Necrotectónicas

November 15, 2017 | Author: arq_fog | Category: Solomons, Enoch (Ancestor Of Noah), Pharaoh, Cain And Abel, Light
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NECRO TECTÓNICAS Muertes de arquitectos

José Ramón Hernández Correa

NECROTECTÓNICAS MUERTES DE ARQUITECTOS

José Ramón Hernández Correa

Angele Sanguine, Amator numerum et mulierum, Princeps geometriae, Studiose philolosophiae, Semper occupate in vita et in amicitia (et in liquoribus) Propugnator sapiens iudiciorum, Tibi dent.

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas. Jorge Luis Borges. “El inmortal”. El Aleph.

Mi vida ha estado llena de contradicciones, y cada vez que alguien ha escrito sobre mí ha ocasionado más contradicciones y mentiras. Esto me incomodaba, pero ahora estoy muy satisfecho: entre todos hemos creado un personaje. Paul Watercil. Kitsch is Me.

Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía. Jorge Luis Borges. Evaristo Carriego.

Se miente más de la cuenta por falta de fantasía: también la verdad se inventa. Antonio Machado. Nuevas Canciones. “Proverbios y Cantares” XLVI

Un bel morir, tutta la vita onora. (Un bello morir honra toda la vida). Francesco Petrarca. Cancionero

A quien sólo busque el dato biográfico, [estos apuntes] pueden resultarle literarios. Está bien que así sea, porque sólo esta literatura puede rescatar a los muertos a la vida, de manera que nos hablen, nos rían, nos quieran y se apoderen de nosotros. María Ángeles Aizpúrua. “Biografía de José Manuel Aizpúrua Azqueta. Apuntes familiares”

ÍNDICE CAÍN

4

IMHOTEP

10

HIRAM-ABIB

22

APOLODORO DE DAMASCO

35

HUGUES LIBERGIER

45

MIGUEL ÁNGEL

51

SINÁN IBN ABDULMENNAN

62

FRANCESCO BORROMINI

67

ANTONIO SANT’ELIA

76

LOUIS HENRI SULLIVAN

82

ANTONI GAUDÍ I CORNET

91

CHARLES RENNIE MACKINTOSH

98

JOSÉ MANUEL AIZPÚRUA Y AZQUETA

107

JOSEP TORRES CLAVÉ

116

GIUSEPPE TERRAGNI

123

LILLY REICH

132

IVAN ILICH LEONIDOV

143

LE CORBUSIER

154

LOUIS I. KAHN

162

CARLO SCARPA

173

ENRIC MIRALLES I MORA

181

RECONOCIMIENTOS

191

CAÍN

Fecha de la muerte:

Desconocida (hacia 3.500 a.C) Lugar de la muerte:

Enoc Tiempo vivido:

Aproximadamente, 910 años Causa de la muerte:

Vejez Enterrado en:

Enoc Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Génesis, capítulos 4 y 5

4

16

Caín, alejándose de la presencia de Yavé, habitó la región de

Nod, al oriente de Edén. 17

Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose

aquél a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo. Gen. 4, 16-17 33

Era Caín de ciento dos años cuando engendró a Enoc;

después de engendrar a Enoc ochocientos ocho años.

35

34

vivió

Fueron todos los

días de su vida novecientos diez años, y murió. 36 37

A Enoc le nació Irad, y a Irad Mejuyael, y a Mejuyael Matusael,

y a Matusael Lamec, y a Lamec Jabel.

38

La estirpe de Caín fue de

constructores, de forjadores de herramientas metálicas y de tañedores de instrumentos musicales.

39

Fue la estirpe de Caín la causante del progreso

material, de la industria y de las artes. 40

Después de fundar la ciudad de Enoc, Caín fundó Mauli; después

de Mauli, Leeth; después de Leeth, Teze; después de Teze, Iesca; después de Iesca, Celeth, y después de Celeth, Tebbath.

41

Después de Tebbath no

construyó más ciudades. Fueron siete las ciudades que fundó. 42

Themech, la esposa de Caín, le dio, además de Enoc, otros tres

hijos y dos hijas.

43

Fueron los varones Olad, Lizaph y Fosal. Fueron las

hembras Citha y Maac. 44

Caín fue promiscuo y su deseo carnal no conoció límite. Tuvo

numerosos hijos e hijas con numerosas mujeres. 45

Caín inventó las pesas y las medidas, con lo que puso fin a la

inocencia de la humanidad.

46

Puso mojones en los campos y, en el colmo

de su maldad, inventó el dinero. 47

El último día de su vida, paseábase Caín por las bien trazadas

calles de Enoc, y Yavé Dios acercósele y le llamó.

48

Díjole Yavé: “Caín,

hijo mío, quiero hablar contigo”. 5

49

Díjole Caín: “¡Oh, Yavé! Cuando me tatuaste en la frente tu

emblema nos despedimos para siempre. 50 Si hoy quieres hablarme, esto es, pues, que voy a morir”. 51

Y Yavé le dijo: “Sí, vas a morir. Pero no quiero que mueras sin

escucharme. 52

Tu madre Eva y tú habéis torcido mi creación.

Yo hice al hombre inmortal, y le di un jardín para su gozo.

53

Él no

necesitaba más y disfrutaba; pero a la mujer no le fue suficiente el placer de la vida y quiso tener conocimiento. Infeliz. 54

La serpiente convenció a la mujer, y ésta al hombre, para probar el

fruto del árbol de la ciencia. Al hacerlo, conocieron el bien y el mal, y, con ello, abrieron los ojos y se hicieron conscientes.

55

Así pues, tuvieron que

dejar de ser inmortales. 56

Yo les castigué. Habían tenido todo cuanto se podía desear para

vivir, pero prefirieron el árbol de la ciencia del bien y del mal al árbol de la vida. 57

Después de aquella desobediencia, tu hermano Abel volvió a

seguir el camino que Yo quería: 58 Él era pastor, y vagaba por el mundo con su ganado, y me ofrecía sacrificios de sangre. 59

Pero tú seguiste los pasos de tu madre. En vez de dejarte arrastrar

por la vida, por la sangre, por la fuerza de lo creado, quisiste crear tú, pensar, saber, y me desafiaste. 60

Soy un Dios celoso y orgulloso, y no permito desafíos.

Y tú quisiste cultivar la tierra.

61

¿No sabes que quien pastorea vaga

por la tierra y se deja llevar por donde hay pastos, caminando tras su rebaño, y eso me complace,

62

mientras que quien cultiva la tierra se

establece en un sitio, trabajando su ridículo trozo y esperando la cosecha, y eso me desagrada?

63

Tú, agricultor, necesitabas trocear la tierra, marcarla,

lindarla y poseerla. 64 Necesitabas hacerte una cabaña, construir, dormir día 6

tras día en el mismo sitio,

65

porque la agricultura es un oficio quieto, y

quienes lo practican se apoderan del territorio, lo ordenan y lo trocean. 66

Los pastores andan por la tierra, duermen cada día en un sitio y no

necesitan casa ni propiedades. 67 Todo lo que poseen lo llevan encima y no se están quietos, y así son siempre libres e ignorantes, y fuertes, y están llenos de vida. 68

Pero los agricultores se establecen, se agrupan, hablan y discuten,

y construyen, y me desafían creando y forjando la cultura. 69

Abel me ofrecía la sangre de sus corderos, chorro vital, violento,

inmediato y fuerte. Y tú me ofrecías espigas y pimientos. 70

Toda mi creación, todo mi universo, era para adanes y abeles.

Habría sido una humanidad feliz.

71

Pero las evas y los caínes no lo

soportabais; queríais pensar, querías saber y construir, y así habéis destruido mi obra”. 72

Apenóse Caín de estas palabras y dijo:

“Mi Dios, siempre has sido injusto con mis padres y conmigo. Yo te ofrecía los mejores frutos de la tierra, pero a ti no te gustaban. 73 Yo odiaba a mi hermano porque Tú le querías a él. Yo te amaba, y quería que Tú me amaras a mí, pero no me querías”. 74

Yavé le dijo con tierna voz:

“¿Quién ha dicho que Yo tenga que ser justo? El afán de justicia es otra consecuencia del árbol de la ciencia. seguir.

76

75

La vida no es justa, y así debe

En cuanto a ti, sé que me amabas y sé que odiabas a tu hermano

por Mí. 77 Por eso no te maté cuando acabaste con la vida de Abel. Por eso te señalé para que nadie te hiciera daño.

78

Te condené a vagar y tú

construiste una ciudad. He sabido de ti todo este tiempo, y he permitido que tu dinastía prosperase.

79

Una dinastía que va en mi contra. A su debido

tiempo todo será destruido, pero ahora la protejo. 7

80

Tú, como el primero de los agricultores, fuiste el primero en

construir una casa y, no contento con ello, el primero en construir una ciudad. 81

Eres el primer arquitecto, y el primer asesino.

La ciudad es lo contrario a mi creación. Mi universo es antiurbano. 82

En un principio hice un jardín para que tus padres y su

descendencia vivierais en él, y durmierais en el suelo, pues el clima era suave y el suelo mullido y acogedor.

83

Cuando Adán y Eva cometieron el

pecado, esto es, el deseo de saber, les expulsé para que vagaran, para hacerlos móviles, nómadas. 84

Cuando mataste a tu hermano también te eché a andar, lejos de tu

tierra y de tu familia. 85

Pero tú construiste una ciudad, cometiste una ciudad, y eso es algo

que no puedo perdonar, 86 pues el urbanista, el arquitecto, por su solo oficio me desafía. El arquitecto y el urbanista son mis enemigos. 87

Sólo hay una cosa que te quiero decir, y es que yo te amo, Caín.

Eres mi criatura.

88

Y por eso he consentido que vivieras y que perpetraras

esta ciudad de Enoc, este pecado de casas de adobe y calles rectas.

89

Y

después, otras seis ciudades, todas construidas contra mí. 90 Te he protegido y protegeré a tu estirpe hasta que llegue su hora. 91

Ahora ha llegado la tuya, Caín. Muere”.

Y Caín cayó en tierra y murió.

8

Ciudad en Iraq similar a lo que podría haber sido el Enoc de Caín.

Para algunos investigadores, la ciudad de Enoc pudo ser la de Susa, una de las ciudades más antiguas del mundo, de hacia 4000 a.C. Susa fue la principal ciudad de Elam, en el suroeste de Irán. Susa data de la edad de piedra. Fue reconstruida por Darío el Grande (522-486 a.C.), quien estableció en ella su principal palacio. Aquí se ven imágenes de la Susa de Darío el Grande. En algún lugar ignoto está la tumba de Caín.

9

IMHOTEP

Fecha de la muerte:

Hacia 2600 a.C. Lugar de la muerte:

Probablemente en Saqqara, cerca de Menfis (Egipto) Tiempo vivido:

Aproximadamente 50 años. (Según otros, muchísimo más) Causa de la muerte:

No se conoce Enterrado en:

No se conoce. Probablemente en el con junto funerario de Saqqara (Egipto) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Sir Arthur Conan Doyle El anillo de Thoth

10

El eminente arqueólogo polaco Karol Mysliwiec creía estar en la pista definitiva de la tumba de Imhotep, una tumba escurridiza como ninguna otra en la historia de Egipto. Siempre se había pensado que quien fuera sumo sacerdote, visir, médico y arquitecto del faraón Djoser (o Zoser) habría sido enterrado en la pirámide de Saqqara, la primera de todas las pirámides, inventada por él para su señor. Un personaje como Imhotep (o Imutes) no sólo merecía compartir el enterramiento con el faraón para su propia gloria y agasajo, sino, sobre todo, para guiar a su señor en su nueva vida por los parajes desconocidos. Sin embargo, cuando fue hallada la tumba de Djoser, no apareció ni rastro de su arquitecto. Imhotep, divinizado dos mil años después de su muerte, asimilado a Asklepios por los griegos, había alcanzado la categoría de mito, y ya se dudaba de que alguna vez hubiera existido realmente sobre la tierra. Esa duda se deshizo definitivamente en 1925, cuando en el complejo funerario de Saqqara apareció una estatua de piedra caliza del faraón Djoser con inscripciones sobre Imhotep en su pedestal, que confirmaban la realidad histórica de lo que se había llegado a tomar por leyenda. Pero Imhotep no apareció, ni entonces ni después, tras las más exhaustivas prospecciones. Se supuso que su tumba había sido saqueada en la antigüedad; pero en ese caso parecía imposible que nunca hubieran aflorado al mercado negro del pillaje del arte los pergaminos, las riquezas y los diversos objetos que, con toda lógica, debía haber profusamente en la tumba del gran visirsacerdote-médico-arquitecto. Por todo ello, lo más sensato era pensar que todavía no había sido hallada la tumba, y que estaba oculta en algún sitio en el complejo de 11

Saqqara, esperando ser descubierta. Ahora, como decimos, el doctor Mysliwiec parecía estar en la pista buena. El doctor Bob Brier, profesor del C. W. Post Campus de la Universidad de Long Island en Brookville, Nueva York, comentó que el arqueólogo

polaco

“había

tenido

muy

buenas

pistas,

como

el

descubrimiento de las losas azules. Éstas sólo se habían hallado, anteriormente, en el entierro de Djoser. ¿A quién más se le habría permitido utilizar esas losas sino al mismo Imhotep?”. Durante las excavaciones, acuciado por un sutil problema de datación, el doctor Mysliwiec necesitaba visitar por enésima vez el Museo de El Cairo. Pero tenía tanto trabajo en Saqqara que decidió enviar a la capital a su hija y ayudante Tatiana. La consulta era muy concreta y directa, y, explicándole en qué consistía exactamente, ella podía hacerla con toda competencia. El museo era un terreno familiar, tanto para el padre como para la hija, y Tatiana se dirigió rápidamente a la colección de papiros que tenía intención de consultar. Mientras permanecía allí, enfrascada en el estudio, alguien exclamó a sus espaldas en un tono perfectamente audible: –¡Qué aspecto tan extraño tiene ese personaje! La investigadora pensó que se referían a ella. –Sí –dijo otra voz–, es realmente desagradable e inquietante. –¿Sabes? –dijo el que había hablado primero–, uno podría creer que ese personaje se ha quedado medio momificado a fuerza de contemplar tantas momias. Tatiana giró sobre sus talones, decidida a humillar a los petimetres con una o dos observaciones corrosivas. Para su sorpresa y alivio, los dos jóvenes que habían dicho aquello estaban de espaldas a ella y

12

contemplaban a uno de los vigilantes del museo, ocupado en sacar brillo a los bronces del otro lado de la sala. Los dos turistas se marcharon y la joven siguió con su trabajo, pero, intrigada y curiosa por lo que había estado oyendo, cambió ligeramente de posición para echar un vistazo a la cara del vigilante. Nada más ponerle los ojos encima experimentó un sobresalto. Desde luego se trataba del mismo tipo de cara que sus estudios le habían hecho tan familiar. Los uniformes rasgos esculturales, la frente ancha, la barbilla redondeada y la tez morena eran una réplica exacta de las innumerables estatuas de Imhotep. Tatiana Mysliwiec fue hacia el vigilante con intención de dirigirle la palabra. No era una mujer brillante en la conversación y le resultaba difícil dar con el medio justo entre la brusquedad del superior y la simpatía del igual. A medida que se acercaba, el rostro de aquel individuo se le presentaba con mayor claridad, aunque permanecía concentrado en su trabajo. Al fijar los ojos en la piel del extraño vigilante, Tatiana recibió la impresión repentina de que su aspecto tenía algo de inhumano y preternatural. Sobre las sienes y los pómulos aparecía un brillo vidrioso, como de pergamino barnizado. No había señal de poros. Una no podía imaginarse una gota de sudor sobre aquella bruñida superficie. Desde la frente a la barbilla, sin embargo, la piel estaba surcada por un millón de delicadas arrugas, que se cruzaban y entrelazaban, como si la Naturaleza hubiera intentado trazar el dibujo más intrincado y extravagante que pudiera idear. –Por favor; ¿podría decirme dónde está el legado de la Fundación Ordep Zeugírdor? –preguntó la investigadora por preguntar algo, con ese aire inoportuno de quien busca una pregunta con el único propósito de entablar conversación. –Está ahí –contestó secamente el hombre, indicándole con la cabeza el otro lado de la sala. 13

–Usted lleva trabajando muchos años aquí, ¿verdad? El vigilante miró hacia arriba y clavó sus oscuros y extraños ojos en la interlocutora. Eran unos ojos vidriosos, con un brillo seco y nebuloso que no había visto hasta entonces en un ser humano. Al fijar su mirada en ellos, descubrió en sus profundidades una especie de dramática emoción que subía y descendía hasta desembocar en una mirada que tanto tenía de horror como de odio. –Sí. Muchos años. El hombre se dio la vuelta con cierta brusquedad y se encorvó de nuevo para dedicarse a su trabajo de limpieza. La estudiosa le miró con asombro durante unos instantes, se retiró a un asiento que había en un rincón apartado detrás de una de las puertas y procedió a poner en orden las anotaciones extraídas de sus investigaciones entre los papiros. Sin embargo, sus pensamientos se resistían a regresar a su cauce natural y se escapaban una y otra vez hacia el enigmático vigilante de cara de esfinge y piel de pergamino. “¿Dónde he visto yo unos ojos como esos? –se preguntaba Tatiana Mysliwiec–. Hay algo de saurio en ellos, algo de reptil. Como la membrana nictitante de las serpientes. Es lo que produce el efecto vidrioso. Pero hay algo más. Tienen una expresión de fuerza, de sabiduría; al menos así lo interpreto yo; y de cansancio, un cansancio absoluto... y de indecible desesperación. Tal vez sean impresiones mías, pero nunca había recibido una impresión tan fuerte. ¡Tengo que examinarlos otra vez!”. Se levantó y dio una vuelta por las salas, pero el hombre que despertaba tanta curiosidad había desaparecido. La joven volvió a sentarse en su apacible rincón y reanudó sus anotaciones. Había encontrado en los papiros la información que buscaba y sólo quedaba ponerla por escrito mientras permanecía fresca en su memoria. Durante un rato el lápiz corrió por el papel, pero poco a poco las 14

líneas empezaron a torcerse, las palabras se hicieron borrosas y, finalmente, el lápiz tintineó en el suelo y la cabeza le cayó pesadamente sobre su pecho. Rendida por el viaje, se sumergió en un sueño tan profundo en su solitario rincón detrás de la puerta que ni el ruido metálico producido por los vigilantes, ni las pisadas de los visitantes, ni siquiera el ronco estrépito del timbre al dar el aviso de cierre fueron suficientes para despertarla. La penumbra dio paso a la oscuridad, el bullicio disminuyó y la figura oscura y solitaria permanecía sentada en silencio entre las sombras. Era cerca de la una de la madrugada cuando Tatiana, con un súbito jadeo y una aspiración profunda, recobró la conciencia. Durante unos instantes le rondó la idea de que se había quedado dormida en el sillón de lectura de su propia casa. Sin embargo, la luz de la luna penetraba a rachas por el lucernario del techo, y a medida que sus ojos recorrían las hileras de momias y la inacabable sucesión de estanterías barnizadas, recordó con claridad dónde se encontraba y cómo había llegado a esa situación. No se preocupó. Pensó que el episodio podía constituir una divertida anécdota para relatar a su padre y a sus colegas. El silencio absoluto era impresionante. Estaba sola entre los cadáveres de una civilización desaparecida que siempre la había fascinado. Se vio arrastrada por un sentimiento de respeto y honda meditación. Su mirada soñadora vagó a lo largo de las salas, donde la luz de la luna proyectaba rayos plateados. Por fin sus ojos recayeron sobre el resplandor amarillo de una lámpara distante. Tatiana se incorporó en su asiento con los nervios al límite. La luz avanzaba despacio hacia ella, deteniéndose de vez en cuando, para acercarse a continuación con pequeñas sacudidas. El portador de la luz se movía sin producir el menor ruido. En aquel profundo silencio ni siquiera se percibía el más mínimo roce de los pies que avanzaban. Lo primero que se le pasó por la cabeza es que se trataba de ladrones. Se recogió todavía 15

más en su rincón. La luz estaba ya a dos salas de distancia. Ahora se encontraba en la sala de al lado y seguía sin escucharse sonido alguno. Con una sensación cercana al estremecimiento o al miedo, la investigadora descubrió un rostro, un rostro que parecía flotar en el aire, detrás del resplandor de la lámpara. El cuerpo se hallaba oculto entre las sombras, pero la luz incidía sobre aquel extraño rostro de expresión anhelante. No había posibilidad de error: el brillo metálico de los ojos y la piel cadavérica. Era el vigilante con quien había conversado antes. El primer impulso de la joven fue acercarse y dirigirle la palabra. Unas pocas frases de explicación serían suficientes para aclarar la cuestión, y después la conducirían sin duda hacia alguna puerta lateral desde la que podría regresar al hotel. Cuando el hombre entró en la sala, sin embargo, había algo tan clandestino en sus movimientos y tan furtivo en su expresión que Tatiana abandonó su propósito. Estaba claro que no se trataba de la ronda ordinaria de un funcionario. El individuo llevaba puestas unas zapatillas de suela de fieltro, caminaba de puntillas y lanzaba rápidas miradas a derecha e izquierda, mientras la llama de la lámpara oscilaba por efecto de su respiración agitada. Tatiana se agazapó silenciosa en el rincón, observándole con creciente interés, convencida de que su visita obedecía a algún motivo secreto y probablemente ocultaba fines siniestros. Sus movimientos no revelaban la menor vacilación. Se dirigió con paso ligero y rápido hacia una de las grandes vitrinas, sacó una llave de su bolsillo y abrió una cerradura. No era la de la vitrina principal, sino la de un cajón inferior cuyo contenido no se exponía a la pública contemplación. Entonces sacó unos pequeños objetos del cajón y los depositó con sumo cuidado y solicitud en el suelo. Colocó la lámpara al lado y, a continuación, poniéndose en cuclillas al estilo oriental, empezó a murmurar fórmulas y a trazar líneas en el aire.

16

En uno de sus movimientos dejó ver lo que había extendido ante él: Eran huesos. El vigilante los trataba de modo reverente y parecía que hablaba con ellos, con respeto y enorme cariño. Su voz se quebraba de emoción. Dijo luego unas palabras en un idioma desconocido y se puso en pie con la expresión vigorosa de quien se ha preparado para afrontar un duro esfuerzo. Tatiana Mysliwiec, llena de curiosidad, había descuidado su ocultamiento y se asomaba más de lo prudente. El vigilante, en uno de sus movimientos rituales, cruzó su mirada con la de ella. Ambos se quedaron parados, mirándose cara a cara. –Perdóneme –dijo Tatiana con cortesía inimaginable–. He tenido la desgracia de quedarme dormida ahí, detrás de la puerta. –Me ha estado observando –afirmó el vigilante con una mirada venenosa en su rostro. –Confieso que he observado sus operaciones y que han despertado mi interés y curiosidad en el más alto grado. –¿Quién es usted? La arqueóloga se identificó como la hija de su padre, cuyo nombre y fama el vigilante, para sorpresa de ella, conocía perfectamente. –Están ustedes buscando la tumba de Imhotep –dijo en un tono burlón–. Nadie lo ha conseguido en todos estos años. ¡Ilusos! No saben nada. –¡Caballero! –exclamó la joven egiptóloga. –¿Sabe lo que es eso? ¿Sabe de quién son esos huesos? –preguntó el vigilante mostrando los que había extendido en el suelo. –No. –Del faraón Djoser, unificador de los dos imperios, hijo del sol. ¡Eso! ¡Esos huesos!

17

“Su gran sacerdote Imhotep no supo señalarle el camino al más allá. Todo lo que parecía eterno murió para siempre, y los descendientes del gran pueblo egipcio se convirtieron en esclavos de su propia ignorancia, y saquearon los restos de su pasado por unas míseras monedas. “En el año 1926, Gunn, en trabajos de desescombro dentro de la cámara funeraria de la gran pirámide de Saqqara, encontró seis vértebras y parte de la cadera derecha del faraón. En 1934, Lauer y Quibell encontraron la parte superior del húmero derecho, fragmentos de costilla y el pie izquierdo vendado con lino bañado en resinas, según el procedimiento inventado por Imhotep. ¡Ahí lo tiene! ¡Ese es el faraón Djoser! ¡Seis vértebras, un pie, y parte de la cadera, de las costillas y de un húmero! ¡Ese es el Dios, el hijo de Dios! “Los faraones eran enterrados en mastabas, pero eso era al principio, cuando eran sólo seres humanos. Djoser era otra cosa y necesitaba otra cosa. Para eso tenía a Imhotep: El joven sabio nacido de una familia humilde, que gracias a su inteligencia y tesón descubrió los secretos esenciales de la magia y de la construcción, y supo ascender desde su baja cuna hasta la más alta nobleza, hasta llegar a ser gran visir, sumo sacerdote, inspector de lo que el cielo y el Nilo traen, médico, arquitecto, maestro escultor, patrón de los escribas y muchos otros cargos y títulos. Pero todos se fundían en uno solo: resucitador del faraón. “Imhotep construyó una máquina mágica, una escalera al cielo: A partir de la mastaba clásica, y tras varias tentativas, aprendiendo sobre la marcha, levantó seis mastabas, una encima de otra, cada una más pequeña que la inferior, formando una pirámide escalonada. La primera pirámide de Egipto y el primer edificio de piedra construido por el hombre. Era un edificio mágico: un nodo de fuerzas telúricas, la arquitectura como solución de la religión. Era una base de lanzamiento hacia el más allá. Ese edificio presidía un complejo, una ciudad de los muertos donde yacerían los 18

funcionarios, sacerdotes, siervos, y todo aquel que pudiera ser útil al faraón en la otra vida. Naturalmente, al lado del faraón, y el segundo en importancia tras él, más que sus esposas y sus hijos, sería el gran Imhotep. La arqueóloga se impacientó un poco. –Puesto que conoce el nombre de mi padre y sabe a qué nos dedicamos, comprenderá que todo lo que me está contando me lo conozco de sobra. –¡Cállese! ¡Usted no conoce nada! Voy a decirle algo que no sospecha siquiera, puesto que busca la tumba. “Imhotep, el sabio, el grande, el sumo sacerdote y sumo arquitecto del imperio, divinizado dos mil años después, inmortal dios de la medicina y de la sabiduría, se equivocó como un imbécil. No tuvo en cuenta algunos detalles fundamentales, y el resultado es eso –señaló los huesos del suelo–. El faraón no resucitó. Ahí está, destruido. “Una vez fallecido el faraón, y realizados todos los ritos prescritos, Imhotep bajaba todos los días a la cámara regia, y constataba la podredumbre, que progresaba muy lenta, casi imperceptiblemente, pero imparable e inexorable. La muerte era definitiva. El embalsamamiento resistía adecuadamente, pero resultaba obvio que no era sino un ridículo intento de conservar una apariencia de vida. El cuerpo del faraón era la evidencia de la muerte, más allá de cualquier futuro imaginable. “No pude... No pudo hacer nada. Imhotep siguió estudiando durante años, pero no logró resucitar a Djoser. Era su fracaso. “Pasaron diez años, y el primer ministro se moría. Con sus postreras fuerzas, con sus últimos alientos, seguía estudiando e investigando. Y finalmente descubrió... –miró a su alrededor y bajó el tono de voz–. En sí mismo se aplicó las fórmulas sagradas, pero con algunas variantes y correcciones, y en él sí funcionó. –¿Qué pretende decir? 19

–Que Imhotep lo consiguió. –¡Eso es absurdo! –Piense usted lo que quiera. Imhotep no pudo ayudar a Djoser; ya era tarde. La inmortalidad no ha sido en su caso sino el dolor eterno, la frustración y la vergüenza por haber conseguido para sí lo que no pudo conseguir para su señor. “Durante cuatro mil seiscientos años ha luchado incansablemente contra el tiempo, para frenarlo y darle la vuelta, para revivir... eso, esos trozos de calcio muertos, polvorientos. Y ahora por fin... Esta misma noche... “Debería matarla ahora mismo, pero no lo haré. La acompañaré hasta la salida y terminaré de hacer lo que tengo que hacer. Mañana, ante lo que todos vean, usted podrá contar lo que le dé la gana, incluso la verdad”.

20

Imhotep representado con sus atributos y títulos, y también como escriba y patrón de escribas.

Complejo funerario de Saqqara. La protagonista es la pirámide escalonada del faraón Djoser (o Zoser).

En la famosa película La Momia (1932), de Karl Freund, con Boris Karloff, (y en otra versión más reciente que prefiero olvidar), el malvado protagonista se llama Imhotep.

Las losas azules de la tumba sur. El descubrimiento de nuevas losas azules por Karol Mysliwiec (arriba) ha hecho concebir la esperanza de encontrar la tumba de Imhotep. (¿Quién otro podría merecerlas?).

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HIRAM-ABIB

Fecha de la muerte:

961 a.C. aproximadamente Lugar de la muerte:

Jerusalén Tiempo vivido:

40 años aproximadamente Causa de la muerte:

Asesinato Enterrado en:

Monte Zión. Jerusalén Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Raymond Chandler Adiós, muñeca

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Aquel año habían puesto a Rembrandt en el calendario, un autorretrato bastante borroso debido a unas planchas de color que no se correspondían como es debido. El pintor, tocado con una boina escocesa nada limpia, sujetaba, con un pulgar muy sucio, una paleta embadurnada. Con la otra mano sostenía un pincel en el aire, como preparándose para trabajar al cabo de un rato, si alguien le pagaba el anticipo. Su rostro estaba avejentado, caído, lleno de la repugnancia que le inspiraba la vida y de los efectos abotagantes de la bebida. Pero tenía, con todo, una alegría severa que me gustaba, y los ojos le brillaban como gotas de rocío. Me dedicaba a contemplarlo desde la mesa de mi despacho cuando reparé en un sobre colocado cuidadosamente en el centro geométrico del tablero. Hasta entonces no había reparado en él, cosa completamente inexplicable, puesto que pasaba tan inadvertido como una tarántula en un trozo de bizcocho. El membrete era de la Casa Real de Judea, con escudo súper-policromado y en relieve. El papel del sobre era más contundente que un tabique de yeso, y suave como las nalgas de una virgen. Iba dirigido a mi nombre, pero debía tratarse de un error. No me veía yo como invitado estrella del baile de graduación de la princesa de Israel. Dentro había un billete de avión para Jerusalén, en primera clase, y un manojo de billetes de veinte dólares que, una vez contados, resultaron ser cincuenta, y una vez recontados siguieron siendo cincuenta. He visto tan pocas veces (ninguna o una) tal cantidad de dinero que me costó multiplicar. Sí, eran mil dólares, y quien fuera se había tomado la molestia de dármelos en billetes manejables. No había nada más, ninguna nota. Entonces sonó el teléfono y oí una voz fría, desdeñosa, muy convencida de su valor. Después de que yo contestara, dijo, arrastrando las palabras: –¿Es usted Philip Marlowe, detective privado? 23

–Jaque. –¿Ha visto el sobre sobre su mesa? –Sabe usted que sí –dije. Supuse que la coincidencia de la llamada justo cuando acababa de abrir el sobre se debía a que me estaban observando. No obstante, no quise girarme hacia la ventana. No quería darles el gusto de que me vieran mirando como un tonto sin saber adónde. –El rey Salomón le necesita para que esclarezca un asesinato. Ha sido usted escogido como persona capaz de tener la boca cerrada. Debe aceptar ese dinero como anticipo, y acudir a Jerusalén. Allí se le explicará el asunto. No puedo decirle más por teléfono. –No me gusta viajar a ciegas. Además, el billete es para mañana y tengo cita con mi asesor de inversiones. –Vamos, hombre. Conocemos sus finanzas, y usted necesita un asesor de inversiones como yo un trombón de varas. Vaya usted a Jerusalén y allí se le explicará todo. Si, una vez allí, decide no aceptar el caso, se le devolverá a su oficina con los mil dólares en el bolsillo como indemnización. Sentí un picor en la punta del pie, pero mi cuenta en el banco estaba otra vez en pañales. Endulcé la voz y dije: –Dele las gracias a Sallie1 por acordarse de mí. Mañana tomaré ese avión. Mi interlocutor colgó, y eso fue todo. Me pareció que el señor Rembrandt había adoptado una expresión desdeñosa. Del cajón más hondo del escritorio saqué la botella que guardo para las emergencias y bebí discretamente. El señor Rembrandt perdió enseguida su aire desdeñoso.

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Diminutivo improvisado de Salomón. En inglés sería Sollie, de Solomon. Es difícil dar el tono familiar del apelativo en esta traducción al español de una traducción al inglés de un texto hebreo. (N. del T. del T.)

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Salomón me esperaba en su palacio, adosado al imponente templo de Yahvé. El conjunto se levantaba sobre la gran roca Moira, de cuyas entrañas se suponía que había surgido la tierra y todo lo demás. Entiendo de arquitectura tanto como de danza clásica, pero a mí aquel maravilloso templo me pareció un gigantesco corralón, un arcón rectangular y macizo como la caja fuerte de un banco, con menos gracia que el prospecto de un antibiótico, aunque, desde luego, su misión no era hacer gracia, sino custodiar la famosa Arca de la Alianza, una especie de teléfono para hablar directamente con Dios, y que nadie podía ver, y no digamos tocar, más que Salomón y Sadoc, el sumo sacerdote. Inicié la subida por una escalera de piedra. Era un paseo agradable si a uno le gusta resoplar. Hasta el atrio delantero conté doscientos ochenta escalones. Me senté en el último y esperé a que mi pulso se hiciera más lento y se situara apenas por encima de cien. Cuando de nuevo respiraba ya más o menos normalmente, me despegué la camisa de la espalda y seguí hasta la entrada principal. Me anuncié ante un centinela no mucho más grande que un camión de cerveza, e igual de simpático, que me hizo pasar al palacio. Del vestíbulo me hicieron pasar a un recinto cuadrado, muy grande y oscuro. En el centro de una alfombra de color negro opaco estaba colocada una mesa octogonal de madera de cedro, de tamaño algo menor que una pista de tenis, y unas sillas con cojines, en cada uno de los cuales podía sentarse un elefante, e incluso retozar. Permanecí allí durante unos quince segundos, con la sensación de ser vigilado. Probablemente había una mirilla en algún sitio, pero no fui capaz de detectarla y terminé por renunciar. Estaba tan en silencio que oía el ruido del aire pasar por mi nariz, suavemente, como un susurrar de cortinas. Luego, deslizándose, se abrió una puerta en el lado más alejado; a continuación entró un hombre y la puerta volvió a cerrarse tras él. El recién 25

llegado se dirigió directamente a la mesa, se lanzó sobre uno de los cojines y, con un amplio movimiento de una de las manos más elegantes que he visto nunca, me indicó el que tenía enfrente. –Haga el favor de sentarse. Frente a mí. No fume y procure no moverse. Tiene que relajarse por completo y escuchar con suma atención lo que voy a decirle. Me senté, me coloqué un cigarrillo en la boca y lo fui moviendo con los labios sin encenderlo, mientras examinaba al personaje, delgado, alto y tan recto como una barra de acero. El cabello era de una blancura y una finura extremas y podría haberse colado a través de una malla de seda. La piel, tan lozana como pétalos de rosas. Podía haber tenido treinta y cinco o sesenta y cinco años, porque era una persona sin edad. Llevaba el pelo hacia atrás, sobre un perfil que nada tenía que envidiar a la mejor época de John Barrymore. Cejas de color negro carbón. Sus ojos resultaban insondables, de tan penetrantes y profundos, y carecían además de expresión, de alma; ojos que podrían contemplar a un oficial cortando por la mitad a un recién nacido, ante los gritos aterradores de sus supuestas madres, sin cambiar en absoluto. Vestía un impecable traje negro cruzado que había sido cortado por un artista. Contempló mis dedos con aire ausente y dijo: –Por favor, no se mueva. El movimiento perturba mi concentración, y la necesito para resumir una larga historia. Escuche. –Soy todo oídos, jefe. –Mi pueblo es un pueblo nómada. Siempre ha sido así, hasta ahora. Yo me propuse hacer de él una gran nación, y una gran nación tiene que estarse quieta. –Ya veo. A usted no le gusta el movimiento. –No me interrumpa. Llevábamos de un lado a otro el Arca de la Alianza de JHWH –lo dijo así, y pareció como si se ahogara con una patata 26

frita. Esta gente parecía tener un serio problema con el nombre de su Dios. No podían pronunciarlo, por lo que le pusieron un seudónimo, y aun éste preferían decirlo sin vocales, para no desgastarlo mucho2–. El Arca dormía en tiendas de lona, en el campo, cada vez en un sitio. Él le dijo a mi padre, mediante el profeta Natán, que quería tener una casa estable, un templo digno de Su Gloria. Pero al parecer mi padre no era digno de construirlo, y Él esperó a que yo reinara para encargármelo. –¿Por qué no era digno el rey David? –Porque había hecho la guerra. Tenía las manos manchadas de sangre. Yo, sin embargo, estaba limpio, y tenía que lograr la paz estable en mi patria. El viejo Yhv me dejó perplejo. Mandaba a luchar por Él a sus hijos más preclaros, y luego les hacía ascos a sus manitas manchadas. –El Templo –siguió Sallie–, además de ser Su Casa, debía ser fruto de la paz, y expresar la unidad entre el estado y la religión, para librar al reino del separatismo de las tribus y disminuir la importancia de los viejos santuarios, en que aquéllas se afianzaban. –Y para darle al rey un poder decisivo sobre los sacerdotes; ¿no? El sabio Salomón me miró con ojos severos pero ligeramente sonrientes. Me hizo un gesto de silencio para proseguir su relato. –Como digo, mi pueblo es nómada, y no tenemos costumbre de construir más que cabañas para nosotros y cuadras para nuestros animales. Apuesto a que usted no sabría distinguir las unas de las otras. Así que le pedí ayuda a mi aliado Hiram, rey de Tiro, para que me proporcionase materiales y personas diestras y experimentadas en la construcción de edificios. Así lo hizo, enviándome madera de cedro, piedra y metales diversos, y varias decenas de miles de oficiantes: canteros, albañiles, 2

Esta observación permite suponer que Salomón habla con Marlowe en inglés, pero que al referirse a su Dios lo hace en hebreo clásico, que no tiene vocales, cosa que Marlowe ignora. (N. del T. del T)

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carpinteros... También me envió a un hombre muy capaz, un fundidor llamado Hiram, como su rey. Hiram-Abib, o Hiram el Fundidor. Era hijo de una viuda de la tribu de Neftalí y de un tirio llamado Ur, que trabajaba el bronce y le había enseñado el oficio. “Este Hiram-Abib se convirtió en el hombre más importante de la obra. Organizó a los trabajadores en grupos y en oficios, y estableció la cadena de aprendizaje adecuada y el sistema de remuneración del personal. Los agrupó en tres categorías: aprendices, compañeros y maestros. Estos últimos tenían la potestad de ascender a los aprendices al grado de compañeros, y de proponer a éstos para maestros. Cada uno de ellos respondía de los escalones inferiores, en un sistema multipiramidal. “Tres compañeros que aspiraban a acceder al grado de maestro fueron rechazados por Hiram. Despechados, provocaron un gran accidente cuando se fraguaba el mar de bronce. –¿Qué es eso del mar de bronce? –Un enorme pilón semiesférico apoyado en doce bueyes, todo de bronce, para las purificaciones rituales. Rajaron el molde y, cuando se vertió el bronce líquido, se derramó, provocando muchas muertes. Pero Hiram quedó ileso. Así que algunas semanas más tarde fueron a su encuentro y le mataron. Fanor, albañil sirio, le golpeó con una escuadra en el hombro derecho; Anru, carpintero tirio, le dio con una regla en el pecho, y Matusael, herrero judío, le pegó un mazazo en la cabeza. –Sobraban los dos primeros. –Tal vez sólo quisieran amedrentarle, y el último se pasó. –¿Puedo interrogarlos? –Fueron ejecutados en seguida. –Entonces, ¿puede saberse para qué quiere contratarme?

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–Como usted ha insinuado antes, los sacerdotes veían este Templo como una apuesta mía por quitarles poder. Odiaron la obra desde el primer día, y a Hiram especialmente, por sus dotes de líder. –Pero Hiram-Abib no era el arquitecto. –En efecto. Si alguien es el arquitecto de esta obra es el mismo JHWH, que nos ha dio las instrucciones y los detalles a mi padre y a mí. –¿Por qué matar a Hiram? –JHWH no dibuja planos, ni organiza cuadrillas, ni ordena los tajos. Él dice lo que quiere y cómo lo quiere, pero yo necesitaba a alguien que organizara la obra. –O sea, que el pobre Hiram era una especie de encargado. –Digamos el jefe de obra. No insistí. Salomón tenía mucho interés en que su Dios quedara como arquitecto del Templo, y él mismo como su intérprete. Debe ser magnífico gobernar una nación conferenciando permanentemente con el Gran Jefe. –Usted quiere que investigue si los sacerdotes instigaron el asesinato. –Sí. Sadoc, el sumo sacerdote, se enfrentaba constantemente conmigo y odiaba sobre todas las cosas al tirio. Pero no me atrevo a pensar que sea un asesino. –Le cobraré cincuenta dólares diarios más los gastos –mi tarifa es de veinte más los gastos, pero es que no suelo trabajar para el rey Salomón–, aparte de los mil que ya he cobrado. Cuando sepa algo, le informaré al respecto y me iré por donde he venido. Referir con detalle todas mis entrevistas sería demasiado largo y muy poco interesante, ya que el caso fue muy sencillo. Primero busqué a maestros que hubieran trabajado en el templo, y de, entre ellos, a los que más amistad hubieran trabado con Hiram. Así me enteré de que éste había 29

sido el verdadero arquitecto del templo, en toda la extensión de la palabra. El amigo Yhv, todo lo más, habría manifestado su deseo de tener un lugar de culto, pero todo el diseño del complejo, y la organización de las obras, fueron cosa del tirio. Salomón se salió con la suya, como puede leerse en la Biblia, primer Libro de los Reyes, donde Hiram-Abib aparece confusamente sólo como un mañoso fundidor de bronce. Hiram aprendió su profesión en Egipto, y apostaría mi colección de sellos a que era egipcio y se hizo pasar ante todos por tirio, cambiándose también el nombre. Salomón, casado con la hija del faraón Siamon, y buen amigo de los egipcios a pesar de su pueblo, que les odiaba desde los tiempos de la esclavitud, quiso construir el templo con su mejor arquitecto, que le proporcionó su suegro. El rey de Tiro, Hiram, sólo fue un intermediario que se llevó su buen porcentaje haciendo ver que la ayuda de Egipto, material y humana, venía de Tiro. Salomón trabó lazos de amistad y alianzas de paz con el faraón, y quiso que Israel se pareciera a Egipto lo más posible. El arquitecto y la reina de Israel seguían adorando a sus dioses egipcios. Salomón y Yhv lo consentían, mientras que el templo crecía día a día en esplendor. Los sacerdotes, al mando de Sadoc, estaban indignados, y rogaban a Yhv que lo destruyera todo. Como Éste no parecía dispuesto a intervenir, tomaron ellos la iniciativa. Buscaron entre los obreros a los que estuvieran más descontentos, y alimentaron su sentimiento de afrenta e injusticia. Fanor, Anru y Matusael rompieron el molde del mar de bronce, y cuando éste se vertió, reventó el contenedor resquebrajado y se derramó aparatosamente, matando a varios. Hiram, que como maestro fundidor estaba en primera fila dirigiendo la operación, se salvó de milagro, pero su principal ayudante, Bedoni, murió. Alguien me dijo que no murió accidentalmente, sino que le vio lanzarse al bronce fundido.

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La conclusión era obvia: Sadoc y los suyos sobornaron o convencieron de alguna manera a Bedoni, y supieron encender la cólera de los tres compañeros. Bedoni, al ver que el sabotaje falló, y comprendiendo seguramente que Hiram acabaría sabiéndolo todo, se suicidó. Bedoni era el fiel ayudante de Hiram, su discípulo más querido; pero, ¿no son precisamente los más amados los que resultan mejores traidores? Fracasado el complot, los tres payasos mataron al arquitecto descaradamente. Así se lo conté a Salomón, quien, complacido, me sacudió otros cuantos cientos de dólares y me puso en un avión camino de Los Ángeles. No sabía por qué, pero todo eso me parecía demasiado fácil. Volvía a picarme la punta del pie. Poco antes de despegar, una azafata se me acercó con un vaso de whisky con hielo y me dijo al oído: –Lo siento, señor Marlowe, pero me temo que va a perder este vuelo. Debe usted apearse ahora mismo. Una gran dama le espera. –Está usted loca, señorita. No me bajaría ni aunque fuera la mismísima reina de Saba. –Precisamente. Era rubia. Pero qué rubia. Cualquier obispo haría un agujero en una vidriera para verla. Llevaba un vestido de calle de color azul verdoso pálido. No me fijé demasiado en su ropa. Era lo que su modisto diseñaba para ella y sin duda la reina Balkis tenía al mejor. El efecto era hacer que pareciese muy joven, y muy azules sus ojos de color lapislázuli. Sus cabellos estaban hechos con el oro de los viejos maestros y peinados lo justo, pero no demasiado. Poseía un perfecto conjunto de curvas que nadie habría sido capaz de mejorar. No tenía las manos pequeñas, pero sí bien 31

formadas, y las uñas, pintadas de color morado, ofrecían la habitual nota discordante. Y me estaba obsequiando con una de sus sonrisas. Daba la impresión de sonreír con facilidad, pero sus ojos tenían un aire tranquilo, como si pensaran despacio y con cuidado. Y su boca era sensual. Fueran cuales fueran tus necesidades, dondequiera que estuvieses, aquella mujer tenía la solución, suponiendo que le apeteciera dártela. –Le agradezco mucho que haya venido –dijo–. Necesito hablar con usted. –Señora, estoy a su disposición y a su servicio. –Primero voy a hablarle de Bedoni. No traicionó a Hiram. Por el contrario, se enteró del plan de sabotear el molde, y corrió a decírselo a Salomón, para que castigara a los culpables. Éste le ordenó que no le dijera nada a Hiram, y que lo dejara todo en sus manos, pues convenía ser muy prudente con los sacerdotes. No se les podía acusar sin pruebas, basándose sólo en una sospecha. Bedoni confió en el rey y no le dijo nada a nadie, ni siquiera a su amigo y maestro. Cuando ocurrió aquello, al ver que Salomón no había hecho nada por impedir el desastre, no pudo perdonarse haber confiado en él antes que en Hiram, y se arrojó al bronce ardiente. –Eso cuadra. Esa historia es capaz de aliviarme el picor de mi pie. Pero, ¿cómo lo sabe? –No lo sé, al menos tal como se lo he contado. Salomón quería repudiar a su esposa egipcia. Me cortejaba o, mejor dicho, me acosaba. Parece ser que, aparte de la expectativa de unir nuestros reinos, se había enamorado de mí. –Eso es más que verosímil. Incluso las estatuas de mármol de Salomón se enamorarían de usted. –Gracias. Es muy amable –me dijo con un mohín de modestia que me desazonó tanto como el olor de un costillar de cordero puede desazonar a un león hambriento. 32

–Cuando Bedoni fue a hablar con el rey yo estaba con él. –¿Estaba...? ¿Usted le correspondía? –¡No! En absoluto. Hiram y yo nos amábamos. Salomón estaba, como de costumbre, intentando seducirme. Me quería convencer, me suplicaba... Era muy desagradable. Al principio lamenté haber ido a Judea para conocer el fabuloso templo y al famoso rey, pero luego me alegré porque esa fue la ocasión de conocer a Hiram-Abib. –Bien. Estábamos con Bedoni. –El rey se retiró para hablar con él a solas. No oí nada, pero vi a Bedoni tan preocupado y grave que, conociendo después el incidente y su suicidio, até cabos. Me costaba trabajo pensar. Imaginé a Salomón oficiando como sumo sacerdote en la consagración del templo, sin que ni Sadoc ni los suyos osaran toserle, atados de pies y manos por mi informe. Era un sabio. Había triunfado sobre todos. Se había quitado de encima al arquitecto egipcio, tan molesto una vez terminado el templo, y al que además odiaba, muerto de celos, y de paso había allanado el camino para convertirse en el único rey, líder y dictador de Israel, hasta con Yhv de su parte. Meses después llegó a mi despacho una carta de Balkis. Dentro del sobre había una foto de un bebé, y una nota en la que la reina me decía que salió de Judea embarazada. El niño era, según Balkis, la viva imagen de su padre, a quien yo no había conocido y cuyo asesinato había certificado con demasiada ligereza.

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Diseños de escenografía de Don C. DuBois, pertenecientes a la Universidad de Minnesota, de la tumba de Hiram-Abib. Según la leyenda, fue enterrado en el Monte Zión, de Jerusalén, y de su tumba brotó una acacia. Según otros, los que descubrieron su cadáver plantaron una rama de acacia para señalar el lugar.

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APOLODORO DE DAMASCO

Fecha de la muerte:

Aproximadamente 135 Lugar de la muerte:

Según algunos, Roma (Italia) Tiempo vivido:

No se sabe. Unos 65-70 años Causa de la muerte:

Según algunos, asesinado por el emperador Adriano Enterrado en:

No se sabe Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Marguerite Yourcenar Memorias de Adriano

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Querido Marco: Esta mañana ha venido mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje. Me ha examinado concienzudamente, como siempre hace. Te evito detalles que te resultarían tan desagradables como a mí mismo, y la descripción de un hombre viejo que se prepara a morir de una hidropesía del corazón. Te diré solamente que me estoy muriendo desde hace ya demasiado tiempo, aunque Hermógenes trata inútilmente de infundirme esperanza a base de mentiras y disimulo. No te llames sin embargo a engaño: aún no estoy tan débil como para ceder a las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza, y sin duda mucho más penosas. Pero te digo con toda la serenidad que le cabe a un moribundo que ya sólo espero el momento de mi partida, que se está volviendo tan prolija como molesta para todos; incluso para ti, que eres tan paciente, y que has recibido ya tantas cartas mías de despedida que ya empezarán a parecerte sarcásticas o ridículas. Ya te he dicho todo lo que merecía la pena ser dicho, y sé que tú, con tu singular talento, habrás comprendido con claridad lo que mi torpeza haya podido expresar torpe o vagamente. Por lo tanto, ya no tengo nada más que decirte. Y, sin embargo, sigo vivo, lo que hace aún más penosa la espera, pues ya me he despedido varias veces de todas las personas que me importan y aún no parto. Por eso te vuelvo a escribir, aun siendo consciente de que ya no queda nada. Pero en estos últimos días me ataca un pensamiento, una íntima reacción a un rumor que no por insignificante deja de incomodarme cada vez más, y me exige que te dé una explicación. Y es que se dice de mí, del príncipe, del emperador, que tuve tan poco dominio de mis instintos que maté a un criado por una insignificancia 36

especialmente dolorosa para mí, lo que me hace objeto de dos críticas al mismo tiempo, la primera mi fragilidad y mi vulnerabilidad, y la segunda mi incapacidad para contener mis impulsos. Esa insidia no merecería que me defendiera de ella, pero lo hago porque confieso que me irrita. No me incomoda, entiéndelo, que se diga que maté a un hombre. Aunque siempre he sido pacífico, y tú eso lo sabes indubitablemente, he matado hombres, tanto en el campo de batalla como por razones de estado. Ya te hablé de ello, y no me avergüenza; es una de las prerrogativas y aun de las obligaciones del gobernante. Pero que se diga por ahí que manché mi espada a sangre fría con la de un arquitecto a mi servicio, por celos y rabia de su arte, es un insulto que no quiero tolerar. No por lo que, según ese rumor, se me pueda atribuir de coraje o de maldad, sino de estupidez y ridículo. Pues quienes tal historia propalan quieren hacerme ver como un afanoso artista aficionado mostrando su torpeza ante un muy notable artífice, que se burla de él y le desprecia, y que entonces, incapaz de soportar el sarcasmo que le hunde en la nada, pierde los estribos y le mata. Y, por la pequeña parte de verdad que pudiera haber en esa apreciación, se hace verosímil la mentira. Ya te hablé de mi juventud alocada y de mis juveniles experiencias bélicas con mi antecesor, Trajano. Ese período de locuras heroicas me enseñó a distinguir entre los diversos aspectos del coraje. Aquél que siempre quise poseer, y que a menudo demostré, siquiera de modo esporádico, es glacial, indiferente, libre de toda excitación física, impasible como la ecuanimidad de un dios. Si no fui capaz de lograrlo, sí alcancé una especie de cínica despreocupación hacia la vida y, en los días buenos, un sentimiento del deber al cual me aferraba. He negociado paces difíciles con reyes astutos, he soportado intrigas que he sabido desarbolar en el momento exacto; ya te las he contado por extenso. ¿Cómo iba, pues, a desenvainar la espada por un ataque de rabia, 37

por una ironía de un sirviente? Por supuesto que quien tal le dice a un emperador se juega la vida, pero no en ese mismo instante ni a manos del propio emperador. Júzgame, pues, si quieres, soberbio, pero no me juzgues incapaz de tener inteligencia. Como ya te he contado, mi pariente Trajano no era hombre interesado en las artes. Su arquitecto era Apolodoro de Damasco, que había construido con notable eficacia un puente sobre el Danubio que resultó decisivo en la campaña contra los dacios. Trajano no tuvo nunca otro arquitecto. Lo más notable que construyó Apolodoro fue el llamado Foro de Trajano, con su mercado, y la Columna Trajana, que honra la memoria de mi antecesor y guarda sus cenizas. Esta exclusividad de que gozó Apolodoro se debió a su capacidad, sí, y a su talento, que no discuto, pero también a la despreocupación de Trajano por estas cosas. Su arquitecto le resolvía los problemas de índole práctica o funcional, y él no aspiraba a más, así que no tenía necesidad de plantearse otros problemas más elevados. Roma necesitaba un nuevo puerto en sustitución del de Ostia, o como complemento suyo. Esto no quedaba muy claro, y se abrían varias alternativas. Trajano encargó el proyecto a su arquitecto y yo, entonces tan joven, me interesé extraordinariamente por esa iniciativa. Pedí a Trajano que me permitiera acompañarle en sus reuniones con Apolodoro, y él, sin darle ninguna importancia, me lo consintió. El arquitecto explicaba su proyecto al emperador, que lo veía todo adecuado a la primera, pues no buscaba nada más que la solución inmediata a un problema funcional sencillo. Yo, en cambio, intervenía, interrumpía a Apolodoro con la presunción de muchacho, le preguntaba, le daba mi opinión, le sugería alternativas. Entonces el arquitecto, con un tono de voz cortés pero que apenas disimulaba un profundo desprecio, me dijo que mis inclinaciones para el arte quedarían sobradamente colmadas en mis 38

bodegones, que le había enseñado en otras ocasiones y que tampoco habían despertado su interés. No podía imaginarse el arquitecto, como tampoco yo, ni nadie por entonces, que yo iba a ser el sucesor de Trajano. Desde ese momento le odié. Sí, por su desprecio, pero también por su suficiencia, por su facilidad para construir trivialmente, sin nadie que le exigiera un mayor esfuerzo, una segunda o tercera intención en sus obras. La grandeza de Roma merecía ese arquitecto, sin duda, pero no podía permitirse tenerlo como el mejor, y mucho menos como el único. Me parecía un sacrilegio que se echaran a perder tantas posibilidades por no caberle en sus miras, cuando en las mías se abrían nuevos campos en la arquitectura para la gloria de Roma. Sé que incluso los más cultos aprecian las dotes de Apolodoro de Damasco, y que estas observaciones mías son interpretadas, por lo tanto, como envidia o celos. Tal vez haya algo de eso, pero creo ser sincero si digo que no los sentí entonces y no los recuerdo ahora. Igualmente se me criticó que mandara desmantelar el puente sobre el Danubio en cuanto fui emperador. Yo no participaba de la política expansionista de Trajano, y me replegué de muchos frentes para asegurar el imperio. Todos saben que preferí una extensión menor en aras de una mayor seguridad. Por eso replegué nuestras fronteras en las regiones más delicadas y difícilmente defendibles. Así, crucé el Danubio en el sentido contrario que Trajano, por lo que el puente ya no servía para que nosotros fuéramos hacia la Dacia, sino para que los dacios entraran en Roma. Por eso lo destruí, y no, como zafiamente se dice, por celos. En mis grandes obras, el Panteón, mi Villa en Tibur, la ciudad de Antinópolis, o mi Mausoleo, le mantuve al margen. Su concepción de la arquitectura los hubieran convertido, respectivamente, en un templete, un caserón, un campamento y un almacén. Yo, por el contrario, quería

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convocar a los dioses, traer a mí la cultura griega, hacer inmortal a Antínoo y a Roma, conferir a nuestro imperio el sabor de lo sublime, lo grandioso. Sé que Apolodoro se sintió insultado por mi desprecio. No más que yo me había sentido ante el suyo. Lo relegué a reparar las calzadas de las más remotas provincias, y poco más. No obstante, le di una gran oportunidad cuando levanté en la urbe, según mi propio diseño, el Templo de Venus y Roma. Por mi edad había de ser mi última obra, y con ella yo quería hermanar a la diosa Venus, la del amor, la de la voluptuosidad y la sensualidad, con la diosa madre de Roma, la representación de nuestro imperio y nuestra idiosincrasia. Siempre fui sensual, y muchos me criticaron por ello; ahora quería hacer con esta obra mi última declaración al mundo, manifestando de esta forma que un gran emperador ha de ser voluptuoso y amante de la belleza, pues Roma es la otra cara de Venus. El nuevo templo se situaría en un amplio recinto dominando la Vía Sacra sobre una gran plataforma, y se extendería desde el Arco de Tito hasta casi tocar el Coliseo de los Flavios. Al acoger a dos diosas, miraría en dos direcciones, con veinte columnas en cada uno de sus lados. Las obras iban a durar muchos años; incluso los preparativos iban a ser difíciles, empezando por desplazar el gran Coloso de Nerón, que ocupaba el emplazamiento que yo quería para el templo. El Coloso, por el mal recuerdo de aquel príncipe, había sido adaptado para representar al dios Sol, aunque todos seguían llamándole de Nerón. Decriano, uno de mis arquitectos de confianza, movió el Coloso con la ayuda de veinticuatro elefantes. Colocado el Coloso por fin en otro sitio, quise que dejara de recordar definitivamente al odiado Nerón, y fuera ya solamente el Sol. Para ello le encargué a Apolodoro una estatua de la Luna, de iguales dimensiones, para emparejarla con el Sol. Pensé que dos colosos zanjarían para siempre los 40

malos recuerdos y las malas conciencias dejadas por el último de los julioclaudios. Ese fue el encargo que le hice, sin dejarle tocar mi templo, ni aun esculpir la estatua, sino sólo hacer su estructura interna. Apolodoro había demostrado ser capaz de hacer puentes y máquinas de guerra, y yo le daba ahora un cometido digno de sus aptitudes. Sé que se sintió muy ofendido, olfateando los grandes trabajos de los demás, sin poder participar de ellos, relegado a hacer un armazón para una estatua. Pero se aguantó; no podía hacer otra cosa. Y lo hizo muy bien, sí; realizó un buen trabajo, pero a costa de criticar todo y a todos, especialmente a mí. El gran templo estaba casi terminado. La finalización de las grandes estatuas de Venus y Roma fue el último motivo de burla. Apolodoro me buscó y obtuvo de mí unos minutos de audiencia, pues yo creía que iba a rendirme cuentas de su trabajo con el Coloso de la Luna. Pero no fue así; cuando estuvo ante mí se inclinó y me hizo toda la pantomima del respeto e incluso de la veneración. Me dijo entonces que el motivo de su solicitud era hacerme ver que las estatuas de las diosas Venus y Roma eran demasiado grandes para la cella del templo. Me habló de las proporciones y de la sensación de agobio que despertarían las estatuas, constreñidas en el espacio que les había sido designado. “Ahora, si las diosas quieren levantarse y salir, no podrán hacerlo”. Y se me quedó mirando con aparente preocupación por el edificio, pero yo entendí el insinuante rastro de una sonrisa de suficiencia. Volvía a pedirme que no me dedicara a la arquitectura, que me conformara con dibujar bodegones. En ese momento, según dicen muchos, me di cuenta, tarde, de que el damasceno tenía razón, y, al no poder contener ni mi cólera ni mi amargura, desenvainé mi espada y lo maté. Eso dicen de mí, y cada vez con más convicción, y ese es el motivo de que te escriba esta carta. Apolodoro era un ignorante. A pesar de su origen oriental, a pesar de conocer la obra de Fidias, no había entendido nada. ¿Podía levantarse Zeus 41

en su templo de Olimpia? ¿Podía moverse Atenea en el Partenón? Los mejores templos griegos custodiaban a los dioses como cofres, no los alojaban como casas. Los dioses de Fidias estaban ajustados en sus templos, encajados en ellos; no podían salir a dar un paseo. Ese espacio sagrado, que consiste precisamente en la ausencia de espacio, era el que yo había querido repetir, pero Apolodoro quería que las diosas Roma y Venus fueran matronas que salen de compras al mercado, o madres de familia ocupadas en sus faenas cotidianas, yendo de aquí para allá. Me enfadé con él, pero también me dio pena. Quería demostrarme que sabía hacer edificios, que tenía ideas arquitectónicas. A su manera retorcida me estaba pidiendo algún encargo. ¿Cómo iba a manchar mi espada con la sangre de ese infeliz? Le dije que se fuera, que se buscara clientes en los rincones más remotos del Imperio, que no quería volver a saber nada de él jamás. Le aconsejé que se cambiara el nombre, para que ni noticias suyas me llegasen. Y así ha sido; no he vuelto a saber nada de él. No me sorprendería que se hubiera suicidado, pero también es posible que esté construyendo para algún reyezuelo bárbaro. No lo sé y, como te digo, no me importa. Siempre he sido sereno e inteligente, y no quiero ser recordado no ya como un asesino, pues eso es inevitable, porque de algún modo todo príncipe ha de serlo de alguna forma, sino como un hombre incapaz de dominar un impulso primario, una rabieta. No termino de morirme, y eso es ahora lo único que me importa. No quisiera distraerme de esta ocupación definitiva con pensamientos tan triviales. No me distraen reyes ni traidores, ni generales caídos ni herederos. No ha de distraerme, pues, un sirviente. Pero me siento melancólico. Acaso he querido ser más arquitecto que emperador; acaso la mayor ventaja o el mayor privilegio de ser emperador ha sido que me ha permitido a menudo ser arquitecto. 42

Pero ahora dejemos de lado las arquitecturas como dejamos a los jóvenes amables y hermosos y a las cosas bellas de la vida, y entremos por fin, serenamente, en el reino de la muerte. Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver. Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.

43

Fotografías del Templo de Venus y Roma, en Roma, diseñado por el emperador Adriano. Apolodoro lo criticó, lo que, según el historiador romano Dion Casio, le costó la vida. Según este historiador, el emperador no pudo soportar que el arquitecto le hiciera notar que el tamaño del edificio no era adecuado para las dos estatuas que alojaba, y, preso de ira, “al no poder contener ni su cólera ni su amargura mató a aquel hombre”. Anthony Richard Birley, excelente biógrafo de Adriano, dice que nadie se ha creído nunca esa historia. Sí reconoce la mala relación entre el arquitecto y el emperador, y sugiere que Apolodoro muriera al poco de hacer las críticas al templo, por lo que muchos pudieron creer que Adriano tenía algo que ver en esa muerte. Marguerite Yourcenar, en su famoso y tal vez sobrevalorado libro sobre Adriano, acata todo lo que cuenta Dion Casio, pero, tal vez para dar más cuerpo a la ejecución del arquitecto, suma las críticas arquitectónicas a una conjura, por lo que la acción de Adriano es de autodefensa. En cualquier caso, Apolodoro fue un excelente arquitecto al servicio de un emperador práctico (Trajano) y un estorbo para otro emperador culto y “artista” (Adriano).

Por otra parte, resulta más que notable que un emperador tuviera el talento arquitectónico y la dedicación suficientes para diseñar y construir el Panteón, la Villa Adriana, el Mausoleo, la ciudad de Antinópolis, el Templo de Venus y Roma y muchas otras obras.

(Al fondo el Coliseo Flavio, visto desde el Templo de Venus y Roma).

44

HUGUES LIBERGIER

Fecha de la muerte:

Sábado después de Pascua de 1263 Lugar de la muerte:

Reims (Francia) Tiempo vivido:

No se sabe. Más de 60 años Causa de la muerte:

No se sabe Enterrado en:

Reims (Francia). Primero en la Abadía de Saint-Nicaise, y después en la catedral Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Chrétien de Troyes El cuento del Grial

45

Q

uien no siembra no

-“¡Cuán hermoso es este templo,

cosecha,

de las virtudes ejemplo!”

y quien algo quiera en

a iglesia fue

fecha

concluida

derrame bien su simiente

y también lo fue la

y Dios sea complaciente.

vida

Mas incluso quien bien obra

de su arquitecto preclaro;

cae a menudo en zozobra.

de todos era muy caro,

ue Don Hugo

le admiraban y querían,

Libergier

ahora sus restos verían

arquitecto de buen ser.

el fruto de su trabajo,

De su vida no sabemos

gozarían ahí abajo

ni su muerte conocemos,

de honor y de justa fama,

mas es notoria verdad

pues en una noble cama

su segunda mortandad,

descansarían en paz

pues muerto una vez, fue muerto

mostrando su noble faz

una segunda, es bien cierto.

y sus nobles herramientas

n Reims construyó

de las sus obras contentas.

Don Hugo

ue notable su sepulcro,

edificio que

y resultó ser buen

complugo:

fulcro

San Nicasio, la abadía

de toda su profesión,

más hermosa que existía.

pues nunca hubo tal mención

Treinta años trabajó

ni tal reconocimiento

hasta que la concluyó.

como lo hubo en el memento

Terminado el edificio

de esa losa sepulcral;

-con muy notable artificio-

magnánima y especial

todos pasmados quedaron

para un humilde artesano,

y contentos exclamaron:

ni señor ni cortesano, 46

sino artista liberal,

su orgullo y su galanura;

agudo profesional

pues se le enterró en la nave

orgulloso de su arte

de cuya tiene la clave,

y sabio por esta parte.

y así es padre de su invento

En tal losa, su figura

en el que está su memento.

se muestra con donosura

ás noble aún

y con nobles vestimentas,

que el abad,

y además sus herramientas

aunque lleno de

son las muestras de su honor:

humildad,

escuadra, compás mayor,

su monumento ingenioso

regla de medir cordeles,

dice al viajero curioso:

pues estos son sus papeles

“Esta es obra de mi mente,

y esta su disposición,

de mi trabajo consciente,

y es muy alta posición

de estudio, técnica y arte,

la de este no caballero,

ven aquí a deleitarte,

mas tampoco pordiosero,

mira, investiga y aprende,

sino cristiano orgulloso

y cuando sepas, comprende.

y capaz de hacer hermoso

Soy un humilde artesano,

lo que su mano diseña

mas de esta estructura el amo”.

y así su obra nos enseña.

Nunca un simple constructor

ero lo más importante,

tuvo un igual esplendor

más bello y

en su losa sepulcral;

emocionante

nunca hubo un tal igual,

es lo que tiene en sus

que incluso al obispo empaña,

brazos

pero aquí nadie se engaña:

y muestra sin embarazos;

que quien sabe disponer

como a un hijo, eso parece,

el diseño y el taller

Don Hugues lo acuna y mece;

merece tal gratitud

es su obra en miniatura,

y de tan gran magnitud 47

como el que más, queda dicho.

ni de esclavitud reclamo.

Pues no es su arte un capricho

La iglesia perdió los bienes,

ni es ninguna fruslería,

los curas ya no eran quiénes,

sino técnica y maestría

ni los nobles los señores.

con la cual a Dios alaba

San Nicasio, sin rubores,

y en ella su vida acaba.

fue convertida en cantera,

ero he aquí que la

pues toda su piedra fuera

historia

más útil para otras cosas

descompone la

bastante más provechosas. sí quedó la abadía

memoria de lo que ayer era bueno

que tan hermosa

y rompe con desenfreno

fue un día

muchas obras de valor.

desarmada hasta

Así sucedió, oh, dolor,

sus trazos;

con esta hermosa abadía,

el buen Hugues en sus brazos

pues llegado fuera el día

un hijo muerto llevaba

en que la desmantelaron

y a todos se lo mostraba:

y a Micer Hugues quitaron

“Esta es mi obra, qué pena,

su tan pacífico lecho.

era fábrica muy buena”.

¿Por qué sucedió tal hecho?

Con su templo destruido,

Porque unos siglos más tarde

su sepulcro fue movido

el pueblo francés dio alarde

hasta un nuevo emplazamiento:

e hizo la Revolución;

un muy noble monumento:

hubo una gran conmoción

la catedral, nada menos,

y todo se dio la vuelta;

edificio de los buenos

la gente fue muy resuelta

donde él nada pintaba

y a su rey ajustició;

y donde no reposaba,

el orden todo cambió,

sino que, como escondido,

ya no quedó Dios ni amo

como de frío aterido, 48

oculto y avergonzado,

-“No digas tal; estoy triste

yace como de prestado

pues mi muy querida iglesia

en ese ajeno lugar

es víctima de la amnesia

y no puede reposar.

y ya para nadie queda;

n el muy digno

mi tumba en una almoneda,

recinto

y mi vida y sus heridas

se dibuja un laberinto

malamente son perdidas.

con sus nobles

Para nada viví yo;

arquitectos,

mi vida entera pasó

que se retratan perfectos

construyendo un edificio

con orgullo muy cabal,

que sólo conserva indicio

pues de Reims, la catedral,

de que alguna vez estuvo,

son autores conocidos,

pues mi camino lo anduvo

y son todos muy queridos,

un muerto en vida, un fantasma,

pues se ve su magisterio:

un suspiro, un ectoplasma,

Jean d’Orbais, el presbiterio;

mas no un hombre, no un cristiano,

Jean de Loup, pórtico norte;

no un esforzado artesano

del oeste, con buen porte,

que toda su vida obró;

Gaucher de Reims su fachada

no nadie que construyó.

dejó casi terminada;

e la mi vida es la

aquí Bernard de Sisson

muerte

hizo un bello rosetón

lo único vivo y

y las bóvedas primeras.

fuerte,

-“¿Y tú, Hughes, a qué esperas?

lo que queda y me proclama,

¿Cuál fue tu parte, tu obra?

pues ésta, mi última cama,

Hubo de ser, y de sobra,

muéstrame a mí y a mi obra.

una parte principal,

Es mi vida lo que sobra.

pues tu losa sepulcral

Mi muerte tiene sentido

de dignidad te reviste”.

y me salva del olvido”. 49

Losa sepulcral de Hugues Libergier. Originalmente estuvo en la abadía de SaintNicaise, su obra, a la que consagró treinta y cuatro años de su vida. La iglesia fue desamortizada cuando la Revolución Francesa, y se utilizó como cantera, reutilizando su piedra para otras obras. La tumba se trasladó a la catedral de Reims. La leyenda dice: “Aquí yace el Maestro Hues Libergiers que comenzó esta iglesia en el año de la Encarnación MCC y XXIX el Martes de Pascua, y murió en el año de la Encarnación MCCLXIII, el sábado después de Pascua. Por Dios, rogad por él”. (Pero cuando dice “esta iglesia” se refiere, obviamente, a la de Saint-Nicaise, cuyo modelo “acuna” en su brazo derecho, y no a la iglesia en la que yace ahora).

En la parte inferior aparecen las herramientas del arquitecto: compás y escuadra, y él sostiene la larga regla. Las herramientas se muestran en su tumba como signo del arte y de la dignidad del arquitecto.

Planta de la catedral de Reims. El asterisco señala el emplazamiento de la tumba de Hugues Libergier. El laberinto de la entrada ya no existe. En sus esquinas aparecían, de izquierda a derecha y de arriba abajo: Jean de Loup (hizo el pórtico norte), Jean d’Orbais (planos y presbiterio), Gaucher de Reims (fachada oeste) y Bernard de Soisson (rosetón oeste y cinco bóvedas). Ya no existe el laberinto que homenajea a estos cuatro arquitectos y, sin embargo, ahí sigue la tumba de Libergier, que no es de esta obra.

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MIGUEL ÁNGEL

Fecha de la muerte:

18 de febrero de 1564 Lugar de la muerte:

Roma (Italia) Tiempo vivido:

88 años, 11 meses y 12 días Causa de la muerte:

Neumonía Enterrado en:

Iglesia de Santa Croce. Florencia Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Robert Louis Stevenson. El ladrón de cadáveres

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Todos los días dieciocho de cada mes, poco antes de las cinco de la tarde –el día y la hora en que murió el maestro–, Tommaso Aldovrandi y yo acudíamos a la iglesia de la Santa Croce, ante su tumba. Aunque algunas veces éramos más, soplara el viento que soplara, estuviese lloviendo, nevando o helando, nosotros dos éramos fijos, y cada uno ocupaba su lugar correspondiente ante el venerable sepulcro. Aldovrandi era un escultor dotado de un gran talento natural, que había echado a perder a fuerza de vino y malas noches. Fue un aprendiz muy apreciado por el maestro, que le había confiado, de muy muchacho, delicados trabajos. Todo hacía presagiar que en su madurez iba a ser un gran artista. Sin embargo, siendo aún joven como era, ya el chianti, el insomnio y un algo indefinible de melancólica turbiedad, le habían dejado el pulso tembloroso, los ojos tristes y la voz agria, y le habían relegado a un malvivir chapucero, encenagado en obras menores e intrascendentes. Uno de aquellos dieciochos apareció por allí Lionardo Buonarroti, el sobrino del maestro, y a Tommaso Aldovrandi le cambió la cara. Se puso rojo, con gran apuro, e intentó por un momento desaparecer de allí antes de que Micer Lionardo le viera, pero era ya imposible, y se vio obligado a saludarle, con gran escrúpulo. Lionardo pareció sinceramente contento de verle, y le tendió la mano con simpatía, pero Tommaso se la dio muy corrido y le dijo con voz trémula algo que entonces no entendí: –Volvemos a vernos aquí, ante nuestro tonel de manzanas. Micer Lionardo le puso las manos sobre los hombros, en cariñosa actitud, como si quisiera abrazarlo, y le dijo: –Este encuentro inesperado... Pero os veo abatido. Y estoy encantado de tener esta oportunidad. Por el momento ha de ser un hola qué tal y adiós al mismo tiempo, porque debo darme prisa para unos asuntos, pero 52

dejadme ver... Sí, dadme vuestra dirección, y podéis estar seguro de que tendréis noticias mías muy pronto. Tenemos que hacer algo por vos, Aldovrandi. Me temo que no estáis en vuestro mejor momento, pero nos ocuparemos de ello. Por los viejos tiempos. Si necesitáis dinero... –¡Dinero! –exclamó Tommaso con un tímido, casi imperceptible gesto de repugnancia–. ¡Dinero vuestro! ¡Oh, no, no! Aquel último dinero que me disteis fue empleado aquí –señaló la tumba del maestro–, en velas y flores. Como comprenderéis, no pude gastar en mí ni una moneda. Aunque Micer Lionardo había estado hablando con cierto aire de confianza y superioridad, la intensidad inusual de aquel rechazo –envuelto por lo demás en un tono respetuoso– lo dejó sumido en un estado de confusión, y aún diría de zozobra. –Mi querido amigo y compañero –dijo–, sea como fuere, lo último que deseo es ofenderos. No insistiré ni me entrometeré. Sin embargo, permitidme que os apunte mi dirección... –La conozco –contestó Tommaso con determinación y sequedad, aunque sin altanería. Bien se hacía ver que, por el motivo que fuese, nunca iba a recurrir a su ayuda. Micer Lionardo, bastante nervioso, se santiguó rápidamente ante la efigie de su tío, insinuó una genuflexión y se fue muy deprisa hacia el altar mayor. En la cabecera giró a la derecha, hacia el claustro, y desapareció. Perplejo, miré a Tommaso. No me atreví a hacerle pregunta alguna, pero él debió de pensar que tal vez se la acabara haciendo, por lo que se despidió apresuradamente, para no darme esa oportunidad. Entonces me propuse descubrir el secreto que compartían mi amigo Tommaso Aldovrandi y Micer Lionardo Buonarroti, el sobrino del divino Michelangelo. Reconozco que no fue muy difícil. He aquí lo que descubrí: De muy joven, como he dicho, Aldovrandi fue aprendiz del gran Michelangelo Buonarroti, y aprendiz muy apreciado, debo añadir. 53

Tommaso era un muchacho de talento único; uno de esos que comprenden rápidamente lo que oyen, lo retienen de inmediato y lo ejecutan con seguridad. Era además atento, inteligente y cortés con su maestro y con sus condiscípulos. En fin: un joven prometedor. El maestro, a pesar de su avanzada edad, y de los dolores y achaques propios de ella, trabajaba todos los días, como escultor y como arquitecto, y por las noches, si hacía buen tiempo, daba un paseo a caballo. Pero en el invierno de 1563 a 1564 los amigos de Michelangelo en Roma estaban muy preocupados por su salud, y mantenían a su sobrino Lionardo puntualmente informado de sus altibajos. Sin embargo, cada vez que éste, solícito, acudía a Roma, era recibido con cajas destempladas por su tío, que se obstinaba en seguir llevando su vida por donde la había llevado siempre, y no admitía que nadie le sugiriera vivir con más cuidado y menos actividad. Y, si con su sobrino era así de desabrido, con sus criados era temible. Pasado Año Nuevo era evidente que el anciano artista no podía seguir manteniendo sus hábitos de vida. Él, a pesar del frío, se empeñaba en salir a la calle, y prescindía de las comodidades propias de su edad y preeminencia. El catorce de febrero, muy enfermo, fue visto en la calle por su amigo Tiberio Calcagni. Llovía y hacía un frío terrible, y Michelangelo estaba aterido y le castañeteaban los dientes. –No deberíais estar en la calle, maestro. –¿Qué queréis? Me siento mal y no encuentro descanso en ninguna parte. El tembloroso acento de sus palabras, unido a la mirada y al color de la cara, le hicieron temer mucho por su vida a Tiberio, que insistió y porfió, y casi acabó por secuestrarle o poco menos.

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Michelangelo ya no volvió a salir de casa. Los cuatro días siguientes los pasó reclinado en un sillón o tendido en la cama. El quince de febrero, Diomede Leoni escribió a Lionardo, incluyendo una nota del maestro. El anciano sentía ya la muerte y esta vez sí reclamaba a su sobrino. Aún así, Diomede le insistía en que tuviera cuidado y no viniera a uña de caballo, que los caminos estaban muy malos con el agua y las heladas y él no era ducho en las postas. Por su parte, ellos eran suficientes criados y amigos para cuidar del maestro. El día diecisiete Tiberio Calcagni escribió a Lionardo, ahora para que acelerara el viaje, pues ya era evidente que el maestro estaba dando sus últimos alientos. El día dieciocho, poco antes de las cinco de la tarde, expiró con la paz de un perfecto cristiano. No había hecho testamento, pero en sus últimos momentos declaró su última voluntad: que entregaba su alma a Dios, su cuerpo a la tierra y sus bienes a los más próximos parientes. El día diecinueve empezó la pelea por su cuerpo. Michelangelo había declarado en numerosas ocasiones que quería ser enterrado en Florencia, pero durante sus últimos años vivió en Roma, donde le sobrevino la muerte. El viejo maestro encarnaba el desafío de la República de Florencia a Roma. A sus veintinueve años vivió con intensidad cómo sus compatriotas colocaron su David en la Piazza della Signoria y lo vitorearon como al descarado florentino que se enfrenta al gigante romano y le vence. Desde entonces David fue el símbolo de Florencia, y su autor, solicitado simultáneamente por los señores de esa república y por los papas de Roma, se convirtió en la manzana de la discordia entre ellos. El cuerpo del maestro se expuso y se veló en la iglesia de los Santos Apóstoles, de Roma, donde se le hicieron grandiosos funerales y se dispuso

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una capilla ardiente; y donde muchos quisieron que se le enterrara definitivamente e incluso encargaron el monumento fúnebre. Todos los florentinos que vivían en Roma fueron a honrar el cadáver, pero, sobre todo, a manifestar su protesta de que el hijo más preclaro de Florencia, y uno de los que, como se ha dicho, mejor había sabido mostrar su orgullo ante Roma, fuera a dar con sus huesos en la ciudad hostil. En esto intervino el Papa para zanjar la cuestión: El gran Michelangelo sería enterrado en San Pedro del Vaticano. Nadie lo merecía más que él. San Pedro era la cabeza de la cristiandad, sí, pero era Roma, se quejaban los florentinos. De todos modos, habiendo hablado el Papa, no había más que discutir. Y se resignaron. Pero Lionardo no podía soportarlo. Había llegado tres días tarde; no había podido despedirse de su tío. No le había sido de ninguna utilidad ni consuelo. Lo único que le pedía ahora Michelangelo desde el más allá era que cumpliera su deseo de reposar en Florencia, en la iglesia de la Santa Croce. Con la voluntad del Papa por medio, no había forma de intentar siquiera un trámite o una gestión. Sólo había una cosa que hacer. De todos los criados y amigos de Michelangelo, muchos de ellos muy curtidos y fuertes, Lionardo supo que sólo podía confiar en Tommaso Aldovrandi. A él se dirigió, y el muchacho aceptó el encargo. Una carreta de verdulero llena de barriles se acercó lentamente a la iglesia. Tommaso la conducía, y a su lado iba un mozo aún más joven, casi un niño, llamado Antonello. Cuando faltaban tres manzanas para llegar se apagaron sus dos lámparas, y el caballo anduvo al paso como si tuviera juicio, sin hacer ruido, tanteando el suelo empapado con cada casco antes de apoyarlo. Estaba muy oscuro, llovía y hacía mucho frío. Alguna luz de

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alguna ventana les guiaba, pero la mayor parte de lo poco que les quedaba la hicieron casi a tientas. La iglesia estaba ya cerrada a esas horas de la noche. Se detuvieron junto a una puerta lateral. Se apearon con sigilo y forzaron el cierre, muy sencillo, de la puerta. El interior del templo les impresionó fuertemente el ánimo. Se vislumbraba el túmulo gracias a una lamparilla que había quedado encendida. Se dirigieron hacia él con el corazón encogido. El maestro yacía en una actitud de reposo y paz. Incluso parecía sonreír muy levemente. Le sacaron del féretro y le llevaron, Tommaso de los hombros y Antonello de los pies. Jadeaban más por el miedo que por el peso del muerto, ya muy menudo. Al llegar a la puerta, a punto de salir a la calle, repararon en que, por más que estuviera oscuro como boca de lobo y que fuera muy difícil que pasara alguien, llevaban el cuerpo del maestro descubierto y a la vista. Lo dejaron entonces en el suelo de la iglesia y corrieron a buscar algo para taparlo. A tientas dieron con una especie de cortinón o manto. Lo echaron sobre el cadáver y luego lo cargaron todo arrebujado y hecho un lío, revuelto y sin ver nada. Así salieron a la calle. Por más que agudizaban el oído y la vista al máximo, no se oía nada sino la lluvia, ya fuera empujada por el viento, o cayendo uniforme sobre el empedrado, y no se veían sino puntos dispersos de luz, lejanos y turbios, procedentes de estancias en las que alguien leía o cenaba, ajeno a lo que estaba pasando afuera. En pocos pasos llegaron al carromato. Tommaso montó para poner el cuerpo en su sitio: el único tonel vacío, y Antonello, llevando al caballo por la boca, fue buscando a tientas por la pared hasta enfilar hacia el centro de la calle y alejarse lentamente de la iglesia.

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El cuerpo estaba ya rígido, y no cabía en el tonel, sino que estaba medio dentro, medio fuera. Tommaso le echó el mantón por encima y lo sujetaba mientras Antonello dirigía al caballo. Nadie había reparado en ellos. Cuando se sintieron seguros y lo suficientemente lejos, encendieron las lámparas, Tommaso tomó las riendas, y se lanzaron a un trote alegre y cantarín. Salieron de Roma y, ya en carretera, aceleraron aún más. Los toneles botaban y se bamboleaban, pero los de manzanas estaban seguros, cerrados con una tapa de madera clavada a las duelas, mientras que el otro iba destapado, con el cadáver medio fuera, medio suelto, como se ha dicho. El cuerpo daba tumbos y se vencía hacia Antonello, que intentaba sujetarlo como podía. A veces se le iba y cargaba contra la espalda de Tommaso, que gritaba desprevenido. A veces se escurría el mantón y dejaba el busto de Michelangelo, que asomaba del tonel, como una especie de monigote macabro de feria, dando saltos. La carreta saltaba a cada paso por los profundos surcos que cruzaban el camino, y aquello que habían colocado entre los dos caía bien sobre uno, bien sobre el otro. Cuando se repetía el terrible contacto, lo repelían instintivamente de forma cada vez más precipitada. El proceso empezó a alterar los nervios de los compañeros. Aquella extraordinaria carga tan poco natural seguía saltando de un lado a otro. Unas veces la cabeza quedaba confiadamente en sus hombros; otras veces el manto, empapado como estaba, se sacudía fríamente sobre sus caras. Tommaso sintió unos escalofríos que se iban apoderando de su alma. Dirigió la mirada al bulto y le pareció mayor que antes. A lo largo de toda la región y desde cada ángulo, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos. Hicieron un largo trayecto durante toda la noche y, cuando empezaba a amanecer, ya a muchas leguas de Roma, pararon para acomodar el bulto 58

con calma y disimularlo bien, pues ahora tenían que pasearlo a plena luz del día. Se salieron del camino y se ocultaron en un bosquecillo. Allí, a las primeras luces del amanecer, vieron con horror que el manto empapado en que habían envuelto el cuerpo ¡era una enseña papal! ¡Terror! ¡Ironía trágica! El Papa, con su emblema, señalaba el cadáver como suyo. Tommaso sintió un horrible escalofrío. Pero, por otra parte, la sutil sonrisa de paz que habían visto en el rostro del maestro, se había transformado – quizá porque la mandíbula quedase algo desencajada– en una risa franca, en una carcajada de triunfo. Michelangelo, siempre sometido en vida a la voluntad de los papas, había vencido sobre ellos tras su muerte. Sacaron el cadáver del barril para acomodarlo mejor, pues lo habían metido de cualquier manera, y temían que se quebrara un hueso o cosa peor. Estaba muy rígido, pero consiguieron, con no poco esfuerzo y muchas tentativas, meterlo y asegurarlo bien. Liaron el estandarte acusador y lo escondieron tras unos árboles, y con sacos y trapos taponaron los huecos entre el cuerpo y el tonel, bien apretados, y sellaron la boca lo mejor que pudieron. Durante varios días hicieron su viaje a Florencia como buenos comerciantes, comiendo y durmiendo por el camino, y al fin dejaron consignados los toneles en la casa de aduanas de la República de Florencia. En todo ese tiempo, Tommaso Aldovrandi se mostraba alicaído, triste y silencioso. Tal vez no le impresionaba tanto el trato con un cadáver como el que ese cadáver fuera el del maestro, y estuviera siendo tratado de forma tan irrespetuosa y humillante. El diez de marzo los dos supuestos comerciantes habían dejado una partida de manzanas, consignada a nombre de Micer Lionardo Buonarroti, quien apareció por allí el día once provisto de patentes, cartas, sellos y licencias de su excelencia el duque Cósimo de Medicis para retirar el cuerpo venerable del héroe de Florencia. Se rompió el embalaje infame, se 59

extrajo con mimo su contenido y se depositó en una carroza fúnebre de esplendor sin igual. Toda Florencia se enteró, y acudieron multitudes a venerar al maestro. Habían pasado veintitantos días desde su muerte y el cuerpo no mostraba signos de corrupción. Por el contrario, se le veía rozagante e incluso, si pudiera decirse, como de buen humor. Los funerales fueron fantásticos. David había vuelto a vencer a Goliath. Pero, como ya hemos dicho, Tommaso Aldovrandi no volvió jamás a ser el mismo.

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Tumba de Miguel Ángel, en la iglesia de la Santa Croce, de Florencia. Correcta, pero no muy inspirada, fue diseñada por Giorgio Vasari. Aparecen el busto de Miguel Ángel y alegorías de la escultura, la pintura y la arquitectura. Giorgio Vasari encargó las esculturas a tres escultores de la Academia de Florencia (de los que habían llevado a hombros el féretro del maestro). Battista Lorenzi esculpió el busto del maestro y la alegoría de la escultura. Giovanni Bandini (llamado Giovanni dell’Opera) esculpió la alegoría de la pintura. Valerio Ciolli esculpió la alegoría de la arquitectura. El mármol fue donado por el duque Cosme I de Médicis. (Miguel Ángel había hecho una piedad para su tumba, pero no tuvo suerte. No se la pusieron).

Monumento funerario a Miguel Ángel en la iglesia de los Santos Apóstoles, de Roma. Los romanos se quedaron sin el cadáver y se resignaron con este monumento (tumba vacía) más bien cómico.

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SINÁN IBN ABDULMENNAN

Fecha de la muerte:

17 de julio de 1588 (para otros, 9 de abril de 1588) Lugar de la muerte:

Estambul (Turquía) Tiempo vivido:

99 años, 3 meses y 2 días (para otros, 90 años aprox.) Causa de la muerte:

Vejez Enterrado en:

Jardines de la Mezquita de Solimán. Estambul (Turquía) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Jorge Luis Borges La casa de Asterión

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Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones son irrisorias. Son ellos los que me llaman Koca Sinán (El Gran Sinán), no yo. Yo nunca me tuve por grande, aunque siempre he sido orgulloso. Soy Sinán, Sinán Ibn Abdulmennan, o Mimar Sinán (Arquitecto Sinán), nacido José, cristiano, en Capadocia. De niño fui reclutado por el devshirmé, donde me educaron como soldado musulmán, e ingresé en un regimiento de jenízaros, el cuerpo de élite del sultán. En las campañas militares vi muchas ciudades, esos organismos hechos de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios. Ninguna me impresionó por bella; me tocaron como ahora me tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignorara, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal, que no es la inteligencia de una persona, sino la de todos juntos y la de nadie. Aprendí a hacer puentes para la guerra, y a hacer mezquitas para que mi pueblo victorioso diera gracias a Alá. Ahora soy muy viejo, y estoy tranquilo. He peregrinado a La Meca hace poco tiempo, y estoy listo para morir. Trabajo muchas horas todos los días, desde que sale el sol por el oriente hasta que se pone allá por las tierras de nuestros enemigos. No soy yo quien se hace llamar Mimar Koca Sinán, sino ellos quienes me llaman así porque quieren. Yo soy sólo un hombre, pero los demás me dicen que soy inmortal, que mis obras me harán inmortal. Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. Yo no quiero saberme inmortal. Ahora paseo por el jardín de la mezquita de Solimán, que yo construí. Sus puertas, cuyo número es infinito, están abiertas día y noche a 63

todos. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni en el bizarro aparato de madrasas, escuela de medicina, comedor, hospicio, caravansar y baño turco, pero sí la quietud y la soledad entre el gentío. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en este templo. En este jardín están enterrados el gran Solimán y su esposa Roxelana, y dentro de muy poco lo estaré yo también, cerca de ellos pero a prudencial distancia, como su siervo fiel que siempre he sido. Yo construí sus tumbas; la mía la hará mi discípulo Davud Aga. A veces le hablo de ello con naturalidad y cierto desinterés, pero él se descompone, me dice que le puede la responsabilidad. No es nada, yo no seré nada, sólo polvo y acaso memoria ajena. No quiero fingir una modestia que no tengo. El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres. No hice mis edificios como el poeta anhelante de fama, sino como el ingeniero militar práctico. Había que cubrir grandes espacios superando a los cristianos, que sostenían que su Santa Sofía era invencible, y yo lo hice. Gracias a la ayuda del Todopoderoso y al favor del sultán conseguí construir para la mezquita de Selim una cúpula que supera a la de Santa Sofía en cuatro zira de diámetro y seis de altura. Aparte del desafío técnico, pienso que nada es comunicable por el arte de la arquitectura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una moldura y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a decorar. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos, y la belleza es una forma de consuelo. A mí me parece bello el mero espacio desnudo. Y no me faltan distracciones. Veo a los fieles rezando aquí y me siento muy orgulloso.

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A veces finjo que mi señor Solimán está vivo, que viene a visitarme y yo le muestro esta su casa y este su jardín. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en el otro patio o Bien decía yo que os gustaría la canaleta o Ahora veréis una cisterna que se llenó de arena o Ya veréis cómo la cripta se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos. No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas sus partes están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y galerías de piedra y muros y cúpulas por toda Turquía he atisbado bosques y mercaderes y caballos y el mar. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el Todopoderoso Alá; abajo, Sinán. Yo he creado esta mezquita, y otras muchas, pero ya no me acuerdo. Sigo construyendo, pero ya me queda muy poco tiempo. En uno de mis escasos descansos estoy paseando por estos jardines que serán mi tumba, junto a las de mis señores Solimán y Roxelana, que murieron hace muchos años y me dejaron solo. Sé que pronto compareceré ante mi Redentor, y por eso ya no me duele la soledad, porque sé que Él viene hacia mí. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá se apiade de mí y me lleve a un lugar sin edificios.

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Mezquita de Solimán. Estambul. En sus jardines se encuentran las tumbas de Solimán el Magnífico, de su esposa Roxelana y de su arquitecto Sinán.

Tumba de Sinán.

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FRANCESCO BORROMINI

Fecha de la muerte:

2 de agosto de 1667 Lugar de la muerte:

Roma (Italia) Tiempo vivido:

67 años, 10 meses y 5 días Causa de la muerte:

Suicidio Enterrado en:

Iglesia de San Giovanni dei Fiorentini. Roma Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Informes varios. (Lo que se cita textualmente es de quien se dice)

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Infórmase respecto a la solicitud de inhumación del cadáver del cavaliere Don Francesco Borromini, célebre y excéntrico arquitecto nacido en Bissone como Francesco Castello, y que luego decidió adoptar el apellido de su madre, y muerto en Roma por su propia mano. Trátase de dilucidar si es digno de ser enterrado en sagrado, y, más concretamente, en la iglesia de San Giovanni dei Fiorentini, de Roma, como era su deseo por yacer en ella su tío, el insigne arquitecto Don Carlo Maderno. La Santa Iglesia Católica, con indiscutible buen criterio, niega la sepultura sagrada a los suicidas, por entender que, aunque nuestro Santo Padre tiene tan infinito amor por sus criaturas que las perdona, sean cuales fueren sus pecados, con un solo punto de contrición perfecta, un suicida comete pecado mortal en el momento mismo de su muerte, por lo que es imposible que pueda ser perdonado. Sin embargo, es bien sabido que desde que el desquiciado arquitecto cometió su horrible crimen contra sí hasta que falleció pasaron muchas horas, tantas que incluso le dio tiempo a confesarse y también a escribir su versión de lo acaecido, que más adelante transcribiremos parcialmente. La confesión en su lecho de muerte es prueba que debería bastar por sí sola para alcanzar el fin perseguido, pero se ha suscitado la duda de si tal confesión existió realmente, de si, en ese caso, fue sincera, y de las circunstancias que rodearon todo aquel triste episodio. El carácter irascible, lunático y colérico del arquitecto, del que tantas pruebas tenemos todos cuantos le conocimos, ha agravado esta duda. Por todo ello hemos realizado una breve encuesta, cuyo resumen se redacta a continuación. Sabido es el temperamento de Borromini, soberbio, colérico, inestable y siempre atormentado, y numerosas pruebas podemos dar de ello. Una de las más llamativas ocurrió en el año de gracia de mil y seiscientos cincuenta y dos, cuando Su Santidad el Papa Inocencio X le 68

nombró cavaliere como premio por su magnífico trabajo en la iglesia de San Giovanni in Laterano. Tan excelso había sido su arte, tan elegante y competente su oficio, que el título no podía ser más merecido. Pero tan adusto había sido su trato, tan agrio y destemplado, que Su Santidad no soportaba verlo en persona. Así que encomendó al príncipe Camillo Pamphili, su sustituto protocolario para estos menesteres, que en su nombre le otorgara el título al interesado. Mas tanto lamentó éste su triste cometido que el Papa se apiadó de él y accedió a enviarle al arquitecto el nombramiento, con su cruz y su cadena correspondiente, por el correo privado de Virgilio Spada. De este modo vemos al cavaliere: celebrado e incluso admirado por su arte, pero evitada su compañía, temido su trato, indeseada su persona. Según el testimonio de Baldinucci, il cavaliere “fue sobrio en el comer, y vivió castamente. Estimó mucho su arte, por amor al cual no escatimó esfuerzos. [...] No quiso nunca entrometerse en tratos o intereses de los maestros de obras y con los patrones de las fábricas. [...] No fue de ningún modo vencido por el deseo de bienes”. Vemos aquí la expresión de muy loables virtudes cristianas. Vemos a un hombre entregado a su trabajo, que ejerce con pureza y con honradez. Pero si el arquitecto, según vemos, no era propenso a la avaricia, ni a la lujuria, ni a la gula, ni a la pereza, lo fue en cambio a la soberbia, a la ira y a la envidia. No hacía bueno su trabajo tanto por amor a Dios ni a su prójimo cuanto por amor a sí mismo. Y, creyéndose siempre poco considerado, sufría temibles accesos de ira. Lejos de sentirse contento por sus obras, se encontraba siempre furioso porque se le tenía más aprecio a Bernini, su rival. Esa pasión y esa guerra perpetua de su persona le llevaron a hacer sus edificios tan extravagantes. Hay gentes que dicen que tal temperamento 69

era el idóneo para que, junto con su dedicación y su honradez, pudieran alumbrarse obras tan maravillosas. Otros juzgan las tales como raras e insensatas, y al tal arquitecto como insano y disparatado, y envenenado por el tósigo del lucimiento personal. El último período de su vida fue muy triste. Veía con envidia cómo a Bernini se le daban los encargos mejores, pero fue incapaz de apreciar las virtudes de éste y de imitarlas. Antes, al contrario, se volvía más y más hosco, y aun las pocas obras que tenía las realizaba con disgusto de todos. Decidió irse de Roma a Lombardía, por ver de olvidar a Bernini y vivir en paz la vida que le quedara, realizando su arte en cosas humildes y sencillas, pero no pudo vivir mucho tiempo así. Su soberbia le comía, y le impelió a volver a Roma para tratar de triunfar sobre los más grandes. Tenía la cabeza llena de ideas cada vez más extravagantes, cuyos clientes, sensatamente, no le dejaban llevar a cabo, o no del todo, lo que le hacía enfadarse con ellos y perderlos. Así que terminó por recluirse en su casa, dibujando grandes y fantásticos edificios de su invención, que no respondían a ningún encargo real. Tal es cosa mala en un arquitecto, pues su arte ha de estar dispuesto a quien se lo encarga y, en definitiva, a dar solución a necesidades reales, para servicio de la comunidad y mayor gloria de Dios Nuestro Señor, y no complacerse en sí mismo, lo que sólo desemboca en soberbia. Según testimonio de micer Lione Pascoli, el arquitecto “tuvo otro ataque, aún más violento, de su hipocondría, que en unos días le redujo a tal estado que nadie reconocía en él a Borromini, de tan deformado que tenía el cuerpo y espantoso el rostro. Retorcía la boca en mil muecas horribles, y de vez en cuando giraba los ojos de modo espantoso, y a veces se agitaba y rugía como un león. Su sobrino consultó a médicos, preguntó a sus amigos y llamó a sacerdotes, y todos coincidieron en que no se le debía dejar solo, por que no tuviera oportunidad alguna de ahorcarse, y en que se 70

le debía hacer dormir a cualquier precio para que pudiera así calmar la mente”. Lo cierto es que tales medidas, cumplidas escrupulosamente por sus criados, tuvieron el efecto contrario. En vez de tranquilizarse, Borromini se encolerizó aún más por estar vigilado y sujeto contra su voluntad. No se le obedecía en cosa alguna, y no se le proporcionaba nada de lo que pedía, ya que él quería trabajar, y quienes le rodeaban sólo deseaban que reposara. Así fueron sus últimos días, de continuo frenesí y de rabia. Hubo de presentársele al arquitecto repetidas veces la idea de la muerte, ya fuera por su mano, ya como conclusión de su enfermedad, porque en esos días fue echando al fuego todos sus dibujos. Esto lo hizo nuevamente por soberbia y vanidad, para que nadie osara llevarlos a obra tras su muerte y construirlos desvirtuados o modificados; o, por si se ejecutaran tal cual estaban dispuestos, no fuera otro quien ostentara el mérito de su invención. El día dos de agosto, a primera hora de la mañana, se hirió gravísimamente, pero tardó varias horas en morir. Tuvo tiempo de llamar al confesor y de dictar lo ocurrido. Es cometido de este informe, como se ha dicho más arriba, conocer si ciertamente hubo tal confesión, y si el arrepentimiento fue sincero o si fue fingido sólo para conseguir el permiso de sepultura que tanto ansiaba. De la declaración que el propio Borromini dejó manuscrita extraemos lo siguiente: Estoy herido de esta forma desde las ocho y media de esta mañana, y voy a relatar el modo en que ello sucedió. Venía sintiéndome enfermo desde la fiesta de la Magdalena [22 de julio] y por causa de mi enfermedad no había salido de casa salvo el sábado y el domingo, en que había ido a San Giovanni [dei Fiorentini] para el Jubileo. La noche pasada me vino la idea de hacer mi testamento y escribirlo de mi puño y letra, y empecé a escribir aproximadamente una hora después de la cena, y seguí escribiendo con un lápiz hasta más o menos las tres de

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la madrugada. Micer Francesco Massari, mi joven criado [...], que duerme en la habitación contigua para cuidar de mí y que ya se había acostado, al ver que yo estaba todavía escribiendo y que no había apagado la luz, me llamó: “Signor Cavaliere, debería apagar la luz y dormir, pues es tarde y el doctor quiere que duerma”. Yo le repliqué que tendría que encender la lámpara de nuevo cuando despertara, y él me contestó: “Apáguela, que yo la encenderé de nuevo cuando despierte”. Y de ese modo dejé de escribir, guardé el papel en el que había escrito un poco y el lápiz con que estaba escribiendo, apagué la luz y me dormí. A eso de las cinco o las seis desperté, llamé a Francesco y le dije que encendiera la lámpara, a lo que él me contestó: “No, signor”. Y al oír esta respuesta me impacienté repentinamente y empecé a preguntarme cómo podría infligirme algún daño físico, ya que Francesco se había negado a darme luz; y en ese estado permanecí hasta más o menos las ocho y media, cuando recordé que en la habitación, en la cabecera de la cama, tenía una espada, colgada entre los cirios consagrados, y, al aumentar mi impaciencia por no tener luz, tomé la espada desesperado y, sacándola de la vaina, apoyé la empuñadura en la cama; coloqué después la punta en mi costado y caí sobre ella con tanta fuerza que penetró en mi cuerpo, atravesándolo de un lado a otro, y al caer sobre la espada caí al suelo con ella traspasándome el cuerpo, y por causa de la herida comencé a gemir. Y así entró corriendo Francesco y abrió la ventana, por la que entraba luz, y me halló tendido en el suelo, y ayudado por otros a los que había llamado me sacaron la espada del costado y me pusieron en la cama; y así es como llegué a este estado.

El criado Francesco Massari fue interrogado y vino a decir más o menos lo mismo en las partes del relato que él conocía. Veíasele muy alterado y sufriente, pues sentía que su exceso de celo había provocado la muerte de su señor. El hecho de que éste, entre otros legados, le dejara quinientas coronas, le hacía sentirse aún peor. Se hace notar que, según dice Borromini, buscó infligirse daño físico a resultas de la negativa de su criado a darle luz. Se infiere que quería hacerse daño como venganza o desquite, para que el criado sufriera la culpa en su conciencia. El legado de las quinientas coronas es pues, a nuestro

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juicio, un legado perverso que buscaba aumentar ese dolor y esa culpa. Así se lo dijimos al joven Francesco, con la intención de que, si estaba mintiendo por servir a su señor, abriera los ojos y dijera la verdad. Pero el muchacho se rebeló ante esta sugerencia y se mostró de manera insolente ante el inquisidor. Por ello fue amorosamente castigado, con dulzura pero con firmeza, como es lo propio de esta Santa Institución, y devuelto a su casa. Se fue insistiendo en que su amo se había arrepentido de lo que había hecho y le había hablado con cariño y pedido perdón. Interrogado el confesor con tacto y discreción, porque, aunque nuestro respeto por el secreto de confesión es tan estricto como ordena nuestra Santa Madre Iglesia, tal testigo es el principal de este caso y muy necesario para la encuesta, no quiso decir nada sobre aquella confesión. Le pedimos que nos dijera tan sólo si finalmente le había dado la absolución, y ni eso nos quiso decir. No consideramos necesario practicar otros métodos con él, por su dignidad y posición, y por ser esta encuesta, en definitiva, asunto de escasa importancia. Le preguntamos, con un modo amistoso y confidente, si él le enterraría en San Giovanni dei Fiorentini, a lo que, mirándonos a los ojos con gran fuerza, nos respondió que sí, sin dudarlo. Pero luego se extendió hablando de la infinita misericordia de Dios Nuestro Señor, y dijo que él incluso enterraría en sagrado a un suicida inconfeso, porque siempre es posible un punto de contrición. Tal última opinión perjudica la causa de Borromini y apunta una sombra de rebeldía en el confesor, que habrá de ser discretamente vigilado de ahora en adelante. Pero con todo ello, como conclusión, estimamos que il cavaliere Don Francesco Borromini puede ser enterrado en San Giovanni, porque tuvo tiempo de arrepentirse e incluso se confesó. Muriera en pecado mortal o absuelto no es ya de nuestra incumbencia. Muchos enterrados lo están, por 73

desgracia, en pecado mortal, sin que pueda saberlo Nuestra Santa Madre Iglesia. Tan sólo la certeza de la imposibilidad de perdón obligaría a prohibir la inhumación; no en este caso, en que cabe la posibilidad, como se viene diciendo. Así pues, es nuestra conclusión que se otorgue la licencia solicitada. Que Dios Nuestro Señor le juzgue, no nosotros.

Nota: El texto de Baldinucci está tomado de: ARGAN, Giulio Carlo, Borromini, Arnoldo Mondadori Editore, S.p.A, Milán, 1955. (Trad. cast. de Santiago Padrés Creixell, Borromini, Xarait Ediciones, Madrid, 1980, pp. 117). Los textos de Lione Pascoli y del propio Borromini están tomados de: BLUNT, Anthony, Borromini, Penguin Books Ltd., Harmondsworth, Middlesex, Inglaterra, 1979. (Trad. cast. de Fernando Villaverde, Borromini, Alianza Editorial, Madrid, 1982, pp. 259).

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Iglesia de San Giovanni dei Fiorentini, en Roma, donde está enterrado Borromini. (La tumba se encuentra tras el tercer pilar de la izquierda)

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ANTONIO SANT’ELIA

Fecha de la muerte:

10 de octubre de 1916 Lugar de la muerte:

Monfalcone (Italia) Tiempo vivido:

28 años, 5 meses y 10 días Causa de la muerte:

Acción bélica en la Primera Guerra Mundial Enterrado en:

Cimitero Maggiore, Como (Italia) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

F. T. Marinetti Manifiesto Futurista

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1.- Queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad. 2.- El valor, la audacia, la rebelión, serán elementos esenciales de nuestra obra. 3.- Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo–, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las hermosas ideas por las que se muere y el desprecio por la mujer. 4.- Afirmamos la belleza de las máquinas, la belleza de la velocidad, y la horrible fealdad de las tradiciones y del mundo cómodo y conservador. Queremos una turbina, una hélice, un émbolo, y nunca un tapete de ganchillo ni un sillón de orejas. 5.- La gran guerra europea es la ocasión de demostrar lo que queremos. Queremos cantar a las grandes muchedumbres, las marchas multicolores y polifónicas. Cantemos los astilleros incendiados, las explosiones con serpientes humeantes. Cantemos los puentes que, como gimnastas gigantes, saltan los ríos. Cantemos a quienes son capaces de construir esos puentes, y cantemos también a quienes sean capaces de destruirlos. 6.- Por ello nos alistaremos voluntarios (a nuestras madres, pobres viejas lloronas, les diremos que nos han reclutado a la fuerza) a un Batallón Ciclista, y atacaremos en bicicleta al enemigo. 7.- Lancemos sobre las ciudades este manifiesto de heroica violencia y de incendiarios incentivos; lancemos miles de copias desde los aeroplanos y desde las bicicletas; lancémoslas hasta que aneguemos con ellas la gangrena de profesores, arqueólogos y cicerones. Italia ha sido durante mucho tiempo el mercado de los chalanes. Queremos librarla de los innumerables museos que la cubren de innumerables cementerios.

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8.- Queremos ir al frente con un absurdo abrigo diseñado por nosotros mismos, largo hasta el suelo y con las solapas llenas de condecoraciones falsas, inventadas por nosotros, y que los oficiales se burlen. Porque queremos llevar el futurismo al frente y aterrorizar a nuestros enemigos con nuestro temible aspecto, atacándoles ferozmente en bici. 9.- Los futuristas Boccioni, Bucci, Buggelli, Erba, Funi, Marinetti, Piatti, Sant’Elia, Sironi y Russolo (tercera compañía, octavo pelotón) formaremos parte del batallón ciclista que, en su primera misión, tomará el Dosso Casina. La lucha es un gran placer, y el futurismo es el orgullo de los italianos. 10.- Seremos recompensados con el grado de subteniente y con un permiso en el que nos aburriremos horriblemente, deseando volver al frente (aunque ahora con un poco de miedo, después de conocer el poderío exacto de las bicicletas). Volveremos cada uno de nosotros a un destino distinto, como apóstoles del futurismo extendiendo nuestra fe por doquier, como gotas de colorante concentrado que se diluyen en sendos vasos de agua. No volveremos a vernos. 11.- Nos presentaremos en el frente con nuestro abrigo retocado, pues hemos sido premiados. Le añadiremos galones, chorreras y bandas de colores. Los oficiales se reirán aún más, pero el futurismo triunfará. 12.- El futurismo triunfará siempre, y el general Napoleone Fochetti, que, como comandante del batallón, es el oficial que más se ha burlado de nosotros, nos encargará un cementerio de campaña. ¡Noble encargo! ¡El cementerio de la Brigada Arezzo, en Monfalcone! Cantaremos el heroísmo de los caídos, y ordenaremos el esquema según la jerarquía militar. Los oficiales más altos, los que tanto se burlan del abrigo, serán enterrados en el puesto de honor. El general ve el proyecto y lo aprueba. Los oficiales ven el proyecto y lo aprueban. Son valientes: no se asustan ni se entristecen al 78

ver sus tumbas. Al contrario, están deseosos de ocuparlas porque ése, que siempre ha sido el mayor honor de un militar, lo es ahora de cualquier italiano. 13.- La nueva arquitectura futurista es urgente, rápida, y por ello las obras del cementerio empiezan inmediatamente. 14.- La arquitectura futurista ama lo móvil y lo efímero. 15.- El futurismo canta la energía, el vigor, la fuerza y la vida, pero no la vida plácida, sino valiente y jugándose siempre con la muerte. El futurismo desprecia los museos como cementerios y, sin embargo, hasta ahora la arquitectura futurista, encarnada aún por un solo arquitecto, sólo ha tenido relación con los cementerios. La arquitectura futurista, muy ocupada en dibujos ideales de ciudades nuevas, de aeropuertos y fábricas y centrales eléctricas, y de edificios con los ascensores por fuera, construir, construir, lo que se dice construir, sólo ha construido una tumba para el padre de ese único arquitecto, y este cementerio. (Fue proyectada otra tumba, que no fue construida, y el arquitecto construyó anteriormente alguna casita y alguna entidad bancaria, no futuristas). 16.- El arquitecto futurista siempre plantará cara al enemigo, y será malherido por una bala el día seis de julio de mil novecientos dieciséis. Herido y todo, dirigirá el batallón y conseguirá salvar el tipo. Será condecorado con la medalla de plata y ascendido a teniente. 17.- La arquitectura futurista se dividirá entonces entre supervisar las obras del cementerio y luchar en el frente. El cementerio está en Monfalcone, y el frente está en Monfalcone. Es desesperante estar a las puertas de Monfalcone y no conquistarlo; y, mientras tanto, acostumbrarse a permanecer acampados fuera del objetivo y construir un cementerio en el que enterrar los cadáveres de las distintas oleadas de italianos que se estrellan contra Monfalcone. ¡Ah, no! ¡Monfalcone ha de ser nuestro!

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18.- El diez de octubre de 1916 la arquitectura futurista acometerá con su bicicleta, a la cabeza de su batallón, el bastión de Monfalcone, y será destruida por un trozo de metralla en la cabeza. 19.- La arquitectura futurista ama las chimeneas de las fábricas, pero odia las chimeneas de las casas. Las primeras son eficaces, productivas, potentes, las segundas son decorativas, bonitas, acogedoras. La arquitectura futurista, muerta en combate, formará parte de la primera hornada que ocupe el cementerio de batalla de la Brigada Arezzo, en Monfalcone. 20.- Así terminará la arquitectura futurista. El primer arquitecto futurista será el único. No hay más. (La arquitectura futurista ama lo móvil y lo efímero). 21.- El 23 de octubre de 1921, los restos del arquitecto futurista serán exhumados del ya inútil cementerio de campaña y finalmente enterrados en el cementerio mayor de Como. El cementerio de campaña es eliminado. Con esto se borra del mundo el único residuo de arquitectura futurista que quedaba. (La arquitectura futurista ama lo móvil y lo efímero). 22.- El poeta Marinetti, líder del futurismo, que saldrá vivo de la contienda y durará vivo muchos años más, se unirá al fascismo a su debido tiempo. 23.- De la tumba proyectada para Luigi Comasco Sant’Elia, el padre del padre de la arquitectura futurista, no quedarán ni las trazas. Así es la arquitectura futurista. (La arquitectura futurista ama lo móvil y lo efímero). ¡Muerte a la inmovilidad! ¡Muerte a la rutina! ¡Muerte a los restos del pasado! ¡Muerte a la muerte!

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Amigos futuristas en el frente: Filippo Tommaso Marinetti, Umberto Boccioni, Antonio Sant’Elia y Mario Sironi. (Y otro más, sin identificar). Cartel del XI Batallón Ciclista.

Dos diseños de Antonio Sant’Elia para la tumba de su padre, Luigi, en el Cementerio Mayor de Como. No quedan ni las trazas de esa tumba. (Antonio está enterrado en ese mismo cementerio).

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LOUIS HENRI SULLIVAN

Fecha de la muerte:

14 de abril de 1924 Lugar de la muerte:

Chicago (EE.UU.) Tiempo vivido:

67 años, 7 meses y 11 días Causa de la muerte:

Insuficiencia cardíaca Enterrado en:

Graceland Cementery. Chicago Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Francis Scott Fitzgerald. Suave es la noche

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El hotel Warner era un pobre edificio, pequeño y oscuro, en la Cottage Grove Avenue de Chicago. Olía a humedad y a berzas cocidas, y de vez en cuando también venía una tufarada de orín de gato. En otros tiempos había sido un pequeño hotel familiar sin ningún encanto, pero ahora era apenas una pensión. Se nutría de un grupo de huéspedes fijos, y completaba sus ingresos con clientes esporádicos que venían con conquistas de una noche, o con muchachos asustados que permanecían ocultos en su habitación dos o tres días sin ver a nadie y después se marchaban para no volver a aparecer más. Los huéspedes del hotel Warner eran piezas defectuosas, obsoletas o fallidas; gente sacada del flujo de la vida y aparcada allí. Ahora era de noche, y la calle no estaba muy bien iluminada, como tampoco el portal del hotel. Por la calle venía un hombre pequeño y delgado, caminando torpemente y trastabillando, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse derecho y digno. La bien anudada corbata le oprimía el cuello y no le dejaba respirar a gusto, pero no se la aflojaba. Iba jadeando con resignación y seriedad; estaba bebido, pero no por ello relajaba sus modales inflexibles. Todas las noches volvía borracho, pero jamás llevaba un botón desabrochado ni un gemelo suelto. Pasaba casi todo el día en el Cliff–Dwellers Club, un sitio elegante para artistas, en el que había algunos socios que aún le respetaban y le apreciaban, y que habían logrado que le nombraran socio vitalicio. Siempre estaban atentos para saldar sus cuentas del bar, por lo que tenía allí un crédito ilimitado. Permanecía anclado a uno de los sillones del club, siempre al mismo, y apenas se levantaba para acudir a saludar a algún amigo. Aunque más bien esperaba que vinieran a saludarle, y entonces recibía como un señor, 83

desplegando una hospitalidad señorial en sus dominios, que abarcaban los dos o tres sillones contiguos y la mesita baja. Cuando se movía lo hacía como en un sueño muy lento. Muchas veces, los borrachos le inspiran a la gente un curioso respeto, algo parecido al respeto que les tienen a los locos los pueblos primitivos. Respeto más que temor. Hay algo que impresiona en una persona que ha perdido toda inhibición, que es capaz de hacer cualquier cosa. Naturalmente, luego le hacemos pagar ese momento de superioridad, esa impresión momentánea que nos causa. El único fallo del Cliff–Dwellers era que allí no se podía dormir. Si hubiera estado abierto las veinticuatro horas, el hombre pequeño y delgado no habría salido jamás de sus salones, no se habría movido jamás de su sillón. En esos salones podía sobrellevar su desgracia casi aceptablemente. E incluso a veces tenía un espejismo de felicidad. Allí todavía le saludaban casi todos, y él, con los modales exquisitos del alcohólico, que son como los modales de un preso o un criado, se despedía de un conocido y, al volverse, descubría que el mejor momento del bar había pasado tan precipitadamente como había llegado. Se sentaba a comer, pero apenas probaba bocado. Se quedaba sentado ante la comida, sin verla, feliz de vivir en el pasado. La bebida hacía que los momentos felices del pasado coincidieran con el presente, como si los estuviera viviendo todavía, o incluso con el futuro, como si estuvieran a punto de producirse de nuevo. Ahora, de camino al hotel, miraba como todas las noches los edificios de Chicago, el tráfico y la tumultuosa vida, y evocaba, como todas las noches, los tiempos dorados en los que él había reinado con su socio Dankmar Adler. Ahora ya no reinaba. Ahora era sólo un viejo borracho. 84

–¿Por qué está así? –preguntaba uno de los socios novatos del club–. ¿Por qué bebe? Un veterano movía la cabeza de derecha a izquierda, declinando toda responsabilidad en el asunto. –Hoy día se ven tantos hombres brillantes que se están destruyendo a sí mismos. –¿Y cuándo no se han visto? –preguntaba otro–. Los hombres inteligentes son precisamente los que están siempre rozando el abismo porque no tienen más remedio. Algunos no lo pueden soportar y abandonan. El estudio de Adler y Sullivan había sido el más avanzado de la ciudad más avanzada del mundo. Cuando en diciembre de 1889 se inauguró el Auditorium Building, obra maestra de aquel estudio, la crema de la sociedad americana se dio cita allí. Los cuatro mil doscientos asientos estaban ocupados, y se había quedado mucha gente fuera, consternada por no haber sido invitada. Actuaron una veintena de cantantes de ópera, entre ellos la gran Adelina Patti. Tras la actuación se dio un cóctel faraónico. Adler y Sullivan brindaban con champán francés y sonreían a todos. El recién elegido vigésimo tercer presidente de la nación, Benjamin Harrison, les dio la mano afectuosamente. A Louis Sullivan, mientras le estrechaba la derecha, le tocaba el codo con la izquierda, en un cálido gesto de franca simpatía. Louis Henri Sullivan apuró su copa y la estrelló teatralmente contra la chimenea encendida. Todos aplaudieron. Disfrutó un poco más de su baño de multitud y sintió el deseo de un poco de soledad. Entonces atravesó aquel parque zoológico de abrigos y se retiró a lo alto. Se asomó desde la torre del Auditórium, donde se había reservado su despacho. La miríada de luces se perdía en la lejanía del horizonte violeta de la noche. Y él estaba en la cumbre de la ciudad, que se postraba a sus pies. 85

Se sentía el rey de la metrópoli. Lo era. Los brillantes caballeros y las elegantes damas le admiraban, admiraban esa aparente facilidad, esa elegancia de quien está tocado por los dioses. No se daban cuenta de que aquella sencillez, aquella soltura, aquella alegría tan “naturales” eran el resultado de luchas que no podían ni imaginar. No sospechaban que los dioses se habían cobrado un terrible precio por aquel pacto. Ahora regresaba a su sórdido hotel, borracho perdido, como todas las noches. Por la mañana se levantaría tarde y volvería al club tan pronto como abrieran, y se desayunaría con el primer bourbon del día. Pensaba cómo era posible haber caído tan bajo, desde tan alto. La moda arquitectónica había cambiado, y ellos, Adler y Sullivan, se habían quedado fuera. Pero ese no era el verdadero motivo. Mal que bien, él había seguido haciendo cosas que, si bien tenían mucha menos envergadura que las de sus buenos tiempos, le habrían permitido vivir con comodidad. Decididamente, el problema no era que él fuese un arquitecto muy avanzado y que Chicago hubiera caído en el clasicismo propugnado por Burnham (ese miserable) en la Exposición Colombina. El problema no era la crisis económica y arquitectónica que había obligado a disolver el estudio y que había mandado al bueno de Adler, aquel indestructible elefante, a vender ascensores. No. No era eso sólo. El verdadero problema, según creía Sullivan, era que le gustaban los muchachos. ¿Te importa que baje las cortinas? Louis Henri Sullivan, el gran artista, el arquitecto que había estudiado en L´École des Beaux Arts de París, el más elegante, el gran señor, no podía tolerarse a sí mismo su desviada afición. Así que se la negó.

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Mientras las cosas iban bien, el vértigo de la cumbre le llenaba la vida. La castidad no sólo era llevadera, sino incluso tonificante. Así se podía dedicar con todo su ser a su trabajo, a su éxito, a sus premios. Vivía para la arquitectura y era feliz sin lazos familiares ni afectivos. Así se sentía libre. Algunas veces no podía más y tenía que dar salida a sus deseos reprimidos. No era fácil. No era una pasión que pudiera canalizarse adecuadamente, limpiamente. Tenía que recurrir a intermediarios sórdidos y desfogarse en ambientes siniestros. ¿Te importa que baje las cortinas? Volvía de allí muy avergonzado y se enfrascaba de nuevo en el trabajo. El trabajo le redimía y le purificaba, y él aguantaba otra buena temporada de castidad. Pero cuando el trabajo empezó también a ensuciarse y a envilecerse con las oprobiosas tentaciones del clasicismo más kitsch, todo se vino abajo. Se demostró que toda la modernidad de Sullivan no eran más que rosetones y medallones de bronce o terracota y se vio superado y hundido por todas partes. A Sullivan no le destruyó, como siempre se ha dicho, el conservadurismo neo–académico que impuso Daniel Burnham en la Exposición Colombina de Chicago. No quedó relegado por ser moderno, porque en realidad no lo había sido nunca. En la época en que los rascacielos se diseñaban zafiamente como un apilamiento de pisos góticos o renacentistas, adornados aburridamente, Sullivan había conseguido un lenguaje brillante, expresivo, pero no había pasado de ahí. Entre muy malos maquilladores, él lo había sido muy bueno, pero era sólo eso: un maquillador. Su afortunado aforismo: “la forma sigue a la función” era el retrato de su trabajo con Adler. Éste organizaba los espacios y calculaba las 87

estructuras, y hacía cajones impresionantes, muy competentes, sólidos y coherentes. Luego actuaba Sullivan y adornaba esos cajones, que quedaban como hermosos cofres. ¿Te importa que baje las cortinas? El clasicismo que se impuso dejó a Sullivan pasado de moda, pero éste no fue capaz, como hicieron otros, de responder a aquello buscando una arquitectura de vanguardia, luchando por la verdadera modernidad. A Sullivan le rebasaron los clásicos y los modernos, por la derecha y por la izquierda, por delante y por detrás, todo al mismo tiempo, y se desinfló. Sus floripondios de hierro colado y sus diseños graciosos y vacíos eran ahora meras tonterías. Y él se vio como un arquitecto fracasado. Pero, sobre todo, ahora sí, se vio como un marica, y no pudo soportarlo. Sus obras eran de marica, su vida era de marica, su fracaso era por ser marica. Y ahora ya no se permitió volver a turbios lugares a acariciar muchachos. No; ahora no podía. Si como arquitecto brillante se lo había permitido algunas veces, ahora era impensable. Se daba asco. ¿Te importa que baje las cortinas? Empezó a beber y ya no paró. Ahora, cuando bebía pasaban cosas. El mundo, por unos momentos, volvía a ser estimulante. –El problema es que cuando no has bebido no tienes ganas de ver a nadie, y cuando has bebido nadie tiene ganas de verte. Tomaba bromuro en grandes cantidades, para inhibir su libido. Todo el bromuro, el café y el alcohol del mundo dilataron su corazón. Al expandirse el miocardio, se adelgazaron sus paredes, y la bomba cardíaca no pudo seguir trabajando mucho tiempo. En sus últimos días se reconcilió con su ya famoso discípulo Frank Lloyd Wright, y se desahogó con él, exigiéndole que luchara contra los malvados y los venciese. (Al menos eso contó Wright). 88

Aparte de algunas visitas esporádicas, sus últimos tiempos los pasó solo. Murió como un perro en la sucia cama del sucio hotel Warner, mientras dormía. Tal vez soñara. ¿Te importa que baje las cortinas? El gran Wright ni siquiera se había molestado en solicitar a los pocos amigos y protectores del maestro que le dejaran diseñar su tumba. Para él era evidente que cuando llegara el triste momento le irían a buscar. Pero no fue así: Se la encargaron al bueno de Elmslie, su ya remoto suplente, que él mismo había buscado a instancias de Sullivan, siempre temeroso de que a su lápiz favorito le pudiera pasar algo. Wright se mostró muy displicente y muy superior ante el evidente monumento funerario (un floripondio al estilo Sullivan, cómo no). Dijo unas cuantas banalidades sobre ello. Pidió la bufanda del maestro como recuerdo. No se la dieron. ¿Te importa que baje las cortinas?

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La tumba de Sullivan, en el cementerio Graceland de Chicago, diseñada por su discípulo Grant Elmslie, que fue el sucesor de Frank Lloyd Wright en el estudio de Adler y Sullivan. Se trata de un medallón que imita el estilo del maestro con su retrato en el centro.

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ANTONI GAUDÍ I CORNET

Fecha de la muerte:

10 de junio de 1926 Lugar de la muerte:

Barcelona (España) Tiempo vivido:

73 años, 11 meses y 16 días Causa de la muerte:

Atropello por tranvía Enterrado en:

Cripta de La Sagrada Familia. Barcelona Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Pedro de Ribadeneyra Flos Sanctorum (Vidas de Santos)

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Fue Antoni Gaudí tan gran artista como buen cristiano, de fortísima fe, que vivió en gran perfección de vida como caballero de Cristo, en oración perenne; pues, no haciendo en su vida sino orar y trabajar, no hizo diferencia entre una cosa y otra, y fue su trabajo alabanza constante del Señor. Dábase a la penitencia y a la contemplación del Señor, y hallábalo en cada cosa. Y así, desde las montañas más grandiosas hasta los trocitos más insignificantes de vidrio o azulejo, todo le servía para ver el negocio de Dios Nuestro Señor, y con cada materia daba forma a su oración y a su alabanza. El trabajo de Antoni estaba inmerso en lo terrenal, pues era en la pura materia en la que se ejercía, mas era tan admirable su constancia y su vocación, que ninguna cosa de la tierra le divertía de tener el corazón fijo en las del cielo. Antoni no conoció mujer, no tenía familia, no se daba a lo mundano, y no tenía más amigos que quienes lo eran en Cristo. Todo su ser, todo su tiempo y su dedicación fueron para la oración y el trabajo, que para él no eran cosas distintas, como queda dicho. Si el arquitecto se empleaba con gran fe en cualquier obra, viendo a Dios en cada cosa, qué diremos de su trabajo en el templo de la Sagrada Familia. Tanto se dedicó a él que trasladó su estudio a la cripta de la obra, y se mudó allí a trabajar y también a vivir, dedicado con todo su ser a loar a Nuestro Señor. El día siete de junio del año de mil y novecientos y veintiséis, lunes, a las cinco y media de la tarde, Antoni salió de la Sagrada Familia, como todos los días a esa hora, para recorrer andando los tres kilómetros que distaba aquélla de la iglesia de San Felipe Neri, y ver allí a su consejero

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espiritual, Don Agustí Mas. Al salir de la Sagrada Familia dio su última orden del día, que habría de ser la última de su vida: –Vicente: Mañana venid temprano, que haremos cosas muy bonitas. Siguió el mismo camino de todos los días, muy adentro de sí mismo, en oración y en contemplación de Dios Nuestro Señor. Y así bajó por la calle de Bailén, hasta llegar al cruce con la Gran Vía de les Corts Catalanes. Acababan de dar las seis de la tarde. Entonces, al cruzar, Antoni fue atropellado por el tranvía de la línea treinta. El conductor dijo que no pudo frenar a tiempo cuando un vagabundo borracho se lanzó bajo las ruedas del ingenio mecánico. ¡Cuán ciegos son quienes no contemplan a Dios! Pues a los ojos de la gente vil y pecadora fue Antoni el ciego, y sobre ciego borracho y mal vividor. Mas el verdadero ciego es quien ve a un cristiano entrado en el interior de su alma para darse más de veras a la penitencia y a la oración y lo confunde con un borracho perdido en falsas ensoñaciones. A los ojos humanos, Antoni era un viejo de barbas blancas, mal alimentado, mal vestido y peor cuidado. Tenía los calzones sujetos por alfileres imperdibles, el traje muy raído, y zapatillas viejas en vez de zapatos. Otrosí llevaba las rodillas muy vendadas y liadas a causa de la artritis. Mucha higiene no tenía su cuerpo, esa es la verdad, mas para unos ojos que supieran ver la luz, la modestia, honestidad y fervor de Antoni Gaudí tenía que haber sido una evidencia deslumbrante. ¡Cuán perdidos están quienes no tienen a Dios! Pues el conductor del tranvía se apeó, apartó el cuerpo de Antoni de la vía y siguió su camino. Dos peatones que no sucumbieron a la grima ni al espanto acudieron a socorrer a Antoni, a quien le sangraba un oído. Le registraron los bolsillos por ver de saber cómo se llamaba y dónde vivía, para avisar a su familia,

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mas Antoni no llevaba documentos; sólo unas pasas y unas nueces, y una pequeña biblia. Los dos buenos samaritanos intentaron parar un taxi, y otro, y otro más. Por cuatro veces seguidas se negaron los taxistas a detenerse, por la molestia de ensuciar de sangre los asientos y por la poca o ninguna probabilidad de cobrar la carrera. Hasta que un guardia civil, que se había unido a los dos buenos hombres, hizo valer su uniforme y su arma para detener al quinto coche. Se le ordenó al conductor que llevara a Antoni al dispensario de la Ronda de San Pedro, donde los médicos vieron que tenía costillas rotas, contusión cerebral y hemorragia del oído, y ordenaron trasladarle al Hospital Clínico. Mas el santo Antoni tuvo que sufrir aún afrentas penosísimas, causadas por las hieles del desprecio y de la falta de caridad de los circunstantes, pues el dicho traslado al Hospital Clínico fue encomendado a dos mozos pecadores que sólo pensaban en tomarse el descanso cotidiano al terminar su jornada. El Hospital Clínico estaba algo lejos, y si llevaban allí al supuesto vagabundo borracho perderían parte de su tiempo de asueto. Así que le llevaron al hospital de la Santa Cruz, que quedaba más cerca, sino que era un hospital menos aprovisionado y peor dispuesto que el otro. Aunque Antoni acudía a menudo a ese hospital para estudiar el cuerpo humano, nadie le reconoció. Se le inscribió como Antonio Sandí, pues no entendieron bien su mala letra en la biblia, y le acostaron en la cama número diecinueve de una sala común. Antoni pasó la noche sufriendo todo género de tormentos, entre sombras de consciencia y de inconsciencia, viendo en sus ensueños a los ángeles y a los santos, que le confortaban, y a la Sacratísima Virgen que le sonreía tendiéndole las manos como para llamarle a su lado. A las ocho de la tarde su amigo mosén Gil Parés le esperaba. Antoni era tan ordenado y metódico en su vida que era incomprensible su tardanza. 94

Alejado de los ruidos del mundo y de las tentaciones del siglo, su vida era tan austera y precisa que no podía pensarse en ninguna distracción que la hubiera alterado. No podía ser otra cosa sino una desgracia. Y mosén Parés buscó alarmado al arquitecto Sugranyes, por si Antoni estaba con él comentando algún problema de su obra, único motivo del que cabía imaginar una diversión del orden. Quedaron los dos perplejos y asustados, pues no podían hacer a Antoni en parte alguna, ni pensar en ninguna situación imprevista ni en ningún compromiso con nada que no fuera su fe y su obra. Así que salieron, temiendo lo peor, a buscarle por casas de socorro y hospitales. Al llegar al dispensario de la Ronda de San Pedro, les dijeron que un individuo que respondía a su descripción había sido atendido allí por un atropello de tranvía, y se le había enviado al Hospital Clínico. Fueron corriendo al Hospital Clínico, rezando y jadeando, y allí no sabían nada. Y volvieron a empezar la accidentada búsqueda. Bien entrada la noche le encontraron en la sala común del hospital de la Santa Cruz. Por la mañana recobró el conocimiento y recibió los sacramentos con fervor. La gente empezó a referir la historia, y toda Barcelona se hacía eco de cuentos confusos y contradictorios. Algunos periodistas aparecieron por el hospital, mas no les dejaron llegar hasta el arquitecto. La atención que le dispensaron en el hospital a partir de entonces cambió fuertemente. El martes por la tarde le trasladaron a una habitación individual. Allí le fueron a ver todos y cada uno de los médicos, e incluso los que se habían especializado en las enfermedades de los niños o en cuidar de las preñeces de las mujeres pasaron por su habitación. Pasaron otrosí numerosos artistas, políticos y gente de la más encumbrada nobleza, pues, a pesar de su aspecto miserable y de su poco 95

afán por las glorias mundanas, Antoni Gaudí era muy conocido, admirado y respetado por personas muy principales. Un enviado del alcalde, el barón de Vivar, le ofreció trasladarle a una clínica privada, donde habría de estar con mayor regalo de su cuerpo, mas Antoni rechazó la oferta porque, sintiéndose morir, quería hacerlo entre los pobres. Los periódicos del miércoles por la mañana contaban la horrísona historia, llena de crueldades y errores, y todos cuantos la leyeron se compadecieron del arquitecto y se mesaron los cabellos ante tamaña fatalidad. Sólo unos pocos vieron en todo ello la mano de Dios Nuestro Señor, que quería así, con esas penitencias, allanarle a Antoni el camino hacia el cielo. Pues poderoso es Él para sacar de las espinas rosas, y miel de la hiel, y de la muerte vida. Antoni permanecía en su cama, con la mano derecha asida a un crucifijo, en silencio. Tan sólo lo rompía de vez en cuando suspirando: “Jesús, Déu meu!” El jueves diez de junio, a las cinco en punto de la tarde, Antoni Gaudí entregó su alma al Señor.

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Máscara mortuoria de Antoni Gaudí, realizada por Joan Matamala

Entierro de Gaudí, el sábado 12 de junio de 1926

Tumba de Antoni Gaudí en la cripta de la Sagrada Familia, Barcelona

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CHARLES RENNIE MACKINTOSH

Fecha de la muerte:

10 de diciembre de 1928 Lugar de la muerte:

Londres (Reino Unido) Tiempo vivido:

60 años, 6 meses y 3 días Causa de la muerte:

Cáncer de lengua Enterrado en:

Incinerado en el Golders Green Crematorium. Londres (Reino Unido) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

James Joyce. Dublineses

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La tarde de agosto había caído, gris y cálida, y un aire tibio, un recuerdo del verano, recorría el puerto. Charlie tenía casi sesenta años. Su cara, de mofletes caídos, era pálida, con toques de color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía facciones elegantes, pero ajadas, nariz recta y grande, algo abotargada, frente convexa y amplia y labios finos. El ojo izquierdo siempre había sido algo más pequeño que el derecho. Ahora ambos mostraban los párpados pesados, y una mirada triste y melancólica, desencantada. Otra asimetría la constituía la oreja izquierda, con el borde superior recortado. El pelo le escaseaba ya, y se lo peinaba a raya tapándose la zona más despoblada. Se había afeitado hacía muchos años su antaño poblado y distinguido mostacho, lo que le daba a su cara un aspecto algo fofo. Estaba pintando una acuarela terrible. Utilizaba un fuerte color morado para las rocas del espigón, y un naranja chillón con fogonazos amarillos y rojos para el cielo del atardecer. El agua era gris como de plomo. Era una acuarela muy sólida, tal vez demasiado. Las acuarelas de Charlie no gustaban. Parecían demasiado duras, desaforadas. Eran realmente magníficas, pero no se vendían. Tampoco le gustaba ya a nadie su arquitectura. Desde hacía muchos años estaba pasada de moda, como él. Al principio había luchado con todas sus fuerzas, intentando recuperar la confianza de sus clientes, pero poco a poco se fue rindiendo a la evidencia. Nadie le encargaba ya ningún proyecto. Se dedicó, con Margaret, a dibujar estampados para telas, con el virtuosismo de trazo enredado art nouveau que aún era apreciado para cortinas y tapicerías, y también diseñaba sillas y mesas.

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Con ese trabajo apenas podían vivir. Los ingresos fueron disminuyendo escandalosamente. Charlie, abandonado y olvidado por los que antaño le admiraban, empezó a beber. Al principio, el whisky era como un cálido compañero de fatigas, un confidente sabio y tranquilo. Pero en seguida se convirtió en un exigente socio. Margaret se enfadaba con él, y le rogaba que bebiera menos, pero él siempre le contestaba con una mueca ladeada: –Vamos, querida, si me vieras sobrio en algún momento, oblígame a tomarme un vasito, que sabes que lo necesito. Margaret y Charlie abandonaron Glasgow y se fueron a Walberswick, un pueblo en la costa de Suffolk donde un grupo de artistas había formado una colonia. Allí fueron casi felices, pintando flores y haciendo planes para viajar a Austria. En Austria les querían; allí su estilo no se había pasado de moda, y los secesionistas vieneses les recibirían con los brazos abiertos. Pero comenzó la Gran Guerra, y todas sus ilusiones se desmoronaron. Al terminar la guerra, Charlie y Margaret se instalaron en dos habitaciones alquiladas en Londres, en el barrio de Chelsea. Consiguieron sobrevivir gracias a encargos esporádicos de muebles. También realizaron decorados para unos vecinos actores, que les encargaron, por fin, un teatro y unas viviendas para una comuna de actores. Trabajaron denodadamente, pero todo quedó en nada. La decepción fue terrible y definitiva. Charlie se dedicó a beber whisky, a diseñar estampados y a pintar acuarelas. De estas tres ocupaciones sólo la segunda le reportaba algún dinero.

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En el año 1923 la pareja se embarcó hacia el sur de Francia, a vivir del sol mediterráneo y a dejarse morir en él. En Port Vendres Charlie se dedicó ya sólo a las acuarelas y al whisky. Aquel atardecer de finales de agosto, un fuerte escozor en la base de la lengua, junto a la garganta, le hizo recoger antes. No le dio mucha importancia, pero se quedó sin ganas de seguir pintando. Pasó por la taberna y se tomó un par de vasitos, para calentar y humedecer la boca. Luego se fue a casa. Se reía con ganas de un cuento que le habían contado en la taberna, al tiempo que se frotaba un ojo con los nudillos del puño izquierdo. –Hola, Charlie. Pareces contento. Charlie dio las buenas noches a su mujer de una manera que pareció desdeñosa a causa del tono habitual de su voz, y luego cruzó el cuarto con paso vacilante, volvió a encender su pipa y empezó a contar el cuento de la taberna. “No se le ve muy mal”, pensó Margaret. “Ni se le nota apenas”. Ella era una mujer menuda, pero muy fuerte. Llevaba el pelo gris abombado como la melena de un león; y gris también, con sombras oscuras, era su redonda cara. No era alta, pero era robusta y caminaba muy erguida. Los ojos eran pequeños y muy vivos, la nariz recta y respingona, de aletas dilatadas, y los labios gruesos y reidores. Charlie se llevó la mano a la garganta y se frotó para darse calor. –Me duele. Estaba pintando en el puerto y me ha dado un... Debe ser un enfriamiento. –A ver. Abre la boca. Charlie lo hizo, y emitió un olor muy agradable a whisky templado. –Sí. Parece que lo tienes un poco irritado. Te daré un buen vaso de leche caliente para entonarte.

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Charlie aceptó el vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras que su mano derecha se encargaba de ajustar sus ropas mecánicamente. Siguió contándole el cuento a su mujer, y estalló, antes de llegar al momento culminante, en una explosión de carcajadas bronquiales, y dejando a un lado el vaso sin haberlo probado, empezó a frotarse los nudillos de su mano izquierda sobre un ojo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía el ataque de risa. –A ver qué has pintado. –Mira. Estoy contento. Creo que me ha quedado muy bien. Quizá debería haber trabajado un poco más esa zona. –No, no. Así está muy bien. El médico de Port Vendres pareció preocupado y le aconsejó volver a Londres una temporada, a que le miraran allí. Aunque no tenían dinero, un antiguo cliente le consiguió consulta con una eminencia de la City. El médico era un hombre joven, más bien alto y robusto. El color encarnado de sus mejillas le llegaba a la frente, donde se regaba en parches rojizos y sin forma; y en su cara desnuda brillaban sin cesar los lentes y los aros de oro de los espejuelos que amparaban sus ojos inquietos y delicados. Llevaba el brillante pelo negro partido al medio y peinado hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo de la estría que le dejaba marcada el sombrero. Se entretenía jugando con un cortaplumas, sin atreverse a mirar a Charlie ni a Margaret. Al final hizo una fuerte aspiración y se dirigió al paciente, pero mirando a su esposa. –Me temo que tiene usted un tumor muy avanzado. –¿Cáncer?

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–Sí. Tiene afectada la zona posterior de la lengua. ¿Es usted bebedor? –Sí. –¿Fumador? –Sí. ¿Cuánto tiempo me queda de vida? Ella dormía profundamente. Charlie, apoyado en un codo, miró por un rato su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. Ella era una verdadera artista, muy superior a él, y se había sacrificado y colocado a su sombra, en un segundo plano tras el importante arquitecto. Apenas le dolía ahora pensar en el papel que él, su marido, había desempeñado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido su vida si no le hubiera conocido, recordaba el tiempo de su primera belleza lozana, y una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. Había sido el amor de su vida. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara ya no era la cara por la que él había desfallecido de amor. ¡Pobre Margaret! Ella también sería muy pronto una sombra junto a la suya. Sus escasos amigos se reunirían en esta misma sala o en una como ésta, los negros sombreros sobre las rodillas, las cortinas bajas, llorando y contándose de qué manera había muerto. Buscarían en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontrarían más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurriría muy pronto. El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Tenían que haber muerto entonces, en los gloriosos

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buenos tiempos. Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. Lágrimas generosas colmaron los ojos de Charlie. Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose. Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda la isla. Caía nieve en cada zona de las planicies y las montañas, de la costa y del interior, desde las tierras altas de su Escocia natal hasta los valles del sur de Inglaterra, y también sobre el macizo galés. Caía así en todos los desolados cementerios donde yacían sus antepasados, muertos. Reposaba, espesa, al azar, sobre las cruces corvas y sobre las losas, sobre las lanzas de las cancelas y sobre las espinas yermas. Su alma caía lentamente en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.

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(Después de muchos esfuerzos y pesquisas, unos arquitectos vieneses consiguieron por fin la dirección de Charles Rennie Mackintosh, el gran arquitecto escocés que tanto había influido en la arquitectura vienesa, y a quien tanto admiraban. Le escribieron sin dilación para invitarle a Viena, que se había recuperado de la depresión post-bélica y en donde había tanto por construir. Cuando llegó la carta, Charlie había muerto en un asilo hacía unos meses).

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Placa conmemorativa

Golders Green Crematorium. Londres

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JOSÉ MANUEL AIZPÚRUA Y AZQUETA

Fecha de la muerte:

6 de septiembre de 1936 Lugar de la muerte:

San Sebastián (España) Tiempo vivido:

33 años, 8 meses y 7 días Causa de la muerte:

Fusilamiento Enterrado en:

Cementerio de Polloe. San Sebastián (España) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Camilo José Cela San Camilo, 1936

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En la celda uno no tiene espejo en el que verse y tutearse incluso con confianza, un espejo cuya luna seguramente no sería de buena calidad y la imagen que devolviera enseñaría las facciones amargas y desencajadas, pálidas y como de haber dormido mal, a lo mejor lo que podría suceder es que devolviera la atónita faz de un muerto todavía enmascarada con la careta del miedo a la muerte, es probable que tú estés muerto y no lo sepas, los muertos también ignoran que lo están, ignoran absolutamente todo. Se hacen examen de conciencia y nada se aclara, no, tú no eres Napoleón Bonaparte, tampoco eres el rey Cirilo de Inglaterra a quien asesinaron sus cortesanos metiéndole plomo derretido por el trasero igual que a un mono maricón, tú eres un chico brillante inteligente y culto, amigo de otros chicos brillantes inteligentes y cultos como Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera, no eres maricón aunque muchos lo digan, tú eres un pobre hombre, a lo mejor un héroe, quién sabe, con la sesera llena de ideas grandiosas y heroicas, de ideas redentoras y que no conducen a lado alguno, para ser héroe hay que ser humilde y sobre todo no saberlo, a lo mejor sí que eres un héroe después de todo, no, tú no vas a ir a los Juegos Olímpicos de Berlín, qué lastima, te has quedado a un punto de clasificarte y por eso te han detenido y te van a matar, no, tú no crees que vayan a ser capaces, y eso que ya hace dos años mataron en tus propias narices a tu amigo Manuel Carrión, en la misma puerta de tu estudio de la calle Prim treinta y dos. Entonces te diste cuenta de que la cosa iba en serio, te quedaste conmocionado y te dio la impresión de que hasta ese momento no habíais sido nada más que un grupo de señoritos ingeniosos e irresponsables, tú te libraste esa vez, y también otra, cuando te pusieron una bomba en ese mismo estudio de la calle Prim, salió todo por los aires, adiós los dibujos y las maquetas para consternación de los futuros estudiosos de la arquitectura moderna. A tu amigo Federico ya le han fusilado, pero tú no 108

lo sabes, le han matado los tuyos el día dieciséis de agosto, y a ti te van a fusilar los suyos veintiún días después, el seis de septiembre, no, no son los vuestros, ésos no son vuestros ni tienen nada que ver con vosotros, vosotros erais dos jovencitos brillantes, geniales, tontos, que no sabíais más que reíros, sobre todo Federico porque tú sí que te apuntaste al macabro baile de máscaras creyendo que era un juego, una broma, pero en el fondo lo sabías aunque no quisieras saberlo, aunque te taparas los atónitos oídos del alma y los del entendimiento, también conoces a Picasso y a Juan Gris que pintan bodegones como de lado y a los poetas esos raros que hacen versos que no pegan, eres un artista de vanguardia, y has fundado el grupo GU y la Sociedad de Artistas Ibéricos, y el Club Euzko-Pizkunde, para algunas cosas eres muy nacionalista vasco y para otras muy de izquierdas, te gusta el jazz y al mismo tiempo te derrites con el cara al sol y las ideas firmes y redentoras y estás en la Junta Nacional de Falange desde el año treinta y cuatro, que fuiste Delegado Nacional de Prensa y Propaganda desde entonces hasta marzo de este año. Porque tú no podías ni imaginar la que se iba a liar, aunque tal vez sí, en el fondo sí, te gustaba la discusión, la polémica intelectual y el juego de ingenio pero no pensabas, tal vez sí, que se estaba cociendo un guiso envenenado con pez negra con peste bubónica con matarratas con toxina botulínica con vómitos de huérfanos impúberes y de viejas cancerosas, da lo mismo, y con discursos con muchísimos discursos incendiarios, tú no eres Rasputín, tampoco César Borgia, tú eres carne de catequesis, carne de mitin, carne de consigna, carne de horca, tú eres un hombre al que le brilla una estrellita en la frente, y por eso te la tienen que apagar, los hombres que sois carne de horca soléis tener bastante aplomo, la historia da mucha confianza. Tú eres el mayor de ocho hermanos de una familia bien y estás acostumbrado a tirar del carro y a salir siempre adelante. A ti no te remuerde la conciencia porque tienes poca memoria y casi ningún dolor, a veces dices que tienes mucha memoria y 109

mucho dolor, memoria de elefante o de piedra volcánica, dolor de hiena, dolor de viejo piano usado por tres generaciones de ciegos. El quince de julio del treinta y seis, tres días antes del día de San Camilo de Lelis, celestial patrono de los hospitales, tu amigo Fernando García Mercadal se quedó de piedra, lo que se dice de piedra, viéndote conducir un despampanante automóvil amarillo por toda la Gran Vía de Madrid, con la que estaba cayendo. Te llamó, te invitó a comer a su casa e hizo lo posible por que recapitularas y disimularas, te dijo con mucho juicio que estaba todo muy revuelto, y te pidió que te quedaras unos días con él, tienes que recapitular, sobre todo recapitular, y disimular mucho, eres carne de cárcel, carne de horca, carne de paredón. Al anochecer, los paredones de los cementerios son muy hospitalarios, muy silenciosos y acogedores para el refocilamiento verriondo de los amantes con todas sus enternecedoras cochinadas, pero al amanecer no, al amanecer para lo que sirven es para fusilar con rapidez, incluso con alivio. No te vuelvas a San Sebastián en ese cochazo amarillo, José Manuel, no te vayas así que la vamos a liar, Josecho, pero tú ni caso, y en cuanto entraste en tu Donostia te trincaron. A los actores no les gusta el color amarillo, y a las actrices menos, dicen que trae mal fario, es por lo de Jean-Baptiste Poquelin, llamado Molière, tú no eres Molière, ni Shakespeare, ni siquiera eres Bertold Brecht, por decir algo, o Ionesco, no, tú eres un deportista, un regatista inscrito en la StarClass desde el año treinta y uno con tu barco el Huevo Mol que os valió de mote para ti y tus hermanos qué risa los Huevomol, no, tú no eres Cristóbal Colón, aunque te pareces un poco a lo mejor es por el huevo, tuviste otros barcos, eres un niño bien, un pollo pera, tuviste un Monotipe Minime de la Mer (las tres emes) importado de El Havre al que llamaste Euzkadi, y más tarde el Izarra, menudo barco, con el que ganaste el European Silver Star en el año treinta y dos, sí, eres un ganador, un arquitecto brillante y un lobo de mar, también esquías montas a caballo viajas y haces fotografías, eres 110

muy moderno, qué pena que te haya tocado esta guerra y que te hayas apuntado al bando de los vencedores, aunque tú no sabes nada porque esto acaba de empezar. En el invierno del treinta y cuatro un temporal te destrozó el Izarra, pero no importa, en Francia te construyeron otro, un barco a la medida con detalles diseñados por ti qué bonito y qué bella es la vida qué excitante ser tan inteligente tan acariciado por los dioses y tan inocente, el arquitecto con la más auténtica vocación moderna y vanguardista, la esperanza internacional de toda la arquitectura española, qué responsabilidad, qué papeleta. En el verano del treinta y seis te presentaste a las pruebas de clasificación para los Juegos Olímpicos de Berlín, pero te quedaste a un punto a un solo punto, fue una pena, por ese punto te mataron. Si hubieras regateado en los Juegos Olímpicos no te habrían cogido, por las fechas. Habrías vuelto a España con San Sebastián ya tomado por los tuyos, y no te habría pasado nada. Ahora estás encerrado, esperando no sabes qué, todos queremos representar nuestro papel, pero tú no sabes cuál es tu papel, no importa, todo vendrá solo, piensa en el rey Cirilo de Inglaterra que ya sabes cómo murió y disponte de nuevo al latigazo de la carne, no, tú no eres el rey Cirilo, eres carne de catequesis fascinado y transido porque un curita joven te confesaba paseando y de daba la comunión con un gesto sencillo y trascendental, tú siempre has sido muy comulgón, tampoco eres marica aunque alguien lo haya dicho y lo vayan a seguir diciendo, tú eres un enamorado platónico, sin estrenar porque esperas algo sublime de las mujeres, tú estuviste siempre enamorado platónicamente de Carmen Gortázar, pero ni se te ocurrió decírselo, ella no supo nada y se casó con tu amigo Javier Pradera, a lo mejor te habría dicho que sí, quién sabe, pero, claro, Carmen no es adivina, no podía saberlo, ahora ya no importa nada, porque te van a fusilar con otros muchos, entre ellos con tu amigo Javier Pradera, que va a morir contigo, qué gracia, mueres y Carmen se queda viuda a la vez, no deja de 111

ser un consuelo. No, tú no eres maricón aunque te va a dar igual tampoco te van a meter plomo derretido por el culo, tú eres un hombre íntegro, de los pocos que quedan ya incapaces de matar a cambio de una sonrisa del que manda, de ahorcar al hermano por miedo a que pueda pensarse que tienes miedo, tú no tienes miedo, y si tuvieras un espejo te mirarías en él con mucha naturalidad, sin hacer muecas, sin disfrazar tu cara de cara de otro de cara de chino de cara de caimán de cara de muerto, ahora te acuerdas de la casa de fieras de Madrid que nunca te gustó, los demás iban incluso con entusiasmo, pero tú sentías una infinita ternura y un asco indescriptible por aquellos sucios prisioneros, los animales de la casa de fieras son como presos mustios y resignados, igual que presos enfermos y sin mayores esperanzas, como vosotros ahora, el león tiene una nube en un ojo y calvas en la melena, el camello está lleno de mataduras, parece como si le arrearan palos y pedradas cuando se va la gente, el lobo se pasa el tiempo tumbado en un rincón mirando de reojo, el tigre tiene el espinazo hundido como las mulas viejas, no, tú no te sientes así, tú sí tienes esperanzas y hasta quieres trabajar: “He escrito a mi delineante para que se ponga al habla con Eugenio y me traigan aquí papel, lápices y unos proyectos para ver si trabajo algo aquí. [...] No puedo vivir sin hacer algo práctico”, pero ni tu primo Eugenio Aguinaga va a conseguir que te llegue el material ni tú vas a tener tiempo porque te van a fusilar a los cuatro días, tú te crees que hasta puedes dibujar tus edificios en la cárcel, tan a gusto, como si no pasara nada, tú no te crees que te van a matar, como tampoco lo creen el león y el camello, ni siquiera lo cree el tigre de espinazo hundido, no, tú no eres San Pablo ni Búfalo Bill, es peor morir que estar ya muerto para siempre y sepultado en el vasto desierto de la paz. Los infelices que te van a fusilar son unos piernas, carne de prostíbulo, carne de cañón, son el soldado desconocido, hombres del montón un poco por debajo de la mitad del montón que no sirven para mucho pero sí para algo, aunque sólo sea para 112

apretar el gatillo, todos servimos para algo lo que pasa es que no solemos saberlo, los audaces no sirven para más que los que no lo son pero en cambio lo saben y van derechos como centellas y sin mirar a un lado ni a otro, así se ganan las batallas, así se pierden las batallas, todo está manga por hombro y muy revuelto, es fácil convertir a un mozo en asesino, también es fácil hacer de él un buen torturador, un buen esbirro, un exaltado peón del pelotón de fusilamiento, basta con que alguien más fuerte sepa sonreírle a tiempo como induciéndole a sentirse maduro (o histórico o mesiánico, es igual), conviene vaciarle antes la cabeza por el agujero que hace el picorcillo, que es como una moneda. Tú no eres el Cid Campeador ni falta que te hace, tampoco eres el rey Cirilo de Inglaterra que encontraba solución para todo hasta que la suerte le volvió la espalda y lo mataron sus mismos caballeros, tú eres falangista pero te gusta el cubismo y los versos esos que no pegan, allá tú, has querido ser amigo de muchos artistas de izquierdas pero al final la política os ha asesinado a todos incluso a los supervivientes, las ideas que todos tenéis tan claras, la patria el honor la dignidad la solidaridad todas esas huecas palabras tan hermosas. El odio es como el arsénico, eso, igual que el arsénico y también como un lamento contenido, no odia el que desprecia sino el que envidia, el cantar en voz alta puede ser un buen antídoto del odio. Al amanecer del día seis de septiembre de mil novecientos treinta y seis os sacan a unos cuantos a empujones y os llevan ante la tapia del cementerio de Polloe, es un amanecer muy hermoso que promete un bello domingo de verano pero vosotros no vais a verlo, Javier Pradera, tú y los demás no vais a ver ya nada. Tú no eres Napoleón Bonaparte, ni Julio César, ni San Pablo, nadie es Napoleón Bonaparte, ni Julio César, ni San Pablo, tampoco eres el rey Cirilo de Inglaterra, casi nadie es el rey Cirilo de Inglaterra, el triste rey Cirilo que trabajaba de espaldas y a quien sus servidores, sus asesinos, mordían en la nuca como si fuera un puercoespín. A lo lejos se oyen los 113

claros clarines de los vuestros, claro que no se oyen es una licencia poética una figura retórica, en realidad no se oye nada porque no van a entrar triunfantes en San Sebastián hasta dentro de una semana justa, hasta el domingo que viene, a ti te gustaría que te dejaran decir unas palabras o dar un grito gallardo pero está todo muy confuso y nadie se entera de nada, sólo te da tiempo de darle tu medalla a un miliciano y pedirle que se la haga llegar a tu madre, él te dice que lo hará, estáis todos desorientados junto a la tapia del cementerio de Polloe nadie llora nadie grita nadie pide perdón ni dice que se arrepiente nadie se retuerce en ridículos gestos nadie suplica ni hipa ni moquea ni insulta ni escupe ni amenaza ni blasfema, no es que seáis todos unos valientes a lo mejor sí lo sois, es que os sentís irreales y no se os ocurre nada, hay unos tiros destartalados y tú estás muerto para siempre. Se acabó, pero no es el fin del mundo, ni mucho menos, esto no es sino una purga del mundo, una purga preventiva y sangrienta pero no apocalíptica, el fin del mundo se anunciará con signos muy claros e inequívocos, por ahora ningún signo se advierte, incluso el miliciano le lleva la medalla a tu madre unos días después, a mediados de mes con San Sebastián ya en manos de los tuyos, señora esta medalla es de su hijo lo siento mucho pero me tengo que marchar corriendo, no, no se advierten los signos definitivos, podemos irnos a dormir tranquilos, debe ser ya muy tarde, te aseguro que importa menos el sufrimiento que la conducta, vayámonos a dormir, debe ser ya muy tarde y el corazón se fatiga de tanta necedad.

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Monumento diseñado por Felipe López-Delgado a requerimiento de Juan Daniel Fullaondo para el número 40 de la revista Nueva Forma, mayo de 1969, monográfico dedicado a José Manuel Aizpúrua.

Entrada de los nacionales en San Sebastián, el domingo 13 de septiembre de 1936, justo una semana después de la muerte de José Manuel Aizpúrua.

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JOSEP TORRES CLAVÉ

Fecha de la muerte:

12 de enero de 1939 Lugar de la muerte:

Els Omellons (Lérida) Tiempo vivido:

32 años, 4 meses y 12 días Causa de la muerte:

Metralla por bombardeo del enemigo (aviación italiana). Enterrado en:

No lo sé. Seguramente en Barcelona. Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Ernest Hemingway Bajo la colina 116

Volvíamos en medio del frío del día, bajo la nevisca que soplaba, con la boca seca, las narices tapadas y el pesado cargamento, desde la batalla hacia la larga colina donde acampaba la reserva de las tropas españolas. Me senté, apoyando mi espalda contra la trinchera poco profunda y con la nuca sobre la tierra, a salvo ahora hasta de las balas perdidas, y observé lo que yacía a nuestros pies en la hondonada. Allí estaba la reserva de tanques, cubiertos con ramas arrancadas de los olivares. Hacia la izquierda, los autos de los jefes embadurnados de barro y cubiertos de ramas, y en el medio una larga fila de hombres portando camillas vueltas del revés a través de la hondonada hasta donde, en la llanura al pie de la colina, las ambulancias se encontraban cargando. Els Omellons había sido hasta entonces lugar seguro, en segunda línea, pero ahora los fascistas acababan de tomar Les Borges Blanques y venían hacia aquí, en su marcha hacia Barcelona. Como siempre, nuestra artillería era escasa. Sólo había cuatro baterías allí abajo, cuando debía haber habido cuarenta, y solamente hacían fuego de a dos por vez. –¿Son ustedes rusos? –me preguntó un soldado español. –No, norteamericanos –dije–. ¿Puedes darme un poco de agua? –Sí, camarada. –Me alcanzó una cantimplora de cuero de cerdo. Las tropas estaban desparramadas a lo largo de esta línea bajo la cima de la colina, amontonadas en grupos que comían, bebían y hablaban, o simplemente permanecían sentados en silencio, aguardando. Ambos bebimos. El agua tenía gusto a asfalto y a pelos de cerdo, pero estaba muy fría y así se disimulaba su mal sabor. –Mejor es el vino –dijo el soldado–. Voy a buscar vino. –Sí, pero para la sed, agua. –No hay sed como la sed de la batalla. 117

–Eso es miedo –dijo otro soldado–. La sed es miedo. Era un frío día de enero del año treinta y nueve, y el viento soplaba con furia de modo que cada mula que subía por la colina formaba una nube de vaho y un remolino de partículas de nieve que chocaban contra su cuerpo. Yo estaba extrañamente tranquilo, seguro de que no me matarían precisamente ese día, dado que habíamos cumplido bien nuestra tarea por la mañana, y porque dos veces debimos morir y eso no ocurrió; y esto me había dado confianza. –¿Estás seguro de que ustedes no son rusos? –preguntó un soldado–. Hay rusos hoy aquí. –Rusos no sé –dijo otro–, pero los que sí están hoy por aquí son los ingenieros. Viene un arquitecto muy famoso. –¿Sabes cómo se llama? –pregunté. Me vendría bien para tener un artículo de relleno. A pesar de estar en pleno frente, había días en los que no tenía nada nuevo que contar, en los que todo era una repetición, y para esos momentos era bueno tener en la recámara una entrevista con un personaje importante. –Ni idea, ruso. –Soy americano. –Lo que seas. Pregúntale al capitán Alguacil. El capitán Alguacil me explicó que el arquitecto se llamaba Torres Clavé, que era un vanguardista miembro del GATEPAC y amigo de Le Corbusier. Su nombre no me sonaba, aunque sí los de algunos compañeros suyos del GATEPAC, y por supuesto también el del famoso francés. Josep Torres Clavé había sido siempre de izquierdas, y al empezar la guerra dejó definitivamente las glorias de la arquitectura y sus éxitos para concentrarse en su faceta política. En julio del treinta y seis participó muy activamente en la creación del Sindicat d’Arquitectes de Catalunya 118

(S.A.C.), tanto que en su primera asamblea, en agosto, fue nombrado Secretario General. Ya sólo había un arquitecto en Cataluña, el S.A.C., que recibía todos los encargos y los distribuía equitativamente entre los afiliados. También en el treinta y seis fue nombrado Comisario Delegado de la Generalitat en la Escuela de Arquitectura, con todas las atribuciones. Cesó a todos los catedráticos y cambió el plan de estudios para hacer nuevos arquitectos al servicio de la sociedad. –Los arquitectos iban a dejar su elitismo para ser obreros, como todos los demás. La sacrosanta “arquitectura artística” había muerto. Nacía la “arquitectura social”. En los años treinta y siete y treinta y ocho participó en el Decreto de Municipalización de la Vivienda y en la Colectivización de la Industria de la Construcción. Era miembro de todas las comisiones, organizaba las agrupaciones, los sindicatos y los planes de estudios, viajaba por toda Europa para hacer propaganda de la arquitectura colectivizada en la lucha antifascista. Daba conferencias, organizaba ponencias, lanzaba eslóganes y manifiestos y aún tenía humor para preparar con Joan Prats, los dos solos, los cuatro últimos números de la revista AC (Arquitectura Contemporánea), que habían quedado inéditos. No dormía nunca, y apenas iba por su casa. Hacía seis años que se había casado, y tenía un hijo pequeño. Su esposa no le recriminaba nada: Compartía su entusiasmo por la causa y estaba muy orgullosa de él. –Lo conoce usted a fondo, mi capitán. –Bastante. Yo estuve a punto de ser arquitecto. Hace tiempo que ese hombre me interesa, como arquitecto y como revolucionario. –Usted le admira. –Sin duda. Es verdaderamente admirable. 119

Con la información que me acababa de proporcionar el capitán Alguacil, y que había apuntado apresuradamente en mi libreta, fui al encuentro del arquitecto. Era oficial voluntario de fortificaciones, y tenía el grado de teniente. Le acababan de nombrar jefe del quinto sector. Había venido a supervisar las defensas que había construido el año pasado, para ver qué tal estaban y dónde había que reforzarlas para la ofensiva inminente que se esperaba. El capitán Alguacil nos presentó. Me impresionó su mirada seria e inteligente, honrada, y la manera como me estrechó la mano, seca y rápida, pero no antipática. –Lo siento, pero ahora estoy muy ocupado. Le atenderé luego. –¿Cree que nos van a bombardear ahora? –le pregunté. –Deberían hacerlo –dijo–. Pero en esta guerra es difícil preverlo. –¿Puedo acompañarle? –Por supuesto. Mire y escriba. Era un hombre muy eficiente, acostumbrado a ser rápido y a no perder el tiempo. Andaba muy decidido; se paraba un momento y hacía una pregunta; se daba la vuelta y observaba un rincón; seguía andando. Daba órdenes breves y muy claras, y si no se le entendía bien no tenía inconveniente en repetirlas, pero siempre con mucha prisa. Tenía la cabeza erguida y parecía un hombre que caminara hacia una meta que sólo él conocía. De repente apareció una escuadrilla de aviones. –¡Italianos! –gritó alguien. –¡Cuerpo a tierra! Los aviones pasaron de largo soltando su carga de bombas. Se produjo un estallido de mugre y humo negro muy cerca de donde estábamos.

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Al momento todo volvió a la calma. Los aviones se alejaron. Nos pusimos de pie para seguir, pero Torres no se levantó. Estaba muerto. El capitán Alguacil se acercó a él e intentó reanimarlo, sabiendo que ya todo era imposible. Gritó una maldición, pero en seguida se sobrepuso y dio órdenes para que retiraran el cadáver. Ese día no hubo más ataques.

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Cataluña. Entusiasmo de la población al paso de los soldados que iban a impedir la llegada del fascismo. Els Omellons en la actualidad. Aquí murió Josep Torres Clavé

Heroica defensa de Aragón y de Cataluña, en inferioridad.

Exilio. Valcebollere (Francia). Enero de 1939

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GIUSEPPE TERRAGNI

Fecha de la muerte:

19 de julio de 1943 Lugar de la muerte:

Como (Italia) Tiempo vivido:

39 años, 3 meses y 1 día Causa de la muerte:

Trombosis cerebral Enterrado en:

Tumba de la familia Terragni. Cementerio de Lentate sul Seveso (Italia). Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Dante Divina Comedia

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Yo era joven, muy decidido y fuerte, y servía a un estado poderoso 3

que me brindaba el éxito y la suerte. ¡Oh, fascismo, tan bello y tan glorioso! Yo, tu arquitecto, construía el mundo

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nuevo, fuerte, sabio, feliz, hermoso. Era todo tan limpio y tan rotundo, tan elegante, claro, inteligente,

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y con un sentimiento tan profundo. Como fascista yo alzaba mi frente y ansiaba levantar la patria mía

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abrazando los brazos de mi gente. Toda la exaltación que se vertía quiso manifestarse en una guerra

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y a luchar marchamos con alegría. Mas una vez allí, ¡oh, suerte perra!, todos los ideales se acabaron.

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Allí la juventud pronto se entierra. Los muertos por millones se contaron, y enfermos, locos, bestias, mutilados.

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Muchos, muy sensatos, se suicidaron.

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Hambre, mugre y miseria en todos lados. y del hombre las más bajas pasiones. 24

En el frente de Rusia congelados. Cadáveres juntados por montones, ríos de sangre, cruel desesperanza.

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Aquí llegaba el fin de las naciones. Se puso en un plato de la balanza el honor, el orgullo, el patriotismo,

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y en el otro se puso sin templanza la maldad de los hombres, su egoísmo, la carroña que somos, mala peste

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que pudre el mundo y pudre hasta a Dios mismo. Éste que fue mi compañero, éste, que dijo dar su sangre por mi vida,

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ser mi amigo durante lo que reste, hoy por un pan me inflige una honda herida, (igual que yo por un trozo de queso).

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La dignidad del todo está perdida. Las bombas nos masacran. Todo eso termina nuestros sueños de grandeza.

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Agotados y muertos por el peso.

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Mi espíritu, deshecho, ya no reza por la victoria, sino por María, 45

María Casartelli, tu belleza es milagro imposible en este día, en que el dolor de la gangrena hiede

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y en que el olor de la muerte porfía. Sólo María con pureza puede levantar su mirada ante este infierno

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y salvar lo poco que de mí quede. Mi corazón está lleno de invierno y María traerá la primavera.

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Con ella volveré a sentir lo tierno. El día que mi cansada alma espera no es ya el de la victoria ni los cantos,

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sino el de regresar junto a su vera. Conocí en lo más hondo los espantos, primero en Yugoslavia, en Rusia luego,

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y no pude contar los muertos, ¡tantos! Aquí yazgo comido por el fuego que me rompe la vida; ¡triste suerte!

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Para que todo esto termine ruego.

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Me veo morir y no temo a la muerte, siento el alma y el cuerpo destrozados 66

y no quiero otra cosa sino verte. Hoy me retiran de entre los soldados, es el comienzo del cuarenta y tres;

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vuelvo en un tren, ya estoy viendo los prados. La muerte me sacude por los pies; moribundos están mis camaradas.

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En este tren exánime me ves. El tren hospital me trae a las amadas luces de mi tierra, querido Como.

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Envainemos un tiempo las espadas. Estoy descansando, cuidados tomo, pero recuperado no me siento.

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Me muerde un perro de colmillo romo. Un ángel me cuida en todo momento: María Casartelli, mi tesoro;

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ella labra con su amor mi contento. Pero en mi consuelo tengo un desdoro, y es que aquel terror muy pronto se olvida,

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y aunque no quiero pensarlo, no ignoro

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que allí donde estuve pierden la vida jóvenes, caídos eternamente, 87

¡tanta fuerza y tanta ilusión perdida! Quiero olvidarlos egoístamente, rehacer mis ruinas sin pensar en ellos,

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curarme, y vivir injustamente. De noche me despiertan los destellos y me siento tan sucio y tan culpable.

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¿Por qué algunos salvamos nuestros cuellos? La derrota se ve ya inexorable, nadie conserva más sus ilusiones,

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la vida no volverá a ser amable. Tonta vida vil de viles traiciones, tonto guerrear mísero y abyecto,

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tonta vacuidad de nuestras canciones. Se terminó mi historia, mi proyecto. Ya en casa, miro dibujos antiguos,

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de cuando me sentía un arquitecto. Ya sólo tengo deseos ambiguos, deseos de cadáver ambulante,

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ansias y desengaños son contiguos.

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Estoy quieto, no miro hacia adelante, me marchito aburrido, languidezco, 108

mi ser no me interesa lo bastante. Sentado en mi sillón hoy me parezco a un pobre idiota, un loco, un inocente;

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mejor comparación no me merezco. ¡Ay, Dios! ¡Qué mal me siento de repente! La cabeza me estalla en mil pedazos

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Un horrible dolor rompe mi frente. Sólo pienso en estar entre tus brazos; cojo el teléfono, llamo a tu casa;

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apenas puedo hablar, sólo a retazos. Con un ojo no veo, ¿qué me pasa? y mis extremidades están muertas;

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fuera de mi control, mi cuerpo arrasa todo el piso huyendo; deja las puertas sin cerrar, las cosas ahí tiradas;

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sale dando tumbos, están abiertas las puertas y las luces, y a brazadas alcanza al fin la calle y corre a verte.

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A tu casa vuelo en torpes zancadas.

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Para siempre, ya sé, voy a perderte. En dos minutos me hallo en tu portal. 129

Miro arriba y te veo, ¡triste suerte! Empiezo a subir y, hado fatal, caigo fulminado sobre un peldaño,

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muerto por la trombosis cerebral. Mi cabeza choca, no me hago daño, pues cuando me golpeo ya estoy muerto; soy cadáver desde hace más de un año,

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ahora por fin descanso suave y yerto.

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Dibujos de Terragni. El frente ruso

Terragni. Monumento a los Caídos, Como, 1931-1933. Inspirado en Sant Elia, que cayó en la primera guerra mundial, como hemos visto. Lo traemos aquí porque Terragni lo construye en su ciudad, Como, pensando en todo los caídos, como él lo fue al final. Lo entendemos, en ese sentido, como monumento funerario a sí mismo.

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LILLY REICH

Fecha de la muerte:

11 de diciembre de 1947 Lugar de la muerte:

Berlín (Alemania) Tiempo vivido:

62 años, 5 meses y 25 días Causa de la muerte:

Cáncer Enterrado en:

Berlín Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Helene Hanff 84, Charing Cross Road

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LILLY REICH. ARQUITECTA.

GENTHINER STRASSE, 48. BERLÍN

10 febrero 1940 Querido Ludwig: ¡Buenas noticias! Hemos conseguido salvar casi todos tus dibujos y documentos. Los he embalado tan concienzudamente como si fueran la momia de un faraón y los he llevado a la casa de tus padres. Allí estarán seguros. Los he inventariado. Son tres mil ochocientos cincuenta y seis documentos entre cartas, croquis, planos, memorias, etc. Lo tienes todo perfectamente descrito en el memorando que acompaña a esta carta. Ada, lamentablemente, está continuamente enferma. No parece nada “terrible”, pero no termina de curarse. Waltraut también padece dolencias, además de unas relaciones personales aparentemente inmaduras que ponen en peligro sus estudios. Marianne y Georgia son más juiciosas y decididas. Esto está muy revuelto, como te puedes imaginar, pero lo llevamos de la mejor manera posible y sin perder el buen humor. No te preocupes. Aquí estamos bien y salimos adelante. Háblame de ti. Escríbeme. ¿Qué tal estás de salud? ¿Te has vuelto a resentir de tu antigua lesión de esquí? No te abandones. Por favor, ve al médico. Yo te echo mucho de menos, ya lo sabes. Besos Lilly

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LILLY REICH. ARQUITECTA.

GENTHINER STRASSE, 48. BERLÍN

22 mayo 1940 Querido Ludwig: Me ha llegado tu paquete de comida. La verdad es que me viene muy bien. Aquí estamos cada vez más escasos de todo, y cualquier cosa empieza a ser un lujo; así que esas tabletas de chocolate y esas latas de conservas de carne son una fiesta. Tu familia también ha recibido sus paquetes. Tus hijas están bien. No te preocupes. Las enfermas siguen con sus achaques. Me arrepiento de habértelo contado, porque no quiero que te preocupes y no merece la pena. No es nada serio. Es esta vida que llevamos aquí. Aquí vamos trabajando. Ya sabes que cualquier vestigio de La Bauhaus ha quedado definitivamente abolido, pero hay ahora una forma perentoria de construir que obliga a no recrearse en las cada vez más problemáticas cuestiones estéticas, guiadas completamente por el nacional socialismo, así que nos limitamos a realizar obras asépticas y utilitarias, como ha sido siempre nuestro anhelo. Paul, Ernest y los demás están encantados haciendo esta especie de arquitectura de urgencia, que nos exime a todos de hacer “arte”. El “arte” queda reservado a Albert Speer y los suyos. Así que, de alguna forma, el espíritu de La Bauhaus sigue secretamente vivo en ese campo de hacer cosas prácticas para la colectividad. Donde sí que está completamente viva La Bauhaus, y coleando ante el público, es en el mundo de los muebles. Tus

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muebles están fabricándose con profusión. Lamentablemente, los fabricantes no cumplen la ley de patentes y no te pagan por tu diseño. Estoy luchando denodadamente contra ellos. No sé si recuerdas al abogado Rudolf Hanff. Me está ayudando en la batalla. Es tan evidente y tan demostrable que toman tus diseños sin tu permiso, y que están ganando dinero con ello sin pagarte a ti nada, que la batalla está ganada. No, no te preocupes, no son del partido. Al menos que yo sepa. Si lo fueran podrían hacer lo que les viniera en gana, y nadie osaría molestarles ni exigirles nada. Alemania no está ahora para pleitos sobre contratos de fabricación de muebles, pero este asunto va bien. Escríbeme. Cuéntame qué haces en América, qué pensáis allí de todo esto que nos está ocurriendo, y qué construyes. Besos

Lilly

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LILLY REICH. ARQUITECTA.

GENTHINER STRASSE, 305. BERLÍN

12 junio 1940 Querido Ludwig: Me acuerdo muchísimo de los días y las horas de Chicago, en aquel tan remoto septiembre del año pasado. Me temo que mi instinto no me engaña, a pesar de que no desearía nada más, tanto entonces como ahora, que haber estado equivocada. Pero algo me dice, cada vez con mayor claridad, que nunca volveremos a vernos. Me alegro por ti, de verdad, por tu arte y por tu libertad. ¿Por qué no me escribes? Apenas me has mandado cuatro letras en las últimas semanas, y además relativas únicamente a cosas de negocios. Tal vez no tengas tiempo. Tal vez has escrito más cartas de las que yo tengo noticia. Pensar que el correo va a quedar interrumpido lo hace todo más insoportable. Sospecho que nos preocuparemos mucho más por ti. No oiré nada de ti, no sabré nada de ti. ¿Intentarás encontrar un modo de estar en contacto? Me alegro de que ahora tengas amigos, y me consuela algo haber estado una vez allí contigo. ¡Qué poca esperanza nos queda a todos! Besos Lilly

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Zittau, 4 diciembre 1943 Querido Ludwig: Ya no tengo estudio. Fue bombardeado hace unos meses. Tuve que huir de Berlín hacia el sur, a Zittau. Berlín es ahora un lugar dantesco, imposible. Pero no te preocupes, ninguno de tus seres queridos sigue allí. Ada también está a salvo. Consiguió sacar todas sus pertenencias de su apartamento de la Bayerischestrasse sólo unos pocos días antes de que fuera destruido por las bombas. Ahora vive en Ratisbona, con Georgia, que está triunfando con su carrera de actriz. Georgia se casó con Fritz, como creo que sabes, y acaban de tener un niño. Aún no sé cómo lo van a llamar. Así que eres abuelo otra vez. Te estamos dando la noticia varias personas a la vez por canales diversos. Espero que te llegue, y ojalá te llegue repetida. Eso significaría que varios mensajes han tenido éxito. Marianne y los niños siguen viviendo en Rathenow, en la casa que les diseñaste, tranquilos por ahora. De Wolfgang no sabemos nada. Hemos oído rumores de que está prisionero. Tus cosas están todas a salvo en casa de tus padres, lejos de Berlín y de los bombardeos. Menos mal. Así que, como ves, la guerra es terrible, pero ninguno de nosotros corre un peligro inminente. Hace tiempo que no te escribo, porque no hay correo y no encuentro un canal para que mis cartas lleguen hasta ti. Ahora lo hago sabiendo que es muy muy improbable que esta carta te llegue, pero es que tengo tantas ganas de hablar contigo que me aferro a la más rara ocasión. Ésta de ahora es que Albert Wasser conoce a un industrial que va a volar

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a Holanda, y allí, a su vez, puede que consiga contactar con un compañero que puede viajar a Bélgica, desde donde quizá pudiera enviar esta carta a América. Por una parte tengo muchas ganas de contarte cosas, pero por otra me siento tentada a pensar que no merece la pena, que es una forma de hablar sola sin esperanza de que tú me oigas. Quién sabe en manos de quiénes acabará este papel, quiénes leerán esto y qué pensarán. Eso me frena mucho. Me siento cohibida. De la guerra no te contaré nada. Seguramente sepas tú más allí que yo aquí. Ahora sí que tenemos trabajo. Nos han movilizado. Albert Speer ha decidido normalizar y optimizar la construcción. Es por la economía de guerra y por la necesidad de optimizar los recursos, pero ¡ha caído de pleno en los ideales de La Bauhaus! Ha puesto al bueno de Erns Neufert a la tarea, y yo estoy ahora en el equipo, así que nos pasamos el día haciendo normas, cuadros y estadísticas en los que es tan importante saber cuál es la relación óptima entre huella y tabica como cuánto mide una gallina. (Para hacer una granja avícola se empieza por saber cuánto mide una gallina). ¿No te suena todo esto? Estoy pensando que a lo mejor te llega esta carta, y eso me hace releerla y darme cuenta de que no te cuento nada realmente importante. Me gustaría decirte tantas cosas, pero como lo más fácil es que esta carta sea abortada, y como no sé quién puede leer esto, no quiero contarte más. Sólo aprovecho para decirte que Ada es muy buena, y que debes estar orgulloso de ella y de tus hijas. Un beso. Lilly

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Sr. D. Ludwig Mies van der Rohe 200 E. Pearson Street Chicago. Ill. U.S.A.

Berlín, a 14 de Diciembre de 1947

Muy Sr. Mío: Por la presente le comunico que la señorita Lilly Reich murió el pasado día once, después de una larga y penosa enfermedad. Sus últimos dos años han sido de un dolor y una tristeza muy grandes y, como yo no le profeso a usted la veneración a la que está acostumbrado, me permito decirle un par de cosas. Lilly sufrió en silencio, queriéndole a usted siempre y sin tener jamás un mal pensamiento sobre su egoísmo de usted. Cuidó de su esposa, de sus hijas, de sus dibujos y documentos, con una diligencia y una eficacia portentosas. Sí; es usted un hombre egoísta. Sólo ha pensado en usted mismo durante toda su vida. Su sagrada libertad, su ambición y la consecución de sus objetivos han hecho que todas las personas que tenía a su lado le estorbaran, y ha ido usted sacándoselas de encima y dejándolas tiradas una tras otra. Lilly fue enormemente feliz durante las pocas semanas en las que le visitó en Chicago, en 1939. Todos estos años ha estado evocando aquellos días. Ella le pidió quedarse a vivir y a trabajar allí con usted, pero la echó,

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la echó a la guerra y a la miseria, y a la muerte, de las que usted había huido tan hábilmente. Yo estoy segura de que ese horrible cáncer que Lilly ha padecido durante tanto tiempo, y que ha oscurecido su vida poco a poco hasta acabar con ella, es producto del dolor y del intenso sufrimiento que usted le produjo. Ella no se lo ha dicho nunca, ni siquiera lo ha pensado jamás, pero yo he estado a su lado en sus últimos momentos y he visto la vida que usted destrozó. Ya mortalmente enferma, luchó por la restauración de la Werkbund, sin éxito, pero sin desanimarse jamás. Siempre ha conservado sus ideales, como su amor a usted. Cuando apenas podía dar un paso sin desfallecer, cuando cada palabra era un jadeo exhausto, siguió luchando, acudiendo allí donde podía ser útil a la causa, hablando, escribiendo, reuniendo a la gente más valiosa y manteniendo siempre la antorcha de la arquitectura moderna y los ideales de la Werkbund y de la Bauhaus. Nunca podrá usted darse cuenta cabal de cuánto le echó de menos y cuánto le necesitó. Su esposa Ada demostró ser bien distinta de usted. En Berlín, en los peores momentos de la guerra, escondió a varios judíos fugitivos en su apartamento de Berlín, jugándose la vida y demostrando una entereza y una condición ética extraordinarias.

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En definitiva, quiero decirle que aquí hemos demostrado todos amor y fuerza, mientras que usted allí, en América, ha demostrado ser un auténtico cerdo. Atentamente Angelica Savon

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Mies y Lilly Reich en una excursión en barco al lago Wannsee, cerca de Berlín. 1933. En pleno apogeo de su amor, su expresión es de lo menos apasionada que uno puede imaginarse.

Cuartel general de La Gestapo. Berlín 1947

Berlín, 1947

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IVAN ILICH LEONIDOV

Fecha de la muerte:

6 de noviembre de 1959 Lugar de la muerte:

Moscú (Rusia) Tiempo vivido:

57 años, 8 meses y 25 días Causa de la muerte:

Ataque cardíaco Enterrado en:

Serednikovo, cerca de Moscú (Rusia) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Andrei Biely Petersburgo

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Fue una época horrible, está fresca en el recuerdo... sobre ella, amigos míos, comenzaré mi relato. Mi relato será triste... A.PUSHKIN

NUESTRO PAPEL Las calles de Moscú tienen una propiedad indiscutible: transforman en sombras a los transeúntes. Por el

contrario, las calles de Moscú

transforman las sombras en personas. Así ocurrió en el caso de nuestro misterioso arquitecto, y de los demás misteriosos personajes que van a aparecer a su alrededor. Surgió nuestro hombre, no se sabe por qué, de la encrucijada de Nikolskaya con la Plaza Roja y fue hacia los almacenes militares Voyentorg, en los que entró para comprar unos regalos. Hasta llegar al “de pronto”, con el que todo quedó interrumpido para siempre. Exploremos su alma; pero antes exploremos la escalera principal del Voyentorg; hay razones para ello. Mas ¿no estaremos cometiendo un desatino? ¿Servimos nosotros para inspectores o para informadores? ¿No nos estaremos haciendo acreedores de un castigo? Aun así, la verdad nos reclama, y nuestro deber es dar cuenta de cómo es la escalera principal de los almacenes (militares) Voyentorg. Pues bien: Los almacenes, de estilo art-deco, tienen la escalera principal que corresponde a su prosapia. El trazado es amplio y noble, sus mármoles luminosos. Cuando el misterioso arquitecto subía por ella con decisión (pues sabía perfectamente lo que buscaba), nosotros fingimos contemplar el techo y le dejamos pasar.

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¿Seríamos capaces de informar del estado de la escalera y del del misterioso arquitecto? Seguramente sí. Era una cuestión de atención. En ese momento el arquitecto cayó fulminado. –Está muerto –dijo una mujer, horrorizada. –¡Chist! ¡Cállese! Discreción. –Pero está muerto. Ha sido un ataque al corazón. –¿Qué ocurre? –decían otras personas que se aproximaban. –Nada, nada –contestamos–. El maldito resfriado. ADEMÁS, LE RELUCÍA LA CARA Estás acostumbrado a los “de pronto”. Entonces, ¿por qué te ocultas como el avestruz cuando se aproxima el inevitable “de pronto”? ¿Por qué intentas disimular con lo del resfriado? Eres bastante estúpido. –Lo sé. Perdón. No volverá a suceder. No es nada. Es sólo un muerto. Y qué muerto. De los presentes nadie le conoce. Es Ivan Ilich Leonidov, el arquitecto más brillante de la revolución soviética. El más grande, seguido con gran interés por todos los arquitectos del mundo. Y está ahí, muerto, sin haber construido ni una sola obra en su vida. –Bueno, en realidad una vez colaboró con un equipo de arquitectos para hacer una escalinata. –Un equipo de arquitectos represaliados, vergonzantes, depurados. Al mando estaba Ginsburg, que un día había osado decir que la masa de trabajadores carecía de prejuicios de gusto y no estaba ligada a la tradición, ni se sentía atraída por las fruslerías, por lo que naturalmente sería partidaria de la arquitectura moderna. –¡Chst! ¡Discreción! ¡Discreción! Te callaste, pero la cabeza seguía dándote vueltas. Conque sí, ¿eh? Conque arquitectura moderna, ¿eh, listos? Pues os vais a enterar. 145

Represalias, purgas, silencio. Vanguardia, ¿eh? Entre todos esos apestados, todos en fila, todos cogidos de la mano, hicieron una escalinata con unas gradas y un balcón neo-rococó. Qué ridículo. Los más brillantes arquitectos revolucionarios haciendo un balcón neo-rococó. Es lo único que les dejaron construir, pues estaban depurados y apartados. Los demás del equipo habían hecho antes otras cosas, en la época gloriosa de la arquitectura revolucionaria (luego llamada anti-revolucioanaria), pero Leonidov era más joven y llegó tarde a la orgía vanguardista. Ésta fue la única obra de su vida: No sabemos si se le debe a él una balaustrada del balcón o la curva de un peldaño. Nada. Nada. Nunca hizo nada más que dibujos. Dibujos que eran aclamados por el mundo entero, por el decadente mundo burgués y capitalista, por las vanguardias decadentes de Europa. Tanta gente aglomerada junto al cadáver te pone nervioso, te saca de quicio. No soportas tener gente a tu espalda. –Por favor, señora, ¿puede quitarse de ahí? Me pongo muy nervioso de que miren por encima de mi hombro. El arquitecto subía la escalera tan decidido. Estaba acostumbrado a ser un apestado, y lo único que le importaba era que estaba trabajando en un proyecto de ciudad utópica solar y que había robado unos minutos (tal vez una hora) a su trabajo para comprar unos regalos. “De pronto” se cayó como un saco de arena, como un pelele que cayera de un balcón neorococó con retorcida balaustrada. Llegó un gordo antipático. Se dirigió hacia el misterioso arquitecto desconocido,

que

ya

estaba

misteriosamente

arquitectónicamente

desconocidamente muerto. (Todos los allí presentes desconocían su condición de arquitecto. Sólo conocían su condición de muerto). Los zapatos del gordo chirriaban en el mármol. Su cara amarillenta, afeitada, ligeramente ladeada, flotaba en el doble papo; además la cara relucía. 146

Examinó el cadáver: muy delgado, muy mal afeitado y muy amarillento-ceniciento, pero al que también le relucía la cara. El gordo llevaba una buena corbata, mucho mejor que la reglamentaria: de seda, corte italiano, de un rojo arrasado, chillón, prendida con un falso diamante de gran tamaño; vestía un uniforme hecho a la medida, de buena tela; los zapatos charolados brillaban. Por su parte, el muerto vestía una sencilla camisa sin cuello diseñada por él mismo, y unos pantalones cilíndricos de tela basta, cómodos y muy apropiados para trabajar, pero impropios de aquellos hermosos almacenes art-deco. El gordo debió de comparar su chillona corbata roja con la nocorbata del muerto, y se enfadó. Con labios como rodajas de salmón dijo a unos subordinados: –Quítenme esto de aquí. Esto fue una vez la gran esperanza de la arquitectura. –Mendigos, mendigos. El gordo era el encargado. No soportaba que los mendigos le estropearan los hermosos almacenes Voyentorg, propiedad del glorioso ejército rojo. ES NOBLE, ESBELTO, PODEROSO... El cadáver era gris, polvoriento, tabacoso, y sin embargo, de joven, había sido noble, esbelto, poderoso, un líder entre sus compañeros y muy apreciado entre sus profesores. Y las chicas le adoraban. Era la gran esperanza del Vjutemas. Terminó su carrera con un proyecto que todavía está saliendo en los libros. Nunca antes, ni después, se prestó tanto interés a un ejercicio escolar de fin de carrera. Pero con Leonidov nada parecía un simple ejercicio académico. Era capaz de diseñar los edificios más revolucionarios con tal precisión que resultaban factibles. 147

Alexander Vesnin, el gran arquitecto, fue su admirado profesor, y le reclutó para su estudio. Justo entonces terminaron los encargos. ¿Por qué? No lo sabían. –“Uuuu-uuu-uuu”, así sonaba en la lejanía. –¿Oye usted? –¿Qué es eso? –“Uuuu-uuu...” –No oigo nada... Pero el sonido se dejaba oír no muy fuerte en los bosques y en los campos, en los arrabales de Moscú, de Petersburgo, de Sarátov. ¿Oíste tú esa canción de octubre del año mil novecientos diecisiete? ¿Y la de mil novecientos cinco? –Probablemente sea la sirena de una fábrica: alguna huelga. Las sirenas de las fábricas permanecían mudas, no había viento; y callaban los perros. ¿Qué era ese ulular? Poco a poco se iba haciendo más audible. Directrices políticas. La arquitectura de los hermanos Vesnin ya no era adecuada. La OSA y la ASNOVA, las dos corrientes de arquitectos vanguardistas, dejaron de discutir, de opinar, de actuar. Allí, en la remota lejanía, se humillaron, quedaron rebajadas las islas y se humillaron los edificios. Los arquitectos pasteleros se alzaron. La nueva orientación política exigía que los edificios chorrearan nata y merengue. Y sobre ese azul verdoso un ocaso implacable enviaba en una y otra dirección sus fulgores y se arrebolaba el Palacio de Invierno. Leonidov no pudo construir nada, ni como Vanenka, peón del estudio de los hermanos Vesnin, ni como Ivan, arquitecto independiente, y se dedicó a ganar concursos. Los ganaba todos. No construía ninguno. 148

Todos los dibujos, los miles de planos admirables sólo vieron la profundidad, el azul verdoso; se levantaron y cayeron allí, más allá del Moscova, donde se humillaban las islas, los edificios y los arquitectos y se arrebolaban los edificios neo-rococós y culiparlantes. Precediéndolo todo, resollando, pasó un buldog listado, llevando en la boca su fusta de plata. Una mujer murmuró para sí: Noble, esbelto y poderoso pelo revuelto, de ideas rico, de pasiones más: I.I.L. ¿no lo aciertas? –¿Quién es? –le preguntó su amiga. Revolucionario fiel arquitecto sin encargos es cien mil veces mejor que todos los de su ramo. Era él; el transformador de un régimen podrido, a quien ella propondría su mano: una vez alcanzada la misión señalada, a la que él estaba llamado, y que tendría que producir la deflagración mundial. Para su amiga, el joven arquitecto ofrecía un aspecto bastante ridículo: parecía encorvado, derrotado, con un ala de la capa agitándose absurdamente al viento. ES UNA CANALLADA, UNA CANALLADA, UNA CANALLADA En estos gélidos primeros días de octubre Ivan Ilich sentía una emoción poco común; cuando se quedaba a solas arrugaba la frente y se sonrojaba. Se acercaba aún más a su tablero y construía edificios y ciudades con su lápiz, deambulando mentalmente por el espacio que ya veía formado. Pero nada de lo que dibujaba servía. Se imponía la VOPRA (Asociación de Arquitectos Proletarios que sobrevolaban todo el horizonte 149

como murciélagos rojos) con su arquitectura de “realismo soviético” y de “clasicismo proletario”; es lo que quiere el pueblo, y no esas cosas deshumanizadas de acero. Él, claro está, no pertenecía a la VOPRA. En una ocasión, en presencia de uno de los dominós rojos de la VOPRA, con una carcajada cogió el compás y se lo clavó en la yema del índice. –Fíjese: mi sangre es roja. Vida. Y así como mana la sangre, de la misma manera... El dominó rojo no quería oírle, no quería comprender nada. No le dejó terminar. –Usted no es un arquitecto revolucionario. No está al servicio del pueblo. Usted es un formalista y un burgués. No tiene nada más que vanidad. Ivan lo expulsó enfadado. El dominó rojo agarró el gorro con orejeras y se fue. A la semana siguiente apareció publicado un artículo titulado: “Sobre la leonidovería y sobre sus perjuicios”, en el que se le acusaba de sabotaje revolucionario, acusación que ya empezaba a ser muy peligrosa en 1929. Desde ese momento, toda la arquitectura moderna quedó oficialmente etiquetada de “formalista”. (La de mansardas, cariátides, balconadas y frontones no; esa no era formalista, esa era revolucionaria). Ivan Ilich pasó varios días excitadísimo. ¿Quién era el dominó rojo? ¿Cómo calificar aquel comportamiento que le dejaba completamente indefenso? Era una canallada, una canallada, una canallada. Que regresara el espíritu revolucionario: él ajustaría las cuentas a todos estos triperos descarados. Temblaba de rabia y bizqueaba, mordía el pañuelo; y se cubría de sudor. ¡Por qué no se rebela nadie! Pero no se rebelaba nadie. 150

Por su parte: 1

El poeta MAIAKOVSKY se suicidó.

2

STALIN le dictó al oído a Boris Iofan cómo tenía que diseñar el Palacio de los Soviets. Gropius, Mendelsohn, Le Corbusier, Ginsburg, Lubetkin y muchos otros grandes se presentaron al concurso. Ganó Boris Iofan.

3

LE CORBUSIER tenía muchas ganas de conocer a Leonidov. Pero Leonidov estaba dibujando, dibujando, dibujando. ¡NO LE OLVIDARÁS JAMÁS!

Hemos visto al arquitecto Leonidov, a su maestro Alexander Vesnin (que murió al día siguiente), al encargado del Voyentorg, al arquitecto proletario dominó rojo y al arquitecto la-voz-de-su-amo Boris Iofan, a la joven y a su amiga, a Ginsburg y otros arquitectos modernos, y a ti, especie de espía torpe, funcionario gris que tenías la obligación de informarnos. Hemos visto cómo todos ellos albergaron en su cabeza pensamientos ociosos propios; finalmente hemos visto sombras ociosas desconocidas, que resultaron ser estos mismos personajes: un arquitecto ocioso que iba al Voyentorg a comprar unos regalos, un encargado ocioso que había dado el cambiazo a su corbata reglamentaria y a todo su uniforme, un siniestro dominó

rojo,

unos

arquitectos

vanguardistas

no

menos

ociosos

construyendo un ridículo balcón desde el que se baja por una ridícula escalinata hasta un ridículo graderío. Estas sombras ociosas surgieron casualmente en el pensamiento de un ente narrativo, donde desarrollaron sus efímeras existencias; pero el pensamiento del ente narrativo (que si queremos podemos identificar con el espía-funcionario o tal vez con el narrador) es un pensamiento fantasma, porque su existencia es efímera y fruto de la fantasía del autor: un ejercicio innecesario, ocioso, cerebral. 151

El juego cerebral no es más que una máscara; bajo esa máscara se produce la invasión del cerebro por múltiples fuerzas: y aunque todos estos personajes (o tal vez sólo haya sido el funcionario informador) hayan sido tejidos por nuestro cerebro, no obstante, lograrán intimidar con una cierta existencia abracadabrante, que ataca de noche. Su cerebro (tal vez sólo el del espía) quedó excitado por los misteriosos desconocidos; por lo tanto, esos desconocidos existen, existen realmente; y no desaparecerán de las avenidas moscovitas mientras exista un informador (o un narrador) con semejantes pensamientos, porque la idea tiene en la consecuencia una existencia propia. (Según este absurdo pensamiento, los edificios de Leonidov también existen). ¡Sean, pues, nuestros desconocidos unos desconocidos reales! ¡Y sean sus obras obras reales! ¡Esas obras oscuras o luminosas seguirán los pasos de los desconocidos igual que los desconocidos siguen de cerca al narrador (¿o al espía? ¿o el espía a ellos?). También el narrador, o el espía, o tal vez Leonidov, te perseguirá a ti, lector: y desde ahora no le olvidarás jamás!

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Tumba de Ivan Leonidov en el cementerio de Serednikovo, cerca de Moscú. Un cubo negro coronado de nieve.

Los almacenes Voyentorg de Moscú, un hermoso edificio Art-Déco en cuya escalera principal murió Leonidov en 1959, dejaron de utilizarse en 1994. La fuerza especulativa impidió cualquier intento de rehabilitación y reutilización del edificio. Era mucho más rentable demolerlo y aprovechar el solar. Tras muchas protestas desoídas, manifestaciones populares y campañas de prensa, el “urbicidio” moscovita cumplió un episodio más derribando el Voyentorg en 2004. Muchos moscovitas se reunieron para poner velas y meditar ante los restos del derribo.

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LE CORBUSIER (CHARLES EDOUARD JEANNERET – GRIS)

Fecha de la muerte:

27 de agosto de 1965 Lugar de la muerte:

Cap Martin (Francia) Tiempo vivido:

77 años, 10 meses y 21 días Causa de la muerte:

Ataque cardíaco Enterrado en:

Cementerio de Roquebrune. Cap Martin (Francia) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Homero La Odisea

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Háblame, oh, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de realizar notables obras en su tierra adoptiva, amada por él como natal, anduvo peregrinando largo tiempo por el mundo, vio las poblaciones más remotas, transformó algunas de ellas y creó otras de la nada. Conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos, sufrió intrigas e intrigó él mismo, no tanto para salvar la vida como por acrecentar su gloria. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntame aunque sólo sea una parte de tales cosas, particularmente el ejemplar final de la dorada vida de tan claro varón. Tras difíciles años y largas fatigas, Le Corbusiero Jeanneretida volvió a su lejana tierra, que se extiende muchísimas jornadas más allá del violáceo ocaso, y él, que había construido los palacios de las naciones y las ciudades del mundo, construyóse una pequeña cabaña no más grande que el nido del jilguero de argéntea garganta. En tal cabaña, el esforzado varón de multiforme ingenio, que había tenido en sus industriosas manos la formación de las moradas de los hombres, contentábase con un modesto lecho, una horizontal mesa y una recia silla, y vivía como un primitivo y feliz hombre ignoto, si bien tan sólo escasamente durante los pocos días de descanso que se permitía cada año. Eran aquellos días durante los que Helios, inclemente, acerca su alado carro para calentar la tierra y el mar. Durante esos días, Le Corbusiero Jeanneretida se desproveía del infernal ingenio que trae lejanas voces y se olvidaba de las cotidianas preocupaciones. Gustábale entrar desnudo en las ondulantes aguas del océano y nadar sobre ellas, desobedeciendo los sabios consejos de los doctos médicos, discípulos de Apolo, que temían por su anciano corazón. En aquellas lejanas tierras era costumbre contar las veces que el verano sucede a la primavera y el invierno al otoño, como el pastor cuenta 155

las lanudas ovejas de su poblado rebaño; y así, en el verano del año que allí conocían con el número mil novecientos sesenta y cinco, Le Corbusiero llegó a su cabaña a descansar de sus esforzados trabajos, consistentes esta vez en discurrir un grandísimo edificio para el cuidado e incluso la curación de dolientes enfermos en una bárbara ciudad construida en el agua. A los dificultosos días de frenético trabajo sucedieron plácidos días de cálido sol, de dulce sueño y de abundante comida. En el último día de su vida -¡oh, dioses, cuán corto es el soplo del hombre y con cuánta saña lo amargamos!-, Le Corbusiero se levantó del humilde lecho cuando apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos; aseó su cuerpo e ingirió frugal alimento. Volvió a sentirse solo, y volvió a imprecar a los dioses por haberle arrebatado hacía ya casi ocho años a su esposa Yvonne, la de graciosas palabras. La tristeza le embargaba, y la muerte se presentaba ante él a menudo. Hacía un mes había escrito un pequeño texto, Mise au point, en el que hablaba con sencillez y serenidad de la vida huidiza como un vértigo, de la cercanía inevitable del fin. Pero nuestro varón no era cobarde ni de espíritu melancólico, y pronto se repuso. Cuando Helios ya elevaba su carro sobre el horizonte y cruzaba como cada día el limpio cielo en el que moran los dioses, el esforzado varón fue a saludar a su vecina, la señora Marie Louise Schelbert, de Zurich. Y he aquí que debemos parar el curso de nuestro relato para presentar a este nuevo personaje, y antes aún a otro. Hubo un tiempo en que por aquellas doradas y olorosas tierras llamadas Cap Martin pasó una mujer extranjera de nombre Eileen Gray, que se dedicaba, como nuestro esforzado varón de ingenio multiforme, a inventar y disponer edificios y objetos para hacer más placentera la vida cotidiana. Esta mujer vio una arbolada colina que se asomaba al ondulante 156

mar, y pensó que los dioses no podían haber dispuesto un sitio mejor para vivir. Construyó allí una casa y se la regaló a un artista, llamado Jean Badovici, para morar con él. ¡Ah, el amor, capaz de aparejar cóncavas naves para la guerra! (Mas también hablaban ocultadas voces que esa mujer amaba a las mujeres más que a los hombres). A aquella casa blanca y limpia como una recia y bien aparejada nave su autora le puso nombre, y fue E 1027, en verdad un extraño nombre para una extraña casa. Le Corbusiero visitó la casa y quedóse prendado de ella, y les dijo así a sus moradores: Le Corbusiero.- Vivís aquí separadamente y os circunda el mar alborotado, como los últimos seres humanos, y ningún otro mortal tiene comercio con vosotros. Y, sin embargo, ¡cuán felices se os ve en esta casa! Es casa en verdad acogedora y bella, como el manto de Afrodita. Y yo os ruego que me acojáis como amigo vuestro que soy y me permitáis venir a veros de vez en cuando. A lo que Eileen le contestó con estas aladas palabras: Eileen.- Querido amigo, en verdad que me hacen muy feliz las aladas palabras que han salido del cerco de tus dientes, pues eres mi maestro y de tu sublime arte he aprendido para construir esta casa. Es cierto que busqué un lugar remoto y bien oculto para situarla, porque quería vivir con Jean a solas y sin vecindad ni molestias de nadie. Pero tú eres bienvenido. Ante ti nuestra celosa intimidad no se resiente, y tu compañía nos es muy grata. Así siguió Le Corbusiero visitando durante tiempo a sus amigos, prendándose cada vez más del lugar, de la luz, del mar, del cielo y de la casa, sobre todo de la casa, hasta que decidió comprar un pequeño trozo de tierra al lado de ella y hacerse una cabaña. Es cierto que ese trozo de tierra estaba algo más alto que el de E 1027, y que la cabaña parecía montarse sobre la casa, rompiendo el sereno equilibrio que había habido entre ésta y 157

la ladera, todo ello entre los árboles (algunos de los cuales fueron abatidos para hacer la cabaña); pero para eso él era el claro varón de multiforme ingenio, el artista dominante. Y así la cabañita de Le Corbusiero empezó a destruir la casa E 1027. Cuando Eileen se fue y Jean se quedó abandonado y solo, Le Corbusiero le siguió visitando, como buen vecino y aún mejor amigo. Le pintó, uno a uno y poco a poco, ocho murales en las paredes de la inmaculada y blanca E 1027, dejando muy claro y por escrito que los pintaba sin cobrar dinero por ello, pues la amistad era sincera. Eileen se enteró desde su nueva y remota residencia, y se indignó, llamándole intruso, invasor y destructor, y diciendo que sus murales eran actos de guerra, como los del enemigo que entra de noche y mata a nuestra amada prole. Además de pintar unas paredes cuya autora había concebido blancas y limpias, Le Corbusiero Jeanneretida lo había hecho con unos asuntos escabrosos muy difíciles de comprender. En algunos de los murales aparecían mujeres desnudas, en actitudes muy extrañas; y algunos de ellos los pintó él mismo desnudo. ¿Lo hizo para que Jean disfrutara, o para que sufriera por haber vivido antaño con Eileen y haberla perdido después? ¿Lo hizo para disfrutar él mismo tocando con su mano lo que un casto varón no ha de tocar? ¿O era para insultar con feas pinturas a Eileen? Siempre se habían dicho malas y raras palabras sobre la relación de Eileen y Jean; se había dicho que ella era no era amante de los hombres, sino seguidora de Safo, la de Lesbos. Le Corbusiero hizo conocer al mundo esas pinturas, y el mundo pensó, viéndolas, que también la irreprochable casa era obra suya. El claro varón nunca dijo que sí, pero tampoco hizo nada por deshacer el engaño, pues le complacía sentirse autor de aquella casa perfecta, de la que siempre había estado celoso. 158

Finalmente murió Jean, y la casa quedó en venta. Entonces el esforzado Le Corbusiero se encargó de buscar comprador, y dio con la también creadora de moradas Marie Louise Schelbert, a quien cobró, de paso, los murales. Volvamos, Musa, a la mañana de aquel día en que Le Corbusiero se levantó al mismo tiempo que Helios, el último día de la fértil vida del ingenioso varón. Habiéndose aseado y tomado frugal alimento, fue a charlar amigable y tranquilamente con su vecina y amiga Marie Louise. Hablaron del gran edificio para enfermos que Le Corbusiero pensaba para la lejana ciudad del agua. Volaron las palabras del cerco de los dientes del varón a los atentos oídos de la mujer, y también en el sentido contrario, y así una y otra vez. El carro de Helios cruzaba el cielo, y una hora antes de que alcanzara el cénit, hora que, para ese extraño pueblo que todo lo mide y lo numera, era las once, Le Corbusiero dijo estas aladas palabras: Le Corbusiero.- ¿Sabe? Yo soy un viejo tonto, pero todavía tengo en la cabeza planes para cien años, por lo menos. Hasta la vista, pues. Y bajó por el sendero, entre las duras rocas, a bañarse en el mar. Entró en las procelosas aguas, andando lentamente hacia dentro del mar y hundiéndose cada vez más en él. Cuando ya estaba casi completamente cubierto, echó adelante los brazos y nadó, entregándose a las limpias aguas en las que moran los peces. ¡Oh, maestro de constructores! ¡Sucumbiste en el piélago, entre las ondas de Anfitrite! Quizá el potente Poseidón tuviera alguna rencilla antigua contra ti. O tal vez no fue él, pues el húmedo mar no te hizo daño ni se revolvió contra ti, sino que fue tu viejo y cansado corazón que se paró cuando nadabas sobre las aguas limpias. Al contrario que Afrodita, que nació de las aguas y salió de ellas para iniciar su carrera por el mundo, tú entraste en el líquido elemento para despedirte de todos los que te admirábamos y queríamos. ¡Oh, Le 159

Corbusiero, ojalá yo hubiera podido llegar a tiempo de ponerte un óbolo en la boca para Caronte! Espero que alguien lo hiciera. Al morir nos dejaste huérfanos a todos, ¡oh, maestro admirable! Y nuestra obligación es llorar, ya que debe llorarse a aquél que ha muerto en cumplimiento de su destino, porque tan sólo esta honra les queda a los míseros mortales: que los suyos se corten la cabellera y surquen con lágrimas las mejillas. También que se arañen la cara e incluso que se arranquen los dientes, porque ese no es dolor comparable al de tu pérdida. Así hicieron contigo: Se te rindieron los más altos honores, se invocó a los dioses con un solemne funeral en el Louvre de París, y los más notables de tu patria dijeron sentidas palabras. Todos hicieron todo cuanto se podía hacer para honrar a su mayor artista. Palas Atenea, la de ojos de lechuza, la diosa de la inteligencia, nacida de la cabeza y no del prolífico sexo de su padre Zeus, dijo así: Atenea.- ¡Oh, largovidente Zeus Cronida, el más excelso de los que imperan! Aquí tienes a Le Corbusiero, fecundo en ardides. Siempre te ha servido y su arte te ha complacido sobremanera. No te enojes con él, sino, antes al contrario, cuídalo y mira de ayudarle a pasar este amargo trago. Y, si por sus virtudes y cualidades no le consideraras merecedor de tus favores, hazlo por tu hija, que tanto le ha amado.

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Cabaña de vacaciones de Le Corbusier en Roquebrune-Cap Martin. Casa E 1027, de Eileen Gray, en la que vivía Marie Louise Schelbert, y desde la que Le Corbusier bajó a bañarse al mar el día 27 de agosto de 1965, a las once de la mañana.

La tumba de Le Corbusier y de su esposa Yvonne (muerta el 5-10-1957), en el cementerio de Roquebrune, Cap Martin, Francia.

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LOUIS I. KAHN

Fecha de la muerte:

17 de marzo de 1974 Lugar de la muerte:

Nueva York (EE.UU.) Tiempo vivido:

73 años y 25 días Causa de la muerte:

Ataque cardíaco Enterrado en:

Montefiore Cemetery. Rockledge, PA (EE.UU.) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Arthur Miller Muerte de un Viajante

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PERSONAJES (Por orden de aparición en escena) Louis I. Kahn * Empleado 1 * Pasajero 1 * Empleado 2 Esther Kahn * Sue Ann Kahn * Nathaniel Kahn * Harriet Pattison Sanitario 1 * Sanitario 2 * Anne Tyng * Alexandra Tyng Pasajeros * Sanitarios * Oliver Bair La acción tiene lugar en el aseo de caballeros y en la sala de viajeros de la Penn Station de Nueva York el domingo día 17 de marzo de 1974, y en tres hogares y una sala de funerales de Filadelfia alrededor de esa fecha. Derecha e izquierda son las del espectador.

Primer acto (Obertura) Se oye el saxo tenor de Ben Webster, desamparado y solitario. Se alza el telón. Aparece ante nosotros la sala de espera –o sala de viajeros– de la Estación Pennsylvania (Penn Station) de Nueva York. Es una hora avanzada de la tarde y hay poca luz. Todo tiene un aire triste y deprimente, demasiado frío y demasiado grande. Hay muy poca gente, apenas dos o tres personas, sentadas muy separadas entre sí en los duros bancos de la sala. A la izquierda, en primer plano, el aseo de caballeros, cuyo interior se ve perfectamente porque en el decorado se ha suprimido el tabique. El aseo está aceptablemente limpio, pero es aún más frío e inhumano. Todo alicatado con azulejos blancos, e iluminado por una luz fluorescente azulada, parpadeante. Al fondo, detrás de éste, se supone que está el aseo de señoras, que no se ve. Al fondo derecha están las taquillas, de las que sólo se muestran las ventanillas frontales. El aseo de caballeros aparece con gran realismo y todo lujo de detalles, con una batería de lavabos y de urinarios, y varias puertas que dan acceso a los inodoros. La sala de espera es también realista en principio, pero algo más desnuda, y cuando se indica va a hacerse aún más abstracta, oscureciéndose y desnudándose casi completamente, para convertirse en otros lugares y en otros tiempos tan sólo con efectos de luz. El sonido también empieza siendo realista, con efectos de trenes, mensajes por megafonía, voces de viajeros, etc., y pasa al silencio completo o a lo que se indique cuando la sala de espera sea otro ambiente. Cuando la acción sucede en el día 17 de marzo, los límites entre el aseo de caballeros, la sala de viajeros y las taquillas, y de éstos con el resto no visible de la estación, aunque sean sólo insinuados o virtuales, están perfectamente definidos y son respetados por todos los actores. Pero cuando la sala de viajeros se convierte en otro lugar, y el tiempo es otro, los actores no respetarán las divisiones ni los espacios indicados, y podrán “atravesar” paredes para acceder al primer término del escenario. Louis Kahn, el arquitecto, entra por el fondo izquierda, llevando dos grandes maletas. Sigue sonando el saxo. Él parece muy cansado. Tiene setenta y tantos años de edad, y aparenta aún más. Está sudoroso y jadeante. Viste un sencillo traje gris claro, y tiene el 163

primer botón del cuello de la camisa desabrochado. El nudo de la pajarita está aflojado y algo ladeado, y ésta le cuelga sin gracia. Louis mira en derredor buscando indicaciones. Se dirige a la taquilla.

LOUIS: Buenas tardes. ¿Cuándo sale el próximo tren a Filadelfia? EMPLEADO 1: A las veinte quince. Faltan treinta... (sacando un reloj de bolsillo) ...y tres minutos.

LOUIS: Deme un billete. (Uno de los aburridos pasajeros que esperan se ha levantado y se acerca a Louis, husmea a su alrededor, mira sus maletas desde un lado y desde otro.)

PASAJERO 1: Lleva usted mucho equipaje para un viaje tan corto. LOUIS: Vengo de muy lejos. (Recoge su billete y se aleja para sentarse al otro extremo. El pasajero se encoge de hombros y se vuelve a sentar donde estaba antes. Louis se mueve con incomodidad. Se afloja aún más la pajarita. No está a gusto. De pronto le da un vahído. Hace un amago de vomitar. Cierra los ojos y respira profundamente. Se levanta y, dejando sus maletas, se dirige al aseo de caballeros. Abre un grifo de uno de los lavabos y se refresca la cara y la nuca. Se suelta completamente la pajarita y se abre aún más la camisa. Sigue respirando con dificultad y vuelve a mojarse. Parece reaccionar al frescor del agua y, cuando tiene una expresión de mayor tranquilidad, siente un dolor súbito en el pecho, un ahogo, y cae al suelo. Está muerto. En la sala de espera los viajeros siguen aburridos. El Pasajero 1 se acerca, primero tímida y luego descaradamente, a las maletas abandonadas por Louis. Se extraña del abandono y va al aseo. Ve el cadáver.)

PASAJERO 1: ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Una ambulancia! EMPLEADO 1 (Desde la ventanilla): ¿Qué ocurre? (Los demás pasajeros atienden, alguno incluso se levanta, pero aún no se mueven de su sitio.)

PASAJERO 1: Creo que este hombre está muerto. (Todos se acercan a mirar. Llegan corriendo el empleado 1 y el empleado 2.)

EMPLEADO 1: ¡Una ambulancia! EMPLEADO 2: Ya está llamada. ¿Hay aquí algún médico? (Nadie dice serlo. El Empleado 2 le toma el pulso mientras el Empleado 1 le registra.) Yo creo que

está muerto. 164

EMPLEADO 1: No tiene pasaporte. Está indocumentado. No encuentro por ninguna parte... EMPLEADO 2: Déjalo. No te metas a policía. EMPLEADO 1: No parece un vagabundo. ¿No crees más bien que debe ser un delincuente? EMPLEADO 2 (a los pasajeros): ¡Venga, venga! Despejen. El tren de Filadelfia va a salir en seguida. Vayan yendo hacia el andén. Vía 3. (A su compañero:) No digas más tonterías. Y no toques nada. Vamos a cerrar el

aseo y a llamar a la policía. EMPLEADO 1: Es todo tan sospechoso... Indocumentado. Y fíjate qué dos maletones para ir a Filadelfia. Daría algo por echarles un vistazo. EMPLEADO 2: Ni se te ocurra. No te metas en líos. EMPLEADO 1: No, no. Claro. (Telón)

Segundo acto Se oye una música alegre e infantil. La parte de decorado que representa los aseos está exactamente igual que en el primer acto. En el suelo está Louis, muerto. La parte de la sala de viajeros se ha desnudado completamente y está en total oscuridad. Gradualmente va disminuyendo también la luz en los aseos, a la vez que se va desvaneciendo la música, y en el momento en que se alcanza la oscuridad y el silencio totales, un cañón de luz incide sobre Louis.

VOZ DE ESTHER (Desde la oscura sala vacía:) Cariño, ya está lista la cena. (Louis se levanta despacio y pasa del aseo a la sala oscura. El cañón de luz le sigue y amplía su campo para iluminar también a Esther, su esposa, una mujer de su misma edad, con delantal, que le espera contenta con los brazos en jarras, y a Sue Ann, su hija, una joven que lee una revista femenina en un sillón. Este sillón es el único mueble que se ve.) ¿Estás muy cansado? Estás trabajando mucho.

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LOUIS (Estirándose y desperezándose:) Sí. Hay mucho que hacer y parece como si todo lo tuviera que hacer yo. Tengo un montón de ayudantes, pero... ESTHER: ¡Y los viajes! Hace años que no duermes una semana seguida en casa. ¡Qué digo una semana! Ni tres días seguidos. LOUIS: A veces me siento tan cansado... Estoy haciendo una ciudad en Bangladesh. Una ciudad. ¿Te das cuenta? Es lo más a lo que puede aspirar un arquitecto; un verdadero sueño. Yo creía que iba a ser lo más excitante de mi vida, y sin embargo estoy cansado, no puedo más, me abruma todo eso... ESTHER: No te preocupes, cariño. Descansa un poco. Todo se va a arreglar. LOUIS: También está el dinero. Hago proyectos fabulosos y me pagan muchísimo dinero, pero todo se lo come el estudio, tanta gente, tantos viajes, tantos gastos. Estamos en bancarrota. ESTHER (Abrazándole:) Siempre hemos salido adelante, Lou. ¿Te acuerdas cuando nos casamos? No teníamos nada. Hasta que te salió el puesto de profesor... LOUIS: Pero entonces tampoco teníamos deudas. ESTHER: ¡Huy, que no! Yo tenía deudas con el carnicero, con el panadero, con todos. Esos pocos dólares parecían insalvables. SUE ANN: Papá, ¿has visto mis zapatos nuevos? LOUIS (Sin mirarlos:) Muy bonitos. SUE ANN: Pues los he comprado en el mercadillo. LOUIS: ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! No consentiré que ni tu madre ni tú prescindáis... ESTHER: No digas tonterías. Si estamos con apuros económicos tendremos que colaborar todos. Sue Ann va a ponerse a dar clases...

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LOUIS (Llevándose las manos a la cabeza y tirándose de los pelos:) ¡No, no y no! Toda mi vida ha sido una lucha, y ahora estoy en la cumbre de mi carrera. ¿Qué ha pasado? ¿En qué me he equivocado? ¿Cómo he podido ser tan desastrosamente desordenado? A mis alumnos les hablo del orden, en mi arquitectura el orden es el elemento sagrado, y mi vida es un caos. SUE ANN: Papá, relájate. Descansa, descansa. (Louis, muy apesadumbrado, se retira lentamente a los aseos. Le sigue la luz, que deja en la oscuridad a su esposa e hija. En los aseos vuelve a tenderse en el suelo, muerto, en la misma postura en que quedó en el primer acto. Sue Ann sigue repitiendo, cadenciosamente:)

descansa, descansa, descansa. (Lo va diciendo con voz cada vez más baja, y cuando Louis se tiende en el suelo, Sue Ann se calla y hay un silencio absoluto durante treinta segundos, en los que sólo se ve el cadáver de Louis. El Empleado 1 y el Empleado 2 entran en el aseo con varios sanitarios. Éstos se disponen inmediatamente a intentar reanimar a Louis. Le hacen masaje cardíaco, le aplican una mascarilla de oxígeno a la cara.)

VOZ DE NATHANIEL (Desde la oscura sala vacía:) ¡Papá, papá! (Louis se levanta despacio y pasa del aseo a la sala oscura, donde ya no hay ningún mueble. El cañón de luz le sigue y amplía su campo para iluminar también a Nathaniel y a Harriet, que están de pie esperándole. Harriet, detrás del niño, le tiene cogido por los hombros. El niño se suelta de ella yendo al encuentro de Louis, y le abraza.)

LOUIS: ¡Hola, pequeño! (Le besa.) NATHANIEL: Papá, mira, nuestro libro de los barcos locos. ¿Hacemos hoy el barco salchicha? LOUIS: Hoy no, Natha. Otro día. Estoy cansado. NATHANIEL: Pero tú me prometiste... LOUIS: De verdad que lo haremos el próximo día. ¿Sabes, Natha? He construido un barco para una orquesta de viento. Algún día iremos a verlo. NATHANIEL: ¿Un barco para tocar música? ¡Quiero verlo! ¡Vamos, vamos! 167

LOUIS: Otro día. De verdad, te lo prometo. NATHANIEL: ¿Me llevarás a verlo? LOUIS: Seguro. NATHANIEL: Tú nunca me has llevado a ningún sitio. Vienes a casa y te quedas aquí, y después te vas tú solo. Nunca he salido contigo. No salimos juntos. LOUIS: Eso va a cambiar, Natha. Ahora vete a jugar, que quiero hablar con mamá. (El niño se resigna con fastidio, pero obedece. Se tumba en el suelo con un cuaderno y un lápiz y dibuja.) Harriet, tú sabes que te quiero, ¿verdad?

HARRIET: Claro, Lou. ¿Por qué me dices eso? LOUIS: No lo sé. Sentía que tenía que decírtelo. Os he tratado muy mal, a ti y al niño. HARRIET: Sabía dónde me metía. LOUIS: Tal vez, pero ¿y Natha? HARRIET: Él es feliz así. Mírale cómo dibuja. ¿No crees que tiene tu talento? LOUIS: Espero que no tenga mi talento para meterse en líos. Natha, ¿qué estás haciendo? NATHANIEL: Mira, otro barco loco. ¿A que no sabes qué es? LOUIS: Tus amigos tienen padres que viven con ellos todo el tiempo. NATHANIEL: Algunos sí y algunos no. HARRIET: Ya sabes que papá viaja mucho. Hace edificios por todo el mundo. LOUIS (Aparte:) Dejo mentiras por todo el mundo. NATHANIEL: Papá, ¿por qué te has muerto? ¿Ahora qué voy a hacer yo? (Louis se va hacia el aseo.)

HARRIET: Ya sabes que tiene mucho trabajo, por eso no puede vivir con nosotros todo el tiempo.

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NATHANIEL: Se ha muerto. ¿Qué vamos a hacer ahora? (Louis se echa en el suelo de los aseos y adopta la misma postura del primer acto.) Se ha muerto y

no me ha construido el barco salchicha. SANITARIO 1: Este hombre está muerto. EMPLEADO 1: ¿Qué tenemos que hacer? SANITARIO 2: Esperar la orden del juez. VOZ DE ANNE (Desde la oscura sala vacía:) Lou, he estado en la casa de baños de Trenton. Hay algo que no me gusta. LOUIS (Se levanta otra vez del suelo y dice, distraído:) ¿Sí? (Va hacia la sala oscura, despacio. La luz le acompaña y por fin ilumina a Anne y a Alexandra, ambas de pie y muy serias.)

ANNE: Los bloques de hormigón no son una buena idea. Deberíamos... LOUIS (Interrumpiéndola, pone los ojos en blanco y mira al cielo, como si tuviera una visión:) ¡El humilde bloque de hormigón, el honrado y mínimo

bloque! ¡Qué honor para el arquitecto construir con la tierra, con la materia, para hacer espíritu! ANNE: Oh, sí, Lou. LOUIS: La luz... ¡es! (Pausa de unos segundos, en los que parece transportarse a altas esferas.) El silencio... (Permanece unos segundos en silencio y hace un gesto cadencioso con los brazos, como un bailarín.) Le pregunté al ladrillo qué

quería, y me contestó: “Quiero un arco”. ALEXANDRA: Papá... LOUIS: Alex, querida. (La besa.) ¿Sabías que el mundo nunca necesitó la Quinta Sinfonía de Beethoven hasta que él la creó? Y ahora nosotros no podemos vivir sin ella. ANNE (desafiante:) ¿Y? LOUIS: Tengo que irme. Estoy construyendo una ciudad. ANNE: Alex, besa a tu padre. Se va. ALEXANDRA (con fastidio:) Papá, tú siempre te estás yendo.

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LOUIS: Es cierto, hija mía, siempre me estoy yendo. (Vuelve a los aseos y se tiende otra vez. Los sanitarios se disponen a colocarlo en una camilla.)

(Telón)

Réquiem Sala en el Oliver Bair Funeral Home, Filadelfia. Es el viernes 22 de marzo de 1974 y son las diez de la mañana. En una mesa alta, a modo de altar, hay un ataúd adornado con flores, con la tapa abierta. Está vacío. Louis está sentado en el borde de la mesa. En la sala está el oficiante, Oliver Bair, y tres parejas: Esther y Sue Ann, Harriet y Nathaniel, y Anne y Alexandra. No forman un solo grupo de dolientes, sino que están tan separadas como permita el escenario. Se oye una música muy dulce y lenta, puede ser el Célebre Adagio de Albinoni u otra música barroca. Cuando se alza el telón, Oliver Bair está hablando a los concurrentes, pero no se le oye, sólo se le ve mover los labios y actuar con gran solemnidad. A quien sí oímos es a Louis. Por supuesto, sólo lo ve y lo oye el público; los otros actores están atentos a Oliver.

LOUIS: He aquí a toda mi familia, a la gente a quien más he amado y que más me ama. No os conocíais hasta ahora. No ha sido éste el momento más oportuno, desde luego. Lo siento mucho. No he sido capaz de llevar una vida ordenada. (Va hacia Esther y Sue Ann.) Esther, Esther. Nos casamos tan jóvenes... Siempre te he querido. Has sido la compañera de mi vida, y juntos hemos pasado buenos y malos momentos. Y tú, Sue Ann, mi primogénita, tan seria, tan buena, tan cariñosa. Con vosotras he tenido toda la suerte que un hombre puede desear. (Ahora va hacia Anne y Alexandra.) Pero apareciste tú. Eras tan guapa... Y una arquitecta con

ideas propias. (Mira a Esther.) Perdóname, Esther, siempre he sido machista. Estaba acostumbrado a ser el hombre de la casa, y que tú fueras mi esposa obediente y fiel. (Mira de nuevo a Anne.) Pero apareciste tú y me desorientaste. Discutías conmigo sobre los proyectos, ponías en 170

duda mis ideas. Eras tan segura, tan guapa... Me enamoré de ti inmediatamente. (Mira a Alexandra y va a decirle algo, pero no lo hace. Tan sólo le acaricia la cara y se va hacia Harriet y Nathaniel.) Contigo me pasó lo

mismo. Eras una arquitecta brillante. Tuya fue la explanada sobre el mar del Salk Institute. ¿Qué me pasó? Con los colaboradores varones era capaz de trabajar sin problemas, pero con las mujeres... Es posible que no os admitiera como iguales, que me dierais miedo y tuviera que conquistaros. Tres familias, una pública y dos secretas, ocultas; tres casas, tanto caos, tanto despilfarro de dinero, y tanto despilfarro de corazón. He querido ser un hombre de orden, de paz, de espíritu. He sido siempre muy espiritual y religioso. Yo no quería esto. Os he querido a todos, pero no quise llevar la vida que he llevado. Todo ha sido un fracaso. (Se vuelve a Nathaniel.) Natha, mi único hijo varón. Mi varón. My architect. Tú eres yo. (Le pone la mano sobre la cabeza y le besa en la frente. Se vuelve a sentar en la mesa, al lado del ataúd.) ¿Qué he hecho con

mi vida? ¿Y con las vuestras? Tanto desorden y tanto secreto. Tanta culpa y ocultación. Parece que los judíos tenemos el monopolio de la culpa. Yo os juro que tengo mi buena parte para mí solo. Perdonadme, os lo suplico. Perdonadme. Os quiero tanto. (Las tres parejas se miran con cierto recelo, pero se van aproximando. Sube el volumen de la música y las seis personas acaban juntas. Las caras recelosas y serias esbozan una tímida sonrisa triste y dolorida, y

cae el telón)

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Oliver Bair Funeral Home, Filadelfia. Aquí fue el funeral de Louis Kahn, el viernes 22 de marzo de 1974, a las 10,00 A.M. Fotografía de Vincent Feldman, 1er. Premio del concurso de Paisajes Urbanos convocado por la revista City Paper, de Filadelfia.

Nathaniel Kahn, hijo de Louis Kahn, tenía una muy bonita secuencia en el Montefiore Cemetery de Filadelfia, con la tumba de su padre, para su película My Architect. Pero la suprimió. Dice que es engañoso pensar que su padre está ahí. Dice que su padre está en sus obras y en la memoria de la gente. Por ello, mostramos aquí dos obras, tumbas alternativas: Isamu Noguchi. Constelación, Kimbell Museum (obra de Louis I. Kahn), Fort Worth, Tejas.

Rita Novel. Tumba Virtual de Louis Kahn, Dormitorios Erdman Hall (obra de Louis I. Kahn), Bryn Mawr, Pennsylvania.

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CARLO SCARPA

Fecha de la muerte:

28 de noviembre de 1978 Lugar de la muerte:

Sendai (Japón) Tiempo vivido:

72 años, 5 meses y 26 días Causa de la muerte:

Accidente Enterrado en:

Tumba Brion, Cementerio de San Vito de Altivole. Treviso (Italia) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Lafcadio Hearn Kwaidan (Relatos japoneses de espíritus)

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Isogai1 era un espíritu novato, que se iniciaba en el largo y arduo camino de la perfección. Los espíritus mayores le habían asignado una misión sencilla: cuidar del templo Toshogu de Sendai. Era frecuente que los espíritus tuvieran unos primeros cometidos irrelevantes, para ir poco a poco, en un lento proceso de aprendizaje y madurez, adquiriendo mayor responsabilidad, experiencia y poder. Pero Isogai era muy concienzudo y diligente, y ardía en deseos de progresar y de ascender. Tenía prisa. Así que la ambigua misión encomendada de “velar por las tradiciones, la integridad y la pureza del templo”, para él adquirió un significado muy nítido. Isogai se agazapaba detrás de cada fiel, escuchaba sus rezos y sus promesas, vigilaba los ritos, la preparación floral, las lámparas votivas, las tablillas mortuorias... y casi nunca aprobaba lo que veía ni lo que oía. No encontraba suficiente devoción ni pureza ritual en nadie. Sus poderes eran insignificantes, pero los ejercía sin descanso: un pellizco a un fiel distraído, un golpecito a unas rodillas mal colocadas, un soplo en unas orejas no atentas... Pero aun esos pocos recursos se les antojaron excesivos a los espíritus mayores, que veían con desagrado cómo Isogai se extralimitaba en su empleo. El templo Toshogu estaba adquiriendo una fama muy desagradable con esos fenómenos extraños, insignificantes, sí, pero muy incómodos, y que movían al miedo y a la superstición. Y a los fieles cada vez les costaba más acudir allí. Como esto siguiera así, pronto iba a ser un templo abandonado.

1

El vocablo budista zokumyô (nombre profano) alude al nombre personal que se lleva durante la vida, en contraposición al kaimyô (nombre sagrado) o homyô (nombre legal) que se otorga después de la muerte, apelativos religiosos póstumos que se inscriben sobre la tumba y la tablilla mortuoria que se deposita en el templo. Véase mi artículo “The Literature of the Dead” en Exotics and Retrospectives. No nos es dado declarar el kaimyô de Isogai, sino su zokumyô, y aun de éste solamente una parte, similar, aunque no exactamente igual, a lo que para nosotros sería el nombre de pila. (Nota de Lafcadio Hearn).

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Le llamaron al orden, y le exigieron que a partir de entonces les informara de lo que viera, para que ellos le autorizaran o no a emplear esos poderes. A partir de entonces Isogai se convirtió en un frenético emisor de informes. Cada día comunicaba a sus superiores no menos de veinte infracciones graves a la pureza del culto. Los superiores le prohibían hacer nada al respecto, e Isogai se desesperaba. Intentaba purificarse a sí mismo con la contención de su ira, pero no podía evitar los pensamientos más funestos, que incluían un cada vez peor concepto de los espíritus mayores, a quienes veía acomodados en el conformismo y sin ganas de hacer nada. Pero un día ocurrió algo que superaba todo lo anterior, un sacrilegio verdaderamente grave. Un famoso arquitecto italiano realizaba un viaje por el norte de Japón. Entró en el templo y miró con verdadera atención, complaciéndose en todo lo que veía. Estudiaba la estructura, los materiales, el ambiente, el color, la luz... e incluso tomó apuntes en un cuaderno. Isogai recabó informes sobre ese curioso personaje (incluso un espíritu novato tiene acceso instantáneo a ese tipo de información). En un momento comprobó que el arquitecto no era tal, pues los hombres sabios que en su país otorgaban los títulos y licencias preceptivas le negaban la autorización de ejercer la arquitectura. Pero, sin embargo, diseñaba salas de exposiciones, bancos, locales comerciales e incluso tumbas con gran admiración de sus semejantes. Es decir, su obra era semilla de guerra y de discordia: a unos agradaba hasta el entusiasmo, mientras que los mayores, los hombres de criterio y autoridad, no le consideraban digno y le prohibían hacerlas. El extranjero amaba el Japón y lo había visitado varias veces. Peor que los turistas occidentales que no entienden nada, éste sí entendía algo, y se creía con derecho a tomar ideas para llevárselas y adulterarlas. 175

En este viaje estaba siguiendo un enrevesado itinerario que podría compararse al que hizo Bashô, el gran poeta haiku del siglo XVII, que vivió peregrinando y vagabundeando para llegar a la perfección de su arte. Bashô decía: “No sigas las huellas de los antiguos; busca lo que ellos buscaron”. Y así lo hacía este extranjero, que buscaba lo mismo que había buscado un viejo maestro suyo llamado Wrieto-San2. De aquel viaje de Bashô por el norte de Japón, en busca de la esencia zen, había nacido su libro “La estrecha senda de Oku”. El poeta murió a la vuelta de otro viaje, esta vez por el sur de Japón, en el que contrajo disentería. Isogai vio, así, el viaje como fuente de conocimiento y también como causa de la muerte. O bien, la muerte como final del viaje iniciático. Bashô, en el colmo de lo sublime en poesía, había escrito: En el antiguo estanque se zambulle la rana. Ruido de agua.

Lo cual es muy difícil de apreciar por un occidental (tal vez sea el idioma; en la traducción pierde mucho). Al extranjero sí parecía conmoverle ese tipo de poesía. Parecía que todo lo japonés le interesaba, que todo lo entendía. Aquí estaba a sus anchas. Pero en su tierra los mayores no querían darle la licencia para ejercer. ¿Por qué? Decididamente, algo malo había en él, con esa cara de diablo y esa sonrisa maléfica. Había viajado muchas veces a Japón, y encontraba inspiración en esta arquitectura para realizar sus obras profanas. Era aún peor que cualquier otro turista, porque estos salvajes pisoteaban el templo sin entender nada, sin respeto y sin veneración, sin conocimiento alguno de los 2

Frank Lloyd Wright, llamado Wrieto-San en Japón durante su estancia para la construcción del Hotel Imperial de Tokio.

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ritos, pero aquél parecía comprender el espacio sagrado, y, con sus notas y apuntes, lo asimilaba para luego emplear esas enseñanzas en sus obras. Los bancos y fundaciones culturales de su ciudad de calles de agua llevaban, profanados, adulterados, prostituidos, muchos de los secretos sagrados de los templos. Eso sí que no podía ser tolerado. La arquitectura inmortal del templo Toshogu no iba a nutrir a aquellas obras infames. Esa era la misión que le habían encomendado los espíritus mayores: “preservar la pureza del templo”. Lo vio tan claro que ni se ocupó de informar a sus superiores; además, no había tiempo. Ese extranjero malvado estaba robando lo más sagrado del templo. Estaba violando un secreto inefable para pregonarlo ante los infieles, para escarnecerlo y banalizarlo. Terminada su visita, ya salía sonriente, ya guardaba su cuaderno de apuntes y empezaba a bajar despreocupadamente la larga escalinata. Isogai sacó su pie de la oscuridad y pisó uno de los zapatos del extranjero. (No el pie, sino el zapato; concretamente el pliegue del cuero en el talón). Éste trastabilló y cayó rodando, como una bola, botando y rebotando con gran aparatosidad por todos los peldaños hasta llegar al pie de la escalinata. Allí se quedó quieto, tirado como un fardo. Estaba muerto. Sus

acompañantes

estaban

consternados,

boquiabiertos.

Era

imposible de creer. No se lo podían explicar. Todo había sucedido en un instante. El gran arquitecto había pasado de la vida a la muerte, de la inundadora facundia y del optimismo al silencio, a la nada. Los espíritus mayores recriminaron y castigaron a Isogai, pero ya no podían hacer nada por el extranjero de extraño nombre3. Tan sólo los dioses tenían poder para devolverle la vida. El suyo se limitaba a algún 3

Curiosamente, el zokumyô del extranjero significaba “zapato” en su idioma, lo que sugería una rara coincidencia entre zokumyô, kaimyô y homyô. (Véase nota 1).

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encantamiento para darle un simulacro de vida, para convertirle en una sombra maldita. En una larga reunión, decidieron no hacer nada de esto, sino tan sólo influir para que se le rindieran honores póstumos y para que se realizaran los ritos de enterramiento en su país de la mejor manera posible. Por su influencia y su poder, la gran convención de los arquitectos de la lejana ciudad de las calles de agua le dio el título de arquitecto a los cinco días de su muerte. Un título que le habían negado una y otra vez durante muchos años. Y, también por su influencia y su poder, se consiguió que fuera enterrado en su obra maestra: la tumba monumental de los esposos Brion, del cementerio de San Vito d’Altivole, cerca de Asolo. Ese había sido su deseo; un deseo en verdad curioso: ser enterrado a los pies de unos clientes a los que les había hecho su tumba años atrás, como eran enterrados antiguamente los escuderos y los perros favoritos: a los pies de sus amos. (Sólo que, por mor de su arte y por su demoníaca soberbia, en esa tumba el amo era él). El arquitecto fue vestido con un kimono blanco y depositado en una pequeña caja de madera similar a una cuna. Quedó tendido sobre un montículo mientras muchos grandes hombres decían hermosas palabras sobre él. Al finalizar el acto, fue sepultado en un pequeñísimo rincón, muy discreto pero muy importante. El rincón fue señalado con una piedra con su nombre y la fecha contorneada por un laberinto. Los espíritus, que habían asistido a la ceremonia, se retiraron silenciosamente y volvieron a su tierra. Isogai bajó al nivel ínfimo, pero no se desanimó. Tenía mucha voluntad y muchas ganas de ascender.

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Post scriptum.- Según los anales de Kokoro, los hechos luctuosos que aquí se han relatado no ocurrieron en la escalinata del templo de Toshogu, sino en las escaleras mecánicas de unos grandes almacenes de esa misma ciudad: Sendai. Según esa versión, Isogai siguió al señor Zapato fuera del recinto sagrado, y eligió un lugar profano y trivial para llevar a cabo su ejecución. Por lo demás, ambas versiones, la nuestra y la de los anales de Kokoro coinciden en el pisotón en el pliegue del talón de la escarpa derecha, en la caída rebotando y en la muerte fulminante.

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Sendai, Templo Toshogu. Escalinata y detalle de peldaño.

Tumba Brion en San Vito de Altivole. En un rincón está enterrado Scarpa

Tumba de Carlo Scarpa en un rincón de la tumba Brion. Foto de Paco Polán

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ENRIC MIRALLES I MOYA

Fecha de la muerte:

3 de julio de 2000 Lugar de la muerte:

Sant Feliu de Codines (Barcelona. España) Tiempo vivido:

45 años, 4 meses y 21 días Causa de la muerte:

Tumor cerebral Enterrado en:

Cementerio de Igualada. Igualada (Barcelona. España) Estilo del relato inspirado en / copiado de:

Raymond Queneau Ejercicios de estilo

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Pasota Joé con el Miralles, tío; di que va y le sale un tumor de la hostia en la cabeza, y le empieza a crecer y a crecer hasta que ¡pum! le estalla la pelota como una sandía. ¡Joé, qué palo! El tío era bueno de cojones, y hacía unas cosas de la hostia, raras y tal, to mu retorcido y mu explosivo, que casi te explicas que le saliera eso en el tarro. Pobre. A mí lo que no me gustó es que hiciera un parque y diseñara las pintadas y tal, ¿sabes? Como diciendo ya las he hecho yo, él en plan pijo y de diseño, y asín no me las hacen estos macarras. A mí eso me parece mu chungo. Pero, claro, ni puto caso. Lo otro sí, todas las otras pasadas sí que me gustan. Me gustan que alucino, ¿sabes? Nos vamos los colegas a ver sus obras y es que lo flipamos. El tío jugaba al baloncesto, pero bien ¿sabes? Iba pa profesional, pa figura del Barça, pero lo tuvo que dejar cuando empezó a estudiar arquitectura. Y mira por dónde, la arquitectura le hizo más famoso que lo que... Bueno, eso no se sabe; a lo mejor también se habría salido como baloncen... balosces... baloncer... jugador de baloncesto. Eso no se sabe. El Enric trabajaba en pareja, el tío, primero con su primera piba y luego con la segunda. Es una pena que, tan joven y tal, no le haya dado más tiempo pa sus flipes. Bueno, como dice mi viejo, a unos en un año les da tiempo a hacer más que a otros en toda la vida. Pero ahora que estaba por to’l mundo, pim, pam, pim, pam, venga y venga, pacá y pallá, y que le salía to de cojones, va y se muere. Fue visto y no visto. En marzo se sintió mal, se fue al médico y ¡cáncer! ¡No me jodas, tío! ¿Cáncer? Ya te digo. Tiene que ser un palo pero de la hostia. Que te digan así sin más que estás p’allá. 182

Y a ver qué haces. Ir como loco de médico en médico a ver qué te dicen y qué probabi... pobrab... probrab... qué suerte te espera y qué coño puedes hacer. Va el tío y se marcha a América, que yo ahí ni entro ni salgo, pero no me parece bien largarse a los usa a que te operen. Y además que le operaron como el culo, porque se volvió a Barcelona a finales de junio y no duró aquí ni dos semanas. Yo bien que lo siento, porque joé, porque me caía bien, y está to esto de la arquitectura lleno de gilipollas que duran mil años, y pa un tío legal que hay se nos muere en na de tiempo. (Bueno, en na de tiempo. Aquí toda la peña venga decir que a los cuarenta y cinco años era un niño y tal. Mi viejo tiene cuarenta y cuatro y es una momia). Está toda la peña dándole a la bola de qué podría haber hecho este monstruo si hubiera vivido más años. Ya, pero eso es bacilar pa na. Se murió y se murió. Te juro que lo siento, pero no se puede hacer na. Y tiene unas cuantas obras en marcha que ya verás cuando se terminen; la hostia.

Logo-rallye (Año, ciudad, fiebre, renovación, valle, montañas, cadena, interior, modo, anfiteatro, clima, altibajos, cielos, nubes, presión, lluvia, veces, opinión, fundación, fenicios, historia, colonia, elefantes, riberas, camino, frío, terreno, barceloneses, vista, animales).1

De marzo a julio no hay ni medio año, apenas un tercio. Fue lo que duró Enric Miralles. Estaba en su ciudad y se sintió mal, con dolor de cabeza y fiebre. Fue al médico pensando que estaba muy estresado, que necesitaba un descanso y una renovación de energías. Pensaba pasar unos días en el valle, haciendo excursiones a las montañas, y creía que con eso 1

Lista de los sustantivos del comienzo de la novela de Eduardo Mendoza, La ciudad de los prodigios.

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se le pasaría. Pero no fue así: El médico, nervioso, jugando con la cadena de sus gafas y con el interior de su corbata, dijo, a modo de maldición, abriendo el anfiteatro de su boca: Es un tumor cerebral. Enric mantuvo la serenidad. Mostró un clima sin altibajos. Pero los cielos estaban llenos de nubes. Era un hombre educado para soportar la presión. El temor a la muerte era una lluvia fina que a veces le angustiaba. Pero mantuvo la frialdad. Pidió una segunda opinión, que fue igual de nefasta. Fue a todas partes: desde la fundación científica y filantrópica hasta el negocio de los fenicios de la medicina. La historia es muy breve: Viajó desde esta colonia a la metrópoli del imperio y los elefantes del arte de curar le operaron con diligencia. Apenas duró un mes. Estaba aún en las riberas de la juventud. Apenas había comenzado a andar su camino y ya llegaba al final. Era fuerte, grande, un hombre de temple frío, un deportista. (Había estado a punto de ser profesional del baloncesto, pero abandonó este terreno por la arquitectura). Todo el mundo, no sólo los barceloneses, lloró su muerte injusta y cruel. Se despidió un gran hombre. Ahora van surgiendo ante nuestra vista los animales que él dejó en larva o en gestación.

Lipograma (sin la a) Enric murió de un tumor en el cerebro. ¡Qué dolor! En el Nuevo Mundo le intervinieron. Pero no fue posible. Él fue fuerte, tremendo, potente. De joven hizo mucho deporte, y pudo ser su profesión. Luchó sin rendirse. No fue temeroso. Con su tumor se fue, vino, volvió. No pudo ser. Murió muy joven, y todos lo sentimos mucho. 184

Sus

edificios

se

siguen

construyendo

hoy,

y

él

sigue

sorprendiéndonos con su genio después de muerto.

Conpó lapá pepé Elpé

granpá

papádepéciópó

arpáquipítecpétopó

súpúbipítapámenpétepé

Enpéricpí depé

Mipírapállespé

dopólopórespé

depé

capábepézapá ypí sepé lepé diagpánospótipícópó unpú tupúmorpó cepérepébralpá enpé marpázopó depé dospó milpí. Enpé jupúniopó fuepé opópepérapádopó enpé Espétapádospó Upúnipídospó, ypí topódopó papárepécípíapá hapáberpé sapálipídopó sapátispífacpátopóriapámenpétepé, pepéropó elpé trespé depé jupúliopó mupúriópó. Tepénípíapá cuapárenpétapá ypí cinpícopó apáñospó. Epérapá unpú hompóbrepé alpátopó ypí fuerpétepé, quepé siempéprepé hapábípíapá espétapádopó

sapánopó,

ypí

hapábípíapá

despétapácapádopó

espépepécialpámenpétepé enpé elpé bapálonpócespétopó. Depéjópó

epédipífipíciospó

propóyecpétapádospó

quepé

apáhopórapá vanpá surpúgienpédopó ypí nospó depéjanpá llepénospó depé adpámipírapációnpó ypí depé dopólorpó.

S+2 Enric Miralles estaba en su mejor momia. Ganaba conchas a lo largo y ancho de todo el mundonuevo, y su arquivolta era compleja y admirable. Con sólo cuarenta y cinco añojales ya aparecía como una gran genista, y su prestimonio crecía imparablemente. Era un magacén. Pero entonces, súbitamente, se le diagnosticó un túmulo cerebral. Enric actuó con rapiña y determinismo. En sólo tres mesadas ya le estaban

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operando en Estadoños Unidos, pero, aunque parecía que el operador había salido bien, no pudo sobrevivir ni siquiera una mesada. Enric era una hombrera alta y fuerte, muy sana, que siempre había hecho deportista. De joven estaba a punto de ser juglar profesional en el balonvolea cuando lo dejó para dedicarse a la arquivolta. Murió dejando numerosas proyecturas por toda la órbita, que ahora surgen de las plantaciones y nos producen mucha admisión.

Carta oficial Tengo el honor de informarle a usted de que el gran arquitecto Don Enric Miralles i Moya falleció el lunes tres de julio de dos mil tras una penosa enfermedad. El que fuera joven promesa del baloncesto nacional, hubo de dejar el mencionado deporte por cuanto sus estudios de arquitectura le exigían gran dedicación, no pudiendo compaginar la profesión del baloncesto y la de la arquitectura. Aun no sabiendo qué trayectoria habría tenido como jugador de tal deporte, hemos de reconocer que la que tuvo como arquitecto fue brillante, y llenó primero Cataluña y luego el mundo entero de edificios admirables. En marzo de dos mil le fue diagnosticado un tumor cerebral que ni los médicos nacionales ni los estadounidenses pudieron curar. Su muerte fue muy súbita, sobreviniéndole cuando contaba con cuarenta y cinco años de edad. Murió con numerosos edificios proyectados y premiados en diversos concursos, que todavía han de ser construidos. Lo que le comunico para su conocimiento y efectos, reiterándole a Vd. el testimonio de mi mayor y siempre atentísima consideración.

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Ignorancia ¿Que ha muerto Enric Miralles? ¿Y cómo ha sido? ¿Un tumor cerebral? No me lo puedo creer. ¿Jugó al baloncesto de joven? No lo sabía. ¿Y era bueno? ¿Cómo? ¿Que le operaron en Estados Unidos? Si aquí hay médicos muy buenos, ¿no? Así que no pudieron hacer nada; ya. ¿Cuántos años? ¿Cuarenta y cinco nada más? ¿Y siguen construyéndose edificios suyos? Ah, que dejó muchos proyectos terminados, claro. Pues no; no sabía nada.

Exclamaciones ¡Pobre! ¡Tan joven! ¡Qué lástima! ¡Sólo cuarenta y cinco años! ¡Un tumor cerebral! ¡Ni en Estados Unidos han podido hacer nada! ¡Con lo sano que parecía! ¡Fue un gran deportista! ¡Casi profesional! ¡Qué arquitecto! ¡Qué bueno! ¡Cuántos proyectos ha dejado!

Catecismo ¿De qué murió Enric Miralles? Enric Miralles murió de un tumor cerebral. ¿Era nuestro Enric un hombre enfermizo? Nuestro Enric no era un hombre enfermizo, sino muy sano y fuerte, y deportista. ¿Cuándo le fue diagnosticado el tumor cerebral? El tumor cerebral le fue diagnosticado en marzo de dos mil. ¿Qué hizo entonces Enric Miralles?

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Enric Miralles no perdió la calma. Buscó más opiniones y, analizando su enfermedad sensatamente, fue a operarse a los Estados Unidos de América. ¿Cuándo fue operado Enric Miralles de su tumor cerebral? Enric Miralles fue operado de su tumor cerebral en junio de dos mil. ¿Fue un éxito su operación? No. Su operación no fue un éxito, sino, antes al contrario, el tumor siguió desarrollándose. ¿Cuándo murió Enric Miralles? Enric Miralles murió el tres de julio de dos mil, para dolor de toda la profesión y de todos los amantes del arte arquitectónico. ¿Fue Enric Miralles un destacado arquitecto? Sí. Enric Miralles fue un destacado arquitecto, uno de los más importantes del mundo entero. ¿Se terminó la arquitectura de Miralles al morir él? No; no se terminó su arquitectura, pues dejó muchos proyectos en el papel, que ahora se están construyendo todavía, y su estudio, regido por su viuda, mantiene la línea arquitectónica del maestro, aplicando sus métodos y enseñanzas. ¿Destacó Enric Miralles en algo más que en la arquitectura? Sí. Enric Miralles, además de en la arquitectura, y antes que en ella, destacó como jugador de baloncesto.

Telegrama ENRIC

MIRALLES

OPERACIÓN

ESTADOS

MUERTO

TUMOR

UNIDOS

FRACASÓ

CEREBRAL STOP

STOP

EDIFICIOS

SUYOS SOBRE PAPEL SERÁN CONSTRUIDOS SIN ÉL STOP CLUB

FÚTBOL

BARCELONA

RECUÉRDALO

COMO

JUGADOR

BALONCESTO MANDA SENTIDO PÉSAME 188

Latín macarrónico Enricus Mirallæ mortus est tumoris in cerebre. Operatus est in America, sed operationem sua est non bona. Architectus erat clarus et nobilis et admiratus. Operas suas magnas et pulchras sunt, et multas aedificant nunc post mortem architecti. Enricus erat bonus lusor pilæ cistæ, sed non proffesionalis per causa architecturæ.

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Cementerio de Igualada, obra maestra de Enric Miralles, que está enterrado en él.

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RECONOCIMIENTOS

Este libro nació de una idea de mi amigo Ángel Sanguino. Él fue quien me habló, una tarde en Toledo, de escribir muertes de arquitectos. En unos instantes recordamos las muy notables de Gaudí, de Borromini, de Kahn... Él conocía algunas mejor que yo, y yo otras mejor que él. Además, cada uno de nosotros tenemos nuestras afinidades y rechazos, y nuestra forma de ver las cosas, así que una colección de muertes escritas por los dos podía ser divertido e interesante, al menos para nosotros. De este modo, propuse que cada uno hiciera una lista de muertos ilustres, y luego las cruzáramos y nos repartiéramos los muertos. Yo hice mi parte del trabajo, pero entonces Ángel me contestó con un mensaje que, como siempre, me descolocó. La virtud de los cracks es resolver los regates de la forma más inesperada, romper las expectativas y salirse del carril. Yo, que tengo aficiones literarias, me contentaba con escribir una colección de relatos. Él, que tiene una gran penetración filosófica y un enorme sentido de la ética, quería ir mucho más allá. Esto es parte de lo que me decía: Como hemos comentado en algunas ocasiones, entiendo que, en última instancia, todo hecho estético debe conllevar una función ética. Aparte del ejercicio de estilo que supone escribir sobre cualquier cosa, veo necesario darle una razón de ser a dicho ejercicio. Dentro de ese esfuerzo, obligación de todos, por destruir lo que hemos venido a llamar la postmodernidad, intuyo que se presenta ahora una ocasión que no debiéramos perder. No escribiría sólo sobre la muerte de los arquitectos, sino que me gustaría convertirme en la espada de Gary Cooper, ya que nunca he creído en la arquitectura de autor y sí en el arquitecto como ejecutor de una función social.

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Qué te parece si nos convertimos en sicarios del pueblo que, con guadaña en mano y a lo largo de la historia, conversan con los diferentes arquitectos en la cercanía de su muerte. Qué te parece si escribimos las diferentes muertes con dos lenguajes, el personal, fruto de lo subjetivo, defendiendo la relación autor-obra, y el social, fruto del objeto y de la función obra-sociedad. Aunque es un mecanismo muy conocido, tal vez de esta forma podamos trabajar con una cierta independencia. La propuesta me entusiasmó. Inmediatamente me puse a trabajar. Él no. Por eso, el resultado que aquí se aprecia es menos de la mitad del proyecto completo. Y además, es la parte más trivial; y lo digo sin querer pecar de una falsa humildad facilona. Al final nos hemos quedado en unos ejercicios literarios. No obstante, me he animado a hacerlos porque un día le pasé a Ángel un borrador con mis primeras muertes, para que él las fuera estudiando y se pusiera a lo suyo. Él, como no podía ser de otra manera, se dejó la carpeta en el coche de Virginia (ahora hablo de ella), y ahí la encontró Pablo (ya estoy hablando de él). Pablo leyó aquello, y me llamó. Me instó a que siguiera escribiendo muertes, y me animé tanto con sus palabras que me lancé a matar arquitectos. Así, ya completamente inhibido Ángel, Pablo me dio el segundo empujón. Ahora aparece mi amigo Pedro, que no tiene nada que ver con la arquitectura, y que se ha ido leyendo una a una todas las muertes como el prototipo de un lector profano cualquiera o como conejillo de Indias. Me ha hecho siempre observaciones inteligentes, me ha ayudado a verificar datos y, especialmente, me ha proporcionado al arqueólogo polaco del cuento de Imhotep (más concretamente a su hija), y me ha ayudado a resolver unas cuantas incoherencias. Una vez lanzado a escribir, he ido enviando mis episodios a Ángel Sanguino, a Pablo Alguacil, a Pedro Rodríguez, a Virginia Cavia, a Sergio Rodríguez, a Ángeles Novás, a mis hermanos Nando y Gema, a mi prima Eli y a mi amigo del alma Emilio García, que siempre me han animado, me han hecho sugerencias y me han ayudado de muy diversas formas; y también se los he enviado a Antonio Esteban y a Luis Moreno, que digamos que me han apoyado con su silenciosa aquiescencia. Gracias a todos. Escribir es un acto solitario, y se hace con más gusto y seguridad si se siente que hay alguien al otro lado. Yo me he sentido muy acompañado y apoyado por todos los que acabo de mencionar. 192

Lo de los ejercicios de estilo y los plagios vino solo. No fue premeditado. El primer relato que escribí fue el de Scarpa. Me resultaba muy difícil y no encontraba la forma de contarlo. Al final, leyendo unos cuentos de Lafcadio Hearn, se me ocurrió que podía escribirlo imitando ese estilo. Quizá fue así porque resonaron viejas conversaciones con mi inevitable Ángel Sanguino sobre Raymond Quenau, a quien rindo homenaje en el último episodio. A partir de ahí, ya era obligado buscar un estilo para cada arquitecto. En algunos casos eso fue una ayuda, porque el tono elegido desde el principio hizo fluir el relato con facilidad. En otros, fue un inconveniente, porque tenía la historia para contar y lo habría hecho con naturalidad a mi manera, pero entonces tenía que buscar un modelo y forzarlo todo para que encajara en un corsé. Me tomé entonces esa incomodidad con coquetería y con ganas de jugar, y disfruté del ejercicio. Quien comete plagio se escuda en que homenajea. Ese es mi caso. Declaro en cada episodio a quién imito, y en algunas ocasiones copio párrafos enteros con gran alegría, viendo cómo encajan en mi historia sin resultar forzados. Hago así collages con trozos de relatos para contar con ellos otras historias diferentes a aquéllas para las que fueron escritos, me divierto con estos cadáveres exquisitos y le encuentro cierto mérito a la operación. Como decía Borges, no creo ser un buen escritor, pero sí que soy un lector bastante bueno, y esta colección de relatos es un homenaje y un tributo a muchos de mis escritores preferidos, y a otros que no lo son tanto pero cuyo tono necesitaba.

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