Orar con la Biblia

September 12, 2017 | Author: escatolico | Category: Lord's Prayer, Prayer, Yahweh, Saint, Sanctification
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Descripción: La presente obra pretende exponer las ideas fundamentales del Padrenuestro y del Magníficat, que son dos de...

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ORAR CON LA BIBLIA

J. DE FRAINE, SJ.

ORAR CON LA BIBLIA A N TECED EN TES BIBLICOS DE ORACIONES CRISTIANAS

MADRID

In tro d u cció n El

....................................................................

Padrenuestro

7

.........................................................................

9

El Padrenuestro .........................................

11

Estructura del Padrenuestro ................................. La oración de todos .............................................. La oración de Jesús ...............................................

13 15 17

Cap. I.

Cap. II.

Padre nuestro que estás en los cielos.

20

Dios, Padre supremo ............................................. Una providencia paternal ......................................

21 24

Cap. III.

Santificado sea tu nombre ..................

29

Dios santo ................................................................. El Nombre divino ....................................... ........

3o 34

Cap. IV.

Venga a nosotros tu Reino ..................

La realeza Dios, Rev La venida Participar Cap. V.

38

de Dios en el Nuevo Testamento ... salvador, en el Antiguo Testamento. del Reino .............................................. en el Reino de Dios ..........................

38 40 42 44

Hágase tu voluntad ..................................

46

La voluntad de Dios no es sinónimo de fata­ lidad ........................................................................... La santa voluntad de Dios en el Antiguo T es­ tamento .....................................................................

46 48

La voluntad salvífica en la plenitud de los tiempos ....................................................................... En la tierra como en el cielo ............................... Cap. VI.

51 54

El pan nuestro de cada día dánosle hoy.

57

Contenido de la petición del pan ....................... El pan que da Dios ....................... ....................... Los límites en la petición del pan ....................... Señor, danos este pan ............................................ .

57 58 61 64

Cap. V IL

Perdónanos nuestras deudas ...............

La gravedad del pecado ........................................ El perdón divino ....................................................... Así como nosotros perdonamos a nuestros deu­ dores ......................................................................... Cap. VIII.

66 67 7o 73

No nos dejes caer en la tentación ...

75

Dios y la prueba ...................................................... Dios y Satanás ..........................................................

75 79

Cap. IX.

Líbranos del nial .....................................

83

Las artimañas del demonio .................................. Sálvanos del mal ......................................................

83 89

Cap. X.

Así sea ..........................................................

92

El sentido del término .......................................... En el Antiguo Testamento ................................... En el Nuevo Testamento .......................................

92 93 96

El M agníficat ................................................................

101

Cap. I.

Engrandece mi alma al Señor ..............

103

Las “grandes cosas” que Dios ha hecho .......... El esplendor de gloria del reino de Dios ...... ¡Tú solo eres Dios, túl .....................................

104 106 108

INDICE

2fi I Págs

Cap. II.

Dios, mi Salvador

Con prodigios nos escuchas .................................. Gozo y alegría en Dios .......................................... Solo Dios nos da la paz ...................................... Cap. III.

ijo 11 i 113 116

La humildad de la esclava del Señor.

1j8

La mirada de Dios .................................................. La luz del rostro de Dios ...................................... Bienaventurada la que ha creído ......................

118 122 123

Cap. IV. Hizo en mi favor cosas grandes el T o ­ dopoderoso ..................................................................

126

Las obras poderosas de Dios .................................. Dios que ha hecho portentos sobre la tierra ... Su nombre es santo ..................................................

126 129 131

Cap. V. Su misericordia por generaciones y geraciones .........................................................................

134

Misericordia ............................................................... Remisión de los pecados Dios compasivo .......................................................... Beneficios sin cuento ............................................. Misericordia y fidelidad ......................................... Misericordia “ para los que le temen" María, fiel a las tradiciones de su pueblo .......

135 136 137 138 139 140 142

Cap. VI.

El poder de su brazo ...............................

144

Dios Salvador todopoderoso ................................... El brazo de Dios ....................................................... El orgullo del pecado ...............................................

144 146 149

Cap. VII.

Derrocó de su trono a los potentados.

151

Las preferencias divinas ........................................... Los poderosos ............................................................ Los poderosos derrocados .......................................

151 152 153

Los humildes .................................................................155 Dios ensalza a los humildes ...................................... 157 Cap. M IL

Llenó de bienes a los hambrientos. 160

Las divinas predilecciones para con los pobres. 161 Los dones de Yahvé al indigente .......................... 164 Dios rechaza el fasto orgulloso .............................. 165 Cap. IX. Tomó bajo su amparo a Israel su siervo ............................................................................. ... 167 La asistencia misericordiosa de Dios ...................... 167 Israel, servidor de Dios .............................................. 169 Dios se acuerda .......................................................... ... ' 7 1 Cap. X. Como lo había anunciado a nuestros padres

*74

Dios habla sin descanso .......................................... ....J74 Dios habló a los padres .......................................... ....*77 La descendencia de Abraham ...................................l 79 L as

B ie n a v f n t u r a n z a s

Cap. I.

............................................................... .... 1^ 1

Bienaventuraranzas bíblicas ...................... ....l&3

Bienaventurados sois vosotros ......... ........................184 El abandono beatificante ..........................................*^7 Ser prendido por Dios ..............................................^ Nuestra bienaventuranza, puro don de Dios ... 19° Cap. II.

Bienaventurados los pobres

l92

La tiranía de Mammón ......................................... ....193 La pobreza como actitud del alma ...................... El triunfo de la pobreza cristiana ..................•••• 1^ Cap. III.

Bienaventurados los mansos

J° °

Deferencia y abandono en Dios ............................. 201 La recompensa de la humildad .......................... ... 2° 3

P ágs. C am ino ú n ico h a cia el corazón de D ios ............ Cap. IV .

207

B ien a ven tu ra d os los que lloran ............

209

B ien a ven tu ra d o s en la p ru e b a .................................. El d o lo r se ca m b ia rá en gozo ..................................

211 214

Cap. V .

B ien a ven tu ra d os los que tienen ham bre.

217

El ha saciado a los h am b rien to s ......................... r5 de marzo de 1961-

F -

EL PADRENUESTRO

C apitulo I

EL PAD RENUESTRO Uno de los escritores más antiguos de los p ri­ meros tiempos del Cristianismo, Tertuliano (160240), no duda en calificar el Padrenuestro como “ el resumen de todo el Evangelio” . Y un teólogo del s. x v i i advierte: ‘Esta plegaria, compuesta con fórmulas muy queridas al pueblo hebreo, va impregnada de tanto sentido que sólo ella encie­ rra en realidad todo cuanto se puede pedir a Dios, atendida su divina majestad no menos que el sentimiento de nuestra propia subordinación.” Efectivamente, cada frase de esta plegaria, que nos enseñó Jesús, tiene una larga tradición y no hay en ella ni una sola palabra que no esté to­ mada de textos inspirados del Antiguo T esta­ mento. Así como la promulgación de los diez manda­ mientos, hecho capital de la Antigua Alianza, comienza con la revelación del Nombre de Dios, así también este Santo Nombre inicia el Padre­ nuestro. El decálogo promulgado por Moisés, pone de relieve al supremo dominio del Señor, Rey Maestro y Salvador; en el Padrenuestro su­

plicamos que “ venga a nosotros T u reino” . El Santo Nombre expresa que Dios, en la plenitud de su poder real sobre el pueblo de Israel, ma­ nifiesta su voluntad como ley que obliga a sus súbditos; en la oración dominical se desea y se pide que su Voluntad soberana se realice así en la tierra como en el cielo. A medida que las pa­ labras y los conceptos descubren su enraizamiento en este rico pasado, sus riquezas se revalorizan de manera trascendente y definitiva. En la oración del Nuevo Testamento se suprimen cua­ lesquiera restricciones. Dios ya no es una divini­ dad puramente nacional o local; su realeza no está circunscrita a los límites de un solo pueblo; el ejercicio de su voluntad no queda confinado a un territorio restringido. Todo particularismo se desvanece; ni la llamada de socorro de un pueblo especial, ni la gloria de un país deter­ minado, ni la angostura de un territorio cerrado, ni los privilegios otorgados antiguamente, ni la preocupación por inmediatas ventajas, limitarán en adelante la acción favorable de un Padre uni­ versal, que quiere ser honrado, glorificado y ser­ vido por todos los hombres indistintamente. Cuando una plegaria de tan eminentes cuali­ dades brota de nuestros labios, condensamos en ella el prolongado y permanente deseo de la A n ­ tigua Alianza. Esta, con expresiones históricas concretas, más o menos claras, había llegado a formular los temas fundamentales de nuestra fe. Por ello nuestra plegaria podrá ser pronunciada

lo mismo con palabras inspiradas del Antiguo Testamento que con las del Nuevo. Al mismo tiempo comprenderemos mejor que, según el plan largamente preparado por Dios, es "así co­ mo debemos orar” (Mt 6, g).

Estructura del Padrenuestro El Padrenuestro no alcanza, sin duda, la bri­ llantez ni la forma psalmódica que posee la ora­ ción de alabanza de Jesús a su Padre fMt 1 1 , 25-30); pero vibra con la misma emoción. Tras un corto apostrofe, tres peticiones (dos en San Lucas) tienen por objeto a Dios mismo y a sus intereses; otras cuatro /"tres en S. Lucas) concier­ nen a nuestros intereses y a nosotros mismos. T o ­ das presentan la forma del aoristo griego; por lo tanto, el que ora con el Padrenuestro se coloca cada vez en un plano o actitud interior personal y concreta. Obsérvese, además, que la plegaria acentúa el carácter colectivo. Lo de “ nuestro” , añadido inicialmente a “ Padre” , se prolonga en las expresiones “ el pan nuestro” y “ nuestras deu­ das” . Así se elimina todo sentimiento de estrecho individualismo. Se irá encontrando gustosamente todo el sabor del Padrenuestro adentrándose en la plegaria personalmente, pero incluyendo a la vez la entrega desinteresada a Dios y al pró­ jimo.

Las tres primeras peticiones están caracteriza­ das por la forma pasiva del verbo y por el uso del pronombre “tuyo” . Estas peticiones, en su ma­ jestuoso encadenamiento, no expresan sino una sola cosa: la devoción pura de un alma que no espera nada de sí, y que únicamente cuenta con la benevolencia de “ nuestro Padre” . L a tercera petición (que sólo se encuentra en S. Mateo) constituye una transición a las peticiones, más concretas, de la segunda parte, que se aplican más bien al hombre. Aquí el verbo está en la forma activa. L a oración ya no es puramente ' mística” , referida a sólo Dios. Frente a las rea­ lidades adorables del Nombre Divino, del reino divino, de la voluntad divina, surge la sombría tríada de la culpabilidad humana, de su inesta­ bilidad en el bien, de su tendencia al mal; en medio, como aislada entre el cielo y la tierra, está la urgente petición del pan. Estas tres si­ tuaciones humanas quedan sometidas a la mise­ ricordia divina; es Ella la que perdona las ofen­ sas, la que garantiza la perseverancia, la que pre­ serva del mal, la que asegura el pan de cada día. De hecho, continúa Dios manifestándose como Padre, como Rey y como Señor; la clemencia para con los culpables, la protección hacia los suyos, la liberación del pecado y del mal, la con­ cesión, en fin, de los bienes materiales, consti­ tuyen los atributos eternos de esta figura patriar­ cal, que es Señor y Padre a la vez.

La oración de todos Centrado como está el Padrenuestro, aun en su segunda parte, en la persona de Dios, así es co­ mo esta oración resulta tan apta para tocar los corazones de tantos hombres. N o es que inter­ venga aquí una introspección individual en sen­ tido estricto, por más que la necesidad individual pueda hacerse sentir muy vivamente. No se trata de un “ yo” o de un “ m ío” ; la oración no se ocupa precisamente del hombre aislado, sino que comporta una dimensión comunitaria. Esta co­ munión no abarca a un solo pueblo, como la ma­ yoría de las oraciones veterotestamentarias. T o d a discriminación fundada en la Naturaleza o en la Historia, en el tiempo o en el espacio, se des­ vanece; esta plegaria "nos” eleva por encima de las fronteras de países y de pueblos y resume su más verdadero sentido en la fórmula: “ en el cielo y en la tierra” . N i es tampoco el Padrenuestro una oración por la Iglesia Santa; sino que más allá de las diferencias de culto y de confesión, consuma la unión de todos los hombres a quienes pone ante el Padre Celestial como hijos de Dios. E l lazo más formal entre los hombres— este lazo que tan an­ siosamente se obstina en asegurarlo el hombre actual— , es la plegaria dirigida al Padre común. Sólo El procura a todos, “ a los buenos y a los

malos” (Mt 5, 45), el pan que les conviene. Sólo El está dispuesto a perdonar todas las ofensas y a librar del mal a cuantos le reconocen como Padre. La participación común en los beneficios de la misericordia divina constituye signo evi­ dente de la unión de todos bajo la autoridad tu­ telar de un Padre único. Toda necesidad, tanto del cuerpo hambriento como del alma turbada por la conciencia de fal­ tas cometidas, viene a ser una ocasión para atraer­ se los efectos de la benevolencia divina. A l abis­ mo de la indigencia universal corresponde otro abismo, el de la necesidad común de confiarse en todo a Dios. En esta perspectiva se comprenderá que el Pa­ drenuestro no mencione más que una sola acción humana: “ como nosotros perdonamos a nues­ tros deudores” . Gracias a la iniciativa plenamen­ te desinteresada de otorgar el perdón de todo corazón a las injurias tantas veces exageradas, penetran los hombres en la comunión unificadora de un Dios de misericordia infinita. Efectiva­ mente, una tan admirable acción del cristiano, cual es el perdón y el olvido de las injurias, ins­ tala sólidamente en los “ frágiles vasos” , que so­ mos nosotros, la santa realidad del amor divino. La fórmula “ como nosotros perdonamos” nos transporta al río inagotable del perdón de Dios. Aquí no hay ni sombra de una búsqueda incan­ sable de venganza personal, que no ve en su se­ mejante sino al “ lobo” malvado al que devolve-

mos m al por m al; al contrario, un sentimiento inquebrantable de que también él form a parte de ese “ nosotros” de la fórmula. Puesto que Dios también perdona, el ofendido domeña su cóle­ ra e incluye a su hermano, que también se pro­ clam a hijo del mismo Padre, en la comunión de los hijos de Dios.

La oración de Jesús Se pretende a las veces que el Padrenuestro no se refiere sino a los discípulos, y no también al Maestro. Digamos, por el contrario, que Jesús se incluye deliberadamente en ese “ nosotros” que tanto inculca. En Getsemaní recogemos de sus labios esta petición, la tercera y la sexta: “ Abba, Padre, todo te es posible; aleja de Mí este cáliz; sin embargo, no lo que Yo quiero, sino lo que T ú quieres” (Me 14, 36); y “ levantaos y orad, para que no entréis en tentación” (Le 22, 46). E l cuarto Evangelio refiere así la plegaria de J e ­ sús: “ Padre, glorifica tu nombre” (Joh 12, 28): y en S. Mateo leemos: “ Confíteor tibí, Pater” (“ Yo te bendigo, Padre” ) (Mt 1 1 , 25). L a cuarta petición se adivina en la oración que Jesús pro­ nunció sobre los panes: “ Entonces El tomó los cinco panes y los dos peces y, levantando los ojos al cielo, dijo la bendición” (Me 6,41). E l anuncio mismo del Reino de Dios es una renovación de la súplica: “ Venga a nosotros tu reino” . Cierto que Jesús no podía orar diciendo: “ Perdónanos

nuestras deudas” ; pero tomó sobre Sí los pe­ cados de todos nosotros: "H e aquí el Corde­ ro de Dios que (lleva y) quita el pecado del mundo" (Joh i, 29). Además El cumplió la segunda parte de la oración del perdón: "P a ­ dre. perdónales” (Le 23,34). Parece, pues, que el ‘ nosotros" del Padrenuestro comprende también a Jesús, ya que "probó de todo, de una manera semejante, a excepción del pecado” (Heb 4, 13). Finalmente, la actitud filial ante Dios, que re­ presenta el sentimiento profundo de la “ oración del Señor" (oración dominical), supone, en defini­ tiva. la realización en nosotros del “ filii in Filio ” (“ hijos en el H ijo"). Los hombres no se reconci­ lian con Dios sino por Jesús, nuestro Hermano. Gracias, pues, a la intervención de Cristo Jesús, somos nosotros capaces de pronunciar “ nosotros” en el Padrenuestro. Evidentemente tenía razón Tertuliano al lla­ mar al Padrenuestro el resumen de la “ Buena Nueva". La entrega incondicional a Dios que en él se supone, su extensión universal a todos los hombres, el amor manifestado a “ los que han ofendido” , la referencia al menos implícita a Cristo, que es “ el mayor en una multitud de hermanos” (Rom 8. 29), hacen del Padrenuestro la más bella plegaria cristiana. Aun los incrédu­ los, inclinados a lo religioso, y sobre todo los ju ­ díos, se sienten coincidentes en esta oración, que tan íntima semejanza presenta con sus más pro­ fundas e íntimas plegarias. Sobre todos ellos,

cuantos llevan el nombre de cristiano encontra­ rán en esta plegaria la expresión perfecta de los sentimientos que animaban al Corazón de Jesús. Del Señor Jesús, el perfecto “ religioso del Pa­ dre” , es de quien reciben la fuerza necesaria para integrar en su vida las riquezas de esta plegaria inigualable, la más “ sobrehumana” de todas.

C

apítulo

II

PADRE NUESTRO Q U E E S T A S E N LO S C IE LO S Se dice a veces que Jesús sustituyó el nombre de Dios del Antiguo Testamento, Yahvé ("Se­ ñor” ) por el nombre más íntimo y más fam iliar de “ Padre” . Se establece así una antítesis fácil para explicar la transición de la fe judía al cris­ tianismo primitivo. Dios, juez severo y Señor ma­ jestuoso, se transformaría en el Padre amante y Redentor misericordioso del Nuevo Testamento. Fundándose en tal concepción se descubre en las primeras palabras del Padrenuestro una transfor­ mación total del pensamiento religioso, una “ nueva creación” . Esta opinión no es verdad más que parcial­ mente. L a novedad de la fe cristiana en un Padre todopodoreso no gira tanto en torno al conte­ nido de la noción cuanto al testimonio grandioso de tal paternidad en la “ plenitud del tiempo, cuando Dios envió a su H ijo único” (Gal 4, 4). L a convicción de que a Dios se le define con el término de “ Padre” , pertenece a casi todas las

religiones. El antiguo comentador de Virgilio, Servius, anota que la denominación de Padre “ est generale omnium deorum” , “ es común a to­ das las divinidades” . Lo mismo en el Occidente latino que en el Oriente griego, de Ennius a Lactancio y de Homero a Epicteto, se aplica este nombre a la Divinidad. Nada extraño, por con­ siguiente, que en el mundo semítico, y particu­ larmente en el Antiguo Testamento, la paterni­ dad divina ocupe el centro mismo de la doctrina. Sólo es cuestión de llevar a la realidad el con­ tenido de esta noción. No es posible disimular que en cierta literatura espiritual la figura del Padre Todopoderoso queda con frecuencia de­ gradada a la categoría de algo así como un camarada mayor, o de un bienhechor que funciona automáticamente a condición de que se le dirijan súplicas o, en fin, de una borrosa divinidad antropomórfica, fuente inagotable, aunque capri­ chosa, de favores. En realidad, el “ Padre, que está en los cielos” no puede presentársenos sino como el fundamento último de todas las cosas y como un amor alcanza su plena consumación en el Absoluto.

Dios, Padre supremo El nombre de “ Padre” denota, ante todo, el ser infinito de quien es, como dice el poeta, “ el origen, el océano y la fuente manante” de todo bien. Esta figura, por muy augusta que sea, co-

rre el peligro de no ser ya apreciada en su justo valor en este mundo moderno y democrático, en el que tan desconocida ha venido a ser la autori­ dad paterna en el hogar. Y a no se venera el ideal del “ paterfamilias” , el del patriarcado, cuya vo­ luntad suprema debe ser en toda circunstancia respetada y ejecutada. Aristóteles, explicando por qué Zeus es llamado Padre, llama la atención so­ bre la providencia ordenadora que se impone a todos los seres. N o de otro modo sucede en el Evangelio, donde Jesús exige el cumplimiento perfecto de esta voluntad suprema: “ N o es d i­ ciendo “ Señor, Señor” , como se entrará en el rei­ no de los cielos, sino cumpliendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (M t 7, 21). El patriarca, depositario de la más alta auto­ ridad en las sociedades antiguas, ocupaba tan pri­ vilegiada posición por el hecho de haber procrea­ do los miembros de su familia. Por ello poseía poderes muy amplios sobre sus “ hijos” . Estos sentían íntimamente la obligación de mostrarse dignos de tal nombre, cumpliendo con respeto, sumisión y obediencia la voluntad del “ Padre” . Así, Jesús dirá dirigiéndose a sus discípulos: “ Quien cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ese es para mí un hermano y una hermana y una m adre” (M t 12, 50). En el Antiguo Testamento, la nación entera, en los grandes días de su historia, se concebía como una gran familia, llamada a la existencia por el Padre celestial. En el cántico de Moisés.

el autor se dirige al pueblo en estos términos: “ ¿E s este el homenaje que rendís a Yahvé, pueblo insensato y necio? ¿N o es El el padre que te ha procreado, E l quien te ha hecho y por quien sub­ sistes? Acuérdate de otros tiempos, considera los años, de edad en edad” (Deut 32, 6-7). El autor del libro de Isaías ora así: “ T ú eres nuestro Pa­ dre; pues Abraham no nos reconoce ya, Israel 110 se acuerda más de nosotros; T ú , Yahvé, eres nuestro Padre, nuestro Redentor; tal es tu nom­ bre desde siempre” (Is 63, 16); y todavía: “ Yahvé, T ú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla y T ú el alfarero, todos somos obra de tus ma­ nos” (Is 64, 8). El último de los profetas, Malaquías (hacia el 400 a. C.) reprocha a sus contem­ poráneos sus infidelidades: “ ¿N o tenemos un único Padre? ¿N o es un solo Dios quien nos ha creado? ¿Por qué, pues, somos pérfidos los unos con los otros, profanando la alianza de nuestros padres?” (M al 2, 1); “ Un hijo honra a su padre: un siervo respeta a su señor. Mas si yo soy pa­ dre, ¿dónde está el honor? Si yo soy el señor, ¿dónde está el respeto?” (Mal 1, 6). Este aspecto de la paternidad de Dios no ha quedado eliminado del Nuevo Testamento. El Padre y Señor continúa siendo el ideal al que los “ hijos” deben levantar sus miradas. Se trata de “ ser perfectos como el Padre celestial es perfec­ to” (M t 5, 48), cumpliendo la voluntad del P a­ dre: perdonando como El (Mt 6, 14), amando al enemigo como El “ que hace salir su sol sobre

los malos y sobre los buenos, y caer la lluvia so­ bre los justos y los injustos” (Mt 5, 45). Sin em­ bargo. nunca este Padre se deja llevar a compla­ cencias que no serían sino debilidad; juzga seve­ ramente a los que no tienen corazón. Así como el señor, en la parábola del deudor insolvente y sin compasión "entregó a éste a los torturadores, atendiendo a que éste había reembolsado toda su deuda", así— declara Jesús— “ mi Padre celestial os tratará, si cada uno de vosotros no perdona a su hermano desde el fondo del corazón” (Mt 18, 35). “ Toda planta no plantada por mi Padre ce­ lestial será arrancada" (Mt 15, 13). Y “ al fin del mundo” , en el juicio último, se arrancará la ciza­ ña, es decir, "todos los escándalos y todos los fautores de iniquidad” , para ser consumida por el fuego, mientras que “ los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 40 43). Efectivamente, Dios es un “ Padre que, sin acepción de personas, juzga a cada uno según sus obras" (1 Pet 1, 17). bendiciendo y recompensan­ do, pero también castigando y condenando. Una providencia paternal La paternidad divina no dice sólo soberanía; incluye, asimismo, y sobre todo, un amor tras­ cendente v lleno de solicitud. Este aspecto aparece ya en el Antiguo Testa­ mento. Por boca de Jeremías, Dios revela el de­ signio más secreto de su benevolencia para con

el pueblo escogido, su “ primogénito” (Ex 4, 22;: “ Y yo que me había dicho: ¡cómo quisiera con­ cederte el rango de hijo, darte un país de deli­ cias, una herencia que sería la perla de las na­ ciones! Yo había pensado: tú me llamarás “ mi Padre” y no te separarás de M í” (Jer 3, 19). Toda la historia de Israel se ilumina con este amor paternal de Yahvé. En el desierto, “ Yahvé, tu Dios, te sostendrá como sostiene un hombre a su hijo, a lo largo de toda la ruta que habías se­ guido hasta ahora” (Deut 1, 31). Las pruebas mismas y los castigos estaban inspirados por el mismo afecto: “ Comprende, pues, que Yahvé tu Dios te corregía como un padre corrige a sus hi­ jos” (Deut 8, 5); pues “ Yahvé reprende a quien El quiere, como un padre a su hijo querido” (Prov 3, 12). La misericordia divina es infinita: “ Como es la ternura de un padre para sus hijos, así es de tierno Yahvé para quien le respeta; El sabe de qué hemos sido plasmados, El recuer­ da que somos polvo” (Ps 102 [103], 13-14). La so­ licitud de Dios se extiende, para el israelita pia­ doso, a la vida eterna: Yahvé “ Señor, padre y dueño de su vida” (Eccli 23, 1) confiesa: “ Es tu Providencia, Padre, la que nos guía, T ú que has abierto un camino hasta en el mar y una senda segura sobre las olas, mostrando así que T ú pue­ des preservar de todo” (Sap 14, 3-4). Igual condescendencia e igual solicitud vuel­ ven a encontrarse en el Nuevo Testamento, pero

sentidas con mayor intimidad y vividas en una proximidad más inmediata. En el tiempo escatológico se revela Dios todopoderoso como protec­ tor del pobre, del perseguido, del hambriento, del enfermo y del probado, y como refugio del preso, del publicano y del pecador. El recurso al Padre de los llamados por Cristo “ pequeños” (M t 11, 25; 18, 14) expresa una confianza ilimitada en caso de necesidad o un gozo lleno de reconoci­ miento. Porque Dios les sostiene y les bendice y les perdona, ya que “ a cuantos han recibido el Verbo, El les ha dado el poder ser hijos de Dios”

(Joh 1. J2). El objetivo de la vida cristiana es el de venir a ser “ hijos de nuestro Padre que está en los cie­ los” (Mt 5, 45). E l cristiano es “ engendrado por Dios” (Joh 1, 13 ); tal es su grandiosa vocación: “ Mirad cuán gran amor nos ha dado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios, y que lo sea­ mos” (1 Joh 3, 1). Pero no se es hijo de Dios sin parecérsele; al amar al Padre, amamos también a los “ hijos de Dios’ ’ (1 Joh 5, 1-2). Semejante actitud, impregnada toda en amor activo y servicial, no es posible sino por el Espí­ ritu de Dios “ que nos hace clam ar: ¡A b b a ! ¡P a d re !” (Rom 8, 15). El Espíritu es “ lo bueno por excelencia” , “ dado por el Padre” (Le 1 1 , 13) y “ se une a nuestro espíritu para atestiguar que somos hijos de Dios” (Rom 8, 16). El Espíritu procura tal testimonio porque también es E sp í­ ritu del ronsummalor fidei, del “ jefe de nuestra

fe-’ (Heb 12, 2): ‘ Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡A b b a ! ¡P a d r e !” (Gal 4, 6). En nuestro nombre clama Jesús, como en Getsemaní (Me 14, 36) pro­ nuncia la plegaria del “ ¡Abba! ¡P a d re !” ; por Jesús podemos nosotros, en el sentido pleno de la palabra, reconocer a Dios como a nuestro Pa­ dre. Porque en la Persona misma de Jesús se ma­ nifiesta la novedad más profunda del mensaje cristiano: “ En estos últimos días Dios nos ha ha­ blado por su Hijo, al que ha constituido here­ dero de todas las cosas” (Heb 1, 2), es decir, he­ redero de todas las promesas de salvación. Jesús nos trae “ el reino de su Padre” (Mt 26, 29): “ Yo dispongo del reino para vosotros, como mi Padre ha dispuesto de él para M í” (Le 22, 29). El H ijo no es tan sólo el lazo que nos une al Padre, en cuanto que realiza la unión del Padre con sus hijos; es, además, el fundamento de ese “ nosotros” que aparece en el Padrenuestro. Dios es “ nuestro” Padre, porque El es el Padre de Je ­ sús, y nosotros somos hijos por la fe en Jesucris­ to (Gal 3, 26). La gracia de la elección del Padre “ con la que El nos ha agraciado en el Bien-ama­ do” (Eph 1, 6), crea la unidad entre todos nos­ otros. E n virtud de la palabra de Jesús, “ que reúne en la unidad a los hijos de Dios disper­ sos” (Joh 1 1 , 52), oramos a un solo Padre: “ Os damos gracias, Padre, por medio de vuestro ser­ vidor, Jesús” (Doctrina de los Doce Apóstoles').

T a l "estado de servidor" de Jesús fundam enta su oficio de mediador: "T o d o me ha sido dado por mi Padre... y nadie conoce al Padre sino el H ijo v aquel a quien el H ijo quiere revelárselo" (Mt 11, 27). Así, las primeras palabras del Padrenuestro nos conducen a la plenitud de la revelación cristiana y a la fe en el amor infinito de Dios Redentor. ¡Ojalá pueda llegar a ser realidad en nosotros el deseo tan frecuentemente manifestado por S. Pa­ blo en el comienzo de sus cartas: “ A vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesu-Cristo” (Rom 1. 7 ; 1 C or 1, 3 ; Philip 1, 2 ; Col 1, 3 : 2 Thes 1, 3 ; Phil 3).

C

apítulo

SA N T IFIC A D O

SE A

III

TU NOM BRE

La prim era petición del Padrenuestro procla­ ma la convicción inquebrantable de que la vida cristiana comienza y culmina con la manifesta­ ción objetiva del Santo Nombre y su reconoci­ miento subjetivo. Dios es el alfa y omega de la vida cristian a: lo cual supone la sobreelevación de todo lo hum ano hasta el nivel de la santidad divina, llevándola así a su perfección: “ Seréis, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre ce­ lestial es perfecto” (Mt 5, 48). N o solamente debe el mundo ser santificado por Dios, sino además, de retorno, Dios debe ser “ santificado” por el mundo. E l mundo y los hombres son el punto de tangencia en el que Dios se afirma eterna­ mente, se “ santifica” El mismo, es decir, se ma­ nifiesta como santo. Tod as las cosas, tanto en la vida de los individuos como en la historia de los pueblos, van a parar, según la perspectiva bíbli­ ca, a la gloria de Dios, a la revelación magnifica de la santidad de Dios. T odo se hace “ a fin de que Dios sea glorificado en los santos” (2 T h es 1, 10), “ para alabanza y la gloria de Dios” (Phi-

lip i. 11), "para alabanza de la gloria de su gracia” (Eph i, 6). Lo anunciaba ya el Antiguo Testamento: "L a tierra será henchida de la glo­ ria de Yahvé, como las aguas llenan el mar” (Hab 2, 14). Sobre todo, el Nuevo Testamento inculca este punto de vista: “ Sea que comáis, sea que bebáis o que hagáis cualquier otra cosa, ha­ cedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31). La paz, es decir, el apaciguamiento total de todos los deseos y necesidades, no la gozarán sino quie­ nes rindan toda "gloria a Dios en lo más alto de los cielos” (Le 2, 14). Dios santo La petición del Padrenuestro referente a la santificación del Nombre divino va con frecuen­ cia relacionada con el segundo mandamiento del decálogo: “ No pronunciarás en falso el nombre de Yahvé tu Dios” (Ex 20, 7). San Agustín de­ clara sobre esto: “ Cuando decimos “ Santificado sea tu nombre” , expresamos el deseo de que el nombre del Señor, siempre santo, sea igualmente santo entre los hombres, es decir, que no sea me­ nospreciado” . Esta explicación ve en la primera petición un quehacer del hombre, al cual in­ cumbe el deber de reverenciar y de alabar a Dios, en palabras y en obras. No hay duda de que esta explicación implica un pensamiento ele­ vado, atestiguado tanto en el Antiguo como en el N uevo Testamento. Ya durante la Antigua

Alianza promete Dios: "E n mis prójimos mues­ tro yo mi santidad", es decir, entre los que se acercan (Lev 10, 3). Y por boca de su profeta Isaías, asegura Yahvé: "L a casa de Jacob verá en medio de ella la obra de mis manos; ella san­ tificará mi nombre; se santificará el Santo de Ja c o b ; se respetará el Dios de Israel” (Is 29, 21). Sin embargo, puede uno preguntarse si se re­ duce a esto lo que se expresa en el comienzo del Padrenuestro. L a primera petición parece eludir más bien toda alusión a los hombres; se refiere directamente a Dios y a su Nombre. Por lo de­ más, las dos peticiones siguientes se refieren igual­ mente a Dios, a su reino y a su voluntad. Ade­ más, el verbo griego adopta la forma de aoristo, hagiasthéto, el cual no implica un deber ininte­ rrum pido del cristiano, sino una entrega concre­ ta, un estado de hecho, un acto puesto de una vez por todas por Dios. Que los hombres “ rin­ dan honor a Dios que está en los cielos" (Mt 5, 16), no resulta posible sino al haberse revelado el Padre, en su Hijo, como origen y causa de la glorificación que le redunda. Com o en muchas plegarias judías, la fórmula es pasiva, testificando así un gran respeto. N o es nom brado quien santifica, pero no hay duda sobre su identificación. Dirigida como va la ple­ garia a un Dios infinito, la santificación y la glo­ rificación, que ciertamente se seguirán, serán

más grandes y más eficaces que cuantas pudieran procurar los hombres por sus propias fuerzas. La mirada del orante se aparta por ello de su propia persona, para dirigirse a la santificación que Dios obra en él: “ ¿Quién no rendirá, Se­ ñor, reverencia y gloria a tu Nombre? Pues Tú sólo eres santo” (Apoc 15, 3-4). El nombre del Se­ ñor, nuestro “ Padre” , nos es conocido sólo por su propia revelación. En la oración eucarística de la “ Doctrina de los Doce Apóstoles” (10, 2) los primeros cristianos oraban en los siguientes tér­ minos: “ Te damos gracias, Padre santo, por vuestro santo nombre, que has hecho habitar en nuestros corazones” . La fuente de toda santidad, como de toda santificación, es el Dios Santo mis­ mo. Jesús aclaró esta verdad con luz vivísima cuando oró antes de su Pasión: “ Padre, glorifica tu nombre” (Joh 12, 28). Dios, en efecto, revela su nombre, esto es, su paternidad misericordiosa, por la Pasión de su Hijo. La fórmula “ santificado sea tu nombre” pone a Dios mismo en el primer plano de la atención. La obra de nuestra santificación se funda en una iniciativa divina. No es fruto de un esfuer­ zo pelagiano o semipelagiano del hombre, pues­ to que es una gracia inmerecida. Numerosos pa­ sajes del Antiguo Testamento nos lo enseñan. El sábado, así lo declara Yahvé a los israelitas, es “ entre mí y vosotros” una señal válida aun para vuestra descendencia, a fin de que se sepn

bien que yo, Yahvé, soy quien os santifica” (¿x 3 1, 13 ; L ev 22, 32)- Las demás obligaciones re­ ligiosas suponen, por su parte, la gracia preve­ niente de D ios: “ Vosotros os santificaréis para ser santos, porque yo soy Yahvé vuestro Dios. Guardaréis y observaréis mi ley, pues soy yo Yahvé quien os hace santos” (Lev 20, 7-8). Al sacerdote “ lo tratarás como a un ser santo, pues él ofrece el alimento de tu Dios. El será para tí un ser santo, pues soy santo yo que os santifico" (Lev 2 1, 8). Los profetas exhortan al pueblo a reconocer la iniciativa santificadora de Dios: “ Clamad de go­ zo y alegría, habitantes de Sión, pues en medio de ti ha sido exaltado el santo de Israel” (Is 12, 6). Por boca de Ezequiel declara Dios: “ Los man­ damientos son dados como señal entre mí y vos­ otros, a fin de que sepan ellos que soy yo Yahvé quien os santifica” (Ez 20, 12). Dios quiere obrar con su pueblo, de suerte que “ su nombre no sea profanado a los ojos de las naciones” (Ez 20, 14); “ sabrán las naciones que yo soy Yahvé— oráculo del Señor—cuando yo haga brillar en vosotros mi santidad ante sus ojos” (Ez 36, 23). Y así como Yahvé “ santifica a Israel” (Ez 27, 28) como “ el Santo en medio de ellos” (Os 1 1 , 9), así en el Padrenuestro se pide a Dios que se m a­ nifieste como santo y santificador. La glorifica­ ción de Dios, tan ardientemente deseada por los israelitas piadosos, procede de su presencia santiíicadora entre ellos: “ F.1 puso su luz en sus OHAR.

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corazones...; ellos alabarán su santo nombre’ (Eccli 17, 7-8). La primera petición, por tanto, coincide con el deseo de S. Pablo: “ Que el Dios de la paz os santifique totalmente” (1 T h es 5, 2 3). Por las palabras “ santificado sea tu nom bre” , pedimos a Dios, santo en su esencia y en su acción, por lo cual se distingue de nuestra bajeza de pecadores, que haga conocer su santidad oculta por una con­ descendencia misericordiosa según el deseo de Jesús mismo: “ Padre santo, conságralos en la verdad” (Joh 17, 17). Gracias a esta divina in­ fluencia el cristiano participa de la santidad di­ vina y se hace apto para “ santificar” a Dios, es decir, para glorificarle como a santo y santificador. Y éste es el objetivo final de esta santifica­ ción de Dios en Sí mismo.

El Nombre divino E l término “ nombre” designa, como es sabido, el ser mismo de Dios santo. Magníficamente lo expresa la palabra profética de Zacarías: “ En el tiempo mesiánico, Yahvé será rey sobre toda la tierra. Ese día Yahvé será único y su nombre único” (Zac 14, 9). Sin embargo, el ser de Dios no es algo estático; al contrario, es un actuar dinámico. Y a en el Antiguo Testamento el nom­ bre divino viene unido a las intervenciones re­ dentoras: “ Redención ha enviado a su pueblo, ha establecido por siempre su alianza; santo y

venerable es su nombre” (Ps 110 [ 1 1 1 ] , g). “ Las obras del Señor son todas buenas... Ahora, pues, con todo el corazón y boca cantad y bendecid el nombre del Santo” (Eccli 39, 33-35); “ Bendice a Yahvé, alma mía, y todo mi interior, su nom­ bre sacrosanto. Bendice a Yahvé, alma mía, y no olvides ninguno de sus beneficios” (Ps 102 [103], 1-2). Un eco de esta fe antigua resuena todavía en el Magníficat de María: hizo en mí gran­ des cosas el Todopoderoso; y cuyo nombre es “ Santo” (Le 1, 49). L a historia entera no es más que la revela­ ción del “ nombre” del Señor. “ Siempre te loa­ ré... y he de pregonar tu nombre, porque es bueno” , proclama el salmista (Ps 51 [52], 11), y to­ davía: “ Celebraré tu nombre, oh Jahvé, por­ que es bueno” (Ps 53 [54], 8). El Señor salvó siempre a su pueblo “ en gracia de su nombre, por dar a conocer su poderío” (Ps 105 [106], 8). A l “ gran nombre” del Señor se asocia “ la fuerza de su mano” , “ el poder de su brazo” (2 Chron 6, 32), “ su justicia” (Ps 88 [89], 17). En el nombre del Señor son vencidos los enemigos (Ps 43 [44], 6), v “ en virtud de su nombre se exaltará su frente” (Ps 88 [89], 25). El ángel que guía a su pueblo “ tiene en sí su nombre” (Ex 23, 21), es decir, su poder protector. Publicar el nombre de Yahvé “ es anunciar al pueblo sus grandes obras” (Is 12. 4; 1 Chron 16, 10); invocar su nombre es confiarse a su protección: “ Sálvame, ¡oh D ios!, por tu nom-

b re” (Ps 5 3 [54], 3) suplica el justo del A n tigu o T estam en to . L a certeza de la salvación se debe a la invocación del nombre d iv in o : “ L íb ra n o s con­ form e a tus m aravillas y d a glo ria a tu nom bre, Se ñ o r” (Dan 3, 43). “ E n gracia de su n om bre” (Ps 22 [23], 3) produce Y a h vé las m aravillas de su fa v o r : “ Ayúdanos, ¡o h Dios de nuestra salva­ ción !, por am or de la gloria de tu n o m b re ; en gracia de tu nom bre sálvanos y perdona nues­ tras culpas” (Ps 78 [79], 9). Por lo mismo que el “ nom bre d iv in o ” sim­ boliza una presencia eficaz y salvadora, el D ios de la B ib lia no es en modo alguno una d iv in i­ dad desteñida y borrosa, sino antes bien una personalidad viva, actuante, distinta, sin duda alguna, y separada de los hombres, pero que se interesa por ellos y “ los conduce con cuerdas hum anas y con lazos de am or” (Os 1 1 , 4). T a l es el fundam ento de esa confianza que fue siem ­ pre el patrim onio del pueblo de Israel: “ T o r r e fuerte es el nom bre de Y ah v é; a ella se acorre el justo y está seguro” (Prov 18, 10 ); “ nuestra alm a en Y ah vé espera; E l es nuestro socorro y nuestro escudo. Pues nuestro corazón en E l se goza, y confiamos en su santo nom bre” (Ps 32 [33], 2 0 -2 1); “ T ú , Y ahvé, Señor, colócate de parte m ía en gracia de tu n om bre; porque es tu m er­ ced buena, sálvam e” (Ps 108 [109], 2 1). E n el A n tig u o T estam en to oraban así las a l­ m as piadosas: “ Sepan [los hom bres] que T ú

P

ic a d o s e a t u n o m b r e

sól°' cuyo nombre es Yahvé, eres el Altísim o sol^re todo la tierra (ps j-g^j ^ £ j seg Ufa sien­ do para e^ os’ l ° s israelitas piadosos, el Creador majestuoso: Nuestro socorro está en el nombre j e Yahvé, autor de cielos y tierra” (Ps 123 [124], 8). R ara vez se mencionan otras relaciones más personales con E l: “ ¡Yahvé lo dio y Yahvé lo ha quitado, el nombre de Yahvé sea b en d ito !” (Job 1, 2 1) ; “ Pues a mí se adhirió, he de librar­ le; le ampararé, pues veneró mi nombre” (Ps 90 [91], 14). Pero, después que Jesús “ manifestó a los hombres el nombre del Padre” (Joh 17, 6), “ a fin de que el amor con que el Padre le ha amado esté en ellos” (John 17, 26), todas estas interven­ ciones del Dios Salvador han sido largamente so­ brepasadas en el Nuevo Testamento como efecto de una gracia y de una misericordia sobreabun­ dantes. La primera petición del Padrenuestro se sumerge y se pierde en este océano de la gracia, puesto que se atreve a pedir al Padre que se re­ vele El mismo (esto es, su amor salvador) y que nos otorgue parte abundante en las riquezas in­ agotables de este amor.

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IV

VENGA A N O SO TRO S

T U R E IN O

La primera petición lleva directamente a la segunda: “ Venga a nosotros tu reino” . Porque donde Dios santifica su nombre, allí se implanta su reino. Las plegarias judías conocen igualmente esta transición. En la oración Qaddish, la invo­ cación: “ Que su gran nombre sea santificado y glorificado en este mundo, creado por E l según su voluntad” , viene seguida de inmediato por la pe­ tición: “ y que su reino se establezca en este día y por toda la duración de nuestra vida” . La realeza de Dios en el Nuevo Testamento Esta transición es del todo natural. T an to en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la realeza de Dios constituye uno de los puntos esenciales de la fe. Abrase el Nuevo Testamento y allí se verá la insistencia con que la predica­ ción de Cristo, como la de sus discípulos y par­ ticularmente la de S. Pablo, pone de relieve la realeza divina. San Marcos emplea estas signifi­ cativas palabras para narrar la primera entrada

en escena del Maestro: “ Y después que Ju an hu­ bo sido entregado, vino Jesús a Galilea y allí predicaba el Evangelio de Dios, y decía: “ Se ha cum plido el tiempo y está muy cerca el reino de D ios” (Me i, 14). N o sólo durante su vida mortal, sino hasta el último momento de su vida gloriosa el tema del “ Reino de Dios” sobre la tierra cons­ tituía el núcleo de sus conversaciones con los dis­ cípulos (A A 1, 4). La idea de que Dios es rey, es sin discusión al contenido esencial de la “ Buena N u eva” , proclamada en toda la extensión de la T ie rra “ para testimonio ante todas las gentes” (M t 24, 14). Con todo, es con frecuencia mal traducido este término: el evangelio del “ Reino” . El cristianis­ mo no es una empresa, un impersonal “ reino de los cielos” , sino una intervención personal de Dios Creador. Lo esencial no es un reino, enten­ dido en un sentido jurídico, como en este texto de S. Lucas: “ El menor en el reino de Dios, ma­ yor es que [Juan]” (Le 7, 28); o concebido como un sitio localizado, como en S. Mateo: “ Los jus­ tos brillarán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43): ante todo lo esencial es la cualidad de Rey de Dios Salvador. Después de la predicación primera de los dis­ cípulos (Le 9, 2.60; Mt 10, 7), el mensaje evan­ gélico anuncia lo mismo “ la realeza de Dios” que “ el nombre de Jesucristo” (A A 8, 12 ; 19, 8). Para S. Pablo, en concreto, la catequesis cristia-

na se funda en una gran proporción sobre la realeza de Dios. Así por dondequiera que va, "anda proclamando el Reino” (A A 20, 25); pri­ sionero, “ exponía el Reino de Dios, dando testi­ monio y esforzándose en persuadirles (a los ju­ díos) acerca de Jesús, así por la ley de Moisés co­ mo por los profetas, y esto desde el amanecer hasta el atardecer” (A A 28, 23), “ predicando el Reino de Dios y enseñando lo tocante a Jesucris­ to con franca libertad, sin que nadie se lo estoibase" (A A 28, 31). Dios, Rey salvador, en el Antiguo Testamento En el plan divino la “ palabra del Reino” (Mt 13, 19) estaba destinada a los “ súbditos del Rei­ no" (Mt 8, 12), es decir, a los miembros del pue­ blo elegido. Pero éstos “ fueron arrojados fuera” (Le 13, 28), y "otra semilla” germinó “ en hijos del Reino" (Mt 13, 38). En todo caso, las pro mesas “ que son sin arrepentimiento” (Rom 11, 29), habiendo pasado a la Iglesia cristiana, el Pa­ dre divino llama a todos los cristianos a la par­ ticipación de su Realeza divina (1 Thes 2.12). Ahora bien, las grandes líneas de esta revelación estaban ya trazadas en el Antiguo Testamento. Que el “ Dios de Israel” (Tob 9, 11) estaba con­ siderado como Rey es una realidad evidente. El versículo final del Cántico del Mar Rojo: “ ¡H a de reinar Yahvé para siempre jam ás!” (Ex 15, 16) se reitera con frecuencia como un estribillo

para expresar la teocracia, es decir, la dignidad regia de Dios. Por lo demás, generalmente, el mundo semítico concebía la divinidad como re­ vestida de regia majestad. Pero es importante pe­ netrar bien un concepto que para nosotros, am­ bientados en la democracia actual, está fuerte­ mente desvalorizado. En las civilizaciones del Oriente antiguo, por el contrario, lo mismo que en el Antiguo Testamento, el soberano no era simplemente un autócrata mayestático; él garan­ tizaba, además, el derecho; se mostraba dispuesto a socorrer en caso de necesidad, dirigía a su pue­ blo en la guerra y lo gobernaba en tiempo de paz; en una palabra, le procuraba todos los bie­ nes materiales y espirituales. Yahvé, “ a quien pertenece el imperio” (Ps 21, 29) “ y la grandeza, la fuerza, la gloria, el esplen­ dor y la majestad” (1 Chron 29, 11), aparece, por consiguiente, como el Señor bondadoso del Tes­ tamento, que toma sobre sí la defensa de los suyos, los colma de sus dones y de su gracia. Por ello el “ rey eternal Yahvé” (Jer 10, 10: Ps 28 [29], 10), el “ rey de la gloria” (Ps 23 [24], 7.8.10) desea no sólo el homenaje debido a su soberana realeza, sino que espera igualmente que se le ma­ nifieste una confianza sin límites en su solicitud paternal. Esta solicitud se trasparenta ante todo en las intervenciones de orden material: “ Yahvé — asegura el salmo— “ es rey por los siglos de los siglos; los gentiles perecieron de su tierra” (Ps 9 [10], 16); “ T ú eres mi rey y mi Dios que orde--

ñas la salvación de Jacob; por T i derribamos a nuestros rivales” (Ps 43 [44]» 5'®)* A veces, este socorro viene a ser una verdadera “ redención” . Yahvé se proclama “ Rey de Israel y redentor suvo, el Yahvé de los Ejércitos” (Is 44, 6). Es un rey salvador: “ ¡Alégrate sobremanera, hija de Sión; grita jubilosa, hija de Jerusalén! He aquí que tu rey llega a ti; es justo y victorioso” (Zac 9, g; Soph 3, 15). Por ser Dios Rey, “ gran rey sobre todos los dioses” (Ps 94 [95], 3), Israel vive anclado siempre en su confianza: “ Que [tus santos ( = tus amigos)] manifiesten la gloria de tu reino y hablen de tu potencia, dando a conocer a los hombres tus hazañas y la gloria esplendente de tu reino. T u reino es reino de todos los siglos y [durará] tu imperio por sucesivas generaciones” (Ps 144 [145]* 11-13). La venida del Reino Podría uno preguntarse qué es lo que el Nue­ vo Testamento ha venido a añadir a la descrip­ ción que de la realeza divina hace el libro de Isaías: “ ¡Cuán bellos son sobre los montes los pies del mensajero de albricias, que anuncia paz, portador de buena nueva (evangelio), que anun­ cia salvación (reconciliación con Dios) y dice a Sión: “ T u Dios reina” ! ” (Is 52, 7). En esta profecía se encuentran acumulados to­ dos los elementos de la fe del Nuevo Testamen-

to relativos a la dignidad regia de Dios: la “ bue­ na nueva” es sustancialmente idéntica tanto en el anuncio del Antiguo Testamento como en su cumplimiento en el Nuevo. Conviene, con todo, anotar una diferencia importante, a saber, la se­ guridad feliz y la atestación insistente y deta­ llada de esta realeza de salvación “ en la plenitud de los tiempos” . Cuando Jesús nos hace orar: “ Venga a nosotros tu reino” quiere insistir en el hecho de que por la predicación del Hijo (Me i, 15) el Padre divino está dispuesto a cumplir su función real de una forma espléndida; éste es el “ misterio del Reino” (Me 4, 11). El término “ venga” no debe entenderse en el sentido de la palabra latina de la Vulgata “ advenire” , como si el reino de Dios no hubiese todavía llegado. A l contrario, la realeza de Dios en el Nuevo Testa­ mento, está ya realmente presente. Con ocasión de los exorcismos contra los demonios, Jesús de­ clara: “ Si con el dedo de Dios lanzo los demo­ nios, luego llegó a vosotros el reino de Dios" (Le 11, 20); y a los fariseos les afirma: “ Mirad, el Reino de Dios está dentro de vosotros” o, como algunos interpretan, “ entre vosotros” (Le 17, 21). Lo único que falta es que la realeza paternal de Dios se “ exteriorice” , se haga sentir como real y efectiva. Dado que este testimonio no puede venir sino de Dios, esta petición, como la con­ cerniente a la santificación del Nombre divino, se expresa en forma pasiva, transida toda ella de

discreción v de deferencia. Sólo D ios "re v e la ” su reale/a: ahora en la gracia, más tarde en la glo­ ria. Los apóstoles anuncian "este reino de Dios, venido en poderío" (M e 9. 0 v "todos forcejean por entrar en é l" (Le il>. 16): lo anuncian a cuantos, como José de A rim atea, “ esperan" el reino con todas las fuerzas de su alm a (M e 15, 43). Partíapar en el R eino de Dios El N uevo Testam ento contiene imágenes va­ riadas y concretas para explicar en qué consiste ese “ participar en el R ein o ", es decir, experim en­ tar “ la salud, el poderío v el reinado de nuestro Dios" (Apoc. 12. 10). Así, por ejem plo, se nos dice que es “ ser admitidos al banquete en el rei­ no de D ios" (Le 13. 29), "en trar en el reino de Dios" (Me 10. 23). "n o andar lejos del reino de Dios" (Me 12. 34). "ser nuestro el reino de D ios" (Le 6. 20). "ve r el reino de D ios" (Joh 3, 3.5). "heredar el reino de D ios" (1 C o r 6, 10 ; G al 5. 21'). "buscar el reino de Dios y su justicia" (Mt Son bastantes las parábolas que describen tam­ bién con rasgos de gran viveza la función regia de Dios. Este método de adoctrinarnos demues­ tra el deseo innegable de Jesús de ponernos en relación personal con la voluntad salvífica de su Padre. Cuando los apóstoles quisieron alejar a los niños, el Maestro declaró: “ Dejad a los niños que vengan a M í, no se lo estorbéis, pues de los

tales es el reino de Dios. En verdad os digo, quien no reciba el reino de Dios como niño, no entrará en él” (Me 10, 14-15). Así que Jesús, nuestro Señor, nos hace pedir, en esta segunda petición del Padrenuestro, la sen­ cillez del alma, necesaria para abrirnos a la real y soberana benevolencia de Dios. De este modo se realizará en nosotros la palabra del apóstol: “ Que no es el reino de Dios comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo’’ (R o m 14, 17).

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H AGASE T U

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VOLUNTAD

t i cristiano no es ni mucho menos una simple orientación para conseguir de Dios y su Cristo que se pongan al servicio de nuestro egoísmo. M uy al contrario, im porta una adhesión afectuo­ sa profunda al beneplácito de Dios que es verderamente Padre. L a tercera petición del Padre­ nuestro evoca en nosotros el beneficio que repre­ senta para nosotros la voluntad de Dios nuestro Redentor, que es el don más grande para nues­ tra salvación. L a voluntad de Dios no es sinónimo de fatalidad Aferrados al individualism o, sentimos en nos­ otros una tendencia m uy pronunciada a culti­ var nuestra propia personalidad. Por lo mismo nos encontramos con frecuencia arrastrados a no adm itir ninguna intervención divina en orden a nuestra salvación fuera de las que crean una si­ tuación conforme a nuestros deseos y favorable a lo que nos interesa. Ahora bien, según las en-

señalizas de la Escritura, la voluntad del Dios de bondad constituye un valor sagrado, intangible, que supera todos los cálculos humanos. Se nos pone con frecuencia este problema: c'Qu^ P ° ' dríamos hacer para que nuestra propia voluntad estuviese de acuerdo con la divina? L a tercera petición del Padrenuestro podría hacernos creer que es deber nuestro el forzarnos a nosotros mismos para aceptar resignadamente los decretos impenetrables de Dios. Pero cabe el demandarnos si la plegaria: “ H á ­ gase tu voluntad” viene a ser verdaderamente aquello que Tertuliano enuncia con esta frase: “ In hoc dicto ad sufferentiam nos admonemus" , “ con estas palabras nos exhortamos a nosotros mismos a la resignación” . No hay nada de eso, a nuestro juicio. Indudablemente, esta petición im­ plica mucho más que la aceptación de un inex­ plicable destino, que Dios se complaciese en im­ poner a los hombres. Las religiones paganas de la antigüedad ya pre­ sentían que había algo mejor que semejante ha­ do. Sócrates, estando ya para morir, confiesa: "S i es esto lo que quiere Dios, que así s e a !” (Gritón 43 D). El estoico Séneca definió la conformidad de la voluntad del hombre con la de Dios con esta fórm ula: “ Que quiera el hombre lo que ha querido Dios” (Cartas, 74, 20). Y su émulo Epicteto declara sin ambages: “ Lo que Dios quiere 1° juzgo preferible a lo que yo quiero” (IV , 7,

20). Estos paganos sentían confusamente que la Providencia escoge para cada uno la suerte más favorable, que supera aún sus mismos deseos. Esta profunda confianza, que está a la base misma de la doctrina estoica, se aumenta singu­ larmente en las relaciones personales del Dios trascendente de la Revelación con sus criaturas racionales. Estas íntimas relaciones se entablan ya en el Antiguo Testamento. E l gran sacerdote Helí se entrega plenamente a la divina disposi­ ción: “ ¡E s Yahvé; haga lo que más le a g ra d e !” (1 Sam 3, 18). El anciano T ob ías se expresa en estos términos: “ Y ahora haz, [Señor], conmigo según tu beneplácito, dígnate recoger en paz mi espíritu” (T o b 3, 6). A llí donde Dios es adorado como una persona viviente, su voluntad no se presenta como un frío destino o como una fata­ lidad ineluctable, sino como la realización de un plan de salvación, como una voluntad “ santa” . La santa voluntad de Dios en el Antiguo Testamento En muchas de las plegarias del Antiguo T esta­ mento encontramos este admirable amor a la vo­ luntad divina, expresado de manera aun hoy día conmovedora. Cuando el rey Ezequías conoce por Isaías la proximidad de su muerte, se dirige con­ fiadamente a Y ahvé: “ ¡A y, Yahvé! Acuérdate, por favor, de que he andado en tu presencia con fidelidad e íntegro corazón y he obrado lo bue-

no a tus ojos . Y en el caso de otro rey, el pia­ doso Josias, dice la Escritura: “ E hizo él lo recto a los ojos de Yahvé, y siguió exactamente los de­ rroteros de David, su antepasado, sin apartarse ni a derecha ni a izquierda” (2 Reg 22, 2). Tobías exhorta a sus hijos con estas palabras: “ Y ahora, hijos míos, escuchad a vuestro padre. Servid al Señor Dios con verdad y haced lo que es grato a sus ojos. Y a vuestros hijos encomen­ dad que hagan obras de justicia y limosnas y que se acuerden de Dios y bendigan su nombre en todo tiempo y con toda su fuerza” (Tob 14, 1012 [8]). L a piadosa viuda Judit, inspirándose en su fe inquebrantable, exclama: “ No está tu potencia con la multitud ni tu poderío con los fuertes, antes con los humildes eres Dios auxilia­ dor de los pequeñuelos... Escucha tú mi plega­ ria” (Judit 14, 11 [16]). Cuán lejos estamos aquí de la impía blasfemia de los malvados: “ Nada aprovecha al hombre con poner su confianza en Dios” (Job 34, 9). M uy al contrario, los hombres piadosos están persua­ didos de que “ se complace Yahvé en quienes le temen, en aquellos que en su clemencia esperan” (Ps 146 [147] 11): por esto procuran que “ el Dios de su corazón” (Ps 72 [73], 26) “ se complazca en sus obras” (Eccl 9, 7), y repiten el grito de gozo del profeta Baruch: “ Dichosos somos, Israel, pues lo que es grato a Dios nos es conocido” (Bar 4, 4). ORAR.

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El Antiguo Testam ento está convencido de que el cumplimiento de la divin a voluntad no es posible sino con el socorro de su gracia. E l autor del salmo 90 (Vg) suplica a Y a h v é : “ ; Y la be­ nignidad del Señor nuestro Dios sea con nos­ otros! ¡ Y confirma sobre nosotros la obra de nuestras m a n o s ...!” (Ps 89, 17). Y otros salmis­ tas oran a sí: “ Enséñam e a cum plir tu voluntad, pues que tú eres mi Dios. Bueno es tu espíritu, condúzcame por terreno allanado. En gracia de tu nombre, Y ah vé, dame la v id a ; por tu justicia saca de la angustia mi alm a” (Ps 142 [14 3 ] 10); “ Y tus consejos, ¿quién los conociera, si tú no die­ ras sabiduría v enviaras de lo alto tu santo Es­ píritu? Que así se enderezaron las sendas de los terrestres v aprendieron los hombres lo que te es agradable” (Sap 9, i 7 - í 8). Vivísim a es la persuasión de que toda la vida moral es un efecto de la intervención de Dios. Escuchemos el anhelo, tan profundam ente reli­ gioso, que figura al principio del segundo libro de los m acabeos: “ Que [el Dios de A b r a h a m - ] a todos os dé corazón para adorarle y cum plir sus preceptos con gran corazón y de buen grado. Que os abra el corazón a su ley y sus preceptos y os otorgue la paz” (2 Macch 1, 3-4). E l salterio proclama que “ aquel varón es feliz” que “ en la ley de Yahvé tiene su com placencia” (Ps 1, i ' 2 )’ que “ quiere narrar y tratar [de los prodigios di­ vinos] y dice... “ T u ley, Dios mío, en medio de

mi corazón" (Ps 39 [40], 6.9; Heb 10, 7). L a per­ fección moral y la búsqueda de la voluntad de Dios se identifican claramente en este pasaje del Eclesiástico: “ Quienes temen al Señor no desobe­ decen su mandato, y quienes le aman guardan sus caminos. Quienes temen al Señor buscan compla­ cerle, y quienes le aman, saciarse de su ley. Quie­ nes temen al Señor disponen sus corazones y en presencia de El humillan sus almas” (Eccli 2, En todo tiempo el justo del Antiguo Testa­ mento proclama que la voluntad de Dios es una voluntad de salvación y de gracia: “ En esto se ha de gloriar quien desee gloriarse— dice Yahvé en Jeremías— : en tener inteligencia y en cono­ cerme, pues yo soy Yahvé, que hago misericor­ dia, derecho y justicia en la tierra, pues en estas cosas me complazco— oráculo de Yahvé" (Jer 9, 23)* La voluntad salvifica en la plenitud de los tiempos Si Dios, en el Antiguo Testamento, concede “ un gozo pleno... una hartura de goces... a los santos que [moran] en la tierra” (Ps 15, 2 . 1 1 ; Vg 16, 3.11), la realización de este designio se re­ serva para la revelación del Nuevo Testamento. En éste la voluntad de Dios no consiste ya en un mero mandamiento moral que el hombre ha de cumplir, sino que la atención se fija preferen-

icmente en la actividad sobrenatural de Dios: “ Porque es Dios el que obra en vosotros: así el querer como el obrar” (Philip 2.13). La caridad, el amor de Dios, esta disposición sobrenatural infusa que lleva al más completo olvido de sí misino, constituyen el completivo de perfección de la antigua ley (Rom 10,4). Continuamente, se pone el acento en la iniciativa divina: “ Y el Di os de la paz... os dé cabal perfección en todo bien, para que cumpláis su voluntad, obrando El en nosotros lo que es agradable a sus ojos por mediación de Jesucristo...” (Heb 13, 20.21). En realidad, Jesús, cuyo “ alimento es hacer la voluntad del que le envió y llevar a cabo su obra” (Joh 4, 34), queda para siempre como ejem­ plo radiante para el cristiano al mismo tiempo que es su fuerza. La tercera petición del Padre­ nuestro revive textualmente las disposiciones del Corazón de Jesús: “ Bien, Padre, que así pareció bien en tu acatamiento” (Mt 11, 26), y sobre to­ do en aquella conmovedora oración: “ Padre, si quieres, traspasa de Mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Le 22.42). L a misión del H ijo es la de entrar en los designios de su Padre: “ Pues he bajado del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Joh G, 38). ¿En qué consiste esta voluntad sino en la sal­ vación de los hombres, es decir, en su intimidad con Dios, en su incorporación al Hombre-Dios? “ Quien hiciere la voluntad de mi Padre, que es-

tá en los cielos, éste es mi hermano, y hermana, y madre” (Mt 12, 50). Es en virtud de esta vo­ luntad salvííica como ‘‘hemos sido santificados mediante la oblación del cuerpo de Jesucristo de una vez para siempre” (Heb 10, 10); y por esta santificación de todo nuestro ser, la voluntad de Dios se realiza en nosotros, no imponiéndose y exigiendo, sino, ante todo, estimulándonos v reconfortándonos. Es un punto capital, por consiguiente, en la realidad práctica el “ buscar” la voluntad de Dios (Joh 5, 30), es decir, hacer coincidir nuestra vo­ luntad con la de Dios, aceptar amorosamente esa voluntad divina e imponer silencio a todos nues­ tros intereses particulares ante esa voluntad: “ No todo el que me dice: “ Señor, Señor” , entra­ rá en el reino de los cielos; mas el que hace la voluntad de mi Padre, este entrará en el reino de los cielos” (Mt 7, 21). La desobediencia trae consigo el castigo: “Aquel siervo que conociere la voluntad de su amo y no se dispusiere u obra­ re conforme a su voluntad, recibirá muchos azo­ tes” (Le 12, 47). Por el contrario, “ quien quisie­ re cumplir la voluntad [de Dios, mi Padre], co­ nocerá si mi doctrina es de Dios” (Joh 7, 17). Así, pues, el cristiano, según la exhortación de San Pablo, ha de reconocer y aceptar hasta en las circunstancias más particulares de su existencia la voluntad salvífica de Dios; ha de “ tomar a punto de honra... el ser aceptos a [Dios]” (2 Cor

"> 1

i:i.

l’A D K K N U K S T I W )

r,. ). Así q u iere ella e x p re ­ sar sus sentim ientos de g ra titu d valién dose de la sentencia del salm ista: “ P roclam ará m i boca tu ju sticia: todos los días, tus prodigios de sa lva ­ ción ; cantaré las m aravillas de Y a h v é ; ...y tu justicia, ¡oh D io s!, que llega hasta la a ltu ra .

que has obrado portentos— ¡oh D ios! ¿quién co­ mo T ú ? — ” (Ps 70 [71], 15-18). Las “grandes cosas” que D io s ha h e c h o

María sigue la lín ea de la piedad tradicional, que reconoce la intervención de D ios tanto en el acontecer de la vida privada com o en el de las grandes “ acciones divin as” , como la creación, la liberación de E gipto o la conclusión de la A lia n ­ za: “ Cosa bella es loar a Y ahvé y cantar a tu nombre, ¡oh A ltís im o !... Pues me alborozas, Yahvé, con tu acción” (Ps 91 [92], 2.5). La m agnificencia y la fuerza de D ios que se manifiestan en el m undo proporcionan al pue­ blo de Dios “ un gran gozo” (Le 2, 10). M aría sabe que Dios, por su “ fiat” , ha hecho “ gran ­ des cosas” para ella; y espontáneam ente “ bulle en su corazón un bello canto” (Ps 44 [45]» 2). Ella se com place en “ engrandecer” al Señor y en tributar todo honor a la P rovidencia: “ T ú eres mi Dios y te doy gracias; eres mi Dios y te ensalzo. Dad gracias a Yahvé, porque es bueno, porque dura por siempre su clem encia” (Ps 117 [118], 28-29). El himno de la V irgen responde perfectam ente a las numerosas e instantes exhortaciones de los salmos: “ Bendeciré a Y ahvé en todo tiem po; siempre su alabanza estará en mi boca. Engloríese mi alma, oíganlo los hum ildes y alégrense. A Yahvé engrandeced en unión m ía y ensalcemos

su n om b re de co n su n o ” (Ps 33 [34], 2-4). Los sal­ mos a b u n d a n en testim onios de adm iración por la m ajestad y la m isericordia de D ios: “ ¡C u án grandes son tus obras, oh Y ah vé! ¡M u y hondos tus d e s ig n io s !” (Ps 91 [92], 6); “ ¡B en dice a Y ah vé, alm a m ía ! ¡Y ah vé, Dios mío, m uy g ra n ­ de e r e s ! ” (Ps 103 [104], 1); “ L a loa de Y ah vé diga m i boca, y ben d iga todo m ortal su nom bre sacrosanto para siem pre jam ás” (Ps 144 [145], 21); “ C e le b ra ré a Y ah vé con todo el corazón en la secreta reu n ió n de justos y en la asam blea” (Ps 110 [111], 1). M a ría recon oce con toda sim plicidad que con toda razón se asocia ella a estos cánticos de su p u e b lo ; de todo corazón repite ella la p alab ra d el salm o: “ Sea Y ah vé engrandecido, que se com ­ place en la paz de su siervo” (Ps 34 [35], 27); “ En T i se alegren y se regocijen todos los q ue te buscan ; d igan siem pre: ¡Y ah vé sea en gran de­ c id o !, los que anhelan tu a u x ilio ” (Ps 39 [40], 17; 69 [70], 5). M aría, más todavía que Sim eón V A n a , es de los que “ esperan la redención de Israel” (Le 2, 25-38). C on más razón que el sal­ m ista, se siente M aría llena de la con vicción en ­ cerrad a en estas palabras: “ A n te tu santo tem ­ p lo m e prosterno y doy gracias a tu nom bre p o r­ que has m agn ificado por cim a de todo tu ren om ­ bre tu prom esa” (Ps 137 [138], 2); “ T e doy g ra ­ cias, pues fu i hecho a m aravilla; m aravillosas son las obras tuyas” (Ps 138 [139], 14).

Dios en María “se ha mostrado grande” (Eccli 36. 4). ‘Yahvé es grande, pues mora en los cie­ lo s" (Is 33, 5), y la ha llenado a ella de dones preciosos, y su alma está inundada del exultante gozo del Cántico del Cordero: “ Grandes y ma­ ravillosas son tus obras, Señor, Dios Omnipoten­ te: justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorifica­ rá tu nombre? Porque sólo tú eres Santo” (Apoc 15- 3' 4 )- El corazón de María vibra en el santo ardor que llenaba el alma del Sabio: “Cuando alabáis al Señor, alzad la voz cuanto podáis, que está muy por encima de vuestras alabanzas; los que le ensalzáis, cobrad nuevas fuerzas, no os rin­ dáis, que nunca llegaréis al cabo” (Eccli 3, 3334). Ante el misterio de gracia realizado en ella, el alma inmaculada de María se abisma en ado­ ración perfecta: “ Bendice, alma mía, a Yahvé: Yahvé, Dios mío, tú eres grande” (Ps 103 [104]. i): "Bendice, alma mía, a Yahvé; bendiga todo mi ser su santo nombre” (Ps 104 [105], 1). El esplendor de gloria del reino de Dios

"¡V iva Yahvé, bendita sea mi roca y el Dios de mi salvación sea exaltado!” (Ps 17 [18], 47): este grito de fe canta a Dios como a Rey pleno de bondad, cuya voluntad rige cuanto sucede en la tierra: “T e confesaré, mi Dios, mi Padre; te alabaré ; oh Dios de mi salvación! ”

fccli 5 l > *)• ^ a n a forma coro con “ las hijas At Judá ^ cantan en honor de D ios: “ T ú eJ.eS Yahvé, excelso sobre toda la tierra” (Ps 96

fn"]> 9)med h a >' admira “ la gloria es­ plendorosa del reino de Yahvé" (Ps 144 [145], 12). “Y ° q uiero ensalzarte, Dios mío y rey, y p0r siempre jamás bendeciré tu nombre. En iodo tiempo habré de bendecirte, v por siempre jamás alabaré tu nombre. Grande es Yahvé y j^uv digno de loa, y es insondable su grandeza. U na edad a otra edad va loando tus obras y pre­ gona tus gestas. (Así es como la obra de Dios en >íaría será ensalzada por todas las generaciones cristianas). Del glorioso esplendor de tu majestad hablan, evocan tus acciones prodigiosas. Y dicen la potencia de tus terribles actos, y también van cantando tus grandezas. Proclaman el recuerdo de tu inmensa bondad v van publicando tu jus­ ticia” (Ps 144 [145], 1-7). Sin duda, la ora­ ción de su antepasado David evoca amplio eco en el alma de M aría: “ ¡T u vo es. oh Yahvé. el reino, y eres quien se erige en caudillo por en­ cima de todo! La riqueza v la gloria de tí proce­ den, tú dominas en todo, en tu mano residen la fuerza y el poder, y en tu mano está el engran­ decer y el consolidar todas las cosas. Ahora, pues, oh Dios nuestro, nosotros te celebramos v alaba­ mos tu nombre glorioso” (1 Chron 29. 11-13). El Nuevo Testamento inaugura definitivam en­ te por parte de Dios la verdadera época de la salvación: ‘ Alabad a nuestro Dios todos sus

sie rv o s ... P o rq u e estableció su re in a d o el Señor, el q u e es D ios nuestro, el T o d o p o d e ro s o ” (Apoc *9 > 5'6)- P o r m edio de M a ría es com o se nos ha a p a re cid o el d iv in o R ey, y en M a ría es en quien co m ie n zan a ser rea lid ad las profecías q u e con­ ciern e n al estab lecim ien to d efin itiv o d el reino d e D ios. Y d iréis aq u el d ía “ ¡A la b a d a Y ah vé, in v o ca d su nom bre; dad a conocer sus proezas en tre los p u e b lo s... E xu lta y lanza grito s de jú b i­ lo , m o rad o ra de Sión ; pues gran d e es en m edio de ti el Santo de I s r a e l!” (Is 12, 4-6). M a ría salta d e gozo cu an d o piensa en la b en evo len cia de q u e h a sido o b je to : “ Pues es m ejor tu g ra cia q u e la vid a , te alab arán mis labios. A sí te ben d eciré m ien tras viva, elevaré mis palm as en tu n o m ­ b r e ... A T i m i alm a se a d h iere” (Ps 62 [63].

4 -5 -9 )¡ T ú sólo eres D i o s , tú!

E n el Magtiificat de la V irg en se resum en los transportes de todos los justos, cuya fe lic id a d su­ p rem a consiste en la alabanza y servicio de D ios: “ A la b a d , servidores de Y ah vé, alab ad el n o m b re de Y a h v é ” (Ps 112 [113], 1). Se siente u n i­ d a a todos aquellos cuya existencia se fu n d a en la b ien a ve n tu ra d a p ro xim id a d de D ios y de su a m o r: “ P orq u e gran de eres T ú , y h acedor de p o rten to s; T ú tan sólo eres Dios. ¡O h Y a h v é !, m u éstram e tu cam ino, p orqu e ande en tu ver­ d a d ; d irig e m i corazón para que tem a tu n o m ­

bre. T e d aré g racias, Señor, D ios m ío, con tod o mi corazón y g lo rifica ré tu nom bre p ara siem ­ pre” (Ps 85 [86], 10-12). En el alm a de M a ría el gran ideal a n tig u o de la “ su bid a a D io s ” suscita un poderoso eco. Este sentim iento q u e la in c lin a b a a “ recib ir a D io s ” (Job 1, 12), d efin e ta m b ién la actitu d o rig in a l de la Santa Ig le sia ; en n om bre nuestro la S an tísi­ ma V irg e n desde el p rin cip io la ha realizad o y vivido. C o m o M a ría nuestra M adre a im ita ció n suya, pod em os rep e tir las inspiradas oracion es del A n tig u o T esta m e n to . E n ellas en con tram os la exp resió n de un pensam iento religioso p r o fu n ­ do, esen cial, siem pre n uevo y siem pre v a led ero : el de la e n treg a p len a y to tal de nuestro co ra­ zón a D io s: “ A h o ra , pues, con todo el corazón y b o ca ca n ta d y ben d ecid el nom bre del S a n to ” (Ps 38 [39]> 35 )-

DIOS, M I S A L V A D O R

No pocos incrédulos, sinceros ellos, piensan como G oethe: “ El tema de todas las religiones no es más que la aceptación de lo inevitable ’. Esta paráfrasis cortés del famoso slogan: “ L a re­ ligión es el opio del p u eb lo ” , no alcanza a ex p li­ car el fondo mismo de la conducta religiosa. El hombre que busca a Dios no va llevado por un pesimismo existencialista, ni por una experiencia derrotista; sino que se inspira en la convicción indestructible de que Dios es nuestro único Sal­ vado]- y de que es capaz de ahogar todos nuestros sufrimientos en el “ torrente de sus d elicias” (Ps :'»r) 35 )En su Magn ífi ca t, M aría, m iem bro sobreem i­ nente de la Iglesia, expresa sus sentim ientos de profundo apego al Padre celestial: “ Y se rego* 12 L1^]’ fy;

“Nuestra alma en Yahvé espe­ ra’ & es nuestro socorro y nuestro escudo. Pues nllestro corazón en E l se goza, y confiamos en sti

santo

nombre.

Sea

tu

compasión,

Yahvé,

sobre nosotros, según de ti hemos esperado” (Ps y2 [33], 20-22)', “ ; Bien será en El regocijar­ n os!”

65 [66], 6). El abandono "al Dios que

es bueno”, que Cristo nos pide y que vive en el corazón de María, recuerda la conmovedora afirmación del salmo: ‘'Regocíjense. . cuantos a tí se acogen;

por siempre ellos jubilarán. Pro­

tégelos y alégrense contigo los amantes de tu nombre; pues tú, Yahvé, bendices al justo, cual escudo lo cercarás de benevolencia” (Ps 5, 12-13). Gozo y alegría en Dios T o d a la personalidad del piadoso salmista se expansiona gozoso en el “Dios de su salvación” (Ps 26 [27], 3; cfr. 50 [51], 16; 78 [79], 9; 84 [85], ~j ; “Por eso está mi corazón gozoso, y mi alma exulta, y mi mismo cuerpo en seguridad descansa,.. Muéstrame tú la senda de la vid a; hay hartura de goces a tu vista; a tu diestra, delicias para siempre” (Ps 15 [16], 9-10). i Quién mejor que “la humilde Virgen M aría” supo apreciar este llamamiento que invita al goO

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o

zo a toda la personalidad h u m a n a: “ V en id , can­ temos jubilosos a Yahvé, aclam em os la R o ca de nuestra salud” ? (Ps 94 [95], 1). Es a E lla a la que el ángel d irigió la asom brosa salutación: 'Gózate, la llena de g ra c ia ” (Le 1, 28), eco im pre­ sionante de antiguas palabras p ro féticas: “ Ju b i­ la, hija de S ió n ..., alégrate y reg o cíjate de todo corazón, ¡oh h ija de J e ru sa lé n ! ... el rey de Is­ rael, Yahvé, está en m edio de ti... Y ah vé, tu Dios, esté en m edio de ti; poderoso salva” (Soph 3, 14.15.17); “ R egocíjate y alégrate, h ija de Sión, porque he aquí que yo estoy para llega r y h a b i­ taré en m edio de ti, dice Y a h v é ” (Zacch 2, 2, 14» cfr. g, 9). C on pleno derecho ap lica la Iglesia a María las gloriosas palabras del lib ro de Isaías: “M ucho me alegraré en Y ahvé, ju b ila m i alm a en mi Dios, pues me ha revestido con las vesti­ duras de salvación, el m anto de la ju sticia me ha puesto” (Is 61, 10). El tiem po m esiánico que in au gu ra la m atern i­ dad de M aría (M t 1, 22-23; que rem ite a Is 7, 14) siempre se con cibió como tiem po de a legría: “Y diráse aquel d ía : H e aquí nuestro D ios; en El es en quien esperam os que nos salve; éste es Yahvé, en q u ien esperamos. Exultem os y alegré­ monos por su salvación ” (Is 25, 9). El n acim ien­ to de Jesús trajo de hecho “ una grande alegría para todo el p u eb lo : que os ha nacido hoy en la ciudad de D avid, un Salvador, que es el M e­ sías, el Señor” (Le 2, 10-11).

L a vida cristiana no se funda en el m iedo a un D ios ven gativo, ni en un espíritu m ercantil que m ira a un D ios '‘ú til” , ni en una rectitud m oral im puesta por un Dios exigente, sino en una sobreabundancia de gozo que infunde D ios íntim am ente am ado: “ Gozáos en el Señor en to­ do tiem po; otra vez lo diré: Gozáos” (P hilip 4, 4). Los cristianos, sobre la tierra, “ no tienen más o b ligación que el gozo” (Paul Claudel). El verdadero gozo, igual que la gracia y el pe­ cado, es objeto de fe. A u n sin la fe, se da uno cuenta de que este m undo está repleto de penas y de in felicid ad ; la experiencia nos lo enseña más que suficientemente. Pero lo que no nos en­ seña la experiencia es que toda nuestra actua­ ción ha de ser considerada desde el punto de vis­ ta de Dios para ver si es “gracia” o “ pecado” : esto es lo que se ha de creer” . Q ue en el m u n ­ do, jun to a una negra miseria, existen goces su­ perficiales y una embriaguez de felicidad, eso lo com pruebo yo por la experiencia; pero que, a pesar de ello, pueda existir un “ contento” real y verdadero, eso no lo puedo yo adm itir sino p or la fe. Semejante gozo no se alcanza más que p o r­ que todo verdadero gozo tiene su fuente en el corazón de Dios, y se nutre de su esplendor. E l hom bre m oderno ha llegado a no ver en D ios sino un “ tiran o” , que le aplasta con m an dam ien ­ tos molestos, o, peor todavía, ya no siente n e­ cesidad de una redención. Y es por esto por lo

que ha perdido el sentido del gozo y se encierra en el melancólico “ absurdo” de su atormentada existencia. l odo gozo verdadero es un gozo “ de la salva­ ción" (Ps 42 [43], 4). Sólo Dios nos “ ciñe de go­ zo" (Ps 29 [30], 12); a El sólo se dirige la ple­ garia: "El alma de tu siervo regocija, por cuanto a ti. Señor, elevo mi alma. Porque eres T ú , Se­ ñor, bueno y clemente, y lleno de piedad para cuantos te invocan” (Ps 85 [86], 4-5). La única cosa que se nos pide es que "acojam os la pala­ bra con gozo del Espíritu Santo” (1 T h es 1, 6). Sólo Dios nos da la paz

Esa “ única cosa” , M aría la realiza de una m a­ nera sublime; su Magníficat es, a un mismo tiempo, tan humano y tan cristiano y de tan grande ayuda para nosotros. N uestra vida cris­ tiana va guiada por la doble certeza, entrevista ya en la A n tigua A lian za: de una parte nadie sino Dios tan sólo “ puede poner en nuestro co­ razón el gozo” (Ps 4, 8); “ Recuérdame. Y ah vé..., visítame con tu auxilio, a fin de que la dicha de tus electos yo la vea, porque pueda gozarme de tu pueblo en el gozo” (Ps 105 [10 6 ], 4-5); v de otra parte aguarda Dios nuestro consenti­ miento: “ Así te bendeciré mientras viva... y ala­ bará mi boca con labios jubilosos; pues has si­ do mi ayuda, y me huelgo a la sombra de tus

ti, mi alma se adhiere” (Ps 62 [63], **0 *0 ) T? °r interces^ n María, nuestra M a­ d r e » p u e d a el “Dios de la esperanza colmarme de t o c i o g o z o y paz en el creer para que abunde i v i á s y m á s en la esperanza por la virtud del Esp í r í t i i S an to ” (Rom 15, 13). y\

LA H U M I L D A D D E L A E S C L A V A DEL SEÑOR

l’ara unirse a la humanidad, Dios, que es iniinito, debe “condescender” , dirigir en cierto mo­ do su mirada hacia lo bajo. De parte suya el hombre, prevenido por esta iniciativa divina, de­ be abrir su alma: “ A éste es a quien yo miro: al humilde y abatido de espíritu y a aquel que tiembla a mi palabra” (Is 66, 2). Más aún: sólo cuando Dios encuentra “ vasos vacíos” y una pura nada, es cuando puede manifestar comple­ tamente su amor misericordioso, de Dios sal­ vador. Nadie en la Iglesia de Cristo, ha comprendido tan bien este principio fundamental de la vida espiritual como María en su Magníficat; su nom­ bre de “Virgen bienaventurada” describe una re­ ceptividad completamente abierta al Señor, y lle­ nada por El hasta los bordes. La mirada de Dios

La imagen literaria de Dios bajando sus mira­ das vuelve continuamente en la Escritura para

den otar su m isericordia y su bondad. C uan do A b el o freció a D ios los prim ogénitos de su reba­ ño, “ Y ah vé m iró a A b e l y su ofrenda” (Gen 4, 4). Por el co n trario , el retraim iento de su benevo­ lencia se exp resa por la fórm ula: “ no m irar esos sacrificios” (Am os 5, 22; Gen 4, 5). Dios “ oculta su rostro” (Ps 08 [69], 19) cuando quiere m a­ nifestar su cólera: “ Cierto, Yahvé es excelso, mas m ira al que es hum ilde; en cam bio, al a lta ­ nero le ve de lejos” (Ps 137 [138]. 6). “ Estar re­ pelido de ante sus ojos” (Ps 30 [31]. 23) indica el castigo más riguroso. Se dan casos en que la m irada de Y ahvé se posa sobre los m alos: “ Es la faz de Yahvé ad­ versa a los m alhechores” (Ps 33 [34]. 17; 1 Pet 3. 12); “ H e aquí que los ojos del Señor Y ahvé están clavados en el reino pecador” (Judá) (Amos 9, 8). Pero, en general, el hecho de que “ Y ahvé abre los ojos (en este caso, sobre la casa de Ju ­ dá)” (Zacch 12, 4) indica su Providencia m iseri­ cordiosa. Porque “ los ojos de Yahvé lecorren to­ da la tierra ” (Zacch 4. 10: 2 Chron 16, 9) y “ o b ­ servan todos los caminos de los hom bres” (Eccli 23. 18), es decir, “ están abiertos noche y d ía ” (1 R e g 8, 29), Dios contem pla “ la aflicción y la fa ­ tiga de las manos de Jacob” (Gen 31, 42V “ m ira solícito” la triste suerte de los hijos de Israel (Ex 2, 26; Judit 8. 32). o la plegaria del i'ev v del pu eblo (1 R e g 8. 52V Repetidas veces el "S an ­ to de Israel” prom ete: “ Me volveré hacia vos­ otros, os haré fructificar v os m ultiplicaré, v afu-

maré mi alian za con v o so tro s” (L e v 26, 9); por su parte, los israelitas s u p lic a n : “ C o n te m p la desde tu santa m orada, desde los cielo s, y b en d ice a tu pueblo, Israel, y el su elo q u e n os h as d a d o como juraste a nuestros p a d re s” (D e u t 26, 15). M ira D ios p re fe re n te m en te “ n u estra m iseria, fatigas y o p resió n ” (D e u t 26, 7) a fin d e p rod i­ gar su socorro y lib e ra c ió n . E n las ép ocas de gran apuro, Y ah vé se v u e lv e h a cia los suyos p a ra p ro­ tegerlos: después d e l h am b re, “ Y a h v é h a b ía m i­ rado por su p u e b lo , d á n d o le p a n ” (R u t 1, 6); la tristeza de la m u je r estéril se c a m b ia en ale­ gría, en cu a n to Y a h v é “ se d ig n a m ira r la a flic­ ción de su sierva y se acu erd a de e lla ” (1 Sam 1. 11; G en 2 9, 3 2 ; L e 1, 35). C u a n d o D a v id oye las terribles m ald icio n e s de Sem eí, el g ra n rey ora: “ Q u izá Y a h v é vea m i aflicció n y m e v u e lv a hoy bienes en vez de la m a ld ició n de ese” (2 Sam 16, 12). Los co n ciu d ad a n o s de J u d it, sitiad os en su ciudad, d irig en al Señor su in sisten te p le g a ­ ria: “ Señor, D ios d el cielo, co m p a d écete de la postración de n uestro lin a je , y m ira en este d ía la faz de los q u e te h a n sido san tificad os” (Ju d it 6, 19). E l salm ista p ro cla m a su firm e esp eran ­ za: “ Por cu an to a ta la y ó de su san tu ario excelso, Yahvé desde los cielos m iró a la tierra p a ra o ír el gem ir de los cau tivo s, soltar los can d id ato s a la m uerte” (Ps 101 [102], 20-21; cfr. B a ru c h 2, 16). L a beneficencia d e la d iv in a m irad a se hace eficaz cuando se tra ta de los pobres, de los des-

heredados, d e los p e q u e ñ o s; la o ra ció n de éstos no recu rre ja m á s en v a n o a la b o n d ad m ise rico r­ diosa: “ P ie d a d , Y a h v é , de m í; co n te m p la m i aflicción p o r m is riva les, tú q u e m e alzas de las puertas de la m u e rte p a ra q u e yo p rego n e todas tus a la b a n za s en las p u erta s de las h ijas de Sión , me alegre d e tu a u x ilio " (Ps 9, 14). L a o ra c ió n al D ios co m p a siv o se ele v a de co n tin u o en los Sa­ grados L ib r o s : “ C o n te m p la m i a flicción y m i tr a b a jo ” (Ps 24 [25], 18). “ E scúcham e. Y a h ­ vé, pues b u e n a es tu cle m e n cia ; vu élvete a m í según tu g ra n p ie d a d " (Ps 68 [69], 17): “ ¡M i­ ra y resp ó n d em e, Y a h vé , D ios m ío ! Ilu m in a mis o jo s ” (Ps 12 [13], 4). Esta visión de fe d a al q u e o ra u n a segurid ad in d e fe ctib le : "H e de e x u lta r y en tu p ied ad gozarm e, q u e has visto m i m ise ria ” (Ps 30 [31], 2); "O b se rv a m i a flicció n y líb ra m e " (Ps 118 [119]? 153)- Es un a co n v ic c ió n p ro fu n d a m en te a n cla d a en el A n tig u o T e s ta m e n to q u e “ h a y q u ie n es p o b re y m ise ra b le, q u e d a fa lto de fuerzas y sob rad o de p o b reza, m as los ojos de Y a h v é le m ira n b e n ig ­ n a m e n te ” (E ccli 11, 12), y q u e “ el S eñ o r m ira p o r su p u e b lo , p o r todos c o n c u lc a d o ” (2 M acch 8, 2). U n a con fian za ilim ita d a a co m p a ñ a a esta a c titu d : “ Y a h v é , m i D io s eres T ú . . . ya q u e fu iste u n b a lu a rte p a ra el h u m ild e, un b a lu a rte p a ra el p o b re en su an gu stia, a b rig o d e l a g u a ­ cero, so m b ra co n tra el c a lo r” (Is 25, 1.4); “ L o s ojos d e l S eñ o r pósanse sobre q u ie n e s le am an , es p ro te c ció n p o d ero sa y fu e rte sostén, a b rig o con-

ira el viento y toldo con tra el ca lo r d el m ediodía, salvaguarda del tropiezo y socorro p ara la caí­ da: que eleva el alm a y a lu m b ra los ojos, que da salud, vida y b en d ició n " (E ccli 34, 16-17). La ¡uz del rostro de Dios En su Magníficat, M aría se asocia a la apre­ miante invitación del libro de D a n iel:

“ Bende­

cid. santos y humildes de corazón, al Señor; can­ tad y sobreensalzadle por los siglos” (Dan 3, 87. 88). Consciente de su pequeñez, estaba E lla firme­ mente convencida de que Dios se inclinaba sobre Ella para servirse de Ella tal como era E lla en la realidad. Es por esto por lo que se llam a a sí misma la “esclava" (Le 1, 38.48), es decir, el instrumento del Señor. Con mayor derecho que Judit puede proclamar este testim onio: bad a Dios, alabadle. A labad

“A la ­

a Dios que

no

apartó su misericordia de la casa de Israel, antes aplastó a los enemigos por su m ano” (Judit 13,

14 )La certeza de estar “ en la m ano de D io s” llen a el alma de M aría: “ A ti levanto mis o jo s... V e d que como los ojos de los ciervos a la m an o de sus dueños, cual los ojos de la esclava a la m an o de su señora, así a Y ah vé. nuestro D io s” (Ps 122 [123], 2). Siendo com o es hum ilde, es d e ­ cir, convencida de su flaqueza, la sonrisa de benevolencia d ivin a vin o a en cantarla; “ la luz del rostro de D ios” (Ps 43 [44], 4; 89 [90], 8)

irrad ió so b re E lla , se g ú n el deseo d e la a n ­ tigua b e n d ic ió n s a c e r d o ta l: ‘Y a h v é te b e n d i­ ga y g u a r d e ; h a g a b r illa r Y a h v é su ro stro so b re ti y séate p r o p ic io ; y p o n g a Y a h v é su ro stro so­ bre tí y la p a z te c o n c e d a ” (N u m 6, 26). Esta “ lu z d e l ro stro d e D io s ” q u e “ se m u e stra sobre e lla ” (Ps 4, 7), sim b o liz a la b e n e v o le n c ia d iv in a q u e r o d e a b a a M a ría . C a m in a n d o “ a la luz d e l ro s tro d e Y a h v é ” (Ps 88 [89], 16), “ h a ­ lló g ra c ia a lo s o jo s de D io s ” (L e 1, 30), es d ecir, p o r u n a m ir a d a cre a d o ra fu e c o n firm a d a en g ra c ia , y su e le c c ió n fu e m ás su b lim e q u e la de A b r a h a m (G e n 18. 3), de M oisés (E x 33, 1316) o d e D a v id (2 Sam 15, 25). B i e n a v e n t u r a d a la q u e fia creído 'L a m ir a d a d e D io s ” q u e “ p o sa b a sob re M a ­ r ía ” (co m o p o só sobre los a n cia n o s d e l p u e b lo ju d ío v u e lto s d e l d e stie rro : N e h e m , 5, 5), creó en E lla u n e s p ír itu d e a b a n d o n o y d e co n fia n za in ig u a la b le : “ M ira , los ojos d e Y a h v é h a c ia q u ie ­ nes le te m en , h a c ia a q u e llo s q u e esp era n su c le m e n c ia ” (Ps 32 [33]. 18). L a tr a n q u ila se­ g u r id a d d e su e le v a c ió n en g ra c ia es lo q u e su ­ g ir ió a esta h u m ild e h ija d e N a z a re t las p a la b r a s p r o fé tic a s : “ P u es h e a q u í q u e desde a h o ra m e lla m a r á n d ic h o sa to d as las g e n e ra c io n e s” (L e 1, 48). M e jo r q u e L ía en el n a c im ie n to d e A ser, M a r ía p o d ía p r o c la m a r en el m o m e n to d e la E n ­ c a r n a c ió n : “ ¡P a r a d ic h a m ía es, pu es m e consi-

dorarán d ichosa las d o n c e lla s ! ” (G en 30, 14); m ejor que la “ m u je r id e a l” d e lo s Proverbios, "leván tam e sus h ijo s y la p r o c la m a n b ien aven ­ tu rad a” (Prov 31, 28); y d e u n a m an era más universal q u e para el p u e b lo e le g id o , “ os felici­ tarán todas las gentes, p u es seréis u n p aís h erm o­ so. dice Y a h v é de los e jé r c ito s ” (M a l 3, 12). La d ich a y la fe lic id a d d e la in tim id a d con Dios, tan fre cu e n te m e n te c e le b ra d a en la A n t i­ gua A lian za , h a n e n c o n tra d o u n crecim ien to inefable en el a lm a de M a ría . S eg ú n la a n tig u a promesa E lla es b ie n a v e n tu ra d a p o r q u e “ se aco­ ge a E l” (Ps 2, 12), p o rq u e “ en E l se c o n fía (Ps 33 [34], 9), “ espera en E l ” (Is 30, 18), “ p o n e su esperanza en Y a h v é ” (Ps 83 [84], 6), “ p ra ctica justicia en to d o tie m p o ” (Ps 105 [106], 3), “ c a m i­ na por las ru tas d e E l” (Ps 127 [ 1^8], i), “ escu ­ ch a” su sa b id u ría (P ro v 8, 34). Así que todos los p riv ile g io s d e M a r ía se f u n ­ dan en su p erfecto e sp íritu de fe : “ y d ic h o s a la que creyó q u e te n d ría n c u m p lim ie n to las cosas que le h a b ía n sido d ich a s de p a rte d e l S e ñ o r ’ (Le 1, 45); “ B ie n a v e n tu ra d o s m ás b ie n lo s q u e escuchan la p a la b ra d e D io s y la g u a r d a n ” (L e 11, 28). Siendo co m o es la in te rm e d ia ria d e l b e ­ neficio más excelso q u e jam ás se a co rd ó a la hum anidad, M a ría es, m e jo r q u e A b r a h a m , “ una ben dición h ech a c a rn e ” : “ Y o te b e n d e c iré y engrandeceré tu n o m b r e ... E n ti serán b e n d ito s todos los pu eb los de la tie rra ” (G en 12, 2-3; 18.

18; 22, 13; a p r o p ó s ito d e Isaac: G e n 26, 4; y a propósito d e J a c o b : G e n 2 8, 14). E lla tien e p a rte en la m a g n ífic a p ro m e sa m esián ica q u e a p u n ta por de p ro n to en su H ijo : “ Su n om b re p e rm a ­ necerá p a ra siem p re, c u a l el sol p e rd u ra rá su re ­ nom bre y en é l serán b en d ita s las fam ilias e n te ­ ras de la tie rra , tod as las n aciones p ro clam arán lo d ic h o so ” (Ps 71 [72], 17). L o q u e el lib r o d el E clesiá stico d ice d e l “ escriba sa b io ” , se a p lic a a M a ría : “ N o se b o rra rá su m em oria, y su n o m ­ bre v iv ir á d e g e n e ra ció n en g e n e ra c ió n ... y la asam b lea a n u n c ia rá su e lo g io ” (E ccli 39, 9-10). L e v a n ta d a p o r en cim a de su n a tiv a p equ eñ ez p or la b o n d a d co n d escen d ien te de D ios, M a ría se nos a p a re ce co m o el “ vaso de d e v o c ió n ” , el in stru m en to p red e stin a d o en la o b ra de sa lva­ ción . D esp u és d e ese otro in stru m en to de las o b ras sa lva d o ra s de D ios, la D iv in a S a b id u ría tal co m o a p a re ce en el A n tig u o T e sta m e n to , M a ría p u ed e r e p e tir con toda sin cerid ad : “ M i m em oria p e rv iv irá en la sucesión de los siglos” (E ccli 24, 19).

HIZO F.N M I F A V O R C O S A S G R A N D E S EL T O D O P O D E R O S O Cuando el vidente de Patrnos contempla en es­ pléndida visión la victoria fjrial de los bienaven­ turados, oye a los “vencedores de la Bestia” en­ tonar un cántico triunfal:

“Grandes y maravi­

llosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente... ; Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nom­ bre? Porque sólo T ú eres santo” (Apoc 15, 2-4). Con esos mismos trasportes en su Corazón In­ maculado

proclama

María

en

el

Magníficat:

“Hizo en mi favor grandes cosas el Poderoso” í \j

:

i, 49;. La humilde esclava del Señor admira

en su propia persona esa omnipotencia divina que en todo tiempo, a través de la Biblia, ha sido el terna de cánticos entusiastas y confiadas plegarías.

ím s

obras poderosas de Dios

Kl “maravilloso prodigio” (Ex 14,

Sap nj,

Hj del pavt del Mar Rojo inspira a Moisés y a los hijo* de Israel un cántico entusiasta:

"A Yahvé

cantaré, q u e soberanam ente se h a glo rificad o ... Es tu diestra, Y ah vé, adm irable en po ten cia; Yahvé tu diestra aplasta al en em igo... E span to y terror cayeron sobre ellos; al sentir la gra n ­ deza de tu brazo enm udecieron cual piedra, has­ ta que pasó tu p u eb lo , ¡oh Y a h v é !” (E x 15, 1. 6.16;. A las “grandes señales y terribles” , gracias a las cuales Y ah vé “ hizo salir a su p u eb lo de E g ip to con m an o poderosa” (D eu t 9, 26; 11, 2; B aruch 2, 16), siguió el adm irable acontecim ien­ to d el Sinaí, cuan do D ios concedió a su p u eb lo su A lia n z a de bondad y m isericordia: “ M ir a : Y ah vé, nuestro Dios, nos h a mostrado su g lo ria y su gran deza, y hemos oído su voz de en m edio del fu e g o ” (D eu t 5, 24;. Sobre estas dos “ prom e­ sas de Y a h v é ” se apoya la confianza del p u eb lo e leg id o : “ R e cu rrid a Y ah vé y a su potencia, bus­ cad su rostro siempre, recordad los portentos q u e h a o p e ra d o ” (1 Chron 16, 11); “ Yahvé, Dios-Sebaot, ; q u ién com o T ú ? Poderoso eres, ¡oh Y a h !, tu felicid ad te en vu elve” (Ps 88 [89], 9. T o ­ do piad oso israelita estaba persuadido de q u e “ con pro d igalid ad tú has operado, Y ahvé, D ios m ío, tus prodigios y designios para con nos­ otros” (Ps 39 [40], (i; Judie 6, 13): “ El es el o b jeto de tu alabanza y él tu dios, que hizo por ti esas grandes prodigiosas cosas que tus ojos han visto ” (D eut 10, 21). Porque sabe q u e D ios es “ el H aced or de cosas grandes e insondables, de m aravillas sin núm ero” (Job 5, 9; 9, 10), el p u eb lo adquiere conciencia del m isterio de su

elección: “ ¿ Y q uién hay com o tu p u eb lo, Israel, nación única en la tierra, a la q u e D ios haya venido a lib ertar para sí... o b ra n d o con ella maravillas y pro d igio s... H as establecido a tu pueblo Israel com o p u eb lo tuyo para siempre, y T ú , Yahvé, has sido para ellos su D io s” (2 Sam 7, * 3 -*4 )Esta elección d iv in a no autoriza, con todo, nin ­ guna pretensión egoísta ni sentim iento algun o de orgullosa autosuficiencia; toda elección im porta un servicio: “ Confesad al Señor, h ijos de Israel, y en presencia de los gentiles alabad le. Q u e por esto se dispersó entre las gentes q u e le ignoran para que contéis sus m aravillas y les anunciéis que no hay, fuera de él, otro D ios om nipoten te (T ob 13, 3-4). Es en sus instrum entos, en sus “ siervos” y en sus “ esclavas” sobre quienes “ la mano de Y ah vé se pondrá de m anifiesto” (Is 66, 14); la alabanza de Jud it se ap lica a todos los elegidos: “ B end ito el Señor D io s... q u e endere­ zó tus pasos para queb ran tar la cabeza del jefe de nuestros enem igos” (Judit 13, 18). M aría no lo ignora, puesto que se le h abía anunciado q ue “ el poder del A ltísim o le cobijará con su som­ bra” (Le 1, 35). Las asombrosas palabras: “ H izo en mi favor cosas grandes el Poderoso” , no son ni mucho m enos un vanidoso retorno sobre sí m ism a; expresan sencillam ente de un m odo des­ lum brador su estado de esclava. T ie n e concien­ cia de ser el instrum ento de una m aravillosa ac­ ción divina— la E n carn ación — , que supera todos

más relevantes del Antiguo Testam en­ to• este portento, el Señor no lo ha realizado en ,oS hechos

Ella tanto com o p o r medio de Ella. Por esto es

por lo que María perm anece siempre, co m o dice Chesterton, el cristal in m aculado a través del cual el D ios de amor se irradia sobre nosotros. María resum e los en cen d id o s elogios de tantas generaciones israelitas: “ A la b a d a Y a h v é en v i r ­ tud de sus hazañas, a lab ad le conforme a su g r a n ­ deza inm ensa” (Ps 149 [150], 2); “ C a n ta d a Y a h ­ vé un cántico nuevo, pues ha hecho prodigios” (Pe 97 [98], 1; 104 [105], 2); “ ¡ O h Dios! plena de santidad es tu conducta. c'Q u e Dios es gran­ de como Elohim ? T ú eres el Dios que obras p o r ­ tentos” (Ps 76 [77], 14-15). Dios que ha hecho portentos sobre la tierra

La alabanza de la grandeza de Dios es el tema inagotable de todos los libros inspirados: “ P o r­ que grande eres T ú , y hacedor de portentos; Tú

ta n

sólo

t136], 4). b le :

eres

E sta

D io s ”

(Ps

85

gran d eza

de

D io s

es

de

D io s

“ L o s san tos [los á n gele s],

capaces d e

co n ta r

[86],

tod as las m a r a v illa s

10 ;

135

in s o n d a ­ no

son

d iv in a s ”

(Eccli 42, 17); “ ¿Quién puede escudriñar sus grandezas? Su poderosa grandeza, ¿quién podrá calcular? Y ¿quién llegará a contar sus miseri­ cordias? No hay disminuirlo ni añadirlo; no hnv escudriñar las maravillas del Señor” (Eccli 18 ORAR. .

5). T od o el que contem pla la N atu raleza (junto con la historia de la salvación) cae en adm ira­ ción ante las “ obras m aravillosas del Señor” (Eccli 11, 4); “ ¡C uán num erosas son, Yahvé, tus obras! Todas las hiciste con sab id u ría; llena está la tierra de tus criaturas. A h í está el mar, tan grande y esp acio so ...” (Ps 103 [104], 24); “ Truena con su voz gloriosa: obra Dios con sus maravillas, hace grandes cosas que no com­ prendemos. C uan do a la nieve d ic e : ¡ C ae a tie­ rra !, y a las lluvias del a g u acero : ¡ Sed fuer­ tes! ... N o podemos alcanzarlo, es grande su fuer­ za y ju icio ” (Job 37, 5.23); “ C iertam ente grande es el Señor que lo ha hecho y a su palab ra hace brillar sus corceles” (Eccli 43, 5). Este “ Dios grande y fuerte, cuyo nom bre es Yahvé de los ejércitos” (Jer 32, 18), es un Señor “ terrible sobremanera y prodigioso en su poder. Los que glorificáis a Yahvé, alzad vuestra voz cuanto podáis, pues aún sobrepasa. Los que le magnificáis, renovad vuestra fuerza; mas no os canséis, porque no lo lograréis” (Eccli 43, 28.30). Si bien insondable e incom prensible, D ios puso, por pura m isericordia “ su vista (la luz) en el co­ razón de los hom bres para m anifestarles la gran ­ deza de sus obras” (Eccli 17, 8). Por esta revela­ ción sobrenatural quería El cautivar nuestra atención, a fin de que escuchásemos la insistente invitación de su palab ra: “ Bendecid a Yahvé, Dios de Israel, que hace cosas maravillosas en la tierra” (Eccli 50, 22); “ ¡E xulta y lanza gritos de

júb ilo, m oradora de Sión, pues grande es en medio de ti el Santo de Israel” (Is 12, 6; Ex

39 ’ 7 )Su nombre es santo

La contemplación de las grandes obras de Dios lleva al reconocimiento de su '“santo nom bre” , es decir, del misterio de su ser: “ Elohim en Judá es conocido, su- nombre es grande en Israel” (Ps 75 [76], 2). El ser de Dios es fundam en­ talm ente amor salvador: todos sus prodigios son manifestaciones de sus “viscera m isericordiae” , de las entrañas de misericordia de nuestro D ios” (Le 1, 78). En el libro de Daniel, Dios se llama "el Salvador... obrador de señales y maravillas en la tierra” (Vg Dan 14, 42). Por esto es por lo que la veneración del nombre de Yahvé “que es grande... entre los pueblos” (Mal 1, 11), va siem­ pre acompañada del testimonio agradecido de su afectuosa condescendencia para con los hombres: “ T e celebraré con todo mi corazón... en razón de tu bondad y de tu fidelidad, por cuanto por encima de todo, tu nombre” (Ps 137 [138], 2). ¡Con cuánta profundidad, María, en razón de su particular situación dentro del N uevo T e s­ tamento, ha debido sentir el gozo santo del an­ tiguo salmo: “ Redención envió para su pueblo, estableció su pacto para siempre; el nombre de El es santo y venerable” (Ps 110 [111], 9-10). A la convicción, que no quedará confundida,

de que “no hay semejante a T i , ¡oh Yahvé!; grande eres T ú y grande tu nom bre en poderío” (Jer 10, 6), corresponde esta otra certeza: “ Por­ que compasivo y m isericordioso es el Señor” (Eccli 2, n [13]). C uan do Dios, por su gracia, se inclina sobre nosotros, nos revela la esen­ cia más íntim a de su ser: “ Líbranos conform e a tus m aravillas y da gloria a tu nom bre, Señor” (Dan 3, 43); “ N o hay Santo como Yahvé, en ab­ soluto no hav otro fuera de T i. ni hay R oca co­ mo el Dios nuestro” (1 Sam 2, 2). En presencia de “ su venerado v augusto n om bre” (2 Macch 8. 15), símbolo de “ su grandeza, su poder, su glo­ ria. su esplendor v su m ajestad” (1 C hron 29, n)no cabe sino “engrandecer su nom bre y confe­ sarlo con alabanza... a los sones de la lir a ...’ (Eccli 39, 15 [20]). Cuando M aría, en su hum ildad, pone sus ojos en las obras del Dios Santo en Ella, un cántico de gozoso entusiasmo brota de su Corazón, eco potente de tantos pasajes bíblicos: “ Me a le g r a r é y en T i exultaré de gozo, tocaré y cantaré, ¡oh A ltísim o!, tu nom bre” (Ps 9, 2); “ Pues, Y a h v é , con tus hechos me alborozas, exulto por las obras de tus manos. ¡C uán grandes son tus obras, ¡oh Y ahvé!, m uy hondos tus designios!” (Ps 9 1 [92], 5-6). Sabe M aría que Dios “ le suminis­ tra el Espíritu y obra prodigios” en Ella (Gal 6, 10) y que Ella es “ confortada en el Señor y en el poder de su fuerza” (Eph 6, 10). Ella vive de la palabra que el profeta dirigió en otro tiempo

a Y a h v é : “ A tu nom bre y tu m em oria tiende el a n h e lo d el a lm a ” (Is 26, 8); este anhelo único y p ro fu n d a m e n te religioso no aspira más que a u n a cosa: a q u e “ sea m agnificado tu nom bre pa­ ra siem p re” (2 Sam 7, 26). L o q u e vale para la antigua com unidad, se a p lic a aún m uch o m ejor a M aría: “ Pues cu an ­ d o vea a sus hijos, la obra de mis manos, en m e­ d io de él, santificarán mi nom bre, y santificarán al S an to de Jaco b ” (Is 29, 25). L a “ b ien aven tu ­ ra d a ” V irg e n M aría ha visto la obra de las m a­ nos d iv in a s en Ella, y deja estallar su gozo: "B e n d ic e a Y ah vé, alm a m ía, y todo m i in terio r su n o m b re sacrosanto” (Ps 102 [103], 1). Y su M a g n í f i c a t recuerda el deseo del salm o: "A Y a h v é engrandeced en unión m ía, y ensalcem os su n om b re de consuno” (Ps 33 [34], 2). Q u e E lla por su intercesión nos alcance a lg u ­ na p a rticip ació n en los sentim ientos de su C o ra ­ zón. Q u e nosotros, como Ella, respondam os a la lla m a d a de la Escritura: “ A h ora, pues, con tod o el corazón y la boca, cantad y bendecid el n om ­ bre d el S an to ” (Eccli 39, 35 [41]).

SU M I S E R I C O R D I A

POR

GENERACIONES

Y GENERACIONES

La relación religiosa que religa al hombre con Dios se define en el Antiguo Testamento por la noción de “misericordia” . Este término no de­ signa en modo alguno la simple propensión a conceder el perdón, sino que traduce una pala­ bra que, en el texto original, presenta un sentido muy especial; particularmente una especie de parentesco familiar. Esta “misericordia” consiste, en efecto, en que Dios se muestra verdaderamen­ te Padre y en que establece relaciones familiares entre El mismo y su pueblo y, dentro de ese pueblo, con cada uno de sus miembros. Este es, sin duda, el sentido, en el Antiguo Testamento, de la “Alianza” (Le i, 72): por pura complacen­ cia, Dios hace un pacto con los suyos. Este pacto significa mucho más que un simple contrato de compra, un do ni des. Lejos de eso, evoca una visión grandiosa, la del afecto familiar que siente Dios para con sus hijos, tan intratables algunas veces. Eco del conocido texto: “Yahvé es pa­ ciente y rico en misericordia, perdonador del pe-

cado y d el crim e n ” (N um 14, 18; Joel 2, 13; Jon 4, 2; Ps 85 [86], 15; 102 [103], 8; 110 [111], 4; 144 [145], 8), el Magní fi cat de M aría expresa la p ro fu n d a creencia del p u eblo elegi­ d o : “ Su m isericord ia por generaciones y gene­ raciones para con aquellos que le tem en” (Le 1, 50); “ M as de siem pre y para siempre perm ane­ ce la b o n d ad de Y ah vé sobre quienes le tem en" (Ps 102 [103], 17). M i s e ri c or d ia

L a a n tig u a noción de la pietas, tal como nos la presenta el A n tig u o Testam ento, no im plica solam ente la idea de un sentim iento interior, si­ no q u e in cluye igualm ente aplicaciones p rácti­ cas. C o n m ucha frecuencia, los Libros Santos m en cion an la efectiva realización de la m iseri­ cord ia y de la fidelidad, por haberse establecido relaciones amistosas, por un servicio desinteresa­ do o p o r un favor acordado. Así, vgr., los ángeles usaron de m isericordia con Lot, que huyó de Sodom a (G en 19, 19): así hicieron Sara con Abraharn (G en 20, 13), el copero con José (Gen 40, 14), Jonatás con D avid (1 Sam 20, 8.14.15), D a ­ vid con M ifibosat (2 Sam 9, 1.37). los israelitas m utuam ente (Zacch 7, 9: “ T en ed com pasión y m isericordia cada uno con vuestro h erm an o” ), en fin, el buen sam aritano (Le 10, 37). C u a n d o se dice que Yahvé, “ D ios grande y te­ rrib le ” , “ guarda la alianza y benevolencia a quie-

nes le aman y observan sus m an dam ientos” (Neh i, 5; 17, 32; Dan 9, 4; 2 C h ro n 6, 14), se alcan­ za la esencia misma del ser d iv in o : “ Yo, Yahvé, uso de mi m isericordia” (E x 20.5.6; Jer 32, 18; Deut 5, 10); “ Mas T ú , ¡oh D ios n u estro !, eres benigno y veraz, longánim e y con m isericordia lo dispones todo” (Sap 15, 1). Remisión de los pecados

Según la adm irable plegaria del salmo 50 [51], 3: “ T en m e piedad, ¡oh D io s!, conform e a tu clemencia” , la m isericordia d iv in a se m ani­ fiesta por de pronto en el p e r d ó n de los peca­ dos: “Junto a Yahvé, reside la clem encia, y hay redención copiosa jun to a E l” (Ps 129 [13o]’ 7; Dan 9, 9). Esta convicción es m uy viva en la Biblia: “ Yahvé, Dios nuestro, es clem ente y misericordioso; y no apartará de vosotros su ros­ tro, si os convertís a E l” (2 C h ron 30, 9; E x 34, 6; Eccli 2, 13); “ Volverá a compadecerse de nos­ otros, hollará nuestras iniquidades, y arrojará en las profundidades del m ar todos nuestros peca­ dos” (Aíich 7, 19). C uando Dios castiga, trata to­ davía de favorecernos: “ El nos castigó por nues­ tras iniquidades— dice T o b ías— y El nos salvará por su m isericordia; convertios, vosotros pecado­ res, y obrad justicia delante de El. ¿Q uién sabe sí os m irará con amor y usará de m isericordia con vosotros?” (T o b 15, 5.8). Consciente de su flaqueza, Judit recom ienda: “ H um illém onos de-

lante de El, com o conviene a los que son sus siervos, y digám osle con lágrim as en los ojos que, según su vo lu n tad , así proceda con nosotros con m isericord ia” (V g Jud it 8, 16-17). Puesto que Dios “ trata no según nuestra m aldad, sino se­ gún su m isericord ia” (1 Macch 13, 46), por esto se le d irigen plegarias como éstas: “ Perdona, por favor, el pecado de este pueblo según la m agni­ tud de tu m isericordia” (Num 14.19); “ Yahvé, tenm e com pasión, sáname, puesto que contra T i he p ecad o ” (Ps 40 [41], 5). D i o s compas ivo

Adem ás de la remisión de los pecados, la m i­ sericordia d ivin a encierra tam bién un socorro positivo e ininterrumpi do. C ontra toda suerte de enem igos (cfr. Le 1, 71), Yahvé “ m ultiplica las liberacion es” (2 Sam 22, 5 1)- En el libro de T o ­ bías atestigua el anciano: “ Hiciste con nosotros según tu gran m isericordia y alejaste de nosotros al enem igo que nos perseguía” (T o b 8, 18). T o d a la historia del pueblo elegido demuestra, para el alm a creyente, que es “ oportuna la m isericordia d ivin a en tiempo de tribulación" (Eccli 35, 24 [26]); “ T ú escuchaste desde el cielo y los salvaste conforme a tu m isericordia m uchas ve­ ces” (Neh 9, 28.31). Por esto es por lo que la con ­ fianza está sólidamente anclada en su alm a: “ Confiad, hijos” — dice el profeta B aru ch — , “ cía-

ruad a Dios y os sacará de la tiranía, de las m nos de los enemigos. Porque yo esperé del Etern nuestra salvación y vino sobre mí gozo de part del Santo por la misericordia que sobre vosotro vendrá presto de parte del Eterno, vuestro Sa] vador" (Bar 4, 21-22). Beneficios sin cuento

Algunas veces el término “ m isericordia” desig­ na los beneficios múltiples e inmerecidos (Gen 32. 11: ' Sobrado pequeño soy para todas tus mercedes"). El ángel Rafael recomienda a T o ­ bías y a los suyos: “ Bendecid a Dios del cielo y confesadle, celebrad su magnificencia y confe­ sadle en presencia de todos los vivientes por cuantos bienes hizo en vuestro favor” (Tob 12, 6). La piedad del Antiguo Testamento se carac­ teriza por la g ra titu d : “ Proclamaré las misericor­ dias de Yahvé... grande en bondad para la casa de Israel, aquello que ha hecho por nosotros se­ gún su clemencia y con arreglo a la multitud de sus gracias” (Is 63, 7-8). El libro de la S a b id u ría comprueba que “gracia y misericordia hay para los elegidos del Señor y providencia solícita para sus santos” (Sap 4, 15). Porque está comprobado que el Señor es “misericordioso”, “el Dios de las misericordias” (2 Macch 8, 29: 11, 9; 13, 12; Sap 9, 1), “se compadece” (Is 49, 10; 54, 10), “el Dios fiel que guarda la alianza y misericordia”

7’ 9 C or 1, 3 )(D eut

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Padre de las misericordias” (2

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p u eb l o”

(Ex

13 - 1 3 )Mi seri cordia y f i d e l i d a d

A la “ m isericordia se asocia frecuentem ente la f i d e l i d a d , para significar que es constante: ' Es b u en o Y ah vé, eterna su clem encia, v por ge­ neraciones d u ra su lealtad " (Ps 99 [100], 5): “ A la b a d a Yahvé, naciones todas; pueblos to­ dos, lo a d le ; pues perenne es su gracia con nos­ otros, y d u ra la verdad de Yahvé para siem ­ pre" (Ps 116 [117]): “ Bendecid todos los que adoráis al Señor, al Dios de los dioses; cantadle him nos v confesadle porque es eterna su m iseri­ co rd ia” (Dan 3, 90). La m isericordia de Y ah vé m anifiesta un “ amor eterno” (Eccli 40, 17); “ T e he am ado con amor eterno (virgen de Israel'): por eso te atraigo con bondad" (Jer 31, 3). Por lo m ism o que “ el amor de Y ahvé es de siem pre para siem pre” (Ps 102 [103], 17) el justo de Israel, aun en m edio de los padecim ientos y de la prueba, repite aquellas palabras: “ Las m i­ sericordias de Y ahvé en verdad no se han agota­ do, ciertam ente no se han acabado sus piedades: i'enuévanse todas las m añanas; ¡grande es tu lealtad ! ¡M i porción es Y ah vé— se ha dich o m i alm a— , por eso he de esperar en E l” (Lam 3. 22-24). Com o un estribillo in interrum pido el A n ­ tiguo T estam ento repite la exh o rtación : “ Cele-

brad a Yahvé porque es bueno, porque es su clemencia eterna” (i Chron 14, 34; 2 Chron 7 •5,6: Dan 3, 89; Ps 105 [106], 1; 106 [107], en el salmo 135 [136], veintiséis veces). Misericordia “ para los que le tem en "

Dios se compadece “de toda carne” (Eccli 18, 23; Ps 32 [33], 5; 118 [119!, 64; 144 [145], 9) porque “ ama cuanto existe” (Sap 11, 24). Con toda su “ misericordia” (en el sentido amplio de la palabra) se dirige, ante todo, a todos "los que le temen". Esta noción no designa ni mu­ cho menos una especie de pánico ante un com­ portamiento imprevisible de la divinidad, si­ no más bien una confianza y un abandono sin límites. En una situación extremadamente críti­ ca David exclama: “ Me veo en gran angustia; prefiero caer en manos de Yahvé, cuya misericor­ dia es inmensa, a caer en manos de los hombres” (2 Sam 24, 14; 1 Chron 21, 13). Tem er a Dios es “ tener siempre el corazón dispuesto” (Eccli 2, 17), confiarse a la Divina Providencia como Abraham (Gen 22, 12), José (Gen 42, 18), Judit (Judith 9, 8.29), Susana (Dan 13, 2), Job (Job 1, 1.8.9; 2> 3 )- Tem er a Dios es observar sus man­ damientos (Lev 19, 14; 25, 17, 36; Deut 6, 2); es servir a Dios (Deut 6, 13; 10, 20; 17, 19; jos 24, 14; 1 Sam 12, 24). En un magnífico pasaje del Deuteronomio, exclama Moisés: “ Y ahora,

Israel, ¿ q u e te p id e Y ah vé , tu Dios, sino q u e le teínas, sigas tod os sus cam inos, y lo ames y sirvas a Y ah vé, tu D io s, con todo tu corazón y toda tu alm a, g u a r d a n d o los preceptos de Y a h vé y sus le ­ yes q u e h o y te h a o rd en ad o , para que seas fe liz ? ” (D e u t 10, 12; cfr. D e u t 13, 4; 31, 12-13). T e m e r a D ios es, p o r co n sigu ien te, “ seguir sus cam in o s” (2 C h ro n 6, 31), es “ h u ir de todo pecado y hacer lo q u e es g ra to en el acatam ien to del Señor D ios tu y o ” ( T o b 4, 21 [23]), “ reconocer que la m a­ n o de Y a h v é es p o d ero sa” (Jos 4, 24), es “ d arle g lo r ia ” (A p o c 14, 7). T em er a D ios es, en fin, “ escu ch ar su v o z” (1 Sam 12, 14) y “ observar sus p re ce p to s” (Ps 118 [119], 63). Este “ tem or de Y a h v é ” (2 C h ro n 19, 7), esta gran reveren cia p a ra con Y a h v é es "la raíz de la sa b id u ría ” (E ccli 1, 18 [25]; M icch 6, 9; Job 28, 28; P r o v 1, 7; 9, 10), p orqu e es “ el p rin cip io de su a m o r ” (E ccli 25, 12 [i]) y “ com o un edén de b e n d ic ió n ” (Eccli 40, 27 [28]). S iem p re es relacio n ad a la m isericordia d iv in a c o n el “ tem or en su presencia” (Eccli 8, 12): “ ¡C u á n gran d e es tu b on d ad , Y ah vé, que has re ­ se rva d o a aquellos q u e te te m e n !” (Ps 31, 20); “ C u a l sobre la tierra los cielos se levan tan , tan g ra n d e es su p ied ad h acia quienes le tem en ” (ps 102 [103], 11); “ L a in tim id ad de Y a h v é es j e q u ien e s le tem en, y su alian za hácesela sa­ b e r ” (Ps 24 [25], 14). Y puesto qu e “ su salud está p r ó x im a , cierto, a quienes le tem en ” (Ps 84 [85],

10). suspira uno por esa feliz intimidad con Dic v exclama:

"Prosigue tu favor con quienes te cc

nocen” (Ps 35 [36], 11); porque el mismo Yahv "complácese en quienes

le

temen,

en

aquello

que en su clemencia esperan" (Ps 146 [147], n ) M a n a . fiel a las tradiciones de su p u e b l o

Cuando M aría glorifica la ‘m isericordia-’ de Dios se asocia a las más bellas tradiciones de su pueblo. Ante el inefable prodigio que se obra en Ella, se acuerda de la palabra del salm o: “ Co­ mo un padre se apiada de sus hijos, apiá­ dase Yahvé de aquellos que le tem en” (Ps 102 [103], 13). Su fiat realiza de m anera sorpren­ dente la aspiración del salmista: “ A tu siervo (a tu esclava) cúmplele tu promesa, que hicis­ te en favor de aquellos que te tem en” (Ps 118 [119], 38)- Y Dios mismo “ que es rico en miseri­ cordia” (Eph 2, 4) se sirve del consentimiento de María para manifestar con mayor fuerza aún que en la A n tigua Alianza su voluntad de sal­ vación: "Con misericordia eterna me compadez­ co de ti, dice tu redentor Yahvé” (Is 54, 8). Conviene, pues, que el cristiano, como María, la gran Privilegiada, se sienta como un “ vaso de misericordia d ivin a” (Rom 9, 23). Como María, ha de dirigir sus deseos a la “ muchedumbre de la misericordia” (Dan 3, 42; Baruch 2, 2 7). "Yahvé, sé clemente con nosotros, en T i espera-

m os, sé nuestro brazo todas las mañanas y tam ­ b ié n nuestra salvación en tiempo de angustia” (^s 33 > 2); porque “los ojos de Yahvé hacia quien es le temen, hacia aquellos que esperan su eleC encía” (Ps 3* [33], 18).

Para el justo del Antiguo Testamento, Dios no es tanto un misterio escondido, vislumbrado en la adoración mística, cuanto una personali­ dad actuante y concreta, “ el Dios vivo y Rey eterno” (Jer 10, 10), que se revela en su obra de salvación, por quien se siente apego, y al que se ruega con humildad y confianza. Ante esta poderosa fuente de salvación y de amor el hom­ bre ha de observar una actitud de mendigo, que no puede nada por sí mismo y al que Dios “des­ cubre sus secretos” (Eccli 3, 20 [21]). El gran pecado, en la Escritura, es la soberbia, la preten­ sión de ser igual a Dios, decidiendo arbitraria­ mente qué es lo bueno y qué es lo malo. Dios Salvador todopoderoso

En primer lugar, María describe al Señor mi­ sericordioso como autor omnipotente de la obra de la salvación: “ Terrible es Yahvé sobremane­ ra y prodigioso en su poder. Los que glorificáis a Yahvé, alzad vuestra voz [alabándole] cuanto po-

ciáis, pues aún sobrepasa. Los que le m agnificáis, renovad vuestra fuer/a, mas no os canséis, p or­ que no lo lograréis. ¿Q uién le ha visto para que le pueda d escrib ir?... N o añadiremos otras cosas semejantes q u e aún [podríamos añadir]; y la conclusión del discurso es que El lo es tod o” (Eccli 43, 29-33.27). L a creación es la prim era manifestación de las “ hazañas” de Yahvé (Ps 105 [106], 2) “ para dar a conocer a los hom bres sus hazañas y la g lo ­ ria de su esplendoroso rein o” (Ps 144 [145], 12). R econocer dicho poderío es rendir hom enaje al C read o r: “ Com o a vista de los pueblos e x ­ tranjeros has mostrado tu santidad en nosotros, así d elan te de nosotros muestra tu m agnificencia en ellos para que reconozcan, como nosotros he­ mos reconocido, que no hay Dios fuera de T i ” (Eccli 36, 3-4). Porque, en efecto, tal como se lo im aginaban los antiguos, la creación representa­ ba una victoria de Yahvé sobre el poder a n ti­ d ivin o del “ caos prim itivo” : “ T ú aplastaste a R a h a b [personificación del caos] lo mismo que a un m atado, con tu brazo potente dispersaste a tus rivales” (Ps 88 [89], 11); “ ¡A y, Señor, Y ah vé! M ira, T ú has hecho el cielo y la tierra m ediante tu gran poder y tu brazo exten dido. ¡N o existe cosa d ifícil para T í ! ” (Jer 32, 17). T o d a la creación atestigua la om nipotencia d iv i­ na: “ M i m ano ha fundado la tierra, y mi dies­ tra ha desplegado el cielo” (Is 48, 13); “ Y o he hecho la tierra, a los hombres y a los anim ales O H A II

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que están sobre la haz de la m ism a, mediante mi gran poderío y m i brazo e x te n d id o ” (Jer 27 5). Por esto es por lo que se le llam a D ios: “El que por tu virtu d afirm as las m ontañas, ceñido de potencia” (Ps 64 [65], 7). Además de la creación, la lib eració n de la es­ clavitud de E gipto constituye u n a pren da esplen­ dorosa de la poten cia salvadora de Y ah v é : “ T ú que hiciste prodigios y m ilagros en el país de E gipto... y te has creado un n o m b re... T ú sa­ caste a tu p u eblo del país de E gip to con prodi­ gios y m ilagros y m ano poderosa y brazo exten­ dido, in fun dien do gran terro r” (Jer 32, 20-21). A causa de estos dos grandes acontecim ientos de la salvación (la creación y la liberación), una fe inquebrantable vive en el corazón de los ver­ daderos adoradores de Y ah vé : “ ¡T u y a es, oh Yahvé, la grandeza, el poder, la gloria, el esplen­ dor y la m ajestad, pues tuyo es cuanto hay en el cielo y en la tie r r a !” (1 C h ron 29, 11); “ Yahvé, Dios de nuestros padres, ¡ T ú eres D ios en el cie­ lo ...! En tu m ano están la fuerza y el poderío, v no hay quien pueda resistirte” (2 C hron 20, 6). El brazo de D i o s

Como lo dem uestran los textos citados, el po­ der salvador de D ios se expresa m uy frecuente­ mente por la im agen del brazo o de la m ano: •Su diestra le ha aportado la victoria, tam ­ bién su santo b razo ” (Ps 97 [98], 1); “ M ira, el

Señor Y ah vé viene con potencia y su brazo d o­ m ina a favor suyo” (Is 40, 10). El “ brazo” signi­ fica la “ fu erza” : “Anuncio a la generación tu brazo poderoso, tu poderío a todas las genera­ ciones fu tu ras” , así lo afirma el salmista, al que Dios “ desde su mocedad le ha instruido” (Ps 70 [71], 17-18). El “ brazo de Dios” designa so­ bre todo la potente intervención de Dios en la historia de la salvación: “ Tienes un brazo lleno de potencia; fuerte es tu mano, tu diestra levan­ tad a... En tu nombre se alegra en todo tiempo [tu pu eb lo]” (Ps 88 [89], 14-17). Extendido con gesto amenazador, el brazo representa el cas­ tigo o la “ vind icta” de Dios: “ ¡Com o yo vivo — afirma el Señor Yahvé— que con mano fuerte v brazo extendido y derramando mi furor, he de reinar sobre vosotros!” (Ez 2 o, 33); “Y o mismo lucharé contra vosotros [el rey Sedecías] con m a­ no extendida y brazo fuerte, y con cólera y furor y grande ira ” (Jer 21, 5). El prim ero que exp eri­ m entó la fuerza del brazo divino fue F araón: “ Y o extenderé mi mano y heriré a Egipto con toda suerte de prodigios que obraré” (Ez 3, 2 o; 7, 5). Pero todos los enemigos de Yahvé son tra­ tados como el Faraón: “ Y o cortaré tu brazo” (1 Sam 2, 31), anuncia Yahvé al sumo sacerdo­ te H elí; lo mismo les sucederá a los que rene­ garon de Yahvé, a los pecadores y a los m alva­ dos (Ps 10, 15: 37, 17; Sap 16, 16). U n ien d o victoria m ilitar y religión. Judit form ula esta plegaria: “ Alza tu brazo, como en tiem pos pasa­

dos: quebrando su poderío [de los asirios] c< tu fuerza; que su fuerza caiga ante tu cóler. (Judith Vg 9, u ). Con todo, ordinariam ente Yahvé extiende s brazo para prestar un auxilio eficaz y constante "Redimiste a tu pueblo con tu brazo” (Ps 7 [77], 16); “ No merced a su espada [la de nue: tros padres] ocuparon el país, ni su propi< brazo los salvó; mas tu diestra y tu brazo y 1« luz de tu rostro, por cuanto los amaste” (P¡ 43 [44]’ 4)mano fuerte y el brazo ex tendido” (Deut 5, 15; 7, 19; 9, 29; 11, 2; 1 Reg 8, 42; A A 13, 17) son el símbolo de la gran­ deza infinita de Dios: “ Ninguno hay como el Dios... Es un refugio el Dios de los tiempos an­ tiguos, El te sostiene en sus eternos brazos” (Deut 33, 26.27). El Nuevo Testam ento a su vez describe a los cristianos como “ fortalecidos con toda fortaleza según el poder de su gloria” (Col 1, 11). Toda nueva intervención de la gracia divina reafirma la confianza en la “diestra del Altísimo” (Ps 76 [77], 11); “ Renueva las seña­ les y reproduce los portentos, glorifica tu mano y tu brazo derecho” (Eccli 36, 5 [6-7]); “ No te­ mas, pues estoy contigo: no estés amedrentado, pues soy tu Dios. Yo te fortalezco, además te auxilio y te sostengo con mi diestra victoriosa” (Is 41, 10).

E l orgullo del pecado

L a santidad de Dios se vuelve inexorablem en­ te contra el orgullo del pecado, porque éste re­ cusa el reconocer a Dios como el único y todo­ poderoso Señor: “ Y si, a pesar de ello, no me es­ cucháis, continuaré castigándoos siete veces más que vuestros pecados: quebrantaré vuestro obs­ tinado orgullo” (Lev 26, 18-19). A los ojos de Dios nada es tan detestable como la soberbia y la arrogancia: “Yo aborrezco la altivez de Jacob” , dice Yahvé por boca de los profetas (Amos 6, 8). Porque los soberbios “ no verán [la sabiduría de Dios]” (Eccli 15, 7), el Señor declara: “A l de ojos altaneros y corazón hinchado, a ese no he de sufrir” (Ps 100 [101], 5). Por esto “ Dios derri­ bó los tronos de los orgullosos” (Eccli 10, 14) y “da a los soberbios su merecido” (Ps 93 [94], 2). Pronto o tarde el castigo se cumplirá, “ pues Yahvé tiene fijado un día contra todo lo altane­ ro y elevado, contra todo lo que se yergue y se alza” (Is 2, 12): “Y castigaré en el orbe su m al­ dad y en los impíos su culpa; pondré fin a la soberbia de los orgullosos y la altivez de los tira­ nos hum illaré” (Is 13, 11). No obstante, a causa de su gran misericordia, Dios “ llorará en secreto por [vuestro] orgullo” (Jer 13, 17), y nunca d eja­ rá de incitar a su pueblo al pesar. El mismo to­ ma la iniciativa de esta conversión, de este re­

torno: “ D ejaré en m ed io d e ti, [Israel], un p u e­ blo hum ilde y p o b re ... Y o a p a rta ré d e en m edio de ti tus orgullosos fa n fa rro n e s, y n o v o lv erá s ya a engreírte por cau sa de m i sa n to m o n te ” (Soph 3, 11-12). Mas, p o r o tra p a rte, Y a h v é de los e jé r­ citos ha d ecid id o “ p r o fa n a r el o r g u llo , e n v ile cer toda m agn ificen cia, a tod os los m a g n ates de la tierra” (Is 23, 9). En este versícu lo d e l M a g n í f i c a t , M a r ía p ro ­ clam a, por lo ta n to , q u e D io s “ m ira a to d o so­ berbio, lo a b a te ” (Job 40, 6 ); los m a lv a d o s llen os de arrogan cia son a rro ja d o s “ co m o p a ja d e la n te del viento, co m o tam o q u e a rre b a ta un to r b e lli­ no” (Job 21, 18; Jer 18, 17). E llo s serán e sp a rc i­ dos por todos los vien to s (Jer 49, 32; Ez 5, 12; Zacch 2, 10) y “ su casa será d e m o lid a ” (P ro v 15* 25). C on esto el D io s santo afirm a q u e “ los a lta ­ neros no le han a g ra d a d o ” (Ju d ith V g 9, 16) y que El se co m p lace en los h u m ild e s y m o d esto s: “ Dios se o p o n e a los soberbios, m as a los h u m il­ des otorga su g ra c ia ” (Jac 4, fi; 1 P et 5, 5-6). E l Padre celestial h a puesto en el alm a de M a r ía este fu n d a m en to de sin cera h u m ild a d , y así la ha preparad o p a ra re c ib ir la p le n itu d de la g r a ­ cia. Por su in tercesió n tendrem os nosotros fu er/a para seguir la a d v e rte n c ia de J u d it: “ P o r ta n to hum illem os n uestras alm as d elan te de E l y m e ­ tamos en nosotros un e sp íritu de h u m ild a d ; y orem os al Señ or con lágrim as q u e nos h aga sen ­ tir los efectos d e su m ise rico rd ia” (Judith V g 8, 16-17).

DERROCO

DIi SU

TRONO

A LOS

POTENTADOS

L a s p r e f e r e n c i a s di vi na s

E nseña S. B e rn a rd o q u e en la Sagrada E scri­ tu ra es preciso d escubrir los planes y las a c titu ­ des de D ios, “ los pensam ientos de su c o ra zó n ” (Ps 32 [33], 11): “ Di sc e c o r D e i in ve r bi s D e i " , “ in vestiga el corazón de D ios en las p alab ra s d e D io s” . A h o ra bien, los L ib ros Santos del A n tig u o T e s ­ tam en to nos descubren la d iv in a p a ra d o ja : de un solo gesto soberano Dios trastorna de a rrib a a b a ­ jo la escala de valores, dispersa a los sob erbios, arran ca a los poderosos de su trono, le v a n ta a los h um ildes. C o n tra tres van idades E l im p la n ta el v a lo r absoluto de la salvación : n o es p a ra los soberbios ni para los prepotentes ni p a ra los ricos para quienes E l tiene “ ojos y o íd o s’-’, sin o para los hum ildes, para los pequ eñ os, p ara los pobres. L o q u e M aría expresa en su M a g n í f i c a t n o co n tien e la más m ín im a traza de “ v en en o r^vo-

lucionario” ; no se trata de ningú n m odo de un “resentimiento ju d ío ”, ni de una ocu lta esperan­ za de ver cam biar la rueda de la fortuna. Se tra­ ta simplemente del ben eplácito de Dios, que le hace “revelarse a los pequeños” (M t 11, 25) y “confundir lo fuerte” (1 C or 1, 27). Los poderosos

Sólo Dios es grande; es El el “ O m n ipoten te” por excelencia (Le 1, 49). Las criaturas, com pa­ radas con El, no tienen ni consistencia. A rrogar­ se cualquier valor constituye, de parte de ellas, una grotesca ilusión. Inm ediatam ente se em plea Dios en reducir a la nada ese falso poderío. Cuando el salmista ora: “ ¡O h D ios! se levan­ taron contra mí los soberbios, y banda de tira­ nos ha buscado mi vid a” , está convencido de que su Dios le protegerá: “ O b ra conm igo a mi favor un signo para que quienes me odian lo vean y confundan por cuanto tú, Yahvé, me ayudas y consuelas” (Ps 85 [80 ], 14-17). En la vida nacional judía igualm ente Yahvé tom a a su cargo el destruir las potestades adversas, según las palabras del profeta K /equicl: “ Por esto, así dice el Señor Y ahvé: H em e aquí contra el Faraón, rey de Egipto, y voy a quebrarle sus dos brazos, el sano y el fracturado, y haré caer la espada de su m ano” ('Ez 30, 22). En vano Jos enemigos del pueblo elegido, que son por igual los de Dios, se prevalen “ de su fuerza y de su vigor, de sus

cjcrcitos, de sus escudos, de sus carros y de sus jinetes” (Ju d ith V g 4, 13); “ Y en lu m ajestad m agna d erru ecas a tus adversarios, das suelta a tu fu ro r, q u e cu a l rastrojo los d evo ra” (Ez. ir}, 7). El castigo d iv in o ap u n ta a “ a lla n a r... toda a l­ tivez q u e se yergue con tra la ciencia de D io s” (2 C o r 10, 4-5). C u a n d o “ el azote de D io s” , el poder asirio, del que se ha valido Y ah vé para castigar a Israel, afecta creer: “ Con la fuerza de mi brazo lo he hecho y con mi sabiduría, pues soy in te lig e n te ” , el Señor “ exterm inará el fru to del o rg u llo del m onarca de A siría y su arrogan te a lta n e ría ” (Is 10, 13.12). Y todos aquellos que abusan de su poderío caen bajo el golpe de la justicia ven gad ora de D ios: “ Em bestirá contra ellos aire de tem pestad, y com o torbellin o los za­ ra n d ea rá ” (Sap 5, 23). Porque es Y ahvé q u ien “ d esencadena im pensadam ente destrucción sobre el fuerte, y el pillaje viene sobre la fo rtaleza” (Am os 5, 9). L o s po de ro so s derrocados

Pertenece al gobiern o h ab itu al de D ios “ e le ­ var a los hum ildes y ab atir a los m alvados has­ ta el su elo ” (Ps 146 fM 7 l> 6): “ T ú al h u m ild e p u eb lo salvas, m ientras abates ojos alta n ero s” (Ps 17 [18], 28). En esto consiste la sep ara­ ción cpie El efectuará el día del ju icio, “ el d ía de Y a h v é ” : “ Castigaré en el orbe su m ald ad , y

13). Aun el mismo Jerem ías, el p ro fe ta de las la­ mentaciones, 110 deja de e n u n c ia r la prom esa: "Entonces [en los tiem pos m esiánicos] trocaré su duelo en gozo, y los consolaré y los alegraré des­ pués de su tristeza” (Jer 31, 13). El dolor se cambiará en gozo

La trasform ación real del d o lo r, q u e lo hace un elemento de efectivo gozo, no se verifica más que en la “ B uena N u e v a ” d el N u ev o T e s ta m e n ­ to. El más seductor com en tario de la b ie n a v e n tu ­ ranza de los afligidos nos lo dan las p alab ras m ismas de Jesús en la ú ltim a cena: “ E n verdad, en verdad os digo que vosotros lloraréis y os la m en ­ taréis y el m undo se reg o cijará; vosotros os afli­ giréis, pero vuestra aflicción se to rn ará en gozo (Joh 16, 20). La fe cristiana no constituye una g a ra n tía co n ­ tra el padecer, sino que en cuen tra su co ro n a ­ miento en el gozo que aporta en m edio m ism o de ese padecer: “ H en ch id o estoy de consolación , estoy que reboso de gozo en m edio de toda esta tribulación n uestra” (2 C o r 7, 4). Esta p ersp ecti­ va de gozo alcanzará ciertam ente su perfección final en la “ felicid ad etern a” : “ H e aquí la tie n ­ da, mansión de D ios con los hombres, y fijará su tienda entre ellos, y ellos serán pueblo suyo, y el mismo D ios estará con ellos com o D ios suyo; y enjugará toda lágrim a de sus ojos, y la m uerte no existirán ya más, ni habrá ya más duelo, ni

grito, ni trabajo ; porque lo prim ero pasó” (Apoc a i , 3-4). De hecho, con todo, la “ existencia” cris­ tiana se niueve ya en la vida eterna; ya desde aquí abajo el dolor se trasfigura porque tiene su m irada en D ios: “ ya que a vosotros se os con­ cedió graciosam ente que por Cristo... no sólo que creyeseis en El, sino también que por El pa­ decieseis” (Philip 1, 29); “ porque ora seamos atribulados, es por vuestra consolación y salud; ora seamos consolados, es por vuestra consola­ ción, la cual muestra su eficacia en el sufrim ien­ to de los mismos padecimientos que también nosotros padecem os” (2 Cor 1, 6). Santiago, a su vez, exalta esta sublim ación cris­ tiana del sufrim iento: “Considerad, hermanos míos, com o dicha colmada cuando os viéreis cer­ cados de diferentes tribulaciones, entendiendo que lo acendrado de vuestra fe engendra cons­ tan cia” (Jac 1, 2). Idéntica es la enseñanza de San Pedro: “ A la medida que compartís los padeci­ m ientos de Cristo, gozáos, para que tam bién en la revelación de su gloria os gocéis alborozados” (1 Pet 4, 13). A fin de cuentas la bienaventuranza de Jesús tiene su fuente eterna en Dios, en ese Dios “ que consuela a los hum ildes” (2 Cor 7, 6). Beata vita homi ni s, D e us est, “ la felicidad del hom bre es D ios” , tal es la fórm ula lapidaria de S. A gu stín (Civ Dei, X IX , 26). U na vez más, esta b ien aven­ turanza define la norma de m oralidad que Jesús ha venido a enseñar al mundo. U na vez más pone

de manifiesto la contingencia y relatividad d( (oda certeza luunana. A una vana persuasión < a una esperanza excesiva en sus propios medios ella opone la necesidad, para el hom bre, de an­ clar su conlian/a en Dios. El d olo r o la prueba evidentemente no son proclam adas bienaventu­ ranzas por sí mismas, sino que ellas contribuyen a curar la ceguera del egoísmo satisfecho. Ante la prueba inevitable, el hom bre nietzscheano, arrastrado por la vol untad de p o d e r se hunde. 1Vio si presta atención a la voz de D ios y no se resigna de ninguna manera al aparente absurdo de su existencia atorm entada, alcanzará el fin de dicha existencia, aceptando de todo corazón su esencial dependencia. Lo único que le conforta­ ría, sería su apego profundo y sincero al Padre celestial. Conforme a la fórm ula lum inosa de S. Pablo, los cristianos han de sentirse “ hijos de Dios sin tacha en medio de una generación aviesa y per­ vertida" (Philip 2, i j). Dios ha dejado que su Hijo se encarnase entregándole a las penas y a los dolores. En realidad la presente bienaventu­ ran/a está reservada para aquellos que acogen de todo cora/ón la invitación de Jesús: “ En ver­ dad. en verdad os digo: no es el siervo m avor que su señor, ni el enviado mayor que el que le envía. Si esto sabéis, bienaventurados sois si lo hiciéreis” (Joh 13, 16).

BIEN AVEN TU R AD O S

LOS

QUE

TIEN EN

HAMBRE

Jesús, “ venido de Dios y que vuelve a D ios” , viviendo por su inteligencia hum ana en la con­ tem plación de Dios, Dios El mismo, com unica con largueza esa misma felicidad. En la cuarta bienaventuranza promete saciar todas las nece­ sidades espirituales y religiosas en todos los que sienten el deseo de Dios. A lgu n o s exégetas creen descubrir una contra­ dicción entre los dos pasajes que presentan la ac­ titud de Cristo ante “ los ham brientos” . El prim er evangelio describe con estilo lleno de imágenes orientales, la felicidad de la intim idad con Dios. “ Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justici a” (M t 5, 6). Según S. Lucas, el Señor propone su enseñanza de una m anera más bien vu lgar: “ Bienaventurados los que tenéis ham ­ bre ahora, porque sei'éis saciados” (Le 6. 21). ¿Se trata aquí de puntos de vista opuestos? Se com ­ prende sin dificultad la explicación más alegori­ zante de S. M ateo; pero ¿cómo describir una

bienaventuranza, aun de orden religioso, en el hecho de tener ham bre? A despecho de las apariencias y de la interpre­ tación usual, puede afirm arse q u e las dos fór­ mulas proponen la m ism a doctrina. Es evidente que el hambre y la sed, así, sin más, no suscitan una actitud religiosa. Pero la expresión de San Lucas ha de encuadrarse en la perspectiva inte­ gral de la enseñanza de Jesús: la felicid ad se pro­ mete a la apertura de alm a que el hom bre prac­ tica para con Dios. En la p rivación m aterial se revela de nuevo la elección p arad ójica de Dios: “ Lo débil del m undo se escogió D ios para con­ fundir a los fuertes” (i C or i, 27); cuanto el hombre se siente más necesitado ante Dios, tan­ to tendrá m ayor parte en las grandes promesas mesiánicas del R eino. Como las demás bienaventuranzas, ésta, que considera el ham bre com o una ocasión de con­ tacto con Dios o como una im agen del deseo de ese contacto, se relaciona fácilm ente con la pie­ dad jud ía en la época de Cristo. El estado de alma que recom ienda la bienaventuranza de los hambrientos estaba desde tiempos antiguos acep­ tado y buscado por los justos de la antigüedad. Su adhesión a Dios se fundaba en el sentim iento profundo de su entera dependencia de El. A sus ojos de ellos no son los hartos, los satisfechos, los que pueden “ acercarse a D ios” (Ps 72 [73], 28), sino, antes al contrario, los que ven en su despojo una “ piedra de espera” de la benevolen

d iv *na ° encuentran en él una razón para elevar "un gran grito" hacia Dios. c ia

¡:¡ ha saciado a los hambrientos

£1 A n tig u o Testam ento proclama la piedad de Dios para con aquellos que tienen ham bre. Los salmistas están íntim am ento convencidos: “ D ios cuida de la vida de los íntegros... no verán co n ­ fusión en tiem po aciago, y en los días de ham bre saciaránse" (Ps 36 [37], 18-19); “ La vista en quien le teme pone Yahvé; sobre aquel que esté esperando su gracia: para librar de m uerte las almas de ellos, y en vida, cuando hay ham bre, m antenerlas” (Ps 32 [33], 18-19). Cuando el ju s­ to se dirige a Dios confiadamente, éste “ sacia­ rá de pan a los pobres” (Ps 131 [132], 15); hay en esto una intervención habitual de la D i­ vina Providencia: “ Dio hartura al ánim a sedien­ ta, y a las hambrientas las llenó de bienes ’ (Ps 106 [107], 9). Y como Dios es siempre igual a Sí mismo, p o ­ demos ahora tam bién osrozarnos con la m adre de Sam uel: “ Por poco pan vendiéronse los hartos; cesaron de trabajar los ham brientos” (1 Sam 2, 5) y con M aría dar gracias a Dios: “ L len ó de bienes a los hambrientos y despidió vacíos a los ricos” (Le 1, 53). Y así realizaremos la sentencia del profeta: “ El alma afligida hasta el extrem o los que cam inan encorvados y desmayados, los

ojos lánguidos y el alm a h am brienta, te tribut; rán gloria y Justicia, Señor” (Bar 2, 18). Por lo demás, el ham bre reviste ya un sentid espiritual: "N o sólo de pan vive el hom bre, pue el hombre vive de todo lo que sale de la boca di Yahvé" (Deut 8, 3). En estos términos, el profet; Amos predice la realidad m esiánica: “ Ve ah que vienen días, dice el Señor, Yahvé, en que en viaré hambre al país, no ham bre de pan ni sed de agua, sino de oír la palabra de Y a h v é” (Amos 8, 11). El 'libro de la consolación” del segundo Isaías, expresa el deseo de la intim idad divina bajo la figura del hambre y la sed: “ ¡Ay, se­ dientos todos, venid a las aguas...! ; Com prad sin d in ero...! Escuchadme atentam ente y comed cosa buena, y vuestra alma se conforte con grasa" (Is 55, 1-2). Ecos de tales palabras se encuentran en el “ libro de la consolación” de la N ueva Alianza, en el Apocalipsis de S. Juan: “Y el que tenga sed, venga; y el que quiera, tome de balde agua de vid a" (Apoc 22, 17); y en otra parte: "Y Yo al que tuviere sed le daré de balde de be­ ber de la fuente del agua de la vid a” (Apoc 21, 6). Esta imagen del hambre y de la sed espiritua­ les dará, naturalm ente, paso al símbolo de la co­ mida. La D ivina Sabiduría invita a los ham ­ brientos: "V enid a comer de mi pan v bebed del vino que he m ezclado” (Prov 9, 5). En otro pa­ saje de los libros sapienciales, la misma D ivina Sabiduría describe el hambre insaciable del alma justa, que aspira a entrar en comunicación con

E lla: “ V e n id a mí los que me deseáis y hartáos de mis fru to s... Los que me comen, tendrán to­ davía ham bre, y quienes me beben tendrán sed aú n ” (Eccli 24 [23], 26-29). ¡Q u é fuertem en te el alma religiosa ha de sen­ tirse atraíd a y cuán espontáneamente trasformará el deseo de alim ento m aterial en ansia de in ­ tim idad con D ios! “ ¡O h Dios! T e desea mi a l­ ma. Sed tiene del Dios vivo. ¿Cuándo iré a ver tu casa?” (Ps 41 [42], 2.3): “ Dios, Dios mío, te busco con ansia. Mi espíritu se halla sediento de T i y mi carne por T i vive anhelante, como tierra sin agua, árida y seca... Es mejor tu gracia que la v id a ” (Ps 62 [63], 2.4). M uy connaturalm ente, Nuestro Señor ha to­ m ado de nuevo esta metáfora para señalar la ar­ dorosa aspiración del alma fiel: "T o d o el que bebiere del agua que yo le diere, no tendrá sed etern am en te” (Joh 4, 14); "E l que viene a Mí no padecerá ham bre, y el que cree en Mí no pade­ cerá sed jam ás” (Joh 6, 35): “ Quien tenga sed, venga a M í y beba” (Joh 7, 37). “ Ser j u s t o ” delante de Dios

El deseo más hondo del alma cristiana se d ir i­ g irá hacia D ios; y entonces Dios “ llenará el fon ­ do de esta alm a” . En el primer evangelio trá­ tase de un ham bre y de una sed de la justicia. ¿Q u é sentido Nuestro Señor da a esta palabra? E l A n tig u o Testam ento nos da la respuesta. Esta

"justicia" implica la aceptación franca y sincera de las intenciones de Dios y el xeconocimiento de su "amor eterno". Tobías alaba a Dios y re­ prende a los indiferentes. “ Convertios vosotros, pecadores, v obrad justicia delante de El. ¿Quién sabe si os mirará con amor y usará de misericor­ dia con vosotros?" (Tob 15, S). Y exhorta así a sus hijos: "Servid al Señor Dios con verdad, y haced lo que es grato a sus ojos. Y a vuesti'os hi­ jos encomendad que hagan obras de justicia y li­ mosnas y que se acuerden de Dios, y bendigan su nombre en todo tiempo con verdad y con to­ da su fuerza" (Tob 14, q [11]). A su vez, el libro de la Sabiduría declara solemnemente: "Conocerte es cumplida justicia v reconocer tu poderío es raíz de inmortalidad" (Sap 15. 3). Isaías describe la recompensa espiritual que se debe a tal justicia: "La obra de la justicia será la paz [la abundancia de todos los bienes] y el fruto de la justicia, la tranquilidad y la seguridad para siempre" (Is 32, 17); "N i oído ha escucha­ do, ni ojo ha visto un Dios fuera de T i, que obre así con quien en El confía. T ú acoges a aquellos que obran justicia" (Is 64, 4-5). El profeta Oseas interpreta los designios de Dios en la exhortación siguiente: “ Haced vues­ tra sementera con rectitud, segad conforme a mi­ sericordia, roturad vuestro barbecho, pues es tiempo de buscar a Yahvé, hasta que venga y os enseñe la justicia” (Os 10, 12). A fin de cuentas la justicia se asimila al Reino

de Dios: "Buscad primero el reino de Dios v su justicia" (Mt 6, 33). Quien levanta su alma hasta semejante altura, podrá revivir la palabra del Señor: “ Mi manjar es hacer la voluntad del que me envió, y llevar a cabo su obra" (Joh 4. 34). El gozo del eterno festín

El cumplim iento de nuestro deseo es vivir de­ lante de Dios en piedad y rectitud, "de servir a Dios en santidad y justicia" (Le 1, 75), constitu­ ye una gracia de extraordinario valor: “ Que nosotros por el Espíritu, en virtud de la fe, aguar­ damos la esperanza de la justicia" (Gal 5. 5). Tan precioso don es el de la filiación, "porque todo el que obra la justicia, de Dios ha nacido" (1 Joh 2’

La convicción de ‘‘haber nacido de Dios" es lo que efectivamente sacia a los “hambrientos"; viene a coincidir, por consiguiente, con lo más íntim o de la bienaventuranza del Señor. El A n ­ tiguo Testam ento lo entreveía ya de una mane­ ra que sorprende: el autor del salmo 16 [17]. aspira a un sobreeminente don: "En cuanto a mí, que contemple en justicia tu rostro; que pueda a la mañana saciarme con tu figura" (Ib, 15). En el salmo que í'ecita Jesús en la cruz, se encuentra el mismo pensamiento: “ Los pobres comerán y quedarán hartos: loarán a Yahvé los que le buscan. ¡Que vuestro corazón viva pa­ ra siem pre!” (Ps 21 [22], 27). Esta bien aven-

turada presencia cabe Dios, este desbordamiento iinal de la intim idad con El, muchas veces en la Biblia se representa como un festín: “ Entonces [en los tiempos mesiánicos]— declara Joel— come­ réis abundantemente hasta saciaros, y alabaréis el nombre de Yahvé, que ha obrado con vos­ otros prodigiosamente... Y conoceréis que en me­ dio de Israel estoy Yo, y Yo, Yahvé, soy vuestro Dios, y 110 hay otro” (Joel 2, 26-27). E Isaías pre­ dice: "Y dará Yahvé-Sebaot a todos los pueblos en esta montaña [de Sión] un banquete de grasos manjares, un festín de vinos ferm entados; los manjares grasos serán enjundiosos, y los vinos fermentados, purificados... Y diráse aquel día: He aquí nuestro Dios, en El es en quien espera­ mos que nos salve; éste es Yahvé, en quien espe­ ramos. ¡Exultemos y alegrémonos por su salva­ ció n !” (Is 25, 6.9). Esta imagen de la salvación mesiánica no es únicamente m aterial; Nuestro Señor mismo se la apropia para significar una realidad eminentemente religiosa. Cuando uno de los invitados a un banquete en el que también El tomaba parte, levantó su voz y dijo: ‘‘Dichoso el que participará del convite en el R eino de Dios-' (Le 14, 15), 110 sólo no le contradijo, sino que tomó pie el Señor para exponer su parábo­ la: "U n hombre hizo una gran cena y convidó a muchos” (Le 14, 16). A sus discípulos les prome­ te: ” Y yo dispongo a favor vuestro, como dis­ puso a mi favor mi Padre, un Reino, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi R eino” (Le 22,

29). E fectiva m en te, se ha asem ejado el R e in o de

los cielos a u n rey q u e dispuso unas bodas para su h ijo ” (M t 22, 2); “ tener parte en el R e in o ” es “ ser a d m itid o al ban qu ete en el R e in o de D ios” (Le 13, 29). En la últim a cena, Jesús em ­ plea u n a im ag en d e l todo fa m ilia r para descri­ bir la estan cia en la casa del Padre: “ Y os d ig o que a p a rtir de ah o ra no beberé de este fru to de la vid h asta el d ía a q u el en que lo beba con vosotros en el R e in o de m i P ad re” (M t 26, 29: M e 14, 25). A sí, la b ien a ve n tu ra n za del Señor d irige la aten ción de los “ h am b rien to s” hacia el gozo del etern o fe stín : “ E scribe: B ien aven tu rados los que han sido in vita d o s al ban qu ete de las bodas del C o rd e ro ” (A p o c 19, 9). “ T o d a la vid a del cris­ tian o es u n solo y enorm e deseo”— dice S. A g u s­ tín — ; la certeza de que tal deseo será colm ado co n stitu ye la esencia m ism a de la cuarta b ien aven ­ tu ran za.

HI E N A V E N T U R A D O S L O S M I S E R ! C O K DI OSOS Ningún

hombre que sea sincero consigo mis­

mo tendrá reparo en confesar q u e no hay nada que le parezca tan dificultoso corno el perdonar sinceramente y desde el f o n d o de su corazón. Y con todo, practicando la misericordia, le procu­ ramos un gran go/o a Di os y e nc ont ramos el ca­ mino más corto para llegar a su corazón. Poder

perdonar

es

una

gracia

muy

grande.

Cuéntase que la madre de la santit a i t ali ana M a ­ ría Gorcttí

aceptó a su mesa al m a t a d o r de su

bija. N o puede menos de sentirse uno m a r a v i l l a ­ do ante

tal grandeza de

alma.

Pero

al

misino

t iempo se comprende que semejante gesto no es una hazaña humaría, sino u n a gracia d i v i n a :

“ Si

nos amáremos unos a otros, Dios permanece en nosotros” (i acto

más

Joh /¡, 12). El perdón consti tuye el

c omp l e ta me n t e

desinteresado,

el

que

nos acerra más a Dios. Por que Di os en la C r u z (el Padre y el H i j o , con la cooperaci ón del Es­ píritu Santo) ha puesto este acto en favor nues­ tro, todo perdón c onduc e a una grande unión y

a una grande semejanza con Dios. Ob ra r como Dios,

perdonar

como

Dios,

es

verdaderamente

elevarse hasta Dios. Comprendemos asi inmedi a­ tamente el sentido de la bienaventuranza:

"Bien­

aventurados los misericordiosos, porque ellos al­ canzarán misericordia” f\f t 5, 7;, porque el ejer­ cicio de la misericordia dirige el ideal de toda perfección cristiana:

“ Sed misericordiosos como

vuestro Padre es misericordioso” (Le 6, 36).

I;A p erdón de Dios L a misericordia infinita de Dios se transparenta en cada página de la Escritura; es, asimismo, uno

de

los elementos esenciales de nuestra

fe

cristiana. Frente a nuestra indudable cul pabil i­ dad se l evanta la luminosa seguridad:

" En

El

tenemos la redención... la remisión de los peca­ dos, según la riqueza de su gracia que hizo des­ bordar sobre nosotros en toda sabiduría e inteli­ genci a” (Eph 1, 7-8). C o n gran frecuencia, el A nt i gu o T es tamen t o ilustra la gran obra de la Divina misericordia: “ [Es El] quien perdona todas tus faltas, quien sana tus dolencias todas...

C omo

un

padre

se

apiada de sus hijos, así Yahvé se apiada del que le sirve con temor” (Ps 102 [103], 3.13).

L os justos del A n tig uo T estam ento se dirigen con toda confianza al Señor:

"Ten,

piedad de mí según tu misericordia;

¡oh D i o s ! , según

tu

gran compasión borra mis iniquidades” (Ps r^o

Í.V|<

■ {)•

to s,

no

Criando es

el

Dios

efecto

envía

de

l os

una

padecimien­

j us t a

vengan/a,

sino q u e f r e c u e n t e m e n t e es u n a p r u e b a d e amor: " R e c o n o c e , pues, en

tu c o r a z ó n

que

un

a

te

hombre

Ya hv é, tu

Dios.

niientos d e mi nos í haza

corregir

hijo,

Observa,

Yahvé,

tu

y temiéndole” para

su

por

D i os,

c o m o sude

ha

t.a rito,

los rrianda-

andando

íT)eul

r});

8,

cor regi do en

sus ca­

“ Pues

n o re-

s i e m p r e el Sefíor, sirio q u e , si aflige,

api ádas e se g ú n la m u l t i t u d d e sus .misericordias; p o r q u e no veja por i m p u l s o d e su c o r a z ó n ni afli­ ge a los h i j o s del h o m b r e ” (Larri y,, y,i y,y,)- Y asi se ap el a

a la

orar i ones:

bondad

"Y

de

Dios con

exclamé:

¡Ay,

em ocionadas

Yahvé,

Dios

del

rielo, D i o s g r a n d e y terr i bl e, q u e g u a r d a s la al ian za y la b e n e v o l e r u i a

a q u i e n e s te a m a n

van

tus

m andam ientos!...

que

los

israelitas

Hemos

obrado

son tus siervos,

pronto

a

Confieso

los

cometido

pésimamente

Ti...

T i...

Kilos

r e d i m i s t e con

y f ue r t e m a n o ” ( N o h

a e s c u c h a r . ..

perdonar,

Mas T ú

clemente,

para la ira y a b u n d o s o en

pecados

contra

contra

tu p u e b l o , al q u e

tu gra n p o t e n c i a "Se ne g a r o n

hemos

y obser­

i, r>'| 0 ) :

eres un

compasivo,

Dios tardo

b e n i g n i d a d ,.. T ú ,

en

tu i nmensa m i s e r i c o r d i a , n o los d e s a m p a r a s t e en rn el d e s i e r t o ” ñ o r ! . la j u s t i ri a; rostro

(Neh

(>,

i j ni ) ;

Ti,

p er d on es

¡oh

Se­

m as a nosotros la c o n f u s i ó n del

p ues h e m o s p e c a d o c o n t r a T i .

y Dios nue st r o rot r e s p o nd e n Jo*

“A

. Se ño r ,

con

Al Señor

las m i s e r i c o r d i as y ar re g l o

manifestar iones de c o m p a s i v a

a

todas

tus

justicia, a párlen,se,

por favor, tu ira y tu furor de tu c i ud ad de Jerusalén,

tu sarita mo nt aña . . .

A ho ra , pues, escu­

cha, oh D i o s nuestro, la plegaria de tu siervo y sus súplicas... N o verternos nuestras súplicas ante I i basados en

nuestras acciones justas, sino en

tus gr a nd es misericordias. ñor, p e r d o n a !

¡Señor, escucha!

¡Señor, atiende y obra!

des, en gracia a T i ,

¡Se­

¡ X o tar­

¡oh Dios mí o! ; pues tu n o m ­

bre es i n v o c a d o sobre tu ciudad y sobre tu p u e ­ b l o ! ” (Dan 9, 7-9, 16-19). Las

exhort aciones de

los profetas

evocan

de

ma n e r a e moc i on ant e la misma inclinación d i v i ­ na a) p e r dó n :

“ Volveos a Yahvé,

vuestro Dios,

pues es d e m e n t e y misericordioso... y siente c o n ­ miseración por el d añ o [que ha de infligir]” (Joel

2,

13);

“ Apártese

el

impío de su c a mi n o. . .

y

conviértase a Yahvé, para que se apiade de él, y a nuestro Dios, pues ampliamente p e r d o n a ” (Is

55 » 7 ); “ ¡ Vol v éos a Yahvé! Y decidle: Q u i t a to­ t al ment e la iniquidad

y recibe los bienes y p a ­

garemos

de

con

el

fruto

nuestros

labios”

(Os

H» SíPero es, sobre todo, en el N u e v o T e s t a m e n t o , d o n d e Dios establece el primado de su amor so­ bre las deficiencias parciales de sus fieles. D i o s es la justicia misma, que odia y con de na el pecado. Es la verdad hondo

de

misma, que penetra hasta lo más

los seres.

Y,

con

todo,

Dios

es más

gr a nd e q ue el mal, más fuerte que el pecado. Es con

una

misericordia enteramente

que nos perdona;

libre con

la

el amor cpie nos tiene es más

elevado y más poderoso que la justicia. Dios de­ cide de manera del todo soberana que la falta no existe más. Lo cual dice m uch o más que el “cubrirla” , “ no tener en cu en ta ” , “ no preocupar­ se", “ no querer irritarse más ni castigar” ; es de­ cir, que significa q u e El establece en el alm a del pecador una justicia nueva, salida de Dios. El amor de Dios es creador; m odifica y refunde las (osas; destruye el pecado; instala en el hombre un “ corazón n uevo” . Esta activid ad d ivin a nos Mace “d espojar... del hom bre viejo que se co­ rrompe siguiendo las concupiscencias de la se­ ducción’’, “ para revestirnos del hom bre n u e v o , creado según el ideal de Dios en la justicia y hi santidad de la verdad" (Eph 4, 22-24). El hombre nuevo, en el cristiano, es la im a­ gen de Cristo en él: “ De El somos hechura, crea­ dos en Cristo Jesús a base de obras buenas, que de antem ano dispuso Dios para que nos ejercitá­ semos en ellas’’ (Eph 2, 10). La vida del cristiano, en último análisis, se resume en la participación en la m uerte y resurrección del U n ico H ijo : “ Mas Dios, rico en m isericordia, por el extrem a­ do amor con que nos amó, aun cuando estába­ mos nosotros m uertos por los pecados, nos v iv i­ ficó con la vida de Cristo --que por la gracia h a­ béis sido salvados—-, y con El nos resucitó y ju n ­ tamente nos sentó en los cielos en C risto Jesús” (Eph 2. !-(>). El térm ino de esta unión con C risto es, en el plano social, “ la caridad para con todos los santos” (Eph 1, ir,), a fin de que estéis “ enrai-

zados y cimentados en la caridad” (Eph 3, 17;. “ Haceos, pues, imitadores de Dios como hijos queridos, y caminad en el amor, así como Cristo os amó y se entregó a Sí mismo por nosotros co­ mo ofrenda y víctima a Dios en fragancia de suavidad” (Eph 5, 1-2). La señal de la misericordia

No es sino por nuestra unión con Cristo, “en el cual tenemos la redención por su sangre, la re­ misión de los pecados, según la riqueza de su gracia” (Eph 1, 7), por lo que somos capaces de practicar la misericordia recomendada por Cris­ to. Los misericordiosos son aquellos que esparcen a su alrededor ese río de la divina caridad que Jesús ha revelado al mundo. En la práctica del perdón el cristiano debe repetir por su parte lo que Cristo ha hecho El mismo: “Sed... los unos con los otros benignos, entrañablemente compa­ sivos, perdonándoos recíprocamente así como Dios en Cristo os perdonó a vosotros” (Eph 4, 32). En esta consideración de Cristo, “ piedra angu­ lar” de todo lo creado, el recurso al perdón que predica una y otra vez el profeta Zacarías ad­ quiere una significación singularmente profun­ da: “ Así habla Yahvé de los ejércitos: Llevad a cabo un juicio ajustado a la verdad y tened com­ pasión y misericordia cada uno con vuestro her­ m ano” (Zacch 7, 9). El que nos ha hecho hijos de un mismo Padre constituye, en su persona, la

razón última del perdón cristiano. Invocando el nombre de Jesús es como pedim os al Padre: ' Perdónanos nuestras deudas así com o nosotros perdonamos a nuestros deudores” (M t 6, 12). El mismo Jesús, por lo demás, nos dirige esta exhor­ tación: "Y cuando estáis orando, perdonad, si algo tenéis contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestros pecados. Pero si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre, que está en los cielos, perdonará vuestros pecados” (Me 11, 25; cfr. Mt 6, 14-15). Porque— como lo declara también el Maestro— , tal como lo hizo el rey con su sier­ vo despiadado, "mi Padre celestial hará con vos­ otros, si no perdonáis cada uno a vuestro herm a­ no con todo vuestro corazón” (M t 18, 35). Por efecto de una elección divina del todo es­ pecial es como los verdaderos cristianos fom en­ tan recíprocamente esos sentimientos que les in­ ducen a perdonar. Da fe de ello aquella exhor­ tación de S. Pablo: "Revestios, pues, como ele­ gidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de b en ign id ad ...” (Col 3, 12). Lo mismo exactam ente indica S. Pedro: ‘‘N o devol­ váis mal por mal, ni afrenta por afrenta; antes, al contrario, bendiciendo, ya que para esto fuis­ teis llamados, para ser herederos de la bendición” (1 Pet 3, 9). Todas estas recomendaciones se fundan en la enseñanza y el ejem plo de Cristo Nuestro Señor. San Ireneo lo enseña de una manera im presio­

nante cuando escribe: “Jesucristo Nuestro Señor ha querido, en su grande amor, hacerse lo que nosotros somos a fin de hacernos a nosotros lo que El es” (Adv Haer V, praef.). Nuestro Señor perdona com pleta y definitivamente; de la mis­ ma m anera nuestro perdón, basado en su mismo amor perdonador, debe ser completo y sincero. Es a este precio como será una gracia para nos­ otros y como la misericordia que obtenemos será la recompensa de la que habremos ejercido nos­ otros mismos.

B IE N A V E N T U R A D O S LOS LIMPIOS DE CORAZON Las

bienaventuranzas

muestran

espera y e x i g e d el h o m b r e ;

lo

expresan

que

Dios

la convic­

ción p r o f u n d a q u e está a l a base d e n u e s tr a vi d a cristiana:

" B e n d i t o el v a r ó n q u e c o n f í a e n Y a h ­

vé, y es Y a h v é su c o n f i a n z a ” (Jer 17, 7). Para l legar a esta c o n s a g r a c i ó n d e t oda s nues­ tras a c t i v i da de s al D i o s d e nu e s t r a sa l v a ci ón , es necesaria u n a p re d i s p os i c i ón d el c o r a z ó n e n t e r a ­ mente especial, sexta

p r e c i s a m e n t e l a q u e d e s c r ib e la

bienaventuranza:

l impios d e corazón,

“ Bienaventurados

p o r q u e ellos v e r á n

lo s

a Dios”

( M t 5, 8). P o r l i m p i e z a o p ur e z a d e cor azón, la B i b l i a e n t i e n d e a q u e l l a l e al t ad f u n d a m e n t a l d e l espíritu

v d el

corazón,

que

l l ev a

al

hombre

a

volverse h a c i a D i o s c on u n a i n t e n c i ó n p u r a , u n a sinceridad c a b a l .

Un

“ corazón l i m p i o ” dest ierra

toda dob l ez , t o d a f icción, t odo espí r i t u at ra ve s a ­ do, t odo m o d o d e p ro c ed er e q u í v o co . P o r el c o n ­ trario, esa a l ma ,

l i m p i a c o m o u n cristal, t i e nd e

d e r e c ha me n te a la m e t a de sus esfuerzos. L a s ca ractcrísticas d e

esta

l i m p ie z a de

corazón

se en

cuentran en la virtud de la “simplicidad”, la cual, según la profunda expresión de Aristóteles, está emparentada con la grandeza de alma. El que piensa a lo grande, tenderá con todas sus fuerzas al ideal que se propuso. Se meterá total­ mente al servicio del fin que pretende alcanzar. Por modo semejante, la vida cristiana, toda ella, supone una recusación sincera de todo egoísmo y una obediencia perfecta a las voluntades de Dios. T o d o cristiano, a ejemplo de la Virgen, de­ be ser un i>as insigne devotionis, “ un instrumento maravilloso de entrega total a Dios”, preparado en todos sentidos para ser utilizado por la D ivi­ na Providencia. “ En tus manos encomiendo mi espíritu” (Ps 30 6); ésta es la fórmula de la oblación íntegra y sin que tenga en ella par­ te nadie más que Dios que la espera de nos­ otros. Caminar en la presencia de Dios

El Antiguo Testamento traducía la pureza de intención por el sentimiento de la presencia de Dios, “ ante quien” se había de “caminar” . Yahvé afirma a Salomón: “ En cuanto a ti, si caminas en mi presencia como anduvo David,tu padre, con corazón integro y rectamente, obrando por completo conforme te he ordenado y guardas mis leyes y mis dictámenes, consolidaré el trono de tu reinado sobre Israel para siempre” (1 Reg 9, 4-5). Después de haber reunido todo lo necesario

para edificar el templo, David lo dedica a Yah­ vé: "Sé, Dios mío, que T ú pruebas el corazón y amas la rectitud; yo, con sincero corazón, he ofrecido espontáneamente todas estas cosas” (i Chron 29, 17). Esta rectitud implica, pues, la completa observancia de los mandamientos y atestigua con ello un corazón del todo abierto para con la voluntad divina. T a l es el sentido de la advertencia inicial del libro de la Sabidu­ ría: “Sentid del Señor con entrañas de bondad, y buscadle con sencillez de corazón” (Sap 1, i). Lo que Dios espera del hombre es la rectitud de su mirada interior: "Si tu ojo estuviere bueno, todo tu cuerpo estará ilum inado” (Mt 6, 22). Dios se goza en cuanto descubre la intención más pura de agradarle: “Si fueres puro y recto, si tú recurrieres a Dios e implorares a Saddai, desde ahora El velará sobre ti v restablecerá tu morada de justicia” (Job 8, 5-6). La pureza de corazón lleva consigo evidente­ mente el odio al pecado. T a l es la enseñanza de la antigua sabiduría: “Aléjate de la falta y en­ dereza tus manos, y limpia de todo pecado tu corazón” (Eccli 38, 10). El apartamiento de todas las apetencias malas no puede obtenerse sino por la intervención de la gracia: “ Dígnate borrar todas mis faltas; corazón que sea puro crea para mí, Señor; y pon de nuevo espíritu de firmeza en mi interior. No me eches de tu presencia; no me quites tu espíritu; vuélveme el gozo de tu ayuda; que me afirme un noble espíritu” (Ps 50 J

[51], 11-14). Con la misma insistencia que el salmista, el profeta Ezequiel subraya la necesi­ dad de esta renovación interior: “ Yo os daré un corazón nuevo, y un espíritu renovado infundiré en vuestro interior, y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. E infundiré mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis en mis preceptos y guardéis y prac­ tiquéis mis dictámenes... Y constituiréis mi pue­ blo, y yo seré vuestro Dios” (Ez 36, 26-28). La exigencia de la limpieza de corazón retorna frecuentemente en la revelación del Nuevo Tes­ tamento: ‘‘Teniendo, pues, estas promesas [so­ bre el afecto paternal de Dios], queridos míos, purifiquémonos de toda suciedad de la carne y del espíritu, realizando el ideal de santidad en el temor de Dios” (2 Cor 7, 1). Esta purificación del corazón se verifica por la fe (AA 15, 9); por­ que “la caridad nace de un corazón puro, y de una conciencia buena y de una fe sincera” (1 Tim 1, 5). Se requiere, por tanto, “ un corazón limpio para invocar al Señor” (2 Tim 2, 22): “ Allegaos a Dios y se allegará a vosotros. Lim­ piad las manos, pecadores, y purificad los cora­ zones, hombres de ánimo doblado” (Jac 4, 8). Ver a Dios

Los limpios de corazón verán a Dios. La inti­ midad con Dios no cabe sino en aquellos que se abren a la voz de Dios: “ Bienaventurados los

que escuchan la palabra de D ios y la guardan" (Le 11, 28). Ver a Dios es, según Isaías, “dirigir la vista a Dios” (Is 22, 11); es buscar una cierta comunicación de espíritu y corazón de la fuente divina de la salvación: “ R ecurrid a Yahvé y a su potencia, buscad su rostro sin dejar un día” (Ps 104 [105], 4): porque es in dudable que “los rectos habrán de ver su cara” (Ps 10 [11], 7). Ver a Dios es el cum plim iento de todas las as­ piraciones religiosas, sobre todo por lo que se refiere al culto com unitario del tem plo: “ T e desea mi alma, tiene sed del Dios vivo; ¿cuándo iré a ver su cara?” (Ps 41 [42], 3); “ Así en el santuario te contem plo por ver tu poderío y ver tu gloria” (Ps 62 [63], 3). El deseo de contem plar a Dios en una eterna vida futura no es ajeno a la A n tigu a A lia n z a : “Yo veré tu faz con inocencia. Despierto, embriagaráme tu apariencia” (Ps 16 [17], 15); “ En el seol no dejarás mi espíritu, ni que tu santo co­ nozca la corrupción. Me mostrarás la senda de la vida, la plenitud de gozo en tu presencia, y a tu diestra, delicias sempiternas” (Ps 15 [16], 1011; A A 2, 27-28). Sólo tendrán derecho a esta bienaventurada contemplación los que en vida m antienen su m i­ rada fija en el Dios de su corazón: “ ¿ A l monte de Sión quién habrá de subir, y en su santo lu ­ gar hacer estadía? El que es puro de manos y de corazón lim pio... éste logrará la bendición de Yahvé. y merced de Dios, fuente de salvación.

Este es el lin a je de aquellos que le buscan, y solicitan el rostro del Dios de Jaco b ” (Ps 23 3' 6)En la época d el N u evo Testam ento ver a D ios significa: estar en el orden de la gracia. Son los santos, las alm as penetradas enteram ente de Dios, los que le pueden ver, es decir, reconocerle, “ re­ cib irle” en su vid a (Joh 1, 12). L a santidad cris­ tiana no se puede com parar con una proeza de tipo ético o a un record ascético. N o tiene nada que ver con una cierta genialidad de especula­ ción religiosa, ni con un poner en tensión febril todas las fuerzas humanas, ni con un éxito de cam peonato a base de sudor y de sangre: “ Ser santo” es “ estar santificado” , cogido y sellado por el Dios santo: “ Me compadeceré de quien me com padezca, y me apiadaré de quien me apiade. Así, pues, no está en que uno quiera ni en que uno corra, sino en que se compadezca D ios” (Rom 9, 15-16). Es santo el hombre que dice “ sí” a D ios, cueste lo que cueste, en un senti­ m iento de obediencia enteramente libre y transi­ da de amor. El adelanto en la santidad se caracteriza por una sim plificación siempre creciente: “ N o debe­ mos esforzarnos en llegar a ser santos, sino en com placer a su D ivin a M ajestad” , dice Santa T e ­ resa de A v ila . Y su hum ilde hom ónim a, Santa T eresa de L isieu x, añade: “ El Señor se contenta con nuestra buena voluntad” . A quel que con constancia hasta el fin trata de volverse hacia [24I

Dios con sencillez y fidelidad, descubrirá la pre­ sencia divina en sí mismo, en sus semejantes en todos los sucesos a su alrededor. Bajo la influen­ cia de la gracia divina será posible realizar el deseo de S. Pablo incitando a los filipenses a ser "irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin ta­ cha en medio de una generación aviesa y perver­ tida, entre los cuales brilláis como antorchas en el mundo'’ (Philip 2, 15). El blanco final de la vida humana es el acto infinitamente simple, pero unificante de la con­ templación de Dios. Aquel cuya mirada perma­ nezca pura, se prepara en esta vida terrena para la bienaventuranza de ‘ ver a Dios” . La senten­ cia de Nuestro Señor a propósito de los corazo­ nes puros comenta la admirable frase del salmo: "Eres fuente de vida, por tu luz se nos dio el ver” (^s 35 [36]’ 10). San Ireneo explica así este tex­ to: "Lo mismo que los que ven la luz están en la luz y participan de su claridad, así también los que ven a Dios están en Dios y participan de la magnificencia de Dios; y esta magnificen­ cia da la vida. Así que los que ven a Dios parti­ cipan de la vida... No se puede vivir sin tener vida, y no hay más vida que si se participa de Dios” (Adv Haer IV, 20, 5).

B I E N A V E N T U R A D O S LOS PACIFICOS

A primera vista, la séptima bienaventuranza parece paradójica. Porque ¿qué grandeza religio­ sa se podría atribuir al comportamiento de un hombre pacífico, que quiere la paz a cualquier precio y cuya natural placidez jamás entra en conflicto con lo que le rodea? Ser pacífico de esa manera ;n o sería más bien cuestión de tempe­ ramento, o sea, un indicio de espíritu vulgar y de lo más anodino? “ Tener paz”— escribe Peguy— , “la gran frase de las cobardías burguesas e intelectuales” . En esta materia no hay que dejarse engañar por una traducción demasiado literal, en la que las palabras, demasiado gastadas por el uso, en­ mascararían la llamada del Señor. Cuando Jesús habla de “ almas pacíficas” , no piensa ni mucho menos en aquellos que no se preocupan más que de intereses inferiores, que están prontos para toda suerte de compromisos o que capitulan por cobardía o por temor. Aquí como en las otras bienaventuranzas, el Señor supone una toma de posición activa y resuelta. Como siempre, se trata OKAR.

16

de "realizar plenam ente toda ju s tic ia " (M t 3, 15), de entregarse pura y sim plem ente a los intereses de Dios y de los hombres, sin tener en cuenta ni esfuerzos ni disgustos. Una lectura superficial del E van gelio podría, además, tropezar con una “ co n trad icció n " entre las diversas enseñanzas del M aestro. P o r una par­ te. Jesús prom ete: "L a paz os dejo, m i paz os doy" (Joh 14. 27): v por otra, da este aviso: "N o os imaginéis que vine a poner paz sobre la tie­ rra: no vine a poner paz, sino espada” (M t 10, 34). ;C óm o puede traer el Señor a un mismo tiempo la paz y la espada? La aparente contradicción se resuelve con fa­ cilidad. El Señor, “ principe de la p az” (Is 9, 5)» nos previene para que no vayam os a pensar que su mensaje va a transform ar el m undo com o por ensalmo en un lugar idílico en el que los h a b i­ tantes se abandonan a una vida sin más ideales que el confort. El Evangelio no es una n ovela cursilona ni quiere en m anera alguna servir de pretexto para la indolencia. Com o todos los d o ­ nes divinos, la paz prom etida v traída por C risto exige nuestra cooperación para que sea realm en ­ te nuestra. A h í está el m otivo por el que la ad­ quisición de la paz requiere un esfuerzo, m ás aún. una decisión enérgica, y que vava acom pa­ ñada de “ desgarramientos” , de “ divisiones” , en otras palabras, “ de una espada” . En este sentido, dice Jesús, m uy justamente, que El da su paz, pero no como el mundo la concibe.

Establecer la paz

Lo que esta bienaventuranza considera es pre­ cisamente esa voluntad sincera de “ merecer" la paz divina, cooperando con Dios mediante una actuación decisiva por parte nuestra. L a palabra griega para designar “ los pacíficos” se refiere “ a los que crean o establecen la paz". Cooperar así con Dios supone la decisión de “estar en paz con D ios” (Rom 5, 1) y con los hombres. Q uizá tenemos una noción demasiado estrecha del concepto de “ paz” . Esta palabra no im plica solam ente la ausencia de todo conflicto b rutal: designa otra cosa muv diferente del arreglo d i­ plom ático de ciertas desigualdades o la concilia­ ción de puntos de vista realmente incompatibles. En el A n tigu o Testam ento esta palabra estaba cargada de un sentido muy rico, del que hoy día ignoram os frecuentemente la transcendencia. “ L a paz” designa el conjunto de todos los bienes, el despliegue armonioso de todas las facultades, el profundo contentam iento interior, la satisfac­ ción com pleta de todas las aspiraciones. Existe una relación m uy estrecha entre “ la paz” y “ la justicia". El libro de Isaías declara: “ Los im ­ píos— afirma Y ahvé— no tienen paz" (Is 48. 22: 57, 21): “ N o conocen camino de paz. y el dere­ cho no corre por sus vías, tuércem e sus sende­ ros en ventaja suya; nadie que por ellos cam ina, conoce la paz” (Is 59. 8). Por el contrario, “ la

obra de la ju sticia será la paz, y el fru to de la justicia, la tra n q u ilid a d y la segu rid a d para siem­ pre" (Is 52, 17). L a b e n d ició n d iv in a se concede en su p len itu d y a un p u e b lo “ p ia d o so ” : “ El pensam iento d el p u eb lo es firm e ; m antendrá la paz. porque en T i está co n fia d o ” (Is 26, 3). Esta “ p az” es un d o n de D io s; es p o r esto por lo que el A n tig u o T e sta m e n to siem pre ha orado así: “ ¡Y ah vé, concédenos la paz, pues tam bién todas nuestras obras las has h ech o p o r nosotros! ” (Is 26, 12). E l m ed iad o r de este d on d iv in o es el Mesías: “ P ara acrecen tam ien to d el prin cipiado y para una paz sin fin se sentará sobre el trono de D avid y sobre su rein o a fin de sostenerlo y apoyarlo p o r el derecho y la ju sticia desde ahora hasta la e tern id a d ” (Is 9, 6). L a m ism a concep­ ción se m anifiesta en un salm o m esián ico: “ V i­ viendo El [el Mesías] b rotará la ju sticia, habrá paz hasta apagarse la lu n a ” (Ps 71 [72], 7)- ^ nombre m ism o del M esías será: “ la p az” : “ Y pastoreará revestido de la fortaleza de Y ah vé y con la m ajestad d el nom bre de Y ah vé, su D ios; ...entonces E l será grande hasta los confines de la tierra; y Este será la paz” (M ich 5, 3; Eph 2, 14). Con todo, la paz que Dios concede p o r m edio de su Mesías no se da a los hom bres com o una limosna echada desde arriba. El hom bre no al­ canza su “ paz” más que cum pliendo fielm ente la voluntad del Señor. L a exhortación d iv in a es ter­ m inante: “ ¡O h , si hubieses atendido a mis man-

dam ientos! ¡T u paz sería como un río y tu jus­ ticia com o las olas del m a r !” (Is 48, 18). .Sólo cuando el hom bre acepta de todo corazón las in ­ tenciones divinas sobre su vida, es cuando Dios hace descender sobre él una bendición abundan­ te: “ A u n q u e las montañas se retiren y las colinas vacilen, mi misericordia no se apartará de T i ni m i alianza de paz vacilará— afirma el que de T i se com padece, Yahvé— ” (Is 54, 10). L a “ paz” del Señor es, pues, un don de su gra­ cia : “ ¡M e voy a escuchar lo que Yahvé diga! Palabras de paz a sus santos les habla y a su p u eb lo y a aquellos que a El se aproxim an” (Ps 84 [85], 9); “ Y pactaré con ellos una alian­ za de paz, alianza eterna será con ellos” (Ez 37, 26). L a estrecha conexión entre la paz y la gracia de Dios se muestra en la antigua bendición sacerdotal: “Yahvé te bendiga y te guarde, sobre T i b rille su rostro Yahvé, y te sea propicio y te dé paz cuando te m ire” (Núm 6, 24-26). Esta paz hay que conservarla inviolablemente y dejarla p ro d u cir sus frutos: “Amad la verdad y la paz” , dice el profeta Zacarías (Zacch 8, 19); y el viejo T o b ía s proclam a: “ Benditos serán todos los que te aman, [Yahvé], y los que se gozan de tu pros­ p e r id a d !” (T o b 13, 15 [18]). En el fondo, la búsqueda de la paz consiste en responder con todo el corazón a la gracia de Dios, prestando oídos a sus llamadas y cooperan­ do con su plan de salvación. El que permanece fiel a Dios se asegura la paz porque encuentra en

Dios todos los bienes a q u e asp ira: “ Todos senderos son de p az” (Prov 3, 17); “ l0s manjUs poseerán la tierra, y se d eleitará n con paz c o n °S sa” (Ps 36 [37], 19). l°' Paz y gozo en el E s p í r i t u Sa?ito

El hom bre d el N u evo T estam en to, exactam en­ te como el que v iv ía de las prom esas del Antiguo está anclado en Dios, y en cuentra en esta amistad la perfecta paz. H ay, con todo, una diferencia fundam ental: el que “ h ace” y establece definiti­ vamente la paz (Eph 2, 15) es el H ijo de Dios. El “ E vangelio de la p az” (Eph 6, 15) tiene su más elocuente y más em otiva expresión en el cán­ tico de los ángeles en B e lén : “ G lo ria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hom bres del [divino] agrado” (Le 2, 14; cfr. L e 19, 36). Pro­ visto de esta divin a paz, el apóstol cristiano se acerca a sus semejantes para establecer en ellos “ la paz” . Si los hombres son “ d ignos” , la paz que trae consigo se insinuará tam bién en su corazón; “ si no, tórnese a vosotros vuestra paz” (M t 10, 13). Con todo, el que está traspasado de Dios debe dar continuam ente testim onio de la “ buena nueva de la paz por Jesucristo” (A A 10, 36); porque “ el fruto de la justicia se siembra en paz para los que obran paz” (Jac 3, 18). “ Paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14, 17), tal era la consigna de la prim era com unidad cristiana: “ Y el Señor de la paz os conceda El

mismo la paz en todo tiempo, bajo todo aspec­ to” (2 T h es 3, 16); “Y la paz de Dios, la que so­ brepuja toda inteligencia, guardará vuestros co­ razones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Philip 4, 7). “ ¡En Cristo Jesús! ” La paz duradera no se es­ tablece sino por virtud de Aquel “que hizo las paces mediante la sangre de su cruz” (Col 1, 20). Por esto se trata de hacer reinar en nuestros co­ razones “ la paz de Cristo” (Col 3, 15), a fin de que “ la paz de Dios que sobrepuja toda inteli­ gencia” (Philip 4, 7; 2 Cor 13, 11; Heb 13, 20) “ nos santifique íntegramente” (1 Thes 5, 23). Buscar la paz

La paz cristiana es “gracia y paz... m ultiplica­ da por el conocimiento de Dios y de Jesús Señor nuestro” (2 Pet i, 2). La bienaventuranza de los “ pacíficos” , es decir, de “ los que establecen la paz” , subraya una vez más la intimidad inefable del Padre y del Hijo. Jesús, en efecto, señala el fondo de esta bienaventuranza cuando enuncia la promesa: “ Bienaventurados los que hacen obra de paz, porque ellos serán llamados hijos de D ios” (Mt 5, 9). Aquel que posee y siembra la paz se revela como filins in Filio, hijo en el H ijo único de Dios, mediador de la paz. La gracia de la filiación trae al que vive de la paz de Dios y la propaga en torno suyo, la abundancia de los bienes de la salvación, a saber, la unión v la

“comunión con el Padre y con su H ijo Jesucris­ to” (i Joh i, 3). Jesús “ se m anifestó para q u ita r de en medio nuestros pecados, y en E l no existe el pecado” (i Joh 3, 5). El pecado es el único obstáculo que impide la entrada en nosotros de la paz divina. Porque “ todo lo que ha nacido de D ios no obra el pecado..., no puede pecar p orq u e h a nacido de Dios” (1 Joh 3, 9). El que se g lo ría de “ la es­ tirpe de sus h ijos” (Ps 7 2 [73], 15) y de contar­ se “entre los hijos a quienes am a D io s” (Sap 16, 26), debe, como Jesús, em prender la lucha contra el pecado, tal com o se m anifiesta en él mismo y en los otros: “ E vita el pecado y obra siempre el bien, solicita la paz y ve tras ella ” (Ps 33 [34]» 15; 1 Pet 3’ i 1)En resumidas cuentas, la séptim a b ien aven tu ­ ranza exalta una vez más la felicid ad del total abandono en la gracia de Dios, salvador y santificador. Sólo el que vive en la paz de D ios pue­ de ser instrum ento de la paz de Dios. G racias a ella, posee la fuerza misma del H ijo de Dios, que trajo la paz al m undo. Es preciso sencillam ente vivir de la palabra de S. P ab lo : “ T o d o s sois h i­ jos de Dios, por la fe, en Cristo Jesús. Pues cuan­ tos en Cristo fuisteis bautizados, de Cristo fuis­ teis revestidos” (G al 3, 26-27); “ Salid de en m e­ dio de ellos y apartaos— dice el Señor— ; y cosa impura no la toquéis, y yo os acogeré; y seré para vosotros Padre, y vosotros seréis para M í

hijos e h ija s ” — dice el Señor T o d o p o d e r o s o (2 Cor 6, Es vo lu n tad del D i o s d e n u e s t r a salvación q u e hagam os con ocer su p az, s i e n d o “irreprochables y sencillos, h ijos de D i o s , si n ta ­ cha, en m edio de una generación aviesa y p e r v e r ­ tida” (P h ilip 2, 15).

ni ENA VENTURADOS LOS Q U E P A D E C E N P E R S E C U C I O N POR LA JU STICIA

En 1948, el filósofo judío León Brunschvicg, publicó, con el título El verdadero semblante da Israel, un libro que hizo gran ruido. En ese estu­ dio, el autor sometió al cristianismo a una crítica muy severa. Tres principios de la doctrina de Cristo estaban presentados en el libro como la causa de la actual pretendida quiebra de la fe cristiana. Son éstos los tres principios: “Amad a vuestros enemigos” , “ No os preocupéis por los bienes de este mundo” , “ No os opongáis a la vio­ lencia” . Estas tres consignas, según el autor, po­ nen la concepción de la vida cristiana en la im­ posibilidad de conseguir feliz resultado a largo plazo. En que

realidad

estas

expresiones

“o c h o

del

tres

c on s i g na s

tema

no

son

fundamental

b i e n a v e n t u r a n z a s ” . Sob r e

todo

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más

de

las

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ensalza l a suer t e p a r a d ó j i c a d e los d i s c í p u l o s d e Cristo. E l q u e q u i e r a v i v i r í n t i m a m e n t e c o n C r i s ­ to, el q u e

quiera

“ revestirse d e C r i s t o ”

(Gal

3,

27), debe cum plir cu sí misino el misterio de la Pasión de su Maestro. Los oyentes de Jesús, sin iluda, que se sorprendieron enormemente al oír de su boca estas graves palabras: “ Bienaventu­ rados sois cuando os ultrajaren y persiguieren y dijeren todo nial contra vosotros por mi causa; gozáos y alborozaos, pues vuestra recompensa es grande en los cielos. Que así persiguieron a los profetas que os precedieron” (Mt 5, 11-12). Esta manera de hablar está en flagrante con­ tradicción con las opiniones de los contemporá­ neos de Jesús. Difiere radicalmente de todo cuan­ to habían aprendido en la sinagoga y en la tra­ dición de los padres. El Maestro de Nazaret afir­ maba tranquilamente que el Evangelio, lejos de transformar al mundo mediante estrepitosas cua­ lidades y triunfos, expondría, por el contrario, a sus seguidores a toda clase de persecuciones. El joven Maestro predecía nada menos que una ver­ dadera “ inversión de valores” : “ En lo cual os regocijáis” ( r P e t 1, 6). La primera vez que se propuso semejante novedad, un escalofrío debió de recorrer por sus oyentes. Nosotros, los cris­ tianos del siglo xx, continuamos sintiendo una cierta repugnancia en admitir esta paradójica doctrina. ;N o será precisamente eso lo que en la predicación del Evangelio molesta normalmente a este mundo?

Una anomalía aparente

;Q u é felicidad puede encontrarse en una vida de persecuciones, de contradicciones, de insultos? ;P or qué nos exhorta el Señor a m irar esa vida como una fuente de bienandanza? Sobre este punto, la enseñanza de Jesús da la impresión de un desafío no sólo al sentimiento natural del hombre, sino tam bién a las tradicio­ nes religiosas más antiguas. En las innum erables pruebas que afligen a la hum anidad, los anti­ guos israelitas creían ver el castigo d ivin o inexo rabie. Que el justo pueda ser herido en sus bie­ nes, en su salud, en su honra, tal anom alía cons­ tituye el fondo del continuo lam entarse de Job, como hombre. Ahora bien, Jesús afirma aquí que sus discípulos serán perseguidos a pesar o preci­ samente a causa de su inocencia. Sus sufrim ien­ tos demostrarán que verdaderam ente son ellos de Dios, de ese Dios que, muy lejos de castigarles, está colmándolos de bendiciones. Los persegui­ dos serán los privilegiados. En el A n tigu o Testam ento la m isericordia d i­ vina se manifiesta ante todo en alejar la prueba o las vejaciones de los “ enemigos” : “ H iciste con nosotros según tu gran misericordia”— declaran Raquel y Ana, los padres de Sara— y alejaste de nosotros al enemigo que nos perseguía” (T o b 8, 16 [18]). Se suplica a Yahvé que defienda a los suyos: “ Sálvame T ú de cuantos me persiguen:

líbram e T ú ’’ (Ps 7, 2); “ Blande tu lanza, y deten al que me persigue; di a mi alm a: Y o soy tu salvación '’ (Ps 34 [35], 3). Lejos de ver en la prueba un a ben d ición , se invoca constantem en­ te a Y ah vé para que realice definitivam ente su juicio con tra los adversarios: “ ¿C uántos serán los días de tu siervo? ¿C uándo harás ju sticia en quien me p e rsigu e?” (Ps 118 [1x9], 84). A las veces se d irige a Y ah vé con rabioso ren cor: “ M ald ig an [mis enemigos], pero T ú bendícem e; mis enem igos sean confundidos, en tanto regocí­ jese tu siervo” (Ps 108 [109], 28); “ De nuestros contrarios T ú nos salvaste, y diste confusión a quienes nos o d ia n ” (Ps 43 [44], 8): “ Q ueden con fun d id os mis perseguidores, mas no lo q u e ­ de yo; y sean ellos vencidos, mas yo no sea ven ­ cid o; haz ven ir sobre ellos día de desventura, y con d o b le quebranto quebrántalos" (Jer 17. 18); “ Les darás la paga, ¡oh Y a h v é !, co n fo r­ me a la ob ra de sus manos; les darás ceguera de corazón : ¡tu m aldición será con ellos! Los perseguirás con ira y los aniquilarás debajo del c ie lo ” (Lam 3, 66). R aras veces el hom bre del A n tigu o T esta m en ­ to ab an d on a estos pensamientos de odio y ap ela tan sólo a un D ios que juzga con eq u id ad : “ C o n ­ súmense m is ojos m irando hacia el cielo; ¡Señor, estoy angustiado, sal fiador por m í ! ” (Is 38, 14): “ H a de juzgar El mismo con rectitud al m un do, ha de d ar a los pueblos sentencia e q u ita tiv a ” (Ps 9, 9): “ ¡O h T ú , que eres mi D ios! L íb ra m e

de las manos del in icu o ... pues eres mi esperan za, Señor, mi confianza desde niño. Desde el seno materno llegué a encontrar en T i seguro arrimo v desde las entrañas m aternas he tenido en T i va­ ledor-’ (Ps 70 [71], 4-5). T an sólo una vez, hacia el final del Antiguo Testam ento, aflora la idea de que las tribulacio­ nes del justo no son necesariam ente una prueba de cu lp ab ilid ad : ‘A u n q u e a ju icio de los hom­ bres hayan sido castigados, su esperanza está re­ bosando de in m o rtalid ad ” (Sap 5, 4). Haced bien a los que os aborrecen

E11 el N u evo Testam ento la perspectiva está totalmente invertida. N o queda ni rastro de odio ni de venganza contra los enem igos. A l contra­ rio, es taxativa la recom endación del Señor: “ Rogad por los que os persiguieren, para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cie­ los” (Mt 5, 44); “ H aced bien a los que os abo­ rrecen, bendecid a los que os m ald icen ” (Le 6, 27). Y las palabras del Maestro son repetidas exactam ente por los apóstoles: “ N o devolváis mal por m al, afrenta por afrenta” (1 Pet 3, 9 )’ “ Bendecid a los que os persiguen ; bendecid y no m aldigáis” (R om 12, 14). T o d a la atención del alma se fija 110 en los perseguidores sino en A quel que es “ el jefe in i­ ciador y consum ador de la fe” (Heb 12, 2), “Je­ sús, el cual, en vez del gozo que se le ponía de-

jante, sobrellevó la cruz, sin tener cuenta de la confusión” (H eb 12, 2). De semejante m anera y no más q u e las otras, la octava bienaventuranza no exalta u n a actitu d de alma lánguida o tem e­ rosa. L a enseñanza de Jesús llama a la lucha y al dom inio p ro p io : “ N o temáis a los que matan el cuerpo, pero al alm a no la pueden m atar” (M t 10, 28). T rib u la cio n e s y pruebas serán el lote de sus d iscípulos com o lo fueron del maestro. La p alab ra: “ Síguem e” (Me 2, 14) constituye una llam ada a T a im itación de los sufrim ientos: “ Si alguno q u iere seguir en pos de Mí, niéguese a sí mism o, y tome su cruz, y sígam e” (Me 8, 34); “ Q uien no tom a su cruz y sigue en pos de M í, no es d ig n o de M í” (Mt 10, 38). El cam ino de la im itación de Cristo es el de la aceptación valiente de las tribulaciones, de las que la Pasión de C risto es el prototipo y el m otivo: "L levan d o siem pre por doq uier en nuestro cuerpo el estado de m uerte de Jesús, a fin de que tam bién la vida de Jesús se manifieste en nuestro cu erp o” (2 C o r 4, 10); “ Por tu causa somos matados todo el d ía ” (R om 8, 36). Jesús lo ha predicho explícitam ente: "Y sei'án aborrecidos de todos a causa de mi N o m b re” (M t 10, 22); “ Entonces os entregarán a m alos tratam ientos y os matarán, y seréis odiados de to­ das las gentes por causa de mi N om b re” (M t 24, 9); “ E charán las manos sobre vosotros y os per­ seguirán, entregándoos a las sinagogas y prisio-

nes, llevándoos ante los reyes y gobernadores por causa de mi Nom bre” (Le 21, 12). “A causa de mi N om bre” . Esa es la razón úl­ tima de todo sufrimiento “cristiano” : “ Si el mundo os aborrece, sabed que a M í me han aborrecido antes que a vosotros” (Joh 15, 18). Esta sentencia vale para los discípulos tanto co­ mo para Jesús: “ Mas había de cumplirse la pa­ labra escrita en la Ley: que me aborrecieron sin motivo” (Joh 15, 25). El m undo— enseña Jesús— odia a los discípulos “ porque no son del m undo, como ni yo soy del m undo” (Joh 17, 14). En la última cena todavía declara Jesús a sus apósto­ les: “Acordáos de la palabra que os dije: “ N o es el siervo mayor que su señor; si a M í me per­ siguieron, también a vosotros os perseguirán” (Joh 15, 20). Caminar sobre las pisadas de Jesús

Por esto es por lo que la actitud del cristiano sincero es la de S. Pablo: “ Por lo cual me agra­ do en las flaquezas, en las afrentas, en las nece­ sidades, en las persecuciones, en los aprietos, por el nombre de Cristo. Porque cuando flaqueo, en tonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10). El penoso sen timiento de la flaqueza personal incita al h om ­ bre a poner su confianza en Dios: “ Así que los que padecen según la voluntad de Dios pongan sus almas en manos de su fiel Creador” (1 p e(; 4, 19). Este es el gran apoyo del perseguido: “ N o

temas”— dice Y a h v é a A b r a h a m — “ soy p a ra ti u n escudo; tu so ld a d a será so b rem an era g r a n d e ” (Gen 15, 1). No cabe d u d a de q u e “ ta m b ién todos los q u e quieren v iv ir p ia d o sa m e n te en C risto Jesús, se­ rán perseguidos” (2 T i m 3, 12). P ero “ h a b ie n d o Cristo p ad ecid o en la carn e, arm aos ta m b ién vos­ otros del m ism o p en sam ien to , q u e q u ie n p a d eció en la carne h a ro to ya con el p e ca d o ” (1 P et 4, 1); “ Y el D io s d e to d a g racia, el q u e os llam ó a su etern a g lo ria en C risto, después q u e hayáis padecido b reve tiem p o , E l os p e rfeccio n ará, co n ­ solidará, esforzará, d ará esta b ilid ad . A E l la g lo ­ ria y el p o d e río p o r los siglos de los siglos. A m é n ” (1 P e t 5, 10-11). Esta, es la gracia de la vid a cristia n a : “ q u e a vosotros se os con cedió g racio sam en te q u e p o r C risto ... n o solam ente q u e creyéseis en E l, sino tam b ién q u e por E l padeciéseis” (P h ilip 1, 29-30); “ Pues para esto fu is­ teis lla m a d o s; p o r cu a n to tam b ién C risto p a d e­ ció p o r vosotros, d eján d oos ejem p lo p ara q u e si­ gáis sus pisadas” (1 P et 2, 21). E l su frim ien to es u n a g a ra n tía de nuestra p a r­ ticip a ció n final en la g lo ria del Señor. Se trata, p o r lo tanto, de “ ser juzgados dignos del R e in o de D io s p o r el cu al y b ien q u e padecéis” (2 T e h s

1» 5 )¡O h , si los cristianos m odernos pudiesen aso­ ciarse al gozo de los apóstoles cu an d o “ se ib an de la presen cia del San hedrín gozosos p o r h a b er si­ d o h allad o s dignos de ser afrentados por causa ORAR...

de tal nombre” ! (AA 5, 41). Si ellos podían vi­ vir la estupenda paradoja, según la cual S. Juan se nombra: “Yo, Juan, vuestro hermano y com­ pañero en la tribulación, y en la firme esperanza en Jesús" (Apoc 1, 9). A quel que, en medio de los sacrificios de la vida cristiana, se confía a Dios, recibirá el inefable don de la intimidad con El. “ [Los apóstoles] confortaban las almas de los discípulos, animándoles a perseverar en la fe, y que por muchas tribulaciones hemos de entrar en el Reino de Dios” (AA 14, 22). N o hay “ per­ fecta alegría” sino cuando, con el Poverello, “se participa de los dolores del Cristo bendito” . Por­ que, como lo expresaba S. Ireneo en una fórmula magnífica: “ El Señor Jesús, por su infinito amor, se ha hecho lo que nosotros somos a fin de que nosotros seamos lo que es El mismo” (Adv Haer V, praef.). La última bienaventuranza: “ Pero si todavía padeciéreis por causa de la justicia, dichosos vos­ otros” (1 Pet 3, 14), nos lleva una vez más al misterio fundamental de nuestra fe, el de la En­ camación. La “ bienaventuranza” es verdadera­ mente la parte indestructible de aquellos que Je­ sús recomienda: “ Padre, lo que me has dado, quiero que, donde estoy yo, también ellos estén conmigo, para que contemplen mi gloria que me has dado” (Joh 17, 24).

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