Obligado, Clara - Cartas eróticas

August 21, 2018 | Author: Vicmaru Meléndez | Category: Eros, James Joyce, Eroticism, Love, Aphrodite
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Clara Obligado & Ángel Zapata

Cartas eróticas Para seducir, amar   y disfrutar 

 –26– 

Clara Obligado & Ángel Zapata

Cartas eróticas Para seducir, amar   y disfrutar 

 –26– 

índice La lectura de este libro no está recomendada a menores de 16 años.

CAPITULO UNO Palabras entreabiertas como labios ................13 CAPITULO DOS El lenguaje figurado, la metáfora erótica........51 CAPITULO TRES Secretos al oído (la confesión) .........................91

COLECCIÓN BIBLIOTECA ERÓTICA © CLARA OBLIGADO MARCO DEL PONT, 1993 © ÁNGEL ZAPATA SANTA ÚRSULA, 1993 © EDICIONES TEMAS DE HOY, S.A. (T.H.), 1993 PASEO DE LA CASTELLANA, 93 28046 MADRID DISEÑO DE CUBIERTA: BRAVO LOFISH ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA: FRANCIS PICA-BIA, PORTADA DISEÑADA PARA LA REVISTA LITTERATURE, 1922-1923. © V.E.G.A.P., FRANCIS PICABIA, MADRID, 1993 ILUSTRACIONES DE INTERIOR: LETICIA ROS-SON MASSA PRIMERA EDICIÓN: MARZO DE 1993 ISBN: 84-7880-237-1 DEPOSITO LEGAL: M. 3.669/1993 COMPUESTO EN FERNANDEZ CIUDAD, S. L. IMPRESO EN FERNANDEZ CIUDAD, S.L. PRINTED IN SPAIN-IMPRESO EN ESPAÑA

CAPITULO CUATRO  Los placeres de Onán .................... .......................... ............. ........... 125 CAPITULO CINCO Con los cinco sentidos ............. .................... ............. ............. ........... 165

 A todos los alumnos que durante estos años han participado con nosotros en los cursos de escritura creativa en el Círculo de Bellas Artes, la Librería Mujeres de Madrid, la Librería Fuentetaja y tantos otros lugares; a su entusiasmo por la literatura.

 A gr a d e ci mi e n t o s A Ramón Cañelles, que impulsó este proyecto; a José María Parreño, coordinador del área de Literatura del Círculo de Bellas Artes; a las libreras de la Librería Mujeres de Madrid; a Alfonso Fernández Burgos, a Mariángeles Fernández, y a Roco González Leandri, por su fe, esperanza y, a veces, caridad.

Querido lector, querida lectora: ¿Cuántas veces has abierto tu buzón con ansias, para cerrarlo luego, descorazonado, llevando entre tus manos sólo el recibo de la luz? ¿No es verdad que, con la sorpresa de la mañana, siempre esperas que tu casillero encierre esa carta memorable que luego guardarás entre las páginas de un libro amado (un libro que, con el paso del tiempo, tendrá las páginas amarillas, pero la carta, oh, esa carta, siempre la misma emoción)?  Has tomado la carta entre tus manos; si tu nombre asoma por una ventanita a la derecha, bajo la transparencia del celofán, probablemente la dobles, la escondas bajo el  párpado de tu bolsillo, o la dejes olvidada por cualquier  rincón, como a una virgen sin misterio. Quizá tu nombre no aparezca por una ventanita; tus dedos, en cambio, tropiezan ahora con un borde más frío que el papel: se ha marchitado el asombro. Una etiqueta de ordenador encierra tus datos; el remite, colocado en el an-

 posible que sea una multa. Pero hay, tú lo sabes, otras cartas. Cartas que anhelan tu tacto, en la penumbra del buzón, leves como una caricia. Cartas que guardan las noches, el confuso perfume del abrazo, las bocas que se buscan, la música perdida que escondían los cuerpos, la huella del temblor...  Abres la carta, en el mismo rellano de la escalera, y el mundo se borra de un solo plumazo, gira, te envuelve, te ciega, te arrastra: quema la tinta en tus dedos. Las frases repiten el rumor de las sábanas, la pasión y sus sombras, se desdibuja el día. Tal vez ha sido un polvo de una noche: ¿dónde habrá encontrado mi dirección?, ¿qué amigo indiscreto, qué listín  fogoso, qué guía imprudente...? Escondes la carta, tu pareja desciende por las escaleras silbando Perfidia, tiemblas, temes, temes, tiemblas, es más celosa que Ótelo.  La carta, sin embargo, estará todo el día al acecho.

Esa carta que has recibido, el papel que un día tembló entre tus manos, es parte de una cadena que atraviesa toda la humanidad; cada vez que dos amantes se han visto separados han intentado reunirse: una celosía abierta, los oficios de una celestina, el pañuelo mojado en llanto que cruza la línea de fuego, el íntimo jeroglífico, las trenzas cortadas, el rosario de mi madre, la perversa llave de un cinturón de castidad... Antes de la introducción del papel en Occidente, los mensajes amorosos encontraban aquí pesadas barreras; no es flaco oficio el de acarrear menhires, escribir pergaminos, dibujar sobre cueros de animales, o grabar a cincel. Liviano vestigio de tantas distancias, la carta sobrevive en su intimidad de papel y tinta, emergiendo de un fax o  brillante en la pantalla de un ordenador.  Ni siquiera el teléfono, que borra meridianos, la puede remplazar del todo: a la vibración de la voz amada se une el desespero de su fugacidad; las ondas sonoras se escapan y una estela perpleja, aturdida, divide la extensión del abandono, intenta recordar.

Sólo la carta permanece, atrapa la pasión, y la convierte en historia. Porque todos, probablemente, hemos recibido en algún momento de nuestra vida una carta memorable; todos, tam bién, la hemos escrito alguna vez; y junto a la elocuencia que nace de la pasión, emerge a veces en el escritor esa expresión incontrolada, vacilante, que empobrece su sentimiento. ¿Cómo nombrar el deseo, cómo llevar al papel el fragor de las noches?: faltan las palabras. El amor intransferible resulta tópico; el arrebato, un coñazo; la lujuria, cursi. ¿Rompo la carta? ¿Llamo por teléfono? ¿O entrego mi novia a Cyrano de Bergerac, es decir, a alguien con dotes literarias, que  probablemente me suplante luego en el amor?  No seamos trágicos: existe sin duda –en la correspondencia de los amantes célebres y en la tradición amorosa en general– una serie de recursos que sirve para colocar la escritura al mismo nivel que la pasión. Para comenzar con estos ejemplos hemos elegido dos textos cuyo estilo y cuya fragmentación del amor –físico en uno, espiritual en el otro– es diametralmente opuesta. Ambos se refieren también a dos momentos muy diferenciados dentro de lo pasional: la exaltación carnal en James Joyce, y la endecha, la queja amorosa, en las cartas de Sor Mariana Alcoforado. Pero antes de comentar estos textos, nos parece oportuno reflexionar sobre una serie de detalles propios del género. Cuando se escribe una carta, cuando un emisor o emisora quiere dirigirse a su destinatario, descubrimos que puede hacerlo de muchas formas: cabe, por ejemplo, fingir una

 jes que usen la correspondencia como un truco literario sumamente efectivo; este es el recurso de Choderlos de Lacios en  Las amistades peligrosas Estaremos hablando entonces de la carta como género literario: un género sin duda eficaz, ya que todo lector sucumbe a la tentación de asomarse a una correspondencia ajena (nada mueve tanto a la curiosidad, y la curiosidad, ya se sabe, es uno de los grandes atractivos de toda literatura). Es posible también escribir a un amante real desde nuestra verdadera personalidad, o fingirnos personajes como  parte del juego amoroso, pero sin otra pretensión que incitar  a nuestro destinatario. (¿Por qué no ser hoy Cleopatra y mañana un pescador napolitano, por qué no permitirnos por  escrito lo que nunca llevaríamos a los hechos, por qué no incitar, en ese paréntesis de la distancia?)

Claro que también podemos desahogarnos: llenar folios y folios que nunca echaremos en el buzón, o redactar brevísimos telegramas, notas bajo el imán del frigorífico, tarjetas  postales... incluso en la vida de todos los días –tan próxima que la carta parece inservible– pintamos con el vapor que emana de la ducha unas palabras sobre el espejo del botiquín, para que las lea quien ahora llama a la puerta: un mensaje erótico que sólo durará segundos. Cartas de todo tipo, cartas eróticas, mensajes: formas  peculiares de la escritura. En ellas, todos lo sabemos, rigen unas reglas distintas a las de la correspondencia normal: hablamos ahora del verdadero texto erótico; el que todos –  como antes decíamos– hemos escrito o recibido en algún momento de nuestra vida, y en el que importan poco la síntesis o la información. Rompiendo con las fórmulas de cortesía, la carta erótica aspira a ser un mensaje original. No es fácil, sin embargo, descubrir nuevos territorios en un mundo tan explorado, aunque bien es cierto que cada amante vive su correspondencia como un hecho único. En los autores que han trabajado este género se encierra sin duda una serie de trucos fiables orientados a provocar la sorpresa. Pero de ellos hablaremos luego. Volvamos, pues, a la situación inicial: una persona decide escribir a otra una carta erótica. El que escribe, es decir, el emisor, se sienta frente al papel. Pluma en ristre, puede elegir entre un mensaje corto, que habrá de ser preciso y atractivo, o un largo desahogo que se prolongue durante varias páginas. En ambas situaciones hay algo de monólogo: un íntimo regodeo en los propios furores. El que desea se

 por esa ebriedad, que su pasión lo embellece. La carta, en ese instante, es un espejo benévolo. Nada enturbia el disfrute del que ama. En la planicie del cristal se refleja un joven dios. Pero más allá, al otro lado del papel, alguien aguarda en silencio. Alguien en cuyas manos temblarán esas frases;  porque además de escribir para sí mismo, el autor aspira a suscitar ciertos ardores en el otro. La magia se evapora. ¿Tendrán las palabras pensadas, las palabras escritas, el valor  de un susurro al oído? Más allá, al otro lado del papel, alguien aguarda. Abre el buzón, reconoce la letra, y pasa revista a sus ocupaciones, mientras saborea por adelantado esa pausa callada, ese momento íntimo que le permitirá sumergirse en la lectura. El sobre palpita en la chaqueta, en el bolso, irradia su aroma: promete. Después, apagada la prisa, vencida la rutina, abre la carta. Sin duda en el autobús, entre un compromiso y otro, espió fugazmente esas líneas, adelantó el disfrute. Ahora, en la penumbra quieta, el deseo se crece, se tensa, se inflama. Se vierte. La carta ha terminado; pero cuántas veces habrá de reiniciarse su lectura, para encontrar entre las frases la caricia especial de un adjetivo, el sustantivo eficaz que nombra el cuerpo, que lo tienta; el vaivén de los verbos, su balanceo suave o agitado, la mordiente imprevista de un adverbio... Dentro de la correspondencia real entre amantes, hemos elegido para comenzar este libro la carta que James Joyce le escribe a Nora, y que puede servir como ejemplo de una escritura que suele llamarse pornográfica.

en el extremo opuesto del registro erótico: la carta de amor  de una monja portuguesa. Ambas son, sin duda, cartas eróticas, aunque el tono elegido resulte antagónico; ambas se refieren también al amor, aunque de forma muy distinta. Si ubicamos la carta de Joyce dentro de la pornografía, la carta de Sor Mariana Alcoforado caería en el extremo del amor espiritual. Sin embargo, ¿quién dice que la ausencia de descripciones físicas convierte a la monja en una escritora  pacata? ¿Y por qué llamamos pornografía a lo que escribe Joyce? Todavía hoy sigue abierto el debate sobre los límites entre erotismo y pornografía, y en las diferentes opiniones se filtra a menudo esa pasión por el escándalo que es, a fin de cuentas, una pasión puritana. Para todo buen lector de literatura erótica esta disyuntiva resulta ingenua: poco queda por  decir, poco por nombrar. Tal vez lo importante haya estado siempre en el modo de expresar una idea, pero esto nos coloca ya en una orilla distinta a la del celo moral. Hablaremos aquí sobre buena o mala literatura, y no sobre la literatura de los buenos o de los malos. Como bien escribió Oscar Wilde: «No hay libros morales o inmorales; los libros están bien o mal escritos, eso es todo.» De todas formas, en los «Apuntes de Erotomanía» que incluimos al final del capítulo comentaremos la historia de estas palabras. Abandonando esta ya larga digresión, os dejamos ahora con el autor de Ulises, y con un texto en el que felicita a  Nora por sus capacidades, al tiempo que la incita a nuevos deleites.

8 de diciembre de 1909 44 Fontenoy Street, Dublín  Mi dulce, pequeña, lasciva Nora, hice lo que me dijiste, so marranita, y me pajeé  dos veces mientras leía tu carta. Me siento entusiasmado de saber que te gusta que te  jodan por el culo. Ahora puedo sacar a relucir aquella noche en que te jodí tantísimo  por detrás. Nunca he pasado contigo una velada de jodienda con más mierda, cariño. Mi polla estuvo clavada en ti durante horas, entrando y saliendo por la parte in ferior de tu culo levantado. Sentía unos gruesos y sudados jamones bajo mis pelotas y veía tu cara sonrojada y tus ojos en febrecidos. A cada estocada mía, tu lengua enfebrecida brotaba ardiente por entre tus labios, y si la estocada era más enérgica que de costumbre, te manaban de atrás pedos recios y cochinos. Tenías el culo pedorriento aquella noche, cariño, y te los fui sacando, gordos ellos, huracanados, rápidos, menudos, alegres petardeos, y muchos

 pedos breves y desobedientes que acababan en un prolongado farfullar de tu agu jero. Es maravilloso joder a una hembra  pedorrera si a cada embestida le sacas un  pedo. Creo que reconocería los pedos de  Nora en cualquier parte. Ruido juvenil, y no como esos follones húmedos que supongo han de tener las casadas gordas. Re pentino, seco y hediondo, como el que una muchacha descarada se tiraría por la noche y para divertirse en el dormitorio de un pensionado. Espero que Nora no deje de tirárselos en mis barbas para que pueda reconocer su olor.  Dices que me la chuparás cuando vuelvas, y que quieres que te coma el coño, granujilla depravada. Espero que me sor prendas en alguna ocasión en que me quede dormido con ropa, te me acerques con  fuego de puta en tus ojos soñadores, desabroches mi bragueta botón a botón, desenfundes con amabilidad el recio pájaro de tu amante, te lo introduzcas en la boca húmeda y lo chupes hasta que se ponga gordo y tieso tieso y se corra en tu boca. También yo te sorprenderé dormida, te al zaré la falda, te abriré las calientes bragas con suavidad, me tenderé junto a ti y comenzaré a lamer sin prisas tu pelambrera.

Te estremecerás inquieta cuando lama los labios del coño de mi amor. Te quejarás, gruñirás, suspirarás Y peerás de gusto en tus sueños (...).  Buenas noches, Nora, pequeña pedorra, mañanita, chocholoco.  Hay una pala bra adorable, cariño, que has subrayado  para que me pajee más a gusto. Escríbeme más cosas por el estilo y también de ti, con dulzura, con mierda, con más mierda.

 James Joyce

En la carta que acabamos de leer, Joyce plantea a Nora un encuentro erótico que en realidad no sucede, o que sucede  –mejor dicho– en el espacio imaginario del papel. Se trata, pues, de una estrategia literaria especialmente acertada, donde se remplaza el follaje por su descripción. Así, la amenaza de la cópula sustituye, en cierta medida, a la cópula misma. Vemos también cómo la segunda persona –«te quejarás, gruñirás, suspirarás y peerás de gusto en tus sueños...»–  adquiere todo su vigor expresivo, ya que la voz que enuncia, o musita, o susurra el texto, se dirige directamente a su destinatario: el «tú» de la carta interpela siempre al lector, lo coloca en su punto de mira. De ahí que la primera persona –  el «yo» de los deseos y las fantasías de Joyce– juegue un contrapunto perfecto con el «tú» que emplea el autor del Ulises para dirigirse a su amante. Ambas perspectivas confluyen, se asimilan, se enriquecen en esa cópula imaginaria, en ese juego de a dos. De este punto de vista desdoblado –un «yo» deseante, un «tú» que se convierte en el objeto activo del deseo– de pende la eficacia de la carta, su peculiar temperatura, su fuerza de convicción: podemos decir que da igual que Nora «se lo chupe hasta que se le ponga gordo y tieso tieso y se corra en su boca» ya que la escena sucede para Joyce mientras escribe. El texto se despliega en esa zona inexistente entre lo ya hecho –darle por culo a Nora– y lo que habrá de hacerse: «Te alzaré la falda, te abriré las calientes bragas con suavidad.» Este espacio utópico es el espacio de la carta erótica, logrado mediante el uso de verbos en tiempo futuro.  Nos gustaría destacar también el empleo de enumeraciones como las referidas a los pedos de Nora («huracanados, rápidos, menudos, alegres petardeos, y muchos pedos

amante», muestra de lenguaje figurado, del que nos ocuparemos en el próximo capítulo. Dejemos ahora los furores priápicos de Joyce, y cam biemos de época y de registro. Con un salto abrupto en el tono, volvamos el tiempo hacia atrás hasta situarnos en el año del Señor de 1669, año en el cual se publican las cartas de una monja portuguesa, Sor Mariana Alcoforado, escritas a su amante, Guilleragúes, oficial francés. Como se desprende del texto que vais a leer, Mariana ha sido seducida y abandonada, y las tiernas palabras vertidas sólo tienden a reclamar los favores del caballero que fuera su amante. Sin embargo, a partir de este año y de tal  publicación, va a ponerse de moda en toda Europa escribir  cartas con ese estilo,  fingiéndose mujer, y cumpliendo unas reglas tan estrictas como las de un soneto. Escribir una  portuguesa significa demostrar la locura que sólo excusa el amor, pintar a una mujer abandonada que se entrega al único recurso de la carta. Decíamos que estas cartas, o más bien serie de cartas, deben estar siempre escritas por una mujer y retratar, a partir  de una cierta progresión, la tragedia que se vive. Así, el modelo portugués siempre supone una serie de cartas. Y, claro está, el amante no responde o, si lo hace, su misiva no forma parte de esa pequeña escena dramática, donde a partir  de un «yo» narrador se asiste al desarrollo de una pasión que se revela en la ausencia. El amante –como indica Francisco Castaño en su edición de esta correspondencia– es pues «evanescente, lejano, y se define sobre todo negativamente como anónimo, intercambiable, inconstante por naturaleza, incapaz de toda res-

Así, y según el comentario del mismo autor, todo el interés de estas cartas se centra en la mujer, en su psicología  pintada hasta en los más mínimos detalles. Y el amante, en ellas, no está nunca a la altura de la amada. Tenemos, pues, una palabra dicha a solas, un monólogo enfático. «Escribo el amor, luego estoy enamorada.»

¿Qué será de mí? ¿Qué queréis que haga? Qué lejos estoy de todo cuanto había previsto; esperaba que me escribierais desde todos los lugares por donde pasarais y que vuestras cartas serían muy largas, que mantendríais mi pasión con la esperanza de volveros a ver, que una total confianza en vuestra fidelidad me daría una forma de sosiego y que permanecería mientras tanto en un estado lo bastante so portable sin excesivo dolor; había pensado incluso en algunos leves propósitos de hacer todos los esfuerzos de que fuera ca paz para curarme, si pudiera saber con toda certeza que me habíais olvidado por 

completo; vuestro alejamiento, algunos impulsos de devoción, el temor de arruinar  del todo lo que queda de mi salud con tantas vigilias y tantas inquietudes, el apenas inicio de vuestro regreso, la frialdad de vuestra pasión y de vuestros últimos adioses, vuestra partida, fundada en tan miserables pretextos y otras mil razones demasiado buenas e inútiles, parecían prometerme un auxilio lo bastante seguro, si llegara a serme necesario (...). ¡Ay! Pobre de mí que no puedo compartir mis penas con vos y que estoy, desdichada, completamente sola. Esta idea me mata y muero de temor de que nunca hayáis sido excesivamente sensible a todos nuestros placeres. Sí, ahora conozco la hipocresía de todos vuestros impulsos: me habéis traicionado cuantas veces me habíais dicho que estabais encantado de estar conmigo a solas; sólo debo a mis inoportunidades vuestros apremios y vuestros arrebatos; vos habéis hecho de la frialdad un propósito para encenderme, sólo habíais considerado mi pasión como victoria, y vuestro corazón

 jamás ha sido profundamente conmovido  por ella (...). Sólo siento por vuestro amor  los infinitos placeres que habéis perdido; ¿es posible que no hayáis querido gozarlos? ¡Ahí si los conocierais veríais sin duda que son mucho más tangibles que el de haberme engañado, y habríais comprobado que se es mucho más dichoso, que se siente algo mucho más conmovedor cuando se ama violentamente que cuando se es amado. No sé ni lo que soy, ni lo que hago, ni lo que deseo: estoy desgarrada por mil impulsos contrarios (...). Os amo perdidamente y os cuido lo bastante para no atreverme, acaso, a desear que seáis sacudido  por los mismos arrebatos; me mataría, o moriría de dolor sin matarme, si estuviera segura de que no tenéis jamás sosiego alguno, que vuestra vida no es sino inquietud   y agitación, que lloráis sin cesar y que todo es odioso para vos; no doy abasto a mis males, ¿cómo podría soportar el dolor que me darían los vuestros, que para mí serían mil veces más penosos? Sin embargo, no  puedo decidirme a desear que no penséis en absoluto en mí; y hablando con sinceri-

dad, estoy furiosamente celosa de todo cuanto os da gozo y conmueve vuestro corazón y vuestro gusto en Francia (...). Siento rabia contra mí misma cuando pienso en todo lo que os he sacrificado; he  perdido mi reputación, me he expuesto al  furor de los míos, a la severidad de las le yes de mi país contra las religiosas y a vuestra ingratitud que es para mí la más grande de mis desdichas (...). ¡Ah! Me muero de vergüenza; ¿acaso mi desesperación existe sólo en mis cartas? Si os amara tanto como os he dicho mil veces, ¿no estaría muerta hace ya tiempo? Os he engañado, sois vos quien tenéis que quejaros de mí. ¡Ay! ¿Por qué no os quejáis? Os he visto partir y no puedo esperar a veros de regreso un día, y sin embargo respiro: os he traicionado y os pido perdón por ello.  Mas, ¡no me lo otorguéis! ¡Tratadme severamente! (...) ¡Hacedme saber que queréis que muera por amor a vos! Os ruego que me prestéis ese auxilio, para que pueda sobreponerme a la debilidad de mi sexo, y  ponga fin a todas mis vacilaciones con una verdadera desesperación; un final trágico

os obligaría sin duda a pensar a menudo en mí, mi memoria sería querida para vos,  y estaríais, acaso, visiblemente conmovido  por una muerte extraordinaria; ¿no vale más que el estado a que me habéis reducido? Adiós, desearía no haberos visto nunca. ¡Ah! Cuán vivamente siento la falsedad  de este sentimiento y sé, en el momento en que os escribo, que prefiero ser desdichada amándoos a no haberos visto nunca; así   pues, consiento sin queja en mi aciago destino, pues no habéis querido hacerlo venturoso. Adiós, prometedme que me echaréis de menos tiernamente, si muero de dolor, y que al menos la violencia de mi pasión os haga aborrecer y alejaros de todo; este consuelo me bastará y si tengo que abandonaros para siempre, desearía no entregaros a otra. ¿No sería cruel por  vuestra parte serviros de mi desesperación  para haceros más adorable y para mostrar  que habéis provocado la mayor pasión del mundo? Adiós otra vez, os escribo cartas demasiado largas, casi no tengo consideración con vos, os pido perdón por ello, me atrevo a esperar que tengáis alguna indul-

gencia con esta pobre insensata, que no lo era, como bien sabéis, antes de que os amara. Adiós, me parece que os hablo a menudo del estado insoportable en que me hallo; sin embargo, os agradezco desde el  fondo de mi corazón la desesperación que me causáis y detesto la tranquilidad en que he vivido antes de que os conociera. Adiós, mi pasión aumenta a cada instante. ¡Ah! ¡Tengo tantas cosas que deciros!

Sobre estas cartas de Sor Mariana ha escrito Rilke: ¿Cómo resistirnos a la admiración que se apodera de nosotros cada vez que leemos estas cartas? Este fluir de reproches y esperanzas, dudas y decepciones se precipita con idéntica potencia sobre nosotros y carecemos de fuerza  para detenerlo. Cada vez se nos vienen encima las mismas  preguntas, los mismos reproches, y las mismas promesas habituales del amor, cuya lectura nos ha hartado tan a menudo. Pero aquí se les añade, al presentarse, un significado que aún no hablamos sido capaces de darles 1.

Hemos leído dos cartas muy distintas. Allí donde Joyce, que siente próximo un encuentro con Nora, se deleita en el recuerdo y el porvenir, la monja portuguesa sólo encuentra un amor incorpóreo, ya que su amante la ha abandonado para siempre. ¿Escribe para sí misma? Sin duda, pero pese a lo trágico del abandono, hay en la carta de Sor Mariana Alcoforado la fuerza de la distancia que es, en cierta medida, uno de los ejes de la escritura erótica. «Te escribo porque no estás», dirá Roland Barthes, y la propia escritura se convierte así en el reconocimiento de la ausencia. «Te escribo porque pronto estarás conmigo», diría Joyce a su pequeña Nora, y el amor, entonces, despliega en el espacio de la carta los fervores del gozo. En ambos textos observamos uno de los juegos más frecuentes en la carta erótica, que consiste en remplazar la cópula física por la cópula literaria con un nivel de intensi-

dad nada desdeñable. De este modo el «yo» se vertebra en el «tú», el emisor y el receptor se funden. Entre la tensión espiritual de la ausencia absoluta y la tensión física de un próximo encuentro discurre, sin duda, todo el registro de la escritura en la correspondencia erótica: dos estilos que enmarcan el límite del género, desde sus más remotas orillas. Cuando el texto oculta y desvela, cuando la frase es metáfora del gozo, cuando la letra es marca del deseo: escri bir, inscribir, seducir, incitar; desflorar palabras entreabiertas como labios.

 – Tú, escritor libertino, utilizas este libro para elaborar, desde sus técnicas y propuestas, una serie de textos eróticos.

Esperamos que las cartas que acabas de leer te sirvan como estímulo para tu propia escritura de textos eróticos. Porque este libro puede ser entre tus manos un instrumento de placer; en ellas cobrará vida, pulso, ritmo y movimiento: más allá del disfrute onanista de la lectura, sus páginas te invitan a entrar en el jardín vedado del escritor. En esta sección iremos proponiendo una serie de ejercicios para que entables una correspondencia real con tu amante. Que los ejercicios sean ora físicos ora espirituales, dependerá de tu buena forma, discreción y don de lengua. A partir  de ellos, puedes elegir entre estas posibilidades:  – Una correspondencia real entre amantes reales.  – Una correspondencia ficticia, en la que tú te disfrazas con las características de un personaje literario, y en la que escribes a otra persona que se compromete en un juego idéntico. (Por ejemplo: tú, Safo, mantienes una relación epistolar  con una joven cita griega; o bien, tú, Rhett Butler, ardes en deseos de tirarte a Escarlata O'Hara. Huelga decir que todo travestismo puede incitar a la creación.) 2 2

El límite de los sexos, ya se sabe, es cada vez más borroso; pensábamos de niños que sólo había dos, pero las cosas nunca son tan simples. Como decía

Pero, ¿se puede aprender a escribir cartas eróticas? El escritor Augusto Monterroso –quien dicta habitualmente talleres de escritura– aburrido ya de aquella inevitable pregunta sobre «si el escritor nace o se hace», responde en uno de sus libros que no conoce hasta el momento escritor que no haya nacido; por eso –y con la ironía a la que nos tiene acostumbrados–, sospecha, en fin, que el escritor se hace. Sin embargo, esta visión de Monterroso no es del todo frecuente: afincados en la idea del genio romántico, envueltos en el manto de una musa que sopla cuando quiere, existen aún ciertos prejuicios contra este tipo de aprendizaje;  prejuicios que no tuvieron los clásicos, acostumbrados a elaborar en sus retóricas auténticas propuestas de escritura. ¿Por qué no rescatar, dentro de la amplia tradición de la literatura, todos esos recursos que apoyan la inspiración, que apuntalan al genio? ¿Por qué no rescatarlos, también, para la escritora y el escritor de cartas eróticas, atrapados a menudo entre la intensidad del sentimiento y las dificultades del lenguaje? Pero una de cal y otra de arena: que Erato, musa del himeneo y de la poesía erótica nos proteja, y que los autores que nos han precedido en estos lances nos ayuden a escribir. Hablaremos ahora, antes de proponerte el primer ejercicio, del simbolismo y el valor de los nombres.

Ejercicio n.° 1

 Lo que encierran los nombres «Sería necesario que un rostro respondiera a todos los nombres del mundo.» Paul Eluard

El nombre de una persona, el que atribuimos a un personaje de ficción, tiene su importancia. No es lo mismo llamarse María que Vanessa, Juancho que Roldan, o incluso carecer de nombre, como le ocurre a la protagonista de  Historia de O. Hay nombres irónicos –  Justine, de Sade– nom bres que denotan un origen –Marquesa de Merteuil– nom bres de guerra –la Pegaso– nombres que señalan un destino –  Culculine o Alexine Mangetout, en  Las 11.000 vergas de Apollinaire 3 – y nombres, también, que no prometen nada: Sonsoles, José María, Jesús4... «¿Qué hay en un nombre?», se pregunta Julieta. Un nombre puede ser una frontera, un salvoconducto, un talis3

Apollinaire, Guillaume, Las 11.000 vergas, Icaria, Barcelona, 1986.

4

Si usted o su amante padecen alguno de estos nombres, les ofrecemos los siguientes remedios: I) Un silabeo goloso, donde Sonsoles, sin duda, evoca a una amante pastoril y rellenita, de modo que son-soles pueda ser aplicado, indistintamente: a) a los ojos; b) a las tetas; c) a las nalgas. II) La abreviatura del nombre en una sílaba, cuidando de pronunciarla ya en tono cariñoso, ya exclamativo. De  José María cabe elegir la sílaba «Jo», que  puede indicar nuestra admiración hacia ciertos detalles de la anatomía. (Debido a la polisemia de «Jo», conviene afinar mucho en la elección del tono. La síla ba nunca debe repetirse con énfasis («Jo, Jo»), pues podría resultar contraproducente). III) Sublimación de los significados, recurriendo a la cantera de posibilidades que para un nombre como este,  Jesús, nos proporcionan las jaculatorias: «Dul-

mán. Quien sabe nuestro nombre ya es dueño de un poder  sobre nosotros. Un nombre, uno solo, limpia nuestra culpa: la pasión, pecadora, multiplica los nombres. Así, con el deleite de un nombre, se abre Lolita, de Nabokov:

 Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con los pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Loli ta 5.

Dejemos que Humbert Humbert, el personaje narrador  de la novela, siga paladeando el nombre de su amante, y volvamos ahora a nuestros ejercicios. En este momento, lector entusiasta, fogosa lectora, te

inicias en el deporte de la escritura. A lo largo de las páginas de nuestro libro habrá siempre una sección, ésta, destinada a mantenerte en forma: para llevar a cabo nuestras propuestas necesitas no sólo una mente clara, sino un cuerpo en buen estado; ya lo dijeron los latinos: «Mens sana in corpore sano.» Tiéndete sobre la cama, o sumerge tu cuerpo en un cálido baño de burbujas. Las ropas, si las hubiere, deberán ser  holgadas, transparentes, sedosas al tacto. (En caso de poseer  una sensibilidad de corte masoquista, se proponen sencillas soluciones domésticas, tales como pellizcarse con una pinza de la ropa distintas partes del cuerpo.) Abre la ventana, si fuese del año la estación florida, y deja entrar el aire perfumado, el caudal sonoroso de lo verde, o ciérrala en seguida, si araña los cristales la ventisca de enero. Si la aspereza de los quehaceres te ha distraído de la  paz del campo, si trabajas en un ministerio, si no tropieza  pura el agua en la cascada, si ningún arroyo rumorea en tu oído, abre el grifo, tira de la cadena, cierra los ojos: imagina. En fin, relájate. Y si de tus manos el diestro tocamiento interrumpe de pronto un jefe hostil: fantasea, los sueños son libres. Ya está tu cuerpo dispuesto. Ahora podemos plantearte el ejercicio sobre los nombres:  – Vuelve a leer el texto de Nabokov. Paladea después el nombre de tu amante, sepáralo en sílabas, lima las consonantes duras, déjate acariciar por sus sonidos, y escríbele una carta –¿extensa, breve?– donde juegues con la música del nombre, con todas las sugerencias (aromas, recuerdos, objetos, texturas, sueños, situaciones...) que esa palabra despierte

Ejercido n.° 2

«Las palabras vuelan –dijo el clásico– y lo escrito permanece.» Cuando escribimos una carta, algo de nosotros queda atrapado en el papel, y si bien firmaríamos por la noche lo que escribimos esa misma mañana, es frecuente que al releer una carta escrita diez años antes nos preguntemos cómo fuimos capaces de decir semejantes tonterías.  Nuestras palabras se alejan de nosotros; tanto, que a veces parecen dichas por otra persona. ¿Firmaría un viejo escritor sus libros de juventud?, ¿imaginaría un escritor joven los libros de su vejez? Todos somos –como decía Pirandello– uno, ninguno y cien mil. Dentro de la tradición literaria –y sobre todo en el género erótico– es frecuente que un autor no publique sus obras con su propio nombre.  Historia de O y Emmanuelle, por  citar dos ejemplos célebres, aparecieron bajo seudónimo. Para burlar la censura, por pacatería, o por el regusto de convertirse en otros, los escritores han jugado a menudo con la alteración de sus nombres. Abundando en esta idea del desdoblamiento, puede  plantearse también el escritor un alter ego, que incluya parte de su personalidad y deje fuera todo el resto. Tal es el caso de Juan de Mairena –pensador– respecto de Antonio Machado –poeta– o los varios heterónimos en que se desdobla el escritor portugués Fernando Pessoa y que encarnan, cada uno de ellos, un aspecto vivido o fantaseado por él. Los ejercicios de este capítulo siguen la línea de tales escisiones. a) Como decíamos antes, la imaginación es libre; el cuestionario que te ofrecemos ahora es una ayuda para la

obstáculos ni reticencias, todas tus expectativas eróticas. ¿Qué edad tiene tu alter ego? ¿A qué se dedica? ¿Cómo se llama? (Elige despacio el nombre de tu personaje. Pruébale más de uno, invéntale el apodo que tenía de niño, un nombre que guarde para la intimidad, y ese nombre persecutorio que la gente le pone al buen tuntún, porque lo lleva escrito en la cara.) ¿De qué sexo le gustaría ser? ¿Cómo es su familia? ¿A qué huele su habitación? ¿Dónde nació? ¿Cómo es su boca? ¿Cual es su primer recuerdo? ¿Qué se pone para dormir? ¿Cuándo se masturbó la primera vez? ¿Cual era su fantasía preferida en el momento de masturbarse? ¿Quién lo/la desvirgo? ¿De qué color tiene los ojos? ¿Qué hace los domingos por la tarde? ¿Qué es lo que le daría más vergüenza? ¿Cómo es su cepillo de dientes? ¿Dormía con alguna mascota? ¿Pertenece a esta época o a otra (incluido el futuro)? ¿Dónde vive? (Imagina el lugar con toda la precisión que sea posible) ¿Qué sueño le asustaba? ¿Tiene amante ahora? ¿Qué ropa interior usa? ¿Quién fue su primer amor imposible?

¿A qué sexo pertenece? (Este cuestionario es un ejercicio individual; la segunda  propuesta debe ser elaborada por parejas.)  b) Una vez creado el alter ego, con estos datos y todos los que te parezcan oportunos, vamos a sumirlo en una historia (marca con una cruz la que más te guste):   

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I) De aventuras (en las selvas vírgenes, en un barco  pirata, en el transiberiano, en un camping nudista...) II) Policíaca (novela negra, en la Inglaterra del siglo XIX, en una trama de espionaje...) III) De ciencia-ficción (tipo La guerra de las galaxias, utopía de un mundo futuro –positiva o negativa–; en el estilo heroico de Conan el Bárbaro...) IV) De ultratumba (fantasmas, vampiros, muertos vivientes, el más allá...) V) En el mundo de las altas finanzas. VI) Otras.

La historia, que irá tomando cuerpo a lo largo de la correspondencia, debe tener en todos los casos un fuerte com ponente erótico. Se recomienda, para la buena marcha del ejercicio, llegar a un acuerdo argumental mínimo entre am bos cómplices. También puede ser conveniente manejar una cierta documentación (fotos, planos de ciudades, etc.). Corno es obvio, la correspondencia puede incluir, eventualmente, a más de dos participantes.

cía, llevó a los comerciantes a colgar cédulas o tablillas en el cuello de las esclavas. Quien redactaba estas tablillas fue llamado pornógrafos. El término pornografía –que hoy designa, en un sentido amplio y con matiz negativo, a un determinado enfoque relativo al arte amatorio– no aparece recogido en el diccionario hasta la tardía fecha de 1925.

El origen de las palabras Cuando se cuenta el deseo, cuando el amor se narra, vienen a nuestra memoria múltiples palabras que definen, o intentan definir, los matices, los enfoques que esta experiencia ha ido revistiendo (o desvistiendo) a lo largo de los tiem pos. Pornografía, erotismo, obscenidad, literatura licenciosa, términos que delimitan un campo de fronteras difusas. Aquí os relataremos la historia de algunas de estas palabras. I. Pornografía ¿Comprarías un esclavo sin conocer sus vicios y virtudes? ¿Cómo señalar la calidad de la mercancía que se ofrece?... En el origen del término  pornografía se esconde la siguiente historia: Pornografía viene del griego, de la unión del verbo  péremi, que quiere decir vender personas (de donde la palabra porné, pl. pornai, es decir, mujer que se vende: esclava y, con el tiempo, prostituta) con grafós, o lo que es igual, persona que escribe.

II. Obsceno El término obsceno nos lleva ahora a la antigua Roma. Los romanos tuvieron una lengua consagrada a ]o religioso, dentro de la cual estaba incluido el lenguaje de los augurios: en este ámbito del «auspicio» (de avis spicio, consultar a las aves) encontramos la palabra que nos interesa: obsceno, y que alude a lo que no se dice porque trae mala suerte. Lo obsceno, pues, entra en lo fatalis, es decir, en las cosas enviadas por el hado. En el siglo III d. C. el término pierde su valor augural, y pasa a denominar lo que no se dice porque es desagradable, extendiéndose luego a las «partes pudendas». Aparece en castellano dentro del  Diccionario Universal de Latín y Lenguas Romances, de Fernández de Falencia, en Sevilla, 1490. De todos modos, la tradición literaria recoge para la palabra obsceno un significado distinto. En opinión de Lawrence –autor, entre otras obras, de El amante de Lady Chaterley –, obsceno correspondería a lo que ha de quedar fuera de escena: «Aquello que no puede representarse en el escenario.» 6

III. Erotismo Así nos cuenta Hesíodo, en su Teogonia, el origen de Eros:  Antes de todo existió el Caos. Después Gea, la de am plio pecho, sede segura de todos los inmortales que habitan las nevadas cumbres del Olimpo. Por último Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los dioses y hombres el corazón y la sensata voluntad en sus pechos. En la Grecia antigua, el Amor fue elevado a la categoría de dios, y hay distintas tradiciones que explican su origen. Algunas hablan de Eros como de un dios primigenio, anterior incluso a Cronos, el tiempo. En ellas se dice que  Nux, la noche, puso un huevo: cuando el huevo se rompió, salieron de dentro Gea, la tierra, y Uranos, el cielo; también Eros escapa de allí y desde entonces vaga por el mundo, como una fuerza sin ataduras, revolviendo las cosas. Otras historias lo hacen hijo de Afrodita y Ares, la belleza y la guerra. A este amor tan peculiar le nacen cinco hijos: Eros, o el amor puro; Anteros, o el amor. recíproco; Deimos, o el terror, y Fobos, por último, que encarna al miedo. Como oveja negra en esta estirpe llega Príapo, el de la gran verga, que será arrojado a la tierra por ese detalle monstruoso: allí lo recogen los pastores, y lo convierten en el dios de la fertilidad. El mito que acuña Platón refiriendo el origen de Eros

merece sin duda una mención aparte. Para este filósofo, Eros sería hijo de Penía, la escasez, y de Poros, el recurso, y así lo cuenta en el texto que sigue: Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre todos, estaba también Poros, el hijo de Metis.  Después de que terminaran de comer, vino a mendigar Penía, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar, se durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibe a Eros. Por esta razón precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser  engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza amante de lo bello, dado que Afrodita también es bella... 7  De este modo, el doble origen del amor explica su naturaleza inquieta, insatisfecha, dinámica: el amor aparece en El banquete como carencia que alumbra la invención, como hambre que nutre el ingenio. Comentando la misma obra, el filósofo neoplatónico Marsilio Ficino nos ofrece en su tratado De Amore esta glosa sobre las cualidades de Eros: Se dice que el amor es joven, porque comúnmente los  jóvenes son seducidos por el amor, y llevados por sus asechanzas se acercan a los de edad joven. Suave , porque los temperamentos amables son seducidos más fácilmente. Y  los que son seducidos, aunque antes fueran feroces, se vuelven mansos. Ágil y flexible , porque penetra a escondidas y de la misma forma desaparece. Proporcionado y armonioso ,  porque desea cosas hermosas y ordenadas, y huye de las

contrarias. Brillante , porque en la florida y espléndida edad  inspira el ingenio del hombre y desea lo que está en flor 8.

Dentro ahora de la literatura helenística hay una novela que os aconsejamos leer, El Asno de Oro, de Apuleyo, quien narra cómo un personaje, debido a su falta de piedad, es convertido en burro perdiendo así sus características humanas pero ganando, a cambio, aquella poderosa cualidad del animal: una verga desmesurada. En el curso de la obra encontramos la fábula de Eros y Psique, donde aparece una de las más bellas descripciones de Cupido que haya dado la literatura. Pero antes de que leáis este retrato os ponemos en antecedentes: la bellísima Psique fue dada en matrimonio a un ser invisible. Sus hermanas –envidiosas como todas las hermanas de los cuentos maravillosos– quieren destrozar  su felicidad, y la incitan así a romper el pacto que estableciera con su evanescente esposo: no me veas, no intentes mirarme, porque la desgracia caerá sobre nosotros. La hermosa joven –espoleada por sus hermanas y también por su propia curiosidad– una noche, como estuviera dormido su esposo, enciende la lámpara de aceite y ve que a su lado descansa el mismo Amor. Así lo describe Apuleyo: (Psique) ve la rubia cabellera de su noble cabeza im pregnada de ambrosía; ve su cabello en bucles graciosamente enmarañados cayéndole en cascadas sobre su cuello, blanco como la leche, y sobre sus mejillas de púrpura, unos por delante, otros por detrás; y el resplandor que despiden hace palidecer con sus vivos destellos a la misma luz de la lámpara. En la espalda del dios volador, las plu-

mas resplandecen de blancura como flores cubiertas de rocío y, aun estando las alas en reposo, el suave y delicado  plumón que las rodea se estremece y juguetea jovialmente. El resto del cuerpo, hermoso y sin vello, de modo que Venus no se arrepentiría de haberle dado a luz. Al pie del lecho yacían el arco, el carcaj y las flechas: las propicias armas de la poderosa divinidad 9.

En ese momento, habiendo visto al dios, admiróse la  joven y en su maravilla se distrajo: una gota del aceite de la lámpara cae sobre Eros, lo saca de su sueño, y entonces... Os recomendamos que leáis esta fábula milesia –y la novela completa– para saber por qué causas el asno de oro volvió a convertirse en hombre, y qué fue ]o que entonces, recobrado su cuerpo, echó de menos.

«Dómine meo es término muy feo, decid Dómine orino, que es término más fino.» Esto enseñaba a sus monjas una madre abadesa preocupada por el decoro de los rezos, y en el recato de la buena religiosa podemos ver una de las tendencias más frecuentes del lenguaje erótico. Porque el afán por moralizar es sin duda responsable de estas ingenuas transformaciones donde el hablante, dis frazando las palabras, trata de solapar, de eludir, la supuesta crudeza de alguna idea: «donde la espalda pierde su casto nombre» es un rodeo ingenioso en el cual, después de todo, no deja de asomar el culo; más tonto aún resulta «pompis», más timorato; y al final, todo ello redunda en un empobrecimiento del idioma.  Decir y no decir, mostrar y no mostrar, es el juego de toda seducción. Hay en la perífrasis un rodeo que apura el disimulo, una torpeza de los sentimientos que no da en la diana. Por qué no emprender otros viajes; por qué no buscar  ese punto de choque, ese arabesco; ese encuentro imprevisto  –la metáfora– que aviva las hogueras de la carne, que ilu-

Steinberg en su novela  Amatista 1, donde el argumento avanza desde la relación de una sexóloga –que ejerce a la vez como cuerpo docente– con un paciente adinerado. De este modo –llegados al último y terapéutico fornicio– dice la doctora al restablecido garañón:

Hablamos pues de aquellas perífrasis encubridoras, de aquellos eufemismos que como una enfermedad, como una erupción cutánea, acompañan de modo pertinaz al vocabulario erótico. Hay, por ejemplo, la pilila infantil, que es palabra gazmoña, pendulona, y de futuro poco prometedor; como tam bién la vulvita «progre» –amputación curiosa del coñito femenil– o aquella otra cosita incierta, tierniza, perdediza;  por no citar el bajo vientre, ubicado en no importa qué sitio entre el ombligo y los pies. Claro que si alguno de estos melindres ofende nuestra  pureza, siempre podemos recurrir al léxico de la medicina que nos abastece de palabras asépticas, envueltas entre gasas, ahogadas en formol: «él introdujo su pene en la vagina de ella, convenientemente lubricada» describe quizá una situación, pero qué lejos está de la cópula. Tan lejos como esa fórmula banal –hacer el amor– que, además de ser un galicismo, tiene algo de factoría, y resulta quizá tan poco atractiva como hacer la sopa. Sin embargo, esta misma asepsia del lenguaje se ha uti-

(...) ¿Nos despedimos ahora con un coito directo y vigoroso?  –Se lo ruego, señora. ¿Ya penetro?  –Sí, doctor. Haga una penetración no muy lenta y que sea firme y afondo. Luego el movimiento de retroceso muy lento y muy suave, y vuelva a entrar firme y afondo, un poco más rápido que la primera vez. Continúe de esta manera y  yo lo acompañaré con movimientos de la pelvis y las contracciones y aflojamientos adecuados. Cuando sienta que va a culminar, déjese ir.  –Si usted todavía no ha culminado, ¿debo ocuparme de usted, señora?  –No, doctor, después de eyacular déjese caer de espaldas a mi lado y me masturbaré yo misma.

En el texto que acabamos de leer la autora consigue, a través del distanciamiento, un efecto cómico. También Pierre Louys –escritor francés de principios de siglo– ironiza en su obra  Manual de urbanidad para jovencitas sobre estas ex presiones eufemísticas, donde las fórmulas de cortesía cu bren con su manto pudoroso todo lo que resultaría inacepta ble para la buena sociedad. En este caso, el juego consiste en remplazar mediante frases elusivas –entre lo tópico y lo cortés– el lenguaje erótico directo:

 No diga: «Mi coño.» Diga: «Mi corazón.»  No diga: «Tengo ganas de joder.»  Diga: «Estoy nerviosa.»  No diga: «Acabo de correrme como una loca.» Diga: «Me siento un poco cansada.»  No diga: «Voy a hacerme una paja.»  Diga: «Ahora vuelvo.»  No diga: «Cuando tenga pelos en el culo.» Diga: «Cuando sea mayor.»  No diga: «Me gusta más la lengua que el rabo.» Diga: «Sólo me gustan los  placeres delicados.»  No diga: «Entre las comidas no bebo más que leche.» Diga: «Tengo un régimen especial.»  No diga: «Las novelas honestas me tocan los cojones.» Diga: «Quisiera algo interesante para leer.»  No diga: «Ella se corre como una burra que mea.» Diga: «Está exaltada.»  No diga: «Cuando le enseñan una  polla se enfada.» Diga: «Es una original.»  No diga: «Es una chica que está en las últimas por hacerse pajas.» Diga: «Es una sentimental.»

 No diga: «Es la más puta de todas las  putas de la tierra.» Diga: «Es la mejor  chica del mundo.»  No diga: «Se deja dar por culo por  todos los que la lamen.» Diga: «Es un  poco coqueta.»  No diga: «La he visto joder por los dos agujeros.» Diga: «Es una ecléctica.»  No diga: «Se empina como un caballo.» Diga: «Es todo un señorito.»  No diga: «Su polla es demasiado grande para mi boca.» Diga: «Me siento muy niña cuando hablo con él.»  No diga: «El se corrió en mi jeta y yo en la suya.» Diga: «Es un chico alegre.»  No diga: «Tengo doce consoladores en mi cajón.» Diga: «Jamás me aburro sola.»  No diga: «Es una tortillera furiosa.»  Diga: «No es nada coqueta.»  No diga: «Él echa tres polvos sin desempalmar.» Diga: «Tiene un carácter   firme.»  No diga: «Él folla muy bien a las niñas, pero no sabe dar por el culo.» Diga: «Es un poco simple.»

Evite las comparaciones arriesgadas.  No diga: «Duro como una polla, redondo como un cojón, mojado como mi raja, salado como la leche de tío, no mayor que mi capullo», y otras expresiones que no están admitidas por el Diccionario de la  Real Academia de la Lengua 2.

Teniendo en cuenta, pues, que un nombre eficaz sustituye con ventaja a cualquier construcción del idioma, tam bién se vuelve evidente que en la erótica en general el uso del lenguaje figurado, libre de pacatería, puede convertirse en uno de los instrumentos más valiosos para el escritor. En la pasión, en el erotismo, en la cópula, se trenza una cadena de sensaciones que a veces precisa, para evocarla, de elementos retóricos elaborados y capaces de sintetizar no sólo esa fiesta de los sentidos, sino también la tensión entre el pasado y el futuro, los recuerdos que se agolpan, la frescura irrescatable de un primer amor. Como un juego de prestidigitación, como la chistera de un ilusionista es la escritura. Siempre que escribimos rem plazamos personas, objetos, anécdotas, climas, por las pala bras que los representan. La magia del texto nos invita a asistir, a participar, en una historia. Así, cuando leemos nos envuelve una realidad fingida, tan fuerte, tan deslumbradora, que vuelve borroso lo cotidiano. Del mismo modo que un artículo de prensa, un tratado de jardinería o una página del BOE, la escritura artística nos informa de algo. Sin embargo, los datos que aparecen en un texto literario –personajes, ambientes, peripecias y tramas–  se orientan hacia un fin especial: despertar la emoción del lector. Conmover, remover, provocar, evocar... Este es el pro pósito del lenguaje literario. Un periódico, un manual, son objetos útiles; el lector los emplea, igual que una herramienta, para satisfacer necesidades prácticas. Una novela, en cambio, abre un paréntesis en nuestra vida, nos introduce en el espacio de la ficción. No somos, en un caso y en otro, los mismos lectores: de un manual de

literario, la sugestión, el juego, la sorpresa. Para ello, el lenguaje del escritor se aparta del uso casto, estrecho, rutinario, y propicia el encuentro furtivo de los signos; las palabras se acoplan, intercambian su aroma más oculto, entremezclan su pulso y su aliento: el cuerpo es un  jardín, los ojos de la amada son palomas... Pero el idioma se desgasta: trillado por el roce de tantos amantes, esconde sus tesoros en la obviedad de las frases hechas. Así, junto con el entusiasmo de su pasión única y nueva, el escritor o la escritora de cartas eróticas se enfrenta a la rutina de un lenguaje cansado, al tópico que acecha en cada línea. Necesita estrenar las palabras, el brillo de una imagen que vista su deseo. ¿Dónde encontrarlo? Como decíamos antes, hay en la tradición retórica –y especialmente en la metáfora– un camino original para el acoplamiento de las ideas; en ese trueque de las palabras las sensaciones se enriquecen, se desbordan los significados, y  perfilan así toda la complejidad de la experiencia erótica: levísimas cadenas, saetas de recorrido inesperado, las metáforas alumbran zonas sorprendentes, tejen afinidades, y nombran la pasión por sus nombres no sabidos. En las páginas que siguen os proponemos dos ideas que tal vez puedan resultar útiles para quienes deseen practicar la erotografía. Viajamos a la primera mitad del siglo XIX y allí, en  plena Rusia, Nikolai –nuestro protagonista en ambas escenitas libertinas– se entrega por dos veces a los deleites carnales. Veremos, en primer lugar, cómo pierde su virginidad en manos de una sierva, en una escena pintada desde el lenguaje de la gastronomía.

 Ni diez años tenía Nikolai cuando su aya, temerosa de los declives de la edad, lo llevó con ella a la isba.  –Siéntate –le dijo–,  comeremos  golosinas los dos. Mira lo que cocinaré   para ti.  Mientras la saludable mujer amasaba con harina de trigo las finísimas hojuelas,  Nikolai, aseado y formal, esperaba con un tazón de leche a que el aroma surgiera del horno.  Los arrullos de ternura de la mujer, los «palomita», los «luz de mi vida» se iban intercalando con las caricias que el niño recibía contento, acostumbrado al mimo de la cariñosa sierva. Sacó las hojuelas del horno la mujer   y las ofreció al niño en una gran fuente decorada con dibujos azules, untadas con mantequilla fresca, y cuando él comenzó a catarlas, se remangó el aya y desnudándolo, lo acostó sobre la harina que aún nevaba la mesa. El niño, acostumbrado a los sobeteos de la mujer, no se negó; ella, ungidas las manos con mantequilla , fue esparramándola con fruición sobre el rabito del niño que de inmediato se creció;  y continuó ella  amasando , sobando con

la habilidad que desplegara antes con la masa. Luego le dijo:  –Ya he  cocinado para ti. Ahora quiero mi golosina. Y quitándose el pañuelo de algodón que recogía su pelo, lo dejó caer, y deshizo las largas trenzas mientras lo miraba con  apetito. El niño, tibio y desnudo, la miraba hacer, y seguían sus manos recorriendo la cabellera. Sintió en su pequeño corazón una oleada de ternura.  –Y qué te puedo dar yo –preguntó el  pequeño mientras tiraba de su colita–. No sé cocinar como tú, matushka. Dime qué  deseas. Entonces la matrona, rojas las mejillas, sudorosa, se dedicó –tomando a  Nikolai por las caderas– a chuparle el instrumento con un  apetito tal, con delicadeza, con tal fruición, que el niño olvidó incluso las hojuelas que le llenaban la boca, para quedarse relajado y quieto: la boca de la matrona, el pelo sedoso acariciándole los hombros, los labios que rodeaban como un anillo suave aquella  parte de su anatomía hasta entonces insensible.

Qué hermoso era aquello.  –Matushka... –murmuraba el niño. Por los ventanucos de la isba Niko-lai vio cómo perseguía la oscuridad a la luz, cómo se le escapaba el día.  Aquellas fueron las mejores tardes de su infancia. Pronto pasó Nikolai de los ahogos entre las tetas a lamer pezones, de los besos en las mejillas a la investigación  papilar, de la mesa de la cocina a la cama de la rubicunda sierva, que introdujo un  día con sus manos el portentoso pan en su  horno , y lo desvirgó.

Años más tarde Nikolai, ya mayor, evocando aquella escena de su infancia, poseerá, o más bien será poseído, por  una campesina italiana. El lenguaje elegido ahora proviene de la náutica. Ella se reía cuando le tomó las manos y lo obligó a acostarse en la arena: arrodillada a su vera, acarició el  portentoso instrumento de Nikolai, los testículos grandes y suaves, tan grandes que le llenaban las manos como una bendición. Luego tomó el pan que un minuto antes estaba comiendo y, untándose las manos con aceite, abrazó el  más til   , tendió hacia abajo la fina piel, y encerrando con el pan la formidable polla, comenzó a mordisquear a su alrededor. Qué delicioso desayuno. Conforme se desmigajaba el  pan ella lamía la cabeza roja, chupaba, disfrutando del banquete, devoraba la corteza para llegar a la pulpa. Luego, cuando terminó de comer y quedó con la boca llena de migas, Nikolai, riendo, le dijo:  –¿Quieres ahora beber tu leche?  Agradecióle la muchacha, que tenía sed, y acercando la boca al vaso mamó con tal entusiasmo que en pocos momentos ordeñólo, y quedó satisfecha.  –Ahora yo –dijo ella.  Revolotearon las faldas para montarlo mientras Nikolai le clavaba el espolón que revivió al contacto de la  humedad y el pececito ya estaba en el agua , ella, con las rodillas apoyadas en la arena, se quedó quieta un momento  y luego, isócrona, acariciándose el pecho jadeó quedo, acercando los oscuros pezones a la boca de Nikolai que,  navegando en un mar de placeres, amenazaba con inundar en cualquier momento la playa. Entonces él, haciendo un esfuerzo supremo para contenerse, la tomó por las caderas y rodó con ella sobre la arena, poniendo en peligro el mástil 

 barca.

Luego, aplastándola contra la arena, inmovilizándola, se removió con un impulso bestial. Ella se dejó hacer, considerando de momento perdida la batalla, pero cuando  Nikolai ya  bramaba fuera de sí, ella lo empujó, y  desengan chando el arpón lo obligó de nuevo a girar. Entonces, como una diosa omnipotente, impuso sus manos sobre el velludo  pecho para dirigir la entrega, sin permitirle  hundirse a  fondo, jugando con el anzuelo de tal forma que el enorme  pez ardía de deseos de caer en las redes hasta que, levantando su cara hacia el sol, dio tales embestidas, embrave cióse tanto la mar que en dos minutos, mientras él la miraba  –y parecíale, así descubierta, un bruñido mascarón de  proa –, la barca hacía agua, rompían las olas contra la escollera, desbordábase la mar  y él sólo atinaba a musitar,

en el vórtice del torbellino: «Matushka... »  Luego arrió las velas.

En los dos textos que acabamos de leer, se emplea una serie de palabras y construcciones que dicen sin decir, que nombran sin nombrar, y que juegan, en fin, con hacer viajar  las ideas desde un sentido hacia otro. Partiendo de la descripción de ambas cópulas de Nikolai –nuestro protagonista–, el texto cambia las descripciones tópicas por otras que, a la vez que pintan una situación, señalan también la localización de la escena: en este caso, la cocina de una isba y una playa italiana. De este modo las situaciones se condensan, dejan espacio para que el lector imagine y así se amplía su significado. Al mismo tiempo, las ideas viajan, alteran los campos léxicos, e intentan enriquecer las posibles sensaciones: los conceptos, las imágenes, se organizan de nuevo en un mundo donde la lógica de las descripciones y los sentimientos pare-

El amor se describe trasladando ideas desde un mundo carnal a otro náutico o gastronómico; es decir. se hacen pequeños viajes con el sentido (inundar la playa equivale a correrse, anzuelo y  pececito a polla...), se remplazan unas  palabras con otras, se crean metáforas o metonimias3.  No en vano hablamos del viaje de las palabras, porque, ¿sabías que en el griego de hoy metáfora es el nombre que reciben, en general, los medios de locomoción? Una metáfora es eso: lo que nos lleva de un lugar a otro. La Real Academia de la Lengua recoge la siguiente definición, menos ligada a los medios de transporte: «Del griego, meta, más allá, y  fero, llevar. Tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces en otro figurado, en virtud de una comparación tácita.» Ya Aristóteles, en el siglo IV a. C, habla de la metáfora como «trasposición (a un objeto) de un nombre que pertenece a otra cosa». Así, en el texto de  Las mil y una noches que transcribiremos más adelante, el autor toma la palabra vulva y elabora, entre otras, las siguientes metáforas:  – El sésamo descortezado  – La albahaca de los puentes  – La posada de Aby Mansur. 3

Sobre los difusos límites entre metáfora, metonimia y sinécdoque se desarrolla, todavía hoy, una importante controversia. A los interesados en este tema os recomendamos:  –Grupo μ, Retórica General, Paidós, Barcelona, 1987.  –Le Gren, Jacques, La metáfora y la metonimia, Cátedra, Madrid, 1985.

Este viaje de sustantivo a sustantivo es también el recurso que lea el escritor renacentista italiano Pietro Arentino riéndose ahora a la íntima unión de los cuerpos:  – (ella) Quiso ver con qué instrumento se las componía el villano para labrarle las tierras.  –  Tenía la pértiga como para limpiar de hollin cualquier chimenea por larga que fuese.  –  Quedó, pues, maravillada la señora por la desmesurada mercancía, que le llenó la aduana hasta el colmo.  –  Introdujo el cayado en el morral, echando adelante, sin importarle lo estrecho del sendero. «El poeta es aquel que percibe lo semejante» –escribe Aristóteles– y es esta asimilación, este parecido entre las cosas, lo que permite el cambio de sus nombres. También la comparación se basa en la semejanza, pero ie ntes on el filósofo, la metáfora –al prescindir de la partícula como – supera a la comparación en elegancia. La comparación de Las mil y una noches diría:  –  La vulva es olorosa como el sésamo descortezado. Al suprimir ese rodeo, la imagen llega, igual que un regalo imprevisto, hasta los ojos del lector. Pero el viaje que es la metáfora puede detenerse, a lo largo de la frase, en distintas estaciones. De este modo, podemos encontrar a la metáfora:

 – en un sustantivo: «Son tus pechos dos crías mellizas de gacela paciendo entre azucenas» Cantar de los cantares  – en un adjetivo: «La fuente del jardín, es pozo de agua viva que baja desde el Líbano» Cantar de los cantares  – en un participio: «Sus brazos, torneados en oro» Cantar de los cantares

 – en un adverbio: «Oh, llama de amor viva que tiernamente hieres...» San Juan de la Cruz  – en un verbo (o verboide): «Tu boca es un río generoso que fluye acariciando» «Tus cabellos de púrpura,con sus trenzas, cautivan a un rey» Cantar de los cantares  – en aposición: «Tu vientre, montón de trigo, rodeado de azucenas» Cantar de los cantares  – o en forma predicativa: «Eres jardín cerrado, esposa y novia mía» Cantar de los cantares

Para terminar con estos ejemplos, leeremos ahora el risueño texto de Las mil y una noches que os habíamos prometido; en él tres doncellas se encuentran con un recadero –  desnudos todos–, y mediando un juego de adivinanzas (tan similar al de la metáfora) van nombrando, enriqueciendo, ese campo de la sensualidad en el que se definen las partes de sus cuerpos: Entonces la doncella aceptó la copa de las manos del mandadero, y tras vaciar su contenido, fue a sentarse junto a sus hermanas. Y todos comenzaron a danzar y a jugar con exquisitas flores. Y mientras, el mandadero las iba besando  y abrazando. Y una le dirigía chanzas, otra lo atraía hacia sí   y la tercera le golpeaba la cara con flores. Continuaron bebiendo hasta que el vino se les subió a la cabeza. Cuando éste los dominó a todos, la hermana que había abierto la  puerta se puso en pie y, quitándose la ropa, se echó al estanque donde comenzó a jugar con el agua, y llenándose la boca, roció al mandadero. Esto no impedía que el agua corriese por todos sus miembros y por entre sus juveniles muslos. Al fin, salió del estanque, se echó sobre el pecho del mandadero y, volviéndose boca arriba, dijo señalando el lugar entre sus muslos:  – Querido mandadero, ¿sabes cómo se llama esto?  A lo que respondió el mozo:  – Por lo general, la casa de la misericordia. Pero ella le increpó:  – ¡Yu, yu! ¿No te avergüenzas de tu ignorancia? Con lo que lo agarró del pescuezo y comenzó a gol pearlo. El mandadero gritó:  – ¡Basta, basta! Se llama vulva. Pero ella insistía:  –Tampoco es así.

 –Tu pedazo de atrás. Y ella continuaba:  –Tampoco es así.  – Tu zángano –dijo el mandadero. Pero al oírlo, ella le golpeó con tanta fuerza que k arañó la piel. Y entonces él pidió:  –Dime cómo se llama.  –La albahaca de los puentes –le explicó ella. Entonces gritó el mandadero:  –¡Al fin! ¡Loado sea Alá y que El te guarde, oh, mi albahaca de los puentes! (...) Entonces, se desnudó la segunda hermana (...) y, señalando con el dedo sus muslos y lo que tenía entre ellos,  preguntó:  –¿Qué nombre tiene esto, luz de mis ojos? Y él dijo:  –Tu agujero. Y ella protestó:  –¡Qué palabras tan abominables dice este hombre! (...)  –Será albahaca de los puentes. Pero ella replicaba:  –¡No es eso, no es eso!  –¿Pues cómo se llama? Y ella contestó:  –El sésamo descortezado.  A lo que él comentó:  –¡Sea para ti el más descortezado de los sésamos, la mejor de las bendiciones!  Luego se levantó la tercera de las hermanas, (...) y fue a tenderse entre las piernas del mandadero, a quien preguntó señalando sus partes delicadas:  –Adivina su nombre.

Cuando la tercera hermana invitó al mandadero a que dijese el nombre de la cosa, éste respondió dando distintos nombres. Enumerándolos con los dedos decía:  –El estornino mudo, el conejo sin orejas, el pollo sin voz, el padre de la blancura, la fuente de todas las gracias.  Al fin, en vista de sus protestas, acabó preguntando:  –¿Sabes tú su nombre? Y ella respondió:  –La posada de Aby Mansur. Entonces, el mandadero se desnudó para meterse en el estanque. ¡Y su espalda sobresalía, majestuosa, en la super ficie! Se lavó todo el cuerpo, igual que se habían lavado las doncellas. Luego salió del baño y fue a echarse en el regazo de la más joven. Apoyando los pies en el de la otra hermana, señaló su virilidad mientras preguntaba a la mayor:  –¿Sabes, oh soberana mía, cuál es su nombre?  Al oírle, las tres rompieron a reír tan a gusto, que ca yeron sobre sus posaderas al tiempo que exclamaban jubilosas:  –¡Tu zib! Y él respondió:  –No, no es eso.  –Tu herramienta. Y él negó.  –Tampoco es eso. Y a cada una le dio un pellizco en el seno. Ellas, sor prendidas, replicaron:  –Sí, es tu herramienta porque arde, y t u zib porque está vivo y se mueve. El mandadero negaba con la cabeza y las besaba, las mordía, las pellizcaba y las abrazaba y ellas reían muy divertidas. Al cabo le dijeron:  –¿Pues cómo se llama?

contemplar el zib, y guiñando los ojos dijo:  –¡Señoras mías, vais a oír lo que ese niño acaba de comunicarme: «Me llaman el macho poderoso y sin castrar, que come la albahaca de los puentes, se deleita saboreando el sésamo descortezado y se alberga en la posada de Aby  Mansur»!

En los ejercicios de este capítulo pondremos en práctica el uso del lenguaje figurado. Te recordamos que se trata de un recurso especialmente importante en el género que nos ocupa, ya que la repetición de palabras como  polla, chichi, u otras adyacentes (es decir, que suelan yacer a tu lado) puede convertir la carta en una lección de anatomía, o en un desahogo meramente soez. Tu amante, sin duda, espera de labios tan ardorosos no sólo experiencia, sino también imaginación. Con el fin de ejercitarla, te proponemos el siguiente trabajo: Ejercicio n.° 1

Hemos visto, a lo largo de este capítulo, distintos procedimientos para elaborar metáforas. En el texto que acabamos de leer, tanto la vulva de las tres hermanas como el  zib del mandadero se benefician de ese recurso particular que es el lenguaje figurado, y que enriquece sus nombres con aromas, descripciones y todo tipo de juegos. Las páginas que siguen te invitan a entrar en un juego análogo al del recadero y las tres doncellas.

a) Elige una parte de tu cuerpo o del cuerpo de tu amante –la que más te guste– y elabora metáforas sobre ella. (Sírvete, como estímulo, de las imágenes de Aretino y de las del texto de  Las mil y una noches . Una lectura de El cantar  de los cantares, en la Biblia, puede aportarte también muchas sugerencias útiles.)  b) Teniendo en mente a ese alter ego cuya invención te  proponíamos en el primer capítulo, elabora metáforas sobre las siguientes partes de su cuerpo:  Manos  Ombligo  Tobillos

 

Ojos Otra parte que tú elijas

Ejercicio nº 2

1. Hemos seleccionado, para este segundo ejercicio, dos postales que encontrarás al final de esta sección, y que recogen escenas de finales del siglo XIX o principios del XX, en las que dúos y tercetos se entregan a aquellas actividades libidinosas que el pudor nos impide mencionar, no sólo por lo casto de tus oídos, sino porque ojos que ven, corazón que siente. Ahora vamos a proponerte que describas una de estas escenas, remplazando el léxico amoroso por el vocabulario correspondiente a alguno de estos apartados:   Náutico  Hortícola  Deportivo  Religioso  Mecánico  Culinario (con perdón)  Taurino Para este ejercicio, puedes buscar inspiración en las aventuras de Nikolai, que te ofrecíamos en páginas anteriores. 2. Una vez pintada la escena con el vocabulario elegido, lleva a los personajes hasta la cópula dentro del mismo léxico. Utiliza para este ejercicio los folios que vienen a continuación.

3. Con todas estas claves que vienes manejando (metáforas del cuerpo, del placer, de la cópula) escribe una carta a tu amante, donde le anticipes los gozos de vuestra próxima cita. Ejercicio nº 3

Como homenaje al texto de  Las mil y una noches que acabáis de leer, os proponemos un ejercicio que puede realizarse por parejas o entre un grupo de amigos, ya sea por  carta, ya en una amena y estimulante reunión. También puede llevarse a cabo durante una clase aburrida, una junta de dirección, un claustro de profesores o un oficio religioso; en tales casos, hay que evitar las sonrisas y simular que se toman notas. Volvamos pues a nuestro ejercicio. Bien es sabido que Sherezade fue la mayor cuentista de la historia y la maga de la intriga, ya que de sus narraciones  –interrumpidas una noche tras otra en el momento de mayor  intensidad– dependía su propia vida y la de otras mujeres. Sherezade, en fin, es el paradigma de la fabuladora, que transforma la realidad a través de la ficción: como ya sabréis, sus historias socavan poco a poco la crueldad del sultán, que termina enamorándose de ella4. Estas son las reglas del juego:  – Personajes: un sultán, un efrit  o demonio, una bellísima doncella, un bufón, un guapísimo etíope con un  zib descomunal y un camello.  – A discreción: el harén, soldados, mercaderes, genios 4

Te recomendamos esa aventura que es leer el texto de Las mil y una noches;

varios, pócimas, tules, amores diversos, sensualidad. Os damos ahora el comienzo de la historia:  Hubo una doncella –Alá es grande, Alá es magnífico– a quien su virginidad pesaba más que todas las arenas del desierto.

Se envía este inicio de historia a cualquiera de los cóm plices, quien imitando el estilo de  Las mil y una noches debe continuar la narración, para dejarla suspendida en el momento culminante. El relato, así, irá girando entre todos los componentes del grupo hasta encontrar su final. (Resulta esencial para la cohesión de la historia que cada participante imite el estilo general del texto.) 5 Ejercicio nº 4

Otra de las figuras que puede dar juego en la escritura de cartas amorosas es la hipérbole. El diccionario de retórica de Marchese y Forradellas 6 define la hipérbole como un  procedimiento que consiste en «emplear palabras exageradas  para expresar una idea que está más allá de la verosimilitud». ¿Qué amante no ensalzaría su potencia orgásmica apurando lo creíble? En este ejercicio te proponemos que escri bas una carta a tu pareja haciendo halago supino de sus virtudes, tamaños, técnicas, acrobacias, y otras cualidades difíciles de imaginar. 5

Este ejercicio se realizó en los cursos de Literatura Erótica del Círculo de Bellas Artes, y se publicó en el volumen de relatos Encuent(r)os Breves donde aparece una solución de la historia debida a Ana de Miguel. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1992.

(Conviene no pasarse, claro, porque entonces la ironía latente puede provocar un efecto distinto del que se busca.)7 Como ejemplo de desmesura, te ofrecemos ahora una cadena de fornicaciones narrada por Apollinaire en  Las once mil vergas. Esta novelita erótica –que recorre todos los tópicos del género con la intención de parodiarlos– cuenta la llegada del príncipe rumano Vibescu a París, la «ciudad-luz» donde las mujeres, bellas todas, son también de muslo fácil. Allí, junto a sus amigas Alexine Mangetout y Culculine, se dedica a consumar cuanta tropelía amatoria esté a su alcance. Un día Culculine le da una cita, y el príncipe se prepara de este modo: Tan pronto leyó la carta el príncipe miró la hora. Eran las once de la mañana. Llamó para hacer subir al masajista que le masajeó y le enculó limpiamente. Esta sesión le vivificó. Tomó un baño y se sentía fresco y dispuesto al llamar al  peluquero que le peinó y le enculó artísticamente. El pedicuro-manicura subió de inmediato. Le hizo las uñas y le enculó vigorosamente. El príncipe, entonces, se sintió completamente a gusto.

Vivescu, al final de la novela, morirá tan hiperbólicamente como ha vivido, recordando la promesa que le hiciera a Culculine: «Si no hago el amor veinte veces seguidas, que las once mil vírgenes, o las once mil vergas 8, me castiguen.» Así se despide el príncipe, ahito de placer masoquista, bajo los vergazos de los japoneses.

7

Si tu amante no estuviera demasiado dotado, alábale los ojos; si ella es tímida como una liebre, su vida interior; si él es algo bestia, sus abrazos de gigante; si ella se ha tirado a t odos tus amigos, su don de gentes.

Vocabulario para enamorar  Dice Borges que Kipling maneja todo el diccionario sin que se note, y esta observación podemos situarla entre dos tendencias frecuentes en la literatura: por un lado, la escasez de vocabulario –que gana terreno en nuestra época–, y por  otro, la búsqueda intencionada de palabras difíciles. Y si bien es cierto que un léxico rebuscado convierte a la escritura en un ejercicio de vacuidad, también el empleo de un lenguaje pobre y sin relieve genera textos planos, de escaso atractivo. La riqueza en el vocabulario es un elemento esencial  para todo escritor, y en especial para el de textos eróticos, que se enfrenta muchas veces con un lenguaje manoseado, donde los tópicos ponen en peligro la vivacidad de su narración. Frente a este riesgo, hay un recurso común entre los  buenos autores que consiste en trabajar con el diccionario sobre la mesa: tal costumbre puede convertirse en una aventura apasionante, si el diccionario es etimológico y nos permite indagar en el pasado de las palabras.

origen de los términos relacionados con el erotismo nos  proporciona algunas de las siguientes historias:  – Testículo: palabra derivada del latín, quiere decir testigo de la virilidad.  – Glande: del latín glans-glandis, bellota.  – Piropo: del griego  pür, fuego, y ops, aspecto: variedad del granate de color rojo de fuego, muy apreciada corno  piedra fina.  – Ramera: el origen de este nombre explica que la «ramera», al principio, era una prostituta disimulada, que fingiendo tener taberna colocaba un ramo a su puerta, para que sirviese de reclamo. Un buen diccionario de ideas afines, como el de Julio Casares, nos proporciona –cuando trabajamos sobre algún concepto– una lista nutrida de palabras que nos ayudan a  perfilarlo, y lo enriquecen también con otras sugerencias útiles. En un campo más específico, el del erotismo, Camilo José Cela ha realizado un espléndido trabajo filológico rastreando el origen, la historia y el uso en diversos autores de un amplio vocabulario erótico. También del análisis de buenos escritores puede el erotógrafo tomar recursos. Ya Quintiliano recomendaba utilizar  listas de palabras, y así hemos seleccionado –en Elogio de la madrastra, de Mario Vargas Llosa– 9, una serie de términos que por su sonido, su doble significado o su precisión, pueden convertirse en instrumentos valiosos a la hora de elaborar un texto.

Palabras útiles para la correspondencia amorosa

1. Cuyo sonido provoca lujuria: mórbido ansias ablución lánguido ubre carne lascivo voluptuoso libidinoso lúbrico lóbulo arrobo murmullo mimoso susurro tumulto  penumbra

lustroso sonrosado modorra blando fruición turgente balbucir  mullido sosegada almohadón labio rubor  ronroneo suntuoso musitar  libertino

2. Verbos que pueden ser utilizados como sinónimos del  fornicio y de sus adyacencias: sumirse hurgar  vibrar gozar  empujar jadear  someter agitar  entreverar demorar  soldar sacudir  embestir animar  tocar (tocamientos) excitar  ansiar vaciarse en  poseer incrustar 

clavar culminar  pujar copular 

volcarse estremecer  ensanchar 

3. Caricias, desnudeces, tocamientos, y detalles del cuerpo a los que normalmente se presta poca at ención:  palmear geografía (del cuerpo, rozar del deseo) descalzar mordisquear  expuesta arropar   poro deslizándose tender confín separar (los labios, rubor  las piernas) pliege/repliege lavar explorar  acomodar perfumar  ablandar insinuar  enternecer delinear  semiadormecida orografía (del cuerpo)  prepucio ranura soldar (los labios) semimodorra manar (el esperma, los adherir  humores) desenredarse hilillo (de saliva, de enclave (del sexo) semen) ombligo desnudamiento 4. Palabras que pueden indicar (más o menos vehementes) danza vehemencia trenzarse

movimientos eróticos

espasmo acrobacia deslizarse

encaramarse (sobre) afanarse  juguetear demorar sacudir vibrar retozar ímpetu arrebato

explorar  acomodar  girar  adherirse fierecilla arrasar  algarabía escarceo

Vocabularios específicos

a) Para nombrar los ardores arder inflamar caldear hervir sudar volcán calentar

febril llamear  arropar  crepitar  encender  lava tibio

 b) Ligadas con la vehemencia de la conquista o la cacería refugio batalla dominar escarbar   brío luchar  conquistar lanza espolón sabueso escudo (virginal) cacería resistir invadir  embestir combate fauces huella asalto (amoroso) blandir  arisco ladrar 

c) Para romances pastoriles fronda sumergir  cascada túnel chapoteo sátiro ninfa pagano maduro torrente  brisas (seminales) manar  sombrar revoloteo libélula hundirse risueño acuoso  pedillo espuma remolino arriate capullo (en ambos sentidos) d) Relacionadas con cabalgamientos  brioso palpar  grupa (redonda y solar) desbocado montar cubrir  sobar cabalgar   potro (¿potra?) arisco galope piafar  relinchar  e) Gastronómicas endulzar libar mordisquear devorar  jugos miel gustar amasar almíbar

lamer  esencias (secretas) comer  néctar  sorber  dulce carnes golosa embriaguez

Del  Diccionario del erotismo, de C. J. Cela 10, recogemos las siguientes palabras, útiles para la definición de situaciones amorosas:  – cunnilinguo: del latín cunnum, coño, y lingua-re, lamer; o sea, lamer el coño.  – coitolalia: del latín coitus, y del griego lalia, charla, locuacidad; dícese de aquella molesta o agradable tendencia a hablar durante el coito.  – cinepimastia: del griego kinein, mover; epi, sobre; y mastia, seno; costumbre o deporte que consiste en envolver  el pene entre los pechos de la mujer, que se sirve de ellos  para masajearlo.  – andropausia: del griego andros, hombre, y del latín  pausis, cesación; análoga a la menopausia femenina.  – fodidencul: del latín futus in culum, sodomizado Por último, en El jardín perfumado, obra clásica de la erotología árabe, tomamos estas listas de palabras para designar: a) las partes femeninas el pasillo libidinoso estornino cresta erizo exprimidera regadera dilatable glotona

primitiva grieta chata taciturna inoportuna ansiosa giganta pozo sin fondo

cedazo duelista evasiva húmeda abismo mamona deliciosa  b) las partes masculinas fuelle del herrero cascabel liberador excitador dormilón extintor aldaba intruso tuerto monóculo  peludo desvergonzado llorón escupidor rompedor  buscador explorador

removedora siempre a punto resignada obstruida mordedora calentadora

paloma indomable reptil burlador  abrecaminos alborotador  nadador  fugitivo calvo tropezador  cogotudo tímido removedor  chapoteador  frotador  el fofo descubridor 

C harlas,

cursillos, jornadas, fascículos coleccionables, programas de televisión: el sexo sale a la luz, deja el secreto de los dormitorios, la penumbra cómplice del cine, la clandestinidad de los hoteles, y reclama un espacio homologado, normalizado, un hueco en la sobremesa familiar y una asignatura –¿por qué no?– en los programas de estudio. En todas partes, a todas horas, se habla y se escribe en torno a la sexualidad, que es un eufemismo deslizante, leve, una palabra de buen tono para nombrar la jodienda, de modo que el sexo, ahora, forma parte de una vida equilibrada, lo mismo que la dieta o la gimnasia rítmica. Porque hemos llegado a un sexo saludable, atlético y locuaz, simple como tomarse una aspirina, tonificante como una ducha helada. Hablemos de sexo, sí, pero hablemos como es debido: con datos y estadísticas, con técnicas precisas y sondeos de opinión; hablemos, sobre todo, en esa jerga sanitaria donde conviven, sin trampa y sin rubor, la fellatio  y el climax, la flora vaginal y el decúbito prono.  La televisión, pues, nos da permiso para practicar el sexo –quién sabe si para follar–, pero es que así se quitan

que era pecado. En los placeres del libertino, en las licencias de la cortesana, despuntaba un gusto por la perdición que ahora –perdidos para tantas cosas– no sabríamos dis frutar de nuevo. El sexo tolerado, desnatado, bajo en calorías, nos entrega a un placer rutinario, tan apasionante como una excursión de boy-scouts.  Al temor y el temblor de los infiernos lo ha sustituido una pedagogía de bata blanca; al murmullo del confesonario, el sonido dual de nuestros receptores: sin brío, sin pasión, sin argumento, el sexo se resuelve, se disuelve, en un manual de primeros auxilios.  Desde que ya no hablamos de actos impuros –¡ay!– el  parchís, el cinquillo, el hijoputa, son los pecados que nos van quedando.

Estudiar la pasión con la cabeza, fría, pronunciar  cunnilingus con una impavidez sabihonda y vacua, son formas encubiertas de restarle atractivo al placer, temperatura al goce, y alegría a esta carne pecadora, tan falta de alegrías, calenturas y goces. El sexo por apuntes, el sexo como indicio de calidad de vida –ese aire respetable que va tomando la lujuria– nos hace añorar los retozos urgentes, los placeres furtivos, la media luz que el gozo ya no tiene, el secreto que le han arrancado. Pero también en ese espacio de lo íntimo, como un jardín abierto para pocos, se sitúa la carta. Y si ya hemos hablado del trecho que separa a los amantes, de la soledad que asalta en el momento de escribir, hay algunas ventajas en la ausencia que no conviene pasar por alto. Porque acaso el silencio –las cosas que escondemos y callamos– tenga que ver con una excesiva cercanía, y sólo en la presencia atenuada que favorece la carta podemos dar  rienda suelta a nuestros deseos y nombre a las pasiones más ocultas. A plena luz, los negativos de la imaginación se velan y

cabe decir, en voz muy queda, las cosas nunca dichas, airear  los rincones donde durmió el pecado. De este modo, el género epistolar nos pone en contacto con un recurso frecuente en la literatura –la confesión– que es, al mismo tiempo, una práctica antigua y venerable, de  probados efectos en la higiene del alma. Hablaremos aquí del afán de la escucha, del goce y la zozobra del oído; y de ese gusto por decirlo todo que maliciamos en la penitencia, más fuerte que el pudor, más atractivo que ningún secreto. La confesión, que empezó como un rito, se ha convertido en una lacra social y todos somos, según gire la torna, la oreja dócil en que vierte el prójimo, o los lampistas del sosiego ajeno. El pub, la barra americana, el asiento de un taxi, la consulta del psicoanalista, son los nuevos rincones del desahogo más caros que el reclinatorio, es cierto, pero también menos solemnes, más informales, y sin que anden por medio cielos e infiernos, que los ánimos, ya, no nos dan para tanto. El barman, por ejemplo, nos confiesa mientras retira un vaso, cambia los filtros de la cafetera, o pasa un trapo soñoliento por los cromados de la barra. Nuestra vida, al barman, no le importa ni mucho ni poco, pero basta con no atosigarlo  para que el hombre se quede allí, haciéndole bulto a nuestros secretos, y uno tampoco necesita más. Y si la noche anda floja, o nuestra charla es pasadera, a lo mejor nos pone tres dedos de Beefeater que hay que agradecerle –dónde vas, vale, vale– con aspavientos de sobriedad herida.

do al listo, al bacilón, al gamba, al pijo engominado de la visa platino, al buscavidas y al llorón; por eso nos absuelve de perfil, muy a lo suyo, y sin más padrenuestro que una  propina. También la puta –¡pobre!– es diestra en escuchar, en escucharnos, pero en materia de confesiones hablaremos más  bien de la chica de alterne, que a veces putea y a veces no; según. Porque el alterne es una escuela de comprensión, que alegra la confidencia con el disfrute párvulo del toqueteo. El cliente llega al top-less en busca de la teta buena y eso, claro, no va a encontrarlo allí ni en ningún otro sitio;  pero al despecho del varón la camarera le opone el suyo –  más rotundo casi siempre–, y por eso comprende mejor que nadie, y no da que sentir:  –¿A ti te gusta Roberto Carlos?  –Tengo todos sus discos. Hay, en cambio, una oreja que tira a desleal, la del taxista, porque si al principio te busca la boca, tres calles después, y al menor descuido, mete la cuña de su cuñado y te enfila el bodorrio de la hija, su mili en Ronda, o el gilipollas de las seis maletas, todas vacías. El taxista discreto y al trantrán es una pieza rara; parece que el volante dispara la elocuencia, y está el taxista que repasa la actualidad o el que te echa una copla por Antonio Molina.  Ninguna oreja, sin embargo, como ese tímpano de oro que gasta el psicoanalista: lo mismo que el barman, te escucha sin un pestañeo; al igual que la puta, te ofrece su consuelo mercenario, y te lleva después por donde él quiere, como el taxista, sólo que encima le das las gracias.

una chaise longue, y se entrega a la «escucha flotante», que es como llaman los freudianos a la siesta del cura. A fuerza de no verle, uno se acostumbra a hablar con el techo y es como si tu vida fuera a aparecer allí, sobre los grumos del gotelé, como una estampita de Santa Gema. La consulta, el taxi, la misma barra –americana o no–  son espacios anónimos, fugaces, y por eso permiten el balance de nuestra desventura y el recuento moroso de nuestros  pecados. Pero hay también sablistas de la oreja, que envenenan la calma de los parques, el rumor confortable de los cafés, o la modorra del ambulatorio. Ya no queda refugio seguro, el hombre es una oreja para el hombre, y hemos llegado a un darwinismo de la confidencia que no promete nada bueno. Domar la oreja, volverla esquiva como el cervatillo, darle musculatura de confesor, o sufrir con paciencia la monserga del prójimo –Dios te bendiga, vete consolado–, que es obra de misericordia.

siempre esta tutela de lo íntimo que lleva aparejada la confesión, y ha puesto un cuidado especial en la promiscuidad entre hombres y mujeres que favorece el secreto. Así, toda  precaución es poca para San Alfonso María de Ligorio, que en su obra «Práctica del confesor» advierte a los sacerdotes contra los peligros de este sacramento:

Pero no toda confesión es despareja: hay la vecina que, con los brazos en jarra, te canta las cuarenta y tú le contestas  –claro que sí– y luego las dos tan ricamente; hay la charla de las amigas, que es gratuita y confortante, porque hoy por mí, mañana por ti, que para eso estamos; una confesión que los hombres no practican, porque son demasiado tímidos, o  porque siempre hay algo más. Parece, sin embargo, que la sociedad contemporánea no ha sabido encontrar –¿todavía?– un buen sucedáneo de la  penitencia: ¿qué ceremonia remplazaría del todo a la escucha del confesor?, ¿qué alivio podría equipararse al perdón que nos otorga un funcionario del cielo? Consciente de sus ries-

El confesor debe ser sumamente cauto en recibir las confesiones de las mujeres. Y en primer lugar ha de notarse que en el Decreto de la S. C. de Obispos se lee: «Los confesores no deben oír sin necesidad las confesiones de lasmujeres después del crepúsculo de la tarde y antes de la

 Hablando de la prudencia del confesor, sea éste regularmente más rígido que benigno para con las jóvenes, no  permita que se pongan delante para hablarle y mucho menos  para besarle la mano.  Absténgase también de recibir regalos y, sobre todo nunca vaya a sus casas, menos cuando se hallen gravemente enfermas y entonces únicamente cuando le llamen. En este caso vayase con toda cautela en oír sus confesiones dejando siempre la puerta abierta y sentándose en paraje donde  pueda ser siempre visto por los de la casa, sin fijar nunca los ojos en la penitente. Y en especial si son personas espirituales. (...) Porque las tales personas (...) en breve llegan a tal punto que no obran entre sí como angeles, sino como vestidas de carne: se miran mutuamente, y se hieren sus almas con suaves coloquios, que parecen proceder todavía de la primera devoción: de donde proviene que el uno desee la presencia del otro. Y, ¡oh, cuántos sacerdotes hay que antes eran inocentes, y que por estas adhesiones que empe zaron por el espíritu perdieron a un tiempo a Dios y al espíritu!

Se adivina, sin duda, una larga experiencia tras los avisos del santo, y una solera en los percances, los malentendidos y las distracciones, que sólo dan los siglos. De hecho, sabemos por la historia que antes de ser incorporada al Cristianismo la confesión aparece como un  procedimiento habitual en numerosas religiones mistéricas. Este es el caso de los cultos de Isis, Orfeo y Ceres, donde el iniciado debía declarar sus culpas ante el sacerdote y los demás cofrades; en la opinión impía de Voltaire: «Ya que los misterios eran expiaciones, era muy necesario confesar que se habían cometido crímenes dignos de expiación.»

La confesión, pues, toma la forma de un sacramento  público entre los primeros cristianos, si bien la virulencia de algunos pecados, o el talento para describirlos que exhibieron ciertos penitentes, hizo desaconsejable esta práctica. Así, la confesión pública de una mujer llegada a Constantinopla en el siglo IV, que escandalizó a los pastores de la Iglesia y  provocó la abolición del rito. Habrá que esperar hasta el siglo VIII para que la confesión se implante en Occidente. Con los mismos caracteres que reviste hoy en día –es decir, como un diálogo secreto entre penitente y confesor–, este procedimiento tuvo su origen en la vida monástica, donde los abades comenzaron a  pedir a sus monjes que los visitaran dos veces por año para declarar sus faltas. Cinco siglos más tarde, el IV Concilio de Letrán prescribirá para todos los fieles con uso de razón el deber de confesarse al menos una vez al año. Pero tal como ocurre en toda institución humana, el  perdón de los pecados ofrece varios flancos débiles y se  presta, sobre todo, al abuso: baste recordar el caso de Luis XI, que corría a confesarse nada más cometer un crimen y –  de nuevo, según Voltaire– se confesaba muy a menudo.  No obstante, todos los especialistas coinciden en señalar al siglo XIX como la edad de oro de la penitencia. A lo largo de esta centuria se generaliza el uso del confesionario, y el sacerdote pasa a convertirse en un guardián escrupuloso de la moral familiar. Del relieve social que adquiere la confesión en esta época nos da testimonio el caso del cura de Ars: hasta su parroquia acudían miles de peregrinos de toda Francia, que lo mantuvieron dieciséis horas diarias en el confesionario, durante cerca de treinta años.

se debe a la pluma de Agustín de Hipona, profesor de Retórica, varón de costumbres libertinas, gran escritor, filósofo y santo: todas las características del género aparecen ya en las Confesiones de San Agustín, donde convergen el sentimiento religioso de la escritura hebrea y la estilística grecolatina 1. A través del relato de su vida, Agustín deja constancia en esta obra de su propio camino espiritual: sus búsquedas, sus errores, sus extravíos, se convierten allí en una peregrinación del alma, que aspira a la presencia de su Creador: «Escribo –dice– para que tú me veas y me recojas.» Este mismo afán por hacerse visible, este empeño en retratar la intimidad, será el que inspire a mediados del siglo XVIII las Confesiones del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau. Publicadas de manera postuma, estas confesiones adoptan la estructura de una autobiografía íntima donde el autor  de Emilio no escamotea episodios como el exhibicionismo sexual de su infancia, amores ilícitos o intrigas palaciegas. Aunque puestos a exhibir, difícil es igualar en abundancia a ciertos libros de confesiones eróticas como Mi vida secreta, escrito en varios tomos en la Inglaterra victoriana, enumeración abrumadora de acoplamientos tan sólo equiparable a la del seductor Casanova, o a aquellas memorias –  también anónimas– de un ruso que propone su vehemencia masturbatoria como objeto de estudio de prolijos psiquiatras. Pero volviendo al hilo de nuestra exposición, si Agustín  buscaba en la confidencia una vía hacia lo trascendente, las 1

No existen precedentes, entre los autores griegos y romanos, de un género como la confesión. Más allá de su origen religioso, esta ausencia parece apuntar a la sobriedad del mundo clásico, que consideraba de mal gusto la exhibición de lo

confesiones de Rousseau nos colocan ante un ejercicio de autoconocimiento: la vida pasional, los flujos y los reflujos del deseo, pasan a ser entonces la materia misma de la escritura. Al decoro que preconizaba la estética de su tiempo, Rousseau le opone esa verdad del corazón que habrá de convertirse, pocos años después, en motivo central del ideario romántico. Se ve con ello que la confesión, como género literario, es algo propio de la cultura de Occidente y cobra un auge especial durante las épocas de crisis. En esto se aproxima a otro género muy señalado –la novela– con la que comparte además dos rasgos de importancia. De entrada, lo mismo la novela que la confesión tienen como protagonistas a personajes individualizados. No se trata ya, como en los cantos ceremoniales o la epopeya, de la emoción colectiva del pueblo, de las hazañas de sus héroes, sino que es ahora una voz personal –un «yo»– quien toma la  palabra y nos refiere su historia. Y también, al igual que la novela, la confesión tiene en mira a un individuo libre –más allá del destino, la tradición, las leyes– que goza sus aciertos, padece sus errores, y cuya suerte, no prefijada de antemano, depende por entero del temple de sus obras. Sin embargo, mientras el autor de una novela puede manipular el tiempo a su antojo y mezclar lo pasado y lo futuro, lo posible y lo real, la confesión sucede como una  palabra presente, que corre pareja al tiempo de la lectura: «La confesión –ha escrito María Zambrano–  22 es palabra a viva voz, es una larga conversación y desplaza el mismo tiempo que el tiempo real.»

Se confiesa, pues, un individuo, una voz que nos habla en nombre propio, un yo pecador, y en esta conciencia que se descarga en lo escrito aflora siempre un doble movimiento de inquietud y de espera. La confesión clausura y abre; nace del desasosiego ante lo que hemos sido y aspira a restablecer, por medio de las palabras, la integridad de una vida en claro. Tal como señala María Zambrano, hay en toda confesión un hambre de ser visto, un rechazo de la confusión  presente y un ansia por revelarse –por hallarse de nuevo, también– en la unidad que sólo puede darnos la mirada del otro. Por eso mismo, y más allá de la curiosidad, la confesión provoca en el lector un movimiento reflejo: la ventana  por la que espiamos los secretos del otro termina abriéndose sobre nuestra propia intimidad, el resplandor que guía la mirada acaba por delatarnos 3. De modo que ese gesto de exhibirse –inevitable en toda confidencia– propicia, del otro lado, el disfrute goloso de un mirón. Por encima del juicio que la confesión reclama, o por  debajo de él, quien habla y quien escucha, quien escribe y quien fisga la desnudez del otro, quedan unidos por una tácita complicidad. Hay en el acto de la confesión una cara visible y externa, que es el relato de una vida empecatada, y la escucha,  juiciosa y serena, de quien recibe ese testimonio. Sin embar3

Menos entusiasta frente a esa claridad que emanaría de la confidencia, el  pensador francés Michel Foucault entiende el afán de decirlo todo como una obligación impuesta desde el poder: la pregunta, la indagación, todo ese empeño por hacer público lo que sólo concierne a la privacidad del deseo, cobra en el pensamiento de este filósofo el valor de una «policía del sexo», destinada a

go, el celo en detallar los pecados, la minucia de las descripciones, el recreo en el cuándo, el cómo, el hasta dónde, des plazan el diálogo por un filo dudoso, que no permite distinguir la contrición de la concupiscencia. Esta es la ambigüedad que recoge Anaïs Nin en un pasaje de su obra Delta de Venus:

En la confesión, el sacerdote importunaba a los chicos con  preguntas. Cuanto más inocentes  parecían ser, más de cerca los interrogaba en la oscuridad del reducido confesionario. Los penitentes, arrodillados, no podían ver al  presbítero, sentado en su interior. Su voz baja, les llegaba a través de una celosía.  –¿Has tenido alguna vez fantasías sexuales? ¿Has pensado en mujeres? ¿Has tratado de imaginar a una mujer  desnuda? ¿Cómo te comportas por la noche en la cama? ¿Te has tocado? ¿Te has acariciado tú mismo? ¿Qué  haces por la mañana cuando despiertas? ¿Estás en erección? (...)

El chico que no sabía nada, pronto aprendía qué se esperaba de él, y esas preguntas lo instruían. El que sabía, experimentaba placer confesando detalladamente sus emociones y sueños. Un muchacho soñaba todas las noches. Ignoraba qué aspecto tendría una mujer, cómo estaba hecha, pero había visto a los indios hacer el amor a las vicuñas, que se parecían a delicados ciervos. Soñaba que hacía el amor  con una vicuña y despertaba todas las mañanas húmedo. El anciano sacerdote estimulaba estas confesiones. Las escuchaba con una paciencia infinita e im ponía extrañas penitencias. A un chico que se masturbaba continuamente, le ordenó que fuera con él a la capilla cuando no hubiera nadie en ella, y que metiera el pene en agua bendita, a fin de purificarse 4.

Sin ese añadido del disimulo –y más festivo que San Alfonso María de Ligorio– el escritor francés Gervais de Latouche nos sigue instruyendo, en El portero de los cartujos, sobre el oficio de los confesores:  No hablaré de las excelencias del cargo de confesor; debéis aprender a ser discreto, suave y condescendiente con las debilidades humanas, y las mujeres os adorarán. No comentaré nada sobre el provecho que podéis sacar de sus  propicias disposiciones en relación a vuestro peculio, eso os atañe sólo a vos; pero os aconsejo desplumar implacablemente a las viejas beatas que vayan a vuestro confesionario, menos para reconciliarse con Dios que para contemplar a un apuesto y joven cura. Perdonad a las hermosas, como yo hacía: ellas podían pagarme de otra guisa. Una muchacha, por ejemplo, no puede ofreceros regalos, pero puede entregaros su preciosa virginidad 5.

El secreto, pues, hace difícil una escucha neutra, desinteresada, y este es un detalle que debe aprovechar el escritor  o la escritora de cartas eróticas para influir en su destinatario. En este mismo sentido, toda confesión se beneficia de una ventaja suplementaria: que en ella se da por supuesta la veracidad del narrador y cualquier reserva, cualquier suspicacia, va a quedar entre paréntesis mientras dure la historia. La confesión es siempre una palabra sobre otro, una voz que remueve lo escondido, y en ese lado oscuro que ahora traemos a la luz nadie esperaría reconocernos del todo.

Más allá de la congruencia, tensando los hilos de lo verosímil, la confesión debe proponerse, antes que nada, sorprender al lector. «Uno debe ser siempre un poco improbable», escribió Osear Wilde, y también la carta erótica, el strip-tease que encierra la confidencia, está sujeta a ese juego del velar y el desvelar –al trabajo sutil del claroscuro–, que da a lo consa bido la atracción del misterio.

Ejercicio nº 1

El ejercicio que ahora te proponemos se basa en una de las novelas más célebres que, usando como técnica la corres pondencia erótica, se ha escrito jamás:  Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos. A lo largo de sus páginas, los personajes intercambian una abundante correspondencia que pasa de lo cínico a lo sincero, de la posición de ataque para asegurar la conquista a la entrega más total. Así escribe la marquesa de Merteuil: Observe bien que cuando escribe a alguien es para él, no para usted: usted debe buscar menos decirle lo que piensa que lo que le agrada más.

Podemos decir que –en este juego que no consigue abandonar a tiempo– la marquesa no entra en contacto real con su amante, sino que entabla una pugna puramente militar. Aunque parece claro que en todo coqueteo desempeñan un papel importante el cálculo y la estrategia, también es cierto que la marquesa no sabe darse por vencida en el momento opor tuno, y eso será, justamente, lo que fragüe su desgracia. Esta trama de poder y deseo que elabora en su novela

rio de las diferentes perspectivas que pueden enriquecer una narración. Así, en la primera de las cartas que hemos seleccionado veremos cómo el vizconde de Valmont cuenta a la marquesa de Merteuil la seducción de la joven Cécile de Volanges; en la segunda, será la propia Cécile quien refiera la escena, de modo que una transparencia se superponga a otra, y la imagen brille enriquecida con todos sus matices. El vizconde de Valmont a la marquesa de Merteuil (...) vuelva a ser yo mismo para tratar de otro asunto más alegre, de su pupila de vmd., ahora ya mía; y espero que en esto va a conocer vmd. mi carácter. Como hace algunos días que me trata mejor mi tierna devota, y dado que por  lo mismo me ocupo menos de ella, había observado que la señorita Volanges era ciertamente muy bonita, y que si era una gran tontería enamorarse de ella como Danceny, no era quizá menor no buscar cerca de ella una distracción que mi soledad me hacía necesaria. (...) Después de haberme asegurado de que todo estaba tranquilo en la quinta, armado de mi linterna sorda, y vestido según la hora y las circunstancias lo exigían, fui a hacer  mi primera visita a su pupila de vmd. (...) Después de haber  calmado sus primeros temores, como yo no había ido allí a hablar, me tomé las primeras libertades. Sin duda no le han enseñado en el convento a cuántos peligros está expuesta la tímida inocencia, y todo lo que tiene que guardar para no ser sorprendida: porque mientras ponía su atención en de fenderse de un beso, que no era más que un falso ataque, dejó lo restante sin defensa.

mi felicidad, estaba para escapárseme, la contenía, sirviéndome del mismo temor cuyos efectos había ya experimentado. Pues vea vmd., sin valerme de otros medios, ni practicar  más diligencias, la tierna y cariñosa muchachita olvidó sus  juramentos, cedió por el pronto, y al fin consintió, aunque a éstos se siguieron inmediatamente las reconvenciones y las lágrimas, que ignoro si eran verdaderas o fingidas: pero, como sucede siempre, cesaron luego que me ocupé en darle un nuevo motivo. Finalmente, de debilidad en reconvención, no nos separamos sino satisfechos el uno del otro, y de acuerdo para la cita de esta noche (...). Cécile Volanges a la marquesa de Merteuil (...) ¡Ay, Dios mío, marquesa, cuan afligida estoy, y cuan desgraciada soy! (...) Lo que más me echo en cara, y lo que es necesario, sin embargo, referir a vmd., es que tengo miedo de no haberme defendido tanto como podía. Aseguro a Ud que no sé cómo esto sucedió, porque no quiero a Valmont, antes bien le detesto: y hubo momentos no obstante en que estuve como si le amase (...) Es verdad que Valmont  tiene un modo de insinuarse que no se sabe qué hacer para contestarle. En fin, creerá vmd. que casi sentí que se fuese, y que tuve la debilidad de consentir en que volviese esta noche, lo que me desconsuela también más que todo lo restante. ¡Oh! A pesar de esto, prometo a vmd. que le impediré que venga (...) 6 

Toda guerra lleva consigo cierto camuflaje, ya que nadie avanza posiciones con el cuerpo al descubierto, y no es

 propio de cobardes tratar de disimularse en la maleza. Estas mínimas estrategias o disfraces sutiles invaden, cómo no, los lances cotidianos. Así, un amigo nos contaba cómo para ligar con las cajera de un banco –que al parecer  estaba como un tren– intercaló entre el dinero que le entregaba un falso billete con un mensaje amoroso. Cuántas veces no desearíamos hacer lo mismo, y practicar esa difícil seducción sin poner en un brete la libertad del otro, sin importunarlo. Los ejercicios que aquí te propondremos, están ligados con la guerra amorosa que lleva consigo todo galanteo.  – Escribe una carta apasionada a tu amante de turno, y luego vuelve a transcribirla con las siguientes perspectivas: a) Supón que la carta va a caer en manos de tu marido, y que deseas mantener la misma información. ¿Cómo la disfrazarías?  b) Quieres ligar con tu profesor o tu profesora; ¿qué examen entregarías para que a la vez que apruebas la asignatura se sienta atraído/a por ti? El examen es:  De anatomía  De informática  De ética o religión c) ¿Cómo ligarías con un juez o una juez que ha de leer  tu pliego de descargo de una multa?

municipal, explicándole en varios folios los deterioros que sufre tu vivienda. Ejercicio nº 2

Retomemos ahora el espíritu de  Las amistades peligrosas, y supongamos que tenemos que contar nuestros deslices clandestinos –sin mentir demasiado, de forma convincente y  preservando nuestra integridad física– a las siguientes personas, involucradas todas en una misma historia:  Tu amante  Tu pareja  El amante de tu pareja  La pareja de tu amante  Tu madre (viene a pasar el fin de semana y debes ausentarte)  La canguro, de la que dependen tus horas de libertad y que es una cotilla de cuidado  Una ex compañera de colegio que te detesta, y que siempre envidió tu suerte con el sexo contrario.  Tu hija adolescente La realización de este ejercicio te dará sin duda conocimientos de perspectiva literaria, a la vez que te convierte en un candidato ideal para las próximas elecciones. Ejercicio n.° 3

Volvemos ahora al aura religiosa que nos ha rodeado a lo largo de este capítulo, para proponerte un ejercicio centrado en el salmo. Los salmos reunidos en el Antiguo Testamento son bá-

Dios; pero también en el terreno de los cuerpos, la exaltación tiene un lugar fundamental. ¿Por qué no servirnos de este género para ensalzar nuestros amores terrenales? Para este ejercicio, hemos elegido un tipo de salmo, el «himno», que comienza siempre por una exhortación a la alabanza. El cuerpo del himno detalla después los motivos de esta alabanza, los prodigios realizados en la naturaleza, y la obra creadora. En cuanto a su estructura general, el salmo suele ceñirse a las siguientes pautas:  – Uso de imágenes ligadas con lo natural: El llena la tierra de estupores.  La tierra se amedrenta y enmudece. Estremece las encinas.  Las selvas descuaja.

 – Comparaciones:  Recoge, como un dique, las aguas.  Apetecible más que el oro fino.  Más dulce que la miel.

 – Repetición de los dos versos iniciales al final del salmo.  – Uso del imperativo al principio del verso:  Alégrense los cielos, regocíjese la tierra.

 – Sujeto (o vocativo) y luego una pregunta: Tú, el terrible, quién puede resistir ante tu faz, bajo tu golpe.

En primer lugar, hemos copiado la estructura del salmo, integrando algunos versos directamente de la Biblia, tales como «qué hombre nacido no surge de ti», verso que repetimos al comienzo y al final de la gozosa exaltación. Luego, y como mencionábamos hace un momento, hemos incluido una serie de elementos ligados con la naturaleza. Y, para terminar, la mayoría de los versos comienzan con palabras que, en sentido figurado, son sinónimos de aquel miembro masculino especialmente mencionado en la literatura erótica y cuyo nombre vulgar es «polla». Para simplificar el ejercicio te daremos algunos versos completos y el inicio de otros, dejando blancos para que los cubras con tu imaginación: Árbol inicio de vida ................................................. ¿qué hombre nacido no surge de ti? ........................ columna, pilar ...........................................................  ballesta ...................................................................... daga ........................................................................... .................................................................................... Tizona......................................................................... estoque ...................................................................... .................................................................................... La tierra se derrite, se oculta el sol ........................... Es larga la noche que tu sed abrasa ..........................

acallara mis ansias ..................................................... .................................................................................... Ruiseñor .................................................................... serpiente .................................................................... cetro terrible .............................................................. Dichosas las que conozcan tu simiente. ¿Qué hombre nacido no mana de ti? Hemos trabajado con la Biblia, y con el  Diccionario secreto de Camilo José Cela 7, ya que ambos son una cantera  para dinamizar la imaginación erótica. Utiliza ahora este recurso con cualquier otra parte del cuerpo dándole, si es posible, un tono solemne.

En los brazos del diablo Entre los muchos pecados que hubo de confesar la humanidad a lo largo de su historia está el del trato sexual con el demonio. Antes de que la Inquisición –con su misoginia salvaje y su odio a la ciencia– formulara sus interrogatorios por medio de la tortura, la imagen de estas uniones vehementes era más bien festiva, y útil para justificar virgos extraviados, sofocones en los monasterios, hijos demasiado  parecidos al señor cura, deslices. Porque fue común, antes del Santo Oficio, que las jóvenes achacasen sus amores al demonio –cómo resistirse al mismísimo ardor de los infiernos– que habíalas obligado a copular con él. Pero en 1484, cuando el papa Inocencio VIII clasificó tales fornicios de herejía, y viendo las doncellas que podían ser acusadas de brujas, hubo que desarrollar la imaginación  para explicar de otra forma los amores ilícitos. Los demonios copulantes se llaman íncubos o súcubos, según sea masculino su aspecto, como en el primer caso, o femenino como en el segundo. Claro es que esto de tirarse al demonio no resulta tan simple, porque, como todos sabemos, no es más –ni menos– 

ocupaba el tema a San Agustín, quien, en su De civitate Dei, soluciona el conflicto a medias preguntándose si los ángeles, siendo espíritus, son capaces de comercio sexual. Sí, claro que sí –se responderá luego el santo–; la diferencia es que aunque todos «podrían» aparearse, tan sólo los ángeles caídos «querrían» hacerlo.

Sutilísimo matiz para el celestial follaje, sobre el cual, y diez siglos más tarde, abundará Tomás de Aquino –llamado el Doctor Angélico– quien resuelve el problema con su lógica impecable: copular copulan, pero tomando en préstamo el cuerpo (tan necesario para estos menesteres) de un muerto, o constituyendo cuerpos nuevos, mediante los distintos elementos. Por esta misma razón, pudiendo elegir materia y apariencia, eran los íncubos jóvenes muy guapos y los súcu bos, agraciadísimas doncellas. ¿Y el semen? ¿Tienen semen los ángeles? No, claro que no. Pero pueden obtenerlo; así resume la cuestión J. K. Huysmans8: ...el íncubo se apodera del semen que el hombre pierde en sueños y se sirve de él para sus fornicaciones con las mujeres...

También sabemos que el semen del diablo es frío e incluso su miembro: un miembro constituido por tal variedad de materias primas –según numerosas confesiones vertidas frente al inquisidor– que nos hace pensar en un diablo transformista. ¿Y los hijos, si los hubiere? ¿Son del demonio o del hombre que, involuntariamente, regaló su simiente? Así continúa nuestro autor:

quien durmió con un íncubo (cuyo aspecto coincidía de forma notable con el del señor obispo Sylvanus), el cual «en lenguaje libidinoso le declaró falsamente ser el obispo». Pero, por suerte, no llegó la sangre al río, ni el obispo y la monja a la hoguera, pues las hermanitas del convento aceptaron la explicación del buen religioso, quien atribuyó tales desafueros a la malignidad de un íncubo10.

...se plantean dos cuestiones. La primera consiste en saber si de esa unión puede nacer un hijo. Esta procreación la han juzgado posible los doctores de la Iglesia, quienes incluso afirman que los hijos creados por este comercio son más pesados que los otros y pueden secar a tres nodrizas, sin engordar, la segunda cuestión consiste en saber cual es el padre de este niño, si el demonio que ha copulado con la madre, o el hombre cuyo semen tomó. A lo que responde Santo Tomás, con argumentos más o menos sutiles, que el verdadero padre no es el íncubo sino el hombre.

 No todos los estudiosos de la sexualidad del ángel han coincidido con esta teoría, ya que –según dicen– los hijos del diablo bien pueden nacer con aspecto de animal o con monstruosas deformaciones. En todo caso, y para evitar problemas, conviene al hombre una extrema vigilancia de sus poluciones nocturnas, no sea que luego se le reclame manutención de un hijo inseminado artificialmente por el demonio. Decíamos antes que muchos amores se explicaron por  la presencia oportuna de los íncubos, tal y como le aconteció a una monja –según certifica el  Malleus Maleficarum9 –, 9

El  Malleus Malefícarum de Spranger, o  Martillo de las brujas, impreso por   primera vez en 1486, es la obra más importante y siniestra de la demonología.

Y es que los íncubos eran visitantes asiduos de los conventos, con el resultado de que las monjitas se desperta ban violadas exactamente como si hubieran tenido contacto con un hombre. También buscaban la compañía de las jóvenes hermosas, de las casadas apetecibles, y no es de extrañar 

que ellas describieran la unión como placentera, ya que se decía que el órgano viril era bifurcado, y el bien dotado demonio, con sus dos puntas, podía penetrar al mismo tiem po en los dos vasos de la mujer. Es decir, que mientras una de las dos ramas de la horquilla trabajaba por la vía lícita, la otra atacaba por la vía posterior. Así se explica con bastante claridad el éxito que tenían entre las hembras, que no encontrarían en cualquier varón –   por bien munido que estuviese– las artes dobles del diablo. Los íncubos, dado que las mujeres eran más licenciosas que los hombres, fueron muchísimo más numerosos que los súcubos, pero tampoco el sexo masculino se mantuvo inmune frente a los galanteos del demonio, quien eventualmente  practicaba también la sodomía masculina. Así los súcubos –o diablos femeninos– turbaron a San Hilarión que, cuando se echaba a dormir, se veía «rodeado de mujeres desnudas»; y también a San Hipólito, casto varón que fuera visitado por una mujer en traje de Eva, y a la cual arrojó su casulla para cubrirla en su desnudez: pero la mujer  se convirtió de inmediato en un cadáver, a quien el súcubo había robado la apariencia. Según otro relato fabuloso, Gerberto de Aurillac –quien llegaría a ser el papa Silvestre II– convivió durante muchos años con un súcubo, que le ofreció a cambio de su fidelidad (también las diablesas tienen sentimientos) sabiduría y dinero, con lo que llegó a la máxima dignidad dentro de la Iglesia, en el año del Señor de 1003. Todo esto se supo cuando el Papa, viendo próximo su fin, confesó oportuna y públicamente, para luego morir arrepentido. Súcubos eran también muchas veces las mujeres de los  burdeles, conocidas prostitutas, y casi toda aquella fémina en

Tan gozoso fornicar termina cuando el Santo Oficio consideró la unión con ambos demonios como prueba indiscutible de brujería. Hasta ese momento, y bajo la advocación de Asmodeo  –demonio que induce a los seres humanos a la lujuria–, tales acoplamientos eran placenteros y altamente satisfactorios, a la par que un grave problema para la Iglesia, ya que los demonios no obedecían ni temían a los exorcismos, y sus víctimas también parecían poco dispuestas a abandonar comercio tan agradable.

 La mano, en materia de amor, es más que nada el tonto útil. Hay la mano floja y la mano imprevista. La mano aventurera, que se escabulle por cualquier rendija, y la mano humilde, mansa y remediadora.  La mano, y no las manos, porque entonces estamos en otra cosa: las manos te presienten en lo oscuro, rozan tu sueño, alumbran la caricia... Hay algo populoso en las manos que las convierte en pájaros, racimos, nubes, espigas, olas, y hace que parezcan más de dos. Se dice casi todo de las manos, y de la mano, en cambio, casi todo se calla. La mano laboriosa, servicial, apacible, es el secreto a voces del deseo, que empieza en un ensa yo, sin libreto ni atriles, donde la mano, a pulso, nos apunta el papel. Con ella debutamos: en sus líneas leemos nuestra  primera carta de amor.  Antes que nadie nos quiera ya nos quiere la mano, con la devoción de quien cumple un destino. La mano guarda,  para nosotros, sus cinco pilares de sabiduría. Su calor nos conforta, su firmeza nos crece, su empuje hace brotar, desde lo oculto, la fuente encendida de nuestros tesoros.

veces forajido, se pierde algunas tardes por otras latitudes, merodea en los claros hemisferios del ansia, y reares maltrecha, no sé si arrepentida, igual que un perro golfo Tiene días afilados la mano, como de arco de violín, y días ceguerones, de almirez y tormenta. Días raudos, escuetos, de ardilla sabia, y días de hijo pródigo, manirroto y hambrón. Percha veloz de lentas soledades, ramaje de ternura grial de las distancias la mano, árbol que abraza la ausencia  A los cuerpos se va. A la mano se vuelve, como al am paro fiel de una costumbre. La mano nos acoge, nos congrega, nos salva, es la última tierra de asilo, el tonto imprescindible, la aventura que traemos puesta.  Las noches y sus gozos van y vienen: la mano es el paciente guardián de tu desvelo.

«Judá dijo a Onán: "Cásate con la mujer de tu hermano y cumple como cuñado con ella, procurando descendencia a tu hermano." Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, si bien tuvo relaciones con su cuñada, derramaba a tierra, evitando el dar descendencia a su hermano. Parecióle mal a Yahveh lo que hacía y le hizo morir también a él.» Génesis 38, 8-11

Con estos versículos del Génesis que acabamos de citar  Onán entra, a gusto o a disgusto, en la literatura erótica: Yahveh lo castigó por lo que hoy llamaríamos coitus interruptus, bajarse en marcha o espaldarazo, pero la palabra «onanismo» se utiliza como sinónimo de masturbación, de aquella música –casi siempre privada– que se ejecuta con una sola mano; y es esta mano, orfebre del amor, la que se

Rara vez pensamos en un seno, una pierna, una nalga: cualesquiera de estas partes son siempre plurales La mano no; como el ojo, puede recorrer, en su orfandad de mellizo, un camino propio, caprichoso, y por eso mismo perverso. Los ojos miran: el ojo espía Las manos acarician las teclas de un piano, la mano masturba. Sin el contenido erótico del que hablamos aquí, la literatura ha recogido este carácter solitario de la mano en múltiples ocasiones. Resulta en este sentido memorable la frase con la que Patricia Highsmith abre sus Cuentos misóginos: Un hombre le pidió a otro la mano de su hija y la recibió en una caja: era su mano izquierda.

Años antes Maupassant, en un cuento también llamado  La mano, le daba a ésta, desprendida de su cuerpo, facultades asesinas. El propio Don Quijote se refiere a ella con admiración, como si no formara parte de sí mismo. La mano, en suma, puede modelar el gusto, tomar la rienda de nuestro deseo, y así lo muestra –con un lirismo agrio– este poema de Estratón recogido en la Antología Palatina:  La muchacha no tiene esfínter, ni sabe besar 

ni expresiones dulces y al mismo tiempo obscenas; no tiene mirada ingenua, y si va de lista, aún es peor. Por detrás, todas son frías. Pero es lo principal, en fin, que no hay donde poner la mano vagabunda.

A. P., XII, 7 (trad. Luis Antonio de Villena) Dentro de los divertimentos para una sola mano está la escritura. Igual que la masturbación, el gesto de escribir  envuelve un placer solitario y en él participa, más tarde, el lector. Todo texto inaugura una escena ficticia; en el caso que nos ocupa –la carta erótica– se añaden a este espacio el recuerdo de un cuerpo ausente, la fantasía de una posible unión, y el reconocimiento, irremediable, de la propia soledad: me empuja la ausencia a escribirte, pero la carta abre entre nosotros un recinto privado. Allí, en esa cita a deshora, cada uno de los amantes debe envolver al otro en su deseo. Algo de los placeres compartidos ha de avivarse en la carta; describo, recuerdo, imagino, me vuelco en el  papel, cierro los ojos, y vuelve aquella tarde, su luz adormecida, la sed de tu desnudo bebiendo en los espejos: una imagen, entonces, basta para llenar la soledad, para encender el gozo; la mano se desliza inadvertida, explora con cautela los rincones oscuros... En toda carta erótica hay un ingrediente masturbatorio, manifiesto o callado. Pero también en toda masturbación aflora un componente narrativo. La mano gira en torno a lo

Porque imaginar es una destreza de la mano, un arte manual: la pasión se enmadeja en nosotros, amontona sus naipes marcados, sus letras devueltas, y la mano, después, compone todo eso en un relato urgente, donde no importa lo verosímil, sino el vigor de los detalles. Hay historias de un día, de una noche, y escenas con sabor clásico que enriquecemos a cada lectura. En lo afinado de nuestras devociones se oculta un narrador minucioso, un retratista; de sus relatos clandestinos toma argumentos el deseo, que modela lo vivo según lo pintado. La ausencia, pues, lo que sólo imaginamos, encierra un disfrute especial que corre en paralelo al encuentro amoroso. Por eso conviene ver en la carta un modo de multiplicar los  placeres, más que un remedio ante lo inevitable. Así lo avisa Ibn Hazm de Córdoba en El collar de la paloma, al tiempo que previene contra algún exceso: Yo me acuerdo de haber conocido algunos enamorados que hablaban con desembarazo, describían con soltura, sabían decir sus sentires de manera acabada y tenían pers picacia y sutileza para apreciar la realidad, y, con todo, no renunciaban a la correspondencia, aun siéndoles hacedero unirse con el amado, por vivir cerca y serles posible la visita. Y es que se cuenta que en la correspondencia hay muchas suertes de placer. Hasta me han dicho de un hombre depravado y de bajos instintos, que ponía la carta de su amada sobre su miembro; pero esto es un género de fea rijosidad y un ejemplo de excesiva incontinencia 1.

La misma incontinencia que vamos a encontrar en este texto de Philip Roth, cuyo protagonista, Portnoy, confía  poco, nada más bien, en los deleites de lo imaginario: ¿Dónde estaba ese sano juicio aquella tarde en que volví de la escuela y encontré que mi madre había salido de casa, y vi en nuestro refrigerador un grande y purpúreo  pedazo de hígado crudo? (...) aquello no fue mi primer pedazo, mi primer pedazo de hígado lo tuve en la intimidad de mi propia casa, enrollado en torno a mi pene en el cuarto de baño, a las tres y media, y luego lo tuve otra vez, a las cinco  y media, en compañía de los demás miembros de aquella  pobre e inocente familia mía.  Bien, ahora sabe la peor cosa que he hecho jamás. Jodí  con la comida de mi propia familia.

Este libro –narrado a un interlocutor que a su vez es  psicoanalista– abunda lances masturbatorios los

no todo son remordimientos entre los adictos del placer solitario, y así lo enseña Félix de Samaniego en esta fábula incluida en El jardín de Venus:

no poder masturbarme en público, me hurgaba la nariz con los dedos, sacaba un moco consistente y me lo comía. ¡Estaba tan bueno! ¡Estaba tan bueno!

LA VIEJA Y EL GATO Tenía cierta vieja por costumbre al meterse en la cama arrimarse en cuclillas a la lumbre, en camisa, las manos a la llama. En este breve rato le hacía un manso gato dos mil caricias tiernas  pasaba y repasaba entre sus piernas. Y como en tales casos la enarbola tocaba en cierta parte con la cola. Y la vieja cuitada muy contenta decía: –Peor es nada 2.

Para Apollinaire –y no sin cierta perspicacia– la paja es virtud militar, pues «todo buen soldado debe saber en tiempo de guerra que el onanismo es el único acto amoroso permitido», idea que aparece también en este texto de Ventura de la Vega:  No debe perder momento el militar en campaña, ni tampoco debe andarse con repulgos de empanada; que a lo mejor, cuando tiene a la musa puesta en jacha  y con las piernas abiertas suena el toque de llamada. Tal acontecióle un día al teniente Paja-larga que teniendo a su patrona  ya preparada en la cama el toque de la corneta de sus brazos lo separa  y no tuvo otro desquite que hacerse después la paja.

Pero ni siquiera Portnoy, con sus escrúpulos de conciencia permanentes, hubiera imaginado el sustitutivo de la masturbación que retrata Apollinaire en  Las 11.000 vergas 3, una novela que ya hemos citado en el capítulo dos, y que a través de la hipérbole ironiza continuamente sobre la solemnidad del género erótico. Así el personaje principal, como se encontrase con una diva a quien admiraba en la distancia, le dice:  –Estelle, hubiera debido reconocerla. Soy un apasionado admirador suyo desde hace mucho tiempo. ¿No habré   pasado tardes enteras en el Teatro Francés admirándola en sus papeles de enamorada? Y para calmar mi excitación, al

Como vemos en la literatura, los recursos del amor   propio son infinitos: filetes, botellas, una manzana agujereada, olisbos griegos de piel de perro, bellos masturbadores renacentistas de cristal, decoradísimos marfiles japoneses, el rabo de un gato, y todos los procedimientos que la imaginación permita, y que revisaremos después en los «Apuntes de

¿Peor es nada, como concluye el poema de Samaniego, o hemos de ver en la masturbación un juego más de la larga cadena erótica? Del disfrute alusivo de la carta a ese consuelo demasiado explícito que retratan los textos anteriores, hay un trecho muy amplio medido por la incitación. Lo tangible y lo expreso anulan la emoción del juego erótico, que se libra mejor en la media distancia: demasiado cerca –dentro de mi fantasía–  y a la vez demasiado lejos –¿a cuántas horas de avión?– en ese espacio improbable que la carta, ahora, tiene que entibiar   –como un fuego que enciende otro fuego– con la llama tenue de las palabras. Hablar del placer o hablar desde el placer, narrar el deseo y a la vez comunicarlo: de esta alternativa depende la eficacia de una carta erótica. Sin duda, así como la mastur bación necesita una mano fecunda en ardides, también la  prosa que la inscribe en la turgencia del papel debe ser abundante en recursos: quien escribe anticipa el disfrute del otro,

adivinatorio y de ahí la importancia de las reglas, los procedimientos Y los trucos: ¿cómo alterar el pulso del amante?, ¿cómo llevar a la carta el mismo compás de nuestro deseo? Si nos dicen que el amor tiene un ritmo, probablemente no nos asombremos. Desde el suave inicio al galope final, nadie dudaría que en cada momento del amor la respiración es diferente: pausada, nerviosa, violenta, pausada otra vez... Ya los clásicos sabían que en cada situación, en cada estado del ánimo, convenía marcar un ritmo distinto. Para ello se servían de los acentos, de su disposición dentro de la frase, y jugaban con ellos a fin de conseguir climas variados:  porque una cosa es hablar solemnemente de la guerra y otra hacer sonreír; como también hay –tomando ahora el ejemplo de la música– un cambio de ritmo muy evidente entre una melodía heroica y otra sentimental: no elegimos la misma música para un encuentro íntimo y para incitar al combate. Lamentablemente, en la actualidad –y debido en parte a la falta de formación clásica– los escritores no utilizan en general este recurso 4. Porque si bien el manejo del ritmo y los acentos dentro de la frase exige, al menos al principio, una cierta labor artesanal, también ofrece, a la escritora o al escritor, la posibilidad de generar ideas a partir de la música, de la sonoridad misma del idioma, experiencia que envuelve un disfrute estético peculiar, tanto para el autor como para sus lectores.

4

Para profundizar en estos temas os recomendamos:  –Navarro Tomás, Tomás, Métrica española, Labor, Barcelona, 1986.  –Paraíso del Leal, Isabel, Teoría del ritmo de la prosa , Planeta, Barcelona, 1976. Dentro de la literatura actual, cabe destacar en este sentido el trabajo de Agustín

A la objeción sobre las dificultades que plantea este uso del ritmo acentual, cabe responder que la eficacia de un texto ha de buscarse por todos los caminos posibles, y que una resolución métrica a determinados problemas de la escritura no hace sino facilitar la tarea expresiva. En cualquier caso, tampoco se propone para la prosa un trabajo rítmico que abarque la totalidad del texto, sino solamente los momentos más intensos, más relevantes, o también los comienzos de frase, los incisos, o el final de los párrafos. Además de estos elementos que hemos comentado, si ahora tomamos en cuenta que toda palabra encierra un sonido propio, una cierta musicalidad, ya estaremos completando la idea que nos ocupa. Sin duda, esta música de las palabras  puede provocarse de muchas formas: repitiendo vocales o consonantes (no suena igual la palabra «oscuro», cuyas vocales ya nos anticipan la idea, que la palabra «repipi», vana en su sonido de íes repetidas; no nos evoca la misma sensación «lúgubre» o «profundo» que «plasta» o «pirulí»). No sólo el significado de la palabra pinta en nosotros la idea, sino también su sonido. A estos trucos retóricos los llamamos aliteraciones. Pero aparte de la sonoridad de las palabras –y como antes apuntábamos– hay otro elemento muy importante a la hora de escribir y es la cadencia que impone, dentro de la frase, la sucesión de los acentos. Tomemos como ejemplo este verso, probablemente conocido por todos, que pertenece a «Sonatina» de Rubén Darío: «Los suspiros se escapan de su boca de fres a.»

Por un lado, podemos ver cómo Darío repite el sonido

observamos cómo el suspiro –situación ciertamente melancólica, no demasiado dinámica– está sugerido además por  una serie de acentos bastante distanciados en la frase: «Los suspiros se escapan de su boca de f resa.»

Para utilizar un código común a todos los autores que analizan este tema, vamos a marcar la sílaba acentuada con el signo ó, y la sílaba que no lleva acento con el otro signo o. Así, el verso de Darío quedaría planteado, desde el punto de vista de sus acentos, de la siguiente forma: ooóooóoooóooóo

Tomemos ahora un ejemplo distinto: «Y Sonia va, y va su pelo, y va su cara. ¡Ay, mujer!»

que transcribimos así: o ó o ó, o ó o ó o, o ó o ó o, ó o ó

Vemos que en este caso los acentos son mucho más  próximos, y dan a la frase un ritmo agitado; no se evoca ya calma sino actividad. A través de esta colocación, podemos llevar al texto un aire cómico, tal como hacían los clásicos. En síntesis: cuanto más alejados estén los acentos entre sí, más solemne o lenta es la prosa; cuanto más próximos, más nerviosa o agitada. Os estaréis preguntando qué tiene que ver todo esto con la escritura de textos eróticos. Volvamos, pues, al inicio de nuestra explicación. Decíamos al principio que el amor tiene ritmos diferentes que distinguen sus momentos o estados, y que no es lo

Dentro de esta idea que acabamos de exponer, se entiende que daremos a los preliminares del amor, a los miembros relajados, la mayor separación de acentos que podamos, y al  jadeo la mayor proximidad: de este modo, el texto, como la respiración o los cuerpos, se agita. Intentemos ahora algunos ejemplos, centrados en el tema que nos ocupa:

 –Lamer tú falo, vuelvo a decir.  Bella es la edad en la que aún incitan las palabras. Bajo las sábanas, la suave curva pareció revivir. Lamerlo, alentarlo, alargar bajo las sábanas la lengua, tensarla, buscar el musgo del pubis, el acre olor. Ser   poro y papila. Sólo susurro: Guillaume se tiende con las piernas abiertas y los brazos en cruz,  fluctuando entre el sueño y el deseo. Sinuosa, la sábana de seda rueda, desvela todo su esplendor.  –Sólo lamerlo, alentar con mi lengua la  piel que se tensa.  Me desnudo y monto sobre sus caderas.

 Rebulle mi cuerpo sobre el cetro desnudo, pero no lo dejo penetrar.Me tiendo sobre su pecho; los pezones, duros, rozan la  piel caliente, el vello tupido. Parece que sueña cuando lo dejo.  Húmeda, acerco mi mejilla a su polla y con  pequeños impulsos se yergue, la serpiente ciega péndula, baila, se balancea, sujeta apenas la desmesura de su peso y mi lengua  por fin la toca; la piel, la piel fina y cálida que contiene el cuerpo duro que aún crece un poco más. Y yo lamo, libo la augusta cabeza, la flecha roma y redonda, rodeo, rebusco, hundo, la piel tensa y roja acollara el glande, mi lengua se esconde en la piel roja, rebusca el frenillo que la sostiene erguida y Guillaume trata de atrapar mi cabeza por la nuca, de apurar el lentísimo vaivén. Vuelvo a estirar sus brazos –no te muevas o no sigo, susurro–, me libero mientras él protesta, se coge a los barrotes de la cama, se remueve. Obedece, los ojos cerrados. Qué hermoso su cuerpo, cómo lo recorre mi mirada; leve, la lengua vuelve y dibu ja espirales de saliva, trepa, liba, lame.

 Hundo su polla en mi garganta; el  paladar con su bóveda oscura recibe el regalo, los dientes hienden un poco aminorando el placer. Lo poseo, lo domino, sólo con mis labios controlo su cuerpo. Pero él me posee a mí. Ser sólo hueco, vaina, boca, orificio. Clavarme, como una llave en la cerradura. Pero no, sólo la lengua.  Lamer tu falo.  A tu fuerza me entrego y bajo tu poder yazgo, tótem terrible, tensa victoria del dios. Oprimen mis labios, y suben y bajan como una vaina estrecha, como una funda, como un embudo, y subo y bajo y lo suelto. Sin entregarse, Guillaume gime. Sólo su falo señala el norte y esgrime un tremendo poder. El no sabe de su dominio; es demasiado joven; no puede saberlo aún.  Luego se lo dirán tantas veces...  Me alejo, se bambolea, sigo con mi lengua las venas azules que trepan la columna caliente; como una seta carnosa y brillante entre la hierba del pubis, la cabe za.

Cómo sufre. La atrapo con un puño y aprieto y pinto con ella mis pezones casi oscuros, rodeo la areola, froto la cima de mis pechos que humedecen y queman. Cómo palpita entre mis manos el solitario animal. Vuelvo a besarlo. Guillaume, deses perado de deseo, estruja la seda con las manos, levanta las caderas buscando mi boca; lo arrastra, busca cobijo la cabeza ciega. Qué soledad tan terrible, la de la espada sin vaina.  Ah, la lengua, las papilas, la lengua larga, blanda, que lame y lame, la lengua que liba, que envuelve, los labios; el mórbido tronco palpita; ronco Guillaume ruega, arrasa con rápidos golpes la cima de mi garganta, arremolina el falo rojo, la lengua enloquecida, el cetro, los labios que aprisionan cansados y chupan, y lamen, y liban; y ruge, y palpita; y jadea, galopa. Y  se calma. Ya libre, acida en mi boca, salta por   fin. La leve lágrima de semen.

En este texto podemos ver el uso de aliteraciones (repetición de sonidos) y el cambio de ritmo que anuncia, y desencadena hacia el final, el supremo placer, subrayado igualmente por una enumeración de verbos. Así intentamos mostrar cómo sonido y acentos pueden emular la cópula, sus distintos estadios, creando urgencias o distensiones. La carta erótica, con sus claros elementos masturbatorios, padece, o disfruta, de una necesidad de melodía particular, y los elementos analizados –que luego reforzaremos en los ejercicios– son algunas de las técnicas que pueden llevar  a los destinatarios de nuestra correspondencia a un alto grado de combustión. Un fuego cuyo aplacamiento está, como antes decíamos, al alcance de su mano.

Ejercicio n.° 1

El onanismo, la modesta paja, es un gesto de todos los días. Quizá sentimos que la pasión erótica requiere una brillante puesta en escena, pero lo más frecuente es que convivan –en un matrimonio bien avenido– la efusión amorosa y los detalles cotidianos. Así sucede en esta carta de Paul Eluard a Gala que os ofrecemos a continuación:

(París, abril de 1930)  Mi hermosa Gala, maravilloso tesoro de carne y espíritu, llevo una vida bastante triste sin ti. Mis únicas delicias son mirar  incesantemente las jotos en que estás desnuda, donde tus senos son un alimento tan dulce, donde tu vientre respira y lo lamo y lo como, tu sexo está todo abierto sobre mi rostro entero, después mi sexo penetra en él todo entero, y te cojo las nalgas que se mueven maraviliosamente, como la primavera. Tienes los ojos más bellos del mundo,

te amo, tomas mi sexo en tu mano, tienes las piernas abiertas, tu cuerpo se ahonda lentamente, me masturbas con furia, te aplasto los senos, los cabellos, y de pronto tienes la mano llena de esperma y eres  fuerte y segura de mi poder sobre ti, de tu  poder sobre mí, sobre Todo. Sigues siendo la niña inquieta de Clavadel. Voy a luchar   para conseguir dinero, para enviártelo y  para ir a verte, para hacerte regalos. De momento atravieso un periodo muy difícil,  pero voy a poner todo en marcha para salir de él. Ya verás. La Pomme se fue a Berlín hace unos días. Todavía no he visto a mi madre, pero le diré que has estado indispuesta y que te han aconsejado reposo y que estás en Málaga desde hace unos días, invitada por conocidos nuestros. Puedes,  por tanto, escribir diciéndoselo. Y ten la seguridad de que quiero que seas dichosa, a cualquier precio, quiero que tengas la sensación de irradiar, de disfrutar de todo. Te adoro, te cubro de besos. Paul Te mando Varietés y un libro de Freud.

El ejercicio que ahora te planteamos consiste en escribir a tu amante una carta, tan larga como quieras, donde mezcles el refinamiento lúbrico de tus goces solitarios con los asuntos de andar por casa. Ejercicio n.° 2

Dejando el terreno de lo cotidiano, te proponemos en este ejercicio un viaje sublime, una ascesis espiritual. Porque entre los amores con un objeto ausente se cuenta también el arrebato de los poetas místicos, que han dado a la literatura erótica sus obras más perfectas. Integrando en el propio texto imágenes, metáforas, construcciones o elementos léxicos de las poesías de San Juan de la Cruz, escribe al amante una carta de amor humano que culmine en un clima de orgasmo. En este ejercicio te recomendamos aprovechar los elementos sobre el ritmo de la prosa que han aparecido a lo largo del capítulo. Nada mejor que utilizar para ello el siguiente papel pautado:

Ejercicio n.° 4

Ejercicio n.°3

En los «Apuntes de Erotomanía» que encontrarás al final de los ejercicios, hablamos sobre distintos instrumentos, medios y recursos, destinados todos al consuelo de nuestras soledades. Como esta relación no pretende ser exhaustiva, y como en materia de consuelo cada cual se las ingenia a su modo, te proponemos ahora que recuerdes o inventes artilugios, reales o ficticios, eficaces o inútiles –tal como hace Carelman con su Catálogo de objetos imposibles –, pero relacionados, eso sí, con el vicio solitario. En este ejercicio puedes escoger entre dos opciones:  – Escribir una carta a tu amante donde le expliques con detalle su funcionamiento (el del artilugio, no el de tu amante) y todas sus ventajas insospechadas.  – Patentar tus descubrimiento

En el segundo ejercicio del capítulo uno, te proponíamos la creación de un personaje que fuese tu alter ego a través de un cuestionario erótico. Aquí se trata de que, siguiendo un procedimiento similar, des cuerpo a tu mujer u hombre ideal; aquel o aquella que invade tus ensoñaciones, que un día te cruzaste por la calle, pero que nunca llegarás a poseer: el ideal, ya se sabe, es evanescente por naturaleza. Llamaremos a este personaje ideal ensoñación onanista, ya que es imaginario, pero a la vez absolutamente concreto  para ti. Tal como decíamos al principio de este capítulo, el goce solitario despierta en nosotros una serie de fantasías, que a menudo se encadenan dando forma a un pequeño argumento. El ejercicio, pues, consiste en que desprendas suavemente a este personaje de tu imaginación y lo introduzcas en una ficción literaria. Para ello, te proponemos los siguientes pasos: 1. Describe en detalle a tu personaje, sirviéndote del cuestionario del primer capítulo. (Añádele todas las preguntas que te parezcan necesarias para que tome vida. No olvides que todo escritor tiene en su cabeza, es decir, maneja con  precisión, muchos más datos de los que luego aparecen en el texto. Flaubert, para escribir  Madame Bovary, leyó los libros que ella hubiera podido leer de niña; Umberto Eco, cuando escribía El nombre de la rosa, imaginó muchos más frailes de los que luego rondarían por el monasterio: no de otro modo se consigue el denso espacio de la ficción. Utiliza

hasta que lo veas alzarse frente a ti. Razona con su lógica, no con la tuya; invéntale una forma de hablar.) Para que vayas creando este personaje –y además de lo que ya te hemos comentado– te proponemos que realices los siguientes ejercicios: a) Supongamos que el personaje de tu imaginación tiene, por ejemplo, veinticinco años. Escribe un fragmento de su diario fechado diez años antes. Utiliza para ello el folio que aparece en la página 157.  b) Haz avanzar el reloj, arranca las hojas del calendario, y hazle cumplir los treinta y cinco: ¿en qué se ocupa ahora? c) Tu personaje se ha enterado de un rumor que circula en torno a él. ¿Cuál es este rumor? ¿Qué parte de verdad contiene? 2. Teniendo en cuenta que tu personaje nace de una fantasía onanista: a) Colócalo en una situación que te resulte incitante. Por ejemplo:  – Es tu jefe/a o tu subordinado/a.  – Lo salvas de algún peligro (en un callejón oscuro es atacado por una banda de gamberros; lo raptan los piratas; lo persigue el lobo por el bosque...).  – Es tu profesor/a.  – Es el repartidor de butano.  – Es la mujer de tu mejor amigo (o viceversa –¿por qué no?–, el mejor amigo de tu mujer).  b) Ingresa tú mismo o tú misma en esa historia, con lo cual te conviertes en personaje de ficción. Para ello te sugerimos los siguientes desarrollos:

sor.  – Acabas de salvarlo del peligro.  – Ha terminado el mundo, y sólo quedáis vosotros dos.  – Os cruzáis por la calle.  – Coincidís, al atardecer, en el embarcadero de una isla griega; el último barco ya ha partido hacia el continente.  – Coincidís en la cancha de squash, y el gimnasio está desierto.  – Os encontráis en los urinarios de una estación de trenes de Estambul. 3. Ya tenemos los dos personajes, tú y tu ficción, y una  pequeña historia. Desarróllala en primera persona y lleva el argumento hasta el logro de tus fantasías, que sospechamos terminarán siempre en el mismo lugar. Según recomiendan los grandes escritores, y una vez concluida la historia, te aconsejamos que releas el texto, teniendo en cuenta las siguientes pautas para corregirlo un  poco:  – Evita que las palabras próximas rimen entre sí.  – No lo llenes todo de adverbios terminados en «mente» ni de gerundios.  – Quita los adjetivos innecesarios, es decir, todos los que no le añadan algo importante al texto.  – Ten cuidado con la repetición de palabras.  – Intenta que la primera frase de tu relato sea tan atractiva que el lector no pueda reprimir el deseo de seguir leyendo.  – Huye de los tópicos como de la peste, a menos que sean importantes para la historia.  – No empieces todas las frases igual: siempre con un ver bo, siempre con sujeto.

con las frases cortas.  – No uses constantemente un mismo tiempo verbal. Estos son consejos para escritores principiantes, ya que en un escritor avezado los aparentes errores pueden convertirse en recursos literarios. Luego –cuando hayas completado la historia– presenta tu relato a un concurso, dáselo a leer a tus amigos, intenta venderlo a un teléfono erótico, pero si la fantasía no coincide con la realidad, nunca dejes que lo lea tu amante. Como ejemplo de la creación de un personaje femenino en el que la masturbación se une al sadomasoquismo, os invitamos a la lectura de un fragmento del relato «El res plandor asumido», de la joven escritora Karim Taylhardat5: (Ella) ocupó el penúltimo vagón del tren veintisiete y esperó, con mirada insistente, a que un anciano abandonara el asiento junto a las barras –tan firmes, erectas, irresistibles– afianzadas al techo y al suelo. Se acomodó o se apoyó o poco puede saberse lo que hizo en aquel asiento ya caliente, con olor a borracho y salpicaduras de a saber qué. Sin discreción alguna, pasadas ya dos horas, asomaron de sus bolsillos y por entre sus largos dedos las esposas con su tintineo, cargadas de brillos plateados.  Aún hay testigos de lo ocurrido; de cómo tomó los aros  y los aprisionó –en la muñeca, uno; y en el tobillo, el otro-–, quedando fundidos a su piel, y de cómo, callada y con los ojos ardientes, hizo sonar un clac con el que quedó unida a la barra.  –Llevaba una chaqueta de hombre y nada más. Y, bue-

no, era guapa, guapa de abofetearla. Allí estábamos todos empalmados. Y pasaron las horas en un placer que no cesaba; uno de esos placeres infinitos, que la desarmaron, que la desma yaban. Tan desnuda entre tantos, que no lo estaba. Y las  piernas desparramadas sobre un suelo negro y agrietado y, en las grietas –esto es seguro– polvo, basura y anonimato.  – Tenía una forma de mirar..., y la sonrisa..., la sonrisa le llegaba a los pezones y claro que la mirábamos. Y, si alguien le decía algo, nos escupía en la cara. Sucedió a las tres de la tarde. A las tres, varios altavoces invitaron a los pasajeros a salir del tren. Luego, exigieron el abandono definitivo de la máquina.  –Se quedó allí, masturbándose. La insultaban; nosotros no, porque era gratis y fíjese usted, eso no se ve todos los días. Pues tenía las piernas tal que así. Es difícil saber en qué vía muerta y oscura los vagones,  ya sea por viejos, por inservibles o, quizás, por rutina, fueron arrumbados en algún túnel.  –No, yo cuando hice la revisión no vi a nadie. ¿La mu jer atada a la barra? No, no me creo esa historia.  De cuántos días, noches, pasó ella dentro del vagón, nadie ha sabido algo coherente. Y, en qué momento pudo sentir el cuerpo magullado sobre los duros asientos, es fácil de adivinar. Y del hambre, de cualquier hambre, ya es inútil hablar.  –Hace tanto tiempo... Pero recuerdo a un tipo alto y  fuerte y muy nervioso que preguntaba por el tren veintisiete. Tenía un sobre blanco y, dentro, una llave y no sé qué historias sobre una carta que había recibido.

ella escribiera una o varias cartas con la copia de la llave de sus esposas y que, dulcemente, diera algún tipo de instrucciones a algún desconocido elegido al azar.  –Insistió mucho tiempo, pero yo no sabía nada de ese tren ni a qué venía ese nerviosismo. Y, luego, parece ser que apareció la mujer. Pero la historia puede tener mil cabezas y, además, una llave. Y esa historia puede tener un hombre al que se elige después de muchos hombres. Y, quizás, la necesidad de ser dominada, dominando ella antes.Pero es difícil apresar  el S.O.S. de una sadomita. Y cómo saber que ella, en definitiva, buscaba sin tregua un placer último: el de la sorpresa, el de sorprenderse o el de ser sorprendida.

Resulta interesante observar en este texto el uso de la  primera persona del plural (nosotros) como óptica narrativa, que añade al relato un enfoque aún más anónimo, multiplicando el placer –y la soledad– de la sadomita. Ejercicio n.° 5

Hemos hablado en este capítulo sobre la aliteración, figura que consiste, según define la Academia, en la «repetición notoria del mismo o de los mismos sonidos, sobre todo consonanticos, en una frase». Entre las posibilidades expresivas de este recurso está el jugar con la sonoridad de una palabra, de modo que evoque en nosotros ideas y sugerencias que no corresponden con su sentido real. A ello se entrega Alicia Steinberg en el siguiente pasaje de su novela Amatista 6 :

El clítoris. Qué bien suena la palabra «clítoris». Es una palabra elegante y acuática. La sílaba «cli» al comienzo de la palabra es un acierto colosal. Clí. Clí. Podríamos usarla como diminutivo, como sobrenombre cariñoso para esa parte del cuerpo de una mujer. Pero el nombre entero me deleita, la palabra «clítoris». Podría ser un nombre de mujer (...) Podría ser el nombre de una flor 7 .

A partir de las sugerencias presentes en este texto, te  proponemos que te abandones también a la seducción de los sonidos con distintas partes de tu cuerpo o el de tu amante. Mantén este juego a lo largo de un folio, que bien puede servir como carta erótica. Ejercicio n.° 6

Dentro de estos campos de asociación de los sonidos hay un recurso, la jitanjafora, practicado con éxito por Julio Cortázar en las páginas de  Rajuela; la jitanjáfora consiste en inventar palabras, cuyo significado se entiende por el contexto o por su parecido con otras.  Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar  las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo  poco a poco las amulas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendidos como el trimalcia7

La palabra clítoris viene del verbo griego cleio, cerrar. Dice la leyenda que Clítoris, pequeña por naturaleza, pertenecía a un pueblo de hormigas y era hija de un gladiador mirmidón. Son bien conocidas las tendencias vengativas de

to de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la  jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumitica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohél Volposados en la cresta de murelio, se sentían balparamar,  perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las maño plumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias 8.

 – Tomando como ejemplo el texto de Cortázar –y cuando no hubiese mejor remedio– confiésale un desliz a tu amante, con el auxilio de la jitanjáfora 9.

8 9

Cortázar, Julio, Rayuela, Sudamericana, Buenos Aires, 1969

En la ya larga trayectoria de los Talleres de Escritura Creativa, se ha abusado a menudo de técnicas o figuras como la jitanjáfora. Este tipo de enfoque corres ponde a la etapa de gestación de los talleres, y también a distintas corrientes ideológicas de los años sesenta, donde primaba el juego sobre la teoría. Hoy –treinta años después– la concepción predominante es que toda aportación, teórica o práctica, puede suponer en sí misma un elemento valioso para el traba jo del escritor. En la línea antes citada se ubican textos como los E jercicios de estilo de Queneau –de publicación tardía en España– o la Gramática de la Fantasía de Rodari, muy innovadora en su momento; también se caracteriza esta etapa por el febril seguimiento de los surrealistas o la adhesión al formalismo del «Oulipo». No obstante, en el énfasis que estas corrientes ponían sobre el  juego parece leerse entre líneas una cierta desconfianza hacia el atractivo de la  propia literatura. En la actualidad, y aceptando el valor motivacional de aquellos

maquilladas, pasáramos a su lado desnudas, con sólo las camisitas transparentes y con el triángulo depilado, y a nuestros maridos se les pusiera dura y ardieran en deseos de  follar pero nosotras no les hiciéramos caso, sino que nos aguantáramos, harían la paz a toda prisa, bien lo sé 10.

 Masturbadores ingeniosos: un premio de consolación «Aunque a veces sabe Onán mucho que ignora Don Juan.» Antonio Machado

Consuélase la carne, cuando ello es menester, con los ingenios más variados. Sin duda estos aparatos, confortadores del ansia, han permanecido a lo largo del tiempo en el seno de lo privado, pues ya avisa el refrán que no está bien hacerse la paja en el ojo ajeno. Pero a pesar de ello, y a través de diferentes textos literarios, ha llegado a nosotros noticia segura sobre las muchas formas que han tenido las mujeres, y también los hombres, de calmar sus apremios. El primer testimonio en torno a los consoladores nos lo  proporciona Aristófanes en su comedia  Lisístrata, donde se cuenta cómo las féminas, a fin de evitar la guerra, se niegan a entregarse a sus hombres mientras ellos no firmen la paz. Así expone Lisístrata sus planes, ante la asamblea de las atenienses:

Tales continencias en pro de la concordia obligarán a las mujeres al uso del ólisbos –instrumento de cuero o madera fabricado en Mileto (Asia Menor)– con el que estas militantes pacifistas habrán de suavizar tan largo ayuno. Sabemos igualmente que en el Renacimiento italiano los consoladores llegan a ser bellísimos objetos de cristal de Carrara, provistos de uno o dos grandes glandes, o glandes grandes, a fin de que pudieran ser disfrutados por dos mujeres al mismo tiempo. En realidad, este tipo de consoladores, los bicéfalos, se considera que fueron de invención árabe, y se utilizaron para solaz de las concubinas recluidas en el harén. Habrían sido tallados en marfil o en ébano –según fantasearan la piel del amante– y en algunos casos tenían un conducto en el que se  podía inyectar agua caliente. La materia de este amante imaginario era múltiple: madera, cuero, caucho, cristal, materiales a los que en la actualidad se añade el plástico, con el disgusto de los/las ecologistas reacios a estos elementos no reciclables. Así describe Apollinaire 11 el uso de estos objetos: Era bonita como la primavera, y parecía que dos abe jas estaban continuamente posadas en la punta de sus senos.  Nos satisfacíamos con un trozo de mármol amarillo tallado 10

Aristófanes, Lisístrata, Alianza, Madrid, 1989

 por los dos extremos en forma de miembro. Eramos insaciables y la una en brazos de la otra, desenfrenadas, encrespadas y aullando, nos agitábamos con furia como dos perros que quieren roer el mismo hueso.

Sin embargo, hay gustos para todo, y como la objeción ecologista nos parece válida, no se debe olvidar el uso de remedios provisionales, como son el bucólico pepino, la caribeña banana, el piadoso cirio, o cualquier otro adminículo con la forma y el grosor adecuados.

Un alivio casero, practicable, de bajo coste y ligera  proporción, es el anillo chino que utilizaban las mujeres: confeccionado con caucho, se colocaba en el dedo para friccionar con él, lánguida o enardecida-mente, el interior de la vagina. Muy distinto resultado obtenían los hombres de la Inglaterra victoriana con el anillo automático de Nuch, que lejos de acrecentar el placer los protegía de su acecho. Era este anillo pequeño y niquelado, y se emplazaban en su interior unos diminutos dientes rígidos. Colocado en el onceno

dilataba, zaheríalo el anillo, evitando así la erección y sus consecuencias tan temidas entre los varones puritanos del siglo XIX. Siguiendo en esta línea de guerra a los masturbadores –  y también por la misma época– se ideó un cinturón de castidad masculino, compuesto por dos bolsas de cuero rígido que encerraban las partes (pudendas) de la víctima, o un dogal que hacía, si no imposible, al menos muy dolorosa la erección. Parece mentira que, un siglo antes y en Escocia, se formara un club especializado en la masturbación comunal, club en cuya insignia se representaba un falo, hueco y de tamaño natural, con un sello en forma de vulva y el lema: «La vista perfecciona el deleite.» Hay entre los masturbadores masculinos –como tam bién recoge Cela en su  Diccionario del erotismo – el caso algo increíble de los cosquilladores del norte de las Célebes, quienes se masturban insertando sus pollas entre el párpado y las pestañas de una cabra, lo que les produce, en las partes que acabamos de mencionar, el efecto de un aro elástico rodeado de una suave pilosidad. Tan sofisticadas como ellos –pero posiblemente más certeras– las mujeres japonesas, provistas de tres bolas del tamaño de un huevo de paloma, las organizaban de aquesta guisa: la primera, hueca, la introducían tan profundamente como era posible en la vagina; tras ella colocaban la segunda, que contenía mercurio; y tras ésta, la última, pequeña y  pesada. Cualquier movimiento hacíalas vibrar –y con ellas el cuello del útero– despertando así una intensa y duradera sensación de placer. Este refinado artefacto fue conocido en Inglaterra hacia el siglo XVI.

hombres, tal y como menciona el Kama Sutra, con el recurso del apadravya: un objeto peculiar que se colocaba alrededor  del lingam, o polla propiamente dicha, de manera que llenase el yoni, o cono. Estos apadravyas han de estar hechos con oro, plata, cobre, hierro, marfil, cuernos de búfalo, maderas varias, estaño o plomo, y deben ser suaves, frescos, aptos para provocar el vigor sexual, y del todo adecuados, en fin, para el desempeño de su cometido. No obstante, cada cual puede darles la forma que le apetezca. El Kama Sutra, entre otros, recoge los siguientes apadravyas:  – El brazal, que debe tener el mismo tamaño que el lingam, y su superficie llena de asperezas.  – El brazalete simple, formado por un sencillo alambre que se enrolla alrededor del lingam.  – El kantuka, o tubo abierto por los dos extremos, con un orificio a lo largo, rugoso por fuera y lleno de protuberancias suaves, que se ata a la cintura. También pueden atarse a la cintura otros tubos hechos de madera de manzano, o el tallo tubular de una calabaza, o una caña untada de aceite y extractos de diversas plantas.

Así como se perforan las orejas de una niña, el joven hindú puede perforarse el lingam con un instrumento muy fino, y dentro del orificio abierto colocar  apadravyas de distintas formas, todos ellos rasposos por la parte exterior, de acuerdo con su finalidad. Similar costumbre existe en Indonesia, donde la operación se repite a medida que desarrolla el mozo. Entre los Dayak de Borneo el hecho de que el marido se niegue a utilizar estos adminículos, implantados en sus partes, puede ser incluso motivo de separación. Si bien hubo otras compañías para las soledades nocturnas –como la almohada entre los muslos o las vaginas de animal rellenas de paja y rodeadas por un paño suave que utilizaban los marineros–, nuestro siglo añade al ingenio artesanal las ventajas de la técnica con el consolador a pilas; o incluso la posibilidad de desplazarse, si es que se utiliza la  bicicleta creada por Robert Müller, y presentada en la exposición surrealista de París bajo el título  La viuda del ciclista. A los placeres de la locomoción sumaba el artista un ólisbos que se ponía en movimiento con los pedales, emergiendo del sillín y consolando a la solitaria viajera que en él se sentara.

T odos los sentidos –los que conocemos, los que se intuyen– se aunan en el encuentro erótico. La mano que se  pierde bajo el roce de una falda o en la cremallera de un  pantalón –una cremallera que hace poco anunciaba con su sonido de fauces de metal el futuro regocijo–, la mano percibe ya el aroma del sexo sin haberlo visto; y es su oscuro resplandor el que se yergue hacia la mano, que palpa la  promesa agria de su sabor en los labios, entre los dientes. Con nostalgia de animal en celo la piel perfuma al hundirse en un cuerpo, abre poros y papilas y se asombra de  percibir con la vista lo que el olfato ya saboreaba, lo que el tacto había dicho.  Aroma la piel que recibe la caricia, relumbra un suspiro y las piernas –verticales aún– se trenzan husmeando dibujos imposibles. Es la claridad de los cuerpos lo que por última vez es pía el ojo. Y antes de apagar la luz, antes de gustar el banquete, somos sólo lo que anuncian los sentidos.

Así, de estos cruces entre lo sensible, de estos viajes insospechados, se nutre frecuentemente la correspondencia erótica; quizá porque las propias sensaciones no se dan nunca aisladas, sino que llegan hasta nosotros formando un haz: el olor nos sugiere una imagen, las notas de un piano nos recorren como un escalofrío, y hay un tacto repentino que acecha siempre en la oscuridad.

 No sabríamos decir qué es lo que nos gusta de una persona; su aspecto, el color de su voz, la altivez de su mirada: todas las sensaciones que despierta en nosotros las vislum bramos de un fogonazo. Así también en el encuentro amoroso, y en la escritura que lo refleja, las impresiones se mezclan y llegan a confundirse. A esta unión –o matrimonio entre disímiles– la retórica lo llama sinestesia, es decir: una mirada ardiente, un malva chillón, una voz agria... Sin embargo, hay otro espacio llamado perverso –y quitamos a esta perversión todo tinte negativo– donde los sentidos se aislan: la cortina rasgada del mirón, los azotes de la sádica, nos colocan ante enfoques muy distintos que parcelan, según su capricho, un área restringida de la sensibilidad. Siempre se trata en estas devociones de un más y un menos,  pero cada autor, cada perversión, cada encuadre de la experiencia erótica, coloca el acento sobre un sentido particular, explora sus matices, y extrae de él su propia riqueza. El furor anal en los libertinos de Bataille, el sexo glotón que impregna las páginas de Miller, o esa mirada de Nabokov, que se recrea en la infancia ambigua de Lolita, encarnan otras tantas preferencias –¿otras tantas fijaciones?–, en las cuales un sentido vale por los demás y resume, en sí mismo, todo el espacio del gozo. En este capítulo os invitamos a una visita guiada por  esas experiencias particulares, más o menos perversas, que toman como punto de partida a los cinco sentidos.

El ojo en la cerradura «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura» San Juan de la Cruz

La mirada, los gozos de la vista, aparece una y otra vez como motivo central en la literatura erótica. Quizá porque a la mirada se asocia, dentro de nuestras costumbres, una larga lista de ritos y prohibiciones. Sirva como ejemplo el tabú del desnudo –vigente aún en gran medida– pues si bien hoy se tolera la exhibición de la pornografía, lo que en ella encontramos, o nos sale al encuentro, es un desnudo anónimo, el desnudo de nadie, intercambiable como una ortopedia. Claro que también podemos disfrutar el sol nudista de las playas, que nos coloca ante un desnudo cívico, pedagógico, y como militante de algo: un desnudo de flor en la oreja, frondoso de niños, canarios y barbacoas. De modo que el desnudo/desnudo sigue estando, como siempre, en ese entreluz de lo doméstico y lo canalla, y es el desnudo que se le roba a la vecina, al vecino, el cabaret golfo de todas las solterías, el arrebato picaro del santo, o la santa sorpresa, en satén, de la santa. Parece, pues, que hay un peligro en la mirada, o un peligro de la mirada, y tal vez el pecado, como avisaba el catecismo, entra siempre por los ojos. Del pecar con la vista, de sus riesgos, se duele ya la lírica del Renacimiento en este  poema de Diego Sánchez de Badajoz:  No me las enseñes más,

Estábase la monja en el monesterio, sus teticas blancas de so el velo negro.  Más, que me matarás.

Y el mismo sentimiento inspira a Juan Vásquez en estos versos de los Villancicos:  Abaja los ojos, casada, no mates a quien te miraba. Casada, pechos hermosos, abaja los ojos graciosos.  No mates a quien te miraba.  Abaja los ojos, casada, (no mates a quien te miraba). Fascina a la mirada lo que ya contempló en algún lugar, no sabe dónde, y por eso el voyeur  es un amante desmemoriado y un lazarillo de su afán a oscuras. Así podemos verlo en este texto inolvidable de Nabokov, donde los ojos de Humbert Humbert rescatan y descubren, en Lolita, a un amor  ya perdido por la bruma del tiempo: Sin embargo, no siempre se mira lo mismo, ni de la misma manera, y se acaba, tal vez, mirando poco, lo imprescindible, por no perder el son. Hay una biografía de la mirada que no coincide con la nuestra. La mirada del niño, por  ejemplo, tiende a abultar las cosas con su fijeza y a enriquecer sus puntos ciegos, sus mínimos espionajes, con la propina de la fantasía. La mirada adulta, templada, sabedora, trata después de disminuirlas, por recelo quizá, o en un empeño de volverlas manejables. Porque la vista corre a la zaga del apetito, casi nunca al

mientos hacia las cosas que nos dejan fríos: los ojos sueñan y esculpen; el torso, las piernas que miro, son una arcilla que se entrega, dócil, a los envites de mi deseo. Fascina a la mirada lo que ya contempló en algún lugar, no sabe dónde, y por eso el voyeur  es un amante desmemoriado y un lazarillo de su afán a oscuras. Así podemos verlo en este texto inolvidable de Nabokov, donde los ojos de Humbert Humbert rescatan y descubren, en Lolita, a un amor  ya perdido por la bruma del tiempo:  Aún seguía a la señora Haze por el comedor cuando, más allá del cuarto, hubo un estallido de verdor –«la galería» entonó la señora Haze– y entonces sin el menor aviso, una oleada azul se hinchó bajo mi corazón y vi sobre una estera, en un estanque de sol, semidesnuda, de rodillas, a mi amor de la Riviera que se volvió para espiarme sobre sus anteojos negros. Era la misma niña: los mismos hombros frágiles y color de miel, la misma espalda esbelta, desnuda, sedosa, el mismo pelo castaño. Un pañuelo a motas anudado en torno al pecho ocultaba a mis viejos ojos de mono, pero no a la mirada del joven recuerdo, sus senos juveniles. Y como si yo hubiera sido, en un cuento de hadas, la nodriza de una princesita (perdida, raptada, encontrada en harapos gitanos a través de los cuales su desnudez sonreía al rey y a sus sabuesos), reconocí el pequeño lunar en su flanco. Con ansia y deleite (el rey grita de júbilo, las trompetas atruenan, la nodriza está borracha) volví a ver su encantadora sonrisa, en aquel último día inmortal de locura, tras las «Roches  Roses». Los veinticinco años vividos desde entonces se em pequeñecieron hasta un latido agónico, hasta desaparecer 1.

Una espalda, unos hombros, un lunar; una «nínfula» recién descubierta –Lolita–, que aviva en Humbert Humbert la reminiscencia de un amor antiguo: tal como muestra Nabokov, el deseo que se recobra en la mirada es un deseo fragmentado, detallado. No hay una panorámica de la pasión, sino una serie de vistas parciales, y lo mismo que el paleontólogo reconstruye el animal a partir de un hueso, la avidez de los ojos, de la mirada, toma consigo alguna zona de su objeto, cualquier pieza del  puzzle, y a partir de una boca vuelve a trazar el rostro entero, o resume una figura en el dibujo de sus manos. Recortar y recordar es el secreto simple de la mirada, y un procedimiento, también, usado con frecuencia en la literatura: la sinécdoque. Hablamos de sinécdoque cuando alguna parte basta para recordarnos el todo (o viceversa), y por eso –como ocurría en la metáfora– toma su lugar y lo sustituye; llamar «espada» al torero o «vela» al barco son usos de la sinécdoque que han hecho fortuna en el lenguaje coloquial. Dentro del género narrativo este recurso se amplía –  desde la frase hasta la propia historia– y llega a convertirse en una pauta muy eficaz a la hora de componer el texto. Así, es corriente que la descripción de una prenda, un objeto especial, o una parte del cuerpo, se utilicen para retratar a un  personaje en lo que tiene de más característico, o que unos días, un acontecimiento pasajero, basten para sugerir, en la imaginación del lector, una idea precisa de su vida. De este procedimiento se sirve Flaubert en  Madame  Bovary, cuando nos muestra cómo un solo detalle de Emma, la protagonista, basta para dar al traste con las resoluciones de su amante:

cuanto volvía a oír el taconeo de sus botitas, desfallecía, como un borracho ante un licor fuerte 2.

En otro momento de la historia será suficiente con la descripción de un objeto –la petaca que ha encontrado Charles, su marido– para que la fantasía de Emma reconstruya ese mundo lejano y fascinador de la nobleza, vedado para siempre a la estrechez de su vida provinciana:

 A veces, cuando Charles no estaba en casa, Emma iba al armario y, de entre los pliegues de la ropa blanca donde la había escondido, sacaba la petaca de seda verde.  La miraba, la abría y hasta aspiraba el perfume, mezcla de tabaco y verbena, que impregnaba el forro. ¿De quién sería? Seguro que del vizconde. Tal vez se la hubiera regalado su amante.  Habría hecho el bordado en un bastidor  de palisandro, primoroso enser que escondiera de todas las miradas, labor que le habría llevado tantas horas y sobre la cual se habrían inclinado los suaves bucles de la bordadora pensativa. Un soplo de amor se habría filtrado por entre las

mallas del cañamazo; cada puntada de la aguja habría dejado allí una esperanza o un recuerdo, y todos aquellos hilos de seda entretejidos no eran sino la prolongación de una misma pasión callada.  Hasta que luego, un día el vizconde se la habría llevado a vivir con él. ¿De qué  hablarían mientras la petaca reposaba allí, en el reborde de una chimenea de alta campana, entre jarrones con flores y relojes Pompadour?

Pero volviendo a los ojos, a sus licencias y sus prohibiciones, la literatura erótica suele tomar la sinécdoque para transmitir esa intensidad selectiva de la mirada que se vincula al descubrimiento, al acecho, y al placer de asomarse a lo escondido. En el ojo que espía por la cerradura tenemos, sí, un ejemplo de sinécdoque narrativa, y una escena usual dentro del género que adquiere, casi siempre, el significado de una iniciación. Todo el asombro de la mirada se hace patente en el texto de John Cleland que os ofrecemos ahora, donde la curiosidad recién despierta de Fanny Hill se verá sorprendida  por los juegos de Polly con un un muchacho genovés: Sentadas en las cajas podíamos ver cómoda y claramente todos los objetos sin que nos vieran, con sólo acercar  los ojos a la rendija en donde una moldura se había combado y salido de su lugar. Vi primeramente al joven caballero de espaldas a mí. Se hallaba contemplando un grabado. Polly aún no había llegado, pero al cabo de un minuto, se abrió la puerta y apareció ella. El ruido de la puerta hizo que se volviera él y se acercara para saludar a Polly con expresión de gran ternura y contento.  Después de saludarla, la condujo hasta un diván que quedaba enfrente de nosotras y los dos tomaron asiento en él. El joven genovés le sirvió a Polly un vaso de vino y le ofreció unas galletas napolitanas de una bandeja.  Más tarde, así que se besaron varias veces y después de hacer él varias preguntas en inglés entrecortado, comen zó a desabrocharse las ropas y pronto quedó en camisa. Como si esto fuera la señal acordada para despojarse de ropas, plan que el calor de la estación hacía más plausible, Polly comenzó a desprender alfileres, y como no llevaba corsé que desatar, con la gentil ayuda de su galán quedó en

 Así que lo vio él, se s e aflojó los calzones inmediatamente, así como el cinto y las ligas, que deslizó hacia abajo y se sacó por los pies. También se desabrochó el cuello de la camisa, y tras dar a Polly un beso de aliento, le robó, por así  decirlo, la camisola. Supongo que habituada a este capricho, se sonrojó, pero me nos que yo al verla ante mis ojos oj os comple tamente tamente desnuda, desnuda, tal como su madr ma dr e la ec hó al mundo, mundo, con los negros cabellos suel tos y derramados sobre cuello y hom bros, de cegadora bla ncura nc ura , mien mi en tras tras que el propro fu nd o ca rm í n de las mejillas se acla ac lara raba ba gradual gradual mente hasta trans formarse en la al bu ra de la nieve helada  pues tales eran los ma tices y pulimento de su piel pi el . La muchacha muchacha no podía tener arriba de dieciocho dieciocho años: era de rostro re gula gu larr y cuerpo bellísimo. No pude sino admirar los  pechos, madu ma du ro s y encantadores hemosamente torneados en carne y de tan grande grande redo re dond ndez ez y firmeza firmeza que se man ten ían ía n alza dos con despre despre-cio de todo cor sé. Y los pezones, que apuntaban en direcciones distintas, denotaban su  placentera separa don. Por debajo de ellos se extendía la subyugadora planicie del vientre que acababa en unaseparación o hendidura apenas perceptible, que dijérase buscar   pudorosamente huir hacia abajo y refugiarse entre dos muslos carnosos y gordezuelos. El rizado vello se extendía por  su delicioso frontispicio y lo adornaba con la marta cebellina más rica de este mundo. En pocas palabras, tratábase de un espléndido modelo  para los pintores que quisieran representar la belleza bell eza feme-

El joven italiano, aún encamisado, permaneció absorto contemplando unas bellezas capaces de encender a un eremita agonizante; los ojos anhelantes del mozo la devoraron, según Polly cambiaba de postura a discreción del amador.. Fuera imposible no advertir el levantamiento de la parte inferior de la camisa, que demostraba el estado en que se encontraban las cosas detrás del telón. Pero pronto se quitó la camisa por la cabeza y quedaron los los dos sin tener nada que reprocharse en cuanto a desnudez 3.

Hacia adelante o hacia atrás, como recuerdo o anticipación, la vista y sus placeres ocupan un lugar señalado dentro de la escritura erótica. Un estallido de verdor ponía ante nuestros ojos, en el testimonio de Humbert Humbert, todo el deleite de su descubrimiento; el volumen de un telón echado, en el texto de Cleland, nos vuelve, por unos instantes, espías de lo invisible. Más prolija o más breve, la carta –pues en ella desem bocamos– debe respetar una cierta extensión. De ahí la im portancia de esos detalles, tantas veces inadvertidos, que  pueden resumir ante el destinatario los muchos caminos de nuestro deseo. Cómeme «En general, disfrutamos de los "placeres de la carne" a condición de que sean insípidos.» Georges Bataille

«Que él me bese con besos de su boca –pide la esposa de El cantar de los cantares –  porque son sus amores más

dulces que el vino.» La boca y el amor, el hambre y el sexo; toda la urgencia del instinto, el animal de fondo, esa callada voracidad que disfrazan las reglas, la honradez del caníbal.  No logra ocultar el sexo lo que aún encierra de depredación. Los amantes se devoran con la vista, con los labios, y se comerían de buena gana, como en una vuelta a la Edad de Oro: comer y ser comido, reintegrarse en el otro, saborearlo. En el festín que es la  pasión erótica lo más sublime, lo más  brutal, se mezclan sin remedio como devoración y eucaristía como dice la Biblia: Entra, amor mío, en tu jardín a comer de sus frutos deliciosos.

Hay, sí, una dulzura del amor, un preciado alimento en el cuerpo del otro. Comerse a quien se ama es lo imposible del deseo, su frontera interior, su meta y su extravío. Un canibalismo con buenos modales es el amor, y quizá por eso –por la oscura raíz que los une– comer y amar   pueden sustituirse tantas veces, como hermanos gemelos, en la ficción y en la vida. Comer con el corazón, amar con la boca llena: la pasión envuelve una forma de glotonería, un hambre que no admite saciedad, y así lo hace ver el protagonista de Sexus en esta hambrienta demanda: Soy insaciable. Comería pelo, cera sucia, coágulos de sangre, cualquier cosa y todo lo que sea tuyo. Preséntame a tu padre con sus trapisondas, con sus caballos de carreras, sus entradas gratis para la ópera; los comeré a todos, los

está tu peine favorito, tu cepillo de dientes, tu lima de uñas? Sácalos para que los pueda devorar de un bocado. Dices que tienes una hermana más hermosa que tú. Muéstramela..., quiero arrancarle la carne de los huesos 4.

Pero el gusto, tal como se ha dicho, puede ser el suplente de un amor desairado. En el extremo opuesto de esa furia carnívora que hace presa en Miller, el joven Werther 5 –  enamorado de la mujer de otro– halla consuelo a su desesperanza entre el candor de los guisantes, la suavidad de la manteca, y el alborozo manso de las coles:

4

Miller, Henry, Sexus, Seix Barral, Barcelona, 1984

Cuando al despuntar el día me pongo en camino para ir a mi nido de Wahleim y en el mismo jardín de la casa dondt me hospedo cojo yo mismo los guisantes y me siento para quitarles las briznas al mismo tiempo que leo a Hornero; cuando tomo un  puchero en la cocina, corto la manteca,  pongo mis legumbres al fuego, las tapo y me coloco cerca para menearlas de cuando en cuando, entonces comprendo perfectamente que los orgullosos amantes de Penélope pudiesen matar, descuartizan y asar   por sí mismos los bueyes y cerdos No hay nada que me llene de ideas más pacíficas y verdaderas que estos rasgos dt costumbres  patriarcales, y, gracias al cielo, puedo em plearlos, sin si n que sea afectación, en mi método de vida. ¡Cuan feliz me considero con que mi corazón sea capaz de sentir el inocente y sencillo regocijo del hombre que sirve en su mesa la col por él mismo cultivada, y que, adem ás del placer de comerla, tiene otro mayor recordando en aquel instante los hermosos días que ha pasado cultivándola, la alegre mañana en que la plantó, las serenas tardes en que la regó, y el gozo con que la vio medrar de día en día!

Del feroz apetito de Miller a esa dieta –quién sabe si casta o perversa– que le impone a Werther su amor culpable, la escritura erótica encuentra en el gusto, en los sabores, en todos los deleites del paladar, una mesa surtida de metáforas y una fuente copiosa donde nutrir su inspiración. La carta,  pues, puede demorarse cuanto quiera en los placeres del gusto, y a ese recreo nos entregamos en el ejemplo que sigue:

Querida Nuria: Eres una niña cochina y deliciosa. Quizá tendría que reprenderte por tu última carta, pero no pienso hacerlo: a mí me vuelven loco las niñas tan cochinas como tú. Tienes razón, esa era la carta que yo deseaba, la que no me atrevía a pedirte. Pero me pones la miel en los labios, los labios en tu miel caliente y turbia, y en seguida me quitas el premio. No seas impaciente. Déjame demorarme en tu sexo: apenas he podido saborearlo, y mi boca está hambrienta de esa pulpa dulcísima.  No me has dicho a qué sabe.  Hay sexos ácidos, intensos, retadores, como la carne del pomelo, hay sexos agridulces como cerezas tiernas; hay sexos que rezuman deliciosos almíbares, embriaga

dores jugos de arándanos y moras. A quésabe el tuyo, di. O mejor, déjame descubrirlo. Acaricíalo un poco, así, por encima de la ropa, muy suavemente. No te importe que mire. Noto el pulso en las sienes, la garganta que arde, y estoy siguiendo con  fijeza hipnótica el vaivén de tus dedos. Sí, me encanta mirarte: a cada movimiento de tu mano me atraviesa una astilla encendida. Por qué parar ahora. No hay leyes del deseo, no hay distancias, y tu carta me ha hecho desearte ciegamente, furiosamente. Estoy a tu lado .  He hundido la cabeza entre la fronda oscura de tu sexo, y allí quiero perderme. Quiero apresar en mi boca ese rescoldo terso y abultado, esa rosa carnal, pulsante, mínima, que hiere desde lejos. La tomo entre los labios con esmero, y dejo que mi lengua la vaya acariciando, muy despacio al principio, con más brío después. A veces, cuando siento más hondos tus gemidos, me detengo un instante para besar los  pliegues ya entibiados, el dintel de la gruta que se adentra en lo oscuro.  No me sacia tu fruto más sabroso. No me basta escuchar tus gemidos. Quiero oír  las palabras más sucias manchando tus labios. Soy un perro encelado lamiéndote el

coño, un animal que ansia tu vulva estremecida, tus muslos oscilantes, tus piernas como esbeltas lianas de blancura. Tu sexo es ya un torrente que fluye por mi boca, una brasa muy dulce desgajada del día, tu sexo es una gema, cegadora y terrible, que arrastra el oleaje creciente de los astros.

Pero el gusto admite muchas variedades, y en ese exceso que lleva consigo la pasión erótica no faltan adictos del beso negro, que no tiritan ante nada. «Amor es el lugar del excremento», sugería Keats, y hay otras bocas más literales, embigotadas de amor. Hablamos pues de la coprofagia (de cópros, excremento; y fagein, comer) que no es, precisamente, una devoción insípida. Del disfrute que pueda encerrarse en un menú tan aromático y particular, nos da cuenta el texto de Apollinaire que os ofrecemos ahora:  –¡Caga ya! –gritaba Mony. Enseguida apareció una puntita de mierda, picuda e insignificante, que mostró la cabeza y se retiró inmediatamente a su caverna. Al poco reapareció, seguida lenta y majestuosamente por el resto del salchichón, que constituía uno de los más bellos cagajones que un intestino haya producido jamás.  La mierda salía untuosa e ininterrumpidamente, hilada con cuidado como un cable de navio. Oscilaba con gracia entre las bellas nalgas que se separaban cada vez más. Pronto se balanceó con mayor brío. El culo se dilató aún más, se agitó un poco y la mierda cayó, caliente y humeante toda ella, en las manos de Mony que se tendían para recibirla. Entonces él gritó: «¡No te muevas!», y, agachándose, le lamió cuidadosamente el orificio del culo, amasando el cagajón con sus manos. Luego lo aplastó con voluptuosidad   y se embadurnó todo el cuerpo con é 6 l.

Según vemos, cada cual puede elegir a la carta los ingredientes de su pasión: la berza cuaresmal del joven Wert-

her, los jugosos bocados de Miller, o esa receta del príncipe Vibescu que haría –quién lo duda– las delicias de un paladar  rupestre. Sazonar la escritura, aderezar sus cartas, es la tarea del escribiente erótico: el punto de cocción –o de caución–, la cantidad, los toques personales, son materia de tiento y de apetito. La trampa del oído «Esa espuma ligera que son siempre los dientes cuando van a decirse las palabras oscuras.» Vicente Aleixandre

Del oído y sus gozos hemos hablado ya en las páginas de este libro, dentro del capítulo que dedicábamos a la confesión. Sin embargo, hay otras formas del susurro menos ligadas a la piedad, y de ellas se han servido, desde siempre, las estrategias seductoras. En esa media voz que nos regala el oído, la promesa, el halago, adquieren un vigor que de otro modo no tendrían:  por el oído llega la perdición de Otelo, que cede a las sugerencias de Yago; y en el oído de Melibea practica Celestina sus malas artes. Abundando así en los pormenores de la escucha, os invitamos a la lectura de esta fabulita de Petronio que entresacamos de El satiricón, y donde se muestra cómo un oído sabiamente trabajado puede ser, por igual, motivo de placer  y de fastidio: Una vez, cuando estuve por razón de mi servicio militar con un cuestor de la provincia de Asia, recibí hospedaje

table de la mansión, sino también por lo extraordinariamente bien parecido del hijo de mi huésped; pronto me tracé un  plan, para no resultar al señor de la casa sospechoso de enamorarme del muchacho. En efecto, cada vez que se mencionaba en la mesa los placeres con garzones, me irritaba tanto, con tan severo ceño me oponía a que mis oídos se mancillasen con la obscena charla, que la madre especialmente me miraba como si fuese uno de los grandes sabios del mundo. Ya había empezado a llevar al efebo al gimnasio  yo mismo, a actuar yo de director de sus estudios, a darle yo clases y preceptos, para que ningún seductor hubiese de entrar en la casa. Un día estábamos en el comedor, porque una festividad  había acortado las horas de clase y la satisfacción que se  prolongaba más y más nos había emperezado para retirarnos; más o menos a medianoche, me di cuenta de que el muchacho estaba despierto. Por consiguiente, en un murmullo lleno de temor hice esta promesa: «Venus, señora mía, si  yo logro robar un beso a este muchacho sin que él se dé  cuenta, mañana prometo regalarle un par de palomas.» Al oír el precio de mi capricho, el muchacho empezó a roncar. Entonces me acerqué a él, que seguía haciendo la comedia,  y le arranqué algunos besos. Satisfecho de este comienzo, muy de mañana me levanté y elegí un par de palomas; él estaba esperándolas: se las di y quedó cumplido mi voto.  La noche siguiente pude hacer lo mismo; por lo tanto, cambié el deseo: «Si le puedo acariciar descaradamente con mi mano –dije– y él no se da cuenta, dos gallos de pelea de los más ardorosos prometo darle si se deja.» Ante esta nueva promesa, el efebo se me arrimó él mismo y –tengo esa impresión– llegó a temer que yo me quedase dormido. Calmé, pues, su preocupación, y con excepción del placer su-

de día, le llevé en medio de su alegría lo que le había prometido. Cuando una tercera noche me dio la misma posibili dad, suavemente me acerqué al oído del supuesto durmiente. «Dioses inmortales –dije–, si yo consigo de este muchacho, a pesar de estar dormido, un placer completo y de acuerdo con mis deseos, por esta felicidad le daré el más brioso corcel de Macedonia, con la condición, sin embargo, de que él no se dé cuenta.» Jamás durmió con sueño más profundo mi efebo. Y así lo primero llené mis manos con sus pechos blancos como la leche, luego lo besé con un beso prolongado, y finalmente conseguí juntos todos mis anhelos. Por la mañana, sentado en la habitación, esperó la costumbre. Caes en la cuenta de cuan más jácil es adquirir unas palomas o unos gallos que un corcel; y además yo tenía miedo de que un regalo tan abultado hiciera sospechosa mi generosidad. Pues bien, me di un paseo de varias horas, regresé a mi alojamiento y me limité a darle solamente un beso. El, entonces, mirando a un lado y a otro, se abrazó a mi cuello y me dijo: «¿Por favor, señor, dónde está el corcel?»  Aunque con este engaño me había cerrado la entrada que había ido preparando, pude volver a las andadas. Transcurridos en efecto unos cuantos días, como una circunstancia semejante nos pusiese en la misma coyuntura, en cuanto observé que el padre roncaba, me puse a suplicar al efebo que hiciese las paces conmigo; es decir, que consintiese en que le diera gusto, y los demás arreglos que una pasión desatada exige. Pero él, muy brusco, no me respondía más que esto: «Duerme, o se lo digo a mi padre.»  Nada hay tan dificultoso que la insistencia no logre su perar. En tanto que me seguía diciendo: «Voy a despertar a mi padre», me metí a su lado y le saqué del cuerpo un gozo

contentarlo mi atrevimiento; luego, por un largo rato se me quejó de que yo lo había engañado, burlado y puesto en evidencia ante sus condiscípulos, a los cuales había pasado  por las narices el tributo que yo le pagaba: «Sin embargo – me dijo– yo no voy a ser como tú. Si quieres, comienza de nuevo.» Yo torné a la confianza del muchacho, gocé del  favor concedido y luego caí dormido. Pero no se quedó contento con esta repetición el efebo, en plena madurez y con una edad que lo incitaba a jugar su pasividad. Yo estaba  profundamente dormido cuando me despertó y me dijo: «¿Es que no quieres?» Todavía no me molestaba el regalo. Mal que bien, entre resuellos y sudores, hecho polvo yo, recibió lo que quería; luego, nuevamente, caí en profundo sueño, cansado de gusto. Había pasado menos de una hora cuando comenzó a pellizcarme y decirme: «¿Por qué no repetimos?» Entonces yo, tantas veces despertado, me puse rojo de ira y le respondí con su propia cantinela: «Duerme, o se lo digo a tu padre.» 7 

El joven efebo es símbolo de la fuerza y dureza de la seducción auditiva: susurros, gemidos, gruñidos, bramidos, quejas, jadeos, negativas fervientes que en el fondo son consentimientos (¿cuántas veces decimos no por decir sí?): voces en la oscuridad. Así resuena la carta, en su intimidad de papel. Seducir por la nariz «Tan dulce es su aroma que suplicarás a los dioses que el tacto y el gusto desaparezcan en el olfato y que todo tu ser se convierta en nariz.» Catulo

De todos los sentidos, es tal vez el olfato el que nos de ja más indefensos. Algo del animal que fuimos permanece en nosotros, remora del cortejo de los ciervos en primavera, del gato maullando en los tejados, o del bramido de la leona en celo; algo de ello asoma, cuando de pronto –y sin saber por  qué– una persona nos gusta. Pasa a nuestro lado y nos gusta. Pasa a nuestro lado, y lanza un aroma que, tomando como trampolín nuestra nariz, salta veloz al cerebro y acierta en la diana. Al tiempo que nuestro siglo borra con jabón tales reclamos, la perfumería se afana en reproducir estos anzuelos  para la nariz, en cazar los efluvios ahora, cuando nos alejamos del instinto. Relegado al campo de la higiene, el olfato no olvida cuando husmeaba para aparearse en primavera, cuando de su agudeza dependía la cópula con la hembra esquiva o la su pervivencia y la velocidad en el peligro de la caza, cuando el olor a sangre anunciaba la pelea por poseer el mando y el amor. Saben los perfumistas que el aroma que tiene más intensidad no es el de las plantas, sino el que procede del reino animal; de ese animal sometido que es el hombre, y que ya mencionábamos en este capítulo. Porque incluso en el ser  humano es tan fuerte el aroma, que contribuye al carisma sexual de cada individuo junto con sus atributos más personales; el aroma femenino erecciona al macho, y el masculino humedece a la hembra. Esta sustancia de efectos incontrolables, llamada feromona, emana de la axila y de la zona de la ingle, y en algunos países se prohibe utilizarla en la perfumería, ya que es equiparable a un mensaje subliminal.

ra que luego los perfumistas se preocupen de imitarla: paradojas.

Aunque sin duda el perfume elaborado resulta también un fuerte reclamo. Así comenta El jardín perfumado la utilidad de tales ungüentos para el coito:  Los perfumes tienen el poder de excitar los deseos sexuales tanto en el hombre como en la mujer. Cuando una mujer inhala la fragancia de un hombre  perfumado, pierde completamente su capacidad de control, y a menudo es este un poderoso medio para poseerla.

Menos sofisticado, más próximo a la naturaleza, el escritor ítalo Calvino, en su relato El hombre, la nariz, narra tres historias en las cuales la posesión parte de la nariz, y

fume» quiere decir  por humo – los amantes se buscan sin encontrarse, se pierden. Como en un cuarto oscuro en el que somos poseídos  por alguien invisible, es la nariz a un tiempo vínculo inolvidable, tatuaje en la memoria, levísimo lazo. No se olvida un olor, pero a la vez qué difícil, a través de su tenue pista, reencontrar a la persona amada. De modo que el perfume dibuja y esconde, graba y borra a la vez; de su naturaleza volátil surge también la remembranza, la imaginación. Así, para Rousseau, era el olfato el sentido de la fantasía. Escondido o evidente, íntimo y pertinaz, si bien el olor   –el llamado animal– se solapa entre los pliegues de nuestro cuerpo, el perfume se exhibe allí donde la sangre fluye: en la nuca, en los lóbulos de las orejas, en las muñecas, entre los senos. O en una cabellera que deja flotando su efluvio dulzón. O en las cartas perfumadas que acercan al olfato del amante el recuerdo de una noche reproducida por un instante con todo su esplendor. O en la ropa: el forro de un abrigo de  pieles, el pañuelo de seda o encaje, los guantes perfumados del Renacimiento. Perfumes que matan, pues bajo el aroma de sus guantes murió envenenada por Catalina de Médicis la madre de Enrique IV. La historia es larga, y recorre su camino acompañando a la humanidad: fueron al principio homenaje a los dioses exigentes y compañía para los muertos en la pira funeraria y en el sepulcro, impecable puesta en escena de la divinidad, ofrenda. Fueron también el regalo tembloroso de un cuerpo que se entrega al himeneo:  He perfumado con mirra, áloe y cinamomo mi lecho

O las mejillas del amado, como dice la Biblia:  Mi bien amado es para mí como una almohadilla per fumada de mirra (...) sus mejillas, como un plantío de hierbas aromáticas.

O el reposo de la barbarie y la orgía, en el lecho de rosas donde descansara Nerón. Limpieza, o mejor, manto que cubre la pestilencia, cuando ducharse era una hazaña, o cuando en ciudades sin alcantarillado como París se perfumaba las fuentes; remedio contra la peste, o exhibición de riqueza: Se baña en una gran bañera de oro  y se pone en los pies  y en las piernas ricos ungüentos egipcios; se frota el mentón con espeso aceite de palma  y los brazos con suave extracto de menta; las cejas y el pelo con espliego las rodillas y el cuello con esencia de tomillo

dice el poeta griego Antífanes. Incluso con la brujería guarda el perfume relaciones muy particulares. Así en Francia, en el siglo XVI, encontramos la siguiente receta para lograr una belleza eterna, que  bien podría elaborarse a la par que se invoca a las fuerzas del mal: Tomad el nido de un polluelo de cuervo, alimentadlo con huevos duros durante cuarenta días, matadlo y destiladlo con hojas de arrayán, talco y aceite de almendras.

¿Brujería? ¿Alquimia? Algo de esto hay en todo perfume con su química mágica, en todo aroma que atrae, que

Y aun cuando hemos olvidado un rostro, un día su recuerdo vuelve impredecible, volátil, a poseernos por la nariz. Todo tacto quema «Amar es ser yunque o martillo.» Sacher-Masoch

Además de la caricia, además del beso –función más evidente del tacto y el contacto entre amantes–, existen dos tendencias de las que vamos a hablar, teniendo siempre en cuenta que nos referimos al goce estético y no a la práctica real. Algunas escuelas psiquiátricas de principios de siglo describieron cierta insensibilidad cutánea en sus pacientes, quienes debían recurrir a medios harto violentos para comunicarse en situaciones eróticas: según esta opinión, sádicos y masoquistas serían, por decirlo así, sujetos con piel de elefante. Esta peculiar teoría nos acerca al sadomasoquismo desde la perspectiva del tacto, del deseo de herir o ser herido  por la persona deseada como fuente principal de placer. Y decimos como fuente principal, porque sin duda en toda relación humana subyacen elementos de este tipo, puntadas escondidas que se dibujan en un casual arañazo por la espalda, en la marca redonda y morada de un beso demasiado efusivo en el cuello, o en el inconfesado deseo de dominar, de poseer al otro por completo. «Mátame», «Te comeré a besos», «Ay, me muero», «Eres mío», son frases coloquiales en el vocabulario amoroso que muestran cómo se tocan, inevitablemente, los campos semánticos de la muerte y el amor. El erotismo entraña un complicado juego de fronteras y transgresiones, de rutas

comparar el orgasmo (superación de todo límite) con la muerte (lo inexplicable) es probablemente –como señala Bataille– una forma espontánea de percibir lo que hay de común en ambas transgresiones, de expresar el misterio. Pero más allá de este sutil trasfondo violento que late en toda pasión (qué deseo de poseer no es, en cierta medida, violento), hay en el caso que vamos a tratar ahora una confusión curiosa entre el escritor y su obra, entre el lector de textos crueles y el criminal.

Si nos situamos en otra temática tal vez sea más sencillo el ejemplo: hablemos pues de la novela policiaca o de la de aventuras. Nadie pensaría que escribir o leer literatura de crímenes significa ser criminal, y muchas veces los lectores de textos de aventuras son miedosos, padecen vértigo, o detestan otra forma de viaje que no sea la que organizan las  prudentes agencias, dedicadas al turismo más convencional. Así, también el escritor de textos crueles no lleva a ca bo necesariamente tales acciones sino que, sobre todo, es capaz de imaginarlas, de convertir en un placer estético lo que fuera de la ficción nos parece brutal. Hay en la historia personajes para quienes el ejercicio de la vejación ha sido real y no meramente retórico –como

cidos ejemplos, a Gilíes de Rais y a Erszébet Báthory. Del  primero se dice que, en siete años, aniquiló a ochocientos niños en orgías particulares, y que fluctuando cíclicamente entre el crimen y el arrepentimiento, llegó a salar las cabezas de aquellos que le parecían más guapos para mantenerlas frescas 8.  Le gustaba contemplar las cabezas que, en proceso de  putrefacción , se conservaban en sal en un arca, y las besaba en los labios 9

Así nos lo presenta la escritora surrealista Valentine Penrose, optando por el lado cruel de un personaje difícil de interpretar, pues su personalidad contradictoria hace que cuide lealmente de Juana de Arco, y que inspire a la vez a Perrault su famoso  Barba Azul. Ya J. K. Huysmans, en su novela Allá lejos, apunta este conflicto:  Nada explica cómo un hombre piadoso se tornó repentinamente satánico; cómo un hombre erudito y plácido se convirtió en un violador y degollador de muchachos y muchachas 10.

Este tema del vampiro, al que nos remite desde los Cárpatos la condesa Báthory, tiene una larguísima tradición. Vivir de la sangre de otros ha sido una actividad bastante corriente a través de la historia y hasta nuestros días, pero en el personaje del vampiro aparece también una fuerte conno8

La culpabilidad de Gilíes de Rais es puesta en duda en 1992 por un jurado que decide en Nantes revisar la sentencia que lo condenó a muerte. Para el escritor  Gilbert Proteau, Gilíes de Rais fue víctima, hace quinientos años, «del primer   juicio estalinista de la historia» 9 Penrose, Valentine, La condesa sangrienta, Siruela, Madrid, 19H7

tación erótica: en él se mezclan de nuevo las ideas de amor y muerte, pero un amor imposible esta vez, porque nadie, en realidad, puede vencer al tiempo. Ya en las páginas de Las mil y una noches encontramos la figura del vampiro: El joven príncipe sintió lástima y emprendió la marcha con la joven, llevándola a la grupa de su caballo. Cuando  pasaban frente a un bosquecillo, la esclava dijo:  –¡Oh señor, desearía satisfacer una necesidad! Entonces el príncipe la ayudó a descabalgar junto al bosquecillo y, viendo que tardaba mucho, marchó tras ella sin que ésta se diera cuenta. La esclava era un vampiro y le estaba diciendo a sus niños:  –¡Niños míos, os traigo a un joven muy robusto! Y ellos contestaban:  –Tráelo para que lo devoremos.

De menos instinto maternal hace gala El vampiro de Polidori, o la magnífica novelita corta Carmillia, de Sheridan Le Fanu, que cuenta la historia de una vampiresa lesbiana. Todo esto, antes de que se escribiese el célebre Drácula, de Bram Stoker. Pero volviendo a los personajes que nos ocupan, los siniestros Gilles de Rais y la condesa Báthory, hemos de comentar también que ambos emergen en épocas especialmente crueles, y los mismos castigos a los que ambos fueron condenados nos hablan de ello: Gilles de Rais terminó en la horca, y su cuerpo fue quemado más tarde en la hoguera; la condesa sangrienta murió de hambre y de frío, emparedada en su propio castillo. Todos eran soldados, crueles, y habían contemplado

Pero, en aquellos trances, Gilles era el único que se dejaba transportar por un extravagante ensueño oriental de barbarie y púrpura romana, que lo hacía sumergirse y revolcarse en la sangre 11.

Ahorremos a nuestros lectores detalles sobre estos su plicios reales (que por cierto –aunque en proporciones más modestas– no escasean en los archivos de la policía) para destacar que la crueldad imaginada o literaria está relacionada con lo real, tanto como Jack «el destripador» con los cineastas que lo tomaron como personaje o, ya en el campo de la ficción, El fantasma de la Opera con Gastón Lerroux, o Mary Shelley con Frankenstein, el monstruo que cobró vida en su imaginación.  Nadie imaginaría, por ejemplo, a Agatha Christie –con su encantador aspecto de abuelita inglesa– empuñando una  pistola. ¿Por qué, entonces, se tiende a confundir, dentro de la literatura erótica, al autor o la autora con las prácticas de sus personajes? Confusión de la vida privada con la literaria, en donde el lector piensa que se asoma a una vida real; tal es el encanto de la literatura y, muy en especial, de la temática que nos ocupa ahora. En este sentido, y por citar un ejemplo contem poráneo, el fenómeno de ventas producido por la novela Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, tiene en parte connotaciones similares, ya que la relación entre personaje y autora es hipotéticamente posible –por época, sexo y edad, por el mismo tono de la obra– y esto, sin duda, contribuye a su éxito. Algo similar sucede con el marqués de Sade –quien pasó más de treinta años de su vida encerrado, entre la cárcel y

el manicomio– y a quien se atribuyen las acciones de sus libertinos. Así Huysmans, en la novela antes citada, se confunde comparando las supuestas tropelías de Gilíes de Rais –   personaje real– con las crueles ficciones elaboradas por el marqués: Y seguramente al lado de Gilles de Rais, el famoso marqués de Sade sólo resulta un burgués, un infeliz caprichoso.

Es evidente que en su vida real –y según comentan sus  biógrafos– Sade no realizó más que alguna acción cruel (donde actuó como víctima y verdugo) y se dedicó, en los  pocos años en que no estuvo recluido, a practicar la coprofagia: nunca mató a nadie ni lo juzgaron por ello. Más que de su crueldad, la prisión de Sade tendía a preservar a la familia de Sade-Montreuil de las calaveradas del marqués, que hacían peligrar la fortuna y el buen nombre de su suegra. La amplia correspondencia que mantiene con su mujer desde la cárcel nos muestra a un ser muy poco cruel y a una amante esposa dispuesta a ayudar –al menos durante gran parte de su vida– al marido en prisión. Comentábamos antes, refiriéndonos a Gilles de Rais, que la época en la que este personaje viviera determinó tam bién la crueldad de sus acciones; no hemos de olvidar, en el caso de Sade, que su vida coincidió con la Revolución Francesa, con el Terror, y con costumbres libertinas muy similares a las que a él le costaron la cárcel. Dejando atrás la biografía de Sade, la relación que guarda con su obra, y esa peculiaridad del género que nos ocupa que hace que se confunda a menudo la historia perso-

de relieve el afán didáctico con que el marqués enfrenta el género, convirtiendo así el cuerpo copulante en un vehículo de aprendizaje razonado, muchas veces filosófico, y siempre transgresor de las ideas dominantes. Para Sade sólo hay erótica si se razona el crimen, si el crimen se somete al lenguaje; el universo sadiano se configura como un cosmos, un mundo dominado por el orden, donde todo obedece a un reglamento estricto y la lujuria es incontenible, pero nunca desordenada: una auténtica organización social, también, que actúa en contradicción con el Estado, o en paralelo. Figuras, cuadros, escenas, estructuras físicas de copulantes que descoyuntarían a un contorsionista, son cadenas lógicas que se arman y desarman, y en las que todos los orificios se ocupan a la vez, saturando el horror al vacío, siempre lejos del caos, siempre dentro de la Razón. Por eso mismo todo se contabiliza en la escritura sadiana; así las cuentas que saca Juliette, después de una orgía entre los carmelitas: fue poseída 128 veces de una manera, 128 de otra, o sea, 256 veces. Evidentemente, la práctica del sexo en la obra de Sade se acerca mucho más a la literatura maravillosa que al realismo, en donde suelen sumergirlo sus detractores. Además de este intento de organizar y racionalizar el caos, decíamos que existe en Sade la intención de enseñar, una particular «pedagogía» en la que es ley la transgresión del orden social mismo, de todas sus estructuras: Para reunir el incesto, el adulterio, la sodomía y el sacrilegio, él coloca una hostia en el culo de su hija casada.

O bien:

(...) él cuenta haber conocido a un hombre que copuló con los tres hijos que tenía con su madre, entre los cuales había una muchacha a la que casó con su hijo, de modo que al copular con ella, copulaba con su hermana, su hija y su nuera, y obligaba a su hijo a copular con su hermana y su suegra.

Ambas citas pueden servirnos como ejemplo de la transgresión sadiana. Todavía escandaloso, hoy sigue resultando difícil encontrar un texto meramente literario sobre el Divino marqués, ya que sus estudiosos continúan defendiendo o atacando su vida, sin separar realmente a la obra de su autor. Dejemos ya a Sade para situarnos ahora en el lugar de la víctima, en el otro extremo de la escala del dolor, donde encontraremos a Sacher-Masoch, un autor que juega un contrapunto perverso con Sade, pero cuya obra literaria tiene sin duda bastante menos interés.  Nacido en 1836 en Galizia, provincia del imperio austríaco, de su obra, bastante extensa, sólo nos resta el recuerdo de  La Venus de las pieles, en la que Masoch nos narra su relación con Fany Pistor, de quien, en la vida real, se instituyó esclavo bajo el seudónimo de Gregor, y con quien firmó un contrato que permitía a Fany, durante seis meses, «ser su ama y castigarlo como le parezca bien». En las páginas de su novela, Fany se convierte en Wanda von Dunajew y, en los Cárpatos («¡los Cárpatos otra vez!), se compromete a mantener relaciones ama-esclavo con el protagonista de la obra: (...) necesito apurar la copa de los sufrimientos y de las

cuanto más cruelmente, mejor. ¡Es un verdadero goce!12

O bien ¡Hágalo usted! ¡Pisotéeme usted!

Hablamos, sin duda, de una víctima particular, es decir, de aquella que acepta y elige su condición, tal como señala,  bajo el seudónimo de Pauline Reagé, el prólogo de Historia de O: no hay que olvidar que el masoquista disfruta y, en estos casos particulares, elige su papel. No hablamos, en ningún caso, de la víctima real que cae en manos de un o una sádica, como los cientos de jovencitas y jovencitos indefensos asesinados por Gilíes de Rais o Erszébet Báthory.

La víctima masoquista tiene, como su torturador, un lugar de poder, ya que obliga a su partenaire a la elección del  papel de verdugo, como aparece en Ma-soch, o en este texto de Marguerite Duras: Están acostados en el pasillo como dormidos mientras otra cosa se prepara en el lento reflujo del deseo. Con gestos apenas perceptibles vuelven a acercarse. Las pieles, los sudores que se tocan, los rostros, la boca de ella reencontrada por él. Permanecen así, trastocados, a la espera. Luego ella le dice que desea ser golpeada, dice que en la carta se lo pide a él, ven. El lo hace, va, se sienta a su lado y la mira otra vez. Ella dice: golpeada, con fuerza, como antes en el corazón. Dice que quisiera morir.  Así es, el rectángulo de la puerta abierta queda ocupado por el cuerpo sentado del hombre que se dispone a gol pear.  De la infinita inmensidad llega una niebla, un color  violeta ya encontrado en caminos de otros lugares, de otros ríos, en monzones muy lejanos de la lluvia.  La mano del hombre se yergue, vuelve a caer y vuelve a abofetear. Primero suave, luego secamente.  La mano abofetea la comisura de los labios, luego, con más fuerza, abofetea contra los dientes. Ella dice que sí, que eso es. Vuelve a levantar la cara con el fin de mejor ofrecerla a los golpes, la distiende más a merced de su mano, más material. Tras diez minutos, se habrían instalado los dos en una  precisión paralela. El golpea siempre con más fuerza.  La mano baja, golpea los pechos, el cuerpo. Ella dice que sí, que eso es. Sus ojos lloran. La mano pega, golpea,

mecánica. El rostro se ha vaciado de toda expresión, atolondrado,  ya no se resiste en absoluto, desbaratado, se mueve a voluntad alrededor del cuello como algo muerto. Veo que el cuerpo también se deja golpear, que está entregado, ajeno a todo dolor. Que el hombre insulta y gol pea. Y luego, de pronto, los gritos, el miedo. Y luego veo que esa gente ha quedado sumergida en el silencio 13.

El texto de Marguerite Duras define bien la relación sadomasoquista que se establece entre dos sujetos: la mano (que golpea) y el rostro vapuleado; ambos han aceptado el  juego. Antes fueron un hombre, una mujer; luego, bajo la mirada que recorre todo el texto, son sólo dos bases para el dolor; una víctima, un verdugo.

Volviendo a Masoch, y aunque el final de su novela sea moralizante (el protagonista pierde el amor, pero se cura de sus malas inclinaciones) es evidente que el autor de  La Venus de las pieles aporta a la literatura un estereotipo ampliamente utilizado: el del personaje que cumple sus deseos sexuales a través del sufrimiento.

Ejercicio n.° 1

Los argumentos del sexo son inescrutables y más vale  probarlos todos, aunque sea en la ficción, que resignarse a la sosería. Como señala Griselda Gámbaro en su novela  Lo impenetrable: «Para escribir una novela erótica no es im prescindible que el autor/a haya perdido la virginidad o tenga una gran experiencia (...). Lo que sí resulta esencial es poseer  un sexo elucubra-tivo.» 14 La Real Academia define el verbo  pervertir, en su primera acepción, como «perturbar el orden o estado de las cosas». Pues bien, en este ejercicio te proponemos que viertas tu imaginación por los canales voluptuosos que te sean más gratos. Lee la siguiente carta: París. En los albores del siglo. Querida Mme. Virginia:  Recibí conforme la remesa de jovencitos que Vd. tuvo la gentileza de enviar a mi burdel, todos ellos nubiles, bellos, inocentes y sanos. Entre risas y bromas los acogieron mis pupilas –a las

que Vd. tan bien conoce– y se entregaron a los jugueteos ingenuos que son tan propios de la edad. Ah, Mme. Lulú, como nosotras, en otros tiempos... Confío en que esta transacción entre su institución y la mía sea de mutuo provecho, y nos lleve a estrechar los lazos de una amistad tan antigua como tierna, que se iniciara bajo la tutela de la tan recordada Mme. Margot. Suya, afectísima, siempre,  Lula Descharmes Blondes.

Adelantando un poco el tiempo, supongamos que la remesa de jovencitos llega al burdel y allí los presenta Lulú Descharmes a sus jóvenes pupilas. Entre juegos, risas y resuellos, ambas cohortes se entregan a las siguientes lides amorosas:  – sadomasoquistas  – coprofágicas  – fetichistas  – mironas Elige entre éstas una perversión y desarrolla una pequeña historia donde se trate del cruce de los cuerpos, en los folios que encontrarás a continuación. Puede resultarte útil, para elaborar el relato, que tengas en mira las pautas de corrección propuestas en los «Apuntes de Erotomanía» correspondientes al capítulo cuatro, y que se detallan en el ejercicio n.° 4, 3.

Ejercicio n.° 2

A veces la experiencia amorosa necesita un toque de fantasía, un tacto sólo imaginado, un ojo que espíe por la cerradura. Te sugerimos aquí que pienses en esas situaciones que nunca has vivido, y que superpongas al cuerpo de tu  pareja, real y cotidiana, la perspectiva de lo imaginario. Escribe las siguientes cartas: a) Mientras él o ella se desnudan en la cándida soledad de la habitación, tú espías y haces una descripción pormenorizada de su cuerpo, de sus velos y desvelos, al estilo de Fanny Hill. (Véase texto en páginas anteriores.) b) Te has sentado a la mesa y allí, tendida o tendido so bre una gran fuente, picaro y desnudo, encuentras a tu amante. Describe el festín, el primer bocado, paladea. c) Huele, husmea, entierra las narices, con tu imaginación, donde nunca lo hubieras hecho de verdad: rastrea los  perfumes, los dulces y los agrios, inventa el aroma de un  pestañeo, el olor tenaz de un músculo, la fragancia de su sombra. d) ¿Víctima o verdugo? Elige. Y ahora, amenaza o sufre. Te espera todo un cotillón. e) Imagina que te desdoblas, que sales de la habitación donde tú y tu pareja os entregáis a un crescendo de suspiros: descríbelo aquí.

Ejercicio n.° 3

La literatura comenzó tal vez como una narración de lo extraordinario y este factor –los hechos asombrosos, las cosas que encandilan nuestra imaginación– pervive todavía en géneros como el relato fantástico, los cuentos de hadas y gigantes, o la ciencia-ficción. Sin embargo, no siempre el asombro depende de elementos mágicos o fabulosos, sino que es en la mirada que lanzamos sobre la realidad donde reside la extrañeza. «Hay otros mundos pero están en éste», nos avisa Paul Eluard, y esta fue también la experiencia de los primeros viajeros por Oriente y América, que contemplan desde la ignorancia una realidad distinta. Un rinoceronte puede ser el mítico unicornio para una mirada nueva, y las selvas de América central los alrededores del paraíso15. Contar lo habitual como si fuera extraño es un recurso frecuente en la literatura, que nos devuelve a ese entusiasmo de la infancia, cuando cada cosa aparecía con el brillo de la 15

Esta forma del extrañamiento –la que procede de la distancia– es muy frecuente en el género epistolar, y adquiere a menudo una intención de crítica social. Así en las Cartas persas, donde Montesquieu observa la sociedad europea desde la mirada de un oriental; o en las Cartas marruecas, de José Cadalso, donde la perspectiva de un marroquí será el ángulo de enfoque para la España de su tiempo. Mediante este recurso las cosas más comunes se revisten de un aire de novedad, y las descripciones –aparentemente obvias– cobran un tinte insólito, cómico a veces, negativo casi siempre. Dentro del extrañamiento –y en la época actual– cabe citar un texto como Los papalagi, que recoge las impresiones de un jefe samoano tras su visita a  Nueva York. En estas páginas la descripción de u n zapato, prenda incomprensible para Samoa, puede prolongarse durante un folio. Idéntico recurso emplea Henry Michaux en su obra En otros lugares –  donde nos invita a un recorrido por diversos países imaginarios–, o Julio Cor-

 primera vez. Esta sorpresa de lo cotidiano es la que recrea Alicia Steinberg 16 –a propósito de un sujetador– en el pasaje de  Amatista que os ofrecemos ahora:  De todas formas, señora, quiero pedirle que se incor pore para quitarle la blusa, y para quitarle esa prenda con dos tazas gemelas que atesora sus redondos y apetecibles  pechos.

Menos formal quizá, el ojo del culo –de cuyas desgracias se dolió Quevedo– sabrá desafiarnos con su enigma en esta escena de Las 11.000 vergas:  Lo sacó del coño y se lo introdujo en otro agujero completamente redondo situado un poco más abajo, como un ojo de cíclope entre dos globos carnosos, blancos y vigorosos. El miembro, lubrificado por los licores femeninos,  penetró con facilidad y, tras haber vivamente culeado, el  príncipe soltó todo su esperma en el culo de la preciosa camarera 17 .

 – Describe pues, una vez leídos los ejemplos, algún detalle del cuerpo de tu amante, como por ejemplo su espalda, el lóbulo de su oreja, sus bigotes o su rodilla, con un lengua je extrañado. Intenta que el texto tenga por lo menos un folio de extensión.

16

Steinberg, Alicia, op. cit 

Qué papel elegir

 Incitar con el papel En este último apunte de erotomanía, y al abrigo de los comentarios que sobre los cinco sentidos hemos hecho durante todo el capítulo, nos parece oportuno, querido lector, querida lectora, proponerte una serie de trucos –coquetos, artesanales, insólitos– con los que podrás envolver tu corres pondencia erótica en un aire muy especial. Porque no sólo es importante el mensaje. Además del contenido de tu carta –del cual ya hemos hablado lo suficiente– interesa también el trémulo soporte en el que se vierte la  pasión; nada escapa a los ojos enardecidos que han de leer tu mensaje; el color del papel, la disposición de las palabras, el aroma del sobre, volátil, tenaz. Recuerda que todo aquello que indique a tu amante que has pensado en él o en ella redundará, al fin y al cabo, en tu  provecho.

Sin duda, la elección del papel es un aspecto importante del mensaje erótico. A partir de la tradicional esquela del siglo XIX nuestra época ofrece un vistoso abanico de posibilidades: papeles artesanales de trama abierta, en los que se incita al tacto; papeles de colores, que van desde los elegantes grises y beiges al negro sadomasoquista –sobre el que se escribe con tinta blanca– pasando por el castísimo azul cielo, el cándido rosa, y el rústico papel reciclado, para sensibilidades ecologistas. Si tu economía te lo permite, utiliza papel con tus iniciales o tu nombre. Identificarse mediante un papel, un color, un tamaño de sobre, personaliza la correspondencia y evita que se confunda, pasado el tiempo, entre las cartas de otros amantes. Un toque personal

Píntate los labios de un rojo intenso y besa con la boca abierta el papel: no hay firma más eficaz. Una variante más atrevida de esta costumbre encantadora, la conocimos en un caballero, quien pintándose la polla y en ostensible erección rubricaba así sus efusiones amorosas. Ignoramos el éxito de este procedimiento con otras partes del cuerpo, pero es de sospechar que un pezón o un om bligo pueden actuar también como una plancha de grabado convincente.

Cómo perfumar la carta

Si deseas que tu amante reciba una carta perfumada donde al placer de la escritura se sume la excitación olfativa, hay una serie de trucos sencillos que te sugerimos a continuación. Según recomienda la condesa Drillard en su libro Para ser elegante, para ser bella, libro que alcanzó, a principios de este siglo, más de veintiséis ediciones en Francia, la correspondencia puede perfumarse cumpliendo con las siguientes recetas. Saquitos de olor

Todas las personas elegantes saben confeccionar saquitos aromáticos que se utilizan para dar perfume al papel de cartas. Los saquitos más sencillos se confeccionan con satén; los más finos, con piel. El saquito mejor, por ser más duradero, se confecciona con ambas materias a la vez: en una bolsa de buen satén, se pone el perfume, y luego se forra con piel de calidad. La de camello es la preferida. Así se hacía a  principios de este siglo.

Saquito oriental

Polvo de iris Madera de rosa Benjuí Sándalo Clavo Canela

750 g 150 g 150 g 125 g 15 g 90 g Saquito de rosa

Pétalos de rosa seca Madera de sándalo pulverizada Esencia de ámbar Esencia de rosas

100 g 100 g 1g 1g

Saquito imperio

Hojas de tomillo Flores de espliego Verbena Romero Clavo Canela Hinojo

100 g 200 g 100 g 50 g 50 g 10 g 40 g

Saquito a la violeta

Polvo de iris Flores de Casia Bergamota Ámbar Clavo Violetas secas

250 g 150 g 30 g 4g 4g 30 g

Además de esta técnica propuesta por la condesa18, se  puede proceder también de la siguiente forma: Se coloca el saquito en una caja herméticamente cerrada junto a los papeles y los sobres elegidos, o bien –si queremos añadir al perfume de los pliegos la reminiscencia del aroma personal– se guarda el tapón del perfume que se utilice siempre (mejor extracto) junto a los pliegos, y se deja aproximadamente once semanas para que impregne el papel. También puede elaborarse un sencillo popurrí de pétalos de flores y de plantas aromáticas que agraden a los amantes silvestres, y guardar entre ellos, en una caja bien cerrada o en una bolsita de plástico, el papel que utilizaremos más tarde. Mensajes desconcertantes

Utiliza para tu correspondencia sobres, envoltorios, y soportes absurdos: un folleto publicitario, un impreso de Hacienda, un sobre con orla fúnebre (para amantes maca bros), la botella de un náufrago, una lámpara estilo Aladino, la simulación de un recibo de la luz, e incluye dentro de ellos una ardiente misiva. Envía enormes paquetes con regalos minúsculos, glo bos escritos –cuya lectura dependa de los pulmones del amante–, cintas grabadas, collages  provocativos; escribe sobre cualquier objeto: bragas, sujetadores, condones perfumados... Si eres un clásico impenitente, mándale las gardenias de Machín.

Para amantes clandestinos

Si temes que tu correspondencia caiga en manos enemigas, puedes utilizar el mismo recurso que el marqués de Sade, que debía ocultar de los carceleros y de su suegra los verdaderos sentimientos que lo poseían: escribe entre líneas con tinta simpática (puede ser un palillo mojado en jugo de limón, que al calor de una plancha se hará visible sobre el  papel). Redacta un doble mensaje, que pueda leerse de distintas formas: una, tal y como está escrito, y, solapándose dentro de lo convencional, una serie de palabras dirigidas a tu amante secreto (por ejemplo, todas las que comienzan o terminan un renglón). Este tipo de mensaje, si bien es muy laborioso, no carece del morbo que produce el peligro. El caligrama

Un caligrama es un texto en el cual las letras, dispuestas en forma de dibujo, imitan el contenido. Aunque se trata de una técnica practicada ya en la Antigüedad, serán las vanguardias artísticas de los años veinte las que lo desarrollen de forma más atractiva. Te proponemos, pues, que utilices este recurso en tu correspondencia, dibujando con las letras de tu texto labios, corazones, muslos, y todas las partes del cuerpo de las que hubieras menester, tal como hace en este caligrama el artista francés Pierre Etaix.

Yo no soy un obseso sexual yo no soy un obseso sexual yo no soy un obseso sexual yo no soy un obseso sexual yo no soy un obseso sexual yo no soy un obseso sexual yo no soy un obseso sexual yo no soy un obseso Yo n o s o y u n o  b s e s o s e x u a l

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