Nancy, Jean-luc - La Experiencia de La Libertad

March 20, 2017 | Author: monkeyhaller | Category: N/A
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Jcnn-Luc Nancy

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W. H. Newton-Smith - La racionalidad de la ciencia C. Lévi-Strauss - Antropología estructural L. Festinger y D. Katz - Los métodos de investigación en las ciencias sociales R. Arrillaga Torrens - La naturaleza del conocer M. Mead - Experiencias personales y científicas de una antropóloga C. Lévi-Strauss - Tristes trópicos G. Deleuze - Lógica del sentido R. Wuthnow y otros - Análisis cultural G. Deleuze - El pliegue. Leibniz y el barroco R. Rorty, J. B. Schneewind y Q. Skinner - La filosofía en la historia J. Le Goff - Pensar la historia J. Le Goff - El orden de la memoria S. Toulmin y J. Goodfield - El descubrimiento del tiempo P. Bourdieu - La ontología política de Martin Heidegger R. Rorty - Contingencia, ironía y solidaridad M. Cruz - Filosofía de la historia M. Blanchot - El espacio literario T. Todorov - Crítica de la crítica H. White - El contenido de la forma F. Relia - El silencio y las palabras T. Todorov - Las morales de la historia R. Koselleck - Fu turo pasado A. Gehlen - Antropología filosófica R. Rorty - Objetividad, relativismo y verdad R. Rorty - Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos D. Gilmore - Hacerse hombre G. Geertz - Conocimiento local A. Schütz - La construcción significativa del mundo social G. E. Lenski - Poder y privilegio M. Hammersley y P. Atkinson - Etnografía. Métodos de investigación C. Solís - Razones e intereses H. T. Engelhardt - Los fundamentos de la bioética E. Rabossi (comp.) - Filosofía de la mente y ciencia cognitiva J. Derrida - Dar (el) tiempo. I. La moneda falsa R. Nozick - La naturaleza de la racionalidad B. Morris - Introducción al estudio antropológico de la religión D. Dennett - La conciencia explicada. Una teoría interdisciplinar J. L. Nancy - La experiencia de la libertad C. Geertz - Tras los hechos R. R. Aramayo, J. Muguerza y A. Valdecantos - El individuo y la historia M. Auge - El sentido de los otros T. Luckmann - Teoría de la acción social M. Cruz - Tiempo de subjetividad C. Taylor - Fuentes del yo

La experiencia de la libertad

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Título original: L'expérience de la liberté Publicado en francés p o r É ditions Galilée, París Traducción de Patricio Peñalver Cubierta de M ario Eskena/.i Esta obra ha sido publicada con la ayuda del M inisterio francés de la Cultura.

/“ edición, 1996 O u c d u n r ig u ro s a m e n te p ro h ib id a s, sin la a u to riz a c ió n e s c rita d e los titú la le s d el « C o p y tig h l» , b a jo las s a n c io n e s e s ta b le c id a s e n las leyes, ta r e p r o d u c c ió n to ta l o p a rc ia l d e e s ta o b ia poi c u a lq u ie r m é to d o o p ro c e d im ie n to , c o m p re n d id o s la re p ro g ra fía y el tra ta m ie n to in lo tam ílico . > la d is trib u c ió n de e je m p la re s d e e lla m e d ia n te a lq u ile r o p ré s ta m o s p ú b lic o s.

O 1988 bv É ditions Galilée, París © de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., M ariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y E ditorial Paidós, SAICF, Defensa, 5 99 - Buenos Aires ISBN: 84-493-0281-1 Depósito legal: B -16.761/1996 Im preso en Novagráfik, S.L., Puigcerda, 127 - 0 8 0 19 B arcelona Im preso en E spaña - Printed in Spain

«Se trata de libertad, que puede franquear siempre cualquier límite asignado.» Crítica de la razón pura, Dialéctica, libro 1, I a sección.

SUMARIO

1. Necesidad del tema de la libertad. Premisas y conclusiones mezcladas................................................................................

11

2. Imposibilidad de la cuestión de la libertad. Hecho y derecho confu n d id o s...........................................................................

23

3. ¿Somos libres para hablar de la lib e rta d ?...........................

35

4. El espacio dejado libre por H eidegger................................

43

5. El pensamiento libre de la lib e rta d .....................................

55

6. Filosofía: lógica de la lib e rta d ..............................................

73

7. Partición de la libertad. Igualdad, fraternidad, justicia . . .

79

8. Experiencia de la libertad. Y de nuevo de la comunidad, que re s is te ......................................................................................

95

9. La libertad como cosa, fuerza y m ir a d a .............................

111

10. Libertad ab so lu ta...................................................................

121

11. Libertad y destino. Sorpresa, tragedia, generosidad . . . .

125

12. El mal. La decisión................................................................

137

13. Decisión. Desierto, ofrenda...................................................

159

14. Fragmentos..............................................................................

167

I

Capítulo 1 NECESIDAD DEL TEMA DE LA LIBERTAD. PREMISAS Y CONCLUSIONES MEZCLADAS

Desde que la existencia no es ya producida, ni deducida, sino sim­ plemente puesta (y esta simplicidad trastorna todo nuestro pensa­ miento), y desde que está abandonada a esa posición al mismo tiempo que por ella, hay que pensar la libertad de este abandono. En otros tér­ minos, desde el momento en que la existencia, en lugar de «preceder a» como en lugar de «seguir a», o incluso «seguirse de» la esencia (fór­ mulas simétricas de los existencialismos y de los esencialismos, pri­ sioneros los irnos y los otros de una diferencia de esencia entre la esen­ cia y la existencia), desde el momento en que la existencia constituye ella misma la esencia («Das “Weseti" des Daseins tíegt in seiner E x istenz», «La esencia del ser ahí está en su existencia», E l ser y el tiempo, sección 9), y desde el momento en que, por consiguiente, esos dos con­ ceptos y su oposición no pertenecen ya más que a la historia de la me­ tafísica, hay que pensar, en el límite mismo de esa historia, el envite de ese otro concepto, «la libertad». Pues la libertad no puede ser ya ni «esencial» ni «existencial», sino que está implicada en el quiasmo de estos conceptos: hay que pensar qué es lo que hace que la existencia, en su esencia, esté abandonada a una libertad, sea libre para ese aban­ dono, esté entregada a él y disponible en él. Quizás no se podrá con­ servar el nombre y el concepto mismos de «libertad». Volveremos a ello. Pero si la esencia entregada a la existencia no «libera», de alguna manera, la existencia en su esencia más propia, entonces el pensa­ miento no tiene nada que «pensar», y la existencia no tiene nada que «vivir»: una y otra quedan privadas de toda experiencia. En otros términos de nuevo: desde el momento en que la existencia se ofrece claramente (esta claridad nos deslumbra), no ya como algo empírico que habría que poner en relación con condiciones de posibi­ lidad, o bien poner de relieve en una trascendencia más allá de ella misma, sino como una facticidad que detenta en sí misma y como tal, hic et nunc, la razón de su presencia y la presencia de su razón, cua-

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lesquiera que sean los modos de esa «presencia» y de esa «razón», hay que pensar su «hecho» como una «libertad». Es decir, que hay que pensar aquello que remite la existencia a ella misma y solamente a ella misma, o lo que la hace disponible en tanto que existencia, que no es ni una esencia ni un dato bruto. (La pregunta no es exactamente: «¿Por qué hay algo?», y no es tampoco exactamente esta otra pregunta a la que la libertad parece ligada de manera más visible: «¿Por qué hay el mal?». La pregunta es: «¿Por qué plantear esas preguntas mismas, por medio de las cuales la existencia en un solo gesto se afirma y se aban­ dona?») En efecto, si la facticidad del ser —la existencia como tal—, o in­ cluso su hecceidad, el ser-el-ahí, el ser-que-es-este-ahí, el Dasein en la intensidad local y en la extensión temporal de su singularidad, no puede estar, en sí misma y como tal, liberada de (o ser la liberación de) la inmovilidad quieta, ahistórica, ilocalizable, autoposicional del Ser significado como principio, sustancia y sujeto de lo que es (o bien: si el ser de hecho, o el hecho del ser no puede ser la liberación del ser mismo, en todos los sentidos de ese genitivo), entonces el pensamiento queda condenado ( nosotros quedamos condenados) al espesor inme­ diato de la noche en la que no sólo todas las vacas son negras, sino que su rumiar mismo y hasta su reposo se evaporan —y nosotros con ellos— en una inmanencia sin pliegue, que no es ni siquiera impensa­ ble, estando a priori fuera del alcance de cualquier pensamiento, e in­ cluso de un pensamiento de lo impensable. Si no pensamos el ser mismo, el ser de la existencia abandonada, o incluso el ser del ser-en-el-mundo, como una «libertad» (o quizás como una liberalidad o como una generosidad más originales que toda libertad), quedamos condenados a pensar la libertad como una «Idea» o como un «derecho» puros, y el ser-en-el-mundo, en cambio, como una necesidad ciega y obtusa para siempre. A partir de Kant, la filoso­ fía y nuestro mundo se sitúan sin cesar ante este desgarro. Y por eso, hoy, la ideología exige la libertad, pero no la piensa. La libertad es todo, salvo una «Idea» (el propio Kant, en un cierto sentido, lo sabía). Es un hecho: no dejaremos de hablar de esto a lo largo de este ensayo. Pero es el hecho de la existencia en tanto esencia de ella misma. La factualidad de este hecho no corresponde a una evi­ dencia perceptiva transhistórica: se hace, y se hace conocer, en la ex­ periencia por medio de una historia. No por medio de la Historia de la Libertad, epopeya teleológica y escatológica de la revelación y de la realización de una Idea (por medio de la cual una Libertad segura de su autorrepresentación no puede necesariamente tender más que a reab­

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sorberse ella misma en Necesidad), sino por medio de la libertad de la historia, es decir, por medio de la efectividad de un devenir en el que algo adviene, en el que «el tiempo sale de sus goznes» como dice Hamlet, y por medio de la generatividad y la generosidad de lo inédito quef da que pensar y se deja pensar: ahora bien, toda existencia es inédita,? en su nacimiento como en su muerte al mundo. La existencia en tanto que su propia esencia —es decir, la singula­ ridad del ser— se ha presentado cuando la historia ha inscrito el límite de los pensamientos del ser como fundamento. En estos pensamien­ tos, la libertad sólo podía estar dada en tanto que fundada; pero en tanto que libertad, le hacía falta estar fundada en la libertad misma; esta exigencia determinaba la encamación, o al menos la figuración de la libertad en un ser supremo, causa sui, cuya existencia y libertad de­ bían, sin embargo, en nombre del ser en general, estar fundadas en ne­ cesidad... Cuando Dios no es ya la gratuidad de su propia existencia, y el amor de su creación (cosa a lo que podía responder una fe, no un pensamiento), y cuando se convierte en deudor para todas las existen­ cias del fundamento de éstas, «Dios» se convierte en el nombre de una libertad necesaria, y cuya autonecesitación determina de hecho el con­ cepto metafísico de la libertad (como el concepto de necesidad, por lo demás). Así, la libre necesidad del ser se aparece como el existente su­ premo, cuya Idea lleva a cabo lo que se podría llamar el giro metafí­ sico del ser: des-solidarizado de su propio hecho, de su da-sein, esta­ blece sin embargo este hecho, pero lo establece sobre un fundamento y como su propio fundamento existente. La libertad de la necesidad es el predicado dialéctico del existente sujeto del ser. Con todas las existen­ cias, pues, el ser se encuentra sujeto. Pero la libertad, si es algo, es aquello mismo que se anula al ser fun­ dada. La existencia misma de Dios debía ser libre en un sentido en que la libertad que la portaba no se podía convertir en uno de sus predica­ dos o una de sus propiedades. La teología y la filosofía habían recono­ cido muy bien este límite o este dilema. Dios pensado como el ser ne­ cesario de la libertad corría el riesgo (si no elaboraban sutiles argumentos ad hoc) de arruinarle a la vez a él mismo y a la libertad. («¿No es la libertad el poder que le falta a Dios, o que sólo tiene ver­ balmente, puesto que no puede desobedecer a la orden de que es, de la que es garante?» Bataille, L a literatura y el m al.)1 La libertad de los dio­ ses (si hay que hablar de los dioses...), como toda libertad, los hace merecedores de existencia o de no existencia (pueden morir): la liber1. Trad. cast. de L ourdes O rtiz, M adrid, T aurus, 5a ed., 1987.

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tad no es su atributo, sino su destino. En cambio, un existente tomado para el ser como tal, que funda la libertad en la que él mismo se funda, designa el borde intemo del límite de la onto-teología: la subjetividad absoluta como esencia de la esencia, y de la existencia. Ese límite se alcanza cuando han llegado a su cumplimiento la ló­ gica y la significación del fundamento en general, es decir, la filosofía. El fin de la filosofía nos priva tanto de un fundamento de la libertad como de la libertad como fundamento: pero esta «privación» estaba ya inscrita en la aporía filosófica consustancial al pensamiento de un fun­ damento de la libertad y/o al pensamiento de la libertad como funda­ mento. En la filosofía misma esta aporía estaba quizás ya enunciada y denunciada al mismo tiempo cuando Spinoza atribuía la libertad ex­ clusivamente a un Dios que no era fundamento, sino existencia pura, y del que el Espíritu hegeliano y después el Hombre marxiano fueron quizás también herederos, haciendo plantear la cuestión, todavía no percibida como tal, de una libertad existente y no fundada, o de una li­ beración de la existencia hasta en su fundamento (o, hasta en su esen­ cia). Así, el fin de la filosofía sería liberación del fundamento en la me­ dida en que aquélla retiraría la existencia a la necesidad del fundamento, pero también en la medida en que sería puesta en libertad del fundamento, que liberaría, entregaría, a «la libertad» infundada. En el límite de la filosofía, ahí donde hemos no llegado, sino adve­ nido y donde estamos en curso de advenir, sólo hay —pero hay (esto no es una constatación, es un sobrecogimiento)— la libre disemina­ ción de la existencia. Esta libre diseminación (cuya fórmula podría muy bien no ser más que una tautología) no es la difracción de un principio, ni el efecto múltiple de una causa, sino que es la an-arquía —el origen sustraído a toda lógica de origen, a toda arqueología— de un surgimiento singular, y en consecuencia por esencia plural, del que el ser en cuanto ser no es ni el fondo, ni el elemento, ni la razón, sino la verdad, lo que vendría a decir, en este caso, la libertad. La cuestión del ser, la cuestión del sentido del ser —en cuanto cuestión del sentido de aquello que surge en la existencia cuando ya ningún ente puede fundar esa existencia— no tiene quizás en definitiva otro sentido que éste, que no es ya propiamente hablando el sentido de una «cuestión»: el reco­ nocimiento de la libertad del ser en su singularidad. No se trata ya, entonces, de conquistar o defender la libertad del hombre, o las libertades de los hombres, como un bien cuya posesión y propiedad se podría asegurar, y que tendría como virtud esencial permitir al hombre ser lo que es (como si el hombre y la libertad re­ mitiesen circularmente el uno al otro en el seno de una simple inma­

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nencia), sino que se trata de ofrecer el hombre a una libertad del ser, se trata de presentar la humanidad del hombre (su «esencia») a una li­ bertad en cuanto ser por medio de la cual la existencia trasciende ab­ soluta y resueltamente, es decir, ex-iste. En todos los movimientos de liberación, como en todas las instituciones adquiridas de la libertad, es eso mismo, esa trascendencia, la que debe ser todavía liberada. A tra­ vés de las libertades éticas, jurídicas, materiales y civiles,2 debe ser li­ berado aquello sólo por lo cual esas libertades son, por una parte, a fin de cuentas posibles y pensables, y por otra parte, pueden recibir otro destino que el de su autoconsumación inmanente: una trascendencia de la existencia tal que ésta, como existencia-en-el-mundo, y que no tiene nada que hacer en otro mundo, trasciende, es decir, de nuevo lleva a su cumplimiento la «esencia» que ella es en la finitud en la que insiste. Sólo un ente finito puede ser libre (y un ente finito es un exis­ tente), pues el ente infinito encierra la necesidad de su libertad, la vuelve a cerrar en su ser. Así, pues, no se trata sino de esto: liberar la libertad humana de la inmanencia de un fundamento o de una finali­ dad infinitos, y liberarla, en consecuencia, de su propia proyección in­ finita y al infinito, donde la trascendencia (la existencia) es, ella misma, trascendida, y así, anulada. Se trata de dejar a la libertad exis­ tir por sí misma. La libertad no designa quizás nada más, pero tam­ bién nada menos, que la existencia misma. Y la ex-istencia no significa tanto aquello que puede al menos connotar un vocabulario del «éxta­ sis» del ser separado de sí: significa simplemente la libertad del ser, es decir, la infinita inesencialidad de su ser-finito, que lo entrega a la sin­ gularidad en la que es «sí m ism o». 2. No decim os aquí «política». E n efecto, o bien lo que se entiende p o r «libertades políticas» corresponde poco m ás o m enos a la serie de epítetos empleados, o bien habría que p en sar en la política com o tal, u n a puesta en juego específica de la trascendencia de la existencia. No es seguro que sea posible hacerlo hoy. N os queda todavía volver a pen­ sa r lo político com o tal, o pen sar de otro m odo aquello que en Hegel atribuye a lo polí­ tico la efectividad existente «de todas las determ inaciones de la libertad» (Enciclopedia, par. 4 8 6 ). Nos referirem os m ás adelante al m odelo del libre espacio político, sin poder retenerlo com o lo que sería p o r sí m ism o el espacio propio de la libertad. C uando m e­ nos, se p odrá enco n trar u n «analogon» político de lo que se busca aquí a propósito de la libertad en esta pregunta de Alain Badiou: «¿Qué es u n a política radical, que va a la raíz, que recusa la gestión de lo necesario, que reflexiona los fines, que m antiene y practica la justicia y la igualdad, y que sin em bargo asum e el tiem po de paz, y no es com o la espera vacía del cataclism o? ¿Q ué es u n radicalism o que es al m ism o tiem po u n a tarea in fi­ nita?» (Peut-on penser la politique?, París, 1985, pág. 106). A lo que p o r n u estra parte añadiríam os: ¿Q ué es u n a libertad com ún que se presen ta com o tal sin absorber en su presencia el libre acontecim iento? (véase J.-L. Nancy, «La juridiction du m onarque hégelien», en Rejouer le politique, París, Galilée, 1981).

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De que la existencia se presente así, y se plantee a un pensamiento y a una tarea de este género, dan testimonio el acontecimiento y la ex­ periencia de nuestro tiempo: el cierre del orden de las significaciones, el cierre del régimen mismo de la significación en cuanto asignación del sentido en el más allá (translingüístico o metalingüístico, trans- o metamundano, trans- o metaexistencial) de una presencia consagrada en consecuencia a su propia representación. Según este régimen, la li­ bertad acaba —o comienza— al ser comprendida como lo irrepresentable «a la vista» (invisible) de lo cual habría que ordenar la represen­ tación, tanto política (delegación de la libertad...), como estética (libre poner en forma). A esta presencia-más-allá, o a esta presencia esencial más allá de toda presencia (re)presentable —y respecto a lo que no es indiferente el que sea la Libertad lo que haya proporcionado la Idea suprema, o más bien, la Idea de la Idea misma (¿no está la forma in­ teligible de toda Idea en la libertad con la cual aquélla se forma y se presenta?)3, se confronta en adelante, a partir de Hegel sin duda pero con una insistencia ejemplar a partir de Heidegger, la exigencia de lo que se podría llamar, para forzar un poco (apenas) la simetría, el más acá de una diferencia: una diferencia del ser en sí m ismo, que no con­ vertiría simplemente el ser en diferencia y la diferencia en ser (pues es precisamente ese género de conversión entre sustancias puras lo que pasaría a ser imposible), sino que sería la diferencia de su existencia, y en esta existencia, en tanto que ella es su propia esencia, la diferen­ cia y la partición de su singularidad. Con la existencia del ser singular se ofrecería —liberada— una posibilidad completamente diferente de «sentido», ante nosotros, en los bordes de una época apenas en curso de brotar. Hay en efecto un brotar correlativo del cierre, incluso cuando no percibimos nada de ello y nos encontramos entregados al estado de arrojados, incluso cuando nos faltan las palabras y el pensamiento para el brotar (imagen demasiado orgánica y demasiado «natural» 3. «El concepto de la libertad, en la m edida en que su realidad está pro b ad a p o r m e­ dio de u n a ley apodíctica de la razó n práctica, form a la clave de bóveda de todo el edifi­ cio de u n sistem a de la razó n pura» (Crítica de la razón práctica, prefacio, trad . cast. de M. G arcía M orente y E. M iñana Villagrasa, Salam anca, Síguem e, 1994). ¿No h a sido esa proposición u n axiom a p a ra to d a la filosofía hasta M arx y h a sta N ietzsche incluidos? Si dejó de ten er esa posición, no fue p o r u n a p érd id a de gusto p o r la libertad, sino p o r el cierre de u na época de la historia y del pensam iento, u n cierre del que, en sum a la «clave de bóveda» kantian a propone u n m odelo (au n q u e el p ensam iento kantiano del hecho de la libertad constituye tam b ién la a b ertu ra de lo que tenem os que p en sar a propósito de ella).

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para lo que es también una irrupción): hay un brote porque el aconte­ cimiento del cierre constituye él mismo historia, y porque lo que acaba en el borde interno del límite con el que entra en contacto, corres­ ponde igualmente, en el borde externo, con una inauguración. «Ins­ cribir la época en su trazado esencial», escribía Granel a propósito de Derrida, y, tras éste, de Heidegger, es inscribirla «tal como resulta vi­ sible a partir de lo monstruoso del porvenir que se concentra en ella, y para lo que nadie tiene ojos»4. Esta retrospección anticipada sin pre­ visión no es una magia adivinatoria: se hace pqsible en el hecho de que en el tiempo presente, aquel que el pensamiento experimenta y cuya huella inscribe, la historia se precede tanto como se sucede. Si algo así como un «presente» o una «época» se deja presentar, es porque no es simplemente, inmediatamente presente (ni a nosotros, ni a sí): es, por el contrario, porque ha dibujado ya, siempre ya, a la vez los dos bordes de su límite, y ha dejado así que se perfile invisiblemente el contorno sin figura de aquello a lo que el presente mismo adviene (y de lo que, al mismo tiempo, se retira). La historia en su efectividad es sin duda siempre aquello que avanza sin ver y sin verse, incluso sin verse avanzar. Lo cual no quiere decir que sería, a la inversa de una historia consciente de sí, una fuerza ciega y oscura: pues es esa oposición lo que hay que dejar ente­ ramente en suspenso aquí, para pensar otra historicidad de la historia. Y esta tarea depende sin duda a su vez de otro pensamiento de la li­ bertad. En efecto, la historia no es quizás tanto aquello que se desa­ rrolla y se encadena, al modo del tiempo de una causalidad, como aquello que se sorprende. «Sorprenderse», veremos, es una señal pro­ pia de la libertad. La historia, en este sentido, es la libertad del ser, o el ser en su libertad. Hoy el pensamiento está emplazado —por la histo­ ria y por su propia historia— ante la necesidad de pensar esta imprevisibilidad, esta improvidencia y esta sorpresa que constituye el surgi­ miento de la libertad. Hay que pensar la libertad, y en la libertad (ésta es en definitiva también, nuestra más antigua y nuestra más profunda tradición), sencillamente porque no hay ninguna otra cosa que pensar (que presevar, no que prever, que experimentar, no que guiar) sino esto: que el ser tiene una historia, o que el ser es historia (o historias, en plural), es decir, al menos la venida y la sorpresa de un brote reno­ vado de la existencia. Es a esto a lo que hemos llegado: el ser en su his­ toria ha liberado la historicidad o la historialidad del ser. Es decir, el 4. E n Traditionis traditio, París, Gallim ard, 1972, pág. 175.

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final de una relación de fundamento, cualquiera que sea, entre el ser y la historia, y la apertura de la existencia a su propia esencialidad se­ gún esta escansión, o a este ritmo singular según el cual el existente se precede y se sucede en un tiempo en el que no está «presente», pero en el que su libertad le sorprende —o como en ese espaciarse (ritmo, él también, y quizás en el corazón del primero) en el que el existente se singulariza, es decir, existe, según el espacio libre y común de su inesencialidad. Lo que cabría llamar, en cierto modo, la axiomática de la efectivi­ dad espacio-temporal de la existencia, aquello que exige de la existen­ cia que exista hic et nunc, y que ponga ahí en juego toda su posibili­ dad de existir, entregándose cada vez como su propia esencia (justo por esto «in» esencial), no significa la equivalencia axiológica de lo que se produce según los lugares y según los momentos de la historia. El mal y el bien son en ésta posibilidades correlativas, no en el sentido de que uno u otro se ofrecería en primer lugar a la elección de la li­ bertad: no hay en primer lugar el mal y el bien, y después lá libertad con su elección, sino que la posibilidad del mal (que se revela, en úl­ tima instancia, devastación de la libertad) es correlativa de la puesta en juego de la libertad. Es decir, que ésta no se puede presentar sin presentar la posibilidad, inscrita en su esencia, de una libre renuncia a la libertad. Y esa renuncia se hace conocer de golpe como maldad, en un momento, de alguna manera, pre-ético, en el que sin embargo la ética se sorprendería ya a sí misma. Inscribir la libertad en el ser no equivale a conferir al ser, en tanto existente singular, una indiferencia de arbitrio (renovada a partir del pensamiento clásico) cuyo tenor ontológico dejaría una marca de indiferencia en el tenor moral de las de­ cisiones (como alguna vez algunos se han complacido en pensar desde una dudosa posteridad de Nietzsche). Por el contrario, inscribir la li­ bertad en el ser equivale a llevar al plano de la ontología la posibilidad positiva —y no por deficiencia— del mal tanto como del bien, no como indiferentes, sino en la medida en que el mal se da a conocer ahí como tal.

Antes de poder establecer lo que hasta aquí se ha anticipado, im­ porta plantear lo siguiente: de una cierta manera, nada ha atestiguado y de la forma más constante la historia del mundo moderno, y como una de sus marcas históricas más propias, que la libre y resuelta re­ nuncia a la libertad. Sabemos que esa renuncia puede llegar hasta el horror absoluto de una «humanidad» (que se quiere «sobrehumana») ejecutando ejemplarmente a toda una parte de la humanidad (decla­ rada «sub-humana»), para definirse a sí misma como el exemplum de

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la humanidad.5 Eso es Auschwitz. Pero a la libertad se renuncia tam­ bién por doquier donde la existencia, como existencia (lo cual no sig­ nifica siempre como vida pura y simple, pero que implica también esto), está sometida y arruinada por una forma de esencia, una Idea, una estructura, la erección de una (irracionalidad; en el Manchester de Marx, en nuestro «tercer» y «cuarto» mundo, en todos los campos de concentración, todos los apartheids y todos los fanatismos. Pero también, y muy sencillamente si nos atrevemos a decirlo, allí donde la esencia concentrada en sí de un proceso, de una institución (técnica, social cultural, política) impide a la existencia existir, es decir, acceder a su propia esencia. Se renuncia a la libertad en el intercambio de esta esencia por la identificación con lo otro (con la Idea), y la libertad re­ nunciada abate a la libertad de lo mismo y de lo otro. (Lo cual no quiere decir que existir tenga lugar sin identificación, pero que la iden­ tificación es otra cosa que una sustitución de esencia.) Que esto tenga lugar, e incluso, que esto al parecer se dibuje de ma­ nera cada vez más acusada como el plano general del mundo de hoy, le exige al pensamiento, sobre todo si éste intenta tematizar la liber­ tad, la mayor atención, y una vigilancia extrema. Pero que esto, en lu­ gar de prohibimos pensar, exija precisamente ser pensado, es decir, a fin de cuentas, ser relacionado y medido con la libertad intratable de donde procede el pensamiento mismo, es también lo que nos recuerda que, junto con la resistencia del pensamiento (si hay que entender por ésta asimismo la fuerza de aguantar frente al mal que le desafía desde lo más profundo de su propia libertad), ahí debe estar igualmente su esperanza: ésta no es la expectativa de que las cosas «acaben por ir bien», ni menos todavía, «se interpreten como buenas», sino que es aquello que, en el pensamiento y desde el pensamiento, debe, simple­ mente para poder pensar, tender a pesar de todo hacia una liberación como hacia la realidad misma de la existencia que está por pensar. A falta de lo cual pensar no tendría ningún sentido. Todo pensamiento, incluso escéptico, negativo, sombrío y desengañado, si es pensamiento, libera el existir de la existencia— puesto que de hecho procede de ésta. 5. «En los cam pos de concentración, no era el individuo el que m oría, sino el ejem ­ plar» (Adorno, Dialéetique negative, trad. franc., París, Payot, 1978, pág. 284; trad. cast. de J.M. Ripalda: Dialéctica negativa, M adrid, T aurus, 5a ed., 1992). E s decir, el ejem plar de u n tipo («racial» en este caso), de u n a Idea, de u n a figura de esencia (en este caso, el Judío o el G itano com o esencia de u na no-esencia o de u n a sub-esencia h u m an a). Véa­ se a este respecto los análisis de Ph. L acoue-L abarthe en la sección «Heidegger» de sü Im itation der M odem en, París, Galilée, 1986. Sobre la cuestión del m al, véase infra cap. 12.

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Pero la esperanza en cuanto virtus del pensamiento no desmiente ab­ solutamente que hoy, más que nunca, en el seno de un mundo abru­ mado de dureza y de violencia, el pensamiento se vea confrontado con su propia impotencia. El pensamiento no puede pensarse a sí mismo como un «actuar» (como lo pide Heidegger, y como no se puede dejar de exigir, a menos que se renuncie a pensar), si no comprende ese «ac­ tuar» al mismo tiempo como un «sufrir». El pensamiento libre que piensa la libertad debe saberse a sí mismo desorientado, perdido, y desde el punto de vista de la «acción», deshecha por la tenacidad del mal intolerable. Debe saberse, así, empujada a su límite, que es el de la impotencia material despiadada de todo discurso, pero que es también donde el pensamiento, para ser él mismo, se divorcia en sí de todo dis­ curso, y se expone en tanto que pasión. En esta pasión, a través de ella, ya, antes de toda acción —pero también presta a todo compromiso— la libertad actúa. L o que brota, es siempre demasiado pronto para decirlo, pero sí que es siempre tiempo de decir que eso brota. La diferencia del ser en sí mismo, o la existencia (al menos desde el momento en que se le vuelve a dar a esa palabra un peso tal que no lo sostenga ningún fun­ damento), no constituye un sentido disponible en cuanto significación, sino que es la abertura de un espacio nuevo para el sentido, de un espaciamiento, o, si cabe decirlo así, de una «espaciosidad»: del ele­ mento espacioso que es el único que puede acoger sentido. Esto quiere decir el espaciamiento de un tiempo, el tiempo que se abre en este mo­ mento, en el paso de una época a otra o de un instante a otro, es decir, en el paso o en el pasar de la existencia, que se sucede y se difiere en su esencia, la apertura y la reapertura de la temporalidad espaciosa según la cual esa existencia existe: apertura del tiempo, primer esquema, pri­ mer dibujo sin figura del ritmo mismo del existir,6 el esquematismo trascendental mismo no ya en tanto «golpe de mano» en secreto disi­ mulado en una «naturaleza», sino en tanto libertad según la cual el 6. «Produzco el tiem po m ism o en la aprehensión de la intuición» (Crítica de la razón p u ra, E squem atism o trascendental; trad. cast. de Pedro Ribas, Barcelona, Alfaguara, I a ed., 10a im p., 1994), y esta aprehensión es la síntesis de lo diverso —es decir, la consti­ tución del fenóm eno— «que p ro porciona la sensibilidad en su receptividad originaria», «uniéndose a la espontaneidad» (D educción trascend en tal). E sta síntesis o riginaria no es sino la estructu ra de principio de la trascendencia finita (véase Heidegger, K antbuch, sección 16). Pero en estas condiciones se debería elucidar el esquem atism o, n o ya según el hilo conductor de u n a producción del Bild —com o hace Heidegger, h asta cierto punto E li m enos—, sino p o r el co n trario (au n q u e esto n o sea u n c o n trario ...) com o la libertad m ism a de la retirada de to d a figura (véase ibíd., sección 14). E sto sería el tem a de o tro trabajo.

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existente se sorprende en el mundo y en él mismo antes de toda deter­ minación de existencia —y tiempo abierto a su vez a una nueva espacialidad, a un libre espacio en el seno del cual existir, en el seno del cual liberar la libertad o renunciar a ella, el libre espacio del claro del sentido en general (pero no hay «sentido en general», su generalidad es su singularidad), o también el libre espacio de la comunicación, o el de la plaza pública, o aquel en que juegan cuerpos enlazados, o el de la guerra y la paz. Lo que existe en tanto existe, en sí, no puede ser si no es con este es­ pacio-tiempo de la libertad, si no es con la libertad de su espaciotiempo. Por eso, la cuestión de la libertad (la que se plantea a propó­ sito de ella: ¿qué es?, y la que ella misma plantea: ¿qué hacer?) no comienza en adelante ni en el hombre ni en Dios, en el seno de una to­ talidad de la que el Ser sería la presuposición sustancial, y como tal ex­ traña a la libertad de existir. Comienza con el ser de un mundo cuya existencia es ella misma la cosa en sí. Hay que pensar entonces la li­ bertad, puesto que ésta no puede ser ya una cualidad o una propiedad que se atribuiría, se prometería o se rehusaría al existente, en función de tal o cual consideración de esencia o de razón. Sino que debe ser el elemento únicamente en el cual y según el cual la existencia tiene lugar (y tiempo), es decir, existe y «da razón» de sí. La libertad debe ser el elemento del ser, o su modalidad fundamen­ tal, desde el momento en que el ser no precede a la existencia, ni le su­ cede, sino que está en juego en ella. «La esencia de la libertad solamente llega a ser enfocada cuando buscamos la libertad en tanto fondo de la po­ sibilidad del ser-ahí, en tanto aquello que se encuentra incluso antes del ser y el tiem po.»1

Que no haya existencia, que nada, o al menos que ninguno exista, sino en libertad: ésta es la proposición muy sencilla que la filosofía no sólo habrá indicado o presentido siempre, sino que habrá reconocido siempre como su motivo y como su móvil más propios, como el prim um movens de su empresa. Que la ontología deba devenir una «eleutherología» no constituye, en ese sentido, un descubrimiento. Pero lo que se descubre —-lo que brota para nosotros en la historia del pensamiento— es que la eleutherología, siempre presupuesta por la fi­ losofía, a la vez como tema de su lógica y como ethos o como hexis de su práctica, debe ser ella misma destacada, menos en cuanto tema que 7. H eidegger, Gesamtausgabe, Bd. 31, Francfort del M eno, K losterm ann, 1982, pág. 134. E ste libro se ha escrito antes de que apareciera la traducción francesa. Ahora: De l'essence de la liberté hum aine, trad. E m m anuel M artineau, París, G allim ard, 1987.

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en cuanto «la cosa misma» del pensamiento. En este sentido, el «tra­ tado de la libertad» que la filosofía no ha cesado de articular deberá ser él mismo quizás abandonado, en la medida en que no ha hecho ja­ más acceder su objeto a ese estatuto de «cosa misma» del pensa­ miento. Al final, el tema, el o los conceptos y el nombre de la «liber­ tad» deberán quizás ceder el sitio, digamos, por el momento, y provisionalmente, a otra «generosidad» ontológica. Sea lo que sea a este respecto, de lo se debe tratar es de hacer apa­ recer como tema y de poner en juego como praxis del pensamiento una experiencia de la «libertad». Una experiencia, es decir, en primer término el encuentro con un dato de hecho, o bien, en un léxico menos simplemente positivo, la prueba de algo real (en todo caso, el acto de un pensamiento que no concibe, o no interroga, o no construye lo que piensa más que siendo a su vez en primer término cogido, lanzado, y como pensado, por aquello mismo), pero también y de acuerdo con el origen de la palabra «experiencia» en la peira y en el ex-periri, una ten­ tativa conducida sin reservas, entregada al peligro de su propia falta de punto de agarre, y falta de seguridad en ese «objeto» del que ella no es el sujeto, sino la pasión, expuesta como lo estaba en alta mar el pirata (peiratés) que intentaba libremente su oportunidad. En un cierto sen­ tido, que podría aquí ser el primero y el último, la libertad en cuanto cosa misma del pensamiento, no se deja apropiar, sino solamente «pi­ ratear»: su «toma» será siempre ilegítima.

C a pítu lo 2

IMPOSIBILIDAD DE LA CUESTIÓN DE LA LIBERTAD. HECHO Y DERECHO CONFUNDIDOS

Cuando la libertad se presentó en la filosofía como la «clave de bó­ veda de todo el edificio de un sistema de la razón pura» (conduciendo así a un acabamiento, un proceso en el que sin duda está implicada toda la filosofía), a pesar de la determinación teórica de esa presenta­ ción, que permite esperar una exhibición positiva de la libertad, o bien, y dicho en otros términos, que permite esperar la posibilidad de establecerla como un principio, de hecho se trataba, en suma, de una ostensión de su existencia, o más exactamente, de su presencia en el corazón de la existencia (y quizás, así, en definitiva, de la primera os­ tensión de la existencia como tal, por anticipado, cabe decir, a menos que hubiera que contar con Spinoza en ese lugar). La libertad no surge en Kant como una cuestión sino más bien como una realidad o como un hecho. La libertad no es una propiedad, de la que habría que demostrar que la poseemos, ni una facultad cuya legitimidad habría que deducir, en el sentido kantiano.1 Es un hecho de la razón, a decir verdad, el único de esta especie, lo que equivale también a decir que es la factualidad propia de la razón, o la razón en cuanto factual. La «clave de bó­ veda» es la razón como hecho, la razón como principio fácticamente y fáctico por principio. La facticidad de la experiencia de los fenómenos había que justificarla: ésta era la cuestión de la autorización del saber (del que no nos vamos a preguntar aquí hasta qué punto, al ser el sa­ ber de la razón pura, hunde a su vez la raíz de su legitimidad en el he­ cho de la libertad...). Pero aquí se trata de la experiencia que la razón hace (otro valor del hecho: no sólo su positividad, sino su efectividad activa y/o pasiva) de sí misma, y que consiste en la experiencia de la obligación de la voluntad libre, o de la acción libre (lo que, en este 1. El m ism o K ant se refiere a la estru ctu ra invertida de la D educción de la segunda C rítica en relación con la de la prim era (Segunda C rítica, libro I, cap. 1 , 1).

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caso, y como veremos, viene a ser lo mismo), o incluso en la obligación de la voluntad o de la acción de ser libre. Es la experiencia racional de la razón en cuanto «práctica». Los comentaristas se han sorprendido frecuentemente ante el texto del capítulo 91 de la tercera Crítica, que plantea la Idea de la libertad como «presentable en la experiencia». Esta sorpresa ha sido subrayada y problematizada por Heidegger, cuyo análisis recordaremos más ade­ lante. No habría que acentuar este análisis, si se tuviese en cuenta la insistencia permanente de Kant en este motivo. El «Canon de la razón pura» enuncia ya: «La libertad práctica puede demostrarse por la ex­ periencia», lo cual tiene como correlato que «la razón (...) práctica contiene principios de la posibilidad de la experiencia, a saber, acciones que (...) se podrían encontrar en la historia del hombre.2 En efecto, la segunda Crítica no se refiere a otra cosa: es, en efecto, escribe Kant, «crítica de la razón práctica», y no «de la razón pura práctica», puesto que se trata únicamente de establecer «que hay una razón pura prác­ tica», y que ésta, una vez establecida, no tiene necesidad de ninguna crítica que vendría a limitar su eventual presunción: la razón práctica no podría «ir más allá de sí misma», como sí puede hacerlo y como tiende irresistiblemente a hacerlo la razón teórica. Si hay una razón práctica, «su realidad» se prueba «por el hecho mismo». Nos las habe­ rnos aquí, no con presunciones de un poder, sino con el dato de una existencia de hecho. Y este dato es por sí mismo su legitimación, puesto que no es el dato de un objeto (del que habría que preguntar si está producido correctamente o no), sino que es el dato de la existen­ cia de una legislación en cuanto legislación de la existencia: la razón existe como esta ley, y bajo esta ley, de la libertad. Lo que existe (o: la razón en cuanto dato de existencia, y no en cuanto poder de conoci­ miento), es esta autolegislación, y lo que legisla, es esa existencia. (Se podría decir que con Kant comienza la autolegitimación de la existen­ cia, y la existencia como el abismo de esta autolegitimación.) Así, la libertad es «clave de bóveda» «en cuanto que su realidad está probada por una ley apodíctica de la razón práctica». La modalidad ló­ gica de la apodicticidad corresponde a la modalidad categorial de la necesidad. La realidad de la libertad es una necesidad, y se da necesa­ riamente como tal. Y esta necesidad es la libertad misma, en cuanto praxis de la razón que en primer lugar es praxis de su propia facticidad legisladora, que la enuncia. No saldremos de esta apodicticidad. Cualesquiera que sean, y por 2. «Canon», I y II.

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considerables que sean, los desplazamientos de conceptos y de con­ textos a los que llevará la elaboración histórica, hasta nosotros, del motivo de la libertad (su destino efectivo en el pensamiento), no sal­ dremos de una apodicticidad conforme a la cual la libertad no se po­ drá poner en cuestión. (De nuevo aquí, notémoslo de paso, Spinoza precedía ya sin duda esa apodicticidad; pero ¿no se precedía en toda la filosofía?) La prueba de la libertad —la cual se revelará, en consecuencia, per­ teneciente al orden del probarse (o de la experiencia) más que al de la demostración— está en su existencia. O más exactamente, pues no es seguramente «la libertad» como tal, o como su concepto, lo que existe, esta prueba se encuentra en la existencia en cuanto existencia del ser libre, y esta prueba o esta experiencia no propone finalmente ninguna otra cosa sino lo siguiente: LA EXISTENCIA EN CUANTO A SU PRO­ PIA ESENCIA NO ES NINGUNA OTRA COSA SINO LA LIBERTAD DEL SER. No se puede plantear ninguna otra tarea de pensamiento, a propósito de la libertad, sino intentar llevar a la luz aquello que se ha puesto ya por sí mismo, en la razón, delante de la razón. En otros términos, por consiguiente: la libertad no puede constituir el objeto de una pregunta, sino que es «sólo» el envite de una afirma­ ción; y no puede ser el objeto de una pregunta planteada «sobre algo», sino sólo el envite de una afirmación de sí (del «sí mismo» del ser libre, como del «sí mismo» del pensamiento al que incumbe re-afirmar esta afirmación). (Recíprocamente, ¿no es esencialmente libre la afirma­ ción, y no está esencialmente forzada la pregunta?) En su forma kan­ tiana más desarrollada, esta afirmación es la del epígrafe 91 de la ter­ cera Crítica : Pero, cosa muy notable, encuéntrase incluso una idea de la razón (que en sí no es capaz de exposición alguna, y, por tanto, tampoco de prueba alguna teórica de su posibilidad) entre los hechos y ésta es la idea de la libertad, cuya realidad, como una especie particular de causa­ lidad (cuyo concepto sería trascendente en el sentido teórico), se deja ex­ poner por leyes prácticas de la razón pura, y conforme a ellas, en accio­ nes reales; por tanto, en la experiencia. Es la única idea, entre todas las de la razón, cuyo objeto es un hecho y debe ser contado entre los scibilia (pág. 388, trad. M. García Morente, Salamanca, Sígueme).

Está, pues, perfectamente claro que la presentación, en la experien­ cia, de la libertad, no es, por tanto, la de un objeto de conocimiento. Muy por el contrario —y parecería necesario invertir la fórmula para hablar de la presentación de un «sujeto de la acción». En la lógica pro-

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píamente kantiana (pero esto quiere decir también en la lógica general de la metafísica de la subjetividad), habría que precisar, sin embargo, si se quisiera sostener esta nueva fórmula, que si la libertad no es pre­ sentable «en sí», su «causalidad» particular no deja de presentarse a la percepción empírica en cuanto que «acción real» en el curso de la cau­ salidad de los fenómenos. Es posible, en efecto, que Kant suscite bajo mano, en este pasaje de la tercera Crítica, el famoso ejemplo de la tesis de la tercera Antinomia: «Si ahora me levanto de la silla de modo ple­ namente libre...» Se debería decir entonces que la realidad presentada es la realidad del acto de un sujeto, y no la de una significación de ob­ jeto. Pero habría que añadir enseguida que esta realidad «subjetiva» (y «soberana») no se deja presentar más que porque está objetivada, y que Kant daría lugar así él mismo a una doble violación de los princi­ pios críticos más firmes: por una parte, la acción de «levantarme» que­ daría retirada subrepticiamente, en tanto que «acción plenamente li­ bre», al estatuto dialéctico que no puede abandonar jamás desde el interior de la «tesis» a la que pertenece, y, por otra parte (esto como explicación de aquello), la «causalidad particular» de la libertad (cuya naturaleza no se puede de ninguna manera deducir de la de la causa­ lidad fenoménica) se habría deslizado subrepticiamente, también ella, en el lugar de la categoría general de causalidad, haciendo así posible, por su conjunción con la intuición del gesto de levantarse, la cuasiconstitución de un objeto de la experiencia: el sujeto libre... Ahora bien, en todo esto, no se puede tratar precisamente más que de una cuasiconstitución: dicho de otra manera, toda esa operación depende­ ría de la Sckwarmerei. Esa operación supondría, en definitiva, ese es­ quema de la libertad (permitiendo unir la causalidad libre a un gesto empírico) de la que la segunda Crítica excluye rigurosamente toda po­ sibilidad. Ésa es sin embargo la única reconstitución posible, en tér­ minos kantianos, de la lógica enigmática de este pasaje (y se ha podido ver cómo se apela discretamente a esta reconstitución, a pesar de todo, en el texto de Kant, mediante las palabras «en sí», que parecen indicar que si la Idea no es «en sí» susceptible de ninguna presentación, sí se­ ría susceptible allí donde no es sencillamente «Idea en sí», allí donde se desborda como Idea... en una experiencia). Si hemos propuesto este análisis sin resultado, es por mostrar que el hecho kantiano de la libertad no puede recibir, en una lógica kan­ tiana rigurosa, su estatuto de hecho. (Y no puede recibirlo, de manera general, en una lógica metafísica, si el resorte de la demostración no puede proporcionarlo más que una unión de lo inteligible y lo sensible, allí donde uno y otro están puestos por principio como inconciliables.)

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A decir verdad, sería posible otro análisis, el cual situaría en el lado de la intuición, no ya la acción empírica, sino el sentimiento del res­ peto de la ley —el cual constituye por otra parte propiamente el ele­ mento «intuitivo», o al menos receptivo, de la razón en su ser práctico. Reencontraremos quizás, más tarde, la indicación del respeto. Pero aquí no es utilizable, porque a lo que Kant se refiere es a «la especie particular de causalidad» de la libertad, y porque el respeto no tiene relación con una causalidad, sino con la legalidad de la libertad. (O bien, en la medida en que él mismo es el efecto sensible de la ley, no hace sino remitir a una aporía comparable a la precedente.) Es que el recurso a la causalidad, aunque sea «particular», impide destacar la facticidad específica del hecho de experiencia de la libertad. O bien, lo que viene a ser lo mismo, la «particularidad» de la causalidad libre di­ simula esto: que la libertad no es una especie de la causalidad. Esta última proposición era el resultado esencial del curso profe­ sado por Heidegger en 1930, «Sobre la esencia de la libertad humana». La subordinación categorial de la libertad a la causalidad, en la pro­ blemática de Kant, le aparecía a éste como el límite de su empresa eleutherológica, y podía decir: La causalidad, en el sentido de la comprensión tradicional del ser del ente, tanto en la comprensión vulgar como en la metafísica tradicional, es precisamente, la categoría fundamental del ser en cuanto ser disponible (étre-sous-la-main). Si la causalidad es un problema de la libertad, y no a la inversa, entonces, el problema del ser, tomado absolutamente, es en sí un problema de la libertad.3

Por consiguiente, en un solo movimiento se encontraba que había que invertir la relación de la libertad con la causalidad, y que el pro­ blema de la libertad se promovía al rango de problema ontológico por excelencia. Para que se pudiera invertir la relación de la libertad con la causalidad, hacía falta necesariamente comprometerse con otra deter­ minación del hecho de la libertad distinta a aquella a la que Kant pa­ rece entregamos. También Heidegger había situado en conjunto la in3. Op. cit., pág. 300. (Al trad u cir Vorhandensein p o r étre-sous-la-main, hem os adop­ tad o el partid o de E. M artineau, a propósito del cual es la ocasión de reco rd ar que él m ism o h a planteado, a p a rtir de Heidegger, la ap ertu ra de u n a problem ática de la liber­ ta d de que nos hacem os eco aquí. Véase su prefacio a R. Boehm, La métaphysique d'Aristote, trad. franc., París, G allim ard, 1976. E sto no quita que m antengam os u n a alta es­ tim a p o r las traducciones de Jean-F ran?ois C ourtine.) Seguim os m ás adelante los análisis de los epígrafes 27 y 28.

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vestigación de la realidad de la libertad —recuperada y reafirmada como tal enteramente a partir de Kant— en la perspectiva de un «modo de realidad» específico de la praxis. En cuanto práctica, la ra­ zón no es otra cosa que la voluntad. La razón pura práctica es por con­ siguiente la voluntad pura. La voluntad pura es la voluntad que quiere, absolutamente, es decir, la voluntad que no se determina a partir de nada distinto a ella misma (o bien, si es posible parafrasear así: la vo­ luntad que quiere solamente y que, así, no quiere nada sino querer, o sino el querer). Ahora bien, «la ley de la voluntad pura (...) es la ley de­ terminada para la existencia de la voluntad, es decir, que la voluntad es el querer mismo». Así: «La ley fundamental de la voluntad pura, de la razón pura práctica, no es ninguna otra cosa sino la forma de la legisla­ ción». La voluntad pura es, pues, la voluntad de la obligación que emana de la ley (o que la ley encierra por esencia en su ser-de-ley, o en su ser-la-ley, que es idéntico a dictar-la-ley), y de esa forma de la ley que es la ley de la voluntad pura. «La esencia del querer (...) exige ser querido», al igual que «aquel que quiere realmente no quiere ninguna cosa distinta al deber de su ser-ahí (das Sollen seines Da-seins)».

[Así, la «voluntad de voluntad», en la que Heidegger reconocerá más tarde (de hecho apenas más tarde...) la esencia de la subjetividad metafísica, se ha presentado primeramente aquí de una manera muy diferente: según la estructura formalmente subjetiva de un «quererse», cierto, pero llevado en conjunto a una extremidad en que el «sí mismo» del «quererse» es inmediatamente y no es otra cosa sino «de­ ber del ser-ahí», es decir, inmediatamente abandono de la existencia a una obligación, y asignación del mandato de esta obligación en el te­ ner que existir. No vamos a intentar aquí analizar mejor la evolución del pensamiento heideggeriano de la voluntad, ni sus implicaciones (pero se verá que esa evolución quedará implicada, más adelante, por el análisis de la suspensión del motivo de la libertad en Heidegger). Debemos contentamos con señalar en qué medida, en este curso de 1930, lo que se expone a título de querer tiende más a representar el «sí mismo» o la identidad de una facticidad irreductible (se podría decir también: el «sí mismo» de un hecho, más que el «hecho» de un sí mismo), que es la facticidad de la existencia del existente como ser-entregado-a-la-ley-de-ser-libre, y no la presencia a sí de una voluntad que quiere esa presencia misma. Una voluntad así, como presencia a sí, perdería más bien aquí el fondo y el fundo, de su consistencia y de su propiedad subjetivas, mientras que el «sí mismo» del ser libre en su hecho se ofrecería más bien como el desfondamiento de un sí mismo en un sí mismo fundado por su deseo-de-sí (presentándose por otra

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parte aquí la voluntad según el elemento de una decisión más que se­ gún el movimiento de un deseo). Es decir, que el texto de este curso se lo podría comentar también diciendo que la facticidad sobreviene al «sí mismo» del existente, y no lo «funda», como tampoco está por su parte aquella fundada por él ni en él. Y es en ese sentido en el que esa facticidad sería, como se podrá comprender mejor más adelante, fac­ ticidad específica.] Es así como se llega a la facticidad propia de la praxis: esta factici­ dad no puede ser exterior a esta relación de obligación de la voluntad con respecto a ella misma. Eso no puede ser la facticidad de una ac­ ción (entendida como comportamiento empírico), ni de cualquier cosa que sea consecuente respecto al querer (entendido este mismo como representación y deseo previos a la acción) —y esto significa que en úl­ tima instancia nada menos que la esencia de la acción (libre) y del querer (libre) están en juego en esa facticidad, que no dejaría ya que estas esencias se comuniquen con lo que la metafísica ha determinado en relación con ellas. Tampoco puede ser la facticidad de una presen­ tación intuitiva del querer mismo.4 Es una facticidad que no depende de una inserción en un orden referencial de hechos, y que no depende tampoco de una constitución de objeto. Es, por el contrario una facti­ cidad autorreferencial y autoconstitutiva (lo cual no quiere decir for­ zosamente una facticidad subjetiva, ni la facticidad de una subjetivi­ dad). Heidegger dice: «La realidad del querer no está más que en el querer de esta realidad».

Esta realidad misma tampoco depende que se hubiera tomado una decisión positiva en favor de la obligación. Podemos «decidimos por el puro querer obligado, es decir, querer efectivamente, o contra él, es decir, no querer, o bien mezclar querer y no querer en la confusión y la indecisión»: no dejaremos por eso de seguir estando siempre cogi­ dos en la estructura fundamental según la cual el querer quiere su rea­ lidad de querer —aunque sea como indecisión. El querer quiere su propia efectividad: eso no significa, se comprenderá, que la desee, y no significa tampoco que la decida, sino que significa (en un sentido de la «decisión» que tendremos que volver a encontrar más adelante) que se decide en ella, o también —y al menos según nuestra manera de solici­ tar aquí a Heidegger— que la voluntad de la voluntad no presenta otra 4. E so no podría ser la conciencia-m oral (el Gewissen, que reencontrarem os m ás adelante siguiendo su análisis en El ser y el tiempo), de la que H eidegger subraya su ca­ rácter ontológico y no antropológico (véase ibíd., pág. 2 9 1 ). Sin em bargo, el respeto po­ d ría d a r otro giro a esta determ inación del hecho de la razón práctica, pero no aparece aquí.

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cosa que la efectividad en cuanto que se decide a ser efectiva. Más pre­ cisamente: es la efectividad de la existencia lo que se decide aquí a ser efectiva, o a existir, y esta decisión, al igual que no remite a un poder previo de representación ni a la energía de un poder de realización, tampoco viene a efectuar in actu lo que habría sido in potentia, sino que es la ex-istencia de esta efectividad que la existencia es de por sí. Es la existencia del existente, su «esencia», pues, o: que el existente existe como el existente que es. En este sentido hay que comprender que el querer es querer obli­ garse a sí mismo a su efectividad. La obligación es el hecho consi­ guiente a la no-disponibilidad, para el existente, de una esencia (y/o de una potencia) de sí mismo que podría ser representada y enfocada. Pero si la esencia de la existencia es la existencia misma, no está dis­ ponible para la representación ni para el enfoque (ni, por consi­ guiente, para la «voluntad» en este sentido: digamos, para una volun­ tad voluntarista), y se obliga solamente, en su existencia, a existir, es decir, a ser expuesta a la efectividad que ella es, puesto que no lo «es» en el modo de una propiedad de esencia. «Querer el querer» significa, pues, aquí: estar efectivamente expuesto a la efectividad existente (que no es, por lo demás, nada distinto de la efectividad que se expone). Este querer —este querer del querer que es el querer de su propio de­ ber— constituye así el hecho de experiencia mismo de la razón prác­ tica, o su practicidad en cuanto hecho de experiencia. Es el hecho de la libertad. «La libertad no es posible más que en cuanto querer efectivo de la pura obligación (des rein Gesollten = de lo puramente debido).» Es el hecho práctico de la razón, pero eso no significa que sería un «hecho de razón», en el sentido en que se dice «un ser de razón», es de­ cir, que no es un «hecho» teórico, ideal o ideativo, inefectivo e inexis­ tente.5 Por el contrario, si cabe proseguir, de nuevo aquí, más allá del 5. Y esto no significa tam poco que sería u n hecho de la «interioridad» de la razón, accesible a alguna introspección. Lo psicológico pertenece a lo em pírico, p ero no al o r­ den de la experiencia trascendental, que es el de la libertad. E n o tro plano, esto no sig­ nifica tam poco que la realidad, aquí, sería solam ente la de la posibilidad, com o es el caso p o r ejem plo p a ra Fichte: «La libertad existe verdaderam ente y en verdad, y es ella m ism a la raíz de la Existencia; sin em bargo no es in m ediatam ente real; pues en ella la realidad no llega m ás que h asta la posibilidad» ( Iniciación a la vida feliz, trad . franc., París, Aubier, 1944, pág. 2 2 4 ). La fórm ula de Fichte restituye sin d u d a el p ensam iento m ás constante de la filosofía, al m enos (si se deja a u n lado aq u í a Spinoza, del que h a ­ b ría que estu d iar su proxim idad con lo que intentam os decir, en cuan to que en él la li­ b ertad se identifica con la efectividad de la beatitud; p ero S pinoza n o p ien sa la exis­ tencia com o ta l), al m enos, pues, h a sta H egel y la conversión de la lib ertad en efectividad (p ero no sim plem ente en necesidad, pues la «posibilidad» fichteana es ella

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texto de Heidegger, una explicitación que al menos está indicada en él, ese hecho no es solamente un hecho existente, es, como se habrá com­ prendido ya, el hecho de la existencia en cuanto tal. Es el hecho me­ diante el que el existente (el Dasein) se relaciona consigo mismo como aquel que quiere ser/se obliga a ser el que es. El existente es el ente que en su ser se obliga a/quiere ser, y que se obliga a/quiere serlo. O bien: es el ente decidido por el ser. Es así como trasciende, es decir, existe. El hecho de la libertad es el «derecho» de la existencia —o bien, el «he­ cho» de la existencia es el derecho de la libertad. Esta libertad no es primero la libertad de tal o cual comportamiento en la existencia: es pri­ mero la libertad de la existencia para existir, para estar «decidido por el ser», es decir, para acceder a sí misma según su trascendencia pro­ pia (puesto que, al no tener esencia «de por sí», no puede sino ser «esencialmente» esta trascendencia «hacia su ser»). Esta libertad es, según la fórmula que empleaba E l ser y el tiempo (cap. 40), «el ser-libre para la libertad de elegirse-y-aprehenderse-a-sí-mismo». La libertad de la existencia para existir es la existencia misma en su «esencia», es decir, en cuanto es ella misma la esencia. Esta «esencia» consiste en ser transportada en conjunto hasta ese límite en el que el existente no es lo que es sino en la trascendencia. La «trascendencia» misma no es otra cosa sino el paso al límite. No es franquear el límite: es el estar-expuesto en el límite, en el límite y en cuanto límite. El lí­ mite no significa aquí la circunscripción fija de un dominio o de una figura. Significa que la esencia de la existencia consiste en este ser-transportado-al-borde que resulta de que no hay «esencia» encerrada y m an­ tenida en reserva en una inmanencia presente dentro del borde. Que la

existencia sea su propia esencia significa que no tiene «interioridad», sin ser sin embargo «todo en exterioridad» (a la manera, por ejemplo, de la cosa inorgánica según Hegel). L a existencia se mantiene, «por esencia», en el límite indecidible de su propia decisión de existir. Es así como la libertad pertenece a la existencia, no como una propiedad, sino como su hecho, como su factum rationis, que se puede entender también como «el hecho de su razón de existir», que es idénticamente «la razón del hecho de su existencia». La libertad es la trascendencia de sí mismo hacia sí mismo, o de sí mismo a sí mismo, lo cual de nin­ guna manera excluye, y por el contrario exige, como se ve claramente m ism a u n a necesidad de «la independencia de lo absoluto con respecto a su ser íntim o propio»). La libertad ha sido p ensada com o la existencia necesaria de la posibilidad infin ita del sujeto de relacionarse consigo, pero no com o la existenciariedad de la exis­ tencia.

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en adelante, que el «sí mismo» no pueda ser comprendido como sub­ jetividad, si la subjetividad designa la relación consigo misma de una sustancia ; y exige, al mismo tiempo, como se expondrá más adelante, que este «sí mismo» no tenga lugar más que según un ser-en-común de las singularidades. El hecho de la libertad del existente consiste en esto de que, tan pronto como el existente existe, el hecho mismo de esta existencia se confunde con su trascendencia, es decir, con la no-presencia a sí del ser finito, o con su exposición en su límite, este límite infinito en el que debe recibirse a sí mismo como una ley de existir, es decir, de que­ rer su existencia o de decidirse por ella, una que él se da pero que él no es. Al darse la ley, se entrega a la voluntad de obedecerle, pero puesto que no es esta ley, sino que, si se quiere, ex-iste en ella, es también aquel que puede desobedecerla tanto como obedecerla. (Se podría de­ cir también: «la existencia es la ley», pero si la ley, en general, traza esencialmente un límite, la ley de la existencia no impone un límite a la existencia: lo traza como el límite que es, y sobre el que ella se de­ cide. Así, la existencia en cuanto que «esencia» se retira en la ley, pero la ley se retira ella misma en el hecho de existir. No es entonces una ley que se podría respetar o transgredir: en un sentido, es imposible de transgredir, en otro sentido no es otra cosa sino la inscripción de la posibilidad transgresiva/trascendente de la existencia. La existencia no puede transgredirse más que a sí misma.) La ex-istencia del existente entrega a éste a la posibilidad de entre­ garse a su ley, a su existencia, precisamente porque ésta no tiene esen­ cia ni ley, pero es su propia esencia y su propia ley. Cuando hay el exis­ tente, no hay ni esencia, ni ley, y es en esta an-arquía donde la existencia se decide. Se entrega a ella misma, se libera para sí o bien se libera de sí. E l hecho de la libertad es este liberarse la existencia de toda ley y de ella misma en tanto ley: la libertad se libera así como voluntad, que no es a su vez sino el ser-liberado-y-decidido del existente. Así, el hecho de la libertad se confunde con la realidad de la exis­ tencia en cuanto que esta realidad, para Kant, «significa el poner la cosa en sí misma».6 La existencia en su realidad es la cosa en sí (del ser). La libertad es la facticidad propia del poner, de la Setzung de la 6. T ercera Crítica, cap. 76. Elegim os «poner» ( mise en p o sitio n ) p a ra Setzung, dis­ tin ta de la Position (e n alem án, en el iexto) sim ple de la representación. N uestro uso de este m otivo se separa librem ente —p o r esta distinción de conceptos en K ant— del que hace H eidegger en la Tesis de K ant sobre el ser, donde precisam ente se ignora esa distin­ ción.

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existencia. (Es así, como se podrá comprender mejor en lo que sigue, la facticidad de su nacimiento y de su muerte.) La cosa en sí de la exis­ tencia no está simplemente puesta —puesta ya, instalada, gesetzt, como lo están todas las cosas no existentes y situadas bajo leyes. La libertad está, su realidad está, en la Setzung, en el acto, en el gesto o en el mo­ vimiento que la pone en posición de existencia, es decir, que entrega su ser —o que, en ella, entrega el ser mismo— al D a del Da-sein, de tal manera que esta «entrega» o esta «liberación» lo libera para posibili­ dades que no están puestas. El hecho de la libertad consiste en este movimiento, en esta dinámica propia de la Setzung, que pone y no está jamás puesta, y recíprocamente, la Setzung de la existencia como «cosa en sí», de la que lo «en sí» no es más que la situación en el mundo, constituye la realidad de la libertad.7 La facticidad propia de la libertad, por consiguiente, es la factici­ dad propia de aquello que no está hecho, sino que está por hacer —no en el sentido de un proyecto o de un plano que quedaría por ejecutar, sino en el sentido de lo que, en su realidad misma, no tiene todavía la presencia de su realidad, y que debe, pero infinitamente, liberarse para ella. Es así como la existencia está realmente en el mundo. Lo que está «por hacer» no se sitúa en el registro de una poiesis, como una obra cuyo esquema estaría dado, sino en el registro de la praxis, que no «produce» más que a su propio agente o a su propio actor,8 y que se asemejaría más bien a la acción de una esquematización consi­ derada por ella misma. El hecho de la libertad, o el hecho práctico, absoluta y radical­ mente «establecido» sin que ningún procedimiento de estableci­ miento pueda intentar producirlo como objeto teórico, es el hecho de lo que está por hacer en este sentido, o bien es el hecho de que haya que hacer, o bien incluso el hecho de que haya el qué hacer, o bien el quehacer de la existencia. La libertad es fáctica en la medida en que es el quehacer de la existencia. Es un hecho, en la medida en que no es un hecho adquirido, como tampoco es un derecho «natural», puesto que es la ley sin ley de una inesencialidad. Los hombres no na7. Así, pues, la Setzung responde seguram ente p u n to p o r punto a la dinám ica de la différance p o r la que D errida designa el m ovim iento infinito del ser finito en cuanto tal. La différance im plica, pues, la libertad, o bien está im plicada p o r ella. La libertad libera la différance, m ientras que la différance difiere la libertad. Lo cual no quiere decir que la haga esperar: ésta está siem pre ya ahí, pero p o r sorpresa, com o se verá. 8. Aristóteles, Ética a Nicómaco, I. (trad. cast. de Julián Marías, Madrid, Centro de Es­ tudios Constitucionales, 4a ed., 1985; trad. de Vicente Gutiérrez, M adrid, Alborada 1984).

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cen libres como nacen provistos de un cerebro: pero nacen, infinita­ mente, a la libertad. Así, Heidegger ha podido decir: La pregunta: ¿Cómo es posible la libertad? carece de sentido. Pero de esto no se sigue que en cierto modo intervenga aquí el problema de lo irracional, sino, porque la libertad no es objeto de la comprensión teó­ rica —antes bien es objeto del filosofar—, lo anterior no puede significar otra cosa sino que la libertad sólo es y puede ser en la liberación. La única relación adecuada con la libertad, en el hombre, sólo puede darse en el librarse-a-sí-mismo de la libertad que hay en el hombre.9

Capítulo 3 ¿SOMOS LIBRES PARA HABLAR DE LA LIBERTAD?

Si bien no hay nada más común hoy que la reivindicación o la de­ fensa de la libertad, en el orden de la moral, del derecho o de la polí­ tica —e incluso, de tal manera que la «igualdad», la «fraternidad» y la «comunidad» se han visto muy ostensiblemente y muy enérgicamente rechazados al segundo plano de las preocupaciones y de los imperati­ vos, aunque fuese a veces lamentándolo, o bien han sido considerados finalmente como los antónimos de la libertad—, no hay nada, sin em­ bargo, menos articulado ni problematizado que la naturaleza y el en­ vite de lo que se llama «libertad». Se ha producido un divorcio de he­ cho entre lo ético-jurídico-político y lo filosófico. Tal separación no es nada inédito en la historia, o incluso es algo poco menos que cons­ tante, pero llega en el mundo moderno al punto de ruptura entre lo que es en principio umversalmente reconocido bajo el título de «la li­ bertad», y lo que por otro lado resulta sometido a interrogación, bajo ese mismo nombre, por un pensamiento condenado sin embargo a volver a poner en el taller de mil maneras toda su tradición. Podemos, efectivamente, repetir después de Hegel, como una evi­ dencia banal de nuestro mundo: De ninguna otra idea se sabe tan universalmente, como de la de li­ bertad, que es indeterminada, ambigua y susceptible de los mayores ma­ lentendidos y que, está, por eso, sometida efectivamente a los mayores malentendidos, y ninguna idea se admite corrientemente con tan poca conciencia.1

9. «Davoser D isputation», en K ant u n d das Problem der Metaphysik, F ran cfo rt del Meno, K losterm ann, 4 a ed., 1973, pág. 275 (tra d cast.: K ant y el problema de la metafísica, M adrid, FCE, 1993, pág. 2 1 8 ).

1. Enciclopedia, cap. 486. Desde Hegel h asta nosotros, la vanidad, la am bigüedad, la inconsistencia de u n a idea de libertad incapaz de p rocurarse a ella m ism a fundam ento y rig o r h an sido, en discursos tan to m oralizantes com o em ancipatorios, tan to reaccio­ narios com o progresistas, topoi tan abundantes com o el topos de la m ism a irreprim ible libertad. Bataille, de o tra m anera: «El térm ino libertad, que supone u n entusiasm o pue­ ril u oratorio, es an te todo falaz, y daría lu g ar a m enos m alentendidos h ab lar de todo lo que provoca el miedo» ( Oeuvres complétes, vol. II, París, Le Seuil, 1970, pág. 131).

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Por eso se ha consumado el divorcio entre, por una parte, un con­ junto de determinaciones relativamente precisas en sus definiciones pragmáticas, y que son las libertades, colección de derechos y de fran­ quicias de las que sabemos indiscutiblemente que su supresión o in­ cluso su suspensión desemboca directamente en lo intolerable mismo —que no es sólo intolerable desde el mero punto de vista de los valores morales, sino que es lo intolerable incluso hasta en la carne y el curso de las existencias—, y por otra parte una «Idea» de la libertad, recla­ mada o prometida por las libertades, pero de la que apenas se sabe qué representa, o qué representa de la «esencia» del «hombre», y a la que se le pedirá que no intente precisarse, ni interrogarse, ni sobre todo efectuarse, tan seguro parece que de ahí resultaría o el Caos o el Te­ rror. Es así como el mal —y hasta la maldad, de la que tendremos que volver a hablar— ha llegado a encamarse para nosotros en todo lo que amenaza o arruina las libertades reunidas frecuentemente bajo el epí­ teto «democráticas», y sin embargo el «bien» esencial de una libertad en la que vendría a afirmarse, es decir, a exponerse y trascenderse, la existencia humana del hombre, se ha hecho totalmente indetermi­ nada, se ha despojado de todo esplendor divino, heroico, prometeico o comunitario, y apenas se define negativamente, por relación con el mal. Sabemos sin embargo, con un saber no menos indiscutible, pero obligado de alguna manera a permanecer discreto, si es que no ver­ gonzoso, que las «libertades» no se hacen cargo del envite de «la liber­ tad». Aquéllas delimitan condiciones necesarias de la vida humana en el mundo de hoy, no ponen en juego la existencia como tal. Dibujan los contornos de su concepto común —«la libertad»— como los bordes de un espacio vacío, vacante, y cuya vaciedad podría muy bien ser en definitiva el único rasgo que haya que considerar pertinente. Pero si la libertad debe verificarse como el hecho de esencia de la existencia, y por consiguiente como el hecho de su sentido mismo, este vacío no se­ ría ninguna otra cosa sino el vacío del sentido: no sólo el vacío de las significaciones de la existencia, de las que nuestra historia ha agotado su programa metafíisico entero, sino el vacío de esta libertad del sentido en ausencia de la cual la existencia es sólo supervivencia, la historia sólo curso de las cosas, y el pensamiento, si es que esta palabra puede seguir siendo pronunciada, sólo agitación intelectual. En estas condiciones, el filósofo se pregunta si puede hacer otra cosa que «hablar de libertad» —con toda la ambigüedad de la expre­ sión: en un sentido, no puede no exigir del pensamiento un pensa­ miento (y en consecuencia un discurso) de la libertad, y esto en virtud

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de razones esenciales a la constitución y al destino de la filosofía (como se ha evocado ya en las páginas precedentes y se precisará más lejos) —pero en otro sentido, no puede más que «hablar de libertad», lo que equivale entonces a decir, no hablar de la libertad como tal: to­ mar un motivo, pero no convocar un concepto o una Idea (o bien, re­ nunciar, refugiarse en lo inefable...). «Hablar de libertad», es entonces suspender el trabajo filosófico. Y en efecto la posibilidad misma de un «filosofar» sobre la libertad se encuentra hoy sometida a dos tipos de obstáculos. El primer tipo de obstáculo consiste en la evidencia de la noción común de libertad —que es siempre más o menos la de un libre-arbi­ trio—, junto a la evidencia moral de la necesidad de preservar sus dere­ chos. Puesto que se trata de una evidencia, no es necesario interrogar sus fundamentos —pero, por otra parte, emprender esa interrogación corre el riesgo de volver frágil aquella evidencia. Sin embargo, difícil­ mente puede evitarse el hacerlo, desde el momento en que ciertos de­ rechos no se definen ya simplemente como libre disposición de algo (lo cual presupone su propiedad o bien el uso adquirido), sino que im­ plican que la cosa sea puesta a la disposición de la libertad de usarla (por ejemplo, el trabajo para un libre derecho al trabajo), y que sea puesta a disposición, necesariamente, por un aparato, las más veces de estado, cuya lógica no puede ser libertaria. O bien, cuando el derecho de todos al uso de bienes comunes —el aire, por ejemplo— exige re­ glamentar su uso (es decir, la polución). No se trata ya aquí solamente de plantear libertades. Habría que poder pensar la libertad que puede plantearlas, definirlas y regular las condiciones de su consistencia efectiva. De todas maneras, ya se vuelva uno hacia la explotación de los recursos del «Tercer Mundo», o hacia el manejo de ficheros auto­ matizados y de bancos de datos, los derechos de la libertad no cesan de complicar hoy indefinidamente sus relaciones con los deberes de la misma libertad. Desde bastantes perspectivas, no ha cambiado nada de lo que autorizaba y de lo que exigía la crítica marxiana de las liber­ tades formales atribuidas a un hombre «miembro imaginario de una soberanía imaginaria».2 Y sin embargo, la «evidencia» permanece, te­ naz e inerte, aunque lo que permanece con esta «evidencia» no sea a menudo, fuera del imperativo supuestamente trasparente de una es­ tricta independencia de los individuos (pero ¿cuál es la evidencia del concepto mismo de «individuo»?), más que una idea debilitada, pá2. La question juive, París, 10/18, 1970, pág. 25 (trad . cast.: La cuestión judía, B arce­ lona, Planeta-Agostini, 1994).

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lida, y en parte oscurecida por su propia puesta en práctica. Cómo no hacer nuestras estas líneas de Adorno: Desde el siglo diecisiete la gran filosofía determinó la libertad como su interés más privativo y se decidió a fundamentarla con evidencia bajo las órdenes tácitas de la clase burguesa. Sólo que ese interés es antagó­ nico en sí mismo. Se dirige contra la antigua opresión y fomenta la nueva, contenida en el principio mismo de la racionalidad. Lo que se trata es de encontrar una fórmula común para libertad y opresión. La li­ bertad es cedida a la racionalidad, que la limita y la aleja de la empiria, en la que de ningún modo se la quiere ver realizada. (...) La alianza en­ tre teoría de la libertad y la praxis represiva aleja a la filosofía cada vez más de la comprensión genuina de la libertad y su ausencia en los hom­ bres de carne y hueso. (...) Pero no hay que aceptar como una fatalidad el que la libertad envejezca sin realizarse. Esa fatalidad tiene que ser ex­ plicada con la resistencia (.Dialéctica negativa, trad. esp. cit. 213-215).

El segundo tipo de obstáculo se encuentra en la filosofía misma, en donde constituye de hecho (y como lo da a entender también el texto de Adorno) la subsunción teórica del primer obstáculo. Pero lo que aparecía allí como evidencia, aparece aquí como aporía. El pensa­ miento filosófico de la libertad ha sido de parte a parte tributario de la determinación de una ontología de la subjetividad. En la ontología de la subjetividad, el ser está puesto como el subjectum de la representa­ ción, en la cual, por ese hecho, se encuentra convertido el aparecer de todas las cosas. La esencia del ser es «aparecerse», de tal manera que nada es sino en su fenomenalidad soportada por el sujeto, y el sujeto mismo lleva a cabo el proceso de la fenomenalidad: «fenomenología del espíritu». La libertad no ha sido pensada como otra cosa que como la modalidad fundamental del acto de parecerse —este acto en el que el su­ jeto está siempre simultáneamente in actu e in potentia, al ser su acto la potencia de la representación, y al ser su potencia el acto de la fenome­ nalidad. Esta actualización de la potencia —que es en el fondo el gesto instaurador de la subjetividad— se piensa como libertad, es decir, como poder de aparecerse, o como poder de determinarse según la represen­ tación y como (sujeto de) la representación. El corolario es una poten­ cialización del acto que no es otra cosa que la libertad determinándose como voluntad libre, si la voluntad se define con Kant (y no como se la ha intentado entender más arriba) en tanto que «el poder ser por sus re­ presentaciones causa de la realidad de estas mismas representaciones». Para la ontología de la subjetividad la libertad es el acto (que constituye también el ser) de (re)presentarse en cuanto poder de la (re)presenta­

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ción (de sí y en consecuencia del mundo). Libre representación (a la que accedo soberanamente en mí mismo) de la representación libre (que no depende de mi arbitrio). Desde este punto de vista, las grandes acepciones filosóficas de la li­ bertad se revelan todas, en un cierto nivel del análisis, profundamente solidarias. Aunque Descartes distingue entre la libertad de indiferencia y la perfección de una voluntad libre instruida por el bien, incluso so­ corrida por la gracia, y aunque Hegel lo hace entre el mal infinito del libre arbitrio entregado a sus satisfacciones contingentes y el «querer efectivo y libre» que tiene por objeto «la determinación universal»,3 la esencia de la subjetividad opera en todos los casos. Es la autodetermi­ nación del arbitrio que es reemplazado dialécticamente por la capta­ ción de la necesidad —o bien, es la representación de la necesidad que se arbitra ella misma. En efecto, tan pronto se trata de destacar por sí mismo, en su puntualidad, el «sí mismo» del «aparecerse» —y es eso lo que compone la singular mezcla de contingencia y de necesidad en la decisión cartesiana de dudar—, tan pronto se trata de manifestar que ese «sí mismo» se aparece como el ser mismo, con los predicados de la universalidad, de la necesidad, de la verdad, etc. Cuando llega a presentarse una contradicción entre la infinitud y la absolutez dados en acto del ser, y el hecho de que el acto de su libertad lo aboca a una historia que no debe estar ya dada, la Historia hegeliana reemplaza la contradicción, en cuanto que el devenir es ahí él mismo la subjetividad del ser apareciéndose: pero no se aparece nada más que esta subjetividad pre-ordenada a ella misma, y en la que la historicidad como tal queda anulada. Finalmente, el libre arbitrio metafísico completamente desarrollado (y no refutado, como quería el idealismo alemán) habrá sido el libre arbitrio del ser indiferente que se decide dividiéndose, y que al dividirse se aparece en la libertad de su necesidad. El llamado «asno de Buridan» habrá existido realmente, como el animal-sujeto que resuelve su problema cortándose en dos

3. Descartes, C uarta M editación-, Hegel, E nciclopedia, caps. 4 7 8 ,4 8 1 . A ñadam os esta precisión: n a d a de este dispositivo es puesto en cuestión fundam entalm ente cuando el sujeto de la representación se sitú a en Dios, y cuando, p a ra el hom bre, la libertad se hace m ás problem ática (com o es el caso, de m aneras diferentes en Leibniz o en Spinoza). No es m enos cierto que el pensam iento de la libertad com o necesidad de la sus­ tancia o de la esencia (de Spinoza a N ietzsche pasando p o r el idealism o alem án) mezcla con el «aparecerse» del sujeto u n a m an era de llevar éste, en el lím ite, h asta u n a exposi­ ción donde no se aparece ya. E s lo que H eidegger h a b rá intentado cap tar en Schelling (volverem os a ello).

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(«Yo=Yo») y reconstituyéndose, en el mismo instante y sin historia, en la representación de sí comiendo y bebiendo4... La libertad kantiana, en cuanto «clave de bóveda», no es tampoco otra cosa que aquello en lo que la razón puede y debe aparecerse, con­ firmando la delimitación de la fenomenalidad teórica, y abriendo —como las líneas de una historia, o en todo caso de un destino—, el deber-ser de una «segunda naturaleza» moral que sería la fenomenalización práctica de la razón: su esencia naturalizada, su subjetividad (re)presentada. La «clave de bóveda» es el punto de equilibrio sobre el que se afianzan y se aseguran las fuerzas de una construcción fundada en la (re)presentación (crítica) a sí misma de la razón. La ontología de la subjetividad es, en efecto, aquella en la que el ser —en cuanto sujeto— es fundamento. En el límite de los pensamientos del fundamento, allí donde la existencia debe ser pensada como su propia esencia, es decir, como in-esencial e in-fundada, la libertad tal como la ha pensado la filosofía de la subjetividad no es ya practicable (pero ¿hubo jamás otro pensamiento de la libertad?). Y por eso el filó­ sofo se encuentra, si cabe osar decirlo, acorralado entre la evidencia de principio de una «libertad» y la aporía final de esta misma libertad en cuanto fundamento. Muy bien podría ocurrir, por consiguiente, que no tengamos ya como tarea pensar lo que se nos ha presentado o transmitido bajo ese nombre de libertad. Puede ser incluso que tengamos que liberamos de esa libertad, y por consiguiente que tengamos que retirar la libertad a ella misma, o que retirarla de ella misma, o incluso a retirarla en ella misma, no para dedicamos, a través de una media vuelta desesperada, a la invención de alguna nueva autoridad discrecional (no cambiaría­ mos de terreno, pues el despotismo y la libertad van juntos: el primero dibuja en una subjetividad particular la ontología de la segunda, de la que retira al mismo tiempo los beneficios a las otras subjetividades particulares), sino para remitir a otro concepto, o a otro motivo, del que no tendríamos todavía ni el nombre ni la idea, y el pensamiento necesario de la existencia como tal, una ética de las libertades que no sería ya solamente negativa o defensiva. Esto, por lo menos, tendría que significar que tendríamos como tarea liberamos del pensamiento de la «libertad» en cuanto propio de una constitución subjetiva del ser, de la misma manera que en cuanto propiedad de un «sujeto» indivi­ dual. 4. ¿Es decir, p ensando? «Nadie puede p en sa r p o r otro, com o tam poco com er y b e ­ ber» (Hegel, Enciclopedia, cap. 2 3).

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Pero de hecho, que ésta pueda ser la tarea filosófica, es algo que no decidimos, incluso si es necesario que en ello nos decidamos. No es una opción ofrecida a nuestro libre arbitrio, al igual que ni el filosofar como tal ni ninguna de sus «orientaciones» fue jamás asunto de libre elección para una «libertad de pensamiento». Si la filosofía ha tocado el límite de la ontología de la subjetividad, es porque ha sido llevada a ese límite. Ha sido llevada ahí por la deci­ sión inicial de la filosofía misma. Esta decisión fue la de la libertad —quizás de esta libertad anterior a todo concepto de libertad (si es po­ sible hablar así...) que pertenecía, para Platón, a lo «natural filosófico» —generosa disponibilidad y libertad de marcha más bien que autorrepresentación—, y que fue en todo caso, y es siempre, la decisión de una libertad necesariamente anterior a toda filosofía de la libertad. No fue y no es —en la historia en la que esto no deja de precedemos y de sorprendemos— la decisión de la filosofía, sino la decisión para la fi­ losofía, la decisión que entregó y que entrega la filosofía a su destino (y del «destino», habrá que volver a hablar). También la filosofía, desde el momento en que toca en ella misma el límite del pensamiento del fundamento, o desde el momento en que se traslada por sí misma al borde no fundable de este pensamiento, no puede ya representarse su propio comienzo como la unidad originaria de un Sujeto de la filo­ sofía que se aparece en su libertad, ni de un Sujeto de la libertad que se aparece como filosofía. (Así como lo representaba Hegel: «Una cien­ cia más alta y más libre [la ciencia filosófica], como nuestro arte en su libre belleza, así como el gusto y el amor por éstos, tienen, lo sabemos, sus raíces en la vida griega, de donde han extraído su espíritu».)5 Por el contrario, la diferencia en el origen y la diferencia del origen (tales como Derrida las revela en el examen del concepto filosófico del origen y, simultáneamente, del pensamiento filosófico del origen de la filosofía)6 exigen pensar que la filosofía y su libertad no coinciden en una presencia subjetiva, y que cada decisión filosófica (y, por consi­ guiente, la decisión de origen de la filosofía, y el origen de esta deci­ sión) —cada vez que un «sujeto quiere decidirse a filosofar», como dice Hegel,7 o cada vez que la filosofía «intenta cambiar el procedi­ miento seguido hasta aquí en metafísica y operar en ella una revolu5. Lepons s u r l'histoire de la philosophie, trad. franc., 1.1, París, Vrin, 1971, pág. 21 (trad . cast. de José Gaos: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, M adrid, Alianza, 6.a ed., 1994). 6. Véase L'origine de la géométrie, París, PUF, 1961, especialm ente pág. 161. 7. Enciclopedia, cap. 17.

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ción», como dice Kant —está entregada a ella misma mediante algo que sin saberlo se ha elevado en el pensamiento (y que muy bien po­ dría no ser sino el pensamiento mismo). Al mismo tiempo, hay que pensar también que esta decisión libera más allá de ella misma algo que depende, cada vez, de una libertad todavía por venir de pensa­ miento (de nuevo aquí quizás: el pensamiento mismo). Dicho de otro modo, hay decisión por la filosofía y decisión filosófica en la medida en que el pensamiento no aparece a sí mismo en un sujeto, sino (se) recibe de una libertad que no le es presente. Así, se podría decir que «la libertad», en la filosofía, nos es entregada en el seno de una aporía que se ha vencido a sí misma cuando se anuda (en Kant, Schelling o Hegel), pero que su tema nos entrega a una liberación en relación con (re)presentación, de tal manera que el recurso de esta liberación no nos es todavía disponible. El pensamiento de la libertad no puede sino ser captado, sorprendido y cogido en otra parte, por medio de aquello mismo que él piensa. Si no hubiera algo así como «la libertad», no hablaríamos de ello. Pues esa palabra, aunque fuese privado de referente, o bien vacío de toda significación asignable, no comporta menos, hasta en la indeci­ sión, o en el atolladero de sus sentidos, ese sentido mismo del logos en el que la filosofía se reconoce: la apertura de un libre espacio del sen­ tido. La filosofía está así ya siempre entregada al pensamiento de lo que no puede ni dominar ni apresar: y es eso también lo que se en­ tiende, sencillamente, por «el ser libre». No somos, pues, libres para pensar la libertad o no pensarla, pero el pensamiento (es decir, el hom­ bre) es libre para la libertad: está entregado a ésta, y liberado para aquello por lo que está de antemano excedido, precedido y desbor­ dado. Pero es así, en definitiva, cómo el pensamiento sostiene su lugar en el mundo de nuestras relaciones más concretas, más vivas, y de nuestras decisiones más urgentes o más graves.

Capítulo 4 EL ESPACIO DEJADO LIBRE POR HEIDEGGER

Desde Heidegger la filosofía no ha tratado temáticamente la liber­ tad, al menos como su tema director, a no ser en estudios históricos.1 Pero es en Heidegger mismo donde se produce una interrupción. La li­ bertad no ha sido tematizada por él, después de haberlo sido, y des­ pués de haberlo sido en un lugar o en un rango al menos comparable a los que le atribuían Spinoza, Kant, Schelling o Hegel, a saber, como «la cuestión fundamental de la filosofía, en la cual incluso la cuestión del ser tiene su ra íz».2 Somos tributarios de esa interrupción. Nos en­

trega algo, y nos libera para otra cosa, o a otra cosa. Para que estas afirmaciones no resulten ni gratuitas ni formales, es evidente que aquí tendría que tener lugar un trabajo, de amplio aliento, consagrado enteramente a la cuestión de la libertad y de su interrup­ ción o de su retirada en el curso del pensamiento de Heidegger.3 En un 1. S artre h ab rá sim plem ente desplazado y m alinterpretado, en este punto com o en otros, el pensam iento de Heidegger. Lo verem os m ás adelante. Adorno, p o r su parte, ha dejado en la D ialéctica negativa u n pensam iento en el que la libertad está m ás confiada a su propio m ovim iento que interrogada en su esencia. H ay que reco rd ar tam bién que Bergson representa p o r su parte, de u n a m anera m uy diferente, u n a especie de punto de referencia del pensam iento de la libertad. 2. G esam tausga.be, op. cit., pág. 300. 3. El libro de R euben G uilead, É tre et liberté— une étude s u r le dem ier Heidegger, Louvain-París, 1965 (trad. cast.: Ser y libertad. Un estudio sobre el últim o Heidegger, M a­ drid, Gregorio del Toro, 1969), no m antenía desgraciadam ente las prom esas de su título. Los fragm entos de análisis de la libertad en H enri B irault, H eidegger et l’expérience de la pensée, París, G allim ard, 1978, con los que nos sentim os de acuerdo en varios aspectos, no tra ta n la suspensión del tem a en Heidegger. Sin co nsiderar tam poco él este punto, Fred R. Dallm ayr presenta u n a sugerente síntesis del pensam iento de Heidegger sobre la libertad en Polis an d P raxis, M assachusetts Institute of Technology, 1984 (cap. 4: «Heidegger’s ontology of Freedom »), Con el libro de R einer S chürm ann, Le principe d'anarchie (P arís, Le Seuil, 1982), nuestro-trabajo ten d ría que en tab lar u n a com pleja discu ­ sión. R. S chürm ann no analiza verdaderam ente u n a libertad que él supone o im plica en todo m om ento, y que habría que articular con su tem a de la «entrada en presencia» (que es p a ra nosotros tam bién u n m otivo im portante, al que hem os consagrado otros análi-

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sentido, es ésta la tarea que habría que proponerse ahora. Si no lo ha­ cemos es por varias razones. En primer lugar de competencia: estamos lejos de ser lo que se podría llamar un «especialista» en Heidegger (pero no rehusamos, como se puede ver, las libertades que da, no la falta de competencia como tal, pero sí una cierta distancia, con sus riesgos inevitables). De desconfianza, a continuación: no es seguro que un trabajo de reconstitución en el interior del recorrido de Heidegger pueda hacer algo más que remitimos simplemente a la suspensión o a la interrupción de la que habría, por el contrario, que volver a partir.. De decisión, finalmente: la decisión de intentar, al menos por el tiempo de un breve ensayo programático, recuperar hoy la palabra «libertad», a pesar de la interrupción heideggeriana, es decir, de hecho, a causa de ella y en el espacio de pensamiento que esa interrupción abre. Hay varios motivos para esto. Si el sentido de la palabra «libertad» permanece indeterminado, y si su concepto filosófico está cogido en el cierre de la ontología de la subjetividad, no es menos cierto que la pa­ labra conserva una carga de historia, y la tradición, es decir, la trans­ misión de un impulso que no ha cesado jamás de lanzarse a través de la necesidad, a cuerpo y corazón perdidos, o la transmisión de una voz que no ha cesado de decir jamás que es necesario sacudir la ananké, o bien incluso que el destino no se confronta con ninguna otra cosa que con la libertad, y la tradición, así, de una fuerza de apelación y de gozo que es difícil desconocer, incluso aunque no ha dejado de ser mal usada y sometida a abusos. No se trata de llamadas fáciles a la auto­ suficiencia y a la autosatisfacción de un individualismo liberal, o in­ cluso libertario. Se trata de una llamada a la existencia, y por consi­ guiente, también a la finitud en la que aquélla trasciende, y en razón de la cual comporta también en ella misma, en su ser, la estructura y la tonalidad de la llamada: de la libre llamada a la libertad.4 Si la lisis; véase p o r ejem plo «Le rire, la présence», en Critique 488 -4 89 , enero-febrero 1988). Nos sentim os m enos cóm odos con su concepto de «la economía». Si hay u n a cierta co­ m unidad entre nosotros y estos trabajos (incluido el de M artineau, véase n o ta 3, pág. 27, y tam bién la «difícil libertad» de Lévinas), ésta consiste m enos en u n «pensam iento» de­ term inado (m en o s todavía en u n «concepto») que en el reconocim iento de u n a necesa­ ria «liberación» del pensam iento que in ten ta ser pensam iento «de» la libertad. Es decir, en prim er lugar, u n a liberación con respecto a los conceptos y sistem as de la libertad (entre los cuales, sin em bargo, no colocaríam os a Spinoza sin reservas: pero esto es otro p rogram a de trab ajo ), y después u n a m enos determ inable liberación del pensam iento m ism o en su pro p ia praxis. 4. La llam ada de la cura, en El ser y el tiempo (trad . cast. de José Gaos: M adrid, FCE, 9a ed., 1993), provoca y convoca al Dasein a su libertad. Véase secciones 57 y 58. Volve­ rem os a h ab lar de la llam ada.

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bertad metafísica, llevada a su más simple expresión, ha designado la trascendencia infinita de la presencia absoluta a sí mismo del Sujeto, la historia de esta libertad, su tradición, que es también la de los pro­ blemas puestos en juego sin cesar por su pensamiento, y la de las lu­ chas planteadas en su nombre, son también la historia y la tradición de la tradición que en adelante se reconoce como exposición a su propio límite, es decir, como exposición finita a la infinita separación de la esencia en tanto existencia. Se recordará brevemente algunos testimo­ nios, que hablan por sí mismos, de lo que se podría llamar la tradición de la liberación de la libertad con respecto a su apropiación subjetiva: Este movimiento (del concepto) de destacarse de la forma de su sí mismo es la libertad suprema y la seguridad de su saber de sí mismo(...) El saber no se conoce sólo a sí mismo, sino también lo negativo de sí mismo, o su límite. Saber su límite significa saber sacrificarse. Este sa­ crificio es la alienación en la que el espíritu presenta su movimiento de devenir espíritu bajo la forma del libre acontecimiento contingente. El que es verdaderamente libre de espíritu pensará libremente tam­ bién a propósito del espíritu mismo, y no se disimulará lo que hay de te­ rrible en cuanto a su fuente y a su dirección. ¿Ampliar el arte? — No. Pero ve, con el arte, al estrechamiento que te es más propio. Y hazte libre.5

Heidegger mismo, tan escasamente ha ignorado la fuerza propia de la palabra «libertad» —es decir, en suma, la fuerza de una resistencia al Concepto o a la Idea de la Libertad—, que hasta el final la ha em­ pleado sin retener ya, o al menos sin articular, una verdadera noción de ella. Pero por otra parte, y como es igualmente legítimo suponer puesto que es verdad también que la libertad, según la expresión de Adorno, ha «envejecido», si se trata a pesar de todo de dejar lugar a otra cosa que la «libertad» —digamos, una vez más, a una «generosi­ dad» más «originaria»—, ¿no habrá que hacer visible ese paso como tal? ¿No habrá, en consecuencia, que implicar en ello a «la libertad» misma, temáticamente, para poder finalmente liberar el lugar de la li­ bertad? 5. Phénoménologie de l'esprit, trad. franc., París, Aubier, 1939, t. II, pág. 311 (trad . cast.: Fenomenología del espíritu, M adrid, FCE, 1981). H um ano, dem asiado hum ano, I, 11 (trad . cast.: M adrid, Edaf, 2a ed., 1980). Celan, Le méridien.

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Sin tratar la cuestión de la libertad en Heidegger de manera siste­ mática, se pueden fijar a grandes trazos las etapas de su historia para intentar cernir el espacio dejado libre por este pensamiento. Después de que la libertad del Dasein «para su propia posibilidad» haya proporcionado un motivo repetido, pero apenas desarrollado por sí mismo, de los análisis de E l ser y el tiempo (1927), el curso de 1928, Metaphysische Anfangsgründe der Logik (vol. 26 de la edición completa), proponía ya un examen circunstanciado de la proposición según la cual «la trascendencia del Dasein y la libertad son idénticos», y, desde 1929, De la esencia del fundam ento toma temáticamente en cuenta la libertad en cuanto «libertad para fundar». La libertad se encuentra en­ tonces cualificada como «fundam ento del fundam ento », y así, «puesto que es precisamente este G ru n d , la libertad es el Abgrund de la reali­ dad humana».6 En 1930, el curso que hemos utilizado ya más arriba analiza sistemáticamente la determinación kantiana de la libertad, a la vez para establecer la cuestión de la libertad en la posición de funda­ mento de la cuestión ontológica misma, mediante una conversión de la dignidad ontológica de la causalidad, y para indicar en su conclu­ sión la necesidad de liberar la libertad de su subordinación kantiana (pero de hecho, más generalmente metafísica) a la categoría de la cau­ salidad. Desde ese momento, parecía que se podía trazar un programa de trabajo: en dirección a la libertad como «archifundamento», por una parte y, por otra, a través de una repetición de la filosofía de la libertad destinada a desplazar en ella la relación con la causalidad, en direc­ ción a una liberación de los recursos del «fundamento» del seno de la tradición filosófica misma.7 El curso de 1936, consagrado al tratado de Schelling «Sobre la esencia de la libertad humana» debía constituir la culminación de esa tendencia de investigación. En un sentido, este curso no ofrece otra cosa que una especie de composición armónica continua, en el que el discurso propio de Hei­ degger hace sin cesar contrapunto al de Schelling, sin que la cosa se explicite por sí misma, y sin que se trate de una interpretación del se­ 6. Q uestions I, París, 1968, pág. 157. 7. De acuerdo con el gesto cuyo m odelo da el K antbuch (1 9 2 9 ). A ñadam os aquí, u n docum ento entre otros, esta frase de la In tro du cció n a la m etafísica (1935): «El ser del hom bre, al ser necesidad de la aprehensión y del recogim iento (del ser), es im plicación necesaria en la libertad que asum e la techné, la p u esta en acción del ser p o r m edio del saber. E s así com o hay historia» (trad . franc., París, G allim ard, 1958, pág. 175). E n la continuación inm ediata de n u estro texto, rem ito a la traducción francesa del Schelling, París, G allim ard, 1977.

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gundo por el primero (como es el caso con Kant o con Leibniz). Ha­ bría aquí un entrelazamiento singular del discurso de la metafísica y del discurso del pensamiento del ser —hasta un punto en que, desde luego, acaban por separarse, análogo a aquel que tuvo lugar por otro lado a propósito de Hegel y de la «experiencia». Habría habido una se­ cuencia a lo largo de la cual le pareció posible a Heidegger volver a pensar la libertad en su misma tradición filosófica, o bien de volver a poner en juego su concepto —a no ser que le haya parecido imposible proceder de otra manera. En la línea del curso de 1930, Heidegger en­ cuentra que Schelling capta la facticidad propia del hecho de la liber­ tad, y esta facticidad remite al motivo, central para Schelling, de la li­ bertad como necesidad de la esencia del hombre. Al «intentar formular de manera más original» (pág. 264) esta visión de la libertad, Heidegger concluye así: «La necesidad gracias a la cual —o mejor, en tanto la cual— el ser libre se determina, es la necesidad del ser propio» (pág. 266). Este ser propio será determinado más precisamente como «superación de sí mismo en cuanto captación de sí mismo»» en la «de­ cisión» y en la «resolución» para «lo abierto de la verdad de la histo­ ria» por medio de lo cual el hombre puede experimentar la necesidad Se «aquel que él es» (pág. 267). Sin embargo, tras haber acompañado o repetido a Schelling hasta ese punto muy avanzado, si es que no úl­ timo (repetición que culmina el análisis subsiguiente de la posibilidad conjunta del bien y el mal), y habiéndolo remitido al mismo tiempo a un «pensamiento más original», Heidegger lo abandona. Ese aban­ dono depende esencialmente del hecho de que Schelling no llegue a pensar radicalmente la unidad originaria de la que procede la libertad como necesidad, así como las posibilidades correlativas del bien y del mal. No piensa ese origen como «nada» y, en consecuencia, no piensa que «la esencia de todo ser es la finitud» (pág. 278). Schelling no su­ pera, pues, a Kant ni el carácter «incomprensible» de la libertad (pág. 279). Hay que entender que la libertad permanece incomprensible en cuanto exponga su necesidad en el seno de un pensamiento que la su­ bordina a una necesidad infinita del ser, y no como finitud cuyo ser no es el fundamento. (La libertad no se haría sin embargo «comprensi­ ble» en el «pensamiento más original»: pero sin duda la cuestión no se plantearía ya en esos términos, a no ser que haga falta, para despren­ derse de una problemática de la «comprensibilidad», desprenderse también de «la libertad» misma.) Si interpretamos correctamente las últimas páginas de este curso, éstas significan al mismo tiempo dos cosas:

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1. Se alcanza bien el carácter esencial de la libertad en la necesidad que tiene el hombre de asumir su propia esencia como la de una deci­ sión relativa a «la esencia y la no-esencia» (pág. 269), es decir, al bien y al mal como realización de esa pareja esencial en una «historia» (ibíd.) de la que se trata «de afrontar el destino» (pág. 280) en cuanto que este destino consiste precisamente en la exposición del hombre a su propia necesidad. 2. Pero este pensamiento no ha penetrado todavía hasta la «nada» del origen de esa necesidad; en consecuencia, no ha pensado todavía la finitud esencial de la esencia misma (de la existencia) en la esencia de la libertad —que, por consiguiente, en su decisión y en su resistencia, no lleva a la necesidad de una esencialidad (la del hombre, de ahí la distancia que Heidegger toma también in fine en relación con un «an­ tropomorfismo» de Schelling), sino a lo que podríamos llamar, con­ densando los términos y el tono de estas páginas, el dolor de la historialidad de la nada, en la cual se sostiene, heroica, la libertad finita. Hasta ese punto, pero justamente hacia atrás de ese punto, y de nuevo en seminarios entre 1941 y 1943, Schelling habrá tomado, pues, para Heidegger el relevo de Kant en cuanto referencia esencial para la libertad, y habrá representado, en ese registro, un papel paralelo al Kant del Kantbuch : sobre su doctrina de la libertad habrá llevado a cabo casi una «repetición del fundamento de la metafísica» de la li­ bertad. Pero el paralelo se detiene ahí. Pues si el recurso kantiano se ofrecía expresamente como el de una repetición, y si estaba destinado a retomar, de otros modos, en Heidegger (y de nuevo mucho más tarde, por ejemplo con La tesis de Kant sobre el ser en 1963), incluso si no se trata ya de la misma repetición (y se podría decir otro tanto, mutatis m utandis, del recurso hegeliano), en cambio toda la empresa de acompañamiento y de reengendramiento según un origen más autén­ tico de la libertad schellingiano será abandonada sin retomo a partir de un cierto momento. Y este abandono mismo dará lugar a muy poca explicación. Una nota de seminario de 1943, en cuyo contexto está pre­ sente la referencia a Schelling, declara lo siguiente: Libertad: Comprendida metafísicamente, ésta designa el poder de comenzar a partir de sí mismo (espontaneidad, causalidad). Desde el momento en que la libertad se sitúa metafísicamente en el centro (en la metafísica en sentido propio), reúne en sí la determinación de la causa (Ur-sache) y la de la ipseidad (del fondo en cuanto basamento, y de lo por-sí, lo para-sí), es decir, de la subjetividad. De ahí finalmente libertad como resolución a lo ineluctable (afirmación del «tiempo»), como autoilusión esencial.

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En un pensamiento más inicial, un pensamiento de la historia del ser, la «libertad» pierde ese papel que le correspondía. Pues ser es más originario que óntico y que subjetividad.8

En esta nota (que tendremos que comentar en lo que sigue de di­ versas maneras, directas o indirectas), el argumento principal es claro: la libertad metafísica designa la capacidad de ser causa por sí y desde sí. Ahora bien, la causalidad forma parte de lo óntico, no de la exis­ tencia, al igual que forma parte de la subjetividad, en cuanto para sí del fundamento. Los dos conceptos se reúnen en la idea de un funda­ mento-ente, y causante. Pero el ser no es en nada ente. Si el ser es fun­ damento, no lo es en el modo de esa libertad. Sin embargo, no se pro­ pone otra libertad. Al concepto y a la palabra se los abandona a la «metafísica en sentido propio» (aunque la lectura de Schelling no haya ignorado el papel que representa en éste la subjetividad, aun pare­ ciendo que puede, a pesar de eso, constituirse en «repetición»). Hay que concluir, pues, que lo que podía ser en 1936, «pensamiento más original» de la libertad, se convierte diez años más tarde en abandono de su motivo. Si Heidegger pliega tan firmemente la libertad en el pen­ samiento no «inicial», es porque por todas partes la metafísica le pre­ senta definitivamente (pero esto no tiene nada de nuevo desde E l ser y el tiempo) el cierre de una onticidad del ser (corolario de un cierre sub­ jetivo de la voluntad tal como ha reconocido en la misma época, tras haber empleado, de una manera completamente diferente, como he­ mos señalado, un motivo de la voluntad libre). En este cierre, la liber­ tad no puede sino aparecer como causa sui et m undi de un ente su­ premo (o del ente sujeto, lo que equivale a lo mismo), que encadena desde entonces la totalidad del ente en lo «ineluctable», y la libertad en la «autoilusión». ¿No habría reconocido Heidegger entonces, tanto su propio curso de 1930 como su propia lectura de Schelling, en el capítulo 27 de la F i ­ losofía del derecho9 de Hegel?

8. Ibld., pág.330. Precisem os lo siguiente: 1936-1943, estas fechas son elocuentes por sí m ism as, no se h ab rá dejado de advertir, en el tono de la «resolución» al «destino», un eco del D iscurso de rectorado de 1933. La cuestión de la política de H eidegger se en­ trecruza evidentem ente con la de su debate en to m o a la libertad y con la idea de la li­ bertad. H abría que aproxim arse a esta cuestión a p a rtir de Ph. L acoue-Labarthe, «La transcendance finit dans le politique», op. cit. y de G érard G ranel, «Pourquoi nous avons publié cela», en De Vuniversité, M auvezin, T.E.R., 1985. 9. Trad. cast. de Carlos Díaz, M adrid, L ibertarias-Prodhufi, 1993.

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El destino absoluto o, si se quiere, la tendencia absoluta del Espíritu libre consiste en esto de que su libertad se convierta en objeto para él —es decir, que su libertad se haga objetiva tanto en el sentido de que aquélla constituya el sistema racional de él mismo, como en este otro sentido de que éste sea la realidad inmediata— a fin de ser para sí, como Idea, lo que la voluntad es en sí. El concepto abstracto de la Idea de la voluntad es, en general, la voluntad libre que quiere la voluntad libre.

Es entonces en él mismo también, o en relación con él mismo, como Heidegger habría interpretado su separación respecto de la me­ tafísica de la libertad. Pero si el gesto de repetición que había iniciado previamente había quedado sin duda poco articulado por sí mismo, ¿no era, en cambio, este gesto de separación, demasiado simplemente tajante? Esta pregunta o esta sospecha, constituye al menos el primer motivo de un ensayo de repetición, después de Heidegger, del tema de la libertad. De momento añadiremos solamente la advertencia si­ guiente: la nota de 1943 muestra también muy claramente que el abandono de esa «libertad», que Heidegger se toma el cuidado de nombrar entre comillas, se hace aquí en nombre de una diferente y más auténtica «libertad». Digamos que la libertad del hombre, y del sujeto, es abandonada en provecho de una libertad del ser. Sin duda, ésta no se deberá ya quizás llamar «libertad», pero no por ello deja de retener la posibilidad, si no la necesidad, de oír de manera diferente ese nombre. A partir de este momento y hasta el final de su obra, Heidegger deja de investigar temáticamente una esencia de la libertad, y sólo hará un uso episódico de la palabra, pudiendo aparecer como accidental (al menos con respecto a los contextos inmediatos en los que aparece con más frecuencia), y al margen de una problemática específica.10 Sin embargo, le sucederá (si cabe decir que es una sucesión —y ¿en qué sentido?, el análisis sería aquí extremadamente largo y delicado) el uso del motivo de lo «libre» (das Freie) y del «espacio libre», del que ten­ dremos que volver a hablar. La situación es, pues, bastante extraña: un concepto es rechazado, una palabra pierde los privilegios de capacidad de cuestionamiento que parecía entrañar hasta este momento, y sin embargo, se guarda una raíz semántica, ésta está incluso, si cabe decirlo así, concentrada, 10. Véase p o r ejem plo en E ssais et conférences, trad. franc., París, G allim ard, 1958, págs. 44, 175, 312, 33 4 (hay trad. cast. de A. Leyte en Alianza E ditorial), oA cheminement vers la parole, trad . franc., París, G allim ard, 1976, pág. 2 02, etc. (trad . cast. de Ives Zimm erm ann, De cam ino al habla, Barcelona, Serbal, 1987).

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y es utilizada con fines que, como veremos, son de nuevo fines esen­ ciales del pensamiento. En cierto modo, algo de la «libertad» no habrá cesado jamás de encontrarse en el corazón del pensamiento del ser: pero en este corazón, este «algo», sustraído a una identificación en re­ gla, ha sido sometido a transformaciones que no han sido planteadas ni explicitadas como tales. Contemporáneo de la nota de 1943 (pero su primera versión databa ya de 1930), el texto De la esencia de la libertad presenta sin embargo al menos el principio de esta transformación. Heidegger relaciona pri­ meramente ahí la verdad —entendida como la conformidad de lo enunciado— con la libertad como con su esencia. La libertad designa entonces la «aspereza» gracias a la cual al ente se le deja ser lo que es. En ese sentido, la libertad no es ni el «capricho del libre-arbitrio ni la disponibilidad con respecto a una necesidad (y en consecuencia a un ente cualquiera)». Al paso franqueado por Schelling (y por el idea­ lismo en general, comprendido el idealismo trascendental) fuera del li­ bre arbitrio y hacia una necesidad de la esencia, se le concede, pues, tan sólo un alcance óntico, aunque ése no sea el objeto del texto. Al contrario, la libertad afirma en adelante su carácter o su envite ontológico en lo que se llama «el abandono al desvelamiento del ente». Es este abandono, es esta posibilidad de apertura a lo abierto en lo cual el ente se ofrece como tal, lo que hace posible la enunciación de la ver­ dad. Pero la jerarquía así planteada se encuentra a su vez invertida. Pues la libertad «recibe su propia esencia de la esencia más original de la única verdad verdaderamente esencial».11 El primado ontológico co­ rresponde, pues, a fin de cuentas, a la verdad. Le corresponde porque la verdad comporta en su esencia y como esta esencia el disimulo y la errancia. En efecto, el disimulo del ente —el «misterio»— precede a todo abandono al desvelamiento: dejar desvelarse al ente indica y pre­ serva un disimulo o un misterio más originales del ente como tal. La errancia, correlativa de ese misterio, es el «espacio de juego» al que la existencia está constitutivamente abandonada, y que funda la posibili­ dad del error. La cuestión de la esencia de la verdad se revela entonces a su vez como cuestión «de la verdad de la esencia». Si la esencia debe designar de hecho el ser, el «sentido» del ser se deja discernir como la exposición errante de la existencia al misterio del disimulo del ser del ente. Es así como tiene lugar la historia, a partir de su «Único disimu­ lado». 11. Questions I, op. cit, pág. 175.

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La inversión del primado ontológico entre la libertad y la verdad equivale, pues, a sumergir más profundamente la libertad en el ser mismo, que se revela sustraído, en cuanto ser, a toda necesidad entitativa de presencia y de significación. El ser es la «libertad» de una re­ tirada de presencia y de sentido que acompaña a todo desvelamiento, o más exactamente, que permite el desvelamiento como tal, en su re­ lación de principio con la disimulación y la enrancia. Esta interpreta­ ción permitiría comprender que la ontología heideggeriana sigue siendo finalmente, y fundamentalmente, una «eleutherología». Pero no es así como Heidegger se hace entender. Se entiende que la libertad es la retirada del ser, pero que por esta razón misma el ser es la retirada de la libertad, es decir, que la retira más acá de ella misma, en sus cua­ lidades de decisión y de apertura, para volver a ponerla en la verdad, es decir, en la condición de (no)-manifestación del ser. Se trata en suma tan sólo de una diferencia de acento. Pero hasta qué punto se puede comprender esta diferencia de acento, o bien se la debe comprender como una especie de retroceso desde lo «práctico» a lo «teórico», o más exactamente como el mantenimiento de una dis­ tinción (si es que no de una oposición) entre libertad y verdad, que el texto tiende sin embargo a deshacer, pero que se reconstituiría inven­ ciblemente, y como si con ella se reconstituyese una parte al menos del predominio filosófico tradicional de lo «teórico» sobre lo «práctico» (un predominio que no se podría reconocer, sin embargo, en todos los puntos de la tradición filosófica, y por ejemplo, ni en Aristóteles, ni en Spinoza, ni en Kant, ni en Hegel mismo). ¿Hasta qué punto no se co­ rre el riesgo, de esa manera, de perder de vista la facticidad específica de la libertad? Ésta es la pregunta que nos vemos obligados a plantear. 0 también: ¿no sería necesario, de acuerdo con una fidelidad más pro­ funda a una al menos de las direcciones del pensamiento de Heideg­ ger, intentar preservar, y exponer, conjuntamente, y en definitiva en la misma originariedad la retirada del ser y la facticidad singular de la li­ bertad? Por cierto que no es una pregunta simple, y, como se ve, no se la puede plantear más que a partir del propio Heidegger. Pero para nosotros lo importante es que nos parece que debe ser planteada: y es esta pregunta, y en estas condiciones, lo que tendría que proporcio­ namos la indicación regular de la relación que se mantiene aquí con el pensamiento de Heidegger. Esta pregunta resulta tanto menos simple cuanto que E l principio de razón, en 1956 —uno de los escritos más importantes de Heidegger por esta época—, ha abierto a pesar de todo un nuevo espacio de juego a la libertad. El examen del «principio de razón» lleva, en efecto, al

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pensamiento hacia un «salto». Este salto es el que debe hacer pasar de la pregunta sobre el ser como fondo o como razón ( G ru n d ) al pensa­ miento del ser «sin razón» en el «sin fondo» de su juego. Ahora bien, Heidegger escribe: El salto sigue siendo una libre posibilidad del pensamiento; y esto de una manera tan neta que es sólo una vez que se llega al lugar del salto cuando se ve abrirse la región en la que reside la esencia de la libertad.12

Sin duda, hace falta el salto, que es el propio del pensamiento en su consideración, digamos «teórica», del ser, para ponerse en situación de percibir la región de la libertad. Pero el salto no es otra cosa que el salto de la consideración teórica fuera o más allá de ella misma; el salto es trascendencia y transgresión de la razón teórica en su examen de la «razón» como Grund. No debía, pues, acceder, a una «visión» de la libertad más que en la medida en que ha «saltado» fuera de o al margen de la «visión» teórica en general. Pero es esto precisamente lo que no queda explicitado. En cualquier caso, la «región» en cuestión no designa sino aquello que en la Carta sobre el hum anism o, en 1946, designaba ya, también sin verdadera explicitación, «la dimensión libre en la que la libertad cuida su esencia».13 Acerca de la «dimensión libre» o acerca de «lo li­ bre», otros textos nos aportarán más tarde otros datos. Destaquemos simplemente por el momento que no se trata ya aquí de una libertad, como propiedad o como poder en cualquier sentido que sea, sino de un elemento específico, «lo libre», que no aparece como Una cualidad atribuida a un sustrato, «la dimensión», más que por una convención banal de la lengua, pero que en realidad se confunde con esta «dimen­ sión». Lo que será también, en Tiempo y ser, «el espacio libre del tiempo», se determina mediante esta espacialidad propia que man­ tiene en reserva la esencia de una libertad en adelante solamente nom­ brada. La cualidad propia de este espacio, su libertas, no será determi­ nada de otro modo, y sobre todo no mediante un nuevo análisis de la noción de libertad. Así, pues, hay que concluir también que Heidegger ha intentado cuidar a su vez, guardando el núcleo semántico o el ín­ dice de la palabra «libre», un espacio para la libertad, pero un espacio 12. Op. cit., pág. 205. E sta situación del tem a estaba preparada p o r un pasaje de La cuestión de la técnica (1 9 5 3 ), del que volveremos a hablar. 13. Questions III, trad. franc., París, 1966, pág. 122 (trad. cast. de la Carta: M adrid, Taurus, 1970).

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respecto al que la «libertad» en todas sus determinaciones filosóficas le había aparecido como su obstrucción o como su cegamiento, más que como su apertura y su puesta al aire libre. Guardar un espacio libre para la libertad: ¿libera eso, y cómo, lo que la verdad nos parecía retener? ¿Deja eso que sobrevenga, con su fuerza propia, esa llamada de la libertad a la que, de una manera u otra, es claro que el pensamiento del ser, o los pensamientos que han seguido a éste, no pueden rehusarse?

Capítulo 5 EL PENSAMIENTO LIBRE DE LA LIBERTAD

Guardar un espacio libre para la libertad podría equivaler a guar­ darse de querer comprender la libertad, para guardarse de destruirla aprehendiéndola en las determinaciones inevitables de una compren­ sión. Es así cómo el pensamiento de lo incomprensible de la libertad, o de su impresentabilidad, puede parecer que obedece no sólo a la coerción de un límite del poder de pensar, sino también, y positiva­ mente, a un respeto y a una preservación del dominio libre de la liber­ tad. Esta consideración se impone, sin duda, desde el interior mismo de la metafísica de la libertad, en toda la medida en que esta metafí­ sica se ha encontrado, con tanta frecuencia, expuesta al menos al riesgo de haber «comprendido» subrepticiamente la libertad —de al­ guna manera, antes incluso de haberla tocado— de tal manera que de hecho le ha asignado residencia en el saber, y en primer lugar, en el sa­ ber-de-sí de la libertad subjetivamente determinada. El Contrato social de Rousseau ofrece sin duda la matriz más clara del dispositivo según el cual la libertad, al hacerse consciente de sí (y, de hecho, conciencia de sí) en el contrato, se convierte al mismo tiempo en saber objetivo de sí en el soberano, constituyendo así la so­ beranía del soberano a la vez en comprensión absoluta de su propia li­ bertad, y en coerción absoluta sobre sí mismo y sobre cada uno de los miembros del cuerpo soberano («se le obligará a ser libre...»). El tra­ tamiento trascendental de esta matriz produce, en Kant, la identidad de la libertad y de la ley, o más exactamente, la identidad de la libertad y de la legislación de la razón. Esta legislación no es, con seguridad, ninguna otra cosa sino una legislación de la libertad, pero esto signi­ fica que la libertad debe proyectarse y proponerse a ella misma como la legalidad de una naturaleza moral, tan necesaria en ella misma como la legalidad de la naturaleza física. La libertad no se la comprende, pues, solamente, como una especie particular de causalidad en la producción de sus efectos, se la com­ prende también, a semejanza de la causalidad física, como un encade-

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namiento legal. El modo específico de causalidad por libertad perma­ nece incomprensible —o mejor: es lo incomprensible mismo— (y por eso no puede haber esquema de la ley moral, sino sólo un «tipo», es decir, en suma un esquema analógico, y este «tipo» viene proporcio­ nado por la naturaleza en la legalidad de sus fenómenos), pero por el otro lado la idea de la legislación de una «naturaleza», o de una «se­ gunda naturaleza», regulada por la libertad, se la puede comprender perfectamente, y precisamente con la ayuda del tipo, que proporciona sobre la base del modelo físico el modelo general de una necesidad o de una necesitación legal. Ahora bien, si esta idea se la puede com­ prender igualmente (a pesar del carácter ideal de un mundo regido por la moralidad), es porque se la puede analizar, en definitiva, en los tér­ minos siguientes (que Kant, sin duda, no habría aceptado, pero cuya lógica aflora sin embargo en él, en particular en el contexto de la idea del Dios creador): en última instancia, es la libertad lo que encierra el secreto de la causalidad puesto que está en ella misma (in)comprendida como el poder propio de la causación. La libertad, en efecto, es una es­

pecie particular de la causalidad en el sentido de que detenta y pre­ senta (al menos, en Idea) el poder de efectuación, del que carece la cau­ salidad teórica. El principio de ésta enuncia en efecto que tal es la ley de la sucesión de los fenómenos para nuestro entendimiento, pero no puede presentar cuál es la potencia de su producción de los unos por los otros a lo largo de su encadenamiento sucesivo. La libertad detenta el secreto de la causalidad, puesto que se define como el poder de ser causa p or sí m ism a, o como el poder de causar, absolutamente. En el fondo, la libertad es la causalidad que llega al saber de sí. En este punto, lo «incomprensible» encierra en sí la autocomprensión del ser mismo en cuanto Sujeto. Un mundo por libertad sería un mundo de causalidad transparente para sí misma. El secreto está contenido en la fórmula de la voluntad: «poder de ser p o r sus representaciones causa de la realidad de estas mismas representaciones». Es el poder de la Idea (pre)formativa de la realidad. La comprensión filosófica de la libertad culmina en la «in­ comprensible» autocomprensión del saber-de-sí autoproductor de la Idea. La ley, desde ese momento, es la representación de la necesidad de la Idea. Ahora bien, la Idea es por ella misma (re)presentación de la necesidad. La ley de la libertad representa la necesidad de la necesi­ dad. De Kant a Hegel, y sin duda a Nietzsche, y sin duda de nuevo hasta el Heidegger de «la voluntad de la voluntad como voluntad de su pro­ pio deber», es en una comprensión de la necesidad de la necesidad

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como culmina, irresistiblemente, y al menos por uno de sus aspectos, el pensamiento de la libertad. En éste el punto de la incomprensibili­ dad es el punto último de la comprensión que capta que la necesidad se necesita. Por esto, la libertad humana es siempre susceptible de ser comprendida como repetición y apropiación de esta estructura subje­ tiva. Ser libre es asumir la necesidad. La «asunción de la necesidad», o la «liberación por la ley», o incluso la «libertad interior» que «toma a su cargo» las coerciones exteriores se convierten, a partir de aquí, en las fórmulas de un mundo que se capta sobrecargado de procesos irre­ versibles y de pesadeces, o de coerciones de todo tipo (y, como es ló­ gico, esta libertad de asunción subjetiva tiene como pareja simétrica la reivindicación de la pura anarquía libertaria, la libertad refugiada en el placer). Estas fórmulas representan lo que cabría llamar la ideología filosófica mayor de la libertad captada a partir de la filosofía de la Idea y de la subjetividad.1 Pero está claro que constituyen otras tantas con­ fesiones de una impotencia a la vez teórica y práctica, y que esta com­ prensión de la libertad equivale a la resignación que Heidegger desig­ naba como la «resolución» ilusoria a lo «ineluctable». (En este sentido, el abandono del tema de la libertad por Heidegger significa en primer lugar el rechazo de esta resignación.) Sería, pues, posible decir: si la Idea de la libertad —y por consi­ guiente una determinación de su necesidad, pues la idea de Idea con­ tiene por principio la necesidad y la autonecesitación— precede a la li­ bertad y la envuelven en suma por anticipado en su intelección, ésta resultó negativa en cuanto a la «naturaleza» de la libre necesidad, y en consecuencia la libertad queda sin falta fallida. Resulta fallida porque está sometida por principio a un pensamiento que piensa fundamen­ talmente el ser como necesidad, y como causalidad de la autonecesi­ tación. Este pensamiento no se piensa, incluso, él mismo como libre: se piensa como la auto(in)comprensión de este ser. La libertad resulta fallida porque, en este pensamiento, queda por anticipado asegurada (fundada, garantizada, y cierta de sí): «Es la Idea misma la que con­ quista su libertad, la cual deviene absolutamente de ella misma y re­ posa en ella misma».2 Si la facticidad de la libertad es la facticidad de «aquello que no está todavía hecho», como lo hemos dicho, hay que comprender en 1. Igualm ente esto d ata de antes de R ousseau y K ant (aunque la relación spinoziana con la ley civil se separa, p o r su parte, de este modelo; véase en particular É tienne Balibar, «Jus-Pactum-Lex», en Studia spinozana, vol. 1, 1985). 2. Hegel, Science de la logique, trad. franc., París, V rin, 1969, vol. 4, pág. 5 73 (trad. cast. de Antonio Zoraya: Lógica, B arcelona, Orbis, 1984).

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consecuencia también, y quizás sobre todo, que es la facticidad de lo que no puede haber Idea, y ni siquiera Idea determinada como «in­ comprensible» o como «impresentable». Y esto debe significar, de una manera o de otra, que esta facticidad escapa a la filosofía, e incluso al pensamiento, si, de cualquier modo que se tome la palabra «pensa­ miento», éste se orienta hacia un «pensamiento de la libertad», y no en primer lugar (si es que no exclusivamente) hacia una libertad o hacia una liberación del pensamiento. Se llega así a una percepción más aguda de la manera como Heidegger, en Davos, se veía llevado a reti­ rar la libertad a la jurisdicción de la «teoría», para situarla en la prác­ tica del «filosofar», entendido este mismo a su vez como una «libera­ ción», o al menos como correspondencia con la liberación de la libertad. Pero esto no dispensa, todo lo contrario, de interrogarse por la naturaleza y el envite exactos de este «filosofar» (que Heidegger, en una fecha más tardía, habría reemplazado por «pensar»). Un tal «filosofar» puede efectivamente presentarse como la pene­ tración desconstructiva que alcanza en el seno del idealismo metafíi­ sico el punto en el que la Idea se enlaza con la libertad, para mostrar también que en ese mismo punto algo diferente se «desencadena»: por ejemplo (y esto está subyacente en el texto de Heidegger) una factici­ dad práctica irreductible a lo teórico. Por ejemplo, de nuevo, la es­ tructura que obliga a la jurisdicción de la razón a caer, literalmente, en su propia caso, en el caso de la instauración o de la enunciación de la ley, como en aquello que, contrariamente a la lógica del «caso» en ge­ neral, no puede sino escapar a la ley, revelando así que la esencia de la jurisdicción consiste en decir «el derecho de lo que por derecho carece de derecho». Se puede enunciar también que, en el imperativo, «la ley se separa de ella misma en cuanto hecho».*3 De diversas maneras, se 3. J.-L. Nancy, L 'im peratif catégorique, París, F lam m arion, 1983, págs. 58 y 134. El texto que recuerdo aquí es solidario de u n a red de pensam ientos tejida en to m o al p u n to de «desencadenam iento»: la ley según Blanchot, el juicio según Lyotard, la (in)decisión según D errida, la responsabilidad según Lévinas. Sólo esta últim a se propone tem ática­ m ente com o a n te rio r a la lib ertad y com o «dom inando» a ésta (Totalité et infini, La Haya, Nijhoff, 1961, pág. 59 [tra d . cast. de D aniel E. Guillot: Totalidad e infinito, Sala­ m anca, Sígueme, 2a ed., 1987]). Una palabra, pues: p a ra Lévinas, la libertad se confunde, p o r ella m ism a, con «lo arbitrario» de u n «yo egoísta», y su «esencia» está en «el im pe­ rialism o de lo Mismo». La responsabilidad, «al investir la libertad» m ediante la «pre­ sencia de Otro», «la libera de lo arbitrario» (subrayado n u estro ). E sta fórm ula atestigua p o r sí m ism a que la lib ertad n o p uede precederse, n i preced er to d a tentativa p a ra cap­ tarla o p a ra liberarla de to d a captación, incluso de su pro p ia captación. Lévinas m ism o, cuyo concepto de libertad —al m enos en ese libro, pues la continuación de su o b ra hace u n uso m ás am plio de la p alab ra «libertad»— está, pues, estrictam ente lim itado al de lo

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puede, así, llegar a un modo que no sería ya el de la «necesidad de la necesidad», sino que debía ser precisamente el de su liberación, lo in­ concebible de la libertad kantiana, y su comentario por Heidegger: Lo único que comprendemos es su incomprensibilidad. Y la incom­ prensibilidad de la libertad consiste en que resiste a la comprensión en la medida en que el ser-libre nos implica en llevar a cabo el ser, y no en la simple representación de éste.4 Pero ¿qué significa «comprender la incomprensibilidad», y qué sig­ nifica, por consiguiente, el «filosofar» —o como se lo quiera desig­ nar— que llega así a tocar el borde extremo de su propia posibilidad, para designar así, y para liberar, mediante esa designación misma, aquello precisamente que no comprende? O bien, y quizás de manera más exacta: ¿qué representa este gesto o esta actividad ni «teórica» ni «práctica», que saca a la luz la división de estos dos conceptos en cuanto límite de la metafísica —y que guardaría así para la libertad un espacio verdaderamente libre? Comprender que algo es incomprensible no puede significar sim­ plemente que la comprensión se detendría, aquí, en el descubrimiento de uno de sus límites. Pues el límite, cuando se lo reconoce en cuanto tal, no es simplemente comprendido en cuanto que constituye un obs­ táculo o hace pantalla: el puro encuentro de un obstáculo es imposible, si por eso se entiende que entonces no se tendría ningún otro saber que el saber del obstáculo (o bien, es la muerte, quizás). Pero el obstá­ culo —en virtud de esta ley de la presentación a la que Heidegger ha estado tan atento— presenta forzadamente con él mismo, y como a través de él mismo, el libre pasaje al que hace obstáculo. Ésta es la ló­ gica del límite en general: el límite tiene dos bordes, cuya dualidad ni es disociable ni puede ser reabsorbida, de tal manera que tocar el borde interno equivale también a tocar el borde extemo («del interior», arbitrario, no apela m enos a «la crítica en la que la libertad es capaz de ponerse en cues­ tió n y, así, precederse» (ibíd., pág. 6 1). 4. Schelling, op. c it , pág. 279. El contexto da a estas líneas u n alcance notablem ente ambiguo: designan tan to u n lím ite del pensam iento kantiano, y con el objetivo de indi­ car que Schelling n o supera finalm ente este lím ite, com o u n a afirm ación positiva de H eidegger m ism o. De tal m anera que la libertad se encuentra, indecidiblem ente, p o r u n lado, declarada incom prensible y, p o r otro lado, m ediante u n a prom esa tácita dé supe­ ració n de su m etafísica, com prensible p ara el pensam iento del ser. Es, en el fondo, la am bigüedad constante de este curso, y de todo el cam ino seguido p o r H eidegger a p ro ­ pósito de la libertad.

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cabe añadir, lo que haría que la descripción de la operación fuese in­ finita y vertiginosa). Comprender que algo es incomprensible no es ciertamente comprender lo incomprensible como tal, pero no es tam­ poco, si se puede decir así, no comprender nada pura y simplemente. Comprendemos que hay lo incomprensible porque comprendemos, en el caso presente, que «el llevar a cabo el ser» escapa a su «representa­ ción» (pero ¿no remiten estas fórmulas de alguna manera a la pareja de opuestos «teoría/praxis»?). Comprendemos, pues, de lo incompren­ sible, su incomprensibilidad. En ese «in» privativo, comprendemos que lo in-comprensible, la libertad, no está, propiamente hablando, «más allá» de nuestra capacidad de comprensión, pero que no de­ pende de ella simplemente. La libertad no está exactamente fuera de alcance del comprender —y, por ejemplo, no se sitúa más alto en una escala de inteligibilidad, en un rango accesible, si se diera el caso, a una inteligencia diferente a la nuestra; todavía menos es la libertad opuesta al comprender: pero se hace comprender, en el límite de la comprensión, como lo que no depende de la comprensión. El «llevar a cabo el ser» (¿o la praxis?) no tiene objeto, ni tema, sino a él mismo, en su independencia con respecto a la objetualidad y la tematicidad. Así, la libertad incomprensible se hace comprender, en el límite, en un sen­ tido muy preciso de la expresión, como una autocomprensión inde­ pendiente de la comprensión de entendimiento. Lo que comprende­ mos, en el límite, es que hay esa comprensión autónoma, que es la comprensión que lleva a cabo el llevar a cabo. Comprendemos que el llevar a cabo se comprende él mismo (incluso si no se entiende, y si no lo entendemos), en su modo específico. Pero se ve que este modo es­ pecífico se parece extrañamente al de la autocomprensión —y del lle­ varse a cabo a sí mismo— de la «razón», del «pensamiento» o de la «teoría» como tales... Nuestra comprensión, aquí, no es nula, y constituye incluso, de he­ cho, una de las cimas de la comprensión filosófica: pues a ésta le ha llegado a ocurrir, y no por accidente, el formularse como la compren­ sión de la necesidad filosófica de la superación de la filosofía en la realización de la filosofía (es decir, en el llevar a cabo el ser). Una fór­ mula en este sentido la da Hegel, y si se la desplaza o se la transforma, podría valer bien hasta en el mismo Heidegger: La vida ética es la Idea de la libertad: el Bien viviente que tiene su sa­ ber y su querer en la conciencia de sí y que no se hace efectivamente real más que por la actividad de esta conciencia de sí. Igualmente, esta acti­ vidad tiene en el ser ético su fundamento en sí y para sí, su objetivo mo­

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tor. La vida ética es, pues, el concepto de la libertad que ha llegado a ser mundo presente y naturaleza de la conciencia de sí.5

Así, al término del llevarse a cabo esa vida ética: El Estado es la realidad efectiva de la Idea ética —el Espíritu ético en cuanto voluntad sustancial, revelada, clara a ella misma, que se piensa y que se sabe, que ejecuta lo que sabe y en la medida en que lo sabe.

Sobre todo no hay que subestimar el poder de esta comprensión fi­ losófica de la superación del límite teórico y de la expansión, en el re­ vés de este límite, de la autocomprensión práctica. Incluso no hay que detenerse en esta comprensión exterior y banal de Hegel que nos haría decir que la filosofía, aquí, comprende perfectamente un concepto de la práctica que ha elaborado ella misma, y de la que no sale. Pues la exigencia del espíritu hegeliano es precisamente la exigencia de efec­ tuarse en una efectividad que lo libera de su simple ser-en-sí, y para Hegel, es justo prácticamente y fuera de sí como el espíritu puede comprenderse en su libertad y como libertad. Lo que el discurso (in)comprende —éste es enteramente el tema de la superación dialéc­ tica del juicio predicativo en la especulación pensativa—, es que la efectividad práctica constituye el llevarse a cabo a sí mismo y la autocomprensión reales (materiales, históricos, etc.) de aquello que la com­ prensión discursiva comprendía sin poder, sin embargo, penetrar en la esfera de la auténtica autocomprensión. Es también por esto por lo que, en Hegel, la filosofía llegada al límite en que se efectúa, no «com­ prende» ya, sino que «contempla» —contempla, por ejemplo, la ma­ jestad del monarca en el que se concentra en individualidad de cuerpo y de espíritu la efectividad del Estado. Esta contemplación es la com­ prensión que se vence, se supera y se releva a ella misma en el acto de su libertad al fin desplegada. Así pues, no hay sino que comprender, como se ve, que la (in)comprensión es en realidad el estadio supremo de la comprensión que ac­ cede al saber de la autocomprensión como autocumplimiento. No es sólo que la comprensión se aprehenda, en su límite, fuera de ella misma, como en su verdad más propia, sino que, más profunda­ mente, aquélla se aprehende a sí misma, en esta aprehensión comple­ tamente extendida fuera de sí, como su propio paso al acto : se com5. P rincipios de la filosofía del derecho, par. 142 (la cursiva es n u estra) (trad. cast. de Ju an Luis Vermal: B arcelona, E dhasa, 1988). La cita siguiente: par. 257.

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prende como su propio devenir-práctica. La comprensión sabe que ésa es su verdad, y además se experimenta ella misma, en su límite, como si efectuase ya, antes de que sea efectivo, ese acto libre que aquélla no podría, rigurosamente, comprender. Hay, pues, una autocomprensión de la comprensión de la incomprensibilidad. En esta autocomprensión, la «teoría» comprende la «práctica» como su verdad, y se comprende a sí misma como práctica, lo cual quiere decir que en ella la práctica se comprende teóricamente como la realización de la libertad (in)comprendida de la teoría. La libertad queda, pues, a pesar de todo comprendida. Pero de nuevo, es la necesidad lo que se com­ prende como libertad, y de nuevo la libertad ha sido asignada como necesidad. Es posible que esto adopte todo tipo de formas, desde el entusiasmo de Rousseau o de Kant hasta la inversión de las inversio­ nes de la dialéctica por Marx,6 hasta la carga que confía Heidegger a la palabra «pensamiento» (pues el pensamiento está él mismo pen­ sado como un «actuar»): siempre, habría que decir, la libertad estará recuperada ella misma en la necesidad de una autocomprensión prác­ tica.

Sin duda esto no es todo. No es la totalidad de lo que hay que des­ cifrar, en esta serie de gestos y de textos filosóficos. Pero no se puede evitar pasar por el análisis que precede, si no se quiere guardar para la libertad un espacio que corra el riesgo de revelarse ya incluida por la necesidad —aunque fuese por la necesidad de esta guarda misma. ¿Hay que guardar sea lo que sea para la libertad? ¿Hay que preservar li­ bre su espacio?... Pero más bien se debe preguntar: ¿es eso incluso po­ sible? ¿No es la libertad la única que puede «guardar» su propio espa­ cio? Lo que está en juego con la libertad ¿no sería de hecho, de acuerdo con una lógica resueltamente separada de toda dialéctica de la (in)comprensibilidad, que la libertad precede, de todas formas, al pen­ samiento que puede o que no puede comprenderlo? Lo precede por­ que es de ella de donde el pensamiento procede, o porque es la libertad la que da el pensamiento. El pensamiento cuyos pensamientos no sólo no calculan, sino que están absolutamente determinados a partir de lo otro del ente, lo llamo ' el pensamiento esencial. En lugar de entregarse a cálculos sobre el ente por medio del ente este pensamiento se prodiga en el Ser para la verdad 6. No se excluye que haya en éste o tro s recursos, de los que h a b rá que volver a h a ­ blar.

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del ser. Este pensamiento responde a la reivindicación del Ser, cuando el hombre vuelve a poner su esencia histórica en la realidad simple de la única necesidad que no coacciona, mientras que obliga, sino que crea la urgencia que se lleva a cabo en la libertad de la ofrenda. (...) La ofrenda es el don pródigo, sustraído a toda obligación, puesto que levantándose del abismo de la libertad, de la esencia del hombre con vistas a la salva­ guarda de la verdad del Ser para el ente» {¿Qué es la metafísica?).

Esta declaración es quizás, en un sentido, menos inédita de lo que pa­ rece. Recoge también algo que atraviesa sin duda, más o menos visible­ mente, toda la tradición, en esto de que la filosofía haya pensado siempre la libertad como proveniencia, como el elemento e incluso el contenido último del pensamiento. «La filosofía es un pensamiento inmanente, ac­ tual, presente, contiene en los sujetos la presencia de la libertad. Lo que es pensado, reconocido, depende de la libertad humana.»7 Pero ¿de qué manera se determina esa co-pertenencia de la libertad y del pensamiento, cuando, en los términos de Heidegger, el pensa­ miento «se eleva desde el abismo de la libertad», y así, involucra la «ofrenda», o se involucra ella misma como «la ofrenda de la esencia del hombre»? Dejemos de lado aquí la implicación sacrificial de la frase, que no es ciertamente indiferente desde el punto de vista del conjunto de la filosofía heideggeriana considerada por sí misma (ese sacrificio en el altar de la verdad, en el que sería fácil señalar, a la ma­ nera de Bataille, la comedia del simulacro, donde nada esencial se pierde, y el modelo de la tragedia dialéctica, que no perdería al hom­ bre más que para reencontrarlo sobreelevado en la postura del con­ templador y del disfrutador de la verdad, es decir, del filósofo en cuanto teórico). Está, a pesar de todo, la otra andanza del sacrificio (aquélla, por medio de la cual, a fin de cuentas, no hay quizás ya «sa­ crificio» en ningún sentido): la prodigalidad. El pensamiento prodiga lo que piensa, al margen del «cálculo», y eso de tal manera que a pesar de todos los beneficios que no pueden dejar de corresponderle, ya sea al sujeto que piensa, ya sea a la economía de su discurso, lo que es ver­ daderamente pensado no puede ser más que lo que es prodigado (es decir, también: aquello de lo que el «pensamiento» es o hace la «expe­ riencia», y no aquello de lo que elabora una concepción o una teoría). Pero el pensamiento prodiga porque viene del «abismo de la libertad».; Es la libertad lo que primeramente prodiga: la libertad es primera-; 7. Hegel, Legons s u r l'Histoire de la philosophie, introd. trad. franc., París, Vrin, pág. 179.

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mente la liberalidad pródiga que gasta y que dispensa, sin fondo, el pensamiento. Y lo dispensa primeramente en cuanto prodigalidad. Así, la libertad da —sin contar (o bien, la medida, de su cuenta no se­ ría diferente a la de ella misma en cuanto don; tendremos que volver a hablar de esto)—, da el pensamiento, da que pensar, pero también al mismo tiempo se da ella misma a pensar en todo pensamiento. Lo cual quiere decir simplemente: podría no haber pensamiento. Es decir: podría no haber hombre. Es decir: podría no haber existen­ cia, y es en eso en lo que la existencia se reconoce: en que su singula­ ridad pueda estar o no estar dada, en que su cosa-en-sí pueda estar o no estar puesta. Los fenómenos son necesarios, la existencia misma de la cosa es libre. Que haya existencia (el hombre, y el pensamiento), es decir, que haya eso que es su propia esencia, no puede proceder de una necesidad de esencia, y no puede estar más que dado, libremente dado (lo cual es una tautología). Recíprocamente: si no hubiese exis­ tencia (pero es una hipótesis a la vez absurda, puesto que se habla aquí de la «existencia», y puesto que ese hecho mismo, «hablar de algo», implica existencia, pero hipótesis nunca enteramente excluida, si la existencia, el existente, son siempre susceptibles de renunciar a sí mismos, convertirse en esencias...). Si no hubiese existencia, no ha­ bría nada, y sin embargo no habría «algo»: pues la «cosa», y la inde­ terminación del «alguna» que recoge todas sus singularidades posi­ bles en cuanto presencias en el mundo o del mundo, todo eso constituye ya todo el programa, si se puede decir así, de un pensa­ miento. Si hay «algo», es que es posible tom ar en cuenta «la cosa» y su «ser alguna». Si eso fuese necesario, no habría «hay», de «algo», ni de «cosa». No habría —pero eso no sería «hay»— más que la reple­ ción ya desde siempre llevada a cabo y vuelta sobre sí del ser general e inmanente de aquello que, aun siendo todo, no podría ser algo. So­ lamente se tendría: «es», y no pensamiento. Si es posible que el «hay algo» suija como tal (como el pensamiento, como la existencia), es que ese surgimiento es el don de una libertad, o una libertad que se da en ese surgimiento. Todo pensamiento es, pues, pensamiento de la libertad al mismo tiempo que piensa por medio de libertad, y piensa en libertad. No se trata ya exactamente aquí del límite entre lo comprensible y lo incom­ prensible. O bien, lo que pasa aquí, en el libre surgimiento del pensa­ miento, pasa precisamente en este límite, como el juego o como la operación propia de este límite. El límite del comprender define el pensar. Así, el pensar es siempre pensar de lo incomprensible —de eso incomprensible que «forma parte» de todo comprender en cuanto que

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es su propio límite.8 Pero esto no quiere decir que el pensar sea una es­ pecie de «super-comprensión» (sea cual sea la manera como se quie­ ran ver las cosas, es siempre así como se presenta el callejón sin salida de los místicos, incluido lo que subsiste de místico en Heidegger). El pensamiento no empuja al entendimiento más allá de lo que éste en­ tiende, y no vaticina más tampoco. El pensamiento piensa el límite, es decir, que no hay pensamiento si éste no se traslada al límite del pen­ samiento. En cuanto que éste «comprende», no comprende su propio límite, y no comprende nada de lo que no comprende: no se mediatiza tampoco en una «comprensión de la incomprensibilidad». Pero es que no se trata ya aquí de comprensibilidad y de incomprensibilidad. Una y otra dependen de la necesidad, y el pensamiento está entregado a la libertad. No está sometido a la comprensión y a su contrario. Si hay que decir de él que está sometido a una necesidad, será de tal manera que la necesidad de la libertad no sea la libertad de la necesidad. Ésta se lleva a cabo en el concepto hegeliano, en la medida en que éste se lleva a cabo. Aquélla no es «necesaria» más que en el sentido de que se desencadena en su abismo, y desde su abismo. Ahora bien, el «abismo» (al margen de lo que quiera decir Heideg­ ger por su parte con esta palabra) no se «abre», bajo el efecto de al­ guna necesidad, para dar o para entregar algo. El abismo no es la re8- ¿H ay que subrayarlo? De la «com prensión» del Dasein en el sentido de E l ser y el tiempo al «pensam iento» según Was heisst Denken (¿Q ué significa pensar?), no hacem os m ás que retom ar, acentuándolo p o r lo dem ás, librem ente, tratan d o de liberar lo que se propone, el «cam ino de pensam iento» de H eidegger. Se h a com prendido que practica­ m os u n a repetición que com porta asim ism o la repetición de otras repeticiones: no h a ­ blam os sólo de los que citam os con m ás agrado, aquí y en otras partes, m uchos de los cuales h a n trabajado en la repetición de H eidegger, sino tam bién de otros que en o ca­ siones h an repetido sin quererlo al defender algo del m ism o H eidegger (en prim er lugar, Adorno). La cita no es el todo de la repetición. E n verdad, hay toda u n a época inventada en la repetición, que h a inventado su diferencia com o repetición, es decir, la diferencia de u n después del «fin de la filosofía» com o re-petición (repetitio) de lo que está en juego en la filosofía. Con todo, fue H eidegger m ism o quien inauguró el pensam iento en cuanto repetición (y no crítica ni reem plazo) de lo que ya se pensó. Repetir: hacer la ex­ periencia de que el pensam iento se h a encerrado en la «metafísica» —y de que este en­ cerram iento libera las posibilidades y las exigencias del pensam iento finito, es decir, del pensam iento que retom a toda su experiencia com o experiencia de la finitud y se goza de ello. L ibertad de repetir, liberación en la repetición. E n la «Nota prelim inar» a los Wegmarken (1 9 6 7 ) H eidegger indicaba la «necesidad de ser com prendido m ás adelante de otro m odo a com o uno se com prende a sí mismo»; pero «esta necesidad tiene su fondo en la posibilidad de que la tradición y la transm isión históricas preserven todavía u n es­ pacio libre de juego p ara lo que ella exige». El pensam iento y su tradición liberan p o r sí m ism os la posibilidad de su libre repetición, y es en ello donde hay pensam iento.

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serva esencial a partir de la cual se produciría, por alguna necesidad de proceso, de extracción o de engendramiento, lo que vendría al pensa­ miento. El «abismo» de la libertad es que haya algo, no es otra cosa. No «es», pues, en consecuencia, en cuanto abismo, más que el desen­ cadenamiento que «sale» de ahí, o más exactamente, y puesto que no hay sustancialidad ni interioridad del abismo: el «abismo» mismo, tér­ mino a pesar de todo evocador de profundidades, no es más que el de­ sencadenamiento, la prodigalidad o la generosidad del ser-en-elmundo de algo. Es eso lo que da el pensamiento, en ese sentido de que el pensamiento no es nada más que el estar-entregado a esa generosi­ dad. La libertad no es el fondo vertiginoso del abismo, abierto y sus­ traído a la comprensión. La libertad surge de nada, con el pensamiento y como el pensamiento que es la existencia entregada al «hay» de un mundo. Es de golpe ella misma el límite del pensamiento, el pensa­ miento como límite, que no es el límite de una comprensión, sino que es, según la lógica del límite, la ilimitación de la prodigalidad del ser. El pensamiento estajusto en esa ilimitación del «hay», está justo en la libertad desencadenada según la cual eso se da y eso sucede. Por eso no tiene la libertad como algo que comprender o que renunciar a com­ prender: sino que la libertad se ofrece en él como aquello que le es más íntimo y más originario que cualquier objeto de pensamiento y que cualquier facultad de pensar. A decir verdad, no hay ya aquí ni siquiera «la libertad» como una sustancia definida. No hay, cabe decir, sino el «libremente» o el «ge­ nerosamente» con el que eso se da, y se da a pensar. Sin duda «la li­ bertad» «se» desencadena «ella misma», a la vez en el sentido de que sería el sujeto de ese acto, y en el sentido de que es su propia sustancia lo que prodigaría. Pero lo que se desencadena no estaba previamente ligado en una unidad sustancial: por el contrario, el sujeto sucede a la libertad, o nace en ella. Lo que se prodiga no estaba previamente re­ servado en un recinto, ni siquiera se contenía en sí mismo como lo hace un abismo. La generosidad precede la posibilidad de cualquier posesión. El secreto de esta generosidad es que no se trata aquí de dar lo que se tiene (no se tiene nada, la libertad no tiene nada de propio), sino de darse —y que el sí mismo de esta forma reflexiva no es otra cosa que la generosidad o que lo generoso de la generosidad. Lo gene­ roso de la generosidad no es su sujeto, ni su esencia. Es más bien su singularidad, es decir, a la vez su acontecimiento:9 la generosidad 9. H abría que entender aquí la «singularidad» a la vez de acuerdo con el valor que le da Deleuze de «acontecim iento ideal» o de p u n tu alid ad «esencialm ente pre-individual,

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llega, da y se da dando, siempre singular y nunca retenida en la gene­ ralidad de su propia cualidad —y su forma única de no «tener lugar» en el sentido de una simple sucesión, sino precediéndose siempre, sucediéndose siempre. Eso se desencadena, sin «estar encadenado», an­ tes de serlo, sino también después, ya lanzado, enviado, prodigado sin haber tenido el tiempo de saberse «generoso», sin haber estado some­ tido al tiempo de una tal cualificación. El generoso se abandona a la generosidad, que no es «la suya», sin tener y sin dominar lo que hace. I .s como una cabezonada (el pensamiento como una cabezonada...), e s estar entregado o abandonado, no sólo sin haberlo calculado y sin i|ue se haya podido calcular, pero incluso sin idea de la generosidad. No es una inconciencia, es, por el contrario —si se puede decir en esos léi minos , la más pura y simple conciencia: la de la existencia prodi­ gada. El pensamiento que se da así es el pensamiento más simple: el pensamiento de la libertad del ser, el pensamiento de la posibilidad del "hay», es decir, el pensamiento m ism o, o el pensamiento del pensa­ miento. No tiene que «comprender», ni que comprenderse, o incompi ender. Está prodigada a ella misma, en la existencia y como la exis­ tencia del existente, como su propia inesencial esencia, realmente más acá de las condiciones y de las operaciones de toda intelección y de toda (re)presentación: está prodigada como la libertad misma de po­ der eventualmente comprender o no comprender algo. Esta libertad no es una cuestión o un problema para el pensamiento: es, en éste, su propia apertura. «La libertad» no puede no mezclar aquí, en una unidad que no tiene como índice más que su propia generosidad, los valores del im­ pulso, del azar, de la suerte, de lo imprevisto, de lo decidido, del juego, del hallazgo, de la conclusión, de la turbación, del síncope, de la va­ lentía, de la reflexión, de la ruptura, del horror, de la sutura, del abanIIO personal, aconceptual» (Logique du sens, París, M inuit, 1969, pág. 67 [trad . cast. de Miguel Morey: Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1 9 8 9]), y según el valor que la len||im da a la p alabra cuando hace que ésta signifique «cosa extraña, anom alía», e incluso •rgún el valor de «sorpresa» que analizarem os m ás adelante en la relación de la liberIml con el tiem po (cap. 11). Así, es aquí p a ra nosotros la existencia lo que es ante todo singular. Tiene lu g ar singularm ente, y no tiene lugar m ás que singularm ente. P ara el M ístente, es su p ro p ia existencia lo que en p rim er lugar es singular p a ra él, lo cual quiere d ecir que no le es precisam ente «propia», y que su «existir» tiene lugar u n n ú ­ mero indefinido de veces «en» su individualidad m ism a (q u e es a su vez u n a singulari- • tlrnl). Es la singularidad lo que distingue al existente del sujeto: pues éste es esencial­ mente lo que se apropia a sí m ism o, según su propia proxim idad y según su propia ley. ¡ l’ri o el advenim iento de u n a subjetividad es a su vez u n a singularidad.

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dono, de la esperanza, del capricho, del rigor, de lo arbitrario.10 E in­ cluso, la risa, los llantos, el grito, la palabra, el arrobamiento, el arre­ bato, la sacudida, la energía, la dulzura... La libertad es también ahí realmente la libertad salvaje, la libertad de indiferencia, la libertad de elección, la disponibilidad, el libre juego, la libertad de marcha, la li­ bertad del aire, la libertad del amor, o la de un tiempo libre donde el tiempo recomienza. Libera todas esas posibilidades, todas esas nocio­ nes de la libertad como otras tantas libertades de la libertad —y se li­ bera de ella. No es, en efecto, un montaje dialéctico, y todavía menos una reca­ pitulación ecléctica, es una diseminación heterogénea de estados, de conceptos, de motivos o de afectos, que podrían componer, por decirlo así, una infinidad de figuras o de modos de una única libertad, pero que se ofrecen en realidad como una prodigalidad de estallidos de los que «la libertad» no es la sustancia común, sino... el estallido. No es tampoco su condición trascendente, y no son sus trascendentales. Es­ tos estallidos son en suma todos los determinantes posibles de la li­ bertad en cuanto que se prodiga en retirada de toda determinación. Cada uno de ellos, o las figuras que se pueden componer con ellos, re­ queriría su propia elaboración fenomenológica, sin duda, pero ante todo su lista numerosa, inacabada e inacabable, significa su propia proliferación (si verdaderamente no quiere uno equivocarse riendo ahí un bricolage antropológico), la cual significa a su vez en definitiva, que la libertad esencialmente estalla. No es, por ello, sin embargo, ne10. Incluso h ab ría que reevaluar el lib re arbitrio, sobre to d o si hay que entenderlo, en su form a original, com o propone Vuillemin: «el sistem a de D em ócrito, se dice, h a su­ frido p o r hab er sido trasm itido p o r el sistem a de E picuro, que h a subordinado la teoría a la práctica, y h a introducido en filosofía el concepto metafíisico de la libertad. Es, en efecto, este concepto de libertad de indiferencia o de equilibrio, o de arbitrio, lo que p ro ­ dujo la adm iración de u n M arco Aurelio, y que es la piedra angular de la filosofía de E pi­ curo. A hora bien, esta lib ertad es p rim era m en te la de re h u sa r las solicitaciones de la opinión, p o r ejemplo, la representación de los m ales futuros, p a ra n o acep tar m ás que el presente, es decir, la sensación sep arad a del m ovim iento activo del error» (Nécessité ou contingence —l'aporie de Diodore et les systémes philosophiques, París, M inuit, 1984, pág. 2 0 5 .) U na aceptación del presente que n o sea precisam ente resignarse al destino (es eso lo que quería E picuro) caracterizará m á s adelante p ara nosotros la libertad (cap. 11). No se tra ta de pro p o n er u n nuevo epicureism o, ni siquiera u n a derivación epicúrea. Se tra ta sólo de constatar que hay en el corazón d e la tradición filosófica sobre la lib ertad lo que se po d ría llam ar u n «m aterialism o del presente» —com prendido com o la singularidad de la existencia, y n o com o la p resen cia ap ro piad a— involucrada en u n d ebate intim o con el idealism o de la tem poralidad c o m p ren d id a com o presencia p erp etu a del encade­ nam iento causal (véase cap. 9).

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cesanamente, «la bacanal en la que todos los miembros están ebrios», pero no hay libertad sin alguna embriaguez, o sin un vértigo, por li­ gero que sea. Es entonces el «abismo» de la libertad en este sentido de que la li­ bertad no se pertenece. Así, la libertad del ser no es una propiedad fun­ damental que estaría en primer lugar puesta como una esencia, sino que es inmediatamente el ser en libertad, o el ser libre del ser, en el que su ser se prodiga. Es su vida misma, si se debe entender la vida como la autoafección originaria. Pero el ser no es un viviente, y no «se afecta» de su libertad: no es lo que es más que en ella y en cuanto ella, el ser de un estallido del ser que lo entrega a la existencia. Lo que es así no está nunca primeramente en el orden de la acción, ni en el de la volición, ni en el de la representación. Es un estallido o una singularidad de existencia, es decir, la existencia misma en cuanto desprovista de esencia y entregada a esa inesencialidad como a su pro­ pia sorpresa tanto como a su propia decisión, como a su propia inde­ cisión tanto como a su propia generosidad. Pero eso «propio» de la li­ bertad no es nada subjetivo: es el estallido inapropiable de donde le proviene al sujeto su existencia misma de sujeto, sin soporte en él, e incluso sin relación con él, siendo «él» más singularmente que nin­ guna ipseidad, «él» en el estallido de un «existe», que nada funda, que nada necesita, que sobreviene y sorprende solamente, vertiginoso hasta el punto de que no es ya ni siquiera cuestión de asignar un «abismo» de su vértigo: es él mismo ese vértigo, su existencia, su pen­ samiento son ese vértigo de la prodigalidad que lo hace existir sin dis­ pensarle ninguna esencia, y que no es, pues, ella misma una esencia, sino el libre estallido del ser. La libertad en el existente conforma, pues, inmediatamente tanto su inmanencia (se podría decir en términos de un registro que no viene ya al caso: la necesidad de su azar, de su contingencia, lo bien fundado de su capricho) como su trascendencia. Que el existente tras­ ciende quiere decir: que no tiene inmanencia en la libertad misma con la que existe. Pero su libertad, que le es más íntima que ninguna pro­ piedad de esencia, sólo es en esta intimidad misma el «golpe» o el «corte» de su existencia: el estallido archioriginario del ser puro. Esta trascendencia ni siquiera hay que comprenderla primeramente como «apertura a», ni como «paso fuera de» —en un sentido, no es ek-stática, y la libertad existente no es ek-sistente, sino que es la insistencia de un estallido; la trascendencia tiene lugar sobre el propio terreno, aquí y ahora, como una presencia que sería la presencia singular de un golpe, de un salto, de un salto libre en la existencia, y de la existencia.

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Así, es en definitiva la libertad la que «salta», o más bien es ella la que es el «salto», en lugar de que el salto haga acceder, como preten­ día Heidegger, a la región de la libertad. El salto, pues, no es una libre decisión del pensamiento. Es la libertad, y la libertad da el pensa­ miento, puesto que el pensamiento es aquello que se sostiene en el salto. La libertad es el salto en la existencia en el que la existencia se descubre como tal, y este descubrimiento es el pensamiento. Antes de ser o de intentar ser «pensamiento de la libertad», el pensamiento está, pues, en la libertad. El pensamiento está en ese salto, desde el «azar que da los pensamientos y que los quita» de Pascal, hasta esa otra extremidad en la que incluso no puede ya tener «pensamientos» (ideas, conceptos, representaciones), no porque estaría limitada en relación con otro y más potente poder de (re)presentación, sino por­ que afecta por él mismo y en él mismo a ese límite que es su libertad m ism a. En ese límite, él ni comprende ni incomprende. No tropieza con nada, y no se lanza tampoco al espacio vacío de la paloma kan­ tiana. No salta a nada, ni por encima de nada. Es sólo el salto de un sobresalto, estallido de la existencia, desencadenamiento que no de­ sencadena nada más que el temblor del existente en el borde de su existencia. El pensamiento tiembla de libertad: miedo e impaciencia, suerte, experiencia de esto de que no haya pensamiento que no esté siempre dado en libertad y a la libertad. Desde que piensa, el pensa­ miento se sabe libre en cuanto pensamiento, y no solamente —ni si­ quiera necesariamente— en cuanto posibilidad de elegir o de inventar sus ideas o sus representaciones. Se sabe libre porque sabe que es ya, como pensamiento, experiencia de la libertad: simplemente por el he­ cho de que «pensar» significa no estar necesitado por una esencia, por un fundamento o p or una causa, o al menos no serlo sin tener inme­ diatamente que relacionarse con esa necesidad como necesidad (lo cual equivale a decir: como necesidad pensada ). El pensamiento no puede pensar sin saberse como libertad, aunque no fuera más que como ese ínfimo, infinito temblor en el límite de toda necesidad, o bien incluso, como esa ínfima, infinita sorpresa del existente ante el «hay ser». Pero esa experiencia de la libertad (que no es experiencia «en pen­ samiento, sino que es el pensamiento, o el pensar, como experiencia) es sólo saber esto: que en todo pensamiento hay otro pensamiento, un «pensamiento» que no es ya pensado por el pensamiento, sino que lo piensa ella misma (que lo da, que lo prodiga, y que lo pesa, que quiere decir «pensar»): un pensamiento diferente del entendimiento, dife­ rente de la razón, diferente del saber, diferente de la contemplación,

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diferente de la filosofía, diferente, en fin, del pensamiento mismo. El pensamiento diferente, otro, de todo pensamiento, que no es lo Otro del pensamiento, ni el pensamiento de lo Otro, sino aquello por lo que el pensamiento piensa, esto es el estallido de la libertad.

C a pítu lo 6

FILOSOFÍA: LÓGICA DE LA LIBERTAD

¿Quién debe encargarse de ese otro pensamiento? Nadie es su ope­ rador, ni su funcionario, ni su «especialista». Este otro pensamiento piensa en todo pensamiento —y piensa este pensamiento, es decir, que lo pesa, que lo experimenta, que lo somete a la prueba de la libertad. Piensa «en todo pensamiento»: eso puede ser un juego en un pensa­ miento de la matemática, de la política, de la técnica, de la vida coti­ diana, etc. Eso puede ser cuando se piensa en alguien, cuando «no se piensa en nada», cuando se está en la preocupación de la decisión, o en el apretón del sufrimiento, o en el aburrimiento de las necesidades, así como también cuando se concibe, se medita, se organiza un dis­ curso. Se ha dicho ya: el otro pensamiento, que es el que libera todo pen-/ samiento como tal, no se mantiene en ninguna forma definida del pensamiento —es, quizá, lo in-forme de todo pensamiento—, y pon consiguiente no se mantiene tampoco en lo que se llama «filosofía»., En un sentido, hay que decir, incluso: hemos acabado con la «filoso­ fía», puesto que ésta ha encerrado la libertad en el imperio de su ne­ cesidad, sustrayéndose así al otro pensamiento, o a la libertad en el pensamiento. Es así como la filosofía ha constituido la libertad en pro­ blem a, mientras que la libertad, sin duda, es cualquier cosa antes que un «problema». Aquello que, en el pensamiento, se dirige al pensa­ miento, y dirige el pensamiento a él mismo no puede constituir un «problema»: es un «hecho», o un «don», o una «tarea». ¿Por qué, entonces, la filosofía, o como se la quiera llamar? (Por más que Heidegger haya sustituido ese nombre por el de «pensa­ miento» —y con excelentes razones, que siguen estando vigentes aquí mismo en nuestro discurso— no es menos cierto que para nosotros es un filósofo que determina a partir de la filosofía la necesidad y el en­ vite de dicha sustitución, y «la filosofía», para nosotros, hace siempre referencia, al menos técnica o práctica, y por ejemplo también institu­ cional, a la posibilidad de poner en juego la libertad más intratable del pensamiento, y en cuanto pensamiento.) Se podría decir: «la libertad»

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ha aparecido en la filosofía, y ha permanecido prisionera en el cerco de ésta, como su Idea misma replegada sobre su propia identidad —in­ cluso allí donde la filosofía quiso superarse a sí misma y realizarse. Por eso, cuando no ha habido abandono de la filosofía, ha habido en la filosofía abandono de la libertad. Hasta el punto de que emprender, hoy en día, un discurso filosófico sobre la libertad tiene algo de ri­ dículo, o de indecente. Poco importa, efectivamente, «la filosofía», si ésta no tiene nada que ver con la libertad, o más bien, poco importa «la filosofía», si ésta no es la inscripción del hecho de la libertad, en lugar de ser la (in)comprensión de su Idea. La libertad, es «ella» la que nos importa. No por­ que fuera un bien, deseado y con derecho a gozar de él, sino porque es­ tamos, desde siempre, definidos y destinados en ella. Desde siempre: es decir, de fundación occidental, pero eso quiere decir también de fundación filosófica. Nuestra fundación filosófico-occidental es también nuestra funda­ ción en la libertad —incluso si (y quizá precisamente porque) son el fundamento de la libertad, y la libertad, en cuanto fundamento, los que se sustraen a la toma (prise) filosófica. Ahora bien, la filosofía ha significado siempre —o al menos ha in­ dicado siempre— algo más y otra cosa que «la filosofía», es decir, si se quiere, que la disciplina pura de los conceptos, la cual, por sí misma, es disciplina del fundamento en general. (Incluso el llamado «pensa­ miento del ser» designa en primer lugar el estudio de un concepto, y la interrogación sistemática de la relación de éste con el fundamento.) No hay, en efecto, la idea de algo así como una disciplina de los con­ ceptos a no ser porque hay —en virtud de una especie de previo abso­ luto de la filosofía, en el que la filosofía se precede y se excede necesa­ riamente— la pre-comprensión del hecho de que el orden del concepto pertenece él mismo, desde el origen y por esencia, al elemento de la li­ bertad. El concepto mismo puede muy bien aparecer como la abstrac­ ción representativa: pero el concepto del concepto, si se puede decir así, no puede ser otra cosa sino la libertad según la cual tiene lugar el acceso a la representación misma —y a la representación del funda­ mento, así como también al fundamento de la representación: es decir, el modo de ser según la existencia, o incluso el pensamiento en cuanto libre posibilidad de tener un m undo, o en cuanto la disponibilidad a un mundo (aunque éste no fuese, como ocurre en la filosofía, más que un mundo de representación). La facticidad de la libertad es también el hecho del pensamiento. Está, pues, igualmente presente en el hecho —que abre la filosofía, y que en consecuencia la precede también— de

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que definamos al «hombre» por el pensamiento: es decir, que no le de­ finimos como parte de un orden universal, ni como criatura de Dios, ni como el heredero y el transmisor de su propio linaje, sino en cuanto zoon logon elchon. El pensamiento se especifica como logos, y el logos, antes de designar ninguna combinatoria de los conceptos y ningún fundamento de la representación, designa esencialmente —en este or­ den del «concepto del concepto» y del «fundamento del fundamento» al que están abocadas su dialogía y su dialéctica —la libertad del acceso a su propia esencia. Logos no es en primer lugar la producción, la re­ cepción o la asignación de una «razón», sino que es, ante todo, la li­ bertad en la que se presenta o por medio de la cual se ofrece la «razón» de toda «razón»: pues ésta no depende más que del logos, el cual no de­ pende a su vez de ningún «orden de las razones», sino de un «orden de las materias» de las que la materia primera no es otra cosa sino la li­ bertad, o la liberación del pensamiento para un mundo. A falta de lo cual el logos no plantearía jamás ninguna cuestión del concepto como concepto, del fundamento como fundamento, ni de la representación como representación (ni ninguna cuestión del logos como logos). Así, el logos, antes de toda «lógica», pero en la inauguración misma de su pro­ pia lógica, accede libremente a su propia esencia —aunque no sea más que en el modo de no acceder libremente a su propia esencia. Este ac­ ceso, que constituye asimismo su proveniencia, no deja de ponerse en juego, tanto cuando el logos pretende dominar «la libertad» en una «ló­ gica», como también cuando renuncia a asignar ninguna «razón» de esa libertad. Pero, ya (se) domine, ya renuncie (a sí), el logos está de antemano captado por la libertad, la cual deshace en el logos mismo, su dominio o su abdicación. Lo cual viene a querer decir que la libertad ofrece o lanza el pensamiento, en la filosofía, siempre más allá de «la filosofía», concibiéndose como el Concepto o como el Fundamento del logos. Por eso no hay acabamiento o clausura filosófica que no exija y que no provoque de nuevo sino exactamente «la filosofía», al menos una li­ bertad filosófica siempre cada vez más antigua y siempre cada vez más joven que toda filosofía. No decimos, pues, que la filosofía es el pensamiento en su libertad: lo que decimos es que para toda la tradi­ ción de Occidente, a la que pertenece inevitablemente la idea de «li­ bertad», puesto que ella la funda (o puesto que ella se (in)comprende como su fundamento) es sólo justo en la filosofía (si no en ella como doctrina, cuerpo de pensamiento o construcción de conceptos) por donde pasa la lógica de la libertad, que no responde a ninguna otra cosa sino a la apertura existente del pensamiento. El pensamiento y la

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libertad están correlativamente determinados y destinados en la filo­ sofía. Incluso si tenemos que liberamos de esta determinación, esto no se puede llevar a cabo, por definición, en un simple «afuera» de la fi­ losofía. (Lo cual no significa que no haya, «fuera» de la filosofía, ni pensamiento ni libertad: sino que no los hay, ni uno ni otro, en el sen­ tido de su determinación recíproca en el logos.) No hay, pues, una disciplina pura de los conceptos en el sentido en el que habría una disciplina de las ideas inverificables, de las «grandes ideas» libremente producidas al margen de las coerciones de la obje­ tividad y de la práctica, o de las «visiones del mundo» cuyo libre mer­ cado vendría a ocupar la zona de indigencia de nuestro saber, como de hecho se comprende demasiado a menudo la filosofía y la libertad fi­ losófica (siendo la idea misma de «libertad» uno de los primeros pro­ ductos puestos en circulación en ese mercado filosófico). Pero la «ver­ dad», la «objetividad», el «saber» en general, en cuanto que están (in)fundados en el logos, están (in)fundados en la libertad. La filosofía es el pensamiento que reconduce la disciplina de los conceptos a la ex­ periencia de este fundamento, o bien no es más que el olvido o la obli­ teración de su propia constitución. La filosofía no es en absoluto una disciplina fundadora del todo (de éste precisamente no puede haber ninguna), sino que es el «plegado» propio, en el discurso, de la libertad que define el logos en el acceso a su propia esencia. Filosofía equivale a que el pensamiento, en su esen­ cia, sea liberación de la existencia para un mundo, y a que la libertad

gos, sin el cual no tendríamos la idea de la menor «lógica» (discursiva,

de esa liberación no pueda llegar a ser apropiada como un «objeto de pensamiento», sino que señala con un pliegue imborrable el ejercicio del pen­ samiento. Se trata del pliegue según el cual el pensamiento se toca a sí

mismo, se experimenta a sí mismo o accede a su propia esencia según la experiencia de la libertad, sin la cual no sería «pensamiento», y to­ davía menos logos en cuanto libre acceso a su propia esencia. Así, la filosofía no produce ni construye ninguna libertad, ni garan­ tiza ninguna, ni sabría, como tal, defender ninguna (sea cual sea el pa­ pel mediato que pueda jugar, como cualquier otra disciplina, en las lu­ chas efectivas). Pero mantiene abierto el acceso a la esencia del logos, a través de su historia y de todos sus avatares. Es así como tiene que mantener en adelante este acceso abierto —el de la libertad—, más allá de la clausura filosófica, o metafísica, de la libertad. La filosofía está, sin cesar, más allá de ella misma —aquello de lo que tiene en adelante un saber temático en la interrogación del concepto mismo de «filoso­ fía»—, no porque sería el Fénix de los saberes, sino porque «filosofar» consiste en mantener abierto el acceso vertiginoso a la esencia del lo-

narrativa, matemática, metafísica, etc.). Pero este mantenimiento no es una operación de fuerza, ni siquiera de conservación: consiste en experimentar en el pensamiento (lo cual significa inscribir en el len­ guaje) ese pliegue de libertad que articula el pensamiento mismo (lo cual significa: inscribir en el lenguaje la libertad que la articula, y que no se la apropia jamás). Cuando se dice, por consiguiente, que la verdadera filosofía está allí donde «en el saber está al mismo tiempo captada toda la existencia en su raíz buscada por la filosofía —en la libertad»} o bien incluso que la filosofía es «estricto conocimiento conceptual del ser. Pero no lo es cuando ese concebir ( Begreifen) es, en sí, la captación (Ergreifen ) filo­ sófica del Dasein en verdad», no se dice que el concepto filosófico comprendería la existencia en su libertad, sino que se dice que es la li­ bertad la que capta el concepto mismo en su «concebir». No es una «concepción de la existencia», y todavía menos, si es que eso es posi­ ble, una «concepción de la libertad», sino que es la existencia en el ejercicio de la libertad del concepto, es la existencia en cuanto pensa­ miento que no es pensamiento de sea lo que sea, a no ser que sea pen­ samiento para la libertad del ser-en-el-mundo. Es, en suma, la praxis del logos (o la «razón práctica»), que no es tanto una «práctica teórica» como aquello por lo que el logos se ve llevado hasta su límite, hasta el límite de la existencia misma, la cual «capta» no tanto absorbiéndola o subsumiéndola, sino asumiendo, por el contrario el hecho de que es la libertad de la existencia lo que le da —y lo que le sustrae— su propia esencia de logos. La filosofía no es la esfera libre del pensamiento en general, no es tampoco el relevo «teórico» de las prácticas morales, políticas o estéti­ cas de la libertad, ni suple mediante la independencia del alma las pri­ vaciones materiales de libertad. Pero en la filosofía, la lógica de la li­ bertad se reanuda simplemente sin cesar con el axioma práctico que lo inaugura: el pensamiento se recibe de la libertad de la existencia.

1. Heidegger, Gesamtausgabe, vol. 26, Francfort del Meno, Klostermann, 1978, pág. 22, después pág. 23 («Metaphysische Anfangsgründe der Logik», curso de 1928).

Capítulo 7 PARTICIÓN DE LA LIBERTAD. IGUALDAD, FRATERNIDAD, JUSTICIA

A la libertad no se la puede presentar como la autonomía de una subjetividad dueña de sí misma y de sus decisiones, evolucionando sin ningún tipo de traba, en una perfecta independencia. ¿Qué otra cosa podría significar una independencia como ésa sino justamente la im­ posibilidad por principio de entrar en la más mínima relación —y en consecuencia de ejercer la más mínima libertad? El encadenamiento o el enlace de las relaciones no precede sin duda a la libertad, sino que es contemporáneo y coextensivo de ésta, de la misma manera que el ser-en-común es contemporáneo de la existencia singular , y coexten­ sivo con su propia espacialidad. El ser singular existe en la relación, o según la relación, y también igualmente en la medida en que su singu­ laridad puede consistir (y de hecho consiste siempre, en cierto sen­ tido) en exceptuarse o sustraerse a toda relación. La singularidad con­ siste en el «una sola vez, ésta», cuya simple enunciación —parecida al llanto del niño que nace, y en efecto se trata cada vez de un naci­ miento— establece una relación al mismo tiempo que socava infinita­ mente el tiempo y el espacio reputados «comunes» alrededor del punto de enunciación. En este punto, es cada vez la libertad lo que nace singularmente. (Y es el nacimiento lo que libera.) La ontología no tiene más que dos posibilidades formales (pero son también materiales: se trata siempre de cuerpo...): o bien el Ser es sin­ gular (no hay nada sino él, es único, y reabsorbe en él toda la sustan­ cia común de la onticidad de los entes —pero está claro, entonces, que no es singular: si no hay más que una vez, no hay jamás «una vez»)— o bien, no hay ser más que de la singularidad: cada vez esa sola vez, y nada que sea general o común, sino el «cada vez esa sola vez». Es así como hay que comprender la Jemeinigkeit de Heidegger, el «cada vez en cuanto mío» del Dasein, que no define la subjetividad de una pre­ sencia sustancial del yo a sí (y que en consecuencia no es ni siquiera comparable al acompañar las representaciones la «forma vacía» del

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«Yo» kantiano), sino que defíne por el contrario la «mieidad» a partir del «cada vez»\ Cada vez que hay la singularidad de una «vez», en ese ! yo alemán al que imita de forma tan extraña el «yo» francés, en cada ' golpe de existencia, en cada salto de libertad o en la libertad, en cada nacimiento-al-mundo, hay «mieidad», lo cual no implica la perma­ nencia, la identidad, ni la autonomía sustancial del «yo» —sino que implica más bien la retirada de toda sustancia en donde se hunde lo infinito de la relación según la cual «mieidad» quiere decir idéntica! mente la no-identidad de «tueidad» y de «sueidad». El «cada vez» es una estructura de intervalo, define un espaciamiento de espacio y de tiempo. No hay nada entre cada vez: ahí el ser se retira. El ser, en efecto, no es un continuum óntico de los entes. Por eso, en verdadero rigor, no es, y no tiene ser sino en la discreción de las singularidades. El continuum sería ausencia de relación, o bien sería la relación , fundida en la continuidad de la sustancia. La singularidad, por el con; trario, está inmediatamente en la relación, es decir, en la discreción de los «cada vez esta sola vez»: cada vez se corta de todo, pero cada vez en tanto que vez (golpe y corte de existencia) se abre como relación con las otras veces, en la medida misma en que les es retirada la relación continua. Así, el Mitsein, el ser con, es rigurosamente contemporáneo del Dasein y está inscrito en él, puesto que la esencia del Dasein es existir «cada vez esa sola vez» en tanto que «mía». Se podría decir. El singular de «mío» es por sí mismo un plural. Cada vez es como tal otra vez, a la vez otra que las otras ocurrencias de la «mieidad» (lo que hace que la relación sea también relación discreta de «mí» a «mí», en «mi» tiempo y «mi» espacio), y otra que las ocurrencias de otras «mieidades» diferentes a las «mías». La singularidad —por esta razón distinta de la individualidad— tiene lugar según esta doble alteridad de la «vez», que instaura la relación como retirada de la identidad, y la co­ municación como retirada de la comunión. Las singularidades no tie­ nen ser com ún, pero comparecen cada vez en común ante la retirada de su ser común, espaciadas por toda la infinidad de esa retirada —en este sentido, sin ninguna relación, y por eso mismo arrojadas en la re­ lación.1 1. H e inten tad o este análisis en La com m unauté désoeuvrée, París, B ourgois, 1986. La ley de la relación de la existencia singular se p o d ría fo rm u lar así con Francis W olff (que concluye así en térm in o s heideggerianos u n análisis de E picuro y Lucrecio, véase n ota 10, pág. 67): «Un ser que no p u d iera relacionarse con n in g ú n o tro n o ex-iste, en consecuencia, puesto que es la existencia de u n a relación con algún o tro lo que d e te r­ m ina la posibilidad de su ex-istencia» (Logique de l ’élément - Clinamen, París, M inuit, 1981, pág. 2 5 6 ).

PARTICIÓN

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La existencia del existente no tiene lugar más que singularmente, en esta partición de la singularidad, y cada vez es la libertad lo que está en juego, porque la libertad misma es el envite del «cada vez». No ha­ bría «cada vez» si no hubiera cada vez nacimiento, libertad de una existencia. Por una parte, en efecto, la puesta en relación originaria es contemporánea de la libertad y co-extensiva con ella, en el sentido de que la libertad constituye el juego discreto del intervalo, ofreciendo en suma el espacio de juego en el que «cada vez» tiene lugar: la posibili­ dad que sobreviene a una irreductible singularidad, que no es libre en el sentido en el que estaría dotada de un poder de autonomía (y que existe inmediatamente en la heteronomía de la relación —o bien es que se pasa hasta más acá de la autonomía y de la heteronomía), pero que es en primer lugar libre en el sentido de que sobreviene en el es­ pacio libre y en el espaciarse libre del tiempo, donde la vez singular es únicamente posible. Pero por otra parte, y en consecuencia, la libertad precede a la singularidad misma, aunque no la funda y no la contiene tampoco (la singularidad es infundable, insostenible). Es la libertad que espacia y que singulariza —o que se singulariza—, puesto que es la libertad del ser en su retirada. La libertad «precede», en el sentido de que el ser cede ante todo nacimiento a la existencia: se retira. La liber­ tad es la retirada del ser, pero la retirada del ser constituye la nada de ese ser que es el de la libertad. Por eso, la libertad no es, sino que libera al ser y libera del ser, lo cual se puede transcribir también así: la liber­ tad retira el ser, y da la relación.

Esto no quiere decir que mi libertad se mida en relación con otro en el sentido de dos rayos de acción o de legitimidad cuyos círculos se han de mantener tangentes para que no se apoyen el uno sobre el otro (como hemos dicho, el espaciamiento de las singularidades es infinito, y no puede comportar tangencia, lo cual no le impide ser al mismo tiempo infinitamente íntimo). Pero esto quiere decir que la libertad es relación, o, al menos, que existe en la relación o como la relación: es, o constituye, el paso singular de mi existencia en el espacio libre de la existencia, el paso de mi com-parición que es nuestra comparición. La libertad constituye propiamente el modo de la existencia discreta e in­ sistente de los otros en mi existencia, en cuanto originario para mi existencia.2 Pero es también, a la vez, el modo de la existencia otra in­ sistiendo en mi identidad, y constituyéndola (o desconstituyéndola) como esta identidad: pues la relación es también, se ha dicho ya, rela2. De u n a m anera análoga, M erleau-Ponty intentaba cap tar al otro a p a rtir de la li­ bertad: «El otro no es tan to u n a libertad vista desde fuera cuanto destino y fatalidad, un

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ción conmigo, y es en relación con «mí» también como «yo» soy libre, o como yo «es» libre. Y esto quiere decir de nuevo, simétricamente, que la relación es libertad: la relación no tiene lugar más que en la re­ tirada de aquello que me uniría o me comunicaría necesariamente a los otros y a mí mismo, en la retirada de la continuidad del ser de la existencia, sin la cual no habría singularidad, sino sólo la inmanencia del ser a sí mismo. (Pero entonces ni siquiera se podría decir que «hay» la inmanencia, y no habría nadie para decir que no se podría de­ cir... El ser sería inmediatamente por sí mismo su pensamiento, su lenguaje y su libertad. Sería por sí mismo su otro, pura esencia, que sería realmente la esencia de la existencia, pero que por esa misma ra­ zón no existiría de ninguna manera.) El ser-en-común significa esto: que el ser no es nada que tengamos como una propiedad común, a pesar incluso de que somos, o bien que el ser sólo nos es común en el modo de ser compartido. No es que se nos distribuya una sustancia común y general, sino que el ser no es más que compartido entre los existentes y en existentes (o bien entre los entes en general y en entes —véase nota 2, págs. 81 y 82—, pero es siempre según la existencia como tal como el ser se pone en juego como ser). Por consiguiente, por una parte, no hay ser entre los exis­ tentes —el espacio de las existencias es su espaciamiento, y no es un tejido o un soporte propio de todos y de nadie, y que en consecuencia sería propio de sí mismo—, y por otra parte, el ser de cada existencia,

aquello que comparte del ser, y por lo cual existe, no es otra cosa, sin ser «una cosa», que ese compartir mismo. Así, participamos en aquello que nos parte: la retirada del ser, que es la retirada de la propiedad de sí, y la apertura de la existencia como existencia. Por eso, si bien es verdad en cierto sentido que la soledad es total, como repite toda nuestra tradición, y si es verdad también en cierto sentido que la libertad es la intratable independencia caprichosa de un ser desligado de todo, también es verdad, y de manera irreduc­ tible, que en la soledad, e incluso en el solipsismo —al menos si se en­ tiende éste como un sola ipse de la singularidad—, la ipseidad está ella misma constituida por la partición y como partición. Es decir, que la

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sujeto rival de o tro sujeto: pero considerado en el circuito que lo u n e al m undo, com o nosotros m ism os, y p o r ende tam b ién en el circuito que lo u n e a nosotros — Y este m undo nos es com ún, es in term u n d o —Y hay u n transitivism o p o r generalidad — E in­ cluso la libertad tiene su generalidad, se com prende com o generalidad: actividad ya no es lo contrario de pasividad (...) el o tro es u n relieve com o yo lo soy, no existencia verti­ cal absoluta» {Le visible et Vinvisible, París, G allim ard, 1964, págs. 322-323). Tal vez se­ ría necesario tra ta r de c a p ta r n o sólo al otro —el o tro existente—, sino to d o o tro ente —cosa, bestia o instrum ento— a p a rtir de la libertad. La libertad que hace existir la exis­ tencia al descubierto hace tam bién, y al m ism o tiem po, la a p ertu ra del m undo y su libre espaciam iento. H abría la libertad del Dasein y la libertad del ente en general, la u n a en la o tra y la u n a p o r la otra. Pero siem pre, en últim o térm ino, es la existencia com o ta l la que pone en juego la libertad, y la a p ertu ra donde el ente se presenta. Con todo, en este presentarse, el ente en general existe tam b ién de cierta m anera, y singularm ente. Se p o ­ d ría decir: porque la existencia es en el m undo, el m undo, com o tal, tam b ién existe, existe en la existencia p ro p ia de la existencia que está fuera de sí: este árbol existe en su singularidad, y en el espacio libre donde se desarrolla o se tuerce singularm ente. N o se tra ta de u n subjetivism o, el árbol n o m e aparece así, se tra ta de la realidad m aterial del ser-en-el-m undo del existente finito, cuya finitud com porta la existencia efectiva del m undo com o singularidad de la existencia en sí.

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la ipseidad de la singularidad tiene por esencia la retirada de la aseidad del ser. También, que el ser de Su «sí mismo» es lo que permanece

siendo «sí mismo» cuando nada corresponde a sí mismo.3 Si la existencia transciende, si es el ser-fuera-de-sí del ser compar­ tido, es, en consecuencia, porque es fuera de sí lo que ella es: lo cual equivale a decir que tiene realmente su esencia en la existencia que ella es, esencialmente in-esencial. Esta estructura fundamental (o esta apertura a fondo perdido...) no responde a una dialéctica de la media­ ción inmediatizante (que recupera la esencia más allá de su negación), ni a un «éx-tasis» que sublima por reapropiación. Fuera de sí, está la libertad, no la propiedad: ni la de la representación, ni la de la volun­ tad, ni la de la cosa poseída. L a libertad en cuanto que «sí» del ser-fuerade-sí no se vuelve hacia sí ni se pertenece a sí. De manera general no puede de ninguna manera formar una propiedad, puesto que es sólo a partir de ella como puede haber apropiación de sea lo que sea —e in­ cluso de «sí mismo», si es que eso tiene algún sentido. La libertad es aquí precisamente aquello que debe sustituir a toda dialéctica (y a toda «extática», si se entiende ésta en el sentido que se acaba de sugerir), pues no es el proceso del reconocimiento y del do­ minio de sí de una subjetividad. Es, desde el nacimiento y hasta en la muerte —último nacimiento de la singularidad—, lo que lanza al su­ jeto al espacio de la partición del ser. La libertad es la lógica específica del acceso a sí fuera de sí, en un espaciarse cada vez singular del ser. Es el logos de ésta: «razón», «palabra», y «partición». La libertad es el logos, no alógico, sino abierto en el corazón del logos mismo, del ser compartido. La partición ontológica, o la singularidad del ser, abre el espacio que sólo la libertad puede, no ya «llenar», sino propiamente espaciar. «Espaciar el espacio» querría decir: guardarlo en cuanto es3. Véase «L’am o u r en éclats», en Aléa, n.7, París, 1985.

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pació, y en cuanto partición del ser, a fin de compartir indefinidamente

fieren: lo es en el modo de la desmesura de la partición de la existen­ cia. Es la esencia de la igualdad, y es la esencia de la relación. Es tam­ bién la fraternidad, si hay que decir que la fraternidad, más acá de toda connotación sentimental (pero no más acá de las posibilidades de pasión que alberga, del odio a la gloria pasando por el honor, por el amor, por la competición en excelencia, etc.), no es la relación entre aquellos a los que une una misma familia, sino la de aquellos cuyo Pa­ dre, o sustancia común, ha desaparecido, entregándolos a su libertad y a la igualdad de esta libertad. Así son, en Freud, los hijos del Padre in­ humano de la horda: se hacen hermanos en la partición de su cuerpo desmembrado. La fraternidad es la igualdad en la partición de lo in­ conmensurable. Lo que tenemos de propio, cada uno de «nosotros» (pero no hay «nosotros» más que singularmente, de nuevo aquí, en el «cada vez una sola vez» de una voz singular, única/múltiple, que puede decir «noso­ tros»), es lo que tenemos en común: es la partición del ser. Ésta se da como tal en esa posibilidad de decir «nosotros», es decir, de enunciar el plural de la singularidad, y la singularidad de plurales ellos mismos múltiples. El «nosotros» es anterior al «yo», no como un primer sujeto, sino como la partición o la división que permite inscribir «yo». Es por­ que Descartes puede decir que nosotros, todos y cada uno, sabemos que existimos, en cuanto que cada uno, por lo que puede enunciar ego sum. (Esto no implica, sin embargo, que «nosotros», en este nivel, fun­ cione simplemente como «embrague» de lo enunciado en su sujeto enunciador. «Nosotros» hace funcionar un embrague agarrotado, se­ parado de él mismo. No se puede decir quién enuncia «nosotros». Ha­ bría que decir: «se» sabe por evidencia que se existe,4 y es así como nosotros existimos, compartiendo la posibilidad de que yo lo diga cada vez.) Si el ser es la partición, nuestra partición, «ser» (existir), es com­ partir. Esto es la relación: ésta no es un relacionarse tendencial, no es una necesidad o una pulsión de pedazos de ser orientados hacia su re­ unión (eso no sería relación, sería una presencia-a-sí mediatizada por el deseo o por la voluntad), sino que es la existencia entregada a la in-

la partición de las singularidades.

Es también por eso por lo que la libertad, en cuanto que es ese logos de la partición, está ligada inmediatamente a la igualdad, o mejor dicho, es inmediatamente igual a la igualdad. La igualdad no consiste en una conmensurabilidad de los sujetos en relación con alguna uni­ dad de medida. Es la igualdad de las singularidades en lo inconmen­ surable de la libertad (lo cual no impide, al contrario, que sea necesa­ rio tener una medida técnica de la igualdad, y por consiguiente también de la justicia, que haga efectivamente posible, en condiciones dadas, el acceso a lo inconmensurable). Esta inconmensurabilidad no 1significa, a su vez, que cada uno posea un derecho ilimitado a ejercer su voluntad (por lo demás, si «cada uno» designa al individuo, ¿cómo construir un derecho así en relación con las singularidades que divi­ den al individuo mismo, y según las cuales existe? Nos haría falta pri­ mero aprender a pensar «cada uno» a partir de las series o de las redes de «cada vez» singulares). Esta inconmensurabilidad no significa tam­ poco que la libertad sólo se mida con ella misma, como si «ella misma» pudiese proporcionar una medida, un patrón de libertad. Sino que significa que la libertad no se mide con nada: se «mide» con el tras­ cender en nada y «para nada» de la existencia. La libertad: medirse con la nada. Medirse con la nada no quiere decir afrontar heroicamente o con­ frontar extáticamente un abismo concebido como plenitud de nada, y que se volvería a cerrar sobre el hundimiento del sujeto del heroísmo o del éxtasis. Medirse con la nada es medirse, absolutamente, o me­ dirse con la «medida» misma del «medirse»: colocar el «sí mismo» a la medida de ser capaz de tomar la medida de su existencia. Es, quizás, y es incluso seguramente, una desmesura. De ninguna manera, y en nin­ gún registro del análisis, se evitará la desmesura de la libertad —de la que el heroísmo y el éxtasis son de hecho también figuras y nombres, pero que no deben confiscar otras, como la serenidad, la gracia, el per­ dón, o las sorpresas de la lengua, y otras más. Pero esencialmente, esta desmesura de la libertad, en cuanto la me­ dida misma de la existencia, es común. Pues forma parte de la esencia de una medida —y en consecuencia de una desmesura— el ser común. La comunidad divide la desmesura de la libertad. Y puesto que esta ;desmesura no consiste en ninguna otra cosa sino en el hecho o en el gesto de medirse con nada, con la nada, la partición de la comunidad es ella misma la común (des)mesura de la libertad. Así, su medida es común, pero no en el modo de una medida dada a la que todos se re­

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4. Ese se rem itiría así al de Blanchot, o al ellos, que es paralelo de éste, y que no de­ signa el anonim ato de u n a banalidad, sino que corresponde id acontecim iento de lo que n o se puede «volver a c ap ta r m ás que despojándose (d el) poder de decir yo» (L’entretien infini, París, G allim ard, 1969, pág. 5 57). Véase la recuperación de este motivo y u n con­ ju n to de referencias a B lanchot en este punto en D eleuze-G uattari, Mille plateaux, París, M inuit, 1980, pág. 3 24 (trad . cast. de José Vázquez Pérez: Mil mesetas, Valencia, Pre-textos, 2a ed., 1994).

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conmensurabilidad del ser-en-común. Lo que se mide con lo incon­ mensurable, eso es la libertad. O también: ser en la relación es medirse con el ser como partición, es decir, con el nacimiento o con el alum­ bramiento de la existencia como tal (como aquello que por esencia se alumbra), y es en eso en lo que hemos reconocido ya la libertad. Si es ciertamente verdad que la libertad pertenece de esta manera a la «esencia» del hombre, es en la medida en que esta esencia del hom­ bre pertenece a su vez al ser-en-común. Ahora bien, el ser-en-común depende de la partición, que es la partición del ser. En el registro archioriginario de la partición, que es también el del «cada vez» de la singularidad, no hay «el hombre»: es decir, que la relación no es un re­ lacionarse el hombre con el hombre, como si se pudiese hablar de un relacionarse establecido entre dos sujetos constituidos como sujetos y que «anudarían», secundariamente, esa relación. En la relación, el «Hombre» no está dado, sino que es la relación lo único que puede darle a éste su «humanidad». Pero es la libertad lo que da la relación, retirando el ser. Es, pues, la libertad, lo que da la humanidad, y no a la inversa. Pero el don que da la libertad no es quizás jamás, en cuanto don de la libertad, una cualidad, propiedad o esencia del género de una «humanitas». Aun cuando la libertad dé su don en la forma de una «humanitas», como lo ha hecho en los tiempos modernos, de hecho es una trascendencia lo que da: un don que trasciende, en cuanto don, la donación, que no se establece como donación, sino que ante todo se da en cuanto don, y en cuanto don de la libertad que esencialmente da y se da, en la retirada del ser. Es realmente por eso por lo que el «hom­ bre» es también, como sabemos, esa figura susceptible de borrarse. L a libertad da — la libertad. Ésta no pertenece a la «esencia del hombre» más que retirando esta esencia a ella misma: en la existencia. Y en la existencia, la libertad se da también como la posibilidad para el exis­ tente de una «deitas», o de una «animalitas», al igual que como la po­ sibilidad de una «humanitas», o incluso de una «reitas». Pero ante todo, antes de toda determinación de esencia (que no pertenece menos a la decisión en la que se juega la libertad, y de la que hablaremos), la libertad divide la existencia según la relación, y en ésta se divide: aqué­ lla no es la libertad (y en consecuencia, en este sentido, otra cosa que una «libertas») más que en el sobrevenir singular/común de las singu­ laridades. La libertad es, pues, singular/común antes de ser, de la manera que sea, individual o colectiva. La existencia según la relación sería así la determinación ontológica de aquello que Hannah Arendt ha creído po­ der representar como la anterioridad de la libertad pública sobre la li­

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bertad privada o interior, anterioridad que permitía pensar, según ella, el verdadero origen y naturaleza de la idea misma de la libertad.5 Antes de convertirse en un atributo del pensamiento o en una cuali­ dad de la voluntad, la libertad ha sido comprendida como el estatuto del hombre libre, que le permitía desplazarse (...) y encontrar a otras gentes en actos y en palabras.

Poco nos importa aquí la validez histórica de la representación de una ciudad, cuyo sentido espontáneo del libre espacio público se ha- „ bría degradado o perdido en la historia ulterior. ¡Retenemos sólo que j es posible, y quizás necesario, desde el interior de nuestra tradición, • representar la forma originaria de la libertad como la de un libre es­ pacio de desplazamientos y de encuentros: la libertad como composi­ ción exterior de trayectorias y pasos, antes de ser una disposición in­ terior. Sin duda algo así como una autonomía individual parece implicada de manera idéntica en los dos casos. Sin embargo, la «automovilidad» del primer caso no designa precisamente la autolegislación del segundo. La primera «autonomía» consiste en la abertura de un es­ pacio, únicamente dentro del cual puede tener lugar, o no, el cierre de la segunda. Pero el espacio libre, por definición, no puede ser abierto por ninguna libertad subjetiva. El espacio libre es abierto, está libe­ rado, por el hecho mismo de que está constituido o instituido en cuanto espacio por medio de las trayectorias y los pasos de las singula­ ridades lanzadas a la existencia. No hay un espacio previamente pro­ porcionado para el desplazamiento (y es en esto en lo que la imagen del agora o la del forum pueden resultar engañosas), pero hay la parti­ ción, la división original cuyas singularidades se espacian y espacian su ser-en-común (puntos y vectores de los «cada vez», choques y en­ cuentros, todo un lazo sin lazo, todo un lazo del des-enlace, un tejido sin tejer y sin tejedor, al revés de la concepción de Platón). La libertad no aparece aquí como una regla interna de la comunidad, ni como una condición externa que le sería impuesta, sino que aparece precisa­ mente como la exterioridad interna de la comunidad: la existencia como partición del ser. A beneficio de inventario o de rearticulación de estas nociones, lla­ maremos a este espacio el espacio público o político, como hace Hannah Arendt, y aunque no sea exactamente desde su perspectiva. 5. Véase «¿Qué es la libertad?», en La crise de la culture, trad. franc., París, Gallim ard, 1972, pág. 192.

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Que el espacio político sea el espacio originario de la libertad no sig­ nifica, en consecuencia, que lo político esté destinado en primer lugar a garantizar «la libertad» o «las libertades» (a este respecto, no es de espacio de lo que habría que hablar, sino sólo de aparato), sino que lo político es la «espaciosidad» (a su vez espacio-temporal) de la libertad. Da lugar y tiempo a aquello que se ha llamado «medirse con la parti­ ción». Da lugar y tiempo a la toma de medida de ese «medirse» en to­ das sus formas, un archi-político a partir del cual es posible pensar en los políticos, así como distinguir un orden político de otros órdenes de existencia. La justicia, que es aquí necesariamente un problema, puesto que se trata de partición y medida, no consiste en un justo medio, que presu­ pone la medida dada, sino que es la preocupación de una justa medida de lo inconmensurable. Por eso, sean cuales sean las negociaciones que haya que llevar a cabo con los considerandos y con las previsiones razonables de un justo medio, la justicia no puede estar más que en la decisión renovada de recusar la validez de la «justa medida» adquirida o reinante, en nombre de lo inconmensurable. El espacio público o el político como espaciamiento se da desde el principio en la forma —siempre paradójica y crucial para aquello que no es lo político, ni la comunidad, sino la gestión de la sociedad— de la común (ausencia de) medida de un inconmensurable. Tal es, cabría decir, vástago de la li­ bertad. Es en este sentido en el que se pueden adoptar sin duda, conser­ vando todas las diferencias y todas las discrepancias, frases como las de Lacoue-Labarthe: Los contornos de lo político no se trazan o no se retrazan sino a la medida de la retirada, en lo político y de lo político, de su esencia.6

O como la de Lyotard: La política (...) atestigua la nada que se abre en cada frase que tiene lugar, y con ocasión de la cual nace la discrepancia entre los géneros de discurso.7

6. Philippe L acoue-Labarthe, L ’im itation des m odem es, op. cit., pág. 188 (h ay que entender esta frase en relación con esta otra: «¿Por qué, después de todo, el problem a de la identificación no serla en general el problem a m ism o de lo político?» (ibíd., pág. 173). 7. Jean-Frangois Lyotard, Le différend, P arís, M inuit, 1983, pág. 2 0 4 (trad . cast. de Alberto Bixio: La diferencia, B arcelona, Gedisa, 1988).

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O como la de Badiou: El acontecimiento (...), a través de su potencia de interrupción, equi­ vale a suponer que aquello que es admisible ha dejado de valer. Lo inad­ misible es el referente mayor de una política digna de ese nombre.8

Sin embargo, mientras que estas proposiciones —como la fórmula de una «justa medida de lo inconmensurable», con la que me tomo li­ bremente el derecho de afectar con ella dichas proposiciones como una especie de factor común— llevan, de pleno derecho, a otra propo­ sición que representaría, por el momento al menos, ésta, de Badiou: La política revolucionaria, si se quiere conservar este adjetivo, es esencialmente interminable.

En cambio no indican, o no de forma suficientemente explícita, aquello que es propiamente «interminable» en una «política revolucio­

naria» (cuya apelación remitiría así a la relación de lo político con su propio espaciamiento, la apertura y la reapertura de su espacio como tal). Ahora bien, no es el reajuste infinito del enfoque de una justeza y de una justicia planteadas como Ideas reguladoras lo que es intermina­ ble. Esta visión sería la del «mal infinito» en el sentido de Hegel (y sean cuales sean los servicios efectivos que haya podido dar desde su origen kantiano, dicha visión puede también hoy acompañar las conocidas re­ signaciones del pensamiento de izquierda, y hasta la resignación que no sabe ya lo que quieren decir «izquierda» y «derecha»). Lo malo de ese infinito regulador es que la libertad como hecho —que es la realidad con la que se constituye el espacio de la partición que asignamos aquí como político—, y con ella, por consiguiente, la igualdad, por no decir nada de la fraternidad, vienen a estar asegurados por anticipado en la Idea, y , por eso mismo, quedan entregados a la distancia infinita de una representación (o de la representación de una imposibilidad de repre­ sentación) en el elemento de la cual se sostiene, por definición, el dere­ cho de estas Ideas. En la medida en que se invalidan interminablemente los logros de la historia en nombre de ese derecho, se mezclan por par­ tes iguales la voluntad y la desesperanza de la voluntad — lo cual hace correr el riesgo de que se defina la voluntad de la subjetividad, y la li­ bertad como «autoilusión», con un inevitable reverso de desilusión... Pero si la libertad pertenece al orden del hecho, no del derecho, o si pertenece a un orden en el que el hecho y el derecho se confunden, o 8. Peut-on penser la politique?, París, Le Seuil, 1984, pág. 113.

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incluso, si la libertad es la existencia en cuanto su propia esencia, en­ tonces hay que comprender de otra forma. Hay que comprender que lo que es interminable no es el fin, sino el comienzo. Dicho de otra forma: el acto político de la libertad es la libertad (iguáldad, fraterni­ dad, justicia) en acto, y no el enfoque de un ideal regulador de liber­ tad. Que un enfoque así pueda o deba formar parte de tal o cual prag­ mática del discurso político (pero cada vez es menos seguro que eso sea una mediación o una negociación prácticamente deseable, y efi­ caz, con los discursos de las Ideas), eso no quita que el acto político —y también el acto que decidiría deber tener un discurso de este gé­ nero— sea él mismo en primer lugar el surgimiento y el resurgimiento de la libertad —o su desencadenamiento. Quizás habría que medir lo político con esto de que la libertad no espera ahí (si es que alguna vez espera en alguna parte). La libertad es inicial, y hace falta que sea inicial para ser libertad. Kant escribía:

Si no es posible, aquí, pretender ir más lejos en esta determinación de lo político, habrá que plantear al menos que lo político no consiste primeramente en la composición y en la dinámica de los poderes (que es con lo que se lo ha identificado en la edad moderna, hasta el punto de deslizarse hacia una pura mecánica de fuerzas, extraña incluso al poder como tal, o hacia una «tecnología política», según una expresión de Foucault),11 sino que consiste en la apertura de un espacio. Ese es­ pacio, es la libertad la que lo abre —inicial, inaugural, emergente—, y es la libertad lo que se presenta en acto en él. No viene a producir nada ahí, no viene más que a producirse ahí (no es poiesis, sino praxis), en el sentido en que un actor, para ser el actor que es, se produce en una escena.12 La libertad (igualdad, fraternidad, justicia) se produce, así, como la existencia de acuerdo con la relación. La apertura de esta es­ cena (y la dis-tensión de esta relación) supone fractura, supone un golpe, una decisión: es también como política como la libertad es el salto. Supone el golpe, el corte, la decisión y el salto a la escena (pero es el salto mismo lo que abre la escena) de aquello que, por otra parte, no puede ser recibido, ni reproducido a partir de ningún modelo, puesto que justamente eso comienza siempre, «cada vez». O más exactamente, si eso reproduce un modelo —que no es, de to­ das formas un modelo de producción—, en todo caso es el único mo­ delo del comienzo o de la inicialidad. El comienzo no es el origen. Co-

Reconozco que no me gusta la expresión que utilizan gentes sin em­ bargo sensatas: tal pueblo (y que se lo conciba en trance de elaborar su libertad legal) no está maduro para la libertad, los siervos de un propie­ tario de tierras no están maduros para la libertad; y así, igualmente: los hombres en general no están todavía maduros para la libertad de creer. Pero de acuerdo con esa hipótesis la libertad no surgirá jamás. Pues no se puede madurar para la libertad si no ha sido uno puesto previamente en libertad (tiene uno que ser libre para servirse con utilidad de sus fuer­ zas en libertad).9

La libertad no puede ser concedida, otorgada o extendida en fun­ ción de un grado de madurez o de cualquier habilitación previa para recibirla. Con la libertad no cabe sino tomarla', es eso lo que representa la tradición revolucionaria. Pero tomar la libertad significa que la li­ bertad se toma a sí misma, que se ha recibido ya a sí misma y de sí misma. Nadie comienza a ser libre, es la libertad la que es el comienzo, y ella es sin fin el comienzo. (El comienzo en cuanto comienzo de la historia no se encuentra más que allí donde hay libertad, es decir, allí donde un grupo humano se comporta de forma decidida frente a lo que existe y su verdad.)10 9. La religión dans les limites de la simple raison, trad . franc. en Oeuvres philosophiques, vol. III, París, G allim ard, 1986, pág. 22 6 (tra d cast. de Felipe M artínez Marzoa: La religión dentro de los límites de la mera razón, M adrid, Alianza, 4 a ed., 1991). 10. H eidegger, Gesamtausgabe, Bd. 51, Frankfort del M eno, K losterm ann, 1981, pág. 16 («Grundbegriffe», curso de 1941).

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11. «Omnes et singulatim », en Le débat, n. 41, París, 1986, pág. 7 (trad. cast. de Mi­ guel Morey: M. Foucault, Tecnologías del yo, Paidós, B arcelona, 2a ed., 1991). E n reali­ dad, p a ra definir lo político, la elección entre dos polos: la definición aristotélica del «anim al político» m ediante la disposición del logos en cuan to que éste pone en juego justicia, bien y m al, etc., y m ediante la finalidad no útil del «vivir bien» (eu zein); o bien, en el o tro polo, la tecnología del poder. Quizás habría que reservar el nom bre de «polí­ tica» a u n o de los dos, quizás h ab ría que pensarlos conjuntam ente. E n uno u otro caso, lo notable es que la libertad es esencial a cada polo (y es eso lo que requeriría el que se los p en sara conjuntam ente). E n efecto, F oucault podía escribir en el m ism o texto: «El rasgo distintivo del poder consiste en que algunos hom bres pueden m ás o m enos ente­ ram en te d eterm inar la conducta de otros hom bres —pero nun ca de u n a m an era ex­ haustiva o coercitiva. Un hom bre encadenado y batido queda som etido a la fuerza que se ejerce sobre él. Pero no al poder. Pero si se le puede hacer hablar, cuando su últim o recurso h abría podido ser m antenerse callado, prefiriendo la m uerte, entonces es que se le h a im pulsado a com portarse de cierta m anera. Su libertad h a quedado som etida al poder. Y él h a quedado som etido al gobierno. Si u n individuo puede m antenerse libre, p o r lim itada que pueda ser su libertad, el poder puede som eterlo al gobierno. N o hay po­ d e r sin rechazo o revuelta en potencia» (ibíd., pág. 34). 12. Véase H. Arendt, op. cit. ¿Hay, entonces, u n a mimesis de la libertad, o b ien re­ p u d ia ésta, p o r el contrario, toda m im esis? E sta pregunta, que aflora de nuevo u n as lí­ neas m ás abajo, no la podrem os tra ta r aquí. Nos lim itarem os a indicar sim plem ente el principio: véase n ota 9. pág. 164-165.

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Erigiendo el empleo en sentido .amplio que hemos podido hacer hasta aquí de este término, diremos:'(el origen es origen de una producción, o, en todo caso, en el sentido platónico de la poiesis, es principio de una venida al ser. El poder tiene un origen, la libertad es un comienzo. El comienzo no hace venir al ser, es una inicialidad de ser. La libertad es lo que es inicialmente, o es el ser iniciándose (singularmente). La li­ bertad es la existencia del existente en cuanto tal, es decir, que es la inicialidad de su «puesta en posición»:13 «apuesta» (pone en postura) la existencia, según la partición, en el espacio de la relación. Libertad: acontecimiento y advenimiento de la existencia como ser-en-común de la singularidad. Es la fractura, simultánea en el interior del individuo y de la comunidad, lo que abre el espacio-tiempo específico de la ini­ cialidad. Lo que falta hoy, y lo que hasta ahora ha faltado siempre a la filosofía de la democracia, es el pensamiento de esta inicialidad, más acá o más allá de la guardia de las libertades dadas por adquiridas (por naturaleza o por derecho). Es posible, por esta razón, que no sea ya posible, en el porvenir, pensar en términos de «democracia», y es po­ sible que eso signifique incluso un desplazamiento general de lo «polí­ tico», cuyo nombre hemos movilizado provisionalmente aquí: quizás una liberación de lo político mismo. En cualquier caso, lo que falta es un pensamiento de la libertad, que no es adquirida, sino que se toma ella misma en el acto de su comienzo y de su recomienzo. Es esto lo que nos queda por pensar, y quizás más allá de toda nuestra tradición política, pero es sin embargo ya de alguna manera en la dirección lo que una parte al menos de la tradición revolucionaria ha pensado. Me­ diante un aspecto al menos, el pensamiento de la revolución ha hecho justicia siempre —y no sin riesgos que no hay por qué despreciar— no tanto al retomo de las relaciones de poder como al surgimiento de una libertad no encentada por ningún poder, aunque todos ellos la recu­ bren. Es en esta dirección también como hay que comprender la exi­ gencia radical en Marx de una libertad que no sea garantía de las li­ bertades políticas, religiosas, etc., sino liberación inaugural en relación con estas libertades, en cuanto que éstas no serían otra cosa sino li­ bertades de elección en el marco de un espacio cerrado y precondicio­ nado. No se trata de sustituir el marco de los derechos adquiridos por la coérción de una «liberación» cuyo principio y fin serían ellos mismos adquiridos (lo cual no es seguro que sea el caso en Marx). Sabemos lo que significa eso: el aplastamiento material de toda libertad. Pero se

trata de permitir la reapertura del marco, y la liberación de todo lo ad­ quirido, o su desbordamiento, por medio de la libertad en su (re)comienzo cada vez irreductible, y de que esto sea la tarea de la política en cuanto liberación de la libertad: en cuanto (re)-apertura del espacio de su partición inaugural. Por remontamos hacia más arriba en la tradición revolucionaria, hacia un comienzo cuya ingenuidad conocemos, y del que sin em­ bargo algo queda todavía sin duda por pensar, si es que lo político mismo queda por pensar, citemos a Saint Just: «Aunque Francia haya establecido jueces y ejércitos, debe actuar de manera que el pueblo sea justo y valiente».14 Lo cual quería decir que Francia debía liberarse para su propio ser-libre, y no sólo conservar sus libertades instituidas. Pero «actuar de manera que» no debería ser una operación, ni el «pueblo» una obra, ni su «justicia» y su «valor» una producción. Una política —si es que siguiera siendo una política de la libertad inicial sería una política que pone la libertad en condiciones de comenzar, de dejarse levantar, y en este sentido de dejarse llevar a cabo puesto que esto se lleva a cabo en la emergencia y en su fractura— lo que no se puede acabar. Al igual que la partición, la libertad no se puede acabar.

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13. Véase capítulo 2.

14. L ’esprit de la révolution, París, 10/18, 1969, pág. 79.

C a p ít u l o 8

EXPERIENCIA DE LA LIBERTAD. Y DE NUEVO DE LA COMUNIDAD, QUE RESISTE

La forma más alta de la nada tomada ésta por sí misma sería la li­ bertad, pero ésta es la negatividad en cuanto que profundiza en ella misma, hasta la más alta intensidad, y en cuanto que es ella misma afir­ mación y, en verdad, afirmación absoluta.1

Así, en Hegel mismo, y al menos en la letra de este texto, la libertad no es primitivamente el retomo dialéctico de la negatividad y su relevo en la positividad de un ser. Pero es, en una especie de estallido pre-dialéctico, la prpfundización y la intensificación de la negatividad hasta la afirmación. Libertad es igual a la nada profundizando en sí misma. Es así como puede haber comienzo, surgimiento, apertura violenta. No sólo no hay nada antes del examen, sino que no hay nada en el mo­ mento de la libertad. No hay nada de la que dependa, que la condi­ cione o que la haga posible, o necesaria. Pero tampoco hay «la libertad misma». La libertad es libre incluso de la libertad: es libre, así, para la libertad (mediante el condicional —véase nota 1— el texto de Hegel presenta de alguna manera la libertad de antes de la libertad, o el na­ cimiento mismo de la libertad). Con la libertad, los encadenamientos dialécticos quedan interrumpidos, o no han tenido todavía lugar —in­ cluso si su posibilidad se ofrece ya en su total integridad. No hay iden­ tidad alguna que se conserve en la negación para volver a salir de ésta afirmada (y con motivo, puesto que la nada no es ninguna otra cosa sino la nada del ser como tal en su abstracción inicial). Y esto, puesto que la libertad no es negada a su vez en el curso de su propio proceso 1. Hegel, Enciclopedia, par. 87. El condicional sería, que reem plaza el indicativo es de la p rim era edición, indica, es cierto, u n ligero retroceso en esta determ inación de la libertad. E s com o si Hegel dijese: «la libertad sería esta form a suprem a de la nada, si la n ad a n o estuviese ella m ism a aniquilada». Sigue quedando que la conversión dialéctica no es form alm ente identificada com o tal, y que está m ás bien reabsorbida en la «inten­ sificación».

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(como sería el caso en el registro ulterior de una dialéctica de la escla­ vitud): sino que es ella misma nada, que no se niega propiamente ha­ blando, sino que, en una figura pre-dialéctica o paradialéctica de la ne­ gación de la negación, se afirma haciéndose intensa. La intensificación de la nada no niega su nihilidad: la concentra, acumula la tensión de nada en cuanto nada (ahonda el abismo, diría­ mos, en la medida en que guardásemos la imagen del abismo), y la lleva hasta la incandescencia en la que adopta el resplandor de una afirmación. Con el resplandor —relámpago y estallido, estallido de un resplandor— se da el golpe de una vez, la irrupción existente de la exis­ tencia. En esta negra fulguración, la libertad no es, ni se sabe libre de sea lo que sea. Ni es tampoco ni se sabe libre para sea lo que sea de­ terminado. Es tan sólo libre de toda libertad (determinada en tal o cual relación, por ejemplo con una necesidad), y es tan sólo libre para toda libertad. De esta manera, no se da ni en la independencia ni en la necesidad, no es ni espontánea, ni dominada. No se la aprende, se la «prende» o se la toma, y esto significa que se sorprende siempre a sí misma. Libertad = la nada sorprendida por su fulguración. Incluso cuando ha sido previsto, el acto libre se sorprende a sí mismo más allá de la previsión. Pues ésta no podía concernir más que a su contenido, no a su modalidad. Es también por eso por lo que la voluntad prevé —incluso no hace otra cosa sino eso—, pero no se prevé (es al confun­ dir las dos cosas como se hace de la voluntad su propio sujeto). La li­ bertad desafía la intención, como la representación. No responde a ningún concepto de ella misma, como tampoco se presenta a ninguna in­ tuición (sin duda no está, pues, bajo la «libertad», ni en ninguna imagen o sentimiento que se pueda asociar a ésta), puesto que es el co­ mienzo de ella misma al mismo tiempo que es ella misma el comienzo. Es decir, la intensidad máxima de la nada, no origen alguno. «Ninguna noción de los comienzos», escribe un poeta.2 Heidegger ha interpretado así (incluso aunque no fuese como in­ terpretación formal del texto mencionado de Hegel), la nada de la li­ bertad:

La trascendencia que realiza la libertad es la trascendencia de la finitud, en cuanto que la esencia de la finitud es no contener en sí su propia esencia, y ser, por consiguiente, «en su esencia» o en su in-esencia, el existir de la esencia. Es una libertad finita que es «el fundamento del fundamento». Esto no quiere decir que esta libertad sería una li­ bertad limitada, sin espacio de juego a no ser entre ciertos límites o fronteras (como poco más o menos se la comprende siempre en todas las concepciones éticas, políticas, incluso estéticas de la libertad). La li­ bertad finita designa, por el contrario, la libertad misma, o la libertad absoluta del ser cuya esencia se retira esencialmente: de la existencia. De esta manera, la libertad viene aquí a caracterizar el fundamento que por si mismo no se asegura como fundamento (causa, razón, principio, origen o autoridad), pero que remite por esencia (o por retirada de esencia) a un fundamento de él mismo. Este último fundamento sería el seguro de todo fundamento —pero no puede, precisamente, serlo al modo de ningún otro fundamento, puesto que ningún otro funda­ mento se asegura fundamentalmente como tal. El fundamento del fun­ damento funda, por consiguiente, de un modo que es también el de una falta-de-seguro, pero que remite esta vez claramente a la retirada de su propia esencia, y a lo que se podría llamar la in-dependencia de­ finitiva de su propia independencia. El fundamento del fundamento funda, pues, en términos heideggerianos, al modo del «abismo»: Abgrund, que es el G rund de cualquier otro Grun d, y que es, desde luego, en primer lugar, su propia Gründlichkeit como Abgründlichkeit. El abismo es nada, «no-ente» ( Un-wesen ), que no es quizás ilegítimo (pero ¿hasta dónde y en qué sentido hay aquí que legitimar?, ¿hasta dónde, sin insolencia ni arrogancia, no se está entregado a la libertad de re-comenzar el pensamiento de la libertad, de repetir, lo cual quiere decir volver a pedir, una cierta i-legitimidad fundamental, que es justa­ mente el objeto de estas páginas?) comprenderlo a su vez como la «in­ tensificación» hegeliana de la nada. El nombre de abismo dice dema­ siado o demasiado poco para esta intensificación: demasiado figura, a pesar de todo, (los contornos del abismo), y demasiado poca intensidad. Pero la verdad del abismo y de la intensificación, en cuanto verdad de la nada (no-ente), se puede decir como experiencia. (Eso no quiere de­ cir que así se la dirá propiamente. Habrá que jugar con la impropiedad de todos los demás términos. Pero se intentará hacer ahí la experiencia, precisamente, de esta impropiedad como fundamento propio de la li­ bertad, y de aquello que hace experimentar al pensamiento y al len­ guaje: la finitud de su infinita libertad, la infinitud de su libertad finita.) El fundamento del fundamento que es la libertad es la experiencia

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La libertad es el fundamento del fundamento (...) La eclosión del abismo en la trascendencia fundativa, es el movimiento originario que, con nosotros mismos, realiza la libertad.3 2. K eith W aldrop, en 21 + 1 poetes am éricains d ’a u jo u rd ’h u i, M ontpellier, Delta, 1986, pág. 253. 3. «L etre-essentiel d ’u n fondem ent ou raison», en Q uestions I, op. cit., págs. 156157 (trad. cast. en Ser, verdad y fundam ento, Caracas, M onte Ávila, 1968).

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misma de fundar: y la experiencia de fundar no es otra cosa sino la esencia de la experiencia en general. El acto de fundar, en efecto, es por excelencia el acto de experiri, de la tentativa que va hasta el límite, que se mantiene en el límite. ¿No es la fundación antigua de la ciudad el modelo de la fundación política mediante el trazado de su límite? (Y a partir de este hecho, es también el modelo de la fundación política, incluso si, como se ha visto, su trazado se debería comprender como red de trayectos y de andanzas más que como recinto previo.) No es la fundación en el sentido arquitectónico de la excavación y del estable­ cimiento de unos cimientos sobre los que podrá sostenerse un edificio. Para poder llevar a cabo una fundación arquitectónica, hay que haber fundado primeramente en el sentido topográfico y catastral (o funda­ dor del catastro mismo...), que es el de delimitar el espacio de la fun­ dación. Esta delimitación, por sí misma, no es nada, es nada en cuanto operación productiva. No hace nada, en este sentido (y no es poiesis), y no hay nada, nada dado ni preestablecido (tampoco la idea de un plano de la ciudad o del edificio), no hay ninguna otra cosa sino una indeterminable chora {no lugar indeterminado, sino posibilidad de lu­ gares, o más bien materia-de-lugares), allí donde la fundación tiene lu­ gar. Ésta es más bien esa nada misma, esta inaprehensible chora, lle­ vadas a la incandescente intensidad de una decisión. Aquí, ahora, donde no hay nada, aquí y ahora que es no importa dónde y no im­ porta cuándo, se decide la existencia, por ejemplo, de una ciudad. No es producir esa ciudad, sino aquello sin lo que no habría ni plan ni operación para producirla. Eso traza un límite al trasladarse a ese lí­ mite, el cual tan sólo debe su existencia a este gesto fundador. Si es, a pesar de todo, una poiesis, en el sentido, esta vez, de aquello que «hace venir al ser», es una poiesis que no hace venir ni al ser de la esencia (el plano, si se quiere), ni al ser de la sustancia (la piedra, el mortero), sino sólo al ser de la existencia. Hay que pensar aquí una poiesis que sea, en sí misma, una praxis. Lo que está fundado existe en cuanto que es, por libre decisión, salido de lo en-sí, de la noche de la abstracción y del espesor de la inmanencia, pero salido de éstas no en el sentido de algo que habría sido extraído: sino salido de ellas en el sentido de la libre decisión, que hace al mismo tiempo la incisión inaugural en la superficie de lo en-sí —y éste se retira. Es la experien­ cia misma, puesto que todo esto ni recoge ni produce nada: todo esto decide acerca de un límite, y, en consecuencia, a la vez, de una vez, acerca de su ley y de su transgresión, habiendo en suma transgredido aquélla antes de haberla planteado, haciéndola existir sin esencia, tras­ cendiendo sin inmanencia trascendida.

(Pusimos en relación, mediante el concepto y mediante las lenguas, la «experiencia» con la «piratería»: pero la fundación tiene siempre algo de piratería, piratea al menos la im-propiedad y la informidad de una chora —y la piratería tiene siempre algo de la fundación, dispo­ niendo sin derecho de los derechos, y trazando irreparables límites so­ bre la chorá del m ar—. Para pensar la experiencia de la libertad, ha­ bría que poder contaminar sin descanso las dos nociones, la una con la otra, y liberarlas la una mediante la otra, piratear la fundación y fundar la piratería: este juego no tendría nada de simple entreteni­ miento, su posibilidad, o su necesidad, están dados con el pensa­ miento mismo, y mediante su libertad.) La experiencia de fundar está en el límite. Lo que está fundado existe (no está sólo proyectado, está arrojado de golpe, en cuanto fun­ dado, en la existencia), y existe según el modo de existencia del límite, es decir, según el modo de esta exención de sí (exención y manumisión, gestos de liberación) que constituye la estructura propia del límite. La fundación es la experiencia de la transcendencia finita: la finitud, como tal, y sin salir de su no-esencia, decide o se decide por la exis­ tencia —y esta decisión es ya su existencia, al mismo tiempo que es su fundamento. Lo que constituye experiencia aquí es el ser llevado a la extremidad donde no hay nada si no es mediante la decisión de fun­ dación, y como esa decisión. Es la decisión la que produce, si se quiere, al fundador (la libertad) al igual que la cosa fundada (la exis­ tencia). Pero el gesto de fundar, la experiencia del límite, no pertenece a un sujeto fundador, ni soporta un objeto fundado. Y el gesto de fun­ dar prevalece sobre sí mismo, a la vez anterior y posterior al trazado del límite que traza, al contorno, al trayecto y a la andanza de una sin­ gularidad de la que hace surgir simultáneamente la libertad y la exis­ tencia, la libertad de la existencia y la existencia de la libertad: expe­ riencia de no tener nada por dado, nada por fundado, experiencia de no detentar ningún capital de experiencia, experiencia inaugural de la experiencia misma. El «fundamento del fundamento» se soporta él solo, al no tener nada en que soportarse, ni siquiera en «sí mismo», puesto que «sí mismo» se revela o viene al mundo en el gesto fundador, el cual se sos­ tiene en su mera existencia, la cual se sostiene en su mera libertad: y ésta no se sostiene más que en su libre decisión de ser-libre, la cual no se sostiene más que en una infinita retirada de ser, y en una intensifi­ cación nihilizante de la nada impulsada hasta la afirmación de la exis­ tencia como existencia, es decir como su propia esencia, o in-esencia. Aquí (y ahora), la existencia se ensaya ella misma (experiri), más acá y

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más allá de ella misma, traza y franquea el límite de su estar-lanzadoal-mundo, intenta por todos los medios su oportunidad, la suerte de existir: se funda y se piratea a la vez, lo cual equivale a decir encima

cías» (en el sentido de saberes obtenidos por experimentaciones), sino que se remite a aquello que ella no es, y esta separación que socava es su movimiento mismo. Separación en la que se retira el ser, separa­ ción o retirada de una presencia-a-sí, separación o retirada de un saber-de-sí. La libertad no es «inconcebible»: es ella la que no se concibe, y es por eso por lo que es libertad. Su evidencia más allá de toda evidencia, es decir, también, la facticidad más innegable que la de ningún hecho, consiste en ese no-saber de sí, más enterrado y más expuesto que nin­ guna conciencia y que ninguna inconsciencia. Para Descartes todo aquello que se puede decir de la libertad es «de tal género que cada uno debe más bien encontrarlo y experimentarlo por sí mismo».5 Como el ego sum , y como el unum quid de la unión del alma y del cuerpo —y sin duda en una estrecha conexión, que habría que mos­ trar, con esas otras dos instancias—, la libertad se prueba probándose. Esto no remite a ninguna introspección, ni a ningún sentimiento ín­ timo, es anterior a toda certidumbre empírica, sin ser, propiamente hablando, del orden trascendental. O bien, y aquí está toda la dificul­ tad, pero también toda la exigencia y toda la fuerza de liberación de este pensamiento para el discurso filosófico, es una experiencia tras­ cendental o lo trascendental de la experiencia, que la experiencia es. Lo que «experimento por mí mismo» no es en absoluto un poder del que yo dispondría, una capacidad que vendría a concernirme. Pero experi­ mento que yo soy en la experiencia de mí mismo —intensidad de nada o no-ente (in)fundado—, experimento que la retirada de esencia es afirmación de mi existencia, y que es sólo sobre el «fundamento» de esta afirmación como me tengo que saber sujeto de mis representa­ ciones, o que hacerme carne de un ser singular en el mundo. Todo lo que hay que pensar de la libertad, es esta afirmación de su experiencia. Ahora bien, la experiencia no se la puede pensar, en ge­ neral, simplemente por la negación de la negación. La afirmación no puede ser pensada más que por medio de su intensidad de afirmación. Un pensamiento afirmativo de esta afirmación, y que no sea ni el pro­ ducto de una dialéctica, ni el vaticinio arbitrario de una subjetividad: es eso lo que debe proponerse una lógica de la experiencia de la liber­ tad. En un sentido, la «Ciencia de la experiencia de la conciencia» no propone otra cosa: lleva el concepto de experiencia hasta el punto de la necesidad, para la experiencia, de ser su propio sujeto. Y en cada ins-

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que se hace ella misma su propia suerte, a la cual al mismo tiempo se deja entregar. Es por ello por lo que el «fundamento del fundamento»

es la experiencia misma: ésta no hace la experiencia de nada, sino que hace la experiencia de la nada en cuanto aquello real que prueba y en cuanto golpe de suerte al que la experiencia se entrega. No hay liber­ tad, no puede haber el menor acto de libertad a falta de esta experien­ cia, sean cuales sean los cálculos que se quiera o se pueda hacer de las posibilidades del arbitrio, poderes de la voluntad, de las leyes físicas y sociales que constriñen o que liberan. ' La experiencia de la libertad es, pues, la experiencia de esto de que la libertad es experiencia. Es experiencia de la experiencia. Pero la ex­ periencia de la experiencia no es ninguna otra cosa sino la experiencia misma: el ensayo de sí al borde de sí, la prueba inmediata del límite que consiste asimismo en el desgarro de la inmediatez por el límite, el paso del límite que no pasa nada, que no se sobrepasa, pero que pasa, a la vez en el sentido de que «eso ocurre» y en el sentido de que «el hombre pasa infinitamente al hombre». La experiencia es experiencia de la diferencia de la diferencia en ella misma. O más bien: la expe­ riencia es la diferencia de la experiencia, es el peligro del límite que se atraviesa, y esto no es otra cosa sino el límite de la esencia (la existen­ cia, pues), el trazado singular del ser compartido. La experiencia es, pues, también su propia dif(i)erencia (differance):4 la experiencia no se pertenece a sí misma, ni constituye una apropiación de «experien4. Se sugiere aquí sin m u ch o convencim iento esta solución p recaria, esta «cha­ puza» en el sentido etim ológico del térm ino (que viene del francés p o r cierto), dif(i)erencia, p a ra v ertir m alam ente la gracia de la invención lingüistica de D em d a, la o tro ra re ­ petida alucinadam ente «différance»: pseudo-palabra y pseudo-concepto p a ra con­ densar, falta de orto g rafía fran cesa m ed ian te, los dos valores sem ánticos de «diferir», el de la d istin ció n y el del d esp lazam ien to tem p o ral. M anuel G arrid o p ro p o n e u n a acaso m ás elegante ch ap u za (sie m p re en el sen tid o etim ológico): diferenzia (véase In ­ tro d u cció n a Jacques D errida— Geoffrey B ennington, Jacques Derrida, M adrid, C áte­ dra, 1 9 9 4 ). Lo que en c u a lq u ie r caso h a b ría que re c o rd a r a sesudos estu d io so s p re o ­ cupados p o r la «palabra» en cu estió n es la p a rte de juego y h a sta de b ro m a de este invento, y sobre todo su so m etim ien to a u n a cad en a p o r p rin cip io no fin ita de indecidibles inscritos en el texto, o b o rd ad o s en el tejido, de los escritos de Derrida: com o es­ critu ra , parergon, ceniza, su p lem en to , hymen, m arca, resto, fan n ak o n , e n c en tad u ra (o entam e), catacresis... T érm in o s que obligan a la b u e n a vieja co stu m b re de re c u rrir a diccionarios, y de paso a re írse del co ncepto vulgar de com unicación acu ñ ad o p o r los interesados y pro liferan tes valedores de la llam ad a «com unidad de co m unicación u n i­ versal» (N . del T.).

5. Réponses aux cinquiémes objections.

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tante de este proceso, la constitución-en-sujeto, entregada a su propia experiencia, se ve llevada a su propio límite. Pero el «estar arrojado» del Dasein heideggeriano no dice otra cosa: lleva esta necesidad que tiene la experiencia de ser su propio sujeto hasta la necesidad, para el sujeto, de estar abandonado, en su (in)fundamento, a la experiencia, es decir, a la libertad de existir. Ésta no es la elección que haría un su­ jeto, sino que consiste en que la existencia se decide como existencia, es decir, como el ser compartido fuera de sí y que tiene, en esta parti­ ción, no de nuevo su esencia (lógica dialéctica), sino precisamente su

Esta experiencia que se hace, y que constituye el hecho de la libertad, no se la «hace» (en el sentido de la poiesis). No diremos tampoco que «nos hace». Digamos más bien: el sí mismo sin subjetividad de la ex­ periencia —y que la experiencia singulariza— queda alcanzado de frente por su libertad. Esta experiencia no es la del empirismo, aunque no sea la que ins­ truiría un sujeto. No es ni la del empirismo clásico, ni siquiera la de un «empirismo sin positividad» como el que propone Lévinas.8 No lo es puesto que es experiencia de la experiencia, en el sentido que se ha di­ cho, y que es, siempre, en consecuencia, experiencia del pensamiento. Pero si, por este mismo hecho, se trata realmente también de un pen­ samiento de la experiencia, no se trata sin embargo en absoluto de una «experiencia en pensamiento», lo cual designaría simplemente una ex­ periencia imaginaria. Se trata del pensamiento en cuanto experiencia: y ésta es empírica tanto cuanto trascendental. O incluso, lo trascen­ dental, aquí, es lo empírico. Es esta empiricidad del pensamiento mismo lo que vincula éste a esas «condiciones de producción» que son, por ejemplo, la historia, la sociedad, la institución, pero también la lengua, el cuerpo, y cada vez la suerte, el riesgo, el «golpe» de un «pensamiento». E n el examen que pone al día su propia condición de posibilidad en cuanto libertad, el pensamiento no puede «pensar» (sea en el sentido de la construcción del concepto, sea en el sentido de la reflexividad) sin afectar al mismo tiempo materialmente a esa condición de posibilidad misma. Esta materialidad no es la de una simple exte­ rioridad física (no es una glándula pineal...), y sin embargo no es me­ nos por ello el cuerpo o la carne del pensamiento, el pensamiento no «encamado» en una especie de posterioridad, sino, de manera más inicial, entregándose él mismo en el pliegue y en el repliegue de aque­ llo que el mismo Descartes mismo tuvo que resolverse a llamar «unión sustancial».9 Si la libertad da el pensamiento al pensamiento —no es, en cambio, que le dé algo que pensar—, lo hace en la experiencia ma­ terialmente trascendental de una boca cuya apertura, ni sustancia ni figura, no-lugar en cuyo límite el pensamiento pasa al pensamiento, el pensamiento intenta la suerte y toma el riesgo ( experiri) de pensar, con la intensidad inaugural de un grito.

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existencia en cuanto su propia (in)esencia.

Heidegger no ha retenido, para ese sitio, el nombre de «experien­ cia». Ha considerado, sin embargo, que Hegel había «retrocedido» ante lo que implicaba fundamentalmente el mantener esa palabra en el título de la Fenomenología. Esta implicación o esta «resonancia», Heidegger mismo la había indicado: más profundamente que «el apa­ recer en su propia presencia cerca de sí»,6 que traduce para él la «ex­ periencia de la conciencia», la experiencia debería abrirse al exacto re­ verso (no lo contrario, y más «profundo», por consiguiente, sin profundidad, fundamento del fundamento...) de este hacerse presente a sí, es decir, que debería abrirse al otro borde este mismo límite en el que se mantiene el «sí mismo»: «dejar la cosa misma, dejar que se ve­ rifique lo que hay de verdad en la cosa, es decir, devenir verdad, pro­ barse».7 Experiencia: dejar ser a la cosa y dejar-ser de la cosa, y la cosa-en-sí, como se ha dicho, es la existencia (la existencia del Dasein y la del ente en general, en su común apertura recíproca). La expe­ riencia que se hace es aquella, la existencia, más bien eso, y no que se hiciera la experiencia de la existencia. La experiencia de la cosa misma y la experiencia como cosa misma, mismidad de la cosa y coseidad de lo mismo. Dejar a la cosa de la existencia entregarse en verdad, a su verdad —que es primeramente la libertad con la cual, cada vez, existe. 6. «Hegel y su concepto de experiencia», en Chemins qui ne ménent nulle parí, París, Gallim ard, 1962, pág. 154 (trad . cast. de H elena Cortés y A rturo Leyte: Caminos del bos­ que, M adrid, Alianza, 1995). 7. La «Phénoménologie de l'espriu de Hegel, trad. franc., París, Gallimard, 1984, pág. 53 (trad . cast., introducción y no tas de M anuel V ázquez y K laus Wrehde: La fenomeno­ logía del espíritu de Hegel, M adrid, Alianza, 2a ed., 1 995). Y tam bién: «Hacer u n a expe­ riencia con sea cual sea la cosa: u n a cosa, u n ser hum ano, u n dios, lo que eso quiere de­ cir es dejarla venir a nosotros, que nos alcance, que se nos eche encim a, nos dé la vuelta, y nos transform e en otro» (Acheminement vers la parole, trad . franc., París, G allim ard, 1976, pág. 143; trad. cast. de Ives Zim m erm ann: De cam ino al habla, B arcelona, Serbal, 2a ed., 1990).

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8. Véase su análisis p o r parte de D errida en «Violence et m étaphysique», L ’écriture et la différance, París, Le Seuil, 1967 (trad . cast. de Patricio Peñalver Gómez: La escritura y la diferencia, B arcelona, A nthropos, 1989). 9. Véase J.-L. Nancy, «Unum quid», en Ego sum , París, 1979.

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Se dirá quizás que esta lógica no se esfuerza en salir de la presen­ cia-a-sí más que para volver a ésta sin cesar y para confirmarla. Pues finalmente es de si m ism o, a pesar de todo, de lo que la libertad hace la experiencia, y se podrá afirmar de ella incluso que hace la experien­ cia de la aseidad más pura: el «fundamento del fundamento» no es ninguna otra cosa sino el fundamento que no está ya rigurosamente fundado en otra cosa sino en él mismo. Se podrá recordar en conse­ cuencia y a justo título que en la certeza del cogito, en los términos mismos de Descartes, la necesidad y la libertad son tan potentes la una como la otra, incluso se convierten la una en la otra. Se estaría ten­ tado, así, de concluir que la libertad no hace ninguna otra cosa que re­ conocer su propia necesidad, y que la necesidad se reconoce así como la libertad de aquello que es absolutamente propio y presente-a-sí. ' Nada de esto es inexacto, y todo puede resumirse en este enun­ ciado: la libertad se libera ella misma. Sin duda, la filosofía no ha di­ cho ninguna otra cosa. Pero eso no significa, sin embargo, que la li­ bertad, al liberarse, se aparezca a ella misma. Aquello que, al hacerse sí mismo, no se aparece (aquello que, por consiguiente, no se «hace» al modo de producir su eidos), no tiene la propiedad de la subjetividad. Sin embargo, no habría que comprender que el «aparecerse» sería un atributo particular que vendría a añadirse, en el sujeto, al «hacerse», mientras que en cambio faltaría en el caso de la libertad. Las dos cosas son indisociables, y de ahí se sigue que la libertad posee en efecto exac­ tamente la estructura del sujeto: en un sentido, se aparece haciéndose, y se hace apareciéndose, presente-a-sí-mismo en la unidad absoluta de su auto-originariedad. Pero lo que le aparece (ella misma...), es que no se hace ella misma, y lo que hace (ella misma...) es que no se aparece a ella misma. En otros términos, la libertad se ase al modo del desasi­ miento (o se capta al modo de la desposesión). Esto no es una pirueta, y no es una dialéctica. La libertad se aprehende o se ase desasida, es un desasirse (o desprendimiento) en el corazón de ese gesto mismo. Es el nada de dominio de su propio dominio. Pues no habría nada ni nadie libre si lo libre se mandase a sí mismo a partir de un punto de certeza y de presencia que el acto libre no pondría él mismo en juego. j A sí, la libertad no es lo negativo del sujeto. Es por el contrario la i afirmación de la presencia-a-sí llevada hasta el final, o más bien, ini­ cialmente llevada a la intensidad de la incandescencia, hasta ese punto extremo en el que, simultáneamente, el sí mismo desaparece en una presencia pura y sin relación consigo (al mismo tiempo, relación infi­ nita con los otros), y la presencia se desvanece en un sí mismo entre­ gado puramente a sí mismo (a la partición de la singularidad). Nin­

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guna de estas esencias «puras» es presentable como tal, puesto que ninguna subsiste como tal en ninguna región en la que se disimularía lo impresentable del ser. Pero su mezcla absoluta, como asimismo su infinita distensión, constituyen el «golpe», el síncope, el golpear en el que se decide la libertad, y se ha decidido siempre antes de que algún sujeto libre llegue a aparecerse, es decir, finalmente, antes de que fi­ nalmente se presente alguna en cuanto tal. L a libertad libera el sí (mismo) a (sí mismo) fuera de toda presencia.

Pasa aquí como en la condición antigua del hombre libre, al menos como creemos comprenderla, o tal como la filosofía ha tenido necesi­ dad de representársela (y con ella, toda la originariedad de lo político). Ser libre «de nacimiento» significa entonces ser libre desde antes del nacimiento, antes de que haya el ser del ser libre. Eso significa que el sitio posible, en un linaje dado o en una ciudad dada, de un nuevo in­ dividuo por venir es el sitio de un hombre libre —un sitio libre para un hombre libre—, el cual recibe esta su condición si llega a ser conce­ bido, tan indefectiblemente como un esclavo recibe la suya. (De la misma manera, por otro lado, la contingencia de una guerra o de una decisión de manumisión puede entregar a la vez a cada uno a la con­ dición inversa, y esta posibilidad constituye ella también parte del-dispositivo.) Para el pensamiento, y por lo que se refiere a la libertad, no hay otra tarea sino aquella que consiste en invertir su sentido de pro­ piedad detentada por un sujeto en el sentido de una condición o de un espacio solamente en los cuales algo así como un «sujeto» puede llegar a nacer, y así a nacer (o a morir) a la libertad (¿no consistía ya en eso el esfuerzo del pensamiento espinosista de la libertad?). Pero lo que hace tan difícil esta tarea, y quizás imposible de acabarla como tarea del discurso filosófico, es que la condición ontológica que encontra­ mos que se requiere de esta manera, no es un estatuto, como lo sería el hombre libre de la Antigüedad (en este sentido propietario por antici­ pado de su libertad), sino que consiste en un desasimiento del ser. N a ­ cemos libres en este sentido, no es que una ley de la naturaleza o de la ciudad nos garantice por anticipado el disfrute de la libertad, sino en el sentido de que cada nacimiento es desasimiento del ser, abando­ nado a una singularidad, o a una trayectoria de singularidades. Pero el ser no tiene la libertad como una propiedad que atribuiría, desasién­ dose de ella, a cada existente —y el ser no es tampoco la necesidad cuyo reconocimiento a través del movimiento de la existencia se pro­ duciría como libertad. Pero la libertad es el fundamento que se en­ cuentra en esto de que el ser esencialmente es abandonado— o que

existe.

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La libertad es la retirada del ser, cuya existencia se funda. Este «fundamento» no es ninguna otra cosa sino una exposición. La liber­ tad expone la existencia, o bien la libertad es el hecho de que la exis­ tencia está expuesta.

sarlo y decirlo, no es que dispongamos del concepto de una tal «a-presentación», es por el contrario que el pensamiento y el decir están ellos mismos dados y se han vuelto disponibles mediante este poner en dis­ ponibilidad mismo: aquéllos son, y hacen, su experiencia.) Igual­ mente, «volverse disponible» no implica ninguna conversión de la esencia que se mediatizaría ella misma. Aquello que se hace disponible permanece incambiado en lo que él es. Pero lo que él es, lo libera para... Por ejemplo, para una subjetividad, pero no, sin embargo, en el sentido de que su liberación estaría ordenada a esta subjetividad como a su fundamento (en la conciencia, en la intencionalidad, en la volun­ tad, en la libertad concebida como libertad del enfoque o del uso del ser), sino en el sentido de que el advenimiento de una tal subjetividad sigue siendo él mismo libre, existente, pudiendo tener lugar o no tener lugar (y, como se dirá más adelante, expuesto al bien al igual que al mal). El ser se libera para la existencia y en la existencia, de tal manera que la existencia del existente no se comprende primeramente, y final­ mente no se comprende jamás, sino que queda de golpe captada y es­ tremecida por medio de esta liberación que la «funda» (o que la «pira­ tea»). Además la existencia es al ser, no como un predicado a un sujeto (Kant ha sido el primero en saberlo), sino como lo improbable es a la necesidad: al estar dado el ser, ¿cuál es la oportunidad de que su reti­ rada libere una existencia?... Y la existencia del ser es improbable para el existente —lo cual libera en él el pensamiento mismo: «¿por qué hay algo y no nada?». Es así como hay venida a presencia: en la venida a la presencia de aquello cuya presencia a sí no tiene ninguna razón, nin­ gún fundamento para venir a la presencia. (Es exactamente aquello que toda la tradición onto-teológica ha intentado presentar sin cesar, incluso resolver, como el problema de la libertad o de la necesidad de un «creador» y de su «creación».) En los términos que obsesionan todo el pensamiento de Kant: no hay razón para que no sea el caos, y para que no aparezca nada. Si algo aparece, no es, pues, por «razón», sino por libre venida. Y si la existencia, en alguna parte, se aparece en cuanto subjetividad, es de­ cir, también en cuanto «razón», es todavía por libre venida.

La ek-sistencia, enraizada en la verdad como libertad, es la exposi­ ción al carácter desvelado del ente como tal.10

La exposición procede de «la verdad como libertad» puesto que la verdad, antes de ser la conveniencia de un enunciado verificable, re­ side en la posibilidad misma de una tal conveniencia (o en el funda­ mento de este fundamento). Esta conveniencia supone que haya una venida, un venir-a-presencia-de... La venida-a-presencia no es la sim­ ple y pura presencia, no es lo dado sino el don de lo dado. El don, la venida-a-presencia, o, si se quiere incluso, la presentación, quita la presencia misma al espesor de la presencia sumergida en sí (y sumer­ gida hasta el punto de no poder sino convertirse en ausencia, cosa que hace regularmente la presencia suprema de toda ontología, teología o eleutherología negativa). E s en este punto en el que el pensamiento dia­ léctico hace operar la potencia de lo negativo para relevar la presencia en el seno de su ausencia (lo cual presupone la subjetividad en cuanto que ésta es ella misma la que cava la negación y la que le confiere, no una

intensidad de nada, sino una potencia de conversión: el sujeto ha so­ portado ya desde siempre la ausencia de la presencia, ya desde siem­ pre ha fundado su libertad en esta necesidad), es en este punto en el que el pensamiento de la retirada del ser requiere pensar que no hay ope­ ración, sino liberación.

Es decir que antes de todo proceso de un espíritu que se aparece como el devenir del ser en su fenómeno y en el saber(se) del fenómeno, el ser en cuanto ser se vuelve disponible para todo proceso ulterior, de este género o de otro, y el seres ese «volverse disponible». Pero «vol­ verse disponible» no se aparece: no se representa, ni se objetiva, ni se engendra, ni se presenta a sí.11 (Y si podemos de alguna manera pen10. Heidegger, «De l’essence de la vérité», en Questions I, op. cit., pág. 177. 11. Así, en Hegel, la subjetividad cap ta en p rim e r lu g ar que el ser p u ro n o es m ás que «una p alab ra vacía», lo cual presupone el dom inio de la significación y la relación de la representación consigo. A este respecto se puede ad o p tar tam b ién el análisis de Michel H enry p a ra decir la verdad de la subjetividad, y la im posibilidad p a ra ella de la li­ bertad: «El m om ento de la conciencia sigue siendo de hecho el m om ento esencial de la conciencia de sí, ésta perm anece en efecto com o u n a conciencia exterior, puesto que la exterioridad es el m edio en el que la conciencia está p resente a ella m ism a en la con-

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ciencia de sí. Hegel no h a concebido p ara la conciencia ningún otro m odo de presencia a sí m ism o sino el m odo de presencia del objeto, y esto porque la presencia del objeto com o tal no es, a sus ojos, n ad a m ás que la esencia m ism a de la conciencia. La esencia de la objetividad constituye el único fundam ento, es el m edio universal en el que se realiza todo aquello que se m anifiesta» ( L'essence de la m anifestation, t. II, París, PUF, 1963, pág. 9 02).

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El «carácter desvelado del ente como tal» (= «hay algo») no remite a una constitución básica del ser en ser-desvelado (aquí cesan sin duda las posibilidades de una fenomenología en general), pero remite a lo improbable, a lo inesperado, a la sorpresa de un desvelamiento. Sin esta sorpresa no habría desvelamiento como tal (y no habría experien­ cia), habría «revelación» en el sentido onto-teológico del término, cuya fórmula es la de Hegel: «Lo que se revela es precisamente esto de que Dios es lo revelable», mientras que lo que habría que enunciar a pro­ pósito del desvelamiento es: «Lo que se desvela es precisamente esto de que lo desvelado no es en sí desvelable —es el ser— y el que su desve­ lamiento lo excede y lo sorprende en lugar de volver a él (o correspon­ derle): es el ser «fundado» en libertad, o la existencia». Por esta razón, el desvelamiento se ofrece también —es la lógica de la alétheia en Heidegger— como el velamiento renovado del ser mismo de aquello que se desvela, y del ser del desvelamiento mismo: dicho de otro modo, como el velamiento del ser del ser, y del ser de la libertad, de la libertad del ser y del ser como libertad. Libertad: lo velado del desvelamiento, si se lo puede entender no como el resto que permanece velado en el desve­ lamiento, o como su andanza o su tono (su intensidad): lo «velado» de una voz, por ejemplo. Es así como la existencia se expone: el Dasein se expone a la sor­ presa del desvelamiento del ente, puesto que esta sorpresa llega en el da del Sein y como ese da —como el «ser-el-ahí-del-ser»—, mientras que el ser-ahí del Dasein no es nada que le pertenezca propiamente an­ tes de esta sorpresa. En definitiva, el ahí de la existencia no es una po­ sición, ni espacial, ni temporal, aunque sí involucra espacio y tiempo, pero es una sorpresa. E s su ser-ahí lo que constituye su sorpresa, su ser-ahí en el mundo del ente desvelado como ente. Estar expuesto quiere decir: ser sorprendido por la libertad de exis­ tir. Esto quiere decir también: estar entregado al riesgo de existir. Es decir, al riesgo de no apropiarse jamás esta sorpresa, de no reapro­ piarse jamás su fundamento. No me apareceré jamás como mi propia sorpresa, como mi propio nacimiento, como mi propia muerte, como mi propia libertad. Este jamás contiene a la vez toda la finitud y toda la infinitud de la transcendencia finita. Contiene mi pura presencia en su diferencia propia de estar expuesta a su improbable venida. Una vez más, todo esto concierne a la relación (en verdad, no nos hemos salido de ella en ningún momento). Es el ser-en-común lo que me presenta este jamás: mi nacimiento, mi muerte, no me están pre­ sentes y no me son propias más que por las de los otros, para que, a su vez, aquéllas no me estén presentes ni me sean propias. Dividimos lo

que nos divide (compartimos lo que nos parte): la libertad de una ve­ nida incalculable e improbable del ser a la presencia, la cual no hace otra cosa sino ponemos en presencia los unos de los otros, es decir, de nuestra libertad, experiencia común de la exposición en la que la co­ munidad se funda, pero que se funda tan sólo por medio y para una re­ sistencia infinita a toda apropiación de esencia, colectiva o individual, de su partición o de su fundación.

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C apitulo 9 LA LIBERTAD COMO COSA, FUERZA Y MIRADA

Cabe preguntarse si sigue siendo ser libre el serlo, si se llega hasta el punto de que es en nosotros el Ser el que es libre, antes de nosotros y en suma para nosotros. Es la pregunta que no podía dejar de plan­ tearse a Heidegger, y a la que ha acabado por responder, en el período en el que tematizaba todavía la libertad, pero como en un paso deci­ sivo hacia el abandono de este tema, que la libertad pensada como la «raíz» del ser mismo no convenía en nada a la libertad representada como propiedad del hombre: Si (...) el Dasein ek-sistente, como dejar ser del ente, libera al hombre para su «libertad», ya sea que ofrezca a su elección algo posible (ente), ya sea que le imponga algo necesario (ente), entonces no es lo arbitrario humano lo que dispone de la libertad. El hombre no «posee» la libertad como una propiedad, sino todo lo contrario: la libertad, el Da-sein eksistente y desvelador posee al hombre.1

¿En qué sentido, sin embargo, está «poseído» el hombre por la li­ bertad? Sartre había interpretado este pensamiento erl su famosa fór­ mula: «Estamos condenados a la libertad».2 Pero esto no en el sentido de que la libertad pueda ser comprendida, en la medida en que no se confunda un pensamiento de la existencia del ser con un «existencialismo». Para Sartre esta condena significa que mi libertad «que es el fundamento», interviene para fundar—es decir, según Sartre, para in­ volucrar un «proyecto» de existencia— en una situación de «determinismo» en virtud del cual no soy libre: «Así, mi libertad es condena, puesto que no soy libre de estar o no estar enfermo y la enfermedad me viene de fuera: no me pertenece, no me concierne, no es mi falta. 1. Questions I, op. cit., pág. 178 («De l’essence de la verité»), 2. El análisis siguiente se apoya m ayorm ente en las tentativas que ha hecho Sartre p a ra elucidar y precisar el sentido de su fórm ula en los Cahiers p o u r une morale, publi­ cación póstum a, París, G allim ard, 1983, págs. 4 4 7 y sigs.

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Pero como soy libre estoy forzado por mi libertad a hacerla mía, a constituirla en m i horizonte, m i perspectiva, mi moralidad, etc. Estoy condenado perpetuamente a querer lo que no he querido, a no querer ya lo que he querido, a construirme en la unidad de una vida en pre­ sencia de las destrucciones que me inflinge el exterior. (...) Obligado a asumir este determinismo para situar más allá los objetivos de mi li­ bertad, hacer de ese determinismo un compromiso más en que invo­ lucrarse». Así la condena a la libertad es ella misma la consecuencia de una condena a la necesidad. Puesto que no puedo evitar la enferme­ dad, no puedo tampoco, para ser un hombre, cuya esencia no está en el objeto, sino en el proyecto, sustraerme a la necesidad de hacer de este accidente el resorte, la ocasión, el trampolín de una nueva supe­ ración de mi ser accidental y accidentado, en el proyecto de «la unidad de una inda». Debo «asumir» mi no-libertad, o, más exactamente, debo asumir uno de los «aspectos de la situación», el de la «pasividad» investida por la «la totalidad del mundo», en el medio del otro aspecto, que es la libertad de hacer proyecto de vida de toda condición. Este análisis remite fundamentalmente a una falta y a un exceso en la aprehensión de la existencia. A una falta, en la medida en que la li­ bertad, así planteada como un encargarse de aquello que ella no puede elegir ni decidir, está ella misma, en definitiva, pensada como un po­ der (o quizás simplemente como un deber...) regido por su propia de­ ficiencia, que corresponde a una deficiencia de la esencia del hombre: la libertad «es el fundamento» en el hombre al que «le falta (...) ser su propio fundamento». La libertad no es, pues, aquí el «fundamento del fundamento», tal como lo hemos analizado, sino que es el fundamento por defecto de fundamento. La libertad no es, además, la experiencia en cuanto experiencia del límite al que la experiencia misma no perte­ nece y en el que no retoma a sí —lo que constituye su libertad—, sino que es la pmeba de que hay otra cosa que la libertad, una falta de au­ tonomía y de autarquía de una libertad que sigue siendo en ella misma un pleno poder de autodeterminación. No se trata de una extrañeza de la libertad para ella misma sino de una molestia y de una coerción que la limita desde el exterior, mediante el «determinismo». Así, la libertad se reencuentra provista de una esencia (el proyecto) y de una aseidad (la decisión de asumirse), que actúa, en sus límites propios, como un fu n d a m e n to del que se preguntará cuál es el fundamento (que se en­ cuentra evidentemente en la subjetividad). Y, sin duda, se comprende el loco deseo que se apoderó de Sartre de restituir una consistencia a un poder tradicional del homo metaphysicus , el cual se había vuelto exangüe a causa de la conciencia moderna de una «inversión» (o «in­

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vestimiento») implacable del mundo. Pero esto equivale simplemente a intentar arreglar una solución de compromiso para la libertad más clásica de la subjetividad en un espacio concebido y vivido en adelante como extranjero y hostil a esta subjetividad (mientras que precisa­ mente es su despliegue, como podría mostrarlo, por ejemplo, un aná­ lisis detallado de la idea de la «enfermedad» que domina el ejemplo del texto). En este sentido, la libertad sartreana que «asume» la objetividad sin ninguno de los medios de la objetividad está desesperadamente en falta de ella misma. En cuanto al exceso, es, desde luego, simétrico. Aquello de lo que se trata para mí, ejecutando mi «condena» a la li­ bertad, aquello de lo que se trata en el asumir y en el sobrepasar la si­ tuación, es esto de que «el mundo debe aparecerme como salido en su ser de una libertad que es mi libertad». El objetivo y la obligación no son, en consecuencia, nada menos que el poner eso mismo en relación con una subjetividad absoluta, el orden del mundo, cuya realidad de­ niega la absolutez de la subjetividad. (Por lo demás, no se trata in­ cluso, quizás, de hacer como si «el mundo debe aparecerme co m o ...»; en el límite, la autoilusión de la libertad queda claramente reivindi­ cada.) Si este objetivo tiene un sentido (y para Sartre es el «sentido» mismo) no es sino por medio de presuponer un Espíritu infinito, a lo Hegel —que sin embargo no se podría admitir aquí. Si el sujeto es fi­ nito, el objetivo no tiene sentido. Sartre podrá, pues, decir: «Es preciso que cada uno realice el objetivo, y que siga estando por realizar des­ pués. Empresa finita de cada uno en la empresa infinita de la humani­ dad». Lo finito y lo infinito se yuxtaponen aquí de tal manera que nin­ guna comunidad ontológica se puede encontrar, a no ser en el modo de la forclusión: lo «finito» de Sartre es puro y simple impedimento de ser infinito (compensando este dolor con una vaga proyección de la humanidad infinita —la cual no es sino mal infinito...), y su «infinito» es puro y simple escaparse de la condición de lo finito. No cabría llevar a cabo con más conciencia, en un encamecimiento más impresionante por su insistencia, lo que Hegel había re­ conocido como conciencia desgraciada antes de relevar ésta con el sa­ ber de sí de la efectividad. Al estar privada de este relevo (o no propo­ niéndola más que en el modo de un «como si» deliberado), la libertad sartreana —de alguna manera, la última «libertad filosófica», ya presta a ceder el terreno a la defensa jurídica de las libertades— es el último nombre de esta conciencia desgraciada: condenado a ser, en la forma a su vez infinita del proyecto (que sería en suma la voluntad desgraciada), conciencia infinita de lo finito, y conciencia finita de lo infinito.

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El hombre de Sartre no está «poseído» por la libertad: está forzado por ella al «libre» saber de su privación infinita de libertad. Pero es que aquí todavía, en definitiva, la libertad se ha medido con la necesi­ dad de la causalidad: la libertad del «proyecto» sartreano es la volun­ tad de ser causa de aquello para lo que las causas faltan, o le son con­ trarias, en la realidad dada. El proyecto es una causalidad deseada lanzada como desafío a la causalidad sufrida: heroísmo de la desespe­ ranza. (Del cual no habría que olvidar que ha marcado hasta hoy un muy amplio conjunto de discursos, no siempre directamente existencialistas, sobre la libertad concebida como asunción, superación o, en cierto modo, redención de la dura necesidad.) En la medida en que el concepto de la libertad queda cogido en el espacio de la causalidad —y de la voluntad en cuanto causalidad por medio de representación—, no nos permite pensar otra cosa que una causalidad espontánea, cuya realidad seguirá siendo dudosa (medida con los instrumentos de medida de la causalidad como tal, es decir, se­ gún la antropología de las «ciencias del hombre»), y cuyo secreto se­ guirá estando comprendido, en cualquier estado de cosas, en el prin­ cipio de la causalidad misma. Ahora bien, el principio de la causalidad, en términos kantianos,3 es el de la permanencia de la sus­ tancia, al cual reconducen los conceptos de fuerza y de acción necesa­ rios para pensar el cambio en el fenómeno. Este principio se formula así: «Todo cambio de estado (sucesión) de los fenómenos no es más que un cambio de existencia, pues el nacimiento o la aniquilación de la sus­ tancia no son cambios de existencia de esta sustancia, puesto que el concepto de cambio de existencia supone el mismo sujeto como exis­ tente con dos determinaciones opuestas, por consiguiente como per­ manente». Así, la única lógica posible de la libertad como causalidad exigiría que yo pueda ser la causa de mi nacimiento y de mi muerte. Puedo serlo, sin duda, si no de una forma completamente explícita para Kant mismo, al menos según una explicitación coherente de su pensamiento, en cuanto que puedo ser, como ser inteligible, y fuera de la sucesión del tiempo, el sujeto de una causalidad específica, ella misma a su vez del orden inteligible, es decir, «libre». Pero esta nueva causalidad deberá poder ser pensada como añadida a la causalidad sensible o natural. Pensar la permanencia de la sustancia del mundo unida a la espontaneidad de un sujeto de la acción, es pensar la causa­

lidad incondicionada de la totalidad (tal como la representa en efecto en la Idea el sujeto del imperativo a la vista de la realización de una naturaleza moral). Pero la idea de la causalidad incondicionada de la totalidad no es otra cosa sino la idea del ser mismo. Así, «la posibili­ dad de una unión semejante de dos clases totalmente distintas de cau­ salidad (...) está en el sustrato suprasensible de la naturaleza, del cual nada podemos determinar afirmativamente más que esto, a saber: que es el ser ( das Wesen) en sí, del cual sólo conocemos el fenómeno».4 Pero atribuir al ser como causa (o a la esencia, lo cual es aquí justa­ mente lo mismo), considerado como causa, el carácter de lo incondi­ cionado y de la espontaneidad, es retirar ese ser como tal del ente en su totalidad, sólo para el cual vale la categoría de la causalidad. O bien, incluso, sería retirar la causalidad a ella misma o en ella misma. (Por eso cabría dejarse llevar por la lógica de Kant y decir que la liber­ tad es y no es más que la causalidad misma, o que es su eficacia fun­ damental, cuyo resorte permanece oculto en la ley fenoménica de la sucesión. Lo cual podría llevar también a preguntarse si entonces no es el esquematismo, y muy especialmente el primer esquema del «yo engendro el tiempo» que abre la sucesividad, cuyo «arte oculto» de­ tentaría a fin de cuentas el secreto de la libertad...Pero ¿a qué otra cosa sino a lo secreto se volvería a remitir lo secreto? A menos que el pen­ samiento de la libertad deba ser la de algo así como el hecho manifiesto

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3. Véase las prim era y segunda «Analogías de la experiencia» de la prim era C rítica. La continuación de nuestro análisis reto m a y prolonga ciertos elem entos del realizado p o r H eidegger en el volum en 51 de la Gesam tausga.be, ya citado. N uestras conclusiones nos parecen que son aquellas a las que H eidegger m ism o había llegado, a u n sin explicitarlas.

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de un secreto...)

La idea de «la unión de dos causalidades heterogéneas» no puede significar más que una heterogénesis de la causalidad: una causa sin causalidad, o una sustancia sin permanencia. Pero la causa sin causali­ dad, es decir, sustraída tanto a la determinación p or medio de otra cosa, como a la determinación a producir un efecto, es la cosa misma, la cosa en sí. La cosa del fenómeno no es su causa (aunque sean, como se sabe, la misma palabra): es su existencia. L a existencia es la retirada del ser en cuanto causa y en cuanto sustrato permanente, o incluso, la retirada de la causa en la cosa. El hecho de la existencia de la cosa (su Setzung ) hace existir al mismo tiempo todos los cambios sucesivos de su esencia, pero él mismo no tiene nada que ver, de acuerdo con el principio kan­ tiano, con estos cambios como tales. La idea de «causalidad mediante libertad» no representa otra cosa sino esta Setzung, o el nacimiento (y la muerte) de la cosa, sino que su enunciado olvida que la causa en cues­ tión, la libertad, es precisamente la cosa sin causalidad. En este sentido, 4. C rítica del ju icio , par. 81 (trad. cast. de M. G arcía M orente, M adrid, E spasa Calpe, 6“ ed., 1995).

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se tendrá fundamento para decir que la metafísica es muy exactamente el olvido de la libertad (que acaba culminando en Sartre), y que este ol­ vido se produce en el momento preciso en que la metafísica traslada a

Pero aquello que se da así como hecho y como experiencia se da por eso mismo, y sin cambiar de registro ontológico, como fuerza y como acción. El ser libre no se da como una «propiedad», de la que se­ ría posible hacer uso con la condición de disponer por otra parte de las fuerzas necesarias a este uso, lo cual supone también que cuando falta toda fuerza para la acción (y lo más a menudo casi todo falta a este respecto...) la libertad se retira en la interioridad, donde no cesa de bri­ llar, soberbia e impotente, hasta que una última fuerza mortal venga a extinguir su irrisoria antorcha. Por el contrario, mientras que la libertad es efectivamente impo­ tente, se produce como fuerza y como acción. La realidad de la libertad de aquel que se encuentra privado del poder de actuar no es una «pura disposición interior», no es una simple protesta del espíritu contra el encadenamiento del cuerpo. Es, habría que decir, la existencia misma de este cuerpo. La existencia de un cuerpo es una fuerza libre que no desaparece ni en la destrucción de este cuerpo, y que no desaparece como tal más que cuando la relación de esa existencia con la otra exis­ tencia, destructiva ésta, se destruye a su vez en cuanto relación entre existencias, convirtiéndose en relación entre esencias dentro de una causalidad: ahí está la diferencia de la relación entre el asesino y su víc­ tima con respecto a la no relación entre el exterminador frente a su montón de cadáveres. Esta fuerza no es ni del «espíritu» ni del «cuerpo», es la existencia misma, imposible de confundir con una sub­ jetividad (puede estar desprovista de conciencia y de voluntad), o con una objetividad (puede estar desprovista de potencia). La libertad en cuanto fuerza de la cosa como tal, o en cuanto fuerza del acto de existir, no designa una fuerza opuesta o combinada con

la pura determinación de existencia de la libertad la determinación de esencia de la causalidad, mientras que la existencia no existe más que como la retirada de la esencia, y por consiguiente que la cosa no existe más que como retirada de la causa.

No es, pues, sin duda, «ser libre» tal como lo entiende la metafísica, ser libre allí donde la cosa, al mismo tiempo que se hace valer como la «causa» misma, se retira de toda causalidad, y por consiguiente, pa­ rece, de toda acción y de toda acción necesarias a la producción de la efectividad que hay que esperar de un acto libre. No es «ser libre», en efecto, en el sentido de poder causar «libremente», sino que es el ser li­ bre de la existencia. En este sentido, el existente es «poseído» por la li­ bertad: es poseído por ella, no al modo privativo de la necesidad de pa­ liar (más o menos imaginariamente) la impotencia para proponerse y para pensarse, como causalidad incondicionada, sino al modo afirma­ tivo en el que la libertad se mide precisamente en esto de que su Idea (la causalidad incondicionada), es a fin de cuentas la Idea (que preci­ samente no es ya una idea sino un hecho) de la cosa sin causalidad. Es i decir, de la existencia, en la cual y como la cual la «Idea» se da inme-í diatamente como hecho, y este hecho como experiencia.5 5. La inm ediatez indicada aquí no es la de lo sensible. No es, tam poco, u n a ausencia de m ediación en lo inteligible. No es n i u n sentim iento, n i u n a evidencia intelectual de la libertad. Podría asem ejarse esto a aquello que cabría llam ar la pregnancia específica de este «sentim iento de la razón» que es el respeto a la ley de la libertad p a ra K ant, y en cuanto que «lo que respecta al respeto (...), la razó n se lo da a ella m ism a en cuan to que es libre» (H eidegger, K ant et le probléme de la métaphysique, trad . franc., París, Gallim ard, 1953, pág. 215; trad. cast.: Kant y el problema de la metafísica, M adrid, FCE, 1993). E n cierto m odo el análisis hecho en este fam oso p arágrafo 30 del K antbuch ab re la di­ rección que intentam os seguir aquí, en la m edida en que H eidegger, al relacio n ar el res­ peto con la im aginación trascendental, hace ap arecer aquel com o «una e stru ctu ra tra s­ cendental y fundam ental de la trascendencia del sí ético», y donde u n a trascendencia así no es ninguna otra cosa sino la estru ctu ra de lo que designam os com o «experiencia»; sin em bargo, el análisis extrem adam ente elíptico de H eidegger n o nos p arece que perm ita acceder verdaderam ente a la unidad, que dicho análisis declara, de la receptividad de la im aginación y de la libre im posición de la ley, puesto que es precisam ente en la unicidad de u n concepto originario de la experiencia com o debería encontrase esta unidad: en la experiencia del ser-en-el-m undo com o ser-libre; todo lleva a eso en H eidegger, sin llegar al desenlace form alm ente; en el K antbuch, ese no-desenlace, y el lu g ar ta n restringido hecho a la razón práctica, nos parece que está regido p o r u n a hipoteca fenom enológica (eidética) que grava el análisis directivo de la im aginación y del esquem atism o; pero ha­ cía falta otro trabajo p a ra m o stra r esto. Pero si hay u n a «evidencia» del respeto, ésta re-

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side en el «factum rationis», y no en la sensibilidad que lo acom paña sin estar verdade­ ram en te en juego, puesto que está sustraída a lo «patológico», lo cual no designa otra cosa sino el régim en de la afectabilidad de la afección p u ra (véase aquí el análisis de Michel H enry en L'essence de la manifestation, op. cit., par. 58, con cuyas conclusiones di­ sentim os). Así, pues, hay que poder pensar, si no u na «patología», al m enos u n a pasión p u ra de la razón pura, en la que ésta es «práctica» en todo lo que es ella (tam b ién en cuan to «teórica»). Pero la «pureza» aquí no será n inguna o tra cosa sino la efectividad m aterial del ser-en-el-m undo y la im pureza m oral (el m al, del que volveremos a hablar). E sta «pasión» es la experiencia de la libertad. La inm ediatez de esta experiencia debe, pues, com prenderse, la inmediatez que afecta a la libertad en la existencia en cuanto que la libertad afecta a ésta a u na distancia infinita: a p a rtir de u n a retira d a infinita, y a tra ­ vesándola con esta distancia-a-sí (su no-esencialidad) que no la pone fuera de sí m ás que p a ra hacerla existir com o la cosa en sí. E sta in-m ediatez de la experiencia es la estru c­ tu ra orig in aria com ún del sentim iento y de la evidencia, a los que retira, al u n o y a la otra, de la subjetividad.

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otras fuerzas de una naturaleza.6 Designa más bien aquello a partir de lo cual puede haber relaciones de fuerza como tales, del hombre con la naturaleza y de los hombres entre ellos. Es la fuerza de la fuerza en ge­ neral, o la resistencia misma de la existencia de la cosa —su resisten­ cia a la absorción en el ser inmanente, o en la sucesión de cambios. Fuerza trascendental, por consiguiente, pero en cuanto efectividad material. Puesto que la existencia en cuanto tal tiene su ser (o su cosa) en el acto, o, si se quiere, en la praxis, de existir, no es posible no re­ conocerle el carácter efectivo de una fuerza, cuyo pensamiento im­ plica la de una materialidad ontológica: la retirada del ser como Setzung material de la singularidad, y la diferencia de las singularidades como diferencia de fuerzas. Anterior a toda determinación de la ma­ teria, esta materialidad de la existencia, que inscribe el hecho de la li­ bertad, no por ello está menos dotado de las propiedades materiales de la exterioridad y de la resistencia.7 Ser libre en cuanto ser que está «poseído» por la libertad, es ser li­ bre con la efectividad de una materialidad irreductible a toda «espiri­ tualidad pura» de la libertad (y sin embargo eso es el «espíritu», es esa diferencia material, en la que el existente llega a exponerse como tal). Que no podamos representar esta materialidad sin hacerla bascular en el orden de las fuerzas representadas, y al mismo tiempo ligadas den­ tro de la causalidad —y que, por este hecho, no podamos evitar recaer en una apreciación (optimista o pesimista) de las posibilidades de ac­ ción de la libertad, reducida por este hecho a una propiedad causal del «espíritu» (y sin embargo, ¿quién se atrevería a apreciar simplemente de este modo la libre fuerza del cadáver frente a su asesino?)—, todo eso no testimonia en contra del estatuto ontológico de la fuerza de la libertad. Pues esto indica por el contrario, en la resistencia misma al

(Pero no hay que olvidar que aquello que así resiste se encuentra cons­ tantemente alojado en el corazón de la causalidad misma, como la efi­ cacia de su sucesividad. No es en el simple «espíritu», de nuevo ahí, donde reside y donde resiste la fuerza de la libertad, sino que es en la existencia de toda cosa en cuanto tal. Se podría decir; «nosotros» so­ mos la libertad de toda cosa.) Es aquí donde el pensamiento se revela como lo más propiamente sustraído a la vez a la comprensión y a la incomprensión.8 No com­ prende la fuerza de la libertad, pero no la mira tampoco como incom­ prensible —en verdad, se tropieza por sí mismo, en cuanto pensa­ miento, con la dura cosa de la libertad misma, con ese cuerpo extraño que es el suyo, y solamente justo al cual es posible que el pensamiento sea lo que es. E s en él mismo primeramente, y como su propiaJimpropia

concepto, la impenetrabilidad sin la que la libertad no sería la libertad. 6. No se trata, pues, del h om bre «ser inm ediatam ente n atu ral (...) dotado de fuerzas naturales», del que habla Marx en los «M anuscritos de 1844» ( Oeuvres, París, Gallimard, 1968, pág. 130-131; trad . cast. de José M aría Ripalda, M anuscritos de París. Escritos anuarios francoalem anes, OME vol. 5, B arcelona, C rítica, 1 9 7 8), p a ra distinguirlo del hom bre com o «ser existente p o r sí». Pero n o deja de ser significativo que M arx haya querido poner en la fuerza el acento que Hegel p onía en la conciencia. La experiencia de la libertad es tam b ién la de u n a diferencia de fuerzas en juego en el ser-en-el-m undo. Se recordará, p o r o tro lado, que, de u n a m an era com pletam ente diferente, pero tam bién ella sintom ática, B ergson in te n ta b a p re se n ta r la acción Ubre com o la «detonación» de u n a energía m aterial (véase L'énergie spirituelle, I; trad . cast.: La energía espiritual, Ma­ drid, Espasa-Calpe, 1982). 7. E sta m aterialid ad ontológica nos parece que aflora en los análisis de Didier Franck sobre Heideggery el problem a del espacio, París, M inuit, 1986.

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intensidad material, como el pensamiento afecta a la resistencia impene­ trable de la libertad (y la afecta, de manera más precisa, como resisten­ cia de la lengua, como resistencia de la singularidad de los pensadores

y de los pensamientos, pero también como esa otra resistencia, singu­ lar también, del cuerpo que piensa, tensos los músculos, duros estrépi­ tos en la cabeza, y este silencioso espesor de una carne que entrega y que retira como de buen grado lo que se llama los «pensamientos»...). Así, la libertad está bien lejos de poder ser solamente «un pensa­ miento», y no es tampoco una libertad «en el pensamiento». Corres­ ponde más bien a esto: el hecho de que el existente piense no consti­ tuye una propiedad entre otras del existente, sino la estructura misma de su existencia, puesto que es en el pensamiento —o como el pensa­ miento— como aquel, el existente, se sustrae a la inmanencia del ser. Esto no significa en absoluto que no exista más que en la dimensión del «puro pensamiento»; precisamente no hay «puro pensamiento» si el pensamiento es la existencia según la trascendencia que la entrega al mundo y a la finitud del ser compartido. Esto significa que la vida del existente es idénticamente su pensamiento (y por esta razón, por lo demás, una filosofía de la «vida» no se adecúa a ese existente como tampoco una filosofía del «espíritu»). Más acá o más allá de todo pen­ samiento determinado, y en particular de toda deducción de su «liber­ tad» o de su «no-libertad», como de toda intuición de la una o de la otra, el pensamiento es el acto para el que su esencia de acto (su fuerza, y en consecuencia, la «sustancia» que debería estar dotada de esta fuerza) no está ya presente en la inmanencia, al igual que no es concebida en la representación. E l pensamiento es el acto de una in-ac8. Véase capítulo 5.

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tualidad: es por eso por lo que aquél no puede aparecerse para domi­

narse, al modo de la subjetividad, sino que es para él mismo —como aquello que él piensa y como aquello que lo piensa, siempre diferente en él y siempre inicial— la experiencia de la fuerza impenetrable de su libertad. Esta fuerza puede ser considerable o ínfima, en sus efectos calcula­ bles según el encadenamiento de las causas (suponiendo que se pue­ dan calcular los efectos del pensamiento, y de la libertad), pero es por sí misma, en cuanto cosa y no en cuanto causa, siempre la misma. Tiene siempre la misma intensidad, que no es una intensidad relativa, sino absoluta. Es la intensidad absoluta lo que prepara, tiende, de parte a parte, el juego de las. diferencias por las que existimos en la re­ lación de las singularidades. La libertad es la tensión absoluta de la re­ lación, esa tensión ontológicamente material cuya impenetrabilidad constituye el precio absoluto de la existencia (la «dignidad», en el lé­ xico de Kant, es decir, lo que no es ya un «valor»). Esta tensión es vi­ sible desde el momento en que se cruzan dos miradas (pero no es se­ guro que haya que limitarse aquí a las miradas humanas, ni que haya que excluir lo que, por nuestra mirada, se mira o es mirado a partir in­ cluso de las cosas «inertes» del mundo): es materialmente visible, o más que visible, «tangible», en cuanto que la invisibilidad misma de lo que, en la mirada, mira —y que no es un pensamiento, ni un rostro, sino la in-actualidad singular de ese acto mismo de la mirada, de esa apertura intensa de una existencia-en-el-mundo (muy anterior a toda toma de perspectiva mediante un sujeto). Esa retirada de presencia, que deja y se deja venir a la presencia, esa incandescencia de nada en la que toda causa se retira en la cosa (he aquí: hay algo), no puede ser sino la libertad. Esa libertad nos «posee» como la mirada posee: en­ tregando a la presencia. Pero no tiene relación alguna de ninguna clase de especie con una causalidad. El ser como causa depende de va­ rias especies posibles de visiones teóricas. El ser como cosa se ofrece mediante la fuerza de la mirada de la libertad. Es siempre la libertad lo que mira, quizás desde el fondo sin fondo del «cielo estrellado», pero también en una mirada intercambiada por azar, o bien desde el fondo de una prisión, o bien, incluso, en los ojos del que acaba de mo­ rir. Y si es siempre la libertad la que mira, es siempre sin duda tam­ bién la misma mirada.

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LIBERTAD ABSOLUTA

Si la libertad no fuese ese ser-libre, esa libertad del ser (la suya), y la de la existencia en relación con él (es la misma, es la generosidad de la retirada), no seríamos libres en absoluto. Estaríamos remitidos a la antinomia del capricho y de la fatalidad, cosa que podría constituir el fondo, y al mismo tiempo el impás, de la tercera Antinomia kantiana —al revelar que la ilusión trascendental no se encuentra propiamente ni en la tesis ni en la antítesis, sino en la antinomia misma que pre­ tende darles su estatutoa dialéctico (y que expone así la dialéctica, en todos los sentidos de la palabra, general de la libertad para la metafí­ sica). Toda la filosofía sabía antes de Kant, como él mismo sabía tam­ bién, que el capricho puede depender de la fatalidad, de la misma ma­ nera que se puede comprender la fatalidad como un capricho (es así, quizás, como comienza, o como acaba, la interpretación filosófica de la tragedia, olvidadiza de una «libertad trágica» de la que tendremos que volver a hablar). Al imaginar la diferencia de naturaleza de dos causalidades, Kant hacía posible a la vez la exposición de la Antino­ mia, y su solución trascendental. Pero cuando esta diferencia de natu­ raleza se revela falaz, puesto que al fin y al cabo se trata en un caso y otro de causalidad, nos encontramos remitidos al desplazamiento per­ petuo e irrisorio en el interior de la Antinomia, desplazamiento que aboca a la inanidad todos los interrogantes sobre la libertad, y al final el concepto mismo de libertad, la cual queda involucrada en una u otra de estas dos posibilidades: asunción subjetiva de la necesidad, li­ bertad relativa en el seno de un conjunto determinado, libertad espiri­ tual y no material, libertades ético-políticas incapaces de compren­ derse ellas mismas, etc. La libertad no es si no es absoluta, y el ser absoluto no es ser una posibilidad de la causalidad, ni siquiera ser a fin de cuentas (como todo llevaría a interpretarlo en Kant) la inteligibilidad misma de la causalidad. Pues es la cosa, no la causa, lo que puede ser absoluta; es la existencia, no el ser. El pensamiento de esta absolutez es el impera-

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tivo categórico de todo pensamiento de la libertad, y quizás de todo pensamiento en general, incluso y justamente si esta tarea de pensa­ miento no se puede presentar nunca como el programa de una deduc­ ción o de una demostración, aunque fuese infinita, y si, dicha tarea, se ofrece siempre por el contrario como la experiencia, para el pensa­ miento, de su propio límite (pero también de su propia materia). Si el imperativo categórico sólo tiene sentido en cuanto que está destinado a una libertad, eso es así porque la libertad, por su parte, sólo tiene sentido en cuanto que recibe tal imperativo (ya sea que éste sea literalmente el imperativo kantiano, ya sea que se enuncie de una forma completamente diferente: por ejemplo, «¡piensa siempre la li­ bertad!»...). Dicho de otro modo, la libertad es esencialmente, y no ac­ cidentalmente, lo que recibe la alocución de la orden impuesta,1y ésta no es, pues, quizás, esencialmente, nada más que lo que recibe la alo­ cución de una orden categórica a propósito de la libertad, y el recep­ tor, por consiguiente, de su propia orden: ¡sé libre!, o bien: ¡libérate! (o bien, de manera más elaborada: ¡sé lo que eres, es decir, libertad, y para eso libérate de una esencia y/o de un concepto de la libertad!). No ha habido jamás otra cosa, en el extremo o en la inauguración de todo pensamiento de la libertad, ya sea el de la necesaria condición libre del filósofo para Platón, la de la libre decisión cartesiana de ser sí mismo, la de la libertad exclusiva del Dios de Spinoza, o incluso la del Estado hegeliano como efectuación total y singular de la libertad. Hay que comprender la auto-nom ía, que ha representado siempre el régimen propio de la libertad, a partir de ahí: como una legislación por medio de sí mismo en la que el sí no preexiste, pues es su existen­ cia misma la que está bajo la prescripción de la ley, y esta ley misma no cuenta con ningún derecho, puesto que instaura con su propia ju ­ risdicción la posibilidad de un «derecho» en general. La libertad no es un derecho, es el derecho de lo que es «por derecho» sin derecho: con esta radicalidad es como hay que comprenderla como hecho, como inicial, y como revolucionaria. La ley es aquí la ley misma, en su esen­ cia pura (lo que ella prescribe no está subordinado a nada previo, y ni siquiera a alguna no-libertad de la que habría que liberarse: la libertad no puede precederse en su propio mandamiento), y ella es, por el mismo hecho, la ley que no deja de pasar al límite de la ley, la ley que no deja de liberarse de la ley. Libertad: singularidad de la ley, y ley de la singularidad. Prescribe una ley única, pero esa ley única prescribe que no hay más que casos, que sólo hay instancias singulares y singu­ 1. Véase J.-L. Nancy, E l imperativo categórico, op. cit., y véase supra, cap. 2.

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larmente impenetrables e intratables de aquello que ella prescribe. Al mismo tiempo ella es tratable y penetrable: es la ley sin la cual no ha­ bría ni sombra ni expectativa de la más mínima ley. «¡Sé libre!» (habría quizás que poder escribir solamente, mediante un improbable uso verbal del sustantivo, o del adjetivo: «¡libre!», a no ser que esto resuene, y por qué no, a un mandamiento de alza­ miento...). «Sé libre» manda, pues, lo imposible: no hay libertad dispo­ nible, designable, antes de esta orden, ni fuera de esta orden, y el mismo mandamiento manda de manera imposible, no hay aquí sujeto de la autoridad. Está concernido aquí, pues, el límite de la compren­ sión. Pero es para encontrarse de nuevo delante de la necesaria ante­ rioridad de la libertad,2 la cual no se esclarece aquí solamente con res­ pecto al pensamiento, sino con respecto a la libertad misma (si se nos permite seguir haciendo esta distinción). Hace falta que la libertad se preceda en su autonomía para ser la libertad. No puede ser ordenada, su advenimiento no se puede prescribir a no ser que haya liberado ya el espacio en el que esta prescripción puede tener lugar sin ser un ab­ surdo, o más bien sin ser anterior a la menor posibilidad de sentido en general (y sin embargo, ¿no es también de eso de lo que se trata?...). Sólo se le puede decir «¡sé libre!» a quien sabe lo que es eso, y no se puede saber lo que es eso sin haberlo sido ya puesto en libertad. En el imperativo en el que la libertad se difiere, debe igualmente predecerse a sí. Hace falta que el «¡sé libre!» sobrevenga como una orden de la li­ bertad. Hace falta que la libertad esté ella misma ya liberada, no sólo para que se pueda enunciar el imperativo, sino para que su enuncia­ ción sea un acto dotado de la fuerza de la libertad.3 (En este sentido, si bien es exacto decir que el imperativo, en general, se da sin poder sobre la ejecución de aquello que ordena —no es su causa—, no sería exacto decir que carece de fuerza. Es incluso esta fuerza lo que hace de la en­ tonación [forma de la intensidad] un elemento notable en la descrip­ ción lingüística del modo imperativo.4 Esta fuerza no fuerza a nada ni a nadie. En cierto modo, es una fuerza sin empleo, o bien es sólo la in­ tensidad de una singularidad de existencia, en cuanto que existe.) 2. Véase capítulo 5. 3. E stru ctu ra general y conjunta de la orden y del acontecim iento: «Ven: ¿cóm o p ro ­ vocaría eso la venida de lo que viene, la venida del acontecim iento p o r ejem plo, si él m ism o, ven, no llega, no ocurre?» (Jacques D errida, Parages, París, Galilée, 1986, pág. 6 2). 4. Véase Benveniste: «el sem antem a desnudo em pleado todavía en form a yusiva, con u n a ento n ación específica», algo que no llega a constituir «ni siquiera u n enunciado»» (Problemas de lingüística general, I, París, Gallim ard, 1972, pág. 9 8).

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Así, la autonomía en cuanto que auto-nomía de la libertad es abso­ luta. Eso no significa, como cabría comprender en el registro más evi­ dente de la lógica hegeliana, que el Absoluto es libre. Eso significa —exacto reverso de Hegel— que la libertad es absoluta, es decir, que la libertad es la absolutización de lo absoluto mismo. Ser absoluto, es de­ cir, estar separado de todo. Lo absoluto de lo absoluto, la esencia ab­ soluta de lo absoluto, es estar separado de todo lazo y de toda presen­ cia, incluido a sí mismo. Lo absoluto es el ser que no está ya situado en alguna parte, aparte o más allá de los entes, con los cuales seguiría te­ niendo, en consecuencia, esa relación de «más allá» (Hegel mismo lo sabía muy bien), no es ya el ser que es, sino el ser retirado en él mismo más acá de él mismo, en la ab-solución de su propia esencia, y que no tiene lugar más que como esa ab-solución. Lo absoluto es el ser del ente que no es de ninguna manera su esencia, sino sólo la retirada de la esencia, su ab-solución, su di-solución, e incluso, absolutamente, su solución, en el hecho de la existencia, en su singularidad, en la intensi­ dad material de su venida y en el tono de la Ley autónoma cuya auto­ nomía, cuya fundación y autoridad, sólo dependen de la experiencia de que la ley esté tendida al borde de la ley como una existencia arro­ jada. Si tal es, realmente, la extremidad absoluta del ser a la que hay que reconocer absolutamente la existencia, la cosa misma del pensa­ miento, entonces «la libertad» es el nombre filosófico de esta absolutez», o no es nada. La libertad es apartarse, y el desencadenarse, del ser en cuanto que éste no se retiene en el ser, y que se absuelve de su ser en el compartir la existencia.

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LIBERTAD Y DESTINO. SORPRESA, TRAGEDIA, GENEROSIDAD

A causa de esa absolutez, la libertad se debe poder pensar de una manera que la distinga de todo concepto de una libertad opuesta —y en consecuencia relativa— a algo así como una fatalidad. La idea de una fatalidad, ya sea que tome más bien la resonancia de un Destino mandado desde un más allá del mundo, o más bien, la de una ne­ cesidad del desarrollo inmanente de una Historia, presupone en cualquier caso una consistencia ontológica propia del curso de los acontecimientos como tal, ya sea a partir de su origen, ya sea en el desencadenamiento de su proceso. Este curso de los acontecimientos debe ser, y debe ser en cuanto curso: según la sucesión, y según la dirección. En este caso, no puede haber libertad si no es en relación con este curso de los aconteci­ mientos, es decir, solamente desde el punto de vista de una trascendencia no finita, que permita ocupar una posición sustraída al tiempo. En esta po­ sición, la libertad puede identificarse con la fatalidad, ya sea según el mo­ delo de un éxtasis en Dios (o en el Sujeto de la Historia), ya sea según el modelo de la «resolución a lo ineluctable como autoilusión esencial». La consistencia propia del curso de los acontecimientos es el ser del tiempo. No el ser como tiempo, sino el tiempo como ser: el tiempo como sustancia y como subjetividad. La pregunta, o la obsesión, de la fatalidad está presente sin cesar en Occidente (y sin aquella pregunta, esta obse­ sión hace que el pensamiento de la libertad se tropiece, a no ser que la una dialectice a la otra), en la medida en que la temporalidad está sustantificada con la fatalidad. Pero en la medida inversa y simétrica —y que no deja de hecho trabajar también toda la tradición— en la que a la tem­ poralidad se la reconoce como aquello que obstaculiza la sustantificación en general, y en particular a su propia sustantificación,1 la perspectiva cambia. El curso de los acontecimientos debe, no ser negado, sino puesto a la luz en cuanto que curso de los acontecimientos, y en cuanto que el 1. T endrem os que dejar de lado aquí la articulación con el espacio, que sin em bargo form a p arte de esta problem ática. P ara eso h aría falta otro trabajo. Se en co n trará m ás

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curso mismo, en cuanto tal, tiene el carácter de acontecimiento. No vamos a recuperar aquí los análisis heideggerianos de la temporalidad, ni el hilo insistente aunque discreto de la tradición que debía conducir allí (historia) y que se encuentra al mismo tiempo liberado de su curso (acontecimiento). Nos trasladaremos de una vez a esa extremidad en la que es el mismo concepto de tiempo, y casi su nominación, los que se encuentran en suspenso:*2 hasta el punto en que se verifica que la temporalidad del tiempo no es nada temporal (o bien, también, hasta el punto en que la temporalidad es temporal en la medida en que aqué­ lla da el tiempo del tiempo, su ritmo, en cierto modo, más que su curso, ya que no hay que correr el riesgo de olvidar que ese ritmo sólo tiene lugar justo en el curso mismo). Es decir, que es a través del tiempo mismo, si se puede decir así, más que en la profundidad de una esencia temporal del tiempo, como cabe finalmente discernir lo que se podría llamar la proveniencia del tiempo, o la pro-veniencia, más exactamente, del presente del tiempo. En efecto, el tiempo como tal, cualquiera que sea la fluidez, e incluso lo fugitivo de su transcurrir, se mantiene siempre, para toda la filoso­ fía, en la dimensión y bajo el dominio de la presencia (el haber-sidopresente, el ser-presente, el-ser-presente-por-venir). Así, el tiempo como tal era para Kant la única cosa que no transcurre dentro del tiempo: es la permanencia del presente que se sucede. Pero al igual que el ente, que es en cuanto ente-presente, se desvela velando al ser en su retirada, igualmente (y éste «igualmente» responde de hecho al entrelazamiento íntimo de las dos preguntas) el presente del tiempo no se puede presentar sin hacer referencia o seña (velar es también y primeramente hacer seña, sin significar) al venir-a-presencia de ese presente (o si se quiere, al estar-presentado de la presencia). El pre­ sente no puede provenir de otro presente. Cada presente como tal se retiene en él mismo por una presencia absoluta (pasada, presente o fu­ tura), separada como tal de toda sucesividad. En los términos de Kant a propósito de la causalidad: cada presente de una presencia es un na­

cimiento a la existencia (o una muerte), no es una modificación de una

adelante algunas indicaciones en la dirección de aquello que h ab ría que pensar, n o sólo com o u n a originalidad p ro p ia del espacio (com o lo hace D idier Franck, véase n o ta 7, pág. 118), sino com o u n a «espaciosidad» del tiem po alrededor del «acontecim iento», de lo cual volveremos a h a b lar aquí. De m an era general, la libertad se ofrece espaciosa y espaciadora: tratarem o s de ese p u n to p a ra aca b a r (cap. 13). 2. Véase «Temps et étre» en Q uestions IV, trad. franc. París, Gallim ard, 1976, y véase tam bién el análisis del carácter «de p arte a p arte metafísico» del «concepto de tiem po» p o r D errida en «Ousia et gram m é», en M arges de la philosophie, París, M inuit, 1972 (trad. cast. de C arm en González M arín, M árgenes de la filosofía, M adrid, C átedra, 1989).

sustancia permanente (y que, como tal, llegaría jamás a la presencia). O también: el fenómeno en su fenomenalidad involucra la pareja permanencia/sucesión, que involucra a su vez la pareja sustancia/accidente, mientras que el fenómeno considerado como la existencia de la cosa involucra sencillamente, si cabe decirlo así (pero es en efecto la simplicidad m ism a, tan próxima y tan lejana...), la «puesta en posi­ ción» de la cosa, la Setzung del existente en la existencia. Esta Setzung escapa a la permanencia tanto como a la sucesión, y escapa a la sustancialidad tanto como a la sucesividad. Es proveniencia en el tiempo de la presencia en cuanto que ésta, como presente de su presencia, no depende de nada que la funda o que la produzca. No proviene ni del tiempo, ni de algo que esté en el tiempo, ni de algo que esté fuera del tiempo. Es, de alguna manera, la pro-veniencia del tiempo en el tiempo. Así, procede de una «venida» que no es a su vez temporal, ni en el sentido de que vendría en el tiempo, ni en el sentido de que la du­ ración de su proceso se presentaría en ella (y en ese sentido ni siquiera es una «venida»: eso no viene propiamente, eso pro-viene, eso sobre­ viene, eso vuelve a venir quizás). Es una pro-veniencia que no precede al presente, sino que lo da como presente, que le da su presencia de presente, o que le da a la presencia (y que de esta manera da el tiempo: proveniencia y pre-veniencia del ser para la existencia). Heidegger llama a esto Ereignis. Dice: «La donación de presencia es propiedad del Ereignen. El ser se evapora en el Ereignis.» Con esta palabra, Ereignis, cuyo sentido corriente es, como se sabe, «acontecimiento», lo que Hei­ degger pretende, pues, pensar, es, no la puntualidad temporal, y pre­ sente, lo que se entiende primeramente a título de acontecimiento, sino en suma el advenimiento del acontecimiento, la proveniencia de un presente y así, de la apropiación (Eig nu ng ) del ser en cuanto ser, del tiempo en cuanto tiempo, y del ser y del tiempo en la apertura de una presencia (lo cual implica también el espacio). Heidegger ha dejado en parte suspendida la explicación o la explo­ tación del Ereignis. No vamos a recuperarla y prolongarla: eso nos lle­ varía a un trabajo completamente diferente. Nos contentamos con ex­ plotar libremente lo que ese motivo, nos parece, indica necesa­ riamente a propósito de la libertad, o de lo que persistimos aquí en lla­ m ar «libertad». Se trata, pues, de la pro-veniencia del tiempo. Si se piensa el tiempo como proviniendo de él mismo, se lo piensa como la subjetividad de una necesidad: ineluctable curso de los acontecimien­ tos, con el que la libertad debería reducirse a practicar imaginarias as­ tucias. Pero, ¿qué hay del acontecimiento o del advenimiento del curso

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como tal? ¿Qué hay del advenimiento del tiempo mismo, como curso de los presentes y como presente del curso? (¿Qué pasa, pues, en el fondo, con el primer esquema kantiano, y con el «yo» que produce o que engendra en éste el tiempo, antes incluso, por definición, de poder ser un sujeto? Toda esta cuestión es, sin duda, la de un yo singular, que engendra al nacer él mismo, que no es más que su necesidad y que no es más que nacimiento: una vez más, un grito: ¿de sorpresa?) ¿Qué pasa con la venida como tal, en cuanto que ella misma, como se dice, no viene? ¿Qué hay de la pro-veniencia del venir, de la e-ventuálidad (del acontecimiento) y del ad-venir ellos mismos? Esta pro-ve­ niencia no es un origen, ni en el tiempo ni en el ser. No es más que el origen de un origen posible —y quizás es, más secretamente todavía, y según un tema ya evocado aquí, el origen de un origen improbable. Se­ ría mejor llamarlo una sobre-venida. El tiempo, el tiempo como curso y como acontecimiento, el tiempo como curso de los acontecimientos y como acontecimiento de su propio curso, es decir, bajo todas las mo­ dalidades de su venida-a-presencia, el tiempo sobre-viene. Este sobre­ venir no consiste en el carácter repentino de la venida-a-presencia: pues el carácter repentino sigue siendo un modo de la presencia misma (al menos si se lo comprende en conexión con el «instante», pero podría ser que lo «repentino» se prestase a otro análisis). Pero la sobre-venida es en este caso: que «venir» no viene, que ocurrir, «llegar» no llega. Hay que pensar aquí al margen de todo lo que supone el pen­ samiento temporal de la venida, del acontecimiento, del aconteci­ miento y del llegar o ocurrir, en cuanto que es pensamiento de su pre­ sencia. Al guardar el nombre de acontecimiento, pero al intentar pensarlo, con el Ereignis, la apropiación de una presencia, y no la pre­ sencia (repentina) de una propiedad, habrá que decir: en el aconteci­ miento el tiempo sobreviene al tiempo, el tiempo llega como tiempo (como presente), sin llegar en el tiempo o temporalmente. Nacimiento del tiempo que sería también tiempo del nacimiento: tiempo retirado del tiempo, tiempo de un pasaje sin presente, paso de nada a nada, sino entrega de existencia. Lo que ocurre o «llega» sin llegar, es decir, sin provenir de un ori­ gen, sino pro-veniendo o sobre-viniendo en el origen mismo (como el grito, quizás, sobrevendría en el orificio de origen de la boca, y no pro­ vendría de él), es la sorpresa. La sorpresa en cuanto sorpresa no so­ breviene simplemente para añadirse al curso de los acontecimientos y para modificarlo. Ofrece otro curso, o bien, de manera más decisiva, ofrece en el «curso» mismo la retirada de toda su presencia. Se podría decir, de hecho, que la sorpresa está ya inscrita en el corazón de todos

los análisis filosóficos de la temporalidad, y singularmente de los aná­ lisis del instante presente: en el límite entre el haber-sido-ya y el noser-todavía, el presente se verifica siempre asimismo como límite de presencia, es decir, como el ser o el haber-ya-pasado de lo que todavía no es o todavía-no-ha-venido. Que es la estructura de la sorpresa (y ésta constituiría, así, el reverso exacto de la estructura del presente): la sorpresa tiene lugar, sin haber llegado (o ocurrido); no habrá, pues, te­ nido lugar, pero habrá abierto el tiempo, mediante un esquematismo de la sorpresa cuyo yo se sorprendería a su vez. El tiempo abierto po­ drá ser el tiempo de la extrañeza, del vuelco, o de la interrogación, el de la explicación. Y por ejemplo, el tiempo de la pregunta: ¿por qué hay algo?, o bien, el de esta (¿otra?) pregunta: ¿por qué plantear la pre­ gunta precedente? Cabrá siempre tomarse el tiempo para responder a la pregunta, y habrá que hacerlo, incluso si es para responder que no hay «razón» para ese «¿por qué?». Pero este tiempo que habrá que to­ marse no habrá sido abierto más que por la sorpresa, la cual, a su vez, no se ha tomado el tiempo, porque no era ya tiempo, o todavía no era tiempo, de tomar su tiempo. La sorpresa no se habrá tomado ni si­ quiera el tiempo de venir, habrá sobre-venido a toda venida, habrá sido el acontecimiento de un tiempo libre, de una libre apertura de tiempo para que el tiempo pueda presentarse. El tiempo de la respuesta será el de la necesidad, como lo era ya en verdad el tiempo de la pregunta, pues el «¿por qué? presupone el régi­ men de la necesidad. Pero ninguna necesidad la abre, la pregunta, por sorpresa. Es decir, que el tiempo como tal será siempre el de la nece­ sidad. Pues el tiempo es siempre el curso de la presentación de los acontecimientos, y el curso de las preguntas, de las dudas, de las res­ puestas, o de las ciencias: el tiempo de la «vida» como el tiempo de la «filosofía», y como el de la «filosofía del tiempo». Pero el tiempo del tiempo, o este síncope del tiempo que hace que la presencia se pre­ sente por sorpresa (pregunta del empirista: ¿saldrá el sol mañana? En este sentido, no hay respuesta al empirismo, sino en la experiencia de la sorpresa, que no responde, sino que se limita a decir que el sol de mañana, si lo hay, no será el mismo sol), todo eso no se puede llamar de otra manera que con el nombre «libertad». Cuando no hay ya tiempo de vivir y de filosofar, o cuando no es to­ davía el tiempo (nacimiento y muerte, aparte de la causalidad, naci­ miento y muerte de una singularidad, de un «yo» o de un sol, naci­ miento y muerte de la «filosofía», o de un solo «pensamiento», golpeo de existencia), está la sorpresa: está ahí antes de haber estado ahí, y no está «ahí», habiendo ya llegado ahí. Una esencia esta precedida por, o

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le sucede, un síncope: es la lógica de la libertad en cuanto lógica de una esencia cuyo acceso no está prescrito por esta esencia,3 la lógica de una esencia «libre» porque ella no es más que la sorpresa de una existencia entregada. La libertad sorprende, o más bien, y puesto que la libertad no es el sujeto de una acción, la libertad se sorprende. Y «sorprenderse» es el acto del sujeto en el límite de la subjetividad: en el límite, es decir, allí donde el sí difiere esencialmente, y se difiere (por ejemplo: ego sum ). La libertad no reside aquí en la voluntad en cuanto pre-videncia de la pro-veniencia de la realidad de una repre­ sentación: ésta sorprende de un golpe, cada vez (no un instante, un golpe en el instante, un improbable corte del instante), todo el sistema de la voluntad: Y el gesto fue hecho antes de que ella se diese cuenta, hasta tal punto había soñado en él.

O bien: Se arroja al tren sin haber tomado la decisión de hacerlo. Es más bien la decisión la que ha tomado a Ana. La que la ha sorprendido.4 3. Véase supra, cap. 6. Toda la tem ática de este parágrafo hay que conectarla con la lectura, p o r parte de Lyotard, de la Begebenheit en la h istoria kantiana, del «hecho de en­ tregarse» de u n acontecim iento en cuan to «huella de la libertad en la realidad». Aunque Lyotard, que no se p ropone p o r o tro lado u n exam en de la lib ertad en sí m ism a, m a n ­ tiene la apelación de «causalidad p o r libertad», el concepto im plícito de libertad que pa­ rece suponer su texto enco n traría quizás alguna analogías con el de estas páginas. M an­ tendríam os u n a reserva, sin em bargo, en cu an to a la expresión «huella de libertad», lo que im plica a la vez visibilidad (o sensibilidad; ahí está todo el envite del «sentim iento» de Lyotard, que debería reco n d u cir a aquello que evocábam os en la n o ta 5, pág. 114115) e interm itencia; lo que es innegable en el plano de los «acontecim ientos históricos» de los que habla Lyotard, nos parece rem itir en el plano ontológico a u n a constitución de la que se podría decir que es lo no-sensible de lo sensible, y la no-interm itencia de la interm itencia de los acontecim ientos. E n u n sentido, hay sin cesar u n acontecim iento de libertad, que abre la existencia com o tal. H ay sin d uda el «sobre-venir» del tiem po, y es a p a rtir de ah í solam ente com o se puede acceder a la posibilidad de p en sar u n a «histo­ ria» y sus «signos». Véase Jean Fram jois Lyotard, L ’enthousiasm e, París, Galilée, 1986, especialm ente págs. 54-56, 100 y 113 (trad . cast. de Alberto L. Bixio: El entusiasm o, B ar­ celona, Gedisa, 1987). 4. Julien Green, M inuit (trad . cast. de José M aría M artínez M onasterio: Medianoche, B arcelona, Plaza & Janés, 1 979), citado en Georges Poulet, Mesure de l'instant, París, Pión, 1968, pág. 376, y M ilán K undera, L'art d u rom án, París, G allim ard, 1986, pág. 80 [trad. cast. del original checo de F em ando Valenzuela y M. V. Villaverde: El arte de la no­ vela, B arcelona, Tusquets, 1 9 8 7] (el a u to r h ab la de Ana K arenina. ¿T endrá que ver es­ tru ctu ralm en te la lite ra tu ra con esa sorpresa, de la que es seguro que m uchos otros

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La libertad sorprende siempre cuando no hay ya o no hay todavía tiempo. Es decir, ya o no todavía tiempo para el tiempo, y para la opo­ sición de una «libertad» y de una «fatalidad». No que la libertad se re­ suelva a no ser sino «la resignación a lo ineluctable» (lo que constituye sin duda el resultado del concepto metafísico de la libertad, pero que, al mismo tiempo no ha constituido nunca el pensamiento esencial de ninguna gran filosofía; ejemplar e incluso matricial a este respecto, la voluntad estoica de querer el orden del mundo no se puede analizar como una resignación).5 Pero la libertad no está ligada tampoco (y esto es de nuevo algo estoico) a la ilusión de una revuelta que estaría en realidad sometida al encadenamiento del destino. La libertad se aparta de la resignación y de la revuelta, no para no hacer nada, sino para dejar libre ese sitio aparte que es el propio del acto libre en su ejem plos h ié ra n o s pueden producirse?). H ay algo de u n síncope (suspensión y ritm o), de un latir en el corazón de la «razón», de un latido de corazón. «Un corazón es ya u n acon­ tecim ien to , u n aco ntecim iento es ya u n corazón», escrib ía Dózen. La lib ertad , en su acontecim iento se sitúa siem pre, quizás, en el orden del corazón. Pero ¿cóm o pen sar un corazón del ser? (habíam os abordado la pregunta en «El am o r en estallidos», op. cit.). Lo que adviene en el Ereignis, es, quizás, que el advenir m ism o adviene a si, se apropia com o presencia. Pero eso no puede advenir m ás que en el m odo del sobrevenir. El a d ­ venir se adviene a sí sobreviniendo, en el latido del sobrevenir. Esto sería eso, el corazón del ser, o su libertad (¿n o es el corazón p ara nosotros sinónim o o m etáfora de la libertad en todos sus estados?). La ap ertu ra de un m undo, com o tal y absolutam ente, no es pensable al m argen de la libertad del sobrevenir. Si no es así, no se tra ta de u n m undo, sino de u n universo. De u n a m an era en cierto m odo com parable, W ittgenstein liga el m ara­ villarse ante el «milagro» de la existencia (lo que com porta u n a referencia a Heidegger, en la edición alem ana del texto, com o C hristopher Fynsk nos h a señalado) a la ética com o orden propio de las expresiones «cuya esencia m ism a consiste en no ten er sen­ tido», cosa que nosotros interpretaríam os así: ten er el «sentido» de la libertad del ser. (véase W ittgenstein, «Conferencia sobre la ética» en Lepons et conversations, trad. franc., París, 1971; tra d cast. de Fina B irulés e introducción de M anuel Cruz, Conferencia sobre ética, Barcelona, Paidós, 2a ed., 1990). 5. E n tre tan to s análisis, citem os el de V uillem in (que p o r lo dem ás se aplica al m ism o tiem po a Spinoza), p o r la finura con la que capta el abandono activo de esa vo­ luntad: «¿Cuál es, sin em bargo, el origen de la conversión m ediante la que un a voluntad finita, al a su m ir las lim itaciones que la abrum an, se identifica, en la m edida en que está en ella, con su causa y su sustancia? E sta voluntad finita no podría ser p o r ella m ism a, sino, precisam ente, en la m edida en que se la considere u n a parte dada de la N aturaleza, y el sabio n o llega a la sabiduría si no es p o r m edio de u n a cierta necesidad eterna. Es­ tam os, pues, necesariam ente necesitados de salvación y de consentim iento. Y el secreto de la fuerza sigue siendo sentir su sostenida expansión a través de u na fuente que aqué­ lla h a cap tad o com o sin querer, que no controla, y que experim enta com o inagotable» (op. cit., pág. 389 ). A lo cual añadiríam os sim plem ente, si hubiese que establecer u n lazo m ás estrecho con este texto, que la «salvación y la aquiescencia» no son o tra cosa que la libertad m ism a.

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fuerza propia y revolucionaria.6 (Y sin duda, ni la actitud de la revuelta ni la de la resignación quedan excluidas: pero es la libertad la que lo decide, es ella la que hace o no hace a aquéllas libres.) Cuando ya no hay, o todavía no, tiempo para la oposición de un ár­ bitro y un destino, es que ya no hay, o todavía no, tiempo para el tiempo. En la libertad, no hay tiempo para el tiempo. Es «tiempo» del corte del tiempo, de un sobre-venir que lo sorprende, presentando lo que no ha venido, retirando la presencia a lo que se ha presentado. El acto libre ignora el presente del pasado, y no asegura el del porvenir; pero no se mantiene tampoco en su propio presente: no es el aconte­ cimiento pero le sobreviene y lo apropia (ereignet) como apertura o como cierre del tiempo, como don o como rechazo de la venida-a-presencia. En un sentido, Kant tiene razón: si me levanto, al instante, de la silla, no hay otra causalidad que venga a mezclarse sin mezclarse en la causalidad mecánica del mundo, pero sí hay indefectiblemente un sobre-venir a este acontecimiento de aquello que no viene, de lo que no se presenta ahí, pero que entrega el tiempo de ese gesto a la exis­ tencia, es decir, a la posibilidad (improbable lo más a menudo) de un síncope del tiempo y de la presencia en el que se presenta lo que no se presenta como presente, a saber, la retirada de esencia en la que la exis­ tencia existe. La libertad «se presenta» ella misma delante/detrás de sí, en exceso o en defecto de lo que podría asignarla o «distanciarla» en una pre­ sencia, sea esta presencia la de un arbitrio o la de un destino. Es libre para el arbitrio y/o para el destino, pero no se confunde con su subje­ tividad o con su sustancialidad: es la posibilidad de tener que hacerse el sujeto de un arbitraje, y/o de tener que ser cogido por la fuerza de un destino, pero no será ni el arbitraje ni el destino, será en ellos la exis­ tencia expuesta al modo arbitrario y/o destinal, pero esa exposición, a su vez, no será ni arbitraria ni destinal, será lo que se expone sin fun­ damento, lo que está expuesto mediante el desasimiento de su funda­ mento a la suerte del arbitrio, al riesgo del destino. No será el aconte­ cimiento de una elección o de un arrebato, será lo que sobre-viene a un acontecimiento como ese: una existencia expuesta. Es así como la libertad es absoluta: separada de su propio aconte­ cimiento, inasignable en un acontecimiento, es el corte en el tiempo y el salto en el tiempo de una existencia. Entra en el tiempo, y en este sentido podrá decir que lo «elige», pero no entra ahí sino por ese ex­ ceso y ese defecto o retirada en que el tiempo como tal —lo que podría 6. Véase capítulo 7.

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ser la presentación y el presente de una libertad, de un acto y de un su­ jeto libre— es sorprendido, puesto que es la libertad la que se sor­ prende ahí, abriendo el tiempo justo en el tiempo, a lo largo del tiempo, a tiempo o a contratiempo. En este sentido, ni siquiera se po­ drá decir que ella «se elige», ni que «elige» el tiempo.7 No se trata ni de elección ni de coerción. Se trata de que la existencia como tal está pu­ ramente ofrecida al tiempo —es decir, a su finitud— y de que esa ofrenda, presentación de antes de toda presencia, pro-veniencia que solamente sobre-viene, es la existencia en la retirada de la esencia o del ser. Su sorpresa no la deja «elegir». Pero no la determina sin embargo: la expone como una generosidad infinita a la finitud del tiempo (como un sobre-venir infinito a la presencia finita). Sólo así puede ocurrir que el tiempo sea «llenado» o «cumplido», de acuerdo con el motivo de Benjamín: El tiempo histórico es infinito en todas las direcciones, y no lleno a cada instante (...) la fuerza determinante de la forma histórica del tiempo no es plenamente captable por ningún acontecimiento empírico ni puede ser reunida en ninguno. Un acontecimiento tal que fuese cum­ plido, en el sentido histórico, es realmente más bien algo enteramente indeterminado empíricamente, una idea.8

Este cumplirse nos parece análogo a lo que por nuestra parte he­ mos llamado la sobre-venida de y al acontecimiento. Y la «idea» sus­ ceptible de sobre-venir y de captar la «fuerza de la forma histórica del tiempo» (es decir, de hecho, la fuerza de su cumplimiento mismo) no puede ser sino la libertad, en el caso, la libertad del héroe trágico ex­ puesto a su «falta», que no es ninguna otra cosa, como explica Benja­ mín, sino el cumplimiento mismo de su «tiempo propio». Es esa liber­ tad la que llena el tiempo, la que lo retira a lo infinito como a su forma vacía, la que lo hace finito o lo termina puesto que lo colma : finitud fi­ nita, infinitamente finita, se podría decir, y expuesta como tal en la tragedia. Esto se hace dentro del instante (como advierte Benjamín en otra parte, la unidad de tiempo de la tragedia es una figura del ins7. El tem a de la elección de las posibilidades propias del Dasein, en E l ser y el tiempo, n o rem ite al motivo clásico de la elección del arbitrio. «Elegirse a sí mism o» no es hacer la elección de u n posible entre otros, y no es, sin em bargo, resignarse a lo ineluctable. Es d ecidir ser en relación a sí en tan to el existente que se es, es decir, siem pre, en tan to ese ente que su existencia sorprende, tan to com o existencia cuanto com o suya. 8. Véase «Trauerspiel et tragédie», en Origine du dram e baroque allem and, trad. franc., París, 1985, págs. 25 5 y sigs.; trad. cast. de José M uñoz Miralles: E l origen del d ram a barroco alem án, M adrid, T aurus, 1990.

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tante), es decir, no en un instante, en el tiempo presente de un ins­ tante, sino por medio de un corte en medio del instante: el corte de la libertad que sobreviene a ese tiempo y lo colma. Pero «en la tragedia el héroe muere porque nadie es capaz de vivir en el tiempo cumplido. Muere de inmortalidad». Transcribiremos: su libertad retira su pre­ sencia y su esencia en el gesto mismo mediante el que colma la finitud existente del tiempo. Además, es sorprendente. La muerte viene a sor­ prender al héroe trágico: Pues no es raro que sea en los momentos de tregua —por así decirlo, en el sueño del héroe— como se cumple el decreto de su tiempo; e igual­ mente, en el destino trágico, la significación del tiempo lleno se muestra a plena luz en los grandes momentos de pasividad: en la decisión trá­ gica, en el momento retardador, en la catástrofe.

Se ve hasta qué punto esa sorpresa de inmortalidad firfita —si cabe expresarse así— tiene poco o nada que ver con esta visión de lo trá­ gico, de la que hemos terminado haciendo el paradigma metafísico del conflicto entre una «libertad» y un «destino». El destino trágico no es] aquí otra cosa sino el destino de la libertad, o el libre destino de lo que , aporta el tiempo a la intensidad saturada de un «tiempo propio», esta-j llido finito/infinito de existencia que se retira del ser y del tiempo. Lo' trágico, que ignora la tristeza, como lo hace notar también Benjamín, es la sorpresa de un tiempo colmado de libertad: sorpresa impresenta­ ble, insostenible, y sin embargo perfectamente presente, ofrecida justo junto al hecho irrecusable de su sorpresa misma. Si bien no se muere uno por cada acto de libertad (pero si bien, por otro lado, no hay libertad que no ponga en juego la muerte, como sa­ bía Hegel), la existencia libre no se sostiene sin embargo nunca en el tiempo lleno de su libertad. No se mantiene nunca en un «tiempo li­ bre», o cumplido, sino en un tiempo necesario de donde la libertad se retira. Pero esa retirada es precisamente lo que entrega la existencia a la sorpresa absoluta de la experiencia de la libertad sobrevenida. Finalmente, no se muere uno por cada acto de libertad, pero se muere uno. Y al igual que cada vez la libertad nos expone a la posibi­ lidad de la muerte, la muerte a su vez nos expone a la sorpresa de la li­ bertad, cosa que también hace el nacimiento. En verdad, nacimiento y muerte tienen la misma estructura, que no empalma simplemente las dos extremidades de una vida, sino que sobreviene a todo el curso de los acontecimientos de esta vida, y que no es otra cosa sino la estruc­ tura que sobre-viene de la existencia como tal: se trata de aquello por

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lo que ésta nunca está presente más que estando libremente ofrecida a la presencia, a su propia presencia como a la presencia de un mundo. Nacimiento y muerte: esto que no podemos pensar más que como apropiación de presencia (Ereignis) que sobre-viene sin origen a la pre­ sencia y al presente del tiempo. Cogidas ambas dentro del tiempo de una fatalidad a su vez sin origen y sin fin, pero al mismo tiempo reti­ radas al tiempo, en una eternidad finita que no es a su vez sino la libre exposición existente. Pues la libertad que es inicial es realmente también final, es que no se da, en consecuencia, en el sentido de un objetivo ni de un resultado, sino en el sentido de que siempre ya cumplida, no deja de exponer la existencia al cumplimiento que le es propio: ser su propia esencia, es decir, retirarse de toda esencia, de toda presencia, de toda sustancia, de toda causalidad, de toda producción y de toda obra, o, de acuerdo con la expresión de Blanchot, no ser más que la desocupación de existir. «Nacer libre» y «morir libre» no son sola­ mente fórmulas gravadas para ciertas determinaciones de derecho o para exigencias éticas. Dicen algo del ser como tal, del ser del tiempo y del ser singular de la existencia.9 Esas expresiones dicen que no somos «libres» de nacer y de morir —en el sentido de una libre elección que haríamos en cuanto sujetos—, sino que no nacemos y no morimos a ninguna otra cosa que a la libertad, y esto, en el sentido de que «morir a la libertad» debe entenderse como «nacer a la libertad»: no la perde­ mos, no accedemos a ella infinitamente, en una «inmortalidad» de li­ bertad que no es una vida sobrenatural, sino que libera en la muerte misma la ofrenda inaudita de la existencia. Es quizás algo así lo que Heidegger quería pensar mediante la pa­ labra destinación.10 La destinación sería el movimiento propio del Ereignis, o de la sobre-venida apropiadora: no el destino —dominación del presente—, sino «la donación de la presencia». La presencia dada, 9. Sin em bargo, no se las debe p ro n u n ciar sin acom pañarlas con esta advertencia de A dorno (op. cit., pág. 289): «El hecho de que las m etafísicas de la m uerte degeneren o bien en el reclam o de u na m uerte heroica o bien en la trivialidad de un a p u ra repetición de lo innegable, que hay que m orir bien, su m ostruosidad ideológica com ún, ese hecho se en raiza ciertam ente en la debilidad que sigue persistiendo en la conciencia h um ana cuan d o se tra ta de m antenerse firm e ante la experiencia de la m uerte y quizás sim ple­ m ente de in tegrarla en sí m ism o». Pero añadirem os que «integrar en sí mism o» la m u erte es al m enos u n a expresión am bigua, y que es la libertad m ism a la que nos arran ca en la m uerte y que, p o r consiguiente, tam bién nos quita toda posibilidad de apro­ p iam o s de esta muerte, com o tam bién del nacim iento que se abre a ella. 10. Véase todo el m otivo del Schicksal, del schicken y del bestim men, que se com u­ n ica estrecham ente, com o se sabe, con el del Ereignis (véase Tiempo y ser, op. cit., pág. 44, entre otras).

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LA EXPERIENCIA DE LA LIBERTAD I

extendida, ofrecida por su retirada y en su retirada.lEs decir, la libera­ ción de la presencia y para la presencia en la retirada del tiempo pre­ sente. La presencia que se verifica que no es presente, sino destinación, envío, liberación de ella misma como partición infinita de existencia. Pero «destinación» y «liberación» corren el riesgo de decir todavía de­ masiado poco, si es que estas palabras marcan todavía demasiado la acción consciente y voluntaria. Digamos, para intentar liberar en las palabras otra denominación de la libertad: una sorprendente generosi­ dad del ser.

C a p ít u l o 1 2

EL MAL. LA DECISIÓN

Pero ¿y si el pensamiento, finalmente, se encontrase severamente apelado al pudor, y reducido a la impotencia, a través del mal? Más gravemente todavía, ¿y si se encontrase confrontado, a través del mal, con su propia indignidad? Auschwitz demostró irrefutablemente el fracaso de la cultura. El he­ cho de que Auschwitz haya podido ocurrir en medio de toda una tradi­ ción filosófica, artística y científico-ilustradora encierra más contenido que el de ella, el espíritu, no llegara a prender en los hombres y cam­ biarlos. En esos santuarios del espíritu, en la pretensión enfática de su autarquía es precisamente donde radica la mentira. Toda la cultura des­ pués de Auschwitz, junto con la crítica contra ella, es basura. Al restau­ rarse después de lo que dejó ocurrir sin resistencia en su casa, se ha con­ vertido por completo en la ideología que era en potencia desde que, en oposición con la existencia material se arrogó el derecho de insuflarle la luz; una luz que precisamente el aislamiento del espíritu se había reser­ vado para sí quitándosela al trabajo corporal. Quien defiende la conser-' vación de la cultura, radicalmente culpable y gastada, se convierte en cómplice; quien la rehúsa fomenta inmediatamente la barbarie que la cultura reveló ser.1

Como consecuencia de su última frase, Adorno añade: Ni siquiera el silencio libera de ese círculo; lo único que hace es ra­ cionalizar la propia incapacidad subjetiva con la situación de la verdad objetiva, degradando de nuevo a ésta a una mentira.

De manera que no puede uno callarse. No puede uno callarse ante lo que ha llevado al fracaso a la «libertad», que constituía el pensa­ miento mayor de esta cultura, ni delante de lo que pone en trance de 1. Op. cit., pág. 287; trad. cast. pág. 367.

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renunciar a todo pensamiento de la libertad (sin duda Heidegger creyó haberlo reconocido, entre otras cosas, cuando reconoció «la mayor tontería de mi vida»;2 sin embargo guardó silencio,3 y éste fue también, se ha llegado a decir, un silencio sobre «la libertad»; sin em­ bargo no dejó de intentar pensar «el espacio libre» del Ereignis : lo cual era también reconocer la indignidad y la futilidad de la «cultura» de la libertad, sin ceder, sin embargo, acerca... de la libertad). Y si todo pensamiento de la libertad debe renunciar, dejando el lugar al consenso rápidamente conseguido de un liberalismo moral y político, entonces es el pensamiento el que debe renunciar. Con lo que no pa­ saría nada, si el pensamiento fuese sólo cosa del pensamiento; al con­ trario, con eso se renunciaría a lo que puede constituir y haber de malo en el pensamiento: la ilusión, la facilidad, la irresponsabilidad y la intelectualidad, que se cree libre y afirma tan fácilmente la liber­ tad justo en la medida en que no la somete a prueba. Pero el pensa-. miento no es la intelectualidad, es la experiencia de sus límites. Y es esa experiencia en cuanto experiencia de la libertad, materialmente y en una corporeidad intratable, que no es otra cosa sino el nacimiento y la muerte. Decir de éstas, en efecto, que «sólo cabe pensarlas», quiere decir que sólo se puede pensar en ellas, y en ellas es la libertad lo que está en juego. Auschwitz ha significado la muerte del naci­ miento y de la muerte, su conversión en abstracción infinita, la nega­ ción de la existencia: y es quizás ante todo eso lo que la «cultura» ha­ bía hecho posible. Uno no puede callarse, y no hay dónde elegir. La experiencia de la libertad no es ad libitum . Esa experiencia constituye la existencia, y hay que captarla también, en consecuencia, en esa extremidad de ne­

gación de la existencia. Hay en adelante una experiencia del mal, y el pensamiento no puede mantenerse al margen de ella. En realidad, es ésa, quizás, la experiencia mayor de todo el pensamiento contemporá­ neo en cuanto pensamiento de la libertad, es decir, en cuanto pensa­ miento que no sabe ya si, ni cómo, «la libertad» podría ser su tema, puesto que es libremente y en el seno de la cultura de la libertad en donde se llevó a cabo sistemáticamente la negación de la existencia. El pensamiento no piensa nada si no se pone a prueba ante una declara­ ción como la de Thomas Mann en 1939: «Sí, sabemos de nuevo qué son el bien y el mal».4 Pero la primera exigencia es no comprender eso como el retomo de un bien y de un mal «bien conocidos». Más bien y por el contrario, es tomar la medida de un «saber» inédito «del bien y del mal», y de un saber que no puede sustraerse a la inscripción del mal, de una manera o de otra, en la libertad. La lección que tenemos que recoger sobre el mal se recoge en tres puntos: 1. La clausura de toda teodicea, o logodicea, y la afirmación de que el mal es estrictamente injustificable. 2. La clausura de todo pensamiento del mal como defecto o perver­ sión de un ente cualquiera, y su inscripción en el ser de la existencia: el mal es malignidad positiva. 3. La encamación efectiva del mal en el horror exterminador del montón de cadáveres: el mal es insostenible e imperdonable.5 Bajo esta triple determinación se ha constituido lo que cabría lla­ mar, no sin una ironía sombría, el saber moderno del mal, diferente en naturaleza y en intensidad de todo saber anterior, aunque recoja también ciertos rasgos de éste (esencialmente, en suma, el mal que no era «nada» se ha convertido en «algo» que el pensamiento no puede reducir). (De ese saber, por lo demás, forma parte también la historia de la fascinación moderna por el mal, que recordarán suficientemente, aparte de todas sus diferencias, nombres como los de Sade, Baudelaire, Nietzsche, Lautréamont, Bloy, Proust, Bataille, Bemanos, Kafka,

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2. H.W. Petzet cita esta expresión en su prefacio a M artin H eidegger/Erhard K astner, Brkfwechsel, F rancfort del M eno, K losterm ann, 1986. 3. Véase Philippe L acoue-L abarthe, La poésie comm e expérience, París, Bourgois, 1986, pág. 167: «Eso es estrictam ente imperdonable». La p alab ra se refiere a la vez a Auschwitz y al silencio de Heidegger. (P o r o tra p arte, y en previsión de observaciones ulteriores, hay que re c o rd a r que el perdón, to m ad o en su trad ició n judeo-cristiana, n o equivale a justificación. Lo que sigue siendo injustificable po d ría ser, en o tro plano, per­ donado. Salvo si se tra ta precisam ente de u n a actitud que tiende de u n a m an era u otra a justificar lo injustificable, com o cabe sospechar que p u d o ocurrir, en u n cierto nivel, en el caso de H eidegger. Pero queda, en la m ism a trad ició n del perdón, u n enigm ático «pecado contra el espíritu», que no puede ser perdonado... (A ñadam os lo siguiente: el si­ lencio de H eidegger n o fue ab solutam ente total; p ro n u n ció algunas frases, y harem os alusión m ás adelante a u n a de ellas, acerca del Unheil, el desastre, debido al nazism o. Pero aparte de esta palabra, n a d a encentó el silencio de fondo. Todos los m ateriales en este punto están presen tad o s y analizados con p recisión p o r p arte de Ph. LacoueLabarthe en La fiction du politique, París, B ourgois, 1988.)

4. Das Problem der Freiheit, Estocolm o, 1939. 5. Como h a sido ya advertido de paso (caps. 1 y 3 ), pensam os que hay u n a secreta connivencia, m ás acá de diferencias fundam entales, entre los cam pos y todo aquello que, p o r explotación, p o r abandono o p o r to rtu ra, presen ta en nuestra época lo que se podría ju n ta r bajo los títulos, a la vez m ateriales y sim bólicos, del encarnizam iento, de la desencam adura, y de la carnicería. H abría que an alizar esto en o tro lugar. H abría que volver a tra z a r la circulación entre la b ru talid ad de la acum ulación prim itiva del c ap i­ tal pu esta a la luz del día, la del «m alestar en la civilización», y la de la b arb arie civili­ zada y tecnificada.

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Céline, sin olvidar la «novela negra» en las «diversas acepciones» desde hace dos siglos, o las películas de «terror», o incluso esas producciones privadas en las que se filman asesinatos reales de prostitutas.)6 Ese saber consiste ante todo en saber eso de que hay una «positivi­ dad» propia del mal, no en el sentido de que dicho saber contribuiría de una manera u otra a alguna conversio in bonum (cosa que descansa siempre en su negatividad y en la negación de esta negatividad), sino en el sentido de que el mal, en su negatividad misma y sin relevo dia­ léctico, constituye una posibilidad positiva de la existencia. Es la posi­ bilidad de lo que se llamaba en tiempos lo diabólico o lo satánico, y para lo que carecemos ya incluso de esas expresiones, adornadas to­ davía con el aire sublime de un «terrible sol negro de donde irradia la noche».7 Para nosotros la noche no puede ya irradiar; se hunde, por el contrario, en la disolución de una bruma que la hace todavía más densa: Nacht und Nebel. Esa positividad del mal —como una especie de bloque duro lan­ zado o arrojado delante de sí misma por la filosofía en el cumpli­ miento de la subjetividad, ignorado o denegado por un sujeto, Dios, Hombre o Historia, que por derecho sólo podía reencontrar y recupe­ rar su «bien»— representa precisamente lo que Kant no quería y no podía pensar a propósito de aquello que él mismo sacaba a la luz del día como el «mal radical» en el hombre.8

Sin embargo, es en la maldad diabólica, a pesar de todo, donde Kant va a encontrar, unas páginas más adelante, la representación bíblica de un origen incomprensible del mal en el hombre. Dicho de otra manera, para que haya el mal relativo (que es el mal llamado «radical», y para el que queda siempre la esperanza de un «retomo al bien»), hace falta que haya en el origen el mal absoluto de la determinación al mal. Pero todo lo que puede uno figurarse de ésta es su incomprensibilidad, la incom­ prensibilidad de un «desacuerdo en nuestro Ubre arbitrio»: éste está «primitivamente dispuesto al bien», y sin embargo, si es posible que nuestra debilidad pervierta nuestras máximas, previamente ha hecho falta que el mal mismo haya podido introducirse como motivo de una máxima en general. Es eso lo que representa o figura el diablo, en cuanto es incomprensible: «pues ¿de dónde viene el mal en este espí­ ritu?», ese espíritu del que Kant precisa que su destino original era «su­ blime». La maldad de Lucifer/Satán figura o representa, pues, un in­ comprensible mal absoluto en la raíz de la raíz del mal humano. Por consiguiente la incomprensibilidad del mal se aloja, desde el momento de Kant y casi sin saberlo Kant, o en el límite de su pensa­ miento, en el corazón de la incomprensibilidad de la libertad. Pero ninguna otra cosa, en último análisis, es incomprensible en la libertad, a no ser la posibilidad de la maldad —y esto, a decir verdad, en la me­ dida en que esta «posibilidad» es una realidad efectivamente presente en la facticidad de la libertad. Una vez más, es esta realidad lo que nuestro mundo nos presenta cada día, de diversas maneras, desde que ha entrado en la edad del furor exterminador. Ninguna otra cosa es in­ comprensible, en la libertad, aparte de esa maldad, a partir del mo­ mento en que ha reconocido la necesidad de sustraer el pensamiento de la libertad a la dependencia del de la causalidad. El misterio de la li­ bertad no es ya el de una causa espontánea, es el de la espontaneidad de la maldad. (Pero ¿no estaba la cosa a la vez preparada y disimulada en el pensamiento de Kant, y antes de él, por el hecho de que la liber­ tad auténtica era siempre la libertad del bien, mientras que el mal era el hecho de la no-libertad que se deja arrastrar por la mecánica sensi­ ble? ¿Y no empieza a ponerse a la luz del día cada vez más claramente en el paso, en Kant, de la libertad teórica a la libertad práctica, des­ pués, en el paso de Kant mismo a Schelling y a Hegel, paso a la nece­ sidad del mal que Heidegger ha intentado repetir, y al que vamos a vol­ ver?) El hecho de hacer el mal no plantea un problema de causalidad, sino un problema de máxima. La libertad admite por sí misma, en sí misma, una máxima de maldad. Eso no significa quizás exactamente

Por lo tanto, la malignidad (Boshartigkeit) de la naturaleza humana no ha de ser llamada maldad (Bosheit, méchanceté) si esta palabra se toma en sentido estricto, a saber: como una intención (principio subje­ tivo de las máximas) de acoger lo malo (das Bósé) como malo por motivo impulsor en la máxima propia (pues esta intención es diabólica), sino más bien perversidad del corazón, el cual por consecuencia se llama tam­ bién mal corazón (trad. de Felipe Martínez Marzoa). 6. Es posible que se encuentre excesiva u n a tal confusión de diferencias. No vale, sin d uda, m ás que con respecto a la exhibición de u n a «positividad» del m al, de la que va­ m os a hablar. Sin em bargo, n o hay que olvidarlo, a u n restituyendo las necesarias dife­ rencias, las puestas en escena sádicas de Proust, o el proyecto de Bataille de sacrificios hum anos: puesto que esto h a tenido lu g ar —y B ataille m ism o acabó reconociéndolo— a p esar de todo, fuera de lo sagrado y de la retribución inm anente del m al a la que hubiera podido pretender. 7. Hugo, La fin de Satan. 8. La religión dentro de los límites de la mera razón, op. cit., págs. 4 9 y sigs. (p ero con­ servam os la an tig u a traducción, pues nos p arece difícil re n u n c ia r a la p alab ra «m é­ chanceté» —m aldad— al m enos en n u estro uso actual, en beneficio de «malignité», si bien, en su fuerza antigua, este últim o térm ino h a dado precisam ente su n om bre al Ma­ ligno; pero esa fuerza se h a perdido).

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el designio de «hacer el mal p or el mal», si se quiere objetar a esta fór­ mula que subsiste siempre un bien subjetivamente representado como la finalidad del acto: al menos, el triunfo de una fuerza, o el gozo del sujeto. Sin embargo, este «bien» no se puede representar ya como aquello de lo que el mal cumplido sería un momento o una mediación. Pues ese «bien» se efectúa o se sacia en la perpetración del mal en cuanto mal. Y en el mal en cuanto mal es el bien lo que se arruina, ab­ solutamente. Que el mal y el bien sean relativos el uno al otro no sig­ nifica (o más bien, eso no significa ya, desde el momento en que «el Bien» no se puede designar dentro de una esencia trascendente, con respecto a la absolutez de la cual el mal sólo sería relativo) que el mal sea la privación de un bien, en el sentido de que esta privación deje in­ demne la esencia o el ideal del bien (descuidemos por el momento el hecho de que el bien, en otro registro de la filosofía, es quizás pensado de una manera completamente diferente, cuando se lo piensa, con y desde Platón, como situado más allá de la esencia misma, epékeina tés ousías, volveremos a esto). El bien no es tampoco relativo al mal en la medida en que sería el cese de un mal (en esta versión mínima, de gé­ nero cínico o pragmatista, el mal es apenas el mal: es la molestia y la pena de vivir). Sino que el mal es, si cabe decirlo así, «absolutamente relativo al bien en cuanto que es la ruina del bien como tal, no su pri­ vación, sino su aplastamiento en una noche de la que nada da derecho a decir que seguiría siendo la víspera tenebrosa de una aurora. Ni el bien, ni el mal, precede. Sólo la libertad se precede y se sucede, y se sorprende en una decisión que puede ser la de lo uno o la de lo otro, pero esto en la medida en que lo uno y lo otro existen por la decisión, que es tan plena y positivamente la del mal como la del bien. Decidirse por el mal no es, pues, entonces, decidir «no hacer» el bien, es decidir arruinar en la decisión misma la posibilidad del bien. El mal no encenta el bien (éste no podría ser encentado), y no lo ignora tampoco (pues se sabe y se quiere como mal, es, pues, saber del bien), pero le priva de la luz. La maldad hace el mal retirando al bien su posibilidad in statu nascendi. No consiste en un ataque contra el bien (la metafí­ sica polemológica del combate de las potencias del bien y del mal pierde aquí toda pertinencia;9 por lo demás, no hay aquí potencia del

bien propiamente hablando, y es, por el contrario con la potencia como tal con lo que se identifica, en última instancia, el mal). La mal­ dad consiste en sorprender el bien allí donde éste, incluso, ni siquiera ha llegado a ocurrir: la maldad es el bien nacido-muerto. La maldad es el encarnizamiento infinito que desgarra la simple promesa del bien, todavía sin significación y sin consistencia. La maldad es así la libertad que se desencadena en la destrucción de su propia promesa, como Lucifer está prometido a un destino su­ blime. Pero puesto que no podría haber ahí pura «promesa» de la li­ bertad, y puesto que ésta está ahí íntegra, dada en su sorpresa, es la li­

9. E n ese sentido, u n uso sim ple de los térm inos «bien» y «mal» pierde sin d u d a aquí toda su pertinencia. Sin em bargo, el desacuerdo fundam ental —y sin fondo— que ates­ tiguan esos térm inos, au n sin estar cargados de ning u n a o tra determ inación sino la del «furor» del m al no se puede decir en otras palabras. (E l «furor» n o es el «combate»: de­ vasta y arru in a, sin m ás.) Y es p o r eso tam b ién p o r lo que nos parece difícil renunciar, a p esar de todo, a la palabra «libertad».

bertad misma la que se desencadena en ella misma contra ella misma.

La libertad lo conoce, lo sabe como «bien», y es ese bien lo que ella de­ vasta ejerciéndose ella misma en cuanto libertad. La libertad se des­ truye en toda libertad, como en un odio inicial a ella misma. E l odio de la libertad para sí es quizás la única fórmula, extraño vértigo y ame­ naza abrumadora, que puede dar o devolver lo que finalmente apenas se llega a poder decir en términos de «mal» y de «bien», y que no cons­ tituye menos el mal absoluto de la maldad decidida. El encarniza­ miento del malvado no espera para sí mismo la victoria de una liber­ tad: sólo espera su propio desencadenamiento, al que está por adelantado y libremente encadenado.10 Y si ese encadenamiento es el hecho de la libertad misma, es que ésta, en cuanto que se libera o en cuanto que se desencadena esencialmente, es por ella misma el ser malvado tanto como el ser-bueno, o bien incluso, y más bien, en cuanto que el ser-malvado es la primera positividad discemible de la libertad. El pensamiento de la identidad infinitamente idéntica y disociada del «mal» y del «bien» (en adelante dotados de comillas si llega el caso, 10. Sin duda, no hay la p u ra figura em pírica del «malvado», com o la hay del «sabio» o la del «santo» (sin em bargo, hay aparatos, m ecanism os, instituciones, cálculos que pueden p resentar la m aldad com o tal...). Pero, adem ás del hecho de que no se puede ya razo n ar sim plem ente en esos térm inos allí donde la experiencia m ism a es trascendental, hay u n a disim etría to tal entre la presentación de u n cuerpo torturado, sobre el cual la m aldad se inscribe con todas las letras, y la de u n cuerpo, no digam os ya feliz o bello, p ero que sufre algo diferente a la m aldad. Como si el m al debiese p o r esencia im prim ir su m arca, y el bien, p o r el contrario, ocultar sus propias huellas. El m al debe atestiguar su operación, debe hacer ver su devastación. El bien no destruye ni construye, no es de este orden. E n consecuencia, se podrá concluir tam bién que el bien escapa siem pre a la destrucción m alvada (com o h a pensado todo ideabsm o, con m ayor o m enor dificultad): pero esto m ism o no tiene sentido preciso. El bien no está «salvaguardado». Allí donde el m al tiene lugar, no hay ningún bien en reserva. Pero la atestiguación del m al equivale a la atestiguación del bien que no está ahí, en cuanto que no está ahí y en cuanto que no tiene positividad.

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por ejemplo por parte de Hegel) dentro de la libertad se ha impuesto a la filosofía después de Kant, a través de Schelling, Hegel, Nietzsche, y Heidegger. Éste escribe:

«primera potencia» del mal o de lo negativo en cuanto «crimen». Es el fúror de la «devastación» bárbara, o la «destrucción sin finalidad», que responde a la «pulsión absoluta», «en la extremidad de la absoluta ab­ solución», del «concepto absoluto en su completa indeterminidad, la inquietud de la infinitud del concepto absoluto». Ahora bien, esta in­ quietud aniquiladora de la infinitud abstracta es también «la libertad pura» que no enfoca nada más que su propio paso sin mediación a la objetividad, o «el ser real de la absoluta subjetividad» que, en la «pura objetividad», sólo se puede producir como aniquilación de lo determi­ nado, y como «ausencia de forma». Así, el furor se aniquila a sí mismo, pero no se aniquila si no es aniquilando con ella la libertad que ella es. Al pasar de Hegel a Heidegger, y a la experiencia de nuestro mundo que se presenta a sí mismo como la barbarie universal, habrá que de­ cir: el furor se aniquila, pero no se suprime así en cuanto furor, sino que instala la devastación total. No es la auto-supresión de la subjeti­ vidad abstracta. E s una libre devastación que deja la libertad devastada: esto no constituye una relación «consigo» a no ser en la medida en que el «sí mismo» de la libertad es el absoluto estar separado de sí. Ahora bien, el furor no suprime ese separarse, es su desencadenamiento, y su encarnizamiento. El furor, en los términos de Heidegger, tiene su po­ sibilidad en el Ser puesto que éste «vela» en él «la proveniencia esen­ cial de aniquilar». Pero vela esa proveniencia en la libertad, que es la libertad de su retirada. En la libertad de la retirada, la libertad puede esencialmente ser retirada, es decir, devastada por el furor de la ani­ quilación que ella es. El furor de la maldad no quiere preservar su li­ bertad, ni mediatizarla. Ejecuta simplemente, directamente —y es en eso en lo que es «furiosa»— la infinita posibilidad de separarse que es la libertad: el abismo del ser en el que la singularidad se iguala a la re­ tirada de toda presencia, de tal manera que arruinar toda singularidad de la presencia y toda presencia (sobre-venida) de la singularidad sea la liberación misma de la libertad. La maldad no odia tal o cual singularidad: odia la singularidad en cuanto tal, y la relación singular de las singularidades. Odia la liber­ tad, la igualdad y la fraternidad, odia la partición, odia compartir. Y este odio es el de la libertad misma (es también, pues, el odio de la igualdad y de la fraternidad mismas; la partición se odia, y se aboca a la ruina). No es un odio de sí m ism o, como si la libertad estuviese ya ahí y pudiese llegar a detestarse, y sin embargo es el odio del «sí mismo» singular lo que es la existencia de la libertad, y la libertad de la existencia. E l mal es el odio de la existencia como tal. Y sólo es una

La esencia del malhechor no consiste en la pura malicia del actuar humano, reposa en la malignidad del furor.

Y también: Sólo el Ser da a lo indemne su elevarse en la gracia, y al furor su lan­ zarse hacia la ruina.11

Si el furor está pre-dispuesto en el ser al igual que la gracia, esta igualdad queda inmediatamente rota en el principio mismo (el princi­ pio rompe el principio de la igualdad), puesto que el furor arruina: arruina lo «indemne», pero éste no repara la ruina, no «hace» nada: su única posibilidad parece realmente ser la de «levantarse» en medio de las ruinas. En consecuencia, no se puede decir nada de él si no se sabe primeramente qué pasa con el furor. Sin duda que este furor se puede comprender con más precisión (que Heidegger no da; pero quizás hay que meditar simplemente en la fecha de este texto: 1946) con la ayuda de aquel del que sin duda pro­ viene: el «furor» del que el Hegel de E l sistema de la eticidad12 hacía la 11. Heidegger, «Lettre su r l’hum anism e», en Questions III, tra d franc., París, Gallimard, 1966, pág. 145 y 148 (trad . cast. en H um anism o y existencialismo, A rgentina, Sur, 1986). La fecha de este texto (1 9 4 6 ), y el em pleo de la p alab ra «furor» en el sentido cuya proveniencia creem os podem os indicar, hacen p en sa r que H eidegger enfocaba aq u í ini­ cialmente al m enos tam bién el nazism o. Pero al m ism o tiem po, y p o r m otivos evidente­ m ente fundam entales, el «furor» no puede tam b ién sino re m itir a todo u n aspecto del análisis de la «técnica» y del Gestell (el tem a del fu ro r se puede descifrar ah í frecuente­ mente, y a veces se puede leer expresamente: véase, p o r ejem plo «La cuestión de la téc­ nica», en E ssais et conferences, op. cit., pág. 4 4 ). C om prender, n o el m al p o r la técnica, sino la determ inación p ropiam ente técnica de la técnica, es decir, aquella que según Heidegger oculta su esencia de «desvelamiento» (p o r re cu p erar aquí m uy rápidam ente un tem a del m ism o texto), com prender, pues, esa determ inación p o r m edio del m al y por medio de su fu ro r es u n a determ inación constante, incluso si se explícita poco en Heidegger. El Unheil, el desam paro sin salvaguarda, el desastre (p alab ra em pleada u n a vez para designar la obra nazi, véase Lacoue-Labarthe, op. cit., cuyo análisis h ab ría que volver a recu rrir íntegram ente), caracteriza el m u n d o de la técnica. A hora bien, el m o­ tivo de la libertad recorre tam bién, com o en contrapunto, todo el texto sobre la técnica. Proponem os sim plem ente estas indicaciones, sin problem atizarlas en o tra dirección. 12. Trad. franc.: Systéme de la vie éthique, París, Payot, 1976, págs. 148 y sigs. (trad . cast. de D alm acio Negro Pavón y M. G onzález Hontoria: E l sistem a de la eticidad, M a­ drid, E ditora Nacional, 1982).

LA E X P E R I E N C I A DE LA L I B E R T A D

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posibilidad del existente en el sentido de que en él el existente retira la existencia en el abismo del ser —inmanencia pura o trascendencia pura—,13 en lugar de dejar al ser que se retire en la existencialidad de la existencia. Pero en este sentido, el mal está en el existente como su po­

ral filosófica, en tal pensamiento del ethos en el que se quisiera reen­ contrar una determinación más original que la ética,14 que el bien no puede ya ser enfocado, sino, se estaría tentado de decir, como la nega­ ción abstracta del mal ya desencadenado, o bien, lo cual parece evi­ dentemente más próximo a la inspiración heideggeriana, como una soberana indiferencia, «velada» en el Ser, en la doble posibilidad de su libertad? Pero esa indiferencia, como acabamos de ver, no puede im­ pedir que se abra primeramente, y de alguna manera esencialmente, el abismo del furor, la infinitud del cual, al menos, determina aquella in­ diferencia, mientras que se puede alcanzar infinitamente una deter­ minación no indiferente del «bien». El comentario de Schelling por Heidegger lo confirma. Si el hom­ bre es aquel en el que «el fondo» (la esencia divina en cuanto fondosin-fondo de la indiferencia absoluta) se separa de la existencia (del Dios en cuanto éste es su propia posibilidad de existir revelada en el hombre), y si es que en su autonomía, accediendo al entendimiento y al lenguaje, reivindica para el fondo, es decir, para «la tendencia-a-retomar-a-sí-mismo» o para el «ego-centrismo», la existencia misma, en­ tonces el mal adviene cuando «el fondo se subleva para acceder a la existencia y tomar su lugar», y cuando el hombre quiere ser «a título de ipseidad separada, el fundamento de la totalidad».15 Pero la separa­ ción del «fondo» y de la «existencia», que es la posibilidad propia del hombre, es también gracias a él la posibilidad más propia de la exis­ tencia divina misma (en los términos de los que nos hemos servido: el odio de la existencia es también la posibilidad más propia de la liber­ tad). Así, la posibilidad de la revelación divina como existencia hu­ mana, y por eso, la posibilidad de la unidad del ente, y en consecuen­ cia, la posibilidad del bien, tienen aquí su recurso primero: en la liberación de la libertad en cuanto liberación del mal.

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sibilidad más propia de rechazo de la existencia.

Lo injustificable y lo intolerable están ahí: en ese punto de anula­ ción de la libertad donde su propio desencadenamiento la devasta, allí donde su propia incandescencia la devora. De ahí proviene la fascina­ ción del pensamiento y del arte moderno por el mal: es la fascinación por la exasperación furiosa de lo propio mismo, que no es nunca ya propiamente lo que es a no ser en la ruina de la existencia, pues la existencia, que es sin embargo su apropiación (Ereignis ), le sobre­ viene, mientras que la ruina le viene, como el provecho y el goce de ser apropiado hasta la apropiación misma. El mal: la sobre-venida rea­ propiada, la existencia recuperada en la esencia, la singularidad iden­ tificada, la relación tomada en conjunto, y la masa en carnicería. No hay duda de que no hay que intentar ninguna justificación, no hay duda de que no hay tampoco (y éste sería el mayor peligro) que impu­ tar ese mal a unos, para eximir a otros: es algo que forma parte de la esencia o de la estructura de la libertad tal como ella se ha liberado y sorprendido en nuestra historia, como nuestra historia. Eso no justi­ fica nada, puesto que es, por el contrario, eso lo que nos expone al de­ sencadenamiento de la maldad. Pero eso justifica que un pensamiento de la libertad deba mantener los ojos fijos en el odio que se desprende en el corazón de aquélla. En estas condiciones, ¿qué queda de una libertad para el bien? ¿Puede, incluso, plantearse la cuestión? ¿No significa el final de la mo13. Todas las figuras del fu ro r colm an ese abism o, desde la idea de u n a «raza pura», o de cualquier o tra idea «pura», incluida la de la libertad, h asta la de u n Dios violento. Cabe aproxim arlas a lo que llam a Lyotard la «culpa absoluta», en Le différend, op. cit. (trad . cast. en G edisa). E sta caracterización del m al cabe tam bién ponerla en conexión con lo que llam aba L acan «los celos que nacen en u n sujeto en su relación con otro, a p esar de que este otro se considera que participa en u n a cierta form a de gozo, de sobre­ abundancia vitad, p ercibida p o r el sujeto com o lo que él m ism o n o puede ap reh en d er p o r la vía de ningún m ovim iento afectivo, incluso el m ás elem ental. ¿No es v erdadera­ m ente singular, extraño, que u n ser se confiese estar celoso del otro, y eso h asta el odio, h asta la necesidad de destru ir, p o r algo que él no es capaz de ap reh en d er de n inguna m anera, p o r ning u n a vía intuitiva? La localización, casi conceptual, de ese otro, puede b a sta r p o r sí solo p a ra p ro d u cir ese m ovim iento de m alestar (...)» (Le sém inaire, libro VII, «La ética del psicoanálisis», París, Le Seuil, 1986, pág. 278; trad . cast. de D iana S. Rabinovich: La ética del psicoanálisis. 1 959-1960, B uenos Aires, Paidós, 1988). A hora bien, la existencia, como tal, es «sobreabundancia».

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Es en el corazón del hombre donde el mal es verdaderamente él mismo en cuanto que es la más extrema oposición y en cuanto que es la insurrección del espíritu contra lo absoluto (lo que se desgarra y se se­ para de la voluntad universal, lo que llega a contrariar a ésta, intentando sustituirla en favor de esta contrariedad). El mal «es», en tanto que li14. Véase La lettre su r Ihum anism e (trad. cast. cit.). Sin duda, cabe otra com prensión de las proposiciones de H eidegger sobre el ethos: en el caso de que el h ab itar que debe ser p a ra él el ethos no es u n h ab itar de lo propio, y finalm ente no es u n «habitar» en ab­ soluto. Lo que se va a decir a continuación acerca de la decisión debería o rien tar en esa dirección. 15. Schelling, op. cit., págs. 246-247; la cita siguiente: pág. 306.

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LA E X P E R I E N C I A DE LA L I B E R T A D bertad, la más extrema libertad frente al absoluto en el interior de la to­ talidad del ente; pues la libertad «es» el poder para el bien y para el mal. El bien «es» el mal y el mal «es» el bien. Pero, ¿por qué se toma como primera referencia el mal en este tra­ tado? Porque saca a la luz el más profundo y el más amplio desacuerdo en el seno del ente. Y, ¿qué pasa con ese desacuerdo? Al mal se lo piensa porque en este desacuerdo más extremo, en ese auténtico desacuerdo que es dis-yunción, se da al mismo tiempo la unidad del ensamblamiento del ente como totalidad, la cual debe aparecer necesariamente con el mayor relieve.

Finalmente Heidegger ha considerado que Schelling había fraca­ sado al pensar la articulación o el ensamblamiento del ser, es decir, del «fondo», de la «existencia» y de «su unidad». El fracaso, explica, se debe a la posición tradicionalmente metafísica de esa unidad en cuanto absoluto (por lo que Heidegger quiere hacer entender el re­ tomo absoluto en sí mismo, más que la separación absoluta que he­ mos movilizado más arriba). Hay que comprender, y ésa es sin duda la verdadera intención del comentario, que sólo el pensamiento del ser en cuanto retirada del ser en el Dasein y como Dasein, el pensamiento de la existencia (pensamiento fallido por muy poco, si cabe decirlo así, por Schelling, lo cual permite comprender un comentario tan intere­ sado, en el mejor sentido de la palabra), escapa a la asignación previa e insuperable de la unidad misma o de lo absoluto en cuanto ente. Ahora bien, es la enticidad de lo absoluto, en la medida en que aqué­ lla ofrece éste para que lo recupere la «tendencia-a-retomar-a-sí», o porque le abre el «ego-centrismo», el cual desencadena el mal como verdad de la libertad. Y como el bien es pensado él mismo como el re­ tomo en sí de la unidad entitativa del ente (un retomo en sí que no se­ ría ya el de una ipseidad separada, sino de la no-separación misma), el mal está ya dialectizado por principio, como momento o como poten­ cia negativos del bien (pero esta última consecuencia por sí misma no forma parte ya en absoluto de lo que se puede legítimamente com­ prender en el laconismo de las conclusiones de Heidegger; sin duda no es un azar, como se adivinará en lo que sigue). La separación, la deriva o la tangente que Heidegger intenta tomar con respecto a Schelling sería, pues, esto: un ensamblamiento no entitativo del ser (su retirada). Pero, ¿hasta qué punto tendría que afec­ tar esa retirada a la estructura de la libertad «para el bien y para el mal»? Es eso lo que no se dice. De hecho, Heidegger no está lejos aquí de abandonar la libertad, para consagrarse al ser (y la «auto-ilusión de la resignación a lo ineluctable», que denunciará unos años más tarde,

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siempre a propósito de Schelling, implica una crítica de la indiferencia al bien y al mal). Pero ¿no se conservan, en este movimiento, la indi­ ferencia soberana (y la cuasi-dialéctica) del bien y del mal schellinguiano? Y ¿respeta esa conservación, más o menos inconsciente, las exigencias más profundas del pensamiento del ser mismo, del pensa­ miento de la existencia, tales como nos ha parecido poder reconocer­ las en el análisis de la «libertad» que hemos hecho hasta aquí? En otras palabras: ¿Es posible decir que el pensamiento del ser, al menos tal como lo enuncia Heidegger, se ha sustraído a la lógica y a la tonalidad profundas del idealismo de la libertad, según las cuales la li­ bertad «para el bien y para el mal» se revela primeramente y no puede revelarse más que mediante el mal, y debe en consecuencia, lo quiera o no, de una manera u otra, justificarlo, es decir, dialectizarlo, como es el caso cuando la «discordia» es lo que hace que «aparezca la unidad» mejor? ¿Hasta qué punto cesa la identidad del bien y del mal cuando el «furor» y lo «indemne» quedan dispuestos igualadamente en el «ani­ quilarse» el ser? ¿Y hasta qué punto esa identidad, expresamente pre­ sentada como no siendo «una», deja de dialectizarse y de producirse una identidad superior, cuyo resultado no parece poder hacer otra cosa sino remitir sordamente a una teodicea o una logodicea, esta vez en forma de ontodicea? Y sin embargo, ¿cómo podría tener el ser ne­ cesidad de una justificación, si éste no es, y no causa, a no ser que haya que preguntarse si es lo injustificable, a pesar de todo, lo que se querría justificar? (Esto quiere decir claramente: ¿Hasta qué punto Heidegger, a pesar de todo y a pesar de todos, ha justificado en silen­ cio Auschwitz? Pero eso quiere decir también y sobre todo, para noso­ tros: ¿Hasta qué punto esa justificación silenciosa no es una debilidad con respecto al pensamiento del ser m ism o, comprendido, como aquí intentamos, a título de la «libertad», o de la generosidad del ser?)16 [Habría que plantear a Bataille una pregunta equivalente, conside­ rando que «el desencadenamiento de las pasiones es el bien, que siem­ pre ha sabido animar a los hombres»,17 y que ese desencadenamiento pasa, por definición, por la violación de las prohibiciones, lo cual de­ fine el mal, es decir, de nuevo aquí una especie de furor. Una «vida sin prohibiciones» es imposible, y no cabe, cuando Dios ha muerto, «le16. E s de n o tar que el análisis del bien y del m al p o r Hegel, en la Fenomenología del espíritu, que dialectiza igualm ente su identidad, subraya sin em bargo con u n tono p a r­ ticu lar que, a la afirm ación sim ple de su identidad hay que oponer «con u n a tenacidad insuperable» la de su diferencia. 17. Oeuvres Completes, vol. VII, París, Le Seuil, 1976, pág. 373.

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vantar humanamente las prohibiciones sin venerarlas en el espanto». Así, «se priva a la libertad de sal, si se desconoce su precio. La libertad requiere un miedo, un vértigo de la libertad»18. ¿Hasta qué punto no se dialectiza aquí el desencadenamiento mismo? ¿Hasta qué punto no hay aquí una teodicea «ateológica» del mal sagrado que es la pasión desencadenada? ¿Hasta qué punto no ha pretendido Bataille, de acuerdo con una cierta tradición teológica de la economía de la re­ dención, justificar el pecado (etiam peccata...), aunque el pecado, de acuerdo con otra tradición menos «económica» y más «espiritual», no sea jamás justificable, por más que pueda ser perdonado? ¿Hasta qué punto, en fin, y por poner en conexión de una manera más evidente a Bataille con Heidegger, no cede uno a una fascinación por el «vértigo» o por el «abismo» de la libertad, que induce a su vez a una fascinación para el mal que se estropea y se descompone (y, en el fondo, a una ma­ nera de estar tentado por o de intentar sostener lo insostenible, lo cual no quiere decir tolerarlo, ni defenderlo, sino que implica a pesar de todo entrar en una extraña y sombría relación con su positividad), mientras que el desasimiento del ser libre, o su síncope, son hasta tal punto sin fondo que el horror y la atracción del precipicio sólo consti­ tuyen una de las figuras posibles, y sin duda aquella que las figura o re­ presenta precisamente con mayor presencia y espesor, confiriéndoles una sustancia de profundidad y de tinieblas: pero la presencia positiva del mal anuncia justamente que proviene de un abismo de voluntad de la presencia, de «la inquietud de la infinitud del concepto absoluto»; igualmente también lo que es sin fondo es lo mismo, y quizás más «profundamente», aquello que sobreviene por nada, sobre nada, aque­ llo que en lugar de ascender desde la sima, se eleva libremente, sus­ pendido en el aire libre, simple golpeo de una existencia liberada. Que se nos entienda bien: no se trata de jugar al idilio contra el drama; la existencia liberada a la existencia está entregada a todas las pesante­ ces, y está al borde de todos los precipicios; el mal no se ha revelado simplemente como posibilidad, se ha revelado quizás como la positi­ vidad de la libertad; pero lo que se trata de saber es si la libertad se compone y recompone así, dialécticamente, subjetivamente, económi­ camente, o si pura y simplemente lo que hace es desgarrarse.] En otras palabras: al hacer frente al desencadenamiento empíricotrascendental de la libertad y del furor, de una libertad furiosa, ¿ha evi­ tado el pensamiento del ser un retroceso, aunque sea imperceptible, hacia una ontodicea, en la que se preserva la posibilidad de una

«guarda» o de un «abrigo» del ser (un ethos en cuanto habitar) a través del furor mismo, y en la proximidad en la que se mantienen el «peli­ gro» y la «salvación»? ¿Es así como conviene pensar un pensamiento que «deja ser al Ser», y que en cuanto tal es necesariamente pensa­ miento del ser-libre del ser —libre en el «furor» como en la «gracia»? ¿Amenaza el ser libre del ser con recaer en la indiferencia de lo abso­ luto (que no es otra cosa sino la libertad de su subjetividad, a partir de la cual puede y debe aparecerse como el acto de su propia potencia, en cuanto potencia del bien y del mal)19, o bien lo absoluto de la libertad puede y debe involucrarlo en una no-indiferencia? Sin duda la respuesta parece figurar en filigrana en la pregunta, y expresamente en todo el enunciado del pensamiento del ser: dejar ser al ser, es dejarlo que se retire de lo que Hegel llamaba la «concentra­ ción de sí», por la que designaba la primera forma del mal en la Feno­ menología (en suma, fenomenología del espíritu del furor: el absoluto retomo en sí de la conciencia que no sale de ella misma). Esto es, de una manera en el fondo equivalente, dejarlo que se retire del ego-centrismo del «fondo» schellinguiano. Toda la tradición ha comprendido el mal como ego-ísmo, el egoísmo como furor y que determina en sí lo absoluto no determinado, que finitiza lo infinito y que infinitiza lo fi­ nito. (Igualmente, en Bataille, la libertad de la pasión no tiene nada de egoísta: es el lugar mismo de la comunicación y es comunicación. La libertad egoísta se anula para Bataille. Pero al mismo tiempo, en su desencadenamiento transgresivo, la pasión no hace otra cosa sino des­ encadenarse ella m isma.) Y sin embargo, si la cuestión de una ontodi­ cea secreta, inconsciente, no es completamente ilegítima, es que qui­ zás no sea tampoco ilegítimo sospechar, a pesar de todo, una secreta egoidad del ser:

18. Ibíd., vol. VIII, pág. 495.

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Lo que propiamente es, es decir, lo que propiamente habita y des­ pliega su esencia en el Es, es únicamente el ser. Sólo el ser «es»; es sólo en el ser y como ser como adviene lo que nombra el «es»; eso que es, es el ser a partir de su esencia.20

Sin duda el despliegue del Ser no hay que pensarlo nunca sino a partir de su retirada y de su no-enticidad. Pero, ¿no puede el ser-pro­ pio que preserva su propiedad de nuevo siempre retitarse de la retirada 19. Véase capítulo 3. 20. «El final de la filosofía y la tarea del pensar», en Questions IV, op. cit., pág. 150 (tra d cast. de Andrés Pedro Sánchez Pascual: Kierkegaard vivo, M adrid, Alianza, 3 a ed., 1980).

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del ser mismo, reapropiar el Ereignis en el que se apropia «evaporán­ dose»? Cabe que se encuentre escandalosa esta cuestión, en relación con toda la lógica de ese pensamiento, en el cual el ser no es sino la existencia singular del Dasein. Si a pesar de todo hay que plantearla, es primeramente a causa, si no de la lógica, al menos sí de esa tonalidad del pensamiento (es decir, también, de su tensión propia, de su inten­ sidad, si no de sus intenciones)21 que hace posible, con la liberación del pensamiento del ser en cuanto ser como exigencia única, como una especie de armónico paradójico pero inevitable (hasta un cierto punto, al menos), un cierto abandono del ser del ente, entregado a la suerte del despliegue de la esencia del ser, y con ello, de manera indiferente, a un furor propiamente consustancial de esta esencia. Esta tonalidad no de­ pende de una simple crítica : hay que oírla resonar como el eco, la ten­ sión en inquieta respuesta a la irrupción material/trascendental del mal devastador en esta época del ser. Tampoco se trata de «aflojar» esa tensión. Lo insostenible, lo injustificable, no ha cesado. Pero si debe uno preguntarse hasta qué punto eso injustificable correría el riesgo de ser justificado, es porque el pensamiento mismo del ser ofrece la exigencia y el recurso de esa pregunta, como habrá debido entenderse aquí mismo desde el comienzo. Está en juego ahí otra to­ nalidad, hay que intentar entenderla. Hay otra razón para plantear la cuestión, y que depende del hecho de que jamás la simple lógica del pensamiento del ser (y es una lógica, ¿qué otra cosa podría ser?) podrá responder aquí: a la afirmación del Dasein como existencia del ser res­ ponderá siempre la del ser-libre del ser en cuanto «velamiento», sin duda disimétrico, pero siempre dialectizable, del bien y del mal. Por eso, tenía su lógica que Heidegger abandonara el tema de la libertad: en cuanto poder de la subjetividad, no habrá sido en efecto jamás sino la ilusión encargada de recubrir la aceptación profunda del curso de las cosas. Y la facticidad propia de la libertad quedará siempre di­ suelta en la de la necesidad. Liberarse de esa libertad se habrá mante­ nido como un deseo suspendido en el límite de esta lógica que trazaba a su vez el límite de la filosofía. Salvo si se da un paso más —salvo si se da un paso más, cabe decir, en la facticidad irreductible y singular de la libertad, y salvo si se da un paso más en la lógica misma del pensamiento del ser. Un paso más para decir que la respuesta, aquí, está en la decisión. 21. «Tonalidad, ajustarse al tono, tonalizar. S aber entender: llam ada del silencio del ser.» Schelling, op. cit., pág. 3 26 (esa llam ada com unica sin d u d a con ésta de la que va­ m os a h ab lar inm ediatam ente).

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La libertad es libertad para el bien y para el mal. Su decisión, si es que es en la decisión donde la libertad adviene o sobre-viene a ella misma, es, pues, decisión del bien y del mal. Pero lo es, en cuanto de­ cide, como decisión del bien o del mal. Rechazar que la libertad se pre­ sente como un arbitrio situado frente a valores o normas trascenden­ tes a su propia trascendencia finita no equivale a rechazar que la libertad, decidiéndose, decida del bien o del mal. Sólo la libertad en acto (y no hay ninguna otra), en el límite del pensamiento —allí donde el pensamiento finalmente a su vez es el acto que es, y por consi­ guiente allí donde el pensamiento es también la decisión—, decide li­ berándole) del bien o del mal, es decir, que es necesariamente, en su acto, o más bien en el hecho mismo en el que se sorprende libremente, no desencadenamiento conjunto e indiferente del bien y del mal, sino en sí misma y por sí misma decisión buena o mala. Sólo el desencade­ namiento se desencadena, pero eso no quiere decir que desencadene todo indiferentemente, es decir, a fin de cuentas, que no desenca­ dene más que el desencadenamiento mismo, «concentrado en sí», y por consiguiente, siempre, la maldad. Sin duda esto no quiere decir tampoco que desencadene un poco de lo uno y un poco de lo otro, o tanto lo uno como lo otro, sin estar él mismo implicado en esa dife­ rencia o en esa oposición. Eso quiere decir que al desencadenarse, y, por ese mismo hecho, al entregarse y conocerse como posibilidad del mal, se entrega y se conoce también como furor o como liberación. Esto es al menos lo que querríamos intentar mostrar. La «decisión» no tiene solamente el estatuto irreductiblemente formal que le da su enunciado sobre el límite de su acontecimiento (¿o Ereignis ?, ¿será el Ereignis la decisión?): a la decisión se la nom­ bra, pero al hacerlo no se entraría en ella, más bien se estaría des­ cribiendo desde fuera un gesto que se dejaría interpretar así, ya sea como el simple paso al acto de una libertad potencial preñada del bien y del mal, ya sea como decisión entre un «bien» y un «mal» previamente proporcionados por la moral más clásica, ya sea por el contrario como lo arbitrario, ello mismo también de lo más clásico, de una libre subjetividad que decide de su «bien». La decisión no tiene sólo estatuto formal, puesto que, en cuanto pensamiento en el pensamiento de la existencia de acuerdo con todo su rigor, el «con­ cepto» de la decisión remite por sí mismo a una decisión tomada efectivamente en este pensam iento. El pensamiento de la existencia no puede pensar la libre decisión sin haberse ella misma, de hecho, decidido p or la existencia, y no por su ruina, y esto, no por una elec­ ción y por una preferencia moral anterior al desarrollo del pensa-

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miento, sino en el acto de pensar, en cuanto que planteado en el lí­ mite existente del pensamiento. (Lo que de esta manera se presenta a la luz del día no es una novedad: no ha habido pensamiento filo­ sófico digno de ese nombre que no procediese de esa decisión pen­ sativa del pensamiento. Pero en adelante tendrá que pensarla como tal.) En E l ser y el tiempo, es el análisis del Gewissen lo que culmina con el pensamiento de la decisión, y con una decisión del pensamiento que está todavía por sacar a la luz de este pensamiento mismo.22 El Gewis) sen es la «conciencia» en el sentido moral que damos a veces en espa-| ñol a la palabra «conciencia», pero que no es «moral», en el sentido del que no tiene nada que ver todavía con ninguna distinción del «bien» y i del «mal». En el Gewissen se atestigua «el poder-ser más propio del Dasein » en cuanto que, puesto que es fundamento no fundado, es de­ cir, «que existe como arrojado», «no está jamás en posesión de su ser más propio». En esta «nulidad», el Dasein se descubre esencialmente «en-deuda» (schuldig , es decir, también, «culpable»). El existente como existente está en deuda y es culpable del ser propio que él no es y que no tiene: está en deuda con la retirada del ser, diríamos por nuestra parte uniendo léxicos de épocas diferentes en Heidegger, y esta deuda, no debe amortizarla al modo de una restitución del ser-propio, sino precisamente al modo de la existencia y de la decisión para la exis­ tencia. 23 La deuda se le revela al Dasein por la llamada que le dirige la voz de

su propia/impropia «extrañeza», que caracteriza su ser en cuanto que ser-abandonado-al-mundo.24 Junto con la deuda o la culpabilidad ori22. Véase las secciones 57 y sigs. 23. E sa llam ada y esa voz las h a analizado especialm ente C hristopher Fynsk en Heidegger-Thought an d Historicity, Ithaca, Londres, C om ell U niversity Press, págs. 19-86, capítulo 1. E ste análisis h a d ado lu g ar tam bién a u n ensayo de Mikkel Borch-Jacobsen, «Ecoute», en Poésie, 35, París, 1986. Acerca de la llam ada en la constitución del Dasein m ás allá del sujeto, véase Jean-Luc M arión, «L’interloqué», en Topoi, octubre 1988, Dordrecht/B oston, que h a ap arecido en francés en u n n úm ero especial de Confrontations («Qui vient apres le sujet?») en 1989. Y acerca de la llamada, la apelación, en general, en Heidegger, considerada en su tele-fonía y pu esta en juego en la política de H eidegger y en su pensam ien to de la técnica, véase Avital Ronell, The telephone book. A politics o f technology, The University o f N ebraska Press, 1989. 24. E s así com o el análisis ontológico justifica la com prensión «pre-ontológica» del fenóm eno del Gewissen en la experiencia vulgar (véase sección 5 9). É sta es «vulgar» sólo en la m edida en que hace que se sucedan com o vivencias el acto com etido, y después la llam ada de la conciencia. Pero no es vulgar en la medida en que da el prim ado a la mala conciencia. P o r lo dem ás, el análisis paralelo de la «buena» conciencia vulgar concluye lisa y llanam ente en la im posibilidad de ese pretendido fenóm eno.

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ginaria (cuyo parentesco con lo trágico de Benjamín se podría intentar articular), se revela también «el-ser-malvado». La maldad corresponde aquí al estar-en-deuda. Pues si, por una parte, no puede ser cuestión, en este nivel ontológico, de valores morales que tiene aquí sólo su «condición existencial de posibilidad», y si, por consiguiente, no puede volverse a la imagen kantiana de la conciencia como tribunal, en cam­ bio, «toda experiencia de la conciencia empieza experimentando algo así como un estar-en-deuda», y es a eso a lo que responde, en la expe­ riencia «vulgar» de la conciencia, el primado de la «mala conciencia». Dicho de otra manera: lo que se atestigua vulgarmente como «malo» es ese ser-culpable de no ser propiamente su ser, o de no ser propia­ mente el ser, sino (cosa que no está explícita, y que debe hacerse ex­ plícita para que se llegue a la decisión de todo este pensamiento) el no serlo al modo de su ser, que es el modo de existirlo. En eso la compren­ sión vulgar no tiene nada de «vulgar»; capta el mal como aquello que no se decide por el ser-existente de la existencia. Lo que en cambio es inexacto en la comprensión vulgar, es la atribución de la «mala con­ ciencia» a una «reprimenda» que la conciencia se dirigiría a sí misma por un mal ya cometido. La comprensión existenciaria capta que «el atestiguamiento del ser-malvado» es «más antiguo» que todo acto co­ metido y sometido a juicio (por el contrario, es aquella la que instaura la posibilidad de éste). (Sin embargo, sería también posible decir que el Dasein ha cometido ya desde siempre el acto malo de no existir se­ gún la más propia posibilidad de la existencia, ya desde siempre no se ha entregado propia y absolutamente a su mundo, y no se ha liberado, ya desde siempre ha faltado a la generosidad del ser, y la conciencia vulgar rio sería tampoco tan vulgar a este respecto.) La indecidibilidad ontológica del bien y del mal morales descansa, pues, de hecho, en lo que habría que llamar una archi-decisión onto­ lógica del existente, atestiguado como mal por la apelación que le lanza su propia existenciariedad. Si bien no es malo en el sentido de una elección que se efectúa entre el bien y el mal, es malo (y ¿cómo no estaría así ya, infinitamente ya, decidido por un bien y por un mal?...) en cuanto que está en deuda y en cuanto que tiene que decidir. La de­ cisión, la Entscheidung, no es aquí la elección producida al término de | una deliberación25 (el existente no delibera sobre si existe o existirá, sin embargo, en una cierta otra manera, se podrá decir que su existen­ cia es (o está) por sí misma esencialmente deliberada, de acuerdo con 25. Debo esta observación sobre la p alab ra a W em er H am acher, quien p rep ara u n im portante trabajo sobre el Gewissen.

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los dos valores de la palabra), pero si corta o zanja, lo hace entre un es­ tado no decidido y un estado de la decisión. Se decide por la decisión y por la decidibilidad. Eso puede de nuevo equivaler a decir que si el existente no es «malo» en ningún sentido determinable de la culpabi­ lidad, sí lo es sin embargo (como sabía Hegel) por el hecho de que no es inocente (y literalmente, no ser i-nocente, es hacer el mal). No es inocente puesto que está, en cuanto existente lanzado al mundo, en el elemento propio de su libertad, es ese hecho, y la libertad es libertad para decidir sobre el bien y sobre el mal. La no-inocencia de la liber­ tad constituye la condición existenciaria de posibilidad de la decisión, que hace existir al existente como «resuelto». Y así:

misma, en favor de la «gracia» de la existencia, y no del furor de la esencia? (Y por lo demás, como ya es hora de preguntarse en adelante: ¿se puede hablar de «gracia» y de «furor», de «indemne» y de «ruina», sin dejar que la lengua soporte una decisión, incluso cuando de lo que se trata es de dejar a cualquier decisión como tal, en su libertad, que decida por un lado o por otro lo que está igualmente «velado», oculto, en el ser? Pues si el existente puede decidir de la ruina y de su ruina, y si esta posibilidad está inscrita en el ser mismo de la existencia, una decisión así no deja de ser al mismo tiempo también la decisión que arruina la decisión en su esencia existencial misma.) Esto no está escrito así en el texto de Heidegger. Lo que hay aquí en juego es una decisión de lectura. Menos en el sentido de que se trata­ ría de interpretar más o menos correctamente, más o menos fiel­ mente, el discurso de un pensador, que en el sentido de que se trataría de estar destinado, por medio de una libertad, a la libre partición de su pensamiento. El acto de lectura está aquí, sin duda, en falta tanto res­ pecto al balance escrupuloso como respecto a la violencia interpreta­ tiva. Lee compartiendo la libertad mediante la que el pensamiento, como pensamiento, es siempre algo que se ofrece: extendido, pro­ puesto, a tomar y a decidir, justo en el texto. (Pero es en el mismo con­ texto en donde Heidegger escribe: «Es del ser-sí-mismo auténtico del estar resuelto de donde surge por primera vez el-ser-uno-con-el-otro auténtico»; no hay partición, no se comparte más que la libertad, pero sólo hay partición —o sólo se presta a compartir— de la libertad; la li­ bertad de decidirse a ser-sí-mismo fuera de la partición es la libertad, alojada en el corazón de la libertad, de arruinar la libertad. No cabe sino regresar a esa decidibilidad.) El pensamiento se decide aquí por la decisión, o bien se decide, si se quiere, por la in-decisión, sólo en la cual la decisión puede sobreve­ nir como tal. La decisión es singular, es «cada vez la de un Dasein fác­ tico». No es decisión de la singularidad (en la medida en que ésta no es un sujeto previo, sino que singular «en» el sujeto mismo, y decide de­ cidiéndose), sino que es decisión por la singularidad, es decir, por la li­ bertad misma, si ésta está en la relación de las singularidades, y de las decisiones. La singularidad, en tanto decidida, y decidiéndose, no está ya en la no-inocencia de la libertad para decidir. Pero tampoco se ha vuelto inocente y «buena». Ha entrado en la decidibilidad decidida, si cabe decirlo así, de la existencia en cada vez de su existencia. Pero la decisión, en cuanto singularmente existente y en cuanto involucrando la relación y la partición, involucra la retirada del ser. Si la decisión se guarda como decisión, guarda también el ser en su retirada, como re-

El «estado de resuelto» es por su esencia ontológica en cada caso el de un «ser ahí» fáctico del caso. La esencia de este ente es su existencia. El «estado de resuelto» sólo «existe» como resolución que se proyecta comprendiendo. Pero ¿sobre qué fondo se abre el «ser ahí» en el «estado de resuelto»? ¿A qué debe resolverse? La respuesta sólo puede darla la resolución misma.26

Que la respuesta esté dada por la simple decisión significa que no tiene ningún sentido decidir, mediante el análisis de la estructura on­ tológica de la existencia, de aquello que existente singular debe decidir. Eso sería sustraérselo a su decisión misma, replegar su libertad, su­ primir la posibilidad de que se reconozca como en deuda de decisión por el hecho mismo de su existencia —por ese hecho (de ser su propia esencia) que la decisión presenta por excelencia—, y eso sería, en con­ secuencia, haber dejado fallido el fenómeno originario de la exis­ tencia. Pero al proceder como lo hace aquí el pensamiento, es decir, de­ jando ser para la decisión fáctica y singular el ser-libre del ser exis­ tente, ¿no ha sido el pensamiento a su vez, en él mismo y por él mismo, el que ha decidido? ¿No se ha decidido éste, a partir de la com­ prensión de la no-inocencia de la libertad, por la decisión y p or su facticidad singular? Lo cual quiere decir también: ¿no se ha decidido ese

pensamiento, a partir de la comprensión del ser-propio del existente cómo existencia decidida, por la decisión que decide en favor de la exis­ tencia, y no por la decisión que decide permanecer en deuda de existen­ cia, y p o r consiguiente apropiarse como esencia fuera de la existencia?

¿No está decidido, en lo más íntimo de su decisión, por la decisión 26. Sección 60; tra d cast. de José Gaos, FCE, pág. 324. M artineau trad u ce faktisch p o r «de hecho» («factice») y n o p o r «fáctico» («factuel»).

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tirada. Lo «salva», dice Heidegger en otro lugar, en el sentido en que «eso quiere decir: desligar, librar, liberar, proteger, poner al abrigo, to­ mar bajo su custodia o su guardia, guardar».27 Lo que se salva de esta manera es la finitud del ser. Es «la limitación esencial, la finitud (que) es quizás la condición de la existencia auténtica».28 La finitud es eso que, en la singularidad y como singularidad, se retira de la toma infi­ nita, de la expansión molecular, y de la devastación furiosa de una ego-idad del ser. El ser se retira en la finitud, se retira de la «concen­ tración en sí»: es su ser mismo, pero en cuanto que el ser mismo del ser es el ser-libre, sólo pueder ser esa retirada mediante la decisión. Sólo la existencia decidida retira el ser del «sí mismo» esencial, del cual detenta en propiedad la posibilidad de un furor devastador. Sólo la existencia, como existencia y como facticidad singular de la liber­ tad, ofrece, si no exactamente una ética, en todo caso ese «abrigo» del ser que es su ethos más propio en cuanto ethos o habitar del hombre que habita en la posibilidad de su libre decisión.

Hay, pues, una decisión auténtica —aunque ésta tenga su autenti­ cidad en la decisión misma y sin distinción previa de un contenido inauténtico o auténtico de la decisión—. O hay una autenticidad de la decisión. Es decir, de la libertad. Hay una libertad auténtica, que de­ cide a la libertad p or la existencia y por la relación singular en que ella consiste, y que la decide desde el seno de una no-inocencia infinita en la que lo in-finito del ser, que no tiene su esencia propia, puede siem­ pre desencadenarse, y en algún sentido está ya desde siempre desen­ cadenado, como furor. Hay una decisión libre que libera a la libertad para ella misma, para su finitud, para su partición, para la igualdad, para la fraternidad y para su justicia. Singularmente, singularmente compartida, singularmente retirada del odio de la existencia.

27. E l final de la filosofía..., op. cit., pág. 148. 28. Questions IV, op. cit., pág. 284. De hecho se tra ta de u n protocolo de sem inario, no de u n texto de Heidegger.

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DECISIÓN. DESIERTO. OFRENDA

¿Será entonces la decisión auténtica el bien? Pero no hay positi­ vidad del «bien», y el epekeina tés ousias del Bien de Platón debe se­ guir oyéndose aquí. La decisión no puede aparecerse a ella misma como «buena», aunque haya decidido verdaderamente. Pura y sim­ plemente, no puede aparecerse,1 y es sin duda tanto menos libre cuanto más pretende aparecerse como tal. Nada puede, pues, ase­ gurarle su esencia de decisión. Está entregada a su libertad como a aquello que le sobre-viene, y que le sorprende. Toda decisión se sor­ prende. Toda decisión se toma, por decisión, en lo indecidible. Es así como, esencialmente (y es en ese sentido en el que se ha dicho aquí «auténtico», de acuerdo con una palabra tomada de Heidegger, a pesar de y en desafío a su connotación moralizante) la decisión no puede decidir sin dejar ser el ser en su singularidad finita. Yo no puedo decidir sin abandonarme infinitamente a la finitud de mi sin­ gularidad, y así, no puedo, en el golpe y en el corte de m i decisión, no renunciar, a aparecerme como el sujeto «decisor». Es también por eso por lo que mi decisión es idénticamente, cada vez, decisión de la relación y de la partición, hasta el punto de que el sujeto de mi decisión puede aparecerse como no siendo simplemente «yo» (sino también un «tú» o un «nosotros»), sin que por ello sea ésta menos singularmente mía, si es que es auténtica. Pero hay que repetirlo, la decisión misma no se aparece: es así como ella decide, y como está decidida. Nada se termina con la decisión: sino que todo empieza. Incluso es solamente aquí como la maldad puede empezar a ser malvada, y es 1. Véase cap. 3. Pero la decisión, sin duda, se inscribe siem pre, es decir, no sólo se dice o escribe algo, sino que se d a como decisión (p o r m edio de la palabra o la escritura, o p o r el cuerpo, el gesto o el tono). E sta inscripción de la decisión no carece sin d uda de relación con lo que Jean-C laude M ilner analiza a títu lo de la declaración, que es preci­ sam ente p a ra él la inscripción m aterial de la libertad (véase Libertés, lettre, matiére, Les conférences du Perroquet, 3, París, junio de 1985).

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aquí donde la no-inocencia puede convertirse en furor. Pues tiene ne­ cesidad de la singularidad: la maldad quiere gozar del espectáculo de su ruina, y hace falta en consecuencia que aquella mantenga la pre­ sencia de ésta. También la maldad deja ser la existencia, a su manera, para arruinarla. Si no, ¿cuál sería su destino.2 Además, la decisión no es la elección de una línea de vida, vicio o virtud, que aquélla le fijaría al existente. Sino que la decisión es el acceso al dejar-ser. El dejar-ser, que es todo lo contrario de un «dejar-hacer» o de un «dejar-ir», deberá por su parte, sin cesar, cada vez, decidir acerca de su relación «ética» con la existencia que aquél deja ser. Será en el deber, o en el incum­ plimiento del deber, en la virtud, o en su desfallecimiento, en la ma­ lignidad, o en la bondad, en la apreciación calculada de las circuns­ tancias, o en la eukairia estoica que acoge el momento justo. Pero no puede pasar que no haya accedido a la relación con la existencia, es decir, a la relación en la existencia con el ser-singular que es lo único que existe, y que existe en la retirada del ser. Es posible que desenca­ dene la nada de esa retirada en la devastación esencial, o que se ex­ ponga a ella, por el contrario, como a su existencia misma. Pero lo que no puede pasar —y es en eso en lo que la libertad es un hecho— es que no haya accedido a la diseminación singular del ser, y que no la haya compartido. Ni, por consiguiente, que no haya estado expuesto él mismo a su vez como el ser-singular de su decisión propia, expuesta a esta sobre-venida del ser en su retirada, que no nos pone en presencia más que a los unos ante los otros: lo cual es propiamente, en la alteridad constitutiva e irreductible, poner la libertad en «presencia» de ella misma.3 Esto no nos proporciona una moral. Esto no nos dicta qué podrá querer decir, ni cuándo, ni cómo, «respetar a otro», o «respetarse a sí mismo», o «tratar al hombre como un fin», o querer la igualdad, la fra­ ternidad y la justicia de la comunidad humana; esto no nos dicta ni si­ quiera cuándo ni cómo respetar, y no dar, la muerte (la mía, la de otro), por lo que se refiere a esa posibilidad singular que no «forma parte» más que de la singularidad.4 Esto no nos procura tampoco ni deberes, ni derechos determinados. Y sin duda su determinación no

puede consistir en sí misma más que en el hecho de decisiones indefi­ nidamente renovadas, vueltas a discutir, vueltas a negociar en el espa­ cio general de la decisión. Pero esto nos hace libres para el deber y para el derecho, y para la perversión del uno y del otro. Lo que así nos hace libres, es la libertad que nos expone, y que no es lo que es sino en esa exposición. Ni arbitrio, ni destino, sino el don de lo que Heidegger llama «el estado de abierto»:

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2. Véase en el m ism o sentido Lévinas: «La violencia no puede enfocar m ás que u n rostro», citado p o r D errida, q uien prosigue: «Además, sin el p ensam iento del ser que abre el rostro, no h ab ría m ás que no-violencia o violencia puras» («Violence et m étaphysique», en L'écriture et la différence, cit., trad . cast. La escritura y la diferencia, B ar­ celona, Anthropos, 1989). Añadamos: la violencia proviene tam bién de u n rostro, acerca del cual la m aldad puede, si es el caso, leerse com o la devastación de ese m ism o rostro. 3. V éase capítulo 8.

En el término «situación» (Situation) («estar, ser en situación (Lage)» resuena una significación espacial. No intentaremos amputarla del con­ cepto existenciario (...) Pero la espacialidad peculiar del Dasein, sobre la base de la cual se asigna la existencia en cada caso su «lugar», se funda en la constitución del «ser en el mundo». El ingrediente primario de esta constitución es el «estado de abierto» (Erschlossenheit). Así como la es­ pacialidad del «ahí» se funda en el «estado de abierto», así tiene la si­ tuación sus bases en el «estado de resuelto» (Entschlossenheit). La si­ tuación es el Ahí abierto en el «estado de resuelto» en cada caso (,..)5

El estado de abierto y el estado de resuelto son correlativos. Lo cual significa que la decisión como tal es esencialmente «abridora» o «espacializante» (con una espacialidad que no se reduce al tiempo, pero que es «al mismo tiempo» espaciamiento del espacio y del tiempo de la existencia). Pero el estado de abierto que caracteriza la decisión en su autenticidad es estado de abierto a (o de) lo «libre». Una vez sepa­ rada la libertad en cuanto tema de la metafísica de la subjetividad,, Heidegger no dejará de dar cada vez más campo, por así decirlo, al¡ motivo de «lo abierto» en cuanto motivo del «espacio libre»,6 pensado j a su vez, sea como «pro-espacialidad» del «espacio libre del tiempo» j (diríamos: es ahí donde se juega la sor-presa), ya sea como el «espa- i ciamiento» que «aporta lo libre, lo abierto, lo espacioso». i «Espaciamiento es: poner en libertad lugares.»

Y los lugares puestos en libertad responden sin duda a lo que Bonnefoy llama «el verdadero lugar»: 4. Blanchot: «No m atarás» significa evidentemente: «no m ates a aquel que de todas form as m orirá», y significa: «por eso, no atentes contra el m orir, no decidas lo indeciso, no digas: he aquí que ya está hecho, arrogándote u n derecho sobre «todavía no»; no pre­ tendas que la últim a p alab ra esté dicha, el tiem po acabado, que el Mesías finalm ente haya venido» (L epas au-delct, París, G allim ard, 1973, pág. 149). 5. E l ser y el tiempo, sección 60; trad. cast. de J. Gaos, cit. pág. 325-326. 6. Véase sobre todo Tiempo y ser, y E l arte y el espacio.

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LA E X P E R I E N C I A DE LA L I B E R T A D El verdadero lugar es un fragmento de duración consumido por lo eterno, en el verdadero lugar el tiempo se deshace en nosotros. (...) Está, quizás, infinitamente próximo. Está también infinitamente alejado. Así, el ser, en nuestro instante, y la irónica presencia. El verdadero lugar está dado por el azar, pero en el verdadero lugar el azar perderá su carácter de enigma. (...) Belleza de un lugar de esta especie, pero extrema, en el que yo no me pertenecería ya a mí, gobernado, asumido por su perfecta ordenación. Pero lugar en el que también, y finalmente, yo sería profundamente li­ bre, pues nada de él me sería extraño.7

Esta espacialidad, o esta espaciosidad, es espacio de la libertad, en la medida en que ésta es libertad, cada vez, de un espacio libre. Es de­ cir, que constituye la esencia espacializadora o espaciante de la liber­ tad. El espaciamiento es la «forma» general —que precisamente no tiene forma, pero da lugar a formas y a formaciones, y que no es gene­ ral, sino que da lugar a singularidades— de la existencia: espacia­ miento, exposición, o supresión y corte (decisión) de la singularidad, arealidad (que es, como hemos indicado en otro lugar, el carácter del área) de la singularidad en su diferencia, que la pone en conexión con su límite, con los otros y con ella misma: por ejemplo, boca abierta en un grito. Esta espacialidad no es tanto un espacio libre dado —diferente en esto del espacio público de Hannah Arendt, que adopta la figura de institución o de fundación previa, a no ser que deba ser comprendida como la fundación misma de esta arealidad compartida—, sino que es más bien el don de una espacio-temporalidad (si cabe hablar así) que se engendra (don del primer esquema: ¿esquema del don mismo que se engendra = ofrenda?), y que se continúa mediante la liberación misma del espacio, y como el exacto reverso de su devastación. La des­ cripción podría tomarse prestada a la del espacio nomádico en otro pensamiento, alejado del pensamiento del ser, y cuyo alejamiento mismo significa aquí el libre espacio del pensamiento: El nómada está ahí, en la tierra, cada vez que se forma un espacio liso que se cava y que tiende a crecer en todas las direcciones. El nó­ mada habita esos lugares, permanece en esos lugares, y los hace crecer él mismo en el sentido en que se constata que el nómada hace el de­ sierto, no menos que es hecho por éste. Es vector de desterritorialización. Añade el desierto al desierto, la estepa a la estepa, mediante una 7. Yves Bonnefoy, L'improbable, París, 1951, pág. 181.

DECIS IÓN. DE SIE RT O. OFRENDA

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serie de operaciones locales cuya orientación y dirección no dejan de va­ riar. (...) ninguna línea separa en él la tierra y el cielo; no hay distancia intermediaria, de perspectiva ni de contorno, la visibilidad queda res­ tringida; y sin embargo hay una topología extraordinariamente fina, que no descansa en puntos o en objetos, sino en haecceidades, en conjuntos de relaciones (vientos, ondulaciones de la nieve o de la arena) canto de la arena o crujido del hielo, cualidades táctiles de los dos) (...).8

Como ese desierto que no es propiamente crecimiento de la devas­ tación, sino crecimiento de su propio espaciarse en cuanto hábitat del nómada, no es que la libertad reciba un espacio que le sería dado, sino que se da el espacio, y se lo da incalculable espaciarse de singularida­ des. O bien, la libertad misma no es la esencia de lo libre, pero lo «li­ bre» es el estado de abierto existente mediante el cual tiene lugar la libertad. No es un puro espaciarse, es también «habitación» —habita­ ción en lo abierto—, si es que el nómada no representa la errancia sin representar con ello al mismo tiempo un demorarse o un «estar», y en consecuencia un ethos. No es exactamente lo que se entendería por una «ética de la liber­ tad». Es el ethos mismo como apertura de espacio, abrigo espacioso del ser en la existencia, decidiendo lo que es en el alejamiento de sí, en ese alejamiento que lo entrega a su retirada, a su existencia, generosa­ mente. Es una generosidad del ethos más que una ética de generosi­ dad. La «libertad» misma, en la espaciosidad del ser en el que aquella se abre más que se precipita, se revela generosidad antes incluso de ser libertad. Ésta da lugar en la exposición del ser a su propia singulari­ dad, siempre de nuevo decidióle, siempre de nuevo sorprendida por su decisión. Esta generosidad no domina el furor, y éste nace con ella. Pero ella da, sin contar —sin contar más que con el furor—, es el don infinito de la libertad finita, mientras que el furor es la apropiación fi­ nita de la libertad finita. Da la libertad, o la ofrece. Pues el don no es nunca pura y simple­ mente dado. No se desvanece en la entrega del don, o del «presente». El don es precisamente aquello cuyo «presente» y cuya presentación no se pierde en una presencia acabada. El don es lo que sobre-viene a la presencia de su «presente». Además, él se guarda, en esa sobre-ve­ nida y en su sorpresa de don, como don, como donación del don. En 8. Gilíes Deleuze y Félix G uattari, Mille plateawc, París, M inuit, 1980, págs. 4 7 3-474 (tra d cast. de José Vázquez Pérez: Mil mesetas, Valencia, Pre-textos, 2“ ed., 1994). Debe­ m os rem itir ah í tam bién a la descripción de la «acción libre» que «ocupa absolutam ente u n espacio no puntuado» (pág. 4 94).

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DECIS IÓN. DESI ERTO. OFRENDA

eso es ofrenda, o retirada del don en el don mismo: retirada de su serpresente, y retención de su sorpresa. No se trata ahí de la economía del don, en que el don vuelve a sí mismo como beneficio y como dominio del donante. Se trata, por el contrario, de aquello que constituye el don como tal: ofrenda que no puede volver a nadie, pues permanece en sí como la libre ofrenda que es (es por eso por lo que, por ejemplo, no se da a un tercero el don que ha recibido uno mismo, so pena de anularlo en cuanto dqnd- Hay que guardar el presente singular en el cual el don como tal está guardado, es decir, ofrecido: está presentado, está puesto a libre disposición, pero está libremente retenido al borde de la libre aceptación del destinatario del don. La ofrenda constituye el precio (o el premio) inestimable del don. La generosidad del ser no ofrece nin­ guna otra cosa sino la existencia, y la ofrenda, como tal, está guardada en la libertad. Lo cual quiere decir: se ofrece un espacio, cuyo espa­ ciarse, cada vez, sólo tiene lugar por la decisión. Pero no hay «la» de­ cisión. Hay, cada vez, la mía (una mía singular), la tuya, la suya, la nuestra.9 Y eso es, justamente, la generosidad del ser. H a y , pues, aquello que tendría que hacerse cada vez más urgente para nuestro pensamiento, como su tema y como su decisión: esta ge­ nerosidad del ser, su liberalidad, que dispensa esto de que haya algo, y

que existamos. Ese tener lugar de algo se ofrece en la apertura que li­ bera los lugares, y el espacio libre del tiempo. La apertura no se abre más que si la dejamos abrirse. No la dejamos abrirse más que si nos dejamos nosotros mismos exponer en la existencia. Estamos expuestos a nuestra libertad. Hay, pues, en fin, la generosidad del ser dispensada en la singularidad plural de «nosotros»: la libertad de la decisión siem­ pre «mía», en un sentido en que se desvanece toda comunidad de la existencia. Pero ese don está guardado en la ofrenda. Está guardado ahí como lo infundado de la libertad, como la inesencia de la existen­ cia, como el carácter desértico y nómada de su habitación, como el riesgo de su experiencia o como la piratería de sus fundaciones, y por consiguiente también como la amenaza de un libre odio de la libertad. Si hay una esperanza del pensamiento, sin la que no podríamos pensar, no consiste en esperar una liberación total de la libertad que debía advenir como su dominio total. La historia de una tal expecta­ tiva está cerrada. Sólo la amenaza de una devastación de la existencia tiene hoy en día positividad. Pero la esperanza del pensamiento signi­ fica que no pensaríamos ni siquiera si la existencia no fuese la sor­ presa del ser.

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9. ¿Así, pues, inim itable? Es aquí donde h a b rá que d ejar en reserva la cuestión m im etológica de la libertad (de acuerdo con u n a rem isión general y destinada p articu lar­ m ente a L acque-L abarthe). La lib ertad es aquello que se p roduce en y com o el ser-sin­ gular del ser, El ser-singular del ser consiste en que no es p o r sí m ism o, en la existencia, ni u n a esencia general, n i u n a su stan cia genérica, n i u n a fuerza form adora, n i u n a idealidad ejem plar. No hay contorno reproductible, ni m odelo, n i esquem a de la razón p ráctica en su hecho. No im agen n o sensible de lo sensible, sino la trascendencia finita de lo sensible desnudo, la existencia que se decide m aterialm ente al m undo. La libertad no se parece a nada, y es p o r n o parecerse a nada. La im itación se la h a pensado siem ­ pre com o no-libre, incluso h a proporcionado el exemplum de la servilidad, y la libertad, p o r el contrario, sería el exemplum de la no-im itación. El exemplum negativo de u n a ne­ gación de mimesis. El lím ite de la im itación, n unca la im itación del límite: siem pre en el lím ite de la existencia (¿sería ése el arte escondido del esquem atism o?). A hora bien eso sigue constituyendo u n a relación m im ética, y la libertad se la h a pensado siem pre tam ­ b ién com o ejemplar: ejem plar de la ejem plaridad, se p o d ría decir. E jem plar de lo que bajo el nom bre de praxis (excelencia, virtud, revolución) se deja p en sar com o n o -potesis, o com o poiesis del único agente de la poiesis. Lo cual se puede in terp re tar tam bién, p o r lo dem ás así se lo com prende, com o la poesía m ism a. Se p o d ría in te n ta r acla rar de qué m odo la libertad h a sido identificada con la poesía m ism a, y recíprocam ente. ¿No es, en el fondo, p a ra nosotros, el exemplum sin ejem plo de la «creación», ejem plar a su vez de la ofrenda n o ejem plificable de u n m undo y a u n m u n d o ? ¿Libertad: archi-m ím esis práctica, y archi-poesía? Si hay algo de revolucionario en el arte, es lo que obliga, desde Platón, con y co n tra la filosofía, a p en sar la libertad. Pero es quizás porque obliga m ás radicalm ente a la libertad. S ería en ese sentido en el que h ab ría que en ten d e r esa

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«archi-obligáción» presente en el arte p ara Lacoue-Labarthe (L ’im itation des modemes, op. cit., pág. 2 8 4 ). Pero si el arte obliga a la libertad, eso no sería porque d aría ejem plo de ésta, ni porque h ab ría u n «arte de la libertad». E sas determ inaciones están todas to ­ m adas, en nuestra determ inación, del ejem plo griego (en n u estra constitución o cons­ tru cció n de nuestros com ienzos en el origen ejem plar). Si hay algo de revolucionario, que nos hem os em peñado aquí en llam ar «libertad», se tra ta de algo que señala hacia u n a liberación de ese ejem plo m ism o de u n arte de la libertad y de u n a libertad del arte, cuyo quiasm o significa p a ra nosotros la G recia perdida, y la libertad fuera de alcance. Pero u n a liberación p ara o tra apertura, p ara o tra sobrevenida sin ejem plo, o de la que el único ejem plo sería la sorpresa, la generosidad de la sorpresa y la sorpresa de la gene­ rosidad. Un ejem plo sorprendente. Lo que la libertad requeriría pensar —en u n a región en la que se replantearían las dem andas o las esperanzas del «arte», de la «ética» y de lo «político»—, ni u n m odelo inim itable, ni u n a mim esis sin m odelo, sino la sorpresa del ejemplo com o tal (p ero ¿p o r qué eso d a ejem plo?, ¿p o r qué hay ahí ejem plo m ás bien que...?), so rpresa m ás originaria en to d a poiesis que la m imesis, u n a praxis, pues, si se quiere, p ero que no sería «autoproducción» del agente: sino la virtud —fuerza y excelencia— de ninguna o tra cosa, sino de nada m enos que la existencia. U na ontología de ese ejem plo sorprendente que da el ser.

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FRAGMENTOS

*** ¿Cómo debe un discurso de la libertad corresponder a su objeto (suponiendo que esto tenga un sentido)? ¿Cómo debe «hablar libre­ mente» (como se «habla francamente» o como se «habla fuertemente») al hablar de la libertad y para hablar de ella, o para dejarla hablar? No concedo ningún crédito particular a la forma del fragmento, aun practicándola aquí (como a veces en otro lugares), y titulando este capítulo con ese nombre, y no con ningún tema o concepto. En cuanto forma, el fragmento queda expuesto a todas las ambigüedades que su historia, desde el Romanticismo, si no desde la máxima de los mora­ listas, nos ha hecho conocer perfectamente. Son las ambigüedades de una libertad representada a la vez como liberación, superación de to­ das las reglas, de todos los géneros literarios, y como concentración de la auto-constitución y de la auto-suficiencia. Esas ambigüedades son esenciales a la brevedad y a la discontinuidad de la forma fragmenta­ ria. No se las puede despejar. Sin embargo, y como indica Blanchot en uno de sus textos fragmentarios, si el fragmento es «una cosa estricta», no lo es «por su brevedad (de hecho puede prolongarse hasta la ago­ nía) sino por el estrechamiento, por el estrangulamiento hasta la rup­ tura».1 De derecho, el fragmento puede ser, incluso debería ser, único y continuo. Debería ser una única, continua fragmentación —y no ser ni «un solo» fragmento, ni fragmentos separados. Diría: el discurso filosófico es hoy en día la fragmentación misma. La filosofía no cesa ya j de escribir acerca del límite de la ruptura de su discurso. Eso quiere ! decir su «fin», pero igualmente también, su «liberación». ¿Por qué, en­ tonces, no volver el hecho igual al derecho, y por qué decidir acabarinacabar aquí, en la forma del fragmento, un ensayo que se ha querido filosófico? Por pobreza, simplemente, por insuficiencia. Me resulta demasiado claro, demasiado duramente visible, que el esbozo apenas encentado, 1. L 'écriture du désastre, París, G allim ard, 1980, pág. 78.

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en las páginas que preceden, de un pensamiento libre de la libertad está hasta tal punto meramente encentado, que nada se ha dicho, y que este discurso llega demasiado pronto, para algo que lo precede sin duda desde muy lejos. Me resulta demasiado claro que toda continua­ ción de este discurso, tal como es (no el mío, sino el nuestro, ese dis­ curso en el que la palabra «libertad» no puede de ninguna manera abordar la liberación de su propio sentido, ni del sentido de la propie­ dad en general, de lo que la libera y de lo que libera de ella, etc.), que todo uso de recursos filosóficos suplementarios (y no faltan) está abo­ cado por anticipado a la fragmentación continua de aquello de lo que se trata: de un pensamiento de la libertad, y que por consiguiente no se podría indicar la libertad sino como aquello que sólo podría venir al pensamiento con la «agonía» de este pensamiento, con el «estrangulamiento» de este discurso. De tal manera que, para acabar, y para comenzar, es su propia frag­ mentación lo que escapa de hecho al discurso. La filosofía no va a dar ni con su propio «fin» ni con su propia «liberación». Se desmigaja po­ bremente, más acá del fragmento, como también del «discurso». Al hablar de la libertad, no cabe sino aceptar el estar confrontado a esa insistente indigencia. Si intentase llegar hasta el final (como si lo hubiese) de esta agonía, y usar incansablemente el discurso contra esta piedra (cosa, fuerza, mirada) de la libertad, hasta el agotamiento, hasta el síncope, hasta la muerte, sin duda no cometería un error, y sin embargo estaría ha­ ciendo trampa. Guardaría la sorpresa y la experiencia de la libertad para un más allá, respecto al cual haría el paripé de alcanzarlo desa­ pareciendo. Pero la experiencia ha tenido lugar ya, no ha dejado de de­ cirlo, y de decir que toda la filosofía lo ha dicho sin poder decirlo nunca (o bien, haciendo trampas...). Y no estaría haciendo menos trampas con la comunidad, que es el lugar de esta experiencia, sino que no puede comunicársela como su esencia común, puesto que no es una esencia así, sino una partición. La libertad comparte y se comparte. El discurso filosófico no puede pensar en representarla o en presentarla: al pensarla, tiene que pen­ sarse a sí mismo compartido, es decir, a la vez «comunicando» algo (del concepto, e incluso del concepto de límite del concepto), y aparte: separado en su praxis de las otras praxis en las que la experiencia tiene lugar, parecida e infinitamente desemejante. La libertad pone a la filosofía ante su más extraña, su más descon­ certante verdad. Entonces, fragmentos. Tomando el riesgo de parecer llevar a cabo

un retomo ambiguo del «discurso filosófico» a una «forma literaria», y de parecer que voy a hacer otra trampa. Pero sin ese riesgo, a pesar de todo, haga lo que haga, traicionaría más seguramente todavía la ex­ periencia de la libertad. Pretendería ofrecerla como un concepto (aun­ que sea un concepto de límite del concepto), o bien, concluirla con un análisis, o bien, identificarla con el movimiento del discurso, e incluso en su estrechamiento, en su fragmentación continua. Pero la expe­ riencia de la libertad ha dado lugar ya, y tan sólo se trata de eso, a nuestra temible insuficiencia para «saberla», para «pensarla», o para «decirla». Entonces, fragmentos, como una marca vaga, incierta, de esta insuficiencia.2

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*** El riesgo de parecer que recuperamos con «literatura» lo que se perdería en «filosofía». Al menos desde Nietzsche, y hasta todos noso­ tros, los que se aventuran a filosofar, no hay una escritura filosófica que haya estado exenta de ese riesgo, ni de explicarse con él. Tanto Bergson como Heidegger, tanto Deleuze como Derrida. Desde ciertas perspectivas, la historia de la filosofía contemporánea es la historia de este riesgo, en toda la diversidad de sus variaciones. Es decir, maneras cuya libertad ha llegado a implicarse en cuanto escritura de la filoso­ fía (estilo, género, carácter, destino, público, frecuentaciones, vecin­ dades, traducciones, intraducibilidades, palabras, metáforas, ficcio­ nes, posiciones de enunciación, etc., etc., todo aquello que hace al «género filosófico» tan poco reconocible, y sin embargo identificable en el concepto, el análisis, la demostración, la sistematicidad, la autofundación, el auto-cuestionamiento que fueron siempre los suyos). *** La insuficiencia de la que hablo, no diría tampoco que es necesa­ ria, que la coerción de la libertad es plegamos duramente a la necesi­ dad de que se haya apoderado de nosotros, que se haya «apropiado» de nosotros de tal manera que no hay ningún sentido, «después», en querer apropiárselo. Sin duda eso es verdad. Es incluso la verdad misma. Pero la «insuficiencia», y su correlato en el «estrangula2. E stos fragm entos h an sido añadidos varios m eses después de h ab er redactado el ensayo y dados a leer p a ra u n a defensa de tesis a algunos amigos. Llevan, pues, la hu e­ lla de p reg untas planteadas, de lecturas o reflexiones hechas con posterioridad. Sobre todo n o q uerría que parezcan querer «concluir». E sta precaución retórica clásica es aquí m ás que fundada. No hay «un pensam iento» de la libertad, no hay m ás que prolegóm e­ nos a u n a liberación del pensam iento.

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miento» del discurso, no están precisamente a la altura todavía de aque­ llo de lo que aquí se trata. Pues no se trata de una apropiación imposi­ ble, puesto que «por encima de nuestros medios», ni habiendo tenido lugar en la muerte, o como la muerte. Se trata del hecho de que la cuestión de una apropiación, aquí, no puede ni debe plantearse en cualesquiera términos. No hay nada de ese género que preguntar, bus­ car, interrogar, ni positivamente ni negativamente. Y que eso sea así no es en absoluto una privación, sino que es la libertad misma. — Sin embargo, no puedo evitar decir: es propiamente la libertad... *** También otra cosa (o la misma cosa, de otro modo) debe estar en juego en esta claroscura necesidad del fragmento. Y algo, evidente­ mente, que afecta a la relación de la filosofía y la literatura. No es que el fragmento vendría a dar una forma literaria al pensamiento y a lo impensado filosóficos (se sabe bien, en adelante, cómo el pensamiento del par forma/fondo hay que desconstruirlo, y se puede añadir que toda la cuestión de la libertad se encuentra ahí quizás investida, por ejemplo a partir de los motivos clásicos de la «libertad» o «necesidad» de la «forma» en relación con el «fondo»). Pero en la relación de filo­ sofía y de literatura se juega lo que Derrida ha llamado la escritura. (Sería más correcto decir que él la ha sobrenombrado «escritura», re­ cuperando y reinscribiendo palabras y conceptos que la época avan­ zase a partir de Nietzsche, de Benjamin, de Heidegger, de Bataille y de Blanchot.) La escritura, es decir, el movimiento del sentido, en el sus­ penso de la significación, que retira aquél al darlo, para darlo, como su don. (Yo diría: su ofrenda.) (En un léxico más reciente, en compañía de Blanchot, Derrida elige decir: el paso —o el no: pas—, el pasado, el pasar y el-yo-paso-de-verdad —le pas de verité— que «se hace irrever­ sible en la verdad del paso —o del no—»:3 donde hay que entender esta última verdad como la verdad última del sentido.) La escritura no tiene nada de filosófico, ni de literario. Traza, más bien, una esencial indecisión de los dos, entre las dos, y en cada una por consiguiente. Pudiera ser incluso que se haga necesario comprender ahí el discurso de la ciencia. Esa indecisión expone esto: la retirada/ofrenda del sen­ tido se hace de «filosofía» a «literatura» —y a «ciencia»— y recíproca­ mente. Aquélla no se hace en lo absoluto, y como un solo gesto. Su absolutez es precisamente su transmisión de régimen a régimen (siendo a su vez plural cada uno de estos regímenes), lo cual hace indecidible 3. Parages, París, Galilée, 1986, pág. 67.

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la distinción de los regímenes, pero que, al mismo tiempo, exige esta distinción. (Ocurre de manera análoga en el «arte», entre las artes.) Es indecidible, y sin embargo hay «filosofía», «literatura», «ciencia». Es indecidible, y sin embargo sabemos en qué consiste esa partición. Este «saber» no viene de otro discurso que dominaría los otros, está a su vez, en consecuencia, cogido en la partición y en el intercambio o en el cambio, pero «sabemos muy bien». Sabemos que cambiamos de régi­ men en la escritura, y a veces, en el interior del mismo texto, de la misma frase. Los fragmentos representan eso, pobremente, sin duda. Y nada dice que haya que quedarse ahí, que no haga falta «todavía más» literatura, «todavía más» filosofía, y «todavía más» ciencia. — En todo caso, y es eso lo que me importa aquí, cada vez, en cada cambio en el que sabemos que se produce un cambio sin saber exactamente lo que cambia, hay decisión: cada vez, decidimos sobre una escritura, de­ cidimos sobre una escritura de la escritura, y en consecuencia decidi­ mos sobre la escritura, y sobre el sentido en su ofrenda y en su reti­ rada. Partición de las voces: no hay jamás una única voz, y la voz del septido, es la decisión, cada vez, de una voz singular. Libertad. i Pero en la escritura hay además otra cosa, que es la comunicación (en verdad, no es otra cosa...). La escritura es para la lectura, y pro­ viene de ésta, y es también para otras escrituras. Incluso y justamente si su gesto es el de retirar la comunicación, escribiendo «sólo para» ella misma. La escritura es es£rilura.dela-cainuíiidad, o no es. Y recí­ procamente: la comunidad -es comunidad de la-eseritura (en todos los sentidos posibles de una expresión así). Es decir, como se ha vuelto a recordar en este ensayo, que la comunidad no se funda en una esencia común, sino que su ser-en-común obedece a la doble lógica de la par­ tición, que es una extensión de la de la ofrenda y de la retirada. Uno se comunica, es decir, primeramente, uno «está ejicomún», o uno «com­ parece», en la retirada del sentido comunicado y del sentido de la co­ municación —y en la partición de los «géneros» o de los regímenes de discurso. No puedo pretender comunicar un sentido común (aunque una tal «pretensión» no puede no ser también lo que decide a escribir). Pero si decido escribir, estoy inmediatamente sometido a la partición, y a la inconmensurabilidad de lo en-común (véase supra, cap. 7). Si digo «entonces, el fragmento...», dejo, intento dejar que se juegue algo de esa partición, «en», «mi propio» discurso y «con destino» a «mis» lectores. Algo, poca cosa, ciertamente, pero cuyos efectos (las lecturas) no soy dueño de calcular, ni cuyos juego y riesgo puedo re­ cusar, ni cuya decisión puedo descartar. Es un mínimum político, y ético. La libertad está ahí en juego. A falta de lo cual la escritura m il

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abierta, más comunicativa, más preocupada por el sentido común, la más democrática y también la más rigurosamente filosófica, puede ocultar la peor mentira, y acompañar la peor política.

*** Damos sin comentario los elementos de una semántica etimoló­ gica: según una primera derivación, libertas, como éleutheria, tendría una base Heudho/leudhi, que significa «pueblo», a su vez ligada a *leudh: idea de crecimiento, de incremento. — Otra etimología, menos segura, hace venir libertas de líber, el libro: el libellus, libro pequeño, panfleto de expresión libre, habría involucrado el sentido moral. En cuanto al anglosajón free/frei, su significación primera sería: amado, querido (friend/Freund, amigo, son de la misma familia), puesto que en mi casa están los que amo, y los esclavos. — Lib e n , los hijos, designa primeramente los hijos de un hombre libre. Pero de hecho hay dos ca­ tegorías: «liberorum hom inum alii ingenui sunt, alii libertini» (Gayo, Instituciones, I, 10). El ingenus es el nacido de un padre libre (y tiene los sentidos de «distinguido, liberal, generoso, sincero, delicado»), el libertinus es el nacido de un padre que ha sido a su vez liberado (m a­ numitido). (Como es lógico, esos hijos ingenuos o libertinos no son los vástagos —proles— del proletariado.) Necessarius, por su parte, designa primeramente la persona pró­ xima pero que no es consanguíneo. Así, pues, el amigo, como aquel del que uno no puede separarse.

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*** «No debemos hacemos ilusiones: libertad y razón, estos dos con­ ceptos éticos y también ético-estéticos que la edad clásica del cosmo­ politismo alemán nos ha legado como signos distintivos de la humani­ dad, no se portan ya muy bien desde mediados del siglo XIX, o un poco más tarde. Poco a poco han ido quedando «fuera de juego», ya no se ha sabido «qué hacer con ellos», y el que se los haya dejado estro­ pearse, es menos un éxito de sus enemigos, que de sus amigos. No de­ bemos tampoco hacemos ilusiones sobre esto de que nosotros, o nues­ tros sucesores, no volverán ciertamente a esas representaciones sin cambios; nuestra tarea, y el sentido de lo que el espíritu pondrá a prueba, será más bien —y es ésa la tarea de dolor y de esperanza, tan raramente comprendida, que incumbe a cada generación— el de llevar a cabo el paso siempre necesario y muy deseado de nuevo, con los me­ nores estropicios posibles». (Robert Musil, Sobre la estupidez, 1937. ¿Habrá que precisar que esa conferencia, como ya lo indicaba su tí­ tulo, se refería sin ambigüedad al fascismo?) *** La libertad puede experimentarse hasta en los límites de su propia experiencia. — Allí donde nada la separa ya de la «necesidad». *** Se me ha dicho: «no propone usted ninguna semántica de la pala­ bra "libertad"». Es verdad. Los sentidos de esta palabra me importan poco. (En cambio mucho su posición estratégica.) Esa palabra, tanto en la tradición como para nosotros, se acerca a «necesidad». Y de eso exactamente es de lo que se trata: de una proximidad entre las dos tal, que de ella se deba liberar inevitablemente algo completamente dife­ rente, la verdad de la experiencia. *** No podemos ya ni siquiera decir: «¡La libertad, Diótima, si com­ prendiésemos esa palabra sublime!...» (Hólderlin, Hiperión, Madrid, 15.a ed., 1994).

*** ¿Qué otra semántica que no fuera el programa cbmpleto de la filo­ sofía de la libertad? Libertad de hacer, de actuar, o libertad en vista de..., libertad como esencia que realizar o como naturaleza dada, libertad res­ ponsable y responsabilidad hacia la libertad, libertad como derecho o como poder, audeterminación, libre arbitrio, reconocimiento de la ley común, libertad individual o colectiva, libertades civiles, económicas, políticas, sociales, culturales, asunción de la necesidad, anarquía, liber­ tad libertina o libertaria, liberalidad, libertad de movimientos, libertad del espíritu, extremo libre de una cuerda o de una cadena, nada de esto debe salir del campo de nuestra atención, pero tampoco nada de esto conviene a lo que está aquí en juego bajo el nombre de «libertad». *** Tal es el envite del límite, que la libertad es, o bien que siempre fran­ quea: se toca el exterior desde dentro, no pasa pues el límite, pero el ago­ tamiento de este tocar es ilimitado. Y este agotamiento es también aque­ llo que se borra ante, y en, el venir a presencia de la cosa misma —un venir a presencia que nunca fijará ningún presente, que jamás asegurará ni saturará ninguna presentación. El venir a presencia de lo otro que el pensamiento, agotando todo pensamiento de lo otro.

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*** Se podría decir que en la libertad tiene lugar el imperativo ontológico, o el ser como intimación, pero con la condición de añadir que es así sin mandamiento (no dialéctica «mandamiento/libertad»), o que el mandamiento se confunde con el abandono de la libertad a ella misma, hasta en el capricho y hasta en la suerte.

*** Habría querido, habría hecho falta que este trabajo pudiese ir más lejos, no digo sólo en el análisis o en la problematización, sino que lle­ gase hasta retirar y tachar todo su discurso en la libertad material. Ha­ bría podido estar tentado de haceros oír ahora música, o bien risas, o bien, tomados de aquí y de allá en el mundo, disparos de cañón, que­ jas de hambre, gritos de revuelta —o incluso, presentaros una pintura, como en Hegel la muchacha presenta los frutos del arte antiguo, los lugares divinos que los dioses han dejado.4 Está claro que eso sería la tentación misma, la abdicación hipócrita del pensamiento en lo inme­ diato, en lo «vivido», en lo inefable —o en la praxis y en el arte desig­ nados como diferentes del pensamiento. Ahora bien de lo que se trata es por el contrario de devolver la praxis al pensamiento. Algo de Marx resuena ahí inevitablemente, con algo de Heidegger. ¿Un pensamiento material de la obra del pensamiento? Pero sigue siendo igualmente seguro —eso queda como un resto in­ destructible— que en el límite del pensamiento, el pensamiento está expuesto a la indecisión entre el discurso y el gesto, siendo uno y otro del pensamiento, pero amenazando a cada instante con bascular fuera de ella. Es decir, con no ser más que discurso, o ser solamente gesto. Aquí también hay partición, entre las «armas de la crítica» y la «crítica de las armas», entre «la obra (actuación) del pensamiento» y el «pen­ samiento de la obra (de la actuación)». Y es esa partición lo que hay que pensar, o practicar, diciendo cada vez sobre lo indecidible. Se puede decir también: el pensamiento en acto está siempre sus­ pendido (y «en potencia», si se quiere) entre estas dos posibilidades úl­ timas: «faltan las palabras para decirlo», y «las palabras fallan para no decirlo sino hacerlo». No hay decisión de pensamiento más que en y gracias a esta indecisión primera (pues el pensamiento mismo se com­ promete o se involucra siempre allí donde «faltan las palabras»: es su libertad, para la que precisamente nada falta, sino las palabras).

*** Bajo este nombre de libertad, me parece ahora que he intentado hablar de algo que tendría, en un sentido, la posición estructural de la muerte hegeliana (de la muerte metafísica, en consecuencia: y ¿no es ésta justamente siempre el lugar y la operación de la liberación?). Pero esto no sería lo negativo, y no constituiría el resorte de una dialéctica. (Lo negativo es la negación de la libertad, de la que sólo la libertad es capaz. Es el furor del mal. Pero el mal no es tampoco un momento dia­ léctico. Es una posibilidad absoluta de la libertad.) Otra cosa, en con­ secuencia, en lugar de la muerte: la puesta en el mundo del existente. El nacimiento, que sin duda es nacimiento a la muerte —no, sin em­ bargo, en el sentido de que el nacimiento sería «para» la muerte (con ese valor dudoso del «para», si se lo emplea para traducir el «zum Tode» de Heidegger), sino en el sentido, completamente diferente, de que la muerte es aquello a lo que o en lo que hay nacimiento: una vez más, la exposición al límite. No «la libertad o la muerte» (aunque no quisiera en lo más mínimo quitarle la fuerza ni la nobleza a ese grito en nuestra historia), sino: la libertad en lugar de la muerte. El pensamiento, así, pues, no tiene con la libertad la relación del es­ píritu hegeliano con la muerte. El pensamiento no tiene que «habitar en la muerte sin espanto». En primer lugar, no es un habitar, no es una tumba, ni una morada, es un espaciarse nómada (y sin embargo es también un lugar donde quedarse, e incluso quizás una casa...). Además el pensamiento no puede estar exento de espanto ante la libertad que lo precede, que lo sorprende siempre, y al que jamás se puede volver (no es pues un espanto «ante», no hay ese «cara a cara» hegeliano ante el abismo). El pensamiento no puede no estar angustiado hasta la irrisión de todo pensamiento —o hasta la liberación de una risa de ilimitada alegría. — En la libertad, el pensamiento no encuentra tanto un «im­ pensable» como lo impensante (y no lo «encuentra»: no hay «encuen­ tro» aquí, ni siquiera el llamado «encuentro con la libertad del otro», pues ésta no es exterior a mí). Es el otro impensante el que pesa el pen­ samiento, y lo que le da o lo que le retira su peso. La materialidad o la facticidad trascendental de la libertad es el otro impensante que no piensa, incluso, el pensamiento, sino que entrega éste a él mismo.

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*** La nota 2, pág. 79, dice: «Habría la libertad del Dasein en general y la libertad del ente en general, la una en la otra y la una por la otra». Es uno de los puntos más difíciles, pero sin duda, en último término, de los más necesarios. Heidegger pretende distinguir, en la época d e E l ser y el tiempo, la facticidad del Dasein de la facticidad, por ejemplo, de la «piedra» (véase sección 27 de E l ser y el tiempo ). Es eso lo que no me parece que pueda ser tan sencillo. No puede haber, al menos en lo que 4. Véase La jeune filie qui nous présente Vart, en preparación.

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se llamaría un primer nivel (¿pero es éste simplemente primero? y ¿qué significaría esta distinción de niveles?), varias facticidades. H ay la facticidad del mundo. O también: lo que insisto en llamar facticidad, y que bajo ese nombre da el hilo conductor más seguro (y más proble­ mático) de la libertad de Kant hasta aquella que nosotros tenemos que pensar (hilo que pasa por Hegel, Marx, Nietzsche, y Heidegger),-ss-el «hay» con toda su fuerza de «presencia real» (y sin olvidar ninguno de Tos problemas ligados a esa «presencia» y primeramente y sobre todo esto de que la presencia está en su venida, no en su estar-presente). La facticidad en cuanto facticidad es también (y casi diría: «y primera­ mente», si no fuese mejor no introducir aquí ningún orden) la factici­ dad de la piedra, del mineral, como también la del vegetal, del animal, de lo cósmico y de lo racional. Presencia, impenetrabilidad, ahí sin «éxtasis», constituyen también la condición material-trascendental de un Dasein (y a este título hay que llamarlo también, de nuevo, «hom­ bre», en el sentido de que ese hombre es una presencia material sin­ gular: un hombre, y no una piedra, pero el uno y el otro ahí, al lado el uno del otro; en este caso, se ve por otra parte que no se debería ya po­ der decir, en un contexto así, el «hombre» en el sentido genérico, sino sólo el «hombre» o la «mujer»), ¿Diré, entonces, que en esta única (lo cual no quiere decir «idéntica en todas sus modalizaciones») facticidad se debe ofrecer una única (y no idéntica) libertad? ¿Diré que todo es libre? Sí, si supiese cómo en­ tenderla. Pero sé al menos que habría que entenderlo (aun sabiendo que un «entendimiento» así debería desimplicarse del «entendimiento» de los filósofos). No puede uno contentarse con dividir (o repartir) el mundo entre Dasein y los entes Vorhanden y Zuhanden. No sólo porque éstos no permiten, o permiten mal, dar sitio y derecho al animal y al ve­ getal, es decir, a otros modos que son también modos de «ex-istencia», innegablemente aunque de una manera que sigue siendo oscura para nuestro entendimiento. Pero también, y sobre todo, puesto que es de cualquier cosa de lo que hay que poder afirmar la retirada en ella de la causa (analizado más arriba: sección 9). En la cosa sin causalidad (ni causada ni causante) hay lo óntico en cuanto posición («Setzung», no «Stellung») de la cosa, la existencia como lo que constituye el estar arro­ jado, no sólo en el mundo (del Dasein), sino del mundo. El mundo no está dado, inmoviblemente sustancial, para que vayamos ahí (pour que nous y venions). El ahí del «hay» (L’y de Y«il y a») no es un receptáculo, no es un lugar dispuesto para que se produzca ahí una venida. El ahí es a su vez el espaciarse (del espacio-tiempo) de la venida, puesto que hay todo (y la totalidad no es el cierre del circuito, el acabarse sin resto: es el

«haber ahí», el tener lugar, «venir ahí» ilimitado de la cosa delimitada; lo cual quiere decir también que la totalidad es todo, salvo totalitaria, y que se trata en consecuencia realmente aquí de libertad). El mundo no es tampoco (esto está claro en Heidegger) el correlato de una intencionalidad. (O bien habría que decir, desde el interior mismo de una lógica husserliana, que la «trascendencia del mundo» no puede ir adelante sin la efectividad fáctico-material de un mundo que no depende ya de ninguna «tesis ingenua»; habría que practicar aquí una «reducción» que no sería ya «eidética», sino, si cabe decirlo, «hilética». El mundo no es de ninguna manera «para mí»: es la co-pertenencia esencial de la ex-istencia con el existir de toda cosa. Sin lo cual la ex-istencia sería solamente ideal, o mística... Pero la existencia tiene lugar justo al lado de las cosas. Si se profundiza convenientemente en esta co-pertenencia esencial (de lo sin-esencia), se encontrará que nin­ guna cosa puede ser simplemente «necesaria», y que el mundo no es «necesario». No se podrá aislar, de un lado, la causalidad de los fenó­ menos, del otro, la libertad noumenal (es sobre eso sobre lo que no he­ mos dejado de discutir con Kant desde Hegel). ¿Qué se encontrará en­ tonces? Intentemos, provisionalmente, decir: algo así como un clinamen, que no sería el azar (otra necesidad), sino el libre estado de abierto del «hay» en general —que no es nunca general, precisamente, sino que está siempre en el orden del «cada vez». Clinamen, o declinación, inclinación del «hay», del «es gibt», de la ofrenda. Para que eso sea, hace falta que eso se incline, que eso in­ cline, de nada hacia nada. O también: guiño, abrir y cerrar de ojos del aparecer, del venir toda cosa, tan sustraído como el «abrir y cerrar de ojos» (cómo el instante), pero tan apoyando, tan insistente como él. Es sólo así como puede haber estado de abierto, aclaración recíproca del Dasein y del ente en totalidad, sin que se confundan, pero sin que es­ tén sometidos al dispositivo exclusivo de la subjetividad y de la repre­ sentación. (El pensamiento de la representación condena inevitable­ mente la libertad: pues la presencia «más allá» de la representación se da ahí como «necesidad», y la libertad se contenta con jugar con re­ presentaciones, para finalmente liquidarse ella misma en representa­ ción.) En este sentido, la piedra es libre. Es decir que hay en ella —o más bien, como ella— esta libertad del ser que es el ser, y del que la libertad en cuanto «hecho de la razón» es la puesta en juego de acuerdo con la co-pertenencia. (No niego, si es que hay que insistir, que con todo esto estoy planteando una cuestión, enorme y en la que no se puede no en­ contrar la provocación, por más que no proponga un resultado.)

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He intentado decirlo: «somos la libertad de todas las cosas», y qui| zás no haya que guardar esta expresión. Al menos su intención no es en absoluto subjetivista. No quiere decir: nos representamos el mundo ¡ entero en nuestra libertad, sino: la libertad del ser se pone en juego como libre existencia del mundo y como nuestra ex-istencia hacia esa libertad. — Lo cual quiere decir también que somos responsables de la libertad del mundo. Y eso podría tener consecuencias en la cuestión de la técnica (y en la posición a la vez abierta y aporética de esa cuestión en Heidegger). No es que tengamos que preservar la naturaleza contra la explotación técnica (allí donde hay que hacer algo de este género, es siempre de nuevo un asunto de técnica). Pero en la técnica, liberamos, y nos libramos a la libertad del mundo. Nada sorprendente en que esto sea angustiosa y profundamente ambivalente. Pero no tenemos acceso libre a lo que pasa ahí en la medida en que pensemos simplemente ex­ plotar libremente el resto no libre del ente. Lo que nos obliga también a acomodamos a hacer entrar en esta clase del ente... nosotros mismos en cuanto trabajadores. El pensamiento de un «proletariado» como pensamiento de la ex-istencia en la que se jugaría una liberación recí­ proca de la «naturaleza» y de la «historia» podría encontrar aquí algo que volver a pensar de nuevo, mediando, es cierto, todo tipo de des­ plazamientos y de transformaciones. No tengo en lo más mínimo intención de extrapolar de forma con¡ fusa la idea de la libertad. ¿Cómo podría hacerlo, si no dispongo de una «idea» así? Pero cualesquiera que sean la extrema dificultad y lo extraño del problema, si el ser del ente es el ser del ente, y no una especie de daimon oculto, que hace sus confidencias al Dasein, no pode¡' mos ahorramos el rodeo por la libertad del mundo para volver a nuesí tra libertad. Es una necesidad del pensamiento, una exigencia política y ética. *** «Decisión auténtica» (cap. 12): pensamiento difícil, pensamientolímite, en cualquier caso, para las fuerzas de este ensayo. ¿Cómo afir­ mar que hay una decisión «auténtica», lo que equivale a anunciar un fundamento ético, sin poder presentar el fundamento o la naturaleza de esta «autenticidad»? (Ya el hecho de guardar la palabra «autentici­ dad» es más que ambiguo: es estar instalado en una axiología...) Más todavía: ¿cómo hacerlo, siendo así que estamos seguros de que la li­ bertad nos coacciona a deshacer o a desbaratar las lógicas del funda­ í mento? Y sin embargo «sabemos qué es el mal» (véase cap. 13). Y lo sabe­

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mos tanto más porque su abrumadora evidencia está más a la vista en nuestra historia reciente y presente. Pero lo que sabemos también, es que los fundamentos morales no sólo han cedido bajo ese mal, sino que le han prestado la mano. Y obedece a algo que la frase «Libertad ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», cuyo autor no re­ cuerdo, se haya convertido en un adagio desengañado de los tiempos njodemos. La indecidibilidad en la que hay decisión no es la equivalencia de toda decisión. Es la imposibilidad de que el «decisor» de la decisión (a la vez, su criterio y su agente) preceda a la decisión misma, lo cual es una cosa muy diferente. Pero la decisión que se decide a favor de la au­ tenticidad o no. Sin duda, en Heidegger, esta decisión sigue siendo, por un lado al menos, demasiado «heroica», y está demasiado ligada —¿por qué no decirlo así?— a un «sistema de valores» que manda y que decide secretamente, hasta cierto punto, el análisis mismo de la decisión. Lo cual equivale a decir también que la «autenticidad», a pe­ sar de las intenciones de Heidegger mismo, no puede no estar sepa­ rada de la «inautenticidad», de la cual, sin embargo, aquélla no debe ser más que «una captación modificada».5 Dejamos para más tarde el examen de ese punto en Heidegger. Me parece que también se puede intentar entender lo siguiente: hay una decisión en favor de la libertad, y que no es una decisión en favor de la libertad que suprime la libertad, aunque en los dos casos sea la misma libertad la que se decide. La libertad es precisamente lo que es libre para y contra sí mismo. No puede ser lo que es más que permane­ ciendo, en todo momento, libertad de la «gracia» y del «furor». Ese abismo es su «fundamento», su ausencia-de-fondo. Pero ese abismo es asimismo realmente aquel mediante el que la libertad que se elige y la libertad que se destruye son la misma y no son la misma. Y la libertad no «es» quizás nada sino esa diferencia absoluta en la identidad abso­ luta. ¿Cómo atribuir a eso una «decisión auténtica»? La decisión que libera la libertad contra ella misma es decisión de suprimir la decisión, y por consiguiente lo indecidible que la hace posi­ ble y necesaria. O bien, la existenciariedad de la existencia misma (su­ presión que tiene mil formas, además del asesinato). La decisión a favor del mal, que sigue siendo la posibilidad esencialmente conjunta y en consecuencia absolutamente propia de la decisión en favor del bien, es decisión en favor de lo que no deja ya decidir. La decisión auténtica, por 5. El ser y el tiempo, sección 38. Volveré al tem a en u n ensayo sobre el «estado de abierto» en la analítica del Dasein.

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i el contrario, es decisión en favor de un mantener la decisión como tal, ¡ que es su recuperación y su reconquista en la indecisión misma mante• nida como estado de abierto de la posibilidad de decidir. Y por eso es por lo que la decisión auténtica no se conoce como tal, o como decisión en favor del bien. No puede presentarse a sí misma como «buena». Si­ gue siendo diferente de ella misma en ella misma. Es más bien la deci­ sión en favor del mal la que puede aparecerse a ella misma como «buena», en cuanto decisión «tomada», «resuelta», pero no «mante­ nida» en el sentido indicado más arriba, i Hay que zanjar la cosa, es decir, hay que zanjar qué se podrá o qué | sé deberá zanjar siempre de nuevo, incluso si es para recuperar cada s vez la «misma» decisión: pues en cuanto que decididora, y no en ! cuanto ya decidida, es cada vez nueva. Pero eso no quiere decir tam­ poco que la decisión auténtica, al volver a abrir cada vez en sí misma la diferencia de la in-decisión, no se decide nunca más que a...dejar ha­ cer todo. Todo dejar hacer es también una manera de anular la deci­ sión, tanto en los sentidos liberal o anarquista que se le puede dar a la expresión, como en el sentido de: dejar hacer todo, hasta el extremo, que acaba con el todo, que lo extermina. La decisión auténtica está precisamente ante la posibilidad de hacer «todo», dejar hacer. Pero en cuanto decisión, elige no hacer «todo». La prescripción, la obligación, la responsabilidad están enclavijadas en ella. i Se dirá: pero con esto no hay ni contenido ni normas éticas. Sin I duda. Pero, ¿los ha habido alguna vez? La decisión es el momento vaI cío de toda ética, cualesquiera que sean los contenidos y los funda­ mentos de ésta. Es ella, o la libertad, el ethos en el fondo sin fondo de toda ética. Los contenidos y las normas es algo sobre lo que tenemos que decidir. Tenemos que decidir leyes, excepciones, casos, negocia­ ciones. Pero no hay ni ley ni excepción para la decisión. Su «autenti­ cidad» no es del tipo de registro de la ley. O bien, esta ley está retirada de toda forma de ley: la existenciariedad de la decisión, la libertad, que es también la decisión de la existencia, en favor de la existencia, que se recibe como bien antes de todo imperativo y de toda ley. Por consiguiente, no tenemos que pensar en nuevas leyes (aunque tengamos que hacerlo también), o bien, no es «una moral» lo que hay que inventar (apenas con ironía, se puede realmente decir: ¿no tene­ mos ya todo lo que hace falta en la materia?). Pero lo que nos incumbe ante todo es una determinación absoluta, y absolutamente originaria, archi-originaria, de la ética y de la praxis. No una ley o un valor úl­ timo, sino aquello por lo que puede haber relación con la ley o con el valor: la decisión, la libertad.

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Si la existencia es sin esencia, es que está toda ella en su decisión. Está toda ella en la decisión libre de recibirse y de mantenerse ella misma como decisión (decisión decisora, pero al modo de un recibir­ se, de un dejar-se-tomar por la decisión...) y/o de decidir por ella misma como tal o cual esencia. Éste es el ethos al que se trata de lle­ gar, o que hace falta dejar que venga a nosotros. Ese ethos no corres­ pondería a un «progreso de la conciencia moral», sino que pondría al día la eticidad archi-originaria sin la que no habría ni Bien de Platón, ni voluntad buena de Kant, ni alegría espinosista, ni revolución marxiana, ni zoon politikon de Aristóteles. *** ¿Por qué hablar de «revolución» (por ejemplo, en el cap. 7)? ¿Acaso por mero capricho de oposición al descrédito actual de esta pa­ labra? ¿Por qué no? Es bueno siempre sacudir la ideología. Pero aún más: ¿no tenemos la responsabilidad de pensar la decisión que se abre a la posibilidad misma de decidir? Ahora bien, qué palabra ha llevado ese pensamiento, de manera privilegiada, desde hace dos siglos? ¿Y qué palabra puede reemplazarla, después de dos siglos? Ya se ha dicho lo bastante que «revolución» era una vuelta para nada, o bien, otra vuelta de tuerca. Eso es verdad, pero es también reírse de la historia. La revolución consiste en poner a la luz del día la libertad común, el ser-en-común de la libertad. Y que ese ser, como tal, está entregado a la decisión. No podemos, a pesar de todo, pensar esa palabra de otro modo. La reforma, su caso se lo entiende desde hace tiempo, y mien­ tras más hay, menos cambian las cosas. Y la revuelta es prisionera de la desesperación que la produce. La revolución no significa en abso­ luto exclusivamente: toma del poder por el partido. Significa, ha sig­ nificado en cualquier caso: estado de abierto de la decisión, comuni­ dad expuesta a ella misma. Lo sé: el fascismo y el nazismo eran también la revolución, como el leninismo y el estalinismo. Se trata, pues, de revolucionar la revolución. Comprendo demasiado bien que se pueda no amar esta «pirueta». Pero ¿qué decir y qué hacer, si lo intolerable sigue estando siempre ahí? ¿Y si la libertad no puede no hacerse cada vez más sombría, ni estar cada vez más desencadenada? ¿Cómo pensar «revolución» sin secciones de asalto, ni comisarios del pueblo? ¿E incluso, sin modelo revolucionario (sino al contrario, como una reapertura de la cuestión del modelo, incluso)? Después de todo, la palabra importa poco, pero queda que no hemos pensado hasta el final todo lo que «revolución» da que pensar. Y sobre todo,

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queda que las gentes revientan de hambre, de guerras, de droga, de aburrimiento. Y queda que una clase media en vías de generalización, con sus estados de alma a propósito de «la técnica», nos enmascara en qué se está convirtiendo la lucha de clases.

*** En este ensayo me he visto obligado a repetir en varias ocasiones que la libertad no podía ser «una cuestión». Eso quiere decir que su pensamiento debe ponerse a la busca de un modo no cuestionante del pensamiento (pero ¿se puede decir aquí «busca»? ¿No está ésta dema­ siado cerca de «cuestión»?) Hay un rasgo profundo y poderoso del pensamiento hoy: la exigencia de una afirmatividad (se la encuentra desde Nietzsche y Bergson a Deleuze y Derrida, modulada de manera diferente).6 Pero quizás la cuestión no la sustituye ni la afirmación ni la nega­ ción. Podría tratarse de otra disposición, que no tiene nombre lógico.

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Las gentes revientan de hambre, de droga, de guerras, de aburri­ miento, de trabajo, de odio, de revueltas, de revoluciones. Retallan 0 son mutilados, en vida, alma y cuerpo. Todas las liberaciones (nacio­ nales, sociales, morales, sexuales, estéticas) son ambiguas, dependen también de manipulaciones —y sin embargo, cada una tiene su ver­ dad. La libertad manipulada (por los poderes, por el capital), ése po­ dría ser el título del medio siglo. Pensar la libertad debería querer de­ cir: sustraerla a las manipulaciones, incluidas y sobre todo las del pensamiento. Esto exige realmente algo del orden de la revolución, y j también en el pensamiento. * * La democracia es, cada vez menos, el blanco de críticas o de agre­ siones externas, pero es cada vez más víctima de sus críticas y sus de­ sencantos internos. O bien: fuerzas de efectos incalculables (nucleares físicas, químicas, genéticas) están actuando, o se han desencadenado,’ como se quiera decir. Todo lo cual remite a la pregunta: ¿Qué quiere decir hoy «pensar la libertad»? Eso quiere decir al menos muy clara­ mente que los pensamientos que hemos recibido acerca de la libertad, en todos sus marcos sistemáticos (oposición a la necesidad, o asun­ ción de ésta, asignación al sujeto libre, delimitación recíproca y res­ peto, reparto de lo jurídico, de lo moral y de lo político, de lo público y de lo privado, de lo individual y de lo colectivo, etc.) son, o bien ellos mismos «operatorios» en las prácticas menos liberadoras de este mundo pavoroso y desencantado, o bien constantemente vueltas «ob­ soletas» por él. Las «libertades» son también piezas de la técnica. Es por eso por lo que es irrisorio contentarse con reafirmar, de acuerdo con un modo kantiano, una «idea regulativa» de la libertad, o bien, de acuerdo con el modo de una «filosofía de los valores» (de la qué se sabe cómo ha podido, también ella, ella más que otras, enrolarse en el nazismo), un «valor absoluto» de la libertad... ------Siempre se vuelve a esto: pensar la libertad exige pensar, no una idea, sino un hecho singular, exige llevar al pensamiento hasta el lí­ mite de una facticidad que la precede.

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*** Lo que había escrito aquí a propósito de Heidegger y del nazismo es necesariamente insuficiente, tras un año de comentarios suscitados por este volver a salir a la luz el «asunto». Pero no tengo intención de añadir los míos a esos comentarios. Bastarán unas palabras: el que Heidegger no haya cesado de pensar jamás, en lo más íntimo y lo más decidido de su pensamiento, algo de «la libertad» —mediando el aban­ dono de su tema o de su pregunta metafísica—, y que eso mismo haya podido regir sus gestos filosóficos: he aquí algo que debe damos que pensar. Por una parte, Heidegger tomaba, y fue el primero en hacerlo, la medida de la insuficiencia radical de nuestras «libertades» para pen­ sar y para abrir la existencia como libertad. Pero, por otra parte, se­ guía pensando en «lo libre», hasta cierto punto, al menos, en los tér­ minos y en los tonos de «destino» y de «soberanía». En nombre de los cuales, sin duda, fue seducido por Hitler, y, más tarde, permaneció en silencio sobre los campos de exterminio. Destino y soberanía, sean cuales sean los nombres que se les preste, son los lugares en los que la libertad obstinadamente se renuncia, in­ cluso si es ella la que está cargada de destino y es soberana. A este res­ pecto, Heidegger no supo mantenerse como el pensador de la existen­ cia humildemente expuesta al mundo, lo cual quiere decir también, J pero sin estrépito: libre. *** «Ser» empieza apenas a aclararse cuando se piensa que «libertad» lo da, o que el ser está en libertad. No se piensa ya entonces completa­ mente de acuerdo con «el pensamiento del Ser», se está en trance de li6. D espués de estas notas, D errida h a vuelto explícitam ente al estatuto del cuestion am iento en Heidegger, en De l’esprit. Heidegger et la question, París, Galilée, 1987; trad. cast. de M anuel A rranz Lázaro: Del espíritu, Valencia, Pre-textos, 1989.

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brar a éste de ser «pensamiento de algo» (incluso si el ser no es). El pensamiento libra de ser pensamiento de.

toda teoría de la decisión puede representar (pienso, en particular en Cari Schmitt, cuando la decisión de excepción se convierte en la esen­ cia de lo político, cosa que no es extraña a la política de Heidegger). ¿Por qué? Porque la decisión no se desprende de lo «inauténtico» para cortar con ello. Tiene lugar en ello, justo en ello. Heidegger está cerca de decirlo, y no lo dice. Es ahí donde hay que forzar en él «la delgada pared que separa, por así decirlo, el Se de la extrañeza de su ser».8 La decisión auténtica está, pues, asimismo también «más acá de la deci­ sión». Pero ese más acá no es en absoluto la decisión estúpida y triste de lo cotidiano y de todo lo que se produce en lo cotidiano. Lo «inau­ téntico» es una categoría falseada a priori, marcada por una pérdida, incluso si Heidegger rehúsa hacer de ella una «decadencia». Pero esa pérdida es pérdida del ser, de su inmanencia, y venida al mundo, a la presencia, libertad. El lugar del estar-arrojado —su lugar o su «arrojo» mismo— no es primeramente el «Se», sino la libertad.

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* * * Este ensayo propone una tesis sobre el ser, siguiendo el hilo de la ; que Heidegger descifra sobre Kant, y el de esa otra tesis, puesta y reti­ rada por Heidegger, sobre el ser «fundado» en libertad. Y lo que es más, se trata de una tesis sobre la tesis, de una posición y de una afir­ mación sobre la posición y sobre la afirmación del ser, en cuanto puesto y afirmado por la libertad, como libertad. En esa medida, corro el riesgo de, simplemente, ingenuamente, re­ constituir una metafísica, en el sentido en que esa palabra designa «el olvido del ser», el olvido de ese olvido. Es decir: el olvido de la diferencia del ser y del ente está desde el origen perdido de vista por la metafísica —esa diferencia que no permite que ninguna posición de ente sea im­ puesta al ser, ni que le sea atribuida ninguna soberanía sobre el ente. Pera ésta no es. No es, incluso la «diferencia óntico-ontológica». Es, incluso, a su vez, el borrarse esa diferencia —un borrarse que no tiene nada que ver con el olvido. Si no es, en efecto, sí que retrocede en su propia diferencia. Este retroceso es la identidad del ser y del ente: la existencia. O más precisamente la libertad, r — La libertad: la retirada de toda posición del ser, incluida la de su poI sición como diferente del ente. Así, pues, aquí hay tesis sobre el ser sólo i en la medida en que ya no hay tesis posible del ser. Su libertad es en él más antigua que él. Es su última tesis. O es su primer hacer (facere, - factum tienen la misma raíz que tithemi), tesis, e igualmente tun y to do, «hacer» en alemán e inglés). Sin duda, el «hacer» puede, a su vez, interpretarse de muchas maneras. Me sirvo del término aquí sólo como índice de una diferencia en la tesis misma. Los filósofos han hecho tesis sobre el ser; se trata ahora de habérl selas con el hecho de la libertad.

*** Allí donde el pensamiento tropieza con que lo hace posible, sobre lo que le hace pensar. * * * La «decisión auténtica» se hace en «el más allá de la decisión».7 No

depende del decisionismo. Es mucho más y mucho menos que lo que 7. M aurice B lanchot, L'écriture du désastre, op. cit., pág. 12.

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*** La divisa «libertad, igualdad, fraternidad», tiene, para nosotros, algo de ridículo, y de difícil de introducir en el discurso filosófico. Puesto que en Francia es oficial (mentira de Estado), y puesto que re­ sume, se dice, un «rousseaunismo» fuera de uso. Pero para Heidegger mismo, ¿no se determina «el ser-ahí también con los otros» (sección 26) de acuerdo con «una igualdad ( Gleichheit) del ser como ser en el mundo»? Una igualdad así en inencentable: es precisamente la de la li­ bertad. En cuanto a la fraternidad, que se presta todavía más a la sonrisa, ¿habrá que sospechar de ella que procede de una relación con el ase­ sinato del Padre, y en consecuencia, que permanece prisionera tanto de compartir el odio, como de la comunión con una misma sustancia/esencia (en la comida totémica)? Hay que desmontar, en efecto, cuidadosamente esta interpretación de la comunidad como «frater­ nal». Pero es posible, y con Freud mismo, interpretarla de otro modo: como partición y reparto de una cosa materna que precisamente no sería sustancia, sino a su vez, hasta el infinito, partición y reparto.9 A este respecto, el capítulo 7 de este libro sólo ha hecho la mitad del ca­ mino. Quizás también la «madre» debe ser abandonada, si no se la 8. E l ser y el tiempo, sección 57. 9. Véase «Le peuple ju if ne réve pas», p o r Ph. L acoue-Labarthe y J.-L. Nancy, en La psychanalyse est-elle une histoire juive?, París, Le Seuil, 1981, y sobre la «madre» hegeliana, J.-L. Nancy, «Identité et trem blem ent», en Hypnoses (con Borch-Jacobsen y E. Michau d ), París, Galilée, 1983.

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[ puede evitar «fálica» (¿pero es eso seguro?). Habría qüó pensar enton-

l ces la fraternidad en el abandono, del abandono. *** « L a fraternidad: los amamos, no podemos hacer por ellos más que ayudarles a alcanzar el um bral» . Este fragmento de Blanchot asigna a la fraternidad un amor sin efecto, sin afecto, sin comunión. Una ex­ traña retención de amor, llamada sin embargo «amor». (A propósito de la fraternidad, podría invocarse en el mismo sentido a Hannah Arendt.) Que quiere decir, en estas condiciones, «ayudar»: no un sos­ tén, ni un consuelo, sino la exposición en común de la libertad. *** Yendo hasta el fin de su experiencia, la libertad no podría terminar sino en la muerte. No podría alcanzarse más que en el desencadena­ miento de un principio absoluto, intratable, donde la «gracia» sería el «furor» mismo. El Terror, el sacrificio, el salvajismo, el suicidio. Al ra­ zonar así se ha perdido de vista ya el hecho de la libertad. Como si en la muerte este hecho se convirtiese en presencia, propiedad, identidad consigo. Pero la experiencia de la libertad es la experiencia en la que se deshacen estas determinaciones.ÍLa libertad es lo inapropiable de la muerte. Al decidir de la muerte, se piensa que se está decidiendo de la libertad, ya sea para darla (el suicidio, o la Inquisición), ya sea para matarla a ella misma (el asesinato). Pero lo que resiste, la resistencia misma —y que es propiamente la de la comunidad—, es la libertad que el muerto (no «la muerte» abstracta) no cesa de presentar, y que se desencadena más que nunca de su estar-muerto. Su muerte, cual­ quiera que fuese su causa, lo ha repuesto a la inapropiable libertad. Así, la muerte inapropiable libera esa libertad que me da nacimiento. Es así como el ser-en-común tiene lugar: mediante este espacio libre en que venimos a presencia mutua, en que com-parecemos. La apertura de ese espacio —espaciarse del tiempo, exposición, acontecimiento, sor­ presa— es todo lo que hay del ser, en cuanto «es» libre. La muerte no forma parte de este espacio. Se boira en el tiempo puro. Cifra del bo­ rrarse, borradura de toda cifra. Pero el espacio común, al mismo tiempo que es cada vez nuevo, lleva consigo también la huella esta vez imborra­ ble de ese borrarse. Vivimos con todos los muertos: es lo que el asesi­ nato deniega en vano. La comunidad se expone en su integridad a ella misma, y también la comunidad'de la copertenencia del mundo. (No se piense que se trata aquí de visión exaltada, de mística de la vida universal... Se trata realmente de vida, pero finita, humilde, ba-

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nal, insignificante en el sentido de que en efecto está en el límite del sentido: allí donde empieza y acaba la experiencia de la libertad.) *** No hay «experiencia de la libertad»: es la libertad misma la que es experiencia. *** Luchar «por» la libertad, la igualdad, la fraternidad, la justicia, no consiste sólo en hacer que sobrevengan otras condiciones de existen­ cia. No pertenece sólo al orden del proyecto. Consiste también en afir­ mar inmediatamente, hic et nunc, la existencia libre, igual, fraternal, justa. Se tendría que poder decir lo mismo de escribir y de pensar «so­ bre» la libertad. *** «Morir libremente: ilusión (imposible de denunciar). Pues, incluso si se renuncia a la ilusión de creerse libre con respecto al morir, uno vuelve a confundir, mediante palabras constantemente fuera de tiempo, lo que se llama la gratuidad, la frivolidad —su ligera llama de fuego fa­ tuo—, la inexorable ligereza de morir con la insumisión de lo que se sus­ trae a toda captación. De ahí el pensamiento: morir libremente, no se­ gún nuestra libertad, sino, por pasividad, abandono (una atención extremadamente pasiva), de acuerdo con la libertad de morir.»10 *** «He ahí un apéndice que se desarrolla, un espíritu sin canales y sin casillas, una libertad en suma quizás presta a dejarse captar, quizás también a aniquilar las otras libertades, sea para matarlas, sea para abrazarlas mejor.»11 *** «La libertad es un principio ético de esencia demoníaca.»12 * * * Hay esa sorprendente libertad en la que la libertad nos deja frente 10. M aurice Blanchot,.Le p as au-delá, París, G allim ard, 1975, pág. 73. 11. R obert Antelme, carta del 21 de ju n io de 1945, citada en Dionys Mascólo, A utour d'un effort de mémoire, París, ed. M. N adeau, 1987. 12. E.M. Cioran, Précis de décomposition, París, G allim ard, 1965, pág. 77 (trad . cast. de F em ando Savater: Breviario de podredum bre, M adrid, T aurus, 8a ed., 1992).

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a frente con ella misma: libres de dejarla ofrecerse, ella que no tiene nada para hacerse reconocer. No hay más que eso.

*** No depender de nada, darse su ley, ser la apertura de un comienzo: no puede salirse uno, en nuestro discurso, de esa triple determinación de la libertad, en que todo se sostiene (y vale a la vez para un nosotros y para un yo). N o se trata entonces sino de transcribirlo así: no tener ningún fundamento, tener en consecuencia «su» ley siempre más acá o más allá de «sí», estar separado de sí tanto cuanto lo es una apertura, y no captarse ya como no lo puede un comienzo. Todo se reduce a eso. La transcripción parece simple. En realidad, como no es posible en nuestro discurso, no es posible tampoco tal como yo la escribo aquí. La transcripción misma tiene su libertad más acá o más allá de ella misma (no puede ser sólo transcripción verbal, cambio de nombres o de sintaxis, y no puede tampoco ser un «acto» «puro y simple», al mar­ gen del discurso. Es lo más difícil para el pensamiento: sobre su límite, poniendo su límite en juego. Es, sin duda, inacabable.

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*** Esta libertad que nos pide, que nos propone, que exige de noso­ tros, que seamos libres hasta permanecer libres frente a frente con ella misma, hasta liberamos de ella... *** De acuerdo con cierto tipo de comentarios actuales, lo que habré intentado decir aquí, acerca de una libertad que reivindica la divisa re­ publicana y democrática, pero que se desprende de las «libertades de­ mocráticas», será tachado de jacobinismo, o de terrorismo, si no fran­ camente de fascismo (o bien según otra versión, de nihilismo). (Es ese estilo de acusación el que se lanza desde hace poco a todo esfuerzo de pensamiento al que se atribuye que exponga, en particular, la referen­ cia a Heidegger.) Ahora bien: 1) Se debería saber que, desde un pensamiento, digamos, del ser, o de la esencia, o de los principios —poco importa aquí—, a una política y a una ética, la consecuencia no es nunca buena (¿por qué se olvida sistemáticamente la adhesión masiva y duradera al régimen nazi de tantos teóricos de la «filosofía de los valores»?). 2) Esta consecuencia no es buena porque, al sacarla, se pasa sin pa­ sar del régimen de la interrogación del «principio» como tal, de su na­ turaleza y de su «principialidad» misma, al régimen en que se fijan principios. Se le quita así la libertad a uno y a otro. Pues lo que se juega del uno al otro, es precisamente la indeterminación, la indeducibilidad de la puesta en juego y en acción de la libertad. O incluso: el «princi­ pio» de la libertad —digamos, como fundamento o como partición del ser— «funda» precisamente el ejercicio de una libertad incalculable. Que Heidegger haya sido nazi es un error, y es una falta. Que haya podido serlo, eso pertenece al principio archi-ético de la libertad. (Y, en fin, que, siendo nazi, de una cierta manera muy particular que em­ pieza a saberse distinguir, haya podido también querer «conspirar en la liberación de lo posible», según la expresión de Granel,13 eso es algo cuya evaluación, sin duda infinitamente delicada, forma parte de nuestras tareas de pensamiento.) 13. Véase G érard Granel, «La guerre de Sécession», Le débat, 48, enero-febrero, 1988.

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*** Sin embargo, eso no significa que la libertad sería, a la manera hegeliana, lo infinito en cuanto que lo absoluto en su negatividad. Pues es la infinitud de lo finito en cuanto finito, y así, ella misma finita, es decir, a la vez singular y no teniendo su esencia en sí, consistiendo en no tener y no ser una esencia. Consistiendo en no consistir, sin nin­ guna contradicción. Es ese «sin contradicción» lo que constituye el he­ cho, lo que asegura la presencia de la libertad, esa presencia que es la presencia de una venida a presencia. Nunca infinita, nunca negativi­ dad dialéctica, más hundida que la afirmación y que la negación, la li­ bertad no es nunca esa «libertad de lo vacío» que Hegel mismo de­ signa como la del «fanatismo» y del «furor de la destrucción».14 Ni «llena» ni «vacía», la libertad viene, es lo que de la presencia viene a la presencia. Es así como es, o como es el ser del ser.15 *** El pensamiento, sin duda, es para nosotros lo que hay de más li­ bre. Pero la libertad es ese hecho que, menos que ningún otro, se deja reducir al pensamiento.

14. Filosofía del derecho, sección 5. 15. Y/o el acontecim iento del ser. R em ito aquí a L ’étre et l'événem ent, d’Alain Badiou, París, Le Seuil, 1987. A parecido dem asiado tarde p ara que pueda tenerlo en cuenta aquí com o es debido, ese libro im portante m e parece que contiene, desde ciertas perspecti­ vas, u n a tesis próxim a a la tesis sobre la libertad del ser.

La experiencia de la libertad Jean-Luc Nancy

Jean-Luc Nancy Universidad Alberto Hurtado Sistema de Bibliotecas

000015641

ISBN 84-493-0281-1

32 077

9 788449 302817

Diseño: Mario Eskenazi

La libertad: esta palabra, en singular, no se refiere ni mu­ cho menos a una esencia con la cual podamos identificar todas nuestras “libertades”. Por el contrario, suspende cualquier tipo de determinación referida a ellas, de las que ciertamente sabemos que son “formales”, sin que —no obs­ tante—sea éste un hecho que nos interese demasiado sa­ ber. Y lo hace en el nombre de la experiencia singular de aquello que no tiene esencia: la existencia misma. Esta ex­ periencia es un hecho, también singular, pues no obedece a ninguna lógica del “hecho” entendido como opuesto a la “ley”. Ni hecho ni ley: sólo el ser como partición de la existencia. El pensamiento procede de él, no se apropia de él: cuando se abre a esta experiencia, el pensamiento piensa su posibilidad más allá de sí mismo, en tanto que cosa, fuerza o mirada. La libertad es el in-finito del pensa­ miento. Partiendo de estos presupuestos, lo que intenta el presente libro es hacer aparecer como tema y poner en juego como praxis del pensamiento una e x p erien cia d e la lib erta d . En un cierto sentido, la libertad en cuanto cosa misma del pensamiento que no se deja “apropiar”, sola­ mente —y como mucho—“piratear”: su “toma” será siem­ pre ilegítima. Jean-Luc Nancy, profesor de la Universidad de Estrasburgo y profesor invitado en numerosas universidades, es autor de importantes contribuciones a volúmenes colectivos y de una quincena de libros, entre los que destacan L ’o u bli d e la p h ilo so p h ie (1986), Une p e n s é e f in ie (1990), Corpus (1992), L e sens d u m o n d e (1993) y E tre sin gu lier p lu r ie l (1996).

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