Moscoso, J. - Diderot y D'Alembert. Ciencia y Técnica en La Enciclopedia

February 5, 2017 | Author: padiernacero54 | Category: N/A
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Moscoso, J. - Diderot y D'Alembert. Ciencia y Técnica en La Enciclopedia...

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Ciencia y técnica en la E n c i c l o p e d i a

Javier Moscoso

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Ciencia y técnica en la Enciclopedia

Diderot D'Alembert Javier Moscoso

22 Científicos pora la

Historia

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Para mi pequeña p.

Para la realización d e este libro el au tor ha con ta d o con el a p o yo p ro ven ien te d e los p ro yecto s d e in vestigación “ E pistem ología h istórica" (BFF2003-08994) y “ E speciación d e la cien cia" (BFF2003-09759-C034)2), am bos financiados p or el MEC.

Io edición: junio de 2005

Foto de cubierta:

Denis Diclerol (detalle) de Van Loo

(Museo del Louvre, París).

© Javier Moscoso Sarabia © NIVOLA libros y ediciones. S.L. Apartado de Correos 113. 28760 Tres Cantos Tel.: 91 804 58 17 - Fax: 91 804 93 17 www.nivola.com correo electrónico: [email protected]

ISBN: 84-95599-27-9 Depósito legal: M-22.847-2005 Impreso en España

Sin la autorización escrita de los titulares del copyright, queda rigurosamente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprogralía y el tratamiento informático.

í n d i c e

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Introducción

15

La Ilustración y las ciencias

67

La herencia de Newton

107

La Ilustración racional: D'Alembert

147

La Ilustración radical: Diderot

187

El final de la Ilustración

207

Conclusión

213

Cronologi a

217

Bibliografía

Los apoyos y críticas de, por orden alfabético, Javier Echeverría, Javier Ordóñez, Juan Pimentel y Daniel Quesada, así como la iniciativa de Antonio Lafuente, hicieron posible y contribuyeron a mejorar esta obra. A la hora de preparar el manuscrito, un número nada pequeño de defectos fue subsanado por la mirada profesional y atenta de Antonio Moreno y Jesús Fernández, con quienes he contraído una deuda de gratitud muy grande. Adelaida Galán y Alberto Fragio aportaron muchos de sus conocimientos en los momentos finales de redacción. Ni que decir tiene que, a pesar de la ayuda inestimable de todos estos colegas y amigos, los errores y la responsabilidad última de lo que aquí se cuenta recae exclusivamente en mi persona.

Introducci6n A lo largo de los siglos, los hombres hemos utilizado la histo­ ria no sólo como memoria del pasado, sino como oráculo del pre­ sente. Hemos querido pensar que parte de lo que somos proviene de la herencia irrenunciable de tiempos pretéritos. Nos sentimos parte de una comunidad que parece haber contribuido a desarro­ llar nuestros sistemas sociales, nuestras creencias o nuestras for­ mas de conducta. Y, como en la propia vida, en la que pensamos que ha habido episodios decisivos en la forja de nuestra persona­ lidad o en el modo en el que se ha desarrollado nuestro carácter, la identificación con algunos momentos de un pasado que imagi­ namos colectivo ejemplifica y da sentido a muchas de nuestras representaciones y anhelos del presente. La Ilustración constitu­ de dónde venimos y también, por supuesto, quiénes somos. Los ciudadanos de comienzos del siglo XXI nos sentimos here­ deros de los valores establecidos durante el siglo ilustrado y pen­ samos que hemos alcanzado esa mayoría de edad social de la que hicieron gala los representantes del mundo moderno. Así que nos atribuimos las características de su pensamiento: el surgimiento del derecho y el periodismo, la carta de los derechos humanos, la libertad de asociación, de información y de creencia, la abolición de la esclavitud y, en general, la supremacía de la razón frente al fanatismo y de la ciencia frente a la superstición, la tradición y la ignorancia. Junto a los valores morales del siglo XVIII, nos incli­ namos a aceptar que buena parte de nuestras formas de compor­ tamiento se iniciaron en el contexto del mundo que llamamos ilus­ trado: la sociedad de mercado, la opinión pública, la literatura de consumo, el nacimiento de la filantropía, los hábitos higiénicos, la privacidad, los derechos de los animales, de las mujeres, de los

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

ye uno de esos periodos que todavía se invocan para esclarecer

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hombres, de la infancia. Uno de los grandes pensadores de la Ilustración escocesa, Adam Smith, escribía que los vivos podemos identificarnos hasta tal extremo con los otros, que llegamos a sim­ patizar incluso con los muertos. Al menos desde el punto de vista de la manera en la que nos sentimos herederos de la edad de la razón y del mundo ilustrado, no le faltaba razón. A pesar de ese reconocimiento, seguimos sin manifestar un acuerdo sobre los elementos más relevantes de ese periodo. Nos creemos modernos e ilustrados, pero no sabemos a ciencia cierta ni qué fue la Ilustración ni en qué consiste la modernidad. Más aun, no hemos alcanzado acuerdos definitivos sobre los elemen­ tos que estructuran y que definen ese momento histórico. Dependiendo de la perspectiva, los historiadores se han reparti­ do el privilegio de investigar la Ilustración desde ángulos muy diversos y no siempre convergentes. En relación a la historia de las ciencias, y para el caso que nos ocupa en este libro, nuestro tema, como sus protagonistas, están al mismo tiempo unidos y desunidos. Ambos forman parte del m ovim iento filosófico, pero se han embarcado en ese proyecto por motivaciones e intereses divergentes. Ambos mantienen una relación muy activa con el dominio de lo que hoy en día denominamos ciencias, pero no de la misma manera ni en relación a las mismas ramas del conoci­ miento. Merece la pena recordar que Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert fueron dos de los representantes más conspicuos del pensamiento y de la ciencia ilustrada y, sin embargo, las similitu­ des de su campaña intelectual no permiten eludir sus muchas dife­ rencias. ¿Se trata quizá de dos figuras que, a su modo, represen­ tan la diversidad de perspectivas en las que se articula la ciencia ilustrada? Tal vez, o al menos esto es lo que se va a intentar defen­ der a lo largo de estas páginas. Lo que se va a contar es una his­ toria que se entiende como representativa de las tensiones y de las diferencias, del carácter heterogéneo del movimiento filosófi­

co y, más en particular, de la ciencia ilustrada. No es una fabrica­ ción, sino un ejemplo de una profunda diversidad que, ya sea por comodidad o desconocimiento, preferimos olvidar. Confío en que el lector no se molestará si comienzo contando el argumento o mejor aun, si empiezo con una pequeña simplifi­ cación de nuestros dos protagonistas. Diderot y D’Alembert se parecen tanto que sus muchas diferencias pueden compararse punto por punto. El primero, Diderot, es un filósofo que, por razo­ nes que veremos más adelante, llega a mantener un interés muy sincero por la investigación y la comunicación de las ciencias y las técnicas. El segundo, D'Alembert, es un matemático, un científico, que llegó casi por casualidad, y contra sus propios deseos, al mundo del pensamiento, al ámbito de la filosofía y, lo que es peor, a las luchas externas e internas del librepensamiento. Ambos coin­ ciden en esa encrucijada que relaciona la filosofía y las ciencias, pero los caminos que los condujeron a ese terreno fueron muy dis­ miento del mundo natural. D'Alembert es un matemático que se verá envuelto en el tumulto de la filosofía. Tampoco se parecen las formas de saber que ambos defien­ den. Para D’Alembert la ciencia es una empresa de naturaleza eli­ tista, que en sus aspectos fundamentales está abierta a muy pocas personas instruidas. Para Diderot, por el contrario, la filosofía natural constituye una actividad colectiva y esencialmente públi­ ca, que comienza en la experiencia y que no requiere mayor pre­ paración que la que pueda proporcionar una conciencia honesta y un uso de los sentidos liberados de las fuentes de la autoridad y del prejuicio. Allí además donde D’Alembert concibe una ciencia necesaria, que no requiera el establecimiento de hipótesis de carácter empí­ rico, sino que pueda deducirse de unos pocos principios genera­ les y evidentes, Diderot considera incuestionable el uso de conje-

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tintos. Diderot es, antes que nada, un filósofo avocado al conoci­

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turas en el avance del conocimiento. Sucede, a su juicio, que en oca­ siones

hay que dar a la sabiduría el aire de la locura para procurarle entra­

das. La especulación

filosófica constituye una característica irre-

nunciable de la investigación, siempre y cuando vaya acompañada de la observación y del experimento. En tanto que para D’Alembert la ciencia se ocupa de las razones, su preocupación se centrará en el ámbito del análisis y de la mecánica. Puesto que para Diderot el conocimiento se explica en términos de efectos y de causas, sus ramas de investigación serán fas ciencias experimentales y, espe­ cialmente, aquellas en las que confluyen intereses científicos con especulaciones éticas y filosóficas: las diversas ramas de la medici­ na, la anatomía, la fisiología o la historia natural. Hay una diferencia mayor que tampoco puedo dejar de resal­ tar. Tanto menos cuanto que buena parte de mi argumentación descansa sobre este punto. Me refiero a la diferente lectura que nuestros dos protagonistas hicieron de la figura que, durante la primera mitad del siglo XVIII, fue considerada la gran luminaria del conocimiento científico. Hablo, por supuesto, del matemáti­ co y filósofo natural inglés sir Isaac Newton. De manera muy esquemática, podría decirse que mientras D'Alembert fue, esen­ cialmente, un partidario de la filosofía natural contenida en los Principia mathematica -la obra en la que Newton había explicitado su mecánica- Diderot prefería el estilo y las implicaciones de la filosofía del experimento que Newton había promovido desde las páginas de su Óptica. Aunque ambos autores se consideraron partidarios del gran Newton, nos encontramos ante un problema de distribución de una herencia intelectual lo bastante excelsa com o para generar dos corrientes de investigación. La una, de naturaleza analítica y axiomática: la otra, inductiva y experi­ mental. Más adelante explicaré estos términos con más detalle. El asunto que ahora me interesa subrayar es el modo desigual en el que el conocimiento y la práctica científica se distribuyen en dos corrientes de opinión que, cada una a su manera, van a sobrevivir hasta comienzos del siglo XIX.

Con todas estas diferencias entre nuestros autores intento sugerir que erraría quien pretendiera leer la Ilustración como un movimiento homogéneo que, por un parte, define un núcleo firme de creencias y prácticas experimentales, y por la otra se opone en todos los órdenes a otras formas de pensamiento, como las pro­ pias de la cultura popular o de las prácticas y creencias religiosas. La ciencia, y en esto hay que ser especialmente cauteloso, no se opuso en todos los casos a la religión y, en ocasiones, ni siquiera a la autoridad. La polaridad que equipara el conocim iento cientí­ fico al proceso civilizador, mientras considera que otras formas de saber se correspondieron siempre con la ignorancia, la minoría de edad o el fanatismo, no encuentra apoyos suficientes en la evi­ dencia histórica. Después de todo, uno de los mayores voceros de esta dicotomía, Voltaire, rechazó en más de una ocasión resulta­ dos experimentales perfectamente avalados por la experiencia porque parecían contradecir la necesidad de un ser supremo. De la misma manera, muchos como él consideraron que el sistema este último parecía conducir a la irreligión y al ateísmo. Más adelante volveré sobre algunos de estos lugares comunes que deben ser al mismo tiempo esclarecidos y rechazados. Ahora me interesa no perder el hilo conductor de nuestra historia. Las circunstancias que rodean al proyecto enciclopédico y, especial­ mente, la forma en la que sus dos editores conciben la empresa del conocimiento, reflejan las dos grandes tradiciones de investi­ gación que se abrieron paso a lo largo del siglo ilustrado y que pro­ venían, ambas, de la herencia intelectual newtoniana. Esto quiere decir que cuando hablamos de un siglo newtoniano -p o r oposi­ ción, por ejemplo, a una ciencia cartesiana- no podemos pensar en una herencia monolítica sino en un conjunto muy variado de traducciones y apropiaciones. La ciencia del siglo XVIII es, al mismo tiempo, matemática y experimental. Y cuando digo al mismo tiempo no quiero decir que lo sea, la mayor parte de las veces, en las mismas personas. Las ciencias experimentales del

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newtoniano era preferible al cartesiano porque, entre otras cosas,

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momento no incluyen, en términos generales, ni leyes cuantitati­ vas ni referencias a magnitudes. Al contrario, los desarrollos en la mecánica racional, por ejemplo de D’Alembert, no tienen necesi­ dad de hacer intervenir en absoluto el experimento. Por eso, al reflexionar sobre la Ilustración, no podemos afirmar sin más que se trata de un periodo marcado por la herencia de la filosofía natu­ ral newtoniana. Eso es decir muy poco. Después de todo, ya vemos que la obra de Newton no se distribuye en un único legado, sino que se diversifica y se constituye en material de libre apropiación. Hay todavía otros aspectos que, en este esbozo de las dife­ rencias entre el sentir de Diderot y el de D’Alembert, han queda­ do pendientes. El primero de ellos atañe al lugar donde se produ­ ce y gestiona el conocimiento científico. En el primer caso, el tipo de investigación que guía la mecánica se desarrolla en el contex­ to de las instituciones científicas europeas y viene avalado por el prestigio de los príncipes o de los monarcas involucrados en estos centros del saber. La Academia de Ciencias francesa, la Royal Society de Londres o la Academia de Ciencias de Berlín forman parte de una red de instituciones de primer orden que contribu­ yen a fomentar la sensación de pertenencia a una república de las letras que atraviesa fronteras comerciales y políticas entre esta­ dos. El modelo de ciencia propugnado por Diderot, sin embargo, hunde sus raíces en algunas de las academias provinciales, como Montpellier o Edimburgo; se sitúa en la periferia del conocimien­ to y se yergue amenazante frente a muchas de las conclusiones o presupuestos de la ciencia oficial. El último punto que me interesa señalar tiene que ver con los mecanismos de validación de conocimiento. Es cierto que con frecuencia se entiende que los saberes que surgen de la llamada Revolución Científica de los siglos XVI y XVII privilegiaban la razón frente a la autoridad, la observación frente a la verdad revelada y el experim ento frente a los hechos heredados de la

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Antigüedad. Tanto Diderot como D’Alembert estarían de acuer­

do en esta caracterización de la empresa científica. Pero de nuevo aquí habría que introducir matizaciones. Pues mientras el saber matemático produce, o debe producir, un conocim iento necesario que se apoya, además, en demostraciones incontesta­ bles, el conocimiento del mundo natural sólo puede sostenerse en evidencias observacionales o experimentales que, en conse­ cuencia, le confieren un carácter, a lo sumo, probable. La nece­ sidad de la demostración y la probabilidad de la evidencia se oponen a la mera autoridad, pero tampoco a cualquier forma de autoridad. Esto quiere decir que mientras que en el caso de la mecánica se ensalzan las formas demostrativas del razonamien­ to a partir de principios que se consideran evidentes, en las cien­ cias experimentales se subraya el carácter público de la expe­ riencia y, en consecuencia, la necesidad de producir resultados al alcance de todo el mundo. Pero ¿qué sucedió con esta doble tradición matemática y expe­ la creciente matematización de las ciencias experimentales fue acompañada de una mayor disposición a realizar contrastes de naturaleza empírica sobre algunos resultados deducidos de hipó­ tesis puramente matemáticas. Buena parte de los desarrollos de la ciencia de comienzos del siglo XIX pueden entenderse como el resultado de la confluencia de esos dos procesos independientes. Una unificación que también alcanzó al resto de los elementos que hemos identificado. La necesidad y la probabilidad; la axiomatización y la experiencia; la ciencia elitista y la popular se conjugan en la formación de los grandes estudiosos de la naturaleza del nuevo siglo. En Francia aparecerán figuras como Laplace, cuya Mecánica celeste supuso el tratamiento más completo de la apli­ cación de principios mecánicos a fenómenos naturales tan varia­ dos como las reacciones químicas, los fenómenos de cohesión de los sólidos, la acción capilar o la refracción óptica. Se establecían así los fundamentos de una mecánica física, más tarde desarrolla­ da por Siméon-Denis Poisson o Jean-Baptiste Biot, susceptible de

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rimental? La respuesta de esa pregunta no es sencilla: digamos que

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interpretar fenómenos como la electricidad, el calor o la luz mediante modelos mecánicos. El proceso de unificación e institucionalización de la física que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XIX supone, por tanto, la culminación de los programas abiertos por Newton en sus Principia y en su Óptica. Es en este momento cuando la unidad de la ciencia aparecerá como una consecuencia de la unidad de la naturaleza y, por extensión, como una medida de la estabilidad social. A su vez, muchos de estos procesos de formación teórica estuvieron ligados a innovaciones tecnológicas. Y aquí también conviene hacer un pequeño alto para la reflexión. La disociación entre la teoría y la práctica, entre la llamada ciencia básica y la ciencia aplicada no está justificada en ninguna parte de la historia de la ciencia, pero es todavía menos defendible en el caso del naci­ miento de la física clásica y la relación que se estableció, por ejem­ plo, entre los desarrollos en la maquinaria y la formulación de las leyes de la termodinámica. Queda, en fin, un último aspecto reseñable en la relación de nuestros dos protagonistas; una última tensión en la forma de comprender la actividad científica que debe ser discutida y eva­ luada. En términos muy simplistas, podríamos decir que mientras que D’Alembert mantiene qn interés sincero por la mecánica y, en general, por las ciencias físicas, Diderot, por el contrario, popula­ riza una concepción de la física experimental que toma sus ejem­ plos de las ciencias biomédicas y, especialmente, de la fisiología vitalista. Esta diferencia entre ambos pensadores resulta muy rele­ vante por distintos motivos. En primer lugar, Diderot, como vere­ mos, forma parte de una corriente científica y filosófica que niega la posibilidad de reducir todos los fenómenos a la mera interac­ ción de materia y movimiento. Dicho de una manera más actual, para Diderot -com o para otros muchos autores ilustrados- los fenómenos vitales no pueden explicarse mediante las leyes y pro­ cesos de la mecánica. Eso impide una reducción de los fenómenos

que hoy llamaríamos biológicos a los fenómenos físicos y, en con­ secuencia, pone en tela de juicio la unidad de la ciencia. En segun­ do lugar, la circunstancia de que ambos pensadores mantengan intereses tan dispares en relación al conocimiento científico tam­ bién contribuirá a modificar las expectativas que cada uno de ellos mantendrá sobre los beneficios que cabe extraer de esas formas de conocimiento. Más tarde veremos cómo mientras D’Alembert, como el propio Voltaire, considera la ciencia como un instrumen­ to para conseguir prestigio social, Diderot la entiende como una empresa pública al servicio de la comunidad.

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

Frontispicio de la Enciclopedia.

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Introducción

La Enciclopedia, el libro de los libros que pretendía sustituir al otro gran libro, la Biblia, y ser una lectura razonada del libro de la naturaleza, está presente a lo largo de la obra. El tratamiento que le hemos dado no es sistemático porque tampoco la Enciclopedia fue, ni pudo ser, una obra sistemática. Más bien al contrario, la publica­ ción accidentada de sus diversos volúmenes patentiza la relación entre la ciencia y el público, la razón y el interés, y, sin duda, la con­ vicción y la persuasión. Esta es una de las lecciones que se aprenden en algunas de las imágenes más emblemáticas del período. La iconografía ilustrada refleja todas estas contradicciones y usos de la ciencia. Así apare­ cen, por ejemplo, en el frontispicio de la mismísima Enciclopedia. Este tipo de imágenes cumplían una función muy importante en el contexto de la ciencia moderna. Y algunas de ellas -com o la que acompañaba la Nueva Atlántida de Bacon o la que abría la Anatomía de Vesalio- fueron especialmente famosas. Se trataba de expresar alegóricamente el sentido general de la obra, de manera que el lec­ tor atento, aun sin leer la primera línea, pudiera barruntar el conte­ nido y la intención de su autor. Para nuestros ojos del siglo XXI, los signos y las figuras de estas imágenes han perdido su carácter inme­ diato y requieren, la mayor parte de las veces, de una cierta tarea de interpretación. En el caso que nos ocupa, el del frontispicio de la Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias y las artes, nos encontramos con cuatro protagonistas. Entre el gran número de mujeres que conforman el público, dando cuenta así de un testimo­ nio desprejuiciado, aparece la Verdad cubierta con un pequeño velo por el que todavía es posible entrever su desnudez. A su izquierda, la Razón intenta despojarla de su indumentaria ante la mirada aten­ ta de la Historia. Finalmente, la Teología aparta la mirada y la dirige hacia lo alto. Como en otros motivos similares que recorrieron el mundo moderno, el libro de la verdad revelada ha sido sustituido por este otro libro de la naturaleza, en la que el propio ejercicio de la actividad racional consigue presentar ante los ojos de la humani­ dad la verdad sin tapujos ni paliativos.

I

La Ilustración y las ciencias

Ciencia, tecnología y sociedad

en el caso de la Enciclopedia no cabe hacer distinciones demasia­ do precisas entre ninguno de estos ámbitos. La curiosidad, los usos de la razón, los saberes más teóricos y los quehaceres expe­ rimentales entretejen una tupida red económica, social y cognitiva. Los conocimientos teóricos, las prácticas tecnológicas ligadas al desarrollo de profesiones y de oficios, los esfuerzos de unifica­ ción lingüística y de divulgación entre gremios y comunidades con­ forman un conglomerado social que presencia la transición desde una Francia estamental y agraria a una sociedad industrial. Inútil sería pretender encontrar en las páginas de este libro colectivo un edificio perfectamente ordenado, ajeno a los avatares de su pro­ pia historia o a la matriz cultural en la que fue ideado. La diversidad del movimiento enciclopédico se deja sentir tanto en la variedad de sus colaboradores como en la pluralidad

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

Hace ya bastantes años que los filósofos vienen hablando de la relación entre la ciencia, la tecnología y la sociedad. Al menos

La Ilustración y las ciencias

de sus entradas. A lo largo de sus diecisiete volúmenes van apa­ reciendo artículos sobre agricultura, minería, arquitectura, botá­ nica, comercio, astronomía, artes mecánicas, metalurgia, exégesis, esgrima, crítica artística y literaria, geografía, gramática, derecho o jurisprudencia. Algunas figuras muy importantes de la época, como el viajero y expedicionario La Condamine, escribieron sobre asuntos en principio tan insignificantes como la chirimoya, mien­ tras que otros autores apenas conocidos, como el caballero de Jacourt, redactaron las entradas dedicadas a la naturaleza, la cien­ cia o la religión. Pese al reconocimiento generalizado de que nos encontramos ante uno de los grandes logros colectivos de la historia de la cien­ cia y del pensamiento, pocos lectores contemporáneos pueden presumir de haber leído la obra al completo o de haber examina­ do con detenimiento sus cientos de ilustraciones. No por casuali­ dad, la mayor parte de sus más de setenta mil entradas nos pare­ cen hoy completamente irrelevantes, mientras que el valor de aquellas que sí consideramos dignas de atención, como autoridad, economía, ídolo, Ginebra o magos, no tiene nada que ver con la actualidad de sus enseñanzas. Ni siquiera el supuesto carácter revolucionario del libro se deja entrever a simple vista. En vano se buscarán entre sus páginas gran­ des concesiones al pensamiento heterodoxo. Las críticas más mor­ daces a las rígidas estructuras y privilegios del Antiguo Régimen aparecen en los temas más insospechados, allí donde jamás hubié­ ramos podido imaginar su presencia. Otras veces, eso sí, la irreve­ rencia se expresa en un sistema de remisiones y en referencias cru­ zadas que conlleva burlas veladas a los dogmas de la iglesia o el estado, a sus representantes o a sus instituciones. La Enciclopedia constituye una fuente inestimable del conoci­ miento del qué, del saber cómo y de las tensiones sociales que caracterizaron a la Francia del Antiguo Régimen. En sus páginas

hay una gran exposición de conocimientos teóricos sobre temas abstractos y complejos, como la geometría o la dinámica, pero también se habla de lo más próximo, como la flora de Francia, la ciudad de París o las artes y oficios que configuraban el nuevo entramado urbano. Algunos de los indicadores más importantes de las convulsiones sociales de la época se encuentran en sus entradas, de modo que el conjunto llega a reflejar el trasiego de personas y de ideas de la sociedad francesa del siglo ilustrado. Pero todavía hay más, tomemos uno de estos diecisiete volú­ menes en nuestras manos. El libro pesa, es de gran formato y, vien-

Charles Marte de la Condamine

le Grand, donde aprendió mate­ máticas del famosísimo padre Coste!, el inventor de un clavecín ocular. Después de una corla, fiero activa, carrera como soldado, y a raíz de su creciente interés en el ámbito de la historia natural, llegó a ser miembro de la Academia de las Ciencias en 1730. Infatigable viajero, en 1735 reci­ bió el encargo de la academia para dirigirse a Peni, y desde ahí a Quito, con la intención de realizar mediciones que pudieran deter­ minar la forma de la Tierra. Su regreso a París, que se produjo al cabo de diez años, puso fin a una de las más grandes aventuras de la ciencia ilustrada. Amigo íntimo del matemático y naturalista Maupertuis, pasó la última época de su vida luchando por la acep­

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

Como otros muchos estudió en el colegio jesuíta Louis

tación de la entonces controvertida vacuna contra la viruela.

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La Ilustración y las ciencias

do como ha resistido el paso del tiempo, el cuidado de su encua­ dernación y la dureza de sus páginas, no cabe duda de que, en su día, debió tratarse de un libro caro, resultado de una importante inversión económica. Junto a Diderot y D’Alembert, que firman la obra, aparecen colectivos con intereses diversos. Los tres empre­ sarios que idearon el proyecto buscaban también la consecución de un negocio. Para que se vendiera bien había que reunir a algu­ nas de las mejores firmas del momento. El prestigio académico de D’Alembert servirá para contrarrestar el espíritu inquieto de Diderot. Ambos pueden obtener los permisos de publicación del inspector general Malesherbes, que no es enteramente contrario al movimiento filosófico, y podrán convencer a autores de proce­ dencias diversas para que redacten algunas entradas emblemáti­ cas. Pero los inversores, los editores, los suscriptores, los autores, los colaboradores y los inspectores no bastan para explicar de dónde sale el libro que amarillea nuestras manos. El resultado final hubiera sido imposible sin la colaboración de los tipógrafos, los correctores, los impresores, los distribuidores, los libreros, así como de compradores y lectores. Sin esta curiosa mezcla de inte­ reses no tendríamos nada. Con todos ellos, el volumen testimonia lo que quería decir hace doscientos cincuenta años la libertad de pensamiento, de imprenta y de comercio. La relación entre la cien­ cia, la tecnología y la sociedad no es episódica, sino consustancial a la propia obra. Desligarla de las condiciones económicas, socia­ les o tecnológicas que la hicieron posible, convertirla en un mero repositorio de ideas es reducirla a su expresión más minimalista, domesticar el poder de fascinación que ejerció sobre los mismos hombres y mujeres que contribuyeron a su diseño, a su creación, a su distribución o a su lectura. La mayor parte de las personas estamos acostumbradas a representarnos la ciencia com o un conjunto de ideas o teorías. Parecería que el conocimiento científico es sólo eso: conocimien­ to. Este punto de vista promueve una historia de la ciencia cen­ trada en el modo en que algunos modelos teóricos se aplican a

nuevos fenómenos o en la forma en que las viejas teorías se susti­ tuyen por otras nuevas. La historia de la ciencia de los años sesen­ ta del siglo XX entendió así el siglo XVIII. Este periodo se describía como un lugar intermedio entre la revolución científica de los siglos XVI y XVII y la revolución darwiniana del siglo XIX; del mismo modo, la ciencia ilustrada se colocaba entre dos reformas institu­ cionales: la creación de las academias que vieron la luz a comien­ zos del mundo moderno y las reformas en los sistemas de ense­ ñanza que tuvieron lugar a finales del XVIII y, sobre todo, durante la primera mitad del XIX. La Ilustración parecía un periodo carente de identidad propia, un lugar para el progresivo triunfo de los modelos cognitivos here­ dados del pasado: la filosofía experimental, el sistema del mundo newtoniano, el desarrollo del cálculo o la introducción de ecua­ ciones matemáticas en el ámbito de la experiencia. Se trataba de un momento histórico que encajaba bien en lo que el historiador cia normal, al menos en relación a la geometría, la astronomía o la mecánica, y ciencia prenormal, en lo que respecta a las ciencias experimentales. En el primer caso, no había sino que ir añadiendo decimales a las leyes establecidas a finales del siglo XVIII, sobre todo de la mano de Isaac Newton. En el otro, el de los estudios de la electricidad, del magnetismo, de la teoría de los elementos o del comportamiento de los gases, había que buscar los procedimien­ tos para cuantificar regularidades entre fenómenos conocidos mediante la observación y el experimento. Pero junto a las representaciones, a los modelos o a las teorías aparecen también otros elementos, de naturaleza práctica o expe­ rimental. Esto es todavía más importante en relación a la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert. Pues aquí está en juego una orientación, una concepción pública del conocimiento que no limi­ ta su posesión a unos pocos privilegiados, sino que alcanza todos los ámbitos de la vida social y económica; una nueva forma de pro-

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

y filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn denominaba en 1962 cien­

La Ilustración y las ciencias

ducción y distribución de los saberes que hoy consideramos ente­ ramente moderna. La década de los años 1740 vio nacer grandes novedades; muchos movimientos filosóficos surgieron al socaire de las nue­ vas condiciones sociales y económicas. La Enciclopedia había visto la luz como un intento de armonizar conocimientos y utili­ dades, conjugando una fe considerable en la empresa manual tanto como en la actividad intelectual. Una tarea en la que coin­ cidió con otras muchas empresas del momento. No en balde, el primer impulso del movimiento enciclopédico provenía de una antigua Sociedad de artes y oficios compuesta por miembros de profesiones diversas. Allí estaban el matemático Clairaut, el cons­ tructor de relojes Julien le Roy, el músico Rameau, el citado via­ jero La Condamine o el cirujano Louis Antoine, entre otros. La sociedad, que se mantendrá viva durante diez años, intentaba, en palabras del propio D’Alembert, casar cada arte manual con la cien­ cia que pudiera iluminarla; como la relojería con la astronomía o la fabri­ cación de lentes con la óptica. Por eso no cabe decir que el proyecto enciclopédico sea el único de su época, ni tampoco que obedez­ ca a una concatenación necesaria de causas y efectos. La tenaci­ dad de los editores, especialmente de Diderot, consiguió sacar adelante lo que previamente no había sido más que un intento fallido de traducir una obra menor publicada en Inglaterra. A la postre, este pequeño proyecto dio luz a un libro que quiso ser un diccionario razonado de ciencias, pero también de artes y oficios, que nació con una importante vocación de poner los conoci­ mientos ligados a la realización de actividades manuales al alcan­ ce de todo el mundo y que entendía, frente a una enseñanza limi­ tada por ordenes religiosas o privilegios reales, que había que apresurarse a hacer popular la filosofía. Los comentarios que siguen sobre la filosofía natural, la reli­ gión, la ciencia de los accidentes, los problemas de credibilidad, la constitución de los hechos, la consolidación de la naturaleza

como ideal normativo o la relación con el nuevo mundo del Pacífico sur no pretenden exhaustividad. La relación entre la Ilustración y las ciencias es plural y no lineal. Alrededor de estos temas, de los que aparecerán más adelante en este libro y de otros que podrían haberse seleccionado, cabe preguntarse qué debemos a ese monumento de intereses compartidos que fue la Enciclopedia, qué hemos heredado de ese esfuerzo colectivo por aunar la distribución del conocimiento al progreso social y tec­ nológico

Filosofía natural Durante el mundo moderno, lo que hoy llamamos ciencia -palabra que comienza a tener el significado que ahora le atribui­ mos tan sólo hacia 1830- se encontraba diseminado en torno a una pléyade de saberes y prácticas, modos de actuación y de conduc­ natural. Eso no quiere decir que la palabra ciencia no existiera. En francés se disponía del término Science, en alemán de Wissenschaft o en inglés de knowledge. Pero estas expresiones tan sólo signifi­ caban una forma de conocimiento que ni siquiera tenía en todos los casos relación con el mundo de la experiencia. La entrada cien­ cia de la Enciclopedia fue escrita por el caballero de Jacourt, una figura menor en el contexto del movimiento filosófico, que la entendía como “el conocimiento claro y cierto de alguna cosa, fun­ damentado en principios evidentes por sí mismos o en demostra­ ciones". Una definición que tal vez podría aplicarse a las discipli­ nas que hoy podríamos denominar axiomáticas o deductivas, como es el caso de la física o las matemáticas, pero que excluiría todos los conocimientos de índole taxonómica, como la historia natural y la botánica, las ciencias experimentales, así como el resto de las investigaciones que tienen por objeto el hombre, la socie­ dad o los modelos de organización política. En la misma entrada, Jacourt divide las ciencias en cuatro ramas: la inteligencia, la sabi-

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

ta que, en muchos casos, cabía incluir bajo la rúbrica de filosofía

La Ilustración y las ciencias

duría, la prudencia y el arte. Y aunque su recorrido por la historia del conocimiento reproduce lo que el matemático D'Alembert había escrito algunos años antes en el Discurso prelim inar de la Enciclopedia, nuestro autor se siente inclinado a incluir un apar­ tado sobre la ciencia de dios, o sobre un juego de cartas conocido entonces por ese nombre: ciencias. La ausencia de criterios claros, de naturaleza semántica, sobre qué son y qué no son las ciencias ilustradas constituye sólo una parte del problema. Hasta el siglo XIX no existieron centros de for­ mación de profesionales tal y como hoy en día los entendemos. Por supuesto que los europeos contaban con universidades y luga­ res destinados al intercambio de información, pero son legión los filósofos naturales que trabajan fuera de los ámbitos institucionales

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Abraham Trembley (1710-1784). naturalista suizo responsable de haber escrito Un libro de moda sobre las propiedades de un extraño animal, llamado entonces pólipo-insecto (una hidra), que se reproducia por bipartición, no era más que un aficionado que se ganaba la vida como preceptor. En la imagen aparece instruyendo a sus pupilos.

y, al contrario, también hay muchos falsos eruditos que sí poseen un título universitario o que por razón de nacimiento o privilegio real pertenecen a las academias o a las sociedades científicas. En demasiadas ocasiones, las virtudes sociales primaban sobre los talentos filosóficos, de modo que la posición antes que el mérito, o las relaciones antes que los saberes, podían propiciar y patroci­ nar una carrera académica. Por último, algunas de las aportaciones que los propios ilustrados juzgaron más relevantes, como las dis­ cusiones relacionadas con las capacidades regenerativas de la mate­ ria, en el ámbito de la historia natural, o los usos de la electricidad, en el contexto de la filosofía experimental, fueron desarrolladas por personas ajenas a las instituciones científicas consagradas. Al no existir un campo claramente delimitado de investigación científica, podríamos sentimos incapacitados para distinguir a los protagonistas de nuestra historia. Escribiendo a propósito del sur­ gimiento de la bacteriología a finales del siglo XIX, el historiador y

desarrollo de disciplinas a las que no contribuyeron en absoluto” . Esta extraña y paradójica frase se entiende algo mejor desde el momento en que se sabe que, para este autor, la historia de la cien­ cia consistía en la clarificación sistemática de conceptos y no en el desarrollo de ideas preexistentes. Por eso había que defender la influencia que algunos hombres y mujeres tuvieron en la for­ mación de disciplinas que, una vez constituidas, no habían inclui­ do el menor reconocimiento hacia quienes contribuyeron a arti­ cularlas. Nuestra situación es muy parecida. Tanto así que muchas de las aportaciones más notables en el ámbito de la producción y diseminación de la nueva filosofía natural o experimental se arti­ cularon en torno a un conjunto de prácticas muy alejadas de lo que hoy en día consideraríamos científicamente relevante. Ahí está, por ejemplo, el caso de Voltaire, un poeta y literato que fue, al mismo tiempo, uno de los más importantes divulgadores de la nueva filosofía -o física- newtoniana. Y lo mismo se aplica a núes-

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filósofo francés George Canguilhem sostenía que había que rei­ vindicar “e l papel indirecto que algunos científicos tuvieron en el

La Ilustración y las ciencias

tros dos protagonistas: D’Alembert fue un matemático a quien las convulsiones sociales de mediados del siglo condujeron hacia la especulación filosófica, mientras que Diderot actuó como un libre­ pensador a quien las circunstancias, sobre todo económicas, con­ dujeron hacia la ciencia. Sucede además que la ciencia ilustrada no constituía un saber separado de otras áreas de conocimiento o susceptible de subdi­ visión en disciplinas como, pongamos por caso, la entomología o la embriología. Lo que ahora llamamos ciencia no se encontraba desligado de disciplinas como la ética, la historia, la filosofía moral o la teología. Más bien al contrario, la conexión entre el conoci­ miento científico y otros saberes se produjo de un modo tan ínti­ mo que en vano intentaríamos separar aquí el trigo de la paja. La ciencia no andaba por un lado y la sociedad, la técnica, la cultura, los intereses políticos o religiosos por el otro. El problema del conocimiento se abordó más bien desde una perspectiva global en donde sucede con frecuencia que las soluciones a algunos de los enigmas del conocimiento provienen de personas alejadas de los círculos académicos y, al contrario, también se da el caso de que muchos científicos consagrados mantienen posicionamientos polí­ ticos o religiosos como parte integrante de su estudio de los fenó­ menos naturales. En sentido estricto, no podemos hablar de ciencia ilustrada. Esa palabra, ciencia, no sólo es extemporánea, sino también inútil a la hora de describir las formas de conocimiento, los modelos de actuación, los mecanismos de filiación institucional, las redes de popularización o el contenido de los libros relacionados con el conocimiento de la naturaleza, incluyendo en estos los de la pro­ pia Enciclopedia. El subtítulo de esta obra magna, que se preten­ de un diccionario de ciencias, artes y oficios no debería engañar­ nos. El uso de la palabra ciencia es tan ajeno al significado que hoy en día le atribuimos que en vano buscaríamos similitudes y, en el peor de los casos, caeríamos en errores de interpretación condu-

cidos por una ausencia de comprensión sobre las evoluciones semánticas y conceptuales. Mejor será que, para hablar de lo que nosotros hoy en día denominamos con ese nombre, nos valgamos de los términos utilizados a lo largo del mundo moderno. De entre todos los posibles, resalta aquí la expresión filosofía natural, aun­ que por supuesto no es la única. Igualmente importante es la expresión matemática, pues aun cuando en este caso parecemos conocer el significado y el alcance del término, su uso no estaba restringido al conjunto de campos que ahora reciben ese nombre, sino que involucraba a casi todas las ramas de lo que hoy deno­ minamos física. Nuestra ciencia -d e la que hay que recordar que tampoco es una empresa monolítica en sus resultados u homogé­ nea en sus m étodos- incluye actividades que fueron caracteriza­ das durante la Ilustración como meras artes, como la cirugía o algunas ramas de la medicina, mientras que otras actividades se encuadraban en el ámbito de la filosofía experimental o de la his­ toria natural. Algunas disciplinas, perfectamente identificables hoy tría, la biología o la sociología, mientras que otras, como la psico­ logía, se aplicaban a ramas tan alejadas de nuestros referentes actuales como el alma de las bestias o las fuerzas vegetativas. Más adelante discutiremos la consolidación, la fusión incluso, de lo que podemos considerar los dos modelos dominantes en relación a las formas de conocimiento del mundo natural durante el siglo ilustrado. En primer lugar, la consolidación de un progra­ ma de investigación de inspiración matemática que intenta, entre otras cosas, abrir una línea de fundamentación de los saberes a partir del menor número posible de elementos y que incluye, ade­ más, el estudio de fenómenos que hoy consideramos físicos desde una perspectiva altamente idealizada, con referencia exclusiva a ecuaciones matemáticas o pruebas geométricas. En segundo lugar, la Ilustración abrió también un programa mucho más heterodoxo en sus planteamientos, en la composición de sus miembros y en sus resultados, que podría caracterizarse por el intento de forma-

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en día, no tienen antecedentes en la Ilustración, como la psiquia­

La Ilustración y las ciencias

ción de un cuerpo unificado de conocimientos a partir del estudio de casos particulares. Frente a la supuesta imposibilidad, defen­ dida por Aristóteles, de una ciencia de estos casos particulares, de los accidentes tal como los denominó, la filosofía natural ilus­ trada estableció procedimientos diversos de, primero, acumula­ ción y, después, agrupación de singularidades y fenómenos, en principio irrepetibles, bajo patrones universales.

El caso de la religión Uno de los aspectos que suele generar más controversias en el estudio del movimiento filosófico tiene que ver con la actitud que los ilustrados mantuvieron en torno a las creencias religiosas, a la constitución de un sistema moral apoyado en la autoridad de las escrituras o a la relevancia social de la iglesia y de los poderes eclesiásticos. El tema no es insignificante. Y menos ahora, cuando se insiste desde distintos ámbitos que la religión cristiana consti­ tuye uno de los ejes aglutinadores del pensamiento y de la identi­ dad cultural europea. He aquí la opinión de Diderot en sus Pensa­ mientos sobre la interpretación de la naturaleza:

Hay que sustituir la

obra de Dios por la conjetura del hombre. Sobre todo a partir de la Restauración, muchos historiadores contemplaron la Ilustración como un periodo que se había carac­ terizado por sus esfuerzos en combatir las creencias y las organi­ zaciones religiosas. La primera revisión crítica del pensamiento ilustrado lo consideró como el antecedente directo del período de la Revolución Francesa conocido como El Terror, un momento de terribles convulsiones sociales, asesinatos en masa y juicios sumarísimos. Los historiadores más conservadores del siglo XIX defen­ dieron que incluso la guillotina había surgido de movimientos de índole anticlerical, como los inspirados en la prosa de Voltaire, los que provenían de lecturas más o menos atrevidas de las obras del filósofo Spinoza o de autores materialistas como el barón

D’Holbach, el médico La Mettrie, Jean-Jacques Rousseau o el pro­ pio Denis Diderot. Se ponía así en circulación la idea de que las revoluciones las hacen las ideas. Por eso se habló durante mucho tiempo de los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa, ¡como si hubieran sido los libros y no los hombres y las mujeres de París los que tomaron La Bastilla! Ya en el siglo XX, la historia intelectual profundizó en la relación entre ciencia y religión para concluir, no sin argumentos, que la Ilustración fue un periodo notablemente anticlerical, marcado por un esfuerzo de naturalización, desacralización o, como lo llamaba el sociólogo Max Weber, de desencantamiento del mundo. Hoy en día, la mayor parte de estas generalizaciones son difíciles de man­ tener. Para empezar, la explicación de algunos fenómenos de acuer-

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Imagen extraída de tas Historias de las imaginaciones extravagantes del Sr. Oufle. una obra de Laurent Bordeton publicada en 1711 en la que su protagonista, como un nuevo Quijote, enloquece leyendo libros de magia, adivinación y astrologia. No hay que olvidar, por cierto, que la Enciclopedia consideraba a la alquimia una ciencia verdadera.

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La Ilustración y las ciencias

Religión heterogénea <

Lo que llamamos genéricamente religión en esta época constituye un conjunto muy hete-

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rogéneo de manifestaciones, ritos, creencias y asociaciones. Incluso si nos atenemos tan sólo al cristianismo en Francia, deberíamos tomar en consideración la mejor o peor convivencia d** movimientos tan variados como los calóle

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rrn(mos, los arminianos. los latitudina-

ríos, los católicos racionales, los rigoristas, los jesuítas, los dominicos, los franciscanos y, para Busto del teólogo Antolne Arnauld.

Que se puedan observar las abundantes dife­ rencias que presentaban, destacamos aquí otros cuatro movimientos:

- Los pietistas. surgieron como reacción a la excesiva rigidez del protestantismo luterano. El pietismo fue fundado en el siglo XVI por el teólogo alemán Philipp Jakob Spener, quien, al tiem­ po que manifestaba su rechazo hacia los dogmas e instituciones eclesiásticas, basaba su doctrina en la importancia del senti­ miento religioso y la piedad personal. Adquirió gran importancia en la Universidad de Halle. - Los galicanos, aceptaban el poder espiritual del papa, aun­ que no su poder temporal. Defendieron, desde el siglo XIII, la inde­ pendencia de la iglesia nacional francesa con relación al Vaticano. - Los socinianos: era la doctrina de Fausto Sozzini que nega­ ba el dogma de la hinidad y la divinidad de Jesucristo. De esta secta, nacida en Polonia, se desarrollaron el unitarismo y, en parte también, el deísmo.

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Óleo de lo que fue la abadía de Port-Royal antes de su destrucción durante las guerras de religión en Francia.

- Los jansenistas: movimiento introducido en Francia por Jean Duvergier a partir de la doctrina de Cornelius Jansenius, el jansenismo se instala en la abadía de Port-Royal a mediados del siglo XVII, desde donde atraerá a teólogos como Antoine Arnauld, Quesnel o Pascal junto con otros muchos miembros del clero, de la nobleza y la burguesía. Como movimiento esencial­ mente de reforma doctrinal, el jansenismo, opuesto a la autori­ dad vaticana y condenado de hecho por el papa en 1653, evolu­ cionará en algunos casos hacia el galicanismo y en otros hacia el presbiterianismo, dando lugar a una proliferación de iglesias no reconocidas. Instalado en la defensa del librepensamiento y la tolerancia, su crítica atañe más a la dogmática clerical que al contenido de su dogma. Es para estos librepensadores para quie­

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nes Pascal escribe sus Pensamientos en 1662. Esta pluralidad explica por qué algunas figuras del movi­ miento enciclopédico pueden simpatizar con John Tillotson (1630-1694), arzobispo de Canterbury y latitudinario de inspi­ ración platónica, que, como otros muchos de sus correligiona­

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rios, pensaba que la verdadera religión consistía en la obedien­ cia a las leyes de la naturaleza, mientras mostraban un desprecio nada disimulado hacia los jesuítas que editaban el

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conocido como Journal de Trévoux. De la misma manera, el intelectualismo del luterano Christian Wolff (1679-1754) no sólo

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apareció en algunas de las entradas de la Enciclopedia, sino que

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su figura y su obra fueron también recompensadas, entre otros, por el mismísimo Luis XV.

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La Ilustración y las ciencias

El doctor de origen vienés Franz Antón Mesmer, que habla obtenido su titulo presentando una disertación plagiada sobre la influencia de los planetas en la salud, se hizo muy popular en Francia a partir de la década de 1770. Sus doctrinas proponían un procedimiento terapéutico basado en un supuesto magnetismo animal que fluía por la totalidad del espacio. Con la ayuda de Luis XVI y Maria Antonieta. Mesmer consiguió establecer un Instituto Magnético, asi como participar en distintas exhibiciones de magnetización de cortesanos y aristócratas, como los que aparecen en la imagen.

do con causas naturales recorre el conjunto del mundo moder­ no, sin que sea una prerrogativa exclusiva de la Ilustración. En segundo lugar, a veces se olvida que muchos ilustrados, depen­ diendo de su posición social y de su situación geográfica, siguie­ ron manteniendo viva la fe en disciplinas y prácticas tan esoté­ ricas como la demonología, la astrología o la adivinación. Uno de los colaboradores de la Enciclopedia, Nicolás Lenglet-Dufresnoy, especialista en lo que hoy consideramos paranormal, hizo inves­ tigaciones diversas sobre la supuesta habilidad del alma para abandonar el cuerpo. El triunfo del mesmerismo durante el últi­ mo cuarto del siglo XV11I tampoco se explica sino como parte de una práctica de enorme calado en el conjunto de la sociedad francesa, que terminó por adquirir además importantes conno­ taciones políticas. Por último hay que añadir la gran variedad de asociaciones y movimientos religiosos cristianos, muy diferentes

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entre sí, que convivían en esa época.

A pesar de estas reservas, no fueron pocos los ilustrados que intentaron secu­ larizar la esfera de lo sagrado y someter la palabra de dios a las leyes generales de la filosofía y de la historia. Muchos textos de la nueva filosofía dividían el siglo entre los partidarios de la razón de la fe y los segui­ dores de la fe en la razón. Obsesionados con alcanzar la mayoría de edad, los recién llegados se burlaban de la insolven­ cia del creyente para liberarse de una rela­ ción de tutelaje y servirse de su propio entendimiento. Buena parte de las dispu­ tas religiosas se produjeron al socaire de discusiones relativas a alguna parte sustancial de la doctrina de la iglesia. No hay mejor sitio para enumerarlas que el Sermón de los cincuenta, un texto durísimo donde Voltaire critica las partes más a la metafísica de la transubstanciación, o desde la virginidad de María hasta el misterio de la Trinidad. Pese a su carácter combati­ vo, el filósofo, situado en la tradición de la Historia de los oráculos de Fontenelle, del Diccionario de Pierre Bayle o del Tratado teológico-político de Spinoza, no llegaba a cuestionar en ningún momen­ to la existencia de un ser supremo. El cristianismo, por su parte, propició en su defensa una iden­ tificación entre Ilustración y pensamiento anticlerical de enormes consecuencias. Durante la primera mitad del siglo, marcada por la circulación clandestina de las enseñanzas de Spinoza, así como por interpretaciones materialistas de inspiración cartesiana, los apologistas discutieron en el contexto de una argumentación pau­ sada y equilibrada. La proliferación de material clandestino toda­ vía no había conseguido sacar el debate de los estrechos márge­ nes marcados por las élites culturales, de modo que la discusión, aun siendo peligrosa, se mantenía confinada en el ámbito de una

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problemáticas de la revelación: desde los milagros y las profecías

La Ilustración y las ciencias

disputa académica controlada por la iglesia. La situación cambió hacia mediados de siglo. La evolución del librepensamiento, la modificación de las condiciones de divulgación y distribución de literatura, la aparición del movimiento filosófico, así como la ame­ naza del proyecto enciclopédico, modificó las formas y lugares en los que cabía discutir sobre problemas doctrinales. Más aun, se extendió con rapidez la sospecha de una conspiración promovida por ateos y materialistas para socavar los fundamentos de la reli­ gión y del estado. En 1754, el procurador general de Francia decía escribir con dolor “que ya no se puede disimular la existencia de una sociedad formada para sostener el materialismo, para desti uir la religión, inspirar la independencia y alimentar la corrupción de las costumbres En segundo lugar, el librepensamiento, que durante la prime­ ra mitad del siglo se había nutrido de reflexiones metafísicas, comenzó a apoyar sus tesis en la historia y la filosofía natural. El nuevo spinozismo, según lo caracterizó uno de los nuevos apolo­ gistas, Lelarge de Lignac, ya no se inspiraba en la metafísica o en la crítica literaria, sino que tomaba sus argumentos de la expe­ riencia. En 1765, en el tomo XV de la Enciclopedia, Diderot ofrecía la primera gran definición de esta variación del sistema de Spinoza, según la cual los nuevos materialistas defendían la sen­ sibilidad de la materia a partir de las pruebas aportadas por los estudios relacionados con los desarrollos embrionarios:

tanto, concluyen, la materia basta para explicarlo todo.

Por lo

En realidad, no

eran sólo los estudios em briológicos los que alimentaron estas nuevas formas de pensamiento heterodoxo. La historia natural, la fisiología o la medicina proporcionaban argumentos a favor de un sistema de pensamiento secularizado que hacía depender las fun­ ciones vitales de la configuración de la materia. A pesar de esta caracterización general, los philosophes mos­ traron entre sí considerables discrepancias. La familia ilustrada nunca estuvo demasiado bien avenida y, pese a los intentos de la

ortodoxia religiosa o del conservadurismo político por convertirla en un frente homogéneo, sus miembros mantuvieron grandes dis­ crepancias. Diderot, por ejemplo, mantuvo disputas con el también filósofo Claude-Adrien Helvétius (1715-1771) a propósito de las tesis contenidas en el tratado que este último había publicado sobre el entendimiento. Igualmente amargo fue su enfrentamiento con el escultor Étienne-Maurice Falconet (1716-1791) sobre la inmortali­ dad de las obras y el reconocimiento futuro de los artistas:

atreveríais a decir que sólo puede satisfacernos esta locura de adoradores futuros e ilimitados! N o lo digáis, amigo mío, delante de ciertas damas; pues se reirían de vosy os dirían, m i querido filósofo, que aunque nuestras pretensiones fueran excesivas, ninguna de ellas puede ver más allá de nuestros días. ¡O s

Diderot, Carta a Falconet del 25 de diciembre de 1765.

educación social, y el naturalismo de Robinet -famoso por haber escrito un tratado que negaba la inmutabilidad de las especiestampoco se asemejaba a la exaltación del placer que propiciaba la entonces omnipresente literatura libertina. Cuando D’Alembert escribió en la entrada Ginebra de la Enciclopedia que algunos de los pastores suizos ya no creían en la divinidad de Jesucristo, su comentario fue interpretado como una crítica de ateísmo hacia la iglesia ginebrina, que exigió una retractación pública. Aparte de propiciar la ruptura de Jean-Jacques Rousseau con ambos edi­ tores, ese artículo dejó a la Enciclopedia en una situación de enorme vulnerabilidad, producida com o consecuencia de una acusación de socinianismo realizada, curiosamente, desde uno de los baluartes del librepensamiento. En cuanto a Diderot, la asunción de su materialismo se manifiesta de nuevo en la siguien­ te carta:

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Así mismo, el materialismo del médico panfletario La Mettrie no aspiraba com o el del barón D’Holbach a una reforma de la

La Ilustración y las ciencias

Aquellos que se han amado durante su vida y que se hacen ínhu mar el uno al lado del otro quiza no sean tan locos como general­ mente se piensa. Pudiera ser que sus cenizas se mezclen y se unan ¿que séyo? Pudiera ser que no perdieran todo sentimiento, toda memoria de su prim er estado. Quiza quede en ellos un resto de calor y de vida con el que disfruten a su manera en el fondo de la fría urna que los encierra... ¡AySophíe, me quedará entonces una esperanza de toca­ ros, de sentiros, de amaros, de buscaros, de unirme y confundirme con vos cuando ya no existamos! ¡Si hubiera en nuestros principios alguna ley de afinidad, si nos estuviera reservado dar lugar a un ser común, siy o pudiera con el paso de los siglos rehacer un todojunto a vos, sí las moléculas de vuestro dísuelto amante vinieran a agitar­ se, a moverse y a buscar las vuestras esparcidas en la naturaleza! Consentidme esta quimera. M e es tan dulce. M e aseguraría la eter­ nidad en vosy con vos. Diderot, Carta a Sophie Volland del 5 de octubre de 1759. La forma en la que el nuevo materialismo hizo uso de los des­ cubrimientos en historia y filosofía natural no agota la relación entre ciencia y religión. Muy a pesar de la propaganda anticlerical de Voltaire -un creyente convencido que aborrecía de cualquier manifestación de ateísmo-, la Ilustración tuvo un trato de favor con creencias y doctrinas religiosas muy diversas. Una de las que más interesa en este contexto sostenía que era posible descubrir el trazo de dios en el orden natural. Para muchos ilustrados, el estudio de la creación conducía al reconocimiento de la inteligen­ cia divina. La observación de los secretos naturales buscaba hacer evidente, visible, su existencia, de manera que la naturaleza se convirtiera en el mayor argumento de la fe. Algunos de los ejemplos de esta filosofía natural de inspiración teológica resultan muy llamativos. La Insectoteología, que escribió

el naturalista alemán Christian Lesser -un aficionado a la ento­ mología que dedicó toda su vida a reunir una de las mayores colec­ ciones de insectos de Europa- consistía en una alabanza de dios a través del estudio de unos seres diminutos, los insectos, consi-

Helvétius La vida de Claude-Adrien Helvétius contiene muchos de los rasgos más comunes de los filósofos ilustrados. Nació en París en 1715 y. como otros muchos de sus colegas filósofos, estu­ dió en el colegio jesuíta Louis le Grand Antes de dedicarse por comple­ to a la filosofía, tuvo diversos empleos, mismísima reina María Antonieta. En 1751 contrajo matrimonio con una de las mujeres, según las crónicas, más bellas de la época, Anne Catherine de Ligniville, quien a la muerte de Helvétius en 1771 recibiría más que atenciones del viejo ilustrado americano Benjamín Franklin. En 1758 publicó su influyente De l’Esprit, que fue condenado por la Sorbona y quemado públicamente en París. En 1764 visitó Inglaterra y posteriormente fue recibido por Federico II el grande en Prusia. Aun cuando no llegara a escribir un solo artículo para la Enciclopedia, muchas de sus ideas sobre la educación y su inci­ piente utilitarismo se encuentran presentes en la obra. Sus posi­ ciones empiristas radicales le hicieron concebir al hombre como una tabula rasa, cuyo conocimiento provenía de la aportación de los sentidos y la asociación de las ideas, siempre bajo el principio rnaximalista de obtener el mayor placer a costa del menor dolor y esfuerzo. Suya es la máxima ilustrada que pmmetía la mayor feli­

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incluyendo el de ayuda de cámara de la

cidad para el mayor número posible.

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La Ilustración y las ciencias

derados seres execrables durante la mayor parte del mundo moderno. Por muy extraño que hoy nos pueda parecer, este natu­ ralista encontraba ocasión para el recogimiento místico en la con­ templación de la estructura interna de un piojo. Pero los ejemplos podrían multiplicarse: el erudito inglés John Ray, por ejemplo, publicaba en 1692 una obra cuyo título daba cuenta sobrada de la estrecha relación que cabía establecer entre la fe en el creador y el estudio de la naturaleza. La sabiduría de Dios a través de las

Los jesuítas La compañía de Jesús, uno de los principales apoyos de la iglesia durante la contrarreforma, sufrió en la segunda mitad del siglo XVIII los ataques de una pluralidad de enemigos tanto den­ tro como fuera de las jerarquías eclesiásticas. Portugal los expul­ só de su territorio en 1759. En 1761, el Parlamento de París les prohibió el ejercicio de la enseñanza, una de sus funciones más importantes. Tres años después, Luis XV firmó también su decre­ to de expulsión. En España la situación les fue igualmente adver­ sa. En 1767. un año después del motín de Esquiladle y tras una investigación que demostró sus intrigas contra el estado, se orde­ nó su expulsión. Los tres países presionaron además a la Santa Sede fiara que suprimiera la orden. Finalmente, el papa Clemente XIV decretó su abolición en 1771 Estos duros reveses supusieron una restricción considerable de su esfera de poder e influencia que, como en el caso de los jansenistas, de los hugonotes o de los motinistas, no hizo sino propiciar su reestablecimiento en unas sociedades secretas, las llamadas Associatio ainicorum (Aa), que no diferían mucho, ni en su modelo de organización ni en su función política, de las logias francmasónicas

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obras de la creación era el título del libro. William Derham también daba a la imprenta en 1713 su Físico-teología, o demostración del ser y de los atributos de Dios a partir de las obras de la creación. La contrapartida de estas obras en el mundo francés vino de la mano del abate Antoine Pluché (1688-1761), quien publicó en 1732 un magnífico libro de incitación al conocimiento: La contemplación de la naturaleza; un texto que contaría con dieciocho reediciones y versiones en inglés, holandés o español a lo largo del siglo XVIII.

Desde un punto de vista académico, la actividad de los jesuítas en la configuración de la ciencia moderna apenas si puede exagerarse. No en vano, se trata de la primera gran bución de conocimientos. Entre 1730 y 1769, su publicación periódica, el Journal de Trévoux, publicó ciento veintidós volú­ menes. Aunque la mayor parte de ellos contenían grandes dosis de reprobaciones y críticas, su tono erudito, en el que la crítica se combinaba con análisis detallados, permitía una rela­ ción fructífera entre la moral y la enseñanza. Al contrario que en otras publicaciones panfletarias, como La Religión Vengée, por ejemplo, los jesuítas de Trévoux estaban dispuestos a jus­ tificar sus condenas o aprobaciones. Su denuncia del materia­ lismo, construida como una relación fructífera entre la predi­ cación y la enseñanza, también se basó ampliamente en la retórica de los nuevos conocimientos científicos. Como otras tantas facciones de la sociedad francesa, los jesuítas también fueron la Ilustración y, sin embargo, siendo un elemento indis­ pensable en la definición de la heterodoxia durante el siglo

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empresa transnacional relacionada con la producción y distri­

XVUI, tampoco acapararon el conjunto de la ortodoxia.

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Años más tarde, los escritores más radicales de la Ilustración, con Diderot a la cabeza, discutirán por activa y por pasiva esta convicción de que el orden natural conduce al conocimiento de dios. Siguiendo las conclusiones del conde de Buffon en sus estu­ dios de historia natural, entendieron que la organización visible de los fenómenos no requería la presencia de entidades o seres sobrenaturales. La resurrección de la creencia en las generaciones espontáneas que aconteció durante la segunda mitad del siglo, sobre todo de la mano de los trabajos del mencionado Buffon y del microscopista inglés John Turberville Needham, parecían socavar

La Mettrie Julien Offray de La Mettrie ( 1709¡751) fue un médico y filósofo francés cuyas aportaciones fueron decisivas para el desarrollo del materialismo moderno. En 1745 publicó la Historia natural del alma, obra en la que exponía su convicción de que los fenómenos físicos estaban directa­ mente conectados con cambios pura­ mente orgánicos en el cerebro y en el sistema nervioso. Algunos años más tarde, en 1748, publicaría su Hombremáquina, en donde desarrolla de un modo más completo su materialismo y ateísmo. Este libro fue, junto al Discurso sobre la felicidad o anti-Séneca, la causa de que se viera de nuevo for­ zado a abandonar el país. En su huida fue acogido en la corte de Federico II el grande. Convencido hedonista, mantuvo hasta los últimos momentos de su vida que el placer era el propósito de toda vida humana y que el ateísmo era la única vía para alcan­ zar la felicidad.

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el orden natural y, en consecuencia, la idea de una inteligencia res­ ponsable de la creación y ordenación del mundo. De la manera que fuera, no cabía desligar la religión y las creen­ cias del ámbito del conocimiento del mundo natural. Ya fuera para afirmar o negar la presencia de un ser supremo responsable de la estructura del Universo, el pensamiento ilustrado no distinguió nunca de modo preciso entre, por una parte, lo que era competen­ cia de la filosofía y de la historia natural, y, por la otra, lo que debía ser un asunto opinable relacionado con el ámbito de las creencias personales o las doctrinas eclesiásticas. Después del descubrimien­ to en 1744 de las capacidades regenerativas del entonces llamado pólipo-insecto, naturalistas, filósofos, literatos, juristas, religiosos y, por supuesto, la propia Enciclopedia, tuvieron algo que decir sobre el modo en que a su juicio los nuevos fenómenos de gene­ ración ponían en peligro la individualidad e indivisibilidad del alma. Aun cuando los materialistas sacaron enorme partido de colocar los nuevos descubrimientos al servicio de una lectura más correcta de los textos bíblicos. En este último caso, sobresale el caso del abate John Turberbille Needham, un naturalista conside­ rado heterodoxo, odiado de hecho por Voltaire, que consideró que

Plancha de la Enciclopedia dedicada al mundo de los insectos. La admiración que sintió el siglo XVIII por el mundo de los Insectos no tiene parangón alguno en toda la historia del naturalismo. Para el médico y naturalista Nicolás Andry, que escribió un famoso tratado sobre los gusanos a comienzos del siglo XVIII. no sólo eran tan perfectos como el resto de las criaturas, sino que superaban con mucho a las demás especies.

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esta línea de investigación, muchos otros naturalistas intentaron

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sólo después del estudio de las capacidades formativas del pólipo cabía entender la creación de Eva a partir de la costilla de Adán: “£7 cuerpo de la primera mujer no se formó de la tierra como el de su marido, sino que se generó de aquél por una vegetación acelera­ da, nutriéndose de su sustancia durante su sueño hasta que se sepa­ ró en un estado de perfección, como hacen los jóvenes pólipos y los cuerpos organizados del mismo género".

Credibilidad Desde el punto de vista de las condiciones para conocer el mundo natural, la Ilustración elaboró nuevas formas de sostener la credibilidad de los hechos sobre un nuevo tegumento social. Curiosamente, la nueva reestructuración de los testigos del cono­ cimiento debió mucho a la implantación progresiva de una tole­ rancia que, aunque de orígenes religiosos, se extendió con rapidez por otras materias del pensamiento y del mercado. Tan esencial fue el desarrollo de la tolerancia religiosa en el contexto de las ideas ilustradas, que se podría argumentar que la Ilustración comienza en 1689, cuando Inglaterra publica su Toleration Ací-una ley por la que se eliminan las penas para todos aquellos que no se sometan a la autoridad de la iglesia de Inglaterra- y termina en 1787, cuando la monarquía de Francia autorizó el culto protestan­ te. El famoso Tratado sobre la tolerancia que Voltaire escribió en 1763 respondía a esta nueva orientación política, que intentaba evi­ tar las guerras de religión que habían asolado Europa durante el siglo XVII, y de la que posteriormente se hará también eco el ale­ mán Gotthold Lessing en su obra dramática Natán el sabio de 1779. Pero aun cuando la tolerancia se aplicaba en un principio al ámbito de las creencias religiosas, su desarrollo afectó a otros muchos aspectos del clima intelectual y social, incluyendo las negociaciones que acompañaron a la producción y distribución del conocimiento, así como la eliminación de trabas y privilegios

que impedían la libre circulación de productos. El monopolio de la verdad, el del conocimiento y los económicos, basados respec­ tivamente en la revelación, la autoridad o el privilegio, fueron sus­ tituidos por una difícil convivencia entre incertidumbres religio­ sas, conocimientos probables y ganancias potenciales. Parte del éxito de la Enciclopedia radica precisamente en su capacidad de promover una religión opinable y un saber público desde la ética del beneficio económico de una empresa editorial. La conexión entre la libertad de creencia y de mercado no agotó el problema de la tolerancia. La convivencia entre creencias religiosas supuestamente universales, pero discrepantes entre sí, suponía un conflicto en cuanto al contenido de la idea misma de verdad. Sobre este último aspecto merece la pena detenerse. Para empezar, una vez abandonada la idea de un estado confesional, el mundo moderno tuvo que establecer un nuevo orden jurídico que garantizara la lealtad al monarca de los miembros de religiones cionados con la libertad de culto y pensamiento siempre estuvo ligada a la transformación política del estado moderno. El someti­ miento a una única autoridad, basado en el juramento, debía sus­ tituirse por una aceptación común de la moralidad pública que hiciera posible a los ciudadanos servir de testigos y fuente de conocimiento. En segundo lugar, de la imposibilidad de alcanzar un consen­ so sobre la verdad, empezando por la verdad religiosa, surgió la necesidad de convivir con opiniones no compartidas. La toleran­ cia se convirtió en la contrapartida moral y social de la pérdida de certezas y verdades absolutas; la expresión más palpable de la fali­ bilidad del entendimiento humano. Esta confluencia entre aspectos religiosos, políticos y filosófi­ cos en torno a la convivencia, la credibilidad y la civilidad es pro­ pia del pensamiento y la sociedad ilustrada, y así aparece refleja-

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diferentes. Ya se ha señalado como la presencia de conflictos rela­

La Ilustración y las ciencias

da en la Enciclopedia y no sólo, como sería de esperar, en el artí­ culo expresamente dedicado a la tolerancia. F.n uno de las prime­ ras entradas, la que lleva por título Agnus Scythicus, discute Diderot las condiciones de aceptación de los otros como testigos legítimos del conocimiento. El texto hace referencia al nombre de una planta de la que el jesuíta Athanasius Kircher (1601-1680) -un erudito con una gran tendencia a la inventiva- había escrito que su semilla producía un arbusto denominado cordero por el pare­ cido que tenía con ese animal, en los pies, las orejas y la cabeza, hasta el extremo de que, según el sabio alemán, resultaba extra­ ordinario que los lobos fueran los únicos animales carnívoros que sintieran avidez por ella. Diderot, siguiendo la clasificación que aparecía en la tabla de materias de la Enciclopedia, parte de esta ridicula historia para dis­ cutir y establecer nuevas condiciones de aceptación de eviden­ cias. A su entender, los hechos deben dividirse en dos clases: por una parte, los simples y ordinarios; por otra, los raros y prodigio­ sos. Una distinción entre lo natural y lo extraordinario que no depende de la frecuencia de los fenómenos sino de sus formas de atestiguación. Pues mientras que un pequeño número de personas instruidas debería bastar para dar fe de los menos problemáticos, en los más complejos la cantidad de testigos tendrá que estar en razón inversa a la verosimilitud de los fenómenos. La garantía del conocimiento radica en el número antes que en la calidad moral de los testigos del conocimiento. Que los hechos públicamente atestiguados apenas puedan contradecirse indica que la autoridad religiosa o carismática se ha sustituido por el testimonio mayoritario de hombres y mujeres que se sirven exclusivamente de sus

Todos nuestros conocimientos directos se reducen o lo que reci­ bimos por los sentidos, de donde se infiere que nuestras ideas las debemos a nuestras sensaciones, escribía D’Alembert en el Discurso preliminar

sentidos.

de la Enciclopedia. La libertad de creencia, conclusión inevitable de la tolerancia religiosa, tiene tan sólo la limitación que propor­ ciona la experiencia sensorial, pero no depende de la autoridad de

otros. Por eso cabe afirmar, como hace el artículo magos, que la misma diferencia que hay entre la verdad de la religión y la verdad de la historia, es la que hay entre la certeza de un hecho y la sin­ ceridad de quien lo cuenta. Lo que llamamos hechos no son nece­ sariamente verdaderos, sino que “sólo tienen una certeza moral más o menos fuerte según la naturaleza de las pruebas y las reglas de una crítica erudita e ilustrada” , nos dice la Enciclopedia. Esta perspectiva modifica de manera muy notable las técnicas establecidas en el Renacimiento para atestiguar los fenómenos. Piénsese por ejemplo en la famosa imagen del rinoceronte grabado por Durero en 1515. Como nunca había visto animal semejante, el protegido del emperador resolvió pintar el segundo cuerno en la mitad de la espalda, un poco a la manera en la que se representaba a los unicornios durante el Medioevo. Su reputación como artista fue tan grande que durante todo el siglo XVI, y hasta la llegada de otros rinocerontes a las cortes europeas, estos animales tuvieron un

Durero realizó este grabado de un rinoceronte en 15X5 a partir de la descripción hecha por un tal Valentín Ferdinand, que al parecer habla contemplado un rinoceronte camboyano en Lisboa en 1513.

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segundo cuerno en la parte inferior del lomo. Incluso en 1775 apa-

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reció una lámina de Paul Briel dedicada a los mamíferos de África en la que se representaba el rinoceronte a la manera de Durero. Pero el margen de error que permite la tolerancia no justifica por igual todos los testimonios. Para empezar, quedan excluidos como testigos del conocimiento todos aquellos cuya razón se encuentre presa del fanatismo, la ignorancia, la superstición o el prejuicio. En esto el movimiento filosófico coincide con los pos­ tulados de la Academia Real de Ciencias de París, una de las insti­ tuciones europeas más preocupadas por la relación entre la pro­ moción del conocim iento y la utilidad pública. El suyo fue un programa de reevaluación de los testigos del conocimiento que no sólo alcanzó a los antiguos tratadistas o a los filósofos del Medioevo y de la Antigüedad clásica, sino que negó capacidad tes­ timonial a las tradiciones populares y terminó por cuestionar la credibilidad de la mayor parte de los hechos narrados por fuentes extranjeras. En un texto de naturaleza libertina que el joven Diderot escri­ bió al comienzo de su carrera filosófica, y sobre el cual volvere-

La representación de los rinocerontes que realizó Conrad Gessner en su Icone AnimaUum: de quadrupedlbus vivlparis, de 1560. se hizo siguiendo el modelo de Durero.

Aun cuando el segundo cuerno del rinoceronte de Durero ha desaparecido en las planchas de la Enciclopedia, todavía cabe observar un notable parecido entre ambas imágenes.

mos más tarde, se satirizaba sobre las discusiones bizantinas que muchos académicos mantenían en torno a fenómenos extraordinarios:

es el modo cifrado que utiliza Diderot para referirse a París, mien­ tras que los espíritus fuertes representan a aquellos filósofos que no estaban dispuestos a someterse a ninguna otra tutela que no fuera su propia razón. Ya no hay lugar para la autoridad de otros, sino para el testimonio propio que surge de la experiencia y la ausencia de prejuicio: “La superstición es esa especie de encantamiento o de poder mágico que ejerce el miedo sobre nuestra alma. Hija desdichada de la imaginación, emplea para actuar los espectros, los sueños y las visiones. Ella es, dice Bacon, la que forjó esos ídolos del vulgo, los genios invisibles, los días de dicha o de desdicha, los invencibles ras­ gos del amor y del odio. Aplasta el espíritu, principalmente en la enfermedad o en la adversidad; cambia la buena disciplina y las cos­ tumbres venerables en estupideces y ceremonias superficiales. Una vez que ha echado profundas raíces en alguna religión, sea cual sea,

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Desde que todos ¡os mujeres de lo comu­ nidad de Bauza comenzaron a hablar por su sexo, el fenómeno fue constatado, y los espíritus fuertes comenzaron a buscar en las propiedades de la materia la explicación de un hecho que ellos mismos habían juzgado imposible. Sobre el tema de los sexos parlantes se escribieron infinidad de excelentes obrasy en las historias de las academias aparecieron sesudas memorias que habría que considerar como los últimos esfuerzos del espíritu humano Por supuesto, la comunidad de Banza

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buena o mala, es capaz de apagar las luces naturales y de perturbar las cabezas más asentadas. En fin, es la plaga más terrible de la humanidad". Enciclopedia, artículo superstición.

Naturalezas A duras penas podría exagerarse la importancia que adquirió el concepto de naturaleza durante el siglo XV1I1. La palabra apare­ ce como sustantivo, en cuyo caso se define como el Universo sometido a leyes, o como adjetivo, como en la expresión filosofía natural; y se utilizaba tanto para caracterizar un concepto como para designar la realidad, el mundo o la experiencia. En algunas ocasiones también aparece modificada por otros adjetivos como en el notable caso de naturaleza humana. Con todas las variacio­ nes semánticas que ahora veremos, ante la oposición entre dios y su obra, la sociedad ilustrada reclamó para sí el conocimiento, la posesión y las enseñanzas de la naturaleza. No había reflexión o actividad en la que ésta no adquiera un componente testimonial o

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Imagen proveniente del Tratado del hombre del filósofo francés René Descartes. Esta obra, publicada pósturaamente, en 1664, defendía una comprensión meramente mecánica de la naturaleza y sus procesos, la percepción del dolor, por ejemplo, que es la que Ilustra la Imagen, se llevaba a cabo mediante la excitación sensorial de los llamados espíritus animales, que a su vez transmitían la sensación al cerebro, al modo en el que una campana comienza a sonar cuando se tañe su cuerda.

un carácter normativo. El derecho debía ser natural, la teología natural, la religión natural, el conocimiento natural y, por supues­ to, la moral natural. No es de extrañar que muchos historiadores hayan intentado articular el conjunto del pensamiento ilustrado sobre la centralidad de este concepto. El término, sin embargo, tiene un significado demasiado gene­ ral y se utiliza en una enorme pluralidad de sentidos. La entrada naturaleza de la Enciclopedia da buena cuenta de ello. Su autor, el caballero de Jacourt, comienza diciendo que ya Aristóteles había reconocido la ambigüedad de su uso y que los modernos han con­ tado no menos de ocho sentidos diferentes. Siguiendo muy de cerca las opiniones del filósofo experimental Robert Boyle, Jacourt explica cómo la palabra hace referencia al sistema del mundo, a la máquina del Universo, a cada una de las cosas creadas, así como a la esencia de cada una de ellas. También se emplea para referir­ nos al orden de las cosas, a la concatenación de las causas. E igual­ que consideramos vivos. En un sentido más restrictivo, incluso nos dice que se emplea para designar la acción de la providencia, de modo que, en un extremo, llega a equipararse con dios. De esta pluralidad de significados no se sigue que no podamos establecer sus distintos usos. Más que una definición positiva, debemos indagar en los conceptos limítrofes, profundizar en las fronteras que estableció la Ilustración entre lo natural por relación a lo artificial, lo sobrenatural y lo cultural, de modo que, aun sin disponer de una única definición, sí estemos en condiciones de sugerir de dónde proviene la fascinación con un concepto que se extiende desde la religión al derecho, desde la filosofía a la músi­ ca o desde la moral a la lógica. Para empezar, al menos desde los tiempos de Aristóteles, lo natural se oponía a lo artificial. De esta manera se distinguía entre las cosas que eran por naturaleza y las que eran por arte o por acci-

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mente se dice de las facultades de un cuerpo, sobre todo de los

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dente. Con el desarrollo de la filosofía mecánica durante la segun­ da mitad del siglo XVII, y una vez que el mecanicismo había redu­ cido todos los fenómenos naturales a niveles más o menos sofis­ ticados de organización, la oposición entre arte y naturaleza empezó a carecer de sentido. Por eso no debe extrañarnos que se hablara de los insectos como de pequeñas máquinas, que se dis­ cutiera la naturaleza mecánica de los recién descubiertos esper­ matozoides o que se comparara, como en el caso del médico mate­ rialista La Mettrie, al hombre, con todas sus funciones, a una máquina. “No reconozco ninguna diferencia entre las máquinas que hacen los artesanos y los diversos cuerpos que la naturaleza com ­ p o n e ”, había escrito el filósofo francés René Descartes en 1664. Una unificación entre los productos de la naturaleza y los del arte que convertían al viviente en poco más que un artefacto. Poco des­ pués, en 1690, Madame de Grignan, fiel seguidora de las enseñan­ zas del filósofo, suplicaba a una de sus amistades que no trajera perros a su hijo, “pues sólo queremos aquí criaturas racionales y, perteneciendo a la secta a la que pertenecemos, no nos gusta ro­

los autómatas de Vaucanson, un tamboritero, un pato y un flautista, fueron motivo de admiración en los salones y la corte de Francia. Suponían el reto de simular la vida mediante la construcción de engranajes mecánicos.

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deamos de esas máquinas". Ya en 1727, el Diccionario de la lengua de Furetiére explicaba que en general se llama máquina “a los autó­ matas y a todas las cosas que se mueven p or sí mismas, ya sea de una manera artificial o natural”. El Diccionario completaba su entrada dando algunos ejemplos de relojes, pero también men­ cionaba el cuerpo humano; una curiosa atribución de la que tam­ bién se hizo eco el Diccionario de la Academia que lo definía en 1740 como “cierto ensamblaje de piezas p or el que se perpetúa el movimiento Esta relación entre lo que hoy denominamos orgánico e inor­ gánico -y que entonces recibía los nombres de organizado o desor­ ganizado- se extendió hasta el extremo de que el médico François Quesney intentó, en 1730, poner en funcionamiento una máquina hidráulica con la que apoyar sus teorías sobre la sangría como principio terapéutico. Pero lo mismo podría decirse del artesano Vaucanson o del cirujano Le Cat, que diseñó un autómata del que se dijo que “tendría respiración, circulación, casi-digestión, secre­ ción y corazón, y pulmones, hígado y vesícula y, que Dios nos per­ done, tendrá también todo lo que no decimos. Pero también pade­

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cerá de fiebres, y lo sangraremos, y lo purgaremos y se parecerá demasiado a un hombre". rth

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Para la nueva corriente filosófica que se abrió paso en la segunda mitad del siglo ilustrado, la naturaleza no podía com­ prenderse por medio de modelos mecánicos; mucho menos cabía

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sostener su carácter pasivo e indiferenciado. Algunos autores han descrito esta modificación en los gustos y en las modas como una consecuencia de la radical transformación de las ciencias, en sus

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concepciones y en sus métodos, que tomaría cuerpo en el Discurso preliminar de Buffon a su Historia natural. En esta obra, de la que se hará eco la entrada animal de la Enciclopedia, la naturaleza apa­

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recerá como la manifestación más radical de un Universo enten­ dido como flujo y como fuerza ciega. Esta nueva consideración de una naturaleza animada se nutre de investigaciones diversas en

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los campos de la electricidad, del magnetismo o de la teoría de la materia. “La naturaleza no es sino una potencia viva, inmensa, que abraza todo, que anima todo", escribía Buffon. Al movimiento car­ tesiano por contacto y al newtoniano por atracción se añadieron otras propiedades, atracciones y fuerzas que, como en el caso de El magnetizador amoroso de Charles de Villiers, llegaron a incluir las mismísimas potencias sexuales. Muchas de estas investigacio­ nes se realizaron sobre aspectos tan recónditos del mundo natu­ ral como los infusorios, la regeneración de partes amputadas en animales de tipo poliposo (com o las estrellas de mar), la irritabi­ lidad de la fibra muscular en animales viviseccionados o el movi­ miento convulsivo de miembros seccionados sometidos a derra­ mes de vitriolo, a descargas eléctricas o a corrientes galvánicas. La disputa sobre la supuesta equivalencia entre lo natural y lo artificial no constituye el único frente sobre el que los filósofos mostraron desacuerdos. Igual de antigua que la oposición entre las cosas naturales y las artificiales se encontraba la distinción entre lo natural y lo sobrenatural. Y aunque lo lógico parece divi­ dir a los ilustrados entre los que creían en los milagros y los que no, era posible defender el carácter natural de lo sobrenatural y enfatizar, al mismo tiempo, el carácter sobrenatural de lo natural. Dicho de otra manera, cabía argumentar que mientras un milagro no constituía una trasgresión de las leyes naturales, el sosteni­ miento continuado de la ley natural -capaz de mantener por ejem­ plo a los planetas en sus órbitas- sí podía considerarse el resulta­ do de una acción sobrenatural. Asistimos a dos procesos complementarios. Por una parte, la Ilustración pretendía retirar el carácter simbólico de lo sagrado al que lo extraordinario había estado tradicionalmente asociado. Por otra, la filosofía natural, apoyándose en la regularidad de las leyes naturales, insistía en reconocer un carácter sobrenatural a la pro­ digiosa ordenación del mundo. Y mientras unos defendían que lo extraordinario era natural, otros creían que lo natural era lo extra­

ordinario, puesto que nunca la naturaleza hubiera podido formar por sí sola estructuras tan complejas. No acierta quien sólo vea en el problema de los milagros su desmantelamiento progresivo. Es verdad que la Ilustración ha retomado el programa de Pierre Bayle, completándolo con la Historia de los oráculos de Fontenelle, en donde se socavaba la ¡dea de la providencia al tiempo que se diso­ ciaba moral y religión; o con el Tratado teológico-político de Spinoza, donde se reducía a la Biblia a un conjunto de burdas fábu­ las. Pero la racionalización de la fe, que parecía conducir inevita­ blemente a confrontar históricamente su realidad, no eliminaba el carácter supuestamente sobrenatural de esa misma realidad. En su ensayo sobre los milagros de 1737, el filósofo escocés David Hume definía los milagros como una “violación de las leyes de la naturaleza". No sólo se trataba de hechos infrecuentes o pro­ digiosos, sino de verdaderas trasgresiones de las leyes naturales "por alguna volición particular de la divinidad o por la interposición entenderse como un deseo de dios por el que dios se oponía pro­ visionalmente a sus propios deseos, lo que resultaba claramente absurdo. Un punto de vista que será también expresamente adop­ tado por Voltaire. Enfrentándose a las tesis del filósofo Claparéde, en sus Consideraciones sobre los milagros de 1765, que de alguna manera rescataba las consideraciones de Blaise Pascal, Voltaire escribió distintos panfletos en los que defendía la imposibilidad de que dios violara las leyes de la naturaleza que no eran sino sus propias leyes. Argumentando en su vena historicista y cáustica, Voltaire no pretendía tan sólo desmontar esta creencia, sino dar cuenta de la utilidad de su defensa: "La única razón por la que los milagros son concebibles radica en que los Papas podrían apropiarse de Roma, los benedictinos hacer fortuna, Anne Dubourg ser ahorca­ da en París y Miguel Servet quemado vivo en Ginebra". En cierto sentido, no le faltaba razón, sobre todo si se tiene en considera­ ción que la huida de lo sagrado se vio duramente contrarrestada por diversos fenómenos espiritualistas que tuvieron lugar duran-

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de algún agente invisible". Entendía Hume que los milagros debían

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te el conjunto del siglo XVIII, como los convulsionarios que se reu­ nían en la iglesia de Saint-Médard y que causaron graves distur­ bios en las mismas calles de París por las que vivía Diderot, o las supuestas apariciones de Cristo a Margarita María Alacoque que, durante la década de 1770, resucitaron el culto al Sagrado Corazón de Jesús, para fortuna de los entonces denostados jesuítas. La última oposición sobre la que merece la pena indagar es la que concibe lo natural como opuesto a lo social o a lo cultural. En las obras de Jean-Jacques Rousseau, o en algunos textos de Diderot, lo natural se veía como simple, bueno, original, auténtico, incorrupto y transparente. El estado de naturaleza se contraponía

La curiosidad que manifestaron muchos Ilustrados por los nuevos fenómenos de la naturaleza llegó al extremo de la comercialización de Instrumentos de naturaleza demostrativa, como este generador eléctrico para uso doméstico.

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al estado de civilización, de modo que esta insidiosa mecánica social era capaz de destruir la prístina pureza natural. La obra de muchos ilustrados abunda en esta oposición entre la convención social y la bondad de la naturaleza. El mundo literario de Diderot constituye un magnífico ejemplo. Las tres superioras de La religiosa, una pequeña novela ambientada en el interior de un convento, son una mística, una sádica y una lesbiana, mientras que El sobrino de Rameau se recrea también en una oscura enumeración de vicios. Pero la prosa del filósofo no va dirigida explícitamente contra estos individuos, sino con­ tra las condiciones culturales que los hicieron posibles y de las que han surgido como resultado inevitable. Diderot se pregunta con perplejidad cómo alguien que posee un tacto tan delicado y una sensibilidad tan grande para las bellezas de la música, sea tan ciego sobre las bellezas en moral y tan insensible a los requerimientos de la virtud. El sobrino del genial com positor

lidad aparece como el resultado de su disposición orgánica liga­ da a las circunstancias sociales y al medio de desarrollo que lo convirtieron en un organismo incom pleto, un monstruo defi­ ciente, inadaptado y desagradecido. La manera en la que podemos definir de la palabra naturale­ za, a través de sus relaciones con lo artificial, lo sobrenatural y lo social, permite entrever la forma en la que fue utilizada como ideal o com o m odelo normativo. Al mismo tiempo, esta plurali­ dad de matices nos indica que no podemos tomar este concepto como clave de indagación histórica. La historia de las ideas solía utilizar conceptos como éste para dar cuenta del clima intelec­ tual de un determinado momento histórico. Sin embargo, la pala­ bra naturaleza está, por una parte, sobredimensionada, mientras que, por la otra, apenas si hemos llegado a entrever su alcance. Sobredimensionada en el sentido de que los usos del término son

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hay un sentido que y o no tengo, una fibra que no me ha sido dada, que ha dejado de tañerse y que no vibra. Su falta de mora­ confiesa que

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demasiado variados y confieren una pluralidad de sentidos que exigen una constante matización. Infravalorada también en la medida en que sí correspondió al mundo moderno, y desde luego al siglo ilustrado, la constitución de una de las grandes quimeras del pensamiento y de la ciencia moderna: la idea de que hay una única naturaleza.

Accidentes El siglo XVlll inaugura la sociedad de consumo tal y como hoy la conocemos. El mercado, también el intelectual, ha puesto en cir­ culación un número muy amplio de objetos con los que satisfacer la demanda de un público ávido de novedades. Las grandes ciu­ dades europeas se vieron sumidas en una frenética actividad social, intelectual y económica marcada por el deseo de conocer trivialidades y obtener beneficio de lo accesorio. La diferencia entre el curioso, enfrascado en el desvelamiento de lo íntimo, el cotilla, preocupado por los asuntos ajenos, y el filósofo natural, interesado en la obtención de nuevos conocimientos, no es fácil de establecer. Cari Linneo, el naturalista sueco responsable de haber introdu­ cido un sistema de clasificación basado en características morfoló­ gicas, comentaba que las personas menos instruidas se pregunta­ ban entre risas cuál podría ser el uso que cabía esperar de sus investigaciones y exámenes, de modo que “piensan que la filosofía natural consiste tan sólo en la gratificación de la curiosidad, que es un entretenimiento inútil para que los perezosos y los vagos dispongan de su t ie m p o El desprecio que muchos mostraron hacia esta nueva fascinación de lo nuevo, de lo accesorio o de lo anómalo, tuvo un conjunto no menos grande de réplicas. En su tratado sobre la edu­ cación, Rousseau advertía que la curiosidad, lejos de ser un vicio, era una virtud que reportaba beneficios. El conde de Buffon tam­ bién había comenzado el influyente Discurso preliminar para el estu-

Representación de un caso de anomalía según el grabado que acompañaba al texto de Jean Palfyn. publicado en 1704. La Ilustración en su conjunto mostró un gran interés por las desviaciones de la naturaleza. La Enciclopedia se hizo eco de muchas de estas investigaciones en su articulo monstruo.

estudio de lo extraordinario contribuía a la pasión por el conoci­ miento. En las islas británicas, el filósofo irlandés Edmund Burke había iniciado uno de sus escritos más famosos, la investigación sobre el origen de nuestras ideas de lo bello y lo sublime, con una reflexión sobre la curiosidad que producen los acontecimientos singulares. Y algunos años más tarde, el filósofo y economista Adam Smith distinguirá, en su Historia de la astronomía, entre la sorpresa a la que incita lo inesperado, la admiración a la que da lugar lo grandioso y el asombro que suscita la novedad. A la impo­ sibilidad de edificar una ciencia de los accidentes, de aquello que cambia pero sin alterar la esencia de las cosas, -según había decla­ rado Aristóteles en el libro VI de su Metafísica- se unía la urgencia de ofrecer una interpretación del acontecimiento anómalo o infre­ cuente como instancia de una regularidad natural. Una parte muy considerable de la ciencia ilustrada puede entenderse en términos de este proceso de naturalización de los fenómenos irrepetibles o

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dio de la historia natural con una reflexión sobre el modo en que el

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del afán por domesticar la sensación de novedad que acompaña­ ba la tragedia. El punto central de la nueva filosofía natural con­ sistió en una correcta dramatización y clasificación de lo anóma­ lo, es decir, en la transformación de acontecimientos singulares e irrepetibles en instancias o modelos de una norma ideal. La palabra accidente, sin embargo, hay que entenderla en la amplitud de su carácter polisémico. Para empezar, un accidente es todo aquello que no es esencial, que podría variarse sin que afectara a la naturaleza o a la esencia de lo que se predica. El color, el sabor y el tacto constituyen accidentes. Pero también lo son las violaciones del orden natural o social, los acontecimientos even­ tuales que alteran la norma o la regularidad. En ambos casos, se subraya su carácter innecesario y, por lo tanto, la falta de previ­ sión que acompaña su conocimiento. Las grandes desviaciones anatómicas son tan accidentes como los terremotos o las erup-

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E1 terremoto de Lisboa, et 1 de noviembre de 175S, acabó con la vida de unas cincuenta mil personas. Como otro conjunto muy grande de textos, también la Enciclopedia se refirió en varias ocasiones al incidente, tanto en la entrada Lisboa, como en la que dedicó específicamente a tos temblores de tierra en 1765.

ciones volcánicas. Lejos de ser excrecencias cognitivas o asuntos de mera curiosidad, estos fenómenos innecesarios constituyeron un instrumento de conocimiento eficaz para comprender lo que una sociedad o academia científica consideraba exigible a la hora de esta­ blecer hechos probados o crear sistemas de clasificación capaces de albergar fenómenos desconocidos. Los criterios utilizados para distinguir la realidad de la ficción o la verdad del fraude tuvieron como punto de partida el caso concreto de los hechos inusuales o de los rasgos aberrantes. Más aun, si exceptuamos los milagros y los juicios civiles, los monstruos fueron los primeros fenómenos públi­ camente atestiguados en sesiones académicas, y los primeros mate­ riales con los que se edificaron las llamadas ciencias empíricas. La fascinación que los siglos XVII y XVIII mostraron hacia las grandes patologías anatómicas no tiene parangón alguno en toda la historia de la medicina. Las Philosophical Transactions de la Royal Society publicaron entre 1665 y 1780 más de cien comuni­ que la Academia de Ciencias de París presentó en sus Memorias, entre 1699 y 1770, otros ciento treinta artículos repartidos en comunicaciones y observaciones anatómicas. El número de ensa­ yos publicados sobre grandes desviaciones morfológicas convir­ tió el estudio de los monstruos en uno de los temas más recu­ rrentes dentro de la literatura científica o pseudocientífica del mundo moderno. Médicos, anatomistas y fisiólogos trataron el problema o bien a través de comunicaciones dirigidas a socieda­ des o academias o bien por medio de opúsculos incluidos en tra­ bajos de mayor envergadura. A este conjunto de materiales habría que añadir además los capítulos relevantes de muchas historias naturales, así como otros textos firmados por eclesiásticos, juris­ tas, filósofos de prestigio o escritores oscuros. Muchas de estas reflexiones aparecieron en el ámbito de la literatura popular, en almanaques y calendarios, en manuales populares de obstetricia o de comportamiento marital, en los códigos civiles o penales o en documentos e informes de viajeros.

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caciones relativas a diferentes formas de monstruosidad, mientras

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El artículo curiosidad de la Enciclopedia se hará eco de esta nueva forma de consumo en la que se va a asentar también un gusto desmedido por lo extraño, lo singular y lo exótico. Tanto la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith como Las inves­ tigaciones filosóficas de Edmund Burke se sitúan en el contexto de la formación de una filosofía del accidente y, no en vano, ambas obras aparecieron poco después del terremoto de Lisboa de 1755. Esta tragedia, de proporciones apocalípticas, se transmitió por canales de comunicación que alcanzaron las costas de Noruega o la ciudad de Praga. No es difícil hacerse cargo de la magnitud del suceso en el que unas cincuenta mil personas perdieron la vida. Algunas perecieron aplastadas en las iglesias mientras se congre­ gaban con ocasión de la festividad de todos los santos. Otras murie-

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El Jardín du Roí, hoy conocido como Jardín des Plantes, fue una de tas instituciones francesas más importantes del Antiguo Régimen relacionadas con la historia natural. En sus instalaciones se custodiaban también animales vivos procedentes de expediciones científicas.

ron ahogadas y algunas a consecuencia de los incendios que devastaron la ciudad durante los cinco días siguientes. Los efec­ tos del maremoto que acompañó al seísmo provocaron inunda­ ciones en Marruecos y en las costas de Cádiz y Huelva, así como el desbordamiento del Guadalquivir a su paso por Sevilla. No era la primera vez que el optimismo ilustrado se enfrentaba a la catás­ trofe. En 1720 la peste había aniquilado a la población de Marsella, en 1746 otro terremoto había diezmado la ciudad de Lima -toda­ vía adoran allí al Cristo de los temblores- y, a una escala incluso mayor, diez millones de personas habían fallecido en 1770 duran­ te la hambruna que asoló Bengala. El siglo XVIII ya conocía algunas obras literarias que, como el Diario del año de la peste, del escritor inglés Daniel Defoe -autor de Robinson Crusoe-, se habían convertido en fuente inagotable de deleite. Cuentan incluso los biógrafos de Henry Fielding-autor de Tom Jones- que su editor retrasó la publicación de su Viaje a bles respuestas que cabía anteponer ante el inexplicable dolor ajeno -com o la compasión, la indignación, la violencia o la ver­ güenza-, la Ilustración desarrolló una nueva filosofía que hacia de la interposición de la muerte una ocasión propiciatoria de horror y de deleite. La presencia de la desgracia situó a los nuevos públi­ cos en la posición paradójica de convertir al dolor ajeno en una fuente inestimable de consumo. Los miembros de la comunidad alrededor de la que se habían consolidado los saberes experi­ mentales se convertían ahora en testigos del padecimiento. A la conexión entre la ciencia y el placer se unía la mucho menos obvia relación entre el dolor y el progreso, puesto que la explicación de la tragedia pasaba por reconocer su carácter, si no predecible, al menos necesario. La manera en la que los europeos reaccionaron ante esta nueva forma de sufrimiento a distancia obedece a la tradición que seculariza o naturaliza la desgracia, convirtiéndola en material de

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Lisboa una vez que conoció la magnitud de la tragedia. De las posi­

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libre apropiación. Puesto que no había efecto sin causa, el dolor de los lisboetas, así com o de otros muchos españoles y marro­ quíes, sólo podía deberse, según escribía Diderot, o a la impoten­ cia de dios o a su mala voluntad. Impotencia si había querido evi­ tar el desastre sin haberlo conseguido; mala voluntad si hubiera podido evitarlo pero no hubiera querido. En Cándido, Voltaire escribió que “la Universidad de Coimbra decidió que el espectácu­ lo de algunas personas quemadas a fuego lento, con gran ceremo­ nia, es un remedio infalible contra los terremotos”. “Si este es el m ejor de los mundos posibles -se decía Cándido-, ¿cómo serán los otros?" Ante la primera gran desgracia moderna Voltaire escribió un Poema sobre el terremoto de Lisboa que fue contestado por Rousseau. Y aunque el filósofo lmmanuel Kant escribió tres trata­ dos sobre la causa de los seísmos, no fue hasta 1760 cuando las Philosophical Transactions -la publicación científica más impor­ tante del siglo XVIII en Inglaterra y una de las más importantes de Europa- anticiparon una explicación de la desgracia en función de la interacción exclusiva de causas segundas.

Exotismo El siglo XVIII no es sólo un periodo, sino también un espacio, una geografía política en donde el descubrimiento y exploración de nuevos territorios se utiliza para reflexionar sobre los límites de la propia identidad. Pero ¿qué es lo exótico? La Enciclopedia asociaba la palabra, utilizada exclusivamente como adjetivo, a los objetos extraños de la fauna y la flora. Nunca antes del Romanticismo hubo exotismo, sino objetos y costumbres exóti­ cas. Los elefantes o las jirafas que pasearon por Versalles o por el Jardín du Roi poseían la doble característica de su porte extraor­ dinario y de operar como signos del poder de quien se permitía atesorarlos. Luis XIV, por ejemplo, enseñaba sus elefantes y sus tortugas gigantes al pueblo de París antes de hacerlos diseccionar, en Versalles, por el cirujano Du Vernay, ante la presencia testimo-

nial de ia corte. Del mismo modo que algunos otros bienes de con­ sumo, los objetos exóticos fueron, más que portentos, signos de ostentación, e incluso gestos diplomáticos. Aun cuando Diderot tuvo oportunidad de explayarse sobre la relación entre lo próximo y lo lejano, lo natural y lo social, en su Suplemento al viaje de Bougainville, los primeros volúmenes de la Enciclopedia ya contenían, ocultos en los lugares en principio más inocentes, durísimas referencias a la perdida del estado de natu­ raleza. En la entrada abianos, por ejemplo, escribía el filósofo que se trataba de un pueblo de la antigua región asiática de Escitia, de una extraordinaria pureza de costumbres, que carece de poetas, filósofos y oradores, sin que por olio se hayan visto matos honrados, ni hayan sido matos valientes, ni menos sabios. Esta conexión entre el conocimiento y la literatura de viajes produce a su vez nuevas ambivalencias: por una parte, el exotis­ en tela de juicio la idea misma de humanidad. La diferencia geo­ gráfica llegó a ser un sinónimo de trasgresión del orden social y moral. El exterior se transforma en un lugar de creencias heréticas y prácticas corruptas. “Habíamos navegado hacia una entera nación de negros que con seguridad se apresurarían a rodeamos con sus cano as, y destruirnos, de modo que no podíamos poner un pie en la orilla sin ser devorados por bestias salvajes, o por salvajes con aspecto humano aun más salvajes que las propias bestias ”, ponía Defoe en boca de su personaje Robinson Crusoe frente a las costas de Guinea. Unos treinta años más tarde se publicaba en la Academia de Ciencias francesa una comunicación en la que se describía un animal prove­ niente de la misma región al que se bautizó con el nombre de caniaprolupo-vulpes (perro-jabalí-lobo-zorro) a consecuencia de su pare­ cido con los animales que componían ese extraño nombre. Sobrevive, sin embargo, la confluencia entre el paisaje del terror con el mundo utópico, con la conciencia colectiva del paraíso per-

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mo, al cuestionar la normalidad, la moralidad o la religión, pone

La Ilustración y las ciencias

elido, de la térra incógnita, con el viejo El Dorado. Lo exótico sobre­ pasa también la racionalidad del proceso civilizador desde el momento en el que se percibe que viajar en el espacio quiere decir también retroceder en el tiempo. El descubrimiento del nuevo mundo del siglo XVIII, de Australia, Nueva Zelanda y el Pacífico sur, sirvió para visualizar un cierto encuentro del civilizado euro­ peo con su estado presocial, es decir, con el estado de naturaleza com o concepto y como objeto. El buen salvaje Omai se paseaba por Jos círculos de Londres. El escocés Joshua Reynolds lo retra­ tó con el porte y la estampa de los antiguos griegos. El descubrimiento de Tahití por el capitán Wallis en 1767 y el posterior viaje, primero de Bougainville y después del capitán James Cook, tuvieron el efecto de generar sobre la conciencia europea el sentimiento de un paraíso recuperado. Tahití era la nueva Utopía, la nueva Arcadia o, como la llamó el doctor Philippe Commerson, la nueva Cítere. Una isla de Loto cuyos habitantes “no conocen más Dios que el a m or" ni otra ley que ía naturaleza. Así que organizaron expediciones científicas para observar directa­ mente el tránsito de Venus en su doble sentido, planetario y mito­ lógico como diosa del amor. Siguiendo la vena de inspiración rousseauniana en el Discurso sobre fas ciencias y las arles y en el Discurso sobre la desigualdad entre los hombres, Diderot vio a los nativos descritos por Bougainville como las más felices de todas las criaturas. El mundo exótico no sólo era un reflejo de la propia sociedad, sino el comienzo de una visión evolutiva de la civiliza­ ción que había producido un colapso en las costumbres, un aleja­ miento progresivo de la moral natural. En todos los casos, lo exótico también se confunde con lo obs­ ceno, con una forma compleja de revelación textual ligada a la naturaleza social del testigo ocular y a la explosión editorial de una vieja forma narrativa: la literatura de viajes. La obscenidad de esta literatura no proviene tan sólo de sus muchas referencias a la sexualidad, sino de la ubicación de las escenas en lugares secre-

tos, de su falta de pudor para observar sin ser visto o sin estar comprometido con la escena. El libro de viajes, reales o imagina­ rios, es la contrapartida de los libros de secretos que habían flo­ recido durante el Renacimiento como parte de una cultura erudi­ ta destinada a la preservación de la verdad. El Oriente, por ejemplo, quedaba representado en los Viajes por Turquía, por Persia y p or las Iridias de Jean-Baptiste Tavernier, o por los Viajes

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Retrato que Joshua Reynolds hizo del tahitlano Ornai . Al Igual que el acompañante de Bouga1nv1lle, que acudid a los grandes salones de París. Incluyendo el regentado por Hademoiselle de i ’Espinasse, confidente de D'Alembert, también Omai fue recibido por las más altas personalidades inglesas. Incluyendo al rey Carlos II. Fue asimismo comensal Invitado en varias sesiones de la Royal Sodety de Londres.

La Ilustración y las ciencias

por Persici y por otros lugares de Asia de Jean Chardin. Desde 1665 hasta finales del siguiente siglo, la Ilustración produjo una media de cuatro libros de viajes al año. Una extraordinaria proliferación del discurso al estilo de, precisamente, Las m il y una noches, tra­ ducidas por primera vez al francés por Antoine Gallan en 1704. Más aun, si el habitante del Pacífico es el salvaje, el harén se cons­ tituye como un objeto exótico privilegiado en tres de las grandes obras que la Ilustración produce sobre el Oriente: Las cartas per­ sas de Montesquieu, Las joyas indiscretas de Diderot y las traduc­ ciones de Las m il y una noches. En los tres casos, la mujer es un objeto de deseo ligado al lujo, a la opulencia y, curiosamente, a una filosofía experimental de naturaleza sensualista: “Nos presentamos a ti, Usbeck, después de apurar cuantos arreos y atavíos podía ofre­ cer la imaginación, para que contemples satisfecho los portentos de nuestro arte”, se decía en Las cartas persas. Al igual que en el Suplemento al viaje de Bougainville, Diderot se refugia en la esfera de la sexualidad para denunciar los fundamentos del orden social sobre el que se asienta y gobierna el reino de la impostura. El exo­ tismo nace ligado al erotismo, al desvelamiento ilegítimo de la pri­ vacidad. El exceso carnal y el exceso verbal determinan las fron­ teras de la obscenidad. Como en la vieja Sibari, todavía resuenan en París las delicadezas de la conexión nada baladí entre el lujo y la lujuria.

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La herencia de Newton

La aportación de Voltaire

sí. pero no por los méritos que le convertirían más tarde en el pri­ mer gran intelectual del mundo moderno. A finales de la década de 1720 todavía no había comenzado su cruzada contra quienes denominaba los “enemigos de la razón y del mérito, los fanáticos, los idiotas, los intolerantes, los que persiguen y los que calumnian Por aquel entonces se le conocía por ser un poeta, el autor de La Herniada y del Edipo. Tampoco fue víctima de un exilio político. Había sido expulsado de París por querer batirse en duelo a con­ secuencia de una afrenta relacionada con el giro aristocrático que daba a su nuevo nombre. Al hacerse llamar Arouel de Voltaire, el caballero de Rohan se había burlado de quien se atribuía derechos reservados a la aristocracia. Voltaire replicó que aunque no pose­ yera un gran nombre sí sabía cómo honrar el que llevaba. Furioso el noble, acordó que el poeta fuera apaleado en su presencia. Al parecer les dijo a los matones que no le dieran en la cabeza “de la

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Cuando Voltaire llegó a Inglaterra en 1728 no gozaba de la reputación que alcanzaría más tarde. Era un hombre afamado, eso

La herencia de Newton

que algo bueno siempre podría salir". Ante esta afrenta, nuestro poeta retó al caballero a un duelo, pero fue arrestado en la maña­ na en la que debía producirse. Se le prohibió la entrada a París pero, incapaz de soportar la humillación, decidió abandonar Francia y poner rumbo a Inglaterra. Voltaire, com o otros muchos ilustrados, mantuvo contactos con Federico li el grande de Prusia. En 1743 fue a Berlín por una misión política. Este servicio, así como el apoyo de sus amigos los hermanos D’Argenson, que llegaron a ser ministros bajo la pro­ tección de Madame de Pompadour, le valieron el favor de la corte de Versalles. Tras su poema celebrando la victoria de Fontenoy (1745) fue nombrado académico, historiador y caballero de la cámara del rey. A finales de 1746 se retiró a la casa de campo de la duquesa de Maine, donde escribió sus primeros cuentos. En 1750, después de la muerte de la marquesa de Chatelet, acudió a Berlín como huésped de Federico II. Después de una durísima disputa con el naturalista Maupertuis, regresó en 1753 a Ginebra, a una finca que llamó Les Délices, y alquiló una vivienda cerca de Lausana en la que completaría sus dos grandes obras históricas: El siglo de Luis XIV y el Ensayo sobre las costumbres. En 1758, tres años después del terremoto que asoló Lisboa, escribió su famoso Cándido, una sátira del optimismo filosófico de Leibniz. Regresó a París en 1778, poco antes de su muerte. Nacido en París en el seno de una familia burguesa acomoda­ da, nunca sabremos a ciencia cierta por qué Arouet decidió lla­ marse Voltaire. Algunos dicen que este nombre es el anagrama de Arouet 1. j., es decir, de el joven Arouet; otros sostienen que pro­ viene de algunas versiones arcaizantes de su propio apellido, como Veautaire. Hay a) fin quien defiende que Voltaire no quiso lla­ marse Arouet para evitar la desagradable homofonía con á rouer, o lo que es igual: moler a palos, lo que después del episodio con el caballero de Rohan todavía tendría más sentido. En cualquier caso, el joven poeta, formado en el colegio jesuíta Louis le Grand

y que abandonó sus estudios de leyes por la literatura, no era el único que participaba en esta moda de la ocultación de los pro­ pios orígenes y de reinvención de un personaje público con el que presentarse ante le monde, el gran mundo de los círculos influ­ yentes de la sociedad parisina. Después de todo, al que llamamos Montesquieu se llamaba en realidad Charles-Louis de Secondat, del mismo modo que Moliere nació Jean-Baptiste Poquelin. Las cosas llegaron al punto de que el teniente general de policía, Lenoir, poseía junto a los nombres de todos los sospechosos de sublevación, el conjunto entero de sus apodos. En un mundo en el que, según escribía Jean-Jacques Rousseau, nadie quería parecer­ se a sí mismo, la Ilustración se nos presenta como un gran baile de máscaras, como una sociedad, si no de impostores como preten­ día el filósofo ginebrino, sí de actores dispuestos a salir a escena. Una cosa, sin embargo, es cambiarse de nombre y otra, muy diferente, cambiar de oficio. A finales de la década de 1720, Voltaire cos, que fue expulsado de París por lo peligroso de su conducta y no por lo arriesgado de sus ideas. Así que no debe sorprender que después de la publicación en Francia de sus Cartas filosóficas en 1734 se extendiera la idea de un hombre que, habiendo nacido para la poesía épica y para lo dramático, quisiera llegar a ser “crí­ tico>, filósofo, matemático, historiador y p olítico”. Con razones fun­ dadas, una parte considerable de sus contemporáneos encontra­ ron enormemente ridículo que un mero literato pretendiera usurpar la posición reservada a matemáticos o a filósofos experi­ mentales. Por si fuera poco, el joven Arouet no sabía nada de mecánica, desconocía las líneas maestras de la filosofía natural, jamás había realizado un sólo experimento y, según sus propias confesiones, no era capaz de seguir los razonamientos contenidos en los Principia Mathematica -la obra de Newton que conseguía unificar fenómenos tan diversos como la caída de graves, los movi­ mientos planetarios, el flujo de las mareas o la forma de la Tierra-, que Voltaire, aun sin entenderla, reivindicará hasta la saciedad.

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era un poeta airado, de genio, cercano a los círculos aristocráti­

La herencia de Newton

Esta historia resulta enormemente instructiva. ¿Por qué Voltaire, el poeta, comenzó a defender con tal vehemencia la obra del filósofo natural inglés? Para empezar, el autor del Edipo había descubierto, antes que los contenidos de la ciencia, ios usos del conocim iento com o instrumento de movilidad estamental o de actividad politica. La suntuosidad y el duelo que acompañaron el sepelio de Newton en la abadía de Westminster, enterrado al lado de reyes, nobles y prelados, sirvieron a este francés para com­ probar de qué modo los caminos para alcanzar honores privados y reconocimientos públicos excedían las formas tradicionales de los sistemas de mecenazgo. la conexión entre la esfera del cono­ cimiento y el ámbito del poder, que había sido una de las máximas del filósofo inglés Francis Bacon, adquiría ahora una nueva signi­ ficación, pues al renovado interés de los príncipes y monarcas por la esfera del saber se unía la fascinación por el poder, la riqueza y la honra de muchos de nuestros filósofos. En los albores de la Ilustración, la vieja estructura estamental del Antiguo Régimen debió parecer una fuente permanente de asfi­ xia social y resentimiento personal. Muchos de los autores que sir­ vieron para componer el movimiento filosófico del que partirá la Enciclopedia fueron jóvenes provincianos llegados a París con la intención de promocionarse en los espacios cerrados de la socie­ dad francesa. Algunos de ellos, com o Diderot o Jean-Jacques Rousseau, consiguieron hacerse un nombre y alcanzar una repu­ tación considerable en el ámbito de las letras, lo que les permitió codearse con las grandes familias de Francia, así como con reyes y príncipes. Otros muchos, sin embargo, a duras penas sobrevi­ vieron entregados a negocios turbios relacionados con la venta, producción y distribución de literatura clandestina, con traduc­ ciones apresuradas o con la redacción de historias naturales de fenómenos inverosímiles. La república de las letras tenía lados oscuros y representantes que lo mismo servían de espías a la poli­ cía política del rey en los salones y cafés de París, como escribían panfletos sobre la libertad de culto y de conciencia. Algunos de

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Newton en la memoria

ñados para honrar la memoria de Newton. Todos los elementos de su nueva ciencia estaban presentes. Quizá más que ningún otro, los experimentos que había llevado a cabo en la Óptica para demostrar que la luz blanca era resultado de la combina­

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La figura muestra uno de los monumentos que fueron dise­

ción de los colores del espectro. Aun cuando el experimento 71

La herencia de Newton

había provocado mucho revuelo por las dificultades que encon­ traron otros muchos expertos para alcanzar los mismos resulta­ dos experimentales, eso no había impedido que se presentara como un magnífico ejemplo de lo que el canciller Francis Bacon había llamado experimento crucial, una técnica para dirimir una disputa académica de manera inapelable mediante el arbitrio de la naturaleza. Isaac Newton nació en 1642 en una pequeña localidad de la Inglaterra rural. A los dieciocho años comenzó sus estudios en la Universidad de Cambridge donde sus circunstancias eco­ nómicas le obligaron a emplearse como sirviente de otros estu­ diantes más pudientes, lo que contribuyó a la acritud de su carácter. Pronto adquirió gran popularidad como consecuencia de sus habilidades matemáticas así como por la destreza en la fabricación de instrumentos. Considerado el descubridor del cál­ culo diferencial e integral, en 1687 publicó una obra que habría de convertirse en referente obligado a partir de ese momento en el ámbito de la física: los Principia Mathematica. En este texto se establecían las leyes de la mecánica, asi como el prin­ cipio de gravitación universal, de los que se derivaban tanto las leyes de los movimientos planetarios como las leyes de caída de graves establecidas por Galileo y Kepler. Igualmente impor­ tantes fueron sus estudios experimentales, sobre todo los rela­ cionados con la teoría de la luz y de los colores. Su Óptica, publicada en 1704, contenía detallados experimentos sobre la naturaleza heterogénea de la luz. En el momento de su muerte, en 1727 en Londres, había sido encumbrado como uno de los más grandes filósofos de la historia. Más información en el libro Newton. El umbral de la ciencia moderna, de José Muñoz Santonja, número 3 de la colección La matemática en sus personajes de la editorial NIVOLA.

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ellos, como Brissot, llegaron a ocupar puestos importantes en la administración después de 1789. Voltaire, desde luego, no pertenece a la Ilustración radical. Todo lo contrario. Él es sobre todo un hombre del Antiguo Régimen, no sólo por edad, sino por temperamento. Inspirado en la posibilidad de convertir la ciencia en un instrumento de movi­ lidad social, guiado a su vez por el convencimiento de que tan sólo la filosofía natural newtoniana garantizaba la existencia de dios, Voltaire se convirtió más que en un defensor de Newton, en uno de sus santificadores más esforzados y en el gran promotor de su doctrina en el ámbito de la filosofía francesa. El éxito de su cam­ paña propagandística dio por sentado aquello que en aquel enton­ ces resultaba cuando menos controvertido: la superioridad del sis­ tema newtoniano frente a la filosofía natural cartesiana. Voltaire coincidía con otros muchos ilustrados en que el fin de toda vida humana consistía en procurar y asegurar la felicidad de los hom­ yente confeso, nunca tuvo el menor respeto hacia las autoridades ni hacia las enseñanzas de las distintas iglesias. Incluso arremetió contra la aspiración cristiana de hacerse merecedor de la vida eterna mediante la penitencia y el sacrificio. Muchas de las recreaciones literarias en torno a la vida de Newton -com o la famosa historia de la manzana que supuestamen­ te cayó del árbol mientras el matemático reflexionaba sobre la gra­ vitación universal- también se deben a Voltaire. También surgen de su pluma y de su talento la unión entre ciencia newtoniana y racio­ nalidad ilustrada. Esta fue la primera de las herencias que la Europa continental recibió de la filosofía natural inglesa: reducir el resto de las opciones científicas -incluyendo las cartesianas o leibnizianas, junto con otro conjunto de sistemas animistas- a meros juegos metafísicos. A los ojos de sus defensores más conspicuos, los axiomas de la mecánica contenidos en los Principia se erigirán en el fundamen­ to de todo conocimiento. Su sistema del mundo se presentaba como

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bres gracias al progreso en las artes y en las ciencias. Aunque cre­

La herencia de Newton

el gran bastión de la racionalidad frente al oscurantismo, y del pro­ greso frente a la tradición intelectual y el conservadurismo político. A partir de la década de 1730 la sociedad francesa en su con­ junto comenzó a recibir los primeros envites de la nueva secta

Locke John Locke (¡632-1704). Filósofo inglés, educado en Oxford que, tras adquirir experiencia como diplomáti­ co en el extranjero, pasó a ocupar el cargo de médico y consejero de lord Ashley. Miembro de la Roya! Society desde 1668. pasó largas temporadas en Francia, particularmente en París y Montpellier, donde entró en relación con filósofos y naturalistas de orienta­ ción sensualista (en la que el conoci­ miento se obtiene fundamentalmente por las sensaciones). Su oposición al absolutismo de los Estuardo le obligó a vivir exiliado en Holanda desde

John Locke retratado por sir Godfrey Kneller en 1697.

1683 hasta 1689, año en que regresó a Inglaterra tras la subida al trono de Guillermo de Orange. Con la pretensión de establecer un criterio universaI de validez del conocimiento, tomó como modelo la filo­ sofía experimental y formuló una teoría del conocimiento apoyada en la percepción sensorial. Su Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) ejerció una notabilísima influencia en el movi­ miento enciclopédico, que le consideró el Newton de la filosofía.

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newtoniana. Uno de los primeros impulsos provino de las men­ cionadas Cartas filosóficas, en las que Voltaire ensalzaba el estilo de razonamiento, las costumbres y la forma de vida inglesa. En 1732, el joven filósofo ya había confirmado al naturalista Maupertuis -defensor del sistema newtoniano en la Academia de las Ciencias de París- su adhesión al autor de los Principia. En 1741 publicó sus Elementos de la filosofía de Newton, un pequeño cate­ cismo de la fe newtoniana, según la denominación de la época. El libro no estaba compuesto como un tratado cerrado y monolítico, sino que podía leerse como una introducción a los Principia o como un exponente de la renovada fe ilustrada en la razón. Una divulgación de valores que hacía de la nueva filosofía un instru­ mento de lucha contra el fanatismo y la intolerancia. La confianza en esta nueva forma de pensamiento iba más allá del contenido de la filosofía natural, al menos desde el momento en que la manera de razonar apareció como ingrediente de la propia doctrina. Al contrario de lo que sucedió con otros libros de popularización

Las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, de Fontenelte, se escribieron como un texto de popularización de La filosofía natural cartesiana, en la que un filósofo mantiene una conversación con una marquesa imaginaria. La imagen representa uno de estos diálogos galantes en donde el sabio explica a su anfitriona una cosmología basada en la exclusiva interacción de la materia.

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científica escritos durante la Ilustración, como las Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos de Bernard de Fontenelle, los

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La herencia de Newton

Elementos de Voltaire no tuvieron com o objetivo prioritario el envolver la ciencia en el buen gusto, sino el fomento del gusto por la ciencia. Y si la filosofía cartesiana había seducido a marquesas tan incautas como imaginarias, la realidad de la Marquesa de Chátelet que abría la dedicatoria de los Elementos se presentaba en este caso como prueba indiscutible de la realidad del sistema. En el conjunto de relaciones que cabía establecer a través de la divulgación de la obra de Newton, primaban los puestos y car­ gos de responsabilidad sobre la cada vez más influyente burgue­ sía. Después de todo, los Principia era un libro que podía leerse como la obra que describía el otro gran libro de dios: el libro de la naturaleza. Por muy extraño que hoy nos pueda parecer, el pastor anglicano Richard Bentley se servía de la obra de Newton en los sermones de su iglesia. La filosofía natural hacía comprensible la magnitud de la obra divina, de modo que las leyes de la mecánica

£ L É ME

N S

DE L A

PHILOSOPHIE

DE N E U T O N , M is 1 la porufe de tout 1c monde.

Par M\ DE VOLTAIRE.

Frontispicio de los Elementos de la filosofía de Newton de Voltaire (edición de 1738). 76

A A M S T í H O A N, Che» K r i l K X i L t o t r & Compi|nir. Si. DCC. X X X V J1 L

aparecían como pruebas tangibles del carácter providencialista de la voluntad de un ser supremo. También a Voltaire le interesaba defender, desde los presupuestos de la nueva ciencia, una con­ cepción de la materia entendida como pasividad, esencialmente desprovista de movimiento; un Universo gobernado por leyes uni­ formes y regulares que hicieran razonable la existencia de una inte­ ligencia capaz de diseñar máquinas complejas, desde el sistema planetario hasta la estructura de un insecto. El mundo se conce­ bía como el resultado de una voluntad creadora y no como el pro­ ducto de una necesidad material. De modo que, a partir de la imposibilidad de explicar mecánicamente la formación de un sólo ser, cabía concebir la preexistencia de lo orgánico que, una vez cre­ ado, operaba de acuerdo con leyes inmutables. El caso de Voltaire resulta especialmente llamativo porque confluyen aquí no sólo las razones, sino también los intereses. Y de estos últimos, a los legítimos se unieron algunos otros incon­ fía de Newton que el filósofo fue nombrado miembro en 1745 de las academias de ciencias de Burdeos y Lyon, y de la de La Rochelle en 1746. La inclusión en la obra de la pequeña frase “a/ alcance de todo el mundo" fue la razón por la que el filósofo francés retiró el manuscrito de los Elementos de las manos del impresor holandés Ledet, a principios de 1738. Una actitud que respondía a su propia agenda política. Por ejemplo, con el intento diplomático de obte­ ner el favor del canciller Daguessau, o con la forma en la que con­ trarrestar la aparición clandestina de El mundano, un poema épico en el que denunciaba la conexión entre la salvación y ascetismo. Más tarde, en 1738, cuando intentó establecer amistad con el car­ denal Le Franc de Pompignan, también le envió una copia de los Elementos. Y lo mismo sucedió en 1745, cuando comenzó sus rela­ ciones con la zarina Isabel Petrovna (hija de Pedro el grande), que en última instancia conducirían a su admisión en la Academia de Ciencias de San Petersburgo. Los escritos científicos de Voltaire, como sus Respuesta a todas las objeciones a la filosofía de Newton

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fesables. Fue a raíz de la publicación de los Elementos de la filoso­

La herencia de Newton

Maupertuis Pierre-Louis

Moreau

de

Maupertuis. Matemático, natu­ ralista y astrónomo francés, entró a formar parte en 1731 de la Academia de Ciencias de París y llegó a ser el máximo defensor de la mecánica newtoniana en el seno de la institución. En 1736 dirigió una expedición a Laponia que tenía como objetivo medir la longitud de un grado a lo largo del meridiano con el fin de resolver las disputas sobre la forma de la Tierra. Los resultados fueron favorables a la teoría new­ toniana del acholamiento por los polos. El éxito de la empresa atrajo la atención de Federico II el grande, quien lo llamó a Berlín. Ingresó en la Academia de Ciencias de esta ciudad y pos­ teriormente asumió su presidencia en 1746. Sus dos obras prin­ cipales son Ensayo de cosmología (1750) y Sistema de la natu­ raleza (1751). En la primera enunció el principio de mínima acción, según el cual cuando la luz atraviesa varios medios de distinta densidad, sigue el camino en el que el tiempo de reco­ rrido es mínimo. En la segunda abordó la cuestión de la heren­ cia biparental mediante el estudio minucioso de un caso de polidactilia [ presencia de más de cinco dedos en alguna de las manos o de los p ies] en varias generaciones de una familia, demostrando que podía ser transmitida por ambos sexos. La importancia de la investigación reside en que fue el primero en elaborar un registro exacto de la transmisión de una caracte­ rística dominante en seres humanos.

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(1739), le sirvieron para entrar en contacto con el naturalista inglés Martin Folkes, presidente de la Royal Society, quien apoyó su candidatura para la entrada en esa institución, junto con el duque de Richmond, el conde de Macclesfield y James Jurin, a quien Voltaire había enviado también en 1741 una copia de sus Dudas sobre la medida de las fuerzas motrices y su naturaleza. Lo mismo sucedió con la Academia de Ciencias de Edimburgo, con el Instituto de Bolonia, con la Academia Etrusca de Crotona, con la Academia Florentina y con la Academia de Prusia, en donde fue elegido miembro al mismo tiempo que el viajero y naturalista La Condamine. También la Enciclopedia participará de esta equiparación entre la nueva ciencia, la racionalidad y el progreso. Aunque, como vere­ mos, los compromisos metodológicos y los objetos del conocimien­ to cambiaron mucho según los autores. Ni en el caso de Voltaire, ni en el de la obra magna de Diderot y D’Alembert cabe decir que esta­ única ciencia que pudiera volverse, en un único sentido, popular.

En el grabado que abre los Elementos de la filosofía de Newton de Voltaire se observa la luz proveniente de la obra de Newton que se refleja en el espejo de la razón, representada por Madame de Chátelet, para iluminar la tarea del filósofo. La imagen tiene por lo tanto dos lecturas: por una parte, pretende sugerir que la obra de Newton es la fuente de inspiración de la filosofía de las luces: por la otra, reconoce Voltaire el mérito de la marquesa de ChStelet en la redacción de la obra.

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mos ante obras de popularización científica, como si hubiera una

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La herencia de Newton

Más bien al contrario, puesto que la expresión generalizadora todo el mundo no comprendió de hecho a todo el mundo, habrá que tener presente que el drama de los Elementos radica en que fueron escritos no sólo com o divulgación de los conteni­ dos de la nueva ciencia, sino que obedecieron también a moti­ vaciones sociales, políticas o religiosas, incluso a intereses per­ sonales, ajenas a las razones y valores propios del ámbito del conocim iento.

Voltaire, genio y figura “El señor Voltaire está por debajo de la altura de los grandes hombres, lo que quiere decir que está un poco por encima de la mediocridad (y debo decir, para que no haya malentendidos sobre esta observación, que hablo aquí en tanto que naturalis­ ta). Delgado, de temperamento seco, la bilis consumida, el rostro descamado, la expresión entre espiritual y cáustica, los ojos bri­ llantes, astutos y malignos. Todo el ardor de sus obras lo encon­ traréis en sus acciones. Vivo hasta el aturdimiento; es un fuego, una vehemencia que va y que viene, que deslumbra y que chis­ pea. Un hombre así constituido no puede dejar de ser valetudi­ nario. La hoja consume la vaina. Alegre de complexión, serio por régimen, espontáneo sin sinceridad, político sin delicadeza, socia­ ble sin amigos, conoce el mundo y lo olvida. Por la mañana es Aristipo y por la noche Diógenes. Ama la grandeza, pero despre­ cia a los grandes. Complaciente con sus superiores y forzado con sus iguales. Su trato comienza con educación, continúa con frial­ dad y acaba con disgusto. Adora la misma corte en la que tanto se aburre. Es sensible sin ataduras, voluptuoso sin pasión, no gusta de nada por propia elección sino de todo por inconstancia. 80

N e w t o n ia n is m o

La identificación entre la filosofía natural newtoniana y el ámbi­ to de la racionalidad, que hemos visto aparecer en Voltaire, se extendió en la sociedad francesa por medio de traducciones y edi­ ciones resumidas de las obras de Newton, y encuentra lo que podría denominarse su manifiesto institucional en el Discurso pre­ liminar que D’Alembert escribió para la Enciclopedia. Buena parte

Como piensa sin principios, su razón es a veces tan febril como la locura de otros. El espíritu derecho, el corazón injusto; lo pien­ sa todo y de todo se burla. Libertino sin temperamento, mora­ lista sin moral, vano hasta el exceso, y todavía más interesado, trabaja menos por la reputación que por dinero. Dinero del que más deprisa. Hasta aquí el hombre, he aquí el autor: el señor Voltaire conoce mucho de la literatura extranjera y la francesa, así como posee esa erudición mezcla de todo un poco que hoy se encuentra tan de moda. Político, físico, geómetra, es todo lo que quiere, pero siempre superficial e incapaz de profundizar en nada. Y es que hace falta tener el espíritu muy delicado para des­ florar como él hace todas las materias. Pero es que tiene el gusto más delicado que seguro; satírico ingenioso, mal crítico. Gusta de las ciencias abstractas de las que no se entera. La imaginación es su elemento, aunque no tiene inventiva. Se le reprocha que no esté nunca en un medio razonable y que tan pronto sea filántro­ po como el peor de los sátiros. Para decirlo en una palabra: el señor Voltaire quiere ser un hombre extraordinario. Lo que muy seguramente ha conseguido."

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está hambriento y sediento. Y se da prisa en trabajar para vivir

Anónimo 81

La herencia de Newton

de los grandes temas de la Ilustración en su conjunto, la confian­ za en los sentidos y en la experiencia, la optimización de la felici­ dad y, desde luego, el convencimiento metafísico de que debía existir algún tipo de orden, se dan cita en esta corriente del pen­ samiento filosófico ilustrado. La tradición de Locke, pero también de Newton, se encuentran en esta empresa filosófica de acerca­ miento a la verdad por medio de la experiencia, puesto que la filo­ sofía, escribe D’Alembert, no puedo perderse en especulaciones sobre pro­ piedades esenciales, o en asuntos sutiles relacionados con nociones abstractas. La filosofía o es una ciencia de los hechos o no es mas que una quimera. Los intentos de estudiar el mundo natural de acuerdo con los principios y postulados que abrían los Principia alcanzaban secto­ res muy variados dentro de la intelectualidad europea y americana, así como disciplinas tan diversas como la música, la pintura o la medicina. El programa del filósofo y matemático inglés parecía poder aplicarse a fenómenos tan diversos como la luz, la cohesión de los cuerpos, el magnetismo, el galvanismo o la química, pero tam­ bién a la psicología, la moral o la política. No fueron pocos los que presentaron sus obras como una continuación o modificación de las nuevas leyes de la mecánica. Aparecieron médicos que preten­ dieron formular nuevas teorías de la constitución física y de la enfer­ medad sobre los principios de la filosofía newtoniana, mientras que algunos

otros,

como

el experimentalista John Theophilus

Desaguiiers, dieron a sus libros títulos tan significativos como El sis­ tema del mundo newtoniano: el mejor modelo de gobierno. El erudi­ to italiano Francesco Algarotti publicaba su igualmente famoso El newtonianismo para las damas, continuando con la tradición que hacía de las mujeres las mejores jueces del conocimiento. El conte­ nido de la nueva filosofía se diseminaba desde los sistemas plane­ tarios a la ciencia del hombre y desde el movimiento de los cuerpos a las conductas humanas. Todo, o casi todo, parecía poder expli­ carse mediante la ley del inverso del cuadrado. Choderlos de Lacios, por ejemplo, autor de la novela epistolar Las amistades peligrosas, puso en boca de su protagonista, el vizconde de Valmont, que el pía-

cer era inversamente proporcional a la capacidad de conseguirlo, mientras que el naturalista Maupertuis explicaba la atracción entre los sexos mediante una relación directamente proporcional al pro­ ducto de las masas de los enamorados e inversamente proporcio­ nal al cuadrado de sus distancias. Parte del éxito de estos libros se explica por el grado de refina­ miento de las nuevas redes de popularización y difusión de la filo­ sofía natural. Quizá ningún otro periodo ha sido más veces carac­ terizado por el desarrollo de la ciencia pública. Los historiadores culturales han llegado a hablar de una transformación sin prece­ dentes en la geografía y en la arquitectura del conocimiento. Entre el modelo universitario medieval y los centros de enseñanza del siglo XIX, el siglo de las luces reformulará la ordenación de los sabe­ res, completando el proceso de institucionalización de la ciencia ini­ ciado en el siglo anterior y gestando además la estructuración cien­ tífica moderna. La comunicación de las investigaciones mediante démica o su disposición externa como empresa organizada hicieron de la Ilustración un momento histórico privilegiado. Pero la popularización de la ciencia, de la que se sirvió la filo­ sofía natural newtoniana, iba más allá que la divulgación de sus logros en academias o revistas especializadas. La esfera de lo que hoy denominamos opinión pública fue una conquista ligada a las modificaciones de la geografía urbana y a la sustitución paulatina de una sociedad agraria por un modelo de ciudad preindustrial. No cabe entender el desarrollo de la nueva ciencia durante la Ilustración sin atender a la creación de espacios de transmisión y comunicación de ideas y personas, así como al tráfico de objetos de consumo o signos de distinción y de opulencia. A los centros de reunión más tradicionales, como los teatros, se añadieron los salones, las galerías, las fiestas galantes, la plaza pública o el paseo. Fue allí donde los nuevos burgueses descubrieron la exis­ tencia de un público susceptible de tener opiniones y de generar

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libros y revistas, la institucionalización parcial de la comunidad aca­

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derechos y mercados. Tan íntima fue la conexión entre los sabe­ res y los públicos, que la reforma del conocimiento estuvo en todo momento ligada a una reflexión sobre la comunicación y el len­ guaje. La lucha por la libertad de prensa y de pensamiento vino siempre acompañada de estudios sobre la evolución de las lenguas o sobre los nuevos géneros literarios com o el ensayo y el perio­ dismo. Puesto que el lenguaje era, según la conocida máxima de Locke, la expresión más conseguida del pensamiento, conocer pasó a ser sinónimo de comunicar. Desde el silencio del estudio ermitaño, que había marcado la arquitectura del conocimiento europeo durante la Edad Media y parte del Renacimiento, hasta la multiplicación de las voces en la república de las letras, la Ilustración asume que la producción y distribución de conoci­ miento se encuentra ligada a estructuras sociales y a constriccio­ nes lingüísticas impuestas por mecanismos de presentación o representación pública. Desde el anonimato al pseudónimo, desde el secreto a la mentira, desde el príncipe como persona ficta (ficti­ cia, como por ejemplo una persona jurídica) hasta la opinión públi­ ca com o persona en ausencia, la revelación de los secretos de la naturaleza irá ligada a figuraciones y representaciones sociales de las que dependieron el arte de observar, el discurso de la expe­ riencia, las prácticas instrumentales, la producción de evidencias, la aceptación de testigos o las técnicas discursivas de razona­ miento y persuasión. También en las universidades las posturas en torno a la filo­ sofía natural newtoniana reflejaron más intereses que los mera­ mente cognitivos. En muchos casos, la aceptación del nuevo sis­ tema dependió de las relaciones políticas entre los estados europeos. Las partes contendientes no sólo discutían sobre la prio­ ridad o pertinencia de los descubrimientos matemáticos, o sobre las bondades de los nuevas reglas de razonamiento, sino que -según explicaba el filósofo Leibniz- estas discrepancias refleja­ ban las tensiones políticas entre, por una parte, Inglaterra y, por la otra, Francia y los estados alemanes. En muchos casos, los pro-

Hume David Hume (1 711-1776) fue filó­ sofo, historiador, economista y ensa­ yista. Tras pasar sus primeros años en Edimburgo y Bristol, en 1734 se instaló en Francia, donde redactó su Tratado sobre la naturaleza humana (1740). En 1744 optó a la cátedra de filosofía moral en Edimburgo, pero no lo consiguió. En 1763 obtuvo el cargo de secretario de la embajada británica en París. Hume fue uno de los principales exponentes del escepticismo Filosófico y el empirismo, y sus teorías filosóficas tuvie­ tífico de Newton y a partir de la epistemología de Locke, se propu­ so describir el funcionamiento de la mente en la adquisición de conocimiento, para concluir que no es posible elaborar una teoría de la realidad. Afirmó que el conocimiento humano está reducido a la experiencia de impresiones e ideas, puesto que no existe cono­ cimiento que vaya más allá de la experiencia. Otras obras claves de Hume son Investigación sobre el entendimiento humano (1748, edición revisada de 1758), Investigación sobre los principios de la moral ( 1751), La historia de Inglaterra (1 754-1762) y La vida de David Hume escrita por él mismo (postuma).

blemas surgieron con la sucesión protestante a la corona que siguió a la Revolución inglesa de 1688, es decir, un año después de la publicación de los Principia; de modo que cuando pareció pro­ bable que Leibniz, junto con la corte de Hannover, pudiera trasla-

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ron una gran repercusión. Utilizando como modelo el método cien­

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darse a Londres, Newton comenzó una campaña de descrédito de la filosofía natural alemana. Después de la muerte de Newton en 1727, los primeros newtonianos, hombres como los mencionados Bentley, Desaguliers o el propio Voltaire, conjugaron en todo momento sus intereses aca­ démicos con sus agendas políticas. La filosofía natural se mostró como un arma para combatir el ateísmo o el radicalismo político. El gran filósofo experimental Robert Boyle fue capaz de relacionar su filosofía natural con una idea del orden natural que a su vez pudiera sostener el orden social. A su muerte, en 1691, comenza­ ron las llamadas conferencias de Boyle instituidas en defensa del cristianismo, y que eran una forma de epicureismo cristianizado que ahondaba más todavía en la conexión entre el conocimiento, la religión y la política. En uno de sus libros más conocidos, El cris­ tiano virtuoso, explicaba cómo la filosofía experimental no indis­ ponía, sino que, muy al contrario, asistía a los hombres en la moral y en la fe. La conexión entre la nueva filosofía natural y el ámbito de la política o de la religión llegó al extremo de que uno de estos libre­ pensadores, Anthony Collins, se quejara amargamente de que los nuevos conservadores, defensores de la sucesión protestante, intentaran desviar la discusión sobre sus ideas políticas hacia las matemáticas y la filosofía natural. Un amigo de Collins, muy que­ rido por los materialistas franceses, John Toland, decidió enton­ ces invertir los términos y servirse de las obras de Newton para beneficio de la explicación de las conductas humanas en términos materialistas. La noción de fuerza, por ejemplo, se utilizó para dar cuenta del poder intrínseco de la materia, puesto que se conside­ ró que, ante la ausencia de explicación sobre su alcance y natura­ leza, no había razón alguna para no tomarla como un atributo de la materia que haría superflua la necesidad de un dios. Algunos años antes, el mismo filósofo John Locke, uno de los grandes defensores de Newton, también entendió que no era descabellado

pensar que el supremo hacedor hubiera podido conceder a la mate­ ria la capacidad de pensar. Asunto este último que originó una encendida disputa durante la primera mitad del siglo ilustrado. Del modo que fuera, la figura y la obra de Newton permitió posicionarse en aspectos muy alejados de las discusiones de mecánica o dinámica. El contenido de su filosofía natural se dise­ minaba desde los sistemas planetarios a la ciencia del hombre, y desde el movimiento de los cuerpos a las conductas humanas. La equiparación del cuerpo fisiológico con la sociedad, una metáfo­ ra surgida en Platón, se había ido extendiendo durante el siglo XVII. La Ilustración no tuvo más que buscar procedimientos diver­ sos para aplicar los principios newtonianos a los sistemas de gobierno o a los problemas religiosos, según principios mecánicos gobernados por reglas inmutables. También el legado científico de Newton fue dispar y heterogé­

sofías alternativas, de naturaleza experimental, que colocaron sus obras al socaire de la progresiva industrialización de Europa. En una de las primeras reseñas de los Principia, la Bibliothéque universelle situaba los estudios generales del peso, la luz, la fuerza elástica, la resistencia de fluidos, "así com o los poderes llamados atractivo e impulsivo" en la tradición de Galileo, al tiempo que sugería las futuras y posibles conexiones de esos saberes disper­ sos en la formación de un cuerpo de conocimiento unificado. Uno de los ejemplos más claros de simbiosis entre la ciencia newtoniana y el desarrollo de la industria vino de la mano del men­ cionado Jean Desaguliers, un protestante francés exiliado en Inglaterra y contratado por la Royal Society para realizar experi­ mentos de electricidad. Como otros muchos filósofos fascinados por la obra de Newton, este ilustrado se interesó especialmente por los aspectos prácticos del conocimiento, por el incremento

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neo. Aunque la lectura que se hizo de su obra en el continente se centró sobre todo en el ámbito de la mecánica, aparecieron filo­

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del comercio y del progreso. Su énfasis en el uso del experimento le llevó a describir el sistema cartesiano como una novela filosófi­ ca, mientras que sus actividades se concentraban en la fabricación de instrumentos y máquinas con los que demostrar el contenido de algunas demostraciones matemáticas de los Principia. Fue a tra­ vés de las aplicaciones de Desaguliers y de otros experimentalistas que la filosofía natural newtoniana sentó las bases de la inge­ niería civil y de la Revolución Industrial.

Las newtonianas Desde el punto de vista de las redes de popularización y divul­ gación de la nueva ciencia, el público femenino tuvo un papel muy importante. Es en este contexto en el que se sitúa la obra de Francesco Algarotti El newtonianismo para las damas. Por su parte, en Inglaterra se publicaba el Diario de las mujeres, en el que se representaban distintos procedimientos para bombear agua de barriles. En la década de 1740, La Mujer Espectadora -una publi­ cación que seguía los pasos de El Espectador, editado por el genial poeta Joseph Addison- aseguraba que cualquier mujer podría lle­ gar a dominar las claves de la filosofía natural con un sólo verano de esfuerzo intenso. Un caso especial dentro de la relación entre las mujeres y el conocimiento ilustrado fue el de Madame de Chatelet quien, ade­ más de traducir al francés los Principia de Newton y de inspirar la campaña de Voltaire, escribió sus Instituciones de física en 1740. Igualmente notable fue el caso de la italiana Laura Bassi, la primera mujer a la que se ofreció un puesto universitario en Europa, y que figura entre las filósofas naturales más importantes de su época. Bassi no sólo enseñó la Óptica de Newton. sino que realizó distin­ tos experimentos de física experimental en su casa de Bolonia.

Un caso parecido al de Desaguliers es el del newtoniano holan­ dés Willem Jakob s’Gravesande, quien publicó un texto de divulga­ ción científica titulado Elementos matemáticos de filosofía natural, confirmados por experimentos. Una introducción a la filosofía de Isaac Newton. Esta obra no sólo hacía accesible los complejos cálculos de los Principia, sino que relacionaba las demostraciones matemáticas de la filosofía natural con la evidencia proporcionada por la obser­ vación y el experimento, de modo que, en ocasiones, llegaba al extre-

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La representación de tas mujeres como Infatigables lectoras no pertenece en exclusividad a la Ilustración, aunque en esta época su supuesta ausencia de prejuicios en debates filosóficos las convirtió en instrumentos de legitimación de posturas cientificas rivales. En este caso, contemplamos a la duquesa de Barry absorta tras la lectura de la traducción francesa que Madame de ChStelet habla llevado a cabo de los Principia Mathematlca de Newton.

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mo de aplicar los nuevos principios de la mecánica a aspectos que, como la hidrostática, no habían sido estudiados por el filósofo natu­ ral inglés. En la misma línea, encontramos la obra de Hermann Boerhaave, que se apoyó en principios newtonianos para explicar el funcionamiento del cuerpo según la atracción y la repulsión. Se utilizó a la ciencia como una forma de propaganda de la nueva fe en el progreso y de la lucha de la modernidad frente al oscurantismo. Esta confianza denodada en el nuevo método de la ciencia provocó una reestructuración de casi todos los órdenes del saber; desde la ética a la estética, la moral, la política, el cono­ cimiento o la conducta de los hombres, todo debía guiarse según principios claros establecidos por analogía con el conocimiento del mundo natural.

La herencia dispar La idea de que algo de extraordinaria importancia había suce­ dido en las ciencias durante los siglos XVI y XVII surgió durante la Ilustración. El mismo periodo que protagonizó revoluciones polí­ ticas tan importantes como la americana de 1776 y la francesa de 1789 vio nacer la idea de que también en el orden de los saberes podían producirse transformaciones discontinuas con los conoci­ mientos pasados. A lo largo del siglo XVIII, la palabra revolución adquirió distintos usos y no fueron pocos los filósofos que dieron por sentado que las ciencias habían sobrevivido a una convulsión de la que ellos eran los legítimos herederos y depositarios. Fontenelle, por ejemplo, el secretario de la Academia de París, con­ sideró que esa transformación se había llevado a cabo en las mate­ máticas, lo que en la época incluía la mecánica, la dinámica y la astronomía. Para autores como Voltaire, el matemático Clairaut o el joven D’Alembert la filosofía natural newtoniana suponía la cul­ minación de esas grandes modificaciones en los usos y conteni­ dos del conocimiento. En el Discurso preliminar de la Enciclopedia,

así como en el artículo experimental D’Alembert describió el trán­ sito desde las obras de la temprana Accademia del Cimento (fun­ dada en Florencia en 1677 y que seguía las doctrinas de Galileo), pasando por los trabajos de Boyle o de Mariotte, hasta llegar a Newton. Y lo mismo podría decirse de la entrada enciclopedia, escrita por Diderot. En ambos casos, Newton aparece como la cul­ minación de un proceso de iluminación de la humanidad por medio del conocimiento. Pero si el siglo XVIII se va a caracterizar por la asimilación de la obra de Newton, resultaría equivocado sugerir que la obra del filósofo natural inglés representa la culminación de la Revolución Científica. Y esto por diversos motivos. En primer lugar, el impac­ to de la obra de Newton fue despreciable en los contenidos y en los métodos de las ciencias que hoy llamaríamos naturales. Aun cuando muchos autores se sienten y se confiesan newtonianos -Buffon trabajaba en Montbard en un despacho presidido por un una concepción mecánica de la naturaleza y sus procesos. Para nuestros propósitos, no hay mejor ejemplo que el caso del propio Diderot. La entrada animal de la Enciclopedia, que el filósofo escri­ bió tomando como punto de partida la publicación de la entonces reciente Historia natural de Buffon, no sólo no se siente deudora de una filosofía mecanicista de inspiración newtoniana, sino que niega cualquier intento de reducción de los fenómenos vitales a la interacción de materia y movimiento. En segundo lugar, hay que recordar también que el autor de los Principia escribió innumerables obras sobre alquimia, que anotó cuidadosamente las generaciones que habían transcurrido desde el comienzo de los tiempos o que calculó con igual intensi­ dad la llegada del mesías. Es difícil en este sentido describir a Newton, sin más, como un científico moderno. En muchos casos, se asemeja más a un alquimista del Medioevo que a un químico del siglo XIX. Más aun, sus posiciones en química no tuvieron ningu-

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retrato de Newton- muchos elementos en sus obras se oponen a

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Buffon Georges-Louis Leclerc (1707-1788), conde de Buffon, estudió derecho pero, después de una pequeña incur­ sión en el mundo de las matemáticas, desarrolló un interés sincero y profun­ do por el estudio de la naturaleza. En 1735 publicó una traducción de La estática de los vegetales del inglés Stephen Hales. Cuatro años más tarde, en 1739, se le nombró intendente del Jardín du Roi. donde se encargó de catalogar las colecciones reales de historia natural, proyecto que transformó en un informe de la totalidad de la naturaleza. Su Historia natural, que inició en 1748, fue el primer intento de expo­ sición sistemática en una única obra de los conocimientos en his­ toria natural, geología y antropología A pesar de su ardua dedi­ cación, sólo pudo publicar 36 de los 50 volúmenes propuestos. Algunas de sus ideas fueron claramente controvertidas, como su negativa a aceptar el fijismo de las especies o su decidido apoyo

na trascendencia para las nuevas teorías de Lavoisier, fundador de la química moderna. Y otro tanto podría decirse de su teoría de la luz, que fue puesta en tela de juicio alrededor de 1820 con los tra­ bajos de Young y Fresnel. Fue también alrededor de esa época cuando se comenzó a pensar en una atracción eléctrica distinta de la atracción gravitacional. Por supuesto, no todos aquellos que mostraron un interés en el conocimiento de la naturaleza durante el siglo XVIII fueron par-

a las leonas de la generación espontánea. Cuando en 1753 fue ele­ gido miembro de la Academia Francesa, declaró, en su Discurso sobre el estilo, que la impersonalidad de las teorías debía ser con­ trarrestada por el estilo propio de la inteligencia que las produce y que de éste dependiu la efectividad de una obra de divulgación científica. El estilo ordenaba y avivaba las ideas; “El estilo es lo que define al hombre". Aunque fue amigo de Diderot y de DAIembert, no colaboró directamente en la Enciclopedia (si bien su pensamiento tuvo difu­ sión en ella en los artículos de su discípulo Daubenton) pero com­ partió con ellos la batalla por la independencia de las ciencias res­ pecto a cualquier teoría previa, especialmente religiosa. Criticó la clasificación de Linneo y se limitó a describir los animales tras una observación de su naturaleza y costumbres. Su obra tuvo una enor­ también fueron numerosos. Los teólogos le atacaron por su con­ cepción de la historia geológica; otros desaprobaron su visión de la clasificación biológica y Voltaire le reprochó su estilo. Incluso algunos naturalistas le increparon por escribir de un modo oscuro lo que sólo requería de un estilo simple.

tidarios de la filosofía natural newtoniana. Ya a lo largo de su vida, Newton se había visto inmerso en serias discrepancias con filóso­ fos experimentales de la talla de Robert Hooke o con matemáticos tan expertos como el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Lelbniz. Durante el siglo XVIII, a la lista de voces discrepantes se sumaron la del filósofo Berkeley, la del matemático Euler o la del poeta Goethe, que se atrevió a contradecir las conclusiones de la Ópti­ ca. En el primer caso, el obispo irlandés trató de discutir la meta­ física incluida en los Principia. Para Berkeley, la gravitación que

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me difusión y fue baducida a varios idiomas, pero sus detractores

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Newton presuponía en todo los cuerpos, o era el efecto de una causa desconocida o era ella misma la causa de la atracción. Tanto en un caso como en otro, se rompía la línea que separaba el agen­ te espiritual de la pasividad material. Una posición que propició adeptos, como el caso notable de John Hutchinson, quien escribió un libro que pretendía servir de correctivo a los Principia de Newton. Los Principios de Moisés, así rezaba el título, proclamaba la primacía de la religión revelada sobre las leyes formuladas mate­ máticamente y de la gloria de dios sobre la gravedad de los hom­ bres. Sus ideas recibieron una considerable atención durante la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo por parte de aquellos interesados en consolidar el poder temporal de la iglesia frente al deísmo y al librepensamiento.

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Entre 1715 y 1716. el filósofo Gottfried Wllhelm Le1bn1z y Samuel Clarke. discípulo de Newton, mantuvieron una disputa sobre la concepción del espacio en la filosofía natural newtoniana. La correspondencia se publicó por primera vez en 1717.

En el ámbito francés, las líneas de oposición a la nueva filo­ sofía natural se podrían agrupar en tres ámbitos bien diferen­ ciados. En primer lugar, los miembros de lo que podríamos lla­ mar la Ilustración radical, un conjunto dispar de pensadores materialistas y librepensadores inspirados en tesis spinozistas o leibnizianas que con frecuencia asentaron sus líneas de razo­ namiento en función de interpretaciones más o menos acerta­ das de experimentos relacionados con la embriología, la fisiolo­ gía o la historia natural. Aun cuando la mayor parte de estos nuevos materialistas aceptaron los méritos de la filosofía newtoniana, sus intereses excedieron con mucho a las estrechas directrices contenidas en los tratados de mecánica. Ni siquiera desde un punto de vista político se sintieron cóm odos con la idea de un sistema cerrado gobernado por leyes inmutables, cuya formulación matemática tam poco estaba al alcance de todos los entendimientos.

no estaba interesada en los resultados de la filosofía natural newtoniana sino que desconfiaba por entero de las actividades avaladas por universidades y academias, cualquiera que fuera su signo o su tendencia. La mayor parte de los franceses podía perfectamente prescindir de la cosmografía, la mecánica, la polé­ mica sobre la noción de materia, la fuerza y el m ovimiento. Resulta llamativo que aquellos aspectos en los que la obra de Newton había resultado más espectacular, como la astronomía y la dinámica celeste, fueran los menos desarrollados durante el siglo. Los franceses buscaban mejorar sus condiciones de vida, y la nueva ciencia apenas si produjo resultados asequibles en su lucha contra el dolor, el hambre o la enfermedad. La medicina es un buen indicador del grado de optimismo que una sociedad mantiene en relación al conocimiento experto, y no por casuali­ dad proliferaron los llamados médicos no intervencionistas, como el propio doctor Bordeu, al que retrató Diderot en El sueño de D ’Alembert.

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En segundo lugar, una inmensa parte de la población no sólo

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Finalmente, debemos contar también en el caso de Francia con los partidarios de la filosofía natural cartesiana, con esa filosofía metódica y regulada del “restaurador de nuestros conocimientos” , según lo llamó la Academia de Ciencias francesa en 1765. Aun cuando la mayor parte de los ilustrados aceptaba que Descartes vino al mundo para confundir, le consideraban “estimable hasta en sus errores", como diría Voltaire en sus Cartas filosóficas. El siglo XVIII ya no se reconoce cartesiano. A partir de 1720 cualquiera que estudiara el comportamiento de cuerpos en colisión lo haría según el procedimiento newtoniano defendido por el filósofo francés Edme Mariotte. Y lo mismo sucedía con la teoría cartesiana de la

La mejora en las condiciones del parto, tanto desde el punto de vista de la supervivencia de la madre como de la salud del niño, resultaba mucho más importante para el conjunto de la población que todas las leyes de la mecánica. La imagen, única en su género, es la obra anónima de un pintor 1lustrado.

luz o del color. Hacia 1760, nadie intentaría una explicación del movimiento planetario basándo­ se en la noción de materia sutil, e incluso desde principios de siglo la mayoría de los cursos de mecánica que se impartían en universidades no

aceptaban la definición cartesia­ na de la materia como extensión. Pero aun cuando se acepte que hacia 1740 los postulados cartesianos ya no estaban de moda, hay que reconocer que son los olvidados enemigos de los antiguos, los modernos de finales del siglo XVII, los que han roto por primera vez con la tradición escolástica, abriendo también la posibilidad del pensamiento sin prejuicio desde el que ahora se les condena. Como escribirá Fontenelle en el prefacio a su Historia de la Academia (1699): “Algunas veces un gran hombre da el tono a todo un siglo. Y aquél a quien se podría más legítimamente recono­ cer el haber establecido un nuevo arte de razonar era un excelente geómetra

El triunfo de Descartes no consistió en hacer cartesia­

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escuelas y

nos, sino filósofos. La suya no era una secta más entre otras sino la verdadera filosofía que debía incluir a todas las demás como ele-

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La herencia de Newton Para muchos Ilustrados los saberes provenientes de la astrolpgia resultaban mucho más importantes que los apoyados en la nueva filosofía natural. En este caso, la joven pide consejo a cambio de dinero a un joven pertrechado con un telescopio y un libro en el que se aprecia el impacto que durante el siglo seguia teniendo la fisiognómica. es decir, el estudio del carácter a través de los rasgos faciales. 98

En este grabado que lleva por titulo Frontls-PIss, de 1763, el pintor inglés Wllliam Hogarth se burla del destino que espera tanto a las obras de Newton como a las de su enemigo Frands Hutcheson. acabar entre orines y ser devoradas por las ratas.

so en aquellos puntos en los que le es contrario". Sin embargo, no cabe plantear una disyuntiva en la que se pueda elegir entre las posturas newtonianas y las cartesianas, a pesar de las burlas de Voltaire en sus Cartas filosóficas o de Diderot en Las joyas indiscretas:

La Academia de Ciencias de Bauza estaba dividida en una facción de vortícosos [cartesianos]y otra de atraccionarios [ newtonianos]. O líbrí [ Descartes], hábil geómetra y gran físico, fundó la secta de los

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mentos necesarios de su desarrollo, así continuaba: “Descartes es el primer autor de todo lo bueno que hay en el newtonianismo; inclu­

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vor ticosos; mientras que Circino [New ton J hábilfísico y gran geó­ metra, fu e el prim er atraccionario. O lib riy Circino se propusieron explicar la naturaleza; pero mientras los principios de Olibríposeían una simplicidad seductora al prim er golpe de vísta y se ajustaban además, en líneas generales, a los grandes fenómenos, los de Circino, por el contrario, parecían pa rtir de una absurdidad [... ]; si bien los detalles minuciosos que arruinaban el sistema de Olibrí, afirmaban el suyo. Siguiendo un camino oscuro al principio, el sistema de Circino se aclaraba a medida que se avanzaba, mientras que el de Olíbri, claro al principio, se oscurecía progresivamente. Lafilosofía de este últi­ mo exigía, además, menos estudio que inteligencia. Pero no se podía ser discípulo del otro sin tener (7 la vez mucha inteligencia y mucho estudio. En la escuela de O librise entraba sin ninguna preparación, mientras que la de Circino sólo estaba abierta a los mejoresgeóme-

Descartes Rene Descartes (¡596-1650) fue educado en el colegio jesuí­ ta de La Fleche desde los ocho a los dieciséis años. De constitu­ ción débil y enfermiza, desarrolló la costumbre de permanecer en la cama durante buena parte del día, dedicándose a la medi­ tación prolongada y sistemática. Buena parte de sus indagacio­ nes filosóficas son deudoras de su pasión por las matemáticas, a las que admiraba por la rigurosidad y certeza de sus demostra­ ciones. Hacia el año 1626 se estableció en París. Allí ocupó mucho de su tiempo en la construcción de aparatos y en largas medita­ ciones sobre temas filosóficos y fisiológicos. No obstante, su más abundante producción se produjo en torno al año 1628, durante 100

tras. Los torbellinos de O lib ri se encontraban al alcance de todo el mundo, mientras que las fuerzas centrales de C ircino no estaban hechas sino para los mejores conocedores del álgebra. Esa es la razón por la que siempre habrá cien vorticosos contra un atraccíonario;y un atraccíonario valdrá siempre cien vorticosos. Tal era el estado de la Academia de Ciencias de Bauza cuando hubo que tratar la mate­ ria de los sexos parlantes. Aun cuando la Ilustración reniega de los contenidos de la físi­ ca cartesiana, esa renuncia se produce desde el reconocimiento del papel que se debía atribuir al geómetra francés en la formación y consolidación del librepensamiento. Descartes, comentaba el cardenal Polignac, “merece ser colocado al lado de Newton, pues una parte de Newton le pertenece. !m parle que él había creado por

la que pertenecen obras tan importantes como su Tratado del hombre -que se publicó postumamente debido al temor a las eventuales represalias de la iglesia-, las Meditaciones metafísi­ cas de 1641 o los Principios de filosofía de 1644. Sus Pasiones del alma corresponden al periodo de su viaje a Suecia, cuyo fin era servir como instructor de la reina Cristina. Sin embargo, allí encontró la muerte en el año 1650, víctima de una neumonía. Elaboró un gran sistema filosófico, y físico, éste último, aunque a la postre se mostró muy deficiente, tuvo una honda influencia en la época. Más in fo rm a c ió n

en el lib ro

Descartes. Geometría y método d e

Á n g e l C h ica Blas, en la c o le c c ió n La m a te m á tica en sus p e rs o n a je s

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una estancia en los Países Bajos que se prolongó hasta 1649, y a

d e la e d ito r ia l N IV O L A .

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s í mismo y cuyo espíritu vive todavía. Este espíritu es inmortal. Se extiende de nación en nación y de siglo en siglo”. Pero entonces ¿cuáles fueron los programas de investigación desarrollados a partir de la filosofía natural newtoniana? Podemos hablar de tres conjuntos de problemas. En primer lugar, el llamado problema de los tres cuerpos, una dificultad que surgía desde el momento en que se comprendía que, aunque Newton intentó utilizar su teoría para explicar las irregularidades del movimiento de la Luna, nunca tuvo un éxito rotundo en explicar todas las excepciones. Los trabajos de los matemáticos Clairaut y Euler se mostraron decisivos en este aspecto. La mejora de la teoría del movimiento lunar constituía un paso necesario para solventar una dificultad técnica como fue la determinación de la longitud en el mar. En segundo lugar, se encontraba el problema de los cometas. Como no podía ser de otro modo, el sistema newtoniano vaticina­ ba que estos cuerpos celestes debían moverse bajo la influencia de la atracción gravitacional, del mismo modo que los planetas, en órbitas elípticas y regresar al cabo del tiempo. Este concepto fue desarrollado por el astrónomo inglés Edmund Halley quien en 1705 publicó un importante tratado sobre esta materia en las Philosophical Transactions. Este discípulo de Newton no sólo estu­ dió el movimiento de los cometas sino que intentó identificar los del pasado y predecir, en función de las leyes de la mecánica, cuán­ do volverían a aparecer en el presente. De esta manera llegó a la conclusión de que los primeros datos sobre el cometa que hoy denominamos Halley aparecieron en el año 1066, aun cuando la más famosa representación del cometa proviene del cuadro de Giotto La adoración de los magos. A continuación, Halley predijo que, puesto que ese cometa aparecía en intervalos de 76 años, apa­ recería de nuevo en 1758, pues había sido avistado por última vez en 1682. En uno de los mayores triunfos de la capacidad predicti-

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va de la ciencia, el cometa se vio sobre el cielo de Londres el día de Navidad del año estipulado. Por fin, el último de estos tres grandes problemas de la heren­ cia newtoniana corresponde a la medición de la Tierra. La dificul­ tad surgía porque mientras el sistema newtoniano predecía que la Tierra se encontraría achatada por los polos, como consecuencia de la rotación sobre su eje, el sistema cartesiano pronosticaba, al contrario, que se encontraría achatada por el ecuador. Con moti­ vo de esta disputa, la Academia de Ciencias francesa organizó dos expediciones científicas, una a Laponia y la otra al virreinato del Perú. El filósofo natural Maupertuis se ocupó de liderar la prime­ ra al valle del río Tornio, mientras que La Condamine encabezó la que se dirigió al lugar conocido entonces como la mirad del

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

Grabado de la época que representa la conmoción producida en Londres ante la aparición del cometa, cumpliéndose la predicción de Edmund Halley. AUn cuando en 1758 la mecánica celeste newtoniana no tenía necesidad de mayores confirmaciones, la llegada del cometa impulsó todavía más si cabe la relación entre el conocimiento cientifico y el progreso.

103

La herencia de Newton

mundo. Las mediciones de este último refutaron la idea cartesiana de que la Tierra debía estar achatada por el ecuador y ello fue con­ siderado el primer gran triunfo del newtonianismo por parte de la intelectualidad francesa.

La adoración de los magos, que Giotto pintó a comienzos del siglo XIV. sirvió también a Halley para establecer que el cometa allí representado seria el mismo que regresaria en 1758. Cuando el cometa que hoy denominamos Halley volvió a la Tierra en 1985, una de las sondas enviadas por la NA5A para su observación recibió eí nombre de Giotto.

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Páginas del Libro I de Los Principia de Newton en donde se establecen Las tres Leyes deL S I V E movimiento: La llamada L E G E S MOTUS. ' Ley de La inercia, la relación proporcional entre la fuerza y la LEX l. aceleración, y La llamada Ley de acción y Ctrpm imite perfeverart m flota fot qatefceadt vel meveadt uutfctmt.tr m tftreihtm, uift yoatrnMi a virih u mprejftt reacción. El impacto de cogitar flatum tilmo matare. estas tres leyes en la Rojeffilii perftvcrint inmonhui fuit. nift qutlentutrtfv historia de la ciencia [IttuuMilitemdltitUT,Ut\ grivimit impdfttatur dcttrfam. Ttocbui, cujutputncoteicndo perpetuo tetnhuuilcfc » y del pensamiento ha moúbui rtflilitidi, non ctífctro u rt, nlfi qoitemu «btere retirsido tan grande que hoy ditut. Mijoti lutem PUnctirnm Xc Cotnriirum cotpotn mon* fnot Bc ptoptctlivai Bt etrculutt in (peiiiiminui rcbiletmSut fanón en dia aparecen como coofetvant dimito. v uno de los mayores L E X II. Logros de la comprensión de Matotumtm molat propirtitttaletn effi vt m etiüi tm preffo, fif fien fectuuiam hatam reclam tjtta vil illa laiprtiuilar. fenómenos diversos por St via i'.iuu» luntnm qaemvli gcneret i dupla dupium, atipla «imedio de ecuaciones plutn ucneribil, fire Cnjul & femci.Grc gndituu et focccfitte im­ matemáticas. plada fuetit fct hie tnotuj ( qooniam tn candem fetnpcr plagam

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Ciencia y técnica en la Enciclopedi

PRINCIPIA MATHEMATICA. L E X Bl.

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105

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La Ilustración racional: D 'Alembe rt

Quizá no haya lugar mejor para comenzar un recordatorio de Diderot le dedicó en las primeras páginas de El sueño de D ’A lernberl:

Antes de que su madre, la bella y malvada canonesa Tencin, hubiera alcanzado la pubertad, antes de que el m ilitar La Touche fuera adolescente, las moléculas que debían form ar los prim eros rudimentos del geómetra estaban esparcidas p or las jóvenes y frá ­ giles máquinas del uno y de la otra,filtrándose p or la linfa y c ir­ culando con la sangre, hasta que p o r f in se unieron en los depó­ sitos destinados para su coalición, en los ovarios de su madre y en los testículos del padre. Y ya tenernos a ese raro em brión fo rm a ­ do; conducido, como es comúnmente admitido, p o r las trompas de Falopío a la m atriz; enganchado p or un largo pedúnculo; cre­ ciendo sucesivamente y avanzando hacia el estado del feto; llega­ do el m om ento de la salida de su obscura prisión ; helo ahí, ya nacido, expósito en los peldaños de la Saint-Jean le Rond que le da su nombre; sacado del hospicio; aferrado al pecho de la buena

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

la vida de este filósofo y matemático que con el resumen que

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La Ilustración racional: D'Alembert

vidriera, madame Rousseau, amamantado, llegado a ser grande de cuerpo y de espíritu, literato, físico, geómetra. Entonces, en el año 1769, la relación entre ambos filósofos no atravesaba su mejor momento. El texto citado comenzaba con un diálogo imaginario en el que Diderot no paraba mientes en ridicu­ lizar al matemático, en presentarle en medio de una polución noc­ turna o, lo que todavía era más grave, en desvelar su origen ilegí­ timo. Las protestas llegaron al extremo de que la obra no llegó a publicarse hasta muchos años después, cuando D’Alembert des­ cubrió las cartas de amor que su amante, Mademoiselle de l’Espinasse, también retratada en el texto, había enviado al mar­ qués de Mora. Con todo, la historia del desarrollo embrionario del geómetra -con la que Diderot recrea su firme creencia en una teo­ ría embriológica epigenética-, guardaba una similitud muy nota­ ble con los detalles conocidos del nacimiento y la infancia del ilus­ tre matemático. La madre de D’Alembert fue, en efecto, la entonces célebre Madame de Tencin, una monja y canonesa que, después de obtener una bula papal en 1714, inició una notable carrera de ascensión social envuelta en muchas y variadas aventuras amorosas. De una de estas, con el oficial de artillería LouisCamus Destouches, nació D’Alembert el 7 de noviembre de 1717. Como otros tantos hijos ilegítimos, el pequeño fue abandonado en el D'Alembert

interior de una caja de madera en los escalo­ nes de la iglesia de Saint-.!ean-Le-Rond, razón por la que adquirió ese nombre de pila.

D’Alembert no fue en esto una excepción. Más bien al contrario, el número de niños abandonados en esa misma iglesia superó los dos mil en 1720 y llegó a cerca de los ocho mil en 1772. De todos ellos, 108

tan sólo uno de cada diez conseguía alcanzar la edad adulta.

Su padre, que se encontraba fuera de París en el momento de su nacimiento, le proporcionó a su regreso un ama de cría, la seño­ ra Rousseau (sin parentesco con el famoso filósofo), a quien D’Alembert siempre consideró como su verdadera madre. También por mediación de la familia Destouches, ingresó en el colegio jansenista de las Quatre Nations. Allí se le inscribió en un principio como Daramberg, pero siguiendo las modas del momen­ to decidió cambiar su nombre por el de D’Alembert. Desdeñó las presiones que recibió en el colegio para que prosiguiera una carre­ ra religiosa e ingresó en la escuela de derecho, recibiendo en 1738 el grado de abogado. Más tarde estudió medicina, aunque sólo durante un año. Al contrario que Diderot, D’Alembert encontró los quehaceres del arte médico incluso más desagradables que los de la propia teología. Su inclinación pronto le dirigió hacia el estudio de las matemáticas. Su vertiginosa carrera en esas ciencias comenzó cuando, con texto entonces clásico del padre Reyneau. Su talento era tal que tuvo incluso el arrojo de enviar algunas memorias sobre mecáni­ ca a la Academia de Ciencias francesa. Después de tres intentos fallidos para ser admitido en esta institución como asociado, se le concedió el puesto de adjunto en 1741. A pesar de sus muchos méritos, la titularidad sólo llegó en 1765, cuando ya había escrito la mayor parte de su obra. Dos años después de obtener su primer puesto en la acade­ mia, cuando sólo tenía veintiséis años, publicó su Tratado de diná­ micor, una obra que seguía los pasos de Newton y que abriría el camino a la mecánica analítica de Lagrange. Allí establecía que las fuerzas que actúan sobre una partícula de un sistema podían ser o externas al sistema o internas. A continuación mostró que todas las fuerzas podían calcularse por medio de las fuerzas internas, de modo que la dinámica podía derivarse de la estática. D’Alembert volvió de nuevo a estudiar esta relación en 1744, en su Tratado

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una precocidad más que notable, señaló algunos errores en un

La Ilustración racional: D'Alembert

sobre el equilibrio y sobre el movimiento de fluidos. En 1746 fue admitido en la Academia de Ciencias de Berlín por sus Reflexiones sobre la causa general de los vientos y en 1747, cuando Diderot estaba escribiendo textos libertinos, publicaba sus Investigaciones sobre las cuerdas vibrantes. Dos años más tarde, en 1749, apare­ cieron sus Investigaciones sobre la precisión de los equinoccios, un tema que había traído de cabeza al mismísimo Newton y que cons­ tituía uno de los grandes enigmas del sistema heliocéntrico desde los tiempos del astrónomo griego Hiparco. Su fama como mate­ mático crecía por Europa. Tan sólo había un asunto dentro del universo de las matemá­ ticas -la teoría de la probabilidad- al que D'Alembert no se dedi­ có por considerarlo contrario al sentido común. El asunto prove­ nía del llamado problema de San Petersburgo y de la manera en que Daniel Bernoulli había propuesto establecer un procedimiento para medir magnitudes mentales o, si se prefiere, grados subjeti­ vos de creencia. Este joven matemático había establecido en 1738 una diferencia entre la fortuna moral y la fortuna física, y, más gené­ ricamente, entre los valores físicos y los valores morales. Daniel Bernoulli Más información sobre su vida y su obra en el libro Los Bernoull i. Geómetras y viajeros, de Carlos Sánchez Fernández y Concepción Valdés Castro, número 10 de la colección La matemática en sus personajes de la Editorial NIVOLA.

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Los términos de la paradoja de San Petersburgo podían esta­ blecerse de la siguiente manera: se parte de la idea de que hay dos jugadores. El primero lanza una moneda al aire y acuerda pagar al segundo una cierta cantidad si sale cruz en el primer lanzamien­ to, el doble si no sale cruz hasta el segundo lanzamiento, el cuá­ druple si no sale cruz hasta el tercero y así sucesivamente. El juego termina en cuanto salga cruz. La paradoja se plantea una vez que se pregunta qué cantidad estaría dispuesto a apostar el segundo jugador para participar en el juego. En principio podría pensarse, no sin razón, que cualquier jugador estaría dispuesto a apostar cualquier cantidad, puesto que cualquiera que fuera esa cantidad

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Étienne Bonnot de Condillac (17151780) mantuvo estrechos contactos con

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los enciclopedistas y con los grupos inte­

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lectuales parisinos, entre los que gozó

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de una notable reputación tras la apari­ ción de sus dos primeras obras: el Ensayo sobre el origen de los conoci­ mientos humanos de ¡746y el Tratado

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de los sistemas de 1740. En 1752 ingre­ w>ltai» KDCCt.Yl.

só en la Academia de Ciencias de Berlín y en 1768 en la Academia de Ciencias francesa. La mayor parte de sus ideas

Portada de la edición inglesa (1756) del Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos de Condillac.

de naturaleza sensualista están inspi­ radas en la obra del empirista inglés John Locke. De este modo, defendió que el origen del conocimiento radica

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

E

en la percepción sensorial. 111

La Ilustración racional: D'Alembert

siempre será menor a la que se va ganar. Sin embargo, esa no es la manera en la que se apuesta normalmente. Para resolver la paradoja, Bernoulli propuso que el valor subjetivo del dinero crece menos rápido que la cantidad real de dinero. Es decir, la valoración subjetiva de una cantidad de dinero equivale al loga­ ritmo de esa cantidad. Puesto que la valoración subjetiva se denominaba utilidad, Bernoulli entendió que la función de la uti­ lidad podía expresarse mediante la ecuación U - q log (d/c), donde q es una constante, d una cantidad de dinero y c la rique­ za que se posee inicialmente. De este modo cabía explicar por­ qué la misma cantidad de dinero físico no se percibía de la misma manera por dos personas que poseyeran capitales dife­ rentes. El mismo incremento patrimonial podía entenderse de manera muy distinta dependiendo de la cantidad de la que se partiera en cada caso. Como cualquier otro joven de talento probado, y bajo el ampa­ ro además del omnipresente Voltaire, D’Alembert consiguió entrar en los círculos filosóficos a través del salón de Madame Geoffrin, donde quedó embelesado por el gusto refinado y el amanera­ miento de las conversaciones, gestos y maneras que prevalecían en estas reuniones. Pronto alcanzó una extraordinaria populari­ dad por su talento e ingenio en la vida pública. Se le hizo un hueco en el todavía más prestigioso salón de Madame de Deffand, donde conoció a la protegida de la anfitriona, Julie de l’Espinasse, con la que comenzaría una intensa relación. Alrededor de estas fechas, sobre 1746, recibió también la primera invitación para participar en la Enciclopedia. En un principio se acordó que el grueso de la empresa recaería en Diderot mientras que él se ocuparía tan sólo de la redacción de los artículos dedicados a las matemáticas. Más adelante se acordó también que la introducción del proyecto gene­ ral de la obra saliera de su pluma. Una opción comprensible si se tiene presente que Diderot -entonces un joven casi desconocidoacababa de ser encarcelado en Vincennes por escribir una obra de carácter libertino. La responsabilidad de introducir un texto de

estas dimensiones y características sólo podía asumirla alguien del prestigio del joven matemático, alguien cuya posición social no estuviera comprometida de antemano por haber tomado parte en los submundos literarios de la Ilustración radical. D’Alembert entraba así, de pleno derecho, en el ámbito de la filosofía; un lugar en el que no siempre se encontró cómodo y donde cosechó gran­ des reconocimientos públicos, pero también enormes frustracio­ nes personales. A la hora de redactar esta introducción general, D’Alembert pretendió escribir una suerte de compendio, unas páginas que dieran cuenta de la quintaesencia del conocim iento matemáti­ co, filosófico y literario que él mismo había ido adquiriendo durante sus últimos veinte años de estudio. No le pareció sufi­ ciente, sin embargo, proporcionar tan sólo una síntesis de los saberes disponibles sin mostrar al mismo tiempo sus conexio­ nes y relaciones mutuas a partir de principios comunes. El texto logía de las ideas y de las diversas ciencias y artes que serán objeto de la Enciclopedia. La segunda está dedicada a describir los logros de los pensadores modernos sobre los que se asenta­ ba el m ovim iento en ciclopédico. Las ideas aparecen así en el proceso de su formación y no com o un producto ya acabado, sino en relación a las circunstancias y a los logros personales y colectivos que las hicieron posibles. Dicho de otra manera, D’Alembert señalaba el carácter público y dinámico del conoci­ miento científico. Público por cuanto se trataba de un logro social, y dinámico porque reflejaba la historia misma del espíri­ tu humano. La tercera parte constituye una revisión del Prospecto, publicado por Diderot en noviem bre de 1750. En la cuarta sección D’Alem bert detalla una lista de los autores que contribuirán al proyecto enciclopédico. Finalmente, se añade una

explicación detallada del sistema del conocim iento humano,

es

decir, una clasificación de los distintos saberes tal y como se uti­ lizan en la Enciclopedia.

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

está dividido en cuatro secciones. La primera examina la genea­

La Ilustración racional: D'Alembert

Sobre este último punto conviene señalar dos aspectos rela­ cionados. En primer lugar, D’Alembert nunca abandona la idea de la unidad de los conocimientos. En segundo lugar, existe a su jui­ cio una correlación entre las ciencias y algunos elementos del conocimiento. Así, por ejemplo, a la geometría le corresponde el estudio del espacio, la astronomía y la historia se ocupan del tiem­ po, la metafísica de la mente, la ética de la combinación de la mente y la materia, las bellas artes de las necesidades y los gustos del hombre. Esto quiere decir que, con excepción de la metafísica tradicional, la filosofía consiste en una reflexión o teoría de la cien­ cia que relaciona la adquisición de conocimientos con el desarro­ llo metódico de la experiencia a partir de datos proporcionados por los sentidos. Frente a la dispersión predominante en las escue­ las y en las enciclopedias de los viejos tratadistas, D’Alembert defiende la unidad de las ciencias como parte esencial de su pro­ yecto filosófico. Una unidad de los saberes que se sostiene sobre los pies de la observación y el experimento y sin consideración alguna a otras formas de revelación. A D’Alembert le llovieron los elogios. Incluso el Journal des Sauants se sintió obligado a reconocer que se trataba de la obra de un genio. Federico el grande describió el texto como una pieza maes­ tra que por sí sola bastaría para hacer inmortal el nombre de su autor. Voltaire, a quien le unía amistad con el joven matemático, seña­ ló que la entrada del edificio enciclopédico era un discurso prelimi­ nar superior al Discurso del método de Descartes e igual a los mejo­ res escritos del canciller Bacon. El propio conde de Buffon, que de alguna manera había visto discutidas algunas de sus propias reco­ mendaciones en el texto de D’Alembert, reconoció que no sólo esta­ ba muy bien escrito y mejor razonado, sino que también contenía la quintaesencia del conocimiento humano. A pesar de los elogios, se trataba, sin embargo, de un plato que no estaba hecho para todos los estómagos, de modo que sólo recibió al principio la admiración de aquellos más preparados y durante algún tiempo permaneció sin

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la aprobación y la aclamación del resto.

Aparte del Discurso preliminar, D’Alembert escribió unos cien­ to cincuenta artículos para el conjunto de la Enciclopedia. Un esfuerzo que iba mucho más allá de los deberes inicialmente reco­ gidos en la página de créditos. Con todo, su relación con el pro­ yecto sufrió grandes variaciones, hasta el extremo de que al menos en dos ocasiones deseó abandonar la empresa. Su recelo resulta comprensible, pues aun cuando D’Alembert era un recién llegado al nuevo orden social del mundo parisino, disfrutaba de una posi­ ción privilegiada. Desde muy joven había visto reconocido su talento como matemático, mientras que la naturalidad y liviandad de su conversación le había permitido mantener relaciones e influencias. Su amistad con Diderot fue buena durante cierto tiem­ po, pero el compromiso de este último chocó en más de una oca­ sión con la debilidad y los recelos del primero. D’Alembert no que­ ría tener más enemigos que los estrictamente necesarios, y tampoco aceptaba de buen grado las críticas sobre aspectos filo­ sóficos o religiosos. Aun cuando la relación entre ambos pensa­ sobre todo a partir de la segunda crisis de la Enciclopedia en 1759. Antes de ese fatídico año, D’Alembert intentó retirarse del pro­ yecto después del decreto de suspensión de la obra de 1752. En ese momento escribió a Malesherbes -censor oficial del régimen, que mantenía no obstante una cierta amistad con los filósofosque desconocía la posible continuidad de la Enciclopedia, pero que él pretendía desentenderse del proyecto. Su posición oscilaba entre la del matemático comprometido tan sólo con los problemas técnicos y la del filósofo que se ha descubierto ante los amigos y enemigos del movimiento enciclopédico. Sorprende además cuá­ les son las críticas que le molestaron especialmente. De los tres frentes principales a los que se enfrentó la Enciclopedia, los jesuí­ tas del Journal de Trévoux, los jansenistas de las Nouvelles éclésiastiques y la ortodoxia del Journal des Sauants, la publicación ads­

Ciencia y técnica en la Enciclopedia

dores fue siempre cordial, el distanciamiento se hizo evidente,

crita a la Academia de Ciencias de París, D’Alembert se preocupó sobre todo de esta última. 115

La Ilustración racional: D'Alembert

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Tabla con la distribución genealógica de las principales artes y ciencias realizada por C. F . W. Roth en 1769 tomando como base el sistema de conocimientos humanos del Discurso preliminar de D'Alembert. las medidas completas de esta tabla son de 98.5 x 63.5 cm.

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