Narrativa Audiovisual

January 25, 2017 | Author: Tolla | Category: N/A
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Narrativa audiovisual

Narrativa audiovisual Jordi Sánchez Navarro

Diseño del libro, de la cubierta y de la colección: Manel Andreu

© 2006 Jordi Sánchez Navarro, del texto © 2006 Editorial UOC Av. Tibidabo, 45-47, 08035 Barcelona www.editorialuoc.com

Realización editorial: Eureca Media, SL Impresión: Gráficas Rey, SL ISBN: 84-9788-457-4 Depósito legal:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada, reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico, químico, mecánico, óptico, grabación, fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita de los titulares del copyright.

Autor Jordi Sánchez Navarro Doctor en Comunicación Audiovisual y profesor del Departamento de Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación Blanquerna de la Universitat Ramon Llull, donde imparte clases de Semiología y Análisis de las representaciones icónicas, y seminarios de comunicación audiovisual, y coordina el posgrado de Crítica de cine y música pop. Ha escrito guiones para cine y televisión, y ha ejercido la crítica cinematográfica y cultural en varias publicaciones. Es autor del volumen Tim Burton. Cuentos en sombras (2000) y coeditor de Imágenes para la sospecha. Falsos documentales y otras piruetas de la no ficción (2001). En el ámbito de la gestión, ha sido director del Salón Internacional del Cómic de Barcelona y subdirector del Sitges-Festival Internacional de Cine de Cataluña.

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Índice

Índice

Presentación ................................................................................................... 9

Capítulo I. El relato y la narración

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1. La narración ............................................................................................ 13 1.1. ¿Qué es la narración? ....................................................................... 13 1.2. ¿Qué es una trama? .......................................................................... 17 2. La construcción del texto narrativo ..................................................... 22 2.1. Cinco preguntas básicas ................................................................... 22 2.2. El narrador ........................................................................................ 24 2.3. La focalización .................................................................................. 27 2.4. El narratario ...................................................................................... 31 3. La diégesis y los ejes de la narración .................................................... 34 3.1. El espacio .......................................................................................... 34 3.2. El tiempo .......................................................................................... 38 3.3. Los personajes .................................................................................. 49 Capítulo II. Del discurso narrativo a la narrativa audiovisual ........

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1. Análisis del relato ................................................................................... 55 1.1. Las funciones del relato .................................................................... 55 1.2. La comunicación narrativa .............................................................. 56 1.3. El autor ............................................................................................. 60 1.4. Aproximaciones al análisis del relato ............................................... 64 2. La narrativa audiovisual ........................................................................ 76 2.1. Cine y relato ..................................................................................... 76

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2.2. El “lenguaje audiovisual” ................................................................. 79 2.3. La gran sintagmática de Christian Metz .......................................... 82 2.4. La representación de “una” realidad ................................................ 88 2.5. Las objeciones a la gran sintagmática .............................................. 91

Capítulo III. La narración cinematográfica ...................................... 95 1. Narración y comunicación narrativa en el cine ................................. 95 1.1. ¿Dónde está la instancia relatora en el cine? ................................... 95 1.2. Focalización y punto de vista en el relato cinematográfico ............ 99 1.3. Espacio y tiempo en el relato audiovisual ........................................ 102 1.4. Cerrando el círculo: autor, lector y género ...................................... 109 2. Los modos históricos de la narración cinematográfica ...................... 121 2.1. Los primeros relatos cinematográficos ............................................. 121 2.2. La narración canónica: el ejemplo de Hollywood ........................... 124 2.3. Otros modos narrativos .................................................................... 127 2.4. Posmodernidad y nuevas narraciones .............................................. 132

Capítulo IV. Nuevas formas en la narración audiovisual .............. 141 1. La narración televisiva .......................................................................... 141 1.1. El discurso televisivo ........................................................................ 141 1.2. Televisión y relato ............................................................................ 143 2. El ocaso de la narración: “cine del exceso” y videoclip .................... 148 2.1. La narración en el “cine del exceso” ................................................ 148 2.2. El vídeo musical: espectáculo y (no)narración ............................... 152 3. Más allá de la narrativa audiovisual: relato e interactividad ............ 157 3.1. Nuevas pantallas y nuevos relatos ................................................... 157 3.2. La inmersión en el drama: el videojuego ......................................... 162

Bibliografía ................................................................................................... 167

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Presentación

Presentación

El universo de la narración abarca todo cuanto podemos comprender. Desde que el ser humano puede considerarse como tal, su forma de transmisión de conocimiento básica ha sido la narración. Los cada vez más rápidos y notables avances técnicos no han hecho sino abrir puertas –y a veces, provocar notables crisis– al acto de la narración. El lenguaje verbal y el pensamiento visual, asociado a la imagen manufacturada o tecnológica, han ido de la mano a lo largo del siglo XX, y en una convergencia que, sin duda, se va a prolongar durante este siglo en el que hemos entrado, para crear nuevas formas de narración con diferentes y cada vez más sofisticados propósitos cognitivos, educativos o simplemente lúdicos. Los denominados medios audiovisuales, por tanto, ocupan un lugar central en la cultura de la narración contemporánea. Los materiales que componen esta obra han sido planteados como una guía de viaje por estos frondosos caminos de la narración. El punto de partida conceptual es, como hemos insinuado, que las estructuras narrativas están en todas partes y en todos los ámbitos de la cultura y el conocimiento. La técnica no ha hecho más que extender los límites posibles del hecho de contar historias. Establecer una teoría de la narración es relativamente sencillo. Pese a sus complejidades conceptuales, a las que se ha pretendido atender en toda su magnitud, la narración tiene en sí, como acto y producto de este acto, pocos secretos. Allí donde exista alguien interesado en “contar una historia” habrá un narrador, y la consecuencia de esta voluntad podrá ser definida como “narración”; allí donde haya alguien interesado en “escuchar la historia” que este narrador tiene que contar, habrá un narratario que cerrará el círculo de la interpretación, el bucle pragmático de la comunicación. Cuando esta comunicación se produce en soportes de comunicación de masas, la teoría distingue entre el autor y el lector real y los “seres de papel” que se dan cita en el texto; distingue, también, las voces y los puntos de vista que este narrador construye

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con diferentes fines, así como las estrategias manipulativas que el autor establece para generar determinados efectos en el acto de narrar y en los productos. Ni que decir tiene que el conocimiento de estas cuestiones teóricas no es imprescindible para el narrador intuitivo que ha abundado en el panorama cultural; el objeto de este conocimiento no es otro que ampliar lo que sabemos de la cultura y de sus formas de transmisión. Una vez introducido el lector en los problemas teóricos que nacen de las múltiples y cambiantes posibilidades de la narración en general, tomando como punto de partida la forma que ha ocupado un mayor fragmento de la historia de la cultura humana, es decir, la literaria, en este libro se pretende analizar las consecuencias que tiene la unión de la teoría narratológica con la indagación sobre el discurso de la imagen. Para esto, en los capítulos II (“Del discurso narrativo a la narrativa audiovisual”) y III (“La narración cinematográfica”) se introduce el concepto de narrativa audiovisual y se analizan los modos que la narración ha ido desarrollando en el terreno de la imagen, mediante, como no podría ser de otra manera, el cine, convertido en nuevo medio institucional del siglo XX. Aquí el debate se plantea, también, en términos estéticos e incluso ontológicos –es posible encontrar en otros libros mayores profundidades sobre “el lenguaje de la imagen” y la manera en la que ésta propone un tipo de conocimiento distinto al del lenguaje verbal. A lo largo de estos tres primeros capítulos, planea la certeza de que, a pesar de que su presencia y función han estado ahí desde siempre, la narración, y más aún “lo que se entiende por narración”, es fruto de una evolución histórica cuyos límites son a la vez sociales y culturales. En el capítulo IV (“Nuevas formas en la narración audiovisual”) se plantea el estudio de lo que hemos denominado “variaciones y declives” de la narración. Una vez herido mortalmente el modelo cultural del cine clásico y su forma característica de narración, aparecen nuevos modos de narrar en los que, precisamente, lo menos importante es la narración en sí. Medios contemporáneos que se han instalado definitivamente en la cultura, como la televisión, que nos acompaña desde hace ya más de medio siglo, o el ordenador, han cambiado nuestra manera de contar y, sobre todo, de recibir historias. Este libro pretende familiarizar al lector en las diferentes tradiciones del estudio de la narración. Allí donde las certezas se acaban, se abren interrogantes. Como en todas las demás disciplinas del conocimiento, en el estudio de las for-

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Presentación

mas que los seres humanos escogemos para explicarnos historias los unos a los otros es más importante detectar a tiempo las preguntas que tener demasiado claras las respuestas. Los objetivos que el lector podrá alcanzar con la lectura de este libro son los siguientes: – Conocer los diferentes enfoques conceptuales del estudio de la narración en general y de la narración audiovisual en particular. – Aprender a evaluar las oportunidades que supone para los consumidores y productores de medios de comunicación un conocimiento profundo de la narración. – Repensar la narración en el contexto de los medios de comunicación tradicionales. – Reflexionar sobre las oportunidades que los nuevos medios ofrecen en el campo de la narración.

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Capítulo I. El relato y la narración

Capítulo I El relato y la narración

1. La narración

1.1. ¿Qué es la narración? Un buen modo de comenzar un texto universitario sobre la narrativa audiovisual sería, sin duda, plantear una definición concreta y precisa de narración. Sin embargo, no es nada fácil exponer el concepto de una manera clara y concisa en estas líneas que pretenden ser introductorias, pues el término narración está afectado de una notable polisemia. Narración es, por ejemplo, una forma específica de modo literario, que se distingue del modo dramático y el modo lírico; también se entiende como una forma concreta de escritura, definida por oposición a la descripción. Aquí entenderemos el término narración en su acepción más amplia en la teoría: como proceso y resultado de la enunciación narrativa, es decir, como una manera de organización de un texto narrativo. Contemplada como acto y proceso de producción del discurso narrativo, la narración incluye forzosamente la figura del narrador como responsable de este proceso. También implica la referencia a los diferentes aspectos del acto narrativo, como el tiempo y el espacio en el que surge, o las circunstancias específicas que afectan a este espacio y a la ordenación del tiempo. Asimismo, es necesario tener en cuenta la relación del narrador con la historia narrada, la relación con las diferentes partes de esta historia y con el narratario al que se dirige. No obstante, la narración tiene que ser contemplada como un fenómeno mucho más complejo. A lo largo del desarrollo de la cultura humana, se ha hecho evidente que los seres humanos damos sentido al mundo que nos rodea mediante la construcción y el intercambio de historias posibles. Incluso los epistemólogos de

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la ciencia histórica han demostrado ampliamente que la explicación de los hechos históricos no sigue de manera estricta la lógica de la causalidad científica, sino la lógica de la narración: comprender cualquier acontecimiento histórico es entender una narración que muestra cómo un hecho condujo a otro.1 Las estructuras narrativas están en todas partes y en todos los ámbitos de la cultura y el conocimiento. Como recoge Jonathan Culler (2000), el estudioso de la narración Frank Kermode hace notar que, cuando decimos que un reloj hace tictac, estamos otorgando al ruido una estructura ficcional, que diferencia entre dos sonidos que en la realidad física son iguales, de modo que tic sea un principio y tac sea un final. “El tictac del reloj me parece ser un modelo de los que llamamos trama, una estructuración que da forma al tiempo y así lo humaniza.” Frank Kermode. Citado en Jonathan Culler (2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica. “Entre la actividad de narrar una historia y el carácter temporal de la existencia humana existe una correlación que no es puramente accidental, sino que presenta la forma de necesidad transcultural. Con otras palabras: el tiempo se hace humano en la medida en que se articula en un modo narrativo, y la narración alcanza su plena significación cuando se convierte en una condición de la existencia temporal.” Paul Ricoeur (1995). Tiempo y narración. México: Siglo XXI.

La teoría de la narración La teoría de la narración –o narratología– ha sido una disciplina muy activa en la teoría literaria, y el estudio de la literatura ha acabado por utilizar de manera habitual sus conceptos y terminología: la noción de trama, los tipos de narrador o lo que podría denominarse las diferentes técnicas narrativas. La poética de la narración, convertida ya en uno de los focos metodológicos más fructíferos del estudio literario, intenta comprender los componentes de la narración de un modo general, al mismo tiempo que analiza cómo produce sus efectos una narración concreta. Sin embargo, la narración, como decíamos, es mucho más que un simple tema académico; se trata de un asunto que abarca toda la cultura, porque existe un im1. Paul Ricoeur (1995). Tiempo y narración. México: Siglo XXI.

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Capítulo I. El relato y la narración

pulso fundamental en el ser humano de escuchar y contar historias. La cultura, podría decirse, nace alrededor de una hoguera y en forma de historias con principio, desarrollo y final, en forma de narraciones que desprenden conocimiento. Un ejemplo de este impulso natural es la facilidad con la que los niños desarrollan en una edad temprana una notable competencia narrativa, que les lleva a exigir historias y demostrar cierto criterio de selección entre lo conocido y lo novedoso, así como a detectar cuándo los narradores adultos hacen trampas, en forma de atajos elípticos, para ahorrar esfuerzos y llegar antes al final. La primera pregunta que una teoría de la narración debería hacerse es, por lo tanto, cuál es este conocimiento implícito sobre la forma básica de la narración que nos permite distinguir entre una narración que acaba como debe ser y otra que deja cabos pendientes. La narratología podría ser entendida, como explica Culler, como el intento de describir esta competencia narrativa, al igual que la lingüística es el intento de describir la competencia lingüística (el conocimiento inconsciente que los hablantes tienen de su lengua). La teoría sería en este caso la exposición de una capacidad de comprensión o de un conocimiento cultural e intuitivo. La narrativa Como señalan Carlos Reis y Ana Cristina M. Lopes (2002, pág. 164-166), “el término narrativa puede ser entendido en diversas acepciones: narrativa en cuanto enunciado, narrativa como conjunto de contenidos representados por ese enunciado, narrativa como acto de relatarlos e incluso narrativa como modo, es decir, como uno de los componentes de una tríada de formas universales (lírica, narrativa y drama) que ha sido adoptado por diversos teóricos desde su formulación en la Antigüedad”. Las dos primeras acepciones serán desarrolladas en este capítulo de la obra, en el que iremos contemplando todos los factores y elementos teóricos que conforman la narrativa entendida como enunciado y como contenido que se relata, aunque nos referiremos a estas formas de narrativa con términos más precisos como narración, historia y discurso. Detengámonos, por lo tanto, en la tercera acepción. “La postulación modal del concepto de narrativa no puede alejarse de dos hechos: en primer lugar, el hecho de que la narrativa pueda concretarse en soportes expresivos directos, desde el verbal hasta el icónico, pasando por modalidades mixtas verboicó-

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nicas (cómic, cine, narrativa literaria, etc.); en segundo lugar, la narrativa no es efectiva solamente en el plano estético propio de los textos narrativos literarios; al contrario, por ejemplo, de lo que sucede con la lírica, la narrativa se desencadena con frecuencia y se encuentra en diversas situaciones funcionales y contextos comunicacionales (narrativa de prensa, historiografía, anécdotas, etc.).” Carlos Reis; Ana Cristina M. Lopes (2002). Diccionario de narratología (2.ª ed.). Salamanca: Almar.

De acuerdo con estas posibilidades múltiples de concreción, Labor propuso una definición genérica de narrativa como “un método de recapitulación de la experiencia pasada que consiste en hacer corresponder a una secuencia de eventos (supuestamente) reales una secuencia idéntica de proposiciones verbales”. La narrativa es el acto de convertir en una serie de formas inteligibles una serie de acontecimientos, de manera que la transmisión, en cualquier soporte, de estas formas genere un conocimiento sobre estos acontecimientos. Es evidente que, como se ha apuntado, la narrativa puede darse en distintos formatos y de formas muy diferentes, en cada una de las cuales encontraremos especificidades dignas de ser tenidas en cuenta: las estrategias de la narrativa del cómic pueden coincidir o no con las de la narrativa literaria o la del cine. En el caso de un análisis de la narrativa como modo, hay que tener en cuenta la mutación de los periodos, así como las mutaciones ideológicas o estéticas que se inscriben en los mismos. Si hablamos, por ejemplo, de narrativa literaria, deberemos tener en cuenta que en ciertos periodos literarios, como el realismo, el naturalismo o el neorrealismo, la narrativa muestra considerables potencialidades de representación de los vectores historicoculturales y de los valores que se manifiestan en los periodos históricos en los que se producen los citados periodos literarios; y lo mismo puede aplicarse al cine y a otras formas de expresión. Reis y Lopes afirman que, independientemente de los escenarios ideológicos en los que se visibilizan sus potencialidades, la narrativa no deja de ser un modo de representación “preferentemente orientado hacia la condición histórica del Hombre, hacia su devenir y hacia la realidad en la que él se desenvuelve”. Y hacen notar que Ricoeur ya subrayó, como hemos sugerido al principio, las innegables ligazones entre la narrativa ficcional y la narrativa histórica. “La historia y la ficción se refieren ambas a la acción humana, aunque lo hagan con base en dos pretensiones referenciales diferentes. Solamente la historia puede articu-

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Capítulo I. El relato y la narración

lar la pretensión referencial de acuerdo con las reglas de la evidencia común a todo el cuerpo de las ciencias”, mientras que, a su vez, “las narrativas de ficción pueden cultivar una pretensión referencial de otro tipo, de acuerdo con la referencia desdoblada del discurso poético. Esta pretensión referencial no es sino la pretensión de redescribir la realidad según las estructuras simbólicas de la ficción.” Paul Ricoeur (1995). Tiempo y narración. México: Siglo XXI.

1.2. ¿Qué es una trama?

Aristóteles afirmaba que el componente más importante de la narración es la trama, que las buenas historias deben tener un principio, un medio y un final y que causan placer por el ritmo de su estructuración. La teoría ha propuesto varias explicaciones a la pregunta de cómo consiguen las historias este equilibrio entre sus partes. Ante todo, y en esto todos los teóricos están de acuerdo, una trama implica una transformación. Ha de existir una situación inicial y producirse un cambio, algún tipo de alteración, cuya importancia se verá en la resolución final. Algunas teorías sostienen que una trama satisfactoria responde a determinadas formas paralelísticas, como por ejemplo el cambio de una relación entre personajes a la relación contraria, o de un temor o una predicción a su realización o su inversión; de un problema a su solución, o de una acusación falsa o una representación errónea a su rectificación. En todos los casos vemos que se asocia un desarrollo en el plano de los acontecimientos con una transformación en el plano del significado. Una simple sucesión de acontecimientos no genera una historia. Es necesario un final que se relacione con el principio; un final que muestre qué ha acontecido con el deseo que originó los sucesos narrados en la historia. La teoría de la narración postula la existencia de un nivel estructural –denominado, por lo general, trama– que no depende de ningún lenguaje en particular ni de ningún medio de representación. Como explica Culler, “a diferencia de la poesía, que se pierde en la traducción, la trama se conserva en la traducción de una lengua o medio a otra lengua o medio: una película muda o una tira cómica pueden tener la misma trama que una narración corta”.

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Encontramos, no obstante, que existen dos conceptos de trama. Por una parte, la trama es una manera de dar forma a los sucesos para convertirlos en una narración genuina: los autores, al igual que los lectores, estructuran los acontecimientos en una trama cuando quieren dar sentido a algo. Desde otro punto de vista, la trama es lo que resulta conformado por las narraciones, pues pueden presentar la misma “historia” de modos diferentes. “Una secuencia de acontecimientos protagonizada por tres personajes puede tomar la forma (dada por los escritores o lectores) de una trama elemental de amor heterosexual, en la que un joven quiere casarse con una joven y encuentra la oposición del padre, pero un cambio en la acción permite que los dos jóvenes se unan. Esta trama con tres personajes puede ser representada, en la narración final, desde el punto de vista de la paciente heroína, del colérico padre o del joven, de un observador externo atraído por esos sucesos, de un narrador omnisciente que tiene el poder de describir los sentimientos más íntimos de todos los personajes, o de un narrador que se distancia de los acontecimientos...” Jonathan Culler (2000). Breve introducción a la teoría literaria. Barcelona: Crítica.

De todo lo dicho hasta ahora, se infiere la discusión sobre tres niveles –los sucesos narrados, la trama (podríamos denominarla argumento) y el texto acabado– que funcionan como dos oposiciones. Una primera relación se produce entre los sucesos y la trama, y la otra, entre el argumento y el texto final. La trama o el argumento son el material que se presenta al lector, ordenado por el discurso conforme a un determinado punto de vista (diferentes versiones del mismo “argumento”). Sin embargo, la trama en sí ya es una estructuración de los acontecimientos. En la trama, una boda puede ser el final feliz de una historia, su principio o un momento de cambio durante el desarrollo de la narración. Lo que el lector encuentra ante sí, no obstante, es un discurso en forma de texto: la trama es algo que el lector infiere del texto, y la idea de que existen sucesos elementales a partir de los cuales se ha conformado una trama es igualmente una inferencia, una construcción del lector. Los orígenes de la diferenciación entre historia y trama –entre sucesos y la organización de los mismos– adquiere notable importancia como distinción metodológica en la teoría literaria del siglo XX, aunque, como se ha apuntado, sus orígenes se remontan hasta la Poética de Aristóteles. En la obra del filósofo griego, la distinción se produce entre mimesis y mhytos, entre la representación, o imitación de una acción, y entre la disposición concreta

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Capítulo I. El relato y la narración

de esta representación en forma narrativa. Los formalistas rusos, ya en el siglo XX, convierten esta distinción en la relación entre historia y trama.2 Tinianov (1923, pág. 85-88), al investigar el proceso de construcción de la obra narrativa, estableció la distinción entre el material de base y la forma que se le imprime. Para este autor, la historia representa el momento en el que el material no ha recibido todavía una configuración dentro del texto narrativo. En la historia, los motivos –que son las unidades narrativas mínimas– se organizan según un patrón lógico y cronológico. La trama, por contra, alude a la etapa en la que el material se encuentra textualmente configurado, es decir, provisto de una forma.3 La distinción entre historia y trama permite al estudioso de la narración valorar en su medida la manipulación ejercida por el narrador sobre el material y, en definitiva, su nivel artístico. En paralelo, la crítica anglosajona acuñó los términos story y plot para aludir a esta diferenciación establecida por los formalistas, pero serían los investigadores franceses, y en especial Gérad Genette, quienes más profundizarían en la diferencia entre el material y su disposición textual, llegando incluso a añadir un tercer nivel teórico. Para Genette, hay que distinguir entre la historia –el significado–, el relato –el significante o texto en sí– y la narración –proceso mediante el cual el material recibe una determinada forma en el marco textual. El tercer componente de este modelo teórico es el que permite, precisamente, valorar el trabajo del narrador. Sin embargo, volvamos a los formalistas rusos para aclarar las claves de esta distinción. Esta escuela teórica consolida el concepto de fábula para referirse al conjunto de acontecimientos comunicados por el texto narrativo, representado por sus relaciones cronológicas y causales. En el formalismo, fábula –fabula– se opone a intriga –syuzhet. Este segundo concepto hace referencia a la representación de los acontecimientos según determinados procesos de construcción estética, mientras que el primero se refiere al material preliterario que va a ser elaborado y transformado en intriga, estructura compositiva ya específicamente literaria. La fábula es un nivel de descripción del texto narrativo constituido por los materiales antropológicos, temas y motivos que determinadas estrategias de construcción y montaje transforman en intriga. 2. Aristóteles (1987). Poética. Madrid: Taurus. 3. Tvezan Todorov (1965). Teoría de la literatura de los formalistas rusos. Buenos Aires: Signos.

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Aunque no de un modo exacto, la fábula equivale al mythos de Aristóteles. Como explican Reis y Lopes (pág. 95, 2002): “Es posible organizar una tipología de textos narrativos en función de la mayor o menor importancia que en ellos asume la fábula: a título de ejemplo, puede afirmarse que la novela de acción privilegia en absoluto el nivel de la fábula, al contrario que la novela de espacio (social o psicológico), que le confiere una importancia reducida”. Por otra parte, los formalistas rusos definieron la intriga, por oposición a la fábula, como el plano de organización macroestructural del texto narrativo, caracterizado por la presentación de los eventos según determinadas estrategias discursivas literarias. Según esta idea, se puede decir que la intriga implica motivos libres, que adoptan la forma de digresiones que atañen a la progresión de la historia y que requieren la cooperación interpretativa del lector. En esta elaboración estética de los elementos de la fábula, la intriga provoca la desfamiliarización o extrañamiento del lector, y llama su atención hacia la percepción de una forma. Es en el nivel de la intriga donde se producen las modificaciones del orden temporal y, en general, las estrategias discursivas del narrador. Macroestructura La macroestructura es un concepto introducido por van Dijk en el dominio lingüístico para describir la estructura semántica de un texto: “La macroestructura de un texto es […] una representación abstracta de su estructura global de significación” (1978, pág. 55). En este nivel se plantea el problema metodológico de la coherencia global, pues hace referencia a la división del texto en secuencias que proyectan representaciones de significado interrelacionadas en un todo. Al hacer un resumen de un texto, el lector detecta estas secuencias, aplica unas reglas intuitivas de reducción de significado y llega a establecer una macroestructura. Desde un punto de vista cognitivo, la noción de macroestructura se justifica plenamente, pues se ha demostrado de manera empírica que un lector/oyente/espectador organiza y resume grandes cantidades de información textual en el proceso de la comprensión, reduciendo toda la red de múltiples significados de un texto a una macroestructura que adopta la forma de proposición, o más específicamente, la forma de macroproposición. En teoría literaria se considera que la macroestructura de un texto narrativo supone siempre una macroproposición que identifica al agente principal y describe el estado inicial, un conjunto de macroproposiciones que describen un proceso dinámico y una macroproposición que representa el estado final. Cooperación interpretativa “Un texto, tal como aparece en su superficie (o manifestación) lingüística, representa una cadena de artificios expresivos que el destinatario debe actualizar […] En la medida en que debe ser actualizado, un texto está incompleto. Por dos razones. La pri-

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mera no se refiere sólo a los objetos lingüísticos que hemos convenido en definir como textos, sino también a cualquier mensaje, incluidas las oraciones y los términos aislados. Una expresión sigue siendo un flatus vocis mientras no se la pone en correlación, por referencia a determinado código, con su contenido establecido por convención […]. Todo mensaje postula una competencia gramatical por parte del destinatario […]. Sin embargo, un texto se distingue de otros tipos de expresiones por su mayor complejidad. El motivo principal de esta complejidad es precisamente el hecho de que está plagado de elementos no dichos. No dicho significa no manifiesto en su superficie, en el plano de la expresión; pero precisamente son esos elementos no dichos los que deben actualizarse en la etapa de la actualización del contenido. Para ello, un texto (con mayor fuerza que cualquier otro tipo de mensaje) requiere ciertos movimientos cooperativos, activos y conscientes, por parte del lector […]. El texto está plagado de espacios en blanco, de intersticios que hay que rellenar; quien lo emitió preveía que se los rellenaría y los dejó en blanco por dos razones. Ante todo, porque un texto es un mecanismo perezoso (o económico) que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él y sólo en casos de extrema pedantería, de extrema preocupación didáctica o de extrema represión el texto se complica con redundancias y especificaciones ulteriores. En segundo lugar, porque, a medida que pasa de la función didáctica a la estética, un texto quiere dejar al lector la iniciativa interpretativa, aunque normalmente desea ser interpretado con un margen suficiente de univocidad. Un texto quiere que alguien lo ayude a funcionar.” Umberto Eco (1979). Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo. Barcelona: Lumen. Extrañamiento Dejando a un lado las dimensiones representacional y expresiva de los textos, los formalistas se centraron en sus dimensiones autoexpresivas y autónomas. Shklovski acuñó los términos ostrenaie (‘extrañamiento’) y zatrudnenie (‘dificultad’) para indicar la manera en que el arte incrementa la percepción y cortocircuita las respuestas automáticas. La función esencial del arte poético, para Shklovski, era hacer saltar la costra de la percepción cotidiana y rutinaria dificultando las formas. La evolución literaria estaba configurada por el continuo intento de destruir las convenciones artísticas reinantes y generar nuevas convenciones.

La dicotomía conceptual fábula frente a intriga ha sido fundamental para la teoría literaria, que ha mantenido las distinciones operativas de los dos niveles. Además de la sucesividad y de la consecuente situación temporal de los eventos, la intriga implica la necesidad de presentar los acontecimientos de manera encadenada, de modo que provoque y mantenga la curiosidad del lector, y el hecho de que tales eventos se encaminen hacia un desenlace que hace imposible la continuación de la intriga tal y como se ha planteado. Toda intriga tiene un final.

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E. M. Forster (1973) elaboró una distinción entre story y plot que, aunque no coincide punto por punto con la distinción entre fábula e intriga de los formalistas rusos, sí mantiene algunas afinidades. Forster parte de un concepto poco elaborado de historia (story), entendida como la secuencia de eventos ordenados temporalmente y que suscitan en el lector/oyente el deseo de saber lo que va a ir aconteciendo, y define plot poniendo especial énfasis en la ordenación causal de los hechos narrados, como la configuración logicointelectual de la historia. Reis y Lopes recuperan el ejemplo de Forster para explicar el concepto de plot. Imaginemos la siguiente secuencia: “El rey murió y enseguida murió la reina”; esto es una historia. En cambio, “El rey murió y después murió la reina de disgusto” es un plot. En el segundo caso se unen los parámetros de tiempo y causalidad para generar misterio y tristeza, y para desencadenar la participación inteligente del receptor. El efecto estético del texto narrativo se produce de manera paralela a esta participación inteligente, que se consigue de un modo general mediante técnicas de composición y montaje.

2. La construcción del texto narrativo

2.1. Cinco preguntas básicas Como hemos visto con detalle, la distinción fundamental en las diferentes teorías de la narración es la que separa trama y presentación real, argumento y discurso. Ahora veremos las alternativas de construcción efectiva de esta distinción. Cuando se halla frente a un texto, el lector le da sentido identificando y comprendiendo el argumento, por una parte, y concibiendo el texto como una representación particular de esta historia, por otra. Al identificar “lo que sucede”, somos capaces, como lectores, oyentes o espectadores, de entender el material utilizado o expuesto como una manera concreta y válida de explicar lo que sucede. Toda comprensión de una serie de acontecimientos por parte del lector implica una aceptación de la forma concreta que el autor ha escogido para exponerlos.

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Capítulo I. El relato y la narración

Es evidente que existe un número virtualmente infinito de elegir el modo de presentar y ordenar los acontecimientos, y cada una de las alternativas es determinante en el efecto final de la narración. Gran parte de la teoría de la narración se ocupa de analizar las diferentes maneras de concebir estas alternativas. A modo de resumen sistemático, Jonathan Culler recoge algunas preguntas que sirven para identificar las variaciones más significativas. 1) ¿Quién habla? Toda narración tiene un narrador, que puede ser externo a la historia o un personaje de la misma. La teoría distingue entre narración en primera persona, en la que un narrador explica los acontecimientos hablando como “yo”, y lo que de manera algo confusa se denomina narración en tercera persona, donde no existe el “yo”: el narrador no se identifica como personaje de la historia y todos los personajes son mencionados en tercera persona, por su nombre o como “él” o “ella”. 2) ¿Quién habla y a quién? El autor crea un texto que será leído por lectores. Los lectores infieren del texto un narrador, una voz que habla. El narrador se dirige a oyentes que en la mayoría de las ocasiones no están más que implícitos, son construidos por el texto, pero también pueden estar identificados explícitamente (cuando un personaje se convierte en narrador y dentro de la historia explica una historia a los demás personajes). El receptor del narrador suele denominarse narratario. Tanto si el narratario es explícito como implícito, la narración construye implícitamente un receptor a partir de lo que el discurso opta por dar por sabido y lo que opta por explicar. 3) ¿Quién habla y cuándo? La narración puede ser contemporánea al tiempo en el que se dice que suceden los hechos, o puede suceder también poco después de los hechos. Lo más frecuente, no obstante, es que la narración sea posterior al acontecimiento final de la trama y el narrador lo contemple, desde este punto, como una secuencia completa.

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4) ¿Quién habla y en qué lenguaje? La voz narrativa puede tener su propio lenguaje caracterizador, con el que narra cada elemento de la historia, o adoptar y transmitir el lenguaje de los personajes. Una narración que observa las cosas desde la conciencia de un niño puede alternativamente usar el lenguaje adulto para informar de las percepciones del niño o meterse en su lenguaje. 5) ¿Quién habla y con qué autoridad? Explicar una historia es reclamar para sí una cierta autoridad concedida por los lectores. Algunos narradores se denominan como no fidedignos cuando determinadas pistas sobre sus prejuicios y la información que nos transmiten sobre las situaciones nos hacen desconfiar de cómo interpretar los acontecimientos, o cuando encontramos razones para dudar de si el narrador comparte los mismos valores que el autor. Los teóricos hablan igualmente de narración autoconsciente cuando encontramos un narrador que pone de relieve el hecho de estar explicando una historia, expone sus dudas sobre cómo explicarla o incluso alardea de su poder para determinar el desarrollo de la historia. La narración autoconsciente coloca en primer término el problema de la autoridad narrativa.

2.2. El narrador Todas estas preguntas implican la figura de un narrador, de alguien que organiza y explica los acontecimientos de la historia. Como explican Reis y Lopes, la definición del narrador debe partir de la distinción inequívoca con relación al concepto de autor, con frecuencia susceptible de ser confundido con el narrador, pero realmente dotado de distinto estatuto ontológico y funcional. Si el autor corresponde a una entidad real y empírica, el narrador será entendido como autor textual, como una entidad que, en el escenario de la ficción, enuncia el discurso como protagonista de la comunicación narrativa. El narrador es, por lo tanto, una construcción del autor, y en él pueden proyectarse actitudes ideológicas, éticas, culturales y de cualquier otra clase, en una serie de relaciones autor/narrador que se resuelven en un marco muy amplio de opciones tecnicoliterarias.

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Capítulo I. El relato y la narración

“La exigencia estética del autor le dicta, antes que nada, que escoja instrumentos de trabajo gracias a los que será capaz de traducir una experiencia que se le hizo ver precisamente cuando la sociedad difería de lo social. […] Sea cual sea su ignorancia de las formas que impone el lenguaje a su espíritu creador, el novelista tiene, sin embargo, una fuerte conciencia de los imperativos técnicos y estéticos de los que dependerá la transcripción de su visión de sí mismo y de los otros.” M. Zéraffa (1974). Romance e sociedade. Lisboa: Estudios Cor. Citado en: Carlos Reis; Ana Cristina M. Lopes (2002). Diccionario de narratología (2.ª ed., pág. 157). Salamanca: Almar.

Las funciones del narrador no se agotan en el acto de construcción que se le atribuye. Como protagonista de la narración, el narrador detenta una voz, que puede observarse en el enunciado mediante intrusiones, actos de subjetividad que destilan las opciones ideológicas citadas. La voz del narrador se traduce en distintas opciones de situación narrativa, cada una de las cuales tiene notables efectos en la construcción del enunciado narrativo. El narrador construye y se sitúa en el seno de la diégesis, término utilizado en principio por Genette como sinónimo de historia, aunque posteriormente considerará preferible reservar el término para designar el universo espaciotemporal en el que se desarrolla la historia. De un modo general, entenderemos diégesis como el universo del significado, el “mundo posible” en el que se desarrolla la historia.4 1) El narrador autodiegético El narrador autodiegético es aquel que relata sus propias experiencias como personaje central de la historia, en una situación que supone importantes consecuencias semánticas y pragmáticas. En Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe, encontramos un ejemplo evidente de narrador autodiegético. La novela comienza así: “Me llamo Arturo Gordon Pym. Era mi padre un respetable comerciante, proveedor de la Marina, de Nantucket, donde yo nací. Mi abuelo era abogado de profesión y contaba con numerosa y distinguida clientela. Afortunado en todas sus empresas, realizó varias especulaciones felices sobre los fondos de Edgarton New Bank, en la época de su creación. Por estos y otros medios llegó a reunir una fortuna bastante considerable. No existía en el mundo persona que pudiera disputarme con ventaja su acen4. Roland Barthes (1987). “La muerte del autor”. En: El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós.

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drado cariño; por eso, con razón, abrigaba la confianza de que, a su muerte, heredaría yo la mayor parte de sus bienes…” Más adelante, pasada ya la primera mitad de la novela, el personaje principal continúa narrando la peripecia de este modo: “Corrimos hacia la popa cuando, de repente, el viento lo empujó cinco o seis cuartas fuera del rumbo que llevaba y, al pasar a una distancia de veinte pies de nuestra popa, vimos completamente su cubierta. No olvidaré jamás el trágico horror de aquel espectáculo: veinticinco o treinta cuerpos humanos, entre ellos algunas mujeres, yacían diseminados acá y allá, entre la popa y la cocina, en absoluto estado de putrefacción. ¡No había alma viviente en aquella nave maldita! ¡Habíamos estado llamando a aquellos muertos en nuestro auxilio! Sí, en la agonía del momento, habíamos rogado a aquellos silenciosos cadáveres que se detuvieran, que nos dejaran llegar a ser lo que ellos y que se dignaran recibirnos en su triste compañía…”

Aunque las opciones gramaticales son muy variadas, habitualmente la situación narrativa del narrador autodiegético se resuelve con el recurso a la primera persona gramatical, y no es raro que, en el aspecto temporal, se produzca una entera superposición entre el tiempo en el que se encuentra el narrador y el tiempo en el que se encuentra el protagonista; es, por ejemplo, lo que se observa en el caso del monólogo interior. 2) El narrador heterodiegético Estamos aquí ante el caso de un narrador que relata una historia a la que es extraño, ya que no integra ni ha integrado, como personaje, el universo diegético en cuestión. En la novela Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, encontramos un ejemplo de narrador heterodiegético. Los dos primeros párrafos de la obra dicen así: “Alicia estaba empezando ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río sin hacer nada: se había asomado una o dos veces al libro que estaba leyendo su hermana, pero no tenía ni dibujos ni diálogos, y ¿de qué sirve un libro si no tiene dibujos o diálogos? se preguntaba Alicia.” “Así pues, se puso a considerar (con algún trabajo, pues con el calor que hacía aquel día se sentía adormilada y torpe) si el placer de tejer una cadena de margaritas le valía la pena de levantarse para ir a recogerlas, cuando de golpe saltó corriendo cerca de ella un conejo blanco de ojos rosados.”

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Capítulo I. El relato y la narración

El narrador se encuentra en una situación de alteridad respecto de los acontecimientos narrados; es decir, se sitúa fuera de la acción, como un testigo. Así pues, no es raro que este narrador se sitúe en una posición temporal posterior con relación a la historia. 3) El narrador homodiegético El narrador homodiegético vehicula en el relato informaciones adquiridas por su propia experiencia diegética. Un ejemplo de narrador homodiegético es el narrador de las conocidas aventuras de Sherlock Holmes, que no es otro que el doctor Watson, testigo y partícipe de las hazañas del detective, aunque no protagonista principal. El comienzo de La liga de los pelirrojos es el siguiente: “Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.” “–No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson –dijo cordialmente.” “–Temí que estuviera usted ocupado.” “–Lo estoy, y mucho.” “–Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado.” “–Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.”

Es decir, el narrador homodiegético explica lo que ha vivido como sujeto activo de los hechos narrados y a partir de sus conocimientos directos, aunque no sea el protagonista principal de la historia.

2.3. La focalización Hemos visto las claves de la construcción de una comunicación narrativa en forma de preguntas. Sin embargo, nos queda una última pregunta, acaso una de las más importantes, que es: ¿quién ve?, pregunta que pone sobre la mesa uno de los problemas teóricos esenciales de la teoría de la narración: la focalización.

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Algunos teóricos hablan con frecuencia del “punto de vista desde el que se explica una historia”, pero este uso del término punto de vista confunde dos preguntas diferentes: ¿quién habla? y ¿a quién corresponde la visión que se representa? La pregunta de quién habla, por tanto, ha de distinguirse de la pregunta de quién ve. ¿Desde qué perspectiva se enfocan los acontecimientos y quién los presenta? El concepto de focalización fue propuesto por Genette para referirse a las posibilidades de activación de la perspectiva narrativa. A diferencia de términos como perspectiva o punto de vista, que son usados también en artes plásticas, la focalización nació como una formulación exclusiva de la teoría literaria para describir por medio de quien se contempla lo narrado, explicitando la información que se encuentra al alcance de un determinado campo de conciencia, ya sea un personaje de la historia, ya sea un narrador que se encuentra dentro de la historia y participa en la misma. La focalización condiciona la cantidad de información vehiculada y su calidad, con la intención de transmitir cierta posición afectiva, ideológica o ética. De ahí que la focalización deba ser considerada un procedimiento crucial de las estrategias de representación.

2.3.1. Variables de la focalización

Las opciones de focalización permiten múltiples combinaciones sintácticas, que pueden ser utilizadas de un modo muy productivo para confrontar de manera dialéctica varias “visiones del mundo”. La focalización puede tener como variable el tiempo, ya que la narración puede focalizar los acontecimientos en el momento en el que ocurren, poco más tarde o en un momento muy posterior. Puede focalizar lo que el personaje sabía o pensaba en la época de los hechos o sus ideas posteriores, ya con la perspectiva del tiempo. Cuando una narradora explica, por ejemplo, lo que ocurrió de niña, puede escoger entre focalizar los hechos a través de la conciencia de la niña que fue –restringiendo la explicación a lo que veía y pensaba en este tiempo– o a través del conocimiento y comprensión de los hechos que posee en el momento de la narración.

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Capítulo I. El relato y la narración

Naturalmente, también puede combinar las dos perspectivas, alternando lo que sabía o sentía entonces y lo que reconoce en el presente. Cuando la narración en tercera persona focaliza los acontecimientos a través de un personaje concreto, puede recurrir a variaciones similares, explicando cómo le parecían las cosas al personaje en aquellos días o cómo las percibe más tarde. La opción por uno u otro modo de focalización temporal tiene enormes consecuencias en el efecto de la narración. Una novela de detectives, por ejemplo, narra sólo lo que el localizador sabe en cada momento de la investigación, y reserva el conocimiento pleno para la culminación. Otras operaciones pueden tener como variables la distancia y la frecuencia. La historia se puede ver con un microscopio, por así decir, o con un telescopio; proceder lentamente y con gran detalle o correr a decirnos qué sucedió. Paralelamente a la distancia, encontraremos diferencias de frecuencia: se nos puede narrar lo que sucedió en una ocasión concreta o lo que acontecía todos los martes. Una tercera categoría tiene que ver con lo que Culler denomina limitaciones del conocimiento. Imaginemos una alternativa extrema, en la que la narración focalizase la historia mediante una perspectiva muy limitada –lo que se ve a través de un agujero en el techo o lo que ve una mosca sobre la pared–, y nos contara las acciones sin permitirnos el acceso a los pensamientos de los personajes. Incluso en este caso, hallaremos grandes diferencias según el grado de comprensión de los hechos implicado por las descripciones “objetivas” o “externas”. Limitaciones del conocimiento El fragmento “el viejo encendió un cigarro” parece focalizado mediante un observador que conoce los comportamientos humanos, pero “el humano de pelo blanquecino en la parte superior de la cabeza sostiene una varita encendida ante sí, y se levanta humo de un tubo blanco aguantado en sus labios” parece focalizado a través de un visitante del espacio exterior o al menos de una persona exterior al espacio del protagonista. En el otro extremo se encuentra la denominada narración omnisciente, en la que el narrador, de manera semejante a un dios, tiene acceso a los pensamientos íntimos y motivos ocultos de sus personajes.

2.3.2. Formas de focalización

De una manera más concreta, la teoría de la narración ha identificado tres fórmulas: la focalización externa, la focalización interna y la focalización omnisciente.

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1) Focalización externa La focalización externa está constituida por la estricta representación de las características superficiales y materialmente observables de un personaje, de un espacio o de ciertas acciones. Esta forma de focalización se entiende normalmente como un intento del narrador de referirse de modo objetivo y desapasionado a los eventos y personajes que integran la historia. El narrador explica la historia desde un punto de vista externo, no es un observador especialmente privilegiado, y sólo ve lo que vería un espectador hipotético. 2) Focalización interna La focalización interna corresponde a la institución del punto de vista de un personaje que participa en la ficción. Erigido en sujeto de la focalización, este personaje recibe el nombre de focalizador y tiene la función de filtro cuantitativo y cualitativo que rige la representación. Como explica Genette, la focalización interna puede ser fija, múltiple y variable. • Focalización fija: un solo personaje centra la acción. • Focalización múltiple: se aprovecha la capacidad de conocimiento de un grupo de personajes de la historia. • Focalización variable: la focalización se distribuye de manera discrecional entre varios personajes. 3) Focalización omnisciente Por focalización omnisciente se entiende aquella situación narrativa en la que el narrador hace uso de una capacidad de conocimiento ilimitada de todo lo que acontece en la historia. Generalmente se asocia a una situación temporal ulterior, pues implica el conocimiento completo de una historia como un todo acabado. Genette, influido probablemente por los ataques de muchos escritores y pensadores a la omnisciencia narrativa –a la que veían como abusiva, totalitaria y manipuladora–, es reacio a admitir el término focalización omnisciente, y propone, como alternativa, el concepto focalización cero o narrativa no focalizada. Esto es así porque este

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Capítulo I. El relato y la narración

tipo de narración propone un reparto de puntos de vista tan extenso que es preferible contemplarlo como una no focalización.5

2.3.3. Los efectos de la focalización

Estas alternativas de narración y focalización desempeñan un gran papel en la determinación final de los efectos de la novela. Una historia con un narrador omnisciente, que detalla los sentimientos y las motivaciones secretas de los protagonistas y manifiesta un conocimiento de cómo se han de desarrollar los acontecimientos, puede transmitir al lector la sensación de que el mundo es comprensible. Sin embargo, una historia narrada desde el punto de vista restringido de un protagonista individual puede resaltar la pura impredecibilidad de los acontecimientos; dado que no sabemos qué piensan los demás personajes o qué otras cosas están sucediendo en este momento, todo lo que ocurra puede ser una sorpresa. Las complicaciones de la narración aumentan si tenemos en cuenta el engaste de historias dentro de historias, de manera que el acto de narrar una historia se convierte en un acontecimiento dentro de la narración, un acontecimiento cuyas consecuencias e importancia supondrán una cuestión clave.

2.4. El narratario Como vimos cuando planteamos la pregunta “¿quién habla y a quién?”, el texto creado por el autor es leído por lectores que infieren de él un narrador, una voz que habla. La relación autor-lector se resuelve en un ámbito textual en la relación narrador-narratario; es decir, al receptor del narrador se le denomina narratario. El narratario es un “ser de papel”6 con existencia puramente textual, y depende de otro ser de papel, que es quien lo configura. 5. Gérard Genette (1998). Nuevo discurso del relato. Madrid: Cátedra. 6. Expresión utilizada por Roland Barthes (1966).

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La dificultad de su localización surge precisamente por su visibilidad variable: mientras que el narrador manifiesta siempre su presencia, aunque sólo sea por el enunciado que produce, el narratario está a menudo implícito, lo que no obsta el hecho de que a veces pueda aparecer citado de una manera explícita en la superficie del texto. Como afirman Reis y Lopes, la pertinencia funcional del narratario se evidencia sobre todo en relatos que cuentan con un narrador autodiegético u homodiegético, cuando el sujeto que enuncia convoca expresamente la atención del destinatario. La diversidad de situaciones que suscitan su curiosidad está conectada con las diferentes funciones que le puedan competer, puesto que, como señala Prince (1973, pág. 196), “constituye un eslabón de unión entre narrador y lector, ayuda a precisar la colocación de la narración, sirve para caracterizar al narrador; destaca ciertos temas, hace avanzar la intriga, se hace portavoz de la moral de la obra”. Así, se puede entender que el narratario es quien determina la estrategia narrativa adoptada por el narrador, una vez la ejecución de esta estrategia intenta en primera instancia alcanzar a un destinatario y actuar sobre él.7 Entrar en el bosque “Ha habido casos en los que con mayor vergüenza, pero con mayor sutileza, autor modelo, autor empírico, narrador y otras más imprecisas entidades se exhiben, se ponen en escena en el texto narrativo, con el propósito explícito de confundir al lector. Volvamos al Gordon Pym de Poe.” “Dos entregas de esas aventuras habían sido publicadas en 1837, en el Southern Literary Messenger; más o menos con la forma que conocemos. El texto empezaba con ‘me llamo Arthur Gordon Pym’ y ponía en escena, por consiguiente, a un narrador en primera persona, pero ese texto aparecía bajo el nombre de Poe, como autor empírico (figura 1). En 1838, la historia completa aparecía en volumen, pero sin nombre del autor. En cambio, aparecía un prefacio firmado por A. G. Pym que presentaba aquellas aventuras como historia verdadera, y se avisaba de que en el Southern Literary Messenger esas mismas aventuras habían sido presentadas bajo el nombre del señor Poe, porque nadie se habría creído la historia y por ello daba igual presentarla como si fuera una ficción narrativa. Así pues, tenemos un Mr. Pym, autor empírico, que es el narrador de una historia verdadera, el cual escribe un prefacio que no forma parte del texto narrativo sino del paratexto. Mr. Poe desaparece 7. Frank Kermode (2000). “El fin” (cap. 1). El sentido de un final. Barcelona: Gedisa.

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Capítulo I. El relato y la narración

en el fondo, convirtiéndose en una especie de personaje del paratexto (figura 2). Pero al final de la historia, precisamente donde se interrumpe, interviene una nota que explica cómo los últimos capítulos se han perdido tras ‘la reciente y trágica muerte de Mr. Pym’, una muerte cuyas circunstancias ‘son bien conocidas de los lectores por las informaciones de la prensa’. Esta nota, no firmada (y ciertamente no escrita por Mr. Pym, de cuya muerte habla), no puede ser atribuida a Poe, porque en ella se habla de Mr. Poe como de un primer editor, al que aun así se le acusa de no haber sabido captar la naturaleza criptográfica de las figuras que Pym había introducido en el texto.” “A estas alturas, el lector se siente inducido a considerar que Pym es un personaje ficticio, que como narrador habla no sólo al inicio del primer capítulo, sino al inicio del prefacio, el cual se convierte en parte de la historia y no en mero paratexto, y que el texto se debe a un tercero, y anónimo, autor empírico (que es el autor de la nota final, ésta sí, un verdadero ejemplo de paratexto), el cual habla de Poe en los mismos términos en los que Pym hablaba de él en su falso paratexto. Y nos preguntamos entonces si Mr. Poe es una persona real o un personaje de dos historias diferentes, una contada por el falso paratexto de Pym y la otra relatada por un señor X, autor de un paratexto auténticamente tal, pero mendaz (figura 3).” “Como último enigma, este misterioso Mr. Pym empieza su historia con un ‘me llamo Arthur Gordon Pym’, un íncipit que no sólo anticipa el ‘Llamadme Ismael’ de Melville (lo cual no tendría relevancia alguna), sino que parece parodiar también un texto en el que Poe, antes de escribir el Pym, había parodiado a un cierto Morris Mattson, el cual había empezado una novela suya con ‘me llamo Paul Ulric’.” “Deberemos entonces justificar al lector que empezara a sospechar que el autor empírico es el señor Poe, que se había inventado un personaje novelescamente dado como real, el señor X, que habla de una persona falsamente real, el señor Pym, que a su vez actúa como el narrador de una historia novelesca. El único elemento embarazoso sería que este personaje novelesco habla del señor Poe (el real) como si fuera un habitante del propio universo ficticio (figura 4).” “¿Quién es, en todo este embrollo textual, el autor modelo? Quienquiera que sea, es la voz, o la estrategia, que confunde a los varios supuestos autores empíricos para que el lector modelo quede atrapado en este teatro catóptrico.” Umberto Eco (1996). Seis paseos por los bosques narrativos (cap. 1, págs. 25-28). Barcelona: Lumen.

De ahí que el análisis de las estrategias narrativas que se concretan en un relato pase necesariamente por la investigación del perfil del narratario, a partir de las marcas más o menos visibles de su presencia en el enunciado.

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3. La diégesis y los ejes de la narración

3.1. El espacio Como veremos con mayor detalle cuando analicemos las ideas de Greimas sobre las estructuras de la narración,8 la teoría ha establecido que la creación de un universo diegético, esto es, un mundo posible en el que se desarrolla la narración, responde a la configuración de tres ejes: espacio, tiempo y personajes. Para que exista una narración, es imprescindible crear un espacio en el que se desarrolle, crear una dinámica temporal que lleve a los acontecimientos del relato a avanzar en un sentido o en otro, y crear uno o más personajes que sufran o sean testigos de los acontecimientos. Basta con que desaparezca uno de estos ejes para que se produzca una ruptura diegética y, en consecuencia, el discurso deje de ser narrativo. El espacio constituye una de las categorías más importantes de la narrativa, no sólo por las articulaciones que establece con las otras categorías, sino también por la importancia semántica que caracterizan a sus manipulaciones. El espacio integra, en primer lugar, los componentes físicos que sirven de escenario a la acción y al movimiento de los personajes; en segundo lugar, el concepto de espacio puede ser entendido en un sentido figurado como las esferas social y psicológica del relato. Las implicaciones filosóficas del concepto de espacio son notables, y más cuando se tiene en cuenta su relación indisoluble con el tiempo. Fue Kant, como señala Garrido Domínguez (1996, pág. 208), el primer pensador en establecer una relación apriorística e intuitiva de estas dos formas puras de los fenómenos que son el espacio y el tiempo, así como la precedencia del tiempo sobre el espacio en cuanto a forma del sentido interno: “El espacio funciona como condición subjetiva de la intuición externa (de la percepción externa) y constituye, al lado del tiempo, una de las fuentes de conocimiento”. Del concepto filosófico del espaciotiempo –y no entraremos aquí en las profundidades de la física teórica– surge el concepto metafórico de cronotopo, desarrollado por Bakhtin y convertido, desde entonces, en una categoría fundamental del estudio literario. 8. Véase el apartado 1.4.4 del capítulo II.

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Capítulo I. El relato y la narración

En el cronotopo, “el tiempo se condensa, se vuelve compacto, visible para todo arte, mientras que el espacio se intensifica, se precipita en el movimiento del tiempo, de la trama, de la Historia. Los índices del tiempo se descubren en el espacio, el cual es percibido y mesurado después del tiempo” (Bakhtin, 1978). Además de ser importante como forma de conocimiento sensorial, el cronotopo se constituye, en el ámbito literario, en un principio rector de los géneros narrativos. Por ejemplo, el cronotopo del camino determina la estructura de la novela de caballerías o de aventura, mientras que el cronotopo del castillo está en la base de la novela gótica. De este modo, el cronotopo puede convertirse en la base de un estudio histórico de los géneros y las estructuras narrativas. El espacio deja de ser un mero escenario o un marco de referencia para convertirse en el auténtico propulsor de la acción. Dentro del espacio de la narración, pueden distinguirse varios tipos. En un acto narrativo, el espacio puede ser único o plural, puede estar presentado de forma vaga o en detalle, puede ser contemplado o imaginario, protector o agresivo, simbólico, espacio del personaje o del argumento, etc. El espacio contiene a los personajes, pero también, y con mucha frecuencia, se constituye en signo de valores y relaciones muy distintas. En lo que respecta al espacio de la trama, cabe destacar que, como el material global del relato, se ve sometido a focalización y, por consiguiente, su percepción depende del punto de observación elegido por el sujeto que lo observa –ya sea éste el narrador o un personaje. El mayor o menor protagonismo del espacio da lugar a espacios-marcos, que sirven fundamentalmente como soporte de la acción, y espacios que determinan la configuración de la trama. Respecto a los personajes, el espacio puede funcionar como metonimia o metáfora: en determinados momentos, el espacio refleja o aclara el estado anímico de los personajes. “El espacio literario es una realidad limitada que alberga en su interior un objeto ilimitado: el universo exterior y ajeno, en principio, a la obra literaria. El texto consigue representar este espacio infinito, bien a través de la mención sucesiva o simultánea de diferentes lugares, o bien por medio de la superposición de espacios contrapuestos: el que en este momento cobija o presiona al personaje y el que en un pasado más o menos lejano fue testigo o causante de su infortunio o felicidad, el espacio que agobia al personaje en el presente y el soñado por éste como promesa de una felicidad futura o, simplemente, para olvidar los rigores del contexto inmediato.” Antonio Garrido Domínguez (1996). El texto narrativo (pág. 213). Madrid: Síntesis.

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3.1.1. El discurso del espacio

Descripción, o más acertadamente, topografía es la denominación convencional del discurso del espacio. Mediante la descripción se dota al relato de una geografía, una localización para la acción narrativa y, como señala Garrido Domínguez, “una justificación indirecta para la conducta del personaje, a cuya caracterización el espacio contribuye de una manera decisiva en no pocos casos”. Como en el caso de la narración (narratio), la descripción es deudora de la tradición retórica, y de esta tradición nacen también todos los prejuicios históricos que han pensado sobre esta forma de discurso. Entre estos prejuicios se encuentran, por ejemplo, su consideración de puro ornamento, el excesivo interés por el detalle, su carácter impersonal, además del hecho de introducir una ruptura en el discurso narrativo en el que se inserta. Deudas y prejuicios históricos de la descripción A efectos de la coherencia del discurso narrativo, el autor debe medir especialmente sus inserciones descriptivas, pues su exceso obstaculiza la constitución de un universo diegético; su utilización con mesura es, por el contrario, un poderoso aliado para el narrador. Las escuelas clásicas, neoclásicas y románticas establecen, por ejemplo, una relación muy estrecha entre el discurso descriptivo y el artista, por un lado, y con el personaje, por otro. Los románticos, concretamente, son los responsables de la madurez de la descripción como estrategia literaria. Sin embargo, y como señala Garrido Domínguez, su liberación definitiva se produce con el advenimiento de las formas más modernas de narrativa, en las cuales la descripción alcanza con frecuencia el papel protagonista.

Las aportaciones teóricas sobre el papel y la especificidad de la descripción son numerosas. Para algunos teóricos, narración y descripción tienen una vinculación tan estrecha que pueden asimilarse. Para otros, narración y descripción se oponen en lo cambiante –personas, situaciones y circunstancias–, frente a los elementos que no sufren transformación –ya sean acontecimientos u objetos. Un tercer grupo considera que narración y descripción se oponen, puesto que en el primer caso estamos ante una sucesión de acontecimientos y en el segundo, ante una yuxtaposición de objetos –aunque ambos impliquen una sucesión verbal.

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Capítulo I. El relato y la narración

El teórico Tzvetan Todorov señaló que, aunque, en efecto, en las dos se produce una sucesión verbal, la descripción se presenta como un dominio regido por la continuidad y la duración, mientras que la narración tiene como característica esencial la transformación de estados o situaciones y, por lo tanto, la discontinuidad: “La narración insiste en la dimensión temporal y dramática del relato; su contenido son acciones o acontecimientos vistos como procesos; en cambio, la descripción implica el estancamiento del tiempo a través del realce del espacio y de la presentación de los procesos como auténticos espectáculos. Se trata, pues, de operaciones semejantes, cuyos mecanismos discursivos son también idénticos; difieren únicamente en cuanto al contenido. En suma, a falta de una delimitación más precisa, la descripción puede ser vista como un aspecto de la narración.”

Narración y descripción son dos formas específicas de representación del universo narrativo, pero, por encima de todo, son dos modalidades de la ficción. Modalidad “En un intento de formalizar la sintaxis inmanente de la narrativa, Algirdas Greimas postula la existencia de enunciados de hacer y estado: los primeros traducen una transformación emprendida por el sujeto, los segundos describen una situación estática en la que se comprueba una relación de conjunción entre sujeto y objeto.” “Los predicados de estos enunciados elementales –hacer y ser– se pueden combinar, dando origen a una serie de modificaciones traducidas en enunciados del tipo hacerser, hacer-hacer.” “Se habla de modalización cuando se asiste a la modificación de un predicado (llamado descriptivo) por otro (llamado modal), siendo la modalidad lo que modifica el predicado. Se trata, pues, de un complejo semántico y sintáctico de los enunciados elementales.” Reis y Lopes (2002)

La constitución del texto descriptivo plantea las mismas cuestiones que el discurso narrativo general. Es pertinente, por ejemplo, establecer la distinción entre quien ve –focalizador, ya sea personaje o narrador– y quien habla –narrador o personaje descriptivo. Los diferentes modos de presentación del espacio se originan en el tipo de relación que se establece entre las focalizaciones del narrador y de los personajes.

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Abordemos ahora la cuestión de las funciones de la descripción en el seno del texto narrativo. Aunque la más antigua de estas funciones es la que le asignó la tradición retórica, en la que la descripción no sólo adornaba el discurso sino que creaba el decorado de la acción, la clave del discurso descriptivo se halla en la gran capacidad simbolizadora y explicativa de la descripción espacial respecto a la psicología de un personaje (esta tendencia alcanza su máximo en la tradición realista-naturalista). En general, puede decirse que la presentación del espacio desempeña un papel muy importante en la organización de la estructura narrativa. En primer lugar, contribuye definitivamente a su articulación; en segundo, crea una memoria activa de gran importancia para el desarrollo de la acción; y por último, influye en la estructura del relato desde el momento en el que lo suspende e introduce modificaciones en el ritmo. Un último cometido, de vital importancia, es crear vínculos emocionales con el lector, ya que le hacen ver el espacio en el que se desarrollan los acontecimientos y le ayudan, así, en el proceso de comprensión e interpretación del texto narrativo.

3.2. El tiempo El tiempo es otro de los ejes fundamentales del universo diegético. Antes de entrar en las formulaciones temporales con respecto al discurso narrativo, conviene reflexionar sobre una categoría tan compleja. Cuando hablamos de tiempo en una narración, no nos estamos refiriendo al tiempo de la naturaleza ni a un tiempo estrictamente lingüístico, sino a una representación que incluye a ambos. Para comenzar a reflexionar sobre los distintos tipos de tiempo, no está de más acudir a algunas propuestas teóricas que se escapan del dominio de la teoría de la narración para adentrarse en los terrenos de la filosofía. E. Benveniste (1974, pág. 70-81) ha propuesto que el tiempo que rige las diferentes concepciones es el tiempo físico o tiempo de la experiencia, que puede verse como resultado de la comprensión humana de las leyes de la naturaleza. Sobre esta forma de tiempo tampoco hay un acuerdo de opiniones. Aristóteles, en su Física, alude al mismo afirmando que implica cambio y lo define como la medida del movi-

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miento según el antes y el después. Entre las teorías posteriores, cabe destacar dos puntos de vista: por una parte, el representado por Newton, que ve el tiempo como una realidad independiente de las cosas; y por otra, el de Leibniz y los más relativistas, que consideran que el tiempo no puede concebirse al margen de las cosas que son afectadas por el mismo. En un plano superior puede situarse el tiempo crónico o convencional, un tiempo que se ha creado sometiendo el tiempo físico a una serie de divisiones con la intención de domesticarlo: es el tiempo del reloj. Más importante que éste, a los efectos que aquí nos interesan, es el tiempo psicológico, es decir, el tiempo experimentado. La vivencia del tiempo varía de un individuo a otro, y de un estado emocional a otro. El tiempo psicológico expande o concentra el tiempo físico, lo dota de espesor o lo diluye. Este tiempo de la conciencia es un objeto que ha sido estudiado por la filosofía como la verdadera medida del tiempo, pues aunque el ser humano se adapta en sus intercambios comunicacionales al tiempo convencional, vive en el tiempo de la conciencia: cada individuo vive y organiza el tiempo de un modo completamente peculiar. Y este tiempo tiene como expresión el código lingüístico. En el terreno del acto narrativo, es posible distinguir una doble dimensión del tiempo: su existencia como componente de la historia y su manifestación en el ámbito del discurso. Mientras la lingüística expone la distinción entre enunciación y enunciado, con sus respectivos tiempos, la narratología se hace eco de esta distinción, y la vincula mediante el formalismo ruso a la que en su día hiciera ya Aristóteles. Enunciación y enunciado En lingüística, la enunciación es el acto de conversión de la lengua en discurso. Se trata de un acto individual de actualización de la lengua en un determinado contexto comunicativo. El producto del acto de enunciación es el enunciado. Al “apropiarse” de la lengua para convertirla en discurso, el sujeto hablante asume el estatuto de locutor, referenciado por el pronombre personal yo, y postula la existencia de un tú. Cada acto de enunciación instituye un conjunto de relaciones espaciotemporales. E. Benveniste distingue dos planos de enunciación, manifestados por dos sistemas distintos y complementarios de los tiempos verbales y por la presencia o ausencia de la relación de persona yo-tú: son el plano de la historia y el plano del discurso. La enunciación histórica representa el grado cero de la enunciación: en la misma sólo se utiliza la tercera persona, de modo que elimina o disimula la presencia del sujeto

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de la enunciación. Es un tipo de enunciación característico de la narrativa de acontecimientos pasados, en la que se apaga el narrador, se diluye en la no persona, y confiere de esta manera al enunciado un grado máximo de transparencia. La enunciación discursiva –o discurso– manifiesta la relación de persona yo-tú y en ésta se usan tiempos verbales como el presente, el futuro y el perfecto. Éste es el modo típico de la interacción verbal, que supone siempre un yo y un tú, y una referencia organizada a partir del aquí y del ahora de la enunciación. El enunciado es el producto del acto de enunciación. Se trata de un segmento de discurso que dimana de un locutor y se dirige a un locutario.9

Para el autor de la Poética, como ya hemos apuntado, existe una diferencia entre los hechos que son objetos de la mimesis y su organización en la fabula. Esta diferencia implica una distinción de tiempos: la mimesis tiene su lógica –presumiblemente, la de la vida ordinaria–, que es modificada a partir de su estructuración en la fabula. Mientras que el tiempo de la mimesis se rige por el fatum o la necesidad, el tiempo de la fabula se rige por los criterios de la causalidad y la verosimilitud. Los narratólogos franceses sintetizan las ideas de Aristóteles, la teoría de la enunciación de Benveniste y la distinción entre tiempo narrante y tiempo narrado de Müller, y elevan a tres el número de aspectos relacionados con el tiempo narrativo. Todorov especifica tres tiempos: el tiempo del relato –o de los personajes–, el tiempo de la escritura –enunciación– y el tiempo de la lectura –recepción. Genette, por su parte, propone un modelo más simplificado, y configura una diferenciación entre el tiempo de la historia, es decir, del material o significado, el tiempo del relato, esto es, el del significante o historia configurada formalmente en forma de texto, y el tiempo de la narración, es decir, el de la enunciación o el proceso que permite el paso de la historia al relato.

3.2.1. Tiempo de la narración

Si profundizamos en las circunstancias que condicionan el acto productivo del discurso narrativo, entenderemos por tiempo de la narración “la relación (temporal) de la narración con la supuesta ocurrencia del evento” (Gray, 1975, pág. 319). Esto significa que es posible –aunque no siempre fácil– determinar la 9. Emile Benveniste (1966). Problemes de linguistique générale. París: Gallimard.

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distancia temporal a la que se encuentra este acto productivo –y también el narrador que lo protagoniza, así como lo que lo rodea– con relación a la historia que se relata en el mismo. Las varias posibilidades de colocación temporal de la narración con relación a la historia han sido sistematizadas en cuatro modalidades por Genette y por B. Gray. Este último ha sintetizado de la siguiente manera estas modalidades: “Muy frecuentemente la narración es posterior (tiempo pasado); menos corrientemente la narración es anterior (futuro). La narración puede también ser contemporánea del evento, como si fuese una relación momento-a-momento (presente), y puede incluso comenzar después de haberse iniciado el evento, pero no antes de haber terminado (durativo)” (Gray, 1975). 1) Narración ulterior Se entiende por narración ulterior el acto narrativo que se sitúa en una posición de posterioridad con relación a la historia. Ésta es dada por terminada y resuelta en cuanto a las acciones que la integran; sólo entonces el narrador, colocándose ante este universo diegético cerrado, inicia el relato, en una situación que es la de quien conoce en su totalidad los eventos que narra. De ahí la posibilidad de manipulación calculada de los procedimientos de los personajes, de los incidentes de la acción, incluso de la anticipación de los que el narrador sabe que van a ocurrir. La narración ulterior se adecua, en especial, a dos situaciones narrativas: la que es regida por un narrador heterodiegético, muchas veces en focalización omnisciente y comportándose como entidad demiúrgica que controla el universo diegético; y la que protagoniza un narrador autodiegético, sobre todo cuando es inspirado por intenciones de evocación autobiográfica o memorial. En la novela El señor de Ballantrae, de Robert Louis Stevenson, encontramos un ejemplo evidente de narración ulterior. En el primer capítulo, el narrador nos avisa de que va a explicarnos una historia cuyos detalles conoce en su totalidad, y con esto reclama su autoridad. El señor de Ballantrae Robert Louis Stevenson (cap. 1) “Desde hace mucho tiempo se ha aspirado a conocer lo que de auténticamente cierto haya en tan singulares acontecimientos, por lo tanto, la curiosidad pública ha de concederle una magnífica acogida a este relato. Yo, que estuve íntimamente ligado a la historia de esta casa en sus últimos años, soy quien se halla en situación más ventajosa para rela-

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tar fielmente cuanto aconteció y quien con más imparcialidad puede juzgar los diferentes aspectos secretos de su vida y tengo en mi poder fragmentos de sus memorias auténticas; en su último viaje fui casi su único acompañante; formé parte de aquella angustiosa expedición invernal de la que tanto se ha hablado; en fin: presencié su muerte. En cuanto al difunto Lord Durrisdeer, a quien serví fielmente y con cariño durante más de treinta años, a medida que le conocí más íntimamente, más creció mi afecto por él. En resumen: no quiero que tantos testimonios desaparezcan; debo contar la verdad acerca de Milord. Y de esta manera, pagada mi deuda, espero que mis postreros años se deslizarán más tranquilos y mi canosa cabeza descansará con más sosiego sobre la almohada.”

2) Narración anterior Se denomina narración anterior al acto narrativo que antecede a la ocurrencia de los eventos a los que se refiere. Es, como puede suponerse, un procedimiento narrativo relativamente raro, puesto que ocurre cuando se enuncia un relato de tipo predictivo, anticipando acontecimientos proyectados en el futuro de los personajes de la historia y del narrador. En los párrafos que cierran la novela Plataforma, de Michel Houellebecq (Anagrama, 2002), encontramos este ejemplo de una aplicación relativamente común de la narración anterior, cuando el protagonista narra su propia muerte: Plataforma Michel Houellebecq “Algún tailandés me encontrará al cabo de unos días, seguro que pocos; en estos climas, los cadáveres apestan enseguida. No sabrán que hacer conmigo, y probablemente llamarán a la embajada francesa. Como estoy lejos de ser un indigente, la cosa será fácil de arreglar. De hecho, quedará bastante dinero en mi cuenta bancaria; no sé quien lo heredará; probablemente el Estado, o algún pariente lejano.” “Al contrario que otros pueblos asiáticos, los tailandeses no creen en los fantasmas, y les interesa poco el destino de los cadáveres; la mayor parte va directamente a la fosa común. Como no dejaré instrucciones, correré la misma suerte. Alguien firmará el certificado de defunción, y muy lejos de aquí, en Francia, alguien marcará una casilla en un fichero de estado civil. Algunos vendedores ambulantes, acostumbrados a verme por el barrio, menearán la cabeza. Alquilarán mi apartamento a un nuevo inquilino. Me olvidarán. Me olvidarán enseguida.”

3) Narración intercalada Se entiende por narración intercalada aquel acto narrativo que, sin esperar a la conclusión de la historia, resulta de la fragmentación de la narración en varias etapas interpuestas a lo largo de la historia.

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En la novela Las reglas de la atracción (Anagrama, 2000), el novelista estadounidense Bret Easton Ellis propone un caleidoscopio narrativo en el que se entrega la voz a varios narradores que ejecutan una narración intercalada, en la que se dan cita acontecimientos del presente y del pasado sin aparente orden concreto.

4) Narración simultánea La narración simultánea está constituida por aquel acto narrativo que coincide temporalmente con el desarrollo de la historia. Se trata de una superposición precisa que, por el rigor que presenta, se distingue de la imprecisión que normalmente caracteriza a la distancia temporal de la narración ulterior o de la narración anterior con relación al acontecimiento de la historia. En la novela Ampliación del campo de batalla, de Michel Houellebecq (Anagrama, 1999), encontramos un ejemplo de narración simultánea: Ampliación del campo de batalla Michel Houellebecq “Ahora hay seis personas en torno a una mesa oval bastante bonita, probablemente de imitación caoba. Las cortinas, verde oscuro, están corridas; se diría que estamos en un saloncito. De repente, presiento que la reunión va a durar toda la mañana.” “El primer representante de Ministerio de Agricultura tiene los ojos azules. Es joven, lleva gafas pequeñas y redondas, aún debía de ser estudiante hace muy poco. A pesar de su juventud, produce una notable impresión de seriedad. Toma notas durante toda la mañana, a veces en los momentos más inesperados. Es, obviamente, un director, o al menos un futuro director.” “El segundo representante de Ministerio es un hombre de mediana edad, con sotabarba, como los severos preceptores de El Club de los Cinco. Parece tener gran ascendiente sobre Catherine Lechardoy, que está sentada a su lado. Es un teórico. Todas sus intervenciones son otras tantas llamadas al orden sobre la importancia de la metodología y, más en general, de una reflexión previa a la acción. En este caso no veo la necesidad: ya han comprado el programa, no tiene que pensárselo, pero me abstengo de decirle algo. He notado de inmediato que no le gusto. ¿Cómo ganármelo? Decido apoyar sus intervenciones repetidas veces durante la sesión con una cara de admiración un poco idiota, como si acabara de revelarme de súbito asombrosas perspectivas llenas de alcance y sensatez. Lo más normal es que concluyese que soy un chico lleno de buena voluntad, dispuesto a marchar a sus órdenes en la justa dirección.”

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3.2.2. El orden temporal Estudiar el orden temporal de un relato es confrontar el orden de disposición de los eventos o segmentos temporales en el discurso narrativo con el orden de sucesión de estos mismos eventos o segmentos temporales en la historia. La redistribución a la que el discurso narrativo sujeta los hechos que integran la historia se puede representar diagramáticamente del siguiente modo: Figura 1.1. Tiempo de la historia y tiempo del discurso

Si identificamos los varios momentos de la historia –de A a G– con secuencias que componen la narración, comprobamos que su disposición cronológica en la historia ha sido alterada por anacronías en el discurso, las cuales han determinado un nuevo orden temporal; así, la secuencia A, inicialmente omitida, sólo ha sido recuperada en un momento en el que el relato se encontraba ya en una fase relativamente avanzada, para lo que el narrador habrá sido obli-

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gado a un movimiento retrospectivo –analepsis–; la secuencia F ha sido anticipada –prolepsis. Las frecuentes reordenaciones de la historia en el nivel del discurso, en la narrativa literaria, contrastan con lo que sucede en otro tipo de relato, el historiográfico, fuertemente marcado por preocupaciones de rigor y cientificismo y que, por este motivo, tiende a una presentación escrupulosa de los eventos.

3.2.3. Anacronías

El término anacronía designa todo tipo de alteración del orden de los eventos de la historia cuando son representados por el discurso. Estamos ante anacronías cuando un acontecimiento que, en el desarrollo cronológico de la historia, se sitúa al final de la acción es relatado anticipadamente por el narrador; o cuando la compresión de los hechos del presente de la acción puede requerir recuperar sus antecedentes remotos. Efecto de las anacronías en la narración Si bien es cierto que el orden temporal tiende a ser considerado como consecuencia de la causalidad que activa la sucesión lógica de los acontecimientos integrados en la historia, también lo es que la reordenación, en el plano del discurso, de estos acontecimientos abre camino a variadas posibilidades explicativas, normalmente inspiradas por las motivaciones subyacentes a la mencionada reordenación: relación dialéctica pasado/presente, presentación, en una óptica causalista-determinista, de la raíces remotas de ciertas situaciones y ocurrencias y recuperación de hechos necesarios para comprender, en términos funcionales, la dinámica de la acción, son algunas de estas motivaciones, naturalmente en sintonía con el contexto tematicoideológico que caracteriza a la narrativa. Por otra parte, la detección de las anacronías en las que se traduce una peculiar ordenación discursiva de la historia es favorecida por las marcas de articulación de estas anacronías; la mayor nitidez de estas marcas de articulación se relaciona directamente con las precauciones que, en el marco de la pragmática narrativa, el emisor entiende tomar, para que el receptor del relato descodifique las anacronías, neutralice los saltos temporales y reconstituya la cronología de la historia.

G. Genette, responsable de la consolidación del término, ha apuntado que la anacronía es un recurso frecuentemente utilizado, tanto en su forma de anticipación –prolepsis– como en su forma de retraso –analepsis.

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1) Analepsis Además de corresponder genéricamente al concepto designado también por el término flash-back, la analepsis es todo movimiento temporal destinado a relacionar eventos anteriores al presente de la acción e incluso, en algunos casos, a su inicio. La analepsis es un recurso narrativo de amplia utilización y desempeña funciones muy distintas en la orgánica del relato; puede, por ejemplo, ilustrar el pasado de un personaje relevante, o recuperar eventos cuyo conocimiento sea necesario para dotar de coherencia interna a la historia. Las analepsis son externas cuando su alcance se remonta a un momento anterior al del punto de partida del relato primero. Las internas, en cambio, sitúan su alcance dentro del relato primero y, a diferencia de las externas, corren un permanente riesgo de entrar en conflicto con éste. Las analepsis mixtas, finalmente, tienen su alcance en un momento anterior al comienzo del relato principal, mientras que su amplitud cubre un periodo de tiempo que finaliza dentro del relato primero. Clasificación de las analepsis La narratología ha propuesto toda una clasificación de las analepsis en función de su localización temporal respecto al relato principal: • Analepsis internas heterodiegéticas. El contenido de la analepsis no se identifica temáticamente con el momento de la acción del relato primero. • Analepsis internas homodiegéticas. El contenido de la analepsis coincide con el del relato base. • Analepsis internas homodiegéticas completivas. Se utilizan para llenar vacíos del relato cuya narración fue omitida en el momento oportuno, y luego se han recuperado para facilitar información importante. • Analepsis internas homodiegéticas iterativas. No tienen como objetivo la recuperación de un hecho singular, sino que remiten a acontecimientos o segmentos temporales que son semejantes a otros ya contenidos en el relato. • Analepsis internas homodiegéticas repetitivas. El relato se vuelve sobre sí mismo de un modo explícito y alude a su propio pasado.

2) Prolepsis El concepto de prolepsis corresponde a todo movimiento de anticipación por el discurso de eventos cuya ocurrencia en la historia es posterior al presente de la acción. La prolepsis puede ser interna, cuando se traduce en la anticipación de informaciones inscritas en el cuerpo de la propia narrativa, o externa, cuando se proyecta más allá del cierre de la acción. En este último caso, no debe con-

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fundirse con el epílogo. Como observa Genette, “la narrativa en primera persona se presta mejor que cualquier otra a la anticipación, por su declarado carácter retrospectivo, que autoriza al narrador a alusiones al futuro y particularmente a su situación presente” (Genette, 1972, pág. 106). Clasificación de las prolepsis La clasificación de las prolepsis se desarrolla en los mismos términos que las analepsis. • Prolepsis internas heterodiegéticas: el contenido de la prolepsis no se identifica temáticamente con el momento de la acción del relato primero. • Prolepsis internas homodiegéticas: el contenido de la prolepsis coincide con el del relato base. • Prolepsis internas homodiegéticas completivas: anticipan un acontecimiento que tendrá lugar en un momento posterior. • Prolepsis internas homodiegéticas iterativas: mencionan de manera única y globalizante acciones que se repetirán en un momento posterior de la trama narrativa. • Prolepsis internas homodiegéticas repetitivas: aluden más de una vez a un determinado acontecimiento futuro.

3) Duración y frecuencia Aunque el concepto de duración fue manejado por Genette en sus investigaciones sobre la narración, pronto quedó en desuso y fue sustituido por el de velocidad: “la velocidad de una narrativa se ha de definir por la relación entre una duración, la de la historia, y una extensión: la del texto” (Genette, 1972, pág. 123). En general, el término duración engloba una serie de procedimientos cuya función es acelerar o ralentizar la velocidad o tempo del relato. Los cinco movimientos que regulan el ritmo narrativo reciben los nombres de elipsis, sumario, escena, pausa y digresión reflexiva: • La elipsis consiste en el silenciamiento de cierto material diegético de la historia, que no pasa al relato. Se trata, entonces, de una figura de aceleramiento, y puede ser determinada o indeterminada, según se indique o no la duración de la elipsis. Desde un punto de vista formal, las elipsis pueden ser explícitas, cuando cuentan con signos en el texto; implícitas, cuando no existen indicios textuales y el lector ha de inferir su presencia; e hipotéticas, cuando sólo son localizables a posteriori a partir de una analepsis.

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• El sumario es otra figura de aceleración en la que, a diferencia de la elipsis, el material de la historia sí pasa al relato. Lo característico del sumario es la síntesis, es decir, la concentración de grandes materiales diegéticos en un momento limitado del relato. • La escena encarna la igualdad o isocronía entre la duración de la historia y el relato. Es el caso del diálogo, en el que el tiempo de la historia y el del relato coinciden aparentemente. • La pausa es el procedimiento privilegiado para la ralentización del relato. La forma básica de establecer una pausa es romper la diégesis con un fragmento descriptivo. • La digresión reflexiva constituye el segundo procedimiento para el remansamiento de la acción. En este caso, se introduce una modalidad de discurso diferente, un discurso valorativo o abstracto que puntualiza el material diegético del relato. Otra dimensión temporal que hay que tener en cuenta en las relaciones entre historia y relato es la frecuencia, que atiende al criterio del número de veces que un acontecimiento de la historia es mencionado en el relato. En el análisis de la frecuencia, caben tres posibilidades: • El relato singulativo se produce cuando tiene lugar el pleno ajuste entre historia y relato en cuanto al número de veces que se produce. Estamos ante el caso de un enunciado narrativo que cuenta una vez lo que ha ocurrido una vez o reproduce n veces lo que ha ocurrido n veces. • El relato iterativo se produce cuando se menciona en el relato una sola vez acontecimientos que se han producido varias veces en la historia. En tanto que recurso globalizador de hechos singulares, el relato iterativo supone la mediación de una subjetividad, habitualmente la del narrador, que reelabora el material de la historia, concentrándolo e imprimiéndole una visión peculiar. • El relato repetitivo es aquel que reproduce un número variable de veces un acontecimiento que ha ocurrido una sola vez en la historia. Este tipo de relato denota una cierta obsesión del narrador por un acontecimiento anterior que ha dejado una profunda huella, probablemente, por su valor iniciático.

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3.3. Los personajes El personaje es la tercera categoría esencial en la formulación de la diégesis. Sin embargo, la cuestión del personaje sigue siendo enormemente problemática en el estudio de la narración, fundamentalmente por dos causas: la gran complejidad del propio concepto de personaje y la diversidad que en la práctica adopta esta figura. Sin embargo, es posible, y necesario, plantearse el estudio del personaje como una de las claves del texto narrativo. Cualquier aproximación a la figura del personaje pasa por la formulación de tres preguntas básicas: ¿qué es un personaje? ¿De qué esta hecho o cuáles son los ingredientes del personaje? Y finalmente, ¿para qué sirve un personaje? La primera cuestión plantea a su vez una reflexión en forma de pregunta: ¿cuál es la diferencia entre un personaje literario y una persona? “La gran paradoja del personaje –al igual que la de otros tantos aspectos del sistema literario– es que se desenvuelve en el ámbito del relato con la soltura de una persona sin que jamás pueda identificarse con ninguna. El personaje come, duerme, habla, se encoleriza o ríe, opina sobre el tiempo que le ha tocado vivir y, sin embargo, las claves de su comprensión no residen ni en la biología, la psicología, la epistemología o la ideología, sino en las convenciones literarias que han hecho de él un ejemplo tan perfecto de la realidad objetiva que el lector tiende inevitablemente a situarlo dentro del mundo real (aunque sea mentalmente). Por si fuera poco, bastantes personajes tienen una gran trascendencia social y el lenguaje los incorpora para aludir a ciertos tipos de personas que coinciden con los rasgos característicos de aquél: Quijotes y Sanchos, Dr. Fausto, Emma Bovary o la Regenta, Tenorios, Leopold Bloom…” Antonio Garrido Domínguez (1996, pág. 68). El texto narrativo. Madrid: Síntesis.

Muchos de los problemas asociados al personaje se originan con frecuencia en el olvido de que éste constituye una realidad sometida a códigos artísticos. El realismo o la verosimilitud de un personaje es una pura ilusión; por tanto, carece de sentido buscar en la vida real las claves de su comportamiento y personalidad. Sobre el personaje, recaen en primera instancia las imposiciones de cada periodo artístico y las normas propias del género correspondiente. Además, el personaje responde a las exigencias de otros códigos, como el político, económico, social, ético, religioso, etc. vigentes en la época de su creación.

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Puede decirse que cada personaje es hijo de su tiempo. En la presencia y en la intervención de códigos tan distintos, se encuentra una de las claves de la complejidad de la categoría de personaje.

3.3.1. Definición del personaje

Para Aristóteles, el personaje es un agente de la acción, y es en el ámbito de la acción donde se ponen de manifiesto sus cualidades constitutivas, es decir, su carácter. Los caracteres surgen en el curso de la acción y por imperativos de ésta; el personaje se revela como carácter en la medida en que, como protagonista de la acción, tiene que tomar decisiones y, así, inscribirse en un ámbito de comportamiento. En los planteamientos posteriores al autor de la Poética, las posiciones respecto del personaje se diversifican. Hay teóricos que lo contemplan como un trasunto de las preocupaciones del hombre de la calle, como la expresión de conflictos internos característicos del ser humano de su época o el reflejo de la visión del mundo de un autor o un grupo social. Para otros, el personaje es, ante todo, un elemento funcional de la estructura narrativa, o, utilizando una terminología semiótica, un signo en el marco de un sistema. El primer enfoque citado contempla al personaje como un fenómeno literario, pero formado por elementos tomados del mundo real y nacido de la observación de otros seres humanos y del propio autor. La psicología, para algunos teóricos, tiene mucho que decir en la definición de personajes, mientras que para otros es la ideología, es decir, las estructuras mentales de un determinado grupo social, la piedra de toque de la construcción del personaje. Para Lukácks, por ejemplo, tiene gran importancia la idea de un héroe problemático, un personaje en permanente relación dialéctica con el mundo. Ambas ideas, la psicocrítica y la sociocrítica, tienden a una anulación del personaje a favor del autor. Para los partidarios del segundo enfoque, resulta incorrecta la reducción del personaje a psicología o ideología. Para éstos, con Todorov a la cabeza, lo psicológico no se encuentra en el personaje ni en sus cualidades o acciones; lo psicológico es una impresión que el lector extrae a partir del reconocimiento de ciertas relaciones entre las proposiciones del texto.

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Entender el personaje como signo implica acentuar su naturaleza de unidad discreta, susceptible de delimitación en el plano sintagmático y de integración en una red de relaciones paradigmáticas. A esto ha contribuido la existencia de procesos de manifestación que permiten localizar e identificar el personaje: el nombre propio, la caracterización y el discurso del personaje son algunos de estos procesos, que conducen a la presentación de sentidos fundamentales capaces de configurar una semántica del personaje. Sintagma / paradigma “Para Saussure, las relaciones de los términos lingüísticos pueden desarrollarse en dos planos, cada uno de los cuales genera sus propios valores; estos dos planos corresponden a dos formas de actividad mental (esta generalización será recogida por Jakobson). El primero es el de los sintagmas; el sintagma es una combinación de signos que tiene como base la extensión; en el lenguaje articulado esta extensión es lineal e irreversible […]. Cada término adquiere aquí su valor por oposición a lo que precede y a lo que sigue […]. El segundo plano es el de las asociaciones fuera del discurso, las unidades que tienen entre sí algo en común se asocian en la memoria y forman de esa manera grupos en los que reinan las relaciones más diversas […]. Después de Saussure el plano asociativo ha tenido un desarrollo considerable; su nombre mismo ha cambiado; no se habla actualmente de plano asociativo sino de plano paradigmático.” Roland Barthes (1993). La aventura semiológica. Barcelona: Paidós.

En cuanto signo, el personaje está sujeto a procedimientos de estructuración que determinan su funcionalidad y su peso en la economía del relato. El personaje se define en términos de relieve: hablamos entonces de protagonista o héroe, personaje secundario o mero figurante, grados de relieve que se construyen a partir de su intervención en la acción. Además del relieve que le es propio, el personaje revela cierta composición, y se constituye en lo que E. M. Forster ha denominado personajes planos y personajes redondos. Los personajes planos están, según este teórico, construidos en torno a una única idea o cualidad; los redondos, por el contrario, se revisten de la suficiente complejidad como para constituir una personalidad bien clara. “Personajes como Don Quijote, Julien Sorel, Emma Bovary o Teodorico Raposo son indisociables de sentidos de extracción temática e ideológica –el idealismo, la ambición, el sentimentalismo novelesco, la hipocresía–, confirmados en función de conexiones sintácticas y semánticas con otros personajes de la misma narrativa e incluso en función de asociaciones intertextuales con personajes de otras obras de ficción”. Carlos Reis; Ana Cristina M. Lopes (2002). Diccionario de narratología (2.ª ed., pág. 199). Salamanca: Almar.

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3.3.2. El discurso del personaje

Como señalan Reis y Lopes, “las virtualidades semánticas y estéticas del texto narrativo dependen en gran medida del modo como en él se combinan, sobreponen o entrelazan el discurso del narrador y los discursos de los personajes”. En el texto se entrecruzan varias voces, y es justamente en esta alternancia donde se construye la productividad semántica del texto. El discurso de los personajes puede ser analizado teniendo en cuenta el mayor o menor grado de autonomía con relación al discurso del narrador. Genette distingue tres modos de representación del discurso de los personajes (récit de paroles), teniendo como criterio el grado de mimesis que preside su reproducción:

• En primer lugar, se encuentra el discurso citado –en discurso directo– de las palabras supuestamente pronunciadas por el personaje. • En segundo lugar, se halla el discurso traspuesto, mediante el cual el narrador transmite lo que dijo el personaje sin darle una voz autónoma –es el discurso indirecto. • En tercer lugar se encuentra el discurso narrativizado, en el que las palabras de los personajes aparecen como un evento diegético entre otros.

Como aclaración, acaso sea conveniente recordar que en el discurso directo, el personaje es autónomo y asume el estatuto de sujeto de la enunciación, mientras que en el discurso indirecto, el narrador selecciona, resume o interpreta el habla y los pensamientos del personaje.

3.3.3. Tipologías del personaje

Casi todas las tipologías del personaje que han sido elaboradas por teóricos de toda índole metodológica sitúan la cuestión del personaje en su papel dentro del marco de la estructura narrativa; esto es, más como una categoría abstracta definida por su actividad o su cometido dentro de la trama que por sus características como ser individual y humano. En las clasificaciones disponibles, se

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tiende a considerar a los personajes como actantes o agentes en su sentido más general, como entidades que asumen un cometido específico en el seno del texto narrativo. En el análisis estructural del relato de Vladimir Propp, que veremos con mayor detalle en el capítulo “Del discurso narrativo a la narrativa audiovisual”, las funciones del relato se agrupan en siete esferas de acción que son encarnadas por algún personaje. Estas esferas de acción son el agresor, el donante, el auxiliar, el mandante, el héroe y el falso héroe. Algirdas Greimas, cuya aportación al estudio de la narrativa se observará también con mayor atención en el capítulo II, desarrolló el concepto de los roles actanciales como elementos básicos de la gramática del relato, la cual se compone de enunciados narrativos. Cada uno de los enunciados implica una relación entre dos actantes y constituye una forma sintáctica elemental. El modelo actancial implica seis conceptos: destinador, objeto, destinatario, ayudante, sujeto y oponente. Las relaciones entre estos actantes configuran los enunciados narrativos del relato. Un modelo más detallado, y por este motivo más útil a efectos de un análisis complejo, es el propuesto por Norton Frye. Tomando como base las ideas de Aristóteles, Frye tiene en consideración el papel del héroe sobre su entorno y sobre los demás seres humanos y se aplica a los planos de lo trágico y lo cómico. El resultado son cinco héroes trágicos –el héroe se encuentra aislado de la sociedad– y cinco héroes cómicos –el héroe forma parte del entorno social–; todos éstos forman parte de lo que Frye denomina modos ficcionales.

Los modos ficcionales de Frye

1. La primera categoría de Frye es la del héroe superior por naturaleza respecto al entorno y al resto de los seres humanos: se trata del héroe mítico.

2. La segunda es el héroe propio de lo maravilloso, en la que el héroe es superior al entorno y a los otros hombres, pero no en forma absoluta sino en determinado grado.

3. La tercera se refiere a lo mimético elevado, en la que el héroe se muestra superior a los demás hombres pero no al entorno.

4. La cuarta es lo mimético bajo, en la que el héroe se comporta en un grado de igualdad como un personaje patético y aislado tanto interna como externamente.

5. La quinta categoría es la de la ironía, en la que el héroe es inferior a los demás (o finge serlo).

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Capítulo II Del discurso narrativo a la narrativa audiovisual

1. Análisis del relato

1.1. Las funciones del relato Los teóricos han discutido también las funciones del relato. Los textos expositivos narrativos circulan porque sus historias son dignas de explicar, “valen la pena”; pero ¿qué hace que una historia “valga la pena”?, o planteado de otro modo: ¿qué hacen los relatos? En primer lugar, las narraciones causan placer (según Aristóteles, por su imitación de la vida y su ritmo peculiar). La estructura narrativa que incluye un giro importante produce placer en sí misma, y muchas narraciones persiguen sobre todo este objetivo: entretener a los lectores, produciendo un cambio imprevisto en situaciones familiares. El placer de la narración se relaciona con el deseo. Las intrigas narrativas nos cuentan sobre el placer y lo que sucede con éste, pero el propio movimiento de la narrativa está guiado por el placer, bajo la forma de “epistemofilia” (deseo de saber): queremos descubrir secretos, saber cómo acaba, hallar la verdad. Si lo que guía las narraciones es el impulso de desvelar la verdad, ¿qué sucede entonces con el saber que estas narraciones nos ofrecen para satisfacer ese deseo? ¿Se trata de conocimiento en sí mismo o es un efecto del deseo? La teoría se hace preguntas como éstas sobre la relación entre el deseo, las historias y el conocimiento. La pregunta fundamental que debe hacerse la teoría de la narración es ésta: ¿es la narración una forma básica de conocimiento –que permite conocer el mundo por su capacidad de dar sentido–, o se trata más bien de una estructura

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retórica que distorsiona tanto como desvela? ¿Es la narrativa fuente de conocimiento o de ilusión? Como recuerda Culler, el teórico Paul de Man observó que, mientras que nadie en su sano juicio intentaría cultivar viñedos a la luz de la palabra día, nos resulta verdaderamente muy difícil no concebir nuestras vidas a partir de esquemas de narraciones ficcionales. ¿Implica esto que los efectos de discernimiento y consuelo que causa la narrativa son engañosos? Para poder responder a tales preguntas, necesitaríamos disponer a la vez de un conocimiento del mundo independiente de la narración y de razones para considerar este conocimiento como de mayor autoridad que el que ofrece la narrativa. Sin embargo, la existencia hipotética de este conocimiento con autoridad, pero ajena a toda forma narrativa, es precisamente lo que está en juego en la pregunta de si la narración proporciona conocimiento o ilusión. De este modo, no parece posible responder a la pregunta, si es que tiene respuesta. En lugar de buscar una respuesta, debemos movernos entre la concepción de la narración como recuso retórico que crea una ilusión de perspicacia y el estudio de la narración como nuestro medio principal de creación de significado. Después de todo, como afirma Culler, “incluso la propia afirmación de que la narración no es más que retórica sigue la estructura de una historia; se trata de una narración en la que nuestro engaño inicial ha dado paso a la dura luz de la verdad, y terminamos más tristes, pero más sabios; desilusionados, pero aleccionados”.1

1.2. La comunicación narrativa Recuperemos aquí un punto de partida que no por obvio conviene olvidar. La narración tiene como destino formar parte de un acto y proceso de comunicación. Desde el instante en que todo relato está elaborado por alguien y tiene como destino final otro alguien, la narración podrá –e incluso deberá– ser entendida como un acto de comunicación, como un proceso específico de transmisión de 1. Northop Fry (1973). “Especulación e interés”. En: La estructura inflexible de la obra literaria. Madrid: Taurus.

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textos narrativos, que atañe, por una parte, a las circunstancias y condicionamientos que presiden la comunicación de un modo general y reclama, por otra, la acción de factores y agentes que determinan la calidad narrativa de este tipo de comunicación. No está de más, entonces, recordar lo que se entiende por comunicación. De un modo general, diremos que ésta es el proceso responsable del paso de una señal –lo que no significa necesariamente un signo– emitida por una fuente, a través de un transmisor, a lo largo de un canal, hasta un destinatario –o punto de destino. Consideraremos, por tanto, que la comunicación implica una significación y la integra en su dinámica: cuando el destinatario es un ser humano, estamos ante un proceso de significación, ya que la señal no se limita a funcionar como simple estímulo sino que necesita una respuesta interpretativa en el destinatario. Como proceso y práctica susceptible de convocar al menos a dos sujetos, la comunicación se prolonga en el tiempo, se sitúa bajo condicionamientos psicoculturales y socioculturales muy variados y se dirige a una adquisición de conocimiento que se afirma como resultado necesario e inevitable de toda semiosis. Sin embargo, el conocimiento que se procura transmitir mediante la comunicación no anula la posibilidad de concebir el acto comunicativo como algo más que un acto informativo: puede ser modulada también en términos persuasivos o en términos argumentativos, requiriendo a este efecto estrategias que sirvan expresamente para esto. La comunicación narrativa que aquí hay que tener en cuenta es la que se articula por la interacción de dos entidades: narrador y narratario, sabiendo que no conviene en ningún caso olvidar los problemas teóricos nacidos de un análisis de la comunicación narrativa tratada en términos sociosemióticos. En una perspectiva narratológica, nos trasladaremos del campo del autor empírico y del lector real para situarnos en la esfera de la acción del narrador y del narratario, sin olvidar, sin embargo, que la actividad de estos últimos es tributaria de la experiencia historicocultural del autor empírico y del conocimiento que éste posee de los mecanismos de activación de la comunicación literaria. Diagramáticamente, puede establecerse del siguiente modo el proceso de comunicación narrativa:

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Figura 2.1. Esquema de la comunicación narrativa

1.2.1. Pragmática de la comunicación narrativa

Lo esquematizado de este modo es la actividad de representación narrativa llevada a cabo por el narrador, como fuente y origen de la comunicación narrativa, entidad ficticia y, por este motivo, diferente del autor empírico. Al construir un mensaje articulado en discurso, el narrador edifica un universo diegético –la historia– y transmite cierto conocimiento al narratario; éste, al ser un destinatario intratextual –mencionado explícitamente o no– y una entidad diferente del lector real, detenta cierta competencia narrativa que puede no ser enteramente coincidente con la del narrador. Para que la comunicación narrativa se concrete integralmente es necesario que los códigos que estructuran la narrativa sean comunes al narrador y al narratario, o que pasen a serlo por la actividad “pedagógica” del primero: puede ocurrir que, al dar como adquirido por el narratario el conocimiento del código lingúístico y de los códigos narrativos, el narrador se esfuerce por imponer un código de incidencia semanticopragmática como el ideológico, utilizando para esto estrategias adecuadas, de índole persuasiva y argumentativa; todo esto gobernado por la capacidad de seducción del destinatario, basada en la suscitación de su interés y curiosidad, capacidad relacionada de un modo general con la vertiente pragmática de la comunicación narrativa.

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Pragmática En 1938, Morris contempla el proceso semiótico en tres dimensiones: la dimensión sintáctica –relación formal de las señales entre sí–, la dimensión semántica –relación de las señales con los conceptos designados– y la relación pragmática –relación de las señales con los intérpretes, esto es, con los que las usan. De esta definición nace una de las líneas más fértiles de la lingüística contemporánea, la pragmática enunciativa, que se propone describir el enunciado y sus utilizadores por medio del análisis de todas las formas lingüísticas tributarias del marco enunciativo. Contra la teoría mentalista del significado, Wittgenstein construye un nuevo paradigma, el paradigma de la comunicabilidad, que confiere un relieve fundamental al comportamiento lingüístico, a las interacciones comunicativas que permite el lenguaje y al uso de las estructuras lingüísticas en situaciones concretas de comunicación. En esta línea, Wittgenstein introduce el concepto de juego de lenguaje, mediante el cual subraya la diversidad de acciones realizadas en el uso y por el uso cotidiano del lenguaje, de acuerdo con determinadas reglas de naturaleza contractual e institucional. Al postular el lenguaje en términos de juego, Wittgenstein huye de su reducción a un mero instrumento de representación del mundo: hablar es actuar de acuerdo con determinadas intenciones y objetivos y según determinadas reglas.

La pragmática narrativa se interesa por la forma en la que se realiza la interacción narrador/narratario, principalmente en lo que respecta a la concreción de las estrategias narrativas, que engloban, precisamente, los procedimientos destinados, expresa o tácitamente, a suscitar efectos precisos y de alcance muy variado. La activación de ciertos códigos tecniconarrativos –la ordenación del tiempo, la articulación de focalizaciones– y la selección de signos no comportan consecuencias únicamente semánticas, sino que también intentan conseguir una eficacia comunicativa cuyo destinatario es el narratario, que puede sustituirse mediante la lectura por el lector real. La pragmática narrativa no se enmarca, por lo tanto, en los estrechos límites de la comunicación narrativa entre seres de papel. El análisis de las condiciones de existencia del narratario, los vestigios de su presencia en el enunciado y las marcas de su previsión por el narrador son aspectos que afectan a la condición social de la narración y a su capacidad de acción sobre el ser humano. Código “Se entiende por código una convención que establece la modalidad de correlación entre los elementos presentes de uno o más sistemas asumidos como plano de la expresión y los elementos ausentes de otro sistema (o de más sistemas ulteriormente co-

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rrelacionados con el primero) asumidos como plano del contenido, estableciendo también las reglas de combinación entre los elementos del sistema expresivo de manera que estén en condiciones de corresponder a las combinaciones que se desean expresar en el plano del contenido.” Umberto Eco (1976) La pluralidad de códigos que contribuyen a la estructuración de un texto narrativo debe ser entendida como proyección de la heterogeneidad de los lenguajes artísticos; desde el plano de la expresión lingüística hasta el tecnicocompositivo, pasando por la representación ideológica y por la manifestación temática, la narrativa no puede reducirse a un único código. Es esta pluralidad de códigos heterogéneos la que explica la pluralidad y diversidad de los signos que emergen en un relato y que participan en la comunicación narrativa: de la capacidad que posee el receptor para reconocer estos signos, aprehender sus conexiones sintácticas e inferir sus significados depende la correcta descodificación del mensaje narrativo.

1.3. El autor En el contexto de la narratología, tiene mucha importancia la figura del autor, sobre todo en virtud de las relaciones que mantiene con el narrador, entendido éste como autor textual concebido y activado por el escritor. De una manera general, se puede decir que entre autor y narrador se establece una tensión resuelta o agravada en la medida en que se definen las distancias –sobre todo ideológicas– entre uno u otro; en términos narratológicos, no tiene sentido analizar la condición y perfil del autor bajo un prisma exclusivamente historicoliterario –biografía, influencias–, socioideológico –condicionamientos de clase, injerencias generacionales– o puramente estilístico –dominantes expresivas. Lo importante es observar la relación entre autor y narrador en función de dos parámetros: por una parte, la producción del autor y demás testimonios ideologicoculturales; por otra, la imagen del narrador, deducida a partir sobre todo de su implicación subjetiva en el enunciado narrativo, muchas veces opuesto con ánimo juzgador a los personajes de la diégesis, a las acciones y a los valores que las inspiran. Del mismo modo, el autor también puede establecer una unión virtual con los personajes del relato, en un compromiso con sus comportamientos y emo-

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ciones. Este compromiso fue reflejado de una forma muy clara en la frase pronunciada por Gustave Flaubert: “Mme. Bovary c’est moi”. De lo que se trata es de saber hasta qué punto autor y personajes comparten concepciones y juicios de valor o, en otros términos, en qué medida se aproximan dos puntos de vista: el del autor –entendido en la acepción corriente de opinión o visión del mundo– y el del personaje, eventualmente plasmado en el rigor técnico propio de la focalización interna y remitiendo también a una cierta actitud de corte ideológico. Con esto no se cuestiona un principio irrevocable que no puede dejar de estar presente cuando se analiza la actitud del autor con relación al universo diegético representado: el principio de que entre el autor y las entidades representadas en la narrativa –desde el narrador hasta los personajes– existe una diferencia fundamental e irreversible. Esta diferencia es la que permite distinguir la vinculación del autor al mundo real y la de las entidades de ficción al mundo posible construido por la narrativa. El propio autor construye, de un modo u otro y en mayor o menor grado, su conexión con los personajes a partir de actitudes contractuales, que están basadas tanto en la vigencia sociocultural de ciertos géneros como en mecanismos institucionales de validación y preservación del fenómeno narrativo como práctica estética.

1.3.1. El autor implicado La creación de una figura teórica como la del autor implicado es consecuencia de la necesidad de instaurar una metodología de análisis que huya de dos extremos. Uno de estos extremos es el biografismo que remite directamente al autor, y que lo responsabiliza, de manera inmediata, de las consecuencias ideológicas y morales del relato. La crítica biografista pretende encontrar en la vida del autor las claves de todo análisis, y reducir de este modo la posible ambigüedad derivada de las estrategias textuales. Un ejemplo histórico y de enormes consecuencias de esta aproximación biografista es la consideración que durante mucho tiempo tuvo Sade como un ser humano despreciable. Se suponía que si había reflejado en sus obras conductas reprobables, él mismo era un personaje reprobable.

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El otro extremo es un formalismo inmanentista que tiende a desvalorizar la dimensión historicoideológica del texto narrativo e ignorar que puede ser entendido como reflejo de la opinión del autor no sólo el contenido de la obra, sino también sus estructuras formales. El autor implicado corresponde a una especie de solución de compromiso, que intenta localizar en el texto narrativo una responsabilidad que no se confunda con la del autor propiamente dicho. La necesidad de aceptar el concepto de autor implicado en el cuadro teórico de la narratología surge ante todo de su naturaleza difusa. Para S. Chatman, el autor implicado “no es el narrador, sino más bien el principio que ha inventado al narrador, así como todo el resto de la narración”. Y es una entidad intuida por el lector en el proceso de comunicación narrativa. El concepto de autor implicado, denominado inicialmente autor implícito, tiene interés sobre todo al estudiar el proceso de interpretación de un texto narrativo, pues es la entidad que el lector construye mediante la lectura del texto. En cierto modo, este concepto es equivalente al del lector modelo que postula Eco.

1.3.2. El lector De nuevo hay que distinguir entre dos niveles de lector. Un lector real, que se coloca en el mismo plano que el autor empírico, y un lector modelo, virtual o ideal que se relaciona con el narratario. El lector empírico o real es, en términos semióticos, el receptor. Por el contrario, el destinatario, en cuanto a lector ideal, no debe entenderse como receptor del texto, sino más bien como un elemento con relevancia en la estructuración del propio texto. Sin embargo, este lector ideal nunca puede ser configurado o construido por el emisor con autonomía absoluta con relación a los virtuales lectores empíricos contemporáneos. La cuestión del lector ha sido fuente de varias aproximaciones teóricas: 1) El lector ideal es la entidad sofisticada que “entendería perfectamente y aprobaría enteramente el menor de los vocablos del escritor, la más sutil de sus intenciones”. 2) El lector modelo es aquel que detenta una capacidad de cooperación textual que configura una competencia narrativa perfecta.

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3) El lector pretendido es una entidad proyectada que corresponde al público lector perseguido por el autor desde un punto de vista histórico o social. Eventualmente, este lector pretendido podría ser diferente del lector ideal. Autor modelo y lector modelo se comunican de una manera virtual mediante el texto, como explica Umberto Eco. “El debate clásico apuntaba a descubrir en un texto bien lo que el autor intentaba decir, bien lo que el texto decía independientemente de las intenciones del autor. Sólo tras aceptar la segunda posibilidad cabe preguntarse si lo que se descubre es lo que el texto dice en virtud de su coherencia textual y de un sistema de significación subyacente original, o lo que los destinatarios descubren en él en virtud de sus propios sistemas de expectativas.” “Un texto es un dispositivo concebido con el fin de producir un lector modelo. Este lector no es el único que hace la «única» conjetura correcta. Un texto puede prever un lector con derecho a intentar infinitas conjeturas. El lector empírico es sólo un actor que hace conjeturas sobre la clase de lector modelo postulado por el texto. Puesto que la intención del texto es básicamente producir un lector modelo capaz de hacer conjeturas sobre él, la iniciativa del lector modelo consiste en imaginar un autor modelo que no es el empírico y que, en última instancia, coincide con la intención del texto. Así, más que un parámetro para usar con el fin de validar la interpretación, el texto es un objeto que la interpretación construye en el curso del esfuerzo circular de validarse a sí misma sobre la base de lo que construye como resultado.” Umberto Eco (1978). Lector in fabula. La cooperación interpretativa en el texto narrativo. Barcelona: Lumen.

Eco distingue cuatro categorías para comprender la dimensión discursiva de la narración: el autor empírico, el autor modelo, el lector empírico y el lector modelo. El autor modelo, que no es el autor empírico, consiste en una estrategia textual capaz de establecer correlaciones semánticas. Establece con el lector un pacto por el cual se le propone un juego. Sin embargo, esta voz se abstiene de definir el juego, e invita al lector a definirlo por sí mismo. Por su parte, el lector modelo, que no es el lector empírico, es un lector tipo que el texto no sólo prevé como colaborador, sino que incluso intenta crear, por medio de un conjunto de instrucciones textuales. Así pues, hay reglas de juego, y es el lector modelo el que debe atenerse a las mismas. El lector empírico es quien puede quedar defraudado o puede sentirse perdido si no se adecua a esta imagen que construye el texto.

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1.4. Aproximaciones al análisis del relato

1.4.1. El análisis estructural de Vladimir Propp

El análisis estructural del relato fue iniciado por el teórico ruso Vladimir Propp, que con su célebre Morfología del cuento propuso un modelo de descripción del cuento popular maravilloso centrado en el inventario de los elementos constantes de este tipo particular de forma narrativa. El trabajo de Propp suscitó luego todo tipo de revisiones críticas y reformulaciones, pero quedó como sólida base para los posteriores acercamientos a un análisis de la narrativa aplicado a las estructuras universales. Las diferentes propuestas de este análisis estructural de vocación universal recurren al modelo lingüístico. Como regla general, se plantea la necesidad de construir una gramática narrativa y, por otra parte, se considera una tarea prioritaria aislar el código del mensaje. Sólo el código es sistemático, compuesto por un número finito de unidades de base y por un conjunto restringido de reglas combinatorias: describir la estructura de la narrativa implica detectar sus unidades pertinentes y la invariabilidad de la relación que las caracteriza. Esto implica también que el estudio estructural de la narrativa privilegia el plano de la historia en detrimento del discurso. Aunque fue la base de un método que ampliaría su campo de estudio, el análisis de Vladimir Propp se centró en un corpus restringido de cuentos populares. Tras esta decisión metodológica, se encuentra la idea de que los cuentos infantiles son el reducto final de la narración pura, y sus contenidos permanecen inalterados porque responden, precisamente, a una función principal: transmitir conocimiento. “Nunca, ni en ninguna parte, ha sido el hombre capaz de hacer frente a los avatares de la vida sin recurrir a fantasías que, al tiempo que le alegraban y confortaban, aportaban un alivio imaginario a las tensiones y zozobras de su opresivo entorno.” Bruno Bettelheim (1994). Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Madrid: Crítica.

La primera función de este tipo de narraciones sería, por lo tanto, aliviar las tensiones. Sin embargo, hay más: en un segundo lugar, las narraciones de transmisión

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oral sirven también para presentar modelos de comportamiento, para desechar actitudes reprobables o para transmitir cualquier tipo de enseñanza. Por último, son un medio importante de cohesión social, al hacer al oyente partícipe del patrimonio cultural del pueblo, al que así se incorpora, integrándose en la comunidad. Está por ver, sin duda, si tales condiciones siguen y seguirán produciéndose en nuestra sociedad en la misma medida que en el pasado reciente. Pensemos, de entrada, que así será. Los cuentos han demostrado ampliamente su capacidad comunicativa. No en vano, han fascinado a numerosos teóricos por su economía, por su simplicidad estructural, por su condición de perfecta máquina de comunicar; por aquello que Italo Calvino denominó “la lógica esencial con la que son contados”. La creatividad individual en los cuentos populares Desde un punto de vista filológico, es interesante observar el proceso diacrónico que se produce en el cuento, cuando éste es recogido por autores como Perrault o los Grimm, que realizan un trabajo filológico y etnológico de fijación de la tradición y a la vez un trabajo literario. Cuando estas versiones ya fijadas vuelven al acervo popular son de nuevo despojadas de sus formas artísticas, y regresan a las estructuras simples y aliterarias de la transmisión oral. El esquema básico de los cuentos populares se somete así a la creatividad individual. Y de este modo, el cuento deja de ser el reflejo de los procesos psíquicos de la comunidad para asumir aspectos psicológicos o cualesquiera que sean del creador individual. Sin embargo, la base del cuento perdura. Se trata de una dialéctica entre lo que Jacob Grimm denominó poesía natural y poesía artística. La primera es una autocreación espontánea que nace de la totalidad, de la tradición popular, y que no se puede atribuir a ningún autor individual; la segunda es una elaboración o una actualización, lo que implica la intervención creativa del individuo.

El cuento popular es, según muchos autores, la forma narrativa más simple, los relatos sencillos y económicos que estarían, de hecho, en el núcleo de las tres formas de narrativa popular que Mircea Eliade formuló de un modo diacrónico: estas formas son los mitos, las leyendas y las epopeyas. Mitos, leyendas, epopeyas y cuentos populares Los mitos son una realidad cultural muy difícil de explicar por su complejidad. Su naturaleza y función son objeto de un debate permanente que, por supuesto, excede tanto el espacio del que disponemos como el tema de este curso. Sin entrar, por lo tanto, en grandes honduras, apuntaremos simplemente que los mitos pueden ser:

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Cosmogónicos, cuando intentan explicar el origen del mundo. Teogónicos, cuando se refieren al origen de los dioses. Antropogónicos, cuando relatan el origen de la humanidad. Etiológicos, cuando explican el porqué de las cosas. Escatológicos, si se refieren al fin del mundo y la vida de ultratumba. Esto demuestra que la función básica del mito sería ofrecer una explicación a una pregunta trascendente.

En las leyendas no se busca –por lo menos no directamente– el efecto instructivo y moral, sino la pura admiración ante el misterio e incluso ante su explicación. Son relatos que producen asombro y cuyo autor y receptor, al mismo tiempo, es el pueblo. Como en todas las manifestaciones de tradición oral, al pasar de boca en boca y de generación en generación se van modificando los detalles no bien recordados, y se potencian e identifican cada vez más los aspectos fantásticos o heroicos. Las epopeyas tienen una base histórica en la que se entremezclan elementos legendarios y religiosos y, también, abundantes elementos legendarios y religiosos, así como profusas fantasías que configuran a un héroe, capaz por sí mismo de enfrentarse a fuerzas sobrehumanas y salir victorioso de las mismas. El cuento popular está en el núcleo y a la vez puede derivar de estas formas. Pertenece, por lo tanto, al folclore, es decir, al saber tradicional del pueblo, y en esto es semejante a los usos y costumbres, las creencias y ceremonias. Precisamente, esta conexión profunda con la voz del pueblo ha sido lo que ha llevado a múltiples teóricos a entenderlos como objetos de análisis científico. Gracias a los estudios del finlandés Antii Aarne y del estadounidense Stith Thompson, que realizaron tipologías de cuentos universales basándose en la repetición de motivos o temas fundamentales, el cuento se considera un objeto digno de estudio.

1.4.2. Características de los cuentos

Como creaciones populares, los cuentos tienen, en un plano formal, las siguientes características: 1) La ausencia de descripciones. El narrador se limita a mencionar los objetos. Cualquier descripción detallada nos daría la impresión de que sólo se ha descrito una fracción de cuanto se podría decir efectivamente. 2) Las fórmulas y repeticiones. La originalidad del relato no está tanto en la introducción de elementos narrativos nuevos, sino en el modo en el que el narrador organiza el material ya conocido y lo adapta a la situación de enunciación actual.

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3) La falta de caracterización de personajes. En la transmisión oral, se impone la lógica del atributo único. 4) La ausencia total del uso de la primera persona narradora. Los cuentos nunca recurren a la creación de un narrador intradiegético. 5) La indeterminación de la estructura espaciotemporal. El traslado es un elemento básico del cuento, pero siempre en un sentido abstracto. El “camina, camina” o una fórmula del tipo “caminó durante mucho, mucho tiempo” abunda en el cuento, del mismo modo que un personaje puede dormir durante cien años y todo ha de permanecer igual. Tras un periodo de estudio prolongado, Propp propuso una morfología general del cuento popular. En su obra, Propp afirma que los cuentos de magia, pues así es como los rusos llaman a los cuentos de hadas, tienen una estructura muy particular que el destinatario percibe y reconoce de manera automática. Antes de la irrupción del trabajo de Propp, los análisis se basaban en la trama: se consideraba que cada trama era un todo orgánico e indivisible y se procedía al análisis estudiando cada trama de manera independiente a las otras. Propp sostiene que esta forma de análisis es completamente arbitraria. Lo que él propone es descomponer los cuentos en sus partes primordiales, en partículas mínimas. En todos los cuentos hay valores constantes y valores variables: lo que cambia son los escenarios y los nombres –y al mismo tiempo los atributos– de los personajes; lo que permanece constante son sus acciones o sus funciones. Por función, dice Propp, entendemos la acción de un personaje, definida desde el punto de vista de su significado en el desarrollo de la intriga. Estas funciones son limitadas y su combinación da lugar a la gran variedad de cuentos populares. Las constantes del cuento Si Iván se casa con la princesa, no es lo mismo que si el padre se casa con una viuda madre de dos hijas. Otro ejemplo: en un primer caso, el héroe recibe cien rublos de su padre y a continuación se compra con éstos un gato adivino; en otro caso, el héroe recibe el dinero para recompensarle por el gran hecho que acaba de realizar, y el cuento se concluye aquí. A pesar de la identidad de la acción –una donación de dinero–, nos encontramos ante elementos morfológicamente diferentes. Resulta, pues, que actos idénticos pueden tener significados diferentes, y a la inversa.

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Las primeras conclusiones de Propp se pueden formular de la manera siguiente: 1) Los elementos constantes, permanentes en el cuento, son las funciones de los personajes, sean cuales fueren estos personajes y sea cual fuere la manera en la que se realizan estas funciones. Las funciones son las partes constitutivas fundamentales del cuento. 2) El número de funciones que comprende el cuento maravilloso es limitado. 3) La sucesión de funciones es siempre idéntica. Estas leyes atañen sólo al cuento del folclore; los cuentos creados por un autor no están sometidos a las mismas. No todos los cuentos presentan, ni mucho menos, todas las funciones. 4) Todos los cuentos maravillosos pertenecen al mismo tipo en lo que respecta a su estructura. Más adelante, Propp propone la lista completa de las funciones de los personajes. En este listado se encuentra la clave de su metodología, pues al aislar una serie muy precisa de funciones limitadas se confirma la validez de su propuesta morfológica. Otorgando a cada función un signo identificativo, el analista puede establecer fórmulas para descomponer todos los cuentos.

1.4.3. Las funciones del cuento

De una manera muy sintética, podemos enumerar todas las funciones del cuento según Propp. El comienzo, al que se denominará situación inicial, aparece seguido de estas funciones: 1) Uno de los miembros de la familia se aleja de la casa. 2) El héroe es objeto de una prohibición. 3) La prohibición es transgredida. 4) El agresor intenta obtener informaciones. 5) El agresor recibe informaciones sobre su víctima. 6) El agresor intenta engañar a su víctima para apoderarse de ella o de sus bienes.

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7) La víctima se deja engañar y ayuda así a su enemigo, a pesar de sí misma. 8) El agresor hace sufrir daños a uno de los miembros de la familia o le causa un perjuicio. 9) Algo le falta a uno de los miembros de la familia: uno de los miembros de la familia tiene ganas de poseer algo. 10) Se divulga la noticia de la fechoría o de la carencia. Alguien se dirige al héroe con una petición o una orden, se le envía o se le deja partir. 11) El héroe-buscador acepta o se decide a actuar. 12) El héroe se va de casa. 13) El héroe es sometido a una prueba que le prepara para la recepción de un objeto o de un auxiliar mágico. 14) El héroe reacciona a las acciones del futuro donante. 15) El objeto mágico se pone a disposición del héroe. 16) El héroe es transportado, conducido o llevado cerca del lugar donde se encuentra el objeto de su búsqueda. 17) El héroe y su agresor se enfrentan en un combate. 18) El héroe es marcado. 19) El agresor es vencido. 20) El daño inicial es reparado o la carencia, colmada. 21) El héroe vuelve. 22) El héroe es perseguido. 23) El héroe es socorrido. 24) El héroe llega de incógnito a su casa o a otra comarca. 25) Un falso héroe intenta suplantar al héroe. 26) Se propone al héroe una tarea difícil. 27) La tarea es cumplida. 28) El héroe es reconocido. 29) El falso héroe o el agresor, el malvado, es desenmascarado. 30) El héroe recibe una nueva apariencia. 31) El falso héroe o el agresor es castigado. 32) El héroe se casa y accede al trono. Aunque el estudio de Propp se aplica a las funciones en tanto que tales y no a los personajes que las llevan a cabo o a los objetos en los que recaen, no está de más abordar el problema del modo en el que estas funciones se reparten entre los

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personajes que aparecen en la superficie figurativa del cuento. Para Propp existen ciertas “esferas de acción”, cada una de las cuales incluye algunas funciones: • La esfera de acción del agresor. • La esfera de acción del donante. • La esfera de acción del auxiliar. • La esfera de acción del personaje buscado. • La esfera de acción del mandatario. • La esfera de acción del héroe. • La esfera de acción del falso héroe. En cuanto al reparto de estas esferas de acción entre los personajes, pueden darse tres posibilidades: 1) La esfera de acción corresponde exactamente al personaje. 2) Un solo personaje ocupa varias esferas de acción. 3) Una sola esfera de acción se reparte entre varios personajes.

1.4.4. El análisis de Algirdas Greimas Otra aproximación fundamental al análisis de las estructuras narrativas se encuentra en la obra de Algirdas Greimas. La semiótica estructural de Greimas se propone como una teoría “a capas”, en la que cada nivel inferior está gobernado por el nivel inmediatamente superior. No hay referente, no hay realidad extrasemiótica; el cómo sustituye al qué. Greimas critica las semióticas que consideran el lenguaje como una representación de la realidad, pues cree que no hay realidad externa, sino que todo es producto de una competencia semiótica capaz de construir un mundo significante. Conceptos como verdad o realidad se reducen a efectos de sentido: lo real no es más que una ilusión referencial creada por los planos de coherencia del discurso o por estrategias discursivas orientadas a un hacer hacer (manipulación) o a un hacer creer (persuasión). Según Greimas, el sentido se construye por la superposición de niveles, de un modo generativo. Esta teoría supone que los componentes que intervienen en el

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proceso de generación del sentido se articulan unos en relación con los otros, a partir de un recorrido que va de lo más simple-abstracto a lo más complejo-concreto. El nivel más profundo, denominado nivel semionarrativo profundo, constituye la estructura elemental de la significación, es decir, la condición diferencial mínima que permite captar el sentido. Greimas propone un esquema gráfico, el famoso cuadrado semiótico, que traduce visualmente las relaciones entre los elementos sémicos, cuya estructura opositiva se sitúa en la base del discurso. Figura 2.2.

Las relaciones lógicas instituidas entre los términos del cuadrado semiótico configuran un proceso de narrativización que se proyectará en niveles superiores del texto. El paso siguiente consiste en contemplar las relaciones logicosintácticas de contradicción y de contrariedad y las acciones, igualmente abstractas, de afirmación y negación como la base de una serie de acciones y voliciones por parte de los sujetos del discurso narrativo. En esta segunda fase, los objetos y sujetos no tienen todavía un carácter empírico o construido, sino que son sólo actantes, que existen uno en función del otro, en una relación de estrecha interdependencia sintáctica. Lo que se pretende dejar claro es que en la base de

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la narratividad no sólo hay una oposición de valores, sino también una estructura polémica que contrapone sujetos a sujetos, en pugna por un mismo objeto de valor. Los actantes se agrupan en el modelo actancial, que implica seis términos, distribuidos en parejas y relacionados entre sí: • El sujeto es, por decirlo de algún modo, el héroe de la narración. Establece una relación básica con el objeto; desde el punto de vista semántico, es un hacer; es, de hecho, un deseo que en el plano de la manifestación textual se manifiesta como una relación de búsqueda. • La pareja destinador/destinatario son los polos de una categoría actancial que entra en la modalidad del saber. El destinador es la instancia que comunica al sujeto un objeto de naturaleza cognitiva –el conocimiento del acto que se ha de cumplir. Se trata, en otras palabras, del actante que fija la misión del sujeto, y también el que sanciona su actuación. El destinatario es la entidad en cuyo beneficio actúa el sujeto; es decir, el que recibe el provecho de los actos narrativizados. • La pareja ayudante/oponente pertenece a la modalidad del “poder hacer” del sujeto. El ayudante es el papel actancial que ayuda al sujeto a realizar su programa narrativo. El oponente es el que, de alguna manera, obstaculiza la realización del programa. En el análisis de Greimas no existe el término personaje. En su lugar se utiliza el de actor, que es el concepto que concreta al actante en el plano discursivo. En otras palabras, los actantes se transforman en actores cuando se pasa del nivel semionarrativo al nivel del discurso. El actor puede ser una entidad figurativa – antropomórfica o zoomórfica– o una entidad no figurativa –el destino o el amor, por ejemplo. En un nivel discursivo, un actor puede asumir varios roles actanciales, o pueden repartirse un rol actancial. Este nivel discursivo al que nos referimos es menos abstracto que los niveles profundos, ya que las oposiciones básicas se movilizan en acciones concretas que involucran a actores concretos. Para Greimas, el discurso es lo que “se enuncia” mediante tres estrategias concretas que convierten en narración lo que en los niveles profundos eran sólo oposiciones básicas. Las transformaciones narrativas se convierten en este nivel en procesos temporalizadores,

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los actantes se convierten en actores y las vicisitudes narrativas tienen lugar en espacios adecuados. Los procedimientos de discursivización son tres: temporalización, espacialización y actorizalización. Mediante las dos primeras se determina una localización espaciotemporal; mediante la tercera, los actantes se convierten en actores, se transforman en el lugar de acogida de las estructuras narrativas y asumen, además, estereotipos específicos o temas con los que la cultura cubre las estructuras narrativas. Hay que recordar en este punto que tiempo, espacio y personajes ya fueron descritos como las tres coordenadas básicas e insustituibles de la diégesis.2

1.4.5. Del dialogismo de Mikhail Bakhtin a la transtextualidad

Si analizamos el relato en cuanto fenómeno literario –más tarde veremos si pueden realizarse las mismas apreciaciones respecto del relato audiovisual–, deberemos tener en cuenta que éste es, ante todo, un fenómeno de lenguaje. No es que el relato se reduzca a una cuestión de utilización del lenguaje, sino que se constituye en primer término gracias al mismo. El lenguaje funciona como vehículo y condicionante de la historia contada. En primer lugar, habrá que tener en cuenta que el relato es un género enciclopédico, tanto desde el punto de vista compositivo como desde el punto de vista discursivo. En su interior, caben todas las variables de comportamiento verbal de un hablante –sociolectos e idiolectos– y una enorme cantidad de géneros –carta, diario, documento histórico– que se incorporan al cuerpo del relato y lo convierten en un discurso plurilingüe y multiforme. El concepto de dialogismo sugiere que cada texto forma una intersección de superficies textuales. Todos los textos son estructuras de formas anónimas instaladas en el lenguaje, citas conscientes o inconscientes, cruces de otros textos. Para el teórico ruso Mikhail Bakhtin, el dialogismo es una característica definitoria de la novela, consustancial a su apertura hacia la diversidad social de los tipos de habla. 2. Maria Pia Pozzato. “El análisis del texto y la cultura de masas en la socio-semiótica”. En: Roberto Grandi (1995). Texto y contexto en los medios de comunicación. Barcelona: Bosch.

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“Dos discursos dirigidos hacia un mismo objeto, dentro de los límites de un contexto, no pueden ponerse juntos sin entrecruzarse dialógicamente, no importa si se reafirman recíprocamente, se complementan, o, por el contrario, se contradicen […] no pueden estar el uno al lado del otro como dos cosas: han de confrontarse internamente, es decir, han de entablar una relación semántica.”

Es precisamente esta actividad dialógica la que provee a un texto de su materialidad: el lector –y entiéndase aquí también el auditor o el espectador– le otorga significado y sentido desde su “horizonte ideológico”. El texto es producto de la interacción ideológica; por lo tanto, objeto material y, como tal, parte de la realidad práctica. El mundo dialógico se compone de intercambios, y en el mismo “no existe la primera ni la última palabra, y no existen fronteras, asciende a un pasado infinito y tiende a un futuro igualmente infinito” (Estética, pág. 392). Como explica Iris M. Zavala: “ni siquiera los significados pasados son estables, porque no están concluidos, agotados para siempre, ni terminados: no existe nada muerto” (Zavala, 1991, pág. 53). Julia Kristeva propuso transformar el dialogismo de Bakhtin en el término intertextualidad para referirse al “mosaico de citas” que forma todo texto. Kristeva define la intertextualidad como la transposición de uno o más sistemas de signos a otro. La intertextualidad es, en general, la relación que se establece entre textos. Cualquiera que sea esta relación, es posible encontrar huellas de la misma. En todo texto hay ecos de otros textos. Basándose en los conceptos de Bakhtin y Kisteva, Genette crea el término más inclusivo de transtextualidad, con el que pretende dar cuenta de todas las relaciones posibles entre textos. El concepto transtextualidad engloba cinco tipos de relaciones: 1) La primera es la intertextualidad, que define como la copresencia efectiva de dos textos, bajo la forma de cita, plagio y alusión. 2) La segunda es la paratextualidad, en la que se incluyen las relaciones entre el texto y su paratexto. El paratexto está constituido por títulos, prefacios, epígrafes, dedicatorias, ilustraciones, cubiertas, etc. 3) La tercera es la metatextualidad, o relación crítica entre un texto y otro. 4) La cuarta es la architextualidad, que hace referencia a las taxonomías genéricas sugeridas o rechazadas por los títulos o subtítulos de un texto. La architex-

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tualidad tiene que ver con la disposición o rechazo de un texto a caracterizarse a sí mismo en su título. 5) La quinta es la hipertextualidad, que se refiere a la relación entre un texto, denominado hipertexto, con otro texto anterior o hipotexto, que el primero transforma, modifica, elabora o amplía.

1.4.6. El análisis textual de Roland Barthes

Otra herramienta útil para el análisis de los textos narrativos es el método de Roland Barthes. A los efectos que aquí nos interesan, centraremos las aportaciones de Barthes en sus análisis críticos de la narrativa y, en concreto, en su método de análisis textual. Para Barthes, el análisis textual no intenta describir la escritura de una obra, sino ver el modo en el que un texto construye sus sentidos y se desvía en estas avenidas que son los distintos códigos que se convocan en su lectura. “No se trata de registrar una estructura, sino más bien de producir una estructura móvil del texto (estructuración que se desplaza de lector en lector a todo lo largo de la Historia), de permanecer en el volumen significante de la obra, en su significancia. El análisis textual no trata de averiguar mediante qué está determinado el texto (engarzado como término de una causalidad), sino más bien cómo se estalla y se dispersa.” Roland Barthes. “Análisis textual de un cuento de Edgar Poe” (pág. 324). En: Roland Barthes (1993). La aventura semiológica. Barcelona: Paidós.

Para proceder al análisis de un relato, Barthes propone un cierto número de disposiciones operativas, que son reglas de manipulación más que principios metodológicos. En primer lugar es necesario dividir el texto es segmentos continuos y cortos denominados lexias. Una lexia es un significante textual, pero también un producto arbitrario, un segmento en cuyo interior se observa un reparto de los sentidos. En segundo lugar, es necesario analizar los sentidos que se suscitan en cada lexia; pero no los sentidos que se convocan en el diccionario, sino los sentidos connotados. Éstos pueden ser asociaciones –por ejemplo, la descripción física de un personaje repartida a lo largo de varias lexias– o relaciones –por ejemplo, una

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acción que comienza en una lexia y se desenlaza en otra situada mucho más adelante en el texto. En tercer lugar, se plantea un análisis progresivo, que recorra paso a paso la extensión del texto. En el fondo, se trata de desplegar el texto atendiendo al proceso, crucial, de lectura. Por último, Barthes señala que el analista no debe preocuparse en exceso si en el proceso de lectura se olvidan sentidos. “El olvido de sentidos forma parte de la lectura”. Lo que funda el texto no es una estructura interna, cerrada, sino la desembocadura del texto en otros textos, otros códigos, otros signos: “lo que hace al texto es lo intertextual”.3

2. La narrativa audiovisual

2.1. Cine y relato Ya hemos apuntado que la narrativa puede producirse en diferentes formas de la expresión. Tomemos, por ejemplo, y como explican François Jost y André Gaudreault (1995, pág. 19-20), al paciente que narra una parte de su infancia a su psicoanalista. Esta situación relativamente sencilla, como toda forma de narración oral, se basa en un dispositivo elemental que sitúa dos personas frente a frente: una que narra –es, pues, el narrador– y otra que escucha, o al menos así hay que suponerlo, su relato –es el narratario. Sin embargo, buena parte de los relatos que consumimos se nos remiten en otras formas distintas a las relativamente simples de este tipo de narración oral. ¿Por qué hay que calificar de simples tales formas? Porque no suponen más que un solo narrador explícito y una sola actividad de comunicación narrativa, la que se efectúa aquí y ahora, cuando los dos interlocutores están en presencia el uno del otro. En presencia, éste es uno de los aspectos esenciales del relato oral que se desarrolla entre un narrador y un narratario, presentes los dos, y que lo opone particularmente a este relato escrito que es la novela. 3. Roland Barthes. “Análisis textual de un cuento de Edgar Poe”. En: Roland Barthes (1993). La aventura semiológica. Barcelona: Paidós.

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A diferencia de la narración del relato escrito, continúan Jost y Gaudreault, la prestación del narrador oral es inmediata en el sentido de que interviene “enseguida”, “en el instante mismo”, pero también en el sentido de que es sin intermediarios (in-mediata). En efecto, por una parte, el relato escrito llega al lector en diferido, puesto que no se remite en el mismo momento de su emisión. Por otra parte, el lector toma conocimiento de esto gracias a la intermediación de un libro o de un periódico, que es el resultado de un acto de escritura previa: es un medio. La narración oral se hace in praesentia, mientras que la narración escrita, al igual que la narración fílmica, se hace in absentia. La narrativa audiovisual es un tipo particular de forma narrativa basada en la capacidad que tienen las imágenes y los sonidos de contar historias. Del mismo modo que la relación sintagmática de formas verbales constituye una continuidad que tiende a entenderse como narrativa, la articulación de dos o más imágenes será contemplada por el lector/espectador como una narración. Los estudios de la narración visual comienzan mucho antes de que el término narratología sea de uso común. Jost y Gaudreault señalan que el teórico Albert Laffay se erige en un precursor. Este autor fundamenta sus ideas sobre la narración cinematográfica en cuatro principios: 1) Contrariamente al mundo, que no tiene ni comienzo ni fin, el relato se ordena según un riguroso determinismo. 2) Todo relato cinematográfico tiene una trama lógica, es una especie de “discurso”. 3) Es ordenado por un “mostrador de imágenes”, un “gran imaginador”. 4) El cine narra y a la vez representa, no como el mundo, que simplemente es. De un modo general, podemos considerar, como hace Jesús García Jiménez (1993, pág. 13), varias definiciones del concepto narrativa audiovisual. En primer lugar, la narrativa audiovisual sería la facultad o capacidad de la que disponen las imágenes visuales y acústicas para contar historias, es decir, para articularse con otras imágenes y elementos portadores de significación hasta configurar discursos constructivos de textos.

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La narrativa audiovisual también es, como veíamos en la sección dedicada a la narrativa en general, la acción misma que se propone esta tarea, y equivale, en consecuencia, a la narración en sí o a cualquiera de sus recursos y procedimientos. Narrativa audiovisual es un término genérico, que abarca sus especies concretas: narrativa fílmica, radiofónica, televisiva, etc. Cada una de estas acepciones remite a un sistema semiótico particular que impone condiciones para el análisis y la construcción de textos. En su dimensión específica, cada una de las acepciones equivale al universo, temas y géneros que ha configurado la actividad narrativa de estos medios a lo largo de su historia. Por narrativa puede entenderse también la forma del contenido, es decir, la historia contada. O puede equivaler al conjunto de una obra, a un periodo, a una escuela, o a cualquier otro criterio que se pretenda coherente como conjunto. En cualquiera de los casos, habrá que tener en cuenta que siempre hay conceptos teóricos que pueden definir el objeto con mayor precisión; como exponíamos en el primer capítulo, la polisemia del término demanda el mayor rigor en su utilización. En el momento de plantear los rudimentos de un análisis de la narrativa audiovisual, conviene acudir a las formas de representación definidas por Percy Lubbock como telling y showing, formas que se distinguen, en principio, por el grado de implicación o de presencia del narrador. El showing –que podríamos traducir como ‘mostración’– es la pura representación dramática que comporta una presencia muy limitada, mientras que el telling –que habría que traducir por ‘narración’– implica una presencia activa del narrador, que se muestra capaz de manipular la historia mediante los distintos procesos estudiados en las líneas dedicadas a la narración en general. “En la narrativa audiovisual:” “El telling es showing. La narrativa audiovisual es escénica y representacional, es decir, el proceso narrativo se caracteriza por un «hacer dramatizado». El cine, la radio, la televisión, el vídeo, cuentan las historias representándolas. Con independencia de sus vínculos genealógicos con el teatro, la razón última estriba en que las imágenes, que asumen la función discursiva, se han cristalizado en soportes materiales que permiten su articulación, pero remiten en última instancia a los códigos de reconocimiento de figuras, que rigen el lenguaje audiovisual del mundo natural.” “El showing es telling. Las imágenes visuales y acústicas, asociadas al resto de los elementos portadores de significación –escalas de planos, iluminación, color, etc.– y a

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las articulaciones –montaje– que configuran los mensajes audiovisuales, permiten la presencia intencionada, controladora y manipuladora del narrador en el discurso audiovisual, da origen a estilemas individuales en la representación y crea universos alternativos y distanciados del mundo natural.” Jesús García Jiménez (1993). Narrativa audiovisual (pág. 27). Madrid: Cátedra.

Como veremos más adelante, esta doble naturaleza no puede eludirse en el estudio de los medios audiovisuales como instrumentos narrativos.

2.2. El “lenguaje audiovisual” La cuestión del “lenguaje audiovisual” ha despertado numerosas controversias teóricas. En general, se asume que, en rigor, no existe tal cosa, puesto que en cada uno de los sistemas semióticos que participan en el universo de la “comunicación audiovisual” se dan cita signos específicos. Esta naturaleza heterogénea haría que, en principio, no pudiera decirse que la combinación de estos signos constituye un lenguaje, puesto que su articulación no está sometida a una gramática concreta. Hay voces autorizadas en el terreno de la teoría que insisten en que la expresión lenguaje audiovisual es utilizada por los técnicos en un sentido metafórico, puesto que la imposibilidad de una gramática configurada de una manera concreta y definida provoca en realidad que haya tantos lenguajes como expresiones. Sin embargo, hay aportaciones muy meritorias que refutan esta idea; es decir, que afirman que, en efecto, el concepto lenguaje audiovisual está cargado de sentido desde un punto de vista teórico y metodológico. Tras el impulso generalizado de los trabajos elaborados por Claude Lévi-Strauss, que fundamentaron la antropología estructural, un amplio espectro de campos en principio no lingüísticos pasaron a formar parte de la esfera de influencia de la lingüística estructural. Los años sesenta y setenta pueden considerarse como las décadas de apogeo del “imperialismo” semiótico. Y puesto que el objeto de la investigación de la semiótica podía ser cualquier elemento susceptible de interpretación como sistema de signos organizados con arreglo a códigos culturales o procesos de significado, el análisis semiótico podía aplicarse fácilmente en áreas consideradas

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hasta entonces claramente no lingüísticas –como la moda y la cocina– o que tradicionalmente habían sido consideradas menores en referencia con los estudios literarios o culturales, como el cómic, la fotonovela, las novelas populares o las películas comerciales de entretenimiento. La aplicación de los modelos teóricos semióticos al cine daría como resultado un complejo y articulado proyecto filmolingüístico, cuyo interés principal era definir el estatus del cine como lenguaje. La “filmolingüística” explora cuestiones como: • ¿Es el cine un sistema linguístico, esto es, una lengua (langue), o meramente un lenguaje artístico (langage)? • ¿Es legítimo emplear la lingüística para estudiar un medio “icónico” como el cine? Si lo es, ¿existe en el cine algún equivalente del signo linguístico? Si existe un signo cinematográfico, ¿la relación entre significante y significado es “motivada”, o bien “arbitraria”,4 como sucede con el signo lingüístico? • ¿Cuál es la materia de la expresión del cine? ¿El signo cinematográfico es, empleando la terminología de Peirce, icónico, simbólico o indexical, o alguna combinación de los tres?5 • ¿Ofrece el cine algún equivalente de la “doble articulación” de la lengua (es decir, la existente entre los fonemas como unidades mínimas de sonido y los morfemas como unidades mínimas de sentido)? • ¿Qué analogías existen respecto a oposiciones saussurianas como la de paradigma y sintagma? • ¿Existe una gramática normativa del cine? 4. Para Saussure, la relación entre significante y significado es “arbitraria”, no sólo porque los signos individuales no revelan vínculo intrínseco alguno entre significante y significado, sino también en el sentido de que toda lengua, para crear significado, divide “arbitrariamente” el continuum del sonido y del sentido. 5. Para Peirce el signo se fundamenta en un proceso, la semiosis, que se define como la acción o influencia que implica la cooperación de tres elementos: el signo, su objeto y su interpretante. Aunque Peirce llega a clasificar los signos en una enorme cantidad de categorías, las tres clases de signos que han pasado a la posteridad como legado teórico son los iconos, los índices y los símbolos. Estas tres clases de signos se basan, como todas, en la relación entre signo y objeto. Si la relación es de tipo material, es decir, que existe una similitud topológica entre el signo y el objeto designado, estamos ante un signo icónico –es el caso de una fotografía, un dibujo, una escultura o una onomatopeya, formas que representan por la vía de la semejanza. Si la relación es de contigüidad, prácticamente de objeto a objeto, estamos ante un índice (o un signo indexical) –es el caso de una huella, que delata una presencia efectiva, o el humo, que delata un fuego. Si la relación es convencional, es decir, establecida por algún tipo de ley, escrita o no, estamos ante un símbolo (o un signo simbólico).

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• ¿Cuáles son los equivalentes de los “modificadores” y otras marcas de enunciación? ¿Cuál es el equivalente de la puntuación en el cine? • ¿Cómo producen significado los filmes? ¿Cómo se entienden los filmes?

2.2.1. El cine-lengua

El cineasta y pensador Pier Paolo Pasolini contestó algunas de estas preguntas en su intento de “gramatizar” y “liberalizar” el cine, entendido como “cinelengua” o “momento escrito de la lengua natural y total de la acción” con el que se expresa la realidad. Pasolini apuntó que el cine, en tanto que lengua, no tenía la necesidad de respetar el modelo de la doble articulación de la lengua verbal. El cine se limitaría a registrar una lengua ya existente: la de la acción. La lengua del cine, según Pasolini, se articula en monemas –unidades de significación que equivalen a los encuadres– y en cinemas –los objetos y actos de la realidad como portadores de significado. Las ideas de Pasolini están basadas en el hecho de que, a diferencia de la escritura, en el cine no existe un sistema cerrado de signos, ni algo así como un diccionario de imágenes. Lo que se pone a disposición del cineasta es el caos de la realidad, caos que puede estructurarse en discurso de un modo necesariamente irracional. Por lo tanto, el cine no es un lenguaje, sino una lengua: la lengua escrita de la realidad. Esto implica que es la realidad misma la que acaba siendo contemplada como un complejo sistema de signos que se entiende mediante imágenes. Las técnicas audiovisuales, para Pasolini, crean una lengua en la que la separación entre lengua y realidad ya no es posible: no existe una separación entre los objetos y el mundo. La teoría de Pasolini fue abundantemente criticada desde la ortodoxia semiótica, pues justo en el momento en que los conceptos de realidad y verdad estaban siendo puestos en cuestión, el cineasta italiano pretendía naturalizar el lenguaje equiparándolo a la realidad. Más adelante, las aportaciones de Pasolini serían consideradas como un loable intento de establecer una filosofía particular del hecho cinematográfico, claramente superada en muchos aspectos por la propia evolución de la imagen fílmica, progresivamente desvinculada de un referente “real”.

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2.2.2. El audiovisual no es un lenguaje

Uno de los principales críticos contra la teoría del cine como lengua de Pasolini fue Umberto Eco, para quien el primero cometía dos errores graves desde la perspectiva de una semiótica rigurosa. El primero de los errores es que las acciones humanas no son un producto natural, sino convenciones culturales. El segundo es que los presuntos signos del cine –las imágenes– no son signos, sino enunciados. Para poder hablar de un lenguaje, es necesario contemplar tres condiciones: disponer de un conjunto finito de signos; que estos signos sean susceptibles de ser integrados en un repertorio léxico; y que pueda ser diseñado un sistema de reglas al que debe atenerse cualquier configuración discursiva. Las imágenes no cumplen ninguna de estas reglas, así que, en rigor, no forman un lenguaje. En el audiovisual intervienen códigos de distinta índole, pero los que han sido considerados como propios de los medios audiovisuales no son específicos, varían constantemente y no son susceptibles de atenerse a reglas según un repertorio léxico finito.

2.3. La gran sintagmática de Christian Metz El principal objetivo de Christian Metz, tal y como él mismo explica en sus ensayos, era “llegar al fondo de la metáfora lingüística” en el cine, contrastándola con los conceptos más avanzados de la lingüística contemporánea. Metz buscaba la contrapartida, en la teoría cinematográfica, del papel conceptual que en la teoría de Saussure tiene la langue. Del mismo modo que Saussure llegó a la conclusión de que el propósito principal de la lingüística era extraer de la pluralidad caótica y cambiante de la parole –habla– el sistema significante abstracto de una lengua, esto es, sus unidades clave y sus reglas combinatorias en un determinado momento, Metz llegó a la conclusión de que el objeto de la semiología del cine era separar de la heterogeneidad de significados del cine sus procedimientos significantes básicos, sus reglas combinatorias, para comprobar hasta qué punto estas reglas mantienen semejanzas con los sistemas articulados de las lenguas naturales.

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Para Metz, el cine es la institución cinematográfica entendida en su sentido más amplio, como hecho sociocultural multidimensional que incluye acontecimientos anteriores al filme –infraestructura económica, sistema de estudios, tecnología–, exteriores al filme –distribución, exhibición e impacto social o político del filme–, y realidades ajenas al filme –el espacio de la sala de proyección, el ritual social de asistir a ésta. El filme, por su parte, es un discurso localizable, un texto; no el objeto físico contenido en una lata, sino el texto significante. En este sentido, “lo cinematográfico” representa no a la industria sino a la totalidad de filmes. Para Metz, el filme es al cine lo que una novela es a la literatura, un cuadro a la pintura o una estatua a la escultura. El primer término hace referencia al texto cinematográfico en concreto, mientras que el segundo remite a un conjunto ideal, la totalidad de filmes y sus rasgos. De este modo, Metz delimita el objeto de la semiótica cinematográfica: el estudio de discursos, textos, en lugar del estudio del cine en un sentido institucional amplio, una entidad con demasiadas facetas para constituir el auténtico objeto de la ciencia filmolingüística, del mismo modo que el habla era para Saussure un objeto demasiado multiforme para constituir el verdadero objeto de la ciencia lingüística. La pregunta que guió las investigaciones iniciales de Metz fue si el cine era lengua o lenguaje. El primer paso para responderla es desterrar la imprecisa concepción de “lenguaje cinematográfico” que había predominado hasta este momento. Metz explora la comparación, habitual desde los primeros tiempos de la teoría cinematográfica, entre plano y palabra y entre secuencia y frase, y señala notables diferencias entre el plano y la palabra. Diferencias entre el plano y la palabra: • Los planos son infinitos en número, a diferencia de las palabras –puesto que el léxico es en principio finito–, pero esto los hace semejantes a los enunciados, que pueden ser construidos en número infinito partiendo de un número limitado de palabras. • Los planos son creados por el cineasta, a diferencia de las palabras (que ya existen previamente en el léxico). Esto los hace, de nuevo, enunciados. • El plano ofrece una enorme cantidad de información y riqueza semiótica.

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• El plano es una unidad tangible, a diferencia de la palabra, que es puramente una unidad léxica virtual que el hablante emplea a su voluntad. • Los planos, a diferencia de las palabras, no adquieren significado mediante el contraste paradigmático con otros planos que podrían haber ocupado su lugar en la cadena sintagmática. En el cine, los planos forman parte de un paradigma tan abierto que carece de sentido. “Entre todos estos problemas de teoría cinematográfica, uno de los más importantes es el de la impresión de realidad que el espectador experimenta ante el filme. Más que la novela, más que la obra de teatro, más que el cuadro del pintor figurativo, el filme nos produce la sensación de asistir directamente a un espectáculo casi real […]. Existe una modalidad fílmica de la presencia altamente creíble.” Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1, pág. 32). Barcelona: Paidós.

Si para Pasolini la lengua del cine era una articulación de los objetos del mundo real, Metz plantea su teoría del cine basándose en el presupuesto de que una de las claves del cine es, precisamente, la “impresión” de realidad. El problema, por lo tanto, se desplaza: de una imposibilidad ontológica de separación entre cine y realidad, pasamos a una refutación de la realidad, algo que ya estaba haciendo, de hecho, la semiótica ortodoxa. Para Metz, todo el cine, incluso el que se basa en la más pura fantasía, crea una impresión de realidad. La primera clave de esta impresión de realidad es el movimiento de las imágenes cinematográficas. Citando al teórico Edgar Morin, Metz afirma que la conjunción propia del cine entre la realidad del movimiento y la apariencia de las formas implica la sensación de vida concreta y la percepción de la realidad objetiva. El movimiento aporta un índice suplementario de realidad y revela la corporeidad de los objetos, pero también contribuye a la impresión de realidad de un modo directo, ya que el movimiento que se percibe es siempre percibido como real. Otra de las claves de la impresión de realidad es, paradójicamente, el débil grado de existencia de las “criaturas fantasmáticas” que se convocan en la pantalla cinematográfica. A diferencia del teatro, en el que el aparato de la puesta en escena es tan obviamente real que impide que el espectador confunda la representación con la realidad, el cine ofrece un espectáculo completamente irreal, que se desarrolla en “otro mundo”. En el cine, el mundo real no interfiere

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con la ficción para desmentir constantemente sus pretensiones de constituirse en mundo, como sí ocurre con el teatro, en el que la presencia física de los actores y del decorado convierte la impresión de realidad en el fruto de una pura convención. “En suma, el secreto del cine consiste en conseguir muchos índices de realidad dentro de las imágenes, que, así enriquecidas, seguirán siendo percibidas pesa a todo como imágenes. Las imágenes pobres no alimentan lo bastante el imaginario como para que éste adquiera realidad. Inversamente, la simulación de una fábula con medios tan ricos como lo real –caso del teatro– corre siempre el riesgo de aparecer simplemente como una simulación demasiado real de un imaginario sin realidad.” Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1, pág. 40). Barcelona: Paidós.

En cuanto a las cualidades narrativas del cine, Metz apunta que la tradición narrativa del medio es resultado de una demanda muy concreta, la de un público que ha asumido como natural el hecho narrativo. La fórmula de base, que ha tenido muy pocas variantes desde la institución del cine como medio de masas, es la que consiste en denominar filme a una gran unidad que nos cuenta una historia, e “ir al cine” es ir a ver esta historia. Para Metz, el cine se presta admirablemente bien a la fórmula narrativa: “su mecanismo semiológico íntimo tiene la narratividad bien sujeta al cuerpo”. “El reinado de la ‘historia’ llega tan lejos que, al decir de ciertos análisis, la imagen, instancia que se considera constitutiva del cine, queda eclipsada por la intriga que ella misma teje, y sólo en teoría el cine es arte de las imágenes. El filme, que parece susceptible de dar lugar a una lectura transversal mediante la libre exploración del contenido visual de cada ‘plano’, es casi siempre objeto de una lectura longitudinal, precipitada, desfasada hacia delante y ansiosa por la ‘continuación’.” Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1, pág. 71). Barcelona: Paidós.

El cine, según Metz, se convierte en discurso al organizarse a sí mismo como narración, y genera de este modo un corpus de procedimientos significantes. La arbitrariedad de la relación entre significante y significado –clave en la semiótica de Saussure– se traslada a otro registro: no se trata de la arbitrariedad de la imagen aislada sino de la arbitrariedad de una trama, el esquema secuencial impuesto sobre los acontecimientos en bruto.

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La verdadera analogía entre cine y lenguaje, para Metz, consiste en su naturaleza sintagmática común. Al pasar de una imagen a dos imágenes, el cine se convierte en lenguaje. Tanto el lenguaje como el cine producen discurso mediante operaciones paradigmáticas y sintagmáticas. El lenguaje selecciona y combina fonemas y morfemas para formar frases; el cine selecciona y combina imágenes y sonidos para formar “sintagmas”, es decir, unidades de autonomía narrativa en las cuales los elementos interactúan semánticamente. Mientras que ninguna imagen se asemeja totalmente a otra, la mayoría de los filmes narrativos se parecen entre sí en sus principales figuras sintagmáticas, en sus ordenaciones de relaciones espaciales y temporales. La narratividad fílmica se estabilizó por convención y repetición en innumerables películas, se deslizó en moldes más o menos fijos que, por descontado, no son “inmutables”, pero que necesitarían unas condiciones muy específicas de evolución positiva para cambiar. En el cine, por lo tanto, no existe este código rector que impone unas unidades mínimas. Al contrario, las películas ofrecen una superficie textual muy compleja, temporal y espacial al mismo tiempo, en la que intervienen códigos múltiples. Lo realmente necesario es aislar los principales códigos y subcódigos y analizar luego las unidades mínimas que corresponden a cada uno de los mismos. La denominada gran sintagmática es el intento de Metz de aislar las principales figuras sintagmáticas o las ordenaciones espaciotemporales del cine narrativo. Metz la propuso como respuesta a la pregunta: “¿cómo se constituye el filme a sí mismo como discurso narrativo?”. La gran sintagmática constituye una tipología de las distintas maneras en las que el tiempo y el espacio pueden ordenarse mediante el montaje dentro de los segmentos de un filme narrativo. Con la ayuda de un método binario de conmutación –las pruebas de conmutación permiten descubrir si un cambio en el nivel de significante comporta un cambio en el nivel del significado–, Metz generó un total de seis tipos de sintagma –en la versión publicada en Communications en 1966–, posteriormente incrementados a ocho –en la versión incluida en Ensayos sobre la significación en el cine, en 1968. La gran sintagmática del cine narrativo puede cambiar, pero una sola persona no puede cambiarla por decisión propia.

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2.3.1. Ocho sintagmas Los ocho sintagmas del modelo de Metz son los siguientes.6 1) El plano autónomo –un sintagma compuesto por un solo plano–, dividido a su vez en a) la secuencia en un solo plano y b) cuatro clases de insertos: el inserto no diegético –un solo plano que presenta objetos exteriores al mundo ficticio de la acción–; el inserto diegético desplazado –imágenes diegéticas “reales” pero temporal o espacialmente fuera de contexto–; el inserto subjetivo –recuerdos, temores–; y el inserto explicativo –planos únicos que clarifican acontecimientos al espectador.7 2) El sintagma paralelo: dos motivos alternantes sin una relación espacial o temporal clara. 3) El sintagma paréntesis: escenas breves que se ofrecen como ejemplos típicos de un cierto orden de realidad pero sin secuenciación temporal, organizados con frecuencia en torno a un “concepto”. 4) El sintagma descriptivo: objetos mostrados sucesivamente que sugieren coexistencia espacial; empleados, por ejemplo, para situar la acción. 5) El sintagma alternante: montaje narrativo paralelo que sugiere simultaneidad temporal, como una persecución en la que se alternan los planos del perseguidor y del perseguido. 6) La escena: continuidad espaciotemporal percibida sin distorsiones ni rupturas, en la que el significado –la diégesis implícita– es continuo como sucede en la escena teatral, mientras que el significante está fragmentado en distintos planos. 7) La secuencia episódica: resumen simbólico de las distintas etapas de un desarrollo cronológico implícito, que generalmente supone una comprensión del tiempo. 8) La secuencia ordinaria: acción tratada elípticamente para eliminar los detalles irrelevantes, en los cuales los saltos en el tiempo y en el espacio se ven ocultados por el montaje en continuidad. 6. Christian Metz (1966). “El cine moderno y la narratividad”. En: Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1). Barcelona: Paidós. 7. Es fácil rastrear la presencia del plano autónomo a lo largo del corpus textual de la historia del cine. Una secuencia de un solo plano muy estudiada la encontramos, por ejemplo, en el filme Touch of Evil (Sed de mal) de Orson Welles (1958), en el que la cámara contempla hasta tres acciones distintas durante los tres minutos y veinte segundos que una bomba tarda en estallar desde que es colocada por el criminal.

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Figura 2.3. Cuadro general de la gran sintagmática de la banda de imágenes

“El diálogo entre el teórico del cine y el semiólogo no puede establecerse más que desde un punto situado muy por encima de […] especificaciones idiomáticas o […] prescripciones conscientemente obligatorias. Lo que se necesita comprender es el hecho de que los filmes se comprendan. La analogía icónica no podría dar cuenta por sí sola de esta inteligibilidad de las co-ocurrencias en el discurso cinematográfico. Ésta es la tarea de una gran sintagmática.” Christian Metz (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968) (vol. 1, pág. 166). Barcelona: Paidós.

2.4. La representación de “una” realidad Para Metz, una de las claves del cine era la “impresión de realidad” del filme. Desde los comienzos de la teoría cinematográfica, el tema del realismo ha sido un objeto de reflexión permanente. Teóricos como Sigfrid Krakauer y André Bazin hicieron del supuesto realismo intrínseco de la imagen cinematográfica la piedra de toque de una estética cinematográfica con vocación democrática e igualitaria. Para estos teóricos, el medio mecánico de reproducción fotográfica aseguraba la objetividad esencial del cine. Hay aquí una idea opuesta a la de Arnheim. Para Arnheim, los defectos del cine –la falta de una tercera dimensión, por ejem-

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plo– eran la base sobre la que edificar la excelencia artística potencial del medio, pero lo que para Arnheim debía ser superado –la reproducción mecánica del cine de las apariencias fenoménicas– era para Bazin y Kracauer la clave absoluta del poder del cine. Para Bazin, el cine ofrece una satisfacción al arraigado deseo de sustituir el mundo por su doble. El cine combina la mímesis de la fotografía estática con la reproducción del tiempo: “La imagen de las cosas es, de la misma manera, la imagen de la duración de éstas, modificadas, momificadas por así decirlo”. La valorización del realismo tiene, en Bazin, una dimensión ontológica: el realismo era la realización en el medio de lo que él había denominado mito del cine total. Este mito había inspirado a los inventores del medio, que, según él, habían imaginado en el cine una representación total y completa de la realidad, la posibilidad de la reconstrucción de una ilusión perfecta del mundo exterior. Por este motivo, el cine mudo en blanco y negro dio paso al cine sonoro y en color, en una inexorable progresión tecnológica hacia un realismo cada vez más convincente. Bazin distinguió entre los cineastas que ponen su fe en la “imagen” y los que ponen su fe en la “realidad”. Los cineastas de la imagen, especialmente los expresionistas alemanes y los cineastas soviéticos desarrolladores del montaje, diseccionaban la integridad del continuo espaciotemporal del mundo y lo seccionaban en fragmentos. Los directores realistas, por su parte, empleaban la duración del plano secuencia en conjunción con una puesta en escena en profundidad para crear la sensación de planos múltiples de una realidad en relieve. Las preferencias estéticas de Bazin se inclinaban por los cineastas que ponían su fe en la imagen. Esta tradición se iniciaba con los Lumière, proseguía con Flaherty y Murnau, era reforzada por Welles y Wyler y se cumplía a la perfección en el neorrealismo italiano. En concreto, Bazin valoró las tramas descarnadas y relativamente carentes de acontecimientos de las primeras películas neorrealistas, las vacilantes motivaciones de sus personajes y la lentitud y el espesor de los ritmos cotidianos. Distinguía entre un naturalismo plano que busca la verosimilitud superficial y un realismo profundo que ahonda en las raíces de lo real. Para Bazin, el realismo no tenía tanto que ver con la adecuación mimética literal entre representación fílmica y el mundo exterior como con la honestidad testimonial de la puesta en escena.

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Kracauer es considerado otro teórico del realismo gracias a su fundamental obra Teoría del cine, publicada originalmente en 1960, que sentaría las bases de su estética materialista. Kracauer hablaba del medio cinematográfico a partir de su preferencia por la naturaleza en estado puro y su vocación natural por el realismo. Para Kracauer, el cine está dotado con la capacidad de registrar lo que él denominaba, de manera indistinta, realidad material, realidad visible, naturaleza física o, simplemente, naturaleza. “Para Kracauer, el cine escenifica la cita con lo contingente, con el flujo impredecible y abierto de la experiencia cotidiana. No en vano Kracauer cita al otro gran teórico del realismo democrático, Erich Auerbach, quien habla de la novela moderna y su registro del ‘momento azaroso, independiente hasta cierto punto de los órdenes controvertidos e inestables a cuyo alrededor luchan y se desesperan los hombres; un momento que permanece intacto, como la vida diaria’. Quizá como rechazo visceral de las certezas autoritarias y las jerarquías monumentalistas de la estética fascista, Kracauer pone el énfasis, como Auerbach, en esta ‘ocupación ordinaria del vivir’. La vocación del cineasta, desde este punto de vista, sería iniciar al espectador en el conocimiento apasionado de la existencia cotidiana y en el amor crítico por ésta.” Robert Stam (2001). Teorías del cine (pág. 102). Barcelona: Paidós.

El realismo, en suma, está generado por una serie de estrategias destinadas a negociar el pacto que se establece entre el texto y el referente, minimizando la resistencia o la duda ante las promesas de transparencia o autenticidad del texto. Sin embargo, hay varias clases de realismo. Este esquema de Bill Nichols pretende dar cuenta de esto: “El realismo presenta la vida, tal como se vive y se observa. El realismo es también una posición ventajosa desde la que ver la vida y sumergirse en ella. En la narrativa clásica de Hollywood, el realismo combina una visión del mundo imaginario con momentos en los que se hace evidente una autoría (generalmente, al principio y al final de las historias, por ejemplo) para realzar la sensación de una moral y la singularidad de su importancia. En la narrativa modernista (la mayor parte del cine de arte y ensayo europeo, por ejemplo) el realismo combina un mundo imaginario transmitido a través de una mezcla de voces objetivas y subjetivas con patrones de evidencia de la autoría (por lo general a través de un estilo personal marcado y característico) para transmitir una sensación de vasta ambigüedad moral. En el documental, el realismo junta dos representaciones objetivas del mundo histórico y la evidencia retórica para transmitir una argumentación acerca del mundo.” Bill Nichols (1997). La representación de la realidad. Barcelona: Paidós.

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Tabla 2.1. Clases de cine

Clases de mundo

Discurso autoral mediante...

El espectador se aplica para interpretar

Hollywood clásico

Imaginario, unitario

Estilo y trama, realismo

Una moral singular

Cine de arte y de ensayo europeo

Imaginario, fragmentario

Estilo y trama, modernismo

Ambigüedad generalizada

Documental

Histórico

Comentario y perspectiva, retórica

Una argumentación

Fuente: Bill Nichols (1997). La representación de la realidad. Barcelona: Paidós.

2.5. Las objeciones a la gran sintagmática El teórico francés Jean Mitry, en La semiología en tela de juicio, (1990) apunta varias objeciones a la gran sintagmática de Metz, sin negar por esto el valor del trabajo. Para Mitry, la organización relacional de los planos no está sometida a ninguna regla comparable a las que rigen las relaciones de la palabra. Es, más bien, similar a la articulación de las frases, cuyo orden surge de la lógica del relato; además, el plano, que es el menor segmento cinematográfico, corresponde a varias frases. Otro problema derivado de la gran sintagmática es que un mismo tipo de sintagma puede tener resultados o interpretaciones diferentes, dictados por razones lógicas, psicológicas o de otra naturaleza. El término montaje, para Mitry, sería inadecuado para definir el carácter de las estructuras significantes. La estructura no es sólo consecuencia del ajuste entre plano y plano, sino más bien del lugar o el momento preciso en los que se hace el corte para que la unión de planos tenga un sentido. Mitry propone hablar de corte significante en lugar de usar el concepto de montaje. No se puede teorizar el lenguaje cinematográfico porque el ordenamiento sintagmático no está controlado por reglas, sino por la lógica del relato. La inteligibilidad de los tipos sintagmáticos está en función de la verosimilitud de los hechos ante una lógica propia del género elegido. Las imágenes sólo se convierten en signos por inducción. No contienen nunca nada más de los que muestran y sólo significan en relación con un contexto que las implica.

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El problema de las aproximaciones lingüísticas al hecho fílmico es que implica ciertamente moverse en unas categorías de pensamiento que limitan enormemente el potencial estético y narrativo de la imagen en movimiento. Si cada relato cinematográfico impone su propia lógica, regida por las imágenes en relación con lo que hay en las mismas y lo que las contextualiza, parece claro que la clave de la narratividad no está sólo en el engarzamiento más o menos reglado de unas unidades discretas.8 Hay que centrarse exclusivamente en el paradigma lingüístico, en asimilar la comprensión del discurso cinematográfico a la lógica de la lectura del discurso verbal, que sí se hace de un modo lineal y, en principio, en una sola dirección. No estamos diciendo por este motivo que no haya que contemplar el fenómeno de la narración cinematográfica de una manera sintagmática, puesto que el cineasta es prisionero de una escritura –o escultura– temporal, pero sí que no es sólo en la disposición sintagmática donde se encuentra la clave de un análisis riguroso de la narración cinematográfica. En este sentido, conviene al estudioso de la narración cinematográfica un acercamiento a un análisis complejo de la puesta en escena –puesta en forma o puesta en imágenes, según varios autores– para comprender en toda su magnitud que la cámara de cine no se limita a fotografiar una acción, sino que trasciende ampliamente el hecho de la fotografía. La mirada de la cámara crea el espacio del drama, como explica Josep Maria Català (2001, pág. 80), “da cuerpo a los vectores que lo representan visualmente”. Sobre el uso del término vector, Català explica: “Me resisto a emplear el término ‘plano’ porque está demasiado cargado con la estética tradicional. Los planos están catalogados además en una lista que impide reflexionar sobre ellos, puesto que pone límites formales a su existencia práctica: los encorseta en esa línea que va desde el plano de detalle al plano general, siempre con la idea de que se trata de procesos de acercamiento o alejamiento a lo profílmico. El concepto de vector se refiere, por el contrario, a un todo en el que se conjunta acción y espacio para dar lugar a una unidad del drama que se une a las demás para formar la escena”. Josep Maria Català (2001). La puesta en imágenes. Conceptos de dirección cinematográfica. Barcelona: Paidós. 8. Jean Mitry. “El signo directo o la ‘imagen neutra’”. En: Jean Mitry (2000). La semiología en tela de juicio (cine y lenguaje). Madrid: Akal.

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“Resumiendo: hay que entender la escena como el lugar donde el plano (vector) obtiene significado y no la inversa. No existen planos aislados, como pretende la planificación clásica, sino partes incompletas de un conjunto que los determina. La escena no es, por lo tanto, una representación mimética de la realidad, ni tampoco es una representación de la misma a través de un espacio homogéneo parecido al escenario teatral o al marco pictórico. La escena cinematográfica tiene la forma virtual que le confiere la confluencia de los diferentes vectores espacio-emocionales que la componen.” Josep Maria Català (2001). La puesta en imágenes. Conceptos de dirección cinematográfica. Barcelona: Paidós.

2.5.1. Aportaciones de la narratología al cine

Hechas estas salvedades pertinentes, y una vez ha quedado claro que las prácticas significantes del cine se encuentran no sólo en los acontecimientos que reflejan sus imágenes, sino en una multiplicidad de signos respresentacionales y signos no representacionales imbricados en la red que forma la mise en scene, la puesta en forma o la puesta en imágenes, podemos abordar de nuevo la narratología desde la perspectiva de sus aportaciones al cine. Conviene dejar claro que lo que hemos denominado filmolingüística, representada, por ejemplo, en la gran sintagmática de Metz, mantiene conexiones muy evidentes con los conceptos tradicionales de la narratología general. No es difícil encontrar conexiones entre los sintagmas tal y como los formula Metz y los movimientos que regulan el ritmo narrativo según el análisis narratológico. La secuencia episódica, por ejemplo, implica el uso del sumario, mientras que un sintagma paréntesis puede implicar lo que la narratología denomina una digresión reflexiva. El análisis narratológico del cine ha prestado atención a los conceptos desarrollados por la narratología general. Así, la diferencia entre trama e historia ha sido un territorio fértil para analizar la construcción del relato cinematográfico y su puesta en contacto con el concepto de estilo. Como comentan Stam, Burgoyne y Flitterman-Lewis, aunque se preocuparon principalmente de la literatura, los formalistas aplicaron las categorías de su teoría en sus discusiones sobre la narrativa fílmica, que se agruparon en un volumen denominado Poetica Kino en 1927. Aquí se presentó desde el principio un problema intrigante referido a la categoría del syuzhet en el cine. Un tema cen-

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tral de dos de los artículos de este volumen era la relación entre fábula, syuzhet y estilo en el cine. “Los formalistas mantenían dos concepciones diferentes del syuzhet. Algunos autores defendían que el syuzhet estaba íntegramente relacionado con la fábula, al nivel de las acciones de la historia, mientras que la otra aproximación mantenía que el syuzhet era en gran medida responsable de, y controlado por el estilo, las características estilísticas exclusivas del medio.” Robert Stam; Robert Burgoyne; Sandy Flittterman-Lewis (1999). Nuevos conceptos de la teoría del cine. Barcelona: Paidós.

Por su parte, el análisis estructural del relato ha ofrecido también interesantes perspectivas a algunos teóricos del cine, que han visto en los métodos de Lévi-Strauss o Greimas la posibilidad de analizar corpus textuales a partir de sus estructuras profundas. Un ejemplo de esto son los análisis de los géneros cinematográficos como traslaciones de formas míticas. Otros métodos, como el análisis textual, se revelan especialmente apropiados para el texto cinematográfico. Para llevarlos a cabo, habrá que tener en cuenta que la clave del análisis textual no está en “lo que ocurre”, sino en “lo que se ve”. El análisis textual de un filme deberá hacerse atendiendo a la trama, pero también, y fundamentalmente, a la mise en scene. El problema narratológico que se ha trasladado al ámbito cinematográfico con mayor fortuna ha sido el problema del punto de vista. La subjetividad inherente al medio cinematográfico –subjetividad del autor, narrador, personaje y lector– pone en primer término la cuestión teórica del punto de vista y de la focalización.

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Capítulo III. La narración cinematográfica

Capítulo III La narración cinematográfica

1. Narración y comunicación narrativa en el cine

1.1. ¿Dónde está la instancia relatora en el cine? Ya sabemos que no hay relato sin instancia relatora; ya sabemos, también, que el cine y, por extensión, los medios audiovisuales tienen un funcionamiento específico en cuanto a la disposición narrativa, pues pueden mostrar las acciones sin necesidad de “decirlas”; o, mejor aún, dicen las cosas por el simple hecho de mostrarlas. Por lo tanto, el espectador de los medios audiovisuales podría tener la sensación de que en un filme los acontecimientos se explican a sí mismos, sin la mediación de una instancia relatora. Las lecturas apresuradas de ciertas aportaciones teóricas podrían incluso llegar a favorecer esta sensación. Falsa, por supuesto. En el cine, como en cualquier otro medio narrativo, siempre hay una instancia que enuncia, cuya presencia es más o menos evidente en el texto. Jost (1995, 48-49) ha recogido las soluciones metodológicas que la narratología fílmica ha propuesto para analizar la comunicación narrativa que se produce en el relato cinematográfico.

1.1.1. La solución ascendente

La primera de éstas es la solución “ascendente”, que consiste en tomar como punto de partida del análisis lo que es finalmente mostrado al espectador. Esta aproximación metodológica debe contemplar los modos concretos en los que la presencia de un “gran imaginador”, o un “meganarrador”, puede evidenciarse, de manera más o menos visible, como responsable de la enunciación fílmica.

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Para Jost, hay casos en los cuales la subjetividad de la imagen evidencia la presencia de un enunciador, casos en los que pueden rastrearse en el cine estrategias equivalentes a los deícticos que se utilizan en el lenguaje verbal para subrayar la presencia de una instancia enunciadora (los adverbios aquí y ahora, el pronombre yo, el tiempo presente). • Estas estrategias específicamente cinematográficas son: • El subrayado del primer plano, por proximidad o por articulación fondofigura (por ejemplo, utilizando el contraste entre enfoque y desenfoque). • El descenso del punto de vista por debajo del nivel de los ojos (por ejemplo, en los planos contrapicados). • La representación de una parte del cuerpo en plano cercano. • La presencia de la sombra de un personaje. • La materialización de la imagen en un visor o cualquier objeto que remita a la mirada. • El temblor o movimiento entrecortado que sugiere la existencia de un aparato que filma. • La mirada a cámara. Sin embargo, y a diferencia de las marcas de la lengua, estos signos no ejercen siempre un mismo efecto en el espectador que pueda ser previsto de antemano, pues dependen en enorme medida del tipo de discurso en el que se utilizan. La percepción de las marcas de enunciación varía en función del contexto audiovisual que la acoge y de la sensibilidad del espectador. Históricamente, el cine ha ido educando la mirada de su espectador con el objetivo de ocultar las marcas de enunciación, en una continua aspiración a naturalizar lo artificial o, dicho de otro modo, una aspiración a que la historia se explicara a sí misma. La educación del espectador en el consumo de medios audiovisuales es, por tanto, un aspecto que hay que tener en cuenta en estos análisis, así como otras condiciones del espectador: su edad, su origen social y, por encima de todo, el periodo histórico en el que vive. Un ejemplo evidente es la mirada a cámara, que era un procedimiento generalizado en los inicios del cine y que luego fue proscrito de la representación cinematográfica. En los inicios, una película reproducía las condiciones de los espectáculos ya conocidos, como el music hall o las variedades, y presuponía la existencia de una artista en

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escena frente a un público. Más tarde, el cine desarrolló historias lineales que implicaban la creación de un universo diegético autónomo a las condiciones de recepción, así que la mirada a cámara fue desapareciendo.

Otro aspecto que hay que tener en cuenta en este modo de análisis es la transemiotización, es decir, la forma en la que un relato verbal se muestra en el seno de un discurso construido por medio de imágenes. Imaginemos un filme en el que un personaje narra por medio de una grabación magnetofónica un testimonio, mientras las imágenes nos muestran algo con mayor o menor relación con lo narrado. En un caso como éste, se presupone la existencia de una entidad enunciadora, y podrían darse dos situaciones que evidenciarían el mecanismo de enunciación: 1) La evidencia de divergencias entre lo que se supone que ha visto el personaje y lo que vemos. 2) La evidencia de divergencias entre lo que relata el personaje y lo que vemos.

1.1.2. La solución descendente

La segunda forma de análisis es la solución “descendente”, que sitúa las instancias narrativas fílmicas a priori como punto de partida para entender el orden en sí de las cosas, dejando al margen la impresión del espectador. En esta solución, hay que contemplar principalmente los recursos de subnarración o narración delegada que se evidencian en el texto fílmico. Los subnarradores son los vehículos que el narrador en primer orden coloca en el interior del texto para desplegar la narración en toda su complejidad. En estas circunstancias adquiere notable importancia, de nuevo, el problema del punto de vista. Una cuestión fundamental en el análisis de la disposición de estas subnarraciones es la existencia de las diferentes materias de la expresión utilizadas para modularlas. Como explica Jost, André Gardies (1987) divide en tres subgrupos las responsabilidades narrativas de este director de orquesta que sería el enunciador fílmico, quien modularía la voz de tres subenunciadores, cada uno responsable, respectivamente, de lo icónico, de lo verbal y de lo musical.

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Para Jost, en la medida en que el proceso fílmico implica una cierta forma de articulación de distintas operaciones de significación –la puesta en escena, el encuadre, el montaje–, también es posible forjar un “sistema del relato” que tenga en cuenta lo que se ha denominado proceso de discursivización fílmica. La idea del proceso de discursivización fílmica se basa en la distinción de las dos capas superpuestas de narratividad que en el capítulo II denominamos mostración y narración, y en considerar que cada una de éstas se apoya en una serie de articulaciones, procedimientos técnicos y momentos concretos de producción.1 La mostración se articula fotograma a fotograma y se realiza en el momento de rodaje. La narración se articula plano a plano y se realiza en el montaje. La primera implica a un mostrador, que es la instancia responsable en el momento del rodaje del acabado de una multitud de “microrrelatos” que son los planos. La segunda implica a un narrador, que sería quien dispondría estos “microrrelatos” y los ordenaría en un recorrido de lectura determinado. La combinación de las dos, mostración y narración, conformaría el relato fílmico.

1.1.3. Otras aproximaciones

Roger Odin (1988) ha propuesto una aproximación semiopragmática, una formulación teórica en la cual las reacciones del espectador son tomadas en consideración antes que cualquier otra cosa. Para Odin, el consumidor de un relato de ficción, que él denomina actant lector, es instado a hacer siete operaciones. • la figurativización: reconocimiento de signos analógicos en el texto. • la diegetización: construcción de un mundo. • la narrativización: producción de un relato. • la mostración: designación como real del mundo mostrado. • la creencia: corolario de la mostración. 1. Véase también el apartado 2.1 del capítulo II.

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• el escalonamiento: homogeneización de la narración gracias a la colusión de las distintas instancias. • la fictivización: reconocimiento del estado ficcionalizante del enunciador. Por otra parte, Francisco Casetti ha recuperado de la teoría de Greimas el concepto de desembrague, que es la operación por la cual la instancia de la enunciación proyecta las categorías de tiempo, espacio y sujeto fuera de sí misma. Casetti, siguiendo este esquema, identifica a la instancia enunciadora como yo, al enunciatario como tú y al propio enunciado, como él. Las posibles relaciones entre estas instancias dan como resultado cuatro configuraciones discursivas. 1) Configuración objetiva: formada por los planos que presentan una aprehensión inmediata de los hechos, sin poner en evidencia ni al enunciador ni al enunciatario. El él prima sobre el yo y sobre el tú. 2) Configuración del mensaje: cuando el personaje actúa como si fuera el que ofrece y da a ver la película e interpela a quien va dirigida la película, en enunciatario-espectador, por ejemplo, con una mirada a cámara. El yo se introduce en el él para interpelar al tú. 3) Configuración subjetiva: cuando se hace coincidir la actividad observadora del personaje con la del espectador. Es el caso del célebre plano subjetivo. El él se funde con el tú, y comparte lo que es dado a ver por el yo. 4) Configuración objetiva irreal: cuando la cámara manifiesta ostensiblemente su omnipotencia. El yo se afirma como tal y reafirma ante el tú el poder que tiene sobre el él.

1.2. Focalización y punto de vista en el relato cinematográfico En el modelo de Casetti adquiere una gran importancia la articulación del punto de vista, o de la focalización cinematográfica, pues demuestra que cualquier postura enunciativa equivale a imponer una mirada en la narración. Como vimos en el apartado correspondiente, la focalización en narratología se refería al hecho de quién ve en el relato. El concepto nace aplicado a la litera-

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tura, en la que este ver sólo puede entenderse de una manera metafórica, pues no hay nadie que pueda ver, ya que estamos tratando con “seres de papel”. Sin embargo, en el cine, el ver se constituye en la actividad esencial, porque el relato cinematográfico es, ante todo, visto. La focalización es, así, un concepto esencial a la hora de abordar la narración en el cine. Conviene recordar, no obstante, que la existencia en el cine de varios canales simultáneos de información y varias sustancias expresivas hace posible notorias variaciones de las formas de focalización. La focalización es, en definitiva, la forma en la que se hace perceptible un texto narrativo. El lector o espectador percibe el contenido mediante otra instancia que percibiendo, hace perceptible. Como ya explicamos, el concepto debe ser planteado en sus relaciones con el de “punto de vista”, tanto en sus diferencias como en sus puntos de contacto. Por punto de vista entendemos la percepción de objetos materiales y visibles –y aquí entran tanto la percepción objetiva como subjetiva–, pero también la mirada racional o moral que sobre éstos se impone. La focalización sugiere sobre todo un enfoque cognitivo, es decir, intenta explicar el modo en que el focalizador comprende lo que ve, y el modo en que el espectador comprende a su vez lo que el focalizador comprende. Para describir la diferencia entre el punto de vista cognitivo y el puramente visual, Jost ha planteado la diferencia entre focalización y ocularización, en la que el segundo término hace referencia a la relación entre lo que la cámara muestra y el personaje supuestamente ve. Jost recupera la idea de las identificaciones de Metz –en la que se contemplan dos tipos de identificaciones: una primaria, del espectador con la cámara, y otra secundaria, del espectador con un personaje– para plantear la existencia de dos formas de ocularización: Figura 3.1.

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1) Ocularización interna, cuando un plano está anclado en la mirada de una instancia interna a la diégesis, es decir, cuando la mirada corresponde a un personaje. Esta ocularización interna puede ser primaria, cuando se establece la sugestión de una mirada o se muestra una huella que permite que el espectador establezca un vínculo directo entre lo que ve y el instrumento de filmación, mediante la construcción de una analogía elaborada por su propia percepción –como en el caso del denominado plano subjetivo. Y puede ser secundaria, cuando la subjetividad de la imagen está construida por los raccords (la continuidad) del montaje –como en el caso del plano-contraplano. 2) Ocularización cero, cuando el plano no remite a la mirada de un personaje concreto, sino a la de un gran imaginador cuya presencia puede ser evidenciada o no. La cámara puede estar al margen de todos los personajes, puede subrayar la autonomía del narrador en relación con los personajes de la diégesis o puede remitir a una elección estilística, más allá de su función narrativa. Jost plantea ampliar el esquema al registro de lo audible, pues el cine comunica y produce significado mediante la imagen y el sonido. Por simetría con el concepto de ocularización, Jost habla de auricularización para referirse a la relación del sonido con lo oído en el relato cinematográfico. El estudio de la auricularización debe tener en cuenta la localización de los sonidos, la individualización de la escucha o la inteligibilidad de los diálogos, y puede articularse en categorías simétricas a las de la ocularización.

1) Auricularización interna, que puede ser primaria, cuando ciertas deformaciones construyen una escucha particular –por ejemplo, en el caso de un personaje que escucha bajo el agua–; o secundaria, cuando la restricción de lo oído a lo escuchado está construida por el montaje o la representación visual. 2) Auricularización cero, cuando el sonido no está retransmitido por ninguna instancia diegética.

El estudio de la ocularización y la auricularización nos llevará a determinar las circunstancias concretas de las focalizaciones construidas en el relato.

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1.3. Espacio y tiempo en el relato audiovisual

1.3.1. El espacio

Para analizar el valor narrativo del espacio en el relato audiovisual, tendremos en cuenta las consideraciones expuestas en el apartado 3 del capítulo I, dedicado al espacio en la narración en general, aunque con un matiz muy importante: el espacio en el discurso audiovisual no es generalmente descrito por un tercero, –ya sea éste el narrador principal o un personaje subnarrador, aunque, obviamente, podría serlo–, sino directamente mostrado y, por lo tanto, visto. Jesús García Jiménez (1993, pág. 348-353) ha explicado la naturaleza del espacio en el relato audiovisual, enumerando lo que él denomina sus “características”. Estas características son: • naturaleza (espacios exteriores e interiores, y dentro de cada uno de éstos, artificiales y naturales) • magnitud • calificación (espacios abiertos y cerrados) • identificación (espacios referenciales) • definición • finalidad (del espacio en la historia) • relación con otros espacios • relación con los personajes • relación con la acción • relación con el tiempo Más que estas características, algunas de las mismas más importantes como convenciones genéricas que como elementos decisivos en la configuración narrativa, nos interesa aquí el estatuto narrativo del espacio, la dimensión perspectiva que el espacio otorga a todo relato. Los espacios del relato producen sentidos denotados –pero sobre todo connotados– a partir de su relación con el narrador, o el personaje que ve, y así hacen ver a un narratario y al espectador.

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La relación entre espacio y narrador y personajes de la diégesis, y entre éstos y el narratario, viene determinada por dos elementos: la posición espacial y la movilidad espacial. La posición espacial hace referencia al lugar que ocupa el espectador respecto del que ocupa el narrador. En la narración heterodiegética, espectador y narrador adoptan el mismo espacio, que deviene consecuencia de la orientación de la cámara. Por otra parte, en la narración homodiegética, un mismo personaje desarrolla la doble función del yo narrante y el yo narrado; de esta manera, el plano espacial está determinado por la posición del personaje-narrador o del personaje-actor. El concepto de movilidad espacial hace, obviamente, referencia a la posibilidad de desarrollar diferentes puntos de vista y de alternarlos a voluntad del gran imaginador o del narrador. En la narración heterodiegética, cuando el narrador no ocupa un lugar en la diégesis, se produce una movilidad ilimitada. El narrador, tras la cámara, tiene el don de la ubicuidad y puede relatar lo que está aconteciendo en cualquier espacio, por variado y distante que sea. En la narración homodiégetica, la movilidad se limita a la que puede desarrollar el personaje-narrador.

1.3.2. Definición de los espacios de la representación

En el cine, el espacio se define mediante tres estrategias: 1) En primer lugar, el cine representa el espacio mediante el registro de la imagen. 2) En segundo lugar, el cine hace sensible el espacio mediante los movimientos de cámara. 3) En tercer lugar, el cine construye el espacio mediante la fragmentación, yuxtaposición y sucesión, que son las características de su discurso. Estas estrategias, y en particular las dos últimas, implican que el discurso del cine se basa en el establecimiento de un diálogo entre dos espacios, uno representado y el otro no mostrado, aunque a veces sugerido.

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Sin embargo, el diálogo comienza antes, en el mismo momento de la producción, cuando el espacio profílmico –todo aquello que se halla ante la cámara e impresiona la película–, que queda delimitado por el encuadre, se relaciona por exclusión con el espacio del rodaje –el espacio que ocupa el que filma. Esta articulación de espacios es simétrica respecto a los espacios del consumo audiovisual, que son la superficie de la pantalla en cuanto a espacio significante y el espacio real que la envuelve, ya sea éste una sala de cine o el espacio alrededor del monitor de vídeo o televisor. El cine es un arte narrativo en el que el espacio no representado, no mostrado, tiene tanta importancia como el espacio de la representación. Encuadrar es admitir en el campo y descartar en el fuera de campo. Por lo tanto, no es raro que el espacio fuera de campo tenga una importancia enorme en la narración cinematográfica, aunque sea por exclusión. “Puede ser útil, para comprender la naturaleza del espacio en el cine, considerar que se compone de hecho de dos espacios: el que está comprendido en el campo y el que está fuera de campo. Para las necesidades de esta discusión, la definición del espacio del campo es extremadamente simple: está constituido por todo lo que el ojo divisa en la pantalla. El espacio-fuera-de-campo es, a nivel de este análisis, de naturaleza más compleja. Se divide en seis segmentos: los confines inmediatos de los cuatro primeros segmentos están determinados por los cuatro bordes del encuadre: son las proyecciones imaginarias en el espacio ambiente de las cuatro caras de una pirámide (aunque esto sea evidentemente una simplificación). El quinto elemento no puede ser definido con la misma (falsa) precisión geométrica, y sin embargo nadie pondrá en duda la existencia de un espacio-fuera-de-campo detrás de la cámara, distinto de los segmentos de espacio alrededor del encuadre, incluso si los personajes lo alcanzan generalmente pasando justo por la derecha o la izquierda de la cámara. Por fin, el sexto segmento comprende todo lo que se encuentra detrás del decorado (o detrás de un elemento del decorado): se llega a él saliendo por una puerta, doblando una esquina, escondiéndose detrás de una columna… o detrás de otro personaje. En el límite extremo, este segmento de espacio se encuentra más allá del horizonte.” Noël Burch (1985). Praxis del cine. Madrid: Fundamentos.

La articulación de espacios en la narración cinematográfica está estrechamente relacionada con la articulación de tiempos, debido al carácter secuencial del medio. La función de todo espacio ausente es convertirse, con el tiempo, en presente. El campo y el fuera de campo se actualizan mediante una dinámica temporal; una secuencia de un filme es el producto de una rearticulación constante del campo y del fuera de campo. El aquí-ahora del plano en curso no es

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sino el allá del plano anterior, mientras que el allá del plano en curso se convertirá pronto en un aquí-ahora. Por lo tanto, las articulaciones del aquí-allá dependen estrechamente de un ahora-después. Esto no excluye, evidentemente, que el montaje pueda crear un “mientras tanto” sin necesidad de hacer explícito un marcador verbal, es decir, sin necesidad de recurrir a la palabra en forma de rótulo o de voz en off. En la relación de la cámara cinematográfica con el espacio, y en sus consecuencias narrativas, es de una importancia capital la movilización. En esta movilización hay que distinguir el desplazamiento de la cámara entre los planos y el movimiento mismo de la cámara en el interior del plano. Tanto la movilización del punto de vista como la secuencialidad de la imagen tienen su base en el tiempo. Con la famosa ubicuidad de la cámara, fundamento de la forma de narración institucionalizada en el cine clásico, fluye una forma de diversidad espacial que plantea al espectador la relación que se debe establecer entre dos espacios y dos tiempos mostrados mediante dos planos que se siguen el uno al otro. Análisis de la ubicuidad de la cámara André Gaudreault propone un ejemplo del análisis de la ubicuidad de la cámara en la obra de uno de los creadores que fundaron esta estrategia y la llevaron a sus más perfectas consecuencias: Griffith. “Tomemos como ejemplo una secuencia de salvamento en el último minuto […] la de Salvada por el telégrafo (The Lonedale Operador, 1911). El filme narra la historia de una joven que, habiendo sustituido a su padre de improviso en su cargo de telegrafista de una pequeña y aislada estación, sufre el ataque de dos malhechores que quieren apoderarse de los valores que ella guarda en su despacho. Como en la mayor parte de las películas del género, Griffith enfrenta a los tres actantes que mantienen diversos tipos de relaciones espaciales entre ellos. El primero, el actante-amenazado, es la clave del drama. Aquí es la joven telegrafista la que desempeña ese papel. Su integridad se ve amenazada por un segundo actante al que llamaremos, por estas mismas razones, el actante-amenazador. Lo representan los dos atacantes. Un tercer actante, el actante-salvador, está constituido por personajes llamados al rescate del actante-amenazado, entiéndase el amigo del alma de la telegrafista y su compañero. En una situación de salvamento en el último minuto, a menudo el actante-amenazado no puede, al menos durante un tiempo, ejecutar su amenaza, por razones de orden estrictamente espacial […]. El programa narrativo del actante-amenazador no es otro que el de llegar a ocupar el mismo espacio que el actante-amenazado, condición sine qua non para la ejecución de su amenaza.

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El acceso a ese espacio ocupado por el actante-amenazado constituye también, de un modo absolutamente simétrico, el programa narrativo del tercer actante […]. El desafío es de envergadura puesto que, si no franquea la distancia en el tiempo requerido, su misión habrá fracasado… De modo que hay que reconocer que un filme como Salvada por el telégrafo es, en toda lógica, un drama espacial tanto como temporal.” André Gaudreault; François Jost (1995). El relato cinematográfico. Barcelona: Paidós. Para analizar la articulación de significados espaciales que se produce en el discurso cinematográfico, es útil recurrir al concepto de raccord como figura expresiva de la relación entre dos espacios mostrados. El más simple de los raccords es el que articula dos segmentos espaciales encabalgando parcialmente un plano sobre otro. Este raccord es una figura de lo que Gaudrealt denomina identidad espacial. Su caso más evidente es lo que en inglés se denomina cutin, y que es un raccord en el que en el paso de un plano a otro se repite una porción del segmento espacial ya mostrado. Es, por ejemplo, el caso del paso de un primer plano a un plano medio del mismo espacio, o viceversa; la panorámica o el travelling pertenecen también a esta categoría. Otros raccords constituyen una relación de “alteridad espacial”, que puede concretarse en relaciones de contigüidad o de disyunción. Un raccord establece una relación de contigüidad entre dos segmentos espaciales, por ejemplo, en la figura de montaje del “campo-contracampo”, en la que el ligero desplazamiento de la mirada de un personaje designa un espacio adyacente, que a continuación se muestra. Por otra parte, la disyunción se manifiesta cuando la cámara muestra sucesivamente dos espacios superando un obstáculo físico, que puede ser la distancia. El montaje, aquí, aproxima espacios que no son contiguos. En la diégesis, estos espacios deberán verse como alejados pero a la vez cercanos, o, más bien, comunicantes. Para inferir esta proximidad, deberían bastar los datos que la propia construcción de la diégesis va poniendo a disposición del espectador.

1.3.3. El tiempo

El raccord implica, como ya ha quedado claro, una dinámica temporal; es, de hecho, una articulación del espacio-tiempo. De una manera general, y siguiendo a Noël Burch (1985, pág. 14) se pueden distinguir cinco tipos de relaciones posibles entre el tiempo de un plano A y el de otro plano B. Los dos planos pueden ser rigurosamente continuos. Es el caso del paso de un personaje que habla a un personaje que escucha, mientras la palabra se prosigue

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ininterrumpidamente; es lo que se produce en el campo-contracampo. En esta categoría se incluye también el denominado raccord directo –aunque sea ésta una figura de articulación del espacio–, por ejemplo, en el caso de una acción que comienza en el plano A y que termina o continúa en el plano B. Puede haber hiato entre las continuidades temporales que constituyen los dos planos. Es lo que se ha denominado elipsis, que consiste en la supresión de una parte de la acción con el objetivo de “podarla de elementos superfluos”. La presencia y la amplitud de la elipsis deben señalarse de manera más o menos explícita por la ruptura de una continuidad virtual, sea visual o sonora. Un tercer tipo de raccord en el tiempo es lo que Burch denomina elipsis indefinida, que consiste en un avance temporal –el cual correspondería con el concepto de prolepsis estudiado en el capítulo dedicado a la teoría de la narración en general. Para medir el salto temporal que implica una elipsis indefinida, el espectador necesitará algún tipo de guía, más o menos explícita, contenida en la imagen o en el discurso verbal asociado a la misma. Puede existir también un retroceso. Imaginemos que un plano A muestra a un personaje que se acerca a una puerta, la abre y cruza el umbral; a continuación se muestra un plano B en el que se ve el momento en el que se abre la puerta, repitiendo la acción de una manera deliberadamente artificial. Este pequeño retroceso supone una violencia demasiado explícita sobre el tiempo de la narración como para ser usado con profusión. Su rastro puede encontrarse, por tanto, más en el terreno de la vanguardia que en el del cine institucionalizado. Más común es lo que Burch denomina retroceso indefinido, que aparece casi siempre en forma de flashback. Corresponde al concepto de analepsis descrito en el capítulo correspondiente al estudio del tiempo en la narración.2 Estas relaciones, y muy especialmente aquéllas de mayor amplitud, tienen una importancia capital en el estudio de la relación entre el tiempo de la historia y el tiempo del relato en el medio cinematográfico. Las configuraciones temporales estudiadas en el apartado dedicado al tiempo hacían referencia a la relación entre el tiempo de la historia y el tiempo del relato. Algunas de éstas son ampliamente utilizadas en el territorio audiovisual. 2. Véase también el apartado 3.2 del capítulo I.

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El flashback, que es la analepsis, por ejemplo, adopta en cine una combinación de una vuelta atrás del nivel verbal con una representación visual de los acontecimientos que nos cuenta el narrador. Hay casos en los cuales los sucesivos flashbacks van construyendo la narración como si ésta fuera un puzzle, mediante la inclusión calculada de determinados acontecimientos pasados en una historia que transcurre en presente. Uso de flashbacks sucesivos Es el conocido caso de Ciudadano Kane, en el que el relato está configurado a partir de la inclusión en la diégesis del testimonio de varios personajes que habían conocido a Kane, y que evocan, relatando verbalmente ciertos episodios de su vida, episodios que son visualizados; tras cada una de estas analepsis, la narración vuelve al presente.

En otros casos, casi todo el filme muestra los acontecimientos pasados que llevaron al personaje narrador o a otro personaje de la diégesis a la situación de partida, que se supone que es la presente. Un largo flashback hasta el presente En El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard) vemos, en un largo flashback, los acontecimientos que llevaron al protagonista hacia la muerte: en el filme de Wilder se da la paradoja de que el narrador está muerto. Otro ejemplo igualmente paradójico es el de Sospechosos habituales (Usual Suspects), en el que el personaje narrador cuenta mediante flashbacks los acontecimientos que llevaron a la muerte al personaje protagonista, que en este caso funciona como personaje focalizador; la paradoja, en este caso, es que al final se revela que lo que cuenta el personaje narrador es una mentira improvisada sobre la marcha.

En general, las analepsis tienen la función de completar una carencia u omisión de importancia en la historia, aunque también pueden cumplir la función de suspender la historia, retrasando el conocimiento de ciertos acontecimientos. Por su parte, la prolepsis o flashforward es un fenómeno mucho menos frecuente en el cine, aunque no está en absoluto descartado. En general, todo lo que hemos dicho en el apartado dedicado al tiempo es válido para el cine. Es el caso del orden, la duración o velocidad y la frecuencia.

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1.4. Cerrando el círculo: autor, lector y género

1.4.1. ¿Narrador, autor?

En el territorio teórico de la comunicación narrativa en el medio cinematográfico, debemos recordar la relación virtual entre autor y lector como derivación de la relación textual entre narrador y narratario, con la salvedad hecha de que si en el texto literario existe la certeza de un autor real, un ser de carne y hueso más allá del ser de papel que se manifiesta en el texto con mayor o menor grado de estrategias de enunciación, en el cine la localización de la figura del autor es problemática, al ser la película fruto de un cúmulo de procesos técnicos de gran complejidad.3 La cuestión del autor real y su traducción en el cuerpo textual del filme ha sido crucial en buena parte de los estudios cinematográficos. Lo que se ha denominado históricamente teoría del autor ha cumplido un papel fundamental en el avance de los estudios sobre cine, a pesar de que luego se haya visto casi marginada debido a la “vulgarización” de su lectura por parte de cierto sector de la crítica. El novelista y cineasta Alexandre Astruc abonó el terreno de la reflexión teórica en torno al autor cinematográfico con su ensayo de 1948, “Nacimiento de una nueva vanguardia: la Cámera-stylo”, en el que sostenía que el cine se estaba convirtiendo en un medio de expresión de una validez análoga a la pintura o a la novela. Astruc privilegiaba por encima de cualquier otro aspecto el “acto de dirigir películas”: el director no podía ser considerado como un mero servidor de un texto preexistente –por ejemplo, de una novela o una obra de teatro adaptada–, sino un artista creativo por derecho propio. “La puesta en escena ya no es un medio de ilustrar o presentar una escena, sino una auténtica escritura. El autor escribe con su cámara de la misma manera que el escritor escribe con una estilográfica. ¿Cómo es posible que en este arte donde una cinta visual y sonora se despliega desarrollando con ella una cierta anécdota (o ninguna, eso carece de importancia), se siga estableciendo una diferencia entre la persona que ha concebido esa obra y la que la ha escrito? ¿Cabe imaginar una novela de Faulkner es3. Véase también el apartado 2.4 del capítulo I.

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crita por otra persona que Faulkner? ¿Y Ciudadano Kane tendría algún sentido en otra forma que la que le dio Orson Welles?” Alexandre Astruc. “Nacimiento de una nueva una nueva vanguardia: la Cámera-stylo”. En: Joaquín Romaguera (ed.) (1993). Textos y manifiestos del cine. Madrid: Cátedra. Extracto de “Nacimiento de una nueva vanguardia: la Cámera-stylo” “Por ello llamo a esta nueva era del cine la era de la Cámera-stylo. Esta imagen tiene un sentido muy preciso. Quiere decir que el cine se apartará poco a poco de la tiranía de lo visual, de la imagen por la imagen, de la anécdota inmediata, de lo concreto, para convertirse en un medio de escritura tan flexible y tan sutil como el del lenguaje escrito. Este arte dotado de todas las posibilidades, pero prisionero de todos los prejuicios, no seguirá cavando eternamente la pequeña parcela del realismo y de lo fantástico social que le ha sido concedida en las fronteras de la novela popular, cuando no le convierte en el campo personal de los fotógrafos. Ningún terreno debe quedarse vedado. La meditación más estricta, una perspectiva sobre la producción humana, la psicología, la metafísica, las ideas, las pasiones son las cosas que le incumben exactamente. Más aún, afirmamos que estas ideas y estas visiones del mundo son de tal suerte que en la actualidad sólo el cine puede describirlas. Maurice Nadeau decía en un artículo de Combat: «Si Descartes viviera hoy escribiría novela». Que me disculpe Nadeau, pero en la actualidad Descartes se encerraría en su habitación con una cámara de 16 mm y película y escribiría el discurso del método sobre la película, pues su Discurso del Método sería actualmente de tal índole que sólo el cine podría expresarlo de manera conveniente.” Joaquín Romaguera (ed.) (1993). Textos y manifiestos del cine. Madrid: Cátedra.

La articulación de una idea validada por la teoría de lo que debía ser el autor cinematográfico se encuentra de manera definitiva en el manifiesto-ensayo “Una cierta tendencia del cine francés”, publicado por François Truffaut en la revista Cahiers du Cinema, en el que Truffaut se oponía al modelo tradicional de cine francés prestigiado entonces por la crítica, y valoraba positivamente, por el contrario, un cierto tipo de cine estadounidense, que sin dejar de ser popular era al mismo tiempo radical e inconformista, el cine cultivado por directores como Nicholas Ray y Orson Welles. Para Truffaut, un cine realmente vivo debía tener forzosamente la huella de la persona que lo hiciera, y no por la presencia de un contenido autobiográfico explícito, sino a través del “estilo”, que impregnaría el filme con la personalidad del autor. Un autor era, por tanto, aquel cineasta que pudiera reflejar la aventura de una mise en scène (‘puesta en escena’) particular y meditada, aun en el marco restrictivo de una industria como la de Hollywood.

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Los críticos nacidos bajo la influencia de aquellos textos fundacionales de Cahiers du Cinema –el de Truffaut sólo fue uno de los primeros en sentar las bases de la teoría del autor, pero al debate se sumaron Eric Rohmer, Claude Chabrol y André Bazin– comenzaron a distinguir dos tipos de cineastas: los metteurs-en-scène –que serían traducidos por otras escuelas críticas, como por ejemplo la española, como ‘artesanos’–, es decir, aquellos que sometían su trabajo a la ilustración técnicamente impecable de las convenciones dominantes en el cine, y los auteurs, es decir, aquellos que utilizaban la mise en scène en el seno de un entorno industrial para hacer explícita su expresión personal. El crítico Andrew Sarris introdujo la teoría del autor en Estados Unidos observando la relación entre la forma en la que un filme se presentaba y progresaba y la forma en la que un director pensaba y sentía. Para Sarris, el estilo de un autor establecía la coherencia entre el qué se dice en una película y el cómo se dice, es decir, entre la expresión y el contenido. Sarris propuso tres criterios para reconocer a un autor: 1) la competencia técnica; 2) una personalidad reconocible, y 3) un significado interno surgido de la tensión entre la personalidad y el material. Lejos de generar un consenso en la teoría norteamericana, esta lectura del concepto de autor ocasionó nuevas polémicas. La prestigiosa crítica de cine Pauline Kael entró en una abierta discusión con Sarris al apuntar que las condiciones que éste señalaba estaban lejos de ser relevantes. Kael afirmó, por ejemplo, que la competencia técnica no era un criterio válido, puesto que los cineastas realmente excelentes mostraban algo que iba mucho más allá de una competencia técnica. Por otro lado, un concepto tan vago como el de personalidad reconocible favorecía a directores repetitivos cuyos estilos podían ser reconocibles, pero que no intentaban nada nuevo en ninguno de sus trabajos; el significado interno, por último, era también un concepto hueco, pues podía aplicarse a directores mediocres que “van encajando como pueden el estilo en las grietas de la trama”. El debate sobre la existencia del “autor cinematográfico” no debe alejarnos del hecho cierto de que un director de cine forma parte de un entramado de personalidades que dan forma definitiva a un proceso técnico de gran complejidad como es el acabado de una película.

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“Es con la figura del director cinematográfico como la concepción del autor tradicional sufre mayores y más radicales transformaciones. En el cine, al autor deja de ser el prototípico sujeto aislado, capaz de efectuar por sí solo un acto de creación individual que reafirma su personalidad, y se convierte en una situación estructural en el interior de un sistema creativo. El autor se despersonaliza a favor de una posición de poder creativo ligada a la técnica. La industria cinematográfica pone en marcha una serie de dispositivos técnicos y humanos que se convierten en una maquinaria capaz de gestionar todos aquellos elementos que han sido característicos del Arte (y de las distintas artes) hasta ese momento. Y en el centro de este entramado existe una posición susceptible de ser ocupada por un único individuo o un conjunto de ellos, posición desde la que es posible gestionar todos los dispositivos que se han puesto al alcance de esa plataforma y que de hecho son los que con sus diversas características configuran las cualidades de esa posición, a la vez gestora y creativa.” Josep Maria Català (2001). La puesta en imágenes. Conceptos de dirección cinematográfica (pág. 43). Barcelona: Paidós.

La consolidación de los análisis de orientación estructuralista aplicados al cine alejaría al autor de su lugar central en la configuración del texto. Y con las aproximaciones denominadas posestructuralistas, el papel del autor se vería sometido a un debate más encendido aún. La aplicación del pensamiento posestructuralista al objeto de estudio cine se propuso dejar bien claro que una teoría monolítica del autor no podía dar cuenta de la totalidad de las prácticas distintas que configuraban el cine. “Como consecuencia del ataque posestructuralista lanzado sobre el sujeto originario, el autor de cine pasó de ser fuente generadora del texto a ser un mero término en el proceso de lectura y espectatorial, un espacio de intersección entre discursos, una configuración cambiante producida por la interesección de un grupo de películas con formas históricamente constituidas de lectura y espectatorialidad. En esta visión antihumanista, el autor se disolvía en instancias teóricas más abstractas tales como ‘enunciación’, ‘sujetivización’, ‘écriture’ e ‘intertextualidad’”. Robert Stam (2001). Teorías del cine (pág. 151). Barcelona: Paidós.

1.4.2. ¿Narratario, espectador?

Aunque de nuevo debemos apelar a la recuperación de lo dicho sobre las relaciones entre el narratario o el enunciatario del texto y el lector real, no pode-

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mos pasar por alto en este apartado que la cuestión del espectador ha estado siempre en mayor o menor medida presente en la teoría del cine.4 El psicoanálisis ha sido un terreno metodológico especialmente fructífero en el estudio de las situaciones comunicativas generadas por el cine. Tras sus aportaciones, llegaron analistas interesados en las formas socialmente diferenciadas del consumo cinematográfico. Recuperando las ideas desarrolladas en las denominadas teoría de la respuesta y teoría de la recepción, y yendo un paso más allá de los modelos de orientación semioticoenunciacional, el espectador cinematográfico pasó a ser considerado un sujeto activo y crítico; no el objeto pasivo de una “interpelación” por parte del texto, sino un sujeto que constituye el texto y a la vez es constituido por éste. Una aportación fundamental en el estudio de las diferentes lecturas de los mensajes de los medios de comunicación de masas se encuentra en el artículo “Encoding and Decoding” (1980) de Stuart Hall, en el que se afirma que los textos de los medios de masas no tienen un significado unívoco, sino que pueden ser leídos de maneras distintas por lectores diferentes. Hall plantea tres estrategias generales de lectura respecto a la ideología dominante, realizadas por los lectores –o espectadores– en función de su propia ideología, así como de su situación social y de sus eventuales deseos: 1) La primera es la denominada lectura dominante, producida por un espectador cuya situación es la de quien acepta la ideología dominante y la subjetividad que ésta produce. 2) La segunda es la lectura negociada, que se produce en el espectador que en gran medida acepta la ideología dominante pero cuya situación en la vida real provoca inflexiones críticas específicas. 3) La tercera es la lectura resistente, producida por aquellos espectadores cuya situación y conciencia social les sitúa en una relación de oposición directa respecto a la ideología dominante. Las teorías culturales del espectador han servido para dejar fijado que ni el texto ni el espectador son entidades estáticas y preconstituidas; y que los espec4. Véase también el apartado 2.4 del capítulo I.

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tadores configuran la experiencia cinematográfica y son configurados por ésta en un proceso dialógico sin fin. El deseo cinematográfico no es sólo intrapsíquico; también es social e ideológico. Toda etnografía verdaderamente exhaustiva del espectador debería distinguir múltiples registros:

1) En primer lugar hay que contemplar al espectador configurado por el texto (mediante la focalización, las convenciones del punto de vista, la estructuración narrativa, la puesta en escena). 2) En segundo lugar, el espectador configurado por los dispositivos técnicos, múltiples y en evolución. El consumo en multisalas, IMAX, o en vídeo y DVD tiene consecuencias evidentes en la recepción. 3) Un tercer aspecto que hay que tener en cuenta sería el espectador configurado por los contextos institucionales de la espectatorialidad (el ritual social de ir al cine, el análisis escolar o académico, las filmotecas). 4) También hay que contemplar a un espectador constituido por los discursos y las ideologías de su entorno. 5) Por último, es necesario tener en cuenta al espectador en sí, personificado, definido por su raza, género y situación histórica.

“Al mismo tiempo, no existe un espectador esencial circunscrito desde un punto de vista racial, cultural o incluso ideológico (el espectador blanco, el espectador negro, el espectador latino, el espectador resistente) [...]. Los espectadores participan de múltiples identidades (e identificaciones) relacionadas con el género, la raza, la preferencia sexual, la región, la religión, la ideología, la clase y la generación. Además, las identidades epidérmicas socialmente impuestas no determinan estrictamente las identificaciones personales y las filiaciones políticas. No se trata únicamente de quiénes somos o de dónde venimos, sino también de qué deseamos ser, dónde queremos ir y con quién queremos ir hasta allí. En una compleja combinatoria de actitudes, los miembros de un grupo oprimido pueden identificarse con el grupo que les oprime (los niños nativos americanos que se identifican con los cow-boys en lucha con los “indios”; los africanos que se identifican con Tarzán; los árabes que hacen lo propio con Indiana Jones), del mismo modo que los miembros de grupos privilegiados pueden identificarse con las luchas de los grupos oprimidos. El posicionamiento del espectador es relacional: las comunidades pueden identificarse entre sí en función de una proximidad compartida o por tener un antagonista en

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común. Las posiciones del espectador son multiformes, presentan fisuras, esquizofrenias, se desarrollan de manera desigual, son discontinuas en lo cultural, en lo discursivo y en lo político, y forman parte de un territorio cambiante de diferencias y contradicciones que se ramifican.” Robert Stam (2001). Teorías del cine (pág. 271). Barcelona: Paidós.

La recepción cinematográfica está históricamente construida, y en esta construcción intervienen factores de muy distinta índole. En La narración en el cine de ficción (1996), David Bordwell ofrece una alternativa cognitiva a la semiótica para explicar de qué modo entienden los espectadores el cine. Para Bordwell, la narración es un proceso mediante el cual las películas ofrecen indicaciones a los espectadores, quienes emplean esquemas interpretativos para construir historias ordenadas e inteligibles en sus mentes. Desde el punto de vista de la recepción, los espectadores consideran, elaboran y en ocasiones suspenden y modifican sus hipótesis sobre las imágenes y los sonidos de la pantalla. Desde el punto de vista del filme, éste opera en dos niveles ya estudiados: la trama, o lo que los formalistas rusos denominaban syuzhet, es decir, la forma en la que se cuentan los acontecimientos, por fragmentados o desordenados que estén, instancia que guía la actividad narrativa del espectador y le ofrece varias formas de información pertinente vinculadas a la causalidad y las relaciones espaciotemporales; y la fábula, es decir, la historia ideal que el filme sugiere y que el espectador reconoce partiendo de las indicaciones que la propia película le ofrece. Esta segunda instancia es un constructo puramente formal caracterizado por la unidad y la coherencia.

“Generalmente, el espectador llega a la película ya dispuesto, preparado para canalizar energías hacia la construcción de la historia y aplicar conjuntos de esquemas derivados del contexto y de experiencias previas. Este esfuerzo hacia el significado implica un esfuerzo hacia la unidad. Comprender una narración requiere asignarle cierta coherencia. En el nivel local, el espectador puede captar las relaciones de los personajes, las frases del diálogo, relaciones entre los planos, etc. Más ampliamente, el espectador debe comprobar la información narrativa en busca de la coherencia: ¿se mantiene unida de forma que podamos identificarla? Por ejemplo, ¿encajan los gestos, palabras y manipulaciones de objetos con la acción de la secuencia que conocemos como ‘comprar una barra de pan’? El observador encuentra también la unidad

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buscando la relevancia, comprobando cada acontecimiento por su pertenencia a la acción que la película (o la escena, o la acción del personaje) parece exponer básicamente. Este criterio general dirige la actividad perceptual a través de anticipaciones e hipótesis, que a su vez se modifican por los datos suministrados por la película.” David Bordwell (1996). La narración en el cine de ficción (pág. 34). Barcelona: Paidós.

1.4.3. Géneros y narración

Para contemplar una observación de la comunicación narrativa en el cine, debemos atender al concepto de género como mecanismo macrotextual al que autores y lectores acuden en busca de marcos para trabajar y reconocer las historias. No existe una definición clara de género de orden estético o narratológico. El género, en rigor, no es nada más que un contenedor pragmático de historias, un conjunto de formas expresivas moldeadas por la industria y convertidas en modelos culturales. El concepto de género ha sido repetidamente negado por muchos teóricos de la estética del cine. Muchos han afirmado que el género no existe, y que cuando un espectador va a ver una película de ficción siempre se encuentra, simultáneamente, con la misma película y con una película diferente. Por una parte, todas las películas cuentan la misma historia, bajo apariencias y con peripecias distintas: la historia del enfrentamiento del deseo y la ley, y su dialéctica de sorpresas esperadas. Por otro lado, todo filme de acción que se precie debe dar la impresión de un desarrollo regulado y de una aparición debida al azar. De este modo, se produce la paradoja del espectador: poder y no poder ver, prever lo que puede suceder sin llegar a tener la certeza de su acontecer. Roland Barthes vio en esta paradoja el avance de toda historia, que estaría modulada por dos códigos: la intriga de predestinación y la frase hermenéutica. La intriga de predestinación consiste en dar, en los primeros minutos del filme, lo esencial de su intriga y su resolución (este código, lejos de anular la intriga, la refuerza, como demuestran abundantemente algunas películas de intriga en las que, desde el comienzo, se sabe quién es el causante del desorden). La frase hermenéutica consiste en un conjunto de recursos dramáticos que frenan la resolución de la intriga. La relación dialéctica entre intriga de predestinación y frase hermenéutica hace avanzar la historia y crea la paradoja esencial del texto.

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Para hablar de géneros cinematográficos, parece útil acercarse a las primeras formas de ficción conocidas, que se encuentran en la literatura. La noción de que existen varias formas literarias fue expuesta por Aristóteles en su Poética. El filósofo griego divide la literatura en varios géneros: tragedia, épica y lírica, y define cada uno de éstos, para concluir que la tragedia es la más alta de las formas poéticas. Aristóteles habló de géneros literarios en dos sentidos: 1) Como un determinado número de convenciones formadas a lo largo de la historia y desarrolladas en formas expresivas muy concretas, es decir, muy codificadas. 2) Como una distinción de las formas literarias según las diferencias que se establecen en la relación entre creador, obra y público. El género no implica sólo la utilización inexcusable de un número concreto de formas expresivas, sino también una relación muy concreta entre autor, obra y público. Por decirlo de otro modo, cada género ha inventado a lo largo de la historia una determinada relación entre estos tres agentes. Lo que define al género es la práctica; y para hablar de género hay que recurrir forzosamente a la historia, que es lo que nos explica esta práctica. Los géneros literarios han vivido momentos difíciles en el terreno teórico. El impacto de las teorías de la revolución romántica, y luego el impacto mucho mayor de las teorías estéticas de las vanguardias históricas, han relegado el género al papel de muro de contención de la creatividad. En el contexto de las revoluciones estéticas, el género ha sido el enemigo que hay que batir, en nombre de la libertad del artista. Como explica Robert Stam, el análisis de los géneros está plagado de problemas. El primero de éstos es la cuestión de la extensión. Algunas etiquetas genéricas, como “la comedia”, son demasiado amplias para ser útiles, mientras que otras, como por ejemplo “biopics sobre Sigmund Freud” o “películas de catástrofes que incluyen terremotos”, son demasiado reducidas. Otro peligro es lo que Stam denomina el normativismo, es decir, imponer una idea preconcebida de lo que debe hacer una película de género, en vez de considerar el género como una plataforma para la creatividad y la innovación. Un tercer problema es la concepción del género como una entidad monolítica, como si las películas sólo pudiesen pertenecer a un género.

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Otro es la contaminación de la crítica de los géneros por el biologismo. Las raíces etimológicas de la palabra género en metáforas de biología y nacimiento promueven una especie de esencialismo. El teórico Thomas Schatz ha sugerido que los géneros tienen un ciclo vital, que va del nacimiento a la madurez para llegar, por último, a un declive paródico. Otro problema es que buena parte de la crítica de los géneros padece de Hollywoodcentrismo, un provincianismo que lleva a los analistas a restringir su atención al musical de Hollywood, por ejemplo, dejando de lado la chanchada brasileña, los musicales de Bombay (Bollywood), las películas mexicanas de cabareteras, las películas argentinas sobre el tango y los musicales egipcios de Leila Mourad. Una teoría sobre el género debe tener en cuenta que los géneros pueden estar sumergidos, como cuando una película parece pertenecer a un género en su superficie y, sin embargo, en un estrato más profundo pertenece a otro. Por otra parte, debe tener en cuenta los significantes fílmicos y los códigos específicamente cinematográficos, como el papel de la iluminación en el cine negro, del color en los musicales o del movimiento de la cámara en el western. Y debe contemplar también el estimulante instrumento de exploración social que puede constituir un género. Como pregunta Stam: “¿Qué descubrimos al considerar Taxi Driver como un western, o Espartaco (Spartacus, 1960) como una alegoría de la lucha por los derechos civiles? […]. Quizá el modo más útil de emplear el género sea entenderlo como un conjunto de recursos discursivos, una plataforma para la creatividad que el director puede emplear para elevar un género ‘inferior’, para vulgarizar un género ‘noble’, para inyectar nuevas energías en un género agotado, para verter un contenido nuevo y progresista en un género conservador o para parodiar un género que merece ser ridiculizado. Pasamos, pues, de una taxonomía estática a un movimiento activo de transformación” (2001, pág. 156). Para el espectador, el género tiene la función primordial de reducir el caos general del mercado. Gracias al género, ningún espectador acude al cine sin tener ni idea de lo que va a ver. Si un espectador decide ver Solo ante el peligro porque es un western, lo hace porque sabe que va a encontrar un sheriff abnegado, un saloon, una civilización incipiente puesta en peligro por el desorden; probablemente sospeche también que verá indios y praderas, aunque no se verá defraudado si uno de estos elementos no existe, con tal de que existan otros. Si el espectador

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decide ir a ver una película de gángsteres, lo hará porque desea ver una historia de gente deshonesta que lucha contra el orden en un contexto urbano, etc. No se trata de que el público tenga la certeza de cuál es la historia que va a ver, sino de que encuentre determinados objetos, ambientes, decorados y personajes. Al saber el género al que pertenece una película, el espectador se crea un determinado horizonte de expectativas, que normalmente serán satisfechas por el producto. El género determina así el valor simbólico de los espacios, personajes y objetos que aparecen en la película. Cuando hablamos de esta función de creación de un horizonte de expectativas, podemos ampliar el concepto de género. Cuando se trata de generar expectativas, la figura de un actor de renombre, como el caso de Arnold Schwarzenegger o Silvester Stallone, actúa creando un horizonte de expectativas similar al del género. En el caso de una película protagonizada por estos actores, el espectador espera ver acción, explosiones y muertos. Estamos ante una variación del clásico star system: estamos ante el actor-género. Los géneros canónicos no son más que artefactos dentro del gran artefacto que es el cine. Y son, además, artefactos especialmente perversos, por cuanto nacen de la mundana necesidad de la explotación comercial y de la racionalización de la producción, dos factores esenciales en la historia industrial del cine. Los géneros son producto de un sistema de producción perfeccionado, que se dio fundamentalmente entre 1930 y 1949, conocido como el “sistema de estudios”. Dos géneros canónicos: el western y el melodrama El western es uno de los primeros géneros en surgir y el primero en codificarse claramente. El western es el gran relato épico americano. Técnicamente es el género que narra la colonización del Oeste americano: por lo tanto, nos habla de la historia y de su visión ideológica a partir de tres vertientes: la geográfica, la histórica y la mítica. La primera hace referencia a las grandes rutas del relato de la expansión de los blancos del este hacia el oeste, como la ruta fundacional Lewis-Clark, el camino de Oregon, el camino de Santa Fe, la ruta de los mormones o la ruta de la fiebre del oro. La vertiente histórica del western abraza desde la fiebre del oro hasta que las líneas de ferrocarril se unen, con lo que quedan también unidas las dos costas del país. De 1890 en lo sucesivo, se ambientan los que se han denominado westerns crepusculares o de finales de siglo. Estos westerns se ruedan a finales de los años cincuenta y explican lo que pasa después de la colonización: lo que se recuerda al espectador es que la época del western se ha acabado, que ya se ha relatado todo sobre la colonización y el mito.

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La dimensión mítica del western se refiere a un hecho esencial: Estados Unidos vive en apenas doscientos años un proceso equivalente al que vive Europa en trece siglos. En esta aceleración histórica, la conversión de un personaje en mito se puede dar en una sola generación: Daniel Boone y Buffalo Bill se convierten en mitos en vida. Este proceso mitificador hace de un obrero rural (un cowboy) un héroe mítico: un centauro del desierto. El género hace una conversión de lo cotidiano en excepcional y de lo excepcional en casi milagroso. La fuente original de la que bebe el género viene directamente de las crónicas que escribían los periodistas del este, de los relatos literarios, de la fotografía: el western, que era una crónica de la realidad, se convierte en epopeya. El elemento central del western, desde esta dimensión mítica, es el enfrentamiento entre ley y orden, por un lado, y la libertad de espíritu, la utopía, por otro. De ahí deriva la riqueza del género: de la nostalgia de la frontera. Las constantes que se dan a lo largo de la historia del género son: 1) Por una parte, el conflicto entre civilización y naturaleza. Para el género, cuando la ciudad adquiere su forma definitiva deja de tener interés. Los elementos esenciales de la ciudad son el saloon como metáfora de la vida –música, placer, muerte, negocios, compra y venta de objetos–; la cárcel, como escenario de la ley; el banco, como signo de la civilización –el paso del trueque al dinero–; y el duelo en la calle, como manifestación de las periódicas crisis del proceso civilizatorio. 2) Por otra parte, los personajes: el héroe, con frecuencia errante y que encarna valores individualistas, rabiosamente libres, puesto que no se siente bajo la ley de los hombres; el cowboy, héroe en los westerns que se producen entre 1918 y 1930, y cuya función es la mitificación de una tarea rural, en realidad muy ingrata; el forajido (outlaw), figura mítica que puede adoptar matices positivos cuando se enfrenta a la corrupción; el sheriff, en el que recae la responsabilidad de encarnar la naturaleza problemática de los cargos electos, héroe cuando su causa es justa, pero villano cuando sucumbe a la tentación de la corrupción; el indio, oponente por definición; y la mujer, que, ya sea esposa abnegada, prostituta o emprendedora colonizadora, responde a la proyección imaginaria de alguien que no se arruga ante las adversidades de la nueva vida que representa el Oeste. En el terreno del cine, el término melodrama ha quedado como definitorio de un género cuyos resortes son universales y que tiene la función de servir para la catarsis sentimental del espectador. El melodrama norteamericano clásico articula tres elementos: un personaje víctima; una intriga, ya sea providencial o catastrófica; y un tratamiento que pone el acento en todo lo que es patetismo y sentimentalismo, lo cual implica privilegiar a la víctima. En el melodrama, por la mencionada función catárquica, el espectador ha de identificarse con todos los personajes sobre los que recaen las desgracias, aunque sean personajes de moral abyecta. El funcionamiento profundo del melodrama encuentra siempre sus raíces en el amor platónico, pues, como dijo Freud, la libido crece cuando encuentra obstáculos.

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Una característica importante es que se trata de un género dirigido –según una operación de carácter industrial– a la mujer. El star system del género, por lo tanto, es absolutamente femenino: Lilian Gish, Greta Garbo, Bette Davis, Joan Crawford y Jane Wyman. Por encima de otros géneros, el melodrama ha sido capaz de desarrollar un conjunto plenamente articulado de heroínas de todas las características, que, no obstante lo dicho, siempre habrían de tener el mismo final, o mejor dicho, los dos mismos finales: premio o castigo. Cuando la heroína decide vivir su pasión por encima de los valores instituidos, su único final posible es el castigo. La persona –siempre mujer– que, por su pasión, pasa por encima de clases sociales y estamentos impuestos por la ideología dominante acaba pagándolo caro. El melodrama está tan articulado y codificado que, por encima de otros géneros, facilita enormemente una lectura estructural. Las situaciones tipo son muchas pero finitas, y algunas son el secreto y/o la confesión; la enfermedad o la disminución física; la identidad problemática –sobre todo la bastardía–; la diferencia de edad entre amantes –normalmente, la mujer es mayor–; el triángulo amoroso; las diferencias raciales, etc.

2. Los modos históricos de la narración cinematográfica

2.1. Los primeros relatos cinematográficos “En el cine de ficción ha conseguido predominar un modo de narración. Tanto si le llamamos cine corriente, como dominante o clásico, intuitivamente reconocemos en ello una película ordinaria, de forma adecuada, con las normas extrínsecas predominantes. Nuestro ejemplo será el clasicismo más históricamente influyente: el cine de los estudios de Hollywood de los años 1917 a 1960 […]. Podemos definir la narración clásica como una configuración específica de opciones normalizadas para representar la historia y para manipular las posibilidades de argumento y estilo.” David Bordwell (1996). La narración en el cine de ficción (pág. 156). Barcelona: Paidós.

Esta cita de David Bordwell resume a la perfección la idea de que existe un modo predominante de narración cinematográfica, lo que implica que el estudio histórico de las formas de narración se ha ido elaborando por comparación con este modo. En el caso del análisis de las formas narrativas del cine de los inicios, éste se ha visto abordado desde el conocimiento previo de las del cine clásico. Es decir, el modo de narración del cine de los orígenes ha sido sistema-

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tizado como objeto de estudio sólo después de que se comprobara que, en efecto, era diferente a la forma de narración institucionalizada por el cine clásico. Si aproximadamente en 1917 surgió un modo de narración clásico, al que Noël Burch denomina modo de representación institucional, hay que preguntarse sobre el estatuto del periodo que iría de 1898 a 1917. Sobre esta forma cinematográfica anterior al periodo clásico, Burch se pregunta: “¿Se trata simplemente de una época de transición, cuyas singularidades se deberían a las fuerzas contradictorias que trabajan en el cine de la época (peso del espectáculo y del público popular, por una parte, aspiraciones económicas y simbólicas burguesas por otra)? ¿O bien se trata de un ‘modo de representación primitivo’, al igual que existe un M.R.I., de un sistema estable, con su propia lógica, su propia durabilidad?” (Burch, 1991, pág. 193). En las últimas décadas, se ha desarrollado un completo sistema de análisis del cine de los orígenes en el que se le otorga una naturaleza muy diferente a la de mero estadio imperfecto del discurso cinematográfico institucional, digno de estudio precisamente en la medida en que anticipa el cine posterior. Para muchos analistas, el cine de los orígenes tiene su propia estética, distinta de la del cine clásico, pero no por este motivo menos coherente y apreciable. Entre los rasgos principales de este modo de representación primitivo, al que no todos los historiadores y teóricos llaman así, cabe señalar, en primer lugar, la existencia de una autarquía del cuadro. Como explica Monica Dall’Asta, “esta fórmula indica la soberanía del encuadre respecto a lo profílmico, es decir, la condición por la cual lo profílmico está obligado a adaptarse al encuadre como a un rígido marco” (Dall’Asta, 1998, pág. 287). Los filmes de los orígenes se atienen, normalmente, a un único punto de vista y una única toma –el ejemplo más evidente son las vistas tomadas por los hermanos Lumière–; en este tipo de filmes, todo lo que ocurre es lo que ocurre literalmente ante la cámara. La inexistencia siquiera de la posibilidad de una articulación del campo-fuera de campo hace que sea materialmente imposible un punto de escapatoria temporal o espacial. Poco más tarde, cuando las películas constan de varios planos unidos, cada uno de éstos sigue siendo autónomo respecto a los otros que integran la secuencia. En el curso de una persecución, por ejemplo, cada plano se mantiene hasta

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que todos los perseguidos y perseguidores salgan del cuadro; y el plano siguiente muestra la entrada en el campo de todos los participantes en la persecución. Otros rasgos esenciales del modo de representación primitivo son la posición horizontal y frontal de la cámara, la conservación del plano de conjunto y la relación entre fuerza centrípeta y centrífuga que se produce en el mismo. Todos éstos redundan en la idea de la imposibilidad de una articulación espaciotemporal productiva entre los distintos planos. La organización espacial del cine de los orígenes adopta la forma del tableau. El plano no tiene la intención de constituirse en un encuadre, sino que es más bien un marco, un espacio enormemente codificado heredado del escenario teatral. Todos los objetos que aparecen en escena tienen como objetivo concreto llenar el marco, y parecen movidos por una fuerza centrípeta que los impulsa hacia el centro de la imagen. Por otro lado, la posición de algún personaje en el extremo del marco tiene como objeto construir una fuerza centrífuga que expulse al espectador del espacio fílmico. Mientras que en el cine clásico el espectador es introducido en la escena por una serie de operaciones de centrado que lo introducen de un modo “naturalista” en el espacio, en el cine de los orígenes el espectador es descentrado, repelido hasta los márgenes de un espacio enteramente regido por la atracción visual. El concepto cine de atracciones ha sido elaborado por el historiador Tom Gunning para explicar el modo dominante en la representación del cine de los orígenes. El término atracciones hace referencia aquí al carácter del cine como medio novedoso y sorprendente en sus primeros años de vida. El gran atractivo de buena parte del cine de la época era presentarse como una apoteosis de efectos cuya principal función era despertar la fascinación del público. En esta búsqueda de la fascinación del público, se encuentra implícito un reconocimiento del aparato técnico del medio. Una parte importante del cine de los orígenes se ve obligada a presentarse a sí misma como cine, es decir, como una atracción con un alto componente técnico. Es, por tanto, frecuente en el cine de los orígenes la mirada a cámara, algo que, al mismo tiempo que reclama la atención sobre los aspectos técnicos de la nueva atracción, impide la “naturalización” narrativa del medio. Si el espectador está “ahí fuera” de manera evidente, es que no está “dentro” del universo diegético; es decir, que el universo diegético no puede existir.

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Con el paso de apenas unos años, el cuadro perderá su esencia autárquica y comenzará a unirse con otros cuadros por medio de los raccords de acción y movimiento, articulando de este modo el espacio virtual y la continuidad temporal que constituyen la base de una narración; por otra parte, la mirada a cámara desaparecerá, y el cine dejará de considerarse una pura atracción. De este modo, se irá configurando la narratividad del medio tal y como lo entendemos; y se irá también conciliando la vocación de entretenimiento popular del medio con las necesidades simbólicas de un público burgués.5 El paso del modo de representación primitivo al modo de representación institucional encontrará su clave en la construcción de una mirada interna, que se constituirá con la creación de una cámara ubicua, y con su equivalencia con un narrador ubicuo y, por lo tanto, con un público ubicuo. La narración precisa de un punto de vista, y este punto de vista se configura en el cine a partir de la orientación del espectador por medio de los raccords de dirección, de miradas y de eje, que abolirán por completo la autarquía del cuadro.

2.2. La narración canónica: el ejemplo de Hollywood Para el análisis del relato cinematográfico clásico, se parte de la idea de que un aspecto esencial es la ordenación de los eventos a partir de la causalidad. Cada uno de los acontecimientos narrados tiene como causa un acontecimiento anterior, y es a su vez causa del posterior. Esta causalidad motiva los principios de organización temporal y espacial que, por alterados que parezcan, responden siempre a una lógica. En virtud de los principios de organización temporal y espacial, el relato clásico convierte el mundo de la historia en una construcción coherente que parece avanzar desde el exterior. La narración clásica depende de la noción del observador invisible y de la “ocultación de la producción”: la historia parece que no se ha construido; parece haber preexistido a su representación narrativa. El observador se concentra 5. Monica Dall'Asta (1998). “La articulación espacio-temporal del cine de los orígenes”. En: Jenaro Talens; Santos Zunzunegui (1998). Historia general del cine: Orígenes del cine (vol. 1). Madrid: Cátedra.

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en construir la historia, no en preguntar por qué la narración representa la historia de una manera específica. En su análisis del relato cinematográfico clásico de Hollywood, Bordwell propone tres puntos de partida generales: 1) En su totalidad, la narrativa clásica trata la técnica fílmica como un vehículo para la transmisión de la información de la historia por medio del argumento. 2) En la narración clásica, el estilo habitualmente alienta al espectador a construir un tiempo y un espacio coherentes y consistentes para la acción de la historia. 3) El estilo clásico consiste en un número estrictamente limitado de recursos técnicos organizados en un paradigma estable y ordenado probabilísticamente según las demandas del argumento. Todas las estrategias de visualización del cine clásico se agrupan según estos tres principios. El principio predominante es que cada uso técnico obedezca a la transmisión de información de la historia por parte del personaje, con el resultado de que cuerpos y rostros se convierten en puntos focales de atención. La fase de introducción incluye habitualmente un plano que establece a los personajes en un espacio y un tiempo. A partir de la interactuación de los personajes, la escena se divide en imágenes más próximas de acción y reacción, imágenes que formulan un objetivo, la lucha por este objetivo y las decisiones que comporta esta lucha. Todas estas imágenes están intensificadas por estrategias de construcción y mostración de escenarios, iluminación, música, composición y movimientos de cámara. El estilo clásico tiene como objetivo conseguir la máxima claridad denotativa. Cada relación temporal de una escena con la anterior se señala pronta e inequívocamente; la iluminación destaca la figura respecto al fondo; la grabación del sonido se perfecciona para permitir un máximo de claridad en los diálogos; y los movimientos de cámara intentan delimitar un espacio no ambiguo. Las convenciones estilísticas de la narración de Hollywood son reconocidas intuitivamente por la mayoría de los espectadores. Esto, según Bordwell, se produce porque el estilo desarrolla un número limitado de recursos. Ejemplos evidentes de esto son las diferentes iluminaciones, encuadres y engarces entre

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planos en el montaje; en todas estas operaciones hay un número finito de opciones consideradas correctas para una perfecta interpretación de la historia. En definitiva, el texto realista clásico se construye mediante un conjunto de parámetros formales que incluyen prácticas de montaje y usos de la cámara y del sonido que suscitan la apariencia de continuidad espacial y temporal. Esta continuidad se obtiene en el cine clásico de Hollywood mediante protocolos muy definidos de presentación de nuevas escenas, lo que Stam denomina “la progresión coreografiada desde un plano de conjunto a un plano medio o un primer plano” (2001, pág. 172); también mediante dispositivos convencionales para evocar el paso del tiempo, como fundidos o efectos de iris; mediante técnicas de montaje para suavizar la transición entre plano y plano, como la regla de los treinta grados, el raccord de posición, el raccord de dirección, el raccord de movimiento y los insertos para cubrir discontinuidades inevitables; y mediante dispositivos que sugieren la subjetividad, como el monólogo interior, los denominados planos subjetivos, el raccord en la mirada o la música. El cine narrativo clásico combina los códigos de percepción visual adquiridos en el Renacimiento –perspectiva monocular, puntos de fuga, impresión de profundidad, exactitud en la escala– con los códigos de narración dominantes en la literatura del siglo XIX. De esta manera, el propio cine se convertía socialmente en la prolongación de la novela realista, y adquiría el poder emocional y el prestigio diegético de ésta. “El cine clásico de Hollywood presenta a individuos psicológicamente definidos como principales agentes causales. Tales agentes se esfuerzan en resolver problemas concretos u obtener objetivos específicos, y la historia se cierra con la resolución del problema o con el éxito –o fracaso– rotundo en la consecución de los objetivos. La causalidad que envuelve al personaje constituye el principio unificador fundamental, mientras que las configuraciones espaciales están motivadas por el realismo y por necesidades compositivas. Las escenas se delimitan con arreglo a criterios neoclásicos de unidad de tiempo, espacio y acción. La narración clásica tiende a ser omnisciente, altamente comunicativa y hasta cierto punto autoconsciente. Si efectuamos un salto en el tiempo, se nos informa de esto mediante una secuencia de montaje o una línea de diálogo; si una causa desaparece, se nos informa sobre su ausencia. La narración clásica opera como una ‘inteligencia editora’ que selecciona ciertos periodos temporales para tratarlos a fondo y a su vez recorta y elimina otros acontecimientos ‘intrascendentes’.” Robert Stam (2001). Teorías del cine (pág. 173). Barcelona: Paidós.

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2.3. Otros modos narrativos Bajo esta etiqueta, Bordwell designa la forma de narración distintiva –cuando la hay, que no es siempre– de películas englobadas en la maquinaria de producción, distribución y exhibición tradicionalmente conocida como “cine de arte y ensayo internacional”. Aunque en realidad esta etiqueta no es más que un cajón de sastre conceptual que poco dice de su objeto de estudio, Bordwell la utiliza como instrumento para designar las evidentes diferencias narrativas que existen entre filmes como El eclipse (L’Eclipse, 1962) de Michelangelo Antonioni, Repulsión (Repulsión, 1965) de Roman Polanski o Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, 1945) de Roberto Rossellini, y otros como Río Bravo (Rio Bravo, 1959) de Howard Hawks o Forajidos (The Killers, 1946) de Robert Siodmak, ejemplos de textos narrativos clásicos de Hollywood. Al fin y al cabo, la marca “cine de arte y ensayo” no es mucho más ambigua que otras tan en boga como “cine moderno” o “nuevos cines”. Algunas de las características de la narración de arte y ensayo, definidas por oposición a las del cine clásico, son: • El cuestionamiento de la realidad como resultado de la coherencia tácita entre sucesos y de la consistencia y claridad de la identidad individual, que son características del relato clásico heredadas de la novela realista del siglo XIX. Para el cine de arte y ensayo, las leyes del mundo pueden no ser comprensibles o explicables, y la psicología personal puede ser indeterminada. De hecho, no es infrecuente que en el seno de este cine se aborde la realidad de la imaginación, pero como si fuera tan objetiva como el mundo fenomenológico real. • La rigurosa causalidad de los acontecimientos del cine clásico se reemplaza por una ligazón más débil entre eventos. El cine de arte y ensayo crea lagunas en la presentación que la trama hace de la historia. Al eliminar los plazos temporales, el cine de arte y ensayo no sólo crea vacíos inconcretos e hipótesis menos rigurosas sobre las acciones futuras; también facilita una aproximación de un final abierto. Al contrario que los filmes clásicos, el cine de arte y ensayo tiende a ser bastante restrictivo en su ámbito de conocimiento.

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• El cine de arte y ensayo presenta equívocos respecto a la causalidad de los personajes. Como explica Bordwell, “si el protagonista de Hollywood corre hacia su objetivo, el protagonista del cine de arte y ensayo se desliza pasivamente de una situación a otra”. Por otro lado, si el cine de Hollywood se centra en el argumento, el de arte y ensayo demuestra históricamente un mayor interés en el personaje. Las técnicas fílmicas pueden usarse, por tanto, para dramatizar procesos mentales, más que simples acontecimientos. • Las operaciones técnicas pueden estar orientadas también a la introducción de “comentarios” en el seno de la narración: la técnica no está orientada a una progresión diáfana de la historia, sino a la inclusión de estos comentarios de carácter connotativo o simbólico. En resumen, el cine de arte y ensayo es muy diferente del cine clásico porque incorpora lagunas narrativas permanentes y llama la atención sobre los procesos de construcción de la historia. Finalmente, la narración del cine de arte y ensayo no sólo exige comprensión denotativa, sino también lectura connotativa; exige, por decirlo de algún modo, un nivel más alto de interpretación. “Siempre que nos enfrentamos con un problema de causalidad, tiempo o espacio, solemos buscar una motivación realista. ¿Crea la dificultad un estado mental del personaje? ¿Está la ‘vida’ simplemente dejando cabos sueltos? Si nos sentimos frustrados, apelamos a la narración y quizá también al autor. ¿Viola el narrador la norma para conseguir un efecto específico? En concreto, ¿qué significado temático justifica la desviación? ¿Qué ámbito connotativo de juicios o significados simbólicos puede producirse a partir de este punto o pauta? Idealmente, el filme vacila, suspendido entre razones realistas y autorales. La incertidumbre persiste, pero se extiende como una incertidumbre obvia. Dicho crudamente, el eslogan procesal de la narración del cine de arte y ensayo podría ser: ‘Interprete esta película, pero hágalo maximizando la ambigüedad’.” David Bordwell (1996). La narración en el cine de ficción (pág. 213). Barcelona: Paidós.

2.3.1. El “modo historicomaterialista” y el “modo paramétrico”

Además de la narración clásica y la narración de arte y ensayo, Bordwell propone el análisis de otros modelos, históricamente minoritarios pero importantes para entender la evolución de los dominios de la narrativa en el medio

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cinematográfico. Uno de estos modelos es el que denomina narración historicomaterialista, origen del cine político de izquierdas y generado en el ámbito soviético entre 1925 y 1933. Aunque, visto de un modo general, el cine político de izquierdas no tiene una forma narrativa específica, puesto que puede apelar indistintamente a las normas del cine clásico y a las de la narración de arte y ensayo, este modo “historicomaterialista” constituye en sí mismo un modo peculiar del uso de las estrategias narrativas, lo que justifica su estudio como fenómeno diferenciado. La primera característica de este modo es su inclinación abiertamente retórica. El cine historicomaterialista soviético utilizó principios narrativos opuestos a las normas de Hollywood con una clara vocación dialéctica y con propósitos didácticos y persuasivos. En su seno podemos rastrear proyectos como la investigación científica del cine a cargo de Lev Kulechov, o el “montaje intelectual” de Sergei Eisenstein, orientados a combinar las exigencias poéticas del medio con la expansión de las doctrinas marxistas aplicadas a todos los ámbitos de la sociedad. Un primer aspecto que hay que tener en cuenta en este modo de narración es el uso del personaje, fruto de una concepción muy peculiar. Para los cineastas marxistas, los personajes pierden su individualidad y se convierten en prototipos de clases, medios o épocas. Incluso cuando muestran una personalidad acusada, como ocurre en muchas películas de Eisenstein, los personajes encuentran sus papeles en el marco de una motivación genérica. El objetivo didáctico de este cine hace que en muchas ocasiones se creen conflictos “narrativos” para defender las tesis. Por citar un ejemplo, cuando Eisenstein narra la Revolución de Octubre no espera que nadie acuda a la proyección si saber cómo va a acabar la película; lo que espera es que el discurso demuestre cómo toma su curso la historia y, en este caso, demuestre lo inevitable de la Revolución. Por lo tanto, en el cine historicomaterialista no existe una vocación camufladora que contemple la historia como un acontecimiento en curso que se muestra tal como sucede. La narración va por delante, como un guía didáctico, en busca de una adecuada construcción de la historia; y la presencia del narrador se sugiere constantemente: la narración no sólo es omnisciente, sino omnipotente. Una de las claves de esta omnipotencia se encuentra en el montaje, en el que se recurre al planteamiento de discursos a partir de un ejemplo o a partir de analogías, a figuras retóricas, metáforas o símiles, sinécdoques, personificaciones, hipérboles y otras figuras retóricas clásicas.

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En el cine historicomaterialista, la historia es previsible, pero la narración es imprevisible. Otro modo de narración estudiado por David Bordwell es lo que él denomina narración paramétrica, y que es el modo más raro y menos codificado de narración. Este modo de narración se basa en lo que Burch denomina parámetros y Bordwell, técnicas fílmicas, y podría denominarse igualmente dialéctico, poético o centrado en el estilo. La dificultad de su estudio sistemático estriba en que no pertenece a una nacionalidad, una escuela o un periodo histórico, por lo que debe ser rastreado en un corpus de textos muy disperso.

“Burch organiza las técnicas fílmicas en parámetros, o procesos estilísticos: las manipulaciones espaciotemporales del montaje, las posibilidades de encuadre y enfoque, etc. Construye cada parámetro como un conjunto de alternativas: a veces como oposiciones (iluminación suave/iluminación intensa, sonido directo/sonido mezclado), a veces como conjuntos (los quince tipos de emparejamientos espaciotemporales, las seis zonas del espacio exterior a la pantalla). Extiende el concepto de parámetro hasta incluir los factores narrativos (asunto, línea argumental, etc.). Burch da entonces un paso crucial. Postula que los parámetros técnicos son tan funcionalmente importantes para el conjunto de la forma fílmica como los narrativos. ‘El filme se hace ante todo de imágenes y sonidos; las ideas intervienen (tal vez) más tarde’. En lugar de exponer simplemente el argumento, el découpage del filme se convierte en su sistema por derecho propio.” David Bordwell (1996). La narración en el cine de ficción (pág. 279). Barcelona: Paidós.

El modo de narración paramétrico es aquél en el que el sistema estilístico del filme crea pautas diferentes a las demandadas por el sistema argumental. De nuevo nos encontramos ante una definición problemática, pues por sistema estilístico puede entenderse un gran número de elecciones formales, asociadas a pautas muy complejas de exploración e investigación. Las más elaboradas de estas pautas de exploración formal son el serialismo y el estructuralismo, que se apoyan en la construcción de la obra a partir de las propiedades de los significantes –y que consideran los significados sólo como fruto posterior del análisis. Las dos tienen puntos en común, pero también divergencias de enfoque. Como explica Bordwell, “el serialismo es un medio de composición, el estructuralismo es un método de análisis”. Ambas escuelas coinciden en subrayar la organización de significantes, la espacialización de la forma, la permutación y las estructuras no perceptibles,

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pero el serialismo valora la transgresión y la necesidad de cada obra de arte de construir un sistema único, mientras que el pensamiento estructuralista tiende a subrayar unas normas extrínsecas que constriñen las posibilidades sintagmáticas y paradigmáticas.

2.3.2. ¿Narración moderna o narraciones modernas? Los modos de narración de “arte y ensayo” y “paramétrico” ponen de relieve el problema conceptual de la “modernidad” cinematográfica. Producto de la modernidad de finales de siglo XIX, el cine –como la otra gran forma narrativa nacida en el seno de la cultura de masas, el cómic– está marcado por una naturaleza paradójica, pues nace moderno y sólo más tarde se convierte en clásico. La modernidad entendida como una superación del clasicismo, por tanto, es una etiqueta que sólo utilizarán determinados críticos, mientras que otros preferirán evitarla a toda costa. Entre los segundos está el tantas veces citado a lo largo de este capítulo David Bordwell, quien se abstiene deliberadamente de calificar ninguno de los modos de narración que postula como “modernos”. Para Bordwell, existen diferentes tipos de narración que podrían denominarse modernas. El problema estriba en los modelos que se toman como referencia. Si se entiende por narración moderna la que se desarrolla en la ficción literaria y el teatro del siglo XX –con ilustres representantes como, por ejemplo, Joyce, Kafka, Camus o Ionesco–, puede a su vez considerarse como moderna la denominada narración de arte y ensayo. Si se considera que la modernidad estética está vinculada al trabajo experimental y con fuerte carga política de artistas como Grosz, El Lissitzky o Bretch, por ejemplo, entonces hay que convenir que la modernidad cinematográfica se encuentra en el modo de narración historicomaterialista. Por último, si se considera que movimientos como el serialismo musical o el estructuralismo de los años cincuenta y sesenta son representantes de cierta idea de modernidad, la denominada narración paramétrica será el equivalente cinematográfico de esta modernidad. Y todo esto sin tener en cuenta que dentro del modo de narración clásico podemos rastrear la existencia de textos que inauguran nuevas soluciones formales y nuevas formas de ver y que, por lo tanto, merecen ser considerados modernos con todos los honores. La comprensión de los textos fílmicos cambia con el tiempo, y sólo después de que una estética par-

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ticular acabe siendo formulada explícitamente pueden entenderse los textos problemáticos que la ponen en crisis. La modernidad es, por tanto, una cuestión de los textos, pero también del cristal a través del cual se miran los textos.

2.4. Posmodernidad y nuevas narraciones Partamos de un punto de salida necesario: el cine posmoderno existe, y es el cine de la posmodernidad. Como posmodernidad entenderemos aquí la nueva actitud social del arte en las últimas décadas del siglo XX, basada en el pleno acceso de los materiales artísticos al mundo de la producción de los bienes de consumo. Para el filósofo estadounidense Fredrid Jameson, la posmodernidad es la forma cultural del capitalismo tardía; y el cine es el arte posmoderno por excelencia. En el primer ensayo en el que teoriza de manera completa el concepto, “Posmodernismo y sociedad de consumo”, Jameson centra su discurso en el problema de la identificación de imágenes formales y estilísticas en la cultura posmoderna, dada su afición por el pastiche, por la multiplicación monótona y el collage de estilos en oposición a la estética “profunda” y expresiva del estilo propio de la modernidad, y en el paso de la idea de una personalidad unificada a la experiencia “esquizoide” de la pérdida del ser en una época indiferenciada. Cuando Jameson comienza a analizar el posmodernismo como movimiento de reacción al modernismo institucionalizado, sostiene que hay tantas formas diferentes de posmodernismo como hubo modernismos superiores, dado que los primeros son por lo menos reacciones inicialmente específicas y locales contra estos modelos. Esto dificulta la tarea de describir el posmodernismo como un todo coherente, dado que la unidad de este nuevo impulso, si es que la tiene, no se da en sí misma, sino en los modernismos a los que trata de desplazar. Otros autores habían señalado que la posmodernidad pone en circulación lo que Hebdige denomina negaciones fundamentales: la negación de la totalización –un antagonismo frente a los discursos que abordan temas trascendentales–; la negación de la teleología –tanto en la forma de propósitos personales como de destino histórico–; y la negación de la utopía –el escepticismo respecto a lo que Lyotard denominaba grandes relatos, que otorgaban un horizonte de superación al ser humano. Desde un punto de vista estético, el rasgo de la posmodernidad que Jameson identifica con toda certeza es que se difuminan algunos límites o separaciones

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clave, como la vieja distinción entre cultura superior y la denominada cultura popular o de masas. El gusto prosaico, ostentosamente vulgar, y el kistch ya no se citan, como podría hacerse desde un discurso moderno, sino que se integran, “hasta el punto en el que parece cada vez más difícil trazar la línea entre el arte superior y las formas comerciales”. Rasgos esenciales de la nueva sensibilidad estética son el uso del pastiche –“en un mundo en el que la innovación estilística ya no es posible, todo lo que queda es imitar estilos muertos, hablar a través de máscaras y con las voces de los estilos en el museo imaginario”, y la nostalgia como forma de relación simbólica.

La nostalgia como forma de relación simbólica Hay tres películas que sirven para ejemplificar esta nostalgia como forma de relación simbólica; las tres son productos de lo que en el terreno de la teoría cinematográfica se denominó Nuevo Hollywood. La primera sería American Graffitti (1973), de George Lucas, en la que se reinventa una imagen del pasado; la segunda sería La Guerra de las Galaxias (Stars Wars, 1977), del mismo Lucas, película que, sin retratar pasado alguno, es claramente nostálgica al reinventar una experiencia nostálgica de consumo –para Jameson, Star Wars es un objeto complejo en el cual, en un primer nivel, los niños y adolescentes pueden tomarse sus aventuras en serio, mientras que el público adulto puede satisfacer un deseo más profundo y más propiamente nostálgico de regresar al periodo en el que los seriales de aventuras eran un producto artístico vigente y experimentar de nuevo sus extraños y viejos artefactos estéticos. Por otra parte, una película como En busca del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981) ocupa una posición intermedia: en cierto nivel trata de los años 30 y 40, pero en realidad también remite a este periodo metonímicamente a través de sus propios relatos de aventuras característicos (que ya no son los nuestros).

Jameson indaga también en la nueva textualidad propia de la posmodernidad, y sostiene que su característica más notable es la esquizofrenia, entendiendo la esquizofrenia, a partir de Lacan, como un desorden del lenguaje. Desde este punto de vista, la experiencia esquizofrénica es una experiencia de significantes materiales aislados, desconectados, discontinuos, que no pueden unirse en una secuencia coherente. “Observamos que cuando se rompen las continuidades temporales, la experiencia del presente se hace abrumadoramente vívida y ‘material’: el mundo aparece ante el esquizofrénico con intensidad realzada, llevando consigo una misteriosa y opresiva carga de afecto que brilla con energía alucinadora. Pero lo que podría parecernos una experiencia deseable: un incremento de nuestras percepciones,

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una intensificación libidinal o alucinogénica de nuestro entorno normalmente monótono y familiar se experimenta ahora como una pérdida, como irrealidad”. Esta esquizofrenia posmoderna, según Baudrillard, no está caracterizada por la pérdida de lo real, como suele decirse, sino, muy al contrario, por la proximidad absoluta, la instantaneidad total de las cosas, la sensación de que no hay defensa ni posible retirada.

Posmodernismo, lógica cultural del capitalismo tardío Jameson hace una formulación en la que parece transformar lo económico en lingüisticorrepresentacional, trazando una historia del símbolo a partir de la historia tripartita de Mandel. El elemento clave para Jameson es la cosificación, la conversión de las relaciones sociales en objetos inertes y congelados. En la primera fase del capitalismo, la separación entre el capital y el trabajo, entre el propietario y el proletario, entre el intercambio de valores en el mercado y el valor de uso social, se traslada al lenguaje mediante una separación del símbolo y su referente. Para Jameson, todo esto se refleja perfectamente en la hegemonía paralela del lenguaje científico y el referencial, capaces de controlar a cierta distancia las fuerzas extrañas y referenciales de la naturaleza como el capitalista controla a distancia la fuerza de trabajo o el terrateniente ausente controla la tierra. Progresivamente, se entra en la modernidad cuando el lenguaje se aleja de su referente, aunque sin perderlo de vista, alejamiento o cosificación que permite la crítica y la aspiración utópica. Sin embargo, el proceso de cosificación continúa inexorablemente, hasta llegar al momento posmoderno, en el que los símbolos carecen por completo de su función referencial del mundo, lo cual produce una expansión del poder del capital en el ámbito del símbolo, la cultura y la representación junto con el hundimiento del espacio de autonomía de la modernidad. En la modernidad, la economía y las formas culturales, aun teniendo ambas las mismas condiciones formativas de la vida social, se pueden separar. En la posmodernidad esta separación es imposible, por lo que no parece que se pueda encontrar en la cultura una manera de frustrar el ritmo inexorable de apropiación y alienación del capitalismo consumista.

En términos generales, los teóricos subrayan que la posmodernidad cinematográfica estaría caracterizada por la desaparición de un cine referencial o canónico. Tanto los cánones normativos de producción y consumo como el canon de la narración clásica se diluyen en una gama casi infinita de posibilidades. En especial, el canon clásico de narración se trocea y se pliega, dando forma a una nueva manera de narrar en la que la cita, la alegoría y la voluntad recicladora toman el relevo de las operaciones espaciales y temporales del relato clásico. Por

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otra parte, se relativizan ciertos códigos morales e ideológicos, lo que abre la puerta a nuevas formas de representación de la violencia, el sexo y otros elementos que el relato clásico trataba de manera muy especial.

2.4.1. El “nuevo Hollywood” A consecuencia de los cambios estratégicos desarrollados desde los años sesenta, Hollywood ha dejado de ser una fábrica de sueños para convertirse en un espacio de lucha en el que, en el seno de un mercado transformado, impera una única ley: la de la rentabilidad inmediata. Cierto es que la industria del cine estadounidense no ha conocido jamás un periodo prolongado de estabilidad: la historia de Hollywood es un largo relato de luchas y maniobras para mantener o mejorar el statu quo, para sobrevivir económicamente, para negociar con el Gobierno de turno las condiciones más favorables para su persistencia o expansión. Incluso durante lo que se considera periodo de consolidación del sistema de estudios, desde finales de los años veinte hasta comienzos de los cuarenta, la industria se vio sometida a un cúmulo de contingencias que hicieron peligrar su estabilidad y pusieron a prueba su capacidad de reacción. La adaptación a las prácticas de producción y a los procesos técnicos propios de la irrupción del cine sonoro, la Depresión, la coyuntura política derivada de la puesta en práctica del New Deal de Franklin Delano Roosevelt, son momentos críticos a los que Hollywood intenta adaptarse articulando respuestas generalmente fructuosas. Sin embargo, y a pesar de las muchas y complejas cuestiones que quedan por dilucidar, los analistas coinciden en que a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial la industria del cine estadounidense emprende una larga travesía de cambios, radicales y constantes, que acabarán modificando completamente su propia naturaleza. Cambios que acaecen por un único motivo: la salvaguarda de los beneficios. James Hillier (1992), analizando estas mutaciones, sostiene que “la industria del cine es, sobre todo, una industria. Cambia para preservar o incrementar su rentabilidad, no para producir mejor entretenimiento o arte”. El Hollywood contemporáneo se sitúa, desde una perspectiva teórica, en el cruce de un debate, en el que las transformaciones, por obvias que aparezcan y por profundas que se revelen sus consecuencias, no son vistas como momentos de destrucción sino como elementos de reformulación.

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De todas las cuestiones que se derivan de esta reconversión, hay dos que podrían –o deberían– guiar cualquier aproximación al fenómeno: el análisis económico del Hollywood contemporáneo –es decir, el estudio del modo en el que la reorganización empresarial de los grandes estudios ha dado lugar a un Hollywood diferente al de la era del cine clásico–, y el modelo estético o el modo de representación que ha surgido tras estos cambios. Sobre el primer asunto, Hillier sostiene que, a pesar de que el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial puede ser descrito como una fase de declive en algunos aspectos –número de estrenos, cifras de asistencia de público–, en 1990 la industria del cine muestra un gran dinamismo y rentabilidad, y los nombres de las majors –con la única excepción de la RKO, que cesó sus actividades a mediados de los cincuenta– son tan familiares como lo eran en el periodo clásico. Yvonne Tasker (1998) indica que algunos analistas, sin negar que los grandes sellos comerciales del periodo clásico permanecen en la actualidad, han apuntado que el desarrollo de grandes conglomerados de comunicación con intereses que se extienden por toda la industria del ocio tiene implicaciones significativas para el análisis de la industria. Según estos puntos de vista, un elemento central del proceso de creación de un nuevo Hollywood es el desarrollo de la nuevas corporaciones multimedia y de los nuevos lugares de exhibición y consumo. Con independencia de si las películas de Hollywood han cambiado formalmente o no, su existencia se produce en un paisaje comunicativo transformado, el del mercado multimedia. La existencia de conglomerados de comunicación permite una estrategia industrial por la que un producto o un artista en particular pueden venderse mediante distintos medios y/o generar una serie de productos distintos asociados al producto inicial. Respecto al surgimiento de un nuevo estilo cinematográfico edificado sobre las ruinas del relato clásico, la mayoría de los estudios señalan la vinculación de este fenómeno con la importancia de un grupo de “jóvenes” directores, el empleo de nuevas técnicas cinematográficas “rupturistas” como el uso de ópticas inusitadas, el steadycam –o cualquier otro procedimiento para proporcionar agilidad a la cámara–, la pantalla dividida y otras manipulaciones extremas de la superficie del encuadre y, sobre todo, la reformulación de los géneros populares del Hollywood clásico, en un cúmulo de variaciones intergenéricas y degeneradas. Se ha señalado que la aparición de los híbridos genéricos durante los años setenta y ochenta constituye el síntoma específico de una evolución en el estilo cinematográfico del cine comercial basado en los géneros.

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En la configuración de este nuevo perfil de la industria cinematográfica intervendrían, en suma, diferentes factores, como el surgimiento de un nuevo concepto de cine americano de autor; la expansión de la producción independiente; el éxito de poderosos directores-productores como Lucas y Spielberg; la aparición de nuevas técnicas que fracturan el mundo coherente de la narrativa clásica de Hollywood; el rápido desarrollo de las tecnologías informática y del vídeo; el empleo de sofisticadas estrategias de merchandising en torno a acontecimientos que van más allá del filme; y la puesta en práctica de nuevas estrategias de comercialización. Todos éstos, factores heterogéneos y complejos que se van desarrollando en distintos instantes históricos. En el Hollywood posterior a estas mutaciones, la producción se enmarca en tres modelos generales: los citados blockbusters, definidos por Thomas Schatz como “un espectáculo pre-vendido, con las mejores estrellas, un presupuesto excesivo, una historia desbordante y valores de producción de vanguardia”, que son la razón última de la hegemonía de los ejecutivos en el corazón de los estudios, y de la prolongación en el tiempo de aquellos grandes directores-productores de los 70. El sistema se completa con los filmes de clase A, que aparecen como las apuestas importantes de los estudios, terreno de los directores de prestigio y de las mejores estrellas; y los filmes de bajo coste, la denominada serie B en el Hollywood clásico, englobados en la actualidad bajo el muy genérico término de filmes independientes. Cada uno de estos contenedores muestra en su seno, de maneras muy distintas, las metamorfosis que han experimentado los géneros cinematográficos tradicionales, entendidos como instrumentos pragmáticos de indexación y racionalización de la oferta industrial. La clasificación en géneros entra en definitiva crisis a medida que se estabiliza el Hollywood posclásico y es sustituida, en la búsqueda constante del blockbuster, por distintas formas de intertextualidad puestas en práctica en virtud de su eventual comercialidad. Se generaliza, de esta manera, la apelación a referencias a un pasado glorioso, lo que Noel Caroll denomina alusiones, que establece en el mercado cinematográfico “un sistema de recompensas basado en el reconocimiento recíproco” de espectadores y responsables del filme, lo que, de algún modo, puede vincularse a la nostalgia propia del consumo cultural de la posmodernidad. Estas referencias al pasado se articularían a partir de las dos posiciones que Jim Collins ha definido como ironía ecléctica y nueva sinceridad. La primera es una estrategia “basada en la disonancia, en eclécticas yuxtaposiciones de ele-

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mentos que obviamente no están hechos el uno para el otro”, que se hallaría en textos percibidos como parodias o pastiches, en textos que se presentan claramente como híbridos genéricos y, en general, en aproximaciones desdramatizadas al pasado. La segunda fórmula, la nueva sinceridad, respondería a la necesidad de “recobrar una especie de armonía perdida”, una armonía que sería patrimonio de los géneros del Hollywood clásico y que convendría recuperar para disfrute del público actual. Los teóricos han observado que en el modo narrativo del blockbuster de Hollywood hay una serie de cambios respecto al modo de narración clásico. El más evidente de éstos es la mayor importancia de la trama, dominada por los efectos especiales y por un ritmo muy elevado de presentación de acontecimientos, en detrimento de los personajes y de la construcción narrativa.

Modelos de narración clásicos y contemporáneo Observemos en estos esquemas la comparación entre dos modelos de narración clásicos y el modelo del blockbuster contemporáneo: 1) En la figura siguiente, que corresponde a una narración cinematográfica del Hollywood clásico, comprobamos cómo el máximo grado de impacto espectacular se sitúa al final de la película, y constituye el “clímax” canónico de la narración. Figura 3.2.

2) La figura siguiente constituye una variación del modelo y muestra una construcción narrativa en la que se ha añadido un primer pico de impacto espectacular. Corresponde también a un modelo clásico, aunque en este caso, las condiciones de

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producción permitirían la inclusión de este primer momento de impacto hacia la mitad del filme. Figura 3.3.

3) Esta otra figura muestra el modelo narrativo del blockbuster contemporáneo, planeado desde el principio como una “montaña rusa” de impacto espectacular. Figura 3.4.

Algunos autores han identificado al espectador construido por estos textos como un nuevo tipo de “lector” más atraído por el espectáculo que por la narración. Y lo han hecho recuperando el concepto de cine de atracciones, forjado, como vimos, por Tom Gunning para referirse al cine de los orígenes, un tipo de cine que demandaba la atención del espectador, incitaba la curiosidad visual y proporcionaba placer mediante el puro espectáculo. El blockbuster de Hollywood

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posmoderno, al margen de gustos y sensibilidades, ha servido para que buena parte de la crítica, tanto académica como periodística, se haya visto en la necesidad de volver a contemplar que el placer del medio cinematográfico no se basa exclusivamente en el placer que se produce por medio de la narración, sino que es también, y ahora en mayor medida, fruto de un espectáculo visual y auditivo.6

6. Yvonne Tasker (1998). “Aproximación al nuevo Hollywood”. En: James Curran; David Morley; Valerie Walkerdine (1998). Estudios culturales y comunicación. Barcelona: Paidós.

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Capítulo IV Nuevas formas en la narración audiovisual

1. La narración televisiva

1.1. El discurso televisivo Del mismo modo que hizo con el cine, la investigación semiótica desarrolló constantes intentos de establecer la existencia de un lenguaje específico de la televisión. Y de nuevo se topó con la evidencia de un sistema heterogéneo y cambiante que, por lo tanto, no podía homologarse con un sistema de signos cerrados como el lenguaje verbal. La conclusión de las primeras investigaciones semióticas sobre la televisión fue, de este modo, que no tenía sentido estudiar lo específico televisivo si no era como el análisis de las combinaciones concretas de códigos, siempre heterogéneos e inespecíficos, que han ido desarrollándose en el tiempo. Para abordar un análisis específico de lo televisivo se hace necesario, pues, y como afirma González Requena (1995, pág. 25), centrar la investigación en el fenómeno de la programación, ya que es en ésta donde se encuentra lo específico del discurso de la televisión. La programación televisiva como discurso “El estudio de la programación como (macro)discurso permite además ampliar el campo de la investigación semiótica de los fenómenos televisivos más allá de los límites convencionales que caracterizan a la semiótica de la comunicación para incluir todos los procesos de significación implicados en estos fenómenos independientemente de que sean objeto de intercambio en los procesos comunicativos […].” “Evidentemente, todos los programas emitidos por una emisora de televisión y que configuran su programación poseen el carácter de mensajes implicados en un explícito proceso comunicativo en la medida en que interpelan al destinatario, demandando de él una respuesta interpretativa.”

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“No podemos decir lo mismo, sin embargo, del conjunto total de estos mensajes que constituyen la programación. El propio proceso comunicativo televisivo funciona como si la programación no fuera más que el marco de una serie continua de actos comunicativos autónomos y bien diferenciados.” “Plantear, en este contexto, la noción misma de discurso en el nivel del conjunto de la programación y ya no sólo en el nivel de los programas que la constituyen significa identificar un ámbito de significación que no es habitualmente percibido por el destinatario (y, en muchas ocasiones, tampoco por el destinador) como mensaje –y ante el que, por el mismo, se encuentra especialmente indefenso.” “Por otra parte, las mismas unidades de programación reconocidas por el destinatario como mensajes constituyen discursos portadores de múltiples niveles de significación más amplios que los que lo constituyen en mensaje, es decir, los especialmente marcados por el destinador (y reconocidos por el destinatario) como portadores de información.” “En otros términos, la diferencia entre discurso y mensaje y la mayor amplitud del primer concepto con respecto al segundo, permite descubrir en todo proceso de comunicación ámbitos de significación –es decir, fenómenos semióticos– que escapan a la conciencia y a la voluntad comunicativa de sus agentes; ámbitos, por ello mismo, de especial importancia para el análisis de los efectos psicológicos y sociológicos, si no incluso propiamente antropológicos, y que suelen escapar a la atención tanto de los análisis de contenido de corte funcionalista como de los estudios semióticos de nivel exclusivamente comunicativo.” Jesús González Requena (1995). El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad (pág. 26-27). Madrid: Cátedra.

La programación es la unidad sistemática y organizada, la estructura superior del lenguaje televisivo. A partir de lo que expone G. Requena (1995), podemos definir algunas características del discurso televisivo: 1) La primera es la fragmentación. Los programas televisivos son constantemente fragmentados, principalmente por la introducción en su interior de mensajes como anuncios publicitarios, informaciones de última hora o advertencias sobre futuros programas. Asimismo, los programas están divididos generalmente en capítulos o entregas emitidas periódicamente, y, muy a menudo, dentro de estas entregas también hay subdivisiones, que pueden prolongarse en otros momentos en diferentes programas. Existen, por otro lado, programas que ca-

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recen de autonomía desde el momento en el que remiten a la propia cadena, así como segmentos cuya única función es establecer la continuidad de la propia programación. 2) Una segunda característica es la combinación heterogénea de géneros. La relación entre la fragmentación del discurso televisivo y su necesaria presentación en continuidad produce como resultado una combinación muy diversificada de géneros. Esto no se traduce en una crisis de los géneros tradicionales, que se mantienen perfectamente reconocibles, sino en un aumento de su multiplicación y su presentación fragmentaria, lo que da lugar a la aparición de nuevos tipos genéricos de programas, denominados técnicamente formatos, que se caracterizan, precisamente, por la búsqueda de una perfecta adecuación en su seno de la mezcla de géneros. 3) La tercera característica es la falta de clausura. Como explica G. Requena (1995): “Quizá el aspecto más sorprendente del discurso televisivo es su tendencia a negar toda forma de clausura y, por ello, a prolongarse ininterrumpidamente hacia el infinito”. En esta ausencia de clausura se sustenta la paradoja fundamental de la televisión: su negación del sentido, dado que el sentido de todo discurso nace precisamente, según la teoría de la comunicación, de su clausura. De esta lectura del discurso televisivo se deriva que las dos condiciones que sustentan el funcionamiento simbólico de la narratividad –la clausura del relato y la demora de su resolución– hacen incompatible, en la teoría, el discurso televisivo y la narración.1

1.2. Televisión y relato Sin embargo, la televisión explica cosas, y lo hace construyendo historias. No obstante, estas historias –por ejemplo, los reportajes informativos– no tienen fin, no toleran demora alguna y están sometidas a una constante tensión espectacular, traducida normalmente en el bombardeo de estímulos escópicos; una tensión que se impone al desarrollo narrativo mismo. 1. Lorenzo Vilches (1993). “Las formas del discurso televisivo”. En: La televisión. Los efectos del bien y del mal. Barcelona: Paidós.

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De esta manera, muchos teóricos han observado que la lógica del discurso televisivo se ha ido desplazando progresiva e inexorablemente hacia la fórmula docudramática, una fórmula que supedita toda dimensión semántica al gesto mismo de escenificación. En la forma narrativa que se ha impuesto en televisión, tiene mayor importancia el sometimiento del actante al deseo del espectador que el reconocimiento del sentido que se deriva de la articulación narrativa. La introducción progresiva de elementos de ficción que se mezclan con la narración de la “realidad”, la conversión de la información en espectáculo, el necesario carácter serial de los formatos y su supeditación a las necesidades publicitarias son las características esenciales de la televisión contemporánea. El drama de la televisión “La teledifusión contemporánea se presenta como una manera de enunciar cuya autonomía frente al cine se basa por un lado en su falta de clausura, en su fagocitación constante y por otro, y sobre todo, en el absoluto privilegio del melodrama como modelo de representación. La telenovela constituye […] la mayor parte de un flujo televisivo definido por una uniformidad fragmentada. Tal uniformidad se basa en las incidencias de lo publicitario hacia la validación de un estilo de vida relativamente uniforme donde la familia ocupa el lugar central. Lo melodramático reviste así, dentro del flujo televisivo, una doble fuerza: incide visualmente en lo que el cine se apropió del melodrama decimonónico como modelo de puesta en escena e incide ideológicamente/temáticamente en series, telenovelas, telediarios y dibujos animados obsesionados por poner en evidencia la normativa moral del ciudadano medio. Se trata de seguir la misma ética comercial que movía a Owen Davis, aquel escritor de melodramas de principios de siglo, ‘a utilizar el diálogo sólo para expresar los nobles sentimientos tan caros a este tipo de público’. La principal diferencia del teatro popular estadounidense de principios de siglo con la televisión contemporánea en relación con su espectador medio consiste en que el cliente no se define en la masa de inmigrantes que acude a la platea sino en el consumidor potencial que ve sentado en su casa los mismos programas que ven millones de familias a través del globo.” Tomás López-Pumarejo (1987). Aproximación a la telenovela (pág. 63). Madrid: Cátedra.

En busca de esta mayor eficacia comunicativa, los formatos televisivos parten de un esquema heredado de la narración clásica, aunque este esquema aparece sometido a los mecanismos propios del medio. La narración predominante en televisión es, como se desprende de la cita que acabamos de exponer, un relato iterativo en forma de culebrón, de melodrama interminable.

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“[…] El culebrón, como el propio discurso televisivo, proclama su voluntad de no terminar nunca, de prolongarse indefinidamente: se enrosca sobre el deseo del espectador y, mientras lo tiene atrapado, se reproduce indefinidamente enroscándose a su vez sobre sí mismo, sobre sus personajes, sobre sus anécdotas narrativas.” Jesús González Requena (1995). El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad (pág. 121). Madrid: Cátedra.

El formato del culebrón encarna el proyecto mismo de la televisión: reproducirse indefinidamente y, a la vez, mantener el deseo del espectador constantemente atrapado. Para conseguir lo segundo, el culebrón pone en juego todas las técnicas posibles del impacto espectacular: apela a todos los fetiches de la cultura de masas y de la “cultura” de la publicidad, se planifica de una manera muy ágil, presenta una estructura narrativa muy compleja, en la que abundan los personajes de motivaciones inciertas que se relacionan en una infinidad de conflictos, y se presenta en secuencias muy breves. Para conseguir lo primero, el culebrón agota todas las posibilidades combinatorias de la trama y de los personajes en juego. La consecuencia de todo esto es la hipertrofia del relato y el vaciado del sentido. Y, con esto, la muerte de la narración como forma de conocimiento. Por decirlo de un modo coloquial: si todo, absolutamente todo, puede ocurrir, no importa nada de lo que ocurra.

1.2.1. El telefilme como modelo narrativo

Nacido a principios de la década de los cuarenta, el telefilme como forma narrativa surgió como una depuración rentable y operativa del cine de género de Hollywood. En el artículo “En alas de la danza: Miami Vice y el relato terminal”, Vicente Sánchez-Biosca (1989, pág. 13) explica: “Como la fórmula a la forma, así se comportó el telefilme durante sus primeros años de vida respecto al cine clásico”. El telefilme extrajo del cine clásico sus líneas maestras, tanto en lo que a la lógica narrativa se refiere, como a su concepción de la puesta en escena, y a continuación les imprimió un ritmo acelerado más propio de los tiempos que corrían y más acorde con las necesidades del medio de comunicación para el que se fabricaba.

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La relación entre filme clásico y telefilme está marcada por dos características: 1) En primer lugar, como producto netamente empresarial y siguiendo los esquemas típicos de la producción de bienes materiales, el telefilme se presenta como un relato serial, es decir, se esfuerza por depurar su técnica compositiva hasta lograr el modelo ideal –el prototipo–, y a partir de éste se reproduce según un esquema repetitivo. En este sentido, el telefilme sería una obra estandarizada. 2) En segundo lugar, el telefilme de los orígenes simplifica las estructuras narrativas del cine clásico con la intención principal de generar un ritmo vertiginoso propio del nuevo medio. Esto implica notables efectos secundarios, como la ausencia de historia y el debilitamiento de la biografía de los personajes, que pasan a encarnar estrictamente una función actancial, la sucesión de secuencias de duración muy escasa, o la estructura ordenada en torno a las pausas publicitarias. Estas dos características, estandarización y simplificación de las estructuras narrativas, no son privativas del relato televisivo, pues el cine clásico ya participaba en buena parte de las mismas. En efecto, la inmensa mayoría de la producción del Hollywood clásico responde a una lógica industrial de estandarización, a la vez que supone una simplificación de las estructuras narrativas de su modelo anterior: la novela realista. Las diferencias entre el relato fílmico y el relato televisivo son fundamentalmente de grado, y toman cuerpo en cuatro grandes niveles, según la lectura de Sánchez-Biosca (1989): 1) El primero de estos niveles es la planificación. El telefilme hereda la transparencia del montaje por raccord y la invisibilidad de la técnica –y su correspondiente borrado de las marcas de enunciación–, que fueron atributos del filme clásico. De hecho, las normas de la gramática hollywoodiense encuentran un notable acomodo en las condiciones de producción que impone el medio televisivo. La diferencia fundamental respecto al cine clásico es que el telefilme reduce las operaciones retóricas del montaje “transparente” a lo estrictamente funcional. Así, es frecuente en el telefilme: • La repetición constante de las estructuras plano/contraplano, correspondientes a las escenas dialogadas que ahora ocupan la mayor parte del telefilme.

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• El centrado de los objetos en el espacio. • El escaso relleno de los segundos planos, con un evidente abandono del trabajo en profundidad de campo. • El emplazamiento fijo de la cámara, lo que implica un fácil recurso al zoom, pues éste supone movilizar el objetivo, dejando inmóvil el aparato en su conjunto. • Limitación del sonido a los diálogos. El sonido es rigurosamente sincrónico de la imagen, cuenta con muy pocos efectos especiales y excluye casi completamente la superposición sonora. En definitiva, la planificación del telefilme se construye sobre el modelo más simplificado de la gramática cinematográfica clásica. 2) El segundo nivel en el que se operan las diferencias entre filme y telefilme es la estructura narrativa. En el telefilme, la estructura narrativa gira en torno a un fenómeno en principio externo al texto –las pausas publicitarias–, que acaba determinando los momentos de suspensión y las inflexiones fundamentales del relato. Sobre esta estructura suspendida se construyen las secuencias, reducidas a un metraje mínimo, y encadenadas por una lógica causal que, además, supone la total ausencia de conflictos secundarios. 3) Un tercer nivel sería de tipo discursivo, pues los telefilmes de los orígenes presentaban unas estructuras recurrentes que permitían, más allá de la carencia de historicidad de la serie, establecer un vínculo encubierto entre las unidades intercambiables que forman la serie. Esta estructura recurrente afecta a los roles de los personajes, a las fórmulas de planteamiento de los conflictos, a sus resoluciones y a la planificación de cada secuencia. La recurrencia de todo el sistema supone un efecto de reconocimiento en el espectador que hace más asequible la existencia de unidades. La clave de este discurso estructural recurrente es la repetición con variación, o la construcción de un relato iterativo. 4) Por último, existiría un cuarto nivel de naturaleza pragmática, puesto que lo que subyace a las diferencias entre filme y telefilme es una concepción diferente del espectador y de su relación pragmática con el relato. La televisión sustituye al espectador clásico individual por un individuo socializado dentro del

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colectivo familiar. Además, la mirada y la entrada del espectador en la ficción será distinta, precisamente porque el componente ficcional se disuelve en la televisión en beneficio de lo espectacular.

2. El ocaso de la narración: “cine del exceso” y videoclip

2.1. La narración en el “cine del exceso” Aunque el cine narrativo siempre ha abundado en momentos en los que el virtuosismo técnico de la imagen ha tenido el efecto de detener y alterar el carácter de la narración –véase el ejemplo, muy citado, de las películas musicales, en las cuales la narración se disuelve en complejos y elaborados números coreográficos acompañados de canciones–, no es hasta la irrupción masiva de las técnicas digitales de composición y creación de imágenes cuando los públicos asisten a un nuevo y definitivo cuestionamiento de la narración enfrentada a una superabundancia de imágenes tan espectaculares como autorreferenciales e hiperconscientes. Distintos teóricos han puesto como ejemplo muy válido del nuevo estatuto de la narración las películas de efectos especiales. Como explica Darley, en estas películas “la pericia técnica funciona para producir, precisamente, tanto el espectáculo como el reconocimiento del propio artificio”. La extraordinaria naturaleza de las imágenes en el cine de efectos especiales, por muy “invisibles” y técnicamente opacas que sean, atrae la atención sobre las propias imágenes, y sobre el lugar que ocupan en el seno de un sistema estético específico: “se trata de una naturaleza asombrosa tanto por lo que muestra como por la manera en que lo hace”. Las películas en las que priman los efectos especiales son películas de “emoción tecnológica”, en las cuales la concepción de que el cine es igual a narración, predominante, como vimos, en la época clásica, parece haber quedado superada. Los efectos visuales y de acción posibilitados por la técnicas digitales se han convertido en la actualidad en el rasgo estético predominante de este tipo de filmes, “habiendo dejado de ser digresiones y destellos de virtuosismo

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aislados e intermitentes”. Estas películas siguen siendo narrativas, pero la narración que desarrollan ya no es la razón principal para ir a verlas. Los públicos buscan y encuentran en las películas en las que priman los efectos especiales no el placer de la narración o el conocimiento que se desprende de la misma, sino la emoción tecnológica y el placer generado por un nuevo ilusionismo que pone en constante tela de juicio las posibilidades de las tecnologías de la imagen en los ámbitos de la representación y la simulación. Los críticos y estudiosos que siguen juzgando estas películas a partir de criterios y valores narrativos tradicionales generalmente se equivocan, pues no contemplan los nuevos valores de uso de estos textos. “El placer y la gratificación implican ahora una actitud diferente, una fascinación consciente provocada por el juego de referencias intertextuales y –en paralelo con la entrega a los sensacionales deleites de la imagen y la acción– por la perfección analógica y la aplicación espectacular de las propias imágenes, desligadas de sus vínculos referenciales. Imágenes que, pese a su imperceptibilidad y su ilusionismo perfectos, se ofrecen no obstante a una especie de juego perceptivo en torno a su propia materialidad y al artificio que se oculta detrás de su fabricación. Aquí se concede al propio significante tanta importancia como al significado.” Andrew Darley (2002). Cultura visual digital (pág. 179). Barcelona: Paidós.

Darley considera apropiado estudiar este nuevo cine a partir de la noción de desmesura o exceso. Kristin Thompson introduce la noción de exceso para explicar una dimensión de la textualidad cinematográfica que existe en todas las películas, y que reside tanto en la naturaleza física como en el carácter fabricado de todos los filmes. El exceso radica en esta multiplicidad de elementos presentes en una película que escapan al control de “sus estructuras unificadoras”, así como en componentes estilísticos inmotivados. En definitiva, el exceso es todo aquello que resulta suplementario para la función narrativa en el plano visual (y en el sonoro). Para aplicar la noción de exceso, no obstante, deberíamos liberarla de toda connotación negativa. El exceso no es “lo sobrante” ni “lo superfluo”, sino “lo complementario”. En el ámbito de la imagen, la película narrativa clásica se ha esforzado casi siempre por alejar la atención del espectador de este tipo de aspectos complementarios, precisamente mediante modos de apelación o de lectura que privilegian la concentración del espectador en diégesis absolutamente motivadas.

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Estos aspectos del texto cinemático sobre los que Barthes llama nuestra atención se encuentran relacionados con lo aparentemente superfluo, con el azar, con lo fortuito; es decir, precisamente con las acciones y las apariencias no motivadas. Aunque todos estos elementos se hallan presentes en el Hollywood clásico, no obstante tienden a escapar de nuestra atención –como mucho, sólo la rozan, de manera seductora y fugaz–, debido a la coerción de la motivación que implica la forma particular de narración clásica. Cuando las narraciones se debilitan y estos elementos complementarios aparecen en toda su magnitud, es cuando podemos hablar de “cine del exceso”.

2.1.1. La imagen de síntesis, paradigma del exceso

Las imágenes de síntesis, que han ido invadiendo progresiva e inexorablemente el medio cinematográfico y han ido apoderándose de su forma de representación característica, suponen un importante punto de inflexión en el estudio de la estética del cine, pero también en el análisis de la narración. Si el estudio de la narración, tanto escrita como audiovisual, ha sido asociado tradicionalmente a la idea de una visión del mundo, la irrupción de nuevas formas de ver el mundo o, incluso, la creación de nuevos mundos visuales obliga a los analistas a formular nuevas incógnitas sobre los planteamientos y efectos de una narración basada en estas nuevas maneras. En The Language of New Media, Lev Manovich afirma: “La imagen de síntesis generada por ordenador no es una representación inferior de nuestra realidad, sino una representación realista de una nueva realidad”. A una nueva realidad, no cabe duda, corresponden nuevas maneras de narrar. Para Michel Larouche (1998), la principal apuesta de las imágenes de síntesis no consiste tanto en “[…] la paradoja de la simulación (que) es poder simular la representación”, sino en el carácter virtual relacionado con la tercera dimensión inscrita en el programa de ordenador: “el aspecto interactivo o dialógico”. El espectador puede interactuar casi inmediatamente con estas imágenes, y convertirse en “espectador” (espectador-actor). Las imágenes de síntesis ponen en el primer nivel del consumo audiovisual la relación del espectador con la propia imagen, más que su relación con la historia narrada.

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Sobre esta naturaleza interactiva del medio en relación con estas nuevas imágenes, Larouche comenta: “evidentemente ya podemos avanzar que la imagen cinematográfica, dada su impresión sobre la película, no puede ser interactiva”, y añade: “pero la interactividad actúa a otro nivel”. El hecho de que las imágenes de síntesis supongan un radical cambio de paradigma –a la lógica de la representación óptica sucede la lógica de la simulación digital– implica a su vez un radical cambio de relación con las imágenes, en la cual tiene mayor importancia la dinámica que anima a las imágenes de síntesis que su resultado concreto. Edmon Couchot afirmaba: “El tiempo de la síntesis no reenvía más a los acontecimientos sino a las eventualidades, a un devenir posible del cálculo, dependiente del devenir mismo de la imagen, de los programas que la engendran y de las reacciones del espectador”. Para ambos teóricos, los filmes que combinan imágenes analógicas e imágenes digitales enfrentan sin cesar al espectador con las elecciones efectuadas y, por consiguiente, con las potencialidades suscitadas. Crean una verdadera interactividad. En el fondo, aquí se está hablando de lo mismo que apuntaba Darley a propósito de la marcada autorreferencialidad del cine de espectáculo contemporáneo. El espectador no vive la historia, sino que dialoga con el prodigio técnico de las imágenes. El teórico Roger Odin ha calificado esta forma de consumo como modo energético, y lo define como hacer vibrar al ritmo de las imágenes y los sonidos / ver un filme para vibrar al ritmo de las imágenes y los sonidos. En relación con la ficcionalización, esta energetización se caracteriza por el hecho de que la relación instaurada entre el filme y el espectador no es una relación entre la diégesis, el relato y el espectador, sino entre las imágenes y los sonidos y el espectador; imágenes y sonidos que tienen desde este momento su autonomía. Este tipo energético es el que funciona en los clips, en ciertas producciones de vídeo arte, en numerosas realizaciones en imágenes de síntesis, así como en la televisión, en los créditos o en ciertos interludios no diegéticos, pero también cada vez que nos abandonamos ante la televisión como ante un simple flujo que funciona a intensidad variable. Para Larouche, “el modo energético traduce la autonomía, en relación con la diégesis, de imágenes y de sonidos y su relación directa con el espectador”. Esta independencia de las imágenes y los sonidos resulta de una modificación de su estatuto. Las imágenes escapan a la referencia que les estaba asociada. La imagen

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se descubre como una imagen y ya no aparece como una síntesis espaciotemporal efectuada por el imaginario productor de una identificación, sino según una concepción plástica de un cuadro compuesta de coordenadas verticales-horizontales y de límites impuestos a la vista. “Se convierte ante todo en acto, elección que se interroga, juego”. Desde este momento, el espectador es interpelado como espectador, y el filme adquiere una dimensión performativa.

2.2. El vídeo musical: espectáculo y (no)narración El videoclip constituye una forma particular de producto televisivo que empieza a ser tratada con regularidad por los teóricos de la imagen posmoderna. “El vídeo musical aúna y combina música, actuación musical, y, de muy diversas maneras, gran cantidad de otras formas, estilos, géneros y recursos audiovisuales procedentes del teatro, del cine, el baile, la moda, la televisión y la publicidad. Algunas de ellas siempre han estado relacionadas directa o indirectamente con el pop, mientras que otras lo han comenzado a estar más recientemente. No obstante, con el vídeo musical estos elementos parecen combinarse con la música grabada y la actuación musical de un modo nuevo y característico. En este sentido, los vídeos musicales constituyen una de las formas más consumadas de esa dimensión de la cultura visual contemporánea que se basa en una estética de intertextualidad exhibida.” Andrew Darley (2002). Cultura visual digital (pág. 184). Barcelona: Paidós.

En 1987, E. Ann Kaplan dedicó su libro Rocking Arround the Clock: Music, Televisión, Postmodernism and Popular Culture a esta forma característica de la imagen contemporánea. En su estudio, Kaplan divide los videoclips en cinco tipos: “románticos”, de “preocupaciones sociales”, “nihilistas”, “clásicos” y “posmodernos”, y atribuye a cada uno de éstos características formales y narrativas específicas. Los videos “románticos” son aquellos que se basan en la narración de temas de pérdida y reencuentro, y en la proyección de relaciones sexuales normalizadas; los “nihilistas” son antinarrativos y subrayan estéticas sadomasoquistas, homoeróticas o andróginas; los “clásicos” emplean la estructura de mirada –masculina– característica del Hollywood clásico, o citan directamente sus géneros; los “posmodernos”, por su parte, son todos aquellos que no pueden encajarse en los

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anteriores compartimentos, y están marcados, según la autora, por una negativa de las imágenes a tomar una posición clara, a comunicar un significado evidente. Años después del estudio de Kaplan, podemos decir que lo “posmoderno” se ha convertido en la forma privilegiada del videoclip, dado que, como apunta Dick Hebdige, “se han convertido en una forma diseñada para contar una imagen más que para contar una historia”. Los contenidos narrativos del videoclip han ido dejando lugar a espacios no narrativos, a espacios de sugestiones visuales no realistas ni modernas que no llevan a identificación ni reflexión crítica alguna y que se refieren esencialmente a la propia imagen, en lugar de a un mundo exterior a la misma. Para Darley, la clara naturaleza híbrida del vídeo musical resulta patente, en el plano del texto individual, en la continua apropiación e incorporación de imágenes, estilos y convenciones propios de otros tipos y formas de imagen que acontece en sus cintas. El vídeo musical se halla implicado en un proceso de mutación que supone el derribo y la redefinición de las fronteras convencionales. Un importante factor que ha posibilitado este proceso ha sido la producción digital de imágenes. Efectivamente, desde los primeros años de la década de los 80 se han usado distintas técnicas de producción de imágenes por ordenador en el campo de la producción del vídeo musical, y su uso e importancia han aumentado enormemente dentro del género desde entonces y se han convertido en elemento fundamental del impulso hacia la producción de cintas construidas sobre la intensificación de modos de combinación o montaje de diferentes clases, estilos y formas de imágenes. El resultado de este proceso ha sido una estética que, aunque prolonga el culto de la imagen, de la superficie y de la sensación característico de la cultura visual contemporánea, ha producido su propia miscelánea característica de agrupaciones libres, de modelos y de ejemplares. En opinión de Darley, lo que en su mayoría tienen en común estas agrupaciones es su propensión a frustrar cualquier tentativa de categorización que pretenda realizarse siguiendo fórmulas tradicionales: “Así, preguntarse si una cinta determinada es ilusoria o antiilusoria, realista o antirrealista, tiende a resultar absurdo, ante todo por el grado tan elevado de autorreferencialidad que poseen los textos. En cuanto su referencia primaria la conforman modelos audiovisuales ya existentes, formas de imágenes, la personalidad de las estrellas en auge, etc., escapan en gran medida a una lógica referencial o figurativa. Además, los vídeos musicales intentan poco,

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o no lo intentan en absoluto, ocultar su dependencia respecto de otras formas, su eclecticismo, su saturación”. De esta manera, resulta claro y manifiesto que los videoclips musicales tratan de la imagen en sí, tratan de crear una imagen para un sonido, para un artista o artistas, y –la mitad de las veces– para una actuación musical. No obstante, la autorreflexividad de los vídeos musicales contrasta con la del cine de espectáculo. En éstos, la narración resulta aún menos importante en su composición, mientras que “la puesta al descubierto de su artefacto” ya no constituye una consecuencia indirecta del interés fetichista por la fabricación de precisión de las superficies, sino más bien un principio de producción. Para Darley, en términos estéticos, “los videos musicales ejemplifican el afán ecléctico combinatorio e intertextual, una modalidad ornamental del neoespectáculo, basado siempre en la forma”. Se detecta en los mismos una preponderancia de lo visual y una pérdida de importancia del significado figurativo tal y como se entiende tradicionalmente –esto es, en el sentido del realismo, de la narración. No es, por lo tanto, el significado, entendido en términos de una lógica figurativa o narrativa, sino la diversión producida por los significantes lo que constituye el rasgo estético predominante y quizá determinante de este subgénero. Esto es evidente tanto en los videoclips que aparecen preocupados por la imagen de manera obvia, como en aquellos que se muestran como “poco cuidados”, pues estos últimos remiten referencialmente al formato ya conocido de “lo amateur”, y se destacan precisamente por su “descuido calculado”. Análisis textual del videoclip Black or white de Michael Jackson En el fragmento siguiente encontramos un análisis muy ejemplificador del célebre videoclip de Michael Jackson Black or White, que introdujo el uso de la técnica del morphing, luego muy usada en la creación de efectos especiales. “Como en el caso de miles de vídeos musicales, sólo que más acentuadamente, la pista de imagen de Black or White resulta formalmente heterogénea, compuesta por una variada gama de formas y aproximaciones que implican distintas clases de acción real, de animación, de técnicas de vídeo y digitales. La ficción narrativa, el documental (imágenes de archivo) y diversas formas de actuación escenificada

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coexisten con los dibujos animados y con la animación tridimensional, así como con nuevas técnicas digitales que difuminan las distinciones categóricas y convencionales establecidas. Este empleo de distintas técnicas y formas produce un texto en el que se encuentra presente una verdadera profusión no sólo de distintos tipos de imagen, sino también de combinación de imágenes.” “Así, tomando en primer lugar el vídeo mencionado, hay fundidos imperceptibles realizados digitalmente, como el que congela figuras reales que están bailando, y, sin ningún corte, las fija como muñecos de un juguete de adorno. Fijémonos en el largo y espectacular plano de travelling que abre la cinta, de nuevo producido por medios digitales, con un aparente continuo plano subjetivo de zoom que parte de los aires, por encima de las nubes, y se introduce en el interior de una casa situada en una zona residencial. Para relatar lo que acontece en el interior de la casa, se usa un montaje narrativo de tipo clásico. Pero al mismo tiempo, la composición de la imagen dentro de un mismo plano resulta un rasgo llamativo, por ejemplo en la secuencia de la Estatua de la Libertad, en la que tanto el fondo como la figura de Jackson bailando han sido introducidos mediante mattes, o en la escena en la que Jackson, el cantante/intérprete, está superpuesto sobre imágenes de archivo de cruces ardiendo y otras similares. Como último ejemplo, podemos señalar lo que en la época en que apareció el vídeo resultó la combinación de imágenes más llamativa: las escenas de transformación realizadas digitalmente de primerísimos planos de gente cantando, que abarcaban cabeza y hombros, y permitían ver la sucesión de metamorfosis de los rostros, que mudaban de una persona a otra, hasta que aparecía Jackson y se trasmutaba en pantera. Junto a esto, está el hecho de que las transiciones entre las escenas o segmentos más importantes de la propia cinta producen yuxtaposiciones igualmente conflictivas o llamativas, dando lugar a una sensación general de fragmentación y de diversidad en el seno de la imagen. En conjunto, la planificación de la cinta posee claramente un carácter no narrativo, que, en todo caso, tendría mayor afinidad con el estilo de montaje que se asocia a las tendencias más radicales del cine de vanguardia. El constante desplazamiento en el tiempo y el espacio contrasta vivamente con la verosimilitud y la continuidad de las formas audiovisuales clásicas.” “Las escenas principales sólo quedan parcialmente unidas por la música mediante sus temas, más o menos relacionados con la infancia, con la globalización multirracial y multicultural y con la actuación del propio Jackson, ya que muchas cosas escapan a este principio. La ingente densidad formal de la cinta y la hibridación de estilos y convenciones (previamente) incongruentes que supone se encuentra urdida por un juego intertextual alusivo que surge de una mezcla de técnicas diferentes y de las formas y estilos visuales asociados a ellas. Así, la calle residencial sobre la que descendemos nos recuerda a la entonces reciente Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1991), y el drama familiar que precede a la canción alude tanto a la comedia de situación televisiva como al serial. A lo largo de todo el vídeo, éste incorpora distintas formas, géneros y estilos, y hay referencias y alusiones a otros tipos de textos. Éstos van desde los documentales sobre naturaleza

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y antropológicos, pasando por la publicidad y el musical, hasta llegar, en la escena del baile del final, al film noir, al género de terror (indirectamente, a Pesadilla en Elm Street [A Nightmare on Elm Street, 1984]) y a los dibujos animados (directamente, a Los Simpsons).” “Por supuesto, todo lo que hemos mencionado implica también una compleja diversidad de estilos visuales, un rico y conflictivo tejido de patrones, formas y texturas, de escenarios, vestuario, acción y color, lo que contribuye a causar la impresión de contraste y conflicto que se produce en el plano formal. En efecto, la cinta nos trae a la cabeza la idea de extravagancia, y nos recuerda un concepto acuñado por Eisenstein para describir sus primeros experimentos en el teatro, una especie de ‘montaje de atracciones’. Los sentidos son asaltados por una profusión de imágenes, estilos y convenciones incongruentes, los significados aparecen parcialmente y son cancelados o reemplazados por otros distintos, o quedan relegados por las distracciones y por la fascinación que producen el carácter simultáneamente complejo y fugaz de las propias imágenes.” “Y sin embargo, a pesar de todo, existe un claro vínculo unificador mantenido por la actuación de Jackson, por la propia canción, y por el intento de unirlo todo mediante el regreso, al final, al contexto familiar; un reflejo directo de la escena introductoria, con la diferencia de que esta vez es un padre de dibujos animados (Homer Simpson) quien intenta imponer a su hijo su desagrado por la música de Michael Jackson. Por consiguiente, en términos de forma sería incorrecto intentar relacionar a Black or White demasiado estrechamente tanto con el vanguardismo moderno como con el realismo popular. Se trata, más bien, de un híbrido complejo, que muestra rasgos formales y estilísticos característicos de ambos, pero que en última instancia produce una impresión general bien diferente a la de cualquiera de ellos.” “Quizá la faceta más seductora de esta extravagancia visual, y lo que de hecho constituyó en la época su atracción más novedosa, sean las secuencias de imágenes producidas mediante lo que entonces era una técnica de procesamiento digital de imágenes recientemente perfeccionada llamada morphing. Esta técnica permitía la metamorfosis en pantalla de una figura de acción real en otra, Black or White utilizó este recurso con el que logró un efecto notable, produciendo así nuevos ejemplos de lo que he denominado ‘fotografía imposible’. Somos testigos de una ‘captación simulada’ –una ‘fotografía de acción real’– de una persona que se transforma en pantera, y de una secuencia extraordinaria en la que planos reales de cabeza y hombros de individuos de distintas razas y sexos muestran la metamorfosis en tiempo real de unos en otros, mientras todos aparentan cantar la canción que da título al vídeo. Si la novedad de este efecto de imagen llama ya la atención sobre el mismo, el contexto dentro del cual aparece consagra su uso como un ejemplo más de atracción visual.” Andrew Darley (2002). Cultura visual digital (pág. 190-192). Barcelona: Paidós.

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3. Más allá de la narrativa audiovisual: relato e interactividad

3.1. Nuevas pantallas y nuevos relatos Como ya se ha apuntado en varios capítulos de esta obra, si algo ha caracterizado el territorio de la imagen en la última década del siglo XX ha sido la convergencia entre la imagen cinematográfica y las amplísimas posibilidades del ordenador. Ahora trataremos la ya larga, pero en absoluto agotada, unión de la capacidad de cálculo y almacenamiento de los ordenadores y las promesas de lo digital con las diferentes manifestaciones de la narración, unión que ha abierto nuevas posibilidades a los narradores y ha contribuido a la aparición potencial de verdaderos lectoautores. Si, como vimos, la imagen digital cinematográfica presuponía la existencia de un lector que dialogaba con lo visible de un modo más consciente, la aparición de una narración que participa de las posibilidades interactivas que ofrece el ordenador abre la puerta a un auténtico diálogo del lector con las potencialidades de la obra, que se define en el momento de la lectura. Desde un punto de vista semiótico, toda lectura es productiva, pues implica un cierre del sentido del texto; sin embargo, en las denominadas ficciones interactivas, esta productividad de la actividad lectora se multiplica, por lo menos en apariencia, hasta constituir la seña de identidad de una nueva forma de relación autor-lector. Las primeras formas de narración interactiva pusieron el énfasis en la estructura de la ficción. Si la narración tradicional, que es la que hemos estudiado profusamente a lo largo de los capítulos de esta obra, ofrece al lector una serie de acontecimientos ordenados en una línea causal según el criterio de un autor, la ficción interactiva está organizada en formas paralelas o más exactamente dendríticas –en forma de árbol– que abren al lector la posibilidad de elecciones. Lo que ocurre en las ficciones interactivas depende en mayor o menor medida de las selecciones del lector; y decimos en mayor o menor medida, pues a nadie se le escapa que el máximo control lo tiene todavía el autor, que es quien prevé las diferentes posibilidades y quien plantea los nexos entre los diferentes acontecimientos de la trama. El estudio de la evidencia de una nueva forma de comunicación basada en la disposición hipertextual de mensajes y en la necesaria acción de un interactor –es decir, un lector que interactúa con el texto– ha provocado la relectura de buena parte de la producción narrativa literaria, así como de una porción nota-

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ble de la narración cinematográfica, que ahora se contemplan como antecedentes de esta nueva forma. En su fundamental estudio Hamlet en la holocubierta, Janet Murray habla de los “precursores de la holocubierta”, y cita entre éstos obras literarias de Jorge Luis Borges –El jardín de senderos que se bifurcan– o textos cinematográficos como ¡Qué bello es vivir! (Frank Capra, 1946), Regreso al futuro (Robert Zemeckis, 1985) o Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993), a los que identifica con la etiqueta de “historia multiforme”. Para Murray, la “historia multiforme” es una obra escrita o dramática que presenta una única situación o argumento en múltiples versiones, versiones que serían mutuamente excluyentes de nuestra experiencia común. Lo que caracteriza a las obras citadas por Murray es que presentan una estructura narrativa fragmentada, e identifican los esfuerzos de los personajes por restaurar una coherencia textual con las diferentes posibilidades de lectura. Son, de hecho, obras que contemplan en su seno todos los trayectos de lectura potenciales, y muestran al mismo tiempo soluciones divergentes. “[…] Las historias impresas y filmadas llevan tiempo intentado superar los formatos lineales, no por mera diversión, sino en un esfuerzo por mostrar la percepción de la vida como una suma de posibilidades paralelas, algo muy característico del siglo XX. La narrativa multiforme intenta presentar estas posibilidades simultáneamente para permitirnos concebir al mismo tiempo múltiples alternativas contradictorias. Sea la narrativa multiforme un reflejo de la física posterior a Einstein, de una sociedad moderna obsesionada por la múltiples posibilidades de vida o de una nueva sofisticación del pensamiento literario, las diversas versiones de la realidad son ahora parte de nuestra forma de pensar y de experimentar el mundo. Sin embargo, para capturar un guión que se bifurca constantemente necesitamos algo más que una novela laberíntica o una secuencia de películas. Para capturar de veras tales permutaciones en cascada, necesitamos un ordenador.” Janet Murray (1999). Hamlet en la holocubierta. El futuro de la narrativa en el ciberespacio (pág. 49). Barcelona: Paidós.

3.1.1. Las propiedades de los entornos digitales

En el mismo libro citado, Murray enumera lo que ella denomina “las cuatro propiedades esenciales de los entornos digitales”, que los convierten “en un poderoso vehículo para la creación literaria”. Estas propiedades son las que

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explican las posibilidades de “interactividad” del medio digital, así como su naturaleza “inmersiva”.2 Para Murray, en primer lugar, los entornos digitales son secuenciales. La relación del programa informático con el interactor se realiza de un modo secuencial. De hecho, el mayor poder del ordenador se basa en su capacidad de almacenar, calcular y servir enormes secuencias de información, que siempre se presentan ante el lector según un orden determinado por el programa a partir de las “entradas” del propio lector. En segundo lugar, los entornos digitales son participativos. El ordenador –más bien su programa– tiene la potencialidad de responder a las acciones de un interactor. El conjunto de reglas que guía la presentación de las informaciones permanece oculto a simple vista, pues depende de la codificación de las respuestas de quien está frente al mismo. Estas dos características, secuencialidad y participación, son las que construyen la “interactividad” del medio. El programa presenta sus informaciones en secuencia a partir de las órdenes que recibe de un interactor. En tercer lugar, los medios digitales son espaciales. A diferencia de los medios lineales como los libros y las películas, que muestran el espacio mediante descripciones verbales o de imágenes, los entornos digitales recrean espacios en los que el interactor puede moverse, desarrollarse. Esto es evidente en los juegos que se presentan como relatos laberínticos en los que el espacio tiene una gran importancia, pero también en los juegos no basados en la narración, juegos de mecanismo simple como los clásicos Pong o Pacman, en los que frecuentemente sólo se pide un ejercicio de reflejos que tiene como objeto conquistar un espacio. En cuarto lugar, los entornos digitales son enciclopédicos. La enorme capacidad de almacenamiento y gestión de ingentes cantidades de información hace que la interacción con ordenadores provoque perspectivas enciclopédicas. Si toda lectura es una acción enciclopédica, pues todo texto se lee a la luz de otros textos, en el caso de la lectura en el medio digital esta capacidad enciclopédica es notable y constante, y se presenta en toda su potencia en el acto mismo de lectura. 2. Susana Pajares Toska (1997). Las posibilidades de la narrativa hipertextual; Jaime Alejandro Rodríguez Ruiz. Teoría, práctica y enseñanza del hipertexto de ficción: El relato digital.

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Estas dos últimas características, espacialidad y enciclopedismo, son las que rigen las posibilidades “inmersivas” del medio. El programa presenta sus informaciones a partir de un gran espacio virtual que se prolonga de manera enciclopédica a partir de fórmulas hipertextuales, en las que unos fragmentos de textos por leer aguardan para complementar los ya leídos.

3.1.2. Historia, discurso y relato en el medio digital

Las posibilidades de la narración en el territorio digital son amplísimas. Internet abunda en ejemplos de experiencias en las que la acción narrativa se une a la exploración de estéticas particulares. Las más destacables, por el momento, están vinculadas al ámbito de la literatura basada en el lenguaje verbal, y son las obras de autoría compartida que evolucionan, de manera moderada o no, con las múltiples aportaciones de internautas que adoptan el papel simultáneo de lectores y autores. Algunos teóricos han hecho notar desde el comienzo que estas propuestas oscilan entre los dos extremos de espectro literario: algunas están orientadas hacia el experimentalismo vanguardista; otras, a la relectura/reescritura de formatos considerados de masas.3 La literatura hipertextual que ofrece la Red se basa en las posibilidades dialogantes del ordenador. Lo específico del medio digital es la intermediación del ordenador en la producción y exhibición de la obra. Como explica Xavier Berenguer, narrar por medio de un ordenador, entendido éste como medium, significa explicar una historia de manera interactiva; es decir, ofrecer al espectador la posibilidad –y obligar en parte a su ejercicio– de intervenir en su desarrollo: “El reto fundamental de toda historia interactiva consiste en resolver adecuadamente el dilema interactivo, esto es, la necesidad del autor de controlar la historia y la libertad del interactor de variarla”.4 En el mismo artículo, Berenguer explica los diferentes tipos de narrativa interactiva. En contraste con la narrativa lineal que ofrece la literatura y el cine, la narrativa interactiva es, por definición, multilineal: a pesar de que el lector re3. Para consultar una antología de literatura digital: Hermeneia: . 4. Xavier Berenguer (1998). Històries per ordinador: .

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cibe necesariamente la información textual de manera secuencial, los caminos narrativos y los resultados de cada elección pueden ser múltiples. El más sencillo de los modelos de narrativa interactiva es el que se presenta en forma ramificada o dendrítica, de modo que cada acontecimiento puede contemplar diferentes alternativas de continuación, cada una de las cuales determina un devenir narrativo concreto y abre, a su vez, caminos a nuevas alternativas. En el curso de la narración, el interactor es invitado a elegir una de estas continuaciones, un fragmento concreto de texto –que los especialistas en narrativa no lineal, inspirados en el análisis textual de Roland Barthes, han denominado lexia– que abre un determinado camino narrativo. Éste es el modelo específicamente hipertextual, y es el que puede encontrarse en las propuestas narrativas desarrolladas en Internet. Este modelo, de evidente simplicidad, tiene dos problemas principales: el primero es que, a pesar de su apariencia de interactividad, las consecuencias reales de las elecciones del lector son muy limitadas, pues están todas previstas en el guión inicial; el segundo es que la complejidad de todo el sistema tiene un margen muy estrecho, pues cuantas más alternativas se plantean, más fácil es desorientar al lector y destruir la experiencia narrativa. Otra forma de relato interactivo es la narrativa “interrumpida”, que se produce en los denominados juegos de aventura.5 Normalmente, estos juegos presentan un universo diegético muy concreto y detallado –a partir del establecimiento de espacios, tiempos y personajes con características determinadas–, que se interrumpe para ofrecer indicios al interactor. Éste, tras un proceso frecuentemente muy complejo de evaluación y organización conceptual, va construyendo una historia. Berenguer apunta que el principal problema de estos relatos se encuentra en el tiempo de lectura, pues aunque estos juegos tienen sin duda un tiempo del relato, no hay un modo preestablecido de imponer un ritmo a la actividad lectora e interpretativa. La inteligencia del lector, o al menos su competencia, es una variable que determina muy estrechamente la experiencia narrativa. Un tercer método, que Berenguer califica como “el más prometedor y a la vez el más exigente a la hora de idear la historia”, toma el nombre de una 5. Juegos de aventura: 1) The World of Monkey Island: ; 2) The Longest Journey: ; 3) Syberia: .

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manera moderna de programación. Se trata de la narrativa orientada a objetos. En esta forma narrativa, inspirada en los juegos de rol y en los juegos de simulación como Los Sims, se parte de una trama genérica que enmarca la historia, de las características de los personajes que intervienen, y de unas reglas generales de comportamiento que se aplican al sistema. Las sucesivas decisiones de los interactores, al entrar en contacto con estas reglas, generan las posibles historias. En este caso, no hay una sola solución al juego, sino múltiples posibilidades, que imitan la coherencia de una “vida” regida por las citadas reglas.

3.2. La inmersión en el drama: el videojuego La relación entre videojuegos y narración es un tema abierto a discusión. Para algunos autores, los videojuegos, o al menos ciertos videojuegos, suponen un gigantesco paso adelante en la consecución de un cine interactivo; para otros, la satisfacción que genera un juego es del todo opuesta al placer narrativo. Para disfrutar de una narración, sólo hay que tener disposición y prestar atención –el proceso de lectura implica, por supuesto, un grado elevado de actividad emocional y cognitiva, pero no una acción externa al relato–; por el contrario, para disfrutar de un juego hay que realizar acciones que requieren habilidad y, casi siempre, el perfeccionamiento de esta habilidad es lo que genera satisfacción. En géneros como los juegos de lucha, los simuladores deportivos y los juegos de acción que ponen el énfasis en las actividades que realiza el jugador, el placer lúdico está generado por este incremento de las habilidades; en otros géneros, como los juegos de aventura, la habilidad para resolver enigmas constituye una satisfacción en sí misma, pero que lleva asociada, al mismo tiempo, un placer narrativo. El debate seguirá abierto: aunque muchos juegos no se basan en la creación de un mundo diegético, otros demuestran que los aspectos lúdicos y narrativos no son necesariamente excluyentes. El juego como drama simbólico “Un juego es una forma abstracta de contar una historia que se parece al mundo de la experiencia común, pero lo reduce para aumentar el interés. Todos los juegos, sean elec-

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trónicos o de otro tipo, se pueden experimentar como un drama simbólico. Independientemente del contenido en sí o de nuestro papel en él, siempre somos los protagonistas de la acción simbólica, que puede seguir uno de los siguientes argumentos:” • • • • •

“Encuentro un mundo confuso y descubro sus claves.” “Encuentro un mundo dividido en trozos y los uso para formar un todo coherente.” “Me arriesgo y soy recompensado por mi valentía.” “Encuentro un antagonista difícil y le venzo.” “Encuentro un desafío interesante de habilidad o estrategia y tengo éxito resolviéndolo.” • “Empiezo con muy poca cantidad de algún bien valioso y acabo con mucha cantidad (o empiezo con una gran cantidad de alguna cosa inservible y me deshago de todo).” • “Un mundo de impredecibles emergencias me desafía constantemente y sobrevivo.” “Incluso en aquellos juegos en los que estamos a merced del dado, representamos un drama significativo. Los juegos de puro azar son fascinantes porque ejemplifican nuestra indefensión ante el universo, nuestra dependencia de factores impredecibles, y también nuestro sentido de la esperanza […]. De hecho, aunque perdamos, seguimos siendo parte del drama simbólico del juego. En este caso, los argumentos pueden ser los siguientes:” • “Fallo una prueba importante y me derrotan.” • “Decido intentarlo una y otra vez hasta que lo consigo.” • “Decido ganar haciendo trampas, es decir, actuando fuera de las reglas, porque la autoridad está para saltársela.” • “Me doy cuenta de que el mundo está confabulado contra mí y otros como yo.” “Por tanto, en los juegos tenemos la oportunidad de representar nuestra relación básica con el mundo: nuestro deseo de superar las adversidades, de sobrevivir a las derrotas inevitables, de dar forma a nuestro entorno, de dominar la complejidad y de hacer que nuestras vidas encajen como las piezas de un rompecabezas. Cada movimiento del juego es como un giro argumental en esas historias simples pero atrayentes.” “[…] Los juegos entretienen porque no sirven para nuestra supervivencia inmediata. Pero las habilidades de juego siempre han sido ejercicios de adaptación al medio. Los juegos permiten una práctica segura en áreas de habilidad que sirven para la vida real, son ensayos de la vida […]. La violencia y la simplicidad de las historias de los juegos de ordenador son un buen comienzo para examinar las posibilidades que tiene el intrínsecamente simbólico contenido de los juegos, y ver si podrían dar lugar a formas narrativas más expresivas.” Janet Murray (1999). Hamlet en la holocubierta. El futuro de la narrativa en el ciberespacio (pág. 155-157). Barcelona: Paidós.

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3.2.1. Espacio, tiempo y punto de vista en el videojuego La característica esencial del discurso del espacio en el moderno videojuego es que éste se muestra casi siempre como explorable. En contraste con el espacio del texto literario, que, como vimos, es una construcción mental del lector guiada por la descripción del autor, o del espacio cinematográfico, que se muestra linealmente, el espacio en los videojuegos se construye por medio de la exploración del interactor –si bien esta exploración está limitada, en muchas ocasiones, por fronteras que hay que franquear mediante diferentes habilidades. La evolución de la representación del espacio La representación del espacio en el videojuego ha adoptado diferentes grados de complejidad conceptual y visual. La más antigua de las formas de representación espacial, que puede rastrearse fácilmente en los primeros juegos para ordenador, se basa en la descripción textual. Muchos de estos primeros juegos no eran otra cosa que las conocidas “aventuras textuales” o “conversacionales”, en las que el espacio aparecía representado mediante el discurso verbal. Las respuestas del interactor, que iban generando el recorrido, también se introducían mediante comandos en forma textual, como “ir al sur”, “abrir la puerta” o “entrar en la habitación”. El diálogo entre el programa y el interactor configuraba un espacio muy próximo –si bien generalmente más pobre– al del discurso literario. La razón principal de este uso intensivo del texto radicaba en la dificultad tecnológica que la generación de gráficos suponía para los primeros equipos informáticos, como demuestra el hecho de que con la ampliación de las posibilidades técnicas, las aventuras conversacionales sufrieran una irremediable decadencia como uno de los géneros principales del entretenimiento interactivo.

No obstante, algunas –de hecho, muchas– de las primeras producciones de software lúdico contaban con la posibilidad de mostrar gráficos. En estos casos, los juegos, como por ejemplo, Spacewar o Pong, mostraban un espacio limitado a una pantalla. Muy poco después, la mostración del espacio en los videojuegos evolucionaría mediante la inclusión del movimiento de objetos más allá de los márgenes de la pantalla; en juegos como Computer Space o Asteroids puede comprobarse que la pantalla sigue siendo autárquica, pero sus márgenes son franqueables, puesto que los objetos pueden, por ejemplo, desaparecer por el lado derecho de la pantalla para reaparecer por el izquierdo, y lo mismo sucede con el eje arriba-abajo. La posterior invención del scroll –desplazamiento de pantalla– por parte de Atari rompería la autarquía del cuadro. Aunque los primeros scrolls se producían en un solo eje, es decir, el espacio se iba revelando de izquierda a derecha o de arriba abajo, pronto aparecerían los juegos cuyas pantallas combinaban el scroll en los dos ejes, con lo que

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se daría un paso de gigante para la creación de entornos inmersivos. Otros videojuegos optaron por presentar espacios adyacentes uno a uno, en una continuidad que imitaba el montaje en raccord del cine clásico; y unos cuantos de éstos contemplaron la posibilidad, poco explorada, de representar espacios no adyacentes de manera simultánea –varios espacios autónomos compartiendo una misma pantalla. La unión de todas estas exploraciones conceptuales, con el aumento de la potencia de cálculo y el desarrollo de herramientas específicas para la generación de gráficos, desembocaría en la aparición de las modernas formas de creación de entornos tridimensionales inmersivos.

En cuanto al tiempo, el videojuego puede presentar también diferentes estrategias. Puede, en primer lugar, poner límites a la actuación temporal del jugador, por ejemplo, instándole a superar determinado obstáculo en un tiempo cronológico real concreto; y puede, en segundo lugar, eliminar toda frontera temporal, dejando al jugador la libertad de elegir el tiempo necesario para una exploración. Es frecuente, no obstante, que ambas estrategias no sean excluyentes, y que se alternen con el objetivo de imponer un determinado ritmo. En cualquier caso, y dada la naturaleza interactiva del discurso, espacio y tiempo están vinculados en los modernos videojuegos a las acciones del jugador, que es quien controla, dentro de un orden, el tiempo del relato. Los conceptos de narración y descripción, en consecuencia, pierden todo su valor tal y como se entienden en otros medios narrativos; en su lugar, hay que pensar en términos de acción narrativa y exploración. En lo que respecta al punto de vista, y como si quisieran desmentir a los que sostienen que los videojuegos no deben contemplarse como narraciones, muchos analistas han planteado una clasificación de los textos según la perspectiva o el punto de vista del personaje controlado por el jugador. Así, no es raro oír hablar o leer sobre juegos en primera persona –ocularización interna primera o cámara subjetiva– para referirse a juegos de acción como Quake, juegos en tercera persona, en perspectiva cenital o perspectiva isométrica. En definitiva, y hasta que los estudiosos pongan fin a la discusión –cosa que parece más bien lejana–, el videojuego sigue debatiéndose entre la naturaleza narrativa de la imagen en movimiento y la esencia lúdica que le da sentido.6 6. Jonas Heide Smith (2002). The Road not Taken. Versión revisada del texto del 2000: .

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