Og Mandino - El Don Del Orador

March 29, 2017 | Author: Edgar Bustamante | Category: N/A
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OG MANDINO EL DON DEL ORADOR

NUEVA

COLECCIÓN

Título original: The Spellbinders Gift Traducción: Ma. de la Luz Broissin Fernández Diseño de portada: Jorge Rosas / DUUO © 2008, Og Mandino Publicado mediante acuerdo con The Ballantine Publishing Group, una división de Random House, Inc. Derechos reservados © 2008,2009, Editorial Diana, S.A. de C.V. Avenida Presidente Masarik núm. 111, 2o. piso Colonia Chapultepec Morales C.P. 11570 México, D.F. Primera edición: noviembre de 1994 ISBN: 968- 13-2756-X ISBN 13: 978-968-13-4338-5 ISBN 10: 968-13-4338-7 Editorial Planeta Colombiana S. A. Calle 73 No. 7-60, Bogotá ISBN 13: 978-958-42-2045-5 ISBN 10: 958-42-2045-4 Primera reimpresión (Colombia): enero de 2009 Impresión y encuademación: Quebecor World Bogotá S. A. Impreso en Colombia - Printed in Colombia Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del editor.

Para mi nieto... WILLIAM AUGUSTINE MANDINO

... otro orador persuasivo

Cuando terminó, una especie de fascinación dominó a los oyentes silenciosos, su manera solemne y sus palabras habían hecho vibrar las cuerdas profundas y misteriosas, que vibran de igual manera en cada corazón humano. Henry Wadsworth Longfellow, Cuentos de una posada a la orilla del camino

Era en verdad una noche tranquila y maravillosa; ya era más de la medianoche, cuando Mary y yo al fin llegamos a casa. —¿Qué opinas de ese hombre? —pregunté, mientras nos desvestíamos. —Bart, resulta tan impresionante y encantador en persona, como en el escenario. Posee un magnetismo especial, lo rodea una especie de aura que resulta difícil de explicar. Es agradable y atractivo y, no obstante, noté que bajé la voz un par de veces, cuando respondí sus preguntas... como lo haría un niño al hablar con un adulto que representa autoridad. Con ese rostro hermoso y con la barba, me recuerda a algunos personajes de las pinturas religiosas de nuestra iglesia, cuando yo era pequeña. Casi da la impresión de que tuviera un halo. —Mary, ¿qué dices? —Bart, lo lamento. En realidad, no estoy segura de lo que digo.

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. L / u r a n t e más de cuarenta años, en aquellos días cuando nuestros jóvenes norteamericanos morían en un misterioso lugar lejano llamado Corea; Guys and Dolls iluminaba a Broadway; quienes padecían un resfriado aprendían a amar las drogas antihistamínicas; el doctor Kinsey lograba que la mayoría de nosotros hablara abiertamente sobre el sexo; Brando flexionaba sus músculos en Un tranvía llamado deseo y finalmente terminamos nuestro puente aéreo con Berlín, después de casi 300,000 vuelos piadosos... durante cuatro décadas memorables, desde una pequeña oficina en el segundo piso de un edificio sin ascensor, no lejos de Times Square, había trabajado como agente de contrataciones exclusivo, para muchos de los más famosos y dinámicos oradores motivadores en el mundo entero. ¡Entonces, sin previo aviso, todo el grupo de individuos extraordinariamente talentosos que descubrí y representé con lealtad durante tanto tiempo, se esfumó en menos de doce meses! Mis tres oradores profesionales de mayor edad decidieron que ya habían soportado suficientes vuelos en avión y comidas en hoteles y que permanecerían en casa, para vivir de sus cuantiosos recursos finan-

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cieros y escribir sus memorias. Otro de ellos tuvo cáncer en la garganta, uno más sufrió un ataque de apoplejía que paralizó la mayor parte de su costado izquierdo y mis cuatro oradores mejor pagados y con mayor demanda, todos ellos amigos míos, murieron. Esa muy triste y sombría mañana de febrero, después de haber servido como portaféretro por cuarta vez en siete meses, regresé a mi oficina, física y emocionalmente exhausto, recogí mis papeles y expedientes más importantes y cerré la puerta con llave al salir, casi seguro de que mi negocio y futuro profesional quedaban enterrados junto con los cuerpos de mis amigos. Tengo sesenta y ocho años. Un año después aproximadamente, todavía me esfuerzo bastante por disfrutar muchas de las actividades que habitualmente desempeñan las personas jubiladas que pueden costearlas, para ocupar sus horas y enriquecer sus llamados años dorados. Mary y yo ingresamos a un club de bridge en Manhattan, jugamos golf con frecuencia durante la semana e, incluso, empezamos a asistir a las matines del cine. Mi esposa, bendita sea, hizo todo lo posible para que el retiro fuera para nosotros la felicidad en la tierra con la que muchos sueñan. Viajamos, competimos en torneos de máquinas tragamonedas en Reno y Atlantic City, pescamos en las aguas azules de las Bermudas, comimos cacahuates y bebimos cerveza en el Yankee Stadium, visitamos multitud de museos y vitoreamos a los caballos y a los galgos en Florida. A pesar de todo esto, de vez en cuando, a mitad de alguna actividad, la mujer con la que he estado casado durante casi cuarenta y cinco años, sostenía mi rostro entre las palmas de sus manos pequeñas, inclinaba su pequeña cabeza y decía: "Estás aburrido, ¿no es así?" Yo siempre negaba con la cabeza, le besaba la frente y respondía: "por supuesto que no". Sin embargo, cuando

dos personas se han amado tanto tiempo como nosotros, no tiene mucho sentido tratar de mentir. Hay una actividad desde los días anteriores a mi jubilación, que todavía disfruto y que tal vez necesité mucho más desde que me convertí en un "televidente" sin empleo. Me refiero a trotar. Cada mañana al amanecer, durante más de treinta años, si estaba en la ciudad y el clima lo permitía, siempre seguí la misma rutina. Me levantaba despacio para no despertar a Mary, me ponía uno de mis muchos trajes cálidos, consumía un vaso grande de jugo de naranja, cereal y una taza de café negro, me aseguraba de tener mis llaves y cerraba la puerta sin hacer ruido al partir. Parque Central estaba a sólo dos manzanas al oeste de nuestro apartamento en Park Avenue y, a través de los años, es probable que haya trotado sobre cada centímetro de sus calles, senderos y veredas, alternando mi curso de vez en cuando, para poder disfrutar todas las maravillas del parque, desde la Aguja de Cleopatra, hasta los campos de fresas y desde el Castillo Velveder, hasta el Jardín de Shakespeare, así como desde el estanque, hasta el gran prado. Los ochocientos acres del parque, que se encuentra en el corazón de la metrópolis más activa y bulliciosa del mundo occidental, eran mi cielo en la tierra, mi refugio constante de todas las presiones y preocupaciones de la vida y los negocios. A través de los años, habitualmente programaba mi recorrido para que durara aproximadamente una hora y, por lo general, salía por la Puerta de los Artistas, en el Parque Central Sur. En seguida, caminaba hacia la izquierda, pasaba por el área verde y fresca conocida como la Plaza del Gran Ejército, cruzaba la Quinta Avenida cuando los semáforos me lo permitían y continuaba trotando hacia el este, durante dos manzanas más, antes de dar la vuelta hacia el norte en Park Avenue,

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aflojando el paso en forma gradual, hasta que al fin llegaba a nuestro edificio de apartamentos. Siempre se encontraba levantada cuando yo regresaba cada mañana y después de tomar una ducha, afeitarme y vestirme, pasaba un tiempo con ella y bebía otra taza de café, antes de caminar o tomar un taxi hasta mi oficina, en la Calle 44 Oeste, dependiendo de lo que tenía programado para el día. Desde mi jubilación, casi siempre me pongo mis pantalones de mezclilla azules y una camisa deportiva, después de tomar una ducha y afeitarme, y juntos miramos las noticias de la mañana y "The Today Show". Sin embargo, el ser testigo del mundo en acción en la televisión, mientras permanecía sentado pasivamente sobre mi trasero y me esforzaba por resolver el crucigrama de la edición matutina del New York Times, no era mi idea de lo que debería hacer durante el resto de mis días. Entonces, en una mañana cálida y húmeda de junio que nunca olvidaré, mi vida dio de pronto un giro repentino. No estoy seguro de comprender lo que sucedió, aun en la actualidad. Alguien escribió una vez que parece que Dios juega de vez en cuando ajedrez con todos nosotros. Hace jugadas en nuestro tablero personal de ajedrez de la vida, para después sentarse y esperar para ver si reaccionamos, cómo reaccionamos y cuál será nuestra siguiente jugada, si es que la hacemos. —¡Utilízalo mientras lo tienes! —¡El mañana sólo se encuentra en los calendarios de los tontos! —¡Es mucho más tarde de lo que piensas! Vestía una playera roja andrajosa y pantalones azules de mezclilla manchados. Su pie derecho, sin calcetín, se asomaba a través de un agujero del zapato de lona sucio y sin atar. El cabello desgreñado, gris deslustrado y veteado con amarillo, caía lacio hasta más abajo de sus hombros. Su rostro grande y cetrino estaba marcado con

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gruesas líneas oscuras, tenía varias cicatrices de color púrpura y sus ojos hundidos, debajo de cejas pobladas, estaban inyectados de sangre, pero la voz que pronunciaba esas antiguas máximas sonaba fuerte y convincente. Se encontraba sentado en una silla de ruedas, peligrosamente cerca de la orilla de la acera, en la esquina de Parque Central Sur y la Quinta Avenida. Al terminar mi ejercicio matutino en el parque, hice un saludo ante la estatua de Simón Bolívar, me dirigí hacia el este, hacia la Quinta Avenida, camino a casa, y lo encontré directamente en mi camino. Parque Central Sur y la Quinta Avenida forman una esquina concurrida casi a cualquier hora del día, pero durante la hora pico de la mañana, la ancha acera siempre está concurrida con un desfile constante de hombres y mujeres con portafolios, una horda se dirige al norte y la otra al sur, con la mirada fija al frente, como si estuvieran hipnotizados, empujando y corriendo al esquivar a los transeúntes que van hacia el este y el oeste... todos se dirigen hacia sus pequeños cubículos altos y exasperantes. Al acercarme más a la aparición ruidosa y atemorizante postrada en la silla de ruedas, pude ver que con una mano cerrada sostenía una pequeña Biblia destartalada y una taza de metal en la otra. ¡Para sorpresa mía, en lugar de dirigirse a la multitud en general, dirigía sus palabras roncas y gestos únicamente hacia mí! Dudoso, caminé más despacio al acercarme y él levantó su vieja Biblia y apuntó con ésta hacia mi cabeza, como si fuera un arma, al tiempo que gritaba: "¡Hazlo ahora! ¡Tú! ¡Tú! ¡Hazlo ahora!" Se encontraba directamente en mi camino al acercarme al paso de peatones de la Quinta Avenida, me señalaba con las dos manos y gritaba: "¡Tú! ¡Debes recogerlos hoy! ¡Debes recogerlos hoy! ¡No florecerán mañana! ¡Nunca florecen mañana!" Algunos transeúntes sofisticados empezaron a caminar más despacio y observar.

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Rara vez en mi vida he tratado de evitar una confrontación de cualquier clase. No obstante, en esta ocasión, en lugar de trotar frente a mi atemorizante consejero en la silla de ruedas y continuar mi camino a casa para tomar una agradable ducha tibia, caminé de pronto hacia la derecha, cuando me encontraba a unos metros frente a él, crucé Parque Central Sur junto con la multitud apresurada, cuando apareció la luz verde, y continué trotando hacia el sur, por la concurrida acera de la Quinta Avenida, ¡lejos de la silla de ruedas y, en definitiva, en dirección opuesta de mi ruta norte hacia mi casa! Todavía no comprendo lo que sucedió esa mañana, pero ni una sola vez... ni una vez durante los próximos veinte minutos aproximadamente, mientras continué mi camino hacia el sur, me pregunté lo que hacía o hacia dónde me dirigía o por qué no me dirigía al norte en lugar de al sur. Continué trotando, con mi paso habitual del Parque Central, como una especie de títere con una cuerda, al pasar ante sitios familiares, tales como Bergdorf Goodman, Tiffany, I. Miller, el Edificio Crown, Corning Glass, la Iglesia Presbiteriana de la Quinta Avenida, Gucci's, el Hotel St. Regis, Cartier y la Catedral de San Patricio. Finalmente, empecé a caminar, di vuelta a la derecha y salí de la Quinta Avenida. Continué hacia el oeste durante dos manzanas más, antes de detenerme, un poco sin aliento, para apoyarme contra un poste de luz verde y oxidado y mirar hacia la última manzana de la Calle 44 Oeste, antes que desembocara en Times Square, la misma manzana donde cuatro décadas antes dirigí una de las agencias más lucrativas y con un talento poco común en el mundo. Caminaba actualmente con dirección al oeste, hacia Times Square... despacio, muy despacio, casi como si me encontrara en una especie de trance. Caminé con precau-

ción sobre la acera agrietada, con hoyos y basura, mientras que dos hileras embotelladas de vehículos con dirección este, principalmente taxis y camiones de entrega, emitían gases con olor fétido y sus choferes tocaban las bocinas, produciendo crescendos de sonido aterrador que estremecían los viejos edificios de piedra con oleada tras oleada de sonido. Me detuve a mitad de la calle y me volví, hasta mirar de frente los edificios del lado norte de la transitada calle. Miré hacia mi izquierda la vieja marquesina moteada del Savoy y el cercano letrero amarillo chillón arriba de la entrada de una tienda, que con letras de color rojo brillante decía fiambrería. Allí estaba el Café Un Deux Trois, con su toldo rojo que llegaba casi hasta la orilla de la acera, un sitio acogedor donde por muchos años solía cenar con los clientes, hombres talentosos y amigos. Junto al restaurante estaba el famoso Teatro Belasco, construido por David Belasco en 1907 y el hogar de incontables experiencias inolvidables del teatro para los neoyorquinos y el mundo, durante muchas temporadas. Ahora, letreros manchados y sucios colgaban de la marquesina una vez famosa del teatro vacío, sugiriendo que uno debería ver un espectáculo de Broadway "sólo por la diversión de verlo" y exhibían un número telefónico que uno podía marcar para conseguir boletos. ¡Qué triste! Reuní al fin el valor suficiente para volver la cabeza hacia la izquierda del Teatro Belasco y recorrer con la mirada la hilera de ventanas del segundo piso, hasta verlo... ¡para mí tenía la misma apariencia que cualquier pintura de Rafael! En una ventana, con oro de hoja y todavía muy legible, podían verse las palabras "MOTIVADORES SIN LÍMITE" y pintado en la ventana, hacia la derecha, aparecía mi nombre, también con letras mayúsculas "BART MANNING, PRES." En la parte inferior de la primera ventana estaba el aire acondicionado, mas en la otra, también con oro de

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hoja, podían verse las palabras

"¡MOVEMOS AL MUNDO CON

LA PALABRA HABLADA!"

Al observar esas piezas sucias de cristal enmarcado, el centro de mi universo durante tanto tiempo, mi visión de pronto se nubló mucho. Bajé la mano, toqué el bolsillo de mi traje cálido, sentí mis llaves y tan pronto hubo un espacio entre el tráfico, crucé la calle hacia una puerta de metal antigua y familiar, al nivel de la calle, casi bloqueada de la vista por carretones y carretillas llenos con cajas de todos tamaños, que descargaba un enorme camión rojo. Metí la llave en la cerradura, como lo hiciera miles de veces a través de los años, y me apoyé en el marco gris y con hoyos, hasta que al fin la puerta se abrió con un crujido fuerte. Subí las escaleras. ¿Qué hacía allí? En lugar de estar en nuestro acogedor apartamento, mirando las noticias de la mañana con Mary, ¿por qué regresé, después de más de un año, a la escena familiar de tanto éxito personal y triunfo, si ya había cerrado el libro de esos capítulos de mi vida? ¿Acaso esa mañana Dios había hecho una jugada en mi tablero de ajedrez de la vida? ¿Ese rufián gritón en su silla de ruedas, que bloqueó mi camino a casa, era parte de algún designio más allá de mi comprensión, que me obligó a caminar hacia el sur por la Quinta Avenida? ¿O acaso estaba a punto de abrir la puerta de mi antigua oficina simplemente porque durante muchos meses soñé con regresar? ¿En verdad había hecho Dios una jugada? Si era así, no tenía idea de lo que se suponía debería hacer al respecto. Sin embargo... ¡ahora, era mi jugada!

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M l i e senté tenso en el viejo sillón familiar tapizado de piel, quizá durante treinta minutos, tratando de aclarar mis pensamientos, con los codos apoyados en el papel secante de color vino tinto desteñido, que se encontraba sobre mi escritorio de roble, grande y polvoso. Finalmente, después de respirar profundo varias veces, extendí dudoso la mano hacia el teléfono, tomé el auricular y oprimí los botones siete veces. Casi al instante escuché la voz de Mary. —¿Hola? —Hola... soy yo. —¿Dónde estás? —sus palabras sonaron cortantes y heladas. —Estoy... en la vieja oficina, sentado ante ese gran escritorio que me regalaste cuando cumplí cuarenta años. ¿Recuerdas? Me parece que fue ayer. La escuché sollozar. —¿Qué te sucede, Bart? ¿Cuándo empezamos a tener secretos entre nosotros? ¿Por qué no me dijiste que hoy no planeabas venir directamente a casa, como siempre lo haces, después de correr en el parque? He permanecido sentada aquí, junto al teléfono, recitando cada plegaria 21

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que sé e imaginando toda clase de cosas terribles, te imaginé en una sala de emergencia con un ataque cardíaco. ¿Dónde estás...? —Ya te lo dije, estoy en la oficina. —No. Ya no tienes una oficina, querido marido. ¿No lo recuerdas? ¡Te retiraste hace más de un año! ¡Ahora cobras cheques del seguro social! —Lo lamento —dudé—. Lo lamento en verdad. No sé qué decir, Mary, debes creerme, no comprendo lo que sucedió y estoy seguro de que hoy no tenía planes de venir aquí, ni cuando salí de nuestro apartamento ni después que terminé de correr por el parque. No tengo idea de lo que se supone debo hacer aquí... ahora que estoy aquí. Tal vez, empiezo a perder la memoria. Es probable que mi mente vieja al fin empiece a fallar. —Bart, por favor... estás hablando con tu esposa. Durante muchos años he observado funcionar eficiente y exitosamente esa cabeza tuya maravillosa. Ayer parecía funcionar bien, cuando revisamos nuestras inversiones. Ahora... ¿quieres que crea que no tienes explicación respectó a cómo y por qué recorriste todo ese trayecto... todo ese trayecto... desde el Parque Central hasta la Calle Cuarenta y Cuatro Oeste... diecisiete o dieciocho cuadras en dirección opuesta de nuestro apartamento... cuando todo el tiempo planeabas regresar directamente a casa, para estar conmigo? ¡Por favor! Por favor, querido, ¿por qué no enfrentar la verdad y admitirla... al menos ante mí y especialmente ante ti... que sólo era una cuestión de tiempo antes que regresaras a tu antiguo garito de contrataciones? "Garito de contrataciones" era el apodo cariñoso que Mary daba a mi oficina, puesto que desde allí, según dijo con orgullo hace mucho tiempo a un reportero de Varíety, su esposo representaba a las eminencias entre la profesión de oradores, para después sacar provecho de sus actuaciones triunfadoras, día tras día, año tras año.

—Marido mío —continuó Mary, con el tono de voz con el que se habla a un niño pequeño—, ¿cuánto tiempo ha transcurrido desde que funcionaste en tu capacidad profesional como agente, desde esa dirección? —Catorce meses más o menos, supongo. —¿Qué hay respecto a la renta? Ya no ocupas esa oficina ¿y todavía pagamos la renta por ese sitio? —Mary —suspiré y me sentí muy tonto—, sabes que la pagamos. Tú giras todos los cheques, como siempre lo has hecho. También sabes que todavía tenemos aquí algunos archiveros grandes, llenos con muchos papeles importantes. Hay seis o siete cajas grandes de cartón con cosas memorables, apiladas en estas dos habitaciones, además de un gran número de fotografías autografiadas enmarcadas, a las que todavía no les hemos encontrado un lugar decente para almacenarlas. —Acéptalo, Bart. Nunca buscamos por mucho tiempo o con insistencia. Hay muchos sitios seguros para almacenar aquí en Manhattan y lo sabes. ¿Qué hay respecto al teléfono que utilizas en este momento para hablar conmigo? Debe estar muy polvoso. Hasta hoy, es probable que no haya sido utilizado desde que cerraste la oficina; sin embargo, todavía enviamos un cheque cada mes a NYNEX, ¿no es así? —Sí. —¿Todavía está sobre tu escritorio esa lámpara grande de latón? —Todavía está aquí, en el extremo izquierdo, donde siempre ha estado. Giré el botón que estaba arriba de la base de la lámpara y la habitación se iluminó con una luz cálida. —¿Está encendida la lámpara, Bart? —Lo está ahora. Funciona bien. —Es mejor que así sea, porque he estado enviando un cheque cada mes a Con Edison, sin fallar, como me pediste que lo hiciera. ¿Recuerdas?

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Empezaba a sentirme muy tonto y no se me ocurrió nada que pudiera decir y que tuviera sentido. Mis viejos amigos célebres, en sus fotografías brillantes en blanco y negro, enmarcadas, autografiadas para mí, colgando en la pared a la izquierda del escritorio, parecían mirarme directamente. Spencer Tracy, Adlai Stevenson, Napoleón Hill, Billy Rose, Edward R. Murrow, Dale Carnegie, Judy Garland, Norman Vincent Peale, Elsa Maxwell, Elmer Wheeler, Cavett Roben, Fritz Keisler, Bruce Barton, Jackie Gleason... todos ellos, incluso aquellos que sonreían, parecían observarme con ansiedad y un poco de compasión. —¿Bart? —su voz había perdido su tono helado. —¿Sí, cariño? —Desde tu jubilación, ¿has estado en esa oficina alguna vez, antes de hoy? —Juro... que no. Escuché un suspiro. —Te creo. Por favor, escúchame. Permanece allí por un tiempo y medita un poco... sobre ti... sobre nosotros... sobre el resto de tu vida. Tal vez, incluso deberías pensar en volver a trabajar. Siempre he pensado que eres uno de esos caracteres Tipo A, que nunca están felices si no están siempre ocupados. Mira a nuestro viejo amigo, el doctor Peale. Tiene más de noventa y, sin embargo, todavía recorre el país para dar varias conferencias al mes y lo disfruta. ¿Recuerdas aquella fiesta para el gobernador, cuando le pregunté a Norman por qué todavía daba conferencias y escribía libros, en lugar de tomar la vida con calma en compañía de Ruth, en su granja? Respondió que a pesar de que había escrito más de cuarenta libros sobre el pensamiento positivo, temía que todavía hubiera algunos pensadores negativos en nuestro país, por lo que aún tenía trabajo pendiente. Si puede continuar haciendo esto a su edad, supongo que no hay motivo, si en verdad lo deseas, para que no regreses a tu escritorio con ese teléfono junto

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a tu oído y que hagas exactamente lo que has hecho muy bien en el pasado... representar a oradores. —¿Lo has olvidado? Ya no tengo oradores que representar. Todos se retiraron o murieron. —De acuerdo, siéntate de nuevo ante ese viejo escritorio, relájate y piensa en todo esto. Bart, sabes que no has sido feliz, en verdad feliz, desde el día en que cerraste la puerta de esa oficina y te alejaste. No eres el mismo hombre con el que estuve casada durante tanto tiempo y me gustaría tener de nuevo a ese hombre en mi vida, aunq u e eso signifique que tenga que olvidarse de su jubilación y regresar a esa competencia inexorable y que tendré que empezar a compartirlo de nuevo con la pandilla, en Lindy's. ¡Si eso te hace feliz, entonces, yo seré feliz también! —¿Y el talento? ¿Dónde lo encuentro? —Como si no lo supieras. Primero, están los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica, que ayudaste a encontrar y organizar, hace más de treinta años. Estoy segura de que envié un cheque en la primavera, por solicitud tuya, para renovar tu membresía por un año más. Me parece que la semana pasada recibimos un paquete grande de ellos, con la información sobre la convención anual de este año, en Washington, D.C., que según recuerdo será en julio. Puedo imaginar las escenas de la multitud, si en la convención cofre la noticia de que el legendario agente, Bart Manning, está presente en busca de nuevos talentos a quienes representar. Tendré que acompañarte para ser tu guardaespaldas, como en los viejos tiempos, ¿recuerdas? —Seguro. Nos divertimos mucho. Por supuesto, el encontrar algunos oradores buenos nuevos, aunque será muy difícil, es sólo la mitad del desafío. Después, tendríamos que mantenerlos felices al contratar suficientes citas para conferencias para cada uno de ellos, lo que llevaría mucho tiempo y esfuerzo. No he hablado con ningún programador de reuniones durante más de un año. No sé...

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—Bart, lo único que se necesita es una llamada telefónica tuya para avisarles q u e regresaste al negocio. Lo sabes. —¡Te amo! —Yo también te amo. Llámame antes de salir de la oficina, por favor. —¿Quieres decir... como siempre? —Como siempre. Colgué el auricular con suavidad en su sitio, me puse de pie y me acerqué a la ventana sucia, con vista hacia la Calle Cuarenta y Cuatro Oeste. ¿Cuántas veces, a través de los años, estuve de pie en ese mismo sitio, dando vueltas en la mente a algún problema de negocios, mientras toda clase de seres humanos y vehículos pasaban ante mí, abajo en la calle? Me volví, rodeé dos cajas grandes y entré en la pequeña antesala. Todavía había correspondencia en el cesto de Grace Samuels, pero su máquina de escribir estaba cubierta y todas sus plumas y lápices se encontraban ordenadamente acomodados en un portaplumas cuadrado, junto con blocs de notas p e g a b l e s . Siempre la llamé "Grace Sorprendente" y hablaba en serio; nadie jamás fue bendecido con una asistente mejor. Ella pasó por un mal momento cuando cerré la agencia. Me pregunté cómo estaría. La última vez que hablamos por teléfono, meses antes, dijo que todavía no había aceptado un empleo fijo, puesto que no había podido encontrar a otro jefe como yo. Bendita sea. Caminé hasta la parte posterior del escritorio de Grace y me detuve cerca de lo que ella siempre nombró como nuestro altar, fotografías de muchos oradores que representamos en el pasado. En el centro, en un marco d o r a d o , e s t a b a u n g r a b a d o e n tinta s e p i a d e Eric Champion, ese h o m b r e tan especial que cambió para siempre mi vida. Después de actuar papeles muy peque-

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—Dice que usted le salvó la vida en la calle, hace un par de semanas. ¿Lo hizo, Bart? —No lo sé. De acuerdo, pásalo. Tom Murphy, otra persona entrenada por William Morris y que compartía la pequeña oficina conmigo, se inclinó sobre su escritorio y frunció el ceño. —¿Escuché que dijiste Eric Champion? —preguntó Tom. Yo asentí. —¿No sabes quién es Eric Champion, Bart? —Nunca lo oí nombrar. Tom sacudió la cabeza y fingió sorpresa ante mi ignorancia. —Eric Champion, amigo mío, es tal vez uno de los oradores de inspiración y motivación mejor pagados, si no es que es el mejor. ¡Creo que así los llaman en el campo! Aquí, en William Morris, concentramos la mayor parte de nuestros esfuerzos en el talento del negocio del espectáculo, pero tengo que decirte que escuché hablar a este hombre en Garden, hace aproximadamente un año, y el lugar estaba repleto. ¡En verdad es algo! En su propia categoría de talento, a p u e s t o q u e es tan grande c o m o Crosby y Gable en su medio. Mi visitante impecablemente vestido se quitó el abrigo ligero de cachemira y la bufanda de color azul oscuro, mientras caminaba por el angosto pasillo hacia mí, sonriendo y extendiendo la mano al acercarse más. —La policía tuvo la amabilidad de darme su dirección, señor Manning, y su casera me dijo dónde trabajaba usted. Quise detenerme para darle de nuevo las gracias por lo que hizo para salvarme de ese monstruo. ¿Quién lo sabe? Tal vez le debo la vida. —Me alegro de haber pasado por allí en ese momento, señor. ¿Ya se siente bien? —Me siento bien, gracias. Únicamente tuve que cancelar una conferencia y la fea herida en mi cabeza ya 28

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empieza a sanar. Dígame, ¿cuánto tiempo ha estado con William Morris? —Un p o c o más de un año. Todavía tengo mucho que aprender. —¿Disfruta su trabajo? —Odio todo el papeleo y asuntos legales relacionados con los contratos y contrataciones, pero me gusta trabajar con los clientes y tratar de proporcionarles el talento adecuado para su club, hotel o convención. Pienso que seré bueno en esto, si los jefes me tienen paciencia. —Estoy seguro q u e se la tendrán. Son una buena organización. Han deseado encargarse de mis contrataciones durante los últimos años, pero mi esposa, Martha, se encargaba de todo eso y era muy competente. Además, amaba el trabajo. Ella... murió antes de la Navidad. —Lo lamento, señor. Levantó la mano y cerró los ojos. —La vida continúa. Sólo deseaba darle las gracias una vez más, por ser mi salvador en la oscuridad. Nunca lo olvidaré. Cenemos juntos alguna noche. Es lo menos que p u e d o hacer para demostrar mi gratitud. Lo llamaré. ¿Cuál es el número telefónico de su casa? Nuestra primera cena juntos nos llevó a otra y después a otra más. Poco a poco, intimamos bastante. A pesar de que Eric Champion tenía edad como para ser mi padre, nuestra amistad maduró, hasta que un día, durante el almuerzo, me hizo una proposición q u e no p u d e rechazar. Me ofreció prestarme diez mil dólares, sin intereses, para que se los pagara c u a n d o pudiera. Con ese dinero, abriría mi propia agencia, contrataría a una secretaria, rentaría una oficina y empezaría a hacer contrataciones para todas sus conferencias. Él me entregaría sus expedientes y contratos relacionados con compromisos futuros y q u e ya estaban firmados, así como los nombres de sus clientes y compañías para las que había dado confe-

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rencias en el pasado. Yo recibiría una comisión del veinticinco por ciento de sus honorarios como orador, por cada contratación que hiciera, que hace cuarenta años, en su caso especial, representaban $2,000. Me aseguró que la noticia de que yo atendía al señor Champion se divulgaría con rapidez entre los oradores y que sin duda recibiría muchas solicitudes de otros oradores para que los representara. Champion también me prometió q u e a medida que transcurriera el tiempo, la mayoría de los proyectistas corporativos de reuniones se enteraría de su nueva filiación y se pondrían en contacto conmigo, especialmente, después que enviáramos correspondencia a todos. Sellam o s n u e s t r o t r a t o c o n u n a p r e t ó n d e m a n o s . Así, Motivators Unlimited abrió su pequeña oficina modesta en la Calle Cuarenta y Cuatro Oeste, en la primavera de 1950, y el resto, como siempre dicen, es historia. Actualmente, extendí la m a n o hacia la fotografía enmarcada de Eric, que colgaba en la pared entre muchas otras y coloqué con suavidad y amor la palma de la mano sobre su rostro clásico. Durante más de treinta años maravillosos, me encargué de la contratación de sus discursos, hasta que una noche, en el verano de 1984, cayó muerto en el podio, mientras saludaba y hacía reverencias ante la gente que lo ovacionaba de pie, después de haberse dirigido a un grupo grande de vaqueros téjanos, en el salón de baile de un hotel de Dallas. —Muy apropiado —sollozó Grace, cuando recibimos la impresionante noticia—, q u e muriera en Texas, con las botas puestas. En mi carrera como agente, nunca me encargué de las contrataciones de un actor, actriz, cantante, músico o grupo musical de cualquier tipo. Me limité expresamente a atender únicamente a esos individuos poco comunes y difíciles de definir, que tenían la reputación y la rara habilidad de pronunciar discursos motivadores e inspirados,

saturados de hechos y observaciones de sus propias experiencias personales. Mis clientes eran generalmente corporaciones líderes que buscaban esa persona especial para proporcionar a su convención anual lustre adicional, así c o m o el tan necesitado discurso de apertura, positivo y dinámico.

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A través de los años, muchas personas talentosas se unieron a Eric y a mí para lograr que Motivators Unlimited fuera el gran éxito que fue y la mayoría de sus fotografías rodeaban la de él, en esa pared especial de personalidades, que Grace formó con tanto amor. Actualmente, me aparté de las fotografías y me volví despacio. ¡Qué grupo tan maravilloso! Todos trabajamos tan bien juntos y formamos una familia, en el mejor de los términos. Me senté en la silla, detrás del escritorio de Grace, levanté el auricular de su teléfono y marqué su número. —Hola... Hola... —¿Bart? ¿Eres tú, Bart? —Soy culpable. ¿Dónde crees que estoy? —¡Oh, Dios, no lo sé! ¿Te encuentras bien? —Estoy bien... estoy sentado en tu silla... ante tu escritorio. —¿En nuestra oficina? —gritó ella. —Adivinaste. —¿Qué te propones, Bart? —¿Te gustaría regresar a trabajar? No hubo respuesta. Esperé. —¿Todavía estás allí, Grace? —pregunté al fin. —Estoy aquí. Mi corazón latía demasiado rápido y no podía hablar. ¿Hablas en serio? No sé lo que está suced i e n d o y no me importa, p e r o me encantaría regresar. ¿Cuándo empiezo? —¿Todavía tienes tu llave de la oficina? —Por supuesto. —Muy bien... tus dos primeras tareas...

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—¡Dispara! —Por favor, llama a uno de tus viejos amigos de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica v averigua cuándo y dónde será su convención nacional y haz todas las reservaciones necesarias para Mary y para mí, convención, hotel y líneas aéreas, ¿de acuerdo? —No hay problema. He hecho eso varias veces en mi carrera. ¿Qué más? —Trata de conseguir a alguien para que venga aquí a aspirar, limpiar y sacudir. Asegúrate de que limpien también las ventanas, porque están sucias. —-¿Qué tan pronto? El apartamento de Grace estaba en la Calle Cuarenta y Ocho Oeste, a sólo diez minutos, por lo que sabía que no le tomaría mucho tiempo ponerse en acción. —Lo más pronto posible —respondí. —¿Cuándo deseas que empiece? —Ya lo hiciste, dama especial. Después de colgar el auricular, permanecí sentado allí, con los dedos de las manos entrelazados con fuerza y lo ojos cerrados. Me estremecí. —Bueno, Dios —murmuré con voz suave—, ahora es otra vez tu jugada.

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X i uestro taxista ceñudo, con su playera deshilacliada de New York Mets y su nombre de Medio Oriente imposible de pronunciar, mirándonos desde su permiso de taxista colocado en el tablero, hizo todo lo posible por llevarnos al Aeropuerto La Guardia a tiempo para nuestro vuelo, a pesar del fuerte aguacero que hizo que el tráfico matutino de Manhattan casi se embotellara. Nos quedaban diez minutos libres, cuando al fin abordamos el Vuelo 1747 de Delta, que despegó exactamente a las 9:30 a.m., con destino al Aeropuerto Nacional de Washington. Como era habitual, Mary apretó con fuerza mi mano durante el despegue. Al fin estábamos en camino hacia la capital del país, para asistir a nuestra primera convención de oradores en cinco años. —El Hotel Omni Shoreham —suspiró ella con añoranza, mientras el avión continuaba su ruidoso ascenso—. ¿Recuerdas aquella noche especial allí, Bart? Le oprimí con suavidad la mano. —Parece que fue hace un siglo, cariño... 1961... el baile de inauguración del JFK. Mary asintió y sonrió. —Allí estábamos, engalanados con esmoquin y vestido de noche, caminando nerviosamente por el vestíbulo 33

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de nuestro hotel Georgetown, junto con otras parejas que también se dirigían al baile, mientras afuera la nieve húmeda, que ya tenía más de un pie de profundidad, continuaba cayendo. Los empleados del hotel no dejaban de decirnos que Washington estaba casi completamente paralizado y que todas las calles estaban intransitables. —Lo que lo hizo tan frustrante —dije—, fue que el Omni estaba únicamente a una milla de distancia aproximadamente y, sin embargo, era como si estuviéramos en Los Angeles. —Recuerdo, cariño, que después de un par de horas agonizantes de esperar en vano un taxi, finalmente subimos a nuestra habitación, me arrojé en la cama y grité a voz en cuello mi frustración. —Eso no duró mucho. Después de diez minutos más o menos, según recuerdo, te levantaste de un salto, secaste las lágrimas, entraste en el baño, te refrescaste... y, en seguida, bajamos otra vez al vestíbulo para intentarlo de nuevo, pensando que si la nieve nos había detenido, era probable q u e todos los demás q u e intentaban llegar al baile de inauguración tuvieran el mismo problema. —Bart, n u n c a olvidaré la e x p r e s i ó n de tu rostro c u a n d o , después de otra hora de espera agonizante, el portero del hotel finalmente consiguió un taxi para nosotros y otras dos parejas y el taxista anunció, ya que todos estábamos amontonados en el taxi, que la tarifa sería de cien dólares por pareja, por el viaje de una milla. No pronunciaste ni una sola maldición, sólo asentiste. Me sentí muy orgullosa de ti. —Yo también estaba muy orgulloso de mí. Sin embargo, valió la pena. Cuando al fin entregamos nuestros a b r i g o s , e n t r a m o s e n e l c o n c u r r i d o Salón d e Baile Regency y vimos a nuestro nuevo presidente y a su hermosa y joven esposa en la pista dé baile solos, bailando mejilla con mejilla...

—... "Moon River". —¿Recuerdas la canción que tocaban? Mary asintió con orgullo. —Era preciosa y, al menos por unas horas, todos fuimos una pequeña parte de Camelot. Es un recuerdo agradable. Me incliné en busca de mi viejo portafolio Samsonite, de piel negra, rasguñado y raspado, que había colocado debajo del asiento que estaba frente a mí, durante el despegue. —El manto de seguridad del gran Bart Manning — Mary suspiró y extendió la m a n o para acariciar la piel decolorada. —Tienes razón. Nunca iría a un viaje de negocios ni a una reunión en la ciudad sin esto. —¿En dónde estuvo escondido durante el último año? —Estaba en la vieja oficina, en el piso, junto a mi escritorio, donde lo había dejado, en espera de ser retirado de la jubilación. —Tal vez es tiempo de que compres uno nuevo, si planeas viajar mucho. —¡Nunca! Cuando llegue el momento, podrás enterrarnos juntos. Abrí el portafolio desgastado y saqué varias coloridas hojas promocionales, que Grace acababa de recibir de la sede de nuestra asociación de oradores en Denver. Describían con términos entusiastas lo que parecía un sinfín de conferencias, oradores célebres y p e q u e ñ o s seminarios que cubrían casi cada faceta de la profesión de la oratoria y que estarían disponibles para los asistentes durante los próximos cuatro días y noches de la Convención Anual Treinta y Cuatro de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica. Entregué un programa a Mary, quien frunció el ceño. —¿Qué se supone que debo hacer con esto? —preguntó Mary.

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—Ayúdame... como lo hacías en los viejos tiempos. Hojea las páginas y ve si alguno de los oradores que se presentan podrían interesarme. Conoces a mi tipo de orador. No me importa ninguno de los llamados expertos en ventas o manejo del tiempo o negocios o lo que esté de moda esta temporada. Quiero a alguien con carisma y esa habilidad especial para subir al podio y captar la atención del público, hasta que no se escuche un sonido en el auditorio, excepto el de las respiraciones. —De acuerdo, compañero, siempre que no me pidas q u e me siente a tu lado y valore a estos individuos en persona, como solíamos hacerlo. Planeo ir de compras, una vez q u e estemos hospedados en el Omni. Tengo la esperanza de que algunos de nuestros viejos amigos asistan a la convención y mientras ustedes asisten a las sesiones, las mujeres nos iremos a gastar su dinero, como en los viejos tiempos. Después de un silencio de un cuarto de hora aproximadamente, Mary cerró el programa de la convención y me dio golpecitos en la rodilla con éste. —Bart, este concurso de oradores parece intrigante —comentó ella, mientras quitaba una hoja blanca y brillante de su programa—. Algo nuevo y diferente. No recuerdo que con anterioridad hicieran algo parecido a esto. Hace a ñ o s , el consejo directivo no habría considerado algo como esto. No tenía idea a lo que ella se refería. —Mary, no tengo esa página en mi programa. Habíame sobre eso. —¿Has o í d o h a b l a r de Ted & Margaret's Frozen Dinners? —Por supuesto. —¿Cuál es su lema? Ni siquiera dudé. —Nuestro sabor habla por sí mismo.

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—Muy bien. En apariencia, las personas del departamento de mercadotecnia de Ted & Margaret's decidieron que, después de tantos años, el q u e el sabor de su producto hablara por sí mismo no era suficiente en un campo que ahora tiene mucha competencia. De acuerdo al tema de su lema, decidieron tener al mejor orador que pudieran encontrar, para que hable sobre el sabor de su producto, p o r lo q u e harán un concurso en nuestra convención, para descubrir al Campeón Mundial del Podio. Aparentemente, cada una de las seis regiones de nuestra asociación ha llevado a cabo concursos eliminatorios, para seleccionar al mejor orador en su área. Éstos seis oradores competirán la última tarde de nuestra convención, para determinar cuál es el mejor del país. Cada discurso no debe durar más de veinte minutos, sobre cualquier tema, y los concursantes serán juzgados por un jurado imparcial elegido por la corporación. —¿Qué recibirá el ganador? —Un trofeo grande que proclamará que este año es el Campeón Mundial del Podio y también será honrado por la asociación. Por supuesto, tendrá un rato a m e n o preparando material de promoción nuevo, para informar a los clientes en perspectiva que ahora pueden contratar a lo mejor, si lo desean. Aún hay más... —¡Dispara! —El ganador hará nueve comerciales para la televisión, uno de los cuales se transmitirá en todo el país cada mes, empezando en septiembre. Para esa pequeña tarea, él o ella recibirá un cuarto de millón de dólares. Lo que me parece muy extraño, Bart —dijo y me entregó la página del concurso de oradores—, es que los seis finalistas me resultan completamente desconocidos. Pensar q u e hubo un tiempo en que conocíamos por nombre a todos los que asistían a estas convenciones. Supongo que hemos permanecido alejados demasiado tiempo. Echa una ojeada.

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Estudié las fotografías y las biografías breves de cada concursante. Sacudí la cabeza. —Me sucede lo mismo. No reconozco a nadie. Vamos a enfrentarlo, ni siquiera reconocemos a las nuevas estrellas de cine. Nuestro viejo m u n d o continúa cambiando, pero no parece que progrese mucho. No puedo creer que no volveremos a ver un catálogo Sears o que IBM está en dificultades o que tendremos diez millones de desempleados o que ahora repartimos condones en la escuela secundaria. No me sorprende que los Eric Champion que conocimos nos hayan dejado por un lugar mejor. Mary me dio golpecitos suaves en la rodilla. —Te diré algo, esposo. El jueves no iré de compras. Iremos juntos al concurso de oradores, para investigar a esos seis finalistas. ¿De acuerdo? —¡Tenemos una cita!

IV

JL JL través de los años, Eric Champion y varios de mis otros o r a d o r e s se dirigieron frecuentemente a g r u p o s grandes y convenciones en el Omni Shoreham, en la capital del país. Pocos hoteles podían igualar la lustrosa historia del Omni con sesenta años de antigüedad y c u a n d o Mary y yo nos sentamos en nuestra suite, después de un almuerzo ligero en la habitación, ambos quedamos fascinados con el material sobre el pasado del hotel, q u e encontramos en una de las cómodas grandes de caoba. Estoy seguro de que actuamos como unos adolescentes sorprendidos y tuvimos más semejanza a ellos, que a viajeros experimentados, cuando empezamos a compartir mutuamente la información interesante sobre el hotel. —¿Sabías, cariño, que todos los presidentes, desde Franklin Roosevelt, han llevado a cabo un baile de inauguración aquí? —preguntó Mary. —Sí, porque recuerdo que Eric me dijo q u e el hotel ofreció construir una rampa especial y elevador para el señor Roosevelt y su silla de ruedas, cuando ganó su primera elección y eso estableció un precedente que todavía está vigente. Los bailes de inauguración siempre se llevan a cabo en el Salón de Baile Regency, del Omni. Todavía

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recuerdo lo entusiasmado que estaba Eric cuando fue contratado por la Asociación Médica Norteamericana, para que hablara en ese mismo salón, por primera vez. —Escucha esto, Bart —dijo ella y sacudió en la mano uno de los folletos del hotel—. ¿Puedes creer que Harry Truman disfrutó juegos privados de poker aquí, cuando era presidente? La habitación D—106 era la favorita donde él y sus amigos se reunían, mientras su limusina permanecía siempre estacionada afuera, para llevarlo de inmediato a la Oficina Oval. —¿Hay algo allí acerca del antiguo Salón Azul? —A eso iba. Dicen que en las décadas de los años treinta y cuarenta, el Salón Azul del hotel albergó a algunas de las grandes figuras en el mundo del entretenimiento, ¡Escucha esto! ¡Para la gran inauguración del hotel en 1930, Rudy Vallee, el cantante popular romántico número uno entonces, voló en el avión trimotor de Amelia Earhart, desde Nueva York, junto con su orquesta, para la inauguración! Judy Garland, Maurice Chevalier, Marlene Dietrich, Fránk Sinatra, Lena Horne y Bob Hope son sólo algunos de los nombres importantes de quienes actuaron en ese salón. Hay una gran placa de metal junto a sus puertas, con el nombre de todas las celebridades que se han presentado allí, desde Edie Adams, hasta Gretchen Wyler. Aquí dice que al hotel le gustaba alardear q u e el Salón Azul convirtió a Washington, de una ciudad estrictamente de sábado por la noche, en un lugar donde cenar, bailar y divertirse era algo popular cada noche. ¡Tengo q u e ver ese salón, Bart! —Creo que ahora es sólo un encantador salón grande de reunión. —No me importa. Aún así deseo verlo. Aparentemente, cuando JFK cortejaba a Jacqueline, con frecuencia la llevó allí. ¡Es un hotel muy especial, Bart! No puedo creer que en todos nuestros viajes nunca viniéramos aquí. Escu-

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cha esto... antes de su discurso inaugural en e n e r o de 1969, el presidente Nixon hizo historia aquí, al presentar a todo su futuro gabinete a través de una cadena de televisión, en una cena especial en el Salón Diplomático. —Mary, recuerdo que Eric me dijo que d u r a n t e la Segunda Guerra Mundial, este hotel compró toda la producción de una destilería escocesa, para ser u n o de los pocos hoteles que servían buen whisky durante la guerra. También comentó que convirtieron la pista de equitación en un gallinero, como una medida de guerra, y criaron miles de pollos para las mesas de sus restaurantes. —Te diré algo, Bart. ¿Por qué no colocas las maletas sobre la cama y las vacío como es costumbre, mientras bajas al vestíbulo y nos registras en la convención o lo que tengas que hacer? Conociéndote, estoy segura de que habrá muchas charlas y abrazos al renovar viejas amistades. Hazme un favor y no olvides que aquí arriba tienes una esposa. Regresa por mí en una hora, para que exploremos juntos el hotel. Tendremos tiempo suficiente para quitarnos estos pantalones de mezclilla y p o n e r n o s un poco más presentables para la recepción de la inauguración. —¿A qué hora empieza eso? Mary abrió su programa de la convención. A las seis y media. Esta noche no hay nada programado después de eso. Tal vez tengamos suerte y encontremos a algunos de los viejos amigos. Entonces, podremos ir todos a Garden Court, lo cual parece bastante bueno, a tomar un par de copas y contar mentiras, como en los viejos tiempos. El registro tomó sólo unos minutos. Debajo de un banderín amarillo brillante que decía PROFESIONALES DE LA TRIBUNA DE NORTEAMÉRICA, varias damas jóvenes se encontraban sentadas con decoro, esperando con la pluma en la mano. Me aproximé a la pequeña rubia que se encontraba

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sentada detrás de las letras G a M. Me dirigió su mejor sonrisa en señal de bienvenida. —Manning... —dije—. Bart Manning y Mary. —Bienvenido a la convención, señor —dijo la joven dama. Pasó su mano pequeña por la lista y asintió. Me entregó una forma de registro y un bolígrafo. Cuando le regresé la forma de registro llena, me entregó dos sobres blancos grandes. —Uno para usted y otro para la señora Manning, señor. Allí encontrará toda la información que necesitará sobre la convención, para tener cuatro días fabulosos. Aquí están los gafetes para usted y para su esposa. Cuando rae entregaba las pequeñas placas metálicas rectangulares con borde rojo, tuvo una reacción tardía, frunció el ceño y miró más de cerca la placa que estaba encima. Abajo de mi nombre había una línea breve que decía "MIEMBRO, 35 AÑOS". —¿Ha pertenecido a esta asociación durante treinta y cinco años, señor? ¡Santo cielo! Sonreí y asentí. —Sí. Ayudé a fundarla, m u c h o antes de que usted naciera. ¿Sabe cuántos nos hemos registrado? —Escuché que alguien dijo que cerca de dos mil. —Contando a nuestras esposas, sólo veintiséis de nosotros estuvimos p r e s e n t e s en el Brown Palace, en Denver, durante nuestra primera convención. Creo que hemos crecido bastante desde entonces, ¿no lo cree así? La joven dama sólo asintió, con los ojos muy abiertos. —¡Bart! ¿En verdad eres tú, Bart Manning? ¡Qué sorpresa! Me volví y lo reconocí de inmediato. Inhalé profundo. —Jay! —grité—. ¡Viejo amigo! ¡Me da gusto verte! No nos estrechamos las manos, únicamente nos abrazamos. Me aparté un poco para mirar bien a Jay Bridges, un viejo amigo que no había visto desde mi última con-

vención. De pie muy erecto, con su traje con diseño de pata de gallo, hecho a la medida y con chaleco, con cada cabello plateado perfectamente en su sitio, coronando un rostro bronceado y casi libre de arrugas, estaba exactamente como lo recordaba. —Viejo picaro —grité—. Tienes una apariencia maravillosa y todavía muy joven. ¿Acaso descubriste la fuente de la juventud? ¡Vaya! Inclinó hacia un lado la cabeza. —Siempre fuiste un gran hombre, Bart Manning. Tú también tienes una apariencia maravillosa, pero, ¿qué haces aquí? Escuché que estabas fuera del negocio. —Lo estaba. Me retiré hace más de un año, pero estoy pensando seriamente en regresar. Extraño todas esos problemas y presiones. Me encuentro aquí para buscar talentos. ¿Y tú? ¿Todavía e n c a n t a s a todas esas damas durante sus convenciones de cosméticos? Asintió. —Todavía me divierto demasiado para alejarme, Bart. Te hemos extrañado, amigo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —No había asistido desde hace cinco años. La última fue en las Vegas, ¿recuerdas? —Por supuesto. Tú y yo permanecimos levantados toda la noche, en Caesars, jugando bacará. Ambos perdimos mucho dinero. ¿Cómo está Mary? —Muy bien. Está en nuestra habitación, guardando nuestra ropa. Jay, a ella le dará mucho gusto verte. Siempre fuiste una de sus personas favoritas y nunca perdió la esperanza de que algún día me convirtiera en tu agente. ¿Cómo está Phyllis? —Enterré a Phyllis hace tres años, Bart. Tuvo cáncer. —Jay, lo lamento. Yo no.... Asintió, antes de preguntar: —¿Tienes tiempo libre? —Mary me dio una hora de libertad.

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Me tomó el brazo. —Vamos a tomar una copa en h o n o r a los viejos tiempos. Durante la mayor parte de la década de los años sesenta, Jay Bridges fue uno de los comentadores de noticias más populares en la radio de Nueva York, antes de escribir un libro sumamente chistoso llamado Sex á La Carie, que fue considerado escandaloso entonces, pero que en la actualidad ni siquiera hubiera hecho que alguna tía soltera arqueara una ceja. Cuando para sorpresa de todos, incluyendo al editor, el libro se convirtió en un éxito de librería, Jay empezó a aceptar invitaciones para hablar, primero, únicamente en las cercanías de Manhattan, pero pronto ante grupos en todo el país. Ganó tanto dinero, q u e finalmente renunció a su puesto en la estación de radio. Nunca escribió otro libro, pero logró ganarse bien la vida durante los últimos treinta años, al proporcionar una charla divertida sobre la relación nunca c o m p r e n d i d a por completo y siempre cambiante, entre hombres y mujeres. A principios de su carrera como orador, traté de representarlo, especialmente, después de escucharlo impactar a un público enorme en el Hotel Astor, pero el agente muy capaz que lo representó durante sus años en la radio continuó representándolo muy bien durante su carrera en el estrado. Actualmente, Jay me guió por el concurrido vestíbulo principal, hasta el Garden Court Lounge. Cruzamos el salón y la terraza, hasta la terraza exterior, con sus mesas protegidas por enormes sombrillas. Nos sentamos y ordenamos bebidas. Detrás de nosotros, ocultos por un enorme seto recortado, escuchamos risas, gritos y el chapoteo desde las dos piscinas del hotel, al tiempo que el sonido repetido de las pelotas de tenis al chocar contra las raquetas, llegaba desde las canchas de tenis, a la izquierda.

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Jay señaló hacia el centro del patio de cemento, donde una sección grande, casi con la forma de un círculo completo, estaba pintada de verde. —Allí había un enorme escenario hidráulico, Bart. Lo utilizaban para elevar a las grandes bandas de nuestra era, como la de Dorsey, Miller y Goodman, para que los músicos tocaran por encima de la multitud, mientras la gente bailaba bajo las estrellas. Es de extrañarse que con todo lo que este hotel tiene que ofrecer, no tuviéramos aquí nuestra convención anteriormente. Asentí, pero no dije nada. Me sentía completamente relajado y en paz con el mundo, al dar un trago grande de Cutty y agua. Jay apartó hacia un lado su copa e inclinó la cabeza en mi dirección. —Dime la verdad, mi querido amigo de tantos años, ¿qué es lo que haces aquí? Como sabía que no quedaría satisfecho con una respuesta petulante, rápida e improvisada, con lentitud y detenimiento di a Jay todos los detalles sobre cómo mi agencia, en más o menos un año, perdió a cada uno de sus oradores debido a muerte o jubilación. —No q u e d ó nadie para contratar, Jay, y como no dediqué el tiempo y esfuerzo debidos a buscar constantemente talentos nuevos para reemplazar cualquier pérdida de los viejos talentos, pagué el precio. La agencia quedó fuera del negocio. Como sabes, incluso dejé de asistir a nuestra propia convención para examinar a los nuevos talentos. —¿Qué sucedió? —sonrió—. ¿Se cansó de decirte Mary que aunque se casó contigo para bien o para mal, no se casó para tenerte veinticuatro horas al día bajo sus pies? ¿Qué haces de nuevo aquí? Dios sabe que no necesitas el dinero. Me sentí tentado a hablarle sobre esa extraña cadena de eventos que comenzó con mi carrera matutina por el

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Parque Central y mi confrontación con esa alma curiosa y altisonante en su silla de ruedas, seguido por mi misteriosa carrera hacia el sur, hasta mi antigua oficina; sin embargo, no pude decírselo, simplemente, no pude. —Jay, estoy demasiado joven y saludable para desperdiciar mis años sentado en casa, con el control remoto del televisor en la mano, para cambiar de los programas repetidos de "Barnaby Jones" a "Días de nuestras vidas". Siempre sentí que contribuía un poco para hacer de nuestro m u n d o un lugar mejor, al enviar a un gran orador motivador para que se dirigiera a un grupo y ayudara a las personas a comprender los milagros maravillosos que en realidad son. Eras la única persona que intenté representar, que no diera un discurso motivador o inspirado. —Bart —Jay suspiró y estudió las palmas de sus manos—, con frecuencia me pregunté qué tan bien hubiéramos trabajado tú y yo juntos. —Hubiéramos ganado mucho dinero, con toda seguridad. ¿Quién se encarga de tus contrataciones ahora? —No hay cambio. Sam Rapkin y yo h e m o s estado juntos durante casi treinta y dos años. Es un buen hombre. Asentí. —Buscaré durante cuatro días y veré lo que p u e d o encontrar. No importaría si sólo represento a u n o o dos oradores para empezar. Entonces, vería cómo resultaba. Jay y yo permanecimos sentados charlando y fuimos i n t e r r u m p i d o s tres veces p o r p e r s o n a s q u e llevaban gafetes de la convención. En cada ocasión, conocían mi nombre y quién era. Dijeron que querían saludar y que se sentían honrados de conocerme. Me sentí un poco avergonzado y presenté a la persona extraña a Jay. —Bart —dijo Jay—•, sin lugar a dudas eres el agente más admirado y respetado en este negocio. Casi todos los oradores en esta convención estarían dispuestos a matar,

con tal de ser representados por ti. Tu problema será conservar un perfil lo bastante bajo para que puedas estudiar a los oradores sin ser buscado constantemente. ¿Te gustaría que interfiriera durante los próximos dos días? —Me encantaría. ¿Estás seguro de que deseas hacerlo? —Sería divertido y pasaría todo ese tiempo precioso con el famoso y grandioso Bart Manning. Le estreché la mano. —¡Gracias! Sonrió. —No me lo agradezcas. Me divertiré mucho siendo tu guía y guardaespaldas. Sin embargo, hay algo que debo decirte en este momento, antes que empiece la cacería. —¿Qué cosa? —No creo que descubras a nadie aquí, tan b u e n o como tu Eric Champion. Asentí y le estreché de nuevo la mano. —¿Te veré en la recepción de inauguración, esta noche, compañero? Encogió los hombros. —¿A dónde más iría... sin Phyllis?

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T X odavía sentado ante la mesa redonda con mantel de lino, sobre la que colocaron nuestro desayuno que llevaron a la habitación, daba vuelta a las páginas de USA Today, cuando Mary habló con suavidad. — F u e m u y b u e n o ver a Jay, a los J o h n s o n , los Robertson y Anna Hubbard. No me había dado cuenta de lo mucho que he extrañado a la antigua pandilla. Doblé el periódico y lo arrojé sobre el sofá. —¿Te divertiste? —Creo que fue una recepción maravillosa. Todos, en especial los empleados del hotel, hicieron un trabajo excelente y me da mucho gusto que se haya llevado a cabo en el Salón Azul. Los tres arpistas, colocados alrededor del salón, añadieron un toque agradable y por lo q u e veo, creo q u e en verdad necesitarás un guardaespaldas mientras estés aquí. Esperaba que alguien se arrodillara y besara tu anillo. —Cariño, me encantó lo que dijiste cuando entramos en el Salón Azul anoche. —¿Qué? —Dijiste: "Bart, estoy segura que estamos en el lugar indicado". Como es costumbre, siempre que se reúnen

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oradores, todos hablan y nadie escucha. Dime, ¿estás lista para ir de compras? —Lo estoy. Me reuniré con Anna Hubbard y con Kay Johnson en el vestíbulo, a las diez. Susie Robertson prometió a John que le haría compañía hoy, pero dijo que le encantaría reunirse con nosotras mañana, si nos q u e d ó dinero. Le dijimos que no se preocupara, q u e tenemos tres tarjetas doradas. ¿Qué hay respecto a ti? ¿Todo dispuesto? —Eso creo. Jay dijo q u e me llamaría por teléfono aquí, a las nueve y cuarto, para saber dónde me reuniría c o n él a tiempo para la primera sesión, a las nueve y media. Se llevarán a cabo tres programas cada noventa minutos, durante el día, y Jay permitirá que me haga cargo, para que pueda considerar a los oradores con mayor potencial. —¿Ya elegiste al primero? Negué con la cabeza, me puse de pie y me acerqué a la cómoda, donde se encontraba todo el material de la convención, y tomé un programa. Regresé a la mesa y abrí las páginas de las actividades del primer día. Se lo entregué a Mary. —-Toma, haz q u e empiece con el pie derecho. Tal vez uno de los primeros tres atrajo tu atención, cuando los observaste durante nuestro vuelo. ¿A dónde debo ir primero? —De acuerdo, "Cómo conquistar a un público difícil". El orador es John Felch, de Michigan. Es uno de los que estudié, si mal no recuerdo, cuando estábamos en el avión. De acuerdo a lo q u e dicen aquí, su especialidad son los discursos motivadores y los de apertura. Se presenta en el Salón Hampton —comentó ella y me regresó el programa, cuando el teléfono empezó a sonar. Era Jay. —¡Mucha suerte! —gritó Mary, cuando caminé hacia la puerta.

Jay vestía una camisa de seda de color rojo escarlata brillante, pantalones y zapatos negros que hacían contraste. Se e n c o n t r a b a de pie junto a la entrada del Salón Hampton, sonreía, asentía y estrechaba manos, como si se postulara. —¿Qué te hizo elegir a éste? — p r e g u n t ó y con el pulgar señaló hacia la puerta abierta y concurrida. —No elegí yo, Mary lo hizo por mí. Asintió comprensivo, se volvió y entró en el bullicioso salón. Lo seguí. Localizamos dos lugares vacíos, cuando una voz nos saludó a través del sistema de sonido. —Damas y caballeros, los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica sienten mucho orgullo al presentarles a uno de sus oradores más dinámicos y con más demanda, que discutirá un tema sobre el que ha tenido mucha experiencia a través de los años: "Cómo conquistar a un público difícil". ¡Demos una bienvenida calurosa a John Felch! Tenía aproximadamente cuarenta años y subió con agilidad los escalones del escenario, a pesar de tener un cuerpo grande y regordete. Sonrió y saludó, hasta que se encontró de pie en el podio. Apartó un mechón de cabello negro que había caído sobre su frente, dejó de sonreír de pronto y asumió una apariencia inconfundible de temor. Aclaró la garganta varias veces y habló con voz ronca. —Me siento muy, muy honrado de presentarme ante todos ustedes hoy, aunque comprendo que estoy violando uno de los tres consejos inmortales que nos dio Winston Churchill, quien dijo: "Nunca trates de escalar un muro que se inclina hacia ti. Nunca trates de besar a una persona que se aparta de ti y nunca hables a un grupo que sabe más que tú sobre un tema". Felch esperó que cesaran las risas, asintió en señal de apreciación y añadió:

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—Antes de llegar aquí esta mañana, mi esposa, Amy, y yo desayunamos en el encantador Garden Court Lounge. Cuando nos íbamos, me dio un consejo sabio, al notar que estaba un poco nervioso porque me presentaría ante muchos oradores. Dijo: "John, no trates de ser encantador, ingenioso o intelectual. Sólo sé tú mismo". ¿Cómo conquistamos a un público difícil? Compartiré algunos métodos que me han dado buen resultado a través de los años, pero, por favor, no olviden que el ingrediente mágico llamado risa es uno de los mejores remedios para el gruñón más malhumorado. La amistad y la risa están muy relacionadas. Hagan amistad con ese mar de rostros ceñudos sentados ante ustedes, logren que sonrían, y es probable que su discurso sea un éxito. Felch hizo una pausa y miró hacia el techo; en seguida, rió, como si acabara de pensar en algo gracioso. —Durante una reciente expedición a la parte más agreste de África, un grupo de exploradores llegó a un pueblo de salvajes primitivos. En un intento de hacer amistad con este público muy difícil que observaba cada movimiento de los exploradores, el líder del grupo trató de explicar a los nativos cómo era el mundo exterior civilizado. —"Allá", dijo el líder, "amamos a nuestros semejantes". —Ante esto, los nativos gritaron "¡Huzzanga!" —Animado por esto, el explorador añadió: "¡Tratamos a los demás como nos gustaría que ellos nos trataran!" —"¡Huzzanga!" exclamaron los nativos, con mucho entusiasmo. —"¡Somos pacíficos!" aseguró el explorador. —"¡Huzzanga!" gritaron los nativos. —Mientras una lágrima rodaba por su mejilla, el explorador terminó su excelente discurso: "Venimos como

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amigos, como hermanos. Por lo tanto, confíen en nosotros. Ábrannos sus brazos, sus hogares, sus corazones. ¿Qué dicen?" —El aire se estremeció con un grito fuerte y prolongado: "¡Huzzanga!" —Muy complacido por la recepción, el líder de los exploradores empezó a hablar con el jefe de los nativos. —"Veo que aquí tienen ganado", dijo el líder. "Es una especie con la que no estoy familiarizado. ¿Puedo inspeccionarlo?" —"Por supuesto, por supuesto, venga por aquí", pidió el jefe. "Tenga mucho cuidado al caminar, para que no pise la 'huzzanga'" Felch asintió al escuchar la risa fuerte y los aplausos. Cuando al fin hubo silencio, comentó: —Ya tuvimos bastante "huzzanga". Vamos a concentrarnos en algunas de las condiciones que produce un público difícil y sobre lo que podemos hacer para convertirlo en personas fáciles de dominar. En una o dos ocasiones, durante la hora siguiente, sentí que Jay me miraba. —¿Ya tuviste suficiente? —me preguntó cuando me volví. En cada ocasión, negué con la cabeza. Disfrutaba el discurso de Felch. Tenía una presencia excelente en el estrado, tiempo magnífico y daba un discurso bien construido y substancioso, sin referirse a algo en especial. Jay y yo estuvimos entre los que lo ovacionaron de pie cuando terminó. El resto de la mañana no fue importante. Durante una de las sesiones, un orador apacible nos dijo cómo hacer una fortuna al vender paquetes de cintas y videos telefónicamente, a personas solitarias sentadas en casa junto al teléfono. La otra fue una presentación por una mujer delgada y muy maquillada, con cabello de color

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lavanda, que exaltaba las virtudes de publicar uno su propio libro, para que los oradores pudieran también proclamarse como autores de su material promocional... incluso, como autores de "éxitos de librería", sugirió con astucia. Después de no más de veinte minutos, di un codazo suave a Jay y nos retiramos lo más calladamente posible, para dirigirnos al Garden Court Lounge, en el que uno empezaba a sentirse como en casa. Nos sentamos ante el bar y ordenamos bebidas. —¿Todavía nos divertimos? —preguntó Jay, después de dar un trago grande de whisky. —Tuvimos un comienzo. Felch, el orador de la primera sesión, tiene posibilidades. —¿Continuamos con nuestra cacería de talento? — preguntó Jay. —¡Oh sí! Estoy s e g u r o de q u e e n t r e los d o s mil miembros que asisten a esta convención, encontraré a uno o dos que sean mi tipo de orador, la clase anticuada que llega al alma del público, no a sus billeteras. —¿El señor Manning...? Estaba de pie en el bar, a mi derecha. —¿Sí? —Señor, mi nombre es Patrick Donne —dijo con voz profunda y de mando, al tiempo que extendía hacia mí una m a n o g r a n d e — . Ésta es mi primera c o n v e n c i ó n y cuando lo vi de pie aquí, no p u d e resistir la tentación de saludarlo al menos. Lo he admirado durante muchos años. —Hola —saludé y le estreché la mano—. Me da gusto conocerlo... y bienvenido. Él es Jay Bridges, u n o de nuestros antiguos y mejores oradores. Mientras se estrechaban las manos, no p u d e evitar notar que tres mujeres que estaban sentadas al otro lado del bar miraban en nuestra dirección y, con toda seguridad, no miraban ni a Jay ni a mí. Además de esa voz de bajo profundo casi hipnótica, Patrick Donne tenía una es-

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tatura de más de un metro ochenta y dos, hombros anchos, barbilla puntiaguda con barba de color castaño claro, enormes ojos de color café y cabello castaño, demasiado largo para mi gusto, pero por fortuna, no lo bastante largo como para clasificarlo como cola de caballo. Jay saludó con afecto al recién llegado. —-¿De dónde eres, Patrick? —preguntó Jay. —Soy de un p e q u e ñ o pueblo en Montana —Patrick sonrió—, llamado Blessings, con una población de menos de cuatrocientos habitantes. —Supongo que no hay mucho público para oradores en Blessings. —No, señor —respondió Patrick y sacudió la cabeza—. Sin embargo, siempre están Billings, Bozeman, Great Falls y Helena. En realidad, en mi Beechcraft p u e d o ir a cualquier parte del noroeste con bastante rapidez. —¡Oh! ¿Vuelas tu propio avión? —Sí, señor.. He volado durante diez años aproximadamente: —¿Qué haces, Pat, acaso te dedicas a ser orador de tiempo completo? —He d a d o discursos d u r a n t e seis a ñ o s , señor Manning. Era d u e ñ o de un rancho de g a n a d o de b u e n tamaño, allá en Blessings, pero la oratoria empezó a apoderarse de gran parte de mi tiempo y me encanta, por lo q u e decidí vender el rancho a mi capataz y convertirme en orador de tiempo completo, desde hace dos años. El año pasado pronuncié cuarenta y tres discursos, incluso hasta en St. Louis. —¿Tienes agente? —preguntó Jay en forma casual. —No, señor. Todo lo hago yo. —¿Sobre qué hablas? —La plática ha cambiado y evolucionado a través de los años, pero en la actualidad me siento bastante cómodo con ésta. Doy a mi público algunas reglas y sugerencias

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que siempre han existido y que ayudan a cualquiera a vivir una vida más feliz y productiva. Estas ideas que comparto con ellos son tan obvias que el mayor misterio es por qué todos no las reconocen y siguen... por lo tanto, ahora, a mi discurso lo llamo "El misterio más grande del mundo". —Parece muy interesante —comenté, no muy seguro de qué otra cosa podía decir—. Me dio gusto conocerlo. Dígame, ¿está disfrutando su primera convención? Abrió mucho sus ojos azules. —Hay demasiado que absorber. Demasiado que asimilar, aprender y recordar. Asentí. —Están programadas algunas sesiones excelentes para los próximos dos días y deseará estar seguro de presenciar ese concurso muy especial de oradores durante el último día. Es probable que aprenda mucho de esos seis excelentes profesionales de nuestra asociación, cuando contiendan en el podio por un cuarto de millón de dólares y el campeonato mundial de nuestra profesión de oradores. ¡No se lo pierda! Patrick Donne sonrió tímidamente y fijó la mirada en el bar. —Señor Manning, no me lo perderé. Soy uno de los seis finalistas.

VI

f JLj 1 salón de baile estaba muy concurrido para el almuerzo de la asociación, pero Jay y yo al fin encontramos dos lugares desocupados y adjuntos, en una mesa ocupada por cuatro oradores, quienes deduje eran relativamente nuevos en el negocio. Nuestra presencia debió intimidarlos un poco, porque, en comparación con las mesas bulliciosas a nuestro alrededor, no se escuchó mucha charla mientras comimos, hasta que una pelirroja muy. hermosa que se encontraba sentada directamente frente a mí, dijo: —Señor Manning, estoy segura que ha presenciado un gran desfile de profesionales desempeñando su trabajo, a través de los años. Díganos quiénes, en su opinión, fueron algunos de los mejores. Todos los ocupantes de nuestra mesa levantaron la mirada de sus platos y esperaron, incluyendo a Jay. —Esa es una pregunta difícil. Si con "los mejores" se refiere a quienes fueron maestros al tener al público en la palma de sus manos, supongo que elegiría a Rich DeVos, cofundador de Amway; el obispo Fulton J. Sheen; Bill Gove; Norman Vincent Peale; Cavett Robert y, por supuesto, a mi amigo muy especial, el finado Eric Champion.

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La pelirroja se sobresaltó. —¿Ninguna mujer? —Debe recordar que únicamente en los últimos diez o quince años, las mujeres al fin se abrieron camino en lo q u e era una profesión masculina. Actualmente, según lo que escucho, hay muchas mujeres talentosas volando por el país y presentándose ante públicos enormes. No obstante, lamento decir que nunca he escuchado a ninguna de ellas en el estrado, aunque me agrada ver que este grupo ha honrado a muchas durante los últimos años. Después del almuerzo, David Starr, un joven alto y guapo, que ese año fue el presidente del comité de premios especiales, se puso de pie para explicar lo estricto y eminentemente justo que era el proceso de seleccionar a los diez mejores profesionales del año, de la asociación. Estos oradores se unirían a sus predecesores en un grupo muy exclusivo y selecto y, por este motivo, podrían identificarse en sus tarjetas de presentación, papelería y en todos los materiales promocionales, como los mejores en el negocio, como "Maestros del Podio". —Este año —continuó Starr—, el climax de esta gran convención, nuestra cena de logro el jueves por la noche, será una ocasión muy memorable para todos nosotros, porque, por primera vez, tendremos un evento de primera extra, aprobado por nuestros directores y junta directiva. Además de presentar honores a diez nuevos "maestros", también tendremos el privilegio de ver a uno de nuestros miembros coronado como Campeón Mundial del Podio. Al tomar en consideración a las otras asociaciones excelentes de oradores en este país, no es necesario que les recuerde que esto es un gran honor para nosotros. Todo tendrá lugar aquí, en este tan especial salón de baile Regency, mañana por la noche. Q u e ninguno de ustedes se atreva a perdérselo.

Las sesiones vespertinas a las que asistimos no presentaron prospectos probables para mí. Buscamos en tres, una de ellas titulada "¿Quién te viste?", otra "Cómo dar forma a una nueva presentación" y la tercera, "Cómo sobrevivir a cien hoteles", todas presentadas por oradores mediocres cuyo nerviosismo frente a sus camaradas era obvio. Nunca he sido muy b u e n o para ocultar mis sentimientos y es probable q u e demostrara mi desilusión y frustración al salir del Salón Imperio y cruzar el vestíbulo lleno de gente. Jay aflojó el paso y asió ligeramente mi brazo. —Ahora, señor Manning, el doctor Bridges está a p u n t o de darle una prescripción que debe ser preparada esta noche. Si alguna vez alguien necesitó un cambio de escenario y con rapidez, eres tú. Quiero que busques a tu encantadora esposa y salgas de aquí, que te alejes de todo esto. Recuerdo lo mucho q u e a ustedes dos les gusta la comida española y esto es lo que deseo que hagan. Hay un restaurante fabuloso en la Calle 1, llamado la Taberna del Alabardero. Te lo escribiré —dijo y escribió en su programa. —Asegúrate de o r d e n a r un plato de paella. Es un platillo especial y delicioso de arroz español. En seguida, prueba el pato asado con salsa de arándano. Ve, por favor. Ninguno de los dos lo lamentará, te lo prometo. ¿De acuerdo? Sólo asentí. —Bart, ¿qué hay acerca de mañana? ¿Quieres continuar con esta expedición de búsqueda? —Jay, no puedo detenerme ahora. Tengo que encontrar lo que busco, sin importar cuánto tiempo me tome y todavía necesito tu consejo. No puedo decirte lo mucho que han significado para mí tu ayuda y asesoramiento. —De acuerdo, nos encontraremos aquí, junto al ascensor, mañana a las nueve y cuarto.

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Ya había tomado una ducha y me encontraba sentado, en bata, mirando las noticias en la televisión, cuando Mary regresó con los brazos cargados con bolsas de compras, después de pasar el día en los centros comerciales. Parecía muy cansada y no recibió con mucho entusiasmo la noticia de que la llevaría a cenar fuera del hotel, mas el día todavía tendría un final feliz. La Taberna del Alabardero era todo lo que dijo Jay y su decoración elegante fue un marco perfecto para una de las comidas más deliciosas q u e ambos habíamos s a b o r e a d o , a u n q u e no o r d e n é el pato asado, sino la paella de langosta, que literalmente estaba cubierta con langosta. Al abordar el taxi para el viaje de regreso al Omni, entregué al joven taxista un billete de cincuenta dólares y le pedí que por favor nos diera un paseo de treinta minutos por algunos de los sitios importantes de Washington. Sonrió y asintió. Mary y yo nos tomamos de las manos y en silencio absoluto paseamos despacio a lo largo del Río Potomac; pasamos el iluminado Monumento a Lincoln; el Monumento a los Veteranos de Vietnam; el Tidal Basin, que servía como marco perfecto para el Monumento a Jefferson; el Monumento a Washington; la Casa Blanca y recorrimos la Avenida Pennsylvania hasta el edificio del Capitolio. Es imposible para cualquier ciudadano hacer ese recorrido, especialmente, cuando la luna brilla de esa manera, sin sentirse muy orgulloso de ser norteamericano. Había lágrimas en los ojos de Mary, cuando bajó del taxi, en el hotel. Cuando el taxi se alejó, me abrazó con fuerza. —Gracias, querido —dijo Mary—. Ha sido una de las noches más encantadoras de mi vida. —Espero que Dios me permita estar por aquí el tiempo suficiente para darte algunas noches más como ésta — respondí y le devolví el abrazo. La búsqueda de talento el miércoles no produjo mejores resultados. Después que Mary y sus amigas se diri-

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gieron a las tiendas y restaurantes de Georgetown Park, Jay y yo c o n t i n u a m o s nuestra b ú s q u e d a . El programa matutino había comenzado con una sesión general en el Salón de Baile Regency, con una presentación por un antiguo profesional, Edgar Hubbard, a quien Jay y yo conocíamos desde hacía muchos años. Hubbard, de acuerdo a su presentador, había dado más de tres mil discursos durante los últimos treinta años y había recibido casi todos los honores que puede otorgar la profesión de orador. Al escucharlo de nuevo, después de no hacerlo por muchos años, recordé por qué nunca traté de que firmara conmigo un contrato exclusivo. Su presencia en el podio era magnífica, así como sus gestos y forma de expresarse con buena voz, pero... ¡no decía nada! Si uno escuchaba uno de sus discursos grabados en cinta, en lugar de disfrutar sus movimientos coreográficos en el podio, se aburría terriblemente. El otro orador prominente era un h o m b r e joven con p a n t a l o n e s b o m b a c h o s , a la Payne Stewart, quien salió al escenario llevando un enorme bolso de piel con palos de golf y que relató con todo detalle cada palo en su bolso. Una idea encantadora que podría dar resultado frente a un público de golfistas masculinos, pero no estaba tan seguro de q u e un grupo de damas Mary Kay apreciara parte de su humor. Después de la sesión general, Jay y yo pasamos un tiempo en dos de las tres presentaciones q u é seguían. Nada, ni siquiera un "tal vez". Comimos la mayor parte del almuerzo c h a r l a n d o poco, en el Café Monique. Cuando tomábamos café, Jay abrió su programa y forzó una sonrisa. —Parece que esta tarde habrá algunos buenos prospectos potenciales, viejo amigo —dijo Jay—. Eso espero. Si no tenemos suerte en las próximas horas, no quedará nada, excepto el campeonato de oradores, mañana por la tarde.

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Durante una tarde que pareció más prolongada que la eternidad, Jay y yo observamos a siete de los nueve oradores programados. Ambos acordamos que la mayoría eran buenos ejemplos de un orador en verdad profesional y, sin lugar a duda, podrían dirigirse a la mayoría de las juntas corporativas con buen renombre. No obstante, no buscaba únicamente oradores "buenos", sino un maestro motivador con presencia en el escenario, valor, carisma y un mensaje. Ninguno de los oradores que vi y escuché se acercó a llenar esos requerimientos difíciles. Mary ya estaba de regreso en nuestra suite y supongo que cuando abrí la puerta la desperté. No tenía puestos los zapatos y sus pies cubiertos con medias descansaban sobre la mesita de mármol. Abrió los ojos cuando me acerqué. —¿Tuviste suerte, cariño? —preguntó casi en un susurro. —No. Con seguridad me estoy volviendo demasiado exigente en mi vejez. No vimos a nadie a quien pudiera admirar lo suficiente como para desear elegirlo como cliente. Mary, sabes que no puedo venderlos si no creo en verdad que son maravillosos. —¿Y ahora, qué? —Mañana por la tarde se llevará a cabo el campeonato de oratoria. Seis de nuestros mejores oradores hablarán veinte minutos cada uno, en el escenario. Recuerda que prometiste acompañarme. —Bart, no me lo perdería por nada. —Cariño, ¿te encuentras bien? Pareces un poco extraña. —Estoy bien, bien... y espero que el sueño que acabo de tener, mientras estaba sentada aquí esperándote, se convierta en realidad. —¿Quieres contármelo? —Seguro. Me quedé dormida mientras leía este pequeño folleto del hotel, sobre correr y hacer ejercicio en

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Rock Creek Park, que supongo se encuentra al otro lado de la colina, detrás del Omni. Soñé que corría, por el sendero, disfrutando el paisaje verde y frondoso, cuando de pronto noté que una pequeña nube blanca flotaba directamente sobre mi cabeza, siguiéndome. Entonces, escuché una voz suave que parecía venir de la nube y que decía: "Mañana es el día. El cielo está a punto de sonreírte. No pierdas la esperanza". Creo que en ese momento te escuché abrir la puerta y al abrir los ojos, estabas de pie allí. —¿Qué supones que significa todo eso? —Desearía saberlo.

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F J_4 1 Salón de Baile Regency estaba lleno en toda su capacidad, cuando, a la una, el presidente de la asociación, Dick Cobden, salió con rapidez de detrás de una cortina dorada y se acercó al podio, sonriendo y saludando. Miró de un lado al otro del enorme salón y después de elevar un poco el micrófono del atril, esperó en silencio hasta que cesó la charla ruidosa. Mary y yo decidimos sabiamente llegar temprano y nos encontrábamos a no más de seis o siete filas del podio, en el centro. En los dos pasillos, a nuestra izquierda y derecha, aunque un poco más cerca del podio que nosotros, el equipo de la televisión acomodaba sus cámaras pesadas y tripiés rodantes. En una cámara podían verse las iniciales NBC y en la otra, las iniciales ABC. Mary me dio un codazo suave, obviamente impresionada. —Damas y caballeros" —dijo el presidente de nuestra asociación—, les doy la bienvenida a lo que estoy seguro será un día importante en la historia de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica. La industria cinematográfica tiene sus Premios Osear, la televisión tiene sus Emmys, los profesionales de la grabación tienen sus Grammys y los mejores escritores reciben los premios

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Pulitzer. Al fin, nuestra profesión está a punto de dar tributo a su mejor talento. En cooperación Ted & Margaret's Frozen Dinners, antes que termine este día, coronaremos al Campeón Mundial del Podio". Cobden hizo una pausa, asintió y sonrió, hasta que los aplausos cesaron. —Cada una de las seis asociaciones regionales que juntas forman los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica, durante los últimos meses efectuaron una serie de concursos para seleccionar al mejor orador en su región y los seis ganadores se encuentran hoy aquí, para competir en este primer campeonato. Cada u n o de ellos hablará durante veinte minutos, con un margen de dos minutos, sobre cualquier tema de su elección. Habrá un descanso de cinco minutos entre el primer, segundo y tercer orador; después, tendremos un intermedio de veinte minutos, seguido por los tres últimos oradores, que dispondrán del mismo tiempo, veinte minutos cada uno, más dos minutos más o menos, con un descanso de cinco minutos entre el cuarto, quinto y sexto orador. Cuatro personas eminentes serán jueces, elegidas por el departamento de mercadotecnia de Ted & Margaret's. Ya se encuentran sentadas en diferentes lugares de este salón y su identidad únicamente es conocida por las personas de la corporación, por lo q u e ninguna presión o influencia indebidas p o d r á n ejercerse sobre ellas, por ninguno de los miembros más entusiastas de nuestra asociación. Los jueces se reunirán en privado, después del concurso, para hacer su elección y, esta noche, durante la cena de clausura Noche de Logro, c o r o n a r e m o s a una p e r s o n a especial como Campeón Mundial del Podio, lo mejor en nuestra profesión. Los cofundadores de la corporación, Ted y Margaret Clark, entregarán a esa persona afortunada un cheque por un cuarto de millón de dólares, como anticipo por nueve comerciales en la televisión, que se transmitirán en todo el

país, presentando al orador promoviendo sus productos excelentes. Cobden recorrió una vez más con la mirada el enorme salón, sonrió y revisó varias hojas de papel. —¿Estamos listos? —gritó Cobden. —¡Sí! —respondió la multitud. —Muy bien. De acuerdo con las reglas establecidas por nuestros directivos, la junta directiva y la gerencia de Ted & Margaret's Frozen Dinners, no habrá introducciones prolongadas y floridas de nuestros concursantes para influir en ustedes o en los jueces en alguna forma. Sin más discusión, tengo mucho orgullo en presentar a nuestro primer concursante, de Providence, Rhode Island, representando a la Región Uno.... ¡Sandra Bañe] J Era una mujer alta y rubia que vestía un traje de color camello, con rayas finas y cruzado. Caminó sin esfuerzo hasta el p o d i o , agradeció el aplauso fuerte con una sonrisa cálida y saludó. Era una mujer encantadora de quizá treinta y tantos años. Su sonrisa se borró en forma gradual mientras observaba al público y no hizo ninguno de los comentarios iniciales típicos que se escuchan con frecuencia. —Fui piloto de United Airlines durante seis maravillosos y excitantes años y, después, hace cuatro años, cuando fui promovida a capitán, no aprobé mi examen físico. Mi examen indicó que tenía cáncer en el seno derecho y, por lo tanto, durante los dos meses siguientes tuve un nuevo copiloto. Su nombre era la muerte. Llegamos a ser buenas amigas a medida que transcurrieron los días y me enseñó muchas cosas mientras permanecía en la cama del hospital, llena de compasión por mí misma. Principalmente, me ayudó a apreciar el don especial de cada nuevo día y a no volver a tomar como un hecho ese don, como lo hice en el pasado. —Por fortuna para mí, el cáncer fue descubierto a tiempo y desapareció después de dos operaciones. Luego

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de saborear la buena noticia por unas semanas, tuve que tomar una decisión sobre mi futuro. ¿Qué deseaba hacer en realidad con el resto de mi vida? ¿Deseaba regresar a los aviones? El volar era una carrera maravillosa, con un futuro prometedor y toda la emoción que cualquiera puede desear, pero la decisión q u e finalmente tomé fue la más difícil que había tomado en mi vida... bajar del cielo y alertar a otras personas que probablemente no estaban más agradecidas de lo que yo estuve por el don de cada día; alertarlas de que el reloj se movía y de que debían aprovechar cada día, incluso cada momento, con amor, gusto y gratitud, porque tal vez no tendrían otra oportunidad. Así, después de muchos días y semanas agonizantes de indecisión, colgué en el armario mi chaqueta de piloto, junto con las alas brillantes, me puse un traje de negocios, escribí mi primer discurso y, terriblemente asustada, me aventuré en el mundo de los negocios. Al principio empecé únicamente en los alrededores de Providence, moviendo mi linterna y p r e v i n i e n d o a c u a l q u i e r g r u p o q u e quisiera escuchar q u e el cumplir sus sueños y metas no era algo que pudiera esperar para mañana, ya que no tenían garantía de que el mañana llegaría... Me volví un poco hacia Mary. Ella no me miró, sino que escribió "8" con el pequeño bolígrafo que tenía en la mano, en la parte superior de su programa. Asentí con la cabeza. Todo el discurso de la señorita Bañe fue poderoso, lleno de inspiración y edificante. Al terminar, lo hizo con una nota alta de esperanza. El aplauso fue prolongado y acompañado por muchos vítores, cuando al fin hizo una reverencia y bajó del podio. —¡Será difícil que la derroten! —comentó con admiración Mary, cuando al fin el clamor cesó y el presidente de nuestra asociación regresó al podio.

—Damas y caballeros, los seis oradores talentosos que ahora compiten por el título de Campeón Mundial del Podio asistieron a un desayuno privado esta mañana, con nuestra junta directiva, nuestros directivos y el personal de mercadotecnia de Ted & Margaret's Frozen Dinners. Se hizo una rifa para determinar el orden de presentación de los oradores esta tarde, con justicia para todos ellos. Por lo tanto, de acuerdo a la suerte en la rifa, el segundo orador a quien tengo el honor de presentar a todos ustedes es de Phoenix, Arizona y representa al Suroeste, a la Región Cinco... ¡Jo Jo Smith! j Tenía más la apariencia de un gallardo cabildero de Washington, lejos de su Town Car, que de un distinguido orador corporativo que pronuncia un discurso principal, con una chaqueta azul marino, corbata roja oscura y azul a r a y a s y p a n t a l o n e s g r i s e s . Su c a b e l l o n e g r o q u e enmarcaba su rostro muy bronceado tenía vetas de color plata. Dio sólo unos pasos para llegar al escenario, hizo una reverencia y saludó al público con una mano que parecía sostener varias tarjetas de archivo grandes. Después de una pausa dramática de treinta segundos aproximadamente, se volvió y continuó hacia el podio. Luego de dar uno o dos pasos, tropezó en el piso de madera y cayó de cara en el escenario, con un fuerte golpe, mientras las tarjetas de archivo volaron en todas direcciones acompañadas por varios gemidos del público. Rodó sintiendo dolor, se puso de pie con torpeza y procedió a recoger las tarjetas esparcidas. Se sacudió apresurado, al tiempo que dirigía miradas avergonzadas a las personas que ocupaban las primeras filas, quienes parecían contener la respiración con dolorosa compasión. Finalmente llegó al podio y colocó las dos manos firmemente sobre el micrófono suspendido. —Buenas tardes, damas y caballeros —saludó. Las tarjetas cayeron de su mano de nuevo. El pánico y el te-

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rror distorsionaban su rostro guapo. Rodeó el podio hasta el frente y, una vez más, e m p e z ó a recoger las tarjetas esparcidas. Apenas había recogido tres o cuatro, cuando se escucharon gritos femeninos fuertes y agudos, simultáneamente desde varias secciones del público, porque, al inclinarse y recoger las tarjetas, con el trasero hacia el público, los pantalones se deslizaron desde abajo de su chaqueta y cayeron al suelo, revelando unos pantalones para ciclista, de lycra de color turquesa brillante, con letras amarillas proclamando "¡Vote por Jo—Jo!" Acompañado por los aplausos y vítores, Jo Jo Smith levantó los pantalones, los abrochó y subió el cierre, para después rodear el podio sonriendo, hasta q u e q u e d ó de cara al público una vez más. —¡Vaya! ¡Lo hice! ¡Hola, compañeros oradores! En mi primer a ñ o d e hablar e n público, hace m u c h o tiempo, aprendí que antes de que cualquier audiencia escuche con interés, uno debe atraer su atención de alguna manera y, ahora, aquí están todos ustedes... sentados, observando y esperando la siguiente exhibición vergonzosa o torpe que pudiera hacer, ¿no es así? Eso está bien, porque todos somos socios en esta profesión especial, a pesar de que no compartimos las mismas ideas. Todos conocen la antigua fábula de la gallina y el cochino. Ambos charlaban y paseaban juntos por el camino y llegaron ante un antiguo restaurante q u e tenía un letrero brillante q u e decía "JAMÓN Y HUEVOS". La vieja gallina se detuvo, señaló con la cabeza el letrero y dijo: "Mira, viejo amigo, tú y yo somos socios". "¡Por supuesto que no lo somos!", respondió el cochino grande, "Para ti es únicamente un día de trabajo, en cambio para mí es un verdadero sacrificio!" Cada uno de los oradores tenía un pequeño micrófono de alta fidelidad prendido a alguna parte de la ropa que usaban en la parte superior del cuerpo, por lo que podían alejarse del podio, si lo deseaban, y continuar co-

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m u n i c á n d o s e c o n el público. Jo Jo Smith aprovechó al máximo su libertad y durante los siguientes quince minutos imitó brillantemente las voces, gestos y manerismos de no sólo muchos de los oradores más conocidos de nuestra asociación, sino también de p e r s o n a s públicas, d e s d e Richard Ñixon hasta Bill Clinton, desde Tony Bennet hasta Hammer, desde Jimmy Stewart hasta Bart Simpson. Mary lo calificó con un "7" y yo asentí, pues lo disfruté mucho, a pesar de que no era la clase de orador que buscaba. El tercer concursante, de acuerdo con su presentación, fue Charles Ethan Gant, |de St. Paul, Minnesota, representando a la Región Tres. Por desgracia para el señor Gant, hay días en nuestras vidas en que, sin importar lo profesionales, dinámicos e impresionantes que hayan sido nuestros récords pasados y actuaciones, hubiera sido mejor permanecer en la cama. Todos nosotros, incluyendo al más poderoso, tenemos días malos y éste fue el del señor Gant. Era un hombre alto y guapo, con una gran sonrisa y cabeza bien afeitada, que, según me dijo Mary, no disminuía en nada su atractivo. Resultaba evidente que estaba nervioso y, peor aún, no p u d o ocultarlo. En más de una ocasión, pareció buscar su lugar, mientras examinaba sus notas y lo que empezó como una voz fuerte y buena, pareció perder su timbre atractivo a medida q u e el tiempo transcurrió. Estoy seguro de q u e todos los oradores del público, al menos los auténticamente profesionales, pudieron identificarse con la situación de este pobre y desafortunado hombre y como comprendieron perfectamente su predicamento, tal vez les pareció todavía más doloroso que hubiera sucedido ante el público típico de una convención. Para alivio de todos, incluyendo a Gant, estoy seguro, terminó sus comentarios, hizo una reverencia ceremoniosamente y se apresuró a abandonar el escenario. En lugar de anotar un número de clasificación en su programa, en esta ocasión, Mary dibujó un signo de inte-

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rrogación y se volvió hacia mí, con las cejas arqueadas. Encogí los hombros. La Región Tres de Gant incluía el área de Chicago, con multitud de buenos oradores, la mayoría de los cuales debió haber derrotado en las rondas preliminares, aunque con seguridad no los derrotó con la clase de actuación que presentó ese día. Sin embargo, eso sucede a los mejores. En una ocasión vi a Ted Williams poncharse tres veces en un solo juego, hace varios años, cuando los Medias Rojas jugaban contra los Yankees en el estadio. Como habían anunciado, hubo un intermedio de veinte minutos después del tercer orador. Al menos la mitad del público se encontraba de pie y se dirigía hacia las puertas del salón de baile. —Si tienes que ir al baño de hombres, cariño, da vuelta hacia la derecha al salir y lo encontrarás en el nivel uno —dijo Mary—. Cuidaré nuestros asientos. —No, estoy bien. No me moveré. —Pareces un poco cansado, Bart. ¿Te encuentras bien? —Sí, pero empieza a parecer como una causa perdida. ¿Acaso es más difícil complacerme en la vejez o qué sucede? El primer orador, la joven rubia ex piloto estuvo muy bien... bastante bien, pero no lo sé, cariño, deseo a alguien todavía mejor. ¿Soy yo? —No, porque a no ser que haya estado a tu lado demasiados años, opino de la misma manera. Nadie dijo que esto sería fácil. Si tu viejo amigo, Napoleón HUÍ, estuviera aquí, diría: "Continuaremos insistiendo hasta que tengamos éxito". Por lo tanto, vamos a insistir... y a tener fe. No olvides ese sueño extraño que tuve y la voz que prometió que mañana sería el día. ¡Hoy es mañana... y todavía no termina! El primer orador después del intermedio era un hombre pequeño que presentaron como Leo Samuels, repre72

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sentando la Región Dos. Era de Júpiter, Florida. Vestía un suéter de lana blanco y voluminoso, varias tallas más grandes para él. Subió el material tejido y pesado hasta la mitad de los brazos, antes de inclinar el micrófono hacia abajo y sonreímos. Mi primera impresión fue que parecía más apropiado para un acto de introducción en algún club de comedia, que como uno de los seis finalistas en un concurso para elegir al mejor orador profesional del mundo. Estaba equivocado. El hombre bajo era muy bueno y mantuvo nuestra atención desde los primeros comentarios, cuando dijo: , —Damas y caballeros. Varios años después de la Se- í gunda Guerra Mundial, Winston Churchill hablaba ante un grupo de personas de negocios de Londres, que se encon- j \ traban sentadas en un salón mucho más pequeño que ¡ éste. La persona que lo presentó sonriente hizo referencia ¡ a la conocida afición de Churchill por las bebidas alcohólicas. —Dijo: "Si todas las bebidas alcohólicas que Sir Winston ha consumido se vertieran en este salón, llegarían hasta aquí" y con la mano dibujó una línea imaginaria en la pared, a seis o siete pies del suelo. Cuando Churchill llegó al podio, miró la línea imaginaria y levantó la cabeza hacia el techo* suspirando: '¡Ah, tanto por hacer y tan poco tiempo para hacerlo!'" Samuels sonrió y asintió apreciativamente ante las risas fuertes. —Yo también tengo muy poco tiempo y mucho que hacer... —dijo Samuels. El discurso fue excelente y pronunciado por un verdadero profesional que describió muchas de las formas en que perdemos el tiempo cada día y cómo corregir esas faltas. Cuando terminó, incluso su suéter demasiado grande, que parecía muy "fuera de uniforme" para este hombre pomposo, pronto formó parte de nuestra impresión 73

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total de un hombre encantador que pronunció un discurso muy bueno. Los aplausos se prolongaron. Miré a Mary c u a n d o anotaba un "8" en el margen de su programa. Asentí. En seguida, debajo del "8", escribió: "no para ti". Asentí de nuevo y cada momento que pasaba tuve más la sensación de que era una causa perdida. —Damas y caballeros —dijo Dick Cobden y esperó hasta q u e el murmullo y charla cesaron—, nuestro siguiente concursante representa a la Región Seis. Es de Blessings, Montana... ¡Sí, dije Blessings, Montana! ¡Demos una bienvenida calurosa a Patrick Donne! ) 1 J espués de la presentación de Patrick Donne, el presidente de nuestra asociación señaló dudoso hacia su derecha, antes de volverse, salir del escenario con expresión perpleja y colocarse detrás de la cortina, a su izquierda. El escenario estaba vacío. ¿Dónde estaba Donne? Mary frunció el ceño y miró en mi dirección. Estoy seguro que ambos experimentamos la misma preocupación que todos los demás profesionales del público. ¿Sucedía algo malo detrás del escenario o era sólo un pequeño caso de miedo al escenario? ¿Dónde estaba nuestro quinto concursante? Cuando el murmullo del público empezó a aumentar el volumen, una voz profunda y resonante hizo eco a través de los altavoces, por todo el Salón de Baile Regency... . —Nacimos para un destino superior al de este mun- ! \ d o . Hay un reino d o n d e el arco iris nunca desaparece, \ donde las estrellas se extenderán ante nosotros como islas | \ en el océano y donde los seres que ahora pasan ante no\ sotros como sombras permanecerán en nuestra presencia i i por siempre. j 1 Patrick Donne vestía un traje con diseño de cuadros 1 a la escocesa, recto y de muy buen corte; una camisa de 1 vestir blanca, con cuello de tira; corbata con un diseño

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abstracto en varios tonos de azul, gris y café y zapatos estilo mocasín de color café oscuro. No sonrió y acarició pensativo su barba recortada durante lo que pareció mucho tiempo, después de su casi casual caminata hasta el podio. —Esas palabras muy especiales que acaban de escuchar, escritas por un novelista inglés, Edward Bulwer— Lytton, antes que cualquiera de nosotros naciera, son quizá la mejor descripción que haya dado la humanidad sobre lo que nos espera en ese lejano lugar que algunos llaman cielo —dijo al fin, con voz muy profunda y baja. Dirigí una mirada rápida a Mary. Ella miraba a Donne y si sintió que la observaba, nunca lo demostró. Por primera vez en todas las reuniones a las que había asistido en la convención, lo único que pude oír fue la respiración del público. —Tal vez ustedes son algunas de las muchas personas que tienen serias dudas de que hay un destino superior —continuó D o n n e y volvió con lentitud la cabeza hacia la derecha y d e s p u é s hacia la izquierda—, y esa duda es algo que únicamente ustedes pueden resolver con su Dios, si, en verdad, reconocen a un Dios. Eso, por supuesto, depende de ustedes, porque la fe se asemeja mucho al amor y nunca puede ser impuesta. —No obstante, aunque únicamente ustedes p u e d e n encontrar su propio camino, d e s p u é s que su vida haya terminado, hacia ese sitio mágico donde el arco iris nunca desaparece, tengo un mensaje importante para ustedes. Una de las lecciones más difíciles que debemos aprender en esta vida y una que muchos de nosotros nunca aprendemos, es cómo ver y apreciar lo hermoso, lo divino, el cielo que nos rodea aquí en la tierra. Cualquiera... cualquiera... que se haya permitido quedar afectado por eventos sobre los que con frecuencia no tenemos control, hasta el punto de abandonar la esperanza de esta preciosa

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vida, comete un error terrible. El éxito, la alegría, la riqueza, el amor y la satisfacción están disponibles aquí... ¡ahora! Sin embargo, muchos de nosotros buscamos refugio y nos ocultamos, después que el destino nos reparte una mala mano y, desde ese momento, vivimos una vida donde el mañana es tan oscuro como esta noche y en lugar de disfrutar el cielo en la tierra, nos revolcamos, insatisfechos en nuestro propio infierno privado. D o n n e se alejó del podio y levantó los dos brazos por encima de la cabeza, mientras su potente voz de bajo profundo reverberaba en el salón. —Aquellos de ustedes que han perdido toda la fe en sí mismos, en su potencial y en este pequeño mundo que es el único que tenemos, por favor, e s c ú c h e n m e . Creo que tengo algunas sugerencias que podrían ayudarlos a cambiar su vida y a mejorarla. Si siguen mis indicaciones y éstas no dan resultado, habrán perdido muy p o c o en realidad, excepto tiempo y esfuerzo, ya que nunca creyeron que su vida podría mejorar, ¿no es así? No obstante... si estoy en lo correcto y desde este día pueden seguir algunas reglas simples y alterar el curso de su vida, lo que los llevará por un camino diferente que podría conducir al oro y al éxito, al amor y la alegría, a la paz de espíritu y a la satisfacción y, tal vez, si en verdad son afortunados, a su propio arco iris... si estoy en lo correcto y no se molestan en escuchar mis palabras... ¿acaso no lo lamentarán? ¿Qué tienen que perder? ¿Están conmigo? Sorprendentemente, todas las cabezas asintieron a mi alrededor. Los oradores profesionales, todos plenamente equipados con egos enormes, rara vez reaccionan de esta manera ante un discurso. Patrick Donne también asintió, volvió sus hombros anchos hacia nosotros y con toda deliberación caminó de nuevo hasta el podio. El silencio profundo prevaleció.

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—Generalmente —dijo y, por primera vez, una expresión ligeramente ceñuda apareció en su rostro guapo—, me toma una hora compartir algunas reglas de la vida sugeridas con mucha sencillez que, si se siguen, cambiarán cualquier vida por una mejor. Sin embargo, damas y caballeros —levantó el brazo derecho y miró su reloj—, incluso con los dos minutos extra permitidos, sólo me quedan catorce minutos, pero aun así trataré de compartir con ustedes, aunque en una versión un poco condensada, las acciones que deben desempeñar para disfrutar una vida mejor, sin importar lo buena que crean que es actualmente. A propósito —miró a su alrededor—, prometo que no me enfadaré si toman algunas notas, para que después puedan recordar mis... ¿cómo llamarlas?... sugerencias para un mañana más exitoso. Donne hizo una pausa y juntó las manos como si fuera a orar. —Hace más de ochenta años —dijo D o n n e — , un gran hombre de la medicina canadiense, SirJWilliam Osler, pronunció un discurso a los estudiantes ele la Universidad de Yale, titulado "Una forma de vida". A pesar de que Osler pronunció muTfífud de discursos y escribió muchos libros durante su vida, incluyendo un libro médico clásico, "Los principios y prácticas de la medicina", Sir William será recordado durante siglos por venir, por su consejo invaluable a la juventud de Yale. Una copia de su discurso original, así c o m o su invaluable colección de libros y manuscritos, se encuentran en la actualidad en la gran Universidad McGill, en Canadá. —Años antes que pronunciara su discurso en Yale, Sir William se encontraba en un transatlántico. Un día, cuando platicaba con el capitán del barco, sonó una alarma fuerte y a g u d a , seguida p o r sonidos e x t r a ñ o s de trituración y choque abajo de la cubierta. "Esos son todos los compartimientos herméticos que se cierran", explicó el

capitán. "Es una parte importante de nuestro entrenamiento de seguridad. En caso de un problema real, el agua que entre en cualquier compartimiento no afectará al resto del barco. Aunque chocáramos con un iceberg, como le sucedió al Titania, el agua que entre llenará sólo el compartimiento que se rompió. Sin embargo, el barco permanecerá a flote". —Osler, en su discurso en New Haven, recordó la experiencia poco común en el enorme barco. Dijo a los jóvenes: "Cada uno de ustedes es una organización mucho más maravillosa que ese gran transatlántico y le espera un viaje mucho más prolongado. Los urjo a que aprendan a dominar su vida viviendo cada día en un compartimiento hermético y esto asegurará su seguridad durante todo el viaje de la vida. —Osler continuó, con palabras demasiado poderosas para que yo o cualquier otra persona las intente mejorar: "Toquen un botón y escuchen, en cada nivel de su vida, las puertas de hierro que dejan afuera el Pasado, los ayeres muertos. Toquen otro botón y aislen con una cortina de metal el Futuro, los mañanas no nacidos. Entonces estarán a salvo... ¡a salvo por hoy!" Donne bajó la mirada, como si buscara las palabras adecuadas. —Los fracasos, penas y angustias de ayer son una carga demasiado pesada para que cualquiera de nosotros la lleve hacia el amanecer de un nuevo día. ¡Déjenlos detrás, a todos, y aléjense! ¿Qué hay del mañana? "No hay mañana", dijo Sir William a su público, "¡el futuro es hoy!" Después escribiría: "Destierren el futuro. Vivan únicamente el momento y su trabajo permitido. No piensen en la cantidad que debe lograrse, en las dificultades que deben vencer. En cambio, fíjense una p e q u e ñ a tarea cercana, permitiendo que sea suficiente para el día. Con seguridad, nuestra obligación no es ver lo que se encuentra oscuro

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en la distancia, sino hacer lo q u e está claramente a la mano". —Por lo tanto, amigos míos —dijo Donne y sonrió por primera vez—, mi primera sugerencia que tal vez deseen seguir para lograr un destino superior para ustedes mismos, aquí en el mundo, es quizá la más difícil que alguien les haya hecho; sin embargo, créanme, en verdad da resultado. Robert Louis Stevensonestuvo de acuerdo con su contemporáneo, el doctor Qsler, cuando el creador de La isla del tesoro escribió: "Cualquiera puede hacer su trabajo durante un día, por tedioso que sea. Cualquiera puede vivir con dulzura, paciencia, amor y pureza hasta que el sol se oculte. Eso es todo lo que la vida significa en realidad". —Permítanme repetir el sabio consejo de Osler y mi primera sugerencia. Vivan cada día de su vida en un compartimiento hermético. Este acto solo los acercará mucho más al éxito y a la felicidad. —Otra sugerencia para ayudarlos a lograr una vida mejor aquí en el m u n d o es también del pasado. Fue sin duda el mayor secreto del éxito dado a la humanidad y fue comunicado hace casi dos mil años por Jesús, en su Sermón de la Montaña. Por medio de aquellos magníficos sermones a la enorme multitud que se reunía, Jesús compartió muchos consejos sabios con la gente. Una de sus reglas de comportamiento, incluso después de todos esos años, probablemente no es apreciada en su totalidad por el poder contenido en sus palabras: "¡Si alguien te pide que lo acompañes una milla, acompáñak^dos!' r ÜecT3an en este momento, mientras están sentados aquí, que desde mañana por la mañana dedicarán más tiempo y esfuerzo a agradar a sus clientes... sin pensar en la remuneración extra o en recompensa de alguna clase. Ustedes, vendedores, que normalmente terminan su día a las cinco... continúen hasta las seis, para que puedan dedicar más tiempo

a servir a sus clientes o, quizá, incluso a efectuar más visitas de ventas. Por supuesto, este tipo de actividad, ya sea que estén empleados en una oficina o fábrica, sin importar cual sea su profesión, no los hará muy populares entre sus compañeros, porque el nombre del juego parece hacer lo menos posible por el cheque que reciben. Así será. Nadie dijo que tienen que seguir ál rebaño. Den únicamente un poco más de sí mismos en tiempo y esfuerzo, en paciencia e interés, en ayuda y comprensión. Hagan esto mañana, al otro día y al siguiente, sin buscar ninguna compensación adicional. Háganlo durante tres meses y, después, los desafío a que se acerquen a mí y me digan que su vida no ha mejorado. ¡Recorran la milla extra! —He hecho dos sugerencias —dijo Donne y levantó dos dedos—. Vivan cada día de su vida en un compartimiento hermético y recorran siempre la milla extra, en casa, en el trabajo, en el juego. —Otra sugerencia: nunca hagan las cosas incompletas, nunca descuiden las cosas pequeñas. La mayoría de nosotros viola esta pequeña regla muchas más veces de lo que comprendemos, al apresurarnos cada día, sin darnos cuenta de que hacemos mucho daño a nuestras carreras. Hace varios años, el gran lírico, Osear Hammerstein, volaba con un amigo íntimo en un viaje sobre él puéTío de Nueva York para admirar el paisaje desde un pequeño avión de dos plazas. Cuando al fin se acercaron a la Estatua de la Libertad, que se erguía alta y orgullosa a más de trescientos pies sobre el nivel del mar, el amigo de Osear ladeó el avión de tal manera que pudiera mirar directamente la cabeza de la Estatua de la Libertad y lo que vio lo sorprendió. Recordó que este regalo magnífico del pueblo de Francia había sido colocado en el puerto en 1886. Al mirar hacia abajo, pudo ver que cada rizo y trenza de cabello en la parte superior de la cabeza de la dama estaba perfectamente tallado y pulido, al igual que todos los

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detalles finos del rostro, c u e r p o y vestido. ¡En 1886 no había aviones! FrMénc r Auguste Bartholdi^ el creador de la estatua, p u d o haberse ahorrado meses~de tediosa labor y gastos costosos al esculpir y pulir muy poco la parte superior de la cabeza de la Estatua de la Libertad, p e n s a n d o que nadie vería lo que omitiera allí, excepto quizá algunas gaviotas. ¡Sin embargo, a pesar de todo... cada rizo y trenza se encuentra perfectamente detallado y en su sitio! ¡No tiene áreas ásperas o sin terminar! ¡Nunca, nunca, descuiden las cosas pequeñas! El hacerlo puede convertir el éxito potencial en fracaso. Recientemente, un fabricante de autos, uno de nuestros tres grandes, tuvo que retirar cuatro mil automóviles nuevos y costosos. ¿Por qué? ¡Instalaron una pequeña arandela defectuosa, del tamaño de una moneda de cinco centavos, en la columna de la dirección! Patrick Donne hizo una pausa, inhaló profundo, caminó desde detrás del podio hacia el frente del escenario, se inclinó hacia adelante y extendió el brazo derecho con un movimiento amplio, a lo largo de la primera fila. —¿Todavía están conmigo? —preguntó en voz alta. —Sí —respondió a coro el público, asemejándose a una clase animada de primer grado. —Muy bien —dijo él y se enderezó, aunque permaneció cerca del frente del escenario—. Mi siguiente sugerencia... nunca permitan que nadie oprima de nuevo el botón de su interruptor corta corriente. Se preguntarán q u é es... un "interruptor corta corriente". Compren un automóvil costoso en la actualidad y es probable que también compren una alarma para robo... además de un aparato pequeño llamado un interruptor corta corriente. Hace unos años, aquellos que tenían alarmas para robo en sus coches, simplemente bajaban del auto después de estacionarlo y apagaban el motor. Entonces, después de asegurarse de que todas las puertas estaban cerradas con llave, insertaban una llave pequeña, quizá en una abertura en el

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guardafango, la hacían girar y la alarma quedaba conectada. Si alguien trataba de entrar en el auto, el aire se estremecía con un ruido fuerte y persistente, para atraer suficiente atención como para asustar y alejar al mal tipo. A pesar de esto, si esa persona era bastante osada y no se asustaba con la sirena, al encontrarse en el interior del coche podía unir en p o c o t i e m p o un par de alambres del encendido, poner en marcha el motor y alejarse con el auto, aunque la alarma continuara sonando. El interruptor corta corriente cambió todo eso para los ladrones de autos. Instalado junto con la alarma para robo, es un botón con apariencia simple conectado con la ignición y oculto debajo de la alfombra del coche, en un lugar conocido únicamente por el dueño del auto. Al bajar del coche, uno debe oprimir primero el botón del interruptor corta corriente, asegurarse de que todas las puertas estén cerradas con llave y, finalmente, encender la alarma para robo. Si un ladrón entra en el automóvil y suena la alarma, podría intentar unir alambres para poner el coche en marcha, p e r o nunca lo lograría, p o r q u e el interruptor corta corriente cortó toda la fuerza motriz que llega al mecanismo de arranque. ¡Las luces funcionan, los limpiaparabrisas se m u e v e n de un lado al otro y la radio funciona, mas el motor no enciende y el coche no avanza ni un centímetro fuera del estacionamiento! Estoy seguro que únicamente muy pocas de las personas aquí presentes comprenden que todos nosotros tenemos un "interruptor corta corriente". Éste es oprimido siempre que alguien nos hace menos o critica con dureza nuestros mejores esfuerzos o se burla de nosotros... y, en un grado u otro, nos sucede a todos desde q u e éramos pequeños. El ridículo, el desdén, el menosprecio, los insultos... todos hieren y, con frecuencia, su d a ñ o es tan grande, que la poca seguridad que habíamos logrado obtener d e s a p a r e c e , hasta q u e al fin dejamos de intentar

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mejorar. ¿Cuántos padres, en momentos de ira, oprimen ei interruptor corta corriente de uno sus hijos al decirle a ese niño o niña p e q u e ñ o que nunca logrará nada? ¿Cuántos niños pasan la vida trabajando mucho para hacer que la profecía de su padre se convierta en realidad? Donne hizo de nuevo una pausa e inclinó un poco la cabeza. —¿Toqué un nervio? ¡Bien! No permitan que les suceda de nuevo. No opriman ningún interruptor corta corriente cuando estén con sus hijos y nunca, nunca permitan tampoco que nadie oprima su interruptor corta corriente. Lo expresaré de una manera más familiar. ¡Nunca vuelvan a dar permiso a nadie para que les arruine algo! —Otra sugerencia. ¡Si se han estado ocultando detrás del "trabajo laborioso", no continúen haciéndolo! Es algo q u e todos hacemos de vez en cuando, pero con seguridad, eso puede frenar una carrera prometedora y, con frecuencia, lo ha hecho. Conocen muy bien el escenario. Se encuentran ante un desafío real, un proyecto de alguna clase que es tan grande e importante, que podría lograr un cambio en su vida, si lo manejan bien. ¿Qué dicen? "Lo lamento, en realidad me gustaría tratar eso ahora, pero estoy muy ocupado. ¿Tal vez después?" No están demasiado ocupados. Se están ocultando... ocultando detrás de pilas de proyectos sin importancia, papeles y expedientes que no tienen trascendencia en el contexto más amplio de las cosas. Dejen de evitar la oportunidad. ¡Nunca se oculten de nuevo detrás del "trabajo laborioso"! —Cinco sugerencias. Noten que no dije "sugerencias simples", porque por supuesto que no lo son. Cuando se llevan a cabo, hay suficiente fuerza entre ellas para poner un brillo dorado en su futuro. Vivan cada día de su vida en un compartimiento hermético. Siempre recorran la milla extra, en casa, en el trabajo, en el juego. Nunca descuiden las cosas p e q u e ñ a s . Nunca permitan que nadie

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oprima su interruptor corta corriente. Nunca se oculten detrás del trabajo laborioso. —Si siguen esas cinco reglas, entonces, la regla final de la vida que tengo para ustedes será fácil. Nunca cometan un acto al que tengan que mirar de nuevo con lágrimas y ^amentarse p o r q u e violaron una ley de Dios o del Kombre. Su tesoro más precioso e s e l respeto por sí iñis" mos. Protéjanlo con toda su fuerza. Hay un poemajanónimo que ha pasado a través de varias generaciones y que, sin embargo, todavía es tan^ sabio y poderoso como siempre. Me gustaría q u e ese fuera mi regalo para ustedes al retirarme. El poema se llama "El rostro en el espejo".

"Cuando obtengas lo que deseas en tu lucha por la identidad propia Y el mundo te haga reo por un día, Acércate a un espejo y mírate Y ve lo que ESE rostro tiene que decirte. Porque no es tu padre o madre o esposa Quien debe juzgarte. La persona cuyo veredicto cuenta más en tu vida Es la que te mira desde el espejo. Algunas personas quizá piensen que eres un camarada franco Y te llaman un gran hombre o tipo Sin embargo, el rostro en el espejo dice que sólo eres un vagabundo, Si no puedes mirar directamente a los ojos. A ese rostro es a quien debes agradar, sin importar el resto Ese es el que es franco contigo hasta el final. Sabes que has pasado la prueba más peligrosa, Si el rostro en el espejo es tu amigo.

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Puedes engañar a todo el mundo a través de los años Y recibir felicitaciones al pasar, Mas tu recompensa final serán la congoja y las lágrimas Si has engañado al rostro en el espejo." La voz de Patrick Donne se quebró varias veces al pronunciar las líneas finales. Inhaló profundo. —Estoy seguro de que todos ustedes han hecho un viaje largo, alguna vez en su vida —dijo Patrick—, seguros de conocer con exactitud la ruta que los llevaría a su destino. Después de conducir durante un par de horas o más, de pronto comprendieron que estaban perdidos. —Detuvieron el coche y abrieron la guantera, mas no encontraron allí un mapa de carreteras —Donne sonrió—. Los niños jugaban con los mapas, ¿recuerdan? En seguida, empezaron a conducir, buscando una gasolinera y, finalmente, encontraron una con un empleado en verdad amistoso y útil. Él abrió su mapa de carreteras y les mostró dónde estaban... y les mostró lo sencillo que era regresar a la ruta. Donne volvió despacio la cabeza y recorrió con la mirada todo el salón de baile. —Para aquellos de ustedes que piensan que tal vez perdieron el camino üri poco durante el viaje a través de esta vida difícil, espero que me consideren hoy como al empleado amistoso de la gasolinera... y cuando vuelvan al camino, con su destino verdadero frente a ustedes, si ven algunas ramas rotas a lo largo del sendero, por favor, piensen en mí. Las dejé allí para marcar su paso hacia un destino superior aquí en el mundo. Que tengan un buen viaje. ¡Los amo a todos! Todos se pusieron de pie, aplaudieron, silbaron y gritaron. La ovación continuó durante más de cinco minu-

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tos y en algún momento mientras aplaudíamos, Mary se volvió hacia mí y levantó las dos manos con todos los dedos y pulgares extendidos. Patrick Donne había ganado un "10" con ella, conmigo y casi con todos los demás, según parecía. No recuerdo nada acerca del último orador, ni su nombre, ni su región ni el tema de su discurso. Permanecí sentado en mi silla con cortesía, sin escuchar nada, tratando de imaginar la mejor manera de acercarme al hombre de Blessings.

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—En parte... ¿dónde podrá estar? —No lo sé. Es probable que se encuentre celebrando en algún sitio. Eso es lo que yo haría. Lo encontraremos esta noche, Bart, no te preocupes. Ayudaré. Quiero estar cerca cuando atrapes a esta super estrella... si lo logras. D e b o decirte que hoy conocí a un gran miembro, Sally Carver, de Boston. Sally da seminarios sobre cómo mantener la buena salud después de los cincuenta y tiene un cuerpo que prueba que lo que enseña da resultado. Invité a Sally para que vaya a la cena conmigo y aceptó. ¿Qué te parece si nosotros cuatro nos reunimos para cenar en la misma mesa y observar todas las festividades de la noche? Después, te ayudaré a atrapar a Donne, antes que la noche termine. ¿Qué opinas? —Opino que es una oferta que no p u e d o rechazar. ¿Dónde nos reunimos? —Ustedes dos se encuentran unos pisos más arriba que yo y, por coincidencia, Sally también está en este piso. ¿Por qué ustedes dos no vienen a mi habitación alrededor de las ocho y todos bajamos juntos? El personal del Omni Shoreham había logrado otro m i l a g r o . A las c u a t r o de la t a r d e , el Salón de Baile Regency estaba lleno con hileras de sillas plegadizas para acomodar a todos los miembros de la asociación y a sus esposas q u e asistieron al concurso para seleccionar al campeón mundial. Ahora, sólo cuatro horas después que el concurso terminó, en el salón había más de cien mesas redondas grandes, cubiertas con manteles rojos y en el centro de cada mesa con catorce lugares, un florero gigante de rosas rojas. El ambiente del enorme salón parecía ahora por completo diferente a como estuvo poco antes ese mismo día, pues la luz de los brillantes candelabros de cristal reflejaba el techo de color café dorado y la cortina resplandeciente del escenario, formando un marco perfecto para la coronación única que estaba a punto de llevarse a cabo.

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La cena era "opcional de etiqueta" y como Mary insistió en que su vestuario para esa noche fuera el encantador vestido de noche que compró en Chermollie's, en Manhattan, casi un año antes y que nunca había usado, me vi obligado a ponerme una chaqueta blanca formal, a pesar de que la sentía un poco estrecha. Jay y su nueva amiga estaban listos cuando llamamos a su puerta, un poco después de las ocho. Sally Carver era en verdad una mujer encantadora que no sólo tenía un cuerpo llamativo, como informara Jay, sino también un encantador rostro bronceado casi libre de arrugas, que formaba un marco perfecto para los ojos azules más grandes que he visto. ¡Si la dama sólo tenía cincuenta años, era un milagro! Cuando bajábamos en el ascensor, Mary y Sally empezaron a charlar. Miré a Jay, asentí y guiñé el ojo. Como padres preocupados, ambos aprobamos a su compañera de esa noche. Por fortuna, encontramos una mesa con cuatro lugares contiguos desocupados, no muy lejos del escenario. Ni Jay ni yo conocíamos a ninguno de los otros oradores que ocupaban esa mesa, por lo que seguimos la rutina de la presentación habitual. No escuché varios nombres, porque cuando empezamos a presentarnos, una orquesta de diez instrumentos aproximadamente, junto al escenario, empezó a tocar una versión alegre de "Nos encontraremos de nuevo". Tan p r o n t o c o m o ocupamos nuestros lugares, Mary me tocó el brazo y con la cabeza señaló hacia el pianista, quien dirigía también a los otros músicos. —Es Peter Duchin —gritó Mary en mi oído—, y no ha envejecido. La última vez que lo vimos fue en una boda, en el New York Hilton, hace unos cinco años, pero no puedo recordar quién se casaba. Jay se puso de pie de nuevo. —Bart, si alguien se acerca a tomar la orden de bebidas, Sally beberá un Bloody Mary y yo lo acostumbrado. 91

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Voy a hacer un pequeño recorrido por el lugar, para ver si podemos localizar a nuestro hombre. Por desgracia, el Salón de Baile Regency estaba tan apiñado con mesas, que no había espacio disponible para bailar la buena música de Duchin, por lo que las personas que deseaban bailar empezaron a expresar su frustración aplaudiendo fuerte y golpeando con los pies. Toda esa energía combinada con las risas y conversaciones en voz alta, así como con la música, elevaron los decibeles del sonido en el salón casi hasta el punto de tortura. Jay regresó a nuestra mesa cuando servían la ensalada. Levanté la mirada y sólo negó con la cabeza. Ocupó su asiento, vio que no había bebidas en la mesa, excepto las jarras con agua helada, se puso de pie, dejó la servilleta en su silla y se dirigió hacia el bar abierto. Regresó unos minutos después, con una bandeja y bebidas. —Jay —dijo Mary—, ¡eres totalmente sorprendente! ¿Cómo pudiste recordar que bebo Rusos Negros? —Cuando se trata de las bebidas de las mujeres, soy un maestro —se vanaglorió—. En cambio, cuando necesito encontrar mis herramientas de jardinería, lo olvido. Por fortuna todos en nuestra mesa parecían saber cómo reír, bromear y relajarse, por lo que todos actuamos más como un puñado de niños en una fiesta escolar, que como profesionales respetados del m u n d o de oradores públicos y sus esposas. La excelente carne asada seguida por raciones vastas de Alaska horneado estuvo tan exquisita como siempre está la comida de las convenciones. Después de un tamboreo y fanfarreas de trompetas de la orquesta, el presidente Cobden subió al fin al escenario, sonriendo y saludando de nuevo al aproximarse al podio. —¿Nos estamos divirtiendo? —gritó ante el micrófono. —¡Síííí! —gritaron mil setecientos adultos. —¿Todos estamos contentos de haber venido? 92

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—¡Sííí! Cobden permaneció de pie en el podio, casi inmóvil, evidentemente gozando el momento. —Ésta es una noche histórica en la historia de nuestra asociación —comentó—. ¡Una noche en q u e uno de los nuestros está a p u n t o de ser reconocido como Campeón Mundial del Podio! Los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica han jugado un papel muy importante en la promoción del desarrollo de nuestra profesión en todo el mundos durante las últimas décadas. Sin embargo, al continuar creciendo tanto q u e nuestros miembros son ahora miles, nunca debemos olvidar a ese puñado de visionarios que hicieron posible todo esto, quienes tuvieron el valor, la persistencia y el d e s e o ardiente de formar nuestra organización, partiendo de lo que era p o c o más que un sueño. Nos sentimos honrados y muy orgullosos de tener con nosotros en esta convención a u n o de los seis fundadores. ¡Damas y caballeros, les pido que todos se pongan de pie y me acompañen a recibir al legendario Bart Manning! Con mucha renuencia, al fin me puse de pie, cuando los aplausos y vítores aumentaron en volumen. Moví los brazos en señal de saludo y forcé una sonrisa, me volví despacio formando un círculo completo y, sintiéndome un poco tonto, me senté de nuevo, cuando el coro de sonidos cesó. —Eso fue la primera —comentó Mary, al inclinarse hacia adelante. Asentí. —Y espero que la última. En el programa siguió la entrega de pergaminos a los diez afortunados seleccionados como nuevos Maestros del Podio. Había escuchado decir que temprano ese día hubo una reunión especial de emergencia con la junta directiva, para protestar por la masculinidad del título del premio. Esto se había c o n v e r t i d o en un e l e m e n t o a n u a l y no

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programado de cada convención, durante los últimos diez años; sin embargo, me dijeron que una vez más el título de la "Dama del Podio" había sido rechazado nuevamente como la designación para aquellas mujeres lo bastante afortunadas como para ser honradas con un pergamino. Por supuesto, antes que pudieran anunciar a los diez nuevos "Maestros", todos aquellos que habían recibido la designación en años anteriores tuvieron q u e ponerse de pie cuando mencionaron sus nombres, hacer una reverencia, sonreír y disfrutar otro m o m e n t o breve la atención general. Cuando Cobden terminó de leer toda la lista, al menos cien miembros estaban de pie y miraban al resto de la concurrencia.

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Cuando la última oradora regresó a su asiento, las luces del salón de baile empezaron a oscurecerse en forma gradual y la orquesta de Duchin tocó "El sueño imposible". Varios rayos de reflectores se movían con lentitud a lo largo de la cortina y escenario, hasta que todos se unieron en el p o d i o y el salón de baile se oscureció más, mientras acercaban más al escenario dos cámaras de televisión sobre tripiés. El salón de baile, d e s p u é s q u e la música cesó, de pronto quedó muy callado, cuando Dick Cobden estrechó las manos de una pareja mayor y la condujo por los escalones que estaban a la derecha del escenario, hasta el podio. —Damas y caballeros — a n u n c i ó con solemnidad Cobden—, nos acercamos rápidamente a ese m o m e n t o

especial que estoy seguro han estado esperando. Sin embargo, primero, por favor, saluden a Ted y a Margaret Lee, quienes son dueños del imperio más grande, en el mundo entero, de empacadoras de cenas congeladas. Resultaba evidente que Ted y Margaret no estaban acostumbrados a estar frente a un público enorme, a pesar de su prolongado papel como líderes respetados en la industria alimenticia. Ambos hicieron una reverencia con mucha timidez ante los aplausos, al tiempo que asentían y trataban de sonreír. —Estoy seguro que todos ustedes —continuó Cobden—•, están familiarizados con el famoso lema de Ted & Margaret's: "Nuestro sabor habla por sí mismo". Muy pronto, en una serie de comerciales en la televisión que se transmitirán en todo el país, el Campeón Mundial del Podio, que está a punto de ser elegido entre nuestra organización, también hablará a favor de los buenos alimentos de Ted & Margaret's. —A través de una serie de concursos regionales — añadió Cobden—, llevados a cabo durante los últimos meses, el mejor orador de cada área fue seleccionado y estos profesionales elegidos compitieron en un programa especial esta tarde, al que la mayoría de ustedes asistió. Un jurado especial, seleccionado por el personal de mercadotecnia de Ted & Margaret's, se reunió en sesión cerrada y eligió a un orador como ganador. Esa persona muy talentosa, ese orador persuasivo, está a p u n t o de recibir tres premios muy especiales. Primero, él o ella será aclamado como el Campeón Mundial del Podio, un título que no tiene ningún otro orador en el m u n d o . Segundo —se inclinó hacia abajo, detrás del podio y levantó por arriba de la cabeza un enorme trofeo de cristal con forma de podio—, él o ella recibirá este premio maravilloso de cristal Waterford, diseñado y creado especialmente para esta ocasión especial. ¡Por último en orden, mas no en impor-

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Al fin, los diez nuevos miembros que recibieron honores y, cuando mencionaron sus nombres, se abrieron camino hasta el escenario, entre el laberinto de mesas, donde les entregaron los pergaminos. Cada uno pronunció un pequeño discurso al recibir el suyo. No conocía a ninguno de ellos, pero los diez parecían ser elecciones m u y p o p u l a r e s e n t r e la m u l t i t u d y a j u z g a r p o r su profesionalismo en el podio, es probable que todos merecieran el premio.

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tancia, Ted y Margaret entregarán al ganador un cheque por un cuarto de millón de dólares! Como si se lo indicaran, Ted Lee buscó en el interior de su chaqueta blanca, sacó un sobre amarillo y lo movió por encima de su cabeza, mientras las dos cámaras de televisión se acercaban más al escenario. —¡Damas y caballeros —gritó Cobden—, finalmente llegamos a ese momento mágico! En esta ocasión, los dos trompetistas de la banda de Duchin se pusieron de pie y la fanfarria prolongada de sus trompetas hizo eco una y otra vez a través del salón de baile que estaba en la semioscuridad. —¡Me siento muy orgulloso al anunciar que el Cam- \ p e ó n Mundial del Podio... de Blessings, Montana... es Patrick Donne! Todos en el salón se pusieron de pie y aplaudieron. Uno de los rayos de luz de los reflectores se alejó despacio del podio, hacia la derecha, pasó un área del telón dorado y se detuvo en dos puertas anchas de color café q u e tenían un letrero de "Salida" arriba. Dos meseros empujaron las puertas, hasta abrirlas por completo, para permitir que Patrick Donne entrara en el salón saludando y sonriendo. El público permaneció de pie y aplaudió mucho después que Donne se reunió con los demás en el podio. Finalmente, Cobden levantó el trofeo de cristal desde la parte superior del podio y lo colocó con suavidad en los brazos de Donne. —Pat, todos los miembros de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica te saludan —dijo Cobden—. Todos te envidiamos también. Es un gran honor... y en verdad lo mereces. ¡Esta tarde estuviste hipnotizante! Los aplausos se escucharon de nuevo en el salón. Donne murmuró las gracias e inclinó la cabeza.

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—Ahora —continuó Cobden—, tenemos a dos personas muy especiales que desean conocerte. Ellos son Ted y Margaret Lee y harán una presentación especial. Ted Lee se a c e r c ó más al m i c r ó f o n o , m i r ó c o n n e r v i o s i s m o a su a l r e d e d o r y e s p e r ó q u e cesaran los aplausos. —Señor Donne —dijo con voz ronca—, mi esposa y yo nos sentimos honrados de estar en el mismo escenario con usted. En verdad es un crédito para su maravillosa profesión y estamos seguros de que será un gran mensajero para nosotros, al dar a conocer la noticia sobre nuestros productos finos. Por lo tanto, sin más que añadir, a Margaret y a mí nos gustaría entregarle otro premio como campeón mundial... ¡un cheque certificado a su nombre, por un cuarto de millón de dólares! •• . Patrick Donne movió su guapa cabeza varias veces, i como en una mezcla de incredulidad y admiración, des- ¡ pues que le entregaron el sobre. Ted Lee le tomó la mano y Margaret se acercó para darle un abrazo cálido y besarle ¡ la mejilla. Dick Cobden levantó el pesado trofeo de cristal i desde la parte superior del podio, señaló hacia el micrófono, dio una palmada a Donne en el hombro y ante nuestros v í t o r e s , s i l b i d o s y a p l a u s o s , c o n d u j o a Ted y a Margaret fuera del escenario, hasta su mesa cercana con un pequeño letrero en un pedestal blanco que decía "#1". D o n n e guardó silencio y permaneció de pie en el i podio, muy erecto, mirando el sobre que Ted Lee le entre- i gó. Al fin, aunque muy despacio y con deliberación, abrió ¡ el sobre y sacó el cheque. Lo observó por varios minutos, ¡ durante tanto tiempo, que algunos de nosotros empeza- j mos a sentirnos incómodos. Finalmente levantó la mirada. ¡ —Amigos y compañeros miembros —dijo con voz ¡ muy suave—. Estoy muy conmovido por el gran honor ' q u e me han conferido hoy. Ted y Margaret, les doy las / gracias desde el fondo de mi corazón p o r este premio !

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espléndido. Me atrevo a decir que la mayoría de la gente trabaja toda su vida y, sin embargo, nunca está cerca de reunir un cuarto de millón de dólares... en una pila. A pesar de esto, Ted y Margaret, no puedo aceptar este cheque... La reacción del público fue instantánea. Se escucharon resuellos, gritos, gemidos y varias voces que gritaron "¿qué?" "¿por qué?" "¿huh?" Con rapidez me volví y miré hacia la mesa de la primera fila, donde se encontraban sentados Ted y Margaret y los directivos de nuestra asociación. Margaret tenía las dos manos sobre la boca y los ojos muy abiertos, debido a la incredulidad. Ted tenía la misma apariencia sorprendida que todos los demás en el salón, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. —No puedo aceptar este cheque como está girado — continuó Donne—, y suplico a los Lee que me concedan un favor muy especial. Hace un mes, tuve la buena fortuna de visitar la encantadora ciudad de Portland, Oregon, durante una cita para dar un discurso. Después de mi discurso, un viejo y apreciado amigo de muchos años, al conocer mi compasión p o r t o d o s los niños, me llevó a visitar el Centro Dougy para Niños Afligidos. Es un refugio d o n d e los niños q u e lloran la müertefde un ser a m a d o p u e d e n compartir sus temores y experiencias, al tiempo que luchan para superar la agonía de su terrible pérdida e inician el proceso lento de recuperación. El Centro Dougy lleva el nombre de un niño p e q u e ñ o y valiente llamado Dougy Turno, q u e s u p o que moría d e b i d o a un tumor cerebral inoperable y, sin embargo, su espíritu magnífico y su actitud al enfrentar la muerte influyeron en cientos de vidas antes q u e muriera. T o d o s los q u e c o n o c i e r o n a Dougy se enamoraron de él y quedaron sumamente conmovidos con su mensaje. A pesar de estar tan enfermo, Dougy decía siempre: "¡Puedo ir a los hospitales y decir a

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otros niños que no teman morir!" Doug murió a principios de diciembre de 1981. Se le concedió su deseo, "una nueva vida para la Navidad". —El Centro Dougy funciona con la política de que todos los niños entre tres y diez años pueden aprender a soportar su pérdida, si se les da la oportunidad de expresar sus sentimientos y sentirse apoyados por otros. En sólo unos años, lo q u e empezó como el sueño de una dama especial, Beverly Chappell, en la actualidad es una organización que atiende a niños afligidos en más de cuarenta localidades en nuestro país y Canadá. Según me enteré durante mi visita a Portland, todos los Centros Dougy no son sectarios y se mantienen enteramente por medio de contribuciones. Para continuar y multiplicar sus esfuerzos sin precio de consolar las mentes asustadas y corazones destrozados de nuestros pequeños, necesitan mucho nuestra ayuda. —Ese día salí del Centro Dougy conmovido como nunca lo había estado en mi vida y tomé una decisión. Ya í sabía entonces que sería finalista aquí, esta semana, y cuando oré esa noche... sí, rezo todas las noches... prometí a Dios que si resultaba victorioso en esta competencia, donaría todo lo que ganara al Centro Dougy en Portland. Si acepto este cheque y lo cobro, como fue girado a nombre mío, es probable que tenga que pagar al menos cien mil dólares de impuestos y esa cantidad grande nunca llegará a la gente de Dougy. Por lo tanto, Ted y Margaret, quiero pedirles un gran favor. Realizaré el número requerido de comerciales de televisión para su compañía, lo mejor que lo permita mi habilidad, como el ganador del concurso está contratado. No obstante, les pido que destruyan este cheque girado a ni nombre y que giren otro, por la misma cantidad, a nombre del Centro Dougy. De esa manera, la suma total será una contribución de caridad, sin impuestos, y todo el cuarto de millón de dólares

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servirá para confortar y calmar el dolor de los niños afligidos de mañana, del siguiente día y del próximo... Varias personas que estaban en la mesa de los Lee empezaron inmediatamente a mover las manos frenéticamente y señalaron a Ted y a Margaret, quienes asentían hacia el podio. De pronto, una sonrisa afectuosa apareció en el rostro de Patrick Donne. —¡Gracias! —dijo Patrick Donne con voz muy suave—. Gracias a ambos, a nombre de los pequeños cuyas vidas cambiarán para bien debido a ustedes. Durante muchos años he tratado de vivir las palabras de una persona muy sabia que la historia no puede identificar positivamente. Las palabras fueron escritas o pronunciadas primero por Víctor Hugo o^pqr Geqrge EHot o, tal vez, por un misionero cuáquero llamado Greljet, pero han sido la regla principal de mi vida desde hace mucho tiempo. Estas palabras son-. "Sólo pasaré por este mundo una vez. Por lo tanto, cualquier bien que pueda hacer p cualquier^ bondad que pueda mostrar hacia cualquier ser humano^ permitan que lo haga ahora. No permitan qué lo delegue o descuide, porque no pasaré de nuevo por este mundo". Donne miró despacio alrededor del salón, antes de continuar. —Tal vez algunos de ustedes deseen unirse a mí en esta misión. Sé que el Centro Dougy apreciará su contribución grande o pequeña. Siempre hay demasiadas lágrimas pequeñas que necesitan ser secadas con besos y tantos corazones pequeños que necesitan ser sanados cada día. El dolor nunca toma unas vacaciones. Estos pequeños, incapaces de enfrentar su dolor, deben aprender que la vida todavía es preciosa, que vale la pena y que tienen nuestro apoyo, nuestro amor y, en especial, nuestra comprensión, mientras pasamos juntos por este mundo. Dios los bendiga a todos... y eso es de parte de todos los niños... 100

Con esas palabras, el Campeón Mundial del Podio sahó con rapidez del escenario, ante la ovación de pie mas prolongada que he atestiguado en mis cuarenta años de carrera.

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TT U na lluvia tupida cayó toda la noche sobre Manhattan, acentuada constantemente por los destellos brillantes del relámpago y el trueno ensordecedor. Era nuestro segundo día en casa, después de la convención, y Mary y yo todavía vestíamos nuestros pijamas y pantuflas, compartiendo indolentemente el periódico de la mañana, mientras saboreábamos los panecillos ingleses Thomas, sobre los que Mary aplicó, después de tostarlos, una capa generosa de mermelada de naranja dulce Smucker's. Mi misión en el Omni Shoreham había resultado un fracaso completo. Después de encontrar en Patrick Donne a alguien que poseía todas las cualidades especiales que buscaba en un orador, lo perdí. Cuando se alejó del escenario, después de su dramático discurso de aceptación, cruzó las mismas puertas por las que entrara y, literalmente, desapareció. Incluso después que Mary se fatigó y regresó a nuestra habitación, Jay y yo continuamos buscándolo, no únicamente en el hotel, sino también al menos en la media docena de bares de hoteles que se encontraban dentro de una milla alrededor del Omni. No tuvimos suerte. Por la mañana, antes de partir a casa, traté de llamar por teléfono una vez más a su habitación, pero la 103

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operadora me informó que el señor Donne ya había registrado su salida. Frustración e ira. No estaba acostumbrado a perder y ni siquiera deseaba pensar en abandonar mi sueño de volver al negocio que tanto amaba. Para frotar un poco de sal en mis heridas, el "Noticiero Nocturno CBS" transmitió durante varios minutos el discurso de Donne en la convención y, una vez más, escuché la gran voz que decía: "El dolor nunca toma unas vacaciones. Estos pequeños, incapaces de enfrentar su dolor, deben aprender que la vida todavía es preciosa, que vale la pena y que tienen nuestro apoyo, nuestro amor y, en especial, nuestra comprensión, mientras pasamos juntos por este mundo..." Dan Rather, para enfatizar más las conmovedoras palabras de Donne, permaneció en silencio y pensativo durante quince segundos, antes de mirar directamente a la cámara y decir: "¡Con personas como Patrick Donne alrededor, supongo que todavía hay esperanza para la humanidad!" Jay llamó por teléfono más tarde esa noche, para informarme que Peter Jennings también había expresado su opinión y elogió al primer Campeón Mundial del Podio por su sorprendente acto de caridad, en su "ABC World News Tonight". Lo último fue leer esa mañana, en la parte inferior de la primera página del New York Times, un artículo de tres columnas sobre el "Ángel de Piedad" de Blessings, Montana y el regalo espectacular de todo su premio en efectivo consistente en un cuarto de millón de dólares, al "Centro Dougy, una causa poco conocida, pero meritoria". —¿Más café, cariño? Bajé el periódico, asentí a Mary y forcé una sonrisa. Ella había soportado mis estados de ánimo durante muchos años y desde nuestro regreso a casa, aparentemente había decidido que la mejor manera de tratar mi

estado de ánimo actual era dejarme en paz, lo que hizo dedicándose a leer una pila de libros de bolsillo de novelas románticas. —¿Cuáles son tus planes para hoy? —preguntó Mary. El teléfono sonó antes que pudiera responderle. Fue algo bueno, puesto que no tenía planes para ese día... ni para ningún otro. Caminé hasta la pared de roble, cerca de la ventana grande que daba hacia Park Avenue y levanté el auricular del soporte de pared. Cuando reconocí la voz, estuve a punto de soltar el auricular. —¿Señor Manning? —Sí. —Soy Patrick Donne, señor. Por favor, perdóneme por molestarlo. Estaré en Nueva York un par de días, para ¡ reunirme con el personal de mercadotecnia de Ted & / Margaret's. Desde mí llegada, me he preguntado cómo ponerme en contacto con usted, ya que estaba casi seguro ¡' de que el número de su teléfono no aparecía en el directorio. Finalmente, decidí buscar en el directorio telefónico [ blanco de Manhattan, que pesa diez libras, y, como un milagro de milagros, ¡encontré su nombre! Durante al ¡ menos veinte minutos, traté de reunir suficiente valor para ' llamarlo. Ha estado casi constantemente en mi mente, desde que terminó la convención y me preguntaba si el rumor que se escuchó en el Omni tenía algo de cierto. ¿En verdad planea abandonar el retiro y convertirse de nuevo en un agente activo? La expresión de mi rostro con seguridad alarmó a Mary, porque se levantó de un salto de la mesa y se colocó de pie a mi lado, con la mano sobre mi hombro y expresión perpleja y preocupada. Traté de expresar mi respuesta de tal manera que no sólo respondiera a Patrick Donne, sino que también aliviara la preocupación de Mary.

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—El rumor es absolutamente correcto, Pat. Después de un año aproximadamente de no hacer nada y estar mimado por mi encantadora esposa y las camareras de un crucero, decidí que esa clase de vida no era para mí. Soy demasiado joven para permanecer sentado y hacer tan poco, que lo mejor de mi día es correr en el parque. Asistí a la convención con la esperanza de poder descubrir a uno o dos buenos oradores motivadores a quienes representar, puesto que los miembros de mi antiguo grupo de profesionales o murieron o se retiraron. Encontré uno. ¡Tú! Incluso, pasé varias horas después del concurso tratando de hacer contacto contigo... ¡en vano! —¿Lo hizo? Lo lamento, señor, lo lamento mucho. No tenía idea. Espero que no sea demasiado tarde. Me gustaría mucho reunirme con usted. —¿En dónde te hospedas? —En el Plaza. —Bonito lugar. ¿Qué le parece hoy? ¿Tiene tiempo libre? —Todo... hasta la tres. El reloj de nuestra cocina marcaba un poco después de las nueve. —Muy bien, lo espero en mi oficina a las once, ¿qué le parece eso? Le di la dirección de la Calle 44 Oeste. —¿Es la misma oficina que ha ocupado durante más de cuarenta años, la que la revista Time llamó el "Santuario de Manning en el corazón de Babilonia"? —preguntó con voz suave. —Es la única que he tenido y comparada con la mayoría de las oficinas en Park, Madison y Lexington, no es mucho más grande que un armario para escobas. No obstante, es mía y la quiero. No me sentiría feliz en ninguna otra parte. 106

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—Tal vez no crea esto, señor, pero muchas veces durante los últimos años, antes que anunciara su retiro y que yo me relacionara más con la oratoria, me imaginé visitándolo allí, siempre preguntándome qué le diría a Bart Manning y todavía más importante, qué consejo tendría para mí Bart Manning. —Vamos a averiguarlo. ¿A las once está bien? Cuando llegues allí, encontrarás cerrada la vieja puerta metálica de la calle. Toca el timbre y bajaré para que entres. —¿Señor Manning? —¿Sí?

—Muchas, muchas gracias. —¡Eres más que bienvenido, campeón! Me da mucho gusto que me hayas llamado.

Había llamado por teléfono a Grace desde el Omni, la mañana que volamos a casa, para darle la mala noticia de que había fracasado en mi búsqueda de talentos. Sugerí que permaneciera en casa unos días, hasta que yo decidiera cuál sería mi siguiente paso, por lo que estaba solo cuando Patrick Donne tocó el timbre. Me apresuré a bajar, abrí la vieja puerta y lo dejé entrar. No estoy seguro de quién estuvo más feliz de ver al otro, pero el apretón de manos rápidamente se convirtió en un abrazo afectuoso, antes que Patrick me siguiera por los angostos escalones. Se detuvo cuando lo pasé a la pequeña oficina de Grace y observó nuestra pared de fotografías, detrás del escritorio. —Ese es Eric Champion, ¿no es así? —preguntó en voz baja y señaló—. Tengo un viejo disco de larga duración de un discurso que pronunció durante el Congreso de Seguridad Nacional en Chicago, a finales de la década de los años sesenta. ¡Estuvo maravilloso! 107

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Señaló otra fotografía más pequeña. —¿El general Goldfarb? —Sí. —He leído algunos de sus discursos, incluso en el papel, sus palabras cobran vida. También reconozco a ese hombre —exclamó con orgullo—. Blandy. Jugó primera base para los Medias Rojas de Boston. ¡El Salón de la Fama! ¡Ha representado en verdad a algunos de los grandes, señor Manning! —Sí, los representé... y extraño a todos. Pasa a mi oficina y, por favor, no más "señor Manning". Llámame Bart y no me sentiré tan anciano cuando esté cerca de ti. ¿Cuántos años tienes, a propósito? —Tenía treinta y dos hace una semana. —Se supone que esa fue una edad muy fructífera y productiva en la vida de un hombre. Jesús hizo sus obras más importantes a la edad de treinta y dos años. Donne asistió y fijó la mirada en sus manos. —Sin embargo, lo crucificaron. No supe qué decir. Donne se apoyó en la vieja silla que estaba junto a mi escritorio. —Es muy poco común, Bart. Eres la segunda persona que en menos de una hora me habla de Jesús. —¿Qué quieres decir? —Como sabes, el Plaza se encuentra directamente frente al Parque Central. Después de hablar contigo, me sentí demasiado inquieto para permanecer en la habitación del hotel, por lo que di una larga caminata por el parque. Poco antes de las diez y media, salí de todo ese follaje, pasé la estatua de Bolívar, según creo, y di vuelta a la izquierda, hacia la Quinta Avenida, donde planeaba tomar un taxi para venir hasta aquí. De pronto, esa persona con apariencia extraña empezó a señalarme directamente, sacudiendo su vieja Biblia y gritando con voz ron-

ca: "¡Usted, usted., hoy es su día! ¡La vida cambiará para usted hoy. Recuerde las palabras de Jesús en la montaña, cuando dijo: 'Pide y se te dará; busca y encontrarás; llama a la puerta y te la abrirán'". Continuó señalándome y gritando: "Usted, hoy es su día. ¡Pida, busque, llame!", hasta que finalmente, escapé en un taxi en la Quinta Avenida. ¡Extraño! Casi atemorizante escuchar esas palabras particulares antes de venir a reunirme contigo. —Pat, ¿eres un hombre religioso? —No, en realidad, lamento decirlo. Una vez al mes, en promedio, asisto a los servicios dominicales en una iglesia de la comunidad, en Red Lodge, allá en casa. Trato de vivir de acuerdo a los Mandamientos, pero no... no soy un hombre religioso, si es lo que te preguntas. —Dime, ¿esa persona que te aconsejó a gritos en la esquina de Parque Central Sur y la Quinta Avenida, estaba en una silla de ruedas? Donne frunció el ceño e inclinó la cabeza. —Sí. ¿Conoces a ese hombre? —No, pero tuve un encuentro similar con él una mañana, cuando corría a casa desde el parque, hace un par de meses. No lo he visto desde entonces, a pesar de que tomo la misma ruta a casa todos los días. No hice más comentarios sobre mi curiosa confrontación. —Hiciste un gran acto de desaparición después de tu impresionante discurso en el Omni —comenté—. Puse a todos a buscarte, con excepción del FBI. —Ojalá lo hubiera sabido —sonrió—. Cuando salí por esas puertas, me dirigí directamente al vestíbulo, crucé la puerta principal, tomé en taxi y le pedí que me llevara al Monumento a Lincoln. Debido a lo avanzada que estaba la noche, estoy seguro que el taxista pensó que llevaba a bordo a un loco. Cuando le pagué, le pedí que regresara a recogerme en el mismo sitio exactamente en dos ho-

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ras. En seguida, le di cincuenta de propina. Encontré una banca colocada en la forma adecuada para que pudiera sentarme y mirar directamente la obra maestra de mármol de Lincoln, iluminada de tal manera que la piedra parecía brillar. Antes de mi prolongada y solitaria sesión en la banca, subí el tramo largo de escalones de mármol, hasta que el gran hombre quedó directamente arriba de mí. En la pared interior izquierda del monumento, tallado en piedra, está el Discurso de Gettysburg, palabras que significaron mucho para mí desde que estuve en el primer grado. Bart, en aquel tiempo, mi amada madre trabajó conmigo durante días, hasta que memoricé las palabras de ese discurso inmortal. En el cumpleaños dé Lincoln, aquel año, mi madre me animó para que le dijera a mi maestra de primer grado que podía recitar el Discurso de Gettysburg de Lincoln y, por lo tanto, naturalmente, me pidió que lo recitara frente a mi clase. Aplaudieron. ¡Aplaudieron en verdad! Antes que terminara el día, la señorita Wray me llevó a todos los demás salones de clases en nuestra escuela y en cada salón, para gran sorpresa mía, los niños vitorearon y aplaudieron, incluso los del sexto grado. Supongo que eso encendió la flama y el sueño. Cuando me encontraba de pie en el m o n u m e n t o , tan cerca de esa enorme estatua, me volví hacia la pared interior izquierda, bañada p o r una luz cálida. Permanecí de pie allí, solo, recordando lo orgullosa que se sintió mi mamá y leí las palabras en voz alta, con las lágrimas rodando por mis mejillas. En seguida, bajé las escaleras hasta la banca que había encontrado y me senté allí, acompañado por todos mis recuerdos, esforzándome mucho para poner en perspectiva todo lo que me había sucedido. —¿Y lo hiciste?

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—Eso creo. Bart, te necesito. Me gustaría ser un gran orador, un verdadero orador persuasivo y necesito tu ayuda para hacer que mi sueño se convierta en realidad. ¿Serás mi agente?

—Me sentiré muy honrado de representarte, Pat. Por lo q u e he visto y escuchado, tu potencial es ilimitado. Creo q u e podríamos trabajar muy bien juntos y lo que más me agrada es que también te aprecio como persona, no sólo como un producto que venderé. Sin embargo, algunos de mis términos son bastante rígidos y, tal vez, después de escucharlos, no estés tan ansioso por tener a Bart Manning como representante. —¿Por ejemplo...? —Mi comisión es el veinticinco p o r ciento de los honorarios de orador q u e cobramos a los clientes por tu actuación. El cliente que te contrata asume todos los cargos relacionados con tu transportación a y de los aeropuertos, la cuenta del hotel y las comidas. No obstante, tu reservas tus propios vuelos y nos reportas el costo. Nosotros facturaremos al cliente, cobraremos y te enviaremos la cantidad total. Todos tus vuelos serán en primera clase. Si no pagan un boleto de viaje redondo en primera clase, no vas, ¿de acuerdo? Únicamente sonrió y asintió. —¿Cuánto cobras en la actualidad por tu discurso motivador típico de una hora? —La cantidad siempre es negociable, Bart, d e p e n diendo de la organización. Por lo general, es entre uno y tres mil. —Patrick Donne, ahora eres el campeón mundial y los honorarios son de diez mil... no negociables. Cerró los ojos un momento. —¡Dios! -—suspiró. Me miró directamente—. ¿Te importaría si continúo con algunos asuntos de caridad para recaudar fondos, sin cobrar, como siempre lo he hecho? —No hay problema. Debes comprender que cuando firmemos nuestro contrato, seré tu representante exclusivo. Por supuesto, de acuerdo a los términos del contrato, como verás, cada uno de nosotros tiene libertad para can-

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celar el contrato con un aviso por escrito de treinta días, sin motivo necesario, pero mientras esté vigente, yo me encargaré de la contratación de todos tus discursos. Podría dividir mi comisión con otra agencia, si se ponen en contacto conmigo para contratarte para u n o de sus clientes, pero con excepción dé eso, en todas las contrataciones sólo tomaremos parte tú, yo y el cliente. ¿De acuerdo? No hay problema con eso. ¿Cuándo empezamos? —Eso demanda mucho de ti. ¿Cuántos futuros discursos tienes contratados hasta hoy? —Creo que seis. El último es en octubre de este año. —Entonces, eso no será muy difícil. ¿De casualidad tienes contigo parte de tu material publicitario? —Utilizo el material publicitario, Bart, pero todo está en Montana. Regresaré a casa en un par de días... —Envíame una docena aproximadamente. Tengo un grupo de publicidad y promoción muy talentoso, aquí en la ciudad, que hace un trabajo mucho mejor que el q u e anteriormente hacía para mi gente. ¿Tienes fotografías en brillo? —Tengo una buena de ocho por diez, entre el material publicitario, y es bastante reciente, pero si a ti o a tu gente no le gusta, conseguiremos más. —Fabuloso. Cuando nos c o n o c i m o s en el bar, en Garden Court, comentaste a mi amigo, Jay Bridges, y a mí, sobre un rancho de ganado que tenías y vendiste. —Se lo v e n d í a mi capataz, c u a n d o los discursos empezaron a multiplicarse. En realidad, nunca disfruté las mil y una tareas de un rancho y cuando murió papá, lo hubiera vendido, pero había sido el hogar de mi madre desde que se casaron y no tuve corazón para pedirle que viviera en otra parte. Por lo tanto, lo conservé hasta que la perdí, hace cuatro años. Cuando los discursos aumentaron en n ú m e r o y tuve oportunidad de vender el rancho, lo hice. Conservé cinco acres y una pequeña cabana de tres

habitaciones, que es una combinación de casa y oficina. Me encargué de mi correspondencia, papeleo y contabilidad, lo cual disfruté desde el principio. Todavía lo disfruto. Con seguridad, estoy listo para graduarme con tu ayuda en "lo selecto". —¿Qué hay sobre ese avión tuyo? —sonreí. —¿Mi Beechcraft? Volar fue alguna vez mi mayor pasión, p e r o ya me aburrió. Es p r o b a b l e q u e v e n d a ese avión si recibo una oferta adecuada. Está en un hangar p r i v a d o , en un p e q u e ñ o a e r o p u e r t o en las afueras de Billings. —Pat, hay algo más que tengo q u e preguntar para conocernos mejor. Eres un hombre alto y guapo, pero no he escuchado mencionar a ninguna señora Donne. ¿Por qué? —¿Quieres saber si soy... homosexual? —No... no. Sólo me preguntaba. —Hace once años, estuve comprometido con la joven más hermosa de Montana. La perdí. —Lo lamento. Perdóname. —La perdí, pero no de la manera en que piensas. Me amaba, pero también amaba a su iglesia y supongo que cuando llegó el momento de decidir, no tuve mucha oportunidad al competir contra Dios. La joven a la que tanto amé ha sido monja desde hace mucho tiempo. Nos mantenemos en contacto. Ella da clases en tercer grado en una escuela parroquial, en San Francisco. Intercambiamos regalos de Navidad y cumpleaños, así como mucha correspondencia. No he encontrado a nadie a quien pueda amar y a d o r a r tanto c o m o amé a Jean Foley, p e r o c o n t i n ú o buscando. —Estoy seguro de que un hombre alto y guapo como tú no tiene mucho problema para conseguir citas. Sonrió con timidez y negó con la cabeza. —Algún día encontraré a esa dama especial.

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Le entregué una tarjeta de archivo grande. —Escribe aquí tu dirección y número telefónico y cuando el contrato esté redactado, Grace te lo enviará por correo. Mientras tanto, tan pronto como recibamos tu material publicitario empezaremos a trabajar en el nuevo, recalcando el hecho de que ahora eres el Campeón Mundial Oficial del Podio. Enviaremos correspondencia a todos mis viejos amigos, los programadores de eventos, y todo estará en marcha antes de que te enteres. Cuando llegues a casa, envíame las fechas exactas de tus seis discursos programados y el nombre de los sitios donde los pronunciarás. Si tenemos suerte y la oportunidad, firmaremos contratos para ti con ellos. Algo más... estoy casi seguro de que podríamos colocarte en algunos programas nacionales, considerando que ya has sido elogiado por Rather, Jennings y Tbe New York Times. ¿Tienes alguna objeción de volar hasta aquí una o dos veces, si logramos colocarte en algunos programas el próximo mes o el siguiente? Eso podría generar cierta acción y facilitar mi trabajo.

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—Pat, no lo dudo. Eras mi única oportunidad. No estoy seguro si comprendes que puedes ser una fuerza poderosa para el bien en este país y en este tiempo tan extraño de nuestra historia, cuando todos parecen atemorizados y preocupados, mientras se esfuerzan para no ahogarse en un mar de miseria, temor, inseguridad y caos. Parece que el mundo se convertirá en un infierno, Pat. Necesitan escuchar tu voz, tus palabras, tu inspiración. Estaré en contacto... pronto. Donne miró su reloj. —Veamos, tengo una hora antes de mi cita con la gente de Ted & Margaret's. Creo que haré lo que le he estado prometiendo a Jean que haría cada vez que viniera a la Ciudad de Nueva York. Voy a visitar la Catedral de San Patricio. Nunca he estado allí, pero éste es el momento perfecto. Sólo deseo dar gracias a Dios por reunimos y no se me ocurre un lugar mejor para hacerlo.

—Tú encárgate de la contratación... y yo daré los discursos. No sé cuánto tiempo más Blessings seguirá siendo mi hogar base. He estado enamorado de esa ciudad desde hace mucho tiempo, a pesar de todos sus problemas y de que soy un hombre de campo. Podría sorprenderte en algún momento e informarte que me convertiré en un neoyorquino. —-¡Fabuloso! Eso facilitaría mucho más mi trabajo, especialmente, para promoverte aquí en los medios de comunicación nacionales como lo mejor de lo mejor. Si puedo ayudarte de alguna forma en eso, sólo avísame. El hombre joven se puso de pie y extendió la mano. —Gracias por la gran oportunidad —dijo—. He soñado con esto durante mucho tiempo. No lo lamentarás, te daré todo lo que tengo. 114

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mesa- -. Por favor, dime por qué desperdicias nuestras noches preciosas sudando sobre el material promocional, cuando tal vez hay quinientas agencias publicitarias a unas manzanas de aquí, que probablemente con gusto harían todo eso por ti... y es muy posible... si me perdonas... que lo hicieran mejor. ¿Quién eres, uno de nuestros mejores agentes del país o un escritor de anuncios? Así, a la mañana siguiente, en el escritorio de mi oficina, abrí las páginas amarillas del NYNEX Business to Business, en Agencias de Publicidad. Mary se había equivocado. Había cerca de mil agencias de publicidad en el área de unas manzanas. Confundido por completo, hojeé despacio las quince páginas de listas de agencias, hasta que atrajo mi atención un pequeño anuncio de una columna por dos pulgadas, en cursiva. Dandelion Productions. Las semillas que sembramos producen durante años. Dos décadas de experiencia y resultados comprobados en todo, desde correspondencia directa basta promoción de celebridades. Llámenos. Terri y Vic Darnley. 201 E. 50th St., 555-7849. Sólo fue necesaria una reunión con Terri y Vic para convencerme de que deseaba a esas dos personas brillantes en mi equipo. Es imposible calcular cuánto aumentó el número de contrataciones que pude obtener para mi gente, debido al material promocional creativo y atractivo que presentaron. Su consejo sabio respecto al envío de la correspondencia, así como la exposición nacional que organizaron, comenzando con Eric Champion, en programas de comentarios y programas matutinos en cadena, tales como "The Today Show", fueron invaluables. Estoy seguro de que el secreto de su éxito es que los Darnley en verdad se interesan. Se aseguran de conocer personalmente a cada uno de mis oradores, para que al reunimos para discutir las posibilidades de una futura promoción, como por lo general tratamos de hacer todos los viernes, pue118

dan ofrecer, como Vic lo expresó en una ocasión, sugerencias "diseñadas particularmente", porque realmente están familiarizados con la persona que tratamos de vender a los clientes. Cuando llegó por correo el material publicitario de Patrick Donne, de inmediato llamé por teléfono a los Darnley. Terri contestó el teléfono y cuando le expliqué brevemente el propósito de mi llamada, su voz se quebró varias veces. —Bart, es la mejor noticia que he escuchado en años —dijo Terri—. Sospechamos que había algo, cuando nos enteramos de que ustedes dos asistirían a la convención de oradores. ¿En verdad regresas al negocio? —Eso espero, con la ayuda de ustedes dos. ¿Cuándo podemos reunimos para hablar? —Mañana es viernes y los viernes nunca han vuelto a ser lo mismo desde que te retiraste y nuestras reuniones semanales llegaron a su fin. ¿Qué te parece mañana a las diez aquí, como en los viejos tiempos? —¡Allí estaré! Después de recordar nuestros triunfos y derrotas pasados, pasamos la mayor parte de la mañana del viernes discutiendo los diferentes caminos que podríamos tomar para promover mejor a Patrick Donne. Pude notar que Terry y Vic se contagiaron casi de inmediato de mi entusiasmo y, finalmente, tomamos varias decisiones sobre cómo proceder mejor. Acordamos que me pondría en contacto con viejos amigos o programadores de eventos o que lanzaríamos a Patrick Donne de alguna manera, hasta que el nuevo material publicitario estuviera preparado y se enviara por correo. También, los Darnley insistieron en que necesitábamos fotografías de Patrick mucho más sensacionales que la que él había utilizado en su publicidad. Señalé con impaciencia las piezas del material publicitario de Donne que se encontraban esparcidas sobre el escritorio de Vic. 119

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—Espero que todo esto no tome demasiado tiempo. Debemos enviarle por correo su contrato dentro de un par de días. —Bart, estás muy trabajador porque tuviste unas vacaciones muy prolongadas -—Vic sonrió—. ¿Y si lo llamamos hoy por teléfono y le pedimos que regrese a la gran ciudad por un par de días, para tomar fotografías y reunirse con nosotros? Me gustaría que el Estudio Matteo, en Lexington, tome las fotografías. En los últimos diez años únicamente hemos trabajado con Matt, para toda tu gente, así como para la mayoría de nuestros otros clientes. Es un verdadero artista. Le pediremos a tu orador que traiga un par de sus mejores trajes, si los tiene. —No permitan que los engañe el hecho de que él es de Montana —sonreí—. Los tiene. En realidad, apuesto a que sus pantalones de mezclilla fueron hechos por un sastre. Terri sacudió la cabeza maravillada. —Bart, no creo poder recordar cuándo te escuché tan entusiasta al hablar de un orador. ¿Acaso no estás creando a este hombre en tu mente, sólo porque deseas mucho regresar al negocio? —¡Claro que no! Si hubieran estado conmigo en la convención, comprenderían. Hasta que vi y escuché a este hombre, todos los demás que aparecieron allí en el escenario, incluyendo a varios de los llamados profesionales de primera, no fueron aprobados en mi hoja de calificaciones. Vic frunció el ceño al mirar parte del material publicitario que estaba sobre su escritorio. —Cuando venga, Bart, y mientras más pronto mejor, también nos gustaría tener una reunión prolongada con él, para poder conocerlo a fondo. Parece que todos sus clientes son compañías pequeñas en el Noroeste. Aquí no hay mucho para impresionar al programador de un evento 120

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de Fortune 500, por lo que necesitaremos encontrar uno o dos puntos que podamos utilizar. ¿De acuerdo? —Por supuesto. Podrían pedirle que trajera ese sorprendente trofeo de cristal Waterford que recibió como Campeón Mundial del Podio. Podría servir para algunas fotografías impresionantes. También, en caso de que haya olvidado decirlo hasta ahora, ustedes dos tienen un presupuesto sin límite en este caso. Hagan todo lo que sientan que es necesario. Terri apuntó su dedo índice hacia mí. —Lo lamentarás. Yo también moví el dedo de igual manera. —Nunca lo he lamentado hasta ahora. No olviden recordarle a Donne que el tiempo es esencial. Mientras más pronto venga al Este, muestre su encanto ante la cámara y los conozca a ustedes dos, más pronto podrán preparar su nuevo material publicitario. Una vez que tengamos todo eso, podremos empezar a enviar la correspondencia y, poco después, haré por teléfono las llamadas consecutivas. Terri llamó por teléfono a nuestro apartamento esa tarde, cuando Mary y yo mirábamos el noticiero de las once. Se había puesto en contacto con Pat en su primer intento. —Ese hombre tiene una voz magnífica, Bart —exclamó ella—, y no tuve que esforzarme para convencerlo de la urgencia de nuestro proyecto. Lo único que dijo fue que si el señor Manning lo necesitaba, estaría aquí. Dijo que vendría a Nueva York el próximo lunes por la tarde y que estaría en nuestra oficina el martes, a las nueve. ¿No es maravilloso? Eso me dará todo el lunes para ponerme en contacto con Matt y programar la sesión fotográfica de Donne para el miércoles. El martes, él, Vic y yo tendremos nuestra charla prolongada para conocernos. Espero que no te importe, pues le pregunté si estaba de acuerdo en 121

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que estuvieras presente y respondió que le encantaría. Te envía sus mejores deseos y quiere que sepas que ansia empezar. Le dije que le enviaríamos el costo del boleto de avión y las tarifas de los taxis, así como que tiene reservada una habitación en The Península, cargada a tu cuenta, ¿de acuerdo? ¿Cómo lo hice? —¿Sabe Vic que es un hombre con suerte? —Lo dudo. Por favor, recuérdaselo la próxima vez que hablen. El sábado llamé por teléfono a la sorprendida Grace y le pedí de favor que se presentara el lunes, para que pudiéramos terminar de reunir toda la lista de correspondencia de prospectos corporativos en la que ella había estado trabajado diligentemente cuando la llamé desde el Omni, con la mala noticia de que mi misión de búsqueda había fracasado en la convención y que no teníamos oradores que promover. Fue entonces cuando la llamada telefónica de Pat cambió todo. El lunes, trabajamos juntos durante quizá dos horas, antes que Grace se volviera hacia mí pacientemente. —Bart, puedo atender esto, como siempre lo hice en el pasado —dijo Grace—. ¿Por qué no te vas a casa y descansas? Necesitarás toda tu energía cuando tengamos el nuevo material publicitario y empieces a llamar por teléfono y a localizar a todos tus amigos planeadores de reuniones. El martes, a propósito retrasé treinta minutos mi llegada a la oficina de los Darnley, para que Terri, Vic y Pat pudieran conocerse un poco y hablar con libertad, sin que mi presencia impidiera las cosas. En apariencia, la estrategia funcionó bien. Cuando me llevaron a la pequeña sala de juntas de Dandelion Productions, acogedora y con paredes de madera, donde a través de los años había pasado tantas horas productivas en compañía de Terri y Vic, todos los rostros estaban sonrientes.

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Después de estrechar las manos de Vic y de Pat y de besar la mejilla de Terri, mentí al decir: —Lamento llegar tarde. Mi corredor me llamó por teléfono esta mañana para decirme que necesitaba mi autógrafo en algunos papeles y eso me tomó más tiempo del planeado. Pat, ¿cómo está tu habitación en The Península? —¡La habitación está espléndida y todo el hotel es magnífico! Además, descubrí su spa de tres niveles, en el último piso del hotel. Una manera difícil de vivir —sonrió. Me volví hacia Terri y Vic. —¿Qué opinan ustedes dos sobre este hombre? ¿Podremos venderlo al mundo? Patrick Donne vestía una chaqueta ligera de lino con corte suelto, sobre una playera negra. Sonrió y encogió defensivamente los hombros anchos, en espera de la respuesta. —Sí, creo que podrás conseguir un contrato para este vaquero, si no eres demasiado exigente —comentó Terri. —En serio, Bart, por lo que Pat acaba de decirnos, parece que los comerciales nacionales de Ted & Margaret's harán gran parte del trabajo base para nosotros —opinó Vic—. Pat, dile lo que planean para el comercial inicial, que transmitirán en todo el país durante al menos un mes. Pat sonrió con timidez y sacudió la cabeza. —Según tengo entendido, el primer comercial se iniciará con una fanfarria fuerte de trompeta, mientras la cámara enfoca el Partenón y después el Coliseo, en Roma. En seguida, el Independence Hall de Filadelfia y, por último, el Monumento a Lincoln, mientras una voz de barítono dice: "El mundo ha conocido a muchos oradores en el pasado, como Demóstenes, Cicerón, Patrick Henry y Lincoln". Entonces, Bart, y no creerás esto, puesto que sabes dónde desaparecí después de ganar el concurso de oratoria en Washington, cuando la cámara enfoca despacio 123

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el Monumento a Lincoln, la voz dice: "Nuestro siglo, al acercarse a su fin, ha producido un orador persuasivo que iguala a cualquiera de los anteriores". Mientras pronuncian las palabras, saldré desde detrás de la estatua de Lincoln y bajaré despacio los escalones del monumento, sonriendo y saludando, mientras la voz dice: "¡Damas y caballeros, conozcan a Patrick Donne, el Campeón Mundial del Podio!" Al tiempo que la cámara toma de cerca la cabeza y hombros, yo haré un comercial de quince segundos diciendo a los televidentes lo orgulloso que me siento al hablar sobre los fabulosos platillos de Ted & Margaret's y sugeriré una cena específica, que será seleccionada por el personal de mercadotecnia. El comercial termina cuando la cámara hace una toma alta y posterior y vemos una vista aérea de Washington. Me informaron que haré mi parte en el m o n u m e n t o el próximo miércoles y q u e planean presentar el comercial terminado en "60 Minutos" y en "Buenos Días América", dentro de cuatro semanas. Vic se volvió hacia mí y sonrió. Levantó las dos manos más arriba de la cabeza. —¿Quién podría pedir más? Dime, Bart, ¿ya decidieron los honorarios que cobrarán por las presentaciones de Pat? —Diez mil. Firme. —¡No es suficiente! No, si consideras lo q u e están cobrando en la actualidad algunos de los llamados oradores "célebres". Por supuesto, todavía no escuchamos hablar a Pat, pero... Donne interrumpió. —¿Quieren escucharme hablar? —¡Nos encantaría! —En una semana a partir de este sábado, pronunciaré un discurso de inauguración para la Asociación de Corredores de Bienes Raíces de Nevada, en su cena anual de 124

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premios, en el Caesars Palace, en Las Vegas. Si ustedes dos desean ir, me encargaré de los boletos. —Ha pasado demasiado tiempo desde que contendí con esas encantadoras y brillantes máquinas tragamonedas —Terri suspiró. —Al menos diez años —dijo Vic, con la misma añoranza—. No me importaría pasar de n u e v o unas horas ante la ruleta. ¡Vamos, Terri! El trabajo puede esperar. Volaremos a las Vegas el viernes y permaneceremos allí tres o cuatro días o hasta que quebremos: no cargaremos a cuenta de Bart ninguna parte del viaje. ¿No somos agradables? Llamaremos a Nancy a Welcome Aboard y lo arreglaremos mañana. Terri se puso de pie de un salto, entusiasmada, empujó hacia atrás su silla hasta que cayó con un ruido, corrió hacia donde Pat estaba sentado, lo abrazó y depositó un beso estrepitoso en su mejilla. —Gracias, mi nuevo amigo especial —gritó ella—. ¡Acabas de hacer un milagro! ¡Mi marido saldrá de esta oficina durante unos días, con su esposa, y se divertirá! ¡Diversión! ¡Gracias... gracias! —Fabuloso —respondió Pat—. Volaré a Las Vegas el viernes, después de hacer mi parte en el Monumento a Lincoln el miércoles, por lo que tendré tiempo suficiente para reservar los boletos para ustedes para la cena del sábado por la noche. Y ahora que hablo de cenas —miró a cada uno de nosotros—, ¿quieren hacerme el honor de ser mis invitados a cenar esta noche, en The Península? C o m p r e n d o que los invito con poca anticipación, pero necesitamos festejar para conmemorar esta nueva alianza. Bart, por supuesto que la invitación también incluye a tu esposa. Ansio conocerla. Como es probable q u e todos ustedes sepan, el hotel tiene un restaurante encantador, el Adrienne, y la comida es exquisita. ¿A las ocho, esta noche? 125

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Los tonos suaves de rosa salmón del Adrienne, que brillaban bajo la luz cálida de elegantes candelabros de pared colocados cuidadosamente alrededor del restaurante, servían como un marco ideal para nuestra cena de celebración. Como esperaba, Patrick Donne fue el anfitrión perfecto. Después de brindar con cada uno de nosotros y pronunciar algunas palabras amables, Pat hizo una pausa y se volvió hacia mí, sosteniendo todavía en alto su copa de champaña. —Bart, hemos pronunciado la palabra "orador persuasivo" durante los últimos días, pero creo que el señor Longfellow, en sus "Cuentos de una posada a la orilla del camino", describió mejor a esa persona. No he recitado poesía en público desde la escuela primaria, pero lo haré ahora... "Cuando terminó, una especie de fascinación Dominó a los oyentes silenciosos. Su manera solemne y sus palabras Habían hecho vibrar las cuerdas profundas y misteriosas, Q u e vibran de igual manera en cada corazón humano." Fue en verdad una noche relajada y maravillosa. Ya pasada la media noche, Mary y yo al fin llegamos a casa. —Cariño, ¿qué opinas de ese hombre? —pregunté, mientras nos desvestíamos. —Bart, resulta tan impresionante y encantador en persona, como en el escenario. Posee un magnetismo especial, lo rodea una especie de aura que resulta difícil de explicar. Es agradable y atractivo y, a pesar de eso, noté que bajé la voz un par de veces, cuando respondí sus preguntas... como lo haría un niño al hablar con un adulto que representa autoridad. Con ese rostro hermoso y con

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la barba, me recuerda a algunos personajes de las pinturas religiosas de nuestra iglesia, cuando yo era pequeña. Da impresión de que tuviera un halo. —Mary, ¿qué dices? —Bart, lo lamento. En realidad, no estoy segura de lo q u e digo. Vic llamó p o r teléfono a n u e s t r o a p a r t a m e n t o el miércoles por la noche, para reportar que la sesión fotográfica había sido un gran éxito. —Bart, él llevó cuatro trajes hechos a la medida, cuatro camisas diferentes, una docena de corbatas de seda y tres pares de Ferragamos. Matt estaba en verdad impresionado y estoy segura de que podremos usar muchas fotografías estupendas. Después que Pat se despidió y regresó a The Península para registrar su salida, Matt nos dijo que es probable que Patrick Donne tuviera una vida muy confortable modelando ropa, si no triunfara como orador. ¿No es eso algo? De cualquier manera, Terri y yo empezaremos a trabajar con algunas ideas promocionales y te llamaremos cuando tengamos en la mano las fotografías. Por supuesto, veremos actuar en persona al hombre el sábado, en Caesars. Después, empezaremos realmente a trabajar. Mary y yo permanecimos levantados el sábado por la noche, casi hasta las dos de la mañana del domingo, mirando Barbarians at the Gate, en HBO, con la esperanza de q u e Terri o Vic nos llamaran por teléfono desde las Vegas, con sus comentarios sobre la actuación de Pat. No tuvimos suerte. Ambos desayunábamos tarde hot cakes y salchichas, cuando el teléfono sonó al fin el domingo. —Bart —dijo Vic—, Terri está en la otra línea, en el dormitorio, para que los dos p o d a m o s hablar contigo. Vimos a nuestro hombre... —... y... y... ¡dímelo, por amor de Dios! —exclamé. Escuché la voz suave de Terri.

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—¡Bart, él es absolutamente fantástico! ¡Nunca he escuchado a un orador mejor y eso incluye a tu Eric Champion en su mejor momento! Tenía a la multitud en la palma de la mano, desde el principio hasta el final, y eso es difícil de lograr con todas las distracciones q u e hay en cualquier hotel de Las Vegas. Esos honorarios de diez mil dólares que planeas cobrar... -¿Sí? —¡Ambos pensamos que deberías duplicarlos! —¿Veinte mil? ¿Están locos? —No, pensamos que debes duplicarlos y ofrecer una garantía de que nadie que ha tenido la responsabilidad de planear una convención o una reunión de negocios ha escuchado anteriormente. —Escucho... —Diles que si contratan a Patrick Donne por veinte mil y no quedan completamente satisfechos, devolverás todo el dinero, incluyendo los gastos que hayas cobrado, siempre que te lo notifiquen dentro de treinta días a partir de la fecha del discurso. Incluiremos un certificado de garantía muy especial que confirme todo eso, en tu paquete de promoción. —¡Nunca ha habido algo como eso en toda la historia de la oratoria! —exclamé despacio, después que logré aclarar mis pensamientos. —¡Bart —respondió Terri—, nunca ha habido un... un... orador persuasivo como Patrick Donne!

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XII

1 -J iez agonizantes días después, al fin me encontraba de nuevo en la sala de juntas de Dandelion Productions, revisando el material promocional de Patrick Donne que incluía un folleto en cuatro colores, carta explicatoria y un sobre de seis por nueve pulgadas sin dirección del remitente, únicamente con mi nombre en letra de imprenta, en la esquina superior izquierda. Terri y Vic se sentaron a la mesa frente a mí, en silencio, observando con detenimiento mientras estudiaba los frutos de su trabajo. Su folleto de cuatro páginas, tal vez la parte más importante de cualquier correspondencia, sin importar lo que se venda o promueva, era tan magnífico como cualquiera de los que habían hecho para mí anteriormente. En la portada de color de ante con marco plateado estaba una imagen del trofeo de cristal Waterford que Donne recibiera al ganar el concurso de campeonato en la convención. Arriba de la fotografía, con sencillas letras romanas negras, se leía la pregunta: "¿Por qué no contratar al mejor del mundo?" En el interior había dos fotografías excelentes de Pat, así como información simple, sin vestigios de publicidad exagerada, describiendo al hombre y sus logros, desde la administración de un enor-

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me rancho de ganado en Montana, hasta ser elogiado por Dan Rather, Peter Jennings y The New York Times, todo en la misma semana. ¡Un sorprendente elogio triple! Al fin miré a mis viejos amigos que estaban al otro lado de la mesa y sonreí. —En verdad se superaron. ¡Es excelente... las fotografías, el texto y el arreglo! Tomé la carta explicatoria que acompañaría al folleto, escrita ostensiblemente por mí a cada programador de eventos, la cual empezaba con el breve anuncio de que había regresado al mundo de la oratoria y apreciaría su consideración para cualquier contratación futura que pudieran tener. La carta pedía a continuación que la persona se tomara un momento para revisar la información adjunta sobre el Campeón Mundial del Podio, a quien ahora tenía el gran honor de representar. —Este párrafo final —comenté con admiración—, es un toque maravilloso... menciona casualmente la garantía de devolución de] dinero, sin darle demasiada importancia. ¿Pueden imaginar a la mayoría de los programadores de eventos leyendo esta carta hasta el final, para después tener una reacción tardía y volver a leer el último párrafo para confirmar lo que acaban de leer? ¡Me encanta! Este Certificado de Garantía que promete devolver todo el dinero, si los directores del evento no quedan complacidos con el trabajo de Donne, parece más auténtico que la mayoría de mis certificados de acciones. —Bart —dijo Vic con tono de mucho alivio—, tenemos diez o doce fotografías más del hombre, que no necesitamos en el material. Llévatelas y si decides que te gustaría utilizar alguna de éstas en tu correspondencia con los programadores de eventos, avísanos y le pediremos a Matt que saque todas las copias que necesites. —Gracias. Vamos a revisar todo. ¿Cuánto tiempo transcurrirá antes que tengamos listo el material impreso para enviar la correspondencia? 130

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—Salvo cualquier falla, tendremos el material terminado y en tu oficina dentro de una semana, a partir de hoy. ¿Cuántas copias necesitarás? —Grace enviará correspondencia a todos los nombres de nuestra lista, por lo que necesitaremos tres mil. El día siguiente al Día del Trabajo llamé por teléfono a Patrick Donne, con la noticia de que temprano ese día habíamos enviado correspondencia a más de dos mil setecientos prospectos y que le enviaría varias copias de todo el material que se envió por correo. —¿Qué es lo siguiente? —preguntó con ansiedad. —Permitiré que transcurra suficiente tiempo para que todos hayan recibido y revisado nuestro paquete, antes de empezar a hacer las llamadas telefónicas subsecuentes, primero a mis viejos amigos que han contratado oradores a través de mí desde hace años y, después, llamaré al resto de la lista, despacio y con seguridad. Pude escuchar que Donne reía. —¿Cuántos viejos amigos, Bart? —Unos doscientos, supongo. ¿Qué has hecho desde que te fuiste de Manhattan? —Pronuncié tres discursos... en Salt Lake City, Boise y Portland. Dos más y estaré sin trabajo, Bart. Sólo bromeaba. Estoy muy orgulloso de que me representes. No p u e d o esperar para empezar mi carrera entre los importantes. Como dicen, es un tiempo de ansiedad. Para evitar enloquecer, mientras espero, he conducido mi Harley por la autopista Beartooth, casi todos los días buenos. Creo que probablemente he hecho media docena de viajes redondos desde Billings hasta el Parque Nacional Yellowstone. Nada mejor que detener esa motocicleta cerca de algunos sitios especiales y pasar un poco de tiempo sentado a la orilla de un lago glacial o caminando por la tundra que está tan tranquila. En ocasiones siento que puedo escuchar que Dios me habla. 131

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—Pat, nunca mencionaste que conduces una motocicleta tan bien como vuelas un Beechcraft. —No hay por qué preocuparse, Bart. Nunca he hecho una tontería con ninguna de las dos máquinas y soy tan consciente que resulto aburrido. Estaré bien. Sólo trataba de m a n t e n e r m e o c u p a d o hasta que me llamaras. Nunca disfruté el permanecer sentado esperando que algo suceda. —Por favor, ten un poco más de paciencia. —La tendré. Todo está bajo control, confía en mí. A propósito, quieres una audiocinta de mi discurso... ¿uno en verdad bueno? Las personas que dirigen esa compañía en Boise, donde hablé, son viejos amigos míos y, por lo tanto, como un favor para mí, llevaron un equipo y grabaron mi discurso. Les desconté algunos dólares de mis honorarios. Tal vez desees hacer copias y enviarlas a los prospectos que no parecen decidir si me contratan o no. Supongo que esa noche hablé bien, porque también yo pienso que esta cinta es excelente. ¿Te la envío? —¡Me encantaría tenerla! —También tengo una cinta maestra que está en un carrete grande, con toda clase de información sobre la cubierta, la cual no comprendo, pero que estoy seguro tú sí comprenderás. —¡Fabuloso! Con eso podremos hacer copias con fidelidad excelente. Llámame cuando recibas el material q u e a c a b o de enviarte y c o m u n í c a m e tu opinión, ¿de acuerdo? Tal vez debí aclarar todo eso contigo antes que continuáramos y lo imprimiéramos, pero no quise perder otra semana y estaba casi seguro de que te gustaría todo. —Estoy seguro de q\ie me gustará. ¿Dices que la correspondencia se envió esta mañana? -—Por primera clase. ¡Toda! —El momento no podría ser mejor, Bart. Es probable que la mayoría la reciban antes de este fin de semana. El 132

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domingo, el primer comercial de Ted & Margaret saldrá al aire en "60 Minutos" y lo repetirán el lunes, miércoles y viernes en "Good Morning, América". ¿Cuándo planeas empezar con nuestras llamadas telefónicas? —El próximo lunes. ¡Deséame suerte! —¡Conquístalos, jefe! No tuve que esperar hasta el lunes. El viernes por la m a ñ a n a , d e s p u é s de q u e regresé de mi carrera diaria, tomé una ducha y me vestí, bebía café en la cocina cuando llamó por teléfono Grace, d e s d e la oficina. Su voz sonó más aguda que de costumbre. —Bart, Harold Titus acaba de llamar. Dijo que su secretaria le llevó la correspondencia esta mañana, incluyendo nuestro paquete promocional, lo cual fue una respuesta para todas sus plegarias. Desea que lo llames tan pronto puedas. ¿Puedes creerlo? Harold Titus era, desde hacía diez años, el planeador principal de reuniones para Latimer Investments, una importante cadena de casas de bolsa en todo el país. Con frecuencia había contratado a mis oradores para sus convenciones nacionales anuales, que siempre se llevaban a cabo en los mejores hoteles con presupuestos aparentemente ilimitados. No recuerdo que Harold haya discutido conmigo los honorarios de un orador. Nos convertimos en b u e n o s amigos a través de los años y como su oficina principal corporativa se encontraba en la cercana Newark, Mary y yo habíamos disfrutado muchas cenas con Harold y su esposa, Arlene, durante varios años. De inmediato m a r q u é el n ú m e r o q u e Grace me dio y p r e g u n t é p o r Harold Titus. —Oficina de Harold Titus —escuché que decía una voz familiar. —Peggy, ¿cómo estás? De inmediato reconoció mi voz.

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—Señor Manning, me da mucho gusto que haya llamado. ¿Cómo está usted? —Muy bien y me da mucho gusto escuchar de nuevo tu voz. ¿Cómo está ese viejo gruñón para quien trabajas? —Un momento, señor, le permitiré que usted mismo lo averigüe. —¿Bart? ¿En verdad eres tú, Bart? Gracias por comunicarte conmigo con tanta rapidez. —¿Cómo estás, Harold... y tu hermosa dama? —Estamos bien. ¿Y Mary? —Fuerte como siempre. Ha pasado mucho tiempo, Harold. —Lo sé y nunca pude aceptar el hecho de que ya no estabas en el negocio. Esta mañana recibí tu grandioso folleto sobre este hombre, Donne, y no sé si me dio más alegría saber que habías regresado al trabajo o pensar que podrías ser la respuesta al problema terrible que tengo. Tu correspondencia no pudo haber llegado en un mejor momento. Fue en verdad una respuesta a mis plegarias desesperadas, como le dije a tu asistente en la oficina. Se llama Grace, ¿no es así? —Sí, se llama Grace. Acaba de llamarme por teléfono. Todavía estoy en casa. Dime cómo puedo ayudarte, viejo amigo. —En primer lugar, mi vanidad insiste en que te informe que este viejo planeador de reuniones ahora tiene un título después de su nombre. Desde hace casi un año he sido Harold Titus, Vicepresidente de Eventos y Convenciones. —¡Qué gran noticia! Se había retrasado mucho, amigo mío. —Bart, me encuentro en un predicamento muy difícil, uno que no creo haber tenido que enfrentar anteriormente. En una semana, a partir de este domingo, el dieciocho de septiembre, Latimer Investments tendrá su convención nacional de cuatro días, en Trump Plaza, Atlantic 134

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City. Esperamos tener una asistencia de alrededor de mil cuatrocientos de nuestros miembros principales y, tal vez, ochocientas esposas, de acuerdo a las últimas cifras de las reservaciones. Alex Shelley, que estoy seguro conoces, era nuestro orador programado para la noche de clausura, el miércoles, pues ha escrito cuatro o cinco libros de efecto devastador, sobre ventas y motivación. Su último libro ha aparecido durante más de un año en la lista del Times de libros fuera de la novelística mejor vendidos. Ayer por la tarde, reventó una llanta del Ferrari del señor Shelley, el coche dio varias vueltas en la Ruta Noventa y Cinco, cerca de Daytona Beach y nuestro famoso autor mundial se encuentra ahora en la cama de un hospital, con las dos piernas y un brazo colgando en el aire. Dime, ¿la programación de tu campeón mundial le permitirá ser nuestro orador principal el próximo miércoles por la noche? A pesar de todos mis años en el negocio, sentí que mi corazón latía con fuerza. ¡Vaya! Traté de hablar con tono de negocios. —Harold, Pat Donne todavía tiene que pronunciar dos discursos que él mismo programó, antes de que yo me haga cargo. No estoy seguro de esas fechas, pero Grace las tiene en la oficina. Investigaré y te llamaré de nuevo. —¡Fabuloso! —¿No quieres conocer sus honorarios? Estoy seguro que notaste que no mencionamos eso en la correspondencia. —Lo sé.... pero leí tu garantía de devolución del dinero. Muy inteligente. Muy bien, ¿cuáles son sus honorarios? —Veinte mil, más el boleto redondo acostumbrado en primera clase, desde su casa en Montana, habitación y comidas, por supuesto. —De acuerdo. No hubo problema con el programa de Pat. De inmediato llamó por teléfono a su agente de viajes y se reportó

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de n u e v o conmigo, para informarme q u e si partía de Billings el miércoles por la mañana, temprano, estaría en el aeropuerto de Atlantic City, en el Vuelo 368 de United, un poco después de las cuatro de la tarde, con suficiente tiempo para prepararse para la gran clausura de la convención. Le dije que hiciera la reservación y que alguna persona de Latimer Investments lo encontraría en el aeropuerto para llevarlo a Trump Plaza. —Bart, ¿todavía corres en el Parque Central todas las mañanas? —me sorprendió con la pregunta. —Por supuesto. —Si voy a la Ciudad de Nueva York la mañana siguiente al discurso, el martes, para atender algunos negocios con la gente de mercadotecnia de Ted & Margaret's, que se preparan para que haga el segundo comercial, ¿podría reunirme contigo para correr en el parque el viernes? —Me encantaría. —-¿A qué hora sales de tu apartamento para iniciar tu carrera matutina? —Habitualmente, cruzó la puerta principal alrededor de las seis y media. —De acuerdo, el viernes por la mañana estaré esperándote con mi traje para correr, afuera de la puerta q u e da hacia Park Avenue. —Tienes una cita, y respecto al discurso... —¿Sí? —¡Mucha suerte! De inmediato llamé por teléfono a Harold, para darle la noticia de que Patrick Donne sería su orador de clausura el miércoles por la noche, en Trump Plaza y pedirle que enviara a alguien al aeropuerto de Atlantic City para que recogiera a Pat un poco después de las cuatro. —Acabas de salvarme, señor Manning. —¡Y tú acabas de hacerme muy feliz, señor Titus!

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F JLj 1 comercial de Ted y Margaret's en "60 Minutos", a pesar de que Pat me había informado sobre su contenido, resultó mucho mejor de lo que esperaba. Raro es el ser humano que no parezca pequeño e insignificante al estar de pie junto a la enorme estatua de Lincoln, en el Monumento a Lincoln, pero cuando Patrick Donne salió de detrás de la obra maestra en mármol b l a n c o de Daniel Chester French, asintiendo y saludando, su presencia poderosa y sonrisa cálida resultaron imponentes, incluso en la televisión. Cuando el comercial terminó, Mary sacudió la cabeza y suspiró maravillada. —¡Nace una estrella! El lunes por la mañana empecé a llamar por teléfono a las personas que aparecían en mi lista de programadores de eventos, con quienes había hecho negocios durante muchos años. Por supuesto, tuve que poner al corriente a cada viejo amigo sobre mis actividades. Tuvieron q u e escucharme explicar por qué decidí regresar a la competencia inexorable y, más tarde, charlamos sobre nuestras esposas y familias, así como sobre el estado de nuestra salud. Sólo después de todos esos preliminares, pude hablar sobre Pat. Durante todo el día, escuché repetidos cumpli-

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dos por nuestro folleto que enviamos por correo y por la impresionante actuación de Pat en ese comercial magnífico. Las convenciones corporativas se planean generalmente entre seis y nueve meses antes, por lo que no me sentí desilusionado con los resultados del primer día. Mi objetivo era simplemente renovar contactos amistosos con aquellas personas en posición de seleccionar a oradores importantes y célebres. La reacción general fue que mis viejos amigos estaban felices p o r q u e yo regresaba y se sentían intrigados respecto a Patrick Donne. La mayoría de ellos me aseguraron que me tendrían en mente cuando se iniciara la planeación para la siguiente convención, ya fuera regional o nacional. Seguí la misma rutina el martes y quizá dediqué un total de seis horas a hablar por teléfono y renovar relaciones con veintiún programadores de eventos, así como a enterarme de que tres de mis viejos amigos habían muerto y dos estaban retirados. El miércoles por la mañana, durante el desayuno, Mary extendió la mano sobre la mesa y la colocó sobre la mía. —¿Qué te preocupa, cariño? Parece que te encuentras a un millón de millas de distancia. —He estado pensando que debí haber ido a Atlantic City para escuchar el discurso de Pat esta noche. Después de todo, es su primer discurso para mí y lo menos que pude haber hecho era estar presente para darle un poco de apoyo moral. Hubiera estado bien... —No lo creo, Bart. Patrick Donne no te necesita cerca, examinándolo. Es un hombre y el que no estés presente en Trump Plaza sólo confirma que tienes una fe total en él. No creo que se sienta desilusionado y estoy segura de que no te fallará. El jueves por la mañana llegué a la oficina con la esperanza de que Harold Titus llamara por teléfono para reportar la actuación de Patrick Donne, como siempre 138

había hecho en el pasado, después de contratar a uno de mis oradores. A pesar de que llegué un poco más temprano que de costumbre, Grace ya estaba ante su escritorio y me saludó con una sonrisa feliz. —Harold Titus no ha cambiado en nada. Ya llamó por teléfono. ¿Te comunico con él? Asentí y entré con rapidez en mi oficina. Levanté el auricular cuando escuché por primera vez el timbre. —Buenos días, Bart. —Harold, buenos días. ¿Cómo resultó todo? Hubo un silencio prolongado. —¿Todavía estás allí, Harold? —pregunté, después de unos veinte segundos. —Estoy aquí, Bart. —¿Hay algún problema? Pareces extraño. —Bueno, amigo mío, todavía trato de recuperarme de lo sucedido anoche. ¡Fue una sesión de clausura que ninguno de los presentes olvidará, lo garantizo! En ese momento, todos los timbres de mi alarma interior sonaban. Evidentemente, algo fuera de lo ordinario tuvo lugar en Trump Plaza la n o c h e anterior y Harold Titus aparentemente todavía se esforzaba por aclararlo en su mente. Traté de parecer casual, aunque interesado. —Habíame sobre eso, Harold. —Como sabes, esperábamos una asistencia récord en esta convención y la tuvimos. El gran salón tenía más de cien mesas para la cena de premiación, q u e siempre se lleva a cabo durante la noche de clausura. La comida estuvo excelente, al igual que la música y el espectáculo que contratamos a través del hotel. El personal del hotel fue de gran ayuda para nosotros durante la convención. Después de bailar un poco sobre una pista muy concurrida y mientras recogían las mesas, Robert Manson, nuestro vicep r e s i d e n t e a cargo de las ventas, subió al escenario y anunció los nombres de los productores principales para

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los primeros seis meses del año. Cada uno recibió una placa enorme y cuando descendieron del escenario, se a c e r c a r o n a nuestra mesa, d o n d e n u e s t r o p r e s i d e n t e , Horace Latimer, les estrechó las manos, les felicitó y abrazó. Después que se entregaron todos los premios, uno de mis asistentes, Chuck Rosen, que fue maestro de ceremonias en un centro nocturno durante años, se acercó al podio e hizo una presentación ante el señor Latimer. —Como sabes, Bart, Horace Latimer tiene la apariencia que d e b e tener un presidente. Es alto, tiene b u e n a postura, facciones bien marcadas en un rostro bronceado y cabello plateado. Cuando todos los asistentes se pusieron de pie para rendir h o n o r e s a nuestro jefe con una ovación, él caminó hacia el lado izquierdo del escenario y subió despacio los escalones, sonriendo y asintiendo ante la multitud. Dio las gracias y nos habló durante quince minutos. Nos dijo que se sentía muy orgulloso de lo que habíamos logrado durante la primera mitad del a ñ o , a pesar de la economía difícil y que estaba completamente seguro de que lo haríamos igualmente bien o mejor durante el segundo semestre. En seguida, sacó de su bolsillo interior una hoja de papel doblada y presentó a Patrick Donne. Leyó perfectamente la presentación, palabra por palabra, como solicitaste. Esperó que Donne llegara hasta el podio, desde la mesa uno, extendió la mano y dijo: "Señor Donne, lo vi en ese comercial con su amigo, el señor Lincoln. ¡Ambos tenían una apariencia magnífica!" En seguida, Bart, tu hombre esperó que los aplausos cesaran, sin soltar la mano de Latimer, sobre la cual dio golpecitos, antes de responder: "Gracias, señor. ¡Al conocer todo lo que ha logrado en su vida, me siento ante la presencia de la grandeza esta noche! —¡Ese es mi hombre! —Por supuesto, Bart, eso produjo otra ovación de pie y vítores fuertes. D o n n e e s p e r ó con calma ante el

micrófono, hasta q u e el público se sentó de n u e v o y Latimer regresó a su lugar en la mesa uno, con su silla de frente hacia Donne y el escenario. —¿Cómo resultó el discurso, Harold? —me escuché preguntar, pues la paciencia nunca ha sido una de mis virtudes. —El discurso estuvo fabuloso. Tu hombre es tan bueno como dijiste que era. El salón q u e d ó muy pronto en silencio y esa ha sido siempre mi manera de medir si un orador tiene o no éxito. Donne estuvo magnífico, dramático, interesante, humorístico e hipnotizante. Nuestra gente q u e d ó fascinada. Recuerdo que Latimer se volvió en su asiento cuando D o n n e había hablado durante cuarenta minutos, asintió en mi dirección y levantó el pulgar derecho. Era evidente que nuestro presidente se sentía complacido, al igual que yo. Entonces sucedió algo terrible... Contuve la respiración. —Algo atemorizante, Bart. Al igual que todos los demás en el salón, las personas que estaban en nuestra mesa se encontraban concentradas en Donne y su mensaje, por lo que el primer indicio de que algo estaba mal lo dio el mismo Donne. Como todos los buenos oradores, volvía la cabeza constantemente de un lado al otro del salón, haciendo contacto visual con todas las personas del público que podía. De pronto dejó de hablar a mitad de una frase y se inclinó hacia adelante para mirar al señor Latimer, quien inclinó hacia atrás la cabeza, al tiempo que oprimía su p e c h o con las dos manos. Antes q u e cualquiera de nosotros pudiera actuar, Donne bajó de un salto del alto escenario, cayó cerca del señor Latimer, quien ahora tenía los ojos cerrados y el rostro cubierto con gotas de sudor. Se quejaba con voz suave. —Recuerdo que su esposa gritó: "¡Dios mío! ¡Horace sufre un ataque cardíaco!"

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—¡Alguien llamó a los servicios de emergencia... y nos enviaron una ambulancia! Donne gritó al arrodillarse cerca de Latimer, lo levantó de la silla y lo colocó con suavidad sobre el piso alfombrado. Todos empezaban a rodearnos, por lo que los hombres que ocupaban nuestra mesa se encargaron de mantener alejada a la gente. Observé a Donne cuando secó con su pañuelo el rostro del jefe. Empezó a acariciarle la frente y mejillas. Creo que yo era el único que estaba lo bastante cerca para escucharlo cuando dijo con voz suave: "Dios, sánalo, por favor. Dios, ayúdalo a respirar, por favor. Dios, ayúdalo a ver, por favor. Un corazón sano es la vida de la carne". Continuó repitiendo las mismas palabras una y otra vez, al tiempo que colocaba las palmas de las manos sobre las mejillas de Latimer. Pronto, Bart, los ojos del jefe se abrieron despacio y su respiración entrecortada y lenta empezó a cambiar. Fue sorprendente observar eso. El señor Latimer intentó levantarse apoyándose en los codos, pero Donne no se lo permitió. El jefe se recostó en la alfombra y lo escuché decir con voz ronca: "No creo que esto fuera parte de nuestro programa". —Pues bien, Bart, la ambulancia llegó con bastante rapidez y se llevó al señor Latimer. Finalmente, todos salieron del salón en un estado de shock. Los pocos de nosotros que vimos de cerca en acción a Patrick Donne, no supimos qué decirle al hombre, además de expresar nuestro agradecimiento profundo. Ninguno de nosotros comprendió lo que hizo para que nuestro jefe se recuperara de lo que parecía ser un viaje a la tumba, aunque todos comprendimos que no era el procedimiento habitual para una resucitación cardiopulmonar. Aquellos que observaron desde las mesas cercanas se alejaron diciéndose mutuamente que habían sido testigos de un milagro y se preguntaban: "¿Quién es ese hombre?"

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—¿Cómo está el señor Latimer esta mañana? ¿Tienes noticias, Harold? —Por supuesto, viejo amigo. Ya salió de terapia intensiva y grita mucho para que lo den de alta. Ninguna de las pruebas que le hicieron en el hospital, incluyendo un electrocardiograma, hace apenas una hora, indican que Horace Latimer haya sufrido anoche alguna clase de acceso, ataque cardíaco o ataque de apoplejía. Sin embargo, Bart, los que estuvimos cerca y que hemos vivido en el pasado el trauma de ver a alguien sufrir un ataque, juraremos que ese hombre en verdad sufrió un ataque cardíaco. Dios sabe que tuvo la mayor parte de los síntomas. Se oprimía el pecho. ¡Dolor! Palideció mucho, a pesar de su piel bronceada y tenía gotas de sudor en el rostro. Su respiración era entrecortada y quedó inconsciente, antes que Donne lo colocara con suavidad sobre el suelo, le secara el sudor y empezara a acariciarle las mejillas y frente mientras le hablaba. Bart, mi madre cayó muerta ante mis ojos cuando yo era un adolescente y tuvo esos mismos síntomas. —Dime de nuevo lo que decía Pat mientras atendía a Latimer. —Según r e c u e r d o , dijo: "Dios, sánalo, por favor. Dios, ayúdalo a respirar, por favor. Dios, ayúdalo a ver, por favor. Un corazón sano es la vida de la carne". —"Un corazón sano es la vida de la carne" suena bíblico, Harold. —Me temo que no p u e d e s p r o b a r l o conmigo. Lo único que sé es que pensé que anoche habíamos perdido a nuestro jefe, pero que hoy todavía está con vida, sano y que estoy casi seguro de que tu hombre le salvó la vida de alguna manera. Ya registró su salida en el hotel, pero cuando lo veas, por favor dile que todos los que estuvimos presentes en el salón anoche siempre le estaremos agradecidos. Y bendito seas, amigo. Si no hubieras aban143

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en la acera, suplicando en voz alia a los transeúntes que les dieran dinero. En tres ocasiones, Patrick D o n n e se detuvo, sacó dinero de su billetera y lo colocó en las manos sucias de un mendigo mugroso y desgreñado, quien, en cada ocasión, miró agradecido a Pat y con voz ronca pronunció las mismas palabras: "Gracias, maestro". Tan pronto como cruzamos la Quinta Avenida y entramos en el parque con su follaje frondoso, nuestro mundo se tranquilizó de inmediato. Trotamos uno al lado del otro, en silencio, con paso acelerado, hasta que llegamos al Malí, ese sendero largo y recto bordeado de majestuosos olmos y bustos de muchos autores famosos. Finalmente, rodeamos la plataforma con concha acústica para orquesta, pasamos la Fuente Bethesda y llegamos al Lago, un sitio favorito para los amantes de los días de campo. No p u d e controlar por más tiempo mi curiosidad. Alenté el paso, señalé una banca verde de madera con vista al Lago y al único puente de hierro del parque, hecho famoso por decenas de pinturas, fotografías y grabados.

perfecto, el público cortés y receptivo y les di todo lo que tenía. Como era mi primer discurso para ti, no me atreví a fallarte. En la escala de cero a uno, supongo que me calificaría con un ocho. Asentí y guardé silencio, en espera de que continua- r a . Finalmente, Pat se volvió hacia mí. —¿Te contó el señor Titus lo que sucedió hacia el final de mi discurso? —Me dio algunos de los detalles. Supuse que tú me contarías el resto. —Bueno —Pat suspiró—, el discurso se desarrollaba bastante bien y me encontraba en la recta final, cuando bajé la mirada hacia la mesa principal, que estaba frente al podio. El señor Latimer cayó de pronto hacia atrás en su silla, como si sufriera un ataque cardíaco o de apoplejía. Supongo que todos me prestaban tanta atención que noté antes q u e los demás que él tenía problemas. Inmediatamente dejé de hablar, rodeé el podio y salté fuera del escenario, para tratar de ayudar al hombre si podía. Supongo que estuvo inconsciente un momento, pero al fin recuperó el conocimiento y fue llevado al hospital. Anoche llamé por teléfono al hospital, desde mi hotel aquí, y me informaron que ya no se encontraba en terapia intensiva y q u e esperaban darlo de alta este fin de semana, por lo q u e s u p o n g o que todo salió bien. No obstante, aun así, me gusta más mi final del discurso que el de él —sonrió con timidez. Me incliné hacia Pat y le di una palmada en el hom-

—Vamos a sentarnos unos minutos. Tengo que escuchar cómo resultó el discurso. Pat dejó de trotar y sonrió. —¿Quieres decir q u e tu amigo Titus todavía no te reporta mi actuación? —Oh, él ya la reportó. Te elogió m u c h o . Dijo q u e cautivaste por completo a ese enorme público. Sólo deseaba escuchar todo de ti. Nos sentamos con las piernas extendidas, sobre el césped recién podado. —Bart —Pat empezó a hablar despacio, como si considerara cada palabra—, supongo que dirías que el discurso fue un éxito, pero en ese primoroso hotel, con su precioso salón de baile, u n o tendría que ser en verdad un fracasado para no triunfar en el estrado. El salón era

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bro. —"Un corazón sano es la vida de la carne". —¿Qué? —"Un corazón sano es la vida de la carne". Harold Titus, quien se encontraba de pie muy cerca de ti, mientras atendías a Horace Latimer, dijo que ésta era una de las

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frases que cree haberte escuchado repetir junto al hombre inconsciente. ¿Es alguna clase de plegaria? Pat levantó la cabeza y miró el agua y los árboles, hacia los altos rascacielos de la ciudad. —Bart, esas palabras particulares son de Salomón, del Libro de Proverbios. También son parte de una oración especial que me enseñó, cuando era muy joven, un viejo indio Crow que trabajó en nuestro rancho durante años. Se llamaba Brightest Star y fue muy amable conmigo durante mi desarrollo. Me enseñó a apreciar la obra de Dios, desde el gusano y hormiga más pequeños, hasta el alce o pino más grandes. Me enseñó a sentir piedad, paciencia y amor por todos los seres vivos y a que no debía dejar pasar un día sin hacer el bien a alguien, porque tal vez nunca volvería a tener la oportunidad. Me e n s e ñ ó también cómo pronunciar palabras especiales junto a una persona q u e estuviera muy enferma y me aseguró q u e , definitivamente, Dios me escucharía y consideraría mi petición. —¿Has utilizado esas palabras especiales con anterioridad? Asintió. —Nunca me han fallado. —¿Son las mismas palabras que repetiste al lado del señor Latimer? Patrick Donne asintió de nuevo. Inhaló profundo y colocó con suavidad las palmas de sus manos sobre mi pecho. —"Dios, sánalo, por favor. Dios, ayúdalo a respirar, por favor. Dios, ayúdalo a ver, por favor. Un corazón sano es la vida de la carne" —dijo con esa voz estremecedora de bajo profundo. Retiró sus manos y apartó la mirada. Traté de decir q u e parecía ser una forma bastante extraña de resucitación cardiopulmonar, pero no p u d e hacerlo.

—Un indio norteamericano citando a Salomón —dije en cambio—. Eso es algo muy peculiar. —¿Por qué? Todos compartimos al mismo Dios. Algún día, la gente de este pequeño mundo dejará de maldecir, herir y matarse mutuamente y comprenderá que todos tenemos el mismo origen, sin importar lo diferente que sea nuestro exterior. En verdad, todos somos hermanos y hermanas. Todos lloramos, todos sonreímos, todos sentimos dolor, todos sentimos hambre. Ninguno de nosotros debe colocar la cabeza sobre la almohada por la noche, sin planear llegar a otro ser humano durante el siguiente día. Incluso algo tan insignificante como un abrazo, si no se tiene otra cosa que compartir, puede ser un regalo precioso. Un pequeño gorrión descendió en picada desde detrás de nosotros y aterrizó a unos metros de nuestros pies, picoteando lo que parecía una galleta. —¿Estás familiarizado con la gran fábula de Osear Wilde acerca del príncipe feliz? —No, no lo creo. —Al ver ese p e q u e ñ o pájaro la recordé. Es una de mis favoritas sobre el tema de dar sin pensar en la recompensa y trato de inculcarla al mundo. De acuerdo a la fabulosa obra clásica de Wilde, una estatua muy especial y elegante de un príncipe se encontraba en una columna alta, en lo alto de una gran ciudad. El cuerpo del príncipe estaba cubierto con hojas delgadas de oro fino, por ojos tenía enormes zafiros y en la empuñadura de su espada podía verse un rubí rojo grande. —Un día, Bart, una pequeña golondrina, que había retrasado demasiado su excursión invernal hacia Egipto, se detuvo durante su apresurado viaje al sur para pasar la noche entre los pies de la estatua. Sin embargo, la golondrina no p u d o dormir debido al ruido que producía el llanto del príncipe, por lo que voló hacia arriba, se detuvo

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sobre el hombro del príncipe y le preguntó por qué lloraba. —El príncipe respondió que a pesar de que todos lo llamaban el príncipe feliz, no lo era. Le preguntó al pajarito que cómo podría ser feliz, si desde ese sitio en lo alto de la ciudad podía ver a muchas personas que necesitaban ayuda, comida, atención, amor y ternura. "¿Podrías ayudarme, por favor, pajarito? ¿Me ayudarás a ser útil?" El pájaro aceptó. —Primero, la golondrina quitó el rubí de la espada del príncipe y lo entregó a una joven madre atemorizada que atendía a su hijo enfermo en un ático frío. Después, el pajarito voló de nuevo hasta donde estaba el príncipe, le quitó un ojo de zafiro y fue a entregarlo a un anciano en una choza pequeña, quien no había comido durante dos días. Una vez más, voló de nuevo hasta donde estaba el príncipe, le quitó el otro ojo de zafiro y lo dejó en la ciudad, a los pies de una pequeña en condiciones semejantes. La golondrina retiró cuidadosamente, una por una, todas las hojas de oro del cuerpo del príncipe y las distribuyó entre los niños pobres y desvalidos de la ciudad. —Entonces, soplaron las ráfagas heladas del invierno y como el cuerpo del príncipe ya no estaba protegido, su corazón de plomo se quebró. Sin poder protegerse del frío, la pequeña golondrina también pereció. —Una mañana, Dios reunió a sus ángeles y señaló la ciudad, diciendo: "Tráiganme las dos cosas más preciosas de ese lugar". Cuando los ángeles regresaron, llevaban el corazón quebrado del príncipe... y el cuerpo de un pequeño pájaro muerto. Eso se llama "amor sin etiqueta de precio", amigo mío y si no empezamos a aprende;- a vivir de esa manera, nuestras vidas no tendrán valor. Asentí. —Gracias. Eso fue muy especial. Esos tres pordioseros que pasamos camino aquí, al parque... ¿te detienes y les das a todos? 150

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Asintió y miró sus manos. —Siempre. Cada uno de ellos es una obra de Dios. Hubo un momento en las vidas de cada uno de ellos en que tuvieron los sueños, las esperanzas y ambiciones que tú y yo tuvimos. Los maestros, padres y amantes se interesaron en ellos, trabajaron con ellos, planearon junto con ellos. Tuvieron cuentas de ahorro, recogieron flores, escribieron diarios, cambiaron llantas ponchadas. Vivieron, rieron y no imaginaron nunca que un día vivirían en el arroyo. Tienen corazón, Bart, y esos corazones laten exactamente como el mío y el tuyo. —Entonces, ¿ayudas a todos ellos? —Sí. Incluso, llevo conmigo esa filosofía cuando salgo al escenario y enfrento a un público. En realidad, trato de hacer un trabajo de venta con cada persona del mismo, trato de convencerlas para que utilicen los pocos principios simples, pero poderosos, que comparto con ellos para lograr una vida mejor, para que puedan cumplir sus sueños sin tropezar, una y otra vez, y no terminen también en un pantano de desesperación y temor. Cuando estoy en el escenario, Bart, me entrego por completo, no por los honorarios que me pagan... nunca. Me esfuerzo lo más posible para poder llegar a mi público y señalarle el camino hacia un mañana mejor. No sé cuántas veces he mirado hacia la multitud y enfocado la mirada en algún hombre o mujer bien vestido y guapo y los imagino de pie en alguna esquina, con ropa harapienta y sucia, tratando de vender lápices para poder comprar otra botella de vino barato. Por supuesto, eso no es lo que ellos, al estar sentados escuchándome, planean para su futuro; sin embargo, esos vagabundos que vimos esta mañana, cuando tenían diez años de edad, nunca esperaron encontrarse de pie algún día en una esquina concurrida de Manhattan, mendigando. 151

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—En verdad eres un hombre sorprendente, Patrick Donne. Me siento orgulloso de ser tu amigo. Sacudió la cabeza con violencia. —No soy sorprendente, Bart. Unas líneas simples de uno de los poemas de Emily Dickinson guían bastante mi vida...

Patrick Donne se puso de pie, se alejó unos pasos de la banca y extendió los dos brazos con un movimiento amplio. —Bart, recorre con la mirada este hermoso lugar que llamas cielo en la tierra. ¿Qué sabes de su pasado? —No tanto como debería, me temo. —¿Admitirás que ahora hay un ejército de personas sin hogar en las aceras de Manhattan? —Y me temo que el número aumenta... —¿Sabías que a mediados del siglo pasado, la llamada gente de la calle se reunía aquí? Lo que ahora es el Parque Central era un pantano lúgubre y oloroso y todas las personas sin hogar, junto con sus animales, acampaban aquí, hasta que Washington Irving, William Cullen Bryant y un p e q u e ñ o y poderoso contingente de hombres, que en verdad amaban a esta ciudad, convencieron a la gente para que se estableciera aquí un enorme parque. El diseño triunfador ganó un premio de dos mil dólares, después de una fuerte competencia. Entonces, las personas sin hogar lucharon, algunas hasta su muerte, para conservar su

único hogar, cuando la ciudad al fin adquirió este enorme cuadrado de tierra y empezó a desbrozarlo. Un ejército tremendo de inmigrantes irlandeses, fuertes y sin empleo, después de años y años de excavar, drenar y hermosear el terreno, finalmente, crearon este hermoso refugio para que todos lo compartieran. —Pat, me avergüenza decir que sabía muy poco sobre esto. —Este encantador lugar ha sido un refugio para las personas sin hogar en más de una ocasión, Bart. Durante los últimos dos años del cargo de Herbert Hoover, el Parque Central se convirtió en el único hogar de miles de personas sin empleo y las largas hileras de sus chozas endebles eran conocidas como "Hooverville". —¿Cómo sabes tanto acerca de este lugar, Pat? ¿Hiciste una investigación sobre el Parque Central o la gente sin hogar? Él sonrió. —Adivina. En lugar de llegar hasta el depósito de agua en el extremo este del parque, dimos vuelta antes de llegar al Estanque y nos dirigimos de nuevo al sur, pasamos el área de juego para niños, Conservatory Water, la estatua de Hans Christian Andersen y el Zoológico Infantil, antes de salir a la Plaza del Gran Ejército y dirigirnos a la esquina de Parque Central Sur y la Quinta Avenida. Escuché esa inolvidable voz que gritaba, antes de verlo inclinado hacia adelante en su silla de ruedas, sacudiendo su Biblia por arriba de la cabeza, mientras atormentaba y daba una perorata a cada transeúnte. —¡Estén alerta de los malos profetas! —¡Ningún hombre puede servir a dos amos! —¡Rechacen el mal y elijan el bien! Desde la playera roja harapienta hasta los zapatos de lona manchados, vestía exactamente igual que aquel día

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"Si puedo evitar que un corazón se rompa, No habré vivido en vano; Si p u e d o aliviar el dolor de una vida, O sanar una herida, O ayudar a un petirrojo débil A llegar de nuevo a su nido, No habré vivido en vano".

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predestinado, cuando de pronto giré hacia el sur, para evitar encontrarme con él. Al acercarnos, me vio, me señaló directamente y gritó: "¡Tú! ¡Tú! Es mejor confiar en el Señor que tener confianza en el hombre! ¡Escúchame! ¡Tú! ¡Tú...!" De pronto, el vagabundo loco dejó de gritar; con la boca abierta miraba a Pat. Nos acercamos cada vez más a la silla de ruedas. El anciano soltó la Biblia sobre sus piernas, levantó las manos juntas para rezar y miró directamente a Patrick Donne. —Bendito sea tu nombre... —dijo con voz suave cuando pasamos.

XV

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* -J espués de tomar una ducha, afeitarme y vestirme, me reuní con Mary en la cocina para mi acostumbrada segunda taza de café, antes de dirigirme a la oficina. Mary frunció el ceño al verme. —¿Qué sucede? —pregunté al fin. —¿Dónde está él? —¿Patrick? Sacudió la cabeza y suspiró con impaciencia. —Sí, esposo, Patrick, Patrick Donne. ¿No iba a reunirse contigo esta mañana para tu paseo por el Parque Central? —Lo hizo. Nos separamos hace unos minutos. Traté de traerlo aquí con promesas de que prepararías para él tus hot cakes de arándano especiales, pero tiene que tomar el avión para Florida a las diez. Filmarán el segundo comercial de Pat para Ted & Margaret's Frozen Dinners en la base de lanzamiento de Cabo Cañaveral, ¿puedes creerlo? —¿El gobierno está de acuerdo? —Supongo que sí. La mayor parte del país habla todavía de su primer comercial desde el Monumento a Lincoln. Dijo que la recepción fue tan grande, que Ted y

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Margaret decidieron transmitir cada uno de los ocho co merciales finales durante cuatro semanas consecutivas er "60 Minutos", así como tres veces a la semana en "Gooc Morning, America". Hablan de una exposición fabulosa. S los otros comerciales resultan tan magníficos como el pri mero, recibiré más solicitudes para discursos de los que él pueda pronunciar. Mary rió y me besó la mejilla. — P o b r e h o m b r e . ¡Oh, casi lo olvido! Llama a Jay Bridges. Está en casa. El número está en la libreta que cuelga junto al teléfono de la cocina. —¿Sucede algo malo? —Ño lo creo. El hombre parecía muy animado. Me pidió que le hiciera el favor de decirle al genio que tengo por marido que lo honrara con una llamada cuando fuera conveniente... ¿Tiene sentido eso para ti? Me dirigí al teléfono y marqué el número que Mary anotó en nuestra libreta de mensajes. —-Buenos días —dijo la voz familiar de Jay Bridges— Es otro día encantador aquí en Memphis. —Aquí en Manhattan no está mal. —Bart, viejo zorro, me he quitado el sombrero ante ti durante muchos años, pero éste último despliegue de destreza tuyo exige al menos que me hinque en el suelo en señal de reverencia. En verdad no has perdido tu toque, eso es seguro. —¿De qué hablas, Jay? —Oh, con seguridad todo esto es una sorpresa para ti. Hablo sobre esa fascinante actuación de tu hombre, Patrick Donne, q u e aparece en la primera página de la sección Vida de la edición de hoy de USA Today. —No recibimos USA Today, por lo que no he visto ese artículo al que te refieres y no sé nada al respecto. ¿Lo tienes a la mano?

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—Lo tengo aquí, Bart. Cuando sonó el teléfono, supuse que eras tú. —¿Quieres leérmelo, por favor? —Es un artículo de una columna y cinco párrafos. Si consideramos que el tema del artículo es la posible salvación de una vida, tenemos esta coincidencia sorprendente junto a la columna de "Lifeline"... "Lifeline", Bart, que siempre ocupa todo el lado izquierdo de la primera página de la sección Vida. El artículo tiene un encabezado a u d a z q u e dice: "¿Este orador persuasivo también hace milagros?" —¡Oh Dios! —me escuché gemir. Jay aclaró dos veces la garganta ruidosamente y emp e z ó a leer: "Alto, g u a p o y con voz de mando, Patrick D o n n e es un miembro de ese raro y bastante exclusivo grupo de profesionales conocidos como oradores motivadores e inspirados. ¿Su compañía va a tener su convención anual? Si es así, es probable que puedan utilizar a un individuo dinámico como Donne, después de tres cansados días de reuniones de negocios, para enviar a todos de regreso a su ciudad con un comentario importante y positivo, preparados para establecer nuevos récords de ventas al enfrentar al mundo de nuevo con vigor renovado". —"Pocas personas en el negocio de la oratoria cuestionarían que Patrick Donne, ex vaquero de Montana, es uno de los mejores oradores motivadores en el país. En julio, durante la convención anual de los Profesionales de la Tribuna de Norteamérica, una organización con miles de miembros, Donne resultó victorioso en un concurso de oradores, entre la mayoría de los oradores profesionales más importantes en el negocio y fue coronado Campeón Mundial del Podio." —"Sin embargo, la victoria de Donne fue merecedora de mucho más que un trofeo de cristal Waterford. Los fun-

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dadores de Ted & Margaret's Frozen Dinners, patrocinadores del concurso de oratoria, también entregaron al ganador un cheque por un cuarto de millón de dólares, como un anticipo por su aparición en una serie de nueve comerciales de televisión que "hablan" sobre sus productos. Donne impresionó mucho a la enorme multitud al devolver el cheque tan pronto se lo entregaron y al pedir que giraran otro, a cambio, por la cantidad total, a nombre del Centro Dougy, en Portland, Oregon, el cual es una organización no lucrativa dedicada a enseñar a los pequeños cómo enfrentar mejor la pérdida de un ser querido. Su gesto conmovedor y generoso atrajo la atención nacional en ese momento." —"Una vez más, Patrick Donne es noticia. El miércoles pasado por la noche, cuando pronunciaba su impresionante discurso de clausura, durante la última noche de la convención nacional de los representantes de Latimer Investments, en compañía de sus esposas, en Trump Plaza, Atlantic City. Hacia el final de su discurso, de acuerdo a lo que dicen algunos de los presentes, Donne dejó de hablar de pronto, corrió hasta la orilla del podio y saltó hacia el público, cayendo cerca de la mesa donde el presidente de la compañía, Horace Latimer, se había desplomado hacia atrás en su silla, oprimiendo su p e c h o y gimiendo. Era evidente que Latimer sufría un ataque de alguna especie." —"En la confusión, nadie está seguro de lo que sucedió, excepto que Donne levantó de su silla al hombre que aparentemente sufría un ataque y lo colocó con suavidad sobre el suelo alfombrado. En seguida, de acuerdo a uno de los testigos, empezó a acariciar el rostro sudoroso de Latimer, al tiempo que hablaba con tanta suavidad al hombre q u e sufría, que nadie p u d o escuchar sus palabras. Pronto, Latimer recuperó el conocimiento y se sentó. Incluso, logró sonreír débilmente a Donne, antes que llegara 158

la ambulancia. Latimer pasó el resto de la noche en terapia intensiva, pero varios médicos consultados reportaron que no había señal de daño coronario y que había sido dado de alta. No fue posible localizar a Patrick Donne ni a su agente para obtener comentarios, muchos empleados de Latimer Investments están casi seguros de que fueron testigos de un milagro, una verdadera "imposición de manos" moderna. Quince minutos después o más, cuando Jay y yo terminamos nuestra conversación telefónica, todavía no lo había convencido de que yo no tuve nada que ver con ese artículo de USA Today. Más interesante aún, fue que ni una sola vez durante nuestra discusión, Jay me preguntó lo que Pat me había dicho acerca del incidente o si personalmente creía que se había llevado a cabo un milagro de alguna especie. Para ayudarme a pensar con claridad y en forma racional, caminé hasta mi oficina esa mañana y cuando llegué a la Calle 44 Oeste, había decidido obtener consejo experto sobre cómo manejar mejor la situación, antes que quedara fuera de control. No deseaba que a la larga, el público, y en especial los clientes en prospecto, empezaran a pensar que Patrick Donne era algo más que un magnífico orador. Llamé por teléfono a los Darnley. Vic no se encontraba, pues atendía algún negocio, pero Terri escuchó con paciencia, hasta que cubrí la mayoría de los detalles. —Bart, Vic y yo leímos el artículo y ya charlamos al respecto —dijo ella—. También nos inquieta, principalmente, porque proyecta una imagen errónea de Pat; sin embargo, decidimos no decir nada a no ser que llamaras y pidieras nuestra opinión. Nuestra opinión es que debes ignorar el asunto o, al menos, tratarlo a la ligera. Incluso, Vic y yo pensamos en las preguntas que les pueden hacer a cualquiera de ustedes los medios informativos o los

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clientes potenciales, respecto al asunto, y la mayoría de las respuestas que obtuvimos únicamente confundirían más el asunto. Lo más que se puede hacer, si a ti o a Pat les hacen preguntas que no es posible evitar, es decir que sólo prestó los primeros auxilios, como lo hubiera hecho cualquier otra persona en circunstancias similares y dejar las cosas así. No obstante, nuestro consejo principal para ti y para Pat es q u e hablen lo m e n o s posible sobre el asunto, que no ofrezcan información y que permitan que el tiempo borre gradualmente el asunto de la memoria de todos. En una semana aproximadamente, ya se habrá olvidado todo. El consejo de los Darnley, aunque parecía sabio, no resultó fácil de seguir. Durante varios días después de la aparición del artículo, casi todas las llamadas telefónicas que hice a los planeadores de reuniones, para reafirmar mi correspondencia enviada, originaron una o dos preguntas acerca del "milagro de Patrick en Atlantic City". A pesar de esto, como lo predijo Terri, todo el asunto parecía olvidado. Nunca, ni siquiera c u a n d o la popularidad de Eric Champion llegó a su punto más alto, disfrutó el éxito que siguió a las contrataciones de Patrick. Los importantes y memorables comerciales de Ted & Margaret's, que presentaban a Patrick D o n n e como el C a m p e ó n Mundial del Podio, mostrados a la nación semana tras semana, pronto lo hicieron tan reconocido por los norteamericanos como nuestro Presidente o Michael Jackson o Peanuts. Después de su presentación en Cabo Cañaveral, hizo sus comerciales para Ted & Margaret's apoyado en un poste de la portería en el Tazón de las Rosas; durante la cuarta curva en la Pista de Carreras de Indianápolis, en un auto Indy; encendiendo una pequeña hoguera en una saliente de roca roja en un área impresionante del Gran Cañón; paseando por el Puente Golden Gate; tocando con suavidad una 160

guitarra, sentado en el césped frondoso afuera de Graceland; tocando la Campana de la Libertad y r e m a n d o en una canoa p e q u e ñ a en las aguas tranquilas de Walden Pond de Thoreau. Las primeras cuatro semanas en que me puse en contacto con los programadores de eventos produjeron cuatro futuros contratos de oratoria, cada uno por $20,000 más gastos. Durante el siguiente mes, Grace envió por correo siete contratos más y doce durante el tercer mes. Mi problema fue entonces uno que todos los agentes desearían tener. En realidad, tenía dos problemas. Primero, fue necesario estar en contacto constante con los encargados de la promoción y publicidad de Ted & Margaret's, para poder coordinar los discursos programados de Pat con las filmaciones de los comerciales de la compañía en varios sitios. Segundo, al continuar preparando el programa para Pat, tuve que preguntarle cuántos contratos pensaba que podía cumplir cada mes, sin fatigarse ni estropear su actuación. Los discursos que tenía contratados hasta el mom e n t o cubrían un p e r í o d o de catorce meses. El mayor número que programé en un mes fueron cinco discursos, puesto que la experiencia me había enseñado q u e era el límite efectivo para una persona, considerando que las citas estaban distribuidas desde Miami hasta San Diego. No obstante, deseaba discutir eso con Pat, en persona, y permitirle decidir. A pesar de que ahora recibía varias llamadas telefónicas cada semana de p r o g r a m a d o r e s de eventos que querían conocer la disponibilidad y honorarios de Pat, con pesar decidí no hacer más compromisos además de los discursos ya contratados, hasta que habláramos en persona. Pat había regresado a su p e q u e ñ o pueblo en Blessings, Montana; sin embargo, generalmente hablábamos al menos cada tercer día por teléfono, para poder darle la última información sobre las contrataciones efectuadas. A

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pesar de que su programa de discursos no se llevaría a cabo hasta dentro de dos meses, no se sentía preocupado. Dijo que entre los comerciales que se filmaban trabajaba también en un proyecto nuevo y muy importante que requería paz, tranquilidad y privacidad. Incluso el irse a vivir a Nueva York, como tenía planeado, estaba ahora en e s p e r a hasta t e r m i n a r la n u e v a tarea. R e g r e s a r í a a Manhattan en diez días, para reunirse con el personal de Ted & Margaret's y entonces podríamos hablar sobre su programa. También dijo que si me mostraba amable con él, me hablaría sobre su proyecto especial. Así, por segunda vez, Patrick Donne y yo, por solicitud de él, corrimos por el Parque Central poco después q u e saliera el sol, sólo q u e en esta ocasión subió a mi apartamento después que terminamos nuestro recorrido y d e v o r ó a l m e n o s u n a d o c e n a d e los h o t c a k e s d e arándano especiales de Mary, para alegría de ella. Después de limpiar la mesa de la cocina, Mary sirvió una segunda taza de Café a Patrick y a mí y nos dejó solos. —Bart, estaré arriba por un tiempo, en el apartamento de los Wilson. Joan tiene que estar en su banco a las diez, esta mañana, y prometí quedarme con Kathy. No tardaré más de una hora y Pat, en caso de que ya te hayas ido cuando regrese, permite que te abrace ahora. —Katty Wilson es una niña preciosa de nueve años de edad, que ha pasado los tres últimos años en una silla de ruedas —expliqué, después que Mary salió de la cocina—. La atropello un taxi frente a este edificio y su espina dorsal resultó bastante dañada. La pequeña quedó paralítica desde la cintura hacia abajo. Ama a Mary y, con frecuencia, las dos van de compras juntas. Patrick sacudió la cabeza con admiración. —Estás casado con una mujer muy especial, Bart. Lo sé. También represento a un orador muy especial. Hablemos de él. Necesito saber lo que opinas sobre el

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n ú m e r o de dicursos q u e p u e d e s pronunciar cada mes. Como sabes, dejé de aceptar contrataciones hasta saber lo que opinas sobre el asunto. Si sigo haciendo mis llamadas telefónicas y continúan llamándome, no sé cuántos contratos podremos aceptar. ¿Cuál es tu opinión? Pat bebió despacio su café y exhaló profundo. —Fijemos el límite de seis al mes. —De acuerdo, serán seis. —¿No deseas saber por qué decidí que fueran seis? —No importa. Si eso es lo que deseas, eso tendrás. —Bart, nuestros honorarios son veinte mil, ¿correcto? Asentí. —Tu comisión es del veinticinco por ciento... ¿correcto? Asentí de nuevo. —Eso me deja con quince mil dólares por discurso. Seis discursos por mes representan noventa mil y si multiplicamos eso por doce meses, ganaré más de un millón de dólares por año. No p u e d o imaginar a alguien que gane un millón de dólares en sólo doce meses, pero esa es ahora mi meta. —¿Para tener más para dar? —No lo doy. Únicamente hago algunas inversiones en la gente. No es gran cosa. Hay un viejo dicho que nos dice q u e sólo somos ricos a través de lo q u e damos y p o b r e s sólo a través de lo q u e conservamos. Cualquier forma de caridad es apenas un poco de amor en acción, eso es todo. —De acuerdo, vamos a fijar el número máximo de discursos por mes en seis. ¿Alguna excepción? —Puedo ser tan flexible como sea necesario. Si se presenta algo especial, llámame y lo discutiremos. También deseo llevar a cabo algunas presentaciones para recaudar fondos para caridad, siempre que podamos. Sin cobro, por supuesto.

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—De acuerdo. Ahora... h a b í a m e sobre ese n u e v o proyecto especial que tienes. Transcurrieron varios minutos antes que él respondiera. —Como te dije, Bart, he pronunciado discursos durante siete años... tal vez doscientos en total. Me gusta lo que hago y en verdad creo q u e lo hago bien, pero no estoy convencido de que los oradores tengamos un efecto tan fuerte en nuestro público como muchos de nosotros quisiéramos creer. Hace varios años, recuerdo haber leído un artículo en la revista Disclosure, el cual me intranquilizó mucho. Un médico y educador brillante, con una larga lista de credenciales, cuyo nombre no recuerdo, había escrito un artículo provocativo sobre el aprendizaje, en el que afirmó que la mayoría de nosotros podemos recordar únicamente el diez por ciento de lo que escuchamos, diez minutos después de oírlo. No quise creer que la mayoría de los puntos importantes que pensé lograba en el estrado quedaban sin digerir, por lo que decidí interrogar a algunos de los miembros de varias de mis audiencias, casi inmediatamente después de mi discurso, sobre los principios del éxito que yo había cubierto. Para horror mío, la mayoría de las personas que interrogué no podían recordar todo lo que compartí con ellos. Todos dijeron que h a b í a n disfrutado el discurso, q u e les había indicado cómo mejorar y que se sentían contentos por haber asistido, pero cuando se trató de datos específicos, sólo record a r o n algunas cosas. Trataron de no parecer avergonzados. Pat dio un trago de café, colocó la taza medio vacía sobre el platito y fijó la mirada en éste. —Me molestó mucho lo que descubrí y decidí discutirlo con un viejo amigo de Montana, John Curtiss, quien fuera director de una escuela secundaria en Billings, antes de retirarse para esquiar, leer y jugar golf en el Club de

Golf Red Elks, donde él y yo jugamos juntos con bastante frecuencia. Una tarde nos encontrábamos sentados charlando, después que me dio una buena paliza en el campo de golf, y le pregunté, considerando todos sus años de maestro, lo que pensaba acerca de esa teoría del diez por ciento que me preocupaba mucho. Meditó un momento, asintió con la cabeza y dijo que le parecía correcta. Estaba bastante seguro, aunque nunca lo había probado, que si uno leía un capítulo de un libro de historia a una clase de noveno grado y después examinaba a los alumnos sobre eso, no obtendrían una calificación tan buena como la de otro grupo del noveno grado al q u e se le entregaran libros y se les pidiera leer ese mismo capítulo, antes de examinarlo. —Bart, creo que lo que recuerdo con mayor claridad es lo que John me enseñó sobre Abraham Lincoln. Dijo que cuando Lincoln habló durante la consagración del campo de batalla en Gettysburg, después del prolongado discurso del famoso orador Edward Everett, los comentarios breves de Abe atrajeron muy poca atención. Lincoln estaba seguro de que su presentación y palabras habían sido un fracaso y una pérdida total de tiempo. Sin embargo, más tarde, cuando las palabras de Lincoln quedaron impresas, fueron aclamadas en todo el mundo... como todavía lo son en la actualidad, ciento treinta años después. —Bart, después de escuchar eso acerca de mi héroe de siempre, Lincoln, investigué por mi cuenta y todo me condujo hacia la misma conclusión: la palabra escrita se graba de una manera más permanente en nuestro cerebro, que la palabra hablada. Benjamín Franklin fue un genio auténtico y un orador excelente, pero su sabiduría y filosofía para una buena vida fueron enseñadas al mundo a través de su Autobiografía y el Poor Richard's Almanac. Napoleón Hill pronunció discursos motivadores durante

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años, pero hasta que aparecieron impresos sus "Pasos a la riqueza" p u d o comunicar sus ideas a millones de personas. Norman Vincent Peale pronunció sus sermones conmovedores desde el pulpito de su iglesia Marble Collegiate, aquí en la ciudad, durante muchos años, pero alcanzó un sitio nacional únicamente después que sus ideas sobre el pensamiento positivo aparecieron impresas. Lo mismo sucedió con Dale Carnegie. El hombre dio clases nocturnas en la YMCA, hasta que fue publicado su libro Cómo ganar amigos e influir en la gente. Ahora estoy totalmente convencido de que los mensajes dados oralmente, sin importar lo poderosos y dinámicos que sean, ya sea en persona o en cinta, no se comparan en poder de retención con la palabra escrita que uno puede leer, reflexionar, revisar, una y otra vez. —Ese es el proyecto especial. ¡Estás escribiendo un libro! Pat negó con la cabeza y sonrió. —No, intento hacer algo todavía más difícil. —¿Más difícil que escribir un libro? —Eso creo. En un libro, tienes libertad para utilizar todas las palabras que creas son necesarias para explicar plenamente tu tema, antes de pasar al siguiente capítulo. Lo que intento hacer es tomar esas antiguas reglas para una buena vida, las cuales comparto con mi público, y resumirlas a un mínimo de palabras y oraciones que tengo la esperanza puedan ser reproducidas en una sola hoja de papel o cartulina. Mientras menos palabras, mejor, y allí es donde está la dificultad. Esta colección de consejos sabios, en la forma que finalmente le dé, será mi regalo especial para todo el que me escuche hablar. En algún momento casi al final de mi discurso, mencionaré la pequeña sorpresa que podrán recibir de mí al partir y, en seguida, les pediré a todos que me concedan un pequeño favor... Esperé, sin decir nada.

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—Bart, les pediré a todos que lean mi pequeño regalo cada mañana, antes de empezar su día. Quiero que tengan el estado mental adecuado para enfrentar las horas que tienen por delante, con todos sus desafíos y problemas, tentaciones y peligros. Deseo que sigan mi mapa de caminos sencillo a lo largo del sendero de la vida, el cual resultará mucho más fácil si escuchan mi consejo. Si logro ese objetivo, si puedo afectar más vidas con la ayuda de la palabra escrita, entonces, que así sea. —¿Cómo va el proyecto? Sacudió la cabeza y suspiró con añoranza. —Muy lento. Ni siquiera le tengo un título, pero progreso. Es muy fácil hablar durante veinte minutos sobre el s e c r e t o del é x i t o , p e r o r e s u l t a muy difícil e s c r i b i r significativamente sobre el mismo secreto en una oración de apenas doce palabras. No obstante... lo lograré. Lo terminaré e imprimiré antes que empecemos con nuestros discursos. De pronto, Pat metió la mano en el bolsillo lateral de sus pantalones, sacó una llave y la colocó sobre la mesa, frente a mí. —Bart, estoy trabajando en una libreta negra con hojas sueltas, q u e está en el cajón superior de mi viejo escritorio de roble, en mi cabana en Blessings. Si algo me sucediera antes de terminar e imprimir ese trabajo, me gustaría que lo tuvieras y compartieras con otros, si lo deseas. ¿De acuerdo? Antes que pudiera responder, escuché la voz de Mary en nuestro vestíbulo, seguida por una risa infantil y el ahora familiar ruido producido por la silla de ruedas, antes que Kathy Wilson apareciera en la puerta de la cocina, seguida por Mary. —¡Hola, señor Manning! —Hola, Kathy. ¿Cómo está mi niña preciosa? —Bien.

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madera, mientras mamá trataba de freír huevos y tocino en una sartén negra gigante. Recuerdos, recuerdos, recuer. dos... Di una palmada al hombro de Patrick Donne. —¿No crees que ya es tiempo de que encuentres a alguien con quien compartir una bonita cocina, junto con esos ingresos de un millón de dólares? ¿Hay algún progreso en ese frente? —No he tenido mucho tiempo para buscar. Todo sucederá, no hay que preocuparse. ¿Irás a la oficina hoy? -—Tan pronto como tome una ducha, me afeite y me vista. —¿Irás caminando? Asentí. —Entonces, te esperaré, si no te importa. Te haré compañía. Tengo la mañana libre. —¿Cuánto tiempo te tendrán en la ciudad Ted y Margaret en esta ocasión? —Toda la semana. Estaré en el Plaza hasta el próximo lunes, después regresaré a Blessings para trabajar dos semanas ininterrumpidas en mi proyecto. Cuando al fin llegamos a mi oficina, invité a Pat a subir, pero dijo que ya había perdido bastante tiempo. Ese día no utilicé mi lista de correspondencia y trabajé con los nombres de los planeadores de reuniones que me habían llamado por teléfono para contratar a Pat y q u e Grace anotó. Logré tres contratos en firme y otras dos personas dijeron que se comunicarían de.nuevo conmigo en una semana. Al día siguiente, logré dos contratos más para Pat, antes del mediodía, y al colgar, después de hacer la segunda contratación, me dirigí a la oficina externa y vi que Grace me sonreía con presunción. —-¿Dijiste que Patrick y tú decidieron que su límite por mes serían seis discursos? —preguntó ella.

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—Así es. —Bart, al ritmo que llevas, tendrá contratos sólidos durante los próximos dos años, al final de este mes. No recuerdo q u e hayamos logrado contratos para oradores con dos años de anticipación. —Creo que nunca lo he hecho. ¿Recuerdas lo molesto que solía estar Eric siempre que le decía que tenía un contrato con un año de anticipación, para que pronunciara un discurso. —Sí —Grace sonrió—, siempre nos preguntaba si teníamos alguna carta de Dios que nos asegurara que estaría por aquí en un año para pronunciar su discurso. —Dos años será nuestro límite. —¿Y después... otro orador? —No lo creo. No por un tiempo, al menos. Disfruto demasiado esto. No hay problemas ni tengo que esforzarme por lograr una venta. No tengo que hacer quince llamadas telefónicas para convencer a alguien que tome una decisión. Ni siquiera tengo que pronunciar un discurso de venta para conseguirle a este hombre una cita de oratoria. ¡Fenomenal! Grace asintió. —Esos comerciales nacionales no nos causan ningún daño, eso es seguro. Sonó el teléfono y Grace levantó el auricular después de escuchar el timbre la primera vez. —Motivators Unlimited —dijo con dulzura. Escuchó un momento, antes de añadir—: él está aquí —movió el auricular hacia mí y dijo—: es Mary. Regresé a mi oficina para contestar el teléfono. —Hola, cariño. —¡Bart, por favor regresa a casa en este momento! —¿Qué sucede? Parece que estás muy mal. Habíame...

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—Todo está bien; sin embargo, todavía te necesito... ¡ahora! ¿Y Patrick? ¿Todavía está en la ciudad? Trata de localizarlo, por favor, querido. No me hagas preguntas. ¡Si me amas, apresúrate a llegar a casa! Trae a Patrick. Rápido, por favor... Colgó. Llamé por teléfono al Plaza y tuve suerte. —¿Tienes tiempo libre en este momento? —pregunté, tan pronto como Pat me saludó. —Seguro... ¿qué sucede? —No lo sé, Pat. Acabo de recibir la llamada de Mary más extraña que he tenido en todos nuestros a ñ o s de matrimonio. Me pidió que fuera a casa inmediatamente y que te llevara, si es posible. ¿Irás? —Por supuesto. —Muy bien. Tomaré un taxi. Espérame en la acera. Llegaré a tu hotel en menos de diez minutos. ¿Tiempo suficiente? —En este momento salgo —respondió y el teléfono quedó muerto. La puerta de nuestro apartamento se abrió antes que pudiera meter la llave en la cerradura. La piel de Mary, habitualmente con buen color, estaba ceniza y sus ojos tenían la apariencia de que había llorado. Cuando la tomé en los brazos se abrazó a mí, como si estuviera asustada y no quisiera soltarme. Su cuerpo temblaba. —¿Qué sucede, querida? Por amor de Dios, dímelo... —Nada malo. Patrick, muchas gracias por estar aquí. Pasen a la sala. Joan Wilson y su esposo, Ted, estaban sentados en silencio en el sofá grande, tomados de las manos y sonriendo. Junto al sofá se encontraba Kathy, sentada en su silla de ruedas. Cuando la niña nos vio, dejó su osito de p e l u c h e sobre sus piernas y movió las dos m a n o s en nuestra dirección. 172

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—Hola, señor Manning. Hola, señor Donne —saludó. —Hola, Kathy—respondimos en coro. Me volví hacia Mary. —¿De qué se trata, cariño? Ella ignoró mi pregunta. Después de presentar a Pat con Ted y Joan Wilson, señaló los dos sillones de orejas que estaban directamente al otro lado de la habitación de donde se encontraban sentados los Wilson. —Bart, tú y Pat siéntense aquí —pidió Mary. Pat me miró y frunció el ceño. Lo único q u e p u d e hacer fue sacudir la cabeza y encoger los hombros, mientras ambos nos sentábamos obedientemente. Mary caminó hasta el centro de nuestra alfombra persa, directamente debajo del candelabro, se volvió hacia Kathy y con el tono de voz exacto de una maestra dominante de escuela, preguntó: —¿Estás lista? Kathy sonrió y asintió con ansiedad. —¡Muy bien, hazlo! —gritó Mary. De inmediato, Kathy colocó las palmas de las dos manos sobre los brazos de la silla de ruedas. Inhaló profundo y empujó hacia abajo con los brazos. Con la tensión reflejada en su hermoso rostro, gradualmente levantó el cuerpo de la silla y con los dos soportes para los pies hacia arriba, sus pies se deslizaron hacia abajo, hasta que tocaron el suelo. Continuó empujando contra los brazos de la silla de ruedas, hasta que al fin estuvo de pie erecta y su p e q u e ñ o y d e l g a d o c u e r p o se b a l a n c e ó s ó l o un poco. En seguida, dio un paso pequeño con el pie derecho, otro con el izquierdo, después de nuevo con el derecho y continuó caminando despacio y dudosa sobre la alfombra, con los brazos extendidos a los costados, como si tratara de conservar el equilibrio en una cuerda tensa. Estoy seguro que todos conteníamos la respiración. Finalmente, se abalanzó hacia Pat y cayó en sus brazos. Levan-

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tó la mirada hacia él y todo lo que le escuchamos pronunciar fue una palabra: "¡Gracias!" Más tarde esa noche, mucho después que Mary apagó la lámpara de nuestro dormitorio, se acurrucó junto a mi espalda. —¿Estás despierto? —me preguntó. —Después de este día, resulta difícil dormir —respondí despacio. —Lo sé. ¿Puedo hacerte una pregunta... únicamente una? —Hazla. —¿Quién es Patrick Donne? —Cariño, desearía saberlo.

En los meses que siguieron, el programa de oratoria que preparé para Pat se aceleró gradualmente y el hombre de Blessings pronto se encontró llevando una vida más agitada de lo que pudo haber imaginado. Promovido, cada vez que se presentaba, como el Campeón Mundial del Podio, Patrick Donne era uno de los pocos oradores que he conocido que en verdad han recibido ovaciones de pie, al ser presentados. Esos mismos públicos, de acuerdo a los reportes recibidos, siempre se acomodaban de inmediato, guardaban silencio y prestaban atención, tan pronto como él empezaba a hablar. Durante más de sesenta minutos, Pat compartía sus sugerencias dinámicas y sencillas sobre cómo vivir una vida más feliz y productiva, mientras permanecía de pie, alto e imponente, detrás del podio, en el Centro de Convenciones Anaheim; Boca Ratón Resort & Club; Hotel Opryland, en Nashville; el Arizona Biltmore, en Phoenix; el Centro de Convenciones Hynes, en Boston; el Auditorio Palmer, en Austin y el Centro Wharton, en la Universidad del Estado de Michigan, por nombrar sólo algunos de los sitios en que pronunció discursos. 174

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Los programadores de eventos que contrataron a Pat, viejos amigos y contactos nuevos, representaban a corporaciones y organizaciones tan variadas como los auditorios, salones de baile y hoteles donde habló. Algunos de sus discursos, ante públicos de entre seiscientas a más de ocho mil personas, fueron para United Consumer Club, la Association of Life Underwriters, Canadá Wide Magazine, Amway Corporation, Aim International, American Motivational Association, Alabama Association of Realtors, New Century Productions, Hill—Rom Corporation, Fruit of the Loom, Arbonne International, Re Max Real Estáte, Ford Motor y, sin embargo, encontró tiempo para recaudar fondos para Make—A—Wish Foundation, en Phoenix. Diez o quince años antes, cuando Eric Champion y el resto de mis oradores se encontraban en la cima, desarrollé un sistema para q u e los programadores de eventos valoraran al orador que habían empleado. Era un cuestionario muy simple, con diez preguntas, cada una de éstas pedía al planeador de reuniones que calificara el discurso y al orador con base en diferentes cualidades de la presentación, desde diez, "absolutamente magnífico", hasta cero, "bastante malo". Sólo en una ocasión en todos los años que representé a Eric recibió únicamente dieces. Ninguno de los otros oradores lo logró. Pedí a Grace que utilizara el mismo sistema de evaluación con Pat y ocho de sus primeros doce discursos fueron calificados excelentes por jueces difíciles de complacer. ¡Cinco jueces escribieron en las líneas de comentario que seguían a las preguntas que resultó ser en verdad el orador persuasivo que aseguré que era! En menos de seis meses después de su inolvidable n o c h e e n T r u m p Plaza, c u a n d o h a b l ó p a r a Latimer Investments, logré contratar para Pat seis discursos por mes durante los próximos dos años, excepto para diciembre, en que sólo logré que lo contrataran una vez en cada

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año, lo cual no fue una sorpresa o desilusión para Pat o para mí. A pesar de que los comerciales de Ted & Margaret's llegaban a su fin, Pat se había convertido en una figura familiar en la televisión nacional, pues se había presentado en tres progrswnas matutinos en cadena, así como en "Donahue", "Regis & Kathie Lee", "Oprah Winfrey", "The Tonight Show" y en un programa especial con David Frost, gracias al trabajo arduo de Terri y de Vic. Siempre que yo llamaba para felicitar a ambos, Terri decía que no consideraría terminado su trabajo hasta lograr que Pat apareciera en la portada de National Enquirer. Nunca estuve seguro si bromeaba o no. Pat también recibió honores por parte de los Ejecutivos de Ventas y Mercadotecnia de Metropolitan St. Louis, con el Premio del Salón de la Fama de los Oradores Internacionales, que únicamente se otorga a un orador cada año, el cual recibieron en vida menos de dos docenas de norteamericanos, incluyendo a maestros del podio tales como Norman Vincent Peale, Bill Gove, Art Linkletter, Richard De Vos, Bofc> Richards y Cavett Robert, quienes habían hablado ante el público durante décadas. Mary y yo volamos a St. Louis en esa ocasión, sintiéndonos muy orgullosos, y el discurso de aceptación de Pat, cuando homenajeó a sus difuntos padres por inculcarle el sueño de una vida mejor y a mí por ayudarlo a convertir en realidad ese sueño, dejó muy pocos ojos secos entre la concurrencia. Pat y yo continuamos hablando por teléfono casi todos los días. Él llamaba desde su habitación de hotel, si había pronunciado un discurso la noche anterior, o desde su casa, si se encontraba entre discursos. Pat calificaba cada uno de sus discursos utilizando mi sistema. Nunca se calificó con un diez. Generalmente se calificaba con un siete y, de vez en cuando, con un ocho. Siempre pensaba que lo podía hacer mejor. Cada vez que me llamaba por telé-

fono desde su casa, le preguntaba cómo progresaba su proyecto especial y siempre me decía que todavía se esforzaba. No nos vimos mucho durante varios meses, excepto en algunas ocasiones, cuando lo contrataban en Manhattan o en un lugar cercano. Constantemente quedaba sorprendido cada vez que lo escuchaba dirigirse a un grupo, por la forma en que adaptaba su discurso para ese público específico. El hombre hacía bien su trabajo. En forma casual pronunciaba los nombres de ejecutivos de alto nivel de la compañía, mencionaba algunos de sus objetivos corporativos y ni siquiera dudaba al nombrar un producto o plan que había resultado un fracaso, aunque lo hacía de tal manera que nadie se ofendía. También me fascinó la gran cantidad de sabiduría práctica que compartía, incluyendo muchos principios del éxito que había omitido debido a las limitaciones del tiempo, durante nuestro concurso en la convención de oradores. A pesar de mi amor y respeto por todos mis oradores anteriores, tuve que admitir que, sin lugar a dudas, era el mejor orador que había escuchado. ¡Sin embargo, no había ni una onza de presunción en el hombre! Grace Samuels, como siempre lo había hecho tan expertamente para todos mis oradores de ayer, se encargó de todas las reservaciones de avión para los viajes de Pat, a través de nuestra vieja amiga, Nancy McLaren, de Welcome Aboard, y le envió por correo boletos de viaje redondo en primera clase, al menos tres semanas de antes de cada discurso programado. Pat le había dicho que prefería que reservara lo menos posible sus vuelos en aviones pequeños, porque lo hacían sentirse incómodo. No obstante, de vez en cuando esto era inevitable. Meses antes, logré un contrato para él en una convención del personal de ventas principal de Bonham Distributors, que se llevaría a cabo en el elegante Pilgrim Resort, cerca de

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Londonderry, Vermont. En esta ocasión, aunque Gta.ce se esforzó al máximo, sería necesario que Pat volara hasta LaGuardia y, cinco horas después, transbordara a un avión pequeño para ir al aeropuerto en Keene, New Hampshire, donde la gente de Bonham lo recibiría para llevarlo a ese lugar de Vermont. Lo único que necesitó escuchar Mary fue que Pat estaría cinco horas en Manhattan, la semana siguiente. —Bart, ayer por la tarde hablé con Grace y dijo que Pat llegaría a LaGuardia exactamente a las cuatro de la tarde, el próximo jueves —dijo Mary al otro día por la mañana, durante el desayuno—, y partirá a las nueve. Joan Wilson me dio la buena noticia ayer, durante el almuerzo, de que la pequeña Kathy se ha recuperado de todos sus problemas con tanta rapidez, que asistirá de nuevo a la escuela pública cuando se inicien las clases, en dos semanas. Hoy, los médicos todavía no pueden explicar su recuperación completa, así como no pudieron hacerlo cuando la vieron por primera vez levantarse de su silla de ruedas aquel día. Después de haber tenido enfermeras y maestros privados durante tres años, la niña al fin se reunirá en la escuela con su antigua pandilla. —¡Qué gran noticia! —Bart, me gustaría organizar una pequeña fiesta para Kathy el jueves. No algo grande. Sólo sus papas, tú, yo y... Pat. Kathy siempre habla de él y Joan dice que toca una y otra vez en su walkman Sony esa cinta que le diste del discurso de Pat. Si programo la fiesta para cuando la tarde ya esté avanzada, cuando él ya esté aquí en la ciudad el próximo jueves, ¿crees que vendrá? Puede registrar su equipaje en LaGuardia al llegar, tomar un taxi, pasar un par de horas con nosotros y regresar al aeropuerto para tomar su avión para... ¿para dónde... para Keene? Sé que eso haría muy feliz a una pequeña. Me incliné sobre la mesa y le besé la nariz. 178

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—¿Sólo a una pequeña? Por supuesto, Pat dijo que asistiría a la fiesta y así fue. El jueves llegó poco después de las cinco, sonriendo y radiante al agradecernos repetidas veces las invitación. —Ambos me hacen sentir como parte de la familia. Son muy amables —dijo Pat y abrazó a Mary. —Si te sientes como de la familia —respondió Mary—, entonces, no te importará que te ponga a trabajar. ¡Ven conmigo! —Pat la siguió hasta el comedor, donde los dos pasaron los treinta minutos siguientes colocando toda clase de material escolar en la habitación. Colocaron loncheras de varios colores, reglas, blocs de papel blanco, varias pizarras pequeñas, cajas de crayolas y lápices de madera debajo de multitud de banderolas delgadas de papel crepé rojo, con las cuales Pat formó largas tiras que colocó de un extremo al otro de la habitación, con ayuda de una escalera de tijera. De estas tiras colgó varias réplicas en papel de antiguas campanas de escuela. —¡Mary —escuché que exclamaba Pat—, debiste haber sido artista o, al menos, decoradora de interiores! Después de una exquisita cena que consistió en espagueti y albóndigas, el platillo favorito de Kathy, Mary y Joan limpiaron la mesa. Unos minutos más tarde, Mary regresó al comedor llevando en una bandeja de plata un . gran pastel de chocolate con forma de un libro abierto, decorado con una cubierta de crema ligera. En una de las páginas estaba escrita con la crema del decorado la palabra "Kathy" y en la otra página, el número "4", rodeado de cuatro velas encendidas que significaban, según se apresuró a explicar Mary, que celebrábamos la entrada de Kathy al cuarto grado en la escuela pública local. Después de colocar el pastel grande directamente frente a Kathy, ella se inclinó sin que se lo indicaran y sopló las cuatro velas, acompañada por un aplauso fuerte. 179

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—¿Pediste un deseo, Kathy? —preguntó Pat y levantó la cabeza en su dirección. —Sí, pero no lo diré. Si uno sopla las velas, pide un deseo y lo dice, nunca se convierte en realidad. Nos sentamos a la mesa, charlamos, reímos, bromeamos e, incluso, cantamos dos versos de "Días de escuela", antes que Pat mirara su reloj. —Lo lamento —dijo con tristeza Pat—, pero tengo que abandonar esta bonita fiesta. El deber me llama. Sin embargo, ¿todos ustedes p u e d e n permanecer juntos un par de minutos? Tengo que sacar algo del armario de abrigos en el vestíbulo. Cuando Pat regresó, llevaba una caja envuelta en papel aluminio dorado. La entregó a Kathy. —Éste es un amigo que siempre estará a tu lado y te cuidará —dijo Pat. Kathy miró a Pat y sonrió, al tiempo que acariciaba con suavidad el papel brillante. —¡Mira, mamá! —exclamó Kathy—. Esta pequeña etiqueta dorada e n g o m a d a q u e está en la envoltura dice "Neiman... Neiman-Marcus". Pat sonrió. —Cuando lo vi en un escaparate en Dallas, la semana pasada, supe q u e era para ti y eso fue antes q u e fuera invitado a tu fiesta. Kathy rasgó el papel, abrió la caja de cartón, retiró varias hojas de papel de seda blanco y apareció un ángel encantador de casi doce centímetros de altura. Su vestido era de lustroso terciopelo de color de rosa y arándano, adornado con botones de satín rosa y oro. Detrás de sus pequeñas manos levantadas tenía alas de oro y un pequeño halo rodeaba su rostro puritano de porcelana. —Mira —dijo Pat y señaló una tarjeta pequeña que colgaba del p e q u e ñ o cinturón adornado con joyas—, su n o m b r e es Kathy... y debajo de su n o m b r e escribí "te amo" y lo firmé, "Pat".

Kathy abrazó al pequeño ángel cerca de su rostro y lo oprimió. —¡Muchas gracias! ¡Lo amo! Lo colocaré en mi dormitorio para que esté cerca de mí y pueda hablarle siempre, cuando me sienta triste o sola. —Me parece bien — o p i n ó Pat y besó la frente de Kathy—. Ahora, dame un abrazo, porque tengo que irme. Cuando Kathy soltó a Pat, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Se volvió hacia su madre. —Mamá, ¿puedo hablar contigo en la otra habitación, antes que se vaya Pat? —Seguro —respondió Joan y de inmediato salió al vestíbulo, seguida por Kathy. Joan regresó pronto, sola. —Pat, lo lamento —dijo Joan—, pero, ¿puedes esperar dos minutos más? Kathy tiene algo allá arriba, en su habitación, qué desea que tú tengas. —¿Qué se propone? —preguntó su padre, pero Joan sólo levantó las dos manos, frunció el ceño y sacudió la cabeza. Kathy regresó pronto, sin aliento, acompañada por el Príncipe Patrick. Caminó directamente hacia Pat y le entregó su osito de peluche. —Toma —dijo la niña—. Me diste un ángel hermoso para que me cuidara, pero tú no tienes mamá o papá o esposa o... hijo para que te cuide. El Príncipe Patrick te cuidará. Sólo recuerda llamarlo Pat y será tu amigo por siempre. Te mostré esto antes, la tarjeta que cuelga de su cuello, ¿recuerdas? Dice: ¡"Pat, te amo" y lo firmé "Kathy"! Pat miró con indecisión a Joan, pero ella asintió ligeramente. Sólo entonces extendió la mano y tomó con suavidad entre las manos al majestuoso osito de peluche. Con la mejilla tocó con suavidad la lustrosa corona dorada del osito. —Es un regalo muy especial. Lo cuidaré bien, Kathy y le daré amor. Muchas gracias. Es un regalo maravilloso. ¿Estás segura....?

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—No es suficiente. Me hiciste caminar de nuevo. —Estoy muy conmovido, Kathy. El Príncipe Patrick, quiero decir Pat, será mi amigo íntimo siempre. Dios te bendiga. —Dios te bendiga t a m b i é n — r e s p o n d i ó ella y se arrojó a sus brazos para un último abrazo. —Mary, ¿tienes una bolsa de compras bastante resistente? —preguntó Pat, c u a n d o al fin soltó a Kathy y se enderezó—. Sé q u e no hay espacio d e s o c u p a d o en mi equipaje, por lo que llevaré a mi nuevo amigo, el Príncipe, en el avión conmigo, hasta New Hampshire. Cuando regrese a casa, a Blessings, Kathy, lo colocaré en una repisa especial q u e está arriba de la cabecera de mi cama, para que estemos juntos. Kathy abrió mucho los ojos, asintió y sonrió. Levantó las manos cuando Pat se inclinó, acercó a su ángel a la mejilla de Pat y le dio un beso de despedida.

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XVII

JL| 1 teléfono de nuestra habitación se encuentra del lado de la cama de Mary. Ambos estábamos despiertos cuando sonó por tercera vez. Permanecí acostado en la oscuridad y escuché que Mary levantaba el auricular. —Hola —murmuró Mary. Pude escuchar la voz profunda de un hombre que hablaba. Mary encendió la lámpara que se encontraba junto a la cama y se sentó. Colocó la mano en mi hombro. —Querido, alguien en New Hampshire desea hablar contigo... es Sam Harding. ¿Sam Harding? ¿Sam Harding? Entonces recordé. Era un p r o g r a m a d o r de e v e n t o s de Bonham Distributors, quien había contratado a Pat para su discurso principal en Vermont. Sam había confirmado apenas la semana anterior que personalmente esperaría el avión de Pat cuando llegara al aeropuerto de Keene, New Hampshire. Miré mi reloj despertador. Eran poco después de las d o s de la mañana. Tomé el auricular q u e me entregó Mary. —Hola, Sam, ¿qué sucede? No escuché respuesta. —¿Sam... Sam... estás allí? Soy Bart.

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—Estoy aquí, Barí, pero no sé cómo decir esto, ahora que te tengo en la línea —escuché un gemido suave. —¿Qué sucede? ¡Dímelo, por amor de Dios! ¿Qué sucedió? ¿Pat perdió el avión? La voz de Sam se quebró. —Desearía que lo hubiera perdido, Bart. Hemos estado aquí, en el aeropuerto, desde las diez, esperando su llegada, a pesar de que el área está cubierta por una neblina muy densa, porque nos habían dicho que el avión estaba en el aire. Acabamos de enterarnos... —¿Qué... qué? —El avión en el que viajaba Pat Donne se estrelló en la ladera de Little Monadnock Mountain, alrededor de las once. Al chocar contra la montaña explotó en llamas. Cuando la policía y los bomberos de la cercana North Richmond pudieron acercarse al sitio del impacto, no quedaba nada del avión, excepto una pequeña pila de cenizas ardientes... ¡nada!

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XVIII

M J. J. i vuelo de United Airlines, d e s d e Denver, llegó a Logan Field en Billings exactamente a tiempo y cuando entré en el edificio de la terminal del aeropuerto, no tuve dificultad para reconocer a John Curtiss. Durante la última de nuestras tres conversaciones telefónicas que sostuvimos a través de los meses, desde la muerte de Pat, le dije que pensaba que finalmente estaba listo para ir a Montana. Dijo que se sentiría orgulloso al ir a recogerme al aeropuerto y llevarme a la pequeña casa de Pat, en Blessings. Comentó que él sería el hombre mayor con apariencia de Santa Claus y ropa de civil, que estaría esperándome en la puerta. John Curtiss tenía al menos mi edad; sin embargo, cargó mi pesada maleta que estaba en el carrusel de equipaje como si fuera una pequeña bolsa de papel. Seguí obedientemente al hombre hasta el estacionamiento. —Señor Manning —-dijo cuando nos alejábamos del aeropuerto—, espero que no le importe viajar en mi vieja camioneta Chevy. He vivido con esta vieja chica durante muchos años y no soportaría separarme de una amiga tan fiel.

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—No me importa. Es mucho más cómoda que cualquier taxi de Manhattan en q u e he viajado durante los últimos cinco años. Por favor, llámame Bart. Se volvió y me miró con aprobación, asintió con la cabeza cubierta con su viejo sombrero Stetson con ala ancha, ligeramente inclinado hacia adelante, pero que no ocultaba su cabello blanco y abundante. —Bart, me da mucho gusto que al fin decidieras venir. Comprendo lo difícil que es todo esto, porque creo saber lo mucho que significaba para ti ese joven... y lo m u c h o q u e significabas para él. Hablaba de ti todo el tiempo. Dijo que eras un hombre bueno y el mejor agente en el país. Creo que si le hubieras pedido que pronunciara su discurso en la cima de nuestro Glacial Grasshopper, aquí, es probable que lo hiciera. Por eso continué llamándote por teléfono. Lamento haber sido una peste. Extendí la mano y le di una palmada en el hombro ancho. —No es necesario disculparse, John. Prometí a Pat, en más de una ocasión, q u e si algo le sucedía vendría aquí y recogería en persona su proyecto. Gracias a ti, cumplo con mi promesa. —Poco d e s p u é s de q u e él firmó contrato contigo, Bart, fue a buscarme, actuando de una manera muy intensa, y anunció que empezaría a ganar mucho dinero. Como no tenía parientes vivos, quiso que yo fuera su albacea testamentario en un testamento que estaba a punto de firmar. No p u d e negarme. Además de mostrarme d ó n d e guardaba su chequera, la libreta bancaria y el expediente con los papeles de su fondo mutuo, me explicó una y otra vez que era necesario que me pusiera en contacto contigo si algo le sucedía. Yo debería hacer todos los intentos para llevar a cabo todos los arreglos necesarios para que vinieras aquí y pudieras tomar posesión de algo especial que estaba escribiendo y que guardaba en el cajón superior,

sin llave, de su viejo escritorio, en una libreta negra. Dijo q u e tú ya estabas enterado de eso. Cuando le pregunté por qué, si consideraba que era importante, no guardaba la libreta en una caja de seguridad de uno de los dos bancos de Red Lodge, junto con su testamento, respondió que no podía hacerlo, puesto que el proyecto todavía no estaba terminado. Recuerdo que le pregunté si no sería mucho más sencillo q u e yo recogiera todo lo que guardaba en ese cajón para enviártelo directamente por correo, en caso de que algo sucediera, mas no estuvo de acuerdo. No me dio ningún motivo, únicamente dijo que tenías que venir a buscarlo. Bart, nunca me atreví a preguntar qué había con exactitud en el cajón y él nunca me lo dijo. Por supuesto, pasé mucho tiempo en su casa, en su escritorio, d e s p u é s de recibir la terrible noticia, tratando de saldar sus pocas cuentas y atender otros asuntos financieros, los cuales no fueron muchos. Sin embargo, Dios es testigo q u e ni una sola vez miré en el interior de ese cajón del escritorio para ver lo que era tan importante... a pesar de que me sentí tentado. —Te lo mostraré cuando lleguemos allí. No creo que a Pat le importaría. —Como decía, me da mucho gusto que al fin decidieras venir. Es probable que no supieras esto, pero tenías una fecha límite. Pat me dio instrucciones de que si algo le sucedía, yo debería ponerme en contacto contigo para q u e vinieras a recoger ese p a q u e t e misterioso y que si todavía no hacías el viaje ciento cincuenta días después de su muerte, debería suponer que Dios no apreciaba mucho su esfuerzo. Después de notificar a la compañía de luz para que cortaran la electricidad, yo debería incendiar el lugar y alejarme de allí, a u n q u e primero podría sacar lo q u e deseara. Incluso, me dio instrucciones por escrito para q u e no tuviera problemas con las autoridades. Te 187

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acercaste bastante a esa fecha límite, amigo. Faltan nueve días para esa fecha. —Doy gracias a Dios por haber llegado a tiempo. Debería haber venido más pronto, pero viví mi propio infierno tratando de enfrentar el hecho de haberlo perdido. He perdido a oradores y a amigos íntimos muchas veces a través de los años, pero ninguno me dolió como él. Patrick fue el hijo que nunca tuve. También tenía un don increíble en el podio. Lo llamaban un orador persuasivo... y lo era. A pesar de que los periódicos, la radio y la televisión informaron sobre la tragedia durante semanas, me sentí obligado a llamar a todos los programadores de eventos que habían contratado a Pat para un discurso futuro y cada una de esas conversaciones hundió otra espina en mi corazón. Después, tuve que soportar muchas entrevistas con reporteros que deseaban saber cómo era en realidad Patrick Donne. John, recuerdo que Pat me dijo que fuiste maestro y director de una escuela secundaria. ¿Alguna vez lo tuviste en alguna de tus clases? —Por supuesto... en los grados del séptimo al noveno. —¿Cómo era de niño? —Pat era un niño grande para su edad, pero nunca utilizó su tamaño o músculos para intimidar a los otros niños, únicamente para poner fin a sus riñas. También era muy callado. Fue un buen estudiante y no dio problemas en clase o fuera de ésta. Amaba a los animales y siempre cuidaba a uno o dos perros sin dueño que nadie quería. Recuerdo que en una ocasión atendió a un osito durante semanas, después de rescatarlo de una grieta en las montañas. Un verano, también salvó a un niño pequeño que se ahogaba en un estanque, cerca de Red Lodge y constantemente hacía mandados para los ancianos. Fue un niño muy especial. Mi esposa decía con frecuencia que

practicaba para ser un santo, porque siempre estaba lleno de amor para todos... para todos los seres vivientes. —Me dijo que ustedes dos jugaban mucho golf juntos. —Lo hicimos, hasta que empezaste a enviarlo por todo el país. Sí, jugamos mucho y estoy seguro de que generalmente me dejaba ganar. Así era Patrick, nunca pen^ saba en él, mientras pudiera hacer que alguien se sintiera un poco mejor respecto a la vida. Viajamos en silencio durante varios minutos, antes que John levantara un brazo para señalar el panorama de una hermosa montaña escarpada que se encontraba ante nosotros. —¿Qué opinas de Big Sky? —Primoroso. Al volar desde Denver, pensé que el cielo debe ser como esto. —Hemos subido por esta autopista federal desde que salimos de Billings y llegaremos al pueblo de Red Lodge en cuarenta minutos aproximadamente. El sur de Red Lodge es lo que llaman Beartooth Range de las Rocallosas. Durante los meses del verano, cuando está abierta al tráfico, la autopista Beartooth es una entrada impresionante al Parque Nacional Yellowstone, puesto qué conduces por caminos trazados muy alto en las montañas, entre lagos glaciáricos y la tundra ártica. Granite Peak también está en los Beartooths y esja montaña más alta de nuestro estado, pues tiene una altura de trece mil pies. Red Lodge, mi hogar durante muchos años, es un gran lugar para vivir. No hay humedad ni mosquitos. En el verano la temperatura nunca se eleva a más de ochenta y, por la noche, incluso en agosto, por lo general tienes que dormir bajo una manta. Poco después de pasar Red Lodge, con su calle principal ancha e incontables tiendas que exhibían todo, desde botas vaqueras y pantalones Levi's, hasta trajes de baño y televisores, viajamos en dirección al este, al llegar ante

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un letrero pequeño que decía 308 y exhibía los nombres

gorra de béisbol al reconocer la vieja camioneta roja de

de c u a t r o p u e b l o s : WASHOE, BEARCREEK.. BLESSINGS, DELFRY.

John.

La vieja camioneta Chevy de John empezó a moverse a sacudidas y a vibrar, mientras él se esforzaba por mantenerla dentro del camino angosto y llenó de surcos. A ambos lados había pastizales verdes, hasta donde alcanzaba la vista. El ganado pastaba por todas partes y en el horizonte podían verse más picos escarpados de montañas, algunos todavía cubiertos de nieve. J o h n señaló de nuevo hacia adelante, a través del parabrisas. —A unas noventa millas al noreste de aquí, George Custer encontró muchos más problemas de los que esperaba, allá en 1976. —¿Little Big Horn? —Sí. Si te colocas de pie en esa larga colina inclinada donde Custer y sus hombres se detuvieron por última vez, juro que todavía p u e d e s escuchar los alaridos, gritos y disparos. Hay muchas tumbas allí, donde fueron enterrados algunos de los hombres, en el sitio donde cayeron. Ahora, neoyorquino, estoy casi seguro q u e ni siquiera notaste q u e ya pasamos p o r los p u e b l o s de Washoe y Bearcreek. En algún sitio por aquí, a la derecha, está el enorme rancho q u e los padres de Pat tuvieron durante tanto tiempo. ¿Ves esa casa grande de tablas de chilla, bajo todos esos cedros rojos? Allí es donde creció nuestro amigo. Cómo sabes, vendió toda esta tierra, con excepción de algunos acres, cuando su padre murió y él decidió que deseaba ser orador de tiempo completo, en lugar de ranchero. John tocó la bocina cuando pasamos el sendero de lo que fuera el rancho de Pat y varios niños, así como una pareja de adultos, se volvieron y saludaron. Un joven con traje de faena, que conducía un tractor en un patio enorme, a un costado de la casa, levantó la mirada y tocó su 190

Un momento después, dimos vuelta hacia la izquierda para tomar un camino de tierra todavía más angosto, bordeado en ambos lados por pinos tan cercanos, que sus ramas inferiores rozaron el costado de la camioneta de John al pasar. De pronto, nos encontramos en un pequeño claro en el que había una cabana de troncos con techo inclinado. En la parte posterior de la cabana había un cobertizo sobre el cual se erguía un viejo manzano rugoso que todavía tenía hojas. John estacionó la camioneta sin pronunciar palabra. —¿Es aquí? —pregunté. Él asintió. —Pat siempre se refirió a este lugar como a una cabana de tres habitaciones. —Tiene tres habitaciones: un dormitorio p e q u e ñ o , una cocina con una vieja estufa de madera y una sala con chimenea, que también era la oficina de Pat... al menos, así la llamaba él. Ese cobertizo es d o n d e guardaba su Harley, antes de venderla. —Bart —dijo John cuando abrí la puerta de la camioneta—, olvidé preguntarte q u é planes tienes para esta noche. —Pensaba pasar la noche en algún hotel de Billings y volar de regreso a Nueva York por la mañana. Mi avión parte para Denver a las diez y cuarto. —Me parece bien. ¿Tienes la llave de este lugar? Pat dijo que te dio una. Busqué en mi bolsillo y asentí. —Bien —rió—•. Si estás de acuerdo, te dejaré para q u e atiendas tu asunto allí adentro, para que sientas la presencia de Pat, si crees en esa clase de cosas. Tengo un par de asuntos pendientes en Red Lodge y después regresaré para recogerte y llevarte a un hotel en Billings. ¿Una 191 hora está bien?

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—Sí, siempre que regreses, John. No sé qué tan bien sobreviviría aquí. —No te preocupes —rió—. Pat nunca me perdonaría si te abandonara —miró su reloj—. ¿A las cuatro está bien? —Perfecto, John. No p u e d o agradecerte suficiente todo esto. —Eres un buen hombre, Bart, pero no lo hago por ti. Únicamente obedezco las órdenes de Pat. Te veré a las cuatro. Observé cómo regresaba a la camioneta y se alejaba por el sendero. Bajó la ventana lateral y asomó la cabeza. —Antes de partir —gritó—, voy a asegurarme de que tu llave funcione, ¿qué dices? Caminé hasta la descolorida puerta azul de madera y di vuelta a la llave. Escuché un ruido suave y, con un poco de presión, la puerta se abrió hacia adentro. Me volví para despedirme de John, quien puso en marcha el motor de la camioneta y se alejó por el polvoso camino. Las paredes interiores de la cabana eran de tablas ásperas, teñidas en un tono óxido que daba a la habitación un brillo iridiscente. Cerré la puerta con suavidad y me sentí muy extraño e incómodo, como si estuviera ante la presencia de algo que no podía comprender. Directamente enfrente de donde me encontraba de pie estaba un viejo escritorio de roble y una silla giratoria con un cojín raído en el asiento. Acomodadas a cada lado del escritorio había varias cajas grandes de plástico, en varios colores, llenas con carpetas de archivo. A la derecha del escritorio se encontraba una chimenea natural de piedra. Caminé con indecisión hacia la chimenea. Los restos medio quemados de un leño estaban todavía en el hogar y arriba de la repisa de madera gruesa de la chimenea colgaba una reproducción grande, con marco de latón, de la pintura de Durero "Manos orando". Sobre la repisa se encontraba una fotografía oval, en color sepia, de un hombre y una 192

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mujer inflexibles y serios, que probablemente eran los padres de Pat. Junto a la fotografía estaba otra fotografía de un joven con uniforme de fútbol, posando torpemente y sosteniendo el casco contra el muslo. No había duda de que era Pat. Todas las paredes interiores revivían con los colores alegres de multitud de tapetes colgantes y acomodadas contra cada pared había pilas de libros. Junto a una pequeña ventana de doce cristales, con vista hacia el bosque cercano, colgaban varias bridas, una silla de montar pequeña y un trabajo de punto de aguja que representaba a un guerrero indio. Al otro lado del escritorio estaba un sofá de bejuco que parecía por completo fuera de lugar, y una mecedora de madera sin brazos. Una mesita con revistas apiladas ocupaba el centro de un tapete oval grande, trenzado, que casi cubría toda la sala. El único sonido que pude escuchar fue el del viento que soplaba afuera. Era un lugar mágico donde cualquiera podía haber vivido y olvidado todas las tensiones de la vida. Un retiro bendito. Un refugio encantado. Casi pude sentir la presencia de Pat. Creo que fue Pascal quien en una ocasión escribió que la mayoría de nuestros infortunios surgen de no saber cómo vivir tranquilamente en casa, en nuestras propias habitaciones. El lugar encajaba a la perfección con Patrick Donne. El hecho de que un hombre que amó la vida tanto y que supo cómo vivir muy bien muriera tan joven era totalmente injusto y algo que no podía comprender. Adjunta a la sala grande estaba la p e q u e ñ a cocina abierta que contenía una estufa de hierro forjado y una mesa circular de madera con varias sillas q u e no hacían juego. En una mesita junto a la estufa estaba un radio de madera anticuado y una jarra de cristal llena de dulces. Me acerqué despacio a la puerta cerrada, a mi izquierda, y la abrí sólo lo suficiente para ver la mitad inferior de una cama cubierta con una sobrecama de color

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óxido y oro. No tuve valor de entrar, por lo que cerré rápidamente la puerta, me volví y regresé al escritorio. Me sentí incómodo al sentarme en la vieja silla giratoria de Pat. Una libreta de apuntes negra y un teléfono viejo eran los únicos objetos sobre el escritorio. Levanté el auricular hasta mi oreja y escuché el tono familiar para marcar. ¿Cuántas veces habló Pat conmigo en este teléfono? ¿Fue durante nuestra última conversación, antes que él fuera al este por última vez, cuando con orgullo anunció que pensaba que su proyecto especial escrito al fin estaba terminado? —Bart —todavía puedo escuchar esa voz de mando cuando anunció—, creo que estoy listo para hacer mi pequeño esfuerzo público. Un amigo impresor en Red Lodge se hará cargo y preparará mi artículo en dos o tres estilos diferentes y tamaños de letra, para que yo seleccione uno. Espero que te guste. No sé cuántos cestos de basura he llenado a través de los meses, tratando de crear un documento especial y breve que pueda mejorar vidas. En verdad creí que mi idea tenía mérito, pero no podía ponerla en papel de una manera que me dejara satisfecho. Finalmente, quedé tan confundido, que deseché todas mis notas y empecé de nuevo, estableciendo sólo dos criterios para mi trabajo. Tenía que ser un código de vida que pudiera ser leído cada mañana en no más de cinco minutos, para que los principios del éxito quedaran grabados con facilidad y rapidez en la conciencia y el subconsciente durante el día. También, tenía que ser el mismo consejo que daría a un hijo o a una hija que se acercaran a mí en busca de guía sobre cómo lograr una vida de éxito, orgullo y paz espiritual, al tiempo que evitaba toda clase de trampas de fracaso. Terminé con algo bastante parecido a lo que te dije había iniciado varios meses antes... los principios más poderosos que utilizo en mis discursos, cada uno condensado en el menor número posible de palabras. 194

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Recuerdo que sostuve el auricular y escuché, sin proT nunciar palabra, cuando él continuó. —Bart, tan pronto como decidí que el consejo que deseaba dar al mundo era exactamente lo que compartiría con aquellas personas que amo, todo pareció encajar en su sitio. La otra noche me senté y empecé a escribir en una libreta. Lo siguiente que supe fue que amanecía y que aunque en el suelo había muchas pelotas de papel amarillo arrugado, mi proyecto estaba terminado y yo me sentía satisfecho. ¡Sorprendente! No recuerdo haber escrito nada de esto. Cuando tomé el tiempo, necesité sólo menos de cinco minutos para leerlo. ¡Perfecto! Me gustaría distribuir copias a todos los asistentes a mis futuros discursos, para que no importe si sólo recuerdan el diez por ciento de lo que diga, ya que tendrán un recordatorio diario de algunos de los principios más importantes. Será sin cargo alguno, por supuesto. Después, estoy seguro de que entre tú y yo podremos solucionar cómo poner el mensaje en manos de muchas otras personas que esperan y oran, en este momento mientras hablamos, para que alguien les arroje una cuerda salvavidas. Hubo una pausa prolongada. Recuerdo que esperé, sin decir nada. —Bart, tenemos un mundo de gente herida que parece haber perdido toda la fe en sí misma y en los demás. Creo que ahora las condiciones son mucho peores que hace cincuenta o cien años. Muchas personas no pueden soportar y se dan por vencidas. Caen en un hoyo y pasan el resto de sus días ocultándose en la desesperación, mientras que otras personas atacan con terror y pánico y con frecuencia terminan causando dolor e incluso la muerte a su prójimo. No podemos permitir que este mundo continúe con su actual caída. Tú y yo tal vez sólo somos unos paseantes en la playa de la vida, pero podemos hacer una diferencia para muchos. ¡En verdad lo creo! Si

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te preguntas dónde obtuve el título de mi proyecto —rió—. lo único que te diré por ahora es que parte de éste lo tomé de la cubierta de una caja de un viejo modelo de avión para armar, que encontré en el cobertizo el otro día. Imagina... Sin embargo, ahora Patrick Donne había muerto y todo estaba en mis manos. Inhalé profundo y abrí el cajón largo y delgado de su escritorio. La vieja libreta negra estaba justamente donde él dijo que estaría. La saqué con suavidad del cajón y la coloqué sobre la desgastada carpeta para escritorio de color carmesí. Mis manos temblaban. Levanté la mirada, inhalé profundo y observé ese par de manos memorables en oración, arriba de la chimenea. Cerré los ojos y traté de controlarme. El zumbido gutural de un jet comercial que volaba fue el único sonido que pude escuchar, con excepción de mi propia respiración. Respiré profundo otra vez, abrí con lentitud la libreta y empecé a leer...

XIX

J^ NSTRUCCIONES PARA EL DESARROLLO DE TU NUEVA VIDA

Ya posees todas las herramientas y materiales necesarios para cambiar y mejorar tu vida. En este mundo, las mayores recompensas del éxito la riqueza y la felicidad se obtienen generalmente no por medio del ejercicio de poderes especiales tales como el genio o el intelecto, sino a través del uso energético de medios simples y cualidades comunes. No te engañes con la brevedad de estas instrucciones. Aunque contienen pocas palabras, todas fueron obtenidas de siglos de experiencia. A pesar de que son viejas semillas, todas están llenas con nueva vida. Repásalas cada mañana, antes de empezar tu día. Después que las siembres en tu corazón, crecerán y formarán un maravilloso jardín de logro y satisfacción que puede ser cultivado, admirado y cosechado mientras vivas... Paso uno: reconoce primero que no eres una oveja que quedará satisfecha sólo con unos bocados de hierba seca y no sigas al rebaño cuando vague sin propósito, balando y gimiendo todos sus días. Sepárate ahora de la multitud

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para que puedas controlar tu propio destino. Recuerda que lo que otros piensen, digan y hagan no debe influir en lo que pienses, digas y hagas. Sepárate de la multitud. Paso dos: tan pronto como despiertes, enciérrate en un compartimiento hermético para que sólo vivas ese día y su trabajo asignado. El ayer se desvaneció para siempre y el mañana sólo es un sueño. Niégate a permitir recuerdos dolorosos del pasado o preocupaciones por el mañana que hacen que te retuerzas las manos y que enredan tus pensamientos de tal manera que perjudican los esfuerzos de hoy. Líbrate de las pesadas cargas del ayer y el mañana, para que puedas avanzar con rapidez hoy, hacia la buena vida que mereces. Vive cada día en un compartimiento hermético. Paso tres: recorre la milla extra en cada oportunidad que tengas hoy y estarás siguiendo el mayor secreto del éxito que conoce el hombre. El método seguro para convertir este día en un éxito glorioso es trabajar más arduamente, más tiempo y con mayor intensidad que lo que cualquiera espera que hagas. Siempre rinde un mayor y mejor servicio que ese por el que te pagan y pronto te pagarán por más de lo que haces. \Recorre la milla extra/ Paso cuatro: comprende que casi todas las adversidades que puedan acontecerte hoy por lo general van acompañadas de un beneficio equivalente o mayor, que encontrarás si tienes el valor de buscar. Reúne tus pensamientos siempre que sufras una derrota y pregúntate qué posible bien puedes extraer de tu infortunio. La balanza de la vida siempre regresa al punto de equilibrio y si Dios te cierra una puerta, te abrirá otra. Nunca abandones la esperanza. Busca la semilla del bien en cada adversidad. 198

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Paso cinco: nunca descuides las cosas pequeñas. Una de las mayores diferencias entre el fracaso y el éxito es que la persona exitosa desempeña tareas que la persona fracasada evita. El trabajo desempeñado con rapidez, los atajos tomados, la falta de atención a los detalles... todas estas cosas pueden finalmente causar gran daño a tu carrera. Recuerda constantemente que si es parte de tu trabajo, por pequeña que sea una tarea, entonces, es importante. La historia todavía nos recuerda las antiguas batallas que se perdieron porque faltó un clavo a la herradura de un caballo. Nunca descuides las cosas pequeñas. Paso seis: nunca te ocultes detrás del trabajo arduo. Se necesita tanta energía para fracasar como para tener éxito. Debes cuidarte constantemente para no caer en la trampa de la rutina de permanecer ocupado con tareas no importantes que te proporcionarán una excusa para evitar los desafíos u oportunidades significativos que pueden cambiar tu vida y mejorarla. Tus horas son tu posesión más preciosa. Este día es todo lo que tienes. No pierdas un minuto. Nunca te ocultes detrás del trabajo laborioso. Paso siete: vive todo este día sin permitir que nadie te arruine algo. Las heridas a tu naturaleza interna pueden ser dolorosas y duraderas, siempre que alguien se mofa de ti o te critica. Al empezar ahora a subir la escalera dorada del éxito, constantemente encontrarás a aquellas personas que intentarán bajarte hasta su nivel. El mundo siempre ha sido así y si permites que esto te suceda, el golpe que recibas finalmente hará que dejes de progresar para evitar penas futuras. Sólo sonríe y aléjate de eso. La envidia siempre implica la inferioridad consciente de otros. No permitas nunca que nadie te arruine.

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Hay cientos de otras leyes y principios del éxito en el mundo y es probable que la mayoría te ayuden a avanzar hacia la buena vida que buscas. Sin embargo, las siete reglas que acabas de recibir tienen en sí mismas suficiente poder, de acuerdo a su récord pasado, para hacer que todos tus sueños se conviertan en realidad, si las repasas cada mañana y después las aplicas a las horas de tu día. Como escribió en una ocasión un hombre sabio, debes comprender que entre tu nacimiento y tu muerte, las horas, los días y los años serán quizá muchos. No obstante, no hay cura para el nacimiento ni para la muerte, por lo que puedes muy bien ser feliz con el intervalo asignado y vivir con orgullo, paz, honor, amor y logro. Sigue cada día estas instrucciones directas y, definitivamente, todo eso sucederá. En este momento, por medio de estas páginas has llegado al cruce de caminos de tu vida. Tu lucha ha terminado. Dios te está asintiendo... y sonríe.

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V_^ erré con lentitud la libreta y la observé, no sé durante cuánto tiempo. Al fin me enderecé, coloqué la libreta bajo mi brazo y me puse de pie. Miré mi reloj. Si Curtiss cumplía con lo prometido, regresaría por mí en quince minutos. Decidí pasar esos últimos minutos afuera, respirando el aire del campo, puro y con olor dulce, pero cuando caminaba hacia la puerta principal, me detuve y miré a la derecha, hacia la puerta cerrada. Sin dudarlo en esta ocasión, casi como si me moviera alguna fuerza que no podía ignorar, caminé directamente hacia el dormitorio de Pat, empujé la puerta, la abrí y entré. Una anticuada cortinilla de lona estaba bajada por completo, por lo que entraba muy poca luz del exterior. Oprimí el interruptor que estaba junto a la puerta y se encendió una pequeña lámpara de madera en forma de urna, que se encontraba en una cómoda sin terminar. Arriba del interruptor, en un deslustrado marco de peltre, se encontraba un viejo pedazo de pergamino sobre el que estaban escritas con caligrafía elegante las palabras Encuentra algo que ames tanto hacer en tu vida que desees hacerlo gratuitamente. Bill Gove. 201

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Acerca del autor Og Mandino fue editor ejecutivo de Success Unlimited (Éxito sin límites), revista de gran éxito en Estados Unidos. Durante casi dos décadas fue vendedor y jefe de ventas, actividad en la que adquirió conocimientos y sabiduría que lo motivaron a escribir su best seller El vendedor más grande del mundo. Autor de más de 20 títulos, sus obras han sido traducidas a 22 idiomas y se han vendido más de 40 millones de ejemplares. Sus artículos, cuentos y demás relatos han sido aclamados internacionalmente y es considerado el autor motivacional más leído del planeta.

Obras de Og Mandino publicadas por Editorial Diana El vendedor más grande del mundo El vendedor más grande del mundo, segunda parte El vendedor más grande del mundo (Edición de lujo) El ángel número doce Los diez antiguos pergaminos del éxito Los diez compromisos del éxito Los diez mandamientos del éxito El don de la estrella El don del orador La elección El éxito más grande del mundo Una mejor manera de vivir El memorándum de Dios El milagro más grande del mundo Misión... ¡éxito! El misterio más grande del mundo Operación: Jesucristo El regreso del trapero El secreto más grande del mundo La universidad del éxito

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