March 26, 2017 | Author: Jaz Cazal Garcia | Category: N/A
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Liberalismo, socialismo, socialismo liberal
Nota: El presente volumen procede del Suplemento N° 264 –“Socialismo Liberale”–, correspondiente al 9 de noviembre de 1989, del diario l’Unità, Roma; y de la entrega n° 1, vol. V, de la revista Teoria Politica, Turín, de donde se ha extraído la “correspondencia” Anderson/Bobbio. Agradecemos a los autores y editores su gentil colaboración para la publicación de este libro.
Liberalismo, socialismo, socialismo liberal Perry Anderson, Norberto Bobbio, Umberto Cerroni Edición de Nueva Sociedad, 1993 Caracas, Venezuela Traducción: Jorge Tula Presente Edición Arandurã Editorial Tte. Fariña 884. Telefax (595 21) 214 295
[email protected] www.arandura.pyglobal.com Junio de 2010 ISBN
Liberalismo, socialismo, socialismo liberal Perry Anderson, Norberto Bobbio, Umberto Cerroni
PRESENTACIÓN Jorge Tula
Considerado por algunos como acaso el más importante teórico político viviente, Norberto Bobbio es un autor con un alto grado de complejidad. La cantidad de los escritos publicados (su bibliografía, reunida por Carlo Violi en su Norberto Bobbio: 50 anni di studi, consta de 1.304 títulos entre 1934 y 1988, a los que habrá que agregar otros 300 escritos a partir de esta última fecha), la variedad de los temas abordados (aspectos puntuales de la política italiana, cuestiones internacionales, los más diversos problemas teóricos) y la diversidad de campos disciplinarios en donde se instala para sus reflexiones (desde la filosofía y la ciencia política hasta la filosofía y la ciencia del derecho, pasando por la historia de la cultura) convierten su obra en una expresión multifacética que no facilita por cierto la reconstrucción de su pensamiento. Aunque ha habido variados y significativos trabajos sobre la obra y la trayectoria política de Bobbio, las dificultades mencionadas reclamaban, si fuera posible, que 5
una mente erudita y profunda como la del autor de El futuro de la democracia, nos ayudara a comprender el recorrido y la dirección del camino elegido. No fue por cierto casual entonces que fuera Perry Anderson el que asumiera tal emprendimiento. El mismo Bobbio se encarga de decirnos cuál ha sido el resultado de semejante empresa: “quedé asombrado por el conocimiento verdaderamente excepcional que muestra de mi vida y obra. Creo que ninguno de los que hasta ahora se ocuparon de mí, sobre todo si se trata de extranjeros, ha realizado un esfuerzo de comprensión de la magnitud del suyo”, afirma en la primera de las cartas que intercambiaron con motivo de la aparición en New Left Review del trabajo de Anderson. Desacostumbrado a los juicios gratuitamente generosos, estas palabras no hacen sino reconocer la seriedad y profundidad con que fue abordada su obra, como podrá comprobar cualquiera que se haya introducido, aunque sea parcialmente, en el pensamiento de Bobbio. Lo cierto es que, entre los méritos del trabajo de Anderson, está el de advertir –entre los aspectos centrales del pensamiento de Bobbio– las tensiones y dilemas alrededor de los temas de la libertad, la democracia y el socialismo, siempre presentes en sus más variadas reflexiones. Y si estas tensiones y dilemas comenzaron a manifestarse en aquellos años posteriores a la posguerra –en oportunidad de la controversia, en el seno de la izquierda italiana, sobre democracia-dictadura, cuyo punto central en opinión de Bobbio se refería a la “afirmada indisolubilidad de Estado y violencia respecto del ejercicio del poder”–, 6
hoy aparecen con igual o mayor intensidad. Porque es indudable que ahora como entonces, si bien en circunstancias notoriamente modificadas, la figura de Bobbio y su concepción del socialismo liberal ocupan un lugar igualmente destacado en esa lucha intelectual y política interminable por un socialismo fundado en la democracia y la libertad. Y en el pensamiento de Bobbio aparece como indisolublemente unida esa conjunción entre democracia, insuperable instrumento para resguardarnos de los arbitrios del poder y de los fracasos del autoritarismo, y la tensión socialista hacia la justicia. Entre otras cosas porque tal vez sea la única manera de que la democracia no devalúe sus principios ni incumpla sus promesas. Una tentación, esta última, que puede adquirir mayor intensidad en circunstancias históricas como las que vivimos actualmente ante el fracaso y la disgregación de los regímenes comunistas y que podría conducir a una especie de goce narcisista al verificar que axiológicamente, al menos como democracia política, carece de rivales. Pero es precisamente en este nuevo clima, con estas nuevas dificultades, cuando se presenta el desafío de repensar las funciones de la izquierda, el significado del progreso, los fines de la emancipación y el camino adecuado para lograrla. Dicho con palabras de Bobbio, se trata de “tener el coraje de redefinir el socialismo”. El laborioso e incisivo ensayo de Anderson, que tuvo como antecedente directo una conferencia dictada en Buenos Aires en octubre de 1987, nos permite apreciar cómo estos siempre presentes dilemas y tensiones se 7
manifiestan sin que Bobbio intente operación alguna para diluir sus contradicciones. Por el contrario, aparecen con todas sus fuerzas, y en opinión de Anderson esto no hace sino mostrar que se trata de instancias inconciliables o no conciliables hasta ahora, que además derivarían de un conflicto de principios. En realidad, en respuesta a estas afirmaciones, dice Bobbio, deberíamos advertir que el “realismo del científico” y el “idealismo del ideólogo” transitan por caminos divergentes. Inscrito en una tradición distinta, Anderson cree ver en el socialismo liberal de Bobbio una especie de compuesto químico inestable. Sin embargo, su actitud crítica no le impide darse cuenta de que no es posible reflexión alguna sobre la relación entre liberalismo y socialismo sin tener presente la obra de Bobbio como dato fundamental. Más aún: teniendo en cuenta las distintas proveniencias era posible esperar una actitud más abiertamente cuestionadora del núcleo del pensamiento de Bobbio y de toda la perspectiva del socialismo liberal. Pero el mismo Anderson se encarga de desanimar a quienes esperaban tal cosa cuando afirma –cierto que con manifiestas reservas– que no ha llegado aún el momento de juzgar y que no debe descartarse que la orientación brindada por el socialismo liberal deba ser tenida necesariamente en cuenta si se quiere llegar a buen puerto. Porque al fin y al cabo ese vínculo entre la democracia como destino y la tensión socialista hacia la justicia es el que muestra las dificultades de la democracia realmente existente, aunque en muchos casos este problema sea igno8
rado por quienes se despreocupan de la importancia de la existencia de la democracia o por quienes están convencidos de que la dupla democracia representativa-economía de mercado conduce necesariamente a formas de equidad, negándose a ver las injusticias y los poderes ocultos que engendra. Pero a la vez incita a todo pensamiento crítico a la persistente búsqueda de nuevos caminos para arribar a una sociedad más justa. Varias de las últimas reflexiones de Bobbio advierten al respecto algunas cosas que conviene registrar. En una nota publicada en Teoría política (año IV, N° 1, 1988) a propósito del libro de Giovanni Sartori Theory of Democracy revisited, Bobbio reflexiona una vez más sobre ese tema tornado cada vez más excluyente y que el mismo designara como el abrazo entre democracia y economía de mercado. En esta oportunidad, después de reconocer una vez más que la economía de mercado permitió el difícil camino de la democracia, afirma que ese abrazo puede ser considerado también como mortal puesto que aquella, tal como lo vemos en las más diversas democracias occidentales, oprime a la democracia hasta conducirla a diversas formas de degeneración. Por otro lado, en una conversación con Giancarlo Rosetti que incluimos en este volumen, Bobbio sostiene la necesidad cada vez más imperiosa de dirigirse hacia la búsqueda de una democracia internacional si se quiere ser respetuoso de los principios democráticos. Porque, tal como están planteadas las cosas en el mundo, el problema de la justicia social ya no puede estar circunscrito a las 9
relaciones entre capitalistas y obreros en el interior de un Estado en particular sino que atañe más que nunca a las relaciones entre Estados ricos y pobres. Este es el punto fundamental. Se trata entonces de que nos desplacemos desde el gobierno del Estado al gobierno del mundo. De reforzar el gobierno democrático del mundo.
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NORBERTO BOBBIO Y EL SOCIALISMO LIBERAL* Perry Anderson
1. Enfoques liberales del socialismo La parábola de Mill A comienzos de 1848, en las vísperas de la oleada revolucionaría en Europa, se publicaron en Londres, a pocas semanas uno del otro, dos textos antitéticos. El primero fue El Manifiesto Comunista de Marx y Engels, el segundo los Principios de economía política de John Stuart Mill. Como se sabe, aquél declaraba que el fantasma del comunismo recorría Europa y que bien pronto habría de vencer; éste, usando la misma metáfora, y con un optimismo algo inferior pero en un sentido exactamente opuesto, desdeñaba las hipótesis socialistas al considerar * Nota: Mi agradecimiento a Fernando Quesada y a sus colegas del Instituto de Filosofía de Madrid por su seminario sobre los teóricos modernos de la democracia, realizado en 1986, que me incitó a reflexionar sobre Bobbio.
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que jamás habrían de prosperar como sustitutos válidos de la propiedad privada1 (Mill 1848, p. 255). Hoy esta antítesis no nos sorprende. Liberalismo y socialismo fueron considerados por largo tiempo como antagonistas desde el punto de vista de sus tradiciones políticas e intelectuales. Y no sin razón, ya sea por la aparente incompatibilidad de sus supuestos teóricos –respectivamente individual y societario– o bien por la historia factual del conflicto, frecuentemente mortífero, entre los partidos y los movimientos que respondían a estas concepciones. Sin embargo, precisamente al comienzo de esta rivalidad histórica se produjo un cortocircuito expresado por la parábola recorrida por el mismo Mill. El crecimiento de la cantidad de pobres en las principales capitales de Europa y los conflictos frecuentemente cruentos que la nueva situación tendía a determinar suscitaron una ardorosa solidaridad en Harriet Taylor, a quien Mill estaba sentimentalmente ligado. Él se dedicó a estudiar, sin prejuicio alguno, las doctrinas que proclamaban la propiedad común: y al poco tiempo –de hecho precisamente en su misma obra Principios de economía política, en la edición revisada de 1849– declaró que la visión de los socialistas era colectivamente “uno de los más útiles elementos para el mejoramiento humano que actualmente existen” (vol. I, p. 266). En respuesta a las muchas versiones del socialismo, Mill parecía ahora 1 Mill consideraba como quimeras las hipótesis socialistas. Su juicio se refería específicamente a los esquemas sansimonianos que –como él explicaba– consideraba como la forma más seria de socialismo. En su autobiografía Mill usaba la misma frase para su valoración inicial de todo socialismo que parecía que sólo podía ser considerado como “quimérico” (1873, p. 231).
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privilegiar el “fourierismo” como la variante más capaz y poderosa, opinión que mantuvo hasta el fin de su vida. Sobre la diferencia entre la primera y segunda edición de su obra, Mill escribió más tarde: “En la primera edición la dificultad del socialismo estaba afirmada con tal vigor que el tono del libro terminaba siendo antisocialista. En los dos años que aproximadamente siguieron dediqué gran parte de mi tiempo al estudio de los mejores escritores socialistas del Continente y a la meditación y discusión sobre toda una gama de cuestiones que la controversia implicaba. El resultado fue que la mayor parte de lo que había escrito sobre el tema en la primera edición fue suprimida y sustituida por argumentaciones y reflexiones que tenían un carácter más avanzado” (Mill 1873, pp. 234-5). Raramente un juicio político, conceptualmente central, ha sido modificado tan rápida y radicalmente. Desde ese momento Mill se consideró socialista y liberal. Como habría de escribir en su biografía: “Considero que el problema social del futuro es el siguiente: de qué modo combinar la máxima libertad de acción individual con la propiedad común de las materias primas de la Tierra y con una participación igualitaria de todos los beneficios del trabajo colectivo” (ibíd., p. 232). Defendió la Comuna de París y murió en el momento en que estaba redactando un libro sobre el socialismo, que él esperaba fuese más importante que su estudio sobre el gobierno representativo.
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Bertrand Russell La evolución de Mill, por lo impresionante que fue, podría ser considerada como anómala o aislada. Pero no es así. Este mismo itinerario habría de repetirse, posteriormente, varias veces. El más famoso pensador inglés después de Mill recorrió el mismo camino: Bertrand Russell en 1895 escribe el primer estudio en inglés sobre la socialdemocracia alemana, el partido-guía de la Segunda Internacional, después de un viaje de estudios a Berlín. Si bien tenía decididas simpatías hacia los objetivos más moderados del partido socialdemócrata (SPD), Russell declara, cerca de setenta años después, que “el punto de vista con que escribí el libro era el de un liberal ortodoxo” (Russell 1965, p. V). En aquel período, Russell desaprobaba lo que denominaba la “democracia ilimitada” contenida en el Programa de Erfurt y temía aquellos “experimentos tontos y desastrosos” que se habrían producido de no haberse introducido cambios para respetar el principio de las “desigualdades naturales” (ibíd., pp. 141-3; p. 170). En el curso de dos decenios también él había cambiado profunda y definitivamente de idea. La Primera Guerra Mundial transformó su visión del mundo, de la misma manera como 1848 lo había hecho con Mill. El estudio que había proyectado redactar con D. H. Lawrence, Principles of social reconstructions, que apareció en 1916, aunque contenía ataques corrosivos contra el Estado, la propiedad privada y la guerra, era considerado insuficientemente intransigente
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por Lawrence, que luchaba entonces por una “revolución” que consiguiese, de un solo golpe, la nacionalización de todas las industrias, de los medios de comunicación y de la tierra (Clark p. 263). Pero el siguiente libro de Russell, Proposed Roads to Freedom (1919), escrito durante los meses que estuvo encarcelado por sus manifestaciones públicas contra la guerra, era un examen sin prejuicios sobre el marxismo, el anarquismo y el sindicalismo, del cual surgió su opción por el socialismo gremialista (Guild Socialism)* “el mejor sistema practicable”, por la forma de propiedad común que él consideraba como la más favorable tanto para el mantenimiento de la libertad individual como para salvaguardar las garantías contra la eventualidad de un Estado demasiado poderoso (Russell 1919, pp. XI-XII): “La propiedad común de la tierra y del capital, que constituye la doctrina propia del socialismo y del comunismo anárquico, es un paso necesario para remover los males que sufre el mundo en la actualidad y para fundar aquella sociedad que cualquier persona debería querer ver realizada. (ibíd., 1919, pp. 211-2).
*El socialismo gremialista o guildista ha sido una tendencia del socialismo inglés con relevancia durante las dos primeras décadas del siglo XX. Según este movimiento, la alternativa frente a la explotación y control a cargo de un Estado centralizado –perspectiva viable para la futura nueva sociedad– consistía en que las corporaciones organizadas alrededor de las trade unions asumieran el control de la industria garantizando la autogestión y el rol protagónico de las bases obreras (NE).
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De Hobson a Dewey Otro ilustre contemporáneo que recorre el mismo itinerario fue el economista J. A. Hobson. Conocido en el mundo sobre todo, y casi exclusivamente, por su estudio sobre el imperialismo, porque fue usado y criticado por Lenin en su ensayo de 1916 sobre el mismo tema: El imperialismo, etapa superior del capitalismo, Hobson, cuando publicó su monografía (1902), era un convencido liberal inglés. También en su caso fue la Primera Guerra Mundial la que determinó el cambio. Ya en 1917 polemizaba, desde la izquierda, con la socialdemocracia occidental cuando escribía que “la adhesión precipitada al patriotismo por parte del socialismo en cualquier contexto nacional, en el verano de 1914, es el testimonio más convincente de su inadecuación para afrontar la tarea de derrocar el capitalismo cuando se presente la oportunidad” (Hobson, 1917, p. 9). Con posterioridad a la guerra, Hobson dedicó lo mejor de sus energías a desarrollar una teoría de la economía socialista que combinase las exigencias estructurales de una producción estandarizada de artículos de primera necesidad con condiciones precisas para la libertad personal y la innovación técnica. Así, el economista del sobreahorro –cuya influencia Keynes reconoció en su Teoría general– estaba escribiendo un estudio titulado From capitalism to socialism (1932). El análisis de Hobson con referencia a ambas razones para la socialización de los medios de producción y a sus límites tiene una tonalidad marcadamente moderna (pp. 32-48). 16
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Un caso similar encontramos en Estados Unidos: John Dewey, la mente filosófica más eminente de ese país, liberal convencido y sincero a todo lo largo de su carrera, siguió la misma trayectoria. En su caso el evento desencadenante no fue la Primera Guerra Mundial sino la “gran depresión”. Después de haberse opuesto inicialmente a la intervención norteamericana en la guerra, Dewey se aproximó a Wilson en 1917 en contra de las protestas de discípulos muy cercanos como Randolph Bourne. Sus planteos en German Philosophy and Politics (1915) en muchos puntos recuerdan la obra antitética de Thomas Mann Consideraciones de un apolítico (1918). En ella Dewey, inspirado por los famosos presagios de Heine, trató de vincular el idealismo alemán con el militarismo, contra el experimentalismo norteamericano propio de la democracia estadounidense. Este Kulturpatriotismus estaba de algún modo matizado por el concluyente repudio de Dewey a toda “filosofía de la soberanía nacional aislada” y su llamado a la creación de una legislación internacional en condiciones de superarlo. Los frecuentes viajes de Dewey fuera de Estados Unidos durante los años veinte contribuyeron sustancialmente a ampliar sus simpatías políticas. En su libro Liberalism and social action, publicado en 1935, Dewey –considerando la ausencia histórica en Norteamérica del benthamismo, en oposición al lockismo, en cuanto expresión de la herencia histórica liberal– denunciaba sin medias tintas las ortodoxias del 17
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laissez-faire como “apologías del régimen económico existente” que ocultaban su “brutalidad e inequidad”. Y en la época del New Deal escribía: “El control de los medios de producción por parte de pocos, que tienen la posesión legal, funciona como herramienta de coerción sobre la mayoría”. Tal coerción, sostenida por la violencia física, es “recurrente en especial” en Estados Unidos, donde en tiempos de potenciales modificaciones sociales “nuestro culto verbal y sentimental de la Constitución, con sus garantías de libertad civil de expresión, información y reunión, está automáticamente abandonado”. Dewey veía sólo una posibilidad histórica para la tradición que él continuaba defendiendo: “La causa del liberalismo estará perdida si ella no está dispuesta a socializar las fuerzas de producción existentes”, recurriendo sin más –si es necesario– “a la fuerza inteligente” para “someter y desarmar a la minoría recalcitrante”. Los fines del liberalismo clásico requieren ahora la realización del socialismo, en la medida en que “la economía socializada es el instrumento para el libre desarrollo individual” (Dewey 1987, pp. 22, 46, 61-2, 63). Nuevos intentos de síntesis Es oportuno recordar hoy estos ilustres precedentes porque después de un largo período asistimos a una serle de iniciativas tendientes a sintetizar las tradiciones liberales con las socialistas. Retorna a la mente inmediatamente la obra madura de Macpherson. La estudiada ambigüedad 18
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de Teoría de la justicia de John Rawls puede ser leída –algunos lo han hecho precisamente así– como el ensayo que produce los fundamentos filosóficos para un proyecto similar. Más explícito en sus intenciones es Robert Dahl, defensor no sólo del pluralismo político sino también de una democracia económica. Una joven generación de ensayistas angloamericanos ha producido una serie de estudios, diferentes en el tono y en los objetivos pero similares en sus aspiraciones políticas: en Inglaterra David Held y John Dunn; en Estados Unidos Joshua Cohen y Joel Roger, Samuel Bowles y Herbert Gintis; en Francia Pierre Rosanvallon, entre otros, tratando de recuperar las tradiciones liberales para la llamada “segunda izquierda”, ha invitado a una reconsideración de la actualidad y pertinencia del pensamiento no sólo de Tocqueville sino también de Guizot. 2. ITINERARIO DE BOBBIO La formación y la Resistencia En este panorama contemporáneo surge una figura de gran relevancia moral y política, el filósofo italiano Norberto Bobbio. Si bien acaso es el teórico político más influyente en su país, con un vasto público también en España y América Latina, Bobbio ha sido hasta ahora escasamente conocido en el mundo anglosajón. Es de esperar que las recientes traducciones al inglés de dos de 19
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sus libros principales2 –¿Quale socialismo? (1976) e Il futuro de la democrazia (1984), modifiquen la situación. Cualquier reflexión sobre la relación entre liberalismo y socialismo debe tomar como eje central la obra de Bobbio. Para comprender esto, sin embargo, conviene antes decir algunas cosas sobre la experiencia vital que está tras de ella. Norberto Bobbio nació en Remonte en 1909 y creció en un ambiente que él define como “burgués-patriótico” entre “aquellos que habían resistido al fascismo y los que habían cedido a él”; recibió la influencia de Gentile, el filósofo del régimen, y no rechazó inicialmente el orden mussoliniano (Bobbio* 1955, p. 198). Su primera formación fue en filosofía política y jurisprudencia, disciplinas a las que se dedicó en la Universidad de Turín entre 1928 y 1931. En aquella época, recuerda Bobbio, el nombre de Marx o el término marxismo eran desconocidos en las aulas, donde se los consideraba intelectualmente muertos y sepultados más que desterrados: y la perspectiva filosófica personal de Bobbio estaba 2 La edición corresponde a Polity Press, Londres, 1987; ambos tienen una excelente introducción de Richard Bellamy. El editor y el encargado de esta edición deben ser felicitados por estas dos publicaciones. Bellamy volvió posteriormente a discutir las tesis de Bobbio. La edición inglesa tiene incorporada ensayos que no están incluidos en la edición original. La obra completa de Bobbio es enorme. En el volumen bibliográfico a cargo de Violt, son enumerados más de 650 títulos que representan apenas el 60% de toda la producción escrita de Bobbio. La mayor parte de sus trabajos están referidos a la teoría del derecho, que será tomada en consideración sólo de manera marginal en estas páginas. * En adelante, las referencias que no pertenezcan a textos de Norberto Bobbio estarán expresamente indicadas (NE).
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ampliamente modelada por el historicismo de Croce, algo que, por lo demás, sucedía con la mayor parte de los intelectuales de esa generación. En el mismo período, Gioele Solari, su profesor de filosofía del derecho, aspiraba a desarrollar un “idealismo social”, inspirado en Hegel pero más progresista que el de la doctrina crociana en cuanto a inspiración política. Más tarde, después de su trabajo de doctorado sobre fenomenología alemana, mediados los años treinta, Bobbio entró a formar parte del círculo de intelectuales turineses radicalmente liberales en sus convicciones, directamente vinculados a la memoria de Gobetti. Es este el ambiente que anima a los grupos piemonteses de Giustizia e Libertá, la organización antifascista fundada por los hermanos Rosselli en Francia. Cuando en 1935 el grupo cae en las redes de la policía, Bobbio, como simple simpatizante, es arrestado por un breve periodo. Después de salir en libertad comienza a enseñar, primero en la Universidad de Camerino y luego en la de Siena hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando se une al grupo liberal-socialista formado en 1937 por Guido Calogero y Aldo Capitini, dos filósofos de la Escuela Normal Superior de Pisa. En 1940 se traslada a la Universidad de Padua, convertida en el centro de la resistencia en el Veneto. En el otoño de 1942 participó en el acto de fundación del Partito d’Azione, ala política de la resistencia en la que habían confluido Giustizia e Libertá y el movimiento liberal-socialista. Como miembro del Comité Nacional de Liberación en Veneto, Bobbio es arrestado por segunda vez por el régimen de Mussolini en diciembre de 1943 y liberado 21
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tres meses después (1986c, pp. 70-1, 95-6, 170, 276-7; 1986d, pp. 157-8; 1984c, p. 191). Estos tres volúmenes de “retratos y testimonios” contienen muchos de los escritos más personales de Bobbio. Il Partito d’Azione En el año siguiente, mientras todavía se combatía en el norte de Italia, Bobbio publicó un pequeño y polémico volumen: La filosofía del decadentismo (1944). Este texto, denuncia vehemente del aristocratismo y el individualismo de Heidegger y de Jaspers en nombre de un humanismo democrático y social, muestra claramente el impacto que sobre Bobbio ejerce el movimiento obrero, en aquel momento la fuerza dirigente de la resistencia del norte de Italia. Años después dirá: “Hemos dejado atrás el decadentismo, que era la expresión ideológica de una clase en declinación. Lo abandonamos porque participamos en el trabajo y en las esperanzas de una nueva clase. Estoy convencido de que si no hubiésemos aprendido del marxismo a ver la historia desde el punto de vista de los oprimidos, logrando una nueva e inmensa perspectiva del mundo humano, no habría habido salvación para nosotros” (1955, p. 281). De este modo Bobbio estaba describiendo la difusa reacción común a la franja de intelectuales más jóvenes que se habían unido al Partito d’Azione. El mismo era “uno de los que creían en la fuerza ya irresistible del Partido Comunista” (ibíd., p. 199) y proponía una acción 22
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común entre trabajadores e intelectuales para una reforma radical de las estructuras del Estado italiano. El objetivo declarado de estos militantes del Partito d’Azione era realizar la síntesis entre liberalismo y socialismo. Precisamente a muchos de estos pensadores les parecía lógica la tarea de sostener y defender al mismo tiempo las dos ideas, porque ambas eran objeto del desprecio fascista. A sus ojos ésta habría de ser la vocación específica del Partito d’Azione, que lo convertiría en algo distinto de los partidos tradicionales de la clase obrera. Sin embargo, después de la Liberación, a pesar del papel militar relevante desempeñado en la Resistencia y de la gran presencia de fuerzas intelectuales, el Partido no llegó a consolidarse en el panorama político italiano: tres años después habría de desaparecer. Nadie mejor que Norberto Bobbio ha sabido describir las razones de esta disolución: “Claros y firmes en las posiciones morales, por cierto, en la política de entonces resultábamos sutiles y dialécticos, y por lo tanto extremadamente móviles e inestables, en una búsqueda sin pausa de una ‘inserción’ en la vida política italiana que finalmente no logramos encontrar. Y permanecimos sin poder enraizamos en la sociedad italiana de aquellos años. ¿A quién dirigirnos? Moralistas d’abord, soñábamos una restauratio ab imis de la vida política italiana, comenzando por sus costumbres. Pero considerábamos que para proceder a esta restauración no era necesario hacer la revolución. Así las cosas nos encontrábamos con que éramos rechazados por la mayoría de la burguesía que 23
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no quería la restauratio y por la mayoría del proletariado que no quería renunciar a la revolución. Nos encontramos en cambio cara a cara con la pequeña burguesía, que era la clase menos apta para seguirnos. Y no nos siguieron. En todo caso fue un espectáculo más bien penoso vernos –enfants terribles de la cultura italiana– en contacto con las capas más temerosas y débiles, en continuo movimiento, intentando hablar a las cabezas más perezosas y marchitas, (...) haciendo guiños de complicidad a los ciudadanos más timoratos y conformistas, moralistas incorruptibles predicando a los especialistas del compromiso. Durante todo el tiempo que el Partito d’Azione –jefes sin ejército– desarrolla su función como movimiento político, la pequeña burguesía –ejército sin jefes– fue qualunquista” (1951, p. 906). Paradójicamente, el juicio que sobre el Partito d’Azione hace Togliatti es menos severo. En efecto, escribió: “En sustancia, sólo fueron dos las grandes corrientes de resistencia y lucha efectiva y duradera contra la tiranía fascista: una correspondió a nosotros, los comunistas; la otra al ‘movimiento accionista’, y no es ni siquiera seguro que la primera, la nuestra, haya sido siempre y en todas partes la más fuerte” (1951, p. 770). Las discusiones con el PCI Aquel juicio –duro y cáustico– sobre la experiencia del Partito d’Azione refleja sin duda el estado de ánimo con el que Bobbio se retiró de la actividad política directa después de la disolución del Partido en 1947, cuando asumió 24
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la tarea docente en la cátedra de filosofía del derecho de la Universidad de Turín. Pero, aun cuando estuvo concentrado principalmente en su trabajo académico, no se dedicó sólo a él. En los años siguientes escribió una serie de artículos y ensayos manifiestamente críticos sobre la polarización de la vida política e intelectual en Italia durante el primer período de la guerra fría. En estos trabajos fijaba posición contra las ideologías, tanto del comunismo oficial como del anticomunismo, tanto del Congreso para la Libertad de la Cultura como del Movimiento de los Partidarios de la Paz. Sin embargo, su interlocutor principal era el Partido Comunista Italiano. El objetivo de Bobbio era disuadir al PCI de su vínculo incondicional con el Estado soviético, que él consideraba entre los regímenes totalitarios –“aunque sin escandalizarme porque considero que se trata de una dura necesidad histórica” (1955, p. 48)3–, y además persuadirlo de la importancia permanente de las instituciones políticas liberales tal como se habían expresado históricamente en Occidente. Es difícil mencionar a otros estudiosos en Europa que en los mismos años lograran un tono similar de civilidad y ecuanimidad (tanto Russell como Dewey, por ejemplo, no lograron mantener su equilibrio en el período de la guerra fría). El efecto de las intervenciones de Bobbio fue marginal hasta después de la muerte de Stalin, cuando 3 En Politica e cultura están incluidas las principales intervenciones de este periodo: “Invito al colloquio”, “Politica culturale e politica della cultura”, “Difesa della libertà”, “Pace e propaganda di pace”, “Democrazia e dittatura”, “Libertà dell’arte e politica culturale”, “Intellettuali e vita politica in Italia” y “Spirito critico e impotenza politica”.
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los cambios producidos en Rusia comenzaron a aflojar un poco las mallas del retículo ideológico del movimiento comunista italiano. Fue entonces en 1954 cuando Bobbio publicó un ensayo con el título Democrazia e dittatura (v. 1955), que tuvo un impacto mayor, donde, de manera serena pero severa, criticaba las concepciones marxistas tradicionales en torno de estos dos temas, insistiendo sobre la histórica subvaluación por parte del marxismo de la contribución liberal a la cuestión de la separación y de los límites del poder, preanunciando sin embargo que el PCI se habría de dirigir en los años sucesivos hacia una mayor comprensión y aceptación, hecho “esencial para su cohabitación con el mundo occidental” (ibíd., p. 149). Las tesis contenidas en este ensayo provocaron una larga réplica de parte del mayor filósofo comunista de entonces, Galvano Della Volpe, que reprochó a Bobbio haber retrocedido hacia las posiciones que a comienzos del siglo XX expresaba el liberalismo moderado de Benjamín Constant, a la vez que sostenía que el marxismo –por el contrario– era el heredero de la tradición democrática más radical de Jean-Jacques Rousseau, teórico de la libertas maior opuesta a la libertas minor de Constant. Bobbio, a su vez, replicó a Della Volpe con un ensayo todavía más voluminoso que el anterior, que tituló Della libertà dei moderni comparata a quella dei posteri, en la que desarrollaba su tesis e invitaba a los comunistas, cordialmente pero con tono decidido, a tomar conciencia de que un “progresismo demasiado osado” correría el riesgo de sacrificar las conquistas de la democracia liberal existente, instaurando una futura dictadura proletaria en nombre de 26
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una democracia ulteriormente perfeccionada. El título de la réplica de Bobbio era, obviamente, una paráfrasis deliberadamente irónica del ensayo de Constant escrito en 1818: De la Liberté des Anciens comparée à celle des Modernes. La relevancia de esta segunda intervención fue tal que Togliatti mismo se sintió en la obligación de responder a los argumentos de Bobbio, interviniendo, bajo seudónimo, en Rinascita (1955, p. 194). En su contrarréplica a Togliatti, Bobbio concluía con un recuerdo autobiográfico y con un “credo”. Sin un profundo compromiso con el marxismo después de la Liberación, escribía, “habríamos buscado reparo en el refugio de la vida interior o nos habríamos puesto al servicio de los viejos patrones. Pero entre aquellos que se han salvado, sólo algunos conservaron un pequeño equipaje en el cual, antes de lanzarse al mar, habían depositado, para custodiarlos, los frutos más sanos de la tradición intelectual europea, la inquietud por la investigación, el aguijón de la duda, la voluntad de diálogo, el espíritu crítico, la mesura del juicio, el escrúpulo filológico, el sentido de la complejidad de las cosas. Faltan muchos, demasiados, de los frutos depositados en este equipaje: o los han abandonado por considerarlos un peso inútil, o jamás los tuvieron y se lanzaron al mar antes de haber tenido tiempo de adquirirlos. No los reprocho, pero prefiero la compañía de los primeros. Más bien podría decir que esta compañía está destinada a crecer, que los años son buenos consejeros y los acontecimientos arrojan nueva luz sobre los hechos” (ibíd., pp. 281-2). 27
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Predicciones confirmadas El sereno optimismo de la frase final –como sin duda la entendía Bobbio– encontraría su justificación con el correr del tiempo. En lo inmediato, el episodio de su debate con Della Volpe y Togliatti no tuvo una repercusión relevante en la cultura política italiana, y permaneció relativamente olvidado durante los veinte años siguientes, por lo que no significó ninguna ampliación inmediata de la audience de Bobbio, quien continuó trabajando casi exclusivamente en la universidad. En 1964, el partido de gobierno, la Democracia Cristiana, incluye en la coalición gubernamental al Partido Socialista Italiano, experiencia inédita que se concretó después que éste rompió vínculos con el PCI. Durante seis años Italia fue gobernada por una coalición del llamado centro-izquierda. Mucho más tarde Bobbio habría de decir que esta experiencia, para bien o para mal, representaba “el momento más feliz del desarrollo político italiano de la posguerra” (1981a, p. 6). Podríamos preguntarnos si efectivamente mostraba mucho entusiasmo por los insípidos gobiernos de aquellos años. Pero una cosa es cierta: en 1968 Bobbio, por primera vez, ingresó en el Partido Socialista Unitario (PSU) recientemente constituido como consecuencia de la reunificación del Partido Socialista Italiano (PSI) de Nenni con el Partido Socialdemócrata Italiano (PSDI) de Saragat. ¿Qué vino después? Una masiva movilización con alto grado de explosividad en las universidades y fábricas de todo el país: el famoso 68-69 italiano. Los votos obtenidos por el reunificado PSU, en vez de aumentar descendieron 28
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verticalmente. La burguesía italiana, asustada por el movimiento estudiantil y obrero, se desplazó hacia el centro-derecha, y la experiencia de centro-izquierda murió rápidamente. Todas las referencias posteriores de Bobbio a estos dos singulares años tienen un trasfondo de reserva y de amargura. A nivel nacional su cálculo político había quedado bruscamente descartado. De pronto se encontró enfrentándose a la vez con la turbulencia y el desorden de la revuelta estudiantil en el mismo ámbito de su actividad profesional, experiencia que no le agrada, al igual que sucede con la mayor parte de sus colegas. Las asambleas estudiantiles de entonces, en particular, parecen haberlo afectado profundamente, al menos sobre la base de los recuerdos que pueden ser individualizados entre las líneas de la polémica que posteriormente habría de colocar por primera vez su figura en el centro de la discusión nacional. Uno de los hijos de Bobbio fue además líder de Lotta Continua, organización política sobre la cual escribió un ensayo de reconstrucción histórica digna y equilibrada (L. Bobbio 1979). Todo esto sucedió –y sólo así podía ocurrir– después del reflujo de los grandes movimientos sociales de los últimos años de la década de los sesenta y de los primeros de la década siguiente. En los últimos meses de 1973 el PCI explicaba el objetivo de su matrimonio estratégico con la DC –el llamado “compromiso histórico”– y al año siguiente anunciaba su compleja conversión a los principios del eurocomunismo. Veinte años después del debate con Togliatti, las predicciones de Bobbio se habían confirmado completamente. Estaba finalmente abierto el 29
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terreno favorable para acoger sus tesis sobre democracia y dictadura, liberalismo y marxismo. Aprovechando esta oportunidad, Bobbio escribe en 1975 dos ensayos clave en Mondoperario, la revista teórica del PSI: el primero sobre la falta de una consistente doctrina marxista del Estado y la segunda sobre la ausencia de cualquier alternativa a la democracia representativa como forma política de una sociedad libre, con una clara advertencia sobre los peligros que veía surgir a partir de las frustraciones que podían llevar el proceso revolucionario en Portugal hacia salidas opuestas (1976b, pp. 21-65). Esta vez las intervenciones de Bobbio determinaron un considerable interés en la opinión pública italiana y muchos intelectuales y políticos, tanto del PCI como del PSI, respondieron a los interrogantes que él había planteado en los dos ensayos. Al año siguiente, al final de un largo y vasto debate, Bobbio podía considerarse satisfecho por el consenso que había logrado en torno de sus afirmaciones fundamentales. En 1976 el PCI había renunciado formalmente al leninismo, que él había criticado, y estaba conquistando consensos electorales extraordinarios que Bobbio habría de acoger positivamente. También el PSI estaba revisando su tradición. Con gran satisfacción, observaba el hecho de que el mismo Nenni, en la tribuna del XL Congreso socialista, usara oficialmente sus argumentaciones (ibíd., p. 60). En 1978, reforzado por un prestigio hasta entonces inusitado, Bobbio apoyó el nuevo programa del PSI, defendiéndolo de aquellos que lo acusaban de ser muy poco marxista. Como consecuencia, Bobbio se convierte también en uno de los mayores 30
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editorialistas sobre política nacional al colaborar en La Stampa, su primera actividad periodística regular desde los tiempos de la Liberación. Son estos años los que testimonian el ascenso de Bettino Craxi a la cúpula del PSI, inicialmente en nombre de una renovación moral y política que lo colocara como guía de las luchas por una mayor democracia civil y laica en Italia. Bobbio, que, como muchos otros miembros de su partido, desconfiaba de la lógica corporativa del compromiso histórico, parecía haber compartido las esperanzas de una recomposición libertaria del PSI y de su rol potencial en una renovación del país. La decepción no tardó en llegar. Los gobiernos de “solidaridad nacional” no recogieron los frutos de las reformas auspiciadas sino los trastornos causados por el terrorismo. La inestabilidad parlamentaria y la corrupción no habían disminuido: en 1981 Bobbio habría de declarar que para comprender la realidad de la política nacional bien podía omitirse “la letra gastada de la Constitución italiana” (ibíd., p. 12). Dada la relevancia que Bobbio atribuyó siempre a las normas constitucionales, el juicio no podía ser más drástico. Veinte años antes había sido coautor de un texto de educación cívica para enseñanza de la Constitución en las escuelas medias superiores (Bobbio/Pierandrei). El PSI de Craxi se estaba convirtiendo en una máquina cada vez más cínica y autoritaria, subordinada al culto del jefe, revestida por una retórica decisionista que casi parecía haber sido tomada en préstamo a Carl Schmitt. El régimen de “pentapartido” de los años ochenta –una coalición entre DC, PSI, PSDI, republicanos y liberales en 31
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“una combinación inédita, y hasta hace pocos años atrás inconcebible, del centro-derecha con el centro-izquierda”– le parecía concebido para excluir, según el veto de Estados Unidos, cualquier alternativa más progresista: “de hecho, una realidad que es inútil cubrir con velos piadosos” (1984a, p. 21). En la actualidad la posición de Bobbio es nuevamente la de un “francotirador”, más o menos independiente, ahora senador vitalicio por designación presidencial, una especie de lord italiano ad honórem; la conciencia moral del orden político italiano. 3. La filosofía política El “lento aprendizaje” Este ha sido, en líneas generales, el cursus vitae de Norberto Bobbio: una vida que en algunas oportunidades describió como “un continuo, difícil y lento aprendizaje, tan difícil como para dejarme casi siempre abatido y descontento, tan lento que todavía no fue logrado” (1964, p. 10). ¿Cuál fue su significado histórico específico? En el interior del grupo de pensadores que intentaron conciliar el liberalismo con el socialismo, Bobbio difiere de sus predecesores en varios puntos importantes. Uno de ellos es simplemente su ámbito de investigación específica. Bobbio es un filósofo de vasta formación, que se ha medido con la fenomenología de Husserl y de Scheler antes de la guerra, con el existencialismo de Heidegger y Jaspers durante la 32
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guerra, y con el positivismo de Carnap y Ayer al terminar la misma. Sus preferencias epistemológicas personales han sido experimentales y científicas, como lo demuestra el hecho de que siempre se dirigiera claramente contra aquellas inclinaciones que calificaba como “ideología italiana”, congénitamente especulativa y de orientación idealista (1986b, pp. 3-4). A este respecto cabe destacar, entre las obras de Bobbio, precisamente Il profilo ideologico del Novecento italiano, la investigación más relevante sobre historia intelectual que Bobbio haya realizado: un examen brillante, aunque con frecuencia sensiblemente selectivo. En cierta forma nos hace recordar a Mill, Russell o Dewey. Sin embargo, al contrario de ellos, Bobbio no es un filósofo de gran estatura desde el punto de vista de su originalidad; menos aún un economista, como sí lo fueron Mill o Hobson. Pero si él no ha producido ningún estudio significativo en lógica o epistemología, ética o economía, su familiaridad con las principales tradiciones del pensamiento político occidental –desde Platón y Aristóteles hasta Tomás de Aquino o Altusio, desde Pufendorf y Groccio hasta Spinoza y Locke, desde Rousseau o Madison hasta Burke y Hegel, desde Constant y Tocqueville hasta Weber y Kelsen– es sin embargo más grande, no sólo desde el punto de vista del conocimiento histórico sino también en lo que a penetración y profundidad se refiere. Su dominio de la filosofía política está respaldado por su formación en jurisprudencia y por su familiaridad con la ciencia política. Y dado su sentido del compromiso profesional, Bobbio se siente mucho más cómodo de lo que se sintieron sus predecesores cuando se trata de afrontar 33
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la historia del marxismo. Su familiaridad filológica con las distintas tradiciones del materialismo histórico no es homogénea: a Marx lo conoce bien como a un clásico, los textos de Kautsky y de Lenin le son conocidos pero de manera más superficial, y cuando analiza Gramsci, por ejemplo, puede llegar a cometer errores sorprendentes. Paradójicamente, sin embargo, esta limitación puede ser juzgada en los hechos como ventaja en el contexto de la cultura de izquierda que dominaba en Italia hasta los años setenta: una cultura casi sofocada por sus referencias al marxismo de manera demasiado exclusiva, lo que condujo a aquellos abusos del “principio de autoridad” que Bobbio había detectado para criticarlos (1976b, p. 25). Su bagaje no marxista, o premarxista, del que hacía uso cuando hablaba con Togliatti, lo colocaba lejos de aquella actitud, ayudado también por su temperamento manifiestamente escéptico, democrático y tolerante. El liberalismo italiano Otra diferencia respecto de sus principales predecesores la constituyen las coordenadas políticas de Bobbio, en cierta medida más complejas que las de los otros. En efecto, Bobbio se coloca en el cruce de tres grandes corrientes de pensamiento en conflicto. Por su formación de fondo y por convicción es un liberal. Pero, con relación al marco europeo, el liberalismo italiano siempre ha sido un fenómeno aparte. En Inglaterra, madre patria del liberalismo decimonónico, éste tuvo su máximo logro en el Estado 34
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mínimo y en el libre comercio de la época de Gladstone, pero posteriormente su vocación histórica fue, por así decir, consumada; le quedaba pues poco por hacer como no fuera superar esta fase para entrar luego en su breve epílogo social bajo la dirección de Asquith y Lloyd George, y para desaparecer finalmente como fuerza política. En Francia, por otra parte, el liberalismo como doctrina fue una expresión de la Restauración, que teorizaba las virtudes de una monarquía censitaria. Hegemónico en el régimen orleanista, mimetizado durante el Segundo Imperio, estaba por lo tanto demasiado comprometido como para sobrevivir al advenimiento de la Tercera República, basada en el sufragio masculino irrestricto. En Alemania, el nacional-liberalismo fue tristemente famoso después de su capitulación ante el conservadurismo prusiano de Bísmarck y, como se sabe, abandonó los principios parlamentarios para adherir al éxito militar contra Austria en 1866; finalmente, después de su abdicación política, fue al encuentro del desastre económico cuando el libre comercio fue desechado por el Segundo Reich. Sin embargo, en Italia, a diferencia de lo que sucedía en Alemania, la unificación nacional fue lograda no a expensas del liberalismo sino más bien bajo sus banderas. Además, el liberalismo que emerge victorioso del Risorgimento tenía una doble legitimación: la ideología constitucional de los moderados piemonteses, que fijaron la estructura de su hegemonía bajo la monarquía, y la definición secular de un Estado italiano creado en contraste con la voluntad de la iglesia romana. 35
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Este éxito singular fue de tal magnitud que tornó superflua en Italia, durante largo tiempo, la realización de una “agenda liberal normal”. El nombre del liberalismo fue casi completamente identificado con la construcción de la nación y con la causa del Estado laico, tanto que sus estadistas y sus intelectuales padecieron sólo una ligera presión en lo relativo al mejoramiento de la honestidad electoral o al mejoramiento de una ulterior libertad política. Este fue el país donde el régimen oligárquico e intrigante de Giovanni Giolitti, con su gran componente de violencia represiva y de corrupción cooptativa, se definió liberal hasta la gran guerra; el país donde el mayor teórico del liberalismo económico, Vilfredo Pareto, invocaba el terror blanco para destruir el movimiento obrero y desembarazarse de la democracia parlamentaria; donde el gran filósofo Benedetto Croce, paladín del liberalismo ético, exaltaba las masacres de la Primera Guerra Mundial y aprobaba el ascenso al poder de Mussolini. Sin embargo fueron, entre otras cosas, deformaciones como éstas las que permitieron, paradójicamente, la sobrevivencia y la conservación de la credibilidad del liberalismo italiano para gran parte de este siglo. En ningún país el destino del liberalismo fue tan polimorfo y contradictorio. En efecto, precisamente porque sus ideales clásicos fueron al mismo tiempo objeto de ensalzamiento y escarnio, el liberalismo en Italia logró mantener su poder normativo radical que en cambio había perdido en otros lados, y habría de ser capaz de mezclarse con los modelos más inesperados y más apasionados en oposición al orden establecido. El mismo Bobbio es un testimonio de la ambigüedad de esta herencia. Él habla de 36
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figuras como Giolitti y Pareto con respeto y admiración; respecto de Croce, a veces, ha tenido una actitud cercana a la veneración: “una de las más complejas, inspiradas y meditadas visiones de la historia de este siglo” (1986c, p. 92). La impronta del historicismo crociano es particularmente muy fuerte para ciertos aspectos de su reflexión. Sin embargo destaca también la indiferencia teleológicafilosófica de Croce respecto de todos los valores institucionales del liberalismo político que a él en cambio le son caros, la distancia en la que Croce se sitúa respecto de la agenda práctica de una democracia moderna que, a su juicio, en cambio, exige la fundación atemporal de derechos naturales, un concepto que para Croce es un anatema (1955, pp. 253-68). La forma típica de liberalismo propia de Bobbio es por lo tanto esencialmente una doctrina de las garantías constitucionales para la libertad individual y para los derechos civiles según la tradición empírica de Mill y que asocia en particular con Inglaterra. Para él las figuras más grandes en Italia son aquellos pensadores que podrían ser considerados cercanos a esta tradición, vale decir, figuras menos célebres como Carlo Cattaneo, defensor de Milán contra los austríacos en 1948, como Luigi Einaudi, y como Gaetano Salvemini, quien en 1924 no se plegó al fascismo. De Ruggiero y Gabetti Ahora bien, es evidente que tal visión, expresada con elocuencia, como hace Bobbio, tiene una escasa origina37
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lidad en el panorama global del siglo XX. Sin embargo, todo el interés de su pensamiento deriva del encuentro del liberalismo político clásico –a través de la particular experiencia italiana– con otras dos tradiciones teóricas. La primera está representada por el socialismo, y también aquí el contexto italiano es determinante. Cuando hacia finales de los años treinta Bobbio asumió un compromiso de izquierda, entró en un campo intelectual y político fecundo y que poseía características únicas. Y en las condiciones caleidoscópicas de la sociedad italiana después de la Primera Guerra Mundial, en la que tantos elementos sociales e ideológicos fueron mezclados en formas insólitas, el liberalismo en lugar de marchitarse adquirió colores nuevos e impresionantes. Fue en aquellos años, por ejemplo, cuando apareció en Italia el único estudio completo y erudito de todo el liberalismo europeo del siglo pasado, la Historia del liberalismo europeo de Guido De Ruggiero, una obra no sólo de síntesis histórico-comparativa sino también de compromiso político declarado, llevada adelante en un momento en que el fascismo se consolidaba en el poder. De Ruggiero, un historicista que tenía gran respeto por la contribución alemana de Kant y de Hegel a la formación de la idea europea de Reichstaat (Estado de derecho), era en lo personal un hombre colocado políticamente en el centro. Sin embargo, en su ensayo sobre el liberalismo, afirmaba que “si recordamos con cuánta avaricia y despiadada dureza los liberales de la primera mitad del siglo XX enfrentaron el agobiante problema social de aquellos tiempos, aparece como evidente que el socialismo, con todas las imperfecciones de su ideología, se convirtiera 38
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en un inmenso progreso respecto del individualismo preexistente y resultara justificable que, desde un punto de vista histórico, tratara de sumergirlo bajo las aguas de las mareas sociales” (De Ruggiero, p. 378)4. Entre las generaciones más jóvenes, y colocado más a la izquierda, pugnaba la fuerza gravitacional de un movimiento obrero insurgente –y a veces la fuerza misma de la revolución rusa–; una fuerza que produce una sorprendente variedad de intentos por conciliar valores proletarios y valores liberales, fusionándolos en una nueva fuerza política. El primero y más famoso de ellos fue el programa para una “Revolución Liberal” de Piero Gobetti, que publicó a Mill en italiano. Propugnaba el libre mercado, pero admiró sin embargo a Lenin y colaboró en L’Ordine Nuovo de Gramsci antes de dar vida a su revista Rivoluzione Liberale (1922). El de Gobetti era un liberalismo que invitaba a los obreros a conquistar el poder desde abajo para convertirse en los nuevos gobernantes de la sociedad, como única clase social en condiciones de transformarla. Pensándose a sí mismo como un revolucionario. Gobetti, con su liberalismo, apresaba una simpatía total por el comunismo ruso 4 Los juicios de Bobbio sobre De Ruggiero han sido cambiantes. Reconociendo que durante un tiempo él había sido de su predilección. Bobbio después de la guerra le respondió haber sobrestimado el valor del liberalismo alemán en general, exaltando acríticamente la contribución de Hegel en particular, y por el contrario, al igual que Croce, haber subvaluado las conquistas del liberalismo inglés. “Lo que no habían encontrado los idealistas italianos en la patria de los Milton y de los Mill creyeron haberlo encontrado en la patria de los Fichte y de los Bismarck” (1955, pp. 253-6). A pesar de estas objeciones, diversos temas propios de Bobbio habían sido ya anticipados por De Ruggiero, quien a su vez durante la Resistencia había sido militante y dirigente del Partito d’Azione.
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y despreciaba el socialismo italiano porque lo consideraba demasiado reformista. El “liberal-socialismo” Gobetti murió en Francia en 1926. Dos años antes su semanario había publicado un ensayo de un joven socialista crítico, Carlo Rosselli, de la tradición del PSI. Durante el período de su confinamiento político, Rosselli escribió un libro (1928) antes de evadirse y refugiarse en Francia, donde al año siguiente fundó el movimiento que se denominó “Giustizia e Libertà”. El proyecto de Rosselli delineaba una síntesis que iba en dirección opuesta a la trazada por Gobetti. Admirador de lo que conocía de la experiencia laborista inglesa, Rosselli intentaba purificar al socialismo de su herencia marxista y de su versión soviética, y recuperar en su seno las tradiciones de la democracia liberal, que él consideraba como la síntesis de las conquistas fundamentales de la civilización moderna. Rosselli y su hermano Nello fueron asesinados por sicarios fascistas en junio de 1937. En el mismo año, Guido Calogero y Aldo Capitini daban vida en Pisa a un nuevo grupo que se autodenominaba “liberal-socialismo”, nombre que indicaba una posición intermedia entre la de Rosselli y la de Gobetti. Capitini, en particular, animado a la vez por una concepción más religiosa y por una mayor simpatía por la experiencia soviética, proponía un futuro orden social que habría de ser tanto “poscristiano” como “poscomu40
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nista”, donde se combinaba el máximo de libertad legal y cultural con el máximo de socialización económica. Calogero estaba más cercano a Rosselli, con un lenguaje más filosófico, rechazaba el Estado soviético por considerarlo “totalitario”, y se oponía a cualquier hipótesis de socialización general de los medios de producción. Cuando las dos corrientes confluyeron en el Partito d’Azione en 1942, su programa –que postulaba una economía mixta como medio adecuado para la reconciliación entre libertad y justicia– prevaleció y fue asumido como programa oficial. Pero esta hipótesis era cuestionada por otra corriente interna que describía su objetivo –tan vastas fueron las posibilidades que se manifestaron en esa época y en ese país– como liberal-comunismo. Sus teóricos principales, Augusto Monti y Silvio Trentin, eran discípulos directos de Gobetti. En los años treinta, cuando era miembro de Giustizia e Libertà. Trentin había descartado la idea de una economía con dos sectores e insistía en la necesidad de una socialización revolucionaria de las relaciones de propiedad, mientras proponía, al mismo tiempo, un Estado federativo descentralizado –retomando el modelo de Proudhon– para salvaguardar la libertad contra el peligro del despotismo político una vez que el capitalismo fuera depuesto. Para estos pensadores, una revolución comunista era considerada de alguna manera probable en la Italia de la posguerra, y la tarea consistía en elaborar las formas de la revolución democrática que se habría de concretar en un segundo momento y que permitiría justificarlas históricamente. 41
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Para una reconstrucción detallada de esta historia puede verse 1986d, pp. 9-31: 1986c, pp. 45-8 y 249-66; 1984c, pp. 239-299; 1986b, pp. 151-63. La revolución liberal, el liberalismo socialista, el socialismo liberal, el comunismo liberal, ¿acaso otro contexto nacional ha producido alguna vez una serie tan vasta de híbridos de este género? Todas estas hipótesis fueron posibles en Italia porque no había existido tiempo para instaurar ni una democracia burguesa ni una democracia social después de la Primera Guerra Mundial, como tampoco hubo la posibilidad de establecer una estructura sólida que trazase las coordenadas para el desenvolvimiento de la política bajo el capitalismo. Un decenio de fascismo había dejado al liberalismo en Italia en la condición excepcional de ser aún una fuerza viva, no agotada, mientras el socialismo se presentaba todavía relativamente unido; todo esto significaba que conjuntamente afrontaban un enemigo contra el cual, como último recurso, la resistencia no podía ser sino insurreccional. En estas condiciones la Resistencia italiana podía dar lugar a toda clase de generoso sincretismo. Bobbio es un heredero de aquel momento excepcional que –como él mismo lo ha explicado en numerosas oportunidades– fue la experiencia política central para su formación. Personal y moralmente cercano a Capitini, sus preferencias prácticas eran las de Calogero, si bien en su caso todas fueron combinadas con un sentido lúcido de la fuerza que habría de adquirir el PCI después de la Liberación y que habría de guiarlo –más o menos inevitablemente– a un 42
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más profundo compromiso con la cultura marxista. Siendo antes un liberal, en esos años Bobbio se convierte en socialista. Pero al igual que sus predecesores anglosajones, no sólo fue liberal antes de resultar socialista sino que permaneció prioritariamente siéndolo aun después de su elección socialista. Aquel liberalismo derivaba de una profunda fe en el Estado constitucional más que en cualquier acatamiento particular al libre mercado. Su liberalismo era de naturaleza política y no económica –una diferencia que en italiano es expresable, de una forma más precisa que en otras lenguas–, según la distinción (hecha en el más célebre de los modos por Croce) entre liberismo y liberalismo. En efecto, Croce, en su ensayo Liberalismo e liberismo (1928), polemizando con Einaudi, sostenía que la libertad era un ideal compatible con distintos tipos de regímenes económicos. Por lo tanto no puede ser identificada con la mera competencia y con el mercado libre. Un decenio después Croce retomó esta distinción en polémica con Calogero y, rechazando la noción de una posible síntesis entre liberalismo y socialismo, afirmaba que “la libertad no soporta adjetivos”. En 1941 Croce se negó a unirse al Partito d’Azione porque en su programa estaba incluida la consigna de la distribución de la tierra a los campesinos meridionales (cf. De Luna, p. 25). Para explicar su idea de la relación entre estos dos conceptos, Bobbio habría de escribir muchos años después: “Personalmente considero el ideal socialista superior al liberal”, porque el primero comprende al segundo y no viceversa. “Mientras que no se puede definir la igualdad 43
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en términos de libertad, existe al menos un caso en el que se puede definir la libertad en términos de igualdad”, precisamente en “aquellas condiciones en las que todos los miembros de una sociedad se consideran libres porque son iguales en su poder”. El socialismo es por lo tanto el término más inclusivo5. La experiencia histórica y política La lógica de estas convicciones se remite a Mill y Russell, Hobson y Dewey. Lo que distingue la versión de Bobbio de la de ellos es la experiencia histórica donde ha tenido origen. A diferencia de estos precedentes, el camino del liberalismo al socialismo emprendido por Bobbio no representa un episodio intelectual relativamente aislado sino que pertenece a un movimiento colectivo que desempeñó un papel relevante en el período de la guerra civil y nacional. Las luchas, pasiones y memorias que lo apuntalaban eran mucho más consistentes. Pero precisamente porque ellas establecían con la práctica una relación mucho más densa y articulada, estaban también mayoritariamente sujetas al veredicto de los resultados. Para Bobbio existía una sola verdad, una nueva ideología de la Resistencia 5 En 1981b se presenta básicamente una recopilaclón de sus artículos aparecidos en La Stampa entre 1976 y 1980, en los que, según él, “me he esforzado casi siempre en vincular los problemas del día con un tema general de filosofía política o de ciencia política”. Estos artículos constituyen un ejemplo notable de un tipo de periodismo que ha desaparecido casi totalmente en el mundo de los diarios europeos.
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italiana: la del Partito d’Azione, que él denominaba “el partido de los socialistas liberales” (1986d, p. 248). Bobbio efectúa una elipsis histórica en su descripción, indicativa de la importancia que reviste para sí, elipsis por otro lado tan fuerte como para inducirlo a incurrir en una cierta ilusión óptica. En efecto, en el interior del Partito d’Azione estaba presente una fuerza que no tenía nada que hacer con el socialismo, proveniente de círculos financieros e industriales y guiada por Ugo La Malfa, el artífice del resucitado Partido Republicano en la segunda posguerra, partido cercano a los ámbitos más instruidos del capital industrial. Los recuerdos de Bobbio sobre el Partito d’Azione generalmente olvidan este aspecto. En efecto, el grupo de La Malfa, cercano a los ambientes de la Banca Commerciale, tomó entonces la iniciativa de fundar el Partito d’Azione aceptando tácticamente y con mucha dificultad en un primer momento los ideales programáticos liberalsocialistas, y fue también este grupo el que sobrevivió con menos pérdidas a la disolución final del partido (cf. De Luna pp. 35-42 y 347-65). El socialismo liberal fue una “fórmula elitista”, cuyas “posiciones doctrinarias y filosóficas” estaban “destinadas a la derrota ante las grandes fuerzas políticas reales dominantes, guiadas por las fuertes pasiones y por intereses bien concretos más que por silogismos perfectos” (1986d, p. 248). Las dos fuerzas políticas principales a las que Bobbio hacía referencia eran, naturalmente, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano. Bobbio no ha tenido nunca mucho que decir sobre la DC, ha sido el PCI 45
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el que ha dominado su horizonte político posbélico tanto en el diálogo como en la polémica. Ya hemos hablado del tono político inusual de su diálogo con este último partido en los años de la guerra fría. Estos debates marcan una diferencia histórica, que distingue en un sentido fundamental la conjugación de liberalismo y socialismo con el de sus predecesores. Ellos se habían formado en el seno de un liberalismo confortablemente instalado, sereno y seguro de sí, reaccionando luego contra sus violencias o sus fracasos –represiones vengativas, guerra imperialista, desocupación– y buscando, en sus pliegues, el socialismo en él contenido. Bobbio, por el contrario, se convierte en liberal y socialista a través de un impulso único en la lucha contra el fascismo y luego reacciona contra los crímenes del “socialismo real”, esto es, el sistema tiránico de Stalin. Tomar conciencia de esta diferencia no equivale a minimizar la seriedad del compromiso profesado en su época por sus más inmediatos predecesores en relación con las experiencias revolucionarias del siglo XX. Después de su visita a la URSS en 1920, Russell escribió sobre el régimen bolchevique en el período de la guerra civil el estudio más agudo –y con frecuencia singularmente profético– de todos los que los observadores extranjeros habían escrito al respecto6. Por su parte, por motivos de trabajo, Dewey 6 Teoría y Práctica del bolchevismo es un texto sorprendente por la cantidad y la agudeza de las previsiones que en él se encuentran. Russell entrevé la posibilidad de una involución burocrática y nacionalista, el desarrollo futuro de la industrialización, los posibles límites de la estrategia de la Tercera Internacional en Europa occidental en la medida en que se base en la experiencia rusa; incluso entrevé lo que podría ser parangonado con una especie de equilibrio del terror nuclear. Su juicio sobre la experiencia soviética no es siem-
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se trasladó a China pocos días antes del “Movimiento del 4 de mayo” y apoyó la causa del gobierno de Cantón, atacando públicamente el papel desempeñado por el imperialismo japonés y el británico en la crisis china. Posteriormente viajó a Turquía por invitación de Kemal; a México en tiempos de Calles, donde se dio cuenta de la realidad del imperialismo estadounidense, que también existía en la Nicaragua de Sandino, y a la Unión Soviética anterior a la colectivización. Por lo demás, sobre todas estas situaciones escribió con entusiasmo y en los últimos años de la década de los treinta, como ya se sabe, intentó valerosamente desenmascarar los “procesos de Moscú”7. A pesar de esto, tales compromisos representaban todavía de algún modo simples episodios loables más que preocupaciones centrales de hombres para los cuales, dado su territorio y contexto originarios, los movimientos revolucionarlos permanecían más o menos remotos. Sin olvidarse aún de la Resistencia, cuya fuerza principal había sido el PCI, y viviendo en un país separado de la revolución yugoslava apenas por una frontera, y por muy poco más de las recién nacidas democracias populares, en un país donde la política interna reflejaba los intereses directos en juego en el conflicto entre el Este y el Oeste, pre coherente y carece de alternativas creíbles para proponer al movimiento obrero occidental. Pero estas carencias tienen escasa relevancia respecto del conjunto del panorama que hemos enunciado. 7 Dewey describe su periodo chino, como el más provechoso intelectualmente de toda su vida, considerado como una suerte de línea divisoria en su evolución. En lo que respecta a su reacción frente a las sublevaciones de los años veinte, cf Dewey 1928. pp. 181 y ss.: con respecto al encuentro entre Russell y Dewey en Hunan y Pekín en 1921, v, Russell, 1922, p. 224.
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Bobbio se encuentra en una situación histórica totalmente distinta. Su compromiso con el socialismo debía ser necesariamente de otro tipo: más tenso y a la vez más íntimo. La herencia del realismo conservador Pero en la particular visión de Bobbio existe otro elemento que lo diferencia de sus predecesores. Uno de los mayores y más profundos rasgos comunes de las concepciones de Mill, Russell y Dewey era su fe en el-poder social de la educación. Las perspectivas del socialismo, para Mill, dependían de un incremento cultural, gradual de las clases trabajadoras, que habría de conseguirse sólo a través de un proceso educativo a largo plazo: hasta entonces cualquier cambio sería prematuro. La mayor influencia de Dewey en Norteamérica derivaba, naturalmente, de la Laboratory School, fundada por él en Chicago y donde desarrolló una variante racional-instrumental de la educación progresista (a diferencia de la romántico-expresiva); su best seller en Estados Unidos sigue siendo Democracia y educación (1939). Russell a su vez combinaba su experiencia pedagógica en Beacon Hill con la promoción y la difusión de los principios expuestos en Educación y orden social y en otros escritos. El volumen de Russell apareció en 1932. Dewey publicó un libro con el mismo título en 1936. En todos y cada uno de los casos la importancia central atribuida a la educación estaba vinculada a una particular concepción del intelectual, entendido como educador 48
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potencialmente ejemplar. Bobbio, por el contrario, se ha negado explícitamente a aceptar semejante papel para los intelectuales, considerándolo más bien como la mirada particular de los pensadores italianos del período prebélico, y viendo el error que significaba unir figuras tan distintas entre sí, como Croce, Salvemini, Gentile, Gobetti, Prezzolini y Gramsci mismo, quienes poseían como ilusión común la tarea principal de “educar la nación” (1974, pp. 664-7; 1986b, pp. 3-4, donde rastrea específicamente la versión italiana de esta idea remontándose hasta la herencia de Gioberti en el Risorgimento). Su escéptica reserva respecto de las propuestas de “reforma intelectual y moral” o hacia esperanzas demasiado ingenuas asociadas a la Bildung (formación) está, por el contrarío, acompañada de un profundo respeto por aquellas tradiciones del “realismo político” particularmente vinculadas en la historia con el rol del poder y la violencia. Esta tradición, que ha asumido casi siempre un carácter conservador, ha tenido profunda influencia sobre Bobbio, quien desarrolla este tema en muchos de sus escritos (cf. entre otros. 1969, pp. 9, 197 y 217; también, 1986, p. 17). En Europa, sus supremos exponentes filosóficos fueron Hobbes –teórico par excellence del absolutismo, para quien la ley sin la espada no era sino un pedazo de papel– y Hegel, para quien la soberanía se ponía a prueba no tanto en el ámbito del reforzamiento de la paz interna como en el de la prosecución de la guerra externa, elemento regulador perpetuo de la vida de las naciones. En Italia este realismo 49
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asume la forma no de una racionalización especulativa sino de una indagación concreta: la exploración de los mecanismos de dominio, desde Maquiavelo hasta Mosca y Pareto. Bobbio ha sido un comentador cuidadoso y sensible de los teóricos políticos del elitismo de su país, a quienes debe algunos de los elementos sociológicos significativos de su concepción (cf. en particular 1969). Pero hay un sentido en el cual su apropiación de la herencia realista lo aparta de la tradición específicamente italiana, porque esta tradición se ha traducido en una cultura obsesiva de la política pura, es decir, una política concebida como lucha subjetiva absoluta del poder por sí mismo, a la manera de Maquiavelo. Lo que ha faltado en esta tradición es un real sentido del Estado, como un conjunto complejo e impersonal de instituciones. Los motivos de esta carencia son en alguna medida evidentes: la larga ausencia, y posterior debilidad, por mucho tiempo persistente, de un Estado nacional italiano. La originalidad de Bobbio, en su particular recepción de la tradición realista italiana está en situarse en una perspectiva alejada de la política en cuanto tal –la que concibe como mecanismo intrincado a través del cual se toma o se pierde el poder, que tanto fascinó a Maquiavelo, Mosca y también a Gramsci, y que persiste aún hoy en Italia en la prensa, en la degradante crónica cotidiana de la vida política y en la labor parlamentaria–, para orientarse hacia los problemas de filosofía política del Estado, mucho más en el centro de las preocupaciones de Madison, Hegel o de Tocqueville. Existen dos firmes elementos en las reflexiones sobre 50
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el Estado. El primero está constituido por su incesante insistencia en que todo Estado reposa, como último recurso, sobre la fuerza (1981b, p. 165). Esto fue compartido, anota, por Marx y por Lenin, pero ellos combinaron esta pesimista visión del Estado con una concepción optimista de la naturaleza humana, lo que permitía entrever la eliminación final del primero a través de la emancipación de la segunda; mientras tanto, en lo que respecta a las principales corrientes de la tradición realista, la incorregibilidad de las pasiones requeriría la coerción permanente del poder organizado para reprimirlas (1985c, pp. 119-25; 1976b, pp. 39-40). Sin pronunciarse directamente sobre la cuestión, Bobbio considera que en general “todos los estudios políticos se alimentan más de las observaciones –a veces despiadadas– de los conservadores que de las construcciones, tan rigurosas como frágiles, de los reformadores” (1969. p. 217). El segundo punto, en los hechos lo lleva a acentuar más una tradición conservadora que marxista: toma en consideración el potencial irreductiblemente violento de las relaciones interestatales, que prescinden del carácter interno del régimen, como elemento constitutivo de la naturaleza de la soberanía política en cuanto tal. Precisamente, cuando la lógica de la guerra resulta así independiente de las relaciones de clase internas, su peligrosidad es descuidada por el marxismo. La historia y la teoría del conflicto militar son para Bobbio –por lo menos tanto como para Hegel o Treitschke– necesariamente parte integrante de cualquier reflexión
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realista sobre el Estado. Aunque resulte paradójico, es precisamente este sentido de la centralidad de la guerra para el destino de la política lo que ha hecho de Bobbio –casi excepcionalmente en su país– un firme opositor a la carrera nuclear y militar, aunque sin embargo defiende una fórmula hobbesiana para lograr la paz internacional o bien la institución de un monopolio de fuerzas armadas en un determinado superestado con jurisdicción global. Bobbio opone esta solución “jurídica” a lo que denomina solución “social” clásicamente postulada por el marxismo, según la cual la paz internacional está asegurada con la desaparición del Estado. No pretende que esto equivalga a una pacificación general de las relaciones sociales desde el momento en que el Estado permanece como una “institucionalización de la violencia”; sólo que esto proporcionaría condiciones para la eliminación de las armas nucleares, problema que hoy requiere una objeción de conciencia absoluta unida al rechazo de una teoría de la disuasión que la justifica (1979b, pp. 8-10, 21-50, 79-82, 114-16, 202-06). Frente a las tradiciones que derivan de Spencer o de Marx, Bobbio reniega expresamente; y en este sentido también de cualquier fe en la necesidad del progreso. La historia revelaría no tanto la astucia de la razón –del mal nace el bien– sino más bien la malignidad de la razón: del bien puede nacer el mal (1976b, p. 102). Reconociendo a su modo la importancia de posiciones como las del pensador De Maistre, el pensamiento de Bobbio ofrece un liberalismo simultáneamente abierto al discurso socialista y al conservador, al revolucionario y al contrarrevolucionario. 52
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4. LA DEMOCRACIA REAL El error del marxismo ¿Cuáles han sido por lo tanto las líneas de desarrollo de las intervenciones teóricas de Norberto Bobbio a lo largo de los últimos treinta años? El hilo conductor de sus escritos en este período ha sido la defensa y la explicación de la democracia como tal. Democracia que Bobbio define más por los procedimientos que por lo sustancial. ¿Cuáles son los criterios de la democracia según Bobbio? Se pueden reconocer esencialmente cuatro: sufragio universal; derechos civiles que aseguren la libertad de expresión y la libre organización de corrientes de opinión; decisiones tomadas por una mayoría numérica; garantías de los derechos de las minorías contra los abusos de la mayoría. Definida la democracia de este modo. Bobbio insiste incansablemente en ella asumiéndola como un método, como forma de la comunidad política, y no como su sustancia. Pero no por esto ella es menos trascendente como valor histórico. El marxismo, sostiene Bobbio, ha cometido el error fundamental de subvaluar la democracia, pues el materialismo histórico siempre ha dirigido su atención a una cuestión completamente distinta, inherente a “quién” gobierna en una determinada sociedad, no la de “cómo” gobierna. Para Marx y Lenin esta problemática distinta –lo que Bobbio llama el problema de los sujetos del poder más que el de las instituciones del poder– oscurecía completamente a la otra, hasta el punto de generar una confusión fatal entre 53
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dictadura entendida como dominio de una clase, o de una parte de la sociedad sobre otra, y dictadura considerada como ejercicio de la fuerza política exenta de cualquier norma, según la famosa definición de Lenin, confusión entre dos significados completamente distintos del término: como orden social, en sentido genérico, y como régimen político en un sentido más estricto (1955, pp. 150-152). Bobbio observa que una tradición premarxista aceptaba la necesidad de una dictadura revolucionaria para cambiar la sociedad: la que va desde Babeuf hasta Buonarotti pasando por Blanqui. Lo que el marxismo introduce como novedad en la noción clásica de dictadura –gobierno al mismo tiempo excepcional y de breve duración, como lo concebían los romanos– es la transformación en la sustancia universal e inalterable de todos loa gobiernos, previo el advenimiento del comunismo, es decir, de una sociedad sin clases. Contra esta confusión teórica Bobbio destaca la insustituible importancia del surgimiento de las instituciones liberales –Parlamento y libertades civiles– precisamente dentro de lo que es una sociedad de clases, dominada por un estrato social capitalista, de manera tal sin embargo que ejercita su dominio en el interior de una estructura de reglas en condiciones de garantizar ciertas libertades fundamentales a todos los individuos, prescindiendo de su clase de pertenencia. La democracia política representa, histórica y jurídicamente, un bastión indispensable contra los abusos de poder. Originariamente liberal en el siglo pasado, en este siglo ella continúa siéndolo en su 54
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versión institucional. “Cuando uso la fórmula ‘liberaldemocracia’, escribe Bobbio, no la uso en un sentido limitativo –desde el momento en que no podría haber una democracia no-liberal– sino para denotar la única forma posible de democracia efectiva” (1955, p. 178). La función esencial de una democracia de este tipo es la de asegurar la libertad negativa de los ciudadanos ante la prepotencia –real o eventual– del Estado, es decir, la posibilidad de hacer lo que más les plazca sin impedimentos jurídicos externos. Los mecanismos de esta garantía son dobles y estructuralmente indisolubles: por un lado, derechos civiles para cada uno de los ciudadanos, por el otro, asamblea representativa a nivel nacional. El nexo entre ellos es lo que Bobbio identifica como el núcleo del Estado constitucional, cualquiera sea la base electoral que haya tenido en las diferentes épocas de su existencia. Como tal constituye una herencia que puede ser utilizada por cualquier clase social. Bobbio sostiene que su origen histórico no tiene relación alguna con su uso contemporáneo, Igual que ocurre con cualquier instrumento tecnológico, como por ejemplo el ferrocarril o el teléfono. No existen motivos para que la clase obrera no pueda apropiarse de este mecanismo para su propia construcción del socialismo, y además ella tiene las razones más urgentes para hacerlo. Porque en la concepción de Bobbio, como expresa en una frase que recuerda intencionalmente los dogmas del materialismo histórico, “las instituciones liberales pertenecen a aquella cultura material cuya técnica importa esencialmente transmitir de una civilización a otra” (ibíd., 55
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pp. 142 y 153-4). Democracia representativa vs. directa En sus polémicas con Della Volpe y Togliatti. Bobbio no tuvo dificultad en demostrar las contradicciones entre este nexo liberal institucional y el estado de cosas reinante en la Unión Soviética, donde había sido proclamada la dictadura del proletariado, a sus ojos una dictadura tout court, completada con la “fenomenología de los gobiernos despóticos de todos los tiempos”, o sea lo contrario de cualquier tipo de democracia (ibíd., 1955, p. 157). Pero esta contradicción inicial abarcaba sólo la mitad de su intención polémica. En efecto, la democracia liberal debía ser definida y defendida de otro enemigo, o por lo menos de otro modelo. Como Bobbio ha destacado siempre, la democracia no puede ser sino representativa, o indirecta. La única alternativa formalmente concebible sería entonces una democracia delegada, o más directa. En la década de los sesenta eran pocos en Italia los que estaban dispuestos a defender la dictadura, del proletariado o de otro tipo, pero no eran pocos sin embargo los que creían que era posible una democracia más directa que la vigente en el ordenamiento parlamentario. Se auspiciaba una democracia conciliar, estructuralmente adaptada a un socialismo avanzado de la misma manera como lo es la democracia representativa respecto del capitalismo avanzado. Este fue el verdadero blanco de las intervenciones 56
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teóricas de Bobbio entre 1975 y 1978. Su ataque fue principalmente dirigido contra lo que llamaba el “fetiche” de la democracia directa. Aunque no negaba el amplio pedigree de esta idea, que venía desde la antigüedad y pasaba a través de Rousseau hasta llegar a su integración con el materialismo histórico, se rehusaba a reconocer su validez y aplicabilidad en las sociedades industriales modernas. ¿Cuáles son pues sus argumentos en contra de ella? En realidad son dobles: estructurales e institucionales. Partiendo de razones históricas generales, Bobbio insiste y repite el argumento acostumbrado según el cual la dimensión y la complejidad de los Estados modernos impiden ab initio la participación popular directa en las decisiones nacionales en la medida en que esto es técnicamente imposible. Lo cual no significa, agrega, que él considere el Estado representativo existente como el non plus ultra de la evolución de la democracia. Democracia representativa y democracia directa no son antitéticas, representan un continuum morfológico. “En este continuum no existe ninguna forma que sea buena en sentido absoluto, ni ninguna que sea mala en sentido absoluto, sino que cada una es buena o mala según los lugares, los tiempos, las materias, los sujetos” (1976b, p. 57). Tal contextualización parecería suavizar la dureza de la contradicción inicial, que Bobbio individualiza, entre democracia representativa y democracia directa. Pero en la práctica critica o rechaza toda forma institucional específica de democracia directa que examina. En primer lugar el referéndum, un elemento 57
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principal de tal forma de democracia, presente por ejemplo en la Constitución italiana de la posguerra (que la distingue de otras más conservadoras de otros países de Europa occidental), que podría ser admisible con intermitencias, como una medida a adoptar para consultas excepcionales a la opinión pública cuando ésta estuviera dividida en dos partes más o menos iguales a propósito de un problema de gran importancia o de definición simple. Pero el referéndum es un instrumento absolutamente inadecuado para la mayor parte del trabajo legislativo, que trasciende, en mucho, la capacidad del ciudadano normal en cuanto al mantenimiento del interés por los negocios públicos; en efecto, los electores no pueden decidir todos los días lo referente a una nueva ley, como sucede en la Cámara de Diputados. Además en el referéndum, advierte Bobbio, el electorado está atomizado, privado de sus usuales guías o mediadores: los partidos políticos. Así las cosas, él ha deplorado la multiplicación de los referéndums en los últimos años (ibíd. p. 59: en 198la, pp. 10-11, Bobbio describe el “estallido” de los referéndums de los años setenta como culpables de “lesa democracia”). Ni siquiera las asambleas populares, como las concibe Rousseau, son un mecanismo válido para la democracia directa en las sociedades modernas. Practicables a lo sumo en las pequeñas ciudades-Estado de la antigüedad, tales instituciones son físicamente imposibles en los Estado-naciones contemporáneos con sus millones de miembros. Antes bien, hasta donde ellas han funcionado esporádicamente a nivel local, en realidad circunscritas, han demostrado con 58
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frecuencia que son fácilmente alterables por la demagogia, por la sugestión carismática, como lo demuestra la triste experiencia del movimiento estudiantil. Por otra parte, la revocabilidad de los mandatos –un elemento cardinal en la concepción de una democracia más directa para Marx y Lenin– es decididamente nefasta porque históricamente, así lo considera Bobbio, es algo típico de las autocracias en las que el tirano puede destituir a sus funcionarios en cualquier momento. Su complemento positivo, el mandato obligatorio e inderogable, existe de facto en los parlamentarismos europeos modernos, y se manifiesta en la disciplina férrea impuesta por los partidos a sus diputados; este resulta un punto débil de la democracia ya existente, algo de lo cual debemos lamentarnos antes que considerarlo un punto fuerte para una democracia futura. Para Bobbio, la idea misma de un mandato vinculante es incompatible con el principio que considera a los parlamentarios como representantes de intereses generales más que sectoriales, principio para Bobbio esencial en la democracia parlamentaria (1976b, pp. 59-62). Por lo tanto su admisión de que elementos de la democracia directa podrían ser integrados como algo complementarlo en los órganos representativos es puramente nominal. El único ejemplo que cita con aprobación es una reunión interna en una facultad universitaria. El espíritu de su posición está expresado en el rechazo de la idea misma de democracia directa manifestado por Bernstein y Kautsky, a los que menciona como inspiradores de su propia visión del problema (1984b, pp. 59
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34-41 y 47-52; 1976b, pp. 94.6 y 109-110). Las promesas incumplidas Defensa de la democracia representativa, crítica de la democracia directa, rechazo de la dictadura revolucionaria; en líneas generales, los argumentos de Bobbio podrían ser comparados con la doctrina de cualquier liberal lúcido, o ser leídos como una adhesión más o menos incondicional al statu quo occidental. ¿Dónde comienza su anticonformismo, para no hablar de su socialismo? Debemos encontrarlo en su análisis de nuestra democracia representativa, que él por lo demás elogia. Ese es verdaderamente el punto neurálgico del pensamiento de Bobbio, donde pueden ser individualizadas de la manera más clara las tensiones intelectuales que lo conforman y otorgan a su posición el mayor interés político y teórico. En efecto, por una parte Bobbio enumera una serie de procesos objetivos que, según él, tienden a disminuir y minar la democracia representativa tal como la aprecia, esto es, el clásico esquema de un Estado liberal-constitucional basado en el sufragio universal de la población adulta, el modelo difundido en toda el área del capitalismo avanzado después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Cuáles son estos crecientes obstáculos al buen funcionamiento de la demacrada representativa? Pueden ser apresados en pocas palabras de la manera que sigue. Ante todo, la autonomía del ciudadano individualmente considerado 60
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ha sido completamente eclipsada por el predominio de la organización en gran escala. La magnitud y la complejidad de las sociedades industriales modernas tornan necesariamente impracticable la integración de las voluntades individuales en la voluntad colectiva, de la manera en que era postulada por el pensamiento liberal-democrático clásico. En cambio surge un conflicto entre reagrupamientos oligárquicos y otros ya consolidados, cuya interacción, sea ella a nivel político-partidario o socio-económico, toma la forma típica de una concertación corporativa que mina el principio mismo de representación libre tal como ha sido delineado por Burke y Mill. El ingreso de las masas en el sistema político, con el advenimiento del sufragio universal, no ha podido contrarrestar estas tendencias. Más bien ha generado fatalmente una hipertrófica burocratización del Estado, que por otro lado es el resultado de las justificadas presiones populares para la creación de administraciones basadas en el bienestar y en la seguridad social, que luego, paradójicamente, se hacen cada vez más obstructoras e impermeables a cualquier control democrático. Al mismo tiempo, el avance tecnológico de las economías occidentales hace que su coordinación por parte de los gobiernos y su dirección sean cada vez más complejas y especializadas. El resultado es el surgimiento de un abismo entre la competencia –o más bien la incompetencia– de la gran mayoría de los ciudadanos y la calificación de unos pocos que, sólo ellos, poseen algún conocimiento: es por lo tanto
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inevitable la formación de una tecnocracia. Y además, en lo que respecta a los ciudadanos, existe la tendencia de las democracias occidentales a que se hundan cada vez más en la ignorancia civil y en la apatía. Una situación astutamente fomentada a través de los medios de comunicación predominantes, dirigidos a la distracción comercial y manipulación política. Como consecuencia de ello, los verdaderos electores se transforman exactamente en lo contrario de la figura del sujeto políticamente activo y culto que debería estar en la base de una democracia operativa, según la visión de los teóricos clásicos del liberalismo clásico. En fin, y aquí Bobbio se une al leitmotiv general de los años sesenta, la combinación de las múltiples presiones corporativas, del insoportable peso de la burocracia, del aislamiento de los tecnócratas y de la masificación de la ciudadanía, todo ello se convierte en una “sobrecarga” de demandas que atraviesa el sistema político, sabotea su capacidad de lograr decisiones efectivas, y lo conduce de esa manera a una parálisis creciente y por lo tanto al descrédito (1984b, pp. 10-24): bajo algunos aspectos el análisis en El futuro de la democracia está menos hábilmente articulado que de costumbre: aquí no plantea analíticamente una distinción entre sus “promesas incumplidas” y sus “obstáculos imprevistos”). Esa es la primera serie de críticas lanzadas por Bobbio contra nuestro orden político moderno, donde agudiza sus acusaciones hablando de las “promesas incumplidas” de la democracia representativa, expectativas de libertad que ella no ha sabido concretar. Pero al mismo tiempo insiste en que tales promesas nunca habrían podido ser cumpli62
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das. En efecto, los obstáculos históricos contra los cuales han chocado no son, para Bobbio, hechos contingentes. Todos los procesos que enumera cruelmente, y que han frustrado las esperanzas de los teóricos clásicos de la democracia liberal, son implacables, pero son igualmente transformaciones objetivas de las condiciones de nuestra convivencia social, a las cuales nadie puede escapar. Ellas son, por decir así, carencias necesarias de la democracia representativa establecida. Sin embargo, a veces en los mismos textos Bobbio presenta con respecto a esta democracia una serie de críticas cuyo sentido es diametralmente opuesto. Aquí su objeción a la democracia parlamentaria contemporánea no concierne a las premisas que ella no ha sabido cumplir sino a aquellas que nunca ha podido formular. Lo que Bobbio observa en este caso es la ausencia general de cualquier democracia –en las sociedades occidentales– fuera del recinto de las instituciones legislativas mismas. Los parlamentarios están rígidamente alejados, de manera estructural, del resto de las instituciones. También el Estado contiene aparatos administrativos con carácter profundamente autoritario que, como él explica, preexistían a la consolidación de la democracia representativa y que continúan en gran medida siéndole incontrolables. “Lo que nosotros, para ser breves, llamamos Estado representativo siempre ha debido hacer las cuentas con el Estado administrativo, que es un Estado que obedece a una lógica del poder completamente distinta, descendente no ascendente, secreta no pública, jerarquizada no autónoma”, y agrega, “la sumisión del segundo al primero 63
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nunca se ha logrado del todo” (1976b, p. 63). “El ejército, la burocracia y los servicios secretos constituyen el lado oculto de la democracia parlamentaria. Del complicado y desmesurado edificio del Estado contemporáneo, una constitución, también perfecta, muestra sólo su fachada. No permite ver nada o casi nada de lo que hay dentro o detrás. No se habla de los subterráneos” (1981b, p. 170). Fuera del Estado, las instituciones características de la sociedad civil demuestran una ausencia de democracia prácticamente uniforme. Los principios de la representación ocupan en la vida social, sumado todo, un espacio relativamente pequeño: en las fábricas, en las escuelas, en las iglesias y en las familias la autocracia continúa de un modo o de otro siendo la regla. Bobbio no considera que la falta de democracia en estas instituciones tenga un significado intercambiable. Aquí sus críticas son las del marxismo clásico. Advirtiendo que “los organismos que el ciudadano llega a controlar son centros de poder cada vez más ficticios”, afirma que “los distintos centros de poder de un Estado moderno, como la gran empresa, o los mayores Instrumentos de poder real (como el ejército y la burocracia) no están sometidos a control democrático alguno” (1976b, p. 17); y agrega que “los grandes bloques de poder descendentes y jerárquicos en-toda sociedad compleja, que son la gran empresa y la administración pública, no han sido hasta ahora ni siquiera tocados por el proceso de democratización” (1984b, p. 47). Su veredicto global sobre el equilibrio de los poderes en el interior del ordenamiento occidental es inequívoco: “también en una 64
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sociedad democrática el poder autocrático está mucho más extendido que el poder democrático” (1976b, p. 100). Para corregir estas configuraciones autocráticas, Bobbio invoca la necesidad de una democratización en vasta escala de la sociedad. Con esta afirmación entiende sobre todo la difusión de los principios de la democracia representativa más que los de la democracia directa, o bien la extensión de los derechos de libre organización y decisión, que ahora están limitados al voto político, y a los componentes primarios de la existencia cotidiana de la ciudadanía –trabajo, instrucción, tiempo libre, familia– donde quiera que esta extensión sea posible. “El problema actual del desarrollo democrático ya no puede más estar referido al ‘quién’ vota sino al ‘cómo se debe votar’ ” (ibíd., 1976, p. 100). Plantear hoy esta segunda cuestión no es algo utópico; Bobbio sostiene en efecto que el progreso social tiende por sí mismo a dirigirse hacia la resolución de este problema. Por lo tanto escribe que “estamos asistiendo a la ampliación del proceso de democratización”, o bien (lo que sucede hoy debe ser entendido como) “la ocupación por parte de formas también tradicionales de la democracia, como es la democracia representativa, de nuevos espacios, es decir de espacios dominados hasta ahora por organizaciones de tipo jerárquico o autoritario”. En estas circunstancias él afirma creer “que se debe hablar con buenas razones de un verdadero cambio en el desarrollo de las instituciones democráticas” (1984b, pp. 43-5).
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La antinomia no resuelta Ahora bien, la contradicción –la incompatibilidad fundamental– de este último aspecto del pensamiento de Bobbio con el precedente resulta notoria. Aquí él insiste sobre las carencias o límites no esenciales de la democracia representativa, carencias que presenta como potencialmente superables por medio de la extensión de los principios democráticos mismos, más allá de sus límites actuales, hacia el interior del Estado y a través de la sociedad civil. La sinceridad de sus intenciones no cabe ser puesta en duda. ¿Pero cómo puede adquirir relevancia una crítica de este tenor para un orden político que no está ni siquiera en condiciones de realizar sus mismos principios dentro de sus límites, no por la falta de libertad subjetiva sino por el peso de irresistibles presiones objetivas? 0 bien la democracia representativa está fatalmente destinada a una restricción de su sustancia, o bien puede potencialmente orientarse hacia una ampliación de esa sustancia. Pero ambas alternativas no pueden ser verdaderas al mismo tiempo. A veces Bobbio parece ser consciente de esto y busca aligerar las contradicciones con fórmulas como: “Pedimos cada vez más democracia en condiciones objetivamente cada vez más desfavorables” (1976b, p. 46). Pero se trata de una toma de conciencia momentánea. En general Bobbio no parece verdaderamente consciente de cuán radical y central es esta contradicción para su discurso global. No existe reflexión directa alguna sobre el significado de la antinomia fundamental en su teoría de 66
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la democracia. ¿Cómo se puede explicar esto? Podríamos responder que la contradicción es precisamente el resultado involuntario de la peculiar posición de Bobbio en la confluencia de las tres distintas corrientes de pensamiento que hemos examinado. En efecto, lo que sucede es que somete su ideal preferido –la democracia liberal– a dos tipos de críticas opuestas y antagónicas. El primero es conservador: en nombre de un realismo sociológico, deudor de Pareto y de Weber, señala los factores que tienden despiadadamente a quitar vitalidad y valor al Estado representativo, haciéndolo cada vez más una decepcionante sombra de sí mismo. El segundo tipo es socialista: en nombre de una concepción de la emancipación humana (no sólo política), derivada de Marx, indica todas las áreas del poder autocrático en las sociedades capitalistas que el Estado representativo deja completamente intactas, privándose así de las únicas bases sociales que lo transformarían en una verdadera soberanía popular. Bobbio reúne estas dos concepciones distintas sin poderlas sintetizar. En realidad son inconciliables. Y si las cosas son así podríamos suponer que el mismo Bobbio no estaría en condiciones de mantener un equilibrio entre las tentaciones de un realismo conservador y las pretensiones de un radicalismo de cuño socialista. Para comprender el éxito de su razonamiento es necesario dirigirle la misma pregunta que él pone como título en uno de sus ensayos principales. ¿Qué socialismo, al fin de cuentas, propugna Norberto Bobbio? A primera vista 67
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la respuesta nos parece bastante clara: una socialdemocracia moderada. Es el mismo Bobbio quien prácticamente propone tal definición. En sus escritos ha sido un tema recurrente el contraste entre las ventajas que la Europa del Norte ha sacado por el hecho de tener gobiernos socialdemócratas efectivamente reformadores, contra las desventuras que ha experimentado Italia a causa de las divisiones de un movimiento obrero incapaz de desafiar la arrogancia y la corrupción de la hegemonía democratacristiana. En los años cincuenta Bobbio invocaba la experiencia positiva del gobierno de Attlee en Gran Bretaña, criticando indirectamente al PCI (1955, p. 50). Luego, en los sesenta, presenta la etapa de formación de la política italiana posterior a la Primera Guerra Mundial como un período de trágico extremismo en el cual las fuerzas opuestas, de la derecha y de la izquierda subversiva, superaron los mejores impulsos del conservadurismo y del reformismo moderados, con consecuencias desastrosas para la democracia italiana (1986b, pp. 114-115). En los años setenta criticó al PCI por la propuesta de la terza via entre stalinismo y socialdemocracia, definiéndola como una retórica vacía para un uso estratégico que servía sólo para ocultar la necesidad de una elección clara entre métodos dictatoriales o métodos democráticos de reforma social y que sólo agotaba la gama de las elecciones posibles. Las declaraciones acerca de la particularidad italiana, sobre la cual estaría basada una tercera vía superior, no pasaban de presunción intelectual, como si este país atrasado –cuyas únicas peculiaridades relevantes eran la mafia, la corrupción pública, la evasión 68
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fiscal, la ineptitud burocrática, el clientelismo, la economía negra y el terrorismo– pudiese impartir lecciones a las sociedades europeas más modernas (1981b, pp. 120-1). En realidad, comentaba, dejando de lado los discursos de circunstancias, “la práctica hasta ahora desarrollada por los dos mayores partidos de la izquierda italiana, ¿de qué otra manera puede ser llamada, en la más benévola de las hipótesis, sino como socialdemócrata? Digo ‘en la más benévola de las hipótesis porque en verdad, respecto a la práctica de los partidos más progresistas, el centroizquierda ya experimentado y el ‘compromiso histórico’ sólo propuesto, sólo pueden compararse el primero con un repliegue, y el segundo con una retirada”. Y -concluía su veredicto sobre la tercera vía de los años de Berlinguer con estas palabras: “Pero, si es así, francamente, excluido el leninismo, inaplicable en las sociedades avanzadas, y de todas maneras tan diferentes de la rusa o de la china hasta el punto de no poder ser confrontadas, no veo cómo el movimiento obrero italiano puede dejar de confluir en el gran río de la socialdemocracia, renunciando al fascinante pero acaso remoto proyecto de cavar su propio lecho destinado probablemente a recibir una corriente de débil ímpetu y de curso breve” (ibíd., pp. 122-3). ¿Más allá de la socialdemocracia? El acercamiento de Bobbio a la socialdemocracia, que en este juicio no parece ambiguo, concierne expresamente
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a los métodos más que a los objetivos. Bobbio no suscribe el proyecto social que la socialdemocracia ha dirigido y perseguido en Occidente, y no excluye la posibilidad de un tercero, o también un cuarto o un quinto modelo de sociedad alternativo, preferible a los dos modelos antagónicos hasta ahora existentes, y en este sentido distinto de una tercera vía que marche hacia uno de éstos. La cuestión central es que cada paso hacia el socialismo en países con instituciones liberales debe mantenerlas y avanzar a través de ellas. El realismo histórico de Bobbio lo lleva a negar que puedan existir otras vías para la superación del capitalismo en otros períodos y en otros lugares. La democracia no es un valor suprahistórico: “El método democrático es un bien precioso pero no es para todos los tiempos ni para todos los lugares”. En particular podríamos hallarnos en situaciones de emergencia, o casi insurrección revolucionaria, “de paso violento de un orden a otro, donde el método democrático no sirve, y sus reglas de juego, cuando las hay, deben dejarse de lado” (1976b, p. 74). Dónde la aplicación es imposible, Bobbio no se ilusiona con que el mismo orden liberal haya nacido merced a vías liberales. Surgió después de una dura y sanguinaria lucha contra los anciens régimes –lucha conducida por una “minoría de intelectuales y de revolucionarios”– con su episodio fundante en el “pulular de sectas religiosas y de movimientos políticos” durante la revolución inglesa (1955, pp. 55: 1985a, p.35)8. 8 A este respecto, Liberalismo e democrazia contiene el análisis más extenso sobre las variantes históricas y las vicisitudes del liberalismo del siglo
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Igualmente, la base del orden democrático que de ella derivó: el gobierno de la mayoría, vislumbrado por primera vez por los levellers (partido republicano y democrático que nació en Inglaterra durante la guerra civil) tuvo origen en “circunstancias históricas particulares cuyo nacimiento no depende generalmente de un decisión tomada en base al principio de mayoría” (ibíd., p. 36: 1981a, p. 35). La capacidad de Bobbio para advertir los orígenes insurreccionales del Reichstaat, o la matriz coercitiva de una democracia consensual, no es simplemente un signo de su independencia con respecto del convencionalismo pío y bien pensante; refleja también un realismo que deriva de la tradición de los teóricos italianos de la elite. Aunque esta tradición tuvo comienzo en las formas “saturninas” del conservadurismo de Mosca y Pareto, ella se desplazó, con la generación posterior, a las manos de democráticos moderados, hombres como Burzio y Salvemini, de los cuales Bobbio la asimiló sin hesitaciones. “¿Pero qué régimen no es fruto de las vanguardias conscientes y organizadas?”, pregunta una vez a un interlocutor comunista (1955, p. 55). Y también afirma: “Los cambios cualitativos en la historia, o los procesos revolucionarios, son obra de las minorías” (1983, p. 20). Vías hacia el socialismo Pero una vez que se ha establecido un orden político democrático, Bobbio excluye taxativamente su transforpasado, acompañado con una aguda valoración de Mill.
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mación a través de cualquier modelo análogo. El pasado de la democracia liberal es examinado con un historicismo mesurado y su presente con un absolutismo categórico. La influencia de Croce, famoso por le sang froid de su historia de la libertad, consolidada hasta por los crímenes perpetuados en contra suya, inspira la primera posición: el recurso a la teoría de los derechos naturales, aborrecida por Croce, sostiene la segunda. Jugando tácitamente con estos dos registros: el idealismo ítalo-germánico y el empirismo anglo-francés, Bobbio se manífiesta sin duda incoherente. Y en esto no rompe con la tradición de un liberalismo genérico que, en efecto, requiere alguna mezcla de este tipo. La filosofía del derecho de Bobbio revela la misma tensión. Por una parte ha sido un exponente del positivismo jurídico más resuelto que el mismo Kelsen, poniendo en evidencia el carácter histórico contingente de la «norma fundamental» de este último, la cual puede ser vista como una expresión de la «ideología liberal». Por otro lado comparte los valores del Reichstaat tal como fueron concebidos por Kelsen, de suerte que se ve empujado hacia una posición de identificación con el derecho natural (del tipo del que fue objeto de la crítica positivista originaria) aunque ahora traspuesta a lo que Bobbio denomina un “plano metajurídico”9. El mismo conflicto entre un rechazo intelectual y una adhesión política a los fundamentos del derecho natural se encuentra en el análisis que Bobbio desarrolla respecto de los derechos humanos. Estos, insiste 9 Para un desenlace refinado de las contradicciones que surgen de todo esto, v. Gotta, pp. 41-5.
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con vigor, forman un cúmulo de demandas mal definidas –en continua evolución y con frecuencia recíprocamente incompatibles– ninguna de las cuales puede ser considerada “fundamental” desde el momento en que lo que parece básico y primordial es siempre particular para una determinada época o civilización. Por otra parte, ahora que todos los gobiernos reconocen su codificación según la Carta de las Naciones Unidas, los problemas de su fundamento teórico han sido obviados por el advenimiento de una “universalidad de hecho”, por lo tanto no existe necesidad de justificarlos en el plano filosófico sino sólo de proyectarlos en el plano político. (Para el corte de este nudo gordiano, véase 1979b, pp. 119-157). La dificultad para Bobbio surge después porque, en efecto, todos los países en los que prevalece la democracia liberal son capitalistas. En este marco, ¿cómo puede ser logrado el socialismo? La honestidad y la lucidez de Bobbio no le permiten eludir y olvidar el problema, pero no da una respuesta clara y precisa. Se evidencian aquí las vacilaciones de su pensamiento pero las conclusiones a las que tiende son inequívocas. En realidad examina las dos únicas estrategias coherentes que cree que permanecen disponibles para lograr un socialismo válido. Las describe como reformas estructurales desde lo alto e incremento de la participación democrática desde abajo. ¿Cuál es al fin su veredicto? Manifiesta un letal escepticismo hacia ambas. Escribiendo sobre las reformas estructurales se pregunta: “aun admitiendo que las transformaciones totales pueden ser el resultado de una serie de reformas 73
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parciales, ¿hasta qué punto el sistema está dispuesto a aceptarlas? Si quienes están amenazados en sus intereses reaccionan con violencia, ¿qué otra cosa se puede hacer sino responder con violencia?” (1976b, p. 85). En otros términos, los mecanismos fundamentales de acumulación y de reproducción capitalista podrían ser intrínsecamente resistentes a un cambio constitucional e imponer una alternativa que convierte en marginal la noción misma de reforma estructural: o se respetan las estructuras o se infringen las reformas. Bobbio jamás ha demostrado gran interés por la estrategia de las reformas estructurales cuya historia se extiende hasta los debates en Bélgica y Francia en los años treinta. Pero con frecuencia ha insistido, como ya hemos visto, en una perspectiva de democratización progresiva de la sociedad civil. Por lo tanto podríamos esperar que se expresara en términos más entusiastas sobre la potencialidad de esta estrategia. Sin embargo su conclusión es igualmente pesimista: “Me parece más lícita la sospecha de que la progresiva ampliación de la base democrática encuentra una valla insuperable (digo insuperable en el ámbito del sistema) en las puertas de la fábrica” (ibíd.).10 La posibilidad de un reformismo radical está excluida por las características mismas del orden económico del cual surge la exigencia. Tales dudas, concurrentes en su lógica, tienden en efecto a quitar terreno a la vía 10 Y últimamente el alcance del escepticismo de Bobbio se ha atendido de la fábrica a toda la sociedad civil. “La extensión de las instituciones democráticas a la sociedad civil, me parece hoy más que una solución, una ilusión” (1984a, p, 20).
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parlamentaria-democrática al socialismo, a la cual Bobbio formalmente adhiere. Por lo demás, las dudas se incrementan y se hacen más radicales cuando de lo que se trata es del destino de la democracia bajo el socialismo, una vez alcanzada una sociedad sin clases. Habíamos visto que el liberalismo de Bobbio no es de tipo económico: él jamás ha demostrado una particular predilección por el mercado. Pero con el mismo motivo tampoco ha demostrado nunca ni siquiera un gran interés por las alternativas económicas al mercado. El capitalismo, como sistema de producción y no como una serie de injusticias en la reproducción, es de algún modo algo más que un trasfondo apenas reprobable por Bobbio. En su conjunto es rechazado, pero a la vez nunca es analizado. Por consiguiente, cuando razona sobre el socialismo, el cambio en la propiedad de los medios de producción no constituye para él un valor positivo por sí mismo. Antes bien, la socialización, más allá de los límites de la economía mixta, sólo tiende a evocar el fantasma de un Estado omnipotente que se apoderaría de la vida económica así como de la vida política: se trata pues de un viejo miedo liberal. El resultado es que finalmente Bobbio termina por predecir que en un régimen socialista no sólo existirían los mismos obstáculos para la democracia que en un régimen capitalista sino que los peligros serían en verdad mayores: “Estoy convencido que la democracia en una sociedad socialista es todavía mucho más dificil” (1976b, p. 83). Una conclusión al menos paradójica para un socialista democrático. Pero estas dos reflexiones, la probable 75
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inviabilidad de una vía democrática hacia el socialismo y los mayores riesgos para la democracia en medio del socialismo, ponen involuntariamente de relieve la elección histórica última de Bobbio. Entre liberalismo y socialismo, en la práctica, opta por el primero. A veces justifica su preferencia sosteniendo que es en realidad la opción más radical. En este mismo sentido escribe que la democracia es una idea “mucho más subversiva que el socialismo mismo” (ibíd., p. 53). En la actualidad no es sólo Bobbio quien sostiene esta afirmación. Está difundido también su modo de justificarla: redefinir el socialismo como una forma específica de la democracia o una concreción parcial de un concepto de ella de orden superior; así las cosas, él declara su inclinación por un concepto de socialismo que “pone el acento más en el control del poder económico mediante la extensión de las reglas del juego democrático a la fábrica, y en general a la empresa, que en el paso de una forma de producción a otra” que comportaría “la colectivización integral de los medios de producción” (1986a, p. 115). El significado de este párrafo, que ha resultado casi un topos en las discusiones recientes, está en la sustitución que efectúa. La reconceptualización del socialismo como democracia esencialmente económica responde a un doble propósito. Sirve al mismo tiempo para apropiarse de la legitimación central del orden político existente para la causa de un cambio social y evitar el obstáculo ideológico vital para la realización de tal cambio: vale decir la institución de la propiedad privada. Su lógica es un circunloquio: la palabra que no se quiere 76
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pronunciar es “expropiación”, tesis que tiene tras de sí una larga tradición. Precisamente fue el mismo Mill el que probablemente se constituyó en su primer teórico explícito, al considerar el socialismo como el crecimiento gradual de una democracia industrial que se puede permitir dejar intacta la propiedad de los medíos de producción, atribuyendo a los trabajadores poderes gerenciales sobre ello “sin violencia ni explotación”. La esperanza de Mill era que las sociedades cooperativas demostraran su buen funcionamiento como para inducir progresivamente a los trabajadores a superar una visión sólo salarial del trabajo. En aquellas circunstancias “tanto los capitalistas privados como las asociaciones encontrarían necesario englobar gradualmente a todos los trabajadores en la repartición de las ganancias”. A través de este proceso, pensaba Mill, podría producirse un “cambio de sociedades” que “sin violencia o expoliación, o sin siquiera una imprevista alteración de los hábitos consolidados o de las expectativas, habría realizado, al menos en el sector industrial, la mejor aspiración democrática”, en definitiva alentando a los capitalistas a prestar su capital a los trabajadores “a una tasa de interés decreciente y finalmente acaso a cambiar su capital a través de préstamos anuales a término”. Mill desarrolla estas reflexiones en las ediciones de 1852 y de 1865 de los Principios de economía política (v. también Mill 1965, p. 793). Entre los teóricos modernos acaso sea Delhi el más cercano a las ideas expresadas por Mill en este sentido (v. su reflexión sobre la propiedad cooperativa y su concepción de los 77
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pasos experimentales: pp. 148-160). La misma operación intelectual, impulsada por semejantes motivaciones, se puede encontrar en Russell, para quien “el autogobierno en la industria” era “el largo camino por el cual Inglaterra puede aproximarse mejor al comunismo”. “Los capitalistas dan valor a dos cosas: poder y dinero; muchos de ellos dirigen su atención sólo al dinero. Es más sensato concentrarse antes sobre el poder, tal como ha sido hecho tratando de fundar el autogobierno en la industria, sin confiscar las ganancias capitalistas. De esta manera los capitalistas son transformados gradualmente en hombres superfluos, su función en la industria resulta nula y ellos pueden en definitiva ser expropiados sin desorganizar la industria y haciendo imposible e ineficaz cualquier lucha por parte de ellos” (Russell 1920, p. 183). De esto Dewey tenía su propia versión, como lo demostraba cuando aspiraba a superar “métodos autoritarios de dirección” en las empresas, “dañosos para la democracia” porque operaban contra “una comunicación efectiva en que se da y se toma” o contra el “diálogo libre” (Dewey 1915, p. 46). Aquí como en otras partes Dewey anticipa algunos temas centrales de los escritos de Habermas. Sosteniendo que América exigía una filosofía que “habría articulado los métodos y los fines del sistema democrático”, afirmaba que “la filosofía que formule este método será aquella que reconozca el primado de la comunicación” dado que “los prejuicios relativos a la condición económica, de religión, de raza, ponen en peligro la democracia porque hacen surgir barreras a la comunicación o desvían y distorsionan 78
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su acción” (ibíd., 1915, pp. 46-7). La reaparición de esta sustitución en Bobbio testimonia su persistencia como leit motiv en los intentos posteriores para conjugar liberalismo y socialismo. Si el resultado práctico hasta hoy ha sido demasiado exiguo, en parte la razón está en el hecho de que las principales instituciones sociales generalmente no se dejan descartar de manera indolora. Las prerrogativas de la propiedad privada forman un bastión extremadamente sólido para la ideología dominante en el capitalismo, cuyo poder positivo está ulteriormente fortificado por el mensaje negativo introducido a través de la división del trabajo: que la jerarquía organizativa es la condición de la eficiencia industrial. Conjuntamente, estos dos principios han sido hasta ahora un gran obstáculo para los reclamos de democracia económica, que por otro lado muy rápidamente quedan convertidos en objetivos humanamente irrealizables. ¿Podemos luego considerar como casual que en contraste con la extensión del sufragio universal –sobre el que han sido optimistamente modelados– los derechos de cogestión en la industria se hayan demostrado tan raramente efectivos y hayan sido fácilmente diluidos o invertidos? Democracia y capitalismo Bobbio es demasiado realista para no ser consciente de estas dificultades. Su invocación de la democracia como algo más subversivo que el socialismo es más táctica que sistemática. Su verdadera convicción es exactamente la opuesta: “La aceptación del régimen democrático presu79
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pone la aceptación de una ideología moderada” (1986a, p. 114). En efecto, “decisiones de mayoría en un sistema político basado en el sufragio universal permiten cambios en el sistema pero no dan lugar a un cambio del sistema” (1983, p. 20). La permanencia del orden social capitalista resulta, en otras palabras, la premisa de una efectiva participación en el Estado representativo. Paradójicamente, como advierte cándidamente el mismo Bobbio, esto no significa que si el capitalismo es intocable como consecuencia lo sea también la democracia. La historia nos enseña otra cosa. “En la democracia no se puede cambiar, si por cambio se entiende un salto cualitativo, pero la democracia puede morir” (ibíd, p. 21). Si todavía debe ser descubierta una vía parlamentaria al socialismo las experiencias italiana y alemana de entreguerra nos recuerdan que existe una vía parlamentaria al fascismo. Esta realidad incómoda debe ser afrontada. Para Bobbio, ella no disminuye el valor de la democracia liberal, pero acrecienta la necesidad de barreras constitucionales para protegerla. Al fin de cuentas, estas siguen siendo sus preocupaciones más constantes. De los dos problemas: ¿“quién gobierna”? y ¿“cómo gobierna”?, en 1975 Bobbio declaraba sin vacilación alguna que no tenía dudas sobre el hecho de que “el más importante ha sido siempre el segundo, no el primero” (1976b, p. 38). En otras palabras: lo que importa siempre no es cuál es la clase en el poder sino el modo como lo administra. Aquí se manifiesta en su nivel más profundo la elección de Bobbio por el aspecto liberal de su pensamiento. Por la misma razón, entre las dos críticas 80
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de la democracia representativa que se encuentran en sus escritos, la conservadora tiene mayor peso respecto de la socialista. En los escritos más recientes este análisis, según un esquema conocido, tiende fácilmente a convertirse en una apología perversa. Así, haciendo de necesidad virtud, Bobbio puede escribir: “La apatía política no es del todo un síntoma de crisis de un sistema democrático sino, como de costumbre se observa, un signo de perfecta salud” (1984b, p. 61). Todo esto significa una “benevolente indiferencia” por la política en cuanto tal, que se funda en el buen sentido. En efecto, en las sociedades democráticas, el mayor cambio social en general no es totalmente el resultado de una acción política sino del progreso de las capacidades tecnológicas y de la evolución de las manifestaciones culturales, que por otro lado son procesos moleculares involuntarios más que intervenciones legislativas deliberadas. Esta “transformación continua”, a través del flujo de intervenciones y de la adaptación de las costumbres, reduce en mucho el significado del “reformismo” cuya importancia ha sido sobrevaluada por la socialdemocracia (1985b, pp. 67-68). En estas condiciones es preferible aceptar el orden político del día –competencia limitada entre entes– más que arriesgar la estructura constitucional cargándola de demandas demasiado ambiciosas. Con su habitual vivacidad Bobbio expresa esto de la siguiente manera: “Nada es más peligroso para la democracia que el exceso de democracia” (1984b, p. 13). Una fina fórmula elitista y reflexión tan vieja como la oligarquía romana: 81
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“Demasiada libertad acabaría reduciendo a la servidumbre al pueblo libre” (Cicerón: República, I, 68). 5. UNA FÓRMULA QUÍMICA INESTABLE La desilusión italiana ¿Cómo deberíamos juzgar estas últimas notas? Podemos buscar su significado en dos niveles. En el primero, ellas sin duda reflejan una cierta experiencia personal que ha marcado profundamente a Bobbio y de la cual él es completamente consciente: una desilusión específicamente italiana. Se podría decir que en ningún país de Europa occidental tanto como en Italia se habían volcado sobre la izquierda esperanzas políticas tan justificadamente significativas en los años próximos a la finalización de la guerra; Italia había producido la mayor resistencia popular, el fermento intelectual más vital y el más amplio movimiento obrero radicalizado. Fue un período cuyo recuerdo no está completamente muerto y del cual algunos rasgos sobreviven en la fuerza de la imagen internacional del PCI*. Pero, por otra parte, en ningún país tales esperanzas han sido tan radicalmente descuidadas durante los decenios siguientes. Los textos de Bobbio son un prisma cristalino de esta historia. En 1945 declaraba: “El expediente del sufragio universal cierra el experimento democrático bajo la forma de la democracia indirecta”, y en nombre de las
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ideas federalistas de Cattaneo propugnaba ardientemente acercarse a formas de “democracia directa” a través “de la multiplicación de instituciones de autogobierno” (1971, p. 55). En 1946, relata Bobbio, cuando el Partito d’Azione estaba siendo lacerado por su crisis interna, “yo tronaba contra la idea de dar lugar a un partido de las capas medias que sólo habría restaurado la vieja democracia parlamentaria suprimida por el fascismo”.11 Veinticinco años después, al reeditar este ensayo junto a otros, lo introduce con estas palabras: “No escondo el hecho de que nuestra generación ha sido desastrosa. Perseguimos las ‘seducciones alcinescas’ de la justicia y la libertad: hemos logrado muy poca justicia y acaso estamos perdiendo la libertad” (1971, p. XI). Estas líneas fueron escritas en 1970, un año amargo para Bobbio. Sus temores, en el sentido de que la libertad conquistada con la Liberación resultara vana, malgastada por el orden constituido y después destruida por la subversión terrorista, alcanzaron su máxima intensidad en el periodo posterior. A mitad de los años ochenta él consideró superados los peores peligros y pudo observar con alivio la estabilización relativa de la democracia italiana. Sin embargo lo hace en términos poco elogiosos para el espíritu cívico de la nación: “Se puede ser libres por 11 V. su ensayo incluido en el número de Il Ponte dedicado al liberalsocialismo, 1986. N° 1, p. 145. El texto contiene también algunos juicios cortantes sobre el destino del PSI. *Recuérdese que el presente texto es previo al cambio de denominación del PCI por el de PDS -Partito Democratico della Siniestra (NE).
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convicción o por costumbre. No sé cuántos italianos son amantes convencidos de la libertad. Acaso sean pocos. Pero son muchos los que habiéndola respirado durante muchos años no podrían vivir sin ella, aunque no lo sepan. Retomando, pero en un contexto distinto, un célebre dicho de Rousseau, los italianos, por razones que la mayor parte de ellos ignoran y por las cuales tampoco se interesan, se encuentran viviendo en una sociedad en la cual están ‘obligados’ por cosas más grandes que ellos a ‘ser libres’ ” (1986b, p. 183). Pero esta conclusión, aun renunciando a las más apocalípticas profecías de Bobbio durante el decenio precedente, no atempera sustancialmente el balance histórico de la República por cuya creación él había combatido. Apelando a los valores de la Resistencia, una lucha en la cual “no nos equivocamos” –dice– recientemente ha recordado una vez más la divergencia entre los “ideales de ayer” y la “realidad de hoy”: “Habíamos aprendido a ubicarnos frente a la sociedad democrática sin ilusiones. No logramos estar más satisfechos pero somos en cambio menos exigentes. Las diferencias entre las ansias de entonces y las preocupaciones de hoy están a la vista. En su conjunto no ha mejorado la calidad de nuestra vida, por el contrario, en ciertos aspectos ha empeorado. Hemos cambiado nosotros, resultando más realistas y menos ingenuos” (1986c, p. 5). Esta franca admisión explica en mucho la aparente aceptación de Bobbio al minimalismo incoloro del orden representativo en Italia, su voluntad de proporcionar razones –o consuelos– por la regresión del 84
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interés popular por la política, dominada por elites cuyos regímenes por mucho tiempo han significado apenas algo más que pan y escándalos. Él ha dado su opinión sobre tal espectáculo con su característica franqueza autocrítica. Después de detenerse en datos que acabamos de mencionar –el carácter benévolo de la indiferencia política, las necesarias limitaciones para las alternativas políticas–, afirma: “No sé si estas consideraciones pueden tener la pretensión de ser consideradas razonables y realistas a la vez. Sé por cierto que serán consideradas frustrantes y desalentadoras por aquellos que, frente a la degradación de nuestra vida pública, frente al espectáculo vergonzoso de corrupción, de ignorancia, de arribismo y de cinismo que nos ofrece diariamente gran parte de nuestra clase política, piensan que la manera de hacer política que está permitida por el sistema no es suficiente, no digo para transformarlo sino siquiera para curarlo, y que para males extremos son necesarios remedios extremos (...) Quien escribe pertenece a una generación que perdió las grandes esperanzas hace más de treinta años, poco tiempo después de la Liberación, y ya no las recuperó más que en algunos momentos, tan raros como pasajeros y, al final, poco decisivos; uno por decenio: la derrota de la ley truffa* (1953), el advenimiento del centro izquierda (1964), el gran salto del Partido Comunista (1975). Entiendo perfectamente que estas observaciones no valgan para los más jóvenes, que no conocieron el fascismo, familiarizados solamente con esta democracia más que mediocre, y que no están igualmente dispuestos a aceptar el argumento del mal 85
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menor” (1984b, p. 58). La influencia de Bobbio Tales sentimientos, y la experiencia que éstos provocan distinguen a Bobbio de sus grandes predecesores. No hay razón para dudar de su gran sinceridad. Pero desde un cierto punto de vista no le hacen justicia. Existe una diferencia entre ideal e influencia. Desilusión no quiere necesariamente decir impotencia. Las primeras esperanzas de Bobbio no se han concretado, pero es notable la frecuencia con que sus sucesivas advertencias han sido escuchadas. Si se compara su producción con la de Mill, Russell o Dewey, es claro que Bobbio nunca ha sido, en el mismo sentido, un pensador original. Él es el primero en destacar el carácter derivado de sus ideas principales y esto, según cree, es un rasgo común de la cultura italiana de la segunda posguerra, y que la distingue de la que se había conformado en los primeros años del siglo. “A decir verdad, todo lo que se hizo entonces muestra la prisa, la improvisación, y carece de originalidad alguna. Fuimos, en la mejor de las interpretaciones, divulgadores” (1984c, p. 26). Pero en su tiempo el impacto político ha sido seguramente mayor que el de sus predecesores. Bobbio, en efecto, aconsejó el eurocomunismo al PCI y previó su adopción veinte años antes de que éste surgiera. También desempeñó * Legislación electoral sancionada durante el gobierno de Mario Scelba, por la cual se otorgaba al partido de mayoría relativa la mayoría absoluta como premio electoral (NT).
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un papel significativo para que el PSI abandonara su pasado marxista. Igualmente contribuyó a derrotar el desafío del extremismo de izquierda en el mismo período. Y por si esto fuera poco, anticipó el abandono de la tercera vía por parte de los dos partidos mayoritarios del movimiento obrero italiano. Es dificil pensar en otro intelectual que haya producido un efecto tan real y visible en el clima político de su país desde fines de la guerra. La principal excepción a este currículum, que por otro lado le hace honor, es su oposición a los armamentos nucleares. En este sentido se pueden ver los amargos comentarlos sobre la completa indiferencia del ambiente político italiano, oficial y de la cultura, en oportunidad de la publicación de la segunda edición de El problema de la guerra y la vía de la paz (1984): “Los que damos la voz de alarma somos como los perros que ladran a la luna”. En los debates posteriores Bobbio logró su influencia no sólo a través de una combinación singular de calidad de expresión y de erudición sino también debido a su singular y transparente probidad personal. Aun cuando ha defendido posiciones cada vez más neomoderadas contra críticas más que justificadas por parte de opositores radicales, su superioridad moral e intelectual respecto de ellos ha sido generalmente evidente. Sin embargo, como hemos visto, aquel “moderatismo” ha terminado con la puesta en duda del proyecto de unir liberalismo y socialismo. Mill calificaba los esquemas socialistas como “quiméricos” antes del cambio de opinión que diera comienzo a los intentos teóricos de unirlos a los 87
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principios liberales. Después de haber participado en el intento práctico del Partito d’Azione para lograr este tipo de socialismo liberal, Bobbio ha llegado a calificarlo a éste de “quimérico”, “a lo sumo una fórmula ideal” (1971. p. 201). “Mientras la conjugación de liberalismo y socialismo fue hasta ahora tan noble como irrealizable, la progresiva identificación del liberalismo con las fuerzas del mercado es un dato de hecho indiscutible” (1985a, p. 62). Si vamos más allá de la razón histórica de esta paradoja, inscrita en la experiencia personal de Bobbio, encontramos también una razón intelectual. Desde el comienzo su formación teórica incluía no sólo un filón socialista y uno liberal sino también uno conservador. Bobbio ha permanecido siempre sincera y admirablemente progresista en sus simpatías e intenciones personales: a todos los efectos, y desde cualquier punto de vista, se trata de un pensador verdadero y de gran nobleza. Pero sus escritos, a pesar de sus intenciones, parecen demostrar que opera en ellos una trama de afinidades electivas. En efecto, en los ensayos de Bobbio el socialismo liberal se revela como un compuesto inestable: los elementos de liberalismo y socialismo, que inicialmente parecen atraerse, terminan por separarse y, en el interior del mismo proceso químico, el liberalismo se orienta hacia el conservadurismo. ¿Y el futuro? ¿En qué medida es representativa esta combinación de 88
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elementos? Aparte de las circunstancias particulares de Italia, ¿hasta qué punto estas afinidades electivas están ampliamente presentes en el pensamiento político moderno más allá de la voluntad de cada uno de los pensadores? Como palabra, el liberalismo aparece por primera vez como emblema del 18 de Brumario del Año VIII (9 de noviembre de 1799) cuando Napoleón puso fin a la revolución francesa declarando que había tomado el poder para “proteger a los hombres de ideas liberales” (Brunner et al. pp. 749-751). Este primer motivo originario jamás ha desaparecido del todo a pesar de todas las vicisitudes posteriores. Y también es verdad que el Primer Imperio generó en otras partes una acogida más radical de esta idea: la misma idea de liberalismo inspiró en España la primera revolución europea contra la Restauración. Cuando el viejo orden se vio amenazado en 1848 a escala continental, inició el reiterado intento de extender el liberalismo más allá de sus propios límites a los efectos de abarcar nuevas clases sociales y nuevos valores. Lo que más impresiona hasta hoy es la desproporción entre las credenciales intelectuales y los éxitos políticos de los proyectos que surgieron. No obstante la buena voluntad y el talento que se prodigaron, la síntesis entre liberalismo y socialismo hasta ahora no ha llegado a realizarse. Esto no quiere decir que no se deba lograr. Las renovadas energías que hoy son atraídas por esta idea (¿quién podría desear un socialismo iliberal?) acaso apunten hacia otra dirección. Es demasiado pronto para arriesgar un juicio, pero es probable que la percepción 89
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del sentido de la historia de esta empresa constituya una condición necesaria para conducirla a buen término.
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CORRESPONDENCIA Perry Anderson Norberto Bobbio
3 DE NOVIEMBRE DE 1988 Estimado profesor Anderson: Leyendo las páginas que usted me dedicara en el último número de New Left Review quedé asombrado por el conocimiento verdaderamente excepcional que muestra de mi vida y obra. Creo que ninguno de los que hasta ahora se ocuparon de mí, sobre todo si se trata de extranjeros, ha efectuado un esfuerzo de comprensión de la magnitud del suyo. Hasta conoce mis libros más recientes, como Italia fedele y Perfil ideológico del siglo XX y también obras menores, como Las ideologías y el poder en crisis, que en Italia pasó casi completamente inadvertida, e incluso se da el caso de que en una nota haga referencia a mis obras jurídicas. La atención con que usted leyó mis escritos se evidencia también en la capacidad con la que generalmente supo extraer del contexto, y de cientos y cientos de páginas, algunas frases destacadas y particularmente 91
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incisivas. No deja de sorprenderme que un extranjero, especialmente un lector de lengua inglesa, tenga el conocimiento que usted tiene del contexto histórico en el que se mueven mis ideas. Me refiero, para dar un ejemplo, a lo que escribe sobre el Partito d’Azione en el sentido de que no fue solamente un partido de orientación liberalsocialista, o al implacable juicio sobre el actual grupo dirigente del Partido Socialista Italiano. En lo que respecta a sus observaciones críticas (ya había leído su artículo en Nexos, que los amigos mexicanos tuvieron la gentileza de enviarme, pero el de New Left Review es mucho más amplio y preciso), tal vez sea demasiado pronto para dar una respuesta adecuada, pues desde hace meses que no me encuentro bien y he debido renunciar a un trabajo metódico para preocuparme más por mí salud. Además, a mi edad (hace poco cumplí setenta y nueve años) es prueba de sabiduría tener siempre listas las valijas para el gran viaje. Por ahora me limitaré a hacer un breve comentario. Uno de los puntos más interesantes (e ilustrativos también para mí) de su análisis es el que se refiere a la relevancia otorgada a mi “realismo”, realismo que se enfrentaría, hasta hacer incoherente el conjunto de mi pensamiento, con los ideales liberales y socialistas. Pero para usted “realismo” es sinónimo de “conservadurismo”. Se me ha presentado la oportunidad de afirmar en reiteradas ocasiones que Marx tuvo el gran mérito de ser al mismo tiempo un revolucionario y un realista, hasta tal punto que es llamado el Maquiavelo del proletariado. Y Lenin, ¿no 92
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era un realista? ¿Y Trotsky? Por otro lado una posición realista es indispensable para quien desee realizar un análisis de la sociedad sin prejuicios, sin velos ideológicos deformantes. Lo que he escrito sobre las paradojas de la democracia “real” en ¿Qué socialismo? y sobre las promesas incumplidas en El futuro de la democracia, pretende ser, nada más y nada menos, que una descripción realista de lo que ha sucedido en el proceso de democratización que se efectuó en el último siglo, una ilustración –desapasionada, desencantada, amarga si se quiere pero justa, justa para quien quiere permanecer fiel a la ética de la ciencia, o sea de la búsqueda desinteresada– de las dificultades que afectan a la democracia en el tránsito desde lo que ha sido concebido como “noble y prominente” hacia la “cruda realidad”. Puede ocurrir muy bien que este análisis esté equivocado pero debería ser juzgado por lo que es, es decir, con el único criterio con que debe ser valorado un análisis científico o lo que de alguna manera se presenta como tal, que es el de la verdad o de la falsedad. Lo mismo vale, y lo he repetido varias veces, para la teoría de las elites. Antes de juzgarla como lógicamente conservadora, ¿no convendría preguntarse si es verdadera o falsa? ¿Acaso la teoría revolucionaria más acreditada en Occidente no sólo ha sostenido sino también practicado la idea de las “minorías organizadas”? Ahora bien, me parece que frente a mis análisis realistas usted no se plantea nunca la pregunta de si son correctos o erróneos sino solamente si son o no compatibles 93
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con mi proyecto ideal liberalsocialista. Su acusación de incoherencia deja en alguna medida pensar (lo digo un poco como una paradoja) que usted hubiera preferido que yo afirmara que en Italia (¿pero a fin de cuentas lo que sucede en Italia no se produce acaso de manera menos “farsesca” casi en todos lados?) vivimos en el mejor de los mundos democráticos posibles. No, no vivimos en el mejor de los mundos posibles, ¿pero esto debe impedirnos entender hacía dónde va el mundo? ¿O indicar hacia dónde sería mejor que fuera? El realismo del científico –que usted identifica sin más con la ideología de los conservadores– y el idealismo del ideólogo están en dos planos distintos. Me parece que es licito hablar de contradicción entre un análisis científico que diga “blanco” y otro que diga “negro”, o entre una ideología que aprecia la igualdad y otra que exalte la desigualdad; me parece menos lícito denunciar una contradicción entre un análisis científico (la democracia hasta ahora se ha detenido en las puertas de las fábricas) y una propuesta política e ideológica (sería bueno que la democracia también conquistara la fábrica). A partir del mismo análisis realista se puede demostrar y comprobar que los dos planos no deben ser confundidos: de “la democracia no ha cumplido todas sus promesas” se pueden derivar dos posiciones ideológicas, o sí se quiere positivas, programáticas, opuestas: “está bien que las promesas no se hayan cumplido, al diablo con la democracia” o “es necesario realizar cualquier esfuerzo para que las promesas se cumplan”. Usted puede contestarme que al lado de las promesas incumplidas yo puse los obstáculos 94
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no previstos; pero también en este caso las soluciones posibles en el plano del deber son por lo menos dos: la resignación (los obstáculos no son superables) y la confianza (los obstáculos pueden ser superados). Puedo admitir que mi diagnóstico sobre los males de la democracia italiana ha sido con frecuencia tan severo (desafortunadamente la mayor parte de mis artículos políticos están dictados por las circunstancias y tienen que ver con la polémica contingente) que se presta más para sugerir una línea de resignación que una de confianza, y en este sentido reconozco que sus recriminaciones dan en el blanco. Pero cuando en la práctica me he comprometido en una batalla política –y eso ha acontecido pocas veces en mi vida, contrariamente a lo que usted cree atribuyéndome méritos que no tengo– creo haberlo hecho siempre para defender los ideales de la justicia y de la libertad contra las degeneraciones, analizadas de manera realista, de nuestra vida democrática. El hecho de que luego estos ideales de la libertad (provenientes de la doctrina liberal) y los de la justicia (provenientes de la doctrina socialista) –y para mí convergentes en el proyecto de una democracia social como ideal a alcanzar– sean para usted signos de un proyecto político moderado, puedo entenderlo y no tengo absolutamente nada que objetar. Pero una cosa es la crítica ideológica perfectamente legítima, a partir de la cual no tengo inconveniente alguno en reconocer que estamos en dos campos diferentes, y otra cosa es la acusación de incoherencia entre lo que escribí como estudioso de la política y aquello a lo que aspiro como militante político, 95
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sin que nunca se haya planteado en sus páginas la veracidad o falsedad de mi diagnóstico sobre la democracia actual y que por cierto no sólo vale para Italia. Desde el punto de vista ideológico creo que la principal razón de nuestra discrepancia es mi inicial y nunca abandonado liberalismo, entendido, como yo lo entiendo, lo digo de una vez por todas, como la teoría que sostiene que los derechos de libertad son la condición necesaria –aunque no suficiente– de toda democracia posible, incluso de la socialista (en caso de que sea posible). Puede que esta idea fija dependa del hecho de que pertenezco a una generación que ha llegado a la política combatiendo a la dictadura y continúa viviendo en una sociedad en la que las tentaciones autoritarias no han desaparecido del todo. Usted me podrá objetar que manteniéndonos en la democracia liberal jamás se llegará al socialismo. Yo replico, como siempre lo he hecho en estos años a los comunistas, que tomando un atajo para llegar al socialismo no se retornará jamás a los derechos de libertad. Me permito decir que éste es, planteado de manera realista, el problema actual de la izquierda. Un problema que la izquierda tradicionalmente marxista no ha resuelto, y que partiendo solamente de los análisis marxianos no está en condiciones de resolver. El liberalsocialismo es sólo una fórmula –soy el primero en reconocerlo– pero indica una dirección. Me ha dado mucho gusto que usted descubra antecedentes ilustres en la tradición del pensamiento anglosajón. Entre estos antecedentes Guido Calogero acostumbraba 96
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citar el liberalismo de T. Hobhouse retomando una cita de Croce que lo había definido como un socialista liberal (Etica e politica, p. 320). En estos días tuve la satisfacción de leer la obra de S. Bowles y H. Gintis Democracy and capitalism, que usted cita, porque en ella observé un intento original de ir más allá de las dos tradiciones de pensamiento siempre en contraste: el marxismo y el liberalismo. Por lo demás, usted mismo al final no rechaza del todo las “energías” que el liberalsocialismo ha generado, aunque considera que deberían ir en otra dirección. Pero ¿en cuál dirección? Su última respuesta: “It is too soon to say” (es muy pronto para decirlo) es un poco sibilina. Acepto las reiteradas observaciones sobre mis “vacilaciones” y “oscilaciones”. Soy perfectamente consciente de que he planteado más preguntas que respuestas, sin embargo, su frase final tampoco me parece demasiado esclarecedora. Tengo el convencimiento de que es necesario tener el coraje de redefinir el socialismo, porque si permanecemos aferrados a su definición histórica –la eliminación de la propiedad privada, y la sustitución de la propiedad privada por la propiedad colectiva– una reforma enteramente socialista no sólo aparece como democráticamente impracticable sino también, si consideramos de manera “realista” los resultados logrados en loa países en los que el socialismo se ha concretado, indeseable. Pero tampoco quiero ir más allá. Sería presuntuoso: “It is too soon to say”. Así las cosas, entre usted y yo hay una diferencia: si para usted es “demasiado pronto”, para mí es ¡demasiado tarde! La parte superior de mi clepsidra ya está casi vacía y no se 97
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me permitirá –y tampoco lo deseo– darle vuelta. Antes de terminar esta carta, que considero demasiado larga, quisiera que me aclarara cuáles son, según su criterio, mis errores de interpretación de Gramsci. En su libro sobre Las antinomias de Gramsci, en la página 22 de la traducción italiana (p. 19 de la edición castellana), afirma que yo habría atribuido a Gramsci la originalidad del uso de “hegemonía”. Al margen del hecho de que el término “hegemonía” se usa comúnmente en el lenguaje político italiano (en cualquier texto escolar sobre la historia del Risorgimento se habla reiteradamente de “hegemonía piamontesa”), en el ensayo gramsciano hay una nota (pág, 37 de la edición Feltrinelli) sobre el uso de la hegemonía en Lenin y Stalin que me fue sugerida por el conocido eslavista Vittorio Strada. Pero obviamente la razón de su crítica es otra. En cambio, usted ciertamente exagera en sentido opuesto cuando considera que yo he tenido mucha influencia en la política italiana. Aunque esta afirmación sea capaz de regocijarme, puedo asegurarle que no corresponde a la verdad. Siempre me he considerado, en especial en estos años, un patético predicador en el desierto, al que no escuchan pero toleran benévolamente. Le agradezco por cierto el generoso reconocimiento, pero me veo obligado a no tomarlo demasiado en serio. Le adjunto mi bibliografía completa, publicada en Turín en 1984 por iniciativa de la Universidad, y un libro que me dedicaron en oportunidad de mi jubilación. La introducción de la primera y la conclusión de la segunda 98
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son páginas autobiográficas, a manera de “confesiones”, humanísticas y melancólicas a la vez. Reciba esta carta como muestra de interés por lo que ha escrito sobre mí y por mí. Su propósito de interpretar mi obra, hecho con tanta seriedad, no podía quedar en silencio. Cordialmente. Norberto Bobbio 12 DE DICIEMBRE DE 1988 Estimado profesor Bobbio: Le agradezco su larga carta del 3 de noviembre. Su respuesta a mi ensayo me ha conmovido. Ciertamente usted es muy generoso conmigo, pero sin lugar a dudas una afirmación suya es verdad: he intentado escribir no simplemente sobre usted sino por usted. Creo haber demostrado este deseo de manera particularmente intensa, y por cierto estoy feliz de que esto aparezca en los resultados, precisamente porque mi background nacional, generacional y político es distinto. Al mismo tiempo creo que las divergencias entre nosotros son efectivamente menores de las que podrían aparecer una vez leído mi artículo, o por lo menos de su interpretación de algunas partes de él. En su respuesta usted observa ante todo que me limito a identificar la tradición realista con el conservadurismo y, en seguida, que descuido interrogarme sobre si su rea99
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lismo encuentra o no una correspondencia adecuada con la experiencia democrática actual. La primera de estas objeciones en principio me sorprendió, pero revisando podría haber dado esa impresión, sin que por cierto ese hubiera sido el propósito. En los hechos, al afirmar que para usted la tradición realista fue “casi siempre” (quizá hubiera sido más correcto decir “preponderantemente”) conservadora, lo que lógicamente presuponía la existencia de un realismo no conservador, y continuando con la cita de la comparación trazada por usted entre Hobbes por un lado, y Marx y Lenin por el otro, yo no agregaba explícitamente –como sin ninguna duda debería haberlo hecho– que para usted estos últimos también deberían contarse entre los grandes realistas. Consideraba que eso podría deducirse del contexto, pero parece que no era tan evidente. Cuando más adelante abordaba de nuevo el argumento, hablaba de “un” (no “del”) realismo sociológico de descendencia paretiana y weberiana, pero tampoco en este caso se coloca ninguna tradición realista alternativa. Así las cosas, en este caso considero que de alguna manera soy merecedor de su crítica. Por otra parte, también es verdad que mis reiterados elogios respecto de su “realismo histórico” podrían haber dado lugar a que se formara la impresión de que no abono ninguna hostilidad de principio en relación con la perspectiva realista en cuanto tal. Por lo demás, ¿cómo podría hacerlo? Más aún si se tiene en cuenta que, como usted recuerda una vez más y con razón, Marx, Lenin y Trotsky deben ser incorporados entre los pensadores realistas de primera línea. 100
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En lo que respecta a su segunda objeción, la respuesta adquiere un mayor grado de complejidad. Tiene razón por cierto cuando destaca que en mi artículo no afronto el problema de la real veracidad o falsedad de sus diagnósticos sobre la democracia contemporánea. Touché. Esto constituye indudablemente un punto débil del trabajo. Por otro lado creo que usted ha subvaluado hasta cierto punto la “incoherencia” que he percibido en sus juicios en el sentido que la democracia es de carácter estrictamente científico, y no por tanto en lo que respecta a la compatibilidad entre análisis científico y desiderátum político, como usted sugiere. Porque a fin de cuentas usted afirma que o bien “asistimos a la ampliación del proceso de democratización” en “espacios nuevos, ocupados basta ahora por organizaciones jerárquicas y burocráticas”, lo que quizá representa “un auténtico viraje en la evolución de las instituciones democráticas”, o bien que “la ampliación de las instancias democráticas dentro de la sociedad civil ahora parece ser más una ilusión que una solución”. Tal vez esta contradicción pueda explicarse en términos cronológicos, esto es, que usted había cambiado posteriormente de parecer sobre este aspecto particular, aunque me parece que puede ser más fiel a su pensamiento considerarla como una auténtica oscilación o incertidumbre de juicio. Pero usted podría replicar de buena ley: ¡mejor mis vacilaciones que su silencio! Permítame entonces confesarle mis opiniones sobre este asunto que hasta ahora apenas fueron esbozadas.
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La descripción general –que usted propone– del funcionamiento de lo que yo continuaría llamando “la democracia real” en Occidente (¡en homenaje a las sólidas hipocresías del Este!) me parece en verdad bien fundada. Mi principal reserva es de naturaleza comparativa: creo que usted subvalúa la medida en que tal democracia, en Estados Unidos, ha sido vaciada de significado a partir de los últimos años del siglo pasado hasta convertirla –con la colosal monetarización y una participación mínima en el proceso electoral– en algo distinto respecto de los modelos de Europa occidental. El autorizado politólogo norteamericano Walter Dean Burnham se ha apresado elocuente y detalladamente en este sentido. Asimismo, irónicamente yo sería menos severo que usted sobre el modelo italiano, si se tiene en cuenta que la Constitución de ustedes protege los derechos de las minorías de una manera mucho más eficaz de lo que lo hace la nuestra en Gran Bretaña, donde el sistema electoral favorece la discriminación y el ejecutivo resulta despojado arrogantemente de sus obligaciones. Así las cosas, ¿cómo debemos valorar las posibilidades de un progreso que supere los límites del orden liberal capitalista? Sobre este punto pienso que usted abandonó con mucho apresuramiento por lo menos una parte de su crítica originaria, sustituyendo las “promesas incumplidas” de la democracia por las “promesas insatisfechas”, y sugiriendo así que habría sido alcanzada una suerte de frontera institucional última de la libertad, a pesar de lo decepcionante que todo esto pueda resultar. Es cierto que 102
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ninguna de las democracias que en este siglo se propuso ir más allá del criterio de la representación demostró tener un ordenamiento durable y vital (la Cataluña republicana es quizá la que más se aproximó a este caso). Y es verdad también que por el momento es muy difícil imaginar de qué manera las sociedades occidentales podrán finalmente salir –moviéndose en una dirección positiva– de las vías exclusivamente parlamentarias hacia las cuales se encaminaron. Pero tampoco creo –y estoy profundamente convencido de ello– que las semilibertades de hoy, indolentes y manipulables, constituyan la última palabra de la humanidad. ¿Quién puede realmente imaginar que el orden actual será simplemente reproducido, manteniendo intacta su naturaleza hasta el fin de los días? Las cosas podrán empeorar o mejorar mucho. Todo lo que se puede prever con algún grado de certeza es que no permanecerán como están. Naturalmente estamos hablando de mucho más que una década –definitivamente “demasiado tarde” para ambos–, pero teniendo como base la vía que hasta ahora se venía transitando, creo que es racionalmente admisible un cauto optimismo sobre las perspectivas de este lejano futuro, por lo menos mientras la guerra nuclear no intervenga para negar cualquier futuro a cada uno de nosotros. Usted concluye destacando que nuestro disentimiento de naturaleza ideológica está determinado por su perdurable y originario liberalismo, cuyo verdadero punto central está representado por el valor que le atribuye a los derechos políticos individuales. No estoy seguro de que las 103
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cosas estén exactamente en estos términos, si bien puedo comprender par qué usted las piensa así. En realidad siento con respecto al ideal del liberalsocialismo más simpatía de lo que usted se imagina. El hecho de que hasta ahora no se haya demostrado como políticamente realizable en Occidente no da lugar, como he señalado en la conclusión, a una condena definitiva. En mi análisis de este problema existe además una laguna evidente en lo que respecta a las perspectivas de un socialismo liberal en el Este. Porque, ¿qué otra cosa es, hablando concretamente, el espíritu más positivo que anima el proceso de la perestroika en la Unión Soviética? El Estado de derecho, la garantía de los derechos individuales, la separación de los poderes: todo esto forma parte de los objetivos declarados por Gorbachov. Precisamente usted había previsto, hace treinta y cinco años, que un día el gobierno soviético habría de dirigirse hacia la institucionalización de aquellas libertades que los liberales reivindican contra el absolutismo, y que los libros de texto soviéticos habrían de descubrir el Reichstaat. Los hechos le han dado toda la razón. Aquel día finalmente ha llegado. Usted es demasiado modesto para citarse, pero tiene todo el derecho de sentirse profundamente satisfecho por este gran cambio. Naturalmente cualquier juicio sobre el proceso que se está llevando a cabo no puede ser sino prudente y provisorio. En efecto, su resultado no podría ser más incierto. La perestroika podría carecer del objetivo de un liberalsocialismo por ambos extremos, por así decir, y recaer en algo similar a la anterior dictadura burocrática o huir hacia adelante hacia una recomposición de facto 104
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del capitalismo, o tal vez combinar ambos males. Pero entre estos dos peligros, cada uno demasiado evidente, se asoma también la posibilidad de que se realice a largo plazo lo que podríamos legítimamente definir como un socialismo liberal. Y no veo de qué manera cualquier marxista contemporáneo podría dejar de saludarla con fervor, en la medida en que reconozca lo inadecuado de la herencia jurídica del propio marxismo. Pero si las cosas estuvieran planteadas de esta manera, la distancia entre nuestras posiciones se reduciría bastante. Si usted está de acuerdo podría concederle que el liberalsocialismo constituye nuestro objetivo común, a condición de que usted me conceda alcanzarlo a través de un proceso histórico de rasgos no-liberales. Le hago notar que usted admite la existencia de esta paradoja en el advenimiento del capitalismo liberal, ¿por qué entonces debería ser impensable para el socialismo? Entre sus mismos maestros y compañeros de Giustizia e Libertà había algunos que imaginaban algo muy parecido. ¿Si le diéramos a su “materialización” el nombre, entonces desconocido por cierto, de perestroika, Monti y Trentin no se revalorarían acaso como visionarios? Pregunta a la cual usted tal vez respondería: puede ser, pero yo me refería a las democracias ya existentes en Occidente y no a las hipotéticas del Este, y en Occidente tal paradoja por el momento es imposible, además de indeseable. Creo que éste es probablemente el real y limitado punto de desacuerdo.
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Un amigo mío, Norman Geras, acaba de terminar un ensayo donde reflexiona precisamente sobre este problema, y que le envío por separado. El tema central del trabajo alude a la tradición del pensamiento sobre la “guerra justa” que usted ha discutido en más de una oportunidad; creo que constituye la reflexión general más aguda a nuestra disposición sobre el tema de la ética revolucionaria. Pero a la vez aborda, de manera lúcida y moderada, nuestro problema “residual”: si la búsqueda de una sociedad justa en el ámbito del ordenamiento parlamentario debe respetar siempre las reglas constitucionales vigentes. Sus reflexiones sobre este trabajo serían ciertamente interesantes. Infinitas gracias por los tres textos que me envió. Me hubiera gustado conocerlos cuando estaba escribiendo mi ensayo, en especial por lo que usted dice de los autores que le son más cercanos y de su relación con los clásicos; y también, se trata en este caso de un argumento completamente diferente, sobre democracia y mercado. Entre otras cosas, no habría sostenido lo que escribí en la página veintinueve de mi ensayo si hubiera tenido esta última y vigorosa exposición ante mí. Por añadidura mi observación sobre Gramsci era demasiado incidental. Usted se pregunta qué es lo quise decir; en realidad sólo quise decir lo siguiente: que si bien el término “hegemonía” es más bien de uso común en las diferentes acepciones italianas, en Gramsci este término adquiere connotaciones específicas que derivan directamente de una cierta literatura rusa, algo que en su ensayo de Cagliari usted parece ignorar, en particular dos términos opuestos en el significado que 106
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le atribuyen Axelrod, Plejánov, Trotsky y también Lenin: por una parte “corporativismo”, y por la otra “dictadura”. Gramsci desarrolla estas contraposiciones de manera original, pero sin embargo él no las creó. No corrijo una afirmación mía; aunque usted la niegue, responde a la influencia que usted mismo ha ejercido sobre la vida política italiana, tal vez percibida con retraso pero nunca inadvertida. Espero que algún eco de esta influencia pueda alcanzar a la cultura de un país tradicionalmente refractario como el mío. Ha sido un honor recibir su carta. Con mis más cordiales saludos, Perry Anderson 15 DE MARZO DE 1989 Estimado profesor Anderson: Ante todo me disculpo por el gran retraso con que respondo a su carta de diciembre pasado. Si bien considero que no hay contradicción entre una posición realista en el análisis de lo que acontece o aconteció, y una posición idealista proyectada hacia el futuro con el propósito de delinear lo que debería suceder, soy el primero en reconocer que en mis escritos políticos, que se fueron sucediendo en un arco de tiempo de cerca de medio siglo, hay una acentuación de una u otra posición de acuerdo al cambio de las circunstancias. Como le dije con anterioridad, la mayor parte de estos escritos, a 107
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diferencia de lo que sucede con los dedicados a la teoría del derecho, fueron ocasionales y en consecuencia respondieron a las situaciones que los provocaron, algunas más favorables que otras para inspirar confianza en el “futuro de la democracia”. Por ejemplo, si tuviera que decirle cuál es mi estado de ánimo en estos últimos tiempos, debería confesarle que es el idealista: el cual, a pesar de todo, nunca se hizo demasiadas ilusiones y tuvo que ceder terreno al realista desilusionado, a juzgar por la manera en que se desarrolló la lucha política en Italia –y no sólo en Italia sino también en todas las democracias consolidadas–, no solamente sin ideales sino también sin proyectos a largo plazo y que vayan más allá de las elecciones más cercanas (proyectos que, aunque modestos, no son normalmente realizados). A pesar de estas oscilaciones y de un pesimismo de fondo que marcó para siempre a quienes pertenecen a mi generación, jamás me resigné del todo a la derrota de los grandes ideales de la justicia y de la libertad que habían animado al movimiento liberalsocialista en los años de la lucha contra el fascismo, a pesar del revés histórico–sobre el cual creo que ya no tiene sentido extender velos piadosos– de la revolución comunista y, para nuestra mayor mortificación, la marcha triunfal del capitalismo, de ese capitalismo del cual la izquierda europea había previsto, ya hacia fines del siglo pasado, su caída inevitable. No sólo jamás me resigné sino que incluso recientemente tuve que mostrar mi enfado ante la manera demasiado apresurada y reverente con que los hombres y partidos de la izquierda italiana se inclinaron ante la realidad del mercado. 108
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En oportunidad de reseñar el libro de Giovanni Sartori The Theory of Democracy Revisited, en donde el autor escribe que la crisis actual de la democracia “es mucho más una crisis de fundamentos éticos”, antepuse la duda de que “la razón de la crisis moral de la democracia podría también buscarse en el hecho de que hasta ahora la democracia política ha convivido, o ha estado obligada a convivir, con el sistema económico capitalista”, un sistema que no conoce otra ley que no sea la del mercado, que reduce cualquier cosa a mercancía, no importa si esta es dignidad, conciencia, el propio cuerpo y ¿por qué no?, también el voto. Más recientemente, en una entrevista sobre la actualidad de la Revolución Francesa, y respondiendo a dos entrevistas previas sobre el mismo tema de Achille Occhetto y Bettino Craxi, secretarios del Partido Comunista y del Partido Socialista italianos respectivamente, que reivindicaban para sus partidos el derecho de identificarse con los principios de 1789, afirmé: “Sé que ahora me arriesgo a parecer más comunista que los comunistas (...) ¿Pero están realmente seguros el PSI y el PCI de que el gran fracaso histórico del socialismo y la circunstancia de que hoy vivamos en sociedades donde el capitalismo ha triunfado, significa que efectivamente se hace necesario renunciar a la idea de superar el individualismo de la sociedad liberal?”. Y además agregué: “¿el fracaso de la idea colectivista es un perjuicio histórico irreversible o se trata de mi revés momentáneo? Es verdad que finalmente el hombre nuevo jamás apareció, pero también es cierto que el-capitalismo agresivo de hoy pone en crisis la misma idea de hombre”. 109
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Como podrá advertir, también a mí me ha tocado plantear una pregunta idéntica a la que usted me hace en su carta: “Realmente, ¿quién puede imaginar que el ordenamiento actual será reproducido sin más hasta el fin de los tiempos?”. En todo caso tengo más dudas que las que usted podría tener respecto de la posibilidad de una transformación radical a través de la revolución. Aunque esté “realmente” convencido de que en los países económicamente desarrollados –en los cuales usted y yo estamos instalados, aunque Italia llegó en último lugar y no sin dejar sobrevivir grandes injusticias– la vía democrática no permite el advenimiento de una sociedad socialista como lo imaginaba el movimiento obrero del siglo pasado, tengo muchas dudas de que la vía alternativa sea transitable. A juzgar por la invitación que me hace para leer el libro de Norman Geras, Our Morals, debo pensar que usted considera no sólo posible sino también justificable (y supongo que también eficaz) el recurso a la violencia, aunque sea en determinadas circunstancias, en una situación de injusticia grave y persistente y en los límites de reglas preestablecidas. La tesis principal de Norman Geras es que, por analogía, como diría un jurista, los principios del ius ad bellum y las reglas del ius in bello pueden extenderse a la revolución. Dicho de otra manera: que del derecho internacional relativo a la guerra se pueden extraer buenos argumentos para diseñar una teoría de la legitimidad o de la legalidad de la revolución; en suma, para dar vida a la teoría jurídica de la revolución construida a imagen y semejanza de la tradicional teoría jurídica de la guerra. 110
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Aun dejando de lado la consideración, por lo demás obvia, de que la teoría de la guerra justa (o del ius ad bellum) o el llamado derecho de guerra (ius in bello) están atravesando una muy larga y grave crisis a partir del desmesurado incremento del poder destructivo de las armas, que por cierto hace cada vez más incierta la frontera entre guerra justa y guerra injusta –y también cada vez más inaplicables algunas reglas tradicionales del derecho de guerra, como aquella en la cual el autor insiste de manera particular y que se refiere a la distinción entre combatientes y no combatientes–, no estoy demasiado convencido de lo correcto de la analogía entre guerra y revolución, y por tanto de las consecuencias que el autor extrae de ella en lo que respecta a la legalidad de la revolución. En el derecho internacional, que aún se basa en última instancia en el principio de la autotutela, la guerra ha sido considerada siempre como un acto lícito, en la medida en que es equiparada a la sanción en el derecho interno. Por el contrario, ningún Estado permite en su interior el derecho a la revolución, y no puede permitirlo porque dentro del Estado, en tanto único detentador de la fuerza legítima, rige el principio opuesto de la heterotutela. Cuando dentro de un Estado se produce una revuelta y ésta se transforma en un verdadero acontecimiento revolucionario, tal acontecimiento es respecto del ordenamiento interno del Estado un hecho, un mero hecho cuya transformación en derecho depende sólo del éxito basado en el principio fundamental del derecho internacional: la efectividad. Los revolucionarios que venzan serán quienes impongan el derecho de mañana; a su vez los revolucionarios que 111
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pierdan serán considerados sólo como bandidos (en un tiempo se los llamaba “ladrones”). En todo caso, si perdura la situación de ruptura violenta del orden interno, el acontecimiento revolucionario puede generar un estado de guerra civil al que es lícito aplicar reglas del derecho de guerra, pero en la medida en que es una guerra y con independencia del hecho de que sea revolucionaria o contrarrevolucionaria. Todas estas dudas valen con mayor razón respecto de la otra tesis que sostiene el autor, o sea la que afirma que con respecto al derecho a la revolución no habría diferencia entre un gobierno despótico y un gobierno democrático representativo en el cual la situación de injusticia no fuera incidental sino grave y permanente en razón del condicionamiento ejercido por el sistema económico capitalista sobre el sistema político, condicionamiento éste que impediría a las reglas del juego democrático ser libre y eficazmente observadas. Con mayor razón si se tiene en cuenta que lo que distingue a un gobierno democrático de un gobierno despótico es la constitucionalización y la neutralización del derecho de resistencia a través del reconocimiento de la libertad de oposición, lo cual incorpora un argumento ulterior para sostener la reducción de la ruptura violenta del orden constituido a un mero hecho. Pero además la experiencia muestra que los cambios violentos que sufrieron los gobiernos democráticos casi siempre provinieron de movimientos de derecha, y que la violencia que abate la democracia no es revolucionaria sino generalmente contrarrevolucionaria, todo lo cual debería 112
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hacer reflexionar a quienes justifican de manera abstracta, sin tener en cuenta las lecciones de la historia, el cambio violento de un sistema democrático-parlamentario en nombre de los ideales revolucionarios. En realidad la cuestión de si la revolución es moral y jurídicamente justificable, y de si el comportamiento del revolucionario debe obedecer a reglas morales, me parece algo puramente doctrinario que apenas incide en la práctica. Una revolución no se vuelve ni más factible ni más probable por el hecho de que se haya demostrado su legitimidad, ni se vuelve menos despiadada una vez que se han dictado las reglas de conducta del buen revolucionario. Un análisis desprejuiciado de la realidad, un análisis una vez más “realista”, muestra que en los países económica y políticamente desarrollados en la actualidad no hay movimientos revolucionarios de tal envergadura que puedan hacer prever una explosión de movimientos revolucionarios capaces de cambiar las relaciones de poder existente. Gracias a la libertad de reunión y de asociación, en estas sociedades son posibles grandes movilizaciones para expresar el descontento, pero en todo caso se trata de manifestaciones que se colocan en el ámbito de la desobediencia civil o de la resistencia pasiva no violenta, y por cierto no en el ámbito de la resistencia activa violenta y de la revolución. En todo caso, se trata de una eficacia parcial y limitada, que puede tener como consecuencia la modificación de una disposición injusta, pero no el cambio de todo el sistema. Estaría tentado de decir que 113
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hoy también los movimientos populares son reformistas y no revolucionarios, tanto en los países capitalistas –recuérdense las manifestaciones en favor de los derechos civiles en Estados Unidos– como en los países socialistas –recuérdese el ejemplo de Solidaridad en Polonia. Entiéndase bien: es diferente el discurso que se debe hacer para los países del Tercer Mundo, donde el estado de cosas es objetivamente revolucionario, vale decir, donde las cosas se presentan de tal manera que dejan pocas esperanzas de que puedan ser modificadas democráticamente. Efectivamente, en muchos de estos países hay situaciones de violencia endémica, las que por lo demás deben ser consideradas más como pequeñas guerras (“guerrillas”) que como revoluciones. De cualquier manera no son situaciones comparables a las de nuestros países, donde, cuando hubo manifestaciones de violencia, como en Italia, se mantuvieron en los límites restringidos del terrorismo individual o de pequeños grupos, siempre destinados a un fracaso seguro. Pero también es un discurso diferente el de las relaciones entre el Tercer Mundo y los países desarrollados: en este caso se trata del discurso que se refiere al problema de la justicia internacional. Con todo, también en este caso creo que la izquierda europea tiene cosas mejores que hacer que predicar y justificar la revolución, por otra parte una revolución que para tener alguna posibilidad de éxito debería ser planetaria. La ética de la responsabilidad tendría que llevarnos a actuar en la única dirección que puede producir algún resultado, aunque sea lento y parcial: 114
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la del reforzamiento de las organizaciones democráticas internacionales, y en el ámbito de éstas propugnar políticas de justicia distributiva, que bien podrían ser las mismas políticas que desde hace más de un siglo los partidos socialdemócratas han promovido con éxito en el seno de sus propios Estados. Frecuentemente se ha afirmado que para hacer imposible la revolución es necesario transitar la vía de las reformas. Por el contrario, hoy es preciso seguir la vía de las reformas también en el ámbito internacional porque la revolución, una revolución que debería ser universal, se ha vuelto imposible. En este punto me doy cuenta de que nuestro desacuerdo toca valores últimos, y me parece que es muy difícil que pueda ser superado. Contra un desacuerdo de esta naturaleza chocan los buenos argumentos, y le pido que me crea si le digo que soy el primero en no estar siempre seguro de la bondad de los míos. No obstante, deseo asegurarle que este encuentro entre nosotros ha sido, al menos para mí, estimulante y útil. Cordiales saludos, Norberto Bobbio 17 DE MAYO DE 1989 Estimado profesor Bobbio: Le agradezco su carta del 28 de marzo. Aprecio mucho el hecho de que usted se haya tomado la molestia de con115
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testarme y a la vez darme a conocer sus consideraciones respecto del ensayo de mi amigo Norman Geras. Si le escribo hoy es porque me siento molesto por la forma en que introduje la cuestión en nuestro intercambio de opiniones. Mi referencia a tal trabajo era demasiado concisa como para poder expresar de manera satisfactoria el significado que pretendía atribuirle con respecto a nuestra discusión; quizás esto dio lugar a alguna incomprensión en el modo en el cual el argumento fue consecuentemente tratado por aquella persona. Permítame que le explique. No me parece que la intención de Geras fuera en absoluto la de proporcionar una justificación doctrinaria de la violencia revolucionaria sino, por el contrario, la de formular una crítica, y muy dura, a la tradicional posición revolucionaria respecto de la violencia. Tampoco creo que desde el punto de vista histórico se pueda sostener que la reflexión moral e intelectual sobre este problema sea simplemente irrelevante, como podría sugerir la interpretación de sus observaciones incluidas en su última carta (“que poco incide en la práctica”, “ni se vuelve menos despiadada”, etc.), aunque no creo que usted entienda precisamente esto. Si este tipo de razonamientos, como el que realiza Geras, hubieran sido comunes en los debates del período de la guerra civil rusa, por ejemplo, habría sido muy difícil imaginar la dirección que en los hechos tomó el que se produjo entre Kautsky y Trotsky. ¿Y quién está en condiciones de afirmar que debates de este tipo no tuvieron alguna influencia en las acciones de quienes participaron? Pero tampoco se puede afirmar que éste sea ahora un debate puramente académico, cualquiera 116
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que haya sido su relevancia en el pasado. El ensayo de Geras muestra de manera inequívoca la centralidad que esta temática tiene aún hoy en una sociedad industrial moderna, como Sudáfrica. Es evidente que la temática ético-política de la violencia revolucionaria todavía no está superada. Las observaciones posteriores que usted realiza sobre el Tercer Mundo –una zona cuyas fronteras hoy están menos claramente delineadas de lo que lo que estuvieron hace tiempo– se mueven efectivamente en esta misma dirección. En verdad está fuera de discusión la importancia de delimitar comportamientos crueles e inhumanos, donde quiera que la violencia se muestre socialmente inevitable. Sin embargo la izquierda ha reflexionado muy poco sobre cuáles son los principios en juego. Este es, sobre todo, el objetivo que Geras se plantea en su ensayo. Así las cosas, él hace suyo de la tradición internacional –que distinguió y posteriormente desarrolló– las doctrinas del ius ad bellum y del ius in bello. Usted, a su vez, critica los resultados basándose en la verificación de que guerra y revolución son realidades inconmensurables desde el momento en que los Estados, en tanto entes soberanos, siempre están legitimados para hacer la guerra, mientras que ningún Estado autoriza a sus propios súbditos a cambiarlo. Pienso que esta objeción está exageradamente vinculada a la esfera jurídica, que sería la más apropiada en el caso en que Geras se propusiera una verdadera analogía, pero creo que su argumentación se instala en el nivel, más simbólico, de un equivalente moral antes que en el de un equivalente jurídico. De todas maneras esto 117
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no significa que el paralelismo carezca de dificultades. En los hechos existe una simetría particularmente significativa entre guerra y revolución que no debe pasar inadvertida. En la época moderna los conflictos entre los Estados sólo excepcionalmente pusieron en peligro la existencia de los adversarios; la consecuencia normal de una derrota en el campo de batalla estuvo constituida más por el redimensionamiento que por el aniquilamiento del enemigo. Por el contrario, en los conflictos revolucionarios, la victoria de las clases subalternas coincidió, por su misma naturaleza, con la abolición de las clases dominantes, suprimidas en cuanto clase (y no como individuos) del nuevo orden posrevolucionario. Dicho de otra manera: la estructura de los dos tipos de conflictos se ha ido diferenciando de manera sustancial: la primera implicando una lógica de redimensionamiento, la segunda una lógica de transformación. Es probable que haya sido esta diferencia, junto con otros factores, lo que ha imposibilitado cualquier asimilación entre sus respectivas reglas en la obra de los clásicos del socialismo revolucionario. Que esto es así lo prueba la ausencia de referencia alguna en tal asimilación a Rosa Luxemburgo, la más sensible al discurso ético entre los pensadores de origen marxista. El sentido de repugnancia ante la guerra misma puede haber tenido sin duda un papel significativo, pero es probable que el otro obstáculo se haya constituido precisamente por lo que en los hechos ha permitido la codificación de la conducta entre los Estados en tiempos de guerra, es decir, la suposición de la sobrevivencia común una vez terminadas las hostilidades. De cualquier manera, esta conside118
Correspondencia
ración de carácter histórico no invalida las conclusiones políticas a las que llega Geras, y en todo caso contribuye a explicar por qué el canon al cual se refiere ha sido, como él mismo afirma, descuidado entre los socialistas. Creo que al negar validez a una reflexión comparativa entre estas dos formas principales de violencia moderna usted deja vía libre a la conclusión, por otro lado totalmente inaceptable, de que obligaciones de naturaleza ética pueden desempeñar un papel en las guerras –a las que le atenuaría su ferocidad, aunque ahora haya caído en desuso– pero no en cambio en las revoluciones, donde lo que cuenta es sobre todo una despiadada factualidad. ¿Pero es posible que ésta sea su verdadera convicción? Tengo la impresión más bien de que usted tampoco desea detenerse en el problema por temor a ser arrastrado hacia alguna interminable e irresponsable casuística de las formas de coerción. La historia reciente de su país, marcada por el terrorismo, haría todo esto comprensible. No obstante, creo que todo esto lo ha llevado a no entender a Geras, quien por otro lado no quiere afirmar que condiciones de injusticia social graves legitiman de por sí el recurso a la revolución, independientemente del carácter despótico o representativo del gobierno en funciones. En todo caso él afirma lo contrario. Y tampoco identifica revolución con violencia (una huelga general prolongada no implica el uso de la fuerza armada pero sí puede cambiar un régimen). Su ensayo no concluye con una invitación al derrocamiento indiscriminado de las instituciones parlamentarias sino con una prudente reseña de las diferencias que determinan la plausibilidad histórica de las diferentes 119
Perry Anderson - Norberto Bobbio
y posibles transiciones de un gobierno constitucional al socialismo. Creo que esta es la última nota tormentosa entre nosotros. Usted prefiere excluir de las democracias capitalistas contemporáneas cualquier posibilidad de que los mayores movimientos políticos y sociales de la izquierda vulneren el orden constitucional vigente. Usted afirma, en efecto, que cualquier perspectiva de este tipo es al mismo tiempo inimaginable e indeseable en la situación actual, y que el término revolución puede ser eliminado sin mayores dramas del lenguaje del cambio. Un juicio de este tipo refleja ciertamente el consenso intuitivo del momento. ¿Pero en qué momento se demostrará históricamente plausible en una perspectiva de largo plazo? ¿Los regímenes constitucionales actuales pueden ser considerados como la expresión última de la soberanía popular, como estructuras permanente y definitivamente determinadas que sólo pueden prever modificaciones en su interior, o sea, introducidas mediante procedimientos previstos por sus mismas reglas electorales? Si este fuera el caso nos encontraríamos ante la versión liberal del Sprung in der Freiheit (salto en libertad). El realismo que usted evoca se coloca precisamente en desventaja ante una ruptura notoriamente utópica referida al pasado. Sin embargo este pasado no es tan distante como se podría imaginar. Apenas han transcurrido treinta años desde que el país que se encuentra entre el suyo y el mío logró su Constitución actual. ¿Pero en qué circunstancias lo hizo? La Cuarta República cedió su lugar a la Quinta bajo las puntas de las bayonetas de su ejército. Surgido de 120
Correspondencia
un orden militar, el nuevo orden militar fue denunciado como “un golpe de Estado permanente” por un ilustre adversario político, quien diez años después no dudó en pedir un gobierno irregular para cambiar el régimen en crisis. De cualquier manera se trata de aquél que hoy preside imperturbablemente la misma estructura como forma acabada de la democracia francesa. ¿Francia constituye una excepción? En Japón la Constitución fue dictada por un conquistador extranjero. En Alemania occidental fue subordinada por las autoridades de la ocupación a las necesidades que derivaban de la división del país. ¿En Italia, su Constitución hubiera sido la misma sin la lección impartida por su vecino del otro lado del Adriático? En España la monarquía es la herencia de una dictadura militar. En Inglaterra jamás se ha fijado por escrito Constitución alguna. Y hasta en Estados Unidos la Constitución federal no estuvo exenta de fraudes y de intimidaciones durante el proceso de ratificación. Nadie duda de la realidad de la democracia capitalista en cada uno de estos países, pero en todos ellos el ordenamiento jurídico representa el resultado de una relación entre fuerzas sociales que ha implicado diferentes combinaciones de fuerzas predominantes y un consenso electoral concomitante o sucesivo. ¿Es acaso posible que esta combinación ahora haya sido definitivamente desterrada de la escena política? Me parece una previsión demasiado optimista. Ninguna de estas experiencias ha determinado un cambio radical, no obstante disponer de un potencial mucho mayor para alterar reglas consuetudinarias y expectativas. 121
Perry Anderson - Norberto Bobbio
Las observaciones finales de Geras se dirigen simplemente a demostrar que en una situación de este tipo sería imprudente dar por supuesta de antemano la continuidad constitucional. Por el momento, las preocupaciones de la izquierda europea permanecen encerradas en un horizonte mucho más modesto. Si bien de maneras diferentes, tanto su tradición revolucionaria como la reformista –los movimientos comunistas y socialdemócratas– se encuentran profundamente desorientadas, como usted mismo y de manera cáustica ha tenido oportunidad de observar. Refugiarse en Adam Smith o en el abate Sieyes no les ayudará a salir de este impasse común. El problema que tenemos ante nosotros es más bien el de intentar trazar –desde el punto de vista intelectual o desde el punto de vista práctico– los fundamentos de una democracia socialista, más allá de los límites de ambos, en las dos direcciones que usted mismo indicó hace poco: la capacidad de impugnar de forma creíble la autocracia del capital en la esfera de la producción y la capacidad de impugnar el control absolutista del Estado nacional sobre los medios de destrucción. La inmensidad del objeto, considerando que recién hemos comenzado, coloca en la sombra cualquier otro elemento. Resulta dificil concebir una fuerte divergencia de valores frente a esa tarea. Mis más cordiales saludos, Perry Anderson
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AHORA LA DEMOCRACIA ESTÁ SOLA* Giancarlo Rosetti Norberto Bobbio
Profesor Bobbio, esta conversación no puede sino comenzar por sus dudas y sus interrogantes, los que se han manifestado por ejemplo en el artículo publicado en La Stampa después de la represión china, ¿qué es lo que sustituirá el derrumbe del modelo comunista? ¿Qué será la izquierda en el futuro? El problema de la izquierda es el de la cuestión social, trasladado de cada Estado a todo el mundo, a la gran aldea global. Se trata de encontrar la alternativa a aquella que para el viejo socialismo era la clase social portadora de un impulso universal por la emancipación. Claro que una cosa era decir “proletarios del mundo, uníos”, y otra es decir “desamparados del mundo...”. Mis dudas no se refieren a la individualización de los objetivos de justicia * Nota: Esta entrevista a Norberto Bobbio fue originalmente publicada por el diario I’Unità en su edición del 13 de julio de 1989.
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Giancarlo Rosetti - Norberto Bobbio
sino a la posibilidad de dar voz a los que representan la parte condenada del mundo. Consideremos también aquellos países que podemos definir como democráticos, esto es Brasil, México, Argentina, donde se celebran elecciones regulares y donde hay instituciones representativas. Y bien, debemos darnos cuenta que allí la democracia puramente formal no está en condiciones de transformar los “no hombres” en “hombres”: allí se muere de hambre y de enfermedades, los derechos son sólo formales. El problema para la izquierda tiene tales dimensiones que me pregunto cuál puede ser la solución política, cómo es posible organizar la fuerza necesaria para poder cambiar profundamente las cosas. La fuerza de la religión en los países que viven este drama nace precisamente de aquí, del hecho de que la religión católica en algunas áreas, y la islámica en otras, es la única razón de vida, aun siendo una fuerza únicamente moral. Los curas y los obispos de la teología de la liberación tienen en el Tercer Mundo una enorme importancia, en razón de que la política que debería satisfacer de algún modo las mismas exigencias es demasiado débil. Y el hecho de que en estos países se produzcan acciones de guerrilla y exista una violencia endémica demuestra la insuficiencia de las dictaduras, por un lado, pero también de las democracias puramente formales, por el otro. Democracia formal y socialismo. Aquí estamos de pronto en el aspecto crucial de sus reflexiones durante un largo período. Usted siempre ha tratado de conjugar 124
Ahora la democracia está sola
socialismo y libertades civiles, un proyecto de socialismo liberalizado con un liberalismo socialmente responsable. Es un proyecto difícil, que ha sido definido por Perry Anderson como un compuesto químico inestable. Sí, estoy de acuerdo con esa definición, pero precisamente por estar de acuerdo no soy muy optimista. Hasta ahora nadie ha encontrado la manera de poner de acuerdo los derechos de la libertad con las exigencias de la justicia social. En la respuesta que he preparado a Anderson me encontré comentando su frase que, a propósito del liberalsocialismo, dice: It is too soon. Sí, es así, “es demasiado pronto” para dar un nuevo juicio definitivo. Y bien, esto significa que no tenemos todavía ideas muy claras sobre el camino a recorrer. Es cierto que sólo por su parte negativa, pero se puede decir que el fracaso del socialismo sin libertad ha verificado una tesis suya. De acuerdo, pero si el fracaso del socialismo sin libertad ha confirmado la importancia de los derechos de libertad, no sucedió lo mismo con el futuro del socialismo, porque donde fueron desarrollados los derechos de la libertad –incluso (y no es fácil incluirlo en una perspectiva socialista) el derecho de propiedad– se llega inevitablemente a una lucha de intereses, en la cual hay quien combate por la superación de las desigualdades, una lucha que ha dado vida a los partidos socialistas democráticos. Y éstos 125
Giancarlo Rosetti - Norberto Bobbio
consiguieron, en el mejor de los casos, no trastrocar sino tan sólo corregir la sociedad de los privilegios. Hay que advertir sin embargo que, en este recorrido de los países que tienen instituciones democráticas, son frecuentemente los propios ciudadanos que gozan de estos derechos los que rechazan con el voto hasta las propuestas más moderadas, reformistas, gradualistas. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de debilidad del socialismo y, en general, de la izquierda. Sin embargo el movimiento obrero occidental ha completado una cierta parte del camino si tenemos en cuenta el estado social de los países europeos. Es cierto, pero piense en lo que repito con frecuencia, sobre todo a los extranjeros que no se dan cuenta de la situación italiana: sumando los votos del Partido Comunista y del Partido Socialista se llega siempre al 40%. En 1946, con el Partido Comunista en sus niveles máximos y el Partido Socialista en su mínimo, los votos eran del 33% - 34% para el primero y el 9% el segundo, es decir poco más del 40%. Ahora las proporciones son 27% más 14%. Es impresionante esta constancia del electorado: 40% a los dos partidos históricos de la izquierda italiana. Pienso que el razonamiento debería volver a partir de este bloqueo que obstaculiza una perspectiva para la izquierda. Fracasada la vía leninista, nos encontramos con que la vía de la izquierda es más incierta que nunca.
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Ahora la democracia está sola
Peter Glotz, por ejemplo, dice que la crisis del Este no tiene solamente caracteres negativos y que en Europa centro-oriental existen buenas posibilidades para la socialdemocracia: seis Estados que se pueden transformar en los próximos veinticinco años en economías mixtas y que cuentan con intelectuales y dirigentes de cultura socialista democrática. La socialdemocracia ha sido un adversario de los Estados socialistas. Por cierto que no todo el movimiento socialdemócrata ha sido anticomunista, pero antes que nada veo la necesidad de razonar sobre lo que considero fundamentalmente una derrota. Quiero por tanto aludir a esta necesidad como una tarea que nos toca hoy tanto a los socialdemócratas como a los socialistas y a los comunistas, es decir, tratar de comprender a fondo las razones de esta derrota. En su opinión, ¿desde dónde tiene que empezar esa explicación a la que hace referencia? El pecado original, digamos así, el vicio de fondo de los regímenes comunistas es la idea de que el poder mantenga un carácter monocrático aun después de la revolución. Me encuentro nuevamente repitiendo algo que no decía desde hace treinta años: es necesario distinguir el momento de la conquista del momento del ejercicio del poder. En períodos de crisis, de grandes crisis, son necesarias la unidad y la cohesión, aquello que he llama127
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do poder monocrático. Pero después de la conquista del poder éste debe ser ejercido de manera democrática. Es lo que sucedió, por ejemplo, en la Resistencia italiana: hubo unidad de dirección política a pesar de que entre los cinco partidos hubiera disensos, pero una vez que se alcanzó el objetivo hubo acuerdo entre los distintos partidos para instituir en el futuro un gobierno democrático. En resumen: para la conquista del poder había sido necesario un pacto de no agresión entre los aliados, que tenían que estar unidos para combatir al enemigo. A este pacto debía seguir después un segundo pacto que tenía por objetivo establecer las reglas que permitirían desarrollar a cada uno su propia política sin necesidad de recurrir a la fuerza. Primero unidad en la lucha y después unidad para el diseño de una Constitución democrática. Y Constitución democrática quiere decir sustancialmente establecer reglas para la solución de los conflictos que necesariamente surgen dentro de cualquier sociedad, sin necesidad de recurrir a la fuerza recíproca. Esta es para mí la definición de la democracia, que yo llamo procedimental. Los valores a poner en acción después dependen de las fuerzas que, en el ámbito de la dialéctica democrática, resultan hegemónicas. En Rusia, en cambio, una vez hecha la revolución, llegó el momento del puño de hierro: los otros partidos fueron suprimidos. Y a partir de aquel modelo el pecado de origen se ha repetido en todos los países en los que un partido comunista tomó el poder. Es esta estructura monocrática la que ahora está siendo puesta en discusión en los países del Este de Europa. En 128
Ahora la democracia está sola
Moscú, en Polonia, en Hungría, asistimos al comienzo de una transición. Y según escribió por ejemplo Duverger, parece posible un paso, en 1989, que podría ser menos violento que aquel otro 89. Es cierto que esto está sucediendo. El estadio más avanzado es el de Polonia. Y todo esto demuestra con exactitud la crisis del modelo monocrático. En efecto, como he sostenido en mi artículo sobre China, los jóvenes en Tiananmen con la estatua de la libertad defendían las mismas cosas que los revolucionarios del siglo XVIII: la libertad de palabra, de opinión, de reunión, y lo que considero más dificil de obtener: la libertad de asociación, que por ahora sólo ha sido conquistada en Polonia. En Polonia, en Hungría y en la URSS se está produciendo una evolución que permite abrigar alguna esperanza. Puede ser, no lo niego. Pero si las perspectivas son las de retornar a la socialdemocracia, si el gran progreso, después de cuarenta o cincuenta años, de medio siglo de experiencias y esperanzas comunes –y yo he vivido de cerca el entusiasmo con el cual los comunistas han luchado y sufrido las vidas que fueron sacrificadas– es que se vuelve atrás, a la socialdemocracia, entonces esto quiere decir que no se ha dado un gran paso adelante.
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¿No podemos decir que la historia de la cultura democrática –no el liberalismo conservador sino la tradición de la democracia hecha también de conquistas sociales– es la historia de la contaminación de la mejor tradición liberal con las instancias del movimiento obrero, producto de una evolución histórica, de un progreso? Estoy de acuerdo, siempre ha sido democrático. Sin embargo usted no habla con entusiasmo de la socialdemocracia, prefiere hablar al mismo tiempo de socialismo y liberalismo. Mi inspiración es socialista, y he participado en los primeros movimientos antifascistas a través del liberalsocialismo de Guido Calogero. Había entonces quien hablaba también del “comunismo liberal”. También es cierto. Y había además un comunismo católico. Eso demuestra la enorme fascinación que el comunismo ejercía en esa época. Una fascinación que ahora ya no existe. A pesar de no haber sido nunca comunista, yo no tengo esa forma de anticomunismo feroz que tienen aquellos que eran comunistas y después se han convertido, o de esas jóvenes generaciones que sólo ven los aspectos negativos del comunismo.
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Ahora la democracia está sola
Anderson ha escrito que el Partido Comunista Italiano ha sido siempre un punto de referencia para sus reflexiones. Usted ha tenido con el PCI algunas discusiones de gran importancia, en 1954 directamente con Togliatti y con Della Volpe, cuando alertó a los comunistas acerca de un progresismo “demasiado ardiente” que arriesgaba caer en la dictadura. Ahora el PCI se ha alejado de aquella fase, habla del fin de la “duplicidad”. Usted conoce los juicios de Occhetto sobre el tema, o –siempre respecto del juicio del PCI de hoy sobre la época de Togliatti– un libro como La Nottola di Minerva, de Biagio De Giovanni. Se ha escrito que las anticipaciones de Bobbio han sido “confirmadas”. Sobre todo esto creo que se justifica una dosis de satisfacción personal. En realidad ninguno de los comunistas de hoy sostendrían las tesis que fueron defendidas sobre aquellos temas fundamentales de los derechos de la libertad (aunque debo decir que la polémica con Togliatti no fue enconada, y que ya en 1957 Della Volpe corrigió su juicio de 1954, reconociéndome algunas razones). Me parece que puedo decir, sin que parezca presuntuoso, que los comunistas italianos cambiaron más de lo que yo cambié. La discusión trataba sustancialmente de los derechos fundamentales del individuo respecto del Estado, respecto de cualquier Estado. Mi polémica nacía del hecho de que, desde Marx en adelante, estos derechos eran considerados como reivindicaciones burguesas. Yo respondía que ésas no eran reivindicaciones burguesas sino del hombre en 131
Giancarlo Rosetti - Norberto Bobbio
cuanto tal, porque el hecho de poder reunirse libremente es algo que interesa también a los proletarios; tanto es así que lo han utilizado desde hace un siglo hasta ahora para crear un gran movimiento socialista, nacido en los países en los cuales había derechos de libertad. En 1968 el PCI corta notoriamente sus vínculos con el mundo comunista; en los años setenta, con Berlinguer, afirma el valor en sí de la democracia. Prosigue en aquellos años una relación fecunda con su pensamiento. Son de 1975 sus dos escritos que fijan un par de puntos decisivos: uno se refiere a la falta de una teoría del Estado en Marx, y el otro a la ausencia de alternativas a la democracia. Sobre este último punto usted insiste, pero agrega además una nota, que en estos días usted subraya todavía más: que la democracia no cumple sus promesas. También nos encontramos frente a la desilusión de la democracia italiana. Sinceramente no se puede decir que ella satisfaga todas las exigencias de libertad y justicia. Naturalmente, lo digo siempre y lo repito ahora, es mejor una mala democracia que una buena dictadura. En oportunidad de la discusión con De Felice sobre el fascismo, alerté contra algunas tendencias. Es cierto que, comparado con el nazismo, el fascismo fue una dictadura mejor, pero sobre todo ante quienes conocen la historia de oído conviene siempre insistir en que una mala democracia es todavía mejor. No la despreciemos, tratemos de reforzarla y mejorarla, y estemos atentos para no destruirla. 132
Ahora la democracia está sola
Usted, por lo tanto, se ha mantenido siempre dentro de este corredor dificil entre la exigencia de socialismo, con los peligros de degeneración autoritaria, y los principios de la democracia, con el riesgo de que las promesas queden sin cumplirse. Mirando la historia de cincuenta años atrás, incluso usando su mismo punto de vista, no se puede negar que se han hecho progresos al formular la hipótesis de una extensión universal de los derechos, algo impensable apenas algunas décadas atrás. Sobre esto estoy muy de acuerdo. Más aún, debo decir que ha sido mal interpretado por algunos mi artículo sobre China, en el cual advertía que no había que hacerse ilusiones: el fracaso del comunismo no resuelve los interrogantes de fondo a partir de los cuales nació este movimiento. Quien haya pensado que renunciaba a mis profundas convicciones democráticas, ha cometido un gravísimo error. Tampoco lo he escrito para facilitar un bastón de un apoyo a los comunistas. No, el asunto es que ahora ha crecido la responsabilidad de la democracia ante el fracaso de los comunistas, quienes habían tratado de resolver globalmente el problema de la sociedad justa. Ahora la democracia tiene que tratar de resolver aquellos problemas que el movimiento comunista ha tratado de solucionar por una vía que ha resultado históricamente equivocada. Aun estando perplejo sobre la posibilidad de que la democracia, sobre todo frente a los problemas del Tercer Mundo, o sea de más de las dos terceras partes de la humanidad, sea hoy capaz de darles una solución 133
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adecuada, estoy convencido de que de la democracia no se puede salir, porque todos los intentos que se han hecho en ese sentido han demostrado que se transitan vías finalmente infecundas y peores, peores todavía que la peor democracia. Y de esto creo que hoy en día todos estamos convencidos, también los comunistas. Ante esta dificultad miro a aquella que se llama democracia internacional. Puesto que la democracia parece poder extenderse también en el Este de Europa, yo creo que se deben afirmar sus principios a escala internacional; esto significa extender sus reglas fundamentales, que valen en el ámbito de los Estados, al sistema internacional. Entonces es este el campo de acción de la izquierda; ¿se encuentra aquí, según usted, su tarea principal? Quisiera sostener, sin embargo, que la democracia que se está también afirmando en los países del Este de Europa es aquella democracia, fundada sobre algunos principios y procedimientos, que ha sido siempre combatida por los movimientos de izquierda, por los movimientos comunistas, como una falsa democracia, como una democracia burguesa. Pero esto lo dice desde años toda la izquierda italiana. Es un principio que también en el PCI se ha afirmado desde hace tiempo, que se ha convertido en sustancia política. No es una amarga verificación de último momento.
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Estoy de acuerdo en que el PCI lo dice desde años, y también sobre el hecho de que, desde el punto de vista de la acción política, el PCI siempre ha actuado en estos años como un partido democrático que respeta aquella regla fundamental sobre la que insisto, o sea la regla de que se puede protestar, se pueden mostrar todas las formas posibles de disenso, pero sin romper el pacto que excluye el uso de la violencia. Hay que reconocer históricamente esto al PCI, un partido que en 1948 impidió que el atentado a Togliatti (que era sin embargo un acto de violencia y por lo tanto una ruptura del pacto de no agresión por parte de los adversarios, aunque todavía no se sepa bien cuál fue la mano que armó a aquel joven Pallante que le disparó) se transformara en la ocasión para una respuesta violenta. Este es el significado de la democracia. Por lo tanto yo digo que el PCI no sólo ha profesado la democracia sino que también ha actuado lealmente en estos años de vida democrática. Queda sin embargo el problema de que la izquierda es débil, y débil es su perspectiva. Entonces nosotros tenemos la democracia de las reglas liberales, a las cuales no se debe renunciar jamás. Usted ha escrito una vez que en Stuart Mill está el abecé de la democracia, pero después vienen las otras letras del alfabeto, o sea su contenido social. Para realizar este contenido social hacen falta fuerzas nuevas. Hobsbawm, que es comunista, dice que ya no tenemos más la fuerza compacta y creciente de la clase obrera con la capacidad unificadora de su conciencia, pero tenemos los grandes 135
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partidos de izquierda, de origen obrero, que pueden formular políticas nuevas. En Inglaterra, por ejemplo, los laboristas parecen estar en condiciones de derrotar a la Thatcher. Sí, pero en Inglaterra la alternativa existió en toda la posguerra. De todas maneras estoy de acuerdo con esta consideración de Hobsbawm. El hecho es que esta democracia –llamémosla así– social, puede arrojar beneficios dentro de los Estados considerados aisladamente. Es una conquista importante para los países europeos, a pesar de que en Italia no tenemos que olvidar que el Estado social no ha sido propuesto, ni discutido, ni realizado por los partidos de la izquierda. Pero seguramente es también el resultado de las luchas de la oposición. Sí, claro, pero aun dejando a un lado las consideraciones acerca de cómo funciona el Estado asistencial italiano, queda el problema de que Italia es el único país del área europea occidental que no ha sido nunca gobernado por la izquierda. Y también quiero decir que, después de tantos años de exaltación del comunismo, la perspectiva socialdemócrata no puede ser asumida tan fácilmente por los comunistas. Por ejemplo, en Polonia y en otros países del Este de Europa la perspectiva socialdemócrata es una derrota para los comunistas.
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Pero es la derrota de un tipo de partido comunista, contra el cual el PCI ha dado sus batallas y sostenido el disenso. Con Berlinguer los comunistas italianos presionaron para transformar esos sistemas políticos. Pero quisiera ir más a fondo sobre este punto: desearía saber si, según su punto de vista, en sustancia, la derrota de este tipo de comunismo debilita las perspectivas de la izquierda en el mundo entero, si usted piensa que existe una relación de este tipo. Por cierto que no. Sin embargo algunos podrían decir a los comunistas (y esto tienen que tratar de entenderlo, o de cualquier modo justificarlo): durante años ustedes consideraron al comunismo como la solución, como la dirección de la historia, ahora no pretendan dar lecciones a los otros. Es un hecho que la Revolución de Octubre ha dado lugar a que los partidos de los países occidentales hayan cometido probablemente el error de creer que lo que había sucedido en la Unión Soviética, que era un país de estructura social muy débil, habría podido suceder también en nuestros países. Esta relación era, antes que nada, una referencia simbólica. Los partidos comunistas occidentales no construyeron Estados y sistemas económicos; fueron movimientos de emancipación de los trabajadores. Lo sé, pero “hacer como en Rusia”, fue una de las banderas fundamentales de este movimiento, y en Italia lo 137
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fue de los maximalistas aun antes que de los comunistas. Y esto dio origen a aquel período violento que ha sido llamado el “bienio rojo”. El vicio de origen ha sido no haber comprendido lo que en Rusia decían los mencheviques: aquí no se puede hacer una revolución socialista, aquí no se ha hecho ni siquiera una revolución burguesa. Fue la idea que en Italia sostuvo Rodolfo Mondolfo, marxista reformista, amigo de Turati: la revolución sucedió precisamente allí porque Rusia era el eslabón más débil, pero había tomado un camino equivocado, el de un régimen autocrático; había que dar un paso por vez, según la interpretación gradualista del marxismo. Pero yo quiero destacar aquí otra cosa: que, una vez transformados todos en socialdemócratas, tenemos que tomar nota de que la socialdemocracia es un sistema que ha permitido a las democracias burguesas –en el sentido general de la palabra– dar importantísimos pasos hacia adelante, pero que ante los grandes problemas, como son hoy los del Tercer Mundo, debe inventar algo nuevo. Considero que actualmente, si se quiere ser fiel al principio democrático, hay que trasladar estos problemas desde el interior de los Estados hasta el sistema de la democracia internacional. Por ahora ya tenemos la Declaración Universal de 1948, que ha cumplido una función, porque ha afirmado no sólo los derechos políticos y civiles sino también los de carácter social, de igualdad en la educación, etc., y los ha afirmado como principios universales para todo el mundo; lo que significa que todos los Estados tienen que estar interesados en reconocerlos y protegerlos. Y después 138
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está la ONU, que es una extensión de los gobiernos de los Estados del mundo, cada uno de los cuales representa un voto. Bien, yo pienso que tenemos que razonar en esta dimensión: probablemente la solución de los grandes problemas del mundo se puede encontrar desplazándonos del gobierno del Estado al gobierno del mundo. Organizar el gobierno democrático del mundo. Este es el punto fundamental. El problema de la justicia social no compete ya a la relación entre capitalistas y obreros dentro del Estado sino a la relación entre Estados ricos y Estados pobres. Si hay un problema de justicia distributiva, hoy no es ya un problema interno sino internacional. Este problema está abierto, ha sido planteado por la izquierda europea y hay una conciencia creciente al respecto. La dificultad es la de conquistar un consenso suficiente en las sociedades desarrolladas en relación con este punto. Pero se entiende por qué es difícil: porque somos ciudadanos de un Estado. Cuando nosotros votamos, votamos por el gobierno de nuestro Estado, no por el gobierno del mundo, por el que votan los Estados mismos. Ahora en Europa se ha dado un paso adelante: somos ciudadanos italianos y también ciudadanos europeos, aunque en forma dividida porque votamos por un parlamento con poderes muy limitados. Si en verdad creemos que los grandes problemas de la justicia son internacionales, entonces deberíamos hacer votar por la representación de la ONU 139
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a los ciudadanos del mundo. Entonces sí podremos tener una mayoría favorable a la democracia social en el mundo, porque en el mundo hay miles de millones de hombres que tienen mayor interés en políticas de reequilibrios en el desarrollo y en la justicia. Por lo demás, ¿no se le ha ocurrido nunca preguntarse por qué nosotros, que somos parte de ese universo de países de la llamada democracia occidental, dominados indudablemente por Estados Unidos, nosotros, ciudadanos italianos, no votamos por el presidente de los Estados Unidos? ¿Y cuál sería el resultado si votaran todos los Estados de la alianza? Quiero decir que hasta ahora lo que los juristas llaman derecho de ciudadanía está limitado a la ciudadanía nacional, no existe todavía un derecho de ciudadanía internacional. En un discurso en Bolonia, en ocasión de la entrega de la laurea ad honórem, he recordado lo que Kant escribiera en su espléndido libro sobre la paz perpetua. Más allá del derecho nacional y del derecho internacional está aquél que él llama “derecho cosmopolítico”, el derecho que todos los hombres tienen en cuanto ciudadanos del mundo. Estos son los grandes diseños, los grandes sueños que podrían constituir la fuerza de choque para un cambio. Pero temo que todavía no somos capaces de provocar un movimiento universal tan fuerte como para modificar la realidad presente.
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HACIA UN NUEVO PENSAMIENTO POLÍTICO Umberto Cerroni
Dedico a Norberto Bobbio, quien hace poco ha cumplido ochenta años, las consideraciones que siguen acerca de la relación entre liberalismo y socialismo, y la relación que vincula estas dos teorías políticas con las perturbadoras novedades de este final del siglo veinte. Es ciertamente Bobbio el nombre que en Italia representa mejor, por la profundidad de su análisis y por la continuidad de su indagación, la investigación sobre estos temas. Sin duda alguna se puede afirmar que es también la persona que más ha contribuido en Italia a estimular el debate, a situarlo por encima de la coyuntura y a hacerlo conocer en el mundo. Gracias a él sobre todo los estudios políticos italianos han podido lograr en este campo especifico el más alto nivel, llevando la cultura de nuestro país a la cabeza del diálogo internacional sobre cuestiones teóricas de extrema y general actualidad. Estas consideraciones tienen su origen en el análisis que Perry Anderson ha dedicado a la obra de Bobbio, 141
Unberto Cerroni
pero reanudan una reflexión –común a los estudiosos italianos– que ya lleva más de una treintena de años, que intenta ver críticamente puntos teóricos que aparecen abiertamente envejecidos y proponer de nuevo problemas interpretativos que permanecieron demasiado marginales. Son mis intenciones, en fin, impulsar el debate hacia una confrontación más cercana a las nuevas exigencias que han madurado en estos últimos años. Me he encontrado con Bobbio en tres momentos de mi vida: como estudioso, como profesor, como ciudadano. Cada vez que esto ha sucedido fue para mí un encuentro importante, del que siempre he sacado ventajas intelectuales, éticas y civiles. Quisiera por eso destacar que las diferencias teóricas son ellas mismas un testimonio de la atención, del respeto y de la estima que siempre he sentido por él y su trabajo. Finalmente quiero agregar una nota personal de afecto. Dos premisas El reexamen de la relación entre liberalismo y socialismo exige hoy dos premisas. La primera es de orden conceptual: no puede tratarse de una indagación de tipo escolar que considere al liberalismo y al socialismo como dos doctrinas que deben ser confrontadas, examinadas y valoradas en abstracto, esto es, como dos filosofías puras respecto de las cuales nos han asignado tareas sólo epigónicas. La segunda premisa es de orden histórico-práctico: liberalismo y socialismo deben confrontarse con los 142
Hacia un nuevo pensamiento político
problemas históricos que los han generado como grandes sistemas teórico-políticos y, a la vez, con los nuevos problemas que está produciendo la historia contemporánea. Sin respetar estos dos criterios cualquier examen volvería a ser pura exégesis de textos y cualquier conclusión terminaría postulando no sólo que debemos atenemos a tareas exclusivamente especulativas sino que la historia que transcurre es pura y simplemente “realización” de aquella historia ideal y eterna que recorre los textos de los filósofos. En cambio son pocos los problemas teóricos e igualmente pocas las coyunturas prácticas que, como las referidas a la relación liberalismo-socialismo y a los nuevos horizontes de la política contemporánea, exigen e imponen tanto una dosis de iniciativa teórica como una disposición a la verificación práctica de las novedades de nuestra época. Todo esto debe exhortarnos a un reexamen crítico para detectar tanto las dinámicas que la historia pasada ha estimulado en las teorías políticas como aquellas que la historia presente sugiere alentar. Tenemos, en suma, necesidad de una gran dosis de espíritu crítico tanto hacia las teorías heredadas como hacia las prácticas de la edad contemporánea. Las novedades del siglo veinte El siglo XX ha producido cambios práctico-institucionales extraordinarios, totalmente imprevisibles en la centuria pasada; agregaría que los mayores cambios han 143
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tenido lugar a partir de la mitad de este siglo. Esto pone en evidencia tanto la gran “distancia” que se está estableciendo entre nosotros y las teorías políticas del siglo XIX como el hecho de que estamos ciertamente retrasados en la reconsideración crítica y en la valoración apropiada de las novedades que se están produciendo. Persiste en cambio una tendencia a alinearse con una u otra teoría heredada o bien una tendencia a subvalorar la importancia de los nuevos fenómenos sociales y políticos. Ambas tendencias coexisten cada vez con mayor frecuencia. Esta relación con la práctica histórica no es en general tan urgente en otros campos de la teoría: estamos aún en condiciones no sólo de apreciar sino también de “disfrutar” las teorías de Aristóteles en estética, epistemología, gnoseología, lógica, etc., pero en el campo de la teoría política la “distancia” se advierte rápidamente y se convierte en dificultad de comprensión y en inevitable lejanía. Esto significa también que en el campo de la teoría política la “lectura” de los textos resulte más fatigosa porque debe hacerse cargo de una permanente remisión a los sistemas de referencias que a estos textos sustentan. Cuando tal esfuerzo falta o es insuficiente, con más facilidad que en otros campos se genera un doctrinarismo dogmático que osifica e ideologiza las viejas teorías y procura también entumecer las nuevas realidades. En efecto, en la teoría política la elaboración puramente racional ocupa sólo una parte del objeto tomado en consideración; la otra está constituida por los intereses y, por lo tanto, por la voluntad de los “actores políticos”. Este segundo elemento nunca ha dejado de estar 144
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presente, pero jamás ha sido tan “obstructor” como en la actualidad. Por lo tanto, mientras puede comprenderse la pasada preponderancia del “racionalismo” político1 (que con frecuencia invade los territorios del idealismo, del doctrinarismo y del utopismo), en cambio se entiende menos la persistencia en la movilización general de los intereses que comienza, por cierto, en el siglo pasado con el aceleramiento de la “cuestión social”, pero llega a su momento culminante en una época relativamente reciente: en efecto, se registra y sanciona formalmente sólo con el sufragio universal que otorga a todos (hombres y mujeres, jóvenes y viejos, propietarios y trabajadores, blancos y negros, cristianos y ateos, cultos y analfabetos) un poder formal de decisión política. Este poder difuso había sido anticipado en cierto modo por la proclamación de una subjetividad jurídica que es igual para todos (pero la Declaración de 1789 –recuérdese-- no abarca a los colonos franceses, y la igualdad jurídica de la mujer y de los trabajadores no fue plenamente reconocida). El hecho de que la igualdad no alcanzara su plenitud en el ámbito de lo político-decisional bloqueaba sustancial y gravemente el horizonte de la modernidad. Esto explica 1 Uso aquí el término “racionalismo” en un sentido muy restringido, queriendo entender con él las concepciones de la política que parten no ya de los análisis de intereses e instituciones sino más bien de la búsqueda de un régimen político óptimo. Este racionalismo abstracto en gran medida está vinculado, en el plano epistemológico general, a la tradición idealista (cartesiano-kantiano-hegeliana) que siempre ha combatido o negado la posibilidad de una ciencia de la sociedad que no fuese pura y simplemente una deducción y “aplicación” de doctrinas filosóficas. Bajo este perfil Marx (y Feuerbach) constituye un punto de referencia crítico fundamental, cuando no es reducido –como sucede casi siempre– a epígono de Hegel.
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que ninguno de los grandes teóricos liberales, en su labor de conceptualización y sistematización de los “derechos humanos” proclamara la necesidad racional del sufragio universal. Pero así se explica también el “sorprendente” hecho de que los primeros Estados que introdujeran el sufragio universal no fueran para nada los primeros Estados liberales, los cuales antes bien, arribaron mucho más tarde al sufragio universal y, como quiera que sea, después que otros Estados. La centralidad del sufragio universal explica también otros hechos históricos “sorprendentes”.. Explica, por ejemplo, el retardo de la teoría liberal con respecto a las igualdades no “formales” (igualdad entre los sexos, de los trabajadores, los grupos raciales) y la persistente indulgencia teórica hacia determinados privilegios (varones, blancos, cristianos, propietarios). Acaso esta centralidad del sufragio universal sirve también para poner en evidencia (y probablemente también para explicar) el tendencial “moderatismo” liberal e incluso la confluencia de liberalismo y “racionalismo” político. A su vez es cierto que, en la otra orilla, estas rémoras no parecen seguir operando (aunque asomen otros peligros): el socialismo fue el primero en entrever la esencialidad de las igualdades “no formales” y en particular del sufragio universal. El primer proyecto estatal de introducción del sufragio universal igualitario pertenece a la Comuna de París y la primera concepción política que supera las diferencias nacionales y sociales, así como también las raciales o religiosas, es seguramente la proclamada por las Internacionales socialistas. 146
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El liberalismo y la democracia minimal Esta dificultosa relación con el sufragio universal por parte de la tradición liberal (piénsese que Inglaterra anuncia una Magna charta libertatum ya en 1215, pero arriba al sufragio universal sólo en 1928, después de que lo hicieran muchos otros Estados) parece bien representativa del carácter “decimonónico” del liberalismo, así como también de su carácter racionalista-abstracto. Llama la atención que en la literatura filosófica y también en la político-jurídica de matriz liberal se haya subvalorado persistentemente al sufragio universal, el cual nunca aparece indicado como la discriminante esencial entre el viejo Estado liberal y el nuevo Estado democrático. Como ejemplo de esta subvaluación resulta muy significativo el reciente ensayo de John Gray. Il liberalismo (1989) que no menciona ni siquiera el advenimiento del sufragio universal, y cuando se habla de él con frecuencia se confunde tendencialmente con el sufragio universal masculino, un caso ejemplar de sufragio restringido, puesto que se refiere a menos de la mitad del pueblo. La lógica liberal se apoya en la figura abstracta del individuo, entendida como para delinear en todos sus detalles formales la figura del hombre consciente, que “sobresale” del grupo y que está “emancipado” de la dependencia de los viejos nexos sociales del mundo estamental o tribal, pero se muestra mucho menos interesada en los nuevos nexos sociales y en las nuevas dependencias y en la “po147
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breza” de la que tratan de emanciparse los nuevos sujetos que están emergiendo. Por eso la tradición liberal resulta no sólo moderada sino también conservadora del pasado, cuando los nuevos nexos sociales no son implantados, y no presta atención al crecimiento de intereses elementales de los cuales el hombre “consciente” (propietario) ya se ha emancipado, aun cuando sean intereses difundidos entre millones de hombres e incluyan diferencias esenciales de sexo, raza y religión. El segundo gran objetivo del liberalismo consiste en la sistematización de los procedimientos, de las formas y de las garantías tendientes a estabilizar la protección del individuo ante otros individuos y ante el Estado. Este planteamiento es tan central que el mismo Estado liberal se configura como Estado de derecho puro, como Estado solamente garante, o sea como Estado abstencionista. Se puede decir que el Estado liberal tiende a proteger y garantizar más bien la estática que la dinámica social; es, por antonomasia, el Estado guardián de las relaciones de mercado y de las transacciones privadas. Sin embargo, si lo privado constituye el tejido molecular de la convivencia, lo público, en la medida en que se concentra en la esfera abstracta de la vida metaindividual, se presenta en el Estado liberal como autoridad consolidada en la tradición y en la fuerza. Respecto de ella la soberanía popular y la elección son meros datos coyunturales. Precisamente estas características notables del Estado liberal logran explicar cómo nunca pudo abrirse a las contaminaciones evidentes del autoritarismo reacciona148
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rio y cómo nunca una parte tan considerable de la cultura liberal –después de haber resistido tenazmente a la “rebelión de las masas” y después de haberse rehusado a cualquier comprensión de los movimientos socialistas– pudo con tanta facilidad adherir a las diversas variantes del fascismo. ¿Cómo explicar, si no, el apoyo de Croce y de Gentile (y de tantos otros liberales) al fascismo en 1922, así como el que brindaron los liberales alemanes para el ascenso de Hitler. La confianza en el gobierno de Mussolini fue expresada, como es sabido, en 1923, por Croce, Giolitti, Orlando, Salandra, Paratore, De Gasperi y muchos otros exponentes de la tradición liberal. Gentile adhirió formalmente al fascismo el 31 de mayo de 1923 con una carta en la que profesa como un auténtico liberal. Sobre esto, por último, puede verse el volumen de Jacobelli, en especial el capítulo segundo. En un sentido más general puede recordarse la batalla contra el sufragio universal masculino conducida por el mundo liberal y la aversión manifiesta de estudiosos como Pareto y Mosca. Como sabemos, estas colusiones no se produjeron en otros países, pero también es verdad que en ellos faltó principalmente la situación histórica, o sea un conflicto social profundo. Sea como fuere, es cierto que el liberalismo ha recibido un impulso renovador después de la derrota del fascismo y del nazismo, es decir después de la segunda guerra mundial y bajo la presión de los movimientos sindicales, laboristas y socialistas. Nace entonces institucionalmente lo que llamamos liberaldemocracia. 149
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Sin embargo, no parece que esta renovación haya bastado para afrontar oportunamente problemas nuevos, como la descolonización ayer y la cuestión ambiental hoy. No obstante la gran renovación que ha sido capaz de realizar, el liberalismo aparece todavía en condiciones de ser calificado como una fuerza política conservadora, dirigida más a moderar las presiones que a organizarlas o dirigirlas. La democracia que prefiere el liberalismo tiende a ser siempre una democracia minimal, sustancialmente abroquelada en las trincheras de los procedimientos, del tecnicismo y del formalismo jurídico construido para la defensa de una pirámide garantista que tiene en su vértice al individuo privado que ya ha sobresalido por encima de las dificultades elementales en las que todavía están inmersas las grandes masas. Desde aquella altura el horizonte visible es el del mercado, el de la competencia, el del combate social. Y es precisamente esta evidencia la que transforma más rápidamente en un sistema de valores todo lo que concierne al nivel formal-individual-procesal de la vida moderna. La tradición socialista También la tradición socialista ha disfrutado de una perspectiva preferencial, que ha tenido como centro la colosal magnitud de intereses que empezaron a proliferar con la organización de las masas trabajadoras. No es casual que la primera y esencial demanda política haya 150
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sido, para el movimiento socialista, la del derecho de asociación: un derecho, recuérdese, totalmente olvidado por la tradición liberal. El liberalismo combatía al asociacionismo, memorioso de su “vieja” variante corporativa-medieval y preocupado por impedir el crecimiento de “sociedades intermedias, que pudiesen reproducir intersticios entre los individuos y el Estado. También en este ámbito el socialismo ha “superado la tradición liberal implantando en los órdenes modernos una mueva” libertad, de la que han nacido innumerables formas de asociacionismo moderno, desde las asociaciones de socorros mutuos hasta las leyes, los sindicatos, los partidos políticos y, por contragolpe, las mismas asociaciones patronales. Otro ámbito –más conocido– en el que el movimiento socialista ha superado la tradición liberal es el de la reivindicación de la paz, de los derechos sociales, de la intervención distributiva del Estado, pero también el de la intervención cultural con el propósito de promover la instrucción obligatoria y la salud pública, y en general todo aquello que sea de utilidad pública pero que no se quede en lo puramente formal, procesal instrumental. No decimos esto a los efectos de sobredlmensionar los méritos del socialismo (que son ciertamente grandes). En una cantidad no menor que el liberalismo, en los hechos el socialismo también ha tenido que pagar un precio por su particular preferencia en lo que al horizonte se refiere. A la primacía del individuo, propia del liberalismo, se ha contrapuesto una primacía de lo colec151
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tivo social propia del socialismo. Y como el liberalismo en cierto modo ha enfatizado el interés individual en una verdadera primacía de lo privado sobre lo público, el socialismo ha enfatizado el interés social en una verdadera primacía de lo público: al individualismo competitivo se ha contrapuesto así un colectivismo estatalista y dirigista. También el socialismo ha llegado a endurecer doctrinariamente una fase histórica y un ciclo político presentando al tecnicismo liberal como inmodificable, leyéndolo como filiación directa del interés “de clase” del Estado burgués. Hoy esta lectura nos parece superada, pero es oportuno recordar que el socialismo que ahora definimos como decimonónico se reflejaba en un no menos finisecular Estado liberal que reconocía realmente la subjetividad política a una cuota mínima del “pueblo soberano., seleccionándola –además– verdaderamente con criterios cencitarios y culturales que excluían a trabajadores y sujetos “débiles”. Por lo tanto si el socialismo se equivocaba no era tanto al atribuir al Estado liberal una naturaleza clasista sino al considerarla inmodificable y al rechazar por eso todas las formas políticas liberales. En suma, el liberalismo daba entidad a los procedimientos en contra de la extensión del universo de los sujetos legitimados para disfrutarlos, mientras el socialismo otorgaba entidad a esta extensión cuantitativa de la subjetividad en perjuicio de la coesencialidad de las técnicas, de los procedimientos y de las formalidades garantistas elaboradas por la tradición liberal. La resistencia del Estado liberal a la 152
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expansión del universo de los sujetos políticos generaba la hostilidad del socialismo al ordenamiento técnico-jurídico del Estado liberal. La negación liberal (o su continua dilación) del sufragio universal acompañaba así a la negación socialista de las formas (de las “libertades formales”) propias de la tradición liberal. Y cuando el Estado liberal rechazaba a las masas emergentes, tanto más éstas se afirmaban en su rechazo del Estado liberal y en la demanda alternativa de un Estado socialista. Socialismo y Estado democrático En el fondo, la contraposición entre reforma y revolución, entre reformismo y maximalismo no hace sino registrar la situación recientemente recordada. En una condición histórica de grave tensión que desembocará luego en la primera guerra mundial, aquella contraposición delineaba dos tendencias del socialismo: aceptar una condición persistentemente subalterna de las masas o aceptar su rebelión invocando una ruptura violenta capaz de curar la violencia súbita. Aceptar reformas económicas sin reformas políticas generales en el largo plazo era la táctica poco fascinante del reformismo, mientras que rechazarlas en nombre de reformas políticas generales revolucionarlas era la estrategia, en el breve plazo poco redituable del maximalismo. En la actualidad el condicionamiento histórico de aquellas dos tendencias debería estar claro. Pero en rea153
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lidad las fuertes resistencias conceptuales muestran que de hecho categorías como reformismo y revolución hoy son empleadas más allá de sus límites históricos y desempeñan una función contaminante de la teoría política. Expulsadas del diccionario científico por la historia, sobreviven en la política cotidiana como reproducciones del pasado capaces de obstaculizar la comprensión de la nueva situación. Por una parte, la apelación a la tradición reformista sirve frecuentemente para quitarle el carácter innovador al movimiento socialista y reducirlo a un verdadero sustituto de un movimiento liberal de masas que no existió nunca. Por otra parte, la tradición revolucionaria es acompañada con la reactualización de un análisis teórico envejecido y repetitivo que ve en la fuerza el nudo fundamental de la política de manera no muy distinta de la tradición liberal. En efecto, con la fuerza de la violencia revolucionarla se espera destruir un predominio social que por largo tiempo se ha valido de la fuerza para frenar la expansión universal de los derechos políticos y sociales modernos. El tema de la revolución ha sido objeto de amplia propaganda y fue sostenido teóricamente por la cultura soviética, que llegó a convertirlo en el tema discriminante entre socialistas y comunistas. Pero las cosas han cambiado radicalmente en los últimos años. En el centro de los análisis teóricos está ahora precisamente la democracia (sin adjetivos) con su potencialidad de transformación. Al mismo tiempo también la teoría jurídica destaca, en el derecho, el tema del consenso antes que el de la coacción (a este respecto me limito a citar dos ensayos recientes: Baglay y Solovev). 154
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Esta centralidad de la fuerza tanto en el socialismo como en el liberalismo del siglo pasado (y que sobrevivió hasta la segunda mitad de este siglo) es acaso la mejor prueba de su sustancial convergencia conceptual y de su común inadecuación para explicar teóricamente, y para enfrentar prácticamente, los nuevos problemas suscitados por la introducción del sufragio universal, es decir, por el paso hacia el Estado democrático. Se trata, naturalmente, de un tránsito que en muchos aspectos todavía sigue su curso ya que las condiciones políticas de Occidente son, en su aspecto cuantitativo, totalmente marginales en el mundo. Sin embargo ellas indican una sólida tendencia y dan fe respecto de los países que habitamos. De la fuerza al consenso Definir el Estado democrático es muy dificil precisamente porque su instauración es muy reciente y porque, en consecuencia, las categorías conceptuales con que lo examinan todavía no han sido totalmente depuradas del énfasis que la fase histórica precedente había puesto. No es casual que en torno de la definición de democracia se continúen, durante decenios, disputas teóricas encarnizadas y que a partir de ellas se produzca una apropiación lingüística general de la palabra democracia, que a fines del siglo pasado estaba cargada de significados negativos. Es de cualquier manera cierto que en los or155
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denamientos democráticos evolucionados son claramente identificables zonas vinculadas a la tradición liberal y otras vinculadas a la tradición socialista. Y precisamente este entrelazamiento, fruto de un prolongado y también áspero conflicto social y político, indica la profunda novedad histórica de esto que llamamos democracia. El potencial político que la democracia irradia (o puede irradiar) es enorme (Bobino ha hablado justamente de una “democracia subversiva”) y está bien ejemplificado en la ruina conceptual que comporta el sufragio universal. El voto universal da cuenta principalmente del fin del universo restringido dentro del cual estaba reducido el concepto formal de pueblo. Registra además la equiparación de los sexos bajo el más alto perfil decisional (la decisión política), así como la equiparación de las razas y de las naciones frente a los grandes temas de la soberanía moderna. Pero el sufragio universal postula también el fin de las valoraciones racionalistas de la política: introduce como sistema obligado de referencia institucional de la política la legitimidad de todos los intereses sociales. Se trata, por así decir, de una obligación establecida institucionalmente y que asume un valor teórico obligatorio. Desde el punto de vista institucional el principio “cada cabeza un vota vacía de significado la antigua polémica liberal sobre el voto como explicación de una capacidad racional dirigida a escoger los legisladores y las plataformas sobre las cuales edificar la ley. Precisamente confiriendo a todos –independientemente de la condición de propietario, de cultura y de sexo– el 156
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derecho-poder de escoger y decidir a través del sufragio universal, reconoce que el voto es la autotutela material de todos los intereses: es un interés revestido de derecho. Y ya que sobre la representación de todos estos intereses revestidos se funda precisamente la ley laica moderna, esta última deja de presentarse como aplicación de una ratio metafísica o antepuesta de algún modo a las diversas voluntades portadoras de los intereses: se presenta, por el contrario, verdadera y solamente como el conflicto organizado entre esta voluntad y aquellos intereses. En otros términos, la moderna y laica lex no tiene nada en común ni con la medieval lex data de Dios ni quisiera con la racionalista ley kantiana. Esta era sacada por cierto de una ratio laica, pero de una ratio que “saltaba” la concreta voluntas de los individuos en particular (todos) y se identificaba luego con la voluntas particular de un “legislador santo”, electo por un restringido círculo de propietarios y de hombres cultos. En este contexto kantiano, cuyo núcleo teórico se perpetúa en la tradición liberal moderna, el apriorismo racionalista armoniza con la privilegiada discriminación de la autoridad constituida y de la propiedad acumulada precisamente en cuanto excluye que la ratio pueda declinar a voluntas de cada uno. Y puesto que luego la ratio jurídica funciona –de manera distinta de cualquier otra ratio– como una ratio social obligatoria que vale para todos aunque no todos contribuyan a fundarla, se entiende que la lex generalis ominium –precisamente porque en realidad no ha nacido del concurso de todos y debe sin embargo regir para 157
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todos– tiende a ser identificada con la coacción más que con el consenso. De tal modo, el continente moderno del derecho se nivela con el ejercicio de un poder político basado sobre la fuerza de la autoridad estatal preconstituida respecto del consenso de los ciudadanos, y ese mismo poder político se configura principalmente (destacará Weber) como “monopolio público de la fuerza”. La operación kantiana de distinción del derecho respecto de la moral, fundamental para la secularización de la ciudad moderna, se desliza así hacia una decapitación escéptica de la organización consensual política, arbitrariamente reducida –en las articulaciones teóricas fundamentales– a la pura naturalidad de la fuerza propia porque sus fuentes se identifican en una ratio antepuesta a los intereses y a la voluntad de los congregados. El mal racionalismo se combina con el mal naturalismo. El liberalismo no logra quedar fuera de esta dramática antinomia y debe continuamente contradecir su originaria vocación optimista y laica para proponerse como orden óptimo de la ciudad laica. En efecto, se repliega ora hacia un nuevo primado de la moral metapolítica (la kantiana “comunidad de los espíritus” y no la ciudad de los ciudadanos concretos), ora hacia una concepción seminihilista que iguala política y naturaleza, derecho y fuerza. Si el núcleo más resistente de esta impotencia teórico-práctica está dado –desde Kant hasta Kelsen y sus epígonos– por un ambiguo racionalismo apriorístico que debe exaltar los intereses concretos de pocos, después de haber olvidado los intereses de todos, ¿cómo no recordar 158
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la gran (¡y semiolvidada!) crítica de Marx a la filosofía especulativa que retomaba y reproponía la crítica de Feuerbach a Kant y a Hegel sobre el terreno específico de la teoría de la democracia moderna? Repensar a Marx He esbozado un Marx que a decir verdad más que olvidado es todavía mal conocido. En efecto, ha prevalecido en la historia del marxismo (y en la misma historia de la crítica del marxismo) una sorprendente inversión de las relaciones entre los fundamentos teoréticos y las posiciones prácticas, que todavía continúa. Antes que intentar reconstruir el itinerario teórico que condujo a Marx a las conocidas conclusiones políticas, se ha preferido (era obviamente mucho más fácil) asumir los fundamentos teóricos como puros instrumentos de una estrategia política. Es así como pudo nacer un marxismo teórico mucho antes de que pudiésemos conocer totalmente la obra de Marx -un marxismo deducido de una política socialista que, contraponiéndose a un capitalismo del siglo pasado, no podía no ser un socialismo del siglo pasado-, ha nacido un marxismo que ha tomado cuerpo (un cuerpo arruinado, por otro lado) independientemente de las grandes obras teoréticas que desde 1927 adelante lentamente (y de a poco) hemos podido estudiar. Se trata de obras como la juvenil Crítica a Hegel, los Manuscritos de 1844, La ideología alemana y los Grundrisse, a los 159
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cuales el marxismo tradicional se ha opuesto (especialmente en el Este) por lo menos durante treinta años con argumentaciones teóricas y políticas que han impedido notoriamente la renovación de los estudios y de las interpretaciones. La leyenda de los “dos Marx” (¡el viejo-maduro y el joven-antimarxista!) ha conservado sustancialmente una suerte de Antiguo Testamento centrado todo él en la primacía de lo activo de la política y en el carácter deductivo de la teoría, en el cual seguía actuando la hermenéutica dogmática del estalinismo. De esta última conviene recapitular los principios fundamentales: 1. Reducción del pensamiento de Marx a una simplificada dialéctica hegeliana mezclada con un materialismo filosófico aproximativo. 2. Reducción de la política a la “aplicación” de un materialismo histórico antepuesto a un análisis diferencial concreto de los fenómenos contemporáneos. 3. Reducción de la teoría política de Marx a una rústica concepción clasista del Estado entendido como puro poder-fuerza accionado exclusivamente por la voluntad de una capa dominante. 4. Reducción del socialismo a la estatización de los medios de producción y a monopolio monopartidista del poder. En virtud de estos reduccionismos, radicalmente contrastantes con el complejo y todavía insuficientemente explorado itinerario intelectual de Marx, aquella dogmática es recortada y también discriminada con relación a la que privilegia a un “verdadero Marx” que era sustan160
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cialmente el Marx político y divulgador. A decir verdad es necesario agregar que este marxismo estaliniano se insertaba en una reducción instrumental del pensamiento de Marx de algún modo puesta en marcha no sólo por Lenin sino también por Kautsky y en muchos aspectos por Engels. Es necesario luego agregar que si bien Marx permanece en gran medida por encima del nivel de sus intérpretes, también es verdad que su obra conservó el carácter de gran bosquejo, especialmente en lo que respecta a la problemática epistemológica y metodológica, terminando con privilegiar la investigación económica en torno al capitalismo del siglo XIX. Así las cosas, ha sucedido que mientras la parte más notoria de la obra marxiana permanece fuertemente conectada con el orden económico y sociopolítico del siglo XIX, la parte más viva y menos vinculada al análisis del primer capitalismo permanece poco explorada; se trata, es cierto, de una parte menos densa pero representa, sin embargo, una contribución esencial para la fundación de una sociología científica moderna y de una moderna teoría laica y materialista de la democracia. La grosera interpretación que de la obra de Marx se ha tenido, por obra de un movimiento político y –correlativamente– por obra de sus adversarios políticos, ha servido al final de cuentas sólo para empañar la importancia del Marx científico, mientras que el énfasis que ha sido puesto sobre algunas de sus propuestas políticas históricamente correlativas a las condiciones de su época sólo han conseguido convertir en doctrinarismo utópico e insolvente un 161
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pensamiento fuertemente realista y orientado a la cautela científica. (Séame permitido a los efectos de documentar la existencia de interpretaciones alternativas de Marx, remitirme a investigaciones realizadas en años ya muy lejanos: Cerroni 1962; 1971; 1973. Es oportuno todavía lamentar una vez más la falta –salvo en Francia– de una edición crítica y autónoma de la obra de Marx). Pero todo esto pertenece a un capítulo especial y finamente teórico de la historia de las ideas más que a las cuestiones aquí consideradas de las relaciones entre liberalismo y socialismo. Entre las dos guerras Está fuera de duda que la Revolución de Octubre se ha insertado en la historia de las ideas políticas de nuestro siglo con una gran fuerza revulsiva, en gran medida alimentada por las particulares condiciones históricas que acompañaron y siguieron a la primera guerra mundial. Es necesario considerar que la Revolución de Octubre pudo vencer en un país tan atrasado y tan poco “obrero” principalmente por su apelación a poner término a la guerra y porque Rusia fue precisamente el primer y único país que concluye una paz “política” abandonando el terreno de las operaciones militares. Este motivo determinó el rápido crecimiento del prestigio político de los bolcheviques dentro y fuera de Rusia. Y éste fue también el motivo principal de la consolidación del poder soviético y de la 162
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formación de fracciones comunistas en los partidos socialistas (que habían aceptado la guerra) y luego de partidos comunistas. Contra la guerra y su posible repetición (en la “era del imperialismo”) el tema de la paz se unta con el tema de la revolución en la difundida convicción de que la amenaza militar-imperialista se mantendría y que una vanguardia pacífica y democrática de las masas trabajadoras resultaba imposible. Basta pensar en la progresiva fascistización de Europa y en las duras luchas afrontadas en los años veinte tanto por el proletariado de los países industrializados como de los países coloniales. Pero, como sucede con frecuencia, el defecto profundo de aquellos análisis era teorizar en el largo plazo datos de hechos atinentes al corto plazo, defecto que por otro lado estaba alimentado precisamente por el doctrinarismo dominante en los partidos de inspiración marxista. El inmediatismo político bloqueaba el análisis e introducía la acción práctica en el continuo replanteo de la doctrina tradicional. Debemos agregar que contra este maximalismo doctrinario disfrazado de ortodoxia operaba casi siempre un empirismo subalterno que conducía numerosos reagrupamientos reformistas (en Italia puede recordarse el ejemplar caso de Bonomi) a la vera del viejo liberalismo. Conviene por fin tener en cuenta el hecho de que mientras avanzaba en Europa el fascismo el mundo liberal estaba apenas comenzando a aceptar el sufragio universal (Estados Unidos en 1920. Gran Bretaña en 1928. Francia en 1945). Esta coyuntura política, que viene a coincidir también con la gran crisis 163
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de 1929, avaló y difundió la tesis (estaliniana) de que el Estado liberal se habría petrificado en formas reaccionarias y que el capitalismo se habría de derrumbar por crisis interna. Recordamos todo esto no ya para justificar, sino por el contrario para señalar la perspectiva limitada al breve plazo que guió gran parte del pensamiento político socialista y comunista entre las dos guerras mundiales, perspectiva que impidió ver la maduración de las condiciones históricas completamente nuevas y el advenimiento de determinados hechos que estaban cambiando radicalmente los caracteres de la época: la propagación de la democracia basada en el sufragio universal, la conquista de la Independencia por parte de los países coloniales, la derrota militar y política del fascismo, el advenimiento del neocapitalismo y de la sociedad de masas. Durante largo tiempo, en cambio, el socialismo fue guiado por las teorías exclusivistas elaboradas en la URSS cuando se trataba de construir el socialismo en un solo país, y de promover la industrialización y la modernización económica de Rusia. Desde entonces el movimiento socialista se encontró encerrado entre esta nueva experiencia histórica y el escenario político dominado por el peligro fascista. En este encierro maduraron vínculos con la URSS que consolidaron y agravaron tendencias que por otro lado ya se encontraban presentes en el socialismo occidental. Basta pensar en el énfasis que en la tradición del socialismo de Kautsky habían tenido doctrinas materialistas vulgares, teorías “derrumbistas” de la 164
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economía, interpretaciones fatalistas del imperialismo y de la guerra. Los textos más significativos de esta compleja involución del socialismo ante la nueva realidad son: las Tesis de Otto Bauer, Théodore Dan, Amédée Dunois y Jean Zyromsky que se conocieron con el título L’Internationale et la guerre, publicadas en 1935; la última gran obra de Kautsky. Sozialisten und Krieg y los textos de la misma época de la otra Internacional, la comunista. El marco general del análisis estaba dominado por el asombro ante el avance nazista y fascista, por la expectativa ante la guerra, y por la desilusión con respecto a las democracias liberales. Kautsky resumía muy bien esta atmósfera en alguno de sus textos: “Desde la guerra mundial –dice– el mundo ha salido de su lecho y oscila entre posiciones extremas e insólitas que dan lugar todos los días a nuevas sorpresas. Por cierto, también este desarrollo, como todo lo que sucede en el mundo, está regido por su regularidad. Pero nosotros lo observamos todavía desde muy cerca y él está demasiado basado sobre condiciones totalmente extraordinarias como para que podamos aprender del presente mucho más que su carácter absolutamente caótico. En la medida en que nuestras concepciones sociales y políticas actuales tienen una base científica se fundan en el reconocimiento de la regularidad, lo cual ha sido posible por la observación de los procesos sociales verificados antes de la guerra mundial”. El mundo seguía andando hacia adelante, pero la teoría política se había detenido en 1916-1917. (La cita pertenece a Panaccione; puede verse también 165
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el juicio del liberal John Gray: “En el ámbito político la catástrofe de la primera guerra mundial llevó a la quiebra al mundo liberal”, p. 64). Debo advertir aquí que todo el período 1914-1945 va asumiendo un significado esencial para marcar los límites entre la cultura política tradicional y la de inspiración democrática. Se trata de un período terrible en el curso del cual se concluyen algunas experiencias europeas verdaderamente emblemáticas como el fascismo, el nazismo y el estalinismo. Nolte ha definido estos treinta años como una “guerra civil europea”. Sin embargo, prefiero adoptarla definición de Foa/Glolitti que hablan de la “segunda guerra de los treinta años”. La derrota del fascismo y del nazismo, el advenimiento del sufragio universal, el proceso de descolonización y la constitución de la ONU echan las bases para una política completamente nueva. El retardo de la teoría Sería injusto considerar que sólo el socialismo ha quedado rezagado. Entre las dos guerras, la intelligentsia liberal no había brindado por cierto una contribución significativa para el esclarecimiento de las nuevas tendencias y de las nuevas perspectivas: Weber, muerto en 1920, no pudo ir más allá de una reivindicación propia del siglo pasado del poder plebiscitario-carismático, Croce y Gentile –como hemos visto– habían apoyado al fascismo en 1922, Schmitt y Heidegger optaron por Hitler en los años treinta. 166
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En la teoría política eran muy pocos los casos en los que se daba efectivamente una percepción aguda de lo nuevo. Por el lado socialista se puede contabilizar acaso sólo los Cuadernos de la cárcel de Gramsci, auténtica autocrítica teórica de un movimiento duramente derrotado por el fascismo en Ralla y hasta de su misma victoria en la URSS. Por el lado liberal se puede recordar a Gobetti y Rosselli, juntos en una línea de revisión profunda de la tradición liberal, y por último a Kelsen y Schumpeter. Pero Kelsen no va más allá de la respetable defensa del Estado de derecho de extracción kantiana: él postula una separación total de la Stufenbau normativa de las mutaciones sociales, y reasume precisamente por esto el vértice del ordenamiento Jurídico bajo la cobertura de su Grundnorm, el dato inmediato de una realidad trascendida sin análisis alguno. Por lo demás, esta pirámide normativa-volitiva del derecho estaba sobrepuesta a una visión del poder político finamente técnico-procesal, indiferente a la real extensión del universo de los sujetos llamados a decidir. En cuanto a Schumpeter, sólo en 1942 escribe ese texto básico de una versión técnico-competitiva de la democracia: Capitalismo, socialismo, democracia, versión que trastoca la relación clásica entre soberanía y representación, al ver en los partidos a los verdaderos actores de la democracia y en la competencia por el poder el significado último de la democracia. Se trata de una variante del tecnicismo kelnesiano. Ni siquiera por este retardo de la teoría liberal es necesario por otro lado asombrarse. Es menester conven167
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cerse de que la experiencia de la democracia en el sentido pleno del concepto pertenece por completo a la segunda posguerra. En efecto, la democracia basada en el sufragio universal pone en movimiento un proceso práctico y teórico totalmente nuevo que no encuentra preparada a la cultura política de los mismos movimientos que habían luchado por la introducción del sufragio universal. Y aquí se puede advertir que estos movimientos no fueron verdaderamente de matriz liberal. Nace entonces una onda larga que aún continúa y que ha sublevado a los grandes movimientos estudiantiles, feministas, pacifistas, antirracistas, a la vez que ha promovido una conciencia difusa tanto de los derechos humanos como de los deberes comunes respecto de los otros y del ambiente que rodea el ego de la tradición individualista. No sólo a las tradicionales “libertades formales” se han agregado normas atinentes a la promoción de libertades “positivas” y de una “igualdad sustancial” (piénsese en el ejemplar artículo 3 de la Constitución italiana), sino que se han multiplicado los espacios jurídicos y políticos para la actividad de organizaciones políticas, de asociaciones y de movimientos. A decir verdad, la nueva democracia ha hecho posible en realidad el surgimiento de movimientos innovadores que a cualquier teórico todavía le gustaría contraponer a las instituciones democráticas. En los hechos la democracia moderna resulta (puede resultar) un circuito integrado de instituciones y movimientos. La novedad teórica suscitada por esta nueva conciencia teórica difusa está esencialmente en el hecho de que 168
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vuelta a vuelta se resquebraja la vieja y tradicional antinomia categorial que contraponía libertad e igualdad, individuo y sociedad, libertad negativa y libertad positiva, libertas maior y libertas minor y en definitiva todas aquellas parejas conceptuales que postulaban una oposición abstracta entre un homo clausus y una societas desindividualizada. Esta oposición, que Habermas llama “la escisión del yo y la sociedad”, partía de un individuo que estaba fuera del tiempo y del espacio, considerado y postulado como pura subjetividad incorpórea y como “yo sin nosotros., y lo contraponía a una sociedad desarticulada e idealizada como “nosotros sin yo”. Norbert Elias habla al respecto del fin del yo cartesiano autorreduciéndose a pensamiento puro, a lo que se agrega la gradual disolución de un leviatánico y utópico poder “alternativo” a medida que todas las individualidades han adquirido titularidad de derechos y una conciencia política (Elias). No se ha tratado sólo de cambio de conciencias, también las instituciones han registrado la presión al respecto. Así lo demuestran las nuevas constituciones democráticas surgidas en la posguerra, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, la independencia de los nuevos Estados, la proliferación de nuevos derechos: desde el de protección de la vida al de jubilación, desde el de información hasta el de estudio, desde el derecho a la paz hasta el derecho al medio ambiente no degradado. Se trata ciertamente de derechos por concretar, teóricamente defectuosos y todavía “incompletos”; sin 169
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embargo ellos marcan los cambios radicales que se están realizando y que permean los ordenamientos jurídicos y políticos tanto del Oeste como del Este. El derecho, que antes era símbolo de coacción, se está convirtiendo en un conjunto de derechos” en progresiva expansión. Sobre estas profundas modificaciones ha incidido particularmente una suerte de mundialización de la conciencia pública en la cual se ha reflejado también una herencia de la segunda guerra mundial: la herencia del antifascismo como patrimonio transversal de las fuerzas políticas y de los hombres que sostienen la democracia. La declinación de la guerra como instrumento de la política internacional y el fin de la violencia como instrumento de la política interna son dos premisas de aquel “derrumbe del enemigo” que están caracterizando estos últimos anos del siglo y que en suma conforman de hecho un cuestionamiento de las mitologías políticas (de Schmitt y Vysinskij) que dominaron la segunda “guerra de los treinta años” . Dos casos ambiguos Resulta significativo que después de la segunda guerra mundial el nombre de democracia haya sido adoptado por todos los grandes alineamientos políticos y por todas las teorías. La disputa en cualquier caso, se ha desplazado hacia la adjetivación. Sin embargo, ante este desplazamiento es necesario reaccionar si se quiere profundizar el 170
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debate en torno del concreto sistema institucional de la demacrada moderna tal como se ha con‑formado con la implantación del sufragio universal. Este desplazamiento está sujeto a varias interpretaciones teóricamente discutibles y ambiguas. M respecto tomo dos casos ejemplares. El primero es el de la “democracia progresiva” de la que habló en su momento Togliatti. Está claro que el concepto–políticamente imprescindible– contenía un implícito aplacamiento de problemas teóricos muy importantes en tanto y en cuanto se invitaba a aceptar en el presente todas las reglas de la democracia. Se podía entender que la democracia podía progresar hasta el punto de cambiar las reglas del Juego que mientras tanto se respetaban. No es necesario asumir la hipótesis (que no fue de Togliatti) de una “hora x” (en la que ciertamente pensó, por ejemplo, Secchia). Basta tomar conciencia de que la democracia era aún concebida como una fase distinta respecto de la fase del socialismo, de manera tal que la transición de una fase a la otra quedaba despojada de explicaciones teóricas y por lo tanto de garantías políticas. Se trataba esencialmente de una deficiencia teórica, de la que por otro lado se sacaban conclusiones teóricas graves como, por ejemplo, el rechazo del Estado de derecho para la fase del socialismo ola aceptación de un modelo de tipo soviético. Por ejemplo, en el X Congreso del PCI, en diciembre de 1962, Togliatti admitía: “En el marco de esta orientación política (o sea de la unidad nacional en la lucha contra el fascismo] durante algunos años subyace un problema que no ha sido 171
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claramente resuelto. Es el problema de la relación entre nuestra lucha por el socialismo y la lucha por la democracia. Nosotros siempre habíamos combatido contra la tiranía fascista, exigiendo el restablecimiento de todas las libertades democráticas. Se necesitaba sin embargo hacer explícita la manera en que esta lucha contendría en sí elementos de una avanzada hacia el socialismo y que por lo tanto la perspectiva democrática y la perspectiva socialista estuviesen estrictamente unidas”. En realidad la vieja cultura política propia de la Tercera Internacional no podía arribar a una unificación teórica coherente entre democracia y socialismo. A propósito de esto puede verse la contraposición que Togliatti continúa haciendo, en febrero de 1962, entre Estado de derecho y soberanía popular: se trata de un auténtico test para la construcción de una moderna teoría democrática (cf. Togliatti 1974, p. 1073. 1057 y ss.)2. La vieja antítesis liberal (kantiana) entre Estado de derecho y soberanía popular tiende continuamente a reproducirse, aunque con signo cambiado, también en la cultura socialista. Aun Estado de derecho que frena la soberanía popular se contrapone así una soberanía popular incapaz de organizarse con reglas ciertas en un Estado de derecho. Hoy en día la incertidumbre teórica ha desaparecido, ya sea en razón de la aceptación de la democracia como 2 Para un intento contemporáneo de crítica de la cultura política “tercerainternacionalista” (de Vysinskij en especial) y de cohesión teórica de democracia y socialismo séame permitido recordar v. Cerroni 1960.
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valor universal (Berlinguer) o bien, y sobre todo, por la afirmación de que el socialismo no constituye otro modelo de sociedad o porque ha cesado toda contraposición de principio entre una democracia burguesa y una democracia socialista. Esta contraposición nace de una simplista y sociologista concepción del Estado reducido a instrumento de la voluntad de clase. Aquí conviene destacar que esta teoría marxista era sólo una variante del difundido voluntarismo dominante en la teoría político-jurídica de la primera mitad de este siglo (piénsese al respecto en Gentile, Schmitt y Kelsen). A su vez era totalmente ignorada la estructura teórico-institucional del Estado representativo moderno como específica forma política de la moderna sociedad civil atomística, con la consecuencia de una devaluación general del ordenamiento jurídico constitucional y de un indebido “primado de la política.. Es oportuno hacer notar también en este caso una singular confluencia entre pensamiento liberal y pensamiento socialista más arcaicos. El otro caso concierne al problema de la “proscripción del capitalismo” y de la protección del sistema económico existente: el problema de una democracia capitalista. La proscripción del sistema capitalista –se dice– reproduce el riesgo de la incertidumbre sobre el futuro del orden social y hasta político. Este problema sin embargo es examinado en el plano de las reglas constitucionales. Ninguna protección jurídica constitucional está en efecto dispuesta, por ejemplo, en la Constitución 173
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italiana para lo que definimos como sistema capitalista. Es necesario por lo tanto remitir toda alternativa concreta a los canales ordinarios de la decisión política previstos por la Constitución. Es más: una prohibición de cambiar el orden capitalista no previsto por la Constitución constituye una interpretación limitativa de nuestra democracia. La carta constitucional italiana protege por cierto la propiedad privada pero no prevé del mismo modo la expropiación (piénsese en la expropiación ya realizada de las empresas eléctricas). El problema, por lo tanto, no es garantizar la intangibilidad de un sistema capitalista que sería entre otras cosas también dificil de definir, sino más bien convenir que cualquier cambio sociopolítico puede y debe suceder sólo en las formas previstas por la Constitución vigente. Todo lo cual significa que el tema teórico es también en este caso el del respeto de las reglas democráticas: de una democracia no limitada y totalmente librada al consenso y a los procedimientos establecidos. Y significa también que aquella franja del movimiento socialista que continúa exigiendo medidas para la “proscripción del capitalismo” debe concretar sus propósitos en un programa político sometido al consenso de los ciudadanos en las formas previstas por la Constitución. Democracia representativa y democracia directa El debate teórico sobre la relación entre liberalismo y socialismo hoy se resuelve por lo tanto con una pro174
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fundización de la democracia. Esto es verdad también en lo que se refiere a la relación entre democracia representativa y democracia directa. Se está disolviendo progresivamente la tendencial contraposición entre liberales sostenedores de la democracia representativa y socialistas sostenedores de la democracia directa. La experiencia histórica nos ha demostrado ahora que la democracia representativa tiene necesidad de una base de masas que la preserve (especialmente en algunos países europeos) de atentados internos y externos por parte de “poderes ocultos”. Para tales fines las instituciones de la democracia directa resultan instrumentos importantes para el sostenimiento de las instituciones representativas. Ellas pueden también obviar los peligros que constituyen la partidocracia, la apatía política y el predominio patronal en los lugares de trabajo. Por lo que respecta a la democracia directa, la experiencia histórica ha demostrado que su contraposición frente a la democracia representativa está desacreditada por la democracia en general y en particular precisamente por la democracia directa que Jamás ha sobrevivido al fin o al vaciamiento de la democracia representativa. La efímera duración de la democracia “sovietista”, “conciliar” y “asambleísta” es una clara demostración. El verdadero problema que se plantea es precisamente el de la integración de las instituciones de la democracia representativa y las instituciones de la democracia directa en un adecuado cuadro interpretativo de la sociedad de masas. En realidad aquí surge de nuevo la diferencia de fondo entre liberales y socialistas, entre una visión 175
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elitista, procedimentalista y estática de la democracia y una visión abierta a la integración social y política, a la participación y sobre todo a la promoción de la vida política. Aquí se contraponen dos tipos de cultura política: la tendencial reducción liberal de la democracia a puro Estado de derecho que tiene por recinto a las “naturales” divisiones y diferencias de la sociedad civil, y una concepción que hace propia la afirmación gramaciana según la cual “la democracia tiende a hacer coincidir a gobernantes y gobernados.. Esta tendencia es expresada por el viejo socialismo como un “deterioro del Estado y del derecho” en paises como Rusia donde el Estado de derecho no había ni siquiera nacido. En Occidente en cambio la consolidación del Estado de derecho permite precisamente ver los progresos del consenso con respecto a la coacción, que se han vuelto posibles por el sufragio universal, por el ejercicio de los derechos básicos de masas, por el asociacionismo y por la difusión de la cultura. Democracia y sociedad de masas Podríamos decir, con un énfasis que sirve para destacar las tendencias, que el liberalismo impulsa a la democracia a volverse un puro Estado de derecho, reduciendo las dimensiones del Estado social, mientras el socialismo tiende a impulsar al Estado de derecho hacia el Estado social y hacia el Estado de cultura Entiendo aquí por Estado de cultura un Estado en el cual la construcción de 176
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una comunidad resulta un objetivo realista y hasta necesario. La antinomia fundamental de la sociedad de masas parece, en efecto, totalmente nueva. Ya no coincide con la contraposición frontal entre los iluminados y la canaille, entre el esteticismo de las almas bellas y separadas y un advenimiento de la locura despersonalizada. Esta perspectiva de dos mundos paralelos está impedida principalmente por la creciente integración objetiva de todos en el sistema de la división del trabajo, pero luego también en una densísima red de interdependencias inmateriales, estructuradas por los sistemas metropolitanos, por los transportes, por las comunicaciones, por la información y por la misma difusión de masas emprendida por los derechos y la cultura. En la moderna sociedad de masas, en suma, la eliminación de los bolsones de marginados y de las desigualdades no sólo materiales sino culturales resulta un medio esencial para garantizar también al individuo culta y evolucionado el disfrute de los sistemas masificantes modernos sin ser masificado. Acaso el ejemplo más apropiado es el de nuestra relación individual con la televisión, cuyos estereotipos son forjados precisamente con referencia a los índices de popularidad y de aceptación dominados por la “cultura mediocre” destinada a las masas. Está claro que sin un gran esfuerzo de tonificación cultural de las grandes masas ahora parece imposible el “buen retiro” del individuo. En la sociedad de masas todos están implicados. En ella el desarrollo de cada uno ya hoy resulta una condición esencial para garantizar el desarrollo de todos. La socia177
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lización que el viejo socialismo limitaba a la economía y remitía a un incierto mañana está hoy concretándose en la vasta esfera de la cotidianidad existencial. En todo caso de ella falta precisamente la conciencia teórico-política sistematizada. En este aspecto la sociedad de masas desencadena una doble y contrastante espiral. Por un lado impulsa al máximo los procesos de mercantilización de las relaciones humanas mismas, pero por el otro introduce inevitablemente procesos de repudio intelectual (político, moral, cultural y de emancipación). La acción colectiva de los sujetos políticos organizados resulta decisiva para determinar la supremacía de una u otra tendencia. La sociedad de masas se convierte en una arena en la cual todos los días cada individuo mide su propia subjetividad con esta doble tendencia general. De aquí también la doble perspectiva de una progresiva “barbarización” general o de una progresiva “civilización” de masas. En esto resalta la socialidad global del sujeto moderno y de su destino; como ha dicho Hermann Broch: “seamos un nosotros no para que seamos una comunidad sino para que nuestros límites se entrecrucen”. La interdependencia creciente que se verifica en la sociedad de masas además se multiplica ahora a escala internacional con el surgimiento de aquellos que han sido llamados los problemas globales de la humanidad: la imposibilidad de una guerra en la era de las armas nucleares de exterminio, la necesidad de enfrentar colectivamente las catástrofes ecológicas, así como los problemas deriva178
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dos de las nuevas técnicas, la imposibilidad de combatir el sida, la droga y la violencia organizada sin una visión nueva y planetaria. Frente a este panorama resulta totalmente oscuro y limitativo el viejo enfrentamiento entre liberales y socialistas en torno a la propiedad privada, nacida del vientre de la primera revolución industrial, así como la antítesis total entre capital y trabajo asalariado. Hoy la “apropiación privada” está dominada por poderosos instrumentos de orientación pública de la economía pero también por la superación planetaria de los problemas individuales-económicos según los cuales había sido modelado el Estado nacional liberal y ante los cuales había surgido la respuesta expropiativa del socialismo. Por una parte, la democracia efectuó una auténtica traslación de los problemas económicos en términos político-jurídicos de soberanía popular y de ejercicio concreto de libertad constitucionalmente protegidos; por otra parte, los peligros que amenazan desde el exterior del Estado nacional son extremadamente más graves aunque –por ahora– menos individualizados y menos gobernables: está amenazada la vida misma, la sobrevivencia humana. Se registra en suma una suerte de trastocamiento general y objetivo de la relación entre lo público y lo privado. En el pasado, el bajo nivel medio de la esfera privada impulsaba al cuestionamiento frontal de las esferas privilegiadas y por eso permitía concebir la esfera pública (el Estado nacional censitario con una sola clase) como un puro instrumento de gestión del mun179
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do privado (del propietario y del trabajador). Hoy, en la sociedad del bienestar, elevarse por encima del estándar medio de vida suscita necesidades más elevadas e incita a mirar muy por encima de la esfera privada inmediata, hacia los derechos políticos y hacia la democracia, pero también hacia los peligros “más lejanos” que provienen de la esfera pública, tanto la estatal-nacional como la internacional-planetaria. La centralidad asumida por el problema ecológico indica precisamente la afirmación de una conciencia individual más rica y más sensible a los peligros que parecían remotos e inaprehensibles para la vida cotidiana. En la conciencia de todos resiste el viejo mundo del siglo pasado que se limitaba a contraponer propiedad privada y trabajo asalariado, los procesos de crecimiento de esta más alta conciencia comunitaria del individuo asediado por la sociedad de masas, por la crisis del industrialismo y por los peligros planetarios que avanzan sin dificultades, sin embargo, crece la nueva necesidad de una sociedad más armoniosa-no sólo para que sea más igualitaria en el plano material sino sobre todo para que sea más abierta a las dimensiones inmateriales de la igualdad, al reconocimiento de la común pertenencia de los hombres al género humano. Aquí está la raíz de la crisis cultural de las teorías políticas heredadas del siglo pasado. La globalización de las interdependencias sociales y planetarias se acopla luego con otras conexiones objetivas que invaden la vida cotidiana con el progreso técnico-científico creando un auténtico campo experimental 180
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para la aguda previsión que Simmel hizo a principios de este siglo: “Todo estilo de vida de una comunidad depende de la relación entre la cultura objetivada y la cultura de los sujetos”. Esta relación es en la actualidad extremadamente tensa en el sentido de que el tejido de la cultura objetivada se ha espesado enormemente y ha asumido una densidad imprevista. Sin una adecuación de la cultura de los sujetos el mundo que ha sido construido (o sea la cultura que allí se ha objetivado) no sólo está en peligro sino que directamente corre el riesgo de deglutir y trastocar la subjetividad individual. La advertencia ha sido hecha recientemente por otro sociólogo, Norbert Elias, que ha destacado precisamente la integración creciente de la humanidad a escala objetiva y metapersonal y ha señalado que da estructura de la personalidad arranca tras los cambios sociales.. La reorganización cultural de la personalidad no es ciertamente un puro problema de psicología social sino que ahora se ha convertido en un problema central del desarrollo político. Sin colocar en el centro de la política los grandes problemas nuevos de la cultura de la supervivencia del género humano será dificil gobernar el nuevo siglo. En particular esta reorientación nos ha sido ahora impuesta por el veloz deslizamiento del centro mismo del desarrollo mundial hacia fuera de las regiones “evolucionadas”. Sin una apertura humanista de la cultura política será muy difícil vivir una época de integración plurirracial en la cual las diferencias históricamente acumuladas se encuentren conviviendo en buena vecindad. La dificultad será tanto 181
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nuestra como de los otros, y también esto prueba cuán esencial es el desarrollo general para la “buena vida” de cada individuo. Y aquí resalta el aporte que hoy puede dar al mundo entero la herencia universalista de la cultura europea. Los recursos culturales En conclusión, no pienso que la novedad de nuestro tiempo pueda satisfacerse con la pura y simple mediación entre el liberalismo y el socialismo que habíamos conocido en el pasado, aunque es cierto que uno y otro nos dejan importantes materiales útiles para una reconstrucción. De la cultura liberal es necesario acoger todo el patrimonio vinculado a la configuración y protección del individuo libre, a las tradicionales declaraciones de los derechos, al complejo sistema de las instituciones representativas y del garantismo técnico-constitucional del Estado de derecho. De la cultura socialista permanece como esencial la atención a las circunstancias en que el individuo queda situado por la dinámica histórico-social y por lo tanto la atención por la intervención organizada de los sujetos asociados, por la modificación de las circunstancias sociales y por la primacía de lo público en la cultura del hombre moderno. Si así son las cosas, creo que no podemos colocar más en el centro de la discusión viejos temas como el de la propiedad privada o el de la apropiación de los ex182
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propiadores, residuos de un economicismo arcaico, que sostenía las figuras especulares del Estado liberal administrado por una oligarquía electiva y del Estado socialista administrado por representantes no verificados por los trabajadores, Toda esta temática es absorbida por los grandes problemas de conducción económica del Estado democráctico, que desde hace tiempo no sólo asume la garantía de la propiedad privada sino también la de las grandes masas de trabajadores. Y esta es una temática cada vez más dominada por el consenso de los ciudadanos, que se mide con el proyecto elaborado por las fuerzas políticas que de esa manera se organizan. Así el consenso remite a los intereses de cada individuo y de cada grupo pero también –y cada vez más- a los valores que ellos expresan, y el proyecto remite por eso a una confrontación que se funda en análisis diferenciales y en niveles socioculturales diferentes. Por un lado o por otro la cultura asciende progresivamente hasta colocarse en el centro de la política: porque es necesario lograr consenso para las alternativas propias o porque es necesario dar a estas alternativas fundamentos científicamente sólidos, o por todos y cada uno de los motivos que se compadecen con la única gran tendencia a confrontar la política con un mundo profundamente cambiado y que todavía cambiará. En esta confrontación los legados de la cultura liberal parecen duramente marcados por una visión individualista y escéptica con respecto a la posibilidad de construir una comunidad humana más integrada. Individualismo 183
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y escepticismo están estrictamente ligados -entre sí y se conectan con una filosofía racionalista que se resuelve en relativismo gnoseológico y ético. En esta perspectiva la comunidad es “imposible”, particularmente como articulación de una ciencia de la sociedad. En este sentido sigue siendo ejemplar todavía el pensamiento de Kelsen, que implica agnosticismo y democracia. Por lo tanto no está privada de fundamento la afirmación de Simmel según la cual da concepción relativista del mundo parece expresar, acaso –más correctamente– ser, la condición actual de adaptación de nuestro pensamiento” al tipo de relación socioeconómica en la que vivimos. Y no carece de significado, para la política, que el pensamiento liberal razone preferentemente sobre los límites, los déficit y las “promesas no cumplidas> antes que sobre las formas de expansión cultural de la democracia. Un nuevo socialismo El socialismo, al menos en la parte teóricamente más rica y vital de su tradición, parece en todo caso más propenso a impulsar el pensamiento laico moderno hasta sobrepasar los umbrales del relativismo escéptico. Aunque corre el riesgo de resucitar peligrosos doctrinarismos, genera sin embargo elementos importantes para el planteamiento de una visión de la sociedad moderna entendida como un conjunto histórico estructurado por relaciones interindividuales no exclusivamente conscientes, esto es, 184
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como una red de interdependencia no deliberada y que ha sido sin embargo producida por la convivencia social. Esta idea de la sociedad moderna como formación económico-social confiere a la indagación una orientación positiva mucho más consistente que el concepto weberiano de tipo ideal. Mientras Weber ha inducido a leer los fenómenos sociales según tipos formados exclusivamente por intereses culturales y por finalidades racionales, en nuestra perspectiva, que nace de la compleja indagación de Marx de la sociedad moderna como sociedad capitalista con Estado representativo y con dinamismo atomista, resulta posible estructurar un sistema de referencia histórico-material, positivo y no meramente “Ideal”. En tal sistema de referencia se relativizan por cierto conceptos y categorías pero, tratándose de un sistema de referencia con un arco histórico amplio y tipificado, el historicismo que resulta no es por cierto un historicismo indivldualizante ni la sociología que surge se reduce a ser mera sociología comprensiva. La posibilidad de explicación resulta congruente con la indagación de la sucesión misma de los tipos ideales en la historia en cuanto configuraciones de relaciones dentro de las cuales individuos y acciones adquieren sentidos y significados histórica y socialmente definidos. Se produce así una diferencia de perspectivas culturales que pueden ser asimiladas a las que se dan entre la relatividad (de Einstein) y el relativismo (protagoriano). Por otra parte el socialismo presenta una mayor disponibilidad cultural para afrontar los problemas de nues185
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tro tiempo sin los condicionamientos vinculados con una tradición elitista y fundamentalmente antigualitaria. Esta disponibilidad podría permitir una mayor capacidad en el diseño de programas políticos de larga duración, vinculaciones y formas de cooperación internacionales y metanacionales, iniciativas de contención y control público de las ganancias en vista de los intereses generales, operaciones desconectadas de la lógica del mercado, acciones de promoción colectiva y comunitarias. Naturalmente se trata de controlar esta disponibilidad y obtener una revisión de las formas históricas-del socialismo que resultaron negativas y que sin embargo no deberían comprometer un razonable optimismo acerca de la posibilidad de lograr formas de organización social y política más modernas. El socialismo, en cuanto hereda tradiciones de solidaridad y cooperación entre los trabajadores por encima de cualquier división entre sexos, religiones, razas y naciones, puede en suma preparar un campo de experimentación positivo para una época que ve declinar o cuestionar viejas categorías y viejas instituciones y que al mismo tiempo ve surgir nuevos sujetos individuales y colectivos en el escenario de la historia. Lo importante es que él abandone una tradición repetitiva que aún hoy parece forzada a escoger solamente entre viejas fórmulas teóricas y entre alternativas políticas superadas. Existe, en cambio, necesidad de un gran esfuerzo teórico innovador para alcanzar, sobre la base por cierto de las adquisiciones pasadas, una diagnosis adecuada de los nuevos caracteres no sólo del capitalismo sino también 186
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del Estado representativo nacional, de las estructuras socioeconómicas planetarias y de las nuevas necesidades comunitarias. Una perspectiva de largo alcance y de cooperación mundial resulta esencial para la política en una época como la nuestra, y todo aquello parece posible si se logra conformar una alianza sólida y no ambigua entre las tres grandes fuerzas que han dejado su sello en nuestro siglo: el trabajo, la democracia y la ciencia. Se trata de una alianza no imposible en la medida en que las mejores tradiciones del socialismo la han auspiciado desde siempre. En la actualidad esta alianza parece por lo demás impuesta por una suerte de lógica interna que permea todas y cada una de estas tres fuerzas. Desde hace bastante tiempo el mundo del trabajo ha unido su suerte a la de la democracia, en la cual por otro lado ha visto concretarse muchas de sus reivindicaciones, pero también ha mirado a la ciencia con optimismo y sin rémora alguna, como fuerza laica consagrada a la modernidad. Por otra parte, en los momentos críticos de su existencia, la democracia ha encontrado siempre en el mundo del trabajo y en el laicismo de la ciencia un poderoso recurso defensivo y expansivo a la vez. Y finalmente, la ciencia, en cuanto visión coherentemente laica, en toda circunstancia ha actuado contra privilegios y prejuicios sociales y políticos. Si el socialismo llegara a construir esta nueva alianza entre trabajo, democracia y ciencia, protegiendo rigurosamente de cada una de las componentes las caracterís187
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ticas peculiares y la autonomía técnica, el siglo que se anuncia podría resultar menos agitado y resplandeciente que aquel otro que está ahora terminando.
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ÍNDICE
Presentación.................................................................. 5 Norberto Bobbio y el socialismo liberal Perry Anderson.........................................................................................11
Correspondencia Perry Anderson/ Norberto Bobbio.........................................................91
Ahora la democracia está sola Giancarlo Rosetti / Norberto Bobbio.......................................................123
Hacia un nuevo pensamiento político Umberto Cerroni.......................................................................................141
Bibliografía............................................................................. 189
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“La revolución liberal, el liberalismo socialista, el socialismo liberal, el comunismo liberal. ¿acaso otro contexto nacional ha producido alguna vez una serie tan vasta de híbridos de este género? Todas estas hipótesis fueron posibles en Italia porque no había existido tiempo para instaurar ni una democracia burguesa ni una demo cracia social después de la primera guerra mundial, como tampoco hubo la posibilidad de establecer una estructura sólida que trazase las coordenadas para el desenvolvimiento de la política bajo el capitalismo. Un decenio de fascismo había dejado al liberalismo en Italia en la condición excepcional de ser aún una fuerza viva, no agotada, mientras el socialismo se presentaba todavía relativamente unido; todo esto significaba que conjun tamente afrontaban un enemigo contra el cual, como último recurso, la resistencia no podía ser sino insurreccional. En estas condiciones la Resistencia italiana podía dar lugar a toda clase de generoso sincretismo. Bobbio es un heredero de aquel momento excepcional que –como él mismo lo ha explicado en numerosas oportunidades– fue la experiencia política central para su formación”.
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