NEGUS, Keith - Los Géneros Musicales y La Cultura de Las Multinacionales · 1. Cultura, Industria y Género
March 1, 2017 | Author: guillermovillacorta | Category: N/A
Short Description
Download NEGUS, Keith - Los Géneros Musicales y La Cultura de Las Multinacionales · 1. Cultura, Industria ...
Description
1. Cultura, industria, género: las condiciones de la creatividad musical Un tema central de este libro es la idea de que la industria produce cultura y la cultura produce una industria. Este motivo vertebra mi estudio del negocio de la música y la produc‐ ción de diferentes géneros, y se emplea para proponer una manera concreta de pensar sobre estas actividades y esferas de la vida que con frecuencia se separan artificialmente según las categorías de «economía» y «cultura». En este capítulo inicial me gustaría explicar con más detalle por qué adopto este enfoque, qué pretendo con la utilización de estos términos y re‐ conocer mis deudas con otros estudiosos. Así, ahora introduciré algunos de los principales temas que presentaré a lo largo de todo este libro y que ilustraré más detalladamente en los capítulos posteriores. Al proporcionar un breve esbozo esquemático de las ideas teóricas que han guiado mi pensamiento y que forman parte integral del resto de este libro, analizaré por separado algunos hilos intelectuales que en la práctica están a menudo juntos, ya sea en las discusiones cotidianas sobre la música de un concierto o en las reflexiones teóricas y los estu‐ dios empíricos de varios escritores. En realidad, ésta será sólo una estrategia explicativa temporal, pues volveré a juntar las hebras en los capítulos posteriores de este libro. De la producción de cultura a la cultura de producción Con la expresión «la industria produce cultura» me refiero al modo en que las multinacionales del ocio montan estructuras organizativas e instituyen prácticas de trabajo para crear productos identificables, artículos de consumo y «propiedades intelectuales». Este enfoque está basado en las ideas de la economía política y en los estudios de las organizaciones y los emplea para examinar las diversas estrategias de las multinacionales y las prácticas empresariales de las compañías musicales y los medios de comunicación. Los estudiosos que han seguido esta amplia línea de razonamiento suelen tener tendencia a narrar una historia de la «producción cultural» en la cual las prácticas, la forma y el contenido de la música popular (y de otras formas culturales) se ven influidas de diversas maneras por un abanico de coacciones organizativas y criterios comerciales. Muchos estudios de la producción cultural en general y el negocio de la música en particular están condicionados por los supuestos de la economía política, o lo que a veces se califica como economía política «crítica», etiqueta utilizada por los escritores que quieren subrayar que no sólo les interesan los problemas técnicos o los temas de administración de empresas, sino también las valoraciones normativas sobre «la justicia, la igualdad y el bien público» (Golding y Murdock, 1996). 1 Un tema fundamental para quienes se inscriben en esta tradición de investigación puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cómo ejercitan y mantienen el control 1
Vale la pena señalar que el término «crítica» está lejos de ser sencillo, se ha utilizado con demasiada frecuencia como calificación y a menudo se emplea retóricamente en los juegos de posicionamiento que llevan a cabo algunos académicos. A pesar de las revelaciones presentadas en su artículo, Golding y Murdock también utilizan este recurso para hacer una dis tinción bastante tosca entre la investigación organizativa «crítica» y la «administrativa» y así tergiversar la obra de investigadores radicales que trabajan en el campo de los estudios organizativos, además de ignorar la ortodoxia «crítica» (y las convenciones de género) de tanta economía política reproducida sin crítica alguna.
en las multinacionales sus responsables y cuáles son las consecuencias de ello para los trabajadores y el público en general? En lo que a la industria musical se refiere, esto plantea preguntas sobre el efecto de los esquemas de la propiedad capitalista en la obra creativa de los artistas y las opciones disponibles para los consumidores. La economía política ha aportado muchas ideas nuevas sobre las diversas maneras en que la propiedad empresarial afecta a las prácticas culturales, subrayando cómo la producción tiene lugar dentro de una serie de relaciones de poder desiguales, cómo las presiones comerciales pueden limitar la circulación de ideas no ortodoxas u opuestas y cómo el control de la producción por parte de unas pocas multinacionales puede contribuir a ampliar las divisiones sociales y las desigualdades de información, no sólo dentro de los países sino a escala mundial. 2 Que las multinacionales del ocio y el arte más importantes están intentando continuamente controlar la producción cultural y por tanto maximizar los beneficios que ésta les reporta es una idea que los economistas políticos destacan una y otra vez. Uno de los métodos clave utilizados por las multinacionales modernas para mantener el control es la adopción de varias estrategias empresariales (Fligstein, 1990); en el capítulo 2 me centraré en estos métodos y en sus conse‐ cuencias. A pesar de estas revelaciones, las conclusiones de la economía política son a menudo previsibles, pues describen la propiedad de las multinacionales como un factor que lleva a unas formas rígidas de control social con un impacto negativo en las actividades creativas de los músicos, los empleados de las multinacionales y los clientes de la industria discográfica. Según afirman Steve Chapple y Reebee Garofalo (1977) en un exhaustivo estudio histórico de la industria discográfica en Estados Unidos, la conversión de la música en artículo de consumo y el control de su producción por parte de unas pocas grandes multinacionales también tienen un impacto negativo en los sonidos que nos llegan, lo cual provoca la erosión de las actuaciones contrarias o «antimaterialistas», pues los músicos y los empleados de la industria musical son absorbidos por una industria del ocio que constituye «una parte indivisible de la estructura de las multinacionales norteamericanas» (ibid., pág. 300). Otros escritores que han seguido la economía política con el fin de comprender las industrias musicales han llegado a conclusiones similares. 3 2
2. Una figura clave en el desarrollo de esta trayectoria de teorización ha sido Herbert Schiller, quien afirmó con convicción que los esquemas de la propiedad de las multinacionales han afectado al debate público y la forma, el contenido y las prácticas con las que se crea la cultura. Para su razonamiento sobre la «toma de posesión de la expresión pública por parte de las multinacionales» véase Schiller (1989); para un razonamiento sobre la aparición de una forma del «dominio transnacional de la cultura por parte de las multinacionales» en el comercio internacional véase Schiller (1991), y para los razonamientos sobre cómo el control de los medios de comunicación produce formas de «desigualdad informativa» véase Schiller (1996). Para un esbozo claro de las conexiones entre la economía política de la comunicación/cultura y la obra de Karl Marx véanse los textos de Nicholas Garnham (1990). Para una serie de estudios del control de la prensa y los informativos, principalmente en Gran Bretaña, véase la obra de Peter Golding y Graham Murdock (Murdock y Golding, 1974, 1977; Golding, 1990). Para una perspectiva más internacional véanse Armand Mattelart (1991) y Vincent Mosco (1996). 3 El más notable de ellos es Harker (1980), pero véase también la introducción de Frith (1988).
Las pesimistas conclusiones alcanzadas por gran parte de la economía política nos transmiten la imagen de unos poderosos propietarios que ejercen un poder casi omnipotente sobre las prácticas de los músicos y las opciones de los consumidores. Esto se opone frontalmente a las experiencias emocionantes y agradables que muchos de nosotros obtenemos de los productos procedentes de la industria musical. La economía política siempre me ha parecido atractiva cuando pienso en mis momentos de congoja como miembro de grupos contratados por las compañías discográficas, pero menos convincente cuando pienso en la composición y la interpretación de canciones y en las muchas actividades que implica el consumo musical. Uno de los problemas que plantea es lo que Peter Golding y Graham Murdock (1996) han denominado «estructuralismo». El término «estructura» se emplea en los debates cotidianos y en las disciplinas de la ciencia social como metáfora para explicar el modo en que las relaciones sociales y las actividades parecen adquirir solidez: las estructuras sociales, las estructuras de poder, las estructuras empresariales de la industria musical, por ejemplo. Esto transmite la impresión de estar ante construcciones imponentes, dominadoras, que son estáticas, permanentes e invariables, algo fácil de asumir si se visitan algunos de los bloques de las multinacionales en Manhattan. Sin embargo, Golding y Murdock nos recuerdan que este tipo de «estructuras» surgen de las actividades humanas cotidianas, que son dinámicas, cambian con el tiempo y contribuyen a su mantenimiento. Estas actividades humanas implican a los músicos además del público y el personal que trabaja en las multinacionales y para sus diversas marcas subcontratadas, filiales y compañías. Un problema relacionado con el anterior, también identificado por Golding y Murdock, es el del «instrumentalismo»: la observación de que las multinacionales capitalistas tienen intereses específicos (acumulación de capital, búsqueda de beneficios, una manera concreta de organizar la producción) no significa necesariamente que la obra de los músicos y trabajadores de la industria de los medios de comunicación en general no pueda reducirse a una simple lógica instrumental ni explicarse con ella. Como Garofalo (1986) reconoció más tarde, al reelaborar las críticas de la industria musical que había escrito con Chapple, «no existe correlación punto por punto entre el control económico del mercado y el control de la forma, el contenido y el significado de la música» (pág. 83). La industria no puede limitarse a construir las estructuras de control y manejarlas de una manera instrumental. Quienes se centran en la propiedad y el control a través del prisma de la economía política olvidan la vida organizativa menos metódica que existe dentro de las compañías; a los seres humanos que habitan las estructuras de las multinacionales. Un enfoque instrumentalista descuida las numerosas mediaciones humanas que tienen lugar entre las estructuras empresariales y las prácticas y los sonidos de los músicos, sobre todo la obra de los intermediarios de la música y las industrias de los medios de comuni‐ cación. Durante muchos años las actividades de estos trabajadores en las organizaciones de la industria musical, y de quienes, más en general, participan en la producción cultural comercial, se explicaron mediante analogías con una «cadena de montaje» o «línea de producción». Se observó que la producción de canciones de éxito, junto con películas de Hollywood y novelas, era similar a la manufacturación industrial. Los observadores críticos conjugaron una imagen de «factorías de canciones» burocráticas, ocupadas en montar melodías, letras y ritmos estandarizados e intercambiables, o propusieron un modelo analítico de administradores
anónimos que trasladaban mecánica y secuencialmente los productos de los artistas al público. 4 Estos modelos mecanicistas se han incorporado, con frecuencia de una manera no crítica, a las afirmaciones de que la música, como otras industrias, se organizaba en términos «for‐ distas», utilizaba técnicas de producción en masa similares a las que desarrolló Henry Ford y vendía sus productos a un mercado de masas indiferenciado (Lash y Urry, 1994). Este argumento puede encajar convenientemente en una teoría general sobre la emergencia universal de un tipo de «posfordismo» flexible, pero no tiene en cuenta las características espe‐ cíficas históricas del desarrollo de la industria discográfica. Desde su aparición al final del siglo xix, el negocio de la música grabada (y de hecho de la industria editorial de las partituras en la que se basan muchas prácticas laborales) se ha organizado según las producciones a pequeña escala y las ventas a nichos de mercado cambiantes, junto a la creación de grandes éxitos y bombazos (la mayoría de las grabaciones que salieron a la luz en el siglo xx nunca se comerciaron o vendieron a un público «de masas»). Además, desde sus inicios la industria discográfica ha empleado diversas actividades de marketing y promocionales, legales e ilegales, a pequeña escala y basadas en equipos, como manera de acercarse a los consumidores, prácticas que muy bien podrían etiquetarse como «flexibles». 5 Lo importante, por tanto, no es que la industria de la música haya experimentado una profunda evolución de la cadena de montaje a la «desintegración flexible» más caótica (Lash y Urry, 1994). Lo que ocurre es que la discográfica se ha descrito equivocadamente como una industria ante todo mecánica e industrial. Mucho antes de los debates sobre el «posfordismo», Richard Peterson (1976) había intentado desafiar los paralelismos superficiales con las industrias manufactureras burocráticas, exigiendo una «perspectiva de la producción de cultura» que recomendaba también en oposición a la idea de que los productos culturales son simplemente la obra de artistas indivi‐ duales (desde los cuales luego llegaban al público). Basándose en las ideas de Howard Becker (1974, 1976) sobre los «mundos artísticos» colaborativos en los que se crea la cultura, Peterson (1976) deseaba subrayar el modo en que la cultura es «fabricada» por un abanico de grupos ocupacionales en el marco de unos medios sociales específicos. Ilustró esta idea con una serie 4
Una de las formulaciones de este tipo más influyentes puede hallarse en la crítica de la industria de la cultura llevada a cabo por Theodor Adorno y Max Horkheimer, publicada originalmente en alemán en 1944. Un modelo sociológico más formal (un «análisis de los sistemas de la industria de la cultura enmarcado organizativamente») fue desarrollado por Paul Hirsch (1972), que propuso un modelo de «flujo de filtrado» de producción musical mediante el cual los creadores artísticos proporcionaban la «materia prima» que luego se procesaba y pasaba por el sistema hasta llegar al público. Para un estudio y una crítica más extensos de este tipo de enfoque véase Ryan y Peterson (1982) y también mi crítica ampliada de la producción musical y cultural (Negus, 1996, capítulo 2; Negus, 1997). 5 Para un estudio de la historia de la grabación y de la importancia de las pequeñas compañías discográficas y el crecimiento de los subgéneros y las numerosas actividades promocionales, véanse Garofalo (1997) y Laing (1969). Para una crítica del enfoque posfordista de la producción cultural y el modo en que sus suposiciones han influido en los estudios sobre la industria musical, incluyendo mi primer libro, véase Hesmondhalgh (1996a, 1996b).
de estudios cada vez más detallados de las «estructuras organizativas» y la «producción de sistemas» en los que se manufacturaba la música country, que culminó en su estudio histórico de la «institucionalización» de la música country como proceso en el que un conjunto de personas se dedica a la tarea irónicamente consciente de «fabricar autenticidad» (Peterson, 1997). La perspectiva de la «producción de cultura» de Peterson es un desafío deliberado a los estudiosos que intentan entender el trabajo creativo según lo que él llama «el raro genio de unas pocas personas selectas». En cambio, enfatiza «las disposiciones estructurales en las que trabajan los innovadores» (Peterson, 1997, pág. 10). En lugar de aceptar la perspectiva parcial de las biografías individuales, Peterson argumenta que deberíamos prestar atención a las condiciones específicas que han determinado que el talento haya podido salir a la luz y ser re‐ conocido. En sus propios escritos, Peterson ha demostrado cómo unos tipos concretos de cantantes tenían el privilegio de ser considerados «country» (intérpretes blancos que adopta‐ ban estilos rústicos específicos) y cómo un abanico de artistas, mánagers, locutores de radio, productores, músicos, compositores de canciones y editores se encargaban de seleccionar y modelar sistemáticamente lo que llegaría a considerarse música country «auténtica». Yo coincido con el énfasis de Peterson en comprender las condiciones en las que grandes individuos pueden desarrollar su talento, y utilizaré explícitamente parte de su trabajo sobre la música country en el capítulo 6. Mientras Peterson escribía en Estados Unidos, Antoine Hennion (1982, 1983, 1989) investigaba la producción musical en Francia y llegaba a conclusiones similares sobre la «creación colectiva», añadiendo que los empleados de la industria musical actúan como mediadores, pues conectan continuamente a los artistas con el público. Hennion observó que los empleados del negocio de la música trabajaban como «intermediarios», no sólo durante las actividades más obvias del marketing y la promoción, sino también al «introducir» la idea de un público imaginado a la composición, la producción y la grabación de canciones en el estudio. Subrayando que esto requiere no tanto fórmulas organizativas, cadenas de montaje y estructuras empresariales como una gran cantidad de empatia humana e intuición, Hennion arguyó que los empleados de la industria discográfica no «manipulan al público, sino que le toman el pulso» (1983, pág. 191). El trabajo de los mediadores ha sido también objeto de estudio por parte de Pierre Bourdieu, que ha adoptado el concepto del «intermediario cultural» para referirse a los empleados que se dedican a la «presentación y representación [...] procurando bienes y servicios simbólicos» (1986, pág. 359). Como Hennion, Bourdieu ha subrayado el modo en que estos trabajadores ocupan una posición situada entre el productor y el consumidor, o entre el artista y el público. A diferencia de Hennion, no obstante, Bourdieu ha enfatizado la importancia de varias diferencias sociales según los estilos de vida compartidos, las procedencias de clase y los modos (o hábitos) de vida más que la toma de pulso intuitiva al público. Bourdieu ha argumentado que los intermediarios culturales que trabajan en la producción artística no alcanzan su posición como consecuencia de calificaciones formales, ni tampoco son promovidos dentro de una meritocracia laboral burocrática. En lugar de eso, la admisión y el progreso se logran influyendo en las redes divididas por clases de conexiones obtenidas a través de las experiencias de vida compartida que surgen entre los miembros de diferentes grupos sociales.
Bourdieu (1993, 1996) ha subrayado también el modo en que el trabajo artístico se lleva a cabo a través de una amplia serie de «ámbitos» sociales en intersección y no simplemente dentro de una organización. Ha enfatizado los contextos sociales, económicos y políticos más amplios en los que se realizan juicios estéticos, se establecen jerarquías culturales y en los que los artistas tienen que luchar para alcanzar su posición. Es obvio que esta idea puede extenderse hasta considerar los contextos más amplios en los que deben luchar los músicos para obtener reconocimiento y recompensa y cómo esto sucede mediante las actividades sociales que convencionalmente se denominan «producción» y «consumo». A pesar de estas revelaciones, Bourdieu olvida estudiar el modo en que estas luchas forman parte del mundo laboral formal de las organizaciones culturales y las empresas comerciales, y en que los miembros de las organizaciones operan y contribuyen a la formación de diversos «ámbitos» como parte de su rutina diaria. 6 En este libro reflexionaré sobre las mediaciones y conexiones entre la producción y el consumo y estudiaré cómo una serie más amplia de divisiones y hábitos sociales se interseca con la organización empresarial. En lugar de una comprensión intuitiva o una sensación de afiliación a través del hábito compartido, subrayaré los modos más formales en que el conoci‐ miento sobre los consumidores se recoge, se procesa y circula, y la manera en que éste condiciona la toma de decisiones y las políticas de repertorio. Uno de los temas que quiero subrayar en los capítulos posteriores es cómo el personal de la industria de la música intenta comprender el mundo de la producción y el consumo musical construyendo conocimientos sobre él (mediante varias formas de investigación y recopilación de información), y luego utilizando estos conocimientos como «realidad» que guía las actividades de los empleados de la multinacional. En términos económicos, esto equivale a la producción, la circulación y el uso de varias formas de datos de mercado o «inteligencia del consumidor». No obstante, el modo en que el conocimiento se produce dentro de la industria musical tiene un aspecto «antropológico» adicional. Con esto me refiero a la construcción de un tipo de conocimiento a través del cual los implicados comprenden la producción mediante una serie de categorías aparentemente intuitivas, obvias y de sentido común que no implican tanto una comprensión de la «realidad» como una construcción e intervención en la realidad (notablemente a través de ideas sobre los diferentes «mercados»: el mercado del rock‐and‐roll, el mercado country, el mercado latino). El modo en que esto sucede y sus consecuencias se comentarán a lo largo de este libro, y me llevarán a la segunda fase de mi tema central: la manera en que la «industria» se interseca con la «cultura» más amplia en la que se enmarca la tarea empresarial. Para estudiar este tema he adoptado la expresión «la cultura produce una industria» con el fin de subrayar que la producción no tiene lugar sólo «dentro» de un entorno empresarial
6
La obra de Bourdieu sobre el «ámbito de la producción cultural» se centra en la alta cultura europea, los novelistas franceses del siglo xix en particular y Flaubert en concreto. A pesar de ofrecer nuevas revelaciones sobre las luchas de los novelistas y la producción y el reconocimiento social de su arte dentro de un período determinado, es difícil ver cómo se podría utilizar este enfoque para comprender la cultura popular mediada por los medios de comunicación de masas del siglo xx y el papel de las multinacionales del ocio que no tienen una relación tan evidente con las posiciones de clase/hábito localizadas como en los detallados estudios de Bourdieu del caso de Flaubert (1993, 1996).
estructurado según los requisitos de la producción capitalista o las fórmulas organizativas, sino en relación con formaciones y prácticas culturales más amplias que se encuentran más allá del control o la comprensión de la compañía. Esta idea se basa en la crítica de la producción presentada por quienes argumentan que la industria y los medios de comunicación no pueden determinar el significado de los productos musicales, y asume que los músicos y los grupos de consumidores pueden utilizarlos y apropiarse de ellos de varias maneras. 7 Más concretamente, al adoptar esta perspectiva empleo ideas sacadas de estudios culturales, y en particular de la trayectoria de pensamiento iniciada por la concepción por parte de Raymond Williams (1961, 1965) de la cultura como «todo un modo de vida» y los textos de Stuart Hall (1997; Morley y Chen, 1996) en los que hace hincapié en la cultura y en las prácticas mediante las cuales las personas crean mundos con sentido en los que vivir. Las implicaciones de basarse en este tipo de enfoque son dobles, y también se siguen de la aproximación de Bourdieu a la producción cultural. En primer lugar, las actividades de los miembros de las compañías discográficas deberían considerarse parte de «todo un modo de vida»; un modo de vida que no está confinado a las tareas laborales formales del mundo empresarial, sino que se extiende por un abanico de actividades que desdibujan las distinciones convencionales tales como público/privado, juicio profesional/preferencia personal y tra‐ bajo/tiempo libre. En segundo lugar, es un error pensar que las prácticas de las compañías musicales son ante todo económicas o están gobernadas por una lógica o estructura organizativa. Al contrario, el trabajo y las actividades implicadas en la producción de música popular deberían considerarse unas prácticas con sentido que se interpretan y entienden de diferentes maneras (a menudo dentro de la misma oficina) y que reciben varios significados en situaciones sociales específicas. Ésta es una de las ideas extraídas de algunos de los textos del enorme corpus de obras sobre la cultura de las organizaciones, y constituye una parte integral de la «producción», aunque con frecuencia la olviden los economistas políticos y quienes estu‐ dian los aspectos formales de las actividades laborales. 8 Tal como han señalado también George E. Marcus y Michael Fischer, «no sólo es la construcción cultural de significados y sím‐ bolos inherentemente una cuestión de intereses políticos y económicos, sino que lo contrario también es cierto: las inquietudes de la economía política tratan inherentemente de significados y símbolos» (1986, pág. 85). En consecuencia, lo que yo creo es que para estudiar la «producción de cultura» no basta con entender la cultura como «producto» creado a través de proceso técnicos y rutinarios y prácticas institucionalizadas. Necesitamos algo más que simplemente leer o asumir las
7
Se trata de un argumento característico de la aproximación de Iain Chambers a la música popular. Por ejemplo, véase su comentario de la historia del pop británico y estadounidense (1985) y su estudio sobre las «músicas del mundo» (1994). Para un estudio más exhaustivo del conjunto de las acciones humanas condensadas en el sencillo término de «consumo» y el abanico de representaciones que pueden darse a los «artículos» comerciales, véase Mackay (comp.) (1997). 8 La cultura de las organizaciones se estudiará con más detalle en el capítulo 3. Para una útil recopilación de artículos que reúne muchos enfoques y evaluaciones críticas de este tipo de bibliografía, concretamente en relación con la producción cultural, véase Du Gay (comp.) (1997).
características de los sonidos y las imágenes de los esquemas de propiedad o el modo en que se organiza la producción de artículos de consumo. Tenemos que comprender los significados otorgados tanto al «producto» como a las prácticas con las que se hace ese producto. La cultura, entendida de una manera más amplia como modo de vida y como las acciones mediante las cuales las personas crean mundos con sentido en los que vivir, tiene que entenderse como el contexto constitutivo dentro y fuera del cual los sonidos, las palabras y las imágenes de la música popular se crean y reciben un significado. De ahí que, al intentar comprender los esfuerzos de las multinacionales en dirigir y manipular la vida laboral de una compañía musical y de sus artistas, también desee incorporar la reflexión sobre los esquemas culturales más amplios en los que están situadas las compañías. Esto podría incluir, evidentemente, las experiencias de clase, etnia, género y localización geográfica y fronteras que afectan el modo de hacer música de las compañías discográficas. Este tema se tratará de una manera más extensa en el capítulo 3, donde estudiaré la cultura de las organizaciones, y estará presente en todo el libro cuando examine las maneras más generales en que los mundos culturales del rap, el country y la salsa se intersecan entre sí y contribuyen a la producción de un tipo particular de negocio musical. Al estudiar este tema a través de la idea de la «cultura de producción» también quiero ampliar mi trabajo anterior sobre la industria musical de Gran Bretaña (Negus, 1992). Cuando me centré en la adquisición, el desarrollo y la promoción de artistas hice hincapié en el modo en que los supuestos «intuitivos» que hacen los empleados al adquirir los artistas y las composiciones musicales más adecuadas se basan en creencias vertebradas por una serie de divisiones de género, de clase y de raza. Éstas no sólo influyen en los juicios estéticos y las decisiones comerciales, sino que a su vez desempeñan un papel significativo en la formación del «mundo cultural» de los departamentos de las compañías discográficas. 9 Por tanto, me interesa el modo en que las acciones en el trabajo se interpretan de diferentes maneras, y en que los significados específicos guían la imagen que tienen las personas de su vida laboral cotidiana. Junto con Paul du Gay (comp.) (1997) he adoptado el concepto de «culturas de producción» en referencia a la manera en que los procesos y las prácticas de producción son al mismo tiempo fenómenos culturales. Este enfoque, que se caracteriza por el giro de una frase (de la producción de cultura a la cultura de producción), no sólo tiene implicaciones en lo referente a cómo pensar en la relación entre cultura e industria; también plantea cuestiones sobre la idea de una industria de la cultura. El problema cultura/industria
9
La idea de la cultura de producción tiene su origen en mis numerosas conversaciones con Paul du Gay, sobre todo cuando ambos estábamos trabajando en nuestros estudios de doctorado entre 1989 y 1992, y cuando colaboramos para el curso de la Open University sobre Medios de comunicación, cultura e identidades (1994-1996). La obra de Du Gay (1996) sobre la subjetividad en el trabajo y el modo en que la dirección despliega técnicas diversas para alentar a los trabajadores a aceptar o asumir identidades específicas se intersecó con las ideas que yo estaba desarrollando a partir de mi propia investigación sobre el negocio de la música (Negus, 1992).
La idea de una «industria de la cultura» fue utilizada por primera vez por Theodor Adorno y Max Horkheimer (1979) en una obra publicada originalmente en alemán durante la década de los cuarenta, aunque sus textos no gozaron de gran difusión hasta la traducción de los años sesenta. Basándose en las aproximaciones contemporáneas a la economía política y las organizaciones comerciales, y oponiéndose de modo explícito a quienes creían que las artes eran independientes de la industria y el comercio, Adorno y Horkheimer (véase también Adorno, 1991) adoptaron el término «industria de la cultura» para argumentar que los artículos culturales se producían de una manera que había llegado a ser análoga al modo en que las in‐ dustrias manufacturaban grandes cantidades de bienes de consumo. Empleando la conocida metáfora de la «cadena de montaje» argüían que todos los productos tenían un objetivo principal, el de generar beneficios según los mismos procedimientos organizativos racionales. Esto, concluían, desembocaba en una «cultura de masas» que carecía de individualidad y originalidad. 10 La idea de una industria de la cultura implicaba dos procesos distintos pero interrelacionados. En primer lugar, sugería la aplicación de los procesos manufactureros industriales en el ámbito de la actividad cultural, antes independiente, que se suponía alejado de los intereses económicos y comerciales. En segundo lugar, afirmaba que la forma y el contenido de todos los productos culturales había llegado a ser básicamente similar debido a la estandarización de una industria unificada. Tal como ha argüido Bernard Miège (1989), a pesar de su influencia y de lo novedoso de sus puntos de vista, uno de los problemas de esta teoría es la presunción de que toda la «cultura» se produce de una manera similar dentro de un ámbito unificado y como resultado de un único proceso. Se da por supuesto que la producción de música, programas radiofónicos, novelas, cuadros, películas, teatro y televisión manifiesta los mismos rasgos y procesos básicos. Además, no reconoce la orientación residual «no capitalista» de algunas obras artesa‐ nales o prácticas creativas subvencionadas por el Estado que no se guían por una lógica estrictamente comercial. Subrayando varias diferencias de mediación tecnológica, la concentración del capital y la organización del trabajo en un conjunto de producciones culturales, Miège, entre otros (véase por ejemplo, UNESCO, 1982), proponía una noción plural de las industrias culturales y sugería que no podemos generalizar de una a otra. Se trata de una cuestión importante y yo coincido con la idea de que no podemos transponer nuestras teorías de un tipo de «producción cultural» a otro sin una investigación prolongada y detallada que se plantee seriamente si las prácticas creativas, los lugares geográficos y las acciones históricas concretas se pueden comparar razonablemente. No podemos dar por supuesto, como hicieron Adorno y Horkheimer y sus seguidores, que hay correspondencias sencillas entre las «industrias culturales» o mediáticas como el cine, la televisión, la música grabada o la edición de libros. Tal como ha señalado Miège (1989), existen muchas diferencias entre las industrias y dentro de ellas, y éstas pueden variar según la forma estética, el contenido, las prácticas laborales, los medios de financiación y los modos de recepción y consumo. Por poner un ejemplo, una diferencia obvia entre la producción cinematográfica y la musical es el coste y la inversión humana necesarios para hacer el producto, y su modo de circulación y recepción. Mientras que las tecnologías de grabación, los instrumentos electrónicos y los 10
Para un estudio y una crítica más extensos, véase Negus (1997).
samplers han reducido progresivamente el coste de hacer música, los costes de producción de películas han ido aumentando a medida que crecían las expectativas de crear unas imágenes más realistas y fantásticas. Mientras que gracias a los reproductores de CD portátiles, los walkmans y los estéreos de coche la música grabada se ha vuelto cada vez más móvil, los productos de la industria cinematográfica todavía tienen que verse en el cine o en casa en un reproductor de vídeo. Ignorar estas diferencias y afirmar que la producción de música, películas y libros está igual de estandarizada, depende de las mismas fórmulas de género, se comercializa en los mismos mercados de masas y nichos de mercado o utiliza un grupo unificado de guardabarreras culturales, es pasar por alto una serie de diferencias significativas de forma, contenido, producción, consumo y mediación social. Si no me gusta generalizar de la industria musical a otras industrias culturales, también es porque me gustaría plantear una cuestión adicional sobre el concepto mismo de las «industrias culturales». Porque no es sólo que las industrias culturales sean plurales (de industria a industrias), es que todas las industrias son culturales. Tal como destacan continuamente los enfoques antropológicos de las organizaciones, todas las industrias se constituyen en un contexto cultural específico que determina la manera en que la gente piensa, siente y actúa en las organizaciones. 11 Y todas producen productos o servicios que poseen significados culturales y que no hablan por sí mismos en cuanto productos, sino que continuamente requieren ser interpretados. Ésta es la razón por la que las compañías se gastan grandes sumas de dinero en publicidad para animarnos no sólo a comprar, sino también a interpretar, comprender y captar el significado de los productos de una manera concreta (ya sea un cepillo de dientes, un plan de pensiones, una zapatilla deportiva, un teléfono móvil, una batidora, una hamburguesa o unos cereales de desayuno). 12 Si todas las industrias se constituyen en contextos culturales específicos, si todas las actividades laborales se comprenden a través de creencias e ideas concretas, si todos los pro‐ ductos producen significados culturales cuando circulan por la vida pública, no parece muy acertado limitar o intentar trazar un límite en torno a las «industrias culturales» como entidad artístico‐mediática separada artificialmente de algunas industrias no culturales que normalmente no se mencionan (y sólo pueden deducirse de las «industrias culturales» que se mencionan u omiten cuando se utiliza este término). Tal vez podamos hacer comparaciones más interesantes si adoptamos un enfoque de las industrias de la cultura más amplio y menos exclusivo. Quizá sea más útil comparar la creación de música institucionalizada (que recrea los mismos sonidos grabados, anotados o recordados en diferentes ocasiones y con diferentes grados de improvisación) con la cocina de mercado (que realiza el mismo plato, del mismo menú, de nuevo con ciertos elementos de improvisación), que comparar la práctica musical con la producción de un libro en rústica. Lo cierto es que me gustaría abrir una puerta a esta posibilidad para ver adonde podría llevarnos ese camino. Es en términos de estas ideas y cuestiones que este libro puede ser relevante para estudios más amplios sobre el tema de la industria cultural. Los capítulos que siguen tratan espe‐ 11
Para nuevas perspectivas sobre este tema, véanse Hofstede (1991), Salaman (1997) y Smircich (1983). 12 Para estudios provechosos de los objetivos de la publicidad, véanse Williamson (1978) y Jhally (1990).
cíficamente de la industria discográfica, pero me gustaría pensar que pueden tener una mayor relevancia, no porque la producción de música pueda generalizarse o compararse con la publicación cinematográfica o editorial, sino por el modo en que puede ser relevante para estudiar las culturas más amplias de la producción a través de las cuales las otras industrias se organizan y constituyen, ya sean de producción de ropa, cigarrillos, aperos de labranza, comida de restaurante, objetos religiosos o condones. Ahora me gustaría concluir este capítulo relacionando los problemas de la producción cultural con los otros motivos que vertebran los capítulos siguientes, los del género y la creatividad. Creatividad, género y producción musical Tal como han observado varios estudiosos (Garnham, 1990; Frith, 1996), uno de los puntos débiles de los enfoques de la actividad cultural orientados a la industria es que con frecuencia la forma, el contenido y el significado de los textos se pasan por alto o se deducen de esquemas de propiedad o estructuras organizativas. Uno de mis objetivos en este libro es abordar este problema de manera amplia mediante el estudio del modo en que la industria empieza a definir las condiciones en las que se adoptan unas prácticas de género y técnicas creativas concretas. Esto pretende ser un pequeño paso hacia la integración más directa, o al menos la conexión, de los textos (sonidos, palabras, imágenes) y los contextos de producción. Lo que me interesa no es la manera exacta en que las multinacionales musicales puedan definir directamente los códigos y las convenciones de los estilos de música concretos (aunque sin duda es algo importante). Mi objetivo, en esta fase, es más general. Me gustaría bosquejar el modo en que las multinacionales determinan las condiciones en las cuales es posible llevar a cabo unas prácticas concretas definidas como «creativas» y que al mismo tiempo contienen unas categorías de género que de otro modo podrían ser mucho más inestables y dinámicas. En la búsqueda de ideas sobre la «creatividad» también quiero alejarme de un argumento que aparece en muchos estudios de música popular, según el cual la producción cultural se caracteriza por el conflicto entre el comercio (la industria) y la creatividad (los artistas). Se trata de una distinción que también vertebra la afirmación de que las subculturas y el público activo (creativo) pueden apropiarse de los productos difundidos por la industria (de nuevo, el comercio) y por tanto transformarlos. En otro lugar (Negus, 1995) examiné un abanico de afirmaciones sobre esta cuestión y sugerí que la creatividad a menudo se trata de una manera vaga y mística, pues muchos escritores dan por sentado que todos reconocemos la «creati‐ vidad» cuando nos encontramos con ella. 13 13
También habría que apuntar aquí que, según mi experiencia al entrevistar a numerosas personas de la industria de la música, los empleados de las compañías discográficas rara vez utilizan el concepto de la creatividad de la misma manera que los fans, los periodistas y los músicos. Si surge o se introduce el tema, suelen referirse a él en términos agnósticos, y tengo el convencimiento, en parte «profesional», de que el «arte» o la «creatividad» es lo que quienes participan en los géneros concretos (artistas, público, críticos, mediadores) deciden que es en un momento determinado. Los empleados de la industria discográfica son muy conscientes de que tienen una influencia directa en el modo en que la creatividad puede realizarse, cobrar sentido y contestarse, pero, quizá por lógica, al estar inmersos en preo cupaciones cotidianas más apremiantes, les resulta difícil reflexionar sobre el tema de un
Basándome en el breve estudio de Raymond Williams (1983) de la etimología del término «creativo» y reflexionando sobre sus usos académicos y cotidianos, me gustaría ampliar la reflexión al respecto identificando dos amplios enfoques de lo que es la creatividad y lo que ésta puede implicar. El primero es un enfoque exclusivista, el segundo inclusivista. Según el enfoque exclusivista (proveniente de la referencia original a la creación divina), la creatividad está asociada con la capacidad humana para la «originalidad» y la «innovación» (Williams, 1983). En consecuencia, a menudo se argumenta que las compañías discográficas son incapaces de hallarla: la creatividad está fuera de la máquina empresarial y depende de la inspiración de los músicos, los escritores, los empresarios, las subculturas y las pequeñas marcas discográficas. En contraste, el enfoque inclusivista puede encontrarse en numerosos lugares y se utiliza en referencia a actividades convencionales y rutinarias como la escritura o la contabilidad «creativas». Aquí, como observa Williams (1983), «creativo» se ha convertido en una especie de «palabra específica» que se utiliza para etiquetar todo tipo de prácticas audiovisuales, desde la peluquería hasta la producción de eslóganes publicitarios y guiones cinematográficos. El primer significado conserva residuos de un enfoque elitista de la cultura y la vida social, según el cual ciertos individuos de talento o místicamente inspirados poseen capacidad creativa. El otro impregna las más banales de las prácticas laborales habituales con un aura de inspiración artística y valía humanística. Ambos pueden detectarse en las celebraciones rutinarias de los intérpretes musicales y los fans. Cualquier intento de abordar el tema de la creatividad desde una perspectiva sociológica no sólo está dificultado por este tipo de uso cotidiano. Además, tenemos que abrirnos paso por la colonización indebida de la investigación sobre este ámbito por parte de los psicólogos conductistas y cognitivos en busca de rasgos de la personalidad, disposiciones individuales o cambios químicos en el cerebro como medio de explicar el comportamiento creativo. 14 Estrechamente relacionados con ellos están los investigadores educacionales que quieren encontrar maneras de fomentar la creatividad entre los niños y los consultores comerciales que modo crítico. Cuando se les hacen preguntas directas sobre la creatividad, muchos sólo responden con tópicos o retórica empresarial («nuestra compañía ofrece un entorno muy comprensivo a los artistas creativos», etc.). De ahí que uno de los supuestos que guían mi enfoque de la cuestión sea que resulta imposible hacer demasiadas averiguaciones sobre la verdad formulando preguntas directas a los que trabajan en el negocio de la música. Por tanto, me gustaría abordar el tema moviéndome de una manera un poco más indirecta entre lo que ocurre en la industria musical y las ideas sobre lo que puede suponer la creatividad. 14
Para ejemplos de este tipo de literatura, véanse C. Humke y C. Shaefer (1996), «Sense of Humor and Creativity», Perceptual and Motor Skills, vol. 82, nº 2, págs. 544-547 sobre los indicadores de la creatividad; J. Rodriguez-Fernandez (1996), «Is "Sudden Illumination" the Result of the Activation of a Creative Center at the Human Brain?», Perspectives in Biology and Medicine, vol. 39, nº 2, págs. 287-309 sobre la «localización» de la creatividad en el cerebro; C. Hale (1995), «Psychological Characteristics of the Literary Genius», Journal of Humanistic Psychology, vol. 35, nº 3, págs. 113-135 sobre las características psicológicas del «genio solitario»; y una crítica parcial de este enfoque en A. Montouri y R. Purse (1995), «Deconstructing the Lone Genius Myth: Toward a Contextual View of Creativity», Journal of Humanistic Psychology, vol. 35, nº 3, págs. 69-103.
buscan comprender cómo dirigir o impulsar el pensamiento creativo en el trabajo. 15 Gran parte del trabajo realizado desde estos puntos de vista da por sentado el proceso creativo y no tiene mucho que decir de las condiciones sociales de origen histórico en las que la creatividad podría o no podría realizarse y reconocerse en primer lugar. Me gustaría sugerir una manera de salir de la dicotomía entre populismo y elitismo y de alejarse de las explicaciones psicológicas individuales consistentes en seguir a los estudiosos que han afirmado que las prácticas creativas deberían entenderse a través de la noción de género. Luego quiero redefinir el género en términos de una serie más amplia de divisiones sociales e intentar relacionarlas con las dinámicas cultura‐industria de la producción musical. Aquí esbozaré estas ideas de manera esquemática y en el resto del libro las desarrollaré con ejemplos ilustrativos detallados. Es razonable decir que la gran mayoría de la producción musical en un momento dado requiere que los músicos trabajen en «mundos de género» (Frith, 1996) relativamente estables en los cuales la práctica creativa continua no consista tanto en estallidos repentinos de innovación como en la producción constante de lo conocido. Esta idea fue bien planteada por Franco Fabbri (1982, 1985, 1989) en una obra perspicaz pero abiertamente determinista en la que intentaba identificar y delinear las reglas semióticas, las reglas conductistas, las reglas económicas y las reglas sociales que producen los códigos y las convenciones que guían la actividad de los músicos y su público. Estas reglas pueden influir en las notas que un guitarrista escoge tocar (interprete jazz, rock o folk, por ejemplo), el comportamiento de una estrella en público o durante una entrevista (mostrando la altivez del rock o la familiaridad del country), el comportamiento del público (danzando en parejas, bailando el pogo individualmente o aplaudiendo con educación sin moverse del asiento) y la valoración estética de una actuación musical por parte de los músicos (una mala actuación o una nueva estética sonora). La obra de Fabbri es importante porque plantea cuestiones sobre las actividades creativas de artistas singulares: ¿por qué la inspiración se amolda convenientemente a los códigos y las convenciones de los géneros musicales concretos? Fabbri también plantea preguntas sobre la respuesta y las expectativas del público y presenta un desafío al voluntarismo romántico y la supuesta espontaneidad de gran parte de la teoría del público activo. A pesar de su originalidad y perspicacia, este enfoque implica un proceso muy restringido y regulado. Aunque Fabbri reconoce que puede haber cambios, el panorama que presenta es bastante estático: se enfatizan más las limitaciones que las posibilidades, y eso parece contradecir nuestras expe‐ riencias como consumidores y músicos. Para quienes participan activamente en la actividad musical cotidiana, los géneros suelen parecer dinámicos y variables y no regulados y estáticos. Sí, conocemos las reglas de género, pero siempre parece haber algo más. Esta idea me resultó aún más evidente durante la investigación que realicé para este libro. Por ejemplo, cuando empecé a hablar a la gente del rap me dijeron que el rap estaba «muerto», no iba «a ninguna parte» y «se repetía a sí mismo». De hecho, en la misma época apareció un artículo del respetado comentarista Greg Tate (1996), en el que proclamaba que el rap estaba «muerto». Sin embargo, también hablé con fans y empleados de las discográficas cuya respuesta a tales afirmaciones fue que ésa era la opinión de la gente que prestaba «demasiada atención a la MTV 15
Véase por ejemplo R. Epstein (1996), «Capturing Creativity», Psychology Today, julioagosto, vol. 29, nº 4, págs. 41-47.
y a los 40 Principales» y que no miraban ni escuchaban donde «pasaban» cosas. 16 Por supuesto, es posible hallar paralelos muy similares en los comentarios realizados sobre la muerte del country y la salsa, y de hecho sobre la muerte de casi cualquier género que se te ocurra, ya sea el rock, el soul, el jazz y el rhythm and blues o el death metal, el dengue bop y el tecno. Estas disputas plantean varias cuestiones sobre cómo se escuchan e interpretan los sonidos de género y sobre la relación de los códigos de género con la novedad. ¿Habría que juzgar las características de un género según los sonidos provenientes de la industria musical y los medios de comunicación, o tenemos que prestar más atención a los (otros) lugares adecuados? Por lo general, lo nuevo musicalmente se identifica cuando se cruza un límite claro y la disolución o la síntesis provocan la transformación de los límites de género en estilos nuevos (que no tardan en establecer sus propias reglas); sin embargo, un tema igualmente interesante es la vida más común, rutinaria y menos variable de los géneros existentes, es decir, el hecho de que el rap (o la salsa o el rock) se considere dinámico, variable y en continua evolución a pesar de las lamentaciones por su muerte. Parece que lo que desde una perspectiva son códigos, reglas y convenciones, desde otro punto de vista se consideran características musicales dinámicas y cambiantes. A diferencia del hincapié en las reglas de género, quizá no exista una aproximación teórica desarrollada al género como elemento transformador. 17 Aunque hay varios estudios centrados en los momentos más dramáticos de transformación y síntesis (la aparición del rock‐and‐roll, en concreto) y declaraciones sobre el papel de los sellos independientes y las subculturas en este proceso, existen pocos estudios disponibles sobre la vida continua más mundana de los géneros. No obstante, podemos dar algunos pasos en esta dirección a partir de las observacio‐ nes de Ángel Quintero Rivera en su obra sobre la salsa. Quintero utiliza una idea particular de «práctica» en oposición a la noción de que la salsa sólo puede entenderse formalmente de acuerdo con una serie de códigos, convenciones y reglas. 18 Quintero (1998) describe la salsa como una «manera de hacer música» que requiere la «libre combinación de ritmos, formas y géneros afrocaribeños tradicionales». Es esta libre combinación lo que permite a la salsa ofrecer continuas posibilidades como forma de expresión abierta y dinámica, así como evitar y evadir su posible fosilización en fórmulas. 19
16
A este respecto me gustaría agradecer las provechosas conversaciones que mantuve con Havelock Nelson de Billboard (en Nueva York, el 27 de febrero de 1996) y Marcus Morton de EMI (en Hollywood, el 24 de abril de 1996). 17 En el excelente capítulo de Simon Frith sobre las reglas de género, «Genre rules» (1996), sólo se llega al tema de la «transgresión» hacia el final del capítulo, y entonces se alude de paso y con brevedad. 18 La gran mayoría de la obra de Quintero Rivera sobre la salsa está sólo disponible en español. Algunas obras clave relevantes para este estudio de la práctica musical incluyen Quintero Rivera (1997, 1998) y Quintero Rivera y Manuel Álvarez (1990). Para unos provechosos artículos sobre la sociología de la música en inglés, véase Quintero Rivera (1992, 1994). 19 En español: «manera de hacer música», «libre combinación de ritmos, formas y géneros afrocaribeños tradicionales», «en su libre combinación evitaba o evadía su posible fosilización en fórmulas».
Adoptando esta aproximación, Quintero es capaz de demostrar que la salsa surgió históricamente de varias fuentes geográficas y que las prácticas de la salsa se han incorporado a otros estilos y han bebido de otros géneros, ya sea mediante la práctica de la bomba, el rock o el hip hop virando «hacia» la salsa, o la práctica de la salsa virando hacia la música clásica, disco o rap. De esta manera, Quintero describe la salsa como una práctica creativa fluida, flexible y cambiante y ofrece una manera de estudiar cómo ésta puede incorporarse a otras prácticas de género y beber de ellas, en contraste con la visión de la creatividad musical según procesos, códigos y convenciones reguladas. La obra de Quintero es importante porque subraya la reproducción activa y la vida continua de los géneros, el placer de lo conocido y su importancia para las identidades culturales y la posibilidad constante de transformación social y estética. Aun cuando una parte considerable de la actividad musical exija que los músicos unan diversos componentes sonoros y visuales de una manera reconocible pero sólo ligeramente distinta, siempre ofrece la posibilidad de la novedad y del cruce de puentes hacia otros mundos de género. 20 No obstante, si Frith y Fabbri insisten en los códigos, las reglas y las limitaciones, Quintero da prioridad a la práctica creativa voluntaria, de tal modo que olvida que la salsa, y cualquier otro género, puede reducirse fácilmente a unas cuantas frases musicales, esquemas rítmicos, gestos corporales y respuestas del público que se reproducen por rutina, ya sea en grabaciones o en actuaciones locales en fiestas patronales o cabarets de todo el mundo. Dicho en pocas palabras, la «manera de hacer música» puede reducirse con facilidad a una serie de manierismos. El deseo de combinar con libertad y de atravesar fronteras con fluidez se enfrenta al hecho de que estas prácticas de género «están» limitadas y de que «los músicos, productores y consumidores están ya atrapados en una tela de expectativas de género» (Frith, 1996, pág. 94). Es evidente que esta tela es obra sobre todo de las arañas de la industria musical; cualquier músico se enfrentará a estas expectativas de género en cuanto reciba las atenciones de los empleados del negocio de la música y, sin duda, cuando tenga a la vista un contrato de grabación. Tal como Frith ha observado con agudeza, las compañías discográficas utilizan los géneros como manera de integrar una concepción de la música (¿cómo suena?) con una noción del mercado (¿quién la comprará?). Músico y público se estudian al mismo tiempo, como modo de «definir la música en su mercado» y «el mercado en su música» (Frith, 1996, pág. 76). De esta manera, el deseo de llevar a cabo prácticas creativas transformadoras se enfrenta a la rutinización y a la institucionalización; lo potencialmente dinámico y provisional se convierte en estático y permanente. Uno de mis supuestos es que el énfasis en la organización social de los géneros puede ofrecer nuevas perspectivas a la dinámica de esta tensión transformadora y rutinaria. En consecuencia, para hacer un breve resumen, no abordo la obra creativa como algo que depende de la inspiración y es radicalmente nuevo, ni tampoco como algo que todo el mundo 20
Cómo, bajo qué condiciones y en qué circunstancias históricas esto podía ocurrir, no obstante, es un tema que está fuera del alcance de este estudio. Cualquier intento de teorizar el género como transformador requeriría seguramente la utilización de los conceptos de poder, aunque sólo fuera para comprender las fuerzas que mantienen los códigos de género en su posición y que además facilitan su transcendencia.
hace en una especie de manera creativa cotidiana. Al contrario, intento reflexionar sobre la manera en que las prácticas de género constantes y dinámicas se enfrentan continuamente a su traslación a reglas codificadas, convenciones y expectativas, no sólo como melodías, timbres y ritmos, sino también en términos de expectativas del público, categorías de mercado y hábitos de consumo. En este sentido, deseo situar claramente cualquier posibilidad de rutinización o transformación en el contexto de las prácticas de la industria musical. Los géneros musicales están codificados formalmente en departamentos organizativos específicos, supuestos de miras estrechas sobre los mercados y prácticas promocionales «diri‐ gidas», y esto está gestionado estratégicamente por las compañías discográficas. En el proceso, los recursos se destinan a unos tipos de música y no a otros; ciertos tipos de acuerdos se alcanzan con unos artistas y no con otros. Hay algunos tipos de cosas conocidas y nuevas que reciben más inversión que otros. Según mi razonamiento, no podemos explorar exhausti‐ vamente los detalles de las convenciones, los códigos o las reglas de los géneros a través del análisis textual, ni tampoco empezar a explicar cómo pueden darse unas (y no otras) trans‐ formaciones de género sin comprender del todo la intervención activa de la multinacional en la producción, reproducción, circulación e interpretación de los géneros. Por tanto, al estudiar la interacción (o constitución mutua) de la industria y la cultura no propongo un simple conflicto entre el comercio y la creatividad. También rechazo otros mo‐ delos dicotómicos de la industria musical, ya sea el de las compañías independientes (creativas, artísticas, democráticas) contra las majors (comerciales, conservadoras, oligárquicas); individuos maquiavélicos (explotadores cínicos) contra músicos esforzados (talentosos e inocentes); subculturas (innovadoras, rebeldes) contra tendencia general (previsible, poco estimulante). 21 Al contrario, subrayaré cómo la industria discográfica tiene una influencia directa en el modo en que la creatividad puede llevarse a cabo, recibir significado y ser contestada en un momento dado. No obstante, también quiero llegar un poco más lejos y situar las prácticas de la industria musical en un contexto más amplio de diferentes culturas de género. Al utilizar el término «cultura de género» me baso en el uso por parte de Steve Neale de género como concepto sociológico y no formal, «no [...] como formas de codificaciones textuales, sino como sistemas de orientaciones, expectativas y convenciones que circulan entre la industria, el texto y el sujeto» (Neale, 1980, pág. 19). Una de las maneras más obvias en que pueden circular estas expectativas es a través del sistema institucionalizado de los medios de comunicación, sobre todo la radio y el vídeo, y el modo en que ello contribuye a definir y 21
La distinción entre iridies y majors ha sido empleada por varios estudiosos para explicar el origen de la creatividad y los cambios en la música popular (véanse, por ejemplo, Chapple y Garofalo, 1977; Gillett, 1983). Este enfoque ha sido criticado por varios estudiosos, entre los que me incluyo, y no quisiera repetir los argumentos aquí (véanse Frith, 1983; Negus, 1992; Hesmondhalgh, 1996, 1998). A menudo la batalla de los artistas con talento contra el despiadado ejecutivo individual vertebra libros que intentan «poner al descubierto» la industria; una de las fuentes más persuasivas y útiles en este sentido es Dannen (1990). La distinción entre subculturas y cultura de masas también ha sido utilizada para identificar los cambios creativos en la cultura popular más en general (de un modo especialmente notable por Hebdige, 1979). Para una crítica válida de esta posición, véase Thornton (1995).
delimitar lo que se incluye o no en un género musical. Esto a su vez puede determinar lo que se produce y se consume, ofreciendo incentivos e imponiendo restricciones a los músicos y fomentando además las continuas discusiones sobre lo que constituye o no un tipo de música concreto (¿pone la radio country «verdadera» música country o ésta podría oírse en cualquier otro sitio?). No obstante, los límites de género asociados a los «mercados» comerciales, los formatos de radio o los medios de comunicación y las formaciones culturales más amplias no coinciden de manera directa. La industria de los medios de comunicación o de la música no puede «construir» un mercado, «producir» un tipo de consumidor ni determinar el significado de un artista (tal como se insinúa en algunos de los enfoques de la actividad musical más centrados en los medios de comunicación), y si lo intentan fracasarán continuamente. Las manipulaciones del mercado y la influencia de los medios de comunicación se han estudiado con profundidad —y a menudo de manera exagerada— en otros sitios y aunque los mencionaré en diferentes momentos de este libro, no quiero hacer demasiado hincapié en el papel de los medios de comunicación y las prácticas promocionales. Al contrario, mi deseo es enfatizar el contexto sociológico y cultural más amplio en el que los sonidos, las imágenes y las palabras reciben su significado. Tal como Frith escribió perspicazmente al respecto: Los nuevos «mundos de género» [...] primero se construyen y luego se articulan a través de una compleja interacción de músicos, oyentes e ideólogos mediáticos, y este proceso es mu‐ cho más confuso que los procesos comerciales que siguen cuando la industria empieza a comprender los nuevos sonidos y mercados y a explotar tanto los mundos como los discursos de género en las metódicas rutinas del mercado de masas (1996, pág. 88).
No voy a estudiar los géneros nuevos: eso requeriría que el investigador tuviera la suerte de estar en el lugar y el momento adecuados para registrar su aparición. En lugar de eso me concentraré en los géneros establecidos y en el estudio de cómo la industria musical ordena cualquier confusión potencial mediante las técnicas de gestión estratégica. Subrayaré cómo la industria musical determina las posibilidades de la práctica creativa y cómo esto se interseca con los procesos históricos, sociales y culturales más amplios. De esta manera consideraré que las «culturas de género» no son sólo debates estéticos dentro de los «mundos de género» de los músicos, los fans y los críticos. Haré hincapié en que los géneros operan como categorías sociales; en que el rap no puede separarse de la política de la raza negra, ni la salsa de lo latino, ni el country de la raza blanca y el enigma del «Sur». Estudiaré cómo surgen las culturas de género de la compleja intersección e interacción entre las estructuras organizativas comerciales y las marcas promocionales; las actividades de los fans, los oyentes y el público; las redes de músicos; y los legados históricos que nos han llegado dentro de formaciones sociales más amplias. Al desarrollar estos temas en este libro, argumentaré que las tensiones y las divisiones sociales que se forman en relación con estas culturas de género más amplias condicionan el ne‐ gocio musical de la misma manera que el negocio musical condiciona los significados de los géneros; dicho en pocas palabras, cómo una industria produce cultura y cómo la cultura produce una industria.
View more...
Comments