Nancy, Jean-Luc - Un Pensamiento Finito

March 20, 2017 | Author: Fernando De Gott | Category: N/A
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PENSAMIENTO CRÍTICO/PENSAMIENTO UTÓPICO Colección dirigida p o r José M. Ortega

120

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U N P E N S A M IE N T O F IN IT O Pensar de Nuevo Proyecto editorial realizado en colaboración entre la Embajada de Francia en España, el Coliége International de Philosophie y Anthropos Editorial

Presentación y traducción de Juan Carlos Moreno Romo

Dirigido por Reyes Mate (Insto, de Filosofía) y Frangois Jullien (Coliége International de Philosophie)

Títulos aparecidos Paul RICOEUR De otro modo. Lectura de De otro modo que ser o más allá de la esencia de Emmanuel Levinas, 1999 Main BADÍOU San Pablo. La fundación del universalismo, 1999 Frangois JULLIEN La propensión de las cosas. Para ima historia de la eficacia en China, 2000 Main DE LIBERA Pensar en la Edad Media, 2000 Jean-Luc NANCY Un pensamiento finito, 2002

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; OCULTAD DE FILOSOFÍA Y m m ,

BIBLIOTECA EÜSEMK) PFHEiRA

Esta obra se beneficia del apoyo del Senado Cultural de la En ibajada de Francia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores, en él marco del programa de Participación en la Publicación (P.A.P. García Lorca) Publicada con la ayuda del Ministerio Francés de Cultura - Centro Nacional del Libro

tín pensamiento finito /Jean-tuc N a n c y ; presentación y traducción de Juan Ca:ios Moreno Romo — R ubí (B arcelona): Anthropos Editorial, 2002 X X I + 181 p . ; 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 120.

PARA PENSAR NUESTRO PRESENTE. PREFACIO D E L TRADUCTOR

Pensar de Nuevo) Tct. odg.: “Une pensée finia" ISBN 84-7658-615-9 1. Pensamiento finito - Filosofía 2. Finkud y sentido - Filosofía 3. Universalidad, límite, singularidad - Filosofía I. Moreno Romo, J.C., pres. y tr. II. Título III. Colección

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La verdadera lectura avanza sin saber, abre siempre un libro como un corte injustificable en el continuum supuesto del sentido. Es necesario que se ex­ travíe sobre esta brecha. JEAN-Luc N a n c y (« L o exento»)

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Y entonces, en la hora del Eureka próximo, citando se cumpla la justicia tenestre y la dicha embriague a los hombres, entonces será preciso volver a sacu­ dirles la entraña con el puño implacable de Prome­ teo. La obra del espíritu recomenzará vigorosa el día del banquete fraternal de los pueblos. Las razas, ali­ mentadas, contentas y sanas levantarán al cielo la frente. Más eficaz que nunca será entonces el grito nuevo de la inconformidad... ¡En el día más peligro­ so de la creación! Y no hay nada nuevo en decir que será entonces cuando empiece en serio la obra del espíritu. ¡Primero se hizo el milagro de los panes, se dio de comer, se dio de beber y después vino el sermón de Ja montaña! JOSÉ VASCONCELOS (Pesimismo heroico)

Título original: Une penséefmie Primera edición en Anthropos Editorial: 2002 © Éditions Galilée, 1990 © Anthropos Editorial, 2002 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) ISBN: 84-7658-615-9 Depósito legal: B. 8.896-2002 Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales (Nariño, S.L.), Rubí. Tel. y fax 93 697 22 96 Impresión: Edini, S.C.C.L. Badajoz, 147. Barcelona Impreso en España - Prínted in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fótoquímico, electrónico, magnético, eltctroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito ds la editorial.

¿Qué es sino el espanto de tener que llegar a ser nada lo que nos empuja a querer serlo todo, como único remedio para n o caer en eso tan pavovoso de anonadamos? MIGUEL DE UNAMUNO {Vida de Don Quijote y Sancho)

A la izquierda de los ventanales de la sala 402 del Portique se alcanza a ver, no muy lejana, y ahora cubierta por los moderní­ simos andamios de los restauradores, la flecha de la catedral de Nuestra Señora de Estrasburgo. En esta brumosa ciudad de edificios altos y de calles circulares, que sin ella sería un labe­ rinto y que gracias a ella es una urdimbre de abrazos de brazos de río, y de muelles y puentes y paseos y parques, y plazas y plazuelas, y de calles y callejuelas por las que uno se puede

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perder para volver a encontrarse, la'flecha de la única torre de la catedral es visible desde casi todos los lugares — desde la Es­ trasburgo medieval que ha maquillado sus arrugas y exhibe sencilla y orgullosa a los turistas sus típicas casas de vistosos tejados inclinados y de gruesos entramados de madera,1sus te­ rrazas y sus cafés, y sus cervezas, sus vinos y sus tradiciones culinarias; desde la vieja Estrasburgo moderna que la continúa en un prim er círculo de edificios que le pueden contar a uno en unas cuantas calles la historia de los ascensores y otros imple­ mentos urbanos; desde el grave y solemne palacio universitario y desde esta gris y opaca explanada de las universidades y de las torres de concreto que rescatan de la fealdad esas hileras de árboles que la habitan y la visten, según la estación, de tiernos o de densos follajes verdes, de hermosas hojas amarillas como la luz, o doradas, o de obscuras ramas desnudas que no sin poesía le piden al cielo gris del invierno, con manos implorantes, ma­ nos de mendigo de dedos nudosos, la vuelta de sus hojas; y desde la periferia industrial también, y desde los trenes que lle­ gan, y los aviones, desde las carreteras, desde el tan peculiar tranvía, o desde la modernísima capital europea, la Estrasburgo de los palacios, circulares también, de tubos y de cristal, de espejos que reflejan el agua del río y el paso de los cisnes, los patos, los barcos de turistas, y las nubes y los colores de un cielo que no para de cambiar; desde los barrios de inmigrantes, barrios calientes en los que, en pequeñas bandas y las manos en los bolsillos, lo mismo en invierno que en verano acecha, in­ quieto e inquietante, el descontento; o desde los fríos barrios residenciales, laberínticos también éstos, curiosamente (com o prolongando secretamente ima estrategia, un gesto defensivo) y en los que uno no ve gente sino cuando el sol los invita a abrir­ se, com o a las flores, en alguna inesperada aparición... ¿Señala hacia el cielo o señala hacia ella misma la flecha de la torre de la catedral? ¿O hada abajo, hacia la ciudad de la que es un símbolo más, con las cigüeñas y con esas banderas azules en las que las estrellas se ordenan en un orbe perfecto? Platón y Aristóteles lo discutirán acaso en alguno de los pasajes de la his­ toria que nos cuentan los innumerables relieves de este poema o

1. La arquetípica casa de dos aguas y chimenea que cuando ñiños nos ensenan a dibujar, yo la he visto po r primera vez en los pueblitos de Alsacia.

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esta fuga, o esta suma de piedra; acaso entre las gárgolas y los personajes de la historia sagrada haya para ellos, como en La divivia comedia de Dante, un rinconcito especial, un nobile castello; o acaso no, pues pensándolo bien los filósofos no ocupan un lu­ gar tan de prim er orden en la historia de la redención, y no es preciso contarle su historia a todo el pueblo, pero da igual. Vista desde ios ventanales de la sala 402 del Pórtico, la fle­ cha de la catedral es ella misma por un instante el índice levan­ tado del viejo Platón, y al mismo tiem po y por una inversión extraña de los significantes, juguetes de la imaginación, es el dedo realista del joven Aristóteles, y es en última instancia eso mismo, un significante herido, un dedo. Los andamios nos ha­ cen pensar en ella, en la flecha de la catedral, como una vendoieta nos haría pensar en el índice herido que la portara antes que en aquello a lo que el índice señala. En la sala 402 del Pórtico, unas cuarenta o cincuenta perso­ nas, entre estudiantes de filosofía, de letras, de teología y algu­ nos auditores libres,2*asistimos al curso que, precedido por al­ gunas intervenciones en exámenes de grado, y por algunas con­ ferencias, y por varias publicaciones, marca la entera reincor­ poración de Jean-Luc Nancy a sus labores docentes en la Facul­ tad de Filosofía, luego de un par de años de ausencia que el rumor temía definitivos y que significaron un sensible decai­ miento en las actividades académicas de esta universidad. La enfermedad ha quebrantado algo el timbre de su voz, pero es un hombre otra vez fuerte el que nos habla, enfundado en su habitual suéter obscuro de cuello alto, y con el ceño y la mano puntuando ligeramente el ritm o de su pensamiento, en un tono

2. La Alsacia es la tínica región de Francia en la que la universidad pública cuenta con una Facultad de Teología, y no es sotpiendente que sus estudiantes se interesen por este seminario. Los estudiantes de letras son acaso mayoiía, al menos entre los estu­ diantes extranjeros; Lacoue-Labarthe y Nancy atraen a esta universidad especialmente a estudiantes de letras, lo que se explica po r la importancia que el deconstmccionismo ha adquirido, luego del estructuraíismo y el post-estructuraiismo, como herramienta de trabajo en esa áren; véase a este respecto, po r ejemplo, Rivera, Elias, «L a desconstruc­ ción de la poesía del Siglo de Oro», en M. García Martín (ecl), Estado actual de los estudios sobre el siglo de oro, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 1993, pp. 131-138. E n La République mondiale des Lettres (Seuil, París, 1999, p. 229), Pascale Casanova observa en efecto que, apoyados por el pi-esfigio literario del que a nivel internacio­ nal sigue gozando la cultura francesa, pensadores como Lacan, Foucault, Deleuze, De­ nuda o Lyotard, «han sido introducidos en los Estados Unidos po r los departamentos de francés y los departamentos literarios de las universidades americanas».

IX

acaso más fam iliar que el de antes, más próxim o del de sus recientes entrevistas en France Culture3 que del de la sólida marcha conceptual de su seminario de 1996-1997 sobre la cues­ tión de la libertad en el pensamiento moderno. ¿Es en francés que todo el mundo se atarea tomando notas? Seguramente; y sin embargo aquello bien podría ser Babel: en la sala hay, además de franceses y alsacianos, estudiantes ex­ tranjeros venidos del Japón, de Taiwan y de Corea del Sur, del Líbano, de Argelia y de Túnez, de Rumania, de Rusia, de Gre­ cia, de Albania, de Italia, de Alemania, de Finlandia, de Austra­ lia, de Canadá... en la distancia un chileno está pendiente de este curso, y este mexicano que escribe y que no toma notas, vuelve a mirar la torre de la catedral, mientras se pregunta si estas orejas de tinta no tendrán algo que ver con el famoso grafocentrismo del que tanto ha hablado y ha hecho hablar Jacques Derrída. Con la atención de cada estudiante disciplinada­ mente atada a la punta de su pluma, el phármakon de Theuth conjura aquí sin falla, al parecer, la pluralidad de las lenguas.4 El curso, que en cierto modo cierra y vuelve a abrir la carre­ ra académica de Jean-Luc Nancy, porta sobre la deconstrucción del cristianismo. Ese también pareciera que es un regreso, el boucle o ciclo que se cierra, o una vuelta de la espiral. Cuando le reprocho el germanocentrismo o el luteranocentrismo de su bibliografía y del itinerario propuesto, y en general de su visión del Occidente y del cristianismo Jean-Luc Nancy me responde con una sonrisa que en su medio otros le reprochan, al contra­ rio, la visibilidad de su origen católico. *

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3. Para presentar sus libros, principalmente, pero también, por ejemplo, para co­ mentar las distintas versiones, la árabe, la francesa... de la canción Historia de un

amor, de Carlos Almarán. 4. En francés estudiar se dice répéter: los estudiantes toman notas en curso, y luego las «repiten», las pasan en limpio y se las aprenden para luego poder repetirlas eficien­ temente y pasar los exámenes o ganar los concursos respectivos. N o creo que esta actitud, que desde luego está lejos de crear un ambiente de veras universitario y que echa en saco roto, por no afrontarlo, el riquísimo riesgo de la diversidad de perspecti­ vas, y del examen y el rigor compartidos, dialógicos, socráticos, no creo que esta dis­ tancia o esta fosa, que parecieran insalvables y que provocan todos los temores del mundo cuando a uno se le ocurre ignorarlas, tengan poco que ver en la constitución francamente monológica de muchos de los discursos que, de Hegel a Lacan, producen las instituciones filosóficas europeas de los últimos siglos.

Católico es, pues, su origen y es en los medios católicos que adquiere su formación intelectual inicial: en las Juventudes Ca­ tólicas primero, y luego en la enseñanza del jesuita Georges Morel quien, sin embargo, es asimismo un especialista en Hegel. En la Sorbona seguirá los cursos de Georges Canguilhem y de Paul Ricoeur, quien dirigirá su tesis de licenciatura precisamente de­ dicada al problema de la religión en Hegel. La lectura de la Carta sobre él humanismo de Heidegger lo marcará también por aquel entonces. «La agregación en el bolsillo (1964), renuncia a los estudios de teología y parece darle la vuelta, una vez por todas, a la página del cristianismo. El descubrimiento del estructuralismo, la lectura, y el encuentro luego de Derrida, Althusser, Deleuze lo confortan en su opción por la modernidad.»5 En 1968 comienza sus labores docentes en la Universidad de Estrasburgo, en la que será decisivo su encuentro con Philippe Lacoue-Labarthe. En ésta harán ellos cursos a dos voces de los que todavía se acuerdan algunos de sus estudiantes como de una gran época. Y también escribirán a dos: en 1972 publican Le tittre de la lettre (une lecture de Lacan), en Galilée; en este libro, saluda­ do por el propio Jacques Lacan y coceado al pasar por Alan Sokal y Jean Bricmont en la crítica que éstos hacen de las obscuridades de aquél,6 Nancy y Lacoue-Labarthe se suman al trabajo de «de­ construcción» de Jacques Derrida. En 1978, en Editions du Seuil, publicarán L ’absolu Uttéraire: théorie de la littérature du romantisme allemand, trabajo en el que traducen, editan y comentan algu­ nos textos fundamentales del movimiento literario que en el siglo xix inventó, según sostienen ellos, la literatura. Le mythe nazi, desarrollado a partir de una conferencia de 1980 y publicado como libro en Editions de l'Aube en 1991, nos ofrece una intere­ sante y esclarecedora síntesis de los resultados de las investigacio­ nes y las reflexiones de los autores en tom o a la compleja y com­ plicada imbricación entre la filosofía alemana y el nacionalismo alemán, o entre la filosofía, la ideología, el mito y la política.7 A * * 5. Cfr. el artículo «Jean-Luc Nancy» de la Enciclopedia Universalis, escrito por Didier Cahen. ó. Cfr. Alan Sokay y Jean Bricmont, Impostares iuteUectuelles, Editions Odile Ja­ cob, 1997, p. 64, n. 32. 7. El mito nazi estará disponible en breve en esta misma casa editorial, con un

XI

La mayor parte de los libros de Jean-Luc Nancy aparecerán en la colección «La philosophie en effet», dirigida por Jacques Derrida, Sara Kofman, Philippe Lacoue-Labarthe y por él mis­ mo. «La filosofía en efecto» se da por tarea el tomarse en serio la dimensión de los efectos, las formas, las vestimentas, las estrate­ gias y los intereses «extrafilosóficos» de la filosofía, desde una perspectiva explícitamente deconstructivista.8 Ya seá en Flammarion, o en Galilée: en 1973 publica La remarque.:spéculative (en Galilée); en 1975, Mimesis des articulations (en Flammarion, com o los dos siguientes); en 1976, Logodaedalns-, en 1979, Ego sum (una serie de trabajos sobre la cuestión del sujeto en Des­ cartes); en 1982, Le partage des voix (Galilée); en 1983, Límpératif catégorique (Flammarion); en 1986, L ’oubU de la philosophie (en Galilée de nuevo, com o los que siguen); en 1988, Vexpénence de la liberté; en 1990, Uite pa'isée finie (que aquí ofrecemos en su mayor parte al lector de lengua española); en 1993, Le Sens du monde; en 1994, Les muses-, en 1996, Etre singulier pluriel; en 2000, Le regard du portrait y Vintrus (a propósito del corazón de otro que, injertado en su cuerpo, le permite seguir viviendo); y en 2001, La pensée dérobée y La commnnauté affrontée. En la misma editorial Galilée pero en las colecciones «Incises» y «Lignes Fictives» publica este mismo año, en 2001, L ’ily a du rapport sexuel {El hay de la relación sexual, que responde a la conocida frase de Lacan que niega que haya tal relación), y

estudio o «Epílogo del traductor» en el que el problema hispánico es examinado en el espejo del problema alemán. 8. El lema de la colección es el siguiente: «Someter, en primer lugar, el análisis de lo filosófico al rigor de la prueba, a las cadenas de la consecuencia, a las obligaciones intemas del sistema: articular, primer signo de pertinencia, en efecto. N o desconocer ya más lo que la filosofía quería ignorar o ¡educir, bajo el nombre de efectos, a su afuera o a su debajo (efectos "formales" — "vestimentas" o "velos" del discurso— "instituciona­ les", “políticos", "pulsionales”, etc.): operando de otra maneta, sin ella o contra ella, inteipretar la filosofía en efecto. Determinar la especificidad de lo postfilosófico — la tardanza, la repetición, la representación, la reacción, la reflexión que remiten la filoso­ fía a lo que ella pretende, sin embargo, nombrar, constituir, apropíame como sus pro­ pios objetos (otros "discursos", “saberes", "piácticas", "historias", etc.) asignados a resi­ dencia regional: delimitarla filosofía en efecto. N o pretender ya a la neutralidad transparente y arbitral, tomar en cuenta la eficacia filosófica, y sus annas, instrumentos y estratagemas, intervenir de manera práctica y crítica: hacer trabajar la filosofía en efecto. El efecto en cuestión no se deja entonces ya dominar aquí po r lo que la filosofía controla con ese nombre: producto simplemente segundo de una causa primera o última, apa­ riencia derivada o inconsistencia de una esencia. Ya no hay, sometido de entrada a la decisión filosófica, un sentido, y ni siquiera una polisemia del efecto».

XII

Visitation (de la peinture chrétienne), en el que encuentra, en concordancia con su trabajo de deconstrucción del cristianis­ mo, que en la Visitación de Pontorm o la pintura deja de revelar lo divino oculto y pasa a revelarse ella misma com o pintura. Fuera de esta colección publica, en 1987 y en 1997, en Éditions T.E.R., Des tíeux divins, seguido de Calcul du poete-, en 1992 y en 2000, en Éditions M étailié, Corpus-, en 1997, en Hachette, Hegel, Vinquiétude du négatif, en 1997 también La Naissanee des seins, en Erba; y el mismo año, en W illiam Blake & C.°, Résistance de lapoésie; en 1999, en M ille et une nuit, La ville au loin (la ciudad a lo lejos). Fruto de otras colaboraciones son otros libros a dos, o a tres, como La Comparution, con Jean-Christophe Bailly, que publica en Bourgois en 1991; o Nium, con Frangois Martin, que publica en Erba en 1994; Les Ambassadeurs/Étre, c’est etre perqu («Passage»), en el que con Jean-Claude Conésa comenta los grabados de Jean-Marc Cerino, en Editions des Cahiers intempestifs; o Mm mmmmm, con Susana Fritscher, en Au Figuré, 2000. * * * La communauté désoeuvrée (Bourgois, 1986, 3.a ed. 1999), escrita en diálogo con Bataille y con Blanchot, es un hito im ­ portante en su trabajo. Al otro lado de la hybris del «ser co­ mún», la hybris de los nacionalismos europeos y, sobre todo, del nacionalsocialismo alemán en la que la sangre, la substancia, -la filiación, la esencia, el origen, la naturaleza, la elección, la iden­ tidad orgánica o mística, y en suma el ser, aparecen como res­ ponsables de esa terrible experiencia cuyo espectro campea aúnpor encima de la conciencia europea, ese libro entrevé la tarea y ía esperanza del «estar-en-común», según traduce atinadamen­ te Juan Manuel Garrido.9

Obscurece, y se hace inevitable a estas horas — los cristales son así— un juego de espejos. La torre de la catedral que marca la escena de la ciudad al otro lado de los ventanales se dobla del 9. Cfr. La comunidad inoperante, LOM/Universidad Arcis, Santiago de Chile, 2000.

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reflejo de nuestra propia escena, la de una sala de cursos en el cuarto piso del ala interior del Pórtico, en donde Nancy decons­ truye y los estudiantes se atarean tomando notas y, en la me­ moria de uno que no las toma, todo esto se espejea mientras tanto en otra escena contada por otros, y por ese libro: Conocemos la escena —escribe Nancy en «El mito interrumpi­ do»—: hay hombres reunidos, y alguien que les hace un relato. Esos hombres reunidos, no se sabe aún si forman una asamblea, si son una horda o una tribu. Pero nosotros los llamamos «herma­ nos», porque están reunidos, y porque escuchan el mismo relato. El que cuenta, no se sabe aún si es uno de ellos, o si es un extranjero. Lo consideramos uno de ellos, pero diferente de ellos, porque tiene el don, o simplemente el derecho —a menos que no sea el deber— de recitar*. No estaban reunidos antes del relato, es la recitación la que los reúne. Antes, estaban dispersos (es al menos lo que el relato, a veces, cuenta), codeándose, cooperando o afrontándose sin re­ conocerse. Pero uno de ellos se inmovilizó, un día, o quizás so­ brevino, como volviendo de una ausencia prolongada, de un exi­ lio misterioso. Se inmovilizó en un lugar singular, apartado pero a la vista de los otros, un montículo, o un árbol quemado por un rayo, y comenzó el relato que reunió a los otros. Les cuenta su historia, o la suya, una historia que todos sa­ ben, pero que sólo él tiene el don, el derecho o el deber de recitar. Es la historia de su origen: de dónde provienen, o cómo provie­ nen del Origen mismo —ellos, o sus mujeres, o sus nombres, o la autoridad entre ellos. Es entonces lo mismo, a la vez, la historia del comienzo del mundo, del comienzo de su asamblea, o del comienzo del relato mismo (y eso cuenta también, ocasional­ mente, quién lo enseñó al narrador, y cómo es que él tiene el don, el derecho o el deber de contarlo). Éste habla, recita, canta a veces, o actúa. Él es ai propio héroe, y ellos son de vez en vez los héroes del relato y aquellos que tienen el derecho y el deber de aprenderlo. Por la primera vez, en esta expre­ sión del recitante, su lengua no sirve para ninguna otra cosa que para la confección y la presentación del relato. No es ya la lengua de sus intercambios, sino la de su reunión —la lengua sagrada de una fun­ dación y de unjuramento. El recitante la reparte entre ellos. Todo mundo toma notas, no paran de hacerlo. ¿Entende­ rán? ¿Estarán de acuerdo? Toman notas en los cursos y toman notas en las conferencias, registran con avidez precisamente las XIV

palabras que alguien autorizado les reparte, todos parecen es­ cribir y leer el mismo libro... Y, sin embargo, hay algo que falta, aquella escena dista radicalmente de la nuestra, y de la escena de la ciudad al otro lado de los ventanales... Es una escena muy antigua, inmemorial, y no tiene lugar una sola vez, se repite indefinidamente, con la regularidad de todas las reuniones de hordas, que vienen a aprender sus orígenes de tribus, de fraternidades, de pueblos, de ciudades —reunidos alre­ dedor de fuegos encendidos por doquiera en la noche de los tiempos, y de los que no se sabe aún si son encendidos para calentar a los hombres, para alejar a las bestias, para cocer la comida, o bien para alumbrar la cara del recitante, para hacer que se le vea diciendo, o cantando, o actuando el relato (cubierto quizás con una máscara), y para encender un sacrificio (quizás con su propia carne) en honor de los ancestros, de los dioses, de las bestias o de los hombres que el relato celebra. Frecuentemente el relato parece confuso, no siempre es cohe­ rente, habla de poderes extranjeros, de metamorfosis múltiples, es cruel también, salvaje, implacable, pero a veces hace reír. Mienta nombres desconocidos, seres jamás vistos. Pero los que se han reunido comprenden todo, se comprenden ellos mismos y al mundo al escuchar, y comprenden por qué debían reunirse, y por qué era necesario que esto les friese contado.10* ¿Qué es lo que falta de este lado del espejo, en esta sala? Fal­ ta acaso la comunidad, y falta el fuego, el incendio. Nosotros nos alumbramos ahora con luces eléctricas, y estamos al abrigo de los poderes de la palabra ritual, com o estamos al abrigo de los elementos. Y sin embargo queda el juego dé los espejos. Esta escena transmitida por Nancy nos la cuenta el romanticis­ mo alemán, que quiso el fuego y quiso el incendio, y que en su frenesí por el m ito y por la comunidad terminó mirándose en el rostro de la Gorgona, y en el inesperado horror del sacrificio. Es peligroso jugar con el fuego. * * *

10. Cfr. La communauté désoeuvrée, Bourgois, 1986, pp.109-111 (en la recién cita­ da traducción de J. M. G añido este pasaje se encuentra en las pp. 81-82; yo me lie entretenido aquí en el juego o ejercicio de traducirlo yo mismo para poder ver luego las variaciones de ambas lecturas.

XV

En la pacífica y ordenada ciudad de Estrasburgo de vez en cuando algunos automóviles amanecen incendiados; los esquele­ tos metálicos de algunos andan todavía por ahí, en algún rincón de la ciudad, oxidados y llenos de hollín, abandonados. Los ha alcanzado el fuego de los barrios «difíciles» de la periferia, o una chispa de la comunidad que choca consigo misma, que no se acaba de encontrar, o que se quiebra. Si, en general, en la bru­ mosa y fría ciudad de Estrasburgo se acuerda uno de Luvina, el pueblo aquel de una montaña fría de un cuento de Rulfo, en este caso nos acordamos más bien de «Paso del norte», o de E l labe­ rinto de la soledad, en el que Octavio Paz nos habla de la violen­ cia del Pachuco, ese descendiente de mexicanos que no logra arraigar en los Estados Unidos, y que pareciera el espejo exacto de la violencia del Betirre, del hijo de los inmigrantes musulma­ nes de Francia (y en su tiempo, de otra manera, de la del joven francés frente a la ocupación alemana): ese marginado que se viste o se disfraza exagerando la moda de la sociedad que lo rechaza, y que se pavonea frente a ella, este « clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar... busca, atrae la persecución y el escándalo. Sólo así podrá esta­ blecer una relación más viva con la sociedad que provoca: vícti­ ma, podrá ocupar un puesto en ese mundo que hasta hace poco lo ignoraba; delincuente, será uno de sus héroes m alditos».11 Soledad, comunidad imposible, violencia, sacrificio, mito, soledad... laberinto. «E l hombre — escribe el poeta— es nostal­ gia y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mismo se siente como carencia de otro, como soledad.»12 El Norte se fragmenta en soledades, se deshumaniza. La persona humana requiere de otras personas para realízame com o persona, la pérdida de la comunidad es un desastre, una desgracia, una nueva barbarie.13

Es — escribe Nancy— una privación d e ser para el ser que es esencialmente y más que esencialmente un estar en común. El estar en común significa que los seres singulares no son, no se presentan, no aparecen sino en la m edida en 3a que com-parecen, en la medida en que son expuestos, presentados, u ofrecidos los unos a los otros. Esta comparecencia no se agrega a su ser, su ser viene al ser en ella.34

* * 1V Europa está perpleja. E l tiem po es largo, y esta agitada pe­ nínsula del Asia que se empeña en considerarse un continente, y que se quiso dueña del mundo, y que se empeña en ser al menos eso, Europa (y que es Europa a pesar de los pesares, y que es grande), Europa se despierta con dificultades del sueño de ella misma.*1S ¿No era la portadora de la luz, de la ciencia y del progreso? ¿No era la abanderada de la libertad? ¿No era la suya la raza superior? «S i se ensalza lo humillo, y si se humilla lo levanto, y lo contradigo siempre hasta que se dé cuenta que es un monstruo indescifrable.»16*A la mitad de la noche el sueño se tom ó en amarga pesadilla, y ahora, por la mañana de este temprano siglo X X I que sucede al tardío siglo X X , por más que se lava y se vuelve a lavar, n o logra la perpleja Europa borrar la sangre que conforme se despierta se descubre todavía en las manos. El tiempo es largo y la vida continúa, y Europa, somnolienta, a ratos se queda dormida y sueña todavía con que descu­ bre el gen de la eterna juventud, y con que instaura el tribunal internacional del juicio final y atrapa y castiga, justiciera, lo mismo al político corrompido y al terrorista, y al criminal se­ xual, que al odioso responsable de los accidentes, las enferme­

34. La communautédésoeuvrée, ed. ciL, p. 146; p. 103 de la citada edición española

11. Cfr. El laberinto de 1a soledad i Postdata / Vuelta a E l laberinto de ¡a soledad, «Colección Popular», n."473, Fondo de Cultura Económica, México, 3993, pp. 38-39; y también la nota 3, en la p. 20. Los cuentos de Juan Rulfo se encuentran, como es sabido, en El llano en llamas, del que hay varias ediciones, especialmente en el Fondo de Cultura Económica. 12. /£«?., p. 211. 33. Dos libios recientes abordan el asunto: Michel Henry, La barbarie, PUF, París, 2001; y Nicolás Grimaldi, L'honime disloqué, PUF, Paiís, 2001.

XVI

(aunque de nuevo aquí la traducción es mía). 15. Además de la Europa real, la múltiple, la de carne y hueso, y tierra, y agua, y aire, y fuego, y además de la Europa política que se está formando, está la Europa ideológica, que es una suerte de categoría teológico-política (o el «Occidente», lo mis­ mo da, o el «Norte» ahora). «¡Europa! — observa Unamuno— . Esta noción primitiva e inmediatamente geográfica nos la han convertido por arte mágico en una categoría casi metafísica.» Cfr. Del sentimiento trágico de la vida, la conclusión: «Don Quijote en la tragi-comedia europea contemporánea» (p. 465 en la edición de sus Obras selectas. Biblioteca Nueva, Madrid, 1986). 16. Pascal, a partir de una frase del Evangelio. Cfr. el pensamiento 130 en la edi­ ción de Lafuma, 420 en la de Brunschvicg.

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dades y las catástrofes naturales... ¿Es la sangre de la humani­ dad, la sangre de las razas inferiores, la sangre de sus hijos sacrificados en las innumerables batallas, o es la sangre de Dios la que le ha dejado esas manchas? «La muerte de Dios — escribe Nancy en Des lieux divins— es el pensamiento final de la filosofía.»17 ¡Qué extraño enigma! ¿Qué significa «D ios» en esta proposición?, ¿qué significa «muerte», qué significa «pensamiento final», y qué significa «fi­ losofía»?18 «¿Qué significa significar?», m e respondería acaso el autor de este libro. Europa está perpleja, y Jean-Luc Nancy tiene el valor y la indiscreción de esta perplejidad, que para él es una derrota general del sentido. Sentido de la frase, sentido de la existencia, sentido de la historia... Acaso otro juego de espejos (¿será que, ausentándose Dios, el genio maligno recupera terre­ no y extiende el reino de la incertidumbre hasta el dominio de la frase o del juicio, hasta el dominio del «dos más tres son cinco»?). El Occidente se pierde en el vasto mundo, se disuelve en él. Una torre más fracasa en su intento de penetrar los cielos, y en la tierra es Babel una vez más, y otra vez nos perdemos en la confusión de las lenguas. Jean-Luc Nancy busca ponerse a la al­ tura de los tiempos, y entiende que éstos requieren de un pensa­ miento finito, de un pensamiento «a la altura del fin», de un pen­ samiento que sea capaz de hacerse cargo de la interrupción del sentido, y de asumir la finitud y la singularidad de todo sentido. «Es finita en su género — leemos en la segunda definición de

17. Cfr. la p . 23 d é la edición de 1997. 18. Que no se lean en inglés estas preguntas mías; las formulo en español, como podría formularias en el francés de Descartes. El imperativo de la claridad no es la característica peculiar o ideológica de una deteiminada escuela filosófica, y yo tengo muy poco que ver con la llamada filosofía analítica (¡qué difícil es, en el norte, hacer entender que aparte de Europa y los Estados Unidos existe un vasto mundo!). Una anécdota: las primeras páginas del Court traité d'ontologie transitoire de Alain.Badiou (Seuil, París, 1998) me engañaron a! hojear el libro en la librería; creí que éste, que tampoco formula sus preguntas en inglés, iba de veras a examinar en serio la tal proposición, «Dieu est mort», como lo hacen creer- las primeras líneas de su prólogo, que así se titula. N o es el caso, y me temo que el autor confunde la filosofía con la literatura; que una vez más la filosofía es tomada po r un mero género literario y el rigor del pensamiento por un mero ejercicio de estüo (véase, en cambio, la conferencia «De la mort de Dieu a la mort de la philosophie», de Ferdinand Alquié, recogido en su libro Études cartésiennes, J. Vrin, París, 1982).

XVIII

la primera parte de la Ética de Spinoza— , la cosa que es limitada por otra de la misma naturaleza.» Babilonia, la gran Babilonia no ve su finitud en los insignificantes pastores de más allá de las fronteras de la gran Babilonia; los hebreos, «los de más allá» del Eufrates, los marginados de la gran Babilonia saben en cambio que aquélla no es «la puerta del cielo».19 La Modernidad no es tampoco la puerta de la tierra, y sus paraísos artificiales, sus jardines colgantes no han logrado, a pesar de sus portentosos logros y sus reiterados y a veces trágicos esfuerzos, instaurar de nuevo el paraíso terrenal. N o hay tal, y no lo puede haber. ¿Se descubre al fin, en el centro, lo que parecía ser el privilegio del arrabal? El centro, en todo caso, se da cuenta poco a poco de que también es arrabal, de que también está desterrado en la periferia del tiempo. N o sin cierta vanidad constataba ya Paul Valéry, en el momento en el que Europa era desplazada de la hegemonía mundial, la mortalidad de las civilizaciones.202 1En Eu­ ropa, la voie tomaina,lx Remi Brague nos pinta una Europa que al mirarse en el espejo de su historia, al acordarse de su propio Sur, se descubre un rostro mediterráneo, un rostro rayado de moro que a penas difiere del rostro de la harto periférica cultura latinoamericana, en la que un Borges ha cantado ya el asombro que el gran poeta experimenta ante el misterio de los poetas menores, ésos que no aparecerán en las antologías, y que libera­ dos de esta vanidad alcanzan los primeros la que humanamente pareciera ser la meta de todos, y de todo: el olvido. * * * Y ahí está, sin embargo, herida pero en pie, esta catedral medieval cuya flecha sigue disparándonos al cielo. Y en la sala 402 del Pórtico, Jean-Luc Nancy se ejerce mientras tanto en la deconstrucción del cristianismo. «¿En qué y hasta qué punto nos apegamos al cristianismo?» He ahí una pregunta que se esquiva, y que Nancy afronta, com o la de los fines, como la del sentido, como la del sacrificio. «¿En qué y cómo, exactamente, somos cristianos?» -

19. Cfr. Paul Zumthor, Babelou 1‘inachévement, Seuil, París, 1997, p. 35. 20. Cfr. Regarás sur le monde actuelet mitres essais, Gallimard, París, 1945. 21. Criterion, 1992/Europa, la v(a romana, Gredos, 1995.

XIX

A pesar de los turistas que las invaden a las horas de visita, y a pesar de las máquinas traga monedas que por unos minutos alumbran sus rincones volviéndolas museos, a pesar de los pe­ sares la irreligión de Estado que decía Proust no ha consumado aún la muerte de las catedrales.22 N o es el lugar para desarro­ llarlo, pero a veces creo que en el fondo cabe esperar que no se cumplan los temores que Romano Guardini manifestaba hace cincuenta años frente a los harto desalentadores signos de la disolución del cristianismo europeo.23 La Europa neopagana, Sodoma y Gomorra en la superficie provocadora de sus campa­ ñas publicitarias, es en el fondo más cristiana de lo que general­ mente se cree, o se quiere creer, o se insiste en hacer creer que se cree. El tiem po es largo, y ahí están todavía las catedrales, las parroquias, las capillas, los monasterios, las emees en los cam­ pos y en los caminos; el tiem po no lleva prisa y la Europa pro­ funda, la de la intrahistoria que diría Unamuno, prosigue su marcha sin armar tanto escándalo. Nancy piensa que si la fe cristiana pervive aún en Europa se trata empero de experiencias individuales y fragmentadas, inca­ paces de producir un sentido com o ése de cuyo fin se ocupa en este libro. Habría que detenemos a pensarlo, a meditarlo. Para pensar nuestro presente habría que m editar en esta crisis del cristianismo europeo, y en la diferencia que va de un cristianis­ m o como el de lo que fue la cristiandad, un cristianismo históri-

22. Cfr. Marcel Proust, Ecrits móndalas, 10/18, n. 2.398, U.G.E., París, 1993: «L'irréligion d’État», pp. 395-397; y «L a mort des cathédrales», pp. 423-433. El 31 de diciembre del año 2000 no fue posible poner en práctica la idea de celebración que Jean-Luc Nancy propuso en un artículo publicado en Dcmiércs Nouvéücs d'Alsace, «Ecoute 2000»: «delante del reloj astronómico de la catedral de Estrasburgo, a media noche, cerrar ios ojos, escuchar el timbre del silencio en la enorme nave vacía». Esa noche y a esa hora la catedral de Estrasburgo no estaba vacía. 23. Cfr. Romano Guardini, La fin des temps modernos (1950), Editions du Seuil, París, 1953. Estos temores los podríamos resumir en una imagen: a los humildes enanos medievales que se volvían gigantes al subirse a los hombros de los gigantes antiguos sucede una engreída modernidad que, pagada de sentirse más alta que el obscuro y medieval cristianismo, se empeña en destruirlo sin saber que al hacerlo destruye sus propios cimientos, los pies que la sostienen (la oposición al pasado cris­ tiano-medieval, observa Alain Gueireau en L'avenir d'un passé incertain, Seuil, París, 2001, p. 34, sigue siendo uno de los legitimantes del sistema contemporáneo). «¿No oyes ladrarlos perros?», le pregunta el padre agotado al hijo herido que lleva en hom­ bros y que no lo deja ni ver, n i oír, ni respirar; y el hijo no responde, n o le ayuda. E n el cuento de Rulfo el padre escucha al fin el ladrar de los perros que le anuncian que ha llegado al pueblo.

XX

co y acaso también en cierto modo ideológico (com o sus here­ jías que diría Toynbee, com o el marxismo, com o el Occidente mismo),24 al cristianismo propiamente dicho que no se confun­ de ni con una civilización ni con ninguna ideología, y al que lo mismo la caída del muro de Berlín o el reciente atentado contra las torres gemelas de Nueva York que el saqueo de Roma, que también se pretendía eterna, lo dejan impávido. Habría que ver­ lo. Mientras tanto saludemos el diálogo al que nos invitan los textos de Nancy, que tienen el gran m érito de afrontar, a su manera, estas cuestiones. En una conferencia anterior al curso al que nos hemos refe­ rido aquí, Nancy nos recuerda las siguientes palabras del filóso­ fo italiano Luigi Pareysson: «S olo puede ser actual un cristianis­ mo — escribe el autor de Esistenza e persona— que contemple la posibilidad presente de su negación». Uno que se haga cargo de ella, agreguemos, que piense con lucidez y con serenidad, y al mismo tiempo con fe, y con esperanza y caridad esta posibili­ dad. «Sólo puede ser actual un ateísmo — responde Nancy— que contemple la realidad de su proveniencia cristiana.»25

Juan Carlos M oreno R omo*

24. Cfr. Amold Toynbee, Le monde et VOccident, Desclée de Brouwer, París, 1964 / Oxford, 1953. E n El porvenir de España (cfr. El porvenir de Esjxtña y los esjmioles, «Colección Austral», n.“ 1.541, Espasa-Cnlpe) Unamuno y Ganivet cruzan una interesan­ te correspondencia a este respecto; en la primera carta el primero llama la atención del segundo a propósito de la íntima contradicción del cristianismo español, el de la con­ quista, a propósito de la tensión de la m iz y de la espada, la contradicción desgarradora, el doble imperativo (v

(Notém oslo, de paso, sin querer demoram os en ello: ¿hay acaso, para nosotros, «ruptura» alguna que no deba ser «m i­ m ética»? ¿No se aplicaría ese principio a las interpretaciones dominantes de lo que nosotros designamos, entre otros, como «m uerte del padre» o com o «revolución»? ¿En qué medida esas interpretaciones estarían pues en la dependencia del gesto hecho en relación al sacrificio? Es decir, de un gesto en el cual el sacrificio debe ser sacrificado — inmolado, abandonado— para que podamos en fin consagramos (o sacrificam os) a la verdad revelada del sacrificio. Sacrificio al sacrificio por el sa­ crificio del sacrificio. Desde luego, en esta fórmula, el valor de la palabra se desplaza, dialécticamente, a cada instante. Pero ese desplazamiento rinde acaso cuenta, para terminar, de una disolución de todo valor asignable de la palabra, y, entonces, si 53

tiene todavía sentido el decirlo, de la cosa misma. Volverem os sobre ello.) * * * La ruptura mimética del sacrificio occidental (si se quiere: a la occidental...) propone un nuevo sacrificio, que se distingue por un cierto número de caracteres. Eso no quiere decir que todos los rasgos de esos caracteres estén siempre pura y simple­ mente ausentes de los antiguos sacrificios — por más que, por lo demás, sea todavía posible retrazar la verdad de esos «anti­ guos» sacrificios (ese es todo el problema). Pero cuatro caracte­ res son claramente exigidos y presentados por la onto-teología del sacrificio: ’ 1) Es un auto-sacrificio. Sócrates, y el Cristo, son condena­ dos, y lo son, el uno y el otro, mediante una condenación ini­ cua, que en cuanto tal no es representada com o sacrificio ni por las víctimas, ni por los verdugos. Pero el desenlace en esta con­ denación, en cambio, es representado com o el sacrificio busca­ do, querido, reivindicado por el ser todo entero, por la vida y por el pensamiento, o por el mensaje de las víctimas. Es, en el más pleno sentido de las palabras, y en los dos valores del geni­ tivo, el sacrificio del sujeto. El Fedón no propone otra cosa que un viraje apropiativo de la situación por parte del sujeto Sócrates: él está en prisión, va a morir, y es toda la vida terrestre lo que ahí designa com o pri­ sión, de la que. conviene liberarse mediante la muerte. La filoso­ fía aparece así, no solamente com o el saber de esta liberación, sino como su propia operación: «Ésos que, mediante la filoso­ fía, se han purificado todo cuanto es necesario, ésos viven abso­ lutamente sin cuerpo por toda la continuación de la duración, etc.».7 Así, algunos instantes después de haber pronunciado esas palabras, el filósofo va a beber él mismo, sin vacilar y hasta el fondo, la copa de cicuta, rogando a los dioses «por el feliz suceso de ese cambio de residencia».8 En cuanto al Cristo, es conocida la doctrina pauliniana de la kenosis, de ese gesto p or el cual el Cristo «que se encontraba en 7. Fedón, 113c. 8. Ibid., i 17c.

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la form a de Dios [...] se ha vaciado de sí m ism o»9 deviniendo hombre hasta la muerte inclusa. Dios, señor de la muerte de la creatura, se inflige a sí m ism o esta muerte, remitiéndose así, a sí mismo y a su muerte, su propia vida y su propio am or expan­ didos en la creación. Para el uno y el otro, el acontecimiento del sacrificio propia­ mente dicho (si es posible todavía decirlo así), la muerte, viene solamente a puntuar y a exponer el proceso y la verdad de una vida que es de parte a parte ella misma el sacrificio. Con el Occidente, no se trata ya de una vida que se mantendría de sacrificios, no se trata siquiera tan sólo, según una expresión muy cristiana, de una «vida de sacrificios», sino que se trata de una vida que sea p or ella misma, en ella misma, toda entera sacrificio. San Agustín escribe: «cuando el apóstol nos exhorta a hacer de nuestros cuerpos una hostia viviente, santa, agradable a Dios [...] todo ese sacrificio del que habla, lo somos nosotros m ism os».101La vida del sujeto — o lo que H egel llama la vida del Espíritu— es la vida que vive de sacrificarse. En otro tono, Nietzsche mismo lo testifica, él que por lo demás desconfía de la moral del sacrificio: «"dar su vida por algo" — gran efecto. Pero uno no da su vida p or muchas cosas: los afectos, en su conjunto y uno por uno, quieren su satisfacción. [...] ¡Cuántos han sacrificado su vida p or las mujeres bonitas — e incluso, lo que es peor, su salud! Cuando uno tiene el temperamento, esco­ ge por instinto las cosas peligrosas: por ejemplo la aventura de la especulación, si uno es filósofo; o de la inmoralidad, si uno es virtuoso. [...] Uno siempre se sacrifica» .n 2) Ese sacrificio es único, y es consumado por todos, o más precisamente todavía, todos son reunidos ahí, ofrecidos y con­ sagrados. Aquí también, citemos a San Pablo: «M ientras que todo sacerdote se mantiene de pie cada día, oficiando y ofre­ ciendo muchas veces los mismos sacrificios, que son absoluta­ mente impotentes para quitar los pecados, él por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un único sacrificio [...] por

9. Epístola a los filipenses, II, 6 y ss. 10. Ciudad de Dios, citado en E. Mersch, Le cor¡)S mystique du Christ, t. II, Desdée, 1951, p. 114 (la referencia dada ahí es imprecisa). 11. Werke, ed. SchSechta, voí. Ift (Machlass), Munich, ffanser, 1956, p. 803.

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una oblación única ha rendido para siempre perfectos aquellos a quienes santifica».12 San Agustín dirá: «toda la ciudad de los redimidos, toda la asamblea de los santos, es ofrecida a Dios, en un único sacrificio universal, por el supremo pontífice. Él mis­ mo se ha ofrecido por nosotros en su pasión según la forma del esclavo, a fin de que nosotros deviniésemos el cuerpo de un jefe tan augusto».33 La unicidad del sacrificio se desplaza entonces ella misma — o se dialectiza— con una unicidad ejemplar y que vale como tal (es, para empezar, la de Sócrates; y se podría agregar: de manera general, ¿no es el sacrificio el ejemplo de los ejemplos!), a la unicidad de la vida y de la substancia en la cual o a la cual toda singularidad es sacrificada. Al final del proceso, tenemos a Hegel, por supuesto: «L a substancia del Estado “es" la potencia en la cual la subsistencia-por-sí particular de los singulares y la situación de su inmersión en el ser-ahí exterior de la posesión y en la vida natural se experimentan com o una nada, y que me­ diatiza la conservación de la substancia universal por el sacrifi­ cio — operándose en la disposición interior que ella implica— de ese ser-ahí natural en particular».14 El discípulo de Sócrates, por su parte, había proporcionado de alguna manera el momento de la exterioridad en esta dialéc­ tica: las Leyes de Platón instituyen la prohibición de los santua­ rios y de los sacrificios privados, tales y com o los multiplican, al azar de los momentos y los lugares, «las mujeres en general» y todas las personas inquietas.55 Si los tales sacrificios privados son además ofrecidos por gente impía, es la ciudad toda entera, precisa Platón, la que padecerá por ello. Hay pues comunica­ ción, o contagio, de los efectos sacrificiales, y es a regularla bien que debe velar el sacrificio del Estado. Harto después de Platón, y harto después del propio Hegel (y sin que yo quiera sugerir una simple filiación) Jíinger podrá de­ signar así la experiencia moderna de la guerra «total»: «\La suma inmensa de los sacrificios consentidos fonna un solo holo­ causto que nos une a todos!'» — y Bataille citará esta frase, para

saludar en ella la «m ística».16 E l sacrificio occidental posee el secreto de una participación, o de una comunicación sin límites. 3) Ese sacrificio es inseparable del hecho de que él es la verdad desvelada de todos los sacrificios, o del sacrificio en ge­ neral. N o es entonces solamente único, tiene en su unicidad la elevación al principio o a la esencia del sacrificio. Es notable que el Fedón esté enmarcado por dos referencias al sacrificio que llamo «antiguo». Al inicio, en efecto, aprendemos que la muerte de Sócrates tuvo que ser diferida, después del jui­ cio, ya que las ejecuciones estaban prohibidas durante el viaje a Délos, que celebraba cada año la victoria de Teseo sobre el Minotauro: es decir, el fin del sacrificio al que éste obligaba a los ate­ nienses. Al final, en cambio, y como es bien sabido, a punto de morir, paralizado ya a medias por el veneno, Sócrates pronuncia estas últimas palabras: «¡Critón, le debemos un gallo a Esculapio; no se olviden de pagarlo!». La interpretación está destinada — es el texto el que lo quiere— a una ambigüedad significativa: o bien Sócrates, quien recobra la salud del alma sacrificando su cuerpo, agradece al dios por su curación; o bien, Sócrates deja detrás de él, con distancia y quizás con ironía, un sacrificio vano en rela­ ción al que realiza en él, en ese momento mismo, la purificación filosófica. Pero de una y otra maneras, la verdad del sacrificio es puesta al día en su mimesis: el sacrificio «antiguo» es una figura exterior, y por ello mismo vana, de esta verdad en la que el sujeto se sacrifica él mismo, en espíritu, al espíritu. Y, por el espíritu, es a la verdad misma que el verdadero sacrificio es ofrecido, es en ella y como ella que él se cumple. A la mitad del diálogo, consa­ grado a la verdad de la inmortalidad del alma, Sócrates habrá lanzado: «¡E n cuanto a ustedes, si me creen, preocúpense poco de Sócrates, pero mucho de la verdad!».17 Después de san Pablo, Agustín, y toda la tradición, Pascal escribirá: «Circuncisión del corazón, verdadero ayuno, verdade­ ro templo: los profetas han indicado que se requería que todo eso fuese espiritual. — N o la carne que perece, sino la que no perece».18

12. Epístola a los hebreos, X, 11-14. 13. Epístola a los fílipenses, II, pp. 6yss. 14. Op.cit., p. 325 (§546). 15. Leyes, 909d y ss.

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16. T. vn, p. 253. 17. Fedón, 91b-c. 18. Pensamientos, edición de la Pléiade 569, Brunschvícg 683.

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4) Así, la verdad del sacrificio reveía, con la «carne que pe­ rece.», el momento sacrificial del sacrificio mismo. Y es precisa­ mente por ello que el últim o carácter del sacrificio occidental es el de ser él mismo la superación del sacrificio, y su superación dialéctica e infinita. Infinito, el sacrificio occidental lo es ya en la medida en que es autosacrificio, en la medida en que es uni­ versal, y en la medida en que revela la verdad espiritual de todo sacrificio. Pero es todavía infinito, y debe serlo, en la medida en que reabsorbe en él el momento finito del sacrificio mismo, y entonces en la medida en que debe, lógicamente, para acceder a su verdad sacrificarse en tanto que sacrificio. Tal es el sentido del pasaje de la eucaristía católica, consu­ mada en la fínitud de especies sensibles, al culto interior del espíritu reformado. Y tal es la verdad especulativa de ello: «la negación del finito no puede producirse sino de una manera finita; y eso es lo que en general es llam ado sacrificio. E l sacrifi­ cio contiene la renunciación inmediata a una finitud inmediata, con el testimonio de que ella no debe serme particular y que yo no quiero tener para m í esta finitud [...] Aquí-la negatividad no puede manifestarse por un proceso interior, porque el senti­ miento no tiene todavía la profundidad necesaria. [...] el sujeto [...] no renuncia en suma sino a una propiedad inmediata y a una existencia natural. En ese sentido, ya no hay más sacrificio en una religión espiritual, y lo que allí se llama sacrificio no puede serlo sino en un sentido figu rado».19

IV Mimesis, pues: el sacrificio espiritual no será sacrificio sino en un sentido figurado. En verdad, él es «la reconciliación con­ sigo misma de la esencia absoluta».20 Mimesis pero repetición: el sacrificio no es superado sino p o r un modo más elevado, más verdadero, de la lógica sacrificial. La reconciliación de la esencia no deja por ello de exigir, en efecto, el pasaje por la negatividad absoluta y'por la muerte. Es por esta negatividad — y es incluso como esta negatividad— que la esencia se comunica con ella

19. Hegel, Filosofía de la religión. 20. Fenomenología del espíritu.

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misma. «S acrificio» quiere decir: apropiación del Sí [S oi] en su propia negatividad, y si el gesto sacrificial ha sido abandonado al mundo de la finitud, no es sino para hacer resaltar mejor la estructura sacrificial infinita de esta apropiación del Sujeto. Por ello, la mimesis exterior del sacrificio antiguo deviene la mime­ sis interior y verdadera del verdadero sacrificio. Bataille escribe, por ejemplo: «E n un cierto sentido, el sacrificio es una actividad libre. Una suerte de mimetismo. E l hombre se pone al ritmo del universo».IV 21 Se podría llamar a esta mimesis «trans-apropiación», apro­ piación, por la transgresión de lo finito, de la verdad infinita de ese mismo finito. En cierto sentido, ya no hay sacrificio: hay proceso. En otro sentido, ese proceso no vale sino p o r el mo­ mento de lo negativo, en el que lo finito debe ser aniquilado, y ese momento es el de una transgresión, a pesar de todo, de la ley que es la ley de la presencia-a-sí. Ahora bien, esta transgre­ sión se hace en el dolor, incluso en el horror. Para Hegel, por ejemplo, es la cara sombría, sangrante, pero ineluctable de la historia. Pero así, el Espíritu cumple su presencia infinita a sí, y la ley es restaurada, y glorificada. Nietzsche también comprende a veces la historia como la necesidad de sacrificar generaciones enteras, para «reforzar y exaltar por ese sacrificio — en el que nosotros estamos inclui­ dos, nosotros y nuestro prójimo— el sentimiento general de la potencia humana».22 Un sacrificio tal se opone entonces al de los «buenos» que, com o lo dice Zaratustra, «crucifican al que inscribe nuevos valores sobre nuevas tablas, y sacrifican su pro­ pio porvenir».23 Pero se opone permaneciendo sacrificio, como Dionisos se opone al Crucificado: es la potencia del desgarra­ miento contra el desgarramiento de la potencia. Pero eso supo­ ne las Ménades, eso supone el orgiasmo, eso supone un punto de desgarramiento y de dolor infinitos. Tal es el resultado de la. ruptura mimética: el sacrificio es relevado de sus funciones finitas y de su exterioridad, pero una mirada fascinada permanece fija en el momento cruel del sacri­ ficio en cuanto tal. Como hemos visto, el mismo H egel que

21. T. VII, p. 255. 22. Aurora, II, 146. 23. En Ecce Homo, «P or qué soy una fatalidad», IV.

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abandona el sacrificio religioso reencuentra para el Estado el valor pleno del sacrificio guerrero. (¿Y qué decir del proletaria­ do de Marx, que «posee un carácter de universalidad por la universalidad de sus sufrim ientos»?)24Relevando el sacrificio, el Occidente constituye una fascinación por y para el momento cruel de su economía. Y eso, quizás, en la medida misma de la extensión y de la exhibición del sufrimiento en el mundo de la guerra y de la técnica modernas — hasta cierto punto, por lo menos, del cual vamos a volver a hablar. La «carne que no pere­ ce» sigue siendo una carne cortada de un cuerpo adorable, y el secreto de este horror continúa arrojando una luz obscura des­ de el punto central del relevo, desde el corazón del dialéctico: en verdad, es ese secreto el que hace palpitar ese corazón, tenga lo que tenga Hegel ai respecto, o bien, y de manera más grave, es el gesto dialéctico el que por sí mismo instituye ese secreto. La espiritualización/dialectización occidental ha inventado el se­ creto de una eficacia infinita de la transgresión y de su cruel­ dad. Después de Hegel y Nietzsche vendrá el ojo fijo en ese secreto, con el sentimiento de una conciencia clara, necesaria e insoportable, el ojo, por ejemplo, de Bataille. ¿Pero qué ve, justamente, este ojo? V e su propio sacrificio. Ve que no puede ver sino a condición de una visión insoporta­ ble, intolerable — la de la crueldad sacrificial— , o bien, ve que no ve nada. En efecto, si es todavía cuestión del sacrificio antiguo en el corazón del sacrificio moderno, hay que reconocer que la rup­ tura mimética nos ha hecho perder la verdad antigua de ese sacrificio. O más bien, y com o ya lo he sugerido, la ruptura se constituye por la representación de la «pérdida» de una «verdad sacrificial» —y por la fascinación por una «verdad» del momen­ to cruel, sola verdad pretendida conservada de los antiguos ri­ tos. Como sucede en otros lugares determinantes de nuestro discurso occidental, la representación de una pérdida de la ver­ dad — aquí, la verdad de los ritos sacrificiales— conduce direc­ tamente a la representación de una verdad de la pérdida: aquí, la de la víctima, el sacrificio mismo. Después de todo, esta verdad de la pérdida, de la destruc­ ción sacrificial, no se presenta siempre con una claridad total. 24. Crítica del derecho político hegeliano.

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Interpretando los antiguos ritos, ésta puede difícilm ente condu­ cir su diversidad a la unidad. Del mismo m odo que, en nuestros días, los especialistas nos dicen que el «sacrificio» es una no­ ción artificial, del mismo modo es incierto que la conciencia espiritualizante del sacrificio haya sido siempre una concien­ cia clara de su propia recuperación de fundones sacrificiales después de todo heterogéneas. Sería útil el seguir en la teología el destino complicado, y sin duda mal unificado, de las funcio­ nes de remisión de los pecados, de conservación de la grada y de adquisición de la gloria, para limitarse a las tres funciones que Santo Tomás de Aquino reconoce al sacrificio (y lo mismo valdría sin duda de los tres modos del sacrificio: el martirio, la austeridad, las obras de la justicia y del culto).25 En realidad, una sola cosa es clara, es la interiorización, la espiritualización y la dialectización del sacrificio (o de los sacrificios). Pero esta claridad es ella misma obscura. En efecto, lo que la espiritualización hace aparecer como el sacrificio «antiguo», es una pura economía de trueque del hombre con las potencias divinas. Todo se reduce a esta fórmula del ritual brahamánico (o al menos, a la sola comprensión que nosotros tengamos de esta fórmula): «H e aquí la mantequilla, ¿dónde están los do­ nes?».26 La condenación del economismo del sacrificio corre a través de Platón com o a través del cristianismo, y Hegel, y Ba­ taille y Girard. Así, el relevo occidental asigna a los ritos anti­ guos una unidad (la del trueque) precisamente hecha para ser rechazada por el relevo, que exige la unidad «espiritual» en la que el sacrificio se entiende que va más allá de sí mismo, al mismo tiempo que sigue siendo el verdadero sacrificio. Sin duda, se ha discutido mucho esta primera versión, sim­ plista y mercantil de la economía sacrificial. E l do ut des ha sido reconocido insuficiente para explicar todo sacrificio. Pero cuan­ do se representa éste com o un acceso a Ja contigüidad de las partes o de las fuerzas del Universo, o bien como una expulsión de la amenaza de la rivalidad en la-comunidad, se trata todavía de un economismo general. En verdad, el economismo es el cuadro general de representación en el cual el Occidente toma a priori todo el sacrificio antiguo, y es a un «relevo general» de

25. Suma teológica, Illa, q. 22, 2. C; luego: Iíallae, q. 85, 3 acl 2. 26. Citado en Gursdoxf, op. cit,, p. 45.

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este economismo que él entiende proceder. Ahora bien, la espi­ ritualización nos ha sin duda rendido, a prim era de juego, inca­ paces de comprender la significación propia del sacrificio anti­ guo, en su contexto propio. E l que dice a sus dioses: «H e aquí la mantequilla, ¿dónde están los dones?», nosotros no sabemos qui­ zás en absoluto lo que dice, puesto que nosotros no sabemos nada de la comunidad en la que éste vive con sus dioses, y de la comunidad de los sacrificantes entre ellos*. Y no sabemos nada de la contigüidad y de la comunicación de las partes del univer­ so. De la misma manera, y para responder a otra acusación que se dirige al sacrificio antiguo — la de no ser sino un simulacro, en tanto que no viene al autosacrificio— , nosotros no sabemos lo que es la mimesis en ese contexto. A lo más creemos adivinar en ello lo que en ello creía adivinar Lévy-Bmhl, a saber que ésta es methexis, participación (por donde, p or lo demás, la cuestión de la mimesis se suma a la de la economía): pero nosotros no sabemos lo que «participación» quiere decir, si no, para noso­ tros, una confusión de identidad, y una comunión cuyo secreto se encuentra, precisamente, en el sacrificio. Andamos pues en círculo en nuestras representaciones. Sólo una cosa es clara: lo que representamos com o vínculo, o com o comunicación, del sacrificio, no resulta de otra cosa sino de lo que de antemano hemos invertido en la idea del sacrificio. Y eso se resume en la palabra «com unión». Tan bien que habría que decir: de una mimesis/methexis no comunial, nosotros nada sabemos, pero de la comunión, sabemos ante todo que ella im plica la negatividad sacrificial, la cual «releva» entonces eso de lo que nosotros no sabemos nada en absoluto (de manera similar, Freud no supo lo que «identificación» quiere decir; y asimismo de manera si­

* Las mandas y los novenarios de la piedad popular acaso guardan algo de ese con- • tacto (acaso nos hemos precipitado al pensadas como mero sincretismo y como mera superstición). Otro ejemplo: el primer canto de la Ilíada (que se presta admirablemente a una lectura girardeana) nos transmite la siguiente oración, hecha por el sacerdote Clises cuando Agamemnón rechaza el rescate que éste le ofrece a cambio de su hija: «¡Dios del arco de plata que proteges a Clisa / y a Cila, sacro albergue, y en Ténedos gobiernas! / Si mi mano sumisa te h a ofrecido sagrarios / donde de toro y cabro asaba pingües piernas, / ay Esminteo, escúchame y fléchalos de guisa / que así paguen mis lágrimas los dáñaos nefarios!» (traducción de Alfonso Reyes; en el vol. X IX de sus Obras completas, Fondo de Cultum Económica, México). Apolo escucha esta oración, y de ella se siguen la peste que enemista a los jefes de los ejércitos griegos, y la cólera de Áquiles, y en el desenlace de ésta los sacrificios humanos que el vencedor de Héctor ofrece a Patroclo en sus funerales. { N. del 2”.]

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milar, hay que preguntarse si Girará sabe lo que quiere decir el contagio de la violencia m im ética).27* La denunciación del economismo y de la simulación atravie­ sa, hasta BataiUe incluso, toda la dialectización del sacrificio. Ahora bien, esta denunciación, en ella misma ya confusa, se denuncia ella misma. En efecto, y es lo que incontestablemente hay que reconocerle a Bataille, la fascinación p or el sacrificio no im pide el detectar en su dialéctica (o en su espiritualización) un «econom ism o» y un «m im etism o» generalizados. El sacrifi­ cio como auto-sacrificio, sacrificio universal, verdad y relevo del sacrificio, es la institución misma de la economía absoluta de la subjetividad absoluta, que en efecto no puede sino mimar el pasaje por la negatividad, de donde ésta no puede, simétrica­ mente, sino reapropiarse o trans-apropiarse infinitamente. La ley de la dialéctica es siempre una ley mimética: si la negativi­ dad fuese propiamente ía negación que ella debería ser, la trans-apropiación no podría rebasarla. La transgresión es en­ tonces siempre mimética. M im ética también y, en consecuen­ cia, la comunicación o la participación que es el fruto de la transgresión. Todo ocurre, en definitiva, como si la espiritualizaciónídialectízacíón del sacrificio no pudiera operarse sino p o r m edio de una formidable denegación de ella misma. Ésta se niega bajo la figura de un sacrificio «antiguo», que pretende conocer y que 27. Cfr. Les carnets de Luden Lévy-Bnthl, PUF, 1949. De un modo general, las rela­ ciones de la mimesis y del sacrificio requieren de un examen que es imposible hacer aquí. Si la mimesis es apropiación del otro por alteración o supresión de lo propio, ¿no tiene ésta una. estructura homólogo, a la del sacrificio? (cfr. por- ejemplo «Etre personne — ou tout le monde» [«S er nadie — o todo m undo»], en el análisis de la Pamdoxe de Didevot de Ph. Lacoue-Labarthe, en L'imitadon des modemes, Galilée, 1986, p, 35. En cuanto a los vínculos entre sacrificio y mimesis, cfr. también J. Derrida, «La pharmacie de Platón», en La diseminadon, Seuil, 1972, po r ejemplo, pp. 152-153.) E n esta homolo­ gía, ¿hay que buscar una prioridad? ¿Hay que fundar, pues, el sacrificio sobre la mime­ sis, y po r ejemplo sobre una antropología de la rivalidad y de la violencia miméticas (a la manera de Girard), que hace del sacrificio una simbolización posterior, y que requiere, para suspender su violencia, de una «revelación»? (E n ese caso, y sea cual sea la fineza de los análisis, yo me confieso simplemente extranjero tanto ai carácter- pretendidamen­ te positivo de un tal «saber» antropológico, como al otro tipo de «positividad» que se vincula al motivo de una «revelación».} ¿No habría, a la inversa, que entender la mime­ sis a parta- de una methexis, de una comunicación / contagio que quizás, hiera del Occidente, no tiene nunca el sentido, que nosotros le prestamos, de una comunión? Lo que nos escapa, y que el «sacrificio occidental» ignora y releva a la vez, es una esencial discotuimádad de 3a methexis, una incomunicación de toda comunidad. (Cfr. p o r ejem­ plo, sobre el contagio, Bataille, O.C., VIII, pp. 369-371.)

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en realidad fabrica para sus fines, y se aprueba bajo ia form a de un proceso infinito de la negatividad, que ella cubre con el nombre «sagrado», o «sacralizante», de «sacrificio». Pero así, ella ínstala en el corazón de ese proceso la destrucción sacrifi­ cial que ella hace com o que abandona al «antiguo» sacrificio. Esta doble operación convoca al centro, simultáneamente, en una ambigüedad dolorosa [ pénibte], la eficacia infinita de la ne­ gatividad dialéctica y el corazón sangrante del sacrificio. Tocar a esta denegación, o para decirlo todo esta manipula­ ción, es tocar esta simultaneidad, y es estar obligado a pregun­ tarse si la negatividad dialéctica borra la sangre, o si la sangre, al contrario, debe sin falta brotar de ella. Para que el proceso dialéctico no se quede en comedía, Bataílíe ha querido que la sangre brote. Ha querido poner en la balanza el cuerpo horri­ blemente lacerado y la mirada — ¿azorada o extática?— de un joven chino en el suplicio. Pero al hacerlo, Bataiíie cumplía en el fondo la lógica del relevo del sacrificio, que quiere arrancarlo a su carácter repetitivo y m im ético porque ésta es definitivamen­ te incapaz de saber lo que ocurre, en verdad, con la repetición y con la mimesis28 (o con la methexis), y tam poco con el sacrifico. En cambio, esta misma lógica, que se expone a la vez como ruptura y como repetición mimética del sacrificio, quiere ser por ese movimiento mismo el relevo y ’la verdad del sacrificio. En­ tonces, hay que pensar que quien está en el suplicio releva, en el éxtasis, el horror que lo azora. ¿Pero cóm o pensarlo en verdad, si el ojo que mira, y no el que es aquí mirado, no sabe lo que ve, y ni siquiera si ve? ¿Cómo pensarlo sin que el sujeto de esa mirada se haya apropiado ya, en sí mismo, la dialéctica del azo­ rado y del extático? ¿Cómo pensarlo, pues, sin que la fascina­ ción se constituya ella misma en dom inio y en saber dialécticos del sacrificio? Es por ello que, a fin de cuentas, esta fascinación, quizás inevitable, es intolerable. N o se trata, hay que decirlo, de sensi­ blería. Pero se trata quizás de cualquier manera de saber lo que quiere decir la sensibilidad o, más exactamente, si la sensibili28. Cfr. «Typographie», op. cü., en la nota precedente, pp. 238-239: «¿Es revelable la mimesis?». Esta pregunta es acaso la misma que la siguiente: ¿es comunal la methe­ xis? Y es quizás en la construcción teológico-filosófica de la doctrina de la doble hipósíasis ciística, en tanto que ésta es también el lugar mismo del sacññcio, y de todas las comuniones posibles, que esas cuestiones se deberían documentar.

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dad puede estar fundada al quererse soberanamente sublimada en lo que la devasta. Se trata de saber si el horror no debe ser simplemente — si sé lo puede decir— abandonado al horror, que señala que la apropiación transgresiva (la de la muerte del sujeto, y del sujeto de la muerte) es un cebo [leurre] inadmisible. Bataille terminó decidiéndose: «D e la nostalgia de lo sagra­ do, es tiempo de reconocer que, necesariamente, ésta no puede llevar a nada, que ella extravía: lo que le falta [manque] al mun­ do actual es el proponer tentaciones. O el proponer unas tan odiosas que valgan con la sola condición de engañar al que tien­ tan».29 Sin duda, la ambigüedad no desaparece del todo en esas fiases, y su sintaxis está hecha con el fin de mantenerla: por un lado el mundo actual «carece» [manque] de «tentaciones» ver­ daderamente sagradas, inmediatamente dadas en él y sin recur­ so a la nostalgia; por otro lado, ese mundo «falta» [manque], es decir, esta vez está en falta [défaut: ausencia], porque sus tenta­ ciones son ilusorias. Queda entonces que el sacrificio, o algo del sacrificio, no deja de faltar. Por mí parte, retengo esta muy grande ambigüedad: hasta nosotros, si la inanidad del sacrificio es reconocida por el Occi­ dente que es el inventor de ese mismo sacrificio, esto no es acaso nunca sino en vísta de un sacrificio de ese sacrificio. Pero de esta manera, la dialéctica no deja de reconducirse. Bataille lo ha sabi­ do, y muy rigurosamente ha desesperado ante semejante saber.

V Bataille ha sabido que el sacrificio faltaba, irremediable­ mente y de todas las maneras. Ha sabido que faltaba en tanto que práctica de un mundo desaparecido. Ha sabido que faltaba una segunda vez en tanto que, de ese mundo a nosotros, la continuidad no se deja aprehender (es decir, que en el fondo no hay razón probante para la desaparición de los ritos antiguos, no más que para la aparición del Occidente). Ha sabido que faltaba una tercera vez en que, para nosotros, la exigencia sacri­ ficial le pareció a la vez mantenida e im posible de satisfacer. Así el pensamiento de Bataille fue acaso menos, a fin de cuentas, 29. Bataille, O.C.,t. XI, p. 55.

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un pensamiento del sacrificio, que un pensamiento implacable­ mente tendido, desgarrado, p or la im posibilidad de renunciar al sacrificio. Por un lado, en efecto, el sacrificio espiritual recon­ duce la comedia que denuncia en sus pretendidos antecedentes, y por el otro, la no-comedia del horror sangrante es intolerable al espíritu del sacrificio occidental. Bataille habrá pensado, también ahí, sólo hasta cierto pun­ to, remediar esa falta mediante la literatura, o mediante el arte en general (En la misma época, Heidegger, hablando a propó­ sito del arte, de la puesta en obra de la verdad, nombraba «el sacrificio esencial» com o uno de los modos de esta puesta en obra que se concentra en el arte; en otro lugar del mismo texto, había juzgado ya necesario el contar «los dones y el sacrificio» en el seno del ente abierto al esclarecimiento del ser.30 N o pue­ do comentar aquí esta indicación.) Un vínculo entre el sacrificio y el arte, más especialmente sin duda la literatura, recorre incontestablemente, o rebasa, el proce­ so occidental de espiritualización del sacrificio. El libro V de las Confesiones de san Agustín, por ejemplo, comienza así: «Aceptad el sacrificio de mis confesiones, presentado por la mano de mi lengua, que vos habéis formado y exhortado a confesar vuestro nombre» —y traza así la vía para todo lo que será del orden de la «confesión» en nuestras literaturas. ¿Pero acaso hay, para termi­ nar, un lím ite verdadero entre la «confesión» y la literatura y el arte en general? O por lo menos, una representación dominante del arte, ¿no es la de la exposición transgresiva de un sujeto, que por ese medio se apropia y se deja apropiar? El sublime kantiano se produce en un «sacrificio» de 3a imaginación, que «se abisma en ella misma, y al hacerlo es sumergida en una satisfacción con­ movedora».31 Todo el programa de la poesía está dado en esta nota de Novalis para Henri d ’Ofterdingen: «Disolución de m i poeta en su canto — él será sacrificado en los pueblos salvajes».32 Y,

30. «E l origen de la obra de arte» [en Sendas perdidas, traducción de Rovira Armengol. Losada, Buenos Aires, 1960; o editado aparte en traducción de Samuel Ra­ mos, en el Fondo de Cultura Económica]. E l tema del sacrificio retoma en varios títulos en Heidegger. Su análisis critico requeriria un trabajo especia!. Am old Hartmann, Alexandre Garcia-Díittmann nos lo darán un día. 31. Crítica del juicio. Consideración general sobre la exposición de los juicios esté­ ticos reflexivos, y § 26. 32. Trad. R. Rovini, 10/18,1967, p. 269.

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para ir rápido y regresar a Bataille, éste escribe: «L a poesía [...] es [...] el sacrificio en el que las palabras son víctimas [...] Nosotros no podemos [...] privamos de las relaciones eficaces que introdu­ cen las palabras entre los hombres y las cosas. Pero las arranca­ mos a esas relaciones en un delirio».33 Más precisamente, el arte viene‘a suplir, reem plazar o rele­ var la dificultad, o el callejón sin salida del sacrificio. Esta difi­ cultad resulta de la alternativa siguiente: «S i el sujeto no es verdaderamente destruido, todo está todavía en el equívoco. Y si es destruido, el equívoco se resuelve, pero en el vacío en el que todo es suprim ido».34 Es, pues, la alternativa entre el si­ mulacro y la nada, es d ecir también, entre la representación del antiguo sacrificio, y la postulación del autosacrificio. «Pero — continúa Bataille— de esta doble dificultad resurge justa­ mente el sentido del momento del arte, que arrojándonos so­ bre la vía de una entera desaparición — y dejándonos ahí p or un tiem po suspendido— propone al hombre un arrobamiento sin reposo». Ese «arrobam iento sin reposo» es todavía una fór­ mula dialéctica. H ay arrobamiento en la medida en la que el arte nos preserva «suspendidos» al borde-de la desesperación — lo que es una manera de reconocer aquí una nueva form a de simulacro. Pero éste es «sin reposo», porque lleva consigo la agitación intensa de la em oción que accede a la desaparición. Ahora bien, esta emoción no es propiam ente la del arte: ella no puede ser sino el acceso al corazón sangrante de la desapari­ ción. Bataille escribe más adelante: «L a fiesta infinita de las obras de arte está ahí para decim os que un triunfo [...] es pro­ m etido a quien salte en la irresolución del instante. Es por ello que no se sabría dar demasiado interés a la ebriedad multipli­ cada, que atraviesa la opacidad del mundo de relámpagos apa­ rentemente crueles, en los que la seducción se alía a la masa­ cre, al suplicio, al horror.» El arte m ism o desplaza, pues, una vez más la mirada: la «apariencia» de la crueldad es en efecto singularmente ambigua. A la vez, ésta se restringe al simula­ cro, y no vale si no es por esta crueldad, este horror que hace 33. T. V, p. 156. Cfr. también, p o r ejemplo, L'érotisnie, Minuit, 1957, p. 98: «La literatura se sitúa de hecho en la continuación de las religiones [...]. E l sacrificio es una novela, es un cuento, ilustrado de manera sangrante» (etc.). Sobra el subrayar que habría que ligar estrechamente las cuestiones del sacrificio y del mito. 34. T. XII, p. 485.

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aparecer, y que no tiene sentido (si hay que hablar así), y en todo caso fuerza, sino [a condición de] no ser simulado. El título de este artículo es «E l arte, ejercicio de crueldad»: se trata en efecto, sean los que sean los rodeos que se hayan to­ mado, de acceder, por poco que sea, al ejercicio efectivo de una crueldad efectiva, al menos en su emoción. O incluso: la mime­ sis artística no por ello deja, en tanto que mimesis y, paradóji­ camente, a pesar de su carácter m im ético, de tener que dar acceso a una verdadera methexis, a una verdadera participa­ ción al elemento revelado en el horror de la emoción. El arte no vale, entonces, sino en la medida en la que todavía rem ite al sacrificio que suple. N o puede sacrificar el sacrificio sino en la medida en que sacrifica aún al sacrificio. (Schelling, al contra­ rio, escribía: «E l puro sufrimiento no puede jamás ser objeto del arte».)35* Bataille ve la dificultad, y se desvía de inmediato: «N o es la apología de los hechos horribles — habla de los hechos sacrifi­ ciales evocados antes en el texto. N o es un llamamiento a su retom o». Y, sin embargo, no puede hacer otra cosa que despla­ zarse todavía, y deslizar en su rechazo (no digo, aquí, que sea una denegación) una cierta restricción: «P ero [..-.] esos momen­ tos [...] portan en ellos en el instante del arrobamiento toda la verdad de la em oción.» Y más adelante: «E l movimiento — del arte— lo pone sin mal a la altura de lo peor y, recíprocamente la pintura del horror revela su apertura a todo lo posible». En esta reciprocidad — ¿cómo no verlo?— algo de la mimesis es anulado, o bien, la mimesis se revela (y Bataille habla en efecto de Revelación) efectiva methexis: el arte hace comulgar, por una transgresión a pesar de todo efectiva, con el horror, es decir con el goce de una apropiación instantánea de la muerte. Así, o bien el arte no responde de ningún modo a lo que se le pide: im ita aún, y solamente, la sangre derramada — o bien el arte responde demasiado bien: propone la emoción real del ho­ rror real. Apartando el horror molesto, y reputado ineficaz, de la san­ gre derramada, y proponiendo el horror arrebatador, pero «a la altura de lo peor», se muestra, por una parte, que ya no se tiene acceso al sacrificio real, pero también, por otra parte, que es en 35. Werke, Munich, 1977, t. III, p. 453.

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la lógica y en el deseo de una «trans-apropiación» infinita que el pensamiento queda regulado. Ahora bien, no es sin embargo cuestión, para Bataille (y quizás, e incluso sin duda, de manera obscura, para toda la tradición occidental), sino del acceso sin acceso a un momento de desapropiación. Pero el pensamiento sacrificial no cesa de reapropiar, de trans-apropiar este acceso. La abertura [héancé] misma del horror, su «apertura a todo lo posible», desde que es colocada bajo el signo del sacrificio, es apropiada. Y lo es porque el signo del sacrificio es el signo de la posibilidad repetitiva y mimética de un acceso al lugar obscuro de donde se supone que provienen la repetición y la mimesis. ¿Pero si ese lugar no fuese nada, y si, en consecuencia, para llegar ahí, no hubiese ahí nada de sacrificable? De otra manera aún, se podría decir: es apropiándose de la muerte com o el sacrificio se hurta a la verdad del momento de desapropiación. Y para Bataille mismo, a fin de cuentas, lo que se juega en el sacrificio no es la muerte: «E l despertar de la sensibilidad, el pasaje de la esfera de los objetos inteligibles —y utilizables— a la excesiva intensidad, es la destrucción del obje­ to como tal. Desde luego, no es lo que se llama de ordinario la muerte [...]; es, en cierto sentido, lo contrario: es a los ojos del carnicero que un caballo está ya muerto (algo de carne, un ob­ jeto)».36Así las cosas, la substitución del sacrificio por el arte se dejaría comprender mejor. Pero se requeriría que fuese al pre­ cio de una verdadera supresión del sacrificio. Y es, en efecto, en ese pasaje mismo que Bataille inserta una de sus más pesadas — es el caso de decirlo— condenaciones del sacrificio: «N o es eso que se llama ordinariamente la muerte (y el sacrificio es de cualquier manera en definitiva un ladrillazo del o s o )»* En la me­ dida en la que el momento sacrificial es mantenido en el arte, por su emoción «a la altura de lo peor», el «ladrillazo del oso» no está ahí ausente tampoco. O bien, ya no debe tratarse en ningún sentido de sacrificio, y el horror de la muerte, sobre un altar real o sobre un altar en pintura, no da acceso sino a él mismo, y no a un «m om ento soberano». Una vez más, si «la 36. T .X I.p . 103. * Un pavé de l'ours, se lee en el original: «E s la historia del oso — me explica el autor del libro— que para tomar la miel golpea el panal con un ladrillo, destruyéndolo todo y quedándose sin la miel. Ahora bien — comenta Nancy— es notable el que B atai-' lie emplee esta expresión cuyo tono es más bien el de una cierta comicidad». [N. del TI]

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soberanía no es NADA»,J7como Bataille se ha extenuado pensán­ dolo, ¿hay nada que sea sacrificable para ella?

VI Antes de someter a prueba esta cuestión más precisamente, es necesario aún un paso con Bataille. H ay que acompañarlo en su reflexión sobre los campos [de concentración] nazis. Seguiré el m ovim iento del texto más desarrollado a en torno a este asunto (sobre el cual, por lo demás, él ha escrito muy poco): «Reflexiones sobre el verdugo y la víctim a», a propósito del li­ bro de David Rousset, Les jours de notre morí.38 Ese texto no pronuncia la palabra «sacrificio» ni una sola vez, y lo mismo ocurre con otros textos paralelos de Bataille. Sin embargo, da los elementos de una lógica sacrificial. Para empezar, los campos [de concentración] exponen a lo mismo que está en juego en calidad de sacrificio: «E n un universo de sufrimiento, de bajeza y de pestilencia, cada uno tuvo el ocio de m edir el abismo, la ausencia de -límites del abismo y esta verdad que obsesiona y fascina». Pero para conocer ese «fondo de ho­ rror», «hay que pagar el precio». Ese precio, si entiendo bien a Bataille, es doble: consiste para em pezar en las condiciones da­ das por «una experiencia insensata», luego en la existencia mis­ ma del campo de concentración, después, en una voluntad que no se rehúsa a m irar a la cara este horror en tanto que lo posi­ ble del hombre. Esta voluntad debe ser la de la víctim a (y Batai­ lle la encuentra en una «exaltación» y en un «hum or» presentes en Rousset). Rehusarlo sería «una negación de la humanidad

37.

t . v in . p. 300.

38. T. XI, pp. 262 y ss. Dejo pues de Jado, falto de lugar, el artículo «Sartre», sobre los judíos y los campos ( i b i d pp. 226 y ss.). Las conclusiones convergerían: sin decirlo expresamente, Bataille tiende a considerar a los judíos como las víctimas de una inmo­ lación sacrificial de la «razón». Otro texto: VII, 376-379. Sobra el carácter- sacrificial o no de los campos de concentinción, cf?. Lacan, quien lo afirma (Séntinaire, XI, SeuiJ, 1977, p. 24), Lacoue-Labarthe, quien lo niega y en seguida discute una objeción a ese respecto (La ficción du politique, Bourgois, 1987, pp. 80-81), Derrida, quien parece sugerir la afirmación (cfr. Schibbohih, Galilée, 1986, pp. 83-85, y «II íaut bien manger», en Confrontations, n." 20, «Aprés le sujet qui vient», p. 113, en el seno de un desarrollo sobre el sacrificio como cualidad, y sobra las filosofías que «no sacrifican el sacrificio»).

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poco menos degradante que la del verdugo». Si no se trata de un autosacrificio, es por lo menos a una posición de sujeto, a pesar de todo, a la que se apela. Sin duda, precisa Bataille, «el horror evidentemente no es la verdad: no es sino una posibili­ dad infinita, que no tiene otro lím ite que la muerte». Pero el acceso a la verdad «que fascina» supone que, «p or algún me­ dio», «la abyección y el dolor se revelen plenamente al hom­ bre». Un m edio semejante fue entonces dado por los campos de concentración. Éste hizo ver, en particular, que «el fondo del horror está en la resolución de aquellos que 3o exigen». Esta resolución de los verdugos es la que quiere «arruinar la fortifi­ cación que fonda el orden analizado». (E n otra parte, Bataille había escrito que los judíos en Auschwitz «encamaban la ra­ zó n ».) Pero precisamente, la razón civilizada no es más que una «fortificación», lim itada y frágil. Eso que se levanta contra ella, a saber «el furor de torturar», no viene de otra parte que de la humanidad, ni de una humanidad especial («partidos o razas que, se imagina, no tienen nada de hum ano»). Ese posible es él nuestro. Conocer ese posible com o tal, es para la razón ser ca­ paz de «su puesta en cuestión sin reservas», que no asegura ninguna victoria definitiva, sino esta más alta posibilidad hu­ mana que es el despertar. «S ólo que, ¿qué sería el despertar si no aclarase sino un mundo de posibilidades abstractas? ¿si no des­ pertase para empezar a lo posible de Auschwitz, a un posible de pestilencia y de furia irrem ediable?» H ay pues, en la realización de ese posible, una necesidad. Es evidente que esta necesidad proviene, para Bataille, del hecho de la existencia de los campos de concentración, y de la voluntad de m irar de frente, sin facilidad moral, lo que éstos han revelado. Ella no es planteada com o una exigencia a priori. N i p or un instante quisiera sugerir la m enor idea de una com­ plicidad, así fuese inconsciente, de Bataille. Y o creo solamente que hay que considerar 3o siguiente: la lógica seguida aquí es muy exactamente com o eí reverso som brío de una lógica clara del sacrificio (si al menos es posible el aislar una tal «clari­ dad»...). Esta lógica enuncia: sólo el horror extremo mantiene a la razón despierta. La lógica del sacrificio decía: el único des­ pertar es despertar al horror, en el que se hace transparente el instante de la verdad. Los dos enunciados están lejos de confun­ dirse. Pero el segundo puede siempre recelar la verdad del prí71

mero. Si Bataille no concluye así, y si los campos de concentra­ ción permanecen para él (en lo que dice) fuera del sacrificio, ¿no es de hecho porque el horror del sacrificio se vuelca aquí silenciosamente fuera de todo sentido sacrificial, fuera de toda posibilidad de sentido — sin que Bataille se resuelva a decirlo, preservando a pesar de todo, quizás, una posibilidad que indica al final del texto «la poesía» com o form a de «e l despertar» (pero nosotros sabemos a partir de ahora a qué retom o del sacrificio está consagrada la «poesía», por poco que ella esté «a la altura de lo peor»)? El sacrificio se volcaría, aquí, en silencio, en un contrario que es también su desenlace: una revelación de horror que no acompaña ningún acceso, ninguna apropiación, sino la de esta revelación misma, infinita, o más bien indefinida. Una interpretación sacrificial de los campos de concentra­ ción es pues sin duda posible, e incluso necesaria, pero no lo es sino a la condición paradójica de transformarse ella misma en su contrario (de Holocausto en Shoah): ese sacrificio no lleva a nada, no conduce a ningún acceso. En cierto sentido, sin em­ bargo, éste podría ser llamado un modelo del auto-sacrificio, puesto que la razón que es víctim a en los campos de concentra­ ción está también del lado de los verdugos, com o lo ha subraya­ do constantemente el análisis de la mecánica estatal y técnica de la exterminación; Bataille decía en otro lugar: «E l desenca­ denamiento de las pasiones que ha azotado en Buchenwald o en Auschwitz era un desencadenamiento que estaba bajo el go­ bierno de la razón».39 Y no habría nada de sorprendente en el que una cierta racionalidad culmine en el auto-sacrificio, si el auto-sacrificio — que a partir de ahora, se ha comprendido, po­ demos rendir equivalente a todo el sacrificio occidental— da cuenta de un determinado proceso de la razón. Ella se apropia el abismo de su subjetividad (para hablar como Heidegger). Pero al mismo tiempo, y sin contradicción, los campos de concentración representan una ausencia de sacrificio. Ellos po­ nen en juego una tensión inaudita entre el sacrificio mismo y la 39. T. VII, pp. 376-379. H ay que anotar que se ha dado una discusión comparable a propósito del carácter sacrificial del regicidio revolucionario; cfr. Myriam Revault d'AUones, D'une mort á l'autre, Seuil, 1989, p. 59. Las diferencias son, evidentemente, considerables. Quiero solamente sugerir que, bajo el reino del sacrificio occidental, el sacrificio ha comenzado a descomponerse desde hace mucho tiempo.

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ausencia de sacrificio. No.es indiferente que la descripción de los privilegios de la raza aria, en Mein Kampf, culmine en la posesión de un sentido absoluto del sacrificio. «E l ario no al­ canza toda su grandeza por sus propiedades espirituales en ellas mismas, sino que la alcanza en la medida de su disponibi­ lidad a poner todas sus capacidades al servicio de la comuni­ dad. El instinto de conservación ha alcanzado en él la forma más noble, porque subordina voluntariamente el yo propio a la colectividad y, cuando la hora lo requiere, llega incluso a sacri­ ficarlo».40O aún: «L a posteridad olvida los hombres que no han servido sino a su propio interés, y celebra los héroes que han renunciado a su propia felicidad» 41 El ario es, entonces, esen­ cialmente el que se sacrifica a la comunidad, a la raza, es decir, el que da su sangre por la Sangre aria. N o es entonces solamen­ te «e l que se sacrifica», él es por esencia sacrificio, él es el sacri­ ficio. Como cabría esperar, él no tiene entonces nada que sa­ crificar: tiene solamente que eliminar lo que no es él mismo, lo que no es el sacrificio viviente. La raza cuya descripción sucede inmediatamente a la des­ cripción de la raza aria es la raza que domina el instinto de conservación. «En el pueblo judío, la voluntad de sacrificio no rebasa el puro y simple instinto de conservación del indivi­ duo.»42 Hay, pues, una doble razón para que el judío no sea sacrificado, y para que no sea sacrificable: por una parte, no hay nada de él que deba ser apropiado, por el contrario hay que desembarazarse de su contaminación [vermine: parásitos, chus­ ma], por medida de defensa y de higiene; por otro lado, el sacri­ ficio está enteramente presente, investido y realizado [accompli] por la comunidad aria com o tal. Es más bien el ario extermi­ nando al judío el que se sacrifica al duro deber. «Nosotros te­ níamos el derecho moral, teníamos el deber para con nuestro pueblo de aniquilar ese pueblo que quería aniquilamos. [...] Po­ demos decir que hemos cumplido con el más difícil de los debe­ res por amor de nuestro pueblo. [...] Ustedes deben saber lo que son 100 cadáveres el uno al lado del otro, o bien 500 o 1.000. El haberlo resistido y, al mismo tiem po [...] haber permanecido

40. Hiüer, Mein Kampf, 183/184." ed„ Munich, 1936, p. 326. 41. Ibid., p. 329. 42. IbkL,p. 330.

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hombres honestos, es lo que nos ha endurecido. Es una página de gloria de nuestra historia que nunca ha sido escrita, y que nunca lo será.»43 Him m ler presentaba así a sus Gruppmfuhrer, en 1943, ese sacrificio del deber que desafía las fuerzas huma­ nas, y que va hasta el sacrificio del memorial de ese sacrificio glorioso. Él pronuncia así, simultáneamente, que del lado de las víctimas, se trata de lo intolerable, y que del lado de los verdu­ gos, se trata del más silencioso de los sacrificios, el más interior. Him m ler no emplea la palabra «sacrificio»: sería en efecto demasiado honorífico para las víctimas, y reclamaría demasia­ do para los verdugos ese relato de su gloria, que debe serles rehusado. M e parece posible, en este punto, el decir que el sa­ crificio, en efecto, desaparece en sí mismo. Por lo demás, no hay ritos en los campos de concentración (o bien, no hay más que algunos aspectos desviados de éstos, pervertidos). Pues bien, escribe Bataille: «E l rito tiene la virtud de fijar la “atención sensible" al momento quemante del pasage: o eso que es ya no es, o eso que ya no es es, para la sensibilidad, más que eso que era. Es a ese precio que la víctim a escapa del todo al envileci­ miento, que ella es divinizada».44 Si ya no hay rito, no hay más que envilecimiento. Es entonces el SS, o el ario, quien retira, quien absorbe en él toda la potencia y todo el fruto del sacrificio, hasta el secreto: es ya él mismo, en su ser, el secreto sacrificial. Delante de él, éste no deja más que el horror desnudo, una parodia de inmolación y de humos subiendo hacia el cielo, y que ya ni siquiera tiene derecho a ese nombre de «parodia». Con el sacrificio desapare­ ce hasta la posibilidad de considerar allí, en cualquier sentido que sea, el simulacro. El ario expone la devastación, noche y niebla: pero «noche y niebla» form an asimismo el secreto de­ sastroso de su propia apropiación, de la regeneración de su san­ gre. Y a no es el sacrificio occidental, es el occidente del sacrifi­ cio. Una segunda ruptura tiene lugar, y, esta vez, es la ruptura del sacrificio mismo. O bien, es su interrupción brutal: en el lugar mismo de la inmolación, ya no hay inmolación. * * *

En 1945, Hermann Broch, en exilio, publica La muerte de Virgilio. En la parte intitulada «E l fuego — El descenso», don­ de V irgilio debe atravesar la tentación de sacrificar la Eneida, ofrece el cuadro de este occidente del sacrificio. Y a no es más un arte fascinado por el horror, es un arte que sabe, a partir de ahora, deber arrancarse a la fascinación: Todo alrededor, las ciudades de la tierna ardían en un paisaje hecho de ausencia de paisaje, sus murallas en ruinas, sus blo­ ques de piedra dislocados y esparcidos, un vapor sangrante de descomposición humeando sobre las planicies, todo alrededor se desencadenaba la rabia sacrificatoria no divina y en busca de divinidad, los sacrificios ilusorios amontonados los unos sobre los otros en una ebriedad sacrificatoria; todo alrededor se desen­ cadenaban los sacrificadores, en su furor sagrado, abatiendo a su prójimo para descargar sobre él su propia ilusión de la muerte, reduciendo a escombros e incendiando la casa del vecino para atraer el dios a su propia casa; el furor del mal, la jubilación del mal se desencadenaban, la inmolación, el asesinato, él incendio, la demolición...45

VU «[...] la inmolación, el asesinato»: ya no se los puede distin­ guir. La inmolación misma es llevada a la muerte. «N o divino», «ilusorio», el sacrificio ha perdido todo derecho y toda digni­ dad. La transgresión no trans-apropia nada. O bien, no apropia nada más que esto: la víctim a en tanto que cadáver, la masa de la fosa [chamier], y el otro (al cual el nombre de «verdugo» conviene a penas) en tanto que puro instrumento de la produc­ ción de masa de la fosa. Así, la descomposición del sacrificio no solamente se revela posible gracias a los medios de la técnica, sino que se libera ella misma com o una figura ejemplar, repug­ nantemente ejemplar, de la técnica.46 Eso no conlleva una condenación de la llamada «técnica». A l contrario. Porque lo que es aquí repugnantemente ejemplar, 45. E l autor remite a la página 162 de la traducción francesa de A. Kolin, Galli-

43. Discurso de Himmler del 4 de octubre de 1943, en Raúl I-Iillberg, La destmcñon desliáis d'Europs, trad. fr. M.F. de Palomera y A. Charpemier, Fnyaiti, 1985, p. 870-871.

44. T.Xí'.p. 101.

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mard, 1955. 46. Sóbrela técnica, h techné, e] artey la obra en el nazismo y/o en el pensamiento de Heidegger, cix, Ph. Lacoue-Labarthe, La fiction du polifique, ed. cit., passim.

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' es decir, si se puede hablar así, ejemplarmente repugnante, es que la «técnica» sea presentada com o la operación de una suer­ te de sacrificio, o del último secreto del sacrificio, mientras que en ella el sacrificio está descompuesto. La cuestión que surge entonces es más bien la siguiente: ¿no debe la edad de la técni­ ca ser comprendida en tanto que la edad del fin del sacrificio? ¿Es decir, en tanto que la edad del fin de la trans-apropiación? Es decir aun, en tanto que la edad de un m odo completamente distinto de la apropiación: ya no de la trans-apropiación sacrifi­ cial, sino de lo que Heidegger, el mismo Heidegger, ha tratado de nombrar con la Ereignis. Forzando la interpretación, sin po­ der aquí analizar ni justificar, yo diría: la «técnica» es la Ereig­ nis, es decir el evento apropiante de la existencia finita en cuan­ to tal. E li ese sentido (pero habría que empeñar aquí una discu­ sión muy cerrada con Heidegger),47 conviene menos apelar a una «esencia» de la técnica que considerar la técnica misma por cuanto, replegando sobre ella misma y sobre su «unidimensionalidad» (si podemos tratar de arriesgar esa palabra, un ins­ tante, en un sentido no reductor), todo m odo posible de la apro­ piación, ella expone del mismo golpe la cuestión de la existencia finita como tal, y de su apropiación también finita. La técnica de los campos de concentración es sin duda una posibilidad de la técnica, pero es su posibilidad sacrificial. Recíprocamente, la inmolación de los campos de concentración sigue siendo, sin duda, una posibilidad del sacrificio, pero es su posibilidad téc­ nica, y ésta contradice al sacrificio. Porque el ario es el sacrifi­ cio, y él no emplea la técnica para sacrificar, sino para extermi­ nar lo no-sacrificial. Es por ello que los campos de concentra­ ción no presentan solamente el horror, sino también la mentira. Ellos son mentira, com o por lo demás testimonia el abundante vocabulario codificado de su administración, comenzando por la expresión de «solución final». (De esa mentira Heidegger pa­ rece no haber sabido nada. Rem itiendo por el contrario a la técnica y el «en vío» del ser y el «peligro»,48 éste parece volver

47. Cfr. en particular el texto titulado titulado «Die Kchrc», en Die Technik und die Kehre, Opúsculo. I, ediciones Gíinther Neske, Pfullingen, 1962. Traducido al francés como «Le toumant», en Queslions IV, Gallimard, 1976. 48. M e sumo, en este punto, a Jean-Frangois Lyotard, en su Heidegger et «les Juifs» (Galilée, 1988, p. 140) aunque el conjunto de su argumentación apela, para mí, al menos la reserva de que el gesto de Heidegger aquí señalado no rinde sin embanco

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inevitable un silencio vergonzoso sobre los campos de concen­ tración: el silencio, quizás, sobre un «sacrificio» que él creyó (¿como Bataille?) deber pensar, sin osar empero nombrarlo.) La trans-apropiación sacrificial es la apropiación del Sujeto que penetra en la negatividad, que se mantiene ahí, que soporta ahí su propio desgarramiento, y que se retom a soberano. (Y esta negatividad bien podría desempeñar todavía, de manera sutil, el mismo papel, cuando ella es lo que Bataille llama «la negativi­ dad sin em pleo».) La fascinación por el sacrificio formula el de­ seo de esta transfiguración. Es quizás asimismo lo que Lacan quiere decir cuando dice (y él lo dice a propósito de los campos de concentración) que «el sacrificio significa que, en el objeto de nuestros deseos, nosotros intentamos encontrar el testimonio de la presencia del deseo de este Otro que yo llamo aquí el Dios obs­ curo».49 Que otro deseo, obscuro, consagre como suyo mi propio deseo, y heme aquí constituido en la absoluta propiedad del Sí [Soi], y de su presencia a sí sin límites. Eso reclama el sacrificio, la producción del objeto como rechazo, así fuese ese objeto el sujeto mismo — quien, precisamente, ahí se trans-apropia. Pero, si la soberanía no es nada, si «e l Dios obscuro» no es sino la obscuridad misma del deseo frente a su propia verdad, si la existencia no se ordena sino a su finitud, entonces hay que pensar a la distancia del sacrificio. Por una parte, es necesario admitir, en definitiva, lo que está en juego desde el principio del relevo occidental del sacrificio: del sacrificio antiguo, nosotros no sabemos estrictamente nada. Debemos admitir que lo que nosotros consideramos como un intercambio mercantil («H e aquí la m antequilla») ha dado sos­ tén y sentido a millares de existencias individuales y colectivas, y que nosotros no sabemos pensar lo que funda ese gesto (pode­ mos solamente, muy confusamente, adivinar que ese trueque va de suyo más allá del trueque, y que mimesis y methexis no son ahí nada de lo que nuestras representaciones proyectan ahí: el simulacro, quizás, no simula ahí, y la participación, quizás, ahí no comulga). Sabemos, en cambio, que nos es absolutamente

caduco el pensamiento de.la Ereignis, a la que por lo demás, y paradójicamente; Lyo­ tard mismo no deja de apegarse. 49. Le séminaire, X I (Seuil, 1973, p. 247). Lacan, aquí, deriva expresamente esta definición de la existencia de los campos de concentración.

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imposible el pronunciar: «H e aquí las vidas, ¿dónde están los otros?». (Todos los otros: nuestras otras vidas, la vida de un gran Otro, el otro de la vida y la otra vida en general.) Por otra parte, y en consecuencia, es necesario admitir en definitiva que la economía del sacrificio occidental está cerrada, y que ella se cierra en la descomposición del dispositivo sacrifi­ cial mismo, de esta transgresión sangrante por la que sería su­ perado, e infinitamente apropiado, el «m om ento de lo finito». Pero la finitud no es un «m om ento» en un proceso y en una economía. La existencia finita no tiene p or que hacer surgir su sentido por un estallido destructor de su finitud. N o solamente no tiene que hacerlo, sino que en cierto sentido ella no puede ni siquiera hacerlo: la «finitud», pensada rigurosamente y pensada según su Ereignis, significa que la existencia no es sacrifícable. N o lo es, porque ella está ya, por ella misma, no sacrificada, pero sí ofrecida al mundo. Eso se parece, y uno podría equivo­ carse ahí. Y, sin embargo, nada es más desemejante. Se podría decir: la existencia, por esencia, es sacrificada. Eso sería reproducir, en una de sus formas, el enunciado funda­ mental del sacrificio occidental. Y habría que agregar ahí esta forma mayor, acmé de nuestras morales, que se sigue de ello necesariamente: la existencia, en su esencia, es sacrificio. Decir que la existencia es ofrecida, es emplear una palabra del vocabulario sacrificial, sin duda (y si estuviésemos en la len­ gua alemana, esa sería la palabra misma: Opfer, Anfopfenmg). Pero eso es para tratar de marcar que la existencia, si hubiese que llamarla sacrificada, no es en todo caso sacrificada por na­ die, y no es sacrificada añada. «L a existencia es ofrecida» quie­ re decir la finitud de la existencia. La finitud no es una negatividad recortada en el ser y haciendo acceder, por su corte, a la integridad restaurada del ser, o a la soberanía. La finitud enun­ cia lo que enuncia Bataille al decir que la soberanía no es nada. La- finitud responde simplemente a la fórmula matrícial del pensamiento de la existencia, que es el pensamiento de la fini­ tud del ser, o incluso, el pensamiento del sentido del ser en tanto que finitud del sentido. Esta fórmula es: «L a “esencia” del Dasein se encuentra en su existencia».50El Dasein es el existente. Si su esencia (entre comi­ so. Ser y tiempo, §9.

Has) está en su existencia, eso es que el existente no tiene esencia. N o puede ser reportado a la trans-apropiación de una esen­ cia. Pero es ofrecido, es decir que es presentado a la existencia que él es. La existencia expone el ser en su esencia desapropiada de toda esencia y, en consecuencia, de todo «ser»: el ser que no es,5í pero que esta negatividad no dialectiza a fin que él sea, y que él sea en fin lo que es un S í trans-apropiado. Esta negación, al contrario, afirma la inapropiación com o su m odo más propio de apropiación, y en verdad com o el modo único de toda apro­ piación. Asimismo, el m odo negativo de este enunciado: «e l ser no es» no lleva en él una negación, sino una afirmación ontológica. Y es lo que quiere decir Ereignis. (Es también lo que que­ rría decir, en otro contexto, «libertad».)52 E l existente ocurre, tiene lugar, y eso no es sino un ser-arro­ jado al mundo. En este ser-arrojado, él es ofrecido. Pero no es ofrecido por nadie, ni a nadie. N o es tam poco auto-sacrificado si nada, ningún ser, ningún sujeto, precede su ser-arrojado. En verdad, ni siquiera es ofrecido o sacrificado a una Nada, a ningu­ na cosa o a un Otro en el abismo del cual vendría todavía a gozar imposiblemente de su propia imposibilidad de ser: y es exacta­ mente en ese punto que hay que corregir, sin descanso, a Batai­ lle y a Heidegger. Corregirlos, es decir, retirarles aún la menor inclinación hacia el sacrificio. Porque la inclinación hacia el sa­ crificio, o por el sacrificio, está siempre ligada a la fascinación de un éxtasis tom ado hacia un Otro o hacia un Afuera absolu­ tos, desahogando en él el sujeto para m ejor restaurarlo ahí, pro­ metiendo al sujeto, por alguna mimesis y por algún «relevo» de mimesis, la methexis con el Afuera o el Otro. El sacrificio occi­ dental responde a una obsesión del «A fu era» de la finitud, tan obscuro y sin fondo com o sea ese «afuera». P or ella misma ya, la «fascinación» designa este obscuro deseo de comulgar con ese afuera.

51. Cfr. «Tiempo y ser», traducción de Francisco Soler, Eco (Bogotá), n." 130 (fe­ brero 1971), pp. 345-376; o en traducción de Manuel Gañido, en Tecnos, Madrid, 2000: Zeit and Sein, Tubinga, 1969. 52. Cfr. J.-L. Nancy, L ‘ex¡)érience de la liberté, Galilée, 1988 (el tema del sacrificio estaba ya rozado, en la p. 74; también ha sido invocado en «Sóleil cou coupé», en Le démon des auges, ORDO, Nantes / Generalitat de Catalunya, Depaitament de Cultura, Barcelona, 1989).

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El sacrificio occidental parece revelar el secreto de la mime­ sis com o el secreto de una methexis trans-apropiativa e infinita (la participación del Sujeto mismo en su subjetividad, si se lo puede decir). Esta apropiación es la de un Afuera tal que cance­ la, al ser apropiado, hasta la idea misma de una «m ethexis», y en consecuencia la de una «m im esis». Finalmente, ningún se­ creto es revelado. O bien, solamente es revelado que no hay, en definitiva, sino secreto: eí infinito secreto sacrificial. Pero el reverso exacto de esta revelación sin revelación, un reverso alcanzado en el lím ite mismo en el que el sacrificio se deshace, bien podría ser que no hay «afuera». E l evento de la existencia, el «que hay», quiere decir que no hay nada más. No hay un «Dios obscuro». N o hay una obscuridad que sea Dios. En ese sentido, y desde el momento en el que ya no hay una clara epifanía divina, lo que la «técnica» nos presenta bien po­ dría ser simplemente, si puedo decirlo, la claridad sin Dios. Pero la claridad: la de un espacio abierto en el cual un ojo abier­ to no puede ya ser fascinado. La fascinación es ya la prueba de que alguna cosa es acordada a la obscuridad, y a su corazón sangrante. Pero no hay nada que acordar, nada más que «nada». «N ada» no es un abismo abierto afuera. «N ada» afirma la finitud, y ese «nada», en seguida, trae de nuevo la existencia a ella misma, y a nada más. La desubjetiva, quitándole toda posi­ bilidad de apropiarse por otra cosa que por su solo evento, ad­ venimiento. La existencia, en ese sentido, es decir en su sentido propio, es insacrificable. De una cierta manera, es verdad, no hay horizonte, es decir que no hay lím ite a transgredir. De otra manera, no hay más que el horizonte. Al horizonte, alguna cosa no cesa de levantar­ se y de ponerse: pero no es ni el oriente ni el occidente del sacrificio. Es, si es posible decirlo así, la «horizontalidad» mis­ ma. O bien, la finitud. O bien todavía: esto, que hay lugar de dar sentido a ¡a ausencia infinita del sentido apropiable, La «técni­ ca», ima vez más, bien podría constituir un tal horizonte (si por lo menos hay que comprender la «técnica» como el régimen de la finitud y de su «desobram iento»). Es decir, todavía no hay que retroceder: la clausura de una inmanencia. Pero esta inma­ nencia no estaría en pérdida, o en falta de trascendencia. Dicho de otro modo, ella no sería, en ningún sentido de la palabra, el sacrificio de ésta. Lo que llamábamos, en otro tiempo, «trascen­ 80

dencia» significaría más bien que la apropiación es inmanente, pero que la «inmanencia» no es una coagulación indistinta: ella no está hecha sino de su horizonte. El horizonte tiene la exis­ tencia a distancia de ella misma, en este trecho [écart] o en este «entre» que la constituye: entre nacimiento y muerte, entre los unos y los otros. N o se entra en el entre, que es también el espacio de juego de la mimesis y de la methexis. N o porque eso fuese un abismo, un altar o un corazón impenetrable, sino por­ que no es nada más que el Emite de la finitud, y que este límite, si no se lo quiere confundir con el de una «fínidad», digamos, hegeliana, es un lím ite que no se levanta sobre nada. La existen­ cia, solamente, se levanta ahí, al ras de ella misma. ¿Se trata de agitarse en la vida m ediocre y obtusa [bornée]? M uy seguramente, semejante sospecha no puede venir ella misma sino de la vida m ediocre y obtusa. Y es esta misma vida la que se puede de repente exaltar, fascinada, por el sacrificio. N o se trata de negar el dolor ni la muerte. Pero se trata menos aún, si es posible, de precipitarse ahí en busca de alguna trans­ apropiación. Se trata de un dolor que ya no sacrifica, y que ya no es sacrificado. Pero un verdadero dolor, sin duda, e incluso, el más verdadero de todos. Éste no borro la alegría (ni el goce) y, sin embargo, no es el umbral dialéctico o sublimante del acceso a ésta. N o hay umbral, ni gesto sublime y sangrante para atravesarlo. Después de todo, el sacrificio occidental casi siempre ha sa­ bido, y casi siempre ha estado preparado a decir, que no sacrifi­ caba a nada. Es por ello que siempre ha tendido a decir que el verdadero sacrificio ya no era sacrificio. A partir de ahora, sin embargo, nos corresponde decir que no hay «verdadero» sacri­ ficio, que la existencia verdadera es insacrificable y, en fin, que la verdad de la existencia este pensamiento tiene lo sublime como su reverso exacto. Eso no significa que haya dos pensamientos del arte, así adosados o afrontados. Eso signi­ fica más bien que hay un pensamiento que reabsorbe al arte, y otro que lo piensa en su destinación. Este último es el pensa­ miento de lo sublime. E l otro pensamiento en efecto, el de Hegel —la filosofía— , no piensa el arte com o destino ni como destina­ ción, pero piensa, exactamente al revés, el fin del arte, piensa la finalidad, la razón, y el cumplimiento. Pone fin a lo que piensa: no lo piensa entonces, sino solamente su fin. Pone fin al arte conservándolo en la filosofía y como filosofía. Pone fin al arte en la presentación de la verdad. Para él, el arte ha sido esta presen­ tación —bajo las especies de una representación, y quizás bajo las especies de la representación en general, siempre sensible, siempre estética— , pero el arte no es más esta presentación re­ presentativa, desde el momento en el que la verdad ha venido al extremo de presentarse ella misma. Pero así, el fin del arte es alcanzado, y es com o presentación, en la presentación de lo ver­ dadero, que el arte es propiamente revelado. Es suprimido en tanto que arte, y conservado en tanto que pura presentación. ¿Qué hay entonces del arte en tanto que arte? ¿En dónde

9. Eso significa a la vez que esos dos pensamientos se oponen, y que el pensamien­ to de lo sublime trabaja sin duda e inquieta secretamente él pensamiento del fin del 8. La littératureet ledroiíala mort (1947).

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arte. N o intentaré mostrarlo aquí sino en otra parte.

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queda? En tanto que arte — en tanto que todo lo que es designa­ do como «arte», en H egel o en otras partes y, por ejemplo, en tanto que figuración o que expresión, en tanto que literatura o pintura, en tanto que form a o belleza, en tanto que obra o va­ lor—, en tanto que arte, el arte no puede permanecer en otra parte que en el elemento de la (re)presentación. El arte que permanece ahí (si existe un tal «arte», o si merece todavía ese nombre), el arte que se concibe como una representación o como una expresión es en efecto un arte finalizado ¡finí], un arte muerto. Pero el pensamiento que lo ha finalizado se ha suprimido él mismo como pensamiento del arte. Nunca ha pen­ sado lo que ha acabado. N o lo ha pensado, porque el arte, en verdad, no se encontra­ ba ya más en el elemento de la (re)presentación. Acaso el arte no había nunca servido para (re)presentar sino en la represen­ tación que de éste se había hecho la filosofía. E l arte estaba en otra parte. Hegel (un determinado H egel al menos) no lo ha sabido, pero Kant al contrario había comenzado a saber que lo que se pone en juego en el arte, su destinación no era la repre­ sentación de la verdad, sino — para decirlo, una primera vez, muy rápido— la presentación de la libertad. Es un tal saber el que estaba empeñado en el pensamiento de lo sublime. En este pensamiento, no solamente el arte no estaba acabado por la filosofía, sino que el arte comenzaba a temblar, suspendido so­ bre él mismo, inacabado, inacabable quizás, al borde de la filo­ sofía — que él hacía a su vez estremecerse, o interrumpirse. * * * Pero para ir a lo sublime hace falta, al parecer, pasar por lo bello. L o'b ello y lo sublime tienen en común, para Kant, el tener que ver con la presentación, y con ella sola.10En el uno y en el otro no se juega otra cosa que el juego de la presentación, sin objeto representado. (Debe de haber entonces ahí un concepto, o una experiencia, de la presentación que no esté sometido a la lógica general de la (representación, es decir de la presentación por un sujeto y a un sujeto: en el fondo, todo el asunto está ahí.)

10. 3 “ Critica, § 23 — y §§ 23 a 29, lo más frecuentemente, para todas las referen­ cias que siguen.

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En la ocasión de un objeto de los sentidos, la imaginación — es ella, la facultad de la presentación— juega a encontrar una for­ ma en acuerdo con su libre juego. Ella presenta, o ella se pre­ senta lo siguiente: que hay un libre acuerdo entre lo sensible (múltiple, diverso, por esencia) y ima unidad (que no es un con­ cepto, que es la unidad libre, indeterminada). La imaginación presenta así la imagen, o que hay imagen —Bild. El Bild, aquí, no es la imagen representativa, o incluso no es el objeto. N o es la puesta-en-forma de otra cosa, sino la form a formándose, para ella misma, sin objeto: en el fondo, el arte según Kant no sabría representar nada, ni en lo bello, ni en lo sublime. La «im aginación» no significa aquí el sujeto que pone alguna cosa en imagen. Significa más bien: la imagen volviéndose imagen, no como figura de otra cosa, sino com o form a que se forma, unidad que llega a algo diverso, sobreviniendo de un diverso, en lo diverso sensible, simplemente com o unidad, sin objeto y sin sujeto —y entonces, sin fin. Es a partir de ahí, de esta situación general de la libre presentación estética, que hay que ponerse en condiciones de apreciar los objetivos ¡enjettx] respectivos de lo bello y de lo sublime. El Bild libre de antes de todas las imágenes, de antes de todas las representaciones y todas las figuraciones, el Bild no figurativo, estamos tentados de decirlo, Kant lo llamaba esque­ ma en la primera Crítica. En la tercera dice que el juicio estético no es otro que el juego de reflexión de la imaginación cuando ella «esquematiza sin conceptos»: es decir, cuando el mundo que se forma, que se manifiesta, no es un universo de objetos, sino solamente un esquema {skema, una forma, una figura), solamente un Bild que hace «m undo» por él mismo, porque se forma, porque se dibuja. E l esquema, es la figura — pero la ima­ ginación que figura sin conceptos no figura nada: el esquema­ tismo del juicio estético es intransitivo. N o es sino la figura que se figura. N o es un mundo, ni el mundo que cobra figura, es la figura que hace mundo. Es quizás indisociablemente el fingi­ miento, la ficción, y el sueño de un Narciso: todo eso, sin em­ bargo, no viene sino después. Para que hayan esas figuras, y esta escena de representaciones, es necesario antes el arrojo, el prim er arrojo, surgimiento y palpitación, de un trazo, de una fonna, que se figura en cuanto se da figura, en cuanto se confie­ re una libre unidad. Se la confiere, o la recibe — pues no dispo­ 121

ne de ella en un principio. Tal es lo propio de la imaginación, de la Einbildung operando sin concepto: ella es la unidad que se precede, que se anticipa y que se manifiesta, libre figura, antes de haber sido determinada. A partir de aquí, es decir, apenas entrado en la primera asig­ nación filosófica moderna de la estética, uno puede acabar rápi­ damente, si se quiere. Uno puede rápidamente, y siguiendo la lógica disponible en ese dispositivo de partida, el del esquema­ tismo estético, venir a acabar el arte. H ay que seguir la lógica de este acabamiento, para descubrir que ella no puede funcionar sino a condición de que descuide la lógica de lo sublime, que nada hasta el m omento ha distinguido com o tal. Del esquematismo se había dicho, en la prim era Crítica, que era una «técnica escondida en las profundidades del alma». ¿El secreto de esta técnica se revelaría en el esquematismo estético, que presenta en suma la form a pura del esquematismo? Uno podría pensarlo, uno estaría tentado de creerlo. E l esquematis­ mo sería estético. La técnica del esquema sería un arte: es la misma palabra, ars, die Kunts. La razón sería un artista, el mundo de los objetos su obra — el arte sería la técnica primera o suprema, la técnica creadora y autocreadora, la de la unidad del objeto y del sujeto, la unidad poniéndose ella misma a la obra. Uno puede creerlo, y sacar las consecuencias. Uno obten­ drá muy rápido dos versiones de un pensamiento así cumplido del esquematismo: o bien la versión de un arte originario e infi­ nito, de una poesía que no termina de darse form a ella misma dando form a tanto al mundo com o al pensamiento — y es la versión romántica; o bien la versión de una técnica del juicio originario, que comparte [partage] la identidad para rem itirla a ella misma en tanto que unidad, y para darle así su figura abso­ luta— y es la versión hegeliana. La estética releva la filosofía, o al contrario. En los dos casos, el esquematismo es comprendido (su secreto es revelado) y cumplido: arte o técnica —y sin duda, según el juego de un intercambio cóm plice entre las dos versio­ nes, arte y técnica, técnica del arte y arte de la técnica— , el esquema es la figura originaria de la figuración misma. Lo que figura (o lo que presenta, porque aquí, figurar es presentar), la facultad de la figuración o de la presentación tiene ya eso mis­ mo [soi-méme] una figura, y se ha presentado ya eso mismo. Es una razón artista técnica: Deus artifex, subjectum sui etfigurae. 122

Así, la imaginación que esquematiza sin concepto se esque­ matizará ella misma en el juicio estético. Y es efectivamente, en cierto sentido, lo que ella hace: se presenta como unidad y se presenta su unidad a ella misma, n o presentando nada más que ella misma, presentando la facultad de la presentación en su libre juego, es decir aun presentando el presentante, o represen­ tante, absolutamente. Aquí, el presentante — el sujeto— es lo presentado. En lo bello y en lo sublime — que no son cosas ni cualidades de los objetos, sino que son juicios, y más precisa­ mente que son los juicios estéticos, es decir los juicios propios de la sensibilidad cuando ella no está determinada ni p or con­ ceptos, ni p or la sensación empírica (que hace lo agradable, no lo bello)— , en lo bello y en lo sublime, la unidad del espíritu, el espíritu como unidad, el acuerdo de las facultades operado en la imaginación o más exactamente com o imaginación se pre­ senta él mismo a sí mismo. Así las cosas, es mucho menos el arte el que vendría a encon­ trar aquí su razón o sus razones, que la Razón, de hecho, la que se cogería del arte para hacer de él la técnica de su auto-presen­ tación. Esta auto-presentación sería entonces lógicamente la presentación de la técnica misma de la razón, de una técnica pensada com o la naturaleza prim era o última de la razón, según la cual la razón se produce, se opera, se figura y se presenta ella misma. E l esquematismo sería la anticipación de la unidad de la presentación (o del presentante) en la presentación misma (o en el presentado), lo que constituye sin duda la única técnica posi­ ble (el único Handgriff, la única «m ano» [en el sentido de ayudar, de «dar una m ano»], dice la primera Crítica) para que una pre­ sentación, en ese sentido filosófico estricto, tenga nunca lugar. ¿Cómo trazaría yo una figura cualquiera, si no anticipo su uni­ dad, y más exactamente sin duda, si no m e anticipo yo mismo, que la presento, como su unidad? Hay pre-visión o pro-videncia en el corazón de la razón. E l esquema es la razón que se pre-ve o que se pre-figura. Es entonces de la naturaleza del esquematis­ mo, de esa mano artista de la razón, el estar «escondido en las profundidades del alma»: la prefiguración se hurta al mismo tiempo que se anticipa. Y es incluso en el fondo el carácter ocul­ to, secreto, del esquematismo, ya disimulado detrás de toda figu­ ra visible, de la anticipación figurante o presentadora. En ese «esquematismo sin conceptos», en esta «lib re legali­ 123

dad» o en este «esbozo» de mundo11para el libre sujeto, lo cos­ mético es la anticipación de lo cósmico. Lo bello no es aquí una cualidad, intrínseca o agregada, subjetiva u objetiva; es más que una cualidad, él hace el estatus y el ser mismo del sujeto que se forma y que se presenta para poder en seguida (representarse un mundo de fenómenos. La estética es ella misma la anticipa­ ción del conocimiento, el arte es la anticipación de la razón técnica y el gusto es el esquema de la experiencia — el esquema o el placer, pues aquí, precisamente, los dos se confunden. ¿No ha escrito Kant que hacía en efecto falta que un placer prim iti­ vo hubiese presidido al prim er conocimiento, «placer notable, sin el cual la experiencia más común no habría sido posible»?1 12 Puro placer, y nada de dolor en la génesis filosófica del conoci­ miento y del dominio del mundo. (Nada de dolor mezclado a ese placer: eso implica que lo sublime no tiene parte aquí. Vol­ veré sobre ello.) Ese placer consiste en la satisfacción tomada de la unidad en general, de encontrar o de reencontrar la unión o la reunión de lo diverso, de lo heterogéneo, bajo un principio o bajo una ley. La anticipación procede de este goce de la uni­ dad, necesario a la razón, o reside en él. Sin la unidad, lo diver­ so no es sino caos y amenaza vertiginosa. Con la unidad, que es necesario entonces haber anticipado para poder reencontrarla y (re)presentarla, bajo la unidad así técnicamente y artísticamen­ te producida, lo diverso deviene gozo — es decir, placer y apro­ piación. Lo diverso deviene m i diverso. El goce, según Kant, pertenece a lo agradable, que conven­ dría distinguir cuidadosamente de lo bello. L o agradable está ligado a un interés, mientras que lo bello no lo está. Lo bello no está ligado a un interés, porque en el juicio estético yo no de­ pendo para nada de la existencia del objeto, y lo que importa es solamente «lo que descubro en m í» con ocasión de este objeto.13 ¿Pero el goce de sí no procede de un supremo y secreto inte­ rés de la razón? E l desinteresamiento del juicio de belleza, to­ mado en la lógica de la ratio artifex, es en realidad un interesamiento profundo: hay interés en que la unidad sea anticipada, en que la figura sea (pre)formada, en que el caos sea evitado.

11. La palabra se encuentra p o r ejemplo en el § 22. 12. Introducción,VI. 13. §2.

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Aquí, la categoría de lo bello comienza a revelarse de una extrema fragilidad. Lo bello y lo agradable tienen ya en común el «agradar inmediatamente», a diferencia de lo bueno, por una parte, y de lo sublime, por la otra. Si hay que aproximarlos igualmente por el interés — en lo agradable por el objeto y en lo bello por sí (¿es por lo demás tan diferente?)— , habría que decir que lo bello, a su manera, es también goce, y que su goce es él mismo anticipación y auto-presentación. Lo bello kantiano, y a partir de él, quizás, toda simple belleza, proviene [releve] del goce del sujeto, y constituye incluso el sujeto com o goce de sí mismo, de su unidad .y de su libre legalidad, razón-artista que se asegura contra el caos de la experiencia sensible, y que se vuelve a dar a escondidas — gracias a su «arte escondido»— las satisfacciones que ella había perdido con Dios. A menos, en esas condiciones, que el sujeto artista (el sujeto del arte, de la filosofía, de la técnica) no haya sido, más brutalmente todavía, el que roba a Dios su goce. E l que roba a Dios su arrobamiento. Cuando ella se presenta en la filosofía, o quizás cuando ella se anticipa ahí (anticipando, en el momento de Kant, una tecnicidad-artificialidad esencial de la razón moderna), la estética, al mismo tiempo, es suprimida dos veces: una vez en el fin del arte, y una vez en el goce de la razón imaginante. Las dos veces son la misma, uno lo ve bien: el arte conoce su fin, pues su fin consiste en este goce, en el que él se acaba. Kant no es aquí el otro de Hegel: en el uno y en el otro, el interés de la estética está en la presentación. La representación de la verdad descansa sobre la verdad de la presentación, que es el goce de la unidad prefigura­ da. El espíritu hegeliano no goza de otra manera: goza de la ima­ ginación kantiana. O incluso, el espíritu hegeliano es él mismo el goce final de la imaginación kantiana. Y la filosofía goza del arte, hace del arte y de lo bello su goce mismo, los suprime como simples placeres, se podría decir, y los conserva como puro goce de sí de la Razón. La Aufhebung del arte en la filosofía tiene estructura de goce — y en esta estructura infinita, el arte goza a su turno de sí mismo: él puede devenir, com o arte filosófico, com o arte o técnica de la presentación filosófica (por ejemplo, dialéctica, o científica, o poética), el goce mismo del Espíritu. Lo bello había sido antes «e l esplendor de lo verdadero»: por una perversión singular, y que es difícil de considerar sin males­ tar, el esplendor de lo verdadero se ha vuelto el goce de la razón.

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Es quizás la suerte filosófica de la estética lo mismo que la suerte estética de la filosofía. El arte y la belleza: presentaciones de lo verdadero, que goza de ellos, se anticipa en ellos, y los acaba. Pero procediendo así, en lugar de acabar, apenas y se ha comenzado. N i siquiera habíamos llegado a lo sublime — y el arte, en Kant, no se ofrece al análisis antes de que uno haya pasado por la etapa de lo sublime, del que en realidad el exa­ men del arte es tributario desde varios puntos de vista, y en particular desde el punto de vista, decisivo, del genio. (N o es el lugar para detenerse en ello, pero al menos hay que señalarlo: la teoría kantiana de las artes, independientemente de las inten­ ciones del propio Kant, no se deja entender verdadera y com­ pletamente sino en la dependencia de la teoría de lo sublime. Esta dependencia es por lo demás asignada por el ordenamien­ to, exteriormente mal justificado, del sumario, que coloca la teoría de las bellas artes en la Analítica de lo sublime, cuando ésta debería ser «un simple apéndice».) Uno accede a lo sublime a través de las insuficiencias de lo bello. Acabamos de ver la belleza espesarse de repente, si lo pue­ do decir así, para el agrado o la satisfacción de la razón. Eso no significa otra cosa que esto: lo bello es una categoría inestable, mal contenida y mal retenida en el orden propio que debería ser el suyo (la pura presentación de la presentación). Lo bello no es acaso tan autónomo como parecía serlo, y como Kant querría que lo fuese. Tomado a la letra en tanto que puro placer de la presentación pura, lo bello se revela responder al interés oculto pero tanto más interesado de la razón: ella se satisface ahí de su poder de presentar y de presentarse, se admira ahí gracias a sus objetos, tiende, como es, para Kant, la ley de todo placer, a con­ servarse en ese estado, tiende a conservar el goce de su propio Bild y de su propia Einbildung. L o bello, sin duda, no está, en rigor, en este goce, pero a cada instante está a punto de deslizar­ se ahí, de confundirse con él: y este deslizamiento siempre inmi­ nente no es accidenta], pertenece a lo bello por estructura. (De la misma manera, uno puede aplicar al juicio de gusto la regla que se aplica al juicio moral: uno no puede nunca decir de manera cierta que una acción haya sido realizada por pura moralidad; igualmente uno no podría nunca decir que un juicio de gusto sea un puro juicio de belleza: siempre es posible que -algún interés — empírico o no— esté mezclado ahí; pero sería posible tam­ 126

bién, de manera más radical, que en todo rigor no haya ahí un puro juicio de gusto, y que su desinterés esté siempre interesado por el goce profundo de la imaginación.) Sin embargo, la misma inestabilidad constitutiva que hace que lo bello se deslice a lo agradable puede también imponerse en lo sublime. A decir verdad, lo bello no es acaso sino una for­ mación intermediaría, inaprehensible, imposible de fijar — sino como un límite, una frontera, un lugar de equivocidad (pero aca­ so también de intercambio) entre lo agradable y lo sublime: lo que significa, volveré sobre ello, entre el goce y la alegría. Si un arrebato de lo bello en lo sublime es en efecto el equi­ valente o el reverso de su deslizamiento en lo agradable — y es lo que verificam os— , y si en lo agradable lo bello, para term i­ nar, pierde su cualidad de bello en el goce, en la subjetividad satisfecha, entonces hay que esperar a que lo bello no gane verdaderamente su cúalidad «p rop ia» (si tiene una) sino por otra especie de salida fuera de sí mismo, a través de lo subli­ me. Eso querrá decir: lo bello no deviene lo bello sino más allá de sí mismo, o bien se desliza de este lado de sí mismo. N o tiene por sí mismo ninguna posición. O bien se acaba — es la satisfacción, o la filosofía— , o bien se suspende, inacabado — y es lo sublime (el arte, o por lo menos el arte no revelado por la filosofía). L o sublime no form a un segundo episodio de la estética, ni otra especie de estética, que sería en suma apenas estética, ape­ nas artística en todo caso, y a fin de cuentas ante todo moral, si nos atenemos a las intenciones y a las declaraciones de Kant. Es que éste no ve o no parece ver la cuestión [l'enjeu] que intro­ duce con lo sublime. Trata este últim o com o un «apéndice» al análisis del juicio estético (en el parágrafo 23). Pero en realidad, lo sublime representa en la Crítica nada menos que aquello sin lo cual lo bello no sería lo bello, o sin lo cual lo bello no sería sino lo bello (lo que viene a ser lo mismo). Lejos de ser una especie, y una especie subordinada, de la estética, lo sublime constituye un momento decisivo en el pensamiento de lo bello y del arte com o tales. N o viene a agregarse a lo bello,, viene a transformarlo, a transfigurarlo — o a des-figurarlo. En conse­ cuencia — y es lo que se trata de mostrar— , lo sublime no cons­ tituye, en el campo general de la (re)presentación, una instancia o una problemática de más: él transforma o desvía todo el moti­ 127

vo de la presentación. (Y esta transformación no cesa de estar a la obra hasta nosotros.) * * * Que lo sublime propone aquello sin lo cual la belleza no sería ni siquiera bella, o no sería sino bella (es decir, goce y conservación del Bild), esta idea no es nueva. Data del (reh aci­ miento moderno de lo sublime. Boileau hablaba de «ese no-séqué que nos encanta y sin lo cual la belleza misma no tendría ni gracia ni belleza». La belleza sin belleza, es la belleza que no es sino bella, es decir a fin de cuentas agradable (y no «encantado­ ra»). Feneloñ escribe: «L o bello que no es sino bello, es decir brillante, no es bello sino a m edias». En cierto sentido, toda la estética moderna, es decir toda «la estética»..., tiene su origen y su razón de ser en una im posibilidad de asignar la belleza a la sola belleza y en una pérdida de control o en un desbordamien­ to, que se siguen, de lo bello fuera de sí mismo. ¿Qué es la sola belleza? La sola belleza, o la belleza sola, aislada para ella mis­ ma, es la forma en su pura conveniencia para consigo misma, o bien, lo que es lo mismo, en su puro acuerdo con la imagina­ ción, con la facultad de la presentación (o de la form ación). La belleza sola, sin interés, sin concepto y sin Idea, es el simple acuerdo que, por él mismo, es un placer, de la cosa presentada con la presentación. Tal es por lo menos, o ha tentado de serlo la belleza moderna; una presentación lograda y sin resto, acor­ dada a ella misma. (La subjetividad en tanto que belleza: Narci­ so.) Se trata, en suma, del esquema al estado puro en el esque­ matismo sin conceptos, considerado por su libre acuerdo consi­ go mismo, y cuya libertad se confunde con la simple necesidad de que una form a se adecúe a su propia forma, presente bien la forma que ella es, o sea bien la form a que ella presenta. Lo bello, es la figura que se figura en acuerdo consigo misma, el estricto acuerdo de su contorno con su trazado. La con-formidad de la forma, infinitamente replegada sobre su propio dibu­ jo. Cosmos yphilosophus cosmotheoros. La forma, o el contorno, es la lim itación, que es el asunto de lo bello: lo ilimitado, por el contrario, es el asunto de lo sublime. N o hay que confundir lo ilim itado con lo infinito: por lo menos no con el concepto preciso de un infinito actual (del «buen infinito» para H egel). Porque éste supone por el contra­ 128

rio la clausura circular de la derecha infinita: supone la forma . misma. Ahora bien, sólo este infinito-en-forma conviene a la figura de lo verdadero, y a la presentación del Sujeto. Si el aná­ lisis de lo sublime debe partir, com o lo hace en Kant, de lo ilimitado, y si debe llevar en él y rehacer el análisis de la belleza (entonces de la lim itación), hay que evitar sobre todo que se empeñe simplemente com o el análisis de una especie particular de presentación, que sería la presentación del infinito. Casi im­ perceptible al inicio, este error de enfoque, tan frecuentemente cometido, puede falsear considerablemente, al final, el resulta­ do del análisis. Con lo sublime, no se trata de la presentación, ni de la impresentación, de lo infinito, puesta al lado de la presen­ tación de lo finito y construida según un modelo análogo. Pero se trata, y es por completo otra cosa, del movimiento de lo ili­ mitado, o más exactamente de la ilim itación {die Unbegrenzheit) que tiene lugar al borde del límite, y entonces al borde de la pre­ sentación. La lim itación de la forma, la lim itación que la (bella) forma es, constituye por el contrario la verdadera presentación de lo infinito, o más exactamente, y com o lo hemos comprendido, la presentación infinita (de sí) que es lo verdadero: bello sujeto, bello saber, circulus sui. Lo ilim itado como tal, es lo que se levanta [enleve] al borde del límite, es lo que se separa y se sustrae de la lim itación (y entonces, de la belleza), por una ilim itación coextensiva al bor­ de externo de la limitación. (E l «m al» infinito, si se quiere, como el borde externo del «bueno».) En cierto sentido, nada se levanta así. Pero si está perm itido hablar de «lo ilim itado» como de «alguna cosa» que se levanta «d e alguna parte», es porque, con el juicio o el sentimiento de lo sublime se nos ofre­ ce una toma {saisie], uno. aprehensión de esta ilim itación que viene a retirarse com o una figura sobre un fondo, cuando es­ trictamente hablando es siempre solamente el lím ite el que le­ vanta una figura sobre un fondo no delimitado. En lo sublime, es cuestión de la figura del fondo, de la figura que hace el fondo, pero precisamente en tanto que eso no puede hacer una figura, y que sin embargo es un «levantam iento», un trazado ilímitante, a lo largo de la figura limitada infinita. Lo ilim itado comienza al borde externo del límite: y sólo comienza, y no termina nunca. Su infinidad no es tampoco ni 129

la del simple potencial de una progresión al infinito, ni la del simple infinito actual (o de «la infinidad agrupada de un todo», como lo dice Kant, quien se sirve, a decir verdad, de dos figuras o conceptos del infinito). Pero es el infinito de un comienzo (y es mucho más que lo contrario de un acabamiento, es mucho más que la inversión de una presentación). Y tam poco es el simple despliegue infinito de una pura ausencia de figura. Lo ilimitado se engendra o se empeña en el trazamiento mismo del límite: retraza y levanta, p or así decirlo, «hacia el fon do» (o «en el fondo», al fondo del fondo) lo que ese trazamiento corta del lado de la figura y com o su contorno. Retraza «hacia el fondo» la operación, del Ein-bildung: pero eso no hace una réplica, así sea en negativo, de esta operación. Eso no hace una figura, una imagen infinita: hace un movimiento, el del corte, del trazamiento o del levantamiento. L o sublime empeñará siempre, si hace una estética, una estética del m ovimiento frente a una es­ tética del estado. Pero ese m ovimiento no es una animación, ni una agitación, frente a una inm ovilidad. N o es quizás un movi­ miento en ninguno de los sentidos disponibles de la palabra. Es el com ienzo ilimitado de la delim itación de una form a y, en consecuencia, del estado de una form a y de la form a de un estado. Lo ilim itado se levanta delimitando. N o consiste por él mismo en una delimitación, así sea negativa, porque ésta sería todavía, precisamente, una delimitación, y lo ilim itado termina­ ría por tener su form a propia — la form a de un infinito. Pero la ilim itación de-forma lo que, en su reverso, se forma. Lo infinito, declara Kant, no puede ser pensado «com o ente­ ramente dado». Eso no significa que Kant considere exclusiva­ mente un infinito potencial, el m al infinito de una progresión sin fin. Eso significa, una vez más, que no se trata exactamente del infinito en la ilim itación a la cual toca el sentimiento de lo sublime. L o infinito sería solamente el «concepto numérico», para hablar com o Kant, de lo ilim itado cuya «presentación» estaría en juego en lo sublime. Habría que decir que lo ilim ita­ do no es el número, sino el gesto del infinito.14Es decir, el gesto por el cual toda forma, finita, se levanta en la ausencia de for­ ma. Es el gesto de la formación, de la figuración misma (del

14. § 27: «E n una evaluación estética de la grandeza, el concepto de número debe ser rechazado o transformado».

Ein-bildung), pero en tanto que lo inform e también se recolta ahí, sin tom ar él mismo forma, a lo largo de la form a que se traza, que se adjunta a ella misma y que se presenta (infinita­ mente). Porque la ilim itación no es el número, sino el gesto, o si se prefiere la m oción del infinito, no puede haber presentación de lo ilimitado. Este es siempre lo ilimitante. Las expresiones que K ant n o cesa de ensayar a lo largo de los parágrafos consagra­ dos a lo sublime, la de «presentación negativa» o la de «presen­ tación indirecta», como todos los «p o r así decirlo» y «en cierta m anera» que siembra a través del texto, indican solamente su embarazo ante la contradicción de una presentación sin presen­ tación. Una presentación, ya sea ésta negativa o indirecta, es siempre una presentación, y a ese respecto es siempre, en últi­ m o análisis, directa y positiva. Pero la lógica profunda del texto de Kant no es una lógica de la presentación, y no sigue el hilo de esas expresiones toipes. N o se trata de presentación indirec­ ta por medio de alguna analogía o sím bolo — no se trata enton­ ces de figurar lo infigurable— ,151 6y no se trata de presentación negativa en el sentido de la designación de una pura ausencia o de una pura falta, ni en ningún sentido de la positividad de una «nada». En esta doble medida, se podría decir que la lógica de 3o sublime no se confunde ni con una lógica de la ficción, ni con una lógica del deseo, es decir aún ni con una lógica de la repre­ sentación (alguna cosa en el lugar de la cosa), ni con una lógica de la ausencia (de la cosa que falta en su lugar). La ficción y el deseo, por lo menos en esas funciones clásicas,56 encuadran y determinan acaso siempre la estética com o tal, todas las estéti­ cas. Y la estética de la sola belleza, de la pura adecuación a sí de la presentación, con su incesante deslizamiento en el goce de sí, es en efecto del orden de la ficción y del deseo. Ahora bien, ya río se trata precisamente de la adecuación de la presentación. N o se trata tampoco de su inadecuación. N o se trata ni de pura presentación, ya sea ésta adecuación o inade­ cuación, ni de la presentación del hecho de que habría algo 15. En ese sentido todo lo que depende en Kant de una teoría clásica de la analo­ gía y del símbolo no pertenece a la lógica profunda de la que hablo aquí. 16. Es decir que no excluyo que uno pueda situar de otra manera la «ficción», y el «deseo» (según una mimesis no representativa, y según una dinámica no privativa / apropiadora).

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impresentable.J7Ya no se trata, con lo sublime — o quizás más precisamente: en una determinada extremidad a la que lo subli­ me conduce— , de la (representación en general. Se trata de otra cosa, que tiene lugar, que ocurre [ariive] o que pasa en la presentación misma y en suma por ella, pero que no es la presentación: se trata de esta m oción por la cual, ince­ santemente, lo ilimitado se levanta, se ilimita, a lo largo del lím i­ te que se delimita y que se presenta. Esta moción trazaría de alguna manera el borde extemo del límite. Pero ese borde exter­ no, precisamente, no es un trazado: no es un segundo trazado homólogo al borde interno y pegado a él. En cierto sentido, es el mismo que el trazado (representativo. En otro sentido, simultá­ neo, es una ¡¡limitación, ima disipación del borde sobre el borde mismo — un desbordamiento, un «desahogo», dice Kant. N o hay trazado que no trace un borde interno / un borde externo. Pero lo que es trazado, la traza misma, no es ninguno de los bordes, y no hay bordes, puesto que no hay nada «entre» los «bordes». Hay trazado, figura (ahí se aborda), y trazado, desfondamiento del fondo (que desborda). ¿Qué tiene lugar en el desbordamiento, qué es lo que ocurre con el desahogo? L o he dicho, yo llamaré a ejso la ofrenda. Pero se requiere el tiem po de venir a ella, o de verla venir, si es posible. * * * En lo sublime está entonces en juego la presentación mis­ ma: no alguna cosa por presentar o por representar, ni alguna cosa impresentable (ni lo impresentable de la cosa en general), y tampoco el hecho de que eso se presente a un sujeto y por un sujeto (la representación), sino el hecho de que eso (se) presen­ ta, y como eso (se) presenta: eso se presenta en la ilimitación, eso (se) presenta, siempre, en el límite [á la limite: en última ins­ tancia]. L o «sublim e» es una lógica del en el límite. Este límite, en términos kantianos, es el de la imaginación. Hay para ella un lím ite absoluto, hay un máximo del Bild y de1 7 17. Esta última fórmula es la de Lyotard (cfr. Le différend), la precedente remite más bien a Denida («L e parergon», en La vérité en peintnre). Ellas no son ciertamente falsas, y comentan rigurosamente, juntas o la una contm la otra, e! texto de Kant. No pretendo discutirías, sino que paso más allá, a lo largo de la presentación, pero a la distancia, y porque ella misma se aparta así de ella misma.

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la Büdung. De ese máximo, tenemos una indicación analógica en la grandeza de ciertos objetos, naturales o artificiales: océa­ nos o pirámides. Pero esas grandezas de objetos, esas figuras muy grandes, no son precisamente sólo ocasiones analógicas para pensar lo sublime. En lo sublime, no se trata de grandes figuras, sino de la grandeza absoluta. La grandeza absoluta no es más grande que las más grandes grandezas: ella designa más bien el hecho de que hay, absolutamente, grandeza. Se trata de magnitudo, dice Kant, y no de quantitas. La quantitas se mide, la magnitudo preside más bien a la posibilidad de la medida en general: es el hecho en sí de la grandeza, es el hecho que, para que haya formas o figuras más o menos grandes, es necesa­ rio que haya, al nivel de toda form a o figura, la grandeza. La grandeza no es, en ese sentido, una cantidad, sino una cualidad, o más precisamente es la cantidad en tanto que cualidad. Es de este modo como lo bello, según Kant, concierne la cualidad y lo sublime la cantidad. Lo bello reside en la form a com o tal, en la forma de la forma, si se lo puede decir, o en la figura que ella hace; lo sublime reside en el trazamiento, en el levantamiento de la forma, independientemente de la figura que ella delimite, y entonces en su cantidad tomada absolutamente, como magni­ tudo. Lo bello, es lo propio de tal o tal imagen, el placer de su (re)presentación. Lo sublime, es que haya imagen, y entonces límite, al nivel del cual se hace sentir la ilimitación. Así, lo bello y lo sublime, si no son idénticos — al contrario— , tienen lugar en el mismo lugar, el uno contra el otro, y el uno al nivel del otro. Lo bello y lo sublime son la presentación, pero de tal suerte que lo bello, es lo presentado en la presentación, mien­ tras que lo sublime, es la presentación en su moción — que es el levantamiento absoluto de lo ilim itado a lo largo de todo límite. Lo sublime no es «más grande» que lo bello, no está más ele­ vado — está en cambio, si m e atrevo a decirlo, más levantado, en el sentido en que él mismo es el levantamiento ilim itado de lo bello. Lo que se levanta, es la forma, toda forma. En la manifesta­ ción de un mundo o en la composición de una obra, la forma se levanta, es decir, a la vez se traza y se desborda, se limita y se ilimita (lo que no es más que la más estricta lógica del límite). Toda forma como tal, toda figura, es pequeña en comparación a lo ilimitado sobre lo cual se levanta. «Es sublime, escribe Kant, 133

aquello en comparación a lo cual todo lo demás es pequeño.» Lo 'sublime no es entonces una grandeza que fuese «menos peque­ ña», y que tomase aún lugar en la cima de una escala de compa­ ración: porque en ese caso, ciertas partes del resto de la escala no serían «pequeñas», sino solamente menos grandes. L o subli­ me es incomparable, está en la grandeza en relación a la cual todas las otras son «pequeñas», es decir no pertenecen ya al mis­ mo orden, y no son ya entonces propiamente comparables. Es que la magnitudo sublime reside — o más bien sobrevie­ ne, y sorprende— en el lím ite, y en el levantamiento del límite. La grandeza sublime, es que haya grandeza mensurable, pre­ sentable, del límite, entonces, de la form a y de la figura. Un lím ite se levanta, o está levantado, un contorno se traza, y así una multiplicidad, un diverso esparcido viene a ser presentado como una unidad. La unidad le viene de su lím ite — digamos, por su borde interno; pero que haya esta unidad, absolutamen­ te, o incluso que eso, ese trazado, haga un todo, eso proviene, para decirlo siempre de la misma manera, del borde externo, del levantamiento ilim itado del límite. L o sublime concierne la totalidad (de la que el concepto general es el de la unidad de una multiplicidad). La totalidad de una forma, de una presenta­ ción, no es la completud ni la suma exhaustiva de sus partes. Es, por el contrarío, eso que ocurre ahí donde la form a no tiene partes (y, en consecuencia, en todo rigor, no (re)presenta nada), pero se presenta. Lo sublime tiene lugar, dice Kant, en una «re­ presentación de lo ilim itado a la que se agrega sin embargo el pensamiento de su totalidad» (y es por ello que, precisa éste, lo sublime puede ser encontrado en un objeto inform e lo mismo que en una forma). Una presentación sólo tiene lugar si todo lo demás, todo lo ilim itado sobre lo cual ella se despega, se levanta sobre su borde —y de golpe, a su manera, se presenta o bien se levanta a todo lo largo de la presentación. La totalidad sublime no es para nada la totalidad de lo infini­ to concebido como alguna cosa distinta de las formas finitas y bellas (y que por ello diese lugar a una estética segunda y espe­ cial que fuese la de lo sublime), y no es tampoco la totalidad de un infinito que fuese la suma de todas las formas (y que haría de la estética de lo sublime una estética «superior» o «to ta l»).58Es1 8 18. Kant no deja de indicar él mismo una dirección estética que combina los dos

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la totalidad de lo ilimitado en tanto que lo ilim itado está más allá (o más acá) de toda form a y de toda suma, en tanto que está, en general, del otro lado del lím ite, es decir más allá del máximo. La totalidad sublime está más allá del máximo: es tanto com o decir que está más allá de todo. Todo es pequeño frente a lo sublime, toda forma, toda figura es pequeña — pero asimis­ mo: cada forma, cada figura es o puede ser el máximo. E l máxi­ mo (o la magnitudo, que es la bordura externa de éste) está ahí cuando la imaginación se ha representado la cosa, grande o pequeña. La imaginación no puede más: ella está definida por la Bildung del Bild. Sin embargo, la imaginación puede más — o al menos recibe más— ahí donde no puede más. Y es ahí donde lo sublime se decide: la imaginación puede aún sentir su lím ite, su impoten­ cia, su inconmensurabilidad en relación a la totalidad de lo ili­ mitado. Esta totalidad no es un objeto, ella no es nada (rep re ­ sentado, ni positivamente, ni negativamente: pero corresponde al hecho de que la presentación tiene lugar. N o es la presenta­ ción misma — no es la exhibición de un presentado, y no es la presencia de un presentante— , pero es que la presentación tiene lugar. Eso, es la form a (de lo ) informe, es el levantamiento del borde externo del límite, o la m oción de lo ilimitado. Esta totalidad no es, a decir verdad, exactamente la unidad de un diverso: lo ilim itado no ofrece propiamente ni un diverso, ni el número de la unidad. Pero lo que Kant llama «la Idea de un todo», es la unión por la cual la unidad de un todo es en general posible. La unión es el asunto de lo sublime, com o la unidad la de lo bello. Ahora bien, la unión es operación de la imaginación (com o la unidad es su producto): ella une el con­ cepto y la intuición, la sensibilidad y el entendimiento, lo diver­ so y lo idéntico. En lo sublime, la imaginación no toca más a sus productos, sino a su operación — y así a su límite. motivos: un género sublime distinto, en cierto modo, y ese género como una suerte de obra de arte total. É l evoca, en efecto, la posibilidad de una «presentación de lo subli­ m e» en las bellas artes a título de la «vinculación de las bellas artes en un solo y mismo producto», e indica entonces tres formas: la tragedia en verso, el poema didáctico, el oratorio. Habría, desde luego, mucho que decir. M e contento, aquí, con notar que no es exactamente la Gesamtkunstwark de Wagner. Las tres formas de Kant parecen más especialmente imantadas por la poesía como modo de presentación, sucesivamente, d d destino, del pensamiento, de la oración, y no parece que se trate ante todo de una presentación «total».

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Porque hay dos maneras de considerar la unión. Hay la ma­ nera hegeliana y dialéctica, que considera la unión en su proce­ so de reunión, en su finalidad de unificación, y en su resultado, que debe ser una unidad. Así de la unión de sexos, cuya verdad está para Hegel en la unidad del hijo. La consideración kantia­ na de la unión es diferente. Así (en la Antropología), la unión de sexos permanece un abismo para la razón, lo mismo que la unión esquematizante resulta un «arte» hurtado para siempre. Lo que significa que Kant toma en cuenta la unión com o tal, es decir precisamente eso en lo que ella difiere de la unidad, eso en lo que ella no es y no hace por ella misma una unidad (ni un objeto ni un sujeto). La unión es más que la suma y menos que la unidad: ella también, como la «m agnitudo» se hurta al cálcu­ lo. La unión, como «Idea del todo», no es ni lo uno ni lo múlti­ ple: está más allá de todo, es la «totalidad» más allá o más acá de la unidad formada del todo, está en otra parte, no es localizable, pero eso tiene lugar — o, más exactamente, es el tener-lu­ gar de todo o del todo en general: entonces, es lo contrario de una totalización, de un acabamiento: un advenimiento más bien, una eclosión; lo contrario de un infinito actual: la finitud siempre retomada de lo inicial. Que eso tenga lugar, que eso se presente, que eso tome form a y figura, he ahí la unión, he ahí la totalidad más allá de todo — y es en relación a lo cual toda presentación es pequeña, y toda grandeza {reste) no es más que un pequeño máximo en el que la im aginación toca su límite. Porque lo toca, lo excede. Se desborda, tocando al desborda­ miento de lo ilimitado, en donde la unidad se levanta en la unión. La imaginación se desborda, he ahí lo sublime. N o es que ella imagine más allá de su máximo (y menos aún que se imagine ella misma: uno está aquí exactamente en el reverso de su auto-presentación). Y a no imagina, y ya no hay nada que imaginar, no hay Bild más allá del Einbiídung — y tampoco hay Bild negativo, ni Bild de la ausencia de Bild. Ella, la facultad de la presentación, no presenta nada fuera del límite, puesto que la presentación es la delimitación misma. Sin embargo, accede a alguna cosa, toca a alguna cosa (o es tocada por alguna cosa): a la unión, precisamente, a la «Id ea» de la unión de lo ilimitado, que bordea y desborda el límite. ¿Quién opera la unión? Es ella misma, es la imaginación; En el límite, ella accede a ella misma: com o en su autopresenta136

ción especulativa. Pero aquí, es al revés: lo que ella toca de ella, es su límite, o ella se toca como lím ite. «L a imaginación, escribe Kant, alcanza su máximo, y en el esfuerzo por rebasarlo se abis­ m a en ella misma, y al hacerlo se sumerge en una satisfacción conmovedora.» (Uno lo notará en seguida: hay satisfacción, hay goce, ¿por qué no sería la repetición de la autopresentación? Nada es puro aquí, nada está hecho de oposiciones simples, todo ocurre al reverso de lo mismo, y el levantamiento sublime es el exacto reverso del relevo dialéctico.) En el límite, ya no hay figura ni figuración, ya no hay forma. N o hay tampoco el fondo como algo a lo que uno podría pasar, o en lo cual uno podría superarse, com o un infinito hegeliano, es decir, como un infigurable que, a su manera infinita, no ce­ saría de hacer figura (tal es en general, me parece, el concepto inducido desde que uno nombra alguna cosa com o «lo infigura­ b le» o «lo impresentable»: uno (re)presenta la impresentabilidad de éste, uno la ha alineado entonces, por la negatividad, en el orden de las cosas presentables). En el límite, uno no pasa. Pero es ahí dónde todo pasa, es ahí donde se juega la totalidad de lo ilimitado, com o lo que levanta el uno contra él otro los dos bordes, extemo e intemo de toda figura, uniéndolos y separándo­ los, delimitando así el límite e ilimitándolo en él mismo gesto. Es una operación infinitamente sutil, infinitamente comple­ ja, y es al mismo tiempo el más simple movimiento, la estricta palpitación de la línea contra ella misma en la moción de su trazado: dos bordes ¿n uno, pero dos, la unión «m ism a», no hacen falta menos para toda figura. Cada pintor, cada escritor, cada danzante tiene este saber. Es la presentación misma, pero no es ya la presentación como operación de un (re)presentante produciendo o exhibiendo un (re)presentado. Es la presenta­ ción misma en el punto en el que no puede ya ser dicha «ella misma», en el punto en el que lino no puede ya decir la presen­ tación, y en el que en consecuencia no es ya cuestión de decir ni que se presenta ni que es impresentable. La presentación «m is­ ma», es el reparto instantáneo del lím ite, por el límite, entre figura e ilimitación, la una contra la otra, la una sobre la otra, la una a la otra, acopladas y despegadas en el mismo movimiento, en la misma incisión, en el mismo latido. Lo que pasa aquí, en el lím ite — y que no pasa el límite, jamás— , es la unión, es la imaginación, es la presentación. No 137

es la producción de lo homogéneo (que hace en principio la tarea ordinaria del esquema), no es el simple y libre acuerdo que se reconoce él mismo, en el que consiste la belleza: es de este lado de este acuerdo. Pero no es tampoco la unión de los heterogéneos, pensamiento ya demasiado romántico, y dema­ siado dialéctico para el estricto lím ite del que se trata aquí. La unión a la cual toca uno en lo sublime no consiste en aparejar la grandeza absoluta con el lím ite finito: porque no hay nada fuera del límite, nada de presentable ni de impresentable. Es incluso esta afirmación, «n o hay nada fuera del lím ite», la que distingue propia y absolutamente un pensamiento de lo subli­ me (y del arte) de un pensamiento dialéctico (y del acabamiento del arte). La unión no se hace entre un afuera y un adentro, para engendrar la unidad de un lím ite en el que se presentaría la unidad (en esta lógica, el lím ite debe devenir él mismo infini­ to, y el único arte deviene el de trazar el «círculo de círculos» hegeliano). Pero lo único que hay es el lím ite, unido a lo ilimita­ do en tanto que éste se levanta incesantemente sobre su borde y, en consecuencia, en tanto que el lím ite, la unidad, se divide infinitamente en su propia presentación. Para el pensamiento dialéctico, el contorno de un dibujo, el cuadro de una pintura, el trazado de una escritura remiten fue­ ra de ellos mismos al absoluto de una presentación total —posi­ tiva o negativa— en la cual ellos tienen com o fin infinito el esta­ blecerse. Para el pensamiento de lo sublime, el contorno, el cua­ dro y el trazado no rem iten a nada más que a ellos mismos —y es todavía mucho decir: no remiten, pero (se) presentan, y su presentación presenta su propia interrupción finita, el contor­ no, el cuadro o el trazado. L a unión de la que procede la unidad presentada (figurada) se presenta com o esta interrupción, como ese suspenso de la imaginación (de la figuración) en el cual el lím ite se traza y se levanta. E l todo, aquí — la totalidad a la cual toda presentación, toda obra, no puede más que pretender— , no está en otra parte que en ese suspenso. En verdad, el todo, sobre el límite, se divide tanto com o se une, y el todo no es más que eso: la totalidad sublime no responde, sean las que sean las apariencias que puedan a veces sugerir lo contrario, al esquema superior de una «presentación total», así fuese ésta negativa, así fuese ésta una presentación de la im posibilidad de presentar (porque eso supone siempre un complemento, un objeto de la 138

presentación, y toda la lógica de la representación: pero aquí no hay nada que presentar; lo que hay es que eso se presenta). La totalidad sublime no responde a un esquema del Todo, sino más bien, si uno puede decirlo, al todo del esquematismo: es decir, a la incesante palpitación de la que se afecta el trazado del skema, el levantamiento de la figura contra el cual no cesa de palpitar el levantamiento de lo ilimitado, esta ínfima, infinita pulsación finita, esta ínfima, infinita apertura rítm ica que se produce continuamente en el trazado del menor contorno, y por la cual se presenta el lím ite mismo, y sobre el límite, la magnitudo, el absoluto de la grandeza en la que toda grandeza es trazada, en la cual toda imaginación imagina y desfallece, sobre el mismo lím ite, en la misma palpitación, a imaginar —lo que tiembla indefinidamente al borde del esbozo, la blancura suspendida de la hoja o del lienzo: la experiencia de lo sublime no requiere nada más. De lo bello a lo sublime, uno da en suma un paso más en «el arte oculto» del esquematismo: en la belleza, el esquema es la unidad de la presentación, en lo sublime, el esquema es la pal­ pitación de la unidad. Es decir, a la vez su valor absoluto (;mag­ nitudo) y su distensión absoluta, la unión que tiene lugar en el suspenso, como suspenso. En la belleza, se trata del acuerdo, en lo sublime, se trata de un síncope que ritma el trazado del acuerdo, desvanecimiento espasmódico del límite, a todo lo lar­ go de sí mismo, en lo ilimitado, es decir en nada. El esquema­ tismo sublime de la totalidad está hecho de un síncope en el corazón del esquematismo mismo: reunión y distensión simul­ táneas del lím ite de la presentación — o más exactamente y más inexorablemente: reunión y distensión, posición y desvaneci­ miento de la simultaneidad (y entonces de la presentación) mis­ ma. Fuga y presencia del instante en el instante, conjunto y sección de un presente (no insistiré más aquí, pero es en térmi­ nos de tiempo, sin duda, que se debe interpretar para terminar la estética de lo sublime: eso supone acaso el pensamiento de un tiem po del lím ite, de un tiem po del desvanecimiento de la figura, que sería el tiem po propio del arte y que sería el tiempo de un espaciamiento del tiempo). Que la imaginación — es decir, en sentido activo, la* presen­ tación— toque al lím ite, que se desvanezca ahí, «abismada en ella misma», y venga así a presentarse ella misma, en el hundi­ 139

miento de un síncope o más bien en tanto que el síncope «m is­ m o», eso la expone a su destinación. La «destinación propia del sujeto» es, en definitiva, la «grandeza absoluta» de lo sublime. Es su propia grandeza lo que la imaginación, desfalleciente, re­ conoce inimaginable. La im aginación está entonces destinada al más allá de la imagen, que no es una presencia (o una ausen­ cia) primordial (o últim a) que las imágenes representarían, o de la que las imágenes presentarían que ella no es (re)presentable. Pero el más allá de la imagen, que no está «m ás allá», que está sobre el lím ite, está en la Bildung del Bild mismo, y entonces al ras del Bild, al nivel del trazado de la figura, el trazamiento, la incisión separante-uniente, la palpitación del esquema: el sínco­ pe, que es en verdad el otro nombre del esquema, su nombre sublime si hay nombres sublimes. La imaginación (es el sujeto) está destinada ahí, está ahí determinada, y consagrada, dirigida. Es decir, que la presenta­ ción está consagrada, dirigida a la presentación de la presen­ tación misma: es la destinación general de la estética, de la ra­ zón en la estética, lo he dicho desde el inicio. Pero en lo sublime, se revela que esta destinación im plica un desbordamiento de lo bello, porque la presentación de la presentación misma, bastan­ te lejos de poder ser la imaginación de la imaginación y el es­ quema del esquema, bastante lejos de poder ser la figuración y la autofiguración del sujeto, tiene lugar en el síncope, como sín­ cope, no tiene entonces lugar, no dispone del espacio unificado de una figura, pero está dado en el espaciamiento, en la palpita­ ción esquemática del trazado de las figuras, y no ocurre así sino en el tiempo sincopado del pasaje del lím ite al límite. * * * Sin embargo, la imaginación sincopada es todavía la imagi­ nación. Ella es todavía la facultad de la presentación, y lo subli­ me, con lo bello, está ligado «a la sim ple presentación» (en ese sentido, éste no está más allá de lo bello: éste no es más que el desbordamiento de aquél, sobre el borde mismo, no más lejos que el borde — y es también por ello que, volveré sobre ello aún, todo el asunto de lo sublime se pasa al nivel de las obras de las «bellas artes», sobre sus bordes, sus cuadros o sus contornos: al borde del arte, no más lejos que el arte). ¿Cómo (re)presenta entonces la imaginación el límite, o bien 140

— pues acaso es la misma pregunta— cómo se presenta ella en el límite? El modo de presentación de un lím ite en general no puede ser la imagen propiamente dicha. La imagen propiamente di­ cha presupone el límite, que la presenta o en el cual ella se presenta. Pero el modo singular de la presentación de un Emite, es que este lím ite viene a ser tocado: hay que cambiar de senti­ do, pasar de la vista al tacto. Tal es de hecho el sentido de la palabra sublimitas: lo que se mantiene justo bajo el límite, lo que lo toca (estando pensado el lím ite según la altura, como altura absoluta). .La imaginación sublime toca el límite, y ese tocar le hace sentir «su propia im potencia». Si la presentación es ante todo lo que tiene lugar en el orden sensible —-presentar, es volver sensible— , la imaginación sublime está siempre en el orden de la presentación, en tanto que ella es sensible. Pero esta sensibilidad no es más la de la percepción de una figura, es la del tacto del Emite, y más precisamente se encuentra en el senti­ miento de ella misma que la im aginación experimenta al tocar su límite. Ella se siente pasar al límite. Se siente, y tiene el senti­ miento de lo sublime en su esfuerzo (Bestrebung), en su impul­ so, en su tensión, que se hace propiamente sentir en el momen­ to en el que el lím ite es tocado, en el suspenso del impulso, en la tensión rota, en el síncope. Lo sublime es un sentimiento, y más que un sentimiento en sentido banal, es la emoción del sujeto en el límite. El sujeto de lo sublime, si lo hay, es un sujeto conmovido. Es de la emoción del sujeto de lo que es cuestión en el pensamiento de lo sublime, de esta emoción que ni la filosofía del sujeto y de lo bello, ni la estética de la ficción y del deseo pueden pensar: porque ellas piensan necesaria y solamente en el horizonte del goce del sujeto (y del sujeto como goce). Y el goce, en tanto que la satisfacción de una presentación apropiada, interrumpe pronto la emoción. N o es pues aquí cuestión de esta emoción sin la cual, es cierto, no habría belleza, ni obra de arte, ni tampoco pensa­ miento — pero a la cual los conceptos de la belleza, de la obra y de la filosofía, por ellos mismos y en principio, no pueden tocar. N o pueden tocarla, no porque sean «frío s» (pueden estar plenos de vida y de calor...), sino porque están construidos (y porque su sistema — beUeza/obra/filosofía— está construido) según la lógica que he designado, más atrás, com o la del goce de la Ra­ 141

zón, o de la auto-presentación de la imaginación. Es la lógica estética de la filosofía, y la lógica filosófica de la estética. En su emoción, el sentimiento de lo sublime hace vacilar esta lógica, porque él substituye ahí lo que forma, una vez más, como el reverso exacto, o bien (lo que vine a ser lo m ism o) una suerte de exasperación lógica, un pasaje al lím ite: tocar la presentación sobre el límite, o bien, ser tocado, alcanzado por ella. Esta emo­ ción no consiste en el pathos suave o gozador de lo que uno llama «la em oción estética»: así las cosas, más valdría decir que el sentimiento de lo sublime es apenas una emoción, pero que es más bien la sola moción de la presentación — en el lím ite y sincopada. Esta (e)m oción es sin complacencia, y sin satisfac­ ción: ella no es un placer sin ser al mismo tiem po una pena, lo que constituye la característica afectiva de lo sublime kantiano. Pero su ambivalencia no la hace menos sensible, no la vuelve menos efectivamente ni menos precisamente sensible: ella es la sensibilidad del desvanecimiento de lo sensible. Kant indica esta sensibilidad en el registro del esfuerzo o del impulso. El esfuerzo, el impulso o la tensión se hacen sentir (y esa es acaso efectivamente su lógica o su «patética» general) en tanto que están suspendidos, en el lím ite (no hay esfuerzo o tensión sino en el lím ite), en el instante y en la palpitación de su suspenso.19Se trata, escribe Kant, del «sentimiento de una inte­ rrupción de las fuerzas vitales» (Hemmung: es una inhibición, un impedimento, un bloqueo). La vida suspendida, el aliento cortado — el corazón palpitando. Es aquí que tiene propiamente lugar la representación subli­ me. Ella tiene lugar en el esfuerzo y en el sentimiento: «L a ra­ zón [...] com o facultad de la independencia de la totalidad abso­ luta [...] suscita el esfuerzo del espíritu, estéril es verdad, por acordar la representación de los sentidos con la Totalidad. Este esfuerzo y el sentimiento que la Idea es inaccesible mediante la imaginación constituyen ellos mismos una presentación de la finalidad subjetiva de nuestro espíritu en el uso de la imagina­ ción en lo que toca su destinación suprasensible...».20

Í9. Quedarían por analizar las relaciones de la Bestrebung kantiana de la Vorhist freudiana, es decir ese «placer preliminar» cuya paradoja es la de consistir en la ten­ sión — y Que ocupa un lugar capital en la teoría freudiana de lo bello y del aríe. 20. «Consideración general» del § 29. Sigo, en este punto, la primera edición.

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E l esfuerzo, el Bestreben, no debe ser tom ado en su valor de proyecto, de búsqueda que uno aprecia tan pronto de acuerdo a su intención, tan pronto de acuerdo a su resultado. N o es una lógica ni del deseo y de la potencialidad, ni del pasaje al acto y a la obra la que debe guiar aquí. N o más que una lógica de la voluntad y de la energía (aunque todo eso esté presente tam­ bién, sin ninguna duda, y no se deba despreciar cuando se tra­ ta, lo que no es m i propósito, de dar cuenta del pensamiento de Kant). Mas el esfuerzo debe ser tomado por él mismo, en tanto que no obedece en él mismo sino a una lógica (y a una «patéti­ ca», y a una ética...) del lím ite. E l esfuerzo o impulso, por defi­ nición, es asunto de lím ite. Consiste en una relación para con el límite: un esfuerzo continuo, es el desplazamiento continuo de un límite. El esfuerzo cesa en donde el lím ite cede (pero no cede salvo ahí donde se cierra en bella presentación infinita). El esfuerzo o el impulso transportan el lím ite en ellos, están es­ tructurados por él. En el esfuerzo com o tal —y no en su éxito o en su fracaso— , es menos cuestión de una tensión-hacía..., de la dirección o del proyecto del sujeto que se esfuerza, que de la tensión del lím ite mismo. L o que se tiende, y que se tiende aquí al extremo, es el límite. E l esquema de la imagen, de toda ima­ gen — o el esquema de la totalidad, el esquematismo de la unión total— es tendido al extremo: es el lím ite tendido a su límite, el trazamiento que no es ya cuantificable, y que no es entonces más trazable, de la magnitudo. Tendido en el lím ite, el lím ite (el contorno de la figura) está tendido hasta romperse, com o se dice, y se rompe en efecto, dividiéndose al instante entre dos bordes, la bordura de la figura y su desborde ilimitado. La pre­ sentación sublime, es el sentimiento de este esfuerzo al instante de la ruptura, es la imaginación todavía un instante sensible a ella misma que no es más ella misma, en la extrema tensión y en la distensión («e l desahogo», «e l abism o»). (O bien todavía: el esfuerzo es por tocar al lím ite. El límite es el esfuerzo mismo, y es el tacto. El tacto es por él mismo el límite: el lím ite de las imágenes y de las palabras, el contacto — y con él, paradójicamente, la im posibilidad de tocar inscrita en el tacto, porque él es el lím ite. Así el tacto es el esfuerzo, porque no es un estado, sino un lím ite. N o es un estado senso­ rial com o los otros, no es ni tan activo ni tan pasivo como los otros. Si todos los sentidos se sienten sentir, com o lo quiere 143

Aristóteles (el cual, por lo demás, establecía ya que no puede haber, ni en el agua, ni en el aire, verdadero contacto...), el tacto más que los otros no tiene lugar sino tocándose. Pero más que los otros también, él toca así su lím ite, él mismo en tanto que límite: no se alcanza, porque uno no toca nunca, en general, sino el límite. E l tacto no se toca, no en todo caso como la vis­ ta se ve.) Es una presentación, porque eso se da a sentir. Pero ese sen­ timiento es singular. Sentimiento del lím ite, es el sentimiento de una insensibilidad, sentimiento insensible (apatheia, phlegma in signiflcatu bono, dice Kant para designar el lím ite del senti­ miento sublime mismo), síncope del sentimiento. Pero es asi­ mismo el sentimiento absoluto, no determinado en placer o en pena, pero tocando el uno por la otra, tocado del uno en la otra. Que el placer sea aliado de la pena, eso no se debe comprender en términos de comodidad y de incomodidad, de consentimien­ to y de rechazo combinados en un mismo sujeto por una con­ tradicción perversa. Porque esta ambivalencia singular se refie­ re en prim er lugar al hecho de que el sujeto, en ella, se desvane­ ce. Así no ganaría éste un placer a través de una pena (com o Kant tiende más bien a decirlo); no se libera de la una por tener el otro: pero la pena es aquí el placer, es decir, una vez más, el lím ite tocado, la vida suspendida, el corazón palpitante. ¿Puede un corazón palpitar sin pena? Si el sentimiento propiamente dicho es siempre subjetivo, si es incluso el núcleo de la subjetividad en un «sentirse» primor­ dial del que podrían dar testimonio todas las grandes filosofías del sujeto, incluidas las más «intelectualistas», entonces el senti­ miento de lo sublime se levanta — o se afecta— exactamente al reverso del sentimiento y de la subjetividad. La afección subli­ me, afirma Kant, va hasta el suspenso de la afección, puede ser el pathos de la apatía. Ese sentimiento no es un sentir-se, y en ese sentido no es en absoluto un sentimiento. Se podría decir que es lo que queda del sentimiento, en el límite, cuando no se siente más, o cuando ya no hay nada que sentir. Del corazón palpitante, puede decirse asimismo que no siente sino su palpi­ tar, o que ya no siente nada. Al borde del síncope, el sentimiento, un instante, se siente aún, sin reportarse ya más a su sentir. Pierde el sentimiento: siente su pérdida, pero ese sentir ya no es suyo: aunque sea 144

muy singularmente el suyo, es tomado también en la pérdida. Ya no es sentir, es estar expuesto. O bien, habría que poder construir una doble analítica del sentir: la de un sentir de apropiación, y la de un sentir de exposi­ ción; la de un sentimiento por sí, y la de un sentimiento por el otro. ¿Puede uno sentir por el otro, por el afuera, cuando la con­ dición parece ser que uno debe sentir por sí mismo —y que esta condición es precisamente la del juicio estético? Es lo que impone pensar el sentimiento de lo sublime. La subjetividad del senti­ miento, y la del juicio de gusto, se convirtió ahí en la singularidad de un sentimiento (y de un juicio) que sigue siendo, seguramente, singular, pero en el que lo singular, como tal, es en primer lugar expuesto a la totalidad ilimitada del «afuera», más bien que remi­ tido a su propia intimidad. O bien: es la intimidad misma del «sentir» y del «sentirse» la que se produce aquí, paradójicamente, como exposición fuera de sí, pasaje al lím ite (insensible de sí. ¿Puede uno decir aún que la totalidad, en este instante, es presentada? Si lo fuese propiamente, sería en este instante de presentación (o de (re)presentación) que es la subjetividad del sentimiento. Pero al sentimiento expuesto de lo sublime, lo ili­ mitado que lo afecta no puede ser presentado, es decir que no puede devenir presente en un sujeto para ese sujeto. En el sín­ cope, la imaginación se presenta, se presenta ilimitada, fuera de (su) figura, pero eso quiere decir que ella es afectada por (su) no-presentación. Cuando Kant hace del sentimiento, en el es­ fuerzo en el límite, «una representación», hay que distraer de ese concepto los valores de la presencia y del presente. Hay que aprender — es acaso el secreto de lo sublime lo mismo que el del esquematismo— que la presentación tiene en efecto lugar, pero que no presenta nada. L a presentación pura, presentación de la presentación misma, o presentación de la totalidad, no presenta nada. Se podrá decir, sin duda, en un determinado léxico, que ella presenta nada o la nada. En otro léxico, que presenta lo impresentable. Kant mismo escribe que el genio (que representa a parte subjecti la instancia de lo sublime en el arte) «expresa y comunica lo innombrable». Lo sin-nombre es nominado, lo inexpresable es comunicado: todo es presentado — en el límite. -Pero, para terminar, y precisamente sobre este lím ite mismo, en el que todo se acaba y en el que todo comien­ za, habría que quitarle su nombre a la presentación.

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Habría que decir que la totalidad ■ — o la unión de lo ilimita­ do, y lo ilim itado de la unión, o incluso la presentación misma, su facultad, su acto, su sujeto— es ofrecida al sentimiento de lo sublime, o es ofrecida, en lo sublime, al sentimiento. Del «pre­ sente» implicado p or la presentación, la ofrenda no retiene sino el gesto de presentar. La ofrenda ofrece, lleva adelante y pone delante (etimológicamente, la o-frenda no es muy diferente del ob-jeto), pero ella no instala en la presencia. Lo que es ofrecido permanece en un lím ite, suspendido al borde de un acogimien­ to, de una aceptación — que a su tum o no puede más que tener la forma de una ofrenda. A la totalidad ofrecida, la imaginación es ofrecida. En términos económicos, esta ofrenda es un sacrifi­ cio. Es lo que dice Kant: la imaginación sacrificada (aufgeopferf) adquiere «una amplitud y una fuerza más grandes». Pero eso ocurre en verdad en el limite de la economía. El sacrificio es ahí inoperante.21 La imaginación no es «sacrificada», ella es lo que es: lo abierto del esquema. La ofrenda es la presentación sublime: ella retira o suspende los valores y las potencias del presente. Lo que tiene lugar no es ni una venida-a-ía-presencia ni un don. Es más bien el uno o la otra, o lo uno y la otra, pero abandonados. La ofrenda es el abandono del don y del presente. Ofrecer no es dar — es suspen­ der el don frente a una libertad, que puede tom arlo o dejarlo. Es una proposición, y com o tal expuesta. Lo que es ofrecido es ofrecido — dirigido, destinado, aban­ donado— , al avenir eventual de una presentación, pero es deja­ do a este a-venir, no lo impone ni lo determina. «E n la contem­ plación sublime, escribe Kant, el espíritu se abandona sin pres­ tar atención a la form a de las cosas, a la imaginación y a la razón, que no hace más que ampliar la im aginación». El aban­ dono es abandono a la extensión total, ilimitada, y en conse­ cuencia al límite. L o que ocurre en el lím ite es la ofrenda. La ofrenda tiene lugar entre la presentación y la representa­ ción, entre la cosa y el sujeto, en otra parte. N o es un lugar, dirán ustedes. En efecto, es la ofrenda — es ser ofrecido a la ofrenda. * * *

Así pues la ofrenda no ofrece el Todo. Ella no ofrece la tota­ lidad presente de lo ilimitado. Ella no ofrece tampoco, a pesar de ciertos acentos pomposos del texto de Kant (y de todo texto consagrado a lo sublime, y de la palabra «sublim e» misma...), la satisfacción soberana de un espíritu capaz del infinito. Porque si una tal capacidad, en última instancia, debe ser tocada, no consiste ella misma sino en una ofrenda, o en un ser-ofrecido. N o es cuestión, en efecto, del Todo ni de la imaginación del Todo. Es cuestión de su Idea, y de la destinación de la razón. La Idea del Todo no es una imagen suprema, no es una form a — ni una informidad— grandiosa más allá de las imágenes, como tampoco consiste la destinación en un Ideal triunfante. La Idea del todo significa más bien (finalmente, ni «Id ea» ni «T o d o ») la posibilidad de empeñar una totalidad, la posibilidad de empe­ ñarse en la unión de una totalidad, la posibilidad de comenzar, a lo largo de lo ilimitado, el trazado de una figura. Si se trata del todo, es en tanto que «e l todo fundamentalmente abierto» del que habla Deleuze a propósito de lo sublime.22 La apertura es ofrecida a la posibilidad de un gesto «totalizante», figurante, trazante. Esta posibilidad de comenzar, es la libertad. La liber­ tad es la idea sublime kat'exochen. L o que no quiere decir que la libertad sea el contenido o el objeto del juicio de lo sublime, ni que sea ella la que se haga sentir en el sentimiento de lo subli­ me. Eso acaso no tiene ningún sentido, la libertad no es un contenido, suponiendo que sea una cosa. Es necesario, más bien, comprender lo siguiente: que la ofrenda sublime es el acto — o la moción, o la emoción— de la libertad. En el doble senti­ do en el que la libertad es lo que ofrece y en el que la libertad es lo que es ofrecido — del mismo m odo que la palabra «ofrenda» designa tan pronto el gesto y tan pronto el presente ofrecido. En lo sublime, la im aginación en tanto que libre juego de la presentación toca a su lím ite — que es la libertad. O más exacta­ mente, la libertad misma es un Emite, se mantiene en el límite, porque su Idea no solamente no puede ser una imagen, sino que tampoco puede — a despecho del vocabulario de Kant— ser una Idea (que es siempre algo así com o una hiper-imagen, o una imagen impresentable): es preciso que ella sea una ofrenda. * * *

21. Cfr. aquí mismo «L o insaaiñcable».

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22. L ’image-mouvement, París, Minuit, 1983.

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Lo sublime no se evade al otro lado del límite. Permanece ahí, tiene lugar ahí. Eso quiere decir, también, que no sale de la estética para penetrar en la ética. En el lím ite de lo sublime, no hay ni estética ni ética. Hay un pensamiento de la ofrenda, que desafía esta distinción.23 La estética de lo bello se levanta en lo sublime, cuando no se desliza en el goce. L o bello por sí mismo no es nada — simple acuerdo consigo misma de la presentación. E l espíritu puede gozar de ello, o llevarse al lím ite de este acuerdo. E l borde ilim i­ tado del límite, es la ofrenda. La ofrenda ofrece algo. Y o he dicho: la libertad. Pero la libertad es también lo que ofrece. Algo, una cosa sensible, es ofrecido en la ofrenda de la libertad. Es en esta cosa sensible, es al ras de esta cosa sensible que se hace sentir el límite. Esta cosa sensible es la cosa bella, es la figura presentada por el esquematismo sin conceptos. Lo que se hace sentir, es la libertad de su trazado. La condición del esque­ matismo no es otra cosa que la libertad misma. Kant lo declara expresamente cuando escribe: «L a imaginación misma es, de acuerdo a los principios del esquematismo de la facultad de juzgar (en consecuencia en la medida en la que está subordina­ da a la libertad), el instrumento de la razón y de sus ideas».24Es entonces la libertad la que ofrece el esquematismo, o bien es la libertad la que esquematiza y se ofrece en ese gesto mismo, en su «arte escondido». La ofrenda sublime no tiene lugar en un remoto tras-mun­ do, ni el de las «Ideas» ni el de algún «im presentable». La ofren­ da sublime es el lím ite de la presentación y tiene lugar en éste, a lo largo de él, al nivel del contorno de la forma. La cosa ofrecida puede ser naturaleza: tal es de ordinario, para Kant, la ocasión del sentimiento de lo sublime. Pero si esta cosa debe, en todo rigor, y como cosa de la libertad, no solamente ser ofrecida, sino ofrecer ella misma — ofrecer la libertad, en el esfuerzo de la imaginación, con el sentimiento del esfuerzo, esta cosa será más bien una cosa del arte (la naturaleza misma, por ló demás, es siempre tomada aquí com o una obra del arte: de una libertad 23. L a desafía porque implica, con las determinaciones morales (bien/mal), la éti­ ca como presentación del hecho de que hay praxis moral. L a libertad dada a ver, o a «tocar». Habría que hacer una relación con «L'esthétique» de Ph. Lacoue-Labarthe, en Lacan avec ¡es philosophes, Albin Michel, 1991. 24. «Consideración general» del § 29.

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suprema). Kant pone en el prim er rango de las artes la poesía, que describe así: «E lla ensancha el alma dando libertad a la imaginación y ofreciendo25 al interior de los límites de un con­ cepto dado, entre la diversidad sin límites de las formas suscep­ tibles de acordarse ahí, la que vincula la presentación de ese concepto a una plenitud de pensamientos, a la cual ninguna expresión del lenguaje es perfectamente adecuada y, haciendo eso, que se eleva estéticamente hasta las Ideas.» H ay entonces en el arte más de una ocasión de experimen­ tar lo sublime. Hay — en la poesía por lo menos— 26 una eleva­ ción (es decir una m oción sublime: es el verbo erheben que Kant emplea aquí) a las «Ideas», que al mismo tiem po que se levanta sigue siendo estética, es decir sensible. ¿Plabría que concluir que podría haber ahí otra form a u otro m odo de presentación sublime, en el arte, distinto de un prim er modo que sería el del sentimiento moral? Pero en verdad, es en el arte y como arte que ocurre la ofrenda sublime. N o hay oposición entre una es­ tética de la forma y una ultra-estética ética de lo informe. Lo que es estético es siempre de la forma; lo que es de la totalidad es siempre informe. Lo sublime es su ofrenda mutua. N o es la puesta en form a de lo informe, ni la infinitización de la forma (que son dos procedimientos filosóficos). Es cómo el lím ite se ofrece al borde de lo ilimitado, o se hace sentir ahí: exactamen­ te en el recorte de la obra de arte. A partir de Kant, lo sublime constituye el momento más propio, y el más decisivo de un pensamiento del arte. Éste for­ ma el corazón del arte —-y lo bello no es sino la regla. Eso significa no solamente que, com o lo he dicho, la belleza sola puede siempre deslizarse en lo agradable (¡y, por ejemplo, en el «estilo sublime»!), pero eso significa acaso sobre todo que no hay sublime «puro», puramente distinguido de lo bello. Lo su­ blime es por donde lo bello nos toca, y no cóm o nos agrada. Es la alegría, no el goce: en francés las dos palabras, joie y jouissanee, tienen un mismo origen.* Es la misma palabra, es el mis­ mo lím ite afectado por la palpitación de la alegría y del goce... 25. Darbieten. Darbietung, la ofrenda, sería la palabra a substituir, en el registro de lo sublime, por Darsteílung, la presentación. Pero se trata siempre del dar, de un «aquí» o de un «he aquí» sensibles. 26. L a nota 18 debería prolongarse aquí... * Del latín Gaudium. {N. del T.]

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Ser tocado es sublime, porque es ser expuesto y ser ofrecido. La alegría, es ser expuesto en el goce, es ser ofrecido ahí. Lo subli­ me está en el contacto de 3a obra, no en su forma. Ese contacto está fuera de la obra, en su lím ite, en cierto sentido está fuera del arte: pero sin el arte, no tendría lugar. L o sublime es que el arte sea expuesto, es que sea ofrecido. Desde la época de Kant — de Diderot, de Kant y de Hólderlin— , el arte está destinado a lo sublime: está destinado a tocar­ nos, tocando a nuestra destinación. N o es de otra manera que hay que entender, al final, el fin del arte. ¿De qué arte se trata? En cierto sentido, uno no puede esco­ ger, ni entre las artes ni entre tonalidades o registros artísticos. La poesía es ejemplar. ¿Pero qué poesía? muy indirectamente, Kant ha dado un ejemplo de esto. .Cuando cita «e l pasaje más sublime del Libro de la ley de los judíos», el que porta la prohibi­ ción de las imágenes, lo sublime, de hecho, está presente dos veces. Lo está una vez en el contenido del mandamiento divino, en la expulsión de la representación. Pero una lectura más aten­ ta muestra que lo sublime está también, y acaso ante todo, en la «form a» del texto bíblico. Porque ese pasaje es citado en medio de lo que constituye propiamente la búsqueda del género o de la estética que serían los de la «presentación sublime». Ésta no debe buscar «agitar» ni «excitar» la imaginación, ella debe remi­ tirse siempre a «la dominación de la razón sobre la sensibilidad» —lo que es propiamente asunto de la ética. Y eso supone una «presentación retirada o apartada» (abgezogen, abgesondert), que será dicha un poco más lejos «pura, simplemente negativa». Esta presentación, es el mandamiento, es la ley — que ordena ella misma la abstención de las imágenes.27 El mandamiento, como tal, es todavía una forma, una presentación, un estilo. ¿La poesía sublime tendría el estilo del mandamiento? Es más bien el mandamiento, el im perativo categórico, el que es sublime, porque no manda otra cosa que la libertad. Y si eso hace un estilo, ese no puede ser el estilo enérgico del manda­ miento (que sería absolutamente «patológico»)... Es lo que Kant

27. Es notorio que otro mandamiento bíblico — el ¡Fiat luxl del Génesis— haya sido ya, en Longino y luego en sus comentadores clásicos, un ejemplo privilegiado de lo sublime. Del uno al otro ejemplo, como del uno al otro mandamiento, uno puede apreciar la continuidad y la ruptura.

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llama la simplicidad: «L a simplicidad (finalidad sin arte) es por así decirlo el estilo de la naturaleza en lo sublime, así como de la moralidad que es una segunda naturaleza». N o es el mandamiento el que es simple, es la simplicidad la que manda. El arte del que habla Kant — o del que, en última instancia, no llega a hablar, entre la Biblia, la poesía, y unas formas de unión de las bellas artes...— es el arte del que la «sim plicidad» (o el «retiro», o el «apartam iento») manda por ella misma, es decir dirige o expone a la libertad, con la simpli­ cidad de la ofrenda: la ofrenda com o ley del estilo. La «finalidad sin arte» (sin artificio) es el arte (el estilo) de la finalidad sin fin, es decir de la finalidad del hombre en su libre destinación: no está condenado a la servilidad de la representa­ ción, pero está destinado a la libertad de la presentación, y a la presentación de la libertad — a su ofrenda, que es una presenta­ ción retirada o apartada (la libertad le es ofrecida, la ofrece, es ofrecido por ella). Ese estilo im plica algo del mandamiento, de la prohibición, porque es el de una literatura que se prohibe el ser «literatura», que se retira de los prestigios y de las voluptuo­ sidades literarias (que Kant compara a los masajes de los «orientales voluptuosos»): el esfuerzo por el cual ella se retira es él mismo una ofrenda sublime. La ofrenda de la literatura mis­ ma, en suma, o la ofrenda del arte todo entero — en todos los sentidos posibles de la expresión. Pero «el estilo», sin duda, es aquí ya un concepto de más. Como «la poesía», com o «la literatura», y quizás com o «el arte». Éstos están de más, ciertamente, si permanecen atrapa­ dos en una lógica de la ficción y del deseo, dicho de otra mane­ ra en una lógica de la carencia y de su substituto, de la presen­ cia y de su representación (tal y com o ella gobierna aún, al menos en parte, la doctrina kantiana del arte com o «sím bolo»). Porque nada falta, en suma, en la ofrenda. Nada falta, todo es ofrecido: el todo es ofrecido (abierto), la totalidad de la libertad. Pero acoger la ofrenda, u ofrecerse a ella (la alegría) supone precisamente la libertad de un gesto — de acogimiento y de ofrenda. Ese gesto traza un límite. N o es el contorno de una figura de la libertad. Pero es un contorno, es un trazado, porque eso proviene de la libertad, que es la libertad de comenzar, de iniciar, aquí o allá, un trazado, una inscripción, no al azar, sino de manera azarosa, arriesgada, jugada, abandonada. 151

Abandonada y sin embargo regulada: el síncope no va sin sintaxis, impone una, y más aún, él mismo es una. En su palpita­ ción que reúne, en su suspenso que rima y que encadena, el síncope ofrece su sintaxis, una gramática sublime, al ras de la lengua (o el dibujo, o el canto...). En consecuencia, ese trazado es todavía, o es de nuevo arte, esta inscripción es estilo de nuevo, poesía: porque el gesto de la libertad es cada vez una manera singular de abandonarse (no hay libertad general, no hay un su­ blime general). N o es el estilo «en el sentido acústico decorativo del término» (Borges), pero no es tampoco la pura ausencia de estilo con la que sueña el filósofo28 (la filosofía com o tal, está sin ofrenda — no el pensamiento): es el estilo, y es el pensamiento de una «presentación retirada, retenida, apartada». N o es un estilo — no hay un estilo sublime, y no hay un estilo simple— , pero hace un trazado, pone en juego el límite, toca en seguida a toda extremidad — y es acaso a eso a lo que obedece el arte. Al final, acaso no haya arte sublime, y tampoco obra subli­ me — pero lo sublime tiene lugar ahí donde unas obras tocan. Si ellas tocan, hay placer y pena sensibles — todo placer es fí­ sico, repite Kant con Epicuro. Hay goce, y hay alegría en el goce. Lo sublime no es lo que mantendría apartado el goce. El goce no es sino el goce cuando él agrada solamente: en lo bello. Pero existe el lugar o el momento e ire l que el goce no solamente agrada, no es simplemente placer (si jamás hay un placer simple): en lo sublime, el goce toca, conmueve, es decir también que manda. N o es mandado (una obligación de gozar es absurda, dice Kant; Lacan se había acordado de ello), pero manda pasar más allá de él mismo, fuera del pathos en el ethos, pero sin cesar de gozar: el tacto o la emoción en tanto que ley — y la fe, forzosamente, es a-pática. Aquí, «e l arte soberano», como lo escribe Bataille, «accede a la extremidad de lo posible». Este arte es indisociablemente «e l arte que expresa la angustia» y «el que expresa la alegría». La una y la otra en el goce, en un goce desapropiado — es decir en la alegría trágica, o en esta alegría animada de la «vivacidad de las afecciones» de la que habla Kant,29y que llega hasta la risa' y la alegría [gaieté] — sín­ copes ellas también, en el lím ite de la (re)presentación, en el lí­

28. CCr. J.-L. Nancy, Logodaedahis, París, Flammarion, 1975. 29. En el § 54, enteramente consagrado a esta alegría.

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mite del «cuerpo» y del «espíritu», en el lím ite del arte. Sobre el lím ite finito de la existencia, del que no hay presentación infini­ ta — y su ethos depende de eso mismo.

Suplemento ... en el lím ite del arte: eso no quiere decir más allá del arte. Hay tanto menos un más allá del arte por cuanto el arte es . siempre un arte del límite. Pero en el lím ite del arte está el gesto de la ofrenda: el gesto que ofrece el arte, y el gesto por el cual el arte mismo toca a su límite. En tanto que la ofrenda, lo sublime, quizás, pasa lo subli­ me — lo pasa o se retira de él. En la medida en la que lo sublime combina todavía el pathos y el ethos, o el arte y la naturaleza, en la medida en la que persiste en designar esos conceptos, pertenece aún a un espacio y a una problemática de la (rep re­ sentación. De ahí que la palabra «sublime» esté siempre en peli­ gro, tan pronto de patetizar el arte, tan pronto de moralizarlo (demasiada presentación, o demasiada representación...). Pero la ofrenda no depende ya ni siquiera.de una alianza del pathos y del ethos. Eso ocurre en otra parte: hay ofrenda en una simplici­ dad anterior a la distinción del pathos y del ethos. Kant habla de «la simplicidad que no sabe todavía disimular»; él la llama «in­ genuidad», o la risa o más bien la sonrisa delante de esta inge­ nuidad (que no hay que confundir, lo precisa, con la simplici­ dad rústica de quien ignora los modales) tiene algo de sublime. Ahora bien, «representar la ingenuidad en un personaje poético es un arte ciertamente posible y bello, pero raro». ¿Este arte tan raro definirá a partir de ahora [algo así] como una destinación del arte? Hay en la ofrenda algo de «ingenuo» en el sentido de Kant. Hay a veces en el arte de hoy algo de la ofrenda así enten­ dida. Digamos: algo de una infancia (nada nuevo, sin duda, pero sí un acento más marcado). Eso ya no habita las alturas o las profundidades como lo sublime, pero toca, simplemente, al límite, sin exceso desgarrador, sin exaltación «sublim e» — pero sin puerilidad, y sin bobada [;niaiserie]. Es una vibración poten­ te, pero suave, exigente, continua, aguda, ofrecida al ras de los

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lienzos, de las pantallas, de las músicas, de las danzas, de las escrituras. Mondrian nombraba, a propósito del jazz y del «neoplasticismo», «la alegría y la seriedad que faltan simultánea­ mente a la exangüe cultura de la form a». En lo que, el día de hoy, ofrece el arte a su porvenir, hay serenidad (es también una expresión de Mondrian). N o es la reconciliación, no es tampoco la inmovilidad, no es la belleza apacible — pero no es el desga­ rramiento sublime, si lo sublime debiese ser desgarrador. La ofrenda renuncia al desgarramiento mismo, al exceso de la ten­ sión, a los espasmos y a los síncopes sublimes. Pero no renun­ cia a la tensión y al apartamiento infinitos, no renuncia al es­ fuerzo y al respeto, n i al suspenso siempre renovado que rima el arte como una inauguración y como una interrupción sagradas. Simplemente, deja que nos sean ofrecidos.

M i pintura, yo sé lo que ella es bajo sus apariencias, su violencia, sus perpetuos juegos de fuerza; es una cosa frágil en el sentido de lo bueno, d é lo sublime, es frágil como el amor... N ic o l á s d e s t a é l

EL CORAZÓN DE LAS COSAS

Ese corazón inm óvil ni siquiera palpita. Es el corazón de las cosas. Ése del que uno habla, cuando dice: «ir al corazón de las cosas». E l corazón de todas las cosas: un mismo corazón para todas y para cada una, una manera única de no palpitar—y que no tiene nada que ver con una muerte. Para todas, para cada una: una retención absolutamente singular, loca], fugaz y tenaz. Una posición, una disposición, una exposición contra la que tro­ pieza el pensamiento, contra la que rebota: que hay ahí alguna cosa, y algo más, la cosa misma, en el corazón de esta cosa. Pero a su vez, el pensamiento es una cosa. «S e creería que pensar es algo así com o una brutalidad que se presume sin identidad, radicalmente vacilante y que se lanza, pierde el con­ trol y se recupera en unas frases.»1Antes que se recupere en la frase, en su «antes» irrecuperable (com o todo «antes»), el cora­ zón del pensamiento no palpita, él tampoco, corazón inmóvil en el corazón de una m ovilidad extrema, aturdidora, sin cesar aturdida, desconcertada, capturada por el corazón innumerable de todas las cosas. * * * Las cosas, el pensar: Dinge, Denken. H egel quería oír en esta asonancia una predisposición de la lengua, acordando la dispo­ sición de las cosas a la exposición de su verdad. (En otra parte aún, otra asonancia: Sage, Sache, el decir y la cosa de la que uno

I.

Patrice Loraux, «U n e phrase risquée», L'Écrií da Temps (Minuit), n." 18 (verano

de 1988).

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dice alguna cosa.) Haciendo esto, Hegel tomaba las palabras como esas cosas que también son. En el corazón de las pala­ bras, una pulsación verídica del corazón de las cosas. Un dios veraz presente al nivel de la cosa-palabra, garante de la consis­ tencia de todas las cosas en la cosa-pensamiento. Lo real es racional. Hegel no se daba cuenta, sin embargo, de que esta pulsación, esta razón, es inm óvil en verdad. Inmovilidad en ver­ dad: la cosa retiene ahí a la palabra de hablar, en el momento mismo en el que ella habla, y no se entrega a esta mimética expresiva que Hegel quiere ver ahí. Hay, en efecto, algo de la cosa en el corazón de la palabra, pero eso no define una suerte de «sobrehablar»: más bien un no-hablar de las palabras mis­ mas, siempre inm óvil en ellas incluso en la palabra hablada. (¿Por qué nuestro pensamiento es tan sumiso a la domina­ ción de un «sobrehablar»? Las palabras, para nosotros, deben siempre decir más, y hacer más. De las cosas, por el contrario, pensamos que son «sim plem ente» cosas. Pero es precisamente de esta «sim plicidad» que debe tratarse.) Dinge/Denken/Sache: síncope, y no sintaxis, disemia [dyssémié] o dis-semia {dissémie],* y no hipersemia. En el corazón de las cosas, ahí donde ese corazón es idénticamente el corazón de las palabras, y el corazón del pensamiento — agujero negro de donde no se escapa nada, ninguna luz, agujero de gravedad absoluta— , la verdad frena absolutamente todo movimiento del concepto, traba con su gravedad todo impulso, todo encadena­ miento de frase, toda moción, pulsión de inteligencia. En el co­ razón de las cosas-palabras, como en el corazón de todas las cosas, no hay lenguaje. Mientras más m oviliza el pensamiento términos y operacio­ nes, más se aleja del corazón de las cosas, y de su propio cora­ zón. Y mientras más se deja tomar, por el contrario, en la pode­ rosa retención de las cosas, en la inercia del corazón que es el corazón oculto de su presencia, de su peso y de su aparecer, más pierna, es decir más pesa sobre ese corazón de verdad, y lo deja pesar sobre él. Pero los dos movimientos no se excluyen, y es todavía otra ilusión la de oponer el parloteo Ibcivardage] de la inteligencia a la grave meditación de las cosas mismas. «Pensar», en el sentido de * «dys-», por la división en dos, «dis-» po r una dispersión. [N. del T.J

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poner en marcha la actividad del discurso, es conducir el discur­ so mismo hacia el momento de esta gravedad, hacia ese «aguje­ ro negro» que éste designa com o su lím ite más propio, y hacia el cual, para terminar, no puede no precipitarse, de una manera o de otra (estúpida o clarividente, arrogante o confiante). Es por ello que la filosofía ha sabido siempre (aceptándolo o no, esa es otra cuestión) que ella no puede ser otra cosa que un «retorno a las cosas mismas», y que no debe dejar de volver y de hacerse volver a ese retom o. Desde la anamnesis de Platón, no se trata de otra cosa: la verdad, la gravedad del uno ion], de la cosa en tanto que ella es, más allá de todo toiouton (que ella es tal o tal). Y es por ello que, muy claramente, esta anamnesis debe hacer memoria de lo inmemorial, de lo inmemorable. En el corazón del pensamiento, hay alguna cosa que desafía toda apropiación del pensamiento (por ejemplo, su apropiación como «concepto», o como «idea», o incluso com o «filosofía» lo mismo que como «m editación» o... com o «pensamiento» mis­ mo). Esta cosa no es otra cosa que la inm ovilidad inmanente del hecho de que ahí hay cosas. («Play más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, de las que vuestra filosofía sueña...») Ahí hay cosas, y su «a llí hay» [// y a]* da lugar a esta otra cosa todavía, que es el pensamiento, el memorial suplementario de la cosa inmemorial. Así, para el pensamiento, habrían todas las cosas, y habría además él mismo, tener-lugar [avoir-lieu]* de este «ahí hay». Eso podría parecer constituir dos regímenes de cosas. Y, sin embar­ go, ese no es el caso. El tener-lugar de todas las cosas, ¿cómo no

* En lo que sigue, el autor se apega a esta expresión francesa cuya estructura es intraducibie tal cual a nuestro idioma: «él ahí ha», para decir «hay»: il, porque en francés todo verbo conjugado requiere de un sujeto o de un pronombre personal que lo acompañe [un estudiante coreano se preguntaba quién es este il que acompaña, por ejemplo, expresiones tales como «llueve», tí pleut, ¿quién es il?, ¿quién es él?}; «y», del latín hic y del latín popular ibi, quiere decir «aquí» o «ah í»; y a, «haber» conjugado en la tercera persona del singular del presente de indicativo: «él allí ha»: «hay». Según María Moliner, la y de «hay» es precisamente la adición a la forma impersonal de la tercera forma del singular del presente de indicativo del verbo «haber», «ha», del ad­ verbio antiguo «y », equivalente al francés. II y a, «ha-y»; «ahí hay», como nos hemos sentido obligados a traducir para recuperar la etimología olvidada o perdida es, tal y como suena, una repetición. Renunciaremos a ella tan pronto sintamos que le hemos devuelto su sentido, pues, al «allí» de la y de «hay». [Ai. del T.]

Avoir-lieu: el hecho de «tener-lugar», el guión substancializa y reemplaza «el hecho de». [ N . del T.]

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sería asimismo, e idénticamente, la cosa misma? En ese punto (en ese agujero), que es el punto inicial y último del pensamien­ to, el pensamiento no puede ser otra cosa que la cosa en su presencia. Lo que, estrictamente comprendido, quiere decir: sin reflexividad, sin intencionalidad, sin «adequatio reí et intellectus». Porque el ahí hay (alguna cosa) es el punto en el que la cosa se hace pensamiento y en el que el pensamiento se hace cosa. *

*

*

La cosa en sí, la cosa misma — la coseidad en tanto que la pura esencia (Hegel)— resulta de ese punto de distinta indistin­ ción, de ese corazón-cosa: nada palpita ahí, porque es el ahí [y] mismo. Toda cosa esftá] ahí (todo «estar ahí» ¡y étre] es sercosa), pero el ahí, por definición, no está ahí. Es p or ello que no hay que buscar aquí, en el corazón de las cosas, la palpitación viviente de una animación universal. N o es tam poco la muerte, pero es la inmovilidad, impasible gravedad del «ahí hay» de las cosas. El «ah í» ¡y] ofrece ahí el ser y/o se ofrece ahí al ser. Se ofrece a ser el ser; lugar del tener-lugar, enunciado del lugar en tanto que simple lugar del enunciado «ahí hay» [ily a]. Enuncia­ do que queda sin enunciación (nadie habla ahí), enunciación que se queda sin enunciado (nada es dicho ahí más que el ahí). In­ mediatez no inmediata y sin embargo sin mediación. Conflagra­ ción puntual, desnuda e impasible del ser. Explosión implosante del estar-ahí [y-étre]. Lugar apofántico y apotropaico: «hay» [ily a ]y no hay [iln 'y apas] «a llí hay» [« il y a »], porque il está ahí sin que haya todavía allí [la ] alguna presencia cualquiera. Las cosas, en sus determinaciones tales y tales, vienen de allí, ellas son de allí. Son de ahí y de ahí vienen, porque la cosa misma, la coseidad de la cosa, no cesa de estar ahí ni de venir ahí. Presente antes de toda presencia. Antes irrecuperable del presente mismo, inscrito/excrito en él. Venida a la presencia que no ha tenido lugar, que no tendrá lugar, que solamente viene, y viene siempre antes de tener lugar. Antes sin tener: veni­ da de la presencia, a la presencia. Cosa. *

*

*

El pensamiento salta: salta en las cosas, para tratar de venir ahí con el mismo salto que el del «antes», para recuperar lo irrecuperable. Toca la cosa misma, pero esta cosa es igualmente 158

el pensamiento mismo. El salto necesario es inútil, el salto inú­ til es necesario —y es igualmente la cosa del pensamiento la que se muestra irrecuperable, inmemorial. Frente a ella misma com o frente a toda cosa, el pensamiento descubre la inapropia­ ble propiedad de la cosa. Uno no puede pensar nada — en verdad, uno no pensaría en absoluto— sin el pensamiento o sin la presión de esta impensa­ ble coseidad del pensamiento. Impensable, y sin embargo pen­ sada, existencia misma del pensamiento, y su esencia. Uno no puede pensar nada sin pensar esta inapropiable propiedad de la cosa, y sin pensarla com o el corazón del pensamiento mismo. «Pensar la cosa», o «pensar las cosas»: ¿a qué otra cosa po­ dría estar consagrado el pensamiento? Pero si cosa y pensa­ miento resultan ser la misma cosa, el mismo corazón inmemo­ rial, el mismo «antes» que no se puede tener, ¿cómo podría el pensamiento pensarse aún ahí, y cóm o podría pensar la cosa? ¿Cómo el pensamiento no se reconocería imposible? L o imposi­ ble pensando su imposibilidad. Es en el pensamiento de la cosa que el pensamiento encuen­ tra su verdadera gravedad, ahí se reconoce y ahí se hunde bajo su peso. El pensamiento se encuentra en el corazón de las co­ sas. Pero ese corazón es inmóvil, y el pensamiento, que sin em­ bargo se encuentra ahí y ahí se acuerda, no sabe pensarse él m ism o sino com o movilidad, o m ovilización. E l corazón de las cosas hace obstáculo [empéchement] ahí, ahí queda insensible. * * * Un corazón de piedra, en cierto modo. Pero en lugar de es­ tar sin afecto, insensible, la piedra de ese corazón sería una concentración extrema, en sí retenida y com o tal expuesta, de toda posibilidad afectiva o afectuosa, de toda m oción tierna o violenta, alegre o angustiada, tierna y violenta, alegre y angus­ tiada. Sería, ese corazón de piedra, mucho más originariamente que ninguna ambivalencia, la indeterminación del afecto en tanto que afecto mismo. Sería esta pasividad, o más bien esta pasibilidad que no está concentrada en sí sino en la medida en la que está, simultánea e idénticamente, completamente ex­ puesta friera de sí, adelante y delante de sí. Impasible pasibili­ dad, que no muestra una presencia, pero que muestra solamen­ te que hay allí [qu'íl y a la], viniendo antes de toda presencia y 159

de antes de todo presente, alguna cosa que es, en cuanto tal, pasible de presencia.2 El corazón de la piedra consiste en exponer la piedra a los elementos: pedrusco sobre un camino, en un torrente, bajo la tierra, en la fusión del magma. La «pura esencia» — o la «sim­ ple existencia»— de la cosa es del orden de una mineralogía y de una meteorología del ser. «L a cosa», «alguna cosa», «todas las cosas» nombran el ser en tanto que posición de la existencia que es para ella misma, expuesta al ras de sí misma, el elemento de su uso y de su usura (aglomerados, fisuraciones, fracciona­ mientos, exfoliaciones, fusiones, opacificaciones, vitrificacio­ nes, granulaciones, desmenuzamientos, cristalizaciones, enterra­ mientos, oxidamientos, lavados, trazados, calcinaciones, etc.). Como el viento gasta un pedrusco, así la existencia está al ras de la existencia, y la cosa al ras de la cosa, y así piensa el pensa­ miento. Es así como la cosa tiene lugar. Es así como alguna cosa pasa. El evento mismo, la venida a la presencia de la cosa, parti­ cipa de esta esencia elemental. Está alojado ahí, es prendido o comprendido en su compactibilidad y en su porosidad. El evento es el tener-lugar del estar-ahí del corazón de las cosas. Es la sor­ presa de una apropiación sin movimiento. Eso se abre, pero asi­ mismo eso está siempre-ya abierto. Hay allí una medida de espa­ cio, de espaciamiento, que da antes de tiempo su origen al tiem­ po. Los movimientos, las historias, los procesos, todo el tiempo de la sucesión, de la pérdida, del descubrimiento, del retomo, de la recuperación, de la anticipación, todo ese tiempo depende esencialmente de este espacio abierto en el corazón de las cosas, de este espaciamiento que es el corazón de las cosas. Es por ello que éste no palpita — no «aún». Pero hay «de entrada» la apertura, la piedra expuesta. El tiem po repetirá esta apertura, de pedrusco en pedrusco, con el mismo paso de tiem­ po que hace avanzar una inmovilidad. A cada paso, el tiempo es abierto para quépase alguna cosa. E l tiem po expone la impasi­ ble pasibilidad del «hay». Solamente dispuesta según el espacia­ miento del ahí ¡y], una cosa es pasible de alguna cosa que pue­

2. «¿Qué quiere decir hay [ily a] a partir del momento en el que uno sustrae lo que hay al eso es [c'est] a esto es [ceci estl a la ostentación de toda presencia?» (Jacques Demda, Glas, París, Galilée, 1974, p. 188.)

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de «ocurrirle», que puede «pasarse» o «tener lugar» para ella. Y para empezar, es su propio «h ay» lo que le ocurre. «H ay alguna cosa» ocurre a toda cosa —y a ninguna, «precediéndolas» a to­ das, pero sin preceder. E l mundo de las cosas es sin precedente. Es el mundo. Pero, desde que hay cosa, la cosa (y su) venida son pasibles de sentido. «Pasa alguna cosa»: es decir, alguna cosa es ofrecida a la posibilidad de hacer sentido, o de ser tomada como sentido. O más bien, alguna cosa es ya sentido, está ya en el elemento del sentido, porque eso pasa. En ese sentido, el «sentido» prece­ de, excede y expone todas las «significaciones». Las rinde todas . posibles y las consume todas. Antes/después de todas las signifi­ caciones posibles (que hay un mundo para esto o para aquello, para tal fin o para ningún fin...), «h ay» da el sentido de aque­ llo cuyo sentido no está para ser dado. E l mundo es pasible de ello en cada cosa y en todas las cosas. Tal es el sentido de las co­ sas, el sentido de la existencia en el corazón de las cosas. Constatar que «hay alguna cosa y no más bien nada» no se resume a convocar un patos de la admiración delante del Ser. Eso remite de entrada, de manera más sobria, a la necesidad de esa constatación misma. Que haya alguna cosa es sorprendente, y en la constatación (y mucho más todavía cuando se le da forma de pregunta: «¿por qué hay alguna cosa, y no más bien nada?»), la posibilidad de que haya alguna cosa o nada no tiene ningún sentido si no existe, de entrada, alguna cosa. Kant plan­ teaba que no puede haber, sin contradicción, algo posible sin nada de real. Concluía a partir de esto que existe necesariamen­ te alguna cosa. Que hay alguna cosa es necesario. Alguna cosa es necesaria­ mente. Este ser necesario postula consigo (com o su esencia, como la esencia que el existir es para sí-misma) la pasibilidad del sentido: pasa que alguna cosa, existiendo, es inmediatamen­ te pasible de su propia existencia, en tanto que «sentido». Impa­ siblemente, en la necesidad. Pero la necesidad de esta necesidad (la necesidad del ser necesario), es lo que es pasible del sentido. Porque ima tal necesidad no puede ser reconducida a una de­ terminación deducida, antes de todo real, de algún posible (es alrededor de ese punto que se han anudado todos los problemas de las filosofías de la creación divina). Esta necesidad — esta pasibilidad— es la de la realidad siempre-ya dada de lo real: la 161

cosa, siempre antecedente, pero sin precedente. N i siquiera «dada» —pero allí. Desde entonces, esta necesidad bien podría deber ser identi­ ficada de otro modo que según la necesidad de una deducción, o de una producción. Y , por ejemplo, en tanto que «libertad»: no es de otra manera, sin duda, que la substancia spinoziana existe necesariamente, y que ella es necesariamente libre (y la única que lo es). Es necesariamente libremente que hay alguna cosa. Esta necesidad es la paisibilidad de la libertad, que noso­ tros no somos libres de aceptar o de rehusar. E lla no es nuestra: es la de la existencia. (E l pensamiento de una tal libertad es sin duda el pensa­ miento más difícil: porque el pensamiento debe captarse ahí, debe tocarse ahí él mismo en tanto que cosa de esta libertad... Aquí aún, de Un modo spinoziano: el pensamiento com o atribu­ to de la única substancia, que él coexpresa con ese otro atri­ buto, la extensión... Spinoza es acaso el único en ofrecer mani­ fiestamente un pensamiento-cosa. O a ofrecerse a él.) * íV * De la cosa en tanto que cualquiera: en «hay alguna cosa», «alguna» es en suma redundante, lo mismo en relación a «hay» que en relación a «cosa». Es la redundancia de la indetermina­ ción. «La cosa» dice «cualquier cosa». «Una cosa», es lo que sea. Es necesario que haya alguna cosa, pero no que haya tal cosa. Empero, el ser-indeterminado de la cosa no es una priva­ ción, ni una pobreza. El «cualquiera» de la cosa constituye su afirmación más propia, con la compactibilidad, la concreción en la que la cosa se «cosifica» propiamente. Uno puede definir: la cosa es una concreción cualquiera de ser. Eso no le quita nada a las diferencias entre las cosas. Lo «cualquiera» no es lo «banal» — y es sobre el fondo de lo «cual­ quiera» que las diferencias se pueden retirar [enlever]. Además, lo «cualquiera» implica que haya necesariamente varias co­ sas: a falta de lo cual éste se suprimiría por sí mismo. Uno de­ bería decir siempre: «h ay algunas cosas, y no más bien nada». N o hay entonces un «fon d o» del «cualquiera»: el cualquiera es la diferencia. Pero en tanto que puesta, expuesta, en tanto que cosa mis­ ma, toda cosa es cualquiera. L o cualquiera del «hay», o el ano­ 162

nimato del ser, es el ser mismo en ese retiro por el cual es el ser de la cosa, o más bien el ser-una-cosa, su «pasar», su venida a la presencia, su libre exposición sin fondo ni fin. O bien: es la existencia de la cosa en tanto que absolutamente fundada (y así finita o final en .todos los sentidos de esas palabras) en el sercualquiera de la cosa, en el ser-lo-cualquiera que es el ser. Que existe alguna cosa (o algunas cosas), es la libre necesidad. Es necesario que no haya necesidad de [A] la existencia cualquiera. «Cualquiera» es lo indeterminado de ser de lo que, cada vez, es puesto y expuesto en la estricta concreción determinada de una cosa singular, y de su existencia singular. *

*

sí-

Pensar eso: salir de todos nuestros pensamientos determi­ nantes, identificantes y destinantes. Es decir, salir de lo que «pensar», frecuentemente, quiere decir. Pero pensar de entrada eso, que hay alguna cosa por pensar, y pensar el alguna de esta cosa en el corazón del pensamiento. Eso sería todo lo contrario de un pensamiento «cualquiera». Eso sería el pensamiento — él mismo indeterminado, por cuanto incluido en todo pensamien­ to— de lo que nos determina a pensar: ni el concepto ni el pro­ yecto, sino Ja existencia encallada en el corazón de las cosas. Nuestra historia del pensamiento está hoy concentrada, y sus­ pendida, en el punto en el que esta exigencia se recoge. «Algún» es anónimo, y dice el anonimato: no se trata aquí de nombres. N o se trata entonces tam poco de la negatividad ni de la negación de los nombres divinos en una teología negativa. Es más bien un asunto de pro-nominación. (Y [hic, ahi\ es un «pronom bre adverbial».) Es un asunto de antes de los nombres — o incluso, de suplemento y de suplencia de los nombres. Hay nombres propios, es cierto, y hay deíctícos. Es cierto que cada cosa es mostrable en la concreción de su singularidad: «esta piedra», o: «la Kaaba».3Pero para terminar, lo que es mostrado, del lado de la nominación, es el hecho de que la cosa es mostra­ ble (y que ella no es entonces nunca inefable, ni impresentable) — mientras que lo que es mostrado, del lado de la cosa, lo que

3. Cfr. Todo el análisis de la relación del signo con «el ente último singular» en Ocfcham, desarrollado p o r Pieire Alféri en Guiüaume d'Ockham le smgulier, Pam , M inuit, 1989.

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ella es, la materia de la referencia, no se muestra de otro modo que como el lím ite externo de la deixis. «Esta piedra» es la pie­ dra que mi enunciado designa y delante de la cual desaparece. O bien, en lugar de inscribir esta piedra en un léxico, m i enun­ ciado se va más bien a excríbir en ella. En el corazón de las cosas, no hay lenguaje. (E l pensamiento de la cosa se debe situar a contracorriente de toda consideración sobre «la cosa y el nom bre». Ya, en ese nombre de «cosa», toda actividad, y por lo tanto toda cuestión, de nominación se muestra en proceso de disolverse. Cosa es la palabra que muestra una nada [ríen, res]* de sentido, como el sentido de toda cosa.) De otra manera, llevando más allá de ella a una teología negativa, se podría decir que hay que comprender así el desfa­ llecimiento de los nombres divinos: ella no expone nada más que el desfallecimiento general de los nombres delante de las cosas (y asimismo delante de esas cosas que también son los nombres). Eso no reconduciría a lo inefable. Eso conduciría a la excrípción del sentido en tanto que esencia del lenguaje, y de toda inscripción. La «excripción»4 significa que el nombre de la cosa, inscri­ biéndose, inscribe su propiedad de nombre fuera de sí mismo, en un afuera que sólo él muestra, pero en el que, al mostrarlo, muestra esta propia exterioridad a sí que hace su propiedad de nombre. N o hay cosa sin nombre, pero no hay nombre que, al nombrar y por el hecho de nombrar, no se excriba «en » la cosa, o «com o» ella, al mismo tiem po que sigue siendo ese otro de la cosa que solamente de lejos la muestra. Habrá que venir a revisar esta manera tan frecuente de dis­ tinguir en el uso del lenguaje un uso banal', informativo, someti­ do al solo significado (la «m oneda pequeña» de Mallarmé), y un uso mayor, reputado poético, en el que el lenguaje sería su pro­ pio fin. En verdad, el lenguaje termina siempre fuera de sí. En

* El español «nada» tiene un pai'ejo origen: de res nata, cosa nacida, que en ciertas expi'esiones equivalía a la expresión «cosa alguna» (res nata non vidi), derivó nuestra palabra «nada» que concentra en ella el sentido de toda la frase (cfr. el artículo corres­ pondiente en el Diccionario de María Moliner). [N. del Tí\ 4. Cfr. Aquí mismo, «L o exaito». Este motivo de la imposibilidad de nombrar craza algunos de los motivos seguidos por J. Derrida a propósito de la khóra en «Dénégations», Psyché, París, Galilée, 1987.

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todo uso y de todo uso de lengua se levanta la ausencia de toda lengua, muestra que sólo el lenguaje muestra, pero excribiéndose ahí. Ningún pensamiento de la «escritura» ha tenido un obje­ tivo distinto de ése: el objetivo de la cosa. La cosa que es nom­ brada, que es pensada, no es la cosa nombrada y pensada. Pero ellas no mantienen entre ellas las relaciones de exterioridad simple y de reenvío de un signo y de un refei*ente. La una se excribe en la otra como la misma cosa, porque es de la mismidad de la cosa que es cuestión aquí. La cosa misma tiene lugar en la unidad infinitamente diferente de un «h ay» que es lo que él enuncia, pero que no lo es sino com o enunciado y excrito. (Ésa podría ser la cuestión de una perfom iatividad general del lenguaje: todo enunciado sería performativo, pero recíproca­ mente, toda cosa sería excripción de enunciado. La excripción sería la performación del perform ativo mismo...) Y lo mismo vale para esta cosa que es el pensamiento. El pensamiento se excribe. N o se responde a él mismo (com o debe hacerlo para ser lo que él es) sino en ese afuera de él mismo al cual él solo reenvía (o más bien: envía, y arroja, y abandona). Es sin duda lo que demanda también el decir que: «Pensar, es siempre [...] hacer otra cosa que pensar — otra cosa que no es otra cosa— , es distraerse, sin por ello renunciar al pensamien­ to ».5*Esta «distracción» en «otra cosa» que es precisamente la misma cosa que la cosa del pensamiento, eso sería donde el pensamiento piensa, porque él se excribe ahí, o porque ahí se performa en tanto que cosa. Pensar eso...

Que esta cosa exista, y que ella sea alguna cosa, es el conteni­ do de un saber absoluto que precede todo pensamiento en el pen­ samiento mismo. Es la experiencia de la necesidad de la existen­ cia, en tanto que experiencia de la libertad. Venida del mundo, al mundo y en el mundo. Mundo como tener-lugar de todas la ve­ nidas, y de sus abandonos. Alguna cosa afirma una venida a la presencia, alguna cosa se afirma como venida a la presencia, viniendo sin venir de ninguna parte, viniendo ahí solamente, in­ determinada en su determinación, desligada de toda atadura o de todo fundamento en una substancia o en una negación de 5. Alexandre García-Dütimann, La paivle donnée, París, Galilée, 1989.

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substancia. — La experiencia de la que se trata aquí no es la que tiene lugar en la circunscripción de una «experiencia posible». Su realidad precede toda posibilidad. Ella es la experiencia im­ posible y real, imposiblemente real, de alguna cosa. La filosofía no hace nunca suficiente justicia [idroit] al algún de la cosa, y así éste no hace nunca suficiente justicia a la cosa misma. (Pero sin duda no es posible el hacer justicia, aquí, y la filosofía, a pesar de todo, va hasta los lím ites...) N o es en abso­ luto porque la filosofía se atendría a la abstracción y al concep­ to: porque la abstracción y el concepto son también cosas, lo mismo que la filosofía es por su parte una. Son cosas en la pelea, el intercambio, el frotamiento, la chispa y la usura de todas las cosas entre ellas. Pero la filosofía hace de la cosa su cosa, mientras que el algún de alguna cosa no se deja apropiar. (Lo que uno llama, con Heidegger, el «fin de la filosofía» no es otra cosa que el momento de la desapropiación, en el cora­ zón de la filosofía. O incluso: el momento, tematizado, y pensa­ do por él mismo, de la excripción de la filosofía en la cosa del pensamiento.) Es más bien el algún de la cosa el que podría ser apropiante. Hay, pasa alguna cosa: he ahí por qué nosotros habremos siempre-ya sido apropiados. La existencia es de entrada apropiada a y por el abandono al «hay/pasa». Desde que la filosofía quiere apropiarse esta apropiación, ella revierte ese.movimiento, y pre­ tende para terminar hacerse la cosa de la cosa. Es ahí que se reencontrará el Dinge/Dengken de Hegel, en su captación pro­ piamente especulativa, es decir en la reapropiación de la excrip­ ción al borde de la cual se mantiene. Ahora bien, es asimismo otro y parecido tratamiento de pa­ labras, otra y parecida nominación la que abre para Heidegger el pensamiento de la cosa: «S i pensamos la cosa com o cosa, nos ocupamos del ser de la cosa, dejándolo entrar en el dominio a partir del cual ella es. Reunir (Dingen), es acercar el m undo».6Y la posibilidad de un pensamiento tal «reside en una correspon­ dencia que, en el seno de la esencia del mundo, responde a la

6. «La cosa» [versión española en el número 14 de la revista Espacios, de la Universidad Autónoma de Puebla, México (1989), pp. 3-10 y 10-11; o en Ideasy Valores (Bogotá), n.‘s 7-8 (diciembre 1952 - marzo 1953), pp. 661-678; o en Cuadernos Americanos (Madrid), n.“ 98 (1958), pp. 136-158. Cü\ «Das Ding», en Vortritge undAitjstitze, 1985]. •

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palabra que esta esencia le dirige». ¿Cómo no reconocer otra figura de la misma apropiación y, en consecuencia, cóm o no reconocer que el pensamiento del fin de la filosofía no es toda­ vía suficiente pensamiento de este fin? De Hegel a Heidegger no cesa de precisarse, de agravarse un peso del pensamiento sobre sí mismo, y que se ofrece a dejar la cosa misma pesar con todo su peso de cosa. Eso no es solamen­ te importante: es la cosa más importante de la tradición tal y como ésta nos es transmitida, y nosotros tenemos todos que ver con eso. Sin embargo, cuando H eidegger mismo designa la cosa, se trata siempre de una correspondencia, por el sonido o por el sentido, por el sonido en tanto que sentido, por el sentido como cosa sonora, se trata siempre de una respuesta acordada, apropiada. ¿Pero si el corazón de las cosas no palpita siquiera, si el corazón cualquiera de las cosas no dirige siquiera un llama­ do, ni una cuestión? ¿Si ese corazón excribe solamente todas nuestras cuestiones, todas nuestras preguntas? Habría, en cambio, un idioma extraño de las cosas. Idioma en tanto que lengua reservada de la cosa en general, pera pues­ to que ésta no existe, idioma absolutamente singular de cada cosa. «Hay» se dice en tantos idiomas como hay cosas. Lenguas absolutamente privadas, idiotas, no significantes, com o debe serlo todo idiom a verdadero. N o diciendo nada, pero eso cada vez en un código y en un estilo únicos, inimitables lo mismo que indefinidamente substituibles entre ellos, puesto que cua­ lesquiera... N o diciendo nada, diciendo la «nada» (la «nada», el «ríen » de res), pero diciéndolo «d e todas maneras de una cierta manera». «Todo se suspende al punto del que surge un deseme­ jante, y de ahí alguna cosa, pero alguna cosa negra.»7*(Esa, esta frase, es «poesía». «Poesía» quiere decir al menos: tocar a la cosa de las palabras.) Es necesario aún, en consecuencia, desapropiar toda apro­ piación, e incluso la más «abierta» y la más «acogedora». El algún de la cosa, de toda cosa, debe ser lo que el pensamiento no acerca, ni puede dejar acercarse, pero que de entrada some7. Malcolm Low iy citado por Clément Rosset en Le rcel — Traite de Vidiotie, París, Minuit, 1977, p. 13. Y Jacques Roubaud, Quelque chose noir, París, Gallimard, 1986, p. 76. E n otra paite, también: « idion de la cosa dictando según el mutismo, a saber singularmente una descripción de ella misma», J. Derrida, Signéponge, París, Le Seuil, 1988, p. 41.

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te el pensamiento al hecho de que él mismo no es sino algún pensamiento, un pensamiento cualquiera. Una cosa cualquiera entre tantas cosas cualquiera. (Aquí: el eso [
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