzaron a faltar los dientes de oro. Me gustan los dentistas por su amor al arte, por su amplio horizonte, por su tolerancia ideológica. Me gusta –¡ay de mí, pobre peca-

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dor!–, el zumbido de la fresa, esa desvalida y pequeña hermana terrenal del avión que horada el inmenso azur. Las muchachas se sonrojaron ante el padre Bruni; el joven padre Bruni, a su vez, se azoró al ver los adornos de batista, y Parnok –amparado por la autoridad de la Iglesia separada del Estado–, discutía con la patrona. Era un tiempo terrible: las lavanderas se burlaban de los jóvenes que habían perdido el resguardo y, de esa forma, los sastres recuperaban sus levitas. El olor del café tostado que desprendía el paquete que llevaba el padre Bruni, cosquilleaba las narices de la irascible matrona. Penetraron en el vaho caliente de la lavandería donde seis animadas jovencitas encañonaban, calandraban y planchaban la ropa. Esos espigados serafines se llenaban la boca de agua y, después, rociaban con ella las fruslerías de gasa y batista. Manejaban aquellas planchas terriblemente pesadas sin dejar de charlar un solo instante. Los vodevilescos perifollos derramados como espuma sobre largas mesas, esperaban su turno. Las planchas –en su recorrido– bordoneaban entre las hermosas manos de las muchachas. Los acorazados se paseaban sobre la cremosa espuma, y las jovencitas continuaban asperjando. Parnok reconoció su camisa: estaba sobre un estante, planchada y reluciente con su peche——————————————24———————————————

ra de piqué –traspasada de alfileres–, de finas listas del color de la cereza madura. – Señoritas, ¿de quién es esa? – Del capitán de caballería Krzyrzanowski –respondieron a coro las muchachas, mentirosas y desvergonzadas. – Padre –la patrona se dirigió al cura, que se mantenía de pie como una fuerza indestructible en medio del denso vaho de la lavandería, que se adhería a su sotana como si fuese una percha doméstica–: padre, si usted conoce a ese joven, ¡hágale entrar en razón! Ni siquiera en Varsovia he visto nada semejante. Siempre me trae trabajo urgente, maldito sea con sus prisas... Entra de noche por la puerta de atrás, como si yo fuese cura o comadrona... No estoy loca para darle la ropa del capitán Krzyrzanowski. Él no es un gendarme, sino un verdadero capitán. ¡Ese señor tan sólo se escondió tres días, y, después, los mismos soldados lo eligieron para el comité del regimiento y ahora lo pasean en triunfo! Era imposible replicar a aquello, y el padre Bruni deslizó una mirada implorante sobre Parnok. Y yo, en vez de planchas, hubiera puesto en las manos de las jovencitas Stradivarius tan ligeros como estorninos, y les daría a cada una un largo rollo de notas manuscritas. Todo eso exigiría un mural. Entre las densas nubes de vaho, la sotana del cura parecía la ——————————————25———————————————

sotana de un abate director de orquesta. Seis bocas redondas –boquiabiertas– no como los agujeros de las rosquillas petersburguesas, sino como las asombradas redolas del “Concierto del Palazzo Pitti”.

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IV

l dentista colgó la punta de la fresa y se acercó a la ventana: – ¡Oh, oh!... ¡Venga a ver! Una ingente muchedumbre se desplazaba a lo largo de la calle Gorojovaia entre un rumor procesional. En medio, se mantenía un espacio libre en forma de cuadrado. Pero en aquel tragaluz a través del cual podía verse el tablero del empedrado existía un orden, un sistema: se podían ver allí –en el centro del mismo–, cinco o seis personas, que venían a ser los o rg a n i z a d o res de todo el cortejo. Marchaban con un paso de ayudas de campo. Entre ellos, se veían hombros guateados y un cuello invadido de caspa. La reina de aquella extraña cohorte era una persona a quien los ayudas de campo hacían avanzar con cuidado, a quien dirigían con cautela y protegían como a una joya. ¿Cabe decir que no tenía rostro? No, tenía un rostro, aunque en medio de la muchedumbre los rostros carezcan de importancia, pues sólo tienen vida independiente las nucas y las orejas.

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Rellenos de guata, pasaban los hombros-perchas, las chaquetas del rastro, invadidas de caspa, las nucas irritantes y las orejas de perro. “Todos estos hombres son vendedores de cepillos” –tuvo tiempo de pensar Parnok. Ese extraño pandemónium que provocaba náusea y contagio, se había originado en algún lugar entre la calle Siennaia y el pasaje Muchnoi, en la penumbra de droguerías y curtidurías, en el vivero salvaje de la caspa, las chinches y las orejas de soplillo. “Huelen a entrañas podridas” –pensó Parnok, y recordó de pronto una infausta palabra: “tripas”. Sintió una ligera náusea al pensar en la anciana que, días atrás, había pedido “pulmones” en la carnicería, delante de él; pero en realidad ese sentimiento de zozobra era causado por el orden aterrador que se imponía a aquella multitud. Allí, la solidaridad mutua era ley: todos se sentían responsables de la integridad y entrega –en buen estado– de la percha cubierta de caspa al vivero, a orillas del Fontanka. Si con la exclamación más tímida alguien intentase acudir en ayuda del poseedor del desdichado cuello, aún más estimado que la cibelina o la marta, lo hubieran inmediatamente considerado sospechoso, lo hubieran declarado fuera de la ley y lo hubiesen arrastrado al centro del inhóspito cuadrado. El Miedo –tonelero ——————————————28———————————————

pavoroso– era el artífice de aquella procesión. Salvaguardando el orden ceremonial, como los chiitas durante la conmemoración del Sahih Vahsé, las nucas–ciudadanas avanzaban ineluctablemente hacia el Fontanka. Y Parnok, dando tumbos como una peonza, bajó la mellada y herrumbrosa escalera sin zaguán, dejando al dentista plantado y estupefacto ante la fresa colgada como una cobra dormida, repitiendo más allá de cualquier reflexión: – ¡Los botones están hechos con la sangre de los animales! Tiempo, tímida crisálida, mariposa revestida de harina, joven judía asomada a la ventana del relojero: ¡más te valiera no mirar! No es a Anatole France a quien vamos a enterrar en un catafalco de oropeles –alto como un álamo, como la pirámide portátil que por la noche repara los postes de los tranvías–, sino que vamos al Fontanka, al vivero, para ahogar a un pobre hombre por culpa de un reloj americano, un reloj de falsa plata, un reloj de tómbola. Te has paseado, buen hombre, por el pasaje Scherbakov, lanzaste toda clase de improperios contra las malas carnicerías tártaras, te columpiaste en los barandales de los tranvías, fuiste a Gatchina a ver a tu amigo ——————————————29———————————————

Seriozha, y también a los baños y al circo Ciniselli; tú has vivido, buen hombre: ¡y eso basta! Parnok corrió en principio al taller del relojero. Éste, sentado como un corcovado Spinoza, examinaba con su pequeña lupa judía unos resortes liliputienses. – ¿Tiene teléfono? ¡Hay que avisar a la policía! ¿Pero cómo un pobre relojero judío de la calle Gorojovaia iba a tener teléfono? En cambio, tenía hijas: tristes como muñecas de mazapán, y también tenía hemorroides, y té con limón, y asimismo deudas, pero no teléfono. Parnok, tras haberse preparado a toda prisa un cocktail de Rembrandt, de montaraz pintura española y balbuceo de chicharras, y sin tocar siquiera ese brebaje, reemprendió su marcha. Desplazándose por un lado de la acera, adelantó a la imponente procesión de la justicia sumaria y entró en una de las tiendas de espejos que, como se sabe, están todas concentradas en la calle Gorojovaia. Los espejos intercambiaban entre sí los reflejos de las casas, que parecían ambigús; y allí, sobre aquellas lisas superficies, en las embocaduras de las calles ahora congeladas hormigueaba una siniestra multitud, que parecía aún más horrible y acusadora. ——————————————30———————————————

El dueño de la tienda, protegiendo su inmaculada firma desde 1881, receloso, le dio con la puerta en las narices. En una esquina de la calle Voznesenski vio al capitán de caballería Krzyrzanowski –bigote teñido– en persona. Vestía un capote militar y llevaba sable, y, con desenvoltura, le susurraba a su dama atrevidas palabras. Parnok se dirigió hacia él como hacia su mejor amigo, suplicándole que desenvainase su arma. – Considero el momento –articuló fríamente el cojo capitán–: pero discúlpeme, estoy con una dama –y asiendo hábilmente a su compañera, hizo sonar las espuelas y desapareció en el interior de un café. Parnok corrió, dejando oír sobre el pavimento el tintineo de las pezuñas de oveja de sus charolados zapatos. Lo que más temía en el mundo era atraer sobre sí las iras de la muchedumbre. Hay personas que no le gustan a la multitud; ésta las reconoce en el acto, se vuelve mordaz con ellas y les da papirotazos en la nariz. A los niños tampoco les gustan, ni a las mujeres. Parnok era de ésos. En el colegio, sus compañeros le ponían motes como “chivato”, “pezuña barnizada”, “sello egipcio” y muchos otros, también ——————————————31———————————————

ultrajantes. Sin venir a cuento, los niños hicieron correr el rumor de que él era un “quitamanchas”, es decir que conocía una mezcla especial contra las manchas de grasa, de tinta y otras; y, así, a escondidas de sus madres, se hacían con toda suerte de trapos viejos que llevaban al colegio, proponiéndole después a Parnok con un aire inocente que quitase, por favor, “esa mancha”. He aquí finalmente el Fontanka –la Ondina de los estudiantes alborotadores y hambrientos de largas y grasientas guedejas, la Lorelei de los cangrejos cocidos tocando con un peine desdentado, el río protector del herrumbroso Maly Teatr y de su escuálida Melpómene, calva, parecida a una bruja y apestando a pachulí. ¿Y qué? El puente egipcio en nada recordaba a Egipto y ninguna persona decente vio jamás con sus propios ojos al señor Kalinkin. Venida de no se sabe dónde, la innumerable langosta humana oscureció las orillas del Fontanka, cubrió el vivero, las barcazas de madera, los espigones, las escaleras de granito y hasta las chalanas de los alfareros del Ladoga. Millares de ojos contemplaban el agua irisada, que brillaba con todos los matices del petróleo, de los fangos nacarados y la cola de pavo real.

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Petersburgo se declaró Nerón y se convirtió en algo tan abyecto como si engullese un brebaje de moscas aplastadas. Sin embargo, Parnok telefoneó desde la farmacia, llamó a la policía, llamó al gobierno: al Estado desaparecido, dormido como un gobio. Con el mismo resultado podía haber llamado a Proserpina o a Perséfone, donde el teléfono aún no ha sido instalado. Los teléfonos de las farmacias están hechos del mejor árbol de la escarlatina. El árbol de la escarlatina crece en los bosques de clister y huele a tinta. No telefoneeis desde las farmacias petersburguesas: el auricular se descama y la voz se agota. Recordad que tanto Proserpina como Perséfone aún no tienen instalado el teléfono. La pluma dibuja una belleza griega con bigotes y un mentón de zorro. Así, en los márgenes de los borradores, surgen arabescos que viven su vida independiente, pérfida y maravillosa. Los pobres hombres de los violines beben la leche del papel. He aquí Bábel: un mentón de zorro y la montura de sus gafas. Parnok es un sello egipcio. Artur Yakovlevich Hofman es un funcionario ——————————————33———————————————

del Ministerio de asuntos exteriores, Sección griega. Coros armónicos del teatro Mariinski. Una vez más la griega con bigotes. Y un desierto para los otros. Los gorriones del Ermitage hablan en sus gorjeos del sol barbizoniano, de la pintura al aire libre, del colorido semejante a las espinacas con picatostes, en una palabra: de todo lo que le falta al sombrío Ermitage flamenco. En cuanto a mí, yo tampoco seré invitado a desayunar en Barbizon, aunque en mi infancia haya roto lamparillas –hexaedrales y dentadas– de coronación, y, asimismo, haya aplicado a superficies de pino y enebro impregnadas de arena, ya el tracoma de un rojo subido, ya el degustado azul del mediodía de algún ignoto planeta, o bien el malva cardenalicio de la noche. La madre sazonaba la ensalada con yemas de huevo y azúcar. Arrancadas y estrujadas, las hojas de la ensalada –impregnadas de una gravilla menuda– morían en el vinagre y el azúcar. El aire, el vinagre y el sol se mezclaban con los verdes acentos en el día ardiente de sal –el uniforme día barbizoniano –, entre un rumor de platos, golondrinas, libélulas, emparrados, abalorios y hojas mojadas.

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El domingo barbizoniano discurría hacia el cénit de la comida, abanicándose con periódicos y servilletas, extendiendo sobre la hierba crónicas y artículos que hablaban de actrices minúsculas como alfileres. Los invitados –luciendo amplios pantalones y leonados chalecos de terciopelo– convergían hacia las sombrillas barbizonianas. Y las mujeres se sacudían las hormigas de sus rollizos hombros. Los abiertos vagones del tren se sometían de mala manera al vapor y –separadas las cortinas–, jugaban a la lotería con el campo de margaritas. La locomotora, con cilindro y sus bielas de polluelo, se sublevaba contra el peso de los clacs y la muselina. El camión de riego asperjaba la calle con una red de cuerdas delgadas y frágiles. Ya todo el aire parecía una inmensa estación para rosas voluptuosas e impacientes. Las negras hormigas, irisadas –como carnívoros actores del teatro chino interpretando una antigua pieza con verdugo–, se pavoneaban con sus patas de trementina y arrastraban su botín de guerra –un cuerpo aún intacto–, balanceándose con su poderoso trasero de ágata, como corceles saltando en la colina entre nubes de polvo. Parnok volvió en sí.

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Una rodaja de limón es como un billete para Sicilia, hacia las rosas voluptuosas, donde aquellos que enceran los suelos se mueven como en una danza egipcia. El ascensor no funciona. Los mencheviques encargados de la defensa entran en todas las casas para organizar la guardia nocturna en los soportales. ¡Vivir es terrible y venturoso! También él era como una pepita de limón arrojada al azar en el granito petersburgués, donde el vertiginoso vuelo crepuscular de la noche se lo tragaría con un negro café turco.

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V

urante el mes de mayo, Petersb u rgo evoca de alguna manera una oficina de información que no da informaciones; sobre todo en el barrio de la Dvortzovaia Ploschad. Aquí todo está preparado hasta lo increíble para el comienzo de la reunión histórica: blancos pliegos de papel, lápices afilados y una jarra de agua hervida. Lo repito una vez más: la grandeza de este lugar se debe a que jamás se da ahí ninguna información a nadie. En aquel momento, unos sordomudos atravesaban la plaza: con sus manos tejían una vertiginosa urdimbre. Hablaban. El de más edad llevaba la lanzadera. Los demás le secundaban. En ocasiones, un chiquillo se desplazaba raudo por un lado, separando mucho los dedos, como si pidiese que le quitasen las diagonales de los hilos enredados a fin de no dañar la trama. Como mucho, eran cuatro los personajes, y –con toda evidencia– tenían cinco madejas. Una sobraba. Hablaban el lenguaje de las golondrinas y los mendigos e hilvanando continuamente el aire con largas puntadas hacían de él una camisa.

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El cabecilla, irritado, enmarañó toda la urdimbre. Los sordomudos desaparecieron bajo el arco del Estado mayor general, sin dejar de tejer, p e ro ya más sosegadamente, como si hubieran enviado palomas mensajeras a todas partes. Las notas del pentagrama acarician el ojo como la música seduce el oído. Las negras de la escala suben y bajan como pequeños faroleros. Cada compás es como un esquife cargado de pasas y uvas de negro moscatel. Una página musical es, en principio, el orden de combate de una flotilla de veleros, y, después, se convierte en un plan de ahogamiento de la noche, organizada en huesos de ciruela. Los grandiosos decrescendos de concierto de las mazurcas de Chopin, las amplias escaleras con campanillas de los estudios de Liszt, los jardines colgantes de Mozart temblando sobre cinco cuerdas nada tienen en común con los arbustos enanos de las sonatas de Beethoven. En el espejismo de las ciudades, las notas musicales brotan como alcándaras de estorninos en medio del ardiente alquitrán.

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La vid musical de Schubert está siempre picoteada hasta las pepitas y azotada por el vendaval. Cuando cientos de faroleros con sus varas se afanan por las calles, suspendiendo bemoles en las herrumbrosas corcheas, consolidando la veleta de los sostenidos y suprimiendo paréntesis enteros de descarnados compases, se trata, evidentemente, de Beethoven; pero cuando –con sus estandartes a la cabeza–, la caballería de las octavas y dieciseisavas en sotanas de papel con emblemas ecuestres se lanza al ataque, también es Beethoven. Una página musical es una revolución en una antigua ciudad alemana. Niños de grandes cabezas. Estorninos. Desenganchan la carroza del príncipe. Los jugadores de ajedrez salen corriendo de los cafés, blandiendo reinas y peones. Alargando sus cabezas delicadas, he aquí tortugas a la carrera: es Haendel. Pero qué marciales son las páginas de Bach: son brillantes guirnaldas de secos champiñones. Ahora bien, en la calle Sadovaia, cerca de la catedral –Pokrov–, hay una torre. Durante las heladas de enero, enarbolan en ese lugar las señales para la formación de la tropa. No lejos de ahí yo estudié música. Mi mano debía plegarse al método Leszetycki.

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¡Cómo el perezoso Schumann cuelga sus notas como ropa a secar mientras que abajo pasan los italianos, presuntuosos; cómo los pasajes más difíciles de Liszt, gesticulando con sus muletas, arrastran y hacen tambalear la escalera de incendios! El piano es un animal doméstico apto para los salones, dócil e inteligente, con una nudosa carne enmaderada, de venas doradas y huesos siempre inflamados. Lo cuidábamos de los enfriamientos y lo alimentábamos con sonatinas ligeras como espárragos... ¡Dios mío! ¡No me hagas semejante a Parnok! ¡Dame fuerzas para sentirme distinto de él! Pues también yo formaba parte de aquella cola penosa que se arrastraba hacia la ocre ventanilla de la caja del teatro: primero al frío, en la calle, después bajo los techos –símil de balneario– del vestíbulo del teatro Aleksandr. El teatro también me asustaba: como una isba ahumada, como aquella casa de baños campesina donde tuvo lugar un salvaje asesinato por una pelliza y unas botas de fieltro. Pues sólo Petersburgo me sostiene: el de los conciertos, el crudo, el lúgubre, el hosco, el invernal. Mi pluma ya no me obedece; se ha roto y su sangre negra se ha extendido, como atraída por la ventanilla de telégrafos: pluma pública, mancillada por granujas con abrigo de ——————————————40———————————————

piel, que ha cambiado su escritura de golondrina –su naturaleza primera–, por los “vuelve por Dios”, o “te echo de menos” y “te beso” de canallas mal afeitados, que deletrean los textos de los telegramas en el cuello de piel de su abrigo impregnado con su aliento. El hornillo de petróleo existió antes que el primus. Una mirilla de mica y un fanal oscilante. La Torre de Pisa del hornillo de petróleo saludaba a Parnok, dejando al descubierto sus patriarcales mechas al mismo tiempo que –amistosamente– le narraba “los adolescentes en la caverna de fuego”. Yo no temo ni la falta de unidad, ni los espacios en blanco. Corto el papel con largas tijeras. Pego cintas con flecos. Un manuscrito es siempre una tormenta asoladora y desgarrada. Es el borrador de una sonata. Emborronar es mejor que escribir. No tengo miedo de las costuras, ni del amarillo de la cola. Hago costurones, y me lo paso bien. Dibujo a Marat en calzas. Y vencejos. En nuestra casa, se temía sobre todo al hollín que producían las lámparas de petróleo. El ——————————————41———————————————

grito de “hollín”, “hollín”, sonaba como “fuego”, “ardemos”; entonces, todos acudíamos presurosos a la estancia donde la lámpara estaba olvidada. Después, nos quedábamos inmóviles, hacíamos aspavientos con las manos y husmeábamos el aire que bullía de filamentos oscuros y vivos. Castigábamos a la lámpara culpable bajándole la mecha. Luego abríamos raudos los postigos que el frío fusilaba –como el champán– y, acto seguido, la habitación era invadida por bigotudas mariposas de hollín, que caían sobre las mantas y almohadas, presagiando el catarro y la fluxión de pecho. – Ahí no se puede entrar porque está abierto el postigo– decían mi madre y la abuela. Pero él –el frío prohibido– huesped maravilloso de los espacios diftéricos, conseguía penetrar por el agujero de la cerradura. La Judith de Giorgione escapó a los eunucos del Ermitage. El trotón tira las tabas. La Millionaia está repleta de pequeños vasos de plata. ¡Maldito sueño! ¡Malditos lugares de esta ciudad desvergonzada!

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Hizo un débil y suplicante movimiento con la mano, dejó caer un trozo de papel secante espolvoreado y se sentó en un guardacantón. Recordó sus poco gloriosos triunfos, sus vergonzosas citas, sus largas esperas en las calles, los auriculares de teléfono de las cervecerías, tan aterradores como pinzas de cangrejo... Los números de teléfono fuera de uso, inservibles... El fastuoso tintineo de la calesa se disolvió en la calma, sospechoso como una plegaria de coracero. ¿Qué hacer? ¿A quién lamentarse? ¿A qué serafines confiar su tímida y pequeña alma de concierto, que pertenecía al paraíso color frambuesa de los contrabajos y bordones? Denominan escándalo al demonio descubierto por la prosa rusa, o quizá por la misma vida rusa, en los años cuarenta. Eso no es una catástrofe, sino más bien su caricatura; pero le debemos la infausta metamorfosis de ver surgir una cabeza de perro sobre los hombros del hombre. El escándalo vive gracias al caducado y manoseado pasaporte expedido por la literatura. Es su criatura, su obra preferida. Un pequeño gránulo ha desaparecido: una gragea homeopática, una minúscula dosis de una sustancia blanca y fría... En aquellos lejanos tiempos en que los adversarios de un duelo disparaban sus pistolas con——————————————43———————————————

tra montones de vajilla, tinteros y retratos f a m i l i a res en una habitación oscura, ese pequeño gránulo se llamaba honor. Un día, barbudos literatos vistiendo anchos pantalones subieron al palomar de un fotógrafo y se hicieron fotografiar con un excelente daguerrotipo. Cinco de ellos estaban sentados, y cuatro de pie, tras los respaldos de las sillas de nogal. Delante de ellos, había un muchacho que vestía dolmán y una niña con bucles; un gatito iba de acá para allá a los pies del grupo. Lo arrojaron fuera. Todos los rostros reflejaban una profunda inquietud: ¿cuánto vale actualmente una libra de carne de elefante? Por la noche, en la dacha de Pavlovsk, aquellos señores literatos maltrataron a un desdichado mozalbete llamado Hyppolito. Y ni siquiera pudo leerles su pequeño cuaderno cuadriculado. ¡Otro que se creía Rousseau! No veían ni comprendían la ciudad maravillosa de puras líneas de velero. Ahora bien, el demonio del escándalo se instaló en una casa de la calle Raziezhaia, colocando en la puerta una placa de cobre con el nombre de un abogado –la casa aún hoy permanece inviolable, como un museo, como la casa de Pushkin–; dormitaba en los sillones, deambulaba por los vestíbulos –la gente que vive bajo el signo del escándalo nunca sabe retirarse a tiempo–: importunaba a los demás ——————————————44———————————————

con súplicas, prolongaba las despedidas y metía el pie en chanclos ajenos. ¡Señores literatos! Las zapatillas les pertenecen a las bailarinas y los chanclos os pertenecen a vosotros. Aceptadlos, cambiadlos: es vuestro baile. El que se baila en oscuras antesalas, con una expresa condición: la falta de respeto por el dueño de la casa. Veinte años de semejante baile representan una época; cuarenta, la historia... Es vuestro derecho. Ácidas sonrisas de grosella de las bailarinas, leve zureo de las zapatillas espolvoreadas de talco, complejidad marcial y arrogante presencia de la orquesta de violines, oculta en el iluminado foso donde los músicos, como las dríades, se traban en las ramas, las raíces y los arcos, obediencia vegetal del corps de ballet, inconmensurable desprecio por la maternidad femenina: – Con ese rey y esa reina que no bailan ya hemos jugado al sesenta y seis. Esa abuela de Gisele que no aparenta su ——————————————45———————————————

edad, derrama la leche –debe ser leche de almendras. – En cierto sentido, cualquier ballet es servidumbre. ¡Sí, sí: no podeis contradecirme! Calendario de enero con sus cabritillas danzantes, reino lácteo de las miríadas de mundos y crujido de la nueva y recién estrenada baraja... Y cuando se llega por la parte de atrás al estanco e indecente edificio de la ópera Mariinski: – Chalanes, descuideros. ¿Qué esperáis, queridos, con el frío que hace? Uno: una entrada de palco, Otro: un puñetazo en la jeta. – No, a pesar de lo que digais, en la base de la danza clásica hay miedo: un miedo salido directamente de la nevera gubernamental. – ¿Dónde cree usted que se sentaba Anna Karenina? – Dése cuenta: en la antigüedad existían los anfiteatros, y nosotros –la Europa moderna– tenemos balcones. Tanto en los frescos del Juicio final como en la Ópera. Idéntica visión del mundo. ——————————————46———————————————

Las calles brumosas con sus luces daban vueltas como un carrusel. – ¡Cochero, a “Gisele” –es decir al Teatro Mariinski! El cochero petersburgués es un mito, un capricornio. Hay que dejarlo ir por el zodíaco. Ahí no se perderá con su anticuado moned e ro , sus patines de trineo tan estrechos como la verdad y su voz aguardentosa.

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VI

a calesa era clásica, de un chic más moscovita que petersburgés: la alta carcasa, los brillantes alerones laqueados y los neumáticos inflados al máximo nada tenían que envidiar a un carro griego. El capitán de caballería Krzyrzanowski susurraba en la oreja criminalmente rosa: – No se preocupe por él: palabra de honor, se está empastando un diente. Le diré más: hoy, en el Fontanka, no sé si fue él quien robó un reloj o se lo robaron a él. ¡Qué muchacho! ¡Una fea historia! Después de atravesar Kolpino y Sredniaia Rogatka, la noche blanca cayó sobre Tsarkoie Selo. Los palacios estaban blancos de miedo, como capullos de seda. Por instantes, su blancura recordaba un velino chal de Orenburgo lavado con jabón y cepillo. Entre el sombrío verdegay zumbaban las bicicletas: metálicos avispones del parque. Más blancura ya no era concebible: un minuto más, y la alucinación estallaría como suero fresco. Una terrible dama de piedra, calzada con las botas de Pedro el Grande deambula por las calles y dice:

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– Basura en el suelo... El simún... los árabes... “Simón, pian piano llegó lejos” ... Petersburgo, ¡tú respondes por tu pobre hijo! De todo este caos, de este lamentable amor por la música, de cada migaja residual del envoltorio de caramelo de la corista de Palacio, tú eres responsable, tú: ¡Petersburgo! La memoria es una joven judía enferma que, de noche, se escapa subrepticiamente de casa de sus padres para ir a la estación Nikolaievsk: ¿la recogerá alguien? Gueshka Rabinovich, el “viejo de los seguros”, nada más nacer ya exigió formularios de las pólizas de seguros y jabón de tocador. Vivía en la perspectiva Nevski, en un piso minúsculo, propio más bien de una jovencita. Su ilegal relación con una tal Lizochka c o nmovía a todo el mundo. –Guenrij Yakovlevich duerme –decía Lizochka muy ru b o r izada y llevándose un dedo a los labios. Con toda evidencia, esperaba –loca esperanza– que a Guenrij Yakovlevich aún le quedasen muchos años por delante y viviera con ella largo tiempo, que su rosa matrimonio sin hijos, bendecido por los obispos del café Filipov, sólo era el comienzo... Mientras tanto, Guenrij Yakovlevich descendía las escaleras con la ligereza de un perrito faldero y contrataba seguros de vejez.

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En las casas judías reina un melancólico y erizado silencio. Un silencio tejido por las conversaciones entre el péndulo, las migas de pan en el mantel de hule y los portavasos de plata. La tía Vera venía a comer y traía con ella a su padre, el anciano Pergament. A espaldas de la tía Vera se levantaba el mito de la ruina de Pergament. Él había sido dueño de una casa de cuarenta habitaciones en la calle Kreshchatik, en Kiev. “Una casa que era el cuerno de la abundancia”. En esa calle y al pie de la casa de las cuarenta habitaciones piafaban los caballos de Pergament. Y el mismo Pergament vivía de aquella renta. La tía Vera era luterana y cantaba con sus c o r re l i g i o n a r i a s en el rojo templo de la Moika. Emanaba de ella esa frialdad distintiva de una dama de compañía, de una lectora y una hermana de la caridad: esa extraña especie de seres hostilmente ligados a las vidas ajenas. Sus finos labios luteranos juzgaban nuestra manera de vivir y sus bucles de vieja solterona se movían sobre el plato de caldo de pollo con una ligera desaprobación. Tan pronto como la tía Vera aparecía por nuestra casa, empezaba maquinalmente a compartir nuestra zozobra y a ofrecer sus servicios de cruz-roja, como si desenrrollara una venda de gasa y deplegase la serpentina de un invisible vendaje. ——————————————51———————————————

Los carruajes avanzaban por la ruta asfaltada y las chaquetas que los hombres sólo se ponían en domingo se inflaban como la chapa. Los carruajes pasaban de lago en lago, oliendo el alcohol y el queso blanco, y los kilómetros saltaban como guisantes. Los carruajes avanzaban raudos, veintiuno y todavía cuat ro: repletos de ancianas con pañoletas negras y faldas de paño, rígidas como la hojalata. Había que cantar salmos en el templo con veletas, beber café negro mezclado con alcohol puro y regresar a la casa por el mismo camino. Un joven cuervo ahuecó sus alas: – Les rogamos que asistan a nuestro entierro. – No es así como se invita –balbució un gorrión del parque Mon Repos. Intervinieron entonces unos cuervos enflaquecidos, de azulosas plumas ya endurecidas por la vejez: – Karl y Amalia Blomkvist comunican a sus familiares y amigos la muerte de su bienamada hija Elsa. – Eso es otra cosa –balbució el gorrión del parque Mon Repos. Para salir de casa, arropaban a los muchachos como caballeros para un torneo: polainas, pantalones guateados, capuchas, gorros con orejeras. ——————————————52———————————————

Las orejeras provocaban un bordoneo en la cabeza y un poco de sordera. Para responderle a alguien, había que desatar primero las molestas cintas anudadas bajo la barbilla. Daba vueltas en su pesada armadura invernal como un pequeño caballero, sordo a su propia voz. Su primera sensación de aislamiento, tanto de los hombres como de sí mismo, y, quién sabe, tal vez el primer y dulce murmullo preesclerótico –aún débil, de la sangre de sus siete años–, amortiguado por las prendas esponjosas, se debía a las orejeras; y, entonces, el pequeño Beethoven de seis años, con sus polainas guateadas, asediado por la sordez, era empujado a la escalera. En aquellos momentos tenía ganas de volverse y gritar: “También la cocinera es sorda.” Caminaban con un aire importante por la calle Ofitserskaia y, finalmente, elegían en la frutería una pera bergamota. Una vez entraron en la tienda de lámparas de Abolingue, en la calle Voznesenski, donde los farolillos de fiesta se amontonaban como estúpidas girafas, con sus rojos gorros de festones y franjas. Allí, por primera vez, se sintieron invadidos por la sensación de lo grandioso y de estar en un “bosque de objetos”.

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Nunca entraron en la tienda de flores de Eilers. No lejos de allí ejercía la doctora Strashuner.

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VII

uando un sastre va a entregar la obra acabada, es difícil decir si lleva un traje nuevo. Algo en él recuerda a un miembro de la Cofradía de los enterradores, dirigiéndose presuroso con los instrumentos de ritual a la casa señalada por Azrael. Así ocurría con el sastre Mervis. La levita de Parnok apenas tuvo tiempo de calentarse en su casa sobre una percha –aproximadamente dos horas– y de respirar el aire paternal impregnado de comino. La mujer de Mervis le felicitó por su éxito. – No es gran cosa –replicó halagado el maestro–: mi abuelo decía que un sastre verdadero es aquel que despoja al acreedor de su chaqueta en pleno día, y montando un escándalo en la perspectiva Nevski. Después retiró la levita de la percha, sopló encima de ella como sobre un té caliente, la envolvió en un paño limpio, y, con su calicó negro en el blanco sudario se dirigió a casa del capitán Krzyrzanowski. A decir verdad, me gusta Mervis, me gusta su ciego rostro surcado de profundas arrugas. Los teóricos del ballet clásico le dan una ——————————————55———————————————

gran importancia a la sonrisa de la bailarina: la consideran complementaria del movimiento, explicando el salto y el vuelo. Pero en ocasiones, un párpado entornado ve más que el ojo, y el mapa de arrugas de un rostro humano mira como un tropel de ciegos. Entonces, el sastre de elegante porcelana se agita como un azogado, como un presidiario huido y golpeado por sus compañeros, como un balnearista escaldado, como un ladrón de mercado dispuesto a lanzar su último grito, irrefutable y convincente. En mi comprensión de Mervis, se sucedían distintos tipos: el de un sátiro griego, o también de un desdichado citarista, y, en ocasiones, bajo la máscara de un actor de Eurípides; en otras: de un presidiario torturado con el torso desnudo y cuerpo sudoroso, de vagabundo ruso o epiléptico. Me apresuro a decir la única verdad. Me doy prisa. La palabra –como la aspirina– deja un regusto de cobre en la boca. El aceite de hígado de bacalao es una mezcla de incendios, de invernosas mañanas amarillecidas y aceite de ballena, sabor a ojos arrancados y reventados, el sabor de lo nauseabundo llevado al éxtasis. El ojo del pájaro inyectado en sangre también ve el mundo a su manera. ——————————————56———————————————

Los libros se funden como carámbanos llevados a la habitación. Todo disminuye. Cualquier cosa me parece un libro. ¿Cuál es la diferencia entre un libro y un objeto? No conozco la vida: me la sustituyeron en esa lejana época en que desvelé el rumor del arsénico en los dientes de la amante francesa de negros cabellos, aquella pequeña hermana de nuestra orgullosa Anna. Todo disminuye. Todo se funde. Goethe también se funde. Se nos ha concedido un breve lapso de tiempo. Congelada como el hielo de los aleros, la empuñadura de la frágil y exangüe espada enfría la palma de la mano. Sin embargo, como el acero asesino de los patines “Nurmis” que antaño se deslizaban sobre el hielo azuloso y lleno de pústulas, el pensamiento no se ha embotado. Atados así a las informes botas de los niños, los patines se confunden con las abarcas americanas de cordones –navajas de frescor y juventud– y los viejos zapatos portadores de un peso feliz se metamorfosean en soberbias escamas de dragón sin nombre ni precio. Resulta cada vez más difícil hojear las páginas del gélido libro –toscamente encuadernado– a la luz de las lámparas de petróleo. A vosotros os lo digo, depósitos de madera –negras bibliotecas de la ciudad–: todavía leeremos, todavía seguiremos mirando.

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En alguna parte de la calle Podiacheskaia se hallaba esa inolvidable biblioteca de la que salían paquetes –hacia las dachas–, de pequeños tomos marrones de autores rusos y extranjeros, de contagiosas páginas que se señalaban con un marcador de seda. Jovencitas poco agraciadas elegían los libros de los estantes. Unas se llevaban en primer lugar a Bourget, otras a Georges Ohnet, y las terceras una pizca de ese cóctel literario. Enfrente, había un puesto de bomberos con las puertas herméticamente cerradas y una campanilla bajo una especie de sombrero de champiñón. Algunas páginas se rajaban como una binza de cebolla. En ellas vivían la rubeola, la escarlatina y la varicela. En la encuadernación de esos libros de veraneo –en ocasiones olvidados en la misma playa–, se impregnaban las doradas escamas de la arena marina que, incluso aún sacudiéndolas, siempre aparecían. A veces caía del libro la pequeña estrella gótica de un helecho, aplastada y marchita, y, otras, una flor nórdica momificada y sin nombre. Los incendios y los libros tienen su por qué. Todavía veremos, todavía leeremos.

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“Unos minutos antes de que comenzara la agonía, la alarma de los bomberos retumbó en la perspectiva Nevski. Todos corrieron hacia las ventanas ya empañadas, y, durante unos instantes Angelina Bosio –oriunda del Piamonte, hija de un pobre cómico ambulante, basso comico– fue abandonada a su suerte. “Las florituras marciales de las trompetas de los bomberos –como insólito prólogo de una desgracia ineluctablemente vencedora–, penetraron en el dormitorio mal ventilado de la casa Demidov. Los percherones arrastraban con estruendo los toneles, carros y escaleras desaparecieron entre el pandemónium y la llama de las antorchas lamió los cristales. Pero en la oscura conciencia de la agónica cantante, aquella barahúnda de ruidos oficiales y delirantes, aquel frenético galope de cascos y pellizas de cordero, aquel zurriburri de sonidos se transformó en un preludio a una obertura orquestal. En sus oídos carentes de belleza, sonaron nítidamente los últimos compases de la obertura de “Duo Foscari”, su debut en la ópera de Londres... “Ella se irguió y cantó lo que debía cantar: pero ya no tenía aquella voz suavemente metálica, flexible, que le había dado días de gloria y que tanto elogiaban los periódicos, sino una voz de pecho mal afinada: el timbre de sus quince años, cuando el pro f e s o r ——————————————59———————————————

Cattaneo la amonestaba por su incorrecta cadencia que era incapaz de dominar. “Adiós, Traviata, Rosina, Zerlina...”

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VIII

quella tarde, Parnok no regresó a su casa para comer, ni para tomarse su té con bizcochos, algo que le gustaba tanto como a un canario. Escuchaba el bordoneo de las lámparas de soldar acercando a los raíles del tranvía una aterciopelada rosa de cegadora blancura. Todas las calles y plazas de Petersburgo le habían sido devueltas: en forma de galeradas aún húmedas, compaginaba las perspectivas y encuadernaba los jardines. Se acercó a los puentes levadizos que recordaban que todo debía volar en pedazos, que el desierto y el abismo eran maravillosas mercancías, que habría –sí, habría– separación, y que palancas engañosas regían multitudes y años. Él esperaba, mientras a uno y otro lado se agolpaban los cocheros de fiacre y los transeúntes, como dos tribus o generaciones hostiles que se peleasen por un libro encuadernado en piedra, cuyo interior hubiera sido arrancado. Pensaba que Petersburgo era su enfermedad infantil y que le bastaba con volver en sí, recobrarse, para que la alucinación se disipa-

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se: se tranquilizaría, y sería como todo el mundo; quizá incluso llegara a casarse... Entonces ya nadie se atrevería a llamarle “joven”. Y dejaría de besar las manos de las damas: ¡ya estaba bien! Aquellas malditas se creían un Trianón... No importa qué pelandusca, adefesio o gata perdida metiese su pata bajo sus labios, pues él, por costumbre inmemorial, la besaba. ¡Basta! Hay que acabar con esa juventud de perro. Artur Yakovlevich Hofman ha prometido nombrarle dragomán, aunque fuera en Grecia. Después, ya veremos. Se mandará hacer una nueva levita, le pedirá explicaciones al capitán de caballería Krzyrzanowski y le haría ver de qué madera él estaba hecho. Sin embargo, algo fallaba: no tenía genealogía. Ni dónde conseguirla; no tenía y eso era todo. Por toda familia, sólo tenía a la tía Johanna. Una enana. La emperatriz Anna Leopoldovna. Hablaba el ruso de cualquier manera, como si Biron fuese su compadre y hermano. Tenía las manos tan cortas que era incapaz de abrocharse nada sola. Comparándola con ella, su sirvienta Anushka era una Psique. Con un parentesco así, no se puede ir muy lejos. Además, ¿qué quiere decir eso, sin p a rentesco? –permitidme, ¿cómo puede ser?–: esos parientes existen. ¿Y el capitán Goliadkin? ¿Y los asesores colegiados a quie——————————————62———————————————

nes “Dios podía haber concedido un poco más de inteligencia y dinero”? Todos esos seres que eran arrojados escaleras abajo en los años cuarenta y cincuenta, ofendidos y humillados por todos esos farfulleros arropados en sus pellizas con sus guantes bien limpios, todos aquellos que no viven, pero se pavonean por las calles Sadovaia y Podiacheskaia, con casas construidas como rugosas tabletas de pétreo chocolate, y que mascullan entre dientes: “¿Cómo es posible? ¿Sin un kopek y ha hecho estudios?” Basta con arrancar la película que cubre el aire de Petersburgo para que sus entrañas queden al desnudo. Bajo el velino edredón de cisne del malecón Gagarín, bajo las nubes del malecón Tuchkov y los restoranes franceses de esos agonizantes muelles, bajo los reverberantes espejos de las casas señoriales y plebeyas, descubriremos entonces algo totalmente inesperado. Pero la pluma que levantará ese velo –como la cucharilla del doctor– está contaminada por un virus de difteria. Será mejor dejarlo así. El pequeño mosquito susurraba: – Ved lo que me ha ocurrido: yo soy el último egipcio, y soy llorón, y preceptor, e histrión; soy un principito desarticulado, y Ramsés, y vampiro y pícaro –¡ay!– pero en el norte, ya ——————————————63———————————————

no soy nadie, no queda nada de mí. ¡Disculpad! – Soy el príncipe de la mala suerte, asesor colegial de la ciudad de Tebas... Todo es parecido, nada ha cambiado –¡ay!– pero aquí tengo miedo. Disculpadme... – No soy nada. Una bagatela. Le pediré a las malditas piedras un kopek de cuscús egipcio, un kopek de cuello de muchacha. – No se preocupen, yo pagaré –disculpadme. Para tranquilizarse, recurrió a un breve diccionario mental, o, más bien, a un repertorio de palabras domésticas fuera de uso. Lo tenía memorizado desde hacía mucho tiempo para usar en casos de desdicha o calamidades: – “Herradura”: era un panecillo con semillas de adormidera. – “Fromuga”: era así como mi madre se refería al tragaluz que se cerraba como la tapa de un piano. – “No la malgastes”: es lo que decían de la vida. – “No des órdenes”: era uno de los mandamientos. Para una infusión, estas palabras bastan. Olía su temblor. El pasado se había hecho terriblemente real y le cosquilleaba las narices como un paquete de té fresco de Kiahta.

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Los cabriolés atravesaban los campos nevados. Un cielo policíaco, bajo y plomizo, pendía sobre la tierra filtrando mezquinamente la luz ambarina y –¿por qué? –ignominiosa. Me metieron en el cabriolé de una familia extraña. Un joven judío contaba novísimos billetes de cien rublos que desprendían un crujido invernal. – ¿A dónde vamos? –le pregunté a una vieja arropada en un chal de gitana. – A Villa Frambuesa –respondió, con una tristeza tan lacerante que mi corazón se oprimió con un mal presentimiento. Hurgando en un hatillo de rayas, la anciana sacó cubiertos de plata, telas y zapatos de raso. Las tétricas carrozas de la boda seguían prolongando su incursión, balanceándose como contrabajos. Allí viajaban el comerciante en maderas Abrasha Kopelianski –que padecía una angina de pecho–, su tía Johanna, rabinos y fotógrafos. El viejo profesor de música llevaba sobre sus rodillas un teclado mudo. Un gallo, destinado al sacrificio, se agitaba bajo la pelliza de castor de un anciano. – ¡Mirad! –exclamó alguien asomándose a la ventanilla–: ¡esto es Villa Frambuesa! Sin embargo, no se veía allí el menor rastro de villa alguna. Pero en medio de la nieve crecía un frambueso sarmentoso y tupido. ——————————————65———————————————

– ¡Es un frambueso! –exclamé loco de alegría, y corrí con los demás, llenando mi calzado de nieve. En algún momento se me desató una bota y, entonces, un sentimiento de inmensa culpabilidad y desorden se apoderó de mí. Después me llevaron a una odiosa habitación varsoviana donde me obligaron a beber agua y comer cebolla. Me había inclinado para hacer un doble nudo en mi bota y ponerlo todo en orden, pero fue en vano. Me resultó imposible reparar o modificar algo: todo ocurría al revés, como a menudo sucede en los sueños. Tiré por los suelos unos edredones que no eran nuestros y salí corriendo al jard í n Tavricheski llevándome mi juguete preferido de niño: un candelabro vacío, profusamente cubierto de cera y al que entonces le fui quitando su blanca corteza, tan suave como un velo de novia. Es aterrador pensar que nuestra vida es un relato sin tema ni héroe, hecho de vacío y cristal, del apasionado balbuceo de todas las derrotas, del febril delirio de Petersburgo. La aurora de pálidos dedos rompió sus lápices de color. Ahora, yacen como pajarillos con los picos abiertos y vacíos. Y, sin embargo, me parece entrever las señales de mi delirio bienamado y prosaico. ——————————————66———————————————

¿Conocéis ese estado? Es como si todas las cosas tuviesen fiebre, cuando están a la vez felizmente despiertas y enfermas: los obstáculos en las calles, los carteles desgarrados, los pianos amontonados en el depósito como un inteligente rebaño sin pastor, nacido para éxtasis de sonatas y agua hervida... Confieso que, entonces, no soporto más la cuarentena, y avanzo orgullosamente, rompiendo los termómetros, por el contagioso laberinto, tapizado de oraciones subordinadas como si se tratase de alegres compras debidas al azar... y vuelan al morral entreabierto las codornices asadas, inocentes, como la plástica de los primeros siglos del cristianismo, y el kalach, el sencillo kalach del que ya no se me oculta que fue imaginado por un panadero como una lira rusa de áfona masa. En 1917, toda la perspectiva Nevski no era más que una sotnia de cosacos, con las gorras azules ladeadas, de ro s t ros parecidos a medios-rublos orientados oblícuamente hacia el sol. Incluso con los ojos cerrados, podemos decir que son los jinetes quienes cantan. La canción se mece sobre las sillas de montar, como grandes y vanos costales de doradas hojas de lúpulo. Es la ración cotidiana de libertad para el débil golpeteo de los cascos, el ruido y el sudor. ——————————————67———————————————

La canción boga a nivel de las relucientes ventanas de los entresuelos, sobre la pelambre y las cegadas testas de los caballos, como si la misma sotnia bogase sobre un diafragma, confiando más en él que en las botas y las espuelas. Destruid el manuscrito, pero conservad lo que habeis esbozado al margen por aburrimiento o incapacidad y como en un sueño. Esas criaturas secundarias y pasajeras de vuestra fantasía no se perderán en el mundo; se instalarán inmediatamente tras los sombríos pupitres, como terceros violines de ópera del Mariinski, y, en agradecimiento a su autor, entonarán la obertura de “Leonora” o del “Egmont” de Beethoven. ¡Qué dicha para el narrador pasar de la tercera a la primera persona del relato! Es lo mismo que después de haber bebido en incómodos vasos tan pequeños como dedales de coser, de pronto, renunciásemos a ellos, y nos pusiésemos a beber directamente del grifo el agua fresca y natural. El miedo me coge de la mano y me conduce. Un blanco guante tejido. Una manopla. El miedo me seduce, pero lo respeto. Casi iba a decir: “Con él no temo a nada”. Los matemáticos deberían levantarle una tienda de campaña, ya que el miedo es la coordenada del ——————————————68———————————————

tiempo y el espacio: pues ellos participan del mismo como un fieltro enrollado en una jaima de kirguises nómadas. El miedo desengancha los caballos cuando hay que partir y nos envía sueños de techos irracionalmente bajos. En lo más lejano de mi conciencia se albergan dos o tres solitarias palabras: “he aquí”, “ya”, “súbitamente”; las mismas van y vienen de un vagón a otro en el tren de Sebastopol, débilmente iluminado, se detienen en las plataformas de los topes, tropiezan unas con otras y después se separan como dos ruidosas sartenes. El ferrocarril ha modificado todas las orientaciones, todas las construcciones, todo el ritmo de nuestra prosa. Acabó sometiéndola por completo al loco mascullar del pequeño mujik francés de Anna Karenina. La prosa ferroviaria, como la andorga de ese hombrecillo anunciador de muerte, está llena de instrumentos ad hoc, de piezas delirantes, de preposiciones de oropel que estarían mejor sobre la mesa de las pruebas judiciales, pues está despojada de cualquier preocupación de belleza y rotundidad. Sí, ahí donde las carnosas bielas de la locomotora se impregnan de aceite hirviendo, ahí es donde respira mi paloma –la prosa en toda su longitud–, confundiendo al mundo –la ——————————————69———————————————

desvergonzada– y enrollando en su devorante rasero las seiscientas nueve verstas de la línea Nikolai con las pequeñas garrafas de vodka empañada. A las nueve horas y treinta minutos de la noche, el ex capitán de caballería Krzyrzanowski subió al rápido de Moscú. Metió en su maleta la levita de Parnok y sus mejores camisas. La levita, replegando sus alas, se acomodó perfectamente en la maleta, sin ni siquiera arrugarse: como un revoltoso delfín de cheviot a quien se parecía por su corte y juventud de espíritu. El capitán de caballería Krzyrzanowski descendió a beber vodka en Liuban y Bologoie, mascullando: soirée, moiré, poiré o cualquier otro galimatías de oficial. También intentó afeitarse en el vagón, pero sin conseguirlo. En Klin, probó el café que sirven en los ferrocarriles, que se prepara según una receta inmutable desde los tiempos de Anna Karenina: con achicoria y una pizca de tierra tumbal o cualquier otra porquería por el estilo. En Moscú, descendió para ir a alojarse en el Hotel Selekt: un buen hotel de la Malaia Lubianka, donde ocupó una habitación que antaño había sido local comercial, con –a modo de ventana– un soberbio cristal que el sol calentaba inmisericorde. ——————————————70———————————————



Nota a El sello egipcio Esta novela fue escrita entre 1927 y principios de 1928, y publicada en una revista en mayo de 1928. La novela carece de fábula. Los acontecimientos ahí escritos transcurren en un solo día. En el capítulo 1. el sastre le retira a Parnok su levita por impago de la misma; 2. Parnok en la peluqueríabarbería; 3. Parnok se acerca a la lavandería para recoger su camisa; 4. Parnok visita el gabinete del dentista, se atormenta por el hecho del linchamiento; 5. se siente cansado e impotente; 6. su querida se marcha con su rival; 7. su levita también se la lleva su rival; 8. se siente como una nulidad y su rival triunfante se marcha a Moscú. Ese hilo principal está “adornado” con las reflexiones y recuerdos personales del autor. Es el pretexto para presentar la historia de un ser insignificante del siglo XIX a quien despojan de sus cosas más valiosas (como en El Capote de Gógol) y empujan a enfrentarse con un rival que, sin ningún derecho, se apodera de todo lo más valioso en la vida de uno (como en La Nariz de Gógol y El Doble de Dostoievski). El título de la novela parece simbólico; da a sobreentender la emisión de una serie de sellos egipcios que iría de los años 1902 hasta 1906, en los cuales se desvanecían las imágenes cuando se trataba de despegarlos al vapor: la misma suerte

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va a correr el protagonista de esta novela. Ni el protagonista de la novela ni el mismo autor conforman el núcleo de la obra, sino el mundo que se hace pedazos, el mundo ilusorio visto con ojos de pájaro, según la expresión del mismo Mandelshtam. La misma suerte que el protagonista de la novela corre la cantantante italiana A. Bosio (1824-1859), que muere en Petersburgo de un constipado durante su gira artística. La obra transcurre durante el verano de 1917, en la ciudad de Petersburgo, pero no en los mismos lugares que en El rumor del tiempo. Los acontecimientos principales se desarrollan cerca del Fontanka (allí donde antaño vivió Dostoievski), que divide al resto de la ciudad de su centro. Sin embargo, el mismo Parnok vive alejado del centro, en la Kamenoostrovskaia, de edificios nuevos, que aún carecen de cualquier historia; en 1917 vivió ahí el mismo Mandelshtam. La familia de Parnok parece ser un calco de la familia V. Ya. Parnaj (1891-1951), poeta de vanguardia de la escuela parisina, músico, bailarín y teórico de la danza, vecino de Mandelshtam (su hermana, también poeta, utilizaba el seudónimo de S. Parnok). En la novela aparecen personajes reales, conocidos y familiares de los Mandelshtam; por ejemplo, Gueshka Rabinovich –el agente de seguros–, un conocido de la juventud de Mandelshtam, la tía Vera Pergament, pianista y pariente de la madre del poeta, el padre Bruni, hermano del pintor A. L. Bruni, también poeta y músico.

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En la novela se mencionan también objetos y cosas típicas de la época: el jabón Rallié, el pachu lí, las rosquillas de mazapán, el piksaphone, etc...

 duelo al modo americano (amerikanskaia duelkukushka): donde los adversarios, encerrados en una habitación oscura, disparan al oír la voz del contrario. corps de ballet: cuerpo coreográfico o de baile. 66: juego de cartas, parecido al tute. kalach: panecillos en forma de cadenas. sotnia: grupo de un centenar de cosacos. Biron, Ernst Johann: duque de Curlandia (16901772) político ruso, n. en Kalzeen, favorito de la emperatriz Anna Ivanovna. Sanguinario y despótico, asumió la regencia en la minoría de Ivan VI, al morir la emperatriz (1740).

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