Operacion Paititi
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Rubén Iwaki Ordóñez
Operación Paititi
UN RELATO EXTRAORDINARIO SOBRE LA CIUDAD PERDIDA DE LOS INCAS, EN EL CORAZÓN MISMO DE LA SELVA PERUANA.
2da. EDICIÓN Revisada, corregida y enriquecida por el mismo autor.
2008
OPERACIÓN PAITITI ã Rubén Iwaki Ordóñez ã Editor Responsable: Corporación Emaus S.A.C. Tres Cruces de Oro 496 Of. 3-A Cusco - Perú. * 1ra. Edición: Agosto 1975 * 2da. Edición: Febrero 2009 - Derechos cedidos para esta edición a: Corporación Emaus S.A.C. - Diseño Gráfico: Julio César Champi Villegas. - Diagramación: Emaus Ediciones. - Composición de Carátula: Willian M. Sunción G. Esta edición se terminó de imprimir en el mes de Marzo de 2009 en los talleres gráficos de Donato Rufino Minaya Mejía; Jr. Ica Nº 280 Lima 1. ISBN: 978-612-45443-1-6 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2009-01850 Este Libro no podrá ser reproducido total ni parcialmente por ningún medio existente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los Derechos Reservados.
RECONOCIMIENTO Hace mucho que la primera edición se agotó y siempre quedó pendiente y postergada la idea de hacer una nueva edición, no obstante la demanda de quienes lo habían leído, y sobre todo la exigencia constante de mi esposa, que tuvo gran participación en esta intención. Tuvo que llegar desde la lejana Tumbes su verdadero promotor y dándole el impulso necesario, logró convertir en realidad este anhelo colectivo. Es por eso que necesito destacar este empeño, en la férrea decisión de Willian Martín Sunción Guerrero para darle cumplimiento a este sueño; con lo que ve la luz esta segunda y tan esperada edición, gracias a la fe que le puso al asunto mi estupendo y querido socio. El autor.
DEDICATORIA Si la primera edición fue dedicada a Rubén Darío, mi primogénito amado, cuando apenas él nacía, esta segunda, revisada, corregida y mejorada, está enteramente dedicada al primogénito de ese mi primogénito, a mi nieto Franco Marcelo “Inti Paikikin” Iwaki Vargas, extensión lumínica de mi vida, el pequeñito resplandor de la luz divina, esa gotita de Dios que enderezó mi camino, con la espada del amor inocente y puro, el angelito que se convirtió en el dueño absoluto de mi corazón. A mi Apachito lindo. El autor.
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PRÓLOGO (A la primera edición) Cuando llegaron a los oídos del conquistador Francisco Pizarro las informaciones sobre la existencia de ciudades fabulosas en el Antisuyu, se orientaron posteriormente hacia esta región las expediciones de Pedro de Candia, Gonzalo Pizarro, Pedro de Ursúa, Baltazar de Ocampo y la de Benito Quiroga, para citar las más conocidas, sin que se hayan encontrado dichas ciudades; en cambio se descubrieron ríos, pongos y tribus selváticas, que de otro modo no hubiesen sido hallados. Mas, el descubrimiento y la conquista de nuestra selva no han terminado, hay grandes extensiones totalmente desconocidas de las que no poseemos conocimientos, pese al trabajo de exploración realizados por misiones científicas y religiosas, o los que hacen el Ejército y la Aviación, y los que hiciera Fitzcarrald en busca de caucho. Hay evidencias arqueológicas que demuestran que la selva fue explotada intensamente por los incas y pre-incas, sobre
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todo en los períodos en los que hubo explosiones demográficas e imperios poderosos, como en los llamados Chavín, Wari e Inca, seguramente por la necesidad de tierras y de materias primas. En la república, sobre todo en el Cusco, se perdió el interés por la selva, excepto cuando el caucho, el oro, las maderas o algunas colonizaciones y carreteras interesaron algunos sectores populares sin trabajo. La mayoría dio las espaldas a la selva para depender de la costa, causando la pérdida de gran parte de nuestra selva ante la colonización efectiva del Brasil. Por eso, cualquier noticia, inquietud o conocimiento por la selva debería ser bien acogida por todos los peruanos y más por los que gobiernan el país, como en el siguiente caso. Rubén Iwaki Ordóñez, conocedor profundo de la selva, sobre todo de las provincias de Paucartambo y Manu, entrega al Cusco una valiosa obra, que titula OPERACIÓN PAITITI. Esta obra, bajo la apariencia de una amena narración de una serie de aventuras de los que han llegado al legendario Paititi en el presente siglo, entre los que se halla el propio autor, proporciona el derrotero preciso de una ciudadela Inca entre Cusco y Madre de Dios, que puede ser el gran Paititi, cuya fama es mundial y que los conquistadores españoles buscaron en vano.
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El gran Paititi, se dice que fue construido por el inca Pachacuti para extraer oro y utilizado por Manco Inca, al huir del Cusco, como refugio, igual que Vilcabamba. También sirvió antes de que llegaran los españoles al Cusco para ocultar los símbolos religiosos, familiares y culturales de los incas, para que no cayeran en sus manos profanas y destructoras. Entre esos símbolos “vivientes” estaban los WAYQES o ídolos de los emperadores incas, esculturas de tamaño natural hechas en oro macizo, con el corazón seco de cada inca oculto dentro del ídolo para que tuvieran vida eterna. De la existencia de estos WAYQES o “dobles de cada inca”, en número de diez y ocho nos informa el autor de Operación Paititi como ubicados en la plaza cubierta por la vegetación selvática de la ciudadela de Paititi, cuya ubicación entre Cusco y Madre de Dios, en el Pantiacolla, precisa con detalle por haber llegado al lugar, al que describe como si lo estuviera haciendo con Wiñay Wayna o Machupicchu, es decir con una portada y escalinatas de piedras labradas, igual que las calles, casas y plaza, con tanto realismo, detalle, lógica y documentación, que sería difícil permanecer indiferente ante tantos testimonios y testigos que coinciden con los que aparecen en otros documentos escritos y tradiciones.
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El autor narra en Operación Paititi, cómo llegó al Paititi acompañado por su fiel compañero de cacería el indio huachipayre Eliseo, en 1960, recoge también emociones de otros que llegaron al sitio, como Juan Gómez Sánchez, Reinaldo Riquelme, un vaquero extraviado así como la de un aviador de la Fuerza Armada del Perú, que por ser declaraciones de personas normales y adultas, proporcionadas al autor, no se las puede desechar, más si aparecen asociadas con los nombres de los sitios de “Callanga”, “Q'óñeq”, “Apoqañajway”, “Kamanti” y “Pantiaqolla”, tan familiares para nosotros y los estudiosos de la conquista española. En conclusión, creo que la obra Operación Paititi, vivida y escrita por el joven antropólogo cusqueño Rubén Iwaki Ordóñez debe ser leída, difundida, comentada seriamente; y sobre todo utilizada para reiniciar una operación de descubrimientos y conquista de la selva cusqueña mediante una serie de verdaderas expediciones científicas, que si no descubren los tesoros de los incas, hallarán algo que considero de mayor valor, que son los conocimientos, los recursos naturales y derecho de seguir poseyendo nuestra selva.
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OPERACIÓN PAITITI (Presentación de la primera edición) Es una bella e interesante narración escrita por el joven antropólogo Rubén Iwaki Ordóñez, apasionado por los misterios que guarda nuestra selva, por la maravillosa riqueza que se esconde en sus entrañas, así como por los vestigios que aún quedan de la formidable organización imperial de los incas, que conquistaron la región de los “antis”, explotándola y utilizando la maravilla de su oro, para el culto al Sol en el Koricancha del Cusco y en otros templos y adoratorios del país. Rubén Iwaki Ordóñez nace en plena selva peruana en el fundo “Patria”, en Kosñipata, en contacto íntimo con la naturaleza bravía y con las tribus salvajes que la habitan. Desde muchacho oye como un mágico llamado las noticias sobre la legendaria ciudad del Paititi, escondida en plena selva; la decisión de llegar hasta ella, se convierte en obsesión. En su relato
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leemos: “Ya se había encendido en mis entrañas la llama de la pasión por su descubrimiento, que más tarde iría convirtiéndose en fuego ardiente que me llevara años después a inquietarme por su estudio e indagación. Hoy es un incendio que quema mis venas y traspone los límites de la prudencia, anhelando la realización del descubrimiento más grande de los últimos siglos: el Paititi, la ciudad que entre sus muros fríos de piedra, guarda el tesoro más grande que el hombre puede imaginar”. Nos relata con viva pasión cómo a consecuencia de una epidemia de viruela que azota a la región de Kcosñipata donde vive, las tribus salvajes sufren sus consecuencias y muchos sobrevivientes son acogidos por sus padres en su fundo, entre ellos dos muchachos huachipayres, que se llaman Manuel y Eliseo, son sus compañeros de juegos y aventuras, lo adentran en los misterios de la selva, lo protegen y lo ayudan. Una mañana la cama de Manuel aparece vacía; ha vuelto a la libertad de la selva. Queda Eliseo, con quien se hace más íntima la amistad. Fue quien le hizo a Iwaki Ordóñez un relato que conmovería toda su vida espiritual, pues le habló que en el fondo de la selva existía un pueblo antiguo construido de piedra, al que se llegaba por escaleras de piedras grandes. Este pueblo tenía casas de piedra, con cosas muy bonitas; pero que las personas que
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llegan hasta allí no vuelven más, porque el pueblo está embrujado. Esta narración que, como dijimos, conmovió el espíritu del futuro antropólogo, estuvo pronto actualizada con nuevos informes, pues el mismo muchacho le contó que su padre era un “Wayri”, es decir jefe de la tribu de los huachipayres, quien un día cuando estaba cazando había herido a una sachavaca con una flecha, buscando a este animal llegó hasta el Paititi. Descendiendo por la escalera de piedra llegó al pueblo abandonado cubierto de malezas, encontrando hermosos objetos que no tocó. Cuando salía fue perseguido por los machigangas consiguiendo fugar gracias a su agilidad. En otra ocasión oyó que su padre en tertulia con sus amigos en su hacienda, relataba que un nativo le había contado que por el cerro de Pantiacolla llegó a una profunda quebrada, donde se encontraba escondida una ciudad de piedra alrededor de una colina sin vegetación y que dejaba entrever granos amarillentos; que en las habitaciones habían inmensas cantidades de objetos dorados, jarrones, vasos, ídolos, animales, etc. Fue entonces que Iwaki Ordóñez, joven de 16 años, decidió llegar hasta esa misteriosa ciudad. Consiguiendo un permiso de sus familiares para viajar al Cusco, aprovechó de
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esta coyuntura para dirigirse hacia la zona de Pantiacolla, acompañado de su leal y experto amigo Eliseo, a quien le propuso cazar sachavacas en la zona de Pitama, ocultándole el motivo del viaje. Con lujo de detalles describe este viaje por la selva rumbo a Pantiacolla, relato lleno de interés que nos muestra los peligros y bellezas de la zona montañosa del país hasta que surge frente a ellos el cerro de Pantiacolla, proponiendo a Eliseo llegar hasta la cumbre, obteniendo que lo acompañe el salvaje con la condición de volver inmediatamente, porque ir hacia abajo era imposible por los peligros que existían. Una vez en la cumbre del Pantiacolla pudieron observar frente a ellos la imponente y majestuosa cumbre de “Apoccañajway” siendo su significado verdadero el ojo que mira a dios, para Iwaki ese dios es el Paititi, la ciudad misteriosa que está frente a la cara pétrea de ésta montaña. Iwaki había hecho el viaje fingiéndole a Eliseo que su propósito era cazar sachavacas, cuando en realidad quería llegar al Paititi; como Eliseo se negaba a dirigirse a esa ciudad que estaba guardada por los machigangas y estaba embrujada porque nadie volvía de allí, decidió ir sólo por la cuchilla del Pantiacolla hacia abajo, porque se veía en el fondo un valle que
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seguramente era el recinto de la ciudad, y cuando comenzó a caminar con ese propósito su fiel amigo Eliseo se transformó y apuntándole con la escopeta amenazó matarlo si continuaba caminando hacia el valle. Iwaki tuvo que desistir de su propósito y volver a la hacienda de su padre. Había visto la posible ubicación de la ciudad desde lejos sin conseguir penetrar en sus misterios. El libro trata de otras expediciones realizadas en busca de Pantiacolla, las que han fracasado; porque unas han perdido el rumbo y otros expedicionarios han sido hechos prisioneros por los celosos machigangas, descendientes de los incas que cuidan que el misterio de esta ciudad no sea profanado. El relato de Iwaki nos habla de la ubicación del Paititi celosamente guardado por los machigangas, que como dijimos son descendientes de los incas que llegaron a esa región para explotar el oro; para el narrador fue el emperador Pachacútec, el que dispuso que esta explotación se realizara con toda intensidad. El oro fue traído al Cusco por un magnífico camino construido con ese objeto; mucho de este oro volvió al lugar de su procedencia cuando llegaron los españoles para impedir que cayera en su poder.
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Los relatos de Iwaki nos indican que fueron varias las expediciones que se concertaron para llegar hasta esta región; pues, en la época de la colonia, la ciudad misteriosa quedó oculta bajo la maraña de la selva impidiendo ser profanada. Hacia el año 1925, los padres jesuitas organizaron una expedición, en la que tomó parte un paucartambino llamado Juan Gómez Sánchez, a quien consiguió entrevistar Iwaki después e haber tratado de buscar en Paucartambo, Puno y el Callao, donde finalmente consiguió entrevistarlo, quien le relató que efectivamente tomó parte en la expedición de los padres jesuitas, la que atravesó el río Piñi-Piñi, avanzando seis jornadas en busca de la zona de Pantiacolla, habiéndose realizado una batalla con los machigangas, quienes diezmaron a los expedicionarios consiguiendo con mucha dificultad huir, quien en su fuga se encontró de pronto en una callejuela con muros de piedra avanzando por la cual constató que se encontraba en una ciudad de piedra, totalmente emboscada, llegando hasta una especie de plazoleta, donde encontró dieciocho estatuas de oro macizo representando a otros tantos incas. Repuesto de la sorpresa, dio un feroz golpe en el dedo de una de las estatuas con su machete consiguiendo cortarlo, huyendo
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llevándose ese trofeo que lo llevó al Cusco y después por todos los lugares que visitó. Después de animada conversación en la ciudad de Callao, Gómez Sánchez condujo a su casa a Iwaki Ordóñez, mostrándole su tesoro, quien constató con verdadera sorpresa y admiración el dedo pulgar de oro, que había pertenecido a la estatua del inca y que tenía en su poder Gómez Sánchez, como prueba de su visita a la ciudad misteriosa. Otro relato nos cuenta que en la selva de Madre de Dios se encuentra el río Pantiacolla que arrastra grandes cantidades de oro porque a él llega un arroyo que atraviesa la hondonada donde se encuentra la ciudad de Paititi junto al cerro de Pantiacolla. Reinaldo Riquelme se llama el buscador de oro que llega hasta este río, quien busca un arroyo propicio para lavar oro teniendo la satisfacción de recogerlo en abundancia durante ocho días, cuando al noveno día en la mañana en circunstancias en que se dedicaba a limpiar sus armas de fuego, fue repentinamente sorprendido por dos salvajes varones y una mujer que se presentaron frente a él; después de unos momentos de sorpresa consiguió comunicarse en quechua con ellos, los que le propusieron que compusiera dos carabinas que ellos portaban. Riquelme accedió con
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agrado componiéndolas y disparando con ellas para demostrar que habían quedado habilitadas. Los tres salvajes en recompensa se despojaron de un collar de oro que cada uno de ellos tenía pendiente, obsequiándoselo a Riquelme, quien constató que eran bastante pesados y se sintió abrumado con la sorpresa del regio obsequio. Los visitantes se fueron aguas arriba del río desapareciendo poco después. Pasados dos días volvieron en número de doce con carabinas, suplicándole también que las compusiera; Riquelme, gustoso los complació e igualmente recibió como obsequio doce collares de oro. Le dijeron que venían de una ciudad sagrada que era prohibido ingresar, aconsejándole que no pensase en ir, porque no volvería. Riquelme resolvió abandonar el lugar y con su pesada carga regresó hasta el lugar del río Pantiacolla, donde se juntaba con el río Madre de Dios. Tuvo la suerte de conseguir que lo admitiesen en una canoa que lo condujo hasta la zona del Q'óñec, volviendo después al Cusco, donde llevó una vida de hombre acomodado. Estos datos afirma Iwaki le fueron proporcionados por un pariente muy serio en forma confidencial. Otras expediciones también se han hecho con el propósito de llegar a una enigmática ciudad situada en la selva de Madre de Dios; unas
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veces se habla del valle de Callanga, otras de Pantiacolla y finalmente de Paititi. Recuerdo que hace años un misionero dominico, el padre Álvarez, me contaba que había una ciudad con muros de piedra y figuras de pumas y serpientes que se llamaba Amarakaire; los habitantes eran descendientes de los incas y el jefe se llamaba Paijaja. También en las montañas de La Convención se busca en Vilcabamba la ubicación de Vilcabamba La Vieja. Son muchas las ciudades de la época imperial que duermen el sueño de los siglos perfectamente cubiertas por el bosque impenetrable. Rubén Iwaki Ordóñez nos muestra el camino, nos indica la dirección donde está una ciudad de piedra que guarda tesoros grandes. Estamos frente a un posible descubrimiento fabuloso que sería tan sensacional como el de Machupicchu. Acaso pronto podamos descorrer el misterio de esta urbe de los incas. Este interesante libro que se llama “Operación Paititi”, nos ofrece esa posibilidad. Cusco, 25 de abril de 1975. Alfredo Yépez Miranda.
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COMENTARIOS “Operación Paititi” es un trabajo en el que están mezclados con acertado y coloquial relato, segmentos de historia, fábula y vivencia personal, de uno de los mitos más perdurables en la memoria colectiva del hombre andino. El mítico Paititi, la ciudad de oro perdida de los inkas, es relanzado en este libro de Rubén Iwaki Ordóñez, para aperplejarnos ante la fabulosa riqueza de los inkas, escondida en un templo cubierto totalmente por la inhóspita selva del río Pantiacolla, afluente del Alto Madre de Dios. Este libro, “Operación Paititi”, cuya primera edición se publicó en 1975, inició una corriente de aventureros y exploradores que recorrieron la selva maternitana buscando el dorado; así mismo, desató una avalancha de publicaciones sobre esta mitológica ciudad escondida en la selva. Su lectura atrae e intriga, haciendo que tal vez nuevos buscadores de tesoros se internen por los caminos que Rubén dejó en la selva, o nazcan nuevos aventureros de las letras que se vean motivados por su extraordinario relato. Carlos Candia Muriel.
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Rubén Iwaki, a través de su experiencia personal, las leyendas que lo nutren desde niño y su despierta y fructífera imaginación, nos lleva a incursionarnos en la selva amazónica, en busca, como él relata, de un sueño: hallar la ciudad prohibida del Paititi. Este aventurero, el niño, nos invita a participar en su búsqueda, acompañado de Eliseo, un indio wachipayre, gran conocedor de su territorio, quien lo guiará a través del viaje. Descubriremos nombres de lugares distantes, animales silvestres y un lenguaje rico en expresiones idiomáticas. Nos introducirá por caminos donde el peligro inminente y el desconocimiento del lugar exacto de la ciudadela que se busca, crea un ambiente de suspenso a lo largo de toda la novela, que nos sorprenderá con un final inesperado y contundente. Además, la narración de Rubén Iwaki, tiene ese grato poder de hacernos cómplices de sus aventuras, dejando traslucir en sus diálogos y a través de toda su obra, la gran sensibilidad que posee en el conocimiento del ser humano y el mundo que lo rodea. Una novela que vale la pena leer. Gabriela Cuba
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“Operación Paititi” es el testimonio de una pasión: la que, ciertamente, cultiva su autor, Rubén Iwaki Ordóñez, por aquella mítica y buscada ciudad de los incas. En las páginas del libro los lectores tienen la ocasión de realizar un magnífico viaje. Sí. Un periplo imaginario por un laberinto de selvas, historias, personajes, tribus nativas, paisajes exóticos, azares prodigiosos; en fin, un viaje entre la tradición histórica y la arraigada ficción popular. Iwaki Ordóñez tiene así la virtud de entregarnos una memoria de antigua data, cuyos hilos los ha ido enhebrando, con paciencia obsesiva, hasta constituir este relato ameno, coherente y sugestivo. Que “Operación Paititi” sea una novela o un testimonio de vida, poco importa. Lo destacable es que su autor comparta con nosotros su valiosa suma de experiencias y nos transporte a ese espacio de ensoñación, que es la literatura de aventuras en la Amazonía. Es pertinente recordar que el gran gestor de esta tendencia en América Latina fue el colombiano José Eustaquio Rivera, cuyo libro “La Vorágine” abrió un nuevo horizonte para la narrativa en lengua española. Sin embargo, lo de Iwaki Ordóñez tiene un propósito más sencillo: escribir acerca de una utopía que es
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parte de su entorno familiar, pero utopía al fin, capaz de movilizar voluntades y esfuerzos para otras expediciones similares. De todo ello resulta evidente un hecho: que Iwaki Ordóñez ya encontró la ciudadela que buscaba: este libro es su Paititi. Enrique Rosas Paravicino.
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Operación Paititi
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PRIMERA PARTE
EL PRIMER CONTACTO
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1 PARTO MILAGROSO En la selva nunca hubo estrellas ni redentores, cada quien nace como Dios los mandó al mundo, iguales en costumbres, sin médicos ni cunas blancas. En la hacienda de mis padres, Patria, a doscientos kilómetros de la ciudad del Cusco, vi la primera luz de mi vida en el borde del fracaso de mi madre, que al nacer yo, sufrió tanto, que el clásico esqueleto portando su guadaña al hombro ya la tenía en los brazos, para emprender juntos los tres el viaje al más allá. Los asistentes a mi nacimiento ya no abrigaban esperanzas de que nos salváramos, al extremo de que ya nos lloraban al ver que mi progenitora entraba al estado de coma. Mi padre, un hombre oriental, viejo, más que en años en experiencia, entre las mil cosas
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que sabía, poseía también conocimientos de medicina, que ayudó definitivamente a nuestra salvación; hecho que hasta el más modesto ayudante de la comitiva del parto atribuyó a un verdadero milagro. Todo se normalizó a los pocos días de aquel acontecimiento y crecí tan contactado con la naturaleza, que todos los fenómenos de la región me eran sumamente familiares, a tal extremo que la primera vez que mis padres me condujeron a la ciudad del Cusco, a dar un corto paseo, me parecía otro mundo. No tenía aún tres años y la experiencia fue como el anuncio de mi futuro citadino. Siendo el sexto hijo de los siete que actualmente existimos, crecí mirando en los campos mis sueños, alimentando desde niño ya quizás mi espíritu de aventura y conquista. Sometido a la pasiva pero ordenada disciplina de mi padre, desarrollé múltiples inquietudes en la libertad que la naturaleza me ofrecía.
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2 LA VIRUELA Pocos años antes de nacer yo, la región se vio azotada por el terrible mal de viruela, enfermedad que dejó sembrada la muerte y la desesperación en la población de la selva, especialmente entre los nativos, pues no habían llegado a tener la suerte de ser vacunados, debido a su alejamiento de la civilización. Existían hasta después de mi advenimiento, tribus salvajes instaladas muy cerca de las haciendas; pero a pesar de no practicar el canibalismo, se resistían a ser sometidas a la civilización, razón por la que en ellos hizo presa fácil la terrible fiebre. Especialmente la tribu Wachipayre que habitaba en las cercanías a nuestros poblados, fue la más afectada por el terrible mal, que según cuentan los testigos en su desesperación por la
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elevada temperatura que les producía el mal en el cuerpo, se arrojaban en los ríos y no hallando remedio perecían fácilmente. Algunos salían buscando la civilización en procura de auxilio para calmar sus aflicciones y efectos, pero casi todos al borde de la muerte, lo que no permitía a nadie cumplir con el deseo de salvarles la vida. Muy pocos fueron rescatados de las invisibles garras de este mal, poquísimos, mayormente niños, que al verse huérfanos quedaban involucrados automáticamente, a la familia donde habían recibido la atención de socorro correspondiente. De esta manera, mis padres acudieron a socorrer a varios wachipayres, salvando entre otros a dos niños de aproximadamente once y siete años de edad, quienes quedaron al amparo de mi hogar. Fueron bautizados con los nombres de Manuel y Eliseo y vistieron ropas muy pronto; aprendiendo a la par el idioma español, que no tardaron en hablarlo suficientemente como para manifestar sus ideas y pensamientos. Manuel y Eliseo crecieron paralela-
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mente con mis hermanos mayores y cuando yo era pequeño, tuvieron especial cuidado en mi crianza, ayudando además en los menesteres domésticos de la hacienda. Se ha dicho que “la cabra tira al monte” y eso fue lo que ratificó Manuel al cabo de pocos años, retornando a su espesa selva para reencontrarse con su vida nómada, a la que posiblemente no podía olvidar y prefirió su libertad absoluta, despojándose nuevamente de sus vestiduras y volviendo a alimentarse de frutos silvestres, aves y animales salvajes. Nadie supo más de él, desde aquella mañana en que dejó vacía su cama sin despedida ni explicación alguna. Eliseo conservó las nuevas costumbres y el afecto que le prodigáramos ancló profundamente en su ser, que se quedó por muchos años en servicio de los trabajos domésticos de la casa. Hasta que mucho después se independizó forjando su propio destino. Hoy radica a no más de quince o veinte kilómetros de la hacienda de donde salió agradecido, dedicado a las labores agrícolas, criando algunos cuyes, patos, cerdos y gallinas, y cultivando los productos más conocidos de la región. Construyó su propia vivienda con techo de paja y paredes de chonta
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batida, y allí mora encapsulado en la soledad y el recogimiento que él escogió, sin causar daños ni molestias a nadie, vendiendo esporádicamente en el poblado sus productos, y vistiendo como cualquier cristiano de esta pequeña parte del mundo, formando un hogar con la compañía de una mujer que ya le dio un par de hijos.
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3 WAYRI Muchas veces, cuando yo era todavía muy pequeño, pero entrado ya en razón, jugábamos en los pastizales del ganado; otras veces nos entregábamos a la tertulia, que especialmente me llegara a gustar por sus pláticas y amenos relatos. Eliseo frecuentemente me relataba las costumbres, fiestas y creencias de su tribu y de su padre, que era el wayri, conocido también con el término de curaca, que es quien gobierna los designios de una tribu. Alguna vez, Eliseo y yo, después de que jugáramos prolongadamente, nos poniámos a descansar tendidos en la hierba. Entonces me dijo: -A mi padre, muchas veces le oí conversar con sus familiares y los ancianos de la tribu: ellos decían que por
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los montes de más abajo existe un pueblo, donde están los machigangas, que son gente muy brava y no permiten que nadie entre en su aldea. Decía que cuidan una ciudad dentro del monte, que tiene una escalera muy grande y que al fondo se encuentran las casas, todo hecho de piedra. Pero el que entra en ese sitio no sale nunca más, porque está embrujado; y después de mirarme, como queriendo escrutar en mis ojos el efecto de sus palabras, concluyó: Allá no se puede entrar, pero dicen que hay muchas cosas muy bonitas. Yo escuchaba embelezado, haciendo divagar mis pensamientos en alas de la propia imaginación, y al fin se convertían en una interrogante: ¿cómo será todo eso? A partir de ese momento el relato se repetiría frecuentemente. Escuchaba aquellos cuentos con mucho entusiasmo, como los otros niños encuentran el sueño al escuchar a sus abuelas los clásicos cuentos de hadas. Ponía total atención que otro niño de mi edad tal vez no le daría importancia, por lo extraño y confuso; pero yo los oía, y eso era suficiente para que me gustaran. Siempre que las circunstancias favorecían, le exigía que me
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siguiera relatando aquellas maravillas que contaba de su padre, el wayri. En cierta ocasión y gracias a una circunstancia casual, había llegado en una oportunidad hasta aquella zona, cuando iba en busca de una “sachavaca” (tapir), herida por una flecha que le clavara no tan certeramente. Esta pequeña historia cuenta que su padre, joven aún, se acercó por las escaleras aquellas y descendió por ellas, llegando a una gran aldea abandonada cubierta de maleza y abrazada por la selva, pudiendo observar hermosos objetos de los cuales no quiso tocar nada, por temor a caer bajo el hechizo y morir por el efecto de su embrujo. Y que cuando salía por las escaleras por donde había descendido, fue perseguido por los machigangas que no pudieron darle caza debido a su gran agilidad. Finalmente escapó, saliendo ileso de aquel incidente, para llegar a su tribu y contar el suceso a su gente, advirtiéndoles que no fueran por aquella zona, recomendándoles que respetaran y consideraran como sabia esa advertencia.
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4 EL RELATO DE UN NATIVO
En una ocasión, estando de paso en la hacienda un grupo de amigos de mi hogar, procedentes de Villacarmen, mi padre comentaba al borde de la mesa, que ciertamente muy cerca de Kcosñipata, se hallaba una ciudadela que posiblemente datara del incanato; pues en algunas ocasiones él había escuchado de unos nativos salvajes el asombroso relato, que aseguraban haber permanecido algunas horas dentro de sus muros de piedra. Mientras yo, muchacho de unos doce años de edad compartía con un interés inusitado la audiencia de tal conversación entre mi padre y sus invitados, aquel contaba que por el cerro Pantiacolla había llegado su relator uno de los nativos en mención , a una profunda quebrada que encerraba una ciudad hecha de piedras
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alrededor de una colina, en la que no crecía vegetación y dejaba entrever unos granos amarillentos. Existía entre las habitaciones según el relato -, ingente cantidad de objetos dorados: jarrones, vasos, ídolos, animales muy similares a la mula posiblemente llamas y muchas otras figuras colocadas dentro de unas ventanas ciegas. Este nativo había contado con lujo de detalles todo cuanto había visto, por lo que mi padre decía que daba crédito a todo eso, por el simple hecho de que el nativo no tenía interés ni razón alguna para inventar esta historia, pues se suponía que no esperaba cosechar ningún beneficio con expresar su relato. La conversación en torno al caso, con la intervención de los visitantes y convidados se prolongó largamente, llegando a la conclusión de que tal vez se trataba del Paititi y que ésta podría tratarse de la “ciudad perdida de los incas”, conocida también con el nombre de Pantiacolla. El dorado pues, que los españoles nunca pudieron encontrar. En mi silencio maduraba la idea de conocer por cualquier medio aquella ciudad perdida, mas me sería imposible al no poder
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obtener el permiso de mi padre para realizarla; pero ya se había encendido en mis entrañas la llama de la pasión por su descubrimiento, que más tarde iría convirtiéndose en fuego ardiente, que me llevaría años después a inquietarme por su estudio e indagación. Hoy es un incendio que quema mis venas y traspone los límites de la prudencia, anhelando la realización del descubrimiento más grande de los últimos siglos: El Paititi, la ciudad que entre sus muros fríos de piedra, guarda el tesoro más grande que el hombre pueda imaginar.
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5 LA IDEA SE CRISTALIZÓ Habían pasado recién unos meses de yo haber cumplido dieciséis años y en mi corazón ya no había más paciencia para esperar, para dejar pasar los años sin hacer nada por procurar convertir en realidad mis anhelos. Estaba seguro que ya me encontraba en capacidad de ponerme en marcha, hacia el mundo maravilloso de aquella ciudadela perdida. Es cierto que por entonces no tenía muchos conocimientos de la historia del Paititi en relación con el imperio de los incas; pero era suficiente para mí haber escuchado repetidas veces las narraciones de Eliseo, y alguna que otra vez las conversaciones de mi padre con algún amigo suyo en torno a este interesante tema. Ya se había encendido dentro de mí la llama de la imaginación y la pasión por el logro de esa meta.
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Era evidente entonces que estaba a punto de salir al encuentro de lo desconocido. Sólo había un problema, y en efecto así resultó, al comprender claramente que mis padres nunca permitirían que me aventurara a tal hazaña. Con mucho disimulo había insinuado algunas veces la posibilidad de alguna expedición, a lo que, como respuesta, obtenía siempre el calificativo de “locura” realizar semejante intrepidez. Total -decía mi madre-, qué ganaríamos con arriesgar la vida por algo que tal vez no sea cierto y sólo flota en las leyendas, como flota la nata después que se enfrió la leche; además dicen que ahí viven los machigangas y esos nativos son feroces y muy peligrosos. Aquello no me asustaba, ni me hizo retractar en mis proyectos; al contrario, me dio más esperanzas para convertirlos. Desde ese momento ya no insistiría más sobre el asunto en presencia de mis padres, para no despertar sospechas en ellos de que mi intención se fijaba en realizar la empresa; puesto que de ser así, ellos harían lo indecible para impedirla terminantemente. Contaba con un elemento que sería clave para concretar mis intenciones, sin el cual no
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podría hacer absolutamente nada: Eliseo, el hombre que me conduciría, exsalvaje como que era, sería una garantía contra todo. Con él a mi lado no habría temor a las fieras, los tigres, las boas, los pumas, las serpientes, los sapanq'aris y hasta el último kuki. Con él no había necesidad de brújula, ni se requería llevar comestibles, pues con la caza y pesca abundantes estaría solucionado ese aspecto vital. Eliseo era la llave, la única llave en ese momento; hombre agradecido, fiel y leal, que en muchas ocasiones había demostrado gran cariño y apego por mí. Hacía cuanto yo le pedía y con mucho agrado, era mi fan y yo era su fanático admirador. Habíamos salido en repetidas ocasiones de caza, aunque no muy lejos del hogar, regresando siempre el mismo día que salíamos. Cuando íbamos de cacería Eliseo era mi fuente de vida, me daba de beber del arroyo o de las pacas; sabía qué fruto se podía o no comer y hasta en lugares de difícil acceso me cargaba largos trechos. En conclusión, éramos una pareja de grandes camaradas. El término con que los sirvientes o criados llamaban a los hijos de sus patrones era “niño”, aun cuando éste fuera mayor de edad; y así también me llamaba Eliseo comúnmente; sentía un afecto muy especial por mí, traducido
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en la ternura de su trato y la fidelidad a prueba de todo. Una tarde caminando por los bosques en busca de algún animal para cazar, nos detuvimos al borde de un arroyo para comer las mejores guayabas rojas y blancas, luego nos pusimos a descansar; en tanto y mientras nos remojábamos los pies en la corriente fresca del arroyo, conversábamos sobre la caza de la sachavaca. Esto había despertado en mí la idea de llevar a cabo mis intenciones, y conociendo yo el temor de Eliseo por ir en busca de la “ciudad perdida”, debido a sus creencias y supersticiones, estaba seguro de que jamás accedería a tamaña aventura, y entonces aproveché la ocasión para plantearle y proponerle una cacería de sachavaca por los montes de “más adentro”, con el propósito personal de acercarme al Paititi. Eliseo dijo entonces: -Las sachavacas abundan por el Pitama o más adentro, pero para ir a sachavaquear, es necesario pasar unos dos o tres días internados en el monte, si no es más. Yo le respondí que ese no era un inconveniente, que estaba decidido a hacerlo y respondió Eliseo:
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-Pero los papás no quieren que tú vayas muy lejos y a mí me harían responsable si es que te pasa algo. Además, qué van a querer que vayamos monte adentro. -No Insistí -Ellos no sabrán que vamos a cazar sachavaca. No les diremos nada. Mira, yo saldré de mi casa diciendo que viajo al Cusco donde mi hermana y en cambio por la noche partimos hasta San Jorge (una hacienda distante unos diez kilómetros de Patria), y de ahí al día siguiente nos vamos al Pitama en busca de sachavacas. -¿Y si se llegan a enterar? -Contestó Eliseo A mí me culparán, ¿no? - No -Seguí insistiendo -No se van a enterar, porque si saben que viajo al Cusco, no van a tener necesidad de averiguar siquiera dónde estoy, confiados en que yo estaré con mi hermana mayor. Además será una bonita cacería y cuando regresemos cargando una sachavaca no dirán ya nada. Tú conoces al papá, es muy tranquilo y cuando las cosas salen bien no hace comentarios siquiera. Y mamá tendrá que resignarse; renegará un rato, pero luego se habrá calmado. - ¿Y la cuera que me caerá? -Dijo con tono meditativo.
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- ¿A ti solo? A los dos -Contesté para luego agregar -Pero valdrá la pena, todo en la vida tiene su precio pues, ¿no crees? Entonces, con estas reflexiones acordamos partir el próximo lunes en la noche, día en que llegaban, como lo siguen haciendo, los camiones procedentes del Cusco, y tienen que retornar la misma noche luego de cargar las maderas que sus dueños explotan. Al volver a casa promediando el anochecer, en la cena abordé mi intención de ir al Cusco, solicitando a mis padres me dieran el permiso y el dinero para los gastos de mi viaje. Luego de dar explicaciones que justificaban mi ausencia por unos días, aceptaron darme el dinero y el permiso respectivo. El asunto aun tenía dificultades, debía buscar un pretexto para sacar las armas. Mi padre contaba con dos escopetas, de calibres veinte y dieciséis respectivamente. Dos carabinas, una de calibre veintidós y la Wínchester cuarenta y cuatro, una pistola de cacerina para siete balas y un revólver de tambor para seis tiros. Ya no se tomaba en cuenta un par de escopetas viejas que no servían más que de cuña o tranca de la puerta del dormitorio principal.
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El día domingo dije a mi padre que quería ir con Eliseo a colocar “armadilla“ (trampa para cazar animales que se coloca en los senderos donde estos frecuentan, dejando muy listo el disparador del arma), pero que tendría que ser esa misma tarde, porque habíamos encontrado un caminillo muy frecuentado, pues exhibía las innumerables huellas frescas de un picuro. Luego de darme muchas recomendaciones accedió a que llevara la carabina veintidós y una de las escopetas. A decir verdad, un año atrás mi padre me había obsequiado la escopeta veinte, mi preferida. De inmediato me dediqué a recargar cartuchos para la escopeta, tarea ésta que la conocía perfectamente, logrando alistar veinticinco de ellos, naturalmente sin el conocimiento de mi padre, pues para poner armadilla se requería solamente uno. Yo tenía en mi maleta dos cajas, cada una conteniendo cincuenta balas veintidós, una de ellas de dundún; estas dundunadas eran para animales y las otras para cazar aves; las introduje en el costalillo que nos serviría de mochila; coloqué una manta vieja y una buena porción de sal. Todo lo cual escondí en secreto.
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Esa misma tarde salí con Eliseo que ya estaba instruido por mí y nos dirigimos al bosque, y cuando ya los primeros matorrales nos habían ocultado al otro lado de la pampa, desviamos el rumbo y salimos nuevamente, pero algo más distante de la casa, donde vivía en su pequeña cabaña un contratista de mi padre. El hombre no estaba y sólo encontramos a su esposa y sus dos hijos pequeños en la casa. La mujer luego de saludarme atentamente invitó a que pasáramos y nos convidó con café caliente, el que bebimos acompañado de humeantes yucas sancochadas que luego asentamos fumando cigarrillos. Luego de un par de horas que habíamos estado charlando de innumerables temas, como haciendo tiempo para volver a la hacienda, supliqué a la mujer que dejaría en su casa las armas y que al día siguiente en la noche pasaría a recogerlas. Aunque la mujer abrigaba gran curiosidad por saber a qué se debía el hecho de que dejáramos las armas, no hizo peguntas y aceptó la súplica como una orden mía. Para calmar un poco sus inquietudes de curiosidad, me limité a decirle que al día siguiente iríamos de caza en la noche y como posiblemente llovería esa tarde, entonces mojaríamos inútilmente las armas llevándolas a casa. Total daba lo mismo llevarlas o dejarlas. Así fue y regresamos a casa
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sin escopeta ni carabina. Menos mal mi padre no preguntó por este detalle, tal vez debido a que yo eludía toda oportunidad para que lo hiciera. Al día siguiente mi madre muy temprano aún escribió unas cartas y alistó algunas cosas, empacando mis utensilios de aseo y algunas ropas para el viaje que realizaría al Cusco. En la tarde, aproximadamente cerca de las cuatro, mi padre me entregó el dinero que me había prometido y tras los saludos de despedida, abrazos y las consabidas recomendaciones de mamá, salí en compañía de Eliseo por el camino que conducía al “Final”, poblado al término de la carretera troncal. Así le llamábamos al paradero de los camiones que entraban a Kcosñipata, el mismo que quedaba a kilómetro y medio del caserío de la hacienda, justamente en sentido opuesto a donde debíamos ir. Una vez llegado al Final, donde una hermana mía tenía su casa en la que vivía con su familia, esperamos la noche y consecuentemente la llegada de los vehículos, que a partir de las seis de la tarde aproximadamente hacían su aparición uno tras otro. Escribí una papeleta a mi madre indicándole que viajaba al Cusco en compañía de
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Eliseo, que había decidido que me acompañara en el viaje; sabía que mis padres no objetarían y al contrario verían la idea acertada y con satisfacción.
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6 RUMBO A PAITITI
La maleta pequeña en la que mi madre había preparado mis ropas y algunas cosas, la dejé encargada en la casa de un conocido comerciante que vivía al borde de la carretera, y las cartas, lo mismo que la encomienda que preparara mi madre para mi hermana residente en Cusco, las entregué al chofer del camión en el que supuestamente debía viajar. A las nueve de la noche me despedí de mi hermana la mayor, quien ignoraba al igual que todos mi propósito aventurero. Como las bodegas y almacenes permanecían con las puertas abiertas hasta horas de la media noche, pudimos aprovisionarnos de cigarrillos, aguardiente y hojas de coca para el viaje, que en ese mismo momento iniciaríamos.
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Aproximadamente a las 10 de la noche, estábamos de paso por el frente de la casa de la hacienda, a unos ciento cincuenta metros de ella, por el rincón de la pampa que se extendía desde los patios, y por donde los transeúntes ordinarios hacían su paso con dirección a las haciendas: Primavera, Victoria, Chapi, San Jorge, Villacarmen. -No hagas mucho ruido Eliseo, no hables en voz alta, porque pueden oírnos desde la casa y reconocer nuestras voces. Pasemos la pampa en silencio - Recomendé en voz baja. Así pasamos la pampa hasta estar considerablemente lejos, como para estar seguros que no nos escucharían, sobre todo mi madre que escuchaba todo lo que los transeúntes conversaban al pasar; solamente nos acompañaba la luz de la linterna de pilas que alumbraba el camino y así llegamos a la cabaña del contratista aquel, donde dejáramos las armas y llamamos a su puerta. Al instante contestó y salió a recibirnos el marido de la mujer a quien dejáramos día antes las armas, quién al vernos saludó:
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- Buenas noches niño. -Buenas noches Pascual -Contesté con amabilidad -Disculpa que te moleste a estas horas, pero ayer en la tarde dejamos la escopeta y la carabina a tu mujer para recogerlos hoy día. Seguramente ya te informó. -¿Están yendo de caza, niño? -Preguntó Pascual, a lo que contesté: -Si, estamos yendo al Pitama en busca de sachavacas. Sabemos que allá abundan. Caminaremos ahora hasta San Jorge y allí dormiremos para seguir mañana temprano. -Pasen pues niño, siquiera una taza de café se servirán. -No, gracias Pascual, queremos avanzar porque ya es tarde y además a esta hora sería mucha molestia. Ya están descansando todos. No te molestes Pascual, por favor. De cualquier manera te agradezco mucho. -Bueno niño, aquí tiene sus armas, cuídense mucho y ojalá traigan sachavaca. -Gracias Pascual, tendremos cuidado, pero también quiero pedirte un favor. Si te ves con mi papá o con mi mamá no les
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digas nada; tú no nos has visto por aquí; ellos no saben que estamos yendo; yo les dije que estaba viajando al Cusco, porque no me hubieran dejado ir de caza. Estamos viniendo del Final y hemos pasado en silencio y sin hacernos notar por frente de la casa. -Pero niño, ¿cómo hace usted eso? Y si les pasa algo, ¿los papás no van a saber nada? -No te preocupes Pascual, no nos pasará nada malo, tú sabes, estoy con Eliseo y él conoce el monte mejor que cualquiera. Él cuidará de mí. -Bueno niño, ojalá que la mamá no se entere, aunque de todas maneras tendrá que llegar a enterarse cuando regresen. -Bien, hasta la vista Pascual. Ya sabes, tú no nos has visto, no sabes nada. -Buena suerte niño, hasta su regreso. Eliseo, cuida bien al niño -recalcó Pascual-, y alcanzándonos su diestra ingresó en su casa luego de vernos marchar. Habíamos caminado los kilómetros que separaban hasta San Jorge, conversando incansables por momentos y silenciosamente en otros. Luego de bajar la cuesta cruzamos el
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pequeño riachuelo de Carpa Blanca, recogiendo nuestros pantalones hasta por encima de las rodillas, y después el río Hospital, para lo que tuvimos que sacárnoslos enteramente. Descansamos tres minutos mientras nos vestíamos frente al caserío de la hacienda Primavera. En San Jorge acampamos a las dos de la madrugada aproximadamente, en una enramada muy junto a la casa de la hacienda; donde amanecimos sin novedad que comentar y partimos al alba con dirección al río Tono, el que tuvimos que cruzarlo dificultosamente por lo caudaloso y crecido. -Niño -me dijo Eliseo -, este río no vas a poder cruzarlo tú solo con la carabina, primero voy a pasar yo llevando la escopeta y el saquillo y tú me esperas, luego yo regreso y llevo la carabina y la bolsa de las balas para que no se mojen, y después vuelvo para ayudarte a pasar. Con la original manera que poseen los nativos de la selva cruzó Eliseo el río Tono, llevando en la mano izquierda la escopeta y el saquillo en alto; y con unos brincos curiosos en posición vertical, cruzó cortando las turbulentas aguas que a veces le cubrían la cabeza, saliendo a flote nuevamente en otro brinco. De esta manera
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hizo los dos viajes y en el tercero me tocó acompañarlo, con mis ropas sosteniendo en lo alto con la mano derecha y la otra asida de la derecha de Eliseo. En una ocasión sucedió que al tratar de llegar al fondo del río con los pies, no encontré éste y me hundí hasta sumergirme la cabeza dentro del agua. Me desesperé largamente, sujetándome con mucha fuerza de la mano de Eliseo, quien al saber de mi aflicción me impulsó sacándome nuevamente a flote. Al fin logramos cruzar el río en un tiempo que a mí me había parecido interminable por el miedo y la desesperación, aunque con la confianza de tener al lado izquierdo como un guarda, a mi camarada fiel y amigo experto en estos trámites.
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7 EL MANACCARACU En la playa opuesta nos vestimos y con la satisfacción del primer peligro librado, reiniciamos la marcha en amena plática, que ciertamente nos distraía y hacía que los minutos y horas transcurrieran casi imperceptiblemente, hasta que de pronto sentí por sobre el hombro una palmada, era la mano de Eliseo y volví la cabeza para acudir a la señal que me hacía; me ordenó silencio colocándose el dedo índice sobre los labios. Me detuve y permanecí inmóvil, mientras que Eliseo retirando sigilosamente la escopeta de sobre su hombro, se la posicionó al pecho y apuntó a lo largo de la copa de un árbol que se erguía a la vera del sendero. Yo no advertía ninguna pieza que fuera motivo de caza, cuando retumbó el sonido del disparo y vi que del árbol caía un cuerpo haciendo ruido entre las ramas y arbustos que al pie del mismo crecían, y se escuchó un golpe seco.
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-¡Qué fue, Eliseo? -Pregunté con curiosidad, al tiempo que los dos nos dirigíamos al pie del árbol para buscar la presa. -Manaccaracu, niño -Contestó lacónicamente y después de buscar un poco lo encontramos. -Bueno, ya tenemos con qué desayunar, preparemos fogata y asémosla -Me adelanté a decir. -Pero, ¿con qué agua lo vamos a lavar niño? Vamos caminando hasta que encontremos un arroyo -Sugirió y continuamos caminando. El manaccaracu es un ave de regulares presas, algo así como una gallina de pelea o poco menos, que tiene la peculiaridad de hacer enorme bulla cuando se acerca la temporada de lluvias y busca nido para desovar. Siempre anda en pareja, pero esta vez no pusimos mucho interés en ubicarla. Casi al medio día llegamos a un arroyuelo y nos sentamos al borde. Yo encendí un cigarrillo y me recosté encima del camino, evitando hacerlo sobre la hierba, pues de ser así, al cabo de unos minutos sería invadido por una legión de diminutos ácaros de color anaranjado
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rojizo, lo izangos que gustan alimentarse del sudor y la sangre, y en grupos se meten pugnando por los poros en las zonas genitales y allí producen una comezón insoportable hasta no eliminarlos. Mínimamente el paciente afectado por este parásito pasará la primera noche sin dormir un instante, en su afán de rasgar el incomodísimo escozor de la zona afectada hasta dañarse con las uñas; este tormento será sin piedad ni contemplaciones hasta que amanezca, para verlos con la luz del día y aplicarles una crema amentolatada y luego, por espacio de unos segundos más, resignarse a la última y más fuerte crisis de comezón. Colocando el saquillo debajo de la cabeza, mientras que Eliseo desplumaba el manaccaracu y lo disponía extrayéndole las vísceras y lo lavaba en las cristalinas aguas del arroyo, terminé de fumar mi cigarrillo y entonces Eliseo sugirió: - Niño, ve haciendo la fogata. Incorporándome después de un par de minutos más, recogí ramas secas y encendí la fogata sobre el camino, ya que era el único sitio donde no crecía mucha hierba.
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Asamos el pajarraco condimentándolo con un poco de sal y devoramos hambrientos nuestras raciones saboreando hasta los huesos, que aunque algo dura es jugosa y dulce, lo que la hace presa codiciada en la selva. Pasaban por sobre nosotros algunos loros y otros pájaros a los que dábamos poca importancia; sin embargo el asado de manaccaracu no sería suficiente, puesto que calmaría nuestra flaqueza sólo momentáneamente. Era necesario cazar algo más para el día y observé. -Tenemos que cazar algo más, porque yo sigo con hambre y para todo el día no creo que esto sea suficiente. -Más adelante niño -Dijo Eliseo -No te preocupes, esto sólo es el desayuno; para el almuerzo tendremos algo mejor. Esto me consoló, porque a decir verdad no me había satisfecho la porción de manaccaracu, que al ser asado se redujo al tamaño de un pichón. Sólo pude llenar el estómago bebiendo mucha agua del arroyo. -No bebas mucho, niño -aconsejó Eliseo-, es malo, te dolerá el vaso cuando caminemos.
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8 LOTE PERÚ Tomando cada uno lo que correspondía continuamos caminando por el sendero angosto, en medio de la selva que cada vez se hacía más tupida. Ese camino conducía a un fundo llamado Lote Perú, a la misma altura de otro de nombre Huaynapata pero en otra dirección. De allí para delante ya no existe sendero o trocha, como se le suele llamar. Llegamos a Lote Perú a las cuatro de la tarde y los dueños nos recibieron con grandes atenciones. El propietario del fundo, un policía de la Guardia Civil, era muy amigo de mi padre y aunque no se encontraba presente, su esposa, una generosa señora atendió nuestra visita con abundancia de alimentos: huevos y plátanos fritos, yucas sancochadas y café puro fragancioso y caliente. Naturalmente, después de las rigurosas salutaciones al arribar a la casa,
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la primera pregunta curiosa de parte de la anfitriona, era saber qué extraños vientos nos llevaban a caminar por esos lugares muy poco transitados. -Estamos en plan de caza, señora -Respondí rápida y respetuosamente -Venimos en busca de sachavacas. Siempre hemos escuchado comentar que en estos lugares hay muchas. -Sí, claro que sí -Contestó la buena señora -Ciertas veces las vemos inclusive por los caminos y las chacras. Solamente cuando está aquí mi esposo captura con el fusil que tiene una que otra; pero cuando él no está no hay quién las cace y se pasean por los patios como Pedro por su casa, adivinando que no hay quien las hostigue. Por estos tiempos no hay muchas debido a que se están avecinando las lluvias; cuando llueve tienen en el monte muchos frutos y no se dan la molestia de salir por aquí a buscar alimento. Por este lado -dijo señalando con el índice al Norte-, hay un aguajal, según dice mi esposo, y ahí vienen sachavacas a comer el aguaje que cae de las palmeras.
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-¿Y cuánto distará más o menos de aquí al agujal? -Pregunté. -Será medio día de camino o algo más - Contestó la señora. -Bueno, allá iremos mañana, es decir si usted tuviera la gentileza de hospedarnos esta noche en algún rincón de su casa. -Vaya pues, claro que sí, qué ocurrencia -Se pronunció la dama-, les prepararemos algo para que descansen. -Gracias señora, no pensaba causarle molestias. -No es ninguna molestia, al contrario, me alegra mucho que nos hayas visitado, aunque sea de paso nada más -Y diciendo esto se puso de pie, de la banca donde estaba sentada y se dirigió a los interiores de la casa. Quedamos en la compañía de su hija, una muchacha de aproximadamente mi edad, quien entabló conversación sosteniendo el tema de la vida de colegio. Hacía un par de semanas que había llegado procedente del Cusco, donde cursaba la secundaria en un colegio nacional. Interrumpió la señora al salir nuevamente a la salita, que tenía dos paredes al descubierto, con solamente barandas, diciendo:
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-Ya está lista tu cama. Eliseo puede acomodarse en el mismo cuarto si tú lo quieres -Y cambiando drásticamente el tono de su voz dijo con un interés evidente y preguntó: ¿Cómo están tus papás? -Bien, bien, gracias -Dije y cayendo pronto en la cuenta de que era riguroso detalle social alcanzarle sus saludos, agregué con una inusual mentira pero de rigor protocolar: Me dijeron que si pasábamos por su casa le diera sus saludos. -Muchas gracias -Terminó diciendo con una sonrisa de satisfacción. Ya las aves comenzaban a volar bulliciosas en busca de sus nidos. Los sapos y ranas a coro con grillos y cigarras ensordecían anunciando la entrada de la noche. Las gallinas una a una ingresaban por la puerta de su gallinero, una casita pequeña al costado de la casa que servía de cocina junto a la vivienda principal. Un mundo comenzaba a despertar, el mundo nocturno que en la selva es tan igual de activo al mundo diurno, pues hay una gran cantidad de especies que viven de noche. En realidad cada momento del día de veinticuatro
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horas tiene su propio afán y cada uno es distinto al otro. Mas siempre, cualquiera de ellos mantiene su embrujo aparte, su propia magia, su particular encanto. Afanosa la buena señora preparó la mesa y procedió a servir la cena, que en medio de amena conversación la degustamos. La hija encendió una lámpara y la colocó al centro de la mesa, a la que por acción de la luz eran atraídos bichos y mariposas nocturnas. Luego de la cena la plática se prolongó por espacio de una hora más y terminada la tertulia pasamos a nuestra habitación a dormir. -Es el cuarto de Miguel -Me dijo la señora al tiempo que me conducía a una habitación y me ofrecía la cama muy bien tendida. Miguel era uno de sus hijos y estaba en el Cusco. Arrimamos las armas contra la pared, ya les habíamos sacado los cartuchos antes de entrar en la casa y nos dispusimos a dormir. Extraje una manta de la cama y se la di a Eliseo, quien a su vez sacó la nuestra del saquillo y envolviéndose con ella se acomodó en una esquina de la habitación. De cabecera puso el saquillo y al momento se entregaba a un profundo sueño.
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Muy temprano al día siguiente la señora llamó a la puerta, para indicarnos que nos había preparado el desayuno. Al salir de la habitación encontramos una palangana y una jarra llenas de agua fresca, donde pudimos lavarnos la cara y hacernos el aseo matutino. Una vez listos pasamos a la mesa y fuimos objeto de un verdadero convite, un banquete rural. Comimos plátanos y huevos fritos con yucas asadas a la brasa y embadurnadas con manteca de chancho y miel de abejas silvestres, acompañando con fragancioso café caliente y recién pasado. A las seis de la mañana nos despedimos prometiendo pasar de regreso en un par de días. La buena señora nos recomendó tener mucho cuidado y nos internamos en la selva, no sin antes agradecerle por los consejos, las recomendaciones y las generosas atenciones. Desde entonces caminamos abriéndonos paso a golpe de machetazos, tarea que estaba a cargo de Eliseo que andaba por delante. Claro que eso fue mientras anduviéramos por las cercanías del fundo, porque eran terrenos donde habían sido rozados para cultivar y que luego se habían llenado de arbustos, a lo que se le llama “purma”, que ya no es monte virgen y se caracteriza por ser más tupido y de muy baja altura, donde caminar abriéndose paso es algo laborioso.
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9 LA REGIÓN DE PANTIACOLLA Habrían transcurrido dos horas cuando salió a nuestro encuentro un “Siwayro” (roedor delgado del tamaño de un lechón cubierto de cerdas), al que seguimos un buen trecho dentro del bosque, sin poder darle caza por su naturaleza escurridiza. Alrededor del medio día nos detuvimos al borde de un pequeño arroyo a beber de sus aguas. Fue entonces que yo descansaba fumando y masticando unas hojas de coca, para adormecer el cuerpo y camuflar el cansancio, al tiempo que trataba de aliviar las ampollas que se iban formando en mis talones por el rozamiento de los zapatos. De pronto un estrepitoso sonido hizo temblar el bosque entero. Me sobresaltó y erizó mis cabellos por lo inesperado y sorpresivo: Era un disparo de Eliseo efectuado a dos metros tras mis espaldas. Cuando me volví para averiguar la
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causa, Eliseo depositaba la escopeta humeante en el suelo y corría por el bosque a grandes trancos; me puse de pie y al poco tiempo aparecía con un “paojil” en la mano, la mayor de las aves en la zona, de plumaje negroazulado y con pico rojo claro bermellón que le sube por la cabeza a manera de cresta. -¡Hermoso paojil! -Exclamé con el cuerpo aun tembloroso por el susto que me dio el repentino disparo. -Ya tenemos almuerzo niño -Comentó sonriente Eliseo, depositándolo junto a la escopeta -Estaba bebiendo del arroyo el bandido. Y diciendo esto fue por los alrededores en busca de algunas hojas secas para encender el fuego. Dentro del bosque es difícil hallar ramas y palos secos, pues cuando cae alguna antes de secarse se pudre por efecto de la gran humedad existente. Al cabo de hora y media, luego de gran esfuerzo por mantener la hoguera encendida y asar el ave, dimos cuenta de su exquisita carne, que satisfizo nuestro apetito y aun guardamos una pierna y parte de la rabadilla para más adelante. Teníamos que llegar a un lugar
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despejado para poder acampar en la noche, puesto que era indispensable hacer fogata para protegernos de los tigres y las serpientes mientras durmiéramos, y dentro el bosque o monte alto no conseguiríamos ramas y palos secos para encender fuego y mantenerlo toda la noche ardiendo. Caminamos con gran prisa descendiendo una quebrada, que nos condujo a un pequeño río del que ignorábamos su nombre. Eran las cinco de la tarde más o menos y no habíamos cazado nada con el apuro de bajar a la quebrada antes de que cerrara la noche, pero el estómago no nos exigía mucho, pues el almuerzo había sido además de suculento, consistente y abundante. El paojil tiene un tamaño poco menos que un pavo. Eliseo se apresuró a construir una enramada mientras yo encendía una fogata, proporcionándome gran cantidad de palos secos del borde del río donde nunca faltan, pues en temporada de lluvias arrastra ramas de los árboles que crecen a sus orillas y va depositándolas en sus playas, donde se secan expuestas al fuerte solazo de la selva. Oscurecía y la enramada hecha de hojas anchas ya estaba lista para ser habitada, al mismo tiempo que la fogata ardía con buenas llamas,
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que iluminaban las aguas torrentosas del río y los árboles aledaños, tiñéndoles de un hermoso color dorado pardo. Sentados al borde de la fogata calentamos en ella las dos presas que guardábamos del paojil cazado al mediodía y comimos; para luego platicar por espacio de una o dos horas, masticando algunas hojas de coca y fumando sin cesar para ahuyentar los zancudos y mosquitos nocturnos llamados “mantablancas”, que abundan en las playas de los ríos de la selva. Inclusive las mantablancas de alas blancas, que son las que producen la terrible e incurable enfermedad de la “Uta”, también conocida como “Lepra blanca” o Leismaniásis. Fue ocasión aquella para que yo insinuara en la conversación el tema predilecto de mi obsesión: la perdida ciudadela de la que tantas veces me había relatado Eliseo; pero, aunque lo disimulaba muy bien, éste no quería declarar que conocía su ubicación o al menos que tenía el recuerdo de la orientación donde se hallaba; yo sabía perfectamente que Eliseo conocía dónde quedaba este lugar misterioso, del que yo tenía la certeza que estaría ubicado en el cerro Pantiacolla, y por eso pregunté: -¿Y dónde queda el cerro Pantiacolla? -Pantiacolla queda más abajo, siguiendo
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por la cuchilla de este cerro que está al otro lado del río. En realidad todo este macizo se llama Pantiacolla -Me dijo señalando el cerro que se erguía al frente de nuestro campamento, a la otra banda del río. Era Pantiacolla, ahí mismo, frente a mis ojos, no me lo podía creer, hasta casi lo podía tocar, me sentía enardecido por el sopor de una emoción muy natural, máxime si esta montaña era desde años atrás, el escenario de los cuentos infantiles con que Eliseo alimentó mis inquietudes. Estaba ahí, cerca de mí, el cofre donde se guardaban mis más caros sueños. Por el momento era suficiente, ya sabía algo más y no debía hacerle más preguntas, para no declarar mi intención de ir a tal lugar, pues de hacerlo, comprendería mi propósito y se negaría a conducirme. Tal era el plan que yo había esbozado desde el origen de aquella cacería, que para mí carecía de importancia. Yo quería y debía llegar a esa ciudadela escondida en la selva, anhelo que había formado nido en mi corazón, como una pasión encendida señalando mi Norte. Luego escogí otros temas ajenos a aquel que trataba del Paititi y charlamos largo rato, fumando y masticando la coca que Eliseo convidaba. Él bebía de cuando en cuando un
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trago de aguardiente y la tertulia se prolongó hasta que rendidos, nos recostamos bajo la enramada encontrando yo, muy pronto, el sueño profundo, confiado en que Eliseo velaría por mí, protegiéndome de cuanto peligro se pudiera tejer bajo el amparo de las sombras, en el salvaje reino de las fieras, en la cuna de los más grandes misterios. Cuando desperté al día siguiente y los rayos del sol ya iluminaban los árboles siendo aproximadamente las seis, Eliseo estaba sentado junto a la fogata, atizándola para asar un “picuro” (animalejo muy similar al siwayro, aunque algo más robusto y de carnes mucho más finas y exquisitas, que acostumbra buscar su alimento en las noches y casi siempre duerme durante el día). Siendo aun muy temprano había salido por las riberas del río en busca de caza y a cuatro meandros, unos quinientos metros más abajo, había tropezado en la playa con el codiciado animalito al que diera muerte con la carabina. Siendo adulto y macho el picuro era enorme, y percatándose de que yo despertaba me dijo: -Niño, ahora desayunaremos picuro; levántate y ayúdame, haz arder la candela para pelarlo; se pela igual que al chancho, yo con el machete y tú con tu chaveta.
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Muy pronto los tizones rojos que desenterré de las cenizas de la fogata, hicieron llamas al contacto con los palillos acomodados dentro de los leños y sometidos a una andanada de soplidos de mi parte. Así pudimos hacer arder el fuego en altas y abundantes llamas, necesarias para quemar las cerdas del roedor. En efecto, Eliseo empapó en el río al animalejo y así goteando aun lo sometimos a las llamas, sosteniéndolo él de las patas posteriores y yo de las anteriores. Así fue que al cabo de una media hora de quemar uno y el otro lado, y pasarle la cuchilla filuda de mi chaveta y el afilado machete de Eliseo a manera de navaja, afeitamos las cerdas como suelen hacer los barberos. Quedó limpio y fue destripado sobre una piedra a la orilla del río. Era necesario acopiar más leña y yo me ocupé de hacerlo. Eliseo ya había hecho un arco de palos verdes y mojados, instalado sobre la fogata para cargar en él al picuro y asarlo, así es que sentándonos frente a frente en las respectivas piedras que hacían de nuestros asientos, comenzamos a darle vueltas y vueltas de cuando en cuando, procurando mantener fuerte y vigoroso el fuego que atizábamos constantemente. Al cabo de hora y media parecía estar bien asado, por lo menos la superficie, lo que
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comprobamos cortando un pequeño trozo para probarlo y luego lo devoramos con hambre canina, dejando sólo parte de la cabeza y un poco del espinazo. Realmente ya no podíamos comer más. Era grande el animalito, aunque por acción del fuego se había reducido; pero fue su abundante grasa lo que hizo que nos empalagáramos y saciáramos nuestro apetito matutino. Felizmente nos quedaba algunos trozos de la yuca asada que la señora de Lote Perú nos obsequiara, y que Eliseo se encargó de guardarlo y fue la guarnición perfecta para nuestro potaje. -Anoche ha estado dando vueltas por aquí cerca el tigre -Dijo Eliseo cuando terminamos de comer-, no quiso acercarse el pendejo, es por el fuego, le tiene miedo a la candela el traicionero ese. Yo sentí que mis cabellos se erizaban y la piel se me escarapelaba al escucharle y pregunté: -¿Lo has visto? -No -Contestó Eliseo -Sin embargo lo he sentido por su olor a óxido de fierro y hasta ronroneaba como el gato dando vueltas a unos cien metros, pero yo
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estaba listo con la escopeta; mejor se hubiera acercado aquí para meterle plomo al astuto animal ese. Eso me tranquilizó y recordé que siendo mi compañero de origen nativo, tenía un sentido extra para percibir los peligros. Podría decir que Eliseo dormía con un ojo abierto y los oídos aguzados. Los nativos conocen hasta por el olor a los animales y las noches las pasan en constante vigilancia. Es su naturaleza. Es la selva el ambiente en que están más a gusto. El jaguar, más conocido como tigre, es el animal más feroz de la selva americana, es el rey de la selva amazónica. Traicionero por excelencia. Ataca a sus víctimas por sorpresa y a la gente por la espalda, haciéndolo con astucia incomparable; pero tiene un pánico formidable al fuego del que huye y no se atreve a acercarse. Cuando ya estábamos listos para proseguir nuestra caminata por la selva con las armas al hombro, mi compañero sugirió: -Niño, tendremos que ir por la playa de este río, para llegar más abajo al aguajal del que nos habló la señora de Lote Perú. -Por supuesto -Contesté entusiastamente comenzando a caminar.
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10 LA CAZA DEL VENADO Estupenda sugerencia. Por ahí se llegaría a la larga, río abajo, a la ciudadela escondida y como la mañana estaba fresca, además de haber dormido bien, al menos yo, y con el estómago satisfecho, los dos marchamos playas abajo siguiendo el curso del río. Caminando por las arenosas y pedregosas playas, despejadas por trechos y llenas de arbustos en otros, los que teníamos que sortear abriéndonos trocha con la ayuda del machete de Eliseo, herramienta esta que formaba parte importante de su cotidiano atuendo; instrumento que no abandonaba su mano derecha, a menos que se tratara de estar sentados descansando o acampando por las noches y a la hora de las meriendas. Sujeto a la correa de mis pantalones tenía yo una chaveta de montañés, que desde muy pequeño había acostumbrado cargarla conmigo en cualquier hora del día, siempre que estaba en la selva.
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Alrededor de las diez de la mañana nos detuvimos en seco al avistar en la playa, a unos doscientos metros más abajo, un par de venados con el pelaje rojizo y sin cuernos, características de los venados de la selva. Tranquilamente bebían de las aguas del río y no habían advertido nuestra cercanía. Con mucho sigilo y casi a gatas, nos desplazamos hasta el borde de la playa en relación con el bosque, procurando escondernos con las ramas y arbustos. Eliseo me hizo una seña, que yo comprendí como que debía quedarme quieto y en silencio, mientras él se deslizaba por entre los arbustos. Así lo hice y él también continuó avanzando, acercándose a su presa. Se deslizaba sigilosamente, agazapado como el mejor de los felinos, sin producir ruido alguno que pudieran captar los finísimos oídos de los venados. Sus movimientos eran lentos y cuidadosos como los de un gato a la conquista del ratón. Caminaba tan encorvado que su cuerpo era una escuadra. De ratos iba a gatas. Yo lo observaba en silencio mientras también miraba a los venados, con el arma lista para dispararles si advertía que trataban de escapar, aunque a esa distancia difícilmente podría acertar el tiro, no obstante mi envidiable puntería. Eliseo ya se había perdido de mi vista y habían transcurrido varios minutos, los que me parecían largas e interminables horas.
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Los venados disponen de un finísimo oído y perciben el más ligero movimiento extraño, advierten el peligro con asombrosa facilidad. Hubiera bastado que yo tosiera un tanto fuerte, a pesar de la distancia, para que de un par de brincos alcanzaran las espesuras del tupido bosque, desapareciendo raudamente del escenario. Seguramente Eliseo estaba ya bastante cerca del par de ejemplares, porque estos se inquietaron un poco y girando sus cabezas de un lado al otro, orientaban sus orejas como antenas de radar, como percibiendo el inminente peligro. Dieron algunos pasos como preparándose a emprender la fuga, cuando de pronto se dejó escuchar el fuerte sonido explosivo de la escopeta. Era el certerísimo tiro efectuado por Eliseo. Vi al más grande dar un brinco por los aires y caer al suelo, volviéndose a incorporar con un segundo salto de unos dos metros de alto, para luego quedarse inmóvil en el sitio, tendido en el suelo. Al otro ni lo advertí, seguramente con el espantoso estruendo del disparo escapó velozmente introduciéndose en el monte. Corrí playas abajo al encuentro del venado caído, brincando los troncos cruzados sobre la arena y tropezando con algunas piedras.
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En ese mismo momento vi salir a Eliseo del bosque portando la escopeta, y con pasos ligeros dirigiéndose hasta la presa conseguida. En su acecho había llegado hasta muy cerca del lugar por los venados escogido. Con qué habilidad lo habría hecho, que no se percataron de la presencia de su cazador, sino hasta que estuviera demasiado cerca como para no errar el tiro, y sonara el disparo mortal que dio en el costado del semental de la pareja, perforándole la región del corazón y destrozándolo entero. Eliseo se detuvo a unos tres metros del venado caído y cuando yo llegué cerca de él, me hizo una enérgica seña de alto colocándome la mano sobre mi pecho, al tiempo que decía: -¡No te acerques mucho, niño!, aún puede estar vivo. Cuando están solamente heridos son peligrosos, porque pueden saltar y darte una patada que te rompería muchos huesos. Obedecí y ambos nos quedamos unos segundos observando al animal tendido en la arena, hasta que lo vimos sacudirse fuerte y estirar las patas muy tensamente, dando señal con tal actitud que acababa de morir.
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-Ya murió -dijo Eliseo-, ahora podemos acercarnos. Diciendo esto agarró la delantera, mientras yo me quedé unos segundos más, hasta comprobar su muerte definitiva, cuando Eliseo agarrando una de las patas la tiró haciendo un giro para que se volteara al otro lado, enseñando en el costado anverso un enorme forado, por donde le había salido el puñado de postas con que había sido cargado el cartucho de la escopeta. -¡Caray, le has dado con la carga para tigre! -exclamé asombrado-, casi lo pulverizas todo. -Tú, niño, has hecho las cargas de la escopeta; esto tenía mucha pólvora y mucho perdigón grueso, estas son postas (municiones de gran calibre, solamente usadas para fieras o animales grandes). -Los cartuchos colorados están cargados como para tigre o sachavaca -expliqué-, los amarillos son para animales menores y los verdes para las aves. La escopeta tenía puesto uno colorado. -¿Tigre o sachavaca? Como para matar un elefante querrás decir. Casi me rompe la clavícula con la pateada -Comentó Eliseo sobándose entre el pecho y el
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hombro derechos, donde se apoya la culata de la escopeta para disparar. Levantamos el venado para llevarlo junto a la corriente del río y comenzar la tarea de sacarle la piel mientras estuviera todavía con el cuerpo tibio. -Y ahora ¿qué vamos a hacer con tanta carne? -Comenté poniéndome de cuclillas junto al venado y contemplando su enorme cuerpo. -Haremos chalona, niño -Dispuso alegremente, como si hacerlo fuera parte del juego, de ese juego infantil convertido en algo serio, y no poco serio, tratándose de Paititi. Para hacer chalona la carne se corta en filetes grandes, los que se unta con gran cantidad de sal y se lo deja expuesto al sol sobre una piedra muy caliente del río. Ese es el proceso para hacer la chalona de la selva. La chalona de la sierra pueda que tenga otro procedimiento; siempre lo habíamos consumido en casa, pero era la que traían los arrieros procedentes de Paucartambo, y allí llegaba de las provincias altas, donde los rayos solares no hacen su trabajo sino acompañados del frío y las heladas, que
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caracteriza a estas regiones también llamadas punas, y lo hacen de cordero, por eso es casi blanca; en cambio la cecina la hacen de res o de alpaca y es roja oscura. -Una parte comemos ahora y otra nos llevamos asada para el camino -Terminó diciendo Eliseo. -Aun así, yo creo que esto es un desperdicio. Siento remordimiento sabiendo que tendremos que abandonar mucha carne que se echará a perder -Terminé diciendo algo consternado y un poco triste. -No te hagas problema por eso, niño. Siempre hay otro animal que anda buscando qué comer. Ya vendrán y nos agradecerán el haberles dejado su parte. Aquí en la selva nada se echa a perder, niño. Dentro de un par de días sólo huesos quedarán esparcidos por doquier. Los gallinazos, los tigres, las hormigas, hasta las mariposas, todos, todos dan cuenta de lo que encuentran a su paso. Así son acá -Terminó diciendo. Comprendí que estaba en lo cierto. Qué bien me hizo saber que en la selva todo lo natural se recicla, nada se echa a perder. Que así se
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refleja la evidencia del ciclo que demanda la evolución de las especies. Ocupados en dicha tarea estuvimos hasta que el sol se colocó en el cenit. Hicimos asado y almorzamos esta vez con rabadilla y rabo de venado, la presa más apetitosa y exquisita de este animal asado al fuego directo.
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11 LA TEMPESTAD Después de merendar platicando animadamente, sentados en media playa, no sin antes darnos un buen baño en las aguas frescas del río Pantiacolla, nos tendimos en la arena, aprovechando la sombra que proyectaba la frondosa copa de un enorme árbol de pisonay, que cerca de la orilla sobrevivía a las crecientes exhibiendo su colorida floresta. Fumamos mientras contemplábamos algunas nubes blancas y muy altas, decorando el azul profundo del firmamento con sus enigmáticas figuras, que perduran el tiempo escaso que duran algunos sueños. Allí fue cuando Eliseo me preguntó sobre la vida del colegio, queriendo saber qué destino me esperaba con la educación que estaba recibiendo en la ciudad, a lo que expliqué diciéndole que nunca estuve de acuerdo con los estudios en los colegios, con la vida de la ciudad; que en la selva se aprendía mejor sobre la vida.
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Que en la selva estaba mi verdadera felicidad y que la ciudad sólo me atormentaba. Desde que me llevaron por primera vez a estudiar, a la edad de ocho años y medio, esperaba contando los días en el almanaque, para que llegara la temporada de vacaciones escolares y poder reunirme con mi familia, mi naturaleza, mi cuna; encontrarme con la libertad de poder andar descalzo, lejos de las matemáticas, el algebra y la geometría. Me enronchaba la piel de alergia tan sólo con pensar en los tediosos desfiles y saludos a la bandera, sus castigos por llegar tarde o no cumplir con las tareas, que son un verdadero martirio, porque le roban a los niños y los jóvenes preciosos minutos de juego y diversión, terrenos éstos muy fértiles para la creación y en consecuencia para que florezca la imaginación. Luego, con harta carga de melancolía agregaba diciendo cómo extrañaba mis gallinas cuando estaba en la ciudad; mi gallo, Chaplín el mejor perro del mundo, mi carabina y mis anzuelos; cómo extrañaba mi paraíso estando en el colegio. Cómo extrañaba los ríos, los montes y las fogatas, las estrellas y las nubes, las lluvias y las tardes para dormir sobre la arena del río Hospital; los arrozales y el yucal donde cazamos siwayros. Cómo extraño el guayabal, todo eso Eliseo, le decía. Nunca quisiera volver a la ciudad, pero al parecer así son las cosas, dicen
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que si no estudio me quedaré de peón por toda la vida, como si serlo fuera la desgracia concebida. Que debo tener alguna profesión, dizque para asegurar mi futuro. Cada vez que me voy lo hago llorando todo lo que dura el viaje, y desde la noche en que llego miro el almanaque todos los días, contando las semanas que me faltan para volver a mi terruño. Poco después tomamos nuestras armas y cargamos sobre los hombros los aparejos del viaje. Partimos, siempre playas abajo, dejando una parte de la chalona secándose al sol sobre las piedras del medio del río; sin disparar más, a pesar de tropezar constantemente con animalillos y aves que invitaban a la caza. Era preciso reservarnos municiones para la cacería de sachavacas y no había que desperdiciarlas, teniendo todavía buenos trozos de chalona y asado de venado en el saquillo que Eliseo cargaba a la espalda. Era ya como las cuatro y media o cinco de la tarde. Habíamos caminado mucho y avanzado bastante. El cielo se había cubierto de nubes desde las tres más o menos y oscurecía cada vez más. Se juntaron muy prontamente unos nubarrones grandes y cambiando su tonalidad de claro a oscuro, amenazaba con
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aguacero seguro. Era evidente que en pocos minutos más comenzaría a llover y nos detuvimos en una playa muy despejada. -Hay que hacer la choza, niño, lloverá muy pronto -Dijo con voz presurosa. Acto seguido depositó la escopeta apoyándola en el tallo de un pequeño arbolito. Arrancó de un arbusto una hoja muy ancha y con ella puso techo a la boca del cañón para protegerla del agua. Se aproximó al bosque y usando su machete comenzó a cortar unos palos en forma de varas. Yo extraje mi chaveta y dejando mi carabina junto a la escopeta, también me puse en la tarea de cortar ramas y hojas anchas. Era una verdadera rutina en nuestra convivencia desde trece o catorce años atrás. Vaya, qué digo, toda mi edad. El cielo comenzó a tronar y relampaguear y nosotros nos apresuramos a construir la enramada, con la habilidad y destreza con que Eliseo realizaba esas típicas faenas de su medio. En menos de veinte minutos más caían las primeras gotas y ya la choza estaba construida con mucha hojarasca en el techo inclinado, que lo hicimos así para que se deslizara fácilmente el agua y no se escurriera hacia adentro, pero con la
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desventaja de que al estar demasiada vertical no cubría bien toda la superficie requerida. En fin, ya no había más tiempo, la enramada estaba sostenida por cuatro postes de palos suficientemente gruesos y fuertes, que mi compañero se había encargado de clavarlos en el suelo rápidamente y nos protegía de un aguacero que en pocos segundos era tan torrencial, que dejaba entrar hasta más de la mitad de lo cubierto, pues venía con tan fuerte viento que hacía que la lluvia cayera diagonalmente. Nos acurrucamos al fondo, ya donde las hojas del techo llegaban al suelo, mas siempre nos mojaba las piernas hasta la cintura, inclusive parte de la camisa. Así estuvimos algo de media hora, fumando un cigarrillo tras otro, a exigencia del frío que sentíamos en las piernas y escarapelaba nuestros cuerpos. Aun así yo no renunciaba a la idea de que la vida en esos parajes es incomparable. Que hasta sus inconvenientes tienen su particular encanto y son agradables. Inclusive en estas circunstancias aparentemente adversas, no perdía su magia entretejida con este tipo de apuros y contratiempos. Nuestra preocupación se concentraba más en el cuidado de las municiones, los fósforos y los cigarrillos, procurando protegerlos de la humedad, hasta que repentinamente calmó la
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lluvia, despejándose de pronto el cielo. Es verdad que las lluvias en la selva son curiosas y algo caprichosas, a veces vienen como tan pronto se van. Como en cualquier parte del mundo, pienso. Había dejado de llover, pero en cambio las sombras de la noche ya cubrían un poco las cosas. El piso estaba húmedo y en la choza no había mucho espacio seco. Las ramas y los palos estaban mojados por la lluvia y no podríamos hacer fogata para pernoctar. Estábamos realmente en un problema. Pronto cayó la noche y las tinieblas cubriéndonos sin dejarnos tiempo para prepararnos. Eso casi me hizo cambiar de parecer, se me iba venir abajo el encanto; pero entonces Eliseo se levantó y se puso al tanto, tomando la linterna me señaló con el índice en forma terminante para decirme: -No te muevas de aquí, niño, quédate tranquilo y fuma bastante. Diciendo esto salió de la choza con la linterna y alumbrándose con ella se fue caminando playa arriba. Yo encendí un cigarrillo, pues era conocido que mientras había uno encendido y se producía bastante humo, las serpientes no se acercan y además se ahuyentan las mantablancas. Se perdió la luz de la linterna y quedé completamente solo y desamparado, envuelto en un paño negro y aterrador que sólo
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era iluminado débilmente, por la brasa del cigarrillo que de cuando en cuando aspiraba para fumar. El miedo comenzó a carcomer y a minar los cimientos de mi valor hasta entonces acumulado, y propiciaba muy cerca la aparición del pánico. Miraba por los cuatro costados pero no veía nada en absoluto, tal pareciera que un manto de terciopelo negro colgaba de mis pestañas. Me parecían siglos de soledad y no sólo cien años. Saqué mi cuchilla y la mantuve en la mano, lista para defenderme de cualquier acontecimiento extraño. No sería ésta la solución ante el intempestivo ataque de un tigre, pero al menos me defendería o tal vez dificultaría su saña. Gritaría llamando a Eliseo para que viniera en mi defensa. Sólo junto a él me sentía verdaderamente seguro y protegido. Me pareció haber esperado un rosario de horas, sin embargo no serían apenas unos cuantos minutos los que demoró mi socio, quién apareció por la playa alumbrándose con la linterna y devolviéndome la tranquilidad a medida que se acercaba. Cuando todavía no había terminado de llegar a la choza, le dije con tono de queja: -Te demoraste demasiado, Eliseo, pudo haberme atacado el tigre.
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-Fui a traer leña seca, sino ¿con qué haríamos la fogata esta noche? Si no demoré mucho, ¿por qué pues te asustas? -Claro que tengo miedo, sin luz y solo -Refunfuñé algo molesto. -Bueno, ya estoy aquí. Mira, he traído bastante leña seca. Haremos la fogata pronto -Terminó consolándome y encendimos algunas hojas secas que venían adheridas en las ramas; en realidad era un gran cargamento de leña, nos duraría toda la noche. -¿Y dónde encontraste leña seca si todo está mojado? -Interrogué curioso. -Cuando veníamos vi el tronco de un gran árbol caído al canto del río, en la playa, allá arriba. Debajo del tronco habían ramas y palos que el río arrastró en una creciente y como ahí debajo no se mojan, sirven para encender fuego -Explicó y me dejó satisfecho, a la vez que lo admiraba por su genio de advertir las cosas y ser tan buen observador. El fuego ya ardía bien y me recomendó no ponerle mucha leña, ya que debíamos ahorrarla para alimentar la fogata toda la noche. Esa era una de las tareas de Eliseo, pues yo
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pescaba el sueño y no despertaba sino hasta que aclaraba el día, sin preocuparme mayormente de los peligros que acechaban, ya que tenía alguien que por mí lo hiciera. Calentamos los trozos de asado que traíamos, ensartándolos en las puntas afiladas de unas varas de palos húmedos; así cenamos muy bien mientras secábamos nuestras ropas mojadas, sentándonos muy junto a la hoguera que ardía sobre la arena. Luego, terminado cada uno nuestra ración de carne bebimos unos tragos de aguardiente, era recomendación de Eliseo; había que calentar el cuerpo por fuera y por dentro, para evitar una pulmonía o mínimo un fuerte resfriado a consecuencia de la mojada. Esto reconfortó muy bien el organismo que reaccionó y evitó que el frío se apoderara del cuerpo; incluso sirvió de excelente digestivo, ya que nos llevó al baño a los dos a unos veinte metros del campamento. Durante un par de horas aproximadamente charlamos de muchos temas, entre otros de las leyendas del “chullanchaqui”, personaje mitológico que mantiene suspendido en zozobra a los pobladores de la selva, ya que su presencia inusitada proporciona mucho miedo. A mí se me paraban de punta los pelos escuchando a Eliseo
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narrar sobre esto, no obstante que desde niño había oído estas espeluznantes narraciones sobre el chullanchaqui. Muchas personas han enfermado seriamente luego de haber tenido una experiencia con este fenómeno, hasta se han vuelto locos. Los pocos testigos de su existencia cuentan que tiene un aspecto tremendamente desagradable. Afirman que es un ser humano atrapado por la locura de la selva. Dicen que tiene una sola pierna y es por eso su nombre, que en castellano viene a ser: “De un sólo pie”. Que tiene los pelos crecidísimos igual que las uñas que son como garras, los ojos rojos y desorbitados como los de un verdadero esquizofrénico y muestra los dientes como si fueran colmillos. Es común escuchar decir:”no vayas solo por el monte, el chullanchaqui se te va a presentar y con engaños te va a llevar”. La gente en la selva le tiene un pánico tremendo a este mítico habitante de los bosques. Luego de que la tertulia fermentara en sueño, bostecé abriendo los brazos y entré en la choza, acomodándome en el lugar ligeramente seco. Puse el saquillo de almohada y concilié el sueño; aun pude sentir que Eliseo me cubría la espalda con la manta, luego se acomodó sentado sobre una piedra junto a la fogata, cruzando los brazos sobre las rodillas y apoyando en ellos la
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cabeza; mas siempre con la escopeta entre muslo y vientre, lista para ser tomada en caso de peligro. En realidad Eliseo no dormía, simplemente descansaba muy atento a cualquier ruido extraño, el que podía percibir con mucha facilidad. Desde recién nacido, había recibido lecciones de su padre y de los adultos de la tribu en que vino al mundo, para lograr perfeccionar ciertas facultades del ser humano, así como aguzar el oído hasta niveles comparados con el de los animales. Solía relatar las experiencias en las que se tuvo que ver desde muy pequeñito, imitando voces, imitando a los peces, imitando el escuchar de las nutrias y de los siwayros; otras veces debía cazar un murciélago con la ayuda de una rama, y si lo hacía sólo con las manos era mucho mejor. Aprendía a dormir echado sobre un tronco a varios metros sobre el suelo, sobre la rama de un árbol, sentado sobre una piedra, colgado de los tobillos con una liana, etc. No pude imaginar qué hora sería; desperté siendo todavía noche y vi a Eliseo que permanecía quieto en su posición inicial, y la fogata ardiendo con fuego regular y constante. Esto me hizo suponer que mi compañero no dormía, ya que para mantener el fuego encendido, era necesario atizarlo muy a menudo y alimentarlo de cuando en cuando con nuevos leños. No dije nada y al cabo de un minuto ya
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estaba nuevamente entregado al sueño confiado y profundo, hasta la mañana siguiente, cuando al abrir los ojos vi que el día aclaraba tenuemente. Serían como las cuatro y media o entrada las cinco de la mañana. En el mes de enero los días son más largos y en consecuencia amanece más temprano; mas mi sorpresa fue grande al mirar la fogata extinguida y la piedra donde estaba Eliseo vacía. Me incorporé asustado y miré arriba y abajo de la playa apoyándome con las manos en el suelo, para inclinarme y poder mirar por fuera de la enramada, y Eliseo no estaba por ningún lado. Por un instante pensé que me había abandonado, sentí en la garganta un nudo que contenía un llanto de desesperación y soledad. Cuán tremendamente desesperante sería quedarse solo dentro de la selva desconocida. Fueron pocos segundos suficientes para estremecerme hasta los huesos y el corazón comenzó a golpearme ligera y fuertemente. Recién pude saber que no era tan valiente como pensaba. Mi cuerpo estaba entrando en una crisis desconocida, aunque bien en algún momento de mi vida había experimentado esa misma sensación, pero esta vez el efecto era grande debido a las circunstancias, al escenario, a la situación histórica del momento.
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Recién recobré la tranquilidad cuando escuché no muy lejos un disparo de carabina. Lo reconocí muy bien, qué caray, era el sonido de mi veintidós querida. Ese hecho me convenció de que Eliseo había ido de caza matutina para preparar el desayuno. Observé dentro de la cabaña y efectivamente no estaba mi arma en el sitio en que yo la había colocado la noche anterior. No me expliqué cómo pudo sacarla, pues incluso yo dormía apoyado sobre ella. Recién comprendí que no debía desconfiar de Eliseo, ¿cómo hacerlo si era mi mejor amigo, mi camarada y mi compañero de aventuras? la lealtad de Eliseo era a prueba de todo, como la de un fiel y verdadero amigo.
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12 LA MONTAÑA DE PANTIACOLLA Aun teníamos qué desayunar, pues todavía sobraban algunos trozos de venado que no pudimos acabar en la cena anterior. Luego hizo su aparición Eliseo portando en su mano un picuro, aunque no de gran tamaño, pues no era adulto, condición esta que lo pone en un nivel de primera en la escala gourmet de la selva. -Y ahora ¿Qué comemos Eliseo?, ¿picuro o el venado que nos sobró anoche? -Dije en un tono que expresaba algo de sarcasmo. -Picuro, niño, porque venado ya no hay, me lo comí a media noche porque sentí hambre Contestó y se fue a la orilla del río a preparar lo que había cazado dejándome la respuesta a mi comentario.
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Yo encendí la hoguera y procedimos a limpiarlo quemando sus cerdas en el fuego. Colocamos dos postes a los costados de la fogata, con unos tronquillos que fui a cortarlos con el machete, para luego insertar en ellos una barra horizontal encima del fuego, atravesando el picuro en ella como lo hacen en el cine. Lamentamos no contar con su guarnición de yuca sancochada, con lo que su exquisita carne fina cobra un valor insuperable de sabor. El desayuno se consumó y la marcha se reinició siempre por la orilla, hasta más o menos las once de la mañana, en que nos detuvimos a beber agua del río y al no soportar más el solazo que nos quemaba la cabeza y la espalda, nos desvestimos y entramos a un remanso para nadar y remojarnos. Nos sentamos a descansar encima de una piedra de regular tamaño que estaba casi en la mitad del cause, luego de mojarla echándole varias veces agua con las manos hasta que se enfriara, pues parecía una plancha de lavandería; así dejamos que nuestros cuerpos mojados se vaporizaran al contacto con los rayos del sol. Al minuto se levantó Eliseo para ir a traer un cigarrillo encendido, que lo fumamos alternadamente mientras desatábamos una conversación:
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-¿Dónde quedará el aguajal? -Pregunté mirando el cerro que a la izquierda del río se elevaba. -Por aquí podemos seguir, pero el aguajal ya hemos pasado. La señora nos dijo que estaba a medio día y ya hemos caminado dos y medio; pero por aquí debe haber otro aguajal cerca, esta mañana vi excremento de sachavaca en la playa, y eso me indica con seguridad que está muy cerca su comedero. Diciendo esto me pidió le alcanzara el cigarrillo ya casi por la mitad, el cual se lo fumó con mucho deleite, como lo suelen hacer los que no son fumadores compulsivos. Qué lejos estábamos de la casa y mis padres no sabían nada de esto. Comentamos haciendo juicios sobre lo que estarían pensando que estábamos en el Cusco. Una sensación de remordimiento fue apoderándose de mí, tal vez queriendo nacer un atisbo de culpabilidad. Si algo sucediera no tendrían noticias de nosotros, pensé. Comencé a sentir nostalgia. No debí haber hecho esto tal vez, pero quizás llegue al Paititi y entonces mi sueño se habrá cumplido, me consolaba pensando. Ya mi cerebro se dejaba nuevamente absorber por el misterio que quería descorrer, y con disimulo, como haciendo una charla sin interés, pregunté a Eliseo:
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-Y tú, ¿llegaste a ir alguna vez al Paititi? -No, niño, pero mi padre sí. Él decía que ese pueblo de los antiguos queda por aquí adentro, tal vez sea por estos sitios Decía, y al decir, dejaba sentir algo en su tono de voz, como un resuello de melancolía que yo traducía como que no estábamos muy lejos ya. -Este cerro, ¿qué se llama? -Pregunté mirando al cerro al que me sugiriera subir rato antes. -Pantiacolla Pronunció. Un salto brusco dio mi corazón. Esa montaña que quedaba frente a mí, tan cerca de mis manos, era nada menos que el mismísimo Pantiacolla. No sé si sentí cierto temor o quizás una emoción desmedida, pero ciertamente alteró la cadencia del palpitar de mi corazón. Era el Pantiacolla. Eso quería decir que tal vez estábamos muy cerca del Paititi. Quizás caminando un poco más encontraríamos el gran portón y descenderíamos por aquellos escalones de piedra. Tal vez esta se situaba a la manera de Machupijchu, en la cima de aquel cerro imponente y majestuoso que se erguía desde la playa opuesta a la que estábamos, poblado de árboles añosos y gigantes. Era el Pantiacolla, nada más ni nada menos; ahí estaba como un
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coloso, como un gigante que cuida la selva y sus misterios desde los tiempos de la creación. Pensé todo eso en silencio, contemplando atónito la grandeza de tal cerro, haciéndose aún más grande desde el momento en que Eliseo me dijera que así se llamaba, pues tomaba una importancia muy especial desde entonces para mi objetivo. Eliseo interrumpió el silencio para decirme mientras se ponía de pie: -Espérame aquí un rato niño, voy a traer algo para comer, ya está cerca las doce, tenemos que descansar bien y alimentarnos para subir al Pantiacolla. Allí encontraremos sachavaca. Ya regreso, no demoro -, y tomando al paso la carabina desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Me zambullí en las aguas y me puse a nadar mientras mi compañero estaba ausente, pues el calor del medio día hacía arder el cuerpo y la cabeza. Estuve metido en el agua todo el tiempo que demoró en volver. No había escuchado disparo alguno, tal vez porque el sonido que producía la carabina, como que era de calibre veintidós, era muy débil en relación con
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el de la escopeta, o porque en momentos que se producía el supuesto disparo yo zambullía dentro del agua, mirando las piedrecillas y algunos pececillos juguetones que hacían más plácida mi permanencia. Pero transcurrida media hora aproximadamente de tranquila espera, Eliseo apareció con una pava en la mano caminando por la playa. -Yo también me voy a bañar -Dijo dejando la tremenda presa junto a la carabina que arrimó en una piedra, y desnudándose se zambulló en las corrientes frescas del río Pantiacolla, donde disfrutamos de muchos minutos de refrescante chapoteo y solaz esparcimiento. Así estuvimos durante unos quince minutos más, hasta que salimos para preparar la pava asada haciendo la fogata como todos los días. En realidad ya estábamos en el quinto día de expedición desde nuestra salida la noche del lunes. En conclusión era viernes y no recuerdo la fecha aquella, sólo el mes, enero; cuando está en pleno apogeo la temporada de lluvias y ya son fuertes en la región de la selva, sorprendiendo con su avalancha inesperada a cuanto incauto no tuviera las previsiones del caso. Una tormenta en
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la selva tiene su especial configuración. Al escuchar los truenos y empequeñecido y tembloroso ver los relámpagos, y sentir acurrucado el sonido de alguno que otro rayo que cae sobre la copa de un árbol al que derriba, recuerda las lecciones de Historia Universal que dictaba con mucha vehemencia el profesor en el colegio, y entonces uno imagina que fuera el fragor de la batalla celestial que libran los dioses del Olimpo. Cada estruendo producido por una tempestad remece el ser sacudiéndolo desde los huesos. El cielo se parte como un cascarón de huevo y el fogonazo ilumina todas las cosas con una luz eléctrica de gran poder. Esos fenómenos aumentan las angustias y la desesperación. Hacen sentirse tan pequeño, que dan ganas de ocultarse debajo de los árboles como meros e insignificantes corderillos. En esos momentos recuerdo con certeza el pensamiento de alguien que dijo cierta vez, estando de visita en la casa hacienda de mis padres: “La selva es un asunto para valientes”. Reconfortante y refrescante por demás fue el remojón que duró varios minutos, tal vez una hora. Salimos de las aguas y me enfundé en mis ropas, aunque Eliseo no lo hizo del todo, colocándose únicamente la truza, y preparamos la fogata con abundante leña, que ardió haciendo
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chisporrotear las ramas y los carrizos que consumía vorazmente. La pava se asó muy bien y mordimos las presas con gran apetito, sensación que nos provocó el empalagoso baño del medio día caluroso. No dejamos más que los huesos casi triturados desparramados en la arena, como único rastro y constancia de que allí estuviéramos aquel viernes a la mitad del día. Con el estómago repleto y las fuerzas renovadas, nos dispusimos a cruzar a la orilla opuesta del río. Lo hicimos con solamente medio cuerpo vestido, el agua nos llegaba hasta el ombligo en su parte más profunda y sosteniendo a buena altura nuestras demás ropas y mis zapatos, más los equipajes y armas, nos metimos en el río donde antes nos habíamos bañado, cruzándolo sin problema alguno. Llegados al otro lado, nos vestimos y siendo más o menos como las dos de la tarde, empezamos a caminar en pos de las faldas del Pantiacolla, que comenzaba a erguirse a no más de doscientos metros de distancia, dispuestos a trepar, Eliseo con la esperanza cifrada en las sachavacas, y yo con la ilusión de encontrar pronto la ciudadela de mis sueños: el Paititi.
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13 LA BOA Subíamos el gran cerro caminando por debajo de grandes y frondosos árboles, tétricos y sombríos, guardando por décadas, siglos y hasta milenios, el testimonio de la eterna soledad sin la presencia del hombre, de lo impenetrable, de lo virgen, de lo inexpugnable. Con su concierto clásico de mil sonidos que se confunden, haciéndose indefinidos en la sinfonía mágica de cantares y trinos, de onomatopeyas que dan origen a términos, que luego van a incrementar el caudal de la lengua nativa de la región. Chillidos de monos de diversas especies que juguetean curiosos y traviesos: maquisapas, musmuquis, ccotos y fraylecillos observándonos pasar con asombro por debajo de ellos. Loros que al espantarse gritan y se alborotan sacudiendo sus alas en alarmante vuelo. Pájaros exóticos que contemplan inquietos la presencia nuestra a través de sus dominios. Algún animalillo que
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disparado cruza frente a nosotros. Una pequeña ardilla que hace gala de su encantadora figura, dejándose retratar con la retina de mis ojos para guardarla por mucho tiempo. Aves de hermosos plumajes coloridos, que gallardos y vanidosos coquetean en alguna rama no muy lejana, sin siquiera inmutarse al sentir nuestra presencia. Pero entonces, de pronto, Eliseo que siempre marchaba por delante guiando la caminata y protegiéndome, abrió los brazos repentinamente. Lo imité tras él, intrigado por su actitud y casi atropellándolo. Con mucha delicadeza y suavidad y sin voltear siquiera me alcanzó la escopeta que llevaba en la mano derecha. Yo la recibí y me hizo una seña pidiéndome algo. Yo comprendí que se trataba de la carabina y de inmediato se la di, colocándosela en la misma mano que aun la mantenía en actitud de recibirla. Con el mismo sigilo y delicadeza con el que se desenvolvía y con una admirable destreza, se llevó la culata entre hombro y pectoral derechos, sujetándola con la mitad derecha de la mandíbula inferior, como un violinista listo para ejecutar una cuarteta de Méndelson, Mozart o Tchaikovski. Cerró el ojo izquierdo y respiró hondo; cuatro segundos resultan siendo mucho para calcular el tiempo que Eliseo necesitó, para poner la mira del arma en el blanco de su presa, apuntar a regular altura sin que yo pudiera ver
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algo que ameritara tal actitud, por más que me esforzaba en hacerlo. Sonó el disparo y el eco se llevó a los bosques el testimonio de la presencia humana, la única especie del planeta que maneja armas de fuego y con ellas muchas veces caza por placer. Pero esta vez era porque queríamos comer. Observé en la dirección en la que apuntó Eliseo y pude ver un bulto impreciso, que se precipitaba al suelo entre el follaje del bosque; un objeto largo y pesado que caía como un saco de arena a suelo. Eliseo volvió a cargar la carabina con gran rapidez extrayendo una bala del bolsillo de su camisa, y se puso alerta. -¡¿Qué fue?! -Pregunté impaciente. -¡Una boa! -Respondió. -¡¿Una boa?! -Insistí admirado¡Increíble!, pero si el sonido que produjo al caer era como el de un venado. -Una boa grande niño -Reconfirmó categórico. Efectivamente, la boa era de regular tamaño y se retorcía y destrozaba todo cuanto estaba a su alrededor. Era un enorme látigo funcionando enloquecido. Nosotros permanecimos en nuestros sitios conservando una prudente distancia ¡Ten lista la escopeta! Escuché que me dijo y le obedecí, buscando un
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blanco en ese cuerpo elástico, que se envolvía y desenvolvía dejando aplastados los arbustos y toda la hierba del lugar. Fuera del alcance de los chicotazos que propinaba de tanto en tanto, ambos preparados para disparar en cuanto la situación ameritara. En esos momentos yo estaba aun temblando y me era difícil controlar ese temblor generalizado en mi cuerpo, que hasta me oriné un poco, ¡qué caray!, a consecuencia de la fuerte impresión que no terminaba de acabar, mientras aun veíamos agonizar a la gran serpiente. Hasta entonces nunca había visto un reptil de tal envergadura, es más, era la primera vez que veía una boa viva; siempre había visto su piel estirada y seca. La imaginaba, nada más; pero ahora, estaba en vivo y era totalmente real y no simplemente una imaginación. Se enrollaba y desenrollaba, ajustaba las hierbas que encontraba, los tallos pequeños eran fácilmente arrancados desde sus raíces. Así fueron transcurriendo algunos minutos y los dos permanecimos tal y como quedamos después del disparo, apuntándola con las armas a unos cinco o seis metros de distancia. Luego de un tiempo dio señal clara de que comenzaba a morir, agonizaba poco a poco, cada vez sus movimientos eran más lentos. Casi no hablábamos, sólo cuando dijo que en hora buena no había usado la escopeta, pues de haberlo
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hecho habríamos destrozado su piel, que siendo entera tiene más precio en el mercado; y mirándome de refilón dijo una vez más, que este animal vale tanto por su carne como por su piel. Transcurrieron como diez minutos y sabiendo que estábamos fuera de peligro, me senté de cuclillas, pues tener los pies planos no constituye ninguna ventaja; al contrario, si no se está caminando se debe estar sentado, no es posible permanecer por mucho tiempo de pie y sin moverse. Interminable fue el lapso en que permanecimos a la expectativa, finalmente también Eliseo terminó sentándose y me hizo compañía; hasta fumamos un cigarrillo compartido, contemplando cómo los retorcijones de la serpiente eran paulatinamente más lentos y menos vigorosos. Al cabo de media hora o algo así la boa ya no se movía. Eliseo se puso de pie y lentamente fue aproximándose mientras yo observaba su actitud. Contemplé en rededor mío de arriba para abajo, tal vez otra boa me acechaba por ahí. No veía nada extraño, pero nadie sabe hasta en dónde pueden estar camufladas con la tupida vegetación. Eliseo se aproximó hasta estar a metro y medio de la enorme serpiente, apuntó nuevamente y disparó otra vez. La boa se movió un poco más, sobre todo la última parte de su cola. Me acerqué y
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pude comprobar que el reptil tenía un grosor aproximado de seis pulgadas. En su segmento medio su diámetro competía con cualquier de nuestros muslos. -Mira niño su cabeza -Me habló Eliseo señalando con un bastón de “cuyuli” el agujero que le había hecho el proyectil dundún con el que estaba cargada la carabina, más el segundo a un centímetro en el cuello. El primer tiro había sido en el centro mismo de la triangular cabeza, el otro casi le había separado del espinazo -Estos bichos mueren poco a poco, nudo por nudo. Así es que le ayudé a morir más rápido -Comentó. Yo permanecía mudo. Todavía la flaqueza no me permitía aproximarme mucho al animal, incluso ya muerto. Aun sentía mi cuerpo algo paralizado y preferí esperar un rato más. Eliseo la agarró de la mitad y la levantó con las dos manos, haciendo esfuerzo para lograrlo y dijo alzando su mirada, para señalar el brazo de un árbol añoso lleno de musgos y helechos, de hojas anchas y de nombre “pan de árbol”; ese árbol cuya imagen nos da la idea de
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ser antediluviano y su fruto sancochado o asado es verdaderamente un pan: -Estaba sobre esa rama, justo por donde íbamos a pasar. Nos hubiera envuelto fácilmente a cualquiera de los dos -Explicó. -¡¿Y cómo fue que la viste?! -Pregunté. -Hay que andar siempre mirando; estos bichos nunca avisan para atacar. Esperan a su víctima que pase por debajo y no se mueven, se confunden con el tronco y las hojas y se descuelgan sobre su presa para triturarla hasta que muera. Un apretón de estos y no te deja ni un solo hueso sano. Estos animales le ganan al tigre peleando. -Gracias a Dios por haberla visto -Me limité a observar y suspiré hondamente. Luego nos percatamos bien de que el proyecto de anaconda había muerto totalmente, la extendimos y haciendo cálculos dedujimos que tendría una longitud de cinco metros, centímetros más, centímetros menos. -Hay que sacar su cuero -dijo Eliseo-, antes que se enfríe; porque si no lo sacamos ahora mismo no lo haremos
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nunca -Y diciendo esto cortó con mi chaveta en rededor del cuello de la serpiente, muy cerca de la cabeza y comenzó a despellejarla, invirtiendo la piel y dejando al descubierto la carne rosada casi blanca. -Ayúdame niño -Suplicó Eliseo. Yo me aproximé un tanto indeciso y esperé a que me diera instrucciones para proceder. -Toma el cuero con las dos manos y yo agarraré la cabeza. Los dos tiraremos fuerte, tú para allá y yo para acá -Explicó poniendo un pie delante del otro. Comprendí la operación, máxime si más de una vez habíamos desollado iguanas, lagartos y alguna que otra culebra no venenosa. En el acto obedecí la sugerencia y me puse en igual forma. Hicimos un primer intento, pero el pellejo fresco resbalaba de mis dedos, era casi imposible sostenerlo aun aplicándole fuertemente las uñas. Una y otra vez intentamos y al ver que no daba resultado alguno, Eliseo me entregó la cabeza y él estiró con sus dedos la piel escamosa que yo había tratado de retener en mis dedos y le aplicó
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los dientes, mordiéndolo fuertemente de la orilla cortada, entonces tiramos con fuerza y cedió; estaba desollándose, ya cedía fácilmente y con entusiasmo evidente, seguimos tirando hasta que se despellejó íntegramente, aún hasta casi terminar la cola. Finalmente estábamos a diez metros de distancia el uno del otro. Por fin logramos despellejarla completamente y Eliseo, usando la cuchilla con filo de navaja de barbero, despanzó al animal extrayendo las vísceras casi a lo largo de todo su cuerpo. -Es macho -Dijo. -¿Cómo lo sabes? -Contesté. -Si fuera hembra tuviera crías, unas boitas muy pequeñitas que salen vivas, muchas. ¿Sabías que las boas paren y no ponen huevos como las demás serpientes? Esta no tiene, no hay duda que es macho. ¿Eso no te enseñan en el colegio? -No, pero deberían hacerlo -Respondí mientras pensaba que yo estaba en lo cierto, al afirmar que en la selva se aprendía más de la vida misma que en los colegios de la ciudad. -Entonces ¿qué nomás te enseñan pues? -Dijo con algo de sarcasmo.
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Cortó un buen tramo de la parte central, algo así como un metro y medio y lo puso sobre las hierbas aplastadas junto al saquillo diciendo: -Para el almuerzo, niño -Dijo al mismo tiempo que esbozaba una sonrisa. -¿Vamos a comer esto? -Pregunté sin reprimir un gesto que delató mi repugnancia. Nunca había comido serpiente, iguana sí, pero ninguna especie de serpientes, ni culebras, ni víboras, ni boas por pequeñas que fuesen. Nada que teniendo escamas encima aun se arrastre por el suelo. Simplemente les tenía cierta fobia. -Es rico, niño. Se parece al pescado. Te gustará cuando lo pruebes -Respondió moviendo la cabeza con gesto de cordial amenaza. -¡Aj! -Contesté y escupí al suelo. -Ya verás niño, te gustará -Me dijo y levantando del suelo la piel, añadió: Esto lo salaremos junto con la carne para que seque y lo llevaremos. Sirve para hacer correas, zapatos, billeteras y carteras. En Paucartambo pagan bien por este cuero, y andan diciendo que en el Cusco pagan
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más, sobre todo los gringos -Aseguró con buena carga de ingenuidad, como si eso le resolvería algo. Preparó la carne y la piel untándolas con sal, y envolviéndolas con hojas anchas como folios de papel, hizo un paquete y lo metió en el saquillo; luego continuamos la marcha, que ya se hacía más difícil y cansada, por lo empinada que se iba convirtiendo la ladera. Desde aquel instante yo miraba por todo sitio, esperaba ver en todas las ramas una boa similar y así seguimos caminando, haciendo una senda, dejando nuestras huellas para volver de retorno guiados por ellas Comenzó a oscurecerse. Aún no serían las cinco de la tarde, pero los rayos del sol ya no nos llegaban, además la tupida vegetación dejaba entrever muy poco el azul del cielo. El sol quedaba al ponerse en el horizonte del otro lado del cerro. Nos detuvimos y Eliseo limpiando con su machete una buena superficie en medio de dos arbolitos juntos, dijo: -Aquí dormiremos, niño, haremos un techo de hojas por si llueva, nunca se sabe en esta temporada.
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En efecto, construimos el techo sobre un palo que colocamos y amarramos con lianas a cierta altura de aquellos arbolitos; Eliseo recogió algunas hojas caídas, amarillentas, que más parecían basura, diciendo: -Con esto haremos humo, aunque no encienda llamas, el humo espantará a las serpientes y a los mosquitos; del tigre yo me encargo niño, tú duérmete tranquilo. Nos sentamos y encendimos la fogata muy dificultosamente, gastando casi todos los fósforos de la cajita en uso. Finalmente y al cabo de muchos minutos de soplar y resoplar alternándonos entre los dos, la supuesta hoguera humeaba con abundancia y regularidad. -Hay que aprovechar el humo niño, haremos ahumado de la boa -Dijo y se levantó machete en mano. Cortó por ahí unas estacas largas y diversos palos menores; tomó del suelo algunas lianas rastreras y con mucha facilidad pidiendo que le ayude, terminamos una pequeña barbacoa, encima de la hojarasca que producía bastante humareda. Extrajo del saquillo el gran paquete conteniendo el segmento de boa y lo acomodó
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sobre la red de palos de la tarima haciéndole previamente un colchón de nuevas hojas frescas. Soplamos más la hoguera y el humo se incrementó bastante, hasta logramos hacer se enciendan algunas llamas. Así mantuvimos la hoguera. Fumamos y charlamos sobre diversos temas de poca importancia y al poco tiempo yo caía rendido por el sueño, recostado junto a la humeante fogata, sobre el terreno húmedo pero encima de nuestra manta, envolviéndome el cuerpo con la mitad que sobraba. Efectivamente y como por arte de magia los bichos brillaron por su ausencia. Eliseo se sentó al otro lado de la fogata, dándome la cara y acurrucado con las rodillas recogidas y los brazos cruzados sobre ellas, más siempre escopeta en mano. Me pidió todo el paquete de cigarrillos que cargaba en el bolsillo para el uso diario y a intervalos con el aguardiente, a lo largo de la noche alimentó con el tabaco su vigilia. Rendido por el cansancio de la jornada me quedé profundamente dormido, sin despertar en el curso de la noche, hasta abrir los ojos al sentir que Eliseo me llamaba, mientras con la punta de sus dedos me sacudía diciendo: -Ya está amaneciendo, niño. Tenemos que seguir caminando hasta encontrar
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un despejado para hacer fogata y comer, aquí no la podemos hacer.
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14 EL TIGRE Me levanté, aún sería muy temprano pues el bosque estaba casi oscuro. Nos alistamos como todas las mañanas y seguimos trepando en sentido diagonal, como días antes lo habíamos hecho. El trinar de las aves y el bullicio de algunos loros anunciaba el nuevo día, la actividad de la vida diurna ya se sentía. Como a las diez de la mañana sentí hambre, pero no había leña para encender y calentar la carne de boa, ya estaba ciertamente animado a comerla; era el hambre que me había hecho perderle asco. Así seguimos caminando, tratando de encontrar un lugar propicio que nos permitiera acampar con el mínimo de condiciones. Alrededor del medio día sentía mucha hambre y cansancio, habíamos caminado más de siete horas seguidas y no habíamos probado bocado alguno desde la noche anterior, y siendo
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una ladera la que trepábamos la fatiga era mayor. La última hora me la pasé suplicando a Eliseo para que nos detuviéramos a descansar. Era el sexto día de caminata y al bordear las dos o tres de la tarde, encontramos a nuestro paso un despejado muy grande en plena ladera, posiblemente producido por un derrumbe que arrastró con toda la vegetación para abajo. Visiblemente contentos nos detuvimos y en pocos minutos recogimos buena cantidad de palos, ramas y hojas secas, con lo que hicimos la consabida fogata. Eliseo desató el paquete de hojas y sacó la carne de boa ciertamente cocinada ya. Tenía otra apariencia y hasta un color ligeramente marrón. La cortó en pedazos y luego las untó con sal cada una de las presas. Las ensartamos en unas varillas que alistamos y así las sometimos al fuego. A medida que se calentaban desprendían olores que nos hacían insalivar y en cuanto estaban ya calientes les clavamos los dientes, dándonos un festín con tan exquisito potaje de boa que disfrutamos impávidamente. Al término de la merienda, cuando recostados descansábamos y digeríamos el delicioso reptil, decidimos quedarnos hasta el día siguiente, para partir a la mañana del otro día comiendo algo previamente. En esas circunstancias y mientras conversábamos, un ruido desde el monte despertó la inquietud de
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Eliseo, quien tomando la carabina se puso de pie. Contempló por espacio de breves segundos, atento, y al parecer advirtió algo. Se puso a caminar hasta el sitio por donde habíamos aparecido una hora antes y se internó en el bosque. Yo me quedé en silencio y empuñé la escopeta que revisé si estaba cargada con un cartucho rojo, y comenzaron a pasar los momentos inflados del germen de la angustia que se esforzaba en salir a flote. No era para menos, teniendo en cuenta que un ser humano en medio de la selva es totalmente vulnerable, no obstante la escopeta constituye alguna garantía; pero sólo eso, alguna. Eliseo no volvía y yo comencé a preocuparme. Con frecuencia repasaba con mi vista todos los rincones del área despejada, revisando si por ahí asomaba algún peligro, cuando de pronto grande fue mi sorpresa, al observar que en el lado opuesto al que Eliseo se había internado, al borde del bosque vi un enorme tigre, que como un gigantesco gato pintado de manchas, se puso de pie al observar que yo lo miraba; seguramente estaba en acecho, no distaba mucho; considerando que yo ocupaba la mitad de la zona despejada, unos diez metros escasamente. Balbucí algunas palabras rogando
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al divino maestro de todos los hombres, para que me iluminara y protegiera y tomando valor inesperado, pues no había otra alternativa, me llevé con mucha calma, que no sé de dónde me salió, la culata al encuentro del brazo con el pectoral. Lo ajusté muy fuerte recordando las lecciones de mi padre y apunté con la escopeta en el pecho del animal, que me enseñaba los colmillos en señal de reto al duelo. Mantuve el arma con la mira puesta en el ovjetivo y por un segundo por mi mente, pasaron muchos argumentos que pertenecen al argot filosófico popular: Cuando se le dispara a un tigre y el tiro no resulta mortal, quedando así únicamente mal herido, éste se abalanza a su cazador con la furia incontenible de una verdadera fiera infernal; pensé también que el cartucho con que estaba cargada la escopeta era de casquillo colorado, destinado para la sachavaca y que sería suficiente para matar un tigre. Recordé las palabras de mi padre, que cuando el tigre se pone de frente y está de pie, la zona más vulnerable es el pecho, y asunto acabado. Todo esto pensé en un instante, y antes de perder más tiempo y que mi brazo comenzara a temblar por el pánico y así perder el pulso, tiré del gatillo y sentí el poderoso impacto del clásico golpe en el pecho. La carga del cartucho era muy potente, retumbó entre los cerros como un rayo y el eco resonó a la
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distancia. Un solo movimiento hizo el tigre, al sonar el disparo se dejó caer en el sitio donde estaba, inmóvil, de bruces, como si estuviera en alerta para el ataque. De prisa extraje otro cartucho del morral colgado a la cintura donde los guardaba, sin soltar la mirada puesta fijamente en el animal, extraje del cañón el cartucho usado caliente y humeando por el reciente disparo, lo dejé caer e inmediatamente coloqué en su sitio el otro. Acomodé la escopeta en posición de tiro apuntándolo nuevamente y me dije: “Este no está muerto, está muy quieto y me mira; si se mueve un tantito le meto otro tiro”. Así me mantuve unos instantes, hasta que por detrás de mí apareció Eliseo, a quien noté que venía fatigado y a la carrera diciendo muy agitado: -¡¿Qué ha pasado, niño, que ha pasado. Estás bien, o te has baleado?! Yo no contesté por obvias razones y Eliseo acomodándose muy junto a mí, me volvió a preguntar lo mismo. Sin bajar mi escopeta de la posición en la que la tenía, le dije con voz temblorosa. -He disparado a ese tigre, pero creo que no le acerté bien. Está quieto y me está mirando. He cargado otra vez y lo estoy apuntando, por si acaso se mueva.
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Eliseo comprendió la situación y vio al tigre que en verdad estaba en posición de ataque. Me recibió la escopeta diciendo: -¿Está cargada? -Sí, está cargada -Contesté a la vez que recibía la carabina. -Éstate listo, por si acaso fuera necesario que tengas que disparar. Yo voy a verlo. Me puse el arma en disposición de tiro, y Eliseo empuñando a dos manos la escopeta en ristre caminó muy despacio y sigiloso hacia el tigre. Se fue acercando más y más, a la vez que llevaba el arma a la altura de su pecho y le apuntaba. Daba pasos muy lentos y ya casi junto a la fiera estaba, mientras yo le apuntaba con la carabina en el centro de su cabeza. Eliseo llegó hasta el tigre sosteniendo la escopeta en alto y vi que dejó caer sus brazos, indicando con este gesto que ya no había peligro. Pisó la cabeza del tigre y dijo mirándome con el rostro contento: -¡Está muerto, niño! Yo me levanté y fui casi corriendo. - Está bien muerto -Recalcó Eliseo.
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Agachándose lo tomó por las orejas e hizo girarla, haciendo que el animal muerto quedará estirado de costado, enseñando en el pecho un enorme forado sangrante y ennegrecido, por el calor de la pólvora y las municiones que entraron en su cuerpo quemándole piel y carne. -¡Buen tiro, niño! -me dijo Eliseo-, un buen cazador no pudo haberlo hecho mejor. Te felicito niño -Comentó elogiosamente. -Creí haber errado el tiro y que me estaba mirando para atacarme -Me limité a decir. Así, entonces comencé a narrarle lo acontecido con todos los detalles del suceso, poniendo de manifiesto el miedo y la fuerte emoción que aún hacía temblar mi cuerpo. Entonces Eliseo no quiso excluirse del acontecimiento y narró lo suyo diciendo: -Yo fui a buscar un siwayro que estaba allá adentro y cuando lo encontré y ya estaba a punto de cazarlo, sonó el disparo que hiciste y el siwayro saltó como una cabra perdiéndose en el monte. Yo pensé que algo te habría
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sucedido, que te habías baleado o algo así, por eso corrí asustado. Desollamos el tigre y luego de ponerle sal a su piel lo guardamos. Luego cortamos grandes filetes de lomo, piernas, rabadilla y pecho, que los extendimos sobre las brasas que la fogata conservaba aun caliente. Qué exquisitez. No obstante estar satisfechos por el ahumado de boa que un rato antes aprovecháramos, comimos buenos pedazos de tigre entre amenas charlas acerca de la audacia de este felino. Eliseo se explayaba contando una serie de anécdotas acerca de esta fiera, señor de los montes y protagonista infaltable de mitos y leyendas de la selva. Contaba que en cierta ocasión a media noche, el tigre había entrado hasta la choza donde dormía el hermano menor de su padre acompañado de su familia. El intrépido animal había mordido uno de los pies de su pequeño bebé aun lactante y lo había arrastrado hasta afuera, y a escasos metros lo había devorado hasta la mitad. Cuando salieron asustados por la sorpresa, el tigre escapó. El padre de la desdichada criatura se trepó a un árbol cercano sin tocar los restos del pequeño cuerpecito y allí esperó, conociendo bien que este animal siempre vuelve para terminar lo cazado. Así se estuvo
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muchas horas oteando desde la rama del árbol, esperando listo con el arco y la flecha. Cuando finalmente, terminada la digestión del medio cuerpo comido el jaguar asomó nuevamente y fue advertido por su cazador al asecho, quien colocó la flecha para tigre en su posición de ataque; estiró el enorme arco de “pijwayo” con uno de sus pies y tensando al máximo mientras apuntaba su costado, soltó la saeta que voló como una bala llevándose toda la fuerza de su rencor y su venganza. La punta de chonta de la flecha atravesó el mismo corazón de la bestia y esta quedó tendida de un solo tajo sobre el suelo. Ya oscurecía un poco y guardando el resto de la carne del tigre cortada en grandes trozos, debidamente salada, construimos la choza en el mismo sitio. -¿Mañana llegaremos a la cumbre? - Pregunté. -Tal vez -Contestó. -Y de ahí, ¿bajaremos al otro lado o seguiremos por la cuchilla hasta el fondo? - Seguí preguntando. -Ya veremos -Me dijo -Creo que tendremos que ir al otro lado, a la otra quebrada, ahí debe haber aguajal.
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Yo estaba casi seguro que Eliseo eludía la idea de ir por la cuchilla con dirección al Norte. Pero debía insistir en ir por ella. Una vez en la cumbre lo llevaría con cualquier pretexto hacia el Norte. Mi intención no se tornaba en la caza de la sachavaca, sino en llegar a la ciudadela; por ahí debería estar, no muy lejos, la intuición me lo decía. Un intenso palpitar me lo anunciaba, sentía una corazonada muy difícil de ignorar. Pasamos las primeras horas de la noche conversando sobre la delicia insuperable del “zuri”, una oruga que vive dentro del corazón del tallo esponjoso del aguaje caído y camino a la descomposición. Su tamaño promedio se compara con el pulgar de un adulto regular. Este tierno gusanito es un cojín de fina grasa blanca perla, que al ser frita o asada, adquiere un sabor que desborda delicia en el paladar de la más distinguida escala del gourmet internacional. De encontrar un aguajal de seguro cenaríamos como los reyes del mundo, o como los dioses del Olimpo. Una delirante cena que no tiene parangón o similar, y si el zuri tiene a la yuca fresca sancochada como guarnición, ningún otro platillo le quita el primer lugar. A raíz de los comentarios ambos habíamos insalivado tanto,
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que fue necesario echarnos al pico el aguardiente de la botella en un par de ocasiones y nos entregamos al sueño. Desperté sólo en una ocasión, comprobando que la fogata ardía bien y Eliseo recostado en el suelo parecía que dormía. No lo supe. Era difícil saber cuándo estaba dormido. En fin, con la confianza de un niño junto a su madre, volví a dormirme ligeramente entibiado por el calor de la fogata y me entregué al sueño hasta que amaneció el séptimo día dándonos el sol en la cara. Desperté por acción de la luz matutina en pleno rostro, pensando que serían como las ocho de la mañana, pero no tomaba en cuenta que al salir el sol en el horizonte, los primeros rayos son para Apuccawajñawi y luego para Pantiacolla, de manera que siendo aún muy temprano teníamos el brillo solar en pleno rostro. Eliseo ya estaba dorando los buenos pedazos de tigre en la fogata que ardía con llamas altas. -Buenos días, niño -Saludó -Ya está listo el desayuno. -¡Hooouuummm! Bostecé extendiendo mis brazos. Recibí uno de los palos con un trozo de pulpa en el extremo, que goteaba de grasa y tenía un color marrón oscuro, tal cual un trozo de
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exquisito chicharrón de cerdo cocinado en perol al estilo cusqueño, cuyo aroma se extendía por los cuatro costados del ambiente de aquel cerro. Mientras Eliseo me informaba de las ocurrencias de la noche, terminamos el suculento desayuno haciendo comentarios de lo acontecido. -Si no te percatabas a tiempo del tigre anoche nos hubiera fastidiado -Dijo. -Si pues, pero tal parece que así funciona el destino, aun no sería mi tiempo, en cambio para el tigre sí, tanto así que ahora ya lo estamos comiendo -Contesté satisfecho. -Bueno -dijo Eliseo levantándose del suelo -, vamos caminando ya.
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15 EN LA CUMBRE Arreglamos todo y partimos bajo una despejada mañana, entrando en el bosque por donde el tigre había aparecido, subiendo siempre en diagonal por debajo del tupido techo de aun grandes árboles. Todo el trayecto de aquella mañana caminamos sin acontecimiento relevante que comentar. Una que otra culebrilla o lagartija que dejábamos pasar. Los árboles iban reduciendo su tamaño a medida que avanzábamos, prueba de que cada vez ganábamos más altura. Serían las doce del día, porque el sol se dejaba entrever en el cenit, cuando Eliseo, que había tenido la precaución de asar todos los pedazos del tigre que guardáramos para ese día, los sacó del costalillo, sentándonos en el suelo y a la sombra del bosque de mediana altura; almorzamos con las carnes del felino que casi diera cuenta de mi vida el día anterior. El agua nos la procurábamos a veces de algún manantial, otras veces de algún
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arroyo muy pequeño que bajaba, o cortando algunas pacas, cañas muy parecidas al bambú, que entre nudo y nudo guardan en sus cámaras herméticamente cerradas y protegidas, gran cantidad de agua cristalina y tonificante, muy recomendado en la selva para usos terapéuticos y como atenuante de males cardíacos. Luego de almorzar seguimos la marcha sin más tiempo que perder y a las cinco de la tarde, aproximadamente, estábamos caminando ya en medio de matorrales y arbustos; habíamos dejado muy abajo los bosques altos. El río por cuyas playas habíamos caminado día antes se perfilaba de vez en cuando, dejándose entrever más o menos como una cinta muy delgada por el fondo de la quebrada. Estábamos a una altura muy considerable, desde donde contemplábamos un hermosísimo paisaje en el horizonte. Solo se divisaba la selva con algunos cerros menores. Estaba seguro que la cumbre sobre la cual estábamos ahora, se veía de mi casa como una cuchilla muy lejana y de un color azul distante; no sabía siquiera por qué lugar o dirección se encontraba la hacienda Patria. Seguimos caminando un trecho más y nos detuvimos a descansar, pero al poco rato y considerando lo avanzado del día decidimos
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acampar. Todo lo de costumbre: leña, fogata, comer, fumar, orinar y otras cosas más, sin hacer la choza pues no asomaba amenaza de tormenta y la claridad del cielo prometía serenidad. Se sentía un poco fresco el ambiente, sí, pero sólo un poco. Pasaron las horas, cenamos tigre y bebimos aguardiente para calentar el pecho y la espalda, y claro está, como excelente digestivo. Fumamos tabaco negro y masticamos unas hojas de coca. Conversamos un poco y al cabo de unos minutos ya dormíamos casi sentados, apoyados en un desperfecto del terreno; compartiendo la manta nos cubrimos los dos y el fuego hizo lo demás. No pasó una hora y yo me cansé de la postura y recosté mi cabeza sobre las rodillas de Eliseo, siempre muy junto de la fogata y entre despertar y dormir, acomodándome de un lugar a otro, pasaron las horas de la noche y se acabó el séptimo día, para amanecer el octavo, el que no prometía mucho de hermoso, pues había amanecido un poco nublado. Aclaraba el día y el sol no dejaba ver su rostro, que oculto tras un colchón de nubes blancas se limitaba a iluminar el mundo. Comimos más carne de tigre combinando con algo de boa que aun quedaba y partimos nuevamente, siempre ascendiendo más y más, cada vez más alto, conservando la misma
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dirección y el mismo sentido oblicuo. Así llegamos por fin a la lomada, de gran extensión en su ancho, era la cima del Pantiacolla que al otro lado se dejaba acompañar por otros cerros de menor altura, siempre conservando su majestad ante todos los demás. Sentimos gran alivio y una atmósfera de triunfo, como es natural, siempre que se consiga superar algo tan grandioso como ese macizo. Todos en conjunto hacían una cadena de cerros, uniéndose uno con otro mediante quebradas y pequeños valles. La quebrada opuesta a la que habíamos subido era muchísimo más profunda que la otra. Eran como los cerros de la sierra, unos tras otros. Todo esto constituía un macizo cuyas cuchillas se dirigían juntas en un mismo sentido y dirección, hacia el Norte. Ya en la cumbre carente de árboles, pues todos son matorrales, arbustos y paja, el ambiente es nuevo y con características típicas de puna. El macizo de Pantiacolla muestra una fauna muy rica en conejillos, lagartos y ratones, algunas aves muy propias del lugar, como perdices, codornices y torcazas de altura; también ofrecen su presencia reptiles menores como culebras y víboras venenosas. Cazamos un par de liebres, las mismas que asamos entre la una y las dos de la tarde. Así almorzamos y
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después de un breve descanso, convencí con disimulos a Eliseo que fuéramos por la cuchilla con rumbo al Norte. Llegamos a una ligera bajada como a la cinco o seis de la tarde. El sol se perdía por entre los cerros del horizonte, dejando todavía luz para ver las cosas. Estábamos al pie de una cresta, que todavía se elevaba un poco más. Acampamos en su base y encendiendo una fogata, calentamos nuestros cuerpos y unos trozos de carne de tigre para saciar nuestro apetito. Ese lugar tenía algo más de vegetación por estar en una hondonada y dormimos bajo un gran arbusto, que cobijó nuestro sueño cubriéndonos de la intemperie. Por un costado y muy cerca discurría un arroyo muy pequeño de agua cristalina y fresca, que posiblemente provenía de un manantial cercano, y que a la mañana siguiente la bebimos y nos refrescamos con ella. Mientras fumábamos cigarrillos y pijchábamos coca, conversamos de uno y de otro tema. Esa noche la luna ya era llena y como a las siete asomó por el horizonte entre el follaje de los árboles, describiendo un aspecto romántico y lleno de embrujo. Un sin número de versos floridos acudieron a mi mente, que dejé volar como libélulas al viento por carecer de papel y
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lápiz. Mil recuerdos asomaban por mis pensamientos y mis sueños se hinchaban encontrando terreno fértil para la imaginación. Entre imágenes y versos silvestres mi mente volvió a enfrascarse en aquel apasionado tema, que no me abandonaba sean cuales fueran las circunstancias en que me hallaba. Se centró mi pensamiento en la ciudadela de las narraciones y me preguntaba dónde se hallaría; ¿Tal vez ya la pasamos? ¿Estaría quizás en el fondo de la quebrada, la que dejamos para subir al Pantiacolla? ¿Por eso quizás Eliseo no quiso o no se interesó en seguir por las playas del río y optó por subir a esta montaña? Las versiones que había escuchado a mi padre y al mismo Eliseo, decían que esta ciudad se encontraba al final de la cuchilla del Pantiacolla. Y, ¿cuál sería el final del Pantiacolla? ¿Dónde terminaba este cerro? Tal vez ya muy cerca o quizás nunca. Y, ¿cómo es cuando termina un cerro? No sabía responderme. Pero…, y ese cerro que quedaba a nuestras espaldas, en cuya base estábamos acampando. ¿No era tal vez que ahí terminaba el Pantiacolla?; tal vez, podía ser. Pero cómo sería posible que tan grande cerro pudiera terminar así de pronto, como que si alguien lo hubiera construido y hubiera dicho, hasta aquí será este cerro y lo cortó. No, no es posible. Pero veremos mañana. Y, ¿la familia?, ¿qué sería de mi casa?, ¿qué
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pensarían mis papás? Ya iban sumándose ocho días, o mejor dicho ya estaba consumido el octavo día. Quizás ya debía regresar. Total, había sido un paseo. Pero, ¿para qué todo esto? Bueno, mejor era dormir. Sí, dormir y al otro día veríamos qué se podía hacer.
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16 LA ESCOPETA Eliseo, sentado meditaba sosteniendo humeante el cigarrillo entre los dedos, callado masticaba lento su coca; lo miré un largo rato y me provocó fumar también, dispuesto a entrar al núcleo de una tertulia donde se acostumbraba cocinar los cuentos. Encendí un cigarrillo para luego pedirle me diera unas hojas de coca, aquellas que a su vez encienden la magia de la conversación. El me alcanzó la bolsita en la que la guardaba y extraje de ella un ligero puñado de hojas, las mismas que puse una a una en mi boca y dije al fin: -Eliseo, mañana subiremos a este cerro, ¿si? Eliseo que permanecía sin mirarme y ensimismado en sus pensamientos, al escuchar este comentario se sorprendió y mirándome violentamente, me dijo:
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-No, niño, allí no debemos subir. -¿Y por qué no? -Seguí. -No, niño. Es malo, más bien hay que regresar ya a la casa, o vamos a buscar el aguajal que nos dijo la señora. -Eliseo, yo quiero subir allí arriba y bajar al otro lado, porque…-Dije en tono suplicante. Pero antes de que concluya interrumpió violentamente. -No, no niño, ahí no debemos subir, es peligroso. Vámonos mañana a la casa, de regreso. En mi corazón se agitaba la sangre con fuerza. ¿Qué significaba aquella negativa tan persistente, tan imperiosa? ¿Acaso el Paititi quedaba tras ese cerro? ¿Por qué se sobresaltó cuando le hice la pregunta? ¿Por qué insiste en regresar a casa? ¿Por qué dice que no se puede subir a ese cerro? ¿Qué es malo? Me pregunté muchas cosas y deduje definitivamente: Aquí atrás está la ciudadela; el Paititi está a la vuelta de esta cumbre. Mañana iré, sea como fuere, cueste lo que cueste, mañana mismo iré. Y no pude dormir aquella noche, me entretuve pensando por horas y horas sin poder conciliar el sueño; así estuve casi hasta el amanecer, cuando la luna se metió en el
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horizonte y no me acuerdo más, sino hasta luego de estar despierto, cuando el claro del día nos bañaba enteros. Eliseo había regresado de por ahí trayendo una perdiz, que asamos y comimos mientras yo buscaba la mejor manera para plantearle mis intenciones de subir. Sabía que él no aceptaría, pero tal vez pudiera aceptar. Comí mi ración muy callado, Eliseo hizo lo propio, tal vez también pensaba lo mismo que yo, intuía la situación que estaba tensa de por sí. Pensaría en cómo negarse en el caso en que yo insistiera. Pero fui yo quien desaté la conversación para decirle, poniendo en mis palabras decisión y coraje. -Eliseo, subamos a este cerro. -No, no debemos subir ahí, es malo -Contestó. -¿Y por qué es malo? ¿Qué tiene de malo? -Insistí. -No sé pues, pero es malo. Yo medité otro buen rato y después de pensar mucho me atreví a decirle: -Eliseo, ¿te gusta mi escopeta? -¿Cuál, niño, ésta? -Dijo tomando la
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escopeta que estaba a su cargo. -Si, ésa -Le dije. -Claro, niño, me gusta mucho, es muy buena -Respondió. -Esa escopeta es mía, Eliseo Le aseguré - Mi papá me la ha regalado el año pasado, el día que cumplí quince años. -Ah, ¿si? -Se concretó a decir. Sin esperar más y tomando al toro por las astas, le dije: -¿Quisieras que sea tuya? -¡Claro que si, niño! -Me dijo inmediatamente. -Eliseo -Le dije con mucha resolución, poniéndome de pie y colocándole una mano sobre su hombro, a la vez que me inclinaba un poco hacia él como gesto de mucha confianza -Si tú me llevas ahora hasta la cumbre de este cerro, yo te regalo mi escopeta. Al escucharme abrió los ojos como dos zapallos mirándome entre aturdido y sorprendido, luego dirigiendo sus ojos a la escopeta volvió a mirarme y balbuceó incrédulo y mirándola una vez más con aire de codicia me dijo:
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-¿Tu escopeta niño? -Si -Contesté sereno y muy seriamente Sí, mi escopeta Eliseo, en serio. -¿Hasta la cumbre has dicho niño? -Volvió a balbucir un poco más claro. -Sí, hasta la cumbre, nada más -Ratifiqué. El negocio ya estaba cerrado, su actitud era una tácita aceptación del trato que le había propuesto. Para mí era suficiente la cumbre. De ahí podría saber cuánto había y al cabo de un instante en que meditó mirando la escopeta a ratos y el cerro a otros, se decidió y me dijo: -Sí, pero sólo hasta la cumbre, niño. -¡Claro, claro! -Le dije entusiastamente -Hasta la cumbre, no más. -Y al papá ¿Qué le dirás de la escopeta, niño? -Preguntó. -Ya sabré que decirle. Le diré que me salvaste del río o de un tigre o algo así, y que te la di por agradecimiento. Total, es mía y yo puedo hacer lo que quiero con lo que es mío, ¿no? -Expliqué brevemente. -En ese caso vamos niño -Dijo como sellando el compromiso.
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Luego de alistar todo se puso en marcha, siguiéndolo con paso firme y resoluto, con la sangre que circulaba más caliente por mis sienes y mi corazón palpitando más de prisa. Subimos bastante, casi en línea recta, descansando de vez en cuando. La vegetación iba disminuyendo, sólo había arbustos y nada más. Vi a mis espaldas que las cuchillas del Pantiacolla estaban en dirección a nosotros y a nuestro mismo nivel. Seguimos subiendo y nos detuvimos a descansar alrededor de las doce del día. Comimos un trocito de tigre que guardaba Eliseo todavía y luego reiniciamos el ascenso a instancias mías. Eliseo subía callado. No hablamos ni cuando nos detuvimos a comer, ni siquiera cuando fumábamos de un mismo cigarrillo; ni yo tuve el valor ni el coraje de dirigirle la palabra. Estábamos muy tensionados por la circunstancia. Mientras descansábamos de trecho en trecho, yo contemplaba el horizonte que se perfilaba desde la cima de las cuchillas del Pantiacolla, y pude advertir muy claramente el cerro conocido como “Apoq'añajway”, que está ubicado frente a la casa de la hacienda, a un costado muy próximo a Tres Cruces; y con su brillo característico de rocas negras, da su cara hacia el manto de la selva que se extiende desde su propia base. Vi esta montaña que tiene
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características muy singulares, pues a pesar de ser tan alta carece de nieve en sus crestas por una u otra razón metereológica. Cómo no lo voy a conocer si lo vi desde que nací. Todas las mañanas temprano al amanecer, los rayos del sol reflejan iluminándose de un púrpura dorado toda la cara de esta majestuosa y mágica montaña. Vi su cara en dirección exacta al sitio donde estábamos situados. Esta montaña que fue el más importante testigo de mi nacimiento, a la misma que sin saber cómo aprendí a llamarla Apuccawaj-ñawi, que traducido al castellano viene a ser “El ojo que mira a los apus”. Estaba ahí como un centinela distante, como un guardián de la selva. Aquella montaña en su postura majestuosa me inspiró mucho, pese a que cuando muy niño lo había contemplado desde los patios o desde el salón comedor de la casa hacienda, o desde cualquier punto; desde la pampa de mis juegos infantiles, desde los matorrales o los ríos donde diariamente concurríamos a bañarnos en las vacaciones del colegio. Nunca como esta vez había producido en mi espíritu el deseo de allanar sus tenebrosos peñascos. Este fenómeno espiritual me llevó más tarde a deducir lógicamente, que el nombre con que es conocido estaba ciertamente equivocado. No sería
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Apoq'añajway como todos le dicen, ya que no tiene traducción coherente y lógica; más bien sería “Apu-ccawaj-ñawi”, que es una palabra que se la puede desglosar en tres primitivas quechuas: “Apu”, jerarquía celestial, “Ccawaj”, que quiere decir mirar, y “ñawi”, que significa ojo. De tal forma que esta montaña gigantesca, en su nombre lleva un mensaje de la divinidad de nuestros antepasados, que encierra una frase muy lógica: “El ojo que mira a los apus”, y esto de algún modo tiene que ver con Paititi, que se encuentra exactamente frente a la cara pétrea de esta montaña. A las dos de la tarde más o menos volteamos la curvatura de la loma, estábamos en la cumbre, en la cresta más alta de la montaña Pantiacolla; un pajonal se extendía a lo largo y ancho de aquella loma. Seguimos caminando y se respiraba aire puro, más allá ya no existía nada más que la bóveda del cielo, estábamos en lo más alto. Luego de haber avanzado unos trescientos metros, sentimos que la llanura comenzaba a declinar y al poco rato veíamos al fondo un valle profundo de forma circular. La cumbre en la que nos encontrábamos, curiosamente, daba una vuelta hasta hacer una circunferencia enorme, solamente interrumpida por un cañón o callejón que al extremo opuesto se expandía, para luego
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abrirse en un nuevo valle casi imperceptible. Éste a su vez dejaba ver casi en la misma dirección, otro callejón que daba vista al inmenso manto azul de la selva. El fondo del valle que a nuestros pies se profundizaba era muy oscuro y tétrico, sólo se podía advertir un círculo pequeño de color pardo ligeramente anaranjado. -Ya estamos en la cumbre, niño -Me dijo Eliseo a un par de pasos detrás de mí Ahora regresemos porque se hace tarde. -No -Contesté enérgico -Bajaremos hasta el fondo de este valle, quiero ver qué hay allá abajo. -No, niño -Me respondió acentuando las palabras Allí no bajaremos, es malo. Está prohibido. -¿Y quién lo ha prohibido? -Respondí desafiante y con algo de arrogancia. -El Wayri, mi padre, niño. Y si él lo ha prohibido, prohibido está -Dijo enfático y con una determinación que nunca había visto en Eliseo. Al decirme esto ratificaba más mis deducciones y sospechas; yo seguí insistiendo a lo que sólo escuchaba negativas cada vez más terminantes de parte de Eliseo.
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-Bueno, Eliseo -Dije mostrándome severo, intentando hacer prevalecer mi autoridad de “hijo del patrón” -Si tú no quieres bajar, yo bajaré. Tú puedes quedarte y esperarme aquí. Yo llegaré allá abajo y luego volveré. Si no regreso en tres días baja tú a darme en alcance o a buscar mi cadáver. Y diciendo esto di los primeros pasos para comenzar el descenso. Más de pronto escuché un llamado imperativo de Eliseo, que me decía: -¡Niño! Volví la cabeza para mirarlo, ya que su llamado no era el de costumbre y me resultaba extraña la manera y el tono con que lo hacía. Grande fue mi sorpresa cuando pude ver que Eliseo tenía la escopeta encañonándome, y con el índice derecho colocado en el gatillo abierto del disparador. Ver su rostro desencajado y transformado me inspiró mucho miedo de repente. Nunca lo había visto así, como si estuviera poseído por Moloch, Belial o Satanás. Y me dijo entonces: -Si bajas niño, te mato. No necesitaré ir hasta abajo para traer tu cadáver.
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Lo que dijo lo dijo con una especial determinación que no dejaba duda alguna que cumpliría lo que decía. No dijo ni una sola palabra más y se quedó quieto, inmóvil, mirándome fijamente y con el mismo rostro de impávida severidad, apuntándome con la escopeta. La furia se dibujaba en sus ojos y el gesto de su cara era por demás grave. Era evidente la decisión de llevar a cabo su amenaza. Los nativos no tienen escrúpulos en algunas circunstancias especiales como ésta. Pensé que bien podía liquidarme y abandonarme en el sitio, y con no volver más a la casa de mis padres o a la civilización lo arreglaría todo. Era evidente que cumpliría su amenaza. Yo muerto, se acabaría todo: el Paititi, mis padres, mi provenir y mis sueños, todo; quien sabe por un capricho y nada más. Medité un rato contemplando a Eliseo, que seguía inspirándome pánico con su lacerante mirada, encañonándome con la escopeta que yo mismo se la había regalado horas antes. Me dio mucho miedo su rostro, duro, impenetrable, inmutable, adusto y fiero a la vez. En cambio si obedecía, quedaría con vida y haríamos las paces; para quizás en alguna otra oportunidad pueda regresar, cuando mayor, con más experiencia y con una expedición de muchos hombres y bien organizada. Di media vuelta y le dije:
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-Está bien, está bien amigo mío, baja ya la escopeta, no iré más, vamos de regreso a casa. Y al decir esto, Eliseo bajó poco a poco y muy lentamente la escopeta y en silencio los dos comenzamos a caminar, por el mismo sitio por donde rato antes habíamos subido. Comenzamos a desandar lo hasta entonces andado. Llegamos a la base del cerro donde noche antes habíamos pernoctado. A las seis de la tarde más o menos, el sol rojizo se despedía tenue y opaco, como si fuera expresión de mi espíritu, reflejo de mi estado anímico que también estaba opaco y sin brillo. Había encontrado el Paititi y no había logrado entrar en él. A estas alturas ya no sabía distinguir una victoria de la derrota, el triunfo del fracaso. Estaba a sus puertas, en sus umbrales y se me había prohibido la entrada. Había ganado la batalla y estaba perdiendo la guerra, la adversidad se estaba imponiendo. Yo era el victorioso del combate, de la lucha, y el otro vencía. Todo había quedado en la nada, como si nunca hubiera partido en la expedición de las sachavacas. Quedaba por caminar lo caminado. Había que desatar lo atado, sin llevar nada de lo que fue mi propósito. Esa noche lloré muy largamente, muy tristemente, muy calladamente. Era uno de los fracasos más grandes de mi vida
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sino el mayor hasta entonces. Esa noche se empapó de llanto toda mi más cara ilusión, esa noche se vistió de negro mi esperanza. Al día siguiente muy de mañana como a las seis, luego de comer perdiz como desayuno, partimos de aquel sitio y a pocos pasos de salir de aquel bosquecito en la base del cerro, me detuve y di vuelta sobre mis talones; contemplé por un instante la cumbre aquella de mi derrota, diciendo silenciosamente: “Adiós Paititi, algún día volveré por ti, hasta entonces…” y una lágrima amarga descolgó de mis pestañas y rodó largamente por mi cara, para caer en ese suelo que ya nunca más volvería a pisar. ¿Hasta cuándo?
SEGUNDA PARTE
LOS TESTIMONIOS
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17 EL TÍO ARÍSTIDES Ciertamente este personaje de quien no sé aun porqué extrañas razones es pariente de mi familia por vía materna, constituye el embrión de donde naciera la idea de hacer un libro relacionado con el Paititi; el caso es que me enseñaron a decirle tío y así lo vine haciendo desde algunos años con mucho agrado. Tuve la suerte de conocerlo en la ciudad de Lima donde vivía bajo el cuidado de su hijo y sus nietos, el mayor de ellos alto oficial de las fuerzas aéreas. Un hombre de poco más de noventa años de edad y con un bagaje abrumador de experiencias, que encontró en mí a la persona que le prestaba mucha atención a lo que narraba con apasionado rigor y encanto, en quien depositaría su tesoro acopiado; así les llamaba él a las versiones que conocía a cerca de la existencia física, de la misteriosa ciudad perdida de los incas en el corazón de la selva peruana, el mítico Paititi; la
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misma que aseguraba que estuviera en la cadena o macizo llamado Pantiacolla, comprendido geográficamente en territorio de la provincia del Manu, en el departamento de Madre de Dios. El esposo de una prima mía en cuya casa me hospedaba, estando yo por un tiempo en la capital, fue quien me lo presentó diciéndome que era el tío Arístides, y que conocía profundamente la historia de esta mítica ciudadela incaica en la selva. Aquel día de la presentación, tan sólo saludarnos salimos de su casa en Miraflores y nos fuimos a un parquecito muy discreto a charlar. Nos pasamos como tres horas escuchando los alucinantes relatos que sobre la ciudad dorada nos refería. Darío interrumpía de cuando en cuando, para exigir que me relatara de tal o cual hecho que corroborara ciertamente su existencia. Particularmente a mí me fascinaba escucharlo y desde aquella vez, comencé a frecuentarlo para imbuirme de tanta información fidedigna. Las tardes de aquel setiembre fueron el terreno propicio para que naciera la idea de hacer un libro, y como ya se perfilaba en mi futuro el oficio de escritor, desde la época de colegio aun, haciendo algunos pininos en los concursos y certámenes de literatura escolar, de los que
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ciertamente nunca gané ni el último premio, yo supongo porque siempre olvidaba firmar; recogí la sustancia de sus relatos llenos de reales vivencias, que sumados a mis propias experiencias, serían más que suficientes para conseguir ese propósito, entonces me puse a la tarea de construir un libro. Uno de estos relatos cuenta que cuando era el propietario de la hacienda Callanga, recibió la visita de unos nativos casi desnudos que decían ser de la tribu Ama-ra-ka-ere, mitológicos descendientes de la pantera negra. Eran cuatro contaba -, que traían sus flechas y algunas chucherías de regalo, como collares de estas semillas coloridas llamadas wayruros, que como adorno o filtros de la buena suerte funcionan perfectamente. Les había dado posada por un par de días y en ese tiempo le pidieron les vendiera un ganado vacuno, al que lo querían llevar vivo para criarlo en su comunidad selvática. Relataba el tío que se había reído a carcajadas, pues primeramente le parecía absurdo que llevaran una vaca a la jungla y porque según se les podía ver, aparentemente no traían nada de valor con que pagar su precio. Pero cuando uno de ellos extrajo de bajo del taparrabos una pequeña bolsita de piel de nutria y vació su contenido en la mesa de su comedor, no
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podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Eran pepitas de oro mezcladas con piedras preciosas: esmeraldas, amatistas y otras muy extrañas cosas. Don Arístides había quedado estupefacto. Los nativos ofrecieron dárselo a cambio de una vaquillona servida, y el tío aceptó la propuesta de muy buena gana. En el acto guardó las joyas y ordenó a su servidumbre fueran a las vaquerizas de su hacienda, y trajeran a la mejor vaquillona que estuviera preñada. Los peones cumplieron la orden y se les fue entregado el animal de cría a los compradores; pero como ya era tarde para que partieran les ofreció hospedaje para que se quedaran. En la noche, luego de convidarles la cena, el tío indagó por el origen de tan hermosas joyas, consiguiendo que los nativos le informaran que en los fondos de la selva, más allá de su comunidad, existía un pequeño río que mezclado con las piedras comunes arrastraba también estas; pero que para llegar a dicho río había que tener cuidado de no caer en manos de los machigangas, que son los celosos guardianes de una ciudad mágica de la que sólo saben por referencias. En otra ocasión también en su hacienda recibió la visita de un explorador muy comprometido con la historia, un empedernido buscador de tesoros y ciudades perdidas del
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mundo, que juraba haber llegado a la ciudad El Dorado, y que afortunadamente pudo haber salido sin ser capturado por los machigangas, considerando haber salvado su vida por un milagro. Justamente al escapar tomó la dirección que le permitió después salir a su hacienda. Hambriento y casi con harapos por vestido, el explorador belga-peruano fue atendido por la familia en su casa de Callanga. Le curaron las heridas y laceraciones producto del desaforado escape, le dieron de beber y de comer, lo vistieron con decencia y como reconocimiento y gratitud, el notable intelectual entregó al tío anfitrión una de las tres mazorcas de oro de tamaño natural, explicándole que pudo haberlas tomado en las puertas de la ciudad escondida en referencia. El tío Arístides era devorador de tertulias. Cuánto de imaginación tendrían sus relatos, pero en todo caso, valía la pena escucharlos; las tardes las consumía como se consume el mejor manjar, y de sus relatos él mismo gozaba y hacía que todo el que lo escuchaba lo disfrutara. Una tarde me esperó con un mapa trazado empíricamente por un fraile franciscano, con lo que quería corroborar el relato del historiador narrado el día anterior. Pero además extrajo del bolsillo de su chaqueta de
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corduroy gris, mientras buscábamos una banca libre en el pequeño parque de siempre, un par de hojas escritas a máquina por un anónimo y fechaba en mil novecientos veintinueve. Nos ubicamos bien, sentados frente a frente aun estando los dos en la misma banca, y me permitió darle lectura en voz alta a lo escrito en las amarillas y vetustas hojas de papel oficio y con sello de agua del estado. Tan celoso de sus tesoros era el tío, que tan luego terminé la lectura, literalmente me arrebató las hojas de las manos y se las guardó bien en el séptimo bolsillo, cerrado con botón y hebilla. Conociéndolo hasta donde no hace falta calcular, no me atreví siquiera a pedirle que me las prestara para copiarlas. Estaba segurísimo que me lo iba a negar, entonces preferí grabarme en la memoria su contenido, el mismo que trataré de reproducirlo tal y como lo recuerdo, incluyendo el título: “El Paititi”.
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18 PAITITI Paititi es una ciudad oculta entre la selva peruana, comprendida dentro del departamento de Madre de Dios, en dirección Oeste de su capital Puerto Maldonado, con una ligera inclinación de unos 15° hacia el Sur Oeste, muy cerca del límite que lo separa del departamento del Cusco, en dirección Este de la provincia de La Convención. En medio del delta que forman los ríos Manu y Alto Madre de Dios. Está situada dentro de las quebradas formadas por un conjunto de cerros, en las profundidades de un extraño valle circular semejante al cráter de un gigantesco volcán; con un cañón que se abre para formar luego otro círculo de menores dimensiones, el que también se abre en el mismo sentido hacia el Noreste, para dar lugar a la inmensa llanura de la selva de Madre de Dios.
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Otra semejanza a considerar, imaginariamente visto este valle desde lo alto de las nubes, es a la silueta de una guitarra, siendo su diapasón el río que sale de los dos valles consecutivos. Por entre los cañones discurre un riachuelo proveniente de una pequeña catarata, que hace su caída en el lado Norte del Valle. Luego el río atraviesa por los dos valles de tierras fértiles y da lugar aguas abajo a un pequeño río, que se le conoce con el nombre de Pantiacolla. En el segundo y más pequeño valle habitan en paz los machigangas, indios que proceden de la raza Inca, y que conservan la misión de custodiar la sagrada ciudad dorada del Tawantinsuyu llamada Paititi; que se ubica en las profundidades abruptas del valle grande, al pie de una pequeña colina elevada en la base a manera de un cono, de aproximadamente cincuenta o sesenta metros de altura sobre su base. El valle mayor, que es en realidad el que ofrece más interés, a ojo de buen cubero mide aproximadamente dos mil metros de profundidad o plomada. En el lado Sur del borde de la cima se encuentra un gran pajonal, desde donde se divisa el fondo de un color verde muy oscuro ya casi azul, imposibilitando la
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percepción de los detalles del mismo. Solamente se puede percibir muy ligeramente un círculo anaranjado, siendo realmente un pequeño cerro en forma cónica, que contiene grandes cantidades de oro en estado natural, en charpas, chispas y polvo, impidiendo por este motivo la formación o el desarrollo de la flora en dicha colina. En el valle adjunto, al borde del riachuelo se halla la aldea de los machigangas, quienes viven de la caza, la pesca y los pocos productos agrícolas que cultivan en el reducido valle, como la yuca, el plátano y la coca. Los machigangas son individuos que forman una tribu que conserva gran porcentaje de su primitiva sangre, debido a que no fueron encontrados por los conquistadores españoles. Pero en cambio, muy posteriormente, se han mezclado en muy poca escala con gente blanca que llegaba en expediciones buscando el Paititi y eran tomados prisioneros por los custodios mencionados, quienes permanecen en el más cerrado cautiverio hasta nuestros días, sin la menor posibilidad de conseguir la libertad y volver a su lugar de procedencia. Juicio este que se sostiene, porque hay quienes aseguran haber visto indios procedentes del Paititi con rasgos muy extraños.
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Muy pocos kilómetros antes de arribar al lugar denominado Atalaya, en el departamento del Cusco, se encuentra un lugar llamado Q'óñec, cuyo nombre procede de un pongo que estrecha el cauce del río Piñi-piñi al encuentro con el Pilcopata, en una garganta rocosa donde las aguas se agitan turbulentas cortando desde sabe Dios cuando el macizo, cobrando las vidas de quienes se arriesgan a cruzarlo en canoas sin la pericia correspondiente que exige su naturaleza; dejando solamente escapar de sus temerarias y furiosas aguas a los muy expertos en navegación fluvial, quienes después de intensos esfuerzos por mantener la canoa a salvo, llegan a salir de aquella batalla contra la furia de las corrientes del río, que se mete en el cañón para salir convertido en el Alto Madre de Dios, un remanso que se extiende a lo ancho de grandes playas. Como si esa grandeza de río acabara de nacer tan traumáticamente de las entrañas de la montaña, partida por el tiempo telúrico de nuestro mundo; y entonces desde allí, plácida, tranquila y en paz, comienza a vivir su cause hasta el océano de los atlantes. El Q'óñec es un pongo abierto por el tiempo y la erosión producida por el río, en el macizo que lleva su nombre. Este macizo viene desde el Oeste, nace perpendicularmente de la
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pequeña cadena llamada Pantiacolla, de la que viene a ser un apéndice que se origina desde las serranías de Paucartambo. Algunos grupos expedicionarios han partido del Cusco con el propósito de su descubrimiento: científicos, empíricos, aficionados o simplemente aventureros, incluso curas; llegados del extranjero o nacionales, preñados de la ilusión y el anhelo de hacerse ricos, pero siempre infructuosamente, ya que los más han equivocado su orientación y han ido a parar a la región de los “Q'eros”, pueblo hermoso que se halla al Este de la hoya del río Kcosñipata; o simplemente la abrupta selva los ha envuelto con el manto de su misterio, guardándolos para siempre en las entrañas insondables de su mundo verde. Otros, siguiendo una buena dirección han llegado a las entradas del Paititi, pero fueron capturados por los custodios celosos de tal ciudad sagrada, los machigangas, y hoy es muy posible que existan algunos haciendo vida en común con estos descendientes de los incas, pero en la más protegida custodia. Otra versión lindante con la historia que el respetable anciano me brindó haciendo uso del mismo escenario, fue la relación que existe entre Paititi con el gran emperador del Tawantinsuyu:
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19 PACHACÚTEC Y EL PAITITI En su afán de engrandecer el Tawantinsuyu, el más virtuoso gobernante del imperio, el inca Pachacútec, consideró entre otras conquistas la de la selva, convencido que en ella se encontraría grandes riquezas. Mandó formar una expedición de hombres fuertes, muy bien seleccionados y con altas capacidades, la que envió por las entrañas de la selva de Madre de Dios en busca de nuevas fuentes de riqueza. Luego de mucho tiempo la expedición regresó con la gran noticia de haber encontrado un gran yacimiento, de cuyas entrañas se podía extraer fácilmente con la mano puñados de tierra, incluyendo gran porcentaje de oro en charpas, chispas y polvo. El emperador, al comprender que era un yacimiento de fuentes incalculables del precioso metal, procedió a disponer la explotación de este fabuloso yacimiento
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aurífero, enviando gente que se instaló en el lugar; formando así un regio campamento y comenzando su explotación. Para esto, era preciso construir un camino ancho y formidable para transportar el oro al estado natural, el mismo que sería venteado en el Q'oriwayrachina, lugar situado a un costado del templo del Sol, el Qorik'ánchaj, para luego procesarlo y realizar sus obras de arte para adornar el templo. Un camino se abrió entonces por la selva, ancho y empedrado, desde el Paititi hasta la ciudad del Cusco, por el que comenzó desde entonces a circular ingentes cargamentos de este precioso material. Los años transcurrieron y naturalmente el campamento creció, dando lugar a la formación de una comunidad, una aldea, una ciudadela, construyendo más edificios para los trabajadores y sus familias, haciendo derroche del amarillo metal en el decoro de sus construcciones y sus templos. Unieron luego Paititi con la ciudadela de Machupijchu, por otro camino empedrado con las mismas características de un metro y medio a
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dos de ancho, haciendo lo mismo con el Mauk'allacta, especie de adoratorio que se ubica en las inmediaciones de Tres Cruces de Paucartambo, lugar de regocijo y culto al dios Sol que mandara construir el referido inca, luego de haber comenzado a explotar el Paititi. Posteriormente se sucedieron los emperadores hasta la división del mando entre los hermanos Huáscar y Atahuallpa, yéndose este último al Norte para fundar ahí un subimperio. Construyó otro camino desde Paititi hasta Cajamarca con las mismas características que los anteriores, completando con éste los cuatro caminos del imperio que convergen en el Paititi. Con el oro extraído de la ciudad dorada de los incas, justifica claramente la abrumadora cantidad de adornos auríferos con que decoraron el Qoricancha, hasta hacer las efigies de dieciocho incas de porte natural y en oro macizo, construidos con infinidad de piezas a manera de un rompecabezas en volumen, representando a los emperadores que tuvo el imperio. El jardín de oro del templo, el disco gigante de oro, representando a su máxima divinidad el Sol, y cuanta obra de arte encerraba el templo del dios del Tawantinsuyu, el imperio más grande y poderoso de estas latitudes.
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Los conquistadores españoles cargaron al viejo mundo embarcaciones con la gran riqueza incaica, pero con ello no hicieron más que llevar lo que quedara desapercibido en el afán de fugar con lo más valioso, evitando así que los más importantes elementos cayeran en las garras rapaces de los invasores. Si los conquistadores llevaron a su país tanta riqueza, que el imperio español se colocó en la cúspide del poderío europeo, no fue sino solamente una tercera parte de lo que el imperio de los incas poseía. La mayor parte fue puesta a salvo en las entrañas de la selva, justamente ahí, en su origen, el Paititi; que se convirtió en el fortín donde llevaron las grandes riquezas, ya que consideraban el lugar más seguro. Así terminaba la lectura de este curioso e informal documento, como lo hacía también la tarde rojiza que marcaba la hora de retirarse. Con la batería de informaciones bien alimentada acompañaba al tío hasta su domicilio, la casa de sus hijos y de sus nietos, donde éramos convidados a servirnos el té con galletas y panqueques a la misma usanza de las haciendas de antaño.
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20 EL ÉXODO DEL IMPERIO INCAICO En cierta ocasión tuve la suerte de alternar una tertulia con un viejo profesor de las ciencias sociales, al parecer especialista en comunidades humanas perdidas. Al percibir mi gran interés por hablar sobre El Dorado, o la mítica ciudad del Paititi, se ofreció para darme una cátedra sobre ese apasionante tema, de manera que presté mucha atención y empezó diciendo así: Habían desembarcado en costas tawantinsuyanas los conquistadores españoles y muy pronto se propaló esta noticia por los cuatro suyus, llegando de primera intención a oídos del inca Huáscar que dominaba desde el Cusco; y a Atawallpa, que lo hacía desde su reducto en Cajamarca, quien se enteró primero al momento de caer prisionero. Y no era por otra razón que por apresurarse a esconder los grandes tesoros del imperio, que el inca Atawallpa los hiciera huir de su dominio internándolos en la selva.
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Mas por su parte el inca Huáscar organizó la fuga de los tesoros y riquezas del milenario Cusco donde vivía, retornándolo todo al lugar de su procedencia, el Paititi, lugar éste que consideró el más apropiado para protegerlos, por encontrarse en el corazón de la selva y que por tanto, era casi imposible que los extranjeros pudieran descubrirlos. Cargando con los más valiosos tesoros consistentes en reliquias, estatuas y los discos de oro y plata, representativos del sol y la luna respectivamente. Al mando del éxodo del imperio de los incas encabezaba el sumo sacerdote que hacía las funciones de general, el willajhuma en persona, seguido por millares de hombres, mujeres y niños, miembros integrantes de la pléyade de sacerdotes de la región Quechua, siguiendo el camino ancho y empedrado que había servido para la conexión del Paititi y el Cusco. Cargando las reliquias sobre sus hombros y encima de llamas, o en improvisadas camillas fabricadas para tal efecto, iniciaron esta evacuación masiva y repentina. Mientras el inca se preparaba con su ejército de bravos guerreros a dar contienda a los blancos y barbados soldados, que venían de otras latitudes con malsanas intenciones, a usurpar sus sagradas posesiones. En tanto esto sucedía, el plan de la fuga había ganado buen terreno y es
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donde el capitán de la expedición conquistadora se percató de lo que estaba ocurriendo. A falta de otra alternativa, organizó una persecución por el sendero que les invitaba a seguirlos fácilmente y con la ayuda de sus caballos y sabuesos, acortaron distancias y redujeron ventajas. El camino que conducía por las ahora tierras de la provincia de Calca, se introducía en los valles de Lares, atravesando quebradas, ríos, cumbres, y cuantos accidentes del terreno tan peculiares son de estas serranías. Presintiendo el willajhuma la persecución española y que los invasores les pisaban los talones, mandó emplear la táctica guerrera muy conocida del laberinto, la confusión de caminos, para así desorientar a sus perseguidores. Procedieron a tal artificio guerrero, logrando que los españoles cayeran en la desorientación y confusión esperada, retornando luego con el fracaso a cuestas a la capital del imperio conquistado. Este sitio conserva hasta la actualidad el nombre de “Lacco”, término del idioma quechua que significa laberinto, desorientación, equivocación, confusión. El willajhuma y su contingente de sacerdotes siguieron la huida. Individuos todos
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ellos jamás entrenados para largas caminatas, y menos aun en las condiciones tales que exigían mucho esfuerzo, para caminar desde el alba hasta el ocaso casi al trote y no ser alcanzados por los caballos de los españoles, que como sabuesos seguían sus huellas. Un ejército de ancianos, adultos, varones y esposas, hijos jóvenes y niños; y agregado a ello el tener que llevar las pesadas reliquias con los cuidados que estas demandaban. No eran individuos preparados para estos trotes, de manera que eran fácil presa de una prematura fatiga y el agotamiento muy pronto empezó a cundir en la multitud. Lo sorpresivo de la partida no les había dado tiempo suficiente para tomar las más elementales precauciones, y agobiados por la situación se rendían agotados por el cansancio, y cayendo sobre el camino sucumbían. A medida que se iban internando y bajando a los valles, el cambio brusco de la temperatura, las condiciones naturales propias de los sistemas ecológicos cambiantes, las lluvias y en consecuencia la gran humedad que no conocían, hacían escarnio sobre la comunidad fugante. Insectos y alimañas ponzoñosas propias de los lugares que a trancos incursionaban, daban cuenta de incautos sacerdotes y estudiantes del clero de un imperio, que en esos momentos estaba siendo víctima de
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una cruenta invasión, con espada y cruz, como armas de la muerte en las manos. Lo cierto es que la población disminuía cada vez más, el dolor se acentuaba en la gente que se dejaba embargar fácilmente, por la impaciencia y la agonía de sus fuerzas físicas y espirituales. La melancolía y la añoranza por su adorado y querido Q'osqo abatían sus corazones, la sospecha de que jamás volverían a verla liquidaba sus esperanzas y los sumía en la más grande tristeza. La desesperación corroía sus anhelos de encontrar la paz que dejaran atrás y no pocos prorrumpían en llanto, atormentados por todas esas sensaciones que el hombre siente en lo más hondo de sus ser, cuando se halla en tales circunstancias. El dolor y la tristeza se difundieron en toda la comunidad como epidemia y llegado el momento más de tres mil personas se desataban en desbordante llanto. Estaban siendo testigos, protagonistas y víctimas del mayor infortunio de su generación, de su raza pura y poderosa; la angustia gastaba sus fuerzas y clamaban en ayes de dolor, pidiendo consuelo al sumo sacerdote que dirigía sus destinos y su suerte. Contemplando esta manifestación de dolor y llanto colectivo, el willajhuma ordenó un
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alto y acamparon para descansar, considerando haber dejado muy lejos las posibilidades de ser alcanzados por sus perseguidores, pues habían nombrado desde Lacco varias comisiones, que se encargaran de borrar las huellas y aún el mismo camino de trecho en trecho, destrozando puentes y cuanto signo indicara el paso del éxodo. El gran sacerdote y comandante del operativo de fuga, subiéndose a una roca inmensa se paró en lo más alto, y abriendo sus brazos al firmamento clamó a los apus protectores, para que les ilumine en esos momentos difíciles y llenara de esperanza y de fe sus corazones. Luego, dirigiéndose a la multitud les arengó diciendo: -Ama llakikuychischu, ama waq'akuychischu, kallanq'an payquiquin hinan, Q'osqo hinan payquiquin, joj llacta, jatun llacta”; que traducido al castellano dice: “No sientan pena, no lloren, habrá uno igual, como el Cusco, como él, igualito al él, una gran ciudad”. Paykikin: Igual a él. Posteriormente a este lugar se llegó a conocer con el nombre de Kallanga,
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posiblemente en alusión al término ese de la citada arenga, hasta cuando se convirtió en una hacienda ganadera que siguió llevando ese nombre y así se quedó hasta la actualidad. Así mismo, de esta arenga fácilmente podemos colegir que el término “paykikin”, hace referencia al nombre con el que hoy se le conoce a la ciudad prometida: Paititi. Sabiéndose a salvo y fuera del alcance de sus perseguidores prosiguieron la marcha, sin que esto menguara la mortandad a causa de que ya se internaban más y más en la selva, que con sus incontables misterios cobraba vidas a cada tramo. No obstante seguían destrozando el camino, quitando de su lugar puentes de piedras o de palos, como actualmente se puede observar en el río de Kallanga, donde una inmensa piedra rectangular que servía de puente, permanece a lo largo de una orilla, dejando como huella de su original construcción los cimientos de piedras en las dos orillas. Llegaron muy pocos hasta el mismo Paititi, constituyéndose desde entonces en un área muy cercana a la gigantesca montaña llamada Apucatinti, donde actualmente viven a expensas de la caza y la pesca, cultivando el reducido espacio del valle para producir yuca,
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plátano y coca, productos que les sirven para la fabricación de licores o bebidas alcohólicas como el “massato”, para invitar a la meditación y la tertulia. De esta manera viven con el nombre de “machigangas”, custodiando indefinidamente el gran tesoro de los incas, no permitiendo que humano alguno ingrese a los recintos de la ciudad sagrada, que conserva cuanto en ella guardaran al llegar del Cusco. Es posible que hoy en día la ciudad del Paititi esté cubierta de tupida vegetación, cosa que es inminente en la selva, que a la vez sirve de protección contra los extraños, que intentan llegar hasta su seno y profanar su sacralidad. Se anda diciendo entre murmullos que la ciudad perdida de los incas tiene un gran portón, de cuya base se desprende hacia adentro una escalinata que desciende, con aproximadamente unos cien o ciento veinte peldaños y de unos cinco o seis metros de dimensión. Todo esto armado en piedra y con la consistencia con la que los incas acostumbraban edificar sus recintos. Dícese también que en la base de la escalera, que se extiende entonces en una planicie, donde se erigen edificios y entre ellos callejones o calles que conducen a una plaza, se pueden apreciar dieciocho estatuas fabricadas en oro, representando las efigies de dieciocho incas en
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tamaño natural y con precisión artística admirable; formando una fila de ellos, que sorprendiera en muchas oportunidades a cuantas personas que por casualidad llegaron y salieron, trayendo consigo algunos objetos de oro en señal de su hallazgo. Se diría talvez que es una ciudad de oro perdida en la espesura de la selva, aquel dorado que los conquistadores buscaban con tanto afán, o quizás es aquella que desde hace unos años o décadas se la conoce como la ciudad perdida de los incas; aunque este término no vendría al caso porque la ciudad en referencia nunca fue perdida por los incas, al contrario, ellos conocían más que cualquiera su ubicación. Estaría mejor nombrarla como la ciudad de los incas que hoy está perdida y quizás lo esté por más tiempo aun. Así concluyó su intervención y yo me quedé maravillado. Pedimos otro par de tazas de café y encendí otro cigarrillo. Su relato me embelezó y se lo hice saber. Entonces, al comprender mi fascinación por este asunto, acordamos vernos más a menudo para charlar sobre estos temas. A la semana siguiente llegó nuevamente al Cusco y me llamó por teléfono. Acudí al Café de nuestras tertulias y allí me relató una parte escondida de la historia:
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21 EL RESCATE DE ATAHUALLPA No vamos a entrar en detalles acerca de los acontecimientos que antecedieron al “rescate”, ajustándonos a las minuciosidades de la historia comenzó diciendo y luego siguió-, solamente nos limitaremos a referir que el inca Atawallpa que permanecía en cautiverio, y en entrevista con su captor el capitán Francisco Pizarro, exigió su libertad bajo la condición de que a cambio de ella, mandaría traer con sus hombres oro y plata hasta llenar con ello una habitación, y empinándose de puntillas estiró su brazo hasta donde pudo para arriba y marcando con las uñas, señaló el límite hasta donde llegaría su oferta. Pizarro se asombró por el ofrecimiento tan generoso y de momento aceptó. Fue entonces cuando el inca envió a sus emisarios con la orden de traer del yacimiento aurífero del imperio, cargamentos de oro para comprar su libertad. En
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un abrir y cerrar de ojos los súbditos ya procedían a trasladar el oro ordenado por su majestad, y lo hacían en caravanas de llamas, cargadas cada una de ellas a su máxima capacidad y formando en cada envío recuas de cien o doscientas. Cuando las caravanas con el cargamento amarillo se deslizaban por las cordilleras con rumbo a Cajamarca, por el camino empedrado que conduce de Paititi a esa ciudad, se supo por intermedio de los chasquis, que el soberano había sido ejecutado por el sanguinario capitán de la conquista. Este personaje, en plena demostración de sus bajos valores no había honrado su promesa y terminó asesinándolo. Los incas, decepcionados y coléricos, afligidos por la desaparición de su soberano, descargaron lo que transportaban donde la noticia les sorprendió, al borde de los caminos y allí enterraron los cargamentos como pudieron, luego despavoridos huyeron retornando algunos a Paititi, y otros dispersándose a lo largo de las serranías. Así es que en el recorrido de los caminos del Inca, es posible constatar que existen lugares en los que se perciben lenguas de fuego haciendo hileras, que se encienden y se apagan en
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columnas de flamas azules; algo así como hileras de velas que titilan por el viento, claramente perceptibles a la distancia, al frente de las quebradas. Y no es otra cosa que los enterrados tesoros que fueran sepultados por los incas al saber la noticia de la muerte de su monarca. Si pudiéramos seguir el camino de los incas que conduce de Paititi a Cajamarca y nos dedicáramos a rastrear e investigar detenidamente, seguro estoy que llegaríamos a hallar tanta fortuna en oro, que llenaríamos aquella habitación famosa del rescate de Atawallpa. De esa manera el viejo profesor terminaba su relato, lleno de emocionantes capítulos, al tiempo que terminaba su café demostrando enorme satisfacción. Nos despedimos hasta una nueva ocasión y quedé mascullando otro fragmento del futuro libro.
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22 LA FUGA En cierta ocasión estando de visita por la hacienda Patria un grupo de exploradores geólogos, mi padre les relató esta interesante historia después de la cena y a la luz de nuestra clásica lámpara: “En la hacienda Villacarmen, en el encuentro de los ríos Piñipiñi, Tono y Pilcopata, ubicado en el límite con el departamento de Madre de Dios, al término del siglo diez y nueve y comienzos del veinte aun se cometían las más horrorosas atrocidades, llegando al extremo de convertir a los peones en acémilas o bestias de carga, obligándolos a trabajar sin beneficio alguno y aún más, como si esto fuera poco, sin reconocerles los más elementales derechos humanos, a que se supone todo ser humano tiene o debe tener acceso.
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“Esta hacienda había ganado fama por los inhumanos tratos a sus trabajadores, de tal forma que escuchar hablar a alguien que se iría a trabajar a Kcosñipata, era como para compadecerlo, pues era seguro que esa persona estaba yendo a dejar sus huesos en aquella selva de terror, en aquel verdadero infierno, en aquel hoyo negro del destino. “Cuentan que los trabajadores de la mencionada hacienda no usaban más ropas que un calzón de tocuyo doble y en la espalda, amarrada al cuerpo una carona, armazón de yute que se pone en el lomo de las bestias, para poner encima de ello la carga - Nosotros somos testigos de eso decía emocionada mi madre mientras su esposo continuaba diciendo: En sus espaldas cargaban caña de azúcar o la cortaban desde la aurora hasta el poniente, ganándose a intervalos tres veces al día un jarro de agua del riachuelo más próximo, y al medio día una porción de yuca sancochada con infusión de hojas de lima que recogían de los huertos, lo suficiente como mantenerlos vivos. No obstante estos hombres habían ido a trabajar con un convenio o contrato y con el ofrecimiento de jugosos haberes, las autoridades compradas por el hacendado nunca tramitaban justicia en favor de estos desposeídos; una vez instalados en la hacienda
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no eran más que esclavos, sin derecho inclusive a su propia existencia. “Dormían en cuadras llamadas ranchos muy semejantes a establos, encerrados con candados y dos o tres celadores al contorno, armados de poderosas carabinas y flechas, listos a disparar contra cualquier indicio de sublevación o fuga. Era la orden terminante de don Gumersindo Perdiz De Carvajal, un español con alma fría como el acero y con la crueldad propia de un poseído. “Cuando este hacendado viajaba a la capital del departamento en procura de víveres y avíos, también captaba personal poniendo un aviso en una hoja de papel, que colocaba en la parte más visible del portón, del alojamiento Royal de la calle San Agustín donde solía hospedarse, solicitando peones y ofreciéndoles una difícilmente despreciable suma de dinero como jornal diario, más buena alimentación, incluida una decorosa vivienda. De hecho acudían muchos atraídos como abejas por la flor al ver el anuncio, sobre todo desocupados en busca del sustento, que fácilmente eran engatusados por el hábil colonizador de bastón, botas y revólver a la cintura. Estando en la hacienda sumaba a este atuendo cotidiano su
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casco de safari y un látigo que no soltaba de su mano. “Con un pelotón de una veintena de incautos llenos de vigor, con la esperanza puesta en el objetivo de trabajar un año, como figuraba en el contrato y luego regresar para ver a la familia, don Gumersindo salía del alojamiento el día de su retorno a Villacarmen, su hacienda. Sin saberlo estaban ya trabajando, pues cada uno cargaba en sus espaldas lo que una mula lo haría y así caminaban los doscientos kilómetros de distancia; primero atravesando los cerros de las alturas de Paucartambo y luego descendiendo a lo abrupto de la ceja de selva. Su destino estaba comenzando para ese pequeño contingente, que marchaba junto a su eventual verdugo con rumbo a la hacienda del terror y del espanto. “Frecuentemente al haber transcurrido seis meses más de lo pactado, algún valiente, o simplemente alguien a quien se le acabó la paciencia, resolvía pedir que se le hiciera una liquidación de sus cuentas. El astuto zorro lo complacía aparentemente de muy buen gusto y le arreglaba su cuenta. Una vez despedido, daba órdenes a sus secuaces armados de carabinas y flechas, para que lo eliminaran en cuanto emprendiera camino. No estaría bueno para su
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prestigio que llegara a la ciudad del Cusco y fuera a presentar alguna denuncia o queja, en las oficinas de su amigo personal el señor prefecto. Estaría mejor si no se llegara a saber del suceso y el cadáver del infortunado era arrojado a las corrientes del río Tono, que se encargaba de sepultarlo en el olvido una vez metido al Qóñec. “Hay que remarcar el hecho de que Perdiz dejó el país tan pronto pudo amasar cierta fortuna de origen cruel y sangriento, volviendo a su natal Toledo de donde había venido. Los últimos años tenía como administrador a un paucartambino de nombre Pio, a quien dejó el fundo como pago de sus emolumentos, el mismo que siguió aplicando la política recibida como herencia. Este a su vez tuvo que vender la finca al verse de pronto afectado por la “hukuya”, uta localizada en las fosas nasales. En poder de este otro dueño terminó la funesta fama conseguida hasta entonces, como cuando termina la maldición bajo algún conjuro de buena voluntad. Ahora es una próspera y hermosa hacienda y sus dueños son mis compadres”. En cierta ocasión seguía relatando mi padre -, llegó aquí a la hacienda Patria un cadáver que aun podía caminar. Traía vestido un calzón de tocuyo hecho hilachas y en su espalda una
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carona de mula pegada a su piel. Cuando se las desatamos para poder aliviarle mientras lo acudíamos para que no terminara de morirse, vimos que toda su espalda era una sola mata, una llaga enorme supurando materia. Lo curamos y le combatimos la infección con antibióticos inyectables. Felizmente a los quince días sanó y luego de ayudarnos en el trabajo otras dos semanas, se fue contento de haber vuelto a nacer. Todas las noches después de la cena acostumbramos disfrutar del fresco en las bancas del patio, y mientras los niños juegan a la ronda bajo la luz de la luna, de las estrellas o del petromax, los mayores nos dedicamos a la consabida tertulia de sobremesa. Así le invitábamos a que nos relatara las condiciones en las que la desgraciada gente trabajaba en esa hacienda. “A las cinco de la mañana, tras beber agua de lima endulzada con melaza de caña y comer tres pedazos de yuca sancochada, nos decía, salían en fila encañonados por detrás con las carabinas de los guardaespaldas del patrón, con rumbo a la chacra donde cortaban caña de azúcar, que luego cargaban como acémilas hasta el trapiche y la falca donde procesaban el aguardiente. La jornada concluía al anochecer; luego de darles otra ración semejante de yuca,
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eran entrados a las cuadras a dormir encerrados bajo llave, y así repetirse la jornada, todos los días de su amargo existir”. Este hombre virtualmente resucitado había relatado a mis padres las mil y una barbaridades que se cometían en esa hacienda productora de aguardiente de caña, esa misma que el nuevo propietario había heredado con el mismo sistema de Gumersindo Perdiz incorporado. Cuán raro les parecía a mis padres que este pobre hombre haya podido huir, descuidando la vigilancia de los secuaces del nuevo dueño cruel; pues si sorprendían huyendo a cualquier peón, inmediatamente llenaban su cuerpo con perdigones de plomo y no menos de una docena de flechas atravesándolo, sin que pudiera ganar cien metros de terreno en su escapatoria hacia la libertad. En otra circunstancia dos amigos que habían llegado a Villacarmen, pasaban dos años ya de crueles trabajos y sin la menor esperanza de percibir un solo centavo por su labor. Uno de ellos había dejado en el Cusco a su joven esposa y el otro era soltero. Luego de muchas cavilaciones decidieron huir y planearon la fuga por el lado del occidente, debido a que era el sector menos cuidado. Por el lado opuesto, por la
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entrada, era poco menos que imposible, pues para cruzar el río Tono había que hacerlo por una oroya que permanecía siempre cerrada con cadenas y candados, y un vigilante armado permanecía cuidando las veinticuatro horas del día. Una noche partieron sigilosamente luego de envenenar a los perros, logrando escapar y eludir los cuidados de los centinelas y se introdujeron en la selva, dirigiéndose por orientación natural a la sierra para llegar al Cusco. Caminaban mucho durante el día y en las noches, dormían al pie de algún frondoso árbol o donde les sorprendía la oscuridad. Al quinto día, al estar caminando por entre la selva, dando vueltas sobre sus mismos pasos en muchas ocasiones, se percataron que estaban caminando por entre habitaciones construidas con piedras labradas. Llenos de gran curiosidad y no poca sorpresa comenzaron a explorar el lugar, percatándose de que estaban en medio de una pequeña ciudadela completamente deshabitada, un grupo de casas, un complejo de habitaciones cubierto por la vegetación. Hallaron abrumadoras cantidades de objetos en oro, pudiendo solamente poner entre sus envoltorios de trapos viejos algunos cuantos y salieron despavoridos, por temor a que fueran
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sorprendidos, cruzando por un sector que les condujo a una escalera que les llevaba hacia las alturas, a un gran portón, de cuyos extremos superiores pendía un gran disco de oro sostenido por unos rayos. Dejaron atrás aquella misteriosa ciudad y prosiguieron su viaje, siempre para el lado del poniente, alimentándose de frutos silvestres y bebiendo agua de las pacas; pero conservando celosamente cada uno los objetos de oro, que al paso habían logrado levantar de las ventanas de aquellas habitaciones. Ya cuando la selva iba quedando atrás y sus pies acariciaban la libertad, haciéndose cada vez más cerca la sierra, en sus espíritus iba despertando también ciertos sentimientos malévolos de envidia. La codicia por el oro despertaba de pronto en el alma humana, en el hombre que piensa desquitarse con la riqueza, de los pasados sufrimientos y estrecheces económicas. Así sucedió que un día, uno de ellos dio muerte a su amigo, compañero y camarada, quedándose con el oro del difunto. Llegó al Cusco donde buscó a la viuda, a quien relató todo lo supuestamente acontecido y lo que habían
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visto en aquella fabulosa ciudad, y que su marido había sido víctima de la mordedura de una venenosa serpiente, muriendo a las pocas horas del fatal ataque. La mujer que era todavía joven y bien parecida despertó en el hombre la pasión de un romance, por lo que fue requerida de amores. Pero como la viuda no creía, ni aceptaba aquella historia como cierta, y en cambio sospechaba que por la codicia del oro habría podido liquidar a su marido, entonces fingió aceptar de buena gana los requerimientos del hombre, y festejaron el acontecimiento con licor y comidas. La mujer fingía amarlo y hasta le hizo creer que el recuerdo de su marido ya no tenía importancia para ella. Una vez ebrio el hombre, haciendo gala de aquella sentencia de que “los borrachos y los niños dicen la verdad”, narró toda la verdadera historia sobre aquella aventura y convencido de que la mujer no tenía interés en el difunto, relató con frialdad su crimen confesando que él había dado muerte a su compañero, para poseer el oro que le correspondía. Le ofreció matrimonio y un futuro prometedor con el producto de la venta de tales objetos. La mujer no esperó más y denunció inmediatamente el crimen a las autoridades, llevándose el caso al fuero judicial; pero en vista de que este asunto tenía grandes trascendencias por uno u otro lado, se tuvo que elevar a la corte superior de Lima, donde quedó anotado en los
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archivos de dicha corte de justicia todo el relato de la trágica aventura, con lujo de detalles, producto de las declaraciones que formulara el aventurero asesino. Hoy solamente se sabe que en los archivos de la corte superior de Lima, debe existir un testimonio más de la existencia y ubicación del Paititi, la ciudad dorada de los incas.
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23 EL DEDO DE ORO DEL INCA Y LA EXPEDICIÓN DE LOS JESUITAS Una tarde, sentado a la mesa del café Extra de la calle Espaderos, entregado a la meditación bajo los efectos del embrujo de un cigarrillo, y entre sorbo y sorbo de la humeante taza de café, pasaba los minutos el autor de este relato. Más de pronto un caballero septenario de buenas migas se acercó a mi mesa y nos saludamos muy cordialmente. Demoré unos segundos en hacer memoria, para recordar que unos meses atrás habíamos tejido cierta amistad, debido a nuestros mutuos intereses acerca de Paititi. Habíamos sido presentados en una tertulia con amigos ocasionales departiendo una noche de bohemia. Tengo que reconocer que el mencionado parroquiano poseía no pocos conocimientos sobre este tema. Era una posible fuente de información que ayudaría grandemente a la realización de estas páginas. Como en
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aquella oportunidad en que nos encontramos por primera vez, la conversación no tardó en caer en nuestro tema predilecto, al mismo tiempo que se sucedían las tazas de café unas tras otras, y se encendían más cigarrillos que atizaban el calor del momento. Fue entonces que este amigo me refirió, que el hombre a quien necesitaba conocer para acopiar informaciones estaba vivo, y que lo podía hallar tal vez en Paucartambo, porque allí había radicado algún tiempo. Me proporcionó el nombre y algunas señas particulares. Al cabo de tres días partí a Paucartambo en busca de don Juan Gómez Sánchez, el hombre que alguna vez había tomado parte activa en una expedición de curas hacia Paititi, de la que fuera el único sobreviviente. Ese hombre significaba demasiado para mis propósitos, como para dejarlo de lado en el curso de mi cometido. No faltaba más, qué caray, en el acto tomé la determinación de ir a su encuentro. Llegué al pueblo de Paucartambo, tierra natal de mis antepasados por vía materna, presentándome de primera intención a las autoridades policiales, para hacer averiguaciones del indicado sujeto. Negativo resultado. Indagué entre los lugareños y más conocidos siendo el resultado siempre el mismo. Nadie
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conocía o tenía referencia de Juan Gómez Sánchez. Cuatro días ya habían amanecido y mis esperanzas se iban desvaneciendo, cuando por casualidad o qué se yo, en un bar a donde entré para calentar el cuerpo con un trago de aguardiente, verdadero cañazo que salía de las falcas del valle de Kcosñipata, entablamos conversación con la dueña del cuchitril y enfoqué mi propósito por el cual me hallaba en Paucartambo. Sentí una gran alegría cuando la buena señora me dijo que ella conocía al buscado personaje, un tal Juan Gómez Sánchez que llegó prendado del amor de una profesora; me relató escuetamente que este sujeto se había ido a Puno y que no sabía más de él. Bastó eso para mí y a la madrugada siguiente, me subí en uno de esos camiones cargados de madera y muchos pasajeros trepados hasta más arriba de las barandas, que a esas horas hacen su paso por la localidad procedentes del valle y enrumbé hacia Cusco. Durante una semana alisté mi viaje y al octavo día estaba en Puno, indagando por el desconocido testigo, el indicado personaje que me daría los mejores informes. Tropecé con gente que había conocido a Gómez Sánchez y me informé bien de su nuevo paradero: hacía algún tiempo que había dejado Puno para dirigirse al
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Callao. Alguien me dijo que frecuentaba diariamente un bar en el muelle del mayor puerto del Perú y se dedicaba a realizar trabajos de estibador, cargando y descargando buques, consumiendo sus últimos días en buena amistad con el alcohol. Al cabo de veinte días levantaba vuelo en el aeropuerto Velasco Astete del Cusco con destino: Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, Callao. Llegué a la cantina del primer puerto del país, que bien me la había orientado el amigo aquel en Puno y me acerqué al mostrador, preguntando al dependiente o dueño por el hombre a quien buscaba, un tal Gómez Sánchez que frecuentaba la taberna. El moreno de semblante bonachón se frotó las manos y con gesto amable me dijo: -¿No será don Juanito? Un anciano que ya se va a comprar la cantina de tanto visitarnos. -Pues él debe ser -Contesté algo aliviado. -Espérelo -Me dijo el tabernero-, que ya no debe tardar en venir, a esta hora de la tarde cae infaliblemente. No se iría a dormir si antes no se llega por aquí.
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Escuchando esto fui a sentarme a una mesa luego de agradecer el dato y pedir una copa de pisco para esperarlo. Transcurrieron algo así como diez minutos y entró por la puerta un anciano de anchos hombros, tez cobriza y cabello plateado. El tabernero desde el mostrador lo llamó y dijo algo a sus oídos, luego el aludido se me acercó diciendo: -¿Busca usted a Juan Gómez Sánchez, caballero? -Sí señor -Contesté presuroso. -¿En qué le puedo servir? -Prosiguió -A sus órdenes, yo soy Juan Gómez Sánchez, el que usted busca. Me puse de pie y con una ligera venia extendí mi mano derecha, haciendo gala de una muy perfilada cordialidad y entonces abordé diciendo: -Tengo inmenso placer en conocerlo, señor Gómez -Y luego de estrechar con firmeza su diestra, invité con acentuado afecto -Tenga usted la bondad de sentarse cómodo y acompáñeme a beber una copa mientras me presento. -Será muy grato saber quién se molesta en conocer a un anciano sin importancia -Respondió.
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Sentí que mi corazón latía más aceleradamente, porque estaba lleno de júbilo al saberme junto y frente a tan importante personaje. Di dos palmadas y se acercó sonriente el dueño del bar ofreciendo sus servicios. -¿Qué desearía usted beber apreciado amigo? -Ofrecí con gentileza marcada a mi compañero de mesa. -Pisco, pero de los buenos -Y diciendo esto miró al tabernero y agregó: De la bodega del fondo, de esos que tú ya sabes. -Tráigame por favor una botella de ese pisco y dos vasos, un poco de limón y unas cucharitas, que este encuentro merece celebrar -Ordené. Después de los clásicos preámbulos de rigor, entré en el corazón mismo de mi cometido, diciendo luego de habernos terminado hasta la mitad de la botella: -Usted, don Juan, tiene algo muy grandioso en su pasado. ¿Recuerda el día en que salió del Cusco acompañado de unos curas, en una extraña expedición en busca de una tal ciudadela perdida en la selva?
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El hombre suspendió la respiración, bajó de los labios el vaso lleno del pisco que estaba a punto de beber y se quedó mirándome fijamente. Me sentí envuelto en una profunda mirada, delatando en la humedad de sus brillosos ojos una enorme nostalgia, que posiblemente fuera causada por mi pregunta. -Perdone usted, don Juan -Le dije suavemente -Tal vez hice mal preguntándole algo que no quería recordar. -No, no. No tiene importancia. Está bien - Me dijo y luego de otro breve silencio enjugó una lágrima, se bebió de un solo envión el contenido de su vaso, el mismo que lo dejó caer con un pequeño golpe sobre la mesa y carraspeando el poderoso efecto del buen pisco, siguió diciendo -¿Cómo me dijo usted que apellida? Le dije mi apellido, sílaba por sílaba para que lo entendiera cabalmente. -Bien. Usted tal vez sea de Patria. -Sí -Contesté entusiasta -Esa es la hacienda de mis padres en Kcosñipata, donde nací hace un cuarto de siglo. -Bueno, eso me basta -Respondió.
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-Yo conocí a su señor padre. Un buen japonés que ayudaba desinteresadamente a cuantos recurrían a él solicitándole su auxilio, especialmente socorro médico. Dicen que no era cirujano pero sabía como uno de ellos. Atendía casi todos los partos de la zona. Yo lo vi operar sin anestesia y usando una hoja de afeitar, suturando las heridas con aguja e hilo de coser. Vi cortarle los tendones de la mano a un operador del trapiche de su hacienda, que trabajando ebrio; se hizo triturar la mano derecha con los engranajes que mueven las masas que exprimen el zumo de la caña. Castraba burros, chanchos y gallos; injertaba cafetos y mandarinos Era un santo aquel varón y un completo erudito, porque de nada ignoraba y en su corazón no cabía la codicia, la envidia, el odio ni el rencor. Nunca cobraba un centavo por atender un favor y nunca negaba su auxilio cualquiera fuera la hora de la madrugada, nunca le puso precio a la caridad y nunca hablaba de deudas porque a nadie debía, sus compromisos los honraba antes del plazo señalado. Le gustaba la justicia, la honestidad, la verdad, el trabajo y la puntualidad,
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diciendo que esos eran sus principios de vida y a nadie engañaba con proclamarlos pues los cumplía cabalmente. -Bueno, le ofrezco mi gratitud por esos elogios, que son un verdadero homenaje a quien me dio la vida y de quien me enorgullezco ser su descendiente. Espero honrar su linaje siendo su heredero. Que la paz del señor lo tenga en su regazo Dije cordialmente. -¿Ha fallecido? -Preguntó intrigado y con evidente gesto de duelo. -Sí, murió hace unos años; pero en fin, no es el caso, aunque por la circunstancia amerita recordarlo, habrá otra ocasión para hacerlo mejor -Y diciendo esto continué con el tema central: Yo… este… don Juan, mire, quisiera saber lo que ocurrió aquella vez, en esa ocasión, si fuera usted tan amable de poder contármela… Mire, yo soy un estudiante de antropología, y es de mi interés todo lo concerniente a lo que los incas nos legaron, y si usted me relata lo que sucedió en la expedición me ayudará bastante, yo le estaré siempre agradecido. -Bien, muchacho, bien; es usted muy sincero -Dijo y se bebió el contenido de
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otro vaso, invitándome a que brindáramos por el grato encuentro. -Todo va por mi cuenta don Juan y pida lo que desee -Agregué. Tomó un cigarrillo del paquete que yo había puesto junto a los vasos y la botella y lo encendió, puso su codo derecho sobre la mesa y apoyó el mentón sobre el puño cuyos dedos sostenían el humeante cigarro, mientras que la otra mano jugueteaba sobre la mesa con la cajita de fósforos y comenzó diciendo: “Allá por los años veinte, un grupo de seis sacerdotes jesuitas, instados por los sugestivos relatos que escuchaban acerca del fabuloso escondite incaico, decidieron organizar una expedición con permiso de las autoridades eclesiásticas. Luego de muchos meses de grandes preparativos y reuniendo el número suficiente de peones, para cargar los equipos, provisiones, alimentos, armas y herramientas, partió la expedición tomando como referencia la hoya de los valles de Paucartambo, territorios del hoy distrito de Kcosñipata. “El contingente estaba compuesto por cien cargadores, dos guías, uno de los cuales está conversando con usted ahora y seis aventureros curas. Marchábamos llevando exactos y valiosos datos. Julián Condori, el mejor guía de la región,
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tenía a su cargo y responsabilidad la conducción de la expedición. El reverendo padre Carol Pedantini era el director. “Luego de diez días de caminata llegamos hasta las cercanías de la hacienda Villacarmen. Acampamos a la orilla del río Piñipiñi y en las primeras horas de un buen amanecer, partimos rumbo a la ciudad codiciada, con tan buena y acertada dirección que en cuatro jornadas más hicimos nuestra entrada en el valle pequeño, donde habitan los machigangas. Llegamos como se llega torpemente atropellando un nido de avispas. Prontamente estábamos trenzándonos en una magna batalla. Naturalmente en desventaja, pues la selva era uno de los factores decisivos para el fracaso nuestro. En pocas horas habíamos sido reducidos luego de una sangrienta matanza, víctimas de sus flechas, cerbatanas y otros elementos propios de los hombres de la selva. Cada cura iba armado con pistolas bajo el cinto, pero poco o nada les servía; como no tenían práctica en su manejo, mientras disparaban sin saber siquiera dónde, eran ensartados por las flechas en un abrir y cerrar de ojos. Los cargadores arrojaron lo que cargaban y escaparon como pudieron, pero finalmente eran cazados también fácilmente. Los dos guías hicimos batalla, pero por la confusión del momento nadie se percató que yo
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me desbarrancara por entre una pequeña encañada, y aparecí de repente desmayado bajo un árbol. Este hecho fortuito habría motivado que me dieran por muerto y me dejaran. Cuando desperté todo estaba en silencio, al parecer el combate había terminado. A pocos metros vi el cadáver de uno de los cargadores atravesado de flechas. Un poco más allá otro con las vísceras derramadas. A su costado otro totalmente ensartado con más de veinte flechas y suspendido de un pie tirado por un bejuco. Me fui moviendo suave y cautelosamente por sí alguien me estuviera viendo. Mirando por todo lado comencé a caminar y seguí por el curso de la quebrada para arriba. A mi paso aun encontré muchos cadáveres entre los que reconocí el de uno de los curas. De las cargas y las armas nada quedaba, aun las ropas les habían quitado; era un cuadro pavoroso y lleno de espanto comencé a temblar, hasta que en mi pequeña bolsa entre otras cosas encontré una pequeña botella de aguardiente de caña, que en Villacarmen nos habíamos proveído. Me tomé hasta la mitad y al cabo de un minuto se me calmaron los temblores del cuerpo y tomé coraje para pensar en mi situación. “Ayudado tal vez por la providencia, o por aquellos raros designios que el destino depara para los hombres, escapé del sitio y
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afortunadamente salvé mi pellejo de ser ensartado en las flechas y aquí me tiene usted, vivito y coleando, sobreviviente de aquel episodio. “En esto de correr y tratar de orientarme tomé como referencia de mi fuga el poniente, hallándome pronto sin darme cuenta dentro de una serie de callejuelas. Percatándome de este suceso, pude observar ligeramente y no con poca sorpresa, que a los costados de cada calle se erguían edificios de un solo piso, construidos en piedra labrada y cubiertos de maleza. “Siguiendo el curso de la calle en que estaba parado, atónito y aún jadeante, comprendiendo además que no habían muchas posibilidades de que fuera seguido y más aún, profundamente maravillado por aquel descubrimiento, proseguí por la callejuela, llegando a un área de construcciones, donde observé una fila de estatuas hechas de metal de color amarillo y que representaban a personajes en tamaño natural. Amigo mío, este era el Paititi. Pasmado contemplé durante cierto tiempo y luego de recobrar algo de serenidad extraje mi machete del cinto, y dando un feroz golpe en la mano izquierda de la primera estatua logré romper el dedo pulgar de ésta. Con este producto apreté el paso logrando salir de aquel laberinto por una escalinata ancha y larga, hasta una
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portada inmensa, de la que pendía una lámina redonda en metal amarillo y con unas puntas que semejaban rayos. “Aun viví por mucho tiempo en el Cusco, enseñando a pocos amigos íntimos el dedo aquel como trofeo de tan monumental hazaña de mi vida. Luego viví por un tiempo en Paucartambo, por causa de una dulce fémina que me hechizó con el encanto de sus ojos de vicuña, y haciéndose dueña de mis sueños le di mis amores. Cuando se acabó el hechizo de la pasión por la joven que resultó siendo adúltera, de esta hermosa villa me fui en busca de trabajo a Puno, recomendado por alguien que me dijo que allá se hacían buenos negocios, en contrabando de mercadería y se ganaba mucho. Después, un amigo que estuvo de paso en Ylave donde dejé mi apellido en un varoncito debidamente reconocido, me dijo que trabajaba aquí en los muelles del puerto y que se ganaba bien, y sin el peligro de caer en manos de la justicia por contrabandista, que es lo que a la larga le espera a quien anda en esos turbios menesteres. Y aquí me tiene trabajando ya muchos años; ya estoy muy viejo y no me queda otra cosa que dejar mis huesos aquí en esta ciudad”. Con eso concluyó su relato y bebió otro vaso lleno de pisco haciendo yo lo propio,
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después de haber despertado de aquel ensimismamiento, de aquel embrujo producido por semejante historia. Por la emoción terminé el vaso de dos sorbos y pedí al cantinero una botella más, ya estaba yo bastante embriagado, aunque mi interlocutor no delataba tal efecto pese a que bebía mucho más que yo. El encargado de hacerlo trajo la botella y le dije a mi convidado: -Don Juan, ¿aún tiene en su poder el dedo aquel de la estatua? -¿Ah?... La pregunta que ya me la esperaba… La tengo guardada. Es mi tesoro, es mi amuleto, es el más grande testimonio de mi paso por esta vida. Me lo han querido comprar hasta en diez mil soles, pero yo prefiero conservarlo hasta mi muerte. Es lo mejor que tengo en mi vida. ¿De qué me valdría venderlo? Me darían el dinero y luego me lo gastaría en pisco, y al cabo de un tiempo no tendría mi tesoro ni el dinero. Así es que ni se le ocurra pedirme que se la venda -Dijo finalmente con cierto carácter de amenaza. -Bien, don Juan -Interrumpí -¿Podría usted enseñármelo, nada más?
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-Bueno -Dijo jalando la última sílaba como que dudaba, y continuando luego de una pausa terminó diciendo -Parece usted una persona honrada y digna, se lo mostraré, pero tendrá que acompañarme a donde vivo. Tan luego escuché esta reflexión a mi favor no quise darle tiempo a las vacilaciones y entonces me incorporé, agarré la botella de pisco aún llena y me acerqué al mostrador, pagué la cuenta del consumo y tomé de un brazo a don Juan, diciéndole: -Vamos ahora mismo don Juan, vamos a donde vive. Solamente quiero ver el dedo, verlo y nada más. -¿Duda usted no? -Me dijo socarronamente y entrecerrando los ojos. -No, no es que dude, pero sucede que la vida me fue enseñando que al cantor se le conoce cantando y al jugador jugando, además recuerde a Santo Tomás, que dijo ver para creer. Además, ¿quién puede perderse esta oportunidad semejante? -Y diciendo esto reí con una carcajada para festejar la broma en términos amigables.
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Tomándolo de un brazo conduje hasta la puerta al anciano y al cabo de un par de minutos hice una seña y se detuvo un taxi, lo abordamos y el viejo Gómez Sánchez ordenó a la dirección de su domicilio. Llegamos. Era un suburbio que no recuerdo ya dónde ni cómo era. Entrando por un callejón abrió una endeble puerta de latón dándonos paso a un humilde aposento, cuyo mobiliario consistía en una modesta cama sobre un catre de fierro, un gran cesto de carrizo, una mesita y un baúl de madera corriente; y para sentarse un cajón de tablitas casi ya desarmándose. Me invitó a sentarme sobre el baúl del que previamente retiró algunas ropas y sacó del cajón de la mesita un jarro desportillado, donde recibiéndome la botella se sirvió lleno de pisco al tiempo que me la devolvía diciendo: -¡“Al estilo Callao, seco y volteao”! -Luego de beberlo todo, sacudió la tasa y me la extendió diciendo: Fue con usted. -Gracias -Atiné a contestar y sirviéndome sólo un chorrito, deposité la botella sobre la mesa y brindé con él. Don Juan se sentó en la cama y me dijo:
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-Con que quiere conocer el dedo, ¿eh?, pues bien…se lo enseñaré. Se incorporó y agachándose mucho extrajo debajo de la cama una madera del entablado del piso, y del agujero que quedaba sacó una cajita que alguna vez habría servido para embalar zapatos. La puso sobre la cama y desató los cordeles y las pitas con que estaba fuertemente atada, para cuya tarea hasta se ayudó con los dientes. Abrió la caja y extrajo un paquete de trapos viejos, comenzando luego con mucha lentitud a desempacar y desatar los envoltorios; salían trapos y más trapos y desenvolvía interminablemente, o mi impaciencia era evidente, hasta que por fin apareció un objeto amarillo y muy brilloso. Tomándolo con los dedos como algo muy frágil me lo alcanzó diciendo: -Pruébelo, pruébelo, muérdalo, métale diente. Lo recibí en la mano y sentí una carga inesperada que me colgó el brazo, pues no estaba provisto de la fuerza necesaria como para sostener tal peso. Era un auténtico dedo esculpido en el más fino oro que en mi vida jamás había visto. Era una obra maestra de arte. Me
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asombré contemplando los detalles de la escultura, el diseño tan anatómico de la uña y hasta la cutícula bien definida, las arrugas que denotan la edad del individuo. Quedé mudo, sin habla ni aliento por la impresión, parecía una talla de Miguel Ángel o de no sé quién. Sentí un nudo en la garganta producto de la emoción. Lo contemplé largamente y le di mil y una vueltas admirándolo. Emocionado casi lloré aquel momento, tenía una parte del Paititi en mis manos. No cabían dudas, todo su relato se rubricaba bajo la presentación de tal testimonio veraz, auténtico y evidente. Sólo una frase murmuré, que para don Juan habría sido una murmuración y nada más, pero para mis adentros era una exclamación jubilosa: ¡El Paititi existe!
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24 EL ARMERO BUSCADOR DE ORO Aquel era un hombre entrado en buenos años, con apariencia arrogante, de aspecto férreo y estatura mediana, con aplomo de hombre rudo, lógica consecuencia de la vida de cuartel. Armero de oficio en el ejército, al que había prestado servicios en los mejores años de su mocedad, reparando y manteniendo rifles y toda clase de armas de fuego que la milicia demandaba de su oficio. Reinaldo Riquelme, en sus cincuenta y tantos años de existencia, había abrigado la esperanza de que algún día se haría rico en los lavaderos de oro de las montañas, de los valles; allá en los lavaderos de Marcapata, adentro, allá por Quince Mil, de donde salían los nuevos ricos cargados de fortuna. Gracias a los innumerables comentarios que llegaban a los oídos de la gente, estaba informado de las noticias que traían
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aquellos hombres, que dejando sus profesiones u ocupaciones, aventuraban su destino con el cocaví a la espalda y un par de lampas y picos como herramientas; y que a la vuelta de dos o tres años se aparecían por el Cusco, para adquirir ingentes propiedades: casas, almacenes, quintas y solares. Llenaban su residencia de alfombras y muebles, sus anaqueles de víveres, vinos y licores; llenaban la cocina de utensilios modernos, haciendo gran derroche de dinero y gastando el oro al natural, dándolo por el precio de sus compras. No pasaban diez años para que estos señores, otrora incógnitos aventureros, se exhibieran en los mejores lugares de diversión, se fueran a los Estados Unidos, a Europa o al Japón. Adquirieran y amasaran fortuna y lujos, con el oro que, claro está, debido a sus sacrificios, habían logrado acumular en los lavaderos de la montaña. Riquelme había escuchado entre múltiples comentarios, algunas versiones muy discretas sobre la existencia de una extraordinaria fuente de riqueza aurífera. Así pues la versión de la existencia de un río llamado Pantiacolla, que mezclado a sus piedrecillas de canto rodado, arrastraba en su corriente cristalina charpas y pepitas del precioso metal. Se dice que este río encuentra su origen en el
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arroyo que atraviesa una hondonada, donde se encuentra una colina aurífera por excelencia, en cuyo rededor se extiende la riquísima ciudadela de Paititi. De allí baja un río arrastrando en su pequeño caudal los desprendimientos de dicha colina. Bajo estas noticias, decidido se lanzó a la conquista de su sueño. Su inseparable pistola de cacerina para doce tiros, su engreída Winchester 44 y muchas municiones; una lampa, un pico y un poco de sal y comestibles no perecibles a la espalda, se puso en marcha un día bienaventurado y bien programado. Llegó a Paucartambo y de allí le enseñaron la trocha, por la que viajaban las recuas de mulas que entraban a los valles a traer aguardiente de las haciendas. Se acompañó con una de ellas y en tres o cuatro jornadas llegaron hasta el pongo de Kóñec. Alquiló la canoa de un conocido guía de origen nativo en el puerto de Atalaya, donde comienza el Alto Madre de Dios. De allí su viaje fue por el río de anchas playas, al amparo de su guía y de su buena estrella. Al segundo día de navegación tranquila por las mansas aguas del río al que los incas llamaban Amaru, ató cordeles a la orilla
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izquierda, a pocos metros antes de la desembocadura de un río de no mucho caudal, en relación con el que habían navegado. Luego de una pausa el guía se dirigió a Riquelme, diciendo: - Este es el río Pinkirenia -En referencia al afluente -Siguiéndolo por la margen derecha encontrará un pequeño afluente de aguas cristalinas, es el río Pantiacolla. Por ahora puede acampar en esta playa y mañana caminar desde muy temprano. Riquelme pagó al guía por su trabajo y bajó a tierra, despidiéndose con su sombrero en alto mientras la canoa giraba en el remanso, para enrumbar luego de retorno aguas arriba con algún evidente esfuerzo; al rato se perdió tras el primer meandro y la vegetación que cuelga al borde del río se comió su imagen, quedando sumido en la más absoluta soledad. Se dispuso a acampar en la arena, colocándose no muy cerca del río, ni tanto de los últimos árboles de la profunda selva, quedando de esta manera al centro de la playa. Encendió fuego con algunas ramas secas y ardió una hoguera estupenda; tan luego acomodó sus aparejos extrajo un cordel con un anzuelo en el extremo, y luego de colocar un pedazo de queso a manera de carnada lo lanzó
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a las profundidades del enorme río. Un par de minutos más tarde picaba el anzuelo una pieza sacudiendo insistentemente la cuerda; Riquelme tiró de ella con gran fuerza y luego de duro batallar logró sacar a la playa un gran sábalo, codiciado pez de medio metro que abunda en los grandes ríos de la selva, de exquisita carne y apetitosos filetes. A la hora de aquello dormía satisfecho la siesta, más siempre con el fuego atizado para espantar los bichos y animales. Cuando el armero despertó eran las tres de la tarde y se puso de pie, se acercó a la orilla del río y mojó su cabeza porque el sol resplandecía con toda su fuerza. El sopor de la tarde era pesado y llamaba a descanso. Todo estaba tranquilo y no había prisa, como si la vida misma descansara. Las aves adormilaban bajo los follajes, esperando que una suave brisa les alivie algo por entre el plumaje. Los animales dentro de sus madrigueras esperaban que el aire refresque un poco para salir. La pereza se apoderaba de todos. Una que otra cigarra rasgaba el ambiente como arrullando la siesta general. Mientras duró la tarde, aprovechó para cortar con la ayuda de su filudo machete unas hojas anchas y palos, con que luego construyó una enramada para protegerse durante la noche.
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Las sombras fueron cubriendo y comiéndose el paisaje; el fuego ardía en proporciones que no requería gran cuidado al pie de la enramada, pero Riquelme no lo creyó lo suficiente como para espantar o ahuyentar a las fieras y procurándose otra carga de palos secos encendió tres hogueras más, quedando la enramada al medio de cuatro fogatas. “Juan Seguro vivió muchos años” era su filosofía. Recién consideró estar protegido del ataque del jaguar o la serpiente. Fumó plácidamente un cigarrillo luego de ingerir suculenta cena de sábalo a la brasa, recostado en el saco que le servía de mochila y sobre una manta que a su vez le cubría las piernas. Encendió otro cigarrillo y caviló en todo lo que le aguardaba a partir de ese momento, las ventajas y desventajas que le ofrecería la aventura, los peligros a que tendría que enfrentarse, la forma en que extraería el oro del río, las condiciones en que ordenaría su campamento. En fin, todo aquello que abruma la mente cuando el hombre se halla frente a tales circunstancias. Ya estaba iniciada la aventura y eso le enardecía el espíritu, acumulándose cada vez más en sus adentros la pasión por la fortuna, a la que ya su destino le conducía muy cerca.
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Embelezado en sus pensamientos había sido preso de un profundo sueño, arrullado por el monótono murmullo de las aguas de ambos ríos, y bajo el embrujo del calor de las cuatro hogueras. La carabina arrimada en uno de los palos que sostenía una esquina de la enramada; junto a su cabecera y muy cerca del alcance de su mano, su querida pistola. Al nacer una hermosa mañana la aurora diáfana cubría la playa. El río y los árboles con su dorado color eran un singular regalo para las pupilas, los papagayos y otros loros guacamayos con su cantar bullicioso provocaron el despertar de don Reinaldo, quien de un sobresalto se incorporó mirando a uno y otro lado, sin todavía entender dónde había dormido. A los pocos segundos entraba en razón y se tranquilizó, comprendiendo que no era otra cosa que el festín de las aves, que al llegar el nuevo día se alborozan, pues su afán por el alimento es cosa que a su rutinario vivir se suma. Recién despertado del sueño se frotó y restregó los ojos con los nudillos de sus manos, estirando los brazos y las piernas; consultó con su reloj longines de cinco estrellas con tapa de concheperla y vio que marcaba las cinco de la mañana. Se puso en pie y salió de la enramada, estirando los brazos. Contempló por un instante
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en rededor suyo, la quietud de las aguas tranquilas del Alto Madre de Dios, que en su recorrido lento va arrastrando de cuando en cuando alguna rama caída de cualquier árbol. Las fogatas frías y en ellas los leños casi consumidos por entero. Recogió en silencio algunas ramas y palos secos, provocó fuego en una de las fogatas para luego preparar su anzuelo; sabía que por la mañana los peces están hambrientos y todo cuanto cae al río es comestible, y el queso constituye presa favorita. No tuvo que esperar ni cinco segundos con el cordel en la mano, para sentir el clásico tirón de un pez que ya se había tragado el bocado fatal del anzuelo encebado. Sacó otro gran sábalo que esta vez le sirvió de apetitoso desayuno. Luego empacó sus aperos y en pie de marcha subió por las playas del río Pinkirenia, en procura de encontrar el mencionado afluente. Caminó en la mañana muy fresco todavía, pero bordeando como las diez el sol comenzó con su fulgor. Riquelme se acercó al río para mojarse cabeza y cuello, al igual que su sombrero de paño. Al medio día el brillo del sol en el cenit se hizo insoportable y aprovechando una playa algo extensa y profunda, acampó a la sombra de un frondoso árbol de caucho. Extrajo su anzuelo y cuando ya se disponía a ir en pos de la orilla del
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río, para lanzarlo en las aguas en procura de algún pez, divisó a escasos cien metros a dos hermosas nutrias que retozaban jugueteando tranquilamente en las playas de más arriba, sombreándose al pie de un árbol y junto a una roca llena de musgos. Sigilosamente se desplazó Riquelme evitando ser visto por los animales, llevando su carabina y escondiéndose entre las ramas de los bordes del bosque; se arrastró hasta acercarse a unos treinta metros de las dulces y cándidas criaturas, las que advirtiéndolo por instinto suspendieron sus juegos y se pusieron en actitud de alerta; aguzaron los oídos orientando sus orejas. Riquelme se detuvo y colocando una rodilla en el suelo, desde un pequeño matorral apuntó y disparó dejando una cadena de ecos con el sonido de su rifle. El tiro fue certero y había atravesando el costado de una de las nutrias, penetrando en el mismo corazón y haciendo un enorme forado al salir por el otro lado. Delicioso y suculento almuerzo renovó las fuerzas de Riquelme al medio día caluroso, quien luego de empacar y cargar con algunos buenos trozos de la presa conseguida y la piel cuidadosamente desollada y salada, prosiguió su marcha playas arriba. La caza y la pesca son por demás abundantes en estas zonas, asegurando así una buena y nutritiva dieta de contenido
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proteico, al portador de un arma de fuego y un buen anzuelo. El sol se perdía dentro de los árboles del horizonte y Riquelme se despojaba de su equipaje, para proceder de inmediato a construir su consabida enramada. No había querido cazar ya más nada, no obstante se le habían presentado muchas oportunidades para hacerlo en su camino; pero el objetivo no era cazar cuanto a su vista se le ofrecía sino solamente lo necesario y vital, y sobre todo ahorrar municiones, que gran falta le harían en los días, semanas y meses venideros. Era el primer día de marcha por las riberas del río y la noche no fue alterada por nada extraño ni diferente a la anterior, sobre todo, debido a las precauciones que sabía tomárselas el hombre de nuestro relato. Al día siguiente encontró el afluente, Pantiacolla, y con mucho entusiasmo comenzó a surcar sus aguas. Dos días más se sumaron con no mayores incidentes y el río ya se veía algo mermado en su caudal, hasta que llegó el atardecer de aquel tercer día, en que Reinaldo Riquelme comprobó que las aguas eran lo suficientemente apropiadas para realizar la primera prueba. Acampó temprano construyendo su precario campamento y a la mañana
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siguiente, muy de madrugada, después de desayunarse con asado de trompetero, un ave similar al paojil por su tamaño aunque no por su sabor, se dedicó a la tarea de realizar las primeras pruebas, extrayendo con la mano puñados de arena de las orillas del río, y constatando que al cabo de tres o cuatro intentos salían entremezcladas con arena, algunas partículas del valioso metal buscado. Riquelme meditó un buen rato sentado sobre una pequeña piedra mientras fumaba y masticaba algunas hojas de coca, y decidió realizar un día más de marcha, para encontrar algo menos caudaloso el río y así facilitar su labor. Efectivamente al caer la tarde de aquel cuarto día de marcha, en una nueva intención comprobó que las condiciones eran más favorables, ofreciéndole más facilidad en la extracción de oro en cada puñado de arena. Por otro lado, no debía entrar mucho a las cabeceras, pues le habían dicho que bien adentro existen nativos muy celosos de su territorio. Descansó aquella noche en una enramada provisional y al día siguiente comenzó con su primera tarea, construir su campamento. Ayudado por su machete y una pequeña hacha, derribó algunos árboles y cortó ramas y palos, para después de un par de días haber fabricado una casita pequeña,
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de una sola habitación y con paredes tejidas de palos y techo de hojarasca. Al día siguiente de haberla terminado comenzó con la tarea tan ansiada y soñada: Recoger el oro de entre la arena del río. El agua del caudal en su parte más profunda apenas le cubría las rodillas. En efecto, el primer día cosechó tanto que cualquier lavador de oro habría envidiado, sobre todo por la forma tan simple de hacerlo. Un lavador de oro por las zonas de Quince Mil y Marcapata, habría recogido en tres o cuatro meses el volumen de oro que el primer día recogió Riquelme. ¡Asombroso!. Así transcurrieron ocho días en aquella edénica quietud, sin más ruido extraño que alguno que otro disparo de carabina que producía Riquelme, para procurarse de carne de aves o animales para su alimento. Cazaba paojiles, pavas, manaccaracus y trompeteros; siwayros, picuros, nutrias y otros animales pequeños propios de la región, suficientemente para no desperdiciar y satisfacer sus requerimientos de consumo. Transcurrían los días más hermosos amasando fortuna en cantidades fabulosas del codiciado metal, que guardaba en las botellas vacías del kerosene y el licor de que se había provisto y hasta entonces había consumido. Era
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el paraíso de un codicioso. La vida para Riquelme ya no era color de rosa, era color dorado. Tenía comida para escoger el menú del día y un fácil trabajo de minero recolector. El oficio de hacerse rico cada día y sin mucho esfuerzo era para no creer ni quejarse, o para por siempre quedarse. En ocho días había recogido tanto oro que llenaba ya cuatro botellas conteniendo pepitas, con un tamaño promedio de las arbejas. Ya no tenía botellas en qué guardar la cosecha e improvisó unos saquillos muy pequeños, con la tela de unos pantalones que tuvo que sacrificar. El noveno día en su campamento amaneció como de costumbre, reverberando el púrpura claro de la mañana soleada. Luego del desayuno acostumbrado, se dispuso a darle mantenimiento a sus armas que podían corroerse con el óxido y la humedad, se dio un día feriado y suspendió la faena principal. Junto a su choza y al borde del fogón, sentado sobre una piedra pasaba aceite a la cacerina de la carabina. Aproximadamente a las ocho de la mañana, con la cabeza agachada y la mirada en el arma, percibió la presencia de algún cuerpo frente a él. Levantó la mirada y con gran sorpresa, que no pudo ocultar en un gesto de sobresalto, comprobó que estaban frente a él tres personas, dos varones y una mujer casi desnudos.
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Se le paralizó la respiración y hasta casi el corazón. Se le hizo un nudo en la garganta y sus manos comenzaron a temblar. Los sujetos estaban de pie a unos seis metros frente a él. Riquelme no atinaba a efectuar ningún movimiento, temeroso de incurrir en el error de provocarles ofensa a sus extraños visitantes. Más aún, la suposición de tener más sujetos por la parte de atrás o estar acorralado le mantenía en constante zozobra. Poco a poco y sin saber en qué tiempo, se le fueron calmando los nervios y fue serenándose, al ver la pasividad y la inmovilidad con que los individuos aquellos contemplaban a Riquelme, sin mostrarle actitud hostil alguna. Se dio tiempo para observar que los personajes aparecidos, tenían unos harapos cubriéndoles los genitales a manera de taparrabos; pero en su absoluta simpleza y sencillez, destacaba muy notoriamente el collar que cada uno ostentaba colgado del cuello. Uno de los varones usaba brazaletes al parecer de oro. Los dos hombres portaban en sus manos un rifle cada uno y en la espalda por encina del hombro, aparecían muchas cañas con plumas en los extremos. Sus flechas.
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-¿Qué desean? ¿Saben hablar castellano? -Atinó a decir tomando valor con mucho esfuerzo. Pero no encontró respuesta inmediata. Mas transcurridos unos segundos de difícil situación para Riquelme, uno de los presentes comenzó peguntando en su léxico. ¡Qué sorpresa para Riquelme!, se les podía entender muy bien, hablaban un idioma muy similar al Quechua. Qué sorpresa tan halagadora. Su interlocutor se concretó a decir: -Yachanquichu pum allchayta. Luego de cavilar un poco, Riquelme dedujo y entendió el término “pum” por rifle, ya que esta pegunta se la había formulado haciendo un pequeño ademán de ofrecerle el rifle que portaba en sus manos; entonces la oración estaba entendida, quería decir: “¿sabes arreglar el rifle?”. Lo demás es Quechua, “Yachanquichu”, ¿sabes?, y “Allchayta”, arreglar. -Ari, yachani pum allchayta -Respondió Riquelme: “sí, se arreglar el rifle”. Acto seguido el personaje se le acercó con pasos lentos y seguros, alcanzándole el rifle que traía en sus manos. Su acompañante varón
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también alcanzó su arma y los tres se pusieron muy cerca de Riquelme. Este recibió las armas ya más confiado y sereno comenzando la tarea de examinar la primera, no sin antes volver la cabeza para ver si tras suyo pudiera haber más de aquellos personajes. Comprobó que no había nadie más y el alma se le vino al cuerpo, se apaciguó y procedió con su tarea. Luego de examinar el primer rifle vio primeramente que era del mismo calibre que el suyo, 44. El rastrillador había sufrido cierto deterioro, estaba atascado, lo que impedía su normal funcionamiento. Se incorporó de su asiento y se dirigió al campamento ante las miradas observantes del grupo; volvió con un cuchillo, un alicate y una especie de punzón. Al cabo de quince minutos aproximadamente hizo la prueba y rastrillaba satisfactoriamente, luego levantó la cara sonriente mirando al indio con airosa satisfacción. Enseguida extrajo una bala del cinto y la cargó cuidadosamente; miró en rededor suyo y detuvo su mirada en una pequeña rama seca, que estaba colocada sobre una piedra a unos veinte metros de distancia. Apuntó con el rifle y disparando hizo volar en pedazos el palito. Entregó el arma al hombre y se dedicó a examinar la otra carabina que también era del mismo calibre. Al revisarlo encontró un
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casquillo que se había atorado en la cacerina. Lo palanqueó fuertemente con la navaja y al cabo de muchos intentos logró sacarlo dejando el rifle apto para ser usado. Extrajo nuevamente otra bala y realizó la misma prueba que la anterior, disparando contra un fruto caído del árbol que le ofrecía sombra a la cabaña; hecho esto se la entregó al dueño, quien al recibir parecía acariciarlo en señal de contento. Los indios se miraron entre sí esbozando ligeras sonrisas y el más corpulento, quien parecía ser el jefe del grupo, dijo a Riquelme: -Municha, municha noccaj manan canchu. Riquelme entendió a medias: “Noccaj” tradujo por “yo”, y “manan canchu” por “no hay”, pero “Municha” no entendía. Mas cuando el indio recibiendo de la mujer una bala y tomándola en la mano se la enseñó a Riquelme, repitiéndole nuevamente aquella frase, de inmediato éste comprendió que querían decirle que no tenía municiones; de manera que extrajo de su cinturón y contó diez balas que se las obsequió entregándoselas. El nativo balbuceó algo que Riquelme no llegó a entender y recibió el obsequio con gesto claro de contento. Tomó el
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collar que le colgaba en el pecho hasta el vientre, se lo sacó por encima de su cabeza y se lo entregó a Riquelme. Con gran regocijo recibió la ofrenda y al tomar entre sus manos, se quedó sorprendido por el enorme peso del collar; lo examinó con la mirada en un acto ligero y comprobó que estaba hecho con enormes charpas de oro, cada una del tamaño de un huevo de torcaza. El otro indio hizo lo propio, entregándole también el suyo, acto que le siguió en igual forma la mujer. Luego de esto, los extraños sujetos dieron media vuelta y caminaron playas arriba, perdiéndose en un recodo de las orillas del río. Riquelme sin salir todavía de su asombro por aquella escena ocurrida, comprobó que entre sus manos poseía una fortuna. Tres collares de oro que hacían calculadamente casi una arroba de peso. Los collares tenían cada uno sesenta y cinco cuentas de oro, atadas entre si con una pita de algodón silvestre. Riquelme quedó pensativo, pasmado, contemplando las joyas que tenía entre manos. Así estuvo algo de media hora sin poder comprender este asombroso hecho, en que él había jugado un papel protagónico; se levantó de su asiento y se fue a la cabaña guardando entre sus cosas los valiosos objetos, con que aquellos
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nativos habían pagado su trabajo de arreglar sus armas. Increíblemente seguía ejerciendo su oficio aun en el sitio más inesperado. Encendió un cigarrillo y apoyándose en una piedra de regular tamaño junto a la cabaña, pensó largamente en lo acontecido, haciendo un sinnúmero de reflexiones y tratando de sacar conclusiones. ¿De dónde vinieron estos sujetos? ¿Quiénes eran? Esas y otras preguntas revolvíanse en su cerebro, mientras consumía uno y otro cigarrillo, profundizando la mirada en lontananza de la bóveda azul y limpia del veraniego cielo. Al fin y al cabo de algunas horas y embelezado en mil pensamientos, se había quedado profundamente dormido por espacio de algunos breves minutos. Tal vez los sueños, sueños son; o el ideal del hombre comienza forjándose por los sueños; o estos son producto de un augurio o presagio, pero Riquelme en ese breve sueño, tuvo un ensueño original: Vio un inmenso trigal y un montículo de trigo dorado y limpio al centro del área total; vio también una serie de personajes, varones y mujeres, con la misma apariencia de aquellos tres extraños; que le ofrecían mazorcas de maíz y puñados de trigo, y que él en gratitud a tales gestos obsequiosos reparaba muchos rifles.
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El bullicio de unas aves gritonas, los alq'amaris, que pasaban volando por encima de la choza despertó a Riquelme, quien bostezó profundamente y se incorporó. Ya el sol dejaba sentir sus rayos calurosos y despojándose de sus vestiduras, fue a darse un buen chapuzón en el agua, no sin antes proveerse de la bolsa y la lona que utilizaría para extraer arena y escoger las pepitas de oro, mientras de tanto en tanto se metía en las frescas aguas para mitigar el sofocante calor de la mañana. A un comienzo perdía mucho tiempo en recoger de la lona las partículas muy pequeñas, así es que dejó esa tarea, porque aun le faltaba manos para recoger como granos de maíz las pepitas doradas de su obsesión. Pensó en aquel sueño muy especial y lo tuvo que relacionar de algún modo. Así terminó un día y pasaron otros dos más, cuando en forma similar a la anterior vez, apareció otro grupo de aquellos extraños sujetos, quienes esta vez venían en número mayor; Riquelme pudo contar doce personas y reconoció entre ellos a los anteriores; inclusive la mujer que al parecer era la pareja del principal. Todos los varones portaban armas de fuego, mayormente carabinas del calibre conocido; vestían casi uniformemente con un
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breve atavío que les pendía de las caderas hasta cerca de medio muslo. La mujer siempre igual, con los senos descubiertos y muy entornados denotando con ello ser muy joven todavía. Lo más destacable en todos ellos era sin lugar a dudas, el collar que cada uno portaba colgando de su cuello y les llegaba hasta el ombligo. Se cruzaron escuetas señas muy elocuentes de afecto entre Riquelme y el que parecía ser el jefe del grupo, con quien por segunda vez se entrevistaba; luego éste alcanzó su arma a Riquelme, quien comprendiendo la intención la revisó solícitamente y procedió a componerla. Así siguió con una y otra, hasta terminar con once rifles al cabo de una hora o algo más. Riquelme daba los últimos ajustes al arma del último indio, la misma que como las anteriores quedaba en perfecto estado, lo cual era comprobado por los indios mismos haciendo disparos de prueba. Riquelme invitó a sus visitantes a tomar asiento en círculo, alrededor de la hoguera donde todavía colgaba de un arco de palos verdes la mitad de un picuro, y atizando el fuego provocó una fogata estupenda. Convidó a sus visitantes a que se sirvieran de la carne asada y estos se negaron a aceptarle. Riquelme no insistió. Confiado ya y sereno, y en muestra de desprendimiento, ofreció a sus eventuales
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visitantes casi toda la existencia de su almacén de municiones, obsequiándoselas en muestra de su amistad. Todos recibieron la regalía con gestos de contento. Luego les preguntó sobre su procedencia y el jefe contestó lacónicamente que eran de un lugar sagrado, y que venían de un pueblo al que nadie podía entrar siendo extraño, así mismo, nadie podía salir jamás intentándolo hacer. Dicho esto, el hombre se puso de pie y descolgándose el collar que pendía de su cuello, se lo entregó a Riquelme en gesto de gratitud por la reparación de su arma. Este acto fue imitado por todos los demás concurrentes, inclusive por la mujer. Riquelme quedó con todos los collares colgados de los dos brazos. Los indios dieron media vuelta y emprendieron la retirada, mas habiendo caminado unos cinco pasos, el jefe se detuvo y dio media vuelta sobre sus talones diciendo a Riquelme. -Ama rinkichu, wañuwáctaj. Riquelme observó y tradujo de inmediato que le prohibía terminantemente ir a donde ellos vivían, pues esa frase quechua equivale a decir en Castellano: “Ni se te ocurra ir, morirías”.
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Con esa advertencia Riquelme quedó paralizado en su sitio, y al cabo de unos instantes, luego de verlos perderse playas arriba por un meandro del río, se dio cuenta que sus brazos ya no resistían el peso de los collares y sentándose los depositó en el suelo. Comenzó a analizarlos uno por uno y constató que eran muy similares o en todo caso iguales a los anteriores. Riquelme no podía creer lo que veía, y era real y no un cuento lo que en sus manos tenía. Al mismo tiempo recordaba que entre los que habían venido, observó a uno o dos que tenían ojos claros, celestes o verdes. “¿De qué raza serán estos hombres?” Pensó Riquelme, pero no es de fiarse mucho, talvez esto es sólo un engaño y quieran llevarme. Riquelme llevó los collares a su campamento, y empacó sus cosas decidido a emprender la retirada en ese mismo instante, y volver al Cusco con su rico cargamento. Cuando ya sus aparejos estaban acondicionados y listos para levantar y marcharse, comió el buen pedazo de picuro que se doraba en la hoguera y que sus casuales amigos no aceptaron servirse. Tomó el saquillo que fungía de mochila y levantando diez centímetros del suelo calculó su peso. Unos setenta kilos o algo más, pensó. Era el mismo volumen que el
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original, solamente faltaban los cartuchos y la consumida sal, las municiones que había obsequiado sobrándole los suficientes para el retorno; pero esta vez, con el agregado de los collares y las cuatro botellas llenas de charpas y pepitas de oro, más lo que llenaba el saquillo improvisado de los pantalones, todo empaquetado fuertemente con su ropa de muda y la frazada, no cambiaba mucho o nada su aspecto ni el volumen. El peso del equipaje estaba más que triplicado fácilmente, la carga adicional de oro excedía los sesenta kilos y esto hacía que fuera verdaderamente sobrepesada; felizmente la contextura de Riquelme permitió que lo pudiera cargar, aunque con algún esfuerzo extra; su formación castrense le había dejado alguna ventaja para la vida. Abandonó el campamento y marchó de regreso por la misma orilla por la que subiera un tiempo atrás. Al cabo de dos días y medio llegó al río Alto Madre de Dios donde había instalado su primer campamento. Ya entraba la noche y se acomodó en la enramada, que no había sufrido mayores daños que una que otra hoja por el viento levantada, la misma que prontamente reparó acomodándolas. Inmediatamente se procuró de suficiente leña y encendiendo las hogueras, que aún mantenían los restos de los
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leños apagados y a medio consumir, quedó expedito el último campamento en el mismo que fuera el primero del exitoso aventurero. Riquelme era rico, dueño de una gran fortuna en oro, dueño de aquellas maravillosas joyas recibidas como regalo. Había logrado su eterno anhelo, su sueño dorado; pero no concebía haberlo logrado con tanta facilidad, su insipiente lógica no aceptaba tal realidad. Hasta pensó que su destino habría sido tal, que antes tuvo que pasar por lo que había pasado en su existir, con las limitaciones propias de la gran mayoría; pero que por alguna razón escondida en los anaqueles del destino, habría sido su formación ligada al conocimiento de las armas; tal vez, quien sabe para que pudiera componer carabinas a cambio de la fortuna esperada. Cuando salió del Cusco para internarse en el Alto Madre de Dios, nunca imaginó que la consecución de este sueño fuera a demorar tan sólo tres semanas, cuando lo tenía previsto en un plazo no menor de tres años. Pero en fin, son cosas del destino, terminó pensando. Amaneció y Riquelme despertó con algo de sobresalto, y como los anteriores días lo primero que hizo fue constatar si su mochila estaba completa; así lo hizo y quedó satisfecho aunque todavía no creía ser poseedor de semejante riqueza. A las diez de la mañana estaba
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controlando el cordel del anzuelo, cuando en eso se dio cuenta que a unos cien metros abajo, por la orilla del Alto Madre de Dios y muy calladamente, surcaba lenta una canoa tripulada por tres personajes; se afanó entusiasta y esperó ansioso. A poco de verlos con sorpresa vio que la embarcación giraba para disponerse a cruzar el gran río a la otra orilla. Riquelme pensó que lo estaban ignorando y se afligió mucho sacudiendo sus brazos estirados para que lo vieran y se acercaran. Los tripulantes bogaban con fuerza y dando una gran vuelta en media luna, se acercaron a la playa donde estaba Reinaldo. Recién cayó en la cuenta de que la corriente del Pinkirenia desembocando en el gran río no los dejaba atravesar y por eso eludieron su desfogue dándole vuelta en lo ancho del otro río. Cuando la embarcación se detuvo frente a él, éste se metió en el agua hasta las rodillas para acercarse a los tripulantes y saludarlos con mucha emoción y alegría. Venían distribuidos de manera que uno estaba de pie sobre una pequeña superficie o plataforma, al extremo de la parte delantera de la canoa, portando en las manos una vara de cañabrava más o menos de cinco o seis metros de largo, a este le llaman “tanganero” y a la vara “tangana”, que proviene del quechua “tankana” que significa “empujador”; otro sentado en el
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extremo opuesto, portando una paleta en las manos y otro al medio, también sentado y provisto de un remo. Riquelme se dirigió al de pie y le suplicó que lo llevara hasta Atalaya. Por suerte hasta allá iban, ese era su destino final. El tripulante al que abordó era un aborigen de la selva claramente reconocible por sus rasgos, el mismo que respondió con solamente un gesto, con el que indicaba que cualquier asunto sería tratado con el del centro, que aparentaba ser el patrón de la embarcación y los otros denotaban ser sus sirvientes. Entonces Riquelme dirigió su saludo al supuesto dueño y luego le pidió diciendo: -¿Sería usted tan bueno de llevarme hasta el puerto de Atalaya? -A lo que contestó con otra pregunta: -¿Estás solo? Riquelme contestó que sí y que tenía un equipaje que llevar. El dueño del viaje le dijo severo entonces: -Estamos con la carga al tope y sólo a ti podríamos llevarte, siempre que vayas como tripulante, aparte de pagar tu pasaje.
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El interlocutor de Riquelme era de una mirada ruda y penetrante; era evidente que fuera un comerciante, no obstante ello le ofreció sus argumentos, creyéndose en la ciudad y estar tratando con el dueño de un camión al que quiere contratar en la calle: -Es sólo un pequeño bulto, además le pagaré por el pasaje mío y del equipaje. -¿Vas a subir o te quedas? -Respondió terminante el capitán de la nave, mientras tomaba entre sus manos el remo, disponiéndose a partir en el acto, en ese mismo instante. Riquelme pensó en el contenido de su equipaje y era imposible que pudiera dejarlo. Pensó en la tragedia que sería si tuviera que suceder y entonces volvió a dirigirse esta vez mirando al indicado dueño: -Por favor amigo, tenga la bondad de llevarme con mi equipaje. Le pagaré bien. -No podemos llevar más, estamos con la carga al tope. Solamente tú puedes subir, sin nada más. ¿Subirás o no? Tenemos prisa -Concluyó. -Por favor, tiene que comprender, no
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puedo dejar mi carga -Suplicó. -¿Qué tiene de carga que pueda ser tan importante? -Comentó el dueño mirándole de pies a cabeza. Entonces Riquelme estaba en un verdadero problema. No podía delatar el contenido de su carga, porque sería exponerse a los efectos de la “maldición del oro”, que finalmente provoca la envidia de los demás y resulta pagando con su vida el precio de su ambición. Pero tampoco podía subirse a la canoa dejándolo, sería lo más absurdo que le pudiera ocurrir. Entonces debía crear una solución en el tiempo más rápido que inmediato. Si no lo hacía en los siguientes dos segundos se irían sin él, y hasta que otra embarcación pasara por allí podrían fácilmente transcurrir semanas o meses. Entonces se le iluminó una idea y la expresó a boca de jarro sin más ni más: -Además de pagarle los pasajes por llevarme con mi equipaje más, le obsequiaré mi carabina -Dijo resuelto, como aquel que tira los dados con la esperanza de que le salgan los cinco ases en un solo tiro. Entonces, al ver que los tres lo miraban con ansiedad, como diciéndole ¿dónde está lo
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que ofreces?, corrió a su campamento y volvió con el arma, se lo entregó al asombrado personaje y éste la acarició entre sus manos como si fuera una verdadera joya, delatando su dicha y su contento con una gran sonrisa en el rostro, con la misma emoción con la que un niño recibe su regalo de navidad. En los otros tripulantes también se notaba el efecto que produjera el gesto. Entonces, rastrillando la probó con un disparo al aire que retumbó por los bosques, como si con este hecho se confirmara su aceptación. -¿Tienes balas? -Preguntó luego. -Sí, tengo un poco. Las traeré -Dijo mientras volvía presuroso y jadeante de la emoción de saber que le aceptarían llevarlo. -Bueno, trae también tu equipaje y sube pronto que llevamos mucha prisa. Antes de abordar la nave Riquelme entregó al patrón de la canoa, una cartuchera militar de cuero conteniendo una veintena de municiones de la carabina. Tan luego guardársela recomendó que él también remara para impulsar su peso, así mismo ayudara a la tripulación en todo trabajo. Riquelme extrajo de su bolso auxiliar un resto de aguardiente en la
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botella pequeña y ofreció un sorbo a cada uno para celebrar su amistad. -¿Amigo, cómo te llamas? -Manuel -Contestó el canoero y se aprestaron a viajar tomando cada uno su remo y sus debidas posiciones. -Tuvo suerte amigo, ¿desde cuándo está esperando? -Desde ayer en la noche que llegué aquí -Respondió. -Más suerte aun -Siguió el otro -Usted habrá nacido de pie. Porque aquí esperan a veces hasta una semana o dos y en ocasiones uno o dos meses. Muy rara vez surcamos hasta las cabeceras, porque la carga que traemos de adentro casi siempre se queda en el Manu. -Bueno -Dijo Riquelme -Más bien tuve suerte que ustedes aceptaran llevarme. Y ¿Cómo apellida usted? -Concluyó. -Yo soy Manuel Gutiérrez, como muchos de mi edad más o menos, llevo el apellido del misionero que nos bautizó, el otro de atrás es Víctor y el popero se llama Eusebio, Eusebio Pacori, son hermanos los dos -Contestó amigablemente el capitán de la tripulación, preguntando a su vez:
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-¿Y usted? -Yo soy Reinaldo. Reinaldo Riquelme. -¿De dónde viene? -Volvió a preguntar Manuel. -Yo vine al Pantiacolla en busca de tigre -Explicó Riquelme -Para hacer negocio con su piel, pero he estado quince días metido por ahí arriba y no he encontrado ni uno, me cansé de esperar y como se me agotó la sal, pues decidí regresar. Manuel dijo con gesto de intriga: -¿Y no le han atacado por allí arriba los machigangas? Nosotros somos Piros, vivimos en el río; en cambio los machigangas viven en las alturas del Pantiacolla y no salen por aquí; ellos nunca han visto la civilización y cuando alguno sube allí se lo llevan a su aldea y no lo dejan salir más. Los misioneros tienen mucho miedo de las cabeceras y nosotros también; siempre suele contar la gente que por las cabeceras del Pantiacolla, existe una ciudad embrujada que los machigangas cuidan. Riquelme escuchaba atento todo aquello mientras hacía volar su imaginación y cuando terminó, le dijo a éste:
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-En hora buena que me vine porque quizás pudieron haberme llevado, pero cuán afortunado soy que ya me estoy marchando, llevando un bagaje de experiencias por lo que me voy muy contento. -Y ¿Qué lleva en su costalillo? Pesa tanto que parece que llevara piedras -Dijo socarronamente Manuel, luego de tirar de un extremo del bulto en mención. -Ah, sí, fíjese que lo que dice es cierto. Yo tengo un hermano que trabaja en la universidad y estudia las piedras, así es que como encontré una infinidad de estas muy bonitas, las recogí para ver si le sirven. De paso con algo justificaré este viaje, ¿no? Al cabo de cinco días, viajando solamente durante el claro del día y pernoctando en las noches sobre las arenas de la playa, cazando a manera de enseñarles las bondades de su fiel carabina, llegaron al Q'óñec, final del viaje náutico. El Q'óñec, imponente cañón por donde no podía seguir navegando canoa alguna de subida, marcó el inicio de su larga caminata de regreso. Riquelme agradeció al dueño y los otros dos de la tripulación que ya eran sus amigos. Aun
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le quedaba como lastre y peso innecesario la pequeña hacha que le sirvió de mucho y también se la entregó como regalo a Manuel Gutiérrez. Abrazó a los tres uno por uno en muestra de su gratitud por la amistad que habían trenzado en el transcurso del viaje. Orientado por sus amigos piros emprendió camino por el monte, por la margen izquierda de subida, trepando la pendiente del borde del cañón del Q'óñec. Siguiendo el mismo camino por el que había venido. Cargado de semejante peso trepó el cerro de Atalaya y luego descendió; siguió por la playa del río Pilcopata, llegando hasta un lugar denominado Aguas Santas al cabo de dos días de caminata, donde se pudo orientar que ya podía salir de la playa, para internarse en el monte y seguir hacía el poniente. Siempre orientado por la posición del sol encontró una trocha bien trajinada, la reconoció, caminó por ella y al día siguiente llegó a la hacienda Asunción. Desde allí lo hizo por el camino de herradura, único acceso de la zona. En su caminar se encontró con dos recuas que bajaban y también le dio alcance una que subía, con cuyo propietario tejió amistad y se acompañaron. Unos días después llegó a la localidad de Paucartambo, y cargado de su gran fortuna finalmente terminó llegando a la ciudad del Cusco.
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De primera intención acudió a un par de joyeros que gustosos le compraron algunos gramos y con el producto de estas primeras ventas, adquirió al contado la casona donde vivía, en un par de precarias habitaciones que alquilaba desde treinta años atrás. El dueño pasó a ser su vitalicio inquilino de honor y durante tres o cuatro meses ofreció banquetes a sus familiares, parientes y amigos, sin olvidarse de sus compañeros de armas del ejército, al mismo que con muchísimo honor había servido dándole los mejores años de su vida. En la soberbia casa de la segunda cuadra de la calle Nueva Alta, Reinaldo Riquelme se pasaba horas o la tarde entera contando y relatando a sus más íntimos amigos y parientes lo ocurrido; para después no saberse más nada de su paradero. Riquelme había desaparecido del Cusco como si la tierra se lo hubiera tragado, nunca se supo ciertamente dónde se había ido. Sólo quedaron sus versiones en el conocimiento y la memoria de alguno que otro veterano. La casona se la dejó a su madre anciana y a un hermano medio sonso. Bueno, también a la hermana menor de su madre, una tía solterona que se había quedado a vestir santos, quien cuidaba de la viejita mal como podía. Del armero especulan que se fue al Brasil donde vive holgadamente de
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sus rentas como agiotista. Nadie da razón de su paradero. Una libreta de ahorros en el banco Popular fue todo lo que dejó para los gastos del pronto sepelio de su madre. Un día desapareció sin decir nada a nadie y nunca más se volvió a saber de él.
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25 EL VAQUERO EXTRAVIADO En la hacienda Callanga, por aquellos tiempos se acostumbraba entregar el ganado vacuno a sus pastores llamados vaqueros, bajo inventario estricto, debiendo éstos responsabilizarse por los animales, so pena de castigo y pago del importe de las vacas que pudieran morir o extraviarse. En estas circunstancias, un vaquero muy humilde de nombre Julián, pastaba los ganados a su cargo por las praderas y pastizales, corriendo de un lado a otro en pos de alguna que otra vaca que se alejaba de su rebaño, introduciéndose en los matorrales y una que otra vez en los montes. El vaquero, en una ocasión, llegada las tres de la tarde entró en una enramada, fabricada con el fin de protegerse del solazo o de la lluvia. Julián debía tomar algún bocado del almuerzo frío que había llevado como todos los días de su
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vida, en tanto que las vacas cansadas de pastar, retozaban y rumiaban debajo de algún arbusto, protegiéndose del intenso calor que ofrecía la cálida tarde. Transcurrida una media hora solamente, concluyó con su almuerzo y colocándose unas hojas de coca en un costado de la boca, salió de la choza y fue a ver el ganado. Contando y recontando una y otra vez advirtió que le faltaban dos vaquillonas de las mejores. Pensó que estarían no muy lejos del riachuelo, donde podían haber ido a beber agua fresca. Se encaminó hacia el arroyo y encontró a una de ellas, regocijándose de haberla hallado tan cerca y pronto. Pero la otra, la otra no estaba por ahí. Se preguntaba dónde podría haberse metido, talvez podía haberse ido más lejos, pero sería indispensable tener que rastrear las huellas. Volvió a contar el rebaño y siempre le faltaba una. Esto le resultaba difícil al comienzo, ya que existían incontables huellas producidas por las ochenta vacas a su cargo. Tardó más de una hora en percatarse de la existencia de unas huellas que conducían solas hacia el monte. Las siguió un instante en el espacio de un trecho y era evidente que por ahí se había encaminado. Pero ya la tarde caía y el grueso del ganado debía ser guardado en los corrales y vaquerías, antes que cayera por entero la noche. Decidió volver, no sin gran preocupación, haciéndose el propósito de una
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vez guardado el ganado, buscar el animal perdido proveyéndose de una linterna y su habitual machete. Con mucha preocupación y premura arreó el ganado y lo guardó debidamente en los corrales y se dirigió a sus aposentos para alistarse. Salió de su vivienda portando una linterna a kerosene en la mano, un machete y un poncho de caucho por si acaso lloviera, y se internó guiado por las huellas en el bosque que todavía era algo ralo. El hombre de nuestra historia seguía las huellas con la esperanza de hallar muy pronto a la ternera, quizás dormida por algún recodo, y en ese afán fue alejándose más y más de la hacienda. Comenzó a desesperarse, pues las huellas ya le eran más imperceptibles, porque ya cubría la oscuridad de la noche y no tenía cuándo hallar a la res extraviada. Encendió su lámpara y se pasó la noche entera buscándola, siguiendo las huellas que cada vez le conducían más y más adentro. Le sorprendió la luz de la mañana cuando aclaró el ambiente y no teniendo ya necesidad de usar la linterna, apagó ésta y continuó un buen trecho más sacando fuerzas de flaqueza, hasta caer rendido por el sueño y el cansancio. Se recostó en un pequeño claro a dormir unos minutos, que se convirtieron en algunas horas, al cabo de las
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cuales despertó sobresaltado. Recordó que su propósito era encontrar a la vaquillona, pues si no lo hacía el patrón le descontaría de sus haberes y aún quedaría en deuda, para pagarla con su trabajo, lo que significaba quedarse un par de años más, pero sin paga, casi como esclavo, justo cuando tenía la intención de abandonar la hacienda. Vio en rededor suyo unas huellas muy frescas, inclusive excremento de vacuno que lo alivió grandemente. Con mucho entusiasmo se incorporó y continuó la marcha, siempre apresurando el paso para no permitir que la vaca fuera a llevarle más ventaja. Anduvo y anduvo trechos y más trechos; bajadas, llanos, cuestas y laderas, se sumaban los kilómetros y anochecía y amanecía, más la vaquillona cada vez se oscurecía en la esperanza de ser hallada. Crecía en él la angustia y no en pocas ocasiones, sentándose sobre alguna piedra derramó algunas lágrimas amargas de desconsuelo e impotencia. Ya había caminado muchos kilómetros, pues era el cuarto día de búsqueda, cuando se vio caminando sobre un sendero semejante a una calle empedrada, el cual era un camino ancho de dos metros de envergadura. A un comienzo se asombró, meditó de pie contemplando con sorpresa el camino tan bien construido dentro de aquella región, que ya era ceja de selva. Estaba
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convencido que se encontraba muy lejos de la hacienda; siguió caminando por el sendero encontrado con la persistencia propia del campesino andino, con esa constancia peculiar del hombre de altura en pos de su responsabilidad, guiado o inducido talvez por ese temor del fracaso y el castigo consecuente, de llegar a la hacienda sin el animal perdido. Caminó algunos kilómetros más y llegó a la orilla de un río de regular caudal pero de angosto cauce, de unos seis u ocho metros cuando mucho; se detuvo a la orilla del río y al cabo de unos minutos se dio cuenta de que estaba sobre una estructura de piedra, que le hacía suponer que habría sido el cimiento o base de un puente. Observó el otro lado del río y advirtió que existía en la orilla opuesta otra construcción similar y entonces trató de cruzarlo caminando; pero pronto tuvo que desistir del intento, pues las aguas eran profundas y le cubrían hasta el pecho. Decidió entonces cruzarlo nadando y así lo hizo, logrando asirse de las piedras del muro opuesto; pero sus manos resbalaron y las aguas lo arrastraron unos metros más abajo; y con un intento de ganar la orilla a nado esforzado, se agarró de una roca que se le ofrecía como salvación, trepó en ella y una vez encima, constató que era una piedra labrada de una sola
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pieza y en forma de planchón. La observó y contó los pasos para medirla, concluyendo que medía ocho bien estirados, entonces dedujo que esa piedra estaba originalmente colocada sobre las bases aquellas, haciendo un puente formidable. El planchón de piedra estaba tendido al borde del río a lo largo de la playa y cubierto de malezas. Unas horas más tarde se introdujo en la vegetación y siguió su persistente tarea de buscar las huellas por todos los sitios. Había perdido la linterna en el esfuerzo por cruzar el río a nado, y no le quedaba otra cosa que una soga enrollada al pecho por el hombro, y su inseparable machete que andaba sujeto debajo de la faja que sostenía sus pantalones. Nuestro personaje continuó un par de días más su caminata y llegó a dar a la cumbre de un alto cerro, desde donde se divisaba el valle de Lacco en la dirección del poniente y un manto inmenso de verdor por el este. Luego otras pequeñas cuchillas que a la par que la que se encontraba a sus pies, aunque un tanto menores, se erguían a su costado haciendo una especie de cadena que se prolongaba hacia el Norte. Innegablemente se encontraba en las crestas de Pantiacolla. Ya su caminata había sido ardua y no
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consideraba todavía la ligera esperanza de hallar la vaquillona, o quizás era la obsesión que lo conducía a la idea de seguir caminando sin rumbo alguno, al verse con el inminente fracaso de su propósito; pero lo cierto es que el hombre de la situación caminaba quizás ya con la mente vacía, exhausto por la sed y el hambre, caminando como inconsciente por la cuchilla de Pantiacolla con dirección al Norte. No supo más la cuenta de los días, pues en lugares donde se cansaba se tendía sobre la hierba y quedaba sumido en un sueño prolongado. No sabía qué día alumbraba en el orden del calendario que sumados hacían indefinidos en su cuenta. Llegó a subir una ladera, otra cuchilla más alta y luego a un pajonal, donde exánime se recostó dentro de la paja y permaneció largas horas contemplando el cielo azul, que como una promesa optimista le invitaba a la perseverancia. Descansado ya, extrajo de sus bolsillos unas raíces y cogollos, algunos frutos silvestres que en su trayecto recogiera y se los devoró caninamente. Repuesto ya se puso de pie y se asomó a la curvatura del pajonal, que pronto le ofreció una ladera pendiente por la que observó un valle gigante y cerrado, ofreciéndole muy poca percepción en el oscuro fondo. Intrigado por este fenómeno
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geográfico raro, fue tentado a descender y así lo hizo, caminando muy lento pendiente abajo. Demoró casi medio día en bajar a las profundidades, pues obscureció y tuvo que dormirse arrimado al tallo de un frondoso castaño. A la mañana siguiente, despertó lúcido y comiendo cuanto fruto silvestre encontró en su entorno, caminó un poco más, cuando para inmensa sorpresa suya se encontró con una portada enorme hecha de piedra labrada, de la que pendía un gigantesco disco metálico, con unas puntas semejando mucho a la figura de un sol radiante; retrocedió asustadísimo unos pasos y contempló escudriñando el hallazgo, luego, armándose de valor y serenándose traspuso el portón y se vio en lo alto de unas escaleras, las mismas que comenzó a descender sigilosamente, siguiendo luego por una ancha callejuela que ostentaba a sus lados paredes de piedras superpuestas en simetría perfecta. Caminó lento y al observar en una ventana algo clara, una estatuilla hecha de un metal amarillo, la recogió y al sentir que pesaba muchísimo la dejó caer accidentalmente, pero inmediatamente sus ojos se elevaron para dar en otra ventana, donde aparecía una mazorca de maíz. Pensó en el hambre que le agobiaba tantos días y corrió a
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cogerla para devorarla, dándose con la ingrata sorpresa que no era real, sino un simulacro de mazorca de maíz forjado en metal amarillo. No obstante la decepción la conservó y entrando en un área sin construcciones, pero completamente emboscada, topó con una gran estatua que lo sobresaltó. Era un hombre metálico, parado sobre un cajón de metal plomizo. Contempló por los cuatro costados a la extraña pieza, que sostenía en una de sus manos una vara y llevaba sobre la cabeza una especie de corona con plumas; todo en metal amarillo. Luego de pocos pasos encontró otro hombre, y otro, y otro, y así una sucesión de estatuas en perfecta hilera una tras otra. El vaquero no pudo sacar más valor y corriendo ascendió velozmente por las escaleras, llevando consigo la mazorca de maíz metálico; salió despavorido de aquel misterioso lugar y no paró hasta unos kilómetros fuera, luego se detuvo y caviló por un tiempo, al cabo del cual, temeroso de que algo le pudiera suceder, emprendió regreso por los sitios y lugares por los que había ido, mas siempre portando atado en su mantel a la espalda el choclo de oro, que se lo llevaba al patrón como rescate del precio de la vaquillona perdida.
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Llegó a la hacienda, andrajoso y casi desfalleciendo, demacrado y desnutrido, y al verlo el hacendado montó en cólera; ya lo habían considerado fugitivo, que había huido de la hacienda llevándose la mejor vaquillona. Al interrogarle por su actitud de abandono, el dueño recibió el relato de su travesía y su fantástico hallazgo, al término del cual entregó la mazorca de oro al hacendado. Este quedó estupefacto al oír el relato y poseer además una fortuna entre sus manos, el más claro testimonio de la veracidad de su relato. El amo ordenó que lo alimentaran y lo curaran de sus heridas y que reposara los días que viere conveniente, pues tenía el propósito de volver acompañado por el vaquero a ese fabuloso lugar. El hacendado no pasaba un día sin visitarlo repetidas veces al convaleciente aventurero en su vivienda, para interrogarlo y convencerlo que fueran al mismo lugar que él había ido días antes. Al cabo de seis días el vaquero empacó en la noche sus pertenencias y desapareció, para nunca más saberse de él, quedando el hacendado dueño de la mazorca de maíz de oro puro, y el auténtico relato de la existencia de la ciudad perdida de lo incas, el Paititi.
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26 UN HELICÓPTERO SOBREVOLÓ EL PAITITI En las pocas incursiones de aventureros buscadores del Paititi, se suman también las investigaciones de científicos que, pidiendo colaboración y apoyo del gobierno se han aventurado en busca de la enigmática ciudad perdida, abordando helicópteros y portando instrumentales que les sirva para localizar su misteriosa ubicación. Era bastante conocido el hecho de que había un oficial de la fuerza aérea, que se destacaba por poseer mucha capacidad como piloto; además era el encargado de conducir a las zonas selváticas a quienes así lo solicitaban, por ser un conocedor auténtico de aquellas regiones y por su pericia y destreza en el manejo del aparato volador. Era el piloto de cabecera del presidente de entonces. También cabe señalar
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otra curiosidad, pues el piloto en referencia no era otro que un nacido en la zona de Kcosñipata, y que en su infancia recorrió a pie o sobre una mula innumerables veces aquellas trochas, ríos y parajes. Este piloto realizó varios vuelos de reconocimiento por las zonas de Madre de Dios y sus alrededores, llevando a eminentes científicos, estudiosos llegados del extranjero, tratando de localizar un indicio, al menos, de aquella extraña ciudadela perdida. Por coincidencia el mencionado piloto mantiene lazos de parentesco con el autor del presente libro, pues se trata nada menos que del nieto del tío Arístides, personaje tan conocido por quienes ya leyeron este libro. Por razones muy obvias el autor se reserva el derecho de citar su nombre completo. En cierta ocasión, este experimentado piloto estuvo por la zona de kcosñipata, acompañando esta vez a un arqueólogo de origen europeo, con la idea del descubrimiento de la codiciada ciudad perdida, con los debidos permisos y el oficial apoyo del gobierno nacional. Tomaron la ruta aérea que más favorecía para el rastreo e indagaron durante muchas horas
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de vuelo, peinando muy bajo las selvas enmarañadas del Cusco y Madre de Dios; siguiendo de cerca un camino amplio y empedrado, que luego de un buen trecho desaparecía bajo el espesor de la selva. Comprobando con la ayuda de aparatos especiales e instrumentos de precisión, que dicho camino estaba construido con gran simetría y perfección. En una ocasión llegaron a volar casualmente sobre una hondonada profunda, la que calcularon con la ayuda de los instrumentos de la nave, en unos mil seiscientos metros de plomada hasta la base de la quebrada. Intentaron el descenso advirtiendo en las profundidades un verdor oscuro, debido a la densidad de la vegetación y la distancia. El piloto se tomó muchas precauciones al realizar el descenso, ya que en esas condiciones geográficas, las corrientes de aire son un perjuicio y peligro inminente para la nave. Fueron descendiendo lentamente, demostrando así mismo gran aptitud y pericia en la profesión de piloto. Cuando aproximadamente a la mitad del descenso sintió un remesón fortísimo, producto de un violento cambio de dirección del viento y con gran esfuerzo logró controlar la
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estabilidad del aparato en el aire; pero esto no melló su capacidad de aviador y prosiguió el descenso. Cuando ya había descendido unas dos terceras partes sintió un fuerte impacto y el aparato quiso perder equilibrio, fue entonces que el piloto comprendió que las corrientes aéreas se acentuaban cuando más descendía. Mientras sacaba sus propias conclusiones fue presa de otro sacudón fortísimo, que terminó por decidir a nuestro personaje a retractarse de su intento de descender más y ascendiendo con muchísimo cuidado, logró salir de aquel inmenso hoyo en el macizo de las montañas de Pantiacolla. Pero cuando iba ascendiendo observó que desde el fondo oscuro se desprendía un hilo blanco grisáceo, que luego se convirtió en una especie de neblina, que más parecía una señal hecha con humo por algún humano habitante, que al percatarse de la presencia de un helicóptero sobrevolando, pensó en la salvación o el rescate y quiso dar señales de su ubicación; pero con cuánto dolor habría visto alejarse el helicóptero de ser cierta esta suposición. Posiblemente uno de los muchos expedicionarios, o un grupo quien sabe, que tuvo la maravillosa suerte de llegar al Paititi, a la vez que la penosa tragedia de ser capturados por los celosos custodios, los machigangas, y ser
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guardados en cautiverio perpetuo. Para ellos habría sido una experiencia única que no se volvería a repetir, y para el piloto un simple acontecimiento que fue a engrosar las páginas de su anecdotario de aviador. Volvieron a la base y al poco rato prosiguieron los peinados de la selva en busca de lo que no podían encontrar. Todo fue infructuoso, porque al volver en nuevo intento casi vuelcan la nave, pues tal pareciera que las corrientes de aire se molestaron por la impertinencia de insistir, sacudiendo con mucha más violencia el avión. El hábil piloto no lo pensó más y acelerando al máximo salió en pocos segundos de la conflictiva situación. Así terminó otra incursión sin frutos en pos del descubrimiento del famoso Paititi, que desafía irónico a los intentos de la ciencia y la aventura de los hombres. Pero sucede que en una ocasión este aviador también condujo por la misma zona a un médico arequipeño, obsesionado en el descubrimiento de la ciudadela que había constituido su más encarnada pasión, el Paititi. Por la cercanía del lugar, luego de una jornada agotadora de planeos, observaciones, vuelos rasantes y elevaciones máximas para determinar
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posiciones, el piloto sugirió improvisar como eventual base de operaciones los patios de Patria, la hacienda de una tía suya por vínculo materno. Al cabo de algunos minutos el helicóptero estaba aterrizando en medio de gran polvareda. El espanto de los perros, los patos, las gallinas, los chanchos y todo animal de corral que criaba la hacienda provocaba el alboroto total. Con tan atronador ruido causante de no poco pavor en las pocas familias que habitaban el fundo, el espectáculo era singular. Las aspas de la enorme hélice se fueron aquietando luego de haberse apagado sus enormes turbinas, entonces se abrieron las puertas de la cabina transparente y primero descendió el piloto, vistiendo enteramente con un mameluco anaranjado, que ante el asombro de todos los aturdidos espectadores, corrió hasta encontrar a su aludida tía y estirando sus brazos la estrechó en un cariñoso saludo, mientras le decía con expresión muy propia de la familia: -¡Tiachay, cuánto gusto de verte! Tiachay viene a ser una palabra de composición mixta: Tía, en castellano, hermana de la madre, y “chay”, expresión quechua que pone de manifiesto el cariño en el trato social.
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Luego de las presentaciones del caso y las efusivas muestras de contento por tan sorpresiva visita, fueron invitados a pasar por los salones de la casa para servirse unos refrigerios frescos. También disfrutaron de frituras y panqueques como agasajo por tan simpático suceso. La plática entre mis padres y los visitantes resultó amenísima, mientras que los niños y adolescentes escuchábamos como hipnotizados desde las rendijas, o como yo, desde un rincón. En dicha oportunidad tanto el científico como el piloto, sobrino nieto de mi madre, relataban lo que les había acontecido recientemente. Decían que a gran distancia habían avistado la existencia de una gigantesca montaña, a la que el investigador ordenó acercársele. El helicóptero fue dirigido allá y al cabo de dos minutos vieron que empezaba a cubrirse de un nubarrón que seguidamente iba oscureciéndose. Ya cuando faltaba poco para sobrevolarla, esta majestuosa montaña que ambos coincidieron en identificarla como el Apucatinti, estaba cubierta por una tempestad donde cruzaban rayos, relámpagos y aguacero abundante, con vientos huracanados y todo. El piloto tuvo que operar violentamente la nave y dar vuelta de retorno. El médico insistía en sobrevolar la cumbre de la montaña, pero el piloto se resistía a exponerse a un colapso
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inminente. Luego de regresar prudentemente y dedicarse a observar otra zona para aprovechar el vuelo, aterrizaron en las anchas playas del río Maestrón y al cabo de una hora levantaron vuelo y desde lo alto, a lo lejos vieron que la tormenta había desaparecido y que diáfana se dejaba ver limpia la gigantesca montaña; entonces regresaron enfilando el aparato rumbo al mismo objetivo. El fenómeno se repitió exactamente igual tan pronto como llegaron, sin permitirles entrar a sus fueros y amenazando con tirar abajo el helicóptero. En esas circunstancias fue cuando decidieron ir a descansar otra hora, esta vez en la hacienda Patria.
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27 REFLEXIONES Sin embargo, la selva comprendida en la provincia del Manu es la encargada de custodiar el reducto más antiguo de la humanidad, y guardar en el misterio inexpugnable la comunidad más pura de seres humanos, los mismos que son custodiados y protegidos por los señores de Paititi. Este libro no es más que un pequeño atisbo de la realidad. El sistema social actual que domina a la entera humanidad, no es compatible con las condiciones existentes en los niveles culturales de aquella sociedad, que prefiere permanecer aislada de esta que a claras luces, no ha dado resultados favorables para el mundo entero, en sus miles de años de existencia como tal. De manera que los que viven en el hermetismo que les proporciona la condición de misteriosa o enigmática, prefieren permanecer al margen de los alcances de esta mal llamada
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civilización occidental, pues de sobra conocen que sus conclusiones hasta la fecha resultaron fallidos, errados, incorregibles y por último fatales. El oro tiene un fin excelso hasta que no se le ponga precio en la economía de este sistema llamado civilización. Inclusive se le considera como patrón del respaldo de la riqueza y del mercado global, y los países del mundo sustentan su poderío económico ante toda la sociedad humana, con la posesión tangible de este material metálico en la oscuridad de sus bóvedas de gran seguridad. Los antiguos peruanos como muchas otras sociedades de la antigüedad, no practicaban estos conceptos actuales de riqueza y en consecuencia el oro tenía un carácter eminentemente decorativo y ritual. Por sus altas condiciones metalúrgicas ocupaba el sitial más distinguido para el uso sacramental y religioso. De manera que si el descubrimiento de Paititi a la colectividad científica y política, fuera con el único fin de sustraer sus reliquias y trastocar sus originales funciones, mejor fuera que nunca cayera en manos profanas y así quedara oculta, fuera del alcance de la malsana codicia, que hace que el oro se convierta en
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poderoso receptor de maldiciones. Tal vez sea mejor que Paititi quedara escondida para los ojos del ser humano, cargado de codicia y con mucha sed de fortuna. Quien sabe mejor fuera que quedara en el misterio para siempre jamás hasta la consumación de los milenios, y su eventual existencia permanezca en la imaginación de los que leen este libro.
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