Mundo Rico Mundo Pobre Pobreza y Solidaridad en El Mundo de Hoy Luis de Sebastian
January 25, 2017 | Author: torrefran9688 | Category: N/A
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Luis de Sebastián
Mundo rico, mundo pobre Pobreza y solidaridad en el mundo de hoy
Sal lerrae
Luis de Sebastián Colección «PRESENCIA SOCIAL»
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MUNDO RICO, MUNDO POBRE I
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Pobreza y solidaridad en el mundo de hoy
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Editorial SAL TERRAE Santander
A Yosco y Chincho, para que aumenten su solidaridad con los pobres de la tierra
© 1992 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 39001 Santander Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1071-X Dep. Legal: BI: 1759-92 Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao
índice
Introducción
11 1.a Parte: DIAGNÓSTICO
«Queda demostrado cuan inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper las barreras y los monopolios que dejan a tantos pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones básicas que permitan participar en dicho desarrollo» JUAN PABLO II
Centesimus Annus: «La problemática social hoy» (n. 35).
1. LA SITUACIÓN ACTUAL DEL MUNDO. DATOS E INTERPRETACIONES Cuadrante I. Países ricos y tranquilos Cuadrante II. Países ricos y violentos Cuadrante III. Países pobres y tranquilos Cuadrante IV. Países pobres y violentos La proximidad de la riqueza y la pobreza La amenaza del Tercer Mundo: la emigración Salpicaduras de la violencia Orden mundial y pobreza 2. LOS CONDICIONANTES ECONÓMICOS DE LA SITUACIÓN SOCIAL DEL MUNDO Las dimensiones económicas del acontecer mundial El carácter internacional de los condicionantes económicos La integración en los mercados mundiales La internacionalización de la pobreza Consideraciones normativas del fenómeno La necesidad de la solidaridad
19 20 21 22 22 25 26 27 29
31 31 32 35 38 38 41
2." Parte: EL FUNCIONAMIENTO DE LA SOLIDARIDAD 3. NORTE-SUR: PROBLEMAS ECONÓMICOS Y POLÍTICOS Concentración y desigualdad en la economía mundial Un Sur diferenciado y desunido Ambigüedades en las relaciones Norte-Sur
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MUNDO RICO, MUNDO POBRE
Asimetría en las relaciones Norte-Sur El Sur como «amenaza» La amenaza de la emigración El comercio como sustituto de la emigración Necesidad de nuevas relaciones Norte-Sur Un sistema de comercio solidario Los costos de la solidaridad a) La deuda externa de los países del Sur b) El comercio exterior c) La ayuda al desarrollo d) La emigración 4. EUROPA: CONVERGENCIA Y SOLIDARIDAD El compromiso de Maastricht y sus consecuencias ¿Convergencia macroeconómica contra convergencia real? Convergencia y cohesión Los conflictos comerciales europeos y el GATT La «Ronda Uruguay» y la Política Agrícola Común La agricultura española en la CEE La seguridad en la CEE: el Tratado de Schengen Las relaciones de la CEE con los países no-miembros ¿España, «puente» para sus ex-colonias? Los problemas de Europa del Este La CEE, España y América Latina La CEE y el fundamentalismo árabe La solidaridad de la CEE con el resto de países comunistas Elogio de la austeridad
ÍNDICE
51 53 54 55 56 56 58 60 62 64 65 68 68 73 74 75 76 78 79 81 82 83 83 86 86 87
3." Parte: SOLIDARIDAD Y MERCADO 5. EL MERCADO: MITO Y REALIDAD La economía planificada ha muerto; ¡viva el mercado! Algunos límites del mercado Transacciones que no pasan por el mercado Las transacciones al interior de las empresas El mercado avanza: las privatizaciones La hegemonía de la ideología del mercado El mercado en la historia De la economía social a la economía real El mercantilismo
93 93 97 98 99 100 102 103 104 105
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El liberalismo como protesta El mercado no reparte equitativamente La generación del sub-desarrollo Cuando el mercado no asigna bien los recursos El comercio de armas; abuso del mercado «Reductio ad absurdum» del mercado: el tráfico de drogas Conclusiones 6. ECOLOGÍA Y SOLIDARIDAD Las plagas de la tierra La solidaridad verde Ecología y derecho al desarrollo El reparto de la responsabilidad por la preservación del medio ambiente La Conferencia de Río sobre el medio ambiente Ecología y ayuda al desarrollo Ecología y soberanía nacional Las consecuencias económicas de la preocupación ecológica
106 106 108 109 110 111 113 115 115 118 120 120 122 124 125 126
4.a Parte: ALGUNOS CASOS CONCRETOS PARA EL EJERCICIO DE LA SOLIDARIDAD 7. DOCE TESIS PARA INTERPRETAR A AMÉRICA LATINA I. El concepto y la realidad de América Latina II. Diversidad de condiciones III. Historia común IV. Diferencias con las colonias anglo-sajonas V. La independencia no fue una revolución social VI. Democracia sin raíces VIL Economías no-nacionales VIII. Efecto-demostración IX. Política de los Estados Unidos X. El Estado moderno en la economía XI. La quiebra del Estado XII. El nuevo Estado latinoamericano 8. BALANCE DE 500 AÑOS No podemos olvidar lo que pasó entonces La explotación sistemática de las poblaciones indígenas ...
133 133 137 139 141 144 145 149 152 j 54 157 160 152 166 15^ jgg
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MUNDO RICO, MUNDO POBRE
La peor herencia de España El mestizaje. Posibilidades Las relaciones de nuestros pueblos Unir a los pueblos por la base 9. LOS PROBLEMAS DE EUROPA DEL ESTE ¿Qué ha pasado realmente en Europa del Este? La decadencia de las vanguardias La crisis-transición económica Logros de la economía socialista La competencia con el capitalismo La crisis de confianza en el sistema Las estrategias y planes de la transición al capitalismo Los resultados hasta el momento Las tareas de la solidaridad La ayuda económica a la transición La integración comercial yfinancieraen Europa Ayudarles a que no pierdan lo bueno que tienen
169 171 172 173 175 176 176 177 179 180 181 182 184 186 186 187 189
Introducción
Se ha acabado prácticamente el Comunismo, por lo menos en Europa, pero no se ha acabado la pobreza en el mundo. «En España hay actualmente entre ocho y doce millones de pobres, según Caritas, mientras que el 10 por 100 de las familias, incluida la familia de don Mariano Rubio y la de don Manuel de la Concha, acumulan el 40 por 100 de la renta nacional. Quiere decirse que, aunque el comunismo haya pasado, de ser un sueño de justicia, a la 'utopía más sangrienta del siglo', y desaparezca la palabra, porque todos la borren de su vocabulario, lo que no puede desaparecer ni borrarse son algunas de sus aspiraciones» (Manuel ALCÁNTARA, Época, 23 de marzo de 1992, p. 57). El socialismo ha sido, originariamente, un movimiento de gentes visionarias y bien intencionadas, aunque no siempre realistas, para eliminar la injusticia social y las desigualdades económicas. El socialismo histórico, el socialismo marxista-leninista encarnado en los países de Europa del Este, no ha podido sobrevivir a las exigencias de libertad de sus ciudadanos ni a sus propias limitaciones y errores. En este sentido, podemos decir que hemos vivido el fracaso del socialismo histórico, pero seguimos con el problema que el socialismo trató de resolver: la pobreza, la desigualdad de suertes económicas y la injusticia social. El miedo que muchos tenemos ahora es que el capitalismo victorioso no se preocupe de estos problemas de desigualdad e injusticia. Más aún, hay razones para pensar que el capitalismo a ultranza ni siquiera posee los mecanismos para resolverlos y que, dejado a sí mismo, no hará más que agravarlos. El Papa Juan Pablo II y otras muchas gentes con sentido social se preocupan de la pobreza en el mundo, que afecta a la
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MUNDO RICO, MUNDO POBRE
INTRODUCCIÓN
mayor parte de la Humanidad. El problema no lo va a resolver ninguna mano invisible por medio de los mecanismos del mercado. El mercado puede ser más eficiente que la planificación central para asignar recursos escasos y producir riqueza, pero no distribuye equitativamente ni tiene mecanismos de redistribución de la riqueza que crea. Sin duda que el sistema capitalista ha sacado de la pobreza a muchos millones de personas. Hace apenas siglo y medio, todos los países de la tierra eran lo que hoy llamaríamos pobres , y ahora la cuarta parte de la Humanidad tiene niveles de vida excepcionales, si los comparamos con los del pasado. En tiempos recientes —digamos en los últimos 25 años—, muchos países, España entre otros, han pasado del subdesarrollo al desarrollo dentro de la economía de mercado, marcando un camino a la esperanza.
tratando de humanizar y aun cristianizar el sistema económico en que nos toque vivir, que, por ahora, parece ser el de la economía de mercado. Pocos de nosotros seremos llamados a cambiar revolucionariamente las condiciones económico-sociales de nuestro entorno político; aunque algunos quizá sí. Pero no es ésta la tarea inmediata y más común de los cristianos hoy.
Aun reconociendo todo esto, no se puede negar que para resolver la pobreza del mundo, que afecta a las tres cuartas partes de la Humanidad, el sistema capitalista puro, un sistema de producción y distribución basado en el lucro personal y la rentabilidad privada, no tiene la capacidad de resolver el problema de la pobreza masiva, ni lo puede hacer en un tiempo que satisfaga la urgencia de las aspiraciones y exigencias de los pobres. Hace falta reformar profundamente el sistema capitalista, corregir sus mecanismos de concentración de riqueza y de exclusión de los menos competitivos o menos fuertes económicamente. Hace falta institucionalizar la solidaridad entre los ciudadanos de un país y entre los diversos países. Hay que recoger todas las iniciativas válidas, realizadas o por realizar, que puedan acrecentar los mecanismos de solidaridad y de erradicación de la pobreza. Los cristianos tenemos ante nosotros una tarea ingente. No tenemos un sistema económico propio, una tercera vía entre el capitalismo y el socialismo, que reúna las cosas buenas de ambos sistemas y evite sus errores. Los cristianos tenemos que vivir
1. Incluyendo a los reyes y la nobleza, que no conocían la higiene más básica hoy en día, sufrían las enfermedades comunes a la época y morían relativamente jóvenes.
En cuanto a cambios revolucionarios, si por ello entendemos «lucha armada», no parece que sea una opción válida para los cristianos. Ya hemos visto cuánta sangre y cuánto sufrimiento acarrea, que no son justificados por los limitados logros que obtiene. La experiencia que tenemos delata lo ineficientes que resultan a la larga para resolver las necesidades básicas del pueblo los regímenes que resultan de movimientos armados de liberación, que tienen que trabajar en medios geopolíticos hostiles. Seamos más modestos; no somos dioses y no podemos cambiar la historia. Sólo alguna persona es llamada, de tiempo en tiempo, a jugar un papel excepcional. Sin embargo, la mayoría de nosotros podemos influir en nuestras respectivas sociedades por medio de un movimiento cumulativo, para que sean más humanas, más justas y, en definitiva, más cristianas. Desde estas consideraciones y, sobre todo, con la perspectiva de ayudar a buscar un camino para una acción social cristiana en unos tiempos de intenso cambio económico, político y social, ofrezco este libro a los amigos cristianos que ya me han leído en los cuadernos de «Cristianismo y Justicia», en ÉXODO y en otras publicaciones de este estilo o en los periódicos. El tema del libro es la solidaridad con los pobres en el mundo de hoy, explicada de una manera técnica y rigurosa, aunque —espero— básicamente comprensible. El tema se desarrolla en cuatro partes, que agrupan sucesivamente los planteamientos que he ido haciendo bajo estos epígrafes: 1.a PARTE: DIAGNÓSTICO
Comienza esta parte con un capítulo sobre la situación de pobreza en el mundo, en que intento poner el estado de la cuestión, definiendo las dimensiones de la pobreza en el mundo y aclarando la naturaleza de esta condición. También trato de las
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relaciones Norte-Sur y de los condicionamientos económicos de las mismas. He reelaborado los dos artículos que sirven de base a estos capítulos para tomar en cuenta la evolución de las relaciones Norte-Sur hasta nuestros días, terminando en la Octava Reunión de la UNCTAD, que parece cerrar este diálogo ya bastante tenue en los últimos años. En esta parte se hace un diagnóstico de la situación, con datos y análisis económicos, para poner de relieve las causas de las situaciones. 2.a PARTE: EL FUNCIONAMIENTO DE LA SOLIDARIDAD
En esta parte se plantea el porqué y el cómo de la solidaridad. Aquí se trata de avanzar en este terreno analizando las dificultades concretas para dar o hacer solidaridad, insistiendo en los costos que tenemos que aceptar para ser solidarios. Está basado en la ponencia que presenté al Congreso de «Cristianos para el Socialismo» de 1991. También se toca el tema de Europa, porque las acciones solidarias de los españoles estarán, de ahora en adelante, condicionadas por lo que resulte de la Unión Económica y Monetaria, como se ha negociado en el tratado de Maastricht, que ahora debate la sociedad española.
3. a PARTE: LA SOLIDARIDAD Y EL MERCADO
El mercado parece ser la única alternativa en circulación a una economía de tipo socialista. Sin embargo, el mercado no lo puede resolver todo; está demostrado que al mercado se le atribuyen frecuentemente unas virtualidades que está muy lejos de poseer. En un primer capítulo se examina críticamente el mercado como sustituto de acciones solidarias expresas. El texto está basado en mi aportación a la Cátedra de Teología Contemporánea del Colegio Mayor Chaminade. He añadido un ensayo inédito sobre la ecología y la solidaridad, tema este donde los fallos del mercado son más obvios y más reconocidos por todos. Quizá desde este reconocimiento en la reciente Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro de los problemas ecológicos, podría llegarse a una nueva filosofía sobre el mercado, como realidad importante pero insuficiente.
INTRODUCCIÓN
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4. a PARTE: ALGUNAS APLICACIONES
Finalmente, en esta última parte presento mi experiencia concreta de trabajo en dos partes del mundo muy necesitadas de solidaridad y ayuda internacional. En el capítulo siete se contiene una larga reflexión sobre América Latina, desde una perspectiva sin complejos y sin ceder a los tópicos, donde se exponen las tareas para un mundo solidario. También hago una pequeña reflexión sobre el Quinto Centenario; y, por último, añado algunas reflexiones sobre los cambios que se están dando en los países del Este de Europa. Razones de trabajo me han llevado a viajar a algunos países del Este de Europa (Rusia, Checoslovaquia y Bulgaria). Al tener que ocuparme de los problemas de la enseñanza, la economía y la administración de empresas en esos países, he tenido que meterme a fondo en las dificultades de la transición de una economía socialista planificada a una economía capitalista. En este proceso existe el peligro de cambiar valores reales de solidaridad y equidad, que se daban en medio de las ineficiencias e injusticias del socialismo, por el individualismo, el egoísmo y la indiferencia al bien común propios del capitalismo. A mi Escuela, que es una Escuela de Administración de Empresas, se le pide de muchos países colaboración para enseñar a los directivos, ejecutivos y futuros empresarios los caminos del capitalismo. Es nuestra responsabilidad hacerles ver que la adopción de una economía de mercado no debiera hacerles perder los hábitos de solidaridad y otras virtudes socialistas que, sin duda, tienen. Al final de la lectura de este libro, espero que el lector haya aprendido las razones de la solidaridad, las dificultades que tiene su ejercicio, las falsas soluciones que debe desechar y cómo han ido funcionando las cosas de la solidaridad en el mundo actual. Los sucesos de la ciudad norte-americana de Los Angeles, que se estaban desarrollando cuando yo revisaba este manuscrito, son una advertencia más (como las sublevaciones populares de Caracas en 1989 y 1992, el golpe de estado en Perú, y un aumento generalizado de la violencia, en apariencia irracional, de los pobres y marginados en las grandes ciudades) de
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que la situación de insolidaridad y pobreza está llegando a niveles intolerables. Como decía un editorial de «El País» en aquellos días: «La implantación de una cruel ley de la jungla, como respuesta a la sublimación salvaje del individualismo sin matices, viene a demostrar que la desaparición de modelos alternativos no resuelve todos los problemas. Las llamas de Los Angeles constituyen el símbolo más caliente de esta realidad» (El País, 2 de mayo de 1992, p. 10). Aunque no fuera más que por la propia preservación, tendríamos que emprender pronto acciones eficaces contra la marginación y la pobreza, si queremos evitar que la violentización del Tercer Mundo, que menciono en el capítulo segundo, nos afecte a todos de formas nuevas y en una dimensión inimaginable. Barcelona, 12 de julio de 1992
1.a Parte: DIAGNÓSTICO
1 La situación actual del mundo. Datos e interpretaciones
Para algunos comentaristas, la Guerra del Golfo (enero 1991) fue el comienzo de una crisis en las relaciones entre países ricos y países pobres. Sería también el comienzo de un «Orden Mundial» que les resultaba sumamente desventajoso a los segundos. La Guerra del Golfo comenzó en un mundo que ya estaba en crisis, y sólo contribuyó a dar a esta crisis unos trazos más sombríos, a la vez que iluminaba algunas de sus dimensiones inéditas. La crisis del mundo en la década final del siglo no comienza con la Guerra del Golfo ni con la injusta ocupación de Kuwait. Estos sucesos son, más bien, expresiones de una serie de contradicciones y conflictos que se articulan a lo largo de dos ejes: Pobreza-Riqueza y Tranquilidad-Violencia. La Paz no se encuentra en ninguno de los polos, porque sólo existe muy parcialmente en el mundo. Con referencia a la figura 1, tenemos en el eje horizontal el binomio Pobreza-Riqueza, y en el eje vertical el binomio Tranquilidad-Violencia. La intersección de estos ejes define cuatro cuadrantes que nos sirven para encuadrar a los países del mundo de una manera que nos permite comprender la problemática global de hoy.
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I .A SITUACIÓN ACTUAL DEL MUNDO
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Figura 1
establecido como tal; amenazan quizá a personas y propiedades concretas, pero no al sistema, al menos por ahora.
Tranquilidad
Son ricos y tranquilos; sin embargo, no están en paz, porque lu suya no es la «tranquilidad en el orden» que requiere la definición de la paz. Su vida se desenvuelve en un ambiente de «desorden creador», de competencia impulsiva del adelanto. Sus gentes viven con la espada sobre sus cabezas de la finitud de los disfrutes materiales.
II Riqueza
Pobreza
III
IV
Violencia Cuadrante I. Países ricos y tranquilos Son, básicamente, los veinticuatro de la OCDE y los grandes productores de petróleo. Son, simplemente, los países ricos, los que producen el 65 por ciento de la riqueza mundial, los que comercian el 75 por ciento del comercio de bienes y servicios de la comunidad internacional. Son, por lo tanto, los dueños de las empresas multinacionales, los fabricantes de armas y los que mantienen los ejércitos más formidables del mundo. Los países con democracias consolidadas, donde nadie se mueve convulsivamente, donde normalmente se vota a los poderes constituidos y donde los medios de comunicación mantienen contentas a las masas con concursos televisivos (que aunan las dimensiones del «panem et circenses») y con sus desnudos de cuerpos jóvenes. Es verdad que existen en ellos formas de violencia marginales: terrorismo, agitación de emigrantes, criminalidad y drogodependencia, racismo, etc. A veces pueden poner en jaque a la sociedad (por ejemplo, los disturbios de Mount Pleasant en Washington, en 1991, y los de Los Ángeles recientemente) por algunos días. Estas formas de violencia no amenazan por ahora el nivel de vida de la mayoría de los ciudadanos ni el orden
Cuadrante II. Países ricos y violentos Ponemos aquí a todos los países de la Europa del Este, algunos países nuevamente industrializados (Corea, Tailandia, Indonesia, México, Brasil, etc.) y países de desarrollo intermedio (Venezuela, Colombia, Argentina, Chile, etc.). Se les considera ricos en la medida en que tienen recursos materiales, una población bien formada (capital humano) y una estructura productiva (más o menos eficiente, en el caso de los países del Este de Europa); en general, sus diferencias materiales con los países francamente subdesarrollados son notables. Sin embargo, la violencia se da en la mayoría de ellos como «falta de tranquilidad»: o bien porque la sociedad es extremadamente inigualitaria, como en Brasil, México, Colombia; o porque hay fuertes protestas sociales, como en Corea; o porque se ha roto el orden constitucional, en el caso de la Unión Soviética (y los restos del imperio están en un caos político); o porque existen en ellos movimientos armados o ejércitos regulares que todavía son muy capaces de desestabilizar los niveles democráticos y económicos (aquí citaríamos a Irán, por su fanatismo amenazador). Son países intermedios, a medias entre el desarrollo y el subdesarrollo; entre la democracia, la dictadura y el caos, en algunos casos. En ellos, la dimensión económica está muy rebajada en importancia, por la falta de estabilidad política y de consenso social. Son, por otra parte, países en transición, algunos con grandes esperanzas, otros en grandes ocasos, y otros enfrentando el caos. Merecen mucha atención de la opinión pública, y con razón, porque su lucha y sus esfuerzos galvanizan
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e interesan a los espectadores del primer cuadrante. Suráfrica es un cliente muy especial de esta compañía. Líbano, Irak, Israel, cada uno por diversas razones, también se sitúan en este cuadrante. Es cuestión de tenerlos muy presentes por su potencial desestabilizador de todos los cuadrantes, como veremos luego.
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LA SITUACIÓN ACTUAL DEL MUNDO
polo-Tranquilidad que Suiza. El gráfico es un método expositivo basado en una observación pre-científica. El informe sobre el Desarrollo, que anualmente publica el Bando Mundial, versaba, en su edición de 1990, sobre la pobreza en el mundo. De él ha salido el cuadro siguiente: LAS DIMENSIONES DE LA POBREZA EN EL MUNDO
Cuadrante III. Países pobres y tranquilos Son realmente una minoría de países pobres y con una cierta estabilidad política; tienen procesos económicos autogestionados, sin muchas pretensiones, aunque no se libran de los problemas étnicos y de las minorías. Aquí estarían algunas excolonias inglesas de África y el Caribe, Costa Rica, Ecuador, Panamá, etc. De éstos hay poco que decir, fuera de desearles que no se contagien de las luchas de sus vecinos y no rompan los tenues equilibrios, que todavía mantienen una apariencia de paz y democracia en sus pueblos.
Cuadrante IV. Países pobres y violentos Desgraciadamente, en ellos vive la mayoría de los habitantes de la tierra. Inmersos en pobreza extrema, guerras civiles de religión o de etnias, enfrascados en reivindicaciones territoriales, dominados por super-élites poderosas, plagados frecuentemente por los desfavores de la madre naturaleza, son los 3.000 millones de «condenados de la tierra». China, India, Bangladesh, Afganistán, Vietnam, Pakistán, Bolivia, Perú, Centroamérica, Etiopía, Mozambique, Burkina Faso, etc. Obviamente, la clasificación de todos los países del mundo dentro de estos cuatro cuadrantes tiene un gran margen de arbitrariedad, y es una simplificación que se hace para organizar la exposición de un conjunto de problemas que sería difícil de tratar en gran detalle. Dentro de los cuadrantes también hay diferencias, según se acerquen más o menos a las variables polares. Estados Unidos, por ejemplo, estará más alejado del
Pobres
Pobres extremos
1. África Subsahariana 180 millones 120 millones 2. Asia del Este 280 120 » » (China) (210) (80) » » 3. Asia del Sur 300 » 520 » (India) (420) (250) » » 4. Europa del Este 3 » 6 » 5. Oriente Medio y Norte de África 60 40 » » 6. América Latina y el Caribe 70 50 » » TOTAL
1.116
»
633
»
A
B
C
196/1.000
50 años 67 »
» » (57) » 71 »
56 % 96 % (93) % 74 % (81) % 90 %
96
» (58) » 172 » (199) » 23 »
(69)
56
148
»
61
»
92 %
75
»
66
»
92 %
62 »
83 %
121 »
A: Mortalidad de niños menores de cinco años por mil nacidos B: Esperanza de vida C: Porcentaje de niños en edad escolar en la escuela primaria Fuente: Banco Mundial Informe del Desarrollo Mundial 1990, Washington 990
El informe define como pobre a la persona con un poder de compra efectivo o imputable (si se trata de niños pequeños o ancianos) de 370 dólares al año, que equivale a unas 3.000 pesetas al mes, con lo cual en España no se podría comprar ni un bocadillo de queso al día. Pero por extremadamente pobre el Banco Mundial considera a la persona con un poder de compra de 275 dólares al año. Por debajo de esa cifra ya no hay pobres; las personas, probablemente se mueren. Hay que tener en cuenta que esta definición de pobreza es relativa al medio económico de los países más subdesarrollados, que tienen un ingreso per cápita promedio de 500 o 600 dólares al año. Entre nosotros, este tipo de pobres simplemente no existe. Para el mundo en general, la línea de la pobreza se pone a un nivel muy bajo. Si se pusiera a un nivel más razonable, el número de pobres sería mucho mayor.
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MUNDO RICO, MUNDO POBRE
En Estados Unidos, por ejemplo, la «poverty line» en 1987 estaba definida por una familia de cuatro miembros con un ingreso de 11.611 dólares anuales1. Eso suponía 2.902 dólares por cabeza (nueve veces más que los pobres del Tercer Mundo). A pesar de todo, es un dato interesante que 32,5 millones de norteamericanos —el 13,5 % de la población total (33 % de la población negra y 28 % de la «hispánica»)— vivían en pobreza, según la definición del Bureau of the Census. Lo que muestra, de paso, lo que da de sí el triunfante sistema capitalista. Las estimaciones del Banco Mundial dan, pues, la cifra de 1.116 millones de personas que son pobres para los niveles de vida del Tercer Mundo, y miserables para los niveles de vida de los países del Primer Cuadrante. Desde la perspectiva de los niveles de vida que son normales en Europa Occidental, podríamos decir, en cambio, que 1.116 millones de personas son pobres de solemnidad, que otros 2.000 millones de personas son pobres, y sólo algo más de la cuarta parte de la humanidad disfruta de niveles de vida que van de decentes a buenos. De ellos, sólo 750 millones están en el Primer Cuadrante. El ingreso per cápita promedio de los países de la OCDE es cincuenta veces mayor que el promedio de los 1.116 millones de pobres del Tercer Mundo. Es como si una vida en el Primer Cuadrante equivaliera a cincuenta vidas en el mundo de la extrema pobreza, de que se ocupa el estudio del Banco Mundial. Un niño que nace en Blangadesh o en Haití tiene, por el mero hecho de hacer nacido en esos países, veinticinco años menos de esperanza de vida, y una probabilidad de 1 a 8 de morir antes de cumplir los cinco años. El enorme contraste entre los países del Primer y del Cuarto Cuadrante es el dato fundamental para comenzar el análisis de la situación socio-económica —y, en consecuencia, política— de la humanidad en su conjunto. Este contraste revela la gran tensión entre las posibilidades y los logros de los seres humanos, mide también el grado de frustración de los que no tienen lo
1. Este y los datos siguientes están tomados de U.S. Department of Commerce, Bureau of the Census: Statistical Abstract of the United States, Washington 1989, p. 452.
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suficiente y pone sordina a los discursos optimistas sobre el progreso solidario de la raza humana. Ese contraste y esa tensión, esa frustración y ese pesimismo condicionan las relaciones internacionales y la convivencia en el mismo planeta. La proximidad de la riqueza y la pobreza Lo que preocupa de la pobreza actual, que existe junto a una riqueza tan ostentosa, es que ambas se conocen como nunca antes se habían conocido. Nosotros vemos en la pantalla de la televisión, a la hora de la comida y de la cena, los rostros de los muertos de hambre en Etiopía, Bolivia, Bangladesh, y no podemos alegar, para defendernos de la falta de solidaridad, la ignorancia inculpable. Curiosamente, esta visión casi constante de las desgracias de los demás nos está haciendo insensibles a la desgracia en general, porque se apodera de nosotros (quizá en legítima defensa) una sensación de impotencia, fatalismo y desánimo que nos lleva de inmediato a cambiar el canal para ver la Vuelta a España, como si con el mando de la televisión pudiéramos cambiar la realidad del mundo. Lo peor es que nos puede llevar a una iresponsabilidad social ante tanta miseria. También percibimos la miseria incontenida del Tercer Mundo como una amenaza. Una amenaza que no proviene de la posibilidad de que estos países pobres se hagan comunistas y se integren en el ámbito político y militar de la Unión Soviética, como podía suceder durante la Guerra Fría que ya ha terminado. El peligro de las revoluciones socialistas, como las de Cuba, Mozambique, Nicaragua, etc., ya no nos asusta. La amenaza de Tercer Mundo tampoco es ahora como se consideró en su día la de la OPEP, es decir, la posibilidad de que se formara un «cartel» de productores de materias primas que nos subieran los precios de nuestro postre (café, té, azúcar, frutas exóticas, etc.) y alguna materia prima estratégica. Ni es la amenaza del terrorismo (que, en condiciones normales, mucho no puede hacer), aunque no haya que despreciar los daños a las compañías aéreas y a la industria aeronáutica que el miedo a un posible atentado a un avión han causado durante la Guerra del Golfo. Con todo, no creo que el miedo a un terrorismo reivindicativo sistemático del Tercer Mundo en el Primero sea una realidad extendida en los países más ricos.
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La amenaza del Tercer Mundo: la emigración La amenaza a que me refiero es la de la emigración. Porque nos damos cuenta, al ver cómo están y cómo estamos, del enorme poder de atracción que la vida en Europa, en el Primer Cuadrante en general, debe tener sobre los que viven quizá no tan lejos de nosotros. Sobre todo, porque los pobres saben cómo vivimos, porque ellos ven nuestras televisiones o nuestras producciones cinematográficas y televisivas, que hacen ostentación de nuestros lujos, nuestros exorbitantes gastos, la variedad y colorido de nuestro consumo y el nivel de nuestros ingresos. La emigración es el nuevo fantasma que recorre Europa y todo el mundo desarrollado. Los «boat-people» que salieron de Vietnam rumbo a donde fuera; los haitianos que tratan de desembarcar en Miami para acabar, demasiados, como alimento de los tiburones; los magrebíes que cruzan el Estrecho clandestinamente y acaban a veces malamente en las playas de El Andalus: ésas son las gentes por las que el Primer Mundo se siente ahora amenazado, porque implica más gente, y gente prolífica, con sus colores diversos, sus usos y costumbres incomprendidos, sus problemas sociales y el hacer saber que hay un enorme ejército laboral de reserva que espera en sus países de origen a que se abra el camino de las hormigas; el camino que, uno a uno y poco a poco, ha servido de cauce a las corrientes migratorias que ha habido en los tiempos modernos. Tomemos un ejemplo para tratar de cuantificar el fenómeno. En la década de los ochenta, los Estados Unidos, un país tradicionalmente receptor de inmigración, recibían unos cinco millones de inmigrantes legales (ilegales, puede que haya otros tantos), provenientes de casi todos los rincones del mundo2. Sobre 246 millones de habitantes del país, el número de inmigrantes representa un 2 % de la población. Aplicando esta misma proporción a la Comunidad Europea, se podría definir un cupo de emigrantes por década de seis millones de personas (doscientos mil al año). Ésta es una cantidad ridicula (el 0,1 %) si se compara con los 600 millones de habitantes que tienen los
2. Ibid., pp. 10 y 11.
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países, emigrantes potenciales, que rodean a Europa por el Sur y por el Este. No se puede negar que la emigración, si es significativa, suele traer problemas. El empleo, para comenzar, sufre el primer impacto, en la medida en que la desvergonzada explotación de los emigrantes genera una competencia desleal en el mercado de trabajo local, que es de mayores consecuencias cuanto mayor desempleo hay. Luego vienen, de abajo arriba, los feos problemas de la discriminación racial, que hasta ahora sólo hemos condenado en otros. En fin, que la emigración va a ser el gran quebradero de cabeza de los países ricos y tranquilos en el futuro más próximo. Para muestra, un gran botón: la Comunidad Europea está muy preocupada por ello. El tema ha ocupado y ocupará muchas horas de los Ministros del Grupo de Trevi, y España, como cara de la Comunidad hacia el Magreb, tendrá que poner una «cara dura» y practicar una política de emigración que ni nos es propia ni está de acuerdo con nuestras tradiciones ni nuestras posibilidades. El Tratado de Schengen, del que nos ocupamos más adelante, ha dado forma legal comunitaria a la contención, bajo forma de racionalización, de la emigración.
Salpicaduras de la violencia Otro temor de los países ricos es que la violencia que genera y crece en el caldo de cultivo de la pobreza les salpique. De nuevo, no es el temor a la guerra revolucionaria de alcance internacional, sino el miedo a que el recurso a la fuerza para resolver problemas internos del Tercer Mundo (disputas étnicas, reclamaciones territoriales, represión interna u otro tipo de episodios violentos) amenace los intereses de los países ricos (el petróleo, por ejemplo, o las vías de comunicación internacional, etc.) o acelere los procesos masivos de expulsión-emigración (como la huida de los kurdos a Turquía) y, en general, aumente la desestabilización de regiones de significación económica o geoestratégica del Tercer Mundo. Por cierto que a esta «violentización» de los países del Tercer Mundo han contribuido los negocios de armamento que el Primer Mundo ha hecho con ellos. En 1987, los gastos totales
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LA SITUACIÓN ACTUAL DEL MUNDO
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en defensa, es decir, en ejércitos y armamentos, sumaban 983.900 millones de dólares , o sea, 103 billones de pesetas, lo que representa tres veces el producto interno bruto de España. Esos gastos se repartían así: GASTOS EN DEFENSA. 1987
Total de gastos en millones de dólares Proporción del presupuesto nacional Porcentaje del P.I.B.
OTAN
PACTO VARSOVIA
P.V.D.
446.600 15,6 % 4,9 %
364.500 36,5 % 12,8 %
172.800 19,2 % 5,1%
Fuente: BANCO MUNDIAL, Informe del Desarrollo en el Mundo, Washington 1990, p. 19.
Es de esperar que los países ricos del Primer y el Segundo Cuadrante, una vez que reduzcan sus gastos en armamentos, como resultado del fin de la Guerra Fría, dediquen esos fondos al desarrollo de los otros dos Cuadrantes. Es lo que se ha llamado el dividendo de la paz, que todavía no se acaba de materializar. Y también sería bueno que los mismos países de estos cuadrantes dejaran de gastar en armas las sumas tan enormes que están gastando. IMPORTACIONES DE ARMAS DE ALGUNOS PAÍSES DESARROLLADOS. 1987 (en millones de dólares) Irak India Vietnam Angola Siria Afganistán Etiopía Egipto
5.600 3.200 1.900 1.600 1.900 1.300 1.000 1.500
Irán Turquía Argelia Perú Tailandia Camboya R.A. Yemen Tanzania
1.500 930 700 430 350 350 390 110
Fuente: Anuario Internacional CIDOB. 1990, Barcelona 1990, pp. 444 y 445.
3 . B A N C O M U N D I A L , Informe Washington 1990, p . 19.
del Desarrollo
en el Mundo.
1990,
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N.B. Estas cifras tienen que ser interpretadas. Los países socialistas contabilizan como importaciones armas pagadas y no pagadas, y los países aliados de Estados Unidos reciben armas que tampoco pagan y no están contabilizadas como importaciones. Ante la posibilidad de que la violencia del Cuarto Cuadrante salpique al próspero y tranquilo Primer Cuadrante, se ha formado un consenso de que es necesario un sistema de policía internacional para mantener tranquilo, aunque sea por la fuerza, al mundo pobre e intranquilo. Ésa es la moraleja principal de la Guerra del Golfo. En una guerra entre países del hemisferio de la violencia (Irak por su armamentismo y Kuwait por su represión), que pone en peligro los suministros mundiales y la estabilidad del mercado del petróleo, y donde, además, un país semidesarrollado se atreve a hacer frente —es decir, no se rinde sin combatir— al poderío militar más importante de la tierra, sería un terrible precedente, desde el punto de vista de los países del Primer Cuadrante, si no se hiciera algo definitivo para dejar en claro las nuevas reglas del juego internacional. La regla número uno de eso que el presidente Bush ha llamado «Nuevo Orden Internacional» sería que un mundo que ha visto desaparecer la amenaza de un enemigo que podía destruirle de raíz, aunque pereciendo también en el intento, no podía dejarse amenazar por enemigos menores ni por las guerras lejanas de países de segundo orden. Se justifica así la guerra grande para poner fin a la guerra pequeña; la guerra de los ricos para impedir las guerras de los pobres. Es, lógicamente, una doctrina moral inaceptable, porque en el fondo permite el mal mayor —la guerra en gran escala— para evitar el mal menor. Orden mundial y pobreza Cualquier intento de comenzar a ordenar el mundo tiene que pasar por reducir, en la medida de lo posible, el contraste fundamental que condiciona las relaciones internacionales. La eliminación de la pobreza en el mundo es un propósito que llevará mucho tiempo, pero algo se puede hacer. De hecho, algo se va haciendo. La pobreza en países acumuladores de pobreza, como China e India, se va reduciendo. Según las proyecciones del
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Banco Mundial, que se contienen en el Informe citado, el número de pobres en Asia del Sur (India) se reducirá en el año 2000 a 350 millones de personas (170 millones menos), y en Asia del Este (China) de 280 a 70 millones. En África Subsahariana, lamentablemente, las proyecciones indican un aumento de la pobreza hasta 260 millones de personas. La razón es que la producción de alimentos en los países del Sudeste Asiático se ha incrementado enormemente y, por lo menos, el problema del hambre va reduciendo sus proporciones. Lo mismo sucede con la educación de los niños, que también ha mejorado mucho, así como ciertas condiciones sanitarias, y se ha incrementado el control de la natalidad. No hay duda de que los pobres de otros tiempos eran más miserables, y sus condiciones más desesperadas, aunque tampoco se podían comparar con tanta riqueza; y en todo caso, no sabían como vivía la otra parte. La ayuda económica al desarrollo podría aumentarse sustancialmente y organizarse de modo que llegara efectivamente a los destinatarios que más la necesitan. Y, sobre todo, la actividad económica general (o sea, el comercio y la inversión internacional), que hoy está montada para beneficiar de una manera egoísta y desproporcionada a los países industrializados, tendría que montarse con más equidad y más racionalidad. Desgraciadamente, todavía hace falta mucha educación y mucha motivación para que los gobernantes de los países ricos den una prioridad mayor a los intereses de ciudadanos de otros países que ni votan por ellos ni les pueden hacer perder el poder. Esta lucha desigual contra la desigualdad tan exagerada en las suertes materiales de los seres humanos tiene que ser un componente de la utopía cristiana actual. Una utopía que supone la muerte de los intereses económicos nacionales y locales para que resuciten y florezcan en un mundo no menos próspero, pero sí más justo y pacífico; en un mundo, en una palabra, donde podamos disfrutar de los bienes materiales de que dispongamos, sin complejos ni miedos y con la conciencia de que se está cumpliendo, de forma aproximada por lo menos, el plan de la creación en cuanto al destino universal de los bienes materiales de la tierra y los que pueden crear el talento y el trabajo humanos.
2 Los condicionantes económicos de la situación social del mundo
Las dimensiones económicas del acontecer mundial No habrá que insistir mucho para convencer al lector de que la situación que acabamos de describir en el capítulo anterior tiene muy profundas raíces en los fenómenos económicos a escala mundial. La vida de las sociedades (y de las personas que de ellas forman parte) está condicionada, entre otras cosas, por los parámetros de la economía: la inflación y el nivel de salarios, el tipo de interés y el costo de los créditos, el tipo de cambio y el valor de las importaciones (la gasolina, por ejemplo), etc. También son condicionantes económicos las demás variables que influyen en las anteriores, como el déficit fiscal, el crecimiento de los mercados, la competencia—o falta de ella— entre las empresas, etc., a nivel nacional. A nivel internacional, se añaden a estas influencias las dimensiones semejantes de otros países con los que tenemos interacciones de cualquier tipo. Son, en definitiva, un conjunto de variables que delimitan el marco de nuestras posibilidades económicas inmediatas como consumidores —que lo somos todos, todos los días—, como productores y empresarios, como vendedores de nuestra fuerza de trabajo más o menos cualificada —la mayoría de nosotros—, y que, a través de ellas, condicionan nuestras posibilidades de adopción de patrones de comportamiento de orden superior, como ser padres, esposos, hijos, vecinos, ciudadanos, nacionales, cristianos, judíos o musulmanes.
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LOS CONDICIONANTES ECONÓMICOS
El carácter internacional de los condicionantes económicos
teatros, servicio doméstico, etc., no compiten con la oferta extranjera, porque se prestan necesariamente en el territorio nacional. Pero ¿se determina su precio sin el influjo internacional? Es difícil afirmarlo cuando esos servicios son usados en nuestro territorio por unos 50 millones de ciudadanos extranjeros al año (¡España tiene 39 millones de habitantes!).
Estas variables económicas, que condicionan nuestras posibilidades de actuación como personas y seres sociales, tienen un carácter marcadamente internacional. Dichas variables —y, consiguientemente, los fenómenos sociales concomitantes—no vienen determinadas exclusivamente por las actuaciones de los agentes nacionales —nos referimos, en un primer momento, a los agentes residentes en un Estado como España—, sino por las actuaciones de agentes que residen fuera de nuestras fronteras. Por ejemplo, cuando sube el precio del petróleo por decisión de la OPEP, sube en España el precio de la gasolina y de todos los servicios que de ella dependen. Naturalmente, esta subida podría ser neutralizada por una acción del gobierno, si éste se resignara a ganar menos pesetas por litro de gasolina vendida. En cierta manera, pues, la subida de la gasolina por la causa indicada no es solamente efecto de la OPEP y de las compañías distribuidoras, sino también de la actuación o inhibición del gobierno; pero la iniciativa es básicamente internacional. Tomemos otro ejemplo: el valor de la peseta está determinado hoy en día por la afluencia de capitales extranjeros al mercado español; eso hace aumentar la demanda de la peseta relativamente a otras monedas, con lo que crece su valor. Los capitales afluyen a España, porque el tipo real de interés (el tipo nominal menos la tasa de inflación) es el más elevado de los países de la OCDE, lo cual es obra del Banco de España, que fija los tipos nominales, pero también de los bancos centrales de otros países que fijan el suyo por debajo del nuestro. Si el tipo real de interés fuera mayor en Alemania, Francia, Luxemburgo, etc., la peseta se hundiría. El valor de la peseta es, pues, el resultado de actuaciones netamente internacionales. Así podríamos ir analizando, una a una, las variables de la economía española y nos encontraríamos con que muy pocas se determinan sin el influjo de las actuaciones de agentes que residen fuera de España. A veces se dice que los «bienes y servicios no comerciables» (non-traded-goods and services), como electricidad y agua, autopistas, alquileres, restaurantes,
Más aún, lo que en la contabilidad nacional se considera como «agentes económicos residentes» no son necesariamente empresas de propiedad nacional, sino empresas multinacionales. Un ejemplo: la primera exportación de España la constituyen los automóviles. Somos el país de Europa que exporta más automóviles. ¿Es esto un logro de la economía «española»? Sólo en cierto sentido, porque las empresas que exportan esos automóviles son todas extranjeras (Seat/Volkswagen, Opel, Ford, Renault, Peugeot, Pegaso/Iveco, Nissan...). La economía española, en la medida en que está internacionalizada, es decir, integrada en el mercado mundial, está también desnacionalizada; con lo cual queremos decir que una buena parte —¿la mayoría?— de las decisiones que mueven los mercados, la producción, los precios, la inversión, el empleo y demás fenómenos de la vida económica, en los que participan, se benefician o sufren los españoles, no se toman en España ni por ciudadanos españoles. Esto hace que las autoridades estatales o autonómicas de España tengan un poder muy limitado para influir en esas decisiones, que son de empresas privadas y que se toman, en definitiva, considerando la estrategia de la empresa en grandes espacios geográficos: la CEE, Europa, la OCDE, cuando no el mundo entero1. No estamos negando la posibilidad de que las autoridades modifiquen, modulen o afecten de alguna manera las consecuencias, al interior del país, de las decisiones de agentes extranjeros; pero hay que reconocer como un hecho —un hecho que tiende a crecer a medida que aumenta la integración
1. Es interesante a este respecto la diferenciación que hace Peter DRUCKER entre «empresa global» y «empresa multinacional». La primera define su estrategia en un horizonte universal que implica presencia semiautónoma en todos los mercados importantes del mundo.
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económica del mundo— que el control de los gobiernos sobre las economías que antes se llamaban «nacionales» es cada vez más limitado.
países, algunos muy prósperos y con un tamaño menor que España, tienen un grado mayor de dependencia macroeconómica (tipo de cambio, tipo de interés, inflación, etc.) de países «centrales» como Alemania, Japón y Estados Unidos. A «fortiori», esta falta de autonomía vale para los países «en vías de desarrollo» o «subdesarrollados». Las posibilidades de hacer una política macroeconómica independiente y, por lo tanto, de controlar los parámetros que enmarcan la actividad económica de los agentes individuales es privilegio de muy pocos países. Probablemente, sólo de países con grandes mercados interiores (China, India, Estados Unidos, Japón) y, aun en éstos, en sectores no muy integrados a los mercados internacionales. Pero ya no les es posible a otros países también muy grandes, como Rusia, Brasil, Indonesia, que dependen de los flujos de capital y tecnología extranjera para realizar sus proyectos de integración en la economía mundial. Tratándose de países de tamaño mediano (de 30 a 80 millones de habitantes) y pequeños (menos de 30 millones), el campo de acción de los gobiernos en la economía es limitado, sobre todo para una acción autónoma/nacional. Esta limitación es tanto mayor cuanto más integrada esté —o trate de estar— la economía respectiva en la economía mundial. Ya se puede notar en la práctica de la gestión pública española cuántas competencias se han traspasado a Bruselas, es decir, a los centros de decisión y control de la Comunidad Europea. La política macroeconómica (inflación, déficit fiscal, creación de la masa monetaria, etc.) está controlada por el Consejo de Ministros de Finanzas comunitarios y por el Consejo de Bancos Centrales, que son los principales garantes de la convergencia de las políticas macroeconómicas hacia la que se considera más adecuada para la estabilidad y el crecimiento, que es la de Alemania. En otros términos, como en la política de migración y seguridad, está determinada por el Tratado de Schengen; y así otros casos.
Es cierto que esto se pone a veces como excusa para justificar políticas que, por motivos inconfesables2, se venden como «las únicas posibles». Sin embargo, se empleen o no como justificación de políticas que no nos gustan, no podemos ignorar, so pena de quedarnos en un discurso ridiculamente utópico y una acción fatalmente desesperada, el fenómeno de la internacionalización/desnacionalización de las economías nacionales, con las limitaciones estructurales que eso implica para la actuación de las autoridades públicas . España, naturalmente, no es un caso especial de desnacionalización de la economía. Hay otras con un grado mayor de penetración por parte de las empresas multinacionales: Bélgica, Holanda, Canadá y Australia son ejemplos modernos, para citar países de la OCDE. Incluso los Estados Unidos han visto crecer la inversión extranjera de tal manera que ahora repiten ellos los argumentos que hace unos años recitábamos nosotros, en Europa y América Latina, contra sus multinacionales . Otros muchos
2. Los intereses particulares de un grupo de presión determinado, o posiblemente las presiones del Bundesbank, banco central alemán. 3. A veces tengo la sensación de que los sindicatos no se resignan a aceptar la desnacionalización de la economía española, supongo, porque también a ellos se les limita estructuralmente la posibilidad de influir en la economía, por lo menos a través de sus presiones y negociaciones con el Estado. En una economía desnacionalizada, todavía le queda al sindicato la posibilidad de una actuación efectiva a nivel de empresa, con el peligro de que el empresario no simplemente cierre la empresa (el clásico lock-out empresarial), sino que la traslade a otro país, si es multinacional. En una economía desnacionalizada, la firma de convenios para grandes sectores resulta más irrelevante, y su significación política menor, porque las condiciones de las empresas que lo componen pueden ser muy diferentes y diversas, dependiendo de las condiciones en todos los mercados en que están presentes. La disparidad de las subidas salariales en las empresas y el hecho de que suban por encima de la marca definida por el Ministerio de Economía es una muestra de cuan poca efectividad tiene esta norma entre las empresas multinacionales. 4. Ver, por ejemplo, el libro de Martin y Susana TOLCHIN, Buying into America. How Foreign Money is changing the Face of our Nation, Times Books, New York 1988, que recoge todos estos argumentos contra las multinacionales extranjeras, aplicados a la situación de Estados Unidos.
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La integración en los mercados mundiales La integración en los mercados mundiales, por otra parte, es un fenómeno que se impone a los países. Se impone a los grandes y ricos y, «a fortiori», a los medianos y pequeños más pobres.
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Las exportaciones de los Estados Unidos, hace veinte años, sólo suponían un 5 % de su PIB; en 1992 están cerca del 15 %, lo que supone que el sector exportador es mucho más importante (de hecho, es el único sector que en estos dos o tres últimos años está tirando de la economía). Por otra parte, los Estados Unidos han pasado a ser el país con mayor deuda externa del mundo (actualmente en torno a los 700.000 millones de dólares: mayor que toda la de los países en vías de desarrollo juntos). El financiamiento de su enorme déficit fiscal no se puede hacer sin contar con los ahorros del Japón, de los países petroleros y de otros muchos ahorradores del resto del mundo .
la tecnología de comunicación y manipulación de datos, los marcos legales favorables a este movimiento, etc., son factores que han contribuido a hacer del movimiento de capitales «on line», a través del mundo, la actividad económica dominante sobre la producción y el comercio. La «economía de los símbolos», como la ha calificado Peter Drucker, domina a la «economía real»7. El valor total de las transacciones en mercancías y servicios en 1990 fue de unos 5 billones de dólares. Ese mismo año, el valor de transacciones monetarias a corto plazo (incluyendo las del mercado de divisas) fue cuarenta veces mayor.
La fuerza que empuja a los países a la integración en mercados internacionales lo más amplios posible es la misma fuerza de la competencia que lleva a la concentración de las empresas, y que Marx ya había señalado hace 150 años. La búsqueda de mercados cada vez más amplios se hace necesaria para disfrutar de economías de escala de diverso tipo que se dan en la producción moderna de manufacturas. Es también un requisito de la especialización y diferenciación de productos, que permite a las empresas encontrar nichos suficientemente amplios para poder competir, así como diferenciar a sus posibles consumidores. Y, finalmente, para no perder posicionamiento ante empresas competidoras que hacen lo mismo en todos los mercados importantes del mundo (no necesariamente en todos los países y grupos de países: en los más pobres, por ejemplo). La creciente integración macroeconómica (interrelación de tipos de cambio, tasas de inflación, déficit fiscal, etc.) es resultado de la internacionalización del capital, otro fenómeno en el que las intuiciones de Marx han sido certeras . El volumen de los movimientos de capital, la diversidad de instrumentos financieros creados a tal efecto, la movilidad que proporciona
5. Esta dependencia de Estados Unidos de los mercados internacionales de capitales limita sus posibilidades de llevar una política de tipo de interés y de tipo de cambio más adecuada para fomentar el crecimiento —tan escaso, por cierto— de su economía. 6. Como es la de que la lucha obrera tenía que ser internacional. Ahora más que nunca son necesarias las «Internacionales» (obreras, campesinas, de pequeños empresarios, de consumidores, etc.).
El dominio de la «economía de los símbolos» sobre la «economía real» explica por qué, a pesar de que España tenga un déficit de cuenta corriente del 3 % del PIB, el valor de la peseta es de los más altos del mundo. Eso explica también cómo una determinada política puede quedar anulada con una salida de capital —legal o ilegal— que acaba con las reservas de un país (como le pasó al primer gobierno socialista francés en 1981) y le aparta de los mercados internacionales financieros, de materias primas, productos semielaborados y tecnología (como le sucedió a México ese mismo año). Las fuerzas objetivas que impulsan la internacionalización tienen, naturalmente, unos gestores que dirigen intencionalmente el proceso. Son los directores de las grandes empresas que compiten en el mercado, los cuales conspiran en las bandas para asegurar en el mundo un entorno propicio a sus negocios. Son los tanques de pensamiento (think-tanks) financiados por las grandes empresas, que tienen fácil acceso a los gobiernos del Grupo de los Siete y grandes influencias en las estrategias de instituciones internacionales tan influyentes como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, los bancos regionales de desarrollo (como el Banco Interamericano de Desarrollo) y el GATT. Por su parte, los ministros de economía y finanzas y otros gobernantes son administradores regionales de los intereses globales.
7. Peter F. DRUCKER «The Changed World Economy», en The Frontiers of Management, Harper & Row, London 1987, pp. 21-49.
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La internacionalización de la pobreza Las consecuencias de estos procesos para los países en vías de desarrollo y subdesarrollados las he expuesto en otros escritos recientes. Aquí solo quiero señalar que la estrategia de los países ricos para con los países pobres peca del mismo pensamiento darwinista que lo infecta todo en este mundo pseudo-liberal. La estrategia consiste en fomentar el desarrollo de los mejor dotados para competir, integrándolos en el gran espacio en que se está dando la diversificación de la producción de manufacturas modernas. Se trata, en definitiva, de integrarlos en los espacios dominados por los países grandes, para poder beneficiarse de sus ventajas comparativas tradicionales, en términos de costos de producción bajos, con una mano de obra bien cualificada y una sociedad que posee un buen manejo de la tecnología moderna. Naturalmente, sólo unos pocos son los llamados, y todos ellos son escogidos. El trato diferencial que da la inversión directa a países como Chile, México, Tailandia, Indonesia, Hungría o Venezuela, amén de los «tigres asiáticos», es prueba de ello.
Consideraciones normativas del fenómeno ¿Es bueno o es malo el fenómeno de la creciente internacionalización/desnacionalización de las economías? Hay una respuesta a esta pregunta tan difícil que, por su generalidad, no puede errar: depende para quién. Porque, mientras unos (países, regiones, empresas, familias) salen beneficiados de esta tendencia mundial, otros resultan desfavorecidos. Tienden a salir favorecidos aquellos para quienes la internacionalización aumenta sus posibilidades de lucro, ventaja personal o grupal; y tienden a perder quienes quedan aislados, al margen de estas ventajas. En todo caso, es un hecho con el que hay que contar. Es muy difícil hablar de todos los países del mundo a la vez; así que hablaremos de España, de la CEE y de los países subdesarrollados. En general, se puede decir —hablando ahora de economías «nacionales»— que es mejor la integración que el aislamiento, cuando ésta es la alternativa real (que es, por ejemplo, la que
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España tenía ante sí). Sólo países muy grandes (China, India, Estados Unidos, Japón y Rusia) han alcanzado mayores niveles de desarrollo en una situación de aislamiento económico; pero eran otros tiempos. España, a estas alturas, no puede ganar nada con el aislamiento, aunque las ventajas de la integración vengan mezcladas con unos inconvenientes que hay que saber identificar y neutralizar. Y no sólo España; creo que es muy difícil defender la no integración o la resistencia a la integración, para que los pueblos puedan ser «dueños de sus destinos económicos», a no ser que los países sean muy grandes y tengan una situación política que les permita llevar a cabo una estrategia de autosuficiencia. La mayor parte de los países no tienen más remedio que la integración en espacios internacionales. Habrá que ver en qué espacio se integran y de qué manera. Pero éste es un tema que rebasa con mucho el objetivo de este capítulo. La internacionalización, como ya noté en el capítulo anterior, ha producido una extraordinaria concentración de las actividades económicas (comercio, inversión y préstamos) en los 24 países de la OCDE. El 18 % de la población mundial produce —y se beneficia de— el 66 % del valor económico del mundo. El problema de esta concentración es que, a diferencia del nivel estatal, a nivel internacional no hay mecanismo alguno de redistribución8, a no ser que se haya establecido expresamente dentro de un sistema de integración, como sucede en la CEE con el Fondo de Desarrollo Regional, que es un fondo redistributivo al interior del espacio comunitario. Aquí está el fondo de la cuestión: el reparto entre países (y entre grupos de intereses dentro de cada país) de los innegables beneficios de la integración9 dentro del fenómeno de la internacionalización, así como de los inconvenientes que trae consigo. Por eso es importante saber desde qué posición ideológica se analiza y se valora el fenómeno de la internacionalización de la economía mundial. Si el fenómeno fuera una nueva acción
8. Porque no podemos decir que la Ayuda Oficial al Desarrollo constituya un mecanismo de redistribución, ya que es totalmente voluntaria, y su nivel es infinitamente pequeño de cara a las necesidades de los países más pobres. 9. Excluimos siempre la integración a la fuerza (la de Gaza y Cisjordania, por ejemplo, en la economía israelita).
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de la mano invisible, que se saca de la manga el prodigio de combinar el interés de los particulares (países, grupos sociales y familias) con el bien de la sociedad, entonces todo lo que habría que hacer, en nombre de la eficiencia, sería quitar los obstáculos y trabas al fenómeno... Naturalmente, nadie cree ya en manos invisibles; y los que menos, los directores de las grandes empresas globales, que saben cuánto hay que discurrir, planear y conspirar, y cuánto dinero hay que gastar para hacer que los intereses de una empresa en particular aparezcan, aun en contra de la evidencia, como los intereses generales de la sociedad. Para estos supuestos neo-liberales, la vida económica es una lucha de todos contra todos que discrimina a favor de los más fuertes. La competencia es el nombre de esta lucha, que manifiesta las posibilidades de supervivencia de los más fuertes a costa de los menos fuertes y de los positivamente débiles. En esta concepción no hay mucho espacio para la compasión, como tampoco lo hay para la igualdad y la solidaridad °. Según sus voceros, aunque nunca lo expresen con esta crudeza, la internacionalización muestra qué países (y qué grupos dentro de ellos) «son dignos de sobrevivir» en un mercado despiadado, donde se sobrevive en función del poder político (poder de influenciar las decisiones macroeconómicas de los Estados que favorezcan sus intereses particulares), de la posesión de tecnología y capital humano , del acceso a materias primas abundantes y baratas, etc. Para los perdedores sólo quedan las migajas del festín y las ayudas necesarias para que no creen problemas.
10. Yo he escrito en un «Cuadern de Cristianisme i Justicia» (La gran contradicción del neo-liberalismo moderno, n. 29, septiembre 1989) que el neo-liberalismo es no-liberalismo, sino darwinismo social, con lo que quiero decir que excluye de raíz cualquier noción de igualdad de su modelo económico y, en consecuencia, no se preocupa de la redistribución. 11. La llamada «fuga de cerebros» es una muestra de la internacionalización de los mercados de servicios profesionales. Esto ha beneficiado enormemente a las multinacionales.
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La necesidad de la solidaridad Los que, desde una perspectiva cristiana, vemos este fenómeno como algo invisible, inherente al grado de desarrollo de las fuerzas productivas y de los sistemas de comunicación de nuestra época, tenemos que insistir en la urgente y absoluta necesidad de la solidaridad internacional. Una solidaridad de nuevos vuelos, de grandes proporciones, realista y efectiva, aunque sea costosa en términos de sacrificios de los que estamos mejor; una solidaridad que supla la falta de sistemas redistributivos formales a escala internacional y contribuya a paliar los defectos que genera la internacionalización, particularmente el aislamiento y marginación que sufren los países más pobres y los grupos sociales perjudicados por la integración de economías nacionales en espacios internacionales más eficientes. En estas cuestiones de compatibilizar intereses económicos encontrados, no podemos pecar de ingenuos si pretendemos que alguien con poder de decisión nos oiga. La solidaridad internacional, cuando se trata de traducirla operativamente para resolver problemas concretos, choca con la barrera de intereses económicos, que no siempre son irracionales e innobles, sino que desde el punto de vista nacional pueden ser nobles y justificados12, como puede ser la protección del nivel de vida de los agricultores en unas sociedades industrializadas en que los términos de intercambio se deterioran normalmente contra los precios agrícolas, o la protección de los jóvenes sin empleo por medio de un control migratorio. Esto fue lo que expuse en la ponencia que pronuncié en el XI Congreso de Teología, celebrado en Madrid en septiembre de 1991. Mi mensaje en dicha ponencia (que fue, obviamente, mal interpretada por muchos oyentes, quizá por su novedad en un contexto semejante) era que no basta la solidaridad verbal de declaraciones y pronunciamientos; que no basta pedir cosas
12. Aunque me gustaría añadir que ese punto de vista supondría una perspectiva incompleta y no apta para tomar posiciones cristianas ante problemas globales. Por lo tanto, no serían intereses tan «nobles y justificados». Lo que quiero decir es que, desde una perspectiva limitada, lo parecen.
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justas que no nos cuestan nada ni afectan a nuestras ventajas de país rico (como, por ejemplo, pedir que se perdone la deuda externa de América Latina); sino que es necesaria la solidaridad efectiva, la que necesitan y piden los países pobres a los ricos. Esa solidaridad, que se expresa a veces en «slogans» como el de «Comercio más que Ayuda», afecta a nuestro bolsillo; afecta a grupos sociales concretos y a intereses concretos. Los cristianos damos con gran generosidad la solidaridad verbal y declarativa, pero ¿estamos igualmente dispuestos a sufrir los costos de la solidaridad en nuestra nación, en nuestra región (donde existen o se pueden poner en marcha mecanismos redistributivos), o no? Algunos cristianos se desaniman ante estos panoramas de interdependencias complejas e internacionalización a ultranza. He notado que se puede mirar este fenómeno con una óptica entreguista/pesimista que, en el fondo, refuerza las consecuencias negativas, o con una óptica solidaria/optimista, que es una denuncia y un grito de rebeldía. El discurso pesimista sería más o menos así; «La internacionalización nos ata las manos. No podemos hacer nada; luego dediquémonos a otra cosa. Aceptemos lo que se nos impone, sin dar coces contra el aguijón. Procuremos influir en las variables que todavía los gobiernos tienen capacidad de modular y no perdamos el tiempo en luchar contra molinos de viento que son verdaderos gigantes». El discurso y la acción solidarios, por el contrario, parten del reconocimiento de las dimensiones internacionales de los problemas y de las dificultades objetivas para su solución. Proponen un trabajo, en base a propuestas locales y parciales, que se caracteriza porque sus objetivos tienen un trasfondo internacional entre gentes que estén igualmente dispuestas a renunciar a privilegios y ventajas que en un mundo abierto e intercomunicado tienen más débil justificación. Y tratan de conciliar los intereses de los obreros y campesinos de nuestra sociedad con los de las sociedades con las que comerciamos y con las de los países menos desarrollados, sabiendo que esto no es fácil, porque en la economía capitalista los conflictos de intereses son esenciales y omni-presentes. ¡Ha llegado la hora de las Internacionales de Solidaridad!
2.a Parte: EL FUNCIONAMIENTO DE LA SOLIDARIDAD
3 Norte-Sur: problemas económicos y políticos
En un mundo en el que los cambios políticos se producen tan rápidamente, es lógico esperar que las relaciones Norte-Sur también experimenten cambios. Los ha habido; pero no tan rápidos como en la esfera política, porque la dimensión principal, según la cual se agrupa a los países del mundo en un Norte básicamente rico y un Sur mayoritariamente pobre, es una dimensión económica que no puede cambiar tan rápidamente, por lo menos en sus aspectos estructurales de producción y distribución, como los regímenes políticos y aun las fronteras. Los elementos básicos de las relaciones Norte-Sur son de tipo estructural, están ahí hace muchos años y, por desgracia, los seguiremos teniendo con nosotros mucho más tiempo aún.' Concentración y desigualdad en la economía mundial Un rasgo esencial de las relaciones del Norte rico y desarrollado con el Sur pobre y sin desarrollar, es la desigualdad en las condiciones económicas de ambos. El valor de la producción de bienes y servicios de todos los países del mundo, en cuanto se puede computar, se estimaba en 1990 en unos 24 billones de dólares (2.500 billones de pesetas) (World Bank, World Development Report 1990). De ese Producto Mundial Bruto, 16 millones (es decir, un 66 %) representan la producción de los 24 países más ricos del mundo que integran la OCDE (The Economist, 17 de agosto 1991, p. 91). El resto, el 34 % del valor del PMB, se reparte entre los ciento y pico restantes. Tenemos, pues, un primer dato básico: la concentración de la producción de riqueza en pocos países. Con un agravante:
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NORTE-SUR: PROBLEMAS ECONÓMICOS Y POLÍTICOS
que esos países tienen solamente el 18 % de la población mundial. De manera que el 18 % de la población mundial más rica produce y se beneficia del 66 % del valor mundial, mientras que el 82 % de la población, mayoritariamente pobre, sólo produce y se beneficia del 34 %. Este dato resume las grandes líneas de la desigualdad económica que impera en la economía mundial.
De ellos, el 87 % (o sea, 686.000 millones de dólares) se prestó a los países ricos. El resto se repartió entre todos los demás (aunque, hay que decirlo, la mayoría de los países pobres no recibió ni un dólar de estos préstamos). Se emitieron bonos en los mercados internacionales por un valor de 175.000 millones de dólares, de los cuales sólo 3.000 millones fueron emitidos por empresas o gobiernos de países en vías de desarrollo (IMF, International Capital Markets, mayo 1991, p. 6).
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Esta desigualdad se manifiesta en todas las actividades económicas internacionales, sobre todo en el comercio, la inversión directa y el flujo de capitales entre fronteras. El 80 % de las exportaciones mundiales (que tomamos aquí como índice del comercio exterior) proviene de países desarrollados, y la mitad de ellas de Estados Unidos, Japón y la CEE. En sus tres cuartas partes, el intercambio internacional de mercancías corresponde al comercio entre los 24 países de la OCDE, y sólo un 25 % correspondería a los intercambios del resto de los países entre sí y con los países ricos, con los cuales, por cierto, comercian más que con otros países pobres (IMF, Direction ofTrade Statistics Yearbook 1990). La inversión directa, la que se hace por medio del establecimiento de multinacionales o adquisición de empresas nacionales por extranjeros, es también un asunto entre los países ricos. No es sostenible empíricamente la idea de que las multinacionales de los países industrializados se establecen preferentemente en los países en vías de desarrollo y subdesarrollados para explotarlos. Los datos dan, más bien, que las multinacionales (de los países ricos) prefieren abrumadoramente instalarse o comprar empresas en países ricos. Entre los Estados Unidos, Japón y la CEE poseen el 81 por ciento (en 1988) del valor de la inversión directa en el extranjero {The Economist, 24 de agosto 1991, p. 53). Los Estados Unidos son el principal receptor de la inversión directa, proveniente sobre todo de Japón y la CEE. En 1988, casi la mitad de la inversión directa mundial se hizo en los Estados Unidos. En cuanto a los flujos internacionales de capital financiero, la desigualdad se repite. En 1989, el valor de los préstamos internacionales hechos por bancos que informan al Banco de Pagos Internacionales de Basilea (BIS), que son todos los grandes bancos del mundo, ascendió a 783.000 millones de dólares.
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Estos datos quieren ilustrar el hecho de que la economía mundial está objetivamente dominada por las dos docenas de países ricos, y de que las relaciones económicas internacionales son preponderantemente las relaciones entre los países ricos. De ahí la falacia de tomar la parte por el todo —aun cuando se trate de una parte muy importante— cuando se piensa, se habla y se decide en cuestiones económicas internacionales. Por ejemplo, cuando se habla en nuestro medio de «mejorar el funcionamiento del sistema monetario internacional», de «promover en el mundo el comercio exterior», de «facilitar la inversión directa», etc., se está hablando de las relaciones entre países ricos. De los países pobres sólo se habla cuando se trata de la ayuda para el desarrollo. Un Sur diferenciado y desunido Si, en vista de lo anterior, resulta fácil definir qué es el Norte y, con pocas excepciones, cuáles son los países que integran este Norte desarrollado, industrializado, rico, protagonista del devenir económico en nuestro mundo, no resulta tan fácil definir el Sur, a no ser residualmente, es decir, definirlo como todo aquello que no es el Norte. Porque en el No-Norte (países que no son miembros de la OCDE) existe una enorme variedad de casos, suertes históricas y niveles de desarrollo, político, económico y social. La desintegración del bloque comunista ha añadido complejidad al ya complicado catálogo de países del Sur. Entre la riqueza y la pobreza, entre la estabilidad y el caos, entre la tranquilidad y la violencia, hay toda una gama de posiciones que equivale prácticamente a un conjunto de posibilidades y situaciones, a lo largo de las cuales se sitúan unos países y otros. Las diferencias son a veces muy grandes.
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Una digresión sobre el concepto de «Tercer Mundo» La denominación global de Tercer Mundo, que a veces se usa indistintamente para referirse a los países del Sur, ya no tiene mucho sentido y no nos sirve; está vacía de contenido empírico (a no ser que se entienda como No-Primer Mundo) y oculta las enormes diferencias entre países. Tenemos que desecharla, primero, porque ofende a los así designados; segundo, porque no corresponde a una realidad homogénea, porque entre esos países no se da una unidad de intereses y de políticas (como parecía darse en los años setenta a raíz del triunfo de la OPEP ); y tercero, porque ha desaparecido el Segundo Mundo. Quizá tengamos que seguir hablando del Sur, por falta de una denominación global, expresiva, que marque la antítesis con el Norte; pero seamos conscientes de que, al usar una denominación tan general para una realidad tan compleja y diversa, nos exponemos a las ambigüedades y malas interpretaciones en las relaciones Norte-Sur que encontramos y que voy a poner de manifiesto en este capítulo. Ésta no es solamente una «quaestio verborum». México y Bolivia, por poner un ejemplo de América Latina, como Brasil y El Salvador, son todos países del Sur, creo yo. Y, sin embargo, los países tienen tan diferentes posibilidades y perspectivas que es como hablar de dos mundos diferentes: un Sur-Norte (México y Brasil), por un lado, y un Sur-Sur (Bolivia y El Salvador), por otro. Los países de África, sobre todo África Subsahariana, están, en la escala de viabilidad económica y posibilidades de desarrollo, muy por debajo de los países de América Latina y del Sudeste Asiático. Estas cosas son conocidas y no hace falta repetirlas, pero hay que tenerlas en cuenta en lo que sigue. Ampliando las características del Sur En el capítulo 1 he propuesto una nueva clasificación de los países del Sur a lo largo de dos ejes: un eje riqueza-pobreza y otro tranquilidad-violencia. De ahí resulta una nueva antítesis
1. He desarrollado esta idea en un artículo sobre el diálogo Norte-Sur, en Anuario Internacional del CIDOB 1989, Barcelona 1990.
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entre el Primer Cuadrante, donde están los países ricos y tranquilos, y el Cuarto Cuadrante, en que se sitúan todos los países pobres y violentos, que son, por desgracia, la mayoría y los que tienen la mayor parte de la población mundial. Allí se decía que el enorme contraste entre los países del Primero y del Cuarto Cuadrante es el dato fundamental para comenzar el análisis de la situación socieconómica —y, en consecuencia, política— de la Humanidad en su conjunto. Este contraste revela la gran tensión entre las posibilidades y los logros de los seres humanos; mide también el grado de frustración de los que no tienen lo suficiente y pone sordina a los discursos optimistas sobre el progreso solidario de la raza humana. Estos contrastes, tensiones, frustraciones y pesimismos condicionan las relaciones internacionales y la convivencia de los seres humanos en el mismo planeta. Y, si se quiere mayor complejidad de elementos diferenciadores ente el Norte y el Sur, se podría sustituir la relación básica tradicional, que se concebía como una relación entre países ricos y países pobres, por la antinomia: riqueza-estabilidad-tranquilidad en el Norte contra pobreza-inestabilidad-violencia en el Sur (se entiende inestabilidad política y social). Así tendríamos un espacio de tres dimensiones, en el que sería más fácil diferenciar los subgrupos que integran el Sur e identificar el núcleo de países más diferentes de los países del Norte, el «Sur Profundo», por así decirlo. Ambigüedades en las relaciones Norte-Sur Estos intentos de definición y diferenciación de los países que componen el Sur no son vanos ejercicios de taxonomía económica. Son importantes para aclarar las relaciones del Norte con el Sur; las relaciones de los países ricos, individualmente o a través de sus diversas agrupaciones, con todos los que no lo son. Estas relaciones están plagadas de ambigüedades y aun contradicciones. A veces, los países del Norte tienen comportamientos discriminatorios y, en apariencia, incoherentes para con los países del Sur; a veces deshacen con una mano lo que construyen con otra; y frecuentemente dan la impresión de no tener una política definida de relaciones económicas.
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Pongamos un ejemplo. Indonesia y Tailandia son, sin duda, países del Sur, como lo son Blangadesh y Camboya. Sin embargo, desde el punto de vista del comercio internacional, es decir, desde el punto de vista del Norte, hay una importante diferencia entre estos dos pares de países. En los dos primeros existen importantes inversiones japonesas en textiles y electrónica doméstica para fabricar productos terminados o componentes destinados a los mercados de Europa y Estados Unidos. En los otros dos países no se da la misma situación.
indefensos que nada tienen que ofrecer y nada pueden exigir. Para ellos, el Sur se ha presentado como una potencia negociadora, con un cierto poder de resistencia a las grandes multinacionales del Norte (sin pretender que este poder sea absoluto). Naturalmente, eso no es todo el Sur (ciertamente, no es el «Sur Profundo»); pero ahí está la ambigüedad de las relaciones NorteSur.
Pues bien, a efectos de concesiones comerciales del Norte al Sur (por ejemplo, para facilitar la entrada de productos en la CEE), las diferencias señaladas son importantes. Cuando se piden preferencias comerciales pensando en países como Bangladesh y Camboya (o en todos los del Sur en general), los funcionarios comunitarios que controlan el comercio piensan en Indonesia y Tailandia, que son cabezas de puente de la industria japonesa. Los argumentos en favor de las preferencias comerciales a los primeros no se aplican de la misma manera en el caso de los segundos, del mismo modo que los argumentos para frenar la expansión de las exportaciones de éstos tampoco valen para el caso de aquéllos. Es un sencillo ejemplo de la ambigüedad que puede haber en las relaciones comerciales entre el Norte y el Sur. La «Ronda Uruguay» Otro ejemplo: dentro de la «Ronda Uruguay», la ronda de negociaciones para reducir el proteccionismo en el comercio internacional promovida por el GATT (la institución que promueve el comercio libre en el mundo), se ha dado por primera vez una importante participación del Sur y un importante enfrentamiento Norte-Sur en el tema de la liberalización de los servicios. Pero los interlocutores por el Sur han sido Brasil e India, dos países con un mercado interno imponente y casi autártiquicos, con un grado de desarrollo mayor que la media en productos de alta tecnología (aunque haya millones en ambos países que mueran de hambre) y con un sector de servicios muy desarrollado. Para los negociadores del Norte en la «Ronda Uruguay», el Sur no es un conjunto de países desprotegidos e
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Asimetría en las relaciones Norte-Sur Las diferencias de potencial económico, de capacidad de negociación frente al Norte, de recursos y posibilidades, por parte de los países del Sur, constituyen, naturalmente, una debilidad del Sur que condiciona su Diálogo con el Norte. El Sur no se presenta ante el Norte con una sola voz, con un conjunto bien definido de intereses comunes (como hizo en su día la OPEP) y una estrategia de negociación común (como le convendría, por ejemplo, para resolver el problema de la deuda externa). Para relacionarse con los países del Norte, los del Sur buscan cada vez más vías individualistas, bilaterales, de excepción (la asociación de México con Estados Unidos y Canadá), más que la asociación y la integración Sur-Sur para negociar con el Norte. La verdad es que también el Norte fomenta este tipo de acercamiento exigiendo un tratamiento de «caso por caso» para hacer concesiones y otorgar preferencias. El Norte, en cambio, está perfectamente organizado y habla con una sola voz, por lo menos con interlocutores del Sur, aunque tampoco falten discrepancias entre ellos. El problema con el Norte es que no se preocupa suficientemente del Sur. El hecho de la concentración de la actividad económica internacional en los países del Norte hace que las relaciones económicas con los países del Sur sean cada vez más marginales, si exceptuamos quizá las materias primas más estratégicas: petróleo, gas natural y metales «modernos» (gran parte de los cuales se producen en la OCDE y la URSS). Al Sur se le considera cada vez más como lugar de amenazas, más que como lugar de posibilidades. Los mercados que interesan a las grandes empresas en el futuro más inmediato son la CEE, América del Norte y Japón,
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con un potencial consumidor capaz de hacer feliz a cualquier consejo de administración, por ambicioso que sea. (A los traficantes de armas modernas, los países árabes ricos les siguen interesando mucho). A medio plazo, también les pueden interesar los mercados de la Gran Europa, los Tigres Asiáticos (Taiwan, Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Malasia, Tailandia quizá, e Indonesia) y los países más prósperos de Suramérica (Brasil, Venezuela, Argentina y Chile). China e India son objeto de un interés a más largo plazo. Queda una multitud de países que no interesan a las empresas del Norte más que marginalmente, y algunos ni eso. A los gobernantes del Norte, más de la mitad de los países del mundo les merece atención solamente por motivos políticos y humanitarios, pero no económicos. Como consecuencia de esta falta de interés, el «diálogo» económico entre el Norte y el Sur va rápidamente a menos. No tenemos más que ver lo que ha pasado en España. Las exportaciones españolas, todavía en 1983, se dirigían: 64 % a los países industrializados; 33 % a los países en desarrollo; y 3 % a los países socialistas. En cambio, en 1989 se dirigían: 81 % a los países industrializados; 16 % a los países en desarrollo; y 2 % a los países socialistas. El cambio es bien considerable y se produce en un corto espacio de tiempo que, naturalmente, incluye la entrada de España en la CEE, el punto de inflexión de la tendencia. Lo mismo sucede con las importaciones. En 1983, España importaba el 54 % del total de los países industrializados, el 44 % de países en desarrollo (de lo cual casi la mitad era petróleo) y el 2 % de los países socialistas. En 1989 se había operado el cambio: las importaciones procedentes de los países industrializados eran el 78 % del total; de los países en desarrollo se importaba el 20 %; y el 2 % de los socialistas (IMF Direction ofTrade Statistics. Yearbook 1990, Washington 1991, p. 184). En resumidas cuentas, en sólo siete años el comercio de España con los países en desarrollo, el «diálogo comercial» de España con el Sur, se ha reducido a la mitad, y esta tendencia continúa a la baja.
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£1 Sur como «amenaza» A algunos países del Sur —los más industrializados y aquellos que las potencias industriales han escogido como plataformas de lanzamiento de sus exportaciones de manufacturas— se les considera cada vez más en el Norte como competidores en los mercados internacionales. La abundancia en ellos de mano de obra barata les da una ventaja comparativa en la producción y exportación de aquellos productos que, como los textiles, emplean una tecnología intermedia perfectamente dominada por los ingenieros y técnicos de los países en desarrollo más avanzados. El éxito de Corea del Sur en su intento de penetrar en los mercados del Norte, a la vez que ha animado a otros países, que están donde Corea estaba, a intentar la aventura, predispone a los países industrializados contra estos potenciales o ya actuales competidores de sus industrias tradicionales, y frecuentemente en comparativa decadencia (textiles, confección, calzado, artículos deportivos, aparatos eléctricos, etc.). Al Sur se le mira con aprensión, como «trouble-maker», como generador de problemas. También percibimos la miseria incontenida del Tercer Mundo como una amenaza. Una amenaza que no proviene de la posibilidad de que los países pobres se hagan comunistas, porque el comunismo no resulta atractivo a los países pobres, y la única potencia que todavía lo conserva, China, no parece dispuesta a exportarlo. En resumidas cuentas, el peligro de las revoluciones socialistas ya no nos asusta, ni condiciona el diálogo Norte-Sur. La amenaza del Tercer Mundo tampoco es ahora como se consideró en su día la de la OPEP, es decir, la posibilidad de que se formara un «cártel» de productores de materias primas que nos subieran los precios de nuestros postres (café, té, azúcar, frutas exóticas, etc.) y alguna materia prima estratégica. Las crisis de los años setenta y ochenta, que obligaron a los productores a vender masivamente para conseguir moneda extranjera, ha desorganizado todas las asociaciones de productores de materias primas —más o menos rigurosas— que había, de manera que el mercado de materias primas ha vuelto a ser un «mercado de compradores», como en los viejos tiempos del comercio colonial.
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Ni es la amenaza del terrorismo, que en condiciones normales no puede hacer mucho más daño que destruir un avión o secuestrar y matar a alguna personalidad, lo cual nunca será suficiente para alterar las posiciones comerciales de las grandes empresas ni las negociaciones en los foros políticos dominados por el Norte.
podrá satisfacer los requisitos financieros del desarrollo de tantos países que la reclaman. Por lo cual habría que pensar en ampliar las oportunidades que se dan a los países en desarrollo, sobre todo los más cercanos, para que vendan sus productos en los mercados de los países ricos.
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Otro temor de los países ricos es que la violencia que se genera y crece en el caldo de cultivo de la pobreza les salpique, como les salpicó la invasión de Kuwait por Irak, en la medida en que amenazó una de las principales fuentes de abastecimiento de petróleo de los países ricos. También les puede salpicar la violencia de los Balcanes, en la medida en que afecte a los intereses turísticos, comerciales y de transporte de los países de la CEE en aquellas zonas.
La amenaza de la emigración La única amenaza que podría afectar a la vida de los países del Norte es la emigración masiva y descontrolada de ciudadanos del Sur en busca de las mejores condiciones de vida que ofrecen. La emigración es el nuevo fantasma que recorre Europa y todo el mundo desarrollado, sobre todo porque una política migratoria se debate siempre entre la necesidad de defender el mercado de trabajo nacional o regional (en el caso de la CEE) y las exigencias éticas y políticas de abrir las oportunidades de una economía a todos los hombres. Es muy difícil adoptar una política emigratoria verdaderamente equilibrada y que sea generosa sin llevar a episodios más o menos graves de discriminación racial por parte de alguno de sus ciudadanos del Norte. Mientras que una política de emigración muy restrictiva sólo se podrá mantener con costosos —y no siempre eficaces— medios policiales. Estas percepciones del Sur por parte del Norte llevan a unas relaciones defensivas o preventivas, como el Tratado de Schengen, con el cual la CEE se trata de defender de la emigración del Magreb, Sudamérica y África Negra. Pero, por otro lado, pueden llevar a un aumento de la ayuda económica, también con un carácter preventivo, sobre todo para evitar la emigración. Este tipo de ayuda, sin embargo, por grande que sea, nunca
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El comercio como sustituto de la emigración Hace muchos años, el «Teorema de la Igualación de los precios de los factores», inventado por el Premio Nobel Paul A. Samuel son, demostraba que, en unas condiciones de competencia perfecta y libre movimiento de mercancías, el comercio internacional producía la igualación, en términos absolutos y relativos, de la remuneración de los factores de producción, entre otros el trabajo. Este curioso teorema —que no responde a ninguna realidad observable, porque sus supuestos son enormemente restrictivos— venía, sin embargo, a decir una cosa importante: que el comercio internacional podía sustituir de alguna manera a la libre circulación de factores. Dicho de otra manera, que los efectos de la emigración (elevación del nivel de vida de dos sociedades) se podrían conseguir también por el comercio internacional. Hay algo de verdad en esto. Y hay mucho de verdad en una proposición que se desprende de lo anterior: que, si no queremos excesiva migración, tenemos que permitir más comercio de los países adonde vienen los emigrantes. Lo que a la larga resulta insostenible es una política migratoria restrictiva y una política comercial proteccionista. Para enfrentar de un modo completo los problemas que plantea la emigración masiva al Norte de ciudadanos del Sur, sería necesario, pues, ir a la raíz del problema de las migraciones masivas hacia los ricos y replantear las relaciones Norte-Sur en base a una solidaridad realista. Una solidaridad de la que todos los países puedan salir beneficiados (y, por lo menos en teoría, los que no salgan beneficiados puedan ser compensados por los otros). La experiencia muestra que no sólo se necesita ayuda. Los ingresos que los países del Sur pierden por las distorsiones proteccionistas en los mercados internacionales —distorsiones
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que crean en su mayor parte los países del Norte— significan una cantidad mayor que toda la ayuda externa que se concede y que se puede prever. Se necesita un sistema económico internacional abierto («abierto» se opone a «cerrado», «protegido», «discriminatorio»: un sistema de bloques comerciales y financieros). Se necesita comercio e inversión, más que ayuda, aunque la ayuda no se puede desestimar, tanto más cuanto que hay países tan pobres que no se pueden aprovechar de un sistema de comercio abierto y seguirán necesitando por mucho tiempo ayuda de los países ricos.
todos tendrían la oportunidad de ganar —lo que se llama un juego-suma-positiva—, ya fuera directamente (que sería el ideal), ya fuera por medio de compensaciones adecuadas a los que no ganaran bastante. El ideal cristiano de una economía bien orientada hacia el «bien más común y general», como decía Santo Tomás de Aquino (una formulación, por cierto, que no suponía que fuera posible el bien de todos sin excepción), refleja este tipo de situación, en la que todos tienen lo suficiente «según su estado». En nombre del «bien común» se condena la usura (un juego-suma-cero) en todas sus formas, por cuanto se aprovecha de la necesidad ajena y supone la prevalencia de unas relaciones asimétricas y desiguales en poder de negociación económica.
Necesidad de nuevas relaciones Norte-Sur El mercantilismo fue y sigue siendo un juego-suma-cero, es decir, que plantea unas relaciones comerciales en las que un país gana a costa de que otros países pierdan (a la larga, es un juego-suma-negativa, porque todos los países pierden). Las formas actuales de proteccionismo —un proteccionismo asimétrico, en el que el Sur lleva la peor parte— hacen que parte de las ganancias que el Norte obtiene en el comercio y la inversión internacionales sean consecuencia de las pérdidas del Sur. Oigamos a los expertos del Fondo Monetario Internacional: «Los arénceles aplicados (por los países del Norte) al comercio con los países en desarrollo son, en promedio, más elevados que los aplicados al comercio entre los países industrializados... Las industrias procesadoras de los países en desarrollo se encuentran con tasas mayores de protección efectiva en los mercados de los países industrializados... El rápido crecimiento de las barreras no arancelarias en los últimos veinte años ha sido más pronunciado para los productos exportados por los países en desarrollo... La incidencia de las medidas no arancelarias es particularmente grave en la agricultura y los textiles, sectores ambos de gran importancia en los países en desarrollo» (IMF, World Economic Outlook, octubre 1990, p. 73). Un sistema de comercio solidario La solidaridad realista entre Norte y Sur nos aproximaría a un sistema de relaciones económicas internacionales en las que
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El liberalismo ingenuo de Adam Smith y John-Stuart Mili también tendía a sustituir el mercantilismo reinante por una situación de juego-suma-positiva en que todos ganaran. Pero, mientras la sociedad cristiana medieval se apoyaba en la autoridad (moral y social) para regular la actividad económica, los liberales confiaban al mercado competitivo la tarea de producir el bien simultáneo de todos los participantes. Había en esa concepción una especie de «solidaridad preestablecida» que funcionaba objetivamente «praeter intentionem», o sea, al margen de los agentes económicos, con tal de que se respetaran las reglas del juego. Ahora, después de doscientos años de capitalismo, sabemos que no existe una solidaridad preestablecida y objetiva; que los mecanismos económicos desregulados llevan a una distribución perversa, antisocial, de la riqueza creada. Por eso la solidaridad hay que cultivarla subjetivamente, para contrapesar el motivo del lucro en los comportamientos humanos, y plasmarla conscientemente en las estructuras objetivas, además de los comportamientos económicos. En el caso internacional, un sistema económico abierto al comercio y a la inversión es, hoy por hoy, la plasmación de un ordenamiento que más garantías parece ofrecer al libre juego de la solidaridad entre países. Esto no es igual que pedir «zorra libre en gallinero libre», como le oí una vez a Ramón Tamames. Pedir un sistema económico abierto es pedir que todas las gallinas tengan acceso a todas las ventajas del gallinero, con la
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debida protección contra zorros y raposas. En palabras más serias, postular una economía abierta, principalmente en los países ricos, no es una propuesta ingenua de dejar a todas las economías nacionales indefensas ante las grandes depredadoras multinacionales.
Esto implicaría para la Comunidad el fin de la política de apoyo a la producción remolachera. Estaba yo en estas disquisiciones cuando saltó una voz del público: «¿Y qué vamos a hacer con los agricultores aragoneses que siembran remolacha?» (que, por cierto, deben de ser muchos). Ahí está el problema realmente: en la producción y comercialización del azúcar a nivel mundial se contraponen los intereses de los agricultores dominicanos y los de los agricultores aragoneses... y los de los belgas y alemanes. Sin embargo, el sistema abierto que pedimos implicaría que los europeos podríamos comprar azúcar más barata, los campesinos dominicanos ganarían más y, aunque los agricultores aragoneses perdieran, las ganancias del sistema abierto y solidario serían tales que se les podría subsidiar directamente para compensar sus pérdidas. Ahora el mercado del azúcar es un juego-suma-cero, pero una reorganización solidaria podría convertirlo en un juegosuma-positiva. La reconversión, sin embargo, tiene costos inmediatos para los que ahora ganan. Ya he dicho anteriormente que, en cuestiones de solidaridad efectiva que implican compatibilizar intereses económicos encontrados, no podemos pecar de ingenuos, si pretendemos que alguien con poder de decisión nos oiga. Cuando se trata de traducir a propuestas operativas los dictados de la solidaridad internacional, se choca con la espesa maraña de intereses económicos concretos que condicionan las políticas comerciales de los gobiernos y países. Por eso el ejercicio de la solidaridad internacional no debe prescindir de la técnica (el conocimiento de lo que es factible objetivamente) ni del realismo político, aunque el empuje fundamental lo debe recibir de la ética, y habría de basarse en los convencimientos profundos de los ciudadanos, de la sociedad civil y de los gobernantes. Todos los agentes de la solidaridad deben estar convencidos de que hay que renunciar a ciertas ventajas que nos da la situación de ser país del Norte, en favor de los países y, en definitiva, personas del Sur. A continuación voy a analizar brevemente cuatro temas o problemas en los que se echa de menos esta nueva solidaridad internacional entre el Norte y el Sur que sería deseable. Al resaltar los costos de la solidaridad en cada caso, no pretendo
Estamos pensando en un ordenamiento, en un pacto o acuerdo general, del tipo del GATT, pero extendido y profundizado para tener en cuenta las nuevas necesidades y los nuevos actores en el campo internacional. Debería ser un Acuerdo General que tuviera en cuenta las asimetrías de base que hay en las relaciones Norte-Sur y que propusiera un «modus operandi» capaz de compensar, con un sistema de libertades económicas también asimétricas (a favor de los pobres), las desproporciones que hay en el comercio y la inversión entre países ricos y pobres. Los costos de la solidaridad Esta es una parte importante, y creo que original, de este libro. Pero para que reine la solidaridad internacional en las relaciones Norte-Sur, el Norte, es decir, los Estados que lo componen, así como sus gobernantes, su sociedad civil y los grupos económicos que la forman y, a la postre, sus ciudadanos individuales, deben hacer importantes sacrificios. La solidaridad en el campo económico, por más bella y deseable que sea, no se da gratis ni se genera sin costo. Un ejemplo ilustrará esta afirmación. En una Conferencia en el Centro Pignatelli de Zaragoza explicaba yo el daño que las exportaciones comunitarias (europeas) de azúcar de remolacha habían hecho al mercado internacional del azúcar, y en concreto a países, como la República Dominicana (un caso muy bien documentado), que viven de las exportaciones de azúcar. Este me parece un caso muy claro de falta objetiva de solidaridad internacional, porque las exportaciones comunitarias se hacen con fuertes subvenciones para deshacerse de los excedentes que se generan por la política de mantener precios de producción altos. Comentaba yo que en este caso la solidaridad internacional objetiva pediría que los países europeos exportaran aquellos productos industriales y servicios en los que tienen una clara ventaja comparativa y dejaran a los países en vías de desarrollo aprovechar las suyas.
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ni siquiera insinuar que la solución solidaria no sea posible y que, por tanto, no se deba intentar; sólo trato de resaltar los costos de ciertas acciones solidarias que a veces se piden en foros éticos y cristianos como si fueran de sentido común, cuando en realidad las situaciones insolidarias tienen una lógica parcial muy poderosa que no se puede ignorar. Los temas son: a) la deuda externa; b) el comercio exterior; c) la ayuda para el desarrollo; y d) la emigración.
de dos tipos: bancos privados y entidades financieras de derecho público, tanto nacionales como multilaterales. Los países con más recursos y más nivel de desarrollo (Brasil, México, Argentina, Venezuela, Nigeria, Corea, Filipinas, etc.) deben la mayor parte de su deuda a acreedores privados. Los países con menor nivel de desarrollo se la deben, sobre todo, a organismos estatales y multilaterales. Ambos tipos de países tienen los dos componentes, aunque en proporciones contrarias. La deuda «privada» tendría que ser condonada por los bancos privados, no por los gobiernos (aunque los gobiernos pueden ayudar algo) ni por el Fondo Monetario. Pero pedir a los bancos privados que condonen la deuda es pedirles que borren de sus libros una serie de activos y los pongan en pérdidas, es decir, que acepten tener, de la noche a la mañana, un volumen cuantioso de pérdidas.
a) La deuda externa de los países del Sur La respuesta cristiana y solidaria a este problema parece consistir en exigir que se condone la deuda. Los países deudores, se argumenta, ya han pagado por muchos canales la deuda que se pudo generar en los años setenta con una gigantesca transferencia de recursos. Aquellos recursos se usaron, bien o mal, y ahora las mayorías populares están pagando las consecuencias de aquel derroche, que benefició tanto a los bancos como a los gobiernos. El movimiento de fondos líquidos durante la última década, que sigue el camino «contra natura» del Sur al Norte, es enorme. América Latina ha transferido 120.000 millones de dólares netos en los últimos diez años. La mayoría de los países deudores no tienen ya recursos adicionales para seguir haciendo frente a la carga de una deuda que, por acumulación de intereses no pagados, sigue creciendo, aunque se vaya pagando. Como consecuencia de los ajustes, la inversión en infraestructura social se ha reducido al máximo, a veces a un máximo inhumano; lo cual, en algunos países, como Perú, ha producido epidemias de enfermedades de tiempos pasados, como el cólera, que es fácil evitar y erradicar con un mínimo de cuidados higiénicos y servicios sanitarios (mínimo que, obviamente, en Perú no se ha dado). Los sufrimientos de las mayorías latinoamericanas, para hablar de la deuda que mejor conocemos, durante la década perdida para el desarrollo han sido enormes. ¿Hasta cuándo habrá que «apretarse el cinturón» para restablecer una sanidad financiera de los países deudores que satisfaga a sus acreedores? Condonar la deuda parece normal; sin embargo, hay dificultades objetivas muy grandes para hacerlo. Los acreedores son
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Pedir a empresas privadas, cuyo fin último es el mayor lucro posible, que generen deliberadamente pérdidas es una ingenuidad. Tanto más cuanto que estos grandes bancos acreedores del Sur, sobre todos los norteamericanos, están ahora en medio de una crisis provocada por sucesivas malas inversiones. Si alguno de los grandes bancos americanos tuviera que traspasar los préstamos al Sur al capítulo de pérdidas, probablemente pasaría a la custodia del Fondo de Garantía de Depósitos (FDIC). Todo lo dicho no quita que la reducción de la deuda, en una medida apropiada a las posibilidades de los países y de los bancos, no sea posible e incluso recomendable para los mismos acreedores. Es más fácil que los organismos oficiales de los países del Norte condonen la deuda. Pero esos préstamos que no se recuperan irán a engrosar el déficit público del país acreedor. Si, por ejemplo, España condonara toda la deuda oficial de los países del Sur, es decir, la adeudada a instituciones públicas (unos 500.000 millones de pesetas en 1990), el déficit público español aumentaría en esa misma cantidad, con las funestas consecuencias que ello supondría a la hora de frenar la inflación y desarrollar las inversiones sociales que necesitan los españoles de menores ingresos. En una palabra, que esta solidaridad nos acarrearía unos costos sociales y económicos no despreciables. Lo cual, repito, no es un argumento contra el ejercicio de la solidaridad, sino contra las apelaciones ciegas a una solidaridad
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que tiene costos. De hecho, creo que España podría ser más generosa en las deliberaciones del Club de París, que reúne a los acreedores oficiales, cuando se trata de reducir la deuda de los países más pobres del mundo.
Estados Unidos). La Política Agrícola Común de la CEE, pensada para la protección de los prósperos agricultores franceses, alemanes y belgas, está compitiendo frontalmente —y, según los afectados, deslealmente— con los exportadores tradicionales, al vender a terceros países los cereales, productos lácteos y carne a precios de «dumping», es decir, por debajo del costo de producción. La PAC es un caso eminente de cómo la solidaridad parcial, o de lógica parcial, puede ser enemiga de la solidaridad abierta o total. Desgraciadamente, los políticos y gobernantes no tienen como espacio de referencia el mundo, sino un país o una región determinada. Los gobernantes en una democracia son responsables ante quien vota por ellos, el cual tiene la facultad de darles y quitarles el poder, por lo que su ámbito de responsabilidad es circunscrito y parcial, y así es también el «bien común» que tratan de conseguir.
b) El comercio exterior Los países del Sur piden repetidamente que se abran los mercados del Norte a los productos de sus nuevas industrias y a sus productos agrícolas tradicionales. El Norte, ya lo hemos visto, responde proteccionísticamente, porque teme la competencia de unos salarios más bajos con tecnología equiparable y se siente obligado para con los productores propios de los bienes que compiten con los provenientes del Sur. La verdad es que el Sur tiene una gran dificultad para exportar al Norte. La solidaridad internacional pide que abramos los mercados del Norte a las manufacturas del Sur. Por ejemplo, que se liberalicen las importaciones de los productos textiles y de las confecciones, en los cuales los países del Sur parecen tener una ventaja comparativa. Esto implicaría, en concreto, suspender el Tratado Multifibras —ya en su cuarta versión—, que regula la entrada de textiles y confecciones en la CEE, Estados Unidos y Japón, y abolir las medidas nacionales para la protección del sector. Sin embargo, España tiene un déficit en la balanza comercial textil de 96.000 millones de pesetas en 1990 (se importaron 183.488 millones y se exportaron 87.488 millones). Por otro lado, la industria textil española supone el 7,5 % del PIB, y en un 85 % está localizada en Cataluña (El País, 3 de septiembre de 1991, p. 47).
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En el contexto de la defensa de un sistema abierto de comercio internacional, quisiera mencionar al GATT (el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) y su «Ronda Uruguay» (porque comenzó en Uruguay) de negociaciones comerciales como un caso del ejercicio de la solidaridad internacional. En defensa del éxito de una negociación que parece haberse sacrificado a los intereses egoístas de los países del Norte, el semanario inglés The Economist, un bastión del comercio libre, escribía:
Los catalanes son, en general, un pueblo muy solidario con los países del Sur; pero cuando se pone la solidaridad en desproteger la industria textil (como he propuesto en alguna conferencia), me preguntan si no habría otras formas de ejercer la solidaridad... Las habría, claro está, pero reorganizando todo el sistema comercial europeo y español.
«El mundo de después de la Guerra Fría necesita comercio más que ayuda. Países pobres, endeudados o ex-comunistas —y a veces las tres cosas— tienen que poder vender sus productos agrícolas, textiles y otros bienes básicos en el extranjero; los países ricos tienen que poder exportar patentes, derechos de autor y habilidades en la prestación de servicios, que han venido a ser su área de ventaja comparativa; y las reglas del comercio tienen que fortalecerse para afrontar las normas modernas de proteccionismo. Todas estas cosas promete la Ronda Uruguay» (The Economist, 1 de junio de 1991, p. 15).
Lo mismo sucede con los productos agrícolas de zona templada, que tradicionalmente exportaban los países de Suramérica (Argentina, Uruguay y Brasil) y de Norteamérica (Canadá y
He llegado al convencimiento de que la crítica al liberalismo a nivel nacional no nos debe llevar a criticar de la misma manera el liberalismo a nivel internacional, en cuanto defensa del libre
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NORTE-SUR: PROBLEMAS ECONÓMICOS Y POLÍTICOS
cambio, si se entiende correctamente —y no simplemente como campo libre para las multinacionales—. Creo, por ejemplo, que la defensa del GATT, aun reconociendo las limitaciones que tiene, es hoy en día una causa progresista. El libre comercio, si se toman medidas para que las grandes empresas globales no restrinjan la competencia, representa una organización de la actividad económica internacional que puede favorecer el desarrollo de los países del Sur más que el sistema de proteccionismo basado en la primacía de las economías nacionales, normalmente las más fuertes, o de los bloques de las economías fuertes, hacia el cual, por cierto, tendemos rápidamente, por lo menos en Europa y Norteamérica. Naturalmente, hay muchas combinaciones posibles de proteccionismo y libre comercio. Pero, en mi opinión, al menos desde la perspectiva de los países más ricos, cuanto más libre comercio y menos proteccionismo exista, tanto más solidaria será la situación.
PIB. Pues bien, para ponerse a la altura comunitaria, España tendría que destinar a la AOD unos 100.000 millones de pesetas anuales, y cerca del medio billón para alcanzar la meta que sólo los países escandinavos y Holanda alcanzan.
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c) La ayuda al desarrollo La ayuda al desarrollo tendría que continuar, aun cuando se estableciera un sistema de comercio abierto, porque algunos países seguirían siendo tan pobres y subdesarrollados que no podrían aprovecharse de este sistema. Más aún, en semejante sistema, la ayuda internacional se justificaría como compensación por los daños parciales que tal apertura podría causar a algunos sectores en países determinados. La ayuda al desarrollo cumple el papel de las transferencias fiscales al interior de un Estado como vehículo de redistribución del ingreso. En un mundo abierto, este sistema de redistribución sería muy necesario para compensar los fallos del mercado, que no serían pocos. La ayuda al desarrollo, que aparece siempre como la quinta esencia de la solidaridad internacional, también tiene sus costos. Volvamos al caso de España. Sabido es que nuestro país apenas destina el 0,1 % de su PIB a la ayuda para el desarrollo. En esta cantidad se acepta la inclusión de los créditos en términos concesionales para compra de armamentos (las cañoneras de Marruecos, por ejemplo). La media comunitaria es 0,32 %, y la meta que fijaron las Naciones Unidas para la que iba a ser «década del desarrollo» en los años setenta era el 0,7 % del
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Tal esfuerzo presupuestario sólo sería posible en estos momentos si el gobierno español renunciara a reducir su déficit fiscal (con las consecuencias que eso tiene para la inflación...) o a financiar las inversiones en infraestructura social y de comunicaciones que necesita la economía española para enfrentar el reto de 1993. Una vez más, nos encontramos con los intereses contrapuestos y las opciones que hay que hacer siempre que los recursos son escasos. Con todo, desde una afirmación de la solidaridad internacional, tendríamos que exigir que España fuera incrementando paulatinamente su aportación al desarrollo. En parte, nuestra pertenencia a la CEE nos obliga a contribuir al Fondo Europeo de Desarrollo; pero esto no basta para responder a nuestros compromisos históricos, sobre todo en América Latina.
d) La emigración Desde los tiempos más remotos de la historia, los hombres han resuelto provlemas como el hambre, el frío, la intranquilidad de la guerra, la opresión política, etc., emigrando a zonas donde había más comida, mejor clima, más libertad, más bienestar. Los animales lo hacen también siempre que pueden. Por eso la emigración ha sido llamada la «solución zoológica» al subdesarrollo. Más aún, mientras los países que enviaban emigrantes eran los países europeos más ricos y poderosos de la época, se invocaba un cierto derecho a emigrar, como parte de un plan providencial que ponía en unos lugares (las colonias o ex-colonias) los recursos y las posibilidades que no se daban o se habían agotado en otros (las metrópolis). Hoy día, el problema de la emigración se plantea agudamente, porque a) las diferencias entre niveles de vida de países ricos y países pobres son cada vez mayores; b) los pobres saben cómo viven los ricos y conocen las cosas que se pueden obtener en los países ricos y las posibilidades (reales o imaginadas) que
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ofrecen; c) los viajes se han facilitado; y d) ha comenzado el movimiento migratorio desde casi todos los países de la tierra hacia los centros de prosperidad. Los procesos de emigración tienen una dinámica cumulativa que les auto-acelera, a no ser que se ponga freno en el destino. Una vez que los más audaces abren el sendero, los demás les siguen en números siempre crecientes; y cuanto más se establecen en un lugar, mayor número atraen de familiares y conocidos. Todas estas cosas están muy estudiadas y son bastante evidentes.
agosto de 1991, p. 14). Esta fuente no da la estadística para España, pero debemos estar cerca de la proporción italiana, con unos 800.000 extranjeros legalmente establecidos. Tenemos capacidad para otros 800.000, pero debemos hacer algunos sacrificios y ajustes para hacer posible este gesto de solidaridad.
La CEE y España están rodeadas (y casi sitiadas) por más de 500 millones de posibles emigrantes del Magreb frustrado, del África Subsahariana sin casi esperanza y de la Europa del Este en ruinas, sin contar las fuentes más distantes de emigrantes, como América Latina y las Filipinas. Si hubiera libertad de emigración en Europa, el flujo de emigrantes sería avasallador. Creo que el ejercicio de la solidaridad internacional no demanda una libertad de emigración plena y total, pero sí exige que se aumente legal y económicamente la capacidad de los países ricos de recibir emigrantes. De todas maneras, muchos de ellos van a tener que echar mano de emigrantes para engrosar una fuerza de trabajo que no crece al ritmo de la economía. Necesitarán emigrantes para sostener a los jubilados del propio país. En otros países, mientras existan importantes bolsas de desempleo, los emigrantes pueden competir con los nativos en el mercado de trabajo, aunque sabemos que éste está formado por «grupos no competitivos». En todo caso, los problemas que puede plantear un mayor flujo de emigrantes deben estudiarse desde una perspectiva de solidaridad, que aumenta la creatividad para resolverlos. España es un país que ha generado muchos emigrantes, pero que ha recibido pocos (menos de los que nuestro nivel de desarrollo haría posible). Algunas comparaciones internacionales ilustrarán este punto. En Estados Unidos, el 8 % de la población (sin contar los varios millones de trabajadores ilegales) ha nacido fuera del país. Este país es, con Canadá y Australia, el que recibe una mayor proporción de emigrantes. En Alemania (sin contar la del Este), el porcentaje de población nacida fuera del país es del 7,5 %; en Francia, 6,2 %; en Gran Bretaña, 4 %; en Italia, 2 %; y en Japón, 0,7 % (The Economist,
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La profesión verbal de solidaridad internacional con los países más desaventajados del mundo, los del Sur, por parte de grupos y personas individuales, de políticos y de partidos, de iglesias y ONGs, etc., no puede ser una escapatoria, una coartada para no adoptar compromisos sociales concretos y costosos. Esta solidaridad debe llevar a la muerte de los intereses económicos nacionales y locales, para que resuciten y florezcan en un mundo no menos próspero, pero sí más justo y pacífico; un mundo donde podamos disfrutar de los bienes materiales de que dispongamos sin complejos ni miedos, sino con la conciencia de que se está cumpliendo, por lo menos de forma aproximada, el plan de la creación en cuanto al destino universal de los bienes materiales de la tierra y de los que pueden crear el talento y el trabajo humanos.
EUROPA: CONVERGENCIA Y SOLIDARIDAD
4 Europa: convergencia y solidaridad
La situación de Europa merece capítulo aparte. Cualquier discurso sobre solidaridad, hoy en día, pasa por la toma de conciencia de nuestras posibilidades y limitaciones como miembros de esta Comunidad que es la Europa de Maastricht. Este capítulo se articula de la siguiente manera: vamos a ver primero cómo está Europa, qué problemas nos va a presentar y qué soluciones nos puede ofrecer. Voy a hablar de tres temas europeos: 1.°) El compromiso de Maastricht. 2.°) El conflicto de la CEE con EE.UU. en el marco del GATT. 3.°) El tratado de Schengen y el problema de la emigración. Después hablaré de Europa y sus relaciones con los diferentes países del Sur pobre y en desarrollo. A continuación tocaré el problema de la solidaridad y los conflictos que crea ésta. Y, por último, una exhortación, o un elogio, de lo que llamamos la «cultura de la austeridad», que es a lo que Ignacio Ellacuría se refería cuando hablaba de la «cultura de la pobreza».
El compromiso de Maastricht y sus consecuencias Como es de sobra sabido, el 10 de diciembre de 1991 se produjo en la ciudad holandesa de Maastricht un acontecimiento decisivo, porque allí se establecieron unas metas muy concretas para una situación que se llama la convergencia. «Convergencia» quiere decir converger, llegar adonde están los otros. La convergencia de España con Europa se puede
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entender de dos maneras: como convergencia real y como convergencia de políticas económicas. a) Convergencia real. Es situarnos al nivel de vida medio de la CEE, alcanzando su promedio de ingresos per cápita. Aquí manejamos una medida muy global de bienestar de los pueblos, una medida imperfecta pero útil: el ingreso «per cápita». Esta medida se obtiene, simplemente, dividiendo el valor del Producto Nacional de un año por el número de habitantes. Y aunque es una medida imperfecta por muchas razones, se ha purificado de manera que se ajusta para tener en cuenta el poder adquisitivo de cada país, y sirve para comparar niveles de actividad y logros económicos en un período determinado. Nos da cosas que ya sabemos de otra manera: que Suiza, por ejemplo, tiene el ingreso «per cápita» más alto del mundo; que Kuwait y Arabia Saudita lo tienen también muy alto; que China lo tiene bajo; que Mali lo tiene más bajo todavía. O sea, que el ingreso per cápita es una buena medida para, al menos, poder clasificar los países de más ricos a menos ricos. Pues bien, según esta medida, España sólo tiene el 75 % de nivel promedio de Europa. Promedio en el cual también estamos nosotros, ya que es el promedio de los 12. Lo cual quiere decir que todavía nos falta un 25 % para llegar a un nivel promedio. Es decir, España es uno de los países menos desarrollados de la Comunidad. Alemania tiene un nivel de vida, medido por el ingreso «per cápita», el doble que nosotros, y Francia tiene un 50 % más. Por lo tanto, en un primer sentido, «convergencia» significa ponernos al nivel de esos países. b) Convergencia de políticas económicas. Hay un segundo significado de convergencia, referido a los resultados macroeconómicos de ciertas políticas: inflación, déficit del Gobierno, tipos de interés, deuda pública, balanza de pagos, etc. Son las variables de las que ahora nos están hablando siempre, porque nos simbolizan los objetivos de la política económica del Gobierno. Este sentido de «convergencia» es distinto del anterior, porque podemos converger teórica y prácticamente en estas medidas macroeconómicas y no converger en las otras. En este segundo sentido, convergencia significa que tenemos que tener una tasa de inflación cercana al promedio de Europa. En la cumbre de Maastricht se ha dado una regla muy
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precisa: hay que escoger los tres países europeos (de los 12 que constituyen la Comunidad) que tengan la inflación menor y hacer un promedio de ella. En estos momentos, los países que tienen menor inflación son Luxemburgo, Holanda y Francia, con un promedio del 2,8 por ciento de inflación anual. La convergencia en tasa de inflación va a significar que en 1996 todos los países que quieran entrar en la Unión Monetaria y Económica de la Comunidad tienen que tener una inflación que no pase más de un punto y medio de este promedio mínimo (en la actualidad —mayo de 1992— sería un valor máximo del 4,3 %). Por lo tanto, en este momento, España no cumple este requisito, porque la tasa de inflación es del 6,5 %. Estamos a más de dos puntos fuera de la convergencia de Maastricht en esta cuestión de la inflación.
su relación con el marco alemán en 2,25 % de más (para arriba) y 2,25 % para abajo, lo que da una banda del 4,50. El tipo de cambio de las monedas puede oscilar, pero dentro de esa banda. Cuando una moneda se acerca al límite, hay unos mecanismos que hacen que la paridad de la moneda se quede dentro de la banda.
Otra cosa que han dicho en Maastricht es que el tipo de interés a largo plazo (el interés de los bonos del Tesoro, por ejemplo) tiene que ser no más de 2 puntos más bajo. En estos momentos, el interés más bajo de los tres países está en torno al 8 por ciento; dos puntos más dan un nivel de aceptación del 10 por ciento. España está al 12, uno de los más altos de Europa; lo cual quiere decir que también estaríamos fuera de la UEM por este criterio de convergencia. El tercer criterio es el déficit del Gobierno, la diferencia entre gastos e ingresos, no sólo del Gobierno central, sino de las Administraciones Públicas (Comunidades Autónomas y Ayuntamientos). Ese déficit no puede ser más del 3 % del Producto Nacional. En el ejercicio pasado, en España tuvimos un déficit del 4,45 % del PIB. Por lo tanto, según este criterio, seguimos fuera de la convergencia. El cuarto criterio es que la deuda pública, la deuda de las administraciones públicas, no pase del 60 % del Producto Nacional. Esto es algo que sí que cumplimos, porque la deuda nacional española es del 46 % del Producto Nacional. Por lo tanto, estamos dentro del margen de convergencia en este punto. Se podría añadir un quinto criterio que es implícito, pero muy importante. La banda de oscilación de la peseta dentro del Sistema Monetario Europeo tiene que pasar, del 6 % actual, al 2,25 %, que es el normal en el Sistema. En este Sistema, una moneda, por ejemplo, el franco francés, sólo puede oscilar en
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En el SME hay tres países que tienen una banda ancha: uno es España, otro es Inglaterra y, más recientemente, Portugal. La banda ancha significa que tiene un rango de oscilación del 6 % para arriba y 6 % para abajo; o sea, un margen del 12 % para moverse. Para entrar en la Unión Monetaria Económica, todos los países tienen que estar en la banda estrecha. De manera que España tiene que reducir su banda de oscilación en 7,50 puntos porcentuales. ¿Qué significa en la practica el cumplimiento de estos criterios de convergencia? Significa lo que ha sido anunciado en el Plan de Convergencia. Es decir, qué medidas se van a tomar para: —Bajar la inflación al 4 % en estos cuatro años y medio hasta 1996. —A la vez, bajar el tipo de interés a largo plazo en 2 ó 3 puntos. N.B. Los niveles a finales de 1996 dependerán de lo que pase con los otros países, porque, si los otros bajan más la inflación, habrá que bajarla más. Las cifras que se están dando son las que existen a mediados de 1992, pero la convergencia se va a medir en el 96. —Hay que reducir el déficit fiscal. —La deuda pública puede crecer todavía un poco, pero su crecimiento no sería compatible con la reducción del déficit. —Quizá haya que reducir la paridad de la peseta para entrar en la banda estrecha. Estas cinco metas suponen un plan de ajuste bastante severo, porque la alternativa es aceptar la Europa de las dos velocidades. En términos futbolísticos, la existencia de una pri-
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mera y una segunda división. Es claro que nuestros gobernantes y hombres de negocios han optado por la primera división. En efecto, los países que en 1996 cumplan los criterios de convergencia, si son suficientes (y —añado yo— si está Alemania entre ellos), formarán la Unión Monetaria y Económica, tendrán una moneda única y, unos años después, un Banco Central único. Eventualmente formarán una Unión Económica como no se ha dado nunca entre países soberanos, sino más bien al interior de estados soberanos, como en Estados Unidos de América, o en la República Federal de Alemania, o en el Estado de las autonomías de España.
pondrán el acento en la contención salarial y en la liberalización del mercado de trabajo, tal como hemos visto ya en el Plan de Convergencia del Gobierno. —A la vez, el tipo de interés tiene que bajar. Hasta hace poco, la inflación, mal que bien, se ha contenido a base de un tipo de interés muy alto. Es decir, haciendo el dinero caro para que cueste más el uso del dinero: para que cueste más consumir, invertir, hacer casas, comprar coches, etc., porque los intereses son altos. Lo que tiene que hacer el gobierno ahora es combatir la inflación con más energía que en la actualidad, pero sin usar el tipo de interés, como lo ha estado haciendo. Es decir, el tipo de interés tiene que bajar. ¿Qué instrumento queda para bajar la inflación? Sólo hay dos: la política de rentas y la política fiscal. Política de rentas que, en teoría, también se tiene que aplicar a las ganancias del capital, pero que afectará desproporcionadamente al crecimiento de los salarios.
Los países que no cumplan los criterios de aceptación se quedarán al margen, dentro del Mercado Único —eso sí—, pero yendo a segunda velocidad en cuanto a la integración monetaria; en la segunda división, como si dijéramos. Estos países se integrarán en la Unión Monetaria tan pronto como cumplan los criterios de convergencia. Esta posibilidad es una opción para España. Y es una opción que, en mi opinión, habría que discutir a fondo: la posibilidad de ir a la segunda velocidad, porque nos va a costar tanto tratar de estar «a punto» en cuatro años y medio que hay que plantearse si merece la pena el esfuerzo. Muchos autores afirman que para ciertos países —y España podría ser uno de ellos— sería mejor integrarse en la Unión Monetaria cuando se den las condiciones para ello. Ésta es una opinión poco popular, pero nadie se ha molestado en examinar sus méritos seriamente. Este es un tema bastante serio. Si no se lo plantea el gobierno, se lo debería plantear la sociedad civil; y deberían planteárselo la Iglesia y cuantos piensan en los pobres y se preocupan por ellos. Nos debemos plantear si el costo de entrar en la Unión Económica Monetaria en enero de 1997, que cada día que pasa aparece como más ingente, merece realmente los sacrificios que se van a demandar e imponer a los más pobres de nuestra sociedad. Porque lo que hay que hacer no es un esfuerzo despreciable: —Combatir la inflación: los salarios no pueden crecer mucho. Y no es porque no deban crecer, sino porque medidas del gobierno van a hacer que los salarios no crezcan. Parece obvio que las medidas contra la inflación, a falta de nuevas ideas,
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Política fiscal, que consistirá en elevación de los ingresos, o sea, más impuestos (IVA al 15 por ciento) y menos gastos (p.e., reducción de las prestaciones por desempleo). En resumen, que nos esperan años de ajuste. ¿Convergencia macroeconómica contra convergencia real? Sobre todo la restricción del gasto público es un problema que afecta a la primera definición de convergencia, la convergencia real, porque ¿qué hay que hacer para llegar al nivel de vida promedio de la Comunidad? ¿Qué es lo que diferencia a españa de países como Francia, Bélgica o Alemania? Lo que nos diferencia es el nivel de vida. No el nivel de vida en Madrid o en Barcelona, sino el nivel de vida en los pueblos y en las ciudades pequeñas, como son Salamanca, Burgos, Palencia o Cuenca. «Convergencia real» implica elevar y dignificar la vida en el campo y eliminar las bolsas de enorme pobreza que hay en las ciudades, mejorar las comunicaciones, ofrecer mejor formación profesional y tener mejores universitarios y científicos en unas Universidades que eduquen mejor a la gente. En una palabra, para llegar a esta convergencia real, en el primer sentido descrito, hay que realizar en las áreas estratégicas
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un gasto público mayor y más eficiente de lo que hay hasta ahora; pero, por otro lado, ese gasto público no puede ser tal que contribuya al déficit. Lo que muchos nos tememos es que estos gastos no se realicen, porque son gastos de inversión; y sabido es que siempre es más fácil recortar los gastos de inversión que los gastos de funcionamiento. De ahí la posibilidad de que, por llegar a la convergencia macroeconómica, se sacrifique la convergencia real.
mente. El trato que se hizo con Maastricht es que los países menos eficientes hagan el ajuste, y la Comunidad les dé fondos para elevar sus infraestructuras, su capital humano, la formación profesional, la investigación y desarrollo y la Universidad.
Lo voy a repetir una vez más: entrar en la Europa de la primera velocidad, entrar en la Unión Monetaria y Económica en enero de 1997, es una operación que encierra grandes costos sociales para España. Sin embargo, hay que prepararse, porque estos costos van a venir, dada la determinación del gobierno. La operación no sólo es técnicamente complicada y difícil de lograr; es que, además, estamos viviendo una época de conflictividad social grande. En meses recientes hemos tenido varios conflictos laborales: la huelga del «metro» de Barcelona; la de autobuses en Madrid (a la que se sumó por algunas horas el «metro»); toda la conflictividad de Asturias; las explosiones sociales en Cartagena; la amenaza de huelga de camioneros; la media huelga general de mayo pasado... No son casualidades, sino que, obviamente, son el resultado de acciones de grupos de personas que quieren defender sus ingresos y su posición en la sociedad y en el reparto del Producto Nacional. Por lo tanto, nos tememos que a España le espera ajuste con una conflictividad anunciada.
Convergencia y cohesión Viendo todas estas dificultades, sin duda, Felipe González pidió en la reunión de Maastricht la creación de un Fondo de Gobierno que ayudara a los países en los que la convergencia tuviera mayores costos sociales. González afirmó que «no podemos hacer el ajuste sin que alguien nos ayude; por lo tanto, tiene que haber cohesión». De Maastricht se trajo González una promesa (incorporada a un protocolo, no al cuerpo del Tratado) de que habrá un fondo de cohesión dotado por los países más ricos para facilitar este ajuste que hay que hacer, logrando a la vez que los dos conceptos de convergencia no se excluyan mutua-
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Sin embargo, después de la Reunión de Lisboa de finales de junio, la cohesión está en entredicho. Apretados por los problemas económicos internos, los países ricos se echaron para atrás. Ni se determinó una fecha para el comienzo de los desembolsos del Fondo de Cohesión ni se fijaron cantidades. La presidencia inglesa (2.° semestre de 1992) y los alemanes están haciendo lo posible para que los fondos de cohesión no sean abundantes, sin darse cuenta (¿o quizá sí?) de que pueden estar defendiendo una comunidad de ricos dentro de la Comuniad Europea. Éste es el primer problema de solidaridad que tiene Europa. Un problema de solidaridad interna que proyecta sombras sobre la capacidad de la nueva Unión Europea que se diseñó en Maastricht para afrontar con generosidad los problemas de solidaridad con el mundo exterior. Las mezquindades que dominan las negociaciones presentes entre miembros de diferente nivel de desarrollo (lo que está en la raíz del «no» danés al Tratado de Maastricht) abonan los temores de quienes creen que la Unión Europea será una fortaleza cerrada para los que se queden fuera. «Fortress Europa», como dicen los norteamericanos. España, que está experimentando en su propia economía las cicaterías de los miembros más ricos de la CEE, debería aprender la lección y convertirse en adalid de la solidaridad hacia adentro y hacia afuera.
Los conflictos comerciales europeos y el GATT «GATT» es una sigla inglesa que significa «General Agreement on Tarifs and Trade»; en castellano, «Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio». («Aranceles» son los impuestos que se cargan a las importaciones). El GATT es una organización que existe desde la Segunda Guerra Mundial y está encargada de hacer que el Comercio Internacional sea cada vez más libre. Es decir, que no haya aranceles, porque encarecen las importado-
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nes y hacen que se compre menos; ni cuotas, que son restricciones cuantitativas; ni restricciones de naturaleza administrativa, lo que se llama «barreras no arancelarias». Un ejemplo de cuota: España anunció recientemente que este año (1992) sólo se iban a importar 12.560 coches japoneses. Esto es una cuota: sólo entran 12.650.
pales firmantes del GATT. Hay un problema que constituye el verdadero «hueso» del contencioso entre EE.UU., por un lado, y Europa, por otro: el de las subvenciones a la agricultura.
El mandato del GATT es tratar de que los países vayan desmontando gradualmente todo tipo de limitaciones al comercio. ¿Cómo lo hace? Organizando unas sesiones de negociación en que los países se ofrecen unos a otros, a veces en arduas negociaciones, reducciones de aranceles, de cuotas y, en general, de barreras al comercio. Existe en el Acuerdo una cláusula, llamada «Cláusula de Nación más Favorecida», que tiene la virtualidad de extender automáticamente las concesiones comerciales que haga un país a otro a todos los firmantes del Acuerdo General. De esta manera, los países grandes, que son los que más negocian —porque son los que más tienen que dar y recibir—, contribuyen a extender las reducciones de barreras comerciales en el mundo. La idea es que el comercio fluya entre los países, porque se cree que esto es una fuente de bienestar para el mundo. La experiencia de los veintincico años posteriores a la II Guerra Mundial así lo prueba. Fue aquélla una época de sustanciales reducciones de barreras al comercio que contribuyeron a multiplicar los intercambios y a lograr las mayores cotas de prosperidad que jamás haya disfrutado la humanidad en su conjunto.
La Ronda Uruguay» y la Política Agrícola Común En estos momentos está concluyendo una de esas rondas o sesiones de negociación, denominada «Ronda Uruguay», porque se inició en la ciudad uruguaya de Punta del Este hace ya 5 años. Probablemente, cuando este libro salga a la luz, la «Ronda Uruguay» habrá llegado a su fin. Ahora, cuando esto se escribe, parece que el final será feliz, moderadamente feliz, porque la Comunidad Económica Europea ha accedido a introducir ciertas reformas en su Política Agrícola Común (protestadas furiosamente por los agricultores franceses) para obviar determinados obstáculos que dificultaban el entendimiento entre los princi-
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Los EE.UU. también dan subvenciones a la agricultura, pero lo hacen de distinta manera que Europa. Mientras en Europa se recurre a los «precios de mantenimiento», en EE.UU. se opta por los préstamos fáciles a los productores agrícolas. Lo que se hace en Europa es fijar un precio de garantía (del trigo, por ejemplo), y entonces la Comunidad se encarga de comprar todas las cantidades que se produzcan por lo menos a ese precio, lo cual garantiza a los agricultores un precio y, generalmente, unos ingresos. Esto le parece a los EE.UU. que es una manera de crear excedentes, es decir, exceso de producción. La razón es obvia: si se garantiza un precio mínimo —que generalmente está por encima de los costos de los productores más ineficientes—, habrá una tendencia a producir todo lo que se pueda, y cuanto más y más, mejor. Por lo tanto, este sistema de garantizar precios lleva al exceso de producción. De hecho, la CEE tiene grandes excedentes de trigo, de mantequilla, de leche, de azúcar, de remolacha, de carne de vacuno... Y, como el tener grandes excedentes cuesta dinero, es necesario otro tipo de subsidios —aquí es donde entra el GATT—: subsidios para exportar esos productos sobrantes a otros países (por ejemplo, a los países árabes, a Egipto, a China, a la India: generalmente, a grandes consumidores de productos agrícolas). Aquí es donde la política agrícola común interfiere con el comercio internacional, porque, al subvencionar la exportación de excedentes, compite deslealmente —o con ventaja— con exportadores tradicionales que lo producen más barato, como son, en el caso de los cereales, EE.UU., Canadá, Australia, Argentina y Uruguay. Los EE.UU. también tienen un sistema de protección, que consiste en dar créditos baratos a los agricultores, pero sin interferir con los precios. El gobierno de los EE.UU., mientras no le toquen el sistema de precios, parece que acepta cualquier interferencia; es su manera de ver las cosas. Cuando esto se revisa para la imprenta, están reunidos en Munich los Siete Grandes, y se espera que de la reunión salga algún acuerdo para reducir los subsidios y llevar así la «Ronda Uruguay» a un final
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feliz. Estos últimos años, el tema ha costado muchas amenazas, disgustos y pequeñas guerras comerciales entre Europa y América que no han servido para crear confianza entre los socios de Europa.
La agricultura española en la CEE Vamos a abrir un paréntesis para hablar de la agricultura española en la Comunidad. España entró en la Comunidad tarde, en 1986, cuando ya se estaba empezando a desmontar la política agrícola común. Es decir, cuando este sistema —que acabamos de describir— de precios mínimos había producido ya tantos excedentes que la Comunidad estaba tomando medidas para que no se produjera tanto. La lógica de los precios mínimos lleva necesariamente a excedentes. Entonces empezaron a decir: «no podemos acumular excedentes indefinidamente», y se empieza a subvencionar a los agricultores para que no planten más viñas, para que no críen más vacas, siembren más trigo, etc. Precisamente cuando estas medidas se están empezando a aplicar, entra España en la CEE. Se ha dicho muchas veces que España negoció mal el pacto agrícola. En realidad, lo negoció del mejor modo que las circunstancias le permitían. El actual Ministro de Agricultura, Pedro Solbes, que fue el que negoció —y que ciertamente entiende mucho—, ha reconocido que quizá hubiese podido conseguir alguna migaja más, pero que era un mal momento. La Comunidad estaba desmontando el proceso, porque ya los agricultores franceses y alemanes —los que más se han beneficiado— estaban satisfechos, y España tuvo, de rebote, un mal trato en agricultura. Pero, ahora, este mal trato de la agricultura española (y de la ganadería, sobre todo) puede mejorar con las anunciadas reformas de la Política Agrícola Común, que promete, entre otras cosas, un aumento de la cuota de la leche para España. La Política Agrícola Común presenta otro problema de solidaridad, exterior esta vez. Porque con sus exportaciones subvencionadas ha afectado negativamente a los mercados y a las exportaciones de países menos desarrollados, que eran agentes importantes en esos mercados.
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La seguridad en la CEE: el Tratado de Schengen Un tercer problema de la solidaridad comunitaria es el problema de la seguridad europea, la manera como se entiende y las medidas que se han tomado para garantizarla. Schengen es un pueblecito de Luxemburgo donde se reunieron los países de la Comunidad, menos Inglaterra, Dinamarca y Holanda, para organizar la seguridad europea. Se reunieron los Ministros del Interior, los encargados de la seguridad en cada país, para comenzar una importante empresa de integración del trabajo policial y de control de las fronteras comunes. Es un plan donde se han puesto de acuerdo los Ministerios del Interior para el control de las aduanas, la circulación dentro de la Comunidad, la policía europea, el control de los ciudadanos, el control de la emigración, etc. Es decir, se ha creado un espacio policial que para los ciudadanos europeos es muy cómodo: vamos a poder ir a Francia sin carnet de identidad, como si pasásemos a Zamora. Ir a Francia, a Alemania, etc., es moverse por el espacio europeo como se mueve uno dentro de España. Durante todo 1992, los aduaneros han estado haciendo huelga, precisamente porque las mercancías y las personas van a atravesar las fronteras sin necesidad de trámites y sin enseñar ningún papel, y los aduaneros se quedan sin trabajo y están pidiendo que les reconviertan. Para todos los que no somos aduaneros, el Tratado es bueno; pero aquí hay un problema: ¿qué pasa con los que no son europeos, con los que no han firmado este tratado? Una consecuencia de este tratado es que ahora las fronteras exteriores, las que tenemos con otros países no comunitarios, son más duras, porque nosotros no exigíamos visado a los marroquíes o a los ciudadanos de la Republicana para entrar en España, y ahora sí se lo exigimos. Es decir, que ya no podemos hacer nuestra política migratoria en función de nuestros compromisos históricos, sino que ahora está en función de lo que digan los firmantes de Schengen. Lo cual trae como consecuencia también una policía más global, una especie de Interpol Europea, que podría amenazar las libertades individuales (piénsese, por ejemplo, lo que supondría un banco de datos europeo donde estuviéramos todos «fichados»). Schengen supone un pro-
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blema para la emigración, un endurecimiento de la política migratoria. En el capítulo anterior, ya hemos tocado la cuestión de la emigración. Basten aquí unas observaciones adicionales. España es un país con relativamente poca inmigración. Cualquiera que viaje a un país europeo (Francia, Holanda, Italia, Alemania, Inglaterra) verá que hay muchos más negros, indios, chinos, que en España, especialmente en algunas regiones. En Cataluña se va notando mucho más el impacto de la inmigración africana, pero ya empieza a haber pequeños problemas, como, por ejemplo, no dejar entrar a los negros en ciertos locales. De todas formas, España es un país que podría, sin grandes distorsiones sociales —si hubiera un poco de educación ciudadana—, absorber muchos más emigrantes. Tenemos un nivel muy bajo: 800.000 en toda España es una proporción muy pequeña de la población. Reconozco que es un tema delicadísimo, en el que entran en juego pasiones viscerales, prejuicios ancestrales, y sobre el cual la gente no piensa con la cabeza, sino con alguna otra parte del cuerpo. Realmente, todos llevamos algo de racismo dentro, y a veces sale de una manera muy fea. Creo que en España haría falta mucha más educación para la emigración, para aceptarla, para integrar esta faceta de la vida internacional y esta exigencia de la solidaridad entre los pueblos. Estamos en condiciones de absorber a muchos más emigrantes antes de que empiece a haber un problema como hay en Francia. Ahora bien, el problema que tenemos es que la política migratoria no la podemos hacer ya en España, en consideración a nuestas solas circunstancias, sino que es un asunto «europeo». Se está haciendo en consideración al problema que tienen Alemania y Francia con sus emigrantes y refugiados. Resumiendo: tres puntos parecen afectarnos especialmente: — El «ajuste». — La reducción de las ayudas económicas y los cambios en la política agrícola. — La política migratoria. Son circunstancias y situaciones que pronto van a empezar a afectar a nuestras vidas y al acontecer cotidiano de nuestras
ciudades y familias, particularmente las más pobres. Para la acción de los agentes de la solidaridad es necesario saberlo y prepararse a ello. El temor de muchos es que, viviendo volcados sobre nuestros problemas económicos nacionales y europeos, no nos queden energías para seguir ayudando a un mundo exterior que, en cualquier caso, y pase lo que pase con el Tratado de Maastricht, estará mucho peor que la media de los ciudadanos comunitarios, aun los menos afortunados. Las relaciones de la CEE con los países no-miembros Vamos a ver ahora aspectos importantes de la solidaridad europea con los países pobres. Europa, como continente de potencias coloniales, siempre ha tenido estrechos contactos con los actuales «países en vías de desarrollo» y «subdesarrollados». Examinamos aquí la actual política de la CEE con estos países, que fueron en su mayor parte sus colonias. En otros escritos he analizado la ambigüedad de las relaciones de la CEE con el mundo subdesarrollado. Una ambigüedad que consiste en desbaratar con la mano que hace el comercio lo que se realiza con la mano que presta la ayuda. Todo esto está relacionado con los daños que la Política Agrícola Común está haciendo a ciertos productores y exportadores tradicionales de materias primas y alimentos, a los que, por otro lado, ayuda con el Fondo de Desarrollo y el STABEX. La Comunidad Europea tiene obligaciones institucionales, en virtud de los Tratados de Lomé (Togo), con los países que llaman del ACP (África, Caribe y el Pacífico). Son 65 países, todos ellos ex-colonias más bien pobres de algunos de los miembros de la Comunidad. Cuando Francia e Inglaterra, fundamentalmente, disolvieron sus respectivos imperios, los países que habían sido colonias quedaron ligados económicamente a las respectivas metrópolis como mercados en los que éstas pudieran vender sus productos de exportación en unas condiciones favorables. Así, Inglaterra tenía lo que se llamaban las «preferencias de la Commonwealth», y Francia también ofrecía facilidades a sus antiguas colonias. A medida que se fue formando la Comunidad Económica Europea, en los pactos de la misma se mantienen las preferencias
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que cada país otorgaba a sus antiguas colonias. Por ejemplo, cuando entró Inglaterra en 1973, la Comunidad hizo suyas las preferencias de la Commonwealth. De ahí que en la CEE haya un fondo especial para el desarrollo de estos países, además de otras relaciones institucionales de ayuda preferencial y un sistema de precios para algunos productos como pueden ser el aceite de coco, el azúcar, el cacao, los mangos, etc. Es el Sistema STABEX, para estabilizar los ingresos de exportación de los países ACP.
la Comunidad tampoco». Así acabó el diálogo, y ahí se ha quedado el asunto de «ser puente» entre la CEE y América Latina.
Un ejemplo de esta ambigüedad es la política bananera de España con Centroamérica. «Bananera» en el sentido literal, y no figurado, de la palabra, porque se refiere a la importación de plátanos y bananas de Centroamérica, que España tiene bloqueada en la Comunidad para proteger a los productores canarios de esta fruta. España se ha estado distinguiendo entre los países de la Comunidad por su preocupación y su implicación política en el Conflicto de Centroamérica y ha prestado no pocas ayudas económicas a los gobiernos de la región: Costa Rica, Nicaragua, Guatemala... Sin embargo, cuando surgen las cuestiones comerciales, y los intereses locales se ven afectados por lo que sería una competencia leal y moderada, se pierden los papeles y se deshace en el campo del comercio lo que se está tratando de construir en el campo político. ¡Qué lástima!
¿España, «puente» para sus ex-colonias? Una cosa interesante a este respecto es que, cuando España estaba negociando su entrada en la CEE, los países de América Latina (antiguas colonias de España) pidieron al gobierno español que negociara para ellos un trato especial, como el que Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica habían negociado para sus antiguas colonias. Entonces la Comunidad señaló a los negociadores españoles que el criterio comunitario era hacer suyas las preferencias que los países individuales daban a sus antiguas colonias. «¿Qué preferencias dan ustedes a sus antiguas colonias?», les preguntaron en Bruselas. «Ninguna», tuvieron que contestar; porque España no daba ninguna preferencia especial a sus antiguas colonias. «¡Ah!, pues si ustedes no se las dan,
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Los problemas de Europa del Este Otro campo de interés para la CEE es Europa del Este, sobre todo porque representa un problema más inmediato, por proximidad geográfica de atracción de inmigrantes, para Alemania. Europa del Este es un problema que interesa a Europa por razones de proximidad, por temor a ser invadidos por los ciudadanos del Este, atraídos por el nivel de vida de las Comunidades del Oeste, y por la misma estabilidad del sistema. Otra preocupación es el uso de las armas atómicas, que quedan diseminadas por los restos de la antigua Unión Soviética y que quizá pudieran usarse en las guerras nacionales que puede haber allá. Así como las centrales atómicas, frecuentemente en un estado de mantenimiento lamentable, que pueden resultar un grave peligro para los países próximos. Todo este cúmulo de problemas de la Europa del Este afecta a Europa Occidental, por lo que la Comunidad ha asumido una responsabilidad muy importante. En estos momentos hay comprometidos 2.200 millones de ecus, que multiplicados por 130 pesetas (su actual equivalencia) suponen 286.000 millones de pesetas destinados a la ayuda alimentaria a Rusia y a los países del Este. De estos dineros no todo es donación: hay mucho de préstamo blando. En realidad, la mayor parte son préstamos baratos, con un tipo de interés bajo; pero es una cantidad de recursos colosal. La ayuda a Europa del Este afecta a la determinación de las prioridades de la ayuda exterior comunitaria. Mucho es de temer que sufran las partidas destinadas a los países ACP y de América Latina. La CEE, España y América Latina Tendríamos que ser más imaginativos y tener la capacidad de ver que en América Latina hay muchísimas y diferentes situaciones que merecen tratamientos diversos. Lo que está ocurrien-
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do en estos países, sobre todo en los que están saliendo de la depresión económica provocada por la deuda externa, es esperanzador. Pero no sabemos si es duradero. Todavía no hace mucho, sonó una alarma muy clara, que fue el golpe de Estado en Venezuela, fracasado por el momento. Una parte de los militares venezolanos se sublevaron contra Carlos Andrés Pérez, contra un gobierno democrático. Venezuela, un país con muy poca tradición golpista, llevaba mucho tiempo (desde la caída del dictador Pérez Jiménez, hace 40 años) con un sistema parlamentario. Entonces, ¿por qué ese golpe? Los militares salieron a la calle porque el ajuste que está realizando Venezuela por recomendación del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de los gobiernos occidentales, es un ajuste quizá necesario, pero que tiene un tremendo costo social. Y este golpe de Venezuela es un aldabonazo que ha dado la clase media, no los más pobres; desgraciadamente, los más pobres y más indigentes no mueven a los militares. Ha habido un proceso en Venezuela de una clase media que ha bajado tremendamente de nivel de vida, y esa clase media son las familias de los militares, entre otras, que siembran en el ejército ese descontento, porque se les hunde la prosperidad de que gozaron con el petróleo. En tal coyuntura, estos señores han recurrido a las armas, por esa inveterada y absurda obsesión que tienen los militares de «salvar a la patria». ¿De qué nos avisa el frustrado golpe de Venezuela? Nos avisa de que este modelo de ajuste que se está aplicando en los países de América Latina, en los países de la deuda externa, es un proceso con un costo social muy grande y que afecta a extensas capas de la sociedad, no sólo al 25 % más pobre de la población, que es fácil de absorber en nuestro sistema europeo1.
1. Hace poco leí un artículo en un periódico inglés en el que se decía que en Inglaterra hay cada vez más pobres, y que todo lo que se ha conseguido desde la Sra. Thatcher es que los más pobres sean cada vez más numerosos. Yo mismo he visto en Londres, no hace mucho, a más gente durmiendo en la calle de la que había visto en mi vida. Lo peor es que mucha de esa gente trabaja: no son vagabundos, borrachos, sino asalariados que no pueden pagarse una vivienda.
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La Comunidad no tiene relaciones institucionales con América Latina, ni le preocupan excesivamente sus problemas. Es cierto que ahora, desde que están España y Portugal en la CEE, en Bruselas se oye hablar más de América Latina. España, en este sentido, está sirviendo de puente entre las dos realidades. Pero en Bruselas no hay un especial interés al respecto. Lo que sí hay es el interés propio de cada país de no perderse los grandes mercados potenciales de América Latina, como es Brasil. En Brasil todo el mundo quiere tener puesto un pie para cuando, al fin, eche a andar el coloso, porque es un país que tiene una gran industria y grandes recursos naturales y científicos, aunque tiene también un grandísimo desorden y resulta ingobernable. Pero para el día en que se ponga en orden y active el tremendo potencial económico que posee, ningún país de Europa (Alemania, Italia, Francia, Inglaterra...) querrá perderse el festín. Por lo tanto, están de alguna manera relacionándose con aquel país, y también, cada vez más, con Méjico. Sabido es que Méjico está negociando un tratado para hacer un área de libre comercio con EE.UU. y Canadá. Y ahora todo el mundo está mirando a Méjico, por lo que puede tener de puerta trasera para entrar en EE.UU. De todas formas, en la CEE no hay unos vínculos institucionales grandes y sólidos con América Latina. En esto España está un poco en desventaja en la Comunidd, porque ella sí que tiene un compromiso que debe ser algo más que retórica. A propósito del Centenario del Descubrimiento, quisiera decir que me parece mal planteado, en el sentido de que los actos conmemorativos son excesivamente oficialistas. Son relaciones de cabezas a cabezas, y no se ha intentado hacer relaciones de pueblos a pueblos. Debieran haberse fomentado relaciones entre sindicalistas, agricultores, periodistas, estudiantes, amas de casa, etc. Sin embargo, ha sido para mí una gran alegría ver que en este año España ha intervenido en la paz de El Salvador, uno de los eventos más importantes del Centenario. Los que llevamos América Latina en el corazón tenemos que seguir luchando para que esto no se olvide y no se nos vaya todo para Europa del Este.
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La CEE y el fundamentalismo árabe Otro problema que tenemos a la puerta de casa es el fundamentalismo árabe, con los problemas de Argelia que fácilmente se pueden extender a la región. No tendríamos mucho que temer del fundamentalismo árabe si no fuera porque encuentra fuertes resitencias, dentro de los mismos países árabes, en las fuerzas laicas y modernizantes, que tienen un proyecto político y social completamente distinto. Ese enfrentamiento podría llevar a la desestabilización de la región, con el consiguiente aumento de la emigración y el evidente perjuicio para los intereses económicos que la Comunidad Económica tiene en la zona. Por esa razón, la preocupación de Europa es grande, y es de prever que se destinen también más recursos a la región. Los países del Este y los árabes del Sur son los polos de preocupación de la política exterior comunitaria y sus focos principales para la ayuda exterior. Le mueven los instintos de auto-preservación y de legítima defensa, dos poderosos impulsos que nada tienen que ver con la solidaridad ética y cristiana de la que hablamos en este libro, pero que pueden dar lugar, quizá más eficazmente que ella, a unos efectos beneficiosos en los países que reciben su ayuda. Es, sin embargo, importante ver qué valores se transmiten con la ayuda económica. Aquí hay muchísimo que hacer para que los países que empiezan con la economía de mercado (los países del Este) y los que quieren afirmar los valores y comportamientos occidentales (los países del Magreb) no se contagien del craso materialismo que a veces parece dominar en las deliberaciones de la Comisión Europea o en el Consejo de Ministros de la CEE.
La solidaridad de la CEE con el resto de países comunistas Aunque se haya hablado ya del «Fin de la Historia», y el presidente Bush haya celebrado el final de la guerra fría, hay que recordar que el comunismo no se ha acabado; que en China viven 1.200 millones de personas bajo ese régimen, y quedan Vietnam y Cuba en condiciones semejantes. Es decir, hay otro
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mundo no capitalista, con el cual también tendría la Comunidad Europea que saber relacionarse, no necesariamente para provocar en ellos rápidamente el mismo caos que padece la Unión Soviética. Nuestra tarea debiera ser no contribuir a que aquello se desmorone, sino intentar un conjunto de acciones imaginativas y solidarias para que el resto de países comunistas tengan un proceso menos traumático y más lógico que el de la Europa del Este. Ayudarles a ponerse a tono con lo que tienen que ponerse —que no sé exactamente que es—, en vez de estarles presionando para que su sistema se hunda en el vacío con ruidos de desastre. Creo que una posición europea mucho más humana y más solidaria con los pueblos que padecen esos regímenes —en la medida en que los padezcan— es ayudarles por las buenas a que lleguen a un sistema más democrático, más justo, más en consonancia con los tiempos, pero también que sea más estable y pacífico que las nuevas realidades de Europa del Este. ¿Quién quiere una guerra civil en China, que sería de terribles proporciones? Elogio de la austeridad En el capítulo anterior nos ocupamos extensamente de la solidaridad con los países del mal llamado Tercer Mundo. En éste hemos delimitado los que deben ser los compromisos de solidaridad de la Comunidad Económica Europea. La tarea de la solidaridad es inmensa y exige visión para superar esquemas mentales que, de puro rutinarios, se convierten en falacias; y valor para hacer sacrificios y renuncias. La solidaridad de los países ricos, como son los miembros de la CEE, tiene que basarse en una reducción del consumismo desaforado, del que falsamente nos han persuadido que es necesario para sostener el desarrollo económico de nuestra civilización. Estoy convencido de que, si seguimos por la vía del consumismo acelerado, el mundo está abocado a una absoluta ruina económica y ecológica. Tal vez tarde cien años en producirse, o quizá menos... Pero lo cierto es que vamos derechos, y con enorme celeridad, a un mundo invivible. Una de las causas fundamentales de esta situación es el consumismo acelerado. De tal manera que ya hoy, en los centros
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pensantes del capitalismo, se está planteando el problema de que no hay suficiente ahorro en el mundo. Ciertamente es éste un problema gravísimo en EE.UU.: no hay ahorro; y si no hay ahorro, no se puede invertir, no se pueden cambiar las infraestructuras, no puede haber verdadero progreso humano. En el capitalismo especulativo de este final de siglo, apenas se invierte en la creación de riqueza. A veces se llama «inversión» lo que es un mero cambio de propiedad de una riqueza ya existente. Para crear riqueza hay que invertir; y no se invierte, porque no hay con qué invertir; y no hay con qué invertir, porque no hay ahorro; y no hay ahorro, porque se consume desmedidamente. Luego el consumo no está llevando al sostenimiento del sistema, sino a su ruina. Pero ya no podemos proponer como alternativa, al menos por ahora, el socialismo; o, si lo proponemos, tendríamos que explicar muy bien qué socialismo queremos. Digamos que se puede ser utópico a otro nivel más bajo, que es el del consumo. Realmente podríamos plantearnos la reducción de nuestro consumo como una cultura de la pobreza, según decía Ignacio Ellacuría. Una «cultura de la austeridad», diría yo, para no asustar a nuestras sensibilidades occidentales. Es decir, tenemos que cambiar los valores sobre el uso de la naturaleza, sobre el uso de las cosas que sacamos de la naturaleza; con lo cual solucionamos los problemas del ahorro, de la inversión, del capital humano, del hambre en el mundo, del desarrollo, del crecimiento y de la ecología. La ecología es un tema importantísimo y bien urgente. Hace poco se ha descubierto otro agujero en la capa de ozono, esta vez encima de Europa. Estos daños ecológicos son el fruto de ese consumismo tan desaforado y descabellado. Los países más ricos estamos arruinando el planeta, no hacemos lo suficiente para cambiar las cosas y, en el colmo del cinismo, nos dirigimos a los países en vías de desarrollo que se están industrializando, como India, Brasil, México, Nigeria, Pakistán, etc., y les decimos: «¡cuidado con el planeta!», como culpándoles de su deterioro y cargando sobre ellos los costes de su reparación. (Volveremos sobre este tema en el capítulo 6).
El mercado es la alternativa a cualquier tipo de economía planificada o socialista. Se presenta incluso como alternativa a la economía mixta, en la que el Estado tiene una función importante en la regulación de la economía. Pero el mercado es, por naturaleza, in-solidario. Las virtualidades del mercado se basan en los comportamientos individuales, motivados por el lucro individual. Los efectos sociales positivos que de este comportamiento individual se puedan seguir no son automáticos ni están, por lo tanto, garantizados. Tienen que ser inducidos, alentados y defendidos por la misma sociedad en cuyo seno se da el fenómeno del mercado. Esperar del mercado comportamientos solidarios, en el sentido que hemos ido explicitando en las páginas anteriores, es como pedir peras al olmo; es esperar que el mercado produzca unos efectos para los cuales no tiene virtualidad alguna, antes bien, tiene virtualidades múltiples para lo contrario. La solidaridad implica frecuentemente hacer correcciones a los efectos de un mercado que, a diferencia del mercado ideal de los liberales ingenuos, no conduce, «como por una mano invisible», al bien de la sociedad en su conjunto, sino a beneficios de grupos muy particulares y estrechos. En esta parte vamos a enfrentar desde el punto de vista de la solidaridad, desde nuestro empeño en explicar y promover los comportamientos solidarios en la vida económica, la ideología económica dominante, que es la ideología del mercado. No pretendo destronar a un ídolo; sólo intento mostrar que, como aquella estatua del sueño de Nabucodonosor, ese ídolo tiene los pies de barro y, por lo tanto, necesita rodrigones y apuntalamientos para que no se caiga y comprometa en su caída el bienestar de los más débiles y menos protegidos.
5 El mercado: mito y realidad
La economía planificada ha muerto; ¡viva el mercado! La economía planificada ha desaparecido de Europa Occidental como instrumento de organización, ordenamiento y regulación de la economía. En la competencia con el capitalismo ha perdido. Los ciudadanos de los países comunistas de Europa prefieren otro sistema económico: el existente en los países de Europa Occidental, América, Japón y los países del ámbito capitalista. Quizá el socialismo no sea posible en un mundo en que también existe el capitalismo. «El socialismo en un solo mundo», en vez de «el socialismo en un solo país», sería la fórmula viable, porque, en virtud del inevitable contagio de apentencias que se produce en un mundo interconectado a través de los medios de comunicación, el capitalismo acaba por imponerse, probablemente porque apela más directamente a los instintos más profundos de los seres humanos (instinto de conservación, de posesión, de placer, de dominar a los demás, de libertad, etc.) y —dicho sea en su favor— es más compatible con una sociedad abierta, democrática y libre. La economía planificada, sin embargo, tiene al menos una apariencia de racionalidad, en cuanto que trataría de someter el acontecer económico a la conveniencia de la sociedad en su conjunto. Ante experiencias concretas de la falta de racionalidad
1. Pongo siempre esta acotación geográfica, porque el comunismo y la economía planificada siguen dominando en China y Vietnam, donde vive una cantidad no despreciable de ciudadanos del mundo.
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y humanidad de los resultados del mercado (desigualdad, retraso y pobreza), se pensó que con la planificación socialista se podrían obtener, más rápidamente y con más seguridad, unos efectos socialistas que el mercado no garantizaba. El economista polaco Oskar Lange, en los años treinta, en polémica con el economista americano Fred Taylor, trató de demostrar que la planificación es más eficiente que el mercado, porque por medio de la planificación se podrían conseguir en la vida real los valores óptimos de equilibrio general (precios y cantidades de productos y factores), cosa que por medio del mercado resulta poco menos que imposible .
12,7 % en 1985), y parece que pronto superará en sus logros económicos a la India, otro inmenso país que, en cambio, eligió la vía del mercado hacia el desarrollo, por lo que se solía compararlos4. Pero, a pesar de las ambiguas y vacilantes aperturas de la economía china, ésta sigue siendo básica y fundamentalmente una economía socialista . ¿Qué es lo que ha fallado en las economías planificadas? Que, a pesar de haber resuelto el problema de la igualdad básica de todos los ciudadanos, lo han hecho a unos niveles bastante bajos, en comparación con lo conseguido por una parte de la sociedad en los países capitalistas, aunque ciertamente superiores a los niveles alcanzados por los pobres en las sociedades capitalistas. Pero esto no basta; parece ser que llega un momento, cuando las necesidades básicas están suficientemente atendidas, en que la gente quiere mejorar —o quiere tener la posibilidad de hacerlo—, donde «mejorar» significa históricamente tener el nivel de vida que disfrutan las mayorías en los países más ricos. Por ejemplo, llegó un momento en la República Democrática Alemana en que sus ciudadanos, aunque tenían unos niveles de vida (empleo, cultura, salud, vivenda, deportes, etc.) bastante aceptables, comenzaron a ambicionar los niveles y la variedad de consumo que se daban en la República Federal (que conocían por la televisión). Si a ello se une el descontento por las limitaciones a la libertad (permisos para viajar al exterior, censura, monopolio político de un partido, etc.), los ciudadanos no aguantan más el sistema y demandan unos cambios que les llevan, por implicación, a rechazar la planificación económica, para disfrutar de las posibilidades que ofrecen las sociedades capitalistas que les rodean.
De hecho, los logros de la planificación económica en la historia reciente no son despreciables. Rusia era en 1919, al final de la Primera Guerra Mundial, un enorme país enormemente sub-desarrollado; en 1949, sólo treinta años después, se había convertido en una potencia atómica; en 1969, a los cincuenta años de la Revolución, la Unión Soviética era un país con un aceptable nivel de vida, un excelente sistema sanitario, una extensa red de comunicaciones y un ejército temible, con una tecnología militar y espacial sólo superada por la de los Estados Unidos, que habían comenzado su desarrollo por lo menos cien años antes . Esos logros se consiguieron con una economía centralmente planificada. Es ahora inverificable la hipótesis alternativa de si la URSS habría podido llegar adonde estaba en 1969 con una economía de mercado. Cuando la revolución comunista triunfó en China en 1949, el principal problema del país era el hambre y la mortalidad infantil; la esperanza de vida era de unos 50 años. Cuarenta años después, estos dos problemas se han resuelto casi en su totalidad. China está llegando al autoabastecimiento en alimentos, su mortalidad infantil se ha reducido al 17 por mil, y la esperanza de vida es ahora de 70 años. China creció a una tasa promedio anual del 10,3 % entre 1980 y 1988 (alcanzando un
2. Oskar LANGE, «On the Economic Theory of Socialism»: Review of Economic Studies, febrero de 1937. 3. Supongo aquí que el proceso de desarrollo de los Estados Unidos comenzó después de la Guerra Civil (1861-1865).
4. Cf. Banco Mundial, Informe sobre el desarrollo mundial. 1988, p. 28. 5. Aunque algunos expertos niegan que la economía china esté planificada en el mismo sentido que la soviética: «Si por "economía planificada" se entiende la que opera de acuerdo con un Plan Quinquenal detallado, científicamente justificado y comprehensivo, desagregado por años, calculado e implementado por una autoridad central, China no es ni ha sido nunca una economía planificada»: Michael ELLMAN, Socialist Planning, Cambridge University Press, 1979, p. 33. 6. Insisto en decir posibilidades, porque en la economía de mercado
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Sin embargo, parece que a nadie le importan ya los logros pasados de las economías socialistas. A la vista del descalabro económico de la Unión Soviética y de los restantes países del Este, nadie apuesta ya por un sistema que, una vez logrados unos objetivos mínimos —aunque, repito, no despreciables—, no es capaz de colocar a las economías nacionales en los grandes circuitos internacionales, donde se mueven el consumo moderno, la tecnología y las finanzas. Los países socialistas se han quedado al margen de esos circuitos y no han podido convivir con los países capitalistas, exportar productos a sus grandes mercados, recibir préstamos de ellos, ni competir con sus más avanzadas tecnologías. No es impensable que los países socialistas hubieran podido co-existir con el capitalismo si se hubieran encerrado en un bloque prácticamente autosuficiente, como en cierta manera está haciendo China. Esto, sin embargo, les habría hecho vulnerables militar-estratégicamente y, desde luego, no es lo que han querido sus ciudadanos ni, al parecer, sus propios gobernantes. Pero, desde el momento en que se propusieron integrarse en los grandes espacios capitalistas para acelerar su desarrollo tecnológico y económico, estaban perdidos. Sus economías no podían ofrecer las prestaciones que les exigía la competencia internacional. Ahora nos queda el capitalismo como único sistema socioeconómico con certificado de viabilidad, y el mercado como instancia ordenadora de la economía, en torno al cual tienen que girar todas las actividades productoras de riqueza. Eso dicen, por lo menos. Así, en general, esta afirmación es más declarativa que informativa, porque capitalismos hay muchos: el americano, el sudamericano, el japonés, el asiático, el europeo común, el neo-capitalismo de Europa del Este, etc. Y el mercado, por su parte, no abarca todas las actividades de los hombres, ni siquiera todas las económicas, como veremos a continuación. Nos queda un capitalismo que no se siente amenazado y, por lo tanto, no tiene contrapesos ni cortapisas; el capitalismo que, por desgracia, puede desarrollar sin impedimentos sus ten-
dencias más destructivas, en términos del individualismo, la falta de solidaridad, la explotación y el avasallamiento que lleva en sus propios genes.
algunos no conseguirán los niveles de vida que ansian, y más de uno echará de menos el nivel de vida que tenía en una economía planificada.
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Por lo mismo, es hora de desentrañar el nuevo mito del capitalismo triunfante y escatológico, no para destruirlo desde dentro, como si dijéramos —al menos, mientras no hayamos encontrado una alternativa viable—, sino para denunciar sus rasgos y tendencias más deshumanizantes y darle un rostro más humano. En este capítulo me ocupo del mercado como piedra supuestamente angular del sistema, y voy a tratar de mostrar la relación entre esta institución económica y los efectos buenos y malos que produce, para concluir con unas indicaciones de cómo regularlo.
Algunos límites del mercado Lo primero que hay que decir es que el mercado no lo es todo en la vida económica de la sociedad. Pero, antes que nada, hay que definir. Entiendo por mercado el conjunto de actos humanos necesarios para realizar transacciones de compra y venta de objetos, servicios o activos de cualquier género, en público (es decir, con conocimiento de por lo menos algunos miembros de la sociedad), repetidamente y en condiciones semejantes a como se transan productos y servicios de la misma especie. Una transacción no constituye mercado. Hace falta un número de transacciones de contenido semejante para hablar de un mercado específico y parcial. El ensamblaje de muchos mercados parciales es lo que constituye una economía de mercado . Lo esencial (y lo que más le distingue de la planificación como instancia ordenadora de la economía) es el intercambio de información y el acuerdo de voluntades relativamente libres sobre las condiciones y términos de la transacción. De esta manera
7. Por lo tanto, no es el lugar o espacio de tiempo en que se realizan estas transacciones {lugar del mercado, tiempo del mercado), sino la realización de las transacciones mismas en un lugar concreto o no, por teléfono, por intermediario, en tiempo real, o a futuro.
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genera una serie de decisiones individuales, normalmente independientes pero concurrentes y complementarias, que van configurando las dimensiones, la dirección y el ritmo del acontecer económico.
públicos, en cuanto que pueden votar contra las autoridades, (municipales, autonómicas o estatales) que deciden la naturaleza, calidad y cantidad de bienes públicos que se deben producir, si no están de acuerdo con sus decisiones. Hay, pues, un intercambio de informaciones y una interacción de voluntades, pero sin pasar por el mercado, sino más bien por los procesos democráticos de crítica y censura de la gestión pública. Los ciudadanos pagan por estos bienes públicos (al menos todos los que pagan impuestos); pero no pagan por ellos individualmente, es decir, en base a las cantidades y calidades que consumen, como sucede con los bienes privados. Al interior de las familias hay algunas transacciones importantes que no pasan por el mercado. En concreto, las herencias, por medio de las cuales se traspasa la riqueza, grande o pequeña, de los antecesores (normalmente) a los herederos; pero también la prestación de los servicios paternos, es decir, las transferencias de dinero de los padres a los hijos para el sustento, educación y recreación de éstos, mientras viven en la casa de los padres; las prestaciones domésticas de las amas de casa o de los familiares —transacciones que tienen un precio de mercado y se contratan a través del mercado de servicio doméstico, cuando las prestan personas exteriores a la familia.
Transacciones que no pasan por el mercado Pues bien, si esto es el mercado, podemos afirmar que hay muchas transacciones y actividades económicas que no se realizan en ningún mercado. Por ejemplo, la producción y disfrute de bienes públicos. Por «bienes públicos» se entienden todas aquellas cosas cuyo disfrute no es exclusivo, es decir, que pueden ser consumidas o usadas simultáneamente por muchas personas. Me refiero a cosas como la «ley y el orden», el ordenamiento jurídico y el sistema legal de un país, que, al garantizar la protección de la propiedad privada y la validez civil de los contratos, constituye la base de toda actividad económica. Podemos ver en los países del Este de Europa, donde este sistema legal no está totalmente establecido, lo difícil que resulta el funcionamiento del mercado. Otros bienes públicos son la salubridad del ambiente, la limpieza del aire, la iluminación de las calles, la seguridad ciudadana, la defensa nacional (recuérdense los 303.600 millones de dólares que el gobierno de los Estados Unidos empleó en 1989, sin pasar por el mercado, en la industria militar), un concierto al aire libre, los payasos de las Ramblas, etc. En general, pertenecen a la categoría de bienes públicos las prestaciones de las autoridades, lo que llamamos «servicios sociales», aunque tengamos que pagar algo (nunca su coste de producción real) por ellos. La producción y consumo de toda esta gama de bienes públicos, que son tan importantes en la vida cotidiana de los ciudadanos, no depende del mercado, es decir, del intercambio de información y de las decisiones individuales de los usuarios y productores. El procedimiento es completamente distinto. La producción es decidida centralmente (por las autoridades o instancias competentes), lo cual se parece más bien a la economía planificada que al mercado. Bien es verdad que en un sistema democrático hay un control por parte de los usuarios de bienes
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La asignación de recursos a instituciones (religiosas, de beneficiencia, culturales, deportivas) por vía de donaciones son transacciones importantes que no pasan por el mercado. Así se han fundado y se financian en gran medida iglesias, hospitales, museos, la Cruz Roja, Amnesty International, los boy-scouts, los clubs de fútbol (aunque éstos han cambiado recientemente), etc. Tampoco se hace a través del mercado la distribución de los recursos al interior de muchas de estas instituciones —pensemos en una comunidad religiosa— y su asignación a los beneficiarios. Aunque a veces paguemos algo, no «compramos» realmente la prestación (¿cuánto vale realmente el contemplar un Goya: lo que vale la entrada al museo?). Las transacciones al interior de las empresas Más importancia cuantitativa tienen las transacciones que se dan al interior de las grandes empresas, normalmente multinacio-
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nales. Las compraventas, préstamos y transferencias de carácter interno se hacen según criterios de la planificación interna de la empresa. Al interior de las empresas no rige el mercado, sino decisiones centrales que asignan recursos a las distintas unidades y deciden cómo se divide el trabajo entre ellas. Este fenómeno puede ser mayor de lo que parece, ya que una gran parte (quizá el 30 %) del comercio internacional en manufacturas es comercio intra-empresa, que no sigue las reglas del mercado.
como un ejemplo típico de bien público, porque hasta hace poco nadie le discutía esta cualidad. Pero estamos viviendo tiempos en que la provisión de seguridad ciudadana por parte de las autoridades es defectuosa, sobre todo por el aumento de la criminalidad ocasionado por el tráfico y consumo de drogas. Se ha generado así un defecto de oferta (y un exceso de demanda) que empresas privadas de seguridad se han aprestado a suplir. De esta manera, la seguridad se ha convertido parcialmente —o para algunas personas— en un bien privado que se compra y se vende en el mercado y del que disfruta exclusivamente el comprador, y nadie más, ni siquiera su vecino (aunque hay defectos externos al consumo de seguridad del que se pueden beneficiar los vecinos).
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Otra importante actividad es la compra de empresas, que no se suele hacer en un «mercado de empresas», sino que se hace de una forma totalmente diferente . En la medida en que la actividad económica en el mundo es realizada cada vez más por grandes empresas —un fenómeno de concentración bastante evidente—, en esa misma medida se extiende el «sistema de planificación», como decía Galbraith («El nuevo estado industrial»), y disminuye el sistema de mercado. Una conclusión importante de esta sección es que el mercado no lo es todo: que importantes áreas de la actividad económica, que inciden en el nivel y calidad de vida de los ciudadanos, no pasan por el mercado en las sociedades capitalistas desarrolladas. Lo cual muestra que sigue habiendo otros principios de organización de las actividades económicas, además de la desprestigiada planificación central. Esto sea dicho para consuelo de los que ven con aprensión el avance de la ideología y práctica del mercado.
El mercado avanza: las privatizaciones Sin embargo, no se puede negar que el mercado avanza a costa del sector público de la economía en algunos campos, así como se repliega en otros. Avanza el mercado en el área de algunos bienes públicos que se han convertido en bienes privados. Tomemos el ejemplo de la seguridad ciudadana. Antes lo puse
8. La empresa americana Reynolds-Nabisco fue comprada en 1989 por KKR por 24.000 millones de dólares = 2,4 billones de pesetas (la vigésima parte del producto nacional de España).
Este tipo de privatización de los bienes públicos se ha dado también en el correo, la educación, la medicina, el transporte, etc., terrenos en los que los fallos en la provisión de ciertos bienes públicos esenciales han abierto camino al mercado, que los convierte en privados. Este proceso, hasta ahora, ha sido natural y espontáneo. Quiero decir que el mercado ha entrado donde se había creado previamente, y sin pretenderlo, un espacio vacío. Otra cosa es que, por principio, por prejuicio o por afán de lucro, salga al mercado la prestación de unos servicios que las instancias competentes prestan suficientemente. Esto sería, naturalmente, un fenómeno anti-social, porque restringiría el consumo de bienes públicos básicos a las personas y grupos sociales que los puedan comprar a su valor de mercado. Pongamos el caso de que sea privatizada la RENFE. La empresa privada que explotara los ferrocarriles españoles tendría que elevar enormemente (tres o cuatro veces) las tarifas para poder ganar dinero. El viaje y transporte por ferrocarril se convertiría en un lujo relativo y perdería la función social que hoy tiene (y que produce pérdidas). Otra cosa es privatizar la producción y venta de bienes privados que realiza el Estado por medio de empresas públicas como Hunosa, Astilleros, Paradores, Agencias de Viaje, Teléfonos, etc. En principio, el Estado no tiene por qué producir bienes privados cuando hay empresas privadas que están capacitadas y deseosas de producirlos. Puede que la empresa pública sea tan eficiente o más que la privada (en este tema dominan
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los prejuicios); el problema está en que el sector público tiene recursos limitados y debe dar preferencia a la producción de bienes públicos. La situación sería diferente si no hubiera empresas privadas que quisieran y pudieran producir ciertos bienes privados que, por su naturaleza, son de interés social: acero, cemento, motores o medicinas. El Estado puede legítimamente entrar en un espacio no ocupado por empresas privadas para producir bienes privados de interés social. Ésta fue la razón de ser del INI y de la intervención del Estado en fomentar el desarrollo español, en dar ese «big push» que el capital privado no tenía fuerza para realizar. En realidad, el INI tuvo bastante éxito por un tiempo. Su problema fue que no supo mantenerse fiel a su misión de abrir brecha a la inversión privada, en vez de convertirse en un hospital de empresas para salvar unos puestos de trabajo determinados que quizá no convenía —y a la larga no se ha podido— conservar.
cuando haga falta, y con sus secretos designios. Vamos ahora a ver rápidamente algo sobre la historia del mercado.
La hegemonía de la ideología del mercado La realidad del mercado avanza en algunos sectores y se repliega en otros, pero la ideología del mercado, la exaltación del mercado, avanza en todos los terrenos. Esta es una situación preocupante, como los son todas las absolutizaciones, sobre todo en una esfera tan opinable como es la económica. Es muy diferente la visión pragmática del acontecer económico (que reconoce muy diversas circunstancias y casos y, por lo tanto, propugna soluciones diversas y matizadas) de la visión dogmática, que preconiza en principio y para todos los casos y circunstancias la sustitución de los mecanismos económicos del sector público por empresas privadas, sean éstas competitivas —lo que correspondería a la ideología— o monopolísticas, que se dan de patadas con la fundamentación de la eficacia del mercado. Estamos, pues, ante un caso de fanatismo económico que no siempre es lo suficientemente ilustrado por la ciencia económica aceptada, sino que se basa en prejuicios e intereses muy particulares y en situaciones muy concretas que se quiere hacer pasar por casos generales. Ante esta ideologización es necesario que entendamos bien la realidad histórica y social del mercado para poder enfrentarnos mejor con la ideología del mercado,
El mercado en la historia No pretendo hacer una exposición exhaustiva de este tema. Sólo algunas observaciones. El mercado en tiempos primitivos —digamos, desde la más remota antigüedad hasta el siglo XII— era una situación de todos bien conocida. El mercado tenía lugar en días determinados, en lugares precisos (Medina del Campo, Brujas, Nantes, Colonia, etc.), donde los participantes tenían tiempo y posibilidades de conseguir una información relativamente adecuada. Las fechas del mercado eran fechas festivas, celebradas en torno a festividades religiosas (me estoy refiriendo a la Edad Media, naturalmente), con procesiones y sermones y mucho tiempo para recorrer los puestos de los vendedores, informarse, comparar precios y calibrar la calidad de los productos. Estas circunstancias hacían posible que, en general, la gente tuviera una idea más o menos acertada de lo que valía cada cosa, en términos del tiempo que se necesitaba para producirla. La gente sabía lo que llevaba producir una espada o unas herraduras, un abrigo de lana, una jarra de vidrio o una puerta. Los precios medidos en tiempo del trabajo necesario para la producción del artículo eran comúnmente conocidos. El problema del precio justo, que es el problema del mercado en la época, se resuelve apelando al intercambio de mercancías de igual valor (igual tiempo de producción), aun cuando media el dinero (siempre que no haya inflación). Los agentes del comercio en esta época son los mismos productores, agricultores y artesanos, que producen más de lo que consumen para conseguir con los excedentes las mercancías que necesitan. No son mercaderes profesionales, y el mercado es para ellos la ocasión de disponer de sus excedentes y, por ende, una manera de premiar su diligencia o su inventiva (productividad, diríamos ahora). Los problemas serios comienzan cuando aparece una clase de mercaderes profesionales que traen mercancías de regiones remotas, primero de regiones apartadas de Europa, posterior-
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mente de las Indias y de China (las famosas especias), cuyo precio ya no es comúnmente conocido. Los mercaderes entonces tratan de extraer a los compradores el mayor precio posible, dependiendo de la fuerza de los deseos de los consumidores (es un mercado de vendedores, diríamos ahora). La cuestión del «precio justo» se complica. Ya no se puede apelar al tiempo de producción, que no se conoce, ni se puede ignorar la influencia de la demanda. La cuestión se resuelve con una llamada a la común estimación de la comunidad, es decir, a los precios a los que esa mercancía normalmente se vende, teniendo en cuenta las variaciones de la demanda y la oferta, que son analizadas con gran agudeza por los moralistas de los siglos XVI y XVII. En resumen, el mercado está controlado por la sociedad a través de las «estimaciones comunes» (una forma de actuar de la sociedad civil), que posteriormente se consolidan en disposiciones legales, y vigilado por los preceptos morales de los predicadores.
abarca todas las medidas de control de los intercambios de mercancías y movimientos de factores que conocemos en nuestros días. En realidad, el mercantilismo es tan antiguo como el comercio mismo; como parte del control de la economía por la sociedad, el comercio exterior siempre estuvo bajo el control de las autoridades en una forma u otra. Sin embargo, en los siglos XVII y XVIII se sistematiza, se perfecciona, se aplica sin miramientos y se defiende a nivel teórico. De esa manera, el control de las transacciones exteriores se convierte en una pieza clave del poder político (por la financiación de ejércitos permanentes y la producción industrial de armamentos y equipos bélicos).
De la economía social a la economía real Desde muy antiguo, los pueblos pensaban que la economía era una cosa tan importante que tenía que ser dirigida, controlada y legislada por la sociedad en su conjunto, a través de los poderes públicos, además de las instancias religiosas (prohibición del interés, recelos sobre el comercio, diezmos, etc.). A efectos de nuestra situación presente, es relevante la concepción económica que se va configurando durante la formación de los estadosnación modernos. Los estados se forman en un proceso de fortalecimiento de la monarquía, que, en lucha contra los poderes y contra-poderes locales, tiende a hacerse absoluta. La economía pública y sus principales actividades (emisión de moneda, impuestos, comercio exterior) aparecen como prerrogativas reales, en cuyo ejercicio se manifiesta la soberanía de los monarcas. Al fortalecerse las monarquías absolutas, se va endureciendo de diversas formas el control de las economías nacionales por parte de la corona. Uno de los objetivos del arbitrismo real es el comercio exterior («una continuación de la guerra por otros medios», parafraseando a Maquiavelo o a Clausevitz), que se organiza de una forma que se ha caracterizado como mercantilismo. Este nombre cubre una gran variedad de realidades y
El mercantilismo El comercio internacional se concibe como un «juego-sumacero», es decir, como una actividad en que uno gana y otro pierde, y no, como habría de hacerse en tiempos modernos, como un juego de suma positiva, en que todos pueden ganar si se organiza bien. La preocupación por las balanzas de pagos bilaterales (de país a país) y, en consecuencia, la modulación de las relaciones bilaterales son un reflejo de esta mentalidad. Esta manera de concebir el comercio parte del supuesto falso de que la actividad económica internacional es fundamentalmente estática y el comercio entre naciones es una manera de repartir una masa de productos prácticamente dada. La situación llega a ser asfixiante para un tipo de actividades económicas que se van fortaleciendo con los adelantos técnicos (la aplicación de la física a las técnicas de producción, como la máquina de vapor) a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX. Los nuevos empresarios —artesanos, en realidad, que, por medio de la división del trabajo y la agrupación de trabajadores en «fábricas», alcanzan unos niveles considerables (para aquellos tiempos) de producción— empiezan a rebelarse contra los controles, los impuestos y las prohibiciones, que aumentan sus costos e impiden la difusión y venta de sus productos en todo el territorio nacional y en el exterior. El lema «Laissez-faire, laissez-passer» es en realidad un grito de rebeldía contra la excesiva regulación estatal de la eco-
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nomía. Es también el grito de guerra del liberalismo económico. La novedad que aporta el liberalismo al tema del mercado es que defiende la auto-regulación del mismo, postulando la existencia de una especie de armonía pre-establecida que hace que, siguiendo cada cual de una manera eficiente y éticamente razonable su propio interés, se logre el mayor beneficio de la colectividad, «como si una mano invisible», diría Adam Smith, «se encargara de conseguir este resultado». La regulación del mercado desde fuera no es necesaria, y sólo hace falta un orden jurídico que haga posible el buen funcionamiento de los mecanismos auto-reguladores del mercado, especialmente la competencia.
recursos que hace el mercado es posible que se produzca más cantidad que de ninguna otra manera conocida y experimentada, pero no se reparte mejor, según criterios de igualdad y equidad. Ya los primeros liberales, Smith, David Ricardo y John Stuart Mili habían notado que la distribución del producto entre las clases fundamentales de la sociedad (el concepto de clase social es de ellos) no se hace sin conflicto. Todos veían que a la hora de repartir no había mano invisible, sino que entraban en juego factores de poder social basados en la fuerza, el privilegio y la desigualdad económica (valores, todos ellos, poco «liberales»).
El exceso de regulación provocó históricamente un rechazo de la regulación «tout court» del mercado, rompiendo siglos de tradición e inaugurando los nuevos tiempos de la «economía de mercado». Smith no defiende una libertad salvaje, de «zorra libre en gallinero libre», como se dice vulgarmente, sino una libertad temperada y modulada por los «sentimientos morales» de los individuos y el reconocimiento de la igualdad de derechos de todos los participantes en el mercado, sancionada por las leyes civiles. Pero Adam Smith y, mucho más, sus seguidores han demostrado ser unos optimistas y unos ingenuos al no tener en cuenta un fenómeno —del que Karl Marx fue consciente desde el principio de la revolución industrial—: la tendencia del capitalismo a la concentración de empresas. Una concentración de las actividades de una industria en menos empresas, cada vez mayores, a la que se llega por medio de la lucha competitiva (como decía Marx, «la explotación del capitalista por el capitalista»). Esta concentración aumenta el poder de monopolio de las empresas supervivientes, cada vez más grandes, y su influencia en los mercados, mermando los efectos reguladores de la competencia.
Los neo-clásicos, o marginalistas, enfrentaron la cuestión de la distribución de una manera no conflictiva: eliminaron el concepto de «clase» como sujeto paciente de la distribución y, en su lugar, pusieron los «factores de producción» (sin propietarios, despersonalizados, en un vacío social) como cantidades «in abstracto» de los recursos productivos. La distribución, es decir, el pago de rentas a los que viven de la tierra, de salarios a los que viven del trabajo, y de beneficios a los que viven del capital, como lo describían los clásicos, se convierte en la determinación de los precios de los factores: tierra, trabajo y capital. Por medio de la aplicación ingeniosa del cálculo diferencial al problema, se llega a la solución de que, pagando a cada factor el valor de su producto marginal (la derivada parcial del producto total con respecto a cada factor), se gasta todo el ingreso generado, sin que sobre ni falte nada, que es como se había planteado el problema. Así se llega a una regla no conflictiva de la distribución. El conflicto desaparece, y se introduce la armonía preestablecida en la esfera de la distribución. Todo esto es una técnica cargada de ideología que no puede ocultar los problemas sociales que genera la segunda revolución industrial, a finales del siglo XIX, ni las sucesivas crisis de desempleo. En la Gran Depresión (1929-1935) esta idea del reparto automático y aséptico se viene abajo.
El mercado no reparte equitativamente
El mercado no reparte bien. Y por eso se acepta ya comúnmente, sin oposición de nadie, la necesidad de un sistema
Pronto se vio que el funcionamiento del mercado tenía imperfecciones graves, la peor de las cuales es, sin duda, la mala distribución de la riqueza que se genera. Con la asignación de
9. Aplicación del Teorema de Euler a unas funciones de producción que se suponen homogéneas de grado uno.
El liberalismo como protesta
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de redistribución que enmiende y compense las desigualdades que genera el mercado. El mercado, en general (aunque hay muchas excepciones), asigna los recursos eficientemente para la producción de la riqueza, pero el Estado tiene que intervenir para rectificar la distribución que de esa riqueza hace el mismo mercado. El sistema fiscal y el de Seguridad Social y la producción de bienes públicos por parte de las autoridades constituyen una red de mecanismos de redistribución que hacen más tolerable la existencia de desigualdades en la vida económica.
empresas que dañan el medio ambiente), el mercado hará desastres. En concreto, aumentará y profundizará las diferencias entre ricos y pobres, como está haciendo ahora mismo ante nuestros ojos; nada parecido a un «orden».
Sin la existencia de estos mecanismos correctivos, las diferencias entre clases y grupos sociales sería mucho mayor, como se puede ver en países subdesarrollados, donde, entre otras cosas que funcionan mal, existe un deficiente sistema fiscal y de seguridad social. Esas terribles desigualdades que hay en Brasil, El Salvador, la India o Suráfrica no son fruto del subdesarrollo en abstracto, sino del funcionamiento más o menos libre del mercado, cuyos efectos distributivos no son contrarrestados por el Estado, el cual, por regla general, sirve a los intereses de los más ricos. La experiencia de estos países nos debe dar una pista de lo que ocurriría en nuestros países más desarrollados y «civilizados» si se desmontaran los mecanismos de redistribución (seguridad social pública, Estado de bienestar, legislación laboral, etc.) para crear más espacio al mercado.
La generación del sub-desarrollo A nivel internacional, donde no existen auténticos mecanismos de redistribución, el fallo del mercado en términos de equidad y de aproximación —no igualación— de los niveles de vida de los países es notable. A nivel internacional, no se puede dejar al libre funcionamiento del mercado el principio de orden. No podemos tener un mundo medianamente cohesionado —palabra de moda—, solidario —menos de moda— y, en definitiva, estable, si los desaguisados distribucionales del mercado no son de alguna manera corregidos por la comunidad internacional, que debe arbitrar alguna manera de realizar una mínima redistribución entre países. Dejado a sí mismo y funcionando como lo hace a niveles internacionales, con menos regulaciones y trabas que a nivel nacional (los bancos, por ejemplo, y las
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Cuando el mercado no asigna bien los recursos El mercado tiene otros defectos, incluso en su función de asignar recursos. El mercado funciona mal cuando hay una divergencia entre los costos y beneficios privados —que son los únicos que cuentan en las ofertas y demandas privadas de bienes privados— y los costos y beneficios sociales. En este caso, la asignación de recursos que hace el mercado no es socialmente la mejor. Si el beneficio privado de un bien es inferior a su beneficio social, se producirá —por medio del mercado— una cantidad de ese bien inferior a lo que sería necesario para satisfacer las necesidades de la sociedad. Pensemos, por ejemplo, en la ciencia, la cultura, el arte, la sanidad, el deporte y cosas parecidas, en las que el mercado nos deja sistemáticamente desabastecidos. Pero también podemos pensar en semiconductores, ordenadores, equipos de precisión, nuevos materiales, la lucha contra el cáncer o el SIDA y otros bienes privados que, por su naturaleza, tienen gran influencia en la elevación tecnológica y, por lo tanto, competitiva de un país. (En estos campos, el beneficio social es mayor que el beneficio privado y, por lo tanto, hay una producción de ellos menor de lo que sería bueno para la sociedad). Por el contrario, si el costo social de un determinado producto es mayor que el costo privado, nos vamos a encontrar con una abundancia perjudicial del producto en cuestión. El caso más notable es el de la polución ambiental. El costo de los vertidos perjudiciales al medio ambiente es mucho menos para una fábrica que se libra de ellos (quizá se reduzca al costo del transporte hasta el río) que para toda la sociedad, empezando por la fábrica que recibe los residuos contaminantes aguas abajo. El sistemático y grave daño al medio ambiente que la actividad económica de los últimos cien años ha causado es, probablemente, el mayor daño originado por el mercado privado a la sociedad.
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Y éste es un problema de asignación, que es el lado fuerte del mercado, no de distribución, que ya sabemos que es su lado débil. Por medio de la operación de mercados no regulados, se ha hecho un daño incalculable (las generaciones futuras lo calcularán) al medio ambiente, a la calidad de vida de nuestras generaciones y, sobre todo, de las futuras. Nadie niega ya que el mercado tiene que ser corregido por la sociedad para evitar la continuación de daños a la ecología y a las condiciones físicoquímicas de vida en el planeta. Los costos sociales tienen que ser «interiorizados» por las empresas, es decir, pagados por ellas, para que no causen tanto daño. Las multas y compensaciones que se imponen por la vía judicial a las empresas que dañan el medio ambiente (el caso del petrolero Exxon Valdez) son una manera de interiorizar estos costos y de igualar los beneficios y los costos totales de la actividad de estas empresas. Las empresas que dañan el medio ambiente —y casi toda la actividad industrial lo daña un poco— no interiorizarían los costos, convirtiéndolos en costos privados, si no fuera por la acción externa al mercado de la sociedad.
Curiosamente, nadie está en contra de estas limitaciones al libre funcionamiento de la oferta y la demanda de armas nuclares. ¡Luego el mercado no debe ser absolutamente libre de controles!
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El comercio de armas; abuso del mercado El beneficio privado de la producción y venta de armas es también mucho mayor que su beneficio social, lo cual no es bueno para la sociedad en su conjunto, porque en la actualidad tenemos que lamentar un sobre-armamento de la sociedad, que se da precisamente en los elementos menos estables y más peligrosos de ella. La venta de armamentos no sólo hace más mortal la criminalidad normal de las grandes ciudades, sino que hace más mortíferas y dañosas las guerras que se dan en Centroamérica, en el Golfo Pérsico y en Europa del Este (¿quién vende armas a serbios y croatas?). Todos los países apoyan tratados y provisiones diplomáticas para restringir la venta de armas a regiones en conflicto, y de cierto tipo de armamentos —especialmente nucleares y químicos— a todos los países que no los tienen. El Acuerdo de No-proliferación de Armas Nucleares no es ni más ni menos que un correctivo al mercado; un mercado clandestino, pero muy activo en algunas regiones, de armamento nuclear.
«Reductio ad absurdum» del mercado: el tráfico de drogas Y no digamos nada del producto —no podemos llamarlo «bien»— cuyo beneficio privado es infinitamente mayor que su costo social (que es infinitamente negativo): me refiero a las drogas. El tráfico de drogas es la más solemne reducción al absurdo de la libertad de la oferta y la demanda, la misa negra del mercado y de toda su teología. Porque, a fin de cuentas, la plaga de la droga se reduce a una cuestión de oferta y demanda: por parte de los campesinos peruanos, colombianos y bolivianos que producen coca, porque está mejor pagada que el café (una decisión «racional» que debe aplaudir la Escuela de Chicago); por parte de los intermediarios que compran la coca y se la venden a los «carteles» que la procesan, haciendo beneficios del 100 %; por parte de los traficantes, que con gran riesgo —y un beneficio adecuado (en la mejor tradición de la Escuela Austríaca y de Von Hayek)— la introducen en los mercados industrializados; por parte del «camello» que la vende al por menor en un mercado muy competitivo; por parte del drogadicto de acera, que, debiendo recibir su dosis como pago, promueve ventas a la puerta del colegio para conseguir su comisión en especie. Todos se portan de acuerdo con las reglas del mercado: oferta y demanda en toda la línea. El mercado de drogas es un mercado en el que se obtienen enormes beneficios y que, por lo tanto, en buena lógica del mercado, atrae ingentes capitales (asignación de recursos escasos, diríamos los técnicos). Esos capitales sirven, de paso, para corromper a políticos y policías, hacer negocios sucios, fuga de capitales y evasión fiscal. ¿Quién puede decir, en fin, que este mercado no necesita regulación, y más que regulación...? En menor grado, el comercio del tabaco, que es un elemento nocivo para la salud humana, y el de las bebidas aleó-
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holicas (que usadas en exceso —cosa frecuente y hasta natural— causan daños personales y sociales, como, por ejemplo, accidentes de circulación) representan mercados en que los costos sociales no se corresponden en absoluto con los beneficios privados de los productores. Por esta razón , todos ellos son mercados regulados en todos los países (y en otros países más que aquí) por grupos de edad, por horas de venta, por establecimientos con licencia para vender tabaco y bebidas, etc. Todos estos ejemplos muestran, en definitiva, que la divergencia entre costos y beneficios sociales y privados justifica —y todo el mundo lo acepta, neoliberales incluidos— la intervención en este mercado de los poderes públicos en representación de la sociedad.
en un mundo complejo, muy distante de los modelos asépticos de la competencia perfecta, las imperfecciones de los mercados dominan de tal manera la arena económica que pocos son los mercados que se puedan considerar libres de la necesidad de una intervención en un momento u otro. Podemos recordar, para abundar en el tema, los mercados de cambios —que sería el ejemplo más próximo al ideal de competencia perfecta—, donde los bancos centrales de los países intervienen casi todos los días, o los mercados de valores, la bolsa, sobre la que el Estado ejerce una vigilancia muy estrecha.
En los modelos abstractos de equilibrio general que manejan los economistas profesionales, en que se supone competencia perfecta, es decir, la omnipresente igualdad de costo marginal y precio, tanto en los mercados de factores como en los de productos (con costos de producción constantes o crecientes), los precios de equilibrio reflejan por igual los costos y beneficios sociales y privados. Es decir, que en este modelo no se admite tal divergencia de magnitudes sociales y privadas. Sin embargo, en cuanto nos salimos de la competencia perfecta y tenemos en cuenta monopolios en los mercados de productos (grandes empresas, monopolios estatales) y de factores (sindicatos, asociaciones empresariales), rentas especiales derivadas de la innovación tecnológica, economías de escala, externalidades de todo tipo, etc. —cosas todas que representan «imperfecciones del mercado»—, es imposible que los dos tipos de costos y beneficios coincidan. Hoy en día es una teoría aceptada, incluso por los teóricos más ortodoxos, que cuando hay imperfecciones en un mercado la sociedad tiene que intervenir. El problema es cómo se interviene —por eso se ha desarrollado la teoría de la «intervención óptima»— y quién interviene, qué instancia: si el Estado o la sociedad civil por medio de sus instrumentos de acción social. Para efectos de nuestra reflexión, lo importante es constatar que
10. Y por motivos fiscales, todo hay que decirlo.
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Conclusiones Lo que he querido mostrar, y creo haberlo conseguido convincentemente, es: 1) Que el mercado no es, de hecho, el principio ordenador de todas las actividades económicas que configuran nuestras vidas. Hay muchos e importantes tipos de transacciones que no pasan por él y que son reguladas por otros principios. 2) Que el mercado en general distribuye mal y necesita una compensación o corrección por parte de la sociedad para servir al principio de equidad. Esto, que vale para las economías nacionales, es mucho más cierto a nivel internacional, en que no existen instancias de redistribución del ingreso. 3) Que en algunos casos importantes el mercado asigna mal los recursos: los asigna a actividades claramente antisociales o de gran costo social. 4) Que muchos mercados necesitan regulación, para poner en línea los costos y beneficios sociales con los privados o para restringir la producción de algunos productos. No me he preocupado por mostrar que el mercado tiene también cosas buenas (eso, como el valor a los soldados españoles, se le supone). Ya tenemos demasiados panegiristas del mercado que, por cierto, mezclan argumentos válidos con sofismas a la hora de defender intereses económicos concretos, algunos de los cuales no pasan, de hecho, por el mercado. Los
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argumentos a favor de la libertad de mercado se emplean frecuentemente contra la intervención de los poderes públicos en actividades anti-sociales o de menor beneficio social que sus alternativas. Apelar a las virtualidades del mercado es muchas veces una coartada que emplean algunas personas o grupos para pedir que les dejen hacer lo que les conviene, al margen del mercado. Es decir, que la ideología del mercado se emplea —indebidamente, creo yo— para defender el libertinaje, el abuso y los privilegios en cuestiones económicas. ¡Adam Smith, John Stuart Mili y los otros padres del liberalismo clásico tienen que estar revolviéndose en su tumba! Para terminar, también yo quiero hacer una confesión, matizada y no fanática, de fe en la eficacia de los mercados —la mayor parte de las veces— en la asignación de recursos escasos. Lo que más aprecio del mercado es su capacidad de constituir un sistema de señales que se emiten a productores y compradores. Él mercado genera información, manipulada a veces, incompleta otras, pero insustituible al fin y al cabo para saber lo que se quiere comprar. Hoy nadie discute —y no lo haré yo— que suprimir el funcionamiento del mercado en una economía es privarse de una guía de navegar en las aguas inciertas de la creación y distribución de riqueza. Aunque sólo sea por eso, afirmaré, con todas las reservas que he hecho anteriormente, la validez del mercado como un elemento valioso —quizá privilegiado— de organización de la actividad económica. Pero también quiero afirmar que la sociedad debe estar sobre el mercado; aunque debe hacerlo de tal manera que no lo anule, que no constituya ella misma una «imperfección» que le haga funcionar mal. Una tarea difícil, lo sé, pero necesaria.
6 Ecología y solidaridad
El cuidado y preocupación por el medio material en que vivimos, el ecosistema, es también una forma importante de solidaridad humana. Es fundamentalmente un acto de solidaridad con las generaciones futuras, que han de heredar el planeta en las condiciones en que nosotros lo dejemos; unas condiciones que, hoy por hoy, resultan bastante negativas y preocupantes. Esta solidaridad inter-generacional ha creado una nueva serie de problemas en las relaciones de los países entre sí, y especialmente en las relaciones entre los países ricos y los pobres.
Las plagas de la tierra El ecologista español Joaquín Araújo ha identificado las siguientes plagas de la tierra : a) Aire: «La carcoma del cielo». La temperatura media de la atmósfera aumenta 0,33 grados de temperatura cada diez años. Es lo que se llama el calentamiento global, o efecto invernadero, que llevará a la regresión de los glaciares continentales y a una elevación del nivel del mar a un ritmo probable de seis centímetros cada diez años. Como consecuencia de esta elevación, podrían desaparecer extensas zonas costeras del planeta. El fenómeno es producido por la expulsión a la atmósfera de anhídrico carbónico (C02) y otros gases derivados de la combustión del petróleo y sus derivados, así como la emisión de otros gases tóxicos generados en procesos químicos industriales. Otro as-
1. «Planeta herido»: El País (suplemento semanal, 31 de mayo de 1992).
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pecto de la «carcoma del cielo» es la destrucción de la capa de ozono, que se debe a la emisión a la atmósfera de cloro-fluorocarbonos (CFCs), empleados en los aerosoles, los sistemas de refrigeración y la fabricación de embalajes a base de poliestireno. Se calcula que se han fabricado 30 millones de toneladas de CFCs, y cada molécula de cloro puede destruir cien mil de ozono. En 1987, la NASA confirmó que sobre la Antártida había un «agujero» en la capa de ozono con una superficie como la de Estados Unidos y una profundidad como la altura del Monte Everest. Ese mismo año, en Montreal, varios países firmaron una convención para la supresión de CFCs. En 1991 se ha confirmado la existencia de un «agujero de ozono» sobre el Hemisferio Norte.
d) La desaparición de los árboles. A lo largo de este siglo, los bosques tropicales, o florestas húmedas, han perdido un 60 % de la extensión que ocupaban, y los bosques en todo el mundo han menguado en un 19 % en el mismo período. El fuego, además de las hachas y las motosierras, se lleva cada año cinco millones de hectáreas de selvas, unos dos millones de bosques y matorrales mediterráneos, y hasta diez millones de hectáreas de coniferas del norte. Por otra parte, la lluvia acida, los contaminados atmosféricos mezclados con el agua de la lluvia, también quema los bosques. Así se ha perdido la mitad de la superficie forestal de Alemania y el 75 % de la de Checoslovaquia. Cada año, la superficie boscosa de la tierra disminuye en una extensión semejante a la de Austria. e) El peligro de desaparición de la flora y la fauna. La extinción de algunas especies es un fenómeno normal de la evolución. Pero no al ritmo que están desapareciendo en los últimos tiempos. Lo normal sería la extinción de una especie por año. Frente a esto, algunos especialistas han afirmado que en las últimas décadas desaparecen especies de plantas y animales, algunas todavía no clasificadas ni estudiadas, a razón de cien por día. La quinta parte de las especies de la tierra han desaparecido en los últimos veinte años. Es verdad que con unas doscientas de las especies de animales y plantas conocidas ya podemos sobrevivir. El problema está en mantener las potencialidades genéticas de la tierra, porque la naturaleza puede contener soluciones a problemas graves de la humanidad, como la cura del cáncer, la clave de una alimentación equilibrada y, posiblemente, la prolongación de la vida de los hombres. La desaparición gratuita de especies animales y vegetales es, en todo caso, un empobrecimiento de la vida misma. f) El crecimiento de la población. La tierra da la impresión de estar llegando a los límites del número de seres humanos que puede albergar dignamente, dado el estado de la ciencia. En 1990, la población había crecido en un 40 % en 20 años. El ritmo es tremendo. Cada día nacen 200.000 niños, y 45 millones de ellos morirán a lo largo del año a causa del hambre. La Tierra alberga a unos 1.000 millones de analfabetos totales y 1.500 millones funcionales; 1.500 millones de pobres absolutos, y otros tantos de pobres «a secas». Nada ha crecido tanto como los desheredados y las basuras en este siglo.
b) Agua: «La sed del planeta». La tierra necesita agua, sobre todo agua potable, e incluso el agua del mar no tiene la calidad necesaria para la vida humana. A los mares y ríos echamos todos los desperdicios de nuestras actividades: 20.000 millones de toneladas (cuatro toneladas por persona y año). En 1989, el petrolero Exxon Valdez sufrió un accidente y vertió a los mares de Alaska más de 500.000 barriles; en 1991, durante la Guerra del Golfo, se vertieron al mar 10 millones de barriles. El 30 % de los ríos del mundo industrializado tiene un alto grado de contaminación. Por otra parte, el agua potable está muy mal repartida; mientras unos 25 millones de personas —muchos de ellos niños— mueren por no disponer de agua potable en buenas condiciones, los países ricos gastan entre 300 y 400 litros diarios por persona. Y, finalmente, los mejores caladeros de pesca del mundo tienen cada vez menos reservas. c) Suelo. Aquí el problema es la desertización. Cada hora que pasa, los desiertos avanzan mil hectáreas (10 kilómetros cuadrados), reduciendo así lo que se llama «tierra viva», es decir, la que es apta para la agricultura, los bosques y los pastos. La tierra se pierde por la erosión que originan el agua y el viento; por los incendios forestales; por el efecto de los «biocidas», insecticidas y fertilizantes que esquilman la tierra (en 1972 se prohibió en Estados Unidos el uso del DDT, aunque se produjeron 18 millones de kilos para la exportación a los países pobres); y, finalmente, por el abuso en el empleo de la madera (el principal combustible doméstico de la humanidad pobre, entre otras cosas).
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La solidaridad verde La preocupación y cuidado del medio ambiente también guarda relación con la solidaridad horizontal o intrageneracional, la solidaridad de los ricos para con los pobres de la misma generación. Es evidente que un individuo de una sociedad rica consume más variedad y cantidad de recursos y vierte más residuos contaminantes al medio que un individuo de una sociedad pobre. Recuerdo una conferencia en mi Escuela del Alcalde de Barcelona, Pascual Maragall, en la que afirmaba que los barrios ricos de Barcelona generaban mucha más basura que los barrios pobres; y es lógico, porque consumen más. Es evidente que, si los miles de millones de habitantes de los países pobres (unos 3.000 millones) consumieran recursos y vertieran residuos en la misma proporción que los habitantes de América del Norte, dentro de muy pocos años las zonas habitadas del planeta serían invivibles. A no ser que algún milagro de la técnica resolviera el problema de los recursos escasos (sustituyendo los combustibles fósiles, por ejemplo, por otra fuente de energía más limpia) y de la eliminación de los vertidos y residuos; un milagro con el que, implícitamente, todos contamos cuando pensamos en el futuro de nuestros hijos y nietos, y que de hecho no es imposible que se produzca. Estas afirmaciones, que son de sentido común y han sido demostradas científicamente, podrían llevar a la conclusión de que la ayuda al desarrollo de los millones de pobres que constituyen la mayoría del mundo, ayudarles a conseguir «nuestros» niveles de vida y de consumo, puede ser incompatible con la preservación de una vida civilizada y decente en nuestro planeta. Es decir, que se puede elaborar un argumento ecológico contra el desarrollo económico de los países pobres. De hecho, ya se ha argumentado ecológicamente contra el aumento y proliferación incontrolada de pobres en el mundo, y se ha postulado que se hagan mayores esfuerzos para el control de la natalidad en los países pobres, como una medida para ayudar a preservar el ecosistema. El influyente semanario The Economist escribía a este respecto:
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«El crecimiento de la población también amenaza al medio ambiente. A medida que aumentan los números, los métodos de cultivo tradicionales se abandonan. La tierra no se puede ya dejar en barbecho entre las cosechas; los cultivos se extienden trepando por laderas frágiles, lo que hace que el agua se escurra y erosione el suelo. Paralelamente, los bosques, pastos y pantanos, en los que sobrevive la declinante vida salvaje, se desalojan, ya puedan o no sostener actividades agrícolas. Aproximadamente el 60 % de la deforestación en el Tercer Mundo está causada, no por la explotación de la madera, sino por los hambrientos de tierra. La presión de la población hará que muchos países pobres se tengan que enfrentar con la opción de: a) usar la tierra arable más intensamente, lo que implica el riesgo de la polución por insecticidas y fertilizantes y el desgaste del suelo; o b) usar más tierra, lo que trae el riesgo de la desertización» («The question Rio forgets»: The Economist, 30 de mayo de 1992, p. 11). La solución que proponen estos sesudos caballeros británicos es que se den facilidades a las familias en los países pobres para que practiquen el control de la natalidad («Los gobiernos del Tercer Mundo tienen la obligación para con sus ciudadanos de darles el mismo derecho a elegir el tamaño de sus familias que disfrutan los ciudadanos de los países ricos»: p. 12). Pero, naturalmente, esto no basta. No sólo es una cuestión de disponer de métodos anticonceptivos, sino que es también una cuestión de actitudes. «Para que la gente quiera tener menos hijos, los ingresos de las familias pobres deben aumentar, y la mortalidad infantil debe disminuir». Es particularmente importante que las mujeres tengan escuelas y puestos de trabajo. «Estudios del Banco Mundial muestran que, cuando las mujeres no tienen educación secundaria, tienen un promedio de siete hijos; con que sólo el 40 % de las mujeres (de una comunidad) haya hecho el bachillerato, el tamaño de la familia se reduce a tres hijos» (Ibidem, p. 12). El análisis que hace The Economist sobre la fenomenología de los cambios en fertilidad, aunque sumario (como corresponde a un editorial), es bastante matizado. Su argumento nos parece serio y digno de tenerse en cuenta, siempre que se ponga en la
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adecuada perspectiva. La recta perspectiva supone, en primer lugar, que la responsabilidad de salvaguardar el medio ambiente del planeta no recaiga exclusiva y principalmente sobre los países pobres. En segundo lugar, hay que añadir que no bastan los procedimientos restrictivos (prohibir, impedir, limitar), sino que hacen falta acciones positivas para fomentar los avances tecnológicos y económicos imprescindibles para que continúe el desarrollo de los países pobres, a la vez que se preserva el medio ambiente.
al ecosistema. No se les puede exhortar, sin incurrir en un intolerable cinismo, a que renuncien a formas irracionales de consumo, si primero no renunciamos a ellas los países que ya hemos alcanzado un grado satisfactorio de desarrollo. Nunca podremos elaborar argumentos a favor de un consumo irracional por parte de nadie; y por eso no argumentamos aquí que se deba continuar con un consumo irracional por parte de todos. Lo que argumentamos es que alguien tiene que comenzar a practicar un consumo racional, compatible con la limitación de los recursos y la vulnerabilidad del medio ambiente, y ese alguien tiene que ser el rico, el saciado, el que con años de desarrollo y derroche de recursos ha dañado irreversiblemente la capacidad del planeta de generar vida y conservarla.
Ecología y derecho al desarrollo Desde el comienzo, debemos afirmar la necesidad de compatibilizar el derecho de los pueblos a alcanzar los niveles de vida más altos (¿también los más irracionales?) que existen en la tierra con la necesidad de racionalizar el uso de los recursos materiales propios de un país y aquellos otros que son de uso general —y no exclusivo de nadie— de toda la humanidad, como la capa de ozono, los océanos fuera de las aguas jurisdiccionales, el clima, el oxígeno de la atmósfera, etc. De hecho, el ecosistema, antes o después, no podrá sostener la extensión a toda la humanidad de los patrones de consumo actuales. Pero ello es un argumento para que cambiemos nosotros, que los hemos introducido, esos perniciosos patrones de consumo, no para que los países pobres interrumpan el proceso de desarrollo. Aquí aparece claramente la necesidad de un pensamiento y una acción verdaderamente solidarios entre ricos y pobres para llegar a una acción conjunta, en la que las cargas y la responsabilidad de salvaguardar el ecosistema sean compartidas justa y equitativamente, de acuerdo con las responsabilidades históricas y las necesidades actuales. El reparto de la responsabilidad por la preservación del medio ambiente No se puede pretender ahora que los países pobres no adopten los patrones y hábitos de consumo de los países ricos porque éstos sean irracionales y hayan llevado a producir serios daños
No se puede exigir a los países en vías de desarrollo que renuncien a las tecnologías actuales de ciertos procesos productivos nocivos para el medio ambiente (la tecnología de refrigeración, por ejemplo, que utiliza abundantemente los CFCs), si no ponemos a su disposición una tecnología alternativa de igual costo, dado que ellos no tienen capacidad tecnológica para inventar tecnologías compatibles con el medio ambiente. Si queremos que los países pobres usen tecnologías apropiadas al ecosistema, los países ricos tienen que inventarlas y ponérselas a su disposición. Al planeta tierra lo tenemos que salvar todos juntos —incluidos los Estados Unidos de América—, aunque de diferente manera unos y otros. No les puede costar a todos igual el preservar el ecosistema, y ciertamente no les puede costar más a los más pobres. Sobre todo, porque a los más pobres, que tienen un horizonte temporal muy corto (muchas veces, todo lo que les preocupa es comer cada día), los daños del futuro les importan mucho menos que los daños del presente, que para ellos son el hambre, la enfermedad, la muerte por debilidad o violencia, el empleo, la casa, la lluvia, el terremoto, etc. Cuando digo que «no se les puede obligar a que carguen con una mayor responsabilidad» en preservar el ecosistema, me refiero tanto a que no se debe por justicia, como a que no se podrá por resistencia de los pobres a sacrificarse en nombre de algo cuya importancia no perciben con tanta urgencia como los ciudadanos saciados del Norte rico y próspero.
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Esta diferencia de horizonte temporal y la consiguiente indiferencia o minus-valoración de los problemas ecológicos en las sociedades acuciadas por el hambre, ha hecho que el Banco Mundial recomiende el establecimiento de industrias que dañan al medio ambiente en los países pobres, precisamente porque éstos valoran mucho más el empleo, la industrialización, el ahorro de divisas y otras ventajas económicas inmediatas que se pudieran seguir del establecimiento de estas industrias, que el mantener un aire puro y más respirable, unos ríos limpios y unos bosques llenos de pájaros y fieras. El argumento tiene su lógica económica y, de hecho, describe algo que ya está pasando; pero, llevado al extremo, conduciría a la insostenible distinción entre un Norte ecológicamente limpio, además de rico, y un Sur ambientalmente sucio, además de pobre .
rales. Otros discursos no fueron tan equilibrados y repartieron las culpas según el color de sus respectivos cristales.
Todas estas consideraciones nos llevan a "postular que se establezcan unas metas ecológicas, determinadas solidariamente entre todos los países, y que se adopten unas políticas eficaces y justas. Todo ello no será posible sin una estrecha cooperación que supere los intereses estrechos de los países y de algunos grupos económicos particulares. Eso, a mi entender, se trató de hacer en la Conferencia de Río de Janeiro (junio de 1992), donde se pusieron de manifiesto las dificultades que tienen los países para entenderse. La Conferencia de Río sobre el medio ambiente El 3 de junio de 1992, el Secretario General de las Naciones Unidas, Butros Gali, inauguraba la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro con un discurso que repartía hábilmente la responsabilidad por los desastres ecológicos que existen en nuestro mundo entre los países ricos y los países pobres. Los países ricos serían responsables de la elevación de la temperatura en la tierra; los países pobres, de la destrucción de recursos natu-
2. Los abusos de polución se deben evitar aunque estén concentrados, porque no se pueden mantener en el mundo, como si dijéramos, en un enclave medio ambiental, sino que sus efectos nocivos no respetan fronteras y dañan a países lejanos.
Lo más importante de la Cumbre de la Tierra de Río es que se haya celebrado y se haya firmado una serie de documentos: dos tratados, uno sobre los cambios climáticos y otro sobre conservación de especies —con la notable excepción de los Estados Unidos, que no firmaron el de Biodiversidad—, y las «Directrices Verdes», o «Agenda 21» (de unas ochocientas páginas), que consolidan la tradición de la Cumbre de Estocolmo de hace veinte años y lanzan una nueva ola de legislación para proteger el medio ambiente. La presencia de numerosos jefes de Estado en la clausura vino a mostrar que los gobiernos comienzan a tomar en serio los problemas de la ecología, aunque no sea más que porque muchos de sus ciudadanos ya lo hacen con gran sinceridad. Preservar el medio ambiente se ha convertido en un objetivo político de primera importancia de la llamada «diplomacia verde». Objetivo que, obviamente, no es fácil de lograr. En la Cumbre de Río se ha reconocido oficialmente la interdependencia de los pueblos y gobiernos de la tierra en esta tarea. Los intereses particulares se entrecruzan y se contraponen en todas las direcciones. La selva tropical de Brasil es necesaria para el abastecimiento de oxígeno a toda América del Norte. Las emisiones de cloro-fluor-carbonatos en un lugar de la tierra contribuyen a aumentar los daños en la capa de ozono que es patrimonio de todos. Los ejemplos abundan. Los hombres estamos interesados en que siga habiendo elefantes y ballenas blancas en nuestra tierra, pero los elefantes se comen los alimentos del ganado en las sabanas de África, y de cazar ballenas blancas viven poblados enteros de pescadores. Como no podía ser menos, en la Cumbre de la Tierra han chocado los intereses o, mejor dicho, las pretensiones de los países ricos y los países pobres. Preservar el medio ambiente tiene un «costo de oportunidad», es decir, exige sacrificar alternativas económicas rentables (por lo menos rentables a corto y medio plazo). No habría problema si los beneficios de la preservación del medio ambiente fueran a parar a las mismas personas y grupos que tienen que cargar con los costos. Mientras los beneficios fueran por lo menos iguales que los costos, se
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preservaría el ambiente. El problema comienza cuando son unos grupos los que reciben los beneficios, y otros los que cargan con los costos. Supongamos que los habitantes de Washington se benefician, en forma de satisfacción intelectual o estética, de que existan ballenas blancas, pero que las pérdidas por no pescarlas recaen sobre Nagatshi, un pueblo pesquero del Norte de Japón. Lo lógico sería que los habitantes de Washington pagaran a los de Nagatshi por no pescar ballenas blancas. Eso argumentan al menos los países pobres cuando se les exigen sacrificios en aras de la preservación del ecosistema. En muchos casos tienen razón, aunque no siempre.
horizontes temporales que hemos mencionado arriba juegan a favor de la indemnización a los pobres.
Ecología y ayuda al desarrollo Ese tipo de compensación arriba descrita es menos defendible y menos factible cuando los beneficios son, de hecho, iguales para todos los grupos de la tierra, pero unos los perciben con más intensidad que otros. A fin de cuentas, los pescadores de Nagatshi también se benefician de que sigan existiendo ballenas blancas, pero su preservación no les parece una cosa urgente e imperiosa. Los bosques de Brasil son necesarios para América del Norte, pero también para Brasil, aunque la importancia y urgencia de la preservación es mayor en Estados Unidos. Sería difícil proponer argumentos en favor de un derecho de Brasil a exigir una indemnización completa por la preservación de sus bosques tropicales (es decir, por la pérdida de ingresos en madera que ello supondría), porque, a la larga, Brasil también se beneficiaría de su preservación; pero quizá sí se podría argumentar en favor de una indemnización parcial que corresponda a la diferencia de urgencias en la preservación del medio ambiente. Si ahora es más importante para Estados Unidos que para Brasil la conservación de los bosques de éste, parecería razonable que los Estados Unidos le compensaran económicamente a Brasil, al menos en alguna medida . Las diferencias de
En la Cumbre de la Tierra, fueron temas de este tipo los que estuvieron en la raíz de las discusiones. Los planteamientos más idealistas (y más racionales, probablemente) tropezaron con dos conocidos escollos: el dinero y la soberanía nacional. Se ofreció dinero a los pobres para que hagan cosas que van contra sus propios intereses y que les pueden aportar inmediatos beneficios. A instancias de los países pobres, se añadieron nuevos recursos monetarios al «Global Environment Facility», un fondo para protección del medio ambiente que se utilizará para financiar (con préstamos blandos) los costos que acarree a los países pobres el cumplimiento de los tratados sobre el clima y el de biodiversidad. La ayuda externa al desarrollo también se va a teñir de verde después de Río. Todos estuvieron de acuerdo en que hay que aumentar los flujos de ayuda a los países pobres, como una especie de pago —o de soborno— para que conserven sus recursos, sobre todos aquellos cuyo agotamiento puede tener una incidencia mundial, y no contaminen el ambiente común. Se volvió a plantear el objetivo del 0,7 % del PIB como meta de la ayuda anual de los países ricos, cosa que no se aceptó. Alguien comentó cínicamente que, en Río, de lo que más se habló fue del «papel verde» (el dólar). Pero en una Cumbre de la Tierra no hay más remedio que hablar de dinero, porque, tal como hemos montado la vida moderna (consumiendo recursos desaforadamente), conservar el medio ambiente tiene un costo efectivo y real, un costo que grava de manera muy diferente a los pobres y a los ricos y que, por lo tanto, implica la necesidad de una compensación si se quiere movilizar a los pobres en una acción conjunta.
Ecología y soberanía nacional 3. Algunos han propuesto que esta compensación se efectúe a través de una condonación gradual de la enorme deuda externa que grava a la economía brasileña y que le obliga a exportar, entre otras cosas, madera de sus bosques tropicales.
Las cuestiones de soberanía surgieron, porque se cuestionó más o menos explícitamente el que cada país sea dueño de hacer con sus recursos lo que quiera y de emplear en su espacio soberano las tecnologías que elija. Al enfatizar la interdependencia de los
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fenómenos bio-químicos y físicos y las consecuencias globales de acciones locales, se comienza a poner en tela de juicio el concepto de soberanía en el sentido absoluto que es habitual en los gobiernos. Lo peligroso de este asunto es que los países más poderosos se conviertan en los arbitros de lo que es y lo que no es perjudicial para el medio ambiente (y, por lo tanto, para el conjunto de países) de las acciones de los estados soberanos.
CEE, por ejemplo) ha elevado los costos de producción de algunas empresas, en la medida en que les obliga a introducir procesos de producción nuevos que sean más compatibles con la preservación del medio ambiente (por ejemplo, filtros en las chimeneas para humos contaminantes). Los costos también aumentan si se hace necesario implantar un sistema de eliminación de residuos tóxicos y polucionantes, o de recuperación de productos desechados, en una medida y en unas proporciones considerablemente gravosas.
La cesión de soberanía, aunque fuera limitada a las cuestiones ecológicas, podría llevar al extremo de una acción multilateral contra un estado convicto (¿en qué tribunal?) de delito ecológico. Y, sin llegar a una intervención militar o a un bloqueo, podrían darse acciones consistentes en represalias de tipo económico, exclusión de los préstamos blandos de los bancos de desarrollo, reducción de preferencias comerciales, etc. El motivo ecológico podría así convertirse en una nueva causa de imperialismo y de intervención de las potencias en la vida de los países más pequeños y pobres. Éstos pueden parecer temores vanos de gobiernos o sociedades acomplejadas, pero ya hay señales de cómo se puede ejercer presión sobre los países pobres. Es el caso de los delfines y la pesca del atún. La asociación de protectores de delfines de Estados Unidos ha conseguido que su gobierno prohiba la importación de atún, en cualquiera de sus formas, pescado por aquellas empresas y países que, al pescar atún, capturan en sus redes un número excesivo de delfines (de una variedad especial que se da en las aguas del Pacífico). Tal como se ha formulado la prohibición, ésta afecta casi exclusivamente a los pescadores mexicanos. Es, en definitiva, una medida contra los pescadores de atún mexicanos. ¿No suena esto a intervención imperialista con motivos ecológicos?
Las consecuencias económicas de la preocupación ecológica Las discusiones de temas económicos tenidas en Río resaltan algunos de los problemas que ya se están presentando a nivel de empresas y proyectos concretos. La legislación ecológica que se va extendiendo en algunos países más desarrollados (en la
Sin embargo, la existencia de estas exigencias ecológicas en algunos países y no en otros, cambia la relación de costos comparativos de la producción en una localización u otra. Obviamente, donde hay menos requisitos y exigencias con respecto al medio ambiente, suele haber menos costos (no hay necesidad de innovar procesos ni productos) y, por lo tanto, «caeteris paribus», puede haber una tendencia a trasladar ciertos procesos productivos a los países con una menor exigencia en cuanto a la protección del medio ambiente. Éste puede ser un atractivo para intervenir en los países pobres, como sugiere el Banco Mundial, si sus gobiernos no se muestran muy cicateros con respecto a métodos productivos que afectan al medio ambiente. El traslado de los procesos productivos a los países que protegen menos el medio ambiente es fruto de decisiones individuales de empresas; pero el conjunto de acciones individuales de este tipo, tal como funciona el mercado, puede llevar a una división internacional del trabajo en que, literalmente, el trabajo sucio se haga en el Sur pobre, y el limpio en los países más industrializados y ricos. Esta situación es injusta para el Sur, pero también puede ser dañosa para el Norte, porque puede implicar que las empresas que dañan el medio ambiente escapen al control de sus respectivos países y sigan contaminando la atmósfera, por ejemplo, desde otro Estado soberano; con lo cual, el grado global de control ecológico disminuiría, además de que los países pobres se harían más inhabitables. Hay actividades que, por tener una influencia negativa en el ecosistema (atmósfera, capa de ozono, mantos acuíferos, lechos de los océanos, etc.), que es patrimonio de la humanidad, no se deberían poder llevar a cabo en ningún país, aunque hubiera alguno que se opusiera a ello.
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De nuevo aparece aquí la necesidad de un gran esfuerzo de solidaridad entre naciones y de una instancia de control internacional (las Naciones Unidas, por ejemplo) de las actividades polucionantes. No se puede dejar al mercado ni a la iniciativa privada la ordenación y regulación de estas actividades, porque siempre tendremos una disparidad entre costos privados y costos sociales, que hará que actividades económicas de alta rentabilidad privada sean socialmente indeseables. En el capítulo anterior ya indicamos los fallos del mercado en el tema de la ecología. No voy a repetir aquí los argumentos, pero baste recordar que la Cumbre de la Tierra ha sido un «mentís» a las virtualidades del mercado como principio ordenador de la actividad económica a escala mundial. Quizá por eso mismo, el Presidente de los Estados Unidos se encontró tan incómodo en Río..., y Fidel Castro a sus anchas.
4. a Parte: ALGUNOS CASOS CONCRETOS PARA EL EJERCICIO DE LA SOLIDARIDAD
En esta parte voy a tratar de resumir mis opiniones sobre la situación de América Latina y Europa del Este desde el punto de vista de la solidaridad y del deseo de contribuir a que nuestra ayuda y cooperación sean efectivas. Son dos áreas de las que mi destino personal me ha llevado a ocuparme profesionalmente de una manera especial. Son mis áreas de solidaridad personal, donde se me ha dado ejercer mi solidaridad con el mundo en desarrollo. Sobre América Latina, he querido plasmar en estas páginas el resultado de una reflexión global que es el compendio de muchos viajes y de muchos años vividos allá, aunque de formas muy diferentes. De ahí han salido mis «Doce tesis». A ellas he añadido una pequeña reflexión sobre las celebraciones del Quinto Centenario del Descubrimiento y la Conquista, una ocasión en la que no puedo quedar callado. Sobre Europa del Este, no tengo ni la décima parte del conocimiento y experiencia que tengo sobre América Latina. Pero, como tampoco tenemos mucha idea en España sobre esta problemática, me he aventurado, apoyándome en el refrán que da primacía al tuerto, a ofrecer esta reflexión, que trata de enfatizar hacia dónde va Europa del Este y hacia dónde debería haber ido. Lo que está ocurriendo en esos países ilustra muchas de las afirmaciones sobre la solidaridad y el mercado que hemos estado haciendo en abstracto. Europa del Este puede resultar otro gran fallo del mercado, fallo de unas consecuencias todavía incalculables.
7 Doce tesis para interpretar a América Latina
I. El concepto y la realidad de América Latina «América Latina» es un concepto nacido de la ignorancia y la pereza de los ciudadanos del Norte y que es usado por los del Sur en un sentido mayormente retórico (añorando la unidad perdida en sus relaciones regionales) y defensivo (tratando de aumentar su fuerza en las relaciones exteriores). Los principales elementos de unidad que contiene —lengua y religión— son del pasado. En el presente expresa, a lo más, un ideal de unidad. El concepto de América Latina tiene plena validez, como común denominador geográfico, para designar a los países que se hallan al Sur de los Estados Unidos. Como concepto político, nace, en primer lugar, de la arrogancia de los americanos del Norte, para quienes «América», la América por antonomasia, son exclusivamente ellos, mientras que los otros países son América en un sentido disminuido, menos auténtico, «Latina». Estos constituyen la América Latina, católica y mestiza, la subAmérica, en contraposición a la América de los «wasp» (blancos, anglosajones y protestantes), para quienes, según predicadores y políticos, Dios tiene el «destino manifiesto» de que lleven la democracia, la civilización y la cultura anglosajona al resto del mundo. América Latina, como concepto político-económico y cultural de uso corriente en el mundo intelectual, nace también de la ignorancia y la pereza de los europeos y de los ciudadanos de otros continentes, que no se toman la molestia de distinguir la variedad de grupos étnicos, culturas y situaciones políticas y económicas que existen al sur del Río Grande. Se habla de
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DOCE TESIS PARA INTERPRETAR A AMÉRICA LATINA
América Latina englobando en el concepto realidades muy distintas, tanto en cuanto a datos geográficos básicos como en cuanto a la historia y evolución de su sociedad, ignorando una diversidad que se esconde o se olvida tras los rasgos comunes: el hablar lenguas latinas y el haber tenido una historia vinculada por muchos siglos a España y Portugal principalmente.
con países europeos (el caso de Argentina con Inglaterra, y de Chile con Francia) o con Estados Unidos (en el caso de México, Venezuela o Panamá) que con otros países de América del Centro y del Sur. En las relaciones económicas, esto es evidente.
Por su parte, los mismos interesados, los latinoamericanos, han caído en la trampa de usar este concepto tan global y, en el fondo, tan desinteresado y frío, aunque lo usan en un sentido y por unas razones bien distintas. Ellos, sin duda, identifican mejor que los extraños las divergencias y las similaridades que hay entre los diversos países, aunque también algunos latinoamericanos pecan de ignorancia al hablar de países y sub-regiones más lejanas a su propio país. Caen en la trampa, sobre todo en sus relaciones con extranjeros, cuando, en vez de afirmar su identidad como nacionales de tal o cual país, se avienen a identificarse como latinoamericanos, con lo cual facilitan el diálogo a sus interlocutores del Norte a expensas de oscurecer su propia realidad.
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Lo que hay de más común en América Latina les viene a los países de su ser —o haber sido— Iberoamérica, mal que les pese a algunos latinoamericanos, que preferirían haber sido colonizados por anglosajones con una ética protestante del trabajo y los negocios. En el fondo, el concepto de «América Latina» entraña una añoranza y expresa el deseo de recuperar la unidad perdida (una unidad, por otra parte, que se dio en unas circunstancias que nadie pretende que vuelvan) y el deseo también de poseer un mayor poder de negociación y de decisión en los asuntos internacionales, que tantas veces han determinado su existencia negativamente. América Latina como realidad todavía no del todo existente es, en buena medida, «wishful thinking».
Para muchos de ellos, el concepto de América Latina se antepone normalmente al de América del Norte, como una realidad comparable y equiparable, aunque inferior en muchas cosas y, normalmente, antagónica. Sin embargo, al concepto de América Latina le falta la realidad objetiva y operativa que hay detrás del concepto de América del Norte. Le falta la unidad efectiva y real de muchos estados —51 en la actualidad— poblados por diferentes grupos étnicos en una sola nación, con una lengua, una moneda, un mercado único, una unidad de objetivos en la comunidad de naciones y unos valores e ideales con los que casi todos los americanos del Norte se identifican. Nada de esto sucede en la América Latina.
Frecuentemente, los ciudadanos de algún país de América Central o del Sur invocan su latinoamericanismo cuando se enfrentan con realidades externas a su continente, sea en la Copa Mundial de Fútbol, en las negociaciones del GATT, al negociar la deuda externa o durante la guerra de las Malvinas. Es un uso defensivo del término. Parecería que se es latinoamericano cuando el ser peruano, colombiano o ecuatoriano no se juzga suficiente para captar la atención y la estima que, como ciudadano de cualquiera de esos países, debería merecer. Y así como el ciudadano de Arkansas va de «norteamericano» por el mundo, porque no todos han oído hablar de Arkansas, así el colombiano, por poner un ejemplo, se presenta fuera de su país como «latinoamericano», como poniendo tras de sí todo el peso, la importancia, la riqueza y la historia de todos los países de la América Latina1.
En cierta manera, aun con una unidad —relativa en muchos casos— de lengua y religión y una historia compartida durante varios siglos, los países de la América Latina son, en muchos aspectos, menos solidarios, menos unidos, menos continentales que la Europa de los doce o de los veinte, a pesar de sus diferencias de lengua, religión e historia y de sus continuas guerras. Hay países «latinoamericanos» que se consideran —y lo están— más vinculados científica, cultural y comercialmente
1. Tomemos el caso de la música. En Europa nunca decimos que el flamenco, la tarantella o el supplat sean músicas europeas, sino española, italiana o austríaca, respectivamente, y como tales se conocen y se aprecian o no. ¿Por qué llamar música latinoamericana a cosas tan dispares como el tango, el vals peruano, la cumbia y el jarabe, en vez de reconocer su carácter nacional, que es limitado y pequeño, si se quiere, pero propio y tan digno de respeto como cualquier otra música local que se haya heho internacional?
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A este respecto es notable observar que, cuanto más grande y poderoso es un país de América Latina, menos recurren sus ciudadanos al cobijo del nombre de «latinoamericano» cuando viajan a Europa o a Estados Unidos. Para ellos, el patronímico de «brasileño», «argentino» o «mexicano» lleva ya el peso de América Latina (o de lo más significativo e importante de ella) en su nombre. De ahí también que los brasileños normalmente no se identifiquen ni hacia fuera ni hacia dentro como latinoamericanos, en parte porque no se sienten tales, y sólo lo sienten cuando en el extranjero se encuentran frente a frente con el desconocimiento y el menosprecio —por cierto, cada vez menor— de su enorme y rico país. Los argentinos y mexicanos pueden tener experiencias semejantes. Quienes conocemos y queremos a estos países debemos ayudar a ir cambiando la situación. Por el progreso de los mismos países que integran esa colectividad, sería necesario poner en una perspectiva adecuada el uso perezoso, ignorante y defensivo de los términos «América Latina» y «latinoamericano» (por lo menos mientras no haya una unidad y un fundamento económico-social que los sustente) y trabajar, en cambio, para crear la realidad de una comunidad de países americanos del Centro y del Sur. Este trabajo debería comenzar por la integración de todos los grupos étnicos y sociales de cada país en un verdadero Estado-nación, para que, así consolidados como estados nacionales, los países puedan integrarse —lo que sólo aparentemente es una contradicción— en una comunidad internacional, primero regional y luego mundial. Mientras tanto, vamos a seguir usando las palabras «América Latina» y «latinoamericano/a» sobre todo en el sentido de denominador geográfico, para poder referirnos a un conjunto de países de una forma abreviada. También nos aferramos en muchas partes del texto a lo que, de hecho, existe de unidad y de unitario en todos esos países, sobre todo la historia. Pero una de las conclusiones que pretendemos sacar de estas tesis es que los países tienen que estudiarse caso por caso, y los estudiosos deben ser muy cautos al generalizar experiencias de un país a otros más o menos próximos. Los mismos latinoamericanos suelen incurrir en esta generalización viciosa cuando escriben sobre los problemas de América Latina pensando, en realidad, en los problemas de su país.
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II. Diversidad de condiciones La situación de los países de esta parte del mundo es frecuentemente tan diferente que apenas tiene sentido hablar de problemas generales a todos ellos o específicos de la región. En esta segunda tesis, que es la justificación de la anterior, quiero subrayar las diferencias que hay entre los países que consideramos. Para personas que se interesan por sus problemas concretos tiene poco sentido operativo hablar de problemas, oportunidades, inversiones... de o para América Latina. El concepto, ya lo hemos visto, no es operativo en el conjunto de los países. Lo que sirve en Brasil puede que no sirva en sus vecinos Paraguay y Venezuela, por no mencionar Centroamérica y México. Por eso algunos se asombran al ver las diferencias que se dan en las estrategias empresariales, de marketing, publicidad, etc. en los distintos países. Los elementos diferenciadores provienen ya del tiempo previo a la colonia. Las poblaciones pre-colombinas eran unas más avanzadas que otras; los Incas y Aztecas eran más sedentarios, pacíficos, cultos y avanzados en la agricultura, la construcción y el trabajo con los metales que los Araucanos y Caribes, que eran más bien nómadas, cazadores y guerreros. El nivel de ocupación de los territorios y la densidad de población también eran muy diferentes. Estas características influyeron en el tipo de relación y de convivencia que se estableció entre los indígenas y los conquistadores, en el tipo de contextos económicos y sociales, en las mezclas raciales y, en definitiva, en el tipo de sociedad que emergió de la conquista. El factor étnico y racial es un importante elemento de diferenciación. En los países de América Latina conviven todas las razas del mundo (africanas, asiáticas, europeas y autóctonas de América) en muy diferentes proporciones y localizaciones. Brasil es quizá el mayor exponente de este muestrario de razas, que, por otra parte, se distribuyen en la geografía del país de acuerdo con un patrón bien delimitado . Las proporciones de la
2. Aproximadamente, centroeuropeos y japoneses en el sur, portugueses en el interior, africanos en el noroeste, etc.
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población correspondientes a indígenas, europeos y blancos, mestizos, negros y mulatos varían enormemente de país a país. Lo cual hace que las hipótesis y explicaciones de naturaleza étnica tengan que aplicarse con mucho cuidado y discreción a los diferentes países. En términos generales —estadísticos—, se puede decir que la población latinoamericana es mayoritariamente mestiza, mezcla de individuos de raza india y blanca y de mestizos y blancos. Pero en Argentina y Uruguay dominan los europeos de raza blanca, en la República Dominicana y Cuba los negros y mulatos, y en Guatemala y Bolivia la mayoría de la población son indígenas. En realidad, las divisiones étnicas no coinciden siempre con los límites de los países. Los Mayas están tanto en Guatemala como en el suroeste de México, y los Jíbaros todavía no han aprendido las fronteras entre Brasil, Venezuela y Colombia. Sin embargo, hay algunas reglas de validez general, como que los blancos son más ricos que los negros, y los indígenas son los más pobres de todos. Aunque la deuda externa sea hoy día una condición común a todos los países latinoamericanos, lo cual induce a pensar que sus problemas económicos son tan iguales como para poder hablar de «la economía de América Latina», incluso esa condición común tiene diferencias importantes en el origen, uso y solución del endeudamiento externo. Y lo mismo que de la deuda podemos decir de la inflación, que parece hoy otra condición común a los países de la región, el déficit fiscal, el desempleo, la marginalidad, la pobreza y las diferencias sociales. En todos estos aspectos, las diferencias entre países son sustanciales. Hay, por supuesto, condiciones económicas que los países de América Latina comparten, no sólo con otros países del continente, sino con todos los países de semejante nivel de desarrollo de cualquier continente, máxime si fueron colonias. Hace unos años, Marcel Niedergang, un periodista de Le Monde que conocía muy bien América Latina, publicó un libro que se titulaba Les 20 Amériques Latines para resaltar el hecho diferencial de los pueblos y sociedades latinoamericanos. Es más sencillo, siempre en esa línea de pensamiento, acostumbrarse a hablar y escribir de la problemática de uno o dos países latinoamericanos, no como de los problemas de América Latina
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en su falsa generalidad, sino de tal o cual país con sus características propias y, naturalmente, también sus semejanzas con los que le rodean. Esto es duro para los autores —yo soy un ejemplo— que tratan de vender sus libros, frecuentemente de contenido fuertemente local, en un mercado más amplio atribuyéndoles una universalidad latinoamericana que no poseen. Desde luego, a efectos de los negocios, de establecer relaciones con empresas y mercados en aquel continente, no tiene mucho sentido plantear la cuestión en los términos de una integración que no existe, como si se tratara de un mercado integrado. Quizá algún día, dentro de algunos años, América Latina ofrezca a los inversores europeos y del Norte un mercado de 400 millones de consumidores (en la actualidad, ni son tantos ni todos consumen), pero por el momento los mercados latinoamericanos están fragmentados a lo largo de las fronteras nacionales (también a lo largo de fronteras regionales dentro de los países más grandes, y por clases sociales en casi todos). Los esfuerzos de integración económica, que tuvieron algunos buenos resultados en su día, han quedado desarmados como resultado de la crisis de los años ochenta. Ahora hay un nuevo despertar de los proyectos de integración en Mercosur y El Mercado Común Centroamericano.
III. Historia común Sin embargo, la historia común, como colonias de los Reinos de España y de Portugal, es la causa de semejanzas que todavía hoy subsisten. No sería realista insistir solamente en los elementos diferenciadores. Los elementos unificadores también existen y son muy importantes. Para observadores lejanos y superficiales, son precisamente los rasgos comunes los que les llevan a hablar de Latinoamericana como si fuera una unidad nacional, económica y cultural, y de los latinoamericanos como si fuera un grupo étnico homogéneo. En esta tesis mantenemos que estos rasgos vienen de tiempo atrás (de los tiempos en que las hoy naciones independientes eran provincias de los imperios español y portugués), pero no de una presunta unidad étnica pre-colombina,
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de la que no hay ni rastro. Sin esa historia compartida durante tres siglos con España y Portugal, los países latinoamericanos probablemente no tendrían hoy nada en común: unos serían totalmente blancos, otros totalmente negros; unos de habla inglesa, otros francesa, algunos quizá española... Porque suponemos que, si no por España y Portugal, habrían sido colonizados por cualquier otra potencia europea, incluyendo las Colonias Unidas de Norte América, dadas sus ventajas en la navegación y en el arte de la guerra.
de un continente unido y poderoso, capaz de negociar con fuerza en los foros económicos mundiales y de cambiar la tendencia de los términos de intercambio a su favor. Asimismo, se aumenta la retórica bolivariana, aun cuando la integración avanza, de hecho, muy despacio.
El hecho es que, desde que dejaron de ser colonias de España, los países latinoamericanos mostraron una notable tendencia a la disgregación, a separarse más que unirse, a romper el mosaico de la Hispanidad. A este propósito sería interesante analizar por qué el imperio portugués de Brasil no se disgregó de la misma manera. En general, se puede decir que los intereses particulares y locales de grupos económicos dominantes (de las «élites» establecidas y consolidadas al desaparecer el poder moderador de la autoridad real), el reparto de los mercados por potencias extranjeras y las dificultades naturales para la comunicación fueron las influencias que llevaron a la disgregación del imperio y de la relativa unidad —precaria y artificial, pero no sin cierta funcionalidad— que mantenía la corona. La inserción de las naciones ya independientes en la economía internacional consolidó las tendencias internas a la disgregación, estableciendo nexos más fuertes con lejanos centros comerciales y financieros (Inglaterra, Francia y Estados Unidos) que con los vecinos más próximos. La tendencia a la integración es reciente: apenas tiene cuarenta años, y nace cuando las nuevas formas de producción llevan a la internacionalización creciente de la economía y aparece la sin razón, cuando no la falta de viabilidad, de unidades económicas pequeñas. Al imponerse la necesidad pragmática de la integración en los países latinoamericanos, se resalta lo que tienen en común, que ciertamente puede favorecer la integración económica: el idioma, que facilita el entendimiento entre comerciantes y técnicos; ciertos rasgos culturales que, aunque no siempre, favorecen una actuación económica moderna, pero pueden ayudar a integrar los mercados, unificar los patrones de consumo, etc. Se desatan también los sueños y las añoranzas
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Debo confesar que esta tesis tiene un trasfondo de vindicación hispana, al afirmar que no todo lo que España y Portugal hicieron y dejaron hecho en América es malo y debe ser rechazado. Lo bueno que hayan dejado, por lo tanto, puede ser la base para la reconstrucción de la unidad perdida. Naturalmente, mejor habría sido que no hubiera habido colonias, ni inquisición, ni torturas, ni persecución de herejes, ni guerras santas, ni condenas a muerte por robar un pan... Los siglos XV y XVI sabían poco de derechos humanos individuales. Pero, así como no nos lleva a renegar de la historia de un (nuestro) país el hecho de que éste haya tenido inquisición, colonias, esclavos, pena de muerte y otras brutalidades, y a negarle la capacidad de dar un aporte positivo hacia la humanización de la historia, así tampoco se puede juzgar la realidad de América Latina, y sus posibilidades para el futuro, solamente desde la valoración ética, vigente en nuestros días, de una guerra de conquista y una ocupación colonial. La colonia dejó un sustrato de unidad que puede ser ahora utilizado de una manera distinta, claro está, para avanzar en la integración de las naciones del continente.
IV. Diferencias con las colonias anglo-sajonas La diferencia entre la evolución de otras colonias americanas y las de España y Portugal se explica por las diferentes características de la conquista y la colonización. Hay en América Latina quienes reniegan de la colonización española, no tanto por haber sido colonización cuanto por haber sido española; en definitiva, porque la hizo un país que habría de entrar en la historia moderna (en el siglo XX, para entendernos) como un país subdesarroUado, sin fuerza militar, sin industria y con pocos recursos para ayudar a sus antiguas colonias. En una palabra: hay quienes preferirían haber sido colonizados por Inglaterra —y ser ahora como Estados Unidos—
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o por Francia —y ser como Canadá—, en lugar de ir por la vida con el apodo de «latino». Lo que no parecen entender quienes así piensan es que no existiría un grado tan elevado de mestizaje, y América Latina no sería necesariamente más rica y civilizada; sería, simplemente, otra cosa. Añorar otro tipo de colonización es renegar de la historia, en aras de «lo que pudo haber sido y no fue», y de la identidad propia, algo que a muchos latinoamericanos les tortura y determina su comportamiento a nivel internacional.
ellos más y mejor. Los españoles en América, aun los más pobres y desafortunados, no trataron de romper el sistema pseudo-medieval-modernizante que habían establecido en España los Reyes Católicos, sino encontrar nuevas oportunidades para beneficiarse de él, a la vez que lo fortalecían.
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La pregunta es válida, porque la diferencia entre las colonias británicas y francesas en América y las hispano-portuguesas es evidente. La diferencia está en la forma que tuvo la conquista y la colonización de América por parte de unos y de otros. A América del Centro y del Sur llegaron de España guerreros, capitanes y soldados recién licenciados de la guerra contra el moro y deseosos de encontrar en las nuevas tierras y en nuevas campañas el empleo, la fama y la riqueza que ya no podían encontrar en su tierra. Al menos durante los primeros años, fue una conquista, colonización y ocupación de carácter netamente militar, hecha por hombres solos, sin familia, con ánimo de conquistar tierras, enriquecerse pronto y encumbrarse en la sociedad. Por el contrario, la conquista y colonización de América del Norte la hizo otro tipo de personas y en unas circunstancias vitales totalmente distintas, aunque también llevaron al exterminio de los indios, más radical si cabe que el de los españoles, y a otras lacras del colonialismo. Es importante notar a este respecto que los conquistadores españoles, no quisieron hacer en América una sociedad diferente de la que habían dejado en España; no buscaban, como los conquistadores del Norte, construir una sociedad distinta de la que les había rechazado a la mayoría de ellos. Los españoles trataron de replicar en suelo americano la sociedad española, con sus jerarquías, sus órdenes, sus estamentos y clases sociales; procuraron reinstaurar en suelo americano los privilegios y franquicias de los nobles y de la Iglesia, los usos y costumbres de los ciudadanos, las reglas de los gremios, la Inquisición y todo lo que determinaba la vida social y cultural —de ahí las universidades— del viejo continente, para luego beneficiarse de
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En esto los colonos y los «founding fathers» de América del Norte fueron por el camino opuesto. Los colonos del norte huían de un tipo de sociedad que de alguna manera los rechazaba, normalmente por motivos religiosos, aunque también por razones étnicas y sociales. Aquellos emigrantes primigenios trataron en suelo americano de comenzar de nuevo («a new beginning» era su lema). Habían salido de sus países de origen huyendo de sus modos de ser europeos, con sus divisiones por religión y casta, su rígida prelación social, sus anquilosadas costumbres, etc., y trataron de hacer una sociedad más fraternal, más igualitaria, menos pomposa y más productiva . Los colonos de América del Norte llegaron además con sus familias, llevaron vida familiar regular, se casaron entre ellos y no tuvieron que aparearse con las mujeres nativas para saciar sus instintos sexuales y de procreación. De ahí que el mestizaje fuera tan escaso y que las razas (blanca, cobriza y luego negra) quedaran tan exactamente separadas. Los objetivos económicos de los dos tipos de conquista determinaron el carácter de la colonización. Los ingleses y franceses se contentaron con ocupar las costas atlánticas y los ríos navegables para fomentar el comercio de los productos exóticos que abundaban cerca de sus establecimientos: madera, pieles, algunos minerales. Los españoles y portuguses encontraron pronto metales preciosos y la mano de obra barata para explotarlos. Ello hizo que se desatara su ambición y les llevó a penetrar tierra adentro, buscando siempre minas más ricas y metales más preciosos. Los españoles en América tuvieron más suerte y más
3. Al menos, éstas son las corrientes originarias que se plasmaron en la «Revolución Americana», en la lucha por la independencia y, luego, en la Constitución. Todo lo cual debe ponerse en el cuadro racista adecuado, ya que entre «the people» sujeto de la nueva historia americana no se cuenta ni a los indígenas nativos propietarios del territorio ni a los esclavos negros llevados de África.
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ambición que los ingleses y los franceses; por eso su conquista fue más profunda y contundente. Sus colonias eran la envidia de la comunidad colonialista europea, porque en ellas se daban los dos ingredientes de la riqueza de los países: metales preciosos y poblaciones sometidas para trabajarlos. «Rico es, decía Adam Smith, quien se apropia del trabajo de los otros». Los demás, ingleses, franceses y holandeses, se tenían que conformar con un comercio mucho más modesto en productos de menor valor, o buscarlo en tierras todavía más lejanas e ignotas que las Américas.
porque la ideología dominante era todavía demasiado elitista como para proceder a una revolución social. Más aún, muchos vieron en la independencia y en la rotura y fragmentación del Imperio una ocasión para fomentar su propio enriquecimiento sin demasiados miramientos para con los pobres y humildes. En los repartos de tierras y en la formación de los nuevos estados se cometieron muchas y grandes injusticias con aquellos en cuyo nombre se hacía la guerra.
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V. La independencia no fue una revolución social La independencia política no alteró sustancialmente el esquema de organización socioeconómica y el sistema de valores sociales dominantes que había creado la colonia. La independencia era un paso previo necesario para que los pueblos del continente americano se integraran como naciones soberanas e independientes en el concierto de las naciones y avanzaran en el desarrollo jurídico, económico-social y humanístico. Pero, siendo una condición necesaria de progreso institucional y social, no fue, de hecho, una condición suficiente. Después de la independencia, la estructura social continuó básicamente igual. Expulsados de las colonias los funcionarios reales que daban forma a la dependencia política y que no eran más que simples «correas de transmisión» del ordenamiento económico colonial, contestado por todas partes, la sociedad americana independiente no sufrió otras alteraciones importantes. Siguió la rígida jerarquización social y el poder económico concentrado —o reconcentrado, después de las «élites» criollas— que habían consagrado los españoles. No hubo una revolución en igualdad y fraternidad. Los indígenas siguieron marginados; los mestizos pobres no recibieron tierras, ni su suerte económica cambió sustancialmente. En parte, porque los años posteriores a las guerras de independencia no fueron económicamente favorables a los países recién independizados, que quedaron en un vacío de vinculaciones económicas; y en parte,
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La constitución de un Estado independiente no fue en ningún país la ocasión para hacer una reforma social y patriótica en favor de los auténticos dueños de las tierras antes de la llegada de los españoles (los indígenas) y de sus sucesores inmediatos (los mestizos). El trato de los nuevos gobernantes y las nuevas «élites» a las poblaciones indígenas debe ser la piedra de toque para evaluar el contenido social del movimiento de independencia. Los indígenas no salieron mejor parados con la independencia. Al contrario, en toda América del Sur, especialmente en Argentina, Uruguay, Chile y Venezuela, los nuevos ciudadanos independientes eliminaron a los restos de ciertas poblaciones indígenas por los mismos motivos que lo habían hecho antes los españoles: para apoderarse de sus tierras e incorporarlas al mercado. Los libertadores perdieron la gran ocasión de hacer «borrón y cuenta nueva» y organizar una sociedad multirracial y más igualitaria. En lugar de ello, hicieron una sociedad de blancos (o mestizos ricos) independientes, que podía proceder a enriquecerse sin los vínculos coloniales. Esta es una visión un tanto negativa de la independencia, pero la historia tampoco da pie a mayores optimismos. Las revoluciones «liberales» del último tercio del siglo XIX fueron un pretexto para mantener el estado de privilegio de las «élites» sociales de la colonia frente a las masas empobrecidas. Fue, por una parte, la manera de acabar con la propiedad comunal de la tierra, que afectó fundamentalmente a las poblaciones indígenas, y de liquidar el colonato, «liberando» a los trabajadores del campo para hacerlos asalariados y campesinos sin tierra. Fue también la manera de asentar sobre bases de vigencia internacional el poder de las «élites» locales, de los propietarios de las tierras y del capital, que, de «señores de
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horca y cuchillo», pasaron a convertirse en nuevos ricos (capitalistas) a la sombra de los mercados internacionales de materias primas.
luego se den unas enormes diferencias en la apropiación de las ventajas materiales y culturales que el sistema democrático genera. Pero desde la diferencia y la desigualdad extremas no se puede engendrar democracia. En sociedades en que las tres cuartas partes de la población eran campesinos sin tierra, el equilibrio social, incluso como concesión desde el poder, resultaba imposible. Las masas empobrecidas tienen que ser mantenidas a raya por gobiernos represivos que utilizan los pequeños ejércitos de la independencia para fines internos de contención social, es decir, para controlar a su propia población, aun antes de que apareciera en el panorama político de la región el fantasma del comunismo.
El comportamiento de las «élites» es uno de los pocos factores comunes a todos los países de la región; un común denominador que da a las relaciones de dependencia de estos países un sello muy característico que no se encuentra en otros países salidos del colonialismo. La consecuencia que este proceso de independencia tuvo para la formación de los estados nacionales y para su eventual transformación en estados «modernos» fue grande. Los estados latinoamericanos no pasaron por una revolución burguesa, por una revuelta contra el «Antiguo Régimen», más que en el terreno formalmente político, pero no en el social y económico. De esa manera, sociedades con una estructura de poder de corte medieval entraron en el siglo XX bajo la apariencia (y sólo la apariencia) de estados modernos.
VI. Democracia sin raíces La democracia nunca ha echado raíces en los países de la América del Centro y del Sur, donde existen fuertes poblaciones indígenas o campesinas pobres. Posiblemente, la única democracia que existió en los países de Hispanoamérica antes del siglo XX pudo ser la democracia de los naturales, aunque no está bien documentado que hubiera mucha, y los conocimientos que tenemos de la organización social de los pueblos indígenas delatan más bien una estructura jerárquica, con ciertas semejanzas con los modelos feudales de Occidente y de Oriente, que antes de la Revolución Francesa parecían constituir el orden inmutable y único de la organización político-social de los pueblos. Para que se dé un proceso democrático en un Estado moderno es prerrequisito indispensable que haya un mínimo de integración social, una cierta igualdad básica en el ser ciudadanos, reconocida formalmente por las leyes y, sobre todo, por las conductas de las «élites» sociales, aunque, naturalmente,
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La desigualdad se mantiene como imperativo económico de un sistema de comercio internacional que se suponía basado necesariamente en la exportación de productos con un bajísimo coste de producción, lo que dejaba márgenes de ganancias exorbitantes a los exportadores nacionales y a los importadores de las metrópolis. Las enormes ganancias del comercio colonial se justificaron siempre por la gravedad de los riesgos de la operación, incluso en unos tiempos en que no había riesgo alguno ni político ni económico, dado que los esclavos exportadores quedaban al margen de las revoluciones y de las crisis económicas de los nacientes países capitalistas-dependientesatrasados. Con el tiempo, quedó claro que el sistema podría haber funcionado a satisfacción de todos, aunque sin hacer tan grandes fortunas tan rápidamente, si se hubieran pagado salarios más razonables y se hubiera tratado de aumentar la productividad de los trabajadores del sector exportador, sobre todo de los trabajadores temporales que recogían las cosechas. Así se podrían haber logrado unas sociedades menos desiguales y con una base más amplia de consumo, lo que podría haber dado origen a una amplia clase media, a una mayor riqueza comercial e industrial y, eventualmente, a una sociedad más apta para practicar las reglas del sistema democrático. Pero pudo más la avaricia de unos y otros, y se juzgó que resultaba más barato armar a los ejércitos que aumentar los salarios. La represión, sistemática o casual, de las masas de trabajadores para la exportación se hizo parte integral del fun-
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cionamiento del Estado. Con ello se redujeron las posibilidades de sindicatos y organizaciones de trabajadores de mejorar las condiciones de vida y la participación significativa de las clases populares organizadas en las decisiones políticas, que es lo esencial de la democracia. En todo esto se dieron las lógicas diferencias entre países con diferentes tipos de configuración social y política. Pero, con formas más o menos civilizadas, lo esencial estaba ahí. De esta manera, los nuevos estados comenzaron su vida con un importante sesgo antidemocrático, a pesar de las constituciones de corte y letra liberal. Cuando la rigurosa estratificación social de los países de Europa iba cambiando por efecto de las sucesivas revoluciones burguesas, por el surgimiento de la industrialización, por las críticas de una abigarrada serie de humanistas que exaltaron de diversas formas la igualdad y la fraternidad humanas y por causa de las primeras luchas obreras, en los nuevos países del continente americano la desigualdad propia de épocas pasadas se consolidaba, mientras se la revestía de simbología democrática e igualitaria para preservarla del cambio. La verdadera democracia ha entrado parcialmente en América Latina. En algunos países, como El Salvador, Guatemala o Bolivia, todavía está por estrenar. En todos los casos, la democracia entró mucho después de la Independencia, como resultado del mimetismo con respecto a Europa y Estados Unidos (instinto de preservación de los grupos dominantes), cuando las ganancias del comercio internacional expandieron la clase media urbana y ésta comenzó a exigir una participación en los negocios del Estado. La democratización está estrechamente relacionada con el surgimiento y consolidación de las capas medias urbanas y el aumento de su intervención en los mecanismos de rotación del poder entre los miembros de las «élites». La democratización es un fenómeno nuevo y estrechamente ligado a la extensión de los beneficios económicos del modelo de turno. Donde han continuado las desigualdades sociales en medida extrema —fuera, quizá, de Brasil—, la represión ha seguido siendo necesaria para mantener el inestable equilibrio de una sociedad donde unos pocos (menos del 1 % de la población) dominan a la mayoría. Allí la democracia no ha sido posible.
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VII. Economías no-nacionales Las economías de los principales países se constituyeron, con la anuencia y provecho de sus «élites», como economías nonacionales, como apéndices o complementos de las economías nacionales de Europa y Estados Unidos. En esto comparten el destino de casi todas las ex-colonias del mundo. Esta tesis recoge afirmaciones de la en otro tiempo famosa «teoría de la dependencia», que, no por muy oída y repetida, deja de ser importante para entender la evolución de estos países. Contiene, en efecto, una serie de hipótesis que explican satisfactoriamente muchos datos de la realidad latinoamericana, así como una serie de predicciones que se están demostrando verdaderas ante nuestros ojos, como, por ejemplo, la catástrofe de la deuda externa, que se encuentra prevista en todos los análisis de la dependencia financiera de los años sesenta. Aquí sólo quiero subrayar que con la integración de las economías de los países recién independizados al mercado internacional no se formaron economías nacionales (en el sentido de la «Nationaloekonomie» de Friedrich List). Las economías nacionales son economías relativamente centradas en ellas mismas, en las que la producción para la exportación es una parte minoritaria (entre el 10 y el 20 por ciento) de la producción nacional, y sólo emplea a una pequeña parte de los trabajadores. Cuando esto es así, la riqueza normalmente se tiene y se gasta en el territorio nacional, y la economía del país es en su mayor medida el término de referencia de la inversión. Hay un interés y una colaboración efectiva de los ciudadanos más influyentes en la formación de una industria nacional; hay un sistema productivo nacional; se defiende la moneda nacional; etc. Hay, en una palabra, un «patriotismo económico». Hay también una cierta solidaridad económica entre todos los ciudadanos. En efecto, las «élites» económicas de la economía nacional entendieron pronto que un mayor bienestar de la población, de la mayoría de la población, es bueno para ellos mismos, porque eso significa ampliar el mercado interno (y la base principal de sus ganancias). Por esta razón, básicamente, en la economía nacional se da cabida a los aumentos de sueldos
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y se acepta un sistema impositivo que financia la producción de bienes públicos y la redistribución del ingreso para reducir las diferencias de ingresos y bienestar.
plementarias, como las de Australia, Nueva Zelanda y Canadá, en las que la independencia, al liberar las fuerzas igualitarias y democráticas que existían en esas colonias (entre los colonos blancos, naturalmente), produjo un mecanismo de redistribución de la riqueza obtenida en el comercio dependiente y desigual, que es patrimonio de todas las colonias y ex-colonias. La división internacional del trabajo enriqueció a la mayoría de ciudadanos de estos países, así como empobreció (al menos relativamente) a los de América Latina.
Estas características de la economía nacional están ausentes de las economías latinoamericanas cuando éstas se integran en la economía mundial (integración que se puede dar por concluida a finales del siglo XIX). No existen economías nacionales propiamente dichas. Las economías se organizan y funcionan de cara a la exportación de unos pocos productos básicos, cuya producción representa hasta la mitad del producto nacional. Se constituyen como economías exportadoras, como economías nonacionales, referidas a centros de comercio y a la inversión en el extranjero. Esta orientación general de la producción trae consigo consecuencias múltiples para el tipo de nación que de ahí resulta. El mercado y la base de las ganancias no están en el país. Por eso la ampliación del mercado mediante la mejora de las condiciones de vida de la población no es una prioridad importante, porque los compradores de sus productos son extranjeros. La solidaridad económica entre todos los ciudadanos no es necesaria y, como es costosa, no se ejerce. El sistema tributario es deficiente, y la redistribución escasa. La riqueza, sobre todo, se obtiene (aunque sus raíces están en la producción nacional) y se guarda, en buena parte, fuera del país. La moneda que interesa no es la del país, sino la que sirve para pagar las importaciones; ése es el sistema monetario que preocupa y el que se trata de mantener sano; el otro, el del país, sólo vale en cuanto fuente adicional de enriquecimiento; de ahí que su sanidad no importe ni poco ni mucho a las «élites» económicas. Se formó así en América Latina, durante el siglo XIX, un conjunto de economías subordinadas, totalmente complementarias (y en ningún caso competitivas) de las economías más avanzadas, sin un centro autóctono que extendiera y repartiera la riqueza. Este tipo de organización económica en una sociedad altamente estratificada generó un sistema que tendía a la concentración y perpetuación de las diferencias sociales y a hacer endémica la falta de presupuestos para la democracia. Economía y sociedad: los dos factores son necesarios para explicar esta evolución. Porque hubo otras economías subordinadas y com-
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La tesis afirma también que los países de América Latina siguen sin tener una economía nacional en el pleno sentido de la palabra, si exceptuamos quizá a Brasil, donde el comercio exterior representa una parte pequeña, un 10 % del producto nacional (y aun en Brasil, como luego veremos, las fuerzas centrífugas dificultan el funcionamiento de la economía nacional). Lo cual implica, no sólo que la producción, el comercio y las finanzas estén dominados por los intereses extranjeros (multinacionales, bancos extranjeros, etc.), sino también lo que tanto destacaba la teoría de la dependencia: que la sociedad nacional sigue teniendo una economía no-nacional, sin los mecanismos —fruto del patriotismo y la solidaridad económicos— que tienden a extender los beneficios de la actividad económica entre todos los ciudadanos, creando los presupuestos económicos de la democracia. Los procesos de ajuste, necesarios técnicamente para afrontar el problema de la deuda externa de estos países, han mostrado la falta de disciplina, solidaridad y patriotismo económicos de las «élites», lo que ha llevado a cargar sobre las espaldas de las mayorías pobres el peso mayor del ajuste. Luego veremos que el Estado en algunos países (México, Argentina y Brasil, sobre todo) trató de organizar, a comienzos del siglo XX, una economía nacional en torno a sus actividades administrativas y productivas, actuando para compensar la ausencia o los defectos de un mecanismo de redistribución. El procedimiento se puede considerar un fracaso, en la medida en que los intereses (mayormente internacionales) de las «élites» comenzaron a controlar las actividades económicas del Estado.
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VIII. Efecto-demostración Como consecuencia, las pautas que determinan el comportamiento económico (consumo, inversión, políticas, etc.) se toman de las economías más desarrolladas con las que se tiene contacto. Una de las conocidas dificultades para el desarrollo de los países de la región es que sus ciudadanos quieren vivir como ricos cuando la mayoría no tiene los medios para ello. Lo malo no es que lo deseen (porque el deseo en sí no tiene efectos económicos), sino que lo intenten. O, mejor dicho, que se les seduce y convence para que inventen vivir, consumir y gastar como lo hacen los ciudadanos de los países más ricos y los ciudadanos más ricos del país. Para ello se les ofrece, con toda la variedad de bienes y servicios modernos de los mercados internacionales, los medios de financiación y crédito y cualesquiera otros instrumentos modernos para fomentar el consumo. Es decir, que los países de América Latina han pasado, de la Internacionalización del siglo XIX, a la Globalización de finales del siglo XX, sin haber pasado por la consolidación de la economía nacional que los países industrializados tuvieron en la primera mitad de este siglo. En Europa sabemos lo que es el ajuste económico. España lo pasó después de la Guerra Civil (la gente de mi generación se acuerda del racionamiento y del gasógeno). No cabe duda de que en aquellos años de austeridad y ahorro generalizado se pusieron las bases (la acumulación primitiva) para el despegue de los años sesenta. Afortunadamente, el mundo era más pequeño, y el que estaba a nuestro alrededor no ofrecía las seducciones que hoy los países industrializados ofrecen a los del Tercer Mundo. También los aliados victoriosos, y mucho más los vencidos, pasaron por un período de reconstrucción y ajuste en el que todo el mundo «se apretó el cinturón» considerablemente. Esta austeridad, dentro de un ambiente de trabajo, ahorro y reconstrucción, es algo que necesitan los países de América Latina para salir de la situación en que están. Sin embargo, ni el mundo exterior (ya interior a ellos) les ayuda, ni se dan los requisitos sociales necesarios para una campaña de austeridad, trabajo y ahorro generalizados del conjunto de la sociedad. El
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énfasis está en que sea una acción conjunta de toda la sociedad, y no como ahora, que se obliga al trabajo y a la austeridad a las mayorías pobres, con lo cual, obviamente, no puede haber acumulación, porque los pobres no tienen mucho que ahorrar. Esta tesis se refiere, ni más ni menos, al comportamiento económico de los ciudadanos latinoamericanos como reflejo (interiorizado) de la estructura dominante en que se ven envueltos. Estos comportamientos son efecto y causa de las estructuras, aunque con ciertas asimetrías. Las mayorías populares, que no han tenido ni arte ni parte en el establecimiento del tinglado, sufren en su comportamiento alienado las consecuencias de una internacionalidad que no les beneficia mucho. Las «élites» refuerzan con su comportamiento el funcionamiento del sistema, cuyas reglas de juego conocen y aprueban, aunque a veces también son «víctimas» de la competencia internacional . Las crisis de inflación han obligado a los ciudadanos a pensar y calcular en términos de dólares, a dolarizar (indexar en dólares los precios en moneda nacional) la economía, y eso, lógicamente, lleva a procurar guardar la mayor cantidad de dinero posible en dólares, más que en moneda nacional, lo que facilita la inversión y el consumo en Estados Unidos o en el extranjero en general. Esta demanda endémica de dólares, que es casi un elemento estructural de las economías latinoamericanas —y que se agudiza en tiempos de crisis, por pequeña que ésta sea—, es una demanda que no tiene proporción con las transacciones productivas que se trata de hacer (se demandan dólares por el motivo de precaución, en términos de Keynes). Este comportamiento monetario agudiza los ciclos de devaluación de la moneda nacional (de cuya estabilidad nadie se fía) y los agrava, contribuyendo al aumento de la inflación, ocasiona el déficit fiscal y empuja la espiral macroeconómica, que lleva a situaciones insostenibles que acaban en cambios de ministros de economía, cuando no de gobiernos. Todos los ciudadanos de los países industrializados, en cuanto tienen los medios adecuados, adoptan comportamientos 4. Hay que reconocer que muchas veces este comportamiento hace que se lleve a un nivel subjetivo, de las personas de los ciudadanos latinoamericanos, lo que son determinaciones objetivas del modelo de dependencia.
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internacionalizantes (viajes, estudios, inversiones, compras, imitación del estilo de vida, etc.: todo relacionado con los patrones de vida en el extranjero). Pero es llamativo el alto grado de internacionalización que se da entre los ciudadanos ricos de los países latinoamericanos. Es como si su centro de gravedad económico estuviera en el extranjero (como así es, en efecto), normalmente en Estados Unidos. En el país queda lo más importante: las fuentes de riqueza, los trabajadores que ayudan a producirla y un entorno de diversión y «buena vida».
tra la subversión (léase: comunismo), que, en una condiciones de enorme subdesarrollo e injusticia social, parecía natural que surgiera. Los ejércitos, que tenían una misión excesivamente prosaica, como es la de defender los privilegios de los grupos económicamente dominantes, recibieron la misión más alta y noble de defender la civilización occidental, que se reducía a hacer lo mismo que antes, pero con una nueva ideología y renovado convencimiento.
IX. Política de los Estados Unidos El elemento unificador de los países de la América Latina en los últimos 50 años ha sido la política exterior de los Estados Unidos hacia la región, que homogeneizó los procesos militares, políticos y económicos e introdujo las primeras nociones de integración económica. En esta tesis se afirma que la influencia exterior que más ha unificado a los países de la región en los últimos años ha sido la presencia norteamericana en el continente. Todos los países tienen ahora una necesaria referencia y unos lazos estructurales con los Estados Unidos. Pero no siempre fue así. Inglaterra estaba mucho más presente, hasta mediados del siglo XX, en Argentina y Uruguay; Francia, en Chile y Perú; Alemania, en el Sur de Brasil; y los holandeses, en el Norte. Para los Estados Unidos, su «patio trasero» había sido tradicional mente Centroamérica y el Caribe, y su límite de intervención directa era el Canal de Panamá. Luego vinieron la II Guerra Mundial y la «Guerra Fría», en medio de la cual estableció Fidel Castro un régimen comunista en pleno «patio trasero». El peligro del comunismo hizo que los Estados Unidos se ocuparan, con una nueva intención y una nueva intensidad, de todo el Hemisferio Occidental, como dicen allí. La preocupación era mantenerlos en el redil de los países amigos, que votaban ciegamente las tesis norteamericanas en la Asamblea General de las Naciones Unidas. La estrategia tenía una parte esencial, que era la unificación de los ejércitos. Los ejércitos latinoamericanos recibieron el mandato de luchar con-
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El gobierno de los Estados Unidos proveyó formación militar para los ejércitos en la Escuela de las Américas, situada en la Zona del Canal, y otros establecimientos militares; les dieron sus mismos uniformes, les vendieron (a precio de saldo, todo hay que decirlo) los excedentes de la Segunda Guerra Mundial (y luego de la Guerra de Corea) y les enseñaron las estrategias y tácticas de la contrainsurgencia (en una primera fase sólo copiaron las practicadas por los nazis durante la ocupación de Europa). La influencia de los Estados Unidos sobre los militares se vio años más tarde, en los años setenta, cuando ya habían realizado una integración a nivel hemisférico mucho más completa que la conseguida por instancia económica alguna. Pero no fueron sólo los militares; también la diplomacia, los órganos de propaganda y las instancias económicas se volcaron sobre América Latina, haciendo gala de un desconocimiento supremo de esa realidad, para que se desarrollara según sus propias pautas de producción y consumo, fomentando la producción de las materias primas que necesitaba su industria y ampliando los mercados para recibir el creciente flujo de mercancías que los EE. UU. producían después de la Guerra Mundial. Se fomentaron también los regímenes, no diremos «democráticos», sino «pro-americanos», como los de Batista, Trujillo, Rojas Pinilla, Castillo Armas, Pérez Jiménez, Duvalier, Somoza y otros parecidos. Los países, mientras tanto, comenzaron a tomar sendas distintas de evolución política, social y económica. Durante los casi treinta años que van de la Gran Depresión al triunfo de Fidel Castro, la llamada «América Latina», sometida a influencias de muchos tipos, se va diferenciando en regímenes políticos, grados de democracia, avances de la ciencia y la tecnología, modelos económicos, creación artística, etc. El poder unificador
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de los militares, la diplomacia y la propaganda, así como la influencia del «american way of Ufe» entre los pobladores urbanos y la penetración de las multinacionales americanas, acabaron dando una impresión parcial de homogeneidad a los observadores externos. La mentalidad y los reflejos de la «Guerra Fría» dieron a las «élites» dominantes, ya muy similares en sus comportamientos económicos y sociales, una ideología unificadora —creando unas corrientes de pensamiento y acción política realmente reaccionarias, a fuerza de anti-comunistas— que se adoptó, por pura conveniencia, como ideología anti-cambio e incluso anti-progreso social. En el sistema de las Naciones Unidas se instituyó, dentro del Consejo Económico y Social, una Comisión Económica para América Latina, la CEPAL, a través de la cual los intelectuales y economistas norteamericanos promovieron estrategias de desarrollo comunes para la región, que se siguieron en los años cuarenta y cincuenta. Eran teorías que identificaban el desarrollo con la industrialización y que vinieron a sancionar y reforzar las prácticas de sustitución de importaciones que se habían comenzado a experimentar (en Brasil, Argentina y Chile, sobre todo) durante la Gran Depresión . Luego los economistas latinoamericanos, capitaneados por Raúl Prebish y Celso Furtado, se adueñaron de la CEP AL, y desde allí propagaron modelos de crecimiento que se vendían como «latinoamericanos», pero que corrieron suertes muy diversas en los diversos países. La CEPAL, con sus estudios y sus características regionales, contribuyó más que nadie a que se concibiera la región como una macro-unidad para la planificación del desarrollo. En ella nació, y a través de ella se difundió, el proyecto de una unión económica en cualquiera de las formas entonces conocidas: «zonas de libre comercio» o «mercados comunes». De entonces data el proyecto de una unión económica latinoamericana que restableciera las ventajas de tener un mercado amplio, con vistas al disfrute de las economías de escala de la naciente industria. 5. Ahora los economistas norteamericanos no recuerdan ya las teorías del «big push», que implicaban estrategias de industrialización integrales que no se habrían podido llevar a cabo sin una fuerte participación del Estado en la industria, sobre todo en la de base.
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X. El Estado moderno en la economía La intervención del Estado moderno en la economía, durante la segunda mitad del siglo XX, ha sido la gran ocasión para que las «élites» tradicionales y otras nuevas extendieran y profundizaran sus ventajas económicas. En América Latina, fuera de algunos episodios revolucionarios y socialistas, el Estado se ha visto mediatizado y manipulado, cuando no secuestrado, por los grupos de intereses económicos más poderosos. Esto no es una interpretación marxista de la naturaleza del Estado burgués en general, sino un resumen de las observaciones empíricas del comportamiento de la mayor parte de los estados, la mayor parte del tiempo, en la historia reciente de la región. Las «élites» que forjaron la independencia y que realizaron, por medio de las revoluciones liberales, la integración de sus economías en el sistema capitalista mundial, no necesitaban un Estado muy grande, (como sucedió, por cierto, en los Estados Unidos del Norte). Aseguradas las fronteras, establecido un sistema legal de propiedad y de contratos, con una policía y unos tribunales para hacerlos respetar, delimitado un ámbito monetario e integrado un mercado único dentro de las fronteras del Estado, no había mucho más que hacer, por parte de éste, para favorecer los intereses particulares. De hecho, no existieron las empresas públicas (fuera de un breve período durante la I Guerra Mundial) hasta después de la Gran Depresión de los años treinta, en que se nacionalizaron petróleos y minas, ni se consideraba que el aparato estatal ofreciera ocasiones para hacer negocio. Sin embargo, con la diversificación y diferenciación de las actividades productivas, aumentó la necesidad de una infraestructura física y social que sólo el Estado podía proveer. El Estado se convirtió en un gran contratista de obras para las empresas privadas. De la misma manera, con el traslado a la sociedad de la responsabilidad por los más pobres y menos favorecidos, y al aumentar las necesidades de la democratización, el Estado fue inevitablemente creciendo e implicándose cada vez más en la vida económica privada. Este crecimiento no se hizo al margen (y mucho menos en contra) de los intereses
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de los grupos dominantes. Se hizo, más bien, en base a un pacto que permitió aumentar la porción de la riqueza nacional destinada al Estado (que luego se encargaría de repartirlo a su manera), mientras aseguraba a las «élites» tradicionales —y otras de nueva formación— una porción sustancial de la nueva riqueza creada por los sectores modernos, bien con la protección del Estado o bien con la colaboración de las empresas multinacionales. Naturalmente, en las actividades económicas tradicionales (la exportación de materias primas) la porción apropiada por las «élites» sigue siendo la más grande.
poder. La realidad es que éstos recogían una buena proporción de la riqueza generada por medio (o a propósito) de la actividad del sector público. No había una «alteridad» suficiente como para poder hablar de «oposición».
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El crecimiento del Estado va asociado a la implantación, a partir de los años cincuenta, de un modelo de desarrollo que favorece la industrialización del tipo «big push», es decir, en varios frentes simultáneamente, lo cual exige unas costosísimas inversiones cuyos rendimientos privados, comparados con los costos privados, no son suficientes para justificar la inversión por empresarios privados. El Estado se ve obligado a realizar estas colosales inversiones para crear de un solo golpe economías de escala y de ámbito, generar efectos externos y poner al país en la vía de la industrialización equilibrada. Nace así un sector público (burocracia gubernamental y empresas estatales), en apariencia autónomo frente a los negocios de las «élites» tradicionales, que da la impresión de competir con ellos y aun de oponérseles en el reparto de los beneficios que generan la industria y los servicios modernos. Pero esto es sólo apariencia, porque todos los gobiernos, con las raras excepciones de los de Allende en Chile, Castro en Cuba y los Sandinistas en Nicaragua (y en este último caso cabría hacer algunas matizaciones), habían sellado, de alguna manera, un pacto fundamental con las «élites» exportadoras tradicionales para hacer viable la ampliación y modernización del Estado. ¿Cómo, de otra manera, se habrían podido aumentar los ingresos fiscales si no era con la anuencia de los señores de la tierra y del comercio exterior? Es importante insistir en la existencia de este pacto, más o menos explícito, porque durante muchos años los sectores intelectuales progresistas han defendido al sector público de la economía latinoamericana, creyendo o pretendiendo que hacían oposición a las «élites» económicas y grupos tradicionales de
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Obviamente, la relación entre el Estado y las «élites» no ha sido siempre tranquila, libre de roces y de problemas, sobre todo en lo referente a las fuentes de los ingresos fiscales y a los mecanismos para subvencionar al sector privado. La fiscalidad, en su doble vertiente de recaudación y de gasto, es la arena donde se define y concreta el pacto que permite la expansión del sector público. Los cambios repentinos, más o menos ruidosos, de gobiernos y de regímenes (golpes de estado, cuartelazos, avalanchas electorales, etc.) siempre han tenido como motivo económico de fondo la redefinición de las porciones a repartir entre el Estado y los grupos económicos dominantes. Las «élites», por su parte, no se han opuesto a que el Estado usara su porción de riqueza pactada de la manera más pertinente a sus fines. Así han permitido el desarrollo de sistemas, más o menos limitados, de seguridad social; la realización de obras de infraestructura social; una legislación laboral y social (pero «sin pasarse»), etc., siempre que ello no supusiera un aumento de la porción relativa que el Estado deducía a los grupos económicos dominantes según lo pactado. El financiamiento del sector público en América Latina es la clave para entender cómo funciona y qué consecuencias tiene este pacto. En los países de Europa y de América del Norte, donde el desarrollo del sector público se basa en otro tipo de pacto —un pacto con la burguesía y la clase media, fortalecidas en victoriosas revoluciones sociales contra las «élites» tradicionales—, su financiación se ha hecho a base de la extracción democráticamente pactada de recursos públicos para la producción y distribución de «bienes públicos», entre los que se ha contado, por cierto, el fortalecimiento de la autonomía del Estado frente a la sociedad civil. La financiación del sector público se ha hecho en base a un sistema progresivo —el que más ingresa paga una proporción mayor de sus ingresos— de impuesto sobre la renta de las personas físicas y de sociedades, y de contribuciones a la seguridad social.
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Este sistema ni ha funcionado, ni funciona todavía, en la mayoría de los países de América Latina, por el veto que, de facto, ponen al sistema los grupos de mayores ingresos. Los únicos impuestos que funcionan son los que resultaron de los pactos primigenios en la constitución misma del Estado moderno po obra y gracia de las «élites» exportadoras, es decir, los impuestos al comercio exterior, con los que los exportadores pagaban un precio casi simbólico por los privilegios que como tal grupo de intereses recibían del Estado en formación. Desde entonces, el Estado latinoamericano se ha financiado del comercio exterior, ya sea directamente, por medio de los impuestos a la exportación y a la importación, ya sea por medio de la capacidad de endeudamiento externo que generan las exportaciones.
vado a expansiones no pactadas del gasto público y a la consiguiente erosión de los beneficios de las «élites». El sistema hacía crisis, y se imponía la necesidad de comenzar de nuevo, de recomponer los pactos. El Estado vuelve a practicar la austeridad, y las «élites» recomponen la porción de beneficios que obtienen del sector público. Al fondo del ciclo «expansión fiscalcrisis-ajuste» subyacen siempre la insolidaridad y el egoísmo de los grupos económicos dominantes, que no sólo no han aliviado las crisis fiscales del Estado, sino que las han agudizado con un comportamiento de auto-protección (fuga de capitales, huelga de inversión, especulación inmobiliaria y de todo tipo...).
En conjunto, se puede decir que la expansión del Estado moderno ha ofrecido, a los grupos que dominaban la economía pseudo-nacional al final de la Segunda Guerra Mundial, la oportunidad de diversificar sus intereses tradicionalmente agrarios —o mineros— y exportadores, invertir en nuevas aventuras productivas en el campo de la industria y de los servicios bajo la protección de políticas mercantilistas, hacer negocios inmobiliarios, beneficiarse de subvenciones y exenciones fiscales, especular con moneda extranjera, y cosas por el estilo. XI. La quiebra del Estado La consiguiente quiebra del Estado, causada, en definitiva, por la insolidaridad de los grupos con mayor poder económico, constituye ahora el principal freno al desarrollo de los países lationamericanos. La financiación del Estado en América Latina ha funcionado relativamente bien mientras los ingresos provenientes de las exportaciones han funcionado igualmente, o mientras el servicio de la deuda externa se mantenía en consonancia con el nivel y ritmo de crecimiento de las exportaciones. Las crisis periódicas de la financiación del Estado se han debido tanto a las malas condiciones del comercio exterior como al uso ineficaz de los recursos públicos. Ambas cosas han lle-
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Los procesos de ajuste que siguen infaliblemente a las crisis han consistido en medidas para restablecer el «comportamiento pactante» (no se puede decir «solidario», que sería demasiado generoso) de los grupos dominantes: detener la dolarización de la economía, reiniciar la inversión, frenar el proceso inflacionario, y todas las demás acciones que son necesarias para ganarse la confianza de los bancos internacionales y poder seguir endeudándose en el exterior. En este proceso, el sector público tiene que reducir sus gastos, normalmente cortando planes de inversión, que a veces son exagerados y superfluos, pero más frecuentemente son necesarios para producir los bienes públicos mínimos que demanda una población creciente. En la gran crisis financiera de los años ochenta, cuando se manifiestan en toda su crudeza las líneas de fuerza, de poder y de insolidaridad de los grupos económicos dominantes, el ajuste ha recaído integramente sobre el sector público —el aparato del Estado y las empresas públicas—, como si hubiera sido el único causante de la crisis. El ajuste apenas ha afectado a los grandes capitales privados, a buen recaudo en paraísos fiscales y centros monetarios de fuera del país. La carga del ajuste se reparte, pues, con la misma falta de equidad con que se reparte la riqueza, aunque las cantidades tienen signo contrario. Los ricos de América Latina se beneficiaron enormemente de la abundancia de dólares que en los años setenta hacían posible los préstamos internacionales. Entonces se aprovecharon de la plétora de dólares para fines propios, en gran parte para invertir—legalmente en muchos casos— fuera del país. Pero ahora no participan en las operaciones de salvamento de sus economías (que, como
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hemos visto antes, no consideran suyas) repatriando los capitales o una parte de los mismos, o al menos los intereses que dichos capitales les producen en el extranjero.
antes. El Estado, por otra parte, aunque debilitado en general, y sobre todo con respecto a sus dependientes y clientes en sus funciones redistributivas, está en condiciones —otra cosa es que lo sepa aprovechar— de ser más intransigente y duro con unas «élites» que le han abandonado en sus momentos malos, que no han aportado recursos a su salvamento ni han sabido reformular el pacto para salir adelante. En la nueva situación, el Estado tendrá menos atribuciones. Es posible que el sector público necesite reducir sus dimensiones y manejar menos ámbitos productivos de bienes y servicios, pero también podrá ser más exigente con los exportadores y «élites» tradicionales. Éstos invocan el mercado para despojar al sector público de sus elementos más rentables, por medio de la privatización; pero, al invocar el mercado, se obligan de alguna manera a renunciar a los beneficios fiscales y otros de corte mercantilista que recibían del Estado. Asimismo, la insistencia con que se apela a la competitividad para exigir la privatización implica también el rechazo del proteccionismo, de las subvenciones a las empresas privadas y de los favoritismos oficiales. Puede parecer una paradoja, pero en la debilidad del Estado está su fortaleza frente a los grupos de poder que le han arruinado y quieren hacer leña del árbol caído. Ahora es la ocasión propicia para que el Estado latinoamericano entable negociaciones con las élites para firmar otro pacto, respaldado esta vez por la opinión mundial y las políticas de los organismos multilaterales (FMI, Banco Mundial, BID, OCDE, etc.). En este nuevo y deseable pacto habría que redefinir las actividades propias del Estado en las esferas productivas y cómo se deben repartir en la sociedad los beneficios que se generan en ellas. Esto implica, probablemente, la reducción de las dimensiones del sector público, pero también la disminución o eliminación de la protección de todo tipo que el Estado ofrecía a las actividades económicas, privadas y la exigencia, en cambio —¿o además?—, de unos precios más justos por los bienes públicos que se asignan a los sectores privados de la economía, así como por las externalidades (economías externas) y beneficios ambientales que se han creado para la actividad económica privada con el dinero público. El nuevo pacto debe contener, muy en concreto y principalmente, una reforma fiscal en sus dos vertientes: gastos e
Al final, y ante la dureza de la crisis causada por una deuda extema impagable, los grupos dominantes han dejado solo y desamparado al Estado y han roto, en un sentido muy verdadero, el pacto de constitución del Estado moderno, dejándole una parte desproporcionada de la carga del ajuste, que le obliga a cambiar su relación hacia la empresa privada. El Estado ha quedado débil, y la empresa privada relativamente más fuerte. Los sectores públicos se están desmontando gradualmente, las inversiones públicas se han reducido a la mitad en diez años, el «stock» de capital social se está consumiendo aceleradamente, sin que haya reposición: las escuelas son ruinosas, los hospitales insalubres, los puentes se caen, y por las carreteras no se puede circular sin gran peligro; aumenta la mortalidad infantil y reaparecen epidemias medievales. Se han perdido diez años para el desarrollo, y se está a punto de perder otros tantos en muchos países. La crisis fiscal del Estado es, hoy por hoy, el mayor freno al desarrollo y al bienestar de los pueblos latinoamericanos.
XII. El nuevo Estado latinoamericano La adaptación de la configuración y el funcionamiento del Estado a las posibilidades y necesidades del conjunto de la sociedad y al papel internacional y regional que deben desempeñar sus economías es inevitable y urgente. Del proceso de ajuste, correctamente entendido, tiene que resultar una configuración y un funcionamiento del Estado diferentes de lo que ha habido hasta ahora en América Latina. El desarrollo económico de los pueblos latinoamericanos exige un nuevo modelo de relaciones entre el Estado y la sociedad civil, especialmente sus grupos de intereses más poderosos; es decir, un pacto de muy diferente naturaleza del oligárquico (siglo XIX) que se ha descrito. Las posiciones negociadoras han cambiado. Las «élites» están intactas, pero ya no tienen legitimidad para pedir al Estado ni siquiera el nivel de beneficios que tenían
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ingresos. El gasto público tiene que beneficiar al bien común, más que a intereses particulares, que se consideraban de especial mérito únicamente por el poder de negociación política de los grupos beneficiados. El gasto, además, tiene que moralizarse, lo que implica no sólo evitar la corrupción —que, al fin y al cabo, es una fuga del sistema redistributivo legal—, sino priorizar estrictamente los destinatarios y realizarlo competentemente. El gasto público en América Latina tiene que atender, en la medida de lo posible, a la ingente deuda social que se ha ido acumulando durante los años de la crisis y el ajuste. (Aquí, naturalmente, sólo se dan pistas para una acción política y económica que no dejará de ser muy compleja en la práctica).
sarrollados— no sean la fuente principal, como sucede ahora, de la financiación del Estado. La reforma fiscal en las dos vertientes indicadas constituirá la prueba de que es posible (y de que se ha intentado) un pacto más justo y eficaz entre el Estado y los grupos económicos dominantes. De otra manera, la crisis fiscal y el deterioro de las condiciones de vida de la población llevarán al caos político, a la violencia y a la ruina económica.
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La recomposición del «stock» de capital social —su iniciación, al menos— es urgente si se quiere evitar que continúe creciendo el déficit —o «gap»— intergeneracional en consumo y niveles de vida. Por otra parte, y pensando siempre en el bien más común y general, el gasto público debe ser un instrumento para ofrecer un marco económico estable a la actividad económica privada. Debe contribuir al establecimiento y mantenimiento de un sistema monetario predecible y estable, que no permita —y menos aún fomente— comportamientos especulativos de los agentes económicos que hoy día se consideran normales. Debe llevar a crear un ambiente donde la evaluación de los riesgos y beneficios de la inversión sea un proceso razonable y técnico, no una lotería, y que, por lo tanto, conduzca al ahorro. El Estado conseguirá así la estabilidad de los cambios de la moneda nacional, con técnicas predecibles de intervención en los mercados. En resumen, que el bien común también exige que la actuación pública en el campo de las finanzas sea estabilizadora, y para eso tiene que ser creíble, transparente, predecible y resistente a los choques de economías excesivamente dependientes de los mercados externos. No es tarea pequeña. En cuanto a los ingresos del Estado, se impone una reforma fiscal que modernice el sistema de financiación. Junto con una administración más eficiente y justa del gasto, tiene que darse una reconstrucción de los procesos recaudatorios en base a un sistema progresivo de impuestos sobre las rentas de personas físicas y de sociedades, así como sobre las plusvalías, de manera que los impuestos indirectos —regresivos en los países subde-
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El Estado del desarrollo futuro en América Latina deberá redimensionarse para unas actividades bien definidas en función de su capacidad de afectar al bien común y a los intereses económicos más generales del país. Tendrá, por lo mismo, que ser más autónomo y dejar mayor autonomía —y riesgo— a la iniciativa privada en los mercados nacional e internacional. Cuanta menos protección del Estado a intereses privados, menos corrupción habrá en la administración pública, y mayor atención se podrá prestar a la producción de bienes públicos de utilidad general y a las actividades de estricta redistribución. Y, finalmente, el Estado reformado de América Latina, también con respecto al mundo exterior en que se inscribe, debe reducir sus pretensiones de una soberanía que sólo es una coartada para el caciquismo local y para conductas anti-sociales y antipatrióticas, y tomar más en serio la integración regional, el sueño bolivariano, que ahora es, además de un bello recuerdo, una exigencia para la supervivencia material.
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En un libro sobre la solidaridad, no puedo pasar por alto la celebración de este año 1992: el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Es difícil hablar sobre este tema, porque todos o casi todos los que se interesan por él (que, dicho sea de paso, son la minoría) no pueden librarse de las pasiones que este evento desata. Voy a intentar hablar de ello desapasionadamente, para contribuir a que quienes me lean se formen una idea más equilibrada de todo ello. No podemos olvidar lo que pasó entonces Algunas realidades de los pueblos de América Latina que hoy nos chocan más, y por lo que muchos los critican (su pobreza, su falta de libertad, su corrupción, su violencia, su alcoholismo, sus diferencias sociales, sus complejos), son como los excrementos de un banquete celebrado hace muchos años, que no nos permiten olvidar a los españoles de hoy lo que fueron las costumbres y las personas en nuestros orígenes como Estado moderno. Lo que hicimos los españoles en América fue una empresa colonial del siglo XVI, ni más ni menos. Una empresa colonial como eran entonces las empresas coloniales (y como no podían ser de otra manera, dada la mentalidad y los comportamientos de aquellas sociedades). Cualquier otra potencia europea que hubiera «descubierto» y conquistado América habría hecho algo parecido. Eran sociedades brutales, intolerantes, autoritarias, ambiciosas y, en definitiva, crueles. Esos rasgos se demostraron antes y durante la conquista de América, tanto en América como en España y los territorios conquistados por España (que les
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pregunten a holandeses y belgas). Pero España no era una excepción: los otros estados que se fueron formando en aquellos tiempos eran igualmente intolerantes y crueles con sus propios ciudadanos, y más habrían de serlo con unos seres considerados como «salvajes». Los habitantes de América no habrían salido mejor parados si les hubiera «descubierto» otro país. Esto no es un consuelo para los habitantes de América que sufrieron la conquista española, ni es una exculpación de los conquistadores españoles. Éstos, como otros conquistadores de otras colonias, mostraron lo que eran sus sociedades, basadas en la fuerza más que en el derecho, en la guerra y la rapiña más que en el trabajo productivo, con una religión oficial al servicio de los fines materiales de poder y riqueza. Como solía decir Ignacio Ellacuría, en la Conquista de América, como en todas las empresas coloniales, los conquistadores descubrieron lo que eran, manifestaron al mundo de entonces y a la posterioridad la naturaleza de las sociedades que les habían producido. En líneas generales, la Conquista de América fue un conjunto de acciones que hoy están prohibidas por la Carta de las Naciones Unidas y condenadas por todos los pueblos civilizados. Juzgados con criterios de hoy, que son los que nosotros debemos tener, la guerra de conquista, el sometimiento de pueblos soberanos y libres, el saqueo de las riquezas de tierras conquistadas, los malos tratos que se dieron a las poblaciones nativas, son todas ellas cosas condenables. Son acciones de las que hoy no podemos estar orgullosos, sino avergonzados; y, por lo tanto, no podemos celebrarlas como se celebran las acciones buenas y los hechos positivamente heroicos. En este Quinto Centenario de «aquello», si bien no podemos celebrar la mayor parte de las cosas que hicieron nuestros antepasados, porque no son celebrables, sí debiéramos aprovechar la ocasión para conocerlas, para conocer mejor la historia de nuestra colonización. Tenemos que volver a la historia, no para castigarnos ni para recrearnos en la contemplación de nuestras brutalidades y miserias; no por motivos masoquistas, en una palabra, sino para rectificar una historia mal contada. La gente de mi generación, todos los que hicimos la educación básica bajo el régimen de Franco, hemos sido víctimas de un fraude histórico. Nos han explicado mal la historia de
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América; nos la han reinterpretado y embellecido en función de un supuesto «rol» mesiánico de una España postrada y muerta de hambre, que habría tenido la misión de extender por el mundo entero la verdadera fe de la verdadera Iglesia. Era una historia sin sombras, porque las sombras eran fruto de una «leyenda negra» que producía la malevolencia de los franceses e ingleses. Ahora tenemos derecho a que nos cuenten bien la historia o a que nos permitan investigarla por nosotros mismos.
productores de materiales y alimentos para las minas. El territorio estaba organizado en torno a las actividades mineras de Perú y Bolivia (con su centro simbólico en Potosí) y de México (Guanajuato). Si los españoles fueron allá para conseguir más cristianos para el cielo, pronto acabaron haciéndolo de una manera que se parecía extraordinariamente a la explotación colonial de las minas.
La explotación sistemática de las poblaciones indígenas Lo peor que España hizo en América Latina fue maltratar a los indígenas, utilizándolos como verdaderos esclavos, para extraer de aquella tierra ajena las riquezas que ocultaba. Una de las cosas que hay que dejar claras es que la empresa colonizadora de España fue principal y básicamente una empresa económica. Sirvió también de gran ocasión para bautizar a millones de indígenas y hacerles, a la fuerza o por conveniencias materiales, «fieles» a la única y verdadera Iglesia de Cristo, ampliando así a las vastas tierras americanas el dominio espiritual —con consecuencias materiales— de la jerarquía eclesiástica.
A veces sólo nos fijamos en episodios individuales de malos tratos a los indígenas, asesinatos, torturas, saqueos, el uso de los perros para vigilarlos, etc. Lo peor fue el sometimiento sistemático y bien organizado de las poblaciones indígenas (de vida más sedentaria, más culta y pacífica) y el dedicarles a la fuerza al trabajo de las minas. Estas reconversión de pueblos enteros, cambiándoles el sentido y la misión de su vida, es lo que causó, por medio de diversos caminos y mecanismos, la catástrofe demográfica que diezmó en poco tiempo a los habitantes de las nuevas tierras.
La peor herencia de España
Desde el punto de vista de la jerarquía eclesiástica, siempre insaciable de poder, la conquista de América fue una acción loable, en la medida en que amplió la base de poder de la Iglesia Católica en un momento en que la Reforma Protestante se la estaba achicando. Este solo hecho hizo que se perdonaran o se ignoraran muchos pecados. Sin embargo, nadie dirá en serio que la Conquista de América se emprendió por fines, no ya puramente espirituales, pero ni siquiera principalmente espirituales.
Si la esclavitud de los indígenas fue la acción más reprobable desde un punto de vista ético, lo que produjo peores consecuencias para el futuro de esos pueblos y sus mayorías populares, de todo cuanto hizo España en sus colonias americanas, fue el mantener, hasta comienzos del siglo XIX, una estructura social rígidamente jerarquizada, sin movilidad social, autoritaria y llena de privilegios para los grupos dominantes. Esta perversa herencia —todo hay que decirlo— la conservaron y acrecentaron los nuevos poderes independientes, en detrimento de los naturales (los indígenas) y los agricultores pobres (los mestizos).
La organización de la colonia, medio siglo después de la llegada de Colón, muestra cuáles eran las intenciones principales de los españoles. La colonia española de América se convirtió en un inmenso Imperio Minero, un vasto mosaico de actividades económicas emsambladas en torno a la descubierta, extracción y transporte de metales preciosos (oro y, sobre todo, plata). Las poblaciones indígenas desempeñaron un papel esencial en este esquema de cosas: el de ser mineros, porteadores, cargadores,
Hemos visto en el capítulo anterior que, a diferencia de los colonos anglosajones que llegaron a América «para comenzar de nuevo», los conquistadores y colonos españoles trataron de reproducir lo más exactamente posible los usos y costumbres de España, sus instituciones (Iglesia, Inquisición, Universidades, Ordenes Religiosas) y su vida social en el nuevo continente. Con todas estas cosas llegaron también sus defectos y vicios, incluso las enfermedades venéreas, desconocidas allá.
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El esquema social que se reprodujo fue el de una sociedad semi-feudal, sumamente autoritaria, con una movilidad social basada únicamente en las hazañas militares y económicas de la conquista, con una exagerada concentración del poder en la Corona y sus agentes. Las nuevas realidades americanas dieron nuevo contenido a estas estructuras sociales, pero no alteraron sus formalismos. La conquista generó nuevos ricos, hombres muy poderosos que ejercían sus privilegios en amplios espacios sin encontrarse, más que de tarde en tarde, con cortapisas al poder que dan la tierra y el dinero. Todo esto dio a las personas que ocupaban las posiciones más altas en aquella sociedad jerarquizada y autoritaria un poder local mucho mayor que el de cualquier autoridad semejante en la península. En América, si cabe, se exageró el autoritarismo de los caciques y señores locales de los medios rurales españoles. Esta acumulación de poder local fue lo que provocó, en definitiva, el enfrentamiento con el poder lejano de la Corona y lo que, eventualmente, condujo a la independencia.
dencia supuso quedar a merced de los señores locales, convertidos muchos de ellos en «padres de la patria», cuyos hijos y nietos casi acabaron comiéndosela en festines y francachelas en los cabarets de París y Londres. Una herencia bien mala, en verdad.
¿Qué podría haber hecho que cambiara la herencia que dejó España? No es fácil decirlo ahora; quizá una mayor preponderancia en la vida social de las instancias comunitarias, de los municipios, de los gremios; una mayor relación entre la riqueza y el trabajo constante y metódico; y, naturalmente, haber dado a los naturales mayor independencia y haberlos tratado con mayor respeto. Estas cosas se podrían haber ido concediendo gradualmente. Pero no se dieron las condiciones para una evolución social hacia la democratización del poder. Las actividades económicas (primero la minería, y después las explotaciones agrícolas extensivas) necesitaban mucha mano de obra barata y sumisa; necesitaban «ejércitos de reserva» abundantes y manejables. Las exigencias del sistema económico de Hispanoamérica se oponían a la democratización, al surgimiento de una clase burguesa distinta, aunque dependiente todavía de los grandes señores de la tierra y de las minas; la economía de la colonia pedía esclavos, y esclavos tuvo hasta bien entrado el siglo XX. La independencia, vista desde abajo, supuso un cambio o relevo de poderes, no el cambio de unas estructuras autocráticas y rígidamente jerarquizadas. Para los indígenas y los agricultores pobres, que constituían la mayoría de la población, la indepen-
El mestizaje. Posibilidades Las circunstancias de la conquista de América Latina, empresa guerrera de hombres sin familia, dieron origen a una raza nueva, producto del mestizaje de europeos e indoamericanos. Otras empresas coloniales, particularmente las de ingleses, holandeses y franceses, no dieron origen a esta cohabitación de razas ni a un fenómeno masivo de mestizaje. ¿Es esto mérito de España o de la casualidad? Se puede suponer que, si hubieran cambiado las circunstancias, es decir, si los españoles hubieran ido con sus familias para colonizar los nuevos territorios por medio de la agricultura y el comercio costero, la relación entre las razas habría sido distinta. De todas formas, los españoles que llegaron a América ya eran resultado de una mezcla de razas (celtíberos, romanos, visigodos y árabes). Quizá tenían una predisposición, que no se puede presuponer en los anglosajones, a mezclarse con otras razas. Los españoles hicieron de la necesidad virtud. Algunos latinoamericanos actuales quisieran haber sido colonizados por ingleses y franceses, porque piensan que la herencia hispánica en su sangre es un lastre. Achacan a los componentes hispanos de su raza aquellas características que parecen ser menos aptas para triunfar en la economía moderna: falta de sentido práctico, fanatismo religioso, irresponsabilidad en el trabajo, afición a las diversiones, etc. Por cierto que estas características se las imputan quienes no conocen bien las posibilidades y las obras de los latinoamericanos mestizos. Como quiera que sea, si hubieran sido colonizados por anglosajones, estos latinoamericanos mestizos que hoy se quejan de su raza no habrían existido. El hecho del mestizaje está ahí en toda su complejidad, en toda su grandeza y miseria. Españoles y latinoamericanos debiéramos contruir sobre esa realidad, que creamos conjunta-
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mente hace 500 años, unas sólidas relaciones de amistad, solidaridad y efectiva cooperación. Dejemos a los antropólogos y biólogos especialistas en razas humanas que estudien las características diferenciales de los cromosomas y su capacidad de adaptación a la vida moderna. Los demás ciudadanos de ambos mundos debiéramos aceptar el hecho de que hace 500 años se creó una nueva raza como punto de partida para una nueva realidad Euro-Americana, conscientes de que el progreso de la humanidad en todos sus frentes no está cerrado a ninguna raza; que depende de la organización social, el liderazgo, el trabajo, los modelos de política económica que cada sociedad se quiera dar.
también en oposición a los conceptos y prácticas que emanaban de la dictadura española. Ahora, después de la democracia, hemos querido retornar a América Latina como demócratas y hombres libres, llamando a sus habitantes por su nombre de latinoamericanos. Pero no hemos ido como iguales; más bien viajamos siempre dando lecciones, diciendo cómo hacemos nosotros las cosas y cómo las tienen que hacer ellos. Les hemos ido explicando nuestro modelo de transición a la democracia como si hubiera sido una obra maestra de políticos, cuando en realidad fue el producto de un proceso de maduración y de la presión internacional. E incluso vamos enseñándoles cómo se pronuncian los vocablos con los que ellos han enriquecido nuestra literatura.
Las relaciones de nuestros pueblos Sin embargo, para llevar a cabo esta empresa, los españoles tenemos mucho que cambiar. España no ha aprendido todavía a relacionarse de una manera constructiva con los pueblos de América Latina. Después del rechazo que produjo en la sociedad española la pérdida de Cuba y Puerto Rico (1898) y todo cuanto sonara a americano, los españoles regresamos al continente, al principio del siglo XX, como emigrantes, pobres, ignorantes, buscando la suerte que no teníamos en la «madre patria». Otra gran oleada de españoles, menos pobres y más cultos, llegó a tierras americanas después de la Guerra Civil. Fueron los exiliados (catedráticos, políticos, sindicalistas..., derrotados en general). Estas personas, que obviamente habían roto todos sus lazos con el nuevo régimen, no sirvieron para unir, sino más bien para separar a España de América. Luego, cuando quisimos regresar a América como Estado, lo hicimos con ínfulas ridiculas —para un país destruido por la guerra civil y gobernado por un dictador—, hablando de la Hispanidad, de la Cultura Hispánica, y aun del Imperio. Además, fuimos a contarles estos cuentos a dictadores incultos y crueles como Hernández Martínez, Batista, Trujillo, los Somoza, Pérez Jiménez, Rojas Pinilla, etc. Los pueblos de América Latina nos vieron como una viga en su ojo. La masiva oposición popular a esta cuadrilla de dictadores se convirtió
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No encontramos el punto de la igualdad, y mucho menos el de la inferioridad, en todas aquellas cosas —que también las hay— en que somos inferiores a los latinoamericanos. Los latinoamericanos más lúcidos se quejan de la falta de equilibrio que caracteriza a las relaciones entre sus países y el nuestro. Ahora somos un poco más ricos que casi todos ellos, pero no necesariamente más cultos, ni tenemos mejores científicos, ni mejores universidades, ni todos nuestros periodistas son mejores, ni todas nuestras mujeres más bellas. Unir a los pueblos por la base Seguimos con la manía de unir a los pueblos uniendo las cabezas que los gobiernan o los han gobernado. Llevamos nuestra fe en la democracia representativa a creer que los políticos y gobernantes realmente tienen una representación total y exhaustiva, es decir, que representan las aspiraciones y angustias, los miedos y las esperanzas de sus pueblos. Y esto no siempre es así. En este año de celebraciones, los invitados latinoamericanos que participan en las que hacemos nosotros son un puñado de gentes prominentes: presidentes (algunos, como Carlos Andrés Pérez, bien poco populares), ex-presidentes (Caldera y Sanguinetti son perejil de todas las salsas centenarias), embajadores, académicos de la lengua, novelistas famosos y gente por el estilo... ¿Por qué no empezamos en serio a buscar los contactos por abajo, por la calle, por las aulas, por los talleres? Es más
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difícil, y posiblemente requiere más recursos, pero es más significativo que estar siempre en las Cancillerías y Casas Presidenciales, donde no siempre moran los hijos más dignos ni más representativos de sus pueblos. Faltan, por ejemplo, instancias para el encuentro de jóvenes latinoamericanos y españoles de las nuevas generaciones demócratas, en parte porque en España ya no se dan becas a estudiantes americanos, ni tampoco las dan los países de aquel continente. Tenemos un cierto intercambio de escritores y comentaristas (en El País, por lo menos, leemos a escritores latinoamericanos. Nos han llegado con fuerza las vivencias de la Iglesia de los Pobres y la Teología de la Liberación, aunque sigue siendo una cuestión de minorías. Pero esto es un ejemplo magnífico de cómo una vivencia netamente popular latinoamericana ha encontrado eco y ha sido causa de inspiración entre muchos españoles, totalmente al margen de los contactos oficiales. En otros terrenos, estos intercambios también son posibles; simplemente, hay que intentarlos.
9 Los problemas de Europa del Este
Los países tíel Este de Europa son un típico «locus solidaritatis» donde se debe mostrar la solidaridad de los países ricos y democráticos con aquellos países que fueron comunistas de economía planificada y hoy tratan de ser miembros normales de nuestro espacio político y económico. Lo que está pasando en aquellos países es sumamente interesante para los estudiosos de los sistemas económicos, porque nunca se había dado un paso del comunismo al capitalismo, de la economía planificada centralmente a una economía de mercado. Se había dado otro tipo de transiciones, pero éste precisamente nunca. Cuando se produjo el fenómeno contrario, el paso del capitalismo al socialismo, después de la Revolución Bolchevique, se escribieron muchos libros (y hace apenas veinte años todavía se escribían) sobre la «transición al socialismo» (de economías capitalistas, se entiende, como las de Cuba, Víetnam, Angola, Nicaragua, en tiempos más recientes). Ahora hay que desandar el camino, pero no se puede leer el libro al revés. Hay que pensar mucho cómo se da el paso del socialismo al capitalismo, porque, como se está viendo, no es nada fácil. Desde la perspectiva de este libro, el tema nos interesa porque en aquellos países se están comparando las ventajas e inconvenientes de los regímenes solidarios —imperfectamente solidarios— con el sistema individualista. En cierta manera, allí se están dilucidando las ventajas e inconvenientes de dos sistemas alternativos, y se está llevando a cabo una comparación, que muchos hicimos entre estados hipotéticos, entre estados reales.
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¿Qué ha pasado realmente en Europa del Este? Algo ya hemos respondido a esta pregunta en el capítulo quinto sobre el mercado. Aquí quiero añadir algo que no mencioné antes: el socialismo ha fracasado en gran medida, ya antes de que lo abandonaran sus líderes, por identificar el poder social con el poder del Estado. Esto es normal dentro de la concepción leninista de la «vanguardia revolucionaria» y el papel de ésta en la gestión del Estado. Según esta teoría, la vanguardia (o sea, el Partido Comunista) conoce, articula y defiende las necesidades objetivas y las aspiraciones subjetivas de las mayorías. Esto es así por la misma definición de vanguardia —lo cual es, por supuesto, una argumentación circular. El concepto y la práctica de «vanguardia» pueden ser válidos, es decir, operativos, en una situación revolucionaria, cuando las masas desesperadas y deseosas de un cambio radical no saben bien cómo hacerlo y a dónde quieren llegar. La vanguardia puede entonces articular los deseos, darles una forma política concreta, definir un modelo político y una estrategia revolucionaria. De hecho, estas vanguardias sólo han funcionado bien en situaciones revolucionarias, sobre todo insurreccionales, y al inicio del establecimiento de un régimen revolucionario. Pero la historia ha demostrado que, en condiciones de normalidad, la sociedad poco a poco se va divorciando de sus líderes, y con el paso del tiempo el poder estatal deja de representar el poder social, y el socialismo se estataliza y se corrompe: eso es lo que ha pasado. La decadencia de las vanguardias A medida que se normaliza la vida social en los países que han sufrido una revolución socialista, la funcionalidad y, por lo tanto, la validez conceptual y operativa de la vanguardia comienzan a desaparecer. Cuando se alcanza un nivel de desarrollo económico de cierta altura, las mayorías entran en una situación estable, sin temores a sobresaltos e incertidumbres en el futuro que necesiten la clarividencia y la fuerza de unos pocos líderes constituidos en vanguardia. Cuando comienzan a consumir y a imitar los niveles de vida de los países más ricos, a lo cual les
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espolean sus líderes, entonces las masas (o parte de ellas, o grupos y personas de entre las masas) comienzan a definir precisamente sus aspiraciones y adquieren la práctica de discernir lo que es bueno para ellos, a lo que deben y quieren aspirar y lo que quieren dejar para sus hijos. Entonces ya no vale que el Partido les diga lo que deben consumir, en qué medida y con qué intensidad; ni tampoco que les diga lo que deben trabajar, las metas de producción y otros objetivos laborales. Las poblaciones se han hecho mayores de edad económica y políticamente, o al menos eso piensan. Económicamente no han madurado, porque todavía no asocian —quizá porque en su régimen es muy difícil asociarlo— el sueldo y el nivel de vida con el rendimiento en el trabajo. El sueldo sería algo que básicamente les debe el Estado-providencia, trabajen mucho o poco, siempre que no se le enoje con disensiones políticas. En todo caso, ya no necesitan vanguardia que articule sus comportamientos económicos; están hartos de oir las mismas monsergas, los mismos eslogans, las mismas confesiones de fallos y el eterno echar la culpa a extraños. Todo este proceso de emancipación de la población se acelera si la vanguardia deja de ser creíble; si no practica lo que representa institucionalmente y lo que predica; si no tiene celo revolucionario ni se sacrifica ya más, antes bien, hace todo lo que condena; si peca de avaricia y trata de enriquecerse a costa de la fe política. Una vez que este proceso se acelera, la idea de vanguardia se desmorona, y el partido deja de tener credibilidad como instrumento de estabilidad y progreso. Nadie lo ve más claro que sus líderes y jerarcas, que tratan de cambiar las cosas cuando todavía controlan la situación y pueden aprovecharse de las ventajas que tienen, antes de que las cosas les exploten en las manos y acaben con ellos las masas enfurecidas por los fracasos.
La crisis-transición económica Obviamente, es mucho más fácil cambiar de estructura política que de estructura económica. En la estructura económica están implicados y relacionados de una manera muy compleja los
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recursos, la tecnología, las decisiones «empresariales», los comportamientos individuales de consumidores (gustos y preferencias) y trabajadores (hábitos de trabajo), los gustos y condiciones de otros países, las finanzas internacionales, etc. Cambiar todas estas relaciones no depende —en contra de lo que ocurre con la introducción de la democracia, que puede hacerse por decreto— de las decisiones de unos cuantos gobernantes. Pero quizá, para entender mejor los problemas de esta transición, nos tendríamos que preguntar qué es lo que falló en la economía de los países del Este. La Unión Soviética fue el primer país del mundo que adoptó una economía socialista, caracterizada primero por Impropiedad estatal de: a) todos los medios de producción: fábricas, minas, explotaciones agrícolas (esto tardó unos años en completarse); b) distribución: comercio al por mayor y al detalle, así como el comercio internacional;
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Logros de la economía socialista La economía socialista sirvió para sacar a la Unión Soviética del subdesarrollo en un plazo de treinta años, mientras que los Estados Unidos necesitaron siglo y medio para llegar a ser una potencia económica mundial. De una economía netalmente rural, autárquica, mal comunicada, que no aprovechaba bien sus enormes recursos económicos, se convirtió en una potencia industrial y en una potencia militar sólo inferior a la del país más rico del mundo. De 1950 a 1962, el ingreso nacional por persona empleada tuvo una tasa media de crecimiento anual del 4,7 % , casi el doble de los Estados Unidos (2,4 %), aunque inferior a la de Alemania (5,6 %), pero prácticamente igual a la de Francia (4,8 %). Según los estudios del especialista ruso V.M. Kudrov, los países de la COMECOM crecieron a una tasa media del 6,5 %, mientras los de la CEE lo hacían a un promedio del 4,5 % .
c) servicios de restauración y diversiones; d) transportes por tierra, mar y aire; e) banca, finanzas y seguros; y después por la planificación central, como sistema para organizar la oferta y demanda de bienes y servicios. Los países de Europa del Este, que resultaron con regímenes comunistas después de la derrota del III Reich, fueron uniéndose al sistema soviético, adoptando su mismo modelo de organización económica e integrándose, por medio de actividades complementarias y subsidiarias, en la economía soviética, que obviamente era la que poseía un mercado más grande y tenía mayores posibilidades de tecnología y recursos. Los países del Este organizaron sus economías como economías socialistas dependientes de la Unión Soviética. Allí vendían la mayor parte de su producción y compraban muchos procuctos, entre ellos toda la maquinaria agrícola e industrial. Esta organización tuvo un correlato institucional en el COMECOM, o Mercado Común de los Países Socialistas.
Aquí no se trata de comparar la eficacia de ambos sistemas. Ahora ya sabemos que, a la larga, el socialismo estatal planificado no puede competir con el capitalismo en el terreno en que éste es fuerte: el enriquecimiento personal, el consumo y la iniciativa privada en los negocios. Lo que queremos señalar es que aquel sistema fue eficaz a la hora de poner economías rurales y subdesarrolladas (Rusia, Polonia, Rumania, Hungría, Bulgaria, Cuba...) a un nivel elevado de industrialización, desarrollo social (prestaciones sociales), capital humano (ciencia, artes, deportes) y —¿por qué no decirlo?— capacidad militar. Los casos de Checoslovaquia y Alemania Oriental son diferentes, en la medida en que ya eran países industrializados y desarrollados antes de que fueran comunistas. En estos países, lo que más se notó fue quizá el desarrollo social.
1. Michael ELLMAN, Socialist Planníng, Cambridge University Press. 1979, p. 248. 2. Ibid., p. 253.
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La competencia con el capitalismo Alcanzadas estas metas económicas básicas, los países del Este —recuérdese a Kruschef— se plantearon el competir y ganar a las economías capitalistas en el terreno de éstas: en la producción de bienes de consumo masivo. Los líderes soviéticos consideraron que, si ya competían de igual a igual en el terreno tecnológico-militar, podían igualmente hacerlo en el de la producción de bienes de consumo masivo; electrodomésticos, electrónica, vehículos de transporte, aviones comerciales, alimentos y bebidas procesadas, etc. Hasta cierto punto, lo consiguieron; y los países del Este entraron en una época de consumo frenético de tales productos. Pero, en el empeño de adquirir los patrones de consumo de Occidente, al final de los años sesenta los países socialistas se encontraron con la necesidad de importar tecnología, exportar parte de su producción y recibir préstamos del exterior; en una palabra: integrarse con los mercados capitalistas. Ahí estuvo su perdición. La innovación tecnológica en el sector de bienes de consumo no progresaba como lo hacía en el sector de la producción militar. El sistema no fue capaz de dotar a la industria civil de la tecnología (informática, digitalización, etc.) necesaria para la mecanización y de la robótica que se requiere para una fabricación eficaz de manufacturas modernas (pensemos, por ejemplo, en los automóviles). El resultado fue que pronto se quedaron atrás y no pudieron competir en diseño, materiales, calidad, precio, redes comerciales y de mantenimiento, etc., con las empresas del mundo capitalista. El resultado fue que un gran número de empresas que había apostado por la exportación se encontraron fabricando productos invendibles. Al final de la década de los setenta, países como Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Alemania Oriental comienzan a darse cuenta de su falta de competitividad. La falta de competitividad internacional se debe, no sólo al déficit tecnológico y a la carencia de infraestructura comercial en el exterior, sino también a las ineficacias que se van acumulando en el sistema de planificación: falta de comunicación entre los consumidores y los que toman las decisiones de producción (esto lo hace muy bien el mercado); falta de estímulos para mejorar la calidad de
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los productos (las fábricas trabajan con metas cuantitativas); mala coordinación de los proveedores (las fábricas tienen que parar jornadas enteras por falta de componentes); una estructura de dirección de empresas muy rígida y poco profesional (los altos cargos se otorgan por consideraciones políticas); etc. Pero las economías siguen funcionando, porque el mercado principal es el soviético. Las cosas no se habrían deteriorado tanto ni tan rápidamente si no hubiera sido por las deudas externas. Algunos países habían recibido importantes créditos en los mercados financieros internacionales. Primero fue Polonia, en 1980; y luego, uno tras otro, todos los demás fueron incapaces de pagar los préstamos a ritmo normal, por lo que se vieron en la necesidad de reservar recursos y moneda extranjera para pagar el servicio de la deuda; lo cual les forzó a una desbordada creación monetaria que dio origen a la inflación. La inflación en Polonia era del 18 % en 1986 (un nivel descomunal para una economía planificada), del 25 % en 1987, y del 60 % al año siguiente. En 1986, la inflación en Yugoslavia era del 90 %, y en Hungría, del 6 %. Las economías más abiertas son, obviamente, las que tienen mayor inflación3. Las dificultades monetarias y fiscales agravaron los problemas de ineficacia. La crisis de confianza en el sistema Con el malestar económico y el cansancio del monopolio comunista del Estado, comienzan las protestas que todos conocemos. Se hicieron reformas, pero llegaron tarde, y la gente comenzó a sentir profundamente que el régimen había fracasado tanto en sus dimensiones políticas como económicas. Se perdió la fe en su capacidad de reformarse y regenerarse. Y los primeros fueron los dirigentes, que conocían mejor que nadie las verdaderas posibilidades de su sistema. La necesidad de cambiar radicalmente se hizo imperiosa. La crisis total estaba servida. Marx acuñó la frase inmortal del «derrumbe del capitalismo» (Der Zusammenbruch des Kapitalismus), que había de su-
3. Vittorio CORBO y otros, Reforming Central and Eastern European Economies, The World Bank, Washington 1991, p. 19.
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ceder por agudización de las contradicciones dentro del sistema. Sin embargo, el derrumbe que hemos visto es el del Socialismo de Estado, también por contradicciones internas del sistema. El derrumbe no es solamente económico (con la espantosa reducción de la producción y el comercio) y político (con la proliferación de partidos que no acaban de consolidarse), sino que acarrea la descomposición de estados como Yugoslavia, la Unión Soviética y Checoslovaquia, aparte de otros conflictos regionales que, sin duda, desembocarán en otras tantas desmembraciones de territorios hasta ahora pertenecientes al mismo Estado.
sustituir el régimen socialista por el capitalista, pero no tenían tan claro cómo hacer la transición del socialismo al capitalismo. En su desesperación, acudieron a aquellos gobiernos que habían estado ejerciendo presión ideológica, militar y económica sobre ellos cuando eran socialistas: las grandes potencias occidentales y sus instituciones de ayuda económica. Les pidieron dos clases de ayuda: diseñar estrategias y planes, y dinero para llevarlos a cabo. Los países centrales, a través de sus instancias multilaterales de acción internacional (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, OCDE y CEE, así como AID y otras agencias nacionales menos conspicuas), enviaron a sus expertos para preparar planes y estrategias para este viaje tan difícil.
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Las economías de los países de Europa del Este muestran en ese momento, que podemos fechar al final de los ochenta, algunos rasgos comunes: —Economías complementarias entre sí y con la de la exUnión Soviética. —Dentro de este espacio común, son economías autárquicas, con pocas exportaciones e importaciones de otros espacios regionales (CEE, Norteamérica, Japón...). —Tienen importantes deudas externas que les exigen el 50 % de las exportaciones para su servicio. —Coyunturalmente, están en depresión, que en algunos países continua agravándose, lo que supone descensos de la producción y del empleo, con inflación y devaluación de la moneda en el mercado negro. —Los ingresos del gobierno están bajando, por las pérdidas en la producción; los costos aumentan, por incremento de las cargas sociales (desempleo); y, en consecuencia, el déficit fiscal no deja de crecer. -—El déficit se financia recurriendo al banco emisor (creación monetaria), lo que aumenta la inflación. —La gente sale del país en cuanto se le da la menor ocasión.
Los expertos que enviaron el Fondo Monetario, el Banco Mundial, la CEE y el Gobierno americano eran personas que habían hecho sus primeras armas en los planes de ajuste de los países capitalistas subdesarrollados. Jeffrey Sachs, por ejemplo, profesor de Harvard y principal asesor del Presidente Yeltsin, había trabajado en el plan de ajuste de Bolivia que llevó la tasa de inflación, del 8.170 por ciento en 1985, al 10,6 por ciento en 19874. Y lo mismo podríamos decir de los demás expertos. Se pensaba que la experiencia adquirida en países severamente endeudados (con economías excesivamente protegidas, precios distorsionados, grandes déficits fiscales, inflación, dificultades para exportar manufacturas, empresas públicas deficitarias, gobiernos autoritarios y corruptos) era una buena experiencia para comenzar a navegar en las aguas desconocidas de los países del Este de Europa. La receta para la transición del socialismo al capitalismo ha sido una copia corregida y aumentada de los programas de ajuste que el Fondo Monetario Internacional ha recetado a los países de América Latina y otros en circunstancias similares. En primer lugar, extender el ámbito de la propiedad privada, por medio de la privatización de empresas públicas que sea económicamente factible y políticamente aceptable. En segundo lugar, sustituir la planificación central por el mercado como
Las estrategias y planes de la transición al capitalismo Los nuevos gobiernos de los países ex-socialistas que salieron del derrumbre del antiguo régimen tenían claro que querían
4. CEPAL, Estudio Económico de América Latina y el Caribe. 1989, Santiago de Chile 1990, p. 224.
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principio de organización de la oferta y la demanda. Ambas cosas parecen simples, porque van a favor de la naturaleza humana, pero en la práctica se han encontrado grandes dificultades para hacer estas dos operaciones en una escala suficientemente amplia. Además de sustituir las dos columnas básicas del sistema socialista de Estado —la propiedad estatal y la planificación central—, los planes de transición contienen medidas típicas de ajuste: —reducción del gasto público e institución de un sistema fiscal basado en los impuestos a las personas y las empresas; —control de la oferta monetaria para reducir la inflación; —liberalizar los precios de los bienes públicos, como transporte, electricidad, agua, alimentos, etc., es decir, dejarlos subir según la oferta y la demanda; —devaluación de la moneda, para hacerla convertible y eliminar el mercado negro; —liberalización del comercio internacional, quitando la protección a las industrias nacionales.
Los resultados hasta el momento Todos los que hemos viajado recientemente a países del Este hemos visto el florecer de pequeñas empresas privadas (puestos de frutas y vegetales; pequeños tenderetes callejeros donde se venden cnucherías, «souvenirs», discos, guías turísticas, pañuelos, banderolas y poca cosa más). Se han privatizado y funcionan —con los precios del mercado libre— algunos restaurantes, pero la mayor parte de las grandes y medianas empresas que constituyen la base industrial de los países están resultando difíciles de privatizar, no sólo por razones políticas locales, sino también porque no se encuentran compradores ni dentro (no hay muchos millonarios, que digamos) ni fuera del país, y porque pocas empresas extranjeras quieren apostar por el éxito de la transición. Ha habido inversiones en las ramas industriales de más rentabilidad, como automóviles (la Volkswagen ha comprado Skoda), industria química (pero no la que más ensucia el ambiente), óptica, refinado de petróleo, y poco más. La im-
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portante industria de bienes de equipo, por ejemplo, no interesa a nadie, por su atrasada tecnología. Como consecuencia, la economía de Rusia y de los demás países ex-socialistas se encuentra en la difícil situación de que el sistema de economía planificada no funciona, porque se han roto muchos engranajes de la toma y transmisión de decisiones económicas; pero tampoco hay otro sistema, el de mercado, en su lugar. Se da, pues, un «vacío de sistema», un desorden, un caos donde cada ciudadano e institución sobrevive como puede, apoyándose en instituciones antiguas a las que se quiere dar otro significado y otro «modus operandi», de donde resulta que lo que todavía se hace en el terreno de la producción y en lo social se hace de una manera muy ineficaz y muy cara. Algunos datos recientes ilustrarán las anteriores afirmaciones: —La inflación media en los Países del Este en 1991 fue del 150 %, y en Rusia llegó al 700 % en los seis primeros meses de 1992. —La producción de bienes y servicios cayó durante el período 1990-1991 entre un máximo del 35 % en Bulgaria y un mínimo del 15 % en Hungría. En Polonia y Checoslovaquia, la reducción fue del 20 %, y en Rusia del 23 %. —Desde 1989, en los Países del Este los salarios reales se han reducido en cerca del 30 %. —Y el desempleo, algo desconocido en las economías planificadas, ha llegado a un nivel entre el 10 y el 15 %, y es particularmente grave en Alemania del Este, el «país» más expuesto a las reformas del mercado . Las consecuencias de las medidas que implica la estrategia de transición al capitalismo en los sectores sociales pueden ser ediciones corregidas y aumentadas de lo que está ocurriendo en los países «ajustados» de América Latina, como se ve en Perú (epidemia de cólera), Venezuela (golpes de estado), Brasil (saqueos de supermercados)... Los ajustes en el gasto suelen recaer
5. Los datos están sacados del artículo de Oswaldo SUNKEL y Andrés SOLIMANO, «Postsocialismo y economías de mercado»: El País, 6 de julio de 1992, p. 48.
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desproporcionadamente en la inversión; y dentro de ésta, no tanto en la inversión productiva cuanto en la inversión en infraestructura social: escuelas, universidades, hospitales, carreteras, instituciones culturales, artísticas y deportivas. Lo que en su día fue la gloria de las sociedades socialistas, y también lo más admirado por los que veían en ellas una aproximación a los ideales de justicia e igualdad, se puede perder en aras del ajuste macroeconómico. Sería una pena.
dinero en el mundo para ayudar a la reconstrucción de la Confederación Rusa a corto plazo», dijo el Presidente Bush a propósito de la ayuda a Rusia. Sí que lo hay, pero no se puede canalizar ni, probablemente, se puede usar en destino con una mínima garantía de eficacia. Se calcula que se han puesto a disposición de los países del Este 30.000 millones de dólares (3 billones de pesetas) en cuatro años, como ayuda al desarrollo . Aunque la cantidad es considerable, las necesidades son mucho mayores. Para ordenar y controlar la ayuda, se ha establecido en Londres el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD), una versión europea del Banco Mundial, al cual aportan fondos 43 países; fondos que son distribuidos como préstamos para proyectos concretos. La Comunidad Económica Europea tiene su propio programa PHARE , que ofrece ayuda financiera y técnica para apoyar los esfuerzos de los gobiernos respectivos para crear economías de mercado. España participa en estos organismos multilaterales con unas partes alícuotas no muy importantes, lo cual refleja el bajo nivel de fondos para la ayuda al desarrollo que España otorga.
Las tareas de la solidaridad Las sociedades y pueblos de Europa del Este deben ser también objeto de la solidaridad de los países ricos, y sobre todo de Europa Occidental. ¿Por qué? Porque desde nuestros países occidentales se ha estado trabajando para hacer fracasar el modelo del socialismo de Estado con planificación central. Nuestra Ostpolitik, o política hacia los Países del Este de Europa, dirigida por la OTAN, ha sido una política de confrontación y no de colaboración. No hemos hecho nada para que el sistema socialista fuera más eficaz y evolucionara hasta converger con nosotros en los valores básicos de la democracia y el Estado de Derecho. Por el contrario, hemos mantenido una política de sistemática confrontación ideológica y militar que ha hecho mucho más difícil la resolución de los problemas políticos, económicos y sociales que se han ido planteando al socialismo y a la planificación central. Y lo hicimos en nombre de la libertad, de la dignidad del hombre y de los derechos humanos. Hemos colaborado desde fuera al derrumbe del Socialismo de Estado. Lo que ha sucedido en el Este de Europa lo consideramos tanto un triunfo de nuestro sistema como un fracaso del de ellos. Ahora no podemos hacer leña del árbol caído, ni tampoco dejar que se lo coma la carcoma. La ayuda económica a la transición Los Países del Este se han dirigido ya a los países ricos para que les ayuden con fondos líquidos inmediatos que les permitan hacer frente a los primeros problemas de la transición. «No hay
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La integración comercial y financiera en Europa Ante la multiplicación de demandas de fondos líquidos para el desarrollo, se han planteado con agudeza las limitaciones que hoy día tienen los gobiernos de los países ricos para aumentar sustancialmente sus contribuciones a la ayuda multilateral y bilateral. No sólo España, Italia, Portugal y Bélgica, sino el Reino Unido, Estados Unidos e incluso Alemania tienen problemas con el déficit fiscal y están empeñados en reducir el gasto público. Éste, sin embargo, no es el caso de Japón. En estas circunstancias, no es de esperar que los países ricos contribuyan mucho más a estos fondos. Por eso hay que plantear otras formas de ayuda menos comprometidas por la coyuntura. Nos referimos, en concreto,
6. INSIGHT: East European Business Repon, 211992, p. 1. 7. Polonia-Hungría-Ayuda-Reconstrucción-Este.
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MUNDO RICO, MUNDO POBRE
a la gradual integración de los países de Europa del Este en el espacio económico europeo, por medio del comercio y la inversión directa. No sé hasta qué punto será posible, en un plazo razonable, ampliar la futura Unión Europea para dar cabida a estas economías ahora tan maltrechas. Quizá se tarde mucho; quizá no convenga intentar esta solución. Pero, en todo caso, hay un camino claro. Aquí volvemos a plantear la necesidad de implantar en el mundo con toda urgencia un sistema de comercio e inversión abierto y multilateral, por el que hemos abogado en repetidas ocasiones a lo largo de este libro como una exigencia de la solidaridad internacional con los países más pobres. Visto el problema de Europa del Este desde una perspectiva global, no podemos, lógicamente, postular un tratamiento especial para los pocos países de Europa del Este que necesitan una ayuda urgente de una manera y en una medida que fueran en detrimento de las ayudas que necesitan los ciento y pico países subdesarrollados. De hecho, los intereses regionales de Alemania y, en menor medida, de Italia, Holanda y el Reino Unido van a dar una preferencia significativa a la ayuda a los países del Este de Europa; hay que contar con ello, pero no se puede convertir una conveniencia regional en política global. Entendemos, más bien, que las necesidades tan graves y urgentes de Europa del Este constituyen un motivo más para lo que ya pedíamos antes: reducción de aranceles y barreras no arancelarias; compremos donde las cosas sean más baratas, dejemos que los países en desarrollo y en transición exploten con lealtad sus ventajas comparativas en la producción y el comercio. En un mundo proteccionista de bloques más o menos grandes, pero cerrados a la mayoría de países del mundo, no hay mucha esperanza para las reformas de Europa del Este, como no la hay para los intentos de ajuste y reforma de otros países. Porque, una vez que reconviertan sus economías en economías de mercado potencialmente competitivas, ¿dónde van a vender sus mercancías, si los grandes mercados de consumo del mundo ponen trabas a su venta?
LOS PROBLEMAS DE EUROPA DEL ESTE
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Ayudarles a que no pierdan lo bueno que tienen Al ayudar a estos países, les estamos transmitiendo nuestros valores sociales, con nuestra organización, nuestra tecnología, nuestro «knowhow» en la organización y realización de los negocios; les estamos transmitiendo nuestra «Weltanschauung», nuestra visión del mundo, que ellos compran como si fuera el marco valorativo inevitablemente unido al éxito económico. Al aceptar todo el paquete de teorías, técnicas y valores del capitalismo, corren el peligro de echar por la borda lo bueno que contenía su sistema. El peligro es «arrojar el niño con el agua del baño», un dicho checo incorporado al refranero anglosajón. Porque valores, indudablemente, los había en el socialismo real, aunque fuera de Estado y aunque se derrumbara por corrupción interna. Entre otros, podemos identificar el sentimiento comunitario/solidario como talante básico de la mayoría de las personas en la sociedad, lo cual, sin duda, puede causar problemas a la hora de los logros económicos, de incentivar el trabajo personal, de incrementar la productividad, de cuidar la calidad...; a la hora, en suma, de adoptar cuanto de positivo puede haber en el individualismo. Pero es un talante que hace las relaciones sociales más fáciles y positivas, garantiza una protección a los más débiles y a los enfermos y predispone a la ciudadanía para empresas colectivas. También podemos subrayar la mayor valoración de los bienes del espíritu (ciencia, cultura, artes, deporte) que de los puramente materiales o del consumismo exacerbado que impera en nuestras sociedades. Todo ello, naturalmente, sin idealizar demasiado la vida en unos países donde las restricciones a la libertad y el exceso de control y de censura desvirtuaban la solidaridad. Es quizá utópico pensar que, en el proceso de transición de los países socialistas hacia la economía de mercado, se pudiera hacer un gran experimento social, de imprevisibles consecuencias, ingeniando una síntesis de las cosas buenas de los dos sistemas: la eficacia en la producción de la riqueza, con la justicia en su distribución; la creatividad personal, con la responsabilidad social; el progreso tecnológico, con el enriquecimiento del espíritu; el consumo de lo conveniente, con la inversión de lo superfluo; la libertad, con la solidaridad. Es utópico; pero la idea es hermosa...
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