January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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RAMON MARIA NOGUÉS
Neurociencias, espiritualidades y religiones
PUBLICACIONES DE LA U.P. COMILLAS SAL T2ERRAE
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[email protected] / www.salterrae.es Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2549-2
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Índice Portada Créditos Introducción: Animales muy espirituales Capítulo 1: Vivir y conocer 1.1. Vida y sensibilidad 1.2. Nervios, cerebros y mente 1.3. Una estructura para sobrevivir 1.4. Dos procesadores integrados: los hemisferios 1.5. Un cerebro del organismo total 1.6. Conocer y recordar: memoria y biografía 1.7. Los sedimentos evolutivos que nos hicieron humanos: razón y emoción 1.8. El sexo: dos vivencias complementarias de lo humano Capítulo 2: Conciencia reflexiva y protagonismo del yo 2.1. Conciencia reflexiva y recursiva a) Conciencia emergente b) Espacio global de trabajo c) Dinámica talámica d) Estado mental consciente e) Teoría de la información integrada(G. Tononi) f) Bucles de retroalimentación g) Intencionalidad compartida h) Transición de fase o cambio de estado i) Emociones primordiales j) Conciencia cuántica 2.2. El yo, un territorio de la conciencia a) El yo neural b) El yo somático c) El yo psicológico d) El yo ético e) El yo extenso o social f) El yo metafísico 2.3. La libertad Capítulo 3: «Ir de sobrados por la vida»: más allá de las necesidades 3.1. Dimensiones de lujo 3.2. Enraizadas en la carne: las trascendencias 3.3. La estética 3.4. La ética 3.5. Espiritualidades/religiones 4
3.6. Intersecciones múltiples Capítulo 4: Espiritualidades 4.1. ¿De qué hablamos? 4.2. Naturalmente espirituales a) Aproximación evolutiva b) Análisis neurológico c) Constructivismo psicosociológico d) El debate sobre la secularización y la «anomalía europea» 4.3. Indicadores de salud. Puntos cardinales 4.4. Las espiritualidades a) Espiritualidades religiosas b) La introspección c) Espiritualidades humanistas no religiosas d) La pasión por la justicia e) La seducción de la fórmula. ¿El yo perdido en el cosmos? f) Hermana Tierra g) La belleza 4.5. El genio original y el peaje institucional Capítulo 5: Las religiones, guinda de la espiritualidad: el factor «Dios» 5.1. Hablar de Dios 5.2. Las imágenes de Dios. Relatos y símbolos 5.3. Elaboraciones de las imágenes de Dios 5.4. Nuestras aproximaciones a Dios a) Dios como exigencia de mis necesidades psíquicas (engañosas) b) Dios como límite: el Dios del «esprit de géométrie» c) Dios gracioso d) El Dios que hay que destruir: ateísmo e) El Dios «excesivo»: agnosticismo 5.5. Un Dios en el que se pueda creer. Algunos desafíos actuales a) Los creyentes pasan a tener la carga de la prueba b) Violencia e imposición en los monoteísmos c) El mal d) La búsqueda de sentido Capítulo 6: Ejercicios espirituales: hacia la liberación y la iluminación 6.1. Planes de vida: austeridad/contención y benevolencia a) El modelo del yoga como ejemplo. Interés y limitaciones. b) Otras propuestas 6.2. La meditación y sus funciones: la búsqueda de la integridad interior y la iluminación 6.3. Registros y valoraciones neurocientíficas Capítulo 7: Panorama (a modo de epílogo) 7.1. Los grandes sustratos de los que seguimos alimentándonos 7.2. Qué está cambiando 5
a) Cultura científica, crítica y secular b) Pluriculturalidad y plurirreligiosidad c) Nuevo panorama electivo. Plataforma individualista desde la que se producen las opciones. c) Desmitificación funcional de las imprescindibles instituciones 7.3. Espiritualidades variadas y serias a) La variable neuropsicológica b) La variable de la gran cultura: Oriente y Occidente c) Discernimiento: no todo vale igual Bibliografía
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Introducción: Animales muy espirituales Nuestra especie, en la fría denominación taxonómica establecida por el gran biólogo sueco Carl von Linné, se conoce como Homo sapiens. Es frecuente, sin embargo, que, para destacar alguna característica de las que forman la singularidad humana, muchos autores hayan utilizado denominaciones ocasionales. Aristóteles, mucho antes que Von Linné, había hablado de «animal racional». Más modernamente se ha hablado del «mono desnudo» (Desmond Morris), del «animal imperial» (Robin Fox y Lionel Tiger), el «tercer chimpancé» (Jared Diamond), la «especie elegida» (Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez) o el «primate filósofo» (Frans de Waal)... En las páginas que siguen, y destacando la originalidad humana que se manifiesta en la impresionante aventura cultural de las espiritualidades y religiones, voy a desarrollar algunos temas que bien justificarían denominar a los humanos como «animales espirituales». Efectivamente, la descomunal presencia y éxito evolutivo de las dimensiones espirituales de la conducta humana, manifestadas en todas las épocas y localizaciones geográficas y que ninguna crítica ha logrado desactivar, autorizan darwinianamente a considerar que la dimensión espiritual (término muy amplio que habrá que precisar) constituye un elemento fundamental de la experiencia humana que puede caracterizar muy adecuadamente a esta singular especie. Si con el vocablo «palabra» indicamos aquello que distingue a los humanos de los demás animales, bien podemos considerar que se trata de una realidad que eleva la «carne» a una condición singular en la que se expresan dimensiones nuevas de la evolución. Animales. Frecuentemente, esta denominación aplicada a humanos nos suena a menosprecio. Y no debiera ser así. Animal significa «viviente» y vivir, aunque sea un fenómeno frecuente, sigue siendo una maravilla. Termodinámicamente, un ser vivo constituye un aparente desafío a la ley de la entropía. No es así, dado que un viviente es solamente un eslabón en el procesamiento de la energía, que en la Tierra recibimos fundamentalmente del sol. De todas formas, un viviente, en su «morfogénesis autónoma» (frase con la que Monod denominaba ampulosamente en su obra Le hasard et la nécessité una banalidad observada por todo el mundo, es decir, que un ser vivo se hace a sí mismo a partir de constituirse en centro de procesamiento y organización de materia-energía), constituye una realidad absolutamente sorprendente que está todavía, en su totalidad, por explicar, a pesar del conocimiento que tenemos de sus procesos parciales. Los vegetales, a pesar del poco aprecio que a algunos les merecen, constituyen ya un maravilloso mundo de vida y comunicación. Mancuso y Viola lo dejan muy claro en un curioso texto (S. Mancuso y A. Viola, 2015). El viviente animal añade a la maravilla de vivir la capacidad de «sentir» y, como consecuencia, poder proceder a 7
desplazarse en el medio eligiendo entornos favorables. Además, en los animales, y a medida que se progresa en la evolución, aparece una dimensión enigmática y profundamente interrogante por lo que a su constitución se refiere, que denominamos mente. Esta mente, en una primera aproximación, se configura como una capacidad de generar y mantener una cierta reproducción interior del mundo que rodea al animal. Animales espirituales. Los humanos, como animales singulares (puede discutirse el nivel de singularidad que los humanos presentan, pero no su originalidad global), exhibimos una mente específicamente densa, reflexiva y recursiva que tradicionalmente ha sido designada como espíritu. No entramos aquí en disquisiciones metafísicas, perfectamente lícitas, sobre el significado de la palabra «espíritu», pero nos sirve para hablar de esta mente singular que presenta fenómenos tan enigmáticos como la conciencia, la experiencia del yo o la capacidad autobiográfica. No es fácil definir la palabra «espiritualidad». En primera aproximación, me quedaría con un par de definiciones que recogen Paloutzian y Park en una obra reciente (R. F. Paloutzian y C. L. Park, 2015, 28). Una de ellas, muy simple, es de Doyle: «la búsqueda del significado existencial». Otra, de Puchalsky, reza: «la forma en que los individuos indagan y expresan el significado, el camino y el propósito por el que pueden experimentar su conexión con el presente, ellos mismos, los otros, la naturaleza y el significado o lo sagrado». Esta espiritualidad es la que de forma insistente aparece y reaparece en la vida humana. Muy espirituales. El carácter superlativo de la espiritualidad humana se manifiesta en su incoercible tendencia a indagar o cuestionar las últimas dimensiones de la realidad y la propia experiencia, como consecuencia de los iterativos «por qué» que los humanos, desde los primeros años de vida, añadimos con inusitada frecuencia a la simple experiencia de la realidad. Las preguntas con las que los pequeños adornan sus primeras aproximaciones al mundo se traducen posteriormente en profundas cuestiones trascendentales y en expresiones artísticas, en intenciones éticas o en expresiones rituales o arrobos místicos, que adornan y enriquecen esta mente privilegiada que goza o sufre en grados superlativos. La mente humana se encuentra venturosamente en una situación de desmesura y lujo que genera también aspectos negativos de sufrimiento y dolor. Todo ello es una expresión de esta espiritualidad que, como signo propio y exclusivo, impregna el devenir de los humanos. Nuestra aproximación se hará fundamentalmente desde el mundo de las neurociencias, un mundo en la punta de lanza del progreso de las ciencias de la vida. No se trata de entrar una vez más en la moda de turno para llevar el carro de la ciencia al simplismo interpretativo, como en su tiempo se hizo con la genética, cargando a los genes toda la responsabilidad de la vida, desliz que paradójicamente afecta a gran parte de la teología moral (que identifica sin más la persona humana con la unión en la fecundación de los dos conjuntos genéticos haploides de los gametos). Las neurociencias estudian el 8
«aparato», cosa muy importante, pero, aun conociéndolo, nos queda por ver el programa. Cuando se conoce muy bien el secreto del motor del automóvil, aún no sabemos nada sobre el programa de viaje. Es verdad que en el cerebro ya existe buena parte de programa adecuadamente grabado, pero, en cualquier caso, quedan todavía (¡felizmente!) muchos detalles por concretar: es el ámbito de la improvisación, de la creación, la biografía y la epopeya de la aventura humana. José Ramón Amor ha analizado muy bien la tentación de neurocentrismo y neuroesencialismo que amenaza las interpretaciones de los hallazgos en técnicas de neuroanálisis (J. R. Amor, 2015). Existen interesantes estudios en neurociencias que podrían inclinar fácilmente a un neuroesencialismo superficial. Por ejemplo, un trabajo reciente de un grupo japonés publicaba los resultados de un estudio sobre la naturaleza de la materia blanca y la materia gris de los estudiantes de ciencias o de humanidades, llegando a la conclusión de que los estudiantes de ciencias exhibían mayor concentración de materia gris en el córtex prefrontal medial y el área frontopolar, mientras que los estudiantes de humanidades tenían más materia blanca concentrada en el hipotálamo derecho (H. Takeuchi et al., 2014). Independientemente de que los datos se puedan confirmar de forma segura, ello estaría lejos de indicar que las capacidades mentales y las inclinaciones personales dependan de este tipo de factores, aunque no pueda excluirse que los condicionen. Hay que reconocer, sin embargo, que los datos de las neurociencias van aportando evidencias crecientes de la importancia que las referencias neurocientíficas tienen en la interpretación de fenómenos psíquicos de calibre, como son los relacionados con las nociones de libertad, responsabilidad, etc. Por ejemplo, un estudio sobre estructuras cerebrales de personas con fuertes tendencias pedófilas llega a la conclusión de que estas personas tienen alteraciones estructurales y funcionales en el cerebro, lo cual no deja de aportar inquietantes datos a propósito del importante tema de la distinción entre transgresores y enfermos en relación con la responsabilidad moral. (T. B. Poeppl et al., 2015). Al hablar de espiritualidades y religiones, aunque personalmente me inclino a definirme como persona espiritual religiosa, no ignoro que las religiones o las espiritualidades institucionalizadas han protagonizado históricamente lamentables episodios de menosprecio de la condición humana o del respeto que hoy consideramos fundamental hacia toda persona. Desde luego, asumo esta carga histórica, que inscribo, sin embargo, en la sorprendente y a veces escandalizadora condición humana, aceptando, como humano, la parte que me corresponde en este panorama. Considero, sin embargo, que tanto religiones como espiritualidades han aportado a la aventura humana mucho más de lo que han perjudicado. No es difícil, al respecto, evocar el paralelismo con lo que sucede en referencia a las utopías sociales. Nadie dudará en reconocer la excelente calidad de las propuestas sociales que reclaman la igualdad, la fraternidad y la libertad, y nadie tampoco puede dejar de escandalizarse ante el flagrante desprecio y opresión hacia la dignidad personal desplegados por los llamados «socialismos reales», bien recientes 9
por cierto, ya sea en la Unión soviética o en China, y antes en otros intentos concretos de perfección social. Este animal espiritual, es decir, el humano, es el protagonista de esta epopeya evolutiva que ha supuesto el camino vital y revelador que conduce de la carne a la palabra. Estas páginas quieren ser una posible descripción de los pasos con los que puede seguirse este tránsito apasionante de la materia al espíritu.
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CAPÍTULO 1:
Vivir y conocer Estamos acostumbrados a las maravillas, y por ello muchas maravillas ya no nos sorprenden. Como recordaba Leibniz, el hecho de que exista la realidad («hay algo, más bien que nada») es ya un motivo singular de admiración. Que existan vivientes es ya una agradable sorpresa si tenemos en cuenta que, según nuestros modestos datos, no parece que el universo esté masivamente habitado por vivientes, aunque probablemente existan muchos planetas con vida. La vida parece más bien una feliz ocurrencia infrecuente de algún planeta templado. Cada viviente es el resultado de un centro de actividad sorprendente que concentra y regula una condensación de información, de materia y energía que localmente aparenta contradecir algunas normas termodinámicas durante un corto período de tiempo. La actividad de todo viviente está encadenada inextricablemente con multitud de otros vivientes que lo alimentan y lo reciclarán, después de muerto, en nuevos centros de actividad.
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1.1. Vida y sensibilidad Nuestra soberbia incultura nos lleva a menospreciar la vida vegetal. Como muy bien notan Mancuso y Viola, ya citados (S. Mancuso y A. Viola, 2015), «ser un vegetal» o estar en «estado vegetativo» expresan una situación de degradación vital. En realidad, recuerdan Mancuso y Viola: «Las plantas podrían vivir sin nosotros. Nosotros, en cambio, sin ellas, nos extinguiríamos en poco tiempo». Sensibilidad, comunicación e inteligencia colectiva forman parte de la vida vegetal. Todo ello nos evoca lo reducido de nuestras consideraciones sobre muchos aspectos de la realidad y de la vida en concreto. La vida como tal, sin más aditamentos, constituye ya una soberbia maravilla digna de contemplación y respeto, una espectacular cabriola de la materia en medio de las inmensidades del universo. Un feliz incidente evolutivo permite que en unos vivientes que denominaremos animales aparezca un recurso vital que es la célula nerviosa. Algunos autores creen que el sistema nervioso ha aparecido en diversas ocasiones a lo largo de la evolución, en el inicio de los procesos de aparición de los animales. En todo caso, a través de sutiles apariciones de células neuronales, los vivientes empezaron a ser muy claramente sensibles a los retos ambientales y a poder actuar sobre ellos de forma rápida y móvil. Los tejidos nerviosos, enriqueciéndose y centralizándose, fueron configurándose como los típicamente responsables de la gestión total del organismo y de su relación con el medio, entendiendo por medio también los demás organismos.
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1.2. Nervios, cerebros y mente La progresiva configuración evolutiva del sistema nervioso está llena de sorpresas. Un pequeño gusano nematodo, Caenorhabditis elegans, de apenas un milímetro de longitud, es hoy probablemente el animal mejor conocido de la naturaleza. Por lo que al sistema nervioso se refiere, posee 302 neuronas conectadas a través de entre siete y ocho mil sinapsis. Esta exigua cantidad de neuronas le permite realizar todas las competencias de la vida animal (gestión del propio organismo, orientación y motilidad en el medio, alimentación, reproducción...). Resulta difícil imaginar y comprender cómo de una reducidísima red nerviosa resulta una capacidad tan espectacular y autónoma. Y en el contexto de nuestras consideraciones, la primera cuestión que se nos presenta es la que corresponde a la sospecha de si este animal posee algo de mente, es decir, algún tipo de representación de sí mismo y del mundo que lo rodea que pueda unificar sus percepciones y «decisiones» motoras para sobrevivir. Su «cerebro» es muy reducido pero sin duda, junto con la red neural de todo su organismo, le proporciona un dato coherente que le permite mantenerse en vida y actuar según una orden de supervivencia. ¿Es esto mente? Otros animales más evolucionados, desde insectos a aves y distintos tipos de vertebrados como elefantes, delfines, diversos primates, etc. manifiestan datos mentales de gran complejidad y profundidad que argumentan en favor de que a mayor complejidad cerebral corresponde mayor capacidad mental. Periódicamente aparecen datos acerca de la naturaleza del self en los animales (C. Safina, 2015). Un estudio reciente analiza los correlatos neuroanatómicos de la personalidad (extraversión, prosocialidad, atención potente, neuroticismo y apertura), en concreto en relación con el córtex frontal, en chimpancés (R. D. Latzman et al., 2015). Varios autores han considerado a lo largo de la historia de la filosofía y de la ciencia que la mente es una realidad emergente en paralelo con la complejidad de las estructuras que la sustentan. Teorías pampsiquistas de muchos tipos jalonan la reflexión filosófica. Modernamente, Spinoza, Leibniz, Schopenhauer, Clifford, Ernst Haeckel o William James pueden representar propuestas de este tipo. Chalmers comenta al respecto la posibilidad de que la conciencia sea un fenómeno constituyente de la materia, de forma similar a como puede serlo la masa gravitatoria o la carga eléctrica. En este contexto, la idea de emergencia de la mente al ritmo de la «complejificación» de la realidad forma parte de la convicción de muchos autores. Teilhard de Chardin, por ejemplo, expuso ampliamente esta idea en muchos de sus escritos e intentó formular incluso una «Ley de complejidad-conciencia». Actualmente Terrence W. Deacon es un autor de referencia sobre el tema (T. W. Deacon, 2013). La reflexión que propone no es fácil, pero es rigurosa e imaginativa en sus enfoques. En algunos ambientes, incluso se propone la idea de que lo que realmente existe de forma consistente es el espíritu, siendo la materia una burda y secundaria manifestación del espíritu. Esta idea, que parece algo peregrina, no es sugerida por un grupo de indocumentados sino por grupos de sapientísimos astrofísicos 13
orientales que trabajan en la costa oeste de Estados Unidos y que se dieron a conocer como los «gnósticos de Princeton» (R. Ruyer, 1974). La alusión viene a cuento para desarmar algunas solemnes y autocomplacientes manifestaciones de sabiduría de quienes creen saberlo todo sobre la mente o sobre la materia. Sin tener que recurrir a propuestas que podrían evocar fundamentalismos espirituales, se puede acudir, para tratar mesuradamente temas de tal categoría como materia y mente, a la opinión prestigiada y muy matizada de autores como David Jou, catedrático de Física de la materia condensada, que en un texto muy completo desautoriza los fundamentalismos materialistas en el análisis de la materia (D. Jou, 2015). Otros autores emiten opiniones interesantes y no fáciles, pero dignas de gran atención, acerca de las posibilidades que presenta la interpretación de la conciencia hecha desde las perspectivas de la física cuántica (P. van Lommel, 2015).
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1.3. Una estructura para sobrevivir En el contexto de un pensamiento evolutivo, única referencia general convincente para interpretar la vida, las estructuras vivientes y el sistema nervioso en general, con su centro cerebral, están orientadas a vivir y sobrevivir. Es la tarea fundamental del que vive, tarea inevitablemente frustrada por lo que se refiere al individuo, pero que se mantiene en el conjunto de la especie. Desde este punto de vista el cerebro es una estructura absolutamente eficaz. De ahí que tenga interés recordar cuáles son los elementos que confluyen en esta tarea. Veámoslo en el cerebro humano. El tronco cerebral, estructura central que corresponde a la ampliación de la médula espinal al entrar en el cráneo, aloja un conjunto de núcleos y estructuras que controlan muchísimos automatismos que garantizan el funcionamiento «automático» del organismo. Es como la «sala de máquinas» del encéfalo. A esta zona pueden asignarse redes y núcleos responsables del funcionamiento rítmico del sueño-vigilia, de la respiración, del ritmo cardíaco, así como de una serie de automatismos reflejos relativos a la deglución, el vómito, el estornudo, etc. También en el tronco cerebral están diversos núcleos de los nervios craneales, fundamentales en el control vegetativo del organismo. Este inmenso sistema de regulación funciona prácticamente a nivel inconsciente, de forma que el reducido espacio consciente de la mente pueda ocuparse en funciones más electivas, dejando a una homeostasis general autónoma la garantía del funcionamiento ordenado y coordinado de todos los órganos y sistemas corporales. Sin embargo, el hecho de que este funcionamiento troncoencefálico esté sustraído al control consciente no significa que no tenga ninguna influencia en actividades mentales superiores. Por ejemplo, los ejercicios de control de la mente (como las técnicas de meditación o relajación) muy frecuentemente recurren a la fijación en el ritmo respiratorio o cardíaco para lograr una pacificación general del funcionamiento mental. Ello indica que los elementos inconscientes actúan activamente en el substrato mental general. En el centro de la estructura cerebral existe un conjunto de núcleos que se agrupan en la zona hipotalámica y que son las referencias principales de las pulsiones fundamentales que garantizan la vida. A estos núcleos pueden referirse los impulsos para realizar las conductas referentes a la alimentación, la sexualidad y reproducción, la agresividad, la territorialidad y la organización social jerárquica. Sin estas pulsiones, la vida estaría seriamente comprometida. La verdad es que nadie puede explicar satisfactoriamente cómo la estructura neuronal concreta de un núcleo hipotalámico ordena, por ejemplo, la conducta sexual, pero sí queda claro que este núcleo hipotalámico es el centro de referencia de la corrección de esta conducta. Es verdad, de todas formas, que cada vez existen estudios más precisos y elegantes sobre detalles de las formas de computación a partir de las que estos núcleos cerebrales realizan sus cometidos (J. Lisman, 2015). El conjunto de pulsiones de raíz hipotalámica constituye la 15
infraestructura del vivir, y lógicamente estas conductas tiñen toda la actividad vital de una u otra forma. Con referencia al mundo mental espiritual, por ejemplo, que es el que nos ocupa en estos capítulos, podría pensarse a primera vista que se halla alejado de pulsiones básicas como la alimentación o la sexualidad, pero es sabido de todos que en casi todas las tradiciones religiosas o espirituales la alimentación y el sexo aparecen significativamente como elementos simbólicos. La eucaristía cristiana o las múltiples formas de comidas rituales religiosas, así como las alusiones al matrimonio espiritual de los místicos o las tradiciones tántricas orientales, son buenos ejemplos de la presencia de lo alimentario o lo sexual impregnando los mundos espirituales o religiosos. Lo agresivo también hace acto de presencia en el mundo religioso. Venus o Marte serían buenos ejemplos de ello en la mitología grecorromana, como dioses y diosas hindúes o mesoamericanos podrían serlo en otras áreas culturales. Íntimamente unida al hipotálamo se encuentra la hipófisis. Se trata de una glándula endocrina que ejerce un control muy amplio sobre una gran cantidad de hormonas. Estas son las que ejercen la regulación humoral de las conductas, en estricto paralelo con la regulación electroquímica ejercida por las redes nerviosas. Muchas hormonas muy importantes en la conducta humana son mediadas por la actividad de la hipófisis. Recordemos la tiroxina, ordenando la velocidad de crucero del metabolismo; las hormonas sexuales, en sus múltiples y complejas funciones de determinaciones corporales, gametogénesis y orientaciones de la libido; las hormonas suprarrenales, reguladoras de las tensiones conductuales; las familias hormonales de los opiáceos naturales (endorfinas, encefalinas...) que se ocupan de la importante función de «premiar» agradablemente las conductas adecuadas; la oxitocina, clave en la creación de vínculos y relaciones empáticas y hoy en la punta de lanza de los estudios hormonales y conductuales (H. Shen, 2015); la prolactina, que en mamíferos rige la primera alimentación del nuevo individuo; la hormona del crecimiento... Este ejército humoral atiende discretamente las funciones del vivir al ritmo de las influencias hipotalámicas, de forma que al conjunto de hipotálamo e hipófisis muchos lo consideran una especie de «subcerebro» vegetativo, altamente sensible a las calmas o las tempestades del mundo mental. Aún en el centro del cerebro y abrazando las estructuras hipotalámico-hipofisarias están los componentes del sistema límbico. Se trata de un importante conjunto de estructuras a las que cabe referir principalmente las experiencias emocionales. Se discuten detalles sobre la delimitación del sistema, pero existe un acuerdo básico en señalar como componentes la amígdala cerebral, el hipocampo, el núcleo accumbens, algunas zonas del tálamo y de los ganglios basales, y algunas zonas de la corteza orbitofrontal. Varios de estos centros, como el núcleo accumbens, son estudiados muy detalladamente para conocer algunas de las referencias elementales de lo que llamamos satisfacción, y más ampliamente felicidad (K. C. Berridge et al., 2015). Hablar de 16
emociones, y de su traducción humana en sentimientos, es hablar del nacimiento de la conciencia y de la justificación del 90% de nuestras decisiones. Las emociones son los grandes acompañantes de la conducta y los que la orientan de forma segura y eficaz. Su valor de fijación y memoria es importantísimo y se ha acreditado durante los millones de años que ha funcionado adecuadamente en las especies de vertebrados, y mamíferos en concreto. La herencia de las estructuras emocionales está fijada en el sistema cerebral de forma fiable. En los humanos, la herencia emocional es mucho más fija y estable que la reciente y sorprendente capacidad de raciocinio, interesantísima posibilidad, pero que no siempre está bien ensamblada en el zócalo emocional y que con frecuencia crea situaciones de conflicto y contradicción en el seno del mundo mental humano. Erich Fromm, en su día, ya habló del razonamiento como de un personaje que montaba el mundo emocional como lo haría un jinete cabalgando a pelo sobre su cabalgadura. Cualquier movimiento poco previsto o brusco podía mandar al jinete a tierra. Las funciones emocionales son muy importantes y evolutivamente están muy bien acreditadas y estructuradas en la historia evolutiva de los animales superiores. Las estructuras cerebrales de la emoción posibilitan y acompañan en gran manera todas las conductas animales, y los humanos hemos recibido este zócalo cerebral en una configuración muy bien estructurada que tiene una gran importancia en nuestra conducta y explica de forma muy principal el origen y condiciones de nuestros comportamientos, aunque a veces su influencia actúa de forma poco consciente. De ahí que frecuentemente la mente humana crea que sus motivaciones conductuales responden al razonamiento, cuando en realidad son fruto más claramente de los sentimientos que de la razón. Este es un interesante tema de la vida mental, ya que los aspectos centrales de muchas de nuestras conductas son tributarios de bases emocionales, aunque no lo advirtamos. Esto vale tanto para conductas económicas, amorosas, políticas, culturales, filosóficas o estéticas como para las espirituales y religiosas. Por encima de todas estas estructuras cerebrales se halla el córtex cerebral, que centra y coordina todas las redes y núcleos, dando unidad y coherencia al sistema. Su acción coordinadora, sin embargo, no sustituye ni anula ninguno de los elementos citados, antes bien los integra y los ensambla en una síntesis homeostática fisiológica, conductual y experiencial. Progresivamente la mente gana en profundidad, eficacia y una cierta agilidad adaptativa frente a los retos ambientales. El córtex cerebral animal tiende a la centralización pero no anula los sistemas inferiores, que integra en una unidad de tratamiento superior. El córtex asume competencias de registro, elaboración y acción motora, siempre manteniendo de forma subsidiaria las competencias de cada nivel inferior. El córtex cerebral está sensiblemente diferenciado desde el punto de vista anatómico en unas zonas denominadas lóbulos y que se corresponden de forma genérica con los huesos del cráneo: lóbulo frontal, lóbulos parietales, lóbulos temporales y lóbulo occipital. Estos lóbulos contienen en su parte más externa una circunvoluciones que 17
aumentan la superficie del córtex y que contienen la capa en la que se concentran los somas o cuerpos neurales (materia gris), la cual está organizada en unas estructuras columnares que pasan por ser unidades fundamentales de procesamiento cerebral. En zonas concretas de los lóbulos corticales parecen poder localizarse aspectos importantes de la vida cerebro-mental. Desde el punto de vista sensorial, el lóbulo occipital recoge competencias visuales, el lóbulo temporal recoge competencias auditivas y en los humanos en el hemisferio izquierdo está situada el área de Wernicke, zona fundamental para la comprensión del lenguaje. El gusto y el olfato se registran en la parte inferior frontal. El tacto es percibido por una franja situada en el lóbulo parietal en una zona posterior al surco de Rolando, que separa el lóbulo frontal del parietal. En una zona relativamente paralela a esta, situada en la parte anterior al surco de Rolando y sobre el lóbulo frontal, se sitúa el control motor. En esta zona, en los humanos, se localiza el área de Broca, que resulta fundamental para la producción del lenguaje. Tanto la franja sensitiva como la motora recogen topológicamente las capacidades sensitivas y motoras en una formación conocida como «homúnculo» por reproducir globalmente la imagen del cuerpo, aunque deformada de acuerdo con la sensibilidad de cada zona. La percepción interoceptiva se sitúa significativamente en una parte del córtex, denominada ínsula, que está recogida interiormente en relación con los lóbulos parietal y temporal. Los lóbulos frontales no recogen competencias explícitas de fenómenos mentales o sensitivos; en cambio, se caracterizan por ser las zonas en las que presumiblemente se realizan funciones importantes de síntesis mentales de todo tipo, lo que las constituiría como zonas fundamentales en la mente humana, tal como se comenta en el capítulo siguiente. La precisión sobre las funciones de cada una de las zonas corticales ha sido enriquecida por los estudios de neurología comparativa. Efectivamente, las comparaciones entre córtex de ratas, ratones, primates no humanos y humanos ha permitido ir señalando analogías y diferencias entre estas estructuras a lo largo de la evolución. Incluso comparaciones con estructuras corticales de las aves están aportando interesantes datos al respecto. (N. S. Clayton y N. J. Emery, 2015).
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1.4. Dos procesadores integrados: los hemisferios Como es sabido, los animales bilaterales poseemos un cerebro sensiblemente diferenciado en dos unidades o hemisferios. En los vertebrados superiores (aves y mamíferos en particular), estos dos hemisferios manifiestan competencias diferenciables. En pollos de Gallus gallus domesticus, por ejemplo, se ha comprobado bien cómo el hemisferio izquierdo atiende a la selección de las piezas que come, mientras que el derecho es sensible a las alertas emocionales derivadas del riesgo de un eventual depredador. Parece que esta especialización hemisférica favorece la riqueza perceptiva y la flexibilidad del comportamiento. En los humanos esta especialización perceptiva está suficientemente comprobada desde hace años, pudiéndose afirmar globalmente que el hemisferio izquierdo habitualmente está más especializado en funciones analíticas, abstractivas, lingüísticas, racionalizadoras, matemáticas... mientras que el derecho es más competente en funciones holísticas, emocionales, paralingüísticas, sintéticas, artísticas... El hemisferio derecho, por ejemplo, es especialmente competente en el reconocimiento de caras. Todo ello fue estudiado ampliamente en el siglo XX en personas comisurotomizadas (se les habían aislado los hemisferios, seccionando el cuerpo calloso, por motivos terapéuticos), y hoy puede comprobarse con adecuados registros no agresivos. Cada hemisferio controla fundamentalmente la parte corporal contralateral. Los sentidos informan fundamentalmente al hemisferio contralateral y parcialmente al ipsilateral. El cuerpo calloso, estructura morfológica central que conecta los dos hemisferios, traslada la información entre los hemisferios y posibilita que los dos procesadores hemisféricos participen conjuntamente en la información coordinada que el individuo recibe. El análisis de estas estructuras y procesos está hoy ampliamente documentado (J. Gooijers y S. P. Swinnen, 2014). Tiene interés evocar aquí esta especialización hemisférica porque parece que los aspectos más intuitivos y emocionales de la vida, los que determinan habitualmente las decisiones diarias y las opciones fundamentales, recaen más en el hemisferio derecho, y así sucedería con las experiencias más relacionadas con las espiritualidades. Al respecto, es oportuno citar una anécdota significativa: se trata del incidente sufrido por Jill B. Taylor, profesora de neuroanatomía de Harvard. Esta mujer a los 37 años sufrió un severo ictus en su hemisferio izquierdo que la dejó temporalmente muy afectada, aunque pudo finalmente recuperarse de forma satisfactoria. Sus competencias en neurobiología le permitieron vivir e interpretar el incidente, así como expresar su experiencia en un libro (J. B. Taylor, 2009). En el capítulo 16 de su libro, Taylor expresa de una forma técnica, gráfica y muy asequible las competencias de sus hemisferios, que ella pudo distinguir bien cuando solo podía usar su hemisferio derecho. En particular, al describir las experiencias mentales de su hemisferio derecho «solo», evoca muchas características que asociamos a la experiencia espiritual. Dice: «Mi hemisferio derecho solo está interesado en el aquí y ahora [...]. Mi mente derecha sola está interesada en la riqueza del momento 19
presente [...]. Acepta las cosas tal como son y reconoce lo que hay en el presente [...]. No percibe ni hace caso de territorios o fronteras artificiales, como la raza y la religión [...]. En la conciencia de mi mente derecha, todos estamos entrelazados en el tapiz universal del potencial humano, y la vida es bella, y todos somos guapos tal como somos. El carácter de mi mente derecha es aventurero, celebra la abundancia y es muy sociable [...]. Es la sede de mi mente divina, la que sabe, la mujer sabia y observadora [...]. Mi mente derecha es muy creativa en su disposición a probar cosas nuevas. Comprende que el caos es el primer paso del proceso creativo. Es cinestésica, ágil, y le gusta la capacidad de mi cuerpo para moverse fluidamente en el mundo [...]. Mi mente derecha celebra su libertad en el universo, y no se atasca en mi pasado ni tiene miedo de lo que traerá o no traerá el futuro. Hace honor a mi vida y a la salud de todas mis células. Y no solo se preocupa por mi cuerpo; se preocupa por el de todos nosotros, por nuestra salud mental como sociedad y por nuestra relación con la madre Tierra [...]. Mi mente derecha proclama: “Soy una parte del todo. Somos hermanos en este planeta. Estamos aquí para ayudar a hacer de este mundo un lugar más pacífico y amable”». A nadie le pasa por alto que estas expresiones (vivir en el presente, benevolencia universal, formar parte del todo...) corresponden a las que se citan en cualquier propuesta espiritual. Una peculiaridad anatómica del dimorfismo hemisférico la añade el hecho de presentar este dimorfismo una diferencia sexual: efectivamente, el cuerpo calloso presenta en las mujeres peculiaridades que lo señalan como más amplio y consistente, lo que facilitaría una mejor conexión entre las dos formas de procesamiento. Los datos al respecto parecen concluyentes (B. A. Ardekani et al., 2013) y la evolución de este fenómeno ha sido registrada en diversas etapas de la vida (D. M. Prendergast et al., 2015). Estas peculiaridades anatómicas y funcionales podrían explicar matices diferenciadores de la mente humana femenina respecto de la masculina, por ejemplo una mayor agilidad para atender simultáneamente más de una tarea o una más fácil integración de aspectos mentales complementarios que el varón tiende a experimentar como separados u opuestos. El análisis de las funciones hemisféricas y su coordinación han permitido a uno de los más conocidos protagonistas del estudio del cerebro reflexiones muy interesantes sobre la interpretación del cerebro no como un sistema lineal sino como un sistema dinámico. En unas recientes memorias reflexionadas, Michael S. Gazzaniga, el eminente neurólogo de la Universidad de California y de tantas de sus instituciones más prestigiosas sobre el estudio del cerebro, comenta de forma relajada cómo ve la compleja realidad cerebral y su funcionamiento. Las imágenes que usa son interesantes. Una es la del corrillo: «El cerebro funciona más a base de chismorreo vecinal que de planificación central». La otra complementa la citada: «El cerebro funciona como una orquesta. Cada músico hace su trabajo, pero el director es fundamental porque es el que genera el
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feedback positivo que determina la genialidad de la interpretación» (M. S. Gazzaniga, 2015, 342ss). El secreto siempre consiste en entender la complejidad y las sutilezas.
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1.5. Un cerebro del organismo total La intelectualización de toda la cultura occidental, unida al fulgurante progreso del estudio del cerebro, ha llevado progresivamente a una opinión que confina en el cerebro la vida mental, olvidando que el cerebro es solamente el centro de tratamiento de la información que proviene de y circula por todo el cuerpo, el cual no es una estructura pasiva de la vida mental sino una dimensión perfectamente activa. Esto resulta relevante por muchas razones científicas y médicas, pero también en particular para valorar la importancia que en el estudio y práctica de la espiritualidad tiene la importancia creciente que se atribuye al cuerpo. El cerebro se relaciona con todo el cuerpo a través de un sistema de redes nerviosas que conectan el cerebro y cualquier parte del cuerpo. En los animales más evolucionados se distinguen dos grandes redes nerviosas: la red esquelética, que inerva fundamentalmente musculatura esquelética de contracción rápida y voluntaria, y la red vegetativa, que inerva las vísceras, de fibra muscular lisa y contracción lenta e involuntaria. Ambas cuentan con sistema sensorial y con sistema motor. La red esencialmente necesaria para la vida es la vegetativa, ya que su fracaso supone la muerte inmediata, mientras que el fracaso de la red esquelética puede suponer la parálisis motora, que no conlleva tan fatalmente la muerte. La red vegetativa es mucho más compleja que la esquelética y es fundamental para la vida emocional, dado que las emociones tienen una base visceral central. Entre las estructuras centrales del sistema nervioso visceral figuran las digestivas, lo que lleva hoy a muchos a hablar de la red nerviosa digestiva como de un segundo cerebro del que forman parte un complejo conjunto de ganglios nerviosos abdominales muy significativos para el funcionamiento corporal y mental. En esta línea aparecen novedosos estudios sobre la biología emergente de la conexión mente-aparato digestivo (E. A. Mayer, 2011) o de la influencia en la vida mental de la microflora intestinal (J. F. Cryan y T. G. Dinan, 2013). Este campo de análisis es ya desde tiempo atrás motivo de interés para toda la medicina psicosomática, que cada día dispone de más datos para explicar las íntimas conexiones del mundo mental y del corporal (si es que tiene sentido separar estos dos mundos). El estudio del conocido efecto placebo va evidenciando hoy las íntimas conexiones que median en la relación mente-cuerpo. Valga la referencia a una excelente revisión sobre el tema (T. D. Wager y L. Y. Atlas, 2015), publicada bajo la cita emblemática de Hipócrates: «Prefiero más bien conocer la persona que tiene la enfermedad que no la enfermedad que tiene la persona». En un orden de cosas relacionado, se sospecha, con datos registrados en estudios muy detallados del córtex insular, que las experiencias interoceptivas de cada uno están fuertemente condicionadas por predicciones límbicas acerca de la expectativa del estado del cuerpo condicionadas por sensaciones viscerales ascendentes (L. F. Barret y W. K. Simmons, 2015). Es decir, que incluso las sensaciones que recibimos de nuestras
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vísceras y que modulan nuestros estados mentales están condicionadas por las expectativas personales acerca de estas sensaciones.
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1.6. Conocer y recordar: memoria y biografía La memoria es una característica general de la mente animal, pero la memoria biográfica ordenada a la construcción del yo en la perspectiva de la identidad en el tiempo sí que es una prerrogativa humana. La memoria, además, es fundamental en la identidad colectiva de los grupos humanos y concretamente es una infraestructura fundamental de los relatos colectivos, entre los que destacan los relatos espirituales de las grandes tradiciones religiosas y de sabiduría secular. La memoria y sus diversas modalidades han sido muy estudiadas en la neurología, y hoy en día es objeto de atención por el gran público debido en gran parte a las dramáticas consecuencias que provoca su pérdida en las enfermedades relacionadas con el Alzheimer u otras demencias seniles cuya incidencia aumenta en la medida en que la esperanza media de vida se alarga. Esta puede ser una de las causas de que los temas relacionados con su estudio sean objeto de publicaciones de buena calidad en divulgación de alto nivel. En el registro de la función memorizadora están evidentemente implicados mecanismos neuronales, especialmente sinápticos, obviamente moleculares, a los que se dedica un gran interés, pero que manifiestan su complejidad a medida que van siendo más exactamente conocidos (fenómeno común en ciencias). Así, por ejemplo, en el orden molecular, el conocimiento creciente del papel de los microARN en la conformación de la memoria añade sorpresas constantes a la ya enigmática relación entre memoria y fenómenos moleculares en la neurona. La clasificación de las diversas formas de memoria es objeto de discusión en la medida en que los criterios de clasificación no son fácilmente homologables. La capacidad mnésica se conforma con diversos módulos y la memoria en su conjunto no es una función unitaria sino que responde a diversos sistemas y estructuras. Es frecuente dividir la memoria en tres categorías: memoria de representación a largo plazo (subdividida a su vez en episódica, semántica y perceptiva), memoria operativa (fonológica, audiovisual y aplicativa) y memoria procedimental o de acción (cognitiva, perceptivo-verbal y perceptivo-motora). A partir de otros criterios de clasificación se habla de memoria declarativa (recuerdos que pueden evocarse de forma consciente) y no declarativa o de procedimiento, que permite la realización automática de las acciones habituales. En todo caso, existe la convicción de que en las funciones de la memoria participan numerosas estructuras cerebrales, entre las que destaca el hipocampo, pero entre las que también se encuentran el estriado, el neocórtex, la amígdala, el cerebelo y diversas vías reflejas. La memoria autobiográfica supone una función cerebral muy específicamente humana en la que se precisa una buena conexión entre el hipocampo (estructura de referencia central en la memoria) y el córtex cerebral. Los fascículos que conectan hipocampo y córtex en la construcción de la memoria autobiográfica han sido 24
específicamente estudiados en tiempos recientes (C. McCormick et al., 2015). La memoria autobiográfica es esencial en el mantenimiento de las funciones del yo, y su debilitación o ausencia caracterizan bien diversas formas de demencia. Un sugestivo tema que relaciona la función de memorización y las tradiciones espirituales es el que se conoce como «memoria colectiva». Es conocida la importante influencia que la memoria colectiva ejerce en la vida de las comunidades humanas. La vida de los pueblos está influida en el día a día por la historia registrada en la memoria colectiva y ello se traduce en las formas de pensar, sentir, comprender el mundo, relacionarse, enfocar el futuro... en definitiva, en las formas de vivir la vida (valga la redundancia). Piezas fundamentales de esta memoria colectiva la constituyen los relatos ancestrales que constituyen el eje de las tradiciones espirituales, las cuales forman parte constitutiva de las culturas sin que quepa establecer diferencias claras entre aspectos culturales y espirituales o religiosos, diferencia solamente generada en tiempos muy recientes. Autores como Carl Gustav Jung, en sus interesantes y discutidas aportaciones al estudio de la psicología y la espiritualidad, analizaron la naturaleza y el papel de formas colectivas de memoria, e incluso de modelos míticos de carácter colectivo (arquetipos), que supuestamente responden a formas connaturales del cerebro humano que expresarían estructuras mentales con influencia en la vida de los pueblos (C. G. Jung, 2011). Algunos aspectos de esta dimensión colectiva de la memoria comienzan a ser analizados desde el punto de vista de las neurociencias. Roediger lo ha hecho recientemente en algunas primeras aproximaciones (H. L. Roediger III y M. Abel, 2015). En lo que se refiere al papel de la memoria colectiva en las experiencias humanas y religiosas, Lluís Duch ha reflexionado sobre el tema con su habitual profundidad (Ll. Duch, 2013).
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1.7. Los sedimentos evolutivos que nos hicieron humanos: razón y emoción Existe un consenso fuertemente generalizado sobre el hecho de que los humanos estamos dotados de singularidades mentales notables que se manifiestan espectacularmente en las conductas y las culturas. Negar este extremo sería una falta de rigor científico destacable. También existe un consenso bien establecido en cuanto a que la singularidad humana puede atribuirse de forma destacada a un desarrollo singular de los lóbulos frontales del córtex, aunque los detalles de esta atribución sean discutidos (Th. A. Stalnaker et al., 2015). Se considera un dato adquirido que el cerebro humano y las funciones que lo caracterizan son fruto de una evolución que las aportaciones de Darwin concretaron. Progresivamente se van precisando los elementos genéticos, y biológicos en general, que puedan dar razón de la singularidad cerebral humana (J. L. Boyd et al., 2015). Nuestro mundo mental está ciertamente presidido por la capacidad racional, pero esta presidencia, como sucede en las presidencias sociales, no ofrece ninguna garantía automática de que el conjunto de la conducta humana funcionará según criterios racionales. Con frecuencia es precisamente la capacidad racional la que nos permite descubrir lo incoherente e irracional de nuestras conductas. Sucede que, en la cultura ilustrada europea, los que más defendieron las visiones darwinianas sobre el cerebro humano coincidieron frecuente y paradójicamente con los defensores de una visión de la razón completamente desligada de sus raíces evolutivas. Efectivamente, se lanzaron a la propuesta de una razón pura que eliminaría todos los restos «no razonables» de la mente humana, entre ellos, naturalmente, las religiones. Esta visión de la razón, excluyente de los demás componentes de la mente humana, ha merecido una justificada crítica desde una filosofía del conocimiento que advirtió que la pretendida razón pura no era ni deseable ni existente. Muchos autores han reclamado una razón situada en su contexto neurológico, mental y vital adecuado. Carlos Díaz, por ejemplo, habla de una «razón cálida» (C. Díaz, 2013). Diego Bermejo comenta con mucho acierto la «razón insuficiente» (D. Bermejo, 2013). Andrés Torres Queiruga argumenta en favor de una «razón ampliada» (A. Torres Queiruga, 2013). En todos los casos queda evocada aquella vieja advertencia de Erich Fromm en la que recordaba que lo más específico de la mente humana no es una razón pura, sino una compleja integración de razón y sentimiento que da lugar a «experiencias humanas típicas» que no son ni únicamente emocionales ni únicamente racionales. La neurología moderna ha dado la puntilla al mito de la razón pura. La racionalidad es una capacidad recién llegada al mundo mental animal, que nos permite agudísimas reflexiones pero que no anula las potentes dinámicas que garantizan la supervivencia. En muchos casos, además, la emocionalidad bien oída y aceptada indica, mejor que una racionalización impertinente, hacia dónde deben dirigirse los esfuerzos conductuales. De hecho, y a priori, la capacidad racional humana, si se admite el modelo evolutivo, no 26
puede considerarse como una prerrogativa independiente de todo el zócalo cerebral de los primates. Hablar de una razón «no contaminada» por la base pulsional y emocional significaría desconocer el estilo evolutivo universal, que recicla elementos anteriores y los enriquece para crear novedad. Considerar la razón como un advenimiento independiente de las emociones y pulsiones vitales significaría postular un origen espiritualista desencarnado para esta original capacidad de los humanos. Se trata más bien de una nueva competencia que enriquece un mundo cerebral muy comprometido con los intereses de supervivencia y que se mantiene dependiente de ellos. Me gusta comparar (tomando siempre las distancias adecuadas) el estado de la razón en el complejo mundo mental humano con lo que significa una aleación. La aleación es habitualmente una mezcla íntima de metales que, incluso en algún caso generando un nuevo compuesto, representa una situación de mezcla asociativa que da lugar a nuevas propiedades y competencias (el bronce o el acero por ejemplo), y en la que es difícil distinguir los componentes. Así, la razón aparece siempre en aleación con las pulsiones y las emociones, dando lugar a un producto mental nuevo que es la razón emocional al servicio de las pulsiones de vida. Evolutivamente hablando, no tiene mucho sentido considerar la razón como una competencia aislada de la base cerebral arcaica de los primates. Razón, emoción y pulsiones actúan siempre conjuntamente, dando lugar a una experiencia mental nueva, que no es la razón pura sino la más característica y propia del mundo mental humano. Existen particularidades culturales y personales en las mismas formas de razonar, que son menos uniformes de lo que suponemos. Se cita, por ejemplo, al respecto la distinción entre Occidente y Oriente. En Occidente, el principio de no contradicción (basado en el «A no es no A») nos resulta inapelable. En Oriente, una afirmación o una negación siempre dejan abierta una discreta aceptación de lo contradictorio, actitud prudente, dada la provisionalidad de toda afirmación no dogmática. Algunos neurólogos evolucionistas creen que estos matices del uso de la razón pueden haber sido registrados secularmente en el cerebro humano. Todos los estudios neurológicos desarrollados por Damasio y sus equipos (A. Damasio, 2001 y 2010) y las consideraciones psicológicas consiguientes se han explayado en reflexiones de gran interés sobre lo que se ha venido en denominar «inteligencia emocional» o equivalentes. Lo más específica y típicamente humano no es una imposible racionalidad pura (que no existe), sino una mente compleja, ensamblada sobre sedimentos animales y mentales muy arcaicos, y que se manifiesta aguda y conflictivamente expresada en bases pulsionales y emocionales muy firmes acompañadas de indicaciones racionales orientadoras. Esta es la condición mental humana, e ignorarla no la mejora. Imaginar la existencia de razonamientos puros, no «contaminados» por funciones arcaicas (reflejas, pulsionales, emocionales, etc.) es evolutiva y estructuralmente una pretensión irreal. Damasio incluso llega a afirmar, desde sus rigurosos y amplios estudios neurológicos, que una mente racional no funciona adecuadamente sin la asistencia de las emociones, al menos por lo que se refiere a las 27
conductas complejas de la persona humana. En los recovecos de los lóbulos frontales se asienta probablemente la capacidad de señalar orden racional y activar una cierta capacidad de arbitraje frente a la compleja situación de la conducta humana. Todos los datos que recoge la más actual neurobiología muestran que la estructura cerebral procesa conjuntamente las funciones cognitivas y las emocionales, sin que puedan distinguirse claramente los dos procesos. Una reciente revisión de publicaciones de primer nivel manifiesta que «la distinción entre el cerebro “emocional” y el “cognitivo” es poco clara y dependiente del contexto. Existe una creciente evidencia de que los territorios cerebrales y los procesos psicológicos comúnmente asociados con la cognición, como el córtex frontal dorsolateral y la memoria de trabajo, juegan un papel central en la emoción. Además, las regiones presumiblemente emocionales y cognitivas se influyen entre ellas a través de una compleja red de conexiones que conjuntamente contribuyen a las conductas adaptativas y no adaptativas» (H. Okon-Singer et al., 2015). Otra revisión paralela deja bien establecido que el control cognitivo es fuertemente dependiente de la emoción (M. Inzlicht et al., 2015). Un reciente estudio de cómo procedemos los humanos en las elecciones dependiendo del mundo emocional o del esfuerzo más racional, y de qué estructuras entran en juego en el complicado entramado del funcionamiento integrado del cerebro, ofrece un panorama muy interesante de la sutilidad con la que funciona nuestro cerebro y de lo complicado que resulta interpretar en virtud de qué decidimos (J. Scholl et al., 2015). El estudio de fenómenos como la empatía, de carácter marcadamente emocional pero a la vez presentando aspectos amalgamados de carácter emocional y cognitivo en íntima conexión, ha permitido detectar la unidad de la respuesta empática, pero conservando referencias neurales concretas que pueden distinguir, en este caso, los aspectos emocionales, más unidos a la ínsula, y los cognitivos, asociados al córtex cingulado medial y al córtex frontal dorsomedial (R. Eres et al., 2015). Todo ello confirma el carácter inseparable de los fenómenos emotivos y racionales. Resumiendo estas reflexiones, podríamos concluir que nuestro cerebro no es una estructura que nos engaña, pero sí hay que relativizar la potencia de nuestra capacidad mental. Nuestro sistema de información es limitado y el tratamiento de los datos que realizamos no es neutral: está sesgado por intereses egocéntricos, la mayor parte de las veces poco conscientes, posiblemente para protegerlos de la lucidez de la racionalidad, que los haría poco eficaces al frenar los impulsos espontáneos, restando eficacia a sistemas muy importantes de protección de la supervivencia individual. Así que, como muy bien señala Max Tegmark, catedrático de física en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, la construcción de la realidad mental es una aventura muy compleja. En una de sus obras sugiere al respecto una sencilla prueba: «Gire la cabeza varias veces de izquierda a derecha; luego gire los ojos varias veces de izquierda a derecha sin mover la cabeza. La primera vez la realidad exterior parece desplazarse, mientras que la segunda vez parece estar quieta, aunque en ambos casos se mueven los glóbulos oculares para 28
recorrer el panorama». Esto indica que disponemos de sistemas diversos y complementarios para construir nuestra imagen del mundo (M. Tegmark, 2014, 258ss). A partir de este tipo de análisis, Tegmark propone un prontuario sobre la realidad en el que distingue: a) La realidad exterior: el mundo físico que creo que existiría aunque no existieran los humanos. b) La realidad consensuada: descripción del mundo físico que comparten todos los observadores con conciencia de sí mismos. c) La realidad interior: la percepción subjetiva que tenemos de la realidad exterior. d) Modelo de realidad: el modelo que tiene el cerebro de la realidad exterior. e) «Vista de pájaro»: visión que tenemos de la realidad exterior al estudiar las ecuaciones matemáticas abstractas que la describen. f) «Vista de rana»: visión subjetiva que tenemos del mundo físico (la realidad interior de cada cual). En estas construcciones de la realidad se mezclan percepciones, intereses emocionales, biografías, contextos sociales... dando productos mentales que son aproximaciones relativamente aceptables a la realidad para poder sobrevivir en ella, pero que de ninguna forma pueden contemplarse como representaciones absolutas de lo real. Naturalmente, esto vale también para la ciencia, cosa que olvidan los fundamentalistas científicos, hoy tan frecuentes como los fundamentalistas emocionales, religiosos o ideológicos. Lo que nos hace humanos, pues, no es una épica arribada a una razón liberada de los constreñimientos arcaicos y emocionales, sino un enriquecimiento del cerebro animal de los mamíferos con un regalo evolutivo de alta calidad, que es la capacidad de orientar con la razón la excelente estructura cerebral de los primates.
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1.8. El sexo: dos vivencias complementarias de lo humano Hablar de diferencias sexuales en humanos puede resultar «políticamente incorrecto» y la sensibilidad que lleva a esta situación es perfectamente comprensible, dada la trágica historia de menosprecio de la mujer que ha jalonado prácticamente toda la historia humana y en todos los contextos. Sin embargo, negar la diferencia sexual en genética, anatomía, fisiología, estructura cerebral y conducta es simplemente una muestra de ignorancia. Las evidencias científicas al respecto son irrefutables en su conjunto, aunque algunos aspectos concretos puedan discutirse. En primer lugar, hay que dejar muy claro que la sexualidad es un fenómeno universal correlativo con casi todas las formas de vida. No se trata, pues, de una invención o particularidad humana. Por mínima que sea la convicción que se tenga sobre el fenómeno evolutivo, pensar que en la especie humana el fenómeno sexual biológico ya no cuenta y que las diferencias sexuales son debidas solamente a condicionamientos sociales es una posición absurda. La sexualidad humana es un caso particular del modelo sexual de los mamíferos y funciona según sus patrones generales. Naturalmente, el fenómeno sexual es modulable a través de la conducta y de las prácticas sociales, pero no hasta el punto de poder pretender la supresión de las diferencias aludidas. Otra cosa es que estas diferencias sean aprovechadas para que un sexo domine al otro. Esto sí que es un producto social maleable. En el sexo, como en ninguna otra dimensión, la carne pronuncia palabras distintas, no opuestas sino felizmente complementarias. La complementariedad adecuada la debe decidir y elaborar cada uno, cada grupo y cada cultura. Los datos sobre la diferencia sexual del cerebro humano son incontrovertibles y están analizados a todos los niveles. Sobre las diferencias en la estructura cerebral existen numerosos análisis y metaanálisis (D-L. Feis et al., 2013; A. N. V. Ruigrok et al., 2014). Arriba se han señalado ya algunas respecto del cuerpo calloso. Por lo que se refiere al papel de las hormonas en esta diferenciación, la revista Frontiers in Neuroendocrinology publicaba en 2013 un monográfico presentado por el editor en jefe, J. E. Levine, con un conjunto de reviews sobre el tema que recogía el estado de la cuestión (J. E. Levine [ed.], 2013). En lo que a la genética se refiere, se siguen las pistas de las finas actuaciones de las diferencias genéticas entre sexos en lo que respecta a la constitución y funcionamiento del cerebro (E. Lentini et al., 2013; J. F. Lepage et al., 2013). Las aportaciones sobre diferencias sexuales cerebrales son constantes, por ejemplo sobre las trayectorias de las redes neurales a lo largo de la edad (D. Scheinost et al., 2015), las diferencias en la lateralización cerebral (H. Hjelmervik et al., 2015), la regulación del estrés psicosocial (L. Kogler et al., 2015) o las diferencias sexuales por lo que al desarrollo cerebral se refiere (S. Lim et al., 2015), por citar algunas. Se han publicado datos basados en estudios muy amplios, que analizan las diferencias sexuales en jóvenes 30
en lo que se refiere a estilos de conocimiento ligados a la conectividad funcional evidenciada por imagen por resonancia magnética funcional, y que muestran cómo los varones son más eficaces en tareas motoras y espaciales, mientras que las mujeres son más rápidas en identificaciones emocionales y en lenguaje no verbal; destacan, además, los varones en mejor conectividad entre módulos cerebrales, mientras que las mujeres conectan mejor dentro de los módulos (Th. D. Satterthwaite et al., 2015). En algunos casos, los estudios demuestran sin ninguna duda que las diferencias sexuales cerebrales no responden a influencias socioculturales (como muy frecuentemente, y de forma ideológica, defienden ciertas posturas), sino a diferencias claramente biológicas. Es el caso, por ejemplo, de los cambios que sufre el cerebro como consecuencia de la influencia hormonal en las mujeres. Así, en el momento de la ovulación aumenta la materia gris en el cerebro (K. Franke et al., 2015) y el volumen del hipocampo y su conectividad funcional varían en función del ciclo menstrual (N. Lisofsky et al., 2015), y esto naturalmente no depende de influencias ambientales o culturales sino de la dinámica biológica estricta, planteamiento que permite hacer consideraciones interesantes respecto de la dinámica mental acerca de ciertas enfermedades con incidencia diferente según los sexos. Las pruebas científicas de las diferencias sexuales humanas en cuanto al cerebro suelen ser puestas en duda hoy desde la sociología, invocando un tipo de pruebas (las sociológicas) mucho menos científicas y objetivables que las que provienen de la neurobiología. Esto no parece muy lógico. En todo caso, lo que es importante es que, desde las evidentes diferencias demostradas y sin miedo a la diferencia, se garantice la igualdad de los sexos en la convivencia humana. A la diferencia solamente la temen aquellos que no se ven dispuestos a respetarla y se empeñan en negarla y someterla. En los temas de las trascendencias, las palabras que pronuncia la carne están enriquecidas por las diferencias sexuales, y atender a ellas es un imperativo y un enriquecimiento de la convivencia.
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CAPÍTULO 2:
Conciencia reflexiva y protagonismo del yo Al enfocar un tema que corre un riesgo inmediato de derivar hacia consideraciones ideológicas, hay que dejar claro desde el principio que cualquier aproximación científica debe hacerse desde un punto de vista operacional, desde un reconocimiento de la relativa evidencia que la ciencia ofrece sobre cualquier tema. Hablar de singularidad humana, de conciencia reflexiva, de libertad, de autonomía de la razón, de fiabilidad de la imagen del yo, etc., ofrece ocasiones continuas de desbocarse hacia la pasión ideológica en vez de dejarse conducir por la moderación observacional.
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2.1. Conciencia reflexiva y recursiva En alguna ocasión, Juan Carlos Izpisúa, eminente biólogo español especializado en biología del desarrollo, comentaba que, al nacer, un pequeño chimpancé bonobo y un humano manifiestan competencias relativamente similares, y eso se mantiene en el primer período de la vida. Pero un día, de repente, el humano pronuncia el conocido y trascendental «¿por qué?» que ya repetirá, más o menos iterativamente, toda su vida y en multitud de ocasiones diferentes. Ese día, decía Izpisúa, la mente da un vuelco esencial respecto de cualquier otra mente animal. Si el «¿por qué?» iterativo se va repitiendo sobre un tema, seguía Izpisúa, habrá que convocar a un doctor en filosofía. Eso es la reflexión. Un enigma mental. Y esta reflexión se enriquece con la recursión. Esta propiedad es la forma en que se especifica un proceso, basándose en su propia instancia de enfoque, lo que va profundizando en el mismo proceso. Por ejemplo, puedo decir: «Creo que tú consideras que tu amigo opina que el consenso del grupo se desarrolla alrededor de los temas que planteó el ponente». Aquí mi opinión va adentrándose en otras opiniones entrelazadas con las propias en un ejercicio de intersubjetividad reflexiva. La recursividad es un fenómeno tremendamente complejo de la vida mental, y los humanos lo realizamos con toda facilidad. ¿A qué responde esta curiosa habilidad? La respuesta es: a la capacidad de nuestra conciencia. Pero ¿en qué consiste ser consciente? La definición y explicación de la conciencia humana constituye un objetivo inalcanzado y quizás inalcanzable. Depende de opiniones, incluidas las opiniones de los expertos. Nadie ha dado, hasta el presente, una explicación satisfactoria de la conciencia humana. Susan Blackmore interrogó a una veintena de especialistas sobre el tema y las respuestas obtenidas están tan llenas de interés como faltas de acuerdo y conclusión medianamente satisfactoria (S. Blackmore, 2010). Solamente con el ánimo de esbozar un panorama de la situación, se recogen a continuación algunas de las propuestas que se van ofreciendo, muchas de ellas formuladas en lenguaje sabio pero casi siempre un tanto tautológico. a) Conciencia emergente Ya se citó el tema en el capítulo anterior. Propuestas de tipo pampsiquista o emergentista constan en la historia del pensamiento. Actualmente Deacon constituye una referencia obligada (T. V. Deacon, 2013). Las propuestas emergentistas, de todas formas, aluden al origen de la conciencia pero raramente informan sobre su naturaleza. Algunos autores, entre los que se encuentran físicos como Max Tegmark, consideran que la conciencia es un estado de la materia, la cual en ciertas condiciones de estructuración da lugar a la conciencia. Tegmark expone su opinión en un difícil artículo en el que alude al planteamiento de Tononi que se cita más abajo (M. Tegmark, 2015). Define Tegmark la 33
conciencia de la manera siguiente: «Es la forma en que percibimos la información cuando se procesa de ciertas maneras complejas», y señala que el tipo particular de conciencia que percibimos subjetivamente los humanos «aparece cuando el modelo cerebral que tenemos de nosotros mismos interacciona con el modelo cerebral que tenemos del mundo» (M. Tegmark, 2014, 318). b) Espacio global de trabajo La propuesta de Stanislas Dehaene y Jean-Pierre Changeux considera que la conciencia ocurre cuando la información que accede al cerebro se convierte en accesible para múltiples sistemas neurales ampliamente distribuidos en el córtex prefrontal, temporoparietal y cingulado, que se constituyen como este espacio global de trabajo (S. Dehaene, 2014). c) Dinámica talámica Esta propuesta considera que la conciencia surge en la actividad neural sincronizada de los núcleos dorsales del tálamo. El tálamo constituye un centro muy claro de comunicación cerebro-cuerpo con extensiones a toda la corteza. Lawrence M. Ward es el autor de esta teoría, que comenta ampliamente en alguno de sus trabajos (L. M. Ward, 2011). d) Estado mental consciente Benjamin Libet, conocido experimentador de la dinámica cerebral, propone «concebir la percepción subjetiva consciente como si se tratase de un estado producido por actividades neuronales apropiadas del cerebro [...]. Un estado mental consciente aseguraría la mediación entre las actividades físicas de las células nerviosas y la emergencia de la percepción subjetiva» (B. Libet, 2012, 187). e) Teoría de la información integrada(G. Tononi) Esta teoría destaca el carácter unificado, integrado y definido de la experiencia consciente. La justificación es compleja y sugiere una aplicación de la teoría de sistemas más que un análisis concreto de fenómenos neurales o mentales (G. Tononi, 2012). f) Bucles de retroalimentación Esta formulación de aproximación a la conciencia la propone M. Kaku, catedrático de Física Teórica de la Universidad de Nueva York, diciendo: «Conciencia es el proceso de crear un modelo del mundo a partir de múltiples bucles de retroalimentación basados en distintos parámetros (por ejemplo, la temperatura, el espacio, el tiempo o la relación con 34
los demás) para lograr un objetivo (por ejemplo, encontrar pareja, comida o refugio)» (M. Kaku, 2014, 73). g) Intencionalidad compartida Para Michael Tomasello, lo que caracteriza la mente consciente puede denominarse intencionalidad compartida y comporta tres elementos: representación cognitiva, inferencia y autocontrol. El pensamiento humano es como una improvisación personal de jazz efectuada en una matriz sociocultural (M. Tomasello, 2014). h) Transición de fase o cambio de estado V. S. Ramachandran, el prestigioso neurólogo indio radicado en Estados Unidos, habla de la conciencia como del resultado de una transición de fase. Se trata de «un desarrollo explosivo de ciertas funciones y estructuras cerebrales clave cuyas combinaciones fortuitas se tradujeron en las capacidades mentales que, según mi criterio, nos hacen especiales. Estaban presentes las mismas partes viejas, pero estas empezaron a trabajar conjuntamente de maneras nuevas que iban mucho más allá de la suma de las mismas» (V. S. Ramachandran, 2012, 46). i) Emociones primordiales La constitución de la conciencia a través de las experiencias emocionales constituye una línea de investigación trabajada muy a fondo por A. Damasio (A. Damasio, 2001 y 2010). Este autor ha centrado toda su obra en la valoración del papel de las emociones y sentimientos en la edificación de una conciencia profunda y gratificante, siguiendo la línea filosófica de Spinoza. En una línea parecida, muy ajustada al análisis de lo más primario de las emociones, ha trabajado Derek Denton, partiendo de las necesidades biológicas básicas (D. Denton, 2009). j) Conciencia cuántica La alusión a la física cuántica en relación con la conciencia es un tema ya trabajado por Penrose (R. Penrose, 2009). Una exposición reducida del tema, señalando el carácter atemporal y no local de la mente interpretada en la perspectiva de la física cuántica, la ofrece en un capítulo de su libro Pim van Lommel. (P. van Lommel, 2015, cap. X). Este tipo de interpretaciones no son fáciles de comprender pero son sumamente sugerentes. El interés del planteamiento no debe, sin embargo, hacernos olvidar que los fenómenos conscientes psicológicos se desarrollan en el ámbito de la física clásica y no de la cuántica. Gozo y dolor son «clásicos», no «cuánticos».
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La multiplicidad de teorías sobre la conciencia constituye un buen índice de la dispersión de opiniones al respecto, cosa que en ciencia siempre indica debilidad de referencias y poca fiabilidad de la evidencia. Es indicativo de la situación el comentario de Steven Pinker, conocido psicólogo de Harvard: «No podemos ver la luz ultravioleta, mentalmente no podemos rotar un objeto en la cuarta dimensión. Quizás tampoco seamos capaces de resolver enigmas como el libre albedrío o la conciencia». Actualmente muchos autores se ocupan más de intentar analizar y describir los mecanismos particulares que participan en la elaboración de los elementos mentales conscientes, más que en la propuesta de modelos globales de la conciencia, cada vez más amenazados por el empobrecimiento de la generalización abstracta. En esta línea ha trabajado por ejemplo Pulvermüller al analizar los circuitos neurales que posibilitan la creación de significado en el mundo mental. Señala este autor al respecto cuatro mecanismos: semántica referencial, semántica combinatoria, semántica emocional-afectiva y mecanismos de abstracción. La identificación de las estructuras correspondientes a cada uno de estos procesos puede permitir ir entendiendo algo de lo que sucede en los procesos de concienciación (F. Pulvermüller, 2015). Como puede verse, existen numerosísimos y variados intentos (poco concluyentes) para explicar la conciencia. Una aproximación descriptiva a estos intentos, abarcando puntos de vista más allá de los expresados desde enfoques principalmente neurobiológicos, los recoge Gary Lachman en un interesante resumen (G. Lachman, 2013). Sea lo que sea la conciencia en su más profunda esencia, resulta sugerente la valoración que de ella hace el psiquiatra Irvin Yalom: es un don precioso y terrible. En relación con el tema, hay que recordar que la mayor parte de la actividad cerebral y mental se produce en el ámbito de lo inconsciente. Ello no solamente se refiere al funcionamiento de control orgánico y automático (grandes operaciones vegetativas, etc.), sino que afecta de forma notable también a funciones mentales como las emotivas no conscientes, que mediatizan toda la actividad mental explícita. No entramos aquí en esta importantísima dimensión del mundo mental, atendiendo a su magnitud, pero sí es preciso señalar su influencia. Actualmente, el mundo mental emocional inconsciente es abordado desde la neurología con mejores sistemas de registro y detección, lo que sin duda abrirá un amplio campo a este tipo de acercamiento. R. Smith y R. D. Lane han publicado una revisión del tema (R. Smith y R. D. Lane, 2015).
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2.2. El yo, un territorio de la conciencia Dentro del campo de la conciencia, los humanos disponemos de una sólida e imprescindible especialización funcional de alto nivel que denominamos «yo» y que experimentamos como centro psicológico de gobierno y atribución de protagonismo, además de instancia de continuidad biográfica. La noción del «yo» hay que situarla en la coherencia biológica de la individuación. El ser vivo se define por una clara individuación respecto del medio. Esta individuación le permite mantenerse como centro definido de acción (metabólica, relacional, conductual...) en esta sorprendente función vital que es el automantenimiento frente a la degradación termodinámica (aumento de entropía). Psicológicamente el «yo» responde a esta necesidad de individuación que condiciona la vida. No es pues el yo «un engaño», como se afirma frecuentemente con cierta ligereza, ni el cerebro nos engaña al respecto, sino que simplemente facilita la función yoica de forma muy aceptable. Un perro no es un engaño: es un perro. Un yo psicológico no es un engaño: es un yo, ni más ni menos. Es decir, que, sin querer atribuir al yo una desmesurada consistencia o una fantasiosa esencialidad, hay que afirmar sin reservas que el yo constituye una imprescindible y muy fiable función vital, que mantiene la consistencia psicológica, nos da un aceptable registro de la realidad y nos confiere una buena capacidad de acción frente a los desafíos del medio. Estos son los datos que recoge una buena observación científica y hay que tenerlos presentes para evitar el fuego cruzado contra la integridad del yo, proveniente tanto de ciertos sectores de la neurociencia que destacan sobre todo del yo sus márgenes de error (los cuales no invalidan su interés y fiabilidad), como de ciertos sectores de la espiritualidad que se recrean excesivamente en la negación del yo desde posturas más bien ideológicas y metafísicas, derivadas de interpretaciones no siempre mesuradas de las críticas al egocentrismo de parte de corrientes espirituales diversas. Las ciencias neurobiológicas observan el yo desde ópticas operacionales y no desde posturas ideológicas o metafísicas. Resultan interesantes algunos intentos de abordar neurofisiológicamente la naturaleza del yo con intención de precisar desde este observatorio las diversas afirmaciones que sobre el yo se proponen, particularmente en el campo de la comparación entre espiritualidades orientales (proclives a desautorizarlo) y occidentales (tendentes a responsabilizarlo). Un ejemplo de este enfoque lo constituye un trabajo de A. V. Lebedev y su grupo, que estudian neurológicamente los procesos de la disolución del yo utilizando la estrategia de uso de la psilocibina (A. V. Lebedev et al., 2015). El estudio comienza recordando el importantísimo papel que en la historia de la filosofía, la espiritualidad y las ciencias neurales ha tenido la noción de self, y cómo su disolución puede observarse en la psicosis aguda, las auras epilépticas de lóbulo temporal, los experimentos con psilocibina y, de forma normal, en los estados singulares espirituales o 37
místicos. Notan los autores que el self puede ser considerado como un paraguas bajo el que se reúnen una constelación de constructos como: conciencia de sí mismo, monitorización del yo, reconocimiento propio, autoidentificación, autocontrol, centro de actividad, teoría de la mente, diferenciación sujeto-objeto y comprobación de la realidad. Aluden también a las distintas acepciones con las que Karl Jaspers aludía a la conciencia del yo: sensación central de vida, conciencia de protagonismo, consistencia de la propia persona, distinción del propio yo frente a lo que nos rodea, e identidad en el tiempo y el relato. Los fenómenos de disolución del yo fueron detectados neurológicamente en el decrecimiento de la conectividad entre el lóbulo temporal medio y las regiones corticales de alto nivel. También esta disolución fue asociada a la desintegración de algunas grandes redes neurales y una reducción de la comunicación interhemisférica. El trabajo concluye que las regiones citadas y su conectividad adecuada son la garantía del mantenimiento del self o ego como fenómenos perceptuales. Este tipo de estudios ayuda a matizar afirmaciones que a veces se hacen «alegremente» a propósito de temas altamente complejos (como el yo) y dependientes de estructuras neurales muy difíciles y poco conocidas, lo que debería aconsejar la utilización de un lenguaje muy ponderado y provisional sobre estos temas. Esto vale para situaciones relativas a la psicopatología y también para el campo de la espiritualidad, en el que a veces se hacen grandes afirmaciones sobre el yo de forma muy inconcreta. El análisis del yo debe abordarse desde la aceptación de consideraciones poliédricas. Son diversos enfoques los que pueden acabar dibujando el poliedro más adecuado a la definición de la especialización funcional de alto nivel que es el yo en el campo de la conciencia. A continuación se citan algunas referencias de las formas de enfoque que configuran conjuntamente una aceptable aproximación al yo. a) El yo neural Naturalmente existen diversos intentos de relacionar la función del yo con determinadas estructuras mentales. Al respecto se citan: el tálamo, centro de referencia privilegiado por lo que se refiere a la coordinación de toda la información circulante entre el organismo y el córtex cerebral; la ínsula, zona del córtex replegada detrás del lóbulo temporal, estructura en la que se proyectan datos globales sobre el estado del organismo; el claustro, estructura adyacente a la ínsula y que se manifiesta muy sensible como «interruptor» que abre o cierra los estados conscientes del yo; el default mode work, formado por unas estructuras muy estudiadas en relación con el estado mental que «por defecto» se produce cuando el cerebro «descansa»; y redes de conexión como las que se acaban de citar en el artículo de Lebedev. b) El yo somático
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El cerebro no es una estructura responsable en solitario del mundo mental, sino que constituye una estructura que forma parte de un organismo con el que está profundamente identificada. Progresivamente van quedando claras las relaciones de la vida mental con aspectos que anteriormente considerábamos ajenos a ella. Así, por ejemplo, aparece un creciente interés por establecer las relaciones específicas del cerebro con el sistema digestivo (E. A. Mayer, 2011), e incluso con la flora intestinal (J. F. Cryan y T. G. Dinan, 2013), relaciones que son mucho más íntimas de lo que tradicionalmente se había considerado. Gran parte de la percepción del propio yo está condicionada por las sensaciones corporales que identifican al individuo a partir de su esquema corporal y de la definición del propio yo que se estructura a partir de estas sensaciones. En este aspecto tienen gran importancia las sensaciones táctiles (propias y resultantes del tacto de otros en caricias, etc.) y las impresiones visuales que recibimos a partir de la cara y la mirada. La integración de las sensaciones corporales en la percepción del yo, o percepción de la localización del yo en el espacio, y la sensación de «posesión» del propio cuerpo se producen significativamente en una zona del cerebro denominada córtex cingulado posterior (A. Guterstam et al., 2015). c) El yo psicológico Aparentemente el yo psicológico funciona, desde el punto de vista neural, a partir de sistemas relativamente independientes que se coordinan en niveles no conscientes en coaliciones funcionales. Por ejemplo, el reconocimiento de la cara, que en los humanos tiene gran importancia, parece que es fruto de dos subsistemas: la percepción de la familiaridad y el reconocimiento facial. Cuando falla la coordinación, se puede presentar la prosopagnosia (se ve la cara de un familiar pero no se identifica como familiar: falla el reconocimiento de familiaridad) o el síndrome de Capgras (se ve la cara del familiar y se identifica como familiar pero se cree que es un impostor: falla el reconocimiento facial). Además, el yo, psicológicamente, es un sistema dinámico con una base neural, que Freud identificó como el «ello», el «superyó» y el «yo», modelo que Kandel, Nobel de neurobiología, considera que sigue siendo el mejor modelo psicológico de la mente. Es sabido que la maduración del yo depende de una correcta evolución de las tres instancias freudianas citadas. d) El yo ético Este punto de vista se ocuparía de analizar la orientación del yo desde la polaridad egocentrismo-alocentrismo. A este respecto, hay que evitar confundir un yo bien establecido con un yo «egocentrado». Un yo maduro bien establecido puede estar perfectamente orientado a la vinculación hacia los otros. Un yo egocéntrico es un yo deficitario. Hoy se conocen las redes o tramos cerebrales que dirigen el psiquismo hacia la consideración de lo propio (el ego) y los que se dirigen al reconocimiento de la 39
alteridad (R. J. Murray et al., 2015). No hay que confundir, pues, el cultivo vigoroso del yo con una orientación autocentrada del individuo. e) El yo extenso o social Existe un creciente interés en situar neurológicamente el yo en el ámbito social. El yo de cada individuo depende fuertemente de los elementos externos con los que se estructura y dialoga. Elementos sensoriales, ideológicos, contextuales, afectivos... externos a nosotros constituyen también nuestro yo. Esta es, por ejemplo, la razón de que nos sorprendamos de cómo las ideas de determinadas épocas que hoy nos parecen aberrantes fueran mantenidas por eminentes pensadores de otros tiempos (piénsese en la esclavitud, la indignidad femenina, etc.). Las bases neurales del cerebro social son objeto de gran interés (Ch. E. Forbes y J. Grafman, 2013; D. A. Stanley y R. Adolphs, 2013). Este estudio se está enriqueciendo con las aportaciones de la epigenética, que registra cambios conductuales que se traducen en modulación de la expresión génica, cosa que explicaría interesantísimos fenómenos de domesticación y autodomesticación a través de las influencias sociales en la genética cerebral, en perspectiva hereditaria. Este cerebro extenso explicaría también sutiles diferencias en la estructura neuronal que podrían interpretarse como explicaciones de modos de pensar cultural. Algún autor, por ejemplo, ha propuesto este punto de vista para explicar grandes orientaciones del pensamiento que caracterizan a Oriente u Occidente. Se puede comprender el creciente interés que suscita este yo extenso como elemento para entender la conexión naturaleza-cultura en aspectos de la vida humana. f) El yo metafísico El análisis de la consistencia del yo está muy relacionado con las implicaciones metafísicas que el análisis del yo suele suscitar. Efectivamente, la extendida creencia de que el yo tiene una proyección más allá de la existencia biológica concreta lleva a que, en el tratamiento del tema del yo, el intento de presentarlo como una «entidad» trascendente genere una reacción en contra que acaba en un intento de desacreditar la solidez del yo. Ambos intentos se ven invadidos por consideraciones ideológicas. Grandísimas culturas han afirmado la consistencia metafísica del yo. Baste citar desde los egipcios a los judíos del posexilio, los cristianos, los musulmanes, los hindúes, los mesoamericanos o las grandes tradiciones animistas. El tema del yo metafísico reviste un alto interés filosófico y cultural, pero no debería interferir excesivamente en la forma poliédrica de comprensión del yo. El yo es, pues, una entidad-función de gran complejidad y que exige cuidadosísimas precisiones para hablar adecuadamente de él. La expresión «supresión del yo» aparece con frecuencia en la literatura espiritual sin que se sepa exactamente qué indica. Puede significar desde la superación del egocentrismo, actitud muy interesante, hasta la 40
abolición de todas las cualidades centrales del psiquismo, señaladas por Lebedev y citadas anteriormente, y que supondrían la abolición catastrófica de la mente.
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2.3. La libertad Abordar la cuestión de la libertad resulta imprescindible al hablar del protagonismo del yo. Efectivamente, no hay protagonismo real sin libertad. El tema de la libertad es suficientemente serio y trascendental en la vida de cada individuo y en la aventura humana en su conjunto para que no pueda resolverse con simplismos. Y el tema está amenazado por estos simplismos. Dos de ellos son particularmente socorridos. Uno es la ingenuidad materialista: invocando ideológicamente el principio lógico y físico de causaefecto, se acaba postulando que no es posible la libertad, dado que cualquier experiencia personal de libertad no es más que el resultado de una concatenación de causas y efectos sobre los que el sujeto no tiene ninguna capacidad real de intervenir. El otro simplismo es el espiritualista: la libertad sería una capacidad de autodeterminación absoluta y no dependiente de condiciones físicas, caracterizada por una responsabilidad trascendente si no se responde a las indicaciones éticas adecuadas. En el ámbito de las ciencias neurobiológicas, las afirmaciones ideológicas son poco fructíferas e ilustran poco la evidencia (aunque sea siempre provisional) que la ciencia pretende. Por eso, se abre camino una interpretación operacional de la libertad que no recurra a definiciones y principios ideológicos, sino que observe e interprete lo que sucede. En este sentido, se consideran hoy dos enfoques científicos que pueden ilustrar nuestra comprensión de la libertad. Uno de ellos es la teoría del caos determinista. En forma muy sucinta, esta teoría viene a indicar, en boca de Edward N. Lorenz, uno de sus más eminentes representantes, «la ausencia de un cierto orden que debería estar presente». Esta característica suele acompañar a los sistemas hipercomplejos (E. N. Lorenz, 1995). Los sistemas hipercomplejos se presentan, por ejemplo, en la meteorología, la dinámica de poblaciones, los sistemas no lineales, la economía o el funcionamiento de órganos vivos, y especialmente el cerebro. Muchos autores han profundizado en el análisis del caos (por ejemplo K. Hayles, 1993; P. Coveney y R. Highfield, 1992) y algunos de ellos han publicado «manuales» divulgativos bien referenciados (Z. Sardar e I. Abrams, 2006). El biólogo R. May evidenció las sorpresas del caos en el estudio de los modelos de crecimiento de las poblaciones. Aplicando la ecuación logística (X1 = rX0 [1-X0]) al estudio de la dinámica de una población, observó que, dependiendo de r, la curva de crecimiento de la población daba lugar a estados estacionarios, períodos relativamente regulares o figuras caóticas irregulares. Era un buen ejemplo de cómo los sistemas ecológicos, que se creía que respondían a ecuaciones sencillas de modo simple, en realidad daban lugar a resultados impredecibles variando sutilmente algunos factores. Este carácter impredecible del sistema era una característica de los modelos caóticos. Si algún sistema es hipercomplejo, ese es el cerebro humano. Robert Soler, especialista eminente en sistemas complejos denomina al cerebro «la catedral de la complejidad». Se 42
trata de un sistema retroalimentado sin fin que vehicula inmensas cantidades de información a través de estructuras que desencadenan respuestas interactivas. Este sistema está dotado de numerosos «atractores» extraños para cada una de sus actividades. El resultado global de un tal sistema está caracterizado por la imprevisibilidad, aunque su funcionamiento respete el principio de causa-efecto. Siempre se trata de sistemas deterministas, pero no predecibles. Los sistemas caóticos nos podrían evocar una cualidad de la mente que denominamos «libertad», sin recurrir a ingenuidades interpretativas ni arrojarnos en manos de definiciones trascendentales. El otro enfoque es el que procede de la física cuántica y tiene relación con el tema anterior. La mecánica cuántica está «presidida» por el principio de indeterminación de Heisenberg, que sitúa la indeterminación en el corazón de la realidad y subraya el papel del observador en la determinación. Partículas y ondas son aspectos complementarios de la luz, cuya determinación depende de la acción del observador. De alguna forma, relativiza la relación causa-efecto al destacar que los sucesos solo precisan su estatus en presencia del observador. El matemático Von Neumann escribía sorprendido: «El mundo no está conformado por fragmentos de materia sino por fragmentos de conocimiento: conocimientos subjetivos, conscientes». En su conjunto, la mecánica cuántica ha planteado a fondo y en nuevas perspectivas el estatuto de la realidad y la acción del observador sobre ella. Con razón Axel Kahn, destacado biólogo francés, en la introducción a un libro de Libet (B. Libet, 2012, 22) en el que este autor sale en defensa de la libertad desde la neurología, dice: «En realidad la ciencia moderna reconoce hoy los límites del determinismo laplaciano». Simon de Laplace estaba convencido que un «demonio» omnisciente y tremendamente inteligente podría deducir el futuro en sus más mínimos detalles partiendo de su perfecto conocimiento del pasado y del presente. Pero la mecánica cuántica, el azar y el caos son nociones que desmontan esta creencia. En lo que concierne al funcionamiento del espíritu, parece muy improbable que los innumerables determinismos causales de una elección solamente puedan dar lugar a una única posibilidad. Se mantiene, pues, un «espacio» para la libertad. Es lógico, en este contexto, que hoy diversos neurólogos de categoría se pronuncien claramente por la existencia de la libertad en los humanos. Citemos en primer lugar a Libet, al que nos acabamos de referir. Sus experimentos acerca de una cierta anticipación del registro eléctrico cerebral respecto de la voluntad consciente del sujeto llevaron a muchos precipitadamente a exhibir estos datos como prueba de negación de la libertad. El mismo Libet (B. Libet, 2012), examinando los procesos conscientes en régimen «caótico» en el sentido más arriba expuesto, cree que nuestros pensamientos, sentimientos y conducta no están predeterminados y que aportamos algo único y original a cada situación. Gran parte de nuestras pulsiones tienen componentes no decididas en sus orígenes, pero cada uno puede oponer su veto a estos impulsos y decidir sobre su 43
realización, algo parecido a la moderación que un árbitro ejerce sobre el juego, aunque no sea promovido por él mismo. Joaquín M. Fuster, eminente neurólogo de la Universidad de California y uno de los mejores conocedores del córtex frontal humano, en un reciente texto (J. M. Fuster, 2014) defiende la libertad desde el punto de vista neurológico, analizando lo que denomina «ciclo percepción-acción». En este contexto concreta lo que llama «hemiciclo de la libertad», basado en la capacidad de la corteza cerebral para tomar decisiones sobre información perceptual o ejecutiva e introducirlas en el ciclo percepción-acción. Peter Ulric Tse, Profesor de Neurociencia Cognitiva en el Dartmouth College (New Hampshire), publicó un texto (P. U. Tse, 2013) difícil y complejo, en el que expresa lo que llama criterial causation, que es en realidad un rigurosísimo análisis del condicionamiento y estructura de las conexiones neuronales, lo que le lleva a una afirmación clara de la libertad como consecuencia de la estructura del cerebro y su funcionamiento. Tse analiza cómo procede la información cerebral a niveles de los receptores de NMDA (ácido N-metil-D-aspártico), las sinapsis, las dendritas, las neuronas y los circuitos neuronales. Vilayanur S. Ramachandran, eminente neurólogo hindú, director del Centro para el Cerebro y la Cognición de la Universidad de San Diego (California), ha expresado su defensa de la libertad en uno de sus textos ya citado (V. S. Ramachandran, 2012). El estudio de este tema lo realiza muy concretamente desde la clínica, examinando el papel del giro superior derivado del lóbulo parietal inferior izquierdo, giro exclusivo en los humanos, donde se crea una imagen dinámica interna de las acciones anticipadas, y del cingulado anterior del que parece depender significativamente la voluntad. Subraya que este tipo de análisis neurológico permite complementar aproximaciones al yo o la libertad hechas desde la filosofía o el psicoanálisis. Cuando describe las características del yo, Ramachandran cita el libre arbitrio al lado de la unidad, la continuidad, la encarnación, la intimidad, el vínculo social y la conciencia de sí mismo. Los cuatro autores citados son excelentes representantes de toda una corriente de pensamiento basada en la estricta neurología y que no acepta la fácil negación de la libertad humana. Así es liberado el pensamiento de una obligada aquiescencia al simplismo determinista en el que se había caído como reacción a la propuesta de una espiritualidad «metafísica» opresora. Se puede hoy defender la libertad desde posturas que la consideran como un fruto evolutivo normal y sin recurrir necesariamente a postular entidades sobrenaturales que la expliquen. En este sentido, es significativa la opinión de Daniel C. Dennett, el conocido filósofo americano de las ciencias cognitivas, que defiende la existencia de la libertad como una cualidad natural adquirida por evolución y que resulta tan natural como el aire que respiramos (D. C. Dennett, 2004). El debate sobre la libertad ha dejado de ser un debate ideológico decimonónico para poder ser planteado como un análisis técnico de una capacidad humana. Constantemente 44
aparecen nuevas aportaciones que intentan pacientemente contrastar los datos de las neurociencias, la filosofía y la reflexión histórica sobre la importancia del libre arbitrio y su papel en la aventura humana, evitando el fácil recurso a negar la libertad a partir de una opinión personal frecuentemente deducida de forma simplista de una determinada aplicación de leyes físicas (A. Feltz, 2015).
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CAPÍTULO 3:
«Ir de sobrados por la vida»: más allá de las necesidades La singularidad humana se caracteriza culturalmente por la aparición de potentes recursos culturales, desplegados espectacularmente y de forma acelerada a partir del Neolítico, que constituyen expresiones que exceden con mucho lo que podrían considerarse necesidades de supervivencia programadas en el cerebro.
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3.1. Dimensiones de lujo El cerebro de cada especie animal está programado de acuerdo con las exigencias que el funcionamiento orgánico y las conductas propias de la especie necesitan para garantizar la supervivencia. Se trata de cerebros adecuados a esta supervivencia en los respectivos ambientes. El cerebro humano también responde a esta situación, pero además dispone de unas capacidades ricamente enigmáticas que proyectan al individuo en un campo de deseos e intereses que superan en mucho las necesidades de la supervivencia. Por eso puede hablarse de «dimensiones de lujo», lujos que se convierten en necesidades, como sucede de forma similar con los lujos que vamos acumulando durante el progreso cultural, los cuales acaban siendo «necesidades». Las capacidades cerebrales que superan lo que podría considerarse necesidades estrictas se suelen relacionar con el crecimiento de las zonas correspondientes a los lóbulos frontales y otras estructuras cerebrales. Aunque es difícil concretar estructuras y funciones particulares, es cierto que, en su conjunto, el cerebro humano, en relación con el organismo y en comparación con los primates más directamente relacionados, exhibe un volumen excepcional. Esta apreciación de singularidad volumétrica está hoy acompañada de muchas otras comprobaciones neurobiológicas, que atestiguan que la especie humana presenta singularidades notables que la diferencian claramente de las especies más directamente relacionadas con ella. Semejantes comprobaciones de singularidad se registran constantemente a nivel genético (M. O‘Bleness et al., 2012), en el estudio de estructuras concretas (F. Leroy et al., 2015) o en los procesos de corticogénesis (S. K. Reilly et al., 2015), por poner algunos ejemplos. Las singularidades biológicas se expresan de forma solemne e incontrovertible en el progreso cultural acelerado que manifiesta la especie humana, progreso que no admite ningún tipo de comparación con cualquier otra especie, aunque en algunos aspectos esté enraizado en estructuras arcaicas compartidas con las demás especies y que dan lugar a manifestaciones comunes entre ellas.
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3.2. Enraizadas en la carne: las trascendencias Las dimensiones singulares humanas se despliegan en la solemnidad cultural pero mantienen un enraizamiento claro en las estructuras arcaicas de nuestro cerebro, estructuras que compartimos con los animales más cercanos a nosotros. Así que, incluso en nuestras expresiones más «elevadas» o «espirituales», manifestamos claramente las raíces arcaicas que las alimentan. Baste indicar, por ejemplo, la importancia que tienen en las manifestaciones estéticas o religiosas los aspectos más «animales» de nuestras conductas, como los relacionados con la alimentación o el sexo. Los artistas expresan con frecuencia sus percepciones estéticas por medio de representaciones del cuerpo desnudo, lo que deja pocas dudas sobre la implicación del deseo sexual sublimado en estas expresiones artísticas, o los místicos se refieren a desposorios con la deidad, o los grupos religiosos colocan en el centro de sus ritos ágapes de tipo sagrado. Este enraizamiento en la carne es muy importante para comprender la base antropológica que explica el origen, estructura, constancia y venturosa inevitabilidad de estas manifestaciones trascendentes humanas. ¿Cuáles son estas «trascendencias»? Dos grandes filósofos europeos han apuntado las dimensiones de estas trascendencias que anidan en el cerebro humano. Immanuel Kant, el eminente filósofo prusiano, potente inspirador de la modernidad, se planteaba tres preguntas fundamentales sobre el sujeto humano: 1. ¿Qué puedo conocer?; 2. ¿Qué debo hacer?; 3. ¿Qué me cabe esperar? Las tres preguntas trascendentales corresponden a las tres grandes dimensiones trascendentales que el cerebro humano exhibe respecto del estereotipado cerebro animal. A ellas corresponde el conocimiento en todos sus aspectos (raciocinio, comprensión estética, intuición emocional...), la reflexión ética acerca de cómo hay que comportarse desde la libre elección, y la dimensión religiosa y simbólica que nos orienta hacia horizontes de sentido. No muchos años después de Kant, el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein profundizaba en el mundo mental humano y la filosofía del lenguaje, señalando los tres campos privilegiados de los que era tan difícil como inevitable hablar: la estética, la ética y la mística o dimensión religiosa. Las tres dimensiones expresadas por Kant o por Wittgenstein no son un añadido estrictamente superestructural al cerebro sino una manifestación «natural», una función espontánea de un cerebro enriquecido, una carne que se convierte en palabra significativa. Ahora bien, si ya resulta difícil en neurología entender cómo se genera una conducta a partir de una estructura cerebral (seguimos, por ejemplo, sin saber exactamente qué significa que el núcleo dimórfico sexual del área preóptica del hipotálamo genere la conducta sexual, aunque sepamos que «allí» se produce el control de tal conducta), más difícil todavía es escudriñar cómo se producen los naturales procesos que llevan al conocimiento estético, la exigencia ética o la expansión espiritual o religiosa. Con todo, parece obligado admitir que las sorprendentes capacidades mentales 48
citadas que singularizan a la especie humana responden a disposiciones cerebrales. Cada una de ellas nos coloca ante un acceso, por vía simbólica, hacia alguna dimensión que no forma parte de las necesidades de supervivencia. La ética vive de una utopía simbólica que la orienta hacia un modelo social de convivencia ideal; la estética se recrea en una expresión sensorial simbólica que apunta a una belleza que nos descubre la «otreidad» de lo real; lo espiritual y religioso trabajan normalmente sobre relatos simbólicos que aportan sentido y trascendencia profunda a lo que vivimos. Si recurriésemos al símil alimentario en relación con la mente, el conocimiento científico y la técnica constituirían los nutrientes de base, pero el sazonamiento de la alimentación correspondería a las trascendencias, que son la «sal de la vida» y aquello que le da sentido, profundidad y fruición. El análisis de estas dimensiones mentales humanas suscita la atención de muchos neurobiólogos en la actualidad. Más adelante voy a extenderme ampliamente sobre la dimensión espiritual y religiosa, pero, antes de hacerlo, anoto algunos comentarios sobre las funciones estética y ética, dado que el paralelismo de su enraizamiento cerebral ilustra la consideración perfectamente comparable que merecen las tres dimensiones.
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3.3. La estética Una de las curiosas dimensiones de la trascendencia humana pertenece a este ámbito del conocimiento que conocemos como percepción estética. Se trata de la percepción de lo bello, curiosa experiencia que responde a proporciones de ciertos elementos de la percepción que nos producen especial satisfacción y placer. Algo hay en la estética que está profundamente enraizado en la tradición animal. No es fácil concretarlo, pero conocemos el comportamiento de algunas especies que disponen sus paradas sexuales con algunos tipos de preparativos que solo pueden interpretarse como atracción estética. En el caso de los pergoleros pardos (Amblyornis inornatus), aves de Nueva Guinea, el macho procede a decorar de una forma espectacular el área de exhibición para atraer a la hembra, la cual escoge entre las áreas mejor decoradas al macho con el que aparearse. Parece que nos encontramos ante una percepción arcaica de lo que en humanos consideraríamos estética. Naturalmente, también es de algún modo estética la propia decoración del cuerpo de algunos animales, igualmente con ánimo de atraer a la pareja, pero en este caso parece que no se da iniciativa «creativa» en la decoración. La neurociencia se ha interesado por la naturaleza de la percepción estética y considera que la experiencia estética responde a algunas estructuras cerebrales no fáciles de precisar. Al respecto existen algunas pistas muy interesantes, de las cuales damos a continuación algunos detalles. Un tema ampliamente conocido y estudiado es el de la sensación de belleza producida por determinadas proporciones matemáticas que nos satisfacen. Es tradicional la atención prestada a la conocida «proporción áurea», simbolizada por el número «phi» (1,6180339). Existen muchas publicaciones que recogen las particularidades que presentan las proporciones matemáticas por lo que se refiere a la apreciación de la belleza (por ejemplo, G. Doczi, 1994; P. Hemenway, 2008). La proporción áurea es la que se expresa típicamente en un rectángulo cuyas proporciones sean 5x8, lo que da un cociente de 0’625 o de 1’618. Estas proporciones pueden rastrearse en innumerables diseños naturales de seres vivos. En el cuerpo humano fueron estudiadas por Euclides, Policleto, Vitruvio, Leonardo o Durero. Las grandes figuraciones del cuerpo humano del arte griego responden a estas proporciones, así como multitud de obras que van desde la pirámide de Keops o el Partenón de Atenas hasta los jarrones y vasijas decoradas que los griegos y romanos elaboraron. Todos los modernos carnés o tarjetas de crédito responden a estas proporciones. La razón por la que estas proporciones nos satisfacen es desconocida, pero, dado que se presentan en diversos diseños vivos (conchas espirales de moluscos, diagramas florales, etc.), se puede suponer que existe una adecuación entre formas geométricas óptimas en la distribución de elementos y estructuras perceptivas adaptadas a estas formas. La belleza percibida respondería a esta adaptación.
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El registro cerebral de la belleza no es fácil de establecer, pero eminentes figuras de la neurología han intentado una aproximación al tema. Semir Zeki, uno de los más destacados especialistas en córtex visual, ha dedicado al tema significativos estudios relacionados con la contemplación de la pintura centrándose en Vermeer, Mondrian, Malevich o Kandinsky (S. Zeki, 1999). Otra eminente figura de la neurología, el Nobel Eric Kandel ha escudriñado los cimientos cerebrales del arte en el mundo inconsciente centrándose en los aspectos ansiosos, eróticos y agresivos estudiados en las obras de autores vieneses como Klimt, Kokoschka, Schnitzler y Schiele, relacionándolos con Freud (E. C. Kandel, 2013). Una de las dimensiones en que se expresa el arte visual correspondería a la sublimación de la pulsión sexual. Freud ya había analizado este tema fijándose en la evidente presencia en las representaciones artísticas del desnudo humano. No es difícil deducir que tras esta exposición de la belleza se halla una exhibición sexual sublimada, lo que «suaviza» el grado de excitación de la pulsión sexual directa y la convierte en artística. En este caso la conexión entre biología, cerebro y estética resulta muy evidente. El caso de la estética musical es particularmente digno de mención. Se ha discutido y se sigue discutiendo si la sensación de belleza percibida a partir de los acordes musicales responde a proporciones matemáticas precisas. Muchos piensan que resultan agradables aquellos acordes que son relacionables con la voz humana y aquellos en los que la relación entre las frecuencias (número de vibraciones por unidad de tiempo) responde a una fracción simple (1/1; 3/2, 4/3), mientras que fracciones como 27/14 o 19/13 darían lugar a percepciones desagradables. Otros autores creen que se trata de familiarización cultural. Autores acreditados en el tema han publicado amplios estudios al respecto (I. Peretz y R. Zatorre, 2004). La publicación de artículos sobre neurología de la música es abundantísima, ya se trate de las emociones asociadas a la percepción musical (S. Koelsch, 2010), la neuroquímica de la música (M. L. Chanda y D. J. Levitin, 2013), el estudio de cómo responde el cerebro a la improvisación musical (R. E. Beaty, 2015) o el papel biológico evolutivo de la música en relación con los desórdenes mentales (C. N. Clark et al., 2015). Un estudio reciente sobre las zonas cerebrales activadas por la percepción musical destacaba cómo, además de centros de placer y de emoción activados por otras artes (núcleo accumbens, hipotálamo, amígdala, ínsula, córtex cingulado y córtex orbitofrontal), la música activa concretamente el córtex motor, lo cual explicaría por qué la música invita al baile y a movimientos rítmicos con plena connaturalidad, cosa que no sucede, por ejemplo, con las artes visuales (S. Koelsch, 2014). La música, por otra parte y como es sabido, goza desde antiguo de una merecida fama de apaciguar y domar «incluso las fieras», fama que se refiere seguramente a las potentes raíces que mantiene en los aspectos más arcaicos de nuestro cerebro, es decir, en el mundo mental animal. Algunos autores se inclinan a reivindicar claramente las estructuras biológicas cerebrales como referencia del placer estético generado por la 51
música (D. L. Bowling y D. Purves, 2015). El conocido, ocurrente y prestigiado neurólogo Oliver Sacks dedicó a los diversos aspectos neurales de la música una interesante obra (O. Sacks, 2009). Propuestas recientes sobre el estudio de la evolución de la estética musical sitúan las raíces de esta estética en estructuras animales muy arcaicas. Tianyan Wang, investigador de la Tsinghua University de Pekín, ha publicado un trabajo sobre este tema (T. Wang, 2015). En este trabajo Wang, asumiendo, como cuadro general de referencia, propuestas clásicas (como las de Darwin y otros) sobre las grandes perspectivas de la evolución de la música, plantea la hipótesis del origen de la música en las fuerzas primarias de presión selectiva establecidas por el conjunto de ritmos en el que se mueve el animal; ello daría lugar a sistemas de atención y emoción de base rítmica (RRRE, por rhythm-related reward and emotion), los que determinarían el origen biológico y social primario de la pro-música, la pro-danza y la pro-palabra, raíces de las que provendrían, ya estructuradas, la música, la danza y la palabra. Aun tratándose de hipótesis, queda clara la preocupación por indagar en las más profundas raíces animales los orígenes de la estética musical. Una muestra más del interés por conectar la «carne» con sus expresiones más elevadas en forma de manifestación estética. La naturalidad de la estética musical se traduce en el placer que produce su deleite. Este beneficio natural de la estética musical está estudiado en diversos aspectos de la vida mental y, en general, en la mejora de los grandes procesos mentales como el aprendizaje, la atención y las tareas cognitivas en general. Como consecuencia, el placer musical posee un valor terapéutico comprobado en la moderación de fenómenos epileptiformes, o de la ansiedad y la depresión. El estudio de estos fenómenos se ha concretado en diversas investigaciones como las relacionadas con la escucha de obra musicales de Mozart, Bach o Beethoven (W. Verrusio et al., 2015). La estética literaria se refiere directamente a la palabra. Aquí el enraizamiento en la carne, es decir, en el mundo mental animal, es más difícil de establecer en la medida en que la palabra, como producto lógico, simbólico y abstracto que es, no puede referirse al funcionamiento mental no humano. En el caso de la estética literaria, a la originalidad del lenguaje humano en relación con las características citadas se añade la vertiente estética. Los estudios sobre el registro cerebral del lenguaje son abundantísimos y constantes, refiriéndose naturalmente a aspectos fonológicos, semánticos y sintácticos, en relación con las áreas específicas del lenguaje (Broca y Wernicke) y no entramos en ellos, pero sí que existen investigaciones específicas sobre el carácter estético del lenguaje. Hay algunos estudios que referirían la creatividad literaria a una confluencia, en el default mode network (el conocido modo de funcionamiento por defecto del cerebro), de un sistema sensorial ascendente (bottom-up) lingüístico y semántico y un sistema de tratamiento creativo del lenguaje (top-down) que daría cuenta de la estética de este (R. J. S. Wise y R. M. Braga, 2014). 52
Análisis particularizados de aspectos concretos del lenguaje literario han llevado a analizar dos temas muy específicos y sutiles de la estética del lenguaje. Uno de ellos es la metáfora y el otro, el humor. Por lo que se refiera a la metáfora, base de la superación de la literalidad del lenguaje, se ha estudiado como origen del lenguaje figurativo y su generación se localiza en el hemisferio izquierdo y concretamente en el córtex prefrontal dorsomedial izquierdo. Su creación movilizaría los recursos de la memoria semántica para dar lugar a nuevas formas y figuras del lenguaje, que serían las que manifestasen la estética de la palabra (M. Benedek et al., 2014). El aspecto de novedad creativa con el que el lenguaje figurado se reviste estaría asignado al hemisferio derecho, que sería el encargado de «tunear» la metáfora para cargarla de su dimensión ocurrente (E. R. Cardillo et al., 2012). En cuanto al humor, constituye un delicado mecanismo del funcionamiento mental, muy centrado en la palabra, que facilita el descubrimiento de aspectos ocultos que se manifiestan en una agradable sorpresa y, a la vez, interpreta sorprendentemente aspectos potencialmente amenazadores o enigmáticos de la vida, encauzando el mundo mental hacia un tono hilarante. Su aspecto estético orienta hacia la risa. Existen decenas de estudios específicos sobre aspectos cerebrales del funcionamiento del humor que se centran en identificar las zonas en las que se detectan las incongruencias (espacios mentales que separan lo esperado de lo presente) y que parecen localizarse en áreas temporales y occipitoparietales; zonas mesocorticolímbicas participarían en la detección de la novedad asociada a la percepción humorística (P. Vrticka et al., 2013). La resolución de la percepción de la incongruencia del estímulo que genera el humor y su procesamiento ha sido también estudiada por un grupo de Taiwán (Y.-Ch. Chan, 2013). Muy específicamente se ha intentado precisar cuál es la diferencia entre la detección agradable de la incongruencia comparada con la desagradable, con el fin de delimitar los correlatos neurales de la risa, relacionando esta curiosa y específicamente humana reacción mental con la acción de opioides ante el descubrimiento de una incongruencia reveladora (O. Amir et al., 2015). Justamente a propósito del lenguaje literario, se ha estudiado un tema central en el arte, como es el de la creatividad. Liu y su grupo han analizado las estructuras cerebrales que se activan y relacionan en la creatividad literaria, estableciendo las diferencias entre la creatividad de principiantes y de literatos acreditados, y delimitando las zonas que se activan en el proceso creativo, especialmente el córtex prefrontal medial y la red dorsal de la atención (S. Liu et al., 2015). El cerebro estético sigue dando constantes ocasiones de precisar la originalidad de la mente humana, bien enraizada, por otra parte, en las estructuras que la sostienen y que provienen de un mundo animal con mente propia, sorprendentemente enriquecida al convertirse en dominio humano. Anjan Chatterjee, profesor de Neurología y miembro del Center for Cognitive Neuroscience de la Universidad de Pennsylvania, autor conocido por sus estudios en estética cerebral, ha resumido muy acertadamente este 53
proceso evolutivo que nos ha llevado al deseo de la belleza y al disfrute del arte en una de sus obras recientes (A. Chatterjee, 2014). En ella entrelaza, desde la óptica de las neurociencias evolutivas, tres dimensiones estéticas fundamentales: la belleza, el placer y el arte.
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3.4. La ética La ética, como criterio de conducta humana, constituye una realidad mental notablemente singular en relación con los modelos animales de conducta, aunque mantiene conexiones muy notables con las raíces conductuales animales. Efectivamente, en la raíz de la ética bullen las pulsiones hipotalámicas que regulan las conductas esenciales de supervivencia animal, pero estas pulsiones, más o menos estereotipadas, quedan en los humanos confrontadas con un complejo diálogo con los aspectos empáticos del cerebro y, sobre todo, con un diálogo rico y abierto con el mundo del razonamiento y los sentimientos. Así que en la ética se juega una partida al menos a tres bandas, que serían: los intereses arcaicos de la supervivencia de la especie (raíz hipotalámica), el enriquecimiento de las emociones y la capacidad empática (progresos límbicos y enriquecimiento de aspectos empáticos correspondientes a las «neuronas espejo» o neuronas de Von Economo) y, finalmente, la confrontación con los planteamientos racionales y los sentimientos humanos correspondientes a una maduración de las emociones. Este juego a tres bandas constituye la urdimbre sobre la que se bordará la ética. Debido a esta complejidad, las alteraciones de la conducta ética van asociadas frecuentemente a anomalías en las que juegan un papel importante tanto la crisis de valores bien establecidos socioculturalmente como las alteraciones emocionales que acompañan a las psicopatías y que reducen la capacidad empática o la de sentirse responsable y culpable de los perjuicios causados a los otros (J. Decety et al., 2015). La parte de la ética humana que procede de las raíces más arcaicas del mundo animal comprende aquellos aspectos de la conducta que forman parte de la programación de una correcta supervivencia. Para ser un buen animal con éxito comportamental, se requieren una serie de comportamientos individuales y grupales que permitan hacer frente con éxito a los desafíos del vivir. Esto es ya muy complejo y está admirablemente codificado en el cerebro animal. Están, en primer lugar, las conductas de supervivencia individual como la alimentación o la agresividad, imprescindible para defenderse de predadores y competidores. En este tipo de conducta existen indicadores de la bondad de una acción como son el placer (las cosas buenas están indicadas por el placer que producen en primera aproximación) y las emociones positivas que lo acompañan. Naturalmente, estos aspectos más individuales están engarzados en una red de conductas de grupo entre las que figuran las conductas de la pareja reproductora, las relaciones de jerarquía y territorio, las alianzas de caza y convivencia, las defensas de grupo, las conductas de altruismo interesado en reciprocidad, etc. Cuanto más ascendemos en la escala evolutiva (los cerebros animales «progresan» en la medida en que son capaces de recibir, tratar y responder a mayor número de informaciones), las conductas citadas van adquiriendo cualidades y matices espectaculares que frecuentemente contemplamos con justa admiración. En estas conductas podemos contemplar los esbozos de lo que en la mente humana se proyectará en formas éticas que, desde raíces animales (desde «la 55
carne»), se desplegarán en perspectivas que denominaremos éticas, por la novedad que manifiestan en lo que a márgenes de libertad se refiere y por las reorientaciones y despliegues en que se manifiestan, constituyendo «palabras» que interpelan las relaciones humanas y las normas que las conductas humanas deben respetar, para preservar la integridad de la vida en su conjunto. La novedad ética de las conductas humanas respecto de los esbozos éticos animales es muy admirable, y es el producto del juego de la capacidad de empatía, los sentimientos y las competencias reflexivas racionales, todo ello enriquecido por el margen de libertad operativa al que cada uno pueda tener acceso. Las conductas básicas adquieren tonos de distinción. Así, por ejemplo, todas las madres de mamíferos están programadas por circuitos y segregaciones hormonales que garantizan la protección de los pequeños, el apego, etc., pero la conducta maternal humana se reviste de un tono que supera con mucho los imperativos hormonales o puramente biológicos. En muchos casos, el progreso cultural orienta los humanos hacia propuestas éticas que no solo superan las pulsiones de supervivencia, sino que a menudo las reorientan, dándoles unos toques que superan la necesidad por la gratuidad. Se da entones un salto desde el estereotipo hacia una significación abierta, que orienta hacia progresos culturales de calidad por los que ha avanzado la cualidad ética. Piénsese, por ejemplo, en lo que significa la postura ética de la no violencia en relación con los planteamientos de la agresividad animal; o la superación de los códigos de la «ley del talión» (primera aproximación a una moderación de la venganza) hacia códigos que pueden proponer el perdón e incluso el amor al enemigo; o los procesos de promoción de la igualdad y la fraternidad para superar las discriminantes relaciones de jerarquía y poder. En estos casos, es una palabra que suele ir integrada en algún relato humanizador, muy frecuentemente espiritual o religioso, la que orienta el progreso ético. Los análisis neurológicos intentan ir precisando, dentro de lo posible, la relación entre la novedad ética y las estructuras cerebrales humanas. Existen, naturalmente, las revisiones generales de la neuroanatomía de la moralidad, que intenta aproximarse a las estructuras que constituyen el «cerebro moral» (M. Fumagalli y A. Priori, 2012). Precisando más la aproximación a las estructuras cerebrales, se examina específicamente el papel del córtex ventromedial frontal y de la amígdala. Esto, por ejemplo, es analizado de forma muy precisa intentando distinguir el papel de cada estructura en un proceso de deconstrucción del sistema cerebral responsable de la moralidad (O. FeldmanHall et al., 2014), o bien estudiando el papel peculiar del córtex insular y del córtex ventromedial en relación con la adaptación a las normas (X. Gu et al., 2015), o analizando los papeles de la amígdala y el córtex ventromedial prefrontal en la integración del juicio moral (A. Shenhav y J. D. Greene, 2014). De forma particular ha interesado el estudio de las relaciones entre la moralidad y la empatía, tema fundamental en la sensibilidad ética (J. Decety y J. M. Cowell, 2014), y en concreto el papel de la empatía en el altruismo 56
«costoso» con presencia muy característica en las conductas humanas (O. FeldmanHall et al., 2015). En algunos casos, los estudios neurológicos se han atrevido con los aspectos más finos del planteamiento moral, como, por ejemplo, la noción de libertad de elección (E. Filevich et al., 2013), los procesos de culpabilidad (U. Wagner et al., 2011) o las mismísimas nociones del bien, el mal o la justicia (K. J. Yoder y J. Decety, 2014). Incluso existe algún intento de comparar la noción de belleza entre el campo de la estética y el de la ética (T. Wang et al., 2015). Estos estudios apuntan a la idea de que la belleza ética resulta de una representación cerebral mucho más compleja que la que corresponde a la belleza estética.
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3.5. Espiritualidades/religiones La tercera gran dimensión de las trascendencias corresponde a las espiritualidades/religiones. Se trata de aquella inevitable dimensión en la que los humanos nos enfrentamos ante el gran misterio/enigma en el que se desenvuelve nuestra presencia en el cosmos. Ignorar esta dimensión significaría un grave error de interpretación acerca de lo que es la mente humana. Equivaldría a negar la capacidad de pensar y de orientar el mundo emocional. El interés por la dimensión espiritual/religiosa, efectivamente, está programado en nuestro cerebro, tal como admite casi unánimemente la antropología biológica. Todas las célebres críticas que la Ilustración europea dirigió contra la religión se manifiestan hoy como interesantes para las cuestiones correspondientes, pero afectan solamente a aspectos periféricos de la trascendencia espiritual/religiosa y no a su meollo profundo. Los grandes críticos de la religión quedarían hoy profundamente sorprendidos por la adaptabilidad del hecho religioso y espiritual. Algunos dirán que esto es una estrategia de adaptabilidad, pero eso, lejos de ser una flaqueza, es precisamente un índice de fortaleza. Marx se sorprendería si pudiese contemplar la fortaleza de las teologías de la liberación cristianas, budistas o islámicas. Su denuncia de la alienación solo afectaba a las particularidades o periferias de una predicación religiosa concreta, pero no a la potencia liberadora del evangelio. Freud, que trató la religión como una «fiebre» que era el síntoma enfermizo de la mente humana presa de ilusiones, también quedaría sorprendido por la revisión de sus puntos de vista sobre el particular (D. M. Black, 2009). Nietzsche podría reconocer su aprecio por una humanidad llena de coraje en muchísimos testigos de la fuerza de la fe cristiana. Darwin o Einstein se podrían reconocer en las exigentes críticas hermenéuticas de la teología bíblica actual, que muchos tratadistas del fenómeno religioso ignoran. Nos encontramos hoy ante un interesante panorama en el tema de las religiones/espiritualidades en el que, habiendo entrado en crisis el viejo debate ideológico sobre el valor de lo religioso, se replantea el problema en nuevas e interesantes perspectivas: nadie niega el valor de los intereses espirituales, entre ellos los de las espiritualidades religiosas, con lo que el debate se sitúa en la valoración de la dimensión espiritual, incluya o no lo religioso, como una dimensión trascendente igualmente válida, programada, positiva y eficaz como lo son la ética o la estética (cuyo interés nadie pone en duda), y que lo que examina es el valor concreto de cada postura, ya sea en ética, en estética o en espiritualidad o religión. En el tema de esta dimensión humana trascendente vamos a entrar en detalle en los capítulos siguientes.
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3.6. Intersecciones múltiples Trascendencias, pulsiones arcaicas, reivindicaciones racionales, presiones sociales y los delicados procesos biográficos personales generan constantes intersecciones entre sí, dando lugar a este amplio, complejo, sorprendente y conflictivo campo de conductas individuales. Se trata de soluciones que cada uno da de forma «homeostática» (es decir, intentando mantener una condición interna estable mediante una compensación de fuerzas) al conjunto de pulsiones y presiones que su dinámica vital le plantea. En esta labor se combinan influencias biológicas básicas, aspiraciones de superación, ambiciones y deseos, elaboraciones mentales muy finas y tendencias muy elementales en una sorprendente paleta de matices. Citar algunas de ellas puede ilustrar la complejidad del panorama. Religión y sexo, ambos a la búsqueda de una cierta trascendencia e incluso de formas extáticas que simulan el misticismo, se combinan en tradiciones de gran perspectiva, como pueden ser la tántrica, o en realizaciones de menor dimensión, como la prostitución sagrada. Sacralización y prohibición se dan la mano en esta relación, y la historia ofrece numerosos ejemplos de tabúes, prohibiciones o represiones que se dan en las antípodas de la seducción mística propuesta por el tantrismo. Política y religión. Eterno flirteo que aparece en toda las culturas de Oriente u Occidente, dando lugar a todas las formas de teocracia: en las culturas primitivas; en las grandes teocracias fundacionales como la bíblica o las clásicas (divinización del emperador en Roma); en los grandes avatares de la teocracia islámica; en los grandes eventos de alianza político-religiosa en China, las teocracias mesoamericanas, las alianzas de cruces y espadas en los «sacros» imperios europeos o las reivindicaciones divinas de los emperadores japoneses hasta el siglo XX. Esta relación favorece el disfrute de los peligrosos recovecos del poder. Muchas de estas alianzas han resistido la protesta de sus virtuosos herejes proféticos, que han sido víctimas de los intereses que dichas alianzas propiciaban. Ejemplos de liberación política animados por experiencias religiosas o espirituales abundan, especialmente en las tradiciones proféticas (bíblicas o cristianas) pero también en las tradiciones orientales. Alimentación y espiritualidad. El imperativo nutricional se despliega culturalmente en un complejo ordenamiento que oscila entre el símbolo, la morigeración terapéutica y la protesta social. Formas de ayuno espiritual abundan especialmente en las tradiciones espirituales religiosas de origen bíblico (Yom Kippur, Cuaresma, Ramadán) y en las tradiciones hindúes. Igualmente, abundan las recomendaciones alimentarias selectivas como formas de no agresión a la Tierra o a la vida (vegetarianismos, veganismos), o incluso como formas de protesta sociopolítica (huelgas de hambre). Sexo y agresividad. La conflictiva y fascinante alianza entre sexo y agresividad/violencia se mantiene con fuerza, frecuentemente dramática, en la vida diaria. 59
Dolor y placer manifiestan una inquietante proximidad, a veces en formatos placenteros, como en algunas formas de sadomasoquismo de lujo tipo «sombras de Grey», y más frecuentemente, por desgracia, en las formas brutales de la violencia antifemenina que acompaña a la guerra o la violencia de género. Estética y religión. La belleza reclama en ocasiones un tributo totalizante, que se constituye como formato de la trascendencia. Este es el caso de artistas que han vivido, sin formularla, esta proximidad, o que la han vivido formulándola en sus escritos. En ocasiones, esta proximidad entre belleza y trascendencia no tiene más expresión que la obra de arte, suspendida en ocasiones de una vida poco homologable e incluso con tintes de tragedia o exclusión, elementos no raros en las perspectivas trascendentes. La consideración de este tipo de intersecciones nos puede hacer buenos observadores de la vida personal, dándonos a la vez la capacidad de entender en profundidad el entramado de las vidas humanas concretas.
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CAPÍTULO 4:
Espiritualidades Las espiritualidades corresponden a un irrefrenable deseo de indagación acerca de las perspectivas y contextos en los que se desenvuelve la presencia humana en el mundo. Esta indagación se recrudece hoy día porque la potente acción cultural de la especie humana, en un proceso acelerado de modificaciones técnicas, está dando lugar a una época que algunos ya llaman «antropoceno» como término paleogeológico, y que designaría una situación de particular alteración de la presencia humana en la Tierra. Preguntarnos de dónde venimos, a dónde vamos y qué estatuto merece nuestra especie en la Tierra, a fin de acertar con una postura mental y espiritual adecuada, constituye una tarea de primera magnitud. Algunos hablan de «transhumanismo» o «poshumanismo» como característica, objetivo o riesgo de nuestra situación (A. Cortina y M.-A. Serra, 2015). En esta coyuntura, es probable que, además de la reflexión técnico-científica, se haga imprescindible un atinado análisis espiritual. Para encuadrar nuestra presencia en el/los universos y nuestra inagotable sed de saber profundo, no parecen suficientes los maravillosos datos científicos: es bueno que vayan acompañados de indicaciones de sentido que la ciencia no ofrece. Este análisis siempre ha sido fundamental, pero hoy se nos hará imprescindible.
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4.1. ¿De qué hablamos? Como ya se indicó en la introducción, el término «espiritual» es muy genérico y se presta a interpretaciones muy variadas. La moderna insistencia en la diferencia entre espiritualidad y religión obliga a precisar una distinción que no resulta sencilla. Refiriéndonos al volumen de Paloutzian y Park dedicado al tema (R. F. Paloutzian y C. L. Park, 2015), se puede comprobar que en la colección de definiciones que recoge la obra referentes a espiritualidad y religión se mezclan conceptos y significados, lo que dificulta la distinción de la que hablamos. Igualmente, en la realidad cultural no es nada fácil distinguir conductas espirituales de conductas religiosas. No es difícil observar tradiciones budistas (en principio no religiosas) vividas en clave religiosa, o adhesiones formalmente religiosas vividas como referentes espirituales culturales (esto correspondería al belonging but not believing, que hoy se abre camino al lado del believing but not belonging, ya más conocido por los análisis sociológicos). Recojo a continuación las definiciones que Paloutzian y Park aportan. Sobre espiritualidad (p. 28): – «Actitudes básicas prácticas o existenciales del hombre que son la consecuencia y expresión de la forma en la que entiende su compromiso religioso, o más genéricamente ético» (Von Balthasar, 1965). – «El amplio reino del potencial humano referente a los últimos propósitos, las más eminentes realidades, Dios, el amor, la compasión, las finalidades» (Tart, 1975). – «Aquellas actitudes, creencias y prácticas que animan la vida de las personas y las ayudan a conectar con las realidades suprasensibles» (Wakefield, 1983). – «Una dimensión trascendente de la experiencia humana [...] evidenciada en los momentos en los que el individuo se interroga sobre el significado de su existencia personal e intenta situar el self en un más amplio contexto ontológico» (Shafranske y Gorsuch, 1984). – «La experiencia subjetiva de lo sagrado» (Vaughan, 1991). – «La búsqueda del significado existencial» (Doyle, 1992). – «La forma en la que uno vive su propia fe en la vida diaria, la forma como una persona se relaciona con las condiciones fundamentales de la existencia» (Hart, 1994). – «Todas las creencias y prácticas a través de las cuales los individuos intentan relacionar sus vidas con Dios o con realidades divinas o alguna otra dimensión trascendente» (Wutnow, 1998).
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– «Los sentimientos, pensamientos, experiencias y conductas que nacen de la búsqueda de lo sagrado» (Hill et al., 2000). – «La capacidad y tendencia presente en todos los seres humanos para descubrir y construir significado acerca de la vida y la existencia, y para dirigirse hacia el crecimiento personal, la responsabilidad y la relación con los demás» (Myers y Williard, 2003). – «Referencia al dominio de los espíritus: Dios o dioses, almas, ángeles, genios, y solo por extensión metafórica a otras realidades invisibles o intangibles» (Hufford y Bucklin, 2006). – «La forma en que los individuos buscan y expresan el significado y propósito, y la forma como experimentan sus conexiones con el momento presente, el self, los demás, la naturaleza y la significación de lo sagrado» (Puchalski et al., 2009). Como puede verse, los autores de estas definiciones se mueven en círculo sobre las áreas de búsqueda de significación y sentido para sus vidas y búsqueda de aquello que Octavio Paz denominaba la «otredad» de las cosas, es decir, aquella dimensión honda que se esconde o revela en lo profundo de nuestra percepción, constitutivamente limitada, de la realidad. En estas definiciones aparecen términos estrictamente religiosos (Dios en primer lugar), indicando la dificultad, incluso para los especialistas, de precisar la distinción entre espiritualidad y religión. Esto mismo puede comprobarse al reproducir las definiciones que Paloutzian y Park recogen sobre la religión (p. 27), algunas de ellas clásicas: – «Los sentimientos, actos o experiencias de los individuos humanos en su intimidad, en la medida en que se interpretan a sí mismos con relación a cualquier realidad que interpreten como divina» (James, 1902). – «Un sistema unificado de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas [...] que reúne en una comunidad moral llamada Iglesia a todos los que se adhieren a él» (Durkheim, 1912). – «La seria y social actitud de individuos o comunidades hacia un poder o poderes que se conciben como detentadores de un último control sobre sus intereses y destinos» (Pratt, 1920). – «Conjunto de formas simbólicas y actos que relacionan al hombre con la última razón de su existencia» (Bellah, 1970). – «Sistema de creencias en un poder divino o sobrehumano y prácticas de veneración u otros rituales dirigidos a tal poder” (Argyle y Beit-Hallahmi, 1975).
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– «Sistema de creencias y respuestas a la divinidad, incluyendo libros sagrados, rituales de culto y prácticas éticas de los adheridos» (O‘Collins y Farrugia, 1991). – «Cualquier cosa que como individuos realizamos para enfrentarnos personalmente con las cuestiones que nos conciernen por el hecho de ser conscientes de que nos-otros y los demás estamos vivos y moriremos» (Batson, Schoenrade y Ventis, 1993). – «La búsqueda de sentido en aspectos relacionados con lo sagrado» (Pargament, 1992). – «Un pacto de confianza comunitaria con enseñanzas y relatos que promueven la espiritualidad y fomentan la moralidad» (Dollahite, 1998). – «Aquellos valores, creencias, prácticas y símbolos que se adoptan como respuesta a las necesidades espirituales» (Highfield, 2001). – «Sistema de creencias y prácticas observadas por una comunidad, reforzadas con rituales de conocimiento, veneración, comunicación o acercamiento a lo sagrado, divino, Dios (en las culturas occidentales) o la última verdad, la realidad o el nirvana (en las culturas orientales)» (Koening, 2008). Como puede verse, también estas definiciones adolecen de falta de distinción clara entre espiritualidades y religiones, de acuerdo con lo que hoy nos parecería adecuado distinguir. En efecto, hoy se suele hablar de «espiritualidad» en un sentido muy amplio, que incluye pero no implica lo religioso, mientras que se habla de lo religioso como algo distinto, en la medida en que nos referimos explícitamente a Dios. En lo simplemente espiritual, nadie denunciará riesgo de alienación, dependencia servil que suponga limitación de la libertad, alerta de no injerencias en la vida pública, etc., mientras que respecto de lo religioso la sociedad europea (no así, por ejemplo, la americana, la india o las africanas) manifiesta una automática reacción tendente a confinar lo religioso a la privacidad, temiendo por la colonización de la vida por parte de instituciones o instancias opresoras (figuras de Dios). Entre espiritualidad y religión, Dios sería el problema. De alguna forma, el auge actual de lo espiritual, sin que la espiritualidad como tal cree sospechas ideológicas, dado que pertenece a un acervo común de la humanidad de gran categoría e interés, ha desactivado en cierto sentido el ataque sistemático de origen fundamentalista de que era objeto cualquier experiencia que manifestase tufo religioso. En la espiritualidad coinciden hoy intereses humanistas claros e intereses religiosos.
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4.2. Naturalmente espirituales Si entendemos por espirituales las manifestaciones amplias del interés que los humanos muestran por dimensiones trascendentes a las necesidades de supervivencia (y aquí se podrían incluir intereses de profundización del mundo interior, aspiraciones éticas, actitudes de sintonía profunda con las grandes dimensiones de la realidad, intereses estéticos, aspiraciones religiosas, pasión por el establecimiento de la justicia...), a nadie se le ocurriría desautorizar en bloque estas manifestaciones como contrarias a los intereses humanos. Siendo así que las espiritualidades abarcan este conjunto de fenómenos, es lógico que, abandonando posturas ideológicas, el estudio de los fenómenos espirituales y/o religiosos discurra hoy por veredas más objetivas y neutrales que las que ha recorrido en la más reciente historia europea desde la Ilustración. Veamos a continuación los enfoques desde los que hoy se observa el hecho espiritual/religioso. a) Aproximación evolutiva Las dimensiones simbólicas trascendentes, como expresiones de la espiritualidad o la religión, son coextensivas con el nacimiento de la humanidad. Prácticamente todas las culturas de todas las épocas han manifestado y siguen manifestando intereses espirituales o religiosos generalizados. De los casi 7.500 millones de humanos que hoy día pueblan la Tierra, bastantes más de 6.000 millones se adscriben a alguna versión de la espiritualidad o la religión. Solamente este hecho constituye un argumento de peso en favor de interpretar la trascendencia espiritual como algo natural y positivo. En una primera aproximación científica, no es lógico, desde el punto de vista evolutivo, considerar que un fenómeno tan connatural es perjudicial. Lo lógico es interesarse por la interpretación del papel evolutivo positivo de este hecho. Esto es lo que se propone Matt J. Rossano en un libro dedicado a estudiar el papel evolutivo de lo religioso (M. J. Rossano, 2010). Considera este autor, profesor de Psicología Evolutiva en Luisiana, que la religión ha gozado de una perspectiva adaptativa positiva en la evolución humana. En este punto, Rossano estima que el hecho religioso en general ha formado parte del eje del proceso adaptativo evolutivo y no es simplemente un subproducto (consecuencia marginal y secundaria) de un proceso general, como consideran algunos, probablemente influenciados por un prejuicio ideológico en contra de lo religioso (al margen de los debates filosóficos o teológicos sobre el tema). Para Rossano, el carácter adaptativo del fenómeno espiritual y religioso se basa en diversos parámetros evaluables. Desde el punto de vista neurológico, la fuerza selectiva de lo religioso expande la experiencia consciente, promueve la capacidad imaginativa y consolida el pensamiento simbólico. Desde las consideraciones sociales, lo religioso refuerza los lazos de comunicación interactiva de las comunidades, consolida el sentimiento de identidad, fundamenta la moralidad y aumenta la fitness del grupo. Lo religioso comporta también un costo significativo para la persona y el grupo, pero estos costos son compensados ampliamente 65
por los beneficios. De ahí el balance adaptativo positivo y su permanencia. El planteamiento del valor evolutivo de las creencias religiosas fue resumido en un texto que publiqué en 2011 (R. M. Nogués, 2011, cap. VII). Matthew Alper piensa que el interés por la espiritualidad y la religión forma parte de lo que este autor denomina «función espiritual», que considera normal en la mente humana. Lo expresa de este modo: «Así como Kant sostuvo que nosotros heredamos una conciencia temporal y espacial, yo creo que también heredamos una conciencia religiosa/espiritual; y así como Kant sugirió que el hombre nace con modos de percepción espacial y temporal, dos de los recursos “programados” que tiene nuestra especie para interpretar la realidad, yo sugiero que la espiritualidad es simplemente una característica más de estos modos de percepción. Esto implicaría que, al igual que todas las demás, nuestras percepciones espirituales no son representativas de ninguna verdad absoluta, sino que existen únicamente como una derivación de la forma en que nuestra especie está programada para interpretar la realidad» (M. Alper, 2008, 116). La última parte de este comentario sitúa bien el análisis del fenómeno espiritual, «liberado» (aunque no ignorante) de los debates filosóficos o teológicos sobre Dios o los dioses, distinción que ayuda a situar el análisis de forma desideologizada. Andrés Moya, biólogo y filósofo, catedrático de Genética en Valencia y premiado investigador en el tema evolutivo, considera que la preocupación espiritual, entendida de modo genérico, puede considerarse una característica adquirida por la humanidad por vía evolutiva: «¿Existe alguna ventaja en ser más o menos espiritual? Podemos especular sobre los posibles beneficios asociados a tener genes con predisposición a la espiritualidad. Tales genes podrían proporcionarnos estados de satisfacción personal en la medida en que nos sintiéramos uno con el universo, o que entendiéramos que la existencia tiene sentido; podrían ser condición para la evolución diferencial de estos individuos frente a aquellos otros que carecieran de ellos. Como suele ser recurrente en las consideraciones en torno a la evolución de determinados caracteres singulares de la especie humana, hemos de suponer que, en momentos concretos de nuestra evolución, cuando todavía la especie era numéricamente escasa y estaba atomizada en múltiples pequeños grupos, la aparición de genes con tales características podría facilitar una mayor capacidad reproductiva de sus portadores, básicamente por la positividad y felicidad de apreciar sentido a la existencia personal» (A. Moya, 2014, 110-111). Este tipo de reflexión se sitúa más allá de cualquier intención ideológica o apologética. Corresponde simplemente a la forma habitual de reflexionar en biología evolutiva acerca de la aparición de caracteres. b) Análisis neurológico Hoy son muy numerosos los estudios sobre la actividad cerebral conectada con las experiencias espirituales y religiosas, gracias a la aplicación de las nuevas técnicas de 66
registro cerebral. Patrick McNamara y P. Monroe Butler han resumido la situación de esta interesante aproximación (P. McNamara y P. M. Butler, 2015). Esta se basa en estudios neuropsicológicos derivados de la aplicación tanto de escalas de registros de religiosidad como de diversos sistemas de neuroimagen, como la PET (tomografía de emisión de positrones), fMRI (resonancia magnética funcional de imagen), SPECT (tomografía computacional de emisión de un único fotón) o EEG (electroencefalografía cuantitativa). McNamara y Butler describen los análisis neurorreligiosos básicamente a partir de los registros de exceso de religiosidad debidos a disfunciones cerebrales como la epilepsia del lóbulo temporal, la esquizofrenia, el desorden obsesivo-compulsivo o la escisión del lóbulo parietal. También exponen el estudio de la reducción de la religiosidad debida a daño cerebral, como en la enfermedad de Parkinson, el síndrome autista o las alteraciones de neurotransmisores como la dopamina o la serotonina. A este respecto, conviene comentar el sesgo que cubre las interpretaciones neurológicas de lo religioso hechas a partir de la patología cerebral. Efectivamente, la gran mayoría de personas espirituales o religiosas no tienen ninguna alteración de funciones cerebrales más allá de las normales en la población. No tiene, pues, sentido que a partir del estudio de la religiosidad en situaciones patológicas se deduzca que la religión corresponde a una situación neurológica anómala o alterada, como a veces se sugiere. Este tipo de conclusiones respondería al mismo vicio analítico que significaría intentar evaluar la imprescindible agresividad humana (el virtuoso aggredere, último de la clásica tríada abstine, sustine, aggredere, que define la salud como capacidad de asumir los retos) a base de analizar los asesinatos. Las célebres epilepsias del lóbulo temporal aparecen profusamente citadas a propósito de la religiosidad, pero el 90% de la gente que tiene experiencias espirituales o religiosas no tiene ninguna epilepsia. En la mayor parte de culturas, los fenómenos religiosos y espirituales son experiencias normales de gente normal, es decir, que responden a la «norma» de una mente humana en equilibrio normalmente inestable, que es el común. Hay que señalar que McNamara y Butler exponen también los estudios sobre religiosidad en población sana realizados por autores bien conocidos en este campo como Newberg, Azari, Beauregard, Schjodt, Harris, Capogianis, D’Aquilli, Persinger, Ramachandran y tantos otros, a los que hoy se une un enorme número de grupos que publican investigaciones sobre neurobiología de los ejercicios de espiritualidad y sus beneficios, y de los que se hablará en el capítulo 6. En la síntesis de su aportación, McNamara y Butler resumen los datos sobre neurobiología de la experiencia religiosa diciendo: «Los datos sugieren que existe una red de regiones cerebrales que son activadas de forma consistente cuando una persona realiza un acto religioso. Las regiones más importantes del cerebro para estudiar la expresión religiosa parecen ser un circuito que une el córtex prefrontal orbital y dorsomedial, el córtex prefrontal dorsolateral derecho, los sistemas ascendentes serotoninérgicos, el sistema dopaminérgico mesocortical, la amígdala/hipocampo y el lóbulo temporal anterior derecho». La cita de estas estructuras y transmisores no indica 67
que se trate de elementos específicamente propios de la religiosidad, sino de elementos comunes que se activan también en la religiosidad. Al estudio de los aspectos neurobiológicos de la espiritualidad y la religión ha hecho una aportación significativa Francisco Rubia, autor de referencia en el estudio de las relaciones entre cerebro y religiosidad, en el capítulo IV de una de sus obras relativas al tema (F. J. Rubia, 2015). c) Constructivismo psicosociológico Esta aproximación a los fenómenos que nos ocupan parte de la complejidad que se esconde detrás de lo que denominamos «religioso». Ello conlleva dificultades analíticas e interpretativas. Es como si considerásemos en bloque lo «artístico» sin distinguir artes plásticas, música, danza, literatura, cine, etc. Ann Taves ha analizado este planteamiento (A. Taves, 2009). Taves es una reconocida especialista en temas religiosos de la Universidad de Santa Bárbara (California) y presidenta de la American Academy of Religion. Partiendo de la noción de complejidad, se acerca al hecho religioso precisamente desde esta perspectiva. Nota Taves que lo denominado «religioso» designa fenómenos y experiencias muy diversos. Distingue la «religión» como expresión genérica, lo «religioso» como designación adjetiva de diversas realidades, y las «religiones» como concreciones parciales de religiosidad. A ello hay que añadir lo sagrado, lo mágico, lo supersticioso... que intersecciona con lo religioso. Por lo que a religiones se refiere, hay que distinguir la high religion de la folk religion por sus cualidades, y tener presente que, al hablar de religión, nos referimos a fenómenos cualitativamente tan distintos como pueden ser el chamanismo, las posesiones, la mística de alta calidad, los rituales, las conductas, las creencias, los relatos o mitos fundadores, las imaginaciones y proyecciones personales... Todos estos elementos son experimentados en diversos niveles de interiorización o experiencia, en los que Taves distingue fundamentalmente los tipos de conciencia del sujeto (intransitiva o conciencia de mí, y transitiva o conciencia de algo), los niveles de conciencia (bajo o alto) y los niveles de procesamiento mental (consciente o inconsciente). Teniendo en cuenta todos estos parámetros que interactúan, propone Taves una interpretación de lo religioso a través de un «paradigma interdisciplinario pluriestratificado». No es esta la ocasión para entrar a fondo en la propuesta integral de Taves, pero es oportuno evocar su análisis para llamar la atención sobre la simplificación que supone tratar el fenómeno religioso o espiritual como si se tratase de un objeto sencillo y compacto que se puede tratar a partir de observaciones y juicios simples, como con frecuencia se ve en textos generados para debatir controversias ideológicas de tipo fundamentalista, ya sean apologéticas (en favor de lo religioso), ya sean denostadoras (en contra). d) El debate sobre la secularización y la «anomalía europea»
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Si en algún lugar del mundo la sociedad no es «naturalmente espiritual», ese lugar es probablemente Europa. Europa constituye el área cultural más definida para situar el fenómeno de la secularización, hasta el punto de que esta secularización europea pueda ser considerada una «anomalía», habida cuenta de que la religión ha formado y forma parte aún normalmente de la mayoría de culturas. Pero esta situación europea, fruto de un intenso debate filosófico de algunos siglos, tiene el interés de obligar a una revisión fina de lo espiritual y lo religioso, revisión que puede iluminar aspectos interesantes del futuro de las espiritualidades y religiones en todo el planeta. Para una visión profunda y muy bien centrada de este problema, me remito a un excelente estudio publicado por Diego Bermejo (D. Bermejo, 2013) y cito aquí simplemente algunos de los temas que están en el centro de esta interesante controversia. El debate europeo acerca de lo religioso y espiritual se encuentra en un momento muy interesante, que configura un punto de inflexión en la historia del proceso secularizador. Por una parte, Europa se enfrenta por primera vez a una vivencia intercultural, en condiciones de igualdad social, que en el aspecto religioso desmiente la claridad del proceso de secularización. Se habla, y no solamente por la interculturalidad, de un « «retorno de lo religioso». Este retorno no hay que verlo como una satisfacción para nostálgicos que pensasen en recuperar posiciones perdidas, sino en un nuevo modelo de vivencia social de lo religioso en nuevos parámetros. Quizás tenga algo de «retorno de lo reprimido», pero, como es habitual, lo reprimido retorna en manifestaciones nuevas e imprevistas. Forman parte de este retorno movimientos culturales como la reivindicación de la espiritualidad por parte de grupos ateos; la práctica religiosa viva y desacomplejada protagonizada por colectivos inmigrantes (por ejemplo, islámicos o animistas subsaharianos); la reviviscencia de creencias y prácticas paganas (los viejos dioses lares y penates) en formas teñidas de expresiones tomadas en préstamo a las ciencias (energías indefinidas, calificativos cuánticos usados sin ton ni son); las evocaciones, entre nostálgicas y folk, de viejas tradiciones identitarias rescatadas de los acervos clásicos o medievales; y, desde luego, la infalible marea oriental, con un prestigio que nadie se atreve a valorar críticamente (se considera absurdo que el papa pueda emitir opiniones doctrinales o los curas lleven sotana y utilicen el latín, pero se admira que las autoridades budistas hablen de reencarnación, utilicen el sánscrito como idioma sagrado y se vistan con hábitos de color de té). Se trata, pues, de un «retorno» relativo y no exento de arbitrariedad. La nueva situación se produce en medio de un cambio social que ha privilegiado la definición individual; la dispersión, por tanto, de las adscripciones e identificaciones; y un ejercicio de la libertad que reduce a mínimos las exigencias comunes para dejar en manos de instituciones particulares la eventual proposición de objetivos que rezumen calidad y utopía. 69
En todo caso, la nueva situación parece que apunta a dar por finalizada la gran controversia sobre lo religioso, al menos en los términos en los que se establecía, dado que tanto la solemnidad de lo religioso como la capacidad crítica de la razón superior han entrado en crisis. La razón ha sido «enfriada» en sus pretensiones absolutas (aquí han intervenido la visión evolutiva y la relativización de la pretendida «razón pura», desmontada por la neurología) y el sujeto ha sido también apeado en sus «competencias», siguiendo en este punto el guion de los grandes maestros de la sospecha (Darwin, Freud, Nietzsche) y de los que han sacado conclusiones razonables de sus propuestas (desde Wittgenstein a Vattimo, pasando por Habermas).
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4.3. Indicadores de salud. Puntos cardinales Los creyentes gozan estadísticamente de la misma lucidez y estabilidad psíquica que los no religiosos o no espirituales. Están, por tanto, expuestos a los riesgos habituales de desequilibrios, obsesiones, alteraciones del humor, limitaciones relacionales, etc. En algunos casos, las deficiencias psíquicas pueden encontrar en la dimensión religiosa o espiritual una ocasión de desestabilización, igual que pueden hallar en ella una orientación sanadora. Algunas indicaciones pueden ilustrar los parámetros o direcciones en los que la profundización espiritual ofrezca más garantías de solidez. Serían como los puntos cardinales que permiten orientar correctamente esta apertura a dimensiones potencialmente desestabilizadoras, si no se despliegan dentro de horizontes de normalidad aceptable. El primer indicador de salud que conviene asegurar es una suficiente confianza en la vida, aquella que la psicología define como «confianza básica». Se trata de una emoción primaria y fundamental, anterior a cualquier planteamiento o razonamiento, aunque podrá recibir fuerza posteriormente de razones y propuestas, que impulsa al sujeto a entregarse confiadamente al oficio de vivir. Seguramente este estado mental se afianza en experiencias muy primarias conectadas con las relaciones primigenias que acompañan a un buen desarrollo del attachment, aquel proceso neuropsicobiológico en el que debuta la ternura del vivir. A medida que la persona avanza en su madurez mental, esta confianza podrá ser reforzada y confirmada por entornos y mensajes positivos y por una vida de calidad, lo que no significa siempre satisfacción o placer. La confianza básica se reviste de su mejor perspectiva cuando puede adjetivarse con la expresión «trascendental», es decir, una confianza que va más allá de las previsiones simplemente razonables de los parámetros psíquicos y sociales. La confianza trascendental, sugerida muy frecuentemente por espiritualidades y religiones, anuncia una consistencia de la vida que supera las coordenadas que solamente corresponden a los datos de nuestras percepciones inmediatas. Un segundo indicador de salud mental en el ámbito espiritual lo constituye la existencia de un yo suficientemente consolidado, asumiendo cordialmente su mundo condicionante pero sin depender de él, y afirmando su libertad y conciencia sin negar la vinculación y el reconocimiento de una realidad/ley superior, personal o impersonal. Técnicamente, expresaríamos esta situación hablando en términos freudianos de asunción sin esclavitud del «ello» y aceptación sin sumisión del «superyó». Sin un yo adecuadamente establecido y autónomo, la vida interior está en riesgo de derivas patológicas. Estas derivas pueden encontrar en los pretextos espirituales o religiosos aliados destructivos que orienten al individuo hacia situaciones sociales sectarias que intenten compensar o aprovecharse (se dan formas muy diversas), incluso con «buenas
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intenciones» pero con desafortunadas intervenciones, de las debilidades de los individuos para controlarlos so pretexto de promoción espiritual. El tercer indicador corresponde a la necesidad de ubicar lúcidamente las funciones espirituales y/o religiosas de la mente en un entramado razonable, es decir, susceptible de ser analizado por una razón informada y abierta, aunque consciente de la imposibilidad de exigir una fundamentación racional última y definitiva de la realidad, organizada por la contingente razón humana. El núcleo de la experiencia trascendente espiritual o religiosa permanece más allá de la analítica estricta de una razón pretendidamente definitiva, pero ello no autoriza a reclamar que lo religioso o espiritual pueda plantearse al margen de todo análisis racional. Al contrario, la función espiritual/religiosa ha de aceptar de buen grado e incluso ha de impulsar una confrontación ponderada entre la razón y cualquier otra dimensión mental en la complejidad de la mente humana. Tener intereses espirituales no debe ser una excusa para menospreciar la crítica racional proporcionada e informada. Es preciso disponer de un marco mental de referencias que den sentido e incluyan todo tipo de dimensiones de la mente: arcaicas y pulsionales, emocionales y de deseo, y críticas y razonables. Solamente una concepción global coherente de la realidad y de la presencia del sujeto en ella, en coherencia con los datos fiables que ofrecen la razón y las ciencias y que se asumen desde las propias necesidades y deseos, merece la confianza de poder constituirse como la urdimbre suficientemente firme sobre la que puedan tejerse sólidamente los vislumbres de aquella «otredad» que reclamaba como percepción enriquecedora Octavio Paz. Fideísmos exaltados y apuestas tipo credo quia absurdum son malos consejeros de una buena trascendencia. El cuarto indicador de salud que completaría los puntos cardinales que hacen buena una buena espiritualidad sería una adecuada conciencia corporal. El eterno debate dualista del que el mundo occidental ha sido profundamente tributario (probablemente por la tremenda influencia de Platón, que logró ofuscar en este punto la más equilibrada visión semita de la Biblia) ha dado como resultado una espiritualización artificiosa de la vida, que ha convertido la espiritualidad en un asunto «del alma», con las pésimas consecuencias que esto ha tenido para la consideración del cuerpo y de todos los elementos vitales que han sido adscritos a esta «parte» defectiva del ser humano. De ello ha derivado la alergia al placer y a algunas grandes dimensiones de la vida lógicamente asociadas a esta dimensión, como la sexualidad, que ha acabado en los antípodas de la espiritualidad y designada como el elemento central de los impedimentos para la vida espiritual. También Oriente, a pesar de sus tradiciones tántricas, ha coincidido, en definitiva, en que la sexualidad debe ser tratada en clave «singular» y sospechosa o seductora (poco «normal») en relación con la trascendencia y la divinidad. El cuerpo y todas las dimensiones personales más evocadoras de lo corporal no son o dejan de ser espirituales por ser corporales sino, en todo caso, por ser egoístas. Desde el punto de vista neuropsicológico, una buena convivencia con los aspectos corporales de la persona 72
es importante para respetar la unidad del individuo y para establecer una sanidad psicosomática que propicie una sanidad espiritual o religiosa. De lo contrario, todo un panel central de la persona se convierte en su enemigo. Estudios elegantes y muy rigurosos han aportado hoy conocimientos muy detallados, incluso a nivel de conexiones celulares, de cómo las formas de vivir nuestra corporalidad condicionan los códigos de interocepción propios de cada uno, es decir, que vivimos nuestro cuerpo de acuerdo con las buenas o malas predicciones que de él nos configuramos (L. F. Barrett y W. K. Simmons, 2015). En este tema las influencias orientales en el ámbito de las espiritualidades han aportado alguna corrección beneficiosa al desmesurado intelectualismo espiritual de Occidente, aunque estas aportaciones frecuentemente han empobrecido la riqueza espiritual original, reduciéndolas a una práctica funcional somática. La adopción de prácticas espirituales de origen oriental, en las que se revaloriza el papel de la postura o la respiración como elementos de fijación de la atención, ha ayudado a recuperar el valor de la dimensión corporal en la experiencia humana y concretamente en sus aspectos más característicos de las preocupaciones trascendentes. En relación con el tema de indicadores de salud, todos los interesados en los temas espirituales tendrían que afrontar valientemente el reto de valorar hasta qué punto hay que presentar las espiritualidades como condición de sanidad. Efectivamente, se corre el riesgo de sustituir las viejas imposiciones institucionales de obligaciones espirituales impuestas desde la autoridad religiosa por imposiciones que se basasen en pretendidas necesidades psicológicas, lo que equivaldría, si fuesen imposiciones, a mantener una actitud de impertinencia al no dejar en paz al sujeto para que descubra libremente los beneficios de la espiritualidad. La espiritualidad, para ser provechosa, debe mantener el tono de un descubrimiento gracioso y enriquecedor para el que valen propedéuticas, pero no imposiciones.
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4.4. Las espiritualidades Al hablar de espiritualidades me refiero aquí, como puede ya suponerse en este momento del escrito, a configuraciones generales del espíritu que nos permitan interpretar nuestro mundo interior y situarlo en un marco de sensibilidad y sentido para la vida. El perfil de estas configuraciones es variado, de acuerdo con las biografías personales y los contextos culturales en los que estas biografías se han desarrollado. A continuación describo algunas de estas configuraciones, aunque estas descripciones no se excluyen unas a otras, sino que más bien constituyen acentos concretos compatibles entre ellos. a) Espiritualidades religiosas La gran mayoría de tradiciones espirituales han estado y están vehiculadas por tradiciones religiosas. Dicho de otra manera, la mayoría de humanos que son espirituales lo son porque son religiosos. Esto significa que su espiritualidad tiene como referencia una realidad (a la que genéricamente llamamos Dios o dioses) en la que contemplan el origen de la vida, su fundamento perenne y una referencia final en un límite que está más allá de las coordenadas de espacio/tiempo en las que nos movemos. Esta referencia religiosa, cuando es correcta, no establece una heteronomía, sino una autonomía que es teónoma en tanto que fundante y enriquecedora. Ser religioso implica vivir «en relación con...», aunque no en «dependencia servil respecto de...», de forma parecida a como la vinculación que implica una correcta relación humana supone vivir en relación con el otro en situación de empatía y simpatía, pero no dependiente de él. Este estado relacional maduro es importante en la espiritualidad religiosa para que esta espiritualidad no se vuelva alienante. Muestras de espiritualidades religiosas satisfactorias las tenemos en las grandes tradiciones: hebreas, cristianas, índicas, islámicas... que han dado lugar a movimientos espirituales tanto populares como selectos, de tipo místico, abiertos a la benevolencia universal y estructurados en el eje amoroso que es el estado maduro de la evolución personal. Este amor está dirigido a Dios o a cualquier «otro». El desarrollo de estas espiritualidades ha dado lugar en el Occidente cristiano a eminentes escuelas como las monacales y eremíticas antiguas, herederas del vivo monacato cristiano oriental; la espiritualidad benedictina, la carmelitana, la dominica, la franciscana, la jesuítica y las modernas espiritualidades de compromiso social. En el mundo musulmán destaca el sufismo, y en el judío la espiritualidad jasídica, caracterizadas ambas por las imágenes de la ternura y humor de Dios. Estas espiritualidades religiosas, fundamentalmente judeocristianas, islámicas e hindúes, reciben hoy la adhesión de más de media humanidad. Las espiritualidades religiosas, especialmente las grandes tradiciones judías, cristianas e islámicas están presididas en origen por un carácter profético liberador en favor de la justicia. Este empuje liberador lleva asociada una actitud ambivalente, en la 74
medida en que el mensaje tiende a ser proclamado como imperativo, y por tanto ha tendido históricamente a ser impuesto, con la cobertura ideológica de nociones como «pueblo escogido» o la contraposición «fieles/infieles». Esta situación ha sido asociada con razón a algunos aspectos poco edificantes del desarrollo histórico de estas tradiciones, como el uso de la violencia exterior o la imposición moral por medio del temor y la amenaza. Algunas tradiciones religiosas que no han dado paso a la universalidad probablemente hayan sido más deficientes en cuanto a la madurez psicológica y adaptabilidad deseable en una religión, y no han dado lugar a planteamientos espirituales de calidad. Posiblemente sea el caso de tradiciones religiosas como las del imperio romano, la egipcia o las mesoamericanas, más conectadas con elementos cósmicos, agrarios o políticos que con dimensiones de relación personal. En el capítulo siguiente se detallará la dimensión teológica de las espiritualidades religiosas. b) La introspección Una gran tradición espiritual, muy fundamental en la cultura oriental, considera que el aspecto central de la preocupación espiritual consiste en profundizar en la experiencia del yo, a fin de aclarar los mecanismos que en ella se esconden, y analizar la misma realidad del yo. En esta tradición, la mirada sobre el propio yo no tiene solamente el interés de evitar caer en las asechanzas que pueden deformar nuestro mundo interior, sino que está presidida por la sospecha de que las sensaciones, deseos y decisiones que adoptamos son engañosos. A la introspección que puede desarmar estas acechanzas ha de seguir, pues, un silenciamiento del propio yo que, desvelado por un trabajo de extinción del engaño, queda abierto a una iluminación que le traerá a la verdadera comprensión de todo. El desafío de este planteamiento es duro y seductor, y a su servicio Oriente ha generado grandes y variadas tradiciones espirituales orientadas a la introspección, entre las que se cuentan las correspondientes a los movimientos espirituales índicos (el jainismo, por ejemplo, con su no-violencia llevada al extremo, o el yoga que impregna los movimientos religiosos que denominamos hinduismo) y las derivaciones índicas que evolucionan hacia el budismo con la gran paleta de técnicas de interiorización del zen, o la rica tradición taoísta china, con su cultivo de la plenitud que revela la nada y orienta el camino. Estas tradiciones han trabajado hasta la sofisticación prácticas de interiorización completas y variadas que van asociadas a contenidos filosóficos concretos, disciplinas ascéticas muy serias y prácticas de interiorización muy completas y exigentes. Occidente ha quedado seducido en la actualidad (a veces solamente de forma superficial y parcial) por estos planteamientos, probablemente desencantado por el cansancio que una excesiva formalización de la propia tradición espiritual había generado. Estas tradiciones orientales carecen, en ocasiones, de formulación religiosa explícita (no plantean el tema), aunque frecuentemente acaben bien integradas en formas 75
religiosas (como el yoga en ciertas formas de hinduismo), bien funcionando a nivel popular como auténticas religiones (es el caso de algunas formas del budismo). En algunos casos existe un planteamiento filosófico no dualista (Advaita Vedanta, por ejemplo), a partir del cual es difícil establecer semejanzas o diferencias con las doctrinas o propuestas occidentales. Las tradiciones religiosas índicas son múltiples, no se estructuran en instituciones como las Iglesias, y tienen filosofías de referencia muy alejadas de las occidentales (por ejemplo, sistemas lógicos que compaginan los contradictorios, relativizando las «evidencias» tan caras a Occidente), todo lo cual enriquece el panorama pero no facilita comparaciones sencillas ni permite fáciles trasvases interculturales oportunistas. c) Espiritualidades humanistas no religiosas El clima espiritual europeo, ya desde los griegos, se ha desenvuelto en un panorama mental presidido por la observación, en cuyo valor se confía, y por un uso privilegiado del razonamiento. En este contexto, las expansiones místicas o las entregas fiduciales trascendentes no tienen fácil ubicación. Esta postura espiritual ha dado lugar preferentemente a lo que hoy denominamos posturas humanísticas (sin que ello suponga minusvalorar el carácter humanístico de las espiritualidades religiosas o centradas en la introspección). La cultura griega, que es estructuralmente religiosa, aunque no es este aspecto el que destaca en ella, dio lugar a propuestas espirituales humanistas de gran calado. Pierre Hadot ha sido, sin duda, uno de los autores que mejor ha expuesto cómo la filosofía/espiritualidad griega destacó por sus planteamientos acerca del arte de vivir sin caer en el «vértigo» en el que caía la noción del yo en las sabidurías orientales (P. Hadot, 2006). Hadot analiza especialmente el estoicismo y el epicureísmo en autores como Sócrates o Marco Aurelio, relacionándolos con Platón o Filón y dibujando un interesante panorama de la espiritualidad humanista. En este panorama destacan las recomendaciones psicológicas sobre el control de la atención, los ejercicios de meditación, el dominio de sí mismo y una propuesta de indiferencia sabia ante los estímulos irrelevantes. Estos planteamientos de la espiritualidad humanista griega son los que hoy, con pocas variaciones, reeditan las propuestas espirituales humanistas ateas o gnósticas (nihil novum sub sole!) con gran alivio de muchas personas apasionadas por el arte de vivir y que lamentaban una especie de marginación que sufrían en relación con la cualidad de sus preocupaciones espirituales. La cultura occidental retoma las propuestas griegas después del importante paréntesis de dominio absoluto de la espiritualidad religiosa cristiana en Europa. Un texto como el de André Comte-Sponville sobre la espiritualidad sin Dios puede ser una buena muestra de ello (A. Comte-Sponville, 2006). Este planteamiento humanista, expresamente no religioso, permite a Occidente establecer un 76
panorama secular y a la vez espiritual más completo en las sociedades europeas, reconocedoras también del importante papel que las espiritualidades religiosas representan aún en el Viejo Continente. Las espiritualidades humanistas en muchas de sus propuestas coinciden con recomendaciones y prácticas que emanan de la psicología o las escuelas de relajación en sus diversas versiones y que están ampliamente representadas en Occidente. d) La pasión por la justicia Desde sensibilidades trascendentes variadas nace una espiritualidad que coloca la decencia y la justicia en el nivel más alto de la trascendencia y entiende que la realización más completa del arte de vivir es el compromiso con los otros, concretamente con las víctimas, para restablecer la justicia. Esta pasión por la justicia brilla en biografías concretas que, juntas, dibujan una espiritualidad que puede enorgullecer a la especie humana. Evoco a continuación algunas de estas biografías prácticamente contemporáneas, pero que se podrían ir seleccionando de cualquier época histórica. Son de personajes que podrían ser nuestros vecinos y en los que tenemos el gusto de reconocer nuestros maestros espirituales. DA W AUNG SA N SUU KY I . Política birmana nacida en 1945, símbolo de la lucha en favor de la libertad y la democracia. Educada en Oxford, inspirándose en Gandhi luchó pacíficamente contra la dictadura militar birmana, que la mantuvo confinada durante años, impidiéndole el contacto con su familia y torpedeando sus actividades democráticas, en las que persistió con coraje. Recibió el premio Sájarov a la Libertad de Conciencia y el premio Nobel de la Paz en 1991. ÓSCA R ROMERO. Arzobispo católico de San Salvador. Hombre más bien tímido y conservador, al ser encargado de la diócesis de San Salvador entendió la situación injusta mantenida por la dictadura y se posicionó valientemente en favor de los pobres y la justicia. Fue asesinado el 24 de marzo de 1980 por militares salvadoreños (dirigidos por Roberto d’Aubuisson y Álvaro Saravia) mientras celebraba la eucaristía en la catedral. Fue beatificado en mayo de 2015 y es venerado en diversas Iglesias cristianas. ETTY HILLESUM. Judía holandesa nacida en 1914, estudiosa de jurisprudencia, filosofía y lenguas eslavas. Vivió una vida pasional en diversas relaciones amorosas y alcanzó una visión profunda de los procesos internos que vivía, analizados en una honda terapia. Con ocasión de la segunda guerra mundial y la persecución a los judíos, rehusó esconderse y eligió un compromiso activo con la resistencia y la solidaridad con sus hermanos judíos perseguidos, aceptando el riesgo de morir con una entereza ejemplar, que expresó en una de sus frases, escrita en sus impresionantes diarios: «Si llegase a sobrevivir a esta etapa, surgiré como un ser más sabio y profundo; mas, si sucumbo,
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moriré como un ser más sabio y profundo». Interpretó su entrega como una profunda ocasión de intimidad con Dios. Moría gaseada en Auschwitz al final de 1943. DESMOND TUTU. Nacido en Transvaal en 1931, llegó a ser arzobispo de la Iglesia anglicana en Ciudad del Cabo y destacó por su clara oposición al apartheid, que describía diciendo: «Cuando vinieron los misioneros a África, ellos tenían la Biblia y nosotros, la tierra. Nos dijeron: “Vamos a rezar”. Cerramos los ojos. Cuando los abrimos, teníamos la Biblia y ellos, la tierra». Se apuntó decididamente a una reivindicación estricta de igualdad, diciendo: «Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor». En los años 80 luchó activamente contra el apartheid, lo que le mereció el premio Nobel de la Paz, trabajando por la reconciliación de su país. DOROTHY DA Y . Periodista y activista social norteamericana (1897-1980), anarquista católica y miembro del Partido Socialista de Estados Unidos. Tuvo una vida familiar poco convencional, abandonada por su marido. Creó el Catholic Worker, movimiento social dedicado al pacifismo y la lucha a favor de los desheredados. Se adhirió como laica al movimiento benedictino. Renegaba del Estado, al que llamaba «Estado de esclavos»; defendía el «distributismo», propuesta social alternativa que promovió como sistema de comunidad de recursos con los más pobres y los desahuciados, inspirándose en Kropotkin. IGNA CIO ELLA CURÍA . Jesuita vasco (1930-1989). Filósofo y teólogo, estudioso de Zubiri. Profesor en la UCA de El Salvador, puso su gran capacidad intelectual al servicio de la teología de la liberación, enfrentándose a la dictadura militar salvadoreña, que le amenazó de muerte. Lejos de amedrentarse, siguió manifestando su posición como Rector de la UCA, reclamando la solución pacífica de la situación salvadoreña. Fue asesinado junto con otros cinco jesuitas, la señora que cuidaba la residencia y su hija de 15 años, por un conjunto de militares, todos identificados, dirigido por el coronel René Emilio Ponce. VÁ CLA V HA V EL (1936-2011). Político checoslovaco que se opuso a la invasión soviética de su país en 1968 durante la Primavera de Praga. Fue detenido, y posteriormente firmó la Carta de los 77 y fue líder del Fórum Cívico. Al caer la dictadura comunista en la Revolución de terciopelo, fue escogido presidente de la República. Su buen hacer político le valió un reconocimiento general e internacional, concretado en diversos premios (Simón Bolívar, Carlomagno, Príncipe de Asturias, Catalunya, Erasmus...). JOA N ALSINA . Nacido en Castelló d’Empúries (Girona) en 1942, se ordenó sacerdote y fue a trabajar a Chile en 1968 con los más necesitados como sacerdote obrero, ilusionado con la teología de la liberación y con el socialismo democrático de Salvador Allende. Ocho días después del golpe de Estado de Pinochet (19 de septiembre
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de 1973) fue secuestrado, apaleado y asesinado en Puente Bulnes, junto al río Mapocho, en Santiago. La lista podría alargarse enormemente, sobre todo con la cita de los millares de luchadores y luchadoras anónimas y de las víctimas de tantos frentes, que se pueden unir a las brillantes citas de los grandes personajes que han manifestado su pasión vital trascendental en el compromiso por los otros, como Gandhi, Luther King, Hammarsjköld, Mandela, Simone Weil o Bonhoeffer. Su perfil nos recuerda que desde perspectivas diferentes puede centrarse la preocupación espiritual al servicio de la justicia, propuesta transversal muy frecuente entre diferentes tradiciones espirituales. e) La seducción de la fórmula. ¿El yo perdido en el cosmos? Desde tiempos muy antiguos, muchas grandes reflexiones han concluido que nuestra vida puede integrarse en formulaciones exactas que describan nuestra realidad concreta en el marco de la realidad total, entendida como una construcción armónica que se puede formular en conceptos matemáticos o geométricos. Esta referencia fundamental permite situar la mente humana en coordenadas espirituales que le den sentido y estabilidad. Tal propuesta aparece en diversas épocas y localizaciones culturales. Los pitagóricos, dependientes de Pitágoras (siglo VI a. C.), constituyen la muestra más brillante de la espiritualidad cosmológica y de la armonía del mundo en la cultura griega. En el pitagorismo coinciden las concepciones matemáticas y las preocupaciones espirituales, hasta tal punto que el pitagorismo se concreta en una secta religiosa, dotada de poder político. El pitagorismo parte de unas concepciones básicas que suponen que el mundo es un cosmos (orden armónico), que todos sus elementos están unidos por lazos de parentesco, que el alma individual vive conectada a lo divino, y que el conocimiento del orden universal es una tarea espiritual que permite descubrir los aspectos divinos de uno mismo. En este contexto espiritual, los pitagóricos reflexionaron sobre matemáticas y geometría, sobre música, sobre filosofía (que en Pitágoras tiene siempre connotaciones religiosas) y sobre la divinidad. Pitágoras argumenta sobre la inmortalidad del alma en razón de su parentesco divino. Los tratados numerológicos pitagóricos abundan en elucubraciones filosóficas y espirituales muy interconectadas. La dimensión espiritual del pitagorismo resulta, pues, evidente e incluso llamativa. En el mundo oriental, la espiritualidad unida a identificaciones cósmicas se manifiesta en la antiquísima tradición china del I Ching, el «Libro de las mutaciones» o «Libro de los cambios», cuyo origen se sitúa de forma inconcreta en el tercer milenio antes del presente. Este texto contiene la presentación de una serie de figuras, los trigramas iniciales, que simbolizan las grandes realidades fundamentales del universo. Posteriormente se añaden los hexagramas, combinaciones de los trigramas que aumentan el carácter descriptivo y explicativo de la armonía universal. El I Ching tiene una 79
influencia decisiva en toda la mentalidad china, y muy concretamente en las dos grandes figuras de la espiritualidad china: Confucio y Lao-Tse. Confucio concretamente, en el siglo VI a. C., escribe sus comentarios al respecto ensalzando la armonía que preside el universo, la sociedad y el individuo. En su estela se desarrolla el confucianismo, movimiento filosófico y espiritual de gran importancia en la cultura china. Relacionado con Confucio está Lao-Tse, el otro gran referente de la cultura y espiritualidad chinas. De ubicación histórica incierta (¿contemporáneo de Confucio?), su obra Tao Te King constituye una de las referencias centrales de la literatura universal. El Tao Te King analiza el Tao o camino, realidad superior y también concreta, que explica la armonía del mundo teniendo en cuenta el carácter dual de la realidad, expresado en el Yin y el Yang, elementos confrontados y complementarios. La vida china está presidida por esta armonía que hay que descubrir. La sociedad china, alterada por el paréntesis brutal del maoísmo, está hoy a la expectativa para descubrir qué tipo de actitudes espirituales pueden de nuevo inspirar una sociedad inmensa por su calidad y dimensión demográfica, y por el papel que le pueda corresponder en la cultura mundial. La versión actual del planteamiento de la espiritualidad planteada matemática y físicamente pasa por la cosmología, la cual tiene a su favor el prestigio indudable de la ciencia, cuyas conclusiones, hipótesis u opiniones pasan por infalibles ante el gran público. Decir que somos «polvo de estrellas», además de contener aspectos de verdad muy interesantes, sugiere que en esta definición quedan resueltas todas las grandes cuestiones que plantea la experiencia humana, lo cual no es el caso. Afirmar la naturaleza «polvorienta» de nuestra constitución no la explica. Sea cual sea la actitud espiritual de entenderse a sí mismo, en el límite, como una coagulación ocasional entre redes, nódulos y bucles cerebrales y mentales en el inmenso universo o pluriverso, genera una cierta confortabilidad mental no exenta de soledad interestelar. Tegmark, con su carismática presentación de nuestro universo matemático, es un brillante modelo de espiritualidad (autoconciencia reflexiva en formato trascendente) cósmica, en la que muchos se sienten incluidos. Es verdad que no entendemos probablemente gran cosa de expresiones como «los humanos nos correspondemos con determinados patrones de trenza dentro del espacio-tiempo» (M. Tegmark, 2014, 321), pero muchos se sienten hoy mejor descritos en esta frase que en formulaciones filosóficas o teológicas clásicas de las que tampoco entendían gran cosa. Las formulaciones de hoy tienen, al menos, un tono científico. Y la verdad es que textos como el de Tegmark al que acabo de aludir son atractivos y sugerentes (tanto como difíciles). Es el oscuro atractivo de la física más compleja que existe. Pero es esta física y su simbología, y no la simbología religiosa, la que mueve hoy muchos auténticos intereses espirituales. De hecho, el prestigio de los libros de Stephen Hawking (gran físico de referencia de nuestra cultura), de los que la gran mayoría de lectores es posible que no entiendan gran cosa, proviene de su categoría como físico (no tanto como filósofo) y del hecho de que proclame, en una clave un tanto pitagórica, que «si descubrimos una teoría completa, debería en su momento ser comprensible en sus 80
líneas generales por todos, no solo por unos pocos científicos. Entonces todos seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué el universo existe. Si encontramos la respuesta a ello, sería el triunfo definitivo de la razón humana, pues entonces conoceríamos la mente de Dios» (S. W. Hawking, 2007, 139). No puede pedirse una declaración más «espiritual» y «pitagórica», en la línea además de descubrir una Nueva Alianza que sustituya a la Antigua Alianza (la bíblica), Nueva Alianza que Monod proclamó desde la biología y Hawking proclama hoy desde la cosmología. Esta Nueva Alianza, además, implica el fin de la filosofía, que está muerta, tal como proclama Hawking: «Tradicionalmente estas son cuestiones (se refiere a las grandes preguntas de todas las épocas) para la filosofía, pero la filosofía ha muerto. La filosofía no ha podido asumir el moderno desarrollo de la ciencia. Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda del conocimiento» (S. W. Hawking y L. Mlodinow, 2010, 5). En este panorama, no deja de ser preocupante el golpe de Estado que Hawking propone en el mundo mental, al asignar a la ciencia el papel de sustituir tanto al pensamiento filosófico como al simbólico. «Demasiado para el cuerpo», como dirían algunos. f) Hermana Tierra El hombre vivió alrededor de un millón de años en paz como elemento de la Tierra, que había sido su cuna y su fuente pacífica de vida. Pero de dura vida. Hace unos diez mil años comenzó una lucha original para mejorar su condición, constituyéndose así en especie explotadora, rompiendo los modelos de presencia de una especie en la Tierra. Desde hace algunos centenares de años, esta explotación se ha acelerado brutalmente por una explosión demográfica espectacular, la aparición de técnicas potentísimas de explotación, el consumo de exoenergía creciente por un uso desproporcionado de recursos, y la consecuente y creciente contaminación del medio (tierra, agua, aire). De la explotación de la Tierra hemos pasado a asolarla y depredarla. En el corazón de esta controvertida acción humana está la compleja noción de «natural», noción muy discutible cuando se aplica a la especie humana, que precisamente ha logrado una cierto nivel de confortabilidad domando esta «naturaleza», que en estado puro significaría una situación de precariedad y sufrimiento que la especie vivió durante milenios y que nadie añora. Lo llamado «natural» en la especie humana es artificial por naturaleza. Así de complicado. Desde siempre ha habido personas que han propuesto una actitud espiritual de presencia agradecida, respetuosa y morigerada en la Tierra. Hoy esta propuesta se ha convertido en advertencia y amenaza. Ser respetuoso con la Tierra no es solamente una opción espiritual sino una necesidad, si existe conciencia de responsabilidad a largo plazo y mentalidad global. Muchos empiezan a entender que habrá que adoptar una vida de
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contención y que esto exige una actitud espiritual, no solamente una decisión estratégica de supervivencia. La fraternidad con la Tierra apareció en Oriente y Occidente como propuesta espiritual integral. Jainitas indios, corrientes religiosas índicas y tradiciones budistas invitaban en Oriente a una presencia ascética entre las demás especies vivientes. Francisco de Asís, en Occidente, llamaba la atención de todos invocando con alegría y sencillez a la hermana Tierra. Y más hacia Occidente, los aborígenes americanos expresaban ante sus invasores su extrañeza por su codicia para comprar o vender la naturaleza. El célebre jefe Seattle, de la tribu Suwamish, se lo expresaba al presidente Pierce de los Estados Unidos en 1855, diciendo: «¿Cómo podéis comprar o vender el cielo o el calor de la Tierra? Se nos hace extraña esta idea. No son nuestros el frescor del aire ni los reflejos del agua. ¿Cómo podrían ser comprados? [...] La hoja resplandeciente, la arenosa playa, la niebla dentro del bosque, el claro en la arboleda y el zumbido del insecto son experiencias sagradas». Y el jefe y chamán sioux Sitting Bull decía, anticipándose a la urgencia ecológica actual: «La Tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la Tierra». Desde la ciencia, Edward Goldsmith ya hace años publicaba su «Tao de la ecología», en donde, en 66 propuestas, presentaba una actitud ecológica crítica con el progreso sin criterios en el que estamos metidos (E. Goldsmith, 1999). Goldsmith cita expresamente el Tao al indicar las fuentes de su inspiración en favor de una actitud espiritual de respeto a la Tierra. El astrofísico Trinh Xuan Thuan, nacido en Hanói, formado en el Caltech de California y profesor de Astrofísica en Virginia, reclama desvelar nuestra conciencia a la magia del universo para pensar y actuar con justicia de modo que podamos reconocer el universo en un grano de arena. Aquí hay una integración de la física, la ecología, la espiritualidad y la justicia. No es sencillo coordinar el progreso, la justicia y el respeto a la Tierra, pero es urgente emprender el camino filosófico, científico, tecnológico y espiritual en esta dirección. Numerosas iniciativas apuntan en esta línea. Entre espiritual y filosófica es la aproximación de Catherine y Raphaël Larrère, por ejemplo (C. Larrère y R. Larrère, 2015), o entre espiritual, ecológica y teológica, la encíclica del papa Francisco de 2015 sobre el tema. Numerosas iniciativas nacen en diversas partes del mundo reclamando una reacción frente al delirio del crecimiento a cualquier precio y a un sistema de vida poco razonable que vive de la obsesión por la productividad y el consumo, la eficiencia y la competitividad y la aceleración de todos los parámetros. Estas iniciativas insisten en una vida slow (slow food, por ejemplo) o en el aprecio de lo small (small is beautiful), en el vegetarianismo, veganismo, etc. y en la exhortación a romper con la actitud caracterizada por lo que llaman el «síndrome de la felicidad aplazada». Son movimientos testimoniales, pero que en su conjunto indican una reacción espiritual frente al malestar difuso generado por un modo de vida que se percibe como poco «natural».
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g) La belleza La belleza puede ser un camino espiritual muy significativo en la revelación de «lo otro», esa segunda dimensión que se insinúa en la realidad. Además, este camino se mantiene vigente con gran fuerza en todas las dimensiones culturales y en casi todas las personas. Su virtualidad espiritual, sin embargo, no es tan evidente. Lo estético puede ser plataforma de lanzamiento de lo espiritual, pero su disfrute inmediato hace que a veces no se acaben de encender los motores y se aborte el lanzamiento, quedando en el diletantismo, el rito, la liturgia, el entretenimiento. Como reza el proverbio chino, la vista queda fijada en el dedo que señala la luna, en vez de dirigirse a la luna. La belleza tiene el gran interés de su parentesco inmediato con lo simbólico, que es el camino real de lo trascendente y lo religioso. Espiritualidad, belleza, simbolismo y trascendencia mantienen una íntima relación y así se ha manifestado desde los albores de la cultura. Cuando contemplamos las maravillas del arte en Altamira, Tassili n’Ajjer, Chauvet o Lascaux, uno puede divagar productivamente entre la contemplación estética, el éxtasis, la sugerencia trascendente y los mitos más brillantes que mantuvieron en vida aquellos humanos iniciales. La belleza, más allá de controversias ideológicas, conserva su vigor evocativo en toda circunstancia y es, por ello, un referente espiritual elemental de gran interés. H. G. Gadamer, el gran maestro de la hermenéutica, analizó lo estético como portador de verdad. J. Trebolle analiza esta dimensión de la obra del filósofo, que insistía en que el marco forma parte del cuadro, en un artículo en el que estudia el factor estético en la hermenéutica de lo religioso. Dice Trebolle: «Junto a la palabra, la imagen es también cauce de apertura a la verdad, y es ella misma una manifestación de la verdad. Las artes plásticas manifiestan por ello una pretensión de verdad». Tanto la imagen como la palabra son verdaderas representaciones en sentido jurídico, es decir, no están ahí en lugar de otra cosa como un sustituto o sucedáneo, sino que lo representado en la imagen y en la palabra «está ello mismo ahí y tal como puede estar ahí en absoluto». Refiriéndose a la doctrina tradicional católica sobre la transubstanciación eucarística, afirma que lo representado en la obra de arte «no solo se remite a algo, sino que en ella está propiamente aquello a lo que se remite» (J. Trebolle, 1998, 537). Lo mismo podría decirse respecto de la música, y esta interpretación hace de la experiencia estética una experiencia espiritual y trascendente propiamente dicha. En la cultura oriental, el valor trascendente de lo artístico queda probablemente mejor preservado. Valgan un par de citas al respecto. Tomonobu Imanichi expone el valor espiritual de la estética religiosa del templo shinto japonés como ejemplo de ritualización primitiva predogmática, en la que convergen estructura arquitectónica, estructura simbólica, práctica ritual y ejercicio musical. Lo mismo comenta con relación a la estética litúrgica del budismo zen en Japón y el confucianismo en China (T. Imamichi,
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1998). Vicente Merlo, por su parte, analiza el carácter místico de la experiencia estética en la tradición índica (V. Merlo, 1998). Por razones complejas, pero entre las que destaca la fascinación por la técnica y sus resultados empíricos concretos, Occidente ha perdido la capacidad de contemplar y dejarse seducir por un más allá de calidad. Aquí el posible despegue espiritual de lo estético queda con frecuencia abortado por la inmediatez e incapacidad de trascender que lo invade todo. En esta situación, es difícil dejarse arrebatar por lo estético. Hay, sin embargo, artistas modelo de esta búsqueda, o mejor recepción, de la trascendencia del arte. A. Tàpies es un ejemplo brillante. Este autor ha expresado en muchos escritos sus puntos de vista al respecto (A. Tàpies, 2008). J. A. Valente publicó un pequeño libro en el que dialoga con Tàpies (A. Tàpies y J. A. Valente, 2004). Algunas expresiones recogidas en este librito son significativas: «Eso me gusta, que pasen cosas de las que yo mismo me sorprendo [...]. Quizá esto explica aquel “yo no busco, encuentro”, que en una ocasión dijo Picasso. Los poetas y los pintores estamos en un estado de ánimo especial que nos provoca como visiones [...]. Este cuarto elemento, la divina sabiduría, es muy importante» (p. 11). «A veces se interpreta mal, porque en una época tan materialista como la nuestra puede parecer un retorno a viejas creencias religiosas institucionales. Según como lo interpretamos, el nombre divino puede ser algo muy actual» (p. 13). «Se cree que este estado (el místico), que también se puede calificar con una palabra que está muy denostada, el éxtasis, es quedarse colgado como de una nube para siempre. Cuando la verdad es que se trata de un estado transitorio. Pero entonces vuelves a la realidad y la comprendes mejor. Y te hace ver más claramente la unidad universal de todas las cosas» (p. 20). «Quizás lo ideal sería que no fuese necesario ni pintar ni escribir, que solo con un gesto nos comunicásemos y alcanzáramos esta visión de la realidad última» (p. 26). «Estas imágenes en mis intenciones, como en la mayoría de obras de arte, jamás han sido un fin en sí mismas, sino que han de verse como un trampolín, como un medio para alcanzar unas metas más lejanas» (p. 46). «Mis muros, ventanas o puertas –o cuando menos su sugerencia– [...] siguen en pie sin eludir responsabilidades y con su carga arquetípica y simbólica» (p. 46). «¡Qué gran sorpresa tuve, por ejemplo, al saber posteriormente que la obra de Bodhidharma, fundador del zen, se llamó contemplación del muro en el Mahayana! Que los templos del zen tenían jardines de arena formando estrías o franjas parecidas a los surcos de algunos de mis cuadros. Que los orientales ya habían definido determinados elementos o sentimientos en la obra de arte que inconscientemente afloraban entonces en mi espíritu: los ingredientes Sabi, Wabi, Aware, Yugen... Que en la meditación búdica buscan igualmente un apoyo en unas Kasinas, consistentes a veces en tierra colocada en un marco, en un agujero, en una pared, en materia carbonizada» (p. 53).
En definitiva, en todas las culturas aparecen aspectos simbólicos que intentan dar razón o expresar las dimensiones «trascendentes» de la experiencia humana, que en este sentido pueden considerarse espirituales, y que manifiestan una íntima conexión con aspectos estéticos o artísticos, en los que se expresan intuiciones, anhelos y aspiraciones o proyectos utópicos que señalan este lujo o sobreabundancia que la mente humana manifiesta constantemente. 84
4.5. El genio original y el peaje institucional Cualquier propuesta, proclama, movimiento o utopía de calidad suele nacer de una intuición genial, que posteriormente se concreta en una programación o un conjunto de relatos o proposiciones y finalmente tiende a institucionalizarse, es decir, concretarse en un conjunto de estructuras sociales, personas, legislaciones y costumbres, que son las que van trasmitiendo entre generaciones la intuición original. Se trata de tres estados sucesivos que se producen siempre, de forma ineludible, por lo que podríamos considerar esto como una condición antropológica inevitable. Digo «inevitable», como si de algo amenazador se tratase, y es así en cierta manera, en la medida en que la institucionalización suele llevar aparejadas una carga de poder, simplificación utilitarista, atracción de mediocres que manipulan a la baja cualquier mensaje, así como la generación de ambientes de sumisión y funcionalismo donde habrían de haberse suscitado libertad, creatividad y encanto vital. Así, en el orden sociopolítico, la propuesta de una utopía social, desde Campanella, Tomás Moro o Francis Bacon hasta Fourier, Aurobindo o Walter Benjamin, empieza con la sociedad ideal, se contamina al intentar concretarse en programas, y algunas acaban en el descrédito o en los gulags. En el orden espiritual o religioso, la misma ley antropológica dibuja un origen de genialidad brillante y sugestiva que ilustra la capacidad creativa de los humanos, como es el caso de los grandes maestros espirituales; luego se formula en relatos que tenderán a ir perdiendo su gracejo original para petrificarse en fórmulas, dogmas y doctrinas; y finalmente se estructurarán en instituciones que llegarán a invertir o desmentir la gracia original por sus contaminaciones con el poder o la opresión. Este tercer estadio institucionalizador, por el que se paga un oneroso peaje, es, sin embargo, inevitable. La alternativa es la desaparición del mensaje del panorama histórico. La transmisión del mensaje solo se realiza institucionalmente. Claro está que esta institucionalización puede realizar correcciones sobre la marcha. De ellas tenemos ejemplos interesantes. En el orden de las tradiciones religiosas, por ejemplo, ha llamado la atención la renuncia del Dalai Lama a su tradicional «reencarnación», con la argumentación que el budismo tibetano tiene la suficiente madurez para poder prescindir de tal recurso. Realmente es un ejemplo interesante de hasta qué punto una tradición fuertemente institucionalizada puede «enfriar» sus perspectivas. En relación con el tema institucional, es oportuno mantener la exigencia de que los pasos formuladores e institucionalizadores se den siempre asistidos por adecuadas «auditorías» que permitan valorar su calidad y corrección.
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CAPÍTULO 5:
Las religiones, guinda de la espiritualidad: el factor «Dios» El amplio campo de las espiritualidades religiosas está presidido por el tema de Dios. Se trata de la pieza central del entramado religioso y de su clave de bóveda. Dios es una figura clásicamente obvia y actualmente difícil. Así como la espiritualidad en sus variadas formas es aceptada sin reservas, la figura de Dios en la cultura actual europea se ha convertido en un «personaje» incómodo o, como dice Lluís Duch, «un extraño en nuestra casa» (Ll. Duch, 2007). Lo de «guinda», pues, es una «lindeza», porque, en realidad, en la cultura europea actual Dios (la figura «seria» de Dios, es decir, el Dios judeocristiano) molesta, y evocar su presencia incomoda. Otra cosa son los dioses menores (algunos los llaman «dioses de contrabando»), que son tolerados comprensivamente en tanto que inocuos. La cuestión, pues, sería la de saber qué ha significado esta imagen y qué significa para haber generado la polvareda que produjo y que hoy parece que se dispersa en medio de una cierta irrelevancia, en el horizonte de la cultura europea.
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5.1. Hablar de Dios El lenguaje sobre Dios, además de los clásicos riesgos y exigencias hermenéuticas generales, presenta aspectos particulares que conviene destacar. Por definición Dios no es una pieza de la realidad que contemplamos, y en este sentido es un elemento singular del lenguaje. Al hablar de algo, tenemos que tener presentes las «simas» o «pozos» desde los que se produce el pensamiento y el lenguaje humano y que somos incapaces de trascender. Algo así como agujeros negros de los que es imposible emerger y que, por tanto, implican zonas de elaboración y sentido compartidas, pero cuyas coordenadas no podemos extrapolar al exterior de estas zonas. El primero es el pozo «físico-cosmológico». Dentro de este «pozo» nos encontramos con dos condicionantes centrales. Hablamos, en primer lugar, inevitablemente desde las coordenadas de espacio-tiempo. Hace pocos decenios no nos hubiésemos entretenido en el debate sobre el espacio-tiempo, dado que constituían dimensiones no controvertidas del mundo mental habitual. Hoy en día, después de las aportaciones de la relatividad, cualquier persona medianamente culta sabe de las dificultades de tratar a fondo el tema, aunque no conozca los problemas concretos que supone. Las coordenadas de espacio-tiempo constituyen como la urdimbre inevitable de comprensión y expresión de nuestra realidad. La noción de Dios queda fuera de esta urdimbre. Dios queda, pues, fuera de nuestras bases de comprensión y también quedan fuera de ellas una serie de conceptos relacionados con aspectos importantes de la fe religiosa, como los que hacen referencia al «más allá». El segundo condicionante dentro de este pozo es la aproximación cuántica e indeterminista aportada por la física moderna. La visión cuántica de la realidad supone la aceptación de dos importantes nociones: la superposición cuántica (en el mundo cuántico, átomos, iones y fotones se encuentran en diversos estados al mismo tiempo; solamente la observación determinará el estado) y la imbricación cuántica (dos objetos cuánticos forman un solo sistema y sus estados físicos están correlacionados a distancia). Es verdad que los fenómenos cuánticos no afectan al mundo macroscópico, y menos a una realidad definida como no observable (Dios), pero la relativización cuántica ha generado un ambiente de sospecha sobre nuestra capacidad de determinación de las cualidades o propiedades de lo observado. Si el lenguaje sobre la realidad controlable queda condicionado por la naturaleza cuántica de la realidad y la indeterminación derivada de la posible acción del observador sobre lo observado, el lenguaje sobre Dios queda indirecta pero evidente y duramente afectado por este condicionamiento. Es una cuestión de confianza en nuestras posibilidades últimas de conocer.
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El segundo gran «pozo» que no podemos trascender es el neurológico-psicológico. Nuestra experiencia y lenguaje dependen, en primer lugar, de un cerebro que es fruto darwiniano de la evolución. Este cerebro ha llegado a tener una estructura y unas competencias admirables, pero totalmente condicionantes del mundo mental que posibilitan. Es irreal y muy poco lógico pensar que nuestras capacidades perceptivas, experienciales y elaboradoras sean aptas para esclarecer absolutamente toda la realidad. Menos, si esta realidad es «Dios». En segundo lugar, y de forma correspondiente, lo que llamamos nuestra «conciencia» es un tipo de experiencia psicológica que tenemos los humanos, pero es una experiencia limitada y ajustada a nuestro cerebro y no una capacidad absoluta o generalizable. A veces se habla de conciencia universal, pero esto es una licencia literaria, porque no existe una estructura cerebral universal comparable a la nuestra. Lo que llamamos verdad es nuestra impresión de tal noción, no más. A veces, por ejemplo, en teología se habla de la conciencia humana de Jesús y de su eventual conciencia divina, como si a «Dios» pudiésemos atribuirle una conciencia como la humana o comparable a ella. Imaginar que Dios tiene experiencias psicológicas comparables a las nuestras es una ingenuidad notable. El tercer «pozo» proviene de la misma definición de Dios. Se trata de un pozo filosófico-teológico, justamente el único ámbito capacitado para tratar de Dios. Dios, por definición, es inefable, lo que significa que cualquier intento de definirlo está condenado al fracaso, y como mucho puede permitirnos decir más lo que Dios no es que lo que es, tal como ha señalado frecuentemente toda la «teología negativa» de las diversas tradiciones monoteístas. «Dios» es un límite inasequible desde los «pozos» en los que vivimos y nos expresamos. Por tanto, a propósito de tal idea o imagen nadie puede dar elementos definitorios irrebatibles ni puede establecer de forma irrebatible su exclusión. Estamos ante una posibilidad que puede sugerirse o dudar de ella, no más. Simplemente (y no es poco), podemos deambular por los campos simbólicos que estos relatos pueden sugerirnos, apuntando a una dimensión que está más allá de nuestras posibilidades de comprensión adecuada.
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5.2. Las imágenes de Dios. Relatos y símbolos Como solo podemos hablar desde pozos, hablamos con relatos y símbolos: la simbología bíblica, las interpretaciones suscitadas y las realizaciones a las que dio lugar. En realidad, no son solamente las religiones las que recurren al símbolo para expresar sus proposiciones. Los valores más dignos y sublimes de la convivencia humana han de recurrir a la simbología para expresarse. Los grandes valores civiles también viven de símbolos. La fraternidad, por ejemplo, más allá de su significado estricto, que es el que nace de compartir una proporción importante de genes, simboliza una proximidad y un trato familiar dirigido a todos los humanos y que suele expresarse en mitologías acerca de los orígenes, como por ejemplo en la Biblia, al presentar una familia original en la que la fraternidad es puesta a prueba ya desde el principio (Caín y Abel). En el caso del lenguaje religioso, dado que los relatos míticos originales de las religiones eran tenidos por relatos históricos en la antigüedad (y esto no es ningún error, sino una espontánea muestra de las formas de conocer de la época), es frecuente que, por inercia mental y también por buenas dosis de miedo y pereza intelectuales, las autoridades religiosas tiendan a interpretar estos relatos míticos en clave de descripción, según los cánones hermenéuticos del lenguaje crítico actual. Esto genera un conflicto permanente en el corazón del lenguaje religioso, por la violencia constante que implica el leer el lenguaje mítico y simbólico como lenguaje descriptivo, científico, histórico etc. En la mayoría de culturas premodernas, como recuerda Karen Armstrong (K. Armstrong, 2009, 14), «había dos maneras de pensar, hablar y adquirir conocimientos. Los griegos las llamaban mythos y logos. Ambas eran esenciales y no se consideraba que ninguna de ellas fuera superior a la otra; no estaban en conflicto, sino que eran complementarias. Cada una tenía su esfera propia de competencia, y se consideraba imprudente mezclarlas. Logos (“razón”) era el modo pragmático de pensamiento que permitía a la gente funcionar de modo eficaz en el mundo. Por consiguiente, tenía que corresponderse de forma precisa con la realidad externa [...]. El logos fue esencial para la supervivencia de nuestra especie. Pero tenía sus limitaciones; no podía aliviar el dolor humano ni descubrir el sentido último de las luchas de la vida. Para eso la gente se volvía al mythos [...]. Actualmente vivimos en una sociedad de logos científico y el mito ha quedado desprestigiado. En el habla común, el mito es algo que no es cierto. Pero, en el pasado, el mito no era un fantasma autocomplaciente; más bien, como el logos, ayudaba a la gente a vivir de manera creativa en nuestro desconcertante mundo, aunque de un modo diferente». Las grandes epopeyas religiosas se refieren a verdades muy importantes de la vida humana, pero estas verdades aparecen en clave simbólica (mito) y errar en su lectura impide percibir su verdad profunda. Así, por ejemplo, el relato del conflicto bíblico entre Caín y Abel, que acaba en fratricidio, explica una verdad fundamental y trágica de la vida 89
humana, aunque la narración no tenga ningún carácter histórico. No es tan difícil aprender a percibir la verdad profunda y trascendental de tales relatos prescindiendo de la verdad histórica que no tienen, como si fueran descripciones tipo crónica. Esta habilidad, sin embargo, no es apreciada por las autoridades doctrinales y doctrinarias, que prefieren asirse de forma fundamentalista y literal a los textos, lo cual creen que les da una autoridad que puede competir en desafíos y controversias científicos.
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5.3. Elaboraciones de las imágenes de Dios La imagen de Dios es un ente en reelaboración constante en contextos culturales variables. Este hecho es presentado a veces como si fuese un indicio de poca seriedad (la noción de Dios debería ser clara y unívoca), cuando en realidad es una prueba de que la idea de Dios, que solo pueda aproximarse asintóticamente a la «realidad» a la que se refiere en el límite, tiene que ser objeto de una reelaboración constante en sintonía con las variaciones que sufren los contextos culturales en los que esta idea nace y renace. Este proceso es un buen síntoma de puesta al día y, de paso, conviene notar que este tipo de procesos son habituales e imprescindibles en áreas no religiosas, como la científica, por ejemplo, que constantemente ha de ir ajustando sus propuestas al conocimiento cambiante que tenemos de la realidad. Piénsese en los tumbos que han dado en los últimos decenios la noción de «átomo» o la de «gen». Cada época y cada cultura vive, pues, con su idea de Dios, y ello no es ninguna característica deficiente, sino la normalidad de todo lenguaje. Nada sabemos a ciencia cierta de qué tipo de experiencia religiosa pudieron tener los humanos modernos en las decenas de miles de años que vivieron en pequeños grupos más o menos nómadas. Lo que mejor tenemos certificado de estas épocas son las manifestaciones artísticas, que probablemente representaban de modo simbólico grandes temas mentales y de la vida colectiva, entre los que eran recogidos ciertos contenidos religiosos, como animales totémicos o fuerzas de la naturaleza. Tradicionalmente se ha planteado la idea de que la sedentarización neolítica dio lugar a una estructuración importante de lo religioso. Hoy muchos piensan que fue al revés: sería la aparición de santuarios la que favorecería la sedentarización agrícola. Göbegli Tepe, el gran santuario dedicado a la estrella Sirio de la constelación Canis Maior, edificado probablemente hace unos 11.000 años en la actual Turquía, quizás sea el testimonio más antiguo que conservamos de cómo la religiosidad astrológica y totémica da lugar a la primera sedentarización humana. La vida religiosa primitiva aún hoy se manifiesta por el reconocimiento e invocación de poderes superiores que condicionan la vida personal y colectiva. La invocación y gestión parcial de estos poderes está en manos de chamanes o personajes que disponen de habilidades especiales al respecto. Ya sea en formas primitivas, ya sea en versiones culturalizadas, esta vivencia primitiva de la trascendencia, personificada «religiosamente» en espíritus o genios, pervive ampliamente. Las grandes creaciones religiosas y espirituales de la humanidad, inmensas formas culturales de las que fundamentalmente seguimos viviendo, se producen en unas áreas de civilización concretas (mundo ario, tradición bíblica, área védica, cultura china y Grecia) y alrededor de una época germinal de gran intensidad (denominada «época axial» por Karl Jaspers y situada alrededor de los siglos VII-V a. C.), protagonizadas de forma 91
destacada por personajes como Sócrates, Buda, Confucio, Lao-Tse o los profetas de Israel, y continuadas por eminentes figuras espirituales como Jesús, Nagarjuna, Agustín o Mahoma, cada uno de ellos llevado por algunas grandes tradiciones espirituales genéricas, como el profetismo en Israel o el yoga y el I Ching en Oriente. Estas grandes tradiciones han sido vividas y reelaboradas por las correspondientes culturas y hoy somos herederos de los valores, intuiciones y propuestas morales que estas tradiciones nos legaron, pero adecuadamente analizadas, criticadas y reformuladas. La cultura europea, en concreto, realizó un análisis prolongado, severo y crítico de las propuestas religiosas. Todo ello da lugar a un complejo panorama, que frecuentemente es interpretado de forma simplista como si lo religioso constituyese un único conjunto, más bien degradado y presentado como casi patológico, y que no es raro ver ridiculizado y caricaturizado para poder atacarlo de forma más generalizada e inexacta. El resultado de esta secular y amplia evolución de lo religioso da lugar a unos arquetipos religiosos que podríamos identificar quizás en unas formas de aproximación a Dios, tal como se describen a continuación en sus presentaciones más frecuentes.
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5.4. Nuestras aproximaciones a Dios A partir de reflexiones, estados emocionales, relatos míticos elaborados históricamente y puestos en común, los humanos configuran estados mentales particulares en relación con Dios. Cada situación es personal e intransferible, pero pueden apuntarse algunas tipologías mayores respecto de las que nos colocamos preferentemente según épocas y condicionamientos personales, culturales, etc. A continuación, intento proponer algunas formas mayores de esta tipología en la actualidad. Consideraré, pues, cinco estados mentales actuales en sus aproximaciones imaginarias a Dios. a) Dios como exigencia de mis necesidades psíquicas (engañosas) Todos los analistas del hecho religioso, ya desde los filósofos griegos hasta autores como Freud, han señalado la facilidad con la que los humanos proyectamos sobre la figura de Dios nuestros anhelos, necesidades, compensaciones, etc. Como dice Freud, en Dios proyectamos la cara amable que compensa la faz dura de la realidad. Su análisis sigue siendo una imprescindible referencia para el examen de algunos aspectos de la imagen de Dios como proyección de nuestras necesidades. Su texto El porvenir de una ilusión es emblemático al respecto (S. Freud, 1927). Señalando Freud con mucha prudencia la «inseguridad inherente a toda previsión» (I), considera, con notable y realista pesimismo, que por la civilización pagamos un inevitable precio en la moderación de nuestros deseos. Como no es posible suprimir la civilización («Suprimida la civilización, lo que queda es el estado de naturaleza, mucho más difícil de soportar» [III]), hay que aceptarla. A pesar de las regulaciones civilizadoras, «la indefensión de los hombres continúa y con ello perdura su necesidad de una protección paternal y perduran los dioses, a los cuales se sigue atribuyendo una triple función: espantar los terrores de la naturaleza; conciliar al hombre con la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte; y compensarle de los dolores y las privaciones que la vida civilizada en común le impone» (III). Consiguientemente, «la función encomendada a la divinidad resulta ser la de compensar los defectos y los daños de la civilización, precaver los sufrimientos que los hombres se causan unos a otros en la vida en común y velar por el cumplimiento de los preceptos culturales, tan mal seguidos por los hombres. A estos preceptos mismos se les atribuye un origen divino, situándolos por encima de la sociedad humana y extendiéndolos al suceder natural y universal» (III). Freud reconoce que los dogmas religiosos son «tan irrebatibles como indemostrables» (VI) y admite que sería muy bello que fuesen verdad: «Nos decimos que sería muy bello que hubiera un Dios creador del mundo y providencia bondadosa, un orden moral universal y una vida de ultratumba; pero encontramos harto singular que todo suceda así, tan a medida de nuestros deseos» (VI). Las religiones han sido útiles: «La religión ha prestado, desde luego, grandes servicios a la civilización humana y ha contribuido, aunque no lo bastante, a dominar los instintos asociales» (VII). Ha protegido, además, a los creyentes: «Los creyentes parecen 93
gozar de una segura protección contra ciertas enfermedades neuróticas, como si la aceptación de la neurosis general les relevase de la labor de construir una neurosis personal» (VIII). Así, Freud confirma su convicción de que las doctrinas religiosas son como «reliquias neuróticas» (VIII). Freud no es un optimista respecto de estos temas: «Espera usted que las nuevas generaciones, sobre las cuales no se haya ejercido en la infancia influencia alguna religiosa, alcanzarán fácilmente la ansiada primacía de la inteligencia sobre la vida instintiva. Ilusión pura, pues no es nada verosímil que la naturaleza humana cambie en este punto decisivo» (X). Y se manifiesta realista y práctico: «No extrañará usted que me declare partidario de la conservación del sistema religioso como base de la educación y de la vida colectiva. Se trata de una cuestión práctica y no del valor de realidad del sistema» (X). Dios como expresión de los propios deseos puede ser simplemente una neurosis, como Freud comenta, y un desesperado, egoísta y esperanzado asidero para soportar la dura vida civilizada (menos dura que la no civilizada), pero no siempre es una mala formulación ni un engaño. Satisfacer los deseos no es perjudicial si el objeto deseado no es evidentemente falso y perjudicial. Y nadie puede aplicar a Dios indiscutiblemente estas cualificaciones. «Tan irrebatibles como indemostrables» (¡Freud dixit!): así son las dimensiones de la religiosidad. Es bastante probable que el análisis freudiano pueda aplicarse a amplios sectores de creyentes, o a sectores mentales concretos de todos los creyentes (la experiencia religiosa no divide al mundo en élites), pero este análisis no agota la variedad y cualidades de todas las experiencias religiosas, muchas de ellas marcadas por una exigente indagación personal y por la purificación de los deseos, tanto en las tradiciones orientales (budismo, por ejemplo) como en la mística cristiana. El análisis de Freud constituye una referencia «de libro» para una descripción de algunos aspectos equivocados de la religión. Pero no constituye ningún «dogma» que haya que acatar. El análisis freudiano ha sido analizado (y aquí es pertinente la redundancia) por autores freudianos que han revisado los matices excesivos de la interpretación del maestro, reivindicando características positivas del hecho religioso (D. M. Black, 2009). b) Dios como límite: el Dios del «esprit de géométrie» El esprit de géométrie era la denominación pascaliana de la visión deísta de Dios. Esta denominación tenía cierto regusto acusador de pobreza y esquematización, pero a mí me gustaría reivindicar su valor, en la medida en que una buena noción de Dios ha de ser susceptible de un análisis racional suficiente. Se entiende por límite, desde el punto de vista matemático, una idea que conceptualiza la aproximación hacia un punto de una función o una sucesión a medida que sus parámetros se acercan a un valor determinado. Se habla de límite de una función cuando x tiende a infinito. Hablar de Dios como límite es solo, naturalmente, una aproximación figurativa, pero la noción indica cómo nuestras 94
reflexiones se orientan, sin alcanzarla jamás, hacia una realidad que está más allá de nuestras posibilidades y hacia la que nos dirigimos en nuestras reflexiones de forma asintótica. Einstein y otros hablaban al respecto de «misterio», formulando desde otra concepción el carácter real y reconocidamente escondido de la noción trascendente de Dios, sin atribución a un relato o expresión concretos. Este esprit de géométrie, para ser correcto, debe actuar desde una mente humana compleja e integrada, lo que supone que la reflexión deísta sobre Dios, la teodicea, no se produce al margen de las pulsiones y emociones que inevitablemente acompañan a todo raciocinio. Torres Queiruga destaca y reivindica este aspecto, integrado emocionalmente, de la reflexión filosófica sobre Dios y comenta así bellamente, en un texto que no me resisto a citar: «Cuando se baja al fondo de los grandes filósofos que fundan la modernidad, se aprecia un vivo latir religioso que solo por reacción frente a la estrechez ortodoxa puede quedar muchas veces enmascarado. Así sucede en el mismo Descartes, más traspasado por la viva infinitud de Dios de cuanto Pascal y cierta historiografía están dispuestos a reconocer. Así en Spinoza, con su amor Dei intellectualis como “una parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo”. Así en el último Fichte, cuando en idéntica dirección afirma que “en este amor el ser y la existencia, de Dios y del hombre, son uno, completamente amalgamados y fundidos”. Así en el último Schelling, todo él buscando la vida religiosa en el fondo de la razón y de la historia. Así en Hegel, que no solo constituye a Dios en “objeto unitario y único de la filosofía”, sino que llega a afirmar que “la filosofía es teología, y el ocuparse de ella, o más bien en ella, es para sí culto divino”. No pertenece a este lugar prolongar las referencias, que deberían llegar a nuestros días, con Whitehead, Jaspers, Marcel, Unamuno, Zubiri, Lévinas o Ricoeur, por ejemplo. Pero, sin negar desigualdades, deficiencias y deformaciones –¿dónde no las hay?–, las citadas abundan para mostrar que no conviene resignarse fácilmente a los tópicos, dando por supuesto que el Dios de los filósofos tiene que ser necesariamente frío y abstracto, un Dios que no habla y a quien no se habla. La filosofía, cuando descubre lo divino y logra sintonizarlo en su intencionalidad específica, puede llegar también al “Dios vivo”, algunas veces incluso, como proclamaba Hegel, mejor que cierta teología» (A. Torres Queiruga, 2013, 126-127).
Esta integración del esprit de géométrie en una mente humana completa (es decir, sin dejar la razón amputada de pulsiones, deseos y emociones) ha de tener presentes algunas dimensiones interpretativas que Torres Queiruga recoge: participar «mayéuticamente» en la comprensión de la revelación (como un caer en la cuenta); entender la razón como razón ampliada, es decir, que se abre a todas las dimensiones de la experiencia; convencerse de que en el infinito (el límite) filosofía y teología coinciden. Nuestro autor corona así su reflexión: «Tratando de Dios, la verdadera cuestión, la pregunta que lo decide todo, es en realidad esta: si el mundo en su radical y último modo de ser remite a un fundamento otro, que permita comprender y dar algún sentido a su existencia. Con otras palabras, si Dios es esa realidad-otra que de algún modo da respuesta y fundamento al asombro abisal que, por lo menos a veces, todos percibimos en el hueco inmenso de ser nacidos sin que se nos pueda pedir permiso, en la abierta saudade de un paraíso no sabemos si perdido o presentido, en la tenebrosa angustia de no ser que en ocasiones nos asalta o en los relámpagos de plenitud que, entrevista, “pide eternidad”; o acaso, si logra hacer brillar algún atisbo de razón en el doble asombro pascaliano frente a las dimensiones de un universo que lo mismo hacia lo inconmensurablemente grande que hacia lo inmensamente pequeño rompe la capacidad de nuestra imaginación; o si, finalmente, puede hacer soportable, confiriéndole algún sentido, el sufrimiento incomprensible de los niños inocentes o la brutal tragedia de las inacabables víctimas de la historia... Ante la dificilísima respuesta a estas preguntas, que una larga tradición
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ha tematizado como experiencia de la contingencia, las otras cuestiones son, en definitiva, secundarias, juego de niños a orillas del océano» (A. Torres Queiruga, 2013, 136-137).
Esta reflexión es la de un filósofo y teólogo que es sensible a la totalidad de una razón abierta desde el esprit de géométrie. También desde la neurociencia hay autores sensibles a la misma temática. Dos eminentes neurólogos actuales manifiestan igual sensibilidad desde el estudio de la biología cerebral: no traigo aquí la cita por razón de la extensión, pero sí que señalo el capítulo 7 de la obra de Damasio En busca de Spinoza (A. Damasio, 2005, 247-267) y el epílogo de la obra de Ramachandran Lo que el cerebro nos dice (V. S. Ramachandran, 2012, 389-394). Dos textos que resuenan en sintonía con los de Torres Queiruga y de parte de «duros» geometristas no teístas. No se trata de la disciplina obligada desde la que se trabaja, sino del estado anímico del que trata el tema. Así, el Dios de l’esprit de géométrie no es tan lejano a la cálida y rica vida mental completa. Es posible que, según dicen, Zubiri no considerase muy adecuado como oración el causa causarum, miserere mei («Causa de las causas, ten piedad de mí») ciceroniano. Personalmente creo que, entendida desde la razón abierta, no es mala oración para el fin del día o el fin de la vida. c) Dios gracioso El esprit de finesse es el complemento del esprit de géométrie que ha de resistir firme el análisis de la razón crítica. El secreto del esprit de finesse es saberse «soltar» ante Dios, sin tener que estar atento a los embates críticos. Naturalmente, este soltarse no es arbitrario, sino que ha de ser la expresión de un mundo interior elegante, ágil, bien amueblado y esperanzado. Y cito estas cualidades sin ningún atisbo elitista. Se suele aludir, al hablar de esta actitud, al testimonio de Pascal, que el 23 de noviembre de 1654 tuvo una profunda experiencia religiosa cristiana que duró un par de horas. Muchos técnicamente hablarían de una peak experience al estilo de lo que describe Maslow (A. H. Maslow, 1962), descripción en la que este autor cita a Alan Watts, Teresa de Ávila o el Maestro Eckhart al lado de las tradiciones de la iluminación yoga o zen, insistiendo en la accesibilidad de cualquier persona a esta experiencia. Tradicionalmente se relacionan estas experiencias con la mística, pero no con fenómenos místicos asociados a estados mentales neuropsicológicamente singulares, sino con la mística propia de una vida madura o iluminada. Es un Dios ante el que se puede bailar, reclamación que ya la encontramos referida al rey David (1 Cr 15,1-29). En estas experiencias, el individuo queda liberado de excesivos controles intelectuales y «se suelta» en una experiencia de arrebato/contemplación en la que se da un entender de otro estilo diferente al que caracteriza los análisis estrictamente racionales. Todo ello tiene mucho que ver con otras experiencias humanas, extraordinariamente importantes (la vida amorosa madura, por ejemplo, o el arrebato artístico) y que no dependen de los registros directamente racionales sino de los qualia experienciales. Considerar este tipo de experiencias como poco serias, o sospechosas de poca seriedad, equivaldría a ignorar la riqueza mental 96
humana poliédrica y reducir la vida humana a un debate intelectual asistido muy secundariamente por espasmos viscerales. Este tipo de experiencia religiosa se ha considerado siempre como una gracia, igual que la gracia de la sensibilidad estética o ética, y forma parte de lo más cualitativo de la religión. Literariamente se ha expresado esta actitud religiosa relajada, desinteresada, amorosa y libre en textos como el conocido soneto «No me mueve, mi Dios, para quererte...», en el que aparece claramente expresada la distancia respecto a méritos y deméritos, premios o castigos, y se centra la relación en la gratuidad amorosa, el estado más elegante y cualificado de la relación humana. Es esta profundidad relacional y liberadora la que caracteriza la religiosidad madura. La religiosidad tiene mil manifestaciones de distintas calidades. Pero olvidar las más centrales es desconocer el tema. Diversas escuelas espirituales y religiosas representan bien esta «proximidad graciosa» de Dios. Sufís, jasídicos, Padres del desierto, literaturas correspondientes a los koan del zen... en sus relatos vivenciales manifiestan un gran sentido común, una amplia aceptación de las personas más allá de clasificaciones, y una apertura gratuita a la trascendencia, todo presidido por la ternura de Dios (en el caso de tradiciones religiosas) o por una tranquila iluminación profunda, cuando se trata de sabidurías orientales. Los sufíes relatan en cuentos ejemplares e irónicos, como los de Nasrudin, conductas sorprendentes que perseguían precisamente suscitar la sorpresa espiritual; los cuentos jasídicos (de los que Elie Wiesel, el rumano premio Nobel de la Paz, realizó excelentes recopilaciones) evocan la sorprendente proximidad de Dios en las experiencias centrales de la vida; los antiguos Padres del desierto, al lado de su ascetismo y su distanciamiento de toda autoridad reglada, mostraban una desconcertante llaneza y solidaridad; los koan zen, literatura del desconcierto creativo e iluminativo, abren la mente a dimensiones que suelen estar dormidas. En el caso de la trascendencia religiosa, este Dios cercano permanece adecuadamente trascendente a través de un proceso de profunda personalización que no implica antropomorfismo, que resultaría simplista y unidimensional. d) El Dios que hay que destruir: ateísmo Existe en la historia religiosa de los pueblos una tradición atea, más bien reducida y selecta. Se puede identificar en algunas tradiciones orientales (corrientes budistas o taoístas) o en algunos filósofos griegos. En general, estas tradiciones se expresan en un contexto cultural global religioso. La cultura europea actual es no religiosa en su estructura y, dentro de ella, personas o grupos ateos pueden vivir en plena normalidad y sin ninguna reserva. El ateísmo puede ser una actitud normal que no tenga que formalizarse frente a un ambiente espontáneamente religioso. Aquella lastimosa 97
consideración expresada hacia los ateos, como si no pudiesen tener acceso a una vida satisfactoria, ha desaparecido de la literatura pública. La idea de carencia o deficiencia asociada a la ausencia de religión no es hoy corriente en Europa, aunque sigue siéndolo en otras amplias culturas (por ejemplo la india o la americana en general). El ateísmo puede entenderse como función depuradora, que participa de la iniciativa antiidolátrica característica de los monoteísmos. Esta función depuradora tiene interés, pero históricamente ha ido asociada a la intolerancia en muchas ocasiones, dando lugar a conflictos violentos de carácter religioso de los que se acusa especialmente a los monoteísmos. Destruir dioses opresivos que impidan la libertad es un buen servicio, pero hay que hacerlo con procedimientos que recurran exclusivamente a invitaciones y argumentaciones. Compartimos hoy culturalmente la convicción de que no se puede violentar la conciencia de nadie por muy buenas que sean las razones que uno crea tener para proponer sus convicciones. Esta actividad antiidolátrica, en tanto que actitud liberadora, deben ejercerla las tradiciones religiosas no solo contra ídolos externos a la propia confesión, sino también como actividad purificadora dentro de las propias creencias. Efectivamente, las creencias religiosas propias, bajo la presunción de fidelidad a Dios, pueden esconder sutiles o garrafales aspectos idolátricos. La tradición bíblica, por ejemplo, muestra en las misiones proféticas una actitud de purificación de la propia tradición hebrea convertida en puro formalismo que desagrada a Dios. Jesús mismo muestra palabras y acciones claramente críticas con una religiosidad de tufo idolátrico practicada por sus correligionarios más aparentemente religiosos a los que llamará, por ejemplo, «sepulcros blanqueados», expresión diáfana de esta crítica antiidolátrica dentro de la propia tradición. Dentro de cada tradición hay que realizar un trabajo específico contra los propios ídolos, por ejemplo para purificar las estafas impuestas por la inercia y la pereza de pensar o por la utilización de mecanismos de sumisión (como la utilización del miedo) en vez de abrir caminos hacia la liberación. Existe también un ateísmo fundamentalista que adopta una actitud de desautorización sistemática de lo religioso, y aparece hoy en versiones poco matizadas de la crítica de la religión. Algunos ejemplos son claros y expresamente formulados por sus proponentes. Dawkins, por ejemplo, el conocido biólogo británico, habla de la gente religiosa poco menos que como una caterva de imbéciles, de reducida capacidad de razonar, refractarios a los datos de la ciencia y dispuestos a aceptar cualquier creencia por absurda que sea. Fernando Savater, el filósofo español, presenta a los «auténticos creyentes» como intolerantes por naturaleza y, por tanto, incapaces de ser integrados en una sociedad tolerante, y considera que las explicaciones religiosas son simplemente falsas, desautorizando en bloque lo religioso, de una forma desmesurada por parte de alguien que pretenda analizar con cuidado un fenómeno tan complejo como el religioso. Dice: «Los auténticos creyentes no solo ven su religión como un derecho personal, sino 98
como una obligación: para ellos mismos pero también para los demás y para la sociedad en su conjunto» (F. Savater, 2013, 487). Y: «Las explicaciones religiosas son inapelablemente inaceptables: es decir, son falsas, porque ningún hecho verificable podría falsarlas (según lo exigido por Popper) o comprobarlas jamás» (F. Savater, 2013, 489). Parece que estas apreciaciones totalitarias (¿todo lo no verificable es falso?) no pueden ser formuladas hoy, de forma tan contundente, por parte de quien haya analizado a fondo la experiencia religiosa. La religión, como todos los fenómenos, presenta una gran variabilidad y resulta elemental tratar el tema con los análisis adecuados a esta variabilidad y con las distinciones y matices obligados. Muchísimos creyentes no se sienten en absoluto descritos en estas presentaciones, que recuerdan las descripciones sesgadas y caricaturescas que frecuentemente se elaboran para poder destruir más cómodamente a aquellos que se consideran como adversarios. e) El Dios «excesivo»: agnosticismo Muchas personas de nuestra cultura europea se ven hoy seriamente desbordadas por la inmensidad del tema «Dios». Las dificultades derivadas de los «pozos» hermenéuticos citados al principio de este capítulo y la imposibilidad de imaginar temas centrales de las propuestas religiosas, como los referentes al «más allá», llevan a una actitud mental de suspensión del juicio acerca de Dios. En muchas ocasiones, esta suspensión es confiada: si Dios existe y es bondad, como afirma toda buena teología, podemos vivir confiadamente en un «no saber» acerca de él. Al fin y al cabo, las conclusiones más serias de los más respetables místicos llegan a conclusiones que no se distancian mucho del «no saber». Más bien es el saber compulsivo de ciertos eclesiásticos el que genera escepticismo. Hay, pues, un amplio agnosticismo de calidad, muy extendido en la cultura europea, y es interesante atender al desafío que esta situación plantea. No son solamente las creencias religiosas las que han entrado en crisis, sino que todo el sistema credencial de la cultura está en barbecho. Ideologías y sistemas han evidenciado sus limitaciones y una cierta conciencia de irrelevancia cósmica, consecuente con las perspectivas que nos ofrecen los astrofísicos, lleva a los humanos a una modesta valoración de nuestra capacidad para dar razón satisfactoriamente de las grandes cuestiones que nos intrigan. La consecuencia normal de esta situación es la extensión de un cierto agnosticismo expectante. También esta actitud merece mucha comprensión y respeto, en la medida en que puede ser una excelente ocasión de reflexión acerca de creencias poco serias o integradas.
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5.5. Un Dios en el que se pueda creer. Algunos desafíos actuales Como dicen algunos, los dioses gozan de buena salud, aunque el pasaje institucional que los representa esté tan alterado. De todas formas, la buena salud de los lenguajes sobre Dios debe ser aquilatada por buenas creencias acerca de él. Veamos algunos retos o desafíos con los que hay que confrontar la fe en Dios. a) Los creyentes pasan a tener la carga de la prueba En sociedades ambientalmente religiosas, era el ateo quien tenía que justificarse. En sociedades en las que Dios ha dejado de ser obvio, como son las europeas actuales, es el creyente el que debe asumir la carga de la «prueba». Y esta «prueba», si es seria, resulta difícil y fatigosa. Manuel Fraijó, en uno de sus siempre atractivos textos, presenta la figura de Dios como caracterizada por un «currículum precario» (M. Fraijó, 2013). Aunque define modestamente su texto como «discurso fragmentario y titubeante», acierta en sus consideraciones. El «currículum» de Dios es omnipresente, pero su análisis detallado lo sitúa en la sutileza que se mueve entre la sospecha y la seductora plenitud, sin que una demostración o una certeza experimental aceptable tengan cómoda cabida al respecto. No me resisto a reproducir un párrafo del texto al que estoy aludiendo: «Lo de Dios está conociendo, pues, una recepción problemática que justifica un discurso de “Dios como problema”. Siempre me impresionó un fragmento de Protágoras que avala la postura que vengo defendiendo: “Acerca de los dioses, yo no puedo saber si existen o no, ni tampoco cuál sea su forma, porque hay muchos impedimentos para saberlo con seguridad: lo oscuro del asunto y lo breve de la vida humana”. “Lo oscuro del asunto” se corresponde con lo que he llamado “un currículum precario”. “Lo breve de la vida humana” tal vez juegue a favor de Dios, si es permitido hablar así. En efecto, unas búsquedas suceden a otras. Cuando, cansados de preguntar y buscar, nos acoge la muerte, van naciendo otros que inician su aventura religiosa con la misma ingenuidad e ímpetu que, un día lejano, fueron el sello de la nuestra. De esta forma, Dios nunca se queda sin interlocutores. Si existe, impresiona imaginar a cuántos habrá conocido y qué imagen se habrá hecho de ellos y de nosotros. Entre los que lo buscaron a tiempo completo estará, probablemente, Pascal. Uno de sus pensamientos también viene en ayuda de todo el que experimente a Dios como problema: “Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista”. Es la misma perplejidad que hemos encontrado en E. Wiesel. Si Dios no existe, quedan muchas cosas por explicar; si existe, se amontonan igualmente los interrogantes. Entre las cosas que quedan por explicar destacan la existencia fáctica del mundo, la pregunta por el sentido último de la realidad y, desde luego, la muerte» (M. Fraijó, 2013, 163).
La «prueba» culturalmente fiable de la creencia en Dios la ofrece hoy la reflexión antropológica. Antiguamente era la teología la que establecía la corrección de las posturas antropológicas. Hoy, en nuestra cultura, es la antropología la que se convierte en una garantía de fiabilidad de las proposiciones sobre Dios. Una religión correcta ha de respetar los presupuestos de la integridad humana: la conciencia, la libertad y la satisfacción adecuada de las aspiraciones a la felicidad en un contexto justo y fraternal. Este cambio de perspectiva podría parecer una prueba de que lo religioso es simplemente una proyección de lo antropológico. La verdad es que lo que esto probaría es que Dios 100
«no tiene otro interés» a propósito de los humanos que su plenitud y felicidad, aunque ello haya sido desmentido frecuentemente por el comportamiento de las instituciones religiosas. b) Violencia e imposición en los monoteísmos Las religiones monoteístas, de hecho los grandes éxitos religiosos de la humanidad, son objeto de una crítica específica. La propuesta de un Dios único, profundamente lógica y coherente en la reflexión filosófica y teológica, lleva consigo la posibilidad de generar una convicción de verdad absoluta que exige la correspondiente aceptación, y otorga a los creyentes un carácter de «pueblo elegido» respecto de otros pueblos que proponen otros planteamientos religiosos. La consecuencia de esta situación sería la tendencia a una imposición violenta de la propia religión. Aunque no son fáciles las generalizaciones en este tema, es verdad que, en los grandes conflictos sociales en los que las religiones se han visto envueltas, el papel impositivo de los monoteísmos destaca de forma significativa, aunque no única (en muchas culturas se han dado violencias sociales asociadas a determinadas comprensiones religiosas en la medida en que lo religioso se convierte en elemento definidor de la identidad colectiva). Israel se forja en una lucha nacional y política amparada por Yahvé frente a los grandes Estados opresores vecinos (Babilonia y Egipto). La lucha es de supervivencia nacional, pero el mandato es teocrático y solamente la convicción de ser un pueblo elegido dará a Israel la evidente capacidad histórica de una supervivencia contra todo pronóstico. El cristianismo ha protagonizado históricamente episodios de evidente violencia impositiva (en las Cruzadas o en la conquista de América, por ejemplo), y lo mismo ha sucedido con el mundo musulmán y sucede todavía en algunos sectores llamativamente agresivos de esta gran tradición religiosa. Dos autores se han señalado recientemente en el estudio de este tema. Jan Assmann analiza la violencia y el monoteísmo en un texto en el que propone una interpretación redentora de la acusación de violencia asociada intrínsecamente al monoteísmo. Lo expresa así: «Veo el impulso original del monoteísmo bíblico en su capacidad para trazar una frontera entre la dominación y la salvación, entre el poder político y el poder divino, y para desposeer a los dirigentes mundanos de la salvación y a los dirigentes religiosos de la violencia» (J. Assmann, 2014, 19). Una invitación, como se ve, a profundizar en el tema más allá de los tópicos. Karem Armstrong ha ensayado un análisis de la religión y la historia de la violencia aportando al tema su profundo conocimiento de la historia religiosa de la humanidad (K. Armstrong, 2015). Armstrong, en contra de la opinión que afirmaría que los monoteísmos son proclives a la violencia, muestra que las auténticas razones de la guerra y la violencia en la historia de la humanidad no son causadas por la religión, sino que en ellas la religión sirve de pretexto para el despliegue de la violencia.
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En general, la creciente conciencia cultural de la humanidad como una comunidad única que debe respetar el pluralismo y la convivencia se abre camino, con la consiguiente deconstrucción de las nociones que hablan de pueblo elegido, de visiones excluyentes, de posesión exclusiva de la verdad... Las religiones están realizando un serio aprendizaje de una convivencia plural en sociedades secularizadas que respetan las religiones como ofertas de sentido para una vida satisfactoria. La renuncia de las religiones a considerarse elegidas, exclusivas y excluyentes frente a otras propuestas, proceso complejo en curso de consolidación, no se debe atribuir a una operación estratégica de supervivencia cuando se ha perdido el monopolio público, sino que obedece, al menos en sus versiones serias, a un duro y exigente autoanálisis filosófico y teológico muy digno de aprecio, y que hay que situar en un proceso más amplio de progreso civilizador que vive toda la humanidad, como un escalón más en la serie de progresos culturales que nos humanizan. Aun considerando los riesgos expuestos a propósito de los monoteísmos, hay que destacar que los estudios sobre el valor antropológico de la imagen de Dios llegan a la conclusión de que la forma monoteísta de Dios que lo relaciona con una figura personal y activa, interesada por los proyectos humanos y fundamentando las bases del comportamiento moral (figura denominada High Gods por la antropología), constituye la imagen evolutivamente más madura y eficaz con vistas a la dinamización social y el progreso de los pueblos (Q. D. Atkinson et al., 2015). c) El mal Hablando de la carga de la prueba que recae sobre el creyente al hablar de Dios, esta carga resulta especialmente pesada en el tema del mal. Efectivamente, la existencia del complejo fenómeno que llamamos «mal», y que incluye tanto los desastres naturales (hasta cierto punto interpretables como señales de un diseño deficiente) como la que denominamos maldad moral humana, puede considerarse una característica de un mundo que evoluciona sin objetivo alguno. El llamado «problema del mal» se plantea propiamente cuando el creyente habla de un Dios bueno y omnipotente, creador y conservador del universo. Este tema ha sido objeto de reflexión desde hace siglos en la cultura occidental (la oriental lo esquiva al hablar menos específicamente de un Dios monoteísta creador y ante quien pueden pedirse responsabilidades). El archiconocido argumento de Epicuro (si el mal existe, o Dios no puede suprimirlo, quedando afectada su omnipotencia, o no quiere, quedando afectada su bondad) es repetido una y otra vez para plantear el problema, y el libro de Job es evocado a la búsqueda de algún sentido para la existencia del mal. De hecho, Epicuro se sustrae a la fuerza de su propio argumento y se sitúa en un desconcierto que no niega ni la bondad ni la omnipotencia, quedándose en la pregunta: «¿De dónde viene el mal real y por qué Dios no lo elimina?».
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Job, por su parte, y desde su limitación, se remite confiado a una realidad que no conoce, aunque confía en ella. Con todo, como dice Fraijó, «el mal siempre es excesivo». No es este el lugar para plantear el problema (ya es suficiente citarlo) y me remito a dos estudios que siempre me han seducido. Uno es de Torres Queiruga y creo que puede considerarse el intento filosófico y teológico más atrevido y titánico para tratar de meter en cintura lógica y teológica la existencia del mal a través de su «ponerología» (A. Torres Queiruga, 2011). Naturalmente, el intento tiene un éxito limitado. El otro estudio es de Fraijó (Fraijó, M. 2004). En su estilo, que es el de una sensibilidad cercana y palpitante, este autor recuerda que la omnipotencia de Dios no es la constatación de un logro, sino la expresión de una esperanza. Tan fuerte y tan débil como esto. Y la bondad de Dios es una apuesta pensable que nos remite a una convicción más allá del mal, que puede tacharse de ilusión para evitar que la humanidad sea «una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada», como decía Unamuno, pero que también puede ser una feliz intuición del pensar profundo que se aboca a la «otredad». En el tema del mal, el creyente siempre tiene el riego de encontrase a los pies de los caballos. Creer no es, sin embargo, solamente una reflexión, y en el caso de la tradición cristiana el mal tiene una viva representación religiosa en la figura de Cristo crucificado, imagen que constituye a la vez sabiduría y escándalo, como muy bien explicó aquel genio religioso llamado Pablo de Tarso (1 Cor 1,18-23). La religión cristiana no puede eludir esta confrontación y, por ello, justamente mantiene este sagrado signo en el centro de sus celebraciones y memorias. d) La búsqueda de sentido A este reto responde la religión de una forma masiva. La psicología moderna ha estudiado muy concretamente la naturaleza de este reto. Crystal L. Park resume de forma precisa el tema en un reciente artículo (C. L. Park, 2015). Expone este autor un modelo de generación de sentido que considera el sentido global, que da horizonte general a la vida, y el sentido situacional, que transfiere este sentido global a los actos cotidianos. El sentido global incluye tres aspectos: creencias, objetivos y sentimientos asociados. Las religiones son potentísimas referencias de sentido. No son, evidentemente, las únicas y se citan como alternativas la ciencia o el materialismo naturalista, pero la gran mayoría de humanos, al enfrentarse con el tema del sentido global, interpretan como insuficientes estas alternativas y optan por buscar el sentido global en la trascendencia religiosa expresa o en sus equivalentes no expresamente religiosos. Andrés Moya, desde su óptica de la biología evolutiva, habla así de la ventaja de saber dar con el sentido global de la vida y cómo esta capacidad puede estar fijada en la mente humana: 103
«Muchos son los filósofos que han reflexionado sobre la naturaleza humana y la han integrado en el dominio de sus respectivos sistemas filosóficos, con una lógica que se ejercía a partir de supuestos que parten de tesis axiomáticas fundamentales. En ellos, la particularidad de la misma ha estado encorsetada por la propia necesidad de dar sentido a la existencia. Pues bien, la ciencia puede venir a ayudar a tales sistemas para evitar en cierto modo el dogmatismo que supone el encorsetamiento de la necesidad de sentido. La espiritualidad es un fino logro, primero, de la evolución biológica, y luego de la cultural, pues proporciona paz, nos aleja del desasosiego. En los albores de nuestra existencia, la espiritualidad debió verse favorecida por la selección natural de un tipo de caracteres frente a esos otros generadores de comportamientos dubitativos, los que asustan por la sensación que produce la soledad de sabernos seres inteligentes, sí, pero únicos en el universo. La espiritualidad, por el contrario, permite sentir unicidad, trascender el propio yo aislado para formar parte de un todo armonioso, alcanzar la convicción de que existe un significado para el cosmos, con nosotros incardinados en él. ¿Quién no ha experimentado con grado diverso ese particular sentimiento? La racionalidad, al igual que la espiritualidad, tiene grados, y cada uno de nosotros bien pudiera ser una mezcla de ambas en dosis diferentes» (A. Moya, 2014, 156-157).
Dios puede ser un referente privilegiado del sentido de la vida. Es una instancia trascendente que sitúa al individuo de forma coherente en su limitación y también en su apertura a la trascendencia. Dios puede ser aquella «ley» (referencia positiva que libera del egocentrismo) y a la vez aquella plenitud que colma las aspiraciones más legítimas de la vida. En este sentido puede conformarse como referencia central del sentido global que analiza Park. Naturalmente, la capacidad de las religiones y las imágenes de Dios para responder al reto de encontrar sentido global a la vida de forma liberadora depende de la presentación que sepan hacer de la imagen de Dios. En las sociedades seculares, democráticas, técnicamente avanzadas y abiertas, la proposición religiosa tendrá que asumir una presentación que pueda cotejarse con dignidad y sin privilegios con las demás propuestas culturales con las que convivirá. Ninguna instancia que signifique sumisión, temor o limitación a la cualidad humana podrá ofrecer respuesta digna al reto que significa descubrir que la fugaz presencia del individuo humano en el inmenso marco del universo puede reclamar el gozo de experimentar el sentido profundo de su vida en la inmensidad de la obra de Dios.
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CAPÍTULO 6:
Ejercicios espirituales: hacia la liberación y la iluminación Las actividades espirituales o religiosas son muy variadas y solamente en algunos casos son susceptibles de ser registradas con métodos neurocientíficos. Así, por ejemplo, podrían analizarse rituales colectivos con sus aspectos motores, rítmicos o musicales, experiencias de trance propiciadas por uso de substancias psicotrópicas, o las conocidas recomendaciones alimentarias como el ayuno (Yom Kippur, Cuaresma, Ramadán) u otras conductas, como diversas formas de vegetarianismo, recomendaciones hoy revalorizadas (purificadas de aspectos obsesivos) por consejos terapéuticos procedentes del ámbito de la nutrición. Otros registros pueden cubrir otro tipo de aproximaciones. Naturalmente, las actividades más fácilmente analizables desde las neurociencias son aquellas que se centran en prácticas que afectan a aspectos somáticos y mentales que pueden observarse en condiciones de estabilidad analítica. Es el caso de las prácticas más o menos conocidas como meditaciones, ampliamente extendidas en muchísimas tradiciones espirituales y religiosas. A continuación se describen, en primer lugar, algunos planes generales fuera de los cuales no tendría mucho sentido el análisis anecdótico de técnicas concretas, y en segundo lugar se presentarán los datos neurocientíficos relativos a las prácticas meditativas, que han sido objeto de un amplio interés espiritual, educativo y terapéutico y han podido ser ampliamente analizadas por sus beneficiosos efectos mentales. El objetivo de los ejercicios espirituales de todo tipo es, en origen, un intento de liberación, y en muchas tradiciones una propedéutica para una iluminación gratuita, un conocimiento profundo que puede dar un vuelco significativo al mundo mental. Este objetivo original ha sido muy frecuentemente deformado por mil intervenciones espurias a lo largo de los inevitables procesos de institucionalización que han generado limitaciones, errores y muchas veces auténticas perversiones deformadoras del genio original. La situación de crisis de las instituciones en la que vivimos podría facilitar un encuentro con los aspectos más originales y originantes de las grandes tradiciones, cosa que nos permitiría restituir a las espiritualidades/religiones su fuerza creativa, que a veces ha quedado fosilizada o neutralizada.
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6.1. Planes de vida: austeridad/contención y benevolencia La proliferación de ofertas de tipo terapéutico o espiritual, relacionadas frecuentemente con planteamientos de autoayuda, inspiradas no raramente de forma superficial en tradiciones orientales sacadas de su contexto profundo, ha llevado a trivializar el marco de seriedad en el que cobran sentido las prácticas espirituales rigurosas, susceptibles de facilitar cambios profundos en las personas. En realidad, ni en Oriente ni en Occidente hay ofertas baratas para lograr resultados espirituales sorprendentes. La mente humana es capaz de elaborar interioridades de gran calidad, pero esto siempre requiere un trabajo asiduo, un contexto humano secularmente acreditado y, dentro de lo posible, la colaboración de un maestro o consejero espiritual, conocedor de la psicología y la tradición espiritual. Estas necesidades se ven hoy con frecuencia escarnecidas por ofertas de acompañamiento o coaching improvisadas con ligereza y falta de seriedad. Un ejemplo de lo que se comenta no es difícil encontrarlo hoy a propósito del yoga. El yoga es una imponente tradición espiritual de origen hindú, que propone una nueva forma de ser y vivir como consecuencia de un amplio programa espiritual que abarca todos los aspectos de la vida. El prestigio de esta tradición y, muy a menudo, un simple tributo a la moda han llevado a una utilización fragmentada y empobrecida del yoga, que no se corresponde con la cualidad de su naturaleza. Así, se recurre a algunas prácticas de tipo gimnástico o respiratorio, desconectadas del nervio profundo de la tradición del yoga. No es que estas prácticas sean perjudiciales, pero el planteamiento resulta empobrecedor. De ahí que sea bueno recordar los grandes modelos de ejercicios espirituales que, como planes de vida, han propuesto las más importantes tradiciones espirituales o religiosas y que suelen incluir un trabajo ascético de contención de las conductas, acompañado de una actitud general de benevolencia hacia la realidad y muy concretamente hacia las personas. a) El modelo del yoga como ejemplo. Interés y limitaciones. El yoga constituye una buena referencia para ejemplificar un plan de vida que ofrece una imagen global de sentido acompañada de una sistematización de actitudes morales y prácticas concretas. Esta gran tradición espiritual hindú tiene un texto de referencia en el «Yoga Sutra de Patanjali», texto escrito en los primeros siglos de nuestra era. Mircea Eliade tiene un estudio clásico sobre él (M. Eliade, 1965). El yoga es uno de los seis grandes sistemas filosóficos brahmánicos (excluyendo, pues, el jainismo y el budismo, considerados heréticos por la ortodoxia hindú). El yoga presentado por Patanjali asume las grandes líneas filosóficas del Samkhya, diferenciándose de él solamente por su cariz teísta (el Samkhya puede considerarse no teísta) y la importancia dada a las técnicas de meditación (mientras que el Samkhya se centra sobre el conocimiento metafísico). Ambos comparten la opinión de que el mundo es real, en contra de la convicción vedanta que lo proclama como ilusorio. Según Patanjali, el sabio descubre que «todo es 106
sufrimiento», convicción muy generalizada en el mundo oriental, que marca, por ejemplo, esencialmente la orientación budista y que articula a su alrededor toda la visión general de la vida. Oriente tiene con frecuencia una concepción pesimista de la vida, que es compensada muy penosamente por la loable actitud benevolente generalizada. El Mahabhárata señala que «la esperanza es la mayor tortura que existe». Señalo estos aspectos, que no son menores en la concepción del yoga, porque seguramente muchos occidentales practicantes de yoga se encuentran muy lejos de estas apreciaciones generales sobre la vida, cosa perfectamente lícita y normal, pero que diferencia profundamente el estado de ánimo con que se enfocan todos los demás aspectos de la tradición del yoga. Estos son los puntos centrales en los que discrepan grandes tradiciones espirituales de Oriente y Occidente, y tales discrepancias son muy significativas para interpretar y vivir dichas tradiciones. En el contexto de esta cosmovisión, Patanjali sitúa los ocho capítulos de su camino del conocimiento, que constituye un itinerario soteriológico. Naturalmente, aislar estos capítulos de este itinerario significa empobrecer la propuesta del yoga. Veamos cuáles son estos eslabones del proceso. – Yama. Es lo preliminar de cualquier ascesis. Comprende cinco abstinencias: no matar (ahimsa), no mentir (satya), no robar (asteya), abstinencia sexual (brahmacariya) y superación de la avaricia (aparigraha). – Niyama. Conjunto de disciplinas: limpieza de los órganos corporales como signo de la purificación espiritual; serenidad, para no amplificar las necesidades de la existencia; ascéticas de moderación en la comida, la bebida y la búsqueda de la confortabilidad; estudio de la metafísica yogui y esfuerzo para hacer de Dios el motivo de todas las acciones. – Asana. Es el capítulo de las posturas. Es uno de los grandes temas más conocidos en el Hathayoga y el que con más facilidad se identifica con el yoga en Occidente. Las posturas tienen como finalidad la neutralización de las alteraciones que la presencia del cuerpo puede producir en la mente. – Pranayama. Otra de las grandes referencias en la espiritualidad oriental, que se propone sintonizar la mente con el cuerpo al asumir ritmos respiratorios en la frontera entre lo voluntario y lo vegetativo. Estas prácticas respiratorias en Oriente llegan a propuestas francamente sorprendentes que, con frecuencia, bordean la rareza y lo insólito, si no increíble. – Pratyahara. Liberación de los sentidos, facultad de liberar el mundo sensorial de la distracción de los objetos exteriores. Orienta al yogui hacia una postura que se asemeja a la inmovilidad de la divinidad.
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– Dharana. Concentración, detención del flujo mental por la fijación en un punto más nocional que físico. – Dhyana. Meditación que permite acceder a la lucidez y a una mirada profunda sobre la realidad. – Samadhi. Éxtasis yóguico, estado contemplativo o iluminación, que es la plenitud final a la que conduce el proceso espiritual seguido por el yogui. Recojo esta breve cita de las etapas del yoga compiladas por Patanjali simplemente para ilustrar la propuesta integral del yoga. Dudo que la mayoría de occidentales que practican yoga estuviesen dispuestos a abrazar la filosofía de fondo y la dura oferta de vida integral que propone el yoga. En este sentido, es oportuno hablar de limitaciones para abrazar la propuesta del yoga en su integridad. Es normal que estas grandes síntesis espirituales generen versiones abreviadas y simplificadas que puedan ayudar a la vida concreta de las personas, pero lo que resulta deformador y adquiere tintes perversos es que se proponga el yoga como práctica funcional para generar un bienestar según los cánones ligeros e irresponsables de nuestra conocida sociedad del bienestar.
b) Otras propuestas Propuestas o planes de vida que contemplan una estructuración integral de la persona existen en muchas tradiciones, tanto orientales como occidentales, frutos complementarios de formas distintas de enfocar la trascendencia espiritual. Todas suponen un proceso serio y de amplio alcance, que contempla el sentido global de la existencia y orienta al sujeto hacia una liberación personal, una nueva forma de ver la realidad y un planteamiento nuevo de su vida. Entre las principales propuestas aparecidas en las grandes áreas culturales de la humanidad pueden citarse, de acuerdo con la ordenación que presenta Armstrong, algunos ejemplos característicos: * A propósito de la cultura griega, Hadot, como se ha señalado más arriba, reivindicó con gran acierto el tono espiritual de la filosofía griega (P. Hadot, 2006), centrándose en el estudio de los estoicos. Filón, Plotino, Plutarco, Séneca o Marco Aurelio simpatizaron con la disciplina espiritual estoica. Un resumen de la sistematización de los ejercicios espirituales estoicos contempla tres grandes conjuntos de ejercicios. El primer conjunto incluye prácticas de interiorización y autoanálisis (prosoche o atención y autoconciencia orientada a la liberación de las pasiones), así como la práctica de la meditación o meletai, que prepara para aceptar lúcidamente los eventos vitales. El segundo conjunto propone un trabajo de autoformación centrado en la lectura, el estudio de la física y la lógica, el aprendizaje de parte de algún maestro y un ejercicio de examen en profundidad (skepsis) que facilita un adecuado discernimiento. El tercer conjunto, orientado a la vida concreta,
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contempla el dominio de las pasiones (enkrateia), el cumplimiento de los deberes y una sabia educación en la indiferencia ante los sucesos triviales. La escuela del epicureísmo promueve el «placer de ser», que implica una sabia elección de los deseos junto con un programa de ejercicios, que incluye la meditación de sentencias, así como un serio entrenamiento en la tranquilidad y la serenidad con vistas a acertar en las elecciones y generar la gratitud a la vida y la alegría interior. También se establecen prácticas de confesión de las faltas, examen de conciencia y corrección fraterna. * En la cultura china son el confucianismo y el taoísmo las dos grandes tradiciones espirituales. El taoísmo, siguiendo las enseñanzas del I Ching o «Libro de las mutaciones», considera el Tao como entidad central autosuficiente, que se manifiesta en dos vías, Yin (femenina) y Yang (masculina). El Yin, más sutil, es superior al Yang (religiosamente, lo místico sería superior a lo ritual). El criterio de vida es una espontaneidad fruto de un profundo trabajo espiritual, al servicio del cual se proponen prácticas respiratorias, movimientos corporales, meditación y ciertas disciplinas sexuales. La meditación taoísta ha influido históricamente en el zen. El confucianismo, por su parte, es una doctrina basada en la armonía que hay que descubrir y respetar en el cosmos, en la sociedad y en el individuo. Un potente ritualismo se pone al servicio de esta armonía. Yo, comunidad, naturaleza y cielo se armonizan. En la espiritualidad confuciana tienen gran importancia el aprendizaje y el estudio que orientan el progreso personal. China, que en la época de Mao había renegado del confucianismo como de un artefacto alienante, se ha vuelto hoy con un cierto interés hacia esta tradición. * La tradición budista está presidida por la experiencia personal de Buda, profundamente impresionado por el sufrimiento y la muerte, y que traduce esta impresión en una durísima propuesta de extinción del deseo. El fin del sufrimiento puede obtenerse a través de un camino óctuple que propone la comprensión, el pensamiento, la palabra, la acción, los recursos de existencia, el esfuerzo, la atención y la concentración justos. La tradición budista desarrolló en su versión zen una impresionante escuela de vida y meditación, que ha merecido una gran atención por parte de diversas tradiciones espirituales por su profundidad y cualidad. * En el ámbito cristiano, además de las clásicas escuelas espirituales, la sistematización moderna más conocida de un plan de cambio espiritual a la luz del evangelio es la propuesta de Ignacio de Loyola. En el contexto de la devotio moderna e inspirándose directamente en el Ejercitatorio del abad de Montserrat García de Cisneros, Ignacio escribe el libro de los Ejercicios espirituales, instrumento de indudable importancia en el 109
mundo católico en el período posterior a Trento. Se trata de un proceso centrado en el análisis introspectivo y la contemplación de la vida de Cristo, orientado a realizar elecciones de formas de vida. El Ejercitatorio del abad Cisneros trabaja a partir de las clásicas vías purgativa, iluminativa, unitiva y contemplativa, con vistas a un progreso interior que Ignacio distribuye por semanas en la perspectiva de un mes. La Compañía de Jesús realizó una eficacísima difusión de los Ejercicios ignacianos, y teólogos espirituales jesuitas han actualizado los presupuestos e intenciones de los Ejercicios de acuerdo con las sensibilidades espirituales modernas y las formas de expresar los procesos psicológicos. Así, por ejemplo, González Faus los presenta como «adiestramiento de la libertad» (J. I. González Faus, 2007), Quinzà los formula como «ordenación del caos interior» (X. Quinzà, 2011) y Habito los trabaja comparándolos con la tradición zen (R. L. F. Habito, 2015), haciendo honor, en la línea de algunos ilustres predecesores en el tema, a los interesantes paralelismos, hoy imprescindibles, entre culturas espirituales diversas. * El mundo musulmán destaca por su escuela sufí, brillantemente desarrollada en los siglos XII al XIV. Se trata de un movimiento religioso místico. Su propuesta espiritual está presidida por una actitud liberadora muy centrada en la belleza, la poesía y el amor como centro de la religiosidad. Dios es concebido como un absoluto objeto de amor. Entre los muchos representantes del sufismo cabe citar a Ibn al-Farid, egipcio conocido por sus trances y experiencias extáticas; Rumi, nacido en el actual Afganistán, cuya vida espiritual se centraba en la unión mística con Dios, destacando su acceso místico a través de la música, la poesía y la danza, lo que le relacionó con el movimiento derviche; Yunus Emre, famoso poeta místico turco, muy importante en la vida cultural de su país; o Ibn al-Arabi, místico sufí nacido en Murcia y muerto en Damasco, gran escritor y tratadista del carácter absoluto de Dios. El sufismo constituye una excelente referencia espiritual religiosa que une la confesión del carácter absoluto de Dios (como corresponde al islam) con una libertad profunda, poética y amorosa, que invita a la proximidad con Dios y que sitúa al individuo en un clima espiritual liberador de gran profundidad. * Espiritualidad agnóstica o atea. Tradicionalmente, en Occidente la espiritualidad ha estado monopolizada por la religión. A partir de la modernidad, el teísmo se independiza de las religiones institucionalizadas, y más recientemente las posturas agnósticas o ateas reclaman la propuesta de posturas espirituales profundas independientes de las creencias religiosas. Dos muestras características de esta actitud las tenemos en la cultura francesa, siempre profunda y capaz de atinadas síntesis, en dos figuras que han destacado en el tema. Una es A. Comte-Sponville en su conocida reivindicación de la espiritualidad atea (A. Comte-Sponville, 2006) y la otra, F. Lenoir, destacado tratadista sobre el tema espiritual en la cultura secular europea (F. Lenoir, 2010). En las propuestas espirituales de 110
estos autores, salvo en lo que se refiere a Dios, encontramos muchas coincidencias con muchas otras propuestas espirituales tradicionales en todas las religiones: conocimiento de sí mismo, silencio interior, apertura al absoluto (Comte-Sponville habla de inmanentidad para eludir la trascendencia propiamente religiosa), adquisición de las virtudes, serenidad ante la adversidad, actuación justa, sensibilidad ante la belleza, «domesticación» de la muerte... Ciertamente las bases espirituales responden a una notable transversalidad.
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6.2. La meditación y sus funciones: la búsqueda de la integridad interior y la iluminación Prácticamente en todas las tradiciones espirituales y religiosas hay un tema estrella por lo que a la práctica se refiere: se trata de la meditación. Tiene esta práctica el interés, desde el punto de vista neurocientífico, de que su estudio puede ser objeto de interesantes observaciones con las técnicas modernas de registro, y de hecho está dando lugar a una gran cantidad de publicaciones. La meditación es un ejercicio de introspección que intenta equilibrar el mundo interior y facilitar la adquisición de un estado de lucidez ante la realidad (iluminación). En las tradiciones religiosas estos objetivos pueden quedar enriquecidos por la figura de Dios y por los relatos simbólicos de referencia. Las neurociencias iniciaron el estudio de la meditación registrando electroencefalográficamente el cerebro de personas que habitualmente practicaban este ejercicio (monjes de tradiciones budistas, cristianas, etc.). En la actualidad, y utilizando a partir de los años 90 del siglo pasado técnicas modernas de registro (fundamentalmente imágenes de resonancia magnética funcional), la mayor parte de publicaciones se refieren a la meditación conocida como mindfulness (que suele traducirse por «conciencia plena»). Se trata de una práctica referida fundamentalmente a las tradiciones meditativas del budismo y que suele incluir meditación Vipassana, Dzogchen y zen, IBMT (integrative body-mind training), MBSR (mindfulness-based stress reduction) y aplicaciones clínicas de esta técnica. Fundamentalmente, la meditación mindfulness atiende a tres objetivos: controlar la atención, regular la emoción y fortalecer la conciencia de sí mismo. Es frecuente considerar en la atención tres componentes: la alerta (capacidad de manejar los estímulos), la orientación (selección de información específica) y la capacidad de resolver los conflictos entre áreas neurales. La regulación de la emoción es fundamental en la vida psíquica y la meditación puede lograr beneficios importantes en este aspecto. Se atiende a cómo nacen las emociones y qué estrategias pueden seguirse para tener conciencia de cómo surgen y cómo se despliegan y expresan, actuando el sujeto como testigo de estos procesos. Este sería un campo que se correspondería con aspectos del análisis a fondo del mundo emocional que propone, por ejemplo, el psicoanálisis. Finalmente, la conciencia de sí mismo depende de la noción que el sujeto tenga de su propio yo. En el budismo se considera un error la conciencia de un yo estático y fijo. En este punto existen justificadas diferencias de fondo respecto de la noción del yo, según culturas y escuelas. El fortalecimiento de la conciencia de sí mismo puede significar tanto una conveniente disolución de la noción del yo estático (actitud dominante en un medio oriental) como un fortalecimiento de un yo maduro y abierto que supere el egocentrismo, más acorde probablemente con conceptos del yo en la cultura occidental. 112
El fruto del trabajo meditativo sería la preparación del sujeto para un estado mental que pueda acceder a la iluminación, nueva visión profunda de la realidad o alguna otra forma de cambio interior que transforme su vida.
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6.3. Registros y valoraciones neurocientíficas El panorama de la meditación presenta muchísimas modalidades y no es fácil la sistematización. A. Lutz, C. J. Dahl y R. J. Davidson se han dedicado al tema y ya en 2008 presentaban una primera clasificación en la que distinguían, con vistas a adquirir una conciencia plena, dos procesos: la FA (focused attention), que centra la atención en un punto u objeto singular, y la OM (open-monitoring), que no intenta concentrarse en ningún objeto singular. A propósito de ellas fueron analizados resultados en la neurodinámica cerebral (A. Lutz et al., 2008). Recientemente, en una nueva publicación (C. J. Dahl et al., 2015), han ensayado la presentación de una tipología de las prácticas meditativas, tanto las correspondientes a los medios espirituales como las que se refieren a la práctica clínica. Distinguen tres familias que denominan atencional, constructiva y deconstructiva. Todas ellas, y esto es importante, pretenden una remodelación del self por medio de la meditación, al servicio del bienestar profundo del individuo, lo que se lograría a través de una conciencia profunda, una toma de perspectiva, una reevaluación del mundo interior y una profundización en el insight personal. No hay que perder de vista estos objetivos, dado que la meditación es una actividad útil y no un simple entretenimiento de ocio. La familia atencional destaca por su centralidad en el manejo de la atención en todas sus dimensiones. Citan los autores como referibles a esta familia la meditación Jhana del Theravada, la centrada en la respiración del zen, la atención corporal del zen tibetano, la Shamata tibetana y diversas tradiciones centradas en la recitación de mantras. También adscriben a esta familia escuelas filosóficas grecorromanas y terapias clínicas de reducción del estrés basadas en la mindfulness. La familia constructiva reuniría principalmente técnicas en las que tiene importancia la reconstrucción del self, así como su situación en perspectivas relacionales y la atención a los valores. A ella podrían referirse la compasión amorosa (Theravada y tibetana), la Bodhisattva tibetana, la meditación cristiana centrada en la oración, la meditación basada en la compasión, la contemplación de la muerte (Tíbet, zen), las propuestas filosóficas del estoicismo o las terapias clínicas centradas en la recuperación de la paz interior. Finalmente, la familia deconstructiva comprendería un grupo orientado al objeto (Vipassana, meditación analítica tibetana, práctica del koan zen); otro grupo orientado al sujeto (terapia cognitiva clínica conductual, Mahamudra tibetana y meditación Dzogchen); y un tercer grupo basado en el insight no dual (Muraqaba sufí, Shikantaza zen o búsqueda del auténtico self en el Advaita Vedanta). La precisión sobre los detalles de estas técnicas escapa al no especialista, pero se traen a colación para mostrar el interés específico y detallado de los neurocientíficos interesados en el tema de la meditación. Posiblemente una de las más detalladas aproximaciones neurológicas a los procesos cerebrales y mentales asociados a la práctica del mindfulness sea el estudio publicado por Vago y Silbersweig en el que intentan precisar la infraestructura cerebral correspondiente a la práctica de la meditación mindfulness atendiendo a los tres aspectos principales 114
(autoconciencia, autorregulación y trascendencia), formulando unos modelos neurales de estos procesos (D. R. Vago y D. A. Silbersweig, 2012). Como ya se ha señalado, el análisis de los beneficios de la meditación desde el punto de vista de las neurociencias es frecuente y abundante. Existe literatura científica de primer nivel sobre el tema. Una excelente revisión la tenemos en un artículo de YiYuan Tang y colaboradores (Y. Tang et al., a), 2015). Los autores recuerdan que los estudios sobre neurociencia de la meditación están aún en sus comienzos pero que disponemos ya de un amplio espectro de datos que las investigaciones futuras podrán ir confirmando y precisando. En su revisión, Tang y su equipo recogen tanto los cambios estructurales generales como los cambios en zonas cerebrales concretas, producidos como consecuencia de la práctica meditativa. Respecto de los cambios estructurales generales, se registran, analizando diversas técnicas meditativas (ejercicios de insight, zen, Dzogchen tibetano, MBT y MBSR), modificaciones presumiblemente beneficiosas en el grosor de la corteza cerebral, el volumen de materia gris, la densidad de materia gris, la anisotropía funcional o el volumen del hipocampo. Por lo que se refiere a cambios en regiones cerebrales concretas, la revisión que comentamos refiere múltiples e interesantes modificaciones: en el córtex cingulado anterior (que regula la atención y la emoción y se activa en los ejercicios de conciencia respiratoria); en el córtex prefrontal y sus conexiones con la amígdala, en relación con la atención y control emocional; en el córtex cingulado posterior, centro de referencia de la conciencia de sí mismo, desactivado durante ciertos tipos de meditación, como los que se distancian del yo; en la ínsula, centro muy significativo de la conciencia de sí mismo y de los procesos emocionales, activada en relación con las sensaciones respiratorias y los estímulos sonoros emocionales; en el estriado (núcleos caudado y putamen), en el que se manifiesta activación en el estado de reposo; en la amígdala, centro importante de la vida emocional y que manifiesta notables modificaciones de actividad según las reacciones a determinados sentimientos. La cita tal vez resulte algo técnica, pero puede ser un buen ejemplo de la precisión con que se realizan los estudios cerebrales sobre los beneficios de la meditación. Aunque se trata de un área de estudio todavía incipiente, la revisión concluye que «existe evidencia emergente de que la meditación mindfulness puede provocar cambios neuroplásticos en la estructura y función de regiones del cerebro implicadas en la regulación de la atención, la emoción y la conciencia de sí mismo». Una revisión parecida ha sido publicada por M. Boccia y su equipo (M. Boccia et al., 2015). Además de las modificaciones referidas en las revisiones que se acaban de comentar, otros aspectos de la modificación cerebral debida a la meditación han sido estudiados en relación con tipos concretos de meditación. Por ejemplo, respecto de la conectividad de redes cerebrales en relación con la meditación zen (P. B. Kemmer et al., 2015) o el estudio de los mecanismos neurofisiológicos y neurocognitivos en relación con 115
el yoga (L. Schmalzl et al., 2015). Incluso se han realizado estudios para comprobar eventuales distinciones específicas entre diversas escuelas de meditación, como el que compara los mecanismos neurales activados específicamente por técnicas meditativas hindúes o budistas (B. Tomasino et al., 2014) o la investigación sobre los efectos cerebrales específicos de la recitación de mantras (A. Berkovich-Ohana et al., 2015). También se han analizado las consecuencias beneficiosas de diferentes formas de meditación. Amihai y Kozhevnikov han logrado precisar cómo en la meditación budista las tradiciones Vajrayana y la tántrica hindú producían una alerta en el sistema vegetativo simpático y en la alerta fásica, mientras que las tradiciones Theravada y Mahayana promovían la actividad parasimpática y la alerta tónica (I. Amihai y M. Kozhevnikov, 2015). Algunos estudios analizan modificaciones de tipo genético, como los cambios en la expresión génica debidos a estados singulares de conciencia (M. Ravnik-Glavač et al., 2012) o modificaciones en la actividad de la telomerasa (N. S. Schutte y J. M. Malouff, 2014; S. B. Kumar et al., 2015). En el orden práctico, los beneficios cerebrales de la meditación han sido aplicados tanto a situaciones terapéuticas como educativas. Respecto de lo primero, se han analizado los efectos beneficiosos de la meditación mindfulness en relación con la formación psicoterapéutica (M. Dorian y J. E. Killebrew, 2015) o en gerontología (M. A. Foulk et al., 2015). G. A. Kelley y K. S. Kelley han presentado una revisión completa de los efectos de la meditación yoga, tai chi y qigong en la mejora de la calidad de vida en adultos (G. A. Kelley y K. S. Kelley, 2015). En relación con las aplicaciones pedagógicas existen diversas publicaciones, como por ejemplo sobre los efectos de la meditación en la toma de decisiones (S. Sun et al., 2015), los beneficios del mindfulness en relación con la mejora del self-control en problemas de adicción (Y. Tang et al., b), 2015), y en especial una revisión sobre el tema (Ch. Zenner et al., 2014). Aunque las investigaciones neurocientíficas sobre meditación son realizadas generalmente a propósito de la mindfulness, muchos elementos de estos estudios pueden generalizarse a otras técnicas o prácticas meditativas de otras escuelas. Así, por ejemplo, los recursos relativos a la fijación de la atención en puntos sensoriales o imaginativos externos o internos al propio cuerpo son relativamente transversales en muchas escuelas. Igual sucede con la respiración, pieza importante entre los recursos meditativos (en casi todas las tradiciones existe esta práctica). En la actualidad se suele invocar la experiencia del yoga o del budismo zen, pero en la tradición cristiana, sobre todo en Oriente, que dispone de una amplia experiencia en este punto en el hesicasmo monacal, se dan ejemplos de la práctica meditativa centrada en la respiración. El mismo Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios, al explicar el «tercer modo de orar» dice: «El tercero modo de orar es que con cada un anhélito o resollo se ha de orar mentalmente, diciendo una palabra del Pater noster, o de otra oración que se rece, de manera que una sola palabra 116
se diga entre un anhélito y otro, y mientras durare el tiempo de un anhélito a otro, se mire principalmente en la significación de la tal palabra, o en la persona a quien reza». Se trata, evidentemente, de una aplicación de la técnica respiratoria a un ejercicio de meditación con objeto, inspirada probablemente en la tradición hesicasta de los monjes cristianos orientales. En otros aspectos más generales, las diferencias entre escuelas de meditación pueden ser más marcadas. La tradición cristiana, por ejemplo, no comparte la aversión por el yo que suele aparecer en Oriente; el yo es concebido como sujeto responsable y se le coloca ante el tú de Dios. Aquí la promoción del sujeto no es vista como un defecto. Consecuentemente, la meditación no busca solamente la capacidad de fugarse de un yo egocentrado, sino la de madurarlo en responsabilidad y superación del egocentrismo, al servicio no solamente de una benevolencia genérica sino también en función de relaciones interpersonales amorosas que intentan reproducir un amor gratuito recibido de Dios. Esta particularidad ha de ser destacada, y no como un inconveniente porque se afirma el yo, sino como una responsabilización generosa de este yo ante la prosecución de la justicia que la tradición profética hebrea coloca en un lugar central de la espiritualidad. Naturalmente, los tipos de meditación de la tradición cristiana son frecuentemente meditaciones con «objeto» en las que el vaciamiento de un yo superficial es solamente la primera etapa de la consolidación de elecciones maduras y socialmente justas decididas por el sujeto en el seguimiento de un mensaje claro y definido.
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CAPÍTULO 7:
Panorama (a modo de epílogo) El gran panorama cultural de las espiritualidades y las religiones se presenta hoy con el interés de siempre pero en condiciones culturales, filosóficas y teológicas diferentes de las que nos resultaban más familiares. El enfoque neurocientífico del tema recogido en los capítulos precedentes es una de las novedades más llamativas. Pero hay otras que se unen a esta. A modo de balance de los aspectos comentados en el presente texto y como indicación de puntos de vista para orientar una buena navegación en el océano de las formas de trascendencia religiosa y espiritual, apunto unas notas que nos permitan interpretar y valorar, además de observar o describir.
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7.1. Los grandes sustratos de los que seguimos alimentándonos El interés espiritual de la humanidad sigue alimentándose de las grandes intuiciones y reflexiones generadas hace entre 2.000 y 3.000 años. Algunas de estas intuiciones adquirieron perspectivas universalistas por su interés, y son todavía ellas las que inspiran las sensibilidades espirituales y religiosas más significativas de la humanidad. La sistematización que de estas tradiciones hizo Karen Armstrong sigue teniendo pleno interés (K. Armstrong, 2007). Se trata de las tradiciones generadas en las zonas orientales, básicamente en el mundo Veda en la India, con su importante derivación en el budismo, y el mundo taoísta (enraizado en el I Ching) y el confuciano en China. En Occidente las dos grandes raíces que nos vertebran son la tradición monoteísta judeocristiana con su derivación posterior islámica (las dos en conjunto dan cuenta de la orientación trascendente de por lo menos un tercio de la humanidad) y el pensamiento griego. Estas grandes tradiciones espirituales y religiosas con proyección universal siguen inspirando las convicciones y la vida de una amplísima mayoría de la humanidad, naturalmente en mil formas derivadas de sus orígenes. Estas tradiciones, sin embargo, están ante el desafío de ser vividas en un contexto muy cambiante, determinado por las potentes modificaciones culturales a las que el mundo asiste. Ello nos aboca a un nuevo panorama espiritual y religioso.
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7.2. Qué está cambiando Muchos son los parámetros a través de los que podemos objetivar el cambio social acelerado que vivimos (en el orden técnico, demográfico, de la comunicación o de los desplazamientos, por ejemplo, estos cambios acelerados son evidentes), de forma que desde observatorios variados se coincide en dar toques de atención, si no de alarma. Aquí nos interesa destacar algunas particularidades de la situación, que afectan directamente a las experiencias espirituales y religiosas. Entre ellas resaltaría cuatro: a) Cultura científica, crítica y secular La cultura que se está extendiendo entre los humanos está progresivamente presidida por una preocupación crítica que opta por la comprobación precisa y que desautoriza los lenguajes de tipo absoluto, dogmático, definitivo, que invocan la «evidencia» o la autoridad, y está convencida del carácter aproximado y provisional de todo lenguaje. La progresiva importancia de la ciencia facilita este tono crítico riguroso que se generaliza como normal en lo descriptivo. Para el mundo que está más allá de lo descriptivo se acepta de buen grado el lenguaje simbólico por su capacidad evocativa de aquellas realidades indescriptibles, pero debe quedar claro el distinto estatuto de estos diversos lenguajes. Resulta especialmente incómodo el intento de crear confusión entre ellos. El lenguaje de la espiritualidad y la religión cae plenamente dentro del lenguaje simbólico. Resulta dramático oír a los responsables religiosos manejando el lenguaje religioso como si fuese una descripción de realidades naturales o históricas. No entender esta situación lleva a las propuestas religiosas a quedar relegadas a lo irrelevante. En cambio, una adecuada utilización del símbolo puede resultar altamente sugestiva. Los símbolos de las tragedias griegas o de Shakespeare siguen siendo profundamente reveladores, aunque los textos legales de su época hayan sufrido un lógico olvido. Veamos algún ejemplo de esta necesidad de aquilatar el lenguaje, sobre todo si se trata de expresiones que se sitúan en el centro de las opciones que se proponen. En el mundo espiritual es frecuente reclamar la «extinción del yo», sobre todo en el ámbito oriental. Si no se quiere acabar en la cuneta de la significación, hace falta precisar de qué estamos hablando. ¿Se trata de una expresión simbólica que indica la necesidad de volcarse a una dimensión amorosa alocéntrica que supere el egocentrismo? ¿Se recomienda la extinción de todas las complejas dimensiones psicológicas centradas en el yo, lo que daría al traste con la integridad del mundo mental? ¿Se alude a una hipotética neutralización funcional de ciertas áreas cerebrales? ¿Se trata de una sensación subjetiva puntual correspondiente a un momento de exaltación? ¿Se pretende iniciar al sujeto en una visión profunda en la que el yo queda reubicado respecto del conjunto de la realidad?... Nuestra cultura informada requiere que expresiones de este tipo y alcance sean adecuadamente explicadas con detalle y no vayan repitiéndose como una cantinela 120
vacía de significado real concreto. Puede tener sentido la utilización simbólica o alguna otra, siempre que quede adecuadamente explicada. Algo parecido pasa con la expresión «energía», a la que se alude frecuentemente en temas espirituales presentados sobre todo en ámbitos orientalizados, con la esperanza de dar a la palabra una conexión «científica». ¿Qué significa energía? ¿Se trata del concepto físico, complejo y difícil de aplicar a una actitud espiritual? ¿Se refiere a algún tipo de reacción química o metabólica que se produce en el cuerpo? ¿Alude a algún tipo de captación de fenómenos ondulatorios de la naturaleza? ¿Es solamente la descripción de una actitud psicológica por la que se asume el coraje de vivir? Además, la cultura tiende a ser secular, es decir, a no conceder ventajas a las dimensiones religiosas para reclamar privilegios o preeminencias en su presencia social. Es la cualidad intrínseca de la oferta religiosa la que puede merecer la adhesión de los humanos, no los refuerzos ortopédicos derivados de la imposición social. b) Pluriculturalidad y plurirreligiosidad La movilidad general de la cultura actual en todos los órdenes (movilidad física y generalización comunicativa) da lugar a un tipo de sociedades cultural y religiosamente plurales. La inmediata consecuencia de este hecho es la abolición automática de la tranquila posesión de la verdad de la que las culturas religiosas particulares hacían gala. Es difícil invocar el monopolio de la verdad cuando se vive en simbiosis sociales entre diversas propuestas con manifestaciones religiosas y humanistas homologables. Un cierto relativismo es una consecuencia inevitable, a no ser que se optase por un fundamentalismo nada recomendable. No solo esto. La multiculturalidad y multirreligiosidad desactivan también las propuestas seculares que imaginaban sociedades en las que (¡por fin!) la religión quedaría al margen de la vida social. La anomalía europea, que parecía uniformarse en una secularidad homogénea y socialmente arreligiosa, se ve de repente inquietada por la presencia de diversas culturas y religiosidades, fruto de la inmigración, reclamando la normalidad de una libre expresión y práctica religiosa social que sorprende a la tranquila despedida que las sociedades europeas habían dado a la presencia religiosa pública. La «vieja Europa», que había ido logrando convertir en museos sus campanarios, asiste un tanto desconcertada a la petición de dar vida activa a los minaretes o a las religiones precristianas, rehabilitando templos a Odín o Thor como lo hace Finlandia. Los analistas consideran que en 2050 en el mundo habrá tantos musulmanes como cristianos. c) Nuevo panorama electivo. Plataforma individualista desde la que se producen las opciones. Desde un punto de vista antropológico, la adhesión social a lo religioso se producía tradicionalmente a través de propuestas institucionales potentes y frecuentemente 121
coactivas. Esta línea de transmisión se agota en Europa. Por una parte, los análisis psicológicos han concluido y acordado que la cualidad de cualquier adhesión depende de la conciencia y del ejercicio libre de las propias convicciones. Por otra parte, la fuerza institucional disminuye. Esto coloca el tema de la elección religiosa en la fragilidad de la opción estrictamente individual. El necesario acompañamiento que arropa cualquier decisión humana queda muy disminuido. La consecuencia inmediata de esta situación es que una parte muy significativa de las «opciones» clásicas por lo religioso se ha convertido en discreta despedida. Hay que notar que este proceso no es exclusivo de lo religioso. Todas las convicciones personales tienen una dimensión social clara y la pérdida de referencias en valores no afecta solamente a lo religioso. Es toda la sociedad la que queda reducida a los mínimos exigibles, dejando el resto a la opcionalidad, tema que supone una indudable debilitación de los valores que cohesionan una sociedad, que queda sometida frecuentemente a la ignorancia de sus orígenes y a la indecisión sobre sus objetivos. El individuo tiende a suprimir opciones de compromiso colectivo de elección individual. Este es un tema muy importante pero supera el ámbito de este trabajo. c) Desmitificación funcional de las imprescindibles instituciones En los orígenes de las grandes tradiciones espirituales y religiosas no hay una institución, sino una persona que suscita un movimiento. Es inevitable que, si el movimiento tiene éxito (en un sentido profundo), se concrete en una institución. En el caso cristiano tenemos un ejemplo claro en el papel jugado por Jesús, figura central del movimiento cristiano, y por Pablo de Tarso, organizador de la Iglesia. Algo parecido ha pasado con todas las grandes tradiciones. Las instituciones no responden solamente a la necesidad organizativa, sino también a la conveniencia de la identificación de grupo imprescindible para una custodia eficaz del genio original. Tienen, sin embargo, que pagar tributo al factor realidad, que inevitablemente rebaja las cualidades originales del movimiento e impone los embates de las instancias sociales y políticas que intentan secuestrar el poder espiritual al servicio de sus intereses. La muy compleja relación establecida inevitablemente entre política y religión ha sido analizada muy precisamente por J. Habermas (J. Habermas, 2015). En nuestras sociedades las instituciones religiosas tienen que velar para que, manteniendo su funcionalidad, lo hagan desde la sencillez y la fidelidad a sus orígenes. Esto exige tanto una ética fundamental, que no suscite dudas, como un manejo de los elementos simbólicos, que suscite el «salto» del significante al significado. En sociedades maduras hoy el manejo simbólico pide una utilización sobria y elegante del símbolo, dejando los fastos cortesanos y los disfraces para la reina de Inglaterra o los parques temáticos. Todo el mundo sabe que la cualidad no solo no depende de las exhibiciones y ritualismos vacíos, sino que queda ridiculizada por ellos.
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7.3. Espiritualidades variadas y serias Hablamos de una espiritualidad para nuestro mundo, pero resulta bastante claro que deben coexistir diversos estilos espirituales y religiosos. La variedad es un signo de riqueza y esto vale tanto para la ecología, las culturas o las lenguas como para las espiritualidades y las religiones. En el amplio panorama espiritual y religioso, pienso que hay que tener presentes al menos dos variables principales para atender a la diversidad del fenómeno sin intentar absolutizar una visión concreta. a) La variable neuropsicológica El mundo mental no tiene un patrón uniforme al que referir una sola forma de corrección o equilibrio. Cuando una persona se interesa por la trascendencia espiritual o religiosa, lo puede hacer desde diversos estilos correctos. Pongo un ejemplo. En el orden del funcionamiento cerebral es conocida la distinción entre dos sistemas de funcionamiento mental comentados por D. Kahneman, conocido psicólogo de Princeton y premio Nobel de economía, y formulados como «pensar rápido y pensar despacio». Dice Kahneman: «El sistema 1 opera de manera rápida y automática, con poco o ningún esfuerzo y sin sensación de control voluntario. El sistema 2 centra la atención en las actividades mentales esforzadas que lo demandan, incluidos los cálculos complejos. Las operaciones del sistema 2 están a menudo asociadas a la experiencia subjetiva de actuar, elegir y concentrarse» (D. Kahneman, 2012, 35). Se trata de dos estilos útiles, interesantes, imprescindibles, complementarios... que todos usamos y nos enriquecen, ofreciéndonos la posibilidad de utilizar estrategias alternativas que hacen más eficaz nuestra vida mental. Los estudios neurológicos experimentales reconocen hoy con normalidad la existencia de estilos cognitivos, cada uno con sus peculiaridades dignas de consideración y sin que ello sugiera que es mejor una de las particularidades. Así, por ejemplo, los estudios sobre los efectos de la oxitocina en la cooperación intergrupal muestran consecuencias distintas según se trate de mentes reflexivas o mentes intuitivas (Y. Ma et al., 2015). Sería necio reclamar la sistemática prioridad de uno de los dos sistemas como más eficaz. Alternar y combinar es lo enriquecedor. También en las actitudes más emocionales, como las empáticas, aparecen modalidades individuales que explican diferencias de estilo en las formas de comprensión y relación, modalidades que explican actitudes, opciones, adhesiones, etc. (R. Eres et al., 2015). Algo parecido sucede con los estilos espirituales. A cada cual le puede convenir un estilo diferente, y sería empobrecedor y desprendería tufo de absolutismo imponer una forma espiritual concreta como la más adecuada. La historia muestra la riqueza de la variedad espiritual. b) La variable de la gran cultura: Oriente y Occidente 123
La otra gran variable que diferencia positivamente la espiritualidad proviene de profundas estructuras antropológicas, filosóficas y culturales que diferencian a las personas de acuerdo con la conformación cultural que las ha configurado. En este punto, Oriente y Occidente han dado lugar a significativas diferencias. Oriente ha privilegiado la desconfianza del yo y la vía de la no dualidad y la fusión con el Todo. La desconfianza del yo domina la cultura índica y su espiritualidad, así como la espectacular espiritualidad budista. De ambas posiciones se deduce una actitud de análisis e introspección muy duros y, como horizonte, la unicidad y fusión del yo con la única realidad consistente, de carácter teísta o no. La filosofía de la no dualidad Advaita Vedanta (cf., por ejemplo, el libro de S. Chinmayananda, 2014), de la que el filósofo Shankara es el gran representante, y del precario valor atribuible al yo está en consonancia con una concepción global que se engarza con los ciclos de vida, una cierta desconfianza acerca de las decisiones y actuaciones personales, los ciclos de transmigraciones e incluso la estructura social de las castas. Occidente, conformado por la tradición griega y la bíblica, piensa en un yo protagonista y responsable desde la razón y ante Dios o los dioses, y ante los otros, liberado de su egoísmo, en un contexto dialogal y dialéctico que va dando cuenta de los procesos sociales e históricos, y que es invitado a configurar la sociedad y responder de sus actos. En la mentalidad occidental, el silencio es una condición para poder oír la Palabra, que es una propuesta profética para la acción presidida por la utopía. La propuesta espiritual central de la Biblia no es la promoción del análisis del yo y el silencio, sino la práctica de la justicia en su aspecto más amplio. Esto es lo que proponían todos los profetas bíblicos, incluido, naturalmente, Jesús de Nazaret. El yo que solo pretende fusionarse con la totalidad y el yo que se presenta amorosamente ante el Otro merecen la misma credibilidad espiritual, y pueden compartir ubicaciones compatibles que se enriquecen en la diferencia de posturas. Adscribirse a una u otra de estas posiciones tiene importantes consecuencias personales y sociales. La tradición bíblica de la que forma parte Occidente ha reclamado siempre la construcción de un mundo nuevo en el que tenga su lugar la justicia (2 Pe 3,13), lo que evidentemente mantiene una tensión utópica que explica el interés por este mundo y su progreso, y convoca a la persona a una acción esperanzada y responsable. Si uno se adscribe a la creencia de que el yo y la realidad son un engaño, no tiene mucho sentido preocuparse por mejorar esta realidad, y el interés por la utopía pierde su sentido, y la realidad triste en la que vivimos solo puede ser aminorada por una benevolencia que acompañe la bruma en la que nos movemos. Estas profundas posturas filosóficas y espirituales explican probablemente por qué a la cabeza de la confianza en la construcción de un nuevo mundo ha destacado la cultura judeocristiana de una forma tan clara. En Oriente destacó en un sentido similar la cultura china por la cosmovisión confuciana del orden del universo; en cambio, no ha destacado en este aspecto la cultura india ni sus derivaciones budistas, aun manteniendo su alto interés espiritual. Es verdad que el progreso también presenta sus muchas ambigüedades, pero su interés se suele medir por la simple pregunta 124
acerca de quienes preferirían retrotraerse al mundo de hace cinco siglos en vez de mantenerse en la confortabilidad (física, médica, técnica en general...) actual, o simplemente si prefieren formar parte de cohortes humanas (en sentido epidemiológico) con esperanza media de vida de 40 años (siglo XIX) o de 80 años (siglo XXI). Es fácil condenar el progreso disfrutando de todas sus ventajas. Posiblemente haya que coordinar los dos polos: mantener la utopía trabajando por ella y preservar la integridad personal, social y ecológica. La espiritualidad puede construirse a partir de cualquiera de estas posiciones globales, que se pueden interfecundar. Grandes áreas de pensamiento espiritual occidental, en crisis respecto de sus tradiciones de origen, se han volcado hoy totalmente hacia una cierta versión oriental de la espiritualidad, que acaba desconociendo cualquier valor atribuible a la tradición occidental e ignorándola prácticamente o considerándola solamente como anecdótico comentario de la verdadera tradición espiritual, que sería únicamente la oriental. Y creo que aquí se da un exclusivismo empobrecedor. Pretender que el único camino hacia la iluminación o hacia Dios pasa por la visión vedanta del yo constituye un sesgo empobrecedor de lo espiritual. Lo espiritual es lo suficientemente rico y complejo como para admitir versiones compatibles formuladas en tesituras diferentes y complementarias, y creo que forma parte del reto actual de la espiritualidad humana el saber mantener expresiones cualitativas distintas, todas ellas adecuadas dentro de su inevitable limitación, acerca de esta aventura que supone abrirse a la trascendencia espiritual y religiosa. Además, es extraordinariamente difícil transmigrar con éxito entre grandes opciones globales y se corre el riesgo, al pretenderlo, de ubicarse en inestables terrenos movedizos en los que ni las palabras tienen adecuada traducción. c) Discernimiento: no todo vale igual Aun reivindicando la variabilidad, y precisamente para garantizarla, el panorama actual exige un cuidadoso discernimiento acerca de la fiabilidad de las propuestas espirituales y religiosas. En primer lugar, hace falta detectar y denunciar lo sectario, enfermizo o empobrecedor, ya que, en nombre de la espiritualidad o la religión, se proponen actitudes de todo tipo, muchas de ellas oportunistas o simplemente bobas. Lo sectario hay que denunciarlo e intentar neutralizarlo, y también hace falta ejercer la crítica acerca de propuestas difusas, hoy frecuentes, en las que de una forma confusa se mezclan términos científicos con datos inconcretos y sin ninguna precisión para proceder a afirmaciones que intentan expresar en lenguaje más actual viejas prácticas más o menos mágicas que, como mucho, podían actuar como simples placebos. Pero es importante también ejercer un trabajo crítico entre tradiciones serias, con el fin de valorar la calidad de afirmaciones y propuestas. Por ejemplo, puede ser interesante 125
la recomendación de determinados códigos alimentarios de cara a una ascética seria (pongamos por caso ciertas formas de ayuno o de instrucciones dietéticas), pero estas observancias han de proponerse al margen de imposiciones o conductas obsesivas. O sería interesante saber por qué atrae con facilidad todo tipo de meditación o de técnicas espirituales con tal que sean orientales, cuando se ha abandonado en medio de una ignorancia clamorosa toda la tradición espiritual europea. O bien conviene poder contraponer, con vistas a una mejor lectura e interpretación de los textos, recomendaciones que no son igualmente aceptables. Así, el evangelio propone, por ejemplo, el perdón a los enemigos y la abolición de la ley del talión (Mt 5,20-48), mientras que el Corán exhorta a hacer la guerra y matar al enemigo (II, 187) y a reinstaurar la ley del talión (II, 190). Se trata, pues, de la recomendación contraria. En sociedades abiertas hay que tener el coraje de plantear y resolver este tipo de confrontaciones de forma constructiva. La disposición a la comprensión y tolerancia no nos debe impedir los contrastes en favor de la verdad. Y el discernimiento franco y lúcido es una garantía en favor de esta verdad. A un nivel más superficial pero significativo, llama la atención, por ejemplo, que en Europa se reclame una presencia espiritual en el corazón de la sociedad secularizada y sin exhibir signos distintivos especiales, y en cambio, cuando se trata de maestros orientales, se valore su carácter monacal, la exhibición de hábitos religiosos especiales o el evidente interés por la participación activa en sus templos, etc. Se trata simplemente de citar algunos detalles que detectan la necesidad de estar atentos a todos los términos del fenómeno de reorganización de toda la experiencia espiritual y religiosa, reorganización mucho más compleja que la que se había reducido a marginar lo religioso de la vida pública. Existe, por otra parte, la posibilidad de que la experiencia espiritual sirva, revestida de engañosa cualidad, para encubrir mecanismos enfermizos. Se dan, de hecho, como recuerda el psicoanalista J. B. Rubin, una amplia variedad de «patologías del espíritu, que incluyen el uso de la búsqueda espiritual para una inflación narcisista, evadir la subjetividad, negar las pérdidas emocionales, protegerse de las penosas vicisitudes de la experiencia cotidiana y huir de la responsabilidad ética [...], comprometerse en una entrega masoquista, un desapego esquizoide y una autoanestesia obsesiva» (J. B. Rubin, 2010, 229-230). «Experiencias de unidad y éxtasis –sigue diciendo Rubin, comentando el caso de un paciente– ofrecen a un meditador, un profesional competente de mediana edad, una manera de evitar el dolor y la tristeza terrible de su divorcio, en lugar de enfrentarse a él y elaborarlo». Forma parte también de un buen discernimiento el saber que en ocasiones la práctica de una profunda meditación puede resultar perjudicial. Efectivamente, en personalidades fácilmente desestabilizables los esfuerzos para penetrar en la profundidad mental y abrirla pueden conducir a hacer aflorar ansiedades, actitudes arcaicas, terrores u obsesiones que estaban aceptablemente controladas, especialmente si se trata de meditaciones que se basen en dinamitar la noción del yo o diluirla en conjuntos amplios 126
poco definidos y sin referencias. La meditación zen, además, como otras prácticas espirituales, tiene también su historia de conductas de riesgo y violencia asociadas a pérdidas de identidad por una mala asunción de la pérdida del yo. Torkel Brekke, por ejemplo, ha estudiado en ámbitos budistas conductas violentas como resultado de una separación de la actuación de la persona respecto de un yo protagonista y responsable. Brian Victoria, historiador del zen y formado en aquella tradición espiritual, recuerda cómo en la Segunda Guerra Mundial los soldados japoneses eran entrenados en técnicas de meditación para asegurar que perdían el sentido del yo y «llegaban a ser» la orden que recibían. Las experiencias «espirituales» quizá puedan llegar a ser amorales y conducir a políticas opresoras, como sucedía en los samuráis. La meditación, pues, como recuerda Miguel Farias, director del grupo de Cerebro, Creencias y Conductas de la Universidad de Coventry, puede producir profundos efectos en la mente, pero estos efectos no siempre son beneficiosos ni generadores de paz. El panorama que se ofrece a una humanidad en trance de cambio singular sugiere que espiritualidades y tradiciones serias puedan seguir siendo hitos interesantes de la aventura humana. Así, mujeres y hombres de nuestra época pueden ser acompañados en sus mejores aspiraciones por las sugerencias e invitaciones a enriquecer los mejores impulsos de vida con las ofertas de espiritualidades y religiones que constituyan el bordado de la urdimbre que mentalmente los sostiene. En este intento, las neurociencias han hecho una interesante, aunque solamente inicial, aportación, mostrando que la dedicación seria a prácticas espirituales como la meditación constituye un recomendable ejercicio de mejora del cerebro y de la mente, es decir, de la persona.
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Índice Portada Créditos Índice Introducción: Animales muy espirituales Capítulo 1: Vivir y conocer 1.1. 1.2. 1.3. 1.4. 1.5. 1.6. 1.7. 1.8.
Vida y sensibilidad Nervios, cerebros y mente Una estructura para sobrevivir Dos procesadores integrados: los hemisferios Un cerebro del organismo total Conocer y recordar: memoria y biografía Los sedimentos evolutivos que nos hicieron humanos: razón y emoción El sexo: dos vivencias complementarias de lo humano
Capítulo 2: Conciencia reflexiva y protagonismo del yo 2.1. Conciencia reflexiva y recursiva a) Conciencia emergente b) Espacio global de trabajo c) Dinámica talámica d) Estado mental consciente e) Teoría de la información integrada(G. Tononi) f) Bucles de retroalimentación g) Intencionalidad compartida h) Transición de fase o cambio de estado i) Emociones primordiales j) Conciencia cuántica 2.2. El yo, un territorio de la conciencia a) El yo neural b) El yo somático c) El yo psicológico d) El yo ético e) El yo extenso o social f) El yo metafísico 139
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2.3. La libertad
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Capítulo 3: «Ir de sobrados por la vida»: más allá de las necesidades 3.1. 3.2. 3.3. 3.4. 3.5. 3.6.
Dimensiones de lujo Enraizadas en la carne: las trascendencias La estética La ética Espiritualidades/religiones Intersecciones múltiples
Capítulo 4: Espiritualidades
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4.1. ¿De qué hablamos? 4.2. Naturalmente espirituales a) Aproximación evolutiva b) Análisis neurológico c) Constructivismo psicosociológico d) El debate sobre la secularización y la «anomalía europea» 4.3. Indicadores de salud. Puntos cardinales 4.4. Las espiritualidades a) Espiritualidades religiosas b) La introspección c) Espiritualidades humanistas no religiosas d) La pasión por la justicia e) La seducción de la fórmula. ¿El yo perdido en el cosmos? f) Hermana Tierra g) La belleza 4.5. El genio original y el peaje institucional
Capítulo 5: Las religiones, guinda de la espiritualidad: el factor «Dios» 5.1. 5.2. 5.3. 5.4.
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Hablar de Dios Las imágenes de Dios. Relatos y símbolos Elaboraciones de las imágenes de Dios Nuestras aproximaciones a Dios a) Dios como exigencia de mis necesidades psíquicas (engañosas) b) Dios como límite: el Dios del «esprit de géométrie» c) Dios gracioso 140
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d) El Dios que hay que destruir: ateísmo e) El Dios «excesivo»: agnosticismo 5.5. Un Dios en el que se pueda creer. Algunos desafíos actuales a) Los creyentes pasan a tener la carga de la prueba b) Violencia e imposición en los monoteísmos c) El mal d) La búsqueda de sentido
Capítulo 6: Ejercicios espirituales: hacia la liberación y la iluminación 6.1. Planes de vida: austeridad/contención y benevolencia a) El modelo del yoga como ejemplo. Interés y limitaciones. b) Otras propuestas 6.2. La meditación y sus funciones: la búsqueda de la integridad interior y la iluminación 6.3. Registros y valoraciones neurocientíficas
Capítulo 7: Panorama (a modo de epílogo) 7.1. Los grandes sustratos de los que seguimos alimentándonos 7.2. Qué está cambiando a) Cultura científica, crítica y secular b) Pluriculturalidad y plurirreligiosidad c) Nuevo panorama electivo. Plataforma individualista desde la que se producen las opciones. c) Desmitificación funcional de las imprescindibles instituciones 7.3. Espiritualidades variadas y serias a) La variable neuropsicológica b) La variable de la gran cultura: Oriente y Occidente c) Discernimiento: no todo vale igual
Bibliografía
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