@Novela Argentina-Drucaroff, Elsa-El Último Caso de Rodolfo Walsh. Una Novela
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Elsa Drucaroff El último caso de Rodolfo Walsh. Una novela Grupo Editorial Norma – La otra orilla Buenos Aires – Argentina Primera edición: agosto de 2010 ISBN: 978—987—545—559—7
A la memoria de mi prima, Alejandra Lapaco Aguiar. A Carmen Chalita Aguiar, Madre de Plaza de Mayo (Línea Fundadora), que conserva la risa de Alejandra. A la memoria de Carlos Roffi, porque escribí al coronel Konig desde su voz, su estilo, su entrañable presencia, para que él lo interpretara. A mi hijo Iván Horowicz, porque quiere imaginarse cómo fue para pensarlo por su cuenta. Y a su papá, Alejandro, que me ama porque pienso por mi cuenta.
A Ignacio Apolo, porque le debo esta novela, palabra por palabra.
He tratado de entender esa risa. R.W, "Carta a mis amigos" Cuida bien al niño Cuida bien su mente Dale sol de enero Dale un vientre blanco Dale tibia leche de tu cuerpo Todas las hojas son del viento Porque ti las mueve hasta en la muerte Todas las hojas son del viento Menos la luz del sol
Prólogo Julio, 1972 Doble bautismo I
Luis Alberto Spinetta
Temprano en la mañana un camión de la empresa Molinos Río de la Plata circula por la ruta Panamericana bastante vacía, seguido por una camioneta y un Fiat 1500. El camionero tiene unos cincuenta años, lleva colgados del espejo retrovisor una imagen de la Virgen de Luján y un pequeño portarretratos de plástico con las fotos de Perón y Evita. El conductor del Fiat hace un gesto a la camioneta, que se adelanta. Con él viajan también Pablo y Mariana; observan la maniobra en tenso silencio. De pronto suenan dos frenadas bruscas. La camioneta se cruzó frente al camión en el centro de la ruta. Del Fiat en
movimiento saltan a toda velocidad Pablo y Mariana y corren al camión. Son muy jóvenes. Con movimientos precisos Pablo abre la portezuela, trepa revólver en mano y apunta al hombre a la cabeza. Mariana, que subió del otro lado, lo está apuntando también. Las manos les tiemblan y el camionero está inmóvil. Pablo empieza a recitar un parlamento que evidentemente trae preparado; primero la voz le sale ronca, casi quebrada por el miedo, después va ganando confianza: —Somos de la Organización Montoneros. Esta es una expropiación revolucionaria. Si te quedás tranquilo, no te va a pasar nada, vos sos un trabajador. Bajate despacio y callado. El hombre empieza a moverse y Pablo le deja espacio para permitirle salir, sin dejar de temblar y de apuntarlo. Entonces suena un tiro. Un agujero queda en el techo del camión y los tres lo miran, hipnotizados. Un segundo más tarde, Mariana busca los ojos de Pablo con espanto y alivio; él busca los del camionero, que se ha quedado petrificado en el gesto de descender. Ese chico de 20 años lo observa aterrado, como su hijo una vez que por jugar con fósforos quemó la alfombra del living. —Tranquilo, pibe —masculla sin moverse—, que vas a bajar de un tiro a un laburante peronista.
II Ahora Pablo maneja el camión y Mariana va a su lado. Dejaron al conductor en la banquina, que esperará un rato antes de hacer la denuncia, tal como le pidieron. Están pálidos y en silencio. El camión se desvía de la Panamericana, custodiado por la camioneta. Entran con dificultad por la calle de barro de la villa miseria. La gente sale, curiosa, a la puerta de las casas; algunos chicos corren a los vehículos. El camión se detiene, Pablo baja y se trepa al guardabarros. Estuvo a punto de matar a un hombre por pura torpeza
pero lo olvidó, está eufórico. Abre la caja del vehículo y salta adentro. Sonríe, porque llegó la parte linda del operativo. La carga es de botellas de aceite y paquetes de harina. El conductor de la camioneta ha prendido el petardo de una bomba lanzavolantes que estalla y hace volar papeles por el aire, mientras Pablo, megáfono en mano, grita entusiasmado: —¡Compañeros, Montoneros acaba de expropiar 1.000 litros de aceite y ·4.000 kilos de harina a la empresa Molinos Río de la Plata, que pertenece al grupo multinacional Bunge y Born! ¡Montoneros viene a devolver al pueblo lo que es del pueblo, después de haberle quitado al imperialismo lo que el pueblo produce con su trabajo y su sudor! ¡Compañeros, hacer justicia social es continuar con la tarea que iniciaron Perón y Evita, por la que desterraron al general de su pueblo! ¡Luchemos y vuelve! ¡Perón o muerte! ¡Venceremos! Desde la caja del camión, Pablo y Mariana se pasan con rapidez botellas y paquetes que entregan a la gente agolpada alrededor. Los chicos festejan, unos adolescentes traen el bombo y empiezan a tocar y a bailar. Son sobre todo mujeres las que extienden las manos y reciben los alimentos; muchas sonríen, algunas miran con desconfianza, la mayoría con curiosidad. Se escucha "gracias" y hasta "gracias, compañeros", "para mí más, que somos muchos", "¿pero esto es robado?". Una mujer embazada toma una botella de aceite de manos de Mariana. —¡Qué bien viene! Mariana le sonríe y mira a Pablo, que se quedó mirándola con expresión luminosa y un paquete de harina suspendido en la mano. Y así reparte el camión su carga mientras la fiesta transcurre y lo rodea. Suena la voz que predica en el megáfono y Pablo y Mariana descubren que quieren estar juntos, por primera vez.
III
En una calle suburbana casi vacía, el camión está recién estacionado junto a un terreno baldío. Mariana y Pablo bajan de un salto y corren unos metros por una calle lateral. Es invierno, oscurece temprano. Ya está cayendo la luz.
IV Comienza la noche. En el callejón del suburbio hay una casa modesta y prolija, rodeada por un terreno baldío. Tras el vidrio suavemente iluminado se mueven siluetas. Una familia se prepara para cenar: la madre organiza una bandeja, ayudada por la hija; el padre, que volvió hace un rato de la fábrica, mira el noticiero por televisión; el hijo está cerrando sus cuadernos para dejar que las mujeres pongan la mesa. Ninguno observa por la ventana el jardín que cuida el padre los fines de semana, la pequeña huerta de verduras, las dos hamacas que construyó para sus chicos, con neumáticos, el baldío poblado de yuyos altos, que sigue detrás del alambre de púa que delimita su jardín. Es entre los yuyos, un poco más lejos, donde suenan los gemidos ahogados, el breve grito de dolor, los suspiros y después las risitas. Es allá, sobre la tierra fría entre pastos espigados y arbustos, donde Pablo y Mariana ya descansan quietos. Pablo se va despacio de ella y la abriga con su campera. —Primer operativo, primera vez. Doble bautismo —dice Mariana, radiante. Ya es noche, y pese a las pocas estrellas, una luna brillante y anaranjada está subiendo entre las casitas bajas.
JUEVES 30 DE SEPTIEMBRE DE 1976 Padres y Madres I Sentado en uno de los sillones de su living, Rodolfo Walsh, responsable del Departamento de Informaciones e Inteligencia de Montoneros y fundador de ANCLA (Agencia de Noticias Clandestina), mira serio a través de sus anteojos. Ya no es el
joven padre de una beba; tiene más de cincuenta años, aunque la luz de sus ojos celestes y miopes es la de su juventud. Ahora están clavados en Pablo y Mariana, la pareja que tiene enfrente, en el sofá. En el otro sillón se sienta Lila, la mujer de Rodolfo, treintañera y atractiva. También pasó el tiempo para Pablo y Mariana, andan más o menos por la mitad de la veintena y parecen ansiosos. La voz de Pablo se impone sobre la radio encendida: —Tenemos algo para decirles —empieza, y Mariana no aguanta tanta introducción: —Estoy embarazada. —¡Uuuy, qué lindo! —Lila se levanta de un salto, para abrazarla. Walsh también se incorpora, felicita. Entre los abrazos, repentinamente seria, Mariana dice: —Mi vieja me gritó que estaba loca. La frase cae en el silencio. Todos siguen parados, mirándose. —Lo pensamos mucho, Mariana y yo —dice Pablo—. No queremos renunciar a esto. —Si nos pasa algo está mi hermana —dice Mariana—. Ella va a cuidar al bebé. Y mi vieja no la va a dejar sola, yo lo sé, la conozco. Y están los viejos de Pablo ... —No queremos renunciar a esto —repite Pablo. Le ha pasado a Mariana la mano por el hombro. —La vida es una sola —asiente Lila. En ese momento suena en la radio la música típica del informativo de Radio Colonia, desde Uruguay, donde el locutor Ariel Delgado pasa noticias que el gobierno militar argentino no permite difundir. Algunas de ellas llegan al informativo en misteriosos sobres blancos sin remitente, que contienen fotocopias encabezadas por el dibujo de una pequeña ancla y un título: "ANCLA, Agencia Clandestina de Noticias". Y precisamente los que están reunidos en ese living constituyen toda la agencia, junto con la vieja máquina de escribir Remington que descansa en el escritorio del rincón y una red de voluntarios
que no integran la organización, en muchos casos ni siquiera son militantes y no se conocen entre sí, saben únicamente de quién reciben información y a quién deben transmitirla. Ahora Walsh pide silencio y aprieta apresuradamente las teclas record y play del radiograbador. Son las 0.30. Se escucha la inconfundible voz de Ariel Delgado, cuyo tono tan particular ha marcado un estilo en la radiofonía rioplatense: —Másss informacionesss: Buenos Aires. Un violento y prolongado enfrentamiento armado... Pablo, Mariana, Lila y Rodolfo retornan rápido a sus lugares. Mariana toma cuaderno y lapicera, lista para anotar los datos. —... ocurrió en la mañana de ayer en una casa del barrio de Villa Luro, situada en la esquina de las calles Corro y Yerba!. Pablo despliega un mapa de la Capital sobre el que se han dibujado marcas y busca Villa Luro. Lila mira expectante el radiograbador, Walsh apoya los codos en las rodillas y se sostiene la cabeza, profundamente concentrado en cada palabra de la radio. —Alrededor de 150 hombres del Ejército Argentino rodearon una casa provistos de fusiles, una tanqueta y un helicóptero. Aunque no hubo información oficial sobre el operativo, testigos que no se identificaron afirmaron que dentro de ella un grupo de cinco personas, cuatro hombres y una mujer, presuntamente integrantes de la Organización Montoneros, respondieron el ataque. Cuando Walsh escucha "cuatro hombres y una mujer" levanta un poco la cabeza. Sus ojos tienen miedo detrás de los anteojos. —Luego de una prolongada y desigual batalla, las fuerzas de seguridad habrían abatido a los presuntos guerrilleros. Lila se levanta y se sienta en el brazo del sillón donde Rodolfo está sentado. Le pasa la mano por el hombro. Pablo y Mariana siguen concentrados en la escucha, en el mapa y en el
cuaderno. —Sin embargo, un testigo albergó dudas sobre el destino de la mujer, sostuvo que ésta habría respondido al fuego hasta último momento y daría señales de vida cuando fue apresada; no obstante, se asegura que fueron cinco los cuerpos exánimes cargados en un camión del Ejército. Walsh está mirando fijamente los parlantes; las manos están entrelazadas y apretadas. Sólo porque descansan en sus rodillas no se puede asegurar que está rezando. —Aunque la identidad de los cinco activistas no fue dada a conocer por quienes dirigieron el operativo, trascendieron los posibles apellidos de los muertos: los hombres se llamarían Beltrán, Coronel, Molina y Salame; en cuanto a la mujer, se trataría de María Victoria Walsh ... Lila se tapa la boca. Walsh cierra los ojos y se santigua una y otra vez. —... hija del escritor y periodista argentino Rodolfo Walsh. Hay más informacionesss para este boletín. —Vicki... —susurra Walsh. Mariana le toma la mano a Pablo. —Levantamos la reunión —dice Rodolfo. Y apaga la radio. Avanza por un pasillo largo hasta un gran living que se ilumina oscilante, a causa de las luces de un cartel de Coca—Cola que flamea en la calle. Las luces del cartel avanzan sin dificultad a través de los amplios ventanales de este piso alto, en un costoso edificio de la ciudad de Buenos Aires.
II En el lujoso departamento del coronel de brigada retirado Carlos E. Konig hay un radiograbador de la misma marca que el que tiene Walsh en su casa, y la voz de Ariel Delgado escande allí las célebres palabras que señalan el final del informativo: "Hay más informacionesss para este boletín". El reloj marca las 0.33,
pero es una mano más vieja, más grande y velluda la que apaga la radio. Konig no cumplió todavía 60 años. Está acostado en el lecho de su habitación conyugal con juego de dormitorio de roble y un crucifijo en la pared. Perfumes de calidad, talqueras y polveras y dos alhajeros de cuero repujado junto al espejo de la cómoda señalan el territorio de la esposa, que ahora duerme profundamente a su lado. En la mesa de luz de ella hay una novela de Silvina Bullrich. En la del marido, tres libros apilados: uno de Hegel (Lecciones de filosofía de la historia), Tátuaje, de Manuel Vázquez Montalbán, y El espía que volvió del frío, de John Le Carre. Konig no puede dormir, ha terminado de escuchar la radio y parece preocupado. Se calza sus pantuflas, se pone una robe, sale de la habitación. Es un hombre corpulento, erguido, pero se mueve con cierta pesadez, como si algo apagara su energía.
III Es de madrugada en esa calle de barrio. Rodolfo Walsh sale de su casa y camina hasta un bar cercano ubicado junto a la terminal de una línea de colectivo. A esa hora (se ve desde afuera) el público es de habitués: colectiveros, algún taxista. Como el teléfono público está al fondo, antes de la escalera que da al subsuelo (donde están el depósito y los baños inmundos), se puede hablar con cierta privacidad. Walsh pone un cospel. Está alterado, pero hace esfuerzos muy grandes para que no se le note. Marca un número de memoria. En el departamento de una zona céntrica de la ciudad suena el teléfono. Una mujer de unos 45 años, acostada, tanteando en la mesa de luz, manotea el tubo medio dormida. —Hola. También ella fue una mamá joven. También para ella transcurrió el tiempo; pero se le nota más que a él. —Soy yo, Marta.
—¡Qué pasó con Vicki! No es una pregunta, es un grito de certeza y desesperación. —Radio Colonia da su nombre como posible baja en un enfrentamiento. Rodolfo susurra porque no quiere ser oído, aunque tal vez no tenga otra voz para decirlo. —¿Qué pasó con Vicki? —Marta no entiende. —La radio da su nombre como posible baja en un... —¡Qué pasó con Vicki! ¡Por favor, Rodolfo, qué pasó! Él toma mucho aire, dice con voz ronca: —¡La mataron, Marta! ¡Parece que la mataron! Elevó la voz, no gritó; no puede. Marta se queda callada. Muy lentamente, lo que acaba de escuchar se le vuelve inteligible mientras del otro lado de la línea Walsh se desgarra sin mover un músculo. Como ella no dice nada, él se decide a hablar. —Marta, escuchame: la información no es segura. Yo quiero que vayas a... —Callate. —Pero escuchá... —¡La mataste vos, hijo de puta! —grita ella. Y cuelga.
IV Mientras tanto, en su living, el hombre corpulento y en pijama está sentado en el bar, observando cómo la penumbra se modifica con el encendido y apagado del cartel de Coca—Cola de la calle. Extiende el brazo y prende una lámpara baja junto a una vitrina que exhibe valiosas antigüedades, se concentra en una pequeña pastora de porcelana del siglo XVIII, bellísima figurita que tiene un bracito roto. Konig se acerca al bar y se sirve un whisky. Bebe pensativo, apaga la luz y todo queda en penumbras que vuelven a iluminarse con el titilar del cartel blanco y rojo y se apagan,
dejando solamente el brillo del hielo. En un breve momento de luz se inclina hacia la vitrina y abre la puerta del mueble; toma la pastorcita con una delicadeza asombrosa en esas manos grandes; la observa, atento y serio, para dejarla nuevamente donde estaba. El hielo tintinea dirigiéndose a la boca del hombre grande, pero no viejo, con el ceño fruncido, que saborea la bebida concentrado en pensamientos evidentemente oscuros. Solo, rotundamente solo en su inmenso living vacío.
V Borrosa, bella, rodeada de luz de sol, una silueta femenina. Es como si estuviera en una altura, aunque dentro del sueño no se puede determinar por qué: si está en un tejado, o subida a una colina, por ejemplo. Una melena corta, oscura, contrasta con la blancura de una túnica que le cubre el cuerpo. A través de la tela se vislumbran apenas sus pechos sueltos. Está descalza. La figura es neblinosa pero él adivina los grandes ojos jóvenes, negros, fijos en algún punto hacia adelante. Hay algo terrible, definitivo, en la mirada. Con un balanceo suave, como hamacándose sobre los pies, la muchacha levantará su brazo derecho extendido. En la punta de los dedos hay dos palomas oscuras que alzarán el vuelo con un ruido violento, salvaje, y en el mismo movimiento la mujer se arqueará hacia atrás bruscamente, riendo como una adolescente, mirando el cielo, entregando su cara a la luz, riendo. A la risa de la chica se superpone otra que la desplaza: también es joven, más suave, pero masculina. Se ríe él, soñando, el soldado muy joven, con la cabeza algo levantada, como si estuviera mirando a la muchacha que mira el cielo. Pero la risa del soldado no es sólo alegre: hay algo crispado y enternecido. A lo mejor se ríe llorando en esa hora de la madrugada, a punto de despertar de risa en la cucheta inferior rodeada de cuchetas, en un cuartel donde duermen, con él, los demás conscriptos.
VI
Konig cruza la calle y se dirige con seguridad a la escalera. Aunque el insomnio lo tuvo despierto hasta altas horas, se levantó temprano pero debió esperar para cumplir el plan que pergeñó en la madrugada. Mientras sube las escaleras hasta los billares que hay arriba del bar La Paz, en Corrientes y Montevideo, piensa que estarán casi vacíos y es estéril el intento. El reloj marca las once. Un muchacho le da la espalda: practica solo con un taco, inclinado sobre la mesa de billar. Cerca de él, dos jubilados juegan al ajedrez. Konig se dirige a ellos. —Buenos días, y disculpen: ¿ustedes son habitués acá? Los hombres lo miran con cierta desconfianza. Uno de los dos para el reloj: —Más o menos —responde ambiguamente—, ¿por qué? —Estoy buscando a un conocido que jugaba acá al ajedrez... Rodolfo Walsh... Quiero dejarle un mensaje. ¿Saben si viene? Cuando escucha el nombre, el jugador de billar se da apenas vuelta con un movimiento controlado, prudente. Konig no lo nota porque está de espaldas. Los ajedrecistas, tampoco. Uno niega con la cabeza. —Rodolfo... sí, el periodista —el otro hace memoria— No..., ¡pero hace mucho que no lo veo! Él venía hace como dos años, a la noche... No... No viene más por acá... —Bueno, mala suerte. Gracias. Konig se encamina a la escalera. El jugador de billar lo mira irse: es Pablo. De pronto Konig se da vuelta, como si lo percibiera. Pablo desvía inmediatamente la mirada y finge volver a concentrarse en lo suyo, pero Konig regresa hacia los ajedrecistas, saca una tarjeta, se apoya en la mesa para escribir algo en ella y dice con voz casi demasiado alta: —Miren, por las dudas, por si llegan a verlo por acá, denle esta tarjeta de mi parte. Díganle que se la dejó un viejo amigo. —Pero mire que no creo que venga. —Bueno, si no viene la tira y listo. El coronel se va con pasos marciales mientras los jubilados
retornan el juego. No están demasiado interesados en el asunto, pero Pablo sí. Pablo se ha dado vuelta y parece observar la partida, aunque si se sigue exactamente su mirada es claro que no es así: allí está la tarjetita de cartulina, quieta al borde del tablero.
VII Unas horas después suena el teléfono en casa del coronel Konig:
—Dicen que me busca. Que se trata de una porcelana rota. Una pastora. Derby, doscientos años de antigüedad. Hay un silencio. —Lo ando buscando, sí —confirma después el coronel—. ¿Podría venir? —¿Por qué? —Puedo encontrar el bracito de la pastora... Bueno, creo ... —No me parece, coronel, que pueda ocuparme ahora... —Créame, hombre, no sea boludo. De verdad puedo ayudarlo. La pastora es preciosa, invaluable, sobre todo usted lo sabe. Hay silencio del otro lado de la línea. Después, un rápido suspiro. —Está bien. Ahora, entre las tres y las cuatro por Florida, entre Rivadavia y plaza San Martín. Usted camine, yo lo encuentro.
VIII Por Florida camina una multitud. Es un día de trabajo y de actividad bancaria. Rodolfo Walsh alcanza a Konig y marchan juntos. —Mire que es rebuscado. Ya me estaba cansando —dice Konig. —Usted preguntó por mí. —Yo me pregunté por su hija, primero. Me pregunté si era
su hija. Le doy mi pésame, Walsh, de corazón. El otro hace un gesto rápido, violento, breve, contraído, como si por un instante algo le hubiera entrado a los ojos y le hubiera ardido mucho, como si un insecto se hubiera abalanzado de golpe sobre su cara. Es sólo un segundo pero sacude la cabeza y el rostro se le pone como antes: seco, duro. —Entonces está muerta —dice. —Creo que sí. No entienda mal: espero que sí. Usted sabe por qué lo digo. Igual no sé. En estos tiempos, ni yo puedo jurarle algo... Walsh no responde. Caminan sin hablar. —Escuche, hombre —dice Konig de pronto—, ¿por qué no viene a casa? Es el lugar más seguro que se me ocurre. Tengo buen whisky. Le propongo una tregua: bandera blanca, tiene mi palabra de honor. Hablamos de esta cuestión, termina la cuestión y volvemos a ser enemigos. Walsh vacila. —Es mi palabra de honor, Walsh —dice Konig ingenuamente. Walsh se detiene y le clava los ojos. El coronel le sostiene la mirada y él sonríe con tristeza.
IX Es de tarde pero todavía hay buena luz; por eso, desde el ventanal del décimo piso, la superficie del río es plateada y el horizonte, increíblemente límpido. De pie, balanceándose, Walsh observa los libros de la antigua y solemne biblioteca que decora el living. Sonríe a su pesar cuando encuentra uno: primera edición de Los oficios terrestres; autor: Rodolfo Walsh. Lo hojea pensativo y se detiene en un cuento.
El coronel elogia mi puntualidad: —Es puntual como los alemanes —dice. —O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán. Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada. —He leído sus cosas —propone—. Lo felicito. Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado Filosofía y Letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común. Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. 1 —¿Ya pasaron quince años? —pregunta Konig sonriendo, señalando el libro. —No entiendo por qué no se enojó conmigo. —¿Enojarme? Yo sé de literatura, Walsh, yo sé leer, no me gustan las cosas obvias. Usted me subestima, es igual que mi hija. —Coronel... , ¿para qué me trajo acá? No me haga perder el tiempo. El coronel termina de servir dos vasos de whisky. —No sea tan desconfiado, hombre. Y tenga un poco de paciencia. Sobre la mesa ratona hay un portarretratos con la imagen de una muchacha muy bonita. Usa una camisola oriental y jeans gastados, tiene el cabello muy largo y despeinado, sonríe con desafío a los muebles pomposos, a las antigüedades y a los cuadros valiosos que adornan el living. Walsh levanta la foto. —Mi hija. Idiota útil —informa Konig—. Estaba estudiando Antropología. Estuvo este año en las manifestaciones contra el examen de ingreso a la universidad. ¿Me quiere decir para qué, si ella ya está adentro? Walsh no responde. 1
Fragmento de "Esa mujer".
—Hace años que me trata como si yo fuera un perro sarnoso; se fue de casa, la madre la ve. ¡Si supiera que usted está acá, conmigo, y yo me juego la vida...! Otra vez Walsh sonríe pese a sí mismo. Está empezando a entender. —Parece una persona interesante su hija. Yo no la vi nunca... Si me trajo para eso, le digo: no se preocupe, debe estar muy en la base, si es que milita. Una hija de militar siempre es un elemento valioso para nosotros. Yo lo sabría. —Ojalá, ojalá sea así... ¿Qué edad tiene... tenía... su hija? —Cumplió veintiséis precisamente ayer. —La mía tiene veintitrés. Es una mujer, dirá usted, por qué me preocupo... ¡Pero es boluda, Walsh, tiene el virus de la época, y las boludas como ella, que creen que descubrieron la injusticia y la van a poder...! El coronel gesticula y a Walsh le recuerda la exaltación que tenía quince años antes, cuando él buscaba el cadáver de Evita y el coronel lo había guardado ahí, en ese living, antes de que el gobierno militar que había destituido a Perón lo enterrara con otro nombre, en un perdido cementerio de Italia. Pero no le importa descubrir que el hombre envejecido es capaz de la misma euforia convencida y ridícula de otros tiempos. —Coronel —interrumpe—, yo necesito saber qué pasó con Vicki. ¿Usted lo sabe? —No. —Cuando dice que me puede ayudar, ¿qué quiere decir? —No lo sé. Creo que no mucho. Que puedo tratar de averiguar. Lo voy a hacer, pero no le aseguro nada. —¿Por qué? —Walsh se acerca, lo mira a los ojos. —Bueno, usted sabe... Yo me retiré... Bueno, me retiraron en el 56, usted lo sabe. Hace tiempo que no estoy adentro, aunque tengo muchísimos contactos y hasta ahora me mostraban bastante confianza, pero igual... Las cosas cambiaron, muchos grupos se cortan solos. Está la Marina... —No, coronel, ya sé eso. Le pregunto por qué.
El ex coronel termina su whisky, llena los vasos otra vez, sonríe.
—Usted escribió un cuento. Lo leí cuando salió en un pasquín inmundo que usted dirigía. Había una sola cosa en ese pasquín, una piedra preciosa en medio de la bosta política: ese cuento. Lo leí. Después me compré el libro, ya lo vio. —Era un cuento, coronel. No exagere. —Yo estaba ahí. Yo. Y usted lo sabe. Y estaba esa mujer. Bah, no estaba. Escuche: yo le negué datos, esa vez. Ahora los datos ya no sirven, son de todos. Eran míos y yo se los negué. Pero le mostré algo que no es de todos, es de los que leyeron el cuento, de los que lo van a leer: le mostré que yo no era un hijo de puta. Le mostré que yo había hecho lo que creí correcto. Y usted me dejó hablar. En el cuento, digo, usted me reivindicó, Walsh, usted me entendió... —Era un cuento, coronel. Es verdad que hablamos... Pero eso era un cuento y yo no lo reivindiqué. Y somos enemigos. —Mire, póngalo así: yo estudié Letras. Bah, Filosofía. Pero hice materias en Letras. En realidad era lo que me gustaba, eso y la historia del arte. Bueno, se lo digo: yo soy militar pero me inscribí en Filosofía cuando terminé el Liceo. Era un oficial intelectual, digamos, un bicho raro. El militar mira al guerrillero. Espera que le diga algo, que haga un gesto, pero el otro continúa mirando la pared. —Hugo Ezequiel Anchorena lo admira a usted. Habla de sus cuentos policiales. ¿Lo sabía? —¡Esos cuentos son una basura! ¡Por eso le gustan a Anchorena, que es otra basura! El coronel se encoge de hombros. —A mí me parecieron geniales. Perfectos. Obritas maestras de la inteligencia. —Yo defeco, coronel—articula Walsh muy despacio—, sobre las obras maestras de la inteligencia, si son ciegas ante los desposeídos. —Qué pena. Menos mal que ya están escritas. Mire, la
discusión no tiene sentido. Le guste o no, el director del diario de la Marina admira sus cuentos policiales. Y le guste o no, usted escribió ese cuento conmigo. Lo de su hija ya está acordado y yo, si puedo, se lo vaya averiguar. Las últimas palabras esfuman el enojo de Walsh. Termina el whisky. Se levanta, le da la mano al coronel y es consciente de que lo que le va a decir es un modo de dar gracias. —Para su vocación literaria: otra vez nos junta una mujer que no sabemos dónde está... —La vida imita al arte, Walsh. —Usa a mi hija para hacerla... —replica Rodolfo con voz ronca—. Bueno, coronel, le agradezco su ayuda. —No es nada. Tómelo como el pago de una deuda. Walsh sabe que tendría que irse pero algo le molesta. —Mire, se lo tengo que decir, aunque por ahí se lo digo y usted ya no me quiere ayudar. Pero es la verdad... Sobre lo que me dijo antes... —¿Sí...? —Yo sí pienso que usted es un hijo de puta... Bueno, yo pienso que los de su bando son unos hijos de puta, y usted está en ese bando, y por lo tanto... —Conozco el silogismo, hombre, se lo escuché a mi hija... Déjese de joder. Venga, lo acompaño a la puerta. Llámeme pasado mañana a ver si sé algo. Cuando están saliendo, Walsh le pone la mano en el hombro. Es un gesto impulsivo que no puede evitar. El coronel se le acerca. —Una sola cosa le pido a cambio —susurra—. Si de casualidad se entera... Se entera de que mi hija está en peligro... —Se lo aviso, coronel, se lo prometo. —Sí, por favor, avíseme. Y la agarro de los pelos, la meto en un avión, la saco a esta pendeja de mierda del país. —Si le dan tiempo, coronel.
X En el auto, Pablo y Mariana. Él maneja, ella viaja recostada en el asiento de adelante, con los ojos cerrados y la cabeza al frente. —Freno, agarrate. No te asustes —avisa Pablo. —¿Qué pasó? —Nada. Un perrito boludo que se cruzó. —Ay, ¿lo mataste? —No. Tranquila. ¿Cómo lo voy a matar? —Perdoname, estoy mal. No puedo dejar de pensar en la hija de Rodolfo... ¿Falta mucho? No te pongas a dar vueltas para que yo no calcule el tiempo. Yo no tengo la menor noción del tiempo. —Seguí con los ojos cerrados, falta poco. —Bueno, para variar, vos sabés dónde es la reunión y yo soy la que va con los ojos cerrados. La clandestinidad es bastante machista, digamos... —¡Pero no pensés pavadas...! —Pavadas pequeñoburguesas, Pablito proletario… .................—¡Precisamente, piba, pavadas poco peronistas…! El juego es breve porque Mariana se pone seria de pronto: —Yo creía que la reunión era mañana... —Es hoy. Pablo sonríe. —Llegamos —dice. —¿Bajo mirando al piso? —No. Quedate aquí. Voy a ver si la cuadra está despejada y vengo a buscarte. Recostada en el asiento, ella se acomoda mejor, como si estuviera durmiendo. Espera. El tiempo pasa y Pablo no regresa. Comienza a angustiarse. Está por decidirse a abrir los ojos cuando lo siente entrar. —¿Qué pasa, Pablito? Decime qué pasa, por favor. Un beso muy suave en la sien la tranquiliza. Pablo le
susurra casi al oído: —Ahora, sin hacer mucho circo, vas a bajar la cabeza y después vas a abrir los ojos. Ella obedece. Pablo sostiene en su mano un estuche abierto con dos anillos de oro. —¿Qué es esto? ¿Es para nosotros? —¿Ya vos qué te parece? Mariana lo mira desconcertada. —Hice grabar nuestros nombres... Ella se ríe encantada, Pablo está radiante. Se pone serio. —Dame la mano, Mariana. Ritualmente toma un anillo y se lo pone en el anular. —Ahora yo —dice ella, y le pone el otro anillo. Se besan. —¿Esto es como que nos casamos? —Esto es que elegimos casarnos con nuestra ley y nuestra ceremonia. Ante nosotros y ante el cosito de ahí adentro — explica él tocándole la panza. —Tengo calor, vaya bajar la ventanilla. Che, ¡es precioso! ¿De dónde sacaste guita para esto? —Fundí una joya de mi abuela... Es oro veinticuatro. —Me queda un poquito flojo. —No, está bien. —Sí, tenés razón. Oro veinticuatro... ¡Sos un chancho burgués ostentoso y prepotente! —grita Mariana y se le tira encima. Pablo empieza a hacerle cosquillas; se mueven de una ventanilla a otra del auto estacionado, jugando mientras ella va recitando, con voz de relator de catch televisivo. —¡La burguesía ataca nuevamente al proletariado, esta vez en su punto más débil! La burguesía es implacable, señores, el proletariado solamente alcanza a responder con maniobras defensivas, evidentemente improvisadas, sin una vanguardia esclarecida que ... En medio de risas y forcejeo, la mano izquierda de ella llega hasta la ventanilla abierta y en un movimiento brusco el anillo se está cayendo. Mariana da un grito y abre la portezuela
justo para ver cómo rueda pocos centímetros hasta la alcantarilla y desaparece por ahí.
XI La biblioteca está hecha de tablones paralelos montados con rieles, separados con ladrillos, armados como se puede, y va del piso hasta el techo. Es el living de Lila y Rodolfo, con sus dos sillones y el sofá, los ceniceros llenos, la alfombra no muy limpia. Sentado frente al escritorio del rincón, iluminado por una lámpara de pie que cubre con un cono de luz la máquina de escribir (una vieja Remington), la hoja en blanco y el relojito de arena, Walsh trata de redactar algo. Golpea las teclas con dos dedos y gran rapidez: Buenos Aires, oct 1 (ANCLA) — En la madrugada del 29 de septiembre, fuerzas del Ejército tendieron una emboscada... Contrayendo la cara, vuelve atrás el carro de la máquina y tacha con X mayúsculas "tendieron una emboscada"... habrían tendido... Niega con la cabeza. Tacha. ... habrían irrumpido en una casa situada en la calle Corro en el barrio de Villa Luro... Se recuesta en el sillón y lee toda la frase. Arranca la hoja con violencia, la hace un bollo y la tira al piso, se levanta, camina a grandes pasos por la alfombra. La angustia y la ansiedad le deshacen la cara. Se acerca al escritorio y mira la máquina de escribir. Un fuerte dolor en el cuello lo obliga a dejar caer la cabeza. Se toma el cuello con las manos e intenta masajearlo. Vuelve a caminar por la alfombra. Se apoya en un estante de la biblioteca, se cubre el rostro, vuelve a tocar su cuello. Son sólo unos segundos hasta que se aparta de la biblioteca y busca en un mueble la botella de ginebra y un vaso. Toma un buen trago y siente fuego ácido en el esófago, siente náuseas súbitas, urgentes. Corre al baño y vomita en el inodoro. Se humedece la cara, se seca con la toalla. Vuelve a caminar, avanza hacia el
escritorio, se sienta. Vuelve a poner una hoja en blanco. Teclea. Buenos Aires, oct 1 (ANCLA) — No hay todavía información precisa sobre el enfrentamiento que habría ocurrido en la madrugada del 29 de septiembre entre fuerzas del Ejército y fuerzas guerrilleras. Otra vez se detiene, lee, arruga la cara, niega algo con la cabeza. Pero no tacha. Frente a la acostumbrada falta de información por parte de las fuerzas represivas, se vuelve urgente averiguar qué pasó averiguar qué pasó averiguar qué... Golpea con los dos puños, con todas sus fuerzas, las teclas de hierro, y hunde la cara en ellas. Se levanta. Otra vez va y viene sobre la alfombra, describiendo con su movimiento de ida un recorrido cada vez más amplio, hasta que llega al hall de entrada. Se interna en él, siempre ida y vuelta, masajeándose el cuello; intenta recostarse en el sofá para descansarlo y cierra los ojos, pero tampoco le sirve: está rígido en el sofá. Se incorpora con desesperación y en ese momento se escucha una llave en la cerradura. Vivamente, mira hacia el hall. Entra Lila, se precipitan uno hacia el otro. Walsh la abraza con desesperación, la aprieta, se hunde en su cuello y empieza a besarlo. Ella lo deja hacer, lo acompaña como puede, sin entusiasmo. Él le toma la cara y la besa profundamente, la trae hacia el living, la empuja contra un sillón. La muerde, se apoya con todo su peso, le baja el cierre del jean y la toca con brusquedad, ella no puede evitar un gemido de dolor, entonces deja de tocarla, se abre el pantalón, se aprieta, se restriega contra ella sin mucho resultado, la sigue besando con desesperación, se agita, se cansa. Lila lo acaricia con generosidad hasta que Rodolfo se detiene y con decepción se recuesta en la alfombra, contra las piernas de ella, en posición fetal, con los puños contraídos. Lila se desliza del sillón y le toma la cabeza, la apoya en su regazo, lo mira y le acaricia la frente. Walsh tiene los ojos cerrados y ella llora silenciosa, sus lágrimas caen sobre él, que abre los ojos y suplica: —Necesito que vayas a hablar con la madre.
VIERNES 1 DE OCTUBRE DE 1976 Motivos personales I Una mano de varón desenrosca una tulipa, ubicada en el techo del closet de un baño de bar. Queda al descubierto la lamparita apagada. Dentro de la tulipa, la mano coloca un papel doblado, pequeño. Rápidamente, vuelve a enroscarla.
II En el living de clase media acomodada, un reloj de pared señala las 9.30 de la mañana. Marta abre la puerta a Lila, se miran: se están conociendo en ese momento. Marta es notablemente mayor y está vestida con cierta elegancia, aunque eso no suaviza el efecto que produce el dolor en su rostro. Su aspecto contrasta con el de Lila, que usa jeans, zapatos bajos, camisa, cara lavada. —Sentate ... ¿Querés un café? —No, gracias, me voy enseguida. Marta se deja caer en el sillón de enfrente. —Tenías un mensaje de Rodolfo. —Él no quiere venir. Es peligroso para vos. Dice que tenés que ir al Primer Cuerpo de Ejército y pedir que te entreguen el cuerpo. Decí que la dan por fallecida en un enfrentamiento en el noticiero de Radio Colonia, el del 30 de septiembre. Dice que si no te lo entregan, tenés que pedir información. No te la van a dar, pero entonces podemos suponer que la secuestraron y puede estar viva. En ese caso tenés que conectarte con esta señora... — Lila escribe en un papel y sigue—: Es madre de una compañera que se llevaron. Está organizándose con otras madres de gente que cayó, para buscar. Rodolfo dice que él está moviendo sus contactos, haciendo sus... —¿Alguna otra orden? —interrumpe Marta. Lila dobla y dobla el papelito que escribió, no esperaba
eso. Marta aprovecha: —Veo que el detective Walsh se puso en acción. El sabueso experto e infalible inicia una vez más su tarea. Disculpá la indiscreción, pero vos estás tan cerca de él... y los lectores ansiamos saberlo: ¿habrá un nuevo libro? ¿El caso María Victoria? ¿Operación Filicidio? La última palabra queda retumbando en el living. Lila se pone el papel en el bolsillo y se levanta para irse, pero antes de abrir la puerta se da vuelta, furiosa. —¿Solamente podés pensar en tu odio? No digo ya que te importen los demás, el país, los obreros. ¿Tampoco te importa tu hija? —No dije que no iba a hacer lo que él dice, ni te dije que te fueras —dice Marta con voz sorda. Lila vuelve sobre sus pasos. Llorando sin ruido, con los ojos abiertos llenos de odio, Marta sostiene su mirada.
III A treinta metros de una bocacalle de Rivadavia, un hombre con gorra calada de visera, pantalones de algodón de corte antiguo, camisa celeste de manga corta y breve bigote blanco baja de un colectivo y busca la esquina. Cuando llega mira el cartel de la calle: Canónigo Miguel C. del Corro. Usa anteojos y tiene la mirada intensa y azul que conocemos. Dobla por la calle Corro y comienza el recorrido.
IV —No tengas nunca un hijo con él. —Ahora no tenemos tiempo de tener hijos. —Después. Si hay después. No tengas nunca un hijo con él. Lila desvía la mirada.
V
Seguro en su disfraz, Walsh camina despacio, mira las casas con ansiedad y temor. Se trata de un barrio tranquilo, de modesta clase media. Es de mañana en un día de semana y hay algunas mujeres que van o vienen de hacer las compras, algún vendedor ambulante. Es una calle poco arbolada, casi suburbana.
VI —Marta, no se puede ser pareja de Rodolfo si no hacés política. Vos no compartías con él cosas fundamentales: un proyecto para todos, no sólo para vos; algo que vaya más allá de tu ombligo. —Mi hija, precisamente, va más allá de mi ombligo. Y ya ves: quien no puede cuidar su futuro, su propia hija, ¿qué futuro puede ofrecer al mundo? —¡No es verdad! Lo personal, a veces... Es duro, pero es así: a veces hay que sacrificarlo... por causas más grandes... —¿Sacrificar...? —pregunta Marta con amargura—. Él no hacía el menor sacrificio cuando se pasaba el día afuera, corriendo atrás de un gremialista que por ahí le daba un dato, enamorado de la última pendeja militante que había conocido, seguro de que cuando no tuviera camisas limpias, volvía y acá lo esperaba esta pelotuda con la cama tendida. Él gozaba, Lila, gozaba, ¿entendés? Cuando no gozaba era cuando estaba con nosotras y Vicki quería jugar con él, quería que dejara de escribir o de leer, que se alejara del escritorio y hablara con ella. Ahí se aburría, enseguida. Era clarito qué rápido se aburría... ¡Sacrificio...! ¡Sacrificio era vivir con nosotras! La militancia siempre le encantó. Y Vicki... Vicki se hizo adolescente y empezó a hablarle de política. Así él no se aburría... —Te digo, Lila: no tengas un hijo con él. —¡A mí también me ocupa la política! ¡Yo no sería como vos! Marta la mira con irónico interés. —¡Ajá! ¡Así que vos soñás un hijo con él! Mirá vos, una militante... y también querés un hijo, como cualquier mujer.
—¿Por qué hacés opciones excluyentes donde no hay? —¿No hay? —grita Marta enfurecida—. ¿Así que vos creés que no hay? ¿Podés ser tan idiota, tan ciega, para no ver esto que está pasando? Decime: vos tenés una hija y un marido. Los amás. Pero él no importa, olvidate de él. Ella, tu hija: vos tenés una hija, ¿entendés? La hiciste, la pariste, la alimentaste y la cuidaste y la aguantaste, horas y horas y horas y horas, tu vida entera haciéndola crecer, preparándole comida, bañándola, vistiéndola, mientras el pelotudo de tu marido juega al ajedrez y lee a Chesterton, ¿sí? O juega al detective por la calle; o salva a la humanidad y adoctrina pendejas por vía vaginal, o lo que quieras: ¡es Dios! ¡Viva Él! Todos lo aclaman, pero vos no, y tu hija, no, porque aquí, con nosotras, no está. ¡Aquí se labura, no con todas las vidas, no con la Patria y el Futuro, no...! ¡Con una vida que recién empieza y depende completamente de vos, una insignificante vida que requiere de horas y horas interminables de dedicación! ¿Sí? ¿Lo entendés? Bueno, ahora imaginate que viene él y te dice: "Tu tarea, Lila, es una tarea menor. La mía atañe a millones de vidas. Voy a ponerte en peligro, a vos y a la nena, porque estamos en guerra y yo estoy en un bando. Es el bando noble, el correcto. Yo estoy de ese lado y vos me tenés que acompañar y me tenés que aguantar todo". ¿Qué le tengo que decir?: "¿Aquí estoy, heroico compañero, levanto mis dedos en V, levanto mi puño y mis cuernos, madre de Esparta? ¡A la guerra, hijita, a morir como un hombre!". ¿Eso le tengo que decir? ¿Y a mí quién me preguntó, Lila, en cuál bando quería estar? ¿Y quién me preguntó si quería si quería guerra? ¿Y a Vicki…? —Vicki eligió, Marta. Vicki sí es una compañera. Y la tenés que respetar. Conteniendo la voz, el temblor, Marta pregunta: —¿Qué eligió Vicki? ¿Tu revolución nacional y popular, o estar, de una vez por todas, al lado de su papá? Lila se fastidia. Está harta de escuchar argumentos patéticos, mezquinos. —Eligió luchar por muchos y no por ella. Vos reducís todo
a lo personal. No entendés ningún argumento que contradiga tu cabecita egoísta de pequeñoburguesa. ¿Sabés? La historia tiene leyes crueles. No las inventamos nosotros, ni nos gustan. Pero son las que son. Se ve que a vos nunca te faltó pan para darle a tu hija, en esas horas y horas y horas en las que la estuviste alimentando. Hay madres que no pueden elegir entre los hijos y la causa porque las dos cosas son lo mismo, ¿entendés?
VII Walsh está llegando a la esquina de Yerbal. De pronto aparece lo que ansía y teme. Se estremece, se detiene abruptamente. La casa de Corro tiene dos plantas y terraza, está en la ochava y tiene el frente completamente destruido. En lugar de puertas o ventanas, un inmenso boquete deja ver escombros y pedazos de living o piezas en el interior. No parece una casa donde hubo un tiroteo sino una casa dinamitada. Un camión del Ejército está parado en la esquina. Rodolfo intenta reponerse rápido y entra con tranquilidad al almacén de enfrente.
VIII —Pero yo sí puedo elegir. Y cada madre cuida a su hija lo mejor que puede. ¿O querés que no la alimente porque hay chicos desnutridos? —Si todos hubieran pensado como vos, todavía habría esclavos. Y si alguna vez todos empiezan a pensar como vos ... el mundo va a ser una pesadilla. Un desierto habitado. Cada cual en la suya, idiotizado, cultivando su quintita miserable... si tiene quintita, claro. Porque si no va a ser simplemente un resentido descompuesto, viendo cómo roba y mata para conseguir una migaja. No, Marta, no tenés razón. A Rodolfo le gusta la militancia, es verdad, pero le gusta porque así se siente parte de muchos. Cuando se entiende lo que nosotros entendemos, Marta, lo personal no existe.
—Sin embargo vos lo amás. ¿No es por eso que estás acá? ¿O ésta es una misión como cualquier otra para ustedes dos? —No. También es por eso que estoy acá. Pero no está en primer plano. Ni para él ni para mí. —"No está en primer plano"... No te creo. Y aunque fuera así, vos lo amás, lo seguís. "No se puede ser pareja de Rodolfo si no hacés política." Militás para él. —No milito para él, milito con él. Marta se ha repuesto. Se seca las lágrimas y la mira a los ojos. —¿Estás segura?
IX Mientras se finge interesado en un paquete de pan lactal, Rodolfo observa de reojo el ventanal del almacén: dos suboficiales, dirigidos por un tercero, están cargando un sofá que sacaron de la casa "dinamitada". Desvalijan la casa, es evidente.
X Lila se está yendo. Con la mano en el picaporte, Marta pregunta: —¿Qué te dijo él? ¿Que venías a ver a un ama de casa pelotuda? ¿A una pequeñoburguesa frívola que ahora gana algo de plata? —Me dijo que eras muy reaccionaria. Y que te fascinaba la literatura. Aprovechando el asombro de la ex esposa, agrega: —Marta, él quedó muy mal. No puede bajar los brazos, muchos dependen de él. Pero está desgarrado, y tiene la esperanza de encontrarla. Yo lo sé. —Pero quiere investigar. Y ahí se siente Sherlock Holmes y pese a todo disfruta. Yo lo sé. —… —Voy a remover cielo y tierra hasta encontrar a Vicki.
Decíselo. Y decime otra vez qué tengo que hacer, ahora siento que no entendí nada. —Primer Cuerpo de Ejército: pedís que te entreguen los restos; anunciaron su posible muerte por Radio Colonia el 30 de septiembre. Si no te los dan, podemos suponer que está secuestrada. Entonces la ves a Mary Ponce de Bianco. Saca el papel doblado que se había guardado en el bolsillo y se lo extiende. —Bueno. Decile a Rodolfo... Decile que yo sé que no era para él... Decile... que no soy quién para juzgarlo... para juzgarte... Lila se está yendo. La mira. —Yo tampoco.
XI En la caja, el almacenero le está cobrando el paquete de pan. Es un hombre bastante gordo, de unos cincuenta y cinco años, fornido, aspecto de comerciante próspero con sus lentes de marco de oro. Distraídamente, Rodolfo pregunta: —¿Qué pasó? —¡Uh! —resopla el otro agitando la mano, dándose importancia—. Fue anteayer. ¡Toda la mañana de baile! Tiraron desde acá mismo, ¿ve? —señala la vereda—. Trajeron un tanque. Incluso subieron a mi terraza. Es que eran duros los subversivos... ¡duros, duros... ! ¡Los hicieron bolsa! —¿Quedó alguno vivo? —No creo que haya quedado ni uno —niega el otro, semisonriente—, y mire que eran muchísimos, como treinta. Una guarida de subversivos, ¿qué me dice? ¿Mire si entraban a robarme? Porque hacen esos operativos, como dicen ellos. ¡Enfrente de mi almacén! Anteayer, no se imagina. ¡Un ruido! Menos mal que se terminó todo. ¿Usted sabe cómo les dieron? Yo cerré al público y bajé las persianas. Un día sin ventas... Bueno, no importa, porque ahora que tenemos mano dura, estos se van a dejar de joder y nos van a dejar vivir en paz, que es lo único que
queremos los argentinos. Walsh camina por Corro. Ahora los suboficiales están cargando una heladera en el camión del Ejército.
XII Pablo avanza hacia el baño de caballeros, entra a uno de los closets y cierra la puerta. Subido al inodoro, empieza a desenroscar la tulipa. Escucha que alguien entra al baño y se queda inmóvil. Cuando termina el ruido del pis, espera muchos segundos y retoma la tulipa. Alguien intenta abrir la puerta trabada. Pablo se acuclilla en silencio sobre el inodoro y grita. —¡Ocupado! Cuando le parece que otra vez no hay nadie termina de desenroscar, toma el papel doblado y reubica la tulipa.
XIII La Plata, Décima Brigada de Infantería. En su despacho, el general de brigada Rafael Oddone observa interesado la doble página de un libro abierto. Se trata de La República, de Platón, y está subrayado con énfasis. Es el comienzo del capítulo VII, la parte de la alegoría de las cavernas. Oddone tiene cincuenta y cinco años, un aspecto corpulento y tosco, astucia en la cara. Su despacho es amplio y solemne. Un reloj de pared marca las 10.23 de la mañana entre los previsibles adornos: cuadros del general San Martín y el general Roca, un gran crucifijo de madera tallada. El escritorio, los sillones y las sillas son de estilo inglés: cuero verde musgo, tachas de bronce. Todo reluce, es el despacho de un funcionario de alto rango. Sobre el escritorio, una foto enmarcada muestra al general con su mujer y sus seis hijas (entre diez y diecinueve años) en la fiesta de quince de la mayor. Él, ceñudo con su uniforme de gala, y ellas, sonrientes, vestidas de largo. El uniforme de gala del general contrasta vivamente con la gasa y el lamé. El libro de Platón está abierto cerca de la foto y el general
lo inspecciona con sus anteojos para ver de cerca, con absoluta concentración. Da vuelta la hoja en el momento en que suena su teléfono. —Diga... Pásemelo... Sí, Carlos, ¡cómo te va! Bien, estamos todos bien. María Luján lamentó no ver a tu hija en... Sí, entiendo. Mejor que estudie y no que... Claro. Decime a qué debo tu llamado... Sí... Sí... Correcto... Sí... ¿Cómo se llama, dijiste? Esperá que busco para anotar. Esperá en línea. El general se incorpora y sale de su despacho, cerrando cuidadosamente la puerta. Un oficial teclea con dos dedos en una máquina eléctrica. El coronel Marini, sentado en su escritorio, está leyendo una carpeta. Frente a él está Manuel Mendizábal, un conscripto, sentado en actitud estática, en silencio. Se trata de un soldado de dieciocho años y grandes ojos claros, cuerpo atlético. Es joven, fuerte, sano, y no parece albergar la menor duda sobre todo esto. Oddone no lo mira: —Coronel, necesito la ficha de Aurora Konig. Manuel Mendizábal cambia imperceptiblemente su actitud: está observando. —Ya se la llevo, mi general. Con una carpeta abierta sobre su escritorio y la puerta nuevamente cerrada, el general reanuda la conversación. La va hojeando mientras habla y subraya, casi como un juego, palabras aisladas con un lápiz negro. —Sí, hola. Deletreame el apellido, por favor. En la carátula hay una foto. La cara de la muchacha es producto de una ampliación y recorte de otra foto. Es el rostro, la camisola, el pelo emulado y alborotado que están en el retrato del living de Konig, aunque ésta no es una fotografía posada. —Waldo... Alberto... Lola... Saúl... Horacio... Walsh. María Victoria Walsh. Al pie de la foto, dos líneas: NOMBRE: Aurora Konig. OBSERVACIONES: hija del cnel. (R) Carlos Eugenio Konig
y de la Sra. Carmen Vives de Konig. —Bien. Comprendido. Tu relación con esta persona, Carlos, ¿cuál es? Ajá... Y sí, las chancletas en la peluquería se dicen todo. Y al padre, ¿también lo conoce tu mujer? En la carátula, el general subraya: hija. —Ah, no lo conoce ... El general mira la primera hoja: EDAD: 23. OCUPACIÓN CONOCIDA: estudiante de la carrera de Antropología en la Facultad de Filosofía y Letras de La Plata. DESCRIPCIÓN FÍSICA: cabello enrulado, castaño claro, tez mate, ojos color marrón claro, estatura: 1,65, peso: 60 kg. Señas particulares: lunar visible en el dorso de la mano derecha. DOMICILIO CONOCIDO: Calle 58, número 756, entre 10 y 11, 4° piso, departamento 3. La Plata. TELÉFONO: No tiene. PARTICIPACIÓN COMPROBADA: activista simpatizante de la organización subversiva autodenominada Montoneros. —Bien... Entendido... Subraya: "domicilio conocido" "simpatizante" "Montoneros". —No ... Prefiero que no hablemos por teléfono. Da vuelta la hoja. Hay una foto de una asamblea estudiantil y un círculo resalta la figura de Aurora, sentada entre los asistentes, en actitud interesada pero pasiva. Al pie, se lee: 3—4—76: La Plata. Facultad de Humanidades. "Asamblea" para organizar la protesta contra el examen de ingreso. La simpatizante subversiva está sentada junto a dos integrantes confirmados de la Organización Montoneros. —Almorcemos mañana, de paso nos vemos. En la página siguiente hay otra foto, esta vez de una movilización estudiantil. Entre los rostros bajo las pancartas, un círculo resalta el de Aurora. 4—4—76. La Plata. Portón de la Facultad de Humanidades. Concentración contra el examen de ingreso.
—Pasame a buscar por acá a las 12.30... Entendido... En la última hoja lee: Evaluación provisoria: "independiente" simpatizante de la organización subversiva Montoneros, en contacto con activistas de base. No se oculta, no parece tener responsabilidades asignadas; activista inorgánica, no reclutada aún por la organización. —Hasta luego, saludos a tu señora. Mientras cuelga con la izquierda, el general subraya: activista inorgánica no reclutada Y se queda pensativo. Después se levanta y abre la puerta del despacho. —Búsqueme las fichas de los Walsh —pide a Marini, extendiéndole la carpeta para que la guarde. —Enseguida, mi general. ¿Tiene un minuto? —Sí. ¿Qué pasa? —Acaban de entregamos este dossier de documentos. Es sobre la campaña antiargentina que se está armando en París. —Bien. Alcáncemelo al escritorio en veinte minutos. —Pero hay un problema, general... Están en francés. Desde la silla donde está sentado, Manuel Mendizábal levanta las cejas vivamente. —¿Cuál es el problema, coronel? ¡Consiga un traductor! Como Marini lo mira, Oddone pregunta, enojándose a medida que habla: —¿Tengo que entender, carajo, que nadie traduce del francés en la Décima Brigada de Infantería? Otra larga mirada de Marini. Manuel Mendizábal se pone de pie: —Con su permiso, mi general: yo leo, escribo y hablo francés correctamente. El general lo mira atónito primero, después con interés: —¿Ud. habla francés, soldado? —Así es, mi general.
—¿Puede traducir estos documentos, entonces? —Si usted lo desea, sí, mi general. —Coronel Marini —ordena con decisión Oddone, después de vacilar un segundo—, dele a mi chofer una máquina de escribir y siéntelo a trabajar. Cuando termine, hágamelo saber... Tiene que venir un conscripto para que alguien hable francés acá, parece mentira. Y le pedí las carpetas de los Walsh, ¿dónde están? Marini se dirige al fichero, presuroso, y le alcanza dos carpetas de tapas de grueso cartón, forradas con papel araña plastificado color rojo. Oddone las recibe mientras observa con curiosidad a Manuel Mendizábal, que lo mira a los ojos, franco, frontal, afable. Como si no fuera un soldado y, mucho menos, su chofer.
XIV Una mujer joven, de espaldas, camina por la vereda. Rodolfo la ve de lejos y se acerca a ella. La mujer se da vuelta sin prisa; Walsh pregunta: —Disculpame, ¿cuál es Nicasio Oroño? —No sé, soy de Balvanera. Se miran: ella respondió lo que debía responder. —Soy Esteban. —Marcela. Vamos.
XV En su despacho, otra vez el general habla por teléfono. Una de las carpetas rojas está cerrada; la otra, abierta. —¿Cómo estás, Virginia? ¿Las nenas? Decile que no se preocupe, esta noche vuelvo a casa temprano y buscamos juntos en la enciclopedia, que me espere despierta. Mirá, necesito que llames a... la esposa de Konig...: eso es, Carmen. Llamala a Carmen para saber cómo anda y preguntale alguna tontería... Bien... Los zapatos..., dónde los compró. Buen pretexto. Después, como si te
acordaras, decile que Marta manda muchos saludos... Si te pregunta eso, "qué Marta", decile "la de tu peluquería"... "la de tu peluquería", exacto. Si sigue sin saber, no insistas, ¿entendés? No te muestres alarmada, divertite... ¡Escuchame, vos no sabés qué peluquería! Vos estuviste charlando con una tal Marta y te contó que la conocía. ¡No importa dónde, che! Qué cabecita de mujer tenés, ¡improvisá, chancleta! Pero no insistas, decile rápido que todo fue un malentendido, que tenés otra amiga que se llama Carmen, y restale importancia... Sí... Si sí conoce a Marta, decile que tu marido va a tratar de ocuparse de lo de Vicki... Sí, así. "De lo de Vicki." Es una subversiva que no se sabe dónde está. Escuchá, no preguntes... Así vos también servís al país… Y callate la boca, ¿eh? A ver, repetime todo lo que vas a decir… Sí... Sí...
XVI Marcela estaciona el auto en una calle tranquila de Mataderos. Baja primero, después abre la otra portezuela y desciende Rodolfo, con la vista clavada en el piso. Ella lo toma del brazo y lo guía hacia uno de los edificios de la cuadra. El departamento operativo montonero tiene una mesa redonda de fórmica opaca, sobre su centro exacto pende una pantalla de opalina. Alrededor se sientan los cinco integrantes de la reunión: Rodolfo Walsh, nombre de guerra: Esteban. Mirtha Rothemberg, nombre de guerra: Mariana. Leandro Lavaqué, nombre de guerra: Pablo. Raúl Quintino, nombre de guerra: Nacho. Eva Dopay, nombre de guerra: Marcela. Walsh es veinte o más años mayor que todos ellos, Raúl está en la treintena, Eva tiene veintitrés. Serios, los montoneros se estudian en silencio. Rodolfo es el más observado pero él no observa a nadie, los ojos algo bajos detrás de sus anteojos como si su mente estuviera en otro lugar. Segundos después Nacho—
Raúl rompe el silencio: —Bueno. Empezamos, compañeros. Con esta reunión, la conducción Nacional responde a un pedido de ustedes. Yo solicitaría, en principio, que hablara el responsable del Departamento. Eventualmente podemos abrir una lista de oradores... Walsh hace una señal con la mano. —Correcto. Adelante. —Nuestra intención es discutir personalmente, con el compañero de la conducción, algunos aspectos del documento que el consejo difundió entre los oficiales, hace diez días. Para empezar sería bueno remitirnos al material que venimos enviando, como Departamento de Información e Inteligencia, desde agosto. No recibimos ninguna devolución de los aportes que hicimos, y creo que siguieron ocurriendo cosas muy terribles y que estamos en una situación demasiado urgente como para esquivarle el bulto a una discusión profunda ... —Disculpá la interrupción, Esteban —dice Raúl—; sin duda ocurrieron cosas terribles. Por eso, además del abrazo personal que ya te di, quisiera decirte algo: en nombre de la Conducción Nacional, te diría incluso en nombre de los compañeros laburantes, de los laburantes argentinos (esto no es un exceso, porque vos sos un punto de referencia para los laburantes argentinos), queremos decirte que te acompañamos en tu dolor, que estamos con vos, que estamos orgullosos de Vicki y de los compañeros que estaban con ella y... —Perdón, yo te agradezco, pero hay dos cosas que no puedo pasar por alto: una es que no sabemos todavía qué pasó... —Yo no dije que se sepa, Esteban, yo dije que... —Falta la otra: digamos que yo no estaría tan seguro de que la clase obrera esté dispuesta a firmar con su nombre alguna cosa que vos digas... No es por vos..., que diga nuestra organización... Y eso nos devuelve a los planteos que queríamos hacer hoy. Walsh hace una pausa. Su agresividad es profunda y
contenida. Los demás son espectadores interesados: Pablo se pregunta si cuando planearon la reunión habían acordado empezar con un tono de crítica tan directa a la conducción, Rodolfo sabe ser más sutil. Mariana se dice que Rodolfo está mal y está furioso pero que tiene razones y razón. En cuanto a Marcela— Eva, la impacienta tanto circunloquio, ansía que le toque el turno de decir lo suyo, que es lo que realmente importa. —Mirá —sigue Rodolfo, mirando a Raúl—, acá hay una situación gravísima que nuestra Orga no está queriendo ver: nosotros ya informamos los planes enemigos, es evidente que ellos están cumpliendo con éxito los objetivos militares que se propusieron para este año: están destruyendo nuestras conducciones y secretarías zonales. Ahora están en el aspecto territorial de la guerra, el año próximo esperan pasar a la fase siguiente y encararse con nuestra Conducción Nacional, y la de nuestros aparatos federales de finanzas, documentación, información y logística. Te estoy repitiendo cosas que dijimos como Departamento de Inteligencia, y pusimos por escrito. Y me pregunto, Nacho, nos preguntamos, qué pasa, por qué no se puede prever nada, si inteligencia informa, si inteligencia avisa, si inteligencia anuncia. —Se ha previsto, compañero, se ha previsto. Desmantelamos conducciones zonales, precisamente porque estaban penetradas por el enemigo y había que proteger... —¿Proteger como protegieron a Paco —grita Walsh—, cuando lo trasladaron al área más jodida, más penetrada, más sangrienta que había en ese momento en el país? Y digo "en ese momento" porque ahora no es más así, no es más sangrienta, ahora está desangrada, ya derramaron toda la sangre, ya nos hicieron mierda, nos rompieron el culo, y está la nena de Paco, que lo vio morder el cianuro, que la recuperaron de pedo..., la hijita... En medio del silencio de todos, la voz se le quiebra. No puede seguir hablando. Tiene las cuerdas vocales paralizadas. Nunca se quedó completamente mudo, se asusta, no comprende
qué le ocurre; el otro aprovecha: —Nuestro compañero está mal, y es comprensible, pero es evidente que está mezclando motivos personales con evaluaciones políticas, es evidente que así no se puede pensar con objetividad. Yo les propongo que tratemos de separar las cosas. —Yo quisiera decir algo... —empieza Mariana y se calla, asustada por lo que hizo. Mira a Walsh y a Nacho, en ese orden, pidiendo permiso. Walsh la mira pero no hace nada, sigue mudo. —¿La compañera propone que se abra la lista de oradores? —pregunta Raúl irritado. —Sí... —Se anota Mariana ... ¿Alguien más? Nadie contesta. Molesto, consciente de lo ridículo de la situación, Raúl—Nacho anuncia: —Tiene la palabra la compañera Mariana. —Sabemos que Esteban tiene motivos para estar muy triste, pero eso no quiere decir que esté hablando por su dolor. Nosotros venimos discutiendo esto todos juntos, desde el golpe. Yo quiero volver al punto donde él empezó: los informes escritos que nuestro Departamento hizo llegar a la conducción... Walsh la interrumpe, súbitamente recuperado y dispuesto a retomar el protagonismo: —Exacto. Nosotros decimos: nuestra derrota militar es un hecho que no se puede negar. Falta que la completen, nomás. Entonces, la pregunta tiene que ser política: ¿cómo garantizamos que la derrota militar no se vuelva derrota política? Ustedes argumentaron varias veces que no era así, producen documentos donde se la pasan acumulando pruebas de que al gobierno le va muy mal, que está aislado por los partidos políticos, que está aislado internacionalmente... Nosotros respondimos a estos argumentos, no quiero empezar ahora a enumerar nuestras respuestas que, por otra parte, son más bien un problema de sentido común: al gobierno no le va muy mal, ni siquiera le va mal..., al gobierno no le va nada mal. El gobierno tiene el apoyo de los partidos políticos, el gobierno tiene el apoyo internacional de
la Unión Soviética; más allá de que esté perjudicando su imagen ante el imperialismo yanqui, ahora que a los yanquis se les dio por imponer democracias y derechos humanos, el gobierno no está aislado. ¡Subestimamos al enemigo, y esto es grave para nosotros, para nuestro futuro como organización, pero es más grave todavía para el destino del país, para los trabajadores del país! —Son los trabajadores del país los que nos exigen soluciones militares ante los avances del gobierno —interrumpe Marcela. Rodolfo se digna a mirada un instante. Le contesta: —No son "los trabajadores del país", son los dirigentes gremiales de base, que están solos como nosotros y están desesperados, y se escapan hacia delante, lo peor que se puede hacer. No confundamos a dirigentes sin representación con una clase social. —Esteban me critica porque me permito hablar en nombre de los trabajadores —dice burlonamente Raúl—, y ahora cree conocer todo lo que piensan los trabajadores y encima ata los destinos de la organización a los destinos del país. No es que yo no esté de acuerdo con eso último, yo sé que son un mismo destino. Pero señalo la contradicción, que en un compañero tan brillante como el oficial Esteban, me parece, no puede tomarse de otro modo que como prueba de que él está mal (perdonen, compañeros, pero tengo que insistir), muy mal, y sus razonamientos están atravesados por causas personales. El mío es un papel muy odioso, compañeros, pero todos sabemos que cuando pensamos política tenemos que desterrar toda consideración de nuestra intimidad. Si fuera otro el compañero alterado, Esteban no vacilaría en hacer lo que yo estoy haciendo ahora acá ... Walsh golpea la mesa con todas sus fuerzas. —¡Vos sos un hijo de puta! —grita, y se abalanza sobre Raúl—. ¡Vas a retirar lo que dijiste o te rompo la cara a patadas! Por suerte la mesa está entre ellos y no hay que separarlos.
—Esteban, pará, calmate —pide Pablo y lo toma del brazo, consigue volver a sentarlo. —Pero —dice Raúl—, ¿qué está pasando, Esteban? Soy yo, viejo... Somos amigos… Yo te respeto mucho, vos lo sabés... Vos… tenés una trayectoria… Estamos discutiendo y yo estoy señalando algo, no veo por qué tenemos que plantear las cosas en esos términos, yo creo que... —Bueno —dice Mariana—, por qué no nos calmamos todos. Esteban está alterado... Pero Walsh grita: —¡Sos un hijo de puta y un hipócrita! ¡Vos violás normas de seguridad por motivos personales, vos ponés de verdad a la organización en peligro! ¡Aunque sabés que está prohibido, que es un disparate y una irresponsabilidad! ¡Vos ves a tus hijos todos los fines de semana! Silencio horrorizado. Todos miran a Nacho. Hasta Eva, que había demostrado hasta ahora bastante indiferencia, vuelve sus ojos asombrada, con reproche, al dirigente de la conducción. Raúl no sabe qué decir. El tiempo se detiene. —Preparo café —dice Mariana. Nadie le contesta pero ella ya está en la cocina. Marcela hace ademán de incorporarse para ir a ayudarla pero opta por imitar a los varones y se queda rígida en la silla. Llegan ruidos de tazas y cucharitas. —Eh... —dice Pablo—, me gustaría... Aprovecho para... eh… comunicarles algo... Eh... Algo bueno, gracioso… Un éxito... Es sobre ANCLA... Los milicos están despistados… Creen que es una agencia de noticias de la Marina... De un grupo "blando"... Es el ancla que Esteban puso en el sello lo que los confunde y... La risita se le apaga. El silencio sigue hasta que llega Mariana con la bandeja humeante. —Esteban —dice Raúl—, te pido disculpas. Yo no concuerdo con la posición de ustedes; vengo a traer una información que precisamente ustedes no tienen, y me excedí en la discusión. Vos tenés razón: no pensás así porque estás
alterado, y si dijiste algunas cosas porque estás alterado, tampoco importa. Yo también puedo hacerlo. Es verdad que algunas veces no puedo manejar... los sacrificios que me impone nuestra militancia, yo también tengo debilidades —la voz se le enronquece—. No vamos a resolver esto a trompadas. No nos vamos a pelear entre nosotros, por favor. Walsh asiente, trata de decir algo pero no puede. Otra vez no puede hablar. —A veces es muy difícil renunciar a cosas... que uno quiere mucho... —murmura Raúl. Walsh cierra los ojos; Mariana y Pablo se miran; Eva menea la cabeza con desaprobación. Raúl la mira y se recupera, vuelve a ser Nacho. —La conducción conoce la posición del compañero, y del resto del Departamento. No me parece necesario reiterarla ahora. Si les parece bien, cerramos la lista de oradores con una intervención de la compañera Marcela, que vino para plantear algo muy importante. Ustedes van a recibir unas instrucciones escritas que la compañera Marcela ampliará enseguida. Como ve que Rodolfo no toma la palabra, Pablo hace un gesto. —Muy bien, se anota Pablo. ¿Alguien más? Te escuchamos... —Nacho, el planteo que estamos haciendo a la organización es un planteo constructivo, es un intento de aportar críticas y reflexiones, no de cuestionarlos a ustedes... Digo, a la conducción Nacional... —Nos alegra que sea así, compañero. De todos modos, conocemos la posición del Departamento por los documentos que nos han enviado. Nosotros tenemos algo importantísimo que decir. De modo que vamos a dar la palabra a la compañera Marcela, y con eso damos por terminada la reunión. Acariciándose el vientre todavía chato, Mariana pide tímidamente la palabra. —Compañera, se cerró la lista de oradores.
—Rod... Esteban, ¿no vas a hablar? ¡Por favor, Ro... Esteban! ¿No vas a hablar? Mariana se levantó y levantó la voz. Walsh la mira con angustia, trata de hacer vibrar sus cuerdas vocales para decir algo paradójico: "No puedo hablar". Pero es en vano. Pablo intenta hacerla sentar. —Dejalo en paz, Mariana. ¿No ves que no puede? —¡Por favor, compañeros, por favor! Estamos todos muy mal y así no se puede hacer una reunión. ¡Por favor, vamos a atenernos a la lista de oradores! ¡Marcela, decí lo que tenés que decir y terminemos de una vez! —¡No! —grita Mariana. Su grito suena y resuena ante el silencio atónito—. ¡No! ¿Me escuchás? ¡No! ¡Si Esteban no puede hablar, yo voy a hablar! ¡Y Pablo va a hablar! ¡Estuvimos muchas horas discutiendo esto los tres! ¡Y esto es muy importante! ¡No dijimos todo lo que tenemos que decir! ¡Acá hay muchas cosas en juego! ¡Acá está en juego el país y estamos en juego nosotros! ¡Nosotros también estamos en juego! ¡Yo no quiero morirme si eso no sirve para nada! ¡Yo no soy pelotuda! ¡Yo estoy dispuesta a morir si eso tiene sentido! ¡Y nosotros dos tenemos algo que defender! Nosotros... Se pone a llorar, Pablo la abraza. Rodolfo dice de pronto, como si le hubieran apretado la tecla play. —Nuestra evaluación política es que Montoneros ya no tiene la inserción que tenía en el movimiento obrero. El documento de la conducción dice que hay un repliegue de la clase trabajadora, es verdad; pero ese repliegue no es hacia Montoneros sino todo lo contrario: es hacia la burocracia sindical, primero, y seguramente hacia la desmovilización, después. Esa es la clave de nuestra derrota política. Si nos exterminan, y si nos exterminan frente a una clase obrera replegada que no hace nada por defendernos y defenderse, porque nosotros no les ofrecemos camino político... Y no les ofrecemos porque no lo tenemos, estamos limitados a un camino militar, que por otra parte es unilateral (tomar el poder), y además, está perdido ...
Eva—Marcela sonríe con suficiencia, niega con la cabeza. Walsh lo registra pero la ignora, se dirige exclusivamente a Raúl: —Hasta fines de 1974 no hicimos otra cosa que crecer; desde ese momento sólo sufrimos bajas, no estamos reclutando gente y estamos cada vez más aislados. ¿Tuvimos compañeros en las filas de la Policía Federal? Sí. Tuvimos compañeros y tuvimos simpatizantes. Pero cuando la única política que les proponemos es poner una bomba en el comedor del Departamento Central de Policía, los compañeros se van. Matar indiscriminadamente policías no es una política. Y hacer atentados dirigidos, elegir blancos, solamente es parte de una política cuando expresa una propuesta de mucha gente. La gente está delatando, Nacho, y no sólo por las torturas: en el Astillero Astarsa secuestran a todos los delegados más sesenta obreros: no los delata solamente la empresa, delatan los burócratas del gremio, pero hay algo peor: delatan a veces los mismos obreros, espontáneamente, o se callan la boca cuando saben que los burócratas hicieron lo que hicieron. Se callan porque tienen miedo pero también se callan porque están hartos, porque no nos siguen hasta acá. Nos siguieron para que volviera Perón, nos miraron con simpatía cuando Perón habló de socialismo nacional, pero las cosas cambiaron y no nos siguen para que tomemos el poder, nos dejaron solos. Estamos librados a nuestra suerte; si seguimos así, vamos a caer como moscas, uno por uno. Con desdén, Eva prende un cigarrillo negro sin filtro; usa un gesto cuidadosamente varonil. —Y cuando yo decía que esto es trágico para los trabajadores —sigue Rodolfo—, no me contradecía. Cuando nos hayan aniquilado... a nosotros (las demás organizaciones armadas de la izquierda ya casi no existen)... Cuando nos hayan aniquilado... se termina todo. Todo, ¿entienden? Si nos ganan esta partida, nos la ganan completa, se la ganan a toda la Argentina por mucho, mucho tiempo. La gente no sabe, no se da cuenta de que se está suicidando cuando apoya a estos mierdas. Nadie trata de interrumpido. Pese a ellos mismos, Nacho y
Marcela están impresionados. —Lo que quiero decir es que se termina toda posibilidad de resistencia del movimiento obrero. Lo sepan o no lo sepan los que hoy nos delatan, o nos empiezan a mirar como si fuéramos ángeles de la muerte. La frase final irrita particularmente a Raúl, que sale del encantamiento. —Y ahora resulta —dice con los dientes apretados— que el oficial Esteban retornó la literatura y se dedica a la ciencia ficción. Ya conocemos sus dotes de narrador, pero acá venimos a hacer política. —Y ahora resulta —replica Walsh— que cuando el comandante Nacho se queda sin juego, patea elegantemente el tablero, y si puede, de paso, los testículos del adversario. Eso es alto nivel de discusión. Un modo interesante de terminar con los argumentos molestos. —Mirá, lo que se terminó hace bastante es tu tiempo para hablar, que entre paréntesis nunca lo pediste. Eso de los ángeles de la muerte es demasiado, hermano. Te respondo clarito y sin metáforas derrotistas: por supuesto que somos la vanguardia del movimiento obrero y que nuestro destino es el de ellos, pero nadie nos va a aniquilar. —¡Lo van a hacer, Nacho, lo van a hacer si no nos replegamos! ¡No somos derrotistas, tenemos una propuesta, dejámela decir! ¡Repliegue y resistencia, como la del 56! ¡Los laburantes siguen siendo peronistas, no quieren a estos hijos de puta, lo que quieren es que nosotros no jodamos más! La resistencia sí la podemos organizar, una resistencia casi pasiva, despacito y callados. Si no podemos tomar el poder... —¿Y quién dice que no se puede? Eva fue la que habló. Walsh la mira atónito. —¿Cómo quién dice? ¿Me estás jodiendo? ¡Nosotros decimos! ¡Nosotros sabemos! ¿No leyeron los datos que mandamos, no siguen el avance del enemigo? ¿Para qué laburamos nosotros?
Teatral, gozando intensamente de su súbita importancia, Marcela replica: —¡Ese es el punto, compañero! ¡Ustedes no saben nada! Pablo, Mariana y Rodolfo la miran desorbitados. Nacho toma la palabra: —Compañeros, un poco de seriedad teórica y objetividad materialista. El Departamento de Inteligencia oscila entre sus tendencias literarias y el impresionismo político. La compañera Marcela también ha realizado tareas de inteligencia y tiene una información importante para darles. Marcela despliega un papel donde ha escrito prolijamente los ítems de su exposición. Habla rápido y tajante: —Compañeros, tenemos evidencias concretas de que estamos en condiciones muy favorables para presionar al gobierno. Montoneros ha logrado completar la instalación de las fábricas de armamentos en territorio nacional y puede pasar a producir su propio armamento. Los servicios de inteligencia militar saben que esto es cierto y están seriamente preocupados. Pese a lo dicho aquí, si bien tuvimos bajas numerosas y lamentables, y tenemos dificultades para reponerlas, es evidente que el poder de fuego de Montoneros crecerá de inmediato. Y aquí no se trata de un análisis político sofisticado sobre la representatividad social: todos sabemos que Esteban es un intelectual, y que, como dijo el compañero Nacho, tiene algunas tendencias a llevar al Departamento a teoricismos y abstracciones. Esto no es metafísica, compañeros, esto es materialismo dialéctico. Más allá de las cifras reales de bajas de este año, nuestra producción de armamento permite que la periferia de la organización incremente su poder de fuego inmediato. Y ésa, compañeros, es nuestra fuerza, y los milicos lo saben, y le temen... Hemos podido relevar que, en este momento, el Ejército está dividido y enfrentado por una lucha interna: viendo toda esta mejora de las condiciones militares de Montoneros, un sector importante y representativo propone no continuar la guerra contra nosotros, sino negociar.
—¿Negociar? —pregunta Pablo, incrédulo. —Negociar, sí. Y negociar empieza por negociar una tregua. ¡Y eso es política, compañero, no militarismo! En estos mismos momentos, tal vez, el Ejército está intentando comunicarse con nosotros para hacernos un ofrecimiento. Estamos a la espera de que tomen la iniciativa. Eva guarda sus papeles ceremoniosamente. —Bien —toma la palabra Raúl—, por lo tanto se trata no de replegarse sino de todo lo contrario. Hay que continuar subrayando ante el enemigo la magnitud de nuestro poder militar, para ablandarlo y contribuir a que elija lo que está por elegir: la negociación. Esta es la posición de la conducción. Elaboramos un documento con instrucciones. Los miembros del Departamento de Inteligencia reciben las hojas con escepticismo y resignación. —Compañeros —sigue Raúl—, la orden de nuestra conducción para inteligencia es estar alerta a cualquier señal. La oferta de negociación puede llegar en cualquier momento.
XVII El general observa unos papeles con sus anteojos algo caídos. Por el interno, llama Marini. —General, los documentos están traducidos. —Que me los traiga Mendizábal. Hágalo pasar. Y pídale a Sosa un café. El general cierra la carpeta que estaba observando: dice "WALSH, Rodolfo" en la tapa forrada en rojo; toma la otra (que dice ''WALSH, María Victoria") y las coloca en un cajón mientras entra Manuel. —Con su permiso, mi general. Oddone se quita los anteojos, lo mira atentamente; extiende la mano. Manuel le alcanza otra carpeta. —Siéntese, soldado. Oddone cruza las manos sobre el escritorio.
—Dígame: ¿usted vivió en Francia? —Pasé algunos meses en París con mis padres, general, pero nunca viví allá. Entra el sargento Sosa con el café. El general mira al soldado, como descubriéndolo: —¿Quiere uno? —le dice, y sin esperar la respuesta, divertido por la buena ocurrencia, ordena—: Sargento, ¡tráigale un café al soldado Mendizábal! —¿Dónde estudió francés? —retoma Oddone cuando Sosa ha salido. —Soy egresado del Liceo Francés, general. Entré en el jardín de infantes y cursé hasta quinto año. —Un colegio de nivel. Y además le gusta leer, ¿verdad? —Sí, mi general. —¿Le gusta mucho? —Mucho, mi general. —Tanto como para hacerlo en horas de servicio y ganarse un día de arresto... Dígame, Mendizábal, ¿qué más le gusta? —No sé... mi general... Me gustan los deportes.' —¿Qué deportes practica? —Jugué al rugby, mi general. Ahora que me incorporé al Ejército tuve que dejar, pero soy federado y juego en el CASI. Además hago equitación. Me gusta mucho cabalgar. —¿Dónde hace equitación? —Aprendí de muy chico, en el campo de mi padre, en Pilar. Tengo un caballo mío, me lo regaló él. El general no puede reprimir la expresión de simpatía y admiración. Se da cuenta y termina el café de un trago, para disimular. De pronto lo alarma una sospecha, frunce el ceño. —¿Tiene novia, soldado? No espera sentado la respuesta. Se incorpora y avanza hasta la ventana del despacho, corre un poco la cortina y mira hacia afuera. —No, mi general. En ese momento, entra Sosa con el café y se lo alcanza al
soldado sin decir palabra. Manuel se sirve azúcar y agradece. Sosa se va sin responder. Sólo cuando la puerta se cierra, el general dice: —Es raro, un muchacho como usted... ¿Qué pasa... ? —Nada, general. A veces salgo con alguna mujer, pero nada en serio... No encuentro... una chica para tomar en serio... El general le sonríe suavemente, aliviado, adquiere un aire casi cómplice. Pasea por el despacho. La República está sobre el escritorio, toma el libro en sus manos y continúa el paseo. —Y a este libro, ¿lo toma en serio? —Lo intento, mi general. Oddone se ha detenido en la ventana, nuevamente. Mira hacia afuera. Su despacho está ubicado en un segundo piso y la ventana da a un patio interior. En un rincón de ese patio hay una puerta de hierro a la que le han fijado un cartel rectangular, pequeño, que dice "Área restringida". —Es un libro de filosofía, ¿no, soldado? —Sí, mi general. —¿Qué piensa estudiar cuando termine el servicio, Mendizábal? —pregunta Oddone sin dejar de mirar por la ventana. Manuel se mueve nervioso en la silla. —No lo sé todavía, mi general. Derecho... —¿Y por qué no Filosofía, ya que le gusta tanto? El silencio indica que el muchacho está considerando la propuesta, o la respuesta. —Porque... es una carrera... poco recomendable, mi general. —¿Poco recomendable? —pregunta Oddone, volviéndose con fingido asombro. —Bueno, usted lo sabe... Hay mucha política... El general simula reflexionar la respuesta un segundo, antes de darse vuelta hacia la ventana y volver a mirar la puertita del rincón: Area restringida
—"Hay mucha política"... ¿Y qué tiene eso de malo? Asombrado, Manuel tarda en contestar. Oddone insiste: —Mendizábal, ¿qué tiene eso de malo? Un joven sano, inteligente, ¿no puede interesarse por los destinos del país? Manuel organiza su respuesta cuidadosamente, aunque con bastante velocidad. —Mi general, nada tiene de malo que los jóvenes nos interesemos por los destinos del país. Sólo que... lamentablemente... la mayoría de los que hoy se interesan, en la universidad, me parece... están... confundidos... A través del vidrio que queda visible al correr apenas la cortina, el general observa a dos oficiales y un suboficial que cruzan el patio empujando a dos prisioneros y entran por la puertita del "Área restringida", por la cual desaparecen, bajando la escalera que él conoce y lleva al subsuelo. No alcanza a ver el sexo de los cautivos, que tienen capuchas negras atadas al cuello y las muñecas esposadas a la espalda. —Son... revoltosos... —sigue Manuel. —¿Revoltosos? Manuel evita tragar saliva. Cierra un segundo los ojos y pronuncia con voz queda: —Subversivos, mi general. Oddone sonríe satisfecho y se da vuelta. Asiente varias veces, camina bordeando la silla de Mendizábal. —¡Exacto, soldado! ¡Son subversivos! La subversión ha copado las facultades de Filosofía y Letras y a gran parte de la juventud. Usted es un joven que me da esperanzas, parece inteligente. ¿Tiene alguna explicación para esta realidad? —No, mi general. No tengo la menor idea. —Qué pena. Es un fenómeno curioso. Y es un fenómeno internacional. Toma un cortapapeles plateado de su escritorio y hace que la hoja del cuchillo se deslice suavemente por su palma. Juega a pincharse con la punta, repetidas veces. Manuel mira fijo las manos del general, que espera que el soldado haga algún
comentario espontáneo. Como eso no ocurre, pregunta, cambiando bruscamente el tono: —¿Qué dice el libro? —¿A qué libro se refiere usted, mi general? —Ese que estaba leyendo en horario de servicio. El de Platón. —Ah, sí. Dice cómo se debe organizar una república, mi general. —Es un libro de política. —De alguna manera sí, mi general. Pero es un libro de filosofía, también. Habla de los grandes valores eternos. De la Belleza, de la Sabiduría, del Orden. Habla mucho del Orden. Sonriente, el general se sienta por fin en el escritorio y se inclina amable, confidencial, sobre su chofer. Lo tutea, le dice casi en un susurro: —Contame algo que diga. La parte que quieras, la que más te guste. De pronto relajado, Manuel se acomoda en la silla y empieza a hablar con entusiasmo genuino. —Le cuento una alegoría, mi general. Tiene un sentido, hay que saber interpretarla: en una caverna oscura, subterránea, hay hombres encadenados, mirando a la pared interior. Un golpeteo regular viene desde abajo, desde el patio, y atraviesa el vidrio cerrado, las cortinas, retumba por la pared: alguien está martillando, probablemente sea el golpe de un martillo contra un perno de metal. El general y Manuel miran hacia la ventana, Oddone se levanta y observa. En el patio, un par de suboficiales instala una cadena con grillos a veinte centímetros del zócalo. Hay una montaña de cadenas esperando ser colocadas, algunas tienen grillos; otras, collares. —Continuá, Manuel. —Antes de llegar a la entrada de la caverna, hay un fuego, y entre el fuego y los hombres encadenados, otros hombres levantan objetos que proyectan su sombra en la pared de enfrente. Los que están prisioneros no pueden girar la cabeza, así
que ven únicamente sombras que se mueven. El golpeteo continúa. A los golpes de martillo se suma el sonido de las cadenas que se arrastran. Manuel calla, impresionado, y trata de espiar por la ventana, pero desde donde está sentado no se ve nada. Oddone se asegura de que las cortinas estén bien corridas y lo enfrenta con una mirada paternal, tranquilizadora. —Seguí, Manuel. —Mi general... ¿Qué estaba diciendo? Esos prisioneros... esos hombres no ven otra cosa que las sombras, creen que es lo único que hay, que es real. De pronto, a uno de ellos le quitan los grillos y las cadenas, le hacen ver el fuego, le hacen ver a los que proyectan las sombras, lo sacan de la cueva, lo hacen subir a la superficie, al aire libre, ver el sol... Manuel está emocionado y se olvidó en ese instante de la ventana. Brillan sus hermosos ojos, enfáticos, como si estuvieran viendo el sol. Oddone también cierra apenas los ojos, con cierta conmoción. —Recién entonces —sigue Manuel— el hombre se da cuenta de que vivió engañado... Vio sombras, nada más... Él, que creía que entendía... descubre la verdad. Después de unos segundos en los que sólo se escuchan los sonidos del hierro y el martillo, el general rompe el silencio: —¿Y usted cómo interpreta esa historia, Mendizábal? —Yo creo, mi general... que los seres humanos vivimos... engañados, viendo en la Tierra solamente los... reflejos de las cosas verdaderas. Las cosas verdaderas son demasiado grandes, demasiado deslumbrantes para ser entendidas por nosotros. Yo creo que buscar la Verdad es ... algo demasiado grande. Aunque... Manuel calla, arrepentido de haber seguido hablando. —¿Aunque... ? Oddone vuelve a tomar el cortapapeles y a pincharse la palma vanas veces. —Aunque es posible... Aunque no sé ... porque las sombras que también existen tienen un misterio propio... No sé... No. Las
sombras no tienen que ser importantes, hay una sola verdad, mi general. Oddone asiente, parece satisfecho. Le extiende La República. —Muy interesante, Mendizábal. Tome su libro, pero léalo cuando corresponde. Puede retirarse. Dígale al sargento Sosa que me traiga el almuerzo. Ya vamos a volver a conversar. —Muchas gracias, mi general —dice Manuel y está por darse vuelta para salir del despacho cuando se acuerda de hacer la venia—. A sus órdenes, mi general. Oddone sigue pinchándose con el cortapapeles, mirándose la mano sin verla; está pensando. De afuera siguen llegando los ruidos. Se reclina contra su sillón y de pronto siente el chasquido de su carne que se abre: acaba de pincharse de verdad, tiene sangre en la palma. —¡Soldado! Manuel no ha terminado de cerrar la puerta. Se da vuelta asombrado, se cuadra. Excitado, el general camina hacia él blandiendo todavía el cortapapeles en el aire, con cierta ferocidad. —¡Soldado, hay otra interpretación que se puede hacer! ¡Los prisioneros están engañados, ésas son sus cadenas! En su afán de explicación, señala con énfasis la ventana. —¡Están prisioneros de una ideología falsa! ¿Cómo se hace para que gente así pueda entender la verdad? ¿Se puede lograr? Platón dice que si alguno vuelve, y trata de contarles a los otros la verdad de lo que vio, los otros lo matarán. Porque quienes engañan a un pueblo, soldado, sólo quieren matar a los que tienen la verdad. Como los judíos a Cristo. Entonces, ¿cómo se hace? Se escucha un grito. Es breve, como si alguien lo ahogara rápida, eficientemente. Manuel mira con terror la ventana. El general se estremeció apenas pero su pasión se renueva, extiende su mano, la aprieta cerrando el puño y cae una gota de sangre. —¡Hay que aplicar dolor, hijo! ¡Dolor! Es feo, nos duele a
nosotros también, pero hay que hacerla. ¡Hay que obligar a la gente a que entienda dónde está el sol! Para eso hay que eliminar a los enemigos que la engañan, pero también hay que causar dolor. Es un dolor terrible pero merecido, hijo, necesario. Dolor ... —¿Dolor? —repite Manuel idiotizado, muerto de miedo. No dijo "mi general", pero Oddone ni lo nota. —Hay tareas que no son lindas, pero son necesarias —dice con voz sorda. Sus ojos están casi húmedos y Manuella percibe, pese a su horror. —Pero a usted no le gustan, mi general ... Oddone se dirige tranquilamente a su escritorio y habla casi sin mirado. —Son la salvación de la patria. Lo dicen los Evangelios: cuando hay cizaña que creció entre el trigo... se separa y se quema, sin piedad. Y Platón, usted lo sabe: dice que para llevar al preso a la luz hay que hacerle doler ... Pero retírese, soldado, ya hablamos lo suficiente.
XVIII —Soy el chofer del general Oddone —dice Manuel, acodado al mostrador de una dependencia del Ministerio del Interior—. Vengo a retirar un sobre. Él avisó que yo venía. —Un minuto, por favor.
XIX
En la ruta de regreso a La Plata, Manuel estaciona el auto en la banquina. El sobre que retiró tiene un membrete adhesivo con un encabezamiento: Gral. Ramón Oddone. Décima Brigada de Infantería. PRESENTE. Lo rompe velozmente y saca una hoja oficio y una maquinita de fotos japonesa, muy pequeña, de un bolsillo interno. Fotografía la primera hoja y repite la operación con la hoja siguiente. Toma un sobre exactamente igual al que rompió, coloca adentro las hojas y lo cierra. Adhiere un membrete idéntico,
escrito a máquina.
XX Oddone atraviesa el patio interior que se ve desde su despacho. El paisaje ha cambiado por las hileras de argollas de hierro, preparadas para aprisionar por las gargantas a personas sentadas, con los pares de cadenas fijadas al piso y terminadas en pulseras listas para sujetar los pies. La puerta con el cartel "Área restringida" está cerrada. El general lleva bajo el brazo las carpetas rojas que estuvo mirando; son las fichas de los Walsh. Se detiene frente a la puerta, saca la llave, entra y desaparece.
XXI Finaliza un día más de trabajo en esa calle de barrio, cercana a la terminal de un colectivo. Los que viven juntos se están reuniendo en sus casas, pronto se sentarán alrededor de una mesa a compartir la comida. Por la medianera del edificio se ve la luz prendida en la cocina de Rodolfo y Lila y se siente el olor de la comida casera. Lila revuelve una olla que humea, prueba la mezcla. Tiene un delantal sobre ropa vieja y rota, manchada de pintura, el tipo de ropa que la gente se pone cuando tiene que hacer un trabajo manual que ensucia. —Llamé a Konig. Va a tener novedades pasado mañana — dice Lila mientras agrega ají molido y Rodolfo la escucha, apoyado junto al vano de la puerta—. Marta fue al Comando y pasó lo obvio: no saben nada, allí no está, etcétera. Me dijo que la trataron mal y que entraba en el segundo paso. Le dije que ya no la llamaba. —Y, no... No tiene sentido... El guiso hierve, caen sobre él hojas de laurel sabiamente dosificadas. Lila toma el moledor de pimienta. —Yo pensé: al hábeas corpus se lo van a rechazar... y si el
grupo de padres consigue algo, nos vamos a enterar por nuestra cuenta... Walsh la escucha con su expresión rígida, que disimula la angustia. Ella tapa la olla y baja el fuego, se acerca, quitándose el delantal. —Vení, vamos al living. Esto todavía tiene que hervir. La alfombra ha sido enrollada y hay diarios cubriendo el piso. Lila se arrodilla junto a una vieja cuna despintada y continúa la tarea de lijar los barrotes de madera. Una lata de esmalte en un costado, un frasco de aguarrás, otro de fijador, pinceles envueltos en diarios dentro de una lata, muestran que hace ya varias horas que empezó el trabajo. La cuna se parece a la de la beba que reía, aunque está vieja y averiada. —Esta capa de abajo de todo da un trabajo terrible... Walsh la mira desde el sillón. —¿Es para Mariana y Pablo? —Ajá... La conseguí en un tugurio frente al Abasto. La voy a pintar de blanco. A Mariana le gustan las camas blancas. Walsh la observa callado, infinitamente triste. Escucha los ruidos que hace su mujer al lijar y el fondo de sonidos del anochecer en el barrio. —¿Estás pensando en Vicki, Rodolfo? —No... Te miro trabajar... —… —Decime, Lila: ¿qué va a pasar con los obreros... ? Lila se detiene un segundo, antes de retomar el lijado. —Vos decís: qué va a pasar con los obreros cuando nos hayan hecho mierda. —Somos los últimos que quedamos en pie. Al ERP lo aniquilaron. Hoy, con los chicos, intentamos que la Orga escuchara. Estuvo Quintino en la reunión. No hubo caso... Cuando estos hijos de puta terminen con nosotros, ¿qué va a quedar de todo esto? ¿De qué nos vamos a acordar? ¿De qué se van a acordar los laburantes? No hubo... nunca hubo una masacre como
ésta... Lila termina de lijar. Empieza a sacar el polvo de la madera con un trapo seco. —Del miedo... Debe ser lo único que de verdad no se olvida... —Pero Volvió Perón... Hubo una fiesta… —No. Del miedo... Nada más que de eso… De los muertos de Ezeiza, tal vez. Aunque ya hubo tantos más, a lo mejor ni de ésos... —Lila, es terrible... Con la derrota... Con el recuerdo del miedo... Van a hacer lo que quieran con ellos. Se acaban hasta las leyes laborales históricas, las que impuso Perón... Se van a olvidar, los pobres se van a olvidar de cómo defenderse. Ella calla. Abre con cuidado la lata de esmalte blanco, moja un pincelito y empieza lentamente a cubrir los barrotes de madera. —Y si ellos no se defienden la burguesía avanza, es la ley de oro, ¿no? El trabajo versus el capital, si el trabajo retrocede... —... el capital avanza —completa Lila. —Y entonces la burguesía puede cagarse en todo. En todo... ¿Va a pasar eso, Lila? —Puede ser... —¿Qué sería cagarse en todo, para un patrón? —A ver... un patrón necesita gente que trabaje... Tiene mínimamente que protegerla, no se puede cagar en todo... No se puede cagar en las jubilaciones, el tiempo legal de vacaciones, los días feriados, la salud garantizada, las indemnizaciones, la educación de los hijos, las ocho horas de trabajo... No se puede hacer eso hoy, con los milicos... No, no se puede en el país que yo conozco... —No creo que conozcamos el que va a venir... Lila deja el pincel en un frasco con aguarrás y se sienta en las rodillas de Rodolfo. Se abrazan. En el silencio crece el absurdo sonido de las voces en la calle: una madre llama a sus
hijos a cenar. Ellos están acurrucados y quietos, rodeados por papeles de diario, polvillo y pedazos de pintura seca diseminados por el piso, espátulas tiradas, la cuna a medio pintar.
SÁBADO 3 DE OCTUBRE DE 1976 Mala época para el amor I Borrosa, bella, rodeada de luz de sol, una silueta femenina. Es como si estuviera en una altura, aunque dentro del sueño no se puede determinar por qué: si está en un tejado o subida a una colina, por ejemplo. Una melena corta, oscura, contrasta con la blancura de una túnica que le cubre el cuerpo. A través de la tela se vislumbran apenas sus pechos sueltos. Está descalza. La figura es neblinosa pero él adivina los grandes ojos jóvenes, negros, fijos en algún punto hacia adelante. Hay algo terrible, definitivo, en la mirada. Con un balanceo suave, como hamacándose sobre los pies, la muchacha levantará su brazo derecho extendido. En la punta de los dedos hay dos palomas oscuras que alzarán el vuelo con un ruido violento, salvaje, y en el mismo movimiento la mujer se arqueará hacia atrás bruscamente, riendo como una adolescente, mirando el cielo, entregando su cara a la luz, riendo. A la risa de la chica se superpone otra que la desplaza: también es joven, más suave, pero masculina. Se ríe él, soñando, el soldado muy joven, con la cabeza algo levantada, como si estuviera mirando a la muchacha que mira el cielo. Pero la risa del soldado no es sólo alegre: hay algo crispado y enternecido. A lo mejor se ríe llorando en esa hora de la madrugada, a punto de despertar de risa en la cucheta inferior rodeada de cuchetas, en un cuartel donde duermen, con él, los demás conscriptos. Y el joven soldado despierta, y se da cuenta, y ya no ríe. Abre los ojos desesperado, gime, se pone boca abajo y hunde la cara en la almohada.
II
Termina de amanecer. El auto del general está estacionado en la puerta de un lujoso edificio de la zona de Retiro. La portezuela de atrás está abierta y Manuel, vestido con un jogging y zapatillas, espera de pie. El portero está limpiando y saluda con un "Buenos días, general" a Oddone, que baja con buzo y pantalón de gimnasia él también. —Buenos días, Mendizábal. Linda mañana para correr. —Buenos días, señor —contesta el chico, y cierra la puerta del coche.
III En el patio del cuartel de Campo de Mayo está formado el pelotón recién despertado, frente a un teniente primero. —¡Soldados: imaginarias de hoy! ¡Fernández, Strejilevich! Ariel y otro muchacho dan un paso al frente. —¡Fernández, a la puerta del baño! ¡Usted, Strejilevich: custodie la carga junto al helicóptero! El helicóptero está posado en el centro de otro patio más amplio. Un oficial y un suboficial esperan sentados algo que al soldado Strejilevich no le debe interesar ni está autorizado a preguntar. Se trata, simplemente, de que custodie tres bolsas de arpillera. Así que Ariel está parado al lado, haciendo guardia atento y serio mientras los del helicóptero, evidentemente, esperan para cargar y levantar vuelo. Uno se muerde los pellejos de los dedos con planificación, empieza por el costado derecho, avanza hacia la cutícula, sigue por ella hasta el costado izquierdo. El otro tiene las manos juntas por los pulgares, las abre y cierra, golpeteando los cuatro dedos con velocidad y cierto nerviosismo. La carga está encimada, una bolsa de arpillera sobre la otra extendidas en toda su longitud sobre el piso. Ariel mueve apenas la cabeza y las observa. Después vuelve a mirar a los del helicóptero, que cada tanto levantan los ojos de sus manos y parecen fijarse si de una vez llega el que esperan.
Las bolsas siguen encimadas, Ariel se aburre junto a ellas. De repente una se mueve con un gemido. Ariel se sacude y grita, la mira espantado y mira a los milicos. La bolsa se está moviendo apenas sobre la otra, de ella viene un quejido sin fuerzas. Desencajado por el horror, el muchachito dirige su mirada al oficial. La encuentra, gélida, y comprende que no tiene que hacer preguntas. El otro sigue comiéndose el pellejo con concentración, los ojos fijos en la mano. Su dedo ya está sangrando mientras los dientes arrancan la piel.
IV Los bosques de Palermo están desiertos en esa mañana de primavera. Oddone y Manuel vienen corriendo por un camino de asfalto. Hace ya mucho que corren pero su estado físico es notable y, aunque sudan, sus caras están relajadas. Pese a su edad, el general parece muy interesado en demostrar una resistencia similar a la de Manuel. Cuando decide parar lo hace como si fuera parte del ejercicio: pasa de correr a caminar, levantando los brazos e inhalando oxígeno, y ordena al chico que haga lo mismo: —Al paso, Mendizábal. Inhalar. Espirar. Inhalar. Espirar. Manuel obedece y Oddone farfulla, tal vez para demostrar que tiene aliento: —Oxigénese, soldado, aproveche estos árboles y este aire seco de la mañana. Rinda homenaje a Dios. Caminan en silencio. Un caballo se acerca, ellos se corren para que el jinete los pase al trote por el camino. Manuel siente cierta nostalgia y lo sigue con la mirada. El general lo percibe. —Hermoso caballo —dice. —Cuando voy al campo, me levanto muy temprano y salgo a cabalgar. Galopo hasta que no veo nada en el horizonte. Nada de nada. Entonces paro y me quedo quieto —dice Manuel. —Un hombre fuerte, soldado, es un hombre que puede estar completamente solo. Un samurái es como un tigre solo en la
selva. Y Oddone se preocupa, porque a lo mejor se le nota mucho la admiración. Siguen caminando en silencio. —El deporte forja el carácter —exclama Oddone de pronto—. Pero los varones tienen que educarse con deportes fuertes. Usted jugó al rugby... —En el club hacía boxeo cuando era chico. —¡En guardia, Mendizábal! Oddone se da media vuelta, empieza a saltar y le tira un derechazo. Y ahora el general propuso un violento cambio de programa y están los dos en el ring de un gimnasio, con los torsos descubiertos, los mismos pantalones y guantes. Se están divirtiendo mucho, intercambian algunos golpes con nivel bastante parejo. Por supuesto, no se trata de golpes fuertes, pero tampoco de una finta de combate. Manuel es lo suficientemente audaz como para tomar en serio el desafío del general, y es obvio que Oddone no espera otra cosa del soldado. De pronto, el general acierta una trompada en el estómago, bastante fuerte. El chico se dobla. Preocupado, el general abre la guardia y se inclina a ver qué tiene. Pero el soldado saca un gancho desde abajo y le pega en la mandíbula. Es un segundo: Oddone está sentado de traste, pulcramente. Ni siquiera parece que hubiera habido violencia. Manuel mira al general, horrorizado por lo que hizo. Con la boca abierta, está a punto de pedir disculpas, sólo tiene que salir la voz, pero el general no le da tiempo: ya está levantándose y arreglándose la ropa. Lo mira con admiración, sacude la cabeza: —Muy bien, carajo. Un buen contrincante ataca cuando uno menos lo espera. Manuel sonríe orgulloso, los ojos brillantes. Hay un instante de gratitud en su expresión (su padre nunca estuvo así de orgulloso de él) pero enseguida atraviesa su rostro una
sombra, baja los ojos. El general no percibe el cambio porque ya no lo observa. Entusiasmado, casi eufórico, ha comenzado a correr alrededor del ring y lo está llamando. —¡Vamos, maricón, que se acabó la joda! Riendo, Manuel empieza a correr.
V En el closet que conocemos Pablo está desenroscando la tulipa del techo. Toma el papel doblado, lo guarda, enrosca la tulipa otra vez. Sale del baño y cruza el bar con naturalidad. En la casa donde vive con Mariana en la clandestinidad, calienta el papel blanco con un encendedor. Se dibuja un mensaje en letra de imprenta: QUIERO CITA PARA ENTREGAR FOTOS (DOCUMENTOS SOBRE CAMPO A CARGO DE ODDONE, 10ª BRIG. INF.)
VI
A treinta metros de una bocacalle de Rivadavia al 9200, en cruce con la calle Corro, Rodolfo Walsh baja de un colectivo con el mismo disfraz (gorra calada de visera, pantalones de algodón de corte antiguo, camisa celeste de manga corta y breve bigote blanco) que usó la mañana anterior. Dobla por Corro y comienza el recorrido. Parado de espaldas, en la esquina de Yerbal, observa la casa en ruinas de la vereda de enfrente. Hay sangre seca en algunos lados, un perro vagabundo anda, curioso, por los escombros. El Ejército ya no está. Walsh sigue parado inmóvil, sobrecogido. Mira hacia arriba: el parapeto de la terraza tiene muchas partes destruidas. También se hizo fuego hacia allí, tanto desde Yerbal como desde Corro. Antes de entrar observa alrededor. Calculó bien, todos duermen la siesta en ese barrio, no hay gente por la calle, el almacén está cerrado y puede entrar rápida y silenciosamente sin que alguien lo vea. Adentro lo abruman los escombros. La pared que separaba el living de la cocina está en pie y manchada de sangre. Walsh entra a lo que fue cocina: reconstruye con los restos cinco tazas sucias de café y cinco platitos. Hay puchos apagados y vidrios. Eso es lo único que queda. Las alacenas y los armarios fueron vaciados y arrancados de la pared, están sus marcas. El enchufe reforzado, sin tapa (se la llevaron), la marca en la pintura y restos de un hilo de cobre que debe haber sido cable a tierra denuncian que hubo una heladera. Busca ahí alguna pista más pero salvo la que indica que los militares desvalijaron y se llevaron como botín de guerra hasta los cables eléctricos y la madera de los zócalos, no consigue encontrar nada. Sube por la escalera a la planta alta, donde estaban las habitaciones. El detective Rodolfo Walsh entra ahora a uno de los cuartos: paredes, techo y porquerías tiradas, papeles sin importancia, algún pedazo de ropa o de silla demasiado roto como
para vender. En el otro cuarto, el paisaje es similar. Sin embargo observa detallada y sistemáticamente hasta ver en un rincón, semi tapado por una madera, un objeto oscuro. Su mano toma una sandalia derecha de mujer, de suela y tacón apenas alto, una sandalia de todo andar, bastante gastada, algo maltrecha. Su mano derecha la aferra, vacila, tiembla mientras la levanta, la lleva contra el cuerpo; la izquierda acaricia levemente la plantilla, mueve el dedo como si dibujara con suavidad signos secretos en la superficie polvorienta. Esos gestos duran sólo unos segundos, de inmediato Walsh vuelve a compenetrarse en su rol de investigador y se pone a buscar la otra sandalia. Revuelve cosas en el piso, no la encuentra. Y no hay tanto para revolver, se han llevado hasta las lamparitas sanas y los portalámparas, cuelgan cables pelados de las partes del techo de donde una vez pendieron las arañas. Y la otra sandalia no aparece. Renuncia. Envuelve la que tiene en un papel de revista que encuentra tirado, sale del cuarto y sube la escalera que conduce a la terraza. Bajo el sol de la siesta, lo que hay para ver en la terraza, además de impactos de balas en parapetos y muros, son importantes manchas de sangre. Recorre los bordes de la balaustrada, asomándose para observar qué se divisa desde allí. Como la casa está en una ochava, otras dos continúan la cuadra, que es breve porque termina en las vías del tren. Desde esta terraza se ven las vías y los techos de las dos casas vecinas, mucho más bajas. No parece posible que alguien se haya escapado por ahí. Walsh se asoma a parapetos y se trepa a muros, para comprobarlo. Recorre con la mano los impactos de armas de fuego, analiza entre los dedos el polvillo que sale de la pared, anota cosas en una libretita que tiene en el saco. Las marcas de las armas de fuego se observan en el parapeto del ala que da a la ochava de Corro y Yerbal, y en la pared que mira hacia la calle. La sangre seca está en el piso; hay dos manchas, alejadas una de la otra: la que está junto a la balaustrada que mira a Corro y la que está junto a la balaustrada que mira a Yerbal. Se para junto a cada una de ellas, se asoma y observa la calle desde ahí. Se tira
al piso y mira hacia arriba. Se pone en cuclillas y comprueba si se ve la calle desde esa posición. Saca un metro del bolsillo de su saco, mide la altura del parapeto; se ocupa de cada mancha: las toca, acerca los ojos y la nariz al piso, les toma el diámetro y mide la distancia que hay entre ellas y el borde de cada balaustrada. Realiza estas operaciones metódicamente, después recorre la parte de la terraza que da hacia el pulmón de aire de la manzana: allí no parece haber habido combate. Tiene el ceño fruncido, toda su inteligencia está fríamente encendida, ha olvidado momentáneamente que la que probablemente murió en ese escenario es su hija, para zambullirse con intensidad en su pasión: la búsqueda de la verdad.
VII Mientras espera, Manuel lee un libro sentado al volante del auto de Oddone, estacionado frente a un lujoso restaurante. Ya pasó la hora del almuerzo y piensa con ansias que Oddone cruzará la calle pronto. Cuando maneje hasta la Capital, deje al general en su casa y su auto en el garaje, empezará su franco.
VIII Oddone y Konig están en el restaurante, terminando de comer. La mesa está sucia de migas, alguna mancha de vino y de café, hay cigarrillos apagados en el cenicero. —Es una pena —comenta Oddone amasando una bolita de pan— que a tu hija se le haya dado por una carrera tan peligrosa como Antropología. —No, no te preocupes... —No. Yo no me preocupo. Preocupate vos. —Tengo mucha confianza en Aurora; la madre y yo la vigilamos de cerca. Oddone no levanta los ojos de la bolita de pan. —Bueno. Ya que nombrás a tu señora, vamos a hablar de lo nuestro —levanta la cabeza y lo mira a los ojos—. Carmen no
tiene la menor idea de quién es la mamá de María Victoria Walsh. Konig, callado, sostiene su mirada. —Mirá, Carlos, voy a ser claro. Si esto no viene por el lado de tu mujer, viene por el tuyo, y si me mentiste es porque la que pregunta no es la mamá, sino el papá. Konig levanta la copa de vino y toma varios tragos, el otro vuelve a amasar la bolita de miga. —Alguien me dijo —dice— que ese subversivo te había hecho personaje de un libro... —De un cuento. Oddone aplasta la bolita con el dedo, hace un gesto de desprecio. —Es lo mismo. Sos lo suficientemente pelotudo como para emocionarte por eso. Nunca entendiste demasiado. Konig no contesta. —Mirá, por una vez sirven tus delirios literarios. Tenés una oportunidad excelente de servir a la patria. Vos lo ves a Walsh. No quiero que me contestes nada y me importa una mierda por qué lo ves. No te preocupes —Oddone se pone irónico—, nadie piensa que sos montonero, y lo que yo pienso me lo callo porque no viene al caso. Ahora, escuchame: el Ejército tiene a la hija de tu amigo; está bien, te lo juro; está herida, pero le dimos asistencia; nadie le tocó un pelo. Tu literato no es un perejil: es el jefe de inteligencia de Montoneros. Konig abre los ojos asombrado. —¡Sorpresa, Carlos, te caíste del catre! ¡Sí, jefe de inteligencia! ¡Pero quién lo hubiera dicho, un hombre tan cultivado! Oddone hace una pausa teatral, mientras mueve la cabeza con una sonrisa tolerante, como si dijera: "Ay, las cosas que hay que aguantarle a este Carlitos". Súbitamente, se pone serio: —La mujer está viva y está bien, y la queremos negociar. Konig sostiene su copa un poco levantada, estudia el resto de vino que queda en ella. —En realidad —sigue su antiguo camarada—, el que quiere
negociar soy yo. Yo y algunos otros. Los grupos de tareas, en general, no quieren saber nada, y en un sentido no andan errados: los estamos haciendo mierda, ¿entonces por qué no seguir? Pero yo soy un convencido de que lo fundamental de la guerra ya está ganado, ahora hay que encontrar alguna salida política a la cuestión. No podemos gobernar el país con los Estados Unidos en contra, la situación internacional se pone espesa. Sánchez Parson está de acuerdo. Conclusión: tenemos algo para proponerle a tu historiador personal. Queremos que su hija sea parte de una negociación global con la Organización Montoneros. Él, tres representantes confiables de la Dirección Nacional y tres de los nuestros. Te declaro correo entre ellos y nosotros. Tu misión es conseguir que acepten y transmitir día y hora del encuentro. ¿Te gusta? Si te sale bien, por ahí te conseguís un escritor que te escriba y no te dé vergüenza nombrar. El coronel de brigada retirado no levanta la mirada de la copa. La deja en la mesa, la llena, toma un buen trago. Finalmente suspira y dice, articulando despacio: —Como por una vez hablás claro, voy a decirte algo. Sí, soy un boludo y un ingenuo: ya en el Liceo se notaba que eras un hijo de puta y yo creía que por eso no ibas a hacer carrera en el Ejército. Me equivoqué. Konig mira a su compañero de promoción, disfrutando del insulto y de su efecto. Pero el placer termina enseguida y lo que sigue diciendo no tiene violencia, sino dolor. —¿En qué me equivoqué? ¿Me equivoqué de Ejército? ¿Me equivoqué con vos? Oddone hace un gesto de profundo desprecio. —¿Qué carajo creíste que era la guerra? —dice.
IX El cálido departamento de un ambiente está bañado por el sol, hay un colchón de dos plazas en el piso, cubierto por una colorida colcha de algodón hindú, tapices y posters en las
paredes, una biblioteca llena de libros, adornada con cacharros de arcilla, probable resultado de un viaje a Bolivia y Perú. Hay discos de vinilo dispersos por la alfombra, están adentro de sus sobres de cartón, junto a la bandeja y el amplificador. Dos parlantes se distribuyen a un lado y otro del monoambiente. Hay muchas plantas y un poco de suciedad. Tras el sonido de una llave entran Ariel Strejilevich y Judith, su novia. Ariel está pálido y serio, todavía tiene el uniforme de fajina y lleva un bolsito. Judith, más o menos de su edad, habla todo el tiempo. —Yo les ayudé a elegir las cortinas, ¿te gustan? Tienen buenos discos, el equipo suena bien. Quedamos en que les regamos las plantitas y de paso yo limpio un poco, aunque no está tan sucio, ¿no? Estuvieron divinos en prestárnoslo. Me podés ayudar. Mirá qué sol entra, Ariel, mirá qué hermoso este tapiz. Y no se escucha ni un ruido, ¿ves? Vení, asomate, da a un pulmón de manzana... ¿Qué te pasa? ¿No querés mirar? Ariel se dejó caer en la cama, ausente. —¿Qué tenés, Ariel? ¿No te gusta? ¿No querés que estemos tranquilos aquí vos y yo, todo el tiempo que queramos, que durmamas juntos... Judith se acerca, se sienta en el colchón. —Mi amor, ¿por qué no hablás? ¿Qué te pasa? Le pone la mano en el hombro con cierto recelo, temiendo el rechazo. Pero Ariel la abraza cálidamente y se tranquiliza, la cosa no es con ella. Lo estrecha muy fuerte y comienza a acariciarle la cabeza. Con mucha dulzura lo empieza a besar en la frente, en las mejillas, en los labios. Él responde de a poco, hasta que se pone a besarla y la empuja sobre la cama. Sin embargo, enseguida se queda quieto, suspira. —Perdoname, Judith. No estoy bien. No me puedo sacar el cuartel de la cabeza. Sonriendo, animosa, Judith se sube sobre él. —A ver, soldado, vamos a sacarle toda esa porquería que tiene en la cabeza —empieza a alborotarle el pelo—. Por empezar, un poco de masaje en el cuero cabelludo... Pero no, esto es muy
grave... Aquí hay porquería solidificada que no se evapora así nomás... Como Ariel se ríe, ella se anima a seguir. —Mmmh... Esto es gravísimo... El cuadro impone cirugía... ¿A ver ... ? Sí, vamos a tener que ingresar por el oído... Intenta meterle el dedo meñique. El ríe y se resiste. —Mmmh... No... Vía cerrada... El paciente no tiene hábitos de higiene, doctores... El cuadro se agrava. Pido interconsulta... ¿Por la nariz? Veamos, intento por la nariz ... Subida sobre su novio, forcejea para aprisionarle la cara. Se sacuden sobre la cama, deshaciéndola toda: la colcha es de tela muy liviana y se enreda en ellos. La chica sigue atacando y hablando entrecortada (el paciente se resiste, tranquilo, es por su bien, doctores, voy a tener que probar por el culo); él se defiende pero se divierte. Gritan ¡ay! ¡no! ¡esperá! Judith logra envolverlo en la colcha y aprisionarlo. —Bueno, doctores, ahora sí está en mis manos, vamos a preparar la intervenció ... —empieza a taparle también la cara—. Lo tapamos todo y... —¡¡No!! Además de dar un grito terrible, Ariel la empujó con tanta violencia que la tiró afuera del colchón. Se incorpora lleno de pánico. Asustada, Judith se frota el brazo sobre el que se cayó. —¡Ariel, qué te pasa! ¿Qué pasa, Ariel? ¡Soy yo! ¡Estábamos jugando! Él la mira con los ojos desorbitados, ella le pone las dos manos en los hombros. —Por favor... no me hagas eso... —susurra Ariel—. No me hagas eso nunca mas.
X Manuel entra al bar Británico, de Defensa y Brasil, y se instala en una mesa junto a la ventana, de espaldas a la puerta. Ya no está de servicio, usa blue jean, remera, campera y zapatillas.
Sylvia entra y se acerca silenciosa, se para junto a la mesa. Manuel gira la cabeza y aunque la esperaba, aunque sabía que la vería, no puede evitar estremecerse y se queda mirándola. Ella también está conmocionada. —Hola —dice con brusquedad, para cortar el clima. Se inclina y besa a Manuel en la mejilla. —Estás muy linda. Antes también estabas linda. —Estoy cambiada. Crecí. —El pelo... Ella asiente. Se quedan callados, afables, serenos, hace mucho que no se ven y se están reconociendo. —A vos te cortaron las lanas... Qué pena, pero te queda bien. ¿Qué tal, la colimba? ¿Muy terrible? —No. Mi viejo me acomodó y me pusieron de chofer de un general. —¿Por qué la hiciste, Manuel, si tu viejo te podía salvar? Manuel no contesta. —¿Qué tal es el tipo? —pregunta ella. —¿El general? —Sí. —Mirá, es... No sé... —Manuel hace un gesto extraño—. Conmigo es un buen tipo, pero... es un hijo de puta ... Es raro... No sé... Es un tipo... interesante, admito... No hablemos de ese tipo. Vos me llamaste para verme... Te vas a París... —¡Sí! Estoy contenta, me voy... Gané la beca en La Sorbonne ... ¿No soy genial? Mi viejo me paga el pasaje y la estadía, ellos me dan alojamiento y me pagan la universidad... ¡Voy a vivir en París, Manuel! ¡Finalmente voy a tener la bohardilla en Montparnasse! Los dos se ríen cómplices, parecen reconocer en esa frase algún antiguo sueño compartido. —¿Y vas a volver? —dice Manuel, de pronto serio. —No sé... Depende de cómo me vaya... Por ahí me vuelvo una economista famosa... No, en serio... Es que estoy un poco
agrandada, che... Fui el primer promedio en los exámenes... Una beca para cincuenta exámenes... Pura matemática... —agrega con intención. A Manuel se le ilumina la cara, repite: —¡Matemática...! Y mueve la cabeza sonriendo, está muy contento. —Ya ves... Me enseñaste bien, muy bien. —Sylvia, eso fue hace dos años. A esta altura aprendés bien sola. Está cayendo el sol del sábado y ya no hay mucha gente en el parque Lezama. Un policía parado junto al monumento a Pedro de Mendoza sostiene su walkie—talkie. Atardece con tristeza, aunque es sábado y es primavera. Dos jubilados comparten un banco, una pareja sentada en otro conversa discretamente y el patrullero da lentas y sistemáticas vueltas por el perímetro, estudiando el movimiento de la gente. Sylvia y Manuel pasean por los senderos sin tocarse. —Claro que voy a extrañar, pero voy a aprender muchísimo... Además este país se está poniendo terrible... terrible Mirá: tengo dieciocho años, no tengo novio, ni hijos, ni nada... —Tenés razón, Sylvia... Esto es muy bueno para vos... Pero yo te voy a extrañar... —¿Vos me vas a extrañar a mí? ¡Dejate de joder, Manuel! ¡Hace un año que no me ves! —Eso no tiene nada que ver. Yo no te veía, pero vos estabas acá... Ahora no vas a estar más, y cuando no te vea voy a pensar todo el tiempo: "Está lejos, está tan lejos". Sylvia se detiene extrañada. —Manuel, yo no te entiendo ... Manuel no contesta, está muy triste. Caminan sin hablar hasta la baranda que da al barranco; debajo están los juegos, hay una calesita. Todo está desierto, salvo por una pareja de policías que pasea con lentitud.
—Che, ¿no puede venir la cana? —Si vienen, vos sos mi novia y yo soy el chofer del general Oddone, no te preocupes. Tenés documentos, ¿no? —Claro. —… —…
—Nunca vinimos a este parque los dos, qué raro, en dos años y medio de salir no vinimos nunca... —Es que éramos noviecitos de Belgrano Erre, de los que nunca cruzan la avenida Rivadavia ... —A veces pienso que si yo hubiera sido obrera textil, vos no me habrías dejado. —¡A veces pensás boludeces! —dice Manuel tratando de reírse. Sylvia mira la noche en silencio. De pronto lo encara decidida. —¿Seguís en la Jotapé? Manuel se encoge apenas de hombros, como si no valiera la pena contestar. —¿Seguís en la Jotapé, Manuel? —Más o menos... —dice, de mala gana. —Fue por eso, ¿no? Fue porque yo no militaba, fue porque yo era una burguesa que... Manuel la agarra de los hombros con violencia, levanta la voz: —Basta, Sylvia, vos no eras ninguna "burguesa que..." nada, vos eras una maravilla, vos eras mi amor, vos... No puede seguir hablando. Y la besa. El beso es profundo, muy largo. —Yo sé que era tu amor... O no, no sé. Primero me volví loca de dolor y pensé que no, que había estado equivocada todo el tiempo, después me enojé, te odié
mucho, y después me resigné pero no sé, siento que sí era tu amor... no se puede estar tan equivocada... Por eso no entiendo… No entiendo, Manuel... Ahora ya está, ahora ya me voy pero… Quisiera entender, Manu... Espera que él hable; eso no ocurre. Entonces pregunta: —¿Vos entendés? —… —¿Entendés? —No sé... —Manu, yo viajo en dos días... —dice ella y lo toma de los hombros— Despidámonos... Él la mira asombrado, sin saber si está interpretando bien; Sylvia lo saca enseguida de la duda. —Vamos a un hotel, Manu, despidámonos. Yo quiero. —¿No te va a hacer mal? Ella niega con la cabeza, sonríe. —Ya no, ya no, en serio. De pronto lo mira preocupada. —¿Y a vos?
XI Lo que están haciendo Sylvia y Manuel desnudos, abrazados uno en otro sin separar las bocas, es, sin eufemismo alguno, el amor. Se están mirando sin un pestañeo mientras llegan juntos al final, casi al mismo tiempo en que a ella los ojos se le nublan de lágrimas y entonces esconde la cara en el cuello de él, llora despacio. —No, por favor, no... —dice Manuel desesperado—. Me dijiste que...
—No estoy mal, Manu... Estoy emocionada, dejame llorar.
Pasan un rato largo sin hablar, sintiendo la plenitud, la calma que inunda todo. Manuel se retira pero se queda bien cerca, abrazándola. De pronto Sylvia entiende, se incorpora de un salto y casi pega su cara sobre la de él. —¡Vos me dejaste para entrar en Montoneros! Manuel no contesta. Ella está transformada, habla casi a los gritos. —No sé si vos mismo te diste cuenta siquiera, pero me dejaste por eso, ¿no?... ¡Y entraste...! Manuel no puede contestar, está muy conmocionado porque también está entendiendo. Ella llora otra vez. —Manuel, yo no te hubiera dicho nada, yo te hubiera acompañado, yo... Pero se detiene porque ve que él también está llorando. Entonces comprende algo más. —Vos ya sabías que yo te hubiera acompañado... Pero no querías que me arriesgara. —No era por bueno —susurra Manuel—, no era por protegerte... No sé, creo que era respeto... —Respeto... —Vos no militabas, Sylvia... Ni siquiera en la Jotapé... Ella asiente con una sonrisa muy triste. Le acaricia el pelo cortísimo. —Extraño tus mechas... —… Y entonces Sylvia hace el último descubrimiento de esa noche, el descubrimiento aterrador: —Manuel, vos estás haciendo la colimba... Vos quisiste hacerla... Dios mío, Manu, cuidate mucho, por favor... Cuidate mucho...
Él la abraza con todas sus fuerzas.
XII La misma noche. La cuna ocupa el centro de ese living, ya tiene una mano de blanco. En el escritorio transformado en mesa hay restos de una cena para dos. Walsh está sentado junto a la radio prendida, el reloj de arena (que ha sido puesto en marcha), un anotador y una birome preparados, un tablero de ajedrez desplegado, un libro abierto. Lee una partida que intenta seguir, aunque con poco éxito porque se concentra solamente por momentos, todo el tiempo se pone a mirar hacia otro punto y frunce el ceño. Hay algo que no lo deja en paz. Entra Lila en camisón y le pasa la mano por los hombros. Apaga la radio. —Empieza una película en la tele... ¿Querés que la veamos juntos? Walsh niega con la cabeza. Ella se inclina sobre él y se pone a mirar el libro y la partida. —¿Es Karpov contra Fischer? Con un suspiro violento, Rodolfo voltea las piezas, vuelve a dar vuelta el reloj de arena, la aparta y se pone de pie. Da un paso pero tropieza con la cuna. La levanta con las dos manos y la pone a un costado; se pone a caminar a grandes pasos. —Vamos a desbrozar el camino y vamos a empezar a pensar. Pensar. A ver. Lila, agarrá mi libreta de apuntes y sentate ahí. Ella lo mira con resignación. —Esperá que voy a apagar la televisión.
Vuelve y se sienta donde él dijo, libreta y bolígrafo en mano. —Veamos —empieza él—: aunque sea terrible para mí, tengo que organizar los hechos con racionalidad y actuar como actué siempre que tuve que investigar una muerte. Debo reconocer que este es un caso donde lo que hay que averiguar es muy poco, en un sentido, y eso es, precisamente, lo tremendo. Y lo difícil. Anotá, Lila: sabemos que hubo enfrentamiento; sabemos que Vicki estaba allí; sabemos que junto con ella había cuatro compañeros más, y tenemos sus nombres; sabemos que ellos cuatro murieron. Lo que no sabemos es si mi hija murió... La ráfaga de dolor dura un segundo, la aguanta con los ojos cerrados. Ella lo mira con piedad. Fue anotando de mala gana algunas palabras que dijo y ahora espera con paciencia que retome. —… o si se la llevaron viva. Y acá vienen otras derivaciones, que tengo la obligación de mirar crudamente: qué quiere decir "la llevaron viva". Lo sé demasiado bien como para desearlo. Pero no puedo pensar en eso ahora, porque si pienso en eso no puedo pensar en cómo pasó lo que pasó y qué fue lo que pasó. ¿Es claro? —Sí. —Bien. Entonces no voy a analizar las posibilidades y sus conveniencias, voy a intentar reconstruir los hechos y llegar a la verdad, más allá de lo que duela: ¿cuál era el primer dato que afirmé? —Que hubo enfrentamiento. Él asiente sin mirarla. No la mira nunca, los ojos van de la alfombra a la pared, junta las manos y las apoya en la boca para reflexionar. Da pasos doctorales, usa tono doctoral y esa voz alta y clara que Lila conoce y donde
siempre adivina una euforia falsa. —Ese es el punto. Hubo enfrentamiento, y fue de una desigualdad abrumadora. Al mejor estilo de nuestras Fuerzas Armadas: ciento cincuenta contra cinco. Estuve en Corro: la casa está completamente destruida. En el almacén de enfrente solo hay señales de balas, el dueño se limitó a bajar la cortina metálica y no se le rompió ni un vidrio. En cambio ellos tiraron con FAP, con tanque y desde un helicóptero. Nosotros respondimos con lo que teníamos: algunas metralletas y granadas, desde la planta baja y la terraza. ¿Qué más sabemos? El silencio indica a Lila que le toca hablar: —Que Vicki estaba allí —dice cortésmente. —Bien. ¿Por qué lo sabemos? Lo dice Ariel Delgado en Radio Colonia. Pero además... está la evidencia... —La sandalia ... —Vamos, qué más... —demanda él con impaciencia. —Que había cuatro compañeros más en la casa. —Sí. El almacenero dijo que eran alrededor de treinta. —¿Y entonces...? —Radio Colonia dice que eran cinco, con Vicki. Por otra parte, la Orga no tiene otra versión sobre el episodio: Quintino me dijo que tenían la misma información que yo. ¿A quién debemos creerle? En la libretita, Lila escribe: a la radio pero dice, de mala gana: —El almacenero es un testigo presencial, la radio recoge fuentes que no conocemos... —¡Error! —grita Rodolfo eufórico—. ¡Tenés que evaluar todos los factores, Lila! Es verdad que uno es testigo presencial y el otro no. Pero el almacenero es un
facho hijo de puta y estaba feliz de que hubieran masacrado guerrilleros en sus narices, se daba una importancia bárbara, porque fue la primera vez que le pasó algo parecido a una aventura en su vida, porque sus deseos de asesinar se saciaron gratis (él no tuvo que asesinar a nadie), y además es un imbécil hiperbólico, de esos que creen que lo único que van a hacer los milicos es matarle a la gente que a él no le gusta... En esas condiciones, su "eran como treinta" no tiene el menor valor. ¡Le creo a Ariel Delgado! ¡Hay que creerle a él, Lila! La mira triunfalmente. Lila asiente desde el sillón, con un suave suspiro. —Planteado así, tenés razón. —Además, otra vez la evidencia: en lo que quedó de la cocina de Corro había restos de cinco platitos y cinco tazas de café sucias, usadas en la noche anterior. Los milicos no las afanaron porque se habían roto durante el bombardeo. Es verdad que pudo haber habido tazas sucias que no se hayan roto y ellos pudieron haberlas robado, ya sabemos cómo desvalijan las casas donde hacen operativos; también es técnicamente posible que el resto de las tazas sucias se haya roto, y esté entre los escombros. Pero me parece mucha casualidad que justo hubiera cinco tazas sucias, y que ellas estuvieran tan prolijamente apiladas junto a la pileta, como si realmente no hubiera habido más. Rodolfo se queda callado. Los ojos de Lila tienen ternura y tristeza. De pronto él se toma la cabeza con las manos. —Basta. Por favor. Soy un pelotudo. Soy un pelotudo... ¿Para qué carajo sirve todo lo que estoy diciendo? —…
—Por favor, Lila, decime para qué carajo sirve. —Para sentirte mejor... La mira, abatido. Ella va a abrazarlo, después lo empuja suavemente. Caminan juntos hasta la habitación, mientras ella va apagando las luces del living.
XIII Altas horas de la noche del sábado en Buenos Aires. Manuel y Sylvia duermen desnudos y abrazados en la habitación del hotel alojamiento; Ariel fuma en calzoncillos, largando el humo hacia el techo mientras Judith duerme acurrucada en un costado de la cama, en bombacha y corpiño; Mariana y Pablo descansan en la cama de su departamento clandestino: aunque están separados, la mano de ella se apoya sobre el hombro de él; el general Konig y su mujer, en su dormitorio de roble, enfundados en pijama y camisón, duermen cada uno por su lado. En la habitación de Rodolfo y Lila un velador está prendido. Él se derrumbó sobre la cama y dormita con el mismo pantalón que tenía, sin taparse; Lila está despierta a su lado, lo mira preocupada. Extiende lentamente la mano y apaga el velador, el cuarto queda completamente a oscuras: aire negro que va a quedarse hasta la luz de la mañana.
DOMINGO, 3 DE OCTUBRE DE 1976 Cuando el barco se hunde I —Buenos días —dice Lila desde el teléfono público—. Me dijo que llamara hoy por la pastora. —Tengo buenas noticias. ¿Puede esperarme en el ombú de plaza San Martín?
—No. Quédese en su casa. Yo lo llamo en media hora.
II Cerca de la casa del coronel Konig hay otro teléfono público que Lila usa para hablar apenas segundos. Algún minuto más tarde el coronel sale de su edificio y ella lo observa desde la esquina de enfrente, lo deja caminar un poco y cuando le parece que nadie lo sigue, va a su encuentro. Se cruzan y se detienen el tiempo suficiente para que él le extienda un sobre que ella guarda en el bolsillo. Después sigue cada uno por su camino.
III En su confortable departamento, Leonard Follet, jefe de redacción del periódico en lengua inglesa Buenos Aires Herald, está leyendo el diario del domingo. Es alto, rubio, usa barba y anteojos, fuma pipa. Suena el teléfono. —Hola ... —May I speak with Leonard Follet? —This is Follet. —This is Atlas. Follet se queda callado un instante. —Atlas ... —dice finalmente—. ¿Qué quieres? —I'd like to meet you —dice Rodolfo Walsh.
IV Lila entra como una tromba a su casa. —¡Rodolfo! ¡Rodolfo, hay novedades importantes! Nadie contesta. Va hasta la pieza. —¿Rodolfo... ? En la pieza no hay nadie.
V Llueve torrencialmente. Parado bajo un paraguas que no le sirve para mucho, Follet aguanta junto al monumento de la pequeña placita de Charcas y Salguero. Se están formando charcos en el suelo, ráfagas de viento frío atizan la lluvia, que cae en gotas gruesas, de costado, y le empapa los pantalones. Caminando tranquilo con sus gruesos borceguíes, estoico bajo la lluvia, envuelto en su largo piloto gris, solapas levantadas, manos en los bolsillos, el detective Rodolfo Walsh cruza la plaza y lo mira sin detenerse. Follet lo ve y lo sigue como puede, intentando no meter los pies en el agua hasta que Walsh aminora el paso, se deja alcanzar y caminan juntos: Follet, bajo su paraguas; Walsh, mojándose con tranquilidad al lado. —¿No puedes consultar el servicio meteorológico antes de proponer tus ridículas citas? —No jodás, Londres es mucho peor. —Lo único que falta es tu prédica antiimperialista. Cuando escribías ficción eras una persona más tratable. Vamos a hablar a un sitio sin agua, por favor. —Es mejor no detenernos. —Atlas, en un día como hoy los represores se quedan en sus casas. Son gente seria, no como vosotros; no se quieren morir de pulmonía. —Lo mío es breve, Leonard. Para tu red: hay un campo de concentración con prisioneros en la Décima Brigada de Infantería, en La Plata. —¿Cuántos prisioneros? —No lo sé todavía. La única información que tengo es
ésa. Y el nombre de un represor: Oddone, con doble D. General de brigada, probablemente a cargo de un grupo de tareas. —Od—done. Bien. Qué más... —Nada más. Una pregunta: la información del combate en Corro, ¿de dónde viene? —De nosotros. Pero no te cuento nada si no me das una copita de ginebra abajo de un techo. Si me van a secuestrar por tener trato con ustedes, prefiero estar mínimamente entonado. Se sientan en una mesa del fondo. Follet pide su ginebra y Walsh no consume. Mientras escucha al periodista mantiene la atención flotante, nunca deja de tener en cuenta el movimiento de las puertas, que es —por otra parte— casi inexistente. Follet da un trago y pone mala cara. —Prefiero el gin —dice y cambia el tono—. Un tipo que vive en Corro conoce a uno de la Red y avisó después de que terminó todo. —¿Y la Red de ustedes pasó la información a Radio Colonia? —Claro, y a Amnesty Intemational, lo de siempre. —¿Qué dijo exactamente el vecino? Leonard suspira, lo mira con simpatía. —Lo mismo que dijo Delgado, Rod ... —Atlas, acostumbrate. —Atlas. Lo mismo, con esta salvedad... Una de las puertas del bar, la más lejana, se abre y entra un hombre con impermeable que recorre con los ojos el salón; sin mover un músculo Walsh se pone alerta. —Dijo que los mataron a todos, Ro... Atlas, que la diferencia era irresistible... y que vio... vio que se llevaban
cinco cuerpos. El hombre avanza con paso decidido hacia la mesa de ellos. Apenas antes de llegar, se desvía y sigue de largo. Va a un teléfono público. —¿Él lo vio? —pregunta Walsh, tenso, con los ojos de nuevo fijos en la puerta del bar. Está entrando una mujer con una nena de unos cinco, seis años. Las dos tienen ropa de lluvia y miran el salón, buscando algo. —¿Él lo vio? —repite Walsh sin dejar de controlar al hombre que está en el teléfono público. —¡Ahí está papá! —grita la nena y el hombre del teléfono se da vuelta, les hace una sonrisa y las llama con un gesto. —Siéntense, estoy hablando con la abuela. Walsh se relaja. Follet habla por fin, con dificultad; no ha notado nada, es otra cosa la que lo aflige. —Sí, los vio... Esto que te voy a decir es duro... Los vio con sus propios ojos cuando los subían al camión. Dijo que eran cinco cuerpos cubiertos... muertos... Pero después, en el Herald, tuvimos un llamado anónimo... Una voz masculina... Dijo que en el operativo de la calle Corro... —¿El "operativo"? ¿Dijo así? —Sí. —¿Vos atendiste el llamado? —No. Pero la secretaria lo anotó en el momento. Anotó textualmente, ya sabe cómo es eso. —Decilo. —"En el operativo de la calle Corro hubo cuatro muertos y una herida que sobrevivió." Creo que es textual...
Y dijo lo que ya sabes... —Seguí, Leonard. —"Los muertos son Beltrán, Molina y Salame. La sobreviviente... se llama María Victoria Walsh, alias Hilda." —¿No dijo que es mi hija? —No. Eso lo agregaron en la radio. Walsh deja dinero en la mesa y se levanta bruscamente. —Gracias, Leonard. —¿Sirve lo que te conté? —pregunta Follet amistosamente. —Sí. No sé... Tengo que pensar... —Espera. Salgo contigo. —Vos creés de veras que la represión hoy toma mate con tortas fritas —dice Walsh sonriendo. —Vamos... Conozco a los argentinos... Afuera sigue la lluvia, aunque algo menos fuerte. Follet y Walsh cruzan conversando. —Hay algo que quiero decirte, porque creo que a ti se te puede decir: vistos desde afuera, los Montoneros parecen animales a punto de ahogarse, manoteando para cualquier lado y haciendo desastres por desesperación... —… —Rodolfo... —Atlas. —No me jodas, Rodolfo, la pregunta va en serio: ¿por qué sigues...? Leonard cree que no le va a contestar pero la respuesta llega, orgullosa, dura: —Cuando el barco se hunde, las que se escapan son las ratas.
VI Walsh entra todo mojado, Lila aparece desde la cocina en delantal y se arroja en sus brazos, se moja, se aprieta contra él. —¡Vicki vive, no la torturaron; está herida, pero la asistieron; la quieren usar para negociar! Él la abraza muy fuerte y hunde la cara en su cuello. Llora con ruido, sacudiéndose.
VII Ya no llueve. Por la calle Urquiza, cruzando la avenida Independencia, viene un Ford Falcon sin patente. Adentro, cinco varones: dos adelante, tres atrás. Todos llevan metralletas, menos el que viaja junto a la portezuela izquierda de atrás, que está desarmado; es un muchacho de veintidós años, con la barba desaliñada y mal aspecto. Mira atentamente la vereda. Nadie habla.
VIII Lila y Rodolfo avanzan desde la calle La Rioja hasta la avenida San Juan, donde doblan por la vereda norte. Caminan sueltos y con cierta lentitud. —Mirá vos... —dice Walsh—. Entonces ellos tenían razón, el Ejército quiere negociar ...
IX La muchacha dobla desde la calle Humberto Primo y camina por Urquiza, la paralela inmediata a La Rioja, hacia la avenida San Juan. Marcha en el mismo sentido que el Ford Falcon sin patente que viene andando cien metros más
atrás, con lentitud dominguera. y cien metros más adelante, por San Juan, Walsh y Lila están por llegar a esa esquina. Desde el coche, el muchacho de barba desaliñada señala hacia adelante. —Ahí está. Es la del bolso de jean. —Ahí está, está llegando —dice Rodolfo, desde la esquina de San Juan. —Yo cruzo —dice Lila. —Sí. Comprá algo en el quiosco. Le paso el mensaje y te busco. ¡Esperá! —le aprieta el brazo. A la chica le falta poco para llegar a esa esquina y un muchacho de barba se está bajando del coche y poniéndole la mano en el hombro. —Hola, Teresita. Del Ford saltan dos paramilitares. —Cruzá ya sin correr... ¡No mires! Vamos despacio al subte —dice Rodolfo. Los paramilitares están encapuchando a la chica, que grita mientras la arrastran al auto. Rodolfo cruza San Juan detrás de Lila, avanzan con paso normal hasta el subte y bajan la escalera a toda velocidad. —No nos vieron, creo —dice Lila abajo. Tiembla. —Salgamos por acá —dice él, señalando la salida que da a la vereda de enfrente—. Si no nos vieron, el auto ya dobló o siguió derecho. Como Lila va a lanzarse a la escalera, la toma del brazo. —Esperá... No corras... Abrazame, así... Apoyate en mí. Tranquila... Caminemos tranquilos. En la calle parece que nada ha pasado, es como si nadie hubiera visto nada en el pacífico domingo. Rodolfo y
Lila caminan por San Juan en sentido opuesto al de los autos. —Dos cuadras más y tomamos un taxi hasta cerca de casa. Es terrible... Además quedamos desconectados. No tengo cómo avisarles. —¿No tenés ninguna cita alternativa, Rodolfo? —No. —¿Y Pablo y Mariana? —Yo soy el contacto de ellos. —La posta en el baño del bar... ¿No se puede dejar ahí la información? —Esa posta la conocen Pablo y un conscripto, la usan solamente ellos dos. —El problema es que hay que dar alguna señal de voluntad de negociar, y hay que hacerlo rápido. —Muy rápido... Con ellos nada es seguro. Quieren negociar y siguen llevándose gente... —Sí, es verdad. Pero esto lo debe haber hecho la Marina, y el que quiere negociar es el Ejército... —Ya sé, ya lo pensé. Pero también pensé que la negociación puede ser algo que quiere solamente el grupo que tiene a Vicki. ¿Y los demás? —Según Konig, esto viene con el aval del comandante en jefe del Primer Cuerpo de Ejército, de Sánchez Parson. —¿Y si a Konig lo están engrupiendo? —¿Y si Konig trabaja para ellos? —No. Eso no me suena. Si fuera una trampa para agarrarme, yo estuve en su casa, me hubieran agarrado mil veces. No. Konig puede estar un poco loco, pero no es un traidor. Puede ser que lo del aval de Sánchez Parson sea vidrioso. En ese caso hay que apurarse, hay que avisar a la Orga y dar una respuesta rápida... Esperá... Había una cita
fija para descolgados en... No. La cantaron... Es terrible, Lila. Quedamos tan pocos ... Caminan todavía algunos metros más y paran un taxi.
X El auto avanza por San Juan. Atrás, Teresita viaja arrodillada entre el piso y el asiento, por falta de lugar. No habla, está encapuchada y esposada. El muchacho con barba la mira muy fijo. —Gracias, pibe. Cambiá la cara. Ahora te parece feo, pero después le vas a encontrar el gustito.
XI Entran a su casa en silencio. De pronto ella lo mira sonriendo. —¡No estás desconectado! —¿Cómo que no? —Rodolfo ... Quintino ve a sus hijos todos los fines de semana ... Rodolfo aprieta los labios, afirma con la cabeza.
XII En la localidad suburbana de Del Viso está el chalet del teniente coronel José Graña, un oficial no combatiente; pertenece a la Intendencia del Ejército Argentino. El fondo del chalet está todavía mojado porque hace un rato que terminó de llover. Todo lo que hay ahí es previsible: parrilla y pequeño quincho, mesa y bancos de piedra, un reducido sector de huerta, un cobertizo con herramientas, un gallinero; es el típico fondo de casa suburbana de una familia de clase media. Empujando una puerta—mosquitero,
sale Graña. Viste ropa vieja y de entrecasa, zapatillas de lona. Es un hombre de unos cincuenta años, nada en él llama demasiado la atención. Caminando sin prisa, saca una escoba del cobertizo. La mujer le dice, desde la puerta del mosquitero. —José, si no te vestís llegamos tarde a misa! Se trata de un ama de casa de unos cincuenta años, excedida de peso, elegante en su vestido de domingo, que termina de ponerse un collar de fantasía. —Esperá. Aprovecho que paró de llover, es un momento. En la amplia cocina, una adolescente mira la televisión y come facturas. —Tu padre... —le dice la mujer—. ¿Qué pasa si un domingo no limpia el gallinero? ¡Dejá, José! ¡Lo limpio yo mañana! ¿Y vos, nena, no te vestís? —Yo no voy. —¿Cómo no vas? Cambiamos a esta hora para que vinieras. ¡Vos lo dijiste! —Yo no dije nada —contesta la chica con la boca llena, sin sacar los ojos de la televisión. —Hace dos meses dijiste que si íbamos a la tarde, venías. Hace dos meses que vamos a la tarde y vos venís. Con esfuerzo, la chica aparta sus ojos de la pantalla y la mira. —Mamá, no me hinches más. Yo no creo en Dios. Graña está entrando. —¿Escuchás lo que dice tu hija? ¡Decile algo, José! Graña mira primero a la muchacha, después a su mujer; se encoge de hombros. —¿Y qué querés que le diga? Minutos más tarde la hija sigue mirando la televisión
y comiendo facturas, sola en la cocina. Entra Graña vestido para ir a la iglesia y le da un beso. —Chau. Voy a calentar el motor. —Ay, papito... No te van a dar de baja si por una vez no calentás el motor quince minutos antes de salir. —Hijita... —empieza él sentenciosamente. Sonriendo, ella termina la frase, que sale a coro: —... al motor hay que saber cuidarlo. —Andá, papá, andá... Mueve la cabeza con ternura, vuelve a la pantalla de televisión.
XIII Graña está abriendo la puerta del garaje cuando escucha el ruido de una moto que frena. —¡Teniente coronel Graña! El hombre se da vuelta. En una décima de segundo su rostro pasa de la más absoluta despreocupación al espanto. Se queda inmóvil, aterrado, estupefacto. Quien lo está mirando es un muchacho que no tiene veinte años, desde una moto. Lo está apuntando con una Itaca que le pesa y le tiembla. Su cara también es la cara del espanto: hay algo enloquecido en sus ojos. La mirada entre Graña y su verdugo dura apenas un instante, pero en ese instante el teniente coronel comprende que ese muchacho que podría ser su hijo lo va a asesinar y que tiene miedo, tanto miedo como él; comprende que él no sabe por qué va a morir pero el otro tampoco por qué va a matar, que está vacilando y que se asusta más porque un militante no puede, no debe vacilar, que está cerrando los ojos, que disparó. El tiro fulmina a Graña y
deshace un pedazo del portón del garaje. El chico tira otra vez, casi a ciegas, destrozando por completo el portón y el frente del auto, hiriendo todavía al militar que ya está muerto. Arranca a toda velocidad mientras ya salen, gritando desesperadas, la mujer y la hija.
XIV Un nene de once años, una nena de siete y Raúl Quimino están jugando a la escoba de quince en el living de un departamento. En la mesa está el siete de oros. Triunfal, Malena baja un caballo. —Gracias por el siete de velos, Camilo. —¿Viste que no sabe sumar, pa? —dice Camilo con escándalo. —A ver, Male —pregunta Raúl, didáctico—, ¿cuánto vale el caballo? —Eh... Esperá... La nena está pensando cuando suena el portero eléctrico. Sobresalto general. Quintino levanta la cabeza, alerta. Camilo mira al padre con miedo. —¿Qué pasa... ? —dice Malena angustiada. Raúl le indica silencio con un gesto, se levanta con toda precaución y va hacia la entrada. Pone la oreja en la puerta. Espera unos instantes. Pone el ojo en el agujero de la cerradura, levanta despacio la mirilla y observa. El portero vuelve a sonar. —Acá no hay nadie. Cami, llevá a tu hermana a la terraza y espérenme ahí. El nene asiente aterrado. Raúl abraza a sus hijos, se pone en cuclillas, los mira con fingida tranquilidad. El
portero vuelve a sonar. —Malenita, obedecé en todo a tu hermano hasta que yo llegue. y no te preocupes. Cami, tranquilo. Todo va a salir bien. Junto a la puerta, con mucha precaución, Raúl levanta la mirilla y observa un instante. Después abre. —Vamos, vayan, chicos. No va a pasar nada. No se muevan de la terraza, oigan lo que oigan, ¿sí? El portero suena por cuarta vez. Raúl espera que el ascensor haya subido y atiende. Que una voz le diga la contraseña lo tranquiliza a medias, pero aprieta el botón para que se abra la puerta. Después pega la oreja en la puerta de calle: llaman el ascensor, por el lapso en que se abre y se cierra en planta baja, entiende que ha subido una sola persona. Cuando el ascensor se detiene, mira por la mirilla, suspira y abre. —¿Qué hacés acá? ¿Qué pasa? ¿Estás loca? — pregunta furioso. —Perdoname, Nacho —dice Lila—, perdoname que venga acá, pero hay algo urgente. Esteban me manda con un mensaje: el Ejército quiere negociar; tienen a Vi... a Hilda, la tienen viva. Raúl resopla. Se está aflojando. —Tengo a mis nenes en la terraza, esperá. Parados junto a la mesa del comedor, Camilo y Malena miran con recelo a la extraña que se sienta en el sofá de un living donde únicamente han estado con su padre. Malena está aferrada a la mano de su hermanito. Lila y Raúl toman una medida de ginebra. Quintino está eufórico. —¡Yo sabía! ¡Yo sabía! ¡Es una noticia excelente! Hay que acelerar el comienzo de la negociación, antes de que el sector intransigente del Ejército tenga tiempo de dar
batalla. —Ahora le van a proponer una cita a Rodolfo... —Muy bien. Que maneje la cosa con toda la flexibilidad que se pueda. Nuestras únicas condiciones son que el encuentro sea en un lugar público, con varias vías de entrada y de salida; y que mandemos una patrulla nuestra a inspeccionar el lugar quince minutos antes de la cita, y que esté Sánchez Parson, obviamente, no vamos a ir nosotros si él no va. Lo demás, nos atenemos a ellos. —Bueno. ¿Pero cómo informa Esteban la cita? Él quedó desconectado ... Silencio, la euforia de Raúl se apaga. —Teresita... Ustedes la vieron caer... Lila asiente. —La encapucharon y la metieron en el coche —dice después de un rato. Quintino aprieta los ojos. Los nenes siguen observándolos, muy serios. Sin decir nada, Raúl se levanta y se va por el pasillo. Lila sonríe a los chicos pero ellos no devuelven la sonrisa. —¿Papá se tiene que ir? —pregunta Camilo. Lila niega con la cabeza. —Se va a quedar con ustedes, como todos los domingos. —¿Vos sos de la Marina? —pregunta Male muy seria, con el ceño fruncido. —¡No! —se ríe ella—. ¿Cómo voy a ser de la Marina? Del baño viene el ruido del depósito que se vacía, Raúl vuelve al living. —Yo soy amiga de tu papá, no te preocupes. Bueno, me voy. ¿Qué le digo a Esteban, Nacho? —Te acompaño hasta el ascensor.
—En el bar de Independencia y Entre Ríos —le susurra afuera—, esquina noreste, entre las doce y media y la una menos cuarto; cuando le pidan un cigarrillo, él tiene que decir: "Son negros, ¿querés igual?". —Independencia y Entre Ríos, esquina noreste, entre doce y media y una menos cuarto, "son negros, querés igual". Van hacia la puerta, pero Raúl le dice: —Esperá. No va a haber ningún problema, pero por cualquier cosa: si la cita falla, quedamos para el martes. Entre diez y diez y veinte de la mañana en la plaza Garay, alrededor del banco que rodea el árbol. —Bueno —memoriza ella—. Martes entre diez y diez y veinte. —Lo absolutamente imprescindible es concertar el encuentro cuanto antes, para no perder esta oportunidad. Quintino está cerrándole el ascensor cuando lo vuelve a abrir y le pone la mano sobre el hombro: —Decime, ¿cómo sabía que yo estaba acá? —Lo descubrió hace como cuatro meses —dice ella, sonriendo con cariño—. Inteligencia es así: uno busca una cosa y se encuentra con otra. Quedate tranquilo, no lo sabe nadie más que yo. Un sábado tuvo miedo por vos y me hizo venir para hacerte de campana... Pero estaba todo bien y vos ni te enteraste...
XV Leonard Follet cena solo en su departamento, mirando la televisión. Por cadena oficial, el presidente de facto Jorge Rafael Videla está leyendo un discurso. —El teniente coronel José Graña es otra víctima de la subversión apátrida. El feroz asesinato de este oficial de
Intendencia del Ejército Argentino... Follet se agarra la cabeza con las manos; habla solo, para nadie. —¡Oficial de Intendencia! ¡Oficial de Intendencia! — repite horrorizado, con su marcado acento inglés.
XVI —... que desempeñaba una tarea necesaria, aunque alejada del frente de batalla, en la patriótica guerra contra la subversión, pone una vez más en evidencia la iniquidad... El discurso viene ahora de la televisión de Rodolfo y Lila, apoyada en una mesita de su cuarto, a unos centímetros de la pared. —... y alevosía de los heraldos del caos y la destrucción. Pero que nadie se equivoque: la muerte del teniente coronel Graña no será en vano. Las Fuerzas Armadas continuarán sin cejar la misión purificadora que el pueblo argentino les ha encomendado. Reciban este juramento sus seres queridos, que hoy lo lloran: su esposa, su hija de diecisiete años... El estallido de un vaso con whisky que golpea contra la pared, justo arriba del televisor, y un insulto terrible tapa la voz del dictador. —¡El que planeó esto tiene mierda en la cabeza! — grita Rodolfo—. ¡Mierda! ¡Tiene mierda en la cabeza!
LUNES 4 DE OCTUBRE DE 1976 ¿Te cambiaste de bando? I En la punta de sus dedos hay dos palomas oscuras que alzan el vuelo con un ruido violento, salvaje, y en el mismo
movimiento la mujer se arquea hacia atrás bruscamente, riendo como una adolescente, mirando el cielo, entregando su cara a la luz, riendo. Pero su risa es siniestra, su risa... Ariel se agita en la cama, resistiéndose. Se sienta aterrado con los ojos abiertos; resopla. Judith está durmiendo a su lado en el departamentito de plantas y tapices hindúes.
II Rodolfo pasó la noche en vela, como se deduce si se compara su mesita de luz con la de Lila, que está prolijamente ordenada. Semisentado, apoyado en almohadones, tiene los ojos muy abiertos. Está razonando. En la mesita de luz se enciman el cenicero repleto, el radiograbador con el audífono conectado, otro aparato de radio, más sofisticado, para escuchar onda corta, la libreta de apuntes abierta y escrita, con subrayados, flechas y palabras: Corro, negociación, operativo (subrayada), red, sandalia (tachada) Graña??????, Teresita, ¿secuestros? En el piso, junto a la cama, hay un vaso con leche por la mitad y una taza de té que ya se tomó. Sigue amaneciendo.
III La Facultad de Derecho queda cerca de la plaza Francia, entre amplios parques. Un carro de asalto y un camión del Ejército están estacionados junto a ella. Enfrente hay un edificio bajo y luminoso, rodeado de verde, adonde suelen ir los estudiantes: la Confitería de las Artes. Oddone y Manuel, en ropa de gimnasia, toman allí
café con leche con medialunas. Es el merecido desayuno, después de correr. El mozo llega con un tostado de jamón y queso. —Para el joven —indica Oddone. —Le agradezco, señor, pero no tengo tanta hambre. —Comé, hijo. Hay que recuperar energías... Aunque esta mañana parece que la energía te sobra. Con resignación, Manuel ataca el tostado. —Sí. Hoy estoy contento —admite con la boca llena—. Tuve un lindo franco. —Para vos, parece que sí. Para el país fue nefasto. —Sí, ya sé... Perdone, no pensé en... el teniente coronel Graña ... —No te preocupes, hijo... Es normal ser un poco egoísta cuando se tiene tu edad. —Es que... No pensé en eso... Me olvidé del domingo... El sábado me encontré con alguien y... Hace mucho que no veía a esa persona... Es alguien que cambió tanto... para bien... y... —Una chica... —Una compañera mía de la secundaria. Por los amplios ventanales se puede ver cómo, violando todas las reglas del estacionamiento, un coche de policía y un carro de asalto lleno de efectivos estacionan junto a la confitería, directamente sobre el pasto. Oddone y Manuel no lo notan, enfrascados en su charla. Bajan tres policías del coche y dos del carro. —Del Liceo Francés... —dice Oddone. —Sí... Era muy inteligente, ¿sabe? Era brillante... Pero no lo sabía. No se había dado cuenta de la cabeza que tenía. En la familia todos la subestimaban: los hermanos, los padres... Estaba como tapada... Bueno, eso.
Manuel termina apresuradamente el relato, incómodo al ver que dos policías se paran en la puerta mientras los otros empiezan a pedir documentos a quienes están sentados en el bar. —Seguí. —No es una historia muy interesante para usted. —Eso lo decido yo. Seguí. Conversamos un poco y nos vamos a trabajar. A esa hora hay solamente unos diez o doce estudiantes; desayunan y repasan apuntes, desperdigados por el gran salón. Manuel empieza a hablar mientras la policía se acerca a cada mesa, controla lo que los estudiantes leen o escriben y les toma los documentos para llevarlos al patrullero, donde un dispositivo de tecnología de punta, que llaman DIGICOM, analiza si algún documento pertenece a un ciudadano con antecedentes policiales o que está siendo buscado. El clima pone muy nervioso al muchacho y al principio habla con vacilación, aunque después el relato lo gana: —Le iba muy mal en Matemáticas. Estábamos en segundo, y ella venía siempre en el borde, en primero había aprobado la materia en marzo... Bueno, y yo le ofrecí ayuda, que estudiara conmigo. Yo soy muy bueno en matemáticas, soy muy rápido. Yo sabía que ella tenía que ser buena, porque la veía en otras materias: escribía muy bien, escribía cosas muy divertidas en francés. Era ingeniosa, inteligente... No podía ser mala, yo sabía. Y se lo dije, y mucho no me creyó. Uno de los policías, el oficial a cargo del operativo, se cuadra frente a la mesa de Oddone. —Buenos días, general. Estamos realizando un operativo de rutina. Espero que disculpe las molestias que le
podamos ocasionar. —Comprendido —responde Oddone casi sin mirado—. Seguí, Manuel. Posesionado por el relato, disfrutando a pesar suyo la mezquina sensación de estar protegido en un lugar donde nadie tiene protección, el chico sigue hablando: —Pero me senté con ella una tarde. ¿Entiende? Una sola tarde. Ecuaciones. Le expliqué despacito. Todo: le expliqué la técnica, pero también toda la teoría. Bueno, la teoría que yo sabía en ese momento. Le dibujé la recta de números y me di cuenta de que nunca la había entendido antes. Hicimos un eje de coordenadas... —Le enseñaste y entendió —lo corta Oddone con impaciencia—. Seguí. —Lo que le quiero decir es que no le enseñé solamente a resolver las ecuaciones, le mostré qué hacía cuando resolvía las ecuaciones... —¿Y aprendió? —¿Aprendió? General, se sacó diez en la prueba. Y desde ahí se le acabó el asunto de que era mala en Matemáticas. Empezó a entender todo a toda velocidad. Pasó a ser de las mejores... ¡Y estaba tan contenta, tan orgullosa! Seguimos estudiando juntos, pero ya no era que yo le explicaba, ahora estudiábamos los dos. La policía entra con algunos documentos que se llevó y los devuelve. Manuel se calla y el general lo mira con valoración. —La hiciste confiar en sus propias fuerzas, Mendizábal. La condujiste bien. —Creo que sí —dice Manuel sonriendo. —Usted tiene condiciones para el mando, soldado. ¿No pensó en seguir la Escuela de Oficiales? Tenés mucho
para ofrecer a la Patria, Manuel. Podés hacer una carrera brillante. —Lo voy a pensar, mi general ... —dice el muchacho sin lograr disimular la incomodidad. —Pensalo de verdad, es una pena que se desperdicie tu... Para salir de la situación, Manuel interrumpe: —No le conté el final de la historia, lo de este fin de semana... —Contame —dice el general sonriendo—. Pero otra vez vamos a hablar de tu futuro. —El sábado me llamó por teléfono: ¡ganó una beca para estudiar economía en La Sorbonne! Mendizábal pronunció Sorbonne con acento perfecto, pero con naturalidad. El general no puede evitar levantar las cejas, admirado. —¿Pero sabe cómo la ganó? Salió primera entre cincuenta, en un examen que era todo de cálculo algebraico, cosas así. ¿Se da cuenta? El general se da cuenta de absolutamente todo. —Sí, por supuesto. Pero vos sos como un... hito en su camino. —Eso sí, claro... Hay un instante de silencio en el que Manuel se deja ganar por el recuerdo. Oddone no le quita los ojos de encima. —y seguro que fuiste muy importante para esa chica ... —¡Ella también fue muy importante para mí! Otro silencio. Oddone baja la voz, pregunta con delicadeza: —¿ Y qué les pasó, hijo? ¿Por qué no son novios? Manuel no contesta. Hace un gesto de resignación.
—Yo te voy a decir qué les pasó —dice Oddone con súbita seguridad—. Crecieron. Ustedes se tenían un cariño puro, el sentimiento que se tienen dos chicos cuando todavía no saben nada de la vida. Después viene otro desarrollo, vos te fuiste haciendo hombre, ella mujer. Ya vos te interesaron otras cosas, cosas que a ella no le ibas a pedir, y que ella, si era como me imagino que era, no te iba a dar. Y vos la respetaste porque sabés reconocer a una mujer decente... y eras demasiado joven para casarte... Entonces miraste para otro lado... ¿Me equivoco? Manuel lo escuchó con mucha atención. Ahora tarda en responder, está emocionado. —Creo que no… Que no se equivoca. De alguna manera sí es eso que usted dice . La policía entra con más documentos para devolver pero se lleva detenida a una parejita que estudiaba en una de las mesas. —Crecimos, yo necesitaba algo que ella no quería, y yo no quería que ella lo hiciera por mí. Oddone también está emocionado. —Hijo, soy padre de hijas mujeres y no sabés la esperanza que me da escuchar a un joven argentino como vos. Voy a decirte una cosa: te portaste como un hombre. Manuel piensa que, aun si no entiende nada, ese hombre lo entiende y lo valora como no lo hizo nunca su padre, y se siente mal por pensarlo, porque ese hombre es su enemigo. Pero no puede evitar la gratitud, y el desagrado por su gratitud mientras observa espantado que el oficial a cargo del operativo y un sargento están pasando junto a su mesa, llevándose a la pareja de estudiantes, que no ofrece resistencia. Al pasar, los policías se cuadran ante Oddone y éste responde con una seca inclinación de cabeza.
IV El que está en el auto estacionado es el típico integrante de los grupos de tareas paramilitares que, desde hace muchos meses, a nadie asombra y a pocos preocupa ver por la ciudad. Usa una campera de cuero negra, masca un chicle, cultiva un esforzado aire de matón sin escrúpulos. Alguna gente pasa y lo mira veloz, disimuladamente, con una mezcla de curiosidad morbosa y miedo. A través de sus anteojos negros, el hombre observa a la señora Carmen Konig por el espejo retrovisor. Ella viene caminando por la vereda luego de hacer alguna compra para su casa. Carmen también registra el auto estacionado y desvía la vista con recelo; después, frunce el ceño y se detiene un instante, dándole la espalda, como meditando. Cuando abre la puerta del departamento del décimo piso, su marido está sentado en un sillón, leyendo el diario. —Decime, Carlos —lo encara decidida—, ¿en qué te metiste ahora? Konig levanta la vista del diario con cara de nada. No contesta, vuelve a hundirse en la lectura. —Te informo —dice ella conteniendo la ira— que tenés un coche sin patente al lado de tu casa que, aunque vos no parezcas notarlo, también es mía. —Querida —suspira Konig con hastío—, hay coches así por todo Buenos Aires, no seas pretenciosa, ¿por qué ese tiene que estar precisamente por mí? Ignorando el tono, Carmen reflexiona un segundo el argumento de su marido y lo desecha: —Yo te vaya decir por qué. Porque si creyeras que no está ahí por vos, pensarías que está ahí por Aurora, y ya
estarías gritando como loco. Y si te quedás así tranquilo, es porque estás metido en algún disparate, como siempre. Pero hay algo que ya no es como siempre: los tipos que están ahí afuera no son de los que te ponen un caño y te rompen el bracito de tu pastora. Konig junta las manos y eleva los ojos, en muda interrogación al Señor (¿qué hice yo para merecer esta esposa?). Ella espera un segundo, con la esperanza de recibir alguna explicación. Como no llega, desaparece por la cocina con un portazo. Konig ha mantenido su actitud indiferente hasta ese instante pero el portazo lo levanta como un resorte y corre al teléfono. Marca el número directo que le ha dado el general Oddone cuando almorzaron en el restaurante de La Plata. —Decime —dice sin saludar—. ¿Cómo carajo querés que negocie, si me hacés vigilar por tus monos? ¿Te volviste idiota, o lo de negociar es puro cuento? —¿Carlos? Esperá, Carlos. No te pongas así. Estás tratando con gente sanguinaria y peligrosa. Mi deber es protegerte. Enfurecido, el coronel hace temblar de un golpe la mesita del teléfono: —¡No quiero, mierda! ¡No quiero esa clase de protección! Carmen está lavando una olla pero se sobresalta con el grito y camina hacia la puerta cerrada, la abre despacio y escucha. La olla chorrea espuma en su mano. —¿Entendiste? —está diciendo Carlos—. ¡Sacá inmediatamente a tus delincuentes de acá! Oddone tiene en la mano el cortapapeles de su escritorio, pincha con rabia el cuero verde que cubre la
madera, no le importa romperlo. —Tené cuidado, Carlos —dice, y la voz se le arrastra con odio—. Ser mi compañero de promoción no da impunidad... Por el auricular llega la voz de Konig: —¿Vos querés amenazarme o querés que cumpla una misión? El asunto es simple: ¿cómo puedo tratar con los subversivos si no despejás la puerta de mi casa? —Está bien. Ahora lo hago. ¿Ya hiciste contacto? —Sí. Ya transmití tu mensaje. Me contactaron hoy bien temprano. Aceptan, por lo menos en principio. Ponen algunas condiciones y quieren conocer las nuestras. Si no me sacás a tus patriotas, no voy a poder concertar nada. —Te dije que ahora lo hago. —¿Qué seguridad tengo? —Mi palabra de honor. El coronel Konig se queda callado, auricular en mano. Mueve la cabeza con tristeza. —En el Ejército que yo conocí, eso quería decir algo... Eso creía yo al menos...
V Konig está sentado fingiendo que lee su novela de Vázquez Montalbán. Le encanta esa novela pero no puede concentrarse. Llega Walsh con un diario bajo el brazo y su disfraz de jubilado. Se sienta a su lado y él se hace el que no lo nota. Por su parte, Rodolfo abre el diario y se enfrasca. Empieza a hablar bajito, cubriéndose la boca con el diario: —¿Tiene una propuesta de cita? —Hoya las 19... —susurra Konig sin levantar los ojos
del libro. —¿Hoy? ¡Pero es muy pronto! —Eso dicen. En el restaurante de la estación Retiro. Es un lugar público, como ustedes quieren. Va a estar cerrado para la reunión. Es un encuentro pacífico y secreto, sin despliegue militar de ambas partes. Van a estar Oddone y el coronel Marini, que es su ayudante. —¿Y Sánchez Parson? —Solamente si además de usted van tres miembros de la Conducción Nacional. —Está bien... Confirme la cita. Vamos a ir.
VI El general Oddone está leyendo un papel oficio escrito a máquina. Llama por el interno. —Coronel Marini, que venga mi chofer. Termina de poner las hojas en un sobre oficio cuando Manuel entra al despacho. —¿Me llamaba, señor? —Sí, Mendizábal. Acercate. Quiero que lleves este sobre a la compañía telefónica; se lo entregás en mano al capitán Orozco, de mi parte.
VII El auto del general Oddone se detiene junto a una librería que hace fotocopias. Manuel desciende llevando el sobre en la mano y entra al negocio.
VIII Manuel entra al bar que sirve de posta, ingresa al closet y trepa al inodoro. Coloca la hoja doblada muchas
veces adentro de la tulipa.
IX El reloj de pared marca las 12.35 en el bar de la esquina noreste, ubicado en el cruce de las avenidas Independencia y Entre Ríos. En una puerta, cerca de la entrada, Walsh toma un café, vestido exactamente igual que en el encuentro con Konig. Lee el mismo diario y fuma. Un hombre joven se acerca. —Disculpe, señor, ¿me convida un cigarrillo? —Son negros, ¿querés igual? —No, disculpe, negros no. Gracias, de todos modos. Descolocado, Rodolfo ve que el muchacho se dirige a otra mesa, repite el pedido y recibe un cigarrillo. Mira la hora en su reloj pulsera. En el reloj de pared ahora son las 13, nadie más se ha acercado. Rodolfo sigue sentado, observa siempre las dos puertas, después su reloj. Está muy preocupado. Se levanta y se va.
X Manuel entra al despacho del general Oddone, se cuadra. —¿Misión cumplida, soldado? —Misión cumplida, señor. El sargento Sosa pregunta si ahora sí le trae el almuerzo. Un segundo de vacilación. Oddone piensa. —¿Usted almorzó? —No, señor. Recién llego.
XI
Es el mismo lugar donde se encontraron Konig y Oddone. Manuel y el general comen y conversan con animación. Por la puerta entra un niño: está mal vestido, aprieta en sus manos sucias un pegajoso pilón de estampitas. Empieza a recorrer las mesas, dejando una estampita en cada mantel. Está por llegar a la de Oddone cuando el maître lo toma con violencia del brazo y lo sacude. —¿Qué hacés acá vos? ¿Dónde te creés que estás? ¡Vamos! ¡Fuera! El niño se deja empujar hacia la puerta. Manuel y Oddone observan la escena, Manuel está visiblemente conmovido. —¡Maître —dice el general con voz tranquila y firme, levantándose. —¿General...? No suelta al chico pero se detiene, Oddone avanza hacia ellos. —Maître, ¿usted es católico? —Sí... Por supuesto, general. El general tiene fuego en los ojos, Manuel lo mira fascinado. —¿Alguna vez alguien le enseñó que existe algo que se llama "piedad por el prójimo"? El maître suelta al niño, que mira a Oddone muy serio, muy fijo. —General... Disculpe… Yo no... La política de la casa es... Yo quería evitarle molestias… Pensé que... Oddone lo interrumpe, cortante: —Siente de inmediato al menor en esta mesa, nosotros ya nos vamos. Haga que le sirvan un buen almuerzo, el que él elija. Póngalo a mi cargo y tráigame la cuenta. Y
apúrese, que estoy atrasado. —¡Cómo no, general! Disculpe... —No es a mí a quien tiene que pedir disculpas. —Disculpame, querido —le dice el maître al chico, con esfuerzo—. Sentate acá. Oddone se vuelve a Manuel, sonriente, y recibe una mirada llena de admiración.
XII Rodolfo está sentado en el escritorio de su living, vestido todavía con el disfraz pero sin el bigote postizo. Tiene la silla ladeada y se balancea nerviosamente, tocando cada vez la biblioteca con la espalda. Lila está de pie (llega de la calle) y lo mira consternada. —La cita estaba bien, ¿no? —¡Y sí! Bar de Independencia y Entre Ríos, esquina noreste, entre 12.30 y 12.45. —Ahí estuve; a la una me fui. Por las dudas, crucé al bar de enfrente. Nadie. Vine para acá. —¿Vos suponés que cayó el que tenía que ir a tu cita? —¡Y qué querés que piense, Lila! —dice él con fastidio. No encaja en su composición de lugar lo que está pasando y eso lo enoja. Lila no se altera: está acostumbrada a sus reacciones. Sin decir palabra, cuelga el abrigo en el perchero y va a sentarse al sofá. —Teresita... —farfulla Rodolfo—. Ahora esto... Y quieren negociar... —Es que no existe solamente el Ejército. Puede ser la Marina. Puede ser Aeronáutica ... Él suspira con impotencia. —Plantearon una reunión para hoy a las 19. No tengo
cómo avisar. —¿Para hoy? ¿Tan pronto? Otra vez Walsh hace un gesto de fastidio; Lila frunce el ceño, pensativa. —Rodolfo, hay algo que ... Suena el timbre dos veces, una vez con llamado largo, otra con llamado corto. —Pablo... —reconoce ella. Unos minutos después Pablo tiene en la mano extendida una fotocopia tamaño oficio con marcas de haber sido doblada muchas veces, para hacerla lo más chica posible. —Estaba en la posta. —¿Cómo está Mariana? —pregunta Lila. —Bien. Vomita. —Y... lógico. Vení que te muestro la cuna. Lo toma de la mano y se lo lleva a la pieza. Walsh no escuchó la última parte de la charla porque está muy concentrado, de pie, mirando el papel. De pronto se sienta en su escritorio, da vuelta el reloj de arena, toma un lápiz negro y se inclina sobre la hoja. Ahora son las 16.45. En la hoja de papel que está estudiando, Rodolfo hizo marcas con el lápiz, subrayó letras y números. La hoja tiene un texto mecanografiado:
MEMORANDUM 4—10—76 A Klaus De Víctor, 10° B.I Pido sumergirse inmediato en hilos de siguientes causantes:
JDMHF, Bzqkñr. 214623 JDMHF, Ztqñqz. (910) 142341 Comuníquese con mi ayudante para informarse sobre motivos y orientación de la inmersión. Se le agregó además una inscripción a mano, en marcador negro:
enviado por gral. Oddone al capitán Capelli, de ENTEL El lápiz negro de Walsh traza una línea que une "inmersión" con "sumergirse”. Ahora son las 17.15, la luz de la ventana no es la misma y Pablo se fue hace rato. Rodolfo sigue inclinado sobre el escritorio, encendió la lámpara y testea una serie de números, pero no sobre el papel. El primer tomo de la guía telefónica está abierto en las primeras páginas, sobre la mesa. Un rato más tarde se levanta y empieza su conocida caminata por la alfombra. De pronto se sienta otra vez y escribe números en su libretita
910021 Se abalanza sobre la guía telefónica, busca algo febrilmente. Después sigue atornillado a la silla un rato largo, trabajando, hasta que levanta la cara visiblemente excitado. —¡Lila!
Ella aparece por la puerta del dormitorio. —Sentate un minuto en el sofá, escuchame. Descubrí una cosa grave. Tengo que pedirte algo muy importante que yo no puedo hacer. —Decime. —La hija de Konig está en peligro... Tengo que avisarle a Konig, pero lo están vigilando. No es imposible que hayan detectado mi encuentro de hoy con él. Ahora: ese encuentro formó parte de la negociación. Si voy otra vez y lo detectan, pongo en peligro todo: a él, a mí y, lo que es más grave, la negociación. —Por supuesto, Rodolfo. Voy yo. —Vestite de mucama, vos sabés ... Ella asiente. —Te vas a la casa de Konig. —¿Lo llamo? —¡No! ¡Ni se te ocurra! Tiene el teléfono intervenido. Andá y decile que Oddone escucha su teléfono, y preguntale si su hija se llama Aurora y tiene este número —Walsh le extiende un papelito—. Si ese es el teléfono de la hija, decile que ella está en peligro, que Oddone la tiene en la mira y que la saque ya del país. ¿Entendiste? —Sí... Aurora. —Aurora. Mejor memorizá el número. No me asombra que Oddone espíe a Konig, aunque es mejor que se lo avises. Lo que me alarma es lo de esa chica... —Es alarmante. Voy a vestirme. Se está yendo a la habitación cuando Rodolfo exclama: —¡Li! La llama así algunas veces solamente. Ella se da vuelta y la toma por los hombros.
—Cuidate mucho... Que nadie se fije en vos... Es peligroso...
XIII Tres miembros conspicuos de la dirección de Montoneros están sentados en el departamento clandestino, alrededor de una mesa. Los ceniceros repletos, el mate con la yerba lavada, el termo abierto, la botella de ginebra y los vasos de vidrio grueso sucios, con algún pucho apagado adentro, papeles y folletos desperdigados, los diarios del día arrugados, abiertos, subrayados, indican que llevan un tiempo largo reunidos. Son tres hombres: Raúl Quintino, nombre de guerra: Nacho. Ricardo Galini, nombre de guerra: Marcos. Román Pérez, nombre de guerra: Pelado. —No, no, no... —está insistiendo Nacho—. Hasta que no tengamos noticias de Esteban no podemos decidir nada. Suena el teléfono. Atiende el Pelado: —Hola... —¿Pelado? Soy yo... —dice una voz. —¡Cómo estás, che! —exclama Román Pérez con naturalidad forzada, dirigiéndose más a posibles escuchas de la conversación que a su interlocutor—. ¿Qué pasa? —Marcela... Tiene hepatitis... Pérez se conduele con la mayor naturalidad que logra y cuelga el tubo. —Marcela cayó hoy por la mañana —informa lúgubremente—. No hubo correo. Por eso no tenemos noticias de Esteban. —Che, ¡qué cagada...! —dice Ricardo Galitti, alias Marcos. Lo dice como si fuera simplemente una molestia, como si estuviera todo listo para ir al cine y no hubiera
entradas. Raúl y Román cruzan una mirada espantada, las reacciones de Ricardo Galini los asustan. —Bueno... —murmura Raúl— Entonces ya no vamos a tener contacto con Esteban hasta mañana... Marcela... qué espanto...
XIV Sentado siempre en su escritorio, fumando, con el termo y el mate entre los papeles revueltos, Walsh mueve cuidadosamente el dial de su radio de onda corta, buscando captar alguna transmisión.
XV En el imponente salón vacío del restaurante de la estación Retiro, arquitectura y decoración de cuidado estilo inglés, hay una única mesa tendida. Está ubicada en el extremo que da al interior de la estación, contra una pared, cubierta por un mantel blanco; tiene elegantes tazas de café, cafetera y azucarera de plata. Sentados a la mesa, con uniforme de ceremonias, están Oddone, el coronel Marini y el general Sánchez Parson. Los dos primeros, rígidos, expectantes, miran fijo hacia la entrada que da a la avenida Ramos Mejía. Sánchez Parson, en cambio, mueve la cabeza todo el tiempo, muy nervioso, para todos lados, incluyendo las balconadas de arriba; teme que alguien aparezca a sus espaldas, desde la pared o las vidrieras, incluso desde el techo. Oddone observa un segundo su reloj y Sánchez Parson, que sólo quiere irse, aprovecha la ocasión: —No me parece necesario seguir acá —dice—. Es mucho tiempo para correr este nesga.
Si se quiere saber cuánto es el tiempo durante el cual Sánchez Parson ha arriesgado su vida, se puede observar el gran reloj del restaurante: son las 19.07, la cita era a las 19. Un rato después (Sánchez Parson se ha ido), Marini y Oddone se miran, desolados frente a la elegante mesa intacta. —Son las siete y veinte, señor. Ya no creo que vengan. Oddone hace bailar las tazas de un golpe. —¿Pero qué mierda les dijo ese pelotudo, ese pobre infeliz? ¿Qué les dijo ese traidor para que no vengan? —Puede haber habido otro problema, señor... Algún problema de contacto... —No diga boludeces usted también, Marini —dice Oddone, agarrándoselas con él—. ¿Cómo van a tener problemas de contacto en algo tan importante para ellos? ¡Son gente seria! ¿O usted se cree que son criminales tan eficientes porque tienen problemas de contacto? ¡Problemas de contacto! ¡Problemas de materia gris! ¡Eso tiene usted en la cabeza, Marini! Silencioso, Marini se deja maltratar.
XVI Sentado en su escritorio, Rodolfo Walsh sigue experimentando con su radio de onda corta. Mientras continúan los ruidos confusos, toma su relojito, lo da vuelta y mira caer la arena.
XVII —Es el imbécil de Carlos .....—farfulla
Oddone,
absolutamente abatido—. Les llenó la cabeza. Los hizo desconfiar... Imbécil protosubversivo que no sabe de qué lado está... —de pronto levanta la cabeza—. Pero va a tener que elegir... Y entonces sí va a trabajar como corresponde... ¡Marini! Gritó como si Marini estuviera en la otra punta del salón, pero Marini está al lado suyo. —A sus órdenes, mi general. Oddone lo mira asombrado; después le dice, con una mueca de desprecio. —Comuníquese por radio con el Turco. Vamos a chupar a Aurora Konig ahora mismo, para presionar al padre. —Idea brillante, mi general.
XVIII Ahora el que vigila el edificio del coronel Konig es un hombre obeso de unos cuarenta años. Está sentado en el gran hall vidriado del edificio de enfrente, en un sillón. Pone y saca los ojos de la entrada de Konig con desinteresado método, mientras hojea un diario y masca chicle. De pronto bosteza, levanta los brazos y se arquea, girando el tronco a su derecha. Y precisamente a su derecha viene Lila caminando por la avenida Maipú y entra en su campo visual. Ella lo registra y se sobresalta apenas, pero sigue andando con naturalidad. El hombre que vigila ya está de perfil, sentado como antes, diario en mano. A lo mejor no la miró, a lo mejor la miró sin ver, no dio importancia a esa mujer morena de pelo recogido y ropa pobre, aunque limpia y sana, alpargatas con suela de goma y monedero de plástico que brilla entre las
latas, el sachet de leche y el paquete de harina de su bolsa de rejilla. Siempre manteniéndose a espaldas de él, Lila cruza a la plaza para tener una panorámica y poder estudiar la situación: salvo el gordo del edificio de enfrente, no hay coches estacionados ni transeúntes sospechosos, por lo menos visibles. Desde ahí ve el palier del edificio de Konig, la entrada de los ascensores; uno de ellos se abre y una pareja adolescente está por salir con un perro. Lila se apresura a cruzar; después, con absoluta conciencia de su cuerpo, vuelve a entrar en el campo visual del que vigila. Ingresa al edificio cuando la pareja abre la puerta de calle. El gordo se saca el chicle y lo pega en un brazo del sillón.
XIX Carmen está sentada a la mesa de la cocina— comedor, hojeando una revista. Suena el timbre y abre la puerta después de mirar por la mirilla. Lila la observa con timidez, totalmente compenetrada en su papel. —Buenas tardes, señora. Yo quería ver al coronel Konig... —¿Por qué asunto es? —pregunta Carmen, asombrada y desconfiada. —Vengo de parte del anticuario Márquez. ¿Podría decirle que estoy yo? —Deme a mí el mensaje. —El Sr. Márquez me pidió que lo viera, tengo que hacerle algunas preguntas específicas ... Ceño fruncido, expresión astuta, Carmen estudia de arriba abajo a esa mujer que habla con palabras que no combinan con su ropa. Lila se deja estudiar pacientemente.
—¿Podría pasar? —dice después. Con una breve vacilación Carmen la hace entrar. Lila aprovecha para avanzar y situarse cerca de la puerta que da al living. —¿Quién me dijo que es usted? —Vengo de parte del anticuario Márquez, tengo que hablar ahora con su esposo. ¿Está en casa? —¿Y para qué tiene que hablar usted con mi esposo? —Señora Konig —dice Lila cambiando el tono, empieza a desesperarse—, le pido que confíe en mí. Es muy importante que vea al coronel ya. —¿Por qué está vestida así? Lila suspira. —Señora, por favor, le aseguro que es muy importante... —¿En qué anda ahora mi marido? Lila la mira desesperada. Carmen también cambia de táctica, pero no por cálculo: se le humedecen los ojos. —Usted es mujer —suplica—, me tiene que entender. Estoy muy preocupada: dígame lo que está pasando. —No puedo. —Entonces, ¡váyase! —ordena la otra con la voz apretada—. ¡Fuera de mi casa! —dice, y abre la puerta de calle. Lila la mira sin moverse. —¡Dije fuera de mi casa! De pronto la visitante se lanza sobre la puerta que da al living, la abre y grita: —¡Carlos Konig! ¡Coronel Konig! —¿Con qué derecho...? —grita Carmen furiosa y cierra la puerta. Pero Konig entra precipitadamente. —¿Qué pasa? —la ve a Lila y tarda un instante en
reconocerla—. ¿Pasa algo? —Carlos, ¿quién es esta mujer? —¿Usted viene a hablar conmigo? —pregunta Konig ignorando a su esposa. —Sí. —Pase por acá. —¡No! —grita Carmen, interponiendo su cuerpo entre la puerta y la intrusa. Konig se queda petrificado, nunca la vio tan furiosa: —¡BASTA! ¡ESTO SE TERMINÓ! ¡Carlos, yo no soy más la pelotuda en esta casa! ¡Son años haciendo de florero! ¡Son años aguantando todas tus historias y las historias del Ejército Argentino! ¡Estoy harta! ¡Se acabó! ¡Se a—ca—bó! Lila mira sin saber qué hacer. Konig está impresionado. —Yo no sé quién es usted, ni sé qué es lo que pasa, pero estoy harta. Usted no sabe lo que es estar casada con alguien que la ignora. ¡Me trajo a Eva Perón embalsamada, señora! ¡Me trajo a Eva Perón y me dijo que era un cajón sellado, con armas antiguas! ¡Y yo le pasaba el plumero...! Lila se tienta de risa. —¡Ah!, ¿se ríe? ¿Es gracioso lo que le digo? ¿Y se cree que fue gracioso cuando nos pusieron una bomba en el palier? Pobre gente, Aurorita tiene razón, la gente se vengó. Este cabrón va y se la roba, ¿y ellos qué quiere que le hagan? Bastante poco le pasó a él... Mire que Dios es demasiado piadoso, a veces ... En cambio, mi hija quedó un año con terrores nocturnos. Una bomba en el palier... a Aurorita y a mí... Milico chiflado... —Señora: yo vine a proteger a Aurora. Konig se sobresalta y mira a Lila aterrado.
XX Ruidos de dial moviéndose en la radio de onda corta: Walsh está trabajando con ella, dispuesto a tomar notas. Entre ruidos e interferencias, suena con claridad: —Comando A a móvil 7: ¿recibió domicilio Aurora Konig? Kilo Ornar Norma Inés Gabriel. Cambio. —Afirmativo. Cambio. —Indique dónde está en este momento. Cambio. —Córdoba y Callao. Capital Federal. Cambio. —Víctor ordena: desplácese con un móvil inmediato a domicilio sito en La Plata y proceda captura de susodicha. Cambio y fuera.
XXI —¿Qué pasa con Aurora? —grita Carmen. —¡Por favor... ! ¡No pasa nada irremediable, por favor… ! —dice Lila. Y se dirige a Konig—. Escúcheme: Rodolfo me dice… —¡Aquí no! —ruge el esposo de Carmen. Lila suspira y eleva sus ojos a un cielo imaginario. —¿Ve? ¿Ve cómo es? —grita la esposa. Reina la confusión. Carmen la emprende con reclamos. —¡Callate, boluda! —grita Konig. Carmen llora de impotencia.
XXII En Callao, casi llegando a Córdoba, hay un coche sin patente estacionado, tiene la portezuela de adelante abierta pero los cuatro hombres están adentro. El Turco cuelga el micrófono de la radio.
—Muchachos —dice—, trabajo nuevo.
XXIII Sigue la pelea. De pronto Lila da un formidable golpe en la mesa de la cocina—comedor. El matrimonio se calla asombrado. —¡Bueno! Ahora me harté yo. Silencio los dos. Disfruta un segundo de su logro y sigue, con voz autoritaria: —Coronel, Rodolfo descubrió una orden de Oddone para intervenir su teléfono desde hoy. ¿Le dice algo el número (021)253452? Konig comienza a negar con la cabeza, pero Carmen grita: —¡Es el teléfono de tu hija en La Plata! —Bueno, calma. Entonces escúcheme bien. Coronel, deje de pelear con su mujer, vaya a La Plata, busque a Aurora donde esté y sáquela del país. Ya. —¿Usted cree que es tan urgente? —pregunta Konig con voz casi inaudible. —Yo diría que es preciso. Si es urgente o no, no tenemos cómo saberlo.
XXIV Mientras Walsh, muy nervioso, se mueve por el living de su casa, la radio está captando este mensaje: —Móvil 7 a Comando A: Móvil 7 en dirección a La Plata. Informo cuando llego. Cambio y fuera.
XXV —Saco un abrigo y salgo.
—No, espere: afuera lo están vigilando. Vi a un tipo en el palier del edificio de enfrente. Y en algún lado debe haber un auto, listo para seguirlo. —Oddone es un hijo de puta... Siempre fue un hijo de puta... —¿Por dónde va a salir? —Pensaba entrar a la cochera y agarrar mi coche. —Está el Fitito que le compraste a Aurora... Y que después le sacaste... A ése no lo van a seguir... No lo conocen ... No se usa casi nunca —aclara Carmen a Lila. El coronel la admira por un brevísimo instante. —Use ropa distinta de la de siempre —aconseja Lila—, y que no llame la atención. ¿No puede vestirse como un plomero, o algo así? Konig acude a Carmen en busca de auxilio. —Vení. Tenés la ropa que usás para trabajar en la quinta, la traje a lavar. —Y póngase una gorra, si tiene. Minutos después, vestido con ropa de trabajo algo manchada, zapatillas de lona y gorra con visera, el coronel se dispone a irse. —Yo salgo por el ascensor de servicio de la entrada principal —dice Lila—. Usted va a la cochera. No creo que lo sigan, no esperan ese coche. Buenas tardes, Carmen. —No sé quién es usted, pero le digo gracias —dice la mujer, besándola. —De nada. Que tengan suerte. Konig empieza a abrir la puerta de calle pero la cierra y se da vuelta. —Vos quedate tranquila —dice a su mujer— y no pierdas el control. No te vayas de acá por nada del mundo, ¿entendés? Y hablá por teléfono con naturalidad, pero tené
mucho cuidado con lo que decís. Y no boconees, por favor, controlate... ¿sí? No te lances a llamar a tus amigas. Chau, esperame acá. —¿A dónde vas, genio...? Konig se detiene con la mano en el picaporte.
XXVI El Turco maneja el "móvil 7" con cierta parsimonia. Está empezando a caer la luz. El mayor del grupo tiene unos cuarenta años y rostro cuadrado, caballuno, una leve chispa juguetea en sus ojos. A su lado, un hombre robusto y moreno, evidentemente un suboficial, juega con una gomita entre los dedos. Los dos de atrás son jóvenes y tienen aspecto atildado; son oficiales, teniente y capitán. Uno es rubio y buenmozo, mira con altivez hacia adelante, posando para una foto imaginaria que podría titularse "el capitán Halcón (tal su nombre de guerra) va a enfrentarse con su deber"; el otro está relajado y confiado, mira con indolencia por la ventanilla, fuma.
XXVII —¿Cómo a dónde voy? —¿A dónde vive tu hija, Carlos? —pregunta Carmen con una sonrisa sardónica. Y le aclara a Lila—: Juró que no iba a ir nunca a la casa de Aurora. Está peleadísimo con ella. No tiene la dirección.
XXVIII En el auto, el suboficial que viaja adelante lee en voz alta, con bastante dificultad, un papelito. —Es calle 58, número... 756, siete cientos...
—Setecientos —corrige Halcón. —Setecientos cincuenta y seis, entre diez y once... cuarto piso, departamento 3... —¡Ah, es ahí no más de la universidad! —dice el Turco —. Podemos tomarnos una cerveza antes. —Turco, nos dieron una misión —recuerda Halcón secamente.
XXIX Carmen le da a Konig un papel con la dirección de Aurora. Observa a su marido un momento: —Mejor te llevás un planito de La Plata.
XXX Los dedos del suboficial juegan parsimoniosamente con la gomita. El Ford Falcon avanza por la avenida Montes de Oca hacia el puente del Riachuelo. Anochece.
XXXI Tenso, los dientes apretados, Konig maneja rápido por la avenida Martín García. Mira por el espejo retrovisor: un coche sospechoso parece seguido. Dobla por Montes de Oca con el coche detrás.
XXXII El "móvil 7" avanza con cierta dificultad por avenida Mitre, hay mucho tránsito.
XXXIII Por el espejo retrovisor, Konig comprueba que el auto sospechoso está doblando por alguna lateral. Respira hondo.
XXXIV El "móvil 7" demorado por el semáforo; avanza a bocinazos, se mete entre la gente que cruza (y la gente lo mira con temor), pica por pocos metros hasta la otra esquina, donde frena con ruido, casi encima de los autos detenidos. Al volante, el Turco sonríe divertido. —¿Estará buena la subversiva? —pregunta el suboficial.
XXXV Konig avanza con dificultad por la avenida Mitre. La fila de coches se detiene. Konig putea. Putearía más si supiera que está bastante más atrás que el "móvil 7". Los bocinazos aturden: un coche al que se le paró el motor está bloqueando el camino.
XXXVI Ya es de noche. El auto paramilitar rueda ahora con mayor normalidad por la avenida Calchaquí. Espera con paciencia en un semáforo en rojo. —Muchachos, ¿qué tal si paramos y nos tomamos una cervecita? —propone el Turco. —Yo no estoy de acuerdo —dice Halcón—. Tenemos una misión.
XXXVII El pequeño Fiat 600 continúa varado en la avenida Mitre. Siguiendo a otros autos, esquiva el coche que bloqueaba el tránsito y por fin acelera. Agarra un semáforo
en amarillo. El siguiente está ya rojo cuando lo pasa.
XXXVIII En el "móvil 7", el Turco sigue manejando con indolencia. —¿Por qué vas despacio, Turco? —pregunta Halcón irritado. —¿Y qué problema hay? ¡Estuvimos laburando todo el día! ¡Ya estoy cansado, yo! ¡Además nadie te dijo que esto era urgente! —Tranquilo, Halcón —dice el teniente—. Nos dieron la orden cuando estábamos en el centro. Saben que tenemos que tardar. Y además es un trabajo rápido: una mina sola, sin armas... Hay tiempo de sobra. —Dale, muchachos —vuelve a proponer el Turco—, tomemos una cervecita. Yo soy el jefe del operativo: esto es una orden. —¡Ahí hay un bar! —grita el suboficial de adelante. El auto parapolicial —que circulaba por el carril del medio de la avenida Calchaquí— dobla de golpe en un ángulo de 90°. Una nutrida fila de coches frena bruscamente. El auto de más adelante casi se estrella; el conductor saca la cabeza para insultar, pero decide guardar prudente silencio. El sargento le sonríe socarrón mientras el Ford Falcon lo cruza, la trompa enfilada derecho contra el bar.
XXXIX Konig va manejando a cierta velocidad, el auto de adelante frena bruscamente y por un milímetro el general evita el choque. Putea. Putearía más si supiera que, en la punta de toda esa
larga fila de autos que de pronto tiene adelante, está el Ford sin patente embistiendo hacia el bar, frenando sobre la vereda. Poco después el tránsito se normaliza y Konig ve el auto parapolicial estacionado. —Delincuentes —masculla—. Delincuentes ... Por fin Konig está en la ruta que conduce a La Plata. Aprieta el acelerador mientras observa por el espejo retrovisor. Ningún coche parece estar siguiéndolo.
XL Sentado con todos a la mesa del bar, el Turco termina de dar un trago de cerveza y llama a la muchacha que atiende. Le guiña el ojo, simpático, encantador. —Bonita, ¿no te traés un platito de maní?
XLI El Fitito avanza por la ruta 1. A los costados, el parque Pereyra.
XLII Halcón, que si no fuera por la mirada helada podría ser atractivo a los ojos de la moza del bar, se levanta con impaciencia: —¿Vamos de una vez? Al pasar junto a la moza, el Turco se detiene. —Me voy, linda. ¿Me dejás un teléfono para llamarte? —N... no tengo... —dice ella aterrorizada. El suboficial que viajaba adelante se acerca y toma al Turco del brazo. —Vamos, Turco, se hace tarde...
—¿Qué me tocás, boludo? —grita el Turco y se sacude con violencia—. ¿Qué me tocás a mí? Después mira a la chica y le sonríe. Le tira, bien de cerca, un estruendoso beso dirigido a la boca: —Chau, linda. Me voy a trabajar. Y se va caminando dignamente. Los otros lo siguen.
XLIII Konig ya está cerca del parque infantil que alguna vez perteneció a las tierras de la familia oligárquica Pereyra Paz; tierras que, como es vox pópuli, el peronismo confiscó para que Eva Perón fundara allí un centro educativo y de recreación, popularmente conocido como Ciudad de los Niños. El Fiat 600 pasa junto a la arcada de piedra que imita las torres medievales de los cuentos de hadas.
XLIV corta.
Rodolfo y Lila escuchan la voz por la radio de onda
—Comando A a Móvil 7. Comando A a Móvil 7. Comando A a Móvil 7, responda.
XLV Los paramilitares están entrando al auto estacionado. El Turco toma el micrófono. —Responde Móvil 7. Cambio. —Informe su situación y estado de la misión. Cambio. —G.T. en traslado a La Plata. Tuvimos desperfecto mecánico ya solucionado. Cambio. —Móvil 7, apúrese. Víctor espera informe misión cumplida. Cambio y fuera.
XLVI Konig detiene el coche en la entrada a la ciudad de La Plata, saca un planito y empieza a estudiarlo. Arranca. Enfila por una diagonal, se detiene en la bocacalle, mira el cartel y ve que no coincide. Putea a su mujer, saca nuevamente el planito y lo mira.
XLVII habla.
El Turco maneja el Falcon a toda velocidad. Nadie
XLVIII Konig se da cuenta de que va por otra vía equivocada, en esa ciudad cuyas diagonales confunden a los demás argentinos, habituados a vivir en calles que sólo se cruzan perpendicularmente. Golpea el volante, furioso. Un chico pelilargo camina por la vereda. Baja la ventanilla. —¡Oiga! ¡Una pregunta! ¿La calle 58...? Un poco asombrado, el otro le señala la esquina. —Acá a la vuelta. Konig hace un gesto de furia y arranca sin decir gracias. La calle 58 está tranquila y vacía. El edificio número 756 tiene muchas ventanas iluminadas. En la del tercer piso, cerrada, se vislumbra una débil luz amarillenta. Es que adentro solamente está prendido un velador, junto a la cama.
XLIX En su pequeño departamento de un ambiente, Aurora
Konig tiene visita. Eduardo, un muchacho barbudo, está sentado en un colchón en el piso, desnudo entre las sábanas, y comparte con ella una bandeja con comida. Aurora no es precisamente ordenada: además de la ropa de ambos, puesta de cualquier manera, el piso tiene libros y papeles apilados. —No... Prefiero una cerveza fría... —está diciendo Eduardo cuando suena un timbre largo, varias veces, y sin esperar respuesta retumban golpes en la puerta. Alarmada, Aurora se levanta y mira por la mirilla. —¡Papá! —¡Abrime, hija! —Esperá un momento. Tensa, estupefacta, mira a Eduardo, que le devuelve un gesto interrogativo diciendo, mudo, ¿y yo qué hago? Ella prende la luz y se pone un deshabillé mientras él se viste precipitadamente. Se escucha un auto que avanza por la calle 58. Cuando Aurora abre la puerta, su padre ya está hablando. —Vestite que nos vamos. Entonces ve a Eduardo, todavía descalzo, y ve la cama revuelta. Se queda paralizado, como si lo acabaran de traspasar con un cuchillo y no pudiera hacer otra cosa que mirar a su victimario. Aurora se cree obligada a presentar: —Papá, él es Eduardo. Eduardo, te presento a mi... —¡Vestite ya, boluda! —grita Konig— ¡Hay que salir! —¿Papá, te volviste loco? —contesta Aurora furiosa, con la voz igual de alta—. ¿Qué te pasa? ¿Qué hacés con esa ropa?
—Ahora no hay tiempo para explicarte nada. Vestite, agarrá el pasaporte y el dinero que tengas y vení conmigo. Aurora no puede creer lo que escucha. Mira a Eduardo, tan consternado como ella. Nadie mira hacia la calle 58. —Basta, papá: yo no soy mamá, a mí no me manejás a los gritos. Sentate y explicame qué pasa. ¡Estás en mi casa! —¡Boluda de mierda! —grita Konig—. ¡Te digo que...! —¡No me insultes! —grita ella más fuerte—. ¡No te voy a permitir.... El enfrentamiento es casi físico. Konig contiene un sopapo, sabe que es lo peor que puede hacer y aprieta los dientes, traga saliva. Con el tono más controlado de que es capaz, dice: —Estás en una lista del Ejército, tarada. Tenés el teléfono intervenido. Te pueden venir a buscar y yo vengo a sacarte del país. —¿A mí? ¿Pero si yo no...? —¡A vos, hija! —interrumpe él—, no perdamos más tiempo. Traete el pasaporte y... —Esperá, papá. Esperá... ¿Cómo sé que lo que me decís es cierto? Otro auto está doblando por la calle 58. —¿Qué? —ruge el coronel—. ¿Que cómo sabés si es cierto? ¿Pero vos tenés caca en la cabeza? —¡No insultes, papá...! ¡No es la primera vez que me mentís para manejar mi vida! —¿A vos te parece que yo voy a venir hasta acá vestido así y voy a tolerar a este imbécil…? —Señor —interrumpe Eduardo con voz digna—, yo a usted no le falté el respeto. Avanza, toma a Aurora por los hombros y lo mira
desafiante. —"Este imbécil" es el compañero de su hija, si eso es lo que usted quiere saber. Aurora lo abraza. Konig está rojo, inmenso, hinchado de furia. Larga el aire y cierra los ojos. Decide ignorar olímpicamente a Eduardo y empieza otra vez, en un esfuerzo sobrehumano por no gritar: —Aurora, tu papá no te está mintiendo ni engañando. No quiero sacarte de acá ni separarte de nadie. Yo sé que hacés tu vida y la hacés como querés. Después de todo, este departamento te lo alquilé yo... —Me lo alquilaste porque mamá se peleó con vos a los gritos y te sacó toda la plata para el comodato... Y mientras se iba a la inmobiliaria le gritabas que yo no podía vivir sola porque era incapaz hasta de lavarme los dientes todas las noches. Konig suspira. La furia está siendo desplazada por el miedo y el amor, la voz se le quiebra. —Aura... , Aurorita... Por favor..., perdoname si te falté el respeto... Yo te vaya explicar todo después, ahora quiero sacarte de acá y ponerte a salvo... Vení conmigo... Por favor... Está suplicando con los ojos llenos de lágrimas. La hija lo mira conmovida. —Dame cinco minutos —murmura—. Me... visto... y hablamos... Abre un placard, saca un bolso pequeño. —Sentate, papá. Charlá con Eduardo, no seas malo. Desaparece en el cuarto de baño. Los dos se quedan sentados, quietos, mirándose sin amabilidad.
—Usted es militar. Llegó a coronel, ¿no? —… —¿Sus amigos le avisaron de Aurora? ¿Le avisaron de algún otro? ¿De mí…? —Por empezar —responde Konig controlándose—, y aunque no creo que semejante matiz quepa en su cerebro, yo no tengo esos amigos. Sepa que los militares no somos todos amigos... —No me había dado cuenta. —No me cabe la menor duda —retruca Konig la ironía —. En segundo lugar, tenga la seguridad de que si se metieron con Aurora es porque es mi hija, no por usted... No se haga ilusiones ... Aurora sale del baño. Está lista. —Vamos —dice Konig, levantándose. Salen sin mirar por la ventana. Bajan en el ascensor los tres, callados. Aurora mira a Eduardo con angustia, tiene los ojos llenos de lágrimas, el muchacho le acaricia la barbilla. —¿A vos te importa este tonto? —pregunta Konig. Aurora asiente, las lágrimas le ruedan por las mejillas; infantilmente, se bebe una con la lengua. Konig sacude muchas veces la cabeza. Ya están llegando a planta baja. —¿Llevás su teléfono y su dirección? —le pregunta, como si Eduardo no estuviera. —Sí. Entonces, secamente, el coronel decide dirigirse a Eduardo. —Ella se va a poner en contacto con vos en cuanto esté fuera del país. Por la bocacalle de la cuadra de Aurora, está
doblando un Ford Falcon verde. Avanza y pasa de largo por la puerta del edificio de Aurora, llega a la otra esquina. Tiene patente. Casi en ese extremo de la misma calle, en la vereda de enfrente, junto al auto de Konig, están los tres, despidiéndose. —¡Viniste con el Fitito! —Para que no me siguieran. Vos vas acá —dice el coronel, corriendo el asiento de adelante—, acostada en el piso y cubierta con esta lona. —¿Pa, no estás exagerando? —Si estoy exagerando, no pasa nada. Si no estoy exagerando, te salvo la vida. Despedite de éste. Se da vuelta, no tolera mirar. La pareja se abraza y se besa menos tiempo del que desearía. —Ya está —avisa Aurora. —¿Tiene adonde irse lejos por una o dos semanas? — pregunta Konig a Eduardo. —Creo que sí. —Hágalo sin falta. Eduardo los mira irse. No puede saludar a Aurora con la mano porque parece que solamente su padre está en el coche. Todavía está desconcertado, no alcanza a reflexionar todo lo que ocurrió en minutos porque escucha una frenada. Entonces sí un Ford Falcon verde sin patente se detiene exactamente enfrente, junto a la puerta del edificio. Blanco de miedo, despacio, sin dar vuelta la cabeza, el muchacho avanza hasta la bocacalle, de espaldas al coche. Escucha los ruidos de las portezuelas que se cierran: cuatro, una por una. En la esquina observa de reojo: los tipos están entrando al edificio. Eduardo toma una diagonal, se apoya en una pared, las piernas se le doblan, no para de
temblar. Con un inmenso esfuerzo se serena y se aleja caminando. Sube al primer colectivo que pasa.
L Rodolfo escribe algo en su escritorio pero no deja de prestar atención a la radio prendida. Hace rato que no escucha nada significativo. —Móvil 7 a Comando A. —¡Lila, vení! ¡Vení! Ella aparece corriendo, todavía disfrazada, secándose las manos en el delantal: —Móvil 7 a Comando A. Alcanzamos objetivo, pero la causante no está en domicilio. Lila y Walsh se miran con esperanza contenida. —Estamos registrando el departamento. Numerosos libros, no hay armas ni materiales subversivos salvo el libro Rojo y negro, el autor es judío. Señales de huida precipitada. Cambio. —Comando A a Móvil 7. Describa esas señales. Cambio. —Móvil 7 a Comando A. Documentera vacía tirada sobre la cama, no hay dinero en el departamento y... falta el cepillo de dientes. Los gritos de alegría tapan la radio. Rodolfo y Lila se abrazan en el medio del living, repiten entre risas lo del cepillo de dientes.
LI El Fitito circula a buena velocidad. Konig maneja en silencio. —¿Pa ... ? —llega la vocecita, desde el piso de atrás.
—¿Qué? —Estoy pensando... Vos tenés amigos que ven a una tipa con biblioteca y dicen que "es subversiva"... —¿Y... ? —La persona que te avisó que yo estaba en peligro... ¿sabe de qué habla? —La verdad es que no lo sé, che... Es jefe de Inteligencia de Montoneros, nada más... —Ay, papá, hablá en serio una vez... Konig abandona la ironía: —Nunca te hablé más en serio, hija. Entonces le nace una sonrisa. Suave, cada vez más orgullosa. Saborea el silencio de su hija. El auto corre en la noche mientras el general maneja, llevando su preciosa carga acurrucada. Otra vez suena la vocecita tímida, definitivamente infantil. —Pa... ¿Te pasaste de bando? —¿Pero vos estás chiflada? —pregunta Konig, exagerando el enojo. Otra vez hay un largo silencio. —¿Y cómo se llama el responsable de Inteligencia de Montoneros, a ver? —Se llama Rodolfo Walsh. —¿Rodolfo Walsh? ¡A la mierda...! Konig no tiene tiempo de festejar con una risotada. Al fondo del camino hay reflectores prendidos. Un operativo militar está cortando la ruta. El Fiat frena en la fila de autos detenidos, no más de tres o cuatro. Abriendo con decisión la puerta del autito, el coronel Konig baja con su credencial en la mano. Traga saliva apenas un segundo antes de dirigirse hacia el
operativo. Un soldado y un cabo están revisando el auto de adelante. Konig se adelanta mostrando su credencial y pregunta, con su voz más imponente: —¿Quién está a cargo? —El sargento Suárez, mi coronel —contesta un cabo, cuadrándose. El sargento Suárez se acerca y lo mira extrañado. —Buenas noches, sargento. Con cierta vacilación, Suárez hace la venia y saluda. —Vengo de mi quinta de fin de semana. Estoy llegando tarde a una recepción diplomática, mi mujer me espera en casa y todavía tengo que vestirme y cambiar de auto. Revíseme el auto primero, estoy realmente apurado. El sargento observa la credencial, lo observa, observa el Fiat 600 detenido en la fila y observa a Konig otra vez, quien espera con alguna impaciencia, sin rehuir su mirada. —Faltaba más, mi coronel—dice cuadrándose—. Pase adelante y tenga buen viaje. El coche ya circula cuando la vocecita se anima a interrogar. —¿Qué paso...? Konig resopla. —Otra prueba de la ineficiencia del Ejército Argentino. Un largo rato después están cerca de plaza Francia. El coronel baja del Fiat y hace un llamado rápido desde un teléfono público callejero. —Bueno —informa haciendo arrancar el auto—, Tony
Morrison nos espera. —¿Tony Morrison es ese agente de la CIA que vino una vez a casa? —Para vos hasta las moscas que vuelan en la Embajada de Estados Unidos son agentes de la CIA. —Él no es una mosca. Es el primer secretario de la Embajada. —No sé si es agente de la CIA, Aurora. Lo que sé es que le faltaste el respeto la única vez que lo viste. —Yo di mi opinión. —Debe respetar las opiniones, porque nos espera ahora en su casa, para ayudarte.
LII En la fastuosa sala de estar de la residencia del embajador de los Estados Unidos de Norteamérica, Aurora está sentada esperando mientras su padre, el primer secretario y el embajador terminan de resolver su destino. Está completamente agotada, por momentos cabecea en el sillón y se pone en guardia al instante, luchando por estar despierta. En uno de esos cabeceas en los que el sueño la ha ganado entra su padre, que se queda mirándola con ternura. Ella reacciona y él cambia de inmediato la expresión. —Te están preparando un cuarto para que descanses —anuncia con voz neutra—. Esto es más seguro que la casa de Tony. Yo me voy. Tu madre va a venir ahora a despedirse de vos. Aurora se queda mirándolo. No puede hablar. —Yo me voy —repite Konig incómodo. Ella lo abraza y llora despacio en su hombro. —Cuando todo esté un poco más calmo voy a ir a
visitarte —trata él de consolarla. Entre hipos, su hija dice: —Papá... No quiero ir a los Estados Unidos ... —¡Qué pena! Me ofrecieron una estadía en Tahití pero yo creí que detestabas la playa. Aurora se ríe entre lágrimas, lo besa. —Gracias. —Escribile a ese tarado... ¿Cómo se llama? —Eduardo. No es tarado. —Escribile, que te va a hacer bien. —¿Puedo darle tu teléfono? —Y buah… Dame el teléfono que lo llamo yo... El mío está intervenido... —Papá..., ¿en qué estás? —En nada... En nada... —dice Konig y mira a todos lados. Temiendo que haya micrófonos se acerca a Aurora y le susurra al oído—. Secuestraron a la hija de Walsh. Es montonera. Le ofrecí ayuda. Empecé a averiguar y... me compliqué... —Qué tipo sos... —dice ella con admiración. Konig le acaricia la cara. —Chau, nena. Mucho cuidado, hacenos quedar bien, mirá que vas a recibir asilo en un gran país democrático... Aurora suspira. —No empieces, pa... —Portate bien. No te metas en líos... Ella estalla en carcajadas: —¿Que no me qué... caradura, que no me qué...? Konig calla, avergonzado. —Chau, papá —Aurora le echa los brazos al cuello y se apoya en su pecho—. ¡Ah, una cosa! —¿Qué? —Quiero que me prometas... Pero que me prometas
de verdad... Quiero que le cuentes todo a mamá, todo, no a las apuradas, como a mí. Todo lo que pasa. Con un gesto de fastidio Konig se suelta del abrazo. —Papá... Konig resopla. —¡Papá, prometeme...! —Está bien. Se quedan quietos, abrazados, diciéndose adiós.
LIII Por primera vez desde que empezó la pesadilla, Rodolfo y Lila hacen el amor. Es una relación intensa y suave, como si el deseo susurrara acá estoy, no se olviden de mí, no me había ido, solamente callaba esperando en un rincón. Después prenden sus cigarrillos, dejan pasar el tiempo. Rodolfo se levanta y se sirve una medida de ginebra. —¿Querés? —No, gracias. —Lil, quisiera volver a las lagunas del sur... —¿Repliegue al campo? —pregunta ella, mirándolo significativamente. La expresión tiene una historia entre ellos, porque Walsh sacude la cabeza. —Exacto. ¿Te gustaría? —pregunta con ansiedad. Ella asiente. —Con Vicki... cuando esto termine... Si estamos vivos... Lil, acá ya no hay nada que hacer... —¿Te parece que allá va a ser seguro? —Buenos Aires es territorio cercado... Si logramos salir, instalarnos sin llamar la atención... Podemos tener una casita, un poco de tierra, un fondo con huerta... Lechugas,
radicheta... La radicheta crece fácil... —Y un caballo ... Rodolfo asiente sonriendo. Ama los caballos y ella lo sabe.
LIV Suena la música en el restaurante árabe de la Capital donde el general Oddone decidió cenar y hacerse acompañar por su chofer Mendizábal. La orquesta toca sobre una plataforma y las mesas están distribuidas alrededor de la pista de baile. Hay algunos comensales en esa noche de lunes: estamos en un lugar caro, frecuentado en días de semana por ejecutivos y gente de negocios, maridos que llevan a comer a secretarias o a amantes ocasionales. En una mesa especialmente bien ubicada, frente a la orquesta y al lado de la pista, cenan Oddone y Manuel. El conscripto mira con interés un lugar y un ambiente que para él son completamente nuevos. El general está deprimido, ha tomado (y sigue tomando) abundante vino tinto de primera calidad. —¿Sabés, Manuel... ? Vos sos sano. Sos un joven sano en una generación que está podrida... —Me parece que exagera, mi general ... —dice el muchacho, molesto. —¡No me interrumpas! Vos sos sano. Tu generación está podrida. Yo tengo hijas y mis hijas son sanas. ¿Pero cuánto me cuesta protegerlas? Hoy los jóvenes tienen como un virus, un virus imparable que los contagia en todas partes... Hay que mirarlos con cuatro ojos... Mis hijas están controladas, yo supe dar un ejemplo y poner autoridad... Pero hay otras... La hija de un camarada que se mete en la
Facultad de Filosofía y Letras... ¿Te das cuenta? Una hija de un oficial de la Nación... y él te lo dice en la cara: "Mi hija estudia Antropología, yo confío en ella"... Confía... ¡Es un imbécil! En una mujer... Manuel lo escucha cada vez más molesto pero el general no se da cuenta y sigue: —Yo conozco a las mujeres, Manuel. Las conozco muy bien. Hasta la más decente, la más honesta, la mejor cuidada, te puede cagar si se le mete un macho en la cabeza. Mis hijas van creciendo, se les nota, hay tres que pasaron los quince... Son buenas chicas, pero están esperando, yo las veo, solamente esperan... el momento en que se van a encontrar con su destino... Es así. Con su destino... —repite tomando varios tragos. Habla con voz ronca, arrastrada—. Seis chancletas en casa. Seis chancletitas, carajo, me tenían que tocar a mí... Y cada vez lo mismo: agujerearles las orejas para los aritos de oro, la ropa, los moños, el vestido de comunión... Y después vigilarlas, preparar la fiesta de quince... Me quedan tres fiestas de quince, soldado... No tuve ni un hijo varón, y Dios sabe que me esforcé... Podría haber tenido un hijo como vos... Mudo, Manuel lo mira intensamente. —Y buah... Pero son buenas... Mi señora las lleva bien... Y son dulces ... ¡Ahora, vos... ! ¡Vos, Manuel! —¿Qué, mi general? —¡Vos podés llegar muy lejos, hijo! ¡Vos tenés un gran futuro... si querés aprovecharlo! ¡Yo te voy a ayudar! Oddone se queda mirándolo, expectante. Manuel no sabe qué decir. —Mirá... Hay cosas que no te puedo explicar, pero… Yo estoy en algo muy importante, muy importante,
¿entendés?... Podría haber sido hoy, carajo... y no salió... Pero todavía no está dicha la última palabra... Es un gran triunfo... La batalla casi final de la guerra, ¿entendés...? Y la daría yo... Yo al mando de mis hombres... ¿Entendés? —Más o menos... —No importa. No te puedo explicar ahora. Voy a esto: si ganamos... Si gano yo... ¿Entendés, ahora? —No. —Manuel, si gano yo, soy el Libertador de la Patria... ¡El Libertador de la Patria! Y vos sos mi chofer por ahora, ahora que estás cumpliendo con tu obligación militar... Pero después... Un chico con tu cabeza, con tus condiciones, con tu entereza moral, tu francés, con tu nobleza de origen... El Ejército te necesita, hijo... —General... Yo no sé si quiero... —Manuel —dice Oddone súbitamente serio, y la importancia del momento le hace retroceder un poco la borrachera—, no hay que rehuir la grandeza cuando la grandeza te mira a la cara... "Serás lo que debas ser... o si no, no serás nada", dijo el general José de San Martín. Manuel le sostiene la mirada largamente, el general lo mira con ternura y sus ojos, que siempre parecen estar midiendo algo, de pronto están limpios, entregados sin cálculo a la intensidad del momento. Intensidad que se corta con una brusca subida del volumen de la música y la voz eufórica de un locutor que, parado en el centro de la pista, grita por el micrófono: —¡Muy buenas noches a todos! ¡Aquí, en Princesa Sheherezade, deseamos que estén disfrutando de una cena apetitosa y de una agradable velada! ¡Vamos a presentar ahora un espectáculo internacional! ¡Desde los floridos jardines de la Alhambra, llega la flor más hermosa, la más
grácil, con su cintura cimbreante...! ¡Con ustedes... Rahutia, la odalisca! La orquesta arranca con fuerza y una bailarina vestida con babuchas y corpiño de lentejuelas entra a la pista cimbreando las caderas. El general sonríe y guiña un ojo a Manuel. Se acomodan más de costado, para ver mejor. La mujer danza con gracia, descalza, primero en el centro de la pista. Después se dirige a la mesa de Oddone y Manuel, una de las que tiene más cerca, e inicia por ahí su recorrido, moviéndose insinuante frente al general, quien saca un billete grande y se lo enseña. Ella se agacha un poco, siempre bailando, para que él le coloque el billete en el corpiño, tal como indica el ritual, pero él solamente inicia el gesto, enseguida retira el dinero, sonriendo malignamente. Entonces la bailarina repite el movimiento y él su maniobra. Esto ocurre tres veces; Rahutia frunce el ceño: el hombre está violando el código, y ella ahí está trabajando. Despectiva, se va, siempre bailando, en busca de mesas donde se haga lo que corresponde. —¿Hay que darle dinero? —pregunta Manuel confundido. Oddone asiente y muestra el billete. —Y le voy a dar más que esto, pero no lo va a ganar tan fácil. Regresando de la última mesa ocupada, Rahutia vuelve a danzar en el centro. Oddone lanza a la pista un plato que se quiebra en pedazos. Rahutia lo mira con cierta angustia. Oddone lanza otro, haciendo puntería bien cerca de ella. Grita con excitación: —¡Tirá tu plato, Manuel! ¡Así es el baile! El muchacho mira avergonzado a su alrededor. El animador se está acercando a la mesa, se inclina sobre Oddone. —General, disculpe... —le dice con voz discreta—. La
casa pide a nuestros clientes que traten de no arrojar platos a la pista para evitar acciden... Un grito lo interrumpe: Rahutia acaba de clavarse un pedazo de loza en la planta del pie y sangra copiosamente. Deja de bailar y se va rengueando; queda una huella roja por el parquet de madera. Los pocillos de café sobre la mesa señalan el final de la cena de Manuel y Oddone. Como si nada hubiera ocurrido, la orquesta sigue tocando suavemente. El general llama al maître. —¿Cómo está la bailarina? —Bien, mi general. Ya se vendó. Se hizo un tajo, no fue grave. —Excelente, maître. Traiga champán y dos copas — saca un billete de cien dólares y se lo extiende, mientras agrega—: Entregue esta "nota" a la señorita. Y dígale que la espero acá, con una copa de champán. —Bien, general. Mientras el maître se va, Oddone mira a Manuel: —Salí —ordena secamente— y esperame en el coche hasta que llegue... Después sonríe y le guiña un ojo. —A la orden, mi general —murmura el soldado mirando el piso. Se levanta y avanza hacia la salida. En el camino, se cruza con Rahutia, que aparece por una puertita con ropa de noche: tiene una venda en el pie, renguea un poco. Manuel la mira con solidaridad pero ella no lo registra: su vista está fija en Oddone, que aguarda en la mesa. En los ojos de la bailarina hay odio, pero hay, sobre todo, mucho miedo.
LV Una vez más, el dormitorio en penumbras. Lila duerme profundamente relajada, desnuda debajo de la sábana. Rodolfo está despierto, la observa dormir con ternura. Es su momento de intimidad verdadero, nadie lo ve en la oscuridad de su cuarto. Roza apenas con los dedos, para no despertarla, un mechón de ella que se enrosca sobre la almohada. Está naciendo el sol de un día que es, aunque todavía no lo sepa, el día final.
MARTES 5 DE OCTUBRE DE 1976 Del traidor y del héroe I Temprano a la mañana, en el estacionamiento de autos de la Décima Brigada de Infantería, Oddone y Manuel bajan del coche en joggings y zapatillas. Vienen de correr y se dirigen al edificio. Oddone camina adelante, Manuel lo sigue. En su rostro hay una expresión extraña, tremenda.
II Ariel está arrodillado ante su cucheta, en el cuartel de Campo de Mayo. Prepara su bolsito. Además de ropa pone algo envuelto en papel de diario, antes lo toca un instante con respeto. Cierra el bolso y se dirige a la salida. En la puerta, el teniente habla con un suboficial. —¿Te vas de franco, Strejilevich? Los judíos siempre se dan buena vida, ¿no? Fin de semana en casita, ahora franco... —Sí, mi teniente. Hasta el jueves —dice Ariel cuadrándose.
III La pequeña plaza Garay, en el sur de la ciudad, está casi vacía por la mañana. Hay un árbol en el centro, rodeado por un banco circular donde un muchacho hace como que lee una revista, pero en realidad la usa para mirar sin que se note. Y es por encima de las hojas que ve venir caminando a Esteban. Se incorpora cuando el otro llega y comienza a caminar con él. —Ayer había concertado un primer encuentro —dice el recién llegado—. No vino nadie a la cita y no pude avisar. —Ya sé que no fue nadie. Cayó Marcela. Walsh se estremece. —Hay que concertar una nueva cita. Explicá que hubo problemas de organización, que no esperábamos el ritmo que ellos plantearon y que los problemas no se van a repetir. —Parece que están apurados. ¿Qué hago si me dicen que la cita es hoy? —Aceptá. La orden es que aceptes los ritmos más acelerados. —La conducción maneja la hipótesis de las internas en el Ejército, ¿verdad? —Sí. Por eso hay que negociar ya.
IV Suenan cubitos de hielo contra los vasos de whisky. El living de Konig brilla con la hermosa luz de la mañana. —Entonces —le dice el coronel a Rodolfo, girando suavemente su vaso—, resumamos. Queda acordada la misma cita: restaurante de Retiro, 19 horas; y las mismas modalidades: usted y tres representantes de la Conducción
Nacional, por un lado; el general Sánchez Parson, el general Oddone y su ayudante, el coronel Marini, por el otro. Ustedes envían antes una patrulla a inspeccionar el espacio, que va a estar completamente cerrado al público, la estación se clausura por el operativo. El encuentro es pacífico, sin despliegue militar y bajo bandera blanca, pero se mantiene en secreto y no se anuncia a la población. —Esa es condición de ustedes, no nuestra... —No diga "ustedes", Walsh, porque lo voy a putear. —¡Coronel, no me diga que en cuatro días descubrió la causa popular! —No sea boludo, hombre —Rodolfo le está sonriendo, Konig está por decir algo, pero se reprime. —Dele... —pide el otro amablemente—. Peléese con confianza. —Yo creo que a todos ustedes hay que meterlos en cana y juzgarlos, y si yo fuera el juez, fusilaría al noventa por ciento contra un paredón (a usted no, porque es un gran escritor, y con los artistas no se jode). Y le digo por qué: porque están locos. ¿Entiende? Locos. Están locos de ideología. El problema es que en la locura ideológica ven disparates como el comunismo y apoyan a un monstruo como Perón, o matan a un hombre viejo como Aramburu, un hombre que estaba por hacer lo que ustedes son incapaces de hacer: reconocer algún error. —Coronel, "algún error" son cantidades de muertos inocentes... —Sí, pobres tipos como Graña, por ejemplo... —No me hable de Graña, por favor. El tono quiso ser autoritario. Quiso prohibir todo debate pero no lo consiguió. Al contrario. Es más bien rabia y dolor lo que se lee en el rostro de Walsh, y así lo entiende
Konig. —Ah, ya veo... A usted también le parece una canallada... —… —¿Le parece una canallada? —Antes que nada, me parece una estupidez... —Estupidez también, pero canalla... ¿O me lo va a negar? —Vea, coronel. Las discusiones de adentro no se dan con alguien de afuera, sobre todo si el de afuera nos quiere fusilar a todos ... menos a mí, que soy un artista... —A usted le damos treinta años, nada más... —Le agradezco. Yo soy más generoso: si tomamos el poder, lo dejo salir del país. ¿Le gusta? Konig se ríe. —Si el regalo es para cuando tomen el poder, prométame un millón de dólares, aproveche, oportunidades para quedar bien gratis no sobran ... Walsh menea la cabeza con una sonrisa triste. —Acuérdese de lo que le digo... no ahora, pero podría pasar... —toma un largo trago, el whisky es excelente y lo saborea en la boca—. Vea, coronel, yo sostengo que hay que replegar fuerzas antes de que las terminen de aniquilar. —Sentido común... ¿Lo van a hacer? Walsh menea la cabeza en silencio. Piensa que ese hombre lo escucha más que sus propios compañeros. Sabe que no, que no van a hacerlo, sabe que nadie aceptó los documentos que entregó, donde critica la política de la organización ante el golpe militar, hace un análisis detallado de la situación y propone un camino posible cuya descripción tiene fragmentos parecidos a estos: Primero, hay que poner a salvo a nuestra gente.
Después, organizar la Resistencia como en el 55. Grupos de cinco, seis personas, organizadas en barrios, alrededor de fábricas o lugares de trabajo, de facultades o colegios. Los grupos tienen autonomía, son chiquitos y aspiran a poco pero mantienen vivo el espíritu de rebelión y denuncian los atropellos a los derechos humanos. Un caño en la puerta de la fábrica, media hora antes de que se comience a trabajar; unos panfletos que denuncian secuestros y torturas, justo el día en que Videla recibe a algún funcionario del exterior. El pueblo no es guerrillero, pero sigue siendo peronista, y para este tipo de resistencia, va a apoyar. Se trata de no hacer ninguna acción violenta indiscriminada que nos quite la bandera fundamental de los derechos humanos, esa bandera nos permite hacer política en el seno del enemigo. Acciones chicas, limitadas, autónomas, grupos fáciles de ocultar y de desarticular; nadie más los conoce, no hay una organización grande y centralizada que los dirige. Son acciones espontáneas y con la mínima pretensión de señalar que se resiste, que se espera, que no se bajaron los brazos. Rodolfo cree que, al menos en la experiencia argentina, no se dio el camino que plantea Lenin: las vanguardias políticas surgieron de los movimientos reales y eso ha ocurrido con el peronismo, movimiento del que nació Montoneros. Cree que ahora Montoneros ya no expresa el movimiento masivo, contradictorio y popular que lo dio a luz, pero que un repliegue militar de esta guerrilla —luego de admitir públicamente la derrota y de ofrecer la paz al enemigo (una paz que, Rodolfo está seguro, la dictadura militar rechazará de plano, colocándose así, indiscutiblemente, ante la opinión pública internacional, en
el sangriento y bochornoso lugar del agresor) podría rehacer los lazos entre el movimiento y su vanguardia. Cree que esa nueva política convocaría a los trabajadores y a jóvenes como la hija del coronel Konig. Cree que incluso sería mirada con simpatía por oficiales asqueados por el desprecio ante cualquier derecho humano que exhiben sus bárbaros colegas; oficiales como el mismo coronel Konig y algunos generales de la llamada ala moderada de las Fuerzas Armadas, incluso algunos altos mandos de la policía. Pero nada de esto responde Walsh al coronel, que le sonríe con un afecto ya no disimulado, sentado frente a él. Más bien, deja de lado pensamientos que lo conectan una vez más con la impotencia y el dolor y permite que el whisky acaricie su lengua y baje por su cuerpo, sonriendo a su amigo, a su vez, con tristeza. Entonces se reclina en el sillón tan cómodo, toma otro trago y suspira. —Esto sí es una tregua ... —dice. —¡Ya lo creo que es una tregua! Mi mujer salió y no vuelve hasta la una.
V Sentado al volante del auto, Manuel está perdido en un pensamiento muy grave, mientras mira hacia el bar de la zona de Retiro donde Konig y Oddone se observan frente a frente, sin ninguna simpatía. —¿Tenés algo más para informar? Si no, terminamos acá. —No —dice Konig, contento de irse rápido—. Creo que está todo claro. La cita queda confirmada para hoy a las 19 horas. Faltaría decir... —¿Sí? Hablá.
—Tranquilo..., quiero ser exacto en mi formulación y necesito tiempo. —Lamentablemente, ya te di demasiado. Konig deja pasar varios segundos, sólo para irritar al otro. —Quedaría decir... que con esto concluyo la misión que me encomendó mi Ejército, y me considero exento de cualquier obligación en esto que vos llamás guerra. —¿Por qué, vos qué nombre le pondrías? —No sé... No nos enseñaron que la guerra fuera desvalijar casas y obligar a huir a inocentes para salvarse de la violación y la tortura. Oddone le sostiene la mirada. —Estás con ellos... —¡Ni vos me vas a hacer estar con ellos! Konig gritó en el bar, algunos se dan vuelta para mirarlos pero eso no le importa a ninguno de los dos. Oddone responde con la voz contenida: —Mirá, vaya ser breve: ayer todo salió mal, no me importa por qué fue; hoy todo tiene que salir bien, pero si no es así, me va a quedar muy claro por qué sale mal. En una guerra hay dos bandos, y se mata o se muere; los que vos llamás "inocentes" son ayudantes vacilantes o cobardes de uno o del otro. Y cuidado, Carlos, porque sabemos muy bien qué hacer con ellos. Acá no se trata sólo de aniquilar al enemigo, se trata de terminar con la otra subversión, la subversión ideológica, la de los pusilánimes y los tolerantes, la de los irresponsables y los que se las dan de almas sensibles y cultas, la subversión más peligrosa, la que alentó al demonio a manifestarse entre los argentinos. Konig suspira y Oddone entiende mal: —Ah, ya te hicieron ateo. Ya no creés en el demonio.
—Creo en el demonio más que nunca, Rafael... —niega Konig muy serio, clavándole los ojos—. Y se está manifestando entre los argentinos, es verdad.
VI Muy poco después, el general viaja en su auto hacia la Décima Brigada de Infantería. Su chofer maneja en silencio y, aunque su mirada intenta ser inexpresiva, ojos más sensibles detectarían signos de la batalla que se está librando en su alma. Pero Oddone, ensimismado, no tiene cómo darse cuenta de eso, y tampoco de que finalmente algo se decide adentro del conscripto Manuel Mendizábal. —General ... —¿Qué pasa, Manuel? —dice su jefe afablemente, como despertando. —General, estuve pensando en lo que hablamos ayer... sobre mí, sobre mi futuro ... —¿Sí...? —General Oddone —dice el soldado después de una brevísima vacilación—, creo que usted tiene razón. Quiero ser un oficial del Ejército Argentino. —Bienvenido, hijo —saluda el general, conmovido—. Me das una buena noticia. —General… —Decime… —Eso de lo que usted me habló ayer... —Manuel habla lentamente, si no tuviera las manos en el volante no podría disimular el temblor—. Eso tan importante... —… —Yo no quiero que usted me cuente lo que no me puede contar. Lo que quiero es... si se puede, si hay
momentos de peligro... acompañarlo... Estoy cumpliendo el servicio militar cuando mi patria está en guerra y... bueno, puedo hacerlo como un chico bien, el recomendado de mi papá... o... puedo servir en serio a la Patria... Aprender de usted... Por eso quiero combatir... si es preciso... El general se ve radiante en el espejo retrovisor. —Manuel, tu valor me confirma en mi camino. Vamos a iniciar tu educación. Hoy mismo... Y vas a aprender mucho.
VII Konig regresa apurado de su reunión con Oddone y va directamente al teléfono. Parado junto a él, se queda unos segundos mirando su reloj hasta que suena: —... Sí. Queda todo confirmado... Listo... Oiga, acá me desentiendo, ¿sí? ¿Escuchan? Me desentiendo. No me llame más. Suerte. Y gracias... ¡Espere! ¡Escuche! No se fíe. Sea prudente... Y si escribe esta historia... póngale un final feliz. Cuelga el teléfono y se queda un segundo pensativo. Después se encamina rápidamente a la cocina. Carmen está terminando de almorzar y lo mira sin saludar. Konig le hace una sonrisa triste, no quiere pelear con ella. Se queda parado al lado, mirándola. —Agarrá dos mudas de ropa para cada uno —dice después—, poneme las píldoras para la presión, agarrá los pasaportes y vení conmigo. Ella se incorpora y lo mira con cansancio. —Tonto. Está todo listo. Y también puse las píldoras para mi presión. Konig no encuentra respuesta que logre ocultar la admiración que siente, así que opta por el silencio.
—Nos vamos de paseo a Washington, atrás de Aurora. Vamos a pedirle otro favor al amigo Anthony. Esperá que lavo este plato, no quiero que cuando vengan piensen que soy una roñosa. Carlos la mira pasar el detergente y por primera vez en más de treinta años se da cuenta de la eficiencia y rapidez con que su mujer mueve las manos. Después salen juntos de la cocina. —Van a venir y van a vaciar toda la casa, estos hijos de puta —dice ella. Y mientras la ve encaminarse al dormitorio, el coronel se pregunta qué pasa que su mujer, antes tan decorosa, está diciendo en esos días tantas malas palabras. Abre la vitrina. Carmen vuelve menos de un minuto después, justo para observar cómo saca con mucho cuidado la bella pastorcita rota, la envuelve en el inmaculado pañuelo de mano que extrae de su bolsillo y la guarda ahí. Los dos recorren con tristeza el living, la biblioteca, los ventanales, los muebles de estilo, las fotos. Carmen guarda el portarretratos con la foto de Aurora en su cartera, sonríe a su marido con gratitud. —Van a hacerse un buen botín, pero nuestro tesoro está a salvo. Aunque estaba decidida a no llorar, las lágrimas se le caen sin aspavientos. Konig se le acerca para tomar la valija, ella huele con fruición la colonia para después de afeitarse que le compró el último Día del Padre. —Qué tipo sos —dice meneando la cabeza—. Si no están por cagarte a tiros, no vas a visitar a tu hija. VIII Lila está sentada en el sillón, libreta en mano.
Rodolfo se pasea por la alfombra, mientras dicta: —Y Alejandra, sacada con vida de su casa ... en agosto... ¿o en julio? —En... Se me superpone con el secuestro de Quique... —Esperá... — Walsh revisa unos papeles de su escritorio—. Fue a principios de agosto, poné agosto. Quique también en agosto. Después está Abel... también en agosto... ¿Quién más? Lila suspira: —Arturo, en septiembre... En agosto también fue Azucena. —Arturo, en septiembre, Azucena en agosto..., y no pusimos a los delegados de Mestrina, el mismo 24 de marzo, y a Martín... Pero a Martín se lo llevó la Marina, ellos no van a saber nada. —Teresita, este domingo... Cuando ya querían negociar. —Pero a Teresita se la debe haber llevado la Marina, Lila. Lila levanta las cejas, dudosa. Tacha a Teresita de la lista, pero después le dibuja al lado un signo de interrogación.
IX Ariel está refugiado en su lugar en el mundo, su dormitorio en la casa donde vive con sus padres. En la pared hay un inmenso póster de Luis Alberto Spinetta, músico del movimiento que entonces se llama "música progresiva nacional" y que seis años más tarde, durante una guerra contra Gran Bretaña que Ariel o cualquiera sería completamente incapaz de imaginar en este momento,
pasará a llamarse rock nacional. En tamaño e importancia, es el póster de Spinetta el que gana la pared, pero hay otro más pequeño del comandante Che Guevara con el habano en la boca. La juventud contestataria del momento se reparte sobre todo entre militantes y rockeros, dos grupos con poco contacto entre sí y que se desconfían mutuamente. Ariel es rockero. Una foto de Antonin Artaud, otra de Julio Cortázar, un afiche con la estrella de David que convoca a un acto en rememoración del levantamiento del Gueto de Varsovia y la conocida imagen de Albert Einstein sacando la lengua completan el decorado de las paredes. La biblioteca tiene una foto de Judith y el pequeño tocadiscos Wincofón está en una mesita ad hoc, junto al balcón ventana. En cada esquina del cuarto hay un waffle; sobre el de la derecha Ariel ha ido colocando los pequeños regalitos que recibe de Judith: muñequitos de peluche que él siente un tanto melosos, una cajita de madera y plata que en cambio le gusta muchísimo y una pequeña pipeta de arcilla que, como su novia le reprocha, nunca usó para fumar marihuana porque prefiere armar cigarrillos de papel y chuparlos hasta que se le quemen los dedos, para después insertar el pequeñísimo resto en la cobertura de una cajita de fósforos agujereada, que permite fumarlo íntegramente. Ariel fuma marihuana apenas ocasionalmente. En cambio, está fumando muchísimo tabaco en esos seis últimos días, y eso piensa ahora preocupado, mientras da una profunda pitada a su cigarrillo, muy nervioso pero recostado en su cama. Todavía tiene el uniforme puesto. El bolso está tirado en el suelo. Suenan dos golpes suaves en la puerta. —Arielito, ¿estás despierto?
—¿Qué pasa, ma? — Tenés teléfono... Judith. —Bueno, cortá que atiendo de acá. Sin incorporarse, manotea el aparato que está en la mesa de luz: —Hola. ¿Cómo estás?... Sí, vuelvo el jueves a la mañana... No, Judith, hoy no... Hoy no, nena, no empieces... Estoy muy cansado, ayer nos bailaron, anoche dormí mal otra vez... No, prefiero que no vengas ... —Ariel, ¿no tenés ganas de verme? —escucha la voz preocupada. Resopla con fastidio. —Vos sabés que no estoy bien. No hinches. Hay un breve silencio en la línea. —¿Seguís pensando en ir ahí? —No quiero hablar por teléfono de esto, Judith. —… —… —Ari... por favor, tené cuidado... Es muy peligroso... Cuando corta la comunicación, se queda todavía quieto un rato largo. Después se incorpora, levanta el bolso del piso y lo abre. Saca del fondo el paquete de papel de diario y lo desenvuelve, saca una sandalia de mujer, usada y polvorienta. Se levanta, la coloca en un hueco del estante de la biblioteca y se pone a observarla. La sandalia quedó en un estante donde también está ubicado, imperceptible entre muchos otros, un libro que Ariel leyó: Operación Masacre. También vio la película que se filmó pocos años antes. Narra el fusilamiento de doce o catorce (el número no es seguro) civiles desarmados, en basurales de una localidad del Gran Buenos Aires. Se trata de un crimen que se cometió durante la dictadura militar
que derrocó al peronismo veinte años antes, en 1956. Aunque el libro se lee como una especie de novela policial, tremenda y electrizante, está basado en una investigación completamente real que, a partir de testimonios, hizo un autor que se llama Rodolfo Walsh.
X El autor ahora está escribiendo en el living de su departamento clandestino, pero lo que está tecleando en la vieja Remington no es parte de ningún libro publicable en estos tiempos: se trata de la lista de los militantes que desaparecieron desde el comienzo del golpe militar, el 24 de marzo, o por lo menos de los que desaparecieron y él tiene conocimiento (es una lista muy incompleta). Se trata de una nómina macabra pero Walsh no trabaja agobiado sino esperanzado: esa nómina será presentada horas después en la mesa de negociaciones. A juzgar por la expresión. de Lila, que sigue en el sillón, ensimismada, tampoco ella está concentrada en algo agradable. —Es tremendo —dice Rodolfo—: el domingo, Teresita; el lunes, Marcela... —Y Gabriel —agrega Lila como despertando—. Mariana dijo que el lunes también cayó Gabriel... —Sí: Teresita, Marcela, Gabriel... Hay cierta lógica en esta sucesión... —Walsh se queda callado un rato pero después mueve la cabeza, desechando pensamientos—. No ... Es así y chau... Mirá, yo los pongo en la lista y que ellos lo expliquen. Tiene que haber sido la Marina. —¡Terminá con la Marina, Rodolfo! Habló con rabia, súbitamente irritada. Walsh la mira
asombrado. Ella se acaba de levantar y se pasea nerviosa y enojada. —¿Qué te pasa? —pregunta él con agresividad. No está acostumbrado a esos arranques. —¡Me pasa que acá hay algo que no cierra! ¡Y vos también sabés que no cierra pero no lo querés pensar! ¡Y lo tenés que pensar! ¡Porque hoy hay una reunión a las siete de la tarde! —Y vos tenés miedo... —dice él sardónico. —¡Claro que tengo miedo! —grita Lila furiosa—. ¡Siempre tengo miedo! ¡Pero ése no es el asunto! Rodolfo — dice cambiando de tono—, si una fuerza propone negociar, no sigue haciendo desaparecer gente hasta un rato antes. ¡Es casi absurdo irles con una lista que tiene secuestros del día de ayer! Ya sé que los grupos de tareas son autónomos, ya sé que están la Marina y la Aeronáutica... Pero... —La hipótesis de la Orga es que hay grupos de tareas en el Ejército que no quieren negociar, que quieren que el encuentro de hoy fracase. Es coherente. Es cierto que eso fue cosa de Marcela... —Vos no lo detectaste nunca, Rodolfo. Y no porque no sepas hacer Inteligencia... Pero no importa. Supongamos que todo es cierto. Hay algo que yo sé que vos pensaste: ¿qué valor tiene lo que...? —¿Lo que negociemos hoy? —la interrumpe él rabioso —. ¿Qué garantías tenemos si negociamos así, con semejante interna militar? ¡Por supuesto que me lo pregunté! ¡Y también me pregunté qué garantías tengo de que Vicki esté bien, de que esto no sea una trampa! ¡Y no tengo ninguna! ¿Está bien? ¡No tengo ninguna! Y ahora, ¿qué querés que haga? ¿Que no vaya? ¿Que trate de convencer a los compañeros de que es una trampa? ¿Que deje que la
maten a Vicki? Lila intenta abrazarlo pero él se suelta con fastidio. —Sabés lo que pasa si esto es una trampa... —dice ella con mucho cuidado—. Si ustedes caen hoy... —Claro que lo sé. Es el final. Se termina todo. ¿Y? Agresivo, desafiante, espera la respuesta. —Todavía tenés unas horas. La cita es a las siete. —Seis y media es el encuentro con los compañeros, para llegar todos juntos. —Bueno, tenés igual un poco de tiempo. Podés investigar. —¿Investigar? ¿Investigar qué? ¿Qué querés que investigue, carajo? ¡Ya hice todo lo que podía hacer! ¿No te entra en el cerebro? ¡Ya descubrí todo lo que podía descubrir! ¿Que no puedo saber si mi hija está viva? ¿Eso es lo que me querés decir? ¡No! ¡No puedo! ¿Que aunque sé que Konig es leal también sé que los otros no son leales con Konig? ¡No, no lo son! Pero no sé si mienten sobre Vicki. Y no tengo cómo saberlo. No tengo más vías para investigar, ¿no entendés? —Podés volver a la casa de Corro... —¿A Corro? ¿Vos querés que vuelva a Corro? ¿Para qué mierda, Lila? ¡Ya estuve dos veces en Corro! ¡Vi todas las evidencias! ¡Tiraron desde abajo y desde la terraza, hubo muertos o hubo heridos graves, estuvo Vicki! ¿Qué más? Tomaron café... —agrega con ironía—. No hay preguntas en Corro, Lila, no hay preguntas en Corro. —Hay una pregunta: encontraste una sandalia sola. Rodolfo la mira como si estuviera loca. —¿Vos estás hablando en serio? —Si éste fuera uno de tus policiales de Daniel Hernández, Daniel Hernández se preguntaría por la otra
sandalia. —¡Lila, qué decís! —no puede creer lo que escucha—. ¡Esos cuentos son mierda y evasión! ¿Cuál es el misterio de la otra sandalia? ¡Una casa bombardeada, llena de escombros...! ¡Las paredes se derrumbaron sobre cosas más grandes que una sandalia! ¡Es absurdo lo que decís! Si a mi hija la llevaron herida, si la arrastraron por el piso, se le salió una sandalia. ¿Qué querés que investigue? ¿Qué me estás pidiendo? Lila se planta frente a Walsh. —¡Te estoy pidiendo que hagas algo absurdo —dice levantando la voz—, porque no tenés ninguna otra cosa para hacer! ¡Y porque algo tenés que hacer! Y porque si te van a matar en unas horas... —la voz se le quiebra un poco pero se repone—, si te van a matar, me las aguanto, pero que por lo menos sea después de que hiciste todo, todo lo que se podía. También lo absurdo. Rodolfo se queda muy serio mirándola y después se sienta en el sofá. Ella se limpia rápido una lágrima y se sienta junto a él. —Rodolfo, escuchame. Si esto fuera un cuento tuyo, un cuento policial, y apareciera una sandalia sola... ¿Eso qué querría decir? —Que ahí hay una respuesta al crimen. Está bien. Pero esto no es un policial inglés, Lila, es la realidad. —¿Qué perdés si investigás? —suplica ella, tomándole las manos—. La reunión es a las siete —mira el reloj—, son las cinco menos cuarto. —… —… —Nada. Ya no tengo nada para perder.
XI Su mano revuelve absurdamente escombros, hace un gesto de impotencia, toma un cascote y lo estrella contra un resto de pared, en las ruinas de la casa de la calle Corro. Después Walsh sube a la terraza vacía, la mira con desolación, se dirige al parapeto, una vez más se asoma. Un muchacho está parado en la puerta del almacén, los ojos clavados exactamente en el punto de la terraza por donde él aparece. Tiene un pequeño bolso colgado al hombro y aprieta con fuerza algo contra su pecho. Ese modo de mirar, esa actitud casi religiosa, ensañada, se le quiebra de pronto, como si un segundo después de ver a Walsh asomándose entendiera que la aparición es alarmante. En todo caso se asusta y trata de guardar en el bolso el paquete que está sosteniendo, pero la precipitación le juega una mala pasada y se le cae lo que llevaba en el diario arrugado. Tarda un segundo en recoger la sandalia y otro más en tirarla dentro del bolso. Walsh se lanza escaleras abajo y Ariel sale corriendo, dobla en dirección a las vías. Rodolfo lo persigue desesperado, Ariel corre a toda velocidad al costado de las vías del tren, saltando obstáculos del camino. —¡Esperá! Pero el chico está muy asustado y corre todavía más rápido. Es más joven. —¡Esperá, por favor! Walsh ya no tiene casi aliento. Saca un revólver calibre 22. —¡Alto o disparo! —grita. Ariel frena, aterrado.
—¡Quieto! —repite innecesariamente Walsh—. ¡Manos arriba! Llega a su lado, lo palpa de armas y le saca el bolso. —Bajá las manos —dice tratando de tranquilizarlo con la voz—. Date vuelta, no tengas miedo. Ariel lo mira desorbitado. Rodolfo estudia sus ojos verdes y guarda despacio el revólver. —¿Qué hacés con esa sandalia? —Era de una chica... —susurra Ariel—. Una chica que se reía... —Se reía... —¿Quién es usted? —No te voy a hacer nada, te lo juro. Contame, te lo pido. —Yo la vi morir —dice Ariel y se calla porque vuelve a verla, nítida, asomada al parapeto de la terraza: una muchacha hermosa y delgada, de melena corta y oscura, descalza, vestida con un camisón blanco muy amplio que deja vislumbrar apenas sus pechos sueltos, gravemente seria con sus inmensos ojos jóvenes fijos en algún punto hacia adelante. Vuelve a ver cómo levanta el arma y se la lleva a la sien, vuelve a oír el disparo.
XII Están los dos sentados en silencio frente a dos cafés fríos que nunca probaron. Walsh mira la madera de la mesa. Aunque en el bar hay mucho ruido (la jornada laboral está terminando y los parroquianos empiezan a llegar para conversar cosas triviales y sacarse el hastío de ocho o nueve horas de trabajo), ellos sólo escuchan silencio, un silencio compacto que parece eterno pero que Walsh rompe
cuando murmura, simplemente: —De modo que fue así. Ariel abre su bolso. —Le devuelvo esto. Porque es suyo, ¿no? —No. Es tuyo... Tenelo, si querés. —Pero ella no era nada mío. Yo no la conocí. —Sí la conociste... La conociste bien... —… —¿Cómo te llamás? —Ar... —No. No. Qué estúpido, no tengo que preguntarte eso, no me lo digas. Y no hables de esto con nadie. Es por vos, ¿entendés? No por mí. Ariel asiente. —¿Y ella..., cómo se llamaba? ¿Lo puedo saber? —Vicki. —Vicki... —repite Ariel acariciando el nombre—. ¿Y usted...? No puedo, tampoco, ¿no? Rodolfo piensa un segundo. —Papá de Vicki. El silencio vuelve a ser absoluto pero de pronto Walsh grita: —¡La cita! ¡Dios mío, la cita!
XIII Botas y pantalones militares. Estruendo de decenas de pies que suben por una angosta escalera de madera.
XIV Walsh mira el reloj y se levanta, saca nerviosamente un billete y lo deja en la mesa.
—Seis y diez. Acá está todo pago. No salgas conmigo, quedate acá una hora por lo menos, pase lo que pase. Pase lo que pase, ¿sí? Tranquilo, quedate tranquilo. —Adiós, señor —dice Ariel. Se estrechan la mano con fuerza. —Gracias —dice Walsh.
XV Botas y pantalones militares. El tumulto proviene del ruido de muchos pies por una escalera de mármol.
XVI Walsh sale del bar y cruza rápido Rivadavia. En la mano que conduce al centro hay coches detenidos a la espera de la luz del semáforo. Se dirige a uno con naturalidad, abre velozmente la puerta y se mete. Apunta con su arma al hombre que maneja. —Arrancá o sos boleta. Está cambiando la luz. El auto arranca y sigue por Rivadavia. Unos minutos después (el conductor maneja muy tenso, sin hacer preguntas) el auto vuelve a detenerse en un semáforo. Un policía está parado en la esquina y el hombre lo mira. —Hacé un gesto y te dejo seco —murmura Rodolfo con la vista clavada al frente. Tiene el revólver en la mano derecha, dirigido al estómago del otro y cubierto por su campera. Cambia la luz del semáforo y el conductor arranca a bastante velocidad. Ahora están detenidos por un embotellamiento de
esos típicos a esa hora en la ciudad de Buenos Aires, siempre por la avenida Rivadavia. Walsh mueve la cabeza para mirar la hora en su reloj pulsera. XVII —Van a ser seis y media —dice Román Pérez, alias el Pelado, mirando su reloj. Está sentado junto a Galitti en el bar de la esquina de las avenidas Callao y Libertador—. No, Marcos, no llevamos los autos. Vamos a Retiro a pie y los dejamos estacionados acá. Es por seguridad: si vemos que puede pasar algo podemos perdernos más fácil entre la gente. —Está bien. Y de paso observamos el escenario. —Sí. El tránsito por Ramos Mejía tiene que estar cortado, tenemos que ver la calle absolutamente vacía. Si no, no entramos. Llega Quintino. Los demás lo saludan, están todos muy tensos. —Che —dice Raúl—Nacho—, ¡a ver si nos cagan! Laura informa que detectó algún movimiento militar por la zona de Retiro, yo no sé si conviene ir. —Siempre hay movimiento militar en Retiro —dice Galitti encogiéndose de hombros—. Aldo estuvo con ella y dice que no era nada fuera de lo normal. XVIII El tumulto sigue. Ahora lo hacen decenas de hombres que están entrando por una puerta abierta, detrás de la barra del restaurante de Retiro. Pisan con sus borceguíes el piso de madera. Usan uniformes verde oliva y llevan fusiles de asalto del tipo M 16. Al lado hay otra puerta que da a una estrecha escalera, esa por la cual antes subieron otros
militares.
XIX —Las minas siempre exageran —dice Galitti. —Che, ¿y Esteban? —dice Quintino.
XX El auto sigue avanzando por Rivadavia. —Doblá —ordena Walsh—. Ahora frená y bajate. —¿Me vas a matar? —¿Para qué te voy a matar? Bajate. Walsh arranca a toda velocidad y dobla por una paralela.
XXI En el restaurante de Retiro, las ventanas que dan a la vacía estación de trenes y al exterior están cubiertas con lonas. Sigue el tumulto sordo, hay movimiento rápido y nervioso de suboficiales armados. Entre todos, un soldado está parado casi en el centro, el fusil colgado al hombro, observando con ojos alucinados. Algo lo estremece: es la mano de Oddone, que sonríe eufórico y busca los ojos de Manuel.
XXII —Seis y treinta y cinco —dice Quintino, cada vez más preocupado—. Esteban tarda.
XXIII Con un largo bocinazo, Walsh pasa a un coche y cruza un semáforo en rojo por la calle Corrientes. Tiene los
dientes apretados y el pie firme en el acelerador.
XXIV —Manuel —dice Oddone grave, didáctico—, sos el único conscripto aquí adentro. —Sí, mi general. —Vení. Señala hacia arriba, mostrándole las balconadas que rodean el restaurante. Están vacías, tranquilas. —Allá arriba subieron sesenta hombres armados, por acá —señala la puerta que da a la escalera de madera— y por allá afuera —señala hacia la salida que da al hall de la estación—, donde está la escalera de mármol. Están escondidos en las oficinas, acurrucados bajo las balaustradas y agazapados atrás de las columnas. —Comprendido, mi general. —Al plan lo diseñé yo —dice Oddone con orgullo—. Está diseñado para capturar vivo al enemigo, no para combatir con él; su éxito es altamente probable porque depende de una sola cosa: que el enemigo ingrese al salón. Como lo fundamental es infundirle confianza, afuera no hay despliegue de fuerzas. El hall está limpio y ellos lo pueden revisar antes todo lo que quieran. Ese fue el compromiso mutuo que hicimos. Hay un solo paso delicado: estos son peces gordos de Montoneros. Van a mandar a una patrulla a investigar previamente el lugar. —¿Tan importantes son, señor? —Hijo, son los más importantes. y creen que vienen a negociar. Si el general Oddone los agarra hoy, el general Oddone gana la guerra.
XXV —Compañeros, vamos —decide el Pelado levantándose —. A Esteban le pasó algo. —Lo chupó la Marina —dice Ricardo Galitti con segura tranquilidad. Los demás lo miran con espanto. —Vamos —asiente Nacho tratando de ignorarlo—. Son siete menos cuarto. A las menos diez nos dan la señal por walkie—talkie. Se dirigen a la puerta.
XXVI —Acá abajo —Oddone señala la barra, siempre llevando del brazo a su pupilo— hay quince hombres. Y quince más detrás de cada puerta de la cocina, formados en posición de ataque. Los subversivos pueden entrar por acá —señala la entrada que conduce al hall de la estación— o por acá —señala la entrada que da a Ramos Mejía—. Vos vas a ir arriba, a esconderte con los demás. En cuanto entren, no va a pasar nada. Silencio absoluto, te quedás quietísimo igual que todos. Hay que dejarlos atravesar el salón, llegar acá —lleva a Manuel a la punta más lejana a las puertas, donde está la mesa tendida para la negociación— para que no puedan escapar de ningún modo. Y entonces, sí. Yo digo en voz bien alta: "Señores..." y cada grupo de abajo sale a bloquear una salida y al mismo tiempo aparecen los sesenta efectivos desde arriba, apuntando con los fusiles. Ahí estás vos. ¿Entendés? El objetivo no es matarlos, es llevarlos vivos. Son casi toda la cabeza de la organización, son un tesoro de información. ¿Comprendido?
XXVII Walsh llega finalmente al bar y mira desde afuera: sus compañeros ya no están. Sigue por Libertador sin bajarse del coche. Un semáforo se pone rojo, empieza a acelerar para pasarlo pero ve que un policía lo está mirando y frena juiciosamente.
XXVIII Por la vereda del parque de diversiones Ital Park, los dirigentes montoneros caminan rumbo a la estación. Ya casi está oscuro.
XXIX Como en el día anterior, la ratonera está lista. Unos bastidores que simulan un mural disimulan las dos puertas que dan a la balconada. Las lonas han sido retiradas. Se abre la puerta de vidrio que da a la calle y el general Sánchez Parson se sobresalta. Luego de una rápida mirada a Oddone, el coronel Marini se encamina a la puerta. Ya están entrando dos jóvenes al salón. Son Laura y Aldo, también ellos están extraordinariamente tensos y pálidos, tienen gorros de lana que les cubren la cara. —Buenas tardes —dice Aldo con voz marcial—. Oficial montonero Aldo, a cargo de la patrulla de inspección del Ejército Montonero.
XXX Hay embotellamiento en el cruce entre Libertador y Ramos Mejía, exactamente al costado de la entrada del restaurante. Walsh golpea el volante con impotencia y
dirige sus ojos al ala derecha de la estación. Por la vereda de Libertador, también al costado de la estación pero un poco más atrás, vienen caminando los montoneros. Galitti saca un walkie—talkie y lo enciende. En el carril de enfrente de Libertador está el coche de Walsh atrapado en el tránsito, apenas más adelante de ellos. Sólo que Rodolfo mira hacia el frente y no los ve.
XXXI Laura y Aldo están inspeccionando el restaurante muy minuciosamente. Manuel espera arriba, agazapado con otros detrás de las balconadas.
XXXII Los coches siguen varados en la avenida.
XXXIII Ante el silencio expectante de los tres militares, quietos en su mesa, Aldo está mirando los bastidores que tapan las puertas. Laura avanza hacia la barra y él la sigue. Ella decide ingresar al otro lado, se asoma despacio: agazapados bajo el mostrador, muchos hombres la miran con los fusiles preparados. Cae, antes de poder hacer nada, por un formidable golpe de culata en la cabeza. Es Aldo, que está detrás de ella y ahora se da vuelta, avanza hacia la mesa tendida, se arranca el gorro y se cuadra.
XXXIV El tránsito no se descongestiona. El auto de Walsh avanza a paso de tortuga hacia la calle San Martín.
XXXV Dos hombres arrastran a Laura desmayada hacia una mesa. —Aldo llamando a Marcos —dice Aldo por su walkie— talkie. —Aquí Marcos —se escucha. —Limpieza a nuevo. Ningún problema. —Entendido. La mesa vacía está ocupada ahora por Aldo y Laura, quien fue dopada y sentada de espaldas a las dos entradas. Aldo le sostiene el cuerpo de modo casi imperceptible. Los militares siguen callados y quietos, sentados a su mesa. Arriba espera Manuel, alerta, agazapado junto a otros. La puerta que da al hall de Retiro está vacía. A Oddone, rígido en su silla, no se le mueve un músculo. La puerta que da a la calle está vacía. Los montoneros ingresan uno detrás del otro por la puerta de calle, mirando a todos lados. Manuel los ve por un resquicio entre las cabezas de sus compañeros. Los militares los esperan sentados a la mesa. Sánchez Parson tiembla. Cuando los guerrilleros llegan casi al centro del salón, Manuel se incorpora de golpe y lanza una ráfaga de ametralladora al techo, mientras grita sin sentido. Todo ocurre en segundos: los montoneros miran hacia arriba, desorbitados; el chico gana de un salto la escalera angosta de madera; Sánchez Parson y Marini se han tirado al piso y buscan refugiarse, el primero debajo de la mesa, el segundo detrás de la columna; Oddone se protege con la mesa y
apunta a la puerta con su pistola, los saltos por la escalera le hacen dar vuelta la cabeza: Manuel baja como una exhalación. Al grito de "trampa", los guerrilleros huyen por donde entraron. Aldo desenfunda el revólver, el cuerpo de Laura se cae con un estrépito que el ruido reinante ahoga por completo. Un grupo de militares llega al salón con dificultad, saliendo por la estrecha puerta de la cocina; el bastidor que disimulaba la de la escalera se cae empujado por Manuel, que alcanza la salida antes que nadie. Los efectivos apostados en las balaustradas están asomados, desconcertados pero con el fusil en la mano. Oddone se incorpora y grita. —¡No tiren! ¡Capturen al soldado! ¡Captúrenlos! Los efectivos se precipitan como pueden escaleras abajo. Son demasiados para bajar con rapidez. Reina el caos. Aldo ya salió a la calle. En la vereda Manuel corre a los guerrilleros. —¡Esperen! Román Pérez se da vuelta y ve a un soldado con un fusil que lo persigue. Le dispara a los pies para detenerlo. No le da. —¡A los autos! —grita Quintino, que ya llegó al borde de la calle—. ¡Separémonos! Pero los militares son muchos y vienen atrás, los tres jefes montoneros no tienen escapatoria. De pronto, una larga bocina: llevándose por delante las vallas que cortan el tránsito de la avenida Ramos Mejía, llega el auto que maneja Rodolfo Walsh y frena frente a ellos.
Manuel entiende y corre al coche. Los montoneros están terminando de subir (Galitti adelante) y empiezan a arrancar. Walsh ve a Manuel, que lo mira fijo y tira su fusil. Grita: —¡Patria o muerte, compañeros! El grito se escucha nítido, entre el ruido. El tiempo se detiene. Rodolfo Walsh y Manuel Mendizábal cruzan sus ojos una única décima de segundo durante todas sus vidas y esa décima de segundo les alcanza a cada uno para ver al otro. Y para nada más. El pie de Walsh aprieta el freno para salvarlo y sin embargo el auto arranca bruscamente, sale disparado a toda velocidad: es Galitti que gritó vamos y puso el pie en el acelerador. En ese instante llega Aldo y detrás de él vienen los otros. Aldo se lanza sobre Manuel y lo derriba con un tacle. El chico cae al piso, manotea la pastilla de cianuro que tiene en el bolsillo. Cuando está por llevarla a la boca, una bota le pisa la mano. Manuel mira hacia arriba con un rictus de dolor. Oddone lo está apuntando con su arma, con la calma de tener al chico reducido ahí abajo, la suela de su bota militar apretándole los huesos de la mano. Por eso dice despacio, la voz escandida por el odio. —Cianuro no, Manuel Mendizábal. Vos no te vas a morir con cianuro, te voy a reventar tirado en el piso como se revienta a una rata, como se revienta a un traidor. Porque mientras habló el hechizo de la calma se ha disuelto y la furia lo enceguece. Oddone vacía el cargador de su pistola en la cabeza de Manuel, que se muere de
inmediato, y entonces Oddone se da cuenta de lo que hizo y sabe que es todavía más imbécil de lo que fue un rato antes, todos esos últimos imbéciles días, y empieza a patear el cadáver y a gritar, a insultar, a ordenar al que ya no va a cumplir ninguna orden: —¡Hablá, hijo de puta, hablá, ahora vas a hablar, vas a cantar, hijo de la remil puta, yo te voy a hacer hablar, pedazo de mierda, pedazo de bosta, hablá, mierda! Aúlla y patea el cuerpo que ya no sufre, para que su alma no descanse nunca. Pero es en vano: el alma descansa.
XXXVI Laura está en el piso con las manos esposadas atrás, encapuchada y engrillada. Hay movimiento y gritos de mando por todo el salón mientras se desarma el operativo frustrado. En la mesa servida, sentado solo, ridículo, la mano en la barbilla, está el general Oddone. Marini se acerca y se sienta: —Mi general, si me permite una opinión, éste es un golpe duro, pero se puede disimular y revertir, por lo menos como propaganda. Como Oddone no contesta, Marini sigue: —Sugiero que se difunda un comunicado, informando a la población de la importante victoria en la batalla de la calle Corro. Y que se den los nombres de los subversivos abatidos. —Hágalo, coronel—dice Oddone sin interés. —Algo más, mi general: el general Sánchez Parson dijo antes de retirarse que lo espera a usted mañana, a primera hora en su despacho. Estaba furioso.
Oddone se revuelve inquieto en la silla. —De todos modos, el saldo de la operación no es tan malo: la prisionera es uno de los contactos directos con la Conducción Nacional... —No sea idiota, coronel; la conducción no tiene contactos directos estables, lo que la subversiva cante ya no nos va a hacer llegar a ellos. —Además, eliminamos a un conscripto infiltrado... —¡Cállese, imbécil! —grita Oddone. Marini sonríe fríamente y canturrea un tango despacito mientras se va, como para que Oddone escuche: —Cuando te dejen tirao, después de cinchar, lo mismo que a mí...
XXXVII El auto que Walsh arrebató avanza a buena velocidad por la zona norte del Gran Buenos Aires. Todos están callados. Rodolfo maneja mirando al frente, un rictus de amargura y desprecio le cruza la cara. —Formidable negociación, compañeros —dice de pronto. Aunque no ha sido amable, su voz alivia y los otros se atreven a hablar. —Esteban, gracias —dice Pérez—. Sos un as. No viniste a la cita porque sabías que era una trampa. —No me felicites. Lo descubrí porque supe que Vicki está muerta. El silencio es muy pesado. Quintino se inclina desde el asiento trasero y palmea con torpeza el hombro de su amigo, que no responde el gesto. Raúl se queda en la misma posición, el cuerpo inclinado hacia delante, la mano cerca. —La patrulla nos traicionó —dice Galitti.
—No. Uno de los dos de la patrulla —dice Walsh—. El que reemplazó a Gabriel. —¿Cómo sabés? —pregunta Román Pérez. —Hicieron desaparecer a Teresita, después a Marcela, después a Gabriel... En dos días se llevaron a casi todos los que tenían contacto directo con ustedes. Ese modo de caer es llamativo, suele ocurrir por delaciones. Tenía que ser alguien de adentro. Alguien que no accediera a ustedes pero sí a los compañeros que desaparecieron, alguien que quedara en posición de sucederlos si ellos no estaban, que pudiera reemplazarlos en una tarea como ésta. El Ejército nos preparó una ratonera. La única condición, para que todo les saliera bien, era que la patrulla nos diera el visto bueno para entrar. Para eso, bastaba con que hubiera un traidor que diera la contraseña: el otro integrante podía ser reducido fácilmente. Por eso se pusieron a trabajar para que Aldo llegara hasta ustedes, fueron limpiándole el camino hasta que no hubo casi nadie antes que él. Seguro que él pidió la misión. ¿Me equivoco? —¿Cuándo te diste cuenta de esto? —Hace unas horas. Lo sospeché cuando repasé la cadena de secuestros desde que nos llegó la información de que querían negociar. Mi correo con ellos es un tipo leal, y además no conoce nuestra estructura. La traición tenía que venir de adentro. Pero también hay otra cosa: el enfrentamiento donde murió Vicki... — Walsh se queda callado unos segundos—. Lo llamativo es que la información llegó a Radio Colonia con dos versiones contrapuestas: que había una sobreviviente, y era mi hija, y que todos habían muerto. Nadie albergaba dudas sobre la muerte de Salame, Beltrán, Coronel y Molina, sólo sobre mi hija... La información sobre Corro no la había enviado ANCLA, porque
la agencia ANCLA soy yo. Quedaba la red secreta que integran algunos periodistas defensores de los derechos humanos. Venía de ellos. Un vecino testigo de los hechos avisó a la red y dijo que vio retirar los cinco cuerpos sin vida. Pero Follet me contó que el Herald recibió un llamado anónimo que decía que mi hija se había salvado. Ese llamado tenía palabras como "operativo". El lenguaje era militar. Mi teoría es que Oddone dirigió la masacre de Corro, y cuando vio que la que había caído era mi hija, pensó que hacerme creer que vivía era un buen modo de atraparme a mí. Y si jugaba con la negociación, nos atrapaba a todos. Supongo que pensó en hacerme llegar de alguna manera la noticia... pero un amigo mío se adelantó, por ayudarme, y fue a averiguar. No sé si por azar averiguó justo con Oddone, o si averiguó antes con alguien que lo derivó a él... Lo cierto es que Oddone vio un excelente modo de agarrarnos a todos — Rodolfo tiene un ramalazo de furia pero la transforma en ironía—, Y ustedes tuvieron la gentileza de darle ayuda extra. La afinada comprensión política de nuestra organización había detectado interés del Ejército en negociar. —Eso vino de Marcela, que empezó a hacer inteligencia con un compañero... ¡Qué hijo de puta! Era Aldo... —Seguro. Aldo los sedujo con alguna buena información de carnada. Y empezaron a hablar mal de mí y de mi departamento, no me cabe duda, instigados por él a través de Marcela. Y ustedes con su estupidez les hicieron la cosa muy fácil. Nosotros éramos los antipáticos y los derrotistas, Aldo mentía a Marcela, Marcela se lucía y ustedes los festejaban. Pero Aldo no lograba llegar a la cúpula, entonces empezó con esto de la negociación... Y
aunque es evidente que ellos están ganando, y para cualquiera que no sea débil mental, también es evidente que nadie negocia si está ganando... —¡Terminá con los insultos! —dice Galitti. —Cómo no. Primero los dejo en algún lugar seguro y entonces termino con los insultos y a vos te rompo la cara.
XXXVIII Entrada de una casa quinta en la zona norte del Gran Buenos Aires. Se vislumbran los altos árboles centenarios del parque, después del gran portón despintado. La calle es de tierra aunque la zona tiene casas residenciales. Parpadeo de luciérnagas. Canto de grillos. Serenidad y soledad, ninguna presencia humana. Desde lejos, despacio, nace y crece el sonido de un motor. El auto se detiene en el portón de entrada. Bajan Galitti, Pérez y Quintino. —Chau —dice Román, inclinándose junto a la ventanilla del conductor—. Y gracias, Esteban ... —Soy Rodolfo —dice Walsh tajante, la cabeza saliendo de la ventanilla para que los otros lo escuchen—. Rodolfo Walsh. —Bueno, che... Perdoná... —dice Román cortado—. Es tu nombre de guerra. —Era mi nombre de guerra... Hasta aquí llegamos. Inteligencia les va a mandar un balance final con todo el material que importe. Ya les mandé los análisis políticos y estratégicos, para la bola que les dieron no me voy a gastar en repetirlos. Esto es lo último que les digo: averigüen quién es el colimba nuestro que desbarató el plan de Oddone... Pude haberlo salvado, Galitti... Ese muchacho es un héroe.
Hay un largo silencio y es como si los grillos cantaran más, como si hubiera más luciérnagas. —No les doy más consejos porque no pierdo más tiempo. Bueno... — Walsh mira a Quintino—, voy a perder un segundo más: vos, no seas boludo, cuidate. Sabés bien por qué te lo digo. Nadie encuentra qué contestar pero él no espera a que lo descubran y arranca. Los tres lo miran partir, desconcertados. —¿Quién carajo se cree que es? —dice Galitti. —Nadie, boludo. Apenas el tipo que te salvó la vida. Quintino no habla. Mira fijo el camino por donde su amigo partió. Presiente que no va a volver a verlo nunca más.
Epílogo ÚLTIMOS MESES DE 1976, PRIMEROS DE 1977 Postales argentinas En el hall de un aeropuerto, el matrimonio Konig se abraza a su hija Aurora. En un helicóptero que vuela sobre el Río de la Plata está el cadáver desnudo de Manuel; lo arrastran para arrojarlo por la puerta abierta. El aire limpio y frío lo recibe, lo ayuda a caer, el río lo llama con su agua dulce, densa de limo fértil, el barro se abre con suavidad para sepultarlo. En una bohardilla de Montmartre, bajo el tejado de pizarra, Sylvia lee una carta y llora.
Vendada, tirada en el suelo, Mariana se arrastra entre prisioneros como puede, con su panza de embarazo avanzado. Tiene las manos atadas a la espalda y marcas de moretones en todos lados. Se arrastra detrás de una voz que grita su nombre y la llama. Es Pablo, también vendado y engrillado. Entre los otros cuerpos, logran juntar las caras. A lo mejor en ese mismo momento las Madres de Plaza de Mayo, donde están la mamá de Pablo y la de Mariana, dan vueltas en soledad absoluta alrededor de la pirámide. Entre ellas camina Marta, no usa el pañuelo blanco. Los transeúntes pasan, las miran rápidamente, siguen de largo. Una de esas noches, en la puerta del edificio donde se encuentra con sus hijos, Quintino es secuestrado por un grupo de tareas. Ariel Y Judith se miman, recostados en la cama de una plaza del dormitorio del muchacho. A Ariel ya le creció un poco el pelo y va a volver a dejárselo largo, porque terminó su servicio militar, pero no va a dejárselo tan largo como antes, porque no quiere que se lo lleve la policía cuando camine por los bares de la avenida Corrientes. La sandalia de Vicki está en la biblioteca, en un lugar de honor. Como siempre, en algún lugar del mismo estante está, perdido, ese libro que conmocionó a Ariel: Operación Masacre.
MIÉRCOLES 29 DE DICIEMBRE DE 1976 San Vicente.
Casa de Rodolfo Walsh Amanece en la quinta de la localidad suburbana de San Vicente. El canto del gallo se recorta sobre el fondo desbordante de los pájaros. Es una vieja casa de campo, hay una bomba de agua, un horno de barro, un hermoso parral. Por la puerta entreabierta viene un sonido rítmico y suave; no despierta al perro que duerme a un costado de la galería, junto a la bicicleta encadenada a una reja y dos pares de botas de lluvia embarradas: es el sonido de la vieja Remington de Rodolfo Walsh, que escribe a toda velocidad en la guarida en la que se ha replegado, sentado a una mesa rústica donde hizo su reino: el ajedrez, el reloj de arena. Las letras se imprimen sin tropiezos, el texto se teje autónomo en el papel; hay un título:
Carta a mis amigos Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria. Sé que aquellos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió. Como si no hubiera otra cosa para hacer en este mundo, Rodolfo teclea. Admite que, por esta vez, el comunicado oficial que dio el Ejército y publicó la prensa no difiere mucho de la verdad. Admite que su hija era oficial segunda de Montoneros y que el nombre con el que militaba
en la clandestinidad era Hilda. Precisa que era la responsable de la prensa sindical. Explica que Vicki estaba ese día con cuatro integrantes de la Secretaría Política que pelearon y murieron con ella. Afirma ignorar cómo y cuándo ingresó su hija a la organización donde él también militaba pero estar seguro de que a los veintidós años, momento en que tal vez entró, sus decisiones eran firmes y francas. También sabe que militó en una villa miseria y que la experiencia produjo en ella transformaciones impresionantes. Sabe que la última parte de su vida fue muy dura, que relegó cualquier satisfacción personal, que trabajó por encima de sus fuerzas en la militancia, que cultivó el estoicismo y la disciplina, que —en última instancia — se transformó en una adulta de repente. Escribe que la veía apenas algunas veces al mes, en encuentros breves y clandestinos en los que juntos soñaban planes para vivir en una misma casa cuando todo hubiera pasado. Cuenta que presentían que su sueño nunca iba a ocurrir y que en cada despedida sabían que cualquiera de esas reuniones fugitivas podía ser la última. Y agrega que Vicki no estaba dispuesta a entregarse con vida y que en esa resolución residía, en una probable situación desesperada, su única posibilidad de victoria. Relata: Vicki entró a la casa de la calle Corro, de donde ya no saldría, un 28 de septiembre, cuando cumplía veintiséis años. A las siete de la mañana del día siguiente la despiertan los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, la muchacha sube a la terraza con el secretario político, Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán responden al fuego desde la planta baja.
Y escribe Rodolfo Walsh: He visto la escena con sus ojos. Y vuelve a verla. Cuenta eso que se debe ver todavía desde el parapeto del edificio destruido y también lo que vio en los ojos del conscripto que, temblando, le contó el operativo contra cinco guerrilleros: las casas bajas, el cielo amplio, ciento cincuenta militares, los fusiles emplazados, un tanque, el helicóptero girando en el día recién amanecido. Y dice que el conscripto le dijo que un hombre y una chica hacían fuego desde arriba y la muchacha, cada vez que lanzaba una ráfaga y ellos se agachaban, reía. Escribe: He tratado de entender esa risa. Explica: desde que era niña su hija reía de lo nuevo, de lo que la sorprendía. Y debe haber sido, probablemente, para ella, nueva y sorprendente la metralleta Halcón que manejaba. Incluso si, muy posiblemente, conocía su manejo por haber sido instruida en técnicas militares al entrar a la organización armada, esto no debe haber alcanzado a opacar el placer infantil de ver a toda esa gente agacharse de pronto, cada vez que ella lanzaba una ráfaga. Pero la realidad se impuso: ciento cincuenta hombres, un tanque y un helicóptero contra cuatro hombres y una mujer. Dice el relato del conscripto que de pronto hubo silencio, que la muchacha dejó el arma, se asomó y abrió sus brazos. El joven aclara que ninguno de sus superiores ordenó un alto el fuego pero eso no impidió que él y sus compañeros, espontáneamente, dejaran de tirar. Escribe Rodolfo que el muchacho dijo que ella era delgada, tenía pelo corto y llevaba puesto un camisón. Y que habló serenamente. Escribe que el soldado dijo no recordar todas sus palabras pero sí que en ellas quedó claro que no eran el conscripto, sus compañeros obligados, como él, a participar
del operativo, ni los oficiales del Ejército, ni los suboficiales, ni ninguno que manejara el tanque o condujera el helicóptero, quienes asesinarían a ella y a su compañero de lucha en esa terraza, sino que, al contrario, eran ellos dos quienes estaban eligiendo morir. Y ambos levantaron sus pistolas, las apoyaron en la sien y apretaron los gatillos delante de todos. En ese punto Rodolfo Walsh deja de transcribir lo que dijo el conscripto para hacerse una pregunta. Su hija y todos los que están eligiendo, como ella, la muerte al cautiverio, ¿tienen otra opción? Y responde: sí la tienen; su hija pudo, en efecto, haber tomado otro camino que no fuera necesariamente deshonroso. Y sin embargo el que tomó fue, escribe él, el más justo, el de mayor generosidad, el victorioso. Rodolfo escribe sin parar, como si fuera lo único que se puede hacer, lo más justo, lo más generoso, lo más victorioso. Y Lila se acerca también en camisón, somnolienta, y lo mira. Se inclina sobre él. Le pone suavemente la mano en el hombro mientras él teclea: Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. Y dice que la vida de su hija no fue para ella misma sino para millones de semejantes. Pero que su muerte sí fue gloriosamente suya. Y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de * ella. Walsh teclea su nombre, después lo rubricará con una firma de puño y letra. Se queda quieto percibiendo en su hombro la mano de su mujer, que pregunta casi en un *
Fragmentos de "Carta a mis amigos".
susurro: —¿Querés leerme? Él saca la hoja de la máquina. —Sentate en el sillón, te lo leo. Un rato después Lila se ha deslizado desde el sillón al piso y su hombre le apoya la cabeza en el regazo. Ella le acaricia el pelo. La última hoja de la carta, ya firmada, está en el suelo, prolijamente colocada sobre las otras. Rodolfo sigue pensando en esa risa, sigue recordando a su beba, que reía en la cuna, aunque no pueda ya nunca ver la foto sepia del álbum familiar. La risa es una campanita interminable que no depende de un álbum. Nada ni nadie puede impedirla .
El 24 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh escribió una larga carta acusatoria a la Junta Militar que gobernaba la Argentina. El 25 de marzo volvió a la Capital para asistir a una cita solidaria con un familiar de las víctimas de la calle Corro. Fuerzas de la Marina intentaron atraparlo con vida. Solo contra todos, Walsh resistió con su pequeño revólver calibre 22 hasta hacerse matar. Lo llevaron agonizando o muerto; su cuerpo no apareció nunca más. Elsa Drucaroff Buenos Aires, diciembre de 2001
Postfacio Esta novela histórica es imaginaria. Para construirla, escuché, antes que nada, la risa de mi hijo, que era bebé
cuando el mundo de este libro empezó a gestarse en mí: Yo estaba dando obras de Rodolfo Walsh en el Seminario de literatura que dictaba, en ese entonces, en el Instituto del Profesorado Joaquín V González. Mientras analizábamos la "Carta a mis amigos", donde Walsh cuenta la muerte de su hija, encontré que ese texto impresionante, breve y condensado (probablemente porque se escribió en la clandestinidad y con urgencia), sobrio (quizás por lo infinito, inenarrable, de un dolor como ese), salpicado de puntualizaciones precisas sobre hechos e incluso —en la medida de lo posible— fuentes (algo que dejaba adivinar, detrás del padre, al gran investigador de crímenes políticos), tenía sutiles elementos que permitían imaginar toda una historia: ¿y si ese padre militante que acudía a la escritura para informar "a sus amigos" y, a través de ellos, a una posteridad de la que yo formo parte como lectora, hubiera hecho una investigación también ante la muerte de su hija? ¿Y si esa apretada, extraordinaria carta, fuera lo único que, en la precariedad de ese momento histórico y de su situación, se podía permitir escribir? ¿Y si debajo de esa carta subyaciera un relato extenso, doloroso, apasionante, que la historia en tanto verdad no podría nunca demostrar, pero al que la literatura, reino de la libertad y la imaginación, puede rendir justo homenaje? Me conmovió la posibilidad: el escritor de cuentos policiales, brillante detective él mismo en los hechos, el hombre que denunció y analizó crímenes políticos e inventó un género literario (lo que luego se llamó non—fiction) para contar sus indagaciones con inmenso talento, para operar sobre la realidad argentina con la verdad, habría hecho una investigación más, de la cual no habría surgido —no hubiera podido surgir— ningún libro. La más terrible, la más
comprometida y apasionada de su vida (en el sentido etimológico profundo: pasión como sufrimiento): la investigación sobre la muerte de su propia hija. La habría hecho en la clandestinidad, aislado en soledad, junto a su última compañera, mientras la masacre arreciaba y le faltaba menos de un año para morir. Así nació esta novela: imaginando el modo en el que un protagonista de aquel tiempo, un detective, un artista y un militante (Walsh fue todo eso), resiste el momento más oscuro de su vida y de su país haciendo lo que siempre hizo, interviniendo como siempre intervino: como un detective que busca la verdad. La mención de la "Carta a mis amigos" acerca de las risas de Vicki, aquella risa última que lanzaba la muchacha mientras disparaba la metralleta y aquella risa primera, desde pequeña, me trajo a mi hijito, que tanto reía en esos días, parado en su cuna. Tuve una imagen cinematográfica: papá Walsh operando para su niña de un año un juguete de resorte, se libera una tapa y salta un osito, salta un payaso, la nena ríe asombrada. Papá Walsh en la clandestinidad recuperando la carcajada primera de su hija perdida, mientras trata de explicarse la última. Entonces, la investigación de la muerte de Vicki se desarrolló en mi imaginación como un thriller. Aparecieron personajes y situaciones de la ficción del escritor (el coronel del relato "Esa mujer", la pastorcita de porcelana rota) y —como ocurre en el imaginario de cualquier novela histórica— personajes propios de ese tiempo que hoy está tan brutalmente lejos de nosotros, y tan brutalmente vivo, como una llaga que no cicatriza, como un espectro que nos sigue interpelando. En medio de la derrota más catastrófica de la clase
obrera y del proyecto revolucionario, un padre activista, investigador que puso su pasión literaria por el policial de enigma al servicio de la militancia, se ocupa de su caso final, vive su última y trágica aventura. Sin embargo, deseé que en la tragedia hubiera una luz, que, en mi ficción, el bando popular ganara, al menos, una batalla. Batalla por cierto incapaz de cambiar el resultado, pero después de todo qué es la novela histórica (o al menos la que yo vengo escribiendo en estos años) sino un espacio donde desplegar también una utopía hacia atrás, donde imaginar un precedente que, sin alterar el resultado final de los hechos, sería bueno que hubiera ocurrido, una pequeña pero significativa reparación en el pasado, algo que no nos concilie con el mundo tal cual es ni niegue las injusticias que ocurrieron, al contrario, que deje mirar críticamente el ayer pero en ese mismo acto nos dé, con su imaginación, la fuerza para entender este presente y sus nuevas tareas. En esta novela influyeron indudablemente las siguientes obras de Walsh: el cuento "Esa mujer"; los relatos policiales de enigma (a la manera inglesa) que escribe en los años 40 y 50, fundamentalmente los que recopila en Variaciones en rojo, en 1953. Allí aparece el detective aficionado Daniel Hernández, corrector de galeras de profesión; Operación Masacre, investigación sobre el fusilamiento clandestino de un grupo de civiles en los basurales de la localidad de José León Suárez, perpetrado por la dictadura militar autodenominada "Revolución Libertadora", en 1956; libro que inicia el non—fiction en la literatura mundial; algunos argumentos de la discusión que Rodolfo Walsh entabla con la dirección de Montoneros
hacia 1976, tal como está publicada por Roberto Baschetti en su recopilación de documentos Rodolfo Walsh, vivo; un escrito de Walsh encabezado como carta para su hija Vicki y, por supuesto, la "Carta a mis amigos". Como pide la novela histórica, hay en El último caso de Rodolfo Walsh dos personajes reales que protagonizaron nuestro pasado: el propio Rodolfo y Vicki Walsh. Si bien es de público conocimiento el hecho detonante, la muerte de María Victoria, hija del escritor, en un enfrentamiento desigual entre Montoneros y las fuerzas represivas, y también es histórico y sabido que Walsh padre estaba a cargo de las tareas de inteligencia en la organización guerrillera, todo lo que atañe a su intimidad familiar, tanto situaciones como personajes, es completamente imaginario; cualquier relación con la realidad sería, si es que existiera, una mera coincidencia. Esto no significa que yo misma, para imaginar mi trama ficcional, no haya realizado algunas investigaciones y consultas que utilicé libremente, trabajando como escritora y no como historiadora. Emiliano Costa conversó conmigo generosamente; Roberto Perdía leyó una primera versión y la discutió con sinceridad; Alejandro Horowicz hizo aportes precisos. En el terreno concretamente literario, quiero agradecer a los colegas Susana Campos y Patricia Suárez, que conocieron fragmentos y sugirieron cambios, y también a Marcelo Figueras y Bruno Petroni, que leyeron la novela y me hicieron una devolución, en cada caso muy útil. Este libro debe mucho a mi editora Constanza
Penacini, que trabajó con dedicación, sensibilidad, respeto e inteligencia. Le agradezco su cariñosa y sabia insistencia para que me resignara a borrar esos andamios de los que los escritores nos enamoramos porque nos sirvieron, pero hay que saber hacer desaparecer cuando llega el momento. Agradezco los consejos de Mónica Boretto y el trabajo desinteresado de Elza Guevara, que puso su talento al servicio del libro. Por último pero desde el principio: Ignacio Apolo alentó y apoyó paso a paso la elaboración de esta ficción. Fue su primer destinatario. Esta obra también nació como un diálogo con él y, a través suyo, con los que fueron veinteañeros después de la catástrofe, con los que son jóvenes ahora. A su lucidez e irreverencia, que conozco muy bien, entrego esta novela. Enero, 2010
Obras citadas en esta novela
WALSH, RODOLFO, "Esa mujer" en Los oficios terrestres, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1966; reeditado por De La Flor a partir de 1985). ———, Variaciones en rojo, Buenos Aires, Hachette, 1953; reeditado por De la Flor a partir de 1985. ———, Operación Masacre. La obra fue modificándose en sus sucesivas ediciones, realizadas siempre en Buenos Aires, entre 1956 y 1972. La primera fue realizada por Ediciones Sigla, Buenos Aires, 1957. ———, Ese hombre y otros escritos personales, Buenos Aires, Seix Barral, 1996, edición a cargo de Daniel Link. ———, "Carta a mis amigos", 29 de diciembre de 1976.
Publicado digitalmente: 8 de junio de 2004. http://www.rodolfowalsh.org/spip.php?article34. Consultada el 18—01—2010. BASCHETII, ROBERTO, Rodolfo Walsh, vivo, Buenos Aires, De La Flor, 1994.
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