NEGUS, Keith - Los Géneros Musicales y La Cultura de Las Multinacionales · 1. Cultura, Industria y Género

March 1, 2017 | Author: guillermovillacorta | Category: N/A
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1. Cultura, industria, género: las condiciones de la creatividad musical    Un  tema  central  de  este  libro  es  la  idea  de  que  la  industria  produce  cultura  y  la  cultura  produce una industria. Este motivo vertebra mi estudio del negocio de la música y la produc‐ ción de diferentes géneros, y se emplea para proponer una manera concreta de pensar sobre  estas  actividades  y  esferas  de  la  vida  que  con  frecuencia  se  separan  artificialmente  según  las  categorías  de  «economía»  y  «cultura».  En  este  capítulo  inicial  me  gustaría  explicar  con  más  detalle por qué adopto este enfoque, qué pretendo con la utilización de estos términos y re‐ conocer  mis  deudas  con  otros  estudiosos.  Así,  ahora  introduciré  algunos  de  los  principales  temas que presentaré a lo largo de todo este libro y que ilustraré más detalladamente en los  capítulos posteriores. Al proporcionar un breve esbozo esquemático de las ideas teóricas que  han guiado mi pensamiento y que forman parte integral del resto de este libro, analizaré por  separado  algunos  hilos  intelectuales  que  en  la  práctica  están  a  menudo  juntos,  ya  sea  en  las  discusiones cotidianas sobre la música de un concierto o en las reflexiones teóricas y los estu‐ dios  empíricos  de  varios  escritores.  En  realidad,  ésta  será  sólo  una  estrategia  explicativa  temporal, pues volveré a juntar las hebras en los capítulos posteriores de este libro.    De la producción de cultura a la cultura de producción    Con  la  expresión  «la  industria  produce  cultura»  me  refiero  al  modo  en  que  las  multinacionales del ocio montan estructuras organizativas e instituyen prácticas de trabajo para  crear  productos  identificables,  artículos  de  consumo  y  «propiedades  intelectuales».  Este  enfoque está basado en las ideas de la economía política y en los estudios de las organizaciones  y  los  emplea  para  examinar  las  diversas  estrategias  de  las  multinacionales  y  las  prácticas  empresariales  de  las  compañías  musicales  y  los  medios  de  comunicación.  Los  estudiosos  que  han seguido esta amplia línea de razonamiento suelen tener tendencia a narrar una historia de  la «producción cultural» en la cual las prácticas, la forma y el contenido de la música popular (y  de otras formas culturales) se ven influidas de diversas maneras por un abanico de coacciones  organizativas y criterios comerciales.  Muchos estudios de la producción cultural en general y el negocio de la música en particular  están condicionados por los supuestos de la economía política, o lo que a veces se califica como  economía  política  «crítica»,  etiqueta  utilizada  por  los  escritores  que  quieren  subrayar  que  no  sólo  les  interesan  los  problemas  técnicos  o  los  temas  de  administración  de  empresas,  sino  también las valoraciones normativas sobre «la justicia, la igualdad y el bien público» (Golding y  Murdock,  1996). 1   Un  tema  fundamental  para  quienes  se  inscriben  en  esta  tradición  de  investigación puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cómo ejercitan y mantienen el control  1

Vale la pena señalar que el término «crítica» está lejos de ser sencillo, se ha utilizado con demasiada frecuencia como calificación y a menudo se emplea retóricamente en los juegos de posicionamiento que llevan a cabo algunos académicos. A pesar de las revelaciones presentadas en su artículo, Golding y Murdock también utilizan este recurso para hacer una dis tinción bastante tosca entre la investigación organizativa «crítica» y la «administrativa» y así tergiversar la obra de investigadores radicales que trabajan en el campo de los estudios organizativos, además de ignorar la ortodoxia «crítica» (y las convenciones de género) de tanta economía política reproducida sin crítica alguna.

en  las  multinacionales  sus  responsables  y  cuáles  son  las  consecuencias  de  ello  para  los  trabajadores  y  el  público  en  general?  En  lo  que  a  la  industria  musical  se  refiere,  esto  plantea  preguntas sobre el efecto de los esquemas de la propiedad capitalista en la obra creativa de los  artistas y las opciones disponibles para los consumidores.  La economía política ha aportado muchas ideas nuevas sobre las diversas maneras en que la  propiedad empresarial afecta a las prácticas culturales, subrayando cómo la producción tiene  lugar  dentro  de  una  serie  de  relaciones  de  poder  desiguales,  cómo  las  presiones  comerciales  pueden  limitar  la  circulación  de  ideas  no  ortodoxas  u  opuestas  y  cómo  el  control  de  la  producción por parte de unas pocas multinacionales puede contribuir a ampliar las divisiones  sociales y las desigualdades de información, no sólo dentro de los países sino a escala mundial. 2   Que  las  multinacionales  del  ocio  y  el  arte  más  importantes  están  intentando  continuamente  controlar la producción cultural y por tanto maximizar los beneficios que ésta les reporta es una  idea que los economistas políticos destacan una y otra vez. Uno de los métodos clave utilizados  por las multinacionales modernas para mantener el control es la adopción de varias estrategias  empresariales (Fligstein, 1990); en el capítulo 2 me centraré en estos métodos y en sus conse‐ cuencias.  A  pesar  de  estas  revelaciones,  las  conclusiones  de  la  economía  política  son  a  menudo  previsibles, pues describen la propiedad de las multinacionales como un factor que lleva a unas  formas  rígidas  de  control  social  con  un  impacto  negativo  en  las  actividades  creativas  de  los  músicos, los empleados de las multinacionales y los clientes de la industria discográfica. Según  afirman  Steve  Chapple  y  Reebee  Garofalo  (1977)  en  un  exhaustivo  estudio  histórico  de  la  industria discográfica en Estados Unidos, la conversión de la música en artículo de consumo y el  control de su producción por parte de unas pocas grandes multinacionales también tienen un  impacto negativo en los sonidos que nos llegan, lo cual provoca la erosión de las actuaciones  contrarias o «antimaterialistas», pues los músicos y los empleados de la industria musical son  absorbidos por una industria del ocio que constituye «una parte indivisible de la estructura de  las  multinacionales  norteamericanas»  (ibid.,  pág.  300).  Otros  escritores  que  han  seguido  la  economía política con el fin de comprender las industrias musicales han llegado a conclusiones  similares. 3 2

2. Una figura clave en el desarrollo de esta trayectoria de teorización ha sido Herbert Schiller, quien afirmó con convicción que los esquemas de la propiedad de las multinacionales han afectado al debate público y la forma, el contenido y las prácticas con las que se crea la cultura. Para su razonamiento sobre la «toma de posesión de la expresión pública por parte de las multinacionales» véase Schiller (1989); para un razonamiento sobre la aparición de una forma del «dominio transnacional de la cultura por parte de las multinacionales» en el comercio internacional véase Schiller (1991), y para los razonamientos sobre cómo el control de los medios de comunicación produce formas de «desigualdad informativa» véase Schiller (1996). Para un esbozo claro de las conexiones entre la economía política de la comunicación/cultura y la obra de Karl Marx véanse los textos de Nicholas Garnham (1990). Para una serie de estudios del control de la prensa y los informativos, principalmente en Gran Bretaña, véase la obra de Peter Golding y Graham Murdock (Murdock y Golding, 1974, 1977; Golding, 1990). Para una perspectiva más internacional véanse Armand Mattelart (1991) y Vincent Mosco (1996). 3 El más notable de ellos es Harker (1980), pero véase también la introducción de Frith (1988).

Las  pesimistas  conclusiones  alcanzadas  por  gran  parte  de  la  economía  política  nos  transmiten la imagen de unos poderosos propietarios que ejercen un poder casi omnipotente  sobre  las  prácticas  de  los  músicos  y  las  opciones  de  los  consumidores.  Esto  se  opone  frontalmente  a  las  experiencias  emocionantes  y  agradables  que  muchos  de  nosotros  obtenemos de los productos procedentes de la industria musical. La economía política siempre  me  ha  parecido  atractiva  cuando  pienso  en  mis  momentos  de  congoja  como  miembro  de  grupos contratados por las compañías discográficas, pero menos convincente cuando pienso en  la  composición  y  la  interpretación  de  canciones  y  en  las  muchas  actividades  que  implica  el  consumo musical.  Uno de los problemas que plantea es lo que Peter Golding y Graham Murdock (1996) han  denominado «estructuralismo». El término «estructura» se emplea en los debates cotidianos y  en las disciplinas de la ciencia social como metáfora para explicar el modo en que las relaciones  sociales  y  las  actividades  parecen  adquirir  solidez:  las  estructuras  sociales,  las  estructuras  de  poder,  las  estructuras  empresariales  de  la  industria  musical,  por  ejemplo.  Esto  transmite  la  impresión  de  estar  ante  construcciones  imponentes,  dominadoras,  que  son  estáticas,  permanentes  e  invariables,  algo  fácil  de  asumir  si  se  visitan  algunos  de  los  bloques  de  las  multinacionales en Manhattan. Sin embargo, Golding y Murdock nos  recuerdan que este tipo  de  «estructuras»  surgen  de  las  actividades  humanas  cotidianas,  que  son  dinámicas,  cambian  con  el  tiempo  y  contribuyen  a  su  mantenimiento.  Estas  actividades  humanas  implican  a  los  músicos además del público y el personal que trabaja en las multinacionales y para sus diversas  marcas subcontratadas, filiales y compañías.  Un problema relacionado con el anterior, también identificado por Golding y Murdock, es el  del «instrumentalismo»: la observación de que las multinacionales capitalistas tienen intereses  específicos (acumulación de capital, búsqueda de beneficios, una manera concreta de organizar  la  producción)  no  significa  necesariamente  que  la  obra  de  los  músicos  y  trabajadores  de  la  industria  de  los  medios  de  comunicación  en  general  no  pueda  reducirse  a  una  simple  lógica  instrumental ni explicarse con ella. Como Garofalo (1986) reconoció más tarde, al reelaborar las  críticas de la industria musical que había escrito con Chapple, «no existe correlación punto por  punto  entre  el  control  económico  del  mercado  y  el  control  de  la  forma,  el  contenido  y  el  significado de la música» (pág. 83). La industria no puede limitarse a construir las estructuras de  control  y  manejarlas  de  una  manera  instrumental.  Quienes  se  centran  en  la  propiedad  y  el  control a través del prisma de la economía política olvidan la vida organizativa menos metódica  que  existe  dentro  de  las  compañías;  a  los  seres  humanos  que  habitan  las  estructuras  de  las  multinacionales.  Un  enfoque  instrumentalista  descuida  las  numerosas  mediaciones  humanas  que tienen lugar entre las estructuras empresariales y las prácticas y los sonidos de los músicos,  sobre todo la obra de los intermediarios de la música y las industrias de los medios de comuni‐ cación.  Durante  muchos  años  las  actividades  de  estos  trabajadores  en  las  organizaciones  de  la  industria musical, y de quienes, más en general, participan en la producción cultural comercial,  se  explicaron  mediante  analogías  con  una  «cadena  de  montaje»  o  «línea  de  producción».  Se  observó que la producción de canciones de éxito, junto con películas de Hollywood y novelas,  era similar a la manufacturación industrial. Los observadores críticos conjugaron una imagen de  «factorías  de  canciones»  burocráticas,  ocupadas  en  montar  melodías,  letras  y  ritmos  estandarizados  e  intercambiables,  o  propusieron  un  modelo  analítico  de  administradores 

anónimos  que  trasladaban  mecánica  y  secuencialmente  los  productos  de  los  artistas  al  público. 4 Estos modelos mecanicistas se han incorporado, con frecuencia de una manera no crítica, a  las  afirmaciones  de  que  la  música,  como  otras  industrias,  se  organizaba  en  términos  «for‐ distas»,  utilizaba  técnicas  de  producción  en  masa  similares  a  las  que  desarrolló  Henry  Ford  y  vendía  sus  productos  a  un  mercado  de  masas  indiferenciado  (Lash  y  Urry,  1994).  Este  argumento  puede  encajar  convenientemente  en  una  teoría  general  sobre  la  emergencia  universal de un tipo de «posfordismo» flexible, pero no tiene en cuenta las características espe‐ cíficas históricas del desarrollo de la industria discográfica. Desde su aparición al final del siglo  xix, el negocio de la música grabada (y de hecho de la industria editorial de las partituras en la  que se basan muchas prácticas laborales) se ha organizado según las producciones a pequeña  escala  y  las  ventas  a  nichos  de  mercado  cambiantes,  junto  a  la  creación  de  grandes  éxitos  y  bombazos  (la  mayoría  de  las  grabaciones  que  salieron  a  la  luz  en  el  siglo  xx  nunca  se  comerciaron  o  vendieron  a  un  público  «de  masas»).  Además,  desde  sus  inicios  la  industria  discográfica ha empleado diversas actividades de marketing y promocionales, legales e ilegales,  a  pequeña  escala  y  basadas  en  equipos,  como  manera  de  acercarse  a  los  consumidores,  prácticas que muy bien podrían etiquetarse como «flexibles». 5  Lo importante, por tanto, no es  que  la  industria  de  la  música  haya  experimentado  una  profunda  evolución  de  la  cadena  de  montaje a la «desintegración flexible» más caótica (Lash y Urry, 1994). Lo que ocurre es que la  discográfica  se  ha  descrito  equivocadamente  como  una  industria  ante  todo  mecánica  e  industrial.  Mucho  antes  de  los  debates  sobre  el  «posfordismo»,  Richard  Peterson  (1976)  había  intentado desafiar los paralelismos superficiales con las industrias manufactureras burocráticas,  exigiendo  una  «perspectiva  de  la  producción  de  cultura»  que  recomendaba  también  en  oposición a la idea de que los productos culturales son simplemente la obra de artistas indivi‐ duales (desde los cuales luego llegaban al público). Basándose en las ideas de Howard Becker  (1974, 1976) sobre los «mundos artísticos» colaborativos en los que se crea la cultura, Peterson  (1976)  deseaba  subrayar  el  modo  en  que  la  cultura  es  «fabricada»  por  un  abanico  de  grupos  ocupacionales en el marco de unos medios sociales específicos. Ilustró esta idea con una serie  4

Una de las formulaciones de este tipo más influyentes puede hallarse en la crítica de la industria de la cultura llevada a cabo por Theodor Adorno y Max Horkheimer, publicada originalmente en alemán en 1944. Un modelo sociológico más formal (un «análisis de los sistemas de la industria de la cultura enmarcado organizativamente») fue desarrollado por Paul Hirsch (1972), que propuso un modelo de «flujo de filtrado» de producción musical mediante el cual los creadores artísticos proporcionaban la «materia prima» que luego se procesaba y pasaba por el sistema hasta llegar al público. Para un estudio y una crítica más extensos de este tipo de enfoque véase Ryan y Peterson (1982) y también mi crítica ampliada de la producción musical y cultural (Negus, 1996, capítulo 2; Negus, 1997). 5 Para un estudio de la historia de la grabación y de la importancia de las pequeñas compañías discográficas y el crecimiento de los subgéneros y las numerosas actividades promocionales, véanse Garofalo (1997) y Laing (1969). Para una crítica del enfoque posfordista de la producción cultural y el modo en que sus suposiciones han influido en los estudios sobre la industria musical, incluyendo mi primer libro, véase Hesmondhalgh (1996a, 1996b).

de  estudios  cada  vez  más  detallados  de  las  «estructuras  organizativas»  y  la  «producción  de  sistemas» en los que se manufacturaba la música country, que culminó en su estudio histórico  de  la  «institucionalización»  de  la  música  country  como  proceso  en  el  que  un  conjunto  de  personas  se  dedica  a  la  tarea  irónicamente  consciente  de  «fabricar  autenticidad»  (Peterson,  1997).  La  perspectiva  de  la  «producción  de  cultura»  de  Peterson  es  un  desafío  deliberado  a  los  estudiosos  que  intentan  entender  el  trabajo  creativo  según  lo  que  él  llama  «el  raro  genio  de  unas pocas personas selectas». En cambio, enfatiza «las disposiciones estructurales en las que  trabajan los innovadores» (Peterson, 1997, pág. 10). En lugar de aceptar la perspectiva parcial  de  las  biografías  individuales,  Peterson  argumenta  que  deberíamos  prestar  atención  a  las  condiciones específicas que han determinado que el talento haya podido salir a la luz y ser re‐ conocido.  En  sus  propios  escritos,  Peterson  ha  demostrado  cómo  unos  tipos  concretos  de  cantantes tenían el privilegio de ser considerados «country» (intérpretes blancos que adopta‐ ban  estilos  rústicos  específicos)  y  cómo  un  abanico  de  artistas,  mánagers,  locutores  de  radio,  productores,  músicos,  compositores  de  canciones  y  editores  se  encargaban  de  seleccionar  y  modelar  sistemáticamente  lo  que  llegaría  a  considerarse  música  country  «auténtica».  Yo  coincido  con  el  énfasis  de  Peterson  en  comprender  las  condiciones  en  las  que  grandes  individuos pueden desarrollar su talento, y utilizaré explícitamente parte de su trabajo sobre la  música country en el capítulo 6.  Mientras  Peterson  escribía  en  Estados  Unidos,  Antoine  Hennion  (1982,  1983,  1989)  investigaba  la  producción  musical  en  Francia  y  llegaba  a  conclusiones  similares  sobre  la  «creación  colectiva»,  añadiendo  que  los  empleados  de  la  industria  musical  actúan  como  mediadores, pues conectan continuamente a los artistas con el público. Hennion observó que  los empleados del negocio de la música trabajaban como «intermediarios», no sólo durante las  actividades más obvias del marketing y la promoción, sino también al «introducir» la idea de un  público  imaginado  a  la  composición,  la  producción  y  la  grabación  de  canciones  en  el  estudio.  Subrayando  que  esto  requiere  no  tanto  fórmulas  organizativas,  cadenas  de  montaje  y  estructuras  empresariales  como  una  gran  cantidad  de  empatia  humana  e  intuición,  Hennion  arguyó  que  los  empleados  de  la  industria  discográfica  no  «manipulan  al  público,  sino  que  le  toman el pulso» (1983, pág. 191).  El  trabajo  de  los  mediadores  ha  sido  también  objeto  de  estudio  por  parte  de  Pierre  Bourdieu,  que  ha  adoptado  el  concepto  del  «intermediario  cultural»  para  referirse  a  los  empleados  que  se  dedican  a  la  «presentación  y  representación  [...]  procurando  bienes  y  servicios simbólicos» (1986, pág. 359). Como Hennion, Bourdieu ha subrayado el modo en que  estos trabajadores ocupan una posición situada entre el productor y el consumidor, o entre el  artista  y  el  público.  A  diferencia  de  Hennion,  no  obstante,  Bourdieu  ha  enfatizado  la  importancia  de  varias  diferencias  sociales  según  los  estilos  de  vida  compartidos,  las  procedencias  de  clase  y  los  modos  (o  hábitos)  de  vida  más  que  la  toma  de  pulso  intuitiva  al  público.  Bourdieu  ha  argumentado  que  los  intermediarios  culturales  que  trabajan  en  la  producción artística no alcanzan su posición como consecuencia de calificaciones formales, ni  tampoco  son  promovidos  dentro  de  una  meritocracia  laboral  burocrática.  En  lugar  de  eso,  la  admisión  y  el  progreso  se  logran  influyendo  en  las  redes  divididas  por  clases  de  conexiones  obtenidas  a  través  de  las  experiencias  de  vida  compartida  que  surgen  entre  los  miembros  de  diferentes grupos sociales. 

Bourdieu (1993, 1996) ha subrayado también el modo en que el trabajo artístico se lleva a  cabo  a  través  de  una  amplia  serie  de  «ámbitos»  sociales  en  intersección  y  no  simplemente  dentro de una organización. Ha enfatizado los  contextos sociales, económicos y políticos más  amplios en los que se realizan juicios estéticos, se establecen jerarquías culturales y en los que  los  artistas  tienen  que  luchar  para  alcanzar  su  posición.  Es  obvio  que  esta  idea  puede  extenderse  hasta  considerar  los  contextos  más  amplios  en  los  que  deben  luchar  los  músicos  para  obtener  reconocimiento  y  recompensa  y  cómo  esto  sucede  mediante  las  actividades  sociales  que  convencionalmente  se  denominan  «producción»  y  «consumo».  A  pesar  de  estas  revelaciones,  Bourdieu  olvida  estudiar  el  modo  en  que  estas  luchas  forman  parte  del  mundo  laboral  formal  de  las  organizaciones  culturales  y  las  empresas  comerciales,  y  en  que  los  miembros  de  las  organizaciones  operan  y  contribuyen  a  la  formación  de  diversos  «ámbitos»  como parte de su rutina diaria. 6 En  este  libro  reflexionaré  sobre  las  mediaciones  y  conexiones  entre  la  producción  y  el  consumo y estudiaré cómo una serie más amplia de divisiones y hábitos sociales se interseca  con  la  organización  empresarial.  En  lugar  de  una  comprensión  intuitiva  o  una  sensación  de  afiliación a través del hábito compartido, subrayaré los modos más formales en que el conoci‐ miento  sobre  los  consumidores  se  recoge,  se  procesa  y  circula,  y  la  manera  en  que  éste  condiciona  la  toma  de  decisiones  y  las  políticas  de  repertorio.  Uno  de  los  temas  que  quiero  subrayar en los capítulos posteriores es cómo el personal de la industria de la música intenta  comprender  el  mundo  de  la  producción  y  el  consumo  musical  construyendo  conocimientos  sobre  él  (mediante  varias  formas  de  investigación  y  recopilación  de  información),  y  luego  utilizando estos conocimientos como «realidad» que guía las actividades de los empleados de la  multinacional. En términos económicos, esto equivale a la producción, la circulación y el uso de  varias formas de datos de mercado o «inteligencia del consumidor». No obstante, el modo en  que  el  conocimiento  se  produce  dentro  de  la  industria  musical  tiene  un  aspecto  «antropológico» adicional. Con esto me refiero a la construcción de un tipo de conocimiento a  través  del  cual  los  implicados  comprenden  la  producción  mediante  una  serie  de  categorías  aparentemente intuitivas, obvias y de sentido común que no implican tanto una comprensión  de la «realidad» como una construcción e intervención en la realidad (notablemente a través de  ideas  sobre  los  diferentes  «mercados»:  el  mercado  del  rock‐and‐roll,  el  mercado  country,  el  mercado latino). El modo en que esto sucede y sus consecuencias se comentarán a lo largo de  este libro, y me llevarán a la segunda fase de mi tema central: la manera en que la «industria»  se interseca con la «cultura» más amplia en la que se enmarca la tarea empresarial.  Para estudiar este tema he adoptado la expresión «la cultura produce una industria» con el  fin  de  subrayar  que  la  producción  no  tiene  lugar  sólo  «dentro»  de  un  entorno  empresarial 

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La obra de Bourdieu sobre el «ámbito de la producción cultural» se centra en la alta cultura europea, los novelistas franceses del siglo xix en particular y Flaubert en concreto. A pesar de ofrecer nuevas revelaciones sobre las luchas de los novelistas y la producción y el reconocimiento social de su arte dentro de un período determinado, es difícil ver cómo se podría utilizar este enfoque para comprender la cultura popular mediada por los medios de comunicación de masas del siglo xx y el papel de las multinacionales del ocio que no tienen una relación tan evidente con las posiciones de clase/hábito localizadas como en los detallados estudios de Bourdieu del caso de Flaubert (1993, 1996).

estructurado según los requisitos de la producción capitalista o las fórmulas organizativas, sino  en relación con formaciones y prácticas culturales más amplias que se encuentran más allá del  control  o  la  comprensión  de  la  compañía.  Esta  idea  se  basa  en  la  crítica  de  la  producción  presentada por quienes argumentan que la industria y los medios de comunicación no pueden  determinar el significado de los productos musicales, y asume que los músicos y los grupos de  consumidores pueden utilizarlos y apropiarse de ellos de varias maneras. 7  Más concretamente,  al adoptar esta perspectiva empleo ideas sacadas de estudios culturales, y en particular de la  trayectoria de pensamiento iniciada por la concepción por parte de Raymond Williams (1961,  1965) de la cultura como «todo un modo de vida» y los textos de Stuart Hall (1997; Morley y  Chen,  1996)  en  los  que  hace  hincapié  en  la  cultura  y  en  las  prácticas  mediante  las  cuales  las  personas crean mundos con sentido en los que vivir.  Las implicaciones de basarse en este tipo de enfoque son dobles, y también se siguen de la  aproximación  de  Bourdieu  a  la  producción  cultural.  En  primer  lugar,  las  actividades  de  los  miembros  de  las  compañías  discográficas  deberían  considerarse  parte  de  «todo  un  modo  de  vida»;  un  modo  de  vida  que  no  está  confinado  a  las  tareas  laborales  formales  del  mundo  empresarial, sino que se extiende por un abanico de actividades que desdibujan las distinciones  convencionales  tales  como  público/privado,  juicio  profesional/preferencia  personal  y  tra‐ bajo/tiempo  libre.  En  segundo  lugar,  es  un  error  pensar  que  las  prácticas  de  las  compañías  musicales  son  ante  todo  económicas  o  están  gobernadas  por  una  lógica  o  estructura  organizativa.  Al  contrario,  el  trabajo  y  las  actividades  implicadas  en  la  producción  de  música  popular  deberían  considerarse  unas  prácticas  con  sentido  que  se  interpretan  y  entienden  de  diferentes maneras (a menudo dentro de la misma oficina) y que reciben varios significados en  situaciones sociales específicas. Ésta es una de las ideas extraídas de algunos de los textos del  enorme corpus de obras sobre la cultura de las organizaciones, y constituye una parte integral  de la «producción», aunque con frecuencia la olviden los economistas políticos y quienes estu‐ dian  los  aspectos  formales  de  las  actividades  laborales. 8   Tal  como  han  señalado  también  George E. Marcus y Michael Fischer, «no sólo es la construcción cultural de significados y sím‐ bolos inherentemente una cuestión de intereses políticos y económicos, sino que lo contrario  también  es  cierto:  las  inquietudes  de  la  economía  política  tratan  inherentemente  de  significados y símbolos» (1986, pág. 85).  En consecuencia, lo que yo creo es que para estudiar la «producción de cultura» no basta  con  entender  la  cultura  como  «producto»  creado  a  través  de  proceso  técnicos  y  rutinarios  y  prácticas  institucionalizadas.  Necesitamos  algo  más  que  simplemente  leer  o  asumir  las 

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Se trata de un argumento característico de la aproximación de Iain Chambers a la música popular. Por ejemplo, véase su comentario de la historia del pop británico y estadounidense (1985) y su estudio sobre las «músicas del mundo» (1994). Para un estudio más exhaustivo del conjunto de las acciones humanas condensadas en el sencillo término de «consumo» y el abanico de representaciones que pueden darse a los «artículos» comerciales, véase Mackay (comp.) (1997). 8 La cultura de las organizaciones se estudiará con más detalle en el capítulo 3. Para una útil recopilación de artículos que reúne muchos enfoques y evaluaciones críticas de este tipo de bibliografía, concretamente en relación con la producción cultural, véase Du Gay (comp.) (1997).

características de los sonidos y las imágenes de los esquemas de propiedad o el modo en que se  organiza  la  producción  de  artículos  de  consumo.  Tenemos  que  comprender  los  significados  otorgados  tanto  al  «producto»  como  a  las  prácticas  con  las  que  se  hace  ese  producto.  La  cultura,  entendida  de  una  manera  más  amplia  como  modo  de  vida  y  como  las  acciones  mediante  las  cuales  las  personas  crean  mundos  con  sentido  en  los  que  vivir,  tiene  que  entenderse como el contexto constitutivo dentro y fuera del cual los sonidos, las palabras y las  imágenes  de  la  música  popular  se  crean  y  reciben  un  significado.  De  ahí  que,  al  intentar  comprender  los  esfuerzos  de  las  multinacionales  en  dirigir  y  manipular  la  vida  laboral  de  una  compañía musical y de sus artistas, también desee incorporar la reflexión sobre los esquemas  culturales  más  amplios  en  los  que  están  situadas  las  compañías.  Esto  podría  incluir,  evidentemente, las experiencias de clase, etnia, género y localización geográfica y fronteras que  afectan el modo de hacer música de las compañías discográficas. Este tema se tratará de una  manera más extensa en el capítulo 3, donde estudiaré la cultura de las organizaciones, y estará  presente  en  todo  el  libro  cuando  examine  las  maneras  más  generales  en  que  los  mundos  culturales del rap, el country y la salsa se intersecan entre sí y contribuyen a la producción de  un tipo particular de negocio musical.  Al  estudiar  este  tema  a  través  de  la  idea  de  la  «cultura  de  producción»  también  quiero  ampliar mi trabajo anterior sobre la industria musical de Gran Bretaña (Negus, 1992). Cuando  me centré en la adquisición, el desarrollo y la promoción de artistas hice hincapié en el modo  en  que  los  supuestos  «intuitivos»  que  hacen  los  empleados  al  adquirir  los  artistas  y  las  composiciones  musicales  más  adecuadas  se  basan  en  creencias  vertebradas  por  una  serie  de  divisiones  de  género,  de  clase  y  de  raza.  Éstas  no  sólo  influyen  en  los  juicios  estéticos  y  las  decisiones  comerciales,  sino  que  a  su  vez  desempeñan  un  papel  significativo  en  la  formación  del  «mundo  cultural»  de  los  departamentos  de  las  compañías  discográficas. 9   Por  tanto,  me  interesa el modo en que las acciones en el trabajo se interpretan de diferentes maneras, y en  que  los  significados  específicos  guían  la  imagen  que  tienen  las  personas  de  su  vida  laboral  cotidiana.  Junto  con  Paul  du  Gay  (comp.)  (1997)  he  adoptado  el  concepto  de  «culturas  de  producción» en referencia a la manera en que los procesos y las prácticas de producción son al  mismo tiempo fenómenos culturales. Este enfoque, que se caracteriza por el giro de una frase  (de  la  producción  de  cultura  a  la  cultura  de  producción),  no  sólo  tiene  implicaciones  en  lo  referente  a  cómo  pensar  en  la  relación  entre  cultura  e  industria;  también  plantea  cuestiones  sobre la idea de una industria de la cultura.    El problema cultura/industria   

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La idea de la cultura de producción tiene su origen en mis numerosas conversaciones con Paul du Gay, sobre todo cuando ambos estábamos trabajando en nuestros estudios de doctorado entre 1989 y 1992, y cuando colaboramos para el curso de la Open University sobre Medios de comunicación, cultura e identidades (1994-1996). La obra de Du Gay (1996) sobre la subjetividad en el trabajo y el modo en que la dirección despliega técnicas diversas para alentar a los trabajadores a aceptar o asumir identidades específicas se intersecó con las ideas que yo estaba desarrollando a partir de mi propia investigación sobre el negocio de la música (Negus, 1992).

La idea de una «industria de la cultura» fue utilizada por primera vez por Theodor Adorno y  Max Horkheimer (1979) en una obra publicada originalmente en alemán durante la década de  los  cuarenta,  aunque  sus  textos  no  gozaron  de  gran  difusión  hasta  la  traducción  de  los  años  sesenta.  Basándose  en  las  aproximaciones  contemporáneas  a  la  economía  política  y  las  organizaciones  comerciales,  y  oponiéndose  de  modo  explícito  a  quienes  creían  que  las  artes  eran  independientes  de  la  industria  y  el  comercio,  Adorno  y  Horkheimer  (véase  también  Adorno, 1991) adoptaron el término «industria de la cultura» para argumentar que los artículos  culturales se producían de una manera que había llegado a ser análoga al modo en que las in‐ dustrias  manufacturaban  grandes  cantidades  de  bienes  de  consumo.  Empleando  la  conocida  metáfora  de  la  «cadena  de  montaje»  argüían  que  todos  los  productos  tenían  un  objetivo  principal,  el  de  generar  beneficios  según  los  mismos  procedimientos  organizativos  racionales.  Esto,  concluían,  desembocaba  en  una  «cultura  de  masas»  que  carecía  de  individualidad  y  originalidad. 10 La  idea  de  una  industria  de  la  cultura  implicaba  dos  procesos  distintos  pero  interrelacionados.  En  primer  lugar,  sugería  la  aplicación  de  los  procesos  manufactureros  industriales en el ámbito de la actividad cultural, antes independiente, que se suponía alejado  de  los  intereses  económicos  y  comerciales.  En  segundo  lugar,  afirmaba  que  la  forma  y  el  contenido de todos los productos culturales había llegado a ser básicamente similar debido a la  estandarización de una industria unificada. Tal como ha argüido Bernard Miège (1989), a pesar  de su influencia y de lo novedoso de sus puntos de vista, uno de los problemas de esta teoría es  la presunción de que toda la «cultura» se produce de una manera similar dentro de un ámbito  unificado  y  como  resultado  de  un  único  proceso.  Se  da  por  supuesto  que  la  producción  de  música,  programas  radiofónicos,  novelas,  cuadros,  películas,  teatro  y  televisión  manifiesta  los  mismos rasgos y procesos básicos. Además, no reconoce la orientación residual «no capitalista»  de  algunas  obras  artesa‐  nales  o  prácticas  creativas  subvencionadas  por  el  Estado  que  no  se  guían por una lógica estrictamente comercial.  Subrayando  varias  diferencias  de  mediación  tecnológica,  la  concentración  del  capital  y  la  organización del trabajo en un conjunto de producciones culturales, Miège, entre otros (véase  por ejemplo, UNESCO, 1982), proponía una noción plural de las industrias culturales y sugería  que no podemos generalizar de una a otra. Se trata de una cuestión importante y yo coincido  con la idea de que no podemos transponer nuestras teorías de un tipo de «producción cultural»  a otro sin una investigación prolongada y detallada que se plantee seriamente si las prácticas  creativas,  los  lugares  geográficos  y  las  acciones  históricas  concretas  se  pueden  comparar  razonablemente.  No  podemos  dar  por  supuesto,  como  hicieron  Adorno  y  Horkheimer  y  sus  seguidores,  que  hay  correspondencias  sencillas  entre  las  «industrias  culturales»  o  mediáticas  como el cine, la televisión, la música grabada o la edición de libros. Tal como ha señalado Miège  (1989), existen muchas diferencias entre las industrias y dentro de ellas, y éstas pueden variar  según la forma estética, el contenido, las prácticas laborales, los medios de financiación y los  modos de recepción y consumo.  Por poner un ejemplo, una diferencia obvia entre la producción cinematográfica y la musical  es el coste y la inversión humana necesarios para hacer el producto, y su modo de circulación y  recepción.  Mientras  que  las  tecnologías  de  grabación,  los  instrumentos  electrónicos  y  los  10

Para un estudio y una crítica más extensos, véase Negus (1997).

samplers han reducido progresivamente el coste de hacer música, los costes de producción de  películas  han  ido  aumentando  a  medida  que  crecían  las  expectativas  de  crear  unas  imágenes  más  realistas  y  fantásticas.  Mientras  que  gracias  a  los  reproductores  de  CD  portátiles,  los  walkmans  y  los  estéreos  de  coche  la  música  grabada  se  ha  vuelto  cada  vez  más  móvil,  los  productos de la industria cinematográfica todavía tienen que verse en el cine o en casa en un  reproductor de vídeo. Ignorar estas diferencias y afirmar que la producción de música, películas  y libros está igual de estandarizada, depende de las mismas fórmulas de género, se comercializa  en  los  mismos  mercados  de  masas  y  nichos  de  mercado  o  utiliza  un  grupo  unificado  de  guardabarreras  culturales,  es  pasar  por  alto  una  serie  de  diferencias  significativas  de  forma,  contenido, producción, consumo y mediación social.  Si no me gusta generalizar de la industria musical a otras industrias culturales, también es  porque me gustaría plantear una cuestión adicional sobre el concepto mismo de las «industrias  culturales».  Porque  no  es  sólo  que  las  industrias  culturales  sean  plurales  (de  industria  a  industrias),  es  que  todas  las  industrias  son  culturales.  Tal  como  destacan  continuamente  los  enfoques  antropológicos  de  las  organizaciones,  todas  las  industrias  se  constituyen  en  un  contexto cultural específico que determina la manera en que la gente piensa, siente y actúa en  las organizaciones. 11  Y todas producen productos o servicios que poseen significados culturales  y  que  no  hablan  por  sí  mismos  en  cuanto  productos,  sino  que  continuamente  requieren  ser  interpretados. Ésta es la razón por la que las compañías se gastan grandes sumas de dinero en  publicidad para animarnos no sólo a comprar, sino también a interpretar, comprender y captar  el significado de los productos de una manera concreta (ya sea un cepillo de dientes, un plan de  pensiones, una zapatilla deportiva, un teléfono móvil, una batidora, una hamburguesa o unos  cereales de desayuno). 12 Si  todas  las  industrias  se  constituyen  en  contextos  culturales  específicos,  si  todas  las  actividades laborales se comprenden a través de creencias e ideas concretas, si todos los pro‐ ductos  producen  significados  culturales  cuando  circulan  por  la  vida  pública,  no  parece  muy  acertado limitar o intentar trazar un límite en torno a las «industrias culturales» como entidad  artístico‐mediática  separada  artificialmente  de  algunas  industrias  no  culturales  que  normalmente no se mencionan (y sólo pueden deducirse de las «industrias culturales» que se  mencionan  u  omiten  cuando  se  utiliza  este  término).  Tal  vez  podamos  hacer  comparaciones  más interesantes si adoptamos un enfoque de las industrias de la cultura más amplio y menos  exclusivo. Quizá sea más útil comparar la creación de música institucionalizada (que recrea los  mismos  sonidos  grabados,  anotados  o  recordados  en  diferentes  ocasiones  y  con  diferentes  grados  de  improvisación)  con  la  cocina  de  mercado  (que  realiza  el  mismo  plato,  del  mismo  menú, de nuevo con ciertos elementos de improvisación), que comparar la práctica musical con  la  producción  de  un  libro  en  rústica.  Lo  cierto  es  que  me  gustaría  abrir  una  puerta  a  esta  posibilidad para ver adonde podría llevarnos ese camino.  Es en términos de estas ideas y cuestiones que este libro puede ser relevante para estudios  más  amplios  sobre  el  tema  de  la  industria  cultural.  Los  capítulos  que  siguen  tratan  espe‐ 11

Para nuevas perspectivas sobre este tema, véanse Hofstede (1991), Salaman (1997) y Smircich (1983). 12 Para estudios provechosos de los objetivos de la publicidad, véanse Williamson (1978) y Jhally (1990).

cíficamente de la industria discográfica, pero me gustaría pensar que pueden tener una mayor  relevancia,  no  porque  la  producción  de  música  pueda  generalizarse  o  compararse  con  la  publicación  cinematográfica  o  editorial,  sino  por  el  modo  en  que  puede  ser  relevante  para  estudiar las culturas más amplias de la producción a través de las cuales las otras industrias se  organizan y constituyen, ya sean de producción de ropa, cigarrillos, aperos de labranza, comida  de  restaurante,  objetos  religiosos  o  condones.  Ahora  me  gustaría  concluir  este  capítulo  relacionando los problemas de la producción cultural con los otros motivos que vertebran los  capítulos siguientes, los del género y la creatividad.    Creatividad, género y producción musical    Tal como han observado varios estudiosos (Garnham, 1990; Frith, 1996), uno de los puntos  débiles de los enfoques de la actividad cultural orientados a la industria es que con frecuencia  la forma, el contenido y el significado de los textos se pasan por alto o se deducen de esquemas  de  propiedad  o  estructuras  organizativas.  Uno  de  mis  objetivos  en  este  libro  es  abordar  este  problema de manera amplia mediante el estudio del modo en que la industria empieza a definir  las condiciones en las que se adoptan unas prácticas de género y técnicas creativas concretas.  Esto pretende ser un pequeño paso hacia la integración más directa, o al menos la conexión, de  los textos (sonidos, palabras, imágenes) y los contextos de producción. Lo que me interesa no  es  la  manera  exacta  en  que  las  multinacionales  musicales  puedan  definir  directamente  los  códigos  y  las  convenciones  de  los  estilos  de  música  concretos  (aunque  sin  duda  es  algo  importante). Mi objetivo, en esta fase, es más general. Me gustaría bosquejar el modo en que  las  multinacionales  determinan  las  condiciones  en  las  cuales  es  posible  llevar  a  cabo  unas  prácticas  concretas  definidas  como  «creativas»  y  que  al  mismo  tiempo  contienen  unas  categorías de género que de otro modo podrían ser mucho más inestables y dinámicas.  En la búsqueda de ideas sobre la «creatividad» también quiero alejarme de un argumento  que  aparece  en  muchos  estudios  de  música  popular,  según  el  cual  la  producción  cultural  se  caracteriza por el conflicto entre el comercio (la industria) y la creatividad (los artistas). Se trata  de una distinción que también vertebra la afirmación de que las subculturas y el público activo  (creativo)  pueden  apropiarse  de  los  productos  difundidos  por  la  industria  (de  nuevo,  el  comercio)  y  por  tanto  transformarlos.  En  otro  lugar  (Negus,  1995)  examiné  un  abanico  de  afirmaciones sobre esta cuestión y sugerí que la creatividad a menudo se trata de una manera  vaga  y  mística,  pues  muchos  escritores  dan  por  sentado  que  todos  reconocemos  la  «creati‐ vidad» cuando nos encontramos con ella. 13 13

También habría que apuntar aquí que, según mi experiencia al entrevistar a numerosas personas de la industria de la música, los empleados de las compañías discográficas rara vez utilizan el concepto de la creatividad de la misma manera que los fans, los periodistas y los músicos. Si surge o se introduce el tema, suelen referirse a él en términos agnósticos, y tengo el convencimiento, en parte «profesional», de que el «arte» o la «creatividad» es lo que quienes participan en los géneros concretos (artistas, público, críticos, mediadores) deciden que es en un momento determinado. Los empleados de la industria discográfica son muy conscientes de que tienen una influencia directa en el modo en que la creatividad puede realizarse, cobrar sentido y contestarse, pero, quizá por lógica, al estar inmersos en preo cupaciones cotidianas más apremiantes, les resulta difícil reflexionar sobre el tema de un

Basándome en el breve estudio de Raymond Williams (1983) de la etimología del término  «creativo»  y  reflexionando  sobre  sus  usos  académicos  y  cotidianos,  me  gustaría  ampliar  la  reflexión  al  respecto  identificando  dos  amplios  enfoques  de  lo  que  es  la  creatividad  y  lo  que  ésta  puede  implicar.  El  primero  es  un  enfoque  exclusivista,  el  segundo  inclusivista.  Según  el  enfoque exclusivista (proveniente de la referencia original a la creación divina), la creatividad  está  asociada  con  la  capacidad  humana  para  la  «originalidad»  y  la  «innovación»  (Williams,  1983). En consecuencia, a menudo se argumenta que las compañías discográficas son incapaces  de hallarla: la creatividad está fuera de la máquina empresarial y depende de la inspiración de  los músicos, los escritores, los empresarios, las subculturas y las pequeñas marcas discográficas.  En  contraste,  el  enfoque  inclusivista  puede  encontrarse  en  numerosos  lugares  y  se  utiliza  en  referencia  a  actividades  convencionales  y  rutinarias  como  la  escritura  o  la  contabilidad  «creativas». Aquí, como observa Williams (1983), «creativo» se ha convertido en una especie  de «palabra específica» que se utiliza para etiquetar todo tipo de prácticas audiovisuales, desde  la  peluquería  hasta  la  producción  de  eslóganes  publicitarios  y  guiones  cinematográficos.  El  primer significado conserva residuos de un enfoque elitista de la cultura y la vida social, según  el  cual  ciertos  individuos  de  talento  o  místicamente  inspirados  poseen  capacidad  creativa.  El  otro impregna las más banales de las prácticas laborales habituales con un aura de inspiración  artística  y  valía  humanística.  Ambos  pueden  detectarse  en  las  celebraciones  rutinarias  de  los  intérpretes musicales y los fans.  Cualquier intento de abordar el tema de la creatividad desde una perspectiva sociológica no  sólo está dificultado por este tipo de uso cotidiano. Además, tenemos que abrirnos paso por la  colonización  indebida  de  la  investigación  sobre  este  ámbito  por  parte  de  los  psicólogos  conductistas  y  cognitivos  en  busca  de  rasgos  de  la  personalidad,  disposiciones  individuales  o  cambios  químicos  en  el  cerebro  como  medio  de  explicar  el  comportamiento  creativo. 14   Estrechamente  relacionados  con  ellos  están  los  investigadores  educacionales  que  quieren  encontrar maneras de fomentar la creatividad entre los niños y los consultores comerciales que  modo crítico. Cuando se les hacen preguntas directas sobre la creatividad, muchos sólo responden con tópicos o retórica empresarial («nuestra compañía ofrece un entorno muy comprensivo a los artistas creativos», etc.). De ahí que uno de los supuestos que guían mi enfoque de la cuestión sea que resulta imposible hacer demasiadas averiguaciones sobre la verdad formulando preguntas directas a los que trabajan en el negocio de la música. Por tanto, me gustaría abordar el tema moviéndome de una manera un poco más indirecta entre lo que ocurre en la industria musical y las ideas sobre lo que puede suponer la creatividad. 14

Para ejemplos de este tipo de literatura, véanse C. Humke y C. Shaefer (1996), «Sense of Humor and Creativity», Perceptual and Motor Skills, vol. 82, nº 2, págs. 544-547 sobre los indicadores de la creatividad; J. Rodriguez-Fernandez (1996), «Is "Sudden Illumination" the Result of the Activation of a Creative Center at the Human Brain?», Perspectives in Biology and Medicine, vol. 39, nº 2, págs. 287-309 sobre la «localización» de la creatividad en el cerebro; C. Hale (1995), «Psychological Characteristics of the Literary Genius», Journal of Humanistic Psychology, vol. 35, nº 3, págs. 113-135 sobre las características psicológicas del «genio solitario»; y una crítica parcial de este enfoque en A. Montouri y R. Purse (1995), «Deconstructing the Lone Genius Myth: Toward a Contextual View of Creativity», Journal of Humanistic Psychology, vol. 35, nº 3, págs. 69-103.

buscan comprender cómo dirigir o impulsar el pensamiento creativo en el trabajo. 15  Gran parte  del trabajo realizado desde estos puntos de vista da por sentado el proceso creativo y no tiene  mucho que decir de las condiciones sociales de origen histórico en las que la creatividad podría  o no podría realizarse y reconocerse en primer lugar.  Me  gustaría  sugerir  una  manera  de  salir  de  la  dicotomía  entre  populismo  y  elitismo  y  de  alejarse  de  las  explicaciones  psicológicas  individuales  consistentes  en  seguir  a  los  estudiosos  que  han  afirmado  que  las  prácticas  creativas  deberían  entenderse  a  través  de  la  noción  de  género.  Luego  quiero  redefinir  el  género  en  términos  de  una  serie  más  amplia  de  divisiones  sociales  e  intentar  relacionarlas  con  las  dinámicas  cultura‐industria  de  la  producción  musical.  Aquí  esbozaré  estas  ideas  de  manera  esquemática  y  en  el  resto  del  libro  las  desarrollaré  con  ejemplos ilustrativos detallados.  Es  razonable  decir  que  la  gran  mayoría  de  la  producción  musical  en  un  momento  dado  requiere que los músicos trabajen en «mundos de género» (Frith, 1996) relativamente estables  en  los  cuales  la  práctica  creativa  continua  no  consista  tanto  en  estallidos  repentinos  de  innovación como en la producción constante de lo conocido. Esta idea fue bien planteada por  Franco Fabbri (1982, 1985, 1989) en una obra perspicaz pero abiertamente determinista en la  que  intentaba  identificar  y  delinear  las  reglas  semióticas,  las  reglas  conductistas,  las  reglas  económicas  y  las  reglas  sociales  que  producen  los  códigos  y  las  convenciones  que  guían  la  actividad de los músicos y su público. Estas reglas pueden influir en las notas que un guitarrista  escoge tocar (interprete jazz, rock o folk, por ejemplo), el comportamiento de una estrella en  público o durante una entrevista (mostrando la altivez del rock o la familiaridad del country), el  comportamiento  del  público  (danzando  en  parejas,  bailando  el  pogo  individualmente  o  aplaudiendo con educación sin moverse del asiento) y la valoración estética de una actuación  musical por parte de los músicos (una mala actuación o una nueva estética sonora).  La obra de Fabbri es importante porque plantea cuestiones sobre las actividades creativas  de artistas singulares: ¿por qué la inspiración se amolda convenientemente a los códigos y las  convenciones de los géneros musicales concretos? Fabbri también plantea preguntas sobre la  respuesta  y  las  expectativas  del  público  y  presenta  un  desafío  al  voluntarismo  romántico  y  la  supuesta espontaneidad de gran parte de la teoría del público activo. A pesar de su originalidad  y  perspicacia,  este  enfoque  implica  un  proceso  muy  restringido  y  regulado.  Aunque  Fabbri  reconoce  que  puede  haber  cambios,  el  panorama  que  presenta  es  bastante  estático:  se  enfatizan  más  las  limitaciones  que  las  posibilidades,  y  eso  parece  contradecir  nuestras  expe‐ riencias  como  consumidores  y  músicos.  Para  quienes  participan  activamente  en  la  actividad  musical cotidiana, los géneros suelen parecer dinámicos y variables y no regulados y estáticos.  Sí, conocemos las reglas de género, pero siempre parece haber algo más. Esta idea me resultó  aún  más  evidente  durante  la  investigación  que  realicé  para  este  libro.  Por  ejemplo,  cuando  empecé a hablar a la gente del rap me dijeron que el rap estaba «muerto», no iba «a ninguna  parte»  y  «se  repetía  a  sí  mismo».  De  hecho,  en  la  misma  época  apareció  un  artículo  del  respetado comentarista Greg Tate (1996), en el que proclamaba que el rap estaba «muerto».  Sin embargo, también hablé con fans y empleados de las discográficas cuya respuesta a tales  afirmaciones fue que ésa era la opinión de la gente que prestaba «demasiada atención a la MTV  15

Véase por ejemplo R. Epstein (1996), «Capturing Creativity», Psychology Today, julioagosto, vol. 29, nº 4, págs. 41-47.

y a los 40 Principales» y que no miraban ni escuchaban donde «pasaban» cosas. 16  Por supuesto,  es  posible  hallar  paralelos  muy  similares  en  los  comentarios  realizados  sobre  la  muerte  del  country y la salsa, y de hecho sobre la muerte de casi cualquier género que se te ocurra, ya sea  el rock, el soul, el jazz y el rhythm and blues o el death metal, el dengue bop y el tecno.  Estas disputas plantean varias cuestiones sobre cómo se escuchan e interpretan los sonidos  de género y sobre la relación de los códigos de género con la novedad. ¿Habría que juzgar las  características de un género según los sonidos provenientes de la industria musical y los medios  de comunicación, o tenemos que prestar más atención a los (otros) lugares adecuados? Por lo  general, lo nuevo musicalmente se identifica cuando se cruza un límite claro y la disolución o la  síntesis provocan la transformación de los límites de género en estilos nuevos (que no tardan  en establecer sus propias reglas); sin embargo, un tema igualmente interesante es la vida más  común, rutinaria y menos variable de los géneros existentes, es decir, el hecho de que el rap (o  la  salsa  o  el  rock)  se  considere  dinámico,  variable  y  en  continua  evolución  a  pesar  de  las  lamentaciones por su muerte. Parece que lo que desde una perspectiva son códigos, reglas y  convenciones,  desde  otro  punto  de  vista  se  consideran  características  musicales  dinámicas  y  cambiantes.  A diferencia del hincapié en las reglas de género, quizá no exista una aproximación teórica  desarrollada al género como elemento transformador. 17  Aunque hay varios estudios centrados  en los momentos más dramáticos de transformación y síntesis (la aparición del rock‐and‐roll, en  concreto) y declaraciones sobre el papel de los sellos independientes y las subculturas en este  proceso,  existen  pocos  estudios  disponibles  sobre  la  vida  continua  más  mundana  de  los  géneros. No obstante, podemos dar algunos pasos en esta dirección a partir de las observacio‐ nes de Ángel Quintero Rivera en su obra sobre la salsa. Quintero utiliza una idea particular de  «práctica»  en  oposición  a  la  noción  de  que  la  salsa  sólo  puede  entenderse  formalmente  de  acuerdo  con  una  serie  de  códigos,  convenciones  y  reglas. 18  Quintero  (1998)  describe  la  salsa  como una «manera de hacer música» que requiere la «libre combinación de ritmos, formas y  géneros  afrocaribeños  tradicionales».  Es  esta  libre  combinación  lo  que  permite  a  la  salsa  ofrecer continuas posibilidades como forma de expresión abierta y dinámica, así como evitar y  evadir su posible fosilización en fórmulas. 19

16

A este respecto me gustaría agradecer las provechosas conversaciones que mantuve con Havelock Nelson de Billboard (en Nueva York, el 27 de febrero de 1996) y Marcus Morton de EMI (en Hollywood, el 24 de abril de 1996). 17 En el excelente capítulo de Simon Frith sobre las reglas de género, «Genre rules» (1996), sólo se llega al tema de la «transgresión» hacia el final del capítulo, y entonces se alude de paso y con brevedad. 18 La gran mayoría de la obra de Quintero Rivera sobre la salsa está sólo disponible en español. Algunas obras clave relevantes para este estudio de la práctica musical incluyen Quintero Rivera (1997, 1998) y Quintero Rivera y Manuel Álvarez (1990). Para unos provechosos artículos sobre la sociología de la música en inglés, véase Quintero Rivera (1992, 1994). 19 En español: «manera de hacer música», «libre combinación de ritmos, formas y géneros afrocaribeños tradicionales», «en su libre combinación evitaba o evadía su posible fosilización en fórmulas».

Adoptando  esta  aproximación,  Quintero  es  capaz  de  demostrar  que  la  salsa  surgió  históricamente de varias fuentes geográficas y que las prácticas de la salsa se han incorporado a  otros estilos y han bebido de otros géneros, ya sea mediante la práctica de la bomba, el rock o  el hip hop virando «hacia» la salsa, o la práctica de la salsa virando hacia la música clásica, disco  o rap. De esta manera, Quintero describe la salsa como una práctica creativa fluida, flexible y  cambiante y ofrece una manera de estudiar cómo ésta puede incorporarse a otras prácticas de  género  y  beber  de  ellas,  en  contraste  con  la  visión  de  la  creatividad  musical  según  procesos,  códigos  y  convenciones  reguladas.  La  obra  de  Quintero  es  importante  porque  subraya  la  reproducción activa y la vida continua de los géneros, el placer de lo conocido y su importancia  para  las  identidades  culturales  y  la  posibilidad  constante  de  transformación  social  y  estética.  Aun cuando una parte considerable de la actividad musical exija que los músicos unan diversos  componentes  sonoros  y  visuales  de  una  manera  reconocible  pero  sólo  ligeramente  distinta,  siempre  ofrece  la  posibilidad  de  la  novedad  y  del  cruce  de  puentes  hacia  otros  mundos  de  género. 20 No obstante, si Frith y Fabbri insisten en los códigos, las reglas y las limitaciones, Quintero  da prioridad a la práctica creativa voluntaria, de tal modo que olvida que la salsa, y cualquier  otro  género,  puede  reducirse  fácilmente  a  unas  cuantas  frases  musicales,  esquemas  rítmicos,  gestos corporales y respuestas del público que se reproducen por rutina, ya sea en grabaciones  o  en  actuaciones  locales  en  fiestas  patronales  o  cabarets  de  todo  el  mundo.  Dicho  en  pocas  palabras,  la  «manera  de  hacer  música»  puede  reducirse  con  facilidad  a  una  serie  de  manierismos. El deseo de combinar con libertad y de atravesar fronteras con fluidez se enfrenta  al hecho de que estas prácticas de género «están» limitadas y de que «los músicos, productores  y consumidores están ya atrapados en una tela de expectativas de género» (Frith, 1996, pág.  94).  Es evidente que esta tela es obra sobre todo de las arañas de la industria musical; cualquier  músico  se  enfrentará  a  estas  expectativas  de  género  en  cuanto  reciba  las  atenciones  de  los  empleados  del  negocio  de  la  música  y,  sin  duda,  cuando  tenga  a  la  vista  un  contrato  de  grabación.  Tal  como  Frith  ha  observado  con  agudeza,  las  compañías  discográficas  utilizan  los  géneros como manera de integrar una concepción de la música (¿cómo suena?) con una noción  del mercado (¿quién la comprará?). Músico y público se estudian al mismo tiempo, como modo  de «definir la música en su mercado» y «el mercado en su música» (Frith, 1996, pág. 76). De  esta  manera,  el  deseo  de  llevar  a  cabo  prácticas  creativas  transformadoras  se  enfrenta  a  la  rutinización y a la institucionalización; lo potencialmente dinámico y provisional se convierte en  estático y permanente. Uno de mis supuestos es que el énfasis en la organización social de los  géneros  puede  ofrecer  nuevas  perspectivas  a  la  dinámica  de  esta  tensión  transformadora  y  rutinaria.  En consecuencia, para hacer un breve resumen, no abordo la obra creativa como algo que  depende de la inspiración y es radicalmente nuevo, ni tampoco como algo que todo el mundo  20

Cómo, bajo qué condiciones y en qué circunstancias históricas esto podía ocurrir, no obstante, es un tema que está fuera del alcance de este estudio. Cualquier intento de teorizar el género como transformador requeriría seguramente la utilización de los conceptos de poder, aunque sólo fuera para comprender las fuerzas que mantienen los códigos de género en su posición y que además facilitan su transcendencia.

hace  en  una  especie  de  manera  creativa  cotidiana.  Al  contrario,  intento  reflexionar  sobre  la  manera en que las prácticas de género constantes y dinámicas se enfrentan continuamente a su  traslación a reglas codificadas, convenciones y expectativas, no sólo como melodías, timbres y  ritmos, sino también en términos de expectativas del público, categorías de mercado y hábitos  de  consumo.  En  este  sentido,  deseo  situar  claramente  cualquier  posibilidad  de  rutinización  o  transformación en el contexto de las prácticas de la industria musical.  Los  géneros  musicales  están  codificados  formalmente  en  departamentos  organizativos  específicos, supuestos de miras estrechas sobre los mercados y prácticas promocionales «diri‐ gidas», y esto está gestionado estratégicamente por las compañías discográficas. En el proceso,  los  recursos  se  destinan  a  unos  tipos  de  música  y  no  a  otros;  ciertos  tipos  de  acuerdos  se  alcanzan con unos artistas y no con otros. Hay algunos tipos de cosas conocidas y nuevas que  reciben  más  inversión  que  otros.  Según  mi  razonamiento,  no  podemos  explorar  exhausti‐ vamente los detalles de las convenciones, los códigos  o las reglas de los géneros  a través del  análisis  textual,  ni  tampoco  empezar  a  explicar  cómo  pueden  darse  unas  (y  no  otras)  trans‐ formaciones de género sin comprender del todo la intervención activa de la multinacional en la  producción, reproducción, circulación e interpretación de los géneros.  Por  tanto,  al  estudiar  la  interacción  (o  constitución  mutua)  de  la  industria  y  la  cultura  no  propongo  un  simple  conflicto  entre  el  comercio  y  la  creatividad.  También  rechazo  otros  mo‐ delos dicotómicos de la industria musical, ya sea el de las compañías independientes (creativas,  artísticas,  democráticas)  contra  las  majors  (comerciales,  conservadoras,  oligárquicas);  individuos  maquiavélicos  (explotadores  cínicos)  contra  músicos  esforzados  (talentosos  e  inocentes);  subculturas  (innovadoras,  rebeldes)  contra  tendencia  general  (previsible,  poco  estimulante). 21   Al  contrario,  subrayaré  cómo  la  industria  discográfica  tiene  una  influencia  directa  en  el  modo  en  que  la  creatividad  puede  llevarse  a  cabo,  recibir  significado  y  ser  contestada  en  un  momento  dado.  No  obstante,  también  quiero  llegar  un  poco  más  lejos  y  situar las prácticas de la industria musical en un contexto más amplio de diferentes culturas de  género.  Al utilizar el término «cultura de género» me baso en el uso por parte de Steve Neale de  género  como  concepto  sociológico  y  no  formal,  «no  [...]  como  formas  de  codificaciones  textuales, sino como sistemas de orientaciones, expectativas y convenciones que circulan entre  la industria, el texto y el sujeto» (Neale, 1980, pág. 19). Una de las maneras más obvias en que  pueden circular estas expectativas es a través del sistema institucionalizado de los medios de  comunicación,  sobre  todo  la  radio  y  el  vídeo,  y  el  modo  en  que  ello  contribuye  a  definir  y  21

La distinción entre iridies y majors ha sido empleada por varios estudiosos para explicar el origen de la creatividad y los cambios en la música popular (véanse, por ejemplo, Chapple y Garofalo, 1977; Gillett, 1983). Este enfoque ha sido criticado por varios estudiosos, entre los que me incluyo, y no quisiera repetir los argumentos aquí (véanse Frith, 1983; Negus, 1992; Hesmondhalgh, 1996, 1998). A menudo la batalla de los artistas con talento contra el despiadado ejecutivo individual vertebra libros que intentan «poner al descubierto» la industria; una de las fuentes más persuasivas y útiles en este sentido es Dannen (1990). La distinción entre subculturas y cultura de masas también ha sido utilizada para identificar los cambios creativos en la cultura popular más en general (de un modo especialmente notable por Hebdige, 1979). Para una crítica válida de esta posición, véase Thornton (1995).

delimitar lo que se incluye o no en un género musical. Esto a su vez puede determinar lo que se  produce  y  se  consume,  ofreciendo  incentivos  e  imponiendo  restricciones  a  los  músicos  y  fomentando además las continuas discusiones sobre lo que constituye o no un tipo de música  concreto (¿pone la radio country «verdadera» música country o ésta podría oírse en cualquier  otro sitio?).  No obstante, los límites de género asociados a los «mercados» comerciales, los formatos de  radio o los medios de comunicación y las formaciones culturales más amplias no coinciden de  manera  directa.  La  industria  de  los  medios  de  comunicación  o  de  la  música  no  puede  «construir» un mercado, «producir» un tipo de consumidor ni determinar el significado de un  artista (tal como se insinúa en algunos de los enfoques de la actividad musical más centrados en  los medios de comunicación), y si lo intentan fracasarán continuamente. Las manipulaciones del  mercado y la influencia de los medios de comunicación se han estudiado con profundidad —y a  menudo  de  manera  exagerada—  en  otros  sitios  y  aunque  los  mencionaré  en  diferentes  momentos  de  este  libro,  no  quiero  hacer  demasiado  hincapié  en  el  papel  de  los  medios  de  comunicación  y  las  prácticas  promocionales.  Al  contrario,  mi  deseo  es  enfatizar  el  contexto  sociológico y cultural más amplio en el que los sonidos, las imágenes y las palabras reciben su  significado. Tal como Frith escribió perspicazmente al respecto:    Los nuevos «mundos de género» [...] primero se construyen y luego se articulan a través de  una compleja interacción de músicos, oyentes e ideólogos mediáticos, y este proceso es mu‐ cho  más  confuso  que  los  procesos  comerciales  que  siguen  cuando  la  industria  empieza  a  comprender los nuevos sonidos y mercados y a explotar tanto los mundos como los discursos  de género en las metódicas rutinas del mercado de masas (1996, pág. 88). 

  No voy a estudiar los géneros nuevos: eso requeriría que el investigador tuviera la suerte de  estar  en  el  lugar  y  el  momento  adecuados  para  registrar  su  aparición.  En  lugar  de  eso  me  concentraré  en  los  géneros  establecidos  y  en  el  estudio  de  cómo  la  industria  musical  ordena  cualquier confusión potencial mediante las técnicas de gestión estratégica. Subrayaré cómo la  industria  musical  determina  las  posibilidades  de  la  práctica  creativa  y  cómo  esto  se  interseca  con los procesos históricos, sociales y culturales más amplios. De esta manera consideraré que  las «culturas de género» no son sólo debates estéticos dentro de los «mundos de género» de  los  músicos,  los  fans  y  los  críticos.  Haré  hincapié  en  que  los  géneros  operan  como  categorías  sociales; en que el rap no puede separarse de la política de la raza negra, ni la salsa de lo latino,  ni  el  country  de  la  raza  blanca  y  el  enigma  del  «Sur».  Estudiaré  cómo  surgen  las  culturas  de  género de la compleja intersección e interacción entre las estructuras organizativas comerciales  y  las  marcas  promocionales;  las  actividades  de  los  fans,  los  oyentes y el  público;  las  redes  de  músicos;  y  los  legados  históricos  que  nos  han  llegado  dentro  de  formaciones  sociales  más  amplias. Al desarrollar estos temas en este libro, argumentaré que las tensiones y las divisiones  sociales que se forman en relación con estas culturas de género más amplias condicionan el ne‐ gocio  musical  de  la  misma  manera  que  el  negocio  musical  condiciona  los  significados  de  los  géneros;  dicho  en  pocas  palabras,  cómo  una  industria  produce  cultura  y  cómo  la  cultura  produce una industria. 

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