Nada Es Imposible Para Dios_Libro Terminado

July 20, 2017 | Author: Cirole | Category: Prayer, Eucharist, Love, Christ (Title), Jesus
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Nada es Imposible para Dios Kathryn Kuhlman

En estas páginas...usted conocerá los maravillosos, auténticos e inmensamente conmovedores testimonios de los cultos de milagros con Kathryn Kuhlman. Escritos por los protagonistas, estos relatos son testimonios irrefutables de la increíble transformación que Dios puede producir en cualquier persona que lo busque. Dios es un especialista cuando se trata de lo imposible, ¡y puede hacer cualquier cosa, menos fallar!

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Nada es Imposible para Dios

Índice Prologo…………………………………………………………………………………... 3 Capítulo 1 El que llego tarde………………………………………………………….. 4

Kathryn Kuhlman

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Nada es Imposible para Dios

Prólogo Un tributo a Kathryn Kuhlman yo creería que a esta altura todos la conocen. Durante casi un cuarto de siglo ella ha sido una vasija de Dios que ha hecho que la sanidad y la restauración fluyeran en las vidas de miles de seres humanos. Es amada y admirada por millones de personas y difamada solo por aquellos que no creen en la sanidad divina o por quienes no han hecho ningún esfuerzo por comprender a ella o a lo que ella representa. Pero yo la he visto entre bambalinas, antes de presentarse ante una multitud para expresar su ilimitada fe en Dios, y la he observado cuidadosamente. Una y otra vez decía: "Querido Dios, a menos que tú me unjas y me toques, yo no soy nada. Cuando la carne se interpone en el camino, yo no tengo ningún valor. Si tú no te llevas toda la gloria, yo no puedo salir a ministrar". Y de repente, sube a la plataforma. Es explosivo, casi increíble. No es tanto lo que dice, porque siempre es tan claro y simple como el estilo de predicación que usaba el mismo Señor Jesús. No lo comprendo, y ella tampoco; pero cuando el Espíritu comienza a moverse sobre ella, (y se siente repentinamente movida a desafiar el poder del diablo en el nombre de Jesús), comienzan a suceder los milagros. En todo lugar, todos, aun los más rígidos y dignos, caen postrados al suelo. Católicos y protestantes alzan las manos y adoran a Dios unidos... todo decentemente y con orden. El poder del Espíritu Santo cae sobre la gente como las olas del océano. Los representantes de los medios televisivos pronto comprendieron que ella no era falsa, ni una fanática. Conocían personas que habían sido tocadas por su ministerio. Su sabiduría divina y su capacidad no tenían igual. No es rica, ni está aferrada al materialismo. ¡Lo sé! Ella personalmente reunió y entregó a Teen Challenge el dinero necesario para construir en nuestra granja un lugar para la rehabilitación de adictos. Sus oraciones han traído el dinero necesario para construir iglesias en países subdesarrollados de todo el mundo. Ha apoyado la educación de niños poco capacitados y también otros jóvenes superdotados han recibido su amor y su cuidado. Ha entrado conmigo a los guettos de Nueva York y ha impuesto sus manos cariñosas sobre sucios adictos. Nunca dudó ni se echó atrás: su preocupación era genuina. ¿Cuál es la razón por la que hago este tributo? ¡Porque el Espíritu Santo me indicó que lo hiciera! Ella no me debe nada, y yo no le pido nada más que el mismo amor y respeto que me ha mostrado durante años. Pero muchas veces damos tributo únicamente a los muertos. Ahora, pues, a una gran mujer de Dios que ha tocado tan profundamente mi vida y las vidas de millones de personas más, ¡te amamos en el nombre del Señor! La historia dirá sobre Kathryn Kuhlman: Su vida y su muerte dieron gloria a Dios. DAVID WILKERSON, autor de La cruz y el puñal.

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CAPÍTULO 1 EL QUE LLEGO TARDE Tom Lewis Tom Lewis, coronel retirado del Ejército, es uno de los productores de películas más conocidos de Hollywood. Su lista de créditos en Quién es quién en América cubre tanto espacio como las medallas sobre su pecho. Fue el productor fundador del Screen Guild Theatre; fundador del Servicio de Radio y Televisión de las Fuerzas Armadas Estadounidenses, del cual fue comandante durante toda la Segunda Guerra Mundial; y creador y productor ejecutivo de "El Show de Loretta Young". Como regente de la Universidad Loyola ha recibido numerosos premios por excelencia en producciones televisivas, tanto en el país como de las fuerzas armadas estadounidenses establecidas en todo el mundo. Devoto católico romano, se cuenta ahora entre el creciente grupo de quienes se llaman "católicos carismáticos". El invierno pasado, mi hijo (joven director de películas), y un productor de su misma edad pensaban realizar un programa especial de TV sobre la "gente de Jesús". Acepté escribir la presentación, pero a regañadientes. Dado que los "Niños de Jesús" eran jóvenes también, yo pensaba que mi hijo y su socio deberían emplear para toda gente de similares edades. Mi investigación preliminar sobre los jóvenes acerca de los cuales deseaba saber más, generó en mí gran interés y respeto por ellos. Muchos habían salido del infierno de la drogadicción a través de una fe renacida en Jesucristo. En este momento yo aún no había estudiado la motivación religiosa del movimiento. Sin embargo, desde el punto de vista humano, no pude menos que sentirme tan impresionado por su sinceridad como asombrado y pasmado ante su manera tan familiar de hablar sobre Jesús, como si Él estuviera allí mismo con ellos. Siempre me había considerado un hombre razonablemente religioso, que disfrutaba de la vida sacramental de la Iglesia Católica Romana. Yo no iba por ahí refiriéndome a Jesucristo como si me encontrara con Él personalmente con frecuencia. En realidad, muy rara vez lo mencionaba por su nombre. Pensaba que era mejor evitar el trato muy personal y prefería una referencia más reservada, como "mi Señor", o "el buen Señor". Como parte de mi tarea, se me pidió que estudiara el ministerio de Kathryn Kuhlman, una persona muy estimada por "la gente de Jesús". La señorita Kuhlman venía una vez por mes al auditorio Shrine de Los Ángeles para realizar un culto de milagros. Pedí dos asientos, en la sección del centro, sobre el pasillo, cerca del frente. Sin embargo, aparentemente no era así como se obtenían las entradas. Había que hacer una fila y arriesgarse a ver si se conseguía la ubicación deseada. La capacidad del auditorio era de 7.500 personas, y me dijeron que algunas veces trataba de entrar el doble de esa cantidad de gente. Esto me dejó pasmado, y me temo que esa sensación continuó durante cuatro o cinco meses, ya que fue ese el tiempo que tuve que esperar hasta poder llegar a formar la fila.

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El día que llegué a ese lugar era irrazonablemente cálido para el mes de marzo, aun en la soleada California. Salí de la autopista en la calle Hoover para evitar el tránsito de la zona cercana al auditorio. Normalmente esa zona del centro de la ciudad estaría casi desierta un domingo. Pero mientras me aproximaba al estadio, todos los lugares destinados para estacionar y las calles estaban ocupadas. Los autobuses llegaban uno tras otro a la entrada principal, donde descargaban sus pasajeros. Algunos tenían carteles que decían "charter"; otros tenían el nombre de sus puntos de origen. Recuerdo uno que decía "Santa Bárbara", y otro, "Las Vegas". Para mi asombro, había uno, lleno de polvo, que tenía un cartel que decía: "Portland, Oregon"... vaya viajecito que habían hecho solamente para asistir a un culto de milagros de Kathryn Kuhlman. Me pregunté qué sería lo que la señorita Kuhlman daría allí adentro. No podía ser comida; había demasiadas personas. Tampoco podía ser un bingo... ¿cómo manejar 7.500 tarjetas de bingo? Una larga fila de personas en sillas de ruedas avanzaba por la calle Jeferson hacia una entrada lateral, por la cual eran inmediatamente admitidas. Algo similar sucedía con un gran grupo de hombres y mujeres con himnarios en las manos; aparentemente eran los miembros del coro. También había muchos con cuellos de sacerdotes y mujeres vestidas sobriamente. Me pregunté qué estarían haciendo allí todos esos sacerdotes y monjas. Encontré una estación de servicio donde estacioné mi auto, y luego me sumé a los miles de personas que esperaban ante la entrada principal del estadio. Mi reloj marcaba las once en punto. Las puertas se abrieron a la una. Normalmente, yo no hubiera esperado tanto tiempo por nada, ni siquiera por la segunda venida. Pero pronto comprendí que esa era una definición apresurada. Comenzó a reunirse una gran cantidad de gente detrás de mí, y me encontré cerca del centro de una gran multitud. Esto me dio una ligera sensación de claustrofobia, por lo que me concentré en tomar notas mentales con las cuales construiría mi presentación: gran multitud, muy ordenada; varios jóvenes que respondían a las características de los "Niños de Jesús". Estos jóvenes tendían a formar grupos, como islas en un mar de cuerpos. Cantaban mientras esperaban, no muy fuerte, no necesariamente para que otros los oyeran; ni siquiera actuaban como si tuvieran mucha conciencia de la presencia de los demás. Cantaban en forma bastante quieta y meditativa. Esto me pareció extraño, inusual. Me recordaba a un grupo de cristianos coptos que vi una vez en Roma, orando en forma audible pero no al unísono, independientemente de los demás, pero juntos. Ahora la cantidad de gente había aumentado mucho, verdaderamente, y alguien que estaba adentro se compadeció de nosotros. Las puertas se abrieron unos veinte minutos antes de la una. Las personas que estaban detrás de mí se lanzaron hacia adelante, y me empujaron más allá de la entrada. Esto me sorprendió, porque tenía la mano en la billetera, listo para pagar mi boleto. Una señora que estaba justo detrás de mí lo vio, y rió. "Aquí, el dinero no lo llevará a ninguna parte", dijo. "Pero si le quema en el bolsillo, habrá una ofrenda voluntaria más tarde."

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Así se comportaba toda la gente: en orden, no festiva, como la multitud que asistiría a un partido en el estadio, bastante quieta, no muy comunicativos unos con otros, aunque amistosos, cuando se daba la ocasión para charlar. Encontré un asiento bastante atrás y hacia el costado. La plataforma, brillante y muy iluminada, estaba llena de actividad. Hombres y mujeres con himnarios en las manos buscaban sus lugares en una especie de gradas que ocupaban todo el espacio. A ambos lados había dos grandes pianos. Parecía que había cientos de personas en el coro, pero así como entre el resto de la gente, no había desorden ni confusión. A pesar del constante movimiento debido a los que llegaban tarde, el coro seguía cantando como si estuviera en una silenciosa catedral. El director, un hombre delgado, blanco y de aspecto aristocrático, guiaba el ensayo con precisión e incuestionable autoridad. Una anciana de aspecto encantador se sentó a mi derecha. Por la atención que me prestó a mí o a los miles de personas que la rodeaban, era como si estuviera sola en la Capilla de Nuestra Señora de la Catedral de San Patricio. Tenía una Biblia abierta sobre su regazo, y algunas veces la leía en silencio. La Biblia parecía el equipamiento común de muchos de los presentes. Dos jóvenes sentados detrás de mí tenían Biblias, pero no las leían. Simplemente tarareaban o cantaban las letras de los himnos que el coro ensayaba en la plataforma. Eso no me gustó. Nunca me han gustado los teatros o conciertos o cines en los que participa la gente, sobre todo cuando no se les solicita especialmente que lo hagan. Pero iba a escuchar mucho más de estos jóvenes. Mientras tanto, las .luces brillantes sobre la plataforma bajaron un poco, y se les añadió color. Los colores pastel de los vestidos de las mujeres del coro hacían un agradable contraste con el azul del telón curvo que rodeaba todo. Una vez terminado el ensayo, el coro comenzó a cantar según el programa. La mayoría de los himnos eran conocidos y muy queridos: "Cuán grande es él", "Sublime Gracia". Los cantantes eran excelentes; más tarde supe que provenían de iglesias de todas las denominaciones de la zona de Los Ángeles. Sin interrupción, el coro comenzó a cantar "Él me tocó". Sentí que una tensa expectativa se apoderaba de la gente. La luz de un spot se concentró en un área a la derecha del público. Todos se pusieron de pie y aquí y allá algunas personas empezaron a aplaudir. La señorita Kuhlman, una figura frágil y delgada vestida con un encantador vestido blanco, subió a la plataforma, cantando con el coro. Se acercó a una pila de parlantes a la derecha del centro del escenario, tomó un micrófono colgante que se colocó alrededor del cuello, y sin detenerse, dirigió al público en el coro de "Él me tocó", enérgicamente, varias veces, y finalmente en forma decreciente. Luego, sin explicar ni una palabra, continuó con "Es el Salvador de mi alma". El público y Kathryn Kuhlman parecían concordar en que estos himnos eran especiales para ella. Sin explicaciones, una vez, más, comenzó a orar en voz alta. La gente se quedó de pie, con las cabezas inclinadas, siguiendo su oración en silencio. Supe entonces qué era lo que había sido distinto en el canto de esas "islas" de jóvenes que esperaban fuera del auditorio; qué era eso tan especial en el canto de ese gran coro que estaba sobre la plataforma. Estaban cantando, sí, pero era más que cantar. No estaban actuando; estaban adorando. Y la gente del público reaccionaba de forma diferente. No eran públicos, eran una congregación. Kathryn Kuhlman

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Cantaban a una voz con el coro, cuando se les indicaba. Oraban al unísono con la señorita Kuhlman. Esto no era un show; era una reunión de oración. No sé cómo me sentí en ese momento; probablemente impresionado, y complacido por haber hecho un descubrimiento interesante. Pronto descubrí otra cosa, sin embargo, que me sorprendió mucho. Una y otra vez, los jóvenes que estaban sentados detrás de mí gritaban "Amén", y "Alabado sea Dios", aparentemente en respuesta a una oración o a una afirmación. Muchos otros en el lugar hacían lo mismo. Otros levantaban las manos en un gesto de súplica que relacioné con la posición de las figuras bíblicas que se representan en los vitrales. "Ya me imagino adónde terminará todo esto", pensé, y automáticamente empecé a buscar la salida más cercana. Una de las cosas que más me molestaba era un joven que estaba en una de las filas superiores del coro. Estuvo casi todo el culto con las manos en alto. Este debe de ser "el" milagro del culto de milagros, pensé. Ningún sistema circulatorio puede soportar la tensión de una postura como esa durante mucho tiempo. Seguramente sus brazos caerían a plomo en poco tiempo. Pero después me olvidé de él; me olvidé de todos. Como la señora que estaba sentada a mi lado, era como si estuviera en una capilla remota, excepto, tal vez, por una Presencia que normalmente no se siente en un auditorio tan grande. Sí, era eso. Había una Presencia allí, y era por eso que esta multitud de tantos miles de personas se quedaba tan callada por momentos, que yo podía escuchar el sonido de mi propia respiración. Era por eso que se perdía la noción del tiempo. Había algo diferente allí; había amor, específico y real. Sí, y más que amor, estaba esa Presencia. Recordé las palabras de una canción de los Niños de Jesús: "Sabrán que somos cristianos por nuestro amor, por nuestro amor. Sabrán que somos cristianos por nuestro amor". Comenzaron las "sanidades": dos en la fila cerca de donde yo estaba. Los vi antes de que la señorita Kuhlman los llamara. Vi la expresión maravillada de quienes eran sanados, después su incredulidad, la comprensión del hecho y su felicidad. Había muchas, muchas sanidades en la plataforma en ese momento. Algunos se levantaban de las sillas de ruedas. Una monja paralítica caminó; hacía años que no podía hacerlo. Vi gratitud en los que fueron sanados, un agradecimiento tan palpable que casi podía tocarse. Los drogadictos eran liberados, y en la evidencia de sus rostros transformados, luminosos, vi renacimientos interiores y regeneraciones morales. Perdí la cuenta de lo que vi, porque en algún punto desconocido para mí, dejé de ver y comencé a sentir. Sentí en lo más profundo de la conciencia que poseo. Comprendí que participaba de una conversación, la más asombrosa, desnuda, honesta conversación de mi vida. Estaba hablando con Dios. En algún lugar desde mi interior, estaba contándole a Dios cosas que nunca había sabido antes, o que no había podido o querido admitir. A pesar de toda la evidencia de mi carne, de los hechos visibles y aparentes de mi ajetreada vida, el amor y la compañía de mis hijos y sus amigos, mis propios amigos, que eran muchos, mis intereses en el mundo, mis hobbies, a pesar de toda esa evidencia, le estaba diciendo a Dios que estaba inquieto y solo. Profunda, desesperadamente solo. No de gente, ni de cosas. Tenía mucho de Kathryn Kuhlman

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eso. Le dije a Dios que estaba vacío. Entonces me invadió la emoción más fuerte que haya experimentado jamás: hambre. Un hambre salvaje, rudo, primitivo. Vi que la plataforma y los pasillos estaban llenos de gente. La señorita Kuhlman invitaba a aquellos que querían a Cristo en sus vidas a que pasaran adelante, reconocieran sus pecados, recibieran a Jesús como su Salvador personal, y se entregaran completa e irrevocablemente a Él. Los seguí. Me metí entre ellos. Yo, el que no participaba, el que se había hecho solo, el sofisticado. Yo estaba tomando ese compromiso, y lo hacía sorprendentemente consciente de todo lo que significaba y de la responsabilidad que asumía. Le pedí a Dios que me librara de temer a esto. Lo ha hecho. Esa noche, mientras volvía en mi coche a mi pequeña ciudad de Ojai, lloré. Lloré durante todo el camino. No me sentía ni triste ni feliz; me sentía... limpio. Durante la noche me desperté y sentí que comprendía instantánea y plenamente lo que había sucedido. Me reconsagré a Cristo, observé que no dudaba ni temía a este compromiso, y me dormí profundamente una vez más, sin soñar. Bien entrada la mañana siguiente, fui caminado desde mi hogar en el campo hasta la pequeña ciudad de Ojai. Me sentía bien, descansado y en paz. Las emociones del día anterior ya habían quedado atrás. Pasé junto a la capilla a la que solía asistir, una capillita de estilo colonial español ubicada en la calle principal. Era la época de Cuaresma. Eran aproximadamente las 11:30, y yo sabía que debía de estar celebrándose la misa. Así era. Llegué a tiempo para la celebración eucarística a la que comúnmente llamamos Santa Comunión. Fui hacia el altar automáticamente, y dado que solo había seis u ocho personas presentes, recibimos la Santa Eucaristía en ambas especies, pan y vino. En vez de volver a la parte de atrás de la capilla, me arrodillé en el primer banco. Fue bueno que lo hiciera. Lo que yo había tomado en mi cuerpo no era pan y vino, no era un símbolo, no era un recuerdo. Era el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y resultado en mí fue el más profundo conocimiento de la real presencia de Cristo. Fue una experiencia de gran e inexpresable gozo, y mi cuerpo se estremeció violentamente debido al esfuerzo que realizaba para contenerlo. Jesús, el Cristo, estaba allí conmigo, y cada célula de mi cuerpo era testigo de que Él era real. Descansé mi cabeza en los hombros y por un momento el tiempo quedó en suspenso. Dios vive. Dios vive verdaderamente, y se mueve entre nosotros, y exhala su Santo Espíritu sobre nosotros. Y por mérito de la sangre derramada por nosotros por su divino Hijo, Él nos prepara todo lo que nos espera en este mundo de dolor... y más allá. ¡Alabado sea Dios!

Kathryn Kuhlman

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CAPÍTULO 2 NO HAY ESCAZES EN EL DEPOSITO DE DIOS Capitán John LeVrier Recuerdo la primera vez que estuve cara a cara frente al capitán LeVrier. Todo un policía, y todo un diácono bautista. Estaba en una situación crítica. Desesperado, había volado desde Houston hasta Los Ángeles. Pero dejemos que él mismo cuente su historia. Soy policía desde que tenía veintiún años. En 1936 comencé en el Departamento de Policía de Houston, y llegué a ser capitán de la División Accidentes. En todos esos años jamás estuve enfermo. Pero en diciembre de 1968 me hice un examen físico, y todo cambió. Yo conocía al doctor Bill Robbins desde que él era un interno y yo era un novato en mi profesión. Cuando comencé mi carrera, él solía acompañarme en el auto de la patrulla. Luego de lo que yo pensaba que era un examen físico de rutina en su consultorio en el Sanatorio Saint Joseph, el doctor Robbins se quitó los guantes de goma y se sentó en el borde del escritorio. Sacudió la cabeza. "No me gusta lo que encontré, John", dijo. "Quiero que veas a un especialista." Lo miré de reojo mientras terminaba de ajustar mi camisa en el pantalón y aseguraba mi cinturón con el arma. "LUn especialista? ¿Para qué? Me duele un poco la espalda, pero a qué policía...?" Él no me escuchaba. "Voy a enviarte a ver al doctor McDonald, un urólogo del sanatorio." Yo sabía que era mejor no discutir. Dos horas después, luego de un examen aún más cuidadoso, escuchaba a otro médico, el doctor Newton McDonald. Él no trató de suavizar las cosas. "¿Cuándo puede internarse, capitán?" "¿Internarme?" Detecté un poco de temor en mi voz. "No me gusta lo que encuentro", dijo deliberadamente. "Su próstata tendría que ser del tamaño de una pequeña nuez, pero está grande como un limón. La única forma de averiguar qué es lo que anda mal es hacer una biopsia. No podemos esperar. Usted debería internarse, como máximo, mañana por la mañana." Fui directo a casa. Luego de la cena, Sara Ann mandó a los niños a la cama. John tenía solo cinco años; Andrew, cinco, y Elizabeth, nueve. Entonces le di la noticia. Ella escuchó en silencio. Habíamos sido felices juntos. "No lo pospongas, John", dijo con voz calma. "Tenemos mucho porqué vivir." Apoyándome contra el borde de la mesada de la cocina, la miré. Era tan joven, tan bonita. Pensé en nuestros tres hermosos hijos. Ella tenía razón, yo tenía mucho porqué vivir. Esa noche llamé a mi hija Loraine, que está casada con un pastor bautista en Springfield, Missouri. Me prometió que le pediría a su iglesia que orara por mí. Tres noches después, luego de extensos exámenes (incluyendo la biopsia), yo estaba sentado en mi cama en el hospital, comiendo la cena, cuando la puerta de la habitación se abrió. Era el doctor McDonald con uno de los médicos del hospital. Cerraron la puerta y acercaron dos sillas a mi cama. Yo sabía que los médicos generalmente están muy ocupados y no tienen tiempo para charlas sociales, y comencé a sentir que mi pulso se aceleraba. Kathryn Kuhlman

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El doctor McDonald no me dejó especular demasiado. "Capitán, me temo que tenemos malas noticias." Hizo una pausa. Era difícil para él pronunciar estas palabras. Esperé, tratando de mantener los ojos fijos en sus labios. "Usted tiene cáncer." Vi cómo sus labios se movían formando la palabra, pero mis oídos se negaron a registrar el sonido. Una y otra vez, podía ver cómo se formaba la palabra en sus labios. Cáncer, así, simplemente. Un día soy fuerte como un buey, un veterano con treinta y tres años de servicio en la Policía. Al otro día, tengo cáncer. Pareció que pasaba una eternidad hasta que pude contestar. "Bien, ¿qué hacemos? Supongo que tendrá que extirparlo." "No es tan simple", dijo el Dr. McDonald, aclarándose la garganta. "Es maligno, y está demasiado avanzado para que podamos manejarlo aquí. Lo derivaremos a los médicos del Instituto del Cáncer M.D. Anderson. Ellos son famosos en todo el mundo por sus investigaciones en el tratamiento de esta enfermedad. Si alguien puede ayudarlo, son ellos. Pero no se ve muy bien, capitán, y mentiríamos si le diéramos alguna esperanza sobre el futuro." Ambos doctores fueron muy compasivos. Yo me daba cuenta de que estaban conmovidos, pero sabían que yo era un policía veterano, y querría conocer los hechos. Me los hicieron saber, francamente, pero con la mayor suavidad posible. Luego se fueron. Me senté, mirando la comida que se enfriaba en la bandeja. Todo parecía sin vida: el café, el bife a medio comer, la compota de manzanas. Aparté todo de mí y me senté a un costado de la cama. Cáncer. Sin esperanzas. Caminé hacia la ventana y miré afuera, a la ciudad de Houston, que yo conocía como la palma de mi mano. Ella también tenía cáncer; estaba llena de delitos y enfermedades, como cualquier gran ciudad. Durante un tercio de siglo yo había trabajado, tratando de detener el avance de ese cáncer, pero era una tarea interminable. El Sol se estaba ocultando, y sus rayos moribundos se reflejaban en las torres de las iglesias por sobre los techos. Nunca lo había notado antes. Houston parecía estar llena de iglesias. Yo era miembro de una de ellas, la Primera Iglesia Bautista de Houston. En realidad, era un activo diácono de mi iglesia, aunque mi fe personal no era mucha. Algunos amigos míos bromeaban diciendo que yo era de la misma clase de bautista que Harry Truman: de los que bebían, jugaban al póker y maldecían. Aunque yo había escuchado a mi pastor predicar poderosos sermones sobre la salvación, nunca había tenido ninguna victoria en mi vida personal. Era diácono por mi posición en la comunidad, más que por mi calidad espiritual. Aquí estaba yo ahora, cara a cara con la muerte, desesperado por hallar algo a qué aferrarme. Pero al poner los pies en el agua, no había fondo. Sentía como si me estuviera hundiendo. Miré hacia abajo desde el noveno piso. Sería fácil saltar desde la ventana. Yo había visto morir de cáncer a algunas personas, con sus cuerpos carcomidos por la enfermedad. Cuánto más fácil sería terminar con todo ahora. Pero algo que Sara había dicho había quedado grabado en mi mente: "Tenemos mucho porqué vivir..."

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Volví a la cama y me senté en el borde, mirando en lo profundo de esa gran nube gris y negra que parecía estar cerrándose sobre mí. ¿Cómo decirle a ella, y a los niños, que iba a morir? Al día siguiente vinieron los médicos del Instituto M. D. Anderson. Hubo más exámenes. El doctor Delclose, que estaba a cargo de mi caso, fue realmente honesto conmigo. "Lo único que puedo decirle es que será mejor que se prepare para ver a muchísimos médicos", me dijo. "¿Cuánto tiempo me queda?", pregunté. "No puedo darle ninguna esperanza", dijo francamente. "Quizá un año, quizá un año y medio. El cáncer está muy extendido en toda la zona baja del abdomen. La única forma en que podemos tratarlo es con grandes dosis de radiación, lo cual significa que al mismo tiempo mataremos muchos tejidos sanos. Pero si queremos prolongar en algo su vida, debemos comenzar ya." Firmé la autorización, y comenzaron el tratamiento con cobalto ese mismo día. Yo creía en la oración. En la Primera Iglesia Bautista orábamos todos los miércoles por los enfermos. Pero siempre iniciábamos nuestra oración por sanidad con las palabras: "Si es tu voluntad, sánalo..." Así me habían enseñado. Yo no sabía nada sobre orar con autoridad, la clase de autoridad que tenían Jesús y los discípulos. Realmente yo creía que Dios podía curar a la gente, pero no creía que Él hiciera milagros en la actualidad. Por lo tanto, cuando fui a que me hicieran el tratamiento con rayos, con el cuerpo rasurado y marcado con un lápiz azul como si fuera una res lista para el cuchillo del carnicero, la única oración que hice fue: "Señor, que esta máquina haga lo que debe hacer". Ahora bien, esta no es una mala oración, ya que la máquina estaba hecha para matar células cancerosas. Por supuesto, los médicos trataban de evitar que la radiación afectara otros órganos, así que yo estaba marcado al milímetro. El cáncer estaba en la zona de la próstata y debía ser tratado desde todos los ángulos, así que la gigantesca máquina que irradiaba cobalto rodeaba la mesa, y la radiación penetraba en mi cuerpo desde todos los ángulos. Los tratamientos diarios duraron seis semanas. Fui dado de alta en el hospital y se me permitió volver al trabajo, aunque debía volver todas las mañanas para recibir la dosis. Habían pasado cuatro meses desde que se había diagnosticado mi enfermedad. Se acercaba la Pascua, y Sara comentó que parecía que iba a ser mejor que la Navidad. Quizá el cobalto había logrado su objetivo. O, mejor aún, quizá los médicos se habían equivocado. Entonces, ciento veinte días después del primer diagnóstico, llegó el dolor. Era un viernes al mediodía. Yo le había prometido a Sara que nos encontraríamos en el pequeño restaurant donde solíamos reunirnos para almorzar. Ella ya había llegado. Yo sonreí, apoyé mi gorra de policía en el alféizar de la ventana, y me senté junto a ella. Mientras lo hacía, sentí como si hubiera sido apuñalado con una daga al rojo vivo. El dolor atravesaba mi cadera derecha en terribles espasmos. No podía hablar, solo podía mirar a Sara en una muda agonía. Ella me tomó del brazo. "John", susurró. ".Qué sucede?" Kathryn Kuhlman

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El dolor se disipó lentamente, dejándome tan débil que apenas podía hablar. Traté de contarle; entonces, como la marea que retorna a la orilla, el dolor volvió. Era como fuego en los huesos. Mi rostro brillaba de transpiración y tiré del cuello para aflojar mi corbata. La camarera que había venido a servirnos notó que algo andaba mal. "Capitán LeVrier," dijo, preocupada, ".está usted bien?" "Estaré bien", dije finalmente. "Es que tuve un dolor repentino." Decidimos no comer. En cambio, fuimos directamente al hospital, y el doctor Delclose ordenó inmediatamente nuevas radiografías. Mientras me preparaban, puse la mano sobre la cadera derecha y sentí la hendidura. Era del tamaño de una moneda grande y parecía un hueco bajo la piel. Los rayos X mostraron lo que era: el cáncer había hecho un hueco que atravesaba la cadera. Solo la piel cubría la cavidad. "Lo siento, capitán", dijo el médico. "El cáncer se está extendiendo como lo esperábamos." Luego, en un tono mesurado, concluyó: "Comenzaremos nuevamente las aplicaciones de cobalto, y haremos todo lo posible para que el tiempo que le queda sea lo menos doloroso posible." Los viajes diarios al hospital comenzaron otra vez. Sara trataba de mantenerse en calma. Ella había trabajado en el Departamento de Policía antes de que nos casáramos, y había estado expuesta a la muerte muchas veces. Pero esto era diferente. Yo no lo sabía entonces, pero los médicos le habían dicho que probablemente yo no tuviera más de seis meses de vida. Seguí trabajando, aunque cada vez estaba más débil. Era difícil saber si era debido al cáncer o al cobalto. Una tarde Sara me recogió al salir del trabajo y me dijo: "John, he estado pensando. Hace bastante que estoy fuera de circulación. ¿Qué dirías si vuelvo a trabajar?" "Ya tienes trabajo", le dije, en tono de broma, "solamente cuidando de los niños. Yo ganaré el pan para esta casa. Todavía me quedan muchas millas por recorrer." "Sigues siendo el policía duro, ¿no?", dijo ella. "Bien, yo también soy dura. Voy a inscribirme en la facultad." Comencé a comprender lo que ella estaba haciendo: estaba poniendo las cosas en orden. Era hora de que yo hiciera lo mismo. Pero antes de que pudiera, hubo una novedad. Cirugía. "Es la única forma de mantenerlo vivo", dijo la cirujana. "Este tipo de cáncer se alimenta de hormonas. Vamos a tener que redirigir el curso de las hormonas en su cuerpo por medio de la cirugía. Si no lo hacemos, realmente le quedará poco tiempo." Acepté la operación, pero antes de los ciento veinte días el cáncer apareció nuevamente en la superficie, esta vez en la columna. Me di cuenta por primera vez una tarde de domingo, en junio. Sara se había llevado a los niños a un picnic de la Escuela Bíblica de Vacaciones, y yo estaba en casa, tratando de trasplantar una plantita a un cantero. Estaba tan débil que me resultaba difícil inclinarme, pero pensé que el ejercicio me haría bien. Había cavado un pequeño hoyo en la tierra, y cuando me incliné para tomar la plantita, un dolor como si me hubieran aplicado un rayo de mil voltios me paralizó la región baja de la espalda. Caí hacia adelante en la tierra. Kathryn Kuhlman

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Nunca había imaginado que podía existir un dolor tan terrible. No había nadie a mi alrededor para ayudarme, así que arrastrándome, un poco a gatas, un poco sobre el estómago, subí los escalones y entré en la casa. Entonces, por primera vez, me rendí. Tirado allí en el piso, en la casa vacía, lloré y gemí sin control. Había estado reprimiéndolo por Sara y los niños, pero esa tarde, con la casa vacía, me quedé allí llorando y gimiendo hasta que el dolor finalmente se disipó. A esto le siguió una nueva serie de aplicaciones de cobalto y más miradas desesperanzadas de los médicos. Había recibido mi sentencia de muerte. El cáncer lo destruye a uno desde adentro, y yo no era el único en la familia que lo había sufrido. Los esposos de mis dos hermanas, que también vivían en Houston, habían muerto de cáncer. Ambos tenían aproximadamente cincuenta años, como yo. Parecía que ahora era mi turno. Era hora de terminar de poner mis cosas en orden. Siempre había querido tener un gran auto antiguo. En un impulso de derroche, compré un Cadillac que solo tenía tres años de uso. Cuando terminó el verano, metimos a toda la familia en el auto y partimos en lo que yo creí que serían mis últimas vacaciones. Quería que fuera especial para los niños. Años antes, había viajado por la costa noroeste del Pacífico, y ahora quería que Sara y los niños conocieran esa parte del mundo que había significado tanto para mí: el recorrido del río Columbia, el monte Hood, la costa de Oregon, lago Louise, Yellowstone y las Montañas Rocosas. Los niños no lo sabían, pero Sara y yo creíamos que sería nuestros últimos veranos juntos, como familia. Volví a Houston para tratar de atar algunos cabos sueltos. Pero cuando la vida está deshecha más allá de toda posibilidad de arreglo, es imposible recoger los trozos. Lo único que puede hacerse es dejarlos sueltos y esperar el final. Un sábado por la mañana, a comienzos del otoño, entré a la casa y encendí la TV. Nuestro pastor de la Primera Iglesia Bautista, John Bisango, tenía un programa llamado "Tierras Altas". John había venido a Houston de Oklahoma, donde su iglesia había sido reconocida como la iglesia más evangelística de la Convención Bautista del Sur. Lo que había sucedido en Oklahoma estaba comenzando a darse también en Houston, mientras este dinámico y joven pastor daba vuelta la iglesia. Yo estaba muy entusiasmado con su ministerio. Demasiado débil para levantarme, me quedé echado en la silla mientras terminaba ese programa y comenzaba otro. "Yo creo en milagros", dijo la voz de una mujer. Miré a la pantalla. No me impresionaba; muy pocos bautistas se sentirían impresionados por una mujer que predica. Pero a medida que avanzaba el programa y esta mujer, Kathryn Kuhlman, hablaba de maravillosos milagros de sanidad, algo dentro de mí se encendió. "¿Será real esto?", pensé. El programa terminó, y comenzaron a pasar los créditos en la pantalla. De repente, vi un nombre conocido: Dick Ross, productor. Yo conocía a Dick; lo conocía desde 1952, cuando él estaba en Houston trabajando con Billy Graham en la producción de "Oiltown, USA". En realidad, yo había tenido un pequeño papel en esa película, y a partir de allí me convertí en amigo de Billy Graham y su equipo, y me hacía cargo de la seguridad cada vez que venían a Houston. Y ahora veía el nombre de Dick Ross relacionado con esta predicadora que hablaba de milagros de sanidad. Kathryn Kuhlman

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Yo me había mantenido en contacto con Dick a través de los años. Toda vez que iba a California por razones de trabajo, lo buscaba. Lo había visitado en su hogar y hasta había asistido a su clase de escuela dominical en la iglesia presbiteriana. Tomé el teléfono y lo llamé. "Dick, acabo de ver el programa de Kathryn Kuhlman. ¿Son verdaderas esas sanidades?" "Sí, John, son de verdad", respondió Dick. "Pero tendrías que asistir a una de esas reuniones en el auditorio Shrine para verlo por ti mismo. ¿Por qué lo preguntas?" Dudé por un momento, y luego hablé. "Dick, tengo cáncer. Ya ha aparecido en tres áreas de mi cuerpo, y temo que la próxima vez me matará. Sé que parece que estoy tratando de aferrarme a algo imposible, pero eso es lo que hace un hombre que va a morir." "Voy a hacer que la señorita Kuhlman te llame personalmente", dijo Dick. "Oh, no", protesté. "Sé que ella está demasiado ocupada como para atender a un policía de Houston. Solo dime dónde puedo conseguir sus libros." "Yo te enviaré sus libros", dijo Dick. "Pero también le pediré que te llame, como un favor personal para mí." En menos de una semana, ella llamó a mi casa. "Siento como si ya lo conociera", me dijo, y su voz sonaba exactamente igual que en el programa de TV. "Hemos puesto su nombre en la lista de oración, pero no deje de venir a alguna de las reuniones." Aunque Sara y yo leímos sus libros y nos convertimos en ávidos espectadores de su programa de TV, en realidad yo posponía el momento de asistir a alguna reunión de Kathryn Kuhlman. "¿Dónde hemos estado durante toda la vida?", preguntaba Sara. "Esta mujer es famosa en todo el mundo, pero nunca escuché hablar de ella antes." Como tantos otros bautistas, simplemente no comprendíamos que había otras cosas que sucedían en el Reino de Dios, aparte de la Convención Bautista del Sur. Ahora nuestros ojos estaban siendo abiertos, no solo a otros ministerios, sino a otros dones del Espíritu y al poder de Dios para sanar. Era todo tan nuevo, tan diferente. Pero yo comprendía que era bíblico. A pesar de mi ignorancia de los dones sobrenaturales de Dios, me habían enseñado a aceptar que la Biblia es la Palabra de Dios. Cuando comenzamos a ver todas esas referencias al poder del Espíritu Santo, referencias que nunca habíamos visto antes, nuestros corazones comenzaron a sentir hambre, no solo de sanidad, sino de recibir la llenura del Espíritu Santo. En febrero supe que mi tiempo se estaba acabando. Sara y los chicos también lo sabían. "Papá", me dijo Elizabeth, "tú ve a California, y nosotros nos quedaremos en casa y oraremos. Creemos que Dios te sanará". Miré a Sara Ann. Con los ojos húmedos, asintió y dijo: "Creo que Dios te sanará." El viernes 19 de febrero volé desde Houston hasta Los Ángeles. Unos viejos amigos de Los Ángeles me prestaron su auto, y encontré un hotel donde quedarme en Santa Mónica. Como policía y como bautista, quería formarme una idea sobre la señorita Kuhlman antes de asistir a la reunión el domingo. Supe que ella generalmente venía desde Pittsburgh el día antes del culto en el Shrine. También hice algunas preguntas, usando mis técnicas de policía, y averigüé dónde se alojaba. Pronto tuve toda la información que necesitaba. Kathryn Kuhlman

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A la mañana siguiente, temprano, fui a su hotel. Como policía que era, me resultó fácil conectarme con los oficiales de seguridad y sacarles información. Poco después me dijeron a la hora que generalmente llegaba la señorita Kuhlman. Me senté en el lobby del hotel y esperé. Una hora después se abrió la puerta y ella apareció. Era exactamente como me la había imaginado. Sabía que era un descarado, pero la intercepté cuando iba hacia el elevador. "Señorita Kuhlman", le dije, "soy ese capitán de la policía de Texas." Ella me mostró una amplia sonrisa y exclamó: "¡Ah, sí! Usted vino para ser sanado". Hablamos durante unos instantes. Luego le dije: "Señorita Kuhlman, soy un creyente en Jesucristo nacido de nuevo. Sé que no tengo que ser sanado para ser creyente, porque ya lo soy. Pero usted habla de algo en sus libros que yo quiero tanto como la sanidad física". "Qué es?", preguntó ella, escrutando mi rostro. "Quiero ser lleno del Espíritu Santo." "Oh," sonrió dulcemente, "le prometo que puede tenerlo." "Bueno, estoy gravemente enfermo, pero todavía estoy fuerte como para ir al auditorio y esperar en la fila. He leído sus libros y conozco la forma en que se conducen sus reuniones. Estaré levantado bien temprano para conseguir un buen asiento." Me despedí y comencé a retirarme. "¡Espere!", dijo ella. "Estoy sintiendo algo, y tengo que ser obediente al Espíritu Santo. Venga aquí por la mañana, e iremos juntos hasta el auditorio. Puede seguirnos en su auto." Dudé por un instante. "Señorita Kuhlman, hace tanto tiempo que soy policía, y he aprovechado muchas veces las situaciones para lograr lo que quería más rápidamente... Esta vez no quiero hacer nada que pueda ser obstáculo para mi sanidad. Simplemente iré y me pondré en la fila con los demás." Su voz sonó encolerizada, y sus ojos brillaron. "Ahora, déjeme decirle algo", dijo marcando cada palabra. "Dios no va a sanarlo porque usted se comporte bien. Él no va a sanarlo porque usted sea un capitán de la policía. Y seguramente no va a sanarlo por la forma en que llegue a la reunión." No fue necesario que dijera nada más. A la mañana siguiente la seguí desde el hotel hasta el auditorio Shrine. Llegamos a las 9.30. Aunque la reunión no comenzaría hasta la una de la tarde, la acera donde estaba la entrada al enorme auditorio estaba llena de personas, miles de personas. Entramos por la parte de la plataforma, y la señorita Kuhlman me dijo: "Ahora, siéntase en libertad de andar por este lugar hasta que vea que me reúno con los ujieres. Cuando eso suceda, quiero que usted esté conmigo." Acepté, y anduve recorriendo el vasto auditorio. Cientos de ujieres, que habían viajado muchos kilómetros para colaborar voluntariamente, estaban ocupados colocando las sillas para el coro de quinientas personas, preparando la sección donde estarían quienes venían en sillas de ruedas, acomodando a quienes habían venido en autobuses alquilados especialmente, y acondicionando el lugar para lo que iba a ocurrir.

Kathryn Kuhlman

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Yo casi podía sentir la expectativa mientras recorría el salón. Era como electricidad. Todos susurraban en voz baja, como si el Espíritu Santo ya estuviera presente. ¡Qué distinto de las experiencias que había tenido en los cultos de la iglesia! Yo también lo sentía, y repentinamente, ya no fui más un policía, ni un diácono de una iglesia bautista. Era solamente un hombre que sufría de cáncer, que necesitaba un milagro para vivir. Si ese milagro sucedía alguna vez, sería en este lugar. Uno de los hombres se presentó como Walter Bennett. Reconocí su nombre inmediatamente. Había leído su testimonio en Dios puede hacerlo otra vez. Su esposa Naurine había sido sanada de una horrible enfermedad. Él me llevó hacia la puerta que daba a la plataforma, donde ella montaba guardia. El solo hecho de verla tan radiante, sabiendo que había estado a punto de morir, me dio nueva esperanza y fe. Sentí ganas de llorar. "John", me dijo Walter, "tenemos algo en común. Tú eres un diácono bautista, y yo era un diácono bautista, también. Vamos a tomar una taza de café." Salimos por una puerta lateral y encontramos un café por allí cerca. "Después de que seas sanado," dijo Walter, "es posible que tus compañeros bautistas no quieran tener nada más que ver contigo." Sonrió como si supiera. Hablaba con tal fe, como si estuviera seguro de que yo iba a ser sanado. "No me importa lo que piensen los demás sobre mí si soy sanado," dije, "mientras Dios toque mi cuerpo." Walter sonrió. Sentí mucho amor por este nuevo amigo. "Bueno, hay algo de lo que podemos estar seguros", dijo suavemente. "Dios no te ha traído de tan lejos hasta aquí para nada. Vas a volver a Houston siendo un hombre nuevo." El hecho de que este diácono bautista hablara con tal fe me llenaba de entusiasmo. Estaba ansioso porque empezara la reunión. Allí en el auditorio, la señorita Kuhlman se estaba reuniendo con los ujieres para darles las últimas instrucciones antes de que se abrieran las puertas. Me uní a ellos sobre la plataforma. "Hoy tenemos aquí con nosotros a un hombre que es capitán de la policía de Houston", dijo Kathryn. "Él tiene cáncer en todo el cuerpo, y voy a orar por él ahora. Quiero que cada uno de ustedes, hombres, se inclinen en oración mientras ruego al Señor por él." Me di cuenta de que esto era algo especial. Sabía que el ministerio de la señorita Kuhlman era simplemente decir lo que Dios hacía a medida que se desarrollaban los grandes cultos de milagros; que ella no tenía ningún don de sanidad propio en particular. Me hizo una seña para que me acercara y estiró sus manos sobre mí. Aunque este era el momento que yo había esperado, dudé. Recordé lo que había leído en sus libros, que muchas veces, cuando ella oraba por alguien, la persona caía al suelo. Yo pensaba que eso de caerse estaba muy bien para algunos pentecostales, pero no era para un bautista, y mucho menos para un capitán de la policía. Pero no tenía opción. Di un paso al frente y dejé que orara por mí. Apoyando firmemente los pies en mi mejor postura de yudo, esperé mientras ella me tocaba y oraba por mi sanidad. No sucedió nada, y cuando comenzaba a relajarme, la escuché decir: "Y llénalo, bendito Jesús, con el Espíritu Santo".

Kathryn Kuhlman

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Sentí que me tambaleaba, y pensé: "¡No puede ser!" Me reafirmé sobre mis pies, colocándolos uno detrás del otro, y la escuché decir por segunda vez: "Y llénalo con tu Santo Espíritu". Sentí como si alguien hubiera puesto sus manos sobre mis hombros y me estuviera empujando hacia el piso. No pude resistirme, y me desplomé sobre la plataforma. Luché por recobrar la posición vertical, justo cuando la escuchaba decir por tercera vez: "Llénalo con tu Espíritu Santo". Y caí de nuevo. Esta vez quedé en el suelo durante varios minutos. Sentía como si estuviera hundiéndome en una piscina llena de amor. Alguien me ayudó a levantarme, y escuché que ella me decía: "Ahora, búsquese un asiento. Vamos a abrir este lugar, y en unos pocos minutos todos los asientos estarán ocupados". Debería haberla escuchado, porque momentos después se abrieron las puertas y la gente entró corriendo por los pasillos como la lava de un volcán. Pude subir por uno de los pasillos, y me detuve a mirar una sección entera del auditorio llena de gente en sillas de ruedas. No podía quitar mi mirada de sus rostros. Algunos eran tan jóvenes y ya estaban tan deformados... sentí deseos de llorar nuevamente. "Oh, Señor, Les que soy tan egoísta como para desear sanarme cuando hay tantas personas aquí, algunas de ellas tan jóvenes?" Mientras estaba así parado, mirándolos, por primera vez en mi vida, escuché la voz de Dios en mi interior, que decía: "No hay escasez en el depósito de Dios". Con nuevas fuerzas volví a la parte de atrás, y lenta, dolorosamente, subí las escaleras hasta encontrar un asiento en la primera fila de la planta alta. Faltaba aún un poco antes de que comenzara la reunión. El enorme coro había tomado su lugar en la plataforma y hacía los últimos ensayos. Me entretuve observando las distintas personas que estaban sentadas a mi alrededor, y me presenté al hombre que estaba sentado junto a mí. "Soy el doctor Townsend", me saludó. "LEs usted médico?", le pregunté, asombrado de que un médico estuviera asistiendo a un culto de sanidad. "Sí", contestó, sacando su tarjeta. "Vengo porque soy muy bendecido. Me gusta ver el enorme poder de Dios en acción." Luego me presentó a su familia. "Traje a mi padre, que viene de otro Estado. Esta es la primera reunión a la que asiste." Sentado al otro lado del pasillo estaba uno de mis actores favoritos de TV. "Bueno, qué les parece", pensé. "¡Médicos y estrellas de TV que vienen y se sientan aquí arriba! No vinieron para ser reconocidos, sino para participar de la reunión." Estaba impresionado. El culto comenzó. Una hermosa joven, una modelo cuyo rostro yo había visto en la tapa de las revistas femeninas que leía Sara, dio un breve testimonio sobre lo que Jesucristo significaba en su vida. Yo había estado en muchas reuniones evangelísticas, pero esta era inusual. Quizá era la expectativa que había en el ambiente, quizá la sensación de maravilla. Fuera lo que fuere, era diferente de cualquier otra reunión a la que hubiera asistido. La señorita Kuhlman hablaba desde la plataforma. "Saben, me han pedido que aparte este domingo para los jóvenes, pero hay personas que han venido desde Kathryn Kuhlman

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tan lejos, que no me atrevo a decir: `Solo para los jóvenes'. Sin embargo, dado que hay tantos jóvenes aquí hoy, debo hablarles. Su mensaje fue breve y dirigido a los jóvenes. Habló del amor de Dios y luego presentó uno de los llamados más desafiantes que he escuchado jamás. Ahora bien, si hay algo que impresiona a un bautista, son las cantidades y el movimiento. Y cuando vi a casi mil jóvenes dejar sus asientos e ir hacia adelante para tomar una decisión por Cristo, eso me impresionó. Al contrario de la mayoría de los cultos evangelísticos a los que había asistido, esta reunión no tenía fanfarrias, ni testimonios lacrimógenos. Solo una simple invitación de esta mujer alta que había dicho: "Quieres nacer de nuevo?" Los jóvenes respondieron, muchos de ellos literalmente corriendo por los pasillos para aceptar ese desafío. Ella parecía haber olvidado el paso del tiempo mientras los atendía sobre la plataforma, orando por muchos de ellos individualmente. Finalmente, volvieron a sus asientos, pero la congregación estaba percibiendo que iba a suceder algo más. "Padre", susurró la señorita Kuhlman, en voz tan baja que yo apenas podía oírla, "creo en milagros. Creo que tú sanas en el día de hoy, como lo hacías cuando Jesucristo estaba aquí. Tú conoces las necesidades de las personas que están aquí, en este inmenso auditorio. Te lo pido en el nombre de Jesús. Amén.' Luego hubo un silencio. Yo sentía a mi corazón golpeando dentro de mi pecho. Tenía conciencia de cada célula de mi cuerpo y casi podía sentir la batalla espiritual que estaba ocurriendo mientras las fuerzas del Espíritu Santo luchaban contra las fuerzas del mal en mi cuerpo. "Oh, Dios", oré, en adoración. "Oh, Dios." De repente, la señorita Kuhlman estaba hablando otra vez, y su voz hablaba rápidamente a medida que recibía conocimiento de lo que sucedía en el auditorio. "Hay un hombre en la parte alta del auditorio, en el extremo derecho desde donde estoy, que acaba de ser sanado de cáncer. Levántese, señor, en el nombre de Jesucristo, y reclame la sanidad." Miré. Ella señalaba al lado opuesto de donde yo estaba. Era extraordinario. Yo solamente podía observar, maravillado, mientras sentía un entusiasmo creciente. Esto era real. Lo sabía. "No venga a la plataforma a menos que sepa que Dios le ha sanado", enfatizaba ella. Miré a mí alrededor y vi a los consejeros caminando por los pasillos. Estaban hablando con personas que creían haber sido sanadas, asegurándose de que solo aquellos que verdaderamente habían recibido sanidad pasaran a dar testimonio. La mayoría de las personas sanadas que daban testimonio habían estado sentadas en la parte alta del auditorio. Iban de la derecha a la izquierda: "Dos personas están siendo sanadas de problemas en la vista." "Una mujer está siendo sanada ahora mismo de artritis. Levántese y reclame su sanidad." "Usted está sentado en la parte del medio de la plata alta." La señorita Kuhlman decía: "Usted vino hoy a recibir sanidad. Dios lo ha restaurado. Kathryn Kuhlman

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Quítese el audífono. Puede oír perfectamente." Miré. Una mujer de aproximadamente cuarenta años estaba poniéndose de pie, quitándose los audífonos de los dos oídos. Un consejero detrás de ella le susurraba algo. Pensé que la mujer iba a gritar mientras levantaba las manos sobre su cabeza, alabando a Dios. Podía oír. El doctor que estaba sentado a mi lado lloraba, diciendo: "Gracias, Jesús". Las sanidades se producían en dirección a donde yo estaba sentado en la planta alta. "Señor, que no se acaben", oré. Entonces recordé lo que Él me había susurrado cuando estaba en el pasillo, abajo: "No hay escasez en el depósito de Dios". Repentinamente vi que la señorita Kuhlman estaba señalando hacia arriba y a la izquierda, donde yo estaba sentado. "Usted ha venido desde muy lejos para ser sanado de cáncer", dijo. "Dios lo ha sanado. Póngase de pie en el nombre de Jesús y reclámelo." ¡Estaba tan lejos de la plataforma! Quizá ella ni se imaginaba que yo estaba allí. Pero su dedo, largo y delgado, apuntaba en dirección a mí. "Oh, Señor," murmuré, "por supuesto que quiero ser sanado. Pero, ¿cómo sé que esto es para mí?" En ese mismo instante, la misma voz interior que había escuchado abajo, cuando miraba a los que estaban en sillas de ruedas, me dijo: "¡Ponte de pie!" Me puse de pie. Sin sentir nada, simplemente lo hice en obediencia y fe. Entonces lo sentí. Era como ser bautizado en energía líquida. Nunca había sentido una fuerza así recorriendo todo mi cuerpo. Sentí que podría tomar en mis manos la guía telefónica de Houston y partirla en pedazos. Una mujer se me acercó. "¿Ha sido usted sanado de algo?" "Sí", declaré, con ganas de saltar y correr al mismo tiempo. "¿Cómo lo sabe?" "Nunca me he sentido tan gloriosamente bien. Apenas tuve fuerzas para llegar hasta este asiento, y ahora, ¡me siento tan bien!" Mientras tanto, yo me estiraba y me doblaba, haciendo cosas que no había podido hacer durante más de un año. "Siento que podría correr más de un kilómetro." "Entonces corra hasta la plataforma y testifique", dijo ella. Me lancé a correr. Pero mientras lo hacía, comencé a preguntarme: "¿Qué pasaría si hubiera aquí alguien de Houston? Voy a llegar corriendo a la plataforma, y la señorita Kuhlman va a poner sus manos sobre mí y me voy a caer al suelo. ¿Qué pensarán?" Entonces me di cuenta de que no me importaba. Momentos después estaba junto a la señorita Kuhlman en la plataforma. Ella caminó hacia mí y dijo sencillamente: "Te agradecemos, bendito Padre, por sanar este cuerpo. Llénalo con tu Espíritu Santo". ¡Bam! Al piso otra vez. Pero esta vez, debido a la nueva energía sanadora que llenaba todo mi cuerpo, me levanté inmediatamente. La segunda vez ni siquiera me tocó. Solo oró en mi dirección, y la escuché decir: "Oh, el poder..." Y caí de nuevo al suelo. Esta vez me quedé allí, regocijándome nuevamente en esa marea de amor líquido. Pero aún allí, Satanás me atacó. Vino como león rugiente. "¿Qué te hace creer que has sido sanado?" Kathryn Kuhlman

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La señorita Kuhlman ya había puesto su atención en otra persona. Rodé y me puse de rodillas, con la cabeza en las manos, orando: "Oh, Padre, dame la fe para aceptar lo que sinceramente creo que me has dado". Durante muchos años yo había tomado muchos estudios bíblicos bautistas. Mi mente había sido verdaderamente expuesta a la Palabra de Dios, y en ese momento un versículo vino a mi mente: "Probadme ahora, dice el Señor..." Pensé en todos esos cuerpos deformados que había visto. "Padre, muéstrame una señal visible para que mi fe se fortalezca." Abrí los ojos, y vi a una niñita de nueve años que se acercaba a la plataforma. Nunca he visto a nadie más feliz. Estaba corriendo y saltando, descalza. Bailaba de lado a lado frente a la plataforma, junto a la señorita Kuhlman, que se estiraba para tomarla de la mano, pero no pudo alcanzarla. Se dio vuelta y comenzó otra vez. Nuevamente la señorita Kuhlman quiso tomarla, pero otra vez se le escapó danzando. Para este momento ya la madre de la niña estaba sobre la plataforma. En las manos tenía un par de zapatos con rígidas guías de metal. Sin poder alcanzar a la niñita, que seguía saltando y danzando, la señorita Kuhlman se volvió hacia la madre: "¿Qué tenemos aquí?" "Esa es mi hijita", sollozaba la madre. "Tuvo parálisis infantil cuando era bebé y nunca pudo volver a caminar sin estos zapatos especiales. ¡Pero mírela ahora!" Toda la congregación prorrumpió en estruendosos aplausos. "¿Cómo sabe usted que Dios la ha sanado?", preguntó Kathryn Kuhlman. "Oh, sentí el poder sanador de Dios recorriendo su cuerpo", casi gritó la madre. "Le quité los zapatos ortopédicos, y ella comenzó a correr." Detrás de ella había otra madre, que tenía en brazos una niña de dos años. "¿Qué pasó aquí?", preguntó la señorita Kuhlman. "Dios acaba de sanar el piecito de mi hijita." La voz de la madre temblaba tanto que era difícil entender lo que decía. La señorita Kuhlman tomó el piecito de la niña. "¿Era e ste el pie dañado?" "Sí, sí, era ese", dijo la madre, sosteniendo en la mano un zapato especial. "La niña nació con pie plano. Ha sufrido muchas operaciones. Si usted le hubiera masajeado el pie antes como lo está haciendo ahora, hubiera gritando de dolor." "Aquí en la plataforma hay varios médicos", dijo la señorita Kuhlman. "Ellos me conocen. ¿Hay algún médico entre el público que no me conozca y que no conozca a estas niñas? ¿Podría venir y examinarlas, por favor?" Un hombre se puso de pie. "¿Es usted médico?", preguntó la señorita Kuhlman. "Sí", respondió él. "¿Dónde ejerce?" "En el Hospital St. Luke's, aquí, en Los Ángeles." "LPodría hacernos el favor de venir y examinar estas niñas?" El médico fue y subió a la plataforma. "Lo primero que puedo decir es que esa niñita que salta y corre allá, con esas piernecitas tan delgadas, es un milagro. Si no fuera por un milagro, no podría estar parada, y mucho menos saltar de gozo." Luego tomó los piececitos de la niña más pequeña. "Señorita Kuhlman". dijo con voz seria, "no veo ninguna diferencia entre los dos pies de esta criatura. Creo que su madre puede tirar el zapato ortopédico."

Kathryn Kuhlman

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No necesité más pruebas. Tambaleándome, salí por la parte posterior de la plataforma, busqué un teléfono público y llamé a Sara en Houston. Estaba ocupado. Pedí a la operadora que interviniera la llamada. "No puedo hacerlo a menos que sea un asunto de vida o muerte", me dijo ella. "Es exactamente eso, operadora. Y puede quedarse en línea a escucharlo, si desea." Repentinamente, Sara estaba al teléfono. Traté de hablar, pero solo podía sollozar. Nunca he llorado más en mi vida que en ese momento, con el teléfono en la mano, detrás de la plataforma, en el auditorio Shrine. Sara me repetía: "John, John, ¿has sido sanado?" Finalmente pude darle el mensaje. Estaba sano. Entonces ella comenzó a llorar. Deseé que la operadora estuviera escuchando. Era un asunto de vida, no de muerte. Volví junto a la plataforma y observé. Cinco sacerdotes católicos, uno de ellos un "monseñor", estaban sentados en la primera fila sobre la plataforma. El monseñor estaba sentado en la punta de su silla, absorbiéndolo todo. Al pasar, la señorita Kuhlman lo vio y vio la expresión de ansiedad en su rostro. "Le gustaría experimentar esto?", le preguntó. Él sabía perfectamente de qué le estaba hablando, ya que se puso en pie, con los pliegues de su sotana sacudiéndose en el aire, y dijo: "Sí". Ella le impuso las manos y dijo: "Llénalo con tu Espíritu Santo". Él cayó al piso. Ella se volvió hacia los otros sacerdotes y les dijo: "Vengan". Cada uno de ellos cayó al suelo como el monseñor. Los hippies eran salvos. Las extremidades torcidas eran enderezadas. Mi propio cáncer había sido sanado. Los sacerdotes católicos eran llenos del Espíritu Santo. Salí como en una nube y volví al hotel. Era más de lo que podía comprender. En el hotel hice todo tipo de ejercicios: sentarme y levantarme, empujar, cosas que no había podido hacer durante más de un año. Y las hice sin problemas. Aún cuando no me habían hecho un examen médico, yo sabía que estaba sano. Durante esa noche me desperté varias veces, no para tomar calmantes (había dejado de tomar mi medicación esa mañana, antes de ir al culto), sino para poder decir en voz alta en medio de la oscuridad: "¡Gracias, Jesús. Bendito sea el Señor!" Entonces llegó el momento de reunirme con Sara y los niños. Cuando llegué al aeropuerto de Houston, me estaban esperando. Corrí hacia ellos, y abracé tan fuerte a Sara que literalmente la levanté del suelo. Mi fuerza la dejó sin aliento. Luego tomé a los niños, primero a Andrew, luego a John, levantándolos por sobre mi cabeza. Abracé a Elizabeth. Todos hablábamos al mismo tiempo. "Tu rostro, John", decía Sara. "Está lleno de color y vida." "Yo sabía que ibas a ser sanado", decía Elizabeth. "Oraba por ti todos los días a las nueve, a las doce, y a las seis." "Nosotros también, papá", se asomó el pequeño John. "Nosotros tus hijitos también orábamos. Sabíamos que Dios te sanaría." Era demasiado, y este veterano capitán de la policía, parado en medio del aeropuerto de Houston, se echó a llorar. Poco después volví al Instituto M. D. Anderson para hacerme un examen físico. Tenía una cita con dos médicos en el mismo día. Kathryn Kuhlman

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La primera que me revisó fue la que había recomendado la operación. Le di un ejemplar del libro de Kathryn Kuhlman, Creo en milagros. Ella lo ojeó, escuchó el relato de mi historia, y luego me miró como si yo estuviera loco. "Déjeme decirle algo", dijo. "El único milagro que le ha sucedido es un milagro médico. Eso es todo. Lo único que lo está manteniendo vivo es su medicación. Siga tomándola, y veremos cuánto tiempo vive." Yo sonreí. "Bueno, no he tomado ninguna medicación desde el veinte de febrero, ya hace más de un mes." Ella se mostró sorprendida y enojada. "Usted ha hecho una verdadera tontería, señor LeVrier", dijo. "No pasará mucho tiempo antes de que el cáncer aparezca en otra área de su cuerpo, y usted se irá." ¡Qué actitud tan extraña, pensé, para una científica! Salí de allí y fui al consultorio del doctor Lowell Miller, jefe del Departamento de Terapia de Radiación del Hospital Herman. Esperaba que su reacción fuera más positiva, pero después de la reciente experiencia, decidí no contarle nada sobre el milagro. Que lo descubriera por sí solo. Su enfermera me pidió que pasara al cuarto contiguo y me preparara para el examen físico. Entonces noté algo extraño. Como muchos policías veteranos, yo había sufrido de várices en las piernas. En realidad, no usaba bermudas en público, porque no me gustaba que vieran los nudos en mis piernas. Por supuesto, cuando se está muriendo de cáncer, uno no se preocupa demasiado por las várices, pero a la brillante luz del cuarto, miré mis piernas por primera vez desde que volví de Los Ángeles. El Señor no solo me había sanado de cáncer, sino que también había hecho desaparecer mis várices. Mis piernas estaban lisas y suaves como las de un adolescente. Cuando el Dr. Miller entró al cuarto, yo estaba regocijádome y alabando al Señor. Extrañado de ver un paciente de cáncer tan gozoso, el Dr. Miller retrocedió. "¡Bueno! ¿Qué es lo que le ha sucedido?" Eso fue todo lo que necesité para contarle toda la historia de cómo Jesucristo había curado mi cáncer. "Veamos", dijo el Dr. Miller. "Yo también soy cristiano, pero Dios nos ha dado suficiente sentido común como para que nos cuidemos a nosotros mismos." "No voy a discutir eso", dije alegremente. "Esa es la razón por la que estoy aquí para someterme a este examen. Hágame todos los exámenes que desee. Pero le digo que no encontrará nada mal." "Okey", dijo el médico. "Vamos a hacerlo." Y a continuación me sometió al examen físico más completo que me hubieran hecho jamás. Al terminar, dijo: "Sabe, desearía que mi próstata estuviera tan bien como la suya." Luego examinó la columna, golpeando vértebra por vértebra. "Notable", repetía. "Notable." Me envió a rayos X, y dijo después: "Lo llamaré dentro de uno o dos días, luego de que haya tenido tiempo de comparar estas radiografías con las anteriores. Pero por todas las indicaciones que tengo, usted ha sido sanado." Tres días después sonó el teléfono de mi escritorio en el segundo piso del Departamento de Policía de Houston. Era el doctor Miller. "Capitán", dijo, "tengo buenas noticias. No encuentro absolutamente ningún rastro de cáncer. Ahora, quisiera hacerle una pregunta. ¿Suele usted dar charlas?" "¿Charlas sobre mi trabajo como policía?", pregunté. Kathryn Kuhlman

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"No", dijo él, "no sobre eso. Quiero que venga a mi iglesia y le cuente a la congregación lo que Dios ha hecho por usted." Eso fue el comienzo. A partir de entonces viajo por todo el país, contándoles a las personas que no tienen esperanza sobre el Dios que no tiene escasez en su depósito de milagros.

Kathryn Kuhlman

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CAPÍTULO 3 CAMINANDO EN LAS SOMBRAS Isabel Larios La Navidad es una época de mucho gozo para mí. Recibo miles de tarjetas de amigos queridos de todo el mundo. Leo cada una de ellas. Pero las más preciosas para mí son las que escriben los niños. Ellos son tan abiertos, tan sinceros. Cuando un niño me dice: "Te amo", nunca dudo que realmente lo siente. Por eso, cuando recibí una pequeña y sencilla tarjeta de una dulce niñita mexicana americana que vive en California, supe que realmente sentía lo que escribía. Escribió para agradecerme por hacerle posible vivir otra Navidad. Lisa me agradecía porque podía verme. Pero yo sabía lo que ella quería decir. Y, Dios lo sabe, no fue Kathryn Kuhlman; fue Jesús. Lisa Larios estaba muriendo de cáncer óseo hasta que Jesús la sanó en el auditorio Shrine. La madre y el padre adoptivo de Lisa, Isabel y Javier Larios, vivían en un modesto complejo de apartamentos en Panorma City, California. Isabel nació en Los Ángeles, pero se crio en Guadalajara, México. Javier, que pasa gran parte de su tiempo trabajando con su caballete de pintor en su apartamento, es un respetado camarero en Casa Vega, uno de los restaurantes más elegantes de Sherman Oaks. Además de Lisa, tienen dos hijos más: Albert y Gina. "Son solo los dolores del crecimiento, Lisa", dije mientras mi hija de 12 años se quejaba de dolor en la cadera derecha. Yo estaba sentada al borde de la cama, en la semioscuridad, frotándole la cadera y la espalda con linimento. Lisa crecía rápidamente. Ya tenía el cuerpo de una jovencita de quince años y parecía la imagen viva de la salud. Pero aquí, en la penumbra de la noche, mientras frotaba su suave piel, sentí que este dolor en particular era algo más que esos dolores musculares normales que las niñas experimentan cuando están creciendo. Lisa también lo sentía. El miedo entró en el cuarto junto con el dolor. "Mamá, prende la luz del cuarto cuando te vayas", susurró Lisa. "No quiero estar aquí sola en la oscuridad." Javier se había ido a trabajar al restaurante. Los otros dos niños ya estaban durmiendo. Le di unas palmadas en la espalda y le arreglé el pijama. "No hay nada que temer", dije. "No me gustan las sombras", respondió ella, con su cabecita metida en la almohada. "Me dan miedo." Prendí la luz del corredor y dejé la puerta de su habitación abierta. Por un momento me detuve en la puerta, mirándola. ¿De dónde había venido ese repentino temor? Lisa nunca había tenido miedo antes. Ahora yo podía sentirlo en todo el cuarto, como una red que descendía desde el techo y cubría toda la cama. ¿Era que Lisa sospechaba algo que yo no podía sentir? El día siguiente fue uno de esos extraños y hermosos que a veces se dan en la cuenca de Los Ángeles. Era el último día de marzo, y una fuerte lluvia justo antes del amanecer había lavado el aire, dejándolo claro y limpio. El sol brillaba con toda su fuerza, el cielo era azul radiante, y se podía ver claramente las montañas Kathryn Kuhlman

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cubiertas de nieve sobre el horizonte, al este. Javier se había levantado para tomar el desayuno con los niños antes de que se fueran a la escuela. Después, él y yo fuimos a Van Nuys a hacer compras. Yo buscaba un suéter para Lisa, y Javier quería unas carbonillas para terminar un dibujo que estaba haciendo en su caballete. Cuando volvimos, poco antes del mediodía, la puerta del apartamento estaba entreabierta. Lisa estaba adentro, echada sobre el sofá, llorando. Alarmado, Javier se arrodilló junto a ella y suavemente le quitó el cabello de sobre los ojos. "¿Qué pasa, Lisa?", preguntó con dulzura, y el sonido musical de su rico acento mexicano sonó en los oídos de la niña. "Es la cadera, papá", sollozó ella. "Empezó a dolerme mucho, así que un vecino me fue a buscar y me trajo de la escuela." Lisa me alcanzó una nota arrugada de una de las hermanas de la escuela Santa Isabel. "Por favor, ocúpese de esto: Lisa tiene mucha dificultad para caminar. Creemos que debería consultar un médico." Javier asintió. "Llama al doctor Kovener", dijo. "No debemos esperar más." El doctor Kovner era un amigo de la familia. Nos había atendido antes, y siempre decía que Lisa era su paciente favorita. Su secretaria nos citó para el día siguiente por la tarde. El doctor sacó algunas radiografías y realizó un examen preliminar. Luego me llamó a su oficina. "Señora Larios, esto puede ser una de varias cosas. Tenemos que comenzar con las más obvias y empezar a trabajar con eso. Voy a hacer ingresar a Lisa en el hospital, donde podremos hacerle otros estudios." En el Hospital Comunal Van Nuys se le hicieron nuevos exámenes. Lisa trataba de ser valiente, pero estar constantemente dolorida, pasando la noche fuera de su casa, en un lugar extraño, rodeada por gente que no conocía, no era fácil para ella. Todas las mañanas yo llevaba los niños a la escuela, y luego iba hacia el hospital, llorando durante todo el camino, preguntándome si la gente que pasaba a mi lado sabría del gran dolor que yo sentía. En el hospital, yo era toda sonrisas, pero sólo era una máscara. Por dentro, estaba destrozada. "Es posible que el dolor sea causado por un apéndice agrandado que esté presionando un nervio", dijo el médico. "Vamos a extraer el apéndice y veremos si eso resuelve el problema." Pero el dolor continuó después de que Lisa volvió de la operación. Aparentemente nadie sabía qué hacer ahora. El 12 de mayo volvió a casa. Se suponía que debía caminar con muletas. Hubo más visitas al médico. "Esto me deja perplejo", dijo el doctor Kovner al examinar las radiografías nuevamente. "Creo que debemos consultar a un especialista." El doctor Gettleman, cirujano, era muy metódico. Ordenó tomar más radiografías y realizó un nuevo estudio él mismo. "Que continúe usando las muletas durante una semana más", dijo. "Tráigala otra vez el próximo jueves." A pesar de las muletas, el dolor era cada vez más fuerte. Dado que no podía ir a la escuela, Lisa vagaba por la casa con las muletas, llorando y tratando de parecer valiente. La mayor parte del tiempo la pasaba en cama. Al final de esa semana volvió al hospital, esta vez al Saint Joseph, de Burbank. "Tendremos que operar de nuevo", dijo el Dr. Gettleman. "Hemos visto algo en las radiografías. Podría ser una bolsa de pus que causa presión. Pero también podría Kathryn Kuhlman

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ser un tumor. Hay dos tipos de tumores, benignos y malignos. Si es un tumor benigno, no tendremos problemas. Si es maligno, podría llegar a ser muy serio." Aunque pertenecíamos a una iglesia católica romana, y nuestros hijos asistían a una escuela católica, ni Javier ni yo éramos muy religiosos. Rara vez íbamos a misa, y casi nunca nos confesábamos. Pero yo siempre me había sentido muy cerca de Jesús, y las tarjetitas qué las compañeritas de escuela de Lisa le enviaban, diciendo que estaban rezando por ella, me ayudaron a mi también a volverme a Dios en oración. La noche anterior a la operación yo estaba en casa, sola, con Albert y Gina. Ellos se fueron a la cama temprano, y yo fui a mi dormitorio y me eché sobre la cama en la oscuridad. Parecía que todo mi mundo se hacía pedazos. Había llevado a Lisa en mi cuerpo durante nueve meses. Hubiera deseado morir en el parto para que ella pudiera vivir. La había cuidado, había estado con ella en las noches oscuras, había reído con ella, había corrido por el campo con ella, había llorado y orado por ella. Y ahora los médicos me decían que quizá muriera. Ya había llorado hasta no tener más lágrimas. Todo parecía tan inútil, tan fútil. Mientras estaba así en la cama, mirando las sombras en el techo, comencé a orar. "Querido Señor, Lisa realmente no es mía, ¿no? Es tuya. Solo nos has dejado tenerla para criarla, alimentarla, educarla y amarla. Un día nos dejará, se casará y criará a sus propios hijos. Si quieres llevártela antes de que eso pase, yo te la devuelvo y te agradezco porque nos la has dejado este tiempo para bendecimos." Fue una oración simple, sin grandes emociones. Pero era sincera. Mientras seguía mirando las sombras, me adormecí. Soñé que estaba sentada en un pequeño cuarto oscuro. Javier estaba junto a mí, tomándome de la mano. Una puerta se abrió frente a nosotros, y por el pasillo se aproximaron dos hombres vestidos con batas de las que usan los cirujanos. Uno de los médicos estaba llorando y no podía hablar. El otro se paró frente a nosotros y dijo: "Su hija está muy enferma. Tiene cáncer". Me desperté, sobresaltada. Era pasada la medianoche, y yo todavía estaba echada en la cama sin acostarme. La casa estaba en silencio. Solo la luz del corredor se filtraba en el dormitorio. Me levanté y fui a ver a los otros niños. Dormían tranquilamente. Fui hacia el living y me senté en el borde del sofá, en medio de la oscuridad. Ese sueño, ¿era del diablo? ¿Estaba tratando de asustarme? ¿O era de Dios, para advertirme y prepararme? ¿Cómo saberlo? Cuando escuché los pasos de Javier en la escalera, me deslicé hacia nuestra habitación y me metí en la cama antes de que él entrara al cuarto. No quería que supiera cuán preocupada estaba. Lisa necesitaría encontrarnos fuertes a ambos al enfrentar la operación, a la mañana siguiente. Javier y yo nos sentamos, tomados de la mano, en la pequeña sala de espera junto a la sala de operaciones en el hospital. Era natural que ambos oráramos, y lo hicimos en silencio. Los médicos entraban para informar a otras personas que también estaban esperando. "Su padre está muy bien. Ni siquiera tuvimos que operarlo..." "No tiene de qué preocuparse, su esposa está perfectamente." "Puede llevarse a su hijo a casa esta tarde." A las dos de la tarde miré y vi que venían dos médicos por el largo pasillo. Uno de ellos era el doctor Kovner. Su rostro estaba gris. El otro era el doctor Gettleman. Kathryn Kuhlman

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Javier se levantó de un salto y fue hacia ellos, pero yo me quedé sentada. Sabía lo que pasaría, y mis piernas parecían de goma. Era la misma escena que había vivido en mi sueño. "Encontramos un tumor", dijo el doctor Gettleman. "Es inoperable. Si hubiéramos cortado, tendríamos que haber amputado toda la pierna." ".Es cáncer?", preguntó Javier. "Temo que sí", respondió el médico. "Está muy, muy mal. El hueso de su cadera es como manteca. Si tuviera una cuchara, podría haberlo sacado todo. La carne que rodea al hueso es como queso gruyére, llena de agujeros. El laboratorio ya ha hecho un análisis, y es el peor tipo de cáncer. Lo único que pudimos hacer fue coserla otra vez." ".No hubo nada que pudieran hacer?", clamó Javier, con el rostro demacrado y ojeroso. "Nada por ahora. Después de que se recupere de la operación, comenzaremos el tratamiento con cobalto. Hablaremos luego sobre eso." ".Pero se pondrá bien, no es cierto?", preguntó Javier. El doctor Gettleman sacudió la cabeza. "Lo único que puedo decir es que trataremos de prolongarle la vida. No puedo prometer nada más." Miré al doctor Kovner. Aunque no decía nada, su rostro expresaba todo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Lisa estaba muriendo, y ninguno de nosotros podía hacer nada al respecto. Yo se la había devuelto a Dios, y él había aceptado mi ofrecimiento. Los médicos acordaron que no deberíamos decirle nada a Lisa sobre su estado. Dos semanas después la trajimos nuevamente a casa en una silla de ruedas, decididos a darle el verano más feliz de su vida. El doctor Kovner no estuvo de acuerdo con nuestros planes de llevar a Lisa a unas largas vacaciones. "Debemos comenzar el tratamiento de cobalto enseguida", dijo. "Si firmamos la autorización y le permitimos hacer el tratamiento con radiación," pregunté, ".qué puede prometernos?" "No podemos prometerle nada", respondió él. "Pero nunca sabrá si ayudará, a menos que lo haga." ".Qué pasará si no permitimos que le haga el tratamiento?" "No me agrada contestar preguntas como esa", dijo el doctor Kovner. "Pero aun con el tratamiento, lo más que podemos ofrecerles es seis meses. Y estará muy, muy, muy mal cuando muera." Prometí conversar del tema con Javier. Ambos sentíamos que sería cruel que Lisa debiera pasar sus últimos meses de vida sujeta a ese tratamiento de radiación. El 9 de junio Lisa ingresó al Hospital Pediátrico de Los Ángeles. Era el tercer hospital al que entraba en tres meses. La doctora Higgins, que estaba a cargo de su caso, dijo que había tres áreas en que podía extenderse el cáncer: al hígado, al pecho o al cerebro. Cualquiera podría ser fatal. Aparentemente, el cáncer se extiende rápidamente en los niños en edad de crecimiento, y la única forma de salvar su vida era por medio del tratamiento con cobalto y quimioterapia. Finalmente dimos nuestra autorización para que se le realizara el tratamiento preliminar, y comenzaron a colocarle una serie de inyecciones. Lisa reaccionó Kathryn Kuhlman

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violentamente. Yo me sentaba con ella durante toda la noche, mientras ella vomitaba y preguntaba: "Mamá, ¿qué me pasa? .Por qué estoy tan enferma?" Era más de lo que yo podía soportar. Javier y yo conversamos nuevamente y decidimos que sus últimos días transcurrirían en nuestro hogar, con nosotros, en vez de en el hospital. La llevaríamos a casa. El capellán de la escuela a la que Lisa asistía se había enterado de su enfermedad y la visitaba todas las noches, llevándole la comunión. Le comentamos nuestra decisión de interrumpir el tratamiento de cobalto. Él estuvo de acuerdo. "Si ella está muriendo, debería pasar los últimos días de su vida lo más feliz que sea posible." "Lisa no tiene absolutamente ninguna posibilidad de recuperación sin la terapia de radiación", objetó la doctora Higgins cuando le comunicamos nuestra decisión. Los otros médicos opinaban igual. "Si se queda en el hospital, quizá podamos aprender algo que pueda ayudar a otra niñita dentro de cinco o diez años." "No me interesa que mi hija se convierta en un experimento médico", les dije con total honestidad. "Solo quiero que se sane. ¿Pueden ustedes prometérmelo?" "Lo siento, señora Larios", dijeron los médicos. "La medicina no puede prometerle nada." Al día siguiente nos llevamos a Lisa para que muriera en nuestro hogar. Pasamos el resto del verano tratando de hacerla feliz. Nos endeudamos mucho para llevarla de paseo por la costa, comprarle las cosas que quería, como grabadoras y otros objetos materiales. Pero todo parecía tan patéticamente vacío. No era bueno que estuviéramos sentados a su alrededor cubriéndola de regalos, esperando su muerte. Una tarde, a mediados de julio, alguien golpeó a la puerta de nuestro apartamento. La abrí y vi a nuestro vecino, un joven soltero llamado Bill Truett, parado en el corredor. "Cómo está Lisa?", preguntó Bill. "No está bien", contesté. "Ha empeorado desde que la sacamos del hospital." Bill sonrió débilmente y me miró fijo a los ojos. "Se pondrá bien", dijo con voz confiada. Me encogí de hombros. "Espero que sí." "No, usted no me ha comprendido", dijo seriamente. "Ella se va a poner bien. ¿Alguna vez oyó usted hablar de Kathryn Kuhlman?" "Bueno, la he visto un par de veces en la TV, pero nunca le presté mucha atención." "Este próximo domingo ella va a estar en el auditorio Shrine de Los Ángeles", dijo Bill. "Quisiera llevar a Lisa a la reunión." Dudé por un momento. Realmente no conocía muy bien a Bill, y había oído decir que las reuniones en el Shrine eran muy prolongadas. Pero él insistió tanto que finalmente accedí a ir junto con Lisa y él, solo para sacármelo de encima. Después de decirle que iríamos, cerré la puerta y me recosté contra la mesa de la cocina. Javier estaba trabajando en un dibujo junto a la ventana, mirando al patio. Varios de sus dibujos estaban colgados en las paredes de nuestra casa. Yo sabía que él estaba interesado en desarrollar su talento, pero también sabía que la pintura era una forma de escape para él. Cuando estaba ocupado con sus dibujos no tenía tiempo para pensar en Lisa. Observé su rostro, como tallado en piedra, Kathryn Kuhlman

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concentrado en sus carbonillas. Sentí que las uñas se me clavaban en la mano al cerrar el puño tratando de detener las lágrimas. Javier estaba perdido en su arte. Bill sugería cosas extrañas. Pero yo era la madre de Lisa, y tenía que enfrentar la realidad. No podía aferrarme al arte para escapar, ni dejarme llevar por las tonterías que decía Bill sobre milagros. Yo tenía que enfrentar las cosas como eran. Lisa iba a morir. Bill volvió a la mañana siguiente y me recordó mi promesa de ir con él y Lisa al auditorio. "Bill, no quiero apagar tu entusiasmo", dije, "pero los médicos me han dicho que Lisa no puede curarse. Nadie puede hacer nada." "Entonces veamos qué puede hacer Dios", dijo él sencillamente. Quise retroceder. Sentía que Bill me estaba presionando. Además, detestaba tener que levantarme temprano un domingo por la mañana y conducir por toda la ciudad solo para esperar en fila durante horas. Bill se negaba a desalentarse. "Sé que ella será sanada. Mi madre está muy cerca de este ministerio. Conoce a muchas personas que fueron sanadas."Yo no tenía nada de fe. Solo agradecía que Lisa no supiera lo serio que era su estado. Aunque yo no lo sabía, Lisa sospechaba algo. Al menos sabía que su pierna no podía soportar su peso. Pocos días antes había visitado a una amiga en un apartamento cercano, al otro lado del pasillo, y trató de andar sin las muletas. Su cadera se dobló como una esponja mojada y cayó al piso. Aunque no sabía qué era, podía darse cuenta de que tenía algo muy mal en la cadera. El sábado por la tarde Bill volvió a golpear a la puerta. "Recuerde, mañana es el día. Lisa recibirá un milagro." "Muy bien, Bill", dije, cerrando la puerta. Pero por dentro sabía que no había forma de que sucediera. Ya no se producían milagros, al menos no para quienes eran como nosotros. Si había milagros, eran para los ricos, los piadosos, los santos de la iglesia. Nosotros éramos solamente unos pobres mexicanos católicos que ni siquiera íbamos muy seguido a misa. ¿Cómo podíamos esperar un milagro? Al día siguiente, 16 de julio, muy temprano por la mañana, Bill tocó a la puerta. "Déjame terminar el café", grité. Por dentro, deseaba que se fuera sin nosotras. Bill y su novia Cindy nos estaban esperando con una silla de ruedas. Ayudaron a Lisa a bajar las escaleras, luego rodearon la piscina, recorrieron la acera angosta y la metieron en el auto. Poco después salimos de la carretera Harbor hacia el sur, hacia Los Ángeles y el auditorio Shrine. Lisa estaba en la silla de ruedas, mientras yo esperaba apoyada sobre una vieja frazada contra la pared del auditorio Shrine, preguntándome cuándo abrirían las puertas. Todo esto parecía tan estúpido: pasar toda la mañana sentada en la acera, calcinándome bajo el Sol, esperando por nada. Finalmente abrieron las puertas. Bill empujó la silla de Lisa hacia la sección reservada para sillas de ruedas y yo me senté junto a ella. Él y Cindy fueron a sentarse en otra parte del auditorio. Yo estaba maravillada por la cantidad de gente y la calidez, la amistad y el amor que sentía en ese lugar.

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La reunión comenzó con el coro cantando "Él me tocó". Kathryn Kuhlman, con un vestido blanco vaporoso, apareció en la plataforma. Lisa me tocó el brazo. "Mamá, si entrecierras los ojos al mirarla, verás un halo a su alrededor." Me encogí de hombros y no hice ningún intento por descubrir el halo. Entonces la señorita Kuhlman predicó un breve sermón al que ni siquiera presté atención. Yo sacudía la cabeza. Todo esto era muy lindo, pero, ¿por qué estábamos perdiendo el tiempo aquí? Entonces, sin aviso previo, comenzaron a suceder cosas. La señorita Kuhlman señalaba hacia el balcón. "Hay un hombre que está siendo sanado de cáncer ahora. Póngase de pie, señor, y acepte su sanidad." Me di vuelta y traté de mirar hacia arriba. Pero estaba muy lejos. Lo único que podía ver eran rostros que se perdían hacia atrás en la oscuridad. Pero al mismo tiempo parecía haber luz; no la clase de luz que puede verse, sino la que se siente. Estaba en todo el edificio. Luz y energía, como si hubiera pequeñas llamitas de fuego que danzaran de una cabeza a otra. Me sentí electrizada. La señorita Kuhlman seguía señalando otros lugares en el auditorio donde se estaban produciendo sanidades. Luego señaló al área donde estaban las sillas de ruedas, justo donde nosotras estábamos sentadas. "Hay un cáncer allí", dijo suavemente. "Párate y acepta tu sanidad." Miré a Lisa, pero ella no se movió. Por supuesto. ¿Cómo sabría que tenía cáncer? Nosotros no se lo habíamos dicho. Si yo le decía que la señorita Kuhlman le hablaba a ella, y si se ponía en pie, su cadera y su pierna podrían torcerse. ¿Qué debería hacer? La señorita Kuhlman sacudió la cabeza y se dirigió a otra sección, señalando nuevas sanidades en otras partes del auditorio. Mi corazón se detuvo. ¿Había pasado ya el tiempo de Lisa? ¿Sería demasiado tarde? Entonces la señorita Kuhlman volvió a mirar hacia nuestra sección, donde estábamos, señalando el lugar donde estábamos. "No puedo olvidarme de esto", dijo. "Alguien allí está siendo sanado de cáncer. Debes levantarte y aceptar tu sanidad." "Mamá," dijo Lisa, "siento caliente el estómago." No habíamos comido desde la mañana temprano, y comencé a buscar alguna golosina en mi bolso. "No, no es ese tipo de calor", dijo Lisa, rechazando la golosina. La señorita Kuhlman seguía señalando en dirección a nosotras. Miré a mi alrededor. No había nadie más de pie en nuestra área. Yo sabía que Lisa debía ser quien estaba siendo sanada, pero tenía miedo. ¿Qué sucedería si no era para ella? ¿Qué sucedería si se ponía de pie y caía? O, lo peor... ¿qué sucedería si era Lisa... y no se ponía en pie? Cuando pensaba que moriría de incertidumbre, de duda, Lisa se inclinó y me susurró: "Mamá, creo que voy a subir a la plataforma. Creo que estoy siendo sanada." "Haz lo que quieras", le dije, sintiéndome aliviada de que ella hubiera decidido por mí. Pero temía por ella cuando intentara caminar sin las muletas. Kathryn Kuhlman

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Uno de los consejeros sintió que algo le estaba sucediendo a Lisa y se acercó a nosotras. "Creo que me siento mejor", le dijo Lisa. "Quiero subir a la plataforma." Él la ayudó a salir de la silla de ruedas. Contuve la respiración mientras ella se paraba. En un momento pensé que se desplomaría, pero repentinamente comprendí algo. Ese mismo fuego que yo había sentido que danzaba de una a otra cabeza, estaba ahora descansando en Lisa. Casi podía ver una nueva fortaleza fluyendo en su cuerpo. El consejero la ayudó a que se apoyara en él, y comenzaron a bajar por el pasillo. Lentamente al principio, luego con más seguridad, llegaron junto a la plataforma donde una mujer intercambió unas palabras con ellos. Bill Truett se unió a ellos allí, y luego de una breve conversación, subieron a Lisa a la plataforma. La señorita Kuhlman escuchó mientras la mujer le daba algunos detalles. Luego se aproximó a Lisa. Lisa retrocedió un paso, y luego cayó al suelo. Contuve la respiración, pensando que su pierna había cedido. Pero Lisa se puso de pie nuevamente. "Dedico esta niña al Señor Jesucristo", dijo la señorita Kuhlman, mientras Lisa permanecía de pie frente a ella, con el rostro bañado en lágrimas. "Ahora, veamos cómo caminas." Lisa comenzó a correr de un lado a otro del escenario, y todos empezaron a aplaudir, alabando a Dios. Entonces, como si los ángeles cantaran, el coro comenzó a entonar suavemente "Aleluya, aleluya". "Quiero que esta sanidad sea verificada", dijo la señorita Kuhlman. "Quiero que vuelvas a ver a tu médico y le pidas que te haga un examen completo. Luego vuelve a la próxima reunión y testifica de lo que Dios ha hecho por ti." Miré de reojo a Bill. Estaba exultante, como si fuera su propia hermana la que hubiera sido sanada. Luego, yo aprendería que en la familia de Dios somos verdaderamente hermanos y hermanas. Pero en ese momento solo podía pensar en Lisa. Ella seguía corriendo de un lado a otro de la plataforma, aún rengueando un poco, pero pisando fuerte. Me mordí el labio. Sabía que su cadera era como manteca y cedería ante la más mínima presión... pero no sucedió. ¿Podría ser? ¿Había sido sanada? Tenía miedo de creer. Había sufrido una vez, y tanto, cuando el doctor nos había dicho que no había esperanza. Creer ahora, solo para descubrir después que era una falsa esperanza, sería más de lo que podría resistir. Era más seguro no creer nada. Javier salía para su trabajo cuando volvimos a casa. Le dijimos lo que había ocurrido. "Entonces comenzaremos a tener esperanzas", dijo. "Eso es algo que no tuvimos antes. Hemos tenido tanto amor por nuestra niñita. Ahora tenemos esperanzas. Tarde o temprano, quizá Dios nos dará la fe para aceptar esto maravilloso que está haciendo." Fueron las sabias palabras de mi maravilloso esposo. Bill y Cindy entraron con nosotras al apartamento. "Quítele las muletas", dijo Bill, cuando yo trataba de dárselas otra vez a Lisa. "¿Es que no comprende? Ella fue sanada." Durante el resto de la noche Lisa anduvo cojeando por el apartamento. Yo observaba cada uno de sus pasos, temiendo que pudiera caer. Pero no cayó. Kathryn Kuhlman

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En realidad, parecía que se estaba poniendo cada vez más fuerte ante mis propios ojos. Al día siguiente lo primero que Javier preguntó fue: "¿Dónde está Lisa? ¿Cómo está?" Yo me había levantado más temprano, así que llevé a Javier hacia la ventana. "Mira", le dije, señalando hacia el patio. Allí estaba Lisa, andando en su bicicleta alrededor de la piscina, jugando con los demás niños del edificio. Cuando Javier se apartó de la ventana, su rostro estaba surcado por las lágrimas. Creyera yo o no, era lo mismo. Él sí creía. A la semana siguiente llevé a Lisa al Hospital de Niños. Luego de una serie de análisis de sangre y varias radiografías de la cadera y el pecho, el radiólogo dijo: "La llamaremos por teléfono cuando tengamos algo". Los ojos de Javier danzaban cuando me abrió la puerta del apartamento. "Bien, ¿qué dijeron?" Le expliqué la situación y le dije que tendríamos que esperar. Él insistió en que llamara a la doctora Higgins. "Estaba a punto de llamarla", me dijo la doctora cuando finalmente logré comunicarme con ella. "Pero he estado en consulta con otros siete médicos sobre el caso de Lisa. No sé qué decirle." Tragué saliva. "¿Quiere decir que algo anda mal?" ¿Podría ser que esto fuera solo un cruel truco, que mis esperanzas hubieran surgido solo para ser hechas pedazos ahora? "No sé cómo pudo haber sucedido", continuó la doctora, como si no me hubiera oído. "Todos vemos lo mismo en las radiografías. El tumor se ha reducido muchísimo en vez de extenderse. Hay evidencias de curación." Por supuesto, ella no sabía nada sobre la reunión de Kathryn Kuhlman, pero había dicho "evidencias de curación". ¿Cuánto más sería necesario para que yo me convenciera de que Dios había tocado la vida de Lisa? "Doctora, ¿tiene usted un minuto?", le dije. "Quiero contarle algo. Sé que le resultará extraño, pero llevamos a Lisa a una reunión de Kathryn Kuhlman. Desde entonces ella camina sin muletas, corre, anda en bicicleta, nada y se comporta normalmente. Creemos que Dios la ha sanado." Hubo un largo silencio del otro lado de la línea. "Quiero comprender bien esto", dijo finalmente la doctora. "Usted no le ha estado dando ninguna medicación, ¿verdad?" "Ninguna", contesté. "Usted se negó a que hiciera el tratamiento con cobalto y quimioterapia, ¿verdad?" "Sí", respondí. Nuevamente hubo un largo silencio. "Bueno, puede ser que su cuerpo esté armando un cierto tipo de resistencia y echando fuera esto, lo cual no parece natural. O podría ser su Kathryn Kuhlman. Sea lo que fuere, el tumor está desapareciendo. Y hasta donde yo sé, es el primer caso en la historia de la medicina en que esto sucede." Yo estaba llorando. Recordaba haber leído, hacía ya tiempo, la historia de Tomás, en la Biblia. Él creyó que Jesús había sido levantado de los muertos cuando Kathryn Kuhlman

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finalmente vio las marcas de los clavos en sus manos. Cómo me parecía a él... Pero aun así, Dios había permitido que yo viera este milagro en mi hija. "Le diré algo más", dijo la doctora Higgins suavemente. "Todos se alegrarán mucho en hospital por lo que le ha sucedido a Lisa, porque este es un caso en el que habíamos perdido toda esperanza." Lisa ingresó nuevamente a la escuela en el otoño, sin muletas. Un mes después la llevé al médico. El tumor continuaba reduciéndose. Se estaba retirando. Lisa estaba casi normal. "Cómo se explica esto?", preguntaba yo. "No tenemos explicación", dijo el médico. "Nunca ha habido un caso de curación como este antes. Si le hubiéramos dado tratamiento con cobalto, y el tumor hubiera retrocedido, lo hubiéramos considerado un milagro de la medicina. Pero sin tratamiento alguno... bien, ¿qué podemos decir?" Nuestro sacerdote, sin embargo, podía decir algo: "Dios tiene muchas formas de hacer las cosas. Seguramente esto viene de Él." Ahora que Lisa está completamente sana, muchos de nuestros amigos preguntan: "¿Por qué sucedió todo esto?" Creo que Dios permitió esta enfermedad en nuestras vidas para acercarnos más entre nosotros y acercarnos más a Él. En la Biblia encontré un relato que explica todo. Cierto día Jesús estaba caminando por una calle y vio a un hombre que era ciego de nacimiento. Sus seguidores le preguntaron: "Maestro, ¿por qué es ciego este hombre? ¿Es porque él pecó, o porque pecaron sus padres?" El Maestro respondió: "No, ninguna de las dos cosas. Él es ciego para que Dios pueda ser glorificado por medio de su sanidad." Entonces lo tocó, y el ciego pudo ver. Creo que Lisa llegó a estar tan enferma para que Dios pudiera glorificarse en su sanidad. Darle la gloria a Dios no es algo que se aprenda a través de los libros. Tiene que ser aprendido al caminar con Él por el valle de sombras. Si uno vive en la cima de la montaña todo el tiempo, se vuelve duro e insensible, sin reaccionar ante las cosas más delicadas de la vida. Solo en la sombra del valle crecen estos tiernos pastos. He estado muchas veces observando a Javier cuando dibuja. Le encanta usar carbonillas y mezclar sombras. "El brillo del sol resalta los detalles", dice, "pero las sombras son las que hacen resaltar el carácter." Solo cuando caminamos en sombras aprendimos a alabar a Dios por las pequeñas cosas. Fue entonces que aprendimos que Lisa no era realmente nuestra, sino de Dios. En los momentos más oscuros, la devolvimos al Padre Celestial. Allí, en el valle, descubrimos el secreto del renunciamiento. Pero cuando se la dimos, Él tuvo la misericordia de devolvérnosla... sanada. Lisa ya no teme a las sombras. Como nosotros, ha comprendido que aun en el valle, Dios está con nosotros. Su vara y su cayado nos confortan, haciendo que nuestra copa rebose de su bondad y su misericordia.

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CAPÍTULO 4 EL DIA QUE LA MISERICORDIA DE DIOS SE HIZO CARGO Richard Owellen, Ph.D., M.D. El doctor Richard Owellen es un viejo amigo. Lo conocí cuando cantaba en nuestro coro en Pittsburgh, mientras trabajaba para lograr su doctorado en química orgánica en Carnegie. Luego de dos años de estudios postdoctorado en la Universidad de Stanford, pasó a la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, donde completó su doctorado en medicina en tres años. Después de un año como interno y dos de residencia en medicina interna, fue contratado por esta universidad como profesor ayudante de medicina, por lo cual debió repartir su tiempo entre la investigación del cáncer, la atención de sus pacientes y la enseñanza. Mientras trabajaba para lograr el doctorado en química en Carnegie, comencé a asistir a las reuniones de Kathryn Kuhlman, que se realizaban todos los viernes en el viejo auditorio Carnegie, al norte de Pittsburgh. Allí, por primera vez en mi vida, sentí el poder de Dios obrando mientras la gente se reunía para adorar. Poco después me ofrecí como voluntario para cantar en el coro, y allí conocí a Rose, que había crecido literalmente dentro del ministerio de la señorita Kuhlman. Rose y yo comenzamos a salir, nos enamoramos, y en abril de 1959 la señorita Kuhlman celebró nuestro matrimonio. Un año después nació la pequeña Joann. Rose tuvo un embarazo y un parto normal, pero cuando llevamos la niña a casa, notamos una gran magulladura en una de las nalgas. Le pregunté al doctor qué era eso, pero nos aseguró que no había nada que indicara que algo anduviera mal. Pero tanto mis padres como la hermana de Rose notaron algo extraño en el comportamiento de la beba. Era extremadamente nerviosa; demasiado, decía mi madre. Lloraba y gemía constantemente y no quería alimentarse, rechazaba la mamadera, vomitaba y gritaba si la movíamos mientras se la alimentaba. Además, notamos que una pierna estaba siempre doblada hacia el cuerpo, con la rodilla y el piecito girados hacia afuera, algunas veces en un ángulo de hasta noventa grados. Era imposible hacerle estirar las dos piernecitas al mismo tiempo para ponerlas derechas. Cuando la llevamos nuevamente al médico de la familia, revisó sus piernas y caderas. "Sí, verdaderamente hay algo que anda mal en la pierna derecha", dijo. "No estoy seguro de qué es en este momento, pero esperemos un tiempo. Algunas veces estas cosas se arreglan solas." Esperamos varios meses, pero nada se arregló. En cambio, se puso peor. Joann continuaba siendo muy nerviosa, y muchas veces lloraba cuando la tocábamos. Cuando tomaba su mamadera, frecuentemente paraba para llorar. Estos síntomas nos comunicaban que sufría fuertes dolores. Pero, ¿qué era? ¿Y dónde?

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Después de los tres meses Joann ya debería haber sido capaz de levantar su cabecita del colchón, pero no lo hacía. Cada vez más preocupados, la llevamos nuevamente al médico. Esta vez, luego de examinarla, el doctor me hizo señas de que me acercara a él. La pequeña Joann estaba de espaldas sobre la camilla. El doctor tomó su piecito derecho en una mano y puso la otra bajo su rodilla. Luego comenzó a doblar lentamente el piecito hacia adentro. La niña gritó de dolor. "La pierna no gira en lo más mínimo", dijo el doctor. "Ahora mire esto." Suavemente comenzó a rotar la piernecita hacia afuera. Quedé boquiabierto y luego contuve la respiración mientras la piernita de mi hija giraba en su mano, no sólo de arriba abajo, sino en lo que fue casi una rotación completa de 360 grados. Solo cuando había terminado la rotación la beba comenzó a gemir de dolor. El doctor colocó cuidadosamente la piernecita en su posición original. Después me señaló los pliegues en la piel a lo largo de su muslo. "Esta es una de las cosas que observa un médico", me dijo. "Fíjese que hay dos pliegues de este lado, pero solo uno en la otra pierna. Una criatura normal tendría los mismos pliegues en ambas piernas. Una diferencia como esta señala algún tipo de alternación interna, es decir, que hay algún defecto en la estructura de la cadera, la columna o la pierna. En este caso, estoy seguro de que se trata de la cadera." Rose tomó a la niña y la apretó contra sí. ".Qué está tratando de decirnos, doctor?", preguntó, con los ojos llenos de lágrimas. El doctor puso su mano sobre el hombro de Rose. "No puedo decirlo con total seguridad", contestó, "por eso quisiera que la examine un cirujano ortopédico. Él podrá darnos un diagnóstico definitivo. Parece una cadera dislocada." Rose se sentó en la silla que estaba junto a la camilla, sosteniendo aún a la beba junto a su pecho. El médico siguió hablando, y en forma muy suave y amable, nos dijo qué era lo que podíamos esperar. Joann posiblemente necesitara aparatos ortopédicos, quizá, incluso, un corsé. El tratamiento llevaría un largo tiempo, y aun así, no había un ciento por ciento de probabilidades de que se curara totalmente. Existía la posibilidad concreta de que fuera una lisiada durante toda su vida, y caminara siempre con impedimentos. Podría tener una pierna más corta que la otra, u otra clase de anormalidad. "No deben esperar", dijo el médico. "Llévenla a un cirujano ortopédico." Hicimos una cita con el cirujano para el lunes siguiente, y llevamos a Joann a casa. Esa noche, en casa, Rose y yo nos sentamos a hablar. Ambos estábamos destrozados, y no solo por la idea de tener una niña lisiada. Todo parecía muy injusto. "No comprendo", le dije a Rose. Los dos estábamos molestos, sentados en nuestro pequeño living. "Aquí estamos, tratando de servir al Señor, y él deja que esto nos suceda." Rose estaba callada; su bello rostro estaba tenso, los labios le temblaban un poco. Yo quería pararme, cruzar el cuarto, tomarla en mis brazos y consolarla. Pero estaba demasiado molesto en mi interior. No tenía nada para dar. "Hemos estado diciéndoles a otras personas que creemos en la sanidad," exploté, "y ahora tenemos una hija deforme." Kathryn Kuhlman

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"Si Dios permitió que tuviéramos una hija deforme," dijo finalmente Rose, "seguramente espera que nos ocupemos de ella y la cuidemos." "No discuto eso", dije amargamente. "Amo a esta niña y haré todo lo posible para que sea sanada. Si no se sana, la criaremos y la amaremos toda la vida. Es que no parece justo. El mundo está lleno de gente que no ama a Dios, que ni siquiera lo conoce. Muchas de estas personas odian a Dios, pero tienen hijos normales. .Por qué tenemos nosotros que tener una hija deforme?" Era una pregunta injusta. Yo sabía que Rose no tenía la respuesta, así como yo no la tenía. También sabía que la gente que cuestiona a Dios está mostrando su falta de fe. Estaba dándome cuenta de que no tenía ninguna fe, al menos no la clase de fe que creía que era necesaria para que nuestra hija se curara. A la mañana siguiente, mientras me vestía para ir a dictar clase, Rose se sentó al costado de la cama. Había estado despierta la mayor parte de la noche, cuidando a la beba, y su rostro mostraba las huellas de la falta de sueño. "Dick", dijo, dubitativa, "hemos visto al Espíritu Santo hacer tantas cosas maravillosas en los cultos de la señorita Kuhlman. ¿No crees que tendríamos que llevar a Joann y tener fe en que Dios la sanará?" Rose se había retirado del coro de la señorita Kuhlman justo antes de que la beba naciera, y aunque habíamos vuelto a ir a algunas de las reuniones, tanto en Pittsburgh como en Youngstown, Ohio, la vergüenza había hecho que no le contáramos a nadie sobre el estado de la niña. Solo mis padres y la hermana de Rose lo sabían. Con la pregunta de Rose dándome vueltas en la cabeza, me detuve frente al espejo durante largo tiempo, jugando con el nudo de mi corbata. ¿Fe? Acababa de darme cuenta de que no tenía ninguna fe, al menos, no la que se requería para que Joann fuera sanada. Pero recordaba algo que había escuchado decir a la señorita Kuhlman una y otra vez: "Haz todo lo que puedas. Entonces, cuando hayas llegado al fin de tus recursos, deja que Dios se haga cargo". Habíamos ido al médico. Los únicos recursos posibles eran los aparatos ortopédicos y una posible cirugía, sin garantía de que la niña se sanara. Rose tenía razón. Ahora era el momento de confiar por completo en Dios. El viernes por la mañana salimos del apartamento para llevar a la niña al culto de milagros en el auditorio Carnegie. Sentados en el auto, inclinamos nuestras cabezas para orar. "Señor Jesús, tú has escrito en tu Palabra que tenemos el privilegio de venir ante ti y pedirte que, en tu misericordia, toques el cuerpo de nuestra hijita. Pero no lo demandamos de ti, Señor. Ni siquiera lo reclamamos, porque aunque ya nos ha sido dado, sabemos que aún depende de tu misericordia. Simplemente te pedimos, Señor Jesús, que sanes a nuestra pequeña hija." Fue una oración muy sencilla, no de la clase que yo me había imaginado muchas veces que diría. En mi imaginación yo irrumpía ante el trono de gracia y le tiraba a Dios sus promesas a la cara, demandándole que las cumpliera. Pero ahora, cara a cara con un problema que era más grande que nosotros, mayor que la ciencia médica, Rose y yo comprendíamos que lo único en que podíamos descansar era en la misericordia de Dios.

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El culto fue similar a los cientos de reuniones a las que ya habíamos asistido antes, solo que esta vez no estábamos simplemente como espectadores. Veníamos a esperar un milagro. Parecía que era uno de esos días en que la pequeña Joann estaba especialmente incómoda. Varias veces gimió y gritó de dolor. No queríamos que molestara en el culto, por lo que nos quedamos en la parte de atrás del auditorio, mientras Rose la tenía en brazos. Cuando Joann lloraba, Rose la llevaba al hall, y volvía cuando la niña se calmaba. Le habíamos dado nuestros asientos a otras personas y estábamos apoyados contra la pared del fondo del gran auditorio mientras se desarrollaba el culto de milagros. Joann estaba envuelta en una manta, y de a ratos Rose levantaba un poco el borde y miraba. Creía que cuando Dios comenzara a obrar, ella vería algo. Casi al final del culto, algo sucedió. Desde que Joann nació, los deditos de su pie derecho habían estado doblados firmemente hacia abajo. Ahora, mientras estábamos apoyados contra la pared, esos pequeños deditos rosados comenzaron a relajarse, hasta parecerse a los de cualquier niña sana de cuatro meses de vida. Rose me codeó. Su rostro estaba radiante. "Dios ha comenzado a obrar", dijo. "Su presencia está sobre la niña. Voy a la plataforma." Estaba decidida, y vi que sería inútil tratar de detenerla. Comenzamos a avanzar por el pasillo. Yo esperaba que en cualquier momento algún ujier nos detuviera, ya que tenían estrictas órdenes de evitar que cualquer persona bajara, a menos que algún consejero hubiera hablado con ella antes. Pero no había ningún ujier cerca. Seguimos bajando por el pasillo. Mientras caminábamos, la señorita Kuhlman bajó de la plataforma y se aproximó a nosotros. Nos encontramos en el centro del auditorio. "Rose", dijo, mirando sorprendida a mi esposa. "¿Le pasa algo malo a la niña?" Rose trató de hablar, se atragantó, y trató nuevamente. "Sssí, señorita Kuhlman. Tiene una cadera dislocada desde que nació." La señorita Kuhlman sacudió la cabeza, asombrada. "¿Por qué no me dijiste...?" Se interrumpió y volviéndose al auditorio atestado de gente, dijo: "Quiero que todos se pongan de pie y comiencen a orar. Dios va a sanar a esta preciosa criatura." Rose le quitó la manta a Joann y la extendió hacia la señorita Kuhlman. En todo el lugar la gente estaba de pie, con los ojos cerrados, orando. Yo tambié oraba, pero tenía los ojos abiertos. Quería ver lo que sucedía. Observé cuidadosamente. La señorita Kuhlman extendió sus dedos sensibles y tocó los deditos de Joann muy suavemente. No tiró. Ni siquiera cerró los dedos. Solo la tocó ligeramente y comenzó a orar. "Maravilloso Jesús, toca a esta preciosa beba..." ¡Lo vi! ¡Lo vi con mis propios ojos! Esa piernita, torcida en forma tan grotesca hacia la derecha, comenzó a enderezarse. Giró lentamente hasta que los deditos quedaron apuntando hacia arriba, como los del otro pie. Todo parecía perfectamente natural. Pero yo sabía que lo que estaba viendo era imposible. Alguna fuerza exterior estaba moviendo esa pierna. Pero la señorita Kuhlman no lo había hecho. Rose, con los ojos cerrados y el rostro elevado hacia el cielo, no lo Kathryn Kuhlman

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había hecho. Y por supuesto, la pequeña Joann no lo había hecho. ¡Quién podía haberlo hecho, entonces, sino Dios! Mantuve los ojos fijos en la piernita que descansaba en posición natural, y supe que la sanidad era total. "Gracias, Señor", repetí una y otra vez en silencio. "Gracias." La señorita Kuhlman dejó de orar, y todos se sentaron. Rose envolvió a la niña en la manta, y comenzamos a volver a la parte de atrás del auditorio. "¿Lo viste?", le susurré cuando llegamos atrás. "¿Ver qué?", preguntó Rose. "Estaba orando. ¿Tú no?" "Yo también estaba orando, pero con los ojos abiertos. ¿No lo sentiste?" "¿Sentir qué?" Rose me miraba intrigada. "La pierna de Joann, su pie. Vi cómo se movía su pierna. Se enderezó. ¡Vi cuando fue sanada!" Estaba tan entusiasmado que apenas podía controlarme para no gritar. Rose abrió mucho los ojos, y el gozo se reflejó en su rostro. "¡Jesús!", susurró. "Oh, Jesús, gracias." Empujamos la puerta vaivén y casi corrimos al hall. Allí quitamos la manta y observamos las piernecitas de Joann. Estaban perfectas. La piernita derecha ya no estaba doblada hacia adentro como antes. El piecito derecho ya no estaba doblado hacia afuera. Ambas piernas estaban derechas, y los pies estaban bien colocados. "Vamos a casa", dije. "Quiero pasar el resto del día alabando a Dios." No solo pasamos el resto del día alabando al Señor, sino también la mayor parte de la noche. Después de la cena, que la beba tomó sin problemas, la acostamos boca abajo en la cuna. Nos quedamos tomados de la mano junto a la cuna y la observamos. Por primera vez en su vida Joann levantó la cabeza del colchón y miró a su alrededor. Nos quedamos despiertos hasta las tres de la madrugada, observándola. Se dormía, luego despertaba, hacía gorgoritos, gorjeaba y volvía a dormirse. Era como si estuviera compensando el tiempo perdido en que su vida no había estado llena de gozo. A la mañana siguiente aún podíamos ver la perfecta sanidad obrada en sus piernas. Yo podía manipularlas sin problemas. La única ocasión en que lloró fue cuando quise torcérsela hacia afuera, como había podido hacer el día anterior. Nuestra Joann era perfectamente normal. La única diferencia entre sus piernitas era que una tenía un pliegue en la piel, y la otra dos... un recordatorio de que había tenido algo mal en su estructura. Al lunes siguiente fuimos a la cita con el cirujano ortopédico. Él miró a la niña y leyó lo que había anotado nuestro médico de familia. ¿Para qué los envió su médico aquí?", preguntó mientras tiraba de las piernas de Joann. "El creía que la cadera derecha estaba dislocada", dije. El médico la examinó cuidadosamente una vez más, y sacudió la cabeza. "No lo entiendo. Esta niña no tiene nada mal. Su pierna izquierda se tuerce un poco, pero eso no es anormal. Ustedes no me necesitan. Para mí, esta niña está perfectamente bien." Nosotros estábamos encantados de escuchar la confirmación de su sanidad en boca de un médico. Y ahora Joann comía normalmente; ya no paraba para llorar. Kathryn Kuhlman

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El viernes, justo una semana después de que Joann fuera sanada, volvimos a ver al médico de la familia. Nos preguntó qué había sucedido y por qué habíamos vuelto tan pronto. Le contamos toda la historia, sin omitir detalle. Durante todo el relato el doctor ni siquiera parpadeó, sino que siguió examinando a Joann y tomando notas. Le dijimos lo que había dicho el otro médico. El trataba de hacerle girar la pierna, para adelante y atrás, para un lado y para el otro, el mismo examen que le había hecho la semana anterior. Con una seña le indicó a Rose que su examen había concluido y que podía vestir a Joann. Luego se sentó y se echó hacia atrás. "Bueno, los niños cambian", dijo. Y luego agregó: "Pero no tan rápido. Esto tuvo que ser de Dios." Nosotros estábamos extasiados de gozo. La sanidad era completa, y hasta el médico le daba la gloria a Dios. Ahora, años más tarde, formo parte del staff de uno de los centros médicos más importantes del mundo. Y como tal, no veo ningún conflicto entre la medicina y la curación espiritual. El médico no sana. Puede prescribir un medicamento, pero ese medicamento no cambia los órganos; solo mejor la forma en que estos funcionan. Toda sanidad viene de Dios. Los cirujanos pueden cortar los tejidos o las células enfermas, lo cual algunas veces permite que el organismo se cure más rápidamente. Pero ningún cirujano puede entrar al cuerpo y sanar. Él solo cose el cuerpo después de terminar su trabajo. Es Dios el que sana. Dios nos ha provisto de una gran cantidad de maravillosos medicamentos, técnicas quirúrgicas, ortopédicas, la capacidad de cuidar a los enfermos... y el cristiano tiene el beneficio adicional de poder mirar más allá de lo que puede hacer el médico, y ver lo que Dios puede hacer. Algunos de mis colegas médicos sinceramente creen que esto no es así. Otros, igualmente sinceros, van más allá y niegan la existencia de Dios. Pero cuando enfrentan el hecho de que algunos de sus pacientes "incurables" son sanados cuando se vuelven a Dios, se quedan desconcertados. Para algunos puede parecer extraño que un hombre de ciencia, dedicado a ser intelectualmente honesto, pueda ignorar esta manera de curar. Pero las cosas del espíritu no son como las de la mente natural. En realidad, la mente natural es enemiga de la espiritual. Cualquier persona, aun un científico muy capacitado, que no quiere enfrentar el hecho de que está en rebeldía contra Dios y necesita a Jesucristo, hará cualquier cosa por anular el mensaje de salvación de Dios. Lo mismo sucede con el re conocimiento del poder de Dios para sanar. Sin embargo, aquellos que sinceramente desean llegar al conocimiento de toda la verdad, finalmente llegarán a Jesucristo, "en quien", dice Pablo, "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Colosenses 2:3). No fue sino en los últimos años, después de unirme al cuerpo de profesores de la Universidad Johns Hopkins como ayudante de cátedra en medicina, que comencé a apreciar plenamente la magnitud de la gracia de Dios al sanar a la pequeña Joann. No fue mi fe, ni la de Rose, la que hizo que esto sucediera. Ninguno de nosotros tenía la clase de fe necesaria para "reclamar" la sanidad. Fue la misericordia de Dios; su favor inmerecido. Cuando fuimos a esa reunión teníamos razones para esperar un milagro. Habíamos visto a muchos otros que fueron sanados y, por supuesto, sabíamos que Dios ama a los niños. Pero aun así, no teníamos la fe que creíamos que era Kathryn Kuhlman

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necesaria para que un milagro así se produjera. Pero sentimos que teníamos que darle a Dios la oportunidad de tocar a nuestra hija dejándosela a Él. Y cuando se la dejamos, la alcanzó, la tomó y la sanó. Por medio de este milagro aprendí la diferencia entre la fe en Dios, que la mayoría de nosotros tenemos, y la fe de Dios (la misma clase de fe que Dios tiene), que es un don del Espíritu Santo. La fe en Dios nos permite creer que Dios hará algo maravilloso. Pero a menos que tengamos la fe de Dios, debemos hacer todo lo humanamente posible primero, creyendo que quizá Dios quiera obrar por medio de la ciencia médica, y dejar el resto en sus misericordiosas manos. Muchas personas tratan de obligar a Dios a que haga algo, viniendo a su presencia y casi demandando que actúe. Algunas veces Dios honra tales demandas, no porque tenga que hacerlo, sino porque lo conmovemos. Pero yo me siento mucho más seguro dependiendo de su gracia y su misericordia para satisfacer todas mis necesidades. Muchas veces me pregunté si muchas de las sanidades que había visto no serían psicosomáticas. A partir de un estudio básico de la naturaleza humana, sabía que algunas probablemente lo fueran. Pero una beba de cuatro meses de vida no sabe lo suficiente como para tener una sanidad psicosomática. Lo que vimos ese día en el pasillo del auditorio Carnegie no fue un proceso mental; fue puramente físico. Y fue instantáneo. No hay términos médicos que puedan describirlo, a excepción de la palabra "milagro". Constantemente me preguntan: "¿Por qué tiene esta imperfección? ¿Esta deformidad? ¿Por qué Dios permite la enfermedad en las personas, especialmente en los cristianos? ¿Por qué tuvo Joann esa imperfección?" Son preguntas inquietantes, sobre todo para un médico. Realmente, no tengo la respuesta. Pero, en lo que a Joann concierne, estoy absolutamente convencido ahora, aunque no lo estuviera entonces, de que Dios permitió que sufriera esta deformidad en particular para que su sanidad fuera un testimonio de Él. Sentimos que si Dios podía confiarnos una niña lisiada, tenía algo más grande que quería confiarnos: el testimonio de su poder para sanar.

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CAPÍTULO 5 CUANDO EL CIELO BAJA A LA TIERRA Gilbert Strackbein Gilbert y Arlene Strackbein viven en una cómoda casa ubicada entre los pinos de Little Rock, Arkansas. Gilbert es un exitoso vendedor de una empresa de artículos para oficinas. Tienen tres hijas hermosas y participan activamente del movimiento del Espíritu Santo que está barriendo la nación. Pero no siempre fue así. Esta es la historia de Gil. Cierta vez, cuando yo solicitaba un puesto como vendedor, el psicólogo de la compañía me preguntó: "¿Por qué quiere usted este puesto de vendedor?" "Bueno," contesté, "vender es lo que sé hacer, lo que siempre hice." "Eso es difícil de creer, señor Strackbein", dijo el psicólogo, frunciendo el ceño. "Normalmente, a un vendedor tiene que gustarle la gente; pero según su test psicológico, usted ni siquiera se gusta a sí mismo." Él tenía razón, por supuesto. Realmente no me interesaba si me gustaba o no la gente. Como vendedor, solo estaba interesado en dos cosas: conseguir un pedido y salir de ahí enseguida. Siempre me había apartado de la gente. Mis padres eran alemanes, luteranos, muy estrictos, en el sur de Texas. Aprendí a hablar inglés solo cuando entré a la escuela. Orgulloso de mi herencia, encontraba una gran satisfacción en creer que mi mente alemana podía aventajar a cualquiera en todo lo que fuera mecánica, electrónica o lógica. Con el correr de los años llegué a creer que podría hacer cualquier cosa con tan solo proponérmelo. Aunque me ganaba la vida como vendedor, pasaba mi tiempo libre en el taller, haciendo cosas como armar computadoras. Arlene tenía diecinueve años cuando nos casamos. Después de que nos mudamos a Nueva Orleans, ella comenzó a sufrir ataques de desmayos y perdió gran parte de su energía. Pero yo simplemente me negué a creer que estuviera enferma. La enfermedad, para mí, era señal de debilidad. Cuando nuestra pequeña hija, Denise, tenía tres años, decidí que Arlene necesitaba tener otro hijo. Esto le haría sacar la cabeza de lo que ella llamaba sus problemas, pensaba yo, y le daría algo constructivo en qué pensar. Pero el embarazo de Arlene no fue tan sencillo. Desde el comienzo surgieron complicaciones que requirieron mucha atención médica. Sus riñones presentaban problemas que la amenazaban a ella y también al bebé. Sufría horribles espasmos en las piernas, y para evitar el riesgo de un aborto espontáneo, el médico hizo que guardara cama... durante siete meses. Irritado por esta muestra de debilidad de su parte, me aparté aún más, tratando de tener el menor contacto posible con ella. Aunque Arlene estaba en la primera etapa de una terrible enfermedad, yo no tenía ni la menor idea de que mi enfermedad espiritual era aún peor. Arlene había asistido a una Iglesia Metodista en Nueva Orleans. Las señoras de su iglesia, sabiendo que ella tenía que enfrentar su problema sola, comenzaron a pasar por casa para preparar el almuerzo, ya que el médico le había prohibido a mi esposa que se levantara, a menos que fuera para ir al baño. Si alguien la visitaba cuando yo estaba en casa, yo abría la puerta y desaparecía por la parte Kathryn Kuhlman

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de atrás. Aunque detestaba que Arlene estuviera en cama, mucho más me molestaba que la gente de afuera interfiriera en nuestras vidas tratando de ayudar. El problemático embarazo fue solo el comienzo. Durante los años siguientes su condición empeoró: debilidad, espasmos musculares, infecciones en los riñones, mareos, visión borrosa. Mejoraba y luego empeoraba. Algunas veces tenía épocas en que sufría de mala coordinación muscular, después de lo cual quedaba aún con menos energía que antes. Los médicos no podían descubrir qué era lo que andaba mal, y yo seguía negándome tercamente a reconocer que hubiera algo que funcionara mal. Una noche vine a casa a la hora de cenar y encontré la mesa ya preparada. Algunas señoras de la iglesia habían traído una comida completa, habían tendido la mesa y se habían ido. Sabiendo cómo me sentía yo, Arlene se levantó para sentarse a la mesa conmigo. Llegó a la puerta de la cocina y cayó al suelo. No estaba inconsciente, pero era como si todos los músculos de su cuerpo hubieran dejado de funcionar al mismo tiempo. Yo estaba asustado. Quería huir, pero sabía que no podía dejarla allí sola, tirada en el suelo. La levanté, llamé a una vecina para que cuidara a nuestros dos hijos, y la llevé rápidamente al hospital. En la sala de emergencias, la enfermera que había trabajado con Arlene comenzó a gritar: "¡Doctor, perdí su presión sanguínea!" Los médicos vinieron inmediatamente a su lado. Fue necesario un tratamiento de emergencia para que su corazón volviera a latir. Entonces comprendí que mi demostración de fortaleza era solo una máscara. Al enfrentar una situación realmente imposible, no tenía respuestas. Odié a Arlene por su debilidad, pero me odié más a mí mismo por ser incapaz de soportar la situación. Una noche volví tarde a casa y encontré a Arlene semi erguida en la cama, dormitando. Tenía un libro abierto sobre el regazo: Creo en milagros, de Kathryn Kuhlman. Refunfuñando, tomé el libro, miré la cubierta y vi una nota escrita en la primera página por Tom y Judy Kent. Yo conocía a este matrimonio: Judy había trabajado en la misma oficina que Arlene mientras Tom estudiaba medicina en Tulane. Ahora él trabajaba como médico en California. Arlene se despertó y me vio de pie junto a la cama. "Tom me lo envió", dijo sonriendo, indicando el libro con un gesto. "Dijo que él y Judy estaban orando para que el Señor hiciera un milagro de sanidad en mí." Sacudí la cabeza y le devolví el libro. "LCómo es posible que un médico crea una basura como esta?" "Por favor, Gil", dijo Arlene, con los ojos llenos de lágrimas. "No me quites mi fe en un Dios que hace milagros solo porque tú no lo crees. Tengo que creer en algo." "Cree en ti misma", le dije. "Es todo lo que tienes que hacer para salir de esa cama." Pero aunque Arlene podía levantarse, no lograba mantenerse en pie. Trataba. Hacía valientes esfuerzos por seguir adelante, pero parecía que siempre terminaba en el hospital. Nos mudamos a Little Rock, Arkansas, donde empecé a trabajar para una empresa que vende artículos de oficina. En mi tiempo libre yo hacía todo lo posible Kathryn Kuhlman

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por no pensar en la situación de Arlene, que se deterioraba rápidamente. Me molestaba que aunque no podían diagnosticar cuál era su problema, los médicos la hicieran volver al hospital cada varios meses para hacerle nuevos exámenes y tratamientos. Después de que nació nuestra tercera hija, Lisa, Arlene comenzó a asistir a un culto de los jueves por la noche en la Iglesia Anglicana de Cristo. Wanda Russel, su maestra de la escuela dominical en la Iglesia Metodista, venía todos los jueves a buscarla después de la cena y se la llevaba a las reuniones. Yo creía que era una tontería, pero pensaba que Arlene necesitaba pasar algún tiempo fuera de casa. Así que no me negué a que fuera... hasta una noche en que volvió más tarde de lo acostumbrado. "Arlene, ¿para qué quieres ir a la reunión de una Iglesia Anglicana? Tenemos la Iglesia Metodista más cerca." Arlene caminó débilmente hasta el sofá y se sentó. "Esa Iglesia Metodista no cree en la sanidad", dijo. "¿Estás diciéndome que has estado asistiendo a cultos de sanidad?" Arlene simplemente asintió. "Ninguna persona inteligente cree en esas cosas", dije firmemente. "Es todo superstición. Y no quiero que mi esposa sea vista con esos charlatanes." Arlene intentó ponerse de pie, pero sus piernas se negaron a moverse. "Por favor, Gil. Lo necesito. No me lo quites." "Escucha", dije con determinación. "Sé todo sobre estas cosas. Cuando yo era un niño, en Texas, había una Iglesia Pentecostal cerca de mi casa. Íbamos allí después de que oscurecía, y espiábamos por las ventanas. Tenían cultos de sanidad, y gritaban en idiomas extraños, rodaban por el suelo, gritaban, corrían por el templo y se caían en la plataforma como si fueran animales heridos. No voy a dejar que mi esposa se meta en tonterías como esas." "Oh, Gil", dijo Arlene, con labios temblorosos. "No es así. El pastor Womble dice que él cree que Dios va a sanarme." "Me niego a creer todo eso de Dios", dije. Estaba comenzando a enojarme. "Este tema de las sanidades no esmás que una tontería y te prohíbo que vuelvas a ir allí." Arlene se recostó hacia atrás en el sofá y cerró los ojos. Pequeñas lágrimas comenzaron a caer sobre sus mejillas. "Tú conociste a mi padre después de que Jesús entró a su corazón. Pero lo que yo recuerdo de él cuando era una niñita no es nada agradable; él era alcohólico. Se volvía loco cuando estaba alcoholizado. No había suficiente comida en la casa porque el alcohol era más importante para él que mi madre o yo. Mamá trató de continuar con él, pero finalmente se dio por vencida. Cuando yo cumplí seis años nos mudamos al otro lado de la ciudad, y en un ataque de ira provocado por el alcohol, mi padre trató de tirar abajo la puerta y llevarme con él. Mamá y yo nos abrazamos dentro de la casa y nos quedamos orando y llorando hasta que él se fue." "Cuando crecí, pensaba que lo más maravilloso en el mundo sería tener un esposo que amara tanto a Dios como a mí. Para mí, tener una familia cristiana Kathryn Kuhlman

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sería el cielo. Pensé que lo había encontrado cuando te encontré a ti, Gil. Pero te fuiste a hacer el servicio, y cuando volviste, odiabas a Dios. No sé qué te sucedió." Yo estaba paralizado. "Tienes todo lo que necesitas", exclamé. "Vivimos en una hermosa casa en un buen vecindario. Tengo un buen sueldo y jamás te he negado nada, ni siquiera atención médica. No me importa que vayas a la iglesia los domingos. Ni siquiera te prohibo que dirijas el coro de niños." "Realmente no te necesito, ¿sabes?", me dijo Arlene, mirándome directamente a la cara. "Cuando yo era pequeña, siempre oraba para que los ángeles del Señor me protegieran, y sé que lo hacían. Puedes prohibirme que asista a los cultos de sanidad, pero no puedes quitarme mi relación con Dios. Él es todo lo que necesito." Ardiendo de ira, salí de la casa y me dirigí al taller. Cuando finalmente volví para acostarme, era pasada la medianoche. Aunque Arlene tenía la cara metida en la almohada; yo podía oír sus sollozos ahogados. Quise acariciarla, tomarla en mis brazos. Pero ser tierno, dulce, llorar... todas eran señales de debilidad, y yo había sido criado para ser fuerte. A la mañana siguiente me levanté, preparé mi desayuno y salí de la casa sin siquiera despedirme de las niñas. Me odié a mí mismo por ello, pero no sabía hacerlo de otra forma. Aunque estaba ganando mucho dinero y había recibido muchos ascensos, por dentro me estaba deteriorando aún más rápidamente de lo que Arlene se deterioraba físicamente. Arreglaba viajes "de negocios" que duraban varios días. Arlene sospechaba de mis infidelidades, pero yo racionalizaba mi conducta permisiva pensando que ella no era capaz de satisfacer mis necesidades. El alcohol tranquilizaba mi conciencia, y gradualmente fue convirtiéndose en un compañero constante. La salud de Arlene empeoró después de que nació Lisa. Había estado internada en el hospital más de veinte veces, con cosas como problemas urológicos, pero esto era diferente. Su presión sanguínea subió a más de veinte, y su brazo izquierdo quedó parcialmente paralizado; no podía cerrar la mano en un puño. El médico que la atendía llamó a un neurólogo para realizar una interconsulta. Se habló algo de que podría tener un tumor cerebral. Tres días después, en el hall, fuera de su cuarto en el hospital, el doctor me dijo lo que sucedía. "Sospechamos que puede haber un tumor en el cerebro, señor Strackbein. Quisiéramos hacer un arteriograma, pero Arlene muestra una reacción alérgica a todas las tintas que usamos en radiología. La prueba misma podría matarla. No me gusta esto, pero tendremos que esperar para ver qué aparece." Tragué saliva y me di cuenta de que no podía mirarlo a la cara. "Haremos lo mejor que podamos y le haremos saber si es necesario operar." No era un tumor cerebral. El diagnóstico final reveló que era una enfermedad del sistema nervioso central; podía ser miastenia gravis, esclerosis múltiple, o ambas... y la sufría desde hacía ya varios años. Le permitieron volver a casa, pero le recomendaron quedarse en cama la mayor parte posible del tiempo. Una noche, mientras yo miraba TV en el living, ella apareció tambaleando desde el dormitorio. Su rostro estaba demacrado. "Por favor, ven", me dijo. "Me tiembla todo el cuerpo."

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Cuando apoyé mi mano en su espalda, sentí los músculos sacudiéndose en espasmos bajo la piel. "Acuéstate y relájate", le dije. "Te sentirás mejor dentro de un rato." Ella me miró y volvió al cuarto. Quince minutos después la escuché levantarse, caminar hacia el baño... y gritar. Cuando llegué hasta ella, estaba tirada en el suelo, inconsciente y sin firmeza alguna en el cuerpo. Cuando la levanté, sentí los músculos retorciéndose debajo de la piel. Entonces tuvo la convulsión. Su columna se puso rígida, y la cabeza se fue violentamente hacia atrás. Al mismo tiempo todo el cuerpo se puso rígido y los ojos le quedaron en blanco. La lengua se había dado vuelta para atrás, obstruyéndole la garganta. Logré levantarla del suelo y repentinamente perdió fuerza una vez más, quedando como un peso muerto en mis brazos. La llevé al dormitorio y llamé a nuestro vecina, Edna Williamson, para que cuidara a las niñas mientras yo llevaba a Arlene al Hospital St. Vincent. Para cuando terminé de hacer la llamada la hospital, el cuerpo inconsciente de Arlene estaba sufriendo una nueva convulsión. El espasmo duró aproximadamente un minuto y luego se calmó. Momentos después comenzó otra vez. Edna llegó cuando yo ya había puesto a Arlene en el auto. La hicieron ingresar en el servicio de guardia del hospital; dos días después tuvimos el diagnóstico definitivo. Era, sin lugar a dudas, esclerosis múltiple, con la posibilidad de que se complicara con miastenia gravis. Hacía mucho tiempo yo le había dicho a Arlene: "Un día encontraré algo que no pueda superar yo solo, y cuando ese momento llegue, me convertiré en una persona mejor." Este era el momento. Siempre había podido hacer todo lo que quería. Si necesitaba más dinero, podía salir y trabajar seis horas extras por día, pero el simple hecho de ser fuerte no curaría a Arlene de su esclerosis múltiple. Había llegado al límite. La traje nuevamente a casa y contraté a una enfermera profesional que pasaba ocho horas diarias con ella. Durante dos años nos mantuvimos con gran esfuerzo, pagando US$ 137,50 por semana a la enfermera, más los medicamentos que costaban aproximadamente igual suma, más los viajes adicionales al hospital. Finalmente, recibí una llamada de la compañía de seguros, diciendo que estimaban que su obligación para con nosotros había concluido; de ahora en adelante tendríamos que costear todo nosotros solos. Al mismo tiempo yo me había encerrado en mí mismo por completo. Arlene había pedido el divorcio y yo, con mi típica lógica alemana, no quise otorgárselo. Durante muchas noches deseé poder salir de mí mismo y darle el apoyo que ella necesitaba tan desesperadamente. Cómo deseaba poder abrazar a mis hijas y traerlas cerca de mí. Pero no podía. Era fuerte, obstinado, y la muralla que había construido a mi alrededor era tan fuerte que tampoco podía escapar de ese encierro. Al salir de la oficina, un día, Dick Cross, que trabajaba en otra sección, me detuvo en el ascensor. Dick trabajaba para la división de Servicios Diversos para Inversores y dijo que hacía tiempo que quería hablarme sobre la inversión de fondos mutuos. Yo no tuve valor para decirle que en este momento eso era lo que Kathryn Kuhlman

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menos me interesaba, así que terminé comprometiéndome a recibirlo en casa el lunes a las 19:00. Sabía que Arlene iría a fisioterapia esa tarde, y pensaba recibir a Dick, escuchar su perorata de ventas, y mandarlo de vuelta a su casa. Cuando Dick llegó, le expliqué brevemente cuál era nuestra situación. Él estaba por irse cuando Arlene volvió. Luego de algunos breves comentarios, Dick dijo en forma bastante directa: "Supongo que sabes que la esclerosis múltiple es incurable". "Lo sé", dijo Arlene. "Pero creo que Dios puede sanarme." "Yo también lo creo", dijo Dick. Dick y Arlene se sentaron a hablar sobre el poder de Dios para sanar, durante cuatro horas. "Este hombre está completamente loco", pensé. "No se puede hablar de cosas como estas, por lo menos entre personas inteligentes." Pero Dick no era ningún tonto. Era un exitoso agente de inversiones que, además, creía en el poder sobrenatural de un Dios personal. Era mi invitado, y aunque yo tenía deseos de echarlo a la calle, no pude hacer otra cosa sino sentarme y escuchar. Arlene le preguntó a Dick sobre su experiencia personal, y su historia fue casi más de lo que yo podía comprender: Dick había sido muy similar a mí, tan inmerso en sus negocios que no tomaba conciencia de que su hogar se estaba desmoronando. Entonces, su pequeño hijo, David, había sufrido un serio accidente mientras andaba en su bicicleta, que lo dejó en un estado muy grave, con un coágulo de sangre en el cerebro. Hubo que llamar a un neurocirujano para atenderlo y operarlo en caso de que fuera necesaria una cirugía de emergencia. Luego de que se le tomaran algunas radiografías, David sufrió una serie de convulsiones y entró en coma. "Sé que tú no lo entenderás", dijo Virginia, la esposa de Dick, "pero he llamado a algunos amigos y estamos orando. Hemos entregado a David en manos del Señor." Dick dijo que él no sabía de qué estaba hablando su esposa. Entonces recordó que muchos años antes, Virginia había confesado que había estado a punto de suicidarse, pero comenzó a asistir a los cultos de sanidad en la Iglesia Anglicana y había sido liberada espiritualmente. Minutos después de que Virginia dijera esas palabras a su esposo, el médico apareció en el hall y dijo que aunque David había recobrado la conciencia, aún era necesario operar. Sin embargo, su mejoría era franca y constante. Cuarenta y ocho horas después, la crisis había sido superada. David había sido sanado. Desde ese momento Dick se convirtió en creyente. Su fe en Dios había crecido rápidamente, al ver muchas otras personas sanadas por el mismo poder de la oración. Si no hubiera invitado personalmente a Dick a venir a mi casa, habría creído que esta conversación había sido preparada especialmente para que yo la escuchara. Allí, sentado, escuchando hablar a Dick y Arlene, comencé a darme cuenta de que uno de mis problemas durante todos esos años había sido que yo siempre había "sufrido" de lógica: quería explicar las cosas científicamente. Dick, por otra parte, operaba sobre una base totalmente distinta: una base de fe. Él aceptaba las cosas en fe, como las decían las Escrituras. Algo le había sucedido a Dick Cross. Había sido como yo, pero ahora era libre. En realidad, hasta amaba a personas que nunca había visto antes, como nosotros. Kathryn Kuhlman

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Mientras la conversación entre Dick y Arlene continuaba animadamente, mi mente trabajaba en otras áreas. Estaba tratando de definir, lógicamente, por supuesto, cuáles eran mis opciones. Había llegado al límite. O admitía que no había nada que yo pudiera hacer, y me resignaba a que Arlene muriera, o ponía mi confianza en los médicos, o admitía que había un Dios que estaba interesado en esta situación. No podía aceptar lo primero; había comprobado que lo segundo no era suficiente, lo cual me dejaba solamente con la tercera opción. .Qué haría con ella? Dick Cross era diferente de la mayoría de las personas que conocía. Ni siquiera había mencionado a qué iglesia asistía. No trataba de lograr que nos uniéramos a una organización. Solamente hablaba sobre Jesús y sobre el poder del Espíritu Santo. Cuando se fue, yo ya había decidido iniciar una honesta investigación sobre el poder de Dios. Comencé a la noche siguiente, después de la cena, leyendo la Biblia. La única Biblia que había leído hasta entonces era la versión King James. Pero alguien le había dado a Arlene una versión en paráfrasis. Mucho después que ella se fuera a la cama, yo seguía leyendo sus páginas, tratando de comprobar las cosas que había escuchado decir a Dick. Al principio pensaba solamente en la sanidad de Arlene. Pero cuanto más leía la Biblia, más me daba cuenta de que también contenía la solución para mis necesidades personales... esas que nunca había contado a nadie. Dick y Virginia comenzaron a venir a casa regularmente. Aunque Dick se había convertido hacía poco tiempo, se esforzaba por responder a todas mis preguntas. Finalmente sugirió que fuésemos con ellos a la clase que dictarían en la Iglesia Central de la Asamblea de Dios. Entonces retrocedí. Las escenas que había visto en aquella iglesia en mi niñez aún estaban vívidas en mi mente. Pero Arlene quería ir, y finalmente acepté. Sin embargo, le dije que si ella caía al suelo como yo había visto que les sucedí a otros en la iglesia, yo simplemente la dejaría ahí. El orgullo seguía ocupando el trono en mi vida. La iglesia de la Asamblea de Dios era muy diferente de lo que yo esperaba. El maestro que enseñó esa noche dijo cosas que tenían sentido para mí. Dibujó un pequeño círculo en un pizarrón, que según dijo, representaba la vida de un cristiano. Rodeándonos, señaló, estaba el poder de Satanás. A medida que crecemos en Cristo, nuestro círculo se agranda, empujando a los poderes de la oscuridad, extendiendo nuestra superficie y permitiendo que conquistemos el terreno que Satanás había dominado por largo tiempo. Este terreno, dijo el maestro, contenía muchas cosas maravillosas, como una comunicación personal con Dios, salud para el cuerpo físico y limpieza para el alma. Siempre había pensado que era nuestra responsabilidad sentarnos dentro de nuestro pequeño círculo y "guardar la fortaleza". Ahora veía que Satanás estaba a la defensiva y que era nuestro privilegio ir afuera y poseer la tierra. Lógicamente, tenía sentido. Ni siquiera las puertas del infierno podrían prevalecer contra el poder creciente, en expansión, del círculo. Al final del culto el ministro hizo un llamado a recibir a Cristo. Antes de que yo supiera qué pasaba, Arlene y Virginia caminaban hacia adelante. Virginia ayudaba a caminar a Arlene, para evitar que cayera. Comencé a sentirme incómodo. En vez de orar para que Arlene fuera sanada, el pastor puso su mano sobre la cabeza Kathryn Kuhlman

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de mi esposa y oró para que ella fuera llena del Espíritu Santo. Empecé a ir hacia adelante, pero Arlene parecía estar en otro mundo. Virginia la sostenía (me pregunté si Arlene le había comentado lo que yo había dicho sobre dejarla en el suelo si caía), y de la boca de mi esposa salían palabras pronunciadas en un extraño y melodioso idioma. Mi lógica ganó una vez más y me negué a aceptar lo que oía. Esperé, y luego ayudé a Arlene a volver a su asiento. El orgullo impidió que le preguntara sobre la experiencia que había vivido. Dios aún tenía que quebrantarme antes de que pudiera escucharlo a Él por mí mismo. Dick y Virginia comenzaron a traernos libros "carismáticos", es decir, libros que hablaban de sanidades, el bautismo en el Espíritu Santo, los dones del Espíritu y la salvación. Uno de ellos fue el libro de Kathryn Kuhlman, Creo en milagros. Arlene no tuvo el valor de admitir que lo había leído hacía algunos años. Dado que ella no veía bien, tuve que leérselo en voz alta. Dios tenía una hermosa manera de romper mi dura caparazón. Una noche, después de que Arlene se fuera a la cama, yo estaba sentado en el living leyendo la Biblia. Era a principios de julio, aproximadamente un mes después de la primera visita de Dick a nuestra casa. El aire acondicionado no funcionaba y el calor se sentía en toda la casa... un calor como solo puede hacer en Arkansas. Pero no me importaba el calor, solo la desesperación que había en mi corazón. Fianalmente, dejé de leer y puse el libro sobre mis rodillas. "Señor," oré en voz alta, "necesito ayuda." Fue así de simple, pero era la primera vez que oraba pidiendo ayuda en toda mi vida. Desde ese momento las cosas comenzaron a cambiar. Dos ataques más casi hicieron que Arlene quedara completamente fuera de circulación. El primero fue un bloqueo del corazón que casi la mató; luego una insuficiencia coronaria la mandó otra vez al hospital por segunda vez en menos de un mes. Sin embargo, ya las cosas habían comenzado a cambiar. Yo estaba con Arlene en el hospital, un domingo por la tarde, a mediados de agosto. Dick y Virginia llegaron, trayendo con ellos a una amiga, Leanne Payne, que había sido profesora de literatura en el Wheaton College, de Wheaton, Illinois, y ahora estudiaba otra carrera. Yo no lo sabía en ese momento, pero ellos habían venido a imponerle las manos a Arlene y a orar por ella. Dado que no estaba seguro sobre cómo reaccionaría yo ante una reunión de oración en el cuarto del hospital, Dick me invitó a tomar una taza de café mientras las mujeres se quedaban con Arlene, "charlando". Encontramos una mesa en la cafetería y casi inmediatamente Dick me contó que había sido "bautizado en el Espíritu Santo". Me dijo que le había sucedido en un sueño, y después, nuevamente, al día siguiente, mientras estaba despierto. Desde entonces, me confesó, su vida rebosaba de gozo. Realmente no entendí lo que me decía. Lo único en que podía pensar en ese momento era que Arlene estaba allí en ese cuarto del hospital en el quinto piso, y que pronto terminaría la hora de visita. Tomamos el ascensor para ir al quinto piso. La puerta de la habitación de Arlene estaba cerrada. Me detuve un instante antes de entrar. Había una extraña quietud. Los sonidos normales del hospital, los tonos suaves de las voces femeninas en la sala de enfermeras, el sonido de los zapatos de goma sobre el piso de cerámica, el chirrido de los carritos que llevaban las asistentes, los Kathryn Kuhlman

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altavoces que llamaban a los médicos y enfermeras, los sonidos de las radios y televisiones en otros cuartos, todos habían sido absorbidos por un gran vacío de silencio. Supe que Dios estaba detrás de esa puerta. La empujé y abrí. Arlene, vestida con su bata blanca del hospital, estaba acostada en la cama. Los cables del monitor del corazón estaban pegados a su cuerpo. Virginia, de pie a la izquierda de la cama, y Leanne a la derecha. Habían puesto sus manos sobre el cuerpo de Arlene y las tres oraban suavemente en un idioma que no pude entender. Instantáneamente todos los cabellos de mi cuerpo se erizaron. Miré mis brazos; el vello estaba erizado como las púas de un puercoespín. Era como si hubiera pisado un cable de alto voltaje, solo que no sentía shock ni dolor alguno; solo una poderosa corriente de poder que recorría mi cuerpo. Las dos mujeres dejaron de orar y yo las acompañé abajo, al auto, donde Dick las esperaba. Aún sentía esa fuente de poder dentro de mí, y seguí sintiéndola aun después de llegar a casa. Mi primer pensamiento fue que me había contagiado alguna extraña enfermedad en el hospital. Busqué en todos los diccionarios médicos que pude encontrar, esperando descubrir qué era lo que causaba ese hormigueo, lo que hacía que mi cabello se erizara. No encontré nada. Para el miércoles, ya el asunto no me importaba, porque comprendía que durante estos últimos días me había sentido más feliz que nunca antes en mi vida. Esa noche, sentado otra vez en el living leyendo la Biblia, dejé a un lado el libro y dije en voz alta: "Señor, ¿es que tratas de decirme algo? Si es así, tendrás que hacerlo de forma que pueda entenderlo". Dick me había contado experiencias de personas que habían "probado" a Dios. Esto era algo nuevo para mí, pero necesitaba saberlo. "Señor," dije, "sabes que hace dos años que tengo estos dolores de nuca. Si es que tratas de decirme algo, ¿podrías quitármelos?" Fui a la cama y al despertar a la mañana siguiente, lo primero que hice fue poner la mano en la nuca. Ya no tenía dolor alguno. Estaba sano. Por primera vez en mi vida, supe, realmente supe, que Dios era real, y que yo le importaba. Mientras me afeitaba, mirándome al espejo, también se me ocurrió que si Dios podía curar el dolor de mi nuca, también podría curar a mi esposa. Tan repentino fue este descubrimiento que casi me corté la barbilla. Esa tarde, sin embargo, mientras estacionaba mi auto frente al hospital, los cabellos de mi cuerpo volvieron a su posición normal. También desapareció el hormigueo. Esto me aterrorizó, y pensé que seguramente había hecho algo que le había desagradado a Dios, pero al terminar de estacionar, sentí algo nuevo, aún más fuerte que lo anterior. Fue como si me hubieran echado encima un balde de aire cálido. No hubo truenos ni relámpagos, y no escuché nada con mis oídos. Pero dentro, muy dentro de mí, donde solo el espíritu puede oír, escuché una voz que decía: "Arlene se pondrá bien". Fue entonces que lo supe. No hubo ni un instante de duda. Lo supe con tanta certeza como si un ángel hubiera aparecido y se hubiera sentado en el capot de mi auto. Arlene sería sanada.

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Aunque Arlene había sido muy fuerte hasta este momento, cuando llegué al cuarto la encontré con el peor estado de depresión que jamás hubiera visto. El médico había dado el informe final. El patrón anormal de su electroencefalograma y la insuficiencia coronaria no eran causados por la esclerosis múltiple. Volvió a surgir la fuerte impresión de que podría estar complicado con miastenia gravis. Arlene estaba más débil, veía menos, y le era imposible pararse sin ayuda. Pero en medio de toda esta situación, yo tenía una fe que no desaparecería. Sabía que ella sería sanada. Arlene volvió a casa más enferma que nunca; ya casi no podía abandonar la cama, ni siquiera para ir al baño. Aun sus amigas, que habían sido muy optimistas, parecían deprimidas. Su estado empeoraba cada vez más. Un mes después yo estaba en la oficina y sonó el teléfono. Era Arlene. "Gil, Katrhyn Kuhlman estará en St. Louis el martes que viene. Quisiera ir." La lógica me dominó rápidamente y comencé a enumerar las razones por las que era imposible que ella fuera a St. Louis. Estaba a 650 km de distancia. No había ninguna ciudad grande entre Little Rock y St. Louis, en caso de que se necesitara ir a un hospital. Arlene debía estar cerca de los especialistas que la atendían aquí en Little Rock. Y si tuviéramos problemas con el auto y necesitáramos detenernos a un costado de la ruta...? Cuando terminé, lo único que escuché del otro lado de la línea fue el suave sollozo de Arlene. "Por favor, Gil, es mi vida..." Sentí que volvía a entrar en mi caparazón. En vez de airarme, dije simplemente: "Hablaremos sobre esto cuando llegue a casa." Esa noche, Arlene en la cama y yo sentado en una silla a su lado, ella me contó que a principios de esa semana Edna Williamson había pasado a visitarla. Al ver el ejemplar de Creo en milagros que Arlene tenía, Edna dijo: "Sabes, tengo otro libro de Kathryn Kuhlman, Dios puede hacerlo otra vez. Me gustaría cambiártelo por este." Avergonzada de decirle que ella ya no podía leer, Arlene aceptó el intercambio. A la mañana siguiente Edna volvió. Ella y Arlene comenzaron a hablar sobre milagros, y por qué estos no sucedían en Little Rock. Arlene dijo que pensaba que el hecho de tener un ambiente de fe alrededor ayudaba mucho. Ni siquiera Jesús pudo realizar milagros en su pueblo natal, porque las personas decían: "No, no". Mi esposa agregó también que ella creía que jamás podría estar en un culto en que todas las personas estuvieran en un mismo espíritu, esperando, creyendo que Dios la tocaría y la sanaría. Esa mañana Virginia Cross entró y tiró la noticia como una bomba: "Kathryn Kuhlman va a realizar un culto de milagros el próximo martes en St. Louis." Arlene jamás había estado en una de esas reuniones, así que no tenía la menor idea de lo difícil que sería entrar. Estaba decidida a ir. "Creo que Dios me está diciendo que vaya a St. Louis", afirmó. "Quizá Dios te haya dicho que vayas," dije, "pero no me dijo a mí que te llevara." Apenas pronuncié estas palabras, todos los cabellos de mi cuerpo se erizaron otra vez. Traté de hablar, pero mi lengua se negó a moverse. Finalmente, con la boca y los ojos muy abiertos, me aclaré la garganta y en una voz que parecía venir del otro extremo de la casa, dije: "Está bien, iremos". Kathryn Kuhlman

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El rostro de Arlene reflejaba una mezcla de gozo y sorpresa. "Oh, Gil..." Pero yo ya estaba de pie, y salía tambaleándome de la habitación. Ya sabía que lo mejor sería no discutir más. ¡Estaba en la presencia del Señor! Salimos el siguiente domingo por la noche, después de que volví a casa del trabajo. Arlene iba echada en el asiento posterior del auto. Pasamos la noche en Poplar Bluff, Missouri, y llegamos a St. Louis aproximadamente al mediodía del martes. Yo no conocía la ciudad en absoluto, por lo que seguimos la carretera hasta el centro de la ciudad. Salimos en Market Street, y repentinamente nos encontramos frente al auditorio. La reunión no comenzaría hasta las 19:00, pero ya había una gran cantidad de gente esperando ante las puertas cerradas. Comencé a temer que nos hubiéramos lanzado a hacer más de lo que podíamos. Pero Dios había ido delante de nosotros. El Holiday Inn de Market Street nos dio su última habitación libre. Minutos después, Arlene descansaba cómodamente, y el gerente del hotel había prometido llevarnos en su auto al auditorio, a las 16:30. Era un día húmedo y tremendamente caluroso en St. Louis, con una temperatura de aproximadamente 40°. Yo había traído un par de sillas de jardín, pero no fueron de gran ayuda. Arlene había estado en cama desde que tuviera sus primeros problemas de corazón, en julio, y estábamos a 19 de setiembre. En los últimos días ni siquiera salía de la cama para comer, pero aquí estaba, a más de 600 km de casa, sentada en una sillita de jardín en la acera, bajo el sol ardiente. Yo temía que no llegara a entrar al auditorio. La gente que esperaba junto a nosotros se dio cuenta del estado de Arlene. Al contrario de lo que suele suceder cuando la gente se amontona a la entrada de un estadio de fútbol, se turnaban para apantallar a Arlene y traerle bebidas frías. Las puertas laterales donde se alineaban las sillas de ruedas se abrieron a las 18:00. Fui hacia el ujier que estaba a cargo de la entrada y le rogué que dejara entrar también a Arlene. "Lo lamento, amigo, tengo órdenes estrictas. Solo quienes están en sillas de ruedas pueden entrar ahora." Y cerró la puerta con firmeza. La desesperación y la frustración de antaño comenzaron a crecer dentro de mí una vez más. El estado de Arlene naturalmente requería del uso de una silla de ruedas, pero su temor de volverse demasiado dependiente de ella había evitado que le comprara una. Quise huir. No podía soportar la visión de todas estas personas que sufrían. Eran como los enfermos que seguramente se agolpaban junto al estanque de Betesda. Pero, enfermos como estaban, cantaban y se ayudaban mutuamente, llenos de gozo. Volví junto a Arlene, decidido a no apartarme de su lado. Diez minutos después las puertas se abrieron, y la marea humana que corría hacia el interior nos arrastró. Yo nunca había visto nada como esto. Momentos después estábamos sentados exactamente en el centro del enorme auditorio. Un inmenso coro ya estaba sobre la plataforma, practicando, y hasta los asientos parecían hervir de expectativa y poder. La señorita Kuhlman, con un vestido blanco y vaporoso de mangas largas, estaba parada en el centro de la plataforma. "El Espíritu Santo está aquí", susurró, en voz tan baja que tuve que esforzarme para escucharla. Mientras esperábamos, sucedió otra vez: ese silencio que había experimentado en el corredor, cuando esperaba fuera del cuarto de Arlene en el hospital, pareció asentarse sobre el inmenso auditorio. En la masa de gente que ocupaba el lugar debe de haber habido toses, pies que se arrastraban, ruidos de Kathryn Kuhlman

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papeles... pero yo no escuché nada de eso. Estaba envuelto en un suave manto de silencio. La señorita Kuhlman estaba de pie en el centro de la plataforma, con la mano izquierda en alto, su índice señalando al cielo. Su mano derecha descansaba suavemente sobre una vieja y gastada Biblia apoyada sobre el púlpito. Y había silencio, un silencio como el que seguramente habrá en el cielo después de que se abra el séptimo sello. La señorita Kuhlman no era en absoluto lo que yo había esperado. Era cálida y amigable, informal. Recibió a la gente y los hizo sentir como en casa. Después se volvió hacia los costados y movió los brazos mientras presentaba a su concertista de piano, Dino. "¿Sabes quién es?", preguntó Arlene mientras el apuesto joven de cabellos oscuros tomaba asiento frente al piano. "Cierta vez quise escuchar buena música de piano y telefoneé a la librería bautista. Ellos me enviaron algunas grabaciones de Dino. Todo este tiempo he escuchado su música, y ni siquiera sabía que acompañaba a Kathryn Kuhlman." La señorita Kuhlman comenzó a predicar, pero no era como ninguna otra predicación que yo hubiera escuchado antes. Hablaba sobre el Espíritu Santo como si fuera una persona real. Mientras escuchaba, comencé a comprender que ella no solo lo conocía personalmente, sino que caminaba con El día a día. No era extraño que fuera tan real para ella; lo conocía mejor que a cualquier hombre en el mundo. Repentinamente, se detuvo, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando. ¿Lo estaría escuchando? Me esforcé para ver si yo también podía oírlo. Entonces ella levantó el brazo y señaló hacia arriba, a la izquierda. "Hay alguien allí arriba, en esta sección que acaba de ser curado de cáncer en el hígado." Me di vuelta en mi asiento y traté de mirar hacia arriba. ¿Era verdaderamente el Espíritu Santo quien le había dicho eso? ¿Le habla Él a la gente de forma que puedan saber cosas como esas? Todo esto de las enfermedades y las sanidades sucedía tan rápidamente que mi cabeza bailaba. Las personas comenzaban a bajar por los pasillos, yendo hacia la plataforma para testificar de lo que habían sido sanados. Cuando recibió al primer hombre que pasó a testificar, Kathryn Kuhlman actuó como si hubiera sido el primer milagro que había visto en su vida. Seguramente, pensé, esta mujer ha visto cientos de miles de personas sanadas, pero está tan entusiasmada como si fuera la primera vez. ¿Es este el secreto de su ministerio, que no ha perdido la capacidad de maravillarse? La señorita Kuhlman habló con el hombre por un momento y luego comenzó a orar por él. "Padre Santo...", dijo, y el hombre cayó al suelo. Lo mismo sucedió con la segunda persona que pasó a la plataforma. Y la siguiente, y otra más. Traté de comprenderlo lógicamente, pero lo que sucedía desafiaba toda la lógica. Era como si Dios estuviera diciéndome: "Hay algunas cosas que no puedes comprender, y el poder de mi Espíritu Santo es una de ellas." A medida que el culto se desarrollaba, algo sucedía en mi interior. Estaba suavizándome. Como una dura esponja a la que se la coloca debajo del agua, sentí que me volvía muy blando y suave. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y Kathryn Kuhlman

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comencé a orar por otras personas, que yo no conocía, en el culto. Mientras oraba, sentí que fluía el amor. Era una experiencia nueva y magnífica. Mis oraciones se concentraron luego en Arlene, que estaba sentada junto a mí, y le rogué a Dios que la sanara. En todos estos años de matrimonio, era la primera vez que quería orar por ella. Había creído que ella sería sanada; sabía que Dios nos había guiado. Pero nunca mi corazón se había ablandado lo suficiente como para salir de mí y pedirle al Señor que la tocara y la sanara. Casi instantáneamente Arlene se apoyó en mí. "Sientes la brisa?" "Siento una brisa", susurró ella, "una brisa suave y acariciante en todo mi cuerpo." Miré a mi alrededor, pero no había lugar alguno de donde pudiera provenir la brisa. Dejé de prestarle atención y miré nuevamente hacia la plataforma. Una joven sentada aproximadamente cinco filas de asientos más adelante estaba dada vuelta hacia nosotros, tratando de hablar con Arlene. "¿Está el Señor obrando en usted?", le preguntó, en voz tan alta que todos la escuchaban claramente. Un poco avergonzada, Arlene respondió en un susurro: "No lo sé". La joven, totalmente desconocida para nosotros, preguntó: "¿Cuál es su problema?" "Dígale que tengo esclerosis múltiple y problemas de corazón", le susurró Arlene a la señora que estaba sentada junto a ella. La joven no se quedó satisfecha con eso. Siguió enviando mensajes. "Pregúntele cómo se sentía cuando entró." "Apenas tuve fuerzas para entrar", dijo Arlene. "Pregúntele cómo se siente ahora", dijo la joven, casi gritando. Estas interrupciones ya estaban comenzando a molestarme, y me volví para pedirle a Arlene que se callara. Ella miraba sus manos, atónita. "Los temblores", murmuró con voz temblorosa. "Desaparecieron. Ya no estoy inflamada. Veo bien. Mis ojos están bien otra vez." La joven estaba a medio incorporarse ya, inclinándose sobre las personas de la otra fila, muy entusiasmada. "Tiene que ir al frente," gritó, "y aceptar su sanidad." En ese mismo momento Arlene se puso de pie, pasó por encima de mí, pisando los pies de los que estaban en el camino, saliendo de la hilera de asientos hacia el pasillo. Apenas capaz de respirar, yo también comprendí que ella había sido sanada. La seguí con los ojos mientras bajaba por el pasillo hacia el frente. Un ujier la detuvo por un instante, y luego le hizo señas de que continuara. Arlene subió las escaleras hasta la plataforma como una mujer normal. Los espasmos, los temblores, las convulsiones habían desaparecido. Como el hombre junto al estanque de Betesda, había esperado que un ángel removiera las aguas para que ella pudiera entrar... hasta que finalmente comprendió que no necesitaba el estanque; al único que necesitaba era a Jesús. Había sido sanada por su mano. La plataforma estaba llena de gente y el culto estaba por concluir. Arlene no logró llegar al púlpito para testificar de su sanidad. Pero no importaba. Mientras el majestuoso coro comenzaba a cantar, Arlene se paró en el otro extremo del escenario, apoyada contra el piano, y con el rostro luminoso, su voz se unió a las del coro cantando las palabras del viejo himno: "Aunque Satanás me sacuda y vengan las pruebas, esta bendita confianza tendré, que Cristo ha visto mi estado de angustia y su sangre vertió por mi alma." Kathryn Kuhlman

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El culto había terminado, Kathryn Kuhlman ya salía de la plataforma, pero al pasar junto a Arlene se volvió ligeramente y estiró la mano en un gesto de oración. Instantáneamente Arlene cayó al suelo. Pero esta vez yo sabía que no era por la esclerosis múltiple, sino por el poder de Dios. El auditorio estaba lleno de música. Miles de personas entonaban una y otra vez "Aleluya", con las manos levantadas. Nunca había visto a nadie alzar así las manos, pero antes de que pudiera entenderlo, mis manos también estaban en alto, haciendo lo mismo que ellos hacían: alabar al Señor. Finalmente Arlene logró volver a su asiento. Parecía que nadie quisiera irse. Las pocas veces que yo había ido a la iglesia, apenas el pastor decía "Amén", la gente salía corriendo hacia la puerta. Pero esta gente no se quería ir. Querían quedarse, abrazarse y cantar. Gente que yo no conocía en absoluto venía y me abrazaba. Todos decían: "¡Alabado sea el Señor!", y "¡Aleluya!" Estábamos a siete calles de distancia del hotel, y el gerente había prometido venir a buscarnos si lo llamábamos por teléfono. Arlene sonrió. "Caminemos", dijo. Y eso hicimos. Al volver a la habitación le recordé que debía tomar su medicina anti convulsiones. Si no lo hacía, podría sufrir convulsiones que la matarían antes de que fuera de noche. "Creo que Dios me ha sanado verdaderamente", dijo mirando los frascos de medicinas, "y no necesito más esto." "Eso es entre tú y el Señor, querida", le dije. No tomó la medicina... y no ha vuelto a tomarla desde entonces. Una semana después Arlene literalmente irrumpió en el consultorio de su neurólogo. La semana anterior casi habíamos tenido que entrarla en camilla. El médico la miró y exclamó: "¡Algo le ha sucedido! elQué fue?" "He sido sanada, doctor", dijo ella. "Fui a un culto de milagros en St. Louis. Sabía que usted me lo prohibiría, así que fui al Jefe Máximo, y le pregunté a Él." El médico prácticamente se tragó su pipa, pero debió reconocer que había sucedido algo maravilloso. Controló los reflejos de Arlene, su visión, hasta la hizo saltar por el consultorio para observar su coordinación. Finalmente volvió a sus papeles sacudiendo la cabeza. "En mis veinticinco años de práctica de la medicina, he visto sólo tres casos que no tenían explicación médica. Sé que hay posibilidad de remisión en la esclerosis múltiple, pero esto es otra cosa. Tiene que ser de Dios." Juntos rieron gozosamente. "No sé qué hizo usted, o qué está haciendo", agregó él. "Pero sea lo que fuere, continúe haciéndolo. Y no olvide agradecer a Dios todas las noches." Parecería que la sanidad de Arlene sería el clímax de nuestras vidas. Pero solo fue el comienzo. Tres meses después entré en la plena dimensión del poder del Espíritu Santo. Estaba en una pequeña reunión hogareña de oración, y el maestro habló sobre la ocasión en que Pedro, impulsado por el Señor, caminó sobre las aguas. Luego dijo: "Todos tenemos dos opciones. O nos quedamos tranquilos en nuestro bote, o saltamos al agua y vamos hacia Jesús. Si no lo has hecho antes, este es el momento de saltar." Kathryn Kuhlman

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Y yo salté. ¡Literalmente! Salté de mi asiento, y aterricé con ambos pies en el centro de la habitación. "Yo lo quiero", dije. "Lo quiero ahora." Y lo decía en serio. Alguien trajo una silla. Me senté, y luego todos se pusieron a mi alrededor e impusieron sus manos sobre mí. Un pastor bautista, de voz suave y cabellos blancos, comenzó a orar, y en ese momento mi vida dio un vuelco total. Al contrario de esas primeras experiencias en que el Espíritu Santo vino sobre mí, haciendo que todos los cabellos de mi cuerpo se erizaran, esta vez Él vino dentro de mí... y el cambio ha sido permanente. La otra noche, sentados a la mesa antes de la cena, en familia, tuvimos nuestro tiempo de oración acostumbrado. Cada uno leyó un versículo de la Biblia, nos tomamos de la mano, y luego, uno por vez, oramos en forma individual. Al terminar, vi que Arlene tenía lágrimas en los ojos. "Hace mucho tiempo, Gil," me dijo suavemente, mientras nuestras hijas escuchaban, "te dije que para mí, tener una familia cristiana, con el padre como sacerdote del hogar, sería el cielo. Aunque no hubiera sido sanada, solo ser parte de esta maravillosa familia habría valido la pena. Realmente el cielo ha bajado a la Tierra." Arlene tiene razón. El cielo bajó a la Tierra. Cada reunión de la familia se convierte en un culto de adoración. Arlene y yo nos turnamos para enseñar en una clase bíblica en nuestra Iglesia Metodista, y cada vez asiste más gente. Creo que están como estábamos nosotros, deseosos de oír hablar sobre el poder del Espíritu Santo, que no solo cura cuerpos enfermos, sino también maridos enfermos.

Kathryn Kuhlman

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CAPÍTULO 6 DILE A LAS MONTAÑAS Linda Forrester Linda y John (Woody) Forres ter viven en Milpitas, una zona residencial al sudeste de la Bahía de San Francisco, en California, al pie de Monument Peak. Woody es programador de computadoras en la vecina ciudad de San José. Tienen dos hijas, Teresa y Nanci. La montaña siempre ha estado ahí. Se yergue como un monumento solitario, ochocientos metros por encima de la cuenca de la Bahía de San Francisco. En el invierno, a veces está cubierta de nieve; en verano, un césped amarronado la cubre por sectores. Está a menos de 16 km de nuestra casa, en terreno llano, y muchas veces las nubes o el smog la cubren parcialmente. Pero siempre está ahí, perfilándose amenazadora ante nosotros. Los que han nacido en la zona del sur de la bahía aparentemente no le dan importancia. La lluvia la erosiona. El Sol hace brillar sus perfiles desnudos. Algunas pocas almas valerosas suben a su cima. Pero es como que simplemente está allí, y siempre estará. Nada puede quitarla. Es como la enfermedad. Desde que Adán pecó, la enfermedad ha estado siempre con nosotros. El hombre ha aprendido a vivir con ella. Algunos tratan de esconderla en las nubes, simulando que no está allí, enseñando que la enfermedad no existe. Otros la ignoran, con la esperanza de que no tocará su casa. Muchos han tratado de conquistarla por medio de la medicina y las investigaciones. Casi todos la aceptan, sin embargo, como aceptan la montaña que domina el paisaje de la vida y que desafía a quienes tratan de echarla al medio del mar. Yo era uno de esos que temían a la enfermedad y trataba de ignorarla. La gente de nuestra familia no se enfermaba con frecuencia. Si alguien se enfermaba, encontrábamos alguna inyección o una pastilla que lo curaba. Hasta que Nanci se enfermó. Esta vez, las cosas fueron distintas. Nanci, nuestra hijita de quince meses, había sido muy activa desde que comenzó a caminar. En realidad, nunca caminaba; corría. Pero últimamente había comenzado a actuar en forma extraña. Se caía con frecuencia, y de cada caída le quedaban feos hematomas. Llegó a estar cubierta de hematomas, como si la hubieran golpeado mucho. Un lunes por la mañana, en 1970, Nanci despertó con una altísima fiebre. Comencé a darle aspirinas para bebés, pero al segundo día la temperatura había subido a más de 40° y no bajaba. Llamé a Woody a su oficina en San Jose, y me dijo que la llevara al servicio de guardia del Hospital Kaiser, en Santa Clara. Nanci había nacido allí, y conocíamos a varios médicos y enfermeras. Un joven médico la examinó en la sala de emergencias. Encontró una infección en sus oídos y en su garganta, por lo cual prescribió algunos medicamentos y nos envió de vuelta a casa. Dos días después la fiebre no había bajado y la llevé nuevamente al hospital. Siempre antes habíamos podido superar las Kathryn Kuhlman

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enfermedades tomando medicamentos. Pero esta vez la enfermedad parecía erguirse ante nosotros, inconquistable. Durante la semana noté algo más. Nancy tenía una pequeña ampolla de sangre en la ingle. El primer día que la vi, tenía el tamaño de una cabeza de alfiler. Ahora había crecido hasta ser del tamaño de la uña de mi dedo meñique. El médico la observó, dijo que era probablemente un furúnculo que luego maduraría, nos dio más medicamentos y nos envió nuevamente a casa. El sábado por la mañana yo estaba al borde del pánico. A pesar de toda la medicación, Nanci estaba peor que nunca. "Tenemos que llevarla otra vez al hospital", dijo Woody. Teresa se sentó en el asiento trasero y yo llevé a Nanci en mis brazos hasta que llegamos a Santa Clara. Ella siempre había sido inquieta y movediza. Esta vez se quedó en mis brazos casi sin moverse, demasiado débil incluso para lloriquear. Su cuerpo ardía de fiebre. El doctor Feldman la examinó brevemente con mi rada preocupada. "Este medicamento tendría que haber hecho desaparecer la fiebre. No me gusta el aspecto de ese furúnculo, tampoco. Llévela arriba, haga que le tomen este análisis de sangre, y luego baje y espere aquí." Después de recibir el resultado de los análisis, el doctor Feldman apareció nuevamente. Noté en su rostro que estaba preocupado. "Nanci tiene una anemia aguda", dijo. "Quiero que la internen en el hospital." Eso me alivió. Había temido que le dieran otra cantidad de píldoras y jarabes y la mandaran de vuelta a casa. La anemia no me parecía muy grave, y yo estaba contenta de que la cuidaran en el hospital. La responsabilidad de velar por una criatura muy enferma yo sola, me atemorizaba. La médica de guardia en la sala de pediatría era la doctora Cathleen O'Brien, que había atendido a Nanci desde que la pequeña nació. "Esta tarde le haremos un examen físico completo", dijo. "No quiero que se queden aquí. Pueden volver a las seis de la tarde y entonces la verán." Dejamos a Teresa con una vecina y volvimos al hospital al atardecer. Al entrar en el cuarto de Nanci, sufrí un shock. Estaba acostada de espaldas en su cuna, con tubos inyectados en ambos brazos. Tenía los ojos cerrados. La doctora O'Brien apareció en la puerta. "Linda, quisiera verlos a usted y a Woody en mi consultorio. Tenemos algunos resultados de los exámenes." Sentí que el corazón me golpeaba el pecho mientras la seguíamos por el corredor. La doctora O'Brien nos indicó dos sillas con un gesto. Cuando la miré y vi lágrimas en sus ojos, mi propio temor casi se convirtió en un grito. "Esta tarde, después de que ustedes se fueron, Nanci perdió sangre por la nariz, y luego evacuó dos veces con sangre. Aún no hemos detectado el problema, pero puede ser una de dos cosas: o un tumor canceroso tan expandido que es intratable, o tiene leucemia." Escuché a Woody contener la respiración apretando los dientes. Le tomé la mano y sentí que comenzaba a temblar. "Oh, no", tartamudeó. "Oh, por favor, no." Quise llorar, pero Woody ya se había desmoronado. Yo sabía que uno de nosotros tenía que conservar algo de fortaleza. Miré a la doctora O'Brien. Kathryn Kuhlman

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"Todas las señales apuntan a la leucemia", dijo. "Vamos a hacer un examen de médula en unos minutos, pero si lo desean, pueden ir y verla primero." Me volví hacia Woody. "Por favor, llama al pastor Langhoff. Pregúntale si puede venir." Es extraño cómo la gente vive como lo habíamos hecho nosotros, como si Dios no existiera. Pero cuando estamos frente a frente con la muerte, buscamos ayuda espiritual. Yo había sido criada como católica romana. Cuando conocí a Woody, después de divorciarme, acordamos llegar a un punto medio entre mi fe católica y su fe evangélica, y nos unirmos a una Iglesia Luterana en Milpitas. Pero rara vez asistíamos a los cultos. No sabíamos casi nada de Dios. Nunca leíamos la Biblia ni orábamos. Pero al enfrentar la muerte, llamábamos a la única persona que conocíamos que supuestamente conocía a Dios: el pastor Langhoff, de la Iglesia Luterana Reformada. El pastor Langhoff, que ya era anciano, había estado muy enfermo. En realidad, salió de la cama para venir al hospital esa noche. Nos ministró como un padre ministraría a sus hijos, y se quedó con nosotros cuando la enfermera vino para llevarse a Nanci para hacerle el examen de los huesos de la médula. Yo sabía lo que iban a hacer. Había visto la larga aguja que insertarían en el hueco de su cadera para extraer un poco de médula. Me quedé en el cuarto, estremeciéndome al oír sus gritos de dolor. Woody y el pastor habían salido al hall para hablar. Yo estaba sola en el cuarto. De repente, tuve conciencia de una presencia espiritual por primera vez en mi vida, una sensación de que el Hijo de Dios estaba allí. Yo no conocía a Jesucristo. Solo había escuchado hablar de él, y no mucho. Pero por un momento Jesús estuvo en ese cuarto conmigo. Media hora después la doctora O'Brien volvió. "Lo siento", dijo. "Definitivamente, es leucemia." Rompí a llorar, pero cuando noté la agonía que estaba viviendo Woody, me recompuse. No tenía nadie a quien aferrarme. La doctora O'Brien dijo que podríamos quedarnos todo el tiempo que quisiéramos, pero yo tenía la horrible sensación de que Nanci moriría esa noche, y no quería estar allí cuando sucediera. Quería huir. Pero, ¿adónde huir cuando la montaña me rodeaba por todas partes? Salimos del hospital y fuimos a casa. La Luna estaba saliendo por encima de Monument Peak, que se levanta sobre nuestra casa, al este. La enfermedad de Nanci era como esa sólida montaña. Podíamos gritarle, patearla, cavarla, ponerle dinamita. Pero allí estaba ella, inamovible. Nuestra vecina nos llamó apenas llegamos. "¿Cómo está Nanci?", preguntó alegremente. "Espero que todo ande bien." "¡No!" grité por el tubo del teléfono. "Tiene leucemia." Hubo una larga pausa, y luego, una suave voz del otro lado de la línea me preguntó: "¿Quieres que vaya a verte?" "No", dije, recobrando el control. "Necesitamos estar solos. Si puedes quedarte con Teresa esta noche, te veremos en la mañana." Pasamos la noche en casa, junta pero solos. Queríamos acercarnos el uno al otro pero, despojados de todo lo superficial, descubrimos que no nos conocíamos. Kathryn Kuhlman

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Éramos dos mortales solitarios enfrentados a una situación imposible, deslizándonos lentamente por el sumidero. Caminé de cuarto en cuarto por la casa en semipenumbras. Durante largos momentos me detuve en la puerta del dormitorio de Teresa, mirando su camita blanca apoyada contra las paredes color lavanda. ¿Era que Dios me castigaba por haberme divorciado? Teresa era hija de mi primer matrimonio. ¿Se iba a llevar Dios a Nanci para castigarme? "¿Por qué, Dios? ¿Por qué?", lloré. "¿Por qué le hiciste esto a mi hijita? Ella es tan pequeña, tan indefensa. ¿Por qué eres tan cruel y nos torturas de esta forma?" Me volví y fui hacia el cuarto de Nanci. La Luna se reflejaba por detrás de la cima de la montaña en el cuarto de brillante color amarillo, ahora tan quieto y desolado. La cama todavía estaba sin hacer desde la mañana. Me agaché y recogí un patito de goma del suelo. Lo apreté, y silbó. Mentalmente, recordé los cientos de veces que Nanci lo había apretado mientras yo la bañaba, y el patito hacía burbujas debajo del agua. Suavemente, coloqué el patito de goma en un estante y tomé el cerdito rosa de piel. Le di cuerda y comenzaron a sonar unas sencillas notas: "Cuando la rama se rompa, la cuna caerá... vendrá, nena..." Empecé a gritar a las paredes y salí del cuarto hacia la cocina. Woody estaba sentado a la mesa, con la mirada perdida en la oscuridad. Eran casi las tres de la madrugada, y era imposible dormir. "Tenemos que armar un plan de acción", dijo Woody. Sus palabras sonaban huecas y mecánicas. "Tenemos que ser positivos. No podemos dejar que nuestra actitud mental afecte a Nanci. Aunque por dentro estemos destrozados, tenemos que sonreír ante ella." Qué vacío, pensé. Qué falso. Pero no teníamos nada más. Acordamos que eso sería lo que haríamos. A la mañana siguiente (era domingo), volvimos al hospital. "Está muy mal", admitió la doctora O'Brien. "Pero es pequeña, y eso juega a su favor. Deberíamos lograr que la enfermedad retroceda pronto. Aun así, no es conveniente que abriguen esperanzas." "Cuánto le queda?", quise saber. La pregunta sonó melodramática como en una mala película. "Si podemos hacer que la enfermedad retroceda inmediatamente, podría durar dos años", dijo, esperanzada, la doctora O'Brien. "Pero estos niños duran un año con la enfermedad contenida y después decaen rápidamente." Fuimos a ver a Nanci. Le estaban dando una transfusión de sangre. Un hematólogo vendría desde Stanford para ayudar a dar un diagnóstico final. Nos dijeron lo que podíamos esperar: más exámenes de médula, muchas más transfusiones de sangre. "Cómo mueren?", susurré. Mientras formulaba la pregunta, me di cuenta de que mentalmente ya había convertido a Nanci en un objeto, una tercera persona que estaba preparándose para desaparecer. La doctora O'Brien fue muy suave: "Generalmente, cuando una criatura pequeña muere de leucemia, es debido a un ataque. Podría ser que sufra un poco, pero no será por mucho tiempo." Woody y yo habíamos asistido a sesiones de Encuentro Matrimonial en nuestro vecindario. Nuestro matrimonio había sido difícil, y habíamos llegado a este Kathryn Kuhlman

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particular nivel de humanismo para tratar de encontrar ayuda. Una de las parejas de Encuentro se enteró de lo que le sucedía a Nancy y nos llamaron. Su pequeña hijita acababa de morir de leucemia, y querían venir para contarnos sus experiencias. Fue horrible, pero nos dijimos que necesitábamos saberlo para estar preparados cuando llegara la muerte. Nos contaron todos los detalles: cómo las drogas habían hecho que su hijita se hinchara, cómo había perdido el cabello, su intensa agonía, su muerte. Nos contaron lo que podíamos esperar de nuestras relaciones mutuas y con nuestra familia. En ningún momento dijeron algo que pudiera proyectar alguna esperanza. Los médicos habían logrado controlar la leucemia en Nanci. Para la segunda semana, estaba en estado de remisión temporaria, y las drogas la mantendrían así hasta que se produjera el ataque final, fatal, furioso. Pero la ampolla de sangre, que ahora llamaban úlcera de sangre, había crecido hasta cubrir todo un lado de la ingle de la niña. Los médicos decían que era un "efecto secundario" de la leucemia, y que contenía un germen que podría matarla. Irónicamente, el único medicamento que podría curarlo era fatal para la mayoría de quienes sufrían de leucemia. Una noche, después de que Teresa fuera a dormir, Woody y yo nos sentamos a la mesa de la cocina. Habíamos llorado hasta quedar sin lágrimas. Finalmente, dije: "Woody, probemos con Dios". "zQuieres decir que la llevemos a uno de esos que curan por fe?", dijo con desaprobación en su voz. "Claro que no", exclamé. "Esa gente son un montón de charlatanes." Woody estaba perplejo. "Pensé que habías dicho que querías probar con Dios." "Quiero decir que oremos", dije. "Pero yo no sé cómo orar." "Yo tampoco", dije, "pero tenemos que hacer algo." Él asintió. Yo tomé su mano y murmuré unas pocas palabras. "Dios, por favor, que encuentren algo con qué tratarla." Fue un comienzo tan débil... como tirar piedras a la montaña, con la esperanza de que se levantara y huyera. Pero era un comienzo, y a la mañana siguiente, cuando llegamos al hospital, la doctora O'Brien sonreía por primera vez. "Buenas noticias", dijo. "En Stanford descubrieron una droga para tratar la úlcera. Es un pequeño milagro." El cirujano de Kaiser abrió la úlcera, y a esto le siguieron meses de dolorosos tratamiento. Sin embargo, Nanci mejoraba. El primer encuentro con la oración me convenció de que había más poder a mi alcance del que había imaginado. Comencé a orar cada día antes de ir a ver a Nanci. Entonces sucedió algo. Una de nuestras vecinas estaba en la misma asociación de padres y maestros que yo. Una tarde, después de hablar de los asuntos de la asociación, me dijo: "Sabes, Linda, Dios te ama, y ama a Nanci". Eso me tocó. Nadie me había dicho eso de mí jamás, ni tampoco de Nanci. Era un concepto nuevo y maravilloso. Dios me amaba, como persona. Y amaba a Nanci. "La Biblia está llena de relatos de Jesús sanando gente", siguió diciendo ella. "La iglesia a la que voy no cree que Jesús sigue sanando, pero yo sí. Creo que si Dios Kathryn Kuhlman

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te ama, también puede sanarte." Sus palabras fueron como una luz en un cuarto oscuro. Entonces comencé a abrirme camino hacia esa luz. Muchos años antes, cuando estaba tramitando mi divorcio, había pedido una Biblia en Sears Roebuck. En ese momento pensaba que me daría suerte tener una Biblia en la casa. Ahora comprendía que la Biblia era mucho más que un amuleto de buena suerte. Fui y abrí el cajón de mi armario, la encontré, y me prometí a mí misma que leería un capítulo por día, comenzando con el evangelio de Lucas. Casi inmediatamente, de mi subconsciente, saltó un versículo del pasado a mi mente. No sabía dónde buscarlo, ni siquiera si estaba en la Biblia. Pero una y otra vez, día tras día, resonaba en mi mente: "Al que a mí viene, no le echo fuera". Empecé a pasar más tiempo en oración. Visitaba a Nanci en el hospital todas las mañanas, y luego, después de almorzar, leía el capítulo de la Biblia y oraba antes de que Teresa volviera de la escuela. Este tiempo se convirtió en una parte del día muy importante para mí. Una tarde mi vecina me preguntó si alguna vez había oído hablar de Kathryn Kuhlman. "Ella cree en milagros", me dijo. La miré. "No me digas que crees en la sanidad por fe", le dije con voz llena de sarcasmo. Sonrió dulcemente. "Antes de juzgar, ¿por qué no sintonizas tu radio en KFAX?" Confié en ella, y al día siguiente volví del hospital con tiempo suficiente como para escuchar la emisión de las 11:00. Me gustó lo que escuché. La señorita Kuhlman hablaba de una experiencia que ella llamó "nuevo nacimiento". Aunque yo no tenía idea de qué sería eso de lo que hablaba, de alguna forma sonaba cierto. Me gustó especialmente su manera positiva y feliz de hablar. Muchos de mis amigos eran negativos. Un pastor con el que habíamos hablado en el hospital hasta nos había sugerido que "la muerte es la mejor cura de todas". Yo necesitaba oír una voz positiva, que apuntara a la luz en vez de las tinieblas. Un día, después de escuchar la transmisión, que duraba media hora, abrí la Biblia para leer un capítulo de Lucas. Casualmente, era el relato de la crucifixión de Jesucristo. Mientras leía, me inundó la comprensión profunda de la verdad. Jesús había muerto por mí. Eran mis pecados los que lo habían llevado a la cruz. Él había muerto porque me amaba. Comencé a sollozar. "Oh, Dios, lamento que hayas tenido que morir por mí." Pero al mismo tiempo que lo decía, un gozo y una sensación de bienestar me inundaban interiormente. Era la sensación de haber tomado un buen vino, pero no estaba en mi estómago, sino en mi espíritu. Entonces supe qué era. Yo había nacido de nuevo. Sentada en el sillón verde del living, gritando, llorando y riendo al mismo tiempo, dije: "Gracias, Dios, por salvarme. ¡Te amo! Durante años supe que habías muerto por mis pecados. Ahora sé que moriste por mí." En ese momento volví a la vida. Era una nueva criatura. Todo en mí había cambiado. Al mismo tiempo, la sanidad de Nanci se convirtió en algo más que una lucecita en un cuarto oscuro; ahora era como el Sol, una gigantesca bola de luz que inundaba mi ser. Era posible. Dios podía sanarla. Kathryn Kuhlman

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En los días siguientes leí el evangelio de Lucas y empecé Juan. Un mediodía, después de escuchar el programa de la señorita Kuhlman en radio y de orar, tomé la Biblia y leí el sexto capítulo de Juan. Aquí estaba... ese versículo: "...al que a mí viene, no le echo fuera." Junto con esta, vino otra revelación, tan asombrosa que yo estaba segura de que nadie lo había comprendido antes. En ningún lugar del Nuevo Testamento se decía que un enfermo hubiera venido a Jesús y Él lo hubiera rechazado. ¡Él sanaba a todos! Parecía tan imposible... todos: los médicos especialistas, mis amigos que habían perdido a su hijito, decían que Nanci moriría. No había esperanza. Pero dentro de mí había una fe que surgía como una fuente en el desolador desierto de mi vida. Era pequeña como un grano de mostaza, pero allí estaba. Yo sabía que era tan imposible para mí creer que Nanci sanaría, como hablarle a la montaña y ordenarle que se echara a la Bahía de San Francisco. Pero, ¿no decía la Biblia que todas las cosas son posibles para Dios? Me aferré a eso. Tomé la decisión de confiar en Él, aunque no lo entendiera, aunque no tuviera sentido. Dios tendría que darle nueva sangre y una nueva médula para sus huesos. Pero decidí confiar en su Palabra, sin importar lo que los demás dijeran. "Padre," oré, "tú has prometido que al que viene a ti, no le echarás fuera. Vengo a ti con esta necesidad. Creo que serás fiel a tu Palabra." Fue así de simple. Ahora, lo único que debía hacer era esperar. Después de cinco semanas los médicos nos dejaron llevarnos a Nanci a casa. "Ella no está bien", nos advirtieron. "Y no mejorará. Si tienen muchísima suerte, quizá llegue a vivir un año y medio más. Pero después de eso, la leucemia será más fuerte que las drogas." Los primeros días de Nanci fuera del hospital fueron terribles. Dos días después de traerla a casa le salieron úlceras sangrantes en los labios, que pronto se extendieron a toda la boca, las encías y la garganta. Los médicos diagnosticaron escarlatina, complicada por las drogas que le estábamos dando, que podían causar síntomas similares. La úlcera (del tamaño de una mano) en la ingle de Nanci estaba secándose, pero teníamos que limpiarla tres veces por día con agua oxigenada. Luego de la limpieza, debíamos atarla de manos y pies a los bordes de la cuna, y colocar una bombilla eléctrica encendida a corta distancia de la úlcera, para secarla. Una enfermera venía dos veces por semana para ayudar. Las cosas comenzaron a mejorar. Después de seis semanas Nanci pudo moverse un poco en forma más independiente, pero seguía siendo una niñita enferma. Para Woody la situación era muy difícil de soportar. No podía evitar ver el gran cambio que se había producido en mí, y no lo comprendía. "Querida, tienes que controlar esto", me advertía. "No podemos engañarnos todos de esta forma. Cuando Nanci muera, vas a quedar verdaderamente destrozada." "No lo entiendes", le decía yo. "Por primera vez sé que podré aceptar su muerte, si es que sucede. Sé que Dios está con ella, y conmigo. Aún más, creo que Dios la sanará." "Desearía poder creer eso", decía Woody, con los ojos llenos de lágrimas. "Desearía poder creerlo." Kathryn Kuhlman

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Una tarde mi vecina me llamó por teléfono para contarme que Kathryn Kuhlman estaría en Los Ángeles para realizar un culto de milagros. También me dio un número telefónico donde podría pedir información. La mujer que hacía las reservas de viajes nos informó que el boleto de avión ida y vuelta a Los Ángeles costaría setenta dólares. Yo no tenía ese dinero, pero ella dijo que nos incluiría en la lista de junio, el mes siguiente, en caso de que lográramos reunir el dinero. Janet, una adolescente que vivía cerca, había sido la niñera de Nanci desde que ella era una bebita. Un grupo de adolescentes llamado Vida Joven se reunía en el hogar de Janet los martes por la noche. Cuando supieron que llevaríamos a Nanci al culto con Kathryn Kuhlman, quisieron apoyarnos en oración. El martes siguiente llevé a Nanci a la casa de Janet, donde se habían reunido más de cien jóvenes para participar del estudio bíblico. Acordaron que el domingo en que nosotros iríamos a Los Ángeles, se reunirían en la casa de Janet para orar y ayunar. Ellos también creían que Dios la sanaría. La semana previa a nuestra partida hacia Los Ángeles, fui a una librería cristiana en Fremont. Una amiga me había mencionado varios libros que quería que leyera, incluyendo dos de Kathryn Kuhlman: Creo en milagros y Dios puede hacerlo otra vez. Mientras estaba allí miré algunos marcadores plásticos buscando uno para señalar las páginas en mi Biblia. Una y otra vez vi el mismo marcador, hasta que lo compré, sin fijarme en el versículo bíblico que estaba impreso en la parte de atrás. Camino a casa, yendo por la autopista Nimitz hacia el sur, repentinamente me invadió una sensación descorazonadora. ¿Qué clase de tonta era yo? Todos decían que Nanci era incurable, pero aquí estaba su madre, comprando libros, reuniendo dinero para comprar boletos de avión, pensando en llevarla hasta Los Ángeles para asistir a un culto de milagros de una mujer que yo jamás había visto. Me puse a llorar. Salí de la autopista en Dixon Landing, y miré hacia arriba. Allí estaba la montaña, irguiéndose amenazadora ante mí. Era más de lo que podía soportar. Salí de la calle, llorando. Cuando finalmente logré controlar el llanto, estiré la mano hacia el otro asiento delantero, buscando un pañuelo de papel. Al hacerlo, el cordón del marcador que había comprado se enredó en mi mano. Entonces leí el versículo que llevaba escrito. No pude creer lo que veía. "Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará, y nada os será imposible." (Mateo 17:20). Miré hacia la montaña y sonreí en medio de las lágrimas. "Sal de mi camino, montaña. Nanci va a ser sanada." Apenas podía yo abarcar la inmensidad de la multitud que esperaba en el auditorio Shrine. Nos guiaron hasta unos asientos en la planta baja. Hacía calor cuando llegamos, así que le quité los zapatitos a Nanci y le pedí a Woody que los tuviera. Nanci había estado muy inquieta en el avión. No había dormido ni un minuto y se doblaba y se retorcía mientras ocupábamos nuestros asientos. Woody también estaba incómodo. Kathryn Kuhlman

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"Tú estarás muy bien", dijo él, "pero no creo poder soportar quedarme sentado en un culto que dure cuatro horas." La reunión comenzó, y el magnífico coro comenzó a cantar. Entonces la señorita Kuhlman presentó a Dino. Me encanta la música, y este apuesto joven griego que acariciaba el piano como si fuera un ángel acariciando un arpa, me fascinó. Pero a Nanci nada de esto le interesaba. Siguió retorciéndose y gimiendo. Durante los momentos más quietos, cuando Dino acariciaba las teclas del piano como con una pluma, Nanci se echó a llorar. Inmediatamente vi a un ujier parado en el pasillo, que se inclinaba hacia nosotros. "Señora, tendrá que llevar a la niña afuera. Está incomodando a las demás personas." "¿Sacarla afuera?" exclamé indignada. "Hemos estado ahorrando dinero durante dos meses para venir hasta aquí, ¡y usted me dice que salga!" Miré a Woody. Él asintió. "¿Por qué no la sacas a caminar un poco?", sugirió. "Luego puedes traerla otra vez." A punto de gritar de ira, me mordí los labios y salí tambaleándome entre la gente que estaba sentada junto a nosotros, hasta llegar al pasillo. Con una mezcla de vergüenza y enojo, salí hacia el hall. Nanci tenía ya casi dos años de edad y era bastante pesada para cargarla, pero caminé de un lado a otro con ella en brazos hasta que se calmó. Entonces volví a mi asiento. Minutos después comenzó a lloriquear de nuevo. El ujier apareció nuevamente. Esta vez no fue muy amistoso. "Señora," dijo, "muchas de estas personas han hecho muchos sacrificios y han venido de muy lejos para llegar a esta reunión. Tendrá que sacar a la niña afuera." Bueno, yo también había venido desde muy lejos. Estuve a punto de discutir, pero el ujier me hizo un gesto directo con su índice, como diciendo: "¡Afuera!" No quise causar un escándalo, así que tomé a Nanci, salí pisando pies y chocando con las rodillas de las demás personas, y me dirigí nuevamente hacia el hall. Estaba furiosa. "Esta es una reunión cristiana", refunfuñé ante un hombre que estaba parado junto a la puerta. "Ni siquiera se puede asistir a un culto de sanidad con una niña enferma sin que a una la echen. ¡Linda reunión!" Caminé por el hall con Nanci en los brazos. Woody tenía sus zapatitos, y yo no quería que mi niña pisara el piso sucio. Fui hacia el baño de damas. Seguí caminando de un lado a otro del hall. Cuanto más andaba, más furiosa estaba y más gritaba y se retorcía Nanci. No era justo. Nosotros habíamos ahorrado dinero. Pero yo era la que quería ver a Kathryn Kuhlman. Y Woody, que ni siquiera deseaba estar aquí, estaba sentado cómodamente en la reunión, mientras yo estaba aquí afuera. Finalmente me senté en los escalones. "Bien, Dios". Murmuré entre dientes, "si la sanas, seguramente será otro día, porque estando aquí en el hall, ni siquiera podrás vernos." Y me di por vencida. Por los movimientos que se percibían desde el auditorio me daba cuenta de que seguramente había empezado la parte de las sanidades en el culto. En ese momento una señora de mediana edad cruzó el hall. Estaba radiante de gozo. "¿Qué necesita?", me preguntó.

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Hice un gesto señalando a Nanci, que se retorcía y chillaba en mis brazos. "Ella tiene leucemia", le dije. "Y no puedo entrar a la reunión porque grita y molesta a los demás." El rostro de la mujer se iluminó. "Querido Jesús, reclamamos la sanidad de esta criatura." Luego comenzó a agradecer a Dios. "Gracias, Señor, por sanar a esta niña. Te alabo por curarla. Te doy toda la gloria." Oh, Señor, pensé, este lugar está lleno de locos. Pero no podía negar el gozo y el amor que brotaban de esa mujer. Ella tenía la suficiente fe como para creer que Nanci sanaría. Lentamente mi amargura y resentimiento comenzaron a disiparse, y mientras ella estaba allí, con sus manos en alto, alabando a Dios, mi propia semilla de mostaza de fe comenzó a surgir otra vez. "Sabe, hay mucha actividad allá adentro", dijo ella. "¿Por qué no viene y se queda junto a esta puerta? De esa forma podrá ver, y si la niña comienza a quejarse otra vez, puede volver al hall. Yo apenas podía creer lo que veía. Había una larga fila de gente que subía por ambos costados de la plataforma. Todos testificaban que habían sido sanados. Nanci, que había estado luchando y revolviéndose en mis brazos, se aquietó. Comenzó a decir una y otra vez: "¡Aleluya!" ¿Aleluya? ¿De dónde había sacado esa palabra? De nuestra casa, seguramente no. Y yo no le había oído decir a nadie esa palabra en la reunión. Hasta entonces, el vocabulario de Nanci había estado limitado a "mami", "papi", "quema", y "no". "Voy a volver a mi asiento", le dije a la mujer que estaba a mi lado. Me dolía la espalda de sostener a Nanci, y estaba cansada de que toda montaña que se interponía en mi camino me sacudiera a su antojo. Una vez más pasé por sobre pies y rodillas y aterricé junto a Woody. Minutos después Nanci estaba dormida en mi regazo. Escuché mientras la señorita Kuhlman anunciaba las sanidades que se producían en todas partes del auditorio. "Una cadera. Alguien está siendo sanado de una seria afección en la cadera." "Alguien en la parte alta del auditorio está siendo sanado de un problema de columna." "Leucemia..." ¡Leucemia! Las distracciones casi me habían hecho olvidar el motivo principal por el que estábamos allí. "Leucemia. Alguien está siendo sanado de leucemia en este momento", repetía la señorita Kuhlman. Entonces lo supe. Era Nanci. Empecé a llorar. No quería llorar. Me había prometido a mí misma que no tendría reacciones emocionales, aunque Nanci fuera sanada. Pero no podía evitarlo. Miré a Woody. Estaba con la mirada fija hacia adelante, pero por debajo de sus lentes se veían las lágrimas. Repentinamente, sin aviso previo, Nanci me dio un puntapié en el estómago. Muy fuerte. Tenía la cabeza colocada en el hueco de mi codo izquierdo y su cuerpo estaba pegado al mío. Estiré la mano y le sujeté los pies para que no me pegara de nuevo, pero entonces lo sentí otra vez. Esta vez noté que sus pies no se habían movido. El golpe había partido del interior de su cuerpo. Fue un poderoso golpe desde dentro de ella que había sentido contra mi estómago. Kathryn Kuhlman

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Miré su cara, generalmente muy pálida. Estaba roja, afiebrada, cubierta de transpiración. Algo sucedía muy dentro de su cuerpo. Al mismo tiempo, sentí una calidez y un cosquilleo que me recorrían por entero. Ya no pude contenerme más: "Oh, gracias, Jesús. Gracias." En el camino de regreso al aeropuerto, lo único que podíamos hacer era llorar. Woody me advirtió que no me entusiasmara demasiado. "Si ella es sanada, el tiempo lo dirá", dijo sabiamente. Yo sabía que tenía razón, pero no había forma de detener mis lágrimas de gozo. El martes siguiente fuimos a ver a la doctora O'Brien para que examinara a Nanci como lo había estado haciendo con regularidad. Le conté todo. Ella escuchó pacientemente, y luego noté que sus ojos se llenaban de lágrimas. "LQué sucede?", pregunté. "Bueno", dijo ella con voz dubitat, "el lugar que usted me describe, de dónde provino el golpe, es el lugar donde está ubicado el bazo, un órgano vital que juega un papel importantísimo en su enfermedad." "zCree usted que ha sido sanada?", quise saber. "Oh", dijo ella, tomándome del brazo, "quisiera creerlo de todo corazón." "Por qué no lo cree, entonces?", dije. "Porque nunca lo he visto suceder", respondió. "Es tan difícil creer algo cuando nunca antes lo hemos visto. Usted lo entiende, ¿no es así?" Por supuesto que lo entendía. Pero ahora yo tenía ojos para ver lo que no había visto antes. Al ponerme de pie para salir, le dije: "Sin embargo, ha sucedido. El hecho de que usted nunca haya visto moverse a una montaña no significa que no pueda ocurrir." La doctora O'Brien palmeó a Nanci en la espalda. "No hay examen que pueda comprobarlo ahora. Solo el tiempo dirá si la sanidad es real o no." El tiempo ha probado que era real. Día tras día el color de Nanci mejoró. Recobró la vitalidad y el apetito. Dejamos de administrarle las drogas. Todos los exámenes realizados en los últimos cuatro años han resultado negativos. No hay rastros de la enfermedad en su cuerpo. Aunque la sanidad de Nanci ha sido maravillosa, la sanidad operada en nuestro hogar y en nuestras vidas ha sido aún más milagrosa. Hablando de montañas que debían moverse del camino... La situación en nuestro hogar era como una cadena montañosa; dura, rocosa. Pero desde que Nanci fue sanada, Woody recibió a Cristo como su Salvador personal y ambos hemos sido bautizados en el Espíritu Santo. Nuestro hogar, que alguna vez estuvo a punto de ser destrozado por el divorcio, ahora ha recuperado el orden divino. ¡Una montaña de milagros! Y todo comenzó con una fe tan pequeña como una semilla de mostaza.

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CAPÍTULO 7 ¿ES ESTE UN AUTOBUS PROTESTANTE? Marguerite Bergeron No pude contener las lágrimas al contemplar el precioso bordado que esta mujer de Canadá me había entregado. Cada puntada era un acto de amor, porque había sido dada por manos que alguna vez estuvieron doblados y deformados por la artritis. La señora Bergeron, que vive en Ottawa, Canadá, era una católica romana de sesenta y ocho años de edad que nunca había entrado a una iglesia protestante. Durante veintidós años había sufrido de artritis paralizante, tan grave que no podía mantenerse en pie durante más de diez minutos. Su esposo, discapacitado por una afección cardíaca, es el orgulloso poseedor de una medalla que le fuera entregada por el Primer Ministro de Canadá en ocasión de su retiro después de servir durante cincuenta y un años en el servicio postal de su país. Marguerite y su esposo tienen cinco hijos y veintitrés nietos. En nuestro pequeño departamento en los suburbios de Ottawa sonaba el teléfono. "Querida María, Madre de Dios," oré, "que no deje de sonar antes de que yo llegue." Hice un esfuerzo por salir de la mecedora y me apoyé en la pared para lograr equilibrio, caminando con dificultad hasta la mesita del teléfono. Cada paso me provocaba espasmos de dolor en las rodillas y las caderas. Hacía veintidós años que sufría de artritis paralizante, y este invierno había sido el peor de todos. No había podido salir de la casa. El intenso frío canadiense había endurecido mis articulaciones de tal forma, que apenas podía caminar. Aún el simple hecho de cruzar el living para contestar el teléfono era más de lo que podía soportar. Tomé el rosario y finalmente llegué al teléfono. Mi hijo Guy, que vivía en Brockville, Ontario, dijo: "Mamá, ¿conoces a Roma Moss?" Yo conocía bien al señor Moss. Estaba muy enfermo de artritis, como yo. Los médicos habían soldado varios discos de su columna. No podía agacharse, así que tampoco podía sentarse. "¿Pasó algo malo?", le pregunté, temiendo lo peor. Hasta lo dije en voz alta: "¿Está muerto?" Es extraño, ahora que lo pienso. Nunca pensé que pudieran ser buenas noticias. Yo siempre esperaba malas noticias. Después de años de escuchar decir al médico: "Usted no mejorará; solo se pondrá peor", creía que todos los enfermos empeoraban automáticamente cada vez más, hasta morir. "No, mamá", dijo entusiasmado Guy. "El señor Moss no murió. ¡Fue sanado! ¡Puede caminar! ¡Puede agacharse! ¡Ya no sufre más de artritis!" "¿Cómo es eso?", pregunté secamente. En vez de alegrarme, me sentía amenazada. ¿Por qué él se sanaba cuando el resto de nosotros tenía que seguir viviendo en el dolor? "Fue a Pittsburgh, mamá", la voz de Guy resonó feliz en el tubo. "Fue a un culto de Kathryn Kuhiman. Mientras estaba allí, fue sanado. ¿Por qué no vas a Pittsburgh tú también? Quizá te sanes." Yo había oído hablar de Kathryn Kuhlman y hasta había visto su programa de TV, pero siempre había pensado que la sanidad era para los demás, no para mí. "Oh, Kathryn Kuhlman

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yo estoy demasiado enferma como para salir de la casa", dije. "¿Cómo podría hacer ese viaje tan largo hasta Pittsburgh?" Guy me contó sobre un autobús contratado especialmente que hacía el viaje entre Brockville y Pittsburgh todas las semanas. "Déjame que llame y te reserve un lugar", rogó. Yo no me sentía bien. El solo hecho de estar de pie junto al teléfono hablando con Guy me hacía sentir débil. Mi cuerpo estaba deformado e hinchado por la artritis desde hacía mucho tiempo. Recordaba que, hacía algunos años , había jugado con mis nietos durante el cumpleaños de uno de ellos. Habían atado un pañuelo alrededor de los ojos de un niñito, que tenía que ir por todo el cuarto tocando las manos de la gente y adivinando quién era cada uno. Él me identificó a mí inmediatamente porque mis nudillos estaban terriblemente hinchados y los dedos, doblados como garras. ¿Qué era todo eso que dicía de la sanidad? ¿Acaso Guy creía que sabía más que los médicos que habían dicho que yo no tenía posibilidad de curación? Sacudí la cabeza, sin esperanzas. "No, Guy, no hagas ninguna reserva", suspiré. "Hablaré con tu padre y te contestaré mañana por la noche." Colgué y volví trabajosamente hasta mi silla. Durante un largo rato estuve allí, sentada en la semipenumbra del cuarto, llorando, porque era anciana y el dolor era muy fuerte. Traté de recordar los tiempos en que mi cuerpo era joven y ágil, y hermoso. Recordaba cuando Paul y yo nos enamoramos. Eramos tan correctos; él, criado en un ambiente católico francés y yo, con mi familia católica escocesa. Una noche, él tocó tímidamente el dorso de mi mano, y lentamente entrelazó sus dedos con los míos. Le gustaba acariciar mis manos suavemente, con dulzura, de una forma que me llegaba al corazón. Ahora yo no soportaba que Paul me tocara las manos. Dolía demasiado. Estaba vieja y llena de nudos, como un viejo roble en la cima de una montaña rocosa. Ya no recordaba ningún momento en que no hubiera sufrido dolor. Ese dolor hacía casi imposible que alguien me llegara al corazón. Esa noche le conté a Paul sobre la llamada de Guy. Desde que mi esposo se había retirado del servicio postal, su corazón había quedado rodeado de fluido. Esto le afectaba las piernas, así que estaba parcialmente paralizado. Pero Paul me alentó para que fuera a Pittsburgh, y hasta dijo que quería ir conmigo. "No podemos perdernos ninguna oportunidad’, dijo. "Pero son casi mil kilómetros", protesté. "No sé si podré soportar todos los baches y problemas del camino.” Paul asintió. Era tan comprensivo... Pero algo en él siguió insistiendo. Finalmente accedí a ir, y al día siguiente llamé a Guy. "Tu padre irá conmigo", dije. "Pero antes de que nos reserves lugar, quiero ver al señor Moss. Quiero ver con mis propios ojos que está sano." Guy estaba feliz, y dijo que arreglaría todo para que yo pudiera hablar con el señor Moss, que vivía cerca. Al día siguiente, mientras escuchaba al señor Moss, apenas podía creer lo que oía. Era la historia más fantástica que me hubieran contado jamás. Una señora llamada Maudie Phillips le había reservado un lugar para que él pudiera viajar de Brockville a Pittsburgh. Allí había asistido al culto de Kathryn Kuhlman en la Primera Iglesia Presbiteriana, y había sido sanado. Para probarlo, se paró en Kathryn Kuhlman

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medio del cuarto, se inclinó y tocó el suelo. Corrió, saltó y giró la espalda en todas direcciones para mostrarme que sus huesos y articulaciones estaban como nuevos. Para mí, lo más increíble era que había sido sanado en una iglesia protestante. Yo había sido católica durante toda mi vida. En Canadá, cuando yo era niña, las relaciones entre católicos y protestantes eran tan tensas que a veces parecía que iban a entrar en guerra. Desde que yo era pequeña se me había enseñado que entrar a una iglesia protestante podía hacerme perder la salvación, y siempre que pasaba frente a una, contenía la respiración. En mis sesenta y ocho años de vida, nunca había entrado a uno de esos lugares. Ahora el señor Moss me decía que había sido sanado en una iglesia presbiteriana. El solo pensarlo era casi más de lo que yo podía soportar. "Querida María, ¿podrá esto ser así? ¿Ama Dios a los protestantes, también?" La sola idea me hacía estremecer. Pero no había forma de negar lo que le había sucedido al señor Moss. Antes, había estado obviamente enfermo; pero ahora estaba perfectamente sano. Tragué saliva, apreté los dientes y asentí ante mi esposo. Iríamos a Pittsburgh. Guy hizo las reservas. El autobús partiría el jueves por la mañana. "¿Crees que debemos contarle al sacerdote?", me preguntó Paul. "Oh, no", protesté decididamente. "Ya bastante malo es que Dios sepa que estamos yendo a una iglesia protestante, como para que también el sacerdote lo sepa." Esto pesaba mucho en mi conciencia. ¿Qué pasaría cuando nuestros amigos católicos supieran lo que habíamos hecho? Pero aun así, estaba convencida de que debíamos ir. El jueves por la mañana Paul se levantó temprano. Pero cuando traté de levantarme, grité de dolor. Generalmente el dolor de la artritis se hacía sentir en un lado u otro. Pero esta mañana, el dolor era intenso en todo el cuerpo. Cada articulación ardía. Lo único que pude hacer fue recostarme nuevamente en la cama y llorar. Paul salió del baño y se acercó a la cama, sin saber qué hacer. Cuando me dolía el pie o la rodilla, a veces me hacía masajes para disipar el dolor. Pero esa mañana, cualquier movimiento, cualquier contacto, hacía que sintiera como fuego líquido corriendo por mis huesos. Nunca el dolor había sido tan extremo. Con mis lágrimas mojé la almohada, y ni siquiera podía enjugármelas, por la intensidad del dolor en las ma nos. Mis manos estaban dobladas y rí das sobre el montón de pañuelos de papel que h la tomado la noche anterior, tratando de que no e cerraran por completo. Ninguna oración podría hacer que se abrieran. En ese momento deseé morir. "No puedo ir", sollocé. "Dios no quiere que vaya a esa iglesia. Este es su castigo por haber pensado en hacerlo." "No es así, mamá", dijo Paul, casi con firmeza. "Dios quiere que te sanes. Él no te haría algo así. Tienes que levantarte." "No puedo ir. No puedo caminar. Ni siquiera puedo salir de la cama. No puedo hacer nada. Hasta vivir me duele." "Debes levantarte, mamá", rogó Paul. "Dios no quiere que te dejes morir aquí. Inténtalo. Por favor, inténtalo." Kathryn Kuhlman

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Mover cada articulación era como romper hielo en una corriente. Cada movimiento hacía crujir algo que estaba suelto. El dolor era insoportable, pero moví las articulaciones de un lado a otro hasta que finalmente logré sacar las piernas de la cama. Con la ayuda de Paul, me puse en pie. Luego luchamos por abrir mis manos. "Ahora ponte el vestido, mamá", dijo Paul. "No debemos llegar tarde para tomar el autobús." Vestirme fue terriblemente difícil... y ponerme la faja, casi imposible. Empecé a llorar otra vez. "Sigue tratando, mamá", decía Paul. "Sigue tratando. Esta puede ser tu última oportunidad de ser sanada." "¿Crees que me iré sin mi faja?", lloré. "Sería indecente." Pero Paul siguió alentándome, y finalmente estuve lista para salir... sin ponerme la faja. Llegamos al auto y fuimos hacia el lugar desde donde saldría el autobús. En el estacionamiento la esposa de Guy nos presentó a la señora Maudie Phillips, representante de Kathryn Kuhlman en Ottawa. La señora Phillips era cálida, amistosa, extrovertida, y me extendió la mano. "Lo siento", dije, retrocediendo, "pero no puedo darle la mano a nadie. Si me tocan, el dolor me haría desmayar." Ella sonrió, y sentí que me entendía. Eso me ayudó mucho. Pero el temor de mezclarme con los protestantes estaba volviendo a apoderarse de mí. Me volví hacia Paul. "Tendría que haber ido a la iglesia primero. Tendría que haberle confesado este gran pecado al sacerdote. Así no me sentiría tan mal." Guy me escuchó y dijo: "Mamá, aunque tenga que llevarte en brazos, vas a subir a ese autobús." Finalmente cedí, y la señora Phillips, junto con el conductor del autobús, me ayudaron a subir. Cada paso, cada contacto, me hacía llorar de dolor, pero llegué hasta el asiento junto a Paul. Nos quedaba un viaje de casi mil kilómetros por delante. Cuando el autobús partió, la señora Phillips comenzó a ir de un extremo a otro del pasillo, hablando, respondiendo preguntas, ministrando a las personas, como un pastor que cuida a sus ovejas. Cada vez que pasaba junto a mí, yo la hacía detener. Tenía muchas preguntas. Muchas de las personas que estaban en el autobús ya lo habían hecho antes. Pronto comenzaron a cantar. Yo nunca había escuchado cantar así. Era como una iglesia con ruedas recorriendo el campo, pero una iglesia diferente de cualquiera de las que yo conocía. Me preocupé, y la siguiente vez que la señora Phillips pasó junto a mí, la tomé del brazo. "¿Es este un autobús protestante?", susurré. "No", rió ella. "Es un autobús de Jesús. Solemos llevar a algunos sacerdotes católicos. A veces hasta nos dirigen en el canto." "¿Sacerdotes católicos en un autobús protestante?", pregunté. "¿Cómo puede ser?" La señora Phillips sonrió. "Al autobús no le importa si usted es protestante o católica. A Jesús tampoco." "Pero estamos yendo a una iglesia protestante en Pittsburgh", protesté. ¿Cómo rezará? ¿Cómo debo rezar yo? ¿Puedo rezar como en mi iglesia?" Kathryn Kuhlman

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La señora Phillips era tan dulce, tan paciente, tan comprensiva. Después de llamarla seis o siete veces para preguntarle cosas como estas, se arrodilló junto a mí. "Señora Bergeron," dijo, "¿cree usted que hay un solo Dios para todos?" Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. No quería deshonrar a mi fe, a mi iglesia, a mis sacerdotes. Todos ellos habían significado mucho para mí. Pero, ¿cómo explicárselo a esta mujer que transmitía tanto amor? "Oh, sí", respondí. "Creo que hay un solo Dios para todos nosotros. Yo le rezo a María, pero amo a Dios. Sé que solo Dios puede sanarme." "Entonces simplemente confíe en Él", dijo ella. "Dios la ama, pero Él no puede hacer mucho por usted si usted sigue haciendo tantas preguntas. ¿Por qué no se recuesta en su asiento y deja que el Espíritu Santo le ministre?" Comencé a relajarme un poco, aunque no estaba segura de quién era el Espíritu Santo. Después de cruzar el límite y entrar a los Estados Unidos, me dormí. No sé por cuánto tiempo dormí. Todavía estaba a medio despertar cuando al moverme vi mis pies. De alguna forma, mientras dormía, había puesto un pie encima del otro. ¡No podía ser! Hacía años que no podía cruzar las piernas. Parpadeé y miré otra vez. Tenía los tobillos cruzados. Y lo más notable... no sentía ningún dolor. "¿Qué está sucediendo?", exclamé. Paul me miró, con una extraña expresión en el rostro. Yo estaba demasiado entusiasmada como para notar que a él también le ocurría algo. "¿Qué dijiste?", tartamudeó. Entonces miré mis manos. Los dedos, que habían estado rígidos y doblados, se estaban enderezando. Ya no sentía dolor allí tampoco. "¿Qué está pasando?", repetí. "¿Algo anda mal, mamá?", preguntó Paul. "Escucha", susurré. "Pero no le digas a nadie. Pensarán que lo estoy imaginando." "¿Imaginando qué?", dijo Paul. "Mira mis pies", susurré. "Ves, tengo los tobillos cruzados. Y no me duele. Y mira mis dedos. Ya no me duelen las manos, y los dedos se están enderezando como los de una niña. ¡Me estoy sanando antes de llegar a Pittsburgh! ¡Me estoy sanando en este autobús protestante!" Paul se quitó las gafas. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Al principio pensé que lloraba por mí, pero después noté que había algo más. "¿Qué te pasa?", pregunté. "Algo me pasa", dijo, atropellándose al hablar. "Mientras tú dormías, yo estaba somnoliento. Cuando desperté, sentí algo cálido, como una ola de calor, que recorría mi pecho y llegaba hasta las piernas. Fue tan fuerte que durante un minuto no pude ver nada. Estaba ciego. Entonces te despertaste. Recobré la vista. Y creo que estoy sanando." En ese mismo momento el autobús salió de la carretera para detenerse en un lugar de refrigerio. La señora Phillips volvió a vernos. "Vamos a detenernos para tomar un café", dijo. "Déjeme ayudarla con sus pies." "No necesito ayuda", le dije, riendo gozosa y sin preocuparme porque me oyeran. "¡Puedo caminar! Puedo subir y bajar sola esos escalones." Me levanté y bajé por el pasillo, con mi esposo detrás de mí. Bajé los escalones y salí al estacionamiento.

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Todos se arremolinaron a mi alrededor. "Señora Bergeron", preguntaban, "qué le sucedió?" "No sé qué ocurrió", dije, sintiéndome rebosar de alegría. "Pero hace veintidós años que no me siento tan bien." Pasamos la noche del jueves en un hotel en Pittsburgh. El mes anterior yo había ido a ver a mi médico, rogándole que me diera algún calmante para el dolor. "Mire mis rodillas", le había dicho. "Mire mis dedos. Duelen tanto que no puedo dormir de noche." Él había sido amable pero firme. "Señora Bergeron, no hay nada que podamos hacer. Mi propia madre murió de esta enfermedad. Los médicos no podemos hacer nada más que darle pastillas que alivien el dolor." Y me había dado pastillas. Pastillas para tomar a la mañana, pastillas para tomar después de las comidas, pastillas para tomar a la noche. Y cada vez que tragaba una pastilla, tragaba once centavos. Esa noche, en Pittsburgh, dejé las pastillas en mi bolso. No tomé ni una sola, y en el mismo instante en que apoyé mi cabeza sobre la almohada, me dormí. Nunca había dormido tan bien. Durante más de veinte años había podido dormir solo de espaldas o boca abajo, pero esa noche dormí de costado, doblada como un bebé. A las cuatro de la mañana estaba completamente despierta. El cuarto del hotel estaba a oscuras aún cuando salí de la cama, sintiéndome más joven y sana de lo que había estado en muchos años. No veía la hora de ir al culto de milagros... aunque fuera en una iglesia protestante. La noche anterior la señora Phillips me había dicho que sentía que yo había sido sanada en el autobús cuando dije: "Amo a Dios y sé que solo él puede sanarme." Ella me citó un versículo de la Biblia: "Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos" (Apocalipsis 12:11). Pero no importaba cuándo había ocurrido. Lo único que sabía era que, como el señor Moss, yo no era la persona que había sido hasta entonces. Y Paul tampoco. Sus dolores de corazón habían desaparecido y se sentía como nuevo. Estábamos muy bien. Nos habían dicho que la gente esperaba horas fuera de la iglesia hasta que se abrieran las puertas. Yo había temido que mis piernas no resistirían si tenía que estar de pie tanto tiempo, por lo que me había traído un banquito para sentarme. Pero finalmente no lo necesité. Estuve de pie durante tres horas y media a las puertas de la Primera Iglesia Presbiteriana de Pittsburgh, deseando encontrar a alguien a quien poder darle el banquito. Hacía años que no podía estar de pie más de diez minutos; ahora estaba parada durante horas, disfrutando cada momento, con el banquito en la mano. Finalmente las puertas se abrieron y la gente se abalanzó a la entrada. La señorita Kuhlman subió a la plataforma y el culto comenzó a desarrollarse en medio de una música gloriosa. Pocos minutos después ella detuvo los cantos y dijo: "Entiendo que hay aquí una señora que viene de Ottawa y que fue sanada en el autobús". Estaba hablando de mí. Paul y yo aceptamos su invitación a subir a la plataforma. Yo olvidé que estaba

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en una iglesia protestante. Olvidé que estaba frente a dos mil quinientas personas. Sentí ese amor especial de Kathryn Kuhlman por toda la gente, gente como yo, y antes de que me diera cuenta, le respondía, saltando, aplaudiendo y doblándome para tocar el suelo... delante de todas esas personas. Dado que yo fui la primera que subió a la plataforma, no sabía lo que pasaba algunas veces cuando Kathryn Kuhlman ora por alguien. Ella estiró su mano y me tocó el hombro, y repentinamente sentí que me caía. "Oh, no", pensé. "¿Qué hace una mujer grande como yo aquí, cayéndose al suelo delante de toda esta gente?" Pero no pude evitarlo. Era como si los cielos se hubieran abierto y Dios mismo me estuviera tocando. Me alegré de que hubiera un hombre fuerte que me sostuvo antes de que me desplomara sobre el suelo... si él no hubiera estado ahí, creo que habría atravesado la plataforma hasta acabar en el subsuelo. Luego me colocó suavemente sobre el piso. Me puse de pie, sorprendida de no sentir ningún dolor. "Gracias", le dije a la señorita Kuhlman, entre lágrimas. "Gracias, muchas gracias." "No me lo agradezca a mí", rió ella. "Yo no tuve nada que ver con su sanidad. Ni siquiera la conozco. Usted fue sanada aun antes de venir aquí. Yo no tengo poder. Solo Dios lo tiene. Agradézcale a Él." Volví a mi asiento y comencé a agradecerle a Dios. La gente cantaba, como en el autobús. Pero esta vez no me importaba que fueran protestantes. Yo también quería cantar. Como no conocía la letra de las canciones, me puse a escuchar a la mujer que cantaba junto a mí y a repetir lo que ella decía. Sé que sonaba horrible, porque estaba atrasada un verso con respecto de todos los demás, pero no podía evitarlo... ¡y no me importaba! Estaba tan feliz... Cuando los que me rodeaban levantaban las manos para alabar a Dios, yo también lo hacía. Por primera vez en veintidós años podía levantar los brazos, y lo hacía en adoración. Así que seguí cantando, (un verso después que todos los demás), levantando las manos, llorando y alabando a Dios por mi sanidad. Eran las dos de la mañana cuando llegamos de vuelta a Brockville. Guy estaba a la puerta de su casa cuando doblamos para tomar nuestra calle. "Mamá, ¿estás bien?", preguntó, cuando salí del auto que nos había traído desde el lugar donde nos dejó el autobús. Todos sus amigos, que estaban esperando en su casa, se arremolinaron a su alrededor. "No le preguntes, ¡solo mírala!", gritaron. "¡Mírala! ¡Está sana! ¡Dios la sanó!" A esa hora de la noche me puse a danzar en medio del living. "¡Oh, mamá!", dijo Guy, tomándome en sus brazos. Estaba llorando. Todos lloraban, menos yo, que seguía danzando de un lado a otro. Tan pronto como llegué a casa, aunque creo que eran las tres de la madrugada, llamé a mi hija Jeanne. "¡Estoy sana!", grité por el tubo del teléfono. "¡Fui sanada!" "¿Mamá?", contestó Jeanne, con voz somnolienta. "¿Qué dices?" "Ya no sufro más de artritis", le dije, riendo. "Llama a todos y cuéntales. Ya no estoy más enferma." Cuando finalmente me acosté, eran las cinco de la mañana. Había estado en pie durante veinticuatro

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horas, pero me sentía llena de vitalidad y fuerza. Y Paul también. Al día siguiente mi esposo fue al campo de golf con Guy y lo acompañó a hacer un recorrido de cinco hoyos. ¡Oh, Dios! El Señor ha sido tan bueno con nosotros. El domingo por la tarde, Pierre, otro de nuestros hijos, vino con su esposa y sus tres hijos a la casa de Guy, para ver si yo había sido sanada realmente. El rostro de Pierre reflejaba una enorme sonrisa mientras caminaba a mi alrededor, observándome desde todos los ángulos. "Mamá, estás sana. Ahora llegarás a ser anciana, a menos que un camión te pase por encima. Y aunque fuera así, creo que temería más por el camión que por ti." Una de mis nietas, la pequeña Michelle, se asomó: "Mamá, cuando estuviste en Pittsburgh, yo fui a la escuela católica, levanté las manos y dije: Jesús, sana a mi abuelita'. Y Él lo hizo." Entonces apareció mi nietito de siete años. "Ahora, abuela, ya no tendrás que caminar como un pingüino." Dios estaba haciendo algo más. No solo había sanado mi cuerpo, sino que además, estaba obrando en mis actitudes. Como muchas otras personas que viven constantemente bajo un intenso dolor, yo me había vuelto gruñona y difícil de soportar. No lo supe hasta que oí a mi nuera hablando con Jeanne por teléfono. "Ha habido otro milagro", decía. "No sólo fue sanada de la artritis. Ya no molesta más. Algo maravilloso ha sucedido en su interior." El domingo siguiente hice que toda mi familia fuera conmigo, caminando, hasta la Iglesia del Sagrado Corazón. Cuando llegué allí, le dije al sacerdote: "Padre, Dios me ha sanado de mi artritis." Yo quería que él comprendiera realmente lo que había pasado, así que el domingo siguiente les llevé a todos los sacerdotes un ejemplar de los libros de Kathryn Kuhlman. Dos semanas después fui a ver a mi médico. Cuando entré caminando al consultorio, la enfermera me dijo: "Señora Bergeron, ¿qué sucedió? Se ve muy bien." Minutos después el médico entró a la sala de espera. "Hey, doctor," le dije, "no tengo más artritis. Mire mis manos. Mire las rodillas. ¡Mire! Estoy caminando." El médico se paró en medio del cuarto, mirándome caminar por todos lados. Luego me tomó las manos y examinó las muñecas y los dedos. "Sé lo que está pensando", le dije. "Seguro que está pensando: `Bueno, la señora Bergeron ya no sufre de artritis... ahora está loca." Rió y me hizo señas de que entrara otra vez al consultorio. "No, no creo que esté loca", dijo con voz seria. "Su estado era irreversible, incurable. Ahora usted está sana. No lo entiendo." Tomé mi cartera y le alcancé uno de los libros de Kathryn Kuhlman. "Lea esto, doctor", le dije. "Tendrá que enviar a todos sus pacientes a Pittsburgh... y después deberá buscar un nuevo empleo." Rió otra vez, tomó el libro y me rodeó con su brazo. "Eso me convertiría en el hombre más feliz del mundo... ver a todos mis pacientes tan bien como usted."

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CAPÍTULO 8 LA SANIDAD ES SOLO EL COMIENZO Dorothy Day Otis Entre las personas que vienen invitadas a mi programa semanal de televisión, "Creo en milagros", se encuentran médicos y barmans, famosos educadores y niños, modelos y amas de casa. Todos han sido tocados por Jesús en una forma especial y testifican del cambio producido en sus vidas. Sin embargo, pocos invitados me emocionan tanto como los representantes del mundo del espectáculo, tanto televisivo como teatral, que dejan de lado toda su capacidad de actuación y, con sinceras lágrimas de agradecimiento, cuentan al mundo lo que Jesús ha hecho por ellos. Este fue el caso de Dorothy y Don Otis, que aparecieron en el programa que yo grababa en los estudios de la CBS en Los Ángeles. Dorothy Day Otis dirige una de las agencias de representantes de estrellas más exitosas. Representa a artistas importantísimos de la TV, el cine y el teatro. Don tiene una floreciente agencia de publicidad. Ambos son bien conocidos y muy respetados por todos los artistas de Hollywood. "Hace años que Don y yo estamos en la TV", dijo Dorothy, `pero la única aparición verdaderamente importante fue la que hicimos en el programa de Kathryn Kuhlman." Dice eso porque esa aparición fue completamente dedicada a Jesús. . Yo pensaba que era natural sentirse mal. Nunca me sentí realmente bien, y hacía años que sabía que mi salud se estaba deteriorando. Me cansaba fácilmente y tenía constantes dolores de espalda, que trataba de ignorar. Pero no podía ignorar a mi estómago, que reaccionaba violentamente ante casi todo lo que comía. Vivía alimentándome con grandes cantidades de queso cottage, flanes y jaleas, y el solo hecho de mirar la comida común me causaba repulsión. Cuando el dolor se volvió insoportable, fui a ver a los médicos. Varios médicos clínicos me observaron y dieron el mismo diagnóstico: "un grave problema estomacal", enfermedad que parece ser compañera constante de muchos de los que se dejan atrapar por el remolino de Hollywood. Los médicos prescribieron pastillas, que comencé a tomar tal como lo habían indicado, pero no mejoré. Durante años arrastré dolores de espalda, una nuca rígida, una falta total de energía y apetito. Pasaba la mayoría de los fines de semana en cama. Algunas veces me preguntaba en voz alta si mis problemas estomacales estarían relacionados con mis dolores de espalda, mi forma extraña de caminar y el hecho de que mis zapatos se gastaban en forma despareja. Pero los médicos simplemente me miraban, sacudían la cabeza... y me mandaban a la farmacia a comprar más pastillas. Yo me había graduado en teatro en la universidad, y después de eso inicié mi carrera en la moda y la televisión. Viví durante dos años en San Francisco, conduciendo mi propio programa de entrevistas y de cocina en TV y actuando como presentadora de películas los sábados por la tarde. Después me mudé a Los Ángeles, donde continué mi carrera como modelo y actuando en TV. Kathryn Kuhlman

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Todas las mañanas me levantaba a las 05:30 para llegar a tiempo para la maquilladora y la peinadora. Todo el día estaba bajo las luces, frente a una cámara o trabajando con gente. Por las noches, muy tarde, literalmente me derrumbaba sobre la cama. Con mi exigente agenda, no creía que fuera raro que sufriera dolores constantes y me sintiera completamente exhausta todo el tiempo. Después de todo, aparentemente, todos los demás que me rodeaban se sentían igual. Seis meses después de llegar a Los Ángeles, conocí a Don Otis. Su historia era similar a la mía: actuaba en TV y radio, era disc jockey, director de programas, y ahora era dueño de una agencia de publicidad. Yo había ido a la oficina de Don por una entrevista para un comercial de TV. Cuando salí, él le dijo a un colaborador suyo: "Esa es la chica con la que voy a casarme.” "Oh, ¿en serio?", preguntó su amigo. "Z Cómo se llama?" Don no lo sabía, y tuvo que ir a otra oficina para preguntárselo a una secretaria. Al volver, sonrió. "Su nombre es Dorothy Day, y sigo pensando en casarme con ella." Un año más tarde yo seguía enferma, como de costumbre... pero ya estábamos casados. Don tuvo que hacer todos los arreglos, incluso conseguir el permiso para utilizar la bellísima Mission Inn de Riverside para nuestra ceremonia de casamiento. En ese momento yo era presbiteriana, y asistía a la iglesia solo ocasionalmente. Don era metodista, pero nunca iba a la iglesia. "Cristianos nominales" es la expresión que yo usaba para describirnos. Don, que es más franco, mira atrás y dice que éramos "cristianos pésimos". A pesar de mi mala salud y nuestra falta total de espiritualidad, ambos teníamos mucho éxito en las carreras que habíamos elegido. La agencia de Don crecía a pasos agigantados, y yo aparecía con mucha frecuencia en TV. Entonces, justo cuando pensaba que estaba aprendiendo a convivir con mis problemas físicos, la salud de Don comenzó a decaer. Mi esposo fumaba mucho desde que tenía quince años. Repentinamente, después de todos esos años, comenzó a tener problemas en la respiración. Solo podía respirar en forma entrecortada, y poco a poco debió ir resignando toda su actividad física. Ni siquiera podía subir la colina que estaba detrás de nuestra casa. Un examen físico nos permitió descubrir una enfermedad temible: enfisema. No había cura. Don estaba tan desanimado que ni siquiera pensó en dejar de fumar. Dado que no tenía remedio, dejar de fumar no cambiaría nada. En 1966, Harold Chiles, un importante representante de Hollywood, me ofreció trabajo como representante de niños para actuaciones y comerciales de TV. Él y Don creían que los años que yo había pasado en la TV me capacitaban para la tarea. Significaba entrar en un campo completamente nuevo en mi profesión, y la idea me fascinó. Cuando Chiles murió, compré su agencia a la sucesión, y repentinamente me vi dentro del negocio, comandando una de las agencias de representantes más exitosas de Hollywood. Entonces mi propia salud empezó a empeorar. Yo medía 1,75, por lo que mi peso normal rondaba los 65 kilos. Pero comencé a perder peso. Comencé a evitar todas Kathryn Kuhlman

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las comidas, aún el queso cottage, y rápidamente bajé a 55 kilos. Parecía un esqueleto, y otra vez volví a visitar los consultorios de los médicos. Ninguno podía ayudarme. Yo me obligaba a ir a trabajar, aunque me sintiera muy mal. Solo mi amor por el trabajo me mantenía en pie. Una amiga cercana de Don y mía había estado asistiendo a los cultos de Kathryn Kuhlman. Ella nos animó a ir, segura de que si lo hacíamos, seríamos sanados. La idea de Dios no me interesaba mucho, pero sí compré los libros de Kathryn Kuhlman y los leí. Don también los leyó. Eran enormemente interesantes, y hasta me hicieron llorar. Pero cuando se acercaban los fines de semana, me resultaba más fácil caer en cama que asistir a las reuniones. "Uno de estos días iremos al Shrine", le repetía yo a mi entusiasta amiga. Pero pasaron tres años antes de que cumpliéramos esa promesa. Don y yo asistimos al primer culto de milagros en enero de 1971. Aún ahora me resulta difícil describir lo que sentía mientras esperaba que las puertas del auditorio se abrieran. Varios miles de personas rodeaban las puertas, pero yo no los sentía como extraños, sino como amigos que no había conocido antes. Era como una gran reunión familiar. Había tal amor mutuo, tal compasión por los enfermos... Todos hablaban y compartían con gozo mientras esperaban lo que sucedería. Aun antes de que se abrieran las puertas, Don y yo ya sabíamos que Dios estaba ahí. Volvimos al mes siguiente. Allí, sentada en el auditorio, lloré al ver las sanidades, orando por los enfermos que me rodeaban. Por primera vez en mi vida sentí la presencia de un Dios de amor que se preocupaba tanto que quería tocar a esas personas inmersas en una terrible situación y sanarlas por completo. Pero yo no era sanada. Mis dolores de espalda se volvieron más fuertes. Y aún peor; la nuca estaba tan rígida que no podía dar vuelta la cabeza sin girar con todo el torso. Miraba y caminaba como las momias de las películas de terror. En marzo de 1971 fui a consultar a un médico traumatólogo, el doctor Larry Hirsch. El me hizo un examen preliminar y luego sugirió que me hiciera tomar radiografías de la columna. Cuando volví a verlo, varios días después, me mostró la radiografía. "Mire esto", me dijo. Aun para mi ojo inexperto, era obvio que mi columna no llegaba hasta arriba de la espalda. El doctor Hirsch descubrió que los grandes depósitos de calcio en cada vértebra eran indicadores de una artritis en desarrollo. Como si esto fuera poco, mi pelvis estaba torcida, por lo cual la pierna derecha quedaba dos centímetros y medio más arriba que la izquierda. Esto explicaba el motivo de algunos de mis problemas: por qué mis zapatos se gastaban en forma despareja, porqué tenía rígida la nuca, y por qué siempre me dolía la parte baja de la columna. El doctor Hirsch también me dijo que mis problemas estomacales podían deberse a presión sobre los nervios. Recordé que cuando estudiaba en la Universidad de Iowa, cierta vez había caído pesadamente sobre el hielo. La enfermera de la universidad me había vendado la espalda, pero el dolor había continuado durante mucho tiempo después. El doctor Hirsch dijo que quizá ese fuera el origen de mi problema. "Debería estar en cama", me dijo. "La mayoría de las personas que están en su situación ni siquiera pueden caminar." Kathryn Kuhlman

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Luego midió mis piernas e insertó una cuña en mi zapato derecho. "Si no hay alguna mejora notable para la semana próxima", dijo, "será mejor que vea a un especialista." Eso fue un viernes. Dejé el consultorio muy desanimada, con la promesa de volver el lunes para que me hiciera otro examen. El domingo, Don y yo fuimos a Los Ángeles para asistir al culto en el auditorio Shrine. Después de estar de pie frente a la puerta durante más de dos horas, tratamos de movernos rápidamente para conseguir asientos. Entre la respiración jadeante de Don y mi andar lento, solo conseguimos dos asientos en la parte de arriba, a cinco filas de la pared. "Lo que tiene de bueno estar aquí arriba" dijo Don, respirando entrecortadamente, "es que estamos más cerca del cielo." Desde el comienzo del culto comencé a contarle a Dios todas las cosas que andaban mal en mí, como si Él no lo supiera. De a ratos, mientras Kathryn Kuhlman predicaba, yo volvía a orar. Entonces escuché que ella decía: "Alguien en la parte superior del auditorio fue sanado de un malestar estomacal. Usted no come desde hace mucho tiempo." Sentí que mi respiración se volvía agitada, como si me faltara el aire. "Además, alguien está siendo sanado de una afección en la columna", agregó la señorita Kuhlman. Mi respiración se aceleró a tal punto que ya no podía controlarla. Estaba sin aliento, y al mismo tiempo comencé a llorar con todas mis fuerzas. Sabía que estaba atrayendo la atención de todos, pero no podía evitarlo. En medio de todo, una gran calidez se apoderó de mí, como una manta en un día frío. Mis violentos sollozos sobresaltaron a Don. Trató de ayudarme, pero yo no podía hablar. No podía contarle qué era lo que andaba mal. Él me alcanzó un pañuelo, y cuando me di vuelta para tomarlo, casi gritó: "¡Diste vuelta la cabeza! ¡Mírame, Dorothy! ¡Giraste la cabeza!" Era cierto. Sin darme cuenta, la nuca se había destrabado y se movía libremente. Aún respirando entrecortadamente y sollozando, comencé a girar la cabeza de un lado a otro, de adelante atrás. No había dolor. Salí tambaleando y me acerqué a una consejera. "Fui sanada", le dije sollozando. La mujer me miró con gran calma. "¿Cómo lo sabe?" Yo estaba casi histérica, sacudiendo la cabeza y tratando desesperadamente de conseguir aire. "Puedo girar el cuello", dije con dificultad. "Y mi estómago también fue sanado." ".Su estómago?", preguntó. "iCómo puede saber si se sanó del estómago?" No lo sabía. Ni siquiera lo había pensado. Las palabras salieron a borbotones. "Lo sé", insistí. "Si puedo mover la cabeza, sé que Dios me sanó del estómago también." La mujer sonrió, convencida. Me tomó del brazo y me ayudó a bajar. Había una larga fila de gente en la plataforma, esperaban para testificar sobre sus sanidades. Me quedé en la fila, aún sollozando. "iDónde está Don?", me pregunté, repentinamente. Miré al mar de rostros, tratando de descubrirlo. Entonces lo vi, bajando junto con un consejero. Él también lloraba. Al verme, comenzó a reír al mismo tiempo. Nos abrazamos. Kathryn Kuhlman

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"Yo también fui sanado, Dorothy", me dijo. "Cuando te fuiste, una sensación de calidez me envolvió. Me puse a llorar. Entonces noté que podía respirar normalmente. ¡Mira!", continuó. "Por primera vez en ocho años no tengo que respirar de a poco." Reía y lloraba al mismo tiempo... pero respiraba bien. Entonces Kathryn Kuhlman nos llamó a mí y a Don para que subiéramos a la plataforma. Algo había sucedido en el interior de mi esposo. No solo en sus pulmones, sino en su alma. Me di cuenta al verlo frente al micrófono, respirando profundamente, con el gozo inundándole el rostro. La señorita Kuhlman quería hacerle preguntas, pero lo único que él decía era: "¡Miren! Puedo respirar". Comprendiendo que no podría obtener mucha información de ninguno de nosotros en nuestro estado de histeria, ella puso las manos sobre nuestros hombros y comenzó a orar. Sentí que Don me tomaba de la mano, y lo siguiente que supe fue que estábamos ambos en el piso. Yo no escuchaba nada. No sentía nada definido, solo una maravillosa calidez y una paz que nos envolvía. Recuerdo vagamente la voz de Kathryn Kuhlman diciendo: "Esto es solo el comienzo. Sus vidas cambiarán por completo a partir de ahora". ¡Oh, cuánta razón tenía! Comprendo ahora, cuando miro hacia atrás, que la mano de Dios hizo mucho más que sanar mi cuerpo. Pero como la sanidad física había sido tan sensacional, tomó algún tiempo hasta que pude comprender el cambio, más profundo, que se había producido en mi interior, al mismo tiempo. Para cuando llegamos a casa, esa noche, todo el dolor de mi espalda había desaparecido. Lo primero que hice fue quitar la cuña de mi zapato. Don estaba tan feliz con sus "nuevos" pulmones, que salió corriendo a subir la colina que estaba detrás de nuestra casa. Después salimos a cenar afuera. Cenamos bifes. Eran los primeros que yo comía desde hacía mucho tiempo. A la mañana siguiente asistí a mi cita con el doctor Hirsch. Apenas me vio, preguntó: "Qué ha sucedido?" Yo no conocía muy bien al médico y dudaba si debía decirle todo. "Quiero que usted me lo diga", respondí. Fue fácil para él darse cuenta de que los músculos de mi estómago estaban relajados, pero cuando examinó mi columna realmente supo que había sucedido algo. "Esta no es la misma columna que yo revisé el viernes", dijo. "¿Tiene usted un minuto, doctor?", pregunté, más animada para contarle todo. Él asintió, y me lancé a relatar con todo detalle lo sucedido en la reunión de Kathryn Kuhlman, el día anterior. "Si hay algún cambio, Dorothy," dijo él, "las radiografías lo revelarán." Tomó una serie de placas y me dijo que volviera en un par de días. Esa noche, sin embargo, recordé que no le había dicho que había sacado la cuña de mi zapato, y lo llamé a su casa para decírselo. "Oh, no", protestó el doctor. "Vuelva a ponerla. Si no lo hace, perderá todo lo bueno que ha ganado. Aunque Dios haya sanado su estómago, su pierna derecha siempre será más corta que la izquierda." Pero cuando ponía la cuña en el zapato, me sentía desequilibrada. Sabía que ahora, ambas piernas tenían el mismo largo. Dos días más tarde volví al consultorio. Don fue conmigo. Lo primero que el doctor Hirsch hizo, fue medir mis piernas. Luego volvió a medirlas. Tenía una mirada extraña cuando finalmente dijo: "Tienen el mismo largo". Kathryn Kuhlman

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Comencé a llorar. "Yo lo sabía", dije. "Solo quería que usted también lo supiera." El doctor Hirsch no había tenido tiempo de examinar las placas, así que las examinamos los tres juntos. El médico se quedó mudo. Mi columna estaba perfectamente derecha. La curvatura en "L" de mi última vértebra había desaparecido. Todos los depósitos de calcio habían desaparecido. Mi nuca estaba perfectamente alineada con la columna y el cráneo. Lo más sorprendente era que la pelvis había girado notablemente y se había colocado en la posición correcta. El médico exclamó: "Yo diría que usted ha tenido un trasplante completo de columna, si eso fuera posible". Luego me dio los dos juegos de radiografías, tomados con una semana de diferencia. Los guardo en mi oficina y se los muestro a toda persona que me visita. Son más preciosos para mí que un Picasso. Don estaba menos preocupado que yo por obtener una prueba de su sanidad. El simple hecho de que podía respirar era evidencia suficiente para él. En realidad, inmediatamente fue a anotarse en el gimnasio de Beverly Hills, y comenzó a hacer cuatro horas por vez. También dejó de fumar, como forma de agradecimiento al Señor. También había cambiado por dentro. Nueve meses más tarde volvió a ver a su médico. Después de un examen físico completo, el doctor empezó a decirle en qué buen estado se encontraba. Don pensó que estaba tratando de evadir el tema, así que le preguntó directamente: "Bien, doctor, ¿qué pasa con mi enfisema?" El médico se aclaró la garganta: "Bueno, Don, tú sabes que el enfisema no es curable. Una mejoría del uno por ciento sería algo verdaderamente llamativo." "Bueno, ¿tengo una mejora del uno por ciento, o no?" "No tienes ningún problema en los pulmones", dijo el médico. "Es lo único que puedo decirte." El mayor milagro, sin embargo, va mucho más allá que la sanidad de la columna o los pulmones. Kathryn Kuhlman tenía razón. Cuando el Espíritu Santo entró en nuestras vidas, todo cambió. Don y yo asistimos ahora a una iglesia dinámica, donde se enseña la Biblia, en Burbank. Don se hizo miembro de la Fraternidad Cristiana de Hombres de Negocios, y ambos damos muchas veces nuestros testimonios frente a grandes audiencias. Sabemos que Jesús está vivo, no solo porque sanó nuestros cuerpos, sino porque también cambió nuestra forma de ver la vida. Aunque estamos más ocupados que nunca en nuestros respectivos trabajos, ambos sentimos que somos misioneros que testifican del Señor Jesucristo y la gloriosa experiencia de nacer de nuevo... y ser llenos del Espíritu Santo. Mis colaboradores y mis clientes dicen que mi lugar de trabajo es "la oficina feliz". Sé que eso no se debe al brillante papel amarillo que cubre las paredes, sino a que el Espíritu Santo llena esa oficina con su gozo y me guía en la tarea. Oro por mis clientes y veo que suceden cosas, en su profesión y en sus vidas, cosas que solo Dios puede hacer. Es maravilloso. Pero lo más maravilloso es esto: sabemos que éste es sólo el comienzo de lo que Dios tiene reservado para nosotros: "Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu;" (1 Corintios 2:910). Kathryn Kuhlman

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14 de abril de 1972 A QUIEN CORRESPONDA: El 3 de marzo de 1971 la señora Dorothy Otis se presentó en este consultorio con quejas de dolores en múltiples zonas de la columna vertebral, por lo cual se le tomó una extensa serie de radiografías (desde la primera hasta la última vértebra de su columna). Estas radiografías mostraron una doble escoliosis con un acortamiento de la pierna derecha de aproximadamente 2,54 cm, y una compresión de nervios a lo largo de los intestinos. La señora Otis comenzó un tratamiento al cual respondía con lentos progresos. Cinco días más tarde asistió al culto de milagros de Katrhyn Kuhlman. Al día siguiente, al someterse a un nuevo examen, era como si se le hubiera implantado una nueva columna y una nueva pelvis, en remplazo de las anteriores, y la pierna derecha tenía el largo normal. También el tracto intestinal estaba completamente relajado y había vuelto a funcionar normalmente. Tomamos nuevas placas radiográficas de la columna de la señora Otis esa misma semana y de esta forma confirmamos que la curvatura había sido eliminada por completo. La columna está derecha y no hay zonas de presión. En mis veinte años de práctica profesional, nunca he encontrado este tipo de resultados de no mediar un extenso tratamiento. Ha habido un milagroso cambio de estructuras. Respetuosamente, DR. LARRY HIRSCH MÉDICO TRAUMATÓLOGO

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CAPÍTULO 9 UN VARADO CON FORMA DE DIOS Elaine SaintGermaine Eliza Elaine SaintGermaine, cuyo nombre artístico en Holywood era Elaine Edwards, fue una vez proclamada una de las más brillantes estrellas jóvenes de la industria de la TV y el cine. Pero Elaine, como muchas atrapadas en el enloquecedor remolino de la fama y la fortuna, sin darse cuenta, comenzó a buscar la felicidad en Satanás, en lugar de buscarla en Cristo. San Agustín dijo cierta vez que dentro de cada persona hay un vacío con forma de Dios. Un joven drogadicto lo describió como un "hueco de soledad" en lo más profundo del alma de cada criatura. Podemos tratar de llenarlo con todas clases de amores pervertidos, pero ese hueco, ese vacío, está hecho para el amor de Cristo. Ninguna otra cosa puede cubrirlo verdaderamente. Cuando miro hacia atrás y veo mi infancia, creo que mis padres trataban de agradar a Dios. Siempre estaban en la iglesia. Yo empecé a caminar entre los bancos de una Iglesia Bautista del sur en Dearbon, Michigan. Pero todo eso era solamente una "religión de domingos". Mis padres no tenían ninguna fuente de poder personal que los ayudara a transportar los principios que aprendían en la iglesia a sus vidas o a su hogar. Papá tenía problemas con la bebida, y mamá siempre pensaba en forma negativa. Crecí pensando que Dios era igual a infelicidad. En mi hogar el amor se demostraba muy poco en forma física, y mi corazón clamaba por ser lleno de amor. Dado que en mi hogar me lo negaban, lo busqué en otras partes, y a la edad de quince años me casé con un marinero y fui con él a California. Después de que mi joven esposo partiera en un viaje por el océano, descubrí que estaba embarazada. Yo no deseaba tener que sufrir el proceso de asentarme en un nuevo lugar y de criar un hijo al mismo tiempo, así que fui a Michigan nuevamente y me hice un aborto. Al volver a San Francisco conocí a otro hombre, un atractivo capitán de corbeta de la Armada que estaba a bordo de un submarino fuera de funciones. Aún buscando desesperadamente amor, me dejé arrastrar... y me casé con él, aunque ya tenía un esposo. La Segunda Guerra Mundial estaba en pleno desarrollo, y poco después mi segundo esposo fue llamado a embarcarse. Poco después volvió mi primer esposo. Me encontré con él y le dije que quería divorciarme. Él se sintió profundamente herido, pero viendo que yo estaba totalmente decidida, accedió. Pasó casi un año hasta que mi segundo esposo volvió de su viaje por el océano. Me encontré con él en Nueva York, y en nuestra primera noche juntos decidí confesarle toda la verdad, esperando que pudiéramos empezar todo de nuevo, limpiamente. En vez de escuchar mi confesión y mostrarme que me amaba, me rechazó. Enloquecido, hizo anular nuestro matrimonio. Yo continuaba en mi desesperada búsqueda de amor. Lo seguí a Washington, D.C., y le rogué que volviera. Él se negó a recibirme. En Washington conocí a un Kathryn Kuhlman

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hombre diez años mayor que yo. Hubo otro tórrido romance, y seis meses después estaba casada por tercera vez. A los diecisiete años ya había vivido una vida entera. Había cometido bigamia, me había hecho un aborto, me había divorciado dos veces y estaba casada otra vez. Mi tercer esposo estaba interesado en la actuación. Yo había trabajado como modelo y me ofrecí a ayudar a mantenernos si él quería estudiar. Nos mudamos a Los Ángeles, donde él comenzó a tomar clases de actuación en Pasadena. Él era actor por naturaleza, y pronto fue contratado como protagonista de una exitosa serie de TV. Nuestro matrimonio comenzó a tener problemas casi inmediatamente, porque él comenzó a hacer giras por todo el país, haciendo shows personales. Yo seguía necesitando amor... y aceptación. Dado que él estaba fuera la mayoría de él tiempo, la soledad me superaba. Esta vez traté de buscar satisfacción en una carrera. Yo también me inscribí para estudiar teatro en Pasadena. Tal como mi esposo, yo era actriz por naturaleza. Al terminar los estudios en Pasadena seguí mi carrera en el teatro. Desde el comienzo fui una estrella. Finalmente creí que había encontrado lo que me daría satisfacción, aquello que llenaría el vacío que había en mi interior. Durante un tiempo todo pareció encaminarse. En 1954 tuve el protagónico de la obra Bernardine en su estreno en la costa oeste. La noche del estreno actué frente a más de dos mil personas que se habían agolpado en el hermoso teatro. Fue un suceso arrollador. Cuando yo salía al escenario, la gente no podía quitar sus ojos de mí. Patterson Greene, el renombrado crítico, hizo una crítica de la obra diciendo que era "increíble". Yo representaba el rol de Bernardine a la perfección. Pero Bernardine, como yo misma, no era más que una ilusión. No existía. De pie sobre el escenario, escuchando el rugir de la multitud que me aplaudía y vivaba mi actuación, me sentía irreal, como si no estuviera allí. Pero de todas maneras eso me gustaba, y me bebía los aplausos, los halagos, el reconocimiento y la aceptación que mis fans me brindaban. Lo disfrutaba, lo absorbía todo. Para mí, ser amada y admirada por fans de todo el país era lo máximo que podía desear. Pronto pasé a otro estado de ilusiones. Firmé contrato con Edward Small para protagonizar películas. Él me dijo que me estaba preparando para ser la máxima estrella de Hollywood. Fui protagonista de algunos filmes de Allied Artists, y algunos para TV. Actué en Playhouse 90 y El millonario, y fui coprotagonista de Chuck Conners, en algunos de sus primeros shows. Para mí no era problema trabajar en el set de filmación todo el día y luego tomar un avión para ir a trabajar en algún escenario esa noche. Estaba en la cresta de una increíble ola de éxito. Pero las olas finalmente se deshacían en espuma y burbujas... y siempre volvían al mar. Yo seguía vacía. Una mañana de octubre salí temprano de casa. Ed y yo habíamos comprado una hermosa mansión al pie de las colinas, en LaCrescenta. Mientras manejaba mi propio Cadillac, camino al estudio en Hollywood, comencé a preguntarme: "¿Para qué sirve todo esto? ¿Por qué lo hago?" Estas preguntas existenciales provenían del profundo vacío que había en mi vida. Tenía todo: fama, dinero, un hermoso hogar, un esposo atractivo y famoso... Pero me sentía muy infeliz. Entonces recordé unas palabras de "Tam O'Shanter", de Robert Burn: Kathryn Kuhlman

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"Pero los placeres son como un campo de amapolas; tomas la flor, su belleza se desvanece; o como la nieve que cae en el río, un momento blanca, antes de fundirse para siempre". Yo me había rodeado de todos los placeres que podían captar mis sentidos. Había convertido la búsqueda de la felicidad en un negocio. Ese día, mientras iba en mi coche hacia el estudio, decidí trazar una línea debajo de todo lo que tenía, y sumarlo. El resultado era cero. Recordé un versículo de mis días de escuela dominical, en la niñez: "Todo es vanidad, como atrapar el viento". Desde ese día en adelante comencé a buscar verdades espirituales. Pero yo no sabía que hay dos fuentes diferentes de energía y poder espiritual. En mi ignorancia, fui en dirección a la oscuridad. Comencé a asistir a un grupo de oración que se reunía todas las semanas en una casa cercana. Pero allí nunca pasaba nada. Era tan falto de poder como lo había sido la religión de mi niñez. Como yo, todos los demás estaban buscando, pero ninguno había encontrado nada. Pasábamos las noches analizando intelectualmente la oración. Cuando nos poníamos a orar, no era real, y nunca hubo respuestas. Todo era vacío, sin significado alguno. Entonces probé con la Ciencia Cristiana, y de ahí pasé a un pequeño grupo que estudiaba las religiones orientales. El sur de California está lleno de personas vacías que corren tras cualquier cosa que les ofrezca esperanza. Un vacío, aunque tenga forma de Dios, atrae cualquier cosa que no esté atada... especialmente los espíritus malignos. Ed se iba de casa durante días enteros, y yo caí en una profunda depresión. Ni siquiera quería salir de la cama. Estaba perdiendo el interés en mi carrera, y pronto me encontré farfullando hasta cuando estaba en el set. "Algo anda mal", le dije a mi psiquiatra cierto día de setiembre de 1959. "Mi carrera ya no me hace feliz. Mi matrimonio no me satisface. Me siento culpable porque tengo todas estas cosas que deberían hacerme feliz y, sin embargo estoy tan mal." Ella me escuchó con atención y luego me comentó sobre un nuevo método de psicoanálisis con drogas que el doctor Sidney Cohen había experimentado en la UCLA. Se trataba de una nueva droga, bastante controversial, que tomada en forma controlada, aparentemente aceleraba el proceso de análisis: cinco sesiones con la droga eran equivalentes a una terapia completa, que generalmente llevaba años. Accedí inmediatamente a probar esta nueva terapia, en la cual debería tomar una dosis por semana. El nombre de la droga era ácido lisérgico: LSD. Yo acababa de protagonizar, junto a Agnes Moorehead y Vincent Price, el film El vampiro, inspirado en un libro de Agatha Cristhie. Aunque en ese momento no creía en espíritus malignos, ahora comprendía que mi rol en ese film no había hecho más que prepararme para los "viajes" de LSD que estaba por emprender. El 19 de setiembre ingresé a una institución privada como paciente ambulatoria. Mi psiquiatra, entuasiasmada con el proyecto, me aseguró que la droga haría que mi mente se expandiera, profundizaría mi estado consciente y sería la respuesta a todos mis problemas. También me aseguró que vendría con frecuencia a verme, para tomar notas y hacer preguntas, mientras yo estuviera bajo la influencia de la droga. Kathryn Kuhlman

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Naturalmente, le creí. Pero fue un error terrible y trágico. En vez de libertad, encontré una esclavitud peor que todas las que había conocido hasta entonces. En vez de cinco sesiones con LSD, tuve 65: una por semana durante un año y medio. La única forma de liberarme del LSD era tomar otras drogas, o beber alcohol. Empecé a tomar mezcalina (otro alucinógeno), y pronto comencé a desmoronarme. Pronto nos "graduamos", pasando de viajes individuales con LSD a terapias de grupo. Bajo la supervisión de los psiquiatras de la UCLA, aproximadamente doce pacientes nos reuníamos los sábados por la mañana temprano y pasábamos el día, hasta tarde en la noche, `viajando" con LSD. Nos psicoanalizábamos unos a otros, sacábamos a relucir nuestros odios y nos infectábamos mutuamente con nuestros problemas. En poco tiempo adopté todos los síntomas de los demás pacientes del grupo, para deleite de los psiquiatras, que cada vez estaban más convencidos de que finalmente habíamos encontrado la realidad. Durante uno de esos viajes con LSD reviví un accidente automovilístico muy traumático que había sufrido cuando tenía tres años de edad. Todo el terror que había sentido entonces volvió a mí. Mi psiquiatra estaba encantada: "Oh, por fin estás llegando a la última pieza de tu rompecabezas. Por fin terminarás de arreglar tu vida". Pero en vez de arreglarse, mi vida se estaba atando en un nudo de confusión que no podía desatarse. Durante un año y medio de puro terror, las drogas desataron todas las fuerzas malignas y demoníacas que alguna vez hubieran entrado a mi mente. Mi cerebro no paraba de funcionar a alta velocidad, y cada día sufría visiones como efectos de la droga. Comencé a tragar toda clase de narcóticos que pudieran hacerme "bajar" de los "picos" que me producía el LSD. Pronto estuve atrapada en una adicción que duraría doce largos años. Apenas podía funcionar bien en el set de filmación: tenía inexplicables ataques de ira, me resistía a obedecer órdenes y aparecía tan drogada que ni siquiera podía leer mis parlamentos. "Elaine," me dijo Edward Small, "podrías llegar a ser una de las más grandes actrices de la escena, pero estás arruinando tu vida. ¡Sal de eso!" Yo ya no tenía control sobre mí misma. Fuerzas externas, mucho más poderosas que mi propia voluntad, se habían instalado en mi interior. Ya no era dueña de mí. En 1961 estuve a punto de coprotagonizar junto con Mickey Rooney la serie televisiva The Seven Little Foys. Pero apenas podía arrastrarme por el set y finalmente me desplomé sobre el piso. Entonces supe que Mi experiencia final con la actuación tuvo extraños toques sobrenaturales. Una directora con la que había trabajado anteriormente me llamó desde Albuquerque, Nueva México. "Elaine, tenemos un problema", me dijo. "Faltan solo dos días para el estreno de Dulcie, y Jean Cagney, que hace el papel principal, se enfermó. ¿Puedes tomar su lugar?" "No hay problema", dije. "Puedo hacerlo. Partiré esta noche en avión." Después de colgar, comencé a preguntarme por qué había aceptado. Yo nunca había hecho comedias. Tardaba mucho en aprender los papeles, generalmente semanas. Dulcie está en el escenario durante toda la obra, y yo ni siquiera había leído el libreto. Esto era ridículo. Kathryn Kuhlman

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Tenía una sesión de LSD programada para esa tarde, a la que asistí, como estaba convenido. Cuando tomé la droga, tuve una visión. Vi un tremendo rayo de luz, y en medio de esa luz había un hombre que me decía que saliera de las sombras y fuera hacia él. Me daba miedo, pero siempre había pensado que la luz no podía ser algo malo. Cuando salí de la sombra y entré a la luz, sentí una gran corriente de poder y energía. Era como si pudiera hacer cualquier cosa, casi como si fuera Dios mismo. Salí del lugar de tratamiento aún sintiendo esa gran energía nueva para mí. Pasé por la oficina de la directora en Los Ángeles, tomé una copia del libreto de Dulcie, y lo leí de punta a punta durante el vuelo a Albuquerque. Sabía que lo tenía dominado. En el aeropuerto me estaban esperando para llevarme al teatro para ensayar. La directora caminaba de aquí para allá, meditando nuevamente en el tema. «No podrás hacerlo Elaine". Me dijo. "Es imposible. Tienes que estar en el escenario durante dos horas y media." Pero yo tenía una confianza sobrehumana. Comenzamos el ensayo. "No estás anotando tus bloques", me decía la directora. Los "bloques" incluyen todos los movimientos sobre el escenario, y generalmente, para una obra como esta, tardaría al menos tres semanas en aprenderlos. "No necesito anotarlos", sonreí misteriosamente. Nunca había sentido una energía y un poder tan fuertes en toda mi vida. Esa noche fui al hotel y estudié mis parlamentos durante unas dos horas. Al día siguiente, en el ensayo con vestuario, tenía todo perfectamente aprendido. Era la obra más importante que se hubiera interpretado en Albuquerque. Los críticos se volvieron locos. "Es como una luz cuando ella está en escena", escribió uno de ellos. "Literalmente, toma al resto del elenco y hace que la sigan." La obra se representó durante dos semanas y atrajo más gente que cualquier otra que se hubiera representado allí. Durante este tiempo hice cosas que jamás hubiera soñado hacer, como dictar varias clases de actuación en la Universidad de Nueva México. Me parecía estar flotando en el poder de esta tremenda energía... sin imaginar ni por un segundo que podría provenir de Satanás. Mi esposo vino a verme en la última función, y luego de terminada esta, se desató el infierno. Me destrozó. Yo nunca había visto tanto odio y tanta ira en un ser humano. Aunque yo ya sospechaba que él estaba celoso de mi éxito, no pude soportar la violencia de su ataque. Perdí todo mi coraje, y cuando volvimos a Los Ángeles, todo el poder y la energía que había sentido, habían desaparecido por completo. Me sentía como Cenicienta al llegar la medianoche. Volví a caer en una profunda depresión. La oscuridad se instaló una vez más en mí, tan espesa que no podía romperla. Supe que nunca volvería a actuar. Volví al LSD. Drogas por la mañana, drogas por la tarde, drogas por la noche. Cada vez caía más bajo. El productor de mi esposo lo convenció de que fuera a Nueva York para protagonizar una novela. No solo tomó allí el rol principal, sino que también comenzó una relación sentimental con la protagonista femenina. Nuestro matrimonio, que había durado diecinueve años, estaba condenado a morir. Él Kathryn Kuhlman

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pidió y obtuvo el divorcio y se casó con su protagonista. Yo me quedé en California, abandonada emocionalmente y con el espíritu destrozado. Comencé a visitar a un psicólogo que estaba experimentando con el ocultismo. Él creía que se podían activar ciertas energías del "exterior" que formarían "triángulos protectores de luz" a mi alrededor. Los llamaba "vértices de energía", que entrarían en mi cuerpo y abrirían mi mente a nuevos y más elevados niveles de conocimiento. Todo estaba relacionado con Shakti, la energía femenina del dios hindú Siva. Comencé a asistir dos veces por semana a sus sesiones, en un intento desesperado por encontrar la verdad para mi vida destrozada. Sin embargo, lo único que hacía era hundirme cada vez más en la oscuridad. Esto me llevó a clases de astrología, espiritismo, y cursos de ondas alfa de energía cerebral. Yo todavía no había pensado que la energía y el poder podían venir de fuentes que no fueran buenas. En nuestra terapia de grupo, mi psicólogo nos hacía invocar a ciertos "maestros ascendidos", espíritus que vendrían a impartirnos conocimiento. A mí me insistía especialmente para que invocara a uno llamado "el Tibetano", que podría darme una gran sabiduría. Para esta época yo ya estaba tan metida en el mundo del ocultismo, que parecía que nunca podría desenredar la maraña retorcida que era mi vida. La antigua búsqueda del amor reapareció. Me relacioné con un actor y director divorciado, con el que viví durante dos años. Este hombre abusaba de mí y varias veces trató de matarme. Era una pesadilla. En un loco intento por escapar de él, huí en medio de la noche. Dos semanas más tarde me encontró. Si no hubiera consentido en volver a vivir con él, me habría matado. Meses después enfermó gravemente. Entonces pude escapar y fui a vivir a un viejo apartamento en Havenhurst, a la salida de Sunset Boulevard. Era el mismo apartamento en que Carole Lombard vivió antes de ser asesinada. John Barrymore había vivido justo enfrente. Mis amigos ocultistas estaban entusiasmadísimos con el lugar, y decían que podían sentir toda clase de espíritus que vivían allí. Me insistían para que me pusiera en contacto con ellos, pero yo tenía miedo. Volví a refugiarme en mi mundo de drogas y soledad. Uno de mis amigos era un famoso astrólogo judío, amigo personal de un columnista de un periódico de Toronto, Canadá, que había preparado las sesiones del Obispo Pike. Este columnista había entrevistado a Kathryn Kuhlman, y mi amigo judío me leyó los relatos de su ministerio. Por primera vez sentí un atisbo de esperanza. ¿Sería posible que a pesar del mundo enloquecedor de los demonios y de la oscuridad, hubiera una verdadera luz, no contaminada por los poderes del mundo subterráneo? Fascinada por esta esperanza, comencé a asistir a las reuniones mensuales de Kathryn Kuhlman en el auditorio Shrine de Los Ángeles. Varias veces escuché que ella hablaba en contra de las cosas de las que yo había estado participando: astrología, espiritismo, ocultismo. Parecía que sabía de qué estaba hablando. Hablaba con autoridad, no como los psiquiatras, psicólogos y psicoanalistas que yo había consultado. En vez de hacer preguntas, ella daba respuestas. Y cuando oraba, tenía resultados. Decidí que me esforzaría por liberarme de todas esas ataduras. Kathryn Kuhlman

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Comencé orando por sanidad, pidiéndole a Dios que me quitara la necesidad de drogarme. Y decidí exorcizar mi apartamento, limpiarlo de todos los espíritus malignos. No sabía nada sobre las técnicas de exorcismo, así que les pregunté a mis amigos espiritistas. "Quiero hacerlo como dice en la Biblia", les dije. Ellos me dieron toda clase de sugerencias, y una de ellas fue quemar incienso y mirra (eso sí estaba en la Biblia). Parecía una buena idea para echar fuera los espíritus malignos. Decidí agregarle "polvo de sangre de dragón" a la mezcla, para hacerla más potente. Una noche, llené el apartamento de incienso y caminé por todas las habitaciones repitiendo el salmo 91 para tener buena suerte y ganar coraje. Después quemé incienso y mirra, los puse en un plato, espolvoreé el "polvo de sangre de dragón" sobre él, y puse el plato cerca de mi cama, sobre el piso. Apenas me di vuelta, escuché un golpe y sentí el olor de otro humo. Me volví y vi que el plato estaba dado vuelta sobre el piso. ¡La parte inferior de mi cama estaba en llamas! Corrí hacia el baño, tomé un vaso, lo llené de agua y fui hacia la cama. Me arrodillé y levanté el colchón para tirar el agua al fuego. Repentinamente, sentí una fuerza sobrehumana que tiraba el colchón hacia abajo, aplastando mi mano entre el elástico y el colchón. En ese momento, el fuego explotó literalmente desde la cama. Traté de liberar la mano. Estaba atrapada. Estaba como clavada a la cama que se incendiaba. Las llamas se extendieron por el cuarto, encendiendo la cortina y las paredes. "Dios, ayúdame!", grité. Entonces di un último tirón, pude liberar mi mano, y salí tambaleando del cuarto hacia el pasillo. Para cuando llegaron los bomberos, el apartamento estaba totalmente destruido. Después que se enfriaron las cenizas, entré. El dormitorio era un montón de carbones, como el interior de un crematorio. Yo había perdido todo, excepto la vida. En febrero de 1972 volví al auditorio Shrine. Desde que había estado tan cerca de la muerte, esperaba ansiosa el momento de volver allí para estar en presencia del Espíritu Santo. Esa tarde de domingo, sentada en la parte de atrás de la planta baja, comencé a orar por quienes me rodeaban. Repentinamente tomé conciencia de la oscuridad en que tantas personas andaban. ¿Cuántos otros, miles, millones, estarían tropezando en el camino, como yo, tratando de liberarse de las garras del maligno? Mientras oraba, sentí una Presencia a mi alrededor y sobre mí. Supe inmediatamente quién era. Nunca lo había conocido, pero no necesitábamos que nos presentaran. Yo lo había estado buscando toda mi vida, y de repente, estaba allí. Jesús estaba allí. Sentí una gran calidez en todo el cuerpo, y comencé a llorar. Algunas veces me acompañaba alguien cuando iba a estos cultos, pero esta vez estaba sola. Me alegré de no tener que explicarle a nadie lo que me sucedía. Jesús estaba allí, envolviéndome en su amor. Y en ese momento supe que era amada, con un amor mucho más grande que el que cualquier hombre podría darme jamás. Estaba en los brazos del mismísimo Padre. Era como si todos estos años hubiera habido un hueco vacante en mi corazón, con un cartel que dijera: "Reservado para Kathryn Kuhlman

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Jesucristo". Ahora Él había llegado, y todas mis necesidades de amor estaban satisfechas. Supe que nunca más volvería a necesitar las drogas. Fue así: simple, definitivo, absoluto. Estaba sana. Después de que terminó el culto, me abrí paso entre la multitud. Esperaba ansiosamente el momento de estar sola. Antes, siempre había necesitado gente a mi alrededor, multitudes de personas que me admiraran. Ahora ya no quería ni necesitaba a nadie más. Era suficiente estar con El. Cené tranquila en un pequeño restaurante fuera de la zona más ajetreada, y volví a mi pequeño apartamento de un ambiente. Fui al baño y vacié el contenido de todos los frascos y las cajas de medicamentos en el toilet. Nunca volvería a ser esclava de las drogas. Saqué mi cama del diván y la abrí. Fue tan natural arrodillarme para orar, para agradecerle a Dios por lo que había hecho. Esa noche, por primera vez en años, dormí pacíficamente. Sin drogas, sin pesadillas, sin insomnio. Comprendí entonces el significado del versículo: "En paz me acostaré, y asimismo dormiré; porque sólo tú, oh Jehová, me haces vivir confiado" (Salmo 4:8). Mis problemas no se acabaron por completo con la experiencia de esa noche. Ha habido momentos de desaliento y soledad. La mayoría de mis antiguos "amigos" se alejaron de mí, y tengo que crear nuevas amistades con creyentes. Todavía hay momentos de tristeza y tentación, pero ahora sé que no estoy sola. Jesús me ama. Y estoy aprendiendo a dejar que Él luche en mi lugar. Algunas veces, por la noche, después de apagar la luz, siento fuerzas malignas a mi alrededor. Ya no repito ritos de exorcismo, ni siquiera les hablo a los espíritus. Simplemente oro: "Jesús, necesito tu ayuda. Han vuelto. ¿Puedes venir y echarlos afuera?" Y Él siempre contesta mi oración.

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CAPÍTULO 10 LA ESCEPTICA DEL SOMBRERO DE PIEL Jo Gummelt La señora Jo Gummelt, esposa de un ex pastor bautista, era reconocida como una de las colaboradoras más importantes del Congreso, en Capitol Hill (Washington D.C.). Nació en Mobile, Alabama, estudió en la Universidad Baylor y luego se mudó a Fort Worth, Texas, junto con su esposo Walter, quien cursó estudios de posgrado en el Seminario Teológico Bautista de esa ciudad. Desde 1958 los Gummelt viven en District Heights, Maryland, donde Walter ha ocupado varios cargos importantes dentro de su denominación. Como la mayoría de los bautistas, yo creía que la Biblia es el registro inspirado de la revelación de Dios a la humanidad, y le agradecía a Dios por la manera en que había hablado a los profetas y los apóstoles. Creía que cuando Jesús tocaba a alguien, esa persona era sanada. Creía que luego de ascender al cielo, aquellos ciento veinte creyentes que estaban en el aposento alto durante la celebración de Pentecostés, y muchos otros en la iglesia primitiva, recibieron el poder del Espíritu Santo. Creía que esos hombres y mujeres habían hablado en lenguas, realizado milagros y habían visto recuperarse a los enfermos luego de imponer las manos sobre ellos. Pero por alguna razón, no comprendía que Dios podía derramar su Espíritu en mí, hoy, de la misma manera. No es que no quisiera recibir su Espíritu, sentir su poder o manifestar los dones del Espíritu. Sí, deseaba todo esto. En realidad, había estado dirigiendo un estudio bíblico para mujeres sobre el Espíritu Santo. Es que pensaba que Pentecostés era algo que había sucedido en un tiempo muy lejano. Tuve que llegar a estar cerca de la muerte para recibir la verdad de que podía recibir la vida de Dios hoy. En 1949, después de graduarme de la escuela secundaria en Mobile, Alabama, mi padre me regaló un viaje a Washington D.C. A pesar de haber estado enfermo durante casi tantos años como los que yo tenía de vida, papá había ahorrado lo suficiente para comprar dos boletos de autobús y poder visitar a mi hermano mayor, que trabajaba en la biblioteca de la Suprema Corte. Mi hermano conocía a Truman Ward, un importante funcionario de la Cámara de Diputados. El señor Ward me ofreció un empleo, y así me convertí en la estenógrafa más joven de Capitol Hill. Tres días después, el senador Spessard Holland, de Florida, me ofreció emplearme como su secretaria por tres mil dólares por año. Eso era más de lo que mi padre jamás había ganado en Mobile. Entonces supe que me quedaría en Washington. Pronto me encontré sumergida en el fascinante mundo de la política, y pasé a trabajar para otro congresista, con un sueldo aún mayor. En ese momento el matrimonio no me atraía. Mi constante esfuerzo por lograr la eficiencia y la perfección me convertían en la colaboradora ideal... y a mí me encantaba serlo. Dormía tres horas por noche, y una siesta de quince minutos después de comer una salchicha de quince centavos. Eso era lo único que necesitaba. Pero ya

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estaba creando patrones de vida y de trabajo que me llevarían casi a la destrucción antes de cumplir los cuarenta años. Durante estos primeros años en Washington conocí a un grupo de jóvenes de la Iglesia Bautista Metropolitana que eran diferentes de todo lo que yo había conocido antes. En su gozo y su testimonio constante, podía ver que tenían algo que a mí me faltaba. Estos jóvenes de Washington me motivaron a tener una sed nueva: la de ser como Jesús, y entregarle toda mi vida a Él para servirle de tiempo completo. El empleo de tiempo "más completo" que yo podía concebir en ese momento era ser médica misionera. Quizá era porque papá estaba continuamente enfermo; quizá era lo que había leído sobre Jesús que ponía sus manos sobre los enfermos y los sanaba. Fuera lo que fuere, yo quería ver sana a la gente, y ser médica misionera era la única forma de lograrlo que yo conocía. Me inscribí en la Universidad Baylor, en Waco, Texas. Mi jefe, el diputado Prince Preston, de Georgia, me ayudó económicamente, y me dijo que cuando me quedara corta de dinero, podría volver a Washington, y que mi empleo siempre estaría esperándome. Aproveché su ofrecimiento y, alternando entre Washington y Waco, finalmente terminé mis estudios luego de seis años. Mientras estaba en Baylor, conocí a Walter Gummelt, un joven muy atractivo, rubio, de cabello ondulado y físico atlético. Walter se graduó antes que yo y luego se mudó a Fort Worth, donde se inscribió en el Seminario Bautista. Nos casamos inmediatamente después de que yo terminara mis estudios. Mi deseo de convertirme en médica misionera había sido reemplazado por otro: el de ser esposa de un pastor. Después de que Walter se graduó en el seminario, volvimos a Washington. Volví a trabajar, y Walter aceptó la invitación para ser pastor de la Iglesia Bautista Parkway, una congregación nueva de District Heights, Maryland. Inmediatamente volví a mi antiguo estilo de vida: trabajaba hasta horas increíbles, comía mal, y todo lo que emprendía lo llevaba a cabo con precisión perfecta. Pude conservar mi buena salud durante los primeros años. Pero luego, gradualmente, las presiones de ser esposa de pastor, además de las increíbles presiones de trabajar en el Congreso, comenzaron a hacerse sentir. Perdí peso. Algunas mañanas me levantaba más exhausta que al acostarme. Perdí varios bebés, y cuando finalmente logré llegar al final de un embarazo, trabajé hasta que nació el pequeño Gordon. Luego de un breve receso, volví a trabajar. Me había vuelto adicta al trabajo. Cuando mi jefe perdió la reelección, Walter sugirió que podría ser una señal de Dios para que yo dejara de trabajar. Pero antes de tener tiempo de considerar su consejo, me ofrecieron uno de los puestos más importantes: un congresista de Texas me pidió que fuera su asistente administrativa, el cargo más importante dentro de la oficina de un congresista. El empleo exigía una perfeccionista, y yo había ganado reputación de ser precisamente eso: motivada, eficiente, leal. Acepté el puesto y comencé con un trabajo que me desgastaba sin misericordia, administrando la oficina, dirigiendo al personal, escribiendo discursos y quedándome a hacer investigación sobre leyes hasta mucho después del horario de cierre de la oficina. Noche tras noche, me arrastraba a casa, mucho después de oscurecer, y me sentaba en el banco del piano, con papeles a mi alrededor: trabajaba hasta la madrugada. Kathryn Kuhlman

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Seguí perdiendo peso. Sufrí otros tres abortos espontáneos, y me aparecieron tres úlceras sangrantes, características de quienes trabajan en el Congreso, consecuencias inevitables de los conflictos internos de la oficina y del acoso de mis empleados varones, que envidiaban mi posición. Yo trabajaba setenta horas por semana, dormía menos de cuatro horas por noche y seguía tratando de estar presente en la iglesia junto a Walter. Entonces comenzaron nuevamente los dolores de cabeza. Las migrañas empezaban como un dolor sordo en la parte de atrás y en un costado de la cabeza. A la hora de comenzar, el dolor era como un fuego que me encendía el cerebro. Era como tener el cráneo en una prensa gigante que lo apretaba tan fuerte que pensaba que la cabeza me explotaría. Junto con el dolor venían las náuseas, en oleadas, mientras mi cuerpo se convulsionaba como en agonía. El médico había dicho que yo sufría de una "clásica migraña de personalidad", y me recetó drogas. Comencé a tomar grandes dosis de Darvon compuesto. Me dijeron que no causaba adicción, pero pronto me di cuenta de que psicológicamente ya me había atrapado. A medida que las migrañas se hacían más y más intensas y frecuentes, fui aumentando la dosis. Entonces, como si estuviera en una comedia de pesadilla, comenzó a caérseme el cabello. Le eché la culpa a los abortos espontáneos y al hecho de que estaba por comenzar a envejecer, pero la perspectiva de volverme calva no era nada divertida. Compré una peluca. Un día de primavera, muy ventoso, salí temprano de mi trabajo. Nuestras oficinas estaban en el edificio Sam Rayburn, y al salir por la puerta principal, vi, estacionadas en la calle circular, las grandes limosinas negras de los miembros del Gabinete. Cada una, con su chofer parado al lado de la puerta. Yo sabía que se estaba llevando a cabo una audiencia especial, y no pensé mucho más en el asunto, hasta que salí del área protegida. Entonces, el viento me arrancó la peluca y la hizo volar hasta un espacio abierto, en medio de todos esos choferes uniformados. Grité pidiendo ayuda, pero nadie se movió. Los guardas y los choferes se quedaron parados, con la boca abierta, mirando cómo mi peluca daba vueltas por el pasto hasta "aterrizar" sobre una planta de tulipanes. Entonces prorrumpieron en carcajadas. Yo me imaginé a los congresistas, corriendo a las ventanas y viéndome correr detrás de mi peluca. Finalmente la levanté, la calcé apresuradamente en mi cabeza, y me dirigí al estacionamiento. Para los hombres era muy gracioso, pero yo tenía deseos de llorar. ¿Por qué tenía que usar una peluca? ¿Por qué no podía ser normal? Sentada en el auto, me largué a llorar. Cierta mañana, varios meses después, me levanté de la cama, débil y tambaleante, para prepararle el desayuno a Walter. Allí, inclinada sobre la cocina, comencé a llorar. Mis lágrimas caían sobre el aceite de la sartén y provocaban pequeños conatos de humo. "Ya no tengo un hogar", pensé. "Y Walter no tiene esposa, porque yo estoy casada con mi trabajo. Pero nunca se queja. Él es como el peñón de Gibraltar, mientras que yo me estoy partiendo desde la base." El solo pensamiento de enfrentar otro día en la oficina me hacía temblar. Sentí el brazo de Walter rodeándome la cintura desde atrás, su rostro contra mi cuello, y el perfume de su loción para después de afeitarse. ¿Cuánto hacía que no Kathryn Kuhlman

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me quedaba mirándolo afeitarse? Antes, cuando luchábamos juntos, en la época en que estudiábamos en el seminario, tenía tiempo para eso. Recordé esos primeros años de matrimonio. Nuestro pequeño dúplex en la calle Stanley, cerca de Seminary Hill, el cruce a Wichita Falls, donde Walter predicaba los fines de semana. No teníamos dinero, pero caminábamos por las calles desiertas del centro de Fort Worth, muy tarde en la noche, y mirábamos las vidrieras. Algunas noches, para distraerme, iba con él a la biblioteca del seminario y lo miraba buscar y rebuscar en los libros, preparándose para un examen. O simplemente caminábamos alrededor del hall central, tomados de la mano, mirando los retratos de los anteriores rectores del seminario. Ahora no tenía tiempo para cosas así, para sentarme y mirarlo. No tenía tiempo para caminar con él tomada de su mano. No tenía tiempo para echarle colonia después de afeitarse y sonreír, haciéndole cosquillas en la nariz. Seguí llorando. "No vale la pena, Jo", me dijo Walter, suavemente. Él siempre fue tan gentil, tan amable. "Déjalo. No necesitamos dinero extra. Déjalo antes de que te mate." Él tenía razón, pero era demasiado tarde. Fui al médico. Me miró y sacudió la cabeza. ¡Ulceras sangrantes y migrañas! Me anotó como discapacitada total permanente. "Descanse mucho", me advirtió, "o le sucederá algo drástico." Él no lo sabía, y yo tampoco, pero ya había comenzado a suceder algo drástico. Yo había comenzado a morir. Walter pensó que sería bueno tomar el tráiler e ir por una semana de vacaciones a las montañas Allegheny. Yo no tenía ganas de hacer camping. Gordon tenía seis años y muchísima energía. Pero fui, decidida a aprovechar lo más posible. Dejamos el tráiler en un camping en el Parque Estatal Allegheny, al sur del Estado de Nueva York, y seguimos en auto hasta la frontera con Canadá, para visitar las cataratas del Niágara. Fue un día cansador. Caminamos por las sendas de concreto, subimos las escaleras y tomamos el bote hasta la base de las cataratas. En el camino de vuelta, cuando ya volvíamos al tráiler, mientras Gordon dormía en el asiento posterior, comencé a sentirme mal como nunca antes. Sentía una tremenda presión a ambos lados de la parte baja de la columna, como si tuviera toda el agua del río Niágara haciendo presión contra un dique. Cuando traté de girar el cuerpo en el asiento, el dolor aumentó. La ruta por la que íbamos estaba en reparación, y con cada salto, un espasmo agónico recorría mi cuerpo. Entonces, lentamente, noté otra cosa más: una parálisis que se extendía por mi columna. Jadeando, me aferré a Walter, clavándole las uñas en el brazo. "Qué pasa, Jo?", preguntó él, alarmado. "Estás blanca como el papel." "No lo sé", respondí con dificultad. "Pero tengo miedo. Estoy perdiendo la sensibilidad en la espalda." Esto no era una simple úlcera o un dolor de cabeza. El dolor se extendía por toda la espalda y llenaba el estómago. Las oleadas de náuseas me hacían tener deseos de vomitar. Por primera vez en mi vida, supe lo que era sentir las garras de la muerte sobre mí. Para cuando llegamos al tráiler, ya había oscurecido. Me tiré sobre la cama mientras Walter salía a buscar un hospital, llevándose a Gordon. Cuando volvió, me dijo que el más próximo estaba a kilómetros de distancia. Me mordí los labios. "Quizás, si descanso, me sentiré mejor." Walter estaba preocupado, pero yo insistí en esperar hasta la mañana. Kathryn Kuhlman

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Pero a medida que la noche avanzaba, yo me sentía peor. Sentía que mi cuerpo se estaba destrozando por dentro. A la mañana, temprano, me levanté para ir al baño. Pude eliminar algo de mi organismo, y me sentí un poco mejor. Tambaleándome, volví a la cama, y mientras el Sol salía sobre los árboles, me adormecí. Cuando me desperté, la mañana ya estaba avanzada. Oía las voces de Walter y Gordon afuera. Cuando intenté levantarme, me di cuenta de que estaba en medio de un charco de sangre. Walter quería llevarme al hospital, pero una vez más traté de calmarlo y lo convencí de no hacerlo. "Solo llévame a casa. Si puedo acostarme en mi cama, estaré bien." Pero no mejoré, y Walter me llevó, finalmente, a un médico. Apenas describí mis síntomas, pude ver la mirada de alarma en el rostro del profesional. "No se puede ignorar esta clase de hemorragia, señora Gummelt", dijo. Después de tomar algunas radiografías, me dijo con voz severa: "La espero esta tarde en el hospital". Me di cuenta de que algo andaba terriblemente mal. "Qué pasa?", pregunté. "Lo sabremos mejor en unos pocos días. Pero en este momento, parece como si literalmente estuviera expulsando trozos de sus riñones." El diagnosis: una variedad de necrosis papilar renal, una enfermedad muy rara y grave, que causa el deterioro del interior del riñón. El urólogo me explicó que mis riñones eran como dos esponjas podridas, a las que cualquier bacteria insignificante que entrara a mi sistema podría atacar, causando aún más deterioro. Casi la mitad de ambos riñones ya se había desprendido y había sido eliminada de mi sistema. Estaba muriéndome. Walter envió una carta a la congregación, pidiéndoles que oraran por mí. Aunque la oración por los enfermos (la oración de fe, con autoridad), era algo extraño para la mayoría de ellos, hubo un grupo de mujeres que comprendieron que Dios las había preparado para este momento y este lugar, para orar por mi sanidad. Aproximadamente un año antes, algunas jóvenes amas de casa de la iglesia, habían venido a pedirme que les enseñara. Ellas querían una relación más profunda con el Señor, pero no sabían cómo lograrla. Aparentemente sentían que a pesar de mis nervios destrozados y mi cuerpo enfermo, yo podía indicarles la dirección correcta. Muchos años antes, cuando estudiaba en Baylor, me había sucedido algo. Una tarde, mientras caminaba por la calle Ocho, en Waco, repentinamente quedé pasmada ante el descubrimiento de que el Espíritu Santo vivía en mí. Los ojos se me llenaron de lágrimas, y apenas pude llegar al otro lado de la acera. "¡Qué escalofriante, pero qué maravilloso a la vez!", musité. "¡Lo llevo a todo lugar que voy!" A partir de ese momento el Espíritu Santo se había convertido en una persona para mí, alguien que escuchaba todas mis palabras, conocía todos mis pensamientos, veía todo lo que yo hacía. Durante semanas, caminé por los edificios de la universidad completamente ajena a cualquier problema, sumergida en el Espíritu Santo, enamorada del Señor. Comencé a dar el diezmo, no solo de mi dinero, sino de mi tiempo, en estudio bíblico y oración. Al final de este período pasaba aproximadamente cinco horas por día en comunión con el Señor. Pero no había durado mucho. Fue una relación pasajera, no algo para toda la vida. Pero Kathryn Kuhlman

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aunque mi "enamoramiento" del Espíritu Santo se había desvanecido, yo seguía siendo consciente de su poder. Por lo tanto, cuando estas jóvenes vinieron a pedirme que les enseñara a andar más cerca del Señor, era natural que comenzara por enseñarles lo que la Biblia decía sobre el Espíritu Santo. Sabía que yo misma era una aprendiz. Y sospechaba que aunque decía todas las palabras correctas, no comprendía realmente lo que estaba diciendo. "Pentecostés no es tiempo pasado", había dicho. "Si la Biblia es cierta, entonces, ¿por qué no podemos tomarla literalmente?", habían preguntado mis alumnas. "¿Por qué no podemos esperar milagros y sanidades, ahora?" Como bautistas que éramos, creíamos que la Biblia era la Palabra inspirada de Dios, y hacer ese tipo de preguntas siempre provocaba grandes frustraciones. Yo quería ser intelectualmente honesta, pero dado que nunca había visto un milagro, nunca había visto una demostración física del poder de Dios, me costaba creer. Profundizamos más nuestro estudio de la Palabra, tratando de encontrar respuestas. De alguna forma, sabíamos que este caminar más cerca de Dios tenía que ver directamente con la doctrina del Espíritu Santo. Pero lo que esperábamos y necesitábamos desesperadamente era una demostración del poder de Dios, no solo palabras sobre Él. Esa demostración se produciría el sábado por la mañana, una semana después de que yo entré al hospital. Ese día yo cumplía treinta y siete años. Las mujeres del grupo de estudio bíblico habían venido al hospital a visitarme y estaban rodeando mi cama. Al mirarlas, supe que algo había cambiado. "¿Cómo te sientes?", preguntó Pat Vandeventer. El esposo de Pat era de la Marina, y ellos habían comenzado a asistir a nuestra iglesia, no porque fueran bautistas tradicionalistas, sino porque el Señor les había indicado que lo hicieran. Muy pocas personas se acercaban a nuestra iglesia porque el Señor se los indicaba, pero Pat y su esposo sí. Yo estaba débil, muy débil y muy sedada, pero me esforcé por contestar con una ligera sonrisa: "Un poco mejor. No tengo tanta hemorragia". "¡Alabado sea el Señor!", dijo suavemente Pat, y le guiñó un ojo a una de las mujeres que estaba del otro lado de la cama. Esta, a su vez, sonrió y le guiñó el ojo a otra. Enseguida, todas empezaron a asentir con la cabeza y sonreír, como si supieran algo que yo no sabía. Y así era... solo que me enteré varias semanas después. Entonces, una tarde, cuando estaba sola en el cuarto del hospital, Pat vino a visitarme y me contó lo que había sucedido ese sábado por la mañana. "Cuando recibimos la carta del pastor", me dijo, "todas las del grupo de oración supimos que estabas muriendo. También sabíamos que este era el momento de probar si lo que habíamos estudiado contigo era verdad. O Dios sana, o no sana. Es así de simple." "Parece como que van a poner a prueba a Dios", dije. "No, no es eso", dijo Pat, acercando su silla a mi cama. "Simplemente decidimos reunirnos y confiar en Él para tu sanidad. Quizá sea que Dios nos está poniendo a nosotras a prueba, para ver si creemos lo que Él dice en su Palabra. Las ocho Kathryn Kuhlman

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integrantes del grupo nos reunimos ese sábado para tener una reunión de oración al amanecer, en un rincón del parque municipal." Esperé en silencio mientras Pat hacía una pausa. Sus ojos comenzaron a humedecerse. "Fue un momento muy precioso y sagrado para cada una de nosotras. Mientras esperábamos en Dios, cada una, en forma personal, recibió una demostración del poder del Señor. Todas supimos que serías sanada milagrosamente." "No entiendo", la interrumpí. "Sé que estoy mejor, pero eso es porque estoy en el hospital, y me están llenando de medicamentos. Pero el doctor dice que mis riñones desaparecieron." "Ya lo sabemos", dijo Pat, sonriendo una vez más. "Pero también sabemos que Dios ha demostrado su poder, el poder del que hemos leído en la Biblia. Sabemos que serás sanada." "¿Dices que demostró su poder? ¿Cómo?" Pat se puso en pie y fue hacia la ventana. Hablaba con suavidad, como si estuviera reviviendo esos momentos en el parque, al amanecer. "Cada una lo sintió al mismo tiempo, pero en diferentes formas. Yo estaba sentada en el banco, con la cabeza apoyada en mis manos, y repentinamente sentí como si se me partiera el corazón. Todas comenzamos a sentir un amor por ti, tan profundo como nunca lo habíamos sentido antes. Ahora parecía que íbamos a perderte. Comenzamos a orar por ti, pero justo cuando el sol empezaba a dar luz, nos quedamos sin palabras. Ya no podíamos orar más, y nos quedamos sentadas, llorando en silencio. Entonces, de lo profundo de mi corazón surgió como un manto de paz, como la nieve fresca que cae sobre el paisaje gris y lo cubre de blanco puro. Y supe, Jo. Supe que Dios te había sanado. No hubo fuegos artificiales, ni terremotos; solo la profunda seguridad interior de que estabas siendo sanada... y cuando Dios lo disponga, lo sabrás." Pat se volvió desde la ventana y me miró. "Levanté la vista, y todas las otras mujeres del grupo estaban sonriendo a través de las lágrimas. Ellas habían recibido el mismo mensaje que yo, al mismo tiempo. Nos fuimos del parque con esa seguridad, y desde entonces todas las dudas se disiparon." "Pero no estoy sana", dije. "Oh, sí. Claro que sí", dijo Pat con firmeza. Sus ojos chispeaban, llenos de decisión y fe. "Sabemos que los médicos le han dicho al pastor Gummelt que tu enfermedad es incurable; pero recuerda, nuestro Dios es el Dios de lo imposible." Yo sabía que estaba enferma de muerte. Pero... ¿incurable? Olvidé todo lo demás que Pat había dicho. Esa palabra siguió resonando en mi mente. Muchos, muchos especialistas vinieron a observarme durante las siguientes semanas. En la zona de Washington, yo era la única, hasta entonces, a la que se le había diagnosticado con seguridad esa clase particular de enfermedad del riñón. Uno de los urólogos me comentó que en Suecia se había llevado a cabo un estudio con ciento veinticinco personas que tenían síntomas similares a los míos y estaban en iguales condiciones. Pero cuando le pregunté sobre los resultados del estudio, comenzó con evasivas. Lo único que pude deducir fue que todas ellas habían muerto. El único aliento que recibí de los médicos fue la esperanza de que pudieran estabilizar mis riñones y quizá detener el proceso de deterioro. Yo sabía que no había medicina capaz de curarme. Kathryn Kuhlman

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Finalmente, me dieron el alta del hospital, recomendándome que pasara de doce a catorce horas por día en cama. La advertencia no era necesaria. Yo estaba completamente falta de fuerzas. Antes siempre había podido escarbar en algún lugarcito dentro de mí, y extraer un poco más de energía o fuerza para completar una tarea. Pero esta vez, cuando busqué en mi interior, solo encontré vacío. La segunda mañana que me quedé en casa, esperé hasta que Walter se fuera a trabajar. Entonces me levanté para abrir la ventana del dormitorio. La simple tarea de caminar hasta el otro extremo del cuarto y tirar para abrir la ventana consumió toda mi energía, como si hubiera corrido más de tres kilómetros en la ciudad. Me desplomé nuevamente sobre la cama, jadeando de cansancio, sin haber podido abrir la ventana. Podía sentir mis riñones hinchados, aplastándose contra mi espalda. Mis energías de reserva, ese pequeño "extra" que evita que una persona muera cuando llega al fin de sus fuerzas, se habían agotado. El médico había dicho: "Una pequeña bacteria, que pueda tomar, por ejemplo, de agua no muy limpia, la pondrá en peligro inminente de muerte". Había otras presiones acumulándose al mismo tiempo. El médico me había dicho que cuando me sintiera bien, podría volver a la iglesia, pero no más de una vez por semana. Antes de entrar al hospital yo pesaba aproximadamente cincuenta kilos. Pero cuando me dieron el alta, me cuerpo comenzó a retener líquidos, y quedé muy hinchada. No quería que me vieran así. Pasé el siguiente año entrando y saliendo del hospital. Constantemente debía ir al médico para que me hiciera análisis, exámenes y cultivos. A medida que mi cuerpo se auto inmunizaba contra una droga, el médico me daba otra, y con el cambio venía toda una serie de exámenes para comprobar si esta droga me mataría en vez de hacerme bien. Parecía que estaba todo el tiempo en el consultorio del médico, haciéndome radiografía tras radiografía. Para combatir las infecciones internas que siempre surgían, constantemente debía tomar distintos antibióticos. Los gastos en medicinas subían sin parar. Prepararse para la muerte es una experiencia psicológica aterradora. Todo mi estilo de vida comenzó a cambiar. Yo sabía que moriría, y era muy difícil adaptarse a ese hecho mientras aún estaba viva. El médico de la familia me sugirió consultar a un psiquiatra. "Quizá él pueda ayudarla un poco con esas migrañas", dijo. Eso era lo que esperaba. Mi oración era que pudiera yacer en paz y acabar con ese proceso de morir. Ya no podía funcionar como esposa o madre. No podía hacer ninguna tarea hogareña. Escuchaba a Gordon volver de la escuela y pasar en puntas de pie por el pasillo sin entrar a mi habitación, para no molestarme. Me hacía recordar cuando yo era niña y mi papá estaba siempre enfermo. Los niños debíamos caminar siempre en puntas de pie cuando estábamos en casa, para no despertarlo. Ahora todo eso volvía a suceder. Me sentía terriblemente culpable. Eso es lo único que mi hijo recordará de su madre, pensaba. Enferma, en cama, detrás de una puerta cerrada. ¿Es que este horror va a continuar de generación en generación? Entonces comenzaron a suceder cosas. Todo empezó con una carta de mi hermana menor, que supo que mi enfermedad era terminal y me sugirió que leyera el libro de Kathryn Kuhlman, Creo en milagros. Dos días después yo estaba en Kathryn Kuhlman

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cama, escuchando un programa en una radio local, y escuché el anuncio de una convención de la Fraternidad Internacional de Hombres de Negocios del Evangelio Completo, que se llevaría a cabo en el Hotel Hilton de Washington. El anuncio no tuvo gran importancia para mí, hasta que escuché el nombre de Kathryn Kuhlman. Ella hablaría en una reunión vespertina de la convención. Era extraño que escuchara ese nombre dos veces seguidas en una semana. Dios aún no había terminado. A la mañana siguiente Pat Vandeventer vino a verme. "Jo, vamos a la Convención de Hombres de Negocios del Evangelio Completo. Kathryn Kuhlman va a hablar allí el jueves por la tarde." Tres veces seguidas en una semana no podían ser coincidencia. Sin embargo, me resistí. "Lo siento, Pat, pero no me convence el tema de que una mujer predique", respondí. "Pensé que eras más abierta", sonrió Pat, con los ojos brillantes. "No eres abierta, eres bautista." Ella me había golpeado en mi punto débil, y supe que tenía razón. Yo estaba juzgando a esta mujer basándome en que no había visto su nombre impreso en ninguna publicación de nuestra Convención Bautista del Sur. Yo las leía todas, y ni siquiera una vez había visto su nombre. Hasta dudaba si sería del Señor, ya que los bautistas del Sur no parecían reconocerla. Miré a Pat. "Está bien, tienes razón. Mi corazón tiene tanto hambre de lo profundo del Espíritu como el tuyo. Y si podemos aprender algo acerca de Dios de alguien que no sea bautista del Sur, estoy lista." Pat fue a buscarme el miércoles por la noche y cruzamos la ciudad hasta llegar al Hilton en la noche de apertura de la convención. Yo había estado en muchas, muchas reuniones bautistas, desde reuniones de asociaciones hasta las inmensas convenciones anuales. Pero esto no era como ninguna otra reunión a la que hubiera asistido. La nota clave era el gozo y la libertad. Más de tres mil personas estaban sentadas allí, en el lujoso salón, y todas parecían estallar de gozo. Jamás había visto tantas caras sonrientes. Inmediatamente sospeché algo. En las reuniones bautistas a las que yo había asistido, nadie sonreía así. En realidad, ni siquiera sonreían así en nuestra iglesia. Yo había traído un grabador para poder captar todo lo que pudiera decir el orador, pero no tenía sentido. El hombre que estaba sentado delante de mí estaba tan feliz que estuvo todo el tiempo hablando al mismo tiempo que el orador. A cada frase, este hombre contestaba gritando: "¡Alabado sea el Señor!" o "Gracias, Jesús". Yo había escuchado algunos "Amén" en Baylor, y en los cultos del seminario, pero nunca nada como esto. Estaba irritada. "¿Por qué no se calla?", protesté internamente. Salí de la reunión muy confundida. ¿Sería real todo esto? ¿Era genuinamente feliz toda esta gente, o eran simplemente desequilibrados mentales? En cuanto a mí, sentía que se estaba acercando una migraña, y le pedí a Pat que fuera más rápido. Al despertarme al día siguiente, la migraña seguía molestándome. El psiquiatra me había prescripto una serie de drogas, una pastilla cada treinta minutos durante tres horas. Las drogas me revolvían terriblemente el estómago, pero calmaban el dolor de cabeza. Cuando tomaba la quinta pastilla, el dolor ya se estaba Kathryn Kuhlman

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calmando, pero tenía que estar en cama a causa de mi estómago. Sabía que Pat tendría que ir sola a la reunión de Kathryn Kuhlman. Pero esta vez fue distinto. Era extraño, pero el dolor de cabeza desapareció, y mi cuerpo parecía más fuerte que antes. Después de todo, podría ir al culto de milagros. Ese año Walter era presidente de la Conferencia de Pastores Bautistas de Washington D.C. Ese día tendrían un almuerzo. Poco antes de mediodía Walter me llamó para saber cómo estaba. Le dije que Pat y yo iríamos al culto de Katrhyn Kuhlman. Walter sonrió maliciosamente. "Varios pastores de la ciudad están pensando en ir", dijo. "La mayoría son curiosos, y posiblemente se levanten las solapas de sus abrigos para taparse la cara y que nadie los reconozca." Yo no tuve valor de contarle que acababa de tomar mi gran sombrero de piel, que podía bajar hasta taparme las orejas, y que pensaba ponérmelo para que nadie me reconociera a mí tampoco. Fue una tarde verdaderamente extraña. Llegamos al hotel una hora y media tarde, pero encontramos un lugar para estacionar justo enfrente... sin darnos cuenta de que todos los lugares para estacionar estaban llenos en un radio de cuatro calles alrededor. Nos abrimos paso hacia el salón, que estaba atestado de gente, esperando encontrar asientos cerca de la salida, donde pudiéramos sentarnos y observar. Cuando ya pensábamos que tendríamos que quedarnos de pie junto a la puerta, dos señoras que estaban cerca de la primera fila se levantaron y dejaron sus asientos vacíos. Pat y yo nos sentamos casi inmediatamente. Mi sombrero estaba puesto lo más bajo posible. Apenas podía espiar algo debajo del ala. Kathryn Kuhlman estaba hablando. Había una quietud tan dinámica en la sala que yo casi podía escuchar los latidos de mi corazón. Su voz era suave, tan suave que algunas veces no podía distinguir lo que decía. Tenía que esforzarme para escuchar cada palabra. No estaba diciendo nada nuevo ni diferente. Todo lo que ella decía, yo ya se lo había escuchado decir a Walter cien veces desde el púlpito de nuestra iglesia. Pero había un espíritu diferente en ella y en este lugar. La gente había venido esperando algo, y ella hablaba con autoridad. Aunque esto conmovió profundamente, yo seguía siendo escéptica. Había una niñita ciega sentada detrás de mí, y comencé a orar por ella. "Señor, toca a esta niñita." Sentí que mis ojos cerrados se llenaban de lágrimas. Repentinamente todos nos pusimos de pie y Kathryn Kuhlman comenzó a cantar: Señor, yo recibo, Señor, yo recibo. Todas las cosas son posibles; Señor, yo recibo. "Levante sus brazos", decía ella. "Levante sus brazos y reciba al Espíritu Santo." ¿Levantar mis brazos? Repentinamente volví a ser una esposa de pastor bautista de Sur, muy decorosa. ¿Qué pasaría si alguien me veía? ¿Si me veía algún pastor bautista amigo de Walter? ¿Algún miembro de nuestra iglesia? Pero no pude evitarlo. Mis manos ya estaban levantadas, y era como si estuvieran atadas con hilos hacia arriba. Arriba, arriba... yo no podía controlarlas. Sentía como si me estuvieran estirando el cuerpo hasta que tuviera que ponerme en puntas de pie. Kathryn Kuhlman

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Nunca me había estirado tanto ni había llegado tan alto. Cuando mis manos ya estaban completamente levantadas, sentí que las palmas se daban vuelta hacia arriba y al mismo tiempo, mi cabeza caía. Nunca había sentido tal humildad en toda mi vida. Me olvidé por completo de mí misma, de quién era, de dónde estaba, y solo supe que Dios estaba tocándome literalmente, físicamente. Sentí como si me estuvieran vertiendo agua tibia de la cabeza a los pies. Entonces escuché una voz que venía desde el pasillo. "Oh, Dios, tu gloria sobre esta." Era Kathryn Kuhlman. Yo ni siquiera sabía que había bajado de la plataforma. Ella tocó mi muñeca muy suavemente. Me sentí absolutamente sin peso. Parecía que hubiera flotado al espacio y estuviera dando vueltas alrededor del techo en brazos de Jesús. Un hombre situado detrás de mí me decía: "Déjeme ayudarla a levantarse". Pero yo lo ignoré, al tiempo que me preguntaba qué estaba haciendo ese hombre en el techo, conmigo. Yo solo quería quedarme donde estaba, pero él no quería irse. Su voz resonaba en mis oídos. "Déjeme ayudarla a levantarse. Déjeme ayudarla a levantarse." Pensé: "¿Qué quiere decir con `levantarse'? Ya no puedo estar más arriba de lo que estoy, aquí en el techo. Finalmente abrí los ojos. Estaba tendida de espaldas en el pasillo, con las manos estiradas hacia arriba. Mis labios repetían una y otra vez: "¡Alabado sea el Señor! ¡Alabado sea el Señor!" No me importaba quién me viera o me escuchara. Camino a casa, Pat y yo revivimos cada momento de la reunión. En ningún momento se me ocurrió que pudiera haber sido sanada. De todos modos, no había ido por eso. Lo único que sabía era que Dios me había tocado y que en lo más profundo de mí yo era diferente ahora. "No les contemos a nuestros esposos." dijo Pat. "No creo que lo comprendan." Estuve de acuerdo. Pero yo sabía que en el momento en que Dios lo dispusiera, Walter estaría dispuesto a escuchar y comprender. El momento llegó una semana después. Walter se había levantado temprano para asistir a un desayuno de pastores con un evangelista bautista, el doctor Paul Rader. También asistiría el doctor George Schuler, autor de Overshadowed. Walter, como presidente de la Conferencia de Pastores, sería el moderador. Ese sábado dormí casi hasta el mediodía y me despertó el timbre del teléfono. Cuando Walter llegó, yo estaba sentada a un costado de la cama, hablando. Miré hacia arriba cuando él entró al cuarto. Él hizo una pausa y salió. Pero siguió entrando y saliendo, hasta que finalmente me interrumpió. "Cuando termines de hablar por teléfono, tengo algo que contarte." Walter nunca me interrumpía así, por lo que comprendí que necesitaba hablarme... y pronto. De modo que corté la comunicación y casi lo llevé a empujones a la cocina. Nos sentamos a la mesa de desayuno y esperé, impaciente, que él empezara a hablar. "Necesito compartir algo contigo", dijo. "Esta mañana sucedió algo." Trataba de hablar, pero yo me daba cuenta de que estaba explotando por dentro. Nunca lo había visto así. Walter era sólido, estable, muy confiable. Rara vez mostraba alguna emoción. Pero ahora, cada vez que abría la boca para hablar, sus ojos se llenaban de lágrimas. Finalmente extendió el brazo, tomó mi mano, y Kathryn Kuhlman

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se quedó allí sentado, mirando a través de la ventana de la cocina, esperando que se calmaran sus emociones. Finalmente, cuando pudo hablar, comenzó a hacerlo lentamente, haciendo largas pausas entre frases, luchando por controlar su voz. "El salón estaba lleno de pastores", dijo suavemente, "y estaba hablando el presidente del comité de planificación de la campaña. Entonces entró este hombre alto, de cabello blanco, el doctor Schuler. Tenía el cabello como crines, muy desordenado, rodeándole la cabeza como un halo. Pero había algo más en él... como un aura, un halo. Todos los pastores dejaron de hablar cuando él entró. Se produjo un silencio absoluto. Todos y cada uno de nosotros supimos que el Espíritu Santo había entrado con ese hombre. Finalmente, yo levanté la voz y dije: `Por qué no nos arrodillamos y oramos?' "Inmediatamente, todos los presentes caímos de rodillas. No sé qué era lo que sucedía. Fue como si algo en el aire de ese cuarto nos obligara a adorar. Nunca he sentido la presencia de Dios con un poder tan avasallador." Walter dejó de hablar. Era obvio que aún estaba profundamente conmovido por la experiencia. Era mi turno. Con la mayor suavidad posible, le conté lo que me había sucedido una semana antes. Él se quedó sentado, escuchándome solemnemente y en silencio. Yo seguí hablando, contándole cómo habían orado las mujeres del grupo, contándole sobre la reunión, y finalmente lo que había vivido en el Hilton, cuando Kathryn Kuhlman me tocó la muñeca. Él simplemente me escuchaba, asintiendo, como si supiera todo de antemano. Yo podía ver que Dios lo había preparado esa mañana al visitar a esos ministros con una experiencia tan conmovedora, y que dijera yo lo que dijese, Walter estaba listo para recibirlo como del Señor. "¿Fuiste sanada?", preguntó. "No lo sé", contesté, sonriendo. "No he pensado mucho en eso. Lo único que sé es que ya no sufro depresión. La necesidad de ser perfecta también desapareció. La incapacidad de aceptarme a mí misma como imperfecta en cuerpo y en alma, también desapareció. Soy libre." "Pero, ¿cómo te sientes físicamente?", insistió Walter. "Maravillosamente", dije. "He dejado de tomar las drogas y los antibióticos. Por primera vez en años, tengo fuerza y energía." "Creo que has sido sanada", dijo Walter, con los ojos nuevamente llenos de lágrimas. "Creo que tendrías que volver al médico y hacer que te examine para asegurarte." La semana siguiente volví al consultorio del médico, que me tomó radiografías e hizo otros exámenes. Dos días después volví a sentarme frente a él en el consultorio. "¿Qué le ha sucedido, señora Gummelt?", me preguntó. "Estaba esperando que me lo preguntara", sonreí. Y le conté, con lujo de detalles, exactamente lo que había sucedido. El doctor se quedó mirando la pared donde estaban sus diplomas durante un largo rato. Finalmente tomó la carpeta que contenía mi historia clínica. "Voy a cerrar su caso", me dijo. "Usted está completamente sana. No hay evidencias de ningún problema renal; solo tejidos con lesiones leves por daños anteriores. Si alguna vez tiene problemas con los riñones, será algo completamente distinto." Kathryn Kuhlman

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Yo quería danzar de gozo, y pude hacerlo más tarde. ¡Basta de drogas, de hinchazones, de hemorragias, de debilidad! Ahora podía vivir una vida sana y normal como madre y como esposa. Entonces supe cómo se había sentido Lázaro al salir de la tumba al sol, pestañeando. Mi vida había sido restaurada. ¡ Gloria a Dios ! En los tres meses siguientes, mi peso subió de cincuenta a casi ochenta kilos. Por primera vez en mi vida tuve que hacer dieta. Pero sucedió algo más. Al aceptar al Espíritu Santo en mi vida, pude aceptarme también a mí misma, tal como era. La tensión fue remplazada por alabanza. Las migrañas desaparecieron. No solo mi cuerpo había sido restaurado, sino también mi mente había sido renovada. ¡Aleluya! Seis meses después pude volver a trabajar. La Jo Gummelt que entró al edificio Sam Rayburn ese día no era la misma de antes. Yo había prometido al Señor que si me dejaba volver a trabajar, le daría la mayor parte de lo que hiciera. Fui a trabajar con un congresista de Kentucky, libre de la compulsión de ser la número uno, de ser perfecta. Poco después todas las jovencitas que trabajaban en la oficina habían aceptado a Jesús como su Salvador, y la mitad habían sido bautizadas en el Espíritu Santo. Yo nunca había estado tan consciente del poder del Espíritu Santo para testificar de Jesús. Poco tiempo después de que yo volviera a trabajar, Walter, Gordon y yo tomamos unas cortas vacaciones. La primera noche que estuvimos afuera, fui al baño para lavarme el cabello. Walter y Gordon se quedaron en el cuarto, mirando la TV. Mientras pasaba la mano por mis cabellos, noté una textura diferente. Levanté la cabeza, me quité el jabón de los ojos, y pude ver que los cabellos que nacían alrededor de mi rostro eran nuevos, fuertes. Podría guardar la peluca. Comenzaron a acercárseme personas para que las aconsejara. Antes yo siempre estaba demasiado débil para ayudarlas. Pero ahora podía compartirles mi experiencia personal con un Dios que demuestra su poder y su amor. Comencé a pasar varias horas de rodillas, orando y con la Biblia abierta frente a mí. En el lugar donde me arrodillaba para orar, literalmente se hicieron huecos en la alfombra. El Señor me enseñaba y me daba un nuevo lenguaje, maravilloso, para orar. En la primavera, aproximadamente un año después de haber sido sanada, tuve una ligera infección urinaria. Yo sabía que cuando Dios sana, la sanidad permanece. Pero el viejo temor volvió, rugiendo, y corrí a ver al médico. Él me examinó y luego se paró con las manos en la cintura, mirándome seriamente. "Usted tiene una ligera infección en la vejiga", dijo. "La última vez que estuvo aquí, le dije que si tenía algún problema renal, sería algo totalmente distinto. Usted ha sido sanada." Salí del consultorio, agradecida a pesar de la reprimenda. Washington nunca me pareció tan hermosa. Los cerezos alrededor de la fuente estaban en flor. El césped del parque era lujuriosamente verde. Hasta los tulipanes habían vuelto a florecer en el edificio Sam Rayburn. La cúpula blanca del Capitolio brillaba contra el cielo azul, La gente corría a sus oficinas. Sonaban las bocinas. El transito era terrible. Era igual que siempre. Pero yo era diferente ¡pentecostés a llegado a mi vida!

Kathryn Kuhlman

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