Nicole Loraux Maneras Tragicas de Mata PDF

April 8, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Com o ocurre en la ópera, donde los personajes cantan hasta su propia muerte, los actores de la tragedia griega recitan la muerte de las mujeres. Heroínas que poseen sus maneras propias de m orir: las esposas se suicidan apelando a una cuerda; las vírgenes van al sacrificio. Puede incluso suceder que arrebaten su muerte a los com batientes gloriosos, atravesados por la espada. Así, en Maneras trágicas de m atar a una mujer, se van trazando los antiguos caminos para imaginar y pensar el cuerpo de la mujer. Extrañam ente inquietante, ya en el título, este libro, que ya ha sido traducido a varios idiomas, es fundamental para com prender el universo imaginario de la Grecia antigua y, con él, el nuestro. Nicole Loraux es directora de estudios de la Ecole de Hautes Etudes en Sciences Sociales (París).

Nicole Loraux

Maneras trágicas de matar a una mujer

V iso r L iteratura y debate crítico

Literatura y debate crítico, 3

Colección dirigida por Carlos Piera y Roberta Quance Traducción de Ramón Buenaventura

Título original: Façons tragiques de tuer une femme © de la presente edición, V i s o r D i s t r i b u c i o n e s , S. A., 1989 Tomás Bretón, 55, 28045 Madrid ISBN: 84-7774-702-4 Depósito legal. M. 11.854-1989 Impreso en España - Printed in Spain Gráficas Rogar, S. A. Fuenlabrada (Madrid)

PRÓ LO G O «Muertes en escena, dolores vivísimos, heridas»: aconteci­ mientos de la tragedia, espectáculo para los ojos. Teniendo en mente los ejemplos aportados por- Aristóteles en apoyo de la definición del pathos trágico como «acción que hace morir o sufrir»', nadie dudaría un momento de que, efectivamente, la muerte era algo que se ofrecía a la vista en el teatro ateniense. Thanatoi en tôi phanerôi: agonías en público, homicidios a la vista de todo el mundo... Releo, una vez más, la frase de Aristóteles, con perplejidad; y me resuelvo a advertir al lector que, en este libro, el oyente de la tragedia va a gozar de primacía sobre el espectador, pues todo ha de pasar por las palabras. Y es que todo pasa en las palabras, sobre todo la muerte. De hecho, al ir acotando las modalidades trágicas de la muerte de mujeres no he localizado nada que se vea, o, al menos, nada que se vea al principio, pues todo empieza por decirse, por oírse, por imaginarse — visión nacida de las palabras y de ellas prendida—. Así, pues, adentrándome en un largo ejercicio de lectura, he creído poder adivinar, en vacío, qué era lo que suministraba al público antiguo, en el momento, motivo para gozar intensamente del placer de escuchar. Palabras leídas, pues, para sustituir, cuando no para recu­ perar las palabras oídas, aquellas que la representación trágica ofrecía a la escucha activa del público ateniense. Palabras de doble, de múltiple sentido. En una palabra: texto, nada más que texto. «Contar «mucho más con la imaginación que con la vista, con el oído que con el ojo»j/ quizá por elección mía, pero ¿qué importa? Resulta que eso mismo eligió, en la Atenas del siglo V, el género trágico. N o trataré de aportar pruebas en este sentido: para ello haría falta mucho más que un prólogo. Sólo

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por gusto, y para tenerlas presentes en la memoria, evocaré algunas de las razones que incitan a colocar la tragedia bajo el signo de la escucha. Vienen, primero, las razones propias del historiador. Habría que evocar el arraigo deliberadamente cratiliano2h de los griegos en su lengua, y el amor que sienten por sus palabras (ellos las llaman «nombres»). Habría que recordar hasta qué punto, en el siglo V ateniense, imperaban las reglas de la escucha en los discursos cívicos que denominamos, con alguna impropiedad, géneros literarios. Dando un paso adelante, arriesgo la hipótesis de que, en el teatro de Atenas, la escucha era, para el público de la representación trágica, como una lectura finísima, adecuada a la «profundidad» del textoV de hecho, si el espectador antiguo — tal como nos complacemos en imaginarlo, siguiendo a Jean-Pierre Vernant— fue un oyente de oído penetrante para quien «el lenguaje del texto puede ser transparente en todos los niveles, en su polivalencia y en sus ambigüedades»\ no queda más remedio que atribuir a este oyente todopoderoso una atención de la que puede afirmarse, como mínimo, que rara vez flotaría en el vacío; una memoria de la que no nos queda ni el recuerdo; y la sorprendente capacidad de insertar la larga duración del trabajo sobre el significante en el breve transcurso de la representación teatral. Ficción, tal vez, pero ficción necesaria en cuanto hipótesis, desde el momento en que, arrebatado de sí por la profundidad polisémica del texto, el lector se adentra en la interminable búsqueda de las palabras hechas eco. Ya se ha alejado, de puntillas, el historiador. Queda el texto y, frente al texto, usuarios m uy contemporáneos. Entre éstos destacan, en primera fila, el director de escena y los actores. N o esperemos, sin embargo, que otorguen nuevo cuerpo a la idea de espectáculo5. Pues, a poco que se le pregunte, el director de escena reconocerá lo difícil que le resulta convencer a los actores de que deben decir — sólo decir y, sobre todo, no interpretar— las grandes unidades textuales que componen la tragedia: coro del Agamenón sobre el sacrificio de Ifigenia, relato de la muerte de Deyanira en las Traquinias o inmolación de Políxena en H écuba6...

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Toca, pues, al lector aceptar con todas sus consecuencias el desafío del texto. A mí, como lectora de tragedias, no me quedó elección: me vi obligada a ello desde el momento en que, intentando trazar los caminos trágicos de la muerte de las mujeres, tuve que admitir que tales caminos eran textuales. Porque no he tropezado sino con relato. Como si la muerte de las mujeres no pudiera confiarse más que a las palabras, como si sólo los palabras fueran capaces de llevarla a buen término. Ello se debe, por supuesto, a motivos históricos y de civilización: es en el seno de la casa donde debe transcurrir la existencia de una mujer griega, doncella, esposa o madre, y es en el recinto cerrado de su vivienda donde debe abandonar este mundo, al abrigo de las miradas, lejos de todo público. Sea. Pero el decoro, aun sociológico, nunca ha bastado para explicarlo todo. N o hay dificultad alguna en admitir que los sacrificios de vírgenes —pura desviación— no puedan efectuarse sino en los elementos del relato; así, pues, la tragedia no introduce mucha­ chas en escena más que para hacerlas salir de ella, entregándolas, fuera de la vista, al puñal del verdugo: ejecución escandalosa, ficción satisfactoria, cuyas secuencias recitan los mensajeros en una lengua técnica, con palabras que arrojan sobre lo impensable todo el peso de lo real. Queda bien matar jovencitas en el pensamiento, en el relato. Pero también está el suicidio de las esposas, que viene a complicarlo todo, dado que también depende de lo que se narra, y no de lo que se muestra. ¿Qué impide a estas desesperadas cometer una transgresión más? ¿Por qué han de volver precipitadamente a sus aposentos —sombríos, ocultos, fantasmagóricos— para darse una muerte que luego relatará ante el público una nodriza o un sirviente? La invención trágica de la fem inidad encuentra sin duda alguna su límite en esta reticencia a mostrar la muerte, con este modo que tienen las esposas perdidas de reintegrarse a la ortodoxia antes de llegar al fin. Pero eso no es todo: remitirse al orden del lenguaje7 para matar a Fedra o a Deyanira, puede que sea una de las dimensiones constitutivas de lo trágico en su definición griega. N o debe, al menos, subestimarse el m uy real beneficio imaginario que estas muertes solamente enunciadas debieron de proporcionar a un público de ciudadanos. De estas

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muertes puestas en palabras me atrevo a decir lo mismo que Baudelaire de lo bello, definido como algo «que se presta a conjeturas»: la muerte-relato se presta a conjeturas mucho más que las violencias expuestas a la mirada. Por sí misma, la puesta en escena teatral de las mujeres es ya, para el ciudadano de Atenas, admirable ocasión para considerar la diferencia entre los sexos: plantearla con el propósito de enmarañarla y de poder recuperarla luego — enriquecida por el enmarañamiento, pero consolidada por la afirmación que de ella se hace en el último m inuto—. Porque en ella se dramatizan y condensan todos los momentos de esta historia, la muerte de una mujer constituye el emplazamiento perfecto para esta operación ima­ ginaria, tanto más cuanto que la tragedia emplea, para decirla, palabras de sentido múltiple y que, en cierto modo, «lo saben»*, están al corriente. Palabras precisas, dotadas, como aiôra y airesthai, de sentido técnico en la lengua religiosa o sacrifical’; palabras muy genéricas, como bainein, designación neutra de la acción de andar («se ha marchado, la esposa»...); nombres de «lugares del cuerpo»10 — el busto, por ejemplo—. La tragedia emplea todas estas palabras de la lengua para en seguida desviarles el sentido, urdiendo con ellas el entramado de un discurso muy audible que, por debajo del texto, sigue y seguirá para siempre hablando de la diferencia entre los sexos. Es, por tanto, en las palabras del texto, una tras otra, donde he tratado de com­ prender qué es lo que ponen en juego, dentro de la representación trágica, las palabras del mensajero que relata la muerte de una mujer. Y a es hora de entrar en el texto. Me resisto, no obstante, a emprender esta lectura de largo alcance sin agradecer sus sugerencias y sus observaciones a las personas a quienes he ido teniendo al corriente, en todo o en parte, de la marcha de mis investigaciones, tanto en mi seminario de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales como en las universidades de Toulouse y de Trieste, tanto en la universidad de Cornell como en Princeton o Harvard. Y sobre todo a aquellos que, invitándome a hablar de la muerte trágica de las mujeres, me dieron oportunidad de escribir estas

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paginas: Gregory Nagy, en primer lugar, y Claudine Leduc. Gracias sean dadas también a Maurice Olender, por haberme acogido en su colección.

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REPA RTO *

Por orden alfabético: A d m e to A gam en ón

A lc e s tis

A n tíg o n a

A q u ile s

Esposo de Alcestis. Véase Eurípides, Alcestis. Rey de Argos, caudillo de la expedición griega contra Troya. Sacrifica a su hija Ifige­ nia, recibirá la m uerte de manos de su esposa Clitem nestra. Véase Esquilo, Agamenón, Las Coéforos; Eurípides, Ifigenia en Aulide. La «mejor de las mujeres». Esposa de Admeto, rey de Tesalia; acepta morir en lugar de su esposo. Una vez muerta, Heracles logrará recuperarla, tras habérsela disputado a Tánatos, M uerte. Véase Eurípides, Alcestis. Hija de Edipo y de Yocasta. Tras la muerte de sus hermanos, caídos en un combate que tanto tiene de guerra civil como de suicidio m utuo, entierra a Polinices, a pesar de la prohibición de Creonte. Condenada a empa­ redamiento, se ahorca. Véase Sófocles, A n tí­ gona; Eurípides, las Fenicias. Aparece poco en la tragedia. El héroe de la Iliada es, en Áulide, supuesto prom etido de Ifigenia. Políxena, en Troya, es inmolada sobre su tum ba. Véase Eurípides, Hécuba, Ifigenia en Aulide.

* Los personajes y su trágica historia, con mención de las obras que protagonizan y que aparecerán en el texto.

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ÁY ΑΧ

C asan d ra

C lite m n e s tr a

C reo n te

D a n A id e s

D e y a n ir a

E d ip o

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Rey de Salamina. Habiendo recuperado la razón, tras el extravío en que lo puso el odio de Atenea, se da muerte con su propia espada. Véase Sófocles, Ayax. Hija de Príamo y de Hécuba, profetisa a quien nadie cree; llevada en cautiverio a Argos por el rey Agamenón, y muerta, junto con él, por Clitemnestra. Véase Esquilo, Agamenón; Eurípides, las Troyanas. Mujer de Agamenón, madre de Ifigenia, de Orestes y de Electra. Da m uerte a Agamenón con ayuda de su amante, Egisto. Orestes la matará a ella con el apoyo de Electra. Véase Esquilo, Agamenón, Coéforos, Euménides; Só­ focles, Electra; Eurípides, Electra, Ifigenia en A ulide. Herm ano de Yocasta, esposo de Eurídice, padre de Hem ón y de Meneceo. Rey de Tebas tras la m uerte de los hijos de Edipo. Véase Sófocles, Antigona; Eurípides, las Fe­ nicias. Hijas de Dánao, huyen del hombre y del m atrim onio —llegado el momento, huyen de los hijos de Egipto, primos suyos. Acogidas en Argos por el rey Pelasgo. Véase Esquilo, las Suplicantes. Esposa de Heracles en Traquis. Envía al héroe la túnica de Neso, ofrenda que ella cree de amor, pero que es en realidad funesta. Se da m uerte con una espada. Véase Sófocles, las Traquinias. H ijo de Layo y de Yocasta, m atador de su padre, esposo de su madre. Ante el cadáver de Yocasta, se arranca los ojos con los alamares de la túnica de la muerta. Sus hijos se matan entre sí, su hija se ahorca. Véase

E g ist o

E lectra

E recteo

Eteo cles

E u r íd ic e

Evadne

F edra

H écuba

H elen a

Sófocles, Edipo rey, Antigona; Eurípides, las Fenicias. Amante de Clitem nestra, prim o de Agame­ nón: ayuda a la mujer a m atar al hombre, antes de encontrar él la m uerte a manos de Orestes. Véase Esquilo, Agamenón, Coéforos; Eurípides, Electra. Hija de Agamenón y de Clitemnestra, aguarda el regreso de Orestes para vengar la muerte del padre a manos de la madre. Véase Esquilo, Coéforos; Sófocles, Electra; Eurípides, Electra, Orestes. Rey de Atenas. Sacrifica a una o varias de sus hijas para salvar la ciudad. Véase Eurípi­ des, Ión y los fragmentos de Erecteo. H ijo de Edipo y de Yocasta. Muere en lucha fratricida con Polinices. Véase Esquilo, Siete contra Tebas; Eurípides, las Fenicias. M ujer de Creonte, madre de Hem ón. E nte­ rada del suicidio de su hijo, se da muerte con una espada. Véase Sófocles, Antigona. Esposa del héroe Capaneo, se arroja a la pira fúnebre de éste, m uerto frente a Tebas. Véase Eurípides, las Suplicantes. La cretense, esposa de Teseo. Prendida de Hipólito, que no ama sino a la diosa Ártemis, se ahorca. Véase Eurípides, Hipólito. Esposa de Príamo, rey de Troya, y madre de muchos hijos, como Casandra y Políxena. Véase Eurípides, las Troyanas, Helena, Orestes. La bella Helena. Esposa de Menelao, raptada por París —pero hay quien dice que a Troya no se desplazó más que su fantasma. Véase Esquilo, Agamenón; Eurípides, las Troyanas, Helena, Orestes.

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H em ón

H eracles

H e r m ío n e

H il o

H ip ó l it o

If ig e n ia

J a só n

L eda

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H ijo de Creonte y de Eurídice, prom etido de Antigona. Se atraviesa con una espada tras haber encontrado ahorcada a su prom e­ tida. Véase Sófocles, Antigona. El héroe de los doce trabajos y de las m últi­ ples mujeres. Presa de la locura, mata a Mégara y a sus hijos. Lo hará m orir el funesto regalo de Deyanira. Véase Sófocles, las Traquinias; Eurípides, Heracles. Hija de Menelao y de Helena, esposa de N eoptólem o. Véase Eurípides, Andrómaca, Orestes. H ijo de Heracles y de Deyanira. Véase Sófo­ cles, las Traquinias. H ijo de Teseo y de la amazona Antíope. Sólo se complace en la compañía de Ártemis y con la caza. El amor de Fedra y la maldición de su padre lo conducen a la muerte. Véase Eurípides, Hipólito. Hija de Agamenón y de Clitemnestra, sacri­ ficada por su padre para que soplen vientos que lleven la flota griega hasta Troya. En ciertas versiones trágicas del m ito, salvada in extremis por la diosa Ártemis y trasladada a Táuride, donde permanece, presidiendo los sacrificios humanos, hasta que Orestes la trae de regreso a Grecia. Véase Esquilo, Agamenón; Eurípides, Ifigenia en Aulide, Ifi­ genia entre los tauros. El esposo humano, demasiado humano, de Medea. Véase Eurípides, Medea. Madre de Helena, así como de Clitem nestra. Desesperada ante la mala reputación de H e­ lena, se ahorca. Véase Eurípides, Helena.

M a c a r ía

M edea

M égara

M eneceo

M en elao N eo ptó lem o

O r estes

P o l in ic e s

P o l íx e n a

T ec m esa

T eseo

Hija de Heracles, acepta su propio sacrificio en aras de la salvación de sus hermanos. Véase Eurípides, los Heraclidas. Princesa de la Cólquide, con quien contrae matrim onio Jasón para luego repudiarla y casarse con la hija del rey de Corinto. Enve­ nena al rey y a su hija, da m uerte por espada a sus hijos. Véase Eurípides, Medea. Fiel esposa de Heracles en Tebas. Se da muerte, junto con sus hijos, en un acceso de locura. Véase Eurípides, Heracles. H ijo de Creonte, hermano de Hem ón. Se da muerte para salvar la ciudad. Véase Eurípides, las Fenicias. Rey de Esparta, esposo de Helena. Véase Eurípides, las Troyanas, Helena, Orestes. H ijo de Aquiles, sobre cuya tum ba inmola a Políxena; m uerto en Delfos. Véase Eurípides, Hécuba, Andrómaca. H ijo de Agamenón y de Clitem nestra, her­ mano de Ifigenia y de Electra. M ata a su madre para vengar a su padre. Véase Esquilo, Coéforos, Euménidas; Sófocles, Electra; Eurí­ pides, Electra, Ifigenia entre los tauros, Orestes. H ijo de Edipo y de Yocasta. Muere en combate fratricida con Eteocles. Véase Es­ quilo, los Siete contra Tebas; Eurípides, las Fenicias. Hija de Príamo y de Hécuba, sacrificada por Neoptólemo sobre la tumba de Aquiles. Véase Eurípides, las Troyanas, Hécuba. Compañera de Áyax, quien le recuerda que el silencio es el mejor adorno de las mujeres. Véase Sófocles, Ayax. Rey de Atenas, esposo de Fedra, padre de H ipólito, a quien maldice demasiado pronto. Véase Eurípides, Hipólito.

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T eu cro Y o c asta

Herm anastro de Áyax. Véase Sófocles, Áyax. Madre y esposa de Edipo, con quien tiene dos hijos, Eteocles y Polinices, y dos hijas, Antigona e Ismene. Se suicida por ahorca­ miento, tras haber descubierto el incesto, o por la espada, tras la muerte de sus hijos. Véase Sófocles, Edipo rey; Eurípides, las Fe­ nicias.

[En las transcripciones castellanas se respetan los nom bres tradicionales de los personajes; en caso de duda, se acude a: C onstantino Falcón, Emilio Fernández-Galiano y Raquel López Melero, Diccionario de la mitología clásica (Madrid: Alianza Editorial, 1980). N uestra falta, en lo tocante a estudios clásicos, de una tradición tan sólida com o la inglesa, alemana o francesa, se refleja en vacilaciones a la hora de transliterar los nom bres o traducir los títulos de las tragedias.]

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N O T A DEL T R A D U C T O R

El original francés incorpora gran cantidad de citas. En lo tocante a la tragedia griega, el traductor ha apelado a las siguientes versiones españolas: — Esquilo, Tragedias completas, edición de José Alsina Clota (Madrid: Cátedra, 1983). — Sófocles, Tragedias, traducción y notas de Assela Alamillo (Madrid: Gredos, 1981). — Eurípides, Tragedias troyanas, versión rítmica de Ma­ nuel Fernández-Galiano (Barcelona: Planeta, 1986). Muchas veces, no obstante, ha habido que prescindir de estas versiones, para adaptarse a la literalidad que requerían los comentarios de la profesora Loraux. A fin de no estorbar la lectura del texto, estas excepciones sólo se señalan cuando son muy considerables. Los fragmentos de otras obras no trágicas se traducen: a) a partir de versiones castellanas (con mención del traductor en todos los casos); b) a partir de la traducción francesa ofrecida por la profesora Loraux. Esto último se da en muy pocas ocasiones, pero el lector ha de tener en cuenta que la disponibilidad de versiones castellanas de textos clásicos resulta escasa, por no decir lamentable.

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Maneras trágicas de matar a una mujer

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Habiendo dado la vida por su ciudad, los atenienses caídos en combate recibían en pago «un elogio inalterable y una sepultura que es la más digna. No me refiero a aquélla en que reposan, sino a aquélla en que su gloria sobrevive y es recordada en toda ocasión [...]. Los hombres ilustres tienen por tumba la tierra enteta; no es simplemente una inscripción sobre una tumba que, en su país, recuerda su existencia, pues incluso en un país extranjero, sin ninguna inscripción, cada una de esas tumbas lleva grabada esa inscripción, no en la piedra, sino en el corazón de los hombres.» [Versión castellana de: Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, traducción y notas de Vicente López Soto (Bar­ celona: Editorial Juventud, 1975).] «De tu valor, Nicoptóleme, jamás el tiempo borrará el eterno recuerdo, que en tu marido dejaste»1. Sirva esta cita tomada de un epitaphios, junto con otro fragmento de epitafio, como introducción a lo que se dice, en una ciudad griega —Atenas, en este caso—, cuando muere un hombre y cuando muere una mujer. Los hombres mueren en guerra, cumpliendo rigurosamente con el ideal de civismo; sometida a su destino, la mujer muere en su cama —o esto, por lo menos, parece lo más verosímil—. A los hombres, la ciudad les concede por la vía oficial un hermoso sepulcro y un elogio en forma de oración fúnebre pronunciada por el más célebre de los hombres de Estado: y ya, como obede­ ciendo al verbo elocuente de Pericles, el epitafio grabado en el m onum ento del barrio Cerámico empieza a palidecer ante la palabra de gloria y su promesa de recuerdo tan inalterable como universal. Para Nicoptóleme —desconocida, aunque de nombre guerrero, porque de victoria en el combate habla—, basta con un poco de recuerdo privado: unas cuantas líneas grabadas en una estela, con la afirmación de que su marido

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nunca la olvidará. Fuerte contraste, quizá demasiado bello para ser exacto. Veamos. Sin duda que no todos los hombres de Atenas mueren en combate, pero no hay ninguno cuyo epitafio no confíe a la ciudad, de una u otra forma, el recuerdo eterno de las cualidades del fallecido; tampoco se extinguen en su lecho todas las mujeres de Atenas, pero siempre es al marido (o, en el peor de los casos, a la familia) a quien toca preservar el recuerdo de la fallecida. Si nos situamos en el nivel paradigmático de los modelos sociales, cierto es que la ciudad no tiene nada que decir con respecto a la muerte de una mujer, aunque haya sido tan perfecta como le estuviese perm itido serlo: pues no hay para la mujer otro logro que el de llevar sin ruido una existencia ejemplar de esposa o de madre, junto al hombre que vivía su vida de ciudadano. Sin ruido: tal es, en todo caso, la vida que en el epitaphios aconsejaba Pericles a las viudas de los atenienses caídos en combate. La gloria (kleos) de los hombres es palabra viva, trasladada a oídos de la posteridad por las mil voces de la fama: para decir la gloria de una mujer, no hay —desde que Penélope afirma que sólo el regreso de Ulises mejorará su kleos desmedrado— más orador que el marido. La misma persona que, más allá del fallecimiento de su esposa, será depositaría de su recuerdo. Una vez m uerto el marido, lo único que toca a las mujeres es no dar lugar a que se hable de ellas entre los restantes varones, ni en tono de censura m en tono de elogio: la gloria de las mujeres consiste en carecer de ella’. H e aquí algo que está muy lejos de facilitar la tarea de quien pretenda palpar la muda realidad de la vida de las mujeres atenienses. Pero no estriba en tal cosa mi propósito, de modo que me atendré decididamente al logos, aun a riesgo de echar raíces en un género literario que, en la ciudad, consagra a la m uerte de las mujeres un discurso muy diferente de este otro, tan privado, del secreto y el luto. N o obstante, aunque no sea más que por m or de complicar la tarea, es menester demorarse un m om ento en la lectura de los epitafios. Así alcanzaremos la convicción de que ninguna mujer posee su muerte: para aquella cuyas virtudes han de culminar en el bienestar de su esposo, no hay

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fallecimiento heroico (pensada sobre el módulo de la prueba honorable, la «muerte gloriosa» sólo puede ser viril). Sencilla­ mente, la muerte de la esposa da remate a una vida de entrega y afecto, de buen hum or y de reserva, de la cual el marido, qué duda cabe, sabrá «hablar muy bien» en lo porvenir. En tales condiciones, ¿a qué palabra cívica iba a ocurrírsele articular un discurso sobre la muerte de las mujeres? N o, a buen seguro, al género histórico, sobre todo si el historiador se llama Tucídides y su objeto es Grecia: crónica de guerras y de decisiones políticas, la historiografía tucididiana no tiene por qué ocuparse de las mujeres, ni siquiera cuando están vivas. H erodoto, como cabía esperar, era menos cate­ górico en este aspecto, pero —de modo no menos previsible— no se interesaba en las mujeres más que en cuanto bárbaras o esposas de tiranos, o por su muerte violenta, o porque le daban pretexto para relatar algún rito funerario anómalo'; y, aun así, se trata de breves menciones, en las que nunca se observa un alto grado de elaboración. Pero hay un género cívico que se complace institucionalm ente en difuminar la frontera entre lo masculino y lo femenino, liberando la muerte de la mujer de los lugares comunes en que la acuartelaba el luto privado. Acabo de nom brar la tragedia, donde —cierto es: al igual que en H erodoto— las mujeres no mueren sino de muerte violenta4; pero es que en el universo trágico la muerte, aunque acontezca en el campo de batalla, siempre se sitúa bajo el signo de la violencia, por la cual no padecen los hombres menos que las mujeres: así, por un mom ento al menos, queda restablecido un a modo de equilibrio entre los sexos. Violentamente, pues, mueren las mujeres trágicas. Más exactamente, es en la violencia donde la mujer conquista su muerte. Una muerte que no sea tan sólo el final de una vida de esposa ejemplar. Una muerte que le pertenezca en propie­ dad, que, como la Yocasta de Sófocles, se haya infligido «ella, por sí misma»·, o que, de manera más paradójica, le haya sido impuesta. Una m uerte brutal, que se anuncia sin grandes frases (así, para la esposa-madre de Edipo: «Las

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palabras más rápidas de decir y de entender: ha m uerto la divina Yocasta»), pero cuyas modalidades, dolorosas o cho­ cantes, dan lugar a un largo relato. Pues, tan pronto como queda enunciado en toda su desnudez el hecho bruto, el acontecimiento suscita una pregunta, siempre la misma: «¿Cómo? Dime cómo»6. Entonces cuenta el mensajero, y así rompe la tragedia el silencio ampliamente observado en la tradición griega sobre los caminos de la muerte. Pero una precisión se impone: es cierto que, en la tragedia griega, la m uerte de las mujeres accede al discurso igual que la de los hombres; pero conviene observar que, dentro del espectro de las modalidades de la muerte violenta, se opera de hecho un reparto entre hombres y mujeres —y ya tenemos roto el equilibrio entre los sexos... Del lado de los hombres, la m uerte (con unas cuantas excepciones, como la de Áyax y H em ón, que se suicidan, o la de Meneceo, que se brinda al sacrificio) se manifiesta en forma de homicidio: tal es, bien mirada, la muerte — oikeios phonos, homicidio familiar— formalmente guerrera de los hijos de Edipo, que se matan unos a otros en el campo de batalla. En cuanto a las mujeres, algunas hay que mueren víctimas de homicidio —como Clitem nestra, como Mégara—, pero son mucho más numerosas las que apelan al suicidio como salida única para sus rigurosas desdichas: Yocasta, por ejemplo, y sin apartarnos de Sófocles, Deyanira, Antigona y Eurídice; Fedra y, también en Eurípides, Evadne y, en el trasfondo de Helena, Leda; por últim o, en lo referente a las más jóvenes, el instrum ento preferido de la m uerte es el cuchillo sacrifical, y hay que añadir, a la cohorte de esposas suicidadas, el grupo de las vírgenes sacrificadas, desde Ifigenia a Políxena, pasando por Macaría y por las hijas de Erecteo. N o vamos aquí a limitarnos al homicidio, aunque no por ello dejaremos de invocar su formas trágicas: por repartirse de modo más equitativo entre hombres y mujeres, el homicidio constituye, sin duda, un criterio menos pertinente a la hora de establecer las diferencias entre los sexos con relación a la muerte. El lector ya ha tenido que adivinarlo: nuestra

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atención va a concentrarse, en cuanto muerte femenina, en el suicidio de las esposas y en el sacrificio de las vírgenes.

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La soga y la espada Suicidio de mujer por muerte de hombre «Primero, para una esposa, es ya un tormento sin par estarse en casa sentada sola y sin la compañía del marido, toda suerte de desalmados rumores escuchando; que uno viene a traer malas noticias, y después, otro, con nuevas peores y, así, van todos anunciando mil desgracias para la casa. Y si tantas heridas (traumaton) él recibiera cual, por diversos conductos, traían hasta mi casa los rumores, bien podríais decir que más agujeros (tetrótai) tiene que una red [...]. Por tan horribles referencias, más de un nudo que en el techo había colgado, manos extrañas tuvieron que deshacer por la fuerza, y que ahogaba mi garganta». E

s q u il o

,

Agamenón,

8 6 1 -8 7 6 .

Más allá de la mentira, cuyo empleo la reina domina con maestría admirable, se trata de una verdad o, por lo menos, de algo verosímil, propio del universo trágico enunciado en estas palabras con que Clitem nestra recibe a Agamenón cuando regresa a palacio: la m uerte de un hombre invoca de modo irresistible el suicidio de una mujer, de la suya. ¿Muerte de mujer para compensar la m uerte de ün hombre? En virtud del honor heroico que la tragedia se complace en recordar, la muerte de un hombre no puede ser sino muerte de guerrero, en el campo de batalla (así, en las Coéforos, los hijos de Agamenón soñarán un instante en el pasado, imagi­ nando la m uerte gloriosa de su padre ante las murallas de Troya); m uerte cuyo anuncio bastará para que la esposa, en su recinto cerrado, muera a su vez con una soga al cuello. En

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nombre de esta misma verosimilitud trágica, Hécuba, en las Troyanas, reprocha amargamente a Helena: «¿Cuándo nadie te vio colgarte de algún nudo o aguzar el puñal como una mujer noble (gennaia gyne) que añorase al prim er marido?» (Traducción española tomada de Eurípides, Tragedias troyanas, Las troyanas, versión rítmica de Manuel Fernández-Galiano, pág. 188, vv. 1013-1015). N i qué decir tiene que Clitem nestra no se mató, como tampoco su hermana Helena. La reina no es ninguna Penélope (aunque, en el mismo discurso embustero, evoque las lágrimas que le arrasaban los ojos en las largas veladas de llanto por su marido), ni ninguna esposa trágica corriente. Clitemnestra, pues, no se mata, y es Agamenón quien va a morir, con el cuerpo cubierto de heridas y atrapado en la red de un velo en forma de trampa. Clitem nestra no tom a medidas para matarse; desvía la m uerte de su persona hacia la del rey, del mismo modo en que Medea, en lugar de matarse, mata indirectamente a Jasón, por interm edio de sus hijos y de su nueva esposa7. En Clitem nestra, la madre de Ifigenia y la amante de Egisto se imponen a la esposa. La reina homicida da mentís a la ley de la feminidad, según la cual, ante la aporía de la desdicha se abre la salida del nudo corredizo8. Una muerte desprovista de andreia Hallar salida en el suicidio: solución trágica que, en el granel de la vida cotidiana, la moral reprueba. Pero, sobre to ­ do: solución de mujer y no, como en ocasiones se ha preten­ dido, acto heroico9. Que Áyax, el héroe, se suicide —tanto en Sófocles como en la tradición épica— es una cosa; otra, muy distinta, que se suicide de modo viril (ya volveremos a ello); pero de ahí a obtener de este ejemplo la conclusión general de que, en la imaginación com partida de los griegos, todo suicidio participe de la andreia (nombre griego del valor, en cuanto patrim onio de los varones), hay un paso que nos resistimos a dar: mucho más conforme a la ética tradicio­ nal es sin duda el Heracles de Eurípides, quien, desde el

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propio fondo del desastre, se resigna a seguir viviendo10. En lo que se refiere al ciudadano, las cosas están más claras todavía: nada más ajeno al suicidio que el imperativo hoplita de la «muerte gloriosa», que ha de ser aceptada, no buscada11 —sabemos que, por haber expresado con demasiada vehe­ mencia su deseo de m orir en Platea, los espartanos negaron a Aristodamo la gloria postum a de verse incluido en el elenco de los valientes. Espartano o no, ningún guerrero se suicida más que por causa de deshonor (caso de O tríadas en el libro I de H erodoto y de Pantites en el VII); de lo cual se hace eco el Platón de las Leyes, pensador norm ativo, pero fiel al interés ciudadano, que inflige al suicida, por «falta absoluta de virilidad», la sanción institucional de una tum ba tan solitaria como olvidada, en las afueras de la ciudad y en la noche del anonim ato (IX, 873 c-d). H abrá que añadir —y no es dato trivial— que la lengua griega carece de vocablo específico para designar el acto del suicidio, y que utiliza las mismas palabras que nombran el homicidio de los padres, ignominia absoluta12. El suicidio, pues: muerte trágica, quizá, que eligen, abrumados por la desazón, aquellos sobre quienes recae «el dolor excesivo de un infortunio irremediable»13. Pero, en la propia tragedia, muerte de mujer, por encima de cualquier otra cosa. Y resulta que una de las modalidades de esta muerte —ya de por sí devaluada— está más señalada por la infamia, más abocada al deshonor inapelable que todas las demás: me refiero al ahorcamiento, muerte abominable o, por decirlo más adecuadamente, muerte «sin forma» (askhémón), máximo agravio que nadie se inflige sino apremiado por la vergüenza14. Y resulta también —¿será casualidad?— que el ahorcamiento es muerte de mujer: m uerte de Yocasta, de Fedra y de Leda, m uerte de Antigona (y, fuera de la tragedia, muerte de innumerables muchachas que se cuelgan para dar origen a un culto o para ilustrar los enigmas de la fisiología fem enina15). El ahorcamiento, m uerte femenina. Digo más: en él puede duplicarse al infinito la expresión de la feminidad, porque las mujeres y las muchachas saben sustituir el instru-

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m ento habitual, la soga, por los aderezos con que se cubren, emblemas de su sexo (así, Antigona se estrangula en el nudo de su propio velo). Velos, cinturones, bandas: trebejos de seducción que, virtualm ente, tanto valen como trampas de m uerte para quienes las llevan, como hacen saber al rey Pelasgo las danáides suplicantes16; en una palabra, fuerte expresión tom ada de Esquilo, hay en todo ello una hermosa tram pa, mékhane kalé, donde la peithó (persuasión) erótica se pone al servicio de la más siniestra de las amenazas. N o insistiré en el trato íntim o de las mujeres con este ám bito de la métis, inteligencia astuta tan característica de los griegos. N o obstante, no dejaré pasar la ocasión de recordar que no hay acción llevada a cabo por una mujer —aunque emplee la espada, sea para darse muerte, sea para m atar— que no corra el riesgo de verse absorbida, inexora­ blemente, por el vocabulario de la astucia. Así, en Agamenón, para evocar los designios letales de Clitem nestra, mientras afila la espada contra su esposo, Casandra, en contra de lo que cabía esperar, recurre a la imaginería del veneno vertido en la copa; en la Orestíada, en cambio, el veneno no tarda en ser revezado por una tram pa real y verdadera, el velo que apresa a Agamenón como en una red, audaz materialización de toda metáfora de métis. Idéntica lógica opera en las Traquinias: sin desearlo así, Deyanira atrapa a Heracles en la tram pa envenenada de la túnica de Neso: ahora, por mucho que se apresure a solicitar de la espada la salvación de una muerte rápida, ya no podrá evitar que se piense, aunque sea de modo fugaz, que su suicidio se inscribe en el registro industrioso de la inteligencia astuta17. A esta metis abarcadora, operante en-las palabras y en los actos de las mujeres, y que teje las redes mortales o aprieta el nudo de innumerables sogas, la tragedia opone todo lo que corta o desgarra, en una palabra, lo que hace correr la sangre. Lo cual nos lleva a las Suplicantes de Esquilo y a su pulsión hacia el ahorcamiento. Postrer recurso en su fuga extraviada ante los hijos de Egipto, el nudo corredizo de la m uerte habría protegido a las danáides contra el deseo violento del macho, así como arrojarse desde lo alto de una roca escarpada

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—cosa que por un m om ento les pasa por la cabeza— las habría redimido del matrim onio (vínculo donde el esposo no es sino dueño). Y no es indiferente que den a este dueño el nombre de daiktór, que en m odo alguno significa «raptor» (como quiere, en la edición de Belles Lettres, la muy auto­ rizada traducción al francés de Paul Mazon), sino muy exac­ tam ente desgarrador1S. Para escapar de este desgarro —sin duda el de la violación o desfloración— sólo dos caminos se abren: la m uerte de las danáides en el nudo corredizo de una soga —y el deshonor para la ciudad—, o su vida a cambio de una guerra en la que «por mujeres» se ha de derramar la sangre de los hombres (Suplicantes, 476-477). N o se colgarán las danáides. Ya conocemos el final: matrim onio consumado, bodas de sangre, mortales para los maridos, castigo posterior en el Hades. Pero eso es otra historia. El tajo en el cuerpo viril Si damos crédito a Eurípides, una espada arma el brazo de Tánatos (Muerte). N o será, sin duda, por casualidad: si la muerte, igual para todos, no distingue entre sus víctimas y lo mismo taja la cabellera de las mujeres que la de los hombres, toca a Tánatos, encarnación masculina de la muerte, llevar una espada, emblema del óbito viril19. Porque ningún varón digno de tal nombre ha de m orir sino por la espada o la lanza de otro hombre, en el campo de batalla. Menguada gloria la del Menelao de Eurípides, que regresa de Troya sin huella siquiera de una herida infligida a corta distancia, de las que lucen los hombres cabales20. E incluso en el sacrificio humano —por corrupta que resulte la acción desde todos los puntos de vista— conviene que el sacrificante sea un hombre, sobre todo cuando la víctima también lo es; así lo atestigua, en Ifigenia entre los tauros, la pregunta de Orestes a la hermana que todavía no ha identi­ ficado: «¿Matando una mujer varones con la espada?»

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y la respuesta de Ifigenia, asegurando que en el santuario hay un verdugo (sphageus) a quien incumbe tal tarea21. Esta norma imperativa que exige que el hom bre muera a manos de otro hombre, por espada y con derramamiento de sangre, no queda derogada en la tragedia ni siquiera por el suicidio; y, tanto en Sófocles como en Píndaro, a hierro muere Áyax, fiel hasta el final a su estatura de héroe que vive y muere por la guerra, donde, mediante un intercambio pactado, de todo contra todo, se infligen heridas y se reciben. Áyax, pues, se suicida, pero como guerrero22. A tra­ vesado por el hierro con que se identificaba (Ayax, 650-651), se desgarra el costado con la espada de la que hizo principio activo, escenificando su propia muerte (llega a decir: «el verdugo (sphageus) está ahí, de pie, para mejor cortar»23). La espada de Áyax: significante primordial con el que tropezamos a cada paso en la urdimbre metafórica de la tragedia de Sófocles, confiriendo coherencia al texto. La espada del guerrero se trueca verdaderamente en el escalpelo que Áyax invocaba con sus deseos, pero hay, en el sentido que se suele denominar figurado, muchas otras espadas en Ayax: las propias palabras de la lengua, que, punzantes como el acero, «hieren en lo vivo». ¿A qué sorprendernos, sabiendo que, ante la contemplación del cadáver del héroe, la aguda punta del dolor atraviesa a Tecmesa hasta las «entrañas»24? Dejemos la espada de Áyax en este punto: otros han sabido tratar el tema, a veces espléndidamente, como Jean Starobinski25. Tam poco me explayaré sobre la sangre derra­ mada, aunque sea crucial en Ayax, porque disponemos de otro héroe de Sófocles para ilustrar el carácter necesariamente cruento del suicidio viril. Me refiero al prom etido de A ntigo­ na, cuya muerte viene anunciada por el modo intraducibie de la glosa etimológica: «Hemón ha muerto; su propia mano lo ensangrienta»26. [Versión de A. Alamillo: «su propia sangre le ha matado»].

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Baste con recordar que el nombre de H em ón (Haimon) se parece demasiado al de la sangre (haima): así, atravesado por su propia espada, el hijo de Creonte da cumplimiento al presagio que había en su nombre, y muere como varón. Ahorcamiento o sphagê Hay, no obstante, una palabra cuya enunciación no podemos seguir aplazando, porque es obsesiva en el género trágico y porque en éste se contrapone, insistentem ente, al vocabulario del ahorcamiento. Esta palabra es sphagê, nombre de la degollación sacrifical, aunque también de la herida y de la sangre que se vierte. Junto con el verbo sphazô y sus derivados, se aplica evidentemente a los sacrificios: el de Ifigenia en Esquilo y Eurípides, pero también, en Eurípides, el de Macaría en los Heraclidas, y el de las hijas de Erecteo, ofrecidas a la patria en calidad de sphagia (lón, 178). H asta aquí, todo normal, o casi. Pero, de Esquilo a Eurípides, pasando por Sófocles, sphazô y sphagê también se aplican al homicidio en el seno de la familia de los Atridas. Y, sobre todo, es también a estas palabras a las que se recurre para designar el suicidio cruento: suicidio de Ayax, de Deyanira, de Eurídice. ¿Cabe invocar, para justificar este uso un tanto alejado, alguna supuesta ley de la inadecuación semántica, característica de la tragedia en su empleo del lenguaje? ¿Habrá que rebajar sphazô a la categoría de palabra más neutra o más descriptiva, como skhizô y daizó, que describen el desgarramiento del cuerpo? Ello equivaldría a ignorar el rigor del significante trágico, que no manipula la lengua sino con fines muy concretos —como, por ejemplo, el de confundir las órdenes. Más vale apostar por el sentido, observando que, cargados de valores religiosos, sphazô, sphagê y sphagion no se aplican en la tragedia a cualquier degollación religiosa, ni a cualquier suicidio, sino a la larga sucesión de «asesinatos resultante de la aplicación de la ley de la sangre» en la familia de los Atridas, o a la m uerte voluntaria de Eurídice al pie del

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altar de Zeus H erceo28. En términos más generales, sphagê se aplica a la muerte por hierro como muerte «pura», por oposición al ahorcam iento29. Pero tan pronto como mencionamos esta contraposición entre dos modos de morir, el masculino y el femenino, hay que decidirse a señalar que ya la hemos quebrantado, al evocar la m uerte «viril» de Deyanira o de Eurídice, que se hunden una espada en el cuerpo. Y, en Eurípides, no son escasas las heroínas que prefieren la espada a la soga cuando la muerte les ronda la cabeza; así, mientras m onta guardia ante la puerta de la casa donde se lleva a efecto el crimen, Electra sostiene una espada en las manos, dispuesta a volverla contra sí misma si el empeño fracasa (Electra, 688, 695-696). Y, a la inversa, hay también, en Eurípides, hombres a quienes sobreviene la m uerte por haber caído, como una mujer, en lazos inextricables: caso de H ipólito, que, engan­ chado en las riendas de su caballo, como en un par de trabas, se estrella contra la peñas del cam ino30; pero, hay que decirlo, entre los hombres es, con toda evidencia, más raro este modo irregular de muerte. A lo que íbamos: he de observar que el enmarañamiento trágico consistente en atribuir m uerte viril a una mujer no depende de ninguna contingencia. Tom em os la muerte de Yocasta en las Fenicias. En Sófocles, como sabemos, Yocasta se ahorca tan pronto como averigua quién es Edipo —mujer abrumada por una desdicha insuperable. La Yocasta de Eurípides no se ahorca; habiendo logrado sobrevivir a la revelación del incesto, es la muerte de sus hijos lo que acarrea la suya, que se da a sí misma con la espada que a ellos m ató31. Qué duda cabe: se trata de una notable desviación con respecto a una tradición muy sedimentada, ya desde H om ero y el ahorcamiento de Epicasta. ¿Tendremos por ello que atribuir esta innovación, como algunos hacen, a una evolución de las mentalidades, cada vez más hostiles a la muerte por ahorcamiento?32 A decir verdad, no hay nada que avale semejante hipótesis, porque ya en la Odisea (XXII, 462464) la m uerte por soga es la más impura posible, y, por consiguiente, no se ve bien en qué ha podido consistir el

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cambio de mentalidad. Pero, sobre todo, conviene leer el texto de Eurípides en relación con el de Sófocles; entonces comprenderemos que en las Fenicias hay una especie de nueva interpretación de conjunto del personaje de Yocasta; y la muerte viril de una mujer que ya no es, como en Sófocles, esposa por encima de todo, sino exclusivamente m adre33, ha de anotarse en el haber de la recién mencionada reelaboración crítica de la tradición. A partir de este ejemplo y de algunos otros, esbocé antaño, evocando la m uerte trágica de las mujeres, una generalización en que el ahorcamiento iba asociado al m atri­ monio —o, mejor, la excesiva valoración de la condición de desposada (nymphe)— y el suicidio cruento a la maternidad, mediante la cual, en los dolores «heroicos» del parto, se realiza enteram ente la esposa34. Me sigo ateniendo a esta lectura. Pero no he de volver a ella, en este punto, sencilla­ mente porque es el enmarañamiento lo que me interesa ahora, y más concretamente las afirmaciones, tan frecuentes en Eurípides, que parecen postular una especie de equivalencia entre la soga y la espada. La soga o la espada: en una sola palabra, la muerte a cualquier precio, sean cuales sean los caminos que a ella conduzcan. Así, en situación desesperada, razonan las mujeres viriles (quienes, si se les diera ocasión, elegirían la espada), de tal cosa hacen alarde las mujeres demasiado femeninas, que, como Herm ione, ni siquiera osarán ahorcarse —pero, tanto en un caso como en el otro, la continuación del texto deja perfectamente en claro cuál sería, espada o soga, la verdadera elección de la infortunada. Soga o espada: tal es también la elección que, ante la inminencia de la m uerte de Alcestis, ofrece a Admeto su corazón, cuando afirma: «ante tamaña desgracia, no cabe sino abrirse la garganta (sphagê) o introducir el cuello en el nudo corredizo de un lazo colgante» — simple manera de señalar que, por haber huido de la muerte, un hombre feminizado no puede sustraerse a la desdicha que destroza a las mujeres35. Pero —ya lo sugieren estos ejemplos—, el enmarañamiento, aun llevado a su colmo, no tiene más objeto que el de

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robustecer, por vía paradójica, el planteamiento ortodoxo de la contraposición. Así, por ejemplo, en la tragedia que lleva su nombre, cuando Helena hace votos por su propia muerte: «lazos mortales pondré en mi pobre cuello para de ellos colgarme o haré que entre en mi garganta sangrante la espada con golpe homicida, mortal que mis carnes traspase, una ofrenda a las tres diosas...» Tal como indica la resolución final, la única eventualidad que Helena considera verdaderamente digna de ella es la sphagê; pero, bien mirado, la elección ya despuntaba en las propias palabras con que Helena hablaba de colgarse, y sobre todo en el phonion aiôrêma, en esa intraducibie y contradic­ toria «suspensión cruenta» que los traductores ocultan como pueden, porque —piensan— lo propio del ahorcamiento es que no se derrame la sangre’6. Y, sin embargo, es precisamente en este oxím oron donde hay que adivinar la elección de la heroína, para quien no cabe concebir más muerte que la cruenta, y cuyas palabras recusan el ahorcamiento en el instante mismo en que evocan tal eventualidad. Phonion aiôrêma: así, anunciando por anticipación la sangre de la sphagê, la lengua de Helena se adelanta a sus pensamientos. Com o resultado de este examen, vuelve a plantearse, con más fuerza que nunca, la contraposición entre la soga y la espada. Excepto que, en lo sucesivo, hay evidencias que se imponen con toda claridad. Un hombre nunca llegará a ahorcarse, aunque la idea le haya rondado la cabeza37; el hombre, cuando se mata, lo hace como tal, como hombre. A la mujer, en cambio, se le ofrece opción: hallar en el lazo de una soga un final muy femenino, o apoderarse de la espada, robando su muerte a los hombres. ¿Cuestión de identificación, es decir de coherencia interna del personaje trágico? Quizá. N o por ello resulta menos patente el desequilibrio, prueba —por si hubiera necesidad de recordarlo— de que el género trágico domina a la perfección el juego del enmarañamiento y conoce los límites que no debe franquear. O , por decirlo de otro modo: prueba de que la mujer está más autorizada a

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hacer de hombre, para morir, que el hombre a apropiarse, aunque sea en la muerte, de cualquier conducta femenina. Libertad trágica de las mujeres: libertad en la muerte. La esposa que se lanza al vuelo Pero, ya que se ofrece opción a las mujeres, y ya que algunas, hasta el final, perseveran en el camino de la feminidad, detengámonos unos instantes en el ahorcamiento y en los valores a él ligados. Más allá del vocabulario de la métis y del juicio implícito que su empleo hace recaer sobre una m uerte donde es la propia persona quien se mete en la tram pa del lazo, hay otra palabra que merece nuestra atención, porque describe y sugiere en lugar de juzgar. A la audición de la palabra aióra (o eóra) está vinculada la doble imagen de un cuerpo suspendido y de un ligero movimiento de balanceo que a éste se im prim e38. Digamos, a título de indicación, que aióra es en Atenas el nombre de una fiesta donde las representaciones del ahorcamiento vienen asociadas al juego del columpio; no es, sin embargo, de la aióra religiosa de lo que vamos a ocuparnos aquí, sino de la visión a que induce el empleo trágico de la palabra. Aióra de Yocasta, aiórema de Helena: Edipo fuerza la puerta que Yocasta había tenido buen cuidado de cerrar tras sí, y a ojos de todo el m undo queda ofrecida la mujer ahorcada, «cogida en el nudo que se balancea» (plektais, eórais empeplegmeneri)\ de modo semejante, para Helena, que no ha de colgarse, el ahorcamiento queda resumido en el término aiórema. Es entonces cuando el lector de tragedias recuerda haber tropezado con esta palabra en otro contexto, el de la muerte por precipitación. Así, en las Suplicantes de Eurípides, cuando Evadne se dispone a arrojarse al fuego, desde lo alto de la roca aérea (aitberia petra) que domina la pira funeraria de su esposo Capaneo:

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«Heme aquí, en lo alto de esta roca; semejante a un pájaro, sobre la pira de Capaneo me alzo ligera, con un funesto balanceo (aiôrêma)» (Suplicantes, 1045-1047). Detengámonos un mom ento en el hecho de que aiôrêma tanto signifique balanceo de la ahorcada como vuelo de Evadne; así comprobaremos que entre el ahorcamiento y la precipitación existe un evidente parentesco temático en la lengua trágica. H abrá quien se sorprenda: la ahorcada se arroja al vacío, ciertamente, pero su cuerpo ha abandonado el suelo para pender de lo alto del techo; la precipitación, por el contrario, es caída profunda (bathy ptôma). Y el mismo verbo aeiró, que expresa elevación y suspensión, se aplica a dos vuelos orientados en sentido inverso, hacia arriba, hacia abajo, como si la altura tuviese profundidad, como si la parte de abajo —el suelo— no pudiera alcanzarse sino por eleva­ ción39. Por extraño que parezca, tal es, la única lógica implícita que permite aclarar la asociación recurrente de estas dos maneras de alzarse, dentro de las «odas de evasión», fragmentos líricos donde, abrumados por la realidad, el coro y, a veces, la heroína trágica, suelen cantar su deseo de muerte como huida salvadora. Podríamos invocar las Supli­ cantes de Esquilo, el Hipólito de Eurípides, y otros muchos textos. Para no apartarnos de lo esencial, me limitaré a señalar que la misma imagen aparece en uno y otro desarrollo: la del vuelo alado, sí, pero también, de modo explícito, la del pájaro. A Evadne-pájaro da la réplica Fedra, antaño pájaro de mal agüero, ahora pobre avecilla escapada de garras de Teseo: desde lo alto de una peña o desde el nudo de un lazo —¿qué más da?—,Evadne y Fedra echan a volar para siempre. Hay también mujeres que se limitan a soñar el vuelo: Herm ione, que, en su ansia de morir, desea ser pájaro; las danáides enloquecidas ante la proximidad del varón; y las mujeres del coro de Ifigenia entre los tauros o de Helena, alciones desalados, presas de la ardiente añoranza de la patria lejana40. El pájaro, operador trágico de la evasión, lleva a cabo la huida, imaginariamente; de ahí que podamos sugerir unas

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cuantas vías de meditación sobre lo que, a propósito del ahor­ camiento se dice de las mujeres41. Que, por su propensión al vuelo, estas esposas (forzosamente sedentarias, según la orto­ doxia de las representaciones cívicas), establecen un a modo de relación de connaturalidad con los lugares aparte: y se arrojan al aire y se suspenden entre el cielo y la tierra. Q ue basta cualquier desdicha para que tales mujeres huyan del hombre, saliendo de la vida, de la suya propia, como quien sale de es­ cena: con brusquedad. Identificado como está con el modelo hoplita, el hombre tiene el deber de quedarse en su sitio, de arrostrar la m uerte cara a cara, como Áyax, que, al m orir, se une con la tierra a que lo ata su espada, fija en el suelo, hincada en su cuerpo. Para las mujeres, la muerte es salida. Bebéke: «Se marchó», dícese de la mujer fallecida, o que se ha dado muerte. Se dice de Alcestis, se dice de Evadne, que ha abandonado de un sal­ to (bebeke pêdêsasa) la casa del padre, para alcanzar la roca desde donde dará otro salto, el último (pêdêsasa), para arro­ jarse al vacío. Y, llorando la muerte de Fedra, desaparecida, «semejante a un pájaro que de las manos huye», Teseo excla­ ma: «Un salto súbito (pêdêma) te ha llevado hasta el Hades»42. Pero no sigamos adelante sin recordar que, para las mujeres, la m uerte es movimiento: sólo vuelan las heroínas con exceso de feminidad. De hecho, el anuncio de la muerte de Deyanira, que ha optado por la espada, en lugar de la soga, se inicia del modo que cabía esperar, pero concluye con una nota insólita: «Deyanira ha recorrido el último de todos los viajes sin mover los pies, con el pie inmóvil (Bebeke ex akinetou podos)». (Traquinias, 874-875). El pie inmóvil de Deyanira puede ser —como apunta Jebb, editor inglés de Sófocles— algo parecido a una locución proverbial, eufemismo de la muerte, manera de designar andadura y camino en cuanto puram ente metafóricos. Por mi parte, prefiero ver, por contraposición con el vuelo de aióra, una forma de sugerir de antemano, antes de que el corazón

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se plantee preguntas sobre el cómo de la muerte, que la m u­ jer de Heracles no ha acudido al ahorcamiento para huir. Que ha m uerto como un soldado. Pero, en sentido contrario, cabe volver al suicidio de Ayax para observar que, en su re­ presentación de este óbito, Sófocles supo recordar con toda discreción que el suicidio, en el hombre, es m uerte aberrante: m uerte viril, la del héroe, sin duda; pero en ella es la espada quien se yergue (hesteken), en lugar del hoplita —y Áyax se lanzará contra ella, para clavarse, de un salto apresurado. ¿Qué palabra empleará Sófocles para describir este salto? N o nos sorprendamos: pedéma4\ Excelente oportunidad para volver a señalar que, en la tragedia, lo masculino y lo femenino se burlan de la distribu­ ción del m undo en hombres y mujeres, pero que el hecho no tiene nada de fortuito, sino que tiende a sugerir de qué mo­ do —adecuándose o desviándose— vive cada personaje su destino de ser sexuado, realidad tan real como imaginaria que, según los deseos de la ciudad, debería ser social antes que ninguna otra cosa. N o obstante, femeninas o viriles, se ofrece a las mujeres un modo de m orir que les permite seguir siendo plenamente mujeres. Es su modo de poner en escena su propio suicidio, entre bambalinas: minucioso montaje, oculto a la mirada del espectador y, en lo esencial, narrado; montaje que, en Sófo­ cles, llega incluso a ajustarse a una especie de estructura formularia: salida en silencio, canto del coro y, luego, un mensajero anuncia que, fuera de la vista, acaba de suicidarse una mujer. Silencio y secreto El silencio es adorno en las mujeres: siguiendo a Sófocles nos lo ha de recordar Aristóteles; y, cuando interviene en la acción, Macaría, en Eurípides, se empeña en demostrarnos que lo sabe, observando que para una mujer lo ideal es no abandonar el recinto cerrado de su casa44. Pero las mujeres trágicas se inmiscuyen en el m undo viril de la acción: han de

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pagar por ello. Y, en silencio, las heroínas de Sófocles vuel­ ven a las moradas que antes abandonaron, para en ellas m o­ rir. Silencio de Deyanira ante la acusación de Hilo; pesado silencio de Eurídice, en el cual discierne el coro, con razón, una oculta amenaza; silencio a medias de Yocasta, palabras de doble sentido donde la voz acaba asfixiándose45. Estos silencios, que se perciben como angustiosos signos, son anticipo de una acción que la mujer desea ocultar de la vista: Fedra se hace invisible (aphantos) y Deyanira desaparece (diêistôsen) —o pongamos que organiza una desaparición definitiva por medio de la cual, apartada de los ojos mortales, accede al m undo invisible del Hades, evitando todas las miradas incluso en el interior del palacio donde buscó refugio46. De modo similar, Yocasta y Fedra se ocultan tras puertas muy cerradas, herméticamente enclaustradas con la muerte; y cerrándose multiplican por dos la prisión del cuerpo en el ahorcamiento: Edipo tendrá que ensañarse con la puerta; Jasón solicitará con desgarrado grito que le desco­ rran los cerrojos47 —sólo así lograrán ver a sus mujeres. M uertas. Los espectadores no llegan a ver el cuerpo de Yocasta, pero sí el de Fedra, y también el de Eurídice, que se ofrece a la vista al mismo tiem po que el de Creonte. Toca entonces al mensajero subrayar el juego escénico: «Te es posible verlo, pues ya no está en su retiro (en mykhoisJ»48. [No se toma para esta frase la versión española de Assela Alamillo, que traduce en mykhois por ‘oculta’.] Sorprendente juego m utuo de lo visible y de lo oculto, en virtud del cual lo que se ve no es ya la m uerte de una mujer, sino la mujer muerta. Entonces, como si ya no pesara prohibición alguna sobre tan lúgubre espectáculo, la acción dramática puede seguir adelante, o incluso, como en Hipólito, organizarse, a partir de ese m omento, en torno al cuerpo de la m uerta y de su presencia silenciosa: Fedra ha desaparecido, pero ahí, desprendido del lazo mortal, tendido en tierra,

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como es menester, está ese cuerpo que ella quiso convertir en prueba contra H ipólito y que, ya mudo para siempre, lleva no obstante el mensaje de la ausente49. Es, qué duda cabe, una manera muy femenina de interpretar el papel de la propia muerte. De hecho, con Áyax —cuyo cadáver es un elemento dramático al menos tan im portante como el de Fedra— no sucede lo mismo, y es otro el reparto entre lo que se ve y lo que se oculta: si Áyax representa el paradigma viril del suicidio, de ello se desprende que el hombre tiene derecho a suicidarse frente a los espectadores50; pero su muerte no pasa de mala imitación de la m uerte gloriosa del guerrero y, por consiguiente, la prohibición de ser visto se traslada al cuerpo: antes de que se abra entre los caudillos del ejército griego el debate sobre si será o no correcto «ocultarlo» en un sepulcro, Tecmesa y Teucro, cada uno por su lado, han hecho todo lo posible por disimular un espectá­ culo tan doloroso como inapropiado51. H ay que mencionar, por último, el muy singular vaivén, de lo visto a lo oculto, que se instaura en torno a Alcestis, muerta en lugar de un hombre. Alcestis, que muere en escena y cuyo cuerpo, llevado en principio al interior del palacio, será objeto teatral de una prolongada prothesis (exposición), antes de que el cortejo fúnebre (ekphora) lo retire de la vista —definitivamente, piensa el coro; y en verdad que Alcestis habría desaparecido para siempre, si no hubiera sido por la intervención de Heracles52. Pero Alcestis —única que no llega al H ades— constituye excepción; atengámonos a la cohorte de mujeres trágicas que se van para no volver. En el thalamos: muerte y matrimonio Desandemos parte de lo andado y hagamos un breve alto frente a la puerta del recinto cerrado en que la mujer se refugia para m orir lejos de todas las miradas. Con su macizos cerrojos, que es menester forzar para abrirse paso hasta la m uerta —o más bien hasta el cuerpo que acaba de abando-

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nar—, este lugar define el estrecho margen de autonom ía que la tragedia consiente a las mujeres. Libres para matarse (eso siempre), no lo son en cambio para evitar el afincamiento espacial, y el profundo retiro donde se infligen la m uerte es también símbolo de sus vidas: vidas que adquieren sentido fuera de sí mismas, vidas que sólo se realizan en el seno de las instituciones —matrim onio, m aternidad— que atan a las mujeres al mundo y a la vida de los hombres. Y a manos de los hombres perecen las mujeres, por los hombres se matan, las más de las veces53. A manos de los hombres, por los hombres: distinción que no hallaremos en los textos, pero que Sófocles pone buen cuidado en resaltar dentro de Antigona, donde Eurídice muere a manos de su hijo, pero por Creonte; dentro de las Traquinias, donde Deyanira muere a causa de H ilo, por amor de Heracles. Así, pues, la muerte de las mujeres confirma o restablece su relación con el matrim onio y con la maternidad. H a llegado el mom ento de nom brar el lugar en que las mujeres se infligen la muerte: no es otro que la cámara nupcial, el thalamos. Hacia él se precipita Yocasta, en él derrama Alcestis sus últimas lágrimas antes de enfrentarse con Thanatos, y hacia él se dirigirán sus pensamientos y sus lamentaciones cuando salga del palacio para morir. En cuanto a la pira fúnebre de Capaneo —sobre la cual se arroja Evadne para recuperar la unión carnal con el esposo—, recibe el nombre de thalamai (cámara fúnebre), y en tal palabra se condensan todas las múltiples afinidades entre su muerte y las nupcias54. El thalamos se halla en lo recóndito de la vivienda; pero queda aún, dentro del thalamos, el lecho, lekhos, lugar previsto para el moderado placer que la institución conyugal tolera, lugar, sobre todo, en que se verifica la procreación. N o hay muerte de mujer que no pase por el lecho: en él, y solamente en él, pueden Deyanira y Yocasta, antes de darse muerte, repasar la propia identidad55. En él, incluso, muere Deyanira: en el mismo tálamo que había asociado con demasiada fuerza a los placeres de la nymphe: no por matarse

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como un hombre dejan las mujeres de m orir como tales, en el propio lecho. Por últim o, Yocasta y Fedra, cuando atan sus sogas al techo de la cámara nupcial, están atrayendo la atención sobre el armazón simbólico de la casa. La alta viga que la Odisea denomina melathron recibe, en Eurípides, el nombre de teramna; y puede designar, por metonimia, el palacio consi­ derado en su dimensión vertical. Pero aún hay más: desde el epitalamio de Safo «Arriba el techo (la viga del techo, melathron), himeneo, levantadlo, carpinteros: himeneo, ya llega el novio igual a Ares...) [Versión castellana tomada de Lírica griega arcaica, introduc­ ciones, traducciones y notas por Francisco Rodríguez Adrados (Madrid: Biblioteca Clásica Gredos, 1980), pág. 376.] hasta Eurípides, parece que la viga tiene bastante que ver con el esposo, porque domina y protege la estatura elevada56. Buen m om ento, tal vez, para recordar que —en su mentiroso discurso de insostenible verosim ilitud— Clitem nestra llama a Agamenón «columna que sostiene la alta techumbre» (Agamenón, 897-898). En el instante mismo en que se arroja al vicio, es la presencia ausente del hombre lo que la mujer recupera por última vez en cada punto del thalamos. Morir con Tam poco cabe sorprenderse de que muchas de estas muertes solitarias estén pensadas como maneras de m orir con el hombre. M orir con: modalidad letal del synoikein, el «vivir con» que da al matrim onio griego una de sus más comunes denominaciones57. M orir con: no semejante cosa pretendía Clitem nestra, quien habría, con mucho, preferido vivir en compañía de Egisto; pero tal es la suerte que, con enloquecedora ironía, le reserva Orestes cuando, antes de asestar el golpe, la invita a

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«dormir» en la m uerte «con» aquel a quien amaba más que a su propio esposo. Justa inversión de las cosas en la lógica de la Orestíada, justa compensación por la muerte de Casandra al lado de Agamenón —que Clitem nestra había presentado previamente como manera de m orir adecuada a una am ante58. M orir con: lo que la lógica del crimen impone a la Orestíada vendrá a ser, por parte de los suicidados, objeto de una voluntad que se parece mucho al amor y a la desesperación. Así, por ejemplo, Deyanira —tan pronto adivina la catástrofe que ya está en marcha— anuncia a las mujeres de Traquis, confidentes suyas, su intención de acompañar a Heracles en la muerte: «Sin embargo, está decidido: si Heracles sufre desgracia, con el mismo golpe moriré yo también con él» (Traquinias, 719-720); firme intención, por cuatro veces expuesta en el mismo verso, y a la cual se atendrá Deyanira con todo rigor —salvo en lo tocante al «con», que sólo para ella tendrá sentido: por haberle arrebatado la m uerte de los hombres, Heracles, héroe fulminado, la envía más allá de la muerte, a la soledad que ya en vida le correspondió. También cabe recordar a la Helena de Eurípides, que no muere, pero habla de ello con frecuencia, y quien —igual en virtud a la Helena del poeta Estesícoro, en su destierro egipciaco59—, jura, si Menelao muriera, darse muerte con la misma espada, para descansar junto a su marido. Por último, y si es verdad que toda conducta trae consigo un exceso, Evadne es digna de mención especial: loca por el m atrim onio, bacante del amor conyugal, hace tum ba común de la pira de Capaneo y, sin darse por satisfecha con el deseo de m orir junto al amado, sueña con la aniquilación en un mundo erotizado por la unión de los cuerpos: «En la llama ardiente, confundiré mi cuerpo con el de mi esposo, yaciendo junto a él, carne con carne»''0. M orir con: manera trágica, para una mujer, de ir hasta el fin del m atrim onio, aunque no sin proceder a un espantoso desplazamiento, porque ha de ser en la m uerte donde culmine la convivencia con el marido. Hay, no obstante, una

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mujer —menos esposa que madre o, por m ejor decirlo, madre en exceso— que desplaza el «morir con» al ám bito de la maternidad. Me refiero a la Yocasta de Eurípides, quien, de conformidad con su destino de madre incestuosa, muere la muerte de sus hijos y, «muerta, reposa sobre sus seres amados, a ambos rodeando con los brazos»61. De modo similar, en las Fenicias, reconstruye Eurípides la historia de Yocasta: aquélla que, por casarse con su hijo, ha mezclado nupcias con maternidad, sólo puede m orir como madre. Pero también es cierto que el hombre a quien las mujeres dedican su m uerte presenta, como ya hemos visto, dos imágenes alternativas; y, puesto que de m orir se trata, Eurídice prefiere m orir con sus hijos a vivir con el marido. La originalidad de Yocasta estriba en morir con quienes ella misma trajo al mundo, matándose sobre sus cuerpos, en el mismo lugar en que acontece la m uerte guerrera de los hijos. La gloria de las mujeres H a llegado el mom ento de señalar qué es lo que el discurso trágico tom a de las representaciones socialmente admitidas en la Atenas clásica, y qué es lo que rechaza. En pocas palabras: se trata de la espinosa cuestión de la «gloria de las mujeres» (kleos gynaikón), que ni siquiera en su formulación más cotidiana se agota del todo con la abrupta profesión de fe de Pericles. Los epigramas fúnebres, en cuanto portavoces de una ética tradicional, manifiestan en materia de gloria de las mujeres un radicalismo menos intransigente que el de Pericles en el epitaphios: digamos que no ignoran por completo la noción. Pero esta gloria, subordinada siempre al desarrollo de una carrera de buena esposa, se confunde con el «valor» (arete) propiam ente femenino; de ahí que nunca deje de evocarse en condicional y, a veces, en tono reticente. El valor de las mujeres no se confunde con el valor, que corresponde a los hombres y que no requiere de mayor especificación: no hay «valor» masculino, sino arete propiamente dicha.

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Oigamos el discurso del luto, en toda su ortodoxia: «Suponiendo que todavía quede en la humanidad una virtud femenina, ésta participó de tal virtud», dice, prudentem ente, un epitafio de Amorgos; sobre lo cual abunda un epigrama del Pireo: «Lo que, por condición natural de las mujeres, es rareza —virtud doblada de castidad—, Glícera poseyó en sus dos aspectos». En lo tocante al elogio y la admiración de la humanidad, que a veces se otorga a la esposa de modo explícito, la m uerte —accidente final— en nada contribuye; todo es función de la vida que se haya llevado. Así hay que entender este otro epitafio del Pireo: «Lo que en este mundo constituye mayor elogio de las mu­ jeres, poseíalo Jerippe en el más alto grado cuando murió». En formulación aún más concreta, esto afirma el epigrama grabado sobre el sepulcro de una ateniense: «Eres tú, Antippe, quien más recibías en el mundo el elogio adecuado a las mujeres; y ahora, fallecida, seguirás recibién­ dolo». En tal, pues, consiste la gloria cotidiana de las mujeres. M uchísimo es, quizá, para Atenas, pero en poco redunda. Lo cierto es que las buenas esposas no son trágicas. Lo cual no significa que las mujeres trágicas no sean esposas. Pero lo son en la muerte, y sólo en ella —porque sólo la m uerte les pertenece, y sólo en ella culminan sus nupcias. Así, pues, sobre la m uerte de las mujeres trágicas pueden basarse dos proposiciones contradictorias, aunque

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complementarias. La primera, sensible a la fuerza de los valores tradicionales, viene a afirmar que —colmándose, en cuanto esposas, con la m uerte— las heroínas de las tragedias vigorizan la tradición desde el m om ento mismo en que pretenden innovarla. La segunda —atenta a limitar todo aquello que, dentro de la tragedia, opte por el «partido de las mujeres»62— señala que, en la muerte, las esposas logran una gloria cuyo alcance rebasa ampliamente el elogio que la tradición otorga a su sexo. Sin optar por ninguna de estas dos proposiciones —porque ambas, hasta cierto punto, son exactas—, habrá que observar que, de hecho, resulta imposible no tenerlas en cuenta de modo simultáneo, caso por caso e instante por instante. Esto, sin duda, se llama ambigüedad; y ambiguo es el placer de la katharsis, en virtud del cual, mientras dure la representación trágica, los ciudadanos se conmueven ante los padecimientos de estas mujeres heroicas, encarnadas, en el escenario, por otros ciudadanos vestidos con ropajes femeninos. Gloria trágica de las mujeres; gloria ambigua. Por ejemplo, Alcestis, figura paradigmática de esta inter­ pretación del m atrimonio por la muerte. De ella afirma el coro, sin reparos, que «de entre todas las mujeres», fue «la mejor para su esposo»; y su palabra postrera es para decirle al esposo: «Adiós» (khaire), como hacen las hermosas difuntas en las estelas de los cementerios atenienses. Y, sin embargo, esta irreprochable Alcestis atestigua con poderosa voz que todas las glorias femeninas han de tomarse a la inversa: Alcestis, amante abnegada, sí; pero la «muerte gloriosa» sólo se le atribuye por cualidades viriles, como la audacia y la resistencia. Y, dado que la m uerte gloriosa es viril por esencia y que la esposa fiel ocupa el lugar correspondiente al hombre, esta tolma feminiza, por contraste, al esposo amado, a quien se relega al ejercicio de una paternidad maternizante, condenándosele en lo sucesivo a vivir enclaustrado como una virgen, o casto como una esposa, en el interior del palacio que su mujer abandonó, para m orir, al adentrarse en el espacio abierto de las hazañas viriles63.

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Gloria eminentemente ambigua, también, la de Evadne, que ansia, al mismo tiempo, muerte de esposa y de guerrero. En su afán de honrar el matrimonio, la mujer de Capaneo busca la muerte como un hoplita equívoco, apartado del campo de batalla por extravío: erguida en lo alto de la peña escarpada, deseando la gloria del sepulcro común, preocupán­ dose de que todo Argos se entere de su fallecimiento —sí, pero ataviada como mujer que busca seducir, quizá como nymphe. De ello resulta que la «victoria» que reivindica como propia la lleve mucho más allá de su sexo, cuyo lustre procede, por lo general, del buen tejer o la prudente reserva. Y cuando Evadne afirma que su victoria es un triunfo de la arete, parece que no salen ganando ni la mujer ni el guerrero que hay en ella. Pues el coro, integrado por madres que llevan luto, no cree de veras ni en su virtud femenina, señalada por el exceso, ni en su audacia, cuya «virilidad» no es de recibo en esposa que hace profesión de tal64. Está también la tardía gloria de Deyanira, que no hace público su deseo de buena reputación hasta haber cometido el acto reprobable (Traquinias, 721-722); y sobre todo, cuán paradójica, la de Fedra. Tan prendida de la gloria como del propio H ipólito, Fedra muere por haber manchado su buen nombre de esposa de Teseo; pero coloca esta m uerte, noble en su afán, bajo el signo de la métis, atándose una soga al cuello y haciendo del lazo una trampa para H ipólito, dejando que las señales escritas proclamen una falsa verdad. Y, sin embargo, su nombre será ilustre gracias a este amor por el que ella pensaba haber perdido la gloria, gracias a este amor funesto. La contradicción alcanza el colmo; cierto que Afrodita no interviene para nada, pero sí la propia Fedra, y m ucho65. Duplicidad de la tragedia en lo tocante a la feminidad... N o por «desplazadas» dan menos que pensar, que oír, que ver, estas glorias femeninas. Y, sin embargo, no por esposas por exceso o por defecto dejan Alcestis y Evadne de morir bajo el signo del matrimonio. H abrá sin duda que llegar a la conclusión de que la tragedia se aparta una y otra vez de la norma, en beneficio de la desviación, pero sin que jamás

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quepa la certeza de que, bajo tal desviación, no se halle presente, en silencio, la norma. Hemos intentado, por ende, las dos lecturas posibles, de modo simultáneo: la que alza inventario de todas las distorsiones que, desde dentro de un sistema de valores, pueden añadirse a tales valores, y la que presta oídos a una voz acaso disonante en el concierto griego de los logoi que tratan de mujeres.

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La sangre pura de las vírgenes Entre las jovencitas en flor predomina el sacrificio, con derramamiento de sangre. Dotadas, incluso en el universo trágico, de menos autonom ía que las casadas, las vírgenes no se dan muerte, sino que la reciben. Tengo presente, dentro de la generalización recién ex­ puesta, la existencia de una virgen que la desmiente de modo rotundo: me refiero, claro está, a Antigona, a quien no basta matarse, sino que tiene que hacerlo al m odo de las esposas desoladas, acudiendo al ahorcamiento como últim o recurso. La dificultad es real, y vana resultará toda pretensión de eludirla. N o queda más remedio que proceder a riguroso análisis de las condiciones que operan en la m uerte de Antigona, donde se mezcla de modo inextricable un suicidio muy femenino con algo similar a un sacrificio no sometido a las normas. Creonte está en el convencimiento de haber puesto todos los medios para que la responsabilidad no recaiga ni en su persona ni en la ciudad; pero lo único cierto es que ha abocado a Antigona al Hades, víctima humana ofrecida a los dioses subterráneos, para que se apoderen de su juventud66; enterrada viva, la hija de Edipo estaba conde­ nada a m orir por asfixia, y a tal asfixia accede, pero adelantándola por medio de su velo de virgen, convertido en nudo corredizo. Con ello obtiene la ganancia de haberse inventado su propia muerte, arrojando sobre Creonte la infamia que éste pretendía evitarse. Pero el sentido del ahorcamiento no se agota en el gesto por el que Antigona —fiel a la lógica de las heroínas de Sófocles— tom a la determinación de m orir por su propia mano, convirtiendo en

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suicidio lo planteado como ejecución: habiéndose dado muerte a la manera de las mujeres muy femeninas, la muchacha recupera en el fallecimiento una feminidad que negó con todas sus fuerzas mientras estuvo viva: una forma de nupcia­ lidad. Hem os de volver, más adelante, sobre esto último. Lo que im porta ahora, en el planteamiento del juego, es hacer constar esta extraña excepción a la norma según la cual, dentro de la tragedia, las vírgenes han de ser ejecutadas. Pues tal es la norma, sin duda alguna —o tal es lo que parece acontecer en el universo trágico: un sacrificio, general­ mente cruento, cuya víctima es una muchacha. Sacrificios en los que puede pensarse sin mal Por ejemplo: la muerte de Ifigenia por el cuchillo del sacrificante; m uerte paradigmática, que ninguno de los tres grandes trágicos ha dejado de evocar en más de una ocasión. La m uerte de Ifigenia: sacrificio cuya víctima no es un animal, sino una muchacha. ¿Detalle sin importancia? Vienen ganas de afirmarlo, visto que la tragedia no tiene reparo alguno en expresar la muerte de Ifigenia mediante los verbos sphazâ y thyô, normalmente empleados para designar la degollación y el acto sacrifical. Pero hay textos que permiten ver en este detalle una m onstruosidad, que perm iten incluir esta muerte en la categoría del homicidio (phonos)". Sacrificar una virgen; en pocas palabras: utilizar el juego teatral para pensar lo impensable, instalarse en el colmo de la separación para, dentro de ésta, cuestionar la norma desde là desviación (¿me atreveré a decir: bajo la égida de una desviación que se muestra con demasiada evidencia como tal?). Pendiente de enmascarar el homicidio oculto en el sacrificio, la práctica religiosa de las ciudades ponía especial cuidado en que la degollación del animal se sometiera a una estricta puesta en escena68. Haciendo caso omiso de tan pías precauciones, el género trágico, a la escucha del m ito, pone a las muchachas bajo el cuchillo del sacrificante. Y lo impensable se hace relato (porque nada en estas muertes virginales se

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ofrecerá a la mirada, todo se confiará al poder sugerente de las palabras): relato que se puede escuchar sin incurrir en maldad alguna, porque el teatro es ficción69. C ierto que, en la vida real, la ciudad no sacrifica muchachas; pero, mientras dura la representación, ofrece a los ciudadanos la doble satisfacción de transgredir imaginariamente lo prohibido del phonos y de soñar en la sangre de las vírgenes. M ucho habría que decir acerca de este juego catártico de lo imaginario, de lo prohibido y de lo real; mucho, también, acerca de la función del teatro, escenario que la ciudad se ofrece a sí misma para en él anudar y desanudar acciones cuya mera idea, en cualquier otro ámbito, resultaría peligrosa o insoportable. N o es, sin embargo, la reflexión trágica sobre el sacrificio lo que va a retener aquí nuestra atención, sino el conjunto de procedimientos que, desde Esquilo hasta Eurípi­ des, rodean la m uerte de las muchachas. Y como en ello va incluida la figura de la parthenos, también tratarem os de averiguar lo que —desde el discurso mitológico hasta los relatos de la tragedia— ha hecho de una virgen la víctima elegida del sacrificio, en contra de las reglas. Ifigenia, Macaría, Políxena o las hijas de Erecteo: vírgenes ofrendadas a la sanguinaria Ártemis, a la temible Perséfone, o a los habitantes del Hades, para salvación de una comunidad, para que pueda iniciarse una guerra —o, por el contrario, para ponerle fin—, para que se verifique el combate final y la victoria caiga del lado de los sacrificantes. En una palabra, sphagia. A quien se pregunte qué es lo que vale a las parthenoi el dudoso honor de ser así entregadas al tajo del verdugo, le recordaremos, en primer lugar, que a la muchacha —en cuanto desconocedora del m atrimonio y de las labores de A frodita— le atribuye la imaginación social toda una serie de afinidades con el mundo de la guerra. Acaso venga a cuento, en este punto,sacar a colación el nombre de Atenea, virgen y guerrera. Pero Atenea es una diosa, y simples mortales son Ifigenia, Macaría, Políxena y las hijas de Erecteo: toca a las diosas el privilegio de combatir; a las mortales, el sacrificio.^Las vírgenes no pueden luchar al lado de los varçmes, peroren caso de extrem o peligro, se vierte su

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sangre para que sobreviva la comunidad de los andres70. En ocasiones, por el correcto orden de la inmolación velan los «elegidos» (logades), minoría de guerreros juveniles más inclina­ dos a la muerte, por vocación, que los restantes combatientes. Si sobreviene la derrota, los elegidos se harán m atar hasta el últim o hombre; para que sobrevenga la victoria, los elegidos llevarán al ara sacrifical una virgen elegida71. Para que la sangre de los hombres no se derrame en vano, es menester, pues, que corra la sangre de una virgen: sangre virgen o, como proclaman los sacrificantes en el mom ento de ejecutar su tarea, «sangre pura»72. Pero esta lógica —situada siempre en el espacio mitológico— no deja de ser de la imaginación: por muchas libertades que la tragedia se tome en relación con las prácticas sociales, ningún espectador olvidará que la ciudad, cuando se enfrenta a un peligro, suele contentarse con inmolar animales, y que, medida con la muy ortodoxa vara del sistema sacrifical, la inmolación de una virgen resulta, cuando menos, anómala. ¿Será para resolver esta tensión entre lo real y lo imaginario para lo que —de Esquilo a Eurípides— la tragedia se dedica a animalizar metafóricamente a las muchachas sacrificadas? Ternera, potranca: domadas En el Agamenón de Esquilo, Ifigenia se debate «como una cabra» y su padre la destina a la muerte «como res (boton) entresacada de un rebaño de ovejas»73. Eurípides la compara en dos ocasiones con una ternera (moskhos), concretamente con una «ternera montaraz, llegada virgen de rocosos antros»74. Sacrificada siempre en el crucial momento de ir a iniciarse el combate, la cabra no es víctima corriente; en el caso de la ternera, el modelo del sacrificio sería más clásico si la víctima no viniera calificada de montaraz. Dado que, según las reglas, sólo los animales domésticos pueden ser objeto de sacrificio, resulta que una ternera montaraz en modo alguno se ajusta a tal requerim iento: la montaña asilvestra todo lo que en ella reside y, por consiguiente (si de ello no se encarga Hermes,

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capacitado para manipular como artista el desarreglo de las norm as75), no es bueno sacrificar vacas montañesas. En esta comparación de Ifigenia a una oreia moskhos habremos de ver, pues, una manera de subrayar la desviación característica de todo sacrificio humano, donde «lo salvaje de la víctima atenúa el salvajismo del acto»76. Por otra parte, el desenlace de la tragedia confirma este análisis: cuando, para terminar, Ártemis —o el poeta— sustituye a la muchacha por una víctima animal, con esa cierva veloz de la montaña, m uerta por el cuchillo de Calcas, el m undo salvaje se introduce irreversiblemente en el propio núcleo del sacrificio. Al igual que Ifigenia, Políxena, a punto de ser sacrificada por los aqueos, se ve asimilada a una ternera m ontaraz, y, por medio de tal analogía, su inmolación se sitúa en la intersección de lo civilizado y lo salvaje. Pero esta comparación no parece ser la figura de estilo más adecuada para evocar a Políxena, y —quizá para que ninguna sustitución suavice in extremis su destino— la muchacha tiende a ser vista, mejor, en modo metafórico: es la ternera de Hécuba, pero también su «potranca» (polos)77. Detengámonos un instante en esta palabra, aunque no sea más que para evocar otras situaciones muy semejantes, donde también se emplea para caracterizar la víctima joven: así ocurre con el hijo de Creonte, Meneceo, candidato al sacrificio y, también él, identificado con un potro (Fenicias, 947); pero puede suceder, de idéntico modo, que la metáfora se invierta, que se vea transportada a un universo —como el de la historiografía— donde el peso de lo real resulta más limitativo: en este caso, ya no se trata de virgen potranca, sino de potranca virgen: Pelópidas lo com­ prende a la perfección cuando lo invitan a sacrificar una «virgen rubia» y él acierta a descifrar el oráculo, inmolando una potranca leonada (Plutarco, Pelópidas, 20-22). Al igual que los animales silvestres o asilvestrados, tampoco el caballo es víctima sacrifical corriente: tiene su sitio en los sacrificios militares, pero es un sitio incontestablem ente más ambiguo que el de la cabra. N o obstante, a polos se atendrán los autores, y también a las connotaciones específicas de tal palabra, que no cubren necesariamente el campo de las

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representaciones asociadas al caballo. De hecho, para pregun­ tarse qué es lo que hace de Políxena y Meneceo sendos polos, habrá que cambiar el acento, pasándolo de la polaridad de lo salvaje y de lo doméstico a la oposición entre lo que ya está domesticado y lo que todavía no lo está78. Potranca indómita es Políxena, potro sin domar es Meneceo: estas metáforas no se limitan a designarlos como víctimas elegidas para un sacrificio anormal; también sugieren que ambos se hallan como en espera del matrimonio. Brevemente dicho: tanto en su caso como en el de Ifigenia en Áulide, el m atrimonio y el sacrificio están en estrecha interferencia. En espera de la doma que representa el matrim onio, no hay inconveniente alguno en identificar a la muchacha con una yegua indómita, con una potranca nunca sometida al yugo79; igualmente libre de todo yugo ha de estar, por definición, la víctima sacrifical; y, con toda naturalidad —si nos atenemos a la trama metafórica del texto—, los abocados a la degollación, pôloi y moskboi, trocarán el m atrimonio por el sacrificio80. Pero no nos equivoquemos: tanto en el caso de Ifigenia como en el de Políxena, el m atrimonio interfiere con el sacrificio; es menester ver en ello algo más que un juego poético basado en una metáfora muy significante. De hecho, el tema sacrifical se ordena en torno a una metáfora animal porque, al igual que la víctima, la muchacha se somete de modo pasivo, se entrega, se deja conducir. Digamos, con más exactitud, que Hos sacrificios trágicos iluminan el muy coti­ diano rito del matrimonio, por el cual pasa la virgen de un kyrios (tutor) a otro, del padre que la «entrega» al esposo que la «conduce»81. Ironía trágica de los cortejos fúnebres, que habrían debido ser nupciales —el de Ifigenia, el de Políxena, como también el de A ntigona82—, matrimonios al revés, en cuanto conducen hacia un sacrificante que suele ser el padre83 y —ya lo veremos— hacia la mansión de un esposo que se llama Hades. Ironía trágica la del gesto del hijo de Aquiles, «tomando de la mano» a Políxena para situarla en lo alto del túm ulo funerario de su padre84. Trágicamente irónico el sacrificio, cuando la víctima es una virgen: se parece demasiado al matrimonio.

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De la ejecución como matrimonio Para arrojar luz sobre esta similitud, no conviene apresu­ rarse a ponerla en relación con algún sistema general donde Eros esté perm anentemente comunicado con T ánatos85. Si generalizamos demasiado deprisa, deleitándonos en la satis­ facción de haber descubierto la «prueba» de cualquier gran ley universal, corremos lisa y llanamente el riesgo de olvidar la lengua —griega, pero, más que nada, trágica— donde se enuncia la equivalencia entre ejecución y m atrim onio. Resis­ tiéndonos, pues, a la tendencia a interpretar, vamos de nuevo a avanzar palabra por palabra, lentamente, en busca del significante trágico. Se impone de inmediato una primera imagen: las vírgenes conducidas al óbito son esposas para Hades. En las represen­ taciones convenidas de la vida social, toca a la m uerte ser metáfora del matrim onio porque, a lo largo del cortejo nupcial, la muchacha muere para sí misma: en Locris, por ejemplo, las novias han de im itar el rapto de Perséfone por el esposo venido de las profundidades86. Incomparable beneficio de la ficción: abocando a las muchachas al óbito, la tragedia invierte el orden habitual del discurso y, a contra metáfora, las vírgenes trágicas llegan a la morada de los m uertos igual que entran en el domicilio del marido, una vez abandonado el paterno87; y ello con independencia de cuál sea su destino final: afrontar, sin más precisiones, el «matrimonio en el Hades» (Eurípides, Troyanas, 445), o hallarlo en la unión con Hades. M atrim onio en el Hades, m atrim onio con Hades: dentro del sacrificio o ejecución, el destino trágico de las parthenoi se inscribe sobre el fondo de esta tensión del «en» y del «con»; y —como si toda virgen tuviese, irremediablem ente, que granar en esposa— no parece existir tercer térm ino a la opción entre una versión «blanda» y otra «dura» de la m uerte como m atrim onio88. Así, por ejemplo, Antigona, m uerta por haber colocado el cadáver de su hermano por delante de la vida conyugal, es en el óbito cuando tendrá que hacer frente al matrim onio, ora hallando «esposo en el Hades» (como

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sugiere Creonte), ora viéndose obligada, sin más ambages, a contraer matrim onio con el señor de los muertos. Esposo infernal a quien ella, antes de morir, había dado el nombre de Aqueronte, aunque, más adelante, en el discurso del mensajero, sea el propio Hades quien recibe a la muchacha (koréj «en la pétrea gruta, cámara nupcial»89. Así, mientras H em ón abraza un cuerpo ya inerte, Antigona escapa de su prom etido, aunque éste, a continuación se quite la vida para unirse a ella, llevado por su angustioso deseo de desposarla «en la casa de Hades» (Sófocles, Antigona, 1240-1241). Como también acontece a Ifigenia, que acude a Áulide para casarse con el mejor de los aqueos, pero cuyo esposo resultará ser «Hades y no Aquiles»90. Pero con Ifigenia emprendemos un recorrido por imágenes más recónditas, muy adecuadas para expresar la ecuación m ortal entre nupcias y sacrificio. Vamos a prestar especial atención a un lamento de Agamenón, que suspira en vano por el destino de su hija, porque en él quiza se contenga mucho más que una simple evocación del desposorio infernal de Ifigenia. Exclama el rey: (parthenos), p u es H ad e s (Ifigenia en Aulide, 460-461).

«la p o b re doncella — ¿qué doncella va a d esp o sar p ro n to ?— »

la

¿Estamos ante una simple variante del tema de las bodas con Hades? ¿O cabe otorgar sentido a la reticencia de Agamenón, entendiendo que la virgen pierde su doncellez en el sacrificio? La segunda hipótesis no puede asentarse sola­ mente en los dos versos de Ifigenia en Aulide. Pero hay en Eurípides otros dos pasajes donde se considera que una virgen sacrificada, sin necesidad de que antes se especifique su matrim onio con Hades, ha perdido su virginidad. Tal es el caso, en Eurípides, de Políxena, quien, sin embargo, no contrae nupcias con Aquiles en la m uerte91. Políxena, otrora nymphe que ha de casar con reyes, quien, llevada por el orgullo, no está dispuesta a entregar a Hades más que su cuerpo (demas), nunca su persona. Políxena, quien, en el

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mom ento de la muerte, recibirá de su desconsolada madre el calificativo de «novia sin novio, virgen no virgen» nymphe anymphos, parthenos aparthenos)92. Ciertam ente, en lo tocante a Políxena, un comentarista poco deseoso de entretenerse en expresiones delicadas puede salir del paso proyectando en el texto de Eurípides la novela helenística de las nupcias mortales con Aquiles; le bastará con escribir que, en la muerte, «las cautivas de guerra se convertían en concubinas de su amo»93, y pensará que ha solventado la cuestión desposando a la joven troyana con la sombra del héroe griego. Pero el caso es que volvemos a tropezar con la misma dificultad, más aguda que nunca, en los Heraclidas, con la virgen Macaría. Macaría, no ofrendada a un héroe, sino a Core; Macaría, que no ha de unirse con el esposo de la diosa de los m uertos y para quien el Hades no es más que un nombre de lugar; Macaría, que renuncia a sus bodas para salvar su raza y la vida de sus hermanos. Macaría, parthenos ejemplar. Y, sin embargo, refiriéndose a la gloria que de su elección ha de derivarse, así como a las honras fúnebres que le corresponderán, la virgen Macaría afirma que «tal tesoro hará para ella las veces de hijos y de virginidad» (anti paidon... kai partheneias)"'\ Apuro para los traductores, apuro para los comentaristas: que una virgen trueque por la gloria los hijos que no va a alumbrar, entra, al fin y al cabo, dentro del orden establecido, porque —piensan los traductores, piensan los comentaristas— una mujer, sobre todo si es griega, no puede tenerlo todo; pero ¿cómo piensa Macaría, la virgen prudente, que la gloria va a «hacerle las veces» de doncellez? Cándida pregunta que algunos resuelven dando a anti (en lugar de) dos sentidos diferentes, según lo rijan «los hijos» —precioso bien cuyo lugar ocupará la gloria— o la «virginidad» —estado incompleto del que, de conformidad con una lectura tan psicologizante como pequeño-burguesa, toda parthenos tiene que estar deseando salir cuanto antes, para realizarse en el matrimonio: y las honras fúnebres se convierten en «compensación» por la virginidad forzada95—. Pero nada de esto resulta demasiado convincente, ni conforme siquiera al grave rigor característico de la hija de Heracles; de

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modo que seguiremos adelante, apoyándonos en la lectura de Ifigenia en Aulide, primero, y de Hécuba y los Her adidas, después, para hallar respuesta que mantenga en todo su vigor la declaración de la muchacha. La doncella, en efecto, entrega con su vida dos bienes preciosos; dos bienes a los que renuncia para siempre: los hijos que no ha de tener y la virginidad intacta que perderá con la vida en el m om ento de la degollación. Porque, leídos estos textos con la debida atención no queda más remedio que rendirse a la extraña evidencia de que una virgen sacrificada pierde su partheneia (su virginidad) sin obtener marido a cambio. Al igual que Ifigenia y que Políxena, Macaría nunca será gynè; pero tam poco será una parthenos quien llegue al Hades. Ni mujer ni virgen, sino en situación intermedia, como una nymphe. Pero nymphe anymphos, novia sin novio. Hay que situarse dentro de este oxím oron —ya mencionado al hablar de Políxena— para tratar de entender la paradójica figura de la virgen sacrificada, a quien tom an la partheneia en el mismo m om ento en que se está exaltando su pureza de ternera indómita. Demos gracias a Macaría: la hija de Heracles, que no está prom etida a ningún Aquiles ni a ningún Hades, fuerza al lector a la audacia o, al menos, a una interpretación más exigente del texto. De m odo que, sin más vacilaciones, propongamos lo siguiente: en cierto nivel de generalidad, dentro de la tragedia euripidiana, la muerte de una persona joven evoca necesaria­ mente sus nupcias96; y, desde tal punto de vista, la virgen sacrificada —esposa de H ades— no representa sino una encarnación más de la equivalencia entre muerte y matrimonio. Pero también hay en Eurípides un lenguaje —oscuro para expresar lo oscuro— donde la m uerte cruenta de las parthenoi se tiene por manera anormal, atópica, de que la virginidad culmine en feminidad. Tal vez como si la degollación equiva­ liera a desfloración97: con la garganta abierta, Ifigenia, Políxena y Macaría son parthenoi aparthenoi, vírgenes no vírgenes. Así, bajo el signo de lo impensable, las vírgenes trágicas de Eurípides dan un paso que resulta tan satisfactorio para los dioses coléricos como para los sueños de los espectadores.

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A este análisis cabe, sin duda* objetar lo siguiente: que hay, al menos en Eurípides, un varón entre las jóvenes víctimas sacrificales. Estamos refiriéndonos al hermano de H em ón, Meneceo, cuya inmolación a la tierra de Tebas reclama el encolerizado Ares —en las Fenicias. Pero hay que ver en la muerte de Meneceo una versión viril —por tebana— del sacrificio virginal: dentro del universo masculino de la autoctonía de los espartanos (los «Semas»), ¿quién podría m orir por la patria —tierra de varones—, sino un varón?98 Por supuesto, el hecho de que la víctima sea un hombre joven, en lugar de una virgen, no carece de consecuencias: así, dado que empuñar el hierro es privilegio masculino, el hijo de Creonte —a diferencia de las parthenoi, que sucumben bajo el cuchillo del verdugo— se sacrifica a sí mismo, con lo que resulta difícil distinguir con claridad entre este sacrificio y un suicidio, o entre el suicidio y una gloriosa m uerte de guerrero99. Pero lo esencial está en la similitud, no en la diferencia: aunque su com portam iento sea de guerrero, Me­ neceo es elegido como víctima sacrifical por su virginidad de potro que no conoce aún la doma del m atrim onio'00. Buen mom ento —para los interesados en la antropología del matrimonio griego— de recordar que también para el hombre constituye criterio de madurez esta institución101, aunque el paso sea de mayor envergadura para las mujeres. Buen m o­ mento, sobre todo, para reflexionar acerca de una ley según la cual sólo la virginidad vale para el sacrificio, haciendo que —magnificado por el verbo trágico— el sacrificio humano pueda considerarse adecuado. Así —dejando aparte el himen— Meneceo viene a colocarse junto a Ifigenia, Políxena y Macaría. Pero —que no llegue a ocultárnoslo la nobleza de su entrega— todo sacrificio humano es aberrante; y, puesta a pensar en tal desviación, la imaginación prefiere que sea a una muchacha a quien pasen a cuchillo. La parthenos: víctima sumisa, pasiva, dócil. Cierta­ mente.

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Libertades virginales Ya sabemos que, para ser fausto, en todo sacrificio animal debe representarse la aquiescencia de la víctim a102. Aunque sea un trágico quien lo imagine, el sacrificio humano no puede dejar de plegarse a tal regla. Ello, claro está, salvo en el caso de que el sacrificio se trate de describir como mero crimen, lo cual excluye por completo el consentimiento de la muchacha a la inmolación. Tal es la vía103 por la que opta Esquilo en Agamenón. N o cabe duda de que la palabra phonos no llega a pro­ nunciarse explícitamente, pero, aun así, el sacrificio de la virgen recibe los calificativos de mancilla, impureza, impiedad, incluso antes de que —cuando se describe el traslado de Ifigenia al lugar del suplicio— el texto empiece a acumular pruebas en contra de ese padre que se ha atrevido a inmolar a su hija. H asta la condición virginal de la muchacha llega a aducirse como circunstancia agravante («ni siquiera sus años virginales le valieron de nada»). Pero lo esencial es que Esquilo no abre ningún hueco al consentim iento de la víctima por el que adquiere legalidad formal el sacrificio; tan luego como se da la señal de proceder a la ejecución se desencadena la violencia: llevada en volandas, atenazada, amordazada para que no se oigan sus gritos104, Ifigenia lucha, se aferra a la vida, niega desesperadamente su aquiescencia105 a una inmolación cuyo carácter escandoloso Esquilo se complace en subrayar106. Con excepción de Ifigenia entre los tauros, en cuya heroína perdura el horrífico recuerdo de la violencia que le fue infligida —muy a la manera de Esquilo—, muy otra es la actitud de las tragedias euripidianas con respecto a las vírgenes inmoladas. De hecho, Eurípides no acepta la ficción del sacrificio humano más que para invertirle el significado. H ábil forma de rechazar aquello mismo cuya puesta en escena y realización se está describiendo concienzudamente. So color de respetar la norma de la aquiescencia, se transforma el asentimiento en elección libremente planteada, y la m uerte súbita en muerte voluntaria, por no decir gloriosa. Todo está en su sitio, pero nada tiene ya el mismo sentido.

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Una vez más, la hija de Agamenón se erige en paradigma, ella que, en la Ifigenia en Aulide, acepta de buen grado morir (hekousa: v. 1555). Asida por manos brutales, la Ifigenia de Esquilo es «alzada sobre el ara» (hyperthe bómou labein aerdên); y en ello —práctica sacrifical corriente con víctimas animales— Esquilo no ve sino señal de violencia y fuerza107. Aerdên: en el aire. En la atora del ahorcamiento las esposas se elevan en el aire por su voluntad; aquí, sin embargo, la muchacha sacrificada ni por un instante desea apartar los pies del suelo. Pobre Ifigenia: Eurípides la recordará en Ifigenia entre los tauros, donde, ya en los primeros versos de la tragedia, la hija de Agamenón —en imitación muy aproximada del texto de Esquilo— evoca el instante funesto en que, «mísera, sobre el ara levantada» (hyper pyras metarsia lèphtheisa)'os, estuvo a punto de perecer por el cuchillo. A la inversa, no debemos extrañarnos demasiado de que, al final de Ifigenia en Aulide —donde la libertad de la heroína no puede tolerar restricción alguna, ni siquiera de carácter ritual—, se desvanezca toda señal de violencia pura. De hecho, cuando, plantada ante su padre, Ifigenia anuncia que —entregando libremente su cuerpo al sacrificio— tenderá el cuello con valor y en silencio, por esas mismas palabras la virgen prohíbe a los argivos que le pongan la mano encima —modo de negarse a ser tratada como víctima y «alzada» de conformidad con el ritual (Ifigenia en Aulide, 1551-1561). A renglón seguido, la atención se concentra en los preparativos de la inmolación; y el texto, en elocuente elipsis, no nos dice cuál pudo ser la postura final de Ifigenia: ¿erguida con altivez, o quizá de rodillas? En compensación —y no, sin duda, por casualidad—, tan pronto se ha desplomado la espada de Calcas cuando se nos describe con toda precisión la cierva m ontaraz inmolada en lugar de la muchacha, que está tendida en el suelo, pero cuya sangre salpica, hacia lo alto (arden), el ara de Á rtem is109: con la víctima animal, aunque sea aberrante, el ritual del sacrificio recupera todos sus derechos, mientras la parthenos desaparece, inmovilizada en su libre elección.

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N o obstante, la más cumplida figura de este rechazo virginal a ser «asida y alzada» es, de nuevo, Políxena —de la cual, sin embargo, el ejército griego esperaba que se debatiese, porque se había asignado a los elegidos aqueos la tarea de contener sus saltos"0. Princesa troyana, pero, en el infortunio, hermana de Ifigenia y, como ella, sacrificada por el ejército griego, Políxena acierta a detener el gesto del sacrificante, que ya iba a hacer seña de que asieran (labein) a la muchacha: al igual que Ifigenia, Políxena proclama su libertad y prohíbe que le pongan la mano encima, declarando que tenderá el cuello con valor. A partir de ese m om ento, la narración se va haciendo más precisa: Agamenón —¡otra vez él!— ordena a los jóvenes que suelten a la parthenos. Entonces, poniendo una rodilla en tierra, la virgen Políxena se arrima con firmeza al suelo para m orir111. Esta rodilla hincada no debe hacernos pensar en prácticas orientales, bárbaras, de prosternación (proskynesis), porque, en su reivindicación de la libertad, Políxena es digna de ser griega. Aún menos debe pensarse en gesto alguno de súplica112: arrodillada, la Políxena de Eurípides no está en esa actitud implorante en que la representa la tradición iconográfica posterior, que se complace en las interpretaciones más sentimentales de su actitud113; muy al contrario: en esta postura, que viene acompañada por un «discurso de incomparable valentía», lo que hay que adivinar es la aceptación serena de la m uerte y, sobre todo, el rechazo, manifestado en el acto, a ser tratada como cuerpo pasivo, «asida y alzada» como la Ifigenia de Esquilo, como la Políxena que, mucho antes de Eurípides, los pintores gustaban de representar en los jarrones, alzada horizontalm ente por encima del ara114. Grande es la distancia entre la fuerza máxima padecida por la Ifigenia de Esquilo —la misma que Eurípides se complace en trasladar a Táuride— y la libertad heroica de Políxena115: adecuada para calibrar las reinterpretaciones que aportan a la tradición los distintos poetas y las diversas mentalidades. Eurípides, en general, prefiere otorgar valentía y libre albedrío a la parthenos: aquello que en la poco trágica realidad de la vida niegan las instituciones a las muchachas

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griegas. Valentía y decisión: valga lo mismo para Macaría, con su afirmación de libertad —múltiples veces reiterada—; Macaría, que tampoco deseaba perecer a manos de los varones, pero a quien, de m odo extraño, el texto de los Heraclidas rehúsa el homenaje postum o de describir su m uerte116. Macaría, Políxena, Ifigenia: liberadas del padre en el m om ento mismo en que éste las condena a ser inmoladas —porque invierten, para su propio uso, la libertad de elección característica del kyrios117—, las vírgenes de Eurípides se apropian del sacrificio que se les impone como muerte, una m uerte muy de ellas. Una muerte muy de ellas: sin dudar un m om ento, hay com entaristas que incluyen estas muertes reivindicadas en el núm ero de los suicidios118. Con ello reducen el alcance del audaz desvío por el que la víctima sacrifical obtiene el dominio de su propia muerte. ¿Suicidios, los sacrificios voluntarios? M ejor cuadraría que viésemos en ellos una variante —muy singular, por virginal— de la «muerte gloriosa» que se acepta por la patria y/o por la gloria. Sólo se distingue en el hekousa («por mi plena voluntad») con que las parthenoi consagradas proclaman su libre aceptación del sacrificio, que no se parece al lugar común retórico de la muerte aceptada (ethelein apothneiskein), designación cívica del consentim iento al óbito. Porque la m uerte bella no se busca, sino que se acepta: del mismo modo en que los ciudadanos de Atenas o Esparta se inclinan ante el imperativo que les dicta su ciudad, las vírgenes aceptan el destino que se reapropian119. Pero, claro está, nada en Eurípides es nunca tan sencillo, y resulta que el suicidio no es enteramente ajeno a la sabia combinación de m uerte gloriosa con sacrificio. Así, por ejemplo, la m uerte de las hijas de Erecteo. En el lón —y exceptuada Creusa, a la que se perdona por su poca edad (277-278)—, estas parthenoi eran sphagia, víctimas sacrificales que su padre «osó inmolar por la tierra» ateniense. En Erecteo, todo indica que sólo fue sacrificada una de las hijas. O, más exactamente, que halló muerte gloriosa en el sacrificio:

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porque las instrucciones que da Atenea, al final de la obra, de que la entierren «precisamente donde (houper) murió» se parecen muchísimo al honor que, en H erodoto, otorgan los atenienses a su conciudadano Telos, caído por la patria, enterrándolo «precisamente donde había caído»'20. H asta aquí, todo parece claro. Demasiado claro: en efecto —conti­ nuando con su alocución—, Atenea ordena a Praxítea, mujer del rey y madre de la muchacha, que entierre en la misma tum ba a las hermanas de la víctima, quienes, fieles a su juram ento, se han dado muerte sobre el cuerpo de la virgen degollada. Y resulta que en sepultura colectiva —honor reservado a los guerreros «pariguales en gloria»— se juntan los cuerpos de las vírgenes y, lo que es más significativo, se une la víctima sacrifical con las jóvenes suicidas121. Cierto que —justificando las honras fúnebres por la nobleza (gennaiotés) de que han dado prueba las hermanas— la diosa presenta el suicidio como forma virginal de m uerte heroica. De tal modo entran en contacto, entrecruzándose, el sacrificio, el suicidio y la m uerte gloriosa. Pero, ante una tragedia de Eurípides, incurriríamos en excesivo atrevim iento si nos limitáramos a una lectura unívoca. Porque el enmarañamiento de géneros, instituciones y lenguajes es práctica eminentemente euripidiana, sean cuales sean las «intenciones» del trágico, use o no use de la ironía, pretenda o no pretenda situar ante la crítica de los espectadores esos ejercicios viriles que hallan salvación en la sangre de las vírgenes122. La gloria de las muchachas Así, pues, m uerte gloriosa e inm ortal elogio para las parthenoi. T anto en lo que respecta a las muchachas como a las mujeres hechas y derechas, la m uerte se inscribe bajo el signo doble del m atrim onio y de la gloria; pero no cabe duda algu­ na de que la fama de las vírgenes tiene con la eukleia (la bue­ na gloria) más semejanza que la de las esposas.

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Viril es, de cierto, la esencia de la gloria, y nadie podrá negar al potro joven m uerto en combate, a Meneceo, su derecho al título de «victorioso». Victoriosa, no obstante, era también en Esquilo la parthenos Casandra, en su aceptación de una m uerte cruenta que, poniendo en marcha todo un ciclo de homicidios, venga la humillación de su estirpe123. Gloriosa en su hyhris era la Antigona de Sófocles, única mortal que bajó libremente (autonomos) al país de los m uertos124. En cuanto a las vírgenes sacrificadas, lo dicho hasta ahora basta para sugerir que la gloria se les ofrece sin reserva alguna: gloria de Macaría o de Políxena, gloria, en Áulide, de Ifigenia —cuyo peán125 entonarán las mujeres del coro—, como si, dejando de lado a los varones, la grandeza viril se trasladara a esas muchachas que con la virginidad pierden también la vida. De hecho, la hija de Agamenón, paradigma de parthenos —por medio de una súbita decisión que no ha dejado de sorprender a más de un com entarista—, logra, para sí y para sus hermanas de glorioso infortunio, un valor (arete) que sobrepuja al de Aquiles126. Así, a partir de las vírgenes sacrificadas, va elaborándose dentro de la tragedia toda una reflexión sobre la condición problemática de la parthenos. Reflexión paradójica, que tras­ trueca los gestos del matrim onio, haciéndolos pasar por el prisma —poco deformante, en ocasiones— de los ritos sacrificales. Pero también constructo imaginario (y señalado por los límites propios de la imaginación) de una aceptación virginal de la gloria. En su calidad de diosa, nada impide a Ártemis identificarse con su epíteto (epiklèsis) de Eukleia: es ella la Gloriosa. Pero ¿qué decir de la gloria de las muchachas fallecederas (y por ello mismo fallecidas), sino que viene a resultar como hurtada a los guerreros que no han de morir, precisamente porque se derramó sangre virginal para salvarles la vida? Pues en el núcleo de la imaginación trágica persiste una imposibilidad por cuya mediación recupera sus derechos el m undo real: no hay palabra para significar la gloria femenina —gloria de doncellas, gloria de esposas— que no haya de expresarse en la lengua de la fama viril127. Y siempre la gloria hace correr la sangre de las m ujeres128.

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Lugares del cuerpo Y, no obstante, tiene sus ventajas, lo imaginario: saliendo mejor parada que la esposa cotidiana o que la muchacha prematuram ente desaparecida de los epigramas fúnebres —pá­ lidos fantasmas discursivos, cuya belleza jamás se menciona—, la mujer trágica se gana un cuerpo en el juego de la gloria y de la muerte. Pero, por norma de los juegos imaginarios, lo que en ellos se gana, en ellos al mismo tiempo se pierde. Un cuerpo, pues. Pero mal conocido: más interesada, por lo general, en las prácticas institucionales que en los esquemas corporales, la reflexión antropológica sobre la tragedia no siempre ha prestado suficiente atención al tema del cuerpo trágico —trazado, desde Esquilo a Eurípides, en torno a los sitios en que se muere. Para dar remate a esta obra, tratarem os ahora de levantar el plano de los sitios en que la muerte acaece a las mujeres, siguiendo los textos en su literalidad. Pues para llevar a cabo semejante cartografía no hay más remedio, una vez más, que confiar en la exactitud del significante trágico; en su precisión intencionadamente clínica: al contrario de lo que parecen sugerir ciertas traduc­ ciones, más deseosas de trasladar los textos que de dejarlos en su especificidad griega, el «hígado», en la tragedia, es siempre eso, el hígado, y no algo parecido al corazón129 —y no es indiferente que a Deyanira, herida en el hígado, se le entre la m uerte por el mismo sitio que a los hombres. Pero no nos anticipemos.

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El punto débil de las mujeres

Ante los horrorizados ojos de Creonte y de su tropa surge de pronto —visión brutal, imagen de lo irremediable— el cuerpo sin vida de Antigona, «colgada por el cuello», kremastén aukhenos (Sófocles, Antigona, 1221). Eurípides, en cambio, suele recurrir con preferencia al vocablo derê para evocar a las tristes ahorcadas, con el nudo al cuello130. Palabra más rica, sin duda alguna, porque está dotada de mayor carga afectiva: la hija de Edipo, en el silencio de la derelicción, aprisiona en el nudo de su velo, aukhén, el cuello visto por el lado de la nuca: derê, por el contrario, es la «parte delantera del cuello, la garganta», punto fuerte de la belleza femenina (recordemos la «garganta hermosísima» por la que Helena reconoce a Afrodita en el C anto III de la Iliada, la «delicada garganta» que la amada de Safo se complace en adornar con flores, el «cuello destellante de blancura» que Medea m uestra a la nodriza cuando lo inclina para sollozar), pero también aquello que doncellas y esposas se complacen en desgarrar, uñas llagadoras contra la tierna garganta, llevadas por la sensualidad del dolor luctuoso131. Todo esto es derê y, sobre todo, en la mujer, el punto de mayor fragilidad. Por él se procede al ahorcamiento, por él penetra la m uerte en el cuerpo de las muchachas inmoladas. Porque, en los relatos de sacrificios, derê designa exactamente la parte del cuerpo donde los oficiantes, en el m om ento de dar la muerte, aplican el cuchillo132. Recuerda Ifigenia, en Táuride: «cuando mi pobre padre puso su espada en mi garganta»... Advertencia de Aquiles a la hija de Agamenón: «Cuando veas cerca de tu cuello la espada»... Garganta de Ifigenia, garganta de Políxena, cubierta de oro, que pronto la sangre teñirá de púrpura... De nada serviría multiplicar los ejemplos, enumerando las infinitas apariciones de derê en un contexto sacrifical133. Limitémonos a señalar que en derê subsiste aún el aliento y la vida: en torno a esta palabra, más de una vez se inmoviliza la evocación del sacrificio, amenaza suspensa del cuchillo apoyado contra la garganta, mientras la virgen sigue respirando. En cambio, cuando se trata de una

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garganta ya seccionada, o en la que está hincándose la espada, dere cede su lugar a luimos, nombre de la garganta en cuanto gaznate134, porque, una vez rasgada la hermosa superfi­ cie del cuello, la muerte se desplaza hacia el interior del cuerpo. Precisión, una vez más, como siempre, de la lengua trágica. Y precisión en las descripciones: en el m om ento de asestar el golpe a Ifigenia, el augur, mirándola con ojo especialista en anatomía, examina el gaznate (laimos) de la víctima, para localizar el punto de m enor resistencia a la penetración del cuchillo (Ifigenia en Aulide, 1579); en Orestes, el héroe, en la creencia de que por fin va a poder inmolar a Helena como víctima expiatoria, hace a ésta inclinar «el cuello (dere) sobre el hom bro izquierdo» y se dispone «a hincarle en el gaznate (laimos) la# negra espada» —descripción en la que más de un com entarista ha sabido identificar la exacta evocación de un gesto de sacrificante135. Todo, pues, está en orden: el orden adecuado para la ejecución. A menos que no haya en todo ello un orden oculto, regulador del cuerpo femenino. En efecto: como si —más allá de las prácticas rituales y de todos sus im perati­ vos— la garganta de las mujeres invocara la muerte, Orestes, para matar a Clitem nestra, también le asesta el golpe en la garganta (así, sin duda, apostilla Eurípides la palabra sphageUb), y es en el cuello, a través del cuello (día mesou aukbenos), donde, en las Fenicias, se clava Yocasta la espada del suicidio (v. 1457). Si recordamos la Yocasta de Sófocles —que, siguiendo un procedimiento más normal, introduce el cuello en el nudo corredizo—, podríamos ver en esta precisión un guiño de Eurípides, resuelto a subrayar la desviación que el suicidio guerrero de la heroína introduce en una tradición muy establecida. De idéntico modo, y con relación a la garganta seccionada de Clitem nestra, quizá venga a cuento recordar su m entiroso discurso del Agamenón, cuando pre­ tendía hacernos creer que eran muchas las veces que había tenido el lazo al cuello (dere, v. 875), a punto de matarse. Yocasta, Clitemnestra: dos maneras, para la mujer, de recibir la m uerte por el mismo lugar del cuerpo que debería haberles servido para ahorcarse; tanto en uno como en otro caso,

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cabe hablar de sobredeterminación. Pero qué extraña, a decir verdad, esta sobredeterminación: en su virtud, las mujeres —ahorcamiento, sphagê, suicidio137, crimen o sacrificio— tienen que m orir por la garganta, y sólo por ella. Cabe suponer que el lector, en este punto, se pregunte qué es lo que la tragedia nos dice de la m uerte de los hombres. Y no hay más que una respuesta posible: es raro que los hombres mueran por golpe asestado en la garganta, ya sucumban en combate, ya caigan asesinados138. La muerte de Clitem nestra pretende vengar la de Agamenón «por el mismo conducto» (tropon ton auton), pero en esta expresión hay que entender el parricidio, no las modalidades exactas del homicidio, porque, si damos crédito a Sófocles, el rey traicionado fue abatido de un hachazo en plena frente139. Cierto que el cuello, en H om ero, constituye uno de los puntos más vulnerables del guerrero: en el de H éctor (di’ aukhenos) clava Aquiles su lanza, y no son escasos, en la Iliada, los combatientes que expiran con la garganta seccio­ nada140; pero es imposible hacer la misma observación en el universo trágico. Cabe, como máximo, recordar un coro de las Fenicias relativo al singular combate de los hijos de Edipo, donde se habla de sangre que mana de la «garganta fraterna» (homogene deran)'41; pero —aun prescindiendo del detalle de que la m uerte llega a Eteocles y a Polinices por otros caminos— no hay más remedio que adm itir que este duelo fratricida, realización última de una guerra civil a escala familiar, tiene más de sphagê que de guerra. N o podemos evitar durante mucho más tiempo la conclu­ sión que todos estos análisis nos imponen: en la garganta de las mujeres, la muerte está agazapada, oculta en la propia belleza que los textos, por otra parte, jamás describen con tanta libertad como cuando en ella vacila la existencia, amenazada. Blanquísimo cuello de la abrumada Medea, que la nodriza observa con premonición de muerte; impecable, blanquísimo cuello de Ifigenia, cuya m uerte ya está maqui­ nando la espada m alhechora142: así, el fantasma euripidiano del cuchillo en la garganta nos revela la visión trágica de la

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seducción femenina, peligrosa, sobre todo, para quienes son sus frágiles depositarías. Enumeración del cuerpo viril N o hay punto del cuerpo por el que la m uerte épica no pueda «domar» al hombre: está el cuello, por supuesto, pero también el bajo vientre (Iliada, XI, 380), y la frente, la sien, el costado, la tetilla derecha, el pecho, los pulmones, la ingle, el ombligo, el talón... Interrum pam os aquí esta enumeración, cuyo único objetivo estriba en apuntar la riqueza viril del cuerpo homérico, todo él vulnerable al tajo, al aplastamiento, al despiece143. En modo alguno hereda la tragedia este afán enumerador; aunque no por ello deja de dotar al hombre de un cuerpo incomparablemente más diversificado que el de las mujeres, al menos en lo relativo a las vías de acceso a la muerte. Está el flanco (pleuron), que el guerrero se protege con especial cuidado, pues por ahí le sobreviene la m uerte144; ni siquiera del homicidio queda excluida esta vía de penetración de la muerte en el cuerpo viril: así, asesinado a traición en Delfos, acribillado el cuerpo por innúmeros proyectiles, N eoptólem o no se desploma hasta que una espada acerada le hiere el costado145. Está el vientre (Polinices, en las Fenicias, cae herido de m uerte cuando le aciertan en el ombligo), y está la cavidad interna del cuerpo donde ni siquiera los médicos alcanzan a distinguir entre parte superior e inferior, delantera o lateral, porque en ella todo se comunica, de manera que el golpe m ortal puede asestarse, indistintam ente, «en los pulmones» o «en el flanco»146. Y después, por encima de todo, y sin salimos de esta vaga región del cuerpo, está la herida en el hígado, letal para el guerrero: por ella muere Eumolpos, en Erecteo; en el hígado, con el últim o aliento de vida que le queda, logra Polinices herir a Eteocles. La más m ortal de las heridas, porque Eteocles fallece antes que su hermano, sin pronunciar una palabra; herida funesta, cuyo fulgurante poder conoce muy bien Medea: la hechicera, cuando está maquinando el triple homicidio que hará pasar

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por acto de guerra, piensa por un mom ento en herir el hígado del rey de Corinto, de su hija y de Jasón147. El costado, el hígado: lugares mortales del cuerpo guerrero. Puntos por donde debe penetrar la espada en el suicidio, si uno es un hombre. Por el costado, como H em ón o como Áyax, paradigma del suicidio viril148. Por el hígado, como piensan por un mom ento Heracles, Orestes o Menelao, cuando les ocurre la idea de suicidarse, poniendo con ello de manifiesto la nobleza atribuida a tal tipo de m uerte149: de hecho, el órgano vital es el hígado (aunque no por ello debemos considerarnos autorizados a traducir sistemáticamente «corazón» donde el texto griego dice hêpar); y la metáfora que más utiliza la tragedia para expresar la violencia de un sentimiento es el impacto, la herida que éste inflige «al hígado»150. Ocupémonos de heridas nada metafóricas. De las auténticas heridas, que abren en el cuerpo caminos a la muerte. Heridas, pues, enteramente viriles, si no fuese porque en la tragedia hay mujeres que por ellas perecen: así, por ejemplo, hay en Sófocles mujeres que, en su desespero, reúnen valor para llevar a térm ino este suicidio por la vía del hígado en que piensan los héroes euripidianos —Heracles, Orestes, incluso Electra (Electra, 688)—. Me refiero a Eurídice, quien, con su muerte sacrifical y guerrera151, asesta el golpe definitivo a la problemática virilidad de Creonte. Me refiero, más que a ninguna otra, a Deyanira, frágil esposa que sabe muy bien por dónde sobreviene la muerte a los guerreros, puesto que, sin vacilación alguna, se atraviesa el costado «con una espada de doble filo, entre el corazón y el diafragma» (Sófocles, Traquinias, 930-931). Y, sin embargo, no está tan claro que,como mujer, pueda vivir hasta elfinal la m uerte de los hombres, dando ocasión a que la lengua tenga que forjar femenino a palabras (como parastates, compañero de fila) que sólo son concebibles en masculino152. H abrá que detenerse un momento en este suicidio a que «mano de mujer se atrevió» (Traquinias, 898). M uerte viril155, sin duda, ésta que la mujer se inflige —ate­ niéndose al molde hom érico—, por el «filo gemebundo que

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taja la carne» (Traquinias, 886-887); de modo similar, Deyanira, para darse muerte, se descubre las partes guerreras
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