Moral y Derecho

July 19, 2017 | Author: Gerardo Arvizu de León | Category: Morality, Human Rights, Immanuel Kant, Dignity, Theory Of Justification
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Descripción: Moral y Derecho...

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Sistema Bibliotecario de la Suprema Corte de Justicia de la Nación Catalogación PO C600 M672m

Moral y derecho : doce ensayos filosóficos / coordinadoras Dulce María Granja Castro y Teresa Santiago Oropeza ; [la compilación de esta obra estuvo a cargo de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa ; presentación Ministro Juan N. Silva Meza ; P r o e m i o D r. E n r i q ue Fernández Fassnacht]. -- México : Poder Judicial de la Federación, Suprema Corte de Justicia de la Nación, Coordinación de Compilación y Sistematización de Tesis : Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, 2011. liv, 413 p. ; 24 cm. ISBN 978-607-468-295-3 1. Derecho – Moral – Ensayos 2. Decisiones judiciales 3. Derecho a l a i n t i m i d a d p e r s o n a l 4 . Protección de datos personales 5. Derechos humanos 6. Principio de dignidad humana 7. Derecho a la vida 8. D er ec ho de G uer r a 9 . Gu e r r a j u sta 1 0 . C o n fl i cto s a r m a d o s 11. Intervención humanitaria 12. Doctrina Kant 13. Filosofía del Derecho 14. Derecho a la revolución 15. Derecho natural 16. Ética 17. Ontología I . G r a n j a C a s t r o , D u l c e María, coord. II. Santiago Oropeza, Teresa, coord. III. Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, comp. IV. Silva Meza, Juan Nepomuceno, 1944, prol. V. Fernández Fassnacht, Enrique, prol.

Primera edición: mayo de 2011 D.R. © Suprema Corte de Justicia de la Nación Avenida José María Pino Suárez núm. 2 Colonia Centro, Delegación Cuauhtémoc C.P. 06065, México, D.F. D.R. © Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa Avenida San Rafael Atlixco núm. 186 Colonia Vicentina, Delegación Iztapalapa C.P. 09340, México, D.F. Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio, sin autorización escrita de los titulares de los derechos. Impreso en México Printed in Mexico La compilación de esta obra estuvo a cargo de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Su edición y diseño estuvieron al cuidado de la Coordinación de Compilación y Sistematización de Tesis de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN Ministro Juan N. Silva Meza Presidente

Primera Sala Ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea Presidente

Ministro José Ramón Cossío Díaz Ministro Guillermo I. Ortiz Mayagoitia Ministro Jorge Mario Pardo Rebolledo Ministra Olga Sánchez Cordero de García Villegas Segunda Sala Ministro Sergio Salvador Aguirre Anguiano Presidente

Ministro Luis María Aguilar Morales Ministro José Fernando Franco González Salas Ministra Margarita Beatriz Luna Ramos Ministro Sergio A. Valls Hernández

Comité Editorial Lic. Arturo Pueblita Pelisio Secretario de la Presidencia

Mtra. Cielito Bolívar Galindo Coordinadora de Compilación y Sistematización de Tesis

Lic. Diana Castañeda Ponce Titular del Centro de Documentación y Análisis, Archivos y Compilación de Leyes

Lic. Jorge Camargo Zurita Director General de Comunicación y Vinculación Social

Juez Juan José Franco Luna Director General de Casas de la Cultura Jurídica

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Dr. Enrique Fernández Fassnacht Rector General

Mtra. Iris Santacruz Fabila Secretaria General

Dr. Javier Velázquez Moctezuma Rector de la Unidad Iztapalapa

Dr. Óscar Jorge Comas Rodríguez Secretario de la Unidad Iztapalapa

Dra. Dulce María Granja Castro Profesora Titular del Departamento de Filosofía División de Ciencias Sociales y Humanidades

Dra. Teresa Santiago Oropeza Profesora Titular del Departamento de Filosofía División de Ciencias Sociales y Humanidades

CONTENIDO

Presentación, Ministro Presidente Juan N. Silva Meza...................................

XI

Proemio, Rector General Dr. Enrique Fernández Fassnacht........................

XIII

Prólogo, Dulce María Granja Castro/Teresa Santiago....................................

XVII

I. Una versión ‘débil’ de la relación entre derecho y moral. Har t y la polémica con Fuller, Devlin y Dworkin, Rodolfo Vázquez.................

1

II. El contenido moral de las decisiones judiciales, Bernardo Bolaños......

33

III. Exigencias jurídico-naturales e historicidad del derecho: de la intimidad a la protección de datos personales, Andrés Ollero...........................

65

IV. ¿Por qué tienen derechos los seres humanos?, Evandro Agazzi............ IX

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moral y derecho. doce ensayos filosóficos

X

V. El concepto nussbaumiano de dignidad humana. Algunas consideraciones críticas, Carmen Trueba.............................................................................

121

VI. El derecho a matar: el patíbulo y la guerra, Danilo Zolo...........................

155

VII. Las intervenciones humanitarias y la causa justa de guerra, Teresa Santiago.................................................................................................................................

197

VIII. ¿Es la Rechtslehre de Kant un "liberalismo comprehensivo"?, Thomas Pogge......................................................................................................................................

229

IX. Tomar la ley en nuestras propias manos: Kant sobre el derecho a la revolución, Christine Korsgaard.......................................................................

269

X. La concepción kantiana del derecho natural, Alejandro G. Vigo.............

317

XI . La vinculación entre derecho y moral en la filosofía kantiana, Dulce María Granja Castro.......................................................................................................

351

XII. El ser y los cuatro ámbitos de la acción moral.Un ensayo de ética ontológica, Jacinto Rivera.............................................................................................

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L

as relaciones entre moral y derecho han sido tema de intensos debates y motivo de renovada exploración en los albores del siglo XXI. El impacto mundial de la problemática sobre el respeto y la protección a los derechos humanos ha evidenciado que la norma jurídica positiva puede no bastar para el sostenimiento de sistemas legales genuinamente justos. La convicción moral es inherente al ser humano y suele prevalecer ante los imperativos de Estado. El repaso conciso de estas cuestiones se percibe en Moral y derecho. Doce ensayos filosóficos, que este Alto Tribunal coedita con el Depar tamento de Filosofía de la UAM-Iztapalapa. La obra con­ tiene colaboraciones de especialistas de dicha Universidad y de otros reconocidos investigadores, con la inclusión de trabajos traducidos al castellano por primer ocasión. Los doce capítulos conforman tres grupos: en el primero se analizan las relaciones entre el positivismo jurídico y la dimensión moral e histórica del derecho, desde la perspectiva de la filosofía jurídica; el segundo se refiere a qué son los derechos, cuáles son sus fundamentos éticos y qué garantías

PRESENTACIÓN

PRESENTACIÓN

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proporcionan a sus titulares en ciertas circunstancias; finalmente, el tercero se dedica a la obra de Kant, íntimamente relacionada con la filosofía moral y sus vínculos con el derecho.

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Frente a la polémica entre moral y derecho, se ha gestado una reflexión interesante sobre su proyección en las decisiones judiciales, que es precisamente uno de los temas que se aborda en esta obra. Hoy día es evidente que los fallos de los jueces no dependen exclusivamente de la relación formal entre los hechos y la norma, sino que se recurre necesariamente a considerar elementos morales o preferentes para lograr el equilibrio de justicia deseable. Los ensayos no están dirigidos exclusivamente a especialistas en filosofía o en teoría del derecho. Toda persona interesada en conocer las posi­ ciones de grandes pensadores sobre la convivencia del derecho con la moral es susceptible de aproximarse a estas páginas, pues también ofrece elemen­ tos de reflexión práctica sobre la conceptualización de los derechos del hombre más allá de su delimitación normativa y de las fronteras que le circunscriben.

Ministro Juan N. Silva Meza Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal

A

más de 35 años de fundada, la Universidad Autónoma Metropolitana tiene un largo recorrido en la edición de libros cuyos contenidos tocan, prácticamente, todas las áreas del conocimiento que en ella se enseñan, investigan y difunden. En esta ocasión, nos complace ofrecer al público universitario y, en general, al lector interesado en la compleja vinculación entre moral y derecho, un volumen escrito por especialistas de diferentes disciplinas e instituciones que comparten la preocupación por la reflexión teórica y filosófica acerca de estos temas. Cabe advertir que hoy existe una marcada tendencia en los ámbi­ tos de estudio de la filosofía y la teoría del derecho, donde los problemas inherentes al ser humano como un ente capaz de llevar a cabo acciones conscientes y voluntarias, o bien, como un agente poseedor de una razón práctica, le implican asumir reglas de conducta y, al mismo tiempo, la obli­ gación de seguir las normas impuestas desde fuera por el hecho de per­ tenecer a un orden civil. Al asumir que este agente tiene la capacidad de discernir e incluso decidir entre seguir o no la norma, con las consecuencias

PRESENTACIÓN

PROEMIO

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respectivas, es fácil colegir que tanto la moral como el derecho son fuentes de obligatoriedad y, a la vez, de conflicto.

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Sin embargo, más allá de que podamos comprobar en nuestra experiencia diaria la presencia de esa normatividad, es indudable que filósofos y teóricos del derecho han debatido intensa y largamente en su afán por acla­ rar la intrincada relación entre los dos ámbitos en los que se desenvuelve nuestra acción libre. Las perspectivas suelen ser ricas y diversas: iusnaturalismo, positivismo, kantismo, racionalismo, idealismo, pluralismo, realismo, entre otras. En Moral y Derecho. Doce ensayos filosóficos, se puede encontrar una selección representativa de estos enfoques. Este libro enuncia dos propósitos fundamentales: por un lado, ofrecer al lector la discusión contemporánea sobre cuestiones relativas al contenido formal de las proposiciones normativas del derecho, tales como la justificación de los derechos humanos; el debate con respecto a la pena de muerte; las intervenciones humanitarias; la dignidad humana; el derecho a la revolución desde la óptica kantiana, por sólo mencionar algunas; por el otro, acercar a los estudiantes un material valioso, pues encontrarán reunidos en un volumen esta rica muestra de temas, problemas y discusiones clásicos y, al mismo tiempo, actuales de la filosofía y de la teoría del derecho. Para lograr esta diversidad de enfoques, los profesores que conforman el Cuerpo Académico de Filosofía Práctica del Departamento de Filosofía de la Unidad Iztapalapa invitaron a prestigiosos profesionales de la teoría y filosofía del derecho, así como a otros especializados en la filosofía práctica (la ética y la política). De esta manera, se consiguió la importante colaboración de autores nacionales y extranjeros que enviaron contribucio­ nes inéditas. También se incluyen dos textos que, por su indudable calidad, merecían ser traducidos. Por último, este libro no es sino el venturoso resultado de la colaboración de voluntades individuales, colectivas e institucionales que merecen

ser reconocidas en su esfuerzo. Además de la propia Universidad Autónoma Metropolitana, contamos con el apoyo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, quien cordial y generosamente decidió participar en este proyecto.

PRESENTACIÓN

Dr. Enrique Fernández Fassnacht Rector General Universidad Autónoma Metropolitana

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PRÓLOGO

Dulce María Granja Castro Teresa Santiago* Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa

* La Dra. Dulce María Granja es titular de la cátedra "Filosofía de Kant" de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1984. Es profesora –investigadora titular "C" con trayectoria académica sobresaliente nivel IV de la Universidad Autónoma Metropolitana. Es responsable del Centro de Documentación Kantiana de esta misma casa de estudios desde 1988. Su línea de investigación es la filosofía de Kant, en la cual ha publicado nueve libros y numerosos artículos especializados. Es presidenta del Consejo Directivo de la Biblioteca Immanuel Kant para la publicación de la obra de Kant en edición crítica bilingüe con el Fondo de Cultura Económica. Es Vicepresidenta de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española. Actualmente prepara la investigación titulada Los postulados de la razón práctica en la filosofía moral de Kant. Teresa Santiago es Doctora en Humanidades, línea Filosofía política por la Universidad Autónoma Metro­politana-Iztapalapa institución de la cual es profesora-investigadora en el Departamento de Filosofía. Sus áreas de interés son la ética social; la filosofía del conflicto: guerra y relaciones internacionales; la filosofía moderna y contemporánea. Es autora de los libros: Justificar la guerra (México, 2001); Función y crítica de la guerra en la filosofía de I. Kant (Barcelona, 2004); Breve introducción al pensamiento de I. Kant (México, 2006); La paradoja de Hobbes (México, 2010). Es compiladora de varios libros. Per tenece al Sistema nacional de Investigadores desde 2004.

DULCE MARÍA GRANJA castro • TERESA SANTIAGO

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n las últimas décadas, la reflexión filosófica se ha visto atraída de manera notable hacia los temas que, de manera muy amplia, pueden circunscribirse en el campo de la "filosofía práctica", esto es, la ética, la filosofía política y la filosofía del derecho. Las razones que están detrás de esta tendencia pueden ser muchas y de muy diversa índole, pero tal vez no sea arbitrario sugerir que se debe, en gran medida, a un desencanto finisecular directamente relacionado con los ideales no cumplidos, o cumplidos a medias, de la modernidad. La idea de progreso, tan cara al pensamiento de los modernos, es hoy una noción que si bien no podemos decir que esté totalmente desacreditada, sí ha sido fuertemente cuestionada desde muy distintos frentes filosóficos. Sin duda ha habido avances en muchos de los ámbitos de la actividad humana. Resultan evidentes en el campo de la ciencia y la tecnología. De otra parte, la sola promulgación de los derechos del hombre y la consecuente consolidación de instituciones en torno de éstos en los años de la posguerra son suficientes para marcar un parteaguas respecto de siglos anteriores. No obstante lo anterior, hay evidencias muy claras de que los retos éticos del presente son de dimensiones ingentes

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comparados con lo que se ha podido avanzar, y también resulta desconsoladora la lentitud de los pasos que se adelantan hacia las posibles soluciones. De ahí que tal vez el mayor logro que podemos suscribir es el de poseer hoy una conciencia moral que no guarda comparación con épocas anteriores. En efecto, las experiencias del siglo apenas concluido fueron tan traumá­ ticas que resulta imposible sustraerse a sus consecuencias en prácticamente todos los ámbitos de nuestra acción, por lo que no podemos soslayar el compromiso moral que hemos adquirido por estar colocados en el momento histórico que hoy nos corresponde. En esta misma ruta se ha dirigido buena parte de la investigación filosófica, abocándose a cuestio­ nes centrales como las teorías de la justicia y de la democracia, o bien, temas tan urgentes como el de la fundamentación filosófica de los derechos humanos, la interculturalidad, y una larga lista de asuntos que tienen que ver con los alcances de los derechos y los límites de la libertad —entre otros, aborto y eutanasia— para los cuales la sociedad misma reclama mayor claridad conceptual.

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El libro que aquí se prologa: Moral y derecho. Doce ensayos filosóficos, es una iniciativa del cuerpo académico de Filosofía práctica del Depar­ tamento de Filosofía de la UAM-Iztapalapa, cuyo propósito es dar a conocer de manera representativa distintos puntos de vista del tema de las relaciones entre moral y derecho, una cuestión clásica y al mismo tiempo siempre presente. Con ese fin, se han reunido no sólo textos de los miembros de ese grupo académico, sino otros trabajos muy relevantes de autores que por su conocida trayectoria fueron invitados a enviar una colabora­ ción. El resultado de dicha labor es este volumen dedicado exclusivamente a este tópico de la reflexión filosófica, en el cual las distintas propuestas comparten una premisa básica: moral y derecho son las dos fuentes de la obligatoriedad contenida en las máximas que guían nuestra conducta. También hay un aserto, aun más básico, que todo filósofo de la moral o del derecho no puede dejar de asumir, a saber: los seres humanos quizás nos distinguimos no sólo por la facultad racional, sino por la posibilidad de desa­ rrollar una conducta apegada a reglas y normas.

En varios de los textos que componen el presente libro, el lector encontrará los nombres de estos pensadores y de otros más. También hallará referencias a los argumentos centrales, apoyando la tesis de que la moral y el derecho poseen vínculos conceptuales (necesarios) y argumentos en contra provenientes de los que abogan por la separación entre ambos tipos de obligatoriedad y, por ende, de normatividad. Estas son, quizás, las coordenadas más reconocibles que pueden guiarnos en el examen de problemáticas más concretas tratadas también en el libro, como por qué somos las personas sujetos de derechos; si la noción de dignidad humana es central o no en la discusión sobre los derechos humanos; el controvertido tema de la pena de muerte; si se justifican moral­mente las intervenciones humanitarias; cuál es el fundamento de los derechos que velan por la intimidad de las personas.

DULCE MARÍA GRANJA castro • TERESA SANTIAGO

Y, sin embargo, la moral y el derecho obligan de distinta manera, responden a distintos ámbitos de la acción humana. Se puede obedecer una norma jurídica sin tener la convicción moral de que "así debe ser" y, por otro lado, en ocasiones nos sentimos más obligados por las máximas de la moral que por las normas jurídicas. Toda norma obliga, esto es, coacciona, pero para los filósofos fue quedando claro, conforme pasaron los siglos, que las normas morales también lo hacen de manera distinta a como lo hacen las normas jurídicas. Ahora bien, una vez que se abandonan estas premisas básicas, se ponen de manifiesto las discrepancias al intentar responder a las siguientes inquietudes: ¿Qué tipo de vínculos hay entre moral y derecho? ¿Está fundado el derecho en la moral? ¿Comparten ambos un núcleo de principios básicos, es decir una "ley natural"? ¿Todo derecho es derecho positivo? ¿Es el derecho un conocimiento —ciencia— meramente formal? Para estas interrogantes contamos con respuestas de filósofos eminentes, tales como San Agustín, Grocio, Leibniz, Kant, Hegel, Kelsen, entre otros. Y estas respuestas han dado lugar a que en la actualidad otros especialistas —Dworkin, Alexy, Hart, Bobbio, et.al.— retomen las cues­tiones con el fin de recorrer un tramo más de ese largo camino que nos puede conducir a algunas (nunca absolutas, ni definitivas) certezas.

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Los capítulos del presente volumen forman tres grupos, de acuerdo con un hilo conductor interno de cada uno de ellos. En el primer grupo encontramos los trabajos enfocados a la filosofía jurídica (Rodolfo Vázquez, Bernardo Bolaños y Andrés Ollero), en los cuales se abordan algunas de las discusiones más relevantes entre el positivismo jurídico y las concepcio­ nes que consideran incorporar la dimensión moral e histórica del derecho. Estos trabajos pueden ofrecer un marco teórico adecuado para el tratamiento de cuestiones concretas acerca de qué son los derechos, cuáles son sus fundamentos éticos —si es que los tienen— y cuáles son las garantías que proporcionan a los sujetos de tales derechos en circunstancias límite como puede ser la pena de muerte o bien las intervenciones humanitarias; en esta línea se ubican los siguientes capítulos (Evandro Agazzi, Carmen Trueba, Danilo Zolo,Teresa Santiago). El tercer bloque está conformado por los capítulos dedicados a la filosofía de Kant, filósofo canónico si los hay, en lo que toca a la filosofía moral y sus vínculos con el derecho. Abrimos el bloque con dos trabajos que ya merecían una traducción al castellano por tratarse de textos multicitados y referentes de las problemáticas que tocan: si la doctrina del derecho (Rechtslehre) de Kant es un "liberalismo comprehensivo", en el que Thomas Pogge debate con John Rawls; y la pregunta de si es legítimo tomar la ley en nuestras manos o el derecho a la revolución de Christine Korsgaard. A estos les siguen, en primer tér­ mino, un texto dedicado al debatido tema del peculiar iusnaturalismo kantiano de Alejandro Vigo y, en segundo lugar, un capítulo que intenta poner de relieve las ventajas de concebir, al modo de Kant, la vinculación entre moral y derecho de Dulce María Granja. Moral y derecho. Doce ensayos filo­ sóficos, cierra con un texto —"broche de oro"— que ofrece una perspec­ tiva filosófica panorámica y, al mismo tiempo, precisa y rigurosa, de cuáles son los distintos ámbitos de la acción moral de Jacinto de Rivera Rosales. A continuación hacemos una breve presentación del contenido de los Doce ensayos.

DULCE MARÍA GRANJA castro • TERESA SANTIAGO

En "Una versión ‘débil’ de la relación entre derecho y moral. Hart y la polé­mica con Fuller, Devlin y Dworkin", Rodolfo Vázquez considera que el debate más interesante en torno de las relaciones entre derecho y moral se ha dado entre los defensores de las versiones débiles de la tesis de la vincu­ lación o de la separación. Considera que, aun cuando el propósito de Hart, hasta sus últimos escritos, ha sido el de mantenerse en las filas de los que sostienen la tesis de la separación entre derecho y moral, su pensamiento se ha prestado también a interpretaciones que lo acercan a la tesis de la vinculación. Nuestro autor centrará su atención en cinco textos de Hart: 1. El positivismo jurídico y la separación entre el derecho y la moral; 2. El con­ cepto de derecho; 3. Law, Liberty and Morality; 4. Crítica del libro de Lon Fuller, The Morality of Law, y 5. Post scriptum al concepto de derecho. Con respecto al concepto de derecho considera exclusivamente los capítulos V y IX. El primero de ellos, junto con el Post scriptum, relativo a la polémica con Ronald Dworkin. El capítulo IX, con el propósito de desarrollar tres ideas relevantes en su pensamiento: el "punto de vista interno", el "contenido mínimo de derecho natural" y las relaciones entre "validez jurídica y valor moral". Asimismo, aborda tres polémicas que ocuparon la atención de Hart. Dos de ellas desde fines de los cincuenta hasta los primeros años de los sesenta, con Lon Fuller y Patrick Devlin, y una más a finales de los sesenta hasta sus últimos años, con Ronald Dworkin. Vázquez explica que es en la tradición positivista anglosajona (Bentham, Austin) en donde se ha insistido en la distinción conceptual entre derecho y moral. Estos autores distinguían nítidamente entre el derecho que es y el derecho que debe ser. Por su parte, si bien Hart acepta la tesis de la separación entre moral y derecho, se deslinda con respecto a otras, propias del positivismo utilitarista y del positivismo formalista. Hart identifica cinco significados de positivismo: a) La pretensión de que no existe conexión necesaria entre el derecho y la moral (ya señalada); b) La pretensión de que el análisis (o estudio del significado) de los conceptos jurídicos es algo que vale la pena hacer y que debe ser diferenciado de las indagaciones históricas sobre las causas u orígenes de las normas, de las indagaciones sobre la relación entre el derecho y otros fenóme-

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nos sociales, y de la crítica o evaluación del derecho, ya sea en términos de moral, objetivos sociales, u otros; c) La pretensión de que las leyes son órdenes de seres humanos (teoría imperativa de las normas); d) La pre­ tensión de que un sistema jurídico es un "sistema lógicamente cerrado" en el que las decisiones jurídicas correctas pueden ser deducidas de normas jurídicas predeterminadas por medios lógicos, sin referencia a propósitos sociales, estándares morales o líneas de orientación; e) La pretensión de que los juicios morales no pueden ser establecidos o defendidos, como lo son los juicios de hecho, por argumentos, pruebas o demostraciones racionales (teorías no cognoscitivistas). De acuerdo con la reconstrucción que Vázquez realiza de esas polémicas, Hart aceptaría a) y b), pero se aparta de c) y rechazaría d), al mismo tiempo que propone una posición intermedia entre el cognoscitivismo y el no cognoscitivismo. Por lo que toca a la polémica con Lon Fuller, Hart objeta la concepción del primero según la cual el derecho lleva implícita la existen­ cia de una moralidad interna, una espe­cie de derecho natural procesal cuya inexistencia implicaría, por definición, la no existencia del derecho. En lo referente a la polémica con Patrick Devlin, según el cual en todos los sis­ temas jurídicos se puede constatar una determinada moral a través del derecho penal, Hart objeta que el dere­cho nunca puede imponer de manera justificada una determinada moral y por tanto debe permanecer neutral respecto de los valores morales. Sin embargo, la objeción de Hart no es adecuada, siguiendo en ello a Neil MacCormick, si se considera el princi­ pio del daño. Este principio presupone una concepción acerca del bien público la cual involucra una irreduc­tible decisión moral. En efecto, la defensa del principio del daño es incompatible con la separación entre el derecho y la moral, ya que el derecho penal siempre contempla la calidad moral de los actos para determinar si son merecedores o no de ser castigados. Para MacCormick es incongruente sostener, desde una perspectiva liberal, el principio del daño, y al mismo tiempo defender la tesis de la sepa­ración entre el derecho y la moral. Quizás en este punto, si la interpretación de

En este mismo sentido se argumenta en "El contenido moral de las decisiones judiciales", de Bernardo Bolaños. En efecto, este autor considera que la polémica acerca de las relaciones entre moral y derecho resulta más abordable "una vez aplicada al objeto específico de las decisiones judicia­les". Nuestro autor intentará mostrar cómo ciertos fracasos en la historia de la filosofía de la lógica, en particular de la lógica deóntica, han abierto el camino para que pueda probarse la pertinencia de los razonamientos mora­les en una par te esencial de la aplicación del derecho: las decisiones judicia­les. A dife­rencia de otras maneras de abordar estos temas, Bolaños se aleja de los tratamientos que parten de definiciones de nociones generales de ‘dere­ cho’, ‘justicia’ o ‘moral’. Solo define el concepto central al cual quiere llevar el desarrollo de su texto: las decisiones judiciales, entendiendo por éstas las decisiones o fallos que toman los jueces "que no son otros sino los especialistas en resolver controversias y que han sido nombrados para ello en un sistema político dado". Desde los primeros párrafos se nos hace ver la relevancia de las decisiones judiciales porque es ahí en donde se puede mostrar, de acuerdo con su línea argumental, que los fallos de los jueces no pueden depender exclusivamente de la competencia lógica de éstos y que, en muchas ocasiones, se tiene que recurrir a razo­namientos mora­ les que inclinen la decisión hacia algún lado, o bien, aceptar lo menos deseable, a saber, que se recurra al capricho y a la arbitrariedad. Sin embargo, esto no indica ni estamos autorizados a inferir que el derecho sea dependiente de la moral, sino que "como subsistema social autónomo y diferente de la moral no es ni exhaustivo, ni completo, ni cerrado".

DULCE MARÍA GRANJA castro • TERESA SANTIAGO

MacCormick es correcta, habría que concluir que la moralidad no sólo es de la incumbencia del derecho sino que es constitutiva del mismo. Finalmente, la crítica más importante y completa que analiza el modelo del positivismo jurídico defendido por Hart, conforme a Vázquez, ha sido la obra de su sucesor en la cátedra de Oxford, Ronald Dworkin. Para este último, el error fundamental del positivismo jurídico es desconocer el hecho de que a la hora de argumentar y decidir, los operadores jurídicos no sólo hacen intervenir normas de carácter jurídico sino que también fundan sus sentencias en pautas razonables que no son parte del derecho.

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El expositor hace una presentación de tres autores clave en el campo de la lógica deóntica —Leibniz, Kelsen y Von Wright— con el fin de mostrar que si bien estos pensadores no obstante contribuyeron de manera significativa al desarrollo del razonamiento lógico aplicado al derecho, no pudieron evitar caer en el escepticismo respecto a la eficacia de esta herramienta, con lo cual implícitamente dejaron libre el camino para que otros reconocieran la existencia de razonamientos "derrotables", esto es, aquellos que no son suficientes para que pueda darse una decisión o fallo judicial y, por ende, precisan de recurrir a razonamientos de tipo moral. Conforme a Bernardo Bolaños, la aportación de Leibniz a la filosofía del derecho consistió en inaugurar una tradición que busca caracterizar las normas como formando parte de un sistema. Dicho orden está dado por el conjunto de las proposiciones jurídicas (Leibniz también fue el primero en ver a las normas en vigor como proposiciones), "de tal suerte que tengamos, como en la geometría, primero las definiciones generales y los axiomas; enseguida, una serie de inferencias deductivas, demostradas como teoremas". En su momento, Kelsen intentó en La teoría pura del derecho desarrollar una teoría exenta por completo de toda carga ideológica e independiente de consideraciones psicológicas, sociológicas e, incluso, de las propias de las ciencias naturales. Tal y como explica Bolaños en su propio texto, Kelsen aspira a construir una teoría del derecho positiva, esto es, aquella que tiene como objeto de estudio el derecho positivo (real, en acto) y no un derecho ideal. También pretendió someter las normas jurí­dicas al principio aristotélico de no contradicción para salvaguardar la consistencia del sistema normativo mismo. Para Kelsen había una serie de principios lógicos gracias a los cuales podían solucionarse los problemas de inconsistencia o contradicción entre dos normas jurídicas. Sin embargo, más adelante Kelsen tuvo que rectificar este punto y admitir que el prin­cipio de no contradicción no es aplicable a las normas jurídicas… por lo menos no de manera directa. Este problema, sin embargo, no encontró en el gran pensador una solución definitiva y también le llevó a una postura escéptica respecto de

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la utilidad de la lógica aplicada al ámbito de las normas jurídicas.Y a similares conclusiones llega Von Wright en su intento por aplicar la lógica deóntica (de la cual es, sin duda, uno de los fundado­res) a la interesante cuestión de la interdefinición de la permisión y la prohibición, y que puede formularse en la pregunta de si es verdadero que si definimos la prohibición en términos de "lo no permitido" y, a su vez, lo permitido en términos de "lo no prohibido", el resultado es un conjunto vacío, o bien, existen "lagunas", zonas indefinidas de acciones que no están ni prohibidas, ni permitidas. Los intentos fallidos del logicismo y el positi­vismo fueron suficientes para que en la mitad del siglo XX se llegara a hablar, incluso por los propios autores que antes defendieron esas perspectivas, de irracionalismo y nihilismo de valores. Esto permitió que se abriera un espacio a nuevos planteamientos que han reconsiderado la inclusión de razonamientos morales en las decisiones judiciales pues se considera que no pueden depender de manera absoluta de la lógica. Es el caso, por ejemplo, de la teoría pluralista del razonamiento jurídico de Robert Alexy.

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Pasamos ahora a comentar el texto de Andrés Ollero, "Exigencias jurí­dico-naturales e historicidad del derecho: de la intimidad a la protección de datos personales". El autor parte de un planteamiento general acerca del papel que la historicidad ha jugado en la reflexión filosófico-jurídica, así como en la práctica del derecho constitucional. Historicidad que se pone en evidencia en el abandono paulatino, desde el siglo XIX, de las teorías iusnaturalistas a favor del positivismo jurídico, de acuerdo con el cual "todo derecho es derecho positivo" (Kelsen dixit). Nos recuerda Ollero que en ese siglo "se consolida un positivismo jurídico legalista que identifica el derecho posi­ tivo con los textos y, en consecuencia, entiende los derechos en el marco de las leyes como facultades por ellas conferidas". Esto no significa que el iusnaturalismo haya sido derrotado de forma definitiva; habrá de tener un resurgimiento importante a raíz de la Declaración de los Derechos del Hombre por parte de la ONU (1945). En efecto, este importante suceso habrá de reponer en la mesa de discusión el tema de cómo fundamentar estos derechos, aceptados como incuestionables, una vez que la humani­

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dad se ha instalado en un mundo secularizado. Los intentos por darle salida a este problema llevan a iusnaturalistas y positivistas a un punto de confluencia, quizás no deseado, porque hasta el positivista más coherente, en palabras de Ollero, tiene que conceder que los derechos fundamen­­ta­les deben estar fundamentados, en el sentido de que no pueden ser arbitrarios, pasajeros, coyunturales. Por lo que es indispensable tener que aludir a ciertos principios morales en los cuales se apoyen. Estos derechos fundamentales tuvieron que ser incorporados a las Constituciones particulares y es en esa tarea que surgieron serios debates, en especial uno central, sobre cuál es el tipo de fundamento correcto: ¿naturaleza o historia? Por una parte no se quiere conceder mucho a principios o conceptos de raigambre metafísica (esencia, naturaleza) porque se corre el peligro de sustancializar los derechos; y, de otra, no se puede dar todo a la historia porque existe el riesgo de que éstos pierdan su fuerza normativa. Una solución que haga justicia a ambos aspectos es la correcta y no por una mera cuestión de balance, sino porque se requiere de ambos aspectos para llegar a la comprensión genuina del derecho (y de los derechos): cuando se trata de buscar el fundamento de un derecho parece imprescindible remitirnos a la naturaleza de las cosas, pero de ahí no se sigue que los derechos y las normas queden establecidos en el mismo acto (gnoseológico); éstos adquieren sentido a través de las múltiples y posibles interpretaciones que se haga de ellos en los diferentes contextos. Andrés Ollero lleva su reflexión acerca de la historicidad de los dere­ chos a un estudio de caso: un derecho de primera generación conocido como "derecho a la intimidad", que se refiere, en principio, a la protección del honor y dignidad de las personas. Desde luego, este caso resulta muy ilustrativo porque rápidamente ha tenido que ir incorporando otros elementos, ampliando así su rango de aplicación (pensemos por un momento en la tarea legislativa que en todos los países tiene que llevarse a cabo

Nuestro autor analiza el derecho a la intimidad, primero, desde el punto de vista de un positivista: éste habrá de remitirse a lo que está escrito en los textos, esto es, a la historia positiva de tal derecho. Avanzando en el examen de los distintos artículos de la Constitución española, Ollero va mos­trando porqué es inadecuado concebir la intimidad como aquello que ha quedado establecido en la letra y, por ende, por qué es necesario conce­ birla no como lo dice el texto, sino con el sentido en que lo expresa. Por sentido del texto entiende "situarlo en su contexto". Así, el derecho se concibe como un proceso inacabado de positivación.Y aquí llegamos a una parte sustancial de su trabajo: el autor quiere hacer ver que la delimitación de los derechos no es una cuestión de recortar o, en su caso, añadir, sino que esa delimitación pertenece a lo que él llama una "dimensión hermenéutica" de los derechos (en contraste con la visión neopositivista); dimensión que rebasa la mera historicidad. En otras palabras: no es sólo que los derechos cambien con los tiempos, sino que cambian de "cierta manera" porque tienen que responder a las nuevas necesidades de los contextos. Para seguir con el caso de la intimidad, Ollero muestra cómo han tenido que irse incorporando elementos a ese derecho; pero, nuevamente, no es sólo añadir o agregar, sino que tiene que ver con el modo como vamos percibiendo la dignidad de las personas (que es lo que ese derecho pro­ tege). Esta percepción tiene que ver ahora, incluso, con cuestiones relativas a las nuevas tecnologías y formas de entrar en contacto con otros (el ciber­ espacio), por ejemplo ¿tienen derecho las instituciones bancarias a com­ partir su base de datos —de sus clientes— con otro tipo de empre­sas, como de publicidad, de marketing, etcétera? Estas consideraciones son necesarias y son parte de ese proceso hermenéutico que forma parte del sentido del derecho (y de los derechos). Acerca del peligro que las nuevas tecnologías representan para la intimidad de las personas, Ollero comenta:

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para proteger a las personas de no ser exhibidas en los medios de difusión o en videos que se suben a la red, a la que tienen acceso millones de personas).

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"Una vez más, la historia actualizará los contenidos esenciales de un derecho; pero esta vez en grado tal que llega a plantearse si nos encontramos ante una variante del ya existente, o si asistimos más bien al descubrimiento de un nuevo derecho". Para el autor, en suma, la cuestión acerca de cómo fundamentar los derechos (¿naturaleza o historia?) no acaba resolviéndose si uno se decanta exclusivamente por lo histórico o por lo natural, hay una constante actualización de los rasgos esenciales de los distintos derechos. Los siguientes cuatro capítulos de Moral y derecho. Doce ensayos filo­ sóficos, corresponden a trabajos que tienen como hilo conductor el tema de los derechos de las personas, así como el daño que se produce cuando se violan o bien se rebaja el valor de la dignidad humana: pena de muerte, guerras supuestamente humanitarias, son algunas de las temáticas a tratar. Siendo el trabajo de Evandro Agazzi el que aborda la pregunta acerca del fundamento de los derechos llamados "humanos", es éste el que abre el bloque. En "¿Por qué tienen derechos los seres humanos?", su autor nos remite, una vez más, a la constatación de que si bien es cierto que el tema de los derechos fundamentales nunca ocupó como en las últimas décadas un lugar tan preeminente, muy lejos estamos de tener un acuerdo más o menos generalizado acerca de su fundamento y justificación. Algunos filósofos se apoyarán en ciertas razones, que otros desecharán para en su lugar afirmar otras diferentes… y así seguir indefinidamente. En lo único en lo que quizás hay un acuerdo es en que debe de darse esa justificación. Agazzi toma como punto de partida un trabajo del reconocido filósofo francés Jacques Maritain, con el fin de problematizarlo y ver de qué manera puede replantearse el fundamento de los derechos o, si se quiere, del derecho a tener derechos. Para nuestro autor, responder a la pregunta por medio de la alusión a la dignidad intrínseca de las personas "no es dar una respuesta muy iluminadora… ya que no está claro en qué consista esa dignidad". También rechaza las respuestas apoyadas exclusivamente en tesis meta­

Agazzi está consciente, sin embargo, de que su propuesta no está exenta de obstáculos para ser plenamente aceptada. Uno de ellos es que esta manera de considerar la dignidad intrínseca (por vía del compromiso o adhesión absoluta), podría entenderse como facultad adquirida y, por ende, excluiría a los dementes, a los niños, o simplemente a los débiles de carácter y a los cínicos. Nuestro autor responde a esta objeción propo­ niendo que se restaure una noción ontológica y no meramente funcional de la persona humana. En este sentido, una persona posee dignidad intrínseca no por las funciones que de hecho puede realizar, sino porque está en su naturaleza realizarlas. "Es en virtud de esta naturaleza ontológica y de lo que debería manifestar si se expandiera plenamente, que nosotros tene­ mos el deber de respetar a cualquier persona", así como proporcionarle los medios y las oportunidades para que se exprese de la manera más plena la riqueza que corresponde a su naturaleza. Un enfoque muy distinto acerca de cuál es el sustento de los derechos humanos es el de la filósofa norteamericana Martha Nussbaum quien ha hecho una importante aportación al tema desde su "enfoque de capaci­ dades". Éste, sin embargo, no está exento de dificultades teóricas, algunas de las cuales son señaladas en el trabajo de Carmen Trueba: "El concepto

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físicas (esto es, de la naturaleza o esencia de lo humano) porque no es claro argumentalmente de qué manera la constatación de ese hecho puede tener relevancia normativa. En su opinión, la respuesta reside en un juicio moral: si las personas son capaces de comprometerse por valores y prin­ cipios que consideran de aprecio incomparable; si incluso están dispuestas a cambiar su vida por ese ideal, tenemos ahí la razón que busca­­mos para sentir respeto por la persona humana. Esa posibilidad de "adhesión a un absoluto" produce en nuestra conciencia moral un respeto de igual magni­ tud hacia las personas. La actitud de compromiso o adhesión abso­luta no puede reducirse a la capacidad racional del ser humano porque de ésta no se sigue el carácter axiológico de la dignidad humana.

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nussbaumiano de dignidad humana. Algunas consideraciones críticas". En él, su autora pretende mostrar los intentos de Martha C. Nussbaum —Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión (2006)—, por proporcionar bases filosóficas firmes a la teoría de los derechos básicos que deben ser reconocidos y respetados a los seres humanos y a los animales, al mismo tiempo que señala cuáles son los puntos más endebles o proble­ má­ticos de la justificación —supuestamente libre de presupuestos meta­fí­ sicos— que Nussbaum ofrece de su enfoque. Como es bien sabido, la filósofa norteamericana desarrolla una vertiente del enfoque de las capacidades del propio Amartya Sen (Nussbaum, 2007; Nussbaum, 2002), siendo uno de los intereses principales de su obra complementar la visión contrac­ tualista liberal y ampliarla en una dirección que permita extender el alcance de los derechos en un sentido que ella juzga imprescindible, que atienda de manera cabal los tres problemas no resueltos por las teorías contractua­ listas de la justicia: los derechos de las personas con deficiencias físicas o mentales, los derechos de los ciudadanos del mundo, más allá de fronte­ ras nacionales y las desigualdades, y el reconocimiento de los derechos de los animales. Trueba señala, en la primera parte de su escrito, qué aspectos deben ser tomados en cuenta acerca de la manera muy peculiar que tiene Nussbaum de trabajar con la herramienta conceptual que le proporciona la ética y la filosofía política de Aristóteles. Y aunque no se detiene en ofrecer el panorama completo de la discusión que la interpretación nussbaumiana de Aristóteles ha generado, sí resulta muy pertinente la puntualización que hace de los elementos que constituyen la base de su enfoque. Esto va a tener consecuencias importantes en el desarrollo de su noción de dignidad huma­na y su teoría liberal de justicia. De acuerdo con Trueba, Nussbaum ha elegido sólo algunos de los aspectos de la filosofía política de Aristóteles (la sociabilidad natural de los seres humanos, entre los más importantes), y ha dejado de lado algunos otros aspectos que, de haberlos considerado, hubie­ ran sido totalmente contrarios al tipo de concepción de dignidad humana

En el desarrollo de su enfoque de las capacidades, el concepto de dignidad ocupa un lugar central para su concepción de la justicia. Nussbaum insiste en que su enfoque sólo se interesa por: "que cada criatura supere un umbral de capacidad específico de su especie" y lo juzga depurado de contenidos metafísicos, un requisito necesario para que pueda prestarse a un consenso entrecruzado (overlapping consensus) en una sociedad democrática, liberal y plural. Sin embargo, no resulta claro cómo el principio de las capacidades —"aquello que las personas (las criaturas) son efectiva­ mente capaces de hacer y ser"—, junto con dicho principio, la pretendida "norma de la especie", y su concepto mismo de dignidad podrían eludir del todo algunos supuestos metafísicos mínimos relativos a la naturaleza humana y a la naturaleza de los animales. Por otra parte, los conceptos morales que acuña Nussbaum, tales como "vida plenamente humana" (para definir su noción de dignidad humana) resultan "dudosos", en el sentido de que, si bien no se pretende que tengan un significado unívoco, aceptado por cualquiera, sí son muy difíciles de precisar. De manera que, para la autora de este texto, no se puede decir que haya sido exitoso el intento de Nussbaum por ofrecer una justificación suficientemente sólida y convincente de que es más pertinente desarrollar un lenguaje de capacidades en lugar de un lenguaje de derechos que, para Nussbaum, da la falsa impresión de estar apoyado en un consenso, cuando lo que hay es un gran desacuerdo acerca de qué son esos derechos y cuáles deberían ser considerados. No parece, sin embargo, que el enfoque de capacidades pueda lograr ese acuerdo que la filósofa está buscando.

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y de justicia que ella desea defender: "Nussbaum hace a un lado los compromisos metafísicos y la visión jerárquica de la filosofía política de Aris­ tóteles, absolutamente contraria al espíritu inclusivo e igualitario que ella misma exige a una teoría filosófica de la justicia y toma solamente la parte que considera esencial de la concepción aristotélica de la racionalidad y la sociabilidad humanas".

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No obstante las distintas perspectivas que puedan tenerse acerca de los derechos fundamentales, sí parece haber un acuerdo entre los filósofos en el sentido de que éstos son inseparables del respeto a la dignidad de las personas. De alguna manera, tener conciencia moral significa esa adhesión al principio de respeto a la humanidad en todas las personas. Empero, desgraciadamente, esa conciencia moral no ha impedido que se sigan violando derechos humanos al interior de muchos Estados, incluso en aquellos que se consideran los más democráticos. Es a esta preocupación a la que res­ponde el texto de Danilo Zolo, "El derecho a matar: el patíbulo y la guerra". El profesor italiano, se enfoca en un tema que, entre sus múltiples aristas, toca cuestiones éticas centrales que atañen a la moral, el derecho y la polí­tica: la pena de muerte. Tiene razón Zolo cuando afirma que aunque nos hemos familiari­ zado con la muerte, pues el mundo en la actualidad se caracteriza por la violencia, el terrorismo —el terror al terror— y los innumerables conflictos bélicos, la discusión en torno de si existe un derecho a matar por parte de los Estados, tribunales y cortes, está lejos de haberse agotado. Son muchos todavía los gobiernos que defienden la pena de muerte; como son muchos también los que defienden la guerra como un recurso "justo" para defender intereses nacionales. No menos son, felizmente, quienes se oponen a la pena máxima, como también a las guerras preventivas. La conexión que Zolo establece entre las razones que pueden ser esgrimidas para defen­ der el patíbulo, con las razones a favor de la guerra, resulta muy sugerente. Para él, "puede sostenerse que en la cultura occidental el tema de la justificación moral del suplicio y el de la justificación moral de la guerra se han desarrollado paralelamente y, a veces, se han entrelazado". Grandes teóricos de la guerra justa como San Agustín y Santo Tomás, también esgrimieron argumentos en favor de llevar al patíbulo a quienes "con sus pecados" corrompían a la sociedad.Y siguiendo esta misma lógica, Zolo concluye que quienes promueven la abolición de la pena de muerte, por mera coherencia teórica, también deberían de estar en contra de las armas de destruc-

Zolo hace una puntual exposición de cómo se ha dado la pena de muerte en el mundo y en Occidente, para de ahí pasar a demostrar una tesis central de su escrito, a saber: que si bien es cierto que la pena de muerte tuvo una historia hasta cierto punto paralela en el mundo occidental (i.e Europa y Estados Unidos), se puede constatar que ese paralelismo ha dejado de existir a partir de un proceso de crítica a la pena de muerte en Europa y el consecuente fortalecimiento de las políticas abolicionistas. Lo que no ha sucedido en Estados Unidos, donde, por el contrario, se ha reforzado o reinstalado en algunos de sus Estados después de algún periodo corto de suspensión de la pena máxima. ¿Cómo explicar este American exceptionalism? Hay al menos dos tesis para dar respuesta a esta interesante pregunta: una va en el sentido de explicar el "excepcionalismo norteamericano" en virtud del poder que despliega la nación más poderosa del planeta; un poder que se tiene que ejercer en múltiples formas y facetas, la pena de muerte es sólo una de ellas; como lo es la guerra preventiva. Otra posibilidad es asociarlo a la ideología individualista liberal que impera en esa nación y que se asocia, entre otras cosas, a la idea de la defensa, el uso de armas, el tomar justicia por propia mano. La pena de muerte sería la salida permitida y legal de llevar a cabo esa justicia que demandan las víc­ timas. Frente a la defensa de la pena de muerte como práctica legítima ("suplicio humanitario") Zolo ofrecerá varios tipos de argumentos que intentan minar sus bases; destacan en este sentido los que aluden a los derechos humanos, el valor de la vida, entre otros. El autor va señalando sus puntos fuertes y sus debilidades. Una conclusión aún no definitiva, pero que apunta en el sentido correcto es, según nuestro autor, la "alternativa europea", el rechazo cada vez más amplio de la pena de muerte y la ergástula per­ tenecen "como uno de sus frutos más sanos, al patrimonio cultural de

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ción masiva, de la matanza de civiles, de las torturas y demás prácticas inhumanas contra prisioneros de guerra. Para Danilo Zolo, abolicionistas y pacifistas deberían formar un único frente moral para oponerse a "ese imparable derramamiento de sangre".

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Europa, a su irrenunciable tradición jurídica". Pero este es sólo un primer paso tímido hacia la derrota de una ideología que glorifica la guerra y los castigos absolutos.

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También acerca del tema de la guerra y los intentos por justificarla e, incluso, humanizarla, trata el siguiente texto: "Las intervenciones humanitarias y la causa justa de guerra" de Teresa Santiago. La autora hace una presentación de un tema muy discutido en la actualidad entre los estudiosos de la guerra y la filosofía política de las relaciones interestatales. El problema al que se aboca la expositora puede ser planteado así: no obstante el domi­ nio del paradigma realista de las relaciones interestatales en el siglo recién concluido, así como el desarrollo del internacionalismo jurídico, en las últimas décadas ha surgido el problema de cómo juzgar las intervenciones llamadas "humanitarias", esto es, si se puede encontrar una justificación moral para intervenir moralmente en países (Estados) en los cuales se llevan a cabo violaciones sistemáticas a los derechos humanos, tales como persecución y exterminio de grupos sociales y genocidio. Desde luego, nos advierte la autora, que estas preguntas e inquietudes no surgen cual mero ejercicio teórico, sino del trauma que significaron para la comunidad internacional dos sucesos recientes: el bombardeo a Kosovo que, de igual forma, no detuvo los crímenes en masa, y el genocidio en Rwanda. Estos hechos terribles han llevado a plantearse la pregunta de si el principio de no intervención en los asuntos internos de un Estado puede estar por encima de los derechos fundamentales de las personas. Y el otro tema a discutir se refiere a qué tipo de normatividad es la propia de estas intervenciones militares con propósitos humanitarios. Algunos defensores de las intervenciones humanitarias apoyan sus argumentos en tesis del liberalismo político (por ejemplo, el filósofo argentino-norteamericano Fernando Tesón), mientras que otros prefieren recurrir a los principios de la doctrina de la causa justa de guerra, en su versión grociana. La autora hace una exposición de estas dos líneas argumentativas y también va señalando

En torno a la cuestión del "humanitarismo", lo que resalta de manera más evidente es la posibilidad de concebir que puede haber guerras que se libren con el exclusivo propósito de proteger los derechos humanos de ciuda­­danos de otro Estado. Frente a este tema, se adoptan casi siempre algunas de estas dos posturas: una que la autora llama "compatibilista", que se caracteriza por aceptar como concordantes los intereses nacionales (la razón de Estado), con propósitos humanitarios. La otra postura, como puede colegirse, es la que ve imposible que puedan ser compatibles ambos tipos de propósitos; los conciben como opuestos, e incluso contradic­to­ rios (adalid de esta postura es Noam Chomsky, mientras que en el otro bando se encuentra Chris Brown, un conocido especialista en estos temas). En la última parte de su escrito, Santiago se enfoca a exponer cuáles serían los principios de la doctrina de la causa justa de guerra que po­drían ser adoptados para las intervenciones humanitarias. De estos se van a destacar los que pertenecen al ius in bello o "leyes de la guerra", esto es, los que van dirigidos a la conducta y medios de la guerra. La autora coincide con el plan­teamiento de los teóricos que postulan condiciones "especiales" en los principios de contención para llevar a cabo guerras humanitarias, es decir, elevar las prohibiciones y límites de las reglas contenidas en los convenios internacionales para el trato al enemigo. Esto le permite llegar a una conclusión no definitiva, pero que parece apuntar hacia una actitud moralmente correcta acerca de las guerras del presente: las intervenciones huma­ nitarias deben de convertirse, eventualmente, en sucedáneas de las guerras convencionales porque en ellas se exige un entrenamiento especial para

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las dificultades a las que se enfrentan los defensores de las intervenciones humanitarias. Básicamente serían dos grupos de problemas: cómo entender el "humanitarismo" de estas guerras y, de otra parte, cómo dar salida a la crítica recurrente de parte de quienes están en contra de la guerra humanitaria, acerca de la inconsistencia de criterios para llevar a cabo dichas intervenciones.

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soldados y militares, así como el abandono gradual de los medios convencionales de guerra.

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Sin duda un autor relevante en el tema de la moral y el derecho, sus fundamentos, diferencias y vínculos, es Kant. A este autor paradigmático del pensamiento moderno ilustrado, están dedicados los siguientes capítulos de Moral y derecho. Doce ensayos filosóficos. Esta serie de textos que toman a Kant como referencia para discutir la relación entre moral y derecho, abre con un conocido trabajo de Thomas Pogge que se presenta en una versión caste­­llana actua­­lizada bajo el título: "¿Es la Rechtslehre de Kant un "liberalismo comprehensivo?" En él, Pogge se propone impugnar el cargo que Rawls hace a Kant de sostener un libera­ lismo comprehensivo, en contraste con un liberalismo político como el suyo. Una visión moral comprehensiva es aquella en la que el ideal de auto­ nomía tiene un papel regulativo para todas las cosas de la vida. Para Rawls, el mayor inconveniente de la filosofía kantiana radica en que la concepción de la justicia y el liberalismo propuestos por el pensador prusiano conducen a lo que Rawls denomina "el hecho de la opresión", el cual consiste en que sólo por el uso opresivo del poder del Estado pueden ser mantenidas dichas concepciones de la justicia y del liberalismo. Rawls desecha la filosofía política de Kant porque, según él, depende de las opiniones metafísicas y morales del pensador de Königsberg. Pogge recusa el cargo de Rawls y replica demostrando que el liberalismo propuesto por Kant en su Doctrina del derecho no es comprehensivo, es decir, no presupone ni la filosofía moral ni el idealismo trascendental y que su filosofía política no es dependiente de opiniones metafísicas o mora­ les. Con esa finalidad, se ocupa primeramente de hacer una serie de dis­ tinciones relevantes entre personalidad en general y personalidad moral. La primera representa el sentido amplio o débil de persona y designa a los sujetos cuyas acciones externas pueden serles imputadas como expresio-

El argumento de Pogge corre de la siguiente manera: la libertad externa de una persona se ve constreñida en la medida en que otras obstruyen las acciones que podría realizar. La libertad externa de una persona está segura en la medida en que las acciones obstructivas de otras personas sean obstruidas a su vez. De aquí se sigue que una pluralidad de personas puede tener seguridad para ejercer su libertad externa sólo si la libertad externa de cada una de las otras personas sea constreñida de manera consistente por la libertad externa constreñida de todas las otras. En efecto, como ya hemos visto, Kant define derecho como el conjunto de condiciones bajo las cuales la libertad externa de cualquier persona puede con­ciliarse con la de todas las otras, según una ley general de libertad. Esta ley general de liber­ tad consiste en un cuerpo de leyes que se aplican a todas las personas y que especifican con precisión lo que cada una puede, tiene y no tiene que hacer. En suma: derecho es un cuerpo de leyes que restringen la libertad externa de cada uno para garantizar la mutua compatibilidad de la liber­­ tad externa de todos. Una ley general hace que las decisiones de las personas se concilien sólo si es efectiva, es decir, si incluye mecanismos institucionales con autoridad para formular, promulgar, interpretar, aplicar e imponer efectivamente esa ley. El derecho tiene que ver sólo con la relación externa de las personas en la medida en que sus acciones pueden influirse mutuamente a fin de mantener seguros los dominios de la libertad externa de todas las personas, pero no legisla sobre los estados internos de ellas; legisla sólo sobre las acciones externas.

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nes de su voluntad. La segunda representa el sentido estricto o fuerte de persona y designa los sujetos cuyas acciones internas son susceptibles de imputación. La Doctrina de la virtud trabaja con el concepto estricto de personalidad moral y tiene que ver tanto con la libertad externa como interna. En contraste, la Doctrina del derecho trabaja con el concepto débil de personalidad y tiene que ver sólo con la libertad y las acciones externas.

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Según Pogge, podemos decir que para Kant el derecho es una condición jurídica en la que hay un cuerpo de leyes públicas estables que constriñen de manera predecible la libertad de cada persona, asegurando de este modo, de manera predecible, la libertad externa restringida de cada persona. En su propia interpretación de Kant, en la Doctrina del derecho emprende la tarea de mostrar si es posible y cómo debería ser establecido y mantenido el derecho. Esta tarea y no otra es lo que habrá de enten­derse por liberalismo kantiano. Señala que para Kant el derecho es cierta organización de un mundo de personas y su principio general posee dos formulaciones. En la primera Kant proporciona una condición sufi­ciente y necesaria para poder considerar una acción como lícita o justa, es decir, conforme a derecho; la segunda formulación autoriza a que se me obligue a actuar exteriormente de modo tal que mi libertad pueda con­ciliarse con la libertad de todos, según una ley general; tal autorización y obligación son de índole jurídica. Cuando el derecho no está tipificado, es decir, cuando toda­vía no se establece una condición jurídica o Estado de derecho, una conducta es lícita o justa sólo si anticipa una posible tipificación del derecho; en otras palabras, si procede de una máxima que tenga presente el deber de salir del estado natural y pasar a un Estado de derecho. La razón de este deber la encontramos en el concepto mismo de derecho, en el cual se iden­tifica la obligación de salir del estado natural con el permiso de ejer­ cer coacción para que se dé ese paso. En resumen: no es jurídicamente permisible negarse a cooperar con otros en vistas al esta­blecimiento del Estado de derecho. En el Estado de derecho todas las acciones se dividen en justas o jurídicamente permisibles y en injustas o jurídicamente no permisibles. Las acciones coercitivas son permisibles si y sólo si obstruyen una acción no permisible. En otras palabras, no es permisible obstruir acciones permisibles. Esto significa que la condición jurídica o Estado de derecho excluye todas las condiciones que no contribuyen al mantenimiento y seguridad de la libertad externa de todos. Conforme a lo anterior, se entenderá por

Ahora bien, estar dispuesto a preferir una conducta jurídicamente permisible en lugar de una no permisible es algo que hará que otros desa­ rrollen la misma preferencia puesto que saben que no vamos a permitir que se obstruya nuestra conducta permisible. Así pues, se verán fortalecidos los dominios mutuamente seguros de libertad externa restringida. Debemos intentar alcanzar una condición jurídica puesto que nos interesa asegurar nuestra libertad externa; en efecto, cuando el derecho está tipificado, las restricciones impuestas a la libertad externa son regulares y predecibles; de esa manera se crea un espacio claramente definido de opciones seguras y a salvo de las acciones obstructivas de las demás personas. Es así que la condición jurídica o el Estado de derecho es superior y preferible al estado de naturaleza porque nos permite asegurar nuestra liber­tad. En efecto, si la persona es definida por su capacidad para elegir sus conductas, entonces el ejercer dicha capacidad de la manera más plena posi­ ble, es un interés que necesariamente tienen las personas. En otras palabras, en cuanto agentes no queremos que nuestra conducta esté determinada por las decisiones que otros nos imponen coercitivamente. Con­tribuir al establecimiento y mantenimiento del Estado de derecho es algo frente a lo cual tenemos obligación moral y también es algo que nos conviene utilitariamente. Tenemos tanto motivos morales como egoístas para establecer y mantener una condición jurídica y estamos frente a una alternativa inclusiva; no es necesario elegir uno con exclusión del otro pues uno u otro motivo pueden conducirnos al establecimiento y mantenimiento de la condición jurídica. Así, para Pogge es claro que aceptar el Recht y la Consti­tu­ ción republicana, puede hacerse al margen de motivos o prácticas morales. Su conclusión es entonces la siguiente: los que aceptan la filosofía moral de Kant, deben aceptar también la Rechtslehre, pero de ahí no sigue que cualquiera que acepte su RL, tenga que aceptar su filosofía moral. Para Kant

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derecho el permiso para el uso de coerción contra la conducta no permisible si tal coerción equivale a prevenir o terminar con una transgresión.

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—en la interpretación de Pogge— su RL es la única que encaja con su filosofía moral. La moral implica el Recht, pero es una dependencia unilateral (i.e, no es en ambos sentidos) el fracaso del Recht, implicaría el fracaso de la moral, porque esta no se sostiene sin el Recht; pero de ello no se sigue que el Recht dependa de la moral o no pueda sostenerse sin ella.

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El siguiente texto "Tomar la ley en nuestras manos: Kant sobre el derecho a la revolución" de Christine Korsgaard, es un trabajo bien conocido por los especialistas en la materia, y que ahora se publica en su versión en castellano. El objetivo de la autora es mostrar los tres puntos de vista de Kant sobre la revolución, aparentemente paradójicos o excluyentes entre sí, que pueden, no obstante, tener sentido. Para Kant tenemos un derecho natural a nuestra libertad y este principio universal de justicia nos permite reclamar derechos a la propiedad de la tierra y de los objetos exteriores. No sería consistente con la libertad denegar la posibilidad de derechos a la propiedad. Cuando cada persona determina y hace cumplir sus propios derechos, el resultado es el desorden social; como éste último es contra­ rio a nues­­tros intereses, el pueblo se une transfiriendo su autoridad ejecutiva a un gobierno, formando así un orden político. Korsgaard señala, siguiendo en ello a Kant, que los deberes de justicia —a diferencia de los deberes de virtud— son deberes exteriores y capaces de hacerse cumplir coercitivamente; su meta constitutiva es la consecu­ ción de la libertad exterior. En cambio, los deberes de virtud son deberes interiores, no podemos forzar a la gente a que sea virtuosa porque la virtud es asunto de motivaciones y actitudes interiores; tampoco podemos forzar a la gente a que cumpla deberes de virtud porque no podemos contro­ lar los motivos de donde proceden sus actos; la meta constitutiva de los deberes de virtud es la consecución de la libertad interior o libertad de la voluntad. Los deberes de virtud surgen del mandamiento según el cual no sólo deberíamos hacer ciertas cosas, sino además hacerlas por razo­ nes morales: el deber mismo se convierte, así, en el incentivo o motor de nuestra acción.

Nuestra autora afirma que puede oponerse coerción a las vio­laciones del principio universal del derecho porque todo lo que puede conciliarse con la libertad universal es justo y la capacidad coercitiva de la ley es consti­ tutiva de su misma naturaleza. Los derechos en el estado de naturaleza son sólo provisionales porque la voluntad general no ha sido aún instituida mediante el establecimiento de una autoridad común que haga cumplir los derechos de todos y cada uno. Los litigios y reclamaciones de propiedad no pueden arreglarse por medio de una coerción unilateral, sólo mediante una coerción recíproca. El acto de hacer valer mi derecho implica el establecimiento de una condición jurídica y, por tanto, de una sociedad civil. En efecto, para Kant una condición jurídica puede existir sólo en una sociedad política. Pero vivir en una sociedad política no es sólo cosa de nuestro interés, además es un deber de justicia. Esto significa que otros tienen el derecho de exigirme vivir en sociedad política y yo, en reciprocidad, tengo el derecho de exigir mi membrecía en dicha sociedad pues quiero que mis derechos también se hagan valer. En otras palabras, podemos decir que la justicia es la condi­ ción en la que nos hemos garantizado recíprocamente nuestros derechos y que la justicia existe sólo donde hay gobierno. El gobierno está fundado en nuestra presunta voluntad de justicia. El Estado debe materializar la voluntad general del pueblo al hacer cumplir recíprocamente los derechos que constituyen la libertad de todos y cada uno. Para lograr esto, debe ser una república, es decir, un sistema representativo del pueblo. Dos son los rasgos característicos de una república: en primer lugar, tener una Constitución que establece la separación de poderes, y una legislación puesta en práctica por los representantes de los ciudadanos.

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Cumplir con los deberes de justicia debe hacerse por amor del deber mismo; de donde se sigue que la justicia es, ella misma, una virtud.

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Al igual que otros teóricos del Estado, Kant no afirma que éste tenga un origen contractual real y efectivo, sino que está fundado en un postulado. Esto es, "propiedad", "derecho" y "gobierno" no son conceptos sensibles o empíricos, sino conceptos normativos y morales, racionales e inteligi­bles. Así, empíricamente sólo podemos identificar, e. g., que una persona tiene ciertos objetos bajo su control o posesión o que unas personas gobiernan a otras. Sin embargo, para la praxis moral es esencial que tratemos estas relaciones empíricas como si tuvieran fuerza normativa porque sin gobierno no podemos tener ni derechos ni libertad. No podemos retroceder en el tiempo hasta el origen de la historia humana para investigar si una propiedad o un gobierno son legítimos. Lo que debemos hacer es tratar de que de ahora en adelante las propiedades y los gobiernos lo sean. Ahora bien, sabemos que ningún gobierno existente corresponde adecuadamente a la idea de gobierno; ningún gobierno alcanza el ideal; todos los gobiernos son aproximaciones y partícipes imperfectos de la forma de justicia dada por el ideal de república. Lo que da unidad a un pueblo son los procedimientos, mismos que hacen posible la decisión y la acción colectiva y le dan una voluntad general. Dondequiera que veamos tal acuerdo, estaremos frente a una realización empírica imperfecta de la forma de justicia, de la idea de una voluntad gene­ral. Tales procedimientos le confieren normatividad a los resultados reales y efectivos que se derivan de ellos. No podemos ignorar los resul­ tados de tales procedimientos y debemos respaldarlos pues si consideramos que dichos procedimientos son sustantivamente erróneos, entonces todavía nos encontramos en el estado de naturaleza. Si el gobierno es el representante de la voluntad general, rebelarse es oponerse a la voluntad general y disolver la condición jurídica. En efecto, vivir en una sociedad política no es un simple remedio a la incomodidad, sino un deber de justicia. El problema surge porque la voluntad general del pueblo tiene que estar genuinamente representada. Es decir: el pueblo

Así pues, es un deber el no rebelarse, un deber de justicia. Esto significa que su violación es punible y, por ende, que se puede exigir coercitivamente su cumplimiento. Pero esto no significa que no se pueda reclamar el derecho y el deber moral a la revolución. El revolucionario de concien­ ­cia es alguien que es parte de la comunidad política pero que objeta sus acciones en cuanto éstas han excluido a otros de la plena ciudadanía por razones arbitrarias. Ciertamente la persona justa respeta los derechos de la humanidad y por esa razón también respeta el gobierno y el Estado de derecho que hacen posible que tales prerrogativas se hagan cumplir. Pero esto no implica que jamás se rebelará y nunca querrá, bajo ningún caso, oponerse al gobierno existente actualmente. La justicia existe para preservar los derechos y libertad de todos y cada uno, pero los proce­ dimientos judiciales pueden ser usados contra esos mismos fines y la ley se puede volver contra los derechos que debe proteger. Kant era especialmente sensible a esa especial clase de horror asociada con el escarnio de la justicia, es decir, cuando los órganos de justicia son usados para refor­ zar la injusticia, cuando lo que debería ser el recurso de los oprimidos es la herramienta misma con la que el opresor arrincona al indefenso. En este caso, se hace de la ilegalidad misma una especie de ley; un acto malo se presenta exteriormente como legal y se quiere el mal como ley; las mismas instituciones cuyo propósito es hacer efectivos los derechos humanos son

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tiene que hablar por medio del representante que tenga su mandato. Así pues, una revolución puede ser legítima sólo si está de acuerdo con la voluntad general, pero tendríamos que establecer los mecanismos para saber qué es realmente conforme a la voluntad general. El pueblo puede dar su mandato sólo por medio de una voz debidamente constituida, es decir, el gobierno. Se puede conceder que un régimen actualmente exis­ tente no representa la voluntad general del pueblo; en este caso la voluntad general ha perdido su voz y sólo hay dos modos de hacerla hablar otra vez. Uno es que el pueblo consiga unanimidad real y efectiva. El otro es la elección aleatoria de un representante.

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usadas para pisotearlos. Cuando esto ocurre, se ha subvertido la justicia y entonces la virtud de la justicia también se volteará contra sí misma. El deber de velar por los derechos de la humanidad hace implosión cuando tratamos de actuar conforme a él en un mundo injusto.

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El revolucionario moral se percata de que los procedimientos de justicia son importantes porque sin ellos no hay justicia del todo y que las imperfecciones del estado actual de cosas no son excusa para hacer la revo­ lución; si lo fueran, la revolución siempre sería lícita. La diferencia entre justi­ cia imperfecta y justicia pervertida es un asunto de puro juicio; esto significa que no hay criterio o parámetro para decidir cuándo la imperfección se ha vuelto perversión; la moralidad deja de orientarnos y ya no puede decirnos cuándo hay que respaldar a la ley moral a fin de asegurar que el mundo siga siendo un lugar en el que pueda florecer la moralidad. Así pues, el revolucionario no puede clamar que tiene una justificación y su decisión implica necesariamente caminar fuera de la ley; es como si abriera una brecha en la que va solo y por su cuenta y riesgo; está haciendo algo incorrecto y sólo puede ser justificado si alcanza el éxito buscado. En el trabajo de Alejandro Vigo: "La concepción kantiana del derecho natural" se destaca cómo la enorme potencia y notable originalidad del pro­­ yecto filosófico kantiano impide encasillarlo bajo ninguna de las rúbricas de la tradición filosófica precedente ni de la modernidad. Dicho proyecto incorpora elementos y motivos centrales de las corrientes filosóficas de su tiempo en una recontextualización que apunta no sólo a conservar y asimilar sino también a superar tales elementos y motivos. Esto es lo que ocurre, e. g., con la idea de pacto originario y con la noción de dere­cho natural, de modo que no es posible caracterizar la posición kantiana como contractualista ni como iusnaturalista en el sentido habitual de los tér­ minos. Vigo se centrará en la noción de derecho natural; él considera que a pesar de que tal noción no es el principio que fundamenta la doctrina kantiana del derecho, desempeña una función imprescindible, toda vez que

La recepción de la noción de derecho natural que Kant lleva a cabo en su doctrina del derecho sólo puede comprenderse en su orientación básica y en su genuino alcance, si se considera adecuadamente el peculiar contexto sistemático en el que queda inserta desde un comienzo. Dadas las premisas más generales de su filosofía crítica y, en particular, dados los puntos de partida básicos del peculiar modelo de fundamentación de la ética que desarrolla en Grundlegung y en KpV, Kant tiene vedado de antemano todo posible intento de adentrarse por los caminos transitados más habitualmente por las concepciones iusnaturalistas elaboradas en la tradición filosófica precedente. En efecto, ni la referencia a la naturaleza como un todo, ni tampoco la referencia a la naturaleza humana como tal, pueden proveer el punto de partida de la concepción kantiana, en la medida en que ésta pretende alcanzar una fundamentación apriorística, que no dependa en su validez de constataciones de hecho referidas a los objetos de la expe­ riencia sensible. No menos cierto es, sin embargo, que la propia concepción kantiana tampoco puede prescindir de todo tipo de punto de partida fáctico. Y, como es sabido, el propio Kant remite aquí a la existencia de un cierto factum de la razón, vinculado indisolublemente con la concien­cia (Bewußtsein) de la libertad de la voluntad, a través de la cual la razón pone efectivamente de manifiesto en nosotros mismos su carácter práctico (cf. KpV, p. 42). De este modo, Kant señala hacia una dimensión originaria de familiaridad del agente humano con su propia naturaleza racional. Ésta provee el punto de partida no sólo para toda posible experiencia de la morali­ dad —que, en su núcleo último, no puede verse, entonces, sino como una peculiar forma de autoexperiencia—, sino también, posteriormente, para toda posible indagación filosófica acerca de la estructura y los presupuestos de tal autoexperiencia. La apelación a la noción de naturaleza racional resulta esencial dentro del modelo de fundamentación que Kant elabora, a la hora de dar cuenta

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la ley universal de todo derecho constituye la formulación específicamente jurídica del imperativo categórico.

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del origen y la legitimidad de las pretensiones de validez que, tanto en el ámbito moral como en el jurídico, plantea la razón en su uso práctico. Pero sería, sin más, un grave error de apreciación ver en dicha apelación sólo el recurso a lo que sería un punto de partida axiomático, dentro de un modelo de corte pretendidamente deductivo. Más allá de lo que pueda sugerir la apariencia superficial del modo en el que Kant expone su posición en obras como KpV y Rechtslehre, lo cierto es que en el punto de partida del propio discurso crítico-trascendental sobre los fundamentos de la moralidad y el derecho no se encuentran meros enunciados, sino, más bien, una peculiar autoexperiencia del agente racional, a través de la cual éste accede a su propia autonomía, precisamente como ser dotado de razón. El propio discurso crítico-trascendental lleva, a su vez, a poner de mani­fiesto el hecho de que es en la propia naturaleza racional donde ha de situarse, en definitiva, no sólo la fuente última de las exigencias incondicionadas de la moralidad y el derecho, sino también el genuino destinatario al que tales exigencias van dirigidas. Dicho discurso presenta, pues, la forma de una expresa vuelta reflexiva de la razón sobre sí misma, por medio de la cual ésta queda finalmente esclarecida sobre su propia posición central dentro del orden que corresponde a lo que Kant denomina un "reino de los fines". Y esta vuelta reflexiva expresa de la razón sobre sí misma, tal como acontece a través de la elucidación filosófica, no hace a su vez sino reproducir, en el plano de la consideración temática, la apelación implícita que la propia razón hace a sí misma, incluso ya en plano correspondiente a la experiencia prefilosófica, allí donde intenta hacer justicia en concreto a las exigencias de la moralidad y el derecho. Kant fue lo suficientemente realista para señalar el principio que esta­ blece la prioridad del derecho natural frente a todo ordenamiento jurídico positivo; no permite evitar, por sí sólo, la existencia efectiva de regímenes jurídicos injustos; también señaló que no existe un mecanismo jurídico concreto que pueda hacer imposible la existencia de abusos. Sin embargo, el principio de prioridad del derecho natural frente a todo ordenamiento

"La vinculación entre derecho y moral: la presencia de Kant en la discu­ sión contemporánea", de Dulce María Granja, está dedicado a mostrar la importancia y vigencia de la discusión acerca de la separación o no separación de ambos órdenes normativos. Se propone ir en busca de las razones que pueden ser esgrimidas para probar que si bien estos dos sistemas de normas son diferentes (y se puede probar que lo son), no signi­fica la inexistencia de vínculos necesarios (no sólo históricos y contingentes). Pretende marcar distancia respecto de los autores positivistas, y ubicarse en la línea de razonamiento de Dworkin (discípulo y crítico de Hart) y Robert Alexy, quien considera a Aristóteles, Hobbes y Kant, los tres grandes filósofos del derecho. Para Alexy, nadie mejor que Kant ha demostrado que la pregunta ¿qué es el derecho? es una pregunta filosófica y ha proporcio­nado las guías para el desarrollo del concepto viable de carácter no positi­vis­ta. Dulce María Granja desarrolla su argumento en tres pasos: 1. El principio supremo de la moral; 2 El principio supremo del derecho, y 3. La nece­sidad de la vinculación entre moral y derecho. El punto de partida para probar el principio supremo de la moral es aceptar la tesis kantiana de que la moral tiene que ser justificada racionalmente pues, de lo contrario, lo que sentimos como obligación moral sería

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jurídico positivo posee una importancia decisiva en la medida en que se considera pauta imprescindi­ble de enjuiciamiento cuando se trata de generar nuevas instituciones y dar validez a sus pretensiones de legitimidad. De este modo, Vigo logra mos­trar cómo la noción de derecho natural desem­peña en la filosofía kantiana una función de carácter crítico-reflexivo de fundamental importancia para someter a enjuiciamiento, desde el punto de vista normativo, todo posible ordenamiento de derecho positivo. Asimismo destaca que, de acuerdo con Kant, de los principios del derecho natural no se sigue en concreto ningún ordenamiento jurídico positivo, toda vez que en éste interviene, además, un amplio conjunto de consideraciones empíricas referidas a personas, circunstancias, tiempo, lugar, etcétera, a las que habrá de referirse dicho ordenamiento.

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tan sólo una apariencia que con facilidad podría quedar anulada. Esta justificación racional, nos dice Dulce María Granja, comprende dos argumentos desarrollados por Kant desde la Grundlegung: "mostrar que las exigencias morales son exigencias racionales y que por ello es posible unir el con­ cepto de ley moral con el de agente racional". A su vez, entendemos por agente racional, aquél capaz de dar razón de sus actos y, en esa justificación, al mismo tiempo, está dado el reconocimiento de que su conducta puede ser guiada por principios. De aquí que el agente pueda ser capaz de cuestionar todos los principios que determinan sus acciones; y es así también que hallará que sólo hay un principio que no puede ser cuestionado, a menos que estemos dispuestos a renunciar al carácter racional de la ley moral, esto es, a la racionalidad práctica. Este principio es el que se expresa en las distintas formulaciones del imperativo categórico. En tanto agentes autónomos nos sometemos, libremente, al juicio de tal imperativo o, lo que es lo mismo, al juicio de nuestra propia razón práctica, lo que nos pone en el camino de alcanzar el fin último de la moralidad que es la bondad. Nuestra autora pasa al segundo momento de su argumento general, dedicado al principio general del derecho. Después de ubicar a Kant en la tradición contractualista de Hobbes y Rousseau, aunque siempre seña­ lando la capacidad innovadora y articuladora del propio sistema kantiano, advierte que el principio general del derecho está referido exclusivamente a las acciones que repercuten en la vida en comunidad, esto es, aquellas que dependen de máximas que rebasan el ámbito personal y pueden ser sancionadas conforme a lo acordado por los demás miembros de una socie­ dad organizada. "Tal principio universal establece que es lícita cualquier acción cuya máxima posibilita la coexistencia de la libertad del arbitrio de una per­sona cualquiera con la libertad de los demás". Esta caracterización kantiana del principio del derecho (y, por ende, de la justicia), puede ser parafraseada como el principio que permite la coexistencia de las libertades individuales bajo leyes generales. En este caso, también la razón práctica es la

Por último, tenemos el argumento a favor de la necesidad de vincu­ lación entre derecho y moral. Con sumo cuidado, Granja acomete la tarea de precisar los conceptos principales de la doctrina del derecho y de la meta­ física de las costumbres: distintas acepciones de derecho y de deberes. La doctrina del derecho, se ocupa, sin embargo, sólo del derecho natural y no del derecho positivo, pues su fundamento es meramente racional, esto es, a priori; recordemos que también Kant desarrolló una doctrina de la virtud, que incluye deberes y, por tanto, los deberes morales y los jurídi­ cos, los cuales obedecen a distintos tipos de legislación (i.e, lo que liga los móviles con la ley): la legislación ética nunca es exterior; la legislación jurí­ dica sí puede ser exterior. Con todos estos elementos dispuestos por la autora, está en posi­bilidad de establecer que el vínculo entre moral y derecho está dado por su fuente y origen común: la razón. Lo que distingue a ambos sistemas normativos es el tipo de legislación. Sin embargo, para

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fuente de donde emana la posibilidad y legitimidad de derecho. El agente racional reconoce la obligación de someterse a la norma jurídica para, con ello, garantizar el espacio de su libertad, y el de todos los demás agentes, que no es ni mayor ni menor. Este principio queda establecido y garantizado en las constituciones civiles de las comunidades que se organizan política­ mente con base en un acuerdo o voluntad general. Nos señala también la autora que para Kant existe en todo sistema de derecho un único derecho nativo que todo individuo posee por su mera condición de ser humano: la libertad misma, "en el sentido de la independencia respecto de la constric­ ción proveniente de otros". Para Kant también existe una distinción entre "ley natural" y "ley positiva", siendo esta última el conjunto de normas u ordenamientos cuyos contenidos no se siguen de manera necesaria del principio general del derecho. Es decir, estas leyes positivas no están pre­ determinadas, sino que son históricas y contingentes. Sólo el principio gene­ ral del derecho al que ya se aludió tiene un carácter necesario en toda organización civil.

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ambas existe un principio común, un concepto universal de razón pura práctica que tiene como meta el ejercicio de la libertad (no la felicidad), conforme a una ley universal.

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Cierra el volumen un texto de Jacinto Rivera del Rosal, "Ser y deber ser. Los cuatro ámbitos de la ética", en el cual se ocupa de ir acotando poco a poco el ámbito de la ética hasta llegar a delinear cuatro indicaciones bási­ cas de la misma. Señala que se entiende por ética la reflexión filosófica sobre el deber ser, esto es, sobre las acciones libres que hemos de hacer o dejar hacer. La ética, apunta Jacinto Rivera, se sitúa en las relaciones que las acciones libres tienen consigo mismas y de las cuales cabe distinguir tres esferas también relacionadas entre sí: la ética, el derecho y la política. Esta última es la organización concreta de la vida común en cuanto tal. El derecho son las normas que se da a sí misma una comunidad y que confieren legitimidad a la acción política. A su vez, el derecho ha de estar regido por prin­cipios morales racionales, desde los cuales podemos y debemos criticar las normas jurídicas y las decisiones políticas. Estos principios morales se pueden englobar en la noción de justicia. Las acciones libres para hacer justicia tienen que ajustarse al ser, más específicamente, a los diversos modos de decir el ser, al que puede dársele el nombre de virtud. Siguiendo la enseñanza heideggeriana (y aristotélica) según la cual el ser se dice de varias maneras, y aplicándola al tema de la ética, afirma Jacinto Rivera, podemos distinguir cuatro principales modos de "ser" que requieren ser con­si­de­ra­ dos y tratados de diferente forma: la libertad, las cosas, los seres vivos y Dios. Que, a su vez, nos proporcionan cuatro indicaciones básicas de la ética que unen ser y deber ser. De la libertad se puede decir que es la ousía o realidad primera de la ética: ella abre el campo de lo ético y es en relación con ella que todo lo demás puede tener significado ético. La libertad se pre­ senta como realidad originaria, lo que implica tres cosas: que la libertad se entiende a sí misma como la responsable de las acciones libres, es "conciencia moral" o "razón"; sólo los seres dotados de esa forma de conciencia reflexiva son capaces de tomar en consideración lo que significan los derechos

Damos paso a los textos mismos para que el lector se forme su propio juicio, no sin antes agradecer a todos los autores que generosa­ mente enviaron su contribución para ser incorporada a este libro. Estamos

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y los deberes. En segundo lugar, la libertad, pensada como tarea que ha de llevarse a cabo por sí misma como deber ser. Y en tercer lugar, la libertad manifiesta una finitud o temporalidad que involucra lo otro de sí, a saber, el propio cuerpo, el mundo y la comunidad de seres racionales no manipu­ lables, no tratables como meras cosas. Pasando al modo de ser de las cosas, Rivera señala que el modo de ser de la libertad en este ámbito se comprende contraponiéndolo a lo no libre; este último es el ámbito de lo utilizable, lo manipulable, lo usable.Tener o poseer es un requisito indispensable para podernos realizar como seres libres, pero no debe tomarse como el fin último de la existencia; verlo así significa cometer un error ético y onto­ lógico. Debemos cuidar lo material, es decir, tenemos un deber para con las cosas, no sólo moral sino jurídico, y en última instancia político, lo que nos lleva a considerar la importancia de administrar los recursos naturales para las siguientes generaciones. Este autor también considera un modo de ser intermedio entre la libertad y las cosas, a saber, los seres vivos, especial­ mente los animales superiores. Con relación a este modo específico de ser también reacciona nuestra capacidad de consideración moral respecto de todo lo natural que nos rodea y de nosotros mismos —nuestro cuerpo por ejemplo— relacionándolo con el origen común del cual viene todo lo real. Esta manera de reflexionar y de vernos nos pone en posibilidad de pasar a un ecologismo fuerte y no meramente instrumental. Como último punto de su recorrido, Rivera del Rosal hace una revisión de nuestra intimidad con lo divino. Destaca las antinomias irresolubles que han surgido por los intentos filosóficos de concebir a Dios y, frente a ellas, nos percatamos de que surgen como resultado de una mala comprensión ontoló­gica de lo divino. Señala un posible camino para acercarse a la divinidad a través de las manifestaciones artísticas cuyo tema es lo religioso, siempre y cuando las tomemos como metáforas, mas no como conceptos.

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seguras que todos y cada uno de los artículos resultarán de interés para quienes practican o simplemente valoran el trabajo del filósofo. Y aunque pudiera resultar pretencioso, también nos gustaría que esta obra contribuyera de algún modo a reforzar la idea de que sólo en un mundo en donde tengamos fundamentos sólidos como base de nuestras normas jurídicas y morales, que al mismo tiempo nos permitan actuar como seres libres y res­ ponsables, podremos tener esperanzas de un mejor futuro. México, D.F., abril de 2011

I. Una versión ‘débil’ de la relación entre derecho y moral. Hart y la polémica con Fuller, Devlin y Dworkin

Rodolfo Vázquez*

* Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Licenciado en Derecho por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores y del Colegio de Bioética. Becario del CONACYT y de la John Simon Guggenheim Foundation (2005). Profesor de tiempo completo en el Departamento Académico de Derecho del ITAM donde imparte las materias de Teoría del Derecho, Metodología Jurídica y Filosofía del Derecho. Dirige con Ernesto Garzón Valdés la "Biblioteca de Ética, Filosofía del Derecho y Política"; y con José Ramón Cossío, la colección "Doctrina Jurídica Contemporánea", ambas editadas por Fontamara, México. Es fundador y miembro del consejo editorial de la revista Isonomía. Entre sus publicaciones cabe mencionar Educación liberal (1997), Liberalismo, estado de derecho y minorías (2001), Del aborto a la clonación (2004), Derecho, moral y poder (2005), Entre la libertad y la igualdad (2006) y Las fronteras morales del derecho (2009).

l debate más interesante en torno a las relaciones entre derecho y moral, desde los años sesenta hasta nuestros días, no se ha dado entre los defensores de las versiones fuertes de las tesis de la vinculación o de la separación —por ejemplo, jusnaturalismo y positivismo exagerados o ideo­ lógicos— sino entre los que defienden las versiones débiles. He escogido el pensamiento de Hart porque creo que a partir de su obra y de la polé­ mica generada en torno a la misma se puede ilustrar, en todo su alcance, el debate contemporáneo precisamente en tales vertientes débiles. Como veremos, aun cuando el propósito de Hart, hasta sus últimos escritos, ha sido el de mantenerse en las filas de los que sostienen la tesis de la separa­ ción entre derecho y moral, su pensamiento se ha prestado también a inter­ pretaciones que lo acercan también a la tesis de la vinculación. Quizás esta posible ambigüedad haga más atractiva la propuesta de Hart. Centraré mi atención en cinco textos de Hart: 1. "El positivismo jurídico y la separación entre el derecho y la moral"; 1 2. El concepto de derecho;2 3. Law, Liberty and

1 Harvard Law Review, 1958. Traducción de Genaro Carrió, en H.L.A. Hart: Derecho y moral. Contribuciones a su análisis, Depalma, Buenos Aires, 1962. 2 Oxford, 1961. Traducción de Genaro Carrió, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1963.

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Morality;3 4. Crítica del libro de Lon Fuller, The Morality of Law4 y 5. "Post scriptum al concepto de derecho."5 Con respecto al Concepto de derecho tomaré en consideración casi exclusivamente los capítulos V y IX. El pri­ mero de ellos, junto con el "Post scriptum", relativo a la polémica con Ronald Dworkin. El capítulo IX, con el propósito de desarrollar tres ideas rele­ vantes en su pensamiento: el "punto de vista interno", el "contenido mínimo de derecho natural" y las relaciones entre "validez jurídica y valor moral". Estoy consciente de que al hacer esta selección dejo fuera textos que sin duda ayudarían a una comprensión más cabal del problema sobre las relaciones entre el derecho y la moral, pero que quedarán por el momento, en todo caso, para un análisis posterior. Me refiero, por ejemplo a: "¿Hay derechos naturales?" de 1955; "Obligación jurídica y obligación moral" de 1958; "Social solidarity and the Enforcement of Morality", de 1967; y otros tantos relacionados con el pensamiento de Bentham o con el problema del castigo y la responsabilidad penal.6 Con respecto a los textos que anali­zaré, se abordarán tres polémicas que ocuparon la atención de Hart. Dos de ellas desde fines de los cincuenta hasta los primeros años de los sesenta —me refiero a las polémicas con Lon Fuller y Patrick Devlin— y una de ellas desde fines de los sesenta hasta sus últimos años —me refiero a la que sostuvo con Ronald Dworkin—.

I. El positivismo jurídico y la separación entre el derecho y la moral Dentro de la tradición positivista anglosajona (Bentham, Austin) se ha insis­ tido en la distinción conceptual entre derecho y moral. Estos autores distin­ Oxford, 1963. "Lon L. Fuller : The Morality of Law (first published 1965)" en H.L.A: Har t, Essays in Jurisprudence and Philosophy, Clarendon Press, Oxford, 1983. 5 Oxford, 1994. Traducción de Rolando Tamayo y Salmorán, UNAM, México, 2000. 6 "Sobre la noción de responsabilidad en Hart", véase Pablo Larrañaga, El concepto de responsabilidad en la teoría contemporánea del derecho, Fontamara, México, 2000, pp. 85-189. 3 4

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guían nítidamente entre el derecho que es y el derecho que debe ser, sin que ello significara dejar de trabajar por una sociedad mejor y por mejores leyes. Más aún, en ningún momento tal distinción comprometía con el rechazo de los elementos propios de una Estado de derecho (Rechtsstaat): así para Bentham el Estado de derecho supone la salvaguarda de la libertad de expresión, de prensa, el derecho de asociación, la publicidad de las leyes, el control de la administración pública, la importancia del principio de lega­ lidad, etcétera. Tal distinción, por el contrario evita serios problemas como, por ejemplo, la confusión entre el discurso descriptivo y el discurso prescriptivo. Por otra parte, aquellos viejos positivistas nunca negaron la coincidencia frecuente entre los órdenes jurídico y moral. Entre ambos existe un nexo fáctico: las expresiones jurídicas a menudo expresan prin­ cipios morales; los propios tribunales pueden hallarse jurídicamente obliga­ dos a decidir de acuerdo a lo que consideran mejor y más justo desde el punto de vista moral. En términos de Hart:

5 [...] aunque existen numerosas e importantes conexiones entre el derecho y la moralidad, de modo que frecuentemente hay una coincidencia o sola­ pamiento ‘de facto’ entre el derecho de algún sistema y las exigencias de la moralidad, tales conexiones son contingentes, no necesarias lógica ni conceptualmente.7

Y en otro lugar, refiriéndose a las obligaciones jurídicas y mora­les, afirma: En los términos de mi nueva teoría, las obligaciones jurídicas existen cuando las demandas y la presión social están legitimadas por reglas jurí­ dicas positivas, mientras que las obligaciones morales existen cuando están legitimadas por reglas o principios morales. Aunque lo que es jurídicamente

7 Herbert Hart, "El nuevo desafío al positivismo jurídico", en Sistema, No. 36, conferencia dictada por H. Hart en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, en octubre de 1979.

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obligatorio puede ser también y es a menudo moralmente obligatorio, sus conexiones, cuando sucede así, no son necesarias ni conceptuales, sino contingentes.8

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Pero si bien Hart acepta la tesis de la separación entre moral y dere­ cho, se deslinda con respecto a otras, propias del positivismo utilitarista y del positivismo formalista. Hart identifica cinco significados de "positivismo": a) La pretensión de que no existe conexión necesaria entre el derecho y la moral (ya señalada). b) La pretensión de que el análisis (o estudio del significado) de los con­ ceptos jurídicos es algo que vale la pena hacer y algo que debe ser diferenciado de las indagaciones históricas sobre las causas u orí­ genes de las normas, de las indagaciones sobre la relación entre el derecho y otros fenómenos sociales, y de la crítica o evaluación del derecho, ya sea en términos de moral, objetivos sociales, u otros. c) La pretensión de que las leyes son órdenes de seres humanos (teoría imperativa de las normas). d) La pretensión de que un sistema jurídico es un "sistema lógicamente cerrado" en el que las decisiones jurídicas correctas pueden ser dedu­ cidas de normas jurídicas predeterminadas por medios lógicos, sin referencia a propósitos sociales, estándares morales o líneas de orien­ tación. e) La pretensión de que los juicios morales no pueden ser estableci­ dos o defendidos, como lo son los juicios de hecho, por argumentos, pruebas o demostraciones racionales (teorías no cognoscitivistas). Austin, por ejemplo, aceptaría los tres primeros significados de posi­ tivismo, pero rechazaría los dos últimos; Hart aceptaría con Austin a) y b) y

8 "Entrevista de Juan Ramón de Páramo a H. L. A. Hart", en Doxa, No. 5, Universidad de Alicante, 1988, p. 345. He citado este texto y el anterior con la intención, también, de subrayar que la tesis de la separación lógica entre derecho y moral ha sido, o ha pretendido ser, una constante en el pensamiento de Hart.

Véase Juan Ramón de Páramo, H.L.A. Hart y la teoría analítica del derecho, Centro de Estudios Constitucio­ nales, Madrid, 1984, pp. 341-342. 9

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el rechazo de d), pero se aparta con respecto a c) y propone una posición intermedia entre el cognoscitivismo y el no cognoscitivismo. Veamos algu­ nos de estos significados con más detalle. Por lo que respecta al mé­todo analítico (b), Hart no se detiene demasiado en justificar las bonda­des del mismo, que da por supuestas, destacando su importancia a partir de Bentham y Austin. La crítica a la teoría imperativa (c) ocupa más su aten­ ción y, como se sabe, quedará plenamente desarrollada y criticada en los capítulos II, III y IV de El concepto de derecho. En síntesis para Hart la teoría imperativa es limitada e insuficiente porque: 1) Si seguimos la teoría impe­ rativa no podemos concebir una legislatura cambiante como un grupo de personas habitualmente obedecidas. 2) El legislador crea derechos que especifican los procedimientos básicos de la propia legislación y estas reglas no son órdenes habitualmente obedecidas. 3) Para Austin, en los Esta­ dos Uni­dos el derecho estaba constituido por las órdenes emanadas de los repre­sentantes del cuerpo electoral: esta idea desbarata la concepción del soberano como entidad fuera del derecho habitualmente obedecido por la mayoría de la población; el cuerpo electoral, al constituirse en soberano, cae en la contradicción de obedecerse a sí mismo; en este caso, la "mayoría" obedece a la "mayoría". 4) La concepción imperativa omite distinciones entre reglas jurídicas que son de hecho radicalmente diferentes: por ejem­ plo, entre reglas que imponen deberes y reglas que confieren potesta­des, pretensiones y derechos.9 Para Hart, la crítica de la teoría imperativa no trae como consecuencia la tesis de la unión conceptual entre el derecho y la moral. Esta conclusión separa a Hart de aquellos pensadores que, como Lon Fuller, piensan que al rechazar la teoría imperativa del derecho sos­ tienen que las reglas de un sistema jurídico deben estar necesaria­mente conectadas con reglas morales o con principios sustantivos de jus­ticia. Con respecto a la pretensión de un sistema jurídico lógicamente cerrado (d) piensa Hart que la acusación que se hace al positivismo de formalista es

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infundada. Al menos no es aplicable ni a Bentham ni a Austin, quienes acep­ taban el carácter polisémico del lenguaje, su vaguedad o "textura bierta". "La concepción formalista de la decisión judicial, piensa Hart, corresponde más bien a filósofos jusnaturalistas que partiendo de Montesquieu, ter­ minan en la ‘ficción infantil’ de Blackstone de que los jueces sólo ‘declaran’ y nunca ‘crean’ derecho". Ésta es la misma crítica que los realistas america­ nos dirigieron a los formalistas arribando a la conclusión de que la interpreta­ ción judicial de casos controvertidos implica una conexión necesaria entre derecho y moral. Piensa Hart que esta conclusión no se sigue. El hecho de que el juez decida pensando en cierto tipo de propósitos sociales o mora­ les no implica la negación de la distinción entre el derecho que es y el dere­ cho que debe ser. Si se unieran habría que acep­tar la identificación de la decisión racional del juez con la decisión justificada moralmente. Hart rechaza esta identificación. Para él "debe" implica solamente la existencia de un patrón que puede ser moral, pero también social o político, o incluso inmoral: bajo un régimen de dictadura, por ejemplo, las decisiones judicia­ les pueden estar orientadas a preservar con efectivi­dad la tiranía del Estado. No basta invocar los errores del formalismo para demostrar la falsedad de la tesis que distingue entre el derecho que socialmente es y el derecho que moralmente debiera ser. Por último, con respecto a una metaética no cognoscitivista (e), Hart disipa una posible confusión entre la tesis principal de su ensayo y la adop­ ción de teorías éticas relativistas, subjetivistas o, en general, no cognosciti­ vistas. Austin, como dijimos, rechazó el no cognoscitivismo mientras que Kelsen lo aceptó. Lo importante para Hart es que de la adopción de tales teorías éticas no se sigue ninguna consecuencia directa para el problema de la conexión entre el derecho que socialmente existe y el derecho que debe ser. La única diferencia que podría darse es que si, por ejemplo, se adoptan teorías éticas contrarias —es decir, objetivistas y cognosci­ tivas—, la iniquidad de las normas podría ser demostrada. Pero la demos­

tración misma no probaría que la norma es derecho o que no lo es. Nor­ mas jurídicas moralmente inicuas podrían seguir siendo normas jurídicas; y lo contrario, podría haber reglas con todas las calificaciones morales demos­ tradas y, sin embargo, no ser derecho.

En la última parte del texto comentado de Hart hay una alusión directa a Fuller. Éste replica a Hart en un ensayo publicado en el mismo número de la Harvard Law Review de 1958 —donde Hart publicó el suyo— bajo el título "Positivism and Fidelity to Law. A Replay to professor Hart". En 1964, Fuller publica su libro The Morality of Law y, al año siguiente, Hart escribe una reseña crítica del libro. No seguiré un orden cronológico en el debate sino un orden temático de acuerdo con los significados de positivismo que se han delineado en el apartado anterior. Hemos visto que Hart rechaza la teoría imperativa del derecho y que este rechazo no trae como consecuencia la aceptación de la tesis de la unión conceptual entre el derecho y la moral. Para Fuller, por el contra­ rio, la crítica y el abandono de la teoría imperativa y, por consiguiente, la justificación del ordenamiento jurídico en la aceptación de ciertas reglas fundamentales que especifican el procedimiento legislativo, implica una conexión conceptual entre el derecho y la moral. La eficacia del sistema jurídico deriva de una aceptación general de ciertas reglas, aceptación que en última instancia no deriva del propio derecho, sino de la moral, es decir, "en una apreciación de lo que es necesario y correcto". La noción de "acepta­ ción" implica para Fuller una noción moral que une conceptualmente el derecho y la moral. Regresaré sobre este punto en el siguiente apartado al comentar la tesis del "punto de vista interno" de Hart. Para los realistas americanos admitir la existencia de un núcleo de significado establecido y una zona de penumbra de incertidumbre interpretativa implicaba una inter­ sección necesaria entre derecho y moral. Para Fuller es imposible dividir la

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II. Polémica con Lon Fuller

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interpretación de las reglas jurídicas en tal distinción. La interpretación implica siempre un "deber ser", sin que podamos establecer un "es" fijo y constante. "A la luz de este ‘deber ser’ tenemos que decidir lo que la regla ‘es’". Digamos, siguiendo a Guastini, que Hart sostendría un cognosciti­ vismo en tanto admite la existencia de un núcleo de significado establecido y un decisionismo por lo que hace a la zona de penumbra.10 Fuller asumiría abiertamente una posición decisionista: "Afirmar que todas las cuestiones jurídicas están en la zona de ‘penumbra’, piensa Hart, es una obsesión tan extrema como la opuesta del formalismo". Pero aceptar el decisionismo en cuanto a la interpretación de las normas no compromete, como hemos visto en Hart, con un deber ser moral, mientras que sí lo hace para Fuller. Éste considera imposible la interpretación del "deber ser" en términos inmo­rales. Para él, el derecho posee una lógica interna de moralidad, racio­ nalidad, coherencia y generalidad que invalida cualquier "deber ser" inmo­ral: "Hart parece asumir que los propósitos injustos tienen tanta coherencia y lógica interna como los buenos. Yo... rechazo aceptar tal presuposición." Ante una norma injusta11 existe para Hart un doble conflicto entre dos tipos de obligación: por un lado, una obligación (jurídica) de obedecer al derecho y, por otro, una obligación (moral) que implica la desobediencia. En términos de Fernando Salmerón: 10 Véase Riccardo Guastini, "La interpretación. Objetos, conceptos y teorías", en Rodolfo Vázquez (comp.), Interpretación jurídica y decisión judicial, Fontamara, México, 1998, pp. 33-34. 11 Hart cita el siguiente caso: "En 1944 una mujer que quería deshacerse de su marido lo denunció a las autoridades por haber formulado observaciones injuriosas sobre Hitler, mientras se encontraba en su casa, en uso de licencia otorgada por el ejército alemán. La mujer no estaba obligada por la ley a denunciar al marido, aunque lo que éste había dicho aparentemente violaba ciertas leyes que calificaban de delito formular mani­ festaciones perjudiciales al gobierno del Tercer Reich o disminuir u obstaculizar por cualquier medio la defensa militar del pueblo alemán. El marido fue arrestado y condenado a muerte, por aplicación —parece— de esas leyes aunque no fue ejecutado sino enviado al frente. En 1949, la mujer fue procesada en un Tribunal de Alemania Occidental por un delito que nosotros llamaríamos ‘privación ilegal de la libertad’. Esto estaba previsto como delito por el Código Penal alemán de 1871, que había permanecido en vigor continuamente desde su sanción. La mujer alegó que la prisión del marido estaba de acuerdo con las leyes ‘nazis’ y que, por lo tanto, ella no había cometido ningún delito. El tribunal de apelaciones al que el caso finalmente llegó, declaró a la mujer culpable de provocar la privación de la libertad de su marido denunciándolo a los tribunales alemanes, aun cuando éste hubiera sido condenado por haber violado una ley, ya que, para citar las palabras de la corte, ‘dicha ley era con­ traria a la sana conciencia y al sentido de justicia de todos los seres humanos decentes’". El positivismo jurídico y la separación entre el derecho y la moral, pp. 46-47.

Para Fuller no hay conflicto ya que según su criterio el régimen nazi, al haber violado constantemente la "moral interna del derecho" (por ejem­ plo: el uso de leyes retroactivas, la ejecución de normas secretas, la violación de sus propias normas, etcétera) nunca tuvo ordenamiento jurídico algu­ no. El derecho, en la concepción de Fuller, lleva implícito la existencia de una moralidad interna, una especie de derecho natural procesal cuya inexis­ tencia implicaría, por definición, la no existencia del derecho. Tal moralidad interna del derecho implica, para Fuller, sus conocidas ocho exigencias: las normas jurídicas deben ser generales, promulgadas, no retroactivas, claras y comprensibles, libres de contradicciones; y no deberían exigir lo imposi­ ble, ni ser frecuentemente modificadas, ni ser incongruentes entre el dere­ cho y la acción oficial de administración y aplicación. Para Fuller estos ocho requisitos no derivan de principios de justicia o de otros principios morales externos que impliquen un contenido moral de las normas jurídicas, sino que son alcanzados únicamente en función de una consideración "realista" de lo que es necesario para lograr una ejecución eficaz del propósito de guiar la conducta humana por medio de reglas; es decir, derivan de la propia definición de derecho. Hart formula tres objeciones a esta idea de la mora­ lidad interna del derecho y sus exigencias. En primer lugar, esta calificación es ambigua ya que puede ser aplicada no sólo por juristas respecto del derecho, sino que puede ser igualmente aplicable a cualquier actividad regla­ da (como los juegos) en la que existan dos tipos de autoridad, una que crea

12 Fernando Salmerón, "Sobre moral y derecho. Apuntes para la historia de la controversia Hart-Dworkin", en Rodolfo Vázquez (comp.), Derecho y moral. Ensayos sobre un debate contemporáneo, p. 87.

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Hart vuelve a las fuentes del liberalismo para restar importancia al hecho social desnudo de las reglas jurídicas y levantar, en cambio, el lugar de la conciencia moral, que puede reconocer la existencia del derecho y, sin embargo, mantener abierta la cuestión acerca de si debe ser obedecido. Todavía más, al reconocer que el derecho no es la moralidad, el punto de vista liberal se fortalece, para impedir que intente suplantarla.12

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las reglas y otra que las aplica. En segundo lugar, esta calificación confunde la "actividad intencional" y el concepto de moralidad. La actividad intencional connota una serie de reglas y principios que no tienen por qué ser consti­ tutivos de moralidad. (Hart pone el ejemplo siguiente: siendo el envene­ namiento una actividad intencional, tiene, evidentemente, una serie de "prin­ cipios internos" para la consecución del buen arte de envenenar, sin que podamos llamarlos la "moral del envenenamiento"). En tercer lugar, los prin­ cipios de legalidad no aseguran en su ejercicio realizaciones y logros justos. El orden no es garantía del orden justo.

III. "Punto de vista interno", "contenido mínimo de derecho natural" y "validez jurídica y valor moral" 1. Sobre el "punto de vista interno" Decía que en la concepción de Fuller la idea de "aceptación" implica una noción moral que une conceptualmente el derecho con la moral. Fuller refiere esta noción básicamente a su teoría de la interpretación, pero también a la idea misma de eficacia del derecho. Quiero retomar este punto y relacionar la noción de "aceptación" en Fuller con una de las per­cepciones básicas de Hart y clave para la comprensión de su teoría del derecho: la idea de "punto de vista interno". Para Fuller la eficacia del sis­tema jurídico deriva de una apreciación de lo que es "necesario y correcto". Para Hart, el "punto de vista interno" ¿supone un punto de vista moral? Philip Soper y Ernesto Garzón Valdés responden afirmativamente y, por tanto, habría una relación necesaria entre moral y derecho. Argumenta Garzón Valdés en los siguientes términos: Se admite que la presencia de lo que H. L. A. Hart ha llamado ‘punto de vista interno’ es una condición necesaria para la existencia de un orden jurídico positivo. Este punto de vista tiene que ser distinguido, de acuerdo también

Apoyándose en algunos textos de Hart, Rolf Sartorius piensa que no se debe interpretar su posición como si se tratara de una adhesión a las reglas del sistema en sentido fuerte. La parte oficial bien podría cumplir con tales reglas por simple hábito, tradición o aburrimiento.14 Esta interpre­ tación podría desprenderse del siguiente texto de Hart: [Una] condición necesaria para la existencia de un poder coactivo es que algunos al menos tienen que cooperar en el sistema y aceptar sus reglas [...] pero no es [...] verdad que aquellos que aceptan el sistema voluntariamente tengan que concebirse a sí mismos como moralmente obligados a hacerlo [...]. En realidad, su adhesión al sistema puede estar basada en muchos cálcu­ ­los diferentes: cálculos de interés a largo plazo; falta de interés en los demás; y actitudes heredadas o tradicionales no reflexionadas; o el simple deseo de actuar como los demás. En verdad no hay razón por la cual quienes aceptan la autoridad del sistema deberían no examinar su conciencia y decidir que, moralmente, no deberían aceptarla; sin embargo, por una variedad de razo­ nes, continúan haciéndolo.15

A lo anterior replica el propio Garzón Valdés apoyándose a su vez en otro texto de Hart: Lo que es necesario es que haya una actitud crítica reflexiva con respecto a ciertas pautas de comportamiento como un criterio común y que esto se

Ernesto Garzón Valdés, "Derecho y moral", p. 22. Véase Rolf Sartorius, "Positivism and the Foundations of Legal Authority", en Ruth Gavison (comp.), Issues in Contemporary Legal Philosophy. The Influence of H.L.A. Hart, Oxford, Clarendom Press, 1987. 15 H.L.A. Hart, El concepto de derecho, p. 250. 13 14

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con Hart, del ‘punto de vista externo’. Ambos se refieren a las razones que pueden tenerse parra obedecer al derecho. En el caso del punto de vista externo, ellas son de tipo prudencial. Dado que las razones para obe­ decer el derecho sólo pueden ser prudenciales o morales, el punto de vista interno implicaría una adhesión a las normas del derecho por razones morales. El punto de vista interno podría ser traducido, pues, sin inconve­ niente semántico como punto de vista moral.13

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manifieste en crítica (incluyendo la autocrítica), en pedidos de conformidad y en el reconocimiento de que tal crítica y exigencias están justificadas, todo lo cual encuentra su expresión característica en la terminología normativa de ‘debe’, ‘tiene que’ y ‘debería’, ‘correcto’, ‘falso’.16

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Para Garzón Valdés: "Si quienes adoptan el punto de vista interno asumen también una actitud crítica y autocrítica, no se ve muy bien cómo podría admitirse al mismo tiempo que las autoridades del sistema jurí­ dico en cuestión, al menos las supremas, no adhieren moralmente a sus reglas."17 La interpretación de Garzón resulta coherente a la luz del texto citado, pero creo que habría que reconocer que a lo largo de su producción Hart ha sido consistente al sostener la tesis de la separación entre derecho y moral.18 2. Sobre el "contenido mínimo de derecho natural" Desde sus ensayos "¿Hay derechos naturales?" y "El positivismo jurídico y la separación entre derecho y moral" —este último ya comentado— Hart anunciaba lo que sería su idea de un "contenido mínimo de derecho natu­ ral". Lon Fuller había hablado de un "derecho natural procesal" como conjunto de condiciones "realistas" para la eficacia del derecho. Hart se pregunta también si hay ciertas propiedades necesarias del ordenamiento jurídico, es decir, propiedades inherentes a su propio significado. La doctrina racionalista del derecho natural rechazaba las tesis del positivismo jurídico Ibid., p. 72. Ernesto Garzón Valdés, op. cit., p. 31. 18 También en su Post scriptum al concepto de derecho Hart es enfático al no aceptar los argumentos de Dworkin para rechazar la teoría jurídica descriptiva. "Es verdad que [para este propósito] el teórico jurídico descriptivo tiene que entender qué es adoptar el punto de vista interno y en ese limitado sentido tiene que ser capaz de ponerse en el lugar de un participante; pero esto no es aceptar el derecho o compartir o respaldar el punto de vista interno del participante o entregar, de cualquier manera, su sitial descriptivo" (pp. 15-16). 16 17

Por lo pronto Hart deslinda la doctrina del derecho natural de sus componentes teológicos: "en su origen griego era completamente secular"; y también metafísica: En verdad, la continua reafirmación de alguna forma de la doctrina del dere­ cho natural se debe en parte al hecho de que su atractivo es independiente de la autoridad divina y de la autoridad humana, y al hecho de que a pesar de una terminología, y de mucha metafísica, que pocos podrían hoy acep­tar, contiene ciertas verdades elementales que son importantes para la compren­ sión de la moral y del derecho. Trataremos de liberarlas de sus adherencias metafísicas y de reformularlas en términos más simples.

La tesis de Hart trata de recuperar la tesis de Hobbes y Hume acerca de ciertas características empíricas de la naturaleza humana como presu­ puesto inevitable de toda forma de convivencia social. Hay un elemento teleológico en la naturaleza que: …persiste en alguna de las formas en que pensamos en los seres humanos y hablamos de ellos. El mismo está latente cuando caracterizamos a cier­ tas cosas como necesidades humanas que es bueno satisfacer y a ciertas cosas hechas a seres humanos, o sufridas por ellos, como daños o lesiones. Así, aunque es verdad que algunos hombres pueden rehusarse a comer o a descansar porque quieren morir, concebimos al comer y al descansar

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al sostener la existencia de ciertos principios de conducta humana suscep­ tibles de ser descubiertos por la razón de los hombres. Como dice Hart, siguiendo a Mill, los racionalistas confunden las leyes que se formulan en el curso de las regularidades de la naturaleza (leyes descriptivas) y las leyes que exigen que los hombres se comporten de ciertas maneras (leyes prescriptivas). Éstas "pueden ser transgredidas y no obstante siguen siendo leyes, porque ello significa simplemente que los seres humanos no hacen lo prescrito; pero carece de sentido afirmar que las leyes de la naturaleza, descubiertas por la ciencia, pueden o no pueden ser transgredidas".

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como algo más que cosas que los hombres hacen regularmente o simple­ mente desean. La comida y el descanso son necesidades humanas, aunque algunos se nieguen a aceptarlas cuando las necesitan. Por ello decimos no sólo que es natural que todos los hombre coman y duerman, sino que todos los hombres deben comer y dormir, o que es naturalmente bueno hacer moral y derecho. doce ensayos filosóficos

esas cosas.19

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El presupuesto tácito es que el fin propio de la actividad humana es la sobrevivencia. Está implícita en cualquier discusión sobre las institucio­ nes sociales, en tanto éstas no sean simples clubs de suicidas. No me detendré en las cinco verdades obvias que determinan el contenido mínimo del derecho natural: vulnerabilidad, igualdad aproximada, altruismo limitado, recursos limitados y comprensión, inteligencia y fuerza de voluntad limitada, en los seres humanos; sino más bien en determinar qué tipo de conexión existe entre las "simples verdades obvias" y el dere­ cho y la moral. Para Hart, el "contenido mínimo del derecho natural" no es necesariamente parte integrante de los conceptos de derecho y moral (no es constitutivo de su definición), ni está necesariamente presente de facto en el derecho y en la moralidad positiva de la sociedad existente. Lo único que nos ofrecen las proposiciones sobre las verdades obvias son "buenas razones" para obtener ciertas consecuencias, si se quieren alcanzar ciertos fines (supervivencia). El término "deber" tiene aquí un sentido ins­ trumental y técnico. Como afirma Soper: "El nexo aquí es empírico entre, por un lado, verdades universales pero contingentes acerca de los seres humanos, y por otro, la eficacia —no el concepto— de un sistema jurídico". El presupuesto mínimo para la existencia y eficacia de un ordenamiento jurídico no debe confundirse con la conformidad entre las normas jurídicas y la moral.

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H.L.A. Hart, El concepto de derecho, pp. 235-6.

Hume tenía toda la razón al afirmar que lo que debe ser no es lo mismo que lo que es: las normas no son del mismo tipo que las proposiciones fácticas. Sin embargo, creo que se equivocaba al sostener que el abismo valor-hecho es insuperable. Se equivocaba porque diariamente nos move­ mos del uno al otro. Por ejemplo, si me digo que debo pagar mi deuda y la pago, cruzo el abismo entre el deber ser y el ser. De la misma manera, cuando tomo nota de una situación injusta y resuelvo remediarla, recorro

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Con todo, aún admitiendo la posibilidad de corrección lógica de la tesis del "contenido mínimo de derecho natural", al suponer que se deri­ van juicios de hecho (eficacia) de juicios de hecho (verdades obvias), la aceptación del fin de la supervivencia introduce elementos valorativos en la argumentación: se parte de un juicio de valor, a saber, que la super­ vivencia es buena y por ello debe ser garantizada por el derecho y la moral. La eficacia de un ordenamiento jurídico se refiere, en último término, a una instancia valorativa que fundamenta su propia existencia, con lo cual se incurre, inevitablemente, en la falacia naturalista. Esta situación ambigua en el propio pensamiento de Hart constituye, según Juan Ramón de Páramo, uno de los puntos más débiles y contradictorios de su teoría del derecho, pues parece retomar la versión más débil del jusnaturalismo sin revalorizar dicho concepto en un sentido deontológico. Cita Juan Ramón de Páramo a un profesor, Lamo de Espinosa, para quien la teoría del "contenido mínimo" desde un punto de vista sociológico, retorna a un darwinismo social bas­ tante ingenuo; desde un punto de vista lógico, no logra superar la confusión entre descripción y prescripción, y desde un punto de vista científico, hubiera sido necesaria una previa antropología como base para definir el contenido mínimo normativo necesario para la supervivencia. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que hay autores que han interpretado el nexo en un sentido empírico-instrumental (Soper), en tanto que tales "verdades obvias" o necesidades básicas son "buenas razones" para obtener ciertas consecuencias (Javier de Lucas y María José Añón); y hay autores que sim­ plemente dan el salto del ser al deber ser, como es el caso de Mario Bunge:

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la vía inversa. Lo que separa el ser del deber ser es un abismo conceptual o lógico, pero en la práctica no es un cisma insuperable: es una mera zanja y podemos saltar por encima de ella.20

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A lo que quizás podría replicársele en los siguientes términos de Ernesto Garzón Valdés:

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Quienes no acepten la idea del "salto" aducirían probablemente que el ejem­­plo de Bunge es el de un silogismo práctico en el que la conclusión es una acción que no aporta nada a la justificación de la misma, a menos que se supongan tácitamente premisas normativas tales como las que dicen: ‘se deben pagar las deudas’ o ‘se deben reparar las situaciones injustas’. Si se introduce la premisa normativa no hay salto porque no hay abismo ni zanja, es decir, no se plantea el problema de Hume.21

3. Sobre las relaciones entre "validez jurídica y valor moral" Para Hart existen al menos dos formas muy distintas de rechazo del positi­ vismo jurídico. Una de ellas se expresa en las teorías clásicas del derecho natural, que ya hemos analizado en el apartado anterior. La otra adopta un punto de vista diferente sobre la moral, "menos racionalista, y ofrece una versión distinta de las maneras en que la validez jurídica se relaciona con el valor moral".22 Me ocuparé en este apartado de las seis posibles formas de conexión entre validez jurídica y valor moral, que analiza Hart. La conclu­ sión en todas ellas es que tales relaciones sólo pueden ser relaciones contingentes.23 Poder y autoridad. El poder coercitivo del derecho presupone una cooperación voluntaria y una aceptación de las reglas del sistema por parte 20 Citado por Ernesto Garzón Valdés, en Rodolfo Vázquez (comp.), Derecho y moral. Ensayos sobre un debate contemporáneo, p. 47. 21 Idem. 22 H.L.A Hart, El concepto de derecho, p. 230. 23 Ibid., pp. 247-261. Cito la síntesis de las seis formas de conexión en la presentación que Juan Ramón de Páramo hace de las mismas, op. cit., pp. 283-285.

La influencia de la moral sobre el derecho. La influencia de la moral sobre el proceso de creación y aplicación del derecho es evidente. En algu­ nos sistemas, los criterios últimos de validez jurídica incorporan explícita­ mente principios de justicia o valores morales sustantivos —debe quedar claro que deben su carácter jurídico al hecho contingente de su incorpora­ ción al ordenamiento jurídico. Como dice Hart: "Ningún ‘positivista’ podría negar que estos son hechos, o que la estabilidad de los sistemas jurídicos depende en parte de tales tipos de concordancia con la moral. Si es esto lo que se quiere decir al hablar de la conexión nece­saria del derecho y la moral, su existencia debe ser concedida." Interpretación. En el proceso de interpretación de las normas jurídicas para su aplicación a casos particulares, la textura abierta del derecho deja un campo amplio de acción a la labor de los jueces, no estando "limitados a la alternativa entre una elección ciega y arbitraria, por un lado, y la deduc­ ción ‘mecánica’, a partir de reglas con significado predeterminado, por otro". Entre estos dos extremos —propios, el primero, del realismo americano, y el segundo, del positivismo formalista del siglo XIX—, los jueces tienen un grado elevado de ponderación y equilibrio en su esfuerzo por hacer justicia en medio de intereses en conflicto. Ahora bien, del hecho social de que

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de la mayoría de los destinatarios de las normas —si bien esta condición es necesaria, no es suficiente para explicar el funcionamiento de los sistemas jurídicos desarrollados. Así, el derecho no es sólo poder, sino también auto­ ridad. Ahora bien, la aceptación de la autoridad no puede identificarse con la aceptación moral de la autoridad. Aunque la aceptación implica la formu­ lación de enunciados desde el punto de vista interno ("Yo (tú) debo (debes)"; "yo (tú) tengo (tienes)") esta formulación de enunciados no compromete a un juicio moral en el sentido de que es moralmente correcto hacer lo que el derecho prescribe. La presunción de obligatoriedad jurídica no implica la aceptación de una obligación moral.

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ciertos principios "morales" influyen en la conducta de los jueces no se puede deducir lógicamente una conexión necesaria entre el derecho y la moral, ya que "esos mismos principios han recibido casi tanta transgre­ sión como acatamiento".

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La crítica del derecho. Frecuentemente, la tesis de la vinculación nece­ saria entre el derecho y la moral se traduce en el siguiente enunciado: un buen sistema jurídico tiene que adecuarse a las exigencias de la justicia y la moral. Independientemente de las dificultades que se pueden presen­ tar en la objetividad del razonamiento moral, una cosa es la existencia de un ordenamiento jurídico —con su estructura característica de reglas prima­ rias y secundarias— y otra bien distinta es la valoración de un ordenamiento jurídico en términos de justicia. La identificación de ambos enunciados no esclarece —sino todo lo contrario— el razonamiento acerca de la identi­ dad, existencia y estructura de los sistemas jurídicos. Principios de legalidad y justicia. Considerando al derecho como una técnica de control social, Hart acepta un mínimo de condiciones forma­ les para su eficacia, condiciones que los juristas ingleses y americanos han deno­minado a veces "principios de justicia natural" o "principios de legali­ dad" para los juristas continentales: las reglas han de ser inteligibles, pueden ser obedecidas por la mayoría y, en principio, no deben ser retroactivas. Estos principios de justicia procesal han sido denominados "moral interna del derecho" (Fuller). Sin embargo, el que el ordenamiento jurídico cumpla estas exigencias no imposibilita —como la historia nos lo ha recordado sucesivas veces— ni es incompatible con la justicia y la opresión. La validez jurídica y la resistencia al derecho. De la injusticia e iniquidad de las normas jurídicas no podemos derivar —si no queremos incurrir en graves errores teóricos— su invalidez jurídica. El enunciado "esto es dere­ cho pero es demasiado injusto" podría ser traducido, si queremos tener una visión esclarecedora de la existencia de un ordenamiento jurídico, en

El uso de uno u otro concepto determinará nuestra tesis acerca de la vinculación entre derecho y moral. Hart argumenta a favor del concepto amplio diciendo que la pretensión de considerar a las normas jurídicas como inválidas no conduce a resolver ningún problema, ni teórico ni prác­ tico. Sin embargo, si adoptamos el concepto restringido, la validez de una norma jurídica nunca resolverá la cuestión de su obediencia, sometida en última instancia a un examen moral: Esta idea de que fuera del sistema oficial hay algo que, en última instancia, deberá proporcionar al individuo el criterio para resolver sus problemas de obediencia, es más probable, por cierto, que permanezca viva entre quienes están acostumbrados a pensar que las reglas jurídicas pueden ser inicuas, que entre quienes piensan que en ningún caso algo inicuo pueda tener status de derecho.24

Termina Hart diciendo que: Un concepto de derecho que permite distinguir entre la invalidez de las normas jurídicas y su inmoralidad, nos habilita para ver la complejidad y

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H.L.A. Hart, El concepto de derecho, p. 260.

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el enunciado siguiente propuesto por Hart: "esto es derecho; pero es dema­ siado inicuo para ser aplicado u obedecido". Conocidos son los problemas jurídicos surgidos después de la Segunda Guerra Mundial al interpretar las normas y resoluciones judiciales del régimen jurídico nazi. De ello Hart plantea la posibilidad de configurar dos conceptos antagónicos del dere­ cho: a) por un lado, un concepto amplio que describe el derecho según los criterios formales de un sistema de reglas primarias y secundarias y por otro lado b) un concepto restringido que excluye del significado de "dere­ cho" las reglas moralmente ofensivas (o bien contra la moral social o contra una pretendida moral "verdadera").

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variedad de estas distintas cuestiones; mientras que un concepto restrin­ gido que niega validez jurídica a las reglas inicuas puede cegarnos frente a ellas... Por lo menos puede argüirse a favor de la simple doctrina positi­ vista de que las reglas moralmente inicuas pueden ser derecho, que ella no oculta la elección entre males que, en circunstancias extremas, podemos vernos en la necesidad de efectuar.25

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4. Polémica con Patrick Devlin Decía más arriba, citando a Fernando Salmerón, que Hart vuelve a las fuen­ tes del liberalismo para dar lugar a la conciencia moral evitando que el derecho intente suplantarla. La distinción entre derecho y moral permite salvaguardar los fueros de la conciencia moral y constituirse ésta, en todo caso, como último tribunal que decide sobre la obediencia o no del dere­ cho. Pienso que ese talante liberal de Hart se agudiza en su polémica con Devlin, que en buena medida se halla enmarcada en un librito que puede ubicarse al mismo nivel que On Liberty de John Stuart Mill. Me refiero a Law, Liberty and Morality. Éste intenta ser también una respuesta a las Conferen­ cias Macabeas de Devlin, de 1959, recogidas en su libro The Enforcement of Morals, Oxford, del mismo año. La polémica Devlin-Hart26 fue planteada en torno a la conveniencia, o no, de descriminalizar los comportamientos homosexuales y la prostitu­ ción. La Comisión Wolfenden había dictaminado en 1957 que era oportuno desregular ambas conductas basándose en un argumento liberal (inspirado en Mill): "En nuestra opinión no es función del derecho intervenir en la vida pri­vada de los ciudadanos, ni intentar exponer ningún modelo de compor­tamiento determinado, más allá de lo que sea necesario para llevar a la práctica los propósitos que hemos bosquejado... Se ha de mantener un

Ibid., p. 261. Véase Jorge Malem, "La imposición de la moral por el derecho. La disputa Devlin-Hart" en Rodolfo Vázquez (comp.), Derecho y moral. Ensayos sobre un debate contemporáneo, pp. 59-79. 25 26

Devlin consideró que las conclusiones de la Comisión Wolfenden eran equivocadas. Lo cierto es que en todos los sistemas jurídicos se puede constatar la imposición de una determinada moral a través del derecho penal, como un medio que tiene la sociedad de defenderse de los ataques que pueden destruirla. Más aún, para Devlin, el consentimiento de la víc­ tima no juega ningún papel en el derecho penal como elemento de justifi­ cación o de excusa. La razón de esto, es que un delito no sólo es un ataque a un individuo determinado, sino también un agravio a la comunidad en su conjunto. El moralismo legal de Devlin se basa en las siguientes premisas: 1) La cohesión social es una función del derecho que depende del conjunto de creencias morales compartidas por los miembros de una comu­ nidad (al compartir estas creencias, los individuos se transforman en inte­ grantes de una sociedad); 2) Toda sociedad tiene el derecho a defender su integridad, tanto frente a ataques internos como externos (la sociedad tiene el derecho a usar sus leyes como un acto de autodefensa de su inte­ gridad). Para Devlin lo que justifica la imposición jurídica es la cohesión social per se, es decir, no se requiere que las creencias que comparten los miembros de la comunidad sean verdaderas. Para Devlin, partiendo de la base de un relativismo ético, no bastaría que un acto para ser considerado inmoral sea repudiado por la mayoría, es necesario que exista un verda­ dero sentimiento de reprobación, de repugnancia, y 3) No cabe distinguir entre una inmoralidad pública y otra privada. En todo caso, únicamente cabría hablar de inmoralidades cometidas en público y en privado. Y dado que Devlin supone una determinada moralidad media, si se quiere conser­ var esa sociedad, se ha de impedir que se cambie esa moral. Éste es el sesgo

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ámbito de la moralidad y la inmoralidad privadas que, dicho breve y cruda­ mente, no es asunto del derecho."

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conservador de Devlin. Las objeciones de Hart a la posición de Devlin pretenden sentar las bases de un derecho penal que se fundamente en criterios liberales, atendiendo en primer término al principio del daño. Según Hart:

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…se debe demostrar que la conducta punible es, o bien directamente perju­ dicial, o lo es con los individuos o su libertad, o bien pone en peligro el inte­rés colectivo, el cual es mantenido por los miembros de la sociedad para su organización o defensa. Según este punto de vista, el mantenimiento de un código moral dado no es, como tal, el objetivo del derecho penal de cualquier institución coercitiva. Esto es algo de lo que se deberían ocupar otros organismos la educación, la religión, o la libre discusión entre adultos.

En opinión de Hart, las tesis de Devlin son equivocadas por varias razones: Porque Devlin confunde las leyes con fundamentos paternalistas que prohíben ciertos actos con el fin de evitar que personas incompetentes se dañen física o psíquicamente a sí mismas, con la supuesta justificación de leyes que reprimen cualquier inmoralidad. Esta confusión se debe en parte a la aceptación de que el consentimiento no juega papel alguno en el derecho penal. Devlin confunde también la legitimidad de la represión y de la inde­ cencia con la supuesta justificación de la represión de acciones inmorales ejecutadas en privado. La represión de acciones indecentes tiene por objeto evitar la ofensa de los sentimientos de terceros, y estaría claramente justifi­ cada aún cuando las mismas acciones realizadas en privado sean incluso legítimas. Por ejemplo, tener ayuntamiento carnal en privado dentro del matrimonio es legítimo, en la vía pública resulta indecente. Y Hart señala además cómo en algunos casos de los propuestos por Devlin, tal como el de la bigamia, la represión estaría justificada por la existencia de daños a terceros, y no por castigar una mera inmoralidad. Devlin no ofrece prueba

alguna de por qué se ha de influir en las personas para que se comporten moralmente mediante la imposición estatal de un mal (la sanción penal siempre es un mal que se infringe al condenado), cuando en realidad se pueden lograr los mismos fines con otros métodos no dañinos como la educación, etcétera.

Por último, Hart se pregunta cómo es posible que la moral crítica ordene imponer cualquier moral positiva, incluso aquella que se basa en ignorancias o errores de diverso tipo. Lo cierto es que el legislador, al dictar la ley penal, debe valorar críticamente cuáles son los fundamentos de la moralidad positiva vigente, y en su caso actuar en contra de lo mayoritaria­ mente deseado. De no ser así, piensa Hart, se confundiría, tal como lo hace Devlin, la democracia como forma de gobierno con un populismo moral, según el cual la mayoría de la población tendría derecho a estatuir cómo deben vivir los demás. Con lo dicho se podría concluir, entonces, contra Devlin, que el dere­ cho nunca puede imponer de manera justificada una determinada moral positiva, y que un derecho penal que se asiente sobre legítimas bases libe­ rales debe permanecer neutral respecto de valores morales. Sin embargo, esta conclusión no es tan clara cuando se analiza con cuidado el principio del daño. Éste presupone tanto la determinación previa de cuáles han de ser los intereses privados que se ha de proteger mediante el derecho penal, como una concepción acerca del bien público. Tales determinaciones invo­ lucran una irreductible decisión moral. Esta es la razón por la que autores como Neil MacCormick sostienen, en palabras de Malem: "…que la defen­

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Tampoco Devlin ofrece ninguna prueba empírica de que la modifi­ cación de los hábitos morales cause o haya conducido a la desintegración de ninguna sociedad. Por el contrario, una sociedad plural y tolerante puede contribuir de manera efectiva a la integración de la sociedad.

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sa del principio del daño es incompatible con la defensa de la separación entre el derecho y la moral, y que el derecho penal siempre contempla la calidad moral de los actos para determinar si son merece­dores o no de ser castigados".27

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Para MacCormick, entonces, es incongruente sostener, desde una perspectiva liberal, el principio del daño y, al mismo tiempo, defender la tesis de la separación entre el derecho y la moral. Quizás en este punto, si la interpretación de MacCormick es correcta, habría que concluir que la moralidad como tal no sólo es de la incumbencia del derecho sino que es constitutiva del mismo. 5. Polémica con Ronald Dworkin La crítica más importante y completa que analiza el modelo del positivismo jurídico defendido por Hart ha sido, sin duda, la obra de su sucesor en la cátedra de Oxford, Ronald Dworkin. Para Dworkin el error fundamental del positivismo jurídico consiste en creer que en todos los sistemas jurídicos existe algún test fundamental, reconocido por la mayoría de los operadores jurídicos, que determina el carácter jurídico o no de las normas. El test de reconocimiento sería plau­ sible si consideramos al derecho como un conjunto de reglas jurídicas; sin embargo los abogados y los jueces, al argumentar y decidir en los pleitos, apelan no sólo a este tipo de reglas jurídicas determinadas, sino a otra clase de normas denominadas por Dworkin "principios jurídicos" y "directrices". Entiende por estas últimas "una clase de norma que establece una meta que ha de alcanzarse, generalmente en orden al perfeccionamiento de algún aspecto económico, político o social de la colectividad". En cambio por "principios" entiende "una norma que es menester observar, no porque 27

Ibid., p. 75.

De esta manera, las normas de un ordenamiento jurídico, en un sen­ tido amplio, se integrarían por reglas, principios y directrices. Según esta división de las normas, es propio del Poder legislativo recurrir a directri­ces que justifican decisiones políticas por las que se protege o favorece un objetivo o meta colectiva de la comunidad, mientras que el Poder judicial justifica sus decisiones políticas con argumentos de principios que aseguran algún derecho individual. 6. Principios y reglas El primer juicio crítico de Dworkin sobre el positivismo jurídico, específica­ mente el defendido por Hart, se fundamenta en la distinción entre principios y reglas. De manera sintética se pueden señalar las siguientes diferencias:28 En cuanto al origen: Los principios, a diferencia de las reglas, "no se basan en una decisión de ningún tribunal u órgano legislativo, sino en un sen­ tido de conveniencia u oportunidad que, tanto en el foro como en la socie­ dad, se desarrolla con el tiempo". En cuanto a la derogación: la derogación o el rechazo tiene sentido en la medida que se hable de reglas; pero con respecto a los principios, ellos permanecen mientras se les siga estimando como convenientes o justos en la determinación de derechos y deberes.

28 Sigo en esta diferenciación la síntesis que presenta Rodolfo Vigo en "El antipositivismo jurídico de Ronald Dworkin", Anuario Jurídico, UNAM, México, 1988. Sólo me he permitido sustituir el término ‘normas’ por el de ‘reglas’ con el fin de evitar confusiones.

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haga posible o asegure una situación económica, política o social que se juzga conveniente, sino por ser un imperativo de justicia de honestidad o de alguna otra dimensión de la moral".

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En cuanto a su identificación: es imposible brindar la nómina de los principios o establecer una fórmula canónica de cada uno de ellos, mientras que en las reglas es factible, al menos teóricamente; de ahí, precisamente, la imposibilidad de establecer alguna práctica social o regla de reconocimiento que permita concretar exitosamente aquel propósito individualizador.

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En cuanto al contenido: el de los principios es intrínsecamente moral, mientras que en el campo regulativo aparecen contenidos diversificados. En cuanto a su aplicación: las reglas se aplican de una manera disyun­ tiva: "si los hechos que estipula una regla están dados, entonces o bien la regla es válida, en cuyo caso la respuesta que da debe ser aceptada, o bien no lo es, y entonces no aporta nada a la decisión"; en cambio los princi­ pios no pretenden siquiera establecer las condiciones que hacen necesaria su aplicación, más bien enuncian una razón que discurre en una sola direc­ ción, pero no exigen una decisión particular. En cuanto al modo de resolver las contradicciones: cuando se trata de reglas, "una de ellas no puede ser válida (si la otra con la que se contradice lo es). La decisión respecto de cuál es válida y cuál debe ser abandonada o reformada, debe tomarse apelando a consideraciones que trascienden las reglas mismas"; pero los principios cuentan con la "dimensión de peso o importancia" de modo que "quien debe resolver el conflicto tiene que tener en cuenta el peso relativo de cada uno", aun cuando la importancia que en definitiva se haga prevalecer sea motivo de controversia. En cuanto a las excepciones: mientras que incluir las mismas en el enun­ ciado de la regla es posible, con el beneficio de que ellas ganen en precisión, tratándose de principios, no sólo señala Dworkin los inconvenientes, sino que agrega lo estéril de tal esfuerzo atento a que no proporcionaría un enunciado del principio más completo ni más exacto.

En cuanto a los destinatarios: en el caso de los principios ellos se diri­ gen a los órganos encargados de la adjudicación de derechos, mientras que las reglas pueden también ordenarse a los ciudadanos.

En primer lugar, se constata empíricamente que hay casos en el sistema jurídico angloamericano ("casos difíciles" en la terminología de Dworkin) en los que no se puede aplicar ninguna regla que determine el resultado que el juez debería alcanzar. Tal es el caso, por ejemplo, de Riggs vs. Palmer [115 N.Y. 506, 22 N.E. 188 (1889)] donde el tribunal decidió que un asesino no podría heredar el testamento de su víctima, a pesar de que las leyes sobre la herencia no regulaban tal excepción. En tales casos, en opinión de Dworkin, es incorrecto afirmar que el juez tiene discrecionalidad para decidir el resultado a alcanzar. Lo que es apropiado decir es que las partes están legitimadas para alcanzar una decisión correcta que el juez está obli­ gado a reconocer mediante una referencia a principios jurídicos: "nadie puede beneficiarse o sacar ventaja de su propio ilícito". Estos principios son derecho, ya que son obligatorios en su cum­ plimiento por los funcionarios, de la misma forma que lo son las reglas jurí­ dicas. Estos principios no tienen cabida en el "test clave del positivismo" (la regla de reconocimiento de Hart), ya que no existe un esquema general para producir tales principios y tampoco se pueden fijar exhaustivamente. Por tanto, la diferenciación positivista entre el derecho y los estánda­ res sociales de una comunidad basada en un test empírico de recono­ cimiento, como el que propone Hart, debe ser abandonada:

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En cuanto a la tarea que exigen del jurista: Dworkin destaca la pecu­ liaridad de los principios en tanto ellos no son el fruto de un acto de crea­ ción o invención, sino que implican una trabajosa, polémica y filosófica tarea de descubrimiento. La principal crítica de Dworkin al positivismo jurídico de Hart, basándose en la anterior distinción entre reglas y principios, se apoya en un contraejemplo que es desarrollado en las siguientes fases:

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El positivismo jurídico es un modelo de y para un sistema de reglas, y su noción fundamental acerca de la existencia de un test fundamental y único para determinar la existencia del derecho nos fuerza a olvidarnos de aque­ llos estándares que no son reglas jurídicas.

Hart se ha hecho cargo de estas críticas de Dworkin. Por lo pronto, admite, en sus propios términos: "que es un defecto de mi libro que los principios sean tocados sólo de pasada".29 Pero esta omisión no significa que no se puedan entresacar de su propio texto algunas ideas que contrastan con la interpretación que hace Dworkin de su pensamiento. Por lo pronto: Las reglas no siempre hacen referencia a ciertas regulaciones específicas de la conducta, también pueden estar constituidas por estándares generales que limitan las atribuciones de cuerpos administrativos encargados de apli­ carlos, al igual que por estándares que no requieren conductas específicas por parte de sus destinatarios. El ordenamiento jurídico se conforma por un conjunto de reglas primarias y secundarias.

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Todas las reglas, incluso las que regulan conductas específicas, poseen una textura abierta o vaguedad potencial en su significado. Por ello, las reglas tienen excepciones que no pueden ser exhaustivamente especifi­ cadas por adelantado. Cuando se trata de determinar si un caso concreto está o no comprendido por el significado actual de una regla, se tiene que admitir que no todos los casos son del mismo tipo ni suscitan los mismos problemas. Dada la textura abierta de las reglas, la dimensión de "peso", que Dworkin adjudica como criterio para la resolución de conflicto entre principios, también puede darse en el ámbito de las reglas jurídicas. La pro­ pia regla de reconocimiento posee una textura abierta y su existencia y autoridad no dependen únicamente del "hecho" de su aceptación por lo tribunales. Para Hart:

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H.L.A. Hart, Post scriptum al concepto de derecho, p. 38.

Esto es doblemente erróneo, primeramente porque ignora mi aceptación explícita de que la regla de reconocimiento puede incorporar como cri­ terios de validez jurídica la conformidad con principios morales o sustan­ti­ vos; por lo que mi doctrina es lo que se ha denominado ‘positivismo suave’ y no, en la versión que Dworkin tiene de ella, positivismo de ‘meros hechos’. En segun­do lugar, no hay nada en mi libro que sugiera que los criterios de ‘meros hechos’ proporcionados por la regla de reconocimiento tengan que ser únicamente cuestiones de pedigrí; por el contrario, pueden ser límites sustantivos al contenido de la legislación, como las Enmiendas Dieciséis o Dieci­nueve de la Constitución de Estados Unidos con respecto al estable­ cimiento de la religión o restricciones al derecho de voto.30

…que una regla de reconocimiento es necesaria si los principios jurídicos tienen que ser identificados por tal criterio. Esto es así porque el punto de partida para la identificación de cualquier principio jurídico, dado a la luz por la prueba interpretativa de Dworkin, es alguna área específica del dere­ cho establecido en el cual tal principio encaja y ayuda a justificar. El uso de tal criterio, por tanto, presupone la identificación del derecho establecido y, para que eso sea posible, es necesario una regla de reconocimiento que especifique las fuentes del derecho y las relaciones de superioridad y subor­ dinación que existen entre ellas.31

Por último, siempre habrá casos en los que los jueces deben fundar sus sentencias en pautas razonables que no son parte del derecho, ejer­ ciendo así una discrecionalidad inevitable en todo sistema jurídico abierto, especialmente cuando el conflicto surge no entre reglas o entre principios y reglas, sino entre los mismos principios. 30 Ibid., p. 26. En el seno de la familia positivista se han confrontado los defensores del positivismo fuerte y los defensores del positivismo suave, incluyente, incorporacionista o, simplemente, corregido. La literatura sobre esta polémica es abundante y sólo me limitaré —la asignatura queda pendiente— a remitir al lector a alguna bibliografía básica. Véase Andrei Marmor, "Exclusive Legal Positivism" y a Kenneth Einar Himma, "Inclusive Legal Positivism" en Jules Coleman y Scott Shapiro, The Oxford Handbook of Jurisprudence and Philosophy of Law, Oxford University Press, 2002. También Rafael Escudero Alday, Los calificativos del positivismo jurídico. El debate sobre la incorporación de la moral, Civitas, Madrid, 2004. 31 Ibid., p. 46.

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Pero existe una razón poderosa, a saber:

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II. El contenido moral de las decisiones judiciales

Bernardo Bolaños*

* Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa. Licenciado en derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México y doctor en filosofía por la Universidad de París 1. Sus líneas de investigación comprenden la epistemología y metodología jurídicas, la teoría de la decisión y la filosofía de las ciencias sociales. Es autor de El derecho a la educación (ANUIES, México, 1996) y Argumentación científica y objetividad (UNAM, México, DF., 2002).

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U

Introducción

na vez aplicada al objeto específico de las decisiones judiciales, la polémica acerca de las relaciones entre la moral y el derecho resulta más abordable. Históricamente, este tema es fértil en aporías, desde el primer libro de La República de Platón (en las voces de Sócrates y Trasí­ maco) hasta el puñado de paradojas que caracterizan a la lógica deóntica contemporánea. Pretendemos mostrar que muchas de las controversias que han provocado el enfrentamiento entre defensores del derecho natural, de un lado, y positivistas jurídicos y realistas políticos, de otro, se disuelven si se especifica mejor el objeto de estudio. Por ello, no nos ocuparemos en este ensayo de "el derecho" o de "la justicia", entidades generales y abstractas, que a falta de una definición estipulativa consensuada, han dado lugar a las citadas controversias filosóficas; abordaremos, en cambio, el tema más restringido de las decisiones de los jueces y tribunales. En particular, mostraremos cómo la historia de los intentos de aplicar la lógica al derecho han fracasado parcialmente y, en la medida de este fracaso, han abierto un

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espacio al razonamiento moral en la etapa final de aplicación del derecho: la decisión de los jueces. Al hablarse del derecho en general se suele aludir tanto a las leyes escritas como a las costumbres obligatorias, a las decisiones de los parlamentos como al funcionamiento de las burocracias; de manera semejante, si nos referimos a "la justicia" puede tratarse de cosas tan diferentes entre sí como la distribución de bienes o a la aplicación de castigos corporales. A diferencia de conceptos tan amplios es sencillo estipular una definición de nuestro objeto de análisis: entendemos por decisiones judiciales los fallos o resoluciones de funcionarios profesionales llamados jueces que no son otros sino los especialistas en resolver controversias y que han sido nombrados para ello en un sistema político dado. Nuestra argumentación procederá como sigue: en primer lugar, mostraremos que las decisiones judiciales no pueden depender exclusivamente de la competencia lógica del juez y que, por tanto, éste se enfrenta a la opción de acudir también a razonamientos morales o, en su defecto, a técnicas de decisión arbitrarias (es decir, infundadas, caprichosas, azarosas). Lo anterior no signi­ fica, desde luego, negar la existencia del derecho como un subsistema social autónomo y diferente de la moral; implica solamente reconocer que dicho subsistema no es ni exhaustivo, ni completo, ni cerrado. Para concluir, argumentaremos que, a pesar del inconveniente que representa el que los jueces usen razonamientos morales personales o subjetivos para decidir asuntos públicos, esta alternativa es en la mayoría de los casos más conveniente para la sociedad y los interesados que la segunda, es decir, la vía de la ausencia total de justificación normativa. En una frase, tratar de erradicar por completo los razonamientos morales dentro de las decisiones judi­ ciales es tanto como preferir el absurdo y la arbitrariedad en muchos de esos casos.

I. Los límites del razonamiento lógico en el derecho El estudio de la lógica formal y de las matemáticas sigue siendo marginal en la formación de abogados y jueces; en cambio, la lógica juega un papel que

Incluso en los países en los cuales la filosofía analítica del derecho se desarrolló con fuerza (como Inglaterra, Estados Unidos, Argentina, Finlandia o Italia), la utilización de la lógica deóntica es bastante rara en la prác­tica jurídica. Según el italiano Luigi Ferrajoli, la ciencia jurídica positiva no ha estado ni está todavía lista para aprender las lecciones de la filosofía del dere­ cho, en particular en lo que respecta a la metodología jurídica y al análisis del lenguaje. Las preocupaciones sofisticadas de la filosofía analítica del dere­ cho se sitúan más allá de la competencia actual de los juristas, pues la formación técnica de éstos sigue una tradición milenaria y refractaria al cambio (Ferrajoli, L., 1999, La cultura giuridica nell‘Italia del Novecento. Roma: Laterza,

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no es despreciable en el trabajo de juristas teóricos y entre especialistas en filosofía analítica. El pensamiento jurídico involucra cuestiones típicamente lógicas, como el carácter correcto o incorrecto de los razonamientos acerca de los derechos y los deberes, la validez de ciertos enunciados aparentemente inferidos a partir de la ley, el razonamiento a partir de reglas generales o de casos particulares, etcétera. A pesar de todo, no existe un consenso acerca de la utilidad que ofrece la lógica formal para la práctica del derecho. Y ni qué decir de los escasos manuales de matemáticas para juristas, más allá del caso particular de las teorías de la prueba jurídica (evidencia) que emplean nociones probabilistas (Shafer, G., 1976, A Mathematical Theory of Evidence. Princeton: Princeton University Press). Este panorama es bastante sorprendente si pensamos en el interés que profesaba Georg Henrik von Wright, creador del sistema estándar de lógica deóntica contempo­­ ránea, por los estudios sobre probabilidad (Von Wright, G. H., 1940, "On Probability", Mind New Series 49 (195): 265-283). Sin embargo, el análisis de las decisiones judiciales y, en general, de las decisiones de los ju­ris­­tas debe­ría estar estrechamente asociado con conocidos resultados mate­ máticos (recor­demos que la teoría de la decisión es una disciplina matemá­ tica aplicada, desarrollada en particular en economía, y que existe una lógica de la decisión en sentido estricto) (Jeffrey, R. C., 1983, The Logic of Decision. Chicago y Londres: University of Chicago Press, segunda edición).

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Roma, p. 97). Podríamos decir lo mismo con respecto a la aplicación de la lógica deóntica a la ética aplicada y a la ciencia política. Es quizá todavía muy pronto para que la revolución lógica y filosófica desencadenada a partir del siglo XIX por los trabajos de George Boole, Giuseppe Peano, Gottlob Frege, Bertrand Russell y continuada, entre otros, por Von Wright en el siglo XX, pueda contribuir a mejorar nuestras prácticas jurídicas y políticas, así como nuestros juicios normativos. O quizá los avances técnicos en lógica y en matemáticas no tendrán nunca un impacto positivo en el ámbito social, como lo creía von Wright (pesimista acerca de la existencia del progreso, no acerca del valor de la racionalidad humana) (Von Wright, G. H., 2000, Le mythe du progrès, París: L’arche.Traducción al francés de Philippe Quesne y Von Wright, G. H., 1989, "Intellectual autobiography of G. H. von Wright", en Schlipp, P. A. y Hahn, L. E. (editores). The Philosophy of Georg Henrik von Wright, La Salle-Illinois: The library of living philosophers, tomo XIX). No podemos atribuirle a las dificultades de aprendizaje de la lógica deóntica toda la responsabilidad por la falta de difusión y de aplicación de la misma entre juristas, filósofos políticos y morales. Desde hace tiempo existe un escepticismo interno en los círculos de lógicos deónticos y juristas analí­ ticos. Una trayectoria semejante que culmina en la duda generalizada puede observarse en tres figuras mayores: Leibniz, Kelsen y Von Wright. En efecto, si al final de su vida Leibniz es un escéptico de la eficacia real del droit de la raison, Hans Kelsen luego de haber intentado aplicar la lógica deóntica de Von Wright a la práctica jurídica llegó a la conclusión de la separación radical entre el derecho y la lógica. Von Wright, finalmente, interpreta su propia trayectoria en filosofía del derecho como asimilable a la de Kelsen: un camino hacia el escepticismo.

II. Leibniz Gottfried Leibniz es frecuentemente considerado como el precursor de la lógica contemporánea gracias a su proyecto de lingua characteristica universalis que anticipa nuestros lenguajes artificiales, de un calculus raciocinator que

1.

Todo lo que es justo es posible para quien ama a todo el mundo (amanti omnes). 2. Lo que es imposible para quien ama a todo el mundo es injusto. 3. Lo que es imposible para quien ama a todo el mundo es facultativo (omissibile). 4. Todo lo que es posible para quien ama a todo el mundo es justo. 5. Todo lo que es injusto es imposible para quien ama a todo el mundo. 6. Todo lo que lleva a cabo quien ama a todo el mundo es justo. Porque todo lo que tiene lugar es posible. 7. Todo lo que no es justo no es llevado a cabo por quien ama a todo el mundo. 8. Todo lo que es debido (debitum) es necesario para quien ama a todo el mundo. 9. Todo lo que es contingente para quien ama a todo el mundo es facultativo. 1 Sin embargo, no es Leibniz sino el empirista inglés Francis Bacon (1561-1626) el primer crítico moderno de la silogística aristotélica desde el método que llama "inducción".

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anticipa los fundamentos teóricos de la informática del siglo XX y por haber reconocido los límites de la silogística (Blanché, R. y Dubucs, J., 1996, La logique et son histoire. París: Armand Colin).1 Leibniz es con frecuencia cali­ficado como el padre fundador de la lógica deóntica (Kalinowski, G. y Gardies, J-L., 1974, "Un logicien déontique avant la lettre: Gottfried Wilhelm Leibniz", Archive für Rechts-und Sozialphilosophie 60 (1): 79—112; Hilpinen, R., 2001, "Deontic Logic", en Goble, L. (editor), The Blackwell Guide to Philosophical Logic, Oxford: Blackwell publishers: 159-182), pues él observó la analogía entre, por un lado, los conceptos normativos "justo", "injusto" y "facultativo" y los conceptos modales aléticos "necesario", "posible", "imposible", analogía que será el punto de partida de Von Wright tres siglos después. Leibniz observa que las modalidades aléticas dan lugar a modalidades deónticas cuando se predican de una persona imaginaria que encarna el ideal normativo, semejante al Juez Hércules de Dworkin:

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10. Todo lo que es necesario para quien ama a todo el mundo es debido. 11. Todo aquello necesario para quien ama a todo el mundo es justo. 12. Todo lo que es facultativo es contingente para quien ama a todo el mundo. 13. Todo lo que es injusto es contingente para quien ama a todo el mundo. 14. Todo lo que es debido es realizado por quien a ama a todo el mundo. Pues todo lo que es necesario tiene lugar. 15. Todo lo que no es realizado por quien ama a todo el mundo es no debido (indebitum) o facultativo. (Leibniz, G., 1671, Le droit de la raison, textos reunidos por Sève, R. (1994). Vrin: París, pp. 209-210). Hijo de un profesor de ciencia moral, Leibniz estaba interesado —como más tarde Hans Kelsen— por el jus purum. Según Tarello, la aportación preponderante de Leibniz a la cultura jurídica moderna es el hecho de que las normas del derecho en vigor sean presentadas como proposiciones: "las proposiciones, según la tradición lógico-dialéctica a la cual pertenecía Leibniz, son predicaciones, es decir, la unión de un predicado y de una entidad a través de una cópula" (Tarello, G., 2000, Storia della cultura giuridica moderna, Boloña: Il Mulino, p. 138). De acuerdo con Russell, "Leibniz, al igual que Spinoza, Hegel y el señor Bradley, sostienen esta teoría" y "si se la rechaza se conmueve la base entera de la metafísica de todos esos filósofos" (Russell, B., 1965, "Atomismo lógico", en Ayer, A. J. (compilador), El positivismo lógico, México: Fondo de Cultura Económica: 37-56. Traducción de Aldama L. et al, p. 38). Hay en el proyecto del filósofo de Leipzig una ampliación de las nocio­nes de cálculo y de matemáticas más allá de números y de cantidades, hacia juicios descriptivos y morales. Su lingua characteristica universalis, inspi­ rada en el proyecto del catalán Ramon Llull, pretendía servir a la escritura de manera racional sobre los pensamientos más complejos, entre ellos los jurídicos. El arte combinatorio sería empleado para considerar todas las

Los primeros trabajos de Leibniz buscaban la certeza en las ciencias, en el derecho y en las matemáticas. Leibniz pretendía deducir la ciencia jurí­ dica de algunos principios y establecer los "elementos" concisos del derecho romano que permitirían demostrar todas las leyes romanas: "de un solo vistazo, unas pocas reglas, claras, cuya combinación pueda resolver todos los casos" (Leibniz, … Ibid., p. 205). Así, la jurisprudencia iba a ser ense­ ñada enteramente mediante la enumeración de proposiciones hipotéticas. En cambio, Leibniz rechaza el método casuístico y mediante precedentes: La llamo ciencia [a la jurisprudencia] aunque sea práctica, porque a partir de la simple definición del hombre bueno todas sus proposiciones pueden ser demostradas y no dependen de la inducción ni de los ejemplos, aun cuando la armonía de leyes diversas y el consenso escrito o no escrito de los hombres prudentes y la voz pública de los pueblos las ilustren de maravilla. (Leibniz, … Ibid., p. 208).2

2 Leibniz prefiere resignarse a admitir la contradicción entre las decisiones jurídicas del pasado y las del presente (y admitir así la desigualdad entre las personas juzgadas en el presente), antes que darle valor jurídico a los precedentes para resolver los casos. Para él, el deber de un juez de decidir un caso no depende del hecho ^ les notres soient alléguées. Car nous nions aussi force de que "des décisions antérieures de quiconque et meme loi á celles-ci" ("decisiones anteriores de quien sea, incluso las nuestras, sean alegadas. Porque nosotros negamos también que éstas tengan fuerza") (Leibniz, G., 1671, Le droit de la raison textos reunidos por Sève, R. (1994).Vrin: París, p. 216). En su enfoque, la búsqueda de la certeza fundada en la ley se impone por encima de otra certeza, la del trato igual de los individuos involucrados. Al hacer esta observación no queremos defender —desde luego— la conveniencia de repetir un error judicial por un celo de simetría, pero subrayamos el hecho de que la analogía entre precedentes y casos actuales pone en juego la igualdad frente al derecho.

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situaciones jurídicas posibles y deducir la solución de cada caso siguiendo la ciencia de los actos justos, la jurisprudencia. "De todas las combinacio­ nes posibles, sólo hay que retener aquéllas que son conforme al derecho natural, es decir, a la justicia, o a la definición del hombre bueno. El arte com­binatorio es puesto de este modo al servicio de la caridad del sabio, todo en él siendo necesario para determinar el contenido" (Leibniz, Ibid., p. 188).

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Leibniz confiesa que durante su juventud "me sentía atraído por el trabajo de juez y detestaba las argucias; es por esa razón que jamás quise litigar". Pero Leibniz terminaría ejerciendo como consejero en las cortes reales. Si el Barón von Leibniz buscaba deducir el derecho a partir de un puñado de axiomas seguros, detestando las desordenadas y tramposas pre­­ tensiones de los querellantes, al final de su vida ejerce la política y cae en el escepticismo acerca del derecho de la razón. Leibniz se resigna a la separación brutal entre el mundo del deber ser y la política real. Un mes antes de su muerte, el glorioso matemático defendía a través de sus intercambios epistolares con el francés Castel de Saint Pierre la causa del Imperio germánico, partiendo de la más abierta Realpolitik y enumerando fríamente las pretensiones imperiales. En su respuesta al proyecto de tratado para la unión europea y la paz perpetua en Europa, de Castel de Saint Pierre, Leibniz opone una propuesta de repartición de territorios entre las grandes poten­ cias. "No hablo del derecho o de la injusticia, sino solamente de los hechos, es decir, de lo que se pueden prometer los ministros" (citado por Robinet, A., 1995, Correspondance Leibniz – Castel de Saint Pierre, París: Centre de philosophie du droit, Paris II-CNRS-URA.956, pp. 91-92). A partir de la tradición leibniziana, una parte de la ciencia jurídica alemana busca caracterizar las normas en vigor como si formasen un sis­ tema. El orden sistemático está constituido por el conjunto de las propo­ siciones jurídicas, de tal suerte que tengamos, como en la geometría, primero las definiciones generales y los axiomas; enseguida, una serie de inferencias deductivas, demostradas como teoremas (Tarello, G., … Ibid., p. 153). Leibniz anticipa así el movimiento codificador. En efecto, al final del siglo XVIII, con el impulso de la Ilustración y de la Revolución Francesa, se comienzan a instaurar soluciones jurídicas más generales, simples y claras. A partir de la herencia de Leibniz y de la escuela francesa de derecho natural, se elabora en 1804 el Código Civil de los France­ ses. Jean Domat, civilista que en la segunda mitad del siglo XVII había depu-

El movimiento codificador es junto con el positivismo jurídico del siglo XX uno de los grandes proyectos racionalistas de la historia del derecho, pero su concreción positiva quedó muy lejos de satisfacer los estándares de matemáticos y lógicos juristas. O quizá haya que decir, más bien, que la lógica y la matemática jurídica no alcanzaron los estándares exigidos por un legislador pragmático y ávido de solucionar problemas sociales.

III. Kelsen Hans Kelsen fue el jurista más influyente del siglo XX. Famoso por sus trabajos acerca de la filosofía del derecho, la teoría del Estado, el derecho

3 Una serie de grandes juristas del Ancien Régime, de Domat a Daguesseau pasando por Pothier recibieron la influencia del jansenismo y de la lógica de Port Royal (Carbonnier, J. y A-J., 1968, "Réflexions sur l’ occupation, du droit romain au droit moderne". Revue historique du droit français et étranger: 183-210, pp. 183-210).

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rado el Corpus Iuris Civilis, y Joseph Pothier, que en el siglo XVIII había puesto en orden el derecho de obligaciones y de contratos, ellos establecieron las bases del nuevo Código de 1804 (rebautizado en 1807 Código Napoleón). Domat —influenciado por su amigo Pascal— adopta la disciplina de los tra­­ tados geométricos, pretendiendo emplear definiciones, principios y demos­ tra­ciones. Esta técnica se convierte en un modelo para codificaciones poste­riores (Arnaud, A-J., 1969, Les origines doctrinales du Code civil français, París: LGDJ).3 Sin embargo, de la misma manera en que Leibniz, al final de su vida, es escéptico acerca de la eficacia del droit de la raison frente a la política real, el legislador francés termina rechazando la idea de un derecho que encarne la razón natural. Si en el libro preliminar del proyecto de Códi­ go Civil se afirmaba que "existe un derecho universal e inmutable, fuente de todas las leyes positivas y no es otro que la razón universal en tanto que ella gobierna a todos los hombres", el legislador francés rechaza esta concepción del derecho, "indigna" de figurar en el encabezado del Código Civil (Ewald, F., 1989, La Naissance du Code civil. La raison du législateur, París: Flammarion, p. 92).

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inter­nacional, entre otros; Kelsen ejerció el cargo de magistrado constitucional (de la Corte Constitucional que él mismo concibió en el proyecto de Constitución del Estado austriaco, en 1918). A partir de 1940, Kelsen se instala en Estados Unidos, imparte en 1942 las conferencias Oliver Wendell Holmes en la Universidad de Harvard y, en 1945, se convierte en profesor de tiempo completo en la Universidad de Berkeley. Su libro más importante, La teoría pura del derecho (Reine Rechtslehre) pretende desarrollar una teoría exenta de toda ideología política y autónoma de consideraciones psicológicas, sociológicas o relativas a las ciencias naturales. Se trata de una teoría positivista porque su objeto es el derecho positivo, es decir, el derecho realmente válido y no un derecho ideal (incluso si "validez" se refiere no sola­ mente al hecho de que una norma ha sido emitida por la autoridad, sino también a la condición de que dicha autoridad esté habilitada a hacerlo, condición que puede ser interpretada al mismo tiempo como "empírica" e "ideal"). La primera edición de la Teoría pura del derecho se inscribe en la tradición leibniziana que concibe a las normas jurídicas como proposiciones lógicas. Una presuposición básica del proyecto kelseniano inicial es que es posible inferir normas a partir de otras normas, ya sea por deducción o por inducción. Además, Kelsen pretende someter las normas jurídicas al principio de no contradicción. Para él, "una ciencia normativa no puede admi­ tir contradicción entre dos normas pertenecientes a un mismo sistema" (Kelsen, H., 1953, Théorie pure du droit, Neuchâtel: La Baconnière. Primera edición, traducción francesa de Thévenaz, H., p. 134). Kelsen considera que dos normas jurídicas con significados incompatibles no deben considerarse válidas, ni pertenecientes al sistema jurídico, pues al menos una de ellas no será "pertinente desde el punto de vista jurídico". Las relaciones lógicas entre normas son garantizadas gracias a los principios de solución de contra­ dicciones, por ejemplo, el que la ley posterior derogue a la anterior (lex posterior derogat priori), la ley específica deroga a la que es más general (lex specialis derogat legi generali) o que la ley superior deroga a la infe­ rior (lex superior derogat legi inferiori). Estos son considerados por el primer Kelsen como principios lógicos aplicados al derecho. En un viaje a Finlandia

Ahora bien, Kelsen modificará radicalmente su posición en la segunda edición de la Teoría pura del derecho, de 1960, afirmando que el princi­ pio de no contradicción no se aplica directamente a las normas jurídicas, sino solamente indirectamente gracias a las llamadas "proposiciones de derecho" o "enunciados jurídicos" (Rechtssätze).4 Estas nos permiten enunciar a título descriptivo el contenido de las normas: Dado que las normas jurídicas, en cuanto prescripciones —es decir, en cuanto mandamientos, permisiones, facultamientos—, no pueden ser ni verdaderas, ni no verdaderas, aparece la cuestión de cómo pudieran aplicarse los principios lógicos, en especial, el principio de no contradicción y las reglas de inferencia, a las relaciones entre normas jurídicas (como la teoría pura del derecho lo ha efectuado siempre), si, conforme con la opinión tradicional, esos principios sólo se aplican a las expresiones que pueden ser

4 La segunda edición de la Reine Rechtslehre apareció publicada en Viena en 1960. La traducción francesa de Charles Eisenmann es de 1962 (Théorie pure du droit, Dalloz, París). El argentino Roberto Vernengo, quien emplea la expresión "enunciados jurídicos" para referirse a las proposiciones jurídicas, publica su propia traducción al español en 1979, luego impresa bajo el sello de Porrúa en 1991, versión que citaremos (Kelsen, H., 1991, Teoría pura del derecho, México, D.F.: Porrúa-UNAM. Traducción de Vernengo, R.).

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en 1952, Kelsen se muestra entusiasmado por la reciente publicación del artículo Deontic Logic (Von Wright, G. H., 1957, "Deontic Logic" en Logical Studies, Londres: Routledge and Kegan Paul, pp. 58-74), texto frecuentemente considerado como acta de nacimiento de la lógica deóntica. Las sorprendentes analogías formales entre las concepciones modales y deónticas son el punto de partida de Von Wright para concebir una lógica de las normas o lógica deóntica. Al lado de los conceptos de la lógica modal tradi­ cional (necesidad, posibilidad y contingencia), se hallan las nociones propias a la lógica deóntica (obligatorio, permitido, prohibido). Kelsen aspira entonces a cimentar las ideas de consistencia y completitud del orden jurídico, presentes en su propia teoría, en dicha lógica. En 1953, en su escrito "Was ist die Reine Rechtslehre", el jurista vienés se ostenta como el precursor de la "lógica general de las normas".

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verdaderas o no verdaderas. La respuesta a este interrogante es la siguiente: los principios lógicos, si bien no directamente, por lo menos indirecta­ men­te, pueden ser aplicados a las normas jurídicas, en tanto y en cuanto esos principios sean aplicables a los enunciados jurídicos que describen esas normas jurídicas, enunciados que pueden ser verdaderos o no verdade­ ros. Dos normas jurídicas se contradicen y, por ende, no pueden ser afir­ madas como simultáneamente válidas, cuando los dos enunciados jurídicos que las describen se contradicen. (Kelsen, H., 1991, Teoría pura del derecho, México, D.F.: Porrúa-UNAM., Traducción de Vernengo, R., p. 88).

En esta segunda edición de su Teoría pura, Kelsen afirma que la deduc­ ción lógica de las normas jurídicas es una operación indirecta que se efectúa a través de las proposiciones jurídicas que describen el contenido de aquéllas. "Una norma jurídica puede ser inferida de otra, cuando los enunciados jurídicos que las describen pueden articularse en un silogismo lógico" (Kelsen, H., 1991, Teoría pura … op. cit., p. 88). Durante los años posteriores, la posición de Kelsen llega a ser escéptica o, según algunos, "nihilista" acerca de las relaciones entre el derecho y la lógica.5 En su ensayo sobre la derogación, de 1962, y en su artículo sobre las relaciones entre lógica y derecho, de 1965, Kelsen abandona la aspiración logicista. En el primer caso, afirma que el principio de no contradicción no es aplicable en el derecho. En particu­lar, que los principios de la derogación no son principios lógicos (lo cual no es nuevo en su teoría, porque las normas derogatorias en tanto son normas no pueden ser ni verdaderas, ni falsas), y que los conflictos entre nor­ Von Wright, Weinberger y Losano han utilizado el adjetivo "anti-racionalista". El primero lo emplea junto con el de "nihilista" para calificar tanto la posición de Kelsen como la de Hägerström y la suya propia (Von Wright, G. H., 1997, Normas, verdad y logica, México, D.F., Fontamara, p. 20). Según Losano, Kelsen va del logicismo al irracio­ nalismo (cf. Gianformaggio, L., 1987, In difesa del sillogismo pratico, ovvero alcuni argomenti kelseniani alla prova, Milán, Giuffrè, p. 52). Ota Weinberger ha renunciado a la expresión "irracionalismo" y califica la posición de Kelsen de "escepticismo de la lógica de las normas". Según Weinberger, el "escepticismo en lógica de las normas" de Hans Kelsen en sus últimas conferencias no es sino una trasposición de la opinión del economista y lógico checo Karel Engliš, autor del ensayo "Die Norm ist kein Urteil" (Engliš, K., 1964, "Die Norm ist kein Urteil", Archiv für Rechts-und Sozialphilosophie 50, pp. 305-316), según la cual no hay ni relaciones lógicas entre enunciados acerca de las normas, ni inferencias lógicas a partir de premisas normativas (Weinberger, O., 1986, "Der normenlogische Skeptizismus", Rechtstheorie 17, pp. 13-81: 13-81 y Weinberger, O., 1986, "Logic and the Pure Theory of Law" en Tur R. y Twining W. (editores), Essays on Kelsen, Oxford, Clarendon Press, pp. 187-199). 5

mas son insolubles a pesar de que el legislador tenga la atribución de derogar, pues la ciencia del derecho es impotente para eliminar de manera clara las antinomias tanto como lo es para prever los conflictos al momento de legislar:

and Logic", en Weinberger, O. Essays in Legal and Moral Philosophy, Dordrecht, Reide, p. 274).

Y, efectivamente, es cierto que en la práctica legislativa y en la administración pública la derogación explícita o la determinación precisa del conjunto de normas a derogar suele ser una meta ilusoria, porque el legislador no puede saber de manera exhaustiva cuáles de las miles de normas promulgadas en el pasado se oponen a las nuevas. Aparte de un pequeño número de reglas y principios que son claramente sustituidos por los nuevos, el resto pueden o no verse afectados. Recientemente, las nuevas tecnologías han contribuido a mejorar la situación, porque las páginas oficiales de ministerios y parlamentos, que pueden ser consultadas mediante Internet, suelen contener listas razonablemente exhaustivas de leyes positivas vigentes; pero nada impide a un abogado invocar ante los tribunales antiguas leyes que nunca fueron derogadas explícitamente, aunque no estén incluidas en dichas bases de datos oficiales. Finalmente, en Recht und Logik, de 1965, Kelsen responde de manera negativa a la pregunta acerca de la aplicación en el derecho de los principios lógicos en general y, en particu­lar, al uso de la "regla de inferencia" (Kelsen, H., 1973, "Law and Logic", …op. cit., pp. 228-253). El silogismo "todos los ladrones deben ser sancionados, Schulze es un ladrón, por lo

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…los conflictos entre normas permanecen sin solución debido a la ausencia de normas derogatorias expresamente establecidas o tácitamente presupuestas, y si la ciencia del derecho es incapaz de resolver mediante interpretación los conflictos existentes entre normas, tanto más lo es para revocar la validez de las normas positivas, de la misma manera que es incompetente tratándose de la promulgación de normas jurídicas (Kelsen, H., 1973, "Law

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tanto, Schulze debe ser sancionado" sería inválido por los siguientes motivos: una norma jurídica es siempre una norma jurídica "positiva", es decir, una norma en vigor que ha sido decidida por una autoridad competente. Ahora bien, el acto de voluntad de una autoridad no es solamente una operación intelectual (Denkoperation), sino un hecho objetivo. En conclusión, para que la norma individual "Schulze debe ser sancionado" sea válida, es necesario que sea dictada por una autoridad competente. Nada impide que la voluntad de ésta sea que Schulze no debe ser sancionado, pues, mientras los silogismos descriptivos hacen referencia al significado implícito en una aserción, los silogismos normativos concier­nen las decisiones reales de jueces y autoridades competentes (Kelsen, H., 1973, "Law and Logic", … loc. cit., pp. 228-253). En su Teoría general de las normas, Kelsen afirma que el principio de no contradicción y la relación de consecuencia no son aplicables a las normas, pues una relación entre condición y consecuencia supon­ dría pre­guntarse si una aserción es verdadera y, según él sostiene, no se puede predicar la verdad o falsedad de una norma (Kelsen, H., 1996, Théorie générale des normes, París, Presses Universitaires de France). Como vemos, la tesis según la cual las normas no pueden ser verdaderas o falsas, sino válidas o inválidas, es central en el positivismo kelseniano. Sin embargo, algunos lógicos deónticos han tratado de escapar a dicha idea. Como pregunta Patrice Bailhache: ¿acaso no tenemos el derecho de afirmar que es verdad que, bajo tales y tales circunstancias, está prohibido robar? Con excepción de las llamadas verdades a priori, ni la lógica de las normas ni la lógica clásica dicen por sí solas lo que es verdad y lo que es mentira, para lo cual es necesario referirse a la experiencia. La lógica dice simplemente en qué casos estamos autorizados a deducir que algo es verdad a partir de hipótesis que suponemos verdaderas. Tratándose de las normas, la situación según Bailhache no es diferente. Esta reflexión permite a lógicos deónticos como él preservar cierta economía instrumental, no multiplicar sus herramientas lógicas, pues de seguirse el consejo kelse­ niano de sumar a la pareja verdadero / falso, la nueva pareja válido / inválido,

Durante más de treinta años, el escepticismo del último Kelsen ha susci­ tado importantes debates entre los filósofos del derecho. Algunos autores han pensado que Kelsen estaba intoxicado por los problemas de la filosofía analítica y de la lógica formal. Entrar en contacto con los lógicos fue fatal para la Teoría pura —piensa Letizia Gianformaggio—, pues la alejó de problemas propios, la contagió de otros que le eran ajenos y, peor aún, le impuso tesis comprometedoras como la de la supuesta exhaustividad de la dicotomía descripción / prescrip­ción (Gianformaggio, L., 1994, Estudios sobre Kelsen, México, D.F., Fontamara, p. 71). Otros autores han elaborado interpretaciones sutiles según las cuales Kelsen no habría modificado su posición sino mantenido un itinerario filosófico coherente. Las contradicciones lógicas existentes entre los contenidos de las normas positivas serían simplemente resultado del carácter diná­mico, en el tiempo, de los órdenes jurídicos.6

IV. Von Wright Los fundadores de la lógica deóntica e incluso los especialistas contem­ poráneos en la misma han debido consagrar muchos esfuerzos no sólo para desarrollarla sino, lo que puede ser más frustrante, para defender el hecho mismo de que tal lógica existe o, al menos, de que es posible (Von Wright, G. H., 1963, Norm and Action. A Logical Enquiry, Londres, Routledge & Kegan Paul, p. 148 y Von Wright, G. H., 1995, "Y a-t-il une logique des normes?", Cahiers de philosophie politique et juridique 27, Caen, Presses Universitaires de Caen (traducido al francés por Jean-Luc Petit del ar tículo publicado en inglés en 1991: Ratio Juris 4 (3), pp. 265-283, pp. 6 Acerca de la lógica deóntica temporal: (Von Wright, G. H., 1963, Norm and Action. A Logical Enquiry. Londres: Routledge & Kegan Paul, Bailhache, P., 1991, Essai de logique déontique, París, Vrin; Horty, J. F., 2001, Agency and Deontic Logic, Oxford: Oxford University Press).

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se haría necesario emplear conectores proposicionales distintos para uno y otro caso, incrementando así la complejidad en las aplicaciones (Bailhache, P., 1991, Essai de logique déontique, París, Vrin).

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31-53).7 Proli­feran los argumentos escépticos, tanto de lógicos clásicos que no ven en el programa de investigación de los deónticos una evolución progresiva o que consideran que las paradojas deónticas son irresolu­­bles, como de juristas que —como Kelsen o el legislador francés decimonónico— se rinden ante la evidencia de una práctica jurídica que puede ignorar la lógica. La situación es particularmente cruel cuando las críticas pro­vienen del padre fundador de la disciplina. En un principio, Von Wright pretendía reflexionar acerca de las analogías entre conceptos deónticos (la permi­sión, la obligación y la prohibición), los conceptos modales aléticos (lo posi­blemente verdadero —o "lo verificado"—, lo indeterminado y lo que se sabe que es falso —o "lo refutado", "falseado"—) y los conceptos modales de exis­tencia (la universalidad, la existencia y —"lo vacío"— emptiness en inglés) (Von Wright, G. H., 1957, "Deontic Logic" en Logical Studies, Londres, Routledge and Kegan Paul, pp. 58-74). Es interesante observar que el padre fundador de la lógica deóntica contemporánea no tenía como meta resolver problemas de filosofía jurídica o moral, ni estaba guiado al principio por la pregunta de si una lógica de las normas era posible; Von Wright quería, más bien, explorar una analogía formal que le parecía "asombrosa" entre conceptos que a pri­ mera vista parecían ser muy distintos.8 Estimulado por el éxito de su primera tentativa, solamente en una segunda etapa Von Wright se convierte en 7 O, por ejemplo, en el XX Congrès de l'Association international de philosophie du droit et philosophie social que se llevó a cabo en Amsterdam en junio de 2001, Jaap Hage dedicó su intervención a argumentar en favor de la existencia de una lógica jurídica (Hage, J., 2001, "Legal Logic, its Existence, Nature and Use" en Soeteman, A. (editor), Pluralism and Law, Dordrecht, Kluwer, pp. 347-373). En otros autores, más que saber si la lógica deón­ tica existe, se trata de "probar la racionalidad del deber ser" y "saber si la ciencia del deber ser es parte de la lógica" (Bailhache, P., 1991, Essai de logique déontique, París, Vrin, pp. 194-204). Este último autor precisa: "Razo­ nes de uso y de costumbre, así como de simplificación, nos han llevado a conservar el título de Essai de logique déontique. El de Eléments de théorie du devoir-être hubiese sido sin duda más exacto" (Bailhache, P., 1991, Essai de logique déontique, París, Vrin, p. 204). 8 Au départ, le problême philosophique de la ‘possibilité’ d’une logique des normes ne m’a pas préoccupé. De analogies formelles entre les concepts déontiques et les concepts modaux me paraissaient une garantie suffisante de la possibilité de construire une logique déontique, en tant q’extension analogique (ou parallèle) de la logique modale traditionnelle. (Von Wright, G. H., 1995, "Y a-t-il une logique des normes?", Cahiers de philosophie politique et juridique 27, Caen. Presses Universitaires de Caen, pp. 31-53 (traducido al francés por Jean-Luc Petit del artículo publicado en inglés en 1991: Ratio Juris 4 (3), pp. 265-283. p. 31).

… donde p es el nombre del acto "protestar".10 Ahora bien, las sorpresas surgieron rápidamente. La interdefinición de la permisión y de la prohibición, aparentemente clara, implica, entre otras cosas, que toda situación esté trivialmente normada, regulada (que

Von Wright, G. H., 1963, Norm and Action. A Logical Enquiry, Londres, Routledge & Kegan Paul, pp. 133-134. Tomando la permisión como término primitivo, escribimos: Pp = « Está permitido que p ». Como de cos­ tumbre en lógica, ¬p es el nombre de la negación de p,y ≡, ⊃, ∧, ∨ son los símbolos de la equivalencia lógica, la implicación, la conjunción y la disyunción. Sin entrar todavía en los detalles, digamos sencillamente que «P» es una "modalidad", es decir, un functor proposicional cuyo argumento es una proposición. La variable p en las fórmulas deónticas representada nombres de actos humanos o situaciones. Las otras interdefiniciones de los operado­ res deónticos según el primer sistema de von Wright de 1951 son: Op ≡ ¬P¬p; es decir, « es obligatorio que p » = « no está permitido que no p ». Ip ≡ ¬Pp ≡ O¬p ; « está prohibido que p » = « no está permitido que p » = « es obligatorio que non p ». En un sistema estándar de lógica deóntica, las tautologías de la lógica proposicional son fórmules válidas del sistema cuando las variables proposicionales son remplazadas por fórmulas deónticas. El único axioma del sistema mínimo es el principio de distribución deóntica P(p ∨ q) ≡ Pp ∨ Pq. El otro axioma presente en el sistema de 1951, el principio de permisión, Pp ∨ P¬p (Cualquier acto está permitido o su negación está permitida), no es aceptado unánimemente por los lógicos deónticos. 9

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filósofo del derecho y en filósofo moral y comienza a discutir con juristas y moralistas célebres, aunque apoyándose siempre en métodos formales, prac­ ticando pues lo que hoy se suele llamar la lógica filosófica. Al final de su ambicioso libro Norma y acción, Von Wright afirma que la construcción de una lógica deóntica "completamente desarro­llada" será una teoría de las expresiones interpretada de manera descrip­tiva (del tipo "es verdad que una obligación es", "es falso que las condiciones de posibilidad de la permisión sean"). Las leyes (principios y reglas) propias a esta lógica tratarían acerca de propiedades lógicas de las normas mismas, propiedades reflejadas en las propiedades lógicas de lo que Von Wright llamaba normas-proposiciones (normpropositions). Von Wright cree en aquel momento, como el primer Kelsen, que es posible elegir como objetos de análisis expresiones de obligación y de permisión y aplicarles la lógica clá­sica.9 En la línea de Leibniz, acepta en sus primeros textos la interdefinición de la permisión y de la prohibi­ ción ("protestar está permitido" equivaldría a decir que "no está prohibido protestar"). En símbolos: Pp = ¬Pp

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todo lo que no esté permitido quede prohibido). Pero Von Wright ya no creía que ese resultado fuese correcto, pues la existencia de lo que los juris­tas llaman "lagunas" le parecía evidente (Von Wright, … "Y a-t-il une logique." … loc. cit.). En Norm and Action, Von Wright rechaza la interdefi­ nición simple de los operadores "permitido" y "prohibido", y presenta un sistema diádico de modalidades deónticas fundado en la lógica temporal (the logic of change, que estudia las transformaciones de un estado inicial p en un estado final q; fenómeno simbolizado pTq), y en la lógica de la acción (the logic of action, según la cual un individuo produce o se abstiene de producir el cambio pTq). Ese sistema fue perfeccionado un año después en A New System of Deontic Logic. Ahora, ante la sofisticación de los nuevos sistemas, Von Wright lamenta el sacrificio de la intuición según la cual "permitido" es estrictamente la misma cosa que "no prohibido". En "An Essay in Deontic Logic and the General Theory of Action", de 1968, el filósofo finlandés vuelve a la idea de partida: si vemos los operadores de permisión y de obligación como interdefinibles, todo sistema normativo es, de manera trivial, un sistema cerrado (Von Wright, G. H., 1968, "An Essay in Deontic Logic and the General Theory of Action", Acta Philosophica Fennica 21, Amsterdam, North-Holland Publ. Co. Existe traducción de Ernesto Garzón Valdés publicada por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, p. 85). Esta vez, aunque Von Wright acepta una forma trivial de interdefinición de los operadores de "permisión" e "interdicción", distingue seis tipos diferentes de una y otra.11 Así, se hace posible hablar de sistemas abiertos (que contienen lagunas), si las especies de permisión y prohibición que se relacionan según el principio de permisión par défaut no se corresponden y si no están interdefinidas. 11 En el ensayo de 1968, von Wright desarrolla una teoría de las modalidades diádicas, inspirándose en la noción de probabilidad condicional. Las cinco especies de permiso condicional en su sistema P(p/q) son el resultado de todas las combinaciones posibles donde p y q pueden ser interpretados como enunciados universales o singulares, verdaderos o falsos (Von Wright, G. H., 1968, "An Essay in Deontic Logic and the General Theory of Action", Acta Philosophica Fennica 21, Ámsterdam, North-Holland Publ. Co., Existe traducción de Ernesto Garzón Valdés publicada por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, pp. 24-25).

En lo que puede considerarse como su última posición acerca de la interdefinición de la permisión y la prohibición, Von Wright afirma que "en un código normativo que adopte el principio de que todo lo que no está prohibido está ipso facto permitido, toda situación está deónticamente deter­minada o posee un ‘valor deóntico’. En tal código, no hay ‘lagunas de la ley’" (Von Wright, … "Y a-t-il une …", loc. cit.). Como consecuencia, el principio de permisión par défaut ("todo lo que no está prohibido, está permitido") parece ser o bien una tautología, o bien una afirmación contingente. ¿Podría acaso ser ambas cosas al mismo tiempo? En una socie­ dad disciplinaria, cuyo tipo ideal según Holmes sería Prusia, todo lo que no estu­viese permitido estaría prohibido; en una sociedad liberal, que Holmes identifica con Inglaterra, cualquier acto que no esté prohibido estaría permitido. Entre ambos extremos, habría que considerar una infinita variedad de casos intermedios. Según Von Wright, cuando algo no está permitido por las normas actuales, eso puede significar que, para llevarlo a cabo, se debe solicitar al legislador el permiso; una tal meta-norma suele regir las relaciones de autoridad de los padres con respecto a sus hijos o de los educadores con sus pupilos (Von Wright, G. H., 1995, "Y a-t-il une logique …", loc. cit.). Von Wright adopta así una posición convencionalista, según la cual lo que es consi­derado como tautología normativa depende de la manera de definir la noción de pertinencia de las normas (Von Wright, G. H., 1997,

‘It is permitted that p, given that q’ again means that it is permitted that p always when q, i.e. regardless of what the other circumstances, beside that q, happens to be. This understanding of permission, tough in a sense analogous to what seems to be the most natural way of understanding obligation, does not make permission and obligation corresponding in the sense of our definitions" (Von Wright, G. H., 1968, "An Essay in Deontic Logic and the General Theory of Action", Acta Philosophica Fennica 21, Ámsterdam, North-Holland Publ. Co. Existe traducción de Ernesto Garzón Valdés publicada por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, p. 35). 12

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En particular, la noción intuitiva o común de obligación (Op leído como "es obligatorio que p en todas las circunstancias") sería dema­sia­do fuer­te y no sería definible a partir de la noción intuitiva de permisión (¬P¬p que se lee: "no está permitido que no p en todas circunstancias").12

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Normas, verdad y lógica, México, D.F., Fontamara, p. 49). Los problemas prácticos de ciertas "reglas de clausura" podrían ser administrados agregando normas cada vez más elaboradas, de acuerdo con este autor. Sin embargo, siendo que el principio de permisión par défaut (que podemos representar así: Ip ∨ ¬Ip), es solamente un caso particular del princi­pio del "tercero excluido", es sorprendente decir que su carácter tautológico depen­de de consideraciones convencionales.13 ¿Cómo es posible que el derecho pueda optar por aceptar o no la validez de un principio necesariamente verdadero como es el principio de permisión par défaut? ¿Cómo es posible que una tautología lógica dependa de una convención? Si en la lógica intuicionista no se acepta la validez del principio del tercero excluido, excepto en el caso en el que sea posible verificar efectivamente que la fórmula (p o ¬p) es verdadera, es claro que los principios lógicos pueden ser convencionales en ese sentido. Pero la lógica intuicionista contiene exigencias aún más estrictas que la lógica ordinaria, lo que signifi­ca que su contenido "convencional" consiste en reforzar las garantías de precisión y plausibilidad de las inferencias. Por el contrario, pareciera que en lógica deón­ti­­ca el contenido "convencio­nal" con­tri­buye a flexibilizar las reglas. La logicidad es una convención adoptada en un contexto histórico. En la introducción a Los méto­dos de la lógica (1950), Quine afirma que a pesar de su carácter "necesario", las leyes de la lógica y de la matemática pueden ser abrogadas, suprimidas. Según él, ello no significa negar que tales leyes sean verdaderas en virtud de nuestro sis­tema concep­ tual o en virtud del significado de palabras como "+", "=", "si", "y", etcétera. Dado que las leyes de la lógica y de las matemáticas ocupan una posición central en nuestros sistemas conceptuales, revisarlas equivaldría a 13 (α∨ ¬α) es una fórmula válida del cálculo proposicional estándar. Si α significa « la acción está prohibida », leeremos la primera fórmula como "o bien la acción está prohibida, o bien es falso que la acción esté prohibi­ da". Ahora bien, si α representa Ip, y ésta última es definida como ¬Pp, la primera fórmula la podemos leer: "o bien la acción está prohibida, o bien la acción está permitida".

(Von Wright, G. H., 1997, Normas, verdad y logica, México, D.F., Fontamara, p. 51). La lógica en general sería así entendida no necesariamente como el estudio de los razonamientos que conducen, a partir de premisas verdaderas, a conclusiones verdaderas, sino como el estudio de los razo­ namientos que llevan, a partir de premisas racionales, a conclusiones

14 « Encuentro divertido pensar que tanto Kelsen en sus últimos años, como yo mismo al final de mi ‘itine­ rario deóntico’, hayamos llegado a una concepción ‘antiracionalista’ o ‘nihilista’ de la relación con que las normas tienen con la lógica, similar a la que el gran pensador sueco Hägerström había defendido siempre coherente­ mente » (Von Wright, G. H., 1997, Normas, verdad y lógica, México, D.F., Fontamara, p. 20).

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cambiar tales sistemas o cambiar el significado de las palabras. En resumen, la lógica y las matemáticas fun­cionarían como una especie de amortiguadores de la indeterminación, amortiguadores a los que estamos tan acostumbrados que no estamos dispuestos a hacer transformaciones revolucio­ narias. En la madurez de su itinerario filosófico, Von Wright parece compartir la idea de Quine y deja de ir en busca de la verdad lógica para conformarse con estudiar la justificación normativa. Al cabo de varias tentativas insatisfac­ torias a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y confrontado a la prolife­ ración de enigmas y de paradojas de la lógica deóntica, la posición de Von Wright se hace más radical. El lógico finlandés adopta expresiones como "irracionalismo" y "nihilismo de valores" para calificar tanto su propia posición como la del último Kelsen y la del jurista sueco Axel Hägerström (inte­ resado en los similitudes entre el derecho y la magia).14 Para el Von Wright posterior a Norm and Action, relaciones lógicas como la contradicción y la implicación ya no debían predicarse de las normas. Como consecuencia, era imposible hablar de una "lógica de las normas". En cambio, la lógica deón­ ­­tica podía ser considerada como un "estu­dio de las condiciones a satisfacer en la actividad racional que fija las normas" (Von Wright, G. H., 1985, "Is and Ought" en Bulygin, E. y Niiniluoto, I. (editores), Law and Modern Form of Life, Dordtrech, Reidel, pp. 283-281, p. 269). En Norms, Truth and Logic, nuestro autor afirma también que las leyes de la lógica deóntica equi­valen a "principios de producción legislativa racional".

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también racionales. Según Von Wright, la lógica poseería un contenido más extenso que la verdad. Dicho de otro modo, la racionalidad humana sería más amplia que lo que los lógicos podrían mostrar con ayuda de la lógica veritativo-funcional (la que depende de las condiciones de verdad). Esta con­ clusión está lejos de ser simple pesimismo filosófico, al menos pesi­mismo filosófico generalizado. Si Von Wright no es ni un racionalista estándar, ni un platónico creyente en la verdad moral, es, sin embargo, un humanista que cree en la racionalidad humana y en la posibilidad de estudiarla.

V. Derrotabilidad y ponderación Hemos evocado parte de los itinerarios filosóficos de Leibniz, Kelsen y Von Wright, para dejar sobre la mesa, de manera clara, tanto las dificultades como las oportunidades que ofrece el estudio lógico de las normas. La lección que nos ofrecen Leibniz, Kelsen y Von Wright es que el paradigma del positivismo jurídico moderno pretendió fundarse en la lógica deductiva, pero desembocó, en última instancia, en un libre decisionismo, en el cual lo que contaba era el libre arbitrio del decidor. Ante este panorama, podemos preguntarnos si la inclusión de razonamientos morales en las decisiones judiciales es preferible frente a dicho decisionismo cuando los razonamientos lógicos resultan insuficientes. Pero es necesario aclarar que esta pregunta no nos retrotrae al dilema entre iusnaturalismo y positivismo jurídico. Es una perogrullada decir que cuando el derecho resulta suficiente para resolver un caso, la solución jurídica del mismo no requiere de apelar a la moral. Aunque Leibniz, Kelsen y Von Wright parecieran negarlo al final de sus vidas, existen casos en los que el derecho resulta suficiente para resolver ciertos casos. Por tanto, el contenido moral de las decisiones judiciales es sólo necesario cuando la lógica resulta insuficiente. Mientras que el iusnaturalista radical pretende reemplazar el razonamiento jurídico por el razonamiento moral, el resto de los juristas suelen apelar al segundo como bombero o urgentista en caso de que la lógica falle. Pero ¿el fracaso de la lógica para abordar contradicciones y lagunas nos conduce necesariamente al dilema entre arbitrariedad o inclusión de la moral? ¿Acaso una cuarta posibilidad

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está excluida? Mencionemos las tendencias recientes en filosofía del derecho de estudiar el razonamiento llamado derrotable y la ponderación. De Hart a Fuller, pasando por los especialistas contemporáneos en inteligencia artificial y lógicas no-clásicas, se ha tratado de reconstruir un estilo de razonamiento no deductivo en el derecho. Si veo en un parque un letrero que dice "prohibido ingresar con vehículos", ello no necesariamente me intimida si quiero entrar con una patineta o con un auto de juguete. El contexto puede indicarme que ingresar con estos objetos no está prohibido (por ejem­plo, si en el parque hay pistas para patinetas y autos de juguete). De manera similar, la norma legal que establezca que las viudas heredarán el patrimonio de sus esposos muertos no necesariamente me lleva a la conclusión de que las mujeres que asesinan a sus esposos serán herederas legítimas (pues una intuición me dice y le dice a muchas personas que esta última es una especie de excepción natural, dado el principio de que "nadie debe beneficiarse de su propia conducta ilícita"). El ejemplo de los vehículos no parece requerir para su solución de un razonamiento moral, sino de sentido común intrínseco al razonamiento jurídico. De manera análoga, de Dworkin a Fuller, se ha creído que casos como el de la viuda asesina que carece del derecho de heredar se solucionan jurídica y no moralmente. No es posible entrar aquí en la larga discusión acerca de la llamada "textura abierta" del lenguaje jurídico, ni en el estudio de las lógicas no monotóni­ cas que supuestamente darían cuenta de los razonamientos derrotables (Prakken H., y Vreeswijk, G., 2002, "Logics for Defeasible Argumentation", en D. Gabbay y F. Guenthner (editores), Handbook of Philosophical Logic 4, Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, pp. 219-318). Nos basta con señalar que en la decisión de un juez que niega el carácter de heredera de su marido a una viuda asesina existe sin duda un pronunciamiento moral, independientemente de que esta decisión sea también jurídica. La prueba es que otra perspectiva moral (por ejemplo, la que postula que nadie debe ser sancionado dos veces por la misma falta) produciría la decisión contraria: en efecto, si la viuda asesina debe pagar su crimen con prisión, privarla de la herencia equivale a sancionarla dos veces. Incluso si los partidarios de la existencia de un tipo de razonamiento derrotable afirmaran que los dos principios en competencia ("nadie debe beneficiarse de su propia conducta

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ilícita" y "nadie debe ser sancionado dos veces por la misma falta") son prin­ cipios jurídicos, creemos que la selección del principio ganador no está deci­ dida por el derecho. El profesor de la Universidad de Kiel, Robert Alexy, ha defendido con enorme popularidad una teoría pluralista del razonamiento jurídico: junto al razonamiento lógico caracterizado por la subsunción, los juristas emplearían la ponderación. Recientemente, Alexy ha incluido una tercera forma de razonamiento jurídico: el estudio de los precedentes. No sería necesario acudir a la moral para resolver, por ejemplo, una contradicción normativa como la que surge de la conjunción de las dos frases siguientes: "El Presidente Bill Clinton no tiene obligación de hablar públicamente de su vida sexual porque tiene derecho a la intimidad" y "El Presidente Bill Clinton tiene obligación de hablar públicamente de su vida sexual porque la sociedad estadounidense tiene derecho a la información y a la transparencia." Las autoridades, según Alexy, están obligadas a optimizar la aplicación de los principios constitucionales involucrados en este caso (Alexy, R., 1997, Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales. Traducido al español por Ernesto Garzón Valdés, pp. 86-101). Es esa operación jurídica lo que llama "ponderación" en su Teoría de los derechos fundamentales y en escritos posteriores (Alexy, R., 2002, "Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales", Revista Española de Derecho Constitucional 66, pp. 13-64; Alexy, R., 2003, "Constitucional Rights, Balancing, and Rationality", Ratio Iuris 2 (16), pp. 131-140; y Alexy, R., 2003, "On Balancing and Subsumption. A Structural Comparison", Ratio Iuris 4 (16), pp. 433-449). Más específicamente, la ponderación consiste en estimar el "peso" o importancia de una norma y compararlo con el peso de la contraria (se trata tanto del peso abstracto, es decir, su jerarquía legal o constitucional, como del peso concreto o pertinencia en el caso concreto). Por si fuera poco, Alexy ha propuesto una fórmula matemática para responder a las críticas de Habermas que lo acusaban de llamar ponde­ ra­ción a la libre discrecionalidad de los jueces. En dicha fórmula, el peso abstracto de las normas es representado con la letra W (weight), su peso con­ ­creto tomando en cuenta la interferencia de otras normas con I (interference)

y el grado de confianza de las anteriores estimaciones con R (reliability). Los subíndices corresponden a las normas en conflicto i y j:

La teoría de Alexy podría parecer una refutación de la idea según la cual las insuficiencias de la lógica en el derecho obligan a los jueces a emplear el razonamiento moral para llenar lagunas y resolver contradicciones. Sin embargo, ello no es así al menos por dos razones. En primer lugar porque Alexy no se considera a sí mismo como un positivista y sí como un inclusivista de la moral en el derecho. En particular, Alexy acepta la fórmula de Radbruch según la cual las leyes radicalmente injustas no son derecho (pensemos en leyes decretando genocidios o sometiendo a esclavitud a una población). Pero, más allá de este iusnaturalismo moderado (en el sentido de que no sostiene que cualquier norma injusta sea inválida), su teoría de la ponderación está lejos de ofrecernos un procedimiento mecánico, algorítmico de decisión que pueda aislar al derecho de las opiniones morales de los jueces. Basta decir que las variables W, I y R carecen de peso objetivo y que éste lo asigna subjetivamente quien toma la decisión. Por ejemplo, si el derecho a la intimidad vale mucho, bastante, poco, muy poco o nada es algo que no está escrito en la Constitución ni dicho de manera unívoca a través de los precedentes judiciales. No es de sorprender que para un juez sexualmente liberal este derecho pudiera ser más importante que el derecho a la información de la prensa, sobre todo tratándose, como caso concreto, de las aventuras sexuales lícitas de un gobernante. A fin de cuentas, aun empleando la fórmula de la ponderación de Alexy, si el Presidente Clinton tiene obligación de hablar públicamente de su vida sexual o si tiene el privilegio de guardar silencio, dependerá en última instancia de las ideas morales del juez que decida el caso. Puede resultar alarmante para

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I .W . R Wi, j = i i i Ij . Wj . Rj

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muchos este contenido moral de las decisiones judiciales, pues implica que un juez ultracatólico, de extrema izquierda o radical en cualquier sentido puede imponer sus preferencias axiológicas en algunos casos. Pero además de que este hecho parece inevitable en alguna medida (y no vale la pena moral y derecho. doce ensayos filosóficos

lamentarse de lo inevitable), por otro lado no parece tan grave siempre y cuando dicho contenido moral se vuelva explícito. Una vez que las decisio-

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ciados a las decisiones judiciales, como son los argumentos económicos,

nes judiciales y la argumentación que las acompaña se hacen públicas, la sociedad y las autoridades estatales pueden revertir, para casos futuros, los criterios morales que consideren inaceptables. Una viuda asesina podrá heredar el patrimonio de su esposo pero otras ya no lo harán si este hecho atenta contra la moral pública y, por ello, el legislador o la Corte Suprema toman cartas en el asunto. Finalmente, consideraremos una última objeción contra la tesis que sostiene que las decisiones de los jueces resultan, en parte, de razonamientos morales. Existe otro tipo de razonamientos asoantropológicos, sociológicos, históricos, estéticos ¿por qué privilegiar entonces el papel de la moral? En particular, el análisis económico del derecho se ha desarrollado ampliamente en las últimas décadas, invitando a los jueces a considerar aspectos de eficiencia, eficacia, fomento del crecimiento económico, conveniencia de simplificar trámites, entre otros, sobre todo en materias fiscal y financiera.Y no es despreciable el peso que, en ciertos con­ textos, pueden tener para el juez consideraciones que apelan a la cultura o la etnia de las personas o a la belleza de ciertos modelos de decisión toma­ dos de la literatura o de la historia. Pero el peso que el juez dará a estos argumentos tendrá una dimensión normativa y, si no existe una obligación jurídica de adoptar uno u otro criterio, la elección será moral. Si el siste­ ma jurídico no ordena al juez optar por la eficiencia económica, la tradición histórica o la comprensión antropológica, apelar a alguno de estos aspectos y no a los otros será, en última instancia, una decisión moral.

Hemos visto que Leibniz, el más grande filósofo jurista de la historia murió siendo, en la práctica, un realista político y jurídico. Kelsen, el líder del positivismo jurídico del siglo XX, llegó a la conclusión de la separación del dere­ cho y de la lógica luego de intentar aplicar la lógica deductiva a la práctica jurídica. Von Wright, por su parte, asimiló su trayectoria a la de Kelsen y de algunos filósofos escandinavos de corte realista. No es de sorprender que lo hiciera, pues pocos dominios de la lógica filosófica son tan fértiles en para­ dojas como la lógica deóntica. Quienes actualmente postulan la existencia de un tipo de razonamiento derrotable y de técnicas de ponderación jurídica creen que contamos con procedimientos de ayuda a la decisión jurídica adi­ cionales a la lógica deductiva. Entre el razonamiento subjetivo del jurista y la técnica de cálculo que confía ciegamente en la validez de un procedimiento mecánico, existen niveles intermedios. Como hemos visto, la fórmula de la ponderación propuesta por Robert Alexy recomienda someter las valoraciones subjetivas del juez (incluyendo sus juicios morales) a un cálculo aritmético. En ese caso, quien toma la decisión debe acatar la sentencia que pronuncian los números porque éstos sólo combinan las premisas que él reconoce como válidas. Pero, incluso bajo estos modelos sofis­ ticados de razonamiento, la decisión judicial parece operar en buena medida como un dispositivo que limita y combina, entre otras premisas, las intuiciones morales del juez.

VII. Bibliografía Alexy, R., (1997), Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, Traducido al español por Ernesto Garzón Valdés. , (2002). "Epílogo a la Teoría de los derechos fundamentales", Revista Española de Derecho Constitucional 66: 13-64. , (2003a). "Constitucional Rights, Balancing, and Rationality", Ratio Iuris 2 (16): 131-140.

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VI. Conclusiones

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III. Exigencias jurídico-naturales e historicidad del derecho: de la intimidad a la protección de datos personales

ANDRÉS OLLERO*

* Catedrático de Universidad. Dicta la cátedra de Filosofía el derecho desde 1999 en la Universidad rey Juan Carlos (Madrid). Ha sido becario en Alemania e Italia. Miembro de innumerables publicaciones especia­ lizadas en más de 10 países. Académico de número de la real Academia de Ciencias Morales y Políticas desde 2009. En los años 1986-2003 participó en la vida política española como Diputado por Granada de la III a la VII legislatura. Entre sus numerosos libros están: (1971) Dialéctica y praxis en Marleau-Ponty; (1996) ¿Tiene razón el derecho? Entre el método científico y voluntad política; (2006) Bioderecho. Entre la vida y la muerte; (2007) Derechos humanos. Entre la moral y el derecho, UNAM, México; (2010) Laicidad y laicismo, UNAM, México. Tiene infinidad de artículos en revistas especializadas en teoría del Derecho y en Filosofía jurídica.

En el siglo XIX se consolida un positivismo jurídico legalista, que iden­ tifica el derecho positivo con los textos legales y, en consecuencia, entiende los derechos en el marco de las leyes; como facultades por ellas conferidas. Las Constituciones de la última posguerra anuncian un nuevo modo de enten­ der el derecho, reflejado decenios después en las transiciones democrá­ 1

Así lo he subrayado en El derecho en teoría, Cizur Menor, Thomson-Aranzadi, 2007, pp. 53 y ss.

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a historicidad del derecho ha ejercido un notable protagonismo en la reflexión teórico-jurídica contemporánea, marcada por el progresivo abandono de las clásicas reflexiones sobre el derecho natural y su sustitución por una filosofía del derecho positivo. En efecto, el iusnaturalismo racio­na­ lista acabaría muriendo de éxito, al ver sus propuestas positivadas en las codificaciones europeas. Se abría así una nueva época, marcada por la con­ vicción de que sólo es derecho el derecho positivo; afirmación rotunda que no puede evitar la apertura de una nueva pregunta: qué hemos de enten­ der por positividad.1

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ticas de la península ibérica y en la posterior recuperación de los países centroeuropeos largo tiempo secuestrados desde el este. Los esquemas posi­tivistas irán encontrando notables dificultades para digerir los nue­ vos plan­teamientos constitucionalistas, que acabarán exigiendo una teoría jurídica de nueva planta.2 En ella se traslada el centro de la realidad jurídica, obligando a interpretar las leyes en el marco de los derechos.3 Este punto de inflexión del positivismo jurídico alimentará a su inse­ parable compañero de viaje, que verá cómo con aire triunfal llega a dic­ taminarse en un eterno retorno del derecho natural.4 Pero, dentro de esta engañosa resurrección, la imparable crisis de la metafísica le obligará a bus­ car fundamento en marcos filosóficos menos asediados. La apelación a la naturaleza de la cosa invitará a descubrir un derecho natural histórico. Reflexiones más profundas postularán una filosofía del derecho entendida como ontofenomenología jurídica,5 o plantearán, con menos pretensiones, el papel de la historicidad en la realización del derecho natural.6 El iusnaturalismo de la posguerra se verá así incitado a ocuparse de los derechos, aspecto habitualmente marginal en sus reflexiones, dado el protagonismo de la ley (eterna, natural o humana) en los clásicos tratados de teología moral. La Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas, multiplica ese protagonismo cobrado ya de modo inci­ piente por vía constitucional. La reflexión sobre cuál sea el fundamento de esos derechos proclamados, ahora secularizadamente, urbi et orbi sitúa al

2 L. PRIETO SANCHÍS, tras presentarlo "como nuevo desafío al positivismo", señala que "el constitucionalis­ mo postpositivista ha contribuido a la propagación de una auténtica epidemia de sinceridad" -Constitucionalismo y positivismo, México D.F., Fontamara, 1997, pp. 7 y 94. 3 Se ha llegado a afirmar que con esto "se pasa de un Estado legislativo de derecho a un Estado constitucio­ nal de derecho, que es Estado de derechos" —P. ANDRÉS IBÁÑEZ Garantía judicial de los derechos humanos "Claves de razón práctica" 1999 (90), p. 11. 4 H. ROMMEN, Die ewige Wiederkehr des Naturrechts, München, Josef Kösel,1947 (2ª). 5 S. COTTA, Il diritto nell‘esistenza. Linee di ontofenomenologia giuridica, Milano, Giuffrè, 1991 (2ª). La repercu­ sión sobre el modo de concebir los derechos en: La coexistencialidad ontológica como fundamento del derecho "Persona y Derecho" 1982 (9), pp. 13-18. Sobre su obra el monográfico nº 57 de la misma revista en 2007. 6 A. KAUFMANN Naturrecht und Geschcihtlichkeit, Tübingen, Mohr, 1959, pp. 15-44.

En España el debate sobre la posible fundamentación iusnatura­ lista de los derechos humanos cobra fuerza tras promulgarse la Consti­ tución de 1978,8 rebrotando los matices polémicos que acompañan el emparejado caminar de positivistas y iusnaturalistas. En el trasfondo latirá siempre un apa­rente dilema entre naturaleza e historia; si los derechos tuvieran un fundamento natural, estarían indisolublemente vinculados a ese punto de partida, sin que los aconteceres históricos pudieran influir en su con­figuración. La cultura jurídica positivista intentará, por su parte, fijar el alcance efectivo de términos tan metafísicos como ese "contenido esencial" de los "derechos y libertades" al que remite el artículo 53.1 de la Constitución española (en adelante CE). No en vano se llamará la atención, desde el propio Tribunal Constitucional español, ante el riesgo de que invocaciones a la igualdad o a lo "razonable" se conviertan en vía de entrada para consi­ deraciones iusnaturalistas merecedoras de sesuda alarma.9 Los esfuerzos del citado Tribunal por dar paso a un concepto de contenido esencial lo menos esencialista posible no dejan de ser merito­

7 Al respecto P. SERNA, El ‘Inclusive Legal Positivism’ ante la mirada del observador, en "El positivismo jurí­­dico a examen. Estudios en homenaje a José Delgado Pinto", Salamanca, Universidad-Aquilafuente 95, 2006, pp. 481-495 y el libro de J. B. ETCHEVERRY, El debate sobre el positivismo jurídico incluyente. Un estado de la cuestión, México D. F., UNAM, 2006. 8 A. E. PÉREZ LUÑO resalta cómo, dada la vinculación de los derechos fundamentales con la dignidad huma­ na, "resulta desde el primer momento evidente el trasfondo iusnaturalista que inspira su consagración constitu­ cional -Derechos humanos, Estado de Derecho y Constitución, Madrid, Tecnos, 2005 (9ª ed.), p. 331. 9 Cfr. Voto particular del magistrado Díez Picazo a la sentencia del Tribunal Constitucional español (en ade­ lante STC) 34/1981 de 10 de noviembre.

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positivismo jurídico ante la incómoda necesidad de proteger con eficacia unos derechos fundamentales a los que no logra reconocer fundamento. Ello les llevará a rectificar su vieja visión de la relación entre el derecho y unos contenidos considerados morales, dando así paso a un positivismo catalogado hoy como inclusivo o incluyente.7

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rios y se moverán entre un difuso iusnaturalismo y lo que cabría entender como un derecho de profesores de aire alemán. Acabará invitando a "acudir a lo que se suele llamar la naturaleza jurídica" del derecho en cuestión, cuyo nomen y alcance considera "previos al momento en que tal derecho resulta recogido y regulado por un legislador concreto". Consistiría en un conjunto de "facultades o posibilidades de actuación", sin las cuales acabaría "desnatu­ ralizándose, por decirlo así"10 el derecho en cuestión. No parece que el más ambicioso de los iusnaturalistas se considerara en condiciones de ofrecer mucho más... Parece claro que el Tribunal habrá de apoyarse en un fundamento natural para poder llevar a cabo esta tarea. Cabría restar alcance a tal ope­ ración, sugiriendo que no iría más allá de un actuar como si tal fundamento existiese, con un cierto aire de planteamiento trascendental kantiano. Ello tendría sin embargo demasiado caro precio, ya que llevaría a negar al texto constitucional esa rigidez que le da sentido. Si la Constitución, desti­ nada a controlar la actividad de los diversos poderes del Estado, acabara diciendo lo que tales poderes dicen que dice, se habría convertido en papel mojado, sin más utilidad que la de servir de careta ideológicamente legiti­ madora de lo que ellos tengan por conveniente. Puestos a pasar de las musas al teatro, vendrá bien acercarnos a un derecho concreto y explorar en qué medida elementos históricos cumplen, o no, un papel relevante en su delimitación y en su práctica operatividad. La intimidad encuentra protección en uno de los derechos considerados de primera generación, lo que brinda ya pistas sobre su temprano recono­ cimiento. De aceptarse el dogma de que sólo es derecho el derecho posi­ tivo, habrá que remitirse a lo que sobre la protección de la intimidad encontramos escrito, a lo largo de cuatro epígrafes, en el artículo 18 CE, 10

STC 11/1981 de 8 de abril, F.8. Las cursivas son nuestras.

El reconocimiento constitucional de los derechos no se limita a subra­ yar de modo sobrevenido unas facultades ya asumidas; como si se preten­ diera delimitar a posteriori el núcleo duro del ordenamiento jurídico. Los derechos subjetivos habían surgido como fruto de una perspectiva iuspri­ vatista, que los reducía a una dimensión patrimonial. Fiel a esa matriz, la libertad resultaba prácticamente identificada con la propiedad. A nadie puede extrañar que se patentase un concepto de persona que no va más allá de habilitar a un sujeto como interlocutor a tales efectos, sin ahondar en el reconocimiento práctico de otras exigencias más profundas radica­ das en la dignidad humana.11 Tampoco resultará llamativo que algo tan espi­ ritual como la creación artística acabe configurado, precisamente para garan­ tizarle una máxima protección, como propiedad intelectual y no todavía como derechos del autor.12 Sólo decenios después, junto a estas facultades reconocidas para operar en un tráfico jurídico vinculado al manejo y disfrute de las cosas, se pasará a reconocer derechos caracterizados como de la personalidad13 o incluso como personalísimos. En esa órbita se moverá el derecho a la intimidad, que supera así un inicial entendimiento como autopropiedad que llevaba a identificarla con una privacidad14 excluyente erga omnes. 11 De ello nos hemos ocupado en El estatuto jurídico del embrión humano, en "Biotecnología y posthumanis­ mo" (Jesús Ballesteros y Encarnación Fernández coord..) Cizur Menor, Thomson-Aranzadi, 2007, pp. 331-381; trabajo incluido luego en nuestro libro Bioderecho. Entre la vida y la muerte de idéntica editorial. 12 A ello nos referimos en Derechos del autor y propiedad intelectual. Apuntes de un debate, "Poder Judicial", 1988 (11) pp. 31-86; incluido luego en Derechos humanos y metodología jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989. 13 Para P. LUCAS MURILLO DE LA CUEVA resulta obvio el "inicial fundamento iusnaturalista" de estos dere­ chos y su "relación directa con la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano -El derecho a la autodeterminación informativa, Madrid, Tecnos, 1990, p.70. 14 Sobre el desarrollo de la protección de la ‘privacy’ en el derecho anglosajón: M. GALÁN JUÁREZ, Intimi­ dad. Nuevas dimensiones de un viejo derecho, Madrid, Editorial Universitaria Ramón Areces, Universidad Rey Juan Carlos, 2005, pp. 49 y ss.

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que para empezar "garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen".

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La intimidad aparece ya como un derecho inherente a la dignidad humana, merecedor por ello de particular respeto, ya que cualquier menos­ precio implicaría que la persona misma resultaría violada. Ejemplo de ello es la protección que el Tribunal Constitucional español, trascendiendo la lite­ ralidad del término legalmente puesto, reconocerá al domicilio. Irá mucho más allá de la mera localización de un partícipe en el tráfico jurídico, al cobrar particular relevancia la autonomía personal.15 La repercusión histórica de la entrada en vigor de la Constitución hace que el domicilio deje de ser lo que era. Aunque subsista el término literal, cambiará su significado. Se pone, una vez más, de manifiesto que el derecho no es un conjunto de textos sino el sentido que los mismos pueden, en determinado contexto, acabar cobrando. La mera letra no nos ayudará a descifrar qué recinto cabe o no enten­ der que tenga naturaleza de domicilio. Desde una perspectiva meramente jurídico-civil no parece que a la habitación de un hotel quepa atribuirle dicho rango. No ocurre lo mismo desde una perspectiva constitucional, cuando la policía registra, sin mandato judicial ni consentimiento de los afectados, las habitaciones ocupadas en un hotel sevillano por dos periodistas.16 También los condicionamientos medioambientales que puedan afec­ tar a la intimidad domiciliaria acaban cobrando protagonismo. No será ajeno a ello el influjo de una sentencia emanada del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en recurso formulado contra España. Mientras que el Constitucional español entendió que "la existencia de humos, olores y ruidos no constituían en si una violación del derecho a la inviolabilidad del domi­ cilio", los jueces de Estrasburgo consideraron por el contrario, ante la situa­

Cfr. la STC 341/1993 de 18 de noviembre. El registro se considera inconstitucional, no sin sugerir que "las habitaciones de los hoteles no puedan ser utilizadas también para realizar otro tipo de actividades de carácter profesional, mercantil o de otra naturaleza, en cuyo caso no se considerarán domicilio" —STC 10/2002 de 17 de enero, F.1 y 6 a 8; cursiva nuestra. 15 16

Lo mismo sucederá cuando los ruidos de una discoteca valenciana inviten a integrar la llamada contaminación acústica en el ámbito de protec­ ción de la intimidad domiciliaria. La letra constitucional seguirá mostrándose incapaz de dar cuenta por sí sola del dinamismo histórico de las realidades a las que se refiere. Nos encontraremos, en todo caso, ante un elocuente ejemplo de en qué medida la dimensión histórica de un derecho puede, si no dar paso a uno nuevo, aportar al menos novedoso alcance a otro ya existente. El domicilio aparece ahora como un ámbito peculiar y privile­ giado de la protección del derecho a la intimidad, no entendido ya como el veto a una "publicatio de lo que nos es privado -es decir, de lo que perte­ nece a nuestra ‘privacidad’ sino como el derecho a desarrollar nuestra vida privada sin perturbaciones e injerencias externas que sean evitables y no tengamos el deber de soportar".18 Lo íntimo no será ya lo propio, o lo que el sujeto se ha apropiado, sino un espacio antes moral que físico que marca el despliegue de la digni­ dad personal, manteniéndola a salvo del conocimiento ajeno. La libertad se empareja ahora de modo decidido con la autonomía personal cuyo res­ peto había convertido Kant en pieza decisiva de la ética de la Ilustración. A ella y a la dignidad humana que le servía de fundamento, más que a una privacidad de resonancia patrimonial, se vincula ahora la protección de la intimidad. De ahí la relevancia, al delimitar su campo de juego, de aquellos 17 Traducimos la versión en francés de la sentencia de 9 de diciembre de 1994 sobre el caso López Ostra c. España, 15 y 51. 18 Voto particular concurrente del magistrado Garrido Falla a la STC 119/2001 de 24 de mayo.

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ción de la ciudadana que soportaba las consecuencias de una planta depu­ radora instalada a una decena de metros de su domicilio, algo bien distinto: "los atentados graves al medio ambiente pueden afectar al bienestar de una persona y privarla del disfrute de su domicilio perjudicando su vida privada y familiar, aun sin poner en grave peligro la salud de la interesada".17

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aspectos considerados sensibles; lo serán precisamente por su particular conexión con dicho fundamento.

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A la hora de calibrar esa sensibilidad, gozará de especial protagonismo todo lo relativo a la dimensión corporal del sujeto, quizá por verse tratado el cuerpo como si constituyera el domicilio de la personalidad.19 El Tribunal Consti­tucional, al abordar la protección de la intimidad corporal de un reclu­ so, obligado a realizar flexiones en un registro tras mantener un vis a vis, no dejará de señalar que su ámbito no es coextenso con el de la realidad física del cuerpo humano, porque "no es una entidad física, sino cultural".20 Basta dar un repaso a lo ya comentado para vislumbrar en qué medi­ da la autoconvencida afirmación de que sólo debemos considerar como derecho al derecho positivo ha de esclarecerse, desvelando quién, como y cuándo pone realmente el derecho. Si al derecho se lo identifica de modo simplista con un texto legal, parece obvio que cabría considerarlo puesto cuando se promulga la ley. Pero si el derecho radica más bien en el sen­ tido de ese texto, su interpretación, siempre histórica, resultará decisiva para fijar su efectivo alcance. La presunta existencia de una voluntas legislatoris de alcance permanente resultará relativizada. Cobra, por el contrario prota­ gonismo la ratio atribuida al precepto, susceptible de brindar interpretacio­ nes diversas, en contacto con una realidad social rebosante de historicidad. La determinación del sentido de un texto sólo resulta posible si se lo sitúa en determinado contexto. Ello tendrá inmediata repercusión a la hora de determinar los perfiles de lo jurídicamente positivado. Para que la Consti­ tución, o cualquier otro texto jurídico, pueda operar como derecho posi­ tivo será preciso recurrir, de modo deseablemente consciente, a un conte­ nido (incluso esencial) no acabadamente explicitado en ella.Todo un mundo 19 A la "sacralidad de la sede existencial de la persona" llega a aludir, al caracterizarlo, la STC 50/1995 de 23 de febrero, F.5. 20 STC 57/1994 de 28 de febrero, F.5, B).

Es aquí donde el iusnaturalista encontrará fundamento para insinuar que la determinación de los aspectos de la intimidad merecedores de pro­ tección obliga a remitirse a la naturaleza de las cosas. E incluso que ésta nos acabará remitiendo a una naturaleza humana entendida en sentido entele­ quial. Este término suele vincularse a una de las acepciones que nos ofrece el diccionario, que identifica entelequia, en clave irónica, con cosa irreal. Suele ignorarse otra acepción que nos la presenta como "cosa real que lleva en sí el principio de su acción y que tiende por sí misma a su fin propio";21 o, en versión quizá más inteligible: "en la filosofía de Aristóteles, fin u objetivo de una actividad que la completa y la perfecciona".22 Lejos de todo planteamiento estático o ahistórico surge así una dimensión teleoló­ gica inseparable de la tarea jurídica. La búsqueda del sentido que, en su relevancia jurídica, haya que atri­ buir a la intimidad nos lleva a recordar que, tanto en el epígrafe inicial como en el último del artículo 18 CE que comentamos, aparece emparejada con el derecho al honor. Resultará por lo demás imposible dictaminar el efectivo alcance de uno y otra sin dar paso a una ponderación con otros derechos en juego. Esto contrasta con esa ontología cosificadora y ahistórica que invita a abordar el derecho como si se tratara de un objeto acabadamente perfilado. En la medida en que esa ponderación ha de producirse ante casos concretos, el grado de historicidad de esa delimitación práctica de los dere­ chos se verá notablemente resaltado. 21

REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, Diccionario de la Lengua Española Madrid, Espasa, 1992 (21ª ed.), t. I,

p. 847. 22

En RoadLingua 2001-2003, Absolute Word.

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contextual de valores y conceptos gravitará sobre cualquier interpretación o ponderación, convirtiendo en algo fatua la afirmación de que sólo es dere­ cho el derecho positivo, al ser éste en realidad producto de un proceso de positivación.

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No nos encontramos sin duda ante derechos ilimitados, pero tam­ poco ante derechos acabadamente perfilados que luego haya que limitar cercenando en parte su superficie. Más que imponer límites a algo acabado, tendremos que abordar la delimitación de una realidad, necesitada aún de determinación, al compás del proceso de positivación que la actividad jurí­ dica lleva consigo.23 Resultan a este respecto esclarecedores los criterios de ponderación que el máximo intérprete de la Constitución va haciendo entrar en escena, al proceder a la mutua delimitación de dos parejas de derechos: la que en el artículo 20 CE ampara a la libertad de expresión y al derecho a dar o reci­ bir información, por una parte, y la compartida por honor e intimidad en el artículo 18, por otra. Un primer criterio decisivo será el interés general o público que a lo expresado o informado quepa atribuir. Lo que justifica la garantía reforzada de esos derechos es su previsible contribución al enriquecimiento de una opinión pública libre, que sería a la vez condición de ese pluralismo polí­ tico, reconocido como valor superior de nuestro ordenamiento por el artículo 1.1 CE.24 Como es fácil imaginar, la intimidad compartirá igualmente el juego de este criterio. Sólo un reconocido interés público podrá contrarrestar la capacidad para disponer de la privacidad personal de modo exclusivo. El concepto de interés general cobrará ahora una dimensión peculiar, que

23 Cuando ello se ignora, como parece ser el caso de J. MARTÍNEZ DE PISÓN CAVERO, el recurso a la ponderación se malinterpreta como una "argucia consolidada por la práctica del Tribunal Constitucional"; o se sugiere que no tiene sentido en un sistema en que el juez es "la voz de la ley"; como si no fuera a la vez la voz de la Constitución -El derecho a la intimidad en la jurisprudencia constitucional, Madrid, Civitas, 1993, pp. 157 y 159. 24 Ya en una de sus primeras sentencias el Tribunal resalta que "el art. 20 de la Constitución, en sus distintos apartados, garantiza el mantenimiento de una comunicación pública libre, sin la cual quedarían vaciados de conte­ nido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1.2 de la Constitución, y que es la base de toda nuestra ordenación jurídico—política" -STC 6/1981 de 16 de marzo, F.3.

El llamado caso Preysler, que acabaría enfrentando al Tribunal Supre­ mo con el Tribunal Constitucional, resultará arquetípico al respecto. La publi­ cación de unas declaraciones de quien convivió años con ella, trabajando en su hogar como niñera, abrirán un ajetreado debate judicial. La vulnera­ ción de su intimidad se certifica en primera instancia y en la apelación ante la Audiencia Provincial, que duplicará la cuantía de la indemnización inicial­ mente establecida, elevándola a diez millones de las pesetas entonces en curso. Para el Tribunal Supremo, sin embargo, nos hallaríamos sólo ante "chismes de escasa entidad" que no afectarían a la reputación y buen nom­ bre de la recurrente. A ello añadirán los editores que se trataba de aspectos de "interés general, por cuanto se referían a una persona con proyección pública" y, que "su veracidad no ha sido cuestionada". El Tribunal Constitu­ cional entenderá que si bien los personajes con notoriedad pública inevi­ tablemente ven reducida su esfera de intimidad, no es menos cierto que, su intimidad permanece y, por tanto, el derecho constitucional que la protege no se ve minorado "en el ámbito que el sujeto se ha reservado" por propia decisión, al no haberse acreditado el preceptivo interés general de la infor­ mación aportada".26 La intimidad hace referencia a la custodia de lo privado, mientras el honor remite a un exigible reconocimiento ajeno. La confusión surgirá

25 Como "concepción empirista del interés público" califica a esta última T. de DOMINGO, al rechazarla: ¿Conflictos entre derechos fundamentales?, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2001, p. 191. 26 STC 115/2000 de 5 de mayo, F. 7 y 9.

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impide identificarlo con el grado de pública curiosidad que determinados hechos o conductas puedan despertar.25 Lo decisivo será su relevancia para generar una opinión pública cuya repercusión ética y política desborda la mera trivialidad. En pocas palabras: no cabe identificar interés público con interés del público. No tendría justificación que se inflingiera una lesión al honor o la intimidad sin más apoyo que el carácter noticioso que predo­ mina en la actual degradación de las tareas de información o comentario.

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cuando la exhibición de un aspecto personal provoca precisamente un menoscabo de ese reconocimiento. La protección del honor ha de tener en cuenta otro criterio, que resultaría, como veremos, irrelevante en rela­ ción a la intimidad. Lo protegido por el artículo 20 CE no es cualquier tipo de información, sino aquélla que merezca ser considerada veraz.

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No se tendrá por tal de modo exclusivo a la que se apoye en una efec­tiva verificación de su contenido, ya que la verdad informativa, como —desde diverso punto de vista— la verdad procesal, no podrá fácilmente aspirar a verse identificada con la efectiva realidad de lo que se pretende narrar o evaluar.27 Para que la información se considere revestida de esa veracidad que justifica su protección, se exigirá solamente que quien la difun­ de haya puesto una razonable diligencia para contrastar su contenido, sin limitarse a hacerse eco de meros rumores o conjeturas. No tendría mucho sentido extender este criterio a la protección de la intimidad, ya que, si los datos o hechos difundidos no son reales, lo único que de ello se derivaría es que la intimidad no habría sido realmente vulne­ rada. Asunto distinto es en qué medida esa atribución de falsos hechos o datos pudiera acabar constituyendo una lesión para el honor del interesado. La dimensión hermenéutica de la delimitación de los derechos rebosa pues historicidad; tanto al permitir solventar aparentes conflictos o colisio­ nes, como cuando se esfuerza por deslindar su ámbito de juego, res­ pecto al de otros derechos tan vecinos que más bien pueden parecer reduplicativos. La cuestión que nos ocupa no acaba, sin embargo dilucidándose como si nos halláramos emplazados ante un dilema que obligara a optar por lo El Tribunal recordará cómo a efectos de su protección la referencia al carácter objetivo de la información, como condición de ésta, intentó incluirse en el anteproyecto de la Constitución, pero "fue excluida consciente­ mente del texto definitivo del art. 20", por lo que su exigencia supondría estar "estableciendo un requisito adi­ cional que la Constitución no ha previsto" —STC 171/1990 de 12 de noviembre, F.9. 27

Se asumirá con gran naturalidad que la delimitación de lo que debe permanecer como íntimo o privado, o los aspectos que quepa considerar desde tal punto de vista como sensibles, dependerán de pautas culturales.28 Constataremos también que, como cada uno es cada uno, podrá la relevan­ cia pública del sujeto justificar un grado de protección jurídica de su intimi­ dad diverso de la del ciudadano de a pie.29 No implicará dicha desigualdad de trato discriminación alguna, al apoyarse en un fundamento objetivo y razonable capaz de descartarla. La justificación de este trato desigual podrá igualmente dar pie a que entre en juego el primer atisbo de un tercer elemento, que no es ya tanto autopropiedad o autonomía sino autodeterminación. Surge al no excluirse la posibilidad de un voluntario desvelamiento de la propia intimidad, en ejer­ cicio de la disponibilidad sobre el espacio íntimo protegido. A la hora de privar del conocimiento o atención a lo íntimo, cabrá establecer por propia voluntad excepciones, de modo gratuito o no; sin perjuicio, como es lógico, de la consideración moral que tal actitud merezca. Limitaciones de la intimidad o incremento de su protección podrán venir, por otra parte, justificadas por la existencia de relaciones familiares, que condicionan pero también enriquecen el despliegue de la propia liber­

STC 231/1988 de 2 de diciembre, F.3. "El derecho de información alcanza, en relación con ellos, su máximo nivel de eficacia legitimadora, en cuanto que su vida y conducta moral participan del interés general con una mayor intensidad que la de aquellas personas privadas que, sin vocación de proyección pública, se ven circunstancialmente involucradas en asuntos de trascendencia pública, a las cuales hay que, por consiguiente, reconocer un ámbito superior de privacidad" -STC 171/1990 de 12 de noviembre, F.5, que se ocupa de las informaciones difundidas por dos medios de comu­ nicación diversos en relación a hechos idénticos, relativos a un accidente aéreo en el monte Oiz. 28 29

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natural o lo histórico. Al fin y al cabo los aspectos existenciales no condenan a asumir un planteamiento relativista, sino que expresan la cotidiana actua­ lización de rasgos esenciales. Así ocurrirá con el derecho a la intimidad.

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tad. De ahí que junto a la intimidad personal merezca también ser garanti­ zada una intimidad familiar, con pluralidad de sujetos.30

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La alusión a la intimidad familiar, presente también en las vicisitudes generadas por la rueda de prensa de la actriz Sara Montiel para hacer pública su decisión de adoptar un hijo,31 cobrará un inesperado sesgo argu­ mental cuando se la utiliza en favor de las aspiraciones de inmigrantes resi­ dentes en España de lograr un reagrupamiento familiar. El debate produ­ cido, con ocasión de recursos presentados contra la reforma de la ley de extranjería, llevará a plantear tanto el fundamento real y objetivo de algunos derechos como la dimensión histórica que su despliegue herme­ néutico lleva consigo. La dignidad humana se convierte en eje del entrecruce de argumen­ tos, lo que llevará a cuestionar el muy extendido tópico que atribuye a los planteamientos iusnaturalistas una querencia conservadora, mientras que las actitudes progresistas tenderían a identificarse con el positivismo jurí­ dico. Serán precisamente magistrados considerados conservadores los que afirmen en voto particular que la apelación a la dignidad humana como fundamento de los derechos no resulta consistente, utilizada con la gene­ ralidad con que lo hace la sentencia. Los considerados progresistas defen­ derán por el contrario la existencia de derechos "pertenecientes a las per­ sonas en cuanto tal". Reconocerán que precisar que derecho pertenece o no a ese grupo ofrece algunas dificultades, ya que "todos los derechos fun­ damentales, por su misma naturaleza, están vinculados a la dignidad huma­ na". Es obvio pues que hablan de la dignidad humana como de una realidad objetiva racionalmente cognoscible; en caso contrario difícilmente podrían

30 En el llamado caso Paquirri, la difusión de las imágenes del torero herido de muerte, captadas en la enfer­ mería de la plaza de Pozoblanco "vulnera el derecho a la intimidad personal y familiar", no del torero sino "de la señora Pantoja, viuda del señor Rivera" -STC 231/1988 de 2 de diciembre, F.10. 31 Se ocupó del caso la STC 197/1991 de 17 de octubre.

considerarla como "un mínimo invulnerable que se impone a todos los poderes, incluido el legislador".32

La dimensión histórica de la delimitación de los derechos nos invitará, en todo caso, a regresar al pasaje constitucional que nos ocupa, para deter­ minar el alcance del epígrafe cuarto del comentado artículo 18: "La ley limi­ tará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos". Nos encon­ tramos ante la aparente indicación de una posible fuente de amenazas, de la que se pronostica una particular incidencia.33 No se recoge pues un nuevo derecho, sino el anuncio de la previsible necesidad de limitar determinadas conductas ajenas, con aires de garantía instrumental. La alusión trasluce una vanguardista sensibilidad histórica, al anticipar­ se a posibles vulneraciones derivadas del "uso de la informática".34 La histo­

32 SSTC 236/2007 de 7 de noviembre y 260/2007 de 20 de diciembre, F.3 y voto particular; cursiva nuestra. 33 Esto lleva incluso a que se plantee la posible aplicación a la intimidad de la polémica categoría procesal del "interés difuso". M. POZA CISNEROS, Agresiones penales al honor y a la intimidad en Consejo General del Poder Judicial "Intereses difusos y derecho penal", Cuadernos de Derecho Judicial 36/1994, pp. 147-206; citamos por la versión en CD (edición 2004), "Cuadernos y estudios de derecho judicial", Código CP943606. 34 Los derechos afectados no son fácilmente previsibles. Ni siquiera la tutela judicial efectiva del artículo 24 quedará a salvo, ya que el ‘corta y pega’ puede provocar, mediando "una jugarreta del ordenador", que en una sentencia los antecedentes no tengan relación alguna con los fundamentos jurídicos. M. JIMÉNEZ DE PARGA, La refundamentación del ordenamiento jurídico, "Persona y Derecho", 2001 (44), p. 19.

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Al plantearse si existen derechos universales, habría que preguntarse: ¿con fundamento en qué universal derecho positivo? Si es el parlamento de turno el que positiva y convierte con ello en jurídica lo que antes sólo era exigencia moral, ¿no es esto precisamente lo que había hecho la reforma legal? Cabría aducir que tal fundamento lo podremos encontrar, acudiendo al texto positivo de nuestra Constitución y de los tratados internacionales a que remite. Puede que sea cierto; sobre todo, si manejamos dichos textos como una misteriosa bola de cristal, capaz por sí sola de hacer explícito lo implícito, ahorrando no poco debate.

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ricidad, en efecto, no lleva consigo sólo la inevitable gravitación del pasado sobre el presente; se pone también particularmente de relieve en la capa­ cidad de anticiparse al futuro, situándose en un escenario aún inédito. Nues­ tro texto constitucional presume de modernidad, al mostrarse sobre aviso respecto a la situación de riesgo en que la informática acabará situando al derecho a la intimidad. La verdad es que, si se hubiera en 1978 intentado anticipar un elenco de esas posibles vulneraciones, su resultado invitaría hoy a la sonrisa.35 Por enton­ ces las alusiones a lo que hoy conocemos como Internet, andaba todavía por los dominios de Julio Verne, Aldous Huxley o George Orwell. Una vez más, la historia actualizará los contenidos esenciales de un derecho, pero esta vez en grado tal que llega a plantearse si nos encontramos ante una variante del ya existente, o si asistimos más bien al descubrimiento de un nuevo derecho. Dos años después de la promulgación de la Constitución española, el 28 de enero de 1981, había surgido el Convenio del Consejo de Europa sobre protección de datos personales. Cinco años más tarde un ciuda­ dano solicitará del entonces Gobernador Civil de Guipúzcoa lo casi textual­ mente previsto por su artículo 8: "Que se me comunique si la Adminis­ tración del Estado o cualquier organismo de ella dependiente dispone de ficheros automatizados donde figuren más datos de carácter personal. Que en caso afirmativo se me indique la finalidad principal de dichos ficheros...". La respuesta no dejará de ser elocuente: lo que el Tribunal acaba caracterizando como un "pertinaz silencio del Gobernador civil, primero, y

35 Se trata de un sector de actividad en el que la necesidad de "promover, como fuese, la competencia con la entrada de nuevos operadores, ocultó la realidad de lo poco que sabemos sobre el futuro" -GARIÑO ORTIZ en su Presentación a la obra por él dirigida Telecomunicaciones y audiovisual. Cuestiones disputadas, Granada, Comares, 2003, p. XII.

La hipótesis de que haya nacido una nueva criatura jurídica llega a cobrar aires de bautizo; no faltará ni la polémica sobre qué nombre ponerle. Se propone, para empezar, el de libertad informática. En cualquier caso, no consistirá ya en la "libertad de negar información" sobre los propios hechos privados o datos personales; se tratará más bien de "la libertad de contro­ lar el uso de esos mismos datos insertos en un programa informático". Para entendernos, en analogía con el archiclásico habeas corpus, estaríamos ante lo que ahora "se conoce con el nombre de habeas data".37 El recurso que el defensor del pueblo planteará contra la ley que, sin saberlo, está desarrollando el incipiente derecho refleja el auténtico festival terminológico existente. Alude a cómo el texto legal permite que se impon­ ga un límite al derecho fundamental a la autodeterminación informativa reco­ nocido en el art. 18.4; ello no le impide luego presentar "la facultad de consentir sobre la cesión de datos personales" como una "garantía necesaria del derecho a la intimidad de su titular".38 La tesis del reconocimiento de un nuevo derecho se abre paso. Se pro­ duce, para empezar, un cambio notable en los elementos identificadores de los bienes jurídicos protegidos. El cuerpo pierde su protagonismo. Pasa a ser considerado como un soporte personal históricamente desfasado, que —en el contexto de un curioso matrix jurídico— ha de ceder el paso a un

STC 254/1993 de 20 de julio, A.2,a), F.3 y voto particular del magistrado Rodríguez-Piñero. STC 254/1993 de 20 de julio, A.5. El Tribunal se hará eco en el F. 7 de esta argumentación del Fiscal. 38 STC 292/2000 de 30 de noviembre, A.2 a) y F.1 y 2. 36 37

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del Ministro del Interior luego". En boca cerrada no entran moscas; qué menos, ante la insólita pretensión de algo que, como recuerda en reticente voto particular su entonces Presidente, "no estaba ni siquiera implícito en el Convenio de Roma".36

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nuevo soporte instrumental, de componente informático39, que se con­ vierte en un ámbito particularmente relevante de la protección de la per­ sona. De ahí que el contenido del nuevo derecho se haya convertido en incondicionado, ampliándose de modo casi ilimitado.

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La mutación no acaba ahí. De la preocupación por el pudor se ha pasado al control del poder. En efecto el derecho emergente, por más que se lo pretenda etiquetar como libertad, se configura sin remilgos como un poder. Al fin y al cabo, en nuestras sociedades se había impuesto el tópico de que información es poder. El ciudadano se sustrae ahora de las amena­ zas que de ello puedan derivar, asumiendo a su vez otro poder: someter a control todos los datos personales de los que ciudadanos privados o pode­ res públicos puedan disponer. Se produce en paralelo otra sustitución fácil de advertir. El tránsito de la primera a la segunda generación de los derechos había marcado ya la insu­ ficiencia de la lucha por las libertades, si no se ve acompañada de una lucha por las igualdades. Ello no se reflejará sólo en el artículo 9.2 de nuestra Constitución, sino que se va produciendo ese paso de la libertad a la igualdad, al determinar el centro de gravedad de la dinámica histórica de no pocos derechos. El empeño por dejar espacio a la libertad se verá susti­ tuido por el afán de garantizar la no discriminación. El problema no gira ya en torno a las libertades propias, sino a decisiones ajenas que pueden reper­ cutir sobre ellas. El Tribunal, consciente de vivir un momento histórico, levanta acta de que nuestra Constitución ha incorporado una nueva garantía constitucio­ nal, como respuesta a una amenaza concreta a la dignidad y a los derechos La filosofía jurídica se ha sentido atraída por este problema también en sentido inverso, evaluando aporta­ ciones de ciencia-ficción; por ejemplo, las reflexiones de R. ALEXY sobre "Data y el concepto de persona" inclui­ das por A. GARCÍA FIGUEROA en Star Trek y los derechos humanos, Valencia, Tirantloblanch - Ministerio de Cultura, 2007, pp. 94 y ss. 39

El Tribunal nos dirá que "la peculiaridad de este derecho fundamen­ tal a la protección de datos" radica "en su distinta función, lo que apareja, por consiguiente, que también su objeto y contenido difieran". La singulari­ dad del derecho a la protección de datos radicará en que "su objeto es más amplio que el derecho a la intimidad". En concreto, amplía la garantía a los datos relevantes para el ejercicio de cualesquiera derechos de la persona, sean o no derechos constitucionales, y no sólo a los relativos al honor, la ideología o la intimidad personal y familiar.42 Es evidente que lo así configurado es un derecho-prestación. Surge así un problema típico de las nuevas generaciones de derechos: en qué medida los poderes públicos podrán escatimar tal prestación ampa­r án­ dose en la escasez de recursos. Aunque nazcan nuevos derechos, no parece claro que lo hagan con un pan debajo del brazo. La respuesta del Tribunal Constitucional será drástica: el que un determinado órgano admi­ nistrativo disponga, o carezca, de los medios materiales o de las atribu­ ciones competenciales precisos no sirve para discernir los derechos de un ciudadano.43 Los llamados derechos fundamentales tendían inicialmente a consistir en una inhibición estatal, nada costosa económicamente. Los derechos que STC 254/1993 de 20 de julio, F.6. Voto particular del Magistrado Jiménez de Parga, a la STC 290/2000 de 30 de noviembre, al que se adhiere el magistrado Mendizábal Allende, epígrafes 1 a 3. 42 STC 292/2000 de 30 de noviembre, F.4 a 7. 43 STC 254/1993 de 20 de julio, F.3. 40 41

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de la persona; y resaltará que lo ha hecho de forma no muy diferente a como fueron originándose e incorporándose históricamente los distin­ tos derechos fundamentales.40 Se apostillará: "el pueblo español, igual que el norteamericano, conserva más derechos que aquéllos enumerados en la Constitución"; unos "derechos no-escritos", por si alguien quisiera pistas sobre el fundamento natural de lo que históricamente ha salido a la luz.41

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proyectan los llamados principios rectores de la política social y económica se ven, por el contrario, vinculados al carácter optimizador atribuido a los principios jurídicos44, supeditados siempre a los recursos disponibles.

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Esta ajetreada trayectoria invita a replantear los puntos de vista mane­ ­jados doctrinalmente para explicar el dinamismo de los derechos. Resulta poco viable intentar mantener el planteamiento del positivismo lega­­ lista45 según el cual no hay más derechos que los llamados derechos subjetivos, fruto de una incondicionada creación del legislador. Los derechos nacen y se desarrollan también ante o praeter legem, gracias a la interpretación lle­ vada a cabo por la jurisprudencia constitucional. Cabría de nuevo apuntar que la Constitución no es sino la primera norma jurídico-positiva; pero resulta claro que ni la fundamentación de la Constitución ni la delimitación de sus contenidos, cabe en modo alguno remitirla a una norma positiva previa. El fundamento de estas interpretacio­ nes remite más bien a una, confesada o no, naturaleza de las cosas, que sirve de contexto al texto constitucional y lo dota de sentido. Con ello va entrando en juego (y parece más deseable que ocurra consciente y reflexi­ vamente...) una determinada concepción del hombre y de sus relacio­ nes con sus iguales dentro de la convivencia social; es decir, una determinada con­cepción de lo justo, frecuentemente alumbrada ante casos históricos y concretos. De cualquier manera, esta alusión a la naturaleza de las cosas no resulta identificable con un derecho natural entendido al margen de toda historicidad. Hace ya decenios se puso de relieve en un trabajo que por su

44 Para L. PRIETO SANCHÍS, esta "rematerialización de la Constitución a través de los principios supone un desplazamiento de la discrecionalidad desde la esfera legislativa a la judicial -Tribunal Constitucional y positivismo jurídico, "Doxa" 2000 (23), p.173. 45 A. E. PÉREZ LUÑO ha analizado cómo afecta a los sistemas jurídicos "la erosión de las categorías teóricas con que fueron elaborados por el positivismo jurídico formalista" -Dogmática de los derechos fundamentales y trans­formaciones del sistema constitucional, "Teoría y realidad constitucional", 2007 (20), p.508.

En diálogo con mis alumnos suelo plantearles, por aquello de la iro­nía y la mayéutica, la aparente viciosa circularidad que rodea a cualquier intento de fundamentar derechos. Si, por una parte, la justicia consiste, según la defi­ nición clásica, en dar a cada uno su derecho, difícilmente podremos ser justos si no conocemos de antemano cuáles son los derechos de unos y otros, para poder así reconocérselos. Si nos preguntamos, por otra parte, qué es lo suyo de cada uno, o a qué tiene derecho cada cual, nos será impo­ sible dar una respuesta sin partir (mejor consciente que inconscientemen­ te...) de una determinada concepción de la justicia.48 El trabalenguas se despeja relativamente, si no olvidamos que en el primer caso hablamos en clave moral de la virtud subjetiva de la justicia, mientras en el segundo nos estamos refiriendo en términos jurídicos a una justicia objetiva de relevancia ontológica. Como señalaba su versión aristo­ télica, la justicia es la única virtud cuyo decisivo término medio no radica en la actitud del sujeto sino en la realidad misma de las cosas. En ella pues habrá que buscarlo.

46 Arthur KAUFMANN, Entre iusnaturalismo y positivismo hacia la hermenéutica jurídica "Anales Cátedra Francisco Suárez", 1977 (17) pp. 351-362. 47 Cfr. sobre todo Wahrheit und Methode, Tübingen, Mohr, 1960, de la que me he ocupado más de una vez desde 1973: Derecho y sociedad. Dos reflexiones sobre la filosofía jurídica alemana actual, Madrid, Editora Nacional, pp.21 y ss. así como 44 y ss. 48 De uno y otro aspecto me he ocupado en El derecho en teoría, Cizur Menor, Thomson-Aranzadi, 2007, pp. 66-69 y 256.

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interés consideré oportuno traducir.46 En el marco de la hermenéutica exis­ tencial posheideggeriana, que encontró en Hans Georg Gadamer su prin­ cipal valedor,47 la interpretación de las normas jurídicas deja de conside­ rarse como una operación terapéutica, destinada a solventar deficiencias patológicas (originarias o sobrevenidas) de los textos legales. Si las nor­ mas jurídicas existen (cobran sentido) es gracias a esa ineliminable dimen­ sión hermenéutica. No será muy distinta la situación en lo que a los derechos se refiere; ello nos llevará a asumir sin escándalo la inseparable dimensión existencial de su contenido esencial.

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Ni así, sin embargo, quedará resuelto el problema, ya que tal justicia objetiva no se nos ofrece acabadamente hecha, sino que sólo verá comple­ tados sus perfiles como resultado de ese hacer justicia en que consiste toda actividad jurídica, entendida como cauce racional de una auténtica filosofía práctica.49 Ésta se despliega como fruto de dictámenes de razonabilidad y proporcionalidad. La actividad de protección práctica de los derechos colabo­ra así paradójicamente a su fundamentación teórica. En consecuencia la dimensión histórica de la delimitación de los dere­ chos no es ninguna insólita circunstancia, presente sólo en las raras oca­ siones en que vemos nacer un nuevo derecho. Expresa de modo cotidiano y menos espectacular la dimensión histórica que toda actividad jurídica lleva consigo y que, lejos de invitar a una negación de la posibilidad de contar con esenciales elementos jurídico-naturales, se convierte en la vía habitual de su indispensable positivación existencial. Al fin y al cabo la grandeza, moral y política, de la tarea de hacer jus­ ti­cia radicará en que el jurista cobre conciencia de su responsabilidad, com­ pro­metiéndose en el esfuerzo cotidiano por lograr una positivación que no desnaturalice los derechos humanos.

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Me remito, una vez más, a El derecho en teoría, Cizur Menor, Thomson-Aranzadi, 2007, ahora pp. 256-258.

IV. ¿POR QUÉ TIENEN DERECHOS LOS SERES HUMANOS?1

EVANDRO AGAZZI*

Esta es una versión inédita y ampliada de un ensayo presentado originalmente en un Congreso sobre Maritain, celebrado en Nueva York en noviembre de 1994. Esto explica por qué siguen siendo más bien frecuentes en este texto las referencias a Maritain. Sin embargo, hay una razón menos contingente: la postura de Maritain es, en cierto sentido, paradigmática de los esfuerzos tradicionales y también actuales por garantizar un fundamento sobrenatural o religioso a los principios éticos y también a los derechos humanos. En el presente ensayo, sin embargo, vamos a tratar de proponer un posible fundamento más a tono con el estatus secularizado de la cultura de hoy. * Evandro Agazzi es Profesor emérito por las Universidades de Génova (Italia) y Friburgo (Suiza). Actual­mente es profesor titular de la Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa (UAM-C). Es presidente de la Aca­demia Internacional de filosofía de las ciencias (Bruselas) y Presidente honorario (después de haber sido Pre­sidente) de la Federación Internacional de las Sociedades de filosofía y del Instituto Internacional de filo­ sofía (París). Sus publicaciones constan de más de 70 libros de los cuales es autor y coordinador y más de 900 artículos científicos. 1

EVANDRO AGAZZI

L

I. Introducción

os derechos humanos gozan hoy en día de una amplia aceptación y su espectro se abre incluso constantemente a causa del reconocimiento de nuevas familias o "generaciones" de tales derechos. Todavía no existe un consenso general sobre las razones por las cuales hayan de admitirse tales derechos. En este respecto, la situación presente no es realmente dife­ren­ te de la que Maritain consideraba en el comienzo del capítulo "Los dere­chos del ser humano", de su obra El hombre y el Estado, en el que, comentando la Declaración Internacional de los Derechos Humanos, proclamada por las Naciones Unidas en 1948, escribe: "... sin duda no es fácil, pero es posible, establecer una formulación común de tales conclusiones prácticas o, en otros términos, de los diversos derechos que el ser humano posee en su existencia individual y social. Pero sería muy fútil intentar una común justificación racional de esas conclusiones prácticas y de esos derechos."2 2

J. Maritain, Man and the State, The University of Chicago Press, Chicago, 1951, p. 76.

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La razón por la cual el filósofo francés era escéptico acerca de la posibilidad de encontrar una justificación racional de los derechos humanos comúnmente aceptada, era ciertamente no una desconfianza en el papel, la fuerza y el poder de la razón y de la argumentación racional, sino la conciencia (correcta) de que, aunque la razón sea una capacidad común a todos los seres humanos, su ejercicio está arraigado tan profundamente en las precondiciones culturales y existenciales de cada ser humano, que ha de considerarse fútil la empresa de llegar a un consenso obligatorio entre los seres humanos haciendo uso de la razón. Esta situación no es particularmente extraña, porque es semejante a la de las normas morales, la mayoría de las cuales gozan de una amplia acep­ tación, aunque estén justificadas por muy diversas razones en las diferen­ tes doctrinas éticas. Desde este punto de vista, la observación de Maritain es una reminiscencia de la declaración de Schopenhauer, quien una vez hacía notar que las doctrinas morales (o sistemas de ética) son muy diferentes unas de otras, pero todas terminan prescribiendo, finalmente, las mismas normas morales para la acción humana. ¿Implica esto que la reflexión ética, después de todo, sea "fútil"? Esto sería una conclusión demasiado apresu­ rada. En efecto, un esfuerzo de justificación racional puede parecer algo así como un ejercicio académico puro; sólo cuando un cuerpo sólido de normas morales comúnmente compartidas exista efectivamente dentro de una sociedad dada, pero inmediatamente parece necesaria si tal consenso falta, si emergen actitudes morales opuestas, si se desafían ciertas normas impor­ tantes. En tiempos de Schopenhauer la situación era quizás la de una homo­ geneidad sustancial en materias morales, pero en nuestros días la situación ciertamente no es ésta: la moralidad ya no es más algo obvio, y esto explica porqué la ética goza actualmente de un interés y una importancia que crecen rápidamente en la filosofía contemporánea. En efecto, numero­sas normas morales no gozan de un reconocimiento común, ni se acepta universalmente qué tan obligatorias puedan ser, ni, finalmente, cómo deberíamos resolver los conflictos entre ellas. Todo esto necesita una justificación

La situación de los derechos humanos es muy similar. Muchos de ellos son ampliamente reconocidos, pero está muy lejos de que se acepte universalmente lo que algunos de ellos realmente significan y, por esta razón, en cuáles situaciones particulares se aplican correctamente. Un esfuerzo de justificación es, pues, indispensable, teniendo como objetivo esclarecer su significado correcto, la naturaleza de su obligatoriedad y la mutua relación que debería ser tomada en cuenta en caso de conflictos entre tales derechos.

II. La justificación de los derechos humanos No sería honesto que dijéramos que los derechos humanos se reconocen hoy en día tomando simplemente como base alguna actitud emocional. Esto sería obviamente insuficiente para proporcionarles ese grado de "universalidad" que los invista del privilegio de tener validez erga omnes, es decir, de una validez que esté por encima de la simple aceptación por parte de un individuo e implique la obligación de respetarlos incluso cuando puedan divergir de ciertos intereses particulares individuales. Esto significa que se reconoce, implícita o explícitamente, algún tipo de justificación. ¿Pero cuál precisamente? 3 Sólo para dar un par de ejemplos: para muchos, el aborto o la experimentación con fetos están prohibi­ dos moralmente en cualquier caso, mientras que para otros son moralmente admisibles, al menos en ciertos casos. ¿Quién tiene razón? Para dirimir esta cuestión no es suficiente apelar a la norma general de que tene­ mos que respetar la vida y la dignidad de cada persona humana. Si bien es cierto que esta norma goza efectivamente de una amplia aceptación, hoy en día no hay un concepto de persona, aceptado comúnmente, en el cual podamos apoyarnos como en un fundamento compar tido, y esto muestra cuán necesaria es una investiga­ ción filosófica mucho más profunda para hacer mucho más preciso el significado de la norma general y derivar, como una consecuencia, la prescripción moral correcta en los casos particulares del aborto y la experimen­ tación con fetos.

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y las diferentes éticas proporcionan diferentes respuestas a estas cues­tiones. En otras palabras, la mayoría de los seres humanos admiten que debemos obrar bien, pero la cuestión sigue siendo qué deberíamos hacer en orden a obrar bien.3

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La justificación más común de los derechos humanos es implícitamente de carácter social. Esto puede sonar extraño a primera vista, puesto que la primera lista de derechos humanos se estableció (en el siglo XVIII) como un esfuerzo para proteger al individuo de los abusos procedentes del Estado, es decir, de una estructuración institucional particular de la vida social. Sin embargo, cuando preguntamos por qué un individuo tiene tales derechos, hoy en día no se nos da una respuesta que sea realmente convin­ cente, sino simplemente se nos remite al hecho de que existe un consenso generalizado acerca de ellos. Pero el consenso es una materia de hecho y no una razón propiamente dicha. Más aún, el consenso no es una condición necesaria ni suficiente de verdad en ningún campo (ni lo es, por tanto, cuando se trata de establecer cuáles son los derechos humanos verdaderos). En efecto, muchas visiones cosmológicas, muchos prejuicios cultu­ ra­les, muchos privilegios sociales, etcétera, han gozado durante siglos de un consenso casi universal, pero han sido rechazados correctamente en cierto momento. Por otro lado, muchos puntos de vista correctos carecían de un con­sen­so significativo en el momento en que fueron propuestos, y sólo después de un largo lapso de tiempo pudieron vencer la oposición y obtener una aceptación común. La conjunción de verdad y consenso es sólo un ideal regulativo (en el sentido de que pertenece al significado de la verdad que una proposición verdadera debería, en principio, ser reconocida como tal por toda persona), pero de ninguna manera es un criterio de verdad, sino sólo un fundamento para la verdad. Pero hay algo más que decir: al hacer que la justificación de los derechos humanos dependa de lo social, los haríamos dependientes de las contingencias del reconocimiento social, y esto puede extraviarnos mucho. En efecto, aceptaríamos implícitamente que los mismos derechos humanos pueden no ser válidos en diferentes sociedades, y no existe una razón lógica para sostener que una sociedad simple y llanamente mayor (como la que se expresa, por ejemplo, a través de instituciones internacionales como

De hecho, el consenso social, al ser simplemente una condición de facto, no puede garantizar la estabilidad de los derechos humanos ante las opiniones cambiantes del contexto social (incluso las del "grande"). Esto muestra claramente que el reconocimiento de estos derechos tiene que ser mucho más que una opinión (quizás colectiva), y el único camino para satisfacer este requisito es el de buscar algún fundamento intrínseco. Por tal fundamento entendemos un esfuerzo cognoscitivo que pudiera hacernos avanzar hacia un nivel de certeza porque propone buenas razones en favor de la aceptación de tales derechos.

III. Aspectos del problema de los fundamentos La justificación o fundación de los derechos humanos no es un bloque mono­ lítico y podemos articularla en las siguientes cuestiones, distintas (pero no se­ pa­radas), que son básicamente éstas: identificación de estos derechos (es decir ¿cuáles son efectivamente los derechos humanos?), universalidad (¿son váli­ dos en todos los tiempos y en todas las condiciones sociohistóricas?), carácter absoluto (¿son conferidos al ser humano por alguna autoridad o son independientes de cualquier fuente "externa"?), y obligatoriedad (¿por qué generan una obligación que no debe ser violada?). Maritain aludía a esta clase de problemas —en un contexto ligeramente diferente— cuando invitaba a su lector a distinguir en la Ley Natural entre el elemento ontológico y el epistemológico, haciendo énfasis en que "La ley natural es una ley no escrita. El conocimiento que el ser humano posee de ella ha crecido poco a poco, a medida que se iba desarrollando su conciencia moral" (Op. cit., p. 90). Por tanto, "…el que toda clase de erro­res y aberraciones sea posible en la determinación de estas cosas, significa solamente que nuestra vista es corta y nuestra naturaleza poco pulida, y que accidentes sin cuento pueden corromper nuestro juicio" (Ibidem). Aplicando este tipo de razonamiento a nuestro problema, tenemos que decir que el reconocimiento social de los derechos humanos es esencialmente una cuestión epistemológica y, en cuanto tal, no puede tomarse como un fun­ damento ontológico de ellos. Evidentemente, sería muy ingenuo soslayar el hecho que proporcionar un fundamento para algo es una empresa cognitiva. Sin embargo, lo que estamos enfatizando aquí es que una pura fundación sociológica, en la medida en que apela a una simple materia de hecho, se queda corta a la hora de proporcionar la respuesta a la pregunta por qué, que es la cuestión fundacional propiamente dicha. 4

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las Naciones Unidas) debiera tener el derecho de imponer a otras sociedades menores el respeto a tales derechos.4

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Queda fuera del alcance de este ensayo analizar el modo en que dife­rentes métodos fundacionales han respondido estas cuestiones. Permítasenos hacer notar simplemente que, a partir de la edad "moderna", estos derechos han sido interpretados básicamente como prerrogativas individuales que pertenecen a cualquier persona humana singular y que, incluso cuando reciben una connotación social (como, por ejemplo, en el caso del derecho a la libertad de asociación y reunión), son efectivamente concebidos como los derechos de cualquier persona que pertenezca a una cierta comunidad dada. Son notables, sin embargo, las diferencias que surgen según los diferentes modos de determinar lo que es una persona. En particular, comenzando con Hegel, con la tendencia sociológica del siglo XIX, y continuando con el marxismo, la "disolución" de la persona en la sociedad ha producido (como una especie de consecuencia negativa) una atenuación en el reconocimiento de ciertos derechos individuales y (como consecuencia positiva) el reconocimiento de otros derechos humanos "colectivos" (por ejemplo, el derecho a la identidad cultural). Dejando de lado la consideración de los derechos colectivos, podemos decir que el esfuerzo por fun­ damentar los derechos humanos ha tratado de remontarse corriente arriba hasta llegar a la naturaleza de la persona humana. Este era ya el caso con algunas concepciones "débiles", tales como las de Hobbes y Locke (para quienes la persona era simplemente un individuo que estaba caracterizado por la tendencia natural a la autoconservación y a la posesión de los instrumentos y productos de su trabajo y dispuesto a aceptar limitaciones contractuales de su libertad con el fin de asegurar la satisfacción más efectiva de tales tendencias). Este era el caso también con los puntos de vista inspirados más metafísicamente, tales como el de Kant (para quien la naturaleza más íntima de la persona estaba concentrada en la autonomía absoluta de la voluntad libre, de la cual se derivaba lógicamente el ideal de la dignidad personal). Sin embargo, la caracterización metafísica de la per­ sona era muy tenue en el caso de Kant (era sólo el resultado de un "postulado" de la razón práctica, ya que para él la metafísica no tiene estatus cognoscitivo).

No es necesario que presentemos aquí los detalles de la argumen­ tación de Maritain. Simplemente podemos resaltar algunos puntos sobre­ salientes y ver cómo éstos nos permiten dar una justificación racional de las cuatro características que hemos enumerado más arriba. La ley natural tiene un estatus ontológico: es "interior al ser de las cosas como lo es su esen­ cia misma" (op. cit., p. 82). Puesto que "admitimos que existe una naturaleza humana y que esta naturaleza humana es la misma en todos los seres huma­ nos" (op. cit., p. 85), de ello se sigue que la universalidad de la ley natural está garantizada por la unicidad de la naturaleza humana o esencia y por el hecho de que "al poseer una naturaleza o una estructura ontológica en que residen necesidades inteligibles, el ser humano tiene fines que corresponden necesariamente a su constitución esencial y que son los mismos para todos" (op. cit., p. 86). Esta precondición ontológica no genera automáticamente una lista de derechos y deberes humanos explícitos, porque éstos tienen que ser determinados en una gran variedad de situaciones existenciales y sobre la base de un conocimiento correcto de la ley natural, un cono­ cimiento que está expuesto a errores y se encuentra en un proceso de ahondamiento y refinamiento indefinido en el contexto del crecimiento evolutivo sociohistórico y cultural del género humano. Este hecho fundamental justifica el descubrimiento y la formulación graduales de normas morales y derechos humanos más detallados, lo que no implica ninguna espe­ cie de relativismo sino la consciencia de que el conocimiento de la verdad (especialmente en este campo) es algo muy complejo, que al mismo tiempo

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El esfuerzo más claro por proporcionar una fundación cognoscitiva de las normas morales y de los derechos basados en el conocimiento de la naturaleza humana fue llevado a cabo por los filósofos que elaboraron la doctrina de la ley natural. Es digno de notarse que Maritain mismo recupera esta línea de pensamiento, aunque critique severamente el modo en el cual muchos autores modernos, especialmente del siglo XVIII, concebían la ley natural según una "sistematización artificial y refundición racionalista" de esta idea (op. cit., p. 82).

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implica análisis lógico y compromiso existencial. De este modo, para usar el vocabulario que Maritain hereda de una larga tradición, la Ley de las Nacio­ nes y la Ley Positiva tienen su origen en el conocimiento que tiene el ser humano de la Ley Natural y especifican, en particular, los derechos y deberes detallados de los seres humanos. Una tarea importante de esta regulación legal o jurídica es la de armonizar los diferentes derechos, puesto que éstos son, por una parte, "inalienables" (puesto que su posesión tiene sus raíces en la estructura ontológicamente necesaria de la naturaleza humana), pero, por otra, tienen que ser mutuamente compatibles, y esto implica cier tas "restricciones" de su ejercicio concreto. Sin embargo, no vamos a discutir este asunto tan delicado. ¿Qué ha de decirse de la cuestión del carácter absoluto? Maritain hace que los derechos humanos dependan de la ley natural, pero, puesto que la ley tiene un carácter ontológico (es idéntico con la naturaleza humana misma), esto parece implicar que no dependen de ninguna fuente "externa". Sin embargo, esto no es completamente verdadero: no dependen de ninguna autoridad legal (humana), es decir, no son atribuidos al ser humano ni por la ley de las naciones ni por la ley positiva. Más bien todo lo contrario: estas leyes son justas o legítimas sólo en la medida en que se conforman a los derechos humanos ontológicamente necesarios y pueden vetarse legítimamente si no cumplen con esta condición. Aunque Maritain niega un carácter absoluto real a los derechos humanos en el sentido que acabamos de indicar, cuando dice, por ejemplo, "... esta filosofía de los derechos acaba, por lo demás, después de Rousseau y de Kant, por tratar al individuo como a un dios y hacer de todos los derechos que se le atribuyen los derechos absolutos e ilimitados de un dios" (op. cit., p. 83). Y prosigue: "Los dere­ chos de la persona humana debían encontrar su fundamento en la afirmación de que el hombre no está sometido a ninguna otra ley que las de su propia voluntad y su propia libertad" (op. cit., p. 83). La razón para rechazar un carácter absoluto de esta índole encuentra su expresión en la proposición a través de la cual Maritain introduce su fundación de los dere­ chos humanos:

¿Intentaremos restablecer nuestra fe en los derechos del ser humano sobre la base de una verdadera filosofía? Esta verdadera filosofía de los derechos de la persona humana está fundada en la idea verdadera de ley natural, considerada en una perspectiva ontológica, y como transmitiendo a través de las estructuras y exigencias esenciales de la naturaleza creada la sabiduría del Autor del ser (op. cit., p. 84).

Esta concep­ción se expresa de una manera mucho más explícita en el siguiente pasaje: Es porque estamos sumidos en el orden universal, en las leyes y regula­ definitiva, en el orden de la sabiduría creadora), y porque, al mismo tiempo, tenemos el privilegio de participar en la naturaleza espiritual, por lo que poseemos derechos frente a los demás hombres y frente a toda la asamblea de las criaturas. En último término, como toda criatura obra en virtud de su principio, que es el acto puro; como toda autoridad digna de este nombre, es decir, justa, obliga en conciencia en virtud del principio de los seres, que es la pura sabiduría, asimismo todo derecho poseído por el hombre es poseído en virtud del derecho poseído por Dios, que es la pura justicia, de ver el orden de su sabiduría respetado en los seres, obedecido y amado por toda inteligencia (op. cit., pp. 95-96).

Estos textos indican claramente que, en la visión de Maritain, los dere­chos humanos no son absolutos, no tienen simple y puramente su raíz (en cuanto derechos) en la naturaleza humana como tal, sino en el hecho de que esta naturaleza posee un ordenamiento y está inscrita en un orden que es la expresión de la sabiduría de Dios. Esta es al mismo tiempo una justificación de las limitaciones recíprocas de los derechos humanos y, más aún, de su obligatoriedad. Tenemos que respetarlos porque tenemos que respetar, obedecer y amar lo que su sabiduría ha establecido. Está claro, por tanto, que una fuente "externa" (y, más precisamente aún, trascendente) es la justificación de los derechos humanos.

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ciones del cosmos y de la familia inmensa de las naturalezas creadas (y, en

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IV. Los derechos humanos en una sociedad secularizada

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De ninguna manera es la pretensión de Maritain la proyección de una actitud dogmática o la simple consecuencia de un método filosófico distorsionado por una fe religiosa. Si situamos las breves afirmaciones, que formula en el breve capítulo de su obra El hombre y el Estado, del cual hemos tomado las citas, en el marco del cuadro general de toda su filosofía (bastaría con tomar en cuenta Humanismo verdadero y el ensayo La persona y el bien común), su pretensión manifestaría inmediatamente la "espesa densidad" filosófica de sus fuentes. Sin embargo, es igualmente verdadero que tal fun­ dación no goza de suficiente atracción en el contexto de una sociedad secularizada, como en la que vivimos actualmente. Aquí, una vez más, puede ser útil hacer una comparación con la fundación de la moral. Muchos creyentes citan con orgullo la célebre frase de Dostoievsky. "Si Dios no existe, todo está permitido"; aunque no sería del todo sabio hacer que la validez y la obligatoriedad de los imperativos morales dependan total­mente de que se admita la existencia de Dios. La consecuencia obvia sería que las personas que no creen en Dios se considerarían coherentemente a sí mismas como dispensadas intrínsecamente de toda obligación moral (y esto es más bien lo que a menudo ocurre efectivamente en nuestros días).5 Una actitud mucho más correcta parece ser la siguiente: el creyente puede sostener que la existencia de Dios aporta un fundamente último a la moralidad, pero esto no implica que un fundamento suficiente sea impo­ sible si no se admite la existencia de Dios. Nuestro propósito va a consistir en mostrar cómo se puede proponer un fundamento tal. Permítasenos decir inmediatamente que no pretendemos trazar aquí un bosquejo completo de la justificación de la moralidad y los derechos

5 Esta situación es más bien semejante a la bien conocida y extravagante pretensión de Descartes, quien, después de haber asentado en su filosofía que Dios es la fuente de todas las verdades necesarias que podamos conocer, concluye que el ateo jamás podrá estar seguro de la verdad de siquiera las identidades matemáticas más elementales, como 2 + 2 = 4.

Por lo que se refiere a los prerrequisitos, sostenemos que una filosofía empirista radical (es decir, una filosofía que admite la experiencia sen­ sorial como la única fuente de conocimiento) no puede proporcionar un cimiento sólido para fundar la moralidad. Esto es así porque (como Hume ya lo ha recalcado) de la aserción de lo que es el caso no se puede inferir correctamente la conclusión de que eso debería ser así.6 El presupuesto tácito —pero efectivo— que subyace a este caveat (cautela) lógico, aparentemente obvio, es precisamente el empirismo radical, puesto que el debería ser no es ciertamente un dato de nuestra experiencia sensorial, sino per­ te­nece al nivel del conocimiento metaempírico, que debemos llamar "meta­ físico" en este sentido muy minimalista. De aquí nuestra primera conclusión: ninguna fundación genuina de la moral y los derechos humanos es posible sin cierta aproximación metafísica. Pero ahora comienzan las dificultades: una aproximación metafísica ¿a qué? La respuesta tradicional, aportada también por Maritain, es que este método de aproximación considera la naturaleza como un todo o, más precisamente, como el todo de los seres existentes, y que nuestra investigación metafísica tiene como tarea desocultar develar su esencia ontoló­ gica intrínseca y, de este modo, reconocer su estructura necesaria interna y externa y su ordenamiento global. Se pretende que esta tarea puede ser cumplida cabalmente. Desafortunadamente, es precisamente esta concepción de la metafísica la que ya no es viable en el clima intelectual contemporáneo, y esto a causa de la amarga lección que hemos recibido del desarrollo de las ciencias. La ciencia natural inauguró su nueva era en el siglo

6

Una inferencia tal sería un caso de la así llamada "falacia naturalista".

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humanos. Simplemente vamos a indicar ciertos prerrequisitos básicos de tal justificación, para concentrarnos luego en algunas características especiales que merecen una atención particular.

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XVII al abandonar la pretensión de querer captar la esencia intrínseca de las cosas, y su espectacular éxito teórico y práctico se ha atribuido al hecho de que la ciencia natural moderna se ha limitado a sí misma al conocimiento del mundo de los fenómenos. A esto hay que añadir que el ideal de necesi­ dad, que era característico de la concepción clásica del conocimiento cien­ tí­fico (y en particular metafísico), ha desaparecido también: la contingencia y la refutabilidad caracterizan todas nuestras descripciones científicas en el campo que sea. Finalmente, el concepto de teleología y orden natural ha sido (posiblemente de manera apresurada e indebida) desterrado de la ciencia, e incluso se le considera anticientífico. Podría decirse que todo esto es simple­ mente la consecuencia de la deformación cientificista de nuestra mentalidad (y esto es verdad hasta un cierto punto), pero ciertamente no se puede ignorar que posturas idénticas constituyen el núcleo de la filosofía de Kant, una filosofía que ha sido justamente criticada bajo muchos aspectos, pero no completamente superada. En otras palabras, ¿podemos sostener honestamente que la metafísica tiene los medios para hacer las cosas mejor que la ciencia (en el sentido de que es capaz de ofrecernos un conocimiento de las esencias y, lo que es más, de alcanzar en este conocimiento un grado de certeza superior al de la descripción temblorosa y controvertida del mundo que las ciencias han sido capaces de aportar, incluso hasta el precio de limitar sus pretensiones sólo a la investigación de los fenómenos) Sería difícil demostrar lo fundado de semejante pretensión y es suficiente con considerar los resultados no muy convincentes producidos por la investi­ gación filosófica después de Kant (comenzando, por ejemplo, con Hegel, y siguiendo con muchos filósofos del siglo XIX y XX) con el fin de ver que esta clase de aproximación metafísica tiene pocas probabilidades de éxito.7 7 Tengo que pedir disculpas por el nivel tan extremadamente esquemático de estas consideraciones. He presentado reflexiones más elaboradas en un par de ensayos: "From Newton to Kant: the Impact of Physics on the Paradigm of Philosophy", en: Christian Theology in the Context of Scientific Revolution, Communications of New York Symposium, July 1977, (Académie International de Philosophie des Sciences et Académie International des Sciences Religieuses), editadas por Methodios Fouyas, Atenas, 1978 ; reimpresión tomada de Abba Salama, IX (1978), pp. 52-76; y "Nature and the Natural: Some Philosophical Reflections", en Studies in Science and Theology, vol. 3 (1995), pp. 3-19 (ponencia presentada en la conferencia de la European Society for Science and Theology, Freising, marzo de 1994).

Consideremos la interpretación metafísica "clásica" del ser humano (dejando fuera de nuestra consideración la afirmación de su estatus de criatura y su dependencia de Dios). Concedamos que a través de una inves­ tigación metafísica somos capaces de reconocer en esta naturaleza un componente corporal y otro espiritual, caracterizados por la presencia espe­cífica de la razón, la cual se articula en intelecto y voluntad libre. Concedamos que podemos establecer filosóficamente una jerarquía en los elementos que componen esta naturaleza (es decir, un orden natural), y que todo esto puede ser recapitulado en un concepto rico de persona, investida con una dignidad ontológica. ¿Sería suficiente todo esto para fundamentar normas morales, deberes y derechos? No lo sería, porque estos elementos permanecerían en el nivel de los hechos, de hechos metafísicos (a pesar de que suene extraña esta expresión), y el caveat (cautela) de Hume, de no deducir un "deber ser" de un puro "ser de hecho", permanecería intacto. Esta situación persistiría aun cuando fuéramos capaces de probar que todas estas características y su jerarquía son necesarias, porque esto seguiría siendo una necesidad lógico-ontológica que no puede implicar per se ninguna obligación moral a respetarlos. Maritain tenía (al menos implícitamente) conciencia de todo esto, porque, aunque mantiene la necesidad inteligible lógico-ontológica de las características contenidas intrínsecamente en la esencia de cada ser, admitía, no obstante, una contingencia más oculta pero radical en este mundo de

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Ante estas dificultades, una estrategia razonable puede parecer la siguiente: en lugar de la ambición de describir el orden natural del universo completo del ser, contentémonos con la tarea más manejable de escrutar la naturaleza humana, que al parecer es más cercana a nosotros y está abierta a un acceso directo. No hay una garantía inmediata de que esta estrate­ gia va a ser exitosa, puesto que, por ejemplo, las posiciones de Hume han sido presentadas precisamente en un Tratado de la naturaleza humana. Por consiguiente, mucho depende de lo que esperemos de tal estudio de la naturaleza humana.

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esencias y en su orden, una contingencia que estaba basada en la creación de Dios. Esta dependencia de la creación de Dios aporta simultáneamente la, por decirlo así, "necesidad condicionada" de los seres y de su orden, junto con la dimensión axiológica necesaria para pasar del nivel del "ser de hecho" al nivel del "deber ser". Esta es la razón por la cual el discurso de Maritain está muy lejos de ser una cosmovisión teocéntrica preconcebida (pero sí fideísta). Como una confirmación de lo que hemos dicho anteriormente, podemos hacer notar que la cosmovisión secularizada de nuestros tiempos es estructuralmente incapaz de sugerir ninguna necesidad ni orden ontológico de la naturaleza humana: "sucedió que el ser humano existe" como un resultado contingente de la evolución natural; podemos tener en alta estima sus cualidades "superiores" (es decir, no estamos forzados a "explicar sesgadamente", de manera reduccionista, estas cualidades en términos más o menos materialistas). Pero siguen siendo ontológicamente contingentes, son pura materia de hecho, y no vemos ningún imperativo moral obliga­ torio que nos obligue a respetarlas (es decir, esta "dignidad ontológica" no tiene una connotación axiológica propia). ¿Regresamos, de esta manera, a la afirmación de que sin Dios todo está permitido, de que no existe ninguna obligación moral genuina en un mundo sin Dios? No necesariamente. Tenemos que hacer el intento de usar el argumento metafísico en un sentido que tenga la mano menos pesada.8 8 Como se verá, este método menos arduo de aproximación metafísica consiste en debilitar las pretensiones cognitivas de la ontología metafísica clásica. Permítaseme, sin embargo, declarar explícitamente que yo mismo soy defensor de este compromiso ontológico de la metafísica, con tal que delimitemos convenientemente su escopo y sus posibilidades (véanse, por ejemplo, más publicaciones: "The role of metaphysics in contemporary philosophy", en Ratio, 19/2 (1977), pp. 162-169; "Considerazioni epistemologiche su scienza e metafisica", en C. Huber (editor), Teoria e metodo delle scienze, Pontificia Universitá Gregoriana, Roma, 1981, pp. 311-340; "Scienza e metafisica cognitiva", en Scienza, filosofia, arte e fede, Centro Culturale San Fedele, Milano, 1983, pp. 31-47; Science et foi. Perspectives nouvelles sur un vieux problème./Scienza e fede. Nuove prospettive su un vecchio problema, Massimo, Milano, 1983; y muchos otros ensayos).

Nuestro recorrido va a ser en cierto modo una reminiscencia de la aproxima­ ción de Kant a los fundamentos de la moral en la Crítica de la razón prác­ tica. Como es bien conocido, él toma como punto de partida el "hecho de la razón" (ein Faktum der Vernunft), es decir, la presencia en nosotros de la ley moral con valor universal. Desafortunadamente, él ya había comprometido la noción de experiencia en la Crítica de la razón pura, asignándole sólo un significado empirista, de tal manera que él no podía llamar una "experiencia" la constatación de tal presencia (puesto que experiencia implica para él necesariamente una percepción sensorial de los fenómenos). Como consecuencia, tenía que situar este insight básico dentro de este análisis autoreflexivo de la razón pura que (y esto es muy interesante) para él constituye el único sentido residual aceptable de conocimiento metafísico. Sigue siendo innegable que en su visión tenemos un conocimiento (metafísico) del deber ser (que para él tiene el alto significado de un deber moral absoluto o imperativo categórico). Regresando ahora a nuestra investigación, digamos que también noso­ tros queremos ser —hasta un cierto punto— empiristas, compartiendo el precepto clásico de que nuestro conocimiento tiene que comenzar con la experiencia, aunque sin limitar la noción de experiencia exclusivamente a las impresiones sensoriales en bruto, sino considerando que pertene­ cen a la experiencia todas las características de las que tenemos una eviden­ cia inmediata clara.9 Entre tales elementos de evidencia es fácil comprender el siguiente: todas las acciones humanas, en la medida en que son específicamente huma­

9 Por esta razón, habremos de emplear más adelante la expresión "evidencia fenomenológica" en lugar del término "experiencia", desafortunadamente ambiguo.

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V. La experiencia moral

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nas, están gobernadas por una referencia a un deber ser. Esto es verdad de las producciones materiales más humildes, como también de las realiza­ ciones superiores de las artes y, finalmente, también (y eminentemente) del nivel supremo en el cual una acción es considerada en ella misma (y no desde el punto de vista de cómo debe ser en orden a producir un cierto efecto dado) y evaluada desde el punto de vista de su legitimidad intrínseca (éste es precisamente el nivel moral). Esto equivale a decir que, como una materia de evidencia, los seres humanos son específicamente capaces y están naturalmente impulsados a considerar como debe ser una acción y evaluarla de acuerdo con tal deber ser (lo que significa someter cada acción a diferen­ tes tipos de juicios de valor).10 Aquí lo importante es reconocer que la referencia a un deber ser es algo que se puede detectar empíricamente (o fenomenológicamente) como una propiedad de la naturaleza humana, en un nivel puramente descrip­tivo, y no como algo debido a especulaciones metafísicas que trascienden la evi­ den­cia inmediata. En este sentido, tampoco Hume podría negarse a reco­ no­cer esta materia de hecho. Evidentemente, esto no significa que reconoz­ camos este deber ser como una característica de las cosas (en este sentido Hume tiene razón al pretender que del modo en que una cosa es, no pode­mos inferir que también deba ser así). Pero esto no invalida la pretensión de que, cuando afirmamos un deber ser, no vamos más allá de lo que se puede afirmar "empíricamente", con tal de que tengamos conciencia de que nos estamos refiriendo a una actitud humana y usando el término "empírico" en un sentido no empirista. Por consiguiente, una conclusión que exprese un deber ser es lógicamente legítima si entre sus premisas hay algunas que expre­sen un deber ser que tenga su base en un juicio de valor, y éste es el caso en cada acción específicamente humana. 10 He desarrollado con amplitud los puntos de vista que aquí he esbozado brevemente en otras numerosas publicaciones. Permítaseme mencionar el artículo "The presence of values in the social sciences", en Epistemo­ logia, 5 (1982), número especial, pp. 5-26; y mi libro Il bene, il male e la scienza, Rusconi, Milán, 1992.

Sin embargo, es simplemente honesto reconocer que, de este modo, aún no somos capaces de prescribir el contenido de las acciones que aspiren a conformarse a un deber ser, puesto que (sin negar esta posibilidad) nos hemos abstenido de presuponer o sostener que el deber ser es una propiedad ontológica de las cosas. No vamos a seguir tratando este asunto en detalle, sino simplemente vamos a tratar de ver cómo los derechos humanos pueden ser reconstruidos a partir sólo de las conclusiones a las que hemos llegado.

De acuerdo con el método tradicional de abordar el tema (que en este caso es común a la "filosofía clásica" y a Kant), cualquier persona humana tiene derechos fundamentales —es decir, prerrogativas que tienen que ser respetadas por las otras personas y también por el Estado, ya que no dependen de contratos o concesiones externas— en virtud del hecho de que una persona tiene una dignidad intrínseca. Esto no es muy iluminador porque no está claro en qué consista esta dignidad. Sin embargo, el método sigue siendo insatisfactorio aun cuando proporcionemos una caracteri­ zación más precisa de esta dignidad, que es otorgada comúnmente enumerando algunas de las características más nobles de la naturaleza humana (que habitualmente se recapitulan en su ser una naturaleza racional). En efecto, tenemos que aplicar también a este caso las observaciones gene­ rales que hemos hecho respecto de una fundación puramente metafísica de las normas morales y los derechos que se base en la estructura ontológica de las cosas. En este caso confiaríamos en la descripción de la estructura ontológica de la naturaleza humana, pero esto no representa una excepción real al hecho de que tenemos que ver justamente con un "hecho metafísico" puro. Porque si decimos, por ejemplo, que la dignidad humana (que es un concepto que tiene un sabor axiológico del cual pueda inferirse algún tipo de obligación a respetarla) es la consecuencia de la naturaleza

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VI. La derivación de los derechos a partir de los deberes

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racional del ser humano, sigue sin quedar claro por qué este hecho (metafísico) debería ser axiológicamente relevante.

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En nuestra opinión, un camino apropiado para superar esta dificultad consiste en reconocer que —desde un punto de vista moral— el concepto de derecho no es primitivo, sino derivado del concepto de deber. Porque sentimos un deber hacia algo o hacia alguien, reconocemos su derecho a ser objeto de nuestro respeto. En otras palabras, la relación derecho-deber no es completamente reflexiva, porque esta relación se aplica a las acciones humanas (por ejemplo, no tendría sentido decir que algo o alguien tiene derecho vis-á-vis de una piedra, de una planta, de una bestia), y por esta razón es bastante natural que la posición del agente (que en nuestro caso es una persona capaz de sentir deberes) sea determinante en el recono­ cimiento de los derechos. Vamos a hacer uso de esta observación preli­ minar en orden a responder la cuestión radical que se expresa en el título de este ensayo.

VII. ¿Por qué tienen derechos los seres humanos? Permítasenos notar, en primer lugar, que aquí no nos estamos refiriendo a los derechos contingentes de los que una persona puede gozar en virtud de contratos o leyes, sino a aquellos derechos absolutos o fundamentales que no dependen de una atribución o concesión concretas, una propie­ dad que se considera normalmente como una característica específica de los así llamados derechos humanos. Esta es la razón por la cual la fundación de los derechos humanos pertenece a la ética y no, digamos, a la jurispruden­ cia: desde este punto de vista es correcta la tesis clásica (también sostenida por Maritain) de que los derechos humanos tienen sus raíces en la Ley Natural y no en la Ley de la Nación ni en la Ley Positiva. Ahora bien, uno de los conceptos centrales de la moralidad (y proba­ blemente el más central que puede ser empleado para definir el propium

Ahora bien, hay un camino para salir de esta dificultad, y éste es, una vez más, empírico, en cierto sentido. Las personas humanas son capaces de comprometerse a sí mismas a defender y servir valores, principios, ideales, normas, con una devoción tan completa, o de un modo tan absoluto, que pueden estar dispuestas a pagar cualquier precio (incluido el sacrificio de su propia vida) con tal de no actuar contra ellos, y esto porque sienten que respetarlas es su deber radical y fundamental. Por este hecho preciso, estas personas adscriben a esas entidades una dignidad y un derecho absolu­ tos que obligan de modo absoluto su conciencia moral. De este hecho se sigue una doble consecuencia: no una consecuencia lógica, sino una consecuencia dictada por nuestra conciencia moral. La primera consecuencia es el reconocimiento de una dignidad (en sentido axiológico) y una actitud de respeto hacia estas personas, que nosotros sen­ timos a causa de su absoluta devoción al deber. Esto no debería sorprender­ nos, porque todo esfuerzo en definir la dignidad o el respeto en términos lógicos, ontológicos o teóricos, se queda corto para captar adecuadamente su significado profundo, y esto por la sencilla razón de que pertenecen propiamente a la esfera de la experiencia moral. De este modo hemos obte­ nido la respuesta a nuestra pregunta: los seres humanos tienen derechos

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de la moralidad en cuanto tal) es el concepto de deber y, como especialmente Kant lo ha recalcado vigorosamente y esclarecido convincentemente, el deber tiene un carácter absoluto. Esta es ya una pista para investigar por qué, basándonos en la noción de deber, podemos encontrar una razón para afirmar el carácter absoluto de los derechos humanos. Sin embargo, precisamente esta invocación de Kant es la que puede generar una dificultad, puesto que el carácter absoluto del imperativo moral (o deber) le parecía implicar una ética puramente formalista, es decir, una ética que no aporta normas concretas sino simplemente prescribe la forma de toda acción moral genuina: una acción que se lleva a cabo únicamente por respeto al deber.

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absolutos porque son capaces de comprometerse a sí mismos con deberes absolutos. Esto es algo que resulta de una consideración de la natura­ leza humana, y con gusto lo admitimos, pero al mismo tiempo notamos que esto emerge de la constatación de un solo elemento, comprobable fenomenológicamente, de esta naturaleza, el cual no necesita basarse en una descripción e interpretación metafísica más amplia (y mucho más problemática) de esta naturaleza. Muchos filósofos dirían probablemente que este compromiso absoluto, es él mismo, una consecuencia de la naturaleza racional de la persona humana; puede ser bastante correcto afirmar esto, pero no es suficiente ni estrictamente necesario para lo que estamos tratando de establecer ahora. De hecho, es por el compromiso moral ya mencionado por lo que la dignidad de esta persona recibe su connotación específicamente axiológica, porque este compromiso de ninguna manera es una simple consecuencia lógica de la racionalidad. Tratemos ahora de explicar por qué el método que proponemos aquí tiene numerosas ventajas desde el punto de vista que nos concierne en este ensayo y que había sido expresado en la pregunta planteada al prin­ cipio, es decir, la cuestión acerca de cómo encontrar un terreno común mínimo sobre el cual fundar los derechos humanos en una sociedad secularizada, a pesar de las serias discrepancias que existen entre los contextos filosóficos, ideológicos y culturales. Sostenemos que existe suficiente espacio para proponer tal fundamento sin ir más allá de una evidencia "empí­ rica" primordial, una evidencia que no es "empirista" (es decir, aportada por los puros datos de los sentidos), sino sólo una evidencia (dada en la experiencia moral de cada persona humana). Con el fin de liberarla de cual­ quier sabor empirista la hemos llamado "evidencia fenomenológica" en las últimas afirmaciones de nuestra reflexión.11 Las construcciones ideológi­ 11 Permítasenos hacer notar que, al usar esta terminología, no estamos inscribiendo nuestro razonamiento en la doctrina filosófica específica conocida con el nombre de "fenomenología", sino simplemente usando una expresión que denota cualquier tipo de evidencia inmediata que se nos ofrezca a sí misma precisamente fuera de nuestra experiencia sensorial.

Una posible objeción podría ser la siguiente. Tomemos una filosofía materialista que explique (o más bien "explique sesgadamente") el sentido del deber y la obligación moral simplemente como producto de una evolución compleja, que parte de la materia inanimada y llega gradualmente (pero sin discontinuidades) a la producción de seres inteligentes y moralmente conscientes. ¿Esto minaría la fundación que hemos propuesto?

12 Puede ser útil hacer una analogía. Una evidencia empírica física nos lleva a reconocer la existencia de la ley de la gravitación universal. Esto es una materia de hecho, que no sólo explica muchos hechos empíricos sino también implica una buena cantidad de prescripciones relativas al modo en que hemos de comportarnos en este mundo físico en el que actúa la gravitación universal. Estas prescripciones expresan un cier to deber ser, no en sentido moral sino en uno técnico, y son totalmente independientes de cualquier otra "explicación" que den de la gravitación universal las teorías físicas particulares, sea la mecánica clásica, la mecánica de la relatividad o las macro-teorías unificadas más modernas. Quien no quiera tomar en cuenta la gravitación a la hora de conducirse en la tierra, simplemente no podría hacerlo y se vería obligado a "bajarse" de este mundo y subirse a una espe­cie de campo extra-gravitacional. Esto es sólo una analogía, porque las normas y los derechos morales no tienen el carácter determinista de las leyes físicas y uno podría decidir efectivamente bajarse del mundo (moral) humano al tomar la decisión de no conformarse a ellos. Sin embargo, sigue siendo verdadero que ésta sería la decisión efectiva que debería tomar coherentemente.

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cas, filo­sóficas, religiosas, culturales, son simplemente modos diferentes de interpretar y explicar esta evidencia básica, pero no pueden refutarla ni modificarla. Por tanto, si el reconocimiento de los derechos humanos puede alcanzarse analizando simplemente esta evidencia fenomenológica, entonces es lícito decir que es posible obtener tal fundación independientemente de cualquier presupuesto filosófico, ideológico, religioso o cultural adicional. Esto es precisamente lo que creemos que hemos hecho: hemos tomado en serio la evidencia fenomenológica de que existe la dimensión del deber ser, o deber, como característica de las acciones humanas, y hemos deri­va­ do de su análisis los conceptos de dignidad humana, de respeto, de derechos absolutos. Por tanto, podemos concluir que cualquiera que niegue la dignidad de la persona y su investidura con derechos absolutos, simplemente niega esta evidencia fenomenológica, niega que el ser humano actúa de acuerdo a deberes y es capaz de comprometerse con ellos de un modo absoluto, y esto es, simple y llanamente, falso. Aceptar tal negación sería lo mismo que salirse de la realidad humana.12

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De ninguna manera, puesto que seguiría siendo verdadero que para tales seres extremadamente complejos realmente existe la dimensión del deber ser e implica derechos humanos y su correlativo respeto. La única (y cier­ta­ mente no irrelevante) diferencia consistiría en el sentido atribuido a tal dimensión, un sentido que es ciertamente mucho más pobre y superfi­ cial del que aportan las perspectivas no-reduccionistas y nos deja insatis­ fechos en nuestra búsqueda de una adecuada interpretación de nuestra experiencia moral. Puede ser iluminador un ejemplo tomado de un contexto diferente. A menudo se afirma que, si no admitimos la libertad de la voluntad, el universo de la moralidad y la legalidad caería en la ruina por insignificante y absurdo, puesto que la obligación moral, el deber, la responsabilidad, el castigo, las prescripciones, etcétera, no tendrían sentido. Sin embargo, es un hecho histórico que muchas justificaciones de la moral y la legalidad han sido propuestas por filósofos que defienden o admiten diferentes formas de "deter­minismo" (sea físico, biológico, cultural, social, etcétera). Esto indica que la moralidad y la legalidad siguen siendo posibles incluso en un contexto determinista, pero su interpretación y su sentido se vuelven completa­men­ te diferentes. Porque obviamente no es lo mismo considerar una norma moral como algo que apela a nuestra conciencia moral y a nuestra decisión libre, expresando así una forma de deber e implicando nuestra res­ponsabi­ lidad, o verla (por el contrario) como una simple expresión de manifes­ taciones sociales que nos vemos obligados a respetar sólo para evitar la desaprobación, el aislamiento social, las sanciones y los castigos.

VIII. La especificación de los derechos humanos Las reflexiones que hemos expuesto hasta ahora sólo han aportado una razón para admitir como un derecho humano absoluto y supremo el respeto de la dignidad humana, es decir, la dignidad de cada persona, porque es capaz de comprometerse incondicionalmente con deberes absolutos.

Siguiendo la anterior línea de razonamiento podemos llegar a darles un contenido a los derechos humanos. Si las personas son capaces de comprometerse absolutamente con ciertos valores, entonces estos son buenos candidatos a ser reconocidos como dignos de gran respeto y posiblemente como absolutos. Existe un ligero peligro de subjetivismo en esta forma de abordar el tema, puesto que los derechos humanos parecen depender de la devoción personal de los individuos que los defienden y sirven incondicionalmente. Sin embargo, este riesgo mínimo no se puede eliminar de toda empresa humana y tampoco está ausente en las investigaciones supues­ta­ mente más cuidadosas. Simplemente observemos que hasta los datos del sentido, que representan el suelo inconmovible de nuestro conocimien­ to según los empiristas radicales, son, después de todo, justamente elementos de evidencia individual; y, si estamos "seguros" de que las hojas de una planta son verdes, esto sucede simplemente porque hemos constatado en el largo transcurso de nuestra comunicación lingüística y práctica con otras personas que usamos la noción de verde de la misma manera que ellos. También aquellos que buscan un fundamento más "objetivo" de los derechos humanos en la estructura ontológica inmutable de la naturaleza humana tienen que reconocer ciertamente que nuestro conocimiento de tal naturaleza es antes que nada un asunto personal y que tenemos que tratar de hacerlo cada vez menos subjetivo, sometiéndolo al escrutinio y diálogo racionales con las posiciones críticas de otras personas. (El resultado de esta comparación está lejos de ser unívoco, como lo ha recalcado Maritain mismo, al hacer la ya mencionada distinción entre el elemento ontológico y el epistemológico de la Ley Natural).

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Esto significa que la persona humana tiene derechos absolutos intrínsecos, pero ¿cuáles son estos derechos en concreto? Primero vamos a tratar de responder esta cuestión prosiguiendo en la misma línea de pensamiento que hemos seguido hasta ahora y, luego, proponer ciertos complemen­ tos necesarios.

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Por tanto, lo que aquí estamos proponiendo efectivamente es otorgar en esta empresa una cierta preferencia a la evidencia moral. Más concre­ tamente, esto equivale a sostener que, si las personas se comprometen a sí mismas a defender y servir un valor dado en un grado tan absoluto, que están dispuestas incluso a sacrificar su propia vida en nombre de ese valor, no pueden estar completamente equivocadas, esto es, ese valor tiene buenas razones para ser un genuino valor absoluto, justamente porque se aspira a él per se, y no por mor de alguna otra cosa. Evidentemente no podemos excluir que en ciertos casos extremos, que rayan en la anormalidad psiquiá­ trica, una persona pueda comprometerse totalmente a sí misma con algún ideal perverso, pero esto es un caso patológico semejante al caso del dalto­ nismo que puede ser explicado de maneras apropiadas y, en consecuencia, no ser tomado en cuenta. Lo que cuenta es el compromiso absoluto de las personas humanas "normales" y, más sustancialmente, de un número signi­ ficativo de personas normales. Pero hasta esta condición no ofrece una garantía total, porque incluso grandes comunidades de personas pueden dar una importancia absoluta a normas que nosotros correctamente consi­ deramos que son contrarias a los valores humanos. Por ejemplo, los fundamentalistas religiosos pueden considerar que es un deber absoluto apedrear a quienes cometan adulterio. Aunque nosotros podemos decir ciertamente que no todo está mal en su actitud, puesto que procede de un respeto incondicionado a una fe religiosa, quizás de un respeto absolutizado a la sacralidad de la familia, y estos pueden ser considerados valores genuinos que no encajan adecuadamente en una jerarquía correcta que exija su limitación con el fin de que se respeten valores (o derechos) más funda­ mentales. Lo mismo es válido en el caso de muchas personas que se han sacrificado a sí mismas y hasta su vida en aras de la victoria histórica de una cierta ideología que tiene que ser considerada globalmente equivocada o inhumana. Normalmente han obrado así porque estaban impulsadas por ciertos ideales genuinos, ocultos en esa ideología como una suerte de núcleo profundo, a pesar de las numerosas aberraciones de que estaban rodeados.Todo esto cuenta para la lenta, conflictiva, no lineal, culturalmente

Digamos que el privilegio que estamos concediéndole a una aproxima­ ción moral a los derechos humanos no diverge realmente del método onto­ lógico más "clásico". También Maritain (para seguir con este mismo autor) reconoce explícitamente que la especificación concreta y la maduración histórica de los derechos humanos (o, según él, la profundización gradual de nuestro conocimiento de la Ley Natural), no ocurre en virtud de un escrutinio ontológico más sutil, sino como resultado de una madura­ción de la conciencia moral y de una reflexión sobre ella, en el marco de contextos históricos: "He dicho —escribe Maritain— que la ley natural es una ley no escrita; y es una ley no escrita en el sentido más profundo de la palabra, porque el conocimiento que tenemos de ella no es producto de una libre conceptualización, sino que resulta de una conceptualización ligada a las incli­naciones esenciales de aquello —ser, naturaleza viviente, razón— que compone la estructura ontológica del hombre, y también porque esta se desarrolla de manera proporcional al grado de experiencia moral, de reflexión personal y también de la experiencia social de que el hombre es capaz en las diversas edades de su historia" (op. cit., p. 94). Es seguro que la referencia a la experiencia moral quizás se queda un poco corta aquí, mientras que más bien se recalcan aquellas "inclinaciones del ser" que están tomadas directamente de Tomás de Aquino y usadas ampliamente en ese capítulo de la obra de Maritain. Hemos preferido referirnos a la presencia de la dimensión del deber, el cual tiene una connotación moral más precisa, pero la sustancia sigue siendo siempre casi la misma. Una confirmación de que es preferible nuestra más explícita aproxima­ ción moral parece proceder de la consideración que la progresiva reivindi-

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dependiente determinación, reconocimiento e implementación concreta de los derechos humanos en la historia. Algo que el mismo Maritain ha recalcado apropiadamente, no sólo en el ya citado capítulo de El hombre y el Estado, sino también en sus análisis históricos del Verdadero humanismo y en otras de sus obras.

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cación histórica de los derechos humanos no ocurrió como consecuen­ cia de una reflexión más refinada sobre las inclinaciones naturales del ser humano, sino más bien como consecuencia de una indignación y una rebelión moral en contra de ciertas situaciones que se habían tolerado durante siglos e incluso "justificado" por medio de supuestos argumentos que estaban fundados en distinciones "naturales" e inclinaciones humanas, principios metafísicos e incluso argumentos teológicos. Que tales situaciones comenzaron a parecerle moralmente indignantes a la conciencia de algunas personas y provocaron en ellas el compromiso absoluto de eliminarlas, hizo que más gente tomara conciencia de ello y se empeñara práctica e intelectualmente en reconocer y aplicar los derechos humanos en juego. Hoy en día tenemos que reconocer una cierta inercia en la promoción práctica de los derechos humanos, esto se debe al hecho de que nos sentimos muy poco dispuestos a comprometernos a nosotros mismos en favor de ellos, pues simplemente delegamos su cumplimiento a ciertas medidas "técni­ cas" de naturaleza política, social, legal, diplomática, tecnológica, que han demostrado ser bastante ineficaces porque no están adecuadamente respaldadas por el compromiso moral de la gente. Sin embargo, no tenemos dificultad en admitir que este método primario para determinar los derechos humanos no basta para articularlos plenamente, y precisamente la prueba de esto lo da el hecho que acabamos de mencionar: que un compromiso absoluto puede estar orientado efectivamente hacia ideales equivocados, puesto que el puro impulso moral puede ser incapaz de liberar la aspiración a un valor genuino de la incrusta­ ción de numerosas características mucho menos justificables en las cuales tal valor pudo haber sido envuelto. Pero mucho más difícil es distinguir entre diferentes derechos humanos que a menudo están implícitos en situa­ ciones concretas y (a pesar de ser dignos en ellos mismos de una devoción absoluta) están destinados a terminar en conflictos, si uno pretende satis­ facerlos plenamente todos a la vez. Es necesaria una jerarquización de los valores y los derechos (aplicada a la situación concreta) y esto no puede

Por este camino le damos alcance a mucho del método clásico de investigación. Porque es muy razonable —después de haber admitido que tenemos que respetar la dignidad de la persona y sus derechos y también que esto implica el respeto a las condiciones que permiten que la persona florezca y logre su autorealización— que tratemos de especificar qué son realmente estas condiciones, y esto equivale a investigar la naturaleza ontológica de la persona humana. Sin un análisis ontológico tal correríamos el riesgo de acreditar a los deseos de cualquier persona singular el estatus de derechos (y antes que nada a nuestros deseos personales el estatus de dere­ chos genuinos). Esta empresa ontológica puede ser emprendida de di­versos modos: algunos de ellos pretenden basarse en una clara comprensión de las propiedades realmente "esenciales" de la naturaleza humana, de distinguirlas de las características "accidentales", de aportar de esta manera una descripción inmutable del ser humano, de la cual pueda inferirse lógica­ mente una lista de derechos humanos y su correcta jerarquización. Este méto­ do es justamente el que no podemos compartir (por las razones que ya hemos dado) y, aunque pueda dar a veces la impresión de adherirse a esta posición, Maritain en realidad suscribe más sustancial y explícitamente la visión de Tomás de Aquino, según la cual las características de la naturaleza humana que realmente importan para nuestro asunto son las conte­ nidas en las inclinaciones naturales del ser humano. Esta doctrina tomista es muy interesante y, en particular, tiene importantes consecuencias para el tipo especial de conocimiento que se requiere con el fin de descubrir la ley natural (un conocimiento "por inclinación" o "por connaturalidad", al que Maritain se refiere explícitamente, y que ha sido reevaluado correctamente en los últimos años). Este método no obstante, todavía adolece de cierta sobrecarga ontológica. En efecto ¿cómo se pueden distinguir, entre las muchas "inclinaciones naturales" que existen en el ser humano, aquellas que son buenas y aquellas que son malas? Tomás de Aquino dice que en

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ser la tarea del entusiasmo moral, sino de la sabiduría que implica un escrutinio específicamente intelectual.

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muchos casos la inclinación natural no dicta las acciones virtuosas, sino los seres humanos las descubren por medio de la investigación racional (per rationis inquisitionem), y esto parece conferir a la razón la tarea de descubrir el deber ser. Esta es la razón por la que preferimos no hablar de inclinaciones naturales (las cuales en cuanto tales todavía pertenecen al orden de lo que es el caso), sino de apreciación natural del deber ser humano. Esto no es del todo extraño, ya que en cada época la naturaleza humana es conocida bajo la forma de una imagen dada del ser humano, y a esta imagen pertenecen no sólo los elementos de hecho que dependen del conocimiento científico, de las cosmovisiones culturales y de las perspectivas sociológicas, sino también un ideal más bien preciso de lo que una genuina vida humana debe ser. Por tanto, el deber ser es una parte integral de nuestra imagen del ser humano y particularmente determina (con diferentes grados de obligatoriedad y según diferentes prioridades) también una escala de derechos humanos, que depende de nuestro deber de promover efectivamente tal imagen ideal del ser humano. Este es el modo en que estimamos combi­nar la referencia legítima a una naturaleza humana con la evolución histó­r ica de la imagen de esta naturaleza y, especialmente, con el aspecto axioló­ gico y moralmente comprometedor de una naturaleza concebida de esta manera.13

IX. Observaciones finales El tipo de fundación, por el que hemos abogado, de los derechos humanos en el carácter absoluto del compromiso de una persona con el deber, esto puede dar origen a serios malentendidos, que sentimos necesario evitar. De hecho, nuestra tesis podría ser interpretada como si su significado fuera

13 He presentado muchos más detalles relativos a esta perspectiva en otras publicaciones, en particular en el ensayo "Les fondements philosophiques des droits de l’homme", en Universalité des droits de l‘homme et diversité des cultures, Friburgo, Suiza, Editions Universitaires, 1994, pp. 171-191.

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que una persona no tiene dignidad intrínseca, sino que la recibe en la medida en que muestre efectivamente este compromiso profundo. Aceptar esta postura implicaría fácilmente que los fetos, los niños, los discapacita­ dos, los débiles mentales (por no hablar de las personas cínicas, inmorales o criminales) no merecen tal dignidad. Esta interpretación nos obliga a reco­ nocer que proclamar la dignidad y el respeto a la persona no ofrece una razón suficiente para justificar los derechos humanos, a menos que se acepte una noción correcta de persona. De hecho, la mayoría de los conceptos contemporáneos de persona son funcionalistas, en el sentido que identi­ fican a una persona con un ente efectivamente capaz de realizar ciertas funciones (como pensar, comunicarse, tomar decisiones libres, comprometerse a sí mismo, etcétera). Pero esto conduce a consecuencias e inconsistencias extremadamente serias. El camino correcto es el de permanecer fieles a una noción ontológica de persona, coherente con lo que una persona es por naturaleza: un ente que es capaz de poseer tales propiedades, pero cuya naturaleza no cambia por el hecho de estar privada de ellas o por no ser ya capaz de mostrarlas o ejercerlas o por no tener más la capacidad de hacer esta o esa o aquella otra cosa. Es en virtud de esta naturaleza ontológica, y de lo que debería manifestar si se expandiera plenamente, que tenemos el deber de respetar a cualquier persona y proveerla con el máximo de posibilidades para que exprese toda la riqueza que está implícita en su naturaleza. Esta es la razón por la cual siempre hemos conside­ rado la capacidad que tienen las personas de comprometerse a sí mismas de modo absoluto como fundamento de la dignidad de la persona y de los derechos humanos. Esto no significa que justamente estas personas indi­viduales que efectivamente muestren tal compromiso merezcan esta dignidad: podemos decir que merecen (y habitualmente también tienen) nuestra aprobación y hasta nuestra admiración moral. Pero lo que ellas mues­ tran no es algo sobrehumano; simplemente dan testimonio de lo que la natu­ raleza humana es capaz y, lo sentimos tácitamente, de lo que cada agente

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humano debe hacer. Esta es la razón por la que respetamos esta capacidad natural en el ser humano (en cualquier ser humano), esperando que efectivamente la traduzca en acción y ayudándolo a actuar así, pero sin estar autorizados a negar su dignidad si no es capaz o incluso no está dispuesto a actuar a la altura de su naturaleza.14

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14 He desarrollado detalladamente este tipo de argumentos en el capítulo "L'essere umano come persona", en: E. Agazzi (editor) Bioetica e persona, Angeli, Milano, 1993, pp. 137-157.

V. El concepto nussbaumiano de dignidad humana. Algunas consideraciones críticas

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* Carmen Trueba Atienza es Doctora en Filosofía por la UNAM y Especialista en Estudios Interdisciplinarios de la Mujer por el COLMEX. Profesora-investigadora en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Es autora del libro Ética y tragedia en Aristóteles (Anthropos/UAM, 2004). Ha coordinado varios libros colectivos sobre problemas de racionalidad práctica y teoría de la acción; asimismo ha publicado numerosos capítulos en libros colectivos y artículos en revistas especializadas. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

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ar tha C. Nussbaum, en Las fronteras de la justicia. Consideracio­ nes sobre la exclusión (2006), se propone dotar de bases filosóficas firmes a la teoría de los derechos básicos que deben ser reconocidos y respetados a los seres humanos y a los animales. Su propuesta constituye una vertiente del enfoque de las capacidades, desarrollado por Amartya Sen (Nussbaum, M. C., 2007, Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión, trad. Raón Vilá Vernis y Albino Santos Mosquera, Barcelona, Paidós; Nussbaum, M. C., 2002, Las mujeres y desarrollo humano. El enfoque de las capacidades, trad. Roberto Bernet, Herder.). Uno de sus objetivos es complementar la visión contractualista liberal y ampliarla en una dirección que permita extender el alcance de los derechos en un sentido que ella juzga imprescindible, que atienda de manera debida y cabal los tres problemas no resueltos a su juicio por las teorías contractualistas de la justicia: los dere­ chos de las personas con deficiencias físicas o mentales, los derechos de los ciudadanos del mundo (más allá de las fronteras nacionales y las desigualdades), y el reconocimiento de los derechos de los animales. La cuestión de los criterios de atribución de derechos y su racionalidad entraña una clara

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dimensión normativa, relativa a la pregunta de "a quiénes debe considerarse titulares de derechos". Esta pregunta no se presta a una respuesta simple.

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Nussbaum propone una respuesta moral a esta pregunta, a partir de su enfoque de las capacidades y su concepto ampliado de dignidad, que distingue diversos tipos y niveles de dignidad, con el objeto de dar cabida a todos los seres que considera merecedores de respeto, un aspecto crucial de su concepción de la justicia. El concepto de dignidad ocupa un lugar central en la concepción nussbaumiana de la justicia. Nussbaum concuerda con J. Rawls en que hacen falta principios políticos que den contenido a las ideas de respeto y dignidad, y está convencida de que el enfoque de las capacidades resuelve esa cuestión. Las capacidades consisten, según su propia definición, en "aquello que las personas (o las criaturas) son efectivamente capaces de hacer y ser", en el marco de "una vida acorde con la dignidad del ser humano (o de cada especie de animal)" (Nussbaum, M. C., 2007, Las fronteras … op. cit., p. 83), y juzga que es precisamente en este marco y sólo en esa medida que las capacidades dan contenido y realidad a los derechos básicos. A lo largo de su obra, la autora insiste en que su enfoque de las capa­ cidades está depurado de contenidos metafísicos, un requisito que juzga nece­sario para un consenso entrecruzado (overlapping consensus) en una socie­­dad democrática, liberal y plural. Sin embargo, como me propongo mostrar en este trabajo, tanto su concepto de dignidad en general, como su concepto de dignidad humana en particular, entrañan algunos compromisos metafísicos ineludibles, relativos a la naturaleza humana y a la natu­ raleza de los animales. Este es uno de los problemas que habré de tratar aquí, por su importancia en el seno de su argumentación filosófica. Para los fines de este trabajo, centraré mi análisis sobre todo en su concepto

de dignidad humana y, por último, dirigiré algunas críticas a su propuesta de fundamentación normativa de los derechos.

La noción de "dignidad" suele ir asociada, en general, a las ideas de calidad, excelencia y valor, y la idea de "dignidad humana" generalmente es acompañada de la creencia de que los seres humanos poseen ciertas características muy propias y estimables, que les confieren un valor muy elevado y un estatus privilegiado, en comparación con el resto de los seres vivientes. A menudo, las ideas anteriores van aparejadas a la idea de "persona", en sentido moral, como en Kant, quien en su Metafísica de las costumbres expone la idea de la dignidad del ser humano considerado como persona o sujeto de una razón práctico-moral, que ha de ser valorado siempre como un fin en sí mismo y nunca sólo como un medio, y considerado siempre como objeto de respeto, inclusive de un respeto irrenunciable para la persona misma (Kant, I., 1989, La metafísica de las costumbres, trad. Adela Cor­tina y Jesús Conill, Madrid, Tecnos, pp. 298-299; Ortiz Millán, Gustavo, 2006, "¿Tenemos deberes hacia nosotros mismos?", en Platts, Mark (comp.), Conceptos éticos fundamentales, México, IIF-UNAM, pp. 147-165).1 Como bien apunta Christine M. Korsgaard, "hay diferentes maneras de concebir lo que significa ser valioso en tanto ser humano, o en tanto miembro del partido de la humanidad. Ciudadano del Reino de los Fines, participante en una felicidad común, ser-especie" (Korsgaard, C. M., 2000, Las fuentes de la normatividad, trad. Laura Lecuona y Laura E. Manríquez, revisada por Fviola Rivera, México, UNAM, p. 150). El concepto nussbaumiano de dignidad humana es muy próximo en efecto a la concepción 1 Respecto a los conceptos de "persona moral" y "persona jurídica" y su distinción, véase: Juan Antonio Cruz Parcero, "Personas y derechos", en Platts, Mark (comp.), Conceptos éticos fundamentales, op. cit., pp. 333-364.

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kantiana, en especial en lo tocante a la idea de respeto, pero establece las bases del respeto y el merecimiento de respeto en unos términos bastante distintos a los kantianos, no limitados a los criterios de la racionalidad y la autonomía humanas, en buena medida porque, como Nussbaum misma subraya, se aparta de la visión escindida de la racionalidad y la animalidad humanas, y entiende el "funcionamiento humano" en un sentido más amplio y no completamente separado del funcionamiento del resto de los animales (Nussbaum, … op. cit., p. 167).2 Nussbaum pretende fundamentar su propia visión ética de la dignidad en la filosofía de Aristóteles, específicamente en su concepción política del ser humano y su concepción de la racionalidad y la sociabilidad. Antes de proseguir mi exposición y de analizar su concepto de dignidad humana, es pertinente hacer algunas precisiones relativas a su "neoaristotelismo", no sólo porque ella misma inscribe su enfoque dentro de la tradición aristotélica, sino porque considero que su insistencia en la raigambre aristotélica de su propia perspectiva puede dar lugar a malentendidos que convendría evitar. Al respecto, conviene precisar que la filósofa se aparta de Aristóteles en varios puntos medulares, aunque insista en remontarse a él, especialmente en lo tocante a la concepción política del ser humano. En realidad su aristotelismo resulta heterodoxo en materias relevantes para su propia argumentación, que atañen a su concepción filosófica de la justicia y de la dignidad.

2 "El enfoque de las capacidades mantiene una concepción totalmente unificada de la racionalidad y la anima­ lidad. Partiendo de la idea aristotélica del ser humano como una criatura ‘necesitada de una pluralidad de actividades vitales’, ve la racionalidad simplemente como un aspecto del animal y, por cierto, no como el único que define la idea de un funcionamiento auténticamente humano. En términos más generales, el enfoque de las capa­ cidades considera que hay muchos tipos distintos de dignidad animal en el mundo, todas merecedoras de respeto e incluso de reverencia. Es cierto que la dignidad específicamente humana se caracteriza en general por un cierto tipo de racionalidad, pero la racionalidad no es algo idealizado que se contrapone a la animalidad; consiste sólo en una amplia variedad de formas de razonamiento práctico, el cual es uno de los funcionamientos posibles de los animales. La sociabilidad es por otro lado igual de fundamental e igual de general.Y las necesidades corpo­ rales, incluida la necesidad de asistencia, forman parte tanto de nuestra racionalidad como de nuestra sociabilidad; es un aspecto de nuestra dignidad, no algo que deba contrastarse con ella".

El neo-aristotelismo de Nussbaum deja de lado todos esos elementos de la filosofía aristotélica y hace una lectura universalista de la teoría política de Aristóteles que pone el énfasis y rescata sólo aquellos aspectos del concepto aristotélico del hombre y de la sociabilidad humana que, depu­ rados de ciertas implicaciones metafísicas, considera pertinentes y válidos. Nussbaum parte, pues, de una lectura moderna de la filosofía política aristo­ télica. Quizás la excesiva admiración hacia Aristóteles y la valoración de lo que ella misma considera intuiciones válidas y aportaciones muy claras de la filosofía aristotélica, la lleven a plantear algunas de sus propias propuestas como "neo-aristotélicas", pero lo cierto es que los términos en que la autora formula sus propios conceptos en rigor no corresponden al pensamiento

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Es claro que Aristóteles no reconoce un mismo valor a todos los seres humanos, a partir de su propia idea de la naturaleza humana, expuesta en sus tratados éticos y políticos. De hecho, atribuye capacidades naturales desiguales a los seres humanos, de acuerdo con el sexo y la etnia (Política I, 3-7, 1253b 1-1255b 40), y su filosofía política plantea, por ejemplo, que la posición y las funciones de las mujeres son naturalmente inferiores a las de los varones, algo que él mismo juzga evidente y universal (Pol. I, 5, 1254b 12-16), a pesar de las antiguas controversias filosóficas y políticas al respecto, y de los argumentos esgrimidos por Sócrates y Platón (República IV). La idea aristotélica de que las mujeres poseemos capacidades racionales deficientes y por ello debemos ocupar un lugar subordinado forma parte sustancial de la antropología filosófica de Aristóteles y de su filosofía política, al igual que la idea de que los hombres libres son superiores a los esclavos por naturaleza, y la de que es justo esclavizar a los bárbaros porque son inferiores por naturaleza, ya que tratan a las mujeres como iguales y, al comportarse de esa manera, ponen de manifiesto que carecen de la facultad superior, esto es, la facultad racional de mandar y gobernar (Pol. I, 2, 1252b 5-9). El argumento aristotélico descansa en el supuesto de que "lo superior gobierna naturalmente a lo inferior". Para él, los contraejemplos son anómalos y contrarios a la naturaleza.

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aristotélico. Sería mejor que Nussbaum formulara sus propias propuestas sin pretender articularlas en una línea genealógica "aristotélica", un tanto discutible desde el punto de vista de su fidelidad a Aristóteles (una cuestión relativamente secundaria e irrelevante en último término desde el punto de vista filosófico), pero cuestionable sobre todo por lo que toca a la claridad y la solidez mismas de su propia argumentación. La cuestión de qué tan aristotélica o no es su idea de la dignidad en general y de la dignidad humana en especial carece de relevancia filosófica (aunque admito que tal vez algunos especialistas e historiadores de la filosofía se aparten de esta opinión), en la medida en que atañe de manera directa a la pertinencia, la corrección o la justificación de su propia interpretación y lectura de Aristóteles; mientras que las consideraciones en torno a la claridad y al rigor argumentativo y conceptual de su tratamiento del problema de la dignidad y su relación con el concepto de justicia, son suma­ mente relevantes desde el punto de vista filosófico, y éste es el aspecto que me interesa tratar en este trabajo. A continuación, haré algunas precisiones previas que quizá algunos consideren innecesarias, pero que son úti­les para los fines que aquí interesan. II La comprensión biológica aristotélica del ser humano como un ser viviente que comparte algunas funciones con el resto de los seres vivos, tal y como aparece expuesta en De Anima, reconoce sin duda ciertos rasgos comu­ nes entre los seres humanos y los animales e incluso con los vegetales, pero es dudoso que esto represente un antecedente de la noción nussbaumiana de una dignidad no limitada a los seres humanos, o que pueda prestar ciertas bases conceptuales e incontrovertibles a su propia concepción de la dignidad. La pretensión de fundar su defensa filosófica de los dere­chos animales sobre bases "aristotélicas" pierde de vista que la concepción biológica de Aristóteles adscribe una jerarquía muy estricta y valores desi­

En general, el ser humano es visto por Aristóteles como un animal racional, capaz de funciones superiores (prever y deliberar o calcular la acción racional), a diferencia de los animales irracionales e "inferiores", capa­ ces tan sólo de sensibilidad y locomoción; y si bien él reconoce y adscribe a ciertas clases de animales no humanos algunas operaciones cognitivas —como la sensación y la fantasía sensible (DA II, 9, 421a 19ss; III, 10, 433b 2630; MA 6 y 7; 700b 4-701 a 5; 701a 7-701b 32)—, y su psicología filosófica plantea que el hombre comparte con los animales irracionales algunas funciones propias del alma sensible, al igual que las funciones más bási­ cas, propias del alma nutritiva o vegetal, al mismo tiempo considera que el ser humano posee una dignidad especial, sólo menor a la de los objetos celestes y los dioses (EN,VI, 7, 1141b 1-2). Para él es un hecho evidente que los seres humanos ocupan el lugar superior en la escala y el conjunto de los vivientes, y que los animales irracionales le siguen en orden descendente (divididos y ordenados estos últimos a su vez según su grado de complejidad, de acuerdo con sus atributos morfológicos y sus capacidades o fun­ ciones propias) y, por último, en la parte más baja de la escala de los seres vivientes, ubica a los vegetales. Por otro lado, de alguna manera supone que cada estrato de los vivientes es un medio para él superior, en una idea de

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guales a las distintas especies de alma que su teoría distingue (la vegetal, la animal y la racional) y, junto con esto, la jerarquía entre los seres vivientes, a saber: los vegetales, los animales irracionales y los animales racionales (DA II, 2, 413a 20-413b 13; Durrant, 1993), independientemente de que Aristóteles le atribuya a cada tipo de ser viviente "perfección" propia, es decir, una completud (DA II, 4, 415a 27; III, 432b 24). Al respecto, es importante recaer en que Aristóteles está muy lejos de entender la "perfección" de cada tipo de ser viviente en el sentido específico de algo "merecedor de respeto", ya que concibe dicha perfección como el cumplimiento de la naturaleza y el fin propio de cada especie de ser viviente y, como ya se ha dicho, en el caso de los seres humanos Aristóteles dista de comprender la perfección en un sentido unívoco y universal.

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mutua dependencia regida a fin de cuentas por un principio teleológico que entraña la noción de que los vegetales y los animales son un medio para el cumplimiento de la finalidad del ser viviente superior, ya que su teoría del alma plantea que el vivir exige forzosamente las funciones más básicas, propias del alma nutritiva o vegetal, y que el despliegue de las capacidades del animal racional requiere de la nutrición necesaria y suficiente, lo cual implica el consumo de alimentos vegetales y animales, como corresponde a un animal omnívoro. Desde ese punto de vista, el resto de los animales y los vegetales queda sujeto en buena medida al uso, provecho y cuidado del ser humano y en último término su perspectiva es absolutamente antropocéntrica y apunta en una dirección muy contraria al enfoque nussbaumiano. Es claro que Aristóteles, a diferencia de Nussbaum, no se plantearía cuestiones de "deberes morales hacia animales o plantas", y si admitiera alguna clase de deberes se trataría sólo de los necesarios para el uso y el aprovechamiento racional por parte de los seres humanos; y si bien censuraría toda forma de maltrato y crueldad hacia los animales, haría esto sobre unas bases muy distintas al principio moral de "la dignidad de un ser viviente sensible" que habría que respetar. Tampoco apelaría a un principio metafí­ sico como "la perfección propia de cada especie de ser viviente" (o para decirlo en términos nussbaumianos: "la norma de la especie").Y estaría lejos de compartir los criterios evaluativos nussbaumianos de "una vida plenamente vegetal" o "una vida plenamente animal", en buena parte porque por "perfección" (teleios) de los seres vivientes él entiende simplemente el desa­ rrollo completo del ser viviente en sentido estrictamente biológico (DA III, 432b 21-25). Convendría precisar que, para el caso específico de los seres humanos, su idea de "perfección" implica la búsqueda y el logro de la eudaimonía o vida buena, pues Aristóteles concibe que el fin natural y más propio del ser humano —su ergon— no es meramente vivir (como las plantas) ni vivir una vida de puro goce sensual (propia de los animales irracionales o "infe-

A la luz de su tratado Del alma, es evidente que Aristóteles estaría muy lejos de adscribir una "dignidad" o un valor propio a ningún tipo de animal, excepto quizás al hombre, pero aun así es dudoso que para él tal "dignidad" (si es que podemos usar este término para referirnos a su idea) implique la idea de una "dignidad moral" que pudiera asociarse a la idea de que todos los seres humanos son merecedores de derechos por el hecho de ser humanos. Me limito a apuntar lo anterior, pues una discusión pormenorizada de este punto escapa a más propósitos en este artículo. Otra diferencia importante con el enfoque nussbaumiano sobre la dignidad radica en la noción misma de "capacidad", ya que para Aristóteles, la capacidad sería una función propia de una especie de ser viviente, que presupone de entrada la idea de lo que se es y se es capaz de llegar a ser o hacer de acuerdo con la propia naturaleza, entendida en un sentido dado y relativamente fijo; en tanto que la visión nussbaumiana de las capacidades, la cual desempeña un papel central en su idea de la dignidad y de la justicia, está permeada por la idea de naturaleza humana del joven Marx, que reconoce un lugar decisivo y determinante a las condiciones materiales de vida y a los procesos de formación y transformación de la propia naturaleza gracias a la participación activa de los seres humanos en la propia configuración y constitución de nuestra propia naturaleza, esto es, de lo que somos los seres humanos y somos capaces de ser o llegar a ser a partir de la rela­ ción activa con la naturaleza y con los otros.

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riores"), sino vivir una vida buena (EN I, 7, 1097b 30-1098 a 20). De manera que ni siquiera formularía su censura del maltrato o la crueldad hacia los animales en términos de una benevolente consideración de su sufrimiento (como Kant), y mucho menos en términos de un tipo de "trato injusto", como propone Nussbaum, sino en términos de acciones "irracionales", en el sentido de acciones contrarias a la virtud y la eudaimonía, sin tomar en cuenta las necesidades, los intereses, ni el posible lado de los animales o de las plantas, mucho menos considerando a estos últimos como "fines en sí mismos", como propone Nussbaum.

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La concepción marxista de la naturaleza humana, al igual que la de Nussbaum, entiende al ser humano como zoon politikon, esto, es como animal social, y conceden peso a la dimensión biológica de la naturaleza humana, pero es claro que Marx y Nussbaum se apartan por completo de la idea aristotélica de que las capacidades naturales desiguales (pre-políticas) determinen de manera unidireccional y necesaria las posiciones y las funciones sociales y políticas, y ambos tienen muy presentes y comparan entre sí las condiciones materiales de vida, históricas y concretas, y a partir de ellas entienden las necesidades, las capacidades, las posiciones y las funciones, tomando al mismo tiempo en cuenta la interacción social y la relación hombre-naturaleza, así como los múltiples y diversos factores de índole social, histórica y cultural que intervienen en el proceso de formación de los seres humanos. La perspectiva neo-aristotélica de Nussbaum hace por completo a un lado la visión jerárquica y fija de las capacidades de los seres humanos y propone una lectura universalista de lo que ella misma entiende y reconoce como "capacidades centrales humanas" (su conocida lista de las diez capacidades) (Nussbaum, … op. cit., pp. 88-89). Este enfoque se propone de paso descar tar todo compromiso metafísico (Nussbaum, … op. cit., p. 384), en buena medida con el fin de permitir un consenso entrecruzado. De ahí en parte la insistencia nussbaumiana en las condiciones materiales que es preciso considerar a la hora de examinar críticamente el grado en que "la dignidad" y "los derechos de las personas" son o no respetados en los distintos contextos culturales, nacionales e internacionales. Sin embargo, como veremos al analizar con cuidado el concepto nussbaumiano de dignidad humana, el enfoque mismo de las capacidades da lugar a ciertas paradojas. Más allá de la controversia de qué tanto el enfoque nussbaumiano es o no aristotélico o neoaristotélico, y al margen de dicha discusión, lo impor-

Me gustaría agregar una última precisión, tocante a su idea de que la concepción judeo-cristiana es la fuente de la visión antropocéntrica característica de la cultura occidental, ya que a partir de la literatura y la filosofía griega, e inclusive de la filosofía estoica y romana, es cuestionable que ésa sea la única fuente del antropocentrismo occidental (Trueba, C., 2009, "Algunos antecedentes de la noción de dignidad, en la poesía y la filosofía griega", Segundo Coloquio de la Asociación Mexicana de Estudios Clásicos, México, AMEC/FFyL-UNAM). Sobre este punto, resulta mucho más sólida y equilibrada la opinión de R. Sorabji (Sorabji, R., 1993, Animal Minds and Human Morals: The Origins of the Western Debate, Ithaca, Cornell University Press), pero esto es algo que no voy a abordar aquí. III La idea de "dignidad humana" suele ir asociada, de una u otra manera, a la idea de "naturaleza humana" y acompañada, en mayor o menor grado, de ciertos compromisos metafísicos. Nussbaum se propone formular un concepto de dignidad puramente normativo y libre de metafísica, y presenta su propia concepción de la naturaleza humana de la siguiente manera: Antes que nada, debo decir que en mi teoría la idea de la naturaleza humana es pura y explícitamente evaluativa, y en particular éticamente evalua­tiva: entre los muchos aspectos que definen una forma de vida característi­ camente humana, seleccionamos algunos que parecen tan normativamente

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tante es sopesar los fundamentos filosóficos de su enfoque, a partir de una evaluación de los propios conceptos y argumentos que ofrece la filósofa, de manera que las consideraciones preliminares expuestas en esta sec­ ción no pretenden otra cosa que precisar algunos puntos relevantes en los que su propia concepción de la dignidad se aparta de lo que sería un aristotelismo más ortodoxo.

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fundamentales (el subrayado es mío) que una vida que carezca de toda posibilidad de ejercitar alguno de ellos, en cualquier nivel, no es una vida ple­ namente humana, una vida acorde con la dignidad humana, por más que otros estén presentes (como en el caso de una persona en un estado vegetativo permanente), podemos concluir que esta vida ya no es una vida moral y derecho. doce ensayos filosóficos

humana en absoluto (Nussbaum, … op. cit., pp. 185-186).

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Es importante sopesar la solidez de su argumento y qué tanto dota de un fundamento filosófico adecuado a su propuesta. Por una parte, parece suponer que al retomar los conceptos aristotélicos de sociabilidad y racionalidad desasidos del resto de la concepción aristotélica de la naturaleza humana destacados en la sección anterior, estos han quedado suficientemente depurados de toda implicación metafísica, y listos para ser utiliza­ dos como una base para sus propios conceptos normativos de la dignidad humanas. Sin embargo, es cuestionable que el hecho de retomar sólo parcial­ ­mente la concepción aristotélica de naturaleza humana consiga evitar toda implicación metafísica y eludir algunos problemas conceptuales y filosóficos que su enfoque se propone sortear, ya que si bien su enfoque prescinde de un conjunto de compromisos metafísicos jerárquicos, indeseables desde el punto de vista de la perspectiva moderna y liberal que le interesa defender a la propia Nussbaum, es dudoso que su concepto de naturaleza humana esté libre por completo de compromisos metafísicos. Al respecto, conviene recordar que según Nussbaum la base de la reivindicación de los derechos no sería las capacidades actuales de las personas, sino "las capacidades básicas características de la especie humana" (Nussbaum, … op. cit., p. 284). Esto último entraña ciertos compromisos con la llamada "norma de la especie", la cual no alude, de acuerdo con la filósofa, a lo que las personas "son y hacen", sino a "lo que son capaces de ser y hacer". Expone esta idea como una idea normativa asociada a ciertos derechos relevantes que toda sociedad está obligada a garantizar a todas

las personas por igual. Pero es dudoso que todo ello no entrañe ningún supuesto metafísico sobre la naturaleza humana, por minimalista que sea.

Nussbaum contrasta el caso de Sesha con otros, de personas que sufren discapacidades más graves y extremas (un niño anencefálico y una persona en estado vegetativo permanente), y argumenta que lo que nos lleva a reconocer la vida de Sesha como una vida humana, a diferencia de los otros casos, "no es que tenga un cuerpo humano y padres humanos, sino un tipo de vida lo bastante cercano a la vida característicamente huma­ na como para que el término ‘humano’ pueda ser más que una metáfora aplicado a ella" (Nussbaum, … loc. cit.). Desde su punto de vista, Sesha comparte una serie de capacidades humanas con las personas normales, y no deja de subrayar la importancia del hecho de que la vida de Sesha esté integrada en una red de relaciones sociales. La perspectiva nussbaumiana insiste sobre todo en el peso crucial del apoyo recibido por Sesha y por las personas con deficiencias físicas o mentales, y critica la tendencia generalizada a entender las capacidades como algo puramente "natural", a par tir de la evidencia de que personas con deficiencias físicas o mentales graves pueden alcanzar y a menudo alcanzan niveles de funcio­namiento adecuados e incluso elevados, gracias a que reciben el apoyo social necesario. Nussbaum defiende que las personas con deficiencias men­tales graves

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De alguna manera, el criterio de la "norma de la especie" encierra algunas implicaciones biológicas, independientemente de la insistencia de Nussbaum en la importancia decisiva de las condiciones sociales de vida que permiten o impiden que las personas con deficiencias puedan desplegar sus capacidades y alcanzar niveles de funcionamiento elevados (Nussbaum, … op. cit., pp. 191-192). La manera en que la autora comprende y evalúa el caso de Sesha, una niña con discapacidades sumamente graves, nos permitirá apreciar esta cues­tión con claridad.

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son personas en sentido moral y merecen el mismo respeto que las personas normales y derechos iguales, aunque no sean capaces de ser responsables ni autónomas en la misma medida que las personas normales. Insiste, asimismo, en la relativa continuidad entre las personas normales y las personas con deficiencias y en la vulnerabilidad humana, y argumenta que no sólo las personas enfermas o con ciertos grados de discapacidad necesitan asistencia, sino que todos los seres humanos necesitamos de la asistencia y los cuidados de otros en mayor o menor grado, ya sea de manera temporal o permanente, a lo largo de nuestro ciclo de vida, y además todos estamos expuestos a accidentes y toda suerte de pérdida de vigor y salud. No obstante, del hecho de que las personas con discapacidades graves logren alcanzar altos niveles de funcionamiento de sus capacidades, no se sigue que tenemos el deber moral de apoyarlas. ¿Cuál sería, en último término, el fundamento de tales exigencias normativas? La idea nussbaumiana de que las personas que padecen graves discapacidades mentales merecen ser reconocidas y tratadas como seres humanos con igual dignidad, y reconocidas como ciudadanos, entraña la idea de que sus derechos no deben ser tenidos como "derechos tutelares", sino como derechos plenos. Esta idea se funda en una idea de la dignidad humana relativamente distinta de la kantiana, en la medida en que esta última le concede un valor central a la autonomía y la racionalidad práctica, dos aspectos de la agencia normativa que estarían fuera del alcance del fun­ cionamiento de muchas personas con enfermedades mentales graves (no normales). Nussbaum parte de la premisa de que, en principio, todos los seres humanos podemos, en mayor o menor medida, realizar las funcio­ nes de la lista de capacidades centrales humanas con el apoyo adecuado.3 A partir de ello, defiende que, en lugar de aislar o separar a las personas con deficiencias, debemos reconocer a estas personas su derecho igual, como ciudadanos y miembros plenamente iguales de la comunidad humana.

Los argumentos de Nussbaum, en su conjunto, se proponen extender las fronteras de la justicia más allá de los límites fijados por la tradición contractualista liberal y se proponen una defensa más radical y mucho más amplia del "derecho a tener derechos", a partir del reconocimiento de las necesidades humanas básicas y de la vulnerabilidad humana, de nuestra mutua dependencia y comunidad esencial (lo que podríamos llamar una forma de conciencia cosmopolita), y del reconocimiento de nuestra proximi­ dad con otras especies animales. Este último punto entraña una ruptura con la visión antropocéntrica y jerárquica de los seres vivientes, que ha predomi­ nado en la tradición occidental. Su propuesta no deja de encerrar algunos problemas tocantes a la demarcación de lo que podría ser "la norma de la especie" o "una vida digna", dos de los criterios normativos que ella propone para establecer si alguien merece o no ser reconocido como "humano" y como alguien merecedor de respeto, o bien, para evaluar si su dignidad está siendo respetada o no. Así, mientras para ella es evidente que las personas en estado vegetativo permanente han perdido su estatus humano, para otros no resulta nada claro esto. En realidad existe una falta de acuerdo sobre si ciertos estados o ciertas formas de vida son o no "humanos" y estamos muy lejos de compartir un mismo lenguaje moral sobre lo que es o debería ser una vida "humana". Sin embargo, Nussbaum considera que se trata de una cuestión más o menos dirimible a partir de un criterio que le parece claro: la lista de las capacidades centrales humanas. 3 Más adelante me referiré a algunos problemas relacionados con esta premisa de su argumento, concernientes a la demarcación de las capacidades centrales humanas.

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El argumento de Nussbaum no deja de adolecer de cierta circularidad: toda persona tiene derechos en la medida en que comparte las capacidades y funciones humanas, y para ver en qué medida las comparte, es necesario apoyarla (esto es, debe disfrutar y ejercer ciertos derechos).

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El enfoque nussbaumiano sostiene que de la lista de las diez capacidades humanas centrales, algunas son más centrales que otras. Este asunto no es para nada trivial y está sujeto a múltiples controversias. Uno de los pro­ blemas más difíciles y controversiales sería establecer qué vidas están tan degradadas que constituyen una violación de la dignidad humana. Esta clase de pregunta nos enfrenta, necesariamente, a los distintos criterios de valoración y las diversas apreciaciones y la multitud de juicios que suelen darse acerca de un mismo caso, respecto a la misma persona, situación, conducta o un mismo funcionamiento. De manera que es discutible que el concepto de "vida digna" pueda ayudarnos a resolver ciertos dilemas prácticos y lega­ les. Muchos dilemas podrían no quedar limitados a los llamados casos frontera. No obstante, Nussbaum parece confiar que el criterio de las capacidades es suficiente. Su optimismo la lleva incluso a proclamar que "nuestro mundo no es un mundo mínimamente justo y decente a menos que garanticemos las diez capacidades a todas las personas del mundo, hasta un umbral adecuado" (Nussbaum, … op. cit., p. 280). En realidad la filósofa tiende a soslayar los problemas que entraña su propio enfoque. Uno de ellos el tocante a los con­flictos de interpretación. Por ejemplo, la primera capacidad de su lista —vida—, describe esta capacidad mediante una serie de oraciones, entre ellas, la de "no morir de manera prematura". Es evidente que esta frase se presta a muy diversas interpretaciones y valoraciones. Alguien podría interpretar, por ejemplo, que desconectar a una persona en estado vege­tativo permanente constituiría una "muerte prematura", y a partir de esta interpretación, podría defender que hacerlo constituiría una falta de respeto a la primera capacidad de la lista (la de vida), mientras que otras personas juzgarían que es patente que la vida de una persona en esas condiciones no es una vida humana y, al no compartir el mismo significado del término ‘vida humana’ no extraerían las mismas consecuencias normativas de la misma situación. Es dudoso que en esta clase de mate­ rias estemos ante cosas evidentes o de fácil solución. Esto debería llevarnos

Un ejemplo ilustrativo de la clase de problemas de interpretación y conflictos normativos que acarrea el enfoque de las capacidades es el tocan­ te al aborto. Los partidarios de pro-vida consideran que abortar es causar

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a considerar que la lista de las capacidades no nos aporta criterios norma­ ti­vos tan claros como los que se requieren para atribuir o defender derechos. Nussbaum no parece advertir los problemas derivados de la falta de claridad tocante a los aspectos considerados en su lista de capacidades humanas y cree eludir esta clase de problemas y conflictos de interpre­ tación y evaluación moral, acudiendo a la distinción y separación entre "capa­ cidades" y "funcionamientos", y está persuadida de que al poner el acento en los "umbrales de cada capacidad", en lugar de en los funcionamientos, su enfoque deja abierta la cuestión de la elección del bien y los planes de vida a los individuos, sin imponer una comprensión ni una vía de "funcio­ namiento humano", esto último en concor­dancia con los principios libera­ les de pluralismo y tolerancia propios de una sociedad democrática que le interesa defender. Su propuesta no deja de entrañar ciertas tensiones, ya que resulta un tanto paradójico hablar de "flore­cimiento humano" sin hacer referencia al funcionamiento mismo, entendido como el despliegue efectivo de las capacidades. Quizás el problema apuntado por ella podría evitarse si se aceptara que el hecho de dar peso al funcionamiento no implica necesariamente que el funcionamiento de una capacidad deba ser uno y el mismo para todos los casos, ni supone que deba entenderse el funcio­ namiento en un único y mismo sentido, ya que hay o puede haber diferentes alternativas de funcionamiento y, en principio, una sociedad que ofrece diferentes alternativas u opciones de funcionamiento es una sociedad abierta y plural, que no limita ni impone un tipo de funcionamiento a sus ciudadanos. Más allá de si esto es así, habría que sopesar qué tanto el enfoque centrado en las capacidades evita el problema de imponer una visión comprehensiva del bien.

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"una muerte prematura" y defienden que esto es algo malo que debe ser castigado por la ley, y se opondrían a reconocer algunos derechos que la lista de las diez capacidades reconoce, en particular, el tercero (la integridad física, en los términos específicos en que aparece allí descrita: "poder mover­ se libremente de un lugar a otro; estar protegido de los asaltos violen­ tos, incluidos los asaltos sexuales y la violencia doméstica; disponer de oportunidades para la satisfacción sexual y para la elección en cuestiones reproductivas"). Lo cierto es que los problemas y los conflictos no se derivan exclusivamente de la falta de acuerdo entre las diversas visiones del bien, típicas de las sociedades modernas, sino que la propia lista nussbaumiana de las capacidades centrales humanas encierra ciertos contenidos valorativos y compromisos morales específicos con determinados valores, muy propios de una sociedad moderna y liberal, ya que sólo desde una óptica liberal podría no haber conflicto entre la primera capacidad de su lista (a saber, Vida: "no morir de una forma prematura o antes de que la propia vida se vea tan reducida que no merezca la pena vivirla") y la tercera de su propia lista (Integridad física, en especial en lo tocante a "disponer de oportunidades para la satisfacción sexual y para la elección en cuestiones reproductivas"). Es claro que un partidario de pro-vida entendería que la tercera capa­ cidad —la de "disponer de oportunidades para la satisfacción sexual y para la elección en cuestiones reproductivas"— resultaría por completo inconci­ liable con la primera capacidad, tal y como él la entiende. Nussbaum no parece reconocer que la comprensión de los derechos básicos como capacidades entraña por sí misma compromisos con una visión comprehensiva del bien, moderna y liberal, y que incluso, de no hacerlo, difícilmente podría servir como fundamento ni podría dotar de contenido o realidad a ciertos derechos humanos que ella misma considera irrenunciables, como el derecho de cada persona a decidir sobre las cuestiones reproductivas. Es eviden­

El problema recién apuntado va más allá de las implicaciones para su propio enfoque, que ella misma califica como "cuasi-contractual", y afectan también su proyecto mismo de fundamentación filosófica de los dere­ chos. Pareciera que, en último término, los derechos de las personas, conce­ bi­dos como capacidades centrales, quedarían fundados en una visión comprehensiva del bien, la cual, por muy amplia, rica y valiosa que pueda parecernos, no pasa de ser una visión comprehensiva del bien, entre otras muchas que contienden entre sí. IV Uno de los problemas más debatidos en torno a los derechos es si es posi­ ble o no disociar la cuestión de a quién atribuimos derechos, de la cuestión de a quiénes adscribimos deberes y responsabilidades (Cruz Parcero, Juan Antonio, 2006, "Personas y derechos", en Platts, Mark (comp.), Concep­tos éticos … op. cit., pp. 333-364). De acuerdo con Nussbaum, el concepto de dignidad constituye el fundamento moral de los derechos, y dicho con­ cepto le parece suficiente para reconocer derechos a los seres humanos en general, sin excluir a los enfermos con discapacidades físicas o mentales graves ni a los animales entidades que para algunos juristas no satisfacen los criterios de una ‘persona’ capaz de tener derechos, deberes y respon­ sabilidades. Su enfoque reconoce y distingue diferentes tipos y niveles de dignidad y se aparta de los enfoques centrados en los deberes en varios

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te que su tesis de que "una parte esencial de nuestro bien consiste en que todos y cada uno de nosotros —en la medida en que acordemos que que­re­ mos vivir juntos en términos decentes y respetuosos— debemos producir, y habitar, un mundo moralmente decente", sólo es aceptable para quienes comparten esta idea de bien y de lo que significa o debería significar "una vida humana decente".

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puntos (Nussbaum,… op. cit., pp. 275-276). Aunque la autora no trate de manera espe­cífica ni directa este problema en su obra, dado que su enfoque está predo­minantemente centrado en la cuestión de a quiénes sería legítimo atribuir derechos y con qué criterios, respecto a la cuestión de a moral y derecho. doce ensayos filosóficos

quiénes habría que adscribir deberes, se limita a plantear que "la obligación

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es colec­tiva" y "los deberes corresponden a todos". Nussbaum admite de manera explícita que su concepción de la justicia está centrada en el bien: "la idea de la dignidad humana introduce ya un componente cuasicontractualista en mi teoría centrada en el bien, al estipu­ lar desde el comienzo que cualquier distribución de los bienes básicos debe mostrar respeto hacia todos" (Nussbaum, … loc. cit.). Y declara asimismo que su enfoque de las capacidades "comienza con una teoría del bien en términos de una des­cripción de los derechos humanos básicos" (Nussbaum, … loc. cit.,), que se aparta de la dis­tinción común entre derechos de pri­ mera, segunda y tercera generación. Al mismo tiempo, insiste en la importancia de un "consenso entrecruzado", una especie de acuerdo razonable alcanzado a nivel internacional, que le parece viable. Habría que preguntarnos, ¿qué tan firme y eficaz podría ser una defensa universal de los derechos de las personas sobre tales bases? Sin descar­tar la fuerza moral de una idea como la de dignidad humana, ¿qué tanto un concepto como el de dignidad humana o el de la vida digna podrían ser vinculantes? La filósofa se adhiere a una visión cosmopolita y cooperativa de la sociedad humana, y pone énfasis en el diseño institucional y legal de estrategias de desarrollo y modelos de intervención orientados a la meta que se propone: alcanzar: los "bienes básicos" descritos como competencias centrales para una vida humana digna. De hecho ha participado de manera activa en el diseño de proyectos de desarrollo y ha hecho importantes apor­

­taciones en ese terreno, en programas dirigidos a las mujeres (Nussbaum, Las mujeres … loc. cit.). Su defensa cosmopolita de los derechos parte del principio normativo de dignidad —la dignidad plenamente igual e independiente del lugar donde se encuentre el ser humano— y, en esa medida presupone, en efecto, ciertas bases morales universales, aunque está al tanto de que en general la defensa cosmopolita de los derechos de las personas se sustenta, de manera predominante, en acuerdos legales. No es que Nussbaum descuide este punto, pero concibe su propio proyecto y lo presenta como un proyecto filosófico de fundamentación normativa, cuyo propósito es pro­porcionar principios y criterios normativos sólidos. las criaturas (que abarca a un tiempo la dignidad humana y la dignidad animal). Su enfoque, sin embargo, encierra varios problemas. Mi análisis estará centrado en su concepto de dignidad humana.

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Para ella, uno de tales principios normativos es el concepto de digni­dad de

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V El problema principal concierne a la manera en que la propia Nussbaum plantea su propuesta de las capacidades como bienes o derechos básicos, ya que prácticamente hace depender la dignidad humana del juicio de que cierto conjunto de "capacidades" definen una forma de vida característicamente humana (las diez capacidades que previamente ella misma ha identificado como "centrales para un funcionamiento humano"), y que "pare­ cen normativamente tan fundamentales que una vida carente de ellos no sería una vida humana". Lo anterior resulta un tanto vago y discutible, y en cierto modo circular, y además entraña algunas consecuencias negativas para su propia defensa de los derechos. Sin embargo, para entender mejor la línea de argumentación seguida por la autora, conviene tener en cuenta la dis­ cusión que ella entabla con las teorías contractualistas. La pretensión de

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resumir dicha discusión escapa por completo a más propósitos en este artículo y no sería pertinente enumerar las críticas que dirige a las concepciones del contrato social. Baste decir que, en general, sus críticas apuntan a cuestionar lo que para ella constituye una visión unilateral y reduccionista de la vida social como beneficio mutuo. A partir de lo anterior, retoma lo que considera una visión alternativa y válida de la cuestión, una idea a la que califica como "más rica e inclusiva de la sociabilidad y la cooperación humanas" (la aristotélica depurada), que a su juicio constituye un fundamento apropiado para formular un concepto de justicia debidamente inclusivo y abarcador. Básicamente, Nussbaum cree encontrar en la filosofía aristotélica y en la filosofía estoica, al igual que en Grocio, varios aspectos que consi­ dera cruciales para comprender de manera adecuada las bases normativas y la natu­raleza cooperativa de la sociabilidad humana. Lo cierto es que su argumento entraña varios problemas para la defensa de su propio con­ cepto de dignidad —un concepto de dignidad lo suficientemente inclusivo y abarcador, que comprenda no sólo a los seres humanos "normales", sino a los seres humanos que padecen serias discapacidades físicas o mentales, e incluso a los animales no humanos. Ella insiste en que su enfoque comprende diferentes tipos y niveles de dignidad, y pretende remontarse a la psicología filosófica de Aristóteles para emprender su defensa del concepto de dignidad de las criaturas.4

4 Con el objeto de mostrar que mi comentario crítico es per tinente y justo, citaré un largo pasaje de Las fronteras de la justicia…: "Antes de que se inventara la doctrina del contrato social sosteníamos (y aplicá­ bamos) ideas más ricas e inclusivas de la cooperación humana. Tenemos a nuestra dispo­sición una concepción política del ser humano que se remonta al menos hasta Aristóteles, y que fue desarrollada en el contexto internacional por Cicerón y los estoicos romanos, para la cual el ser humano es un ser capaz de razonar éticamente, y también un ser que quiere y necesita vivir junto a otros. Estos dos rasgos, la razón ética y la sociabilidad, se combinan para formar la idea grociana de que somos seres que persiguen un bien común y que aspiran a una ‘vida común […] organizada a la medida de [nuestra] inteligencia. Esta inteligencia es una inteligencia moral". "Los tres hechos básicos sobre los seres humanos que comprende esta inteligencia [moral] son la dignidad del ser humano como ser ético, una dignidad plenamente igual e independiente del lugar donde se encuentre ese ser humano; la sociabilidad humana, de acuerdo con la cual una vida con dignidad humana signi­fica en parte una vida en común con otros, organizada de modo que respete aquella igual dignidad; y las múlti­ples necesida­des humanas, las cuales sugieren que esta vida común debe hacer algo por todos nosotros: satisfacer

Asumiendo que las visiones de la sociabilidad de Aristóteles y Grocio y la idea de que los seres humanos "perseguimos el bienestar en términos de ‘bien común’" fueran, en efecto, "más ricas", en el sentido de que no redu­ cen la racionalidad ni la sociabilidad humanas al mero cálculo del interés individual, sería dudoso que lo anterior constituya una razón suficiente para aceptarlas como válidas, por muy atractivas o persuasivas que nos puedan parecer estas ideas o algunas otras semejantes, que no parecen contar tampoco con evidencia suficiente. Por otro lado, aun cuando aceptáramos que el enfoque cuasicontractualista de Nussbaum —como ella mismo lo llama— no sea en efecto metafísico, a diferencia del aristotélico, sino puramente nor­ mativo, no por ello dejaría de entrañar algunos problemas. Una cosa es admitir que los seres humanos somos vulnerables desde el punto de vista

nuestras necesidades hasta un punto en el que la dignidad humana no se vea comprometida por el hambre, la violencia o el trato desigual en el espacio político. Si combinamos el hecho de la sociabilidad con los otros dos hechos, llegamos a la idea de que una parte esencial de nuestro bien consiste en que todos y cada uno de noso­tros —en la medida en que acordemos que queremos vivir juntos en términos decentes y respetuosos— debemos producir, y habitar, un mundo moralmente decente, un mundo en el que todos los seres huma­ nos tengan lo que necesitan para vivir una vida acorde con la dignidad humana" (Nussbaum, Las fronteras … op. cit., pp. 273-274). Uno de los puntos más discutibles de su argumento es que pretende apelar a "hechos básicos" que muchos verían como meras "intuiciones", esto es, afirmaciones o apreciaciones que requerirían una debida justificación. Es preciso reconocer que la distinción conceptual entre "cuestiones de hecho" y "cuestio­ nes de valor", pese a su raigambre positivista e independientemente de las justas críticas que ha recibido (Putnam, H., 1990, "Beyond the Fact/Value Dichotomy", en J. Conant (Ed.), Realism with a Human Face, Cambridge, Mass., Harvard University Press), no deja de conservar cierta pertinencia y sentido, si no en términos de una clara e incuestionable dico­tomía, al menos como una distinción razonable que solemos hacer cuando hablamos y que nos parece racional y útil mantener, sobre todo cuando hacemos referencia a cuestiones que atañen a valora­ ciones de orden moral, conectadas con pretensiones o reclamos normativos.

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Las razones que esgrime la autora para aceptar la noción de sociabilidad "neoaristotélica", en lugar de la visión contractualista que ella critica y descarta, podrían resumirse así: 1) el ser humano es un ser social y no mera­ mente gregario, cuyas relaciones con los demás no se limitan al mero bene­ ficio recíproco ni se rigen por un mero cálculo egoísta, 2) esta idea de la sociabilidad humana "resulta mucho más rica y adecuada" que la contrac­ tua­lista, y 3) el ser humano es un ser racional en un sentido más ele­­ vado (moral).

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biológico, que necesitamos los cuidados de otros seres como nosotros y que somos mutuamente dependientes, en mayor o menor medida, a lo largo de todo nuestro ciclo de vida y de acuerdo con nuestra edad y nuestras condiciones de salud, y que todos estamos expuestos a toda clase de vicisitudes y accidentes, y otra cosa muy distinta es conceder que la "sociabi­ lidad humana se oriente al ‘bien común’" o que deba orientarse a él (idea que por lo demás se ha prestado y se presta todavía a muy diversas signifi­ caciones). No es necesario ser un escéptico moral para considerar que tendríamos que cuestionar la pretensión de que estamos ante intuiciones correctas o ante oraciones que describen hechos. Lo cierto es que esa clase de afirmaciones y en particular las ideas de la sociabilidad y la dignidad humana sostenidas por Nussbaum y otros filósofos, por muy bellas y muy dignas de aprecio que nos resulten, requieren una serie de aclaraciones y justificaciones, y en esa medida resulta dudoso que por sí solas tales ideas puedan servirnos de base para alcanzar un consenso racional o para establecer un orden social "justo" o "decente" (al margen de lo que entendamos por tal). Sin embargo, Nussbaum está convencida de que es posible ofrecer "una descripción bastante clara y precisa de lo que todos los ciudadanos del mundo deberían tener, de aquello a lo que les da derecho su dignidad humana" (Nussbaum, … loc. cit.), y a lo largo de su argumentación insiste en que el enfoque de las capacidades se orienta al resultado y aporta una descripción parcial de la justicia social básica, que apunta un conjunto de condiciones mínimas de justicia. A diferencia de los enfoques normativos procedimentales y formales, establece entonces una definición "cuasi-material" de los "bienes bási­cos", entendidos como "capacidades" y como "umbra­ les mínimos" que una vida humana debe alcanzar para ser plenamente humana y no atrofiada. Se trata, pues, de reflexionar sobre la dignidad humana y sobre lo que ésta exige. Mi enfoque toma una vía aristotélica/marxista y se pregunta por los requisitos de una vida que quepa considerar plenamente humana. Incluimos en

esta concepción la idea de sociabilidad, y también la noción del ser humano como un ser que posee ‘la riqueza de las necesidades huma­nas’, tal como dijo Marx. Insistimos en la total interconexión de la necesidad y la capaci­ dad, la racionalidad y la animalidad, y en que la dignidad del ser humano es la dignidad de un ser necesitado y encarnado. Es más, las ‘capacidades básicas’ de los seres humanos generan siempre una exigencia moral: la exigencia de darles un desarrollo e integrarlas en una vida plena, no atrofiada

¿Por qué las "necesidades básicas" habrían de plantear alguna "exigencia moral" y en qué sentido? Es evidente que esta clase de afirmaciones son un tanto confusas e implican una serie de supuestos muy debatibles. Es cierto que las líneas citadas corresponden a una parte de su obra en la que Nussbaum recapitula y condensa lo que ha venido argumentando previamente, pero de cualquier manera nos permite apreciar algunos aspectos de su estilo de argumentación. Un estilo enfático que podría persuadir a quienes compartan el mismo lenguaje moral o los mismos hábitos mentales pero es dudoso que convenza a quienes no los comparten. Por lo demás, lo que interesa en filosofía no es meramente persuadir, sino justificar la vali­ dez de los principios normativos que nos interesa defender. Un aspecto medular del concepto nussbaumiano de dignidad humana es la idea de no tomar a las personas sólo como medios y el deber moral de tratar a todas las personas como fines. Una idea de clara raigambre kantiana, pero desasida de sus nexos con la noción kantiana de imperativo categórico y alejada de la concepción específicamente kantiana de dignidad humana, centrada en la autonomía y la racionalidad práctica, como he señalado antes. Al margen de ello y más allá de la falta de acuerdo sobre lo que sería o podría contar como "un orden social decente", Nussbaum pare­ ciera dar por sentado que las necesidades humanas son relativamente generales y estables (Nussbaum, … loc. cit.), y está persuadida de que el

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(Nussbaum, … op. cit., pp. 277-278).

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enfoque de las capacidades comprende a todas las básicas, aunque admita, ciertamente, que su lista no es definitiva y esté abierta a agregar otras.

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Si bien el enfoque de las capacidades ha hecho aportaciones sustantivas al problema de los estándares de medición y comparación de la calidad de vida (Nussbaum, M. C. y A. Sen (comps.), 2004, La calidad de vida, Roberto R. Reyes Mazzoni, México, FCE/The United Nations University), no resuelve del todo los problemas involucrados en las evaluaciones éticas y políticas de la calidad de vida, relativos a los parámetros para establecer el umbral de una vida digna. Una cuestión sumamente debatible y sujeta a múltiples controversias, desde la antigüedad hasta nuestros días. Nussbaum admite, en efecto, la presencia de conflictos persistentes e inclusive trágicos, entre el bienes­ tar humano y el bienestar de los animales, pero tiende a restar importancia a la falta de acuerdo sobre las concepciones mismas de bienestar humano y del bienestar animal. Pareciera suponer que "la norma de la especie" es una indicación clara y suficiente para orientarnos y resolver esa clase de problemas. Lo cierto es que no disponemos de criterios claros para discernir lo que sería un umbral apropiado de las capacidades centrales humanas ni para establecer el umbral adecuado o suficiente de las capacidades animales, ni del bienestar humano o el bienestar animal. Una parte sustancial de su enfoque es que juzga acertada la visión aristotélica de nuestra naturaleza social e interdependiente, porque toma en cuenta aspectos tocantes a nuestra naturaleza animal que nos aproximan al resto de los seres vivientes. Al respecto, hace a un lado los compromisos metafísicos y la visión jerárquica de la teoría política de Aristóteles, absolutamente contraria al espíritu igualitario e inclusivo que ella misma exige a una teoría filosófica de la justicia como la que ella se esfuerza en esbozar y defender, y toma solamente la parte que considera esencial de la concepción aristotélica de la racionalidad y la sociabilidad humanas. Su enfoque retoma, como hemos visto, conceptos relativamente independientes y un

Su concepto de dignidad desempeña, como hemos visto, un papel muy importante en su concepción de la justicia. Nussbaum pretende haber ofrecido un concepto normativo de dignidad lo suficientemente rico y amplio, para permitir un reconocimiento pleno de los derechos de todas las personas y los animales, pero lo cierto es que aparte de carecer de un amplio consenso, su idea de dignidad está muy lejos de constituir un criterio universal suficientemente claro y firme para atribuir personalidad jurí­ dica y derechos a todas las personas y a los animales en general.5

5 No deja de resultar un tanto paradójico que la autora cuestione cierto tipo de propuestas que juzga un tanto vagas y especulativas, como la de Thomas Pogge, y que el propio autor plantea como una "especulación ilustrativa", que contempla la posibilidad de un acuerdo global sobre una lista extendida de los derechos humanos incluidos en la Declaración Universal, por ejemplo, el derecho a la inmigración, un asunto que en la actualidad ha

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tanto inconciliables, y pretende articularlos de manera coherente en una perspectiva neoaristotélica heterodoxa, compatible con la democracia libe­ ral, pluralista y moderna. Ciertamente, la tarea filosófica de desprender unos conceptos de todo un entramado conceptual y retomar tan sólo algunas ideas, para articularlas luego con otros conceptos provenientes de otras tra­ diciones filosóficas muy distintas, como la contractualista neokantiana de Rawls y el marxismo, resulta problemática. Hay quienes juzgan tal tarea impo­ sible. Considero que, al margen de la cuestión de si es posible o no lograr cierto éxito en esta clase de empresa teórica, en el caso de la peculiar síntesis que ella nos ofrece de aristotelismo, neokantismo y marxismo, en el marco de su reflexión en torno a los problemas de la exclusión y la justicia, varios de sus argumentos adolecen de algunas debilidades, como he venido mostrando a lo largo de mi exposición y análisis. Por lo cual, aun cuando asu­ miéramos que la operación de extraer el corazón de la idea aristotélica de la sociabilidad humana ha sido exitosa, los resultados de su empresa filosófica de fundamentación resultan discutibles, y sería necesario que Nussbaum reforzara más su propia línea de argumentación.

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Frente a otros enfoques, como el de Rawls o el de Habermas (Putnam, H. y J. Habermas, 2008, Normas y valores, trad., introducción y notas de Jesús Vega E. y Francisco J. Gil M., Madrid, Trotta), que separan las cuestio­ nes de justicia de las cuestiones del bien y entienden tal separación como un requisito necesario desde el punto de vista de los intereses pluralistas (no relativistas) de una sociedad demo crática y liberal, el enfoque nussbaumiano de las capacidades no desliga la cuestión de la justicia y los derechos de la cuestión del bien. Al respecto, ella pretende apoyarse en cuestiones "intuitivas" sobre las cuales presupone un amplio consenso —en particu­ lar, el respeto a lo que sería "una vida acorde con la dignidad humana". Con ello, en realidad recurre a una serie de conceptos morales, como "vida plenamente humana" o "dignidad humana", sobre los cuales es dudoso alcan­ zar un consenso. Nussbaum admite que el "lenguaje de los derechos" está mucho más difundido y goza de una aceptación más general que el "lenguaje de las capa­cidades", no obstante, opina que "el lenguaje de las capacidades pre­cisa y complementa en sentidos importantes el lenguaje de los derechos" (Nussbaum, … loc. cit.). Es discutible que el lenguaje de las capacidades aclare y complemente el lenguaje de los derechos, como he argumentado un poco antes, a partir de unos cuantos ejemplos ilustrativos. Y si bien no podemos negar que suena razonable decir que los seres humanos compartimos cierto número de necesidades y que cualquier idea de justicia debería atenderlas, es difícil admitir que los criterios de las "capacidades" y el "funcionamiento humano", la "dignidad humana" o "una vida acorde con

cobrado gran relevancia en el contexto mundial, y que toma en cuenta también la cuestión de la redistribución de los recursos naturales a nivel global. Nussbaum insiste al respecto en que es necesario considerar las dificultades reales derivadas de la existencia de las empresas transnacionales y entidades políticas, como los Estadosnación, pero lo cierto es que mientras la propuesta de Pogge-Beitz es francamente especulativa o utópica, la de Nussbaum pretende no serlo y fundarse en conceptos normativos que muchos no dudarían en considerar meras "ficciones filosóficas". Algunos críticos se preguntarían, seguramente, qué ventajas ofrecería una ficción como la de la dignidad humana o la intuición de una vida digna o plenamente humana, frente a los derechos cosmo­ politas o globales por los que abogan Pogge y otros filósofos políticos contemporáneos.

Nussbaum apunta que el lenguaje de los derechos "genera la ilusión de que existe un acuerdo, cuando en realidad reina un desacuerdo bas­ tante grande en relación con los derechos", y tal vez tenga mucha razón en lo anterior, pero es discutible su pretensión de que el lenguaje de las capacidades dé contenido y realidad a los derechos, y es dudoso que el enfoque de las capacidades ofrezca mejores bases para la defensa de los derechos que ella está interesada en defender. Un escéptico moral opinaría que "al final, todos están obligados a retroceder a un principio moral que simplemente sostienen" (Foot, P., 1994, "Argumentos morales", en Las virtudes y los vicios y otros ensayos de filosofía moral, trad. Claudia Martínez, México, IIF-UNAM, pp. 117-131). Por mi parte, me limito tan sólo a plantear que el intento de Nussbaum de prestar un fundamento filosófico más sólido a la teoría liberal de la justicia, retrocede a fin de cuentas a un principio moral que ella misma sostiene —la dignidad de las criaturas—, y si lo que se pretende es que el concepto de dignidad no quede reducido a una mera aseveración sobre el valor de todos los seres humanos, sin distinción alguna, y de los animales, tendría que aclarar más y justificar los criterios de valor y de merecimiento de respeto y de derechos que ella propone.

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la dignidad humana", sean una guía clara para atender las necesidades que solemos reconocer como necesidades humanas básicas o como el umbral mínimo de bienestar que debería ser garantizado a todo ser humano. Ninguno de los concep­tos que la filósofa propone como criterios normativos resulta suficientemente claro.Tampoco podemos acceder a dichos conceptos de manera intuitiva o directa. Decir que la idea de una vida acorde con la dignidad humana es una idea "intuitiva" resulta equívoco y da lugar a múltiples interpretaciones y a controversias, como hemos visto un poco antes, a partir de unos cuantos ejemplos. Lo cierto es que aun cuando acce­diéramos a un consenso sobre la lista de cuáles serían los bienes relevantes y cuál sería su umbral suficiente para alcanzar una vida digna, el pro­blema de su justificación racional y filosófica seguiría en pie, pues el mero consenso no constituye una garantía de la validez de nuestros juicios.

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VI. El derecho a matar: el patíbulo y la guerra

dANILO ZOLO*

* Danilo Zolo es Profesor de Filosofía del Derecho Internacional en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Florencia. Ha sido Visiting Fellow en la Universidad de Cambridge, Boston, Harvard, Princeton y Oxford. En el año 2000 fundó: Jura Gentium Journal, Center for Philosophy of International Law and Global Politics. Sus publicaciones comprenden: Democracy and Complexity, Cambridge, Polity press, 1992 (Democracia y complejidad. Un enfoque realista, Nueva Visión, Argentina 2000; Chi dice umanità, Torino, Einaudi, 2000; Globalizzazione, Roma-Bari, Laterza, 2004 (Globalización: un mapa de los problemas, Mensajro, 2006); L’alito della libertà. Su Bobbio, Milano, Feltrinelli, 2008; Victor’s Justice, London, Verso, 2009 (La justicia de los vencedores: de Nuremberg a Bagdad, Trotta, 2007); Los señores de la paz: una crítica al globalismo jurídico, Dykinson, S.L., Libros, 2005; Cosmópolis: perspectivas y riesgos de un organismo mundial, Paidos Ibérica, 2000.

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El castigo supremo, en el curso de los siglos, ha sido siempre una pena religiosa. [...] Quien cree saberlo todo cree poderlo todo. Los ídolos temporales exigen una fe absoluta e incansablemente impar­ ten castigos absolutos. Y las religiones sin trascendencia matan en masa a condenados sin esperanza. Albert Camus, Réflexions sur la guillotine

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I. El derecho a matar

n un mundo trastornado por guerras de agresión cada vez más cruentas y devastadoras, en el cual el terrorismo internacional todos los días hace estragos de las víctimas inocentes, el debate occidental sobre la pena de muer te corre el riesgo de parecer un ocioso pasatiempo filosófico. La vida humana es violada ferozmente, sea por las armas de destrucción masiva, sea por la lógica sanguinaria del terrorismo, en particular en sus formas suicidas, eficacísimas y cada vez más difundidas.1 La matanza de perso­ nas inocentes —piénsese en el cinismo militar de los "efectos colaterales"— parece aceptada y normalizada en el plano ético. Y lo es, aún más, en la legitimación que las grandes potencias le atribuyen en términos explícitos. La condena a la pena capital puede parecer un ritual arcaico que se concluye con una sanción de escaso relieve y del todo obvia dentro de un 1 Sobre este tema, véase R. Pape, Dying to Win: The Strategic Logic of Suicide Terrorism, New York, Random House, 2005.

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contexto en el cual la industria de la muerte está más que floreciente. La producción y el tráfico de armas de guerra, incluidas las nucleares y espa­ ciales, están fuera del control de la así llamada "comunidad internacional" y de sus instituciones.Y el uso de las armas depende de la "decisión de matar" que los actores estatales y no estatales toman según sus propias conveniencias estratégicas, de carácter político y económico. Se emiten sentencias de muertes colectivas fuera de cualquier procedimiento judicial, o de alguna manera legal, contra (centenares o millares) de personas no responsables de algún ilícito penal o de alguna culpa moral. La muerte, la mutilación de los cuerpos, la tortura, el terror, son ingredientes de una ceremonia letal que en Occidente parece no suscitar ya emoción alguna. El patíbulo global ofrece un espectáculo cotidiano tan normal y repetitivo, que ya hasta se ha vuelto un fastidio para las grandes masas de televidentes. Al mismo tiempo, matar en nombre del poder público ha vuelto a ser al interior de los Estados una tarea noble y deseada. Bajo el aspecto de la retribución, del rango social, del reconocimiento público, los carnífices y los mercenarios son dignos de respetuosa consideración, si es que no de aprecio moral. Sin embargo, no obstante este escenario cruel y descorazonador, la cuestión de la muerte como pena sigue estando en el centro de un intenso debate de carácter ético, sobre todo, pero no sólo, al interior del mundo occidental. Puede parecer extraño, pero hoy es difícil encontrar en Occidente a alguien que no se sienta involucrado moralmente en el tema de la pena de muerte. El tema está cargado de significados simbólicos y se corre­ laciona con cuestiones ético-filosóficas de gran aliento: ¿qué valor damos a la vida?, ¿qué sentido tiene la justicia humana y sus rituales?, ¿cuál es el objetivo de las penas y de las instituciones penitenciarias?, ¿qué género de poder estamos orientados a atribuir a las autoridades políticas?, ¿tiene quien nos gobierna el derecho a matar y, sobre todo, a matarnos? Son interrogantes cruciales y no menos delicadas en el plano éticofilosófico de cuanto lo es el tema de la ‘justicia’ de la guerra. Más aún, puede

Tomás de Aquino llega incluso a sostener que: si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por sus pecados, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común. [...] Aunque matar al hombre que conserva su dignidad sea en sí malo, matar al hombre pecador puede, sin embargo, ser bueno, como matar una bestia, pues peor es el hombre malo que una bestia y causa más daño.3

En esta línea de pensamiento, propia de un cristianismo que ya se ha vuelto religión imperial, la lapidación, la tortura, el patíbulo —exactamente como la guerra— terminarán siendo considerados moralmente "justos", o hasta "santos", como lo mostrará la Santísima Inquisición con sus refinados rituales. Es el caso de recordar que el libro Dei delitti e delle pene, de Cesare Beccaria, publicado en 1764, fue puesto en el Índice en 1766 por el Santo Oficio a causa de su "impiedad", es decir, esencialmente, por su reflexión

2 Véase E. Cantarella, Il ritorno della vendetta. Pena di morte: giustizia o assassinio?, Milán, Biblioteca Universale Rizzoli, 2007, pp. 43-48; I. Mereu, La morte come pena. Saggio sulla violenza legale, Roma, Donzelli, 2007, pp. 7-37. Mereu subraya que, según Tomás de Aquino, el condenado debía aceptar también una injusta condena a muerte para evitar un posible escándalo y, por tanto, un trastorno del orden social (Ibid., pp. 34-35). 3 Tomás de Aquino, Summa theologiae, IIa IIae, quaestio 64, art. 2, cuerpo del artículo y respuesta a la ter­cera objeción.

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sostenerse que en la cultura occidental el tema de la justificación moral del suplicio y el de la justificación moral de la guerra se han desarrollado parale­ lamente y, a veces, se han entrelazado. Piénsese, por no hablar de otros, en los dos máximos pensadores católicos Agustín de Tagaste y Tomás de Aquino. En ambos, echa a un lado la virtud evangélica de la mansedumbre, la matanza de los hermanos sobre el patíbulo y la guerra ha encontrado justificaciones ético-religiosas paralelas que se han vuelto normativas para una entera tradición teológica.2 En nombre del "bien común", y esto es del orden político del Imperio, el imperativo evangélico "Quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra" ha sido archivado junto con la máxima "Bien­aven­turados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios".

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crítica sobre la pena de muerte. Por lo demás, el Catecismo oficial de la Iglesia Católica reafirmaba todavía en 1992, en el parágrafo 2266, "la preser­ vación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima auto­ ridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en caso de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte".4 Quien, en Occidente, se oponga hoy a la legitimación del patíbulo lo hace normalmente sobre la base de una adhesión a la doctrina de los dere­ chos del hombre, sobre todo en nombre del "derecho a la vida". Y quien se haya puesto del lado de las posiciones abolicionistas no puede sino oponerse —o debería hacerlo por razones de coherencia ético-política— también al uso de las armas de destrucción masiva, a la matanza de civiles inocentes en la guerra, a la tortura de los prisioneros. El patíbulo y la guerra son temas estrechamente interrelacionados en el plano ético, filosófico y antropológico, aunque abolicionistas y pacifistas no apelen necesariamente a los mismos valores y, a menudo, se ignoren mutuamente. El rechazo de la matanza, sobre el patíbulo o en la guerra, de hombres y mujeres —sean considerados inocentes o culpables— debería, por el contrario, crear una comunidad moral de todos aquellos que tratan de resistir al pesimismo antropológico que impone el imparable derramamiento de sangre humana. En realidad, las investigaciones etológicas contemporáneas muestran que es poco realista asumir que los miembros de la especie humana son perso­ nas "morales". Mucho más realista es considerarlos como primates sanguina­ rios. Los mecanismos de inhibición espontánea de la agresividad y los rituales de pacificación, que en los animales superiores impiden el derramamiento de sangre de los miembros de la misma especie, en el homo sapiens están parali­ zados por una serie de imperativos culturales que consienten y a veces 4 Sólo en la Encíclica Evangelium Vitae, de 1995, y en el Catecismo de 1997, el Magisterio de la Iglesia Católica ha condenado por vez primera la pena de muerte.

imponen el asesinato de los ciudadanos "desviacionistas" o de los enemigos externos.5 Son imperativos que se consolidan y vuelven rituales públicos a la sombra de la estructuras del poder político, económico y religioso, y que aún hoy en día justifican moralmente el linchamiento, la lapidación, la silla eléctrica, la inyección letal, Hiroshima y Nagasaki.

La pena de muerte divide al mundo. Los países que hasta el día de hoy mantienen en pleno vigor esta institución son cerca de 50, mientras los otros no la prevén o la prevén sólo para los criminales militares o, aun previéndola, no la aplican desde hace muchos años. Los países que están en primera línea en el uso de la muerte como pena judicial son China, Irán, Arabia Saudita y los Estados Unidos de América. China, ella sola, suprime la vida de más de 50,000 condenados al año, es decir, cerca del 90% de las ejecuciones de las que se tiene noticia a escala global.6 Entre los Estados con el número más alto de ejecuciones capitales tienen el primer lugar los países islámicos, con excepción de los países del Maghreb, de hecho abolicionistas. En el plano jurídico y teórico-político, los países más procli­ ves a enfatizar los méritos de la pena capital son algunos países asiá­ ticos, guiados por Singapur, y un cierto número de países islámicos, guiados por Irán, en donde el ahorcamiento en público se ha vuelto frecuente, incluso para castigar la "hostilidad hacia Dios", según una tradición milena­ ria. En muchos países la pena de muerte ha sido introducida o reintro­ ducida para sancionar los crímenes ligados al narcotráfico: en Malasia y

5 Por estas razones, la etología ha elaborado la noción de "pseudo-especiación cultural"; véase J. Groebel, R.A. Hinde (editores), Aggression and War: Their Biological and Social Bases, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, p. 33; I. Eibl-Eibesfeldt, The Biology of Peace and War, London, Thames and Hudson, 1979; Peacemaking among Primates, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1989. Me permito remitir al lector también a mi Cosmopolis: Prospects for World Government, Cambridge, Polity Press, 1996, en particular el último capítulo. 6 De todos modos ha de señalarse que a partir de enero de 2007 entró en vigor en China una nueva ley sobre la pena de muerte que atribuye sólo a la Corte Suprema del Pueblo el poder de aprobar en última instancia las sentencias capitales. Por cuanto se refiere a los datos globales, se tiene presente que muchos países no proporcionan estadísticas oficiales porque la cuestión de la pena de muerte se considera secreto de Estado; véase el Banco de datos en línea Nessuno tocchi Caino, en el sitio www.handsoffcain.org.

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II. La pena de muerte en el mundo

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Singapur está prevista la pena de muerte para la posesión de una cantidad de heroína superior a los 15 gramos.

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Los métodos de ejecución son muy diversos. El ahorcamiento, el fusilamiento y el tiro en la nuca son los más usados. Pero cinco Estados practi­ can oficialmente la decapitación y siete países islámicos usan la lapidación, según una tradición religiosa que se remonta a los tiempos bíblicos: según el Antiguo Testamento se debía lapidar a quien infringiera el mandamiento del descanso semanal y a quien blasfemara el nombre del Señor.7 En Irak, en los inicios de los años ochenta del siglo pasado, al menos mil prisioneros condenados a muerte fueron matados por desangramiento. En Irán, hace años, algunos condenados destinados a la decapitación pidieron y obtuvieron ser precipitados de un despeñadero. El universo de la fantasía homicida judicial o extrajudicial parece no tener confines. La pena de muerte no divide sólo al mundo: también divide al Occidente. Mientras el continente europeo entero, con la sola excepción de Bielorrusia, se ha liberado de la pena capital, los Estados Unidos de América son la única democracia occidental que practica la pena de muerte y la justi­ fica éticamente. La inyección letal, la silla eléctrica y la cámara de gas son los procedimientos especiales preferidos por 38 de los cincuenta Estados de la Federación en los cuales la pena capital está todavía en vigor. Son proce­ dimientos preferidos porque son considerados "humanitarios". En las últimas décadas, exponentes de la cultura política estadounidense se han batido con particular energía para sostener las razones morales y jurídicas de la pena capital en contra de las críticas abolicionistas que embisten cada vez más a la superpotencia norteamericana.8 Para aquellos que se baten por la abo­ lición a escala mundial de la pena de muerte, los Estados Unidos —máxima Éxodo, 31, 12-17; Levítico, 24, 16. Véase D. Garland, "Capital Punishment and American Culture", Punishment and Society, 7 (2000), 4, pp. 347-376. 7 8

Numerosos Estados europeos se han distinguido, aunque sólo sea en los últimos decenios, y hasta el momento con escasa eficacia, por la elabración de políticas criminales y penitenciarias innovativas. En 1987, en particular el Consejo de Europa, dio vida al Comité para la prevención de la tortura y de los tratos y penas degradantes y deshumanizantes (CPT).10 El Consejo, además, ha puesto en marcha las importantes European Prison Rules, que intentaban volver menos despiadadas las condiciones de vida de los detenidos en las cárceles europeas, aunque no ponían en tela de juicio la pena del ergástulo. Con mucha frecuencia, esas condiciones estaban —y lo están todavía— no lejos de una tortura verdadera y propiamente dicha, como lo prueban la elevada y creciente taza del suicidio en las cárceles, que alguien ha definido "pena de muerte extrajudicial".11 9 En 2005, los detenidos encerrados en los "brazos de la muerte" eran cerca de 3400, mientras que el tiempo de espera para la ejecución era de diez años en promedio. Este fenómeno contribuye a explicar el alto porcentaje —cerca del 10%— de ejecuciones voluntarias por parte de los condenados quienes con tal de no prolongar la espera piden y obtienen ser ajusticiados, renunciando al derecho de apelación; véase: A. Marchesi, La pena di morte. Una questione di principio, Roma-Bari, Laterza, 2004, p. 110. Sobre el tema de la explosión de la población de las cárceles en los Estados Unidos, véase: L. Wacquant, Le prisons de la misère, Paris, Éditions Raisons d’Agir, 1999; L. Re, Carcere e globalizzazione. Il boom penitenziario negli Stati Uniti e in Europa, Roma-Bari, Laterza, 2005. 10 Los inspectores del Comité tienen poder para visitar los institutos de reclusión ubicados en Europa y enviar reportes confidenciales a los gobiernos interesados, los cuales, sin embargo, suelen ignorar las recomendaciones contenidas en ellos. Por lo que toca a Italia, véase: Rapporto degli ispettori europei sullo stato delle carceri in Italia, bajo el cuidado de A. Sofri, Palermo, Sellerio, 1995. 11 Las cárceles italianas, en particular, son tristemente famosas por la alta tasa de suicidios. En los últimos diez años se han suicidado en la cárcel entre un mínimo de 42 a un máximo de 72 personas cada año. Se trata de números elevados, sobre todo comparados con el porcentaje de suicidios registrados entre las personas que gozaban de libertad. En el 2002, los suicidios cometidos en las cárceles han sido 15.5 veces más numerosos

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potencia planetaria y modelo político y cultural dominante— son el referente polémico central. Y lo son en particular para todos aquellos que en Europa disienten de la filosofía de la pena y de las políticas penitenciarias que en los últimos veinte años se han afirmado en Estados Unidos, generando un verdadero y propio boom carcelario y multiplicando el número de los condenados que están en espera de los "brazos de la muerte". Respecto de 1980, la población penitenciaria estadounidense se ha más que tripli­cado, superando en 2006 la cifra de 2,300 000 detenidos, lo que desde todos los puntos de vista es un récord mundial.9

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Las Prison Rules eran implícitamente contrarias a la sanción capital que, por el contrario, había sido reconocida lícita por la Convención europea de los derechos humanos, de 1950. Como es sabido, mientras que en la Decla­ ración universal de los derechos del hombre de 1948, ni siquiera se hacía refe­ rencia a la pena de muerte, considerándola intocable, en la Convención europea de los derechos humanos el artículo 2 excluía precisamente el "dere­cho a la vida", reconocido a los ciudadanos europeos, comportara la ilegali­ dad de la pena capital. Sólo sucesivamente se ha ido afirmando en Europa, como lo vamos a ver, una orientación que, por un lado, ha llevado a la estipu­ lación de acuerdos abolicionistas entre numerosos Estados europeos y, por el otro, ha favorecido una interpretación evolutiva del artículo 3 de la misma Convención que veta la tortura y los tratos inhumanos y degradantes. La condena a la pena de muerte ha sido asimilada a una forma de tortura, tanto moral como física, infligida a las personas inermes y, en algunos casos, totalmente inocentes. Camus ha escrito en su ensayo Réflexions sur la guillotine: El miedo devastador y degradante, que se impone al condenado durante meses o años, es una pena más atroz que la muerte, y que no ha sido impuesta formalmente a la víctima. Hasta en el terror de la violencia mortal que se le hace, la víctima de un homicidio a menudo precipita en la muerte sin darse cuenta de lo que le pasa y probablemente no pierda la esperanza de escapar a la locura que se abate sobre ella. Por el contrario, al conde­ nado a muerte se le inflige el horror al menudeo. La tortura de la esperanza alterna con las angustias de la desesperación animal.12

III. La pena de muerte en Occidente Hoy la pena de muerte divide al mundo occidental, pero en el pasado no era así, sino todo lo contrario. El abolicionismo de los europeos se opone que los registrados en la población italiana; véase:L. Manconi, A. Boraschi, "’Quando hanno aperto la cella era gij tardi perché’. Suicidio e autolesionismo in carcere (2002-2004)", Rassegna italiana di sociologia,1 (2006), p. 126; por lo que se refiere a los años 2005 y 2006 los datos se pueden recabar en los dossiers (expedientes) reuni­ dos por la redacción de Ristretti orizzonti y publicados en el sitio: http:www.ristretti.it 12 Véase "Réflexions sur la guillotine", en Camus; A. Koestler, Réflexions sur la peine capitale, Paris, Callmann Lévy, 1961, pp. 36-37. El ensayo ya había aparecido en la Nouvelle Revue Française, junio-julio de 1957.

La cultura política y jurídica de los Estados Unidos tiene profundas raíces jurídicas en Europa: piénsese, si no en otra cosa, en la gran tradición norteamericana del rule of law, que tiene su origen en el common law y en la experiencia constitucional británica y presenta relevantes afinidades normativas e institucionales incluso con el constitucionalismo euro-continen­tal, incluso con el "Estado de derecho" alemán.13 Piénsese también en la estrecha interacción entre el nacimiento del "sistema penitenciario" en los Estados Unidos a finales del siglo XVIII y su afirmación en Europa a partir del célebre viaje a Norteamérica que hicieran Alexis de Tocqueville y Gustave de Beaumont en 1831.14 Hasta hace cerca de treinta años las teorías de la pena y las instituciones penitenciarias de las dos orillas del Atlántico septentrional se habían visto involucradas en una única aventura evolutiva que puede ser llamada "modernidad penitenciaria": una modernidad influida por la filosofía de la Ilustración e inclinada a una reforma laica y humanitaria del derecho penal y de las instituciones penitenciarias.15 Que quede bien claro: salvo algunas excepciones importantes pero precarias,16 la pena de muerte, con sus lúgubres rituales de poder, ha sido Puede verse mi "The Rule of Law: A Critical Reappraisal", en P. Costa, D. Zolo (a cargo de), The Rule of Law: History, Theory and Criticism, Dordrecht, Springer, 2007. 14 Véase A. de Tocqueville, Scritti penitenziari, bajo el cuidado de L. Re, Roma, Edizioni di storia e letteratura, 2002. 15 Véase I. Mereu, La morte come pena, pp. 53-61, 97-119; E. Cantarella, Il ritorno della vendetta, pp. 49-55. 16 Se hace referencia obviamente a Leopoldo Gran Duque de Toscana, al cual se debe la primera (aunque efímera) abolición de la pena de muerte en el mundo, y a Catalina II de Rusia; véase N. Bobbio, Contro la pena di morte, bajo el cuidado de Amnesty International, Bolonia, Tipostampa bolognese, 1981, actualmente también en L‘etâ dei diritti, Turín, Einaudi, 1992, p. 185. 13

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hoy a la firme voluntad de los Estados Unidos de conservar una institución que ellos consideran necesaria y no lesiva del derecho fundamental a la vida. Se trata de un fenómeno nuevo, que se ha manifestado sólo en los últimos decenios, y es indicador de un contraste filosófico-político creciente entre las dos orillas del Atlántico, y que por esta razón es digno de ser anali­ zado en su génesis, en sus razones y en sus posibles desarrollos.

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conservada en la Europa de la Ilustración y en los Estados Unidos. "Para tener a raya al pueblo es necesario un espectáculo aterrador", tuvo que declarar en 1791 en la Asamblea Nacional Francesa Tuault de la Bouverie, representante del pueblo y partidario de las ejecuciones públicas. Esto, además, era lo que recomendaban con abundancia de argumentos los mayores filó­sofos europeos de ese tiempo. En el Contrato social, aparecido en 1762, Rousseau refuta por anticipado el argumento contractualista que será uno de los caballos de batalla de Dei delitti e delle pene de Beccaria. No es verdad, sostiene Rousseau, que el individuo, poniéndose de acuerdo con los otros individuos para dar vida al Estado, se reserve el derecho a la vida en todo caso. Para no ser víctima de un asesinato, el ciudadano acepta ser ajusticiado en caso de que él mismo se convierta en asesino. Por tanto, atribuir al Estado el derecho a la propia vida sirve no a destruirla sino a garantizarla contra los posi­ bles ataques de otros. 17 Argumentos análogos usa Gaetano Filangieri en La Scienza della legislazione (La ciencia de la legislación), la mayor obra ita­ liana de filosofía política de la segunda mitad del siglo XVIII.18 Pero, sobre todo, son los dos mayores filósofos del tiempo, Kant y Hegel, quienes adoptando una rigurosa teoría retributivo-vindicativa de la pena, llegan a sostener que la condena a muerte es moralmente obligato­ ria. Para Kant, la función de la pena no consiste en prevenir los delitos, sino en hacer justicia, y esto quiere decir hacer corresponder rigurosamente el castigo al delito. Por esta razón, el Estado tiene el deber moral de aplicar la pena de muerte, obedeciendo a un "imperativo categórico" verdadero y propiamente dicho: "Quien ha matado debe morir. No existe ningún subrogado, ninguna conmutación de la pena que pueda satisfacer la justicia".19 No matar a un asesino en nombre de una concepción preventiva de la pena sería usarlo como simple medio, violando el imperativo ético "categórico" que impone tratar a las personas siempre como fines y nunca como

Ibid., p. 186. Ibid., pp. 186-187. 19 Idem. 17 18

A todo esto se añade que ni siquiera Cesare Beccaria, en su celebradísimo Dei Delliti e delle pene, se declara, en principio, contrario a la pena de muerte, aunque sí muestra los límites. En realidad, la considera legítima y moralmente oportuna cuando sea realmente útil al poder, es decir, cuando sea necesaria para garantizar la estabilidad política de una nación y evitar la anarquía.Y la considera legítima también cuando la ejecución pública de un criminal sea "el verdadero y único freno para disuadir a los otros de cometer delitos".22 En contradicción con su opción general en favor de la "dulzura de las penas", Beccaria sugiere, además, sustituir, todas las veces que sea posible, la pena capital con la pena del ergástulo, porque la considera más aflictiva y, sobre todo, más eficaz desde el punto de vista preventivo. En su parecer, el freno más fuerte contra los delitos no es el espectáculo momentáneo de la muerte de un infeliz, "sino el ejemplo largo y sostenido de un hombre privado de libertad que, habiéndosele vuelto bestia de carga, recompensa con sus fatigas a la sociedad que ha ofendido".23 20 La referencia a Beccaria se encuentra en el parágrafo 100 de las Grundlinien der Philosophie des Rechts; véase N. Bobbio, Contro la pena di morte, p. 188. 21 "El dolor no importa: quien haya cometido una culpa que merezca azotes, que se deje azotar; quien merezca la cárcel, que vaya a ella; quien merezca una multa, que la pague; quien merezca el exilio, que se deje exiliar; quien haya de ser castigado con la pena de muerte, que se deje matar. Que cada uno sea el primer acusador de sí mismo y de sus seres queridos" (Platón, Gorgias, 480 c-d). 22 Véase E. Cantarella, Il ritorno della vendetta, p. 141. 23 Ibid., p. 142.

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medios. Hegel se atreve a ir todavía más lejos: criticando a Beccaria, sos­ tiene que el asesino no sólo tiene el deber moral sino el derecho a ser ajusticiado, porque el patíbulo es la única punición que lo rescata moralmente, puesto que a través de su ritual lo reconoce como un ser racional y lo honra como tal.20 Por lo demás, ya Platón había enseñado que la pena de muerte es un remedio moral necesario, al cual un buen ciudadano debe dirigirse con disponibilidad y firmeza: "Cada uno sea el primer acusador de sí mismo y de sus seres queridos".21

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En realidad, lo que la modernización penitenciaria ha realizado a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, como lo ha observado Norberto Bobbio, es la limitación de la pena capital a algunos reatos más graves, espe­ cíficamente determinados, mientras que en los inicios del siglo XIX, en un país desarrollado como Inglaterra, los crímenes punibles con la pena capital eran más de doscientos y entre éstos figuraban reos que algunos decenios más tarde serían sancionados con pocos años de cárcel. Y, sobre todo, se afirma la tendencia a eliminar los suplicios y a poner fin a su ostentosa publicidad, destinada a la glorificación "religiosa" del poder absoluto del soberano, personalmente presente en la ceremonia de degradación moral, de tortura y de aniquilación física del condenado.24 El ritual judicial alcan­ zaba plenamente su objetivo cuando la víctima, antes de morir, confesaba su crimen y pedía perdón tanto a Dios como al soberano. En sustancia, lo que la modernidad deroga, como lo ha mostrado magis­­tralmente Michel Foucault en Surveiller et punir, es el "esplendor de los suplicios", es decir, la exhibición caprichosa de las ejecuciones capitales precedidas de largas y feroces sevicias.25 El suplicio era el arte antiguo y medieval de mantener con vida al condenado en el sufrimiento, subdividiendo el ritual en fases sucesivas y obteniendo la más refinada, desgarradora agonía de la víctima, en una suerte de sádica multiplicación e intensificación de los tormentos. El suplicio medieval, infamante y glamoroso, podía com­ portar el descuartizamiento, la quema en la hoguera, el empalamiento, el aplastamiento lento y progresivo, el hacer hervir al condenado en aceite, el arrancarle la carne o el corazón mediante tenazas al rojo vivo, el sepultarlo o tapiarlo vivo con la cabeza hacia abajo y otras infinitas crueldades, como la célebre "rueda".26 En la Edad de las Luces, por el contrario, se Véase N. Bobbio, Contro la pena di morte, pp. 189-193. Véase M. Foucault, Surveiller et punir. Naissance de la prison, Paris, Gallimard, 1975. 26 Véase I. Mereu, La morte come pena, p. 44. "En la rueda, considerada con razón como el máximo tormento, se rompían los miembros del condenado y después, una vez que se le había ligado con los brazos y los piernas abiertas y extendidas sobre una rueda que se colocaba encima de un palo, se le dejaba morir miserablemente en esa posición", Ibid., cita tomada de A. Pertile, Storia del diritto italiano dalla caduta dell‘Impero romano alla codificazione, Turín, Utet, 1882, vol. V, p. 263. 24 25

IV. El abolicionismo europeo En Europa se afirma un efectivo movimiento abolicionista sólo en los últi­ mos decenios del siglo pasado. Inspiradores remotos de la filosofía abo­ licionista son, además de Beccaria, franceses ilustrados de prestigio como Voltaire y literatos como Víctor Hugo, quien dedicó su vida a combatir la pena de muerte con la potencia de su elocuente estilo.28 En Italia, hacia finales de 1700 y en el curso del 1800, sobresalen algunos juristas de valor como Giuseppe Compagnoni, Pietro Ellero, Francesco Carrara, sin olvidar naturalmente a Carlo Cattaneo.29 En el siglo XX las tesis abolicionistas se abren camino entre aquellos que se ocupan profesionalmente del pro­ blema y entre los militantes de las asociaciones en favor de los derechos Véase A. Camus, Réflexions sur la guillotine, pp. 33, 65, 67. Véase V. Hugo, écrits de Victor Hugo sur la peine de mort, bajo el cuidado de R. Jean, Paris, Éditions Actes/ Sud, 1979. 29 Ellero y Carrara dieron vida en 1861 al impor tante Giornale per l‘abolizione della pena di morte; véase I. Mereu, La morte come pena, pp. 110-146. 27

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intenta matar con una actitud secularizada y humanitaria que vuelve ins­ tantáneo el homicidio y, por esto, indoloro o menos cruel y, por consiguiente, aún más justificable en el plano moral. Hoy, la silla eléctrica, la inyección letal, la cámara de gas, el tiro de pistola en la nuca son estratagemas homicidas que se inspiran en este racionalismo laico y humanitario: una "religión sin trascendencia", que prefiere rituales asépticos en lugar de la magnificencia "religiosa" del suplicio. "Es muy corto el camino que va de los idilios humani­ tarios del siglo XVIII a los patíbulos ensangrentados —ha escrito Camus— y los verdugos actuales, como cada uno lo sabe, son humanistas. No será, pues, excesivo desconfiar de la ideología humanitaria". Aún hoy, añade Camus, puede suceder que centenares de personas se ofrezcan gratuitamente como verdugos: detrás de los rostros pacíficos y familiares duerme el instinto de tortura y homicidio, así como bajo el manto de las palabras se esconde la obscenidad de las cosas.27

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del hombre: piénsese en Human Rights Watch y, sobre todo, en Amnesty International y, en Italia, a Nessuno tocchi Caino. A juzgar por los sondeos de opinión, el sentimiento popular —la "moral común"— continúa, por el contrario, compartiendo una concepción vindicativa y ejemplar de la justicia que mira con simpatía, y tal vez con ensañamiento, la ergástula y, sobre todo, el ritual de la pena de muerte. En Francia, entre las expresiones doctas del abolicionismo, emerge la lucidísima reflexión de Albert Camus, mientras que en Italia se alza la voz sabia y autorizada de Norberto Bobbio.30 El abolicionismo europeo se afirma progresivamente en varios países también en el plano institucional. Aunque con un notable retardo respecto de muchos otros Estados, en 1981 Francia se convierte en el primer país europeo totalmente abolicionista, es decir, que cancela la institución de la pena capital en tiempo de paz, en tiempo de guerra y en cualquier otra posible circunstancia (es el trigésimo séptimo Estado que da este paso). Sigue Italia, cuyo Parlamento aprueba en octubre de 1994 un proyecto de ley para la supresión de la pena de muerte prevista en el código penal militar de guerra, mientras la Constitución republicana, en el artículo 27, ya había excluido la pena capital en cualquier otro caso. Siguen en la lista también España, Bélgica y Gran Bretaña, países que han abolido la pena capi­ tal en 1995, 1996 y 1998, respectivamente. Hoy, los 27 Estados de la Unión Europea son integralmente abolicionistas, aunque la católica Polonia parezca tentada a instalar el patíbulo, a juzgar por las declaraciones de Jaroslaw Kaczynski, quien ha declarado que quiere introducir la pena capital como medida disuasiva contra la creciente espiral del crimen, manifestando también en esto su fe atlantista. La motivación filosófico-política, en principio, del abolicionismo europeo contemporáneo está estrechamente ligada a la doctrina ético-política

30 A Bobbio se debe, además del ya citado ensayo, el artículo "Il dibattito attuale sulla pena di morte", en el volumen colectivo La pena di morte nel mondo, Casale Monferrato, Marietti, 1983, ahora también en N. Bobbio, L‘etâ dei diritti, pp. 205-233.

31 Sobre el tema de la eficacia disuasiva de la sanción capital, véase M. Angel, Capital Punishment, United Nations, Department of economic and social affairs, New York, 1962; N. Morris, Capital Punishment: Developments 1961-65, United Nations, Department of economic and social affairs, New York, 1967. 32 Véase R. Hood, "Capital Punishment, Deterrence and Crime Rates", ahora en Amnesty International, Council of Europe Seminar on the Death Penalty, Amnesty International Index ACT, 50/01/97.

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de los derechos del hombre y a la convicción de que se trata de una doctrina universal: se considera que el "derecho a la vida" es un derecho funda­ mental de todos los seres humanos, que no puede sufrir ninguna excepción de ningún tipo sin distinción entre las diferentes culturas, civilizaciones o tradiciones religiosas. Recientemente ha surgido la tesis de que la pena capital, aun en sus sofisticadas versiones humanitarias, viola el derecho subjetivo a no ser sometido a tortura o a tratos o penas inhumanas y degradantes. Desde el punto de vista de la efectividad de la institución, poniendo aparte la concepción arcaica retributiva de la pena —típica de la tradición cristiano-católica y del moralismo kantiano—, se sostiene que la tesis de la eficacia disuasiva de la pena de muerte carece de fundamentos empíri­ cos.31 Es más, se considera que el patíbulo, como representación pública de un "asesinato de Estado" — legalizado, perpetrado en frío, premedi­tado y puesto en acto por personas autorizadas a matar—, ejerce sobre el público una estimulación simbólica de tipo mimético que induce al derramamien­ to de sangre. En todo caso, como lo ha sostenido Roger Hood, los homicidios descritos como particularmente odiosos, atroces y crueles —y habitualmente sancionados en los países que los prevén con la pena capital— son cometidos en su mayor parte por personalidades psicópatas o por sujetos que han perdido el control de sus inhibiciones normales. El asesino, en la mayoría de los casos, se siente inocente cuando asesina. La ostentación ritual del castigo supremo no ejerce algún efecto disuasivo sobre estas personas. 32 Se puede decir que, mientras que para los antiabolicionistas el argumento decisivo consiste en que "la pena de muerte es moralmente justa", aun sin tener en cuenta su eficacia preventiva, para los abolicionistas el argumento decisivo consiste en que la pena de muerte no sólo es inútil sino también viola los derechos subjetivos éticamente fundados y, lo que es

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más, consagrados por los tratados y convenios internacionales. Aunque la pena de muerte fuera hipotéticamente un instrumento disuasivo capaz de salvar vidas humanas, sostiene en esta clave Norberto Bobbio, con todo debería ser abolida en base al imperativo moral "no matarás", un impe­ra­tivo que debe valer también para los Estados y sus funcionarios. El man­damiento de no matar, no el argumento utilitarista de la ineficacia disuasiva de la pena capital, es para Bobbio el solo fundamento universal de la causa abolicio­ nista, un verdadero y propio postulado ético absolutamente indiscutible.33 Y sobre la base de esta convicción ético-política difundida, es que la batalla contra la pena de muerte se ha vuelto en Europa una "cuestión de principio" en estos años, asumiendo una relevancia sin precedentes en las relaciones trasatlánticas. Ha animado una larga serie de iniciativas no sólo en el ámbito nacional sino también y sobre todo a nivel regional e internacional, hasta el punto de convertir el rechazo a la pena capital en un perfil importante de la identidad europea. Se han dado pasos de importancia, al menos en el plano normativo, con la aprobación del Sexto Protocolo añadido a la Convención europea de los derechos humanos, y sobre todo con la sucesiva aprobación del protocolo Décimo Tercero. El Sexto Protocolo, que entró en vigor en 1985, fue el primer acuerdo internacional en prever una verdadera obligación, propiamente dicha, a abolir la pena de muerte, incluso con la exclusión de los reatos cometidos en tiempo de guerra o de inminente peligro de guerra. El Protocolo Décimo Tercero nació de una propuesta de Suecia transmitida en 2002 al Comité de Ministros del Consejo de Europa, en la cual se volvía a pedir la abolición de la pena de muerte en todas las circunstancias, incluido el tiempo de guerra o de amenaza de guerra. Treinta y siete Estados miembros del Consejo han ratificado el protocolo que entró en vigor en julio de 2003. El artículo 1o. establece con

33

Véase N. Bobbio, Contro la pena di morte, pp. 200-203.

En la ola de este éxito, en junio de 2006 la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa pidió al Comité de Ministros irrogar sanciones con respecto a los Estados Unidos y Japón por su práctica de la pena de muerte. Estos dos Estados gozan del status de "Observador" ante el Consejo de Europa. No habiendo constatado ningún cambio en la política penal de estos dos países, la Asamblea ha sugerido sucesivamente al Comité de Ministros la oportunidad de suspender su status de Observadores. En todas estas inicia­ tivas abolicionistas, el Consejo de Europa se ha referido, como a un asunto teórico-político fundamental, a la idea de que la pena capital viola uno de los derechos humanos más importantes y universales, a saber, el derecho a la vida. A estas iniciativas regionales los países europeos han hecho seguir una serie de ulteriores iniciativas orientadas a involucrar en la causa abolicio­ nista a las instituciones internacionales. En 1994, Italia intentó desempeñar un papel de primer plano presentando a la Asamblea General de las Nacio­ nes Unidas un proyecto de moratoria general de las ejecuciones capitales, en vista a la abolición total de la pena de muerte por parte de todos los Estados miembros a más tardar en el año 2000. La iniciativa italiana, no compartida por los Estados Unidos ni por otras grandes potencias, fue con­ tras­­tada ágilmente por Singapur y algunos países árabes que han invocado, no sin argumentos sugestivos, el tema de la diversa concepción de la vida y de la muerte en las diversas culturas y tradiciones religiosas del planeta. El fracaso, fácilmente previsible, de la iniciativa italiana aconsejó estrategias más prudentes, las cuales han conducido en 1997 a la aprobación

34 Véase el sitio: , agosto de 2007; véase, además, G.C. Bruno, "Il Consiglio d’Europa e la pena di morte", Diritti umani e diritto internazionale, 1 (2007), 1, pp. 133-37; A. Marchesi, La pena di morte, pp. 24-29.

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claridad que "la pena de muerte queda abolida. Nadie será condenado a tal pena o sometido a ejecución capital".34

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—aunque del todo platónica— del proyecto de moratoria por parte de la Comisión de los derechos del hombre de las Naciones Unidas. A partir de 1999, gracias a la conversión también de Gran Bretaña a la causa aboli­­ cio­nista, la Unión Europea, en cuanto tal asumió el liderato de la iniciativa abolicionista pero sin conseguir ningún resultado concreto. En enero de 2007, después del ahorcamiento de Saddam Hussein en Bagdad, querida, financiada y organizada por la administración estadounidense, Italia volvió a proponer en el ámbito de las Naciones Unidas su proyecto de moratoria general de la pena capital, aprovechando la ocasión de su ingreso como miem­bro no permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El 1° de febrero, el Parlamento Europeo adoptó, por amplia mayoría, una resolución en favor de una moratoria "inmediata, universal y sin condi­ cio­nes" de las ejecuciones capitales y, de acuerdo con la petición de Italia, pidió la reapertura del debate sobre la pena de muerte en el ámbito de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Era fácil de prever que también estas dos iniciativas internacionales —la del gobierno italiano y la del Par­ lamento Europeo— no habrían tenido éxito, ya que habrían chocado con la firme oposición de los Estados Unidos, China y la mayoría de los países árabes islámicos. Entre tanto, ha continuado la presión moral que ejercen las Organizaciones No-Gubernamentales alineadas en el frente abolicionista en nombre de la universalidad de los derechos del hombre. A partir de los años ochenta del siglo pasado, se ha afirmado en Europa también una corriente de pensamiento que se opone a la pena de muerte por considerarla lesiva del derecho a no ser sometido a tortura, un derecho reconocido por el artículo 3 de la Convención europea para los derechos humanos. Para este fin abolicionista viene invocada también la Convención internacional contra la tortura, de 1984, aunque es cierto que con argumentos débiles, a causa de la definición de la noción de "tortura" que propone el texto de la Convención. Esta definición, también por voluntad de Estados Unidos, excluye que se pueda asimilar a la tortura cualquier dolor físico o sufrimiento que inflija

a una persona una sanción penal lícita. Por lo demás, al ratificar la Con­ vención, los Estados Unidos habían opuesto ya una reserva específica quisquillosa que sustraía a la normativa de la Convención los sufrimientos eventuales provocados por la pena capital durante la espera o en el curso de la ejecución.35

El patíbulo fue llevado a América por los ingleses y la Constitución de los Estados Unidos, en la Enmienda quinta y decimocuarta, hace referencia explí­ cita, aun hoy en día, a la pena de muerte. Las colonias de Nueva Inglaterra lo preveían para el homicidio, pero también para conductas como la sodomía, el adulterio, la brujería y muchos otros crímenes más o menos directamente "éticos" y "religiosos". Las ejecuciones solían tener lugar en público y por ahorcamiento. Pero, en el curso del siglo XIX, la reforma "humanitaria" de la pena de muerte, que la Ilustración había introducido en los principales países europeos, había encontrado eco también en los Estados Unidos.36 Y se había desarrollado, desde los tiempos de la Convención de Filadelfia, un movimiento abolicionista guiado por Benjamin Rush. También Benjamin Franklin y Thomas Jefferson compartían la tesis abolicionista siguiendo los pasos de Dei delitti e delle pene (De los delitos y las penas), que habían leído. En los años cuarenta y cincuenta del siglo XIX, los Estados de Michigan, Wisconsin y Rhode Island decidieron sin más la abolición de la pena capital,

La Convención de las Naciones Unidas contra la tortura y otras penas y tratos crueles, inhumanos y degradantes fue echada a andar en diciembre 1984 y está en vigor desde junio de 1987: véase el texto en el sitio: ; sobre el tema véase A. Marchesi, La pena di morte, pp. 105-108. 36 Sobre la génesis y las etapas de la pena capital en los Estados Unidos, véase H.A. Bedau (bajo el cuidado de), The Death Penalty in America, Oxford, Oxford University Press, 1997; S. Banner, The Death Penalty: An American History, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2002; B. Latzer, Death Penalty Cases, New York, Butterworth, 2002; J. Acker, et al., America‘s Experiment with Capital Punishment, Durham (N.C.), Carolina Academic Press, 2003; R. Bohm, Deathquest: An Introduction to the Theory and Practice of Capital Punishment in the United States, Cincinnati, Anderson Publishing, 2003;V.L. Streib, Death Penalty in a Nutshell, St. Paul (Mn.),Thompson, 2003; véase también E. Cantarella, Il ritorno della vendetta, pp. 67 77. 35

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V. La pena de muerte en Estados Unidos

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mucho antes, pues, que los otros Estados europeos.37 Y en los Estados que la conservaron, el número de las ejecuciones comenzó a reducirse, hasta el punto de que en el curso de la primera mitad del siglo pasado la media acumu­lada de las ejecuciones no superaba las pocas decenas al año. En 1967 se decidió una moratoria general de las ejecuciones y en 1972 la Corte Suprema, en el caso Furman versus Georgia, sentenció que la pena de muerte, tal como se aplicaba, había de considerarse una "pena cruel e inusitada", y por tanto inconstitucional, por lesiva de la octava Enmienda que prohíbe que se inflijan cruel and unusual punishments. Y, a juicio de la Corte, la pena capital violaba también la igualdad jurídica entre los componentes racia­ les del país, ya que de las investigaciones estadísticas resultaba que algunas categorías de personas —los afroamericanos en particular— estaban bastante más expuestos al riesgo de la pena de muerte en comparación con las otras categorías. Pero el paréntesis abolicionista duró no más de cuatro años: en la sentencia sobre el caso Gregg versus Georgia, de julio de 1976, la Corte, cuya composición había cambiado entre tanto, se pronunció en sentido opuesto, sosteniendo que la pena de muer te era perfectamente constitucional. A partir de ese momento, las ejecuciones capitales se reanudaron en la gran mayoría de los Estados y su número creció, en particular en Texas, Virginia y Florida. Y con la reanudación de las ejecuciones se reprodujo la discriminación entre blancos y negros, que es un fenómeno que se agudiza en los "brazos de la muerte". Según Amnesty International, desde 1977 hasta los pri­ meros meses de 2003, fueron ajusticiados 290 afroamericanos, es decir, más de un tercio de la cifra acumulada de ajusticiados (843), mientras que la población negra es apenas el 12% de la población total. En 2003 los negros que estaban en espera de la ejecución eran justamente el 40% del total. Además, en el periodo 1977-2003, blancos y negros resultaron víctimas de Véase D. Garland, "Capital Punishment and American Culture", op. cit., p. 437; R. Hood, The Death Penalty: A Worldwide Perspective, Oxford, Oxford University Press, 2002. 37

Y no se ha de descuidar la circunstancia agravante de que los condena­ dos a muerte son personas que, en la gran mayoría de los casos, pertenecen a las capas más débiles y vulnerables de la sociedad. Los imputados indi­ gentes —y tales son en gran medida los afroamericanos que se encuentran actualmente en los brazos de la muerte— no están en grado de procurarse un defensor de confianza y en la mayoría de las veces son defendidos por abogados de oficio, jóvenes, poco expertos y escasamente motivados. Esta es una de las razones del alto porcentaje de errores judiciales que las Cortes cometen al irrogar la pena de muerte, como en 2000 lo reconoció con gran estrépito la Comisión nombrada por George Ryan, gobernador republicano de Illinois, quien se hizo famoso por haber decidido, un día antes de dejar su cargo, liberar del brazo de la muerte a 164 detenidos.38 Antonio Marchesi ha sostenido que la pena de muerte funciona en los Estados Unidos mucho más como instrumento de "limpieza social" que como instrumento de justicia penal.39 De acuerdo con datos actualizados hasta abril del 2003, a partir de 1977 se han ejecutado en Estados Unidos 677 condenas a muerte mediante inyección letal, 150 mediante la silla eléctrica, 11 con la cámara de gas, 3 por ahorcamiento y 2 mediante fusilamiento.40 Entre 2004 y 2005 han sido ejecu­ tadas cerca de 160 condenas a muerte y esto ha elevado a más de mil las ejecuciones capitales a partir de 1977. La silla eléctrica fue introducida en 1889 en lugar de la horca: a través de electrodos de cobre, potentes descargas en rápida sucesión provocan el paro del corazón y la parálisis de la respiración. El procedimiento de la cámara de gas, introducida a finales de los

Scott Turow ha referido esta experiencia en Ultimate Punishment: A Lawyer‘s Reflections on Dealing with the Death Penalty, New York, Farrar, Straus, and Giroux, 2003. 39 Véase A. Marchesi, La pena di morte, p. 71. 40 Ibid., p. 109. 38

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homicidios en número casi equivalente, pero el 80% de las ejecuciones capitales sancionó el asesinato de un blanco.

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años treinta del siglo pasado, prevé que el condenado sea recluido en una cámara de acero cerrada herméticamente en la que se libera cianuro que produce la muerte por asfixia. Con la inyección letal, introducida en 1977, se inyecta por vía intravenosa una dosis letal de veneno (normalmente clo­ ruro de potasio) junto con una sustancia química paralizante a base de bromuro de curare. La parálisis del diafragma inhibe la actividad pulmonar, teniendo como consecuencia el paro cardiaco. Una amplia literatura abolicionista sostiene que ninguno de estos tres métodos "humanitarios" vuelve indolora la ejecución, aunque no se tenga en cuenta el sufrimiento moral impuesto al condenado por el ritual de la ejecución. El proceso se compone de una serie de prácticas emotiva­mente despiadadas, no menos de cuanto fuera físicamente atroz el suplicio medieval: transferencia antes de la ejecución a una celda especial completamente aislada, la última cena en el corazón de la noche, la medida de la talla del vestido a usarse para la sepultura, el certificado de muerte predispuesto y firmado por anticipado, y así por el estilo. El sentimiento de impotencia y sole­dad del condenado encadenado, de frente al público que asiste al rito y que quiere su muerte, es probablemente una pena más atroz que la muerte misma. Son numerosos y bien conocidos los testimonios acerca de ejecuciones que han sido prolongadas y se han convertido en macabras a causa de imprevistas complicaciones técnicas, errores de los verdugos o intentos delirantes del condenado de oponerse a la ejecución y, más fre­ cuen­temente, de su permanente lucidez desesperada. Parece acertado afirmar que la inyección letal a base de bromuro de curare deja a la víctima consciente, prisionera de su cuerpo paralizado y agonizante.

VI. ¿American exceptionalism? ¿Cómo explicar, en el plano sociológico, ético y político, el hecho —seguramente "excepcional"— de que los Estados Unidos sean la única demo­ cracia occidental en la cual se registra una fuerte propensión de la clase

La respuesta está muy lejos de ser simple y no es una casualidad que en los Estados Unidos se haya desatado un encendido debate teórico y polí­ tico sobre este tema. La tesis que parece gozar de mayor consenso es la del American exceptionalism, expresión que probablemente sea correcto traducir, como propone Eva Cantarella, "singularidad norteamericana".41 Dos han sido particularmente los autores que han aplicado al tema de la pena de muer te la tesis "singularista": Janer Q. Whitman y Franklin Zimring.42 El primero sostiene que la expansión de la pena capital en los Estados Unidos estaría ligada a la propensión cultural, típicamente "norteamericana", a degradar a los sujetos que no se adapten a los estándares éticos dominantes. Mientras que los países europeos manifestarían un notable respeto por la dignidad del condenado, en los Estados Unidos prevalecería la tenden­ cia a reducirlo a un estado de inferioridad. Para los europeos, respetar al condenado significa tratar de cancelar las diferencias sociales del pasado, mientras que en los Estados Unidos la falta de una tradición aristocrática ha hecho que la preocupación por cancelar las discriminaciones sociales jamás haya existido.43 La tesis de Franklin Zimring es muy diversa y bastante sofisticada. Sostiene que en los Estados Unidos la pena de muerte ha sido, a partir de Véase E. Cantarella, Il ritorno della vendetta, p. 67. Sobre el tema de la "singularidad norteamericana", véase S.M. Lipset, American Exceptionalism: A Double Edged Sword, New York, Norton & Co, 1996. 42 Véase J.Q. Whitman, Harsh Justice: Criminal Punishment and the Widening Divide Between America and Europe, New York, Oxford University Press, 2003; F. Zimring, The Contradiction of American Capital Punishment, Oxford, Oxford University Press, 2003. 43 Véase J.Q. Whitman, Harsh Justice, p. 11. 41

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política al mantenimiento de la pena de muerte, junto con un difundido consenso de la opinión pública en esta sanción extrema? ¿Y cómo explicar el hecho de que este fenómeno se haya acentuado a partir del final de los años setenta del siglo XX, dando origen particularmente a una clara divergencia entre las dos orillas del Atlántico septentrional, que hasta entonces habían sido convergentes?

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1977, presentada con éxito por sus autores, no como una manifestación odiosa del poder punitivo del Estado, sino como un acto de justicia que se cumple, en el ámbito de la sociedad civil, en el interés de las víctimas y de la comunidad entera.44 En sustancia, el renacimiento en las últimas décadas de la opinión favorable a la pena de muerte en los Estados Unidos —mientras Europa se ha distanciado cada vez más de ella— podría relacionarse con un elemento que Zimring considera característico de la cultura estadounidense, sobre todo en los Estados del sur, con la llamada vigilante tradición. Se trata, en sustancia, de la tendencia a hacerse justicia por sí mismo que ha encontrado expresión en el movimiento por los derechos de las víc­ timas y ha obtenido que la "víctima" (o sus familiares) desempeñen un papel de gran relieve en el proceso penal.45 La prueba de lo arraigado que está en la cultura estadounidense esta particular inclinación justicialista sería la circunstancia de que en los Estados del sur, en los cuales la pena de muerte ha sido aplicada más a menudo en estos decenios, el linchamiento fue largamente practicado y moralmente justificado en los siglos pasados. Para confirmar esta versión sugestiva se podría recordar que el linchamiento, como modalidad extrema de justicia "popular" que se expresa en forma no ritual, siempre ha estado muy difundida en los Estados Unidos. Se ha calculado, por ejemplo, que de 1882 a 1968 los linchamientos de los que se ha tenido noticia han sido cerca de 5,000. En un arco de 90 años han sido linchados cerca de 3,500 negros y negras, y la misma suerte ha tocado también a un cierto número de hebreos e italianos. Y se reconoce, además, que los países que detentan el primado homicida y racista con el más alto número de linchamientos son Mississippi (540 negros y 40 blancos linchados), Georgia (409 negros y 40 blancos),

Véase F. Zimring, The Contradiction of American Capital Punishment, pp. 45-49. Sobre el tema véase: D. Garland, The Culture of Control: Crime and Social Order in Contemporary Society, Oxford, Oxford University Press, 2001. 44 45

Sin embargo, se han hecho y pueden hacerse importantes objeciones, tanto contra la tesis de Whitman como contra la de Zimring. Ante todo, sería necesario explicar por qué la adopción de la pena de muerte ha regis­ trado en Estados Unidos un notable incremento sólo en los últimos treinta años, mientras que durante los siglos precedentes esto no sólo no había pasado, sino que en algunas fases se había registrado una contracción de la ejecución e incluso una suspensión de ellas, aunque no haya sido más que de manera provisional. Y sería necesario mostrar que en este mismo periodo de tiempo los Estados europeos han dado vida a una reforma general de las propias políticas criminales y penitenciarias, realmente orientada a respetar la dignidad y los derechos fundamentales de los ciudada­ nos recluidos y no sólo formalmente humanitaria y legal.47 En segundo lugar, uno puede preguntarse si la particular difusión del linchamiento —y de la pena de muerte— en los Estados del sur de los Estados Unidos está ligada a su composición demográfica y al racismo difundido en la población blanca, y no a una específica vocación a "hacerse justicia por su propia mano", característica de los Estados Unidos como tales, incluso sin ignorar el populismo penal que está largamente difundido entre ellos. Y, por otra parte, es necesario tener presente que la pena de muerte fue adoptada en los últimos treinta años por la gran mayoría de los Estados, incluidos los del norte y los del oeste. Finalmente —objeción decisiva quizás— no se puede pasar por alto que el linchamiento es desde siempre una forma importante de asesinato colectivo difundida en todo el mundo, incluida la Europa antigua 46 Se trata de cifras aproximadas, muy probablemente por defecto. La fuente es el sitio web: . Según Robert Bohm (op. cit., p. 2), las ejecuciones en territorio norteamericano han sido, desde 1608 a diciembre de 1998, cerca de 30,000, de las cuales cerca de 20,000 han sido ejecuciones legales y 10.000 linchamientos. 47 Sobre la violación de los derechos humanos en las cárceles europeas me permito remitir a mi ensayo "Filosofia della pena e istituzioni penitenziarie", Iride, 14 (2001), 32, pp. 47-58; véase, además A. Cassese, UmanoDisumano. Carceri e commissariati nell‘Europa di oggi, Roma-Bari, Laterza, 1994.

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Texas (350 negros y 140 blancos), Louisiana (335 negros y 55 blancos) y Alabama (300 negros y 50 blancos).46

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y la moderna, a menudo en la forma sacrificial del "chivo expiatorio". La pena de muerte misma, incluso en sus expresiones más secularizadas y "humanita­ rias", puede interpretarse como una forma ritual de linchamiento legalizado. Por tanto, David Garland no se equivoca al sostener que para captar las razones de la expansión de la pena de muerte en los Estados Unidos es necesario concentrar el análisis en la historia reciente del país, más que recorrer la historia entera como lo hacen la mayoría de las veces los autores del concepto American exceptionalism.48 Y se puede añadir que sería necesario interpretar el fenómeno en el contexto de los procesos de integración global que en los últimos decenios han embestido al planeta y que ven a la superpotencia norteamericana jugar a escala mundial un papel de creciente hegemonía política, cultural y militar, que muchos califican de neoimperial.49

VII. ¿Universalidad y efectividad del "derecho a la vida"?

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Antes de intentar dar una respuesta a la interrogante central de este ensayo —¿por qué los Estados Unidos son hoy moralmente favorables a la pena de muerte mientras que Europa es abolicionista?— es quizá útil hacer una reflexión filosófica mínimamente profunda sobre el significado antropo­ lógico y político de la pena de muerte y sobre el fundamento de las razones que tienen quienes se oponen a ella. Norberto Bobbio tenía buenos motivos para señalar la insuficien­ cia de la crítica iluminista-utilitarista a la pena de muerte. Si la finalidad que

Véase D. Garland, Capital Punishment, pp. 351 ss. Sobre el tema se puede ver: A. Negri, D. Zolo, "L’Impero e la moltitudine. Dialogo sul nuovo ordine della globalizzazione", Reset, 73 (2002), pp. 8-19, ahora también en A. Negri, Guide. Cinque lezioni su Impero e dintorni, Milano, Raffaello Cortina, 2003, pp. 11-33. Una versión integral en lengua inglesa, más amplia respecto de la publi­ cada en Reset, apareció bajo el cuidado de A. Bove, M. Mandarini, en Radical Philosophy, 120 (2003), pp. 23-37. 48 49

La postura de Bobbio, no obstante su perentoriedad y austeridad moral, no es menos frágil que la utilitarista. Es, en efecto, inevitable pre­ guntarse si el imperativo "no matar" imponga respetar también la vida de los soldados de un Estado agresor y prohíba, en general, matar a quien amenace nuestra propia integridad o nuestra vida, según la virtud evangé­ lica de la mansedumbre, desposada con el pacifismo radical, que prohíbe en todo caso recurrir a la violencia y condena matar al enemigo. ¿No-violencia gandhiana, entonces? ¿Rechazo a la guerra y no sólo abolición de la pena de muerte? Pero Bobbio siempre ha sido un crítico severo del pacifismo

50

Véase N. Bobbio, Contro la pena di morte, pp. 200-203.

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se persigue es su abolición total y definitiva en todo el mundo, entonces es nece­sario buscar otros caminos. Y esta finalidad constituía seguramente la expectativa de Bobbio, como también hoy es el objetivo de los militan­tes de las organizaciones abolicionistas que se baten contra la pena de muerte en nombre de la universalidad de los derechos del hombre.Y es también el obje­tivo, más o menos veleidoso, de los Estados que —como Italia— se hacen promotores a nivel internacional de moratorias de la ejecución capital que pretenden ser inmediatas, universales y sin condiciones. Está claro que si se concede a los vértices del poder político, como Beccaria mismo pensaba, la facultad de decidir el recurso a la pena de muer te a fin de mantener el orden público, entonces la posición abolicionista se vuelve moralmente muy frágil y la batalla de sus militantes ineficaz del todo. La alternativa a la posición utilitarista, como lo hemos indicado, consiste según Bobbio en recurrir a un argumento estrictamente moral: es la hipótesis, típica de una ética deontológica y universalista, de que todos los miembros de la especie humana tienen el deber de respetar, sin reserva ni excep­ ción alguna, el imperativo "No matarás". Por lo demás, Bobbio se declara seguro de que la pena de muerte será abolida tarde o temprano en todo el mundo y que su abolición significará un indiscutible progreso moral de la humanidad.50

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religio­so y ha propuesto como alternativa un "pacifismo institucional" que legitima moral y jurídicamente matar a los enemigos en la guerra, con la sola condición de que se trate de la respuesta armada de un Estado frente a un Estado agresor, como lo prevé la Car ta de las Naciones Unidas.51 En 1991, Bobbio se atrevió incluso a calificar como "guerra justa" la imponente expedición militar organizada por los Estados Unidos contra el Estado iraquí (que no había agredido a los Estados Unidos), expedición que causó entonces decenas de millares de víctimas inocentes.52 Entonces, su llamado al "derecho a la vida" como principio ético absoluto está viciado de aporías que lo hacen poco eficaz como antídoto moral a la pena capital. Si una guerra en la cual se usan medios de destrucción masiva y se hace estrago de millares de personas inocentes puede ser "justa", ¿por qué no puede serlo el ahorcamiento de un asesino?53 Una objeción análoga puede hacerse con respecto a las posiciones abolicionistas sostenidas por los militantes de organizaciones no gubernamentales como Amnesty International o como la italiana Nessuno tocchi Caino. Ambas se remiten "al derecho a la vida" como a un principio éticojurídico universal que todos los hombres y todos los gobiernos tienen el deber de respetar, independientemente de cualquier pertenencia étnica, nacional, cultural o religiosa. Y lo mismo vale para los gobiernos nacionales Véase B. Bobbio, Il problema della guerra e le vie della pace, Bolonia, il Mulino, 1979. Véase N. Bobbio, Una guerra giusta? Sul conflitto del Golfo, Venezia, Marsilio, 1991, pp. 11, 22-23. 53 Me permito citar aquí un fragmento de un diálogo mío con Norberto Bobbio, en julio de 1997, en el cual Bobbio responde una objeción mía acerca del universalismo ético de su oposición a la pena de muerte: "Tienes razón en decir que finalmente reivindico pura y simplemente el derecho a la vida y la prohibición a cualquiera, incluido el Estado, de suprimir la vida de un ser humano, cualquiera que sea el crimen que pueda haber cometido. Y quizás no te equivocas al sospechar que en este punto hay en mí, sin saberlo, alguna forma de kantismo, es decir, de apego a la idea de que algunos valores, como el respeto a la vida humana, deben afirmarse en toda ocasión. Pero deseo recordarte que yo siempre he considerado muy problemática la tesis de la universalidad de las leyes morales e incluso he sostenido con fuerza que no hay ninguna norma o regla moral o valor que, por fundamental que sea, no deba someterse históricamente a algunas excepciones"; véase N. Bobbio, D. Zolo, "Hans Kelsen, the Theory of Law and the International Legal System: A Talk", European Journal of International Law, 9 (1999), 2. 51 52

Estas intervenciones, típicas del "globalismo jurídico", no se concentran en el derecho que tiene todo ciudadano a reivindicar el respeto a la propia vida y a batirse por la abolición de la pena de muerte al interior del ordenamiento jurídico y político del que es miembro. En lugar de ello, se considera útil y necesario internacionalizar y globalizar esta causa rebasando los confines políticos, ignorando la diversidad de las culturas y civilizaciones, y terminando por exaltar el universalismo desde un particular punto de vista ético y jurídico. En realidad, el "derecho a la vida" y su universalidad siguen siendo, como queda claro también en el lenguaje de Bobbio, una nobilísima aspiración moral que el derecho internacional positivo aún no ha conver­ tido en prescripciones unívocas, ni mucho menos hecho efectiva. La Decla­ ración universal de los derechos del hombre, de 1948, que en el artículo 3 proclama el "derecho a la vida" de todo individuo, al lado del derecho a la libertad y a la seguridad, carece notoriamente de fuerza jurídica internacional inderogable. Y ciertamente no es casualidad que la Convención europea de los derechos humanos, de 1950, haya excluido, como hemos señalado, que el reconocimiento del derecho a la vida comporte la abolición de la pena de muerte. El Pacto sobre los derechos civiles y políticos, de 1966, segura­ mente vinculante para todos los Estados que lo han ratificado, se limita en la primera parte del artículo 6 a formulaciones ambiguas y evasivas: "El dere­ cho a la vida es inherente a la persona humana. Este derecho debe ser protegido por la ley. Ninguno puede ser arbitrariamente privado de la vida";

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que polemizan contra los gobiernos de otros Estados a causa de su prác­ tica de la pena de muerte. Característica ha sido, por ejemplo, la nota que en agosto de 2007 dirigió el Ministro italiano de Relaciones Exteriores, Massimo D’Alema, a la embajada de Irán deprecando por las sentencias capitales que habían sido emitidas por la magistratura iraní y pidiendo su suspensión. El gobierno iraní replicó legítimamente rechazando la interferencia de Italia, a la que entre otras cosas habría podido echar en cara su complicidad con los Estados Unidos en la sanguinaria ocupación militar de Afganistán, que ya dura desde hace más de seis años.

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y sucesivamente dedica amplio espacio a prescripciones que tienden a limitar la pena de muerte, pero sin vetarla en lo más mínimo.54

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Por lo demás, no existe ningún documento europeo que, al rechazar la pena capital como violación al derecho a la vida, alguna vez haya incluido en la noción de "derecho a la vida" también el derecho a no ser matados en guerra y el deber de no matar civiles y militares inocentes en el curso de una guerra de agresión, como lo ha sido indiscutiblemente, entre las muchas otras de los últimos quince años, la guerra de los ejércitos anglo-americanos contra Irak en 2003. Es, además, el caso de recordar que los principales Estados europeos participaron en 1999 en la guerra de agresión de la NATO contra la República Federal Yugoslava —decidida por la administración Clinton en abierta violación a la Carta de las Naciones Unidas— sin que el tema del "derecho a la vida" haya sido planteado en alguna sede institucional, ni siquiera por los militantes de Amnesty International y, sobre todo, de Nessuno tocchi Caino, una organización que no hace profesión de pacifismo. Entonces, si los postulados éticos de la ilegitimidad universal de la pena de muerte parecen frágiles y esto facilita sin duda la tarea de las grandes potencias —in primis los Estados Unidos— que no tienen la intención de doblegarse a la petición de suprimir la institución de la pena de muerte y se niegan con argumentos de carácter formal a internacionalizar el tema de la pena capital, como el de cualquier otra institución del derecho penal interno. En realidad, parece sabio considerar —como está implícito en la misma posición de Bobbio—55 que, rebus sic stantibus (en el actual estado de cosas), el "derecho a la vida" y los valores éticos subyacentes carecen de universalidad jurídica tanto en el plano normativo como en el de su efectividad reguladora. Siguen estando arraigados en la historia política, cultural y religiosa de algunos países y son el resultado particular de luchas políticas, 54 55

Véase el texto del Tratado en el sitio: . Véase N. Bobbio, L‘etâ dei diritti, pp. XIII-XIV.

a menudo largas y violentas, entre fuerzas sociales portadoras de intereses opuestos y no negociables.Y tampoco debería pasarse por alto que la misma noción de "vida" es todo menos pacífica: en Occidente no faltan pensadores como John Finnis,56 por ejemplo, que consideran el aborto voluntario como un asesinato que debería ser castigado como tal, mientras que son favorables a la pena capital.

La pena de muerte es una cuestión antropológica y filosófica demasiado seria —y demasiado profundamente arraigada en la historia de la humanidad— como para pensar que sea posible abolirla rápidamente junto con sus modelos ancestrales todavía difundidos, como el linchamiento, la lapidación y el suplicio, y que sea posible favorecer la abolición apelando a valores éticos absolutos o a principios jurídicos considerados universales pero que están privados de efectividad o, peor aún, recurriendo a las Naciones Unidas. Una aproximación realista sugiere una consideración atenta del profundo arraigo que la pena de muerte ha tenido y todavía tiene en las estruc­tu­ ras del poder político y en la lógica jerárquica y represiva de las religiones, trascendentes o no trascendentes. La lucha contra la pena de muerte no puede coincidir con una batalla política y cultural de gran aliento contra las filosofías y las ideologías que veneran "a los ídolos temporales" y exigen una fe absoluta, impartiendo incansablemente castigos absolutos.57 En todo caso, la pena de muerte, como su no menos despiadada variante humanitaria, que es la ergástula, parece destinada a acompañar todavía durante mucho tiempo el desarrollo de la civilización humana, incluida la occiden­ tal, de una manera no diversa a la del desarrollo de la guerra, en sus formas sanguinarias y devastadoras.Y no es del todo cierto que Europa misma 56 Véase J. Finnis, Natural law and Natural Rights, Oxford, Clarendon Press, 1980; J. Finnis, Aquinas. Moral, Political and Legal Theory, Oxford, Oxford University Press, 1999. 57 Véase A. Camus, Réflexions sur la guillotine, p. 65.

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VIII. La pena de muerte como suplicio humanitario

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no pueda convertirse de nuevo a la pena capital, por lo menos mientras no lo decidan algunos de sus Estados.

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Elías Canetti nos ha enseñado a no hacernos demasiadas ilusiones. Desde los orígenes de la sociedad humana hasta el día de hoy, la contra­ seña del poder ha sido siempre el derecho de vida o muerte: "la muerte en cuanto amenaza es la moneda del poder", es su célebre formulación. La potencia política y la garantía de la supervivencia de las personas y de los grupos sociales y matar al otro (o a los otros) son, al mismo tiempo, expresiones de la propia potencia y garantía de la propia supervivencia. Quien no sabe matar, o no está dispuesto a hacerlo, no sabe mandar y no puede sobrevivir. Condenar a muerte es el sello distintivo del poder absoluto de los soberanos, reyes o emperadores, y su poder sigue siendo absoluto sólo hasta que su derecho de infligir la muerte siga siendo indiscutido. Simétricamente, la muerte se mantiene lejos de quien es potente por medio de instrumentos de violencia y muerte: mors tua vita mea (tu muerte es mi vida).58 Por su parte, las grandes religiones —piénsese particularmente en el monoteísmo hebreo-cristiano— han fundado la ‘justicia punitiva’ (y la violen­ cia persecutoria) invocando la idea del orden y de la armonía del universo. La sanción penal, sobre todo la pena capital, ha sido concebida como una suerte de resarcimiento cósmico: punir y expiar significa restablecer el equi­ librio infringido por el comportamiento inmoral o ilegal, significa restaurar el ‘equilibrio natural’, poniendo de nuevo en vigor la racionalidad inmanente de la creación. Y en contextos ‘primitivos’ de sociedades mítico-rituales, como lo ha sostenido René Girard, la pena de muerte ha asumido a menudo un explícito significado victimario y sacrificial. En situaciones de crisis de 58 Véase E. Canetti, Masse und Macht, Hamburgo, Claassen, 1960, pp. 189-190, 515, 571; véase también N. Bobbio, "Il dibattito attuale sulla pena di morte", pp. 232-233.

Como Albert Camus lo ha sostenido con excepcional eficacia, hoy la pena de muerte expresa, en las formas de un poder represivo particularmente despótico, lo despiadado de las creencias dogmáticas religiosas o secularizadas. En el patíbulo se concentra la violencia vejatoria y el maniqueísmo de las ideologías políticas absolutistas o teocrático-imperiales, todavía muy difundidas en el mundo.61 El castigo supremo, ha escrito Camus, ha sido siempre —y lo es todavía— una "pena religiosa", sea en el sentido de que ha sido sistemáticamente utilizado por las iglesias, sea en el sentido de que ha sido conminado por las autoridades que se han investido de un poder ético supremo, expresión de una verdad total mundana o sobrenatural. El castigo supremo y definitivo reenvía a una suprema y definitiva certeza moral, y así es sancionada de modo irreparable una culpa­ bilidad incierta y relativa y, por tanto, no imputable a la exclusiva respon­ sabilidad del individuo inmolado sobre el patíbulo.62 La seguridad dogmática 59 Véase R. Girard, Le bouc émissaire, Paris, Grasset & Fasquelle, 1982; traducción italiana: Il capro espiatorio, Milano, Adelphi, 1987. 60 Véase M. Foucault, Sourveiller et punir, op. cit., passim. Sobre el ritual judicial, véase A. Garapon, Bien juger. Essai sur le rituel judiciaire, Paris, Éditions Odile Jacob, 2001. 61 De los 54 países que conservan hoy en día la pena de muerte, al menos 43 están gobernados con toda seguridad por regímenes autoritarios. 62 Véase A. Camus, Réflexions sur la guillotine, p. 47.

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lacerante conflictividad e inestabilidad del grupo social, el linchamiento ritual de una víctima —el ‘chivo expiatorio’— tiene la función de devolver la paz y reconquistar el favor de los dioses. También en la civilizadísima y democrática Atenas, el linchamiento de un desventurado tenía un efecto que devolvía la seguridad: era una suerte de medicina social, de farmakon, precisamente, que protegía, sanaba y soldaba de nuevo los lazos colec­ti­ vos.59 Michel Foucault mostró cómo el ritual del suplicio ha sido durante siglos en Europa —incluida la Europa moderna— un instrumento esencial de legitimación moral y glorificación del poder real e imperial. Y ha soste­ nido que el entero dispositivo penitenciario moderno, incluida la pena de muerte, no es otra cosa sino un suplicio humanitario y "moral", del que se sirve un poder totalitario para disciplinar las almas y los cuerpos.60

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del Juez supremo, que se arroga autoridad moral, poder y conocimientos más que humanos, no conoce la compasión, es decir, el sentimiento que se solidariza con el sufrimiento y la desdicha común a los seres humanos, no contempla la miseria, la fragilidad, la vulnerabilidad de la condición humana. El juez supremo se atribuye una inocencia moralmente absoluta y esto lo autoriza a atribuir al imputado una culpa absoluta y a apagar su vida negándole toda posibilidad de recuperación y toda esperanza. Esto no significa creer que todos los seres humanos sean buenos y que todos merezcan ser perdonados. Significa más bien que la pena de muerte debe ser abolida por motivos de "pesimismo razonado, de lógica y de realismo",63 porque, sigue escribiendo Camus, la sentencia capital despedaza la única solidaridad humana indiscutible, la solidaridad contra la muerte, y tal sentencia, por tanto, no puede ser legitimada sino por una verdad y por un principio que se ponga por encima de los seres humanos.64

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Por éste, por este implícito reenvío a un juicio divino que será pronunciado en el mundo ultraterreno, la Iglesia Católica ha admitido siempre la necesidad moral de la pena de muerte y en otros tiempos la ha infligido sin parsimonia y hasta hace pocos años ha reconocido a los Estados el derecho de aplicarla. La fe en la inmortalidad del alma ha permitido al catolicismo no plantearse el problema de la pena capital porque jamás se ha plan­ teado el problema de la vida terrena como tal. En realidad, sólo quien se ha liberado del poder de los ídolos, trascendentes o mundanos, puede amar la vida hasta el fondo de sí mismo y respetarla en sí y en los otros como un bien preciosísimo y efímero. Sólo quien sabe que no sabe puede ser hasta el fondo de sí mismo un amante de la paz, un enemigo de la guerra y un adversario intransigente de la pena capital.

63 64

Ibid., p. 67. Ibid., p. 59.

Algunas líneas todavía para señalar una posible conclusión. A la luz de las reflexiones que hemos desarrollado hasta aquí se puede sostener que los Estados Unidos están a favor de la pena capital porque esta institución es coherente con la ideología represiva y las exigencias funcionales de un poder que ha asumido formas neoimperiales y ambiciones hegemónicas globales. Una vez superado el trauma de la guerra de Vietnam y hecha la profilaxis de la crisis del comunismo, los Estados Unidos han puesto a circular de nuevo la estrategia de la "doctrina Monroe", expandiéndola más allá del área del continente americano, hasta atribuirle una dimensión universalista y global. Lo que llamamos "globalización" coincide en gran parte con el proceso de americanización de Occidente y de occidentalización del mundo. A partir del final de la guerra fría y de la disolución del imperio sovié­ tico, la superpotencia norteamericana ha logrado imponer al planeta entero el monopolio de su economía, de su potencia militar, de su visión del mundo y de su mismo lenguaje y vocabulario conceptual: Caesar dominus et supra grammaticam.65 Los Estados Unidos contraponen una visión "monoteísta" —en particular la ultra-conservadora de los neocon (o teocon) del actual grupo dirigente republicano— al pluralismo de los valores y de las tradi­ ciones culturales y a la creciente complejidad y turbulencia del mundo con­ tem­poráneo. Y no es casualidad que la doctrina de la "guerra justa", de ascendencia cristiana e imperial, haya sido propuesta de nuevo en estos años en el interior de la cultura política estadounidense y que la "guerra justa" haya sido declarada por el presidente Bush como la guerra preven­ tiva que él ha desencadenado contra el "eje del mal", es decir, contra los así 65 Véase C. Schmitt, Der Nomos der Erde im Völkerrecht des Jus Publicum Europaeum, Berlin, Duncker und Humblot, 1974, pp. 231-232, 311-312. Sobre la tendencia de los Estados Unidos a imponer su propio vocabulario, su propia terminología y sus propios conceptos a los pueblos subordinados véase: C. Schmitt, "Völkerrechtliche Formen des modernen Imperialismus", Auslandsstudien, 8 (1933), ahora en: C. Schmitt, Positionen und Begriffe im Kampf mit Weimar, Genf, Versailles 1923-1939, Hamburgo, Hanseatische Verlagsanstalt, 1940, pp. 179-80.

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IX. La alternativa europea

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llamados "Estados canallas", y el global terrorism. Es una estrategia que está sostenida por la inquebrantable certeza de que la fuerza, en particular la de las armas, puede y debe ser puesta al servicio del bien: el patíbulo y la guerra son los instrumentos de un poder que se siente puesto por la Providencia en el centro del mundo y por encima de él.

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En este contexto global y "neo-imperial" es donde se justifica la férvida conversión de los Estados Unidos a la causa de la pena de muerte, y tanto más en el cuadro de la nueva ideología penal botada al mar en los años noventa: la zero tolerance. El territorio del país es objeto de un control minucioso y sometidos a una represión inflexible —la war on crime— están los comportamientos desviados, aún los de naturaleza leve, de los sujetos marginales que no se adaptan a los modelos del conformismo social. La administración penitenciaria tiende a ocupar los espacios que ha dejado libre la desmovilización institucional de amplios sectores de la vida política, social y económica del Welfare State. Se trata de un drástico tránsito de una con­ cep­ción "positiva" de la seguridad —como prevención colectiva contra los riesgos y como solidaridad social— a una concepción "negativa" de la seguridad, enten­dida como exclusiva represión policiaca del crimen. Según Loïc Wacquant, la progresiva pérdida de la regulación económica y la hiperregulación penal van de la mano: la progresiva pérdida de la inversión social supone y provoca el exceso de inversión en las cárceles, y éstas como lo ha sostenido Zygmunt Bauman, ya se han convertido en descargas humanas que, de una manera no diversa a la del patíbulo, tienen el cometido de inca­ pacitar y aniquilar moralmente a los sujetos que se desvían.66 El difundido fervor justicialista y vindicativo —piénsese en el imponente fenómeno del Victim‘s Rights Movement—, que exalta hoy las virtudes terapéuticas de la cárcel y de la pena de muerte, no corresponde, sin embargo, a un requisito de racionalización de la intervención represiva. Al contrario, en el fondo se Véase: L. Wacquant, Les prisons de la misère, passim; Z. Bauman, Globalization: The Human Consequences, Cambridge, Polity Press, 1998, p. 124. 66

¿Puede ser pensada Europa como una alternativa a todo esto? Según los exponentes del pensamiento neocon —William Kristol, Richard Pearle, Paul Wolfowitz y sobre todo Robert Kagan—67 la "vieja Europa", idealistamente dedicada a la legalidad e incapaz de usar la fuerza, debe alinearse en la posición de la superpotencia norteamericana. Obviamente, no faltan dentro de la cultura política europea corrientes de pensamiento que se adhieren a una prospectiva atlantista, incluso en el terreno de la filosofía de la pena y de las instituciones penitenciarias y comparten la estrategia de la zero tolerance y de la ilimitada expansión de las sanciones carcelarias.Y no faltan —como lo hemos señalado—, también exponentes políticos que auspician la reintroducción de la pena de muerte. Esto no impide que hoy sobreviva y prevalga en el interior de la cultura política europea una tradición de pensamiento que se inspira en los valores de la Ilustración y de su revolución laica, racionalista e individualista. Es la tradición que conserva, como un núcleo no manipulable de la modernidad occidental, las instituciones del Estado de derecho fundadas sobre la autonomía individual, sobre la tolerancia religiosa, sobre la libertad de investigación, sobre el diálogo entre las diferentes culturas y civilizaciones y rechaza

67 Véase R. Kagan, "Power and Weakness", Policy Review, junio-julio 2002, ahora también en el sitio: ; R. Kagan, Of Paradise and Power: America and Europe in the New World Order, New York, Alfred Knopf, 2003. Para una lúcida crítica del pensamiento neocon, véase: G. Preterossi, L‘Occidente contro se stesso, Roma-Bari, Laterza, 2004.

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perfilan nuevas inseguridades e impelentes demandas de protección, hábilmente instrumentalizadas por las oligarquías políticas. Al lado de extensos procesos de marginación social, de discriminación racial y de empobre­ cimiento colectivo, emergen miedos irracionales de frente a un mundo siempre más complejo, turbulento y dividido: es el mundo de Guantánamo, de Abu Ghraib, de Bagram, de Polj-Charki, de la inflación carcelaria y de la pena de muerte.

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la máscara potestativa y violenta del Occidente extremo. Rechaza su univer­ salismo imperial, su delirio de omnipotencia, su culto de la fuerza. Es una corriente de pensamiento que profesa una concepción abierta y heurís­tica del conocimiento, de la investigación científica y de la moral misma, y que se bate contra todo fundamentalismo monoteísta —incluido el judicial— en nombre del pluralismo, de la diferenciación y de la complejidad del mundo. Para esta tradición, como ha escrito Bobbio, los frutos más sanos de la tradición intelectual europea son "la curiosidad de la investigación, el aguijón de la duda, la voluntad del diálogo, el espíritu crítico, la mesura en el juzgar, el escrúpulo filológico, el sentido de la complejidad de las cosas".68 El rechazo a la pena de muerte pertenece, como uno de sus frutos más sanos, al patrimonio cultural de Europa, a su irrenunciable civilización jurídica. Pero se trata sólo de un primer paso, ya que tiene escaso valor deci­dir ahorrar vidas humanas abatiendo el patíbulo si al mismo tiempo se hace estrago en la guerra de personas inocentes, civiles o militares, usando instrumentos de destrucción masiva. No habrá paz duradera entre los seres humanos en la vida civil y en las relaciones internacionales, hasta que hayan sido abatidos los ídolos sanguinarios que consagran moralmente el patíbulo y bendicen las guerras. Nuestra espera, inevitablemente, será muy larga. Posdata. Du’a Khalil Aswad era una joven de 17 años, de religión yezidi, perteneciente a una etnia del Kurdistán iraquí, que todavía estaba ocu­pada bajo las milicias estadounidenses; se había enamorado de un muchacho iraquí, árabe y musulmán, con el cual se encontraba en secreto, pero que se había negado a desposarla. Humillada e irremediablemente deshonrada, se había refugiado por algunos días en casa de un jefe yezidi, que luego la había convencido de regresar con su familia, asegurándole que había sido perdonada. En cuanto regresó a casa, sus parientes, entre los cuales estaban el hermano, el tío y un primo, la desnudaron, la golpearon hasta dejarla

68

Véase N. Bobbio, Politica e cultura, Turín, Einaudi, 1995, p. 281.

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bañada en sangre, la arrastraron a la plaza pública y finalmente la lapida­ ron a muerte con grandes piedras en presencia de una muchedumbre de espec­­tadores, incluidos algunos guardias armados. Sucedió el 7 de abril del 2007, en Bashika, en los alrededores de la ciudad de Mosul. Este ensayo está dedicado a la memoria de Du’a Khalil.

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VII. Las intervenciones humanitarias y la causa justa de guerra

TERESA SANTIAGO*

* Teresa Santiago es Doctora en Humanidades, línea Filosofía política por la Universidad Autónoma Metro­politana-Iztapalapa institución de la cual es profesora-investigadora en el Departamento de Filosofía. Sus áreas de interés son la ética social; la filosofía del conflicto: guerra y relaciones internacionales; la filosofía moderna y contemporánea. Es autora de los libros: Justificar la guerra (México, 2001); Función y crítica de la guerra en la filosofía de I. Kant (Barcelona, 2004); Breve introducción al pensamiento de I. Kant (México, 2006); La paradoja de Hobbes (México, 2010). Es compiladora de varios libros. Per tenece al Sistema nacional de Investigadores desde 2004.

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C

Introducción

arl Schmitt tenía la convicción, acertada en más de un sentido, de que la invención del derecho público europeo fue uno de los grandes descubrimientos de Occidente. Bajo ese nuevo paradigma, los Estados son vistos como entes iguales. Más allá de si enarbolan causas justas o injustas cuando deciden emprender una guerra, sus relaciones se definen en tér­ minos de la distinción amigo-enemigo, que es la esencia de "lo político". La utili­zación de esta pareja de conceptos hace posible la exclusión de otro tipo de categorías, entre ellas las morales: bueno, malo, justo e injusto. Para valorar qué tan importante fue este avance en el modo de concebir los derechos y deberes de los Estados en sus relaciones mutuas, es necesario anotar que la idea de una "causa justa" de guerra, tal y como fue concebida por los teólogos que asumieron esa doctrina, cuya paternidad intelectual se atribuye a San Agustín, estaba condicionada a una recta intención que debía coincidir con una justicia divina, no humana. De acuerdo con

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ese principio, una guerra es justa porque obra a favor y no en contra de lo que Dios manda. El proceso que llevó a la politización y, por ende, a la secu­ larización de la concepción de la guerra y de las relaciones interestatales duró varios siglos: en Maquiavelo y Hobbes hallamos posturas típicamente realistas que evitan incorporar el juicio moral en su reflexión acerca de la política, tanto interna como externa. De otra parte, Grocio, conside­ rado como uno de los padres del derecho interestatal, junto con Francisco de Vito­ria, es al mismo tiempo un buen representante de la doctrina de la causa justa de guerra en su vertiente humanista, esto es, moderna. Lo propio de su perspectiva es pensar al derecho interestatal como un conjunto de reglas y principios independientes de la teología, emanados de la recta razón o de un "derecho de gentes" que sería el equivalente público del derecho natural en los individuos. Así, aunque Grocio es un continuador del Bellum Justum, la diferencia con la rama teológica de esta tradición radica en que concibe su validez como independiente de la autoridad divina y eclesiástica.

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En efecto, la autonomía del derecho interestatal no implicó el abandono absoluto de los principios de la doctrina de la causa justa de guerra. Los encontramos en Grocio, Pufendorf y Vatel, si bien secularizados en su incorporación a un derecho de gentes. Pero es importante señalar que para cuando la modernidad entró en la fase de la Ilustración, la concepción filosófica dominante de las relaciones interestatales y de la guerra era la política y no la teológica. La separación entre moral y derecho se había consumado de manera bastante exitosa, como puede constatarse en la filo­ sofía de Kant, uno de los representantes más perspicuos de la Aufklärung. En efecto, el autor de la Crítica de la razón pura había puesto las cosas en su lugar, señalando que desde la razón pura práctica debía formularse el "veto de la razón: No debe haber guerra"1 y la manera de cumplir con dicho imperativo era construir las condiciones de una paz perpetua. No obstante,

1

El argumento completo está en MS, §62.

¿Cómo explicar entonces el cuestionamiento a este paradigma tan altamente valorado por Carl Schmitt en el temprano siglo XX? Tal vez no sea exagerado afirmar que la necesidad de reintroducir la perspectiva moral en la reflexión acerca de la guerra —tanto el derecho a la misma, como la conducta desempeñada en ella— empezó a darse sólo después del gran trauma que ocasionó la Primera Guerra Mundial en el inicio del siglo pasado. Hay que decir, sin embargo, que el derecho internacional no ha reincorporado y, probablemente, no lo hará, el antiguo concepto de "causa justa". Son los actores de la escena internacional los que en ocasiones recurren a esta expresión cuando quieren justificar una conducta que, por lo general, sería sancionada por el derecho vigente. Apelar a la "causa justa" es el disfraz que, en muchas ocasiones, se utiliza para hacer valer por la fuerza las causas más dudosas. Pero el uso retórico de la noción no cancela la validez ni la pertinencia de las discusiones que en el terreno de la filosofía se vienen dando 2 Quizás la única guerra justa que Kant parece aceptar es la que se ven obligados a llevar los Estados contra el enemigo injusto, aquél "cuya voluntad públicamente expresada (sea de palabra o de obra) denota una máxima según la cual, si se convirtiera en regla universal, sería imposible un estado de paz entre los pueblos y tendría que perpetuarse el estado de naturaleza" (MS, §60). Empero, este punto ha sido objeto de discusión entre algunos estudiosos de Kant. A favor de que sí se le puede considerar un defensor de la causa justa de guerra, puede verse el libro de Briand Orend: War and International Justice. A Kantian Perspective, Wilfrid Laurier University Press, Ontario, Canadá, 2000.

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pensaba que mientras esta meta no se lograra y dado que se trata de la meta más difícil y la que más tardíamente puede ser alcanzada, se debe pasar antes por una serie de etapas, entre las cuales se halla una especie de "revolución republicana" llevada a cabo por los Estados, una asociación o federación para la paz y un derecho cosmopolita. Para Kant, este orden de cosas no podía darse de otra manera: para alcanzar el ideal moral de la paz perpetua, el camino tenía que ser, primero, el de la construcción de insti­ tuciones políticas y jurídicas que establecieran condiciones de libertad y de justicia sobre las cuales poder proyectar ideales más altos. "Moralizar" la guerra simplemente le parecía una aberración.2

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desde hace varias décadas sobre cómo dotar de un sentido ético a la guerra una vez que hemos constatado la dificultad —por no decir la imposibilidad— de cancelarla o reducirla a eventos excepcionales.

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Las dos guerras mundiales, por sólo mencionar las de mayor escala militar y número de pérdidas humanas, contribuyeron en gran medida a cambiar, tanto la concepción racionalista, como la idea romántica de la guerra tan bien representada por Hegel o Nietzsche. No le faltaba razón a Kant cuando pensaba que la guerra es una cruel maestra, pero maestra al fin. Estos dos eventos ocurridos en un lapso tan corto, hicieron posible que se construyeran nociones que ahora ocupan un lugar central en el ámbito jurídico internacional, me refiero a las nociones de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, que junto con otros más asociados a éstos, forman la familia denominada "crímenes internacionales". Además, se operó un cambio fundamental en cuanto a lo siguiente: "Las normas del derecho internacional son vinculantes para los Estados, no para los individuos. A partir del Estatuto de Nuremberg de 1945, no obstante, los Estados acordaron que los responsables de transgredir alguna de estas leyes podían ser casti­ ga­dos, al menos por los tribunales penales inter­nacionales."3 El caso del dictador Pinochet puede considerarse emblemático en este sentido. Por otra parte, la lucha por la defensa de los derechos humanos, nunca tan vigo­rosa y amplia, es una muestra más de cómo ha ido impactando en distintos ámbitos y niveles la urgencia por recuperar la dimensión ética en el ámbito de las relaciones interestatales: nuevas leyes, tribunales, convenciones, y estatutos han sido creados a partir de la necesidad de que se haga justicia no sólo al interior de las naciones, sino más allá de sus fronte­ras respectivas. El primer problema a enfrentar a partir de lo anteriormente bosquejado es, obviamente, cómo conciliar esta necesidad incuestionable, con el

3 Geoffrey, Robertson, Crímenes contra la humanidad. La lucha por una justicia global, Siglo XXI, España, 2007, p. 96.

Rwanda y Kosovo obligaron, una vez más, a la revisión de los argumen­ tos a favor del principio de no intervención entre los Estados, consagrado en la Carta de Naciones Unidas (Art. 2-4). Este artículo expresa la prohibición de que los países miembros de la ONU amenacen o usen la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, así como cualquier otra conducta que resulte inconsistente con los Propósitos de la Carta que, en primer término, señala la meta de mantener la paz y la seguridad (Art.1); de manera que para lograrlo se deberán tomar las medidas necesarias para prevenir y remover todo lo que represente una amenaza a la paz. No hay duda de que cualquier intromisión en los asuntos o el territorio de otro país, en efecto, puede resultar una causa de guerra. En otras palabras, el nuevo orden promovido por este organismo nacido a raíz de las dos guerras mundiales, está apuntalado en el respeto mutuo.

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respeto a la soberanía de los Estados expresado en la carta de Nacio­ nes Unidas y, en este tema, el caso de las intervenciones humanitarias (IH) ocupa un lugar central. En él quedan planteadas de manera muy evidente todas las dificultades, dilemas y controversias a que da lugar la competencia entre los derechos y soberanía de los Estados, por una parte y, de la otra, los derechos, autonomía y dignidad de las personas. El genocidio cometido en Rwanda (1994) causado por el odio entre las etnias rivales y el bom­bar­ deo de Kosovo (1999) por las fuerzas de la OTAN abrieron un debate nunca más vivo acerca de la justificación de intervenir militarmente un país con la finalidad de evitar graves violaciones a los derechos humanos. En el primer caso, sabemos que el cálculo de costos y beneficios por parte de la comunidad internacional paralizó toda posible ayuda a los cientos de miles que a diario morían en las callejuelas de Rwanda a golpes de machete asesta­dos por sus enemigos. En el segundo caso, por el contrario, la OTAN justificó su "eficiente" intervención con el fin de evitar que estallara —Clinton dixit— "un barril de pólvora en el corazón de Europa", si bien no pudo detener las masacres masivas contra los pobladores de esa región de la antigua Yugoslavia.

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Pero ¿puede esta máxima del respeto ser inviolable al punto de prohibir la acción en situaciones de emergencia como son los genocidios, las masacres y otras violaciones a los derechos humanos? En suma, ¿tienen un valor moral más alto los Estados que las personas?

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Como en la mayoría de los debates provocados por la incompatibili­ dad de razones y criterios con relación a una misma norma de conducta, en el caso del principio de no intervención existen dos posturas rivales: quienes están a favor de que pueda haber excepciones al principio y quienes se opo­ nen. En ambos grupos, las razones y los argumentos son muy diversos y, hay que reconocerlo, en ambos hay puntos convincentes dignos de ser defendidos. El interés que guía este escrito no es agotar los argumentos de uno y otro bando, sino hacer un planteamiento general que sirva de telón de fondo para centrarme en una discusión más acotada dentro del debate gene­ ral: si las IH pueden considerarse las nuevas guerras justas del siglo XXI, y qué principios de contención deberían exigir. Desde mi punto de vista, hay dos versiones dominantes: la del libera­ lismo político, para la cual las IH son finalmente guerras y, por ende, bastan los principios de contención ya establecidos en el orden internacional, y la que podríamos llamar una versión "grociana" caracterizada por incorporar prin­cipios de contención especiales acordes con la noción de "humanitarismo". Para ejemplificar la primera versión me apoyaré en un argumento del filósofo Fernando Tesón, ya que él mismo caracteriza su postura como "liberal" en defen­sa de las IH; aunque también emplea herramienta kantiana. En cuanto a la segunda versión, obviamente es Grocio el filósofo que me permitirá introducir un principio humanitario a partir de su noción de ‘mode­ ra­ción’,4 ligada al Decorum o virtud. Esta es una propuesta a la cual recien­ temente se han sumado algunos autores5 y que resulta atractiva porque si 4 Cfr. De Iure Belli ac Pacis, vol III, I.1, edición, traducción y estudio preliminar R.Tuck/J. Barbeyrac, Knud Haakonssen, editor general, Liberty Fund, Indianapolis, 2005. 5 Cfr. Larry May, War crimes and Just War, Cambridge University Press, Nueva York, 2007.

Una aclaración más se hace necesaria para terminar de bosquejar el marco teórico del presente trabajo. En la presentación general de cuáles son las cuestiones más recurrentes cuando se debate en torno de las IH, se hará mención de una cantidad considerable de autores que actualmente intercambian argumentos en pro y en contra de las IH desde el ámbito de la filosofía. La mayoría de ellos son autores anglosajones y unos más de Europa continental, en donde también hay casos excepcionales como los de Noam Chomsky (El nuevo humanitarismo militar) y Danilo Zolo (La justicia de los vencedores, entre otras obras), que claramente están en contra de las IH. La razón de ello no radica en una parcialidad teórica adoptada arbitra­ ria­mente, sino porque son sin duda los pensadores de esas latitudes quienes más han debatido esta cuestión desde diferentes posturas, y esto no es extraño si pensamos que son sus países de origen los que han desarrollado políticas expansionistas e imperialistas. Las posturas en la "periferia" de la comunidad internacional (Latinoamérica, África, y algunos países asiáticos) casi siempre son contrarias a la idea de intervenciones con fines humanitarios porque consideran que es una manera de disfrazar las nuevas guerras imperialistas. Más que un debate, lo que encontramos en este ámbito es el rechazo casi generalizado a considerar como un tema genuino y, por ende, digno de ser discutido en el terreno académico de la filosofía; existe el prurito intelectual de que esta discusión, de alguna manera, valida o justifica las intervenciones militares. Mi convicción es que si bien es innegable que las IH pueden servir en la mayoría de las ocasiones como el pretexto idóneo de las potencias militares para intervenir en el destino político y los bienes de ciertas regiones estratégi­cas, ello no cancela la validez de la preocupación ética de si es moralmente correcto intervenir (o no hacerlo) cuando se

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bien es cierto que Grocio está inscrito en la antigua tradición del Bellum Justum, resulta interesante para la filosofía contemporánea encontrar en dicho autor una genuina preocupación por la conducta honorable de los com­ batientes —algo que, desde luego, está ausente hoy en los ejércitos— lo que le lleva a buscar un principio humanitario no religioso sino eminentemente moral.

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dan graves violaciones a derechos fundamentales de los individuos. Rwanda, Kosovo, Armenia, Myanmar, son tan solo los nombres más visibles de graves lesiones a la humanidad en su conjunto; su memoria debe conducirnos a reflexionar acerca de qué princi­pios éticos pueden servir para crear con­ diciones diferentes a las que dieron lugar al horror, evitando así al máximo la violación de los derechos funda­mentales de las personas y, con ello, ale­jar la causa de las posibles intervenciones militares.

I. Soberanía, derechos humanos y la consistencia del principio de las IH La soberanía de los Estados modernos fue montada, en gran medida, sobre los escombros que dejaron una infinidad de conflictos bélicos. Soberanía que por ser el producto de la historia, no tiene carácter eterno, mucho menos, divino o absoluto. Y sin embargo, es algo a lo cual los Estados no pueden renunciar; por el contrario, buscan reafirmarla en cada uno de sus actos hacia el exterior. Con el término ‘intervenciones humanitarias’ se intenta acuñar un tipo de intervención o injerencia militar que, no siendo nueva, se pone en la mira con el fin de señalar su posible legitimidad. Ya afirmábamos que han sido algunas experiencias de tragedias humani­ tarias, como las ocurridas en Rwanda, Kosovo, o Somalia las que "propiciaron esta significativa nueva atención al problema de usar la fuerza militar para propósitos humanitarios en las relaciones internacionales.6 Es importante señalar que los argumentos a favor de éstas son de carácter ético, no obstante que los dilemas planteados por ellas rebasan este ámbito. Lo que aquí nos interesa es revisar algunos de los más frecuentes a favor de las IH y su conexión con la doctrina de la causa justa de guerra. Empecemos por los intentos más recientes de caracterización de una intervención militar:

6 George R. Lucas Jr., "From jus ad bellum to jus ad pacem: re-thinking just-war criteria for the use of military force for humanitarian ends", en Ethics and Foreign Intervention, Deen K. Chaterjee y Don E. Shield, eds., Cambridge University Press, Cambridge, 2003, pp. 72-96.

Queda por definir el otro término, ‘humanitaria’, lo que nos lleva a un terreno clave de la discusión, porque cualquiera que sea la mejor definición de éste, es obvio que parece chocar con el otro término con el cual forma una pareja conceptual. Una intervención militar es una guerra y las guerras nunca han sido humanitarias o, por lo menos, no se pretende que lo sean. Como apunta la definición anterior, una intervención es coercitiva; es decir, una acción de fuerza. Contra la intuición o el sentido común, se afirma que, en efecto, "Una ‘verdadera’ intervención humanitaria… debe ser entendida como una intervención militar que tiene metas humanitarias como su propósito domi­ nante."8 Conforme a lo anterior, una IH es aquella que puede ser justificada moralmente en virtud de sus fines u objetivos. Veremos, sin embargo, que esto no ayuda a clarificar el asunto porque podría darse el caso de que no se justificaran moralmente las acciones de una IH y, sin embargo, haberse realizado con fines humanitarios.También puede darse el caso de empresas militares que no tengan como prioridad objetivos humanitarios, pero consiguen buenos resultados en este terreno. ¿Son entonces los resultados o más bien los propósitos los que cuentan para calificar de "humanitaria" a una intervención militar? En su ya clásico Guerras justas e injustas, Walzer concibe la intervención humanitaria como respuesta a casos que "conmueven la conciencia 7 8

Deen K. Chaterjee, op. cit., p.1. Ibidem, p. 2.

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‘Intervención’ en el contexto de los asuntos internacionales, usualmente signi­ ­fica una acción coercitiva de algún tipo llevada a cabo por un agente exter­ no, que tiene lugar al interior de un Estado soberano. Para ser una ‘Intervención’, la acción debe ser coercitiva; y normalmente no incluye acciones deseadas o requeridas por el país huésped.7

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moral de la humanidad"9 y entiende por esto algo que repugna a la moral de toda persona. Walzer no recurre a la historia de la ética o a complicadas teorías filosóficas, y considera que tampoco vale la pena averiguar la opinión de los líderes políticos: "A lo que nos referimos es al conjunto de con­ vicciones morales de los hombres y las mujeres corrientes, convicciones adqui­ridas en el transcurso de sus actividades cotidianas".10 Los ejemplos que utiliza para ilustrar su idea son la intervención de Estados Unidos en Cuba (1898-1902) para frenar el intento de España de reasentamiento forzoso, ignorando la lucha insurgente del pueblo cubano11 y la intervención de la India (1971) para frenar el exterminio de los bengalíes en el recién autonomizado Bangladesh. En el primer caso, se estaba sometiendo a la población civil a una "reconcentración" en una zona establecida por las fuerzas de dominación sin la menor posibilidad de salir, moverse, ni trabajar los cultivos. En el segundo, se dio la masacre de la población civil bengalí y la huida forzosa —se calcula en millones— a territorio indio. Se trata entonces de la violación a derechos humanos elementales, de las que existen una amplia gama que van, como en el caso de Cuba citado por Walzer, de la concentración forzosa en zonas limitadas que impiden el desarrollo de las actividades vitales de la población, o su contrario, el desplazamiento también forzoso, hasta las masacres, persecuciones y el genocidio,12 los casos históricos abundan —Kosovo, Rwanda, Armenia, son emblemáticos—.

9 Michael Walzer, Guerras justas e injustas: un razonamiento moral con ejemplos históricos, Paidós, Barcelona, 2001, p. 157. 10 Idem. 11 Sin embargo, Walzer señala que éste es un típico caso de cómo se puede utilizar el pretexto de la inter­ vención humanitaria para invadir otro Estado llevado por meros intereses nacionales, dado que para EU, Cuba siempre ha sido un país estratégico. Mientras que el segundo es quizás uno de los pocos casos en los cuales podría considerarse que se intervino con la prioridad de detener la matanza de la población civil en Bangladesh a manos del ejército de Pakistán y, por ende, detener en lo posible la migración forzosa de civiles a territorio indio. Se puede afirmar que, por lo menos para Walzer, fue esta una intervención genuina al respetar la auto­nomía bengalí y, por ende, estaría más cerca de satisfacer la idea de una guerra humanitaria, que la referida en primer término. 12 A esta lista se pueden agregar más atrocidades, pero las mencionadas son ilustrativas de lo que constituyen "graves violaciones a los derechos humanos".

En contraste, el derecho a preservar la vida, a no ser objeto de persecución y tortura, o cualquier tipo de tormento físico (mutilaciones, vejaciones y otros) se encuentran más cercanos a satisfacer el criterio que se busca para la justificación de las IH. De cualquier manera, el hecho de hacer intervenir a los derechos humanos como el elemento central para la justificación de las IH es ya problemático, porque su incorporación arrastra las dificultades y complejidades propias del concepto. Entre las más relevantes está, desde luego, el debate en torno a la universalidad o particularidad de

"Desde una perspectiva contrastante, el ‘nuevo intervencionismo’ es una nueva versión de un antiguo disco. Se trata de una variante actualizada de prácticas tradicionales que pudieron impedirse en un sistema mundial bipolar que permitía cierto espacio para la no alineación, concepto que se esfumó en cuanto uno de los dos polos desapareció", Noam Chomsky, El nuevo humanismo militar, Siglo XXI/México, 2002, p. 18. 13

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Así, el argumento más fuerte en el que se apoyan las IH descansa en la inadmisibilidad de ciertas acciones que atentan contra derechos elementa­ les, esto es, derechos humanos. Pero, en contra de la opinión de Walzer, no es sencillo llegar a un acuerdo acerca de qué derechos son los que, de ser vio­lados, justificarían una intervención armada. Bajo este rubro se han ido incorporando en los últimos cincuenta años una gran variedad de derechos, tales como: el de conservar la vida, las posesiones, la seguridad, la dignidad, la libertad de expresión, el derecho al trabajo y a los recursos naturales como el agua y un largo etcétera. De manera que es legítimo pensar que no todos estos tendrían que estar considerados como causantes —en el caso de ser vio­la­dos o cancelados— de una intervención militar. Tomemos el caso de los llama­dos derechos políticos, como la libertad de expresión y de opinión, o de elegir libremente a los gobernantes; si bien es cierto que su violación lleva a la implan­tación de situaciones indeseables, es cuestionable que pueda ser éste un motivo legítimo para una intervención militar. De hecho, en ocasiones han servido como un pretexto espurio para que naciones poderosas como EU inter­vengan militarmente en países a los que quiere preservar en su zona de influencia, o bien, aquéllos que no comparten su ideología liberal. Las críticas de Chomsky en este sentido no pueden ser ignoradas.13

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los derechos humanos. Por sólo mencionar uno de los más conocidos. Para algunos autores no es posible negar la carga ideológica y hasta religiosa que acompaña a los derechos humanos. Incluso, se puede argumentar que la idea misma de "derechos humanos" es una construcción del liberalismo occidental. Todo esto ha llevado en ocasiones al planteamiento sobre la inconveniencia de que la justificación de las IH descanse en el concepto de derechos humanos. Siguiendo a Eric Heinze,14 Michael Newman rechaza la justificación de las IH en el concepto de derechos fundamentales o huma­ nos a partir de las siguientes razones: i)

La no discriminación al interior de éstos, hace posible la manipulación del concepto, poniendo en primer lugar los derechos humanos de corte "liberal" con el fin de intervenir militarmente para propiciar el derrocamiento de regímenes indeseables. La doctrina de los derechos humanos ha sido muy cuestionada cultural y políticamente "en una buena parte del mundo hay la ten­ dencia a ver los derechos humanos como una máscara para impo­ ner prioridades liberales, capitalistas, y hasta como una forma de Islamofobia".15 Aunque pudiera hacerse una división o priorización entre los dere­ chos humanos, esto tampoco es lo más deseable; contra lo ocurrido en los años de la guerra fría, la tendencia actual es a reforzar una visión holista de los derechos humanos, esto es, una noción integral e indivisible.

ii)

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iii)

En contra de los argumentos que cuestionan la justificación de las IH en la defensa y preservación de los derechos humanos, Fernando R.Tesón16

El texto de Heinze citado por Newman es: "Humanitarian Intervention: Morality and International Law on Intolerable Violations of Human Rights", en International Journal of Human Rights, pp. 471-90. 15 Michael Newman, Humanitarian Intervention: Confronting the contradictions, Columbia University Press, Nueva York, 2009, p. 92. 16 Fernando Tesón, "The Liberal case of Humanitarian Intervention", en J.L.,Holzgrefe y R. Keohane, Humanitarian Intervention: Ethical, Legal and Political Dilemmas, Cambridge University Press, Reino Unido, 2003, pp. 93-129. 14

Para este filósofo las IH se pueden justificar moralmente en casos apro­ piados, específicamente, cuando se trata de defender los derechos huma­ nos de las personas. Y ofrece las siguientes razones: los Estados (y los gobiernos) tienen la obligación de velar por la seguridad y los derechos de las personas; un Estado que utiliza el poder en contra de los ciudadanos a los que debería proteger pierde la inmunidad que le viene con su soberanía, esto es, deja de estar protegido por la ley internacional. Recurriendo a una distinción que ya había marcado Kant,Tesón destaca como un corola­ rio del argumento anterior, que sólo la persona humana posee un valor intrínseco; mientras que la soberanía estatal tan sólo posee valor instrumental. Además, este argumento va acompañado, según Tesón, por las siguientes tesis: el hecho de que las personas sean sujetos de derechos, tiene consecuencias normativas que debemos asumir, a saber: (i) la obligación de respetar los derechos de las personas (ii) la obligación de promover el respeto de esos derechos y (iii) "dependiendo de las circunstancias" la obligación de ayudar a las víctimas de Estados tiránicos o anárquicos, si está en nuestras manos hacerlo. La obligación expresada en (iii) "implica analíticamente, en circunstancias apropiadas, el derecho de rescatar a las víctimas, esto es, la intervención humanitaria".17 La defensa liberal de las IH llevada a cabo por Tesón aplica de manera pertinente algunos de los principios nucleares de la ética kantiana. Ya he mencionado el que se refiere al valor inconmensurable de la persona humana, pero también hace intervenir correctamente la obligación no sólo de respetar los derechos de los otros, sino la obligación de propiciar que se respeten esos derechos. Para Tesón, como fue para Kant, la indiferencia moral (en este caso, por razones políticas) nunca es compatible con el impe­ rativo categórico ni con la fórmula de la humanidad. Por el contrario, ésta 17

F. Tesón, op. cit., p. 94.

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presenta una contrarréplica en la que combina distintos elementos con el fin de dar mayor solidez a la postura liberal que él mismo suscribe.

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nos obliga a propiciar el bien más alto para todo agente moral, esto es, para toda persona aun y cuando esté muy alejada de nuestras referencias geográficas y culturales. No obstante, no aclara que ésta —la obligación de propiciar que se respeten los derechos de las personas— no es un deber estricto o perfecto, sino imperfecto, es decir, que si bien obliga, no hay una manera única de cumplirlo: se puede ayudar a los necesitados de muchas maneras; se puede respetar a los padres de múltiples modos, etcétera. En contraste, la obligación que emana de un deber estricto o perfecto sólo puede cumplirse de una única manera; éstos deberes "negativos" (Kant), en general, se expresan usando la partícula "no", como en: "no mata­ rás". Ahora bien, con el fin de hacerlo más estricto,18 habría que mostrar —empleando la propia herramienta kantiana— que el deber de propi­ ciar que se respeten los derechos de los demás (positivo o imperfecto) es equivalente al deber negativo "no permitir, ni contribuir a que se impida a las personas realizarse como fines en sí mismos". Me atrevo a suponer que Tesón estaría de acuerdo con esa interpretación del imperativo que, a su vez, llevaría al deber de intervenir para frenar graves abusos. Una ventaja de la propuesta de Tesón es que al declararse ab initio, como una postura liberal, asume que la defensa de los derechos fundamentales, así como de las IH sólo en el caso en que éstos sean violados sistemá­ ticamente, tiene que darse desde esa postura política específica y no en abstracto, o desde una supuesta neutralidad ideológica y filosófica. Por ello, en su defensa de la IH, utiliza premisas —en especial la que se refiere a pér­ dida de inmunidad (de la soberanía)— que nos recuerdan a John Locke, el padre del liberalismo polí­tico, quien veía como un derecho de quienes se dan leyes a partir de un pacto social, el poder derribar a un tirano. Sin muchas dificultades, de aquí se podría seguir que otros gobiernos pueden prestar ayuda a los pueblos oprimidos, pues "ese ‘derecho de asistencia humanitaria’, es, en realidad, un derecho de ayuda a la autodeterminación".19

18 Cfr. Thomas Pogge, "Human Rights and Human Responsibilities" en Andrew Kuper (comp.), Global responsibilities: Who must deliver on Human Rights?", Routledge, Londres, 2005, pp. 3-35. 19 Goeffrey Robertson, op. cit., p. 450.

Puede apreciarse entonces que está vigente un debate acerca de si existen razones suficientes —y cuáles serían éstas— para llevar a cabo inter­ venciones militares con fines humanitarios. Sin embargo, quienes defienden las IH parten de una premisa que no resulta sencillo pasar por alto: puesto que ninguna institución u organismo internacional puede impedir que un Estado se vuelva contra sus ciudadanos, la soberanía de éste no debe servir como protección o garantía de inmunidad para quienes cometen esas accio­ nes reprobables. Así, el problema más obvio con el cual se topan las IH es el de encontrar el umbral correcto de las mismas: si se pone muy bajo, se lesiona el principio de soberanía; si se coloca muy alto acaban limitán­ dose a los casos más extremos de violación de derechos humanos, lo que

"Esta guerra sitúa a los derechos humanos por encima de los derechos del Estado aunque carezca de mandato directo de la ONU, no se produce como un acto de agresión o por falta de respeto al derecho inter­ nacional, por el contrario, por respeto a una ley de rango superior al de la que protege la soberanía estatal", Havel, en Robertson, op. cit., p. 453. 20

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Desde posturas no estrictamente liberales también hay defensores de las IH que consideran una justa represalia para un Estado que cometa o permita esas acciones el ser objeto de una intervención militar. Vaclav Havel, el primer presidente de la República Checa en la era post-soviética, entiende las IH como un castigo a las naciones que cometen graves violaciones a los derechos humanos contra su propia población.20 No considera una agresión a la intervención que se realiza para detener algún tipo de clara y sistemática violación a derechos elementales. Esta opinión, sin embargo, está lejos de ser compartida por todos los estudiosos del tema, tanto juristas como filósofos. Para los más apegados a la visión legalista del derecho interna­ cional, el principio de soberanía es inviolable. Y por razones distintas, lo mismo opinan algunos defensores del pluralismo cultural: ningún pueblo debe entrometerse en la vida y las costumbres de otros pueblos y naciones. Cada país tiene el derecho de conducirse como considere mejor y el sufrimiento que el Estado pudiera causar a sus ciudadanos debería ser combatido por los propios ciudadanos.

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significa que para cuando se lleve a cabo, muchas atrocidades habrán sido cometidas y quizá resulte inútil la intervención externa.

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Algunas de las objeciones más directas a las IH han sido señala­das por los realistas. Desde su perspectiva, las guerras no han cambiado de manera significativa en cuanto a su carácter y su lógica. Ésta se da entre potencias con intereses enfrentados entre los cuales no cuentan nunca las razones humanitarias. El intervencionismo "humanitario", si es que existe, sucede en la periferia, no en el escenario principal en donde se disputan el poder las principales naciones. Pero además, levantan una crítica compar­ tida también por otras posturas teóricas no-realistas: la falta de consisten­ cia en los criterios para decidir la intervención: "Si las violaciones a los derechos humanos se llevan a cabo en China o en Rusia o alguna otra gran potencia, difícilmente se optará por una intervención militar ¿por qué entonces intervenir en Irak o Afganistán?".21 La falta de consistencia del "huma­ nitarismo" militar, del que sobran evidencias, parece ir en contra de sí mismo: ¿Cómo es entonces que las intervenciones humanitarias tienen lugar en algunas crisis y en otras no? En particular ¿cómo puede ser moralmente acep­ table para los agentes de la intervención ser tan selectivos en su consideración de los casos?, ¿se puede ser "selectivamente humanitario"?22 ¿el principio de intervención con fines humanitarios (PIH) debería ser un imperativo universal, al estilo de Kant?23 Esta espinosa cuestión puede enfrentarse24 dividiendo el problema en tres etapas: primero se propone mostrar que las acusaciones de inconsis-

Stanley Hoffmann, "Intervention: should it go on, can it go on?", en Chaterjee y Scheid, op. cit., pp. 21-30. Chris Brown, "Selective humanitarianism: in defense of inconsistency", en Chaterjee y Scheid, op. cit., pp. 31, 32-50. 23 El cargo de inconsistencia en las IH ha sido el blanco favorito de los críticos y opositores a éstas; entre los más célebres se encuentran Noam Chomsky y Edward Said. El primero denunciando lo ocurrido en Kosovo, por los intereses de EU; el segundo, en el caso del conflicto palestino-israelí, en el cual se muestra con obviedad los criterios diferentes para respaldar a unos y otros. Desde otro frente, también Alain Badieu ha denunciado "el totalitarismo democrático" de EU y los países europeos. Ver, La ética, ed. Herder., México,"Nous", 2003, p. 17. 24 Reproduzco el argumento que Chris Brown presenta en la obra ya citada. 21

22

Una manera de defender la inconsistencia del PIH es la siguiente: "no es posible remediar todo el mal que hay en el mundo; es preferible seleccionar algunos casos, que no elegir ninguno". Pero este argumento lo que hace es dar un rodeo para reencontrarse con la misma pregunta: ¿cómo sabemos qué casos elegir? Es necesario que el criterio elegido sea "moralmente pertinente": elegir intervenir en Kosovo y no en otros lugares en donde se violan sistemáticamente los derechos humanos, como es el caso de Sierra Leona o de Sudán, porque aquél está ubicado en "el corazón de Europa", es un criterio adecuado desde la geopolítica, pero no lo es desde la ética: si optamos por un principio (ético) como el de evitar el mal, el resultado tendría que ser la igualdad de casos, a saber, daría igual intervenir en Sudán o en Kosovo o en Brunei. Pero un criterio así de amplio, no es criterio. Lo que entonces se pone en evidencia es que el criterio que opera cuando se elige intervenir en un sitio, es el de los intereses particulares del Estado interventor. Este reclamo es el que Chomsky dirige particularmente a su país. Para este intelectual, considerado de izquierda radical por sus conciudadanos, los Estados Unidos siempre actúan conforme a sus intereses particulares y es meramente retórica su justificación de intervenir militarmente en otros países por objetivos humanitarios. Lo que sigue sería preguntar­nos si perseguir intereses nacionales es compatible con perseguir objetivos de tipo humanitario.

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tencia que se hacen al PIH (Principio de intervención humanitaria como imperativo moral) no son del todo satisfactorias, o bien porque están apoyadas en pre­misas falsas, o bien porque se concede demasiado a quienes las defienden; en segundo lugar, considera que los argumentos de los críticos son insatisfactorios en gran medida porque se deslizan hacia posiciones que no sería deseable adoptar; y en tercer lugar, nos quiere convencer de que tanto los críticos del PIH como sus defensores caracterizan erróneamente la naturaleza del dile­ma principalmente porque interpretan la conducta moral en términos de seguir una regla, siendo que este no es el modo más adecuado ni útil de concebir la moralidad.

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Para los pensadores que niegan el compatibilismo entre los intereses nacionales y la idea de que el PIH es un imperativo universal, las IH no pueden estar justificadas. Pero esto es difícil de sostener; cualquiera debe aceptar, para no caer en una postura ingenua, que las potencias o los Estados no pueden ser totalmente desinteresados. Ningún país arriesga la vida de sus soldados, ni sus recursos materiales con el único objetivo de hacer el bien. Pero además hay otra cuestión en la que los defensores del compa­ tibilismo insisten: no es necesario que los intereses nacionales sean opuestos a los fines morales. Dicho de otra manera, también los intereses nacionales tienen una dimensión ética: la democracia, la libertad, ciertos valores, etcétera. Lo son, al menos para aquéllos que los defienden. Todo depende de nuestra manera de entender la moralidad. Si pensamos que las normas mora­ les son reglas y, por ende, tienen que ser aplicadas siempre de la misma manera, las IH no salen bien libradas. Y esto no ocurre sólo en ese caso; también podemos someter a la prueba de consistencia otras máximas de conducta, tales como prohibir las drogas (¿todas y en todos los casos?), dar una limosna (¿siempre o nunca?, ¿a todos o a nadie?) y otros tantos casos. La discusión de fondo parece centrarse en la disputa entre dos mode­ los éticos paradigmáticos: el kantiano y el aristotélico. Desde el primero, cualquier máxima de conducta debe de poder ser universalizable y necesaria, como si fuese una ley natural. De manera que si se adoptara la máxima de acción "No hagas daño" (máxima que propone Chomsky, como guía para los gobiernos, especialmente el de EE.UU), es obvio que cualquier interven­ ción militar estaría prohibida, en particular, las IH: Los intentos por producir algún tipo de algoritmo que pudiera dar respuesta general a la pregunta de qué es correcto o qué es equivocado en esos casos, difícilmente pueden ser exitosos… La posición aristotélica puede tener una aplicación más general.25

25

Chris Brown, en Chaterjee, op. cit., p. 42.

Nadie duda de que la intervención del ejército norteamericano en Afganistán se llevó a cabo, de manera fundamental, por los intereses de la gran potencia en esa zona estratégica desde un punto de vista político y eco­ nómico, además del anhelo siempre frustrado por encontrar a Osama Bin Laden. Sin embargo, este reconocimiento no cancela la posibilidad de que también se actuara con la convicción de que había que detener los abusos del régimen Talibán hacia la población civil, principalmente hacia las mujeres a quienes se les negaba todo tipo de derechos. El casi seguro fracaso de esa intervención militar ¿mostraría que fue incorrecta la decisión en todos los 26 Stephen Toulmin, "What is the Problem About Modernity?", en: Cosmopolis. The Hidden Agenda of Modernity, The Univesrity of Chicago press, 1992, p. 34. 27 Chris Brown, en Chaterjee, op. cit., p. 45.

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Conforme a este modelo ético la acción es el resultado no de la apli­ cación de una regla, porque en las disciplinas prácticas, las cuestiones que buscan una adecuación racional son temporales, no atemporales, concretas, no abs­tractas, locales, no generales, particulares, no universales.26 Cada caso presenta ventajas y desventajas, y éstas tienen que ser consideradas para que el razonamiento práctico sea exitoso en cuanto a proporcionar una máxima de acción. Por ejemplo, supongamos que hay dos Estados (X y Y) en los cuales se dan graves violaciones a los derechos humanos de la población civil. Supongamos además que en X hay pocas probabilidades de éxito, y éstas aumentan considerablemente en Y. Sin embargo, X es estratégicamente más importante que Y para la potencia interventora F. ¿Debe arriesgarse F en X, o bien decidirse por intervenir en Y aunque no obtenga las ganancias que obtendría en X, de resultar exitosa la misión? Estas son algunas de las preguntas y consideracio­nes que tendrían que hacerse quienes deciden emprender o no una IH; y, como puede verse, sólo el razonamiento práctico puede, en principio, hacer compatibles los propósitos humanitarios con los intereses nacionales, "lo que se requiere es una forma de juicio que constituya una interacción creativa entre los criterios estándares y las muy específicas particularidades del caso".27

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sentidos? Si respondemos afirmativamente, ¿podríamos aceptar enton­ces que no se debe tratar de detener a un régimen como el Talibán en cualquier otra región del mundo? La respuesta no es fácil. Frente al omi­noso genocidio cometido en Rwanda no parece que se pueda sostener con razón que fue un acierto la "no-intervención" por parte de Francia, Bélgica, Estados Unidos, y otros países con capacidad para hacerlo. Todo esto permite concluir a los compatibilistas que la moralidad no es una cuestión de seguir una regla y que las opciones no pueden ser en términos absolutos de bueno o malo, negro o blanco. Como hemos visto, la debatida cuestión de la inconsistencia en las IH divide en dos grupos a las distintas posturas con repercusiones importantes para el tema de su legitimidad: encontramos compatibilistas, que piensan que pueden coincidir los intereses nacionales con los intereses humanitarios a la hora de emprender una guerra. Y que estaría acorde con la propuesta de que el "humanitarismo" no puede ser puro, esto es, apolítico. Así, para un compatibilista las IH pueden ser legítimas en algunos casos. Del lado opuesto, tenemos a los no-compatibilistas, como Noam Chomsky, para los que hay una obvia oposición entre los intereses nacionales y los propósitos humanitarios, a lo que podríamos agregar una premisa más: las guerras siempre se emprenden para defender intereses nacionales, ergo, no son legítimas las guerras humanitarias, la apelación a fines humanitarios es una simple fachada o engaño. Ahora bien, esta gruesa división no agota el espectro de las posi­ bles posturas respecto de las IH. De especial relevancia es la que sigue la tradición de la causa justa de guerra, de la que nos ocuparemos en la siguiente sección.

II. Intervención humanitaria y guerra justa La discusión acerca de las intervenciones militares humanitarias en muchos casos va acompañada del debate acerca de si éstas deben ser analizadas

Como es bien sabido, la doctrina de la causa justa de guerra se desarrolla, básicamente, en dos líneas de reflexión: el derecho de guerra (jus ad bellum) y las leyes que regulan la conducta y medios de guerra (jus in bello), dos niveles distintos de discusión que Hugo Grocio tuvo a bien proponer y que siguen vigentes. Dentro de la primera línea encontramos un principio normativo de especial relevancia para nuestra discusión, a saber, el princi­ pio de correcta intención o "actitud correcta". Este principio establece una diferencia sustancial entre las guerras "corrientes" y las guerras justas, ya que exteriormente pueden parecer iguales, empero, una guerra justa es la que se emprende con la intención de reparar un daño o una lesión y debe hacerse con un espíritu benevolente, opuesto al deseo de venganza. Se debe castigar sólo al injusto o al impío (al culpable). Sin embargo, la recta intención, si bien necesaria, no es suficiente para hacer justa a una guerra, se requiere de otros principios normativos que son los siguientes: debe haber una causa justa; la guerra debe ser el último recurso y ser declarada por la autoridad competente; no debe producir efectos más perniciosos que los presentes ante-bellum (i.e, principio de proporción); los objetivos que se per­ siguen deben ser alcanzables. En cuanto a la otra par te de la doctrina, in bello, referida a la conducta de guerra, encontramos dos principios fundamentales: proporcionalidad entre medios y fines y el de discrimi­ nación. Con el primero se busca limitar el uso de cierto tipo de armamento y con el segundo preservar la inmunidad de los no-combatientes.

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desde la perspectiva de la tradición de la causa justa de guerra o si, por el contrario, deben diseñarse otros principios normativos. En la primera línea parecen colocarse, en efecto, algunos teóricos —Michael Walzer, James Turner Johnson, Paul Christopher, et.al,— que se empeñan en buscar en esa doctrina los criterios que tendrían que ser satisfechos por empresas bélicas "con fines humanitarios". ¿Qué tan acertado es este enfoque? ¿Puede realmente la doctrina de la causa justa proporcionar la perspectiva ética ausente en el paradigma legalista de la guerra?

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Ahora bien, la mayoría de estos principios fueron incorporados a la legislación internacional que regula las relaciones entre los Estados, perdiendo así su carga teológica en la modernidad. Sin embargo, en las últimas décadas —y particularmente desde la publicación del libro de Michael Walzer, Guerras justas e injustas, en 1967— en el debate filosófico se ha reciclado la doctrina del Bellum Justum en parte como una reacción al para­ digma internacionalista dominante en la primera mitad del siglo XX. Si bien éste resultó un avance innegable en el modo de concebir las relaciones entre los Estados y, por ende, la guerra, algunos autores lo consideran insuficiente cuando se trata de "emergencias humanitarias". Por otra parte, la creciente importancia que en los últimos sesenta años se ha dado a los derechos humanos ha obligado a buscar mecanismos que permitan dan respuesta a esas demandas, sobre todo cuando se trata de los abusos que los propios Estados comenten contra sus ciudadanos. No es extraño entonces que el tema de las IH se vincule con la doctrina de la causa justa de guerra, sobre todo en aquellas versiones en las cuales se caracterizan los principios que deben regular los medios y conducta de guerra. Pero para hacer una revisión más completa de la conexión entre las IH y los principios de la guerra justa, permítaseme, primero, recuperar una pre­misa fundamental de nuestro análisis, a saber: para revisar las condiciones que tienen que satisfacer las IH (y si éstas son o equivalen a las de la guerra justa), debemos aceptar que la soberanía de los Estados no puede ser garantía de impunidad para que cometan graves violaciones a los derechos humanos de sus ciudadanos. De aquí se sigue lo que se puede llamar la "máxima universal" del Ius ad Interventionem: (i)

Primera versión: "La intervención colectiva es justificada siempre y cuando las condiciones o bien la conducta de una Nación-Estado

Ambas versiones contienen algunos de los elementos ya plantea­ dos acerca de la posible invalidación de la soberanía con el fin de evitar o parar actos inhumanos contra la población. Una novedad es que se incluye también como causa de la intervención la "amenaza" que pueden representar algunos Estados, que han sido catalogados en otros contextos como "canallas" o "delincuentes".30 Sin reproducir aquí esta discusión, debemos señalar que esa clasificación tiene dificultades teóricas importantes, pues es difícil señalar con exactitud qué tipo de Estados u organizaciones políti­ cas —desde una perspectiva liberal— no cumplen con los criterios de justicia, por ejemplo, podemos preguntarnos si los Estados "fallidos" o "ineficaces" —una clasificación en boga— también son susceptibles de ser considerados una "amenaza", me refiero a los casos en que, por diferentes causas, se ha perdido el control de las instituciones (por ejemplo, por la violencia del crimen organizado); o bien, países con problemas de pobreza extrema que expulsan cantidades importantes de ciudadanos, provocando un desequilibrio en los países a los que llegan. La "amenaza" que representan estos países es, como puede verse, algo difícil de establecer y, sobre todo, comporta una idea tan general que puede resultar muy útil para llevar a cabo intervenciones militares cuyo objetivo no es humanitario. George R. Lucas, Jr., en Chaterjee, op. cit., p. 83. Ibidem. 30 Cfr. John Rawls, El derecho de gentes, Paidós, "Estado y sociedad" 86, Barcelona, 1999. 28 29

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(ii)

resulta en grave amenaza para otros Estados y para la paz y seguri­ dad de otros pueblos, así como graves violaciones a los derechos humanos"28 Segunda versión: " La soberanía puede ser invalidada siempre y cuando la conducta del Estado en cuestión, aun dentro de su propio territo­ rio, amenace la existencia de derechos humanos elementales, siempre y cuando la protección de los derechos de sus miembros puedan ser garantizados exclusivamente desde el exterior"29

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Resulta más pertinente entonces la segunda formulación que introduce el principio de la "máxima universal"31 de acuerdo con el cual, la IH es legítima cuando ésta es la única manera de parar o evitar la comisión de graves crímenes contra la población. Apela, por tanto, al principio del Bellum Justum de último recurso. Planteado de manera explícita, este principio se expresaría de la siguiente manera: "Las intervenciones humanitarias pueden ser libradas con fines humanitarios sólo cuando todas las demás opciones han sido eliminadas exhaustivamente".32 Hay que reconocer, sin embargo, que este principio presenta algunas dificultades prácticas, además de teóricas. Si bien es cierto que una intervención armada, de cualquier tipo, nunca puede ser legítima como primer recurso, esto es, hay que acudir a las presiones diplomáticas, econó­micas, incluso a los bloqueos comerciales, antes de declarar la guerra; sin embargo, en el caso de las IH cualquier dilación puede resultar fatal y, por otro lado, si se apresura la intervención se podría estar contribuyendo a agudi­zar innecesariamente la precaria situación de quienes están sufriendo abusos o violencia. Lo mismo podemos decir de otra condición anotada por algunos estu­ diosos de las IH. Me refiero al principio que exige de la IH que ésta se lleve a cabo si y sólo si se tiene una razonable expectativa de éxito. Con este impe­ rativo se pretenden evitar aventuras bélicas inútiles, sea porque las nacio­ nes no cuentan con los elementos materiales humanos y militares, o bien, porque aun teniéndolos no existan posibilidades de culminar exitosamente la empresa. Un mal cálculo en este sentido puede llevar inexorablemente a empeorar la situación no sólo de aquellos a quienes se pretende proteger, sino de los soldados que se ven inmersos en la intervención. El caso de la actual guerra de Estados Unidos en Afganistán muy bien puede ejemplificar la indeseable situación que busca evitar este principio. Fundamental para la

31 32

Debida a Stanley Hoffman. George R. Lucas Jr., en Chaterjee, op. cit., p. 87.

Un segundo nivel del principio de proporcionalidad es el que está contenido en el Ius in bello de la doctrina de la causa justa y que también se conoce como "leyes de la guerra", esto es, las leyes de contención, pero con algunos elementos nuevos que responden al carácter humanitario de la intervención. En efecto, una intervención que se pretende humanitaria no puede llevarse a cabo con métodos que violen las convenciones internacionales referidas a las armas y a la conducta de guerra. Ahora bien, podría pensarse, con razón, que el cumplimiento de esta condición se exige para toda empresa bélica y no sólo para las IH. Sin embargo, es justamente en este punto que resulta fundamental señalar la trascendencia del prin­ cipio para este tipo de empresas y que elevaría el nivel de exigencia moral respecto de lo que puede esperarse para los otros tipos de guerra. En las IH humanitarias ningún objetivo militar puede servir de excusa para usar armamento o tácticas prohibidas por las convenciones internacionales. La protección de las víctimas a las que se pretende ayudar, así como de cualquier civil debe ser garantizada por encima de la vida de los soldados que intervienen en la empresa humanitaria. Estos, consecuentemente, son soldados que están más expuestos al peligro de lo que están los solda­ dos en guerras comunes. Más aún, se trata de soldados que requieren de un entrenamiento especial: no son soldados para la guerra, sino para la paz. Esto implica, por ende, un cambio de perspectiva total de lo que es la

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discusión de las condiciones de las IH que han sido recuperados de la doctrina de la causa justa de guerra es el principio de proporcionalidad de los fines. Este se despliega en dos niveles que, no obstante, están vinculados. Analicemos el primer nivel que está referido a la proporción que debe haber entre (el) o los fines que se pretenden alcanzar y el despliegue de la fuerza militar. Esta proporción se refiere a la empresa en sí misma y resulta per tinente desde un punto de vista moral porque no basta con tener la capacidad para llevar a cabo una IH, ni tener la certeza razonable de con­ seguir el fin esperado, se tiene que garantizar que exista proporción entre esos fines y el diseño o estra­tegia militar con la que se intenta lograrlo.

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guerra. No me parece descabellado afirmar que si la guerra no ha podido desaparecer del panorama humano es, en gran medida, porque quienes combaten en ella han sido entrenados para ser máquinas de guerra, hombres y también mujeres a los que se les exige que renuncien a todo sentimiento de piedad y sufrimiento ante el dolor ajeno. Desde luego que las IH no pueden ser llevadas a cabo mientras no se abandone esa perspec­ tiva. En este punto podemos rescatar la idea grociana de "honorabilidad del soldado". Defensor de la idea de una ley natural (Ius naturale), el autor de De Iure Belli ac Pacis, distingue entre una ley primaria y una ley secundaria para las naciones. La primera está constituida por principios de carácter moral y es proporcionada por nuestra propia razón (i.e, ley o derecho natu­ ral); la segunda, está formada por los preceptos a los que se arriba por un acuerdo o consenso entre las diferentes naciones en busca del bien común, pero siempre acorde con los principios que provienen de la pri­ mera. Además, para el oriundo de Delft, había tres perspectivas desde las cuales puede juzgarse si una guerra es justa o no: si cumple o satisface los principios universales de la ley natural; si es acorde con las leyes interna­ cionales aceptadas por las naciones, o bien, si cumple con lo que se considera "honorable", esto es, si no va en contra de la conciencia (moral) individual de los sujetos. Esta última justificación ocupa un lugar importante, y no es reducible a las otras dos porque aquí lo que adquiere relevancia es un aspecto completamente diferente, a saber, el modo como se conducen los soldados en una guerra. Grocio quiere recuperar la noción de conducta honorable como algo consustancial a las guerras justas y hacer de éste un criterio adicional de demarcación para distinguirlas de las no justas. La palabra "honor" refiere a la virtud o Decorum.33 Apoyado en la noción de oikeiosis,34 concibe la virtud como "elegir lo que es valioso para pro­vecho 33 34

Cfr. De Iure Belli ac Pacis, vol.1, II, 1.2, 2005, p. 182. Todo indica que Grocio adoptó la noción de oikeiosis de Cicerón, en De finibus III.

Creo que correctamente se puede trasladar esta idea al caso que nos ocupa: en una IH no basta que los soldados se contengan de cometer actos infames e inhumanos, sino que tienen que garantizar el restable­ cimiento de la ley sin ellos mismos violarla. Este principio es el que se aplica a las fuer­zas del orden al interior de los Estados. En efecto, lo que debe exigirse a cualquier guardián del orden (policía) es que no puede hacer que se cumpla la ley violándola. Una falta de congruencia así, imposibilita la efectividad del trabajo que le ha sido encomendado y es un síntoma infalible de que ha sido pervertido el fin al que debería obedecer. Este patrón no se aplica a los soldados que combaten en guerras comunes. En éstas, el exceso en el uso de la fuerza se considera necesario por razones de índole militar

35 Para el tema de la noción de oikeiosis en el pensamiento grociano, ver: Benjamin Straumann, Oikeiosis and appetitus naturalis. Hugo Grotius‘ Ciceronian Argument for Natural Law and Just War, GROTIANA (New Series) vol. 24/25 (2003/2004), pp. 41-66. 36 "Now among the things peculiar to man, is the desire of society, that is, a certain inclination to live with those of his same kind, not in any manner, but peaceably, and in a community regulated according to the best of this understanding: which disposition the Stoics termed oikeiosis", Grocio, De Iure Belli ac Pacis, vol 1, Discurso preliminar, §VI, pp. 80-1. 37 "There are certain duties to be observed even towards those that have wronged us, for there is a moderation required in revenge and punishment." De Iure Belli ac Pacis, vol. 3, XI, I.1. , p. 1420-21.

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propio" y también como "vivir acorde con la naturaleza", un sentido muy cercano al pensamiento estoico.35 En efecto, de la oikeiosis, que se entiende como un impulso a la autopreservación,36 pero que a la vez, supone el cuidado de todo aquello que reconocemos como "propio" —la condición humana—, se siguen los principios racionales (recta ratio) que garan­tizan una vida virtuosa, en armonía con la naturaleza y la sociedad. Una conducta que va en contra de esos principios conduce al empobrecimiento de la persona y de la humanidad entera, la violencia y la destrucción. En el caso específico de la guerra, Grocio advierte que hay "ciertos deberes que deben observarse incluso respecto de aquellos que nos han hecho algún mal, pues aun en la venganza y el castigo se requiere de moderación".37

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y estratégico, aun y cuando se cometan actos inhumanos. No es el caso enton­ces de las IH que a riesgo de perder su carácter "humanitario" deben exigir el cumplimiento del principio de proporción reforzado o Ius ad pacem.38

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III. Conclusión: ¿Paradigma liberal o guerra justa? He tratado de mostrar en este escrito que la discusión en torno de las intervenciones humanitarias y su posible justificación se ubica en torno de dos paradigmas o concepciones que poseen puntos favorables (ventajas), como puntos críticos o problemáticos. Estas dos concepciones son, por una parte, el paradigma liberal, y por la otra, la doctrina de la causa justa de guerra. Ambas comparten la misma convicción, en el sentido de que las graves violaciones a los derechos elementales llevadas a cabo por los propios gobiernos o Estados, no pueden ser ignoradas por el resto de la comuni­ dad internacional. De esta afirmación se puede inferir que también están de acuerdo en que el principio de soberanía de los Estados no puede estar por encima de los individuos de carne y hueso, así como de su condición de ser sujetos de derechos. De donde se sigue, finalmente, su aproba­ ción de las IH. No obstante ambas concepciones guardan entre sí diferencias relevantes que vale la pena subrayar. El paradigma liberal —al estilo de Fernando Tesón— se apoya exclusivamente en los principios clásicos del liberalismo en cuanto a la noción del Estado moderno (esa entidad creada artificialmente para garantizar la seguridad y libertades de los ciudadanos), así como en algunas tesis nucleares de la ética kantiana acerca del valor incuestio­ 38

Cfr. George R. Lucas Jr., en Chaterjee, op. cit.

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George R. Lucas, en Chaterjee, op. cit., p. 93.

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nable de la persona humana y de los deberes imperfectos que tenemos respecto de nuestros semejantes. En contraste, la concepción que se apoya en la causa justa de guerra tiene la ventaja de que aporta una normativi­ dad que ha sido puesta a prueba durante más de diez siglos y que tiene la virtud de hacer intervenir en sus principios normativos la perspectiva moral ausente en el paradigma realista moderno de la guerra. Otra diferencia importante en la defensa que se hace de las IH desde el liberalismo, no pone en riesgo su fuerza frente a la crítica de inconsistencia. La defensa libe­ral de las IH está más decantada hacia la postura compatibilista, esto es, no ve como incongruente los intereses nacionales con los propósitos huma­ nitarios. De hecho, la defensa desde la postura liberal está próxima al realis­ mo político. La guerra se ve como un mal, pero que en ocasiones es menos perjudicial que otros males. Ahora bien, resulta más delicado para la doc­ trina de la causa justa de guerra —aplicada a las IH— aceptar esta tesis liberal-realista. Para los defensores de las IH que apoyan esa doctrina no es fácil aceptar como compatibles los propósitos humanitarios con otro tipo de intereses. Esta es quizás la razón por la cual las exigencias que impone en sus principios de proporcionalidad (tanto del ad bellum, como del in bellum) son mucho más altas que las que han sido impuestas por las distintas Convenciones sobre leyes de guerra o de contención. Una aportación de la defensa de las IH desde la doctrina de la causa justa de guerra puede provenir de su argumento de que para llevar a cabo estas empresas militares es necesario empezar a introducir transformaciones de fondo en el modo de entender el papel de los soldados y de la guerra misma; una guerra que, al irse transformando, puede tal vez irse debilitando en su intensidad y capacidad destructiva Esto que parece ingenuo e idealista, debe ser "un simple requisito de consistencia que las sociedades civilizadas deben exigir­se a sí mismas, y sobre todo de aquellas que dicen defender los valores más altos de la civilización y los principios esenciales de gobierno".39

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IV. BIBLIOGRAFÍA

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Chaterjee, Deen y Don E. Sheid, Ethics and Foreing Intervention, Cambridge University Press, Reino Unido, 2003. Chomsky, Noam, El nuevo humanismo militar, Siglo XXI, México, 2002. Holzgrefe, J.L., y Robert O. Keohane, Humanitarian Intervention: Ethical, Legal and Political Dilemmas, Cambridge University Press, Reino Unido, 2003. Lepard, D. Brian, Rethinking Humanitarian Intervention, Pennsylvania University Press, Pensilvania, 2002. May, Larry, War Crimes and Just War, Cambridge University Press, Nueva York, 2007. Newman, Michael, Humanitarian Intervention: Confronting the contradictions, Columbia University Press, Nueva York, 2009. Robertson, Goeffrey, Crimenes contra la humanidad: La lucha por una justicia global, Siglo XXI, Madrid, 2008. Shaw, Martin, War and Genocide, Polity Press/Blackwell, Reino Unido, 2003. Sorabji, Richard y David Rodin, The Ethics of War: Shared Problems and Different Traditions, Ashgate, Inglaterra, 2006. Walzer, Michael, Guerras justas e injustas: Un razonamiento moral con ejemplos históricos, Paidos, Barcelona, 2001. Wheeler, Nicholas, J., Saving Strangers. Humanitarian Intervention in International Society, Oxford University Press, Gran Bretaña, 2002.

VIII. ¿Es la Rechtslehre de Kant un "Liberalismo Comprehensivo"?*

THOMAS POGGE**

* Traducción al español por José Andrés Ancona Quiroz y revisión de David Álvarez. El permiso para publicar esta traducción al castellano fue concedido, de forma gratuita, gracias a la generosidad de Linda Sadler, del Southern Journal of Philosophy, en cuyas páginas fue originalmente publicada la primera versión en 1997. En la revisión de este ensayo, he aprendido mucho de las intensas discusiones que ha suscitado en Memphis y en Lawrence. Mi agradecimiento se extiende también a Rüdiger Bittner, Ernesto García, Samuel Kerstein y Fang-Li Zhang por sus muy útiles y detallados comentarios críticos y sugerencias. ** Thomas Pogge es Profesor Leitner de Filosofía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Yale. Ha escrito extensamente de filosofía política, especialmente sobre John Rawls y Emmanuel Kant, cosmopolitismo y justicia global. Entre sus libros destacan: John Rawls (Munich: 1994. Edición revisada y traducción al inglés, Oxford: 2007), World Poverty and Human Rights: Cosmopolitan Responsibilities and Reforms (Cambridge, 2002. Traducción al español: La pobreza en el mundo y los derechos humanos, Barcelona, 2005); Haciendo justicia a la humanidad, México, 2009. Es editor de numerosas obras, entre ellas: Real World Justice, con Andreas Follesdal (Berlin, 2005); Freedom from Poverty as a Human Right: Who Owes What to the Very Poor? (Oxford: 2007); Absolute Poverty and the Global Justice: Empirical Data- Moral Theories-Realizations, con Elke Mack, Michael Schramm y Stephan Klasen (Aldershot, 2009). Apoyado por el Australian Research Council, la Fundación BUPA y la Comisión Europea, el profesor Pogge se aboca actualmente a un esfuerzo conjunto para desarrollar un complemento al régimen de patente farmacéutica que mejore el acceso a las medicinas de punta para los más pobres del planeta.

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A

I. iNTRODUCCIÓN

partir de 19851 John Rawls recalca en repetidas ocasiones que las sociedades modernas y pluralistas, deberían estar estructuradas de acuerdo con una concepción política de la justicia. Al hacerlo, insiste también en que su propio liberalismo debería ser entendido como político, en contraste con los liberalismos comprehensivos de Kant y Mill.2 Mientras que este refinamiento en la posición de Rawls ha sido discutido por muchos, su carac­terización del liberalismo de Kant como comprehensivo no ha sido explorada críticamente por tales autores. Mi interés al emprender aquí

1 John Rawls, "Justice as Fairness: Political not Metaphysical" ["Justicia como equidad: política no metafísica"], Philosophy and Public Affairs, 14, 1985, 223-252. 2 Rawls critica aquí el modo en el que ha descrito su concepción en A Theory of Justice [Teoría de la justicia], Cambridge, Harvard University Press, 1971, señalando que en su obra anterior "ninguna distinción se traza entre filosofía moral y filosofía política" y "nada se hace con el contraste entre las doctrinas morales y filosóficas comprehensivas y las concepciones limitadas al dominio de lo político… Aunque la distinción entre una concepción política de la justicia y una doctrina filosófica comprehensiva no es discutida en Teoría, una vez surgida la cuestión; queda claro, pienso, que el texto considera la justicia como equidad y el utilitarismo como doc­ trina comprehensiva o parcialmente comprehensiva." (John Rawls, Political Liberalism [Liberalismo político], New York, Columbia University Press, 1993, xv-xvi).

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tal exploración se centra enteramente en Kant. Mi idea rectora es que pode­ mos obtener una mejor comprensión de la Rechtslehre de Kant confrontán­ dola con la distinción desarrollada por Rawls dos siglos más tarde.3

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Al llamar comprehensiva una concepción de la justicia social, Rawls quiere decir que dicha noción "depende de concepciones de lo que es valioso en la vida humana, así como también de ideales de virtud y carácter personales que han de modelar gran parte de nuestra conducta no política" (Rawls, Political Liberalism, p. 175, c.f. p.13). Defiende que "la doctrina de Kant es una visión moral comprehensiva en la que el ideal de autonomía tiene un papel regulativo en todas las cosas de la vida"4 y, asimismo, con mayor cautela, que "las concepciones básicas de la persona y sociedad en la visión de Kant se fundamentan, supongámoslo, en su idealismo trascendental" (Rawls, Political Liberalism, p. 100). Evocando a Isaiah Berlin, Rawls menciona como uno de los mayores inconvenientes de las concepciones comprehensivas de la justicia social el 3 Citaré como MS únicamente los materiales introductorios (6, 203-28) de Die Metaphysik der Sitten [Meta­ física de las costumbres] de Kant, como RL los pertenecientes a la primera parte "Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre" ["Principios metafísicos del Derecho"] (6, 229-372), y como TL, los propios de la segunda parte, "Metaphysische Anfangsgsgründe der Tugendlehre" ["Principios metafísicos de la doctrina de las vir tudes"] (6, 373-493). EF, para "Zum ewigen Frieden" ["La paz perpetua"], GTP, para „Uber den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nicht für die Praxis" ["Sobre el proverbio popular: Está muy bien en teoría, pero no funciona en la práctica"], R, para Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft [Religión dentro de las límites de la mera razón], KpV, para Kritik der praktischen Vernunft [Crítica de la razón práctica], G, para Grundlegung zur Metaphysik der Sitten [Fundamentación de la metafísica de las costumbres], y Ref., para la colección Reflexionen… [Reflexiones…] de Kant, notas inéditas, encontradas después de su muer te. Proporcionaré asimismo los números de línea cando resulte pertinente. ** He cotejado las citas de Kant traducidas al inglés por Thomas Pogge con el original alemán en Immanuel Kant, Werkausgabe, Suhrkamp, Frankfurt, 1968. Para traducir al español las citas inglesas me he auxiliado, por lo que se refiere a las citas de Crítica de la razón práctica, de la traducción de la Dra. Dulce María Granja Castro en la edición bilingüe de la Biblioteca SIGNOS, UAM, 2001; por lo que se refiere a MS, RL y TL, de I. Kant, Introducción a la teoría del derecho, Versión del alemán e Introducción por Felipe González Vicen, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1954; Por lo que se refiere a G y EF, de las traducciones de Francisco Larroyo, publicadas por la Editorial Porrúa, Colección „Sepan Cuantos...", Núm. 212; las citas tomadas de GTP, R y Ref. las he traducido direc­ tamente del alemán, sin perder de vista la traducción inglesa de las mismas hecha por Thomas Pogge. [NdT] 4 Rawls, Political Liberalism [Liberalismo político], p. 99, cf. p. 78, en donde sostiene que el idealismo com­ prehensivo de Kant expresa el "valor ético de la autonomía".

Rawls no define las concepciones políticas de la justicia social simplemente como concepciones que son no-comprehensivas o independientes (freestanding). Más bien añade dos elementos ulteriores a su definición, a saber, que las concepciones políticas de la justicia social se aplican a, y sólo a, las estructuras básicas de una sociedad cerrada y completa (Rawls, Political Liberalism, pp. 11-12) y que se "expresan en los términos de ciertas ideas fundamentales que son consideradas implícitas en la cultura política pública de una sociedad democrática".5 Para evitar los problemas que Rawls puntua­ liza, el liberalismo de Kant sólo necesita ser independiente, no político; así, pues, ignoro estos dos ulteriores elementos. Poniéndola en palabras simples, nuestra pregunta es, entonces, si la Rechtslehre de Kant es independiente o está en deuda y, por tanto, sesgada hacia otras partes de su corpus filosófico, tales como sus doctrinas de la buena voluntad y la autonomía o su idealismo trascendental. Comencemos con algunos puntos relativamente claros. Difícilmente puede disputarse que Kant desarrolló y refrendó la doctrina del idealismo 5 Rawls, Political Liberalism, p. 13. Su distinción entre concepciones políticas y concepciones comprehensivas de justicia no es, pues, exhaustiva, aunque, evidentemente, ambas etiquetas se excluyen mutuamente.

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que tienden a ser socialmente divisivas, por ejemplo en su forma de abordar la educación pública: "los liberalismos de Kant y Mill pueden conducir a requisitos destinados a promover los valores de autonomía e individualidad como ideales para gobernar gran parte, cuando no toda, de la vida (Rawls, Political Liberalism, p. 199). Pero tales requisitos conducen a un dilema fatal, dado lo que Rawls llama el "hecho de la opresión", a saber, "que sólo con el uso opresivo del poder del Estado se puede mantener de un modo conti­ nuado una comprensión compartida de una doctrina comprehensiva moral, filosófica, o religiosa." (Rawls, Political Liberalism, p. 37). Los liberalismos com­ prehensivos de Kant y Mill pueden mantener su propia preeminencia social sólo violando sus propios principios en contra del uso del poder opresivo del Estado (Rawls, Political Liberalism, p. 37, nota 39).

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trascendental y un ideal de autonomía. Pero esto no puede dirimir nuestra cuestión. Porque el hecho que el autor de una concepción de la justicia social, y también haya sostenido y expresado opiniones religiosas, morales o filosóficas más amplias —y seguramente Rawls mismo haya sostenido, y supongo que formulado, tales opiniones también— de ninguna manera demuestra que la concepción de la justicia social que propone dependa de estas opiniones más amplias. Nuestra cuestión tampoco puede ser dirimida indicando la afirmación de Kant, según la cual su Rechtslehre encaja en la cosmovisión más amplia de su filosofía crítica, o haciendo notar que Kant presenta su entera filoso­ fía como un sistema unificado por ciertos términos, proposiciones y métodos clave. Porque del hecho de que una concepción de la justicia social encaje en una cosmovisión comprehensiva, no se sigue que ésta sea la única cosmo­ visión en la cual pueda encajar o que no pueda "ser presentada sin decir o conocer o aventurar una conjetura acerca de las doctrinas a las cuales pueda pertenecer o por las cuales pueda estar sostenida" (Rawls, Political Liberalism, pp. 12-13). Podemos ver esto claramente si consideramos que Rawls presenta su propia concepción política de la justicia social como "un componente, una parte constitutiva esencial, que encaja y puede ser sostenida por varias doctrinas comprehensivas razonables" (Rawls, Political Liberalism, p. 12), reclamando incluso, al desarrollar su caso modelo de consenso entrecru­zado ("overlapping consensus"), que su propia justicia como equidad encaja en la cosmovisión comprehensiva de Kant (Rawls, Political Liberalism, pp. 145, 169). Entonces, lo que ha de ser demostrado para que no pueda tenerse como comprehensivo en el liberalismo de Kant, no es que sea una con­ secuencia necesaria de su sistema filosófico más amplio, sino, a la inversa, que el liberalismo de Kant presupone su sistema filosófico más amplio. Este liberalismo es comprehensivo si no puede ser presentado más que como parte constitutiva de la cosmovisión filosófica de Kant.

Aquí quiero demostrar la hipótesis de que el liberalismo propuesto en la Rechtslehre no es comprehensivo, no presupone ni la filosofía moral de Kant ni su idealismo trascendental. No pretendo que esta demostración sea completamente concluyente; pero es una argumentación a la que debe­ rían replicar aquellos que desestiman la filosofía política de Kant por ser dependiente de opiniones metafísicas o morales que no podemos espe­ rar que sean refrendadas libremente por los ciudadanos de las sociedades modernas. Antes de dedicar el resto de este ensayo a sostener mi hipótesis, comprehensivo, es culpable de la defectuosa exposición que, según Rawls, ejemplifican sus primeras obras.6 Kant sugiere a veces (falsamente) que su liberalismo depende de su cosmovisión filosófica y, por tanto, es comprehensivo.7 De ninguna manera sorprende que lo haga. Kant está profundamente comprometido con su filosofía moral y su idealismo trascendental; y su liberalismo reivindicaría estas doctrinas de un modo más significativo si dependiera de ellas, en lugar de meramente encontrar apoyo en ellas.8

Véase la autocrítica de Rawls citada más arriba en la nota 2. Permítaseme citar como muestra un pasaje que sugiere que la posesión jurídica presupone la libertad (interna) de la voluntad y el imperativo categórico: "Nadie debería admirarse tampoco de que los principios teóricos de lo Mío y de lo Tuyo exterior se pierdan en lo inteligible y no representen ningún incremento de conocimiento; porque la noción de libertad, en que descansan estos principios, no es susceptible de ninguna deducción teórica en cuanto a su posibilidad, y no puede deducirse sino de la ley práctica de la razón (el imperativo categórico), como de un hecho emanado de esta razón" (RL 6, 252, 24-30, cf. 6, 245, 16-21). Debería añadir que mi propia interpretación anterior de la filosofía política de Kant tampoco era clara en este punto. Véase mi "Kant’s Theory of Justice" ["Teoría kantiana de la justicia"], en Kant-Studien, 79 (1988) 407-433. 8 Noten el sentimiento de triunfo que Kant externa cuando se ve compelido a concluir que su filosofía moral presupone su idealismo trascendental: "La razón práctica, por sí misma y con independencia de la razón especulativa, proporciona realidad a un objeto suprasensible de la categoría de la causalidad, a saber, la libertad… y confirma así, mediante un hecho, lo que en la especulación podía ser únicamente pensado. Al mismo tiempo, la extraña pero indiscutible afirmación de la Crítica especulativa, de que incluso el sujeto pensante es para sí mismo, en la intuición interna, meramente un fenómeno, recibe en la Crítica de la razón práctica su plena confirmación" (KpV, 5, 6, 7-16). 6 7

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permítaseme conceder que Kant, aunque inocente del cargo de liberalismo

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II. DEFINICIÓN KANTIANA DE RECHT (§§ A-B)

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El liberalismo que Kant desarrolla en la Rechtslehre está construido a partir de un austero arsenal de elementos básicos, algunos de los cuales son defi­ niciones. Así pues, Kant declara que, en contraste con una cosa, una "per­ sona es un sujeto cuyas acciones son susceptibles de imputación" (MS p. 223, 24-25).Y prosigue: La personalidad moral, por consiguiente, no es otra cosa sino la libertad de un ser racional bajo leyes morales de lo que se sigue que una persona está sujeta sólo a leyes que ella (ya sea sola, ya sea al menos junto con otras personas) se da a sí misma. (MS p. 223, 25-31)

Ayudándome mucho de Rüdiger Bittner y Joachim Hruschka, pero sin seguir a ninguno de los dos, yo leo este pasaje de la siguiente manera: al escribir en cursivas el término "moral", Kant señala que "personalidad moral" restringe el significado de "personalidad". La especificación más plausi­ ble, que justificaría el "por consiguiente", es ésta: tener personalidad moral significa ser un sujeto cuyas acciones internas son susceptibles de impu­ tación, un sujeto con libertad (trascendental) de decisión. Este es el concepto estricto, fuerte, de persona que opera en los escritos morales de Kant.9 Personas en sentido amplio, débil, son, entonces, los sujetos cuyas acciones externas pueden serles imputadas como expresiones de su voluntad, de su arbitrio o de sus intenciones. Kant aclara que —mientras que la Tugendlehre tiene que ver con las acciones y la libertad tanto internas como externas y, por tanto, tiene que trabajar con el concepto fuerte de personalidad moral— la Rechtslehre tiene que ver sólo con las acciones externas y con la libertad externa de las personas y, por consiguiente, requiere sólo Compárese, por ejemplo, GMS, 4, 428, 21-29. con 4, 446-448; KpV, 5, 87, 3-4, 5, 162, 17-20; RGV, 6, 27s; y TL, 6, 434s. Cf. también KpV, 5, 97, 6-7, sobre la imputación conforme a la ley moral (imperativo categórico). 9

Supongamos que hay personas y no únicamente una sola, sino una pluralidad. Y supongamos que se mueven en el mismo espacio de tal manera, que las acciones de una pueden obstruir las de otra. Digamos que la libertad externa de una persona se ve constreñida exactamente en la medida en que otras estén obstruyendo las acciones que de otra manera podría realizar si así lo decidiera y que su libertad externa es insegura en la medida en la que otras pueden obstruir sus acciones. La libertad externa de una persona está segura, en la medida en que las posibles acciones obstructivas de otras sean obstruidas a su vez. La seguridad de la libertad externa de una persona requiere, por tanto, que se constriña la libertad externa de otras (para detener la libertad externa de la primera). Por consiguiente, una pluralidad de personas puede tener seguridad para ejercer su libertad externa sólo en la medida en que la libertad externa de cada una de las otras sea constreñida de tal manera, que sea compatible con la libertad externa cons­treñida de todas las otras. Kant define el Recht como "la totalidad de las condiciones bajo las cuales el arbitrio de una persona pueda coexistir [zusammen vereinigt werden kann] con el de otra según una ley universal de la libertad" (RL, 6, 230, 24-26).11 La palabra "arbitrio" es en este pasaje la versión que da Mary Gregor de "Willkür". Y esta traducción parece correcta si añadimos dos aclaraciones. Primera: "el arbitrio de alguien" tiene que ser entendido no en el sentido de decisión (como en "llegó a lamentar su decisión"), sino en el sentido del domi­nio que está bajo su control (como en "esta decisión es suya; a ella le toca decidir, es asunto suyo"). 10 Esta lectura sigue siendo compatible con la afirmación -sintética y hecha fuera de la RL, de Kant de que todas las personas tienen personalidad moral. 11 En un pasaje paralelo anterior, Kant define Recht como "la restricción de la libertad de cada uno de acuerdo con la condición de su coexista [Zusammenstimmung] con la libertad de todos y cada uno en la medida en la que esta libertad sea posible conforme a una ley universal" (GTP, 8, 289s).

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del concepto débil de persona simpliciter o de (lo que se podría llamar) personalidad jurídica (MS, 6, 214, 13-30). 10

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Segunda: tenemos que entender la decisión de una persona no localmente, como lo que ha de decidir aquí y ahora en una ocasión concreta, sino globalmente, como lo que ha de decidir a lo largo de toda una vida. Yo leo la expresión de Kant "libertad externa" como sinónimo de decisión en este sentido. Como aclaración final se podría añadir que, aunque Kant hable aquí sólo de dos personas, su definición está pensada para abarcar una plura­ lidad indefinida. Él define Recht, entonces, como la totalidad de las con­ diciones bajo las cuales la libertad externa de cualquier persona puede coexistir con la de todas las otras según una ley universal de la libertad. Varios dominios de libertad externa pueden coexistir cuando ninguna acción que pudiese ejecutar una persona dentro de su dominio pudiese imposibilitar la de otra dentro de su respectivo dominio. Para asegurar la mutua compatibilidad de los arbitrios, una ley universal tendrá necesidad de incluir una gran variedad de restricciones y debería ser concebida, por tanto, como un cuerpo de leyes —un significado familiar de la palabra "ley"—, tal como está ejemplificada en locuciones tales como Grundgesetz (Constitución) o Common Law (Derecho Consuetudinario). Para asegurar la mutua compatibilidad de los arbitrios, tal ley tiene que aplicarse a todas las personas, tiene que especificar con precisión para cada una de ellas lo que puede, tiene y no tiene que hacer. Pero no necesita tratar igualmente a todas, haciendo finalmente las mismas demandas a cada una de ellas. Así, pues, propongo leer aquí la palabra "universal" ("allgemein") en el sentido débil de "se aplica a todos", no en el sentido fuerte que también establece la igualdad de las personas ante la ley.12 Es cierto que el liberalismo kantiano

¿Pero no va esto en contra del modo en el que Kant usa la misma expresión en la primera formulación del imperativo categórico: "Actúa sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal (GMS, 4, 421, 7-8)? Es cierto, evidentemente, que el imperativo categórico implica la idea de igualdad ante la ley. Pero esta idea no está implícita en el concepto de ley universal, sino surge por el modo en el que el imperativo categórico construye leyes universales a partir de la(s) máxima(s) de un agente que se tomen en con­ sideración. El mismo permiso que uno esté inclinado a darse a sí mismo se hace universal, es decir, extensivo a todos. Cf. mi "The Categorical Imperative" ["El imperativo categórico"], en Grundlegung zur Metaphysik der Sitten: Ein kooperativer Kommentar [Fundamentación de la metafísica de las costumbres: un comentario cooperativo], editor Otfried Hoffe, Frankfurt, Klostermann, 1989, pp. 172-193; reimpreso en Kant’s Groundwork of the Metaphysics of Morals [La fundamentación de la metafísica de las costumbres], editor Paul Guyer, Totowa, Rowman and Littlefield, 1998, pp. 189-213. 12

Hemos de explicar ahora lo que Kant quiere decir con "la totalidad [Inbegriff] de las condiciones". Pienso que esta expresión tiene un doble signi­ ficado. Primero, al referirse a las condiciones en plural, Kant sugiere que Recht es algo más que sólo esta condición en singular: que ha de haber un cuerpo de leyes que restrinja la libertad externa de cada uno para garan­ tizar la mutua compatibilidad. Una ley universal como ésta resulta insuficiente como Recht porque como ilustra convincentemente el ejemplo tan familiar de los seres humanos, puede que la gente no le haga caso. Una ley universal hace posible que los arbitrios de las personas coexistan sólo si es efectiva; y las condiciones que la hacen efectiva tienen, por tanto, que ser incluidas en "la totalidad de las condiciones" de la definición de Kant. Estas condiciones de efectividad pueden incluir mecanismos institucionales por medio de los cuales la ley universal se formule y promulgue autorita­ti­ vamente, se interprete y aplique autoritativamente, y también se imponga.13 Una tipificación particular de Recht, entonces, puede —y entre seres humanos podrá— tener dos componentes: un cuerpo legal que delimita el dominio de la libertad externa de una persona y mecanismos institucionales que hagan efectiva esta ley. 13 Kant sugiere que estas condiciones de efectividad no se ven afectadas por informaciones empíricas acerca de los seres humanos: Sin embargo, por buenos y amantes del derecho que uno se imagine a los seres humanos, la idea racional a priori de semejante estado (no jurídico) implica que, antes de que se haya establecido un estado gobernado por leyes, los seres humanos individuales, los pueblos y los Estados, jamás pueden estar seguros contra la violencia mutua que resulta del derecho de cada uno a hacer lo que le parece justo y bueno, independientemente de la opinión de otro. (RL, 6, 312, 6-12) No estoy tan seguro de que pueda excluir a priori la posibilidad de que cierto tipo personas convergiesen espontáneamente en un solo sistema de reglas y luego las siguiesen correctamente sin tener incentivos ulterio­res. Ciertamente, el punto principal, que no cuestiono, es lo opuesto: uno no puede excluir a priori la posibilidad de que las personas fracasen espontáneamente en su intento de converger en un solo sistema de reglas y luego de seguirlas correctamente sin tener incentivos ulteriores. Por tanto, no se puede identificar la "totalidad de las con­ diciones" de Kant con la mera existencia de una ley universal que, de ser seguida correctamente por todos, garantizaría la compatibilidad mutua.

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requiere la igualdad ante la ley, pero este requisito no se refiere a lo que, por definición, es Recht, sino a lo que Kant defiende que debe ser el Recht. De Recht puede haber muchas tipificaciones diferentes, pero sólo algunas de ellas implican igualdad ante la ley.

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Segundo: al asociar Recht con un conjunto completo de condiciones, Kant está sugiriendo también la exclusión de todas las restricciones redundantes. El conjunto tiene no sólo que ser inclusivo, de tal manera que las condiciones que contiene sean suficientes en su conjunto, sino también exclusivo, de tal manera que cada condición que contenga sea indivi­ dualmente necesaria para mantener mutuamente seguros los dominios de liber­tad externa. Recht excluye toda condición que no efectúe alguna contribución a la seguridad mutua y, por tanto, implica (en argot moderno) una distribución de la libertad externa que cumple la eficacia de Pareto.14 Kant expone esta limitación posiblemente de una manera más clara en el parágrafo que precede a su definición canónica de Recht, cuando dice que "el concepto de Recht tiene que ver sólo con la relación externa y, en efecto, práctica de una persona con otra en la medida en que sus acciones, en cuanto actos [susceptibles de imputación], puedan influir mutuamente sobre ellas" (RL, 6, 230, 7-11) y no concierne los estados internos de las personas, como son sus deseos, necesidades o fines (RL, 6, 230, 11-19). Podría ser muy deseable que las acciones de las personas debieran armonizarse con los deseos, nece­sidades y fines propios y ajenos. Pero esto, para Kant, concierne a la ética, no al Recht, el cual se ocupa de, y sólo de, las precondiciones para que se den dominios mutuamente seguros de libertad externa. El Recht soluciona el problema de la posibilidad de conflicto entre acciones y deja de lado todos los otros posibles conflictos que puedan surgir entre acciones, deseos, necesidades y fines.15 14 Esta sentencia asevera solamente que tales condiciones redundantes no son parte del Recht; y esto no debe entrañar que sean inconsistentes con el Recht o con lo "unrecht" —aunque Kant, como los vamos a ver, tienda a deslizarse de una pretensión a otra. 15 Vale la pena corregir aquí tres errores interrelacionados que Kant tiende a hacer en este contexto. El pri­ mero es que tiende a asociar el punto que acaba de explicar en la definición de Recht, A, con la pretensión, B, de que los estados internos no pueden ser el objeto la de legislación externa. (Él abre propiamente la RL escribiendo que va a tratar del "conjunto de las leyes para las cuales es posible una legislación externa" —RL, 6, 229, 5-6; véase también MS, 6, 220, 12-13). La pretensión B va más allá de la definición de Recht y es de hecho falsa. Seguramente no es imposible promulgar leyes que requieran o prohíban ciertos estados internos, por ejemplo, fijarse a sí mismo un cierto fin (intención). Y tampoco es imposible aplicar tales leyes rigurosa y efectivamente —en efecto, la mayoría de los sistemas legales existentes dependen de fallos relativos a la intención (mens rea) para definir los crímenes (por ejemplo, el asesinato) y para administrar las penas. Lo que Kant debería decir acerca de tales leyes externas no es que son imposibles, sino que no contribuyen a mantener seguros los dominios de libertad externa, y por lo tanto no se encuentran, entre las condiciones bajo las cuales la libertad de cada persona puede

coexistir con la de todas las otras conforme a una ley universal de la libertad. Tales leyes —entre las que está, evidentemente, el imperativo categórico, el cual gobierna la elección interna que el agente hace de sus máximas— caen fuera del Recht, tal como lo define Kant. Lo necesario para el Recht es sólo la conformidad externa de las personas con la ley, la legalidad de su conducta —y no la conformidad interna o moralidad. El segundo error es que en relación a la definición de Recht, Kant mezcla este punto referido al contenido de las restricciones legales necesarias para el Recht con otro parecido acerca de los criterios implicados en tales restricciones. El primer punto, A, afirma que las leyes necesarias para cualquier tipificación particular del Recht no constreñirán los estados internos de las personas. Este punto es verdadero. El último, C, sostiene que tal cuerpo de leyes constreñirá la conducta externa de las personas haciendo referencia sólo a criterios externos. Esta pretensión es falsa, como puede verse fácilmente poniendo un ejemplo. Los conflictos acerca del uso de objetos externos se pueden evitar por medio de un cuerpo de leyes que garantice que cada objeto tiene a lo sumo un dueño. Pero tales conflictos también se pueden evitar por medio de un cuerpo de leyes que incorpore excepciones familiares —excepciones que, por ejemplo, me permitan usar tu bote en contra de tu voluntad y te prohíban que me impidas que lo use en contra de tu voluntad si tenemos ciertos estados internos (por ejemplo, que ambos creamos que otra persona se está ahogando y que yo necesito el bote para rescatarla y que tengo toda la intención de hacerlo). Estas leyes, que restringen el uso de tu bote en circunstancias excepcionales y el que yo haga un uso diferente de tu bote, hacen una aportación tan necesaria a una tipificación del Recht como la ley más directa, que restringe sólo mi uso de tu bote, lo hace a otra. Un cuerpo de leyes que haga uso acorde a criterios de los estados internos no excede por ello el imperativo del Recht, que es mantener seguros los mutuos dominios de libertad externa. A veces, Kant mezcla los dos puntos que acabo de distinguir, A y C, con un cuarto punto D, conforme al cual las restricciones legales (y los mecanismos institucionales), para caer dentro del mandato del Recht, tienen que ser seleccionados sólo en referencia al propósito de mantener mutuamente seguros los dominios de libertad externa. (No podemos preferir un régimen de propiedad a otro basados en que el segundo originaría hambre entre los pobres —a menos que tal hambre provocara la rebelión de los pobres, lo que a su vez volvería menos seguros los dominios de libertad externa de las personas.) Esta pretensión, D, difiere de las otras y, al igual que B y C, no se sigue de la definición de Recht. 16 Como Kant lo sugiere mediante el término latino "status iuridicus" (GTP, 8, 292, 33; EF, 8, 383, 13). Puede usar apropiadamente los adjetivos "rechtlich" y "gesetzlich" en alemán mientras éstos se entiendan como "tipificación del Recht" y "regido por leyes", respectivamente. Son incorrectas las traducciones como "jurídico", "legítimo" o "legal", porque un estado jurídico puede muy bien ser injusto (con respecto a la ley natural); y, en cuanto elemento constitutivo de la legalidad, no puede ser legal o legítimo él mismo con respecto a la ley positiva. (Cf. cómo "rechtlich" contrasta con "rechtmässig" en EF, 8, 373, 30-31.)

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Mi explicación de la definición canónica de Kant, hace que Recht sea esencialmente equivalente a "Rechtszustand", que debería traducirse como "estado jurídico" o "condición jurídica".16 Tal como Kant lo define aquí, Recht no es un cuerpo de reglas tal que, si todas las personas las observara correc­ tamente, la acción de una persona no podría obstruir jamás la de otra. Recht, más bien, es una propiedad de un mundo de personas que son capaces de obstruir mutuamente sus acciones —o capaces de constreñir mutuamente su libertad externa—. Recht se concreta en una tipificación en un mundo semejante sí y sólo si este mundo está estructurado de tal manera, que la libertad externa de las personas se restrinja de tal modo, conforme a una

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ley universal, que esté segura la libertad externa restringida de cada per­ sona. El Recht está tipificado cuando las personas coexisten bajo un orden legal efectivo que delimita y mantiene mutuamente seguros los dominios de libertad externa. Esta interpretación de Recht confirma fuertemente mi conjetura anterior de que "universal" tiene que ser leído en el sentido débil. Un orden legal efectivo y completo, incluso sin igualdad ante la ley, constituye una tipificación del Recht o una condición jurídica. Todo lo que se requiere para una condición tal es que haya un cuerpo efectivo de leyes públicas estables que constriña de modo predecible la libertad de cada persona y, de este modo, delimite y asegure de manera predecible la libertad externa y restringida de cada persona.17 Si esto es Recht, entonces ¿qué es Rechtslehre? Esta no es una cuestión trivial, porque hay una ambigüedad significativa en la terminación alemana "-lehre". En un sentido, esta terminación indica una disciplina científica o campo de estudio. Este uso tiene lugar, por ejemplo, en la palabra "Arzneimittellehre", que significa el estudio de los remedios medicinales o farmacología. Tomada en este sentido, Rechtslehre —o la Rechtslehre, con artículo determinado— sería la disciplina científica que reflexiona sobre el establecimiento y el mantenimiento del Recht, es decir, de los dominios mutuamente seguros de libertad externa entre personas. Este campo de estudio puede ser concebido como un estudio que consta de dos ramas: Rechtslehre empírica, que reflexiona sobre la experiencia histórica que tene­ mos con los intentos efectivos de establecer y mantener el Recht, y Rechtslehre filosófica, que reflexiona de un modo más abstracto de qué modo el Recht puede y debe ser establecido y mantenido. Kant, evidentemente, estaría operando dentro de la segunda rama que es la Rechtslehre filosófica.

17 Si esta explicación de la definición de Kant es correcta, entonces "Recht", tal como se usa en esta definición, no equivale ni a "ley" ni a "justicia (social)". Cuando la ley es incompleta o inefectiva, hay ley sin Recht; e, incluso, cuando la ley es completa y efectiva, puede darse Recht sin justicia, por ejemplo, un Recht que impone que impone diferentes restricciones sobre distintas personas. Con esto no negamos, por supuesto, que Kant también emplea el término Recht en su significado común, que denota el cuerpo legal de una sociedad, así como en su significado aún más corriente de "(un) derecho (a)".

Kant reconoce y a la vez minimiza esta ambigüedad, recalcando que sólo puede haber una doctrina verdadera en cada campo de estudio (MS p. 207, 11-29) y, por consiguiente, sólo una doctrina filosófica del Recht, de tal manera que el estudio del Recht debería coincidir idealmente con el estudio y el perfeccionamiento de la única doctrina verdadera del Recht. Vale la pena resaltar la distinción, no obstante, porque nos da una perspectiva prove­ chosa sobre el proyecto kantiano. Deberíamos ser capaces de analizar la Rechtslehre en sus dos componentes principales. El primer componente lo constituyen la definición que da Kant de Recht y su análisis consiguiente, el cual genera todas las proposiciones que proceden analíticamente esta defi­ nición. El segundo componente lo constituyen todos los elementos sustan­ tivos que Kant aduce para mostrar lo posible y lo deseable que son el Recht y ciertas tipificaciones de él. De este segundo componente es que con mayor plausibilidad puede sospecharse que presupone otras partes de su cosmovisión filosófica. 18

Gregor Johann Mendel (1822-1884), botánico austriaco.

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En su otro sentido, la terminación "-lehre" indica una teoría particular, una doctrina o un modo de abordar un objeto dentro de un campo de estudio. Este uso tiene lugar, por ejemplo, en la expresión "Mendelsche Vererbungslehre" ["Teoría mendeliana de la herencia genética"], que es una teoría biológica que da lugar a predicciones específicas acerca de la transmisión de rasgos de plantas y animales a su descendencia.18 Tomada en este sentido, una Rechtslehre (ahora con artículo indeterminado) sería una teoría particular del Recht, y una Rechtslehre filosófica o, como a Kant le gusta decir, metafísica (RL 6: 284.9) sería, entonces, una teoría particular acerca de cómo puede y debería ser establecido y mantenido el Recht. De ahora en adelante voy a usar el término en este último sen­tido, como sustituto de "liberalismo de Kant" (y como distinto de Rechtslehre, la obra).

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III. PRINCIPIO UNIVERSAL KANTIANO DE RECHT (§C)

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Después de explicar las nociones de Recht y Rechtslehre en §§ A-B, Kant procede, sin hacer ninguna transición, a enunciar lo que él denomina el prin­ cipio universal del Recht. No aclara lo que se supone que es el texto canónico de este principio, pero existen dos formulaciones que parecen pertinen­tes. Una tiene aspecto de definición y es dada entre comillas como primer párra­ fo de la sección; la otra tiene aspecto de imperativo, se da en el cuarto párrafo y se la considera específicamente como la ley universal del Recht. La primera formulación es: (1) Toda acción es conforme a derecho [recht] si ella, o si procediendo coherentemente con su máxima, la libertad de decisión de cada uno puede coexistir con la libertad de todos y cada uno conforme a una ley universal. (RL, 6, 230, 29-31) Que esta sentencia está pensada para proporcionar una condición suficiente y necesaria para la corrección de las acciones queda demostrado por la que le sigue inmediatamente, la cual infiere que ciertas acciones, por "no poder coexistir con la libertad conforme a una ley universal" (MS p. 231), constituyen una injusticia. (Unrecht). La segunda formulación demanda: (2) Actúa exteriormente de tal manera, que el libre ejercicio de tu arbitrio pueda coexistir con la libertad de todos y cada uno conforme a una ley universal. (RL, 6, 231, 10-12) Puesto que Kant no ofrece argumento alguno a favor de una u otra formulación, y puesto que al menos la segunda parece una variante o una aplicación directa del imperativo categórico, uno puede ser llevado fácilmente a presumir que Kant está presuponiendo aquí la filosofía moral que

Lo que parece un imperativo dirigido a mí resulta, entonces, ser un permiso concedido a mis iguales, quienes pueden forzarme a actuar exteriormente de tal manera que el libre uso de mi arbitrio pueda coexistir con la libertad de todos y cada uno según una ley universal. Y este permiso existe, evidentemente, de un modo bastante general, no únicamente en relación a mí: las personas pueden obligar por la fuerza a cualquier otra persona a actuar exteriormente, de tal modo que el libre ejercicio de su arbitrio pueda coexistir con la libertad de todos y cada uno, según una ley universal. Ahora puede decirse con seguridad que la segunda formulación —aun cuando en realidad sea un permiso más que un imperativo— es sin embargo una demanda moral cuya justificación depende presumiblemente de la filosofía moral de Kant. Existe, no obstante, una interpretación alternativa mucho más convincente, la cual busca apoyo para el permiso en cuestión, no en otras partes del corpus kantiano, sino en la discusión inmediatamente precedente de Recht, entendiéndolo no como un permiso moral sino como uno jurídico. En la sección precedente vimos que Kant define Recht como una propiedad de un mundo de personas capaces de obstruir mutuamente sus acciones. Ahora Kant emplea esta definición para conceptualizar una propiedad de las acciones externas. La relación recí­ proca de estas dos propiedades va a resultar compleja y la voy a tratar

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había desarrollado en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y en la Crítica de la razón práctica. Las líneas finales de § C, sin embargo, han de contar mucho en contra de esta presunción. Kant escribe en ellas que su principio en su segunda formulación simple y llanamente no espera, mucho menos exige, que yo mismo deba restringir mi libertad a esas condiciones únicamente por mor de esta obligación; en su lugar, la razón sólo dice que mi libertad está restringida en su idea a esas condiciones y también que otros pueden restringirla por la fuerza [tätlich] (RL, 6, 231, 13-17; véase también: 6, 231, 3-9).

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en unos momentos. Pero esta conexión que existe sugiere fuertemente el hecho de que ambas definiciones de Recht, como también las dos definiciones que tenemos ante nosotros, están dominadas por expresiones como "pueden coexistir conforme a una ley universal".19 Mi conjetura es, pues, que Kant concibe las acciones como conformes o no con el Recht, el cual, como hemos visto, es cierta organización de un mundo de personas. Digamos, entonces, que dependiendo de que las acciones satisfagan o no las condiciones de la expresión "pueden coexistir conforme a una ley universal", éstas concuerdan o no con el Recht. Ahora podemos enunciar las dos formulaciones de § C de una manera muy simple, como sigue: (1a) Toda acción es correcta si concuerda con el Recht, e incorrecta en caso contrario. (2a) Por lo tanto, actúa externamente de tal manera, que tus acciones concuerden con el Recht (es decir, que sean correctas). Como hemos visto, Kant lee la segunda formulación como equiva­lente a un permiso: (2b) Las personas tienen derecho a forzar a cualquier otra a actuar correc­ tamente; o las personas pueden obstruir las acciones que sean incorrectas. Ahora bien, la idea de leer el "pueden" en el sentido de una autorización jurídica es simplemente leer la sentencia acerca de lo que las perso­ nas pueden hacer como equivalente a las afirmaciones acerca de lo que es correcto (en el sentido de 1a) que ellas hagan. Esta sustitución convierte (2b) en: (2c) Es correcto el obligar por la fuerza a una persona a que actúe de modo correcto (es decir, jamás es incorrecto obstruir las acciones incorrectas).

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Las formulaciones de esta condición difieren, pero no mucho. Voy a volver sobre este punto.

Aún hemos de desentrañar el predicado "conforme con el Recht". Como es de esperarse, Kant da la explicación más elaborada y esmerada en la definición, esto es, en (1). Esta explicación implica una disyunción, y puede sugerir que Kant está ofreciendo aquí a las personas una opción entre dos modos diferentes de actuar de modo correcto.21 Pero yo creo que es más plausible leerlo, como que está diferenciando dos casos, implicando que el significado de que una acción concuerda con el Recht y varía dependiendo de que la acción tenga lugar en un contexto en el cual el Recht esté tipificado o en uno en el que no lo esté. Por tanto, propongo la siguiente formu­ lación de (1): (1b) Cuando el Recht está tipificado, una acción es correcta sólo si puede coexistir con la libertad de todos según una ley universal (que hemos de presumir que es la ley universal que figura en la tipifica­ción existente de Recht). Cuando el Recht no está tipificado, una acción es correcta si, coherente con su máxima, el arbitrio de cada uno puede coexistir con la libertad de todos y cada uno según una ley universal. La idea básica de esta definición es, entonces, la siguiente. Cuando el Recht está tipificado (caso 1), una acción es correcta si es conforme a la ley existente e incorrecta en caso contrario. Aquí, las acciones están de acuerdo

20 A este teorema es al que se refiere Kant en la introducción a la TL como al "supremo principio de la Rechtslehre" y a una "proposición analítica" (TL, 6, 396, 2 y 10-11). 21 Sam Kerstein puntualiza que el "o" podría ser leído también como conjunción explicativa. Añade que, aunque sea difícil de ver cómo podrán ser equivalentes las dos frases que conecta, éstas son demasiado obscuras como para desechar esta posibilidad. Estoy de acuerdo con los tres puntos, pero sigo pensando que la interpretación que propongo es la más plausible.

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Sobre la base de esta reconstrucción del texto, (1) resulta, entonces, ser una definición de "correcto" (e "incorrecto") en su aplicación a accio­nes; y (2) resulta ser un teorema acerca de la corrección y la incorrección de las accio­nes-que-obstruyen-acciones- el teorema probado en § D.20

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con el Recht sólo si cumplen con la ley existente. Cuando el Recht no esté tipificado (caso 2), una acción es correcta si su máxima es con­ sistente con una posible ley universal. Aquí, las acciones están de acuerdo con el Recht si anticipan una posible tipificación de éste.

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El caso 2 es problemático en al menos dos aspectos. El primer problema consiste en que si leemos la palabra "universal" en el sentido débil por el que he abogado más arriba, entonces parecería que si el Recht no está tipificado, toda (o al menos casi toda) acción puede ser jurídicamente permisible —con tal que la máxima del agente anticipe alguna tipificación del Recht, por más absurdamente inegualitaria que sea.22 El segundo problema con el caso 2 consiste en que resulta desconcertante que Kant se centre tanto en las máximas del agente, ya que también insiste enfá­ ticamente, —incluso en esta misma sección (RL, 6, 231, 3-5)— en la irrele­ vancia de los estados internos. No parece que quiera conceder la posibilidad de que la justicia o injusticia jurídica de una acción dependa de la máxima conforme a la cual se realice. Si tomamos en serio esta insistencia,23 entonces nos vemos obligados a decir que, cuando el Recht no esté tipificado, una acción sería correcta sólo si pudiera ser realizada en congruencia con una máxima según la cual la libertad de decisión de cada uno puede coexis­ tir con la libertad de todos y cada uno conforme a una ley universal.

22 Este problema puede parecer una razón para sostener que, al menos aquí, la palabra "universal" debería leerse en el sentido fuerte, de tal manera que se requiera que los dominios de libertad externa mutuamente compatibles, considerados en (1b), sean dominios iguales. Rechazo esta lectura por dos razones. El término "universal" sólo aparece en (1) en una ocasión, en referencia a ambos casos (1) y (2). Para el caso (1), sin embargo, Kant necesita que "universal" tenga su sentido débil porque él sostiene que es jurídicamente impermisible el desobedecer cualquier tipificación existente del Recht —tanto si proporciona igualdad ante la ley como si no lo hace (ver nota 46). En segundo lugar, quiero evitar, en la medida de lo posible, la conclusión de que la posición de igualdad jurídica de todas las personas se ha introducido de contrabando, de que Kant presupone más que responde la cuestión de por qué una acción que anticipe una tipificación no-igualitaria del Recht debería con­ tarse como jurídicamente incorrecta (como no conforme al Recht). Más adelante tendré mucho qué decir sobre este asunto. 23 No es necesario que lo tomemos en serio, si nos permitimos corregir el "segundo error" de Kant, descrito detalladamente más arriba en la nota 14.

Recapitulemos. He tratado de mostrar que Kant concibe el núcleo de su Rechtslehre como independiente del resto de su filosofía. Podemos ilustrar esta idea concibiendo su Rechtslehre como un juego aunque proceder así sea equívoco en la medida en la que los juegos son normalmente 24 25

"Es un deber salir del estado natural". [NdT] Véase también RL, 6, 343, 23-25; 6, 350, 6-8; y EF, 8, 349n, 16-24.

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Un elemento común a ambos problemas es que, cuando el Recht no está tipificado, el parámetro para que una conducta sea jurídicamente correcta puede acabar siendo implausiblemente bajo. Esta dificultad se puede aligerar reforzando lo que significa que una conducta anticipe una posible tipi­ ficación del Recht en estas líneas. Cuando el Recht no está tipificado, mi conducta es correcta si y sólo si hay una tipificación del Recht que (A) sea practicable y de tal índole, que mi conducta sea consistente con (sería legal bajo) ella, y (B) sea realistamente implementable y de tal índole, que mi con­ ducta facilite (o, al menos, no estorbe) su realización. Es decir, tiene que ser posible entender mi conducta como conducta que procede de máximas que tienen presente el exeundum e statu naturali.24 Hay buena evidencia, en efecto, de que Kant sostuvo esta opinión y supuso que el elemento orientado a fines (B) estaba contenido en (1). En § 42 escribe: "En una situación de coexistencia inevitable, tú debes, junto con los demás, salir del estado natural y pasar a un estado de derecho" (RL, 6, 307, 9-11).25 Y prosigue inmediatamente diciendo que "la razón de ello puede deducirse analí­ ticamente del concepto de Recht"(RL, 6, 307, 12-13) y, al explicar esta razón, identi­fica la obligación que una persona tiene de salir del estado natural con el permiso que otras personas tienen de ejercer coacción sobre ella para que actúe así (RL, 6, 307, 24; véase Ref, 7735; 19, 503, 28-30). Así, pues, consideraba claramente que no era jurídicamente permisible el no cooperar con otros para el establecimiento del Recht (porque sólo aquellos cuya conducta no es jurídicamente permisible son objetivos para la coerción jurídicamente permisible).

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limitados, por ejemplo, a un tablero de ajedrez o a un campo de fútbol, mientras que este juego se extiende a todo lo que las personas puedan hacer externamente. El juego de la Rechtslehre de Kant se rige por reglas binarias porque dividen exhaustivamente todas las acciones posibles de las personas en aquellas que son correctas (recht) o incorrectas (unrecht) o, de modo equivalente, en jugadas jurídicamente permisibles y jugadas jurí­ dicamente no permisibles. Un teorema importante relativo a este juego es que las jugadas coercitivas son permisibles (correctas) sólo si toda jugada que obstruyan sea impermisible (incorrecta).26 Ambos condicionales se siguen de la definición que da Kant de Recht: no se puede permitir obstruir una jugada permisible, porque en cualquier tipificación del Recht, todas las decisiones que se puedan permitir son compatibles ("pueden coexistir"). Y no puede ser impermisible obstruir una jugada impermisible, porque cualquier restricción de este tipo sería superflua; el Recht excluye cualquier condición que no contribuya al mantenimiento de los dominios de libertad externa mutuamente seguros.27 Este no es un teorema trivial —ninguna de las concepciones de la ética de las que tengo conocimiento, incluida la de Kant, hace permisible la oposición a todas y cada una de las acciones incorrectas— y Kant parece estar bastante complacido de que un resultado tan sustancial pueda derivarse de una base tan tenue. 26 Es necesario plantear esto con mayor esmero. El hecho de que una jugada no sea permisible (no sea conforme al Recht) implica que es permisible obstruirla —pero no necesariamente que cualquiera pueda hacerlo. Porque es posible que, si varias personas tratan de obstruir una jugada que no es permisible, estos posibles obstructores podrían obstruirse unos a otros. Un orden legal habrá, por consiguiente, de restringir el permiso a hacer uso de la coerción por medio de ulteriores reglas o a ciertos cargos públicos. Asimismo, el hecho de que una jugada sea permisible no implica necesariamente que sea no-permisible anticiparse a ella, haciéndola así no permisible. Puede ser permisible a cualquier persona ocupar alguna parte aún no ocupada de un terreno o espacio, teniendo esto como consecuencia que se vuelva no permisible que otras personas la invadan y permisible que se obstruyan tales invasiones. 27 Kant brinda una inferencia muy comprimida de este teorema en § D (RL, 6, 231). Se puede comentar, en efecto, que el tránsito del concepto kantiano de Recht al permiso de usar la coerción contra la conducta no-permisible es relativamente directo, si tal coerción es cuestión de prevenir una transgresión en los linderos (cerrando el paso de alguien al dominio de otro) o cuestión de terminar con una transgresión (expulsando a alguien del dominio de otro). Es difícil hacer esta conexión cuando se trata de castigar a alguien que está en legítima posesión de su propio dominio por una transgresión que pertenece completamente al pasado. Se podría tratar de argumentar aquí que tal penalización es permisible porque es resultado necesario de un intento permi­ sible (fallido) de disuasión.

Partiendo de § C, he esbozado en esta sección los rudimentos de un juego diciendo algo sobre sus normas y algo sobre cómo podría devenir. Tal como he indicado, este juego está conectado con la definición que da Kant de Recht del siguiente modo. Si la conducta de todas las personas consistiera exclusivamente en jugadas jurídicamente permisibles (correctas), entonces el Recht —dominios de libertad externa mutuamente seguros— quedaría establecido y mantenido. No obstante, describir tal juego, un modo de clasificar, a partir de principios, todas las acciones como jurídicamente permisibles o impermisibles, parecería un ejercicio inútil. El buscar el sentido de este ejercicio nos conduce finalmente al segundo componente sustantivo de la Rechtslehre de Kant.28 Aunque podemos considerar el principio universal del Recht como su núcleo, la Rechtslehre de Kant va más allá de este núcleo en dos direcciones relacionadas. Por una parte, su objetivo es ofrecer una justificación de este principio; trata de dar a las personas una razón para que intenten conseguir una tipificación del Recht al participar en el juego de la Rechtslehre. 28

Presentamos estos dos componentes al final de la sección 2.

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La idea básica que está detrás de la metáfora de la Rechtslehre como juego es bastante simple. Jugar este juego es estar dispuesto a preferir la conducta jurídicamente permisible a la conducta jurídicamente no permisible. Dado el teorema de Kant, esta preferencia tenderá a propagarse: el hecho de que la tengamos dará a otros, que sepan que la tenemos, una razón para desarrollar la misma preferencia, porque saben que es menos probable que nosotros obstruyamos de modo impermisible su con­duc­ ta permisible que el que obstruyamos de modo permisible su conducta impermisible. En la medida en que se refuerzan estas disposiciones de los jugadores, y al entrar más personas en el juego, emergen dominios mutuamente seguros de libertad externa (restringida).

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Es cierto que cada uno de nosotros puede tener una razón para seguir este juego si sabemos que los otros también lo hacen; pero ¿por qué deberíamos, todos nosotros como grupo, jugar este juego? El mero hecho de que las normas del juego nos instruyen para que lo juguemos así, definiendo ciertas opciones de conducta como permisibles y las otras restantes como no-permisibles, no puede aportar una respuesta a esta cuestión. Todavía necesitamos una razón para tomar en cuenta estas normas. Por otra parte, Kant también tiene como objetivo reforzar las normas yendo más allá de lo que se pueda derivar de su principio universal del Recht. Tiene como objetivo especificar el juego de la Rechtslehre de un modo tal, que manifiesta una preferencia no meramente por la tipificación del Recht (primando una condición jurídica sobre un estado de naturaleza) sino también por un modo particular de tipificar el Recht sobre todas las otras tipificaciones alternas. El segundo de estos proyectos presupone el primero, en tanto que al menos algunos de los intentos de Kant por reforzar las normas se justifi­ can apelando al sentido del juego de la Rechtslehre. Voy a discutir estos dos proyectos en las dos secciones finales.

IV. EL SENTIDO DEL RECHT Kant sostiene que las personas tienen una razón para interesarse en el juego de la Rechtslehre a causa del interés antecedente que tienen en asegurar la libertad externa de (al menos algunas) personas contra las acciones obstructivas de otras. Cuando el Recht no está tipificado, los intentos de actuar de las personas pueden ser obstruidos de múltiples e impredecibles maneras, y a menudo estas obstrucciones les impedirán concluir las acciones que quieren realizar y, por miedo a ser obstruidos, con frecuencia ni siquiera intentarán llevarlas a cabo. Cuando el Recht está tipificado, las opciones de actuación de las personas se ven restringidas por firmes restric­ ciones sobre su libertad externa. Estas restricciones, sin embargo, son regulares y predecibles y dan a cada persona un espacio claramente delimitado

El texto, creo, casi no deja duda alguna de que Kant vio el sentido de los dominios de libertad externa mutuamente seguros en el incremento de la libertad externa que se posibilita.30 Parece, sin embargo, que Kant tiene algunas dificultades en presentar la superioridad (en términos de liber­ tad externa) de una condición jurídica como cognoscible a priori.31 Por el contrario, el argumento que he esbozado vagamente en el parágrafo prece­ dente suena más bien a empírico; y esto es así porque soy incapaz de concebir un argumento plausible a priori. No podemos, por ejemplo, conocer a priori con cuánta fuerza pueden obstruir unas personas la conducta de otras, lo inseguras que serían sus opciones en ausencia de un orden legal efectivo, lo coercitivas que serían las reglas impuestas por un orden tal, y con cuánta seguridad protegería éste las opciones que permite.Tampoco podemos ignorar a priori que las capacidades y vulnerabilidades están distribuidas muy desigualmente entre las personas, de tal manera que el balance de pros y contras difiere de persona a persona. Sólo si tenemos en cuenta

29 Este razonamiento podría reforzarse significativamente explicando con detalle cómo el establecimiento del Recht también puede conducir al surgimiento de una gran cantidad de nuevas opciones conductuales que jamás surgirían si no hubiera un orden legal efectivo. 30 "La libertad (independencia del arbitrio coercitivo de otra persona), siempre que pueda coexistir con la libertad de todos los demás según una ley universal, es este el único derecho originario que corresponde a todo hombre por virtud de su propia humanidad" (RL, 6, 237, 29-32). "El concepto de un Recht externo se deriva enteramente del concepto de libertad en las recíprocas relaciones externas de todos los seres humanos y no tiene nada que ver con el fin que todos los seres humanos tienen por naturaleza (la meta de la felicidad)" (GTP, 8, 289, 29-33). Nótese que defender que el argumento justificatorio es el evitar conflictos interpersonales no explicaría que Kant excluya del Recht lo que he llamado condiciones redundantes. 31 Véase una vez más, por ejemplo, el texto tomado de RL, 6, 232, 6-12, y citado anteriormente en la nota 12.

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de opciones seguras contra las acciones obstructivas de las demás. La libertad externa de las personas se ve más incrementada por la seguridad que ganan algunas de sus opciones al ser protegidas por un orden legal efectivo, lo que se deduce por los obstáculos que las prohibiciones legales añaden a sus restantes opciones. Por tanto, a fin de cuentas, las personas tienden a salir ganando de la existencia de una condición jurídica.29 Puesto que el juego de la Rechtslehre tiende a establecer y a mantener una condición jurí­ dica, jugar este juego tiene sentido para las personas interesadas en asegurar su libertad propia y/o ajena contra las acciones obstructivas.

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estas complejas cuestiones empíricas, podemos suscribir la conclusión de Kant en el sentido de que las personas con un interés en la liber­tad externa tienen una razón para jugar el juego de la Rechtslehre.

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Pero llegar a esta conclusión implica aún más dificultades. El juego de la Rechtslehre se sostiene en la medida en que unas personas tengan interés en disponer de una amplia y estable gama de opciones válidas que estén seguras contra las acciones obstructivas de otras. Pero entonces es difícil ver por qué las personas no deberían tener igualmente interés en que su gama de opciones se ampliase y protegiese contra obstáculos y amenazas de otros tipos. Así pues, Kant tiene que mostrar que las personas no tienen este interés ulterior o que éste no proporciona una razón que pueda pesar más que su razón —basada en su interés en asegurar su libertad externa contra las acciones obstructivas de otras— en favor de jugar el juego de la Rechtslehre.32 Esta dificultad puede generalizarse a otros intereses que puedan atribuirse a las personas, intereses en la felicidad, el conocimiento, la sabiduría, la salvación, la perfección moral, etcétera. Respecto de cualquier supuesto interés de esta índole, Kant necesita mostrar o que las personas no lo tienen, o que no debería contar como interés que proporciona una razón relevante, o que la razón que proporciona no afecta al balance general tanto como para frustrar la pretensión de que las personas tienen un buen motivo, teniendo todo en cuenta, para participar en el juego de la Rechtslehre.33 32 En particular, Kant tiene que excluir que sea preferible un orden legal que, aunque constriña la libertad externa de las personas más de lo que es necesario para establecer dominios mutuamente seguros, incremente completamente su libertad externa, facilitando (por ejemplo, mediante la tecnología) la remoción de obstácu­los y amenazas naturales o la creación de opciones adicionales. Kant no ve esta dificultad porque no aclara su noción de libertad externa y, en particular, no discute cuáles obstáculos y amenazas han de contar como reductores de la libertad externa de las personas. Sin hacer una defensa explícita, Kant razona como si el interés en asegurar la propia libertad externa contra las acciones obstructoras de otros agotara el interés en la libertad externa. Una vez resaltado este problema, de ahora en adelante emplearé sin embargo esta última, y más sencilla, formulación. 33 Podemos aprender de este párrafo que la postura de Kant sobre el sentido del gobierno y del orden legal efectivo es bastante cercana a la defendida por Isaiah Berlin y difiere dramáticamente de lo que Berlin atribuye a Kant: la opinión de que ley y gobierno deberían interesarse en incrementar la libertad positiva de los ciudadanos o autonomía moral. Compárese Isaiah Berlin: "Two Concepts of Liberty" ["Dos conceptos de libertad"], en Four Essays on Liberty [Cuatro ensayos sobre la libertad], Oxford, Oxford University Press, 1969, y la nota 3, por ejemplo, con RGV, 6, 96, 1-4: "Pero ¡pobre del legislador que quisiera poner en práctica una constitución dirigida a conseguir fines éticos! Porque, al hacerlo, no sólo alcanzaría lo opuesto de los fines éticos, sino también socavaría y pondría en peligro sus (fines) políticos".

De acuerdo con esta reconstrucción, Kant emerge como el represen­ tante del liberalismo independiente (freestanding) por excelencia. En lugar de presuponer mucho más que Rawls —su filosofía moral y su idealismo trascendental—, Kant, en efecto, presupone mucho menos. No apela a las ideas fundamentales dominantes en la cultura pública de su sociedad, ni insiste en que las personas tienen ciertas capacidades morales y correspon­ dientes intereses superiores en su desarrollo y ejercicio, ni trata de identificar los medios polivalentes, necesarios para realizar las concepciones del bien de las que probablemente disponen los ciudadanos de una sociedad semejante a la suya. Sino, más bien, pone exclusivamente como base del

34 Esto, evidentemente, no está pensado para que sea un argumento satisfactorio, sino sólo el esbozo de un argumento del que Kant podría haber pensado que era formalmente posible. No queda claro, en particular, cómo el argumento puede derivar de la capacidad el interés y cómo puede conferir un significado especial a las obstrucciones por parte de otras personas.

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Puede que Kant no tenga una respuesta completamente satisfactoria a estas ulteriores dificultades; pero yo pienso que su idea clave para elaborar tal respuesta sería que el Recht tiene que estar basado sólo en intereses que nosotros tenemos necesariamente como agentes (que inter­actúan). Sólo si tiene esta base, podemos mostrar que la tipificación del Recht y, por tanto, la participación en el juego de la Rechtslehre, es del interés de cada una de las personas. Sólo si tiene esta base, el Recht puede estar por encima de los intereses potencialmente cuestionables, divisivos y cam­biantes que unas personas puedan contingentemente atribuirse a sí mismas o a otras. Pero el único interés que puede decirse que tienen necesariamente las personas, a quienes Kant define por referencia a la capacidad de elegir sus conduc­ tas, es el interés en ejercer su capacidad de la manera más plena posible y, por tanto, en disponer de una amplia gama de opciones seguras entre las que se puede escoger. En cuanto agentes, nosotros preferimos que nuestras propias decisiones determinen nuestras vidas a que las determinen las decisiones que otros nos impongan por coerción.34

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establecimiento y mantenimiento del Recht, los intereses fundamentales a priori que las personas tienen en la libertad externa.35

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Este argumento independiente para el Recht puede encajar en diversas doctrinas comprehensivas. Puede encajar, por ejemplo, en una moralidad kantiana que sostenga que toda persona está obligada a dar esta garan­tía tangible a cualquier otra: porque es mi deber colaborar a asegurar la libertad externa de todas las personas con quienes convivo contra mis propias acciones obstructivas (¿o de otros?), estoy obligado moralmente a contribuir al establecimiento y mantenimiento del Recht. En el otro extremo, también puede encajar en un razonamiento prudencial hobbesiano: porque mi interés fundamental es asegurar mi libertad externa contra las acciones obstructivas de los otros, tengo la obligación prudencial de contribuir al establecimiento y/o mantenimiento del Recht. Kant mismo recalca plausi­ bilidad de este último encuadramiento en un famoso pasaje de la Paz Perpetua, en el que discute la mejor tipificación del Recht:

35 Aquí podría decirse que el argumento de Kant, después de todo, es comprehensivo al declarar irrelevantes todos los otros intereses que las personas efectivamente tienen o que podrían atribuírseles. En un sentido este cargo es trivialmente verdadero, pero también destructivo de sí mismo al disolver la distinción entre concep­ ciones políticas y comprehensivas de la justicia: todo argumento que trate de justificar las instituciones sociales haciendo referencia a los intereses de las personas afectadas por ellas —¿y de qué otro modo han de justificarse las instituciones sociales?— asignará pesos relativos a una multitud indefinida de intereses posibles. El cargo se vuelve menos trivial si acusa a Kant de idealizar cuando debía abstraer. (Por lo que se refiere a esta distinción, véase Onora O’Neill, Constructions of Reason [Construcciones de la razón], Cambridge, Cambridge University Press, 1989, capítulo 11, y Towards Justice and Virtue [Hacia la justicia y la virtud], Cambridge, Cambridge University Press, 1996, capítulo 2. En lugar de asumir que todos los otros intereses tienen peso cero, Kant no debía haber hecho en modo alguno ninguna suposición acerca de sus pesos relativos. Pero no está claro cómo un argumento, que deja abierta la cuestión de si el interés de las personas en la salvación es, digamos, infinitamente mayor o infinita­ mente menor que su interés en la libertad externa, pueda demostrar en modo alguno cualquier conclusión sustantiva. Con todo, como lo muestra el siguiente párrafo del texto, Kant acomoda en cierta medida a O’Neill mostrando que su argumento cubre al menos un cierto rango de intereses atribuidos: los intereses de las personas morales y egoístas, al poner un fuerte interés en la libertad externa, convergen en la misma serie de arreglos sociales. Esto sugiere cómo pudo Kant haber tratado de encarar la acusación de que, al centrarse en el interés de las personas en la libertad externa, abraza un ideal del "sujeto desvinculado" (Michael Sandel: Liberalism and the Limits of Justice [El Liberalismo y los límites de la justicia], Cambridge, Cambridge University Press, 1982). Pudo haber argumentado que los intereses de las personas profundamente sociales, exactamente igual que los de los rudos individualistas, implican un interés básico en la libertad externa. Aun así, es posible imaginar personas para las que este interés resulte completamente dominado por otro (por ejemplo, religioso).

Ahora bien, la Constitución republicana es la única perfectamente adecuada al derecho de los seres humanos; pero es la más difícil de establecer, y más aún de mantener, hasta el punto de que muchos afirman que la república sólo podría funcionar en un estado de ángeles. (EF, 8, 366, 1-4).

El problema de la construcción de un Estado tiene siempre solución aun cuando se trate de un pueblo de demonios (baste con que éstos posean entendimiento). Es la siguiente: un conjunto de seres racionales que necesitan, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior, se incline siempre a eludir la ley, debe ser organizado y su Constitución establecida de tal suerte que, aunque sus respectivas actitudes privadas íntimas sean opuestas y hostiles entre sí, se limiten recíprocamente de tal manera que el resultado de la conducta pública de esos seres sea el mismo exactamente que si no tuvieran estas inclinaciones perversas. (EF, 8, 366, 15-23).

Este pasaje, creo, muestra claramente que Kant quiere que su argumen­ ­to a favor del Recht, y de su tipificación republicana, sea independiente de su filosofía moral. Ésta muy bien puede brindar a quienes se adhieran a ella razones morales para defender el Recht y una Constitución republicana en particular. Pero no por ello goza de un status especial respecto del Recht, porque, como lo muestra la cita, es igualmente cierto que el egoísmo brinda a los inmorales que se adhieren a él, razones egoístas para defender el Recht y una Constitución republicana en particular. Esta conclusión, al parecer, va en contra del núcleo mismo de la filosofía de Kant: si la participación de cada persona en el juego de la Rechtslehre estuviera motivada por la prudencia, entonces ninguna persona jugaría este juego por deber o por consideración de principios morales genuinos, y

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Llega incluso a escribir que, por el contrario, hasta las personas totalmente egoístas, los demonios inteligentes, tendrían razón en establecer y mantener una Constitución tal:

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presumi­blemente tampoco tendría valor alguno la vida de los seres humanos que vivan en esta tierra, aunque prevaleciera el Recht.36 Pero ésta no es razón para lamentar el hecho de que el Recht, y una Constitución republicana, puedan practicarse sin motivos morales. ¡Al contrario! Este hecho hace mucho más fácil establecer y mantener una condición jurídica ilustrada que, a su vez, facilite enormemente el desarrollo de nuestras disposiciones morales.37 Esta conclusión, pues, entra directamente en colisión, al parecer, con la estructura básica de la MS, una de cuyas partes integrantes, evidentemente, es la Rechtslehre. En las páginas introductorias que preceden a la Rechtslehre (la cual tiene su propia introducción), como también en otros pasajes, Kant recalca la unidad de la obra entera, al pretender que él proporciona una exposición sistemática tanto del Recht como de la ética, una exposición que desarrolla a partir de su raíz común en la libertad humana y en el imperativo categórico (véase MS, 6, 207, 214, 215: 16-23, 221s, 225s): "El principio supremo de la Sittenlehre (es decir, de la Rechtslehre como de la Tugendlehre), por tanto: actúa de acuerdo con una máxima que también pueda ser válida como ley universal" (MS, 6, 226, 1-2). Estos pasajes, sin embargo, no ponen en riesgo mi conclusión. Es verdad que Kant trata de establecer, no meramente la consistencia de su Rechtslehre con el resto de su filosofía, sino también su posición singular de ser la sola y única Rechtslehre firmemente fundada en la moralidad. Por tanto, su objetivo es mostrar que aquellos que acepten su filosofía moral deben también aceptar su Rechtslehre. Pero de esto no se sigue que también sea su objetivo mostrar que cualquiera que acepte su Rechtslehre tenga también que aceptar su filosofía moral. Deberíamos tener mucho 36 Aquí estoy aludiendo, evidentemente, al famoso lema de Kant: "Si la justicia perece, entonces ya no vale la pena que los seres humanos vivan sobre la tierra" (RL, 6, 332, 1-3). 37 Si faltara este hecho, el género humano muy bien podría haber quedado atrapado en un círculo vicioso: tener necesidad de un estado jurídico seguro con el fin de desarrollar motivos morales efectivos y tener necesidad de motivos morales efectivos para hacer la transición a un estado jurídico seguro.

La ausencia de esta distinción vicia la crítica de Wolfgang Kersting a lo que él llama la tesis de la independencia (Unabhängigkeitsthese) y que atribuye a Julius Ebbinghaus, Klaus Reich y Georg Geismann.38 Kersting explica correctamente que esta tesis afirma "una completa independencia de la Rechtslehre tanto respecto de la doctrina del idealismo trascendental como de la filosofía moral crítica".39 En la siguiente página, se refiere a la "inde­ pendencia entre (sic) idealismo trascendental y filosofía moral crítica, por un lado, y la Rechtslehre, por el otro",40 e inmediatamente procede a demoler esta tesis, señalando que Kant argumenta a favor del Recht apelando a nociones morales, al preguntar retóricamente: "¿Qué sentido puede tener exponer el Recht como parte de una metafísica de la moral, si a la Rechtslehre no le preocupa si la causalidad natural es o no el sino de la humani­ dad?"41 Hacer esto no tendría sentido si Kant estuviera comprometido con la mutua independencia de su Rechtslehre y su filosofía moral. Pero la tesis de la independencia no afirma esto. Y así podemos responder fácilmente a la pregunta de Kersting: Desarrollar su Rechtslehre como parte de una metafísica de la moral tiene sentido, porque Kant quiere mostrar que tiene una base en la moralidad, que es la única doctrina del Recht que encaja

38 Wolfgang Kersting, Wohlgeordnete Freiheit [Libertad bien ordenada], Berlín, de Gruyter, 1984, pp. 37-42 (citado como WF en adelante). El campeón más destacado de la "tesis de la independencia" es Julius Ebbinghaus, quien ha argumentado (más bien polémicamente) a favor de ella en numerosos ensayos que están recogidos en su Gesammelte Schriften [Escritos reunidos], 2, Philosophie der Freiheit [Filosofía de la libertad], Bonn, Bouvier, 1988 (citado en adelante como PF). Kersting cita también a Klaus Reich, Kant and Rousseau [Kant y Rousseau],Tubingen, Mohr-Siebeck, 1936, p. 17, y a Georg Geismann, Ethik u.nd Herrschaftsordnung [Ética y orden dominante], Tübingen, Mohr-Siebeck, 1974, 56 (las páginas 55-88 son las relevantes). 39 Kersting, WF, 37 40 Kersting, WF, 38 41 Kersting, W, 38

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cuidado en eludir esta inferencia errónea y, por tanto, estar atentos a distinguir entre las dos direcciones de la conexión, distinción que uno tiende a perder de vista cuando la cuestión está encuadrada simplemente en términos de "dependencia" o "independencia".

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en su filosofía moral. Mostrando que M implica R, Kant meramente esta­­ blece una dependencia unilateral de M respecto de R; establece que el fracaso de R entrañaría el fracaso de M, que M no puede sostenerse sin R. Y esto no implica, evidentemente, que R dependa de (no pueda soste­ nerse sin) M.42

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Quedan aún algunos obstáculos textuales menores, incluso después de esta aclaración. Así, pues, Kersting señala correctamente que Kant "emplea elementos de su filosofía teorética" cuando emplea los términos sensible e inteligible para distinguir entre posesión física y jurídica.43 Pero me atrevería a decir que, en caso de apuro, esta distinción puede trazarse sin recurrir a la filosofía teórica de Kant y que, de hecho, ha sido trazada así incluso mucho antes de que Kant empezase a escribir sobre el tema. De su insistencia por presentar su Rechtslehre como parte integrante de su entera filosofía no se sigue que no quisiese también que fuera independiente: que pudiera presentarse por sí misma. Los dos modos de presentación son compatibles y Kant, por tanto, no tiene que escoger entre ellas.

42 Kersting reliza esta mezcla numerosas veces de diferentes maneras. Un ulterior ejemplo interesante aparece en una larga nota (Kersting, WF, 41, nota 63), que expone una refutación aparentemente devastadora de Ebbinghaus. Kersting cita primero que Ebbinghaus reconoce que el "Recht, en cuanto ley a priori de la determinación de la libertad externa, es requerido por el imperativo categórico en cuanto ley de la razón pura práctica (Ebbinghaus, PF, 242; Kersting toma de otra fuente la cita de este ensayo). Luego, Kersting continúa citando que el "intento de concebir el Recht en su perfección objetiva como dependiente de la legislación de la libertad interna y, por tanto, de la ética es, desde el punto de vista de Kant, una conclusión completamente absurda… que ha sido sacada de una interpretación errónea de la dependencia de ambas legislaciones del imperativo categó­ rico como principio moral sumo que abarca tanto el Recht como la ética" (Ebbinghaus, PF, 243). Puesto que Kersting combina la pretensión de que el imperativo categórico requiere el Recht con la pretensión de que el Recht depende del imperativo categórico, infiere de estas citas que Ebbinghaus se ve forzado a atribuir a Kant el absurdo punto de vista según el cual también el imperativo categórico es independiente de la doctrina kantiana de la libertad y la autonomía. Pero hay un modo mucho más plausible de leer a Ebbinghaus: en el primer pasaje, Ebbinghaus afirma que el imperativo categórico requiere el Recht; en el segundo, niega que el Recht sea dependiente del imperativo categórico. Ebbinghaus no está diciendo ahí, como Kersting afirma, que la dependencia de ambas legislaciones del imperativo categórico existe pero ha sido malinterpretada. Sino más bien está recha­ zando como errónea la interpretación que toma ambas legislaciones (en vez de la legislación ética sola) como dependientes del imperativo categórico. Kersting no puede entender esta lectura de Ebbinghaus porque no puede ver que Ebbinghaus, al decir que el imperativo categórico requiere (implica) el Recht, de ninguna manera ha concedido que el Recht sea dependiente del imperativo categórico. 43 Kersting, WF, 38, nota 57; véase más arriba la nota 6.

Cuando el Recht no está tipificado, las personas están jurídicamente obli­ gadas a cooperar para establecerlo. A la luz de la amplia gama de posibles tipificaciones del Recht, tal cooperación implica un inmenso problema de coordinación. Las personas tienen que coordinarse para lograr un único con­ junto de descripciones, en cuyos términos las normas legales harán referencia a acciones genéricas; deben coordinarse respecto a una división del trabajo entre reglas rígidas y generativas44 y, finalmente, respecto a un conjunto particular completo de tales reglas rígidas y generativas.45 Si el juego de la Rechtslehre ha de ser efectivo para guiar a las personas hacia la realización de su presunto interés en la libertad externa, entonces tiene que implicar no meramente una preferencia por el Recht en cuanto tal, sino también una ordenación de las preferencias respecto a las numerosas tipificaciones posibles del Recht. Este es un punto importante para mi interpretación; porque muy bien podría parecer que el interés en la libertad externa es demasiado indeterminado como para justificar jerarquizaciones precisas de las alternativas para tipificar el Recht. Pero este parecer es enga­ ñoso porque la justificación puede proceder indirectamente: nuestro interés en la libertad externa justifica la preferencia maestra de la tipificación sobre la no-tipificación del Recht y la realización de esta preferencia maestra requiere preferencias secundarias capaces de resolver el problema de la coordinación. Las preferencias secundarias que Kant propone, las cuales con frecuencia parecen más bien arbitrarias y ad hoc,46 se vuelven mucho más 44 Por reglas generativas entiendo reglas que hacen posible cambiar las reglas voluntarias. Ejemplos de ellas son las reglas que regulan la apropiación unilateral, los contratos y las decisiones políticas. Kant menciona brevemente la distinción en RL, 6, 237, 18-23. 45 Un código de reglas es completo si y sólo si únicamente clasifica todas las acciones posibles en aquellas que son legales y aquellas que no lo son. Doy por hecho que las reglas tienen que satisfacer, asimismo, el principio universal del Recht —por ejemplo, tiene que contar como legal cualquier acción que sea ilegal obstruir. 46 Sus reglas preferidas para la apropiación unilateral de un terreno son un buen ejemplo de ello: "como si el solar estuviera diciendo: si no me puedes proteger, tampoco me puedes mandar. La disputa sobre el mar libre

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V. EL AJUSTE DEL RECHT

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plausibles si consideramos que se apoyan en esta justificación en dos etapas. El objetivo de Kant no es clasificar las reglas posibles en correctas e incorrectas a la luz de la razón. Más bien evalúa las reglas como más o menos adecuadas para resolver un problema de coordinación que simplemente tiene que ser resuelto. Puesto que siente que la tarea de la Rechtslehre lo compele a brindar una solución prominente que pueda guiar el establecimiento del Recht, no siente que pueda permitirse el lujo de volcarse en exclusiva a buscar soluciones racionalmente obligatorias. Si no es posible encontrar soluciones racionalmente obligatorias, entonces la más prominente tendrá que valer, incluso aunque a Kant sólo le parezca apenas superior a otra alternativa rival. Está claro cuál tiene que ser el status jurídico de estas preferencias secundarias. Cuando el Recht no está tipificado, estas preferencias son jurídicamente relevantes al determinar quiénes sí están cooperando en la instau­ración de un orden legal efectivo y quiénes no. Aunque está jurídicamente permitido ejercer coacción sobre los segundos, no lo está respecto de los primeros. Cuando el Recht está tipificado, entonces las preferencias secundarias son jurídicamente irrelevantes. Se puede permitir jurídica­mente a un soberano que mantenga una tipificación inferior, pero no se puede per­ mitir jurídicamente a los ciudadanos que obstruyan los esfuerzos que hace el soberano por mantenerla. Y ésta, por supuesto, es la posición que Kant de hecho defiende.47 o cerrado debería, por tanto, decidirse del mismo modo; por ejemplo, dentro de la extensión hasta donde alcanzan los cañones, en la costa de un país que pertenece ya a un determinado estado, a nadie le es lícito pescar, sacar ámbar del fondo del mar, etc." (RL, 6, 265, 4-5). 47 Por ejemplo, cuando insiste una y otra vez en que es incorrecto que los ciudadanos desobedezcan al soberano o a los representantes legítimos (RL, 6, 320-323, 371s; GTP, 8, 299-305; EF, 8, 382; Ref, 19, 574s, 594). Vale la pena recalcar que Kant no declara que sea incorrecto desobedecer a un tirano que gobierne a su antojo, que no especifique ni mantenga dominios de libertad externa mutuamente seguros (Rechtssicherheit [Seguridad jurídica]). Pero Kant no aclara el grado de regulación legal que debe poseer un régimen para que cuente como la instauración de una condición jurídica.Y tampoco explica por qué la distinción entre opresión arbitraria y opresión legítima debería constituir una diferencia tan decisiva para personas interesadas en su propia libertad externa.

Así es como el desafío se podría articular. En las instrucciones que da a los depositarios del poder soberano cuando el Recht está tipificado y a todas las personas cuando no lo está, la Rechtslehre de Kant favorece la igualdad de dominios de libertad externa, los cuales han de ser garantizados en última instancia por una Constitución republicana, la cual requiere igualdad de acceso a la participación política y, por tanto, soberanía popular en igualdad de condiciones. No es difícil bosquejar el modo en el que esta preferencia por la igualdad puede sostenerse teniendo como base la filosofía moral de Kant: sería moralmente incorrecto que algunos reclamaran más libertad externa y un mayor acceso a la participación política de la que pueda garantizarse también a todas las otras personas.48 Ahora bien, si la tesis de la independencia fuera correcta, entonces Kant necesitaría presentar a favor de su preferencia igualitaria otra defensa que apele solamente al interés que tienen las personas en su propia libertad externa y no a un principio de universalización. En el texto, sin embargo, no aparece tal defen­sa. Es evidente que simplemente se puede insistir en que Kant pensó realmente que su Rechtslehre podía presentarse por sí sola; pero esto se puede hacer sólo acusando a Kant de introducir subrepticiamente la pre­ 48 Llenar este bosquejo es mucho más difícil, como lo atestiguan los numerosos intentos que se descri­ ben en la bibliografía secundaria. Pero justamente permítaseme conceder aquí, por mor del argumento, que Kant tiene un argumento prometedor de esta índole.

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Aún queda espacio para discutir, aunque sea brevemente, la más importante preferencia secundaria de la Rechtslehre de Kant: su preferencia general y omnipresente por la igualdad entre las personas. Puede parecer que esta preferencia por la igualdad proporciona el desafío más pode­ roso que aquellos que lean a Kant en el espíritu de Kersting y Rawls puedan lanzar contra aquellos que —como Ebbinghaus y yo mismo— piensan que Kant defiende que su Rechtslehre puede sostenerse por sí sola, independientemente de su filosofía moral y su idealismo trascendental. Es sor­ prendente que, hasta donde sé, este reto no haya sido lanzado.

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ferencia igualitaria o volviendo equívoco el término "universal"49 o apelando ilícitamente a la moral al tiempo que pretende no hacerlo. Dado que la tesis de la independencia requiere una acusación tan grave, debería ser abandonada a favor de la interpretación más caritativa defendida por Kersting y asumida por Rawls.

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No estoy seguro de poder hacer frente adecuadamente a este desafío, pero los puntos siguientes pueden constituir un digno primer paso. Para comenzar, permítaseme señalar que no vería como un gran desastre tener que acusar a Kant de la operación de contrabando llevada a cabo por medio del uso equívoco del término "universal", porque, hasta donde puedo ver, Kant está innegablemente involucrado precisamente en esta operación de contrabando en el importante § 2 (RL, 6, 246-7). En él da dos formulaciones de un "postulado jurídico de la razón práctica", sin señalar, al parecer, la diferencia entre ellos. Una formulación sugiere que violaría el principio universal del derecho (constituiría "una contradicción de la libertad externa consigo misma" [RL, 6, 246, 24-25]) que el uso de un objeto útil estuviera prohibido a todas las personas (RL, 6, 246, 10-17; véase 6, 252, 13-15, y 6, 301, 9-10).50 La otra formu­lación afirma que cada persona tiene un permiso igual, y en los mismos términos de una apropiación originaria, a adquirir objetos que no tengan propietario (RL, 6, 247, 1-6). Obviamente, la segunda pretensión es más fuerte que la primera porque demanda no meramente que cada objeto utili­zable tiene que ser accesible a alguna(s) persona(s), sino que cada uno de tales objetos tiene que ser accesible a cualquier persona en términos iguales (esto es, sobre la base de la prioridad en el tiempo). En la medida en que la acusación de contrabando sea verdadera (al menos por lo que atañe a este pasaje), tiene que contar en contra del mismo Kant y, si cabe, a favor de mi interpretación. Esta clase de "operación de contrabando" fue discutida brevemente más arriba en la nota 21. Tal prohibición universal sería un caso paradigmático de condición superflua, de restricción que no hace ninguna contribución al mantenimiento de dominios de libertad externa mutuamente seguros. 49 50

Las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas (unrecht), si su máxima es incompatible con el reconocimiento público. Este princi­ pio debe considerarse no sólo como un principio ético, perteneciente a la teoría de la virtud (Tugendlehre), sino también como un principio jurídico (relativo al Recht de los seres humanos). Porque es una máxima que no puedo declarar abiertamente so pena de hacer fracasar mi propio propósito; una máxima que ha de mantenerse absolutamente en secreto para que tenga éxito, una máxima que no puedo reconocer públicamente sin provocar en el acto la oposición de todos a mis planes; una máxima que, de ser conocida, suscitaría contra mí la oposición necesaria y universal y, por tanto, previsible a priori de todos, sólo puede derivar de la injusticia con que amenaza a todos y a cada uno. (EF, 8, 381, 24-35)

Yo leo este pasaje como una explicación más elaborada de nuestra obligación jurídica de cooperar en el establecimiento y el mantenimiento del Recht. Para ser jurídicamente permisible, la conducta de una per­sona tiene que anticipar un orden legal efectivo que pueda ser puesto en práctica y alcanzado de manera realista. La conducta que, si fuera completamente pública, provocaría una oposición generalizada, no pasaría esta prueba y, por tanto, no podría ser jurídicamente permisible. La con­ducta que anticipe un orden legal no igualitario es un caso especial: habría resisten­ cia generalizada contra tal conducta si fuera completamente pública, y el intento de establecer tal orden legal inigualitario provocaría, también, una resistencia generalizada y, por tanto, no sería realista.

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Aun así, sería mejor si la empresa en la que Kant está involucrado pudiera ser reconstruida de manera exitosa o, al menos, prometedora. En efecto, creo que una defensa de la preferencia igualitaria en términos de prominencia es no menos prometedora que muchos de los argumentos, más bien débiles, de Kant —especialmente en la Parte I: Privatrecht (Derecho privado) de la Rechtslehre —a favor de soluciones más específicas ("preferencias secundarias"). Kant, de hecho, presenta un argumento de esta índole:

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Sin embargo, este argumento sólo funciona, si las personas son aproxi­ ma­damente iguales en fortaleza y competencia. Si no lo son, entonces el intento de establecer la igualdad ante la ley es lo que se vuelve irrealista, porque este acuerdo resulta mucho más rentable para los débiles y para quienes carecen de las competencias para cumplir las normas de un modo fiable, que para los fuertes y competentes. Un orden legal que pretenda encontrar un amplio apoyo y que tenga que mantener un equilibrio duradero entre personas racionales autointeresadas (o demonios inteligen­ tes) debe lograr una distribución más igual de los incentivos para la participación, debe acomodar a las personas en una proporción aproximada al costo y al valor de su participación. Si debe gobernar a personas racionales preocupadas de maximizar la seguridad y el alcance de su propia libertad externa, este orden debe asignar mayores dominios de libertad externa a los fuertes y competentes. Estas ideas conducen a la objeción de que, incluso si el argumento de la publicidad, sin necesidad de apelar a un principio de universalización (moral), apoya una preferencia secundaria a favor de la igualdad, esta preferencia lo sería por una incorrecta y antikantiana forma de igualdad. ¿Pero lo es realmente? Consideren cómo relaciona Kant la preferencia igualitaria con el status legalmente inferior de las mujeres, que suscribe en repetidas ocasiones (por ejemplo, GTP, 8, 292, 4; 8, 295, 15; RL, 6, 314, 29): Tal vez se preguntará si esta especie de unión tiene algo más contrario a la igualdad de los esposos, que la ley que dice del hombre con relación a la mujer: El será tu señor (él mandará, ella obedecerá). Esta ley no puede considerarse como contraria a la igualdad de una pareja humana, si la dominación de que se trata tiene por única razón la superioridad de las facultades del hombre sobre las de la mujer en la realización del bien común de la familia (RL, 6, 279, 16-25).

Parecería, entonces, que la preferencia igualitaria que el mismo Kant refrenda (al menos en este contexto) es más bien semejante a la que puede

Aquí puede decirse una vez más que mi lectura no es caritativa al endosarle a Kant una doctrina política que es moralmente repugnante según nuestros estándares contemporáneos, como también según los propios de Kant, entendido correctamente. Mi respuesta es que, aunque puede haber interpretaciones erróneas más caritativas, la mía es efectivamente la más caritativa de entre las plausibles. Kant sostuvo claramente puntos de vista no igualitarios respecto de las mujeres y los miembros de las clases más bajas, estos puntos de vista ocurren con demasiada frecuencia y se expresan con mucho refinamiento como para considerarlos lapsus calami. En mi lectura, estos puntos de vista se pueden explicar, y hasta cierto punto excusar, haciendo referencia a su objetivo de desarrollar un libera­ lismo independiente, un objetivo que muy bien pudo haber pensado como moralmente importante, en gran medida por las mismas razones por las que Rawls lo juzgó así. Encuentro que esta lectura es la más caritativa, aunque me lleve incluso a concluir, finalmente, que el intento de Kant fracasa finalmente a la hora de especificar un liberalismo que pueda ser asumido tanto por moralistas kantianos como por demonios inteligentes.

THOMAS POGGE

sostener el argumento exento de interferencia moral que he esbozado y, tristemente, bastante distinta de la que esperaríamos que emanara de la moralidad de Kant. Hay, pues, algo de razón para tener fe en mi interpretación de que la Rechtslehre de Kant, incluidas sus preferencias secundarias, puede presentarse exitosamente por sí sola.

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IX. Tomar la ley en nuestras propias manos: Kant sobre el derecho a la revolución

CHristine Korsgaard*

Versiones de este escrito fueron presentadas en las tres siguientes ocasiones: en la primavera de 1991, durante la reunión de la División Central de la Asociación Filosófica Norteamericana, en la cual me beneficié de un comen­tario, provechoso y lleno de simpatía, hecho por Andrews Reath; en el otoño de 1991, en el Taller de Ética Kantiana en Chapel Hill, en el que recibí comentarios desafiantes por parte de Simon Blackburn; y en el otoño de 1995, en el Coloquio de Filosofía Política en Princeton. Estoy agradecida con quienes me oyeron en esas tres ocasiones por los numerosos comentarios iluminadores y las objeciones útiles que me hicieron; me gustaría agradecer especialmente a Stephen Engstrom, Avishai Margolit y Arthur Ripstein. Me he beneficiado con la discu­ sión tenida con Charlotte Brown, Daniel Brudney, Peter Hylton, Arthur Kuflik,Tamar Schaphiro y Jay Schleusenser sobre los puntos principales de este texto, así como con los comentarios escritos que me ha enviado Kenneth Westphal. Este escrito fue terminado mientras yo era Profesor Visitante Laurence S. Rockefeller en el Centro Universitario de Valores Humanos de la Universidad de Princeton en 1995-1996; estoy profundamente agrade­ cida tanto por el tiempo que el Centro me proporcionó para terminar este escrito como por las útiles discusio­ nes en torno a él que tuve con los colegas de esa universidad. Pero mi primera deuda, aquí como en cada cosa que escribo, la tengo con el ejemplo y la inspiración de mi maestro John Rawls. Traducción de José Andrés Ancona Quiroz. * Christine Korsgaard ocupa la Cátedra de Filosofía Arthur Kingsley Porter y es directora de los Graduate Studies in Philosophy en la Universidad de Harvard, en donde enseña desde 1991. Trabaja sobre temas de la ética y su historia, razón práctica (especialmente Kant), identidad personal, normatividad y la relación ética entre los seres humanos y los animales. Además de innumerables artículos en revistas especializadas, ha publicado los siguientes libros: (1996) The Sources of Normativity, Cambridge University Press (trad. Las fuentes de la norma­ tividad, UNAM, México); Creating the Kingdom of Ends, Cambridge University Press; (2008) The constitution of Agency, Oxford University Press; (2009) Self Constitution: Agency, Identiy and Integrity, Oxford University Press.

CHristine Korsgaard

Situémonos, en cambio, al final del ingente proceso, allí donde el árbol hace madurar por fin sus frutos, allí donde la sociedad y la moralidad de la costumbre sacan a la luz por fin aquello para lo cual ellas eran tan sólo el medio: encontraremos, como el fruto más maduro, al individuo soberano, al individuo igual tan sólo a sí mismo, al individuo que ha vuelto a librarse de la eticidad de la costumbre, al individuo autónomo, situado por encima de la eticidad. Nietzsche1

I. Tomar la ley

L

en nuestras propias manos

a moralidad es incondicional y tiene la primacía. Sus demandas son intransigentes y sus pretensiones tienen prioridad sobre todas las demás. Sin embargo, podemos pensar en situaciones en las que, por razo­ nes que nos parecen honorables, desinteresadas o de conciencia, podría­ mos hacer cosas que la moralidad parece prohibir. Yo quiero preguntar: ¿cómo podemos justificar este hecho? Dos son los modos en los que se ha intentado tratar el problema, los cuales por obvias razones, voy a llamar escepticismo y dogmatismo.

1 Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid-México, 1989, Introducción, traduc­ ción y notas de Andrés Sánchez Pascual, p. 67. El texto original alemán tiene el tenor siguiente: "Stellen wir uns dagegen an’s Ende des ungeheuren Prozesses, dorthin, wo der Baum endlich seine Früchte zeitigt, wo die Societät und ihre Sittlichkeit der Sitte endlich zu Tage bringt, wozu sie nur das Mittel war: so finden wir als reifste Frucht an ihrem Baum das souveraine Individuum, das nur sich selbst gleiche, das von der Sittlichkeit der Sitte wieder losgekommene, das autonome übersittliche Individuum…"

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moral y derecho. doce ensayos filosóficos

El escéptico niega que la moralidad sea incondicional y prioritaria. El dogmá­ tico insiste en que lo es, y arguye que las acciones en cuestión no son in­ correctas o, si lo son, una persona buena simplemente no las haría.2

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Algunos escépticos y dogmáticos están tratando simplemente de domar y domesticar el fenómeno. El escéptico puede tener la pretensión de estar en el mundo y ser realista, y ríe de las graves reclamaciones de los moralistas. El dogmático puede ser simplemente un presumido moralista. Pero hay versiones serias y atractivas de ambos pareceres. El escéptico puede pensar, como lo hace Bernard Williams, que una vida, en la que las consideraciones morales puedan prevalecer siempre sobre el amor y los acariciados proyectos de toda una vida, no puede ser reconocida como vida humana.3 El dogmático puede pensar que una teoría moral apropiada­ mente refinada y sensitiva nos mostrará que las acciones en cuestión no son incorrectas después de todo, sino en las situaciones complejas o terri­ bles en las cuales estemos tentados a elegirlas, simplemente las cosas correc­ tas que hay que hacer. Es una labor kantiana encontrar la senda entre escepticismo y dogma­ tismo. En este ensayo trato de construir una explicación que justifique una categoría de casos en los cuales una persona buena hará una cosa terri­ ble: casos en los que juzgue que, por razones morales, tiene que tomar la

2 Este uso de los términos dogmatismo y escepticismo está, por supuesto, tomado de Kant. Kant caracteriza la dogmática como la que asume "que es posible hacer progreso con el puro conocimiento, de acuerdo con los principios, desde los solos conceptos" (KrV Bxxxv). El dogmatismo por sí mismo produce escepticismo cuando se pueden anular las pretensiones dogmáticas o, como en el caso de la antinomia, cuando se pueden armar argumentos dogmáticos en ambos lados de una cuestión. La alternativa es el criticismo, el cual pone en cuestión la jurisdicción de la razón sobre el asunto que tenemos en mano; y que algunas veces acaba por establecer sola­ mente una jurisdicción más limitada de la que la razón había reclamado originalmente. Dejo que el lector juzgue por sí mismo en qué medida son aptas estas caracterizaciones para el trabajo de esta ponencia. Kant caracteriza asimismo el dogmatismo como despótico y sugiere que el escepticismo, por contraste, es anárquico (KrV Aix). En estos términos, es adecuado caracterizar como dogmatismo y escepticismo las dos posiciones, relativas a la naturaleza del imperio que tiene la moralidad sobre nosotros, que estoy discutiendo aquí. 3 Véase, por ejemplo, los ensayos de Williams "Personas, carácter y moralidad" y "Fortuna moral", en Fortuna Moral, Cambridge University Press, 1981.

Tengo otro motivo para examinar esta categoría de casos. Los seres humanos parecen encontrarlos profundamente interesantes y de alguna manera atractivos. La literatura y las películas están llenas de ellos. Se nos muestra a una persona buena que, antes que violar sus propios estánda­ res, se somete al trato injusto que les dan a él mismo y a otros. Resiste lo bastante las instigaciones a rebelarse como para convencernos de que su honor es real. Y, entonces, finalmente llega un instante en el que, rom­ piendo las reglas que él mismo se ha fijado, toma sus armas y pelea. Fletcher Christian finalmente se amotina contra el capitán Bligh. Ranson Stoddard, quien llegó al Oeste a llevar la ley, toma su revólver y se dirige a la calle para hacer cuentas con Liberty Valance.4 En lugar de sentirse disgustados por su defección, encontramos que estos momentos son electrizantes. Ni el escepticismo ni el dogmatismo pueden dar una explicación adecuada de este hecho. El escéptico piensa que el héroe ha despertado a 4 En la bien conocida historia de Julio Verne, Los amotinados del Bounty, México, Porrúa, Col. Sepan Cuan­ tos, número 570, 1988 y en la película El hombre que mató a Liberty Valance, dirigido por John Ford. Hay algunos otros personajes populares cuyo atractivo ciertamente tiene relación con el de la persona buena que toma la ley en sus propias manos. Por ejemplo, el policía Hot Dog que usa métodos no reglamentarios para atrapar chicos malos. No toma la ley en sus propias manos en alguna ocasión particular, sino que ése es más bien su modo de vivir. En efecto, en general nos fascina el policía que, como lo hace notar Nietzsche, usa los mismos métodos que usan todos los criminales La genealogía de la moral… op. cit., p. 92. Luego está el héroe venga­ dor de las películas, quien, por así decirlo, queda exento de las habituales restricciones de la moral a causa de un crimen terrible cometido contra alguien de su familia. A medida que seguimos examinando esta lista, se vuelve más plausible una explicación deflacionaria que dé cuenta de la fuente de nuestro placer: el aprieto en que se ve el héroe sirve meramente para darnos una suerte de autorización que nos permita disfrutar de todo corazón el espectáculo de la violencia. Pero esto no es lo que está pasando en los casos mencionados en el texto; y pienso que una explicación del fenómeno que discuto en el texto debería arrojar alguna luz sobre los diferentes pla­ ceres que tenemos con algunas de estas figuras del repertorio.

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ley en sus propias manos. Hay muchos casos de éstos; pero el que voy a examinar es la excepción en esta categoría: el caso del revolucionario de conciencia. De Kant derivaré una explicación que justifique este caso, el cual, a diferencia del escepticismo y del dogmatismo, al menos preserva algo de los dos pensamientos con los que comencé. La moralidad es incon­ dicional y tiene la primacía, y la revolución, siempre es incorrecta. Aunque algunas veces la persona buena encuentre que debe rebelarse.

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una visión más realista del rol de la moralidad en la vida humana. El dogmá­ tico piensa que el héroe ha llegado a una concepción más sensitiva y refi­ nada de lo que la moralidad demanda. Ambos ven estas historias como las a veces llamadas de "la mayoría de edad", en las que el héroe entra en la madurez. Esto me parece equivocado en todos sentidos. Aunque los héroes de estas historias no hayan tomado previamente la ley en sus propias manos, no son personajes moralmente inmaduros que por fin han visto lo que deben hacer. Y para nosotros es importante que hagan lo que hacen con un sentimiento no de justicia sino de pérdida y dolor profundos. Si Fletcher Christian se rebelara un poco antes, no admiraríamos y simpati­ zaríamos con él tanto como lo hacemos. Los instantes, en los que alguien llega a tener una visión más sensible de lo que la moralidad demanda o del rol de ésta en la vida humana, son indudablemente importantes y profun­ damente formativos. Pero no son tan electrizantes como el momento en el que el héroe toma la ley en sus propias manos.

II. Kant acerca de la revolución Las actitudes de Kant respecto de la revolución, tanto en sus obras como en su vida, son notoriamente paradójicas. En muchas de sus obras publica­ das, la revolución es condenada rotundamente. En los Principios metafísicos de la justicia, Kant argumenta que "no hay derecho de sedición, mucho menos derecho de revolución", y concluye que "es deber del pueblo sopor­ tar hasta el más intolerable abuso de la autoridad suprema" (MS p. 320). En "Sobre el dicho de sentido común: ‘Esto puede ser verdad en teoría, pero no funciona en la práctica’", Kant dice: Toda resistencia al supremo poder legislativo, toda instigación de los súb­ ditos a que expresen violentamente descontento, toda provocación que haga explotar una rebelión, es el crimen más grande y más digno de puni­ ción en una mancomunidad, porque destruye sus mismísimos fundamentos. Esta prohibición es absoluta. Y, aun cuando el poder del Estado o su agente, el Jefe del Estado, haya violado el contrato original al autorizar al gobierno

a actuar tiránicamente y, por esta razón, haya, a los ojos del súbdito, perdido el derecho a legislar, el súbdito no está sin embargo autorizado a oponer resistencia. (ÜG 81)

Pero si una revolución triunfa, piensa Kant, el nuevo gobierno inmedia­ ta­mente se vuelve legítimo. En los Principios metafísicos de la justicia escribe: Si una revolución ha triunfado y se ha establecido una nueva Constitución, la ilegitimidad de su inicio y de su triunfo no puede eximir a los súbditos de la obligación de aceptar el nuevo orden de cosas como buenos ciudadanos, tiene la posesión de la autoridad. (MS p. 323)

De esta manera, incluso un nuevo régimen establecido por un derro­ camiento no puede a su vez ser derrocado. Esto puede hacer que parezca como si Kant estuviera tratando de defender el quietismo a cualquier costo. Pero cuando Kant miraba la histo­ ria buscando un signo que mostrara si la raza humana estaba haciendo progresos morales, encontró un motivo de aliento en un fenómeno de su propia época: el entusiasmo de los espectadores de la Revolución Fran­ cesa. En su ensayo "Si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor", Kant escribe: Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar; puede acumular tal cantidad de miseria y crueldad que un hombre honrado, si tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir un experimento tan costoso y, sin embargo, esta revolución, digo yo, encuen­ tra en el ánimo de todos los espectadores (que no están comprometidos en el juego) una participación de su deseo, rayana en el entusiasmo, cuya manifestación, que lleva aparejada un riesgo, no puede reconocer otra causa que una disposición moral del género humano. (S p. 85)

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y éstos no pueden rehusarse a honrar y obedecer al soberano que ahora

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Concedido, es la simpatía entusiasta de los espectadores, no la de los revolucionarios mismos, la que, piensa Kant, da testimonio de nuestra natu­ raleza moral. Pero si la revolución es incorrecta, ¿cómo puede ser correcta "una participación de su deseo" en ella? Y nosotros sabemos que Kant mismo era uno de los más entusiasmados con estos deseosos participan­ tes. Su obsesión personal con ambas revoluciones, la Revolución Francesa y la Revolución Norteamericana, su constante ansia de las últimas nuevas provenientes de Francia, su persistente defensa de la Revolución Francesa, aun en presencia del terror, le ganaron el sobrenombre de "el Viejo Jaco­ bino." En efecto, de acuerdo a un reportaje "dijo que todos los horrores que se estaban cometiendo en Francia no tenían importancia alguna com­ parados con el mal crónico del despotismo que Francia había sufrido, y que los jacobinos tenían probablemente la razón en todo lo que estaban haciendo."5 Kant no sólo pudo simpatizar con quienes fueron empujados a la violencia a causa de la injusticia, sino hasta alegrarse con ellos. Aquí tenemos los tres puntos de vista de Kant: la revolución es incon­ dicionalmente incorrecta; pero si triunfa, el gobierno que ella establezca es una autoridad legítima a la cual los ciudadanos tienen el deber de obede­ cer; y, finalmente, nuestro entusiasmo por la Revolución Francesa, incluso nuestro fuerte deseo de participar en ella, es un signo patente de la pre­ sencia de una disposición moral en nuestra naturaleza, de la que podemos derivar nuestra esperanza en nuestro propio progreso moral. En los párra­ fos siguientes trataré de mostrar cómo este trío de puntos de vista puede tener sentido.

III. Justicia y el Estado político Mi razonamiento tiene necesidad de algunos antecedentes. En Metaphysics of Morals, Kant distingue dos clases de deberes: deberes de virtud y deberes 5

G. P. Gooch, Alemania y la Revolución Francesa, New York, Russell and Russell, 1966, p. 269.

¿Por qué está permitido que otros te fuercen o coerzan a actuar con­ forme a los deberes de justicia? El principio universal de la justicia dice, en efecto, que la única restricción a la libertad es que pueda conciliar con la libertad de todos y cada uno de los otros. Todo lo que se pueda conciliar con la libertad universal es justo y, por consiguiente, tienes derecho a hacer­ lo. Si alguien trata de interferir en ese derecho está interfiriendo en tu liber­­tad y violando, por tanto, el principio universal de la justicia. Uno puede oponerse por medio de la coerción a las violaciones del principio universal de la justicia, por la simple razón de que todo lo que impida que se ponga un obstáculo a la libertad puede conciliarse con la libertad, y todo lo que pueda conciliarse con la libertad universal es justo. De esto se sigue que los dere­ chos se pueden hacer cumplir por medio de la coerción. En efecto, la capa­

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de derecho (MS pp. 218-221). Los deberes de derecho se derivan del "Principio universal de la justicia-derecho" (MS p. 230), que es una versión restringida del imperativo categórico. El principio universal de la justicia dice que actuemos de una manera que pueda conciliarse con la libertad de todos y cada uno conforme a una ley universal (MS p. 231). Todos y cada uno deben tener igual libertad de acción, y los deberes de derecho son deberes para evitar las acciones que violen esa condición. De acuerdo a Kant, los deberes de derecho son deberes externos. Son deberes para realizar o evitar ciertos actos externos. En la medida en que una acción dada es con­ siderada un deber de derecho, el deber consiste justamente en realizarla. La doctrina del derecho, en la que se estudian los deberes de derecho, es completamente indiferente a nuestros motivos. El sentido en que los debe­ res de derecho son deberes se canjea enteramente en términos del hecho de que si intentas violar un deber de derecho otros tienen el derecho a usar la fuerza o la coerción para detenerte (MS p. 231). En la esfera de la ley y la justicia, "éste es tu deber" significa que "tenemos el derecho a exigir esto de ti." Esto está en claro contraste con la esfera de la ética, la cual concierne a los deberes de virtud. En la ética, "éste es tu deber" significa "en la medida en la que eres autónomo, exiges esto de ti mismo" (MS pp. 379-380).

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cidad coercitiva de hacer cumplir la ley no es algo añejo a los derechos; es constitutiva de su misma naturaleza (MS p. 232). Tener derecho es justa­ mente tener la autoridad ejecutiva para hacer valer un cierto derecho. Esto, a su vez, es el fundamento de la autoridad ejecutiva o coercitiva que tiene el Estado político.

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La filosofía política de Kant es una teoría del contrato social, que se ubica obviamente en la tradición de Locke. Pero las diferencias son impor­ tantes. En la visión de Locke, los individuos tienen derechos en el estado de naturaleza y pueden hacer cumplir esos derechos. Pero cuando cada per­ sona determina y hace cumplir sus propios derechos, el resultado es el desorden social. Puesto que este caos es contrario a nuestros intereses, el pueblo se une y forma un Estado político, transfiriendo nuestra autoridad ejecutiva a un gobierno.6 Kant cree, asimismo, que hay un sentido en el cual tenemos derechos en el estado de naturaleza. Tenemos un derecho natural a nuestra libertad (MS p. 237) y, piensa, el principio universal de la justicia nos permite recla­ mar derechos a la propiedad de la tierra y, más en general, a la de objetos exterio­res. Kant arguye que no sería consistente con la libertad denegar la posibilidad de derechos a la propiedad fundándose en que, a menos que podamos reclamar derechos a los objetos, éstos no puedan ser usados (MS p. 246).7 6 John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil: un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil. Por lo que se refiere a la discusión de los derechos en el estado de naturaleza, véase capítulo II; por lo que se refiere a nuestras razones para dejar el estado de naturaleza, véase capítulo IX. 7 ¿Por qué tienen que ser propiedad las cosas para que hagamos uso de ellas? En el caso de bienes de con­ sumo inmediato es verdad, por supuesto, que al usarlas las hacemos propiedad nuestra: forman parte de noso­ tros mismos en el modo más literal, de manera que interferir en nuestro uso de ellas es, en el modo más literal, lo mismo que interferir en nosotros mismos. Si no pudiéramos adquirirlas de este modo, entonces no podríamos hacer uso de ellas. En el caso de "los medios de producción", se puede armar un argumento más simple y más práctico: no podemos hacer uso efectivo de ellas sin tener alguna garantía de que serán reservadas para nosotros exclusivamente durante el tiempo de uso, puesto que, por ejemplo, no puedo efectivamente cultivar maíz en el mismo campo en el que tú estás tratando, al mismo tiempo, de cultivar cebada. Vale la pena señalar que este argumento, si funciona, no establece la necesidad de la "propiedad privada" en cualquier sentido de la litis (del latín lis, litis= pleito); sólo establece que los medios de producción y acción tienen que ser reservados para uso

exclusivo de ciertos individuos en ciertos tiempos y lugares. Esto se aplica aun a cosas de propiedad comunal —por ejemplo—, los libros de la biblioteca están reservados a ciertos clientes durante periodos específicos de tiempo. Tu derecho al uso exclusivo de un libro, sólo para leerlo, y por un cierto lapso de tiempo, cuenta cierta­ mente como una forma de "propiedad" en sentido kantiano. Asimismo, los medios de producción pueden ser propiedad comunal y ser "prestados" a usuarios particulares. 8 Rousseau, Jean-Jacques, Del contrato social o Principios del derecho político, libro I, capítulo IX. 9 Por supuesto que puede argumentarse que los derechos lockeanos también dependen de las relaciones humanas, a causa de la estipulación de que el trabajador debe dejar "cantidad y calidad" para otros, lo que parece sustituir es el hacer acuerdos con otros. Pero Locke parece dar por descontado que esta estipulación no sólo se puede cumplir sino también se cumple, mientras que las relaciones en las cuales se construyen los derechos en los razonamientos de Kant y Rousseau son unas relaciones en las cuales deben entrar realmente las personas. Ver Segundo tratado de Locke, capítulo V.

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Esto sería una restricción de la libertad no basada en la libertad misma, la que, por consiguiente, deberíamos rechazar; y esto nos lleva a postular que los objetos pueden ser poseídos. Pero, a diferencia de Locke, Kant arguye que, en el estado de naturaleza, estos derechos son sólo "provisio­ nales" (MS p. 256). En esto, Kant sigue parcialmente a Rousseau. Al contra­ rio de Locke, Rousseau arguye que los derechos son creados por el con­ trato social y, en un sentido, son relativos a él. Mis posesiones se convierten en mi propiedad en la medida en que ello nos concierne a ti y a mí, cuando tú y yo nos hemos dado uno a otro ciertas garantías recíprocas: yo man­ tendré mis manos fuera de tus posesiones si tu mantienes las tuyas fuera de las mías.8 Los derechos no se adquieren por el acto metafísico de mez­ clar el trabajo de uno con la tierra, sino, en vez de ello, se construyen por medio de las relaciones humanas entre las personas que han hecho tales acuerdos.9 Kant adopta esta idea, por lo menos, hasta donde concierne a la autoridad ejecutiva asociada a un derecho de propiedad. Yo puedo, desde luego, hacer cumplir mis derechos por medio de la coerción. Pero si mis actos han de ser conciliables con el principio universal de la justicia, enton­ ces no pueden ser actos de coerción unilateral. Reclamar un derecho de propiedad sobre una pieza es hacer una especie de ley; porque tal reclama­ ción es para establecer que todos los otros tienen que abstenerse de usar el objeto o terreno en cuestión sin mi permiso. Pero, para ver mi reclama­ ción como una ley, tengo que verla como el objeto de un contrato entre nosotros, un contrato en el que nos comprometemos recíprocamente

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a nosotros mismos a garantizar los derechos de cada uno. Es este hecho el que nos lleva a entrar —o, más precisamente, a vernos a nosotros mismos como habiendo entrado ya— a la sociedad política.

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Al elaborar este argumento, Kant evoca el concepto de voluntad general forjado por Rousseau. Arguye que una voluntad general de hacer cumplir de modo coercitivo los derechos de todos los afectados está implíci­ tamente involucrada en cada reclamación de propiedad. Ahora bien, la voluntad de un solo individuo respecto de una pose­ sión exterior, y por consiguiente contingente, no puede ser una ley obliga­ toria para todos, porque sería una violación de la libertad determinada conforme a leyes universales. La única voluntad capaz de obligar a todos —es decir, una voluntad colectiva, universal (común), poderosa— es, pues, la que puede dar garantías a todos. Pero el estado del hombre sujeto a una legislación general exterior (es decir, pública), con un poder ejecutivo de las leyes, es la sociedad civil. Lo mío y lo tuyo exterior no puede, pues, tener lugar [es decir, no puede ser propiedad] más que en una sociedad civil. (MS p. 256) Porque la idea de una voluntad general a obligarse recíprocamente a cumplir los derechos está implícita en cualquier reclamación de derecho, es la razón por la cual Kant arguye que los derechos en el estado de natura­ leza son sólo provisionales, porque esta voluntad general no ha sido aún instituida mediante la erección de una autoridad común que haga cumplir los derechos de todos y cada uno. El acto que instituye la voluntad general es el contrato social. Kant concluye de este argumento que cuando llega el tiempo de hacer valer tus derechos por medio de la coerción, en el estado de natura­ leza, el único modo legítimo de hacerlo es uniéndote en una sociedad polí­ tica con aquellos con los que estás en litigio. De hecho, haces valer tu dere­

cho forzándolos primero a unirse contigo en una sociedad política de manera que el litigio pueda arreglarse por medio de una coerción recí­proca más que por una unilateral:

Supongamos que estamos en el estado de naturaleza y entramos en una disputa sobre derechos. Mi cabra tiene cabritos, y considero que son míos porque estuve cuidando a la madre cuando nacieron. Sin embargo, uno de ellos escapó, tú lo encontraste vagando alrededor aparentemente sin dueño, en el estado de naturaleza, tomaste posesión de él, lo alimen­ taste y lo cuidaste muchos años. Ahora bien, hemos descubierto el asunto, y cada uno de nosotros piensa que tiene derecho a esta cabra en particular. Puesto que pienso que tengo derecho, creo también que puedo ejercer mi derecho por medio de una acción coercitiva. Y tú piensas lo mismo. Enton­ ces, ¿qué podemos hacer? Quizás tenga una pistola y tú no; así es que sim­ plemente puedo quitarte la cabra. Sin embargo, hay dos formas de enten­ der mi acción. Una es: que estoy usando unilateralmente la fuerza para quitarte la cabra. Una acción semejante sería ilegítima, sería un acto de violencia que interfiere en tu libertad. No puedo considerar mi acción como si fuera hacer cumplir mi derecho sin reconocer que tú tienes los tuyos también, los cuales también tienen que hacerse cumplir. De esta manera, si he de reclamar que lo que estoy haciendo es hacer valer mi derecho, entonces tengo que entender mi propia acción de un modo dife­ rente. La otra forma de entender la acción es que estoy forzándote a entrar en una sociedad política conmigo. Esto nos lleva al primer paso: el acto de hacer valer mi derecho implica el establecimiento de una condición jurídica (rechtlicher Zustand) entre nosotros y establece, por tanto, la sociedad civil.

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Si tiene que ser posible de jure tener como suya propia una cosa exterior, entonces el súbdito tiene también que estar facultado para compeler a todos los demás, con quienes pudiera estar en conflicto por cuestiones sobre lo mío y lo tuyo de un objeto cualquiera, a entrar con él en un estado de sociedad bajo una constitución civil. (MS p. 256)

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El segundo paso, por supuesto, es arreglar la disputa particular en cuestión conforme alguna ley. Esto significa que la concepción de Kant es diferente de la de Locke en aspectos importantes. De acuerdo a Kant, una condición jurídica —una condición en la cual los derechos humanos se mantienen en vigor y hacen cumplir— puede existir sólo en una sociedad política.Y, por consiguiente, la existencia en una sociedad política no es meramente, como Locke lo soste­ nía, nuestro interés. Es un deber de justicia vivir en una sociedad política. Es decir, otros tienen el derecho a exigirte esto, porque ésta es la forma que toma su autoridad para hacer cumplir sus propios derechos. Y tú, en reciprocidad, tienes el derecho de exigir tu membresía en la sociedad polí­ tica de los otros con quienes puedes tener tales disputas. Puesto que que­ remos que nuestros derechos se hagan valer, la coerción recíproca y, por consiguiente, la sociedad política, puede verse como el objeto de una volun­ tad general.

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Kant no se toma a sí mismo por uno que está diciendo un cuento histórico. Está respondiendo una pregunta trascendental: ¿cómo es posible la autoridad política coercitiva? Su respuesta es que la idea de una voluntad general para hacer cumplir recíprocamente los derechos hace posible la autoridad política coercitiva. Los gobiernos son legítimos porque los seres humanos que conviven, quienes por tanto tienen que resolver negociando cuáles son sus respectivos derechos, tienen que formar una voluntad gene­ ral. Para ponerlo de otra manera, la justicia es la condición en que nos hemos garantizado recíprocamente nuestros derechos; existe sólo donde hay gobierno. El gobierno, entonces, está fundado en nuestra presunta volun­ tad de justicia.

IV. Todos los gobiernos son legítimos La explicación y justificación que Kant da del Estado, como acabo de decirlo, es trascendental: es una explicación y justificación de cómo es posible la

Kant, por supuesto, no quiere decir que todos los gobiernos y todas sus decisiones sean perfectamente justas. De hecho, piensa que su teoría del Estado político implica un ideal de Estado que por regla general no se hace realidad. El Estado debe corporeizar la voluntad general del pueblo al hacerse cumplir recíprocamente esos derechos que constituyen la liber­ tad de todos y cada uno. Con el fin de hacer esto, arguye Kant, el Estado debe ser una república, caracterizada por una Constitución y por la separa­ ción de poderes, en la que la legislación es puesta en práctica por los repre­ sentantes de los ciudadanos. Aunque Kant tiene algunas cosas negativas que decir respecto del gobierno "democrático", éstas tienen que entenderse en los términos de su bastante compleja explicación y justificación de la autoridad política. Kant afirma que "la autoridad legislativa puede ser atribuida solamente a la reunión de todas las voluntades" (MS p. 313). Esta autoridad está entonces investida en una autoridad soberana o gobernante, la cual puede ser consti­ tuida por todos, por varios o por uno de los ciudadanos de un pueblo (MS pp. 338-339; p. 352), constituyendo la soberanía democrática, la aristo­ crática o la autocrática, respectivamente. Los soberanos son ciudadanos y, por tanto, tienen que ser aptos para votar (MS p. 339); Kant critica la forma autocrática de soberanía, la cual concentra el poder en las manos de una sola persona, porque "ninguno de los súbditos son ciudadanos" (MS p. 339). El soberano es responsable de administrar el gobierno. Si el soberano

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autoridad política. Pero, por supuesto, tenemos necesidad de saber algo más que eso: necesitamos saber cuándo es real y efectiva la autoridad polí­ tica. ¿Qué regímenes son gobiernos legítimos y cuáles son meras mafias que gobiernan al pueblo, principalmente por la fuerza? El parecer de Kant es que todos los gobiernos deberían ser aceptados como legítimos. Esto es, cualquier decisión del régimen es la voz de la voluntad general de su pue­ blo; y sus procedimientos para tomar esas decisiones tienen que ser asumi­ dos como aquellos que el pueblo ha acordado.

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"mismo" se encarga directamente de las tres funciones de gobierno, el gobierno es despótico; sin embargo, si el soberano adopta una Constitu­ ción estableciendo formas legales e institucionales por medio de las cuales ejerce las tres funciones de gobierno por separado, entonces el gobierno es republicano.10 Una Constitución republicana, dice Kant, es la "única y sólo legítima Constitución" (MS p. 340), puesto que ella es "la única Constitución permanente, aquélla en la que la ley es autónoma y no depende de nin­ guna persona particular" y en la que, por tanto, "lo suyo puede ser atribuido perentoriamente a cada uno" (MS p. 341). En una Constitución republicana, cada persona es obligada por la ley y, de esta manera, los dere­chos de uno no dependen de la voluntad de nadie (ni siquiera de la de la mayoría). Y por consiguiente: Toda verdadera república es y no puede ser más que un sistema representativo del pueblo, si es para proteger los derechos de sus ciudada­ nos en el nombre del pueblo. Bajo un sistema representativo, estos derechos son protegidos por los ciudadanos mismos, unidos y actuantes por medio de sus representantes (diputados). Pero, en cuanto el jefe de Estado se hace representar en persona (sea rey, nobleza o todo el pueblo en unión democrática), el pueblo reunido representa no solamente al soberano, sino que él mismo lo es también. (MS p. 341) Una vez establecidas tales formas

10 Siguiendo a Rousseau, Kant argumenta que una Constitución republicana tiene que proveer lo necesario para la separación de los tres poderes, puesto que cuando están unidos en una persona el Estado es efectiva­ mente despótico (MS pp. 316-319; PP p. 352). Rousseau argumenta que la legislación debe ser expresada en términos generales, mientras que el trabajo del Ejecutivo consiste en aplicar la ley a los casos particulares (ver Del contrato social o Principios del derecho político, libro II, capítulo IV). Esto hace que sea fácil ver por qué la uni­ ficación de los poderes lleva al despotismo. Supongamos que legislamos por mayoría de votos y supongamos que la mayoría quisiera instituir una religión mayoritaria como la iglesia oficial del Estado. En sus facultades en cuanto legisladores, éstos no pueden nombrar una religión particular, pero podrían hacer una ley que, digamos, obligue a cada uno a practicar la única fe verdadera. Se dejará que el Poder Ejecutivo determine cuál fe es la verda­ dera. Bajo tales circunstancias es plausible suponer que los ciudadanos individuales tendrían razón en no votar a favor de tal ley —la misma clase de razones que los partidos tienen, en la posición original de Rawls, para dar su apoyo a la libertad de conciencia (véase John Rawls, Liberalismo político, UNAM-FCE, México, 1995). Pero supon­ gamos ahora que la mayoría es también el Poder Ejecutivo que va a decidir cuál es la única fe verdadera. Entonces esas mayorías pueden hacer la ley en cuestión impunemente. De este modo, la unificación de los Poderes Legis­ lativo y Ejecutivo hacen que la democracia degenere en una forma de despotismo— la tiranía de la mayoría.

¿Por qué, entonces, piensa Kant que tenemos que tratar cada régimen, y todas sus decisiones, como la voz de la voluntad general? Para entender esto necesitamos considerar las respuestas del filósofo alemán a dos posi­ bles retos a la legitimidad de un gobierno, una basada en su historia —en la ilegitimidad de sus orígenes— y la otra en sus imperfecciones actuales, al medirlo con el ideal. Reconstruyendo la compleja explicación y justificación que da Kant de estos asuntos, he introducido la discusión en Howard Williams, La filosofía política de Kant, New York, St. Martin’s Press, 1983, pp. 173-178. 11

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constitucionales, el pueblo unido ya no tiene que investir más con su sobe­ ranía a ninguna otra "persona" ni siquiera a la colectividad del pueblo mismo en su conjunto. En lugar de esto, el pueblo se gobierna a sí mismo directa­ mente por medio de las formas constitucionales que se hayan dado. Exte­ riormente, por supuesto, alguien debe administrar las funciones de gobierno, pero aquellos que lo hagan son considerados ahora como magistrados que trabajan para el pueblo, no como autoridades soberanas. El magis­trado que rija el gobierno puede ser un "monarca", y Kant sugiere a veces que piensa que éste es el mejor arreglo (F pp. 352-353). Pero parece suficiente­ mente claro que este ideal requiere que los magistrados correspondan a las demandas del pueblo. Por ejemplo, Kant argumenta que el esta­blecimiento de formas republicanas de gobierno pondrá fin a la guerra, porque una decla­ ración de guerra requerirá "el consentimiento de los ciudadanos", quienes no son propensos a darlo (F p. 351). Este resultado parece depender de la idea de que los ciudadanos tendrán una influencia real y efectiva en el pro­ ceso político. Entonces, la realización del Estado ideal de Kant parece que se acerca más a nuestras propias "democracias" constitucionales moder­ nas. La legislación debe ser practicada por delegados más o menos directos de los ciudadanos, mientras que las otras funciones de gobierno han de ser separadas de la función legislativa y los magistrados que ejerzan las tres funciones se han de entender a sí mismos como representantes de la volun­ tad unida del pueblo.11

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Comencemos con el reto histórico. Ya he dicho que Kant no asevera que el Estado tuviera un origen contractualista real y efectivo. Su contrato social es hipotético o, tal vez mejor, trascendental, lo cual explica como pueden ser posibles cosas tales como los gobiernos. Kant señala esto fun­ dando el Estado en lo que llama un "postulado".

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Anteriormente, en los Principios metafísicos de la justicia, Kant también había fundado en un postulado la posibilidad de la propiedad. La noción de postulado se introduce en la Crítica de la razón práctica, en conexión con la explicación y justificación que da de la práctica de la fe religiosa. Suponga­ mos que tenemos algún concepto racional, pero no tenemos fundamentos teóricos para asignarle una "realidad objetiva", esto es, para aseverar que podría aplicarse a cualquier objeto real. Con todo, en algunos casos pode­ mos tener fundamentos prácticos para hacerlo así, basándonos en la con­ sideración de que (i) la práctica moral es inteligible o posible solamente si asumimos que este concepto tiene realidad objetiva y que (ii) la práctica moral es absolutamente obligatoria. En la segunda Crítica, esta es nuestra base para asignar realidad objetiva a Dios, a la libertad y a la inmortalidad, conceptos que no pueden ser aplicados teóricamente porque sus objetos no podrían ser parte del mundo sensible (KpV pp. 119-146).12 En los Prin­ cipios metafísicos de la justicia, Kant argumenta que "propiedad" (o derecho) y "gobierno" son ambos conceptos morales o normativos, y por tanto inte­ ligibles o racionales más que sensibles o empíricos. Empíricamente, todo lo que podemos identificar es la posesión, en un caso, y el poder gobernante, en el otro: unas personas tienen ciertos objetos en su posesión, o bajo su control, y otras gobiernan a otras. Sin embargo, para la praxis moral es esen­ ­cial, como ya lo hemos visto, que tratemos algunas de estas relaciones

12 Kant argumenta que la moralidad nos exige hacer del "bien supremo" —un estado de cosas en el que todos alcanzamos una disposición virtuosa y una felicidad proporcional a esa disposición— el fin de nuestra praxis moral y que no podemos concebir cómo podría volverse realidad tal estado si Dios no existiera y noso­ tros no fuéramos inmortales. Es lícito, por tanto, que postulemos que estas cosas son de este modo.

Sin embargo, en contraste con los postulados religiosos, estos nos permiten asignar sus conceptos a objetos que encontramos en el mundo natural. Y, en ambos casos, surge un problema por el hecho de que el con­ cepto se acoge a una especie de historia hipotética. La explicación y justifi­ cación que da Kant de la posibilidad de la propiedad sigue la estrategia habitual de apelar a la legitimidad que tiene un individuo, que es el primero en tomar posesión de algún terreno en el estado de naturaleza, reclamando justamente un objeto hasta entonces sin dueño. Después, el individuo tiene, por supuesto, el derecho de transferir esta propiedad a otros. Esta clase de argumento puede hacer que parezca que la rectitud de reclamar una pro­ piedad dependiera de la historia y genealogía entera del objeto. La propie­ dad de un objeto debe ser el resultado de una serie de transacciones legí­ timas, recorriendo todo el camino que conduce de regreso al comienzo de la historia humana, cuando alguien tomó por vez primera posesión del terreno. Supongamos que alguien cuestiona mi derecho a un libro. Yo digo que es mío, pero él dice que no lo es; que es propiedad robada. Él no quiere decir que yo lo robé, sino que hay una operación ilegítima en algún punto de su historia. Imaginemos que un Congreso de Americanos Nativos exija que los americanos inmigrantes les devuelvan todos los libros hechos de papel realizado con árboles americanos. Ellos dicen: ustedes se robaron los bosques, y éstos eran nuestros; así que el papel es nuestro; y los libros son nuestros.Y por supuesto que ellos han ganado un punto. Si rastreáramos la

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empíricas como si tuvieran fuerza normativa: que tratemos algunas pose­ siones como propiedad legítima y algunos casos de poder gobernante como casos de autoridad política legítima. Porque no podemos tener liber­ tad sin derechos de propiedad ni derechos sin gobierno. El "Postulado jurí­ dico de la razón práctica" (MS p. 246) y el "Postulado de la ley pública" (MS p. 307) establecen la realidad objetiva de los derechos y del gobierno respectivamente.

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genealogía de la propiedad que posee cada uno de nosotros, estaría llena de transacciones ilegítimas. Nadie sería, entonces, dueño legítimo de nada. La historia de la raza humana es una historia de guerra y saqueo, de robo y violencia, no una historia de transacciones legítimas. Así, pues, simplemente damos por descontado que, hablando en general, es propiedad de la gente lo que ésta tiene ahora.Y tratamos de asegurar que, de ahora en adelante, las transacciones serán legítimas y justas.13 Kant piensa que esto es lo que deberíamos hacer también con los gobiernos. Deberíamos dar por cierto que los ya existentes son represen­ tantes legítimos de la voluntad general del pueblo que es gobernado por ellos, como si ellos hubieran tenido su origen en contratos sociales. "Uno debe obedecer la autoridad legislativa actual, sea cual fuere su origen" (MS p. 319). Kant dice en numerosos lugares que es criminal hasta investigar el origen de un gobierno si lo haces con el objeto de desafiar su legitimidad (MS pp. 318-319; 372). Ahora por supuesto hay también una importante diferencia entre los dos casos. Kant piensa que si una revolución triunfa, debemos aceptar que el nuevo gobierno es legítimo. La política de tratar cualquier poder político todavía existente como legítimo es absolutamente una política generalizada. Pero por supuesto que si un robo o un fraude tienen éxito, no aceptamos que sea legítima la nueva distribución de la pro­ piedad. Nosotros investigamos en serie ascendente en el tiempo la propie­ dad, dentro de ciertos límites. Pero también hay una explicación obvia de esta desemejanza. Cuando alguien es acusado de robar una propiedad, hay una autoridad debidamente constituida, es decir, el Estado mismo, que decida el caso. De este modo, esta clase de conflicto puede ser mane­ jada en una forma justa. Pero evidentemente que después de una revolu­ ción no hay una autoridad debidamente constituida que zanje la cuestión

13 Kant no dice esto directamente, pero recurre a consideraciones exactamente de esta clase para dar razón de porqué en la sociedad civil tomamos como criterio una larga posesión para fincar una reclamación de pro­ piedad (MS pp. 292-293) y como procedemos en los casos en los que alguien ha entrado en posesión de una propiedad robada (MS pp. 302-303).

Vayamos ahora a la segunda clase posible de desafío. Aun si nosotros no estimamos como ilegítimos los gobiernos a causa de sus historias, debe­ ríamos cuestionar la legitimidad de aquellos que no alcanzan el ideal repu­ blicano hacia el cual apunta la idea de gobierno. Kant argumenta asimismo en contra de hacer esto. En un apéndice adjunto a ediciones posteriores de Los principios metafísicos de la justicia, Kant cita al reseñador, Friedrich Bouterwek, quien, entre otras cosas, llamó "la más paradójica de todas las paradojas" ‘la simple idea de soberanía debe obligarme a obedecer como a mi señor a cualquiera que se me haya impuesto él mismo como señor, sin preguntar quién le ha dado derecho de mandar sobre mí’ (MS p. 371).14 Y Kant replica: Todo hecho es un objeto en el fenómeno (de los sentidos). Al contrario, lo que solamente puede representarse por la razón pura, debe ponerse en el número de las Ideas —esto es la cosa en sí—. En la experiencia no puede darse ningún objeto que corresponda adecuadamente a una idea. Una Constitución jurídica perfecta [justa] entre hombres sería un ejemplo de dicha idea. (MS p. 372]) La pretensión es que ningún gobier­no existente corresponde adecuadamente a la idea de gobierno. Y sin embargo: Cuando un pueblo está reunido por leyes bajo un soberano, enton­ ces se da, como objeto de la experiencia, conforme a la idea en general de la unidad del pueblo bajo una voluntad suprema en posesión de poder; entendiéndose bien que no existe más que en fenómenos, es decir, que hay una Constitución jurídica en el sentido más general de la palabra. Y aun 14

De acuerdo con Kant mismo, la reseña apareció en el Periódico de Gotinga, número 28, febrero 18, 1797.

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de si es legítimo el antiguo gobierno o lo es el nuevo. La cuestión de cuál es el legítimo es justamente la de cuál es la voluntad general del pueblo.Y esto, por supuesto, puede arreglarse solamente consultando al verdadero gobier­no —la voz de la voluntad general—, que es exactamente lo que aquí está en disputa.

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cuando la Constitución [actual] pueda adolecer de graves defectos y gran­ des errores, y necesitar con el tiempo importantes mejoras, sin embargo, en cuanto tal, no es absolutamente permitido, y aun es punible, el resistir, porque, si el pueblo pudiera creerse autorizado para violar esta Constitu­ ción, por defectuosa que sea, y para resistir a la autoridad suprema, podría pensar que tiene el derecho de reemplazar por la fuerza, considerán­ dola como el supremo acto que prescribe una legislación, todo derecho y toda ley. (MS pp. 371-372) Hay dos posibles modos de entender este argumento. Uno podría leerlo, primero, como una especie de argumento de pendiente resbaladiza. Supongamos que Kant está en lo correcto al decir que ningún gobierno todavía existente alcanza el ideal. Pero si preguntamos qué tan cerca del ideal debe llegar un gobierno antes de contar como legítimo, no hay un punto obvio para trazar la línea. Si buscamos el criterio mínimo de legitimi­ dad, encontramos que el más natural —el sufragio universal adulto— excluye a casi todo "gobierno" que haya existido en la historia del mundo antes del siglo veinte.15 Tal vez sea ésta la razón por la cual Kant piensa que es demasiado peligroso hacer tales juicios. Esta lectura, sin embargo, no le sienta bien al carácter obviamente platónico del pasaje.16 Cuando Kant dice que los gobiernos existentes son sólo "fenómenos" no quiere decir que no sean reales. Quiere decir que son partícipes imperfectos, en el sentido platónico, en la forma de la

15 Este criterio parece invocado por la explicación y la justificación que da Kant de ciudadanía como ejercicio de votación. Kant mismo intentó argumentar que algunos adultos —aprendices, criados y "todas las mujeres"— podrían ciertamente contar como "ciudadanos pasivos", aun cuando no se nos permite (con razón, de acuerdo a Kant) votar a causa de nuestra "dependencia" de otros. Pero, en un momento textual más bien inestable, tam­ bién concedió que esto es sólo legitimo si las leyes aprobadas por los ciudadanos activos permiten "a todos y a cada uno" "ascender gradualmente" de un estado pasivo a uno activo (MS pp. 314-315). 16 Kant mismo asocia su uso de los términos "idea" e "ideal" con las formas platónicas en KrV A313/B370ff., y A568-569/B596-597; y en la discusión anterior, compara explícitamente su propia idea de una república con la de Platón (KrV A316/B373).

En orden a entender el porqué, ayuda reflexionar que hay una clase de tensión inherente a nuestro mismo concepto de justicia: una tensión entre lo que llamaré los elementos del procedimiento y los elementos sus­ tan­tivos del concepto. Por un lado, la idea de justicia implica esencialmente la idea de seguir ciertos procedimientos. En el Estado, estos son los proce­ dimientos mediante los cuales se realizan las tres funciones de gobierno. A fin de ser justo, cualquier tipo de decisión, resultado o veredicto —cual­ quier sentencia política— debe ser el resultado de seguir efectiva y realmen­ te estos procedimientos. Esa es una ley que ha sido aprobada en forma por una legislatura debidamente constituida; esta ley es constitucional si (diga­ mos) la Suprema Corte dice que lo es; una persona es inocente de un cierto crimen cuando así lo haya juzgado un jurado; alguien es el presidente si cumple los requisitos y ha sido debidamente votado para ello, y así sucesi­ vamente.Todos estos son juicios normativos —los términos que he puesto en cursivas implican la existencia de ciertas razones para la acción— y la normatividad de estos juicios se deriva de los procedimientos que los han establecido. Por otro lado, sin embargo, hay muchos casos en los que nosotros tenemos una idea independiente de cuáles deberían ser los resultados de estos procedimientos. Estos criterios independientes forman nuestros jui­ cios más sustantivos en algunos casos, de lo que es justo; en otros casos,

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Véase Platón, Fedro, 74ª-76ª, y República, especialmente los libros II-VII.

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justicia, una forma que está dada por el ideal de república descrito anterior­ mente. Cuando Kant contrasta autocracia, aristocracia y democracia con la verdadera forma de gobierno, hasta las llama "estas antiguas... formas empí­ ricas del Estado" en contraposición con la "forma original (racional)" que es la república (MS, p. 340). Kant confía claramente en que, pese a sus imper­ fecciones, nosotros reconocemos estos objetos como gobiernos, como aproximaciones imperfectas a una forma perfecta.17

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simplemente de lo que es bueno o mejor. Tal vez la ley sea inconstitucio­ ­nal, aunque la legislatura la haya aprobado; tal vez el imputado sea culpable, aunque el jurado lo haya dejado libre; tal vez el candidato electo no es la mejor persona para el puesto, o incluso el mejor de los disponibles, o tal vez debido a los accidentes de los resultados de la votación no represente realmente la voluntad de la mayoría. Como lo muestra este último ejemplo, la distinción entre lo justo según los procedimientos y lo esencialmente justo, correcto o mejor, es una distinción rudimentaria y trillada, y relativa en el caso que estamos considerando. ¿Quién debería ser elegido? La mejor persona para el puesto, el mejor de los que actualmente están en campaña, el preferido por la mayoría de los ciudadanos, el preferido por la mayoría de los votantes registrados, el elegido por la mayoría de aquellos que real­ mente acudieron a las urnas en el día de la elección.... A medida que segui­ mos leyendo la lista de alternativas la respuesta a la cuestión se vuelve cada vez más una de procedimientos; la respuesta que esté por encima de ellos es, relativamente, más sustantiva. Podemos tratar de diseñar nuestros pro­ cedimientos para asegurar el resultado sustantivamente correcto, mejor o justo. Pero —y es éste el punto importante— la normatividad de estos procedimientos no brota, con todo, de la eficiencia, la bondad o incluso la justicia esencial de los resultados que producen. Más bien, es verdad lo con­ trario: son los procedimientos mismos los que confieren normatividad a esos resultados. La persona que es elegida asume el cargo, sin importar cuán lejos esté de ser la mejor persona para el puesto. La absolución del jurado sigue en vigor, aunque más tarde descubramos nueva evidencia de que el imputado era culpable después de todo.Y la normatividad de los procedimientos mismos no tiene su origen en la calidad de sus resulta­ ­dos sino más bien en el hecho de que tenemos que tener tales proce­ dimientos si hemos de conformar una voluntad general. A fin de actuar juntos —para hacer leyes y fijar políticas, aplicarlas, hacerlas cumplir, de una forma que represente, no a algunos de nosotros que impongamos nuestra voluntad privada a los otros, sino a todos nosotros actuando juntos a partir

Este punto tiene algo de peso en cualquier decisión colectiva aun en una decisión que tomemos, por decir así, con un grupo de amigos. Pero esto se aplica con mayor razón a casos de derecho y justicia, a las decisiones respaldadas por la autoridad coercitiva. Porque si nos reservamos a noso­ tros mismos el derecho de ignorar los resultados de tales procedimientos cuando creemos que son sustantivamente erróneos, entonces todavía esta­ mos en el estado de naturaleza. Y esta idea se refleja en nuestra praxis real, dejando a Kant de lado, porque una regla básica de ciudadanía, de convivencia conforme al imperio de la ley, es la de que los juicios de proce­ dimiento tienen una fuerza normativa coercitiva contra la cual los juicios sustantivos no tienen absolutamente ningún peso. Tu juicio de que una ley es irracional no es una excusa para la desobediencia; tu convicción de que el imputado es culpable no justifica un linchamiento; el hecho de que creas que tu candidato es el mejor hombre no es ninguna razón para que asuma el cargo. Cuando el ideal sustantivo que se opone al resultado de los proce­ dimientos es también un ideal de justicia, y no meramente uno, digamos, de eficiencia o idoneidad, eso da lugar a una tensión. Ya es bastante malo que el jurado ponga en libertad al culpable; pero supongamos que estás seguro de que los miembros del jurado han declarado culpable al inocente. La ley aprobada por el Congreso no es precisamente irracional o inefi­ ciente o incoherente, sino —piensas tú— simple y llanamente incons­ titucio­nal; solamente la Suprema Corte, convocada para decidir el caso, no concuerda en esto contigo. ¿Dónde queda, entonces, la justicia? A la hora de juzgar a las instituciones de gobierno mismas, esta clase de tensión puede subir hasta el nivel de la paradoja, ilustrada con un simple ejemplo.

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de una voluntad general colectiva— hemos de tener ciertos procedimien­ tos que hagan posible tomar decisiones y emprender acciones colectiva­ mente, y, hablando en términos normativos, cuyos resultados reales y efec­ tivos tengamos que respaldar.

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Supongamos que estamos convencidos de la idea de que el gobierno tendría que representar la voluntad general del pueblo; esto requiere que a algún grupo de gente, sometida irremediablemente hasta ahora a un pode­ roso tirano, se le permita votar en una elección para que se dé sus propias insti­tuciones políticas.Y supongamos que, habiendo sido liberado de su tirano y tenido la oportunidad de votar para darse sus propias instituciones polí­ ticas, vote unánimemente a favor de que se deseche la democracia y se restituya cuanto antes su tirano. ¿Dónde queda ahora la justicia? ¿Debere­ mos imponer por la fuerza a esta gente una forma de gobierno que ellos decidieron no tener en nombre del respeto a su voluntad general?18 Pode­ mos estar convencidos, y por buenas razones, de que la democracia cons­ titucional es la mejor forma para que un pueblo exprese su voluntad gene­ ral. Pero la ausencia de instituciones democráticas no puede ser tomada como prueba o incluso como evidencia de que un gobierno no representa la voluntad general de su pueblo.

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"Cuando un pueblo está reunido por leyes bajo un soberano, enton­ ces se da, como objeto de la experiencia, conforme a la idea en general de la unidad del pueblo bajo una voluntad suprema en posesión de poder" (MS pp. 371-372). Lo que le da unidad a un pueblo son los procedimientos bajo los cuales está cohesionado, procedimientos que hacen posible la deci­ sión y la acción colectiva, y le dan una voluntad general. El parecer de Kant es que dondequiera que tengamos tal acuerdo, vemos una realización empí­ rica imperfecta de la forma de la justicia, de la idea de una voluntad general. Si alguien tiene suficiente autoridad para hacer y ejecutar leyes, y los ciuda­ danos viven y actúan y se interrelacionan bajo esas leyes, entonces ésa es su

18 Kant mismo dice "… porque si el soberano no tiene el derecho de someter a su capricho al pueblo a una Constitución cualquiera, ni aun democrática; podría con esto hacer una injusticia al pueblo, porque el pueblo tal vez no quisiera esta forma de gobierno y encontrase preferible, por ser más ventajosa, una de las otras dos." (MS p. 340). Por supuesto que Kant no está preguntando aquí si el Estado debe ser una república, sino cuál de las tres formas "empíricas" debe tomar. La observación suscita problemas extravagantes sobre si Kant piensa que haya alguna forma legítima para que un Estado cambie su forma básica de gobierno; pero aquí los dejo a un lado.

Vale la pena puntualizar que en la esfera internacional aceptamos esta conclusión. Aunque podamos estar de acuerdo con Kant en que la democracia constitucional moderna es sustantivamente la mejor forma de gobierno, no pensamos que esto haga lícito que la impongamos a otras naciones, o incluso que no reconozcamos a aquellos pueblos que no tienen ni aspiran a este ideal. Sería, por las razones que acabamos de dar, no preci­ samente erróneo, sino paradójico, puesto que la idea misma encarnada en el ideal de democracia constitucional es que el gobierno debería gobernar con el consentimiento de los gobernados, o ser una expresión de la volun­ tad general. Esa idea demanda que reconozcamos que los pueblos de otras naciones tienen que decidir ellos mismos qué clase de instituciones políti­ cas quieren tener.19 Si hemos de reconocerlos absolutamente como Estados soberanos, simplemente debemos aceptar que sus gobiernos son expresio­ nes de sus voluntades generales. Para llegar a la posición de Kant, sólo necesitas que el súbdito indivi­ dual considerado únicamente como un individuo privado, que tiene sus propias ideas privadas sobre lo que constituye un buen gobierno, esté exactamente en la misma posición en la que se encuentra un extranjero respecto de su propio gobierno.20 Tiene que reconocer que sus proce­ dimien­tos, tal como están, son la expresión de la voluntad general, si es que ha de verse a su país como uno que tiene esa voluntad, y por tanto, 19 Al pensar tanto en los términos en los que interactuamos con otras naciones como también en los tér­ minos en los que interactuamos con los otros, es importante distinguir dos cuestiones diferentes: una es si desa­ pruebas el modo en que proceden y otra si el modo en que proceden te impide interactuar con ellos en términos que son honorables a tus propios ojos. 20 Como un ciudadano, más bien que sólo como un súbdito, algunas veces está autorizado a actuar con­ forme a sus propios puntos de vista sustantivos. Estos, por ejemplo, determinan qué y por quién vota. Pero deben ser definidos constitucionalmente los casos en los que le está permitido actuar de este modo en sus puntos de vista privados.

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voluntad general. El fracaso de sus instituciones en satisfacer nuestros más esenciales ideales de justicia es simplemente irrelevante.

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un gobierno del todo. Kant tiene que verse a sí mismo viviendo bajo un gobierno porque, como lo vimos antes, es nuestro deber vivir en socie­­ dad política.

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V. ¿Por qué no hay derecho a la revolución?

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Kant piensa que cualquier gobierno representa la voluntad general del pue­ blo, su argumento contra el derecho a la revolución es un argumento inme­ diato, simple y conceptual. Él dice: Porque, puesto que el pueblo, para juzgar con la fuerza de la ley la autoridad política suprema, debe ya ser conside­ rado como reunido bajo una voluntad legislativa general, no puede ni debe juzgar de otra manera, más que como agrade al actual jefe de Estado. (MS p. 318). El punto está claro. El gobierno es el representante de la voluntad general. Pero si éste representa la voluntad general, entonces cualquier cosa en que se pronuncie es la voz de la voluntad general. Rebelarse, signi­ fica oponerse a las decisiones del gobierno, por consiguiente ir en contra de la voluntad general. Y oponerse a la voluntad general es disolver la condi­ ción jurídica entre los seres humanos, por tanto, regresar al estado de natu­ raleza. La revolución "no es una alteración de la constitución civil, sino su disolución" (MS p. 340). Esto es erróneo, porque, como lo acabamos de ver, Kant piensa que vivir en una sociedad política no es como pensaba Locke, un simple remedio de la incomodidad, sino en vez de eso un deber de justicia. Por paradójico que parezca, este argumento tiene fuerza real. Si el gobierno existe por la voluntad general, una revolución podría ser legítima sólo si a su vez estuviera de acuerdo con la voluntad general. De otro modo, es sólo un puñado de individuos sin ley que hacen la guerra contra la nación. Pero deberíamos preguntar cómo podría establecerse que una

El problema surge porque la voluntad del pueblo tiene que ser repre­ sentada. Un pueblo no puede hablar literalmente con una voz. Tiene que hablar por medio del representante que tenga su mandato. Lo que hace tan agudo el problema de la revolución es la cuestión de quién representa al pueblo. Y el pueblo literalmente no puede hablar con una voz sobre esto más de lo que puede hacerlo sobre cualquier otra cosa. Hasta que acla­ remos la cuestión de quién representa al pueblo, la voluntad general no tiene voz con que hablar. En este sentido no podemos comenzar con la voluntad del pueblo; para saber cuál es la voluntad de éste, tenemos que comenzar con alguien que sea su representante, su voz. Esto puede parecer extraña­ mente arbitrario a quién tomamos para que lo represente. La solución que da Kant a este problema consiste en decir que el representante del pueblo precisamente es el gobierno actualmente existente, cualquiera que sea. Si aceptamos la solución de Kant, una revolución necesariamente es algo opuesto a la voluntad general y, por tanto, es ilegítima. Para ver esto, imaginemos el mejor caso posible de revolución. Supongamos que tene­ mos una pequeña nación regida por un solo tirano y su ejército. El revo­ lucionario, con la esperanza de establecer la legitimidad, convoca a la población entera a realizar una asamblea y hace una votación. Todo mundo, excepto el dictador y su ejército, vota a favor de un nuevo régimen. Si el 21

Hobbes, en esencia, usa el mismo argumento en Leviatán, capítulo XVIII.

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revolución sea conforme a la voluntad general. El argumento de Kant mues­ tra cuán serio es este problema. El gobierno tiene órganos para determinar e interpretar cuál es la voluntad general. Por supuesto el pueblo puede decidir que el gobierno no está haciendo un buen trabajo en esto. Pero su juicio puede ser hecho solamente por alguien que tenga el derecho de hablar en nombre del pueblo, y ese derecho pertenece al gobierno mismo.21 Por tanto, el gobierno puede reformarse a sí mismo, pero el pue­ blo en cuanto súbdito no puede reformar al gobierno.

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dictador no renuncia, ¿tiene derecho el pueblo a rebelarse? La respuesta es no. En este país, el procedimiento para determinar la voluntad general es consultar al dictador, no hacer una votación. Las votaciones pueden deter­ minar la voluntad general sólo en donde sean el procedimiento debida­ mente constituido para determinar la voluntad general. Por consiguiente, rebelarse tomando como base esta votación, sería, por parte de estos súbditos, un salvaje acto de tiranía de la mayoría sobre la minoría. La mayo­ ría sólo representa la voluntad general en donde se haya establecido que ésa es su función; y, en este caso, no se ha establecido. La argumentación de Kant, como lo he sugerido, depende de una profunda comprensión de los procedimientos de la voluntad general. Nues­ tra voluntad general, en este sentido, es justamente cualquier cosa que se siga de los procedimientos que hagan posible la acción colectiva, y por tanto, en el extravagante lenguaje de Rousseau, no puedan cometer ningún error.22 Supongamos que en lugar de eso, concedemos que hay una cosa tal como la voluntad general, independientemente de nuestros procedimientos, y que éstos deberían ser vistos como instrumentos falibles para darle certi­ dumbre. Entonces podemos conceder, contrariamente a Kant, que el régimen actualmente existente puede no representar la voluntad del pue­ blo y que puede ser ilegítimo de origen. Aun así tenemos el problema. Sigue siendo verdad que el pueblo no puede expresarse como pueblo hasta que tenga una voz. Está interpretando mal la situación un revolu­ cionario que pretenda ser el representante del pueblo simplemente porque siente el mismo espíritu de ellos o incluso porque haya hecho una votación que le ha sido favorable. El pueblo puede dar su mandato sólo por medio de alguna voz debidamente constituida, por medio de alguien que tenga derecho a representarlos. Si admitimos la posibilidad de que el régi­ men actualmente existente no represente la voluntad general, entonces no hay manera de decir cuál es la voluntad general. La voluntad general ha

22

Jean Jacques Rousseau, Del contrato social o Principios del derecho político, libro II, capítulo III.

VI. ¿Qué sigue del hecho de que no haya derecho a la revolución? Vamos a decir que Kant ha planteado su caso. No hay derecho a la revolu­ ción. ¿Qué sigue? El hecho que sea inexistente el derecho a la revolución resulta de que hay un deber de no rebelarse. Este deber es un deber de justicia. Es impor­ tante recordar ahora lo que esto significa. Un deber de justicia es un deber en el sentido de que otros pueden exigir coercitivamente que lo cumplas. Decir que algo es un deber de justicia es señalar que su violación es punible. Por consiguiente, si participas en una revolución y ésta fracasa, y eres capturado, puedes ser castigado. Como dice Kant, la revolución es el "crimen más puni­ ble en una mancomunidad, porque destruye sus fundamentos mismos" (ÜG p. 81). Hasta aquí, esto no es problemático. Sería extraordinario creer que la gente no pueda ser castigada por rebelarse. Por supuesto que pueden ser castigadas, si sacan sus pistolas y disparan a otras y cometen tropelías en la sociedad. El hecho de que sus motivos fueran políticos más que vena­ les nos hace juzgarlos menos rigurosamente como seres humanos que son,

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perdido su voz y sólo hay dos modos de hacerla hablar otra vez. El primero es que el pueblo consiga una unanimidad real y efectiva —en tal caso, por supuesto, podría no haber necesidad de una revolución—, puesto que el pueblo de una nación incluye a sus gobernantes. El otro es por medio de la elección, esencialmente aleatoria, de un representante. Por tanto, incluso si concedemos la posibilidad de que un gobierno pueda ser ilegítimo, nunca podremos decir que la revolución es conforme a la voluntad general. Ahora, todo lo que tenemos es un choque brutal de poderes arbitrarios que están en guerra unos con otros en un mundo sin justicia. Pero aún no hemos establecido que la revolución sea algo para lo cual podría haber un derecho.

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pero pueden ser castigados por todos los daños que hayan hecho.23 Todo el propósito de un gobierno es hacer cumplir los derechos del pueblo de un modo que sea pacífico y basado en una coerción recíproca, en vez de un modo desordenado y unilateralmente coercitivo. Se supone que la auto­ ridad ejecutiva esta concentrada en un gobierno; y, así, es incoherente la idea de un gobierno al que no se le conceda hacer cumplir sus propias decisiones. Como lo indica el mismo Kant, un derecho a la revolución implicaría como una especie de contradicción, como la de la paradoja del Rey Lear: "la legislación suprema contendría en sí una disposición según la cual no sería suprema" (MS p. 320).24 Hay también una segunda consecuencia que se sigue de Kant respecto de la responsabilidad de las acciones y sus consecuencias. Kant arguye que uno tiene que hacer lo que la ley moral demanda, sean cuales fueren las consecuencias. Si haces lo que se requiere de ti, no eres responsable de las consecuencias. Por otro lado, si haces algo diferente de lo que la ley moral ordena, entonces eres responsable de las consecuencias. En la Meta­

Por lo que se refiere a las propias reflexiones de Kant respecto de este punto, véase más adelante la nota 28. 24 Una respuesta estándar a este punto es el que no puede haber un derecho legal a la revolución, pero no que no exista un derecho moral. El sistema de Kant no hace uso de ninguna categoría distintiva de derecho moral; para él, un derecho es por definición la especie de reclamación moral que legítimamente puede hacerse cumplir coercitivamente y puede, por tanto, ser legalizada. Hay pretensiones en el sistema de Kant que es tenta­ dor identificar con derechos morales. Kant distingue deberes de justicia de los deberes de virtud basándose en que aquellos son, y éstos no son, tanto legítimos como capaces de hacerse cumplir coercitivamente. No pode­ mos forzar a la gente que sea vir tuosa porque la vir tud es materia de motivaciones y actitudes interiores, y el hecho de que tú tengas una actitud mala hacia mí no obstruye mi libertad. Pero tampoco podemos forzar a la gente a que cumpla los deberes de virtud porque no podemos controlar los motivos de dónde proceden sus actos. Pero uno de los deberes de virtud —el deber de respetar a otros—parece ser un perfecto deber y esta­ blece una especie de reclamación, de modo que podemos decir que tenemos un derecho moral al respeto de otros. Sin embargo, esto no nos será de ayuda aquí. Es, con todo, afín a lo que tomo como las razones más plausibles para reclamar un "derecho moral" a la revolución a saber, la exclusión de la plena ciudadanía por razo­ nes arbitrarias. El caso más extremo es el de los esclavos, y víctimas de la segregación racial, y los así llamados por Kant ciudadanos pasivos (véase la anterior nota 16) pueden asimismo reclamar plausiblemente que la voluntad general no es su voluntad, que han sido descartados de la mancomunidad. Así es que déjenme decir precisamen­ te que el caso del revolucionario de conciencia que en breve examinaré, uno que considero moralmente inte­ resante, no es el de alguien que personalmente pueda reclamar de manera plausible que ha sido excluido de la mancomunidad, sino, al contrario, el de alguien que es parte de la mancomunidad pero objeta sus acciones. Una razón obvia de por qué puede objetar es que algunos otros han sido excluidos arbitrariamente. 23

En otras palabras, si haces tus deberes perfectos, no eres responsable de los resultados; si haces un deber imperfecto, tal como ayudar a alguien, cuentas como el autor del buen resultado; y si violas el deber perfecto y los resultados son malos, las consecuencias caen sobre tu cabeza. En las Lec­ ciones de ética, Kant plantea el punto más simplemente: Si hacemos más o menos lo que debemos pueden imputársenos las consecuencias, pero no de otra manera —no si sólo hacemos lo que debemos—, ni más ni menos. (LE p. 59)25 Ahora bien, los deberes de justicia son todos deberes perfectos y, por tanto, cuando los violas, eres responsable de los resultados. Los revo­ lucionarios que son detenidos pueden ser tenidos legalmente como res­ ponsables no sólo del crimen de sedición sino también de la muerte, la lesión y la violencia que resulten de ella. Pero Kant deja en claro que no es meramente un punto legal. Dice que las consecuencias de violar un deber perfecto debería también serle imputada al agente "por su propia concien­ cia" (MS p. 431). Entonces, quien emprenda una revolución o participe en ella debe considerarse a sí mismo como responsable de los resulta­ dos. Un revolucionario tiene que verse a sí mismo como el autor de la pérdida de vidas y extremidades, del desorden social, y de la suspensión del Estado de derecho que resulte de la revolución. 25 Para una más amplia explicación de la base y el significado de este punto de vista, véase "El derecho a mentir: Kant sobre el trato con el mal moral", en Korsgaard, Creando el reino de los fines, Cambridge University Press, 1996, pp. 141-143.

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física de las costumbres, dice: Las consecuencias buenas o malas de una acción que debía tener lugar en derecho, y las consecuencias de la omisión de una acción meritoria, no pueden imputarse al sujeto. Las buenas consecuencias de una acción meritoria, las malas consecuencias de una acción injusta, son imputables al sujeto. (MS p. 228)

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Aunque es más controvertido, este punto también me parece correcto. Incluso aquellos que se inclinan a argüir a favor de un "derecho a la revolución" no pueden pensar que la revolución sea algo que ha de emprenderse a la ligera. La justicia existe sólo donde hay gobierno; es así que el revolucionario emprende la destrucción del gobierno; en consecuen­ cia acaba con la justicia. Por supuesto que su intención es mejorar la con­ dición jurídica. Piensa que la justicia renacerá de sus propias cenizas, como el Ave Fénix; espera llevar a cabo un nuevo y mejor sistema de justicia que será más afín a su trabajo, que es garantizar la libertad. Como dice Kant, los revolucionarios emprenden "… en general, es lícito ser, de una buena vez, injusto para fundar enseguida con más seguridad el reinado y la prospe­ ridad de la justicia legal" (MS p. 353). Sin embargo, por un breve lapso de tiempo, se dará una situación en la que no hay justicia. Durante este periodo, como resultado de las condiciones que el revolucionario mismo ha insti­ gado o apoyado, se perderán vidas, se causarán profundas heridas que tarda­r án mucho tiempo en sanar, se violarán los derechos de propiedad, se interrumpirán y destruirán carreras. Durante este periodo, las vícti­mas de estos desastres no tendrán recursos de apelación ni recibirán indemniza­ ciones y compensaciones. El revolucionario puede fracasar y si falla, todo habrá sido en vano. Seguro que las víctimas de una subversión social ten­ drán razón en ver a los revolucionarios como los autores de violaciones a sus derechos. Y seguro que el revolucionario no puede decir: las con­ secuencias no fueron mi falta, puesto que estaba haciendo lo que tenía derecho a hacer. Hasta aquí tenemos dos consecuencias. Primero, la conclusión de que no hay derecho a la revolución, en el sentido kantiano, y esto no pre­ senta problemas. Por supuesto que los revolucionarios, si fracasan o son capturados a tiempo, pueden ser castigados. No tiene sentido la idea de un gobierno que no esté autorizado a defenderse de este modo a sí mismo. Pero esto no es meramente un asunto de lo que la ley tiene que decir, o de si puede haber un derecho legal a la revolución. Incluso desde un

Pero hay un resultado inconsecuente. Hasta ahora no he dicho nada que implique que no exista circunstancias en las que una persona buena pueda rebelarse.

VII. Cuando la persona virtuosa se rebela Más que cualquier otro pensador de la tradición filosófica, Kant nos da una filosofía moral centrada en el sujeto agente. Su cuestión prioritaria no es saber a quién debemos alabar, censurar o cuáles acciones son correctas e incorrectas. Tiene cosas que decir respecto de estas cuestiones, pero éstas quedan fuera de la discusión de lo que él considera que es la cuestión central de la filosofía moral: ¿qué debo hacer? Hasta ahora nos hemos mante­ nido en el terreno de los deberes de justicia y hemos discutido lo que tene­ mos que decir sobre los revolucionarios y la revolución. Pero aún no hemos abordado la cuestión principal: ¿debemos nosotros rebelarnos alguna vez? Ni podríamos abordar esta cuestión mientras mantengamos la discusión en el terreno de los deberes de justicia. Para abordar esta cuestión tenemos que volver a la doctrina de la virtud, a la ética. De nuevo necesitaremos algunos antecedentes. Anteriormente he dicho que los deberes de justicia son exteriores. Son deberes en el sentido

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punto de vista puramente moral, una revolución justa tendría que ser con­ forme a la voluntad general del pueblo, y ya hemos visto que esto es impo­ sible. O el gobierno es la voz de la voluntad general del pueblo, o no hay voz; en ningún caso puede el revolucionario reclamar que ha recibido el mandato de la voluntad general. Así es que el revolucionario está haciendo algo que no tiene derecho a hacer. Y esto significa que han de imputársele todas las consecuencias de la revolución. Si gana, él y su partido se convierte en el gobierno legítimo, y como tales no son legalmente responsables de sus acciones; y entonces, moralmente, tiene al menos una excusa. Pero si pierde, no es más que un asesino y un ladrón. Y esto último sería no sólo ante los ojos del gobierno, sino ante los suyos propios.

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de que pueden forzarnos legítimamente a cumplirlos. Los deberes de virtud, por el contrario, son interiores. Son deberes en el sentido en que la moral los exige de nosotros, lo que equivale a decir que nosotros los exigimos de nosotros mismos. Los deberes de virtud atañen a nuestros motivos y actitu­ des. Surgen del mandamiento de que deberíamos no sólo hacer ciertas cosas, sino hacerlas por razones morales: en lenguaje kantiano, los deberes de virtud nos mandan hacer del deber mismo el incentivo de nuestra acción. Como la meta constitutiva de los deberes de justicia es la conse­cu­ ción de la libertad exterior, así la meta constitutiva de los deberes de virtud es la libertad interior: porque mediante la cultura de la virtud conseguimos la libertad de la voluntad (MS pp. 379-384).26 Kant cree que toda acción humana tiene un fin (G p. 427; MS p. 381, 385; R p. 4, R pp. 6-7s). Esto no significa que siempre actuemos por razón de algún fin en el que hayamos tenido un interés anterior; sino significa que siempre actuamos con una finalidad en mente. Cuando emprendemos una acción siempre tiene algún fin que nos representamos como buena. No tiene que ser un fin que estemos tratando de conseguir, puede ser uno en contra del cual no deseamos actuar o uno que deseamos respetar. En el caso moral, por ejemplo, podemos ver acciones que expresan respeto por la humanidad como un fin en sí mismo. Porque tienen una teleología las acciones moralmente buenas como también las otras, Kant arguye que la cultura de la virtud se consigue adoptando fines moralmente obligatorios (MS p. 380-381; 384-385). Kant piensa que hay deberes, y por tanto fines, que pertenecen espe­ cíficamente al terreno de las virtudes: la búsqueda de la felicidad ajena y el cultivo de nuestros propios talentos, poderes y carácter (MS pp. 385-389). Pero la ética abarca todos nuestros deberes. Es un deber de virtud cumplir

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Para la discusión, véase mi "Moralidad como libertad", en Creando el reino de los fines, pp. 176-183.

En circunstancias ordinarias, éste es el fin que tenemos en mente cuando cumplimos el deber moral de obedecer la ley. Si mantienes tus manos fuera de la propiedad de tu vecino, aun pensando que tiene más de lo que equitativamente le corresponde; si te abstienes de robar las urnas electorales, aun cuando eso signifique que va a perder el candidato mejor; si pagas tus deudas, aun cuando podrías arreglártelas para no hacerlo así, es porque te preocupas de respetar los derechos de los otros. El fin que tienes en mente es cumplir el deber de respetar sus derechos. Porque la justicia es una virtud, hay un deber ético, así como también un deber de justicia, de no rebelarse. La persona justa respeta los derechos de la humanidad y por esta razón respeta al gobierno que hace cumplir esos derechos y el Estado de derecho que hace posible que se hagan cumplir. Pero de ninguna manera es obvio que una persona que haga de los dere­ chos de la humanidad su fin jamás querría, bajo ninguna circunstancia, opo­ nerse al gobierno actualmente existente. Si esto es correcto, entonces nada hay en la teoría de Kant que lo obligue absolutamente a sostener la hipó­ tesis de que una buena persona jamás se rebelaría. Ni esto es, creo, lo que él mismo pensaba.27 La justicia existe para preservar los derechos y la libertad de todos: esta es la idea y el ideal esencial de justicia. Pero todos sabemos que los proce­ dimientos judiciales pueden ser usados contra esos mismos fines. La segrega­

27 Kant reconoce explícitamente la existencia de revolucionarios de conciencia en el curso de una bastante trillada discusión de la moralidad de la pena de muerte en MS pp. 333-344. La gente se une a las rebeliones tanto por motivos honorables como por motivos venales, advierte Kant, y podríamos pensar que los primeros debe­ rían ser castigados con menor severidad que los últimos. Pero aplicar la pena de muerte a todos los afectados consigue esto, arguye, puesto que "el hombre de honor hubiese escogido la muerte y el hombre sin dignidad la esclavitud." Esta es la razón por la que el hombre sin dignidad es castigado con mayor severidad.

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los deberes de justicia por consideración del deber mismo. En otras pala­ bras, la justicia misma es una virtud.Y Kant dice que quien hace de los derechos de la humanidad su fin posee la virtud de la justicia (MS p. 390).

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ción racial en Sudáfrica nos horroriza más que los despotismos más desme­ surados, por adoptar formas aparentes de legalidad, por ser caricatura de una democracia occidental moderna. Lo mismo, es verdad, de los Estados Uni­ dos de América antes de la Guerra Civil. Un amo que vuelve a captu­rar un esclavo fugitivo es brutal; pero una disposición de la Corte orde­nando el regreso del esclavo es hacer escarnio de la justicia. Mujeres y niños han sido regresados a la custodia legal de los mismos esposos y padres que han abusado de ellos; el capitán Bligh no sólo golpea a sus hombres, sino que lo hace con la autoridad del rey. Hay una clase especial de horrores aso­ ciada a tales casos. Porque en tales casos el mismo lenguaje de los derechos, y los ropajes, pelucas, formas y ceremonias con que celebramos nuestra voluntad de conformar una voluntad general, son usados para arrinconar a los indefensos. Los órganos de justicia son usados para reforzar la injusti­ cia; y lo que debería ser el recurso de los oprimidos, es la herramienta misma del opresor. En tales casos, la justicia, pervertida, se vuelve contra sí misma; los derechos humanos tienen necesidad de ser protegidos de la ley misma. Kant no dice esto, por supuesto; pero era sumamente sensible a esta especial clase de horrores de la que estoy hablando aquí. Esto muestra, en una nota al pie de la misma sección de los Principios metafísicos de la justicia, en la que arguye que la revolución es siempre injusta. Dice: De todos los crímenes implicados en el derrocamiento de un Estado por medio de la revolución, el regicidio no es ciertamente el peor; porque se puede suponer que es el efecto del temor en que está el pueblo, de que, si el monarca vive, recordará su caída, en caso de volver al poder, y castigará al pueblo como lo merece; de suerte que el regicidio no es una medida de justicia penal, sino un simple acto de conservación de sí mismo por parte del pueblo. El alma del hombre imbuido en las ideas del derecho humano se llena de horror, y este horror regresa con el doble recuerdo de los regici­ dios solemnes en los cuales fue sellada la suerte de Carlos I o de Luis XVI. (MS p. 321 s.; cursivas mías)

Los revolucionarios que ejecutan formalmente a un monarca come­ ten un acto injusto aunque estén vestidos con las togas y pelucas de los jueces; al hacer esto parecen no sólo ignorar la justicia, sino mofarse de ella. Pero en los casos de la especie que he mencionado, el Estado parece hacer esto también.Y entonces la súbdita justa puede encontrarse bloqueada ella misma exactamente en la misma clase de horror que Kant describe. Cuando las mismas instituciones cuyo propósito es hacer efectivos los derechos humanos son usadas para pisotearlos, cuando la justicia se vuelve contra sí misma, entonces dicha virtud se volteará también contra sí misma. La preo­ cupación por los derechos humanos conduce a la persona virtuosa a acep­ tar la autoridad de la ley; pero en semejantes circunstancias la adhesión a la

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Kant procede a examinar las fuentes de esta clase particular de horror. En la Fundamentación, Kant ha expuesto que no podemos desear consisten­ temente una máxima mala como ley universal, una persona que actúa erró­ neamente no puede estar haciéndolo, sino en lugar de ello está haciéndose a sí mismo una excepción de la ley (G p. 424). Recordando estas ideas, Kant arguye aquí que deshacerse del gobernante es violar la justicia y, por tanto, hacerte a ti mismo una excepción de la ley; pero castigar al gobernante (eje­cutar al ejecutivo supremo) es subvertir la justicia —no precisamen­ te hacerte a ti mismo una excepción de la ley—, sino repudiarla realmente y, por tanto, hacer de la ilegalidad misma una especie de ley. En la Reli­ gión dentro de los límites de la sola razón, Kant distingue el mal humano, que consiste en hacerte a ti mismo una excepción de la ley por motivo de tu propia satisfacción en algún interés contingente, de la posesión de una mala voluntad, una voluntad que desea el mal por el mal mismo, que quiere la maldad como ley. Contrariamente a Agustín, Kant no piensa que los seres humanos elijan el mal por sí mismo (R, p. 30). Pero Kant arguye aquí que la ejecución del monarca es como una muestra de una voluntad malévola, porque presenta exteriormente un acto malo como legal. Esta es la razón por la cual lo encontramos tan horripilante.

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ley la llevará a apoyar a instituciones que violan sistemáticamente los dere­ chos humanos.28 La persona que posee la virtud de la justicia, el amante de los derechos humanos, incapaz de recurrir a las leyes actuales para hacerlas valer, no tiene ninguna otra instancia a la cual recurrir. Puede llegar a sentir que no hay nada que hacer sino tomar los derechos humanos bajo su propia protección y, por tanto, tomar la ley en sus propias manos. La decisión de rebelarse podría ser una decisión muy difícil de tomar, porque una persona que ama los derechos de la humanidad necesariamen­ te atribuye un valor muy alto a los procedimientos actuales de justicia así como al ideal sustantivo de proteger los derechos humanos. Y, como men­ cioné anteriormente, los procedimientos de justicia son importantes no precisamente porque se acerquen a nuestros ideales esenciales, sino por­ que sin ellos no hay justicia del todo. Ni, por supuesto, la consecución de ideales más esenciales será el resultado del sacrificio. En el mejor de los casos, la revolución provocará sólo un mayor acercamiento al ideal. En el peor, el resultado será un largo periodo en el que no habrá justicia del todo, los derechos de humanidad serán pisoteados, y se habrá encontrado una nueva excusa para la tiranía. A falta de eso, puede que haya sólo mejoras marginales, obviamente no dignas de las vidas arruinadas y acabadas que pagamos por ella. La revolucionaria arriesga esto, y sabe que lo hace cuando decide rebelarse. Dos cosas hacen esta decisión diferente de la mayoría de las decisio­ nes que tomamos, al menos diferente de aquellas enfocadas en la ética kantiana. La primera es que el experimento de universalización no puede servir como guía cuando lo hacemos. Las imperfecciones del estado actual de las cosas no son excusa para hacer la revolución —si lo fueran—, la revolución siempre sería lícita. Es la perversión de la justicia, no simplemen­ te su imperfección, la que vuelve la virtud de la justicia contra sí misma. Pero 28

Debo esta formulación a Andrews Reath.

La postura del revolucionario es, de hecho, una actitud paternalista hacia una sociedad entera, cuando el paternalismo, que después de todo es una especie de despotismo, es lo que él más odia. Y esto nos recuerda que la revolución es sólo un caso, el más vívido tal vez, en el que la gente buena toma la ley en sus propias manos. Otro caso, mucho más común y familiar, es cuando desempeñamos un papel paternalista con un ser humano adulto que se encuentra en alguna clase de comportamiento autodestructivo. Muchos de nosotros, por ejemplo, entraríamos en acción para prevenir un suicidio (a no ser, al menos, que la persona estuviera irremediablemente enferma y en un gran dolor), aun cuando no pensáramos que la persona simplemente se hubiese vuelto loca, sino que realmente estaba actuando por decisión propia.Y muchos de nosotros estaríamos preparados a entrar en acción para impedir que un amigo cercano fuera demasiado lejos con actividades autodestructivas, como abusar de las drogas. La estructura del problema al que nos enfrentamos en estos casos es exactamente la misma al problema que se enfrenta el revolucionario. Cuando vemos a alguien que pervierte o destruye la humanidad o la autonomía en su propia persona, nuestro respeto a su humanidad o a su autonomía se vuelve contra sí mismo. El respeto a su autonomía exige que respetemos su derecho a deci­ dir. Pero si respetamos su autonomía no podemos cruzarnos de brazos y mirar que la destruya. Como la justicia en un Estado injusto, la autonomía requiere protección contra sí misma. De la misma manera, el revolucio­ nario paternalista viola su respeto a la autonomía a fin de salvar su objetivo.

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la diferencia entre justicia imperfecta y justicia pervertida es asunto de puro juicio. No hay criterio para decidir cuándo la imperfección se ha vuelto perversión, cuándo las cosas han ido demasiado lejos. Si acudimos al prin­ cipio universal de la justicia, todo lo que éste dice es: no te rebeles. El revo­ lucionario no puede clamar que tiene una justificación en el sentido de dar una razón de su acción que otras personas tienen que aceptar. Este con­ suelo le es denegado. Es como si se abriera una especie de brecha en el mundo moral en el que el agente moral tiene que sostenerse solo.

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También los paternalistas toman la ley en sus propias manos. Aquí tam­poco hay forma de decidir exactamente cuándo ha llegado el momento, cuándo han ido demasiado lejos las cosas. La moralidad no puede decirte cuándo has de darle la espalda a la ley moral en orden a asegurar que el mundo siga siendo un lugar donde pueda florecer la moralidad. Al tomar este tipo de decisiones, corres enteramente por tu cuenta y riesgo. Y esto nos lleva a la segunda cosa que hace esta decisión diferente de otras. Dado que estas decisiones necesariamente implican caminar fuera de la ley, implican lo que Bernard Williams ha llamado "Fortuna moral."29 Porque, como dice Kant, si haces menos o más de lo que la ley exige, las consecuencias recaen sobre tu cabeza. La forma de fortuna moral que Williams describe existe en un caso con estas características: el agente hace algo que es, respecto de sí, incorrecto, pero que puede ser justificado por el éxito. Si el proyecto falla, el agente simplemente se habrá equivocado, y las consecuencias serán, ante sus ojos y ante los de sus víctimas, responsa­ bilidad suya. Pero si el proyecto triunfa, al menos puede sentirse justificado ante sus propios ojos y ante los de los extraños, si no ante los de sus vícti­ mas inmediatas. Williams piensa que el concepto de fortuna moral es una noción hostil al kantismo, pero el caso del revolucionario tiene exacta­ mente esta estructura. El triunfo convierte, legalmente, al revolucionario en la nueva voz de la voluntad general, y moralmente, en uno que ha pro­ movido la causa de la justicia sobre la tierra. Ante sus propios ojos y ante los ojos de los espectadores esto lo va a justificar, aunque las víctimas de la revolución van a seguir quejándose todavía. El fracaso, por otro lado, signi­ fica que ha destruido la justicia en vano, que es culpable de asesinato y traición, que ha cometido un asalto a la voluntad general, y que es enemigo de todos y cada uno. La revolución se puede justificar, pero sólo si ganas. Tal vez se dudará de que el punto de vista que he promovido pudiera ser posiblemente el de Kant. La vida moral en malas circunstancias puede ser 29

Véase Bernard Williams, "Fortuna moral".

30 Un razonamiento que, a mi juicio, da sentido a la complejidad de la moralidad al precio de dejar sin sentido la moralidad misma. Estoy en deuda con Tamar Schapiro por las iluminadoras discusiones que tuvimos sobre este tópico.

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compleja; a menudo se acusa a Kant de negar este punto. Pero realmente pienso que una fortaleza de su punto de vista, es que nos permite ver cómo surge una forma de confusión y que lo hace sin recurrir a la fácil expli­cación de que hemos estado sometidos a una pluralidad no sistemática de debe­ res que por supuesto pueden estar en conflicto.30 En el caso del revolucio­ nario de conciencia, el problema no es un conflicto entre deberes diferen­ tes sino más bien el hecho de que un simple deber —el deber de velar por los derechos de la humanidad— haga implosión cuando tratamos de actuar conforme a él en un mundo injusto. Pero ¿habría reconocido esto Kant? Es difícil de saberlo con certeza, porque Kant nunca discutió la cuestión de si siempre es correcto el deber ético de no rebelarse. Todas sus discusiones sobre la revolución conciernen el deber de justicia, y, es interesante, la puni­ bilidad de la revolución es lo que siempre enfatizó. Mi parecer según el cual reconoció la posibilidad que he descrito aquí procede en su mayor parte, no de sus escritos publicados, sino de lo que sabemos sobre su actitud respecto de las revoluciones de su tiempo. Pero hay una cosa en sus escri­ tos publicados que sirve de prueba de apoyo a mi pretensión. Escuchemos otra vez la parte del pasaje de "Una vieja cuestión suscitada otra vez" en la que Kant elogia el entusiasmo de quienes presencian la Revolución Fran­ cesa. Escuchemos, particularmente, el modo en el que Kant imagina las deliberaciones del hipotético revolucionario mismo: Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días, puede triunfar o fracasar; puede acumular tal cantidad de miseria y crueldad que un hombre honrado, si tuviera la posibilidad de llevarla a cabo una segunda vez con éxito, jamás se decidiría a repetir un experimento tan costoso. (S, p. 85) El revolucionario de Kant considera las futuras perspectivas de triunfo y ve el costo del fracaso como suyo propio. En esto sigue el patrón que he descrito.

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VIII. Conclusión

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El reino de los fines es un ideal, no una meta. La mayoría de las veces, nues­ tro deber es vivir como si el ideal fuera real, no hacer que sea así. Una kan­ tiana no actúa con paternalismo cada vez que un ser amado toma una pobre decisión; una kantiana no se rebela cada vez que un gobierno toma una mala decisión. A ella le importa más, en el primer caso, el respeto a la auto­ nomía, y, en el segundo, el respeto al Estado de derecho, que el contenido de las decisiones particulares que se tomen. Pero en algunos casos, el respeto a la autonomía o el respeto al impe­ rio de la ley pueden volverse contra sí mismos. Cuando se usa la autonomía de modo autodestructivo y la ley se vuelve contra los derechos que debe proteger, entonces la moralidad deja de orientarnos sobre cómo proceder. Las pretensiones del derecho permanecen claras, pero las exigencias de la virtud se vuelven ambiguas. En tales casos, la gente buena puede hacer cosas que son, en un sentido imparcialmente claro, malas.31 Un dogmático puede negar que una persona buena lo haga alguna vez; un escéptico puede pensar que tales acciones no son problemáticas, mostrando sólo que la moral, después de todo, no es incondicional. Yo creo que ambos puntos de vista simplifican en exceso nuestra situación moral: el mundo es un hogar menos confortable para la moralidad de lo que ambos puntos de vista suponen. Escepticismo y dogmatismo son intentos de evadir uno de los hechos más importantes de la responsabilidad moral. La vida moral puede contener momentos en los que la responsabilidad es tan profunda que 31 ¿Qué sentido imparcialmente claro? No en el sentido de que se puede universalizar, ciertamente; pero el punto más importante es lo que esto muestra: que tal acción nos relaciona equivocadamente con los otros. Casi cualquier filósofo moral concedería que las acciones equivocadas nos relacionan equivocadamente con los otros, por supuesto; pero yo pienso algo diferente. No lo considero una característica incidental de las acciones erróneas, un mero efecto del hecho de que las acciones están equivocadas y, por tanto, los otros no quieren que las hagamos. Considero el modo en el que te relaciona contigo mismo y con los otros como un elemento de la esencia de la moralidad de una acción. Ver "Las razones que podemos compartir", en Creando el reino de los fines, pp. 275-276 y 300-302; y Las fuentes de la normatividad, UNAM, México, 2000, p. 114, nota 26.

hasta se nos niega una justificación. El agente que sólo puede salvar la mora­ lidad violando sus principios enfrenta uno de tales momentos. En tales momentos, la persona virtuosa puede pensar que debe tomar la morali­ dad misma bajo su propia protección y hasta tomar así la ley moral en sus propias manos.

En un primer momento pretendía que la hora de la revolución, aunque difícil y llena de dolor para el revolucionario mismo, es una experien­cia elec­ trizante para el espectador. También pretendía que ni el escepticismo ni el dogmatismo podían dar cuenta adecuadamente de la conmoción. ¿Cómo puede explicarlo una kantiana? Kant, como hemos visto, tenía su propia explicación, pormenorizada en el ensayo "Una vieja cuestión suscitada otra vez". En él arguye que los revolucionarios de su tiempo buscaban formas republicanas de gobierno, pues la república era la única forma bajo la cual pensaba que posiblemente podían estar seguras la justicia y la paz reales. Con paz y justicia vendría la ilustración. Las naciones serían capaces de garantizar las libertades civiles y de gastar dinero en la educación en lugar de gastarlo en las armas (I pp. 26-28; MM p. 121). La ilustración, condición con la cual la gente piensa por sí misma sin la tutela de nadie (WA p. 35), lleva a la moralidad, condición en la cual la gente se rige por las leyes de su propia autonomía. De este modo, el entusiasmo por la revolución puede entenderse como entu­siasmo por el futuro de la moralidad misma. Mi explicación es diferente, aunque no incompatible con la de Kant. Si el filósofo está en lo correcto, la libertad humana es autonomía y ésta es moralidad. Esto hace de la libertad humana una cosa paradójica. En la vida

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IX. Epílogo: razón por la que pensamos que la revolución es una experiencia electrizante

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cotidiana la libertad consiste en grado sorprendente en tener que hacer cosas. Cuando se trata con el mal, la libertad consiste en grado trágico en tener que arreglarse con las cosas. Confrontada con la opresión, la intimidación y la injusticia que nos rompe el corazón, la libertad puede parecer impoten­ cia; la autonomía, terrible indefensión. Aquí se da una antinomia real, una dialéctica natural que nos hunde en la duda respecto de la natura­ leza y del valor de nuestra propia capacidad moral. Platón fue el portavoz de esta preocupación en las obras más antiguas de la filosofía moral occiden­ tal:Trasímaco se reía de la persona justa como de alguien fácilmente embau­ cado para que sirviera los intereses del más fuerte; Calícles arguye que aún el autogobierno es una mera forma de esclavitud,32 Freud y Nietzsche reconstruyen la preocupación en términos más psicológicos. La moralidad es una expresión de la fuerza, la voluntad de poder, los instintos agresi­vos, interiorizados. La transformación mágica del dominio en dominio de sí mismo es la que nos hace humanos. Pero la moralidad es una forma de debi­ lidad, porque la voluntad de poder, los instintos agresivos, están comiéndo­ nos vivos de adentro hacia afuera, están debilitando nuestra fuerza, están convirtiéndonos en una manada de animales, víctimas, presas enclenques.33 La autonomía le da sentido a la vida, mostrándonos que el mundo es nuestro para crear; pero la autonomía es moralidad y ésta lleva al nihilismo, porque el bueno no tiene más opción que rendirse. La hora de la revolución es una vindicación de la moralidad, por consi­ guiente de nuestra humanidad. Nosotros somos los amos de nuestro propio autodominio; tenemos el mando de nuestro autocontrol. Ser humano es no socavar nuestra fuerza, porque todavía sabemos cuándo pelear. El revolu­ cionario no se vuelve fuerte y libre cuando toma sus armas. En lugar de eso, nos prueba que siempre ha sido libre. Porque las leyes de la moralidad

Platón, República, 338 ss.; Gorgias, 491-492. Véase Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, Ensayo 2, y Sigmund Freud en, por ejemplo, Malestar en la cultura, capítulo 7. 32 33

CHristine Korsgaard

son sus propias leyes por eso está finalmente preparado para pelear por ellas. Se ha despejado la duda creada por la antinomia. La revolución no nos enseña sino lo que hemos sabido siempre: que la persona buena y la per­ sona libre son una y la misma.

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X. la CONCEPCIÓN KANTIANA DEL DERECHO NATURAL*

aLEJANDRO G. VIGO**

* Una versión previa, en inglés, ha sido publicada en Vigo, A. G., “Kant’s Conception of Natural Right”, en González, A. M. (ed.), Natural Law as a limiting concept, Burlington-London 2008, pp. 121-140. La presente versión contiene diversas correcciones y ampliaciones. Por sus observaciones y sugerencias agradezco a Cristóbal Orrego. ** Alejandro G. Vigo es Doctor en Filosofía (1994), por la Universidad de Heidelberg (Alemania). Actualmente es Profesor Ordinario del Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra (Pamplona, España). Desde 2006 es Miembro Titular del Institut International de Philosophie, École Normal Supérieure, CNRS (Paris, Francia), y en 2010 obtuvo el Premio Friedrich Wilhelm Bessel, concedido por la Fundación Alexander von Humboldt y el Ministerio de Educación e Investigación de Alemania, como reconocimiento a la trayectoria en la investigación. Ha publicado los siguientes libros: Aristóteles, Física, Libros III-IV (introducción, traducción y comen­ tario; Buenos Aires 1995); Zeit und Praxis bei Aristoteles. Die Nikomachische Ethik und die zeit-ontologischen Voraussetzungen des vernunftgesteuerten Handelns (Freiburg – München 1996); La concepción aristotélica de la felicidad. Una lectura de ‘Ética a Nicómaco’ I y X 6-9 (Santiago de Chile 1997); Platón, Apología de Sócrates (Santiago de Chile) 1998 (3ra. edición corregida y ampliada 2001); Aristóteles. Una introducción (Santiago de Chile 2007); Arqueología y aleteiología, y otros estudios heideggerianos (Buenos Aires 2008); Platón, Fedón (traducción anotada con introducción y análisis, Buenos Aires 2009). Ha publicado también más de 90 artículos en volúmenes colectivos y revistas especializadas de Iberoamérica, EEUU y Europa.

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I. Introducción

or diversas razones, Kant no ha sido considerado, habitualmente, entre los autores más representativos de la tradición del pensamiento iusnaturalista. Ni siquiera dentro del ámbito más estrecho del iusnatura­ lismo moderno el nombre de Kant suele figurar, en una primera línea, junto a los representantes más característicos de dicha tradición de pensamien­ to, tales como Grocio, Pufendorf, Leibniz, Thomasius y Wolff. La enorme potencia y la notable originalidad del proyecto filosófico kantiano no sólo no impiden, sino que, en buena medida, incluso explican este hecho. En efecto, tanto en el ámbito de la filosofía teórica como también en el de la filosofía práctica, la posición de Kant no parece poder quedar encasillada, sin más, bajo ninguna de las rúbricas a las que se apela usualmente para caracterizar y distinguir las corrientes de pensamiento dominantes en la tradición filosófica precedente, tampoco en la propia de la Modernidad. Como es ampliamente reconocido, Kant no puede ser visto simplemente como

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un representante del pensamiento racionalista, ni tampoco como un defen­ sor del empirismo, en ninguna de sus posibles formas, aunque no es menos cierto que su concepción incorpora elementos y motivos centrales de ambas corrientes de pensamiento. Tal incorporación supone siempre, en el caso de Kant, una recontextualización, frecuentemente drástica, que apunta no sólo a conservar, en algunos de sus aspectos esenciales, las posiciones que proveen su propio punto de partida, sino, a la vez, también a superarlas. En lo que concierne, más concretamente, a la cuestión relativa a la fundamentación de la ética y el derecho, bastaría un par de observaciones generales, para ilustrar la originalidad que distingue al enfoque kantiano, con su peculiar estrategia de asimilación y recontextualización de los elementos definitorios de las concepciones que el propio Kant pretende superar. Pero no me adentraré aquí por este camino. Me limito, más bien, a señalar que tan notorio como su propósito de superar lo que él mismo considera las deficiencias de los modelos explicativos elaborados en este ámbito por el racionalismo y el empirismo resulta también el esfuerzo de Kant por retener, situándolos en el lugar sistemático que, a su juicio, realmente les correspondería, los motivos y elementos positivos más importantes de cada una de esas escuelas de pensamiento. A esos motivos y elementos positivos perte­ necen, en el campo específico de la filosofía del derecho y la filosofía política, tanto la idea del pacto originario que da lugar a las diferentes formas del contractualismo, como también la noción del derecho natural, que en su carácter vinculante precede, como tal, a todo posible acuerdo y toda posible convención.1 Kant recibe positivamente ambos motivos, pero lo hace de un modo tal que impide caracterizar a su concepción tanto de contractualista como de iusnaturalista, en el sentido más habitual de los tér­ 1 Para una sucinta reconstrucción del modo en que Kant recibe e incorpora el motivo contractualista, en contraste con posiciones como las de Hobbes, Locke y Rousseau, véase Schwember, F., El giro kantiano del contractualismo, Pamplona, 2007.

No abordaré aquí el modo en el que Kant recibe y reinterpreta el motivo contractualista que hereda de una amplia tradición precedente, sino que me concentraré exclusivamente en su intento de asimilación y reformu­ lación de la noción de derecho natural (Naturrecht), tal como lo lleva a cabo en la doctrina del derecho expuesta en Rechtslehre, obra que constituye la primera parte de Metaphysik der Sitten (= MS). Consideraré con algún deta­ lle el modo en que Kant introduce la noción así como el significado y la fun­ ción que le otorga el contexto de la doctrina del derecho. Para ello, intentaré poner al descubierto algunos de los presupuestos sistemáticos más importantes que subyacen al modo en el que Kant piensa la relación entre la noción de derecho natural y el principio contenido en la que él mismo denomina la "ley universal de todo derecho", que constituye, puede decirse, la formulación específicamente jurídica del Imperativo Categórico (IC). Por último, señalaré muy brevemente algunas consecuencias relativas al aspecto de reflexividad presente en la concepción kantiana y al papel que juega en ella la noción de naturaleza racional. 2 El hecho de que Kant no conceda el estatuto de una noción básica a la idea del derecho natural, en la medida en que no la sitúa como el principio fundamental de su propia doctrina del derecho, no significa, desde luego, que dicha idea no desempeñe, a su juicio, una función imprescindible desde el punto de vista sistemá­ tico. Lamentablemente, no siempre los intérpretes han logrado hacer justicia a la central importancia siste­ mática de la noción de derecho natural en el pensamiento de Kant, entre otras razones, por no considerar adecuadamente el contexto más amplio dentro del cual se sitúa la apelación kantiana a dicha noción. Para un ejemplo de este tipo de tratamiento descontextualizado, que evalúa la posición de Kant a partir de parámetros extrínsecos que no permiten hacer justicia a su genuino alcance, véase la breve y sobresimplificada discusión en Kainz, H., Natural Law. An Introduction and Re-examination, Chicago, 2004, p. 40 ss.

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minos. En efecto, Kant no exige de ninguna de esas dos ideas básicas el tipo de fundamentación última que pretenden obtener de cada una de ellas los representantes de una y otra tradición de pensamiento, respectivamente. Más bien, el filósofo alemán trata a ambas como nociones derivadas, aunque imprescindibles, cuyo correcto lugar sistemático sólo puede determinarse, en definitiva, por referencia a los principios fundamentales de la mora­lidad y el derecho.2

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II. El concepto de derecho y la ley universal de todo derecho

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Según la caracterización que proporciona Kant al comienzo de Rechtslehre, el concepto de derecho (Recht) remite al conjunto (Inbegriff) de las condiciones bajo las cuales resulta posible la unificación del arbitrio (Willkür) de diferentes sujetos, según una ley universal de la libertad (nach einem allgemeinen Gesetz der Freiheit) (cf. p. 230). Como el propio Kant señala expresamente, en su carácter vinculante u obligatorio (Verbindlichkeit), el derecho concierne tan sólo a las relaciones prácticas meramente exteriores que una persona mantiene respecto de otras, en la medida en que las acciones de dichas personas, consideradas en su carácter de hechos (Fakta), puedan tener, de modo mediato o inmediato, influencia las unas sobre las otras (cf. p. 230). Dicho de otro modo: de lo que se trata en el derecho es, básicamente, de las relaciones recíprocas que mantienen, según su forma, los arbitrios de diferentes personas, en tanto el arbitrio de cada una de ellas es y debe ser libre (frei).Y ello sin entrar en consideraciones ulteriores relativas a la materia de dicho arbitrio, es decir, al contenido concreto de los fines u objetivos (Zweck) a los que apuntan, en cada caso, los deseos y las intenciones de los agentes así como las acciones a través de las cuales pretenden realizarlos (cf. p. 230). El ejemplo de Kant es elemental: en el caso de una transacción lícita de compraventa queda fuera de la consideración propiamente jurídica la cuestión de si el comprador sacará o no verdaderamente provecho de la mercancía que para su propio comercio adquiere al proveedor que se la vende, con tal de que queden debida­ mente satisfechos los requerimientos formales (nur nach der Form) que debe cumplir la transacción, desde el punto de vista de la relación que mantienen los arbitrios de las dos partes involucradas (cf. p. 230). Que el arbitrio de los agentes es y debe ser libre se sigue, a juicio de Kant, de la conexión esencial que vincula a las nociones de personali­ dad, moralidad y libertad. En efecto, la personalidad moral (moralische

Es importante advertir que Kant considera erróneo el intento de definir la libertad del arbitrio por referencia a la capacidad de elegir (Vermögen der Wahl) obrar en favor o en contra de la ley (für oder wider das Gesetz), en el sentido que posee la clásica noción de la libertas indifferentiae. La razón es que la libertad sólo comparece en nosotros (in uns) al modo de una propiedad negativa, esto es, a través del hecho de que no estamos constreñidos a obrar sobre la base de fundamentos de determinación de la voluntad de carácter puramente sensible. La experiencia, nada infrecuente por cierto, del obrar sobre la base de meros fundamentos empíricos de determinación del querer, e incluso contra la ley moral, no documenta, en cambio, de modo directo nuestra capacidad de ser libres, precisamente porque ésta consiste en poder obrar según lo que prescribe la razón. Por lo mismo, explica Kant, sólo la libertad, considerada con referencia a la legislación interior que emana de la razón, puede verse como una genuina capacidad (Vermögen), mientras que la posibilidad de apartarse de tal legis­ lación ha de verse, más bien, como una incapacidad (Unvermögen), en el sentido privativo, y no meramente nega­tivo, del término (cf. MS p. 226 s.). Para la distinción kantiana entre voluntad (Wille) y arbitrio (Willkür), véase Allison, Kant`s theory of freedom, cap. 7. Como señala Allison pp. 129 s., la distinción es formulada de modo expreso, por primera vez, en MdS (cf. MS pp. 213 s., 226), aunque puede decirse que está presente ya operati­ vamente en KpV y Religion (cf. p. ej. KpV p. 33: Autonomie des Willens / Heteronomie der Willkür, p. 74, etc.; R p. 27 et passim: (freie) Willkür). La distinción alude a dos diferentes funciones de lo que en MS Kant denomina la "facul­ tad de desear según conceptos" (Begehrungsvermögen nach Begriffen) (cf. MS p. 213). En efecto, la noción 3

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Persönlichkeit) no es otra cosa que la libertad de un ser racional (Freiheit eines vernünftigen Wesens), en cuanto queda sometida a leyes morales (unter moralischen Gesetzen). Ello explica no sólo que las personas sean suje­ tos cuyas acciones son imputables, sino también que, en cuanto personas, no queden en rigor sujetas a ningún otro tipo de leyes, en particular tampoco a las leyes de la naturaleza, sino tan sólo a aquellas leyes que ellas se dan a sí mismas, sea individualmente o en comunidad (cf. p. 223). Dichas leyes son, según se dijo ya, las leyes morales, y proceden como tales de la voluntad (Wille), tal como ésta queda determinada por la razón en su uso práctico. En la medida en que queda vinculada exclusivamente a tales leyes, como su origen o fuente, la voluntad misma, explica Kant, no puede llamarse propiamente libre ni tampoco no libre. En efecto, de modo inmediato la voluntad no se refiere todavía a las acciones mismas, sino que se limita a proveer la legislación aplicable a las máximas de las acciones y, por lo mismo, no queda sujeta ella misma a ningún tipo de constricción (Nötigung). En cambio, el arbitrio constituye, como tal, la fuente de las máximas, que son los principios subjetivos del obrar, y debe ser caracterizado como libre, justamente en la medida en que las máximas que de él proceden pueden —y deben— quedar sujetas a los principios objetivos (leyes) que provee la voluntad determinada por la razón (cf. p.226).3

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Sobre esta base, Kant señala que el principio universal de todo derecho establece que es lícita (recht) cualquier acción cuya máxima hace posible la coexistencia de la libertad del arbitrio de una persona cualquiera con la liber­ tad de los demás, y ello según una ley universal (cf. p. 230). Esto implica, a su vez, que allí donde la acción (Handlung) o el estado (Zustand) de una persona puede coexistir con la libertad de los demás según una ley universal, resulta ilícito (Unrecht) cualquier impedimento (Hindernis) o resis­tencia (Widerstand) exterior a dicha acción o dicho estado, justamente, porque tal impedimento o resistencia, al (pretender) afectar negativa­mente la acción o el estado del sujeto, no satisface la condición básica de hacer posible la coexistencia de libertades según una ley universal (cf. p. 230 s.): el impe­ dimento exterior de una acción lícita resulta él mismo, al menos, en primera instancia, ilícito. Tratándose de un principio de alcance puramente jurí­dico, y no moral, el principio universal de todo derecho sólo puede preten­­­ der regular las máximas de los agentes, en la medida en que éstas adquieren reali­zación y expresión exterior a través de las correspondientes acciones, sin que se pueda exigir jurídicamente que el propio principio se transforme, a su vez, en una nueva máxima de dichos agentes. En efecto, todo lo que puede exigirse jurídicamente es, por así, decir el respeto exterior, en las acciones y las obras, a la libertad de los otros, aun cuando ésta pueda sernos interiormente indiferente (cf. p. 231). En cambio, la exigencia de convertir en una máxima propia la de obrar conforme a derecho ya no constituye como tal, a juicio de Kant, una exigencia jurí­ dica, sino, más bien, una exigencia moral.4 La "ley universal de todo derecho", constituye lo que puede llamarse la formulación específicamente jurídica del IC; adquiere la forma de una de arbitrio se refiere a la función ejecutiva de dicha facultad de desear, como fuente de la elección y la deci­sión, mientras que la noción de voluntad, en su sentido estrecho, se refiere a su función legislativa. No hace falta decir, sin embargo, que Kant emplea habitualmente la noción de voluntad también en un sentido amplio, que engloba ambas funciones. Ahora bien, en su función legisladora, la voluntad se identifica, de hecho, con la propia razón práctica y provee, como tal, la ley. Por ello, Kant sostiene que la voluntad misma no puede ser caracterizada propia­ mente en términos de la alternativa ‘libre’/’no libre’, ya que ésta supondría la presencia de una vinculación extrínseca con el principio mismo de la legalidad, que toma, como tal, la forma de la constricción (Nötigung). 4 Cf. p. 231: "Das Rechthandeln mir zu Maxime zu machen, ist eine Forderung, die Ethik an mich tut".

5 Para comprender adecuadamente el alcance de la posición fijada por Kant en el texto, es menester tomar la noción de postulado en el sentido preciso que el propio Kant le asigna en el marco de la concepción desa­ rrollada en KpV: en su sentido específicamente práctico —que no debe homologarse, sin más, al sentido mate­ má­tico (cf. p. 11 nota)—, los postulados no constituyen contenidos doctrinarios de carácter teórico (theoretische Dogmata), sino tan sólo presuposiciones (Voraussetzungen) necesarias en sentido práctico (in notwendig praktischer Rücksicht), que, sin aparejar ampliación del conocimiento especulativo, conceden realidad objetiva (objektive Realität), a través de su referencia al ámbito práctico, a las ideas de la razón especulativa, y ello de modo tal, que capacitan a ésta para valerse de conceptos que, de otro modo, ni siquiera podría pretender afirmar (cf. p. 132). Se trata, más concretamente, de presuposiciones referidas a la posibilidad de determinados objetos, necesarias para hacer posible, desde el punto de vista subjetivo, el seguimiento de las leyes objetivas que proceden de la propia razón práctica. En general, los postulados de la razón práctica son juicios sintéticos a priori que, preci­ samente, en su calidad de postulados, no pueden ser objetos de prueba, pero tampoco necesitan ser probados, tal como Kant lo aclara expresamente en el caso concreto de la "ley universal de todo derecho" (cf. MS p. 231). Ahora bien, en el caso de los principios de la moralidad, Kant distingue expresamente entre la ley de la razón práctica, por un lado, y sus postulados, por el otro: estos últimos proceden o derivan del principio (Grundsatz) de la moralidad, el cual, por su parte, ya no posee él mismo el carácter de un postulado, sino, más bien, el de una ley (Gesetz) (cf. KpV p. 132). En el caso de los principios del derecho, en cambio, Kant adscribe a la propia ley que provee el principio universal de todo derecho el carácter de un mero postulado de la razón práctica. Como

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exigencia que apunta a asegurar la posibilidad de una coexistencia de libertades, y reza: "Obra externamente de modo tal, que el libre uso (der freie Gebrauch) de tu arbitrio pueda existir conjuntamente (zusammen bestehen) con la libertad de cualquier otro, según una ley universal" (cf. p. 231). Esta ley impone, como tal, al sujeto una cierta obligatoriedad (Verbindlichkeit), pero no pretende ni podría exigir que, en razón exclusivamente de tal obli­ gatoriedad, el propio sujeto (ich... selbst) deba limitar su libertad a las condiciones que la misma ley establece. Se trata, más bien, de un postulado de la razón, según el cual ésta se reconoce a sí misma como sujeta, en su propia idea (in ihrer Idee), a tales condiciones limitativas y, con ello, sujeta también a la posibilidad de ser efectivamente limitada por parte de otros (von anderen) (cf. p. 231). Este último aspecto es, a juicio de Kant fundamental, porque concierne de modo directo e inmediato a la justificación última de la potestad de coacción (Befügnis zu zwingen) que es esencial a todo derecho (p. 231). Según se vio ya, allí donde una acción es conforme al principio de coexistencia de libertades según una ley universal, su impedimento resulta, por la misma razón, ilícito. De aquí se sigue, a su vez, la licitud del impedimento de sentido inverso, vale decir, del correspondiente acto de coacción (Zwang), cuyo objetivo no es otro, justamente, que el de imposibilitar tal (ilícito) impe­ dimento de la libertad (Verhinderung eines Hindernisses der Freiheit), (p. 231).5

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En definitiva, debe decirse que es en el reconocimiento por parte de la razón de su sujeción a las condiciones limitativas que expresa la ley universal de todo derecho donde debe buscarse, al mismo tiempo, el fundamento último de la legitimidad, en el ámbito propiamente jurídico, de la imposición de condiciones limitativas del ejercicio de la libertad por parte de instancias exteriores al propio sujeto. En cambio, en el ámbito propiamente moral, una análoga imposición exterior de la legalidad resultaría, a juicio de Kant, un verdadero contrasentido, y ello por la sencilla razón de que los motivos genuinamente morales se resisten, por su propia natura­ leza, a toda imposición exterior. Por lo mismo, mientras que en el ámbito específicamente jurídico, a la hora de establecer si una acción ha de considerarse lícita o no, sólo cuenta la conformidad exterior de dicha acción con la ley (jurídica), en el ámbito estrictamente moral, en cambio, la mera confor­ ­midad exterior con la ley (moral) no asegura ni podría asegurar genuino valor moral a los actos: el acto sólo resulta realmente meritorio, desde el punto de vista estrictamente moral, allí donde no acontece meramente de conformidad con el deber (pflichtmäßig), sino, a la vez, también por deber (aus Pflicht) (cf. G p. 397 ss.).6 parece sugerir la propia explicación de Kant en el texto, la diferencia debería explicarse, en último término, por referencia al hecho elemental de que las exigencias jurídicas no pueden pretender extender su pretensión nor­ mativa más allá de la mera conformidad de las acciones con la ley, y no involucran referencia alguna a la moti­ vación subjetiva de las acciones. En tal sentido, puede decirse que "la ley universal de todo derecho" no cumple, en definitiva, otra función que la de una suposición necesaria para hacer posible, sin mediar determinación alguna de la voluntad, la representación del peculiar "objeto" (vgr. la coexistencia de libertades) que la propia razón prác­tica exige, en su uso estrictamente jurídico. Tal ley cumple, pues, de hecho, la función de un postulado. Que, en su calidad de postulado, tal ley no exige ulterior prueba se comprende, de modo inmediato, a partir del hecho de que sólo la exigencia de autolimitación expresada en ella hace posible, en definitiva, un uso libre del arbitrio que no posea un carácter potencial o efectivamente autosupresivo. A este aspecto vuelvo más abajo. 6 Como señala acer tadamente Wieland, W., "Kants Rechtsphilosophie der Ur teilskraft", Zeitschrift für philosophische Forschung 52/1 (1998) p.1s., la restricción del derecho al plano de la pura exterioridad muestra que no resulta realmente adecuado caracterizar la concepción de Kant como un intento por reducir la función del derecho a la representación de un mínimo ético, y ello por la sencilla razón de que en el derecho queda excluida, de antemano, la cuestión referida a la genuina motivación de las acciones, la cual es, en cambio, central para la ética. Pero, como es obvio, esto no implica que Kant pretenda desconectar, sin más, el ordenamiento jurí­ dico, en su origen y contenido, de los principios de la moralidad. Por el contrario, lo que Kant concibe como ley universal de todo derecho ha de verse, en definitiva, como una aplicación peculiar del principio de la moralidad que adquiere expresión en el IC. Pero dicha aplicación está destinada, precisamente, a hacer justicia a los rasgos distintivos de un peculiar ámbito normativo, como lo es el jurídico, en el cual la genuina motivación interior de las acciones no puede proveer el criterio para establecer su legitimidad. Un nítido contraste entre mera legalidad (Legalität, Gesetzmäßigkeit) y moralidad (Moralität) se establece, de modo particularmente ilustrativo, también en Naturrecht Feyerabend pp. 1326 ss. Para el modo en que Kant piensa la conexión entre ética y derecho, véase la discusión más amplia en Vigo A. G.: "Kant, en torno a la conexión entre ética y derecho", en: Araos de Garay (2009) (en prensa).

III. Libertad, comunidad, exterioridad

El primero de ellos concierne al carácter esencialmente comunitario del ámbito señalizado por estas nociones. Como nadie ignora, Kant enfa­ tiza la estricta universalidad propia del principio de la moralidad. El IC, que manda de modo completamente incondicionado, posee la forma de una ley universal. Ahora bien, no se trata aquí de una ley del ser, es decir, de lo que efectivamente sucede, sino de una ley del deber ser, esto es, de lo que debe suceder, aun cuando nunca sucediera efectivamente (cf. G p. 427).7 Como el propio Kant explica, aunque en la naturaleza todas las cosas operan según leyes, las leyes del deber ser, a diferencia de las del ser, sólo pueden dirigirse a seres racionales, dotados de la capacidad de obrar según la repre­ sentación (Vorstellung) de las leyes o, lo que es lo mismo, dotados de voluntad (razón práctica) (cf. G p. 412). Vale decir: las leyes del deber ser sólo pueden dirigirse a personas. Por lo mismo, además de la referencia al carácter irrestricto que deben poseer, como tales, los mandatos morales, desde el punto de vista de su contenido, la universalidad propia del IC involucra también una referencia directa al universo entero de los destinatarios de su intención normativa o, dicho de modo más preciso, a todas las personas. El hecho de que en las diferentes versiones del IC, Kant apele siempre a la formulación por medio de la segunda persona singular del modo impera­ tivo documenta, de modo especialmente nítido, su intención de recalcar

Véase también el tratamiento de la distinción entre "ley de la naturaleza" (Naturgesetz) y "ley de la libertad" (Freiheitsgesetz) en KpV pp. 69 ss., donde Kant marca no sólo las diferencias, sino también la peculiar función tipológica que la ley natural cumple respecto de la ley moral. Como se verá más abajo, esta fijación terminológica no impide que, en otros contextos, Kant recurra a un sentido específicamente práctico-moral de la noción de ley natural. 7

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El hecho de que Kant piense la ley universal de todo derecho en térmi­ nos del citado principio de coexistencia de libertades se conecta, de modo inmediato, con dos aspectos centrales de su concepción relativos a las relaciones entre moralidad, personalidad y libertad.

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justamente este aspecto constitutivo de la universalidad propia del prin­ cipio de la moralidad. Por lo mismo, puede decirse que Kant piensa la moralidad, desde un comienzo, como referida esencialmente al ámbito constituido por una comunidad universal de personas. Éstas son los destina­ tarios directos de las exigencias de la moralidad, en un sentido doble y complementario: por una parte, las personas son los seres de quienes se exige el cumplimiento de las normas de la moralidad, y por otra, son también aquellos seres cuya protección y promoción apuntan esas mismas normas. Es así, en la medida en que por ser portadoras y destinatarias de la ley moral, las personas son seres que detentan valor absoluto, y no meramente relativo, vale decir, son seres que poseen dignidad (Würde), y no precio (Preis) (cf. G p. 434 s.), y que son también objeto de respeto (Achtung) (cf. p. 401 nota, 428). En tal sentido, explica Kant, las personas son los únicos seres que en virtud de su propia naturaleza racional y libre constituyen "fines en sí mismos" (Zweck(e) an sich selbst) (cf. p. 428 ss.; véase también KpV p. 87, 131 s.). Por lo mismo, Kant concibe la (posible) comunidad universal de personas, vinculadas unas con otras en unidad sistemática a través de leyes morales, por medio de la representación ideal de un (posible) "reino de los fines" (Reich der Zwecke) (cf. G p. 433 s.).8 Ahora bien, y aquí reside el segundo aspecto de la concepción kantiana a tener en cuenta, la libertad constitutiva de las personas, que no es ella misma un dato fenoménico, sólo puede adquirir realización y expresión a través de acciones que poseen su propia materialidad, como hechos dentro del mundo de los fenómenos, y cuyos efectos recaen sobre los objetos que existen dentro de ese mismo mundo, incluidas también las demás personas, en su existencia fenoménica. Como es sabido, la teoría de la causa­ lidad que Kant desarrolla en KpV está destinada, no en último término, a 8 En conexión con la idea de un "reino de los fines", Reath, A., Agency and Autonomy in Kant‘s Moral Theory, Oxford 2006. cap. 6 enfatiza la presencia de una dimensión irreductiblemente social en la noción kantiana de autonomía, que impide entenderla en términos de las habituales concepciones individualistas. Por el contrario, Reath sostiene correctamente que la capacidad de interactuar con otros agentes es parte esencial del sentido pleno que Kant da a dicha noción (cf. MS p. 175).

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hacer comprensible el modo en que las acciones de los agentes humanos pueden y deben considerarse como efecto y expresión de una causa libre, y no meramente como eventos que forman parte de la serie cerrada de las causas y los efectos de carácter fenoménico. Y ya en la resolución de la "Tercera antinomia" de la KrV, Kant muestra sobre la base de la distin­ción crítica entre el plano fenoménico y el plano nouménico de conside­ración, la posibilidad de pensar sin contradicción una causa libre, asumiendo al mismo tiempo que todos los fenómenos están vinculados de modo nece­ sario con otros fenómenos, según la ley de la causa y el efecto, dentro de una serie de condiciones en la cual no puede haber nada incausado (cf. KrV A 532-558 / B 560-586). En KpV, Kant sostiene que en el campo propio del uso teórico-especulativo de la razón sólo puede comprenderse esa condi­ción a título de una mera posibilidad, esto es, a título sólo problemático; queda, en cambio, puesto asertivamente, aunque sin correspondiente amplia­ ción del conocimiento, allí donde se trata del uso práctico de la razón: desde el punto de vista estrictamente práctico, la realidad de la causa libre queda documentada a través de lo que Kant denomina el factum (Faktum) de la razón, que involucra la conciencia inmediata por parte del agente de su sujeción a las exigencias de la ley moral (cf. KpV pp. 5 ss., 31).Y, posteriormente, en el importantísimo apartado dedicado a la así llamada "Típica del juicio puro práctico", Kant intenta poner de manifiesto el modo específico en que, a través de las funciones de la facultad del juicio en su uso prác­ tico (praktische Urteilskraft), la naturaleza puede proveer el tipo (Typus) de la moralidad, aun sin intervención de una intuición pura y, por tanto, también sin la intervención de "esquemas", que haga posible la mediación entre el elemento de origen intelectual y el elemento de origen empírico. Se trata aquí, en definitiva, de las condiciones que explican que las acciones individuales, a través de sus máximas, puedan ser vistas como casos de realización de las correspondientes prescripciones morales, lo que supone, a su vez, que la propia naturaleza sensible pueda ser vista también como el escenario de realización efectiva y de expresión de los propósitos de los agentes humanos.

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Esta peculiar perspectiva sobre la naturaleza es la que queda documen­ tada a través de la noción, aparentemente paradójica, de una "naturaleza inteligible" (intelligible Natur), para la cual la naturaleza del mundo sensible (Natur der Sinnenwelt) provee el correspondiente tipo, y ello en la medida en que la propia naturaleza sensible presenta en concreto el mismo género de legalidad que, según su forma, también la ley moral prescribe al agente capaz de obrar libremente.9 La expresión ‘naturaleza inteligible’, frecuen­ temente mal entendida, no remite, pues, a una suerte de mundo paralelo o fantasmal, al margen del que se nos ofrece a través de los sentidos, sino que se refiere, por el contrario, a ese mismo y único mundo de nuestra experiencia sensible y compartida, pero visto ahora desde la perspectiva propia del uso práctico de la razón, esto es, visto como escenario para la posible realización y expresión de nuestras intenciones y propósitos, y visto al mismo tiempo como representante tipológico de aquella legalidad que la propia razón en su uso práctico exige, como forma de un querer que pueda valer como moralmente legítimo.10 Por cierto, en el tratamiento de KpV el

330 9 También en G, donde la doctrina oficial presentada en la "Típica del juicio puro práctico" de KpV está todavía ausente, Kant enfatiza ya que un "reino de los fines" sólo resulta posible, como tal, según una analogía (Analogie) con un reino de la naturaleza (Reich der Natur) (cf. p. 438). 10 Este modo de considerar la naturaleza queda documentada con nitidez en la versión del IC que Kant provee como regla de la facultad del juicio que opera bajo leyes de la razón práctica, en el apartado dedicado a la "Típica del juicio puro práctico" de KpV. En efecto, dicha regla establece que, al proponerse realizar una acción cualquiera, el agente debe preguntarse si tal acción debería tener lugar, también en el caso de que su ocurrencia fuera el resultado de la vigencia de una ley de la naturaleza, de la que el propio agente forma parte (cf. p. 69; véase también G p. 421). Como el propio Kant enfatiza, el procedimiento de aplicación fundado en valerse de la naturaleza sensible como tipo de la ley moral (ley de la libertad) sería el que de hecho subyace incluso a los juicios morales más habituales del sentido común. Este "racionalismo de la facultad del juicio" (Rationalismus der Urteilskraft), que adquiere expresión en el procedimiento de la típica, constituye, a juicio de Kant, el único sendero transitable entre dos extremos opuestos, ambos erróneos, a saber: por un lado, el de un insostenible "empirismo de la razón práctica" (Empirismus der praktischen Vernunft), que reduce los conceptos del bien y el mal, sin más, al plano de las meras consecuencias empíricas (felicidad); por otro, el de un también inadecuado "misticismo de la razón práctica" (Mystizismus der praktischen Vernunft), que mantiene la pureza y la sublimi­ dad de los principios de la moralidad, pero al precio de proyectarlos hacia un transmundo suprasensible, una suerte de "reino de Dios invisible" (ein unsichtbares Reich Gottes), queriendo así convertir en esquema (Schema), a través de la apelación a una pretendida intuición intelectual, lo que sólo puede servir en calidad de símbolo (Symbol) (cf. KpV p. 70 s.). Para Kant, en cambio, lo que habitualmente se denomina el "reino de Dios" no ha de buscarse, en principio, en un trasmundo inaccesible. Por el contrario, parafraseando en un sentido no estrictamente teológico al propio Evangelio, podría decirse que, en cierto modo, tal reino está ya entre nosotros, en la medida en que hacemos realidad, a través de nuestro obrar libre, las exigencias de la moralidad y apuntamos, así, a la configuración de un mundo que esté en correspondencia con lo que exige la representación de un "reino

Si se atiende al aspecto de referencia de las exigencias de la moralidad a una comunidad universal de personas, por un lado, y al aspecto referido a la necesaria exteriorización que trae consigo la realización efectiva

de los fines". Ya Kaulbach, Fr., Das Prinzip Handlung in der Philosophie Kants, Berlin-New York 1978. caps. III-IV insitió, con todo acierto, sobre el hecho de que en la concepción kantiana el acceso práctico a través del obrar trae consigo un peculiar esbozo proyectivo, que abre una perspectiva peculiar sobre el mundo, cuya especificidad hace que no puede ser reducida, sin más, a ninguna otra, en particular, tampoco a la propia del acceso puramente teórico-constatativo (cf. esp. p. 151 ss.; 193 ss.). Kaulbach enfatiza, además, que por medio de la concepción del agente como causa libre, Kant se representa la unidad originaria de pensamiento (Denken) y realización efectiva (Verwirklichung), de pensamiento y ser (Sein), ello de un modo tal que logra ponerse a resguardo del frecuente reproche de dualismo dirigido contra su insistencia en la necesidad de separar nítidamente el aspecto inteligi­ ble y el aspecto sensible en el hombre (cf. p. 300 ss.). No es casual que el enfoque decididamente unitarista de Kaulbach, con su énfasis en la identidad de libertad y realidad fenoménica, lo conduzca a destacar la importan­ cia de lo que él mismo denomina, con una expresión que no puede ser tomada en sentido estricto, el "esquema­ tismo práctico" (cf. p. 316 ss.), y, con ello, también a subrayar las importantes correspondencias que mantiene la concepción kantiana del obrar práctico, desde el punto de vista de su papel en la configuración (comunitaria) del mundo compartido de la praxis, con las concepciones de Aristóteles y Hegel (cf. p. 323 ss.). Kaulbach pone así de relieve una conexión que autores atados a (mal)interpretaciones formalistas y contractualistas del pensamiento ético de Kant tienden a desconocer por completo (véase, p. ej., Pendlebury, G., Action and Ethics in Aristotle and Hegel. Escaping the Malign Influence of Kant, Hampshire-Burlington 2005). Por cierto, la misma línea de interpretación defiende Kaulbach en su reconstrucción de la concepción kantiana de la experiencia estética, a la que caracteriza en términos de un peculiar tipo de acceso a sí mismo y al mundo por parte del sujeto. Véase Kaulbach, Ästhetische Welterkenntnis bei Kant, Würzburg, 1984.

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aspecto vinculado con la realización y expresión de la libertad en acciones que, en su materialidad y sus efectos, constituyen fenómenos del mundo sensible, aparece enfocado, preponderantemente, desde el punto de vista correspondiente a la ética normativa, que apunta a establecer las condiciones de licitud moral de las acciones. Los propios ejemplos y explicaciones de Kant muestran suficientemente que en el caso del obrar moralmente incorrecto se debe considerar la misma duplicidad de aspectos, a saber: por un lado el correspondiente a la causalidad por libertad; por otro, el correspondiente a su expresión y realización en concreto, en el plano fenomé­ nico. Expresado en la terminología de MS, esto quiere decir que la misma duplicidad de aspectos se pone de manifiesto, al menos, del modo peculiar que corresponde a su carácter esencialmente privativo (véase arriba nota 3), también en el caso de un arbitrio libre que se decidiera y optara en contra de lo que exigen las leyes de la moralidad.

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de la libertad a través de la acción, por otro, se comprende de inmediato las razones por las cuales el objeto que tiene en vista la ley universal de todo derecho es justamente la posible coexistencia de libertades, según una ley universal. Al realizarse y expresarse exteriormente, a través de accio­ nes que recaen sobre los objetos del mundo fenoménico, la libertad de cada individuo ingresa, por así decir, en un ámbito de materialidad dentro del cual se abre, por primera vez, la posibilidad de un conflicto entre diferentes libertades, a través de sus respectivos efectos. De hecho, no sólo ocurre que en su realización y expresión exterior, la libertad queda entregada en un entramado de causas que conducen a la acción que la expresa, a través de sus consecuencias, por senderos que muy a menudo escapan al control voluntario del propio agente, y que pueden desembocar como frecuentemente lo hacen en resultados inesperados y no tenidos en vista por éste. A ello se agrega, además, el hecho mucho más elemental aún, de que todo acto de realización y expresión de la libertad de un agente, incluso allí donde no produce efectivamente consecuencias no evitadas por el propio agente, puede constituirse al mismo tiempo, a través de sus efectos, en un impedimento objetivo de la realización y expresión de la libertad de otro agente. En la medida en que se realiza y expresa exteriormente en una materialidad que le es como tal ajena, la libertad ingresa necesariamente en el entramado causal de la naturaleza sensible, del cual las personas, consideradas en su existencia fenoménica, también forman parte necesariamente. Lo que se muestra en dicho entramado, para el acceso propio del uso meramente teórico de la razón, no es sino una coexistencia de objetos, con sus respectivos estados (sustancia-accidentes), en un sistema dinámico configurado con arreglo a leyes naturales, lo cual en su sentido más básico y general no quiere decir otra cosa que con arreglo a los principios dinámicos de la causalidad y la comunidad (acción recíproca), cuyo papel constitutivo de la experiencia Kant tematiza en la "Analítica de los prin­ cipios" de KrV, más precisamente, en la "Segunda" y la "Tercera" de las "Analo­ gías de la experiencia" (cf. KrV A 189-211 / B 232-256 y A 211-218 / B 256-265,

Desde el punto de vista práctico, y más específicamente jurídico, la pregunta clave para Kant es la de cómo se pasa de esta mera coexistencia de objetos y personas según leyes naturales, en la cual la realización y expresión de la libertad de unos puede e incluso suele traer consigo el impedimento del ejercicio de la libertad de otros, a un orden de coexistencia dentro del cual la realización y expresión de la libertad no posea este carácter potencial o efectivamente autosupresivo. Y la respuesta que da Kant a dicha pregunta hace referencia al papel mediador que debe cumplir necesariamente la forma de la universalidad, propia de toda genuina legalidad, allí donde se trata de hacer posible una genuina coexistencia de libertades. Como ocurre en general, allí donde la naturaleza opera como tipo de las categorías de la libertad, también en el caso de la ley universal de todo derecho, el sistema dinámico según leyes naturales constituido por los objetos del mundo fenoménico (i. e. la naturaleza sensible) provee no sólo el escenario en el cual ha de realizarse, sino a la vez al menos según su forma, también el patrón tipológico a partir del cual debe orientarse la repre­ sentación ideal, pero no por ello menos dotada de fuerza vinculante, de un orden de coexistencia de libertades, según una ley universal de la libertad A este respecto, véase la explicación y los ejemplos de Kant en la introducción de la lección sobre derecho natural de 1784 (cf. Naturrecht Feyerabend pp. 1319 ss.). 11

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respectivamente). Cuando la causalidad por libertad ingresa en dicho sis­ tema dinámico a través de las acciones de los agentes, no se tiene, en principio, desde el punto de vista meramente exterior, más que un nuevo conjunto de efectos, dentro del mismo sistema dinámico. Pero desde el punto de vista interno correspondiente a la propia causalidad por libertad, estos mismos efectos expresan, de uno u otro modo, los propósitos de los agentes que los producen, y pueden incidir también, al menos de modo indirecto, sobre los propósitos de otros agentes, al modo de impedimentos exteriores para la realización y expresión de su arbitrio.11

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misma.12 No puede, pues, llamar la atención el hecho de que a la hora de proceder a exponer y deducir el principio básico y elemental de todo derecho privado, que no es otro que el de la así llamada "posesión inteli­gi­ ble" (intelligibler Besitz, possesio noumenon), por oposición a la mera "posesión física" (physischer Besitz, possesio phaenomenon), Kant apela expresamente a las categorías de relación (vgr. sustancia, causalidad y comunidad), que enten­didas ahora como categorías de la libertad, en el sentido preciso de la doctrina de KpV (cf. pp. 65 ss.), son las que proveen la forma conceptual por medio de la cual resulta representable un sistema dinámico de coexistencia de libertades, que da expresión al tipo de ordenamiento exigido por una ley universal de la libertad (cf. MS pp. 247 ss.).13 12 El carácter esencialmente dinámico del modelo que Kant tiene para dar cuenta de la posibilidad y la estructura de un orden jurídico es puesto de relieve también por Willaschek, "Which Imperativs for Right? On the Non-Prescriptive Character of Juridical Laws" in Kant’s Metaphysics of Morals, en: Timmons, M. (ed.), Kant‘s ‘Metaphysics of Morals’. Interpretative Essays, Oxford 2002. pp. 65-87. pp. 82 ss., quien compara los pasajes relevantes de Rechtslehre con el modo en que Kant interpreta el modelo dinámico correspondiente a la "Tercera Ley" de Newton en su tratamiento de los principios metafísicos de la ciencia natural (cf. MA pp. 544-541, p. 548 s.). 13 Por medio de la noción de posesión (Besitz, possesio) inteligible Kant tematiza el fundamento a priori de toda posible propiedad efectiva (Eigentum, dominium), que sólo es genuinamente tal, si está apoyada, en los corres­pondientes títulos de derecho, los cuales presuponen ya determinados actos jurídicos. Como muestra la deducción de lo que Kant denomina lo "mío y tuyo exterior" (das äußere Mein und Dein), que conduce a la idea de la "posesión meramente jurídica de un objeto exterior", por oposición a la posesión física del objeto, la posibilidad de toda posesión inteligible se funda en un postulado jurídico (rechtliches Postulat) de la razón práctica, según el cual: 1) resulta posible para cualquier sujeto (lex permissiva) llegar a tener como suyo cualquier posible objeto exterior de su arbitrio (cf. MS p. 249), y por lo mismo, 2) constituye una obligación jurídica (Rechtspflicht) comportarse frente a los otros de modo tal, que los objetos exteriores (das Äußere) utilizables (das Brauchbare) puedan llegar a ser también la propiedad (das Seine) de alguno de ellos (p. 252), lo cual implica, inversamente, 3) el carácter contrario a derecho (rechtswidrig) de toda máxima que suponga considerar a un objeto (Gegenstand) como si fuera en sí mismo (an sich) y objetivamente (objektiv) "cosa de nadie" (herrenlos, res nulius) (cf. p. 249). Sobre esta base, Kant considera que la aplicación de este principio, basado en el concepto a priori de posesión inteligible, a los objetos de la experiencia explica porque la mera representación empírica de la posesión de un objeto (Inhabung, detentio) no basta para explicar el carácter de la genuina posesión jurí­dica, y también de qué modo la posesión jurídica de un objeto, que implica que el objeto está "en mi poder" (in meiner Gewalt, in potestate mea), es compatible con condiciones que, transitoria o permanentemente, hacen imposible su posesión física, tales como, por ejemplo, la separación en el espacio (vgr. un objeto situado en un lugar alejado) y en el tiempo (vgr. el caso de la toma de posesión sobre algo, basada en una promesa hecha por su anterior dueño) o bien las dimensiones del objeto (vgr. un territorio) (cf. pp. 252 ss.). Un buen comentario de la exposi­ ción y deducción de lo "mío y tuyo exterior" se encuentra en Fulda, H.-Fr., "Erkenntis der Art, etwas Äußere als das Seine zu haben (Erster Teil. Erstes Hauptstück)", en: Höffe, O. (ed.), Immanuel Kant, Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, Berlin 1999, pp. 87-115. Véase también Westphal, K. R., "A Kantian Justification of Posession", en: Timmons M. ed.), Kant‘s ‘Metaphysics of Morals’. Interpretative Essays, Oxford, 2002, pp. 89-109. El preciso alcance de la así llamada "ley permisiva de la razón práctica" en el contexto específico de la doctrina del derecho ha sido discutido recientemente por Hruschka, J., "The Permissive Law of Practical Reason" in Kant’s Metaphysics of Morals, Law and Philosophy 23 (2004), pp. 45-72, quien, por medio de un brillante examen de las conexiones

Un Estado de coexistencia de libertades meramente según leyes natura­ les, en el cual la realización y expresión exterior de la libertad posee un carácter no sólo potencial sino, con frecuencia, también efectivamente autosupresivo, corresponde en general, con la representación de lo que en la tradición del pensamiento jurídico y político de la modernidad —a la cual en este punto Kant sigue— se conoce bajo el nombre de "estado de naturaleza" (Naturzustand, status naturalis), por oposición al "estado de derecho" (rechtlicher Zustand) o al "estado civil" (bürgerlicher Zustand, status civilis).14 Se trata de una situación en la cual Kant lo formula en particular, con referencia a la coexistencia de diferentes Estados, no sujeta a principios jurídicos de carácter supra-estatal, la propia libertad se ve reducida al estatuto de una mera "libertad natural" (natürliche Freiheit) (cf. MS p. 343) o, lo

históricas y sistemáticas más relevantes, ha logrado poner de manifiesto el error de las interpretaciones más difundidas, las cuales, basándose en el empleo de la misma noción que Kant lleva a cabo en F p. 347 nota, pretenden construir la ley permisiva de Rechtslehre como una ley que posibilitaría ciertas excepciones relativas a determinadas prohibiciones dadas de antemano. Hruschka muestra, en cambio, que en el contexto de la doc­ ­trina del derecho la noción debe entenderse en el sentido preciso de una ley que confiere determinadas facultades y queda referida a acciones meramente permitidas (i. e. ni prohibidas ni obligatorias), que dan cuenta del origen de instituciones jurídicas fundamentales, tales como la propiedad, la familia, las obligaciones contrac­ tuales, etcétera. 14 Para la oposición entre "estado de naturaleza" (Naturzustand), por un lado, y "Estado de derecho" (rechtlicher Zustand) y "estado civil" (bürgerlicher Zustand), por el otro, en el contexto de Rechtslehre, véase esp. pp. 306, 343 ss., 349 ss. Como han puesto de relieve S. Byrd y J. Hruschka, Kant —que en este punto sigue a Achenwall, aunque corrige su posición en una serie de aspectos sistemáticamente fundamentales— opera, en rigor, con un esquema basado en la distinción no de dos, sino más bien de tres estados diferentes, a saber: 1) un estado natu­ ral originario, 2) un estado natural adventicio o contingente, y 3) un estado, igualmente adventicio o contingente, pero de carácter propiamente civil o jurídico. El contraste habitual entre el estado de naturaleza y el estado civil queda comprendido aquí, básicamente, bajo la alternativa entre 2) y 3), donde 2) alude a un estado en el cual se tiene ya, al menos a título de suposición, hechos jurídicamente relevantes (p. ej. una agresión de un sujeto A a uno B, el casamiento de A con B, etc.), pero sin que exista aún un genuino ordenamiento jurídico, en el sentido propio de 3). Por su parte, 1) alude a un estado originario que comprende el conjunto de condiciones apriorísticas en virtud de las cuales un hecho jurídicamente relevante puede adquirir tal relevancia jurídica, vale decir, ante todo, el derecho originario a la libertad, pero también la idea de una voluntad originariamente unificada, a la que Kant apela para dar cuenta del origen de la propiedad (cf. MS p. 263), etc. Para una detallada discusión de este aspecto, bajo expresa consideración de la recepción, a la vez, positiva y crítica de la concepción de Achenwall por parte de Kant, véase Hruschka Byrd, S., "Lex iusti, lex iuridica, lex iustitiae in Kant’s Rechtslehre", Archiv für Rechts-und Sozialphilosophie 91/4 (2005) pp. 486-500, pp. 485-490 y "Der ursprünglich und a priori vereinigte Wille und seine Konsequenzen in Kants Rechtslehre", Jahrbuch für Rechts und Ethik 14 (2006) pp. 141-165, pp. 141-144.

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IV. Derecho, derecho natural y derecho positivo

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que es lo mismo, de una "libertad sin ley" (gesetzlose Freiheit) (cf. p. 343; véase también pp. 307, 316). La existencia de estados de mera "libertad natural" muestra, precisamente, que las solas leyes naturales no bastan para garantizar la genuina coexistencia de libertades que exige la ley universal de todo derecho.15 El paso del estado de la "libertad natural" a un estado que garantice la posibilidad de una genuina coexistencia de libertades, cuya reali­ zación y expresión no resulte arbitrariamente autosupresiva, sólo se hace posible, por tanto, a través de la referencia a la ley universal de la libertad, tal como adquiere expresión en la versión específicamente jurídica del IC. Más aún, Kant sostiene la existencia de un así llamado "postulado del derecho público" (Postulat des öffentlichen Rechts), que exige el paso del estado de naturaleza, el cual constituye un estado de inseguridad jurídica (cf. p. 311) y de injusticia (cf. p. 350), al estado civil (cf. p. 307), que es aquel en el cual una Constitución civil (bürgerliche Verfassung) asegura los derechos de los individuos (cf. p. 311). La libertad individual sólo puede quedar asegurada, en su realidad efectiva, en el contexto de la ciudadanía y con ello, dentro del ordenamiento jurídico del Estado (Staat, civitas).16 15 Ésta es una de las razones elementales por las cuales Kant piensa que las leyes de la naturaleza sólo están en condiciones de proveer el tipo de las leyes de la moralidad, cuando son consideradas en atención a su mera forma, con los correspondientes caracteres de necesidad y universalidad, y no en cambio, cuando se las consi­ dera desde el punto de vista de su contenido material específico, sea en lo que éste tiene de empírico o bien de a priori. Así, por ejemplo, la conexión necesaria entre la causa y el efecto, tal como ella se da de hecho en la naturaleza, explica, desde el punto de vista exterior correspondiente a su realización en el plano fenoménico, tanto las acciones moral y jurídicamente lícitas como también aquellas que son contrarias a los principios de la moralidad y el derecho, con sus correspondientes efectos. La insistencia de Kant en que la aplicación en concreto de la ley moral a los objetos de los sentidos excluye la mediación de esquemas, a pesar de que se basa ella misma en el empleo del entendimiento (Verstand) (cf. KpV p. 68 ss.), apunta a subrayar que el tipo de pretensión de validez que la ley moral trae consigo no puede fundarse en la materia concreta a la que dicha ley debe aplicarse en cada caso y, por lo mismo, no puede apoyarse en ninguna ley de la naturaleza. Ello no impide, sin embargo, sino que, más bien, posibilita que en su aplicación en concreto, la propia ley moral sea representada tipológicamente como una ley de la naturaleza (Naturgesetz), aunque sólo según su forma (cf. p. 69). En la introducción a la lección de 1784, Kant explica, además, que la voluntad del ser humano no admite ser restringida por la natura­ leza, pues ello implicaría la supresión del carácter de fin en sí mismo propio del ser racional y libre (cf. Naturrecht Feyerabend, p. 1319). Para hacer posible la coexistencia de libertades, la libertad debe ser restringida, pero ello jamás puede acontecer por medio de leyes naturales (durch Naturgesetze), ya que tal cosa implicaría justamente la supresión de la libertad: la restricción de la libertad en la que se funda el derecho tiene, pues, necesariamente, el carácter de una autorestricción por parte del ser racional y libre (cf. p. 1321). 16 Algo análogo sostiene Kant en el plano correspondiente a las relaciones entre diferentes Estados, tal como lo muestra su tratamiento de las nociones de "derecho internacional" (Völkerrecht) y "derecho cosmopolítico" (Weltbürgerrecht) (cf. MS pp. 343 ss. y 352 ss., respectivamente): también aquí el aseguramiento de la posible

coexistencia de Estados soberanos supone, necesariamente, la entrada en un estado jurídico en el cual las relaciones entre dichos Estados queden reguladas con arreglo al principio de la coexistencia de libertades según una ley universal (cf. p. 350). Contra lo que suponen erróneas interpretaciones contractualistas de su posición, en ningún caso, ni en el plano de las relaciones individuales ni en el de las relaciones entre Estados, Kant pretende fundar la necesidad de entrar en el Estado de derecho en consideraciones referidas a las consecuencias beneficiosas que se derivarían de ello. Más bien, la estrategia de fundamentación a la que recurre Kant es aquí, básicamente, la misma que adopta en su tratamiento del principio de la moralidad, con el recurso al correspondiente test de universalización, y tiene, por tanto, la forma exactamente inversa, a saber: Kant muestra que máximas (de individuos o grupos) que suponen ejercer la propia libertad al precio de suprimir la posibilidad del ejercicio de la libertad de otros (individuos o grupos) no superan las exigencias de la universalización, pues, universalizadas, conducen, en definitiva, a su propia supresión. Por lo mismo, tales máximas no califican como principios de una legislación universal y no satisfacen, entonces, los requerimientos derivados de la ley universal de todo dere­ cho. Para la concepción kantiana de la vinculación entre libertad y ciudadanía en el contexto de la doctrina del derecho, véase la buena discusión en Pinkard, T., "Kant, Citizenship, and Freedom (§§ 41-52)", en: Höffe, O. (ed.), Immanuel Kant, Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, Berlin, 1999, pp. 155-172. 17 Para la concepción kantiana acerca del carácter de la propiedad, bajo las condiciones propias del estado de naturaleza, véase Saage, R., "Naturzustand und Eigentum", en: Batscha, Z., Materialien zu Kant‘s Rechtsphilosophie, Frankfurt a. M., 1976, pp. 206-233.

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El deber jurídico de entrar en el estado civil conlleva la necesidad de la fundación del Estado; señaliza, desde el punto de vista sistemático, el lugar de transición de la esfera del derecho privado (Privatrecht) a la del derecho público (öffentliches Recht). Sin embargo, a juicio de Kant, dicha transición comprende al mismo tiempo dos direcciones de consideración complemen­ tarias, ya que por una parte los fundamentos últimos del derecho público han de buscarse en los principios del derecho privado y, en último término, en la "ley universal de todo derecho". Pero, por otra parte, las exigencias que plantean los deberes jurídicos propios del ámbito del derecho privado sólo pueden quedar debidamente garantizadas, en su realidad efectiva, a través de la institucionalidad estatal, configurada con arreglo a los prin­ci­ pios del derecho público. En tal sentido, Kant considera que, por ejemplo, el derecho a la propiedad tiene, como se vio, un fundamento apriorístico que resulta anterior a toda institucionalidad estatal. Pero sostiene, al mismo tiempo, que en el estado de naturaleza la posesión sólo puede tener un carácter provisorio, de modo tal que una genuina posesión jurídica sólo es posible, en rigor, allí donde está ya constituido un poder público con facul­ tades legislativas, es decir, en un Estado civil (cf. p. 255 ss.).17 En definitiva, Kant piensa que todo el sistema del derecho remite, en su fundamento apriorístico último, a un único (einziges) derecho nativo (angeborenes Recht)

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de todo individuo humano, en virtud de su propia humanidad (kraft seiner Menschheit), que no es otro que la libertad misma, en el sentido de la independencia respecto de la constricción procedente del arbitrio de otros, y en la medida en que, desde el punto de vista de su ejercicio efectivo, resulte posible su coexistencia con la libertad de otros, según una ley universal (cf. pp. 237 s.). La referencia a la libertad como único derecho nativo marca el punto de inserción de la recepción kantiana de la noción de derecho natural. En la división sistemática de los derechos, Kant distingue entre el derecho natural, basado exclusivamente en principios a priori, y el derecho positivo (positives Recht) o estatutario (statutarisches Recht), que procede de la volun­ tad del legislador (cf. p. 237).Y, a continuación, explica la noción de derecho natural introducida en términos del carácter nativo (angeboren), y no adquirido (erworben), del derecho a la libertad: como derecho nativo, la libertad le corresponde a toda persona "por naturaleza" (von Natur), con independencia de todo posible acto jurídico, mientras que los demás derechos se adquieren sobre la base de correspondientes actos jurídicos (cf. p. 237). El concepto de lo "natural" está tomado aquí en el sentido restringido que remite a la naturaleza del ser racional, como tal, y no en el sentido más amplio que nos lleva al ordenamiento de la naturaleza como un todo, tal como suele ser dominante en aquellas concepciones clásicas que, como la estoica, por ejemplo, se caracterizan por dar a la noción de derecho (ley) natural un decidido enmarcamiento cosmológico. Resulta inmediatamente claro que Kant mismo no podría proceder de este modo, dado su estricto rechazo de la posibilidad de buscar en las leyes de la naturaleza el fundamento último de la moralidad y el derecho. Por otro lado, y en este punto su posición se distingue también de posiciones clásicas al estilo de la elaborada en la tradición aristotélica, Kant rechaza, del mismo modo, la posibilidad de buscar orientación aquí a partir de la noción de naturaleza humana. En efecto, tal punto de partida no permitiría, a su juicio, hacer justicia debida­ mente a la estricta necesidad y universalidad de las leyes morales, por cuanto

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la noción de naturaleza humana involucra necesariamente la referencia a elementos empíricos de la constitución del ser humano. Por lo mismo, la ética no puede fundarse en la antropología, que, a lo sumo, provee, más bien, el conocimiento de determinadas condiciones especiales de aplicación en con­ creto de los principios universales de la moralidad (cf. G pp. 389, 442). Éstos valen, como tales, para todo ser racional, y no exclusivamente para el hombre (cf. p. ej. KpV pp. 19, 25, 32).Y algo análogo debe decirse también, para el caso del derecho. Desde luego, esto no implica la eliminación de todo elemento naturalista en el modelo kantiano de fundamentación de la ética y el derecho, ya que el propio Kant apela, como se vio, a la noción de naturaleza racional, y se vale de ella para dar cuenta del valor absoluto que poseen las personas, en cuanto constituyen fines en sí mismos. Pero la diferencia decisiva con los modelos de fundamentación que el propio Kant rechaza viene dada aquí por el hecho de que, a su juicio, el fundamento de la moralidad no necesita ni tampoco podría buscarse en una instancia ajena a la razón misma: a través de la ley moral, la razón se ve remitida a aquello con lo que está, desde un comienzo, identificada, pues no se trata, en definitiva, de otra cosa más que de sí misma. También por este lado se advierte, la esencial conexión que vincula Kant, la noción de moralidad con la de autonomía, que no es otra que la razón que se da a sí misma la ley (cf. KpV p. 33). Este mismo aspecto se pone de manifiesto, con particular nitidez, en el tratamiento que hace de la noción de la "ley natural" (natürliches Gesetz), en su sentido específicamente práctico-moral, por oposición a la noción de "ley positiva" (positives Gesetz). Las leyes dotadas de carácter vinculante u obli­ ga­torio (verbindende Gesetze), para las cuales puede haber una legislación externa (äußere Gesetzgebung) —como es el caso de las leyes jurídicas, a diferencia de las morales— se denominan las "leyes externas" (äußere Gesetze) (cf. MS p. 224). Pero entre ellas, explica Kant, hay algunas cuya obli­ gatoriedad (Verbindlichkeit) se puede (re)conocer (erkennen) a priori por medio de la razón, incluso, en ausencia de una correspondiente legislación exterior. Se trata, en este caso, de leyes externas, pero que, al mismo tiempo,

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deben contar como "leyes naturales" (natürliche Gesetze). En cambio, aquellas leyes externas que en ausencia de una correspondiente legislación externa, carecen de todo carácter obligatorio, de modo tal que bajo tales condiciones ni siquiera serían leyes, son meras "leyes positivas" (positive Gesetze) (cf. p. 224). Precisamente el hecho de que la obligatoriedad de la mayoría de las leyes que componen todo sistema jurídico positivo dependa de la existencia de una legislación externa, muestra al menos de modo indirecto, el carácter no autosustentado que posee, en definitiva, dicho tipo de ordenamiento. En efecto, se podría concebir una legislación exterior que contuviera tan sólo leyes positivas; para dar cuenta de la obligatoriedad de tales leyes, habría que presuponer ya una ley natural (ein natürliches Gesetz), que fundara la autoridad (Autorität) del legislador que las sanciona, esto es, su potestad para obligar a otros (Befügnis andere zu verbinden), a través de su mero arbitrio (durch seine bloße Willkür) (cf. p. 224). Ahora bien, desde el punto de vista del origen de su carácter vinculante (Verbindlichkeit), la noción de ley, en su sentido específicamente práctico-moral, remite siempre, explica Kant, a un autor (Urheber, autor), que no es otro que el legislador (Gesetzgeber, legislator). No ocurre lo mismo, sin embargo, respecto del contenido de la ley misma, pues éste no siempre puede ser, sin más, retrotraído en su origen a un autor específico (cf. p. 227). Allí donde por su contenido la ley remite en su origen a la voluntad del legislador, ocurre entonces que la ley misma posee un carácter positivo, es decir, contingente (zufällig) y, por lo mismo, arbitrario (willkürlich). En cambio, aquella ley que nos obliga de modo apriorístico e incondicionado, a través de nuestra propia razón, es una norma cuyo contenido no puede ser representado como originado meramente a partir de la voluntad de ningún legislador, ni siquiera de un legislador supremo que fuera su autor. Esto no excluye que toda ley de este tipo pueda ser expresada (ausgedrückt) como procedente de la voluntad divina, entendiendo a Dios como un ser moral cuya voluntad es ley para todos (cf. p. 227). Dicho de otro modo: en su calidad de legislador supremo, Dios puede e incluso debe ser representado como el origen del carácter universalmente vinculante u obligatorio de tales leyes, sin que el contenido

Pues bien, partiendo de la conexión entre las nociones de derecho natural y autonomía, y atendiendo al carácter externo y no autosusten­ tado de todo sistema de derecho, se puede comprender mejor cuál es la función específica que Kant asigna al derecho natural. Conviene distinguir aquí dos aspectos diferentes. Por un lado, desde el punto de vista sistemático-doctrinal, la noción de derecho natural señala el ámbito correspondiente a la parte pura de la doctrina del derecho que contiene el sistema de las prerrogativas que pueden ser derivadas a partir del derecho nativo 18 El modo en que Kant concibe aquí la relación entre el derecho natural y la voluntad de Dios guarda, en lo esencial, correspondencia con el modo en el que piensa también la relación entre las normas de la moralidad y la voluntad divina. En efecto, en este caso Kant niega que el contenido de las normas morales puedan verse como objeto de mera sanción arbitraria de una voluntad ajena, ni siquiera de la voluntad divina. Pero sostiene, al mismo tiempo, que a través del concepto del bien supremo (das höchste Gut), como objeto (Objekt) y fin último (Endzweck) de la razón pura práctica, la ley moral conduce, como tal, a la religión, entendida aquí en su sentido meramente racional, como el (re)conocimiento (Erkenntnis) de todos los deberes como mandamientos divinos (göttliche Gebote) (cf. KpV p. 129; para Dios como legislador moral, véase también R p. 181 ss.). 19 Por lo mismo, y contra lo que suele afirmarse todavía con alguna frecuencia, resulta menos imposible alinear la concepción kantiana, en este punto clave y decisivo, con las posiciones más representativas de la tradición del voluntarismo, tal como éstas se inician en el Medioevo tardío. Por el contrario, en el ámbito estrictamente ético y jurídico, Kant debe verse como un continuador de las intuiciones fundamentales del racionalismo, aunque ciertamente un continuador dotado de un perfil marcadamente propio y original. De hecho, Kant mismo pre­ senta el objetivo fundamental de su filosofía crítica, en lo que concierne específicamente al uso práctico de la razón, como un intento por impedir la pretensión autocrática (Alleinherrschaft) de la "razón empíricamente condi­ cionada", que pretende ilegítimamente poner límites al uso práctico de la razón, que es, necesaria­mente trascendente, mientras que en el caso del uso teórico de la razón, el objetivo de la crítica era, inversamente, la de poner límites a la injustificada pretensión de la razón misma de obtener por sí sola conocimiento, más allá del ámbito que demarcan las condiciones formales de la experiencia posible (cf. KpV p. 16). En tal sentido, Kant sostiene que el concepto de libertad, intrínsecamente vinculado al objeto puro de la razón en su uso práctico, es la "piedra del escándalo" (Stein des Anstoßes) para todos los empiristas (cf. p. 7).

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mismo de lo que ellas prescriben pueda ser reducido al estatuto de una mera sanción de su arbitrio, justamente porque lo propio de este tipo de leyes reside en el hecho de que su carácter universalmente obligatorio tiene que ser reconocido, sin más, a través de la razón.18 Como se ve clara­ mente, tampoco a la hora de pensar en la relación entre el derecho natural, por un lado, y la voluntad, más específicamente la voluntad divina, por el otro, Kant se muestra dispuesto a relativizar el vínculo esencial entre moralidad y racionalidad, que constituye el rasgo definitorio de su noción de autonomía.19

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de las personas a la libertad, bajo las condiciones que prescribe el prin­ cipio de coexistencia de libertades contenidas en la ley universal de todo derecho. Se trata, pues, del ámbito temático del que se ocupa la ciencia jurídica (Rechtwissenschaft, iurisscientia), cuyo objetivo no es otro que el conocimiento sistemático de la "doctrina del derecho natu­ral" (natürliche Rechtslehre, Ius naturae) (cf. MS p. 229). Por otro lado, desde el punto de vista externo, atendiendo a su relación con el derecho positivo y con los sis­ temas jurídicos existentes, la noción de derecho natural posee, a juicio de Kant, una decisiva importancia en la medida en que desempeña una imprescindible función crítica y regulativa. Aunque para Kant existe un deber jurídico reconocido por la propia razón, de pasar del estado de naturaleza al Estado de derecho, y con ello al estado civil, el derecho positivo mismo no puede derivarse en su totalidad a partir de los principios del derecho puro. En su existencia efectiva y variedad de formas el derecho positivo contiene y necesita mantener, de hecho, mucho más de lo que puede establecerse exclusi­vamente por recurso a los principios que la razón extrae de sí misma.20 Sin embargo, la mayor amplitud del derecho positivo y la diver­ sidad fáctica de sus formas institucionalizadas de existencia no ponen, en sí mismas, ningún obstáculo a la pretensión de validez irrestricta de los principios del derecho natural. Por el contrario, como se vio ya, Kant piensa incluso que las exigencias que se derivan de tales principios sólo pueden ser efectivamente realizadas y garantizadas en el marco de un ordenamiento jurídico positivo, lo que supone la vigencia del Estado de derecho y también la existencia de organización estatal. No menos cierto es que la organización estatal y el ordenamiento jurídico positivo pueden convertirse en una seria amenaza de la posibilidad de realización efectiva de esas mismas exigencias, allí donde el Estado y el sistema jurídico ya no responden, en su origen, estructura y funcionamiento efectivo, más que a estipulaciones de carácter arbitrario-contingente, configuraciones fácticas y relaciones de

20

Cf. p. ej. MS, p. 282.

Se trata de la dificultad que ha sido diagnosticada y tematizada bajo la denominación de la "aporía institucional" (Institutionsaporie) de la razón práctica. Véase Wieland, W., Aporien der praktischen Vernunft, Frankfurt a. M., 1989, pp. 33-46. 21

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poder. Se atisba aquí una dificultad de fondo, que concierne a la tensión estructural entre las exigencias normativas de la razón práctica, por un lado, y los requerimientos que plantea su realización efectiva, especial­­mente en el plano institucional, por el otro; para la realización de sus propias exigencias, la razón práctica se ve remitida a la existencia de instituciones que posteriormente, en su realidad efectiva, pueden e incluso suelen limitar las posibilidades de despliegue de la propia razón práctica.21 En cualquier caso, Kant asume que el criterio último de legitimidad para todo ordenamiento jurídico positivo viene dado, en definitiva, por el prin­­cipio que establece que el derecho natural no puede ser afectado, como tal, por leyes estatutarias: el principio que declara ilícita la lesión por parte de otros de aquello que es mío y que debe quedar preservado, pues, en el plano correspondiente a las relaciones que mantienen los ciudadanos —indi­ vidual o colectivamente considerados—, con el poder estatal, al menos en el sentido que se refiere a la igualdad de todos como miembros pasivos de la comunidad ciudadana (cf. MS pp. 256, 315). La Constitución civil (bürgerliche Verfassung) constituye tan sólo el Estado de derecho por medio del cual se le asegura (gesichert wird) a cada uno lo suyo (das Seine), pero no provee ella misma el medio a través del cual se averigua (ausgemacht wird) y se determina (bestimmt wird) originariamente lo que pertenece a cada quien, pues toda garantía presupone ya de antemano aquella posesión o pertenencia que se pretende asegurar a través de ella (cf. p. 256). Por cierto, el recurso al principio que establece la prioridad del derecho natural frente a todo ordenamiento jurídico positivo no permite evitar, por sí solo, la existencia efectiva de regímenes jurídicos y estatales injustos, ni tampoco la de lesiones ilegítimas de la libertad de los individuos, que bajo determinadas circunstancias fácticas pudieran derivarse del accionar de las instituciones y los poderes del Estado. Kant fue lo suficientemente realista en este punto,

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como para admitir que no existe tampoco un mecanismo jurídico con­ creto que pudiera hacer imposible, en la práctica, la ocurrencia de abusos, incluso graves del poder estatal.Tampoco impediría, desde luego, el reconocimiento jurídico —para Kant imposible como tal, ya por simples razones formales (cf. MS pp. 320 ss.)— de un supuesto "derecho a la resistencia".22 Sin embargo, el principio de la prioridad del derecho natural frente a todo ordenamiento jurídico positivo posee de todos modos una decisiva importancia sistemática, en la medida en que concede al derecho natural la función de una imprescindible pauta de enjuiciamiento, allí donde se trata tanto de generar nuevas instituciones, como también de evaluar y someter a crí­ tica los ordenamientos jurídicos existentes, desde un punto de vista estrictamente normativo, que como tal no atiende meramente a su eficacia, sino fundamentalmente a la validez de sus pretensiones de legitimidad. En tal empleo de tipo crítico-evaluativo, los principios del derecho natural proveen puntos de referencia elementales para los correspondientes pro­cesos reflexivos, destinados a establecer en qué medida se tiene ya dado de hecho o bien se propone como parte de un ordenamiento jurídico positivo, que puede contar legítimamente como ejemplo de realización efectiva de las exigencias que se derivan del propio concepto de derecho. Como puede verse, incluso más allá de la función sistemática que como concepto básico desem­peña en el ámbito correspondiente a la parte pura de la doctrina del derecho, la noción de derecho natural cumple, para Kant, con una función fundamental de carácter crítico-reflexivo, allí donde se trata de someter a enjuiciamiento, desde el punto de vista normativo, a todo posible orde­namiento de derecho positivo. De los meros principios del derecho natural no se sigue todavía, por cierto, ningún ordenamiento Problemas como el llamado "derecho a la resistencia" (Widerstandsrecht) se sitúan, desde el punto de vista sistemático, dentro del ámbito demarcado por la aporía institucional. Véase Wieland, W., Aporien der praktischen Vernunft, Frankfurt a. M., 1989, pp. 41 ss. Para una breve exposición de la posición kantiana con refe­ren­­cia al problema del "derecho a la resistencia", véase ahora Ludwig, B., "Kommentar zum Staatsrecht (II) §§ 51-52; Allgemeine Anmerkung A; Anhang, Beschluss", en: Höffe, O. (ed.), Immanuel Kant, Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, Berlin, 1999, pp. 173-194, pp. 189 ss. 22

23 Cf. König, P., "§§ 18-31, Episodischer Abschnitt §§ 32-40", en: Höffe, O. (ed.), Immanuel Kant, Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, Berlin, 1999. pp. 133-153. pp. 147 ss., quien pone de relieve la correspondencia sistemática con la que König llama la "ciencia de la transición" (Übergangslehre) que Kant desarrolla para el caso de los principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza en Primeros principios metafísicos de la ciencia de la natu­raleza (véase esp. las explicaciones de Kant en pp. 469 ss.). 24 Cf. König, P., "§§ 18-31, Episodischer Abschnitt §§ 32-40", en: Höffe, O. (ed.), Immanuel Kant, Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, Berlin, 1999. pp. 133-153, p. 147. König establece una analogía con la función que cumple la sección episódica de los §§ 16-18 de Tugendlehre, dedicada a la "Anfibología de los conceptos de reflexión morales", la cual marca el punto de transición de los deberes de derecho a los deberes de virtud. Con todo, en este caso no se trata ya, de modo comparable, de lo que sería la transición entre la parte pura y empírica de una doctrina de los deberes.

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jurídico positivo, ni existente ni tampoco a ser realizado en el futuro, pues en la generación de cual­quier ordenamiento de este tipo interviene también necesariamente todo un amplio conjunto de consideraciones empíricas referidas a las personas, las circunstancias y el territorio a los que dicho ordenamiento queda referido. Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente normativo, todo ordenamiento jurídico positivo queda necesariamente sujeto a la posibilidad de enjuiciamiento a la luz de las exigencias que plantea el propio concepto de derecho. Y ello por la sencilla razón de que es en esas mismas exigencias donde hay que buscar, en definitiva, el fundamento último de las pretensiones de legitimidad de cualquier orde­ namiento jurí­dico dado. Desde este mismo punto de vista, se compren­ de también, por último, la razón por la cual en el contexto de la Rechtslehre el tratamiento de la noción de derecho natural va siempre asociado, de hecho, a la discu­sión de las condiciones bajo las cuales resulta posible, en cada caso, el tránsito desde el ámbito (puro) del derecho natural al ámbito (empírico) del derecho positivo. Como se ha enfatizado con acierto recien­ temente, se trata aquí, en rigor, de un caso específico que ejemplifica un problema siste­mático más amplio, concerniente a lo que Kant denomina la "transición" (Übergang) desde la parte pura a la parte empírica de una deter­ minada ciencia.23 Y, de hecho, el tratamiento específico de la noción de derecho natural queda reservado en la Rechtslehre para el pasaje contenido en los §§ 32-40, una "sección episódica" (episodicher Abschnitt) que cumple, en cierto modo, la función de marcar de modo expreso el punto de transición entre derecho natural y derecho positivo o estatutario.24 Pero a ello se agrega

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además el hecho, igualmente importante, de que en el tratamiento específico de los capítulos más significativos tanto del derecho privado como del derecho público, la consideración de Kant pone especial atención en la cues­ tión relativa al modo en el que el principio jurídico puro relevante para el caso adquiere (o no) realización y expresión a través de determinados actos o situaciones, que dan origen (o no) a los correspondientes títulos de dere­ cho, dentro del ordenamiento jurídico positivo.25 En todos los casos se trata, fundamentalmente, de precisar en concreto las condiciones que debe reunir la realización y expresión exterior de los principios del derecho puro, tal como éstos derivan a su vez del derecho nativo a la libertad, bajo las condiciones restrictivas que prescribe el principio de coexistencia de libertades, contenido en la "ley universal de todo derecho".

V. A modo de conclusión La recepción de la noción de derecho natural que Kant lleva a cabo en su doctrina del derecho no puede comprenderse en su orientación básica y en su genuino alcance, si no se considera adecuadamente el peculiar contexto sistemático en el que queda inserta desde un comienzo. Dadas las premisas más generales de su filosofía crítica y, en particular, dados los puntos de partida básicos del peculiar modelo de fundamentación de la ética que desarrolla en G y KpV, Kant tiene vedado de antemano todo posible intento de adentrarse por los caminos transitados más habitualmente por las concepciones iusnaturalistas elaboradas en la tradición filosófica precedente. En efecto, ni la referencia a la naturaleza como un todo, ni tampoco

25 Así, por ejemplo, en el tratamiento de la figura de la adquisición por posesión permanente (Erwerbung durch Ersitzung, usucapio) Kant procura, sobre todo, establecer las condiciones bajo las cuales la prescripción de la antigua propiedad podría considerarse perteneciente al derecho natural (cf. MS pp. 292 ss., 364 ss.; véase también el tratamiento de las condiciones de transmisión de la propiedad en el derecho hereditario, pp. 365 ss.). En el caso del derecho matrimonial, se considera desde una perspectiva comparable, en la cual el derecho natural provee la pauta última de enjuiciamiento, situaciones tales como la poligamia, el concubinato o las uniones que no satisfacen adecuadamente los requerimientos de igualdad jurídica de los contrayentes (cf. pp. 280 ss.). Por último, en el caso del tratamiento de la adquisición a través de fallos judiciales, Kant sostiene que la sentencia de la justicia distributiva, allí donde ésta está en conformidad con su ley apriorística, debe considerarse perteneciente al derecho natural, del mismo modo que la correspondiente a la justicia conmutativa (cf. pp. 296 ss.).

La apelación a la noción de naturaleza racional resulta, como se vio, esencial dentro del modelo de fundamentación que Kant elabora, a la hora de dar cuenta del origen y la legitimidad de las pretensiones de validez que, tanto en el ámbito moral como también en el ámbito jurídico, plantea la razón en su uso práctico. Pero sería, sin más, un grave error de apreciación del genuino alcance de la posición kantiana ver en dicha apelación tan sólo el recurso a lo que sería un punto de partida axiomático, dentro de un modelo de corte pretendidamente deductivo. Más allá de lo que pueda sugerir la apariencia superficial del modo en que Kant expone su posición en obras como KpV y Rechtslehre, lo cierto es que en el punto de partida del propio discurso crítico-trascendental sobre los fundamentos de la moralidad y el derecho no se encuentran meros enunciados, sino más bien una peculiar autoexperiencia del agente racional, a través de la cual éste accede a su propia autonomía, precisamente, como ser dotado de razón. Como debe-

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la referencia a la naturaleza humana, como tal, pueden proveer el punto de partida de la concepción kantiana en la medida en que ésta pretende alcanzar una fundamentación apriorística, que no dependa en su validez de consta­taciones de hecho referidas a los objetos de la experiencia sensible. No menos cierto es, sin embargo, que la propia concepción kantiana tampoco puede prescindir de todo tipo de punto de partida fáctico.Y, como es sabido, el propio Kant remite aquí a la existencia de un cierto factum de la razón, vinculado indisolublemente con la conciencia (Bewußtsein) de la liber­­­ tad de la voluntad, a través del cual la razón pone efectivamente de mani­­­­ fiesto en nosotros mismos su carácter práctico (cf. KpV p. 42). De este modo, Kant señala hacia una dimensión originaria de familiaridad del agen­te humano con su propia naturaleza racional. Ésta provee el punto de partida no sólo para toda posible experiencia de la moralidad —que, en su núcleo último, no puede verse, entonces, sino como una peculiar forma de autoexperiencia—, sino también, posteriormente, para toda posible indaga­ ción filosófica acerca de la estructura y los presupuestos de tal (auto) experiencia.

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ría haber quedado claro a lo largo de la discusión precedente, el propio discurso crítico-trascendental lleva, a su vez, a poner de manifiesto el hecho de que es en la propia naturaleza racional donde ha de situarse, en definitiva, no sólo la fuente última de las exigencias incondicionadas de la moralidad y el derecho, sino también el genuino destinatario al que tales exigencias van dirigidas. Dicho discurso presenta, pues, la forma de una expresa vuelta reflexiva de la razón sobre sí misma, por medio de la cual ésta queda finalmente esclarecida sobre su propia posición central dentro del orden que corresponde a lo que Kant denomina un "reino de los fines". Y esta vuelta reflexiva expresa de la razón sobre sí misma, tal como acontece a través de la elucidación filosófica, no hace, a su vez, sino reproducir en el plano de la consideración temática la apelación implícita que la propia razón hace a sí misma, incluso ya en plano correspondiente a la experiencia pre-filosó­ fica, allí donde intenta hacer justicia en concreto a las exigencias de la moralidad y el derecho.

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XI. la VINCULACIÓN ENTRE DERECHO Y MORAL EN LA FILOSOFÍA KANTIANA

DULCE MARÍA GRANJA CASTRO*

* La Dra. Dulce María Granja es titular de la cátedra "Filosofía de Kant" de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1984. Es profesora –investigadora titular "C" con trayec­ toria académica sobresaliente nivel IV de la Universidad Autónoma Metropolitana. Es responsable del Centro de Documentación Kantiana de esta misma casa de estudios desde 1988. Su línea de investigación es la filosofía de Kant, en la cual ha publicado nueve libros y numerosos artículos especializados. Es presidenta del Consejo Directivo de la Biblioteca Immanuel Kant para la publicación de la obra de Kant en edición crítica bilingüe con el Fondo de Cultura Económica. Es Vicepresidenta de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española. Actualmente prepara la investigación titulada Los postulados de la razón práctica en la filosofía moral de Kant.

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L

I. Introducción

as relaciones entre derecho y moral no es un tema más de la filosofía jurídica, sino justamente su materia central. Es un problema del que dependen cuestiones que van desde la definición misma de sistema jurí­ dico, pasando por la teoría de su argumentación, la forma en que valora­ mos su eficacia y vigencia, hasta la justificación de nuestra conducta frente a sus mandatos. Es un tema capital, pues de él depende, en primera instan­ cia, la manera como la ciencia y la práctica jurídica se ven a sí mismas desde el punto de vista interno de los órganos estatales que considera la decisión de la autoridad en la aplicación del derecho. De él depende, en segundo término, el punto de vista del sociólogo que considera la efectividad social del derecho, y finalmente el punto de vista del filósofo sobre la justicia. Se trata de un auténtico problema filosófico, pues la cuestión no se plan­ tea en la relación empírica entre derecho y moral, toda vez que difícilmente alguien negaría el hecho histórico de la poderosa influencia que las opinio­ nes morales han ejercido sobre el desarrollo de los sistemas jurídicos, así

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como el gran influjo del derecho sobre los patrones morales. Tales coinci­ dencias casuales o influencias fácticas en modo alguno pueden ser negadas. La cuestión es otra: se centra en la posibilidad o imposibilidad de establecer una relación conceptual necesaria entre derecho y moral, es decir, en la posi­ bilidad o imposibilidad de establecer una necesidad conceptual que no pueda ser negada sin caer en contradicción. Por supuesto, esto no significa que moral y derecho no puedan distinguirse uno del otro y que irremediable­ mente debamos confundirlos entre sí; significa que la distinción entre éstos no debe conducir a la separación de los mismos. Aquí la distinción no separa, une; distinguimos para unir, y no para separar. Distinguir es percibir las dife­ rencias; es hacer claridad sobre un problema, resolverlo, más aún, deshacerse de él; claridad y distinción se compenetran. La distinción enriquece y salva de la confusión; distinguimos cada uno de los dedos de la mano pero no los separamos; de hacerlo, dejarían de ser partes del todo que es la mano. No caemos en la tentación de separarlos. No se confunden, forman unidad. Sostendré que entre derecho y moral hay conexiones que no son meramente casuales y contingentes, sino necesarias. Sostendré también que una decisión justificada moralmente es una decisión racional en la cual la racionalidad alcanza su máximo ejercicio y despliegue. Así pues, el pro­ blema en cuestión es el de indagar la posibilidad de establecer una justificación del vínculo entre derecho y moral, es decir, de ofrecer las razones, y no meramente los hechos del enlace entre derecho y moral. Remitirnos sim­ plemente a los hechos es una apelación que se queda corta frente a la cuestión funda­cional, toda vez que no alcanza para llegar a una justificación. En efecto, del mundo del ser no se concluye el del deber ser, de modo que buscar un fun­damento o justificación, exige proponer razones y no limitar­ nos meramente a los contingentes factores de facto. Casos tales como el de establecer la universalidad de un derecho, la obligación de respetarlo, así como el de resolver conflictos entre diversos derechos, reclaman una justifi­ cación o fundamento de índole racional. Igualmente, hacer una crítica o evaluación racional del derecho que permita llegar a mejores leyes (enten­

Considero que mi tesis tiene la ventaja de fortalecer la capacidad crítica del ser humano y permitir que la moral no sea suplantada por el derecho; a su vez, impide que el derecho se reduzca a una forma deficiente de moral. Mi tesis también puede ofrecer una explicación de dos hechos que difícilmente podrían pasar inadverti­dos: que existen reglas morales justificadas que no son derecho y normas jurídicas moralmente malas. Por lo demás, la cuestión de la relación entre derecho y moral es un problema cuya historia camina a la par de la historia de la filosofía occidental: desde la Grecia clásica, atravesando por los grandes pensadores de todas las épocas, para llegar hasta nuestros días renovado con igual vigor. Por ello, lejos de constituir una digresión innecesaria, es conveniente trazar, aunque sea grosso modo, un marco de referencia que nos facilite un primer acercamien­ to a este ejemplo paradigmático de controver­sia filosófica, de modo que nos ofrezca un examen adecuado de los diversos temas que después habrán de ocuparnos. No me detendré describiendo pormenorizadamente las distintas ver­­sio­­­nes de la tesis de la relación, ni las de su contraparte, la tesis de la sepa­­ra­­ción, pues es algo que ya han hecho otros antes y mejor que yo (Gar­ zón Valdés, Ernesto, "Derecho y Moral", en Rodolfo Vázquez (comp.) Dere­cho y moral, Editorial Gedisa, Barcelona, 1998, pp. 19-55; Ott, Walter, Der Rechtspositivismus, Duncker und Humblot, Berlin, 1976, pp. 33-98, etc.). Recien­ ­­temente, los estudios de Robert Alexy, el más importante e influyente filó­ sofo del derecho de lengua alemana, nos llevan a un punto que parece ser, hoy por hoy, la única salida viable: los únicos argumentos que prestan apoyo tanto a la tesis de la relación como a la tesis de la separación, son argumen­ tos de índole moral (Salmerón, Fer­nando, "Derecho y moral en la obra de García Máynez", en Dianoia, anuario de filosofía, año XL, núm. 40, 1994,

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diendo por ellas más justas y no meramente más eficaces), así como distin­ guir entre el derecho que socialmente es y el que moralmente debería ser, requieren de una justificación o fundamentación racional.

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p. 305). Teniendo como marco la teoría del discurso, la fecunda obra de Alexy ha entrado en diálogo con los más desta­cados filósofos jurídicos de hoy, ha hecho explícitos los contenidos morales que se encuentran inte­ grados en el derecho y ha mostrado contundentemente que éste no se reduce a la facticidad de la legalidad establecida ni a la eficacia social. Tam­ bién debemos señalar que, recorriendo un camino distinto al de Alexy, en la lengua inglesa Neil MacCormick ha llegado a una conclusión muy seme­ jante y nos ha hecho ver que es insostenible la ausencia de fundamentos morales en el derecho (MacCormick, Neil, Legal Right and Social Democracy, Oxford, Clarendon Press, 1982. (Existe traducción espa­ñola de este libro bajo el título de Derecho legal y socialdemocracia, Madrid, Tecnos, Serie de Ciencia Política, 1990, p. 31). Pretendo dar cuenta y razón, por vías distintas a las seguidas por Alexy y MacCormick, de la necesidad de la relación entre derecho y moral. No me mueve a ello sino mostrar el enorme potencial del proyecto filosó­ fico kantiano del que no hemos acabado de beneficiarnos y al que acudimos en búsqueda de provechosos elementos que nos sirvan en la realización universal, acorde con lo que nece­sitamos hoy, de la justicia y del bien común o interés público. En el resto de este trabajo haré tres cosas: primera, expondré el principio supremo de la moral; segunda, abordaré el principio supremo del derecho; tercera, destacaré la necesidad de la vinculación entre derecho y moral. 1. El principio supremo de la moral Ya desde el prólogo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (G p. 392) Kant señala que se propone exponer cuál es el principio moral supremo y fundamentar su validez objetiva como norma superior de la conducta humana, es decir, justificar racionalmente que este principio es una ley que obliga sobre toda otra. Si no resulta posible ofrecer una fundamentación racional de este principio, la moral ha de ser considerada como un

Primeramente trataremos de mostrar que la ley moral es el cri­terio último de racionalidad práctica, es decir, la expresión necesaria del fun­ ­cio­namiento y estructura interna de la razón y que ello es lo que justifica sus pretensiones normativas para todo agente racional y libre. En segundo lugar trataremos de mostrar que los seres humanos no podemos sino con­ si­­derarnos como agentes racionales y libres. En resumen, el argumento de Kant consiste en mostrar que las exigencias morales son exigencias raciona­ les y que por ello es posible unir el concepto de ley moral con el de agente racional. Entendemos por agente racional aquél que se concibe como autor de sus actos, y a estos últimos como expresión de principios raciona­ les que guían su conducta. Ser un agente racional consiste en justificar sus principios de acción; en otras palabras, para considerar una acción como racional, habremos de mostrar que tal acción concuerda con aquello que la razón misma exige. Dadas las limitaciones de este trabajo, no podré dete­nerme a explorar las diferencias que Kant establece entre los princi­ pios racionales instrumentales y prudenciales, por una parte, y el principio racional que funciona como criterio y factor limitante para juzgar la raciona­ lidad instrumental y prudencial (G pp. 402 y 415-417; KpV pp. 19 y 22). En efecto, los principios de racionalidad instrumental y prudencial son criterios para juzgar la bondad de una acción en cuanto subsana nece­ sidades, intereses, inclinaciones, deseos o cualquier otro tipo de fin subje­ tivo. Toda vez que las necesidades y deseos son tan variados y diversos

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cúmulo de prejuicios y vanas quimeras que habría que dejar atrás. Para lograr esta justificación o fundamentación racional Kant da dos pasos que apuntan a dos objetivos. En el primero Kant asienta que el concepto de un agente racional debe unirse al concepto de ley moral mediante la idea de libertad. En el segundo, asienta las razones que nos obligan a considerar­ nos a nosotros mismos como agentes racionales y libres. Repasaremos breve­ mente la manera en la que el filósofo alemán engarza estas dos piezas de su discurso.

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como los individuos, los principios racionales instrumentales y prudenciales son criterios para juzgar la relativa bondad de una acción respecto de un individuo particular, pero ninguno de ellos sirve para mostrar una acción como buena en sentido absoluto y con independencia de los intereses par­ ticulares de éste o aquel agente. Hemos dicho que el requisito de un agente racional es justificar sus principios de acción, i. e., dar cuenta y razón de los mismos, pues precisamente en esto consiste ser un agente racional. Un agente racional puede y debe cuestionar todo principio de acción, excepción hecha de sólo uno que ni puede ni necesita ser cuestionado: el principio que dicta justificar sus principios de acción. Pedir razones para acep­ tarlo como principio, manifiesta que lo estamos adoptando como válido; negarse irracionalmente a él (y no hay otra manera de negarsele, toda vez que si buscamos rechazarlo mediante razones lo estamos aceptando) implica dejar de ser un agente racional. Para poder ser concebidos como principios de acciones racionales, los principios instrumentales y prudencia­ les necesitan ser justificados por un axioma acerca del cual sea imposible, innecesario o incoherente preguntar por qué ha sido adoptado por un agente libre, so pena de caer en un regreso infinito (Korsgaard, Christine, Creating the kingdom of ends, Cambridge University Press, New York, 1996, p. 164). Un agente racional necesita justificar sus accio­nes y poner fin a la cadena de justificaciones, bajo riesgo de que toda la cadena quede injusti­ ficada. Ahora bien, lo único que puede poner fin a ese regreso es que exista un curso de acción que sea por sí mismo racional, i. e., que la razón misma reclame tal curso de acción. Dicho más claramente: que el agente, so pena de irracionalidad, tome esa exigencia como su razón para actuar. La exigen­ cia de actuar racionalmente es la conducta racional en sí misma. Así pues, una justificación no puede ser plena si se limita al plano ins­ trumental o prudencial porque los principios vigentes en tales planos sólo justifican la bondad relativa de un curso de acción sin dar lugar a leyes uni­ versales. Una justificación plena reclama el más alto grado de ejercicio y despliegue de racionalidad, de modo que el requisito de racionalidad puede

Demostrar que una norma tiene su origen y asiento en la razón es sufi­ciente para justificar su fuerza normativa. En otras palabras: sólo un agente libre, es decir, aquél cuya razón no está patológicamente limitada, tiene la capacidad de cum­plir a cabalidad el requisito de racionalidad.Y ello muestra que la libertad, enten­­dida como la capacidad de actuar con independen­ cia de la sensibilidad mediante la representación de principios, es una con­ dición tanto suficiente como necesaria para la sujeción a la ley moral. Las exigencias morales son aquellas que incumben a cada ser humano en tanto ser autónomo, i. e., autoregulado. Los valores morales son los que se realizan en decisiones libres y exentas de coacción exterior; son valores en que la persona actúa conscien­ temente de acuerdo con principios a los que se somete volun­tariamente

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ser entendido como aquél de máxima extensión o aplicación de las leyes. Para Kant la ley moral, entendida según las formulaciones del imperativo categórico, es el criterio último, incuestionable e irrenunciable de racionali­ dad práctica. Los principios prácticos de conducta correcta son los prin­ cipios morales. Estos principios o criterios morales indican qué es lo que hace un agente racional en cuanto tal, es decir, en virtud de su condición racional, de modo que si rechazamos la perspectiva que la moral nos ofrece para justificar nuestras acciones, rechazaremos la posibilidad de dar una plena justificación racional de nuestra conducta. En otras palabras: rechazar los princi­pios morales es renunciar a la racionalidad práctica. El interés del agente en la racionalidad de sus máximas, i. e., el interés del agente en sus máximas puedan servir como leyes de suprema extensión o aplicación, se convierte en el requisito indispensable de la plena justificación. Kant designa este inte­ rés como práctico o no patológico (G p. 414) porque surge de la razón y va dirigido a ella misma; se trata de un fin que surge de la razón y que ella se da a sí misma. Por todo ello podemos decir que la racionalidad es el fin de la razón pura práctica y que sólo un agente capaz de verse moti­vado por la razón pura puede justificar plenamente sus actos.

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porque son dictados por su propia razón. La disciplina moral es autodisci­ plina; la virtud moral no está constituida por una apa­rente conformidad hacia modelos de conducta impuestos externamente y respaldados por ame­nazas de sanciones o castigos legales. La virtud moral está constituida por el libre autocompromiso con modelos de conducta y valores interna­ mente aceptados; está constituida por decisiones motivadas por este auto­ compromiso. En efecto, no significa lo mismo considerar una norma como algo que apela a nuestra conciencia moral y a nuestra deci­sión libre, expre­ sando así un deber e implicando nuestra responsabilidad, que al consi­ derarla como una simple manifestación de expresiones socia­les nos vemos obligados a acatar sólo para evitar la desaprobación y el aislamiento u otros castigos. Aunque las conductas externas correspondientes fueran exacta­­mente iguales en un caso y en el otro, lo que determina a la volun­ ­tad, es decir, su querer, es muy distinto en una y en otra posición. Es decir, quien elige para sí las coacciones y los premios como motivos que deter­ minan su querer, no toma una decisión moral. Kant sostiene que la moral no es mera teoría, sino que es en sí misma una práctica en sentido objetivo, toda vez que constituye el conjunto de leyes incondicionalmente obligatorias de acuerdo con las cuales debemos actuar. Por ello es una clara contradicción reconocerle toda su autoridad y sostener que no es posible obedecerla (F p. 370). Tratando de destacar más explícitamente las razones para afirmar que la ley moral es el criterio último, incuestionable e irrenunciable de racionalidad práctica, podemos señalar que el valor moral fundamen­tal es el del respeto a las personas en tanto agente autónomo. Las exigencias de moralidad son exigencias de respeto a sí mismo y hacia los demás. Si tuvié­semos que tratar a las personas como seres incapaces de actuar tal como exige el respeto a sí mismo, excepto bajo la presión de una coacción externa (de sanciones y castigos o de halagos y premios) suministrada por cierta autoridad, estaríamos negando a esas personas la posibilidad de respetarse a sí mismas en tanto seres morales autónomos; les estaríamos negando su dignidad, su no-precio. Las

Cuando un individuo tiene que cumplir una función en un sentido meca­nicista y obedecer a fines establecidos de forma externa a él mismo, está cumpliendo con ciertas normas dadas por el mecanicismo institu­ cional en el cual él funciona; en este caso obra según imperativos hipotéti­ cos y en el cumplimiento de dichas órdenes busca fines pragmáticos. Ahora bien, aunque los contenidos morales sean heterónomos y advengan a la conciencia moral desde una instancia ajena a ella, el agente moral siempre podrá asumirlos o rechazarlos autóno­mamente. La existencia de una ley moral autónoma nos lleva a conocer que somos libres. La libertad se con­ vierte en la razón de ser de la ley moral y de nuestra condición de agentes morales (KpV p. 4). La libertad no sólo hace posible que nos demos a noso­ tros mismos nuestra propia ley, sino también hace posible que podamos cumplirla o incumplirla. En otras palabras: nos vuelve responsables de nues­ tros actos y hace que dichos actos nos sean imputados (in meritum aut demeritum). El arbitrio humano es y debe ser libre debido a que hay una conexión esencial que vincula las nociones de personalidad, moralidad y libertad. Kant entiende por personalidad moral la libertad de un ser racional en cuanto

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estaríamos excluyendo del mundo moral. La ley moral no es sino la ley que el sujeto se ha dado a sí mismo (G p. 432), de modo que cada individuo ha de ver y juzgar por sí mismo lo que constituye la bondad o la maldad de su conducta; en otras palabras, habrá de trocarse en moralmente autónomo. Esta es una responsabilidad de la que ningún ser humano puede exentarse. Ciertamente, es posible aceptar alguna autoridad externa y considerarla como responsable dictadora de nuestras acciones; pero seguiremos siendo responsables de esa primera elec­ción de la autoridad a la que vamos a obedecer pues el juez que mora dentro de nosotros no puede ceder sus funciones a ningún otro magis­trado. Tal juez es nuestra conciencia racio­ nal o conciencia reflexiva. Los motivos morales se resisten a toda imposi­ ción exterior.

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queda sometida a leyes morales. Por ello, las personas son sujetos cuyas acciones les son imputables y no están sometidas más que a las leyes que se dan a sí mismas, individualmente o en comunidad. Tales leyes son mora­ les, es decir, proceden como de su fuente u origen, del arbitrio determi­ nado por la razón en su uso práctico. Así, el fundamento de la moralidad ni necesita ni puede ser buscado en una instancia ajena a la razón misma. La conexión esencial que vincula la noción de moralidad con la de auto­ nomía, no es otra que la de una razón que se da a sí misma la ley. En su función legisladora, la voluntad se identifica con la razón prác­ tica y provee la ley moral; el arbitrio, en cambio, se refiere a la fun­ción eje­ cutiva de la voluntad. Las leyes del deber ser o mandatos morales, sólo pueden dirigirse a seres racionales, es decir, a seres dotados de la capa­cidad de obrar según la representación de las leyes; en correspondencia, los man­ datos morales hacen referencia directa al universo entero de todos y cada uno de los desti­natarios, toda vez que la forma de universalidad es la propia de toda genuina legalidad. Kant piensa la moralidad referida en dos sentidos correlativos: al ámbito constituido por un "reino de los fines" o comunidad universal de personas: seres destinatarios y portadores de la ley moral en tanto que poseen un valor absoluto y no meramente relativo; seres a cuya protección y promoción apuntan las leyes morales y de quienes se exige el cumplimiento de las mismas.Tales seres son objeto de respeto pues en virtud de su propia naturaleza racional y libre constituyen fines en sí mismos. La voluntad del ser humano no admite ser restringida por la naturaleza, pues ello implicaría la supresión del estatuto de fin en sí mismo propio del ser racional libre. La universalidad de la ley moral está garantizada por la razón humana; sin embargo, esta última no genera automáticamente una lista de deberes explícitos, toda vez que éstos tienen que ser alcanzados partiendo de una gran variedad de situaciones históri­cas espe­cíficas. Ya he tenido oportunidad de examinar el papel del juicio reflexivo en la filosofía moral de Kant, la ley moral exige un proceso indefinido de refi­ namiento, y que esto no implica ningún relativismo. En efecto, la obra de

La conciencia moral es el resultado de una lenta maduración histó­ rica realizada a través de procesos reflexivos personales y sociales en el marco de contextos históricos concretos. Cuando el ser humano usa su razón para dirigir su conducta, cabe preguntar por la función que habrá de desem­ peñar dicha facultad: ¿puede ser solamente la de determinar cuáles son los medios eficaces para conseguir fines que ella no ha dictado, provenientes de instancias de otra naturaleza? ¿o podría también proponer por sí misma a la voluntad del hombre, enteramente franca de ajenos intereses, objetivos de índole originariamente racional? Junto al uso meramente instrumen­ tal de la razón práctica se levanta su uso propiamente moral; del primero pro­ceden las recomendaciones para hacer al hombre feliz; del segundo, para hacerlo bueno. Uno y otro convergen, como lo muestra el juicio reflexionan­te, en el ideal teleológico de bien supremo, con su doble vertiente individual y política. Así pues, el proyecto crítico de Kant se ve desarrollado en un pro­ yecto de responsabilidad personal, social y política en el cual el tribunal de la razón es un tribunal abierto, incluyente y plural, en el que todos tenemos voz. Kant, pionero de la armonía de los usos teórico y práctico de la razón, nos mostrará las conexiones entre libertad humana, responsabilidad y juicio moral. Nos hará ver que la función principal de la filosofía es la de interpre­ tar y caracterizar hechos concretos planteando la pregunta por su sentido y dejando al agente la posibilidad siempre abierta para una inter­pre­tación cada vez más integradora y completa.

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Kant añade una nueva dimensión moral a la comprensión de los hechos y nos enseña que la tarea de comprensión no termina nunca, sino que más bien está siempre abierta a nuevas interpretaciones. Para Kant, pode­mos acometer nuestra responsabilidad moral permaneciendo abiertos al examen de nuevas posibilidades de interpretación, toda vez que puede decirse que una revisión racional permanentemente autocrítica equivale a poseer una imagen moral del mundo. Se trata de que esta imagen moral del mundo sea cada vez menos subjetiva, sometiéndola al escrutinio y diálogo racionales.

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En la segunda sección de este trabajo, veremos que para Kant el impe­rativo moral no sólo es personal. Es eminentemente colectivo y consiste en generar la posibilidad de construir instituciones y leyes internacionales en las que se pueda redefinir la justicia, toda vez que es el punto en el que convergen la dimensión legal con la normatividad introducida por los con­ tenidos morales. Veremos igualmente que el espacio reflexivo-normativo proporcionado por una actitud racional-crítica exige el contraste y el debate público, y sólo es posible en la esfera de la publicidad, ésta permite diseñar un espacio moral de crítica y reflexión en el cual podemos deliberar y tra­ zar un nuevo sentido de la comu­nidad a la que deseamos pertenecer. 2. El principio supremo del derecho Antes de abordar el principio supremo del derecho, es necesario señalar breve­mente uno de los rasgos más característicos de la filosofía kantiana. Me refiero al aspecto integrador y sistematizador de elementos, no sólo hacia el interior de la propia propuesta filosófica del pensador de Königsberg, sino también frente aquellos procedentes de otras corrientes y escuelas de pensamiento; uno de los objetivos metodológicos más importantes perse­ guidos por Kant consiste en relacionar y conciliar nociones que a primera vista parecen no guardar nexo alguno, sino que incluso se presentan como excluyentes las unas respecto de las otras, a fin de preservarlas e integrar­ las en un contexto que permita situarlas en el lugar correcto dentro del sistema de la filosofía, lugar en el cual es claro su enlace y armonía. Con el objetivo metodológico que hemos apuntado, Kant toma de Hobbes la idea de que el estado natural es insostenible para todos los parti­ cipan­tes y que tal estado sólo puede superarse mediante la limitación de la libertad por parte de todos. El estado de naturaleza se concibe como aquél en el que reina la anarquía y los derechos son totalmente precarios, pues cada quien puede hacer lo que le parece. En este estado los derechos tienen un carácter provisional, (MS pp. 315 y 345) básicamente por dos razones.

Kant tomará como base la idea de Hobbes de la necesidad de salir del estado natural. Para Kant, la superación de éste consiste en el imperio de la voluntad no particular, sino de la voluntad general. Se ingresa así a un Estado de derecho que implanta la paz en lugar de la guerra. En esta salida del estado de naturaleza, seguramente tendrán mucho peso las necesidades pragmáticas y utilitarias de conveniencia (como el miedo a la muerte y a vivir amenazado o dominado constantemente) para orillarnos a dejar atrás dicho estado y tratar de establecer una forma de relación diferente, propia de seres racionales que pretenden preservar su libertad. Sin embargo, para Kant la salida del estado de naturaleza y el ingreso al Estado de derecho no es meramente la solución a la incomodidad de vivir en estado de naturaleza, también es un deber de justicia. En el sentido del objetivo metodológico al que hemos hecho referencia, Kant toma de

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La pri­mera es que los seres humanos necesariamente interactuamos unos con otros en términos de derechos, en otras palabras, no es una opción viable no relacionarnos entre nosotros en términos de derechos; la segunda es que dichos derechos carecen todavía de la sanción de la autoridad polí­ tica facultada para hacerlo, dado que ésta no se ha establecido aún. Se trata de un estado de libertad desenfrenada (MS §42) o libertad sin ley en el que nadie está obligado a respetar los derechos de los demás, pero tampoco está seguro de que los demás vayan a respetar los suyos y no vayan a infe­ rir violencia. Cuando se presentan conflictos entre opiniones, todas éstas parecen igualmente justificadas y no hay juez que dirima la disputa legal­ mente. El que tiene pretensiones sobre su vida, la integridad de su cuerpo o lo que dice ser de su propiedad, tiene que defenderlas mediante la fuerza. El estado de naturaleza consiste en el imperio de la voluntad particular del más fuerte y por ello es un estado en el que asecha permanentemente la guerra y la violencia está siempre latente. Este es un estado de injusticia e inseguridad jurídica, dada la carencia de un poder común y de una autori­ dad política.

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Rousseau la tesis de que la legitimidad del Estado descansa en un contrato originario o contrato social. Éste es un acuerdo que da lugar a obligaciones y expectativas legítimas que no existían antes del mismo porque al realizarlo se establece una voluntad común o voluntad unificada. Este contrato cambia las relaciones entre las personas porque éstas se colocan en posición de igualdad y se vinculan entre sí comprometiéndose y sometiéndose al con­ tenido de su voluntad común. Debido a que se comparte una misma volun­ tad, ninguna de esas personas puede legítimamente cambiar el contenido del contrato de manera unilateral, y para deshacerlo o cambiarlo de manera legítima es necesario que participen todos los contratantes y lo hagan de manera conjunta. Dicho contrato garantiza la igualdad y la reciprocidad de los que se comprometen, no es un hecho histórico que haya ocu­rrido en un determinado momento del tiempo, sino más bien una idea en térmi­nos de la cual las personas concebimos nuestra relación con los demás. En cuanto expresión de la voluntad general, el contrato social no puede ser derivado de meros motivos pragmáticos y utilitarios, toda vez que dicha voluntad ha de desempeñar el papel de fuente y origen del supre­mo principio normativo y crítico de todo derecho positivo o estatu­ tario. El contrato que encarna la voluntad general representa la norma y orientación crítica de lo que el derecho debe ser; dicho en otras palabras, es la fuente y origen del fundamento último legitimador de todas las leyes públicas, el criterio supremo para juzgar su justicia o injusticia, so pena de que retrocedamos al imperio de la voluntad particular del más fuerte. Siendo el Estado de derecho la forma de relación racional propia de seres libres, y teniendo en cuenta que en el estado de naturaleza se prescinde del dere­ cho como tal, su superación es una necesidad racional. En otras palabras, la superación del estado de naturaleza no obedece solamente a subsanar una necesi­dad pragmática y utilitaria (que muy bien puede estar presente), sino que representa también una respuesta a una necesidad racional. Otra manera de señalar que el Estado de derecho es efectivamente una res­ puesta a una necesidad racional es haciendo ver que nos permite hacer

La legitimidad del Estado se basa, pues, en un contrato originario; su tarea es legislar y hacer valer los derechos individuales mediante el poder coactivo otorgado por los ciudadanos, en la medida en que se le reco­ noce como representante legítimo de la voluntad común establecida en el contrato originario. Antes del establecimiento de la voluntad común, la coac­ ción es unilateral y, por ende, ilegítima. Sólo una voluntad común, es decir, colectiva-universal y poderosa puede servir de ley coactiva para todos (MS pp. 255-256). Siguiendo esta misma estrategia de asimilación de elementos y moti­ vos importantes en otra corriente de pensamiento, Kant también tomará de Locke la idea de los derechos humanos inalienables y la inte­grará a su concepción filosófica del derecho. Para Kant la seguridad jurídica es el fun­ damento del Estado; este fundamento es de índole racional, es decir, el Estado es una institución racional necesaria para garantizar, mediante las leyes, derechos humanos inalienables, tales como la vida, la libertad, la inte­ gridad corporal, así como la propiedad de las cosas, los contratos, el matri­ monio, la familia, etcétera. Es importante señalar que para este filósofo la vida, el cuerpo y la libertad no son derechos adquiridos gracias a un acto jurídico; se trata más bien de derechos congénitos o nativos (angeboren), i.e.,

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compatible la coacción con la autonomía individual en la medida en que tal Estado se basa en un contrato. En efecto, únicamente la voluntad común tiene la auto­ridad para ejercer coacción y ninguna de las personas tiene esta autoridad de manera individual. La voluntad común puede actuar en la medida en que designemos un representante legítimo de la misma; en reali­ dad, se trata de nuestra propia autoridad delegada en un representante. La coacción que el representante de la voluntad común ejerce es compa­ tible con la auto­nomía de las personas en la medida en que proviene de la voluntad de tales personas. Así pues, la legislación externa o legislación jurídica, en la medida en que proviene de una voluntad común, es perfecta­ mente compatible con la autonomía o autolegislación moral de las personas.

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son derechos anteriores e independientes de todo posible acto jurídico. Sin duda, tales derechos individuales necesariamente reclaman una auto­ridad política para que ésta los legisle y los haga valer, vigilando que no sean atro­ pellados y cuidando que se respeten y promuevan. Pero eso no signi­fica que dicha autoridad política funde u otorgue tales derechos; significa que la autoridad política es una condición necesaria para el pleno ejercicio de tales derechos. Estamos ahora en condiciones de abordar el principio supremo del derecho. El concepto de derecho remite al conjunto de condi­ciones bajo las cuales es posible la unificación del arbitrio de diversos sujetos según una ley universal de libertad. Ahora bien, el carácter vinculante u obligatorio que caracteriza al derecho concierne sólo a las prácticas meramente externas que una persona mantiene en sus relaciones con otras en tanto que el arbi­ trio de cada una de ellas es y debe ser libre. El principio universal de todo derecho sólo puede pretender regular las máximas de los agentes en la medida en que dichas máximas adquieren realización exterior a través de las correspondientes acciones. Tal principio universal esta­blece que es lícita cualquier acción cuya máxima posibilita la coexistencia de la libertad del arbitrio de una persona cualquiera con la libertad de los demás. Así pues, lo único que puede exigirse jurídicamente es el respeto exterior a la liber­ tad de los otros. En otras palabras, las exigencias jurídicas no someten bajo su coerción la motivación subjetiva de las acciones. Por ello es correcto decir que la exigencia de convertir en una máxima propia el obrar confor­ me a derecho no es una exigencia jurídica, sino que es una exigencia moral. Es importante señalar que esto no significa que el sujeto no pueda auto­ imponerse los deberes jurídicos; puede hacerlo, sólo que esa es una exigen­ cia moral y no una exigencia jurídica. La importancia de este señalamiento estriba en que nos permitirá ir delineando una correcta relación entre dere­ cho y moral; por el momento, baste destacar que no estamos frente a una alternativa excluyente. La ley universal provee el principio de que todo derecho apunta a asegurar la posibilidad de una coexistencia de libertades. Esta ley universal

Por otra parte, la libertad constitutiva de las personas sólo puede adqui­r ir realización a través de las acciones que acontecen en el mundo de los fenómenos y cuyos efec­tos repercuten en ese mismo mundo; el mismo y único mundo de la experiencia y la naturaleza sensible puede ser considerado desde la perspectiva de la razón práctica, i. e., como el escena­ rio de la expresión y realización efectiva de los propósitos e intenciones de los agentes; a través de nuestro obrar libre las exigencias de la moralidad se hacen realidad en este mundo sensible.Ya hemos señalado que un estado de coexistencia de libertades meramente según leyes naturales se conoce bajo el nombre de "estado de naturaleza"; en éste la propia libertad se ve reducida al estatuto de una mera "libertad natural" o "libertad sin ley" pues no está sujeta a ningún orde­namiento jurídico. Las solas leyes naturales no bastan para garantizar una genuina coexistencia de libertades exigida por la ley universal de todo derecho. El pasar del estado de la libertad natural a un estado de genuina coexistencia de libertades, sólo se hace posible por referencia a la ley universal de la libertad. El "Estado de derecho" o "estado

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impone una obligatoriedad que consiste en que la razón se reconoce a sí misma como sometida a su propia ley, la cual incluye la posibilidad de ser limitada por otros. Esta ley universal es un postulado de la razón entendiendo que es una presuposición necesaria en sentido práctico; un presupuesto nece­­sario para hacer posible el seguimiento de las leyes que proceden de la propia razón. Esto significa que la razón es la fuente de la que brota la posibilidad del derecho y la legislación; por ello, aunque la legislación recaiga en acciones externas y pueda ejercer coacción sobre ellas, la autoridad de las leyes emana de la razón y no de su poder de ejercer coacción. Esta ley universal es la justificación última del poder de coerción que caracteriza al derecho. En otras palabras, el fundamento último de la legitimidad de lo jurídico no puede ser otra cosa que el reconocimiento por parte de la razón de su sujeción a la ley universal de todo derecho; de esta ley universal se sigue la legitimidad del acto de coerción en la medida en que busca imposi­ bilitar las obstrucciones e impedimentos de la libertad.

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civil" es aquel en el cual una Constitución civil asegura la libertad individual y la coexistencia de libertades; esto sólo se hace posible gracias al papel mediador que desempeña la forma de la universalidad de la ley.

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En efecto, las máximas (de individuos o de grupos) que suponen ejercer la propia libertad al precio de suprimir la posibilidad del ejercicio de la libertad de otros, no responden a la exigencia de universalización y con­ ducen a su propia supresión, toda vez que significan un regreso al estado de naturaleza. Tales máximas no califican como principios de una legisla­ ción universal. Todo el sistema del derecho tiene como fundamento último el único derecho nativo (angeborenes Recht) que todo individuo humano tiene en virtud de su propia humanidad y éste no es otro que la libertad misma, en el sentido de la independencia res­pecto de la constricción prove­ niente de otros. Como hemos dicho, este derecho a la libertad no proviene de la voluntad de un legislador, no es un derecho adquirido y es indepen­ diente de todo acto jurídico. Este derecho remite a la naturaleza del ser racional. Kant traza un claro contraste entre la "ley natural", en sentido prác­ tico, y la "ley positiva"; las leyes externas que en ausencia de la corres­ pondiente legislación externa carecen de todo carácter obligatorio, son meramente leyes positivas que proceden meramente de la voluntad de un legis­lador que las hace valer; el hecho de que la obligatoriedad de tales leyes dependa de una legislación externa muestra el carácter no autosus­ tentado de dicho tipo de ordenamiento. Ahora bien, entre las leyes dotadas de carácter obligatorio para las cuales puede haber una legislación externa, hay al menos una cuya obliga­ toriedad se puede reconocer por medio de la razón, incluso en ausencia de la correspondiente legislación externa. Se trata de una ley externa pero que también debe contar como ley natural; tal ley tiene un carácter univer­ salmente obligatorio que puede ser reconocido, sin más, a través de la razón; es una ley que obliga de modo a priori e incondicionado, a través de nuestra propia razón y no ha podido proceder meramente de la voluntad

Ahora bien, del principio universal de todo derecho no se sigue, en concreto, ningún ordenamiento jurídico positivo en específico, toda vez que en cada ordenamiento jurídico específico intervienen multitud de factores empíricos distintos a los que se refiere y aplica el ordenamiento en cuestión. Así pues, estamos en lo que Kant denomina transición (Übergang) desde la parte pura hacia la parte empírica de una determinada disciplina; en este caso estamos en el punto de transición entre el derecho natural y el dere­ cho positivo o estatutario. Ahora la tarea corresponde al juicio reflexionan­ te y ésta consiste en delinear y definir con precisión las condiciones de realización y expresión exterior de los principios del derecho puro, su espe­ cificación concreta en el marco de un contexto histórico, tal como éstos proceden del primigenio derecho a la libertad, bajo las condiciones restric­ tivas que prescribe el principio de coexistencia de libertades, contenido en la "ley universal de todo derecho". Como veremos, esta tarea será una tarea de reflexión personal y social que nos lleva a tomar progresiva conciencia de nuestros deberes y derechos, de su grado de reivindicación en el derecho estatutario y de la eficacia o ineficiencia de las leyes positivas en la medida en que están respaldadas o no por nuestro compromiso como agentes. En efecto, hemos señalado que la voluntad general, representada en el contrato originario, desempeña el papel de supremo principio norma­tivo

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de un legislador. En efecto, a juicio de Kant existe un deber jurídico, reco­ nocido por la propia razón, de pasar del estado de naturaleza al Estado de derecho y, con ello, al estado civil. Kant asume que el criterio último de legitimidad para todo orde­namiento jurídico positivo viene dado por el principio que establece que el derecho natural no puede ser afectado por leyes estatutarias y por ello la ciencia jurídica no tiene otro objetivo que el conocimiento sistemático de la doctrina del derecho natural. El derecho positivo no sólo no pone ningún obstáculo a la pretensión de validez irres­ tricta de los principios del derecho natural; por el contrario, las exigencias que se derivan de tales principios sólo pueden ser efectivamente realiza­ das y garantizadas en el marco de un ordenamiento jurídico positivo.

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y crítico de todo derecho positivo o estatutario. El que Kant considere que no hay derecho a la sedición significa que los ciudadanos podemos y debemos cuestionar crítica y públicamente los regímenes políticos y sus orde­namien­ tos jurídicos, so pena de que la voluntad general involucione y degenere en la voluntad particular de los más fuertes; podemos y debemos cuestio­ nar crítica y públicamente los regímenes políticos y sus correspondientes ordenamientos jurídicos existentes de facto, toda vez que la voluntad gene­ ral representa la norma y orientación crítica de lo que el derecho debe ser. Dicho en otras palabras, la discusión pública y crítica de la voluntad general es la fuente del fundamento legitimador de toda ley y de todo régimen político, el criterio supremo para juzgar su justicia o injusticia. 3. La necesidad de la vinculación entre derecho y moral A continuación repasaremos la tesis según la cual la necesidad de la vincu­ lación entre derecho y moral brotará de su origen común: la razón. Sin embargo, ello no significa que no sea posible distinguir conceptualmente entre derecho y moral. En efecto, para alcanzar una comprensión adecuada del derecho, no debemos olvidar que simultáneamente existen similitudes y diferencias entre éste y la virtud. Así pues, es necesario hacer unas breves precisiones tocantes a la distinción entre derecho y moral. Iniciaremos seña­ lando que para Kant (MS p. 237) los derechos poseen una doble acepción. En su primera significación, se definen como preceptos sistemáticos y se dividen en preceptos naturales (es decir, los que se basan solamente en prin­ cipios a priori) y preceptos positivos o estatutarios (es decir, los que proce­ den de la voluntad de un legislador). En su segunda significación, se definen como facultad de obligar a otro, i. e., como fundamento legal y se divi­ den en innatos (es decir, los que corresponden a cada uno por naturaleza, con independencia de todo acto jurídico) y adquiridos (es decir, aquellos que requieren de un acto jurídico). Por otra parte, uno de los temas más importantes de la Metafísica de las costumbres (MS pp. 218-221) es el examen que Kant nos ofrece de dos grupos de deberes. Señala que toda legislación

Ambos grupos de deberes tienen en común que descansan sobre imperativos categóricos y se distinguen por el tipo de legislación y el modo de obligación propio de cada uno de estos dos ámbitos. En efecto, los debe­ res nacidos de la legislación jurídica, e. g., el deber de respetar un contrato, sólo pueden ser deberes externos puesto que esta legislación no exige que la idea de este deber, que es interior, sea por sí misma fundamento deter­mi­­ nante del arbitrio del agente. Por ende, estos deberes son legisla­dos exter­na­ mente y podemos vernos obligados por alguien distinto a noso­­tros mismos

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comprende dos elementos: el primero es una ley que presenta como objeti­ vamente necesaria la acción que debe suceder convirtiendo así la acción en deber; el segundo elemento es un móvil que liga subjetivamente el arbitrio con la representación de la ley, haciendo de este modo que la ley del deber sea un móvil. Así pues, por medio del primer elemento la acción se presenta como deber y por medio del segundo la obligación de obrar se une al suje­ to. Atendiendo a este segundo elemento, i. e., el de los móviles, las legisla­ ciones pueden ser diferentes. En este punto hay que distinguir por una parte la legislación que hace de una acción un deber y de dicho deber un móvil, la cual recibe el nombre de legislación ética, y por otra parte la legis­ lación que no incluye al móvil en la ley y, por ende, admite también otro móvil distinto de la idea misma del deber, la cual recibe el nombre de legislación jurídica. Digamos ahora una breve palabra respecto de la concordan­ cia de una acción con la ley: se llama legalidad de una acción a la mera concordancia o conformidad de la acción con la ley sin tener en cuenta los móviles de dicha acción; en cambio, se llama moralidad de una acción a la concordancia de la acción con la ley en la que la idea del deber según la ley es el móvil de la acción. En la primera parte de su obra Metafísica de las costumbres, que lleva por título Doctrina del derecho, Kant se ocupa de los deberes denominados "deberes jurídicos" o "deberes de justicia", en tanto que en la segunda parte de la obra, la cual lleva por título Doctrina de la virtud, Kant trata los deberes denominados "deberes morales" o "deberes de virtud".

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a acatarlos. En cambio, la legislación ético-moral convierte también en debe­ res a las acciones internas, pero sin excluir las externas (afectando así todo lo que es deber en general, de modo que los deberes jurídicos son indirec­ tamente deberes éticos). Pero precisamente porque la legislación éticomoral incluye en su ley el móvil interno de la acción (la idea del deber), cuya determinación no puede desembocar en una legislación externa, la legislación ética no puede ser externa, aunque admita como móviles de su legislación deberes que se desprenden de una legislación externa, en tanto que deberes. Así, los deberes morales o éticos (por ejemplo, el deber de ser fiel o de cumplir una promesa) no se nos imponen externamente por un legislador exterior, su legislación es interna y el tipo de obligación que les es propio es la autoconstricción. Así pues, todos los deberes, simplemente por ser deberes, pertenecen a la ética; pero no por eso su legislación está siempre contenida en la ética. La doctrina del derecho y la doctrina de la virtud no se distinguen tanto por sus diferentes deberes como por la dife­ rencia de legislación que liga los móviles con la ley. La legislación ética es la que no puede ser exterior (aunque los deberes puedan ser exteriores); la legislación jurídica es la que puede ser exterior. Estamos ahora en condi­ ciones de repasar la conexión necesaria entre moral y derecho y ver que ésta tiene su origen en la fuente común de ambos: la razón. La filosofía del derecho, en tanto sistema a priori de conocimientos mediante meros conceptos referentes a la legislación externa, pertenece a la doctrina del derecho natural. Este derecho natural tiene el sentido de derecho racional y se distingue del derecho positivo o estatutario, el cual no procede de prin­cipios a priori, sino de la voluntad del legislador. Para Kant las leyes positivas no son suficientes para constituir una ciencia jurídica, sólo dan lugar a erudición y son como la cabeza de madera de la fábula de Fedro: una cabeza que puede ser hermosa pero que, lamentablemente, no tiene seso (MS p. 230). Para tener una ciencia jurídica, es necesario que el derecho se funde en principios a priori. Por ello el carácter científico reside más en el dere­cho natural que en el derecho positivo. Así, la tarea de la

El concepto de derecho, en tanto que se refiere a una obligación que le corresponde (es decir, el concepto moral del mismo), afecta en primer lugar, sólo a la relación externa y ciertamente práctica de una persona con otra, en tanto que sus acciones, como hechos, pueden influirse entre sí (inmediata o mediatamente). Pero, en segundo lugar, no significa la relación del arbitrio con el deseo del otro (por lo tanto con la mera necesi­dad), como en las acciones benéficas o crueles, sino con el arbitrio del otro. En tercer lugar, en esta relación recíproca del arbitrio no se atiende en absoluto a la materia del arbitrio, es decir, al fin que cada cual se propone con el objeto que quiere; sino que sólo se pregunta por la forma en la relación del arbitrio de ambas partes, en la medida en que se considera como libre, y si con ello, la acción de uno de ambos puede conciliarse con la libertad del otro según una ley universal. Por lo tanto, el derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio del otro según una ley universal de la libertad.

Según podemos apreciar en este pasaje obligación significa no un deber pragmático o técnico, sino un deber moral. En efecto, en la Introduc­ ción a la Metafísica de las costumbres (MS p. 222), Kant define obligación como la necesidad de una acción libre bajo un imperativo categórico de la razón. En esta misma Introducción Kant contrasta las leyes naturales con las leyes de la libertad y califica a éstas últimas como morales. Así, el tér­ mino "moral" puede ser usado indistintamente tanto para una doctrina del

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filosofía del derecho consiste en definir el concepto y el principio de la justicia política en tanto el criterio normativo supremo del derecho positivo proporciona la base de una ciencia jurídica que no se limita a reflejar el derecho existente de facto, sino que se eleva al rango de ciencia normativa y crítica. Así pues, la pre­gunta ¿qué es el derecho? es una pregunta tan filo­ sófica como la pregunta ¿qué es la verdad? Terminaremos este último apar­ tado citando in extenso y comentando el importante párrafo final del pasaje de la Introducción a la doctrina del derecho (MS p. 230) al que acaba­ mos de referirnos:

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derecho como para una doctrina de la virtud y concierne sólo a las leyes de la libertad en tanto que son leyes válidas a priori de la acción humana. Si las leyes morales afectan sólo a acciones meramente externas y a su conformi­ dad con la ley, se llaman leyes jurídicas; pero si las leyes exigen que ellas mismas sean los fundamentos de determinación de las acciones, se llaman leyes éticas. La coincidencia de la acción con el primer tipo de leyes se llama legalidad, en tanto que la coincidencia con las segundas se llama moralidad de la acción. En otras palabras, "moral" es el género común de las dos especies de leyes de la libertad: las leyes jurídicas y las leyes éticomorales. Kant emplea "moralidad" en el sentido estricto como término que se aplica exclusivamente a las leyes ético-morales. Las obligaciones jurídicas (coactivas) y las éticas (autocoactivas) son, respectivamente, tipos de obli­ gación moral, de modo que el término "moral" designa tanto el ámbito estrictamente autocoactivo, para el que se reserva "moralidad", como los deberes jurídicos, para los que no es ni metodológica ni normativamente correcto apelar a fundamentos autocoactivos (MS p. 214). Por otra parte, el imperativo categórico es un precepto de acción independiente de condiciones empíricas, pero que no entraña la distin­ ción entre acción externa y determinación interna de la voluntad; es una obligación incondicionada indi­ferente a la distinción entre doctrina del dere­ cho y doctrina de la virtud, toda vez que deja abierta la cuestión de si la prescripción de la máxima es moral o simplemente legal. Así pues, hay que distinguir dos sentidos en el imperativo categórico: un sentido amplio o general y un sentido restringido o específicamente ético. En el primer caso significa la obligación incondicionada de una acción. En el segundo caso signi­ fica una obligación incondi­cionada referida a los principios autónomos de la voluntad (máximas). En lo que toca al derecho, el imperativo categórico sólo vale en su sentido amplio. En contraste, en lo que toca a la ética (la doctrina de la virtud), el imperativo categórico vale en su sentido especí­ fico. Así pues, el concepto moral del derecho significa un derecho pura­ mente racional, es decir, un derecho según la naturaleza de la razón, el cual

Recapitulando las más importantes semejanzas y diferencias que Kant establece entre derecho y moral podemos señalar lo siguiente. El filósofo desarrolla su concepción de derecho a partir de la noción de persona, entendida como un sujeto susceptible de que le sean imputadas sus accio­ nes y por ello mismo es libre; debemos destacar que la noción de impu­ tación es un elemento que tienen en común la doctrina del derecho y la doctrina de la virtud. Por otra parte, en dicha concepción, el derecho está constituido por la conjunción de dos elementos adicionales: el primero es de naturaleza normativa y es el carácter racional (moral) del derecho; el segundo es de naturaleza descriptiva y consiste en su referencia a la coexis­ tencia de las libertades externas. De manera semejante a lo que ocurre en el caso de la moral, los conocimientos empíricos no son necesarios para establecer el concepto de derecho y están excluidos del fundamento de éste; solamente son necesarios para la aplicación del derecho a los casos que se presentan en la experiencia. A diferencia de lo que ocurre en el caso de la moral, el derecho trata de la influencia recíproca de la libertad de acción y no de la libertad de la voluntad; por ello, el derecho se ocupa de la influen­ cia mutua de las personas a través de sus actos o acciones, y los deseos e intereses que no pueden o no llegan a actualizarse, carecen de significa­ ción jurídica. El derecho está en íntima vinculación con la noción de coacción, ,pues es irrealizable la coexistencia de libertades exentas de este concepto; la coacción procede directamente de la misión que tiene el derecho, a saber, hacer posible la coexistencia de personas libres; por ello la coacción no es necesariamente una fuerza contraria a la razón ni tampoco una usurpa­ ción ilegítima de un orden perteneciente al derecho positivo; es un elemento necesario, y válido a priori, del concepto racional de derecho. De manera semejante a lo que ocurre en el caso de la moral, la comu­­nidad jurídica es una comunidad fundada sobre la libertad de sujetos

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es el criterio último de la justicia política y el supremo principio normativo y crítico de todo derecho positivo.

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responsables. Tanto para el derecho como para la moral hay un mismo principio común a ambos, a saber, un concepto universal de la razón pura práctica: la libertad, no la felicidad, y su criterio de ley universal. La dis­ tinción entre libertad y felicidad nos permite distinguir la filosofía kantiana, tanto moral como jurídica, del utilitarismo moral y jurídico; asimismo, nos permite discernir en las acciones aquello que se refiere a la libertad respecto de las necesidades que se desean satisfacer. Finalmente, tanto la ley moral como el prin­cipio universal del derecho revisten la forma del imperativo categórico.

II. Bibliografía Alexy, Robert y Atienza, Manuel, "Entrevista a Robert Alexy", en Doxa, cuadernos de filosofía, número 24, Universidad de Alicante, 1989. Garzón Valdés, Ernesto, "Derecho y Moral" en Rodolfo Vázquez (comp.), Derecho y moral, Editorial Gedisa, Barcelona, 1998. Korsgaard, Christine, Creating the kingdom of ends, Cambridge University Press, New York, 1996. MacCormick, Neil, Legal Right and Social Democracy, Oxford, Clarendon Press, 1982. (Existe traducción española de este libro bajo el título de Derecho legal y socialdemocracia, Madrid, Tecnos, Serie de Ciencia Política, 1990). Ott, Walter, Der Rechtspositivismus, Duncker und Humblot, Berlin, 1976. Pippin, Robert, "Dividing and deriving in Kant’s Rechtslechre", en Höffe, Otfried, Immanuel Kant Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, Akademie Verlag, Klassiker Auslegen, Berlin, 1999. Salmerón, Fernando, "Derecho y moral en la obra de García Máynez", en Dianoia, anuario de filosofía, año XL, núm. 40, 1994. Wood, Allen, "Kant’s doctrine of right: Introduction", en Höffe, Otfried, Immanuel Kant Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre, Akademie Verlag, Klassiker Auslegen, Berlin, 1999.

XII. EL SER Y LOS CUATRO ÁMBITOS DE LA ACCIÓN MORAL. UN ENSAYO DE ÉTICA ONTOLÓGICA

JACINTO RIVERA*

* Jacinto Rivera de Rosales es catedrático de Filosofía y profesor de Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad Nacional de Educación a distancia (Madrid). Ha publicado diversos libros y artículos sobre Filosofía Moderna y Contemporánea, especialmente sobre Kant y el idealismo Alemán. Se interesa asimismo por temas de ontología, ética y estética. Actualmente es Vicepresidente de la Sociedad de Estudios Kantianos en Lengua Española (SEKLE) y de la Sociedad Fichteana Internacional. Es miembro del consejo de redacción de varias revis­ tas de filosofía, tales como, Fichte Studien, Éndoxa y Anales del Seminario de Historia de la Filosofía.

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E

I. Ser y deber ser

ntiendo por ética la reflexión filosófica sobre el deber ser, la que se ocupa por tanto de las acciones libres, de lo que hemos de hacer o dejar de hacer. No es pues una reflexión descriptiva de lo que sucede, aunque algo debe ocurrir al respecto para que se suscite la reflexión, sino normativa de lo que debe ocurrir; y una tal normatividad sólo cabe respecto de las acciones libres y reflexivas, porque las otras realidades ya están deter­ minadas por las leyes de la naturaleza, o en ningún caso pueden determi­ narse a sí mismas por conceptos o por medio del lenguaje, es decir, por medio de directrices o normas. Pero dicho de este modo, se dibuja todavía un ámbito demasiado amplio, el de las acciones libres, que hemos de acotar para saber de qué estamos hablando cuando tratamos de ética. Estas accio­ nes libres pueden dirigirse hacia las cosas e indagar cómo podríamos ser capaces de manejarlas, a fin de hacer posible nuestra instalación en el mundo. Si nos ceñimos sólo a ellas, a ese saber que nos guía y nos dice cómo hemos

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de actuar no le llamamos ética, sino que se trata de un conocimiento téc­ nico, o incluso científico, que nos enseña cómo las cosas son y con ello la manera de controlarlas: cómo sembrar un campo, cómo hacer una comida, cómo navegar por Internet, etcétera. Por medio de la enseñanza, de la investi­ gación y el ejercicio práctico, adquirimos esos saberes y habilidades con los que procuramos dominar el mundo, obligando a las cosas a que nos sirvan para nuestras necesidades e intereses. En este sentido muchos de los sabe­ res científicos exhiben una capacidad mayor o menor de normatividad para nuestras acciones libres y reflexivas. Así la gramática no se reduce a describir una lengua concreta, sino que expone al mismo tiempo el modo normativo de usar ese idioma. Y lo mismo ocurre con la lógica y la manera formalmente correcta de pensar. O la arquitectura, que nos enseña cómo debemos construir los edificios, etcétera. Eso mismo que hemos dicho sobre las cosas, es válido cuando nos volvemos hacia el mundo social humano. Sabemos movernos en sus rela­ ciones e instituciones porque conocemos sus mecanismos, e incluso sus atajos y vericuetos, cómo rellenar tal instancia, hacer unos estudios, conse­ guir cierto trabajo. Podemos asimismo dominar las maneras correctas y acertadas de tratar a los otros seres humanos, de no molestarlos e incluso de llevarlos hacia nuestros fines, para lo cual nos puede servir el estudio de la psicología, de la sociología, de la historia o de la economía, etcétera. Este cono­cimiento del mundo humano nos procura el triunfo de nuestros intere­ ses, no sólo el logro de cosas materiales necesarias, sino de reconocimiento, honor, afectos, etcétera, que necesitamos tanto o más que las primeras. Si a eso añadimos la capacidad de manejar adecuadamente los conflictos internos entre nuestros diversos deseos, emociones, afectos, necesidades, etcétera, estaremos en posesión del saber pragmático necesario para procurarnos la mayor felicidad, aunque muy posiblemente sea sólo un elemento muy importante del contento de sí. Pero cabría la posibilidad de que ese éxito sea conseguido también no por caminos morales, sino de dominación y esclavitud. Y, al menos, a veces parece que sucede así, tanto entre los indivi­

Por consiguiente, la ética se sitúa primaria o directamente no en el ámbito de las relaciones que mantenemos con los objetos, sino en el trato que las acciones libres tienen consigo mismas, o sea, en la conducta que los seres libres mantienen entre sí y consigo mismo en cuanto libres, y con las cosas sólo en la medida o en el aspecto que tienen que ver mediana­ mente con los seres libres. Aun así hemos descrito un campo todavía dema­ siado amplio. En esas mismas relaciones de libertad se pueden distinguir al menos tres esferas: la ética, el derecho y la política, aunque las tres están asimismo relacionadas entre sí. La política es la organización concreta de la vida común en cuanto tal y en los diversos aspectos de un número indeterminado de individuos y familias, de ciudades y territorios, de nacio­ nes o bien de todas ellas. Estos ámbitos administrados en común suelen ser

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duos como entre las comunidades. En ocasiones sería difícil precisar cuán­ tas o en qué proporción, la grandeza, felicidad o prosperidad de un pueblo, clase, comunidad o nación, ha aumentado a costa de otros, y no precisa­ mente por medios justos, sino gracias a guerras de conquista, a políticas coloniales o a métodos injustos y criminales. Ese éxito no depende propia­ mente de la ética, sino de la fuerza y de la habilidad, del cálculo de la pru­ dencia, a veces del arrojo, del saber objetivo, de la inteligencia y bastante de la suerte unida con la astucia con las que se logra llevar a cabo la acción precisa en el lugar y el tiempo oportunos. Un grito de protesta ético bien antiguo, que aparece ya por ejemplo en el Gorgias de Platón, se dirige contra el hecho de que muy a menudo es el injusto el que triunfa y le va bien en el mundo, mientras que el justo, ya por el hecho de serlo, lo tiene mucho más difícil. Por eso, tanto Platón como casi todas las religiones apuestan por la existencia de otro mundo donde quepa solucionar ese desajuste. En con­ secuencia, la conquista del éxito y de su consecuente felicidad no es sin más una consecuencia del actuar moral, si bien indirectamente sí será un asunto ético, por cuanto que es un precepto hacer que el mundo sea dúctil a la realización de la libertad, como lo ha puesto de relieve por ejemplo la reflexión kantiana, y la misma protesta antes señalada indica.

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distribuidos en diferentes Ministerios y Secretarías por los respectivos Gobier­ nos: orden interior y relaciones internacionales, economía, infraestructuras y transporte, cultura y educación, agricultura e industria, sanidad y medio ambiente, de justicia y de trabajo, etcétera. En este ámbito los dos elementos más determinantes, conectados a su vez entre sí, son el económico o estruc­­ tura de producción y el ideológico o comprensión de lo político y su función, siendo este último el más ligado al aspecto ético. El derecho es el conjunto de normas obligatorias y sancionables que se da a sí misma esa comunidad, normas que confieren también un marco de legitimidad a la acción polí­ tica, y que ésta por tanto ha de respetar. En caso contrario sería ilegal y corrupta. El derecho es, en consecuencia, uno de los criterios con los que se juzga la organización política, pero habría otros, que podríamos agrupar bajo el concepto algo borroso de "eficacia", y que se refiere a lo que antes conceptuábamos como habilidad para manejar bien las cosas y las volunta­ des de los hombres. Una política no sólo ha de ser conforme a derecho, sino también eficaz al menos para los miembros de esa comunidad. Pero a su vez el derecho ha de estar regido por principios morales racionales (aunque con­ curran asimismo razones históricas, culturales, sociales, etcétera, en su configuración), gracias a los cuales podemos y debemos alabar o criticar desde el punto de vista moral tanto las normas jurídicas dadas como las acciones políticas que hayan sido realizadas. Esos principios morales podrían ser englobados con el término de "justicia", un término clave y de muy amplios y diversos significados, de imprecisos perfiles. Es un largo tema de discusión saber qué es lo justo. Algo de ello voy a hablar, sin preten­­der abarcarlo, sino centrándome en lo que considero que sería la fuente pri­ mor­­dial de lo ético. Comencemos siguiendo las indicaciones de este con­c epto para entrar en el ámbito de la ética, aunque después saldrán otros. En la relación de las acciones libres entre sí decimos que ha de haber justicia, y la pregunta

II. Los distintos modos de ser Heidegger volvió a plantear en el s. XX la pregunta por el ser; la colocó de nuevo sobre la mesa de los filósofos. Ése fue el centro y eje de toda su reflexión. Como es bien sabido, la idea procedía de una consideración aris­ totélica que nos enseñaba que el ser se dice de varias maneras. Para Aristóteles el ser, o el ente en cuanto ente, tiene una multiplicidad originaria de significados, o sea, se dice en varios sentidos, aunque no equívocamente y sin conexión alguna, sino que todos los modos de decir el ente hacen relación a la ousía o entidad (por substancia lo tradujeron los latinos) y se predican o dependen de ella:1 el gato está sentado, es blanco, se encuentra corriendo, etcétera. La ousía (en nuestro caso el "gato") es el significado fun­ damental del ser, lo real por excelencia, y los otros significados (lo que deci­ mos del gato) lo son del ser en la medida en que tiene relación con la ousía (ousia), que es la realidad originaria, de lo que todo lo demás se predica. Si se elimina la ousía, desaparecen también todos los otros signifi­

1

Aristóteles, Metafísica Γ (IV), 1-2, 1003a 21—1003 b 18.

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es: ¿a qué se deben ajustar esas acciones libres? ¿a qué deben responder, para hacer justicia, esas normas que regulan el juego de las mismas? ¿De qué han de responsabilizarse? Mi propuesta, desde una reflexión estric­ tamente filosófica, es que se deben ajustar, en concreto y en primer lugar, a los diversos modos de decir el ser, a las distintas maneras de ser, lo real y lo ideal y a sus diferentes lógicas. A ese ajustarse al modo de ser puede dár­ sele asimismo el nombre habitual de virtud y de bien. He dicho "en primer lugar", pero no únicamente, y por eso mi propuesta se sabe incompleta, y únicamente pretende señalar dónde se debería colocar el inicio de la reflexión ética, respondiendo con ello a la indicación de "fundamentos" que el título general de este libro nos pone como tarea para el pensar. Esto es lo que se ha de explicar ahora.

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cados del ente y del ser. «Y, en verdad, lo que desde los tiempos antiguos, así como ahora y siempre, constituye el eterno objeto de búsqueda y el eterno problema: "qué es el ser [ente]", equivale a: "qué es la ousía"».2 Bajo esos diversos significados del ser o diversos modos del ser del ente, Aris­ tóteles entiende 1º.) el ser por accidente, contrapuesto al ser por sí, 2º.) el ser como verdadero y del no ente como falso, que más que del ente, se dice del pensamiento,3 3º.) las figuras de la predicación o categorías, que en su enumeración más completa llegan a ser diez, y 4º.) el ser en potencia y el ser en acto.4 Heidegger en su libro Ser y tiempo está interesado en distinguir el modo de ser de las cosas del mundo, tanto por lo que se refiere a lo que está a la mano, lo útil, como lo simplemente presente, del modo de ser del Dasein o existir humano, del que parte la reflexión hermenéu­ tica. El Dasein manifiesta un modo originario de ser en el mundo, una espa­ cialidad y una temporalidad diferentes al de las cosas, y ese modo es un comprender o lugar de manifestación del ser y el existir desde donde lo demás adquiere su sentido. Recojamos esas indicaciones de Aristóteles y de Heidegger y apliquémoslas a nuestro tema, a la ética. Hemos visto que ella es el ámbito de las acciones libres en cuanto libres, y por tanto implica la comprensión de su carácter o modo de ser libre, luego también su dis­ tinción respecto de lo no libre o cosa. Kant también observó esa diferencia ontológica, señalando que las cosas tienen precio mientras que las perso­ nas dignidad.5 Esta distinción de (al menos) dos modos de ser, de lo libre y lo no libre, conlleva que la acción ha de ajustarse a ellos de forma diferente, que el ser libre ha de conciliar su acción a los distintos modos de decir el ser, a las diversas formas de realidad y de idealidad, es decir, debe tratar a lo libre como libre, a lo no libre como tal y a lo ideal como lo que es. Pues bien, mi propuesta es que desde esta perspectiva ética podríamos distin­ guir cuatro principales modos de ser o de realidad, que requieren, en conse­ O.c. Ζ (VII) 1, 1028 b 2-4. O. c. E (VI) 4, 1027 b 25—1028 a 3. 4 O. c. ∆ (V) 7, 1017 a 23—b9, y Ε (VI) 2 1026 a 33—1026 b 2. Para la lista de las diez categorías véase Aristóteles, Categorías 4, 1 b 25, y Tópicos I, 9, 103 b 21. 5 G pp. 434-435. 2 3

cuencia, formas diferentes de ser tratadas y consideradas en la acción moral. Hay, pues, cuatro indicaciones básicas de la ética que unen ser y deber ser. Veámoslas.

Comencemos con la libertad. Según el análisis de la ética que hicimos al inicio, su primera realidad, su ousía o su "substancia", es la libertad, pues es ella la que abre el ámbito de lo ético, es en relación con ella por lo que todo lo demás puede adquirir significado ético, y sin ella dejan de tenerlo, como no lo tienen las costumbres y las "virtudes" de los animales. Eso es así porque la libertad se presenta a sí misma como una realidad que parte de sí, que es responsable de sí, que se protagoniza, a la que se le pueden imputar sus acciones, es decir, se presenta como una realidad originaria. Para mostrar esto Kant hubo de llevar a cabo dos acciones filosóficas. La pri­mera consistió en limitar la pretensión omniabarcante del determi­ nismo, del conocimiento objetivo, mostrando en su Crítica de la razón pura que ese conocimiento objetivante no podía llegar, en virtud de las mismas formas que lo constituyen, ni a lo incondicionado ni a la totalidad de las condiciones exigidas por la razón, porque se encontraba siempre in fieri, en un proceso sin límites ni final debido al continuo espacio —tempora— causal; o sea, para que se dé el conocimiento objetivo pleno, todo fenómeno he de situarlo en un espacio que a su vez está en otro más envolvente, en un tiempo que tiene un antes y un después ilimitados, y he de preguntar por su causa, que remitirá de nuevo a otra, de manera que esas tres exigen­­ cias le lanzan a un proceso que no encuentra límite ni puede ser objetivada su totalidad. En consecuencia pretender decir que todo está heterodeter­ minado es ir más allá de lo alcanzable objetivamente y se cae entonces en la ilusión trascendental de tomar como objetivada ya lo que no es sino una idea de la razón. Aunque lo mismo ocurre si queremos afirmar en el ámbito de dicho conocimiento objetivo la libertad en cuanto principio absoluto de

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III. La libertad como centro

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una serie de fenómenos, pues eso contradice la constitución formal de la objetividad.En ese campo, la libertad no puede ser afirmada ni negada.

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La segunda acción de Kant fue mostrar que la experiencia moral, diferente de la objetiva, sólo tiene sentido y es posible en su ser libre, es decir, que ella es ya, tanto en la conciencia individual como en la comuni­ dad del reino de fines (moral, derecho, historia y religión), la manifestación de una libertad que se impone a sí misma su realización, y eso categórica­ mente, es decir, sin otra condición superior que la finalidad de ser ella. Con esto se implementa el ámbito ontológico de la realidad en sí que había quedado vacío desde la perspectiva teórica, a saber, mediante la libertad moral, que se presenta por tanto como el primer analogado del ser, como la entidad más elevada. Desde la ética de Kant, consiste en la renuncia a basar la ética en una ontología. A diferencia de la racionalidad teórica de nuestras creencias, la racionalidad práctica de nuestras convicciones no tiene esa consideración ontológica de donde ha de partir la reflexión moral. Javier Muguerza, en un escrito reciente y haciendo eco de una opi­ nión ciertamente muy compartida, afirma lo contrario: «Quizás la novedad más radical de la teoría kantiana de la razón práctica, y en definitiva de ver con lo que creemos que hay o podría haber (es decir, con el ser), sino con lo que estamos convencidos que debería haber (es decir, con el deber ser) aun cuando nunca lo haya habido y ni siquiera nos parezca probable que lo vaya a haber».6 En esta cita el ser o realidad queda reducido a lo feno­ ménico, y por eso se separan radical y consecuentemente ética y ontolo­ gía. Kant sostiene, por el contrario, la realidad en sí de la libertad, como un modo de ser no feno­mé­nico sino originario (ella es la única idea de la razón cuya realidad puede ser afirmada),7 y tal afirmación se convierte en uno de

6 "Racionalidad, fundamentación y aplicación en la ética", en el libro La aventura de la moralidad. Paradigmas, fronteras y problemas de la ética, eds. Carlos Gómez y Javier Muguerza, Alianza, Madrid, 2007, pp. 336-337. Por cierto, este es un libro que contiene una muy recomendable presentación global del ámbito de la ética. 7 KU p. 474.

La ética ciertamente no se fundamenta en el modo de ser cósico, pero en ello no se agota lo ontológico, sino que el ser, también en Kant, se dice de varias maneras. Por eso podemos enraizar la ética en la ontología, y dejar guiarnos por los modos de ser, aunque Kant no lo haya dicho así expre­samente. La experiencia moral implica tres cosas en la comprensión de esa libertad. Primero, que ella es una acción que sabe y se comprende a sí misma como realidad originaria. A ese saber reflexivo de sí se le deno­ mina normalmente "conciencia moral". Por tanto, ella es un saber que se abre a la realidad en sus diversas formas, o sea, a los distintos modos de ser, pues en caso contrario no podría captar lo originario en cuanto originario y distinto de lo condicionado. A esa comprensión de la realidad en cuanto realidad, en un horizonte de universalidad propio del concepto, aunque no exento ciertamente de sentimientos y de otras formas de comprensión, se le ha dado usualmente el nombre de "razón". Entonces podríamos decir que sólo los seres capaces de ese nivel de comprensión, es decir, los seres racionales, son libres y miembros del ámbito moral, y sólo ellos están capa­ citados para tomar en consideración lo que significan derechos y deberes. Aunque los animales no sean meras máquinas, tampoco alcanzan este modo de conciencia, ni el lenguaje preciso para la necesaria materiali­ zación u objetivación de esa forma de conciencia reflexiva, en consecuencia no forman parte de ese mundo moral en calidad de agentes activos, si bien lo hacen de otra forma, como después veremos. La experiencia moral implica, en segundo lugar, que dicha realidad originaria se presenta a sí misma como tarea, como cuidado de sí, como 8 9

Kant, Los progresos de la metafísica desde Leibniz y Wolff, Ak XX, 311, trad. Tecnos, Madrid, 1987, p. 108. KpV pp. 3-4.

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los dos pilares de la filosofía crítica (junto con la idealidad del espacio y del tiempo),8 más aún, en la piedra angular de todo el sistema, tanto teórico como práctico.9

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algo que ha de llevarse a cabo por sí misma. Su ser se le presenta como deber ser, y no a otra cosa se le denomina "voluntad". Esa es la razón por la que de la ontología surge la ética. No anida aquí la falacia que agudamente Hume hallaba en el paso del ser al deber ser que habitualmente se daba en los discursos éticos;10 y era falaz porque es imposible sacar normas éticas a partir de proposiciones fácticas. Aquí no se cae en ese error, porque la libertad no es captada como objeto empí­rico, fáctico, sino que se manifiesta y es en virtud de la misma conciencia moral y de las prácticas propias del reino de fines, el ámbito donde se obje­tiva la libertad y la conciencia de ella, sin el cual éstas no tendrían lugar por falta de expresión. Su ser se le pre­ senta como algo a realizar. Es importante hacer notar que dicha obligación moral es el único modo de necesidad que no arruina la libertad, sino que, por el contrario, le es indispensable. En efecto, una necesidad inviolable, física o metafísica, la anularía como tal libertad, convirtiéndola en una acción finita heterodeterminada o bien infinita pero sin conciencia de sí. La libertad sólo llega a la conciencia invitándose a sí misma libremente a realizar su ser, y esa invitación es justamente el carácter propio de lo moral. Pero no ha de pensarse como una invitación a algo que le fuera indiferente a la libertad llevarla a cabo o no, pues en ello le va el ser o el no ser, y por tanto es una invitación que se presenta como una obligación. Pero como una fuerza sólo aparece y se manifiesta en virtud de otra fuerza que se le opone, al menos a veces, y dado que la conciencia requiere distinción, dicha obligación moral sólo es posible gracias a un desdo­blamiento del querer y la consiguiente posibilidad de no seguir lo indi­cado por la invitación moral, o sea, la posibilidad de que la libertad no haga caso de su propia voz, no responda ni corresponda.11 Lo ético es en defi­nitiva la responsabilidad que

10 Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro III, parte I, sección 1. Esta «falacia del ser y el deber ser» no ha de ser confundida con la «falacia naturalista» criticada por Moore en el capítulo I de su Principia Ethica, que consiste en identificar y confundir el adjetivo "bueno" con una o varias propiedades o fenómenos naturales con los que se encuentra normalmente asociado, aunque guarda cierta analogía. 11 Este desdoblamiento, que es a la vez doble, lo he desarrollado más detenidamente en el artículo "Los dos conceptos del mal moral. De La Religión (1793) de Kant a la Ética (1798) de Fichte", publicado en la revista Signos Filosóficos, vol. IX, nº 18, julio-diciembre 2007, pp. 9-40.

En tercer lugar hemos de observar que esa misma experiencia moral manifiesta la finitud o limitación del modo de ser originario de la libertad. Un ser infinito realizaría su ser plenamente en el instante, en realidad sin necesidad de tiempo ni de esfuerzo, y por tanto no se le mostraría su esen­ cia como una tarea a realizar. Además, al no haber ahí limitación ni por tanto distinción alguna, ese ente infinito carecería de conciencia y con­ siguientemente también de libertad subjetiva, de libertad que supiera de sí, y por tanto tampoco tendría noticia alguna de la moralidad. Ahora bien, si continuamos reflexionando en esa dirección veremos que dicha finitud y temporalidad implican lo otro de sí. En primer lugar esa conciencia moral de la libertad involucra a lo no libre: al mundo y al cuerpo propio. Sobre esto diré después algo más. Pero también y más significativamente señala una comunidad de seres racionales objetivada en alguna medida bajo el presupuesto de estar formada por seres libres. En efecto, el conocimiento de esa finitud no sólo requiere la contraposición con lo no libre o cosa, sino asimismo la distinción real entre individuos libres y finitos, y por tanto la comprensión efectiva, en la acción real protagonizada, de los otros seres libres en cuanto libres, no manipulables, no tratables como meras cosas. Sólo gracias a ese respeto moral y en esa medida hay una conciencia onto­lógicamente adecuada de la libertad, y ella se capta con un modo de ser diferente al de la cosa. El ámbito de lo ético surge justamente en esa comunidad y únicamente en ella es posible, de manera que la libertad y por ello también la moralidad son a la vez algo individual y comunitario. Si el individuo se toma como siendo el único ser libre (déspota, tirano, domina­

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la libertad tiene respecto de sí misma en orden a conferirse realidad efec­ tiva; el bien, la virtud y lo justo consisten en la respuesta ajustada a la demanda que los seres libres tienen respecto a sí mismos. Implica el es­ fuerzo de realizar la liber tad de manera ontológicamente adecuada a su modo de ser originario. Comprender y hacer aquí se co-implican, y en ello estriba nuestro modo de ser.

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dor, etcétera), entonces ha confundido el modo de ser de la libertad con el de la cosa, y yerra consecuentemente en el ámbito de lo ético, pues ambos modos de ser tienen lógicas diferentes. (1) Donde está una cosa no puede estar otra, si yo poseo algo no lo tiene otro, si uno se come una manzana los otros no pueden hacerlo, es, como se ve, una lógica o modo de ser excluyente. (2) Por el contrario, sólo si el otro es libre, o mejor dicho, si le reconozco como libre, yo también lo soy, porque únicamente enton­ces reconozco y realizo verdadera y adecuadamente la libertad. Si no la reco­ nozco en los otros y pienso que sólo yo lo soy, como único centro de la realidad alrededor de la cual ha de girar todo, no la he captado ni reali­­ zado en mí, y la he malinterpretado según otra lógica, con arreglo a otro modo de ser. Ese reconocimiento abre, por tanto, un ámbito de formas propias de acción, antes no existentes, distintas de las leyes naturales, a las que llamamos ética, e instaura otro universo de significados en el cual se resignifican también en gran parte el mundo natural y su lógica, sobre todo por lo que respecta a las relaciones con los otros, pero también con las cosas. La interacción intersubjetiva es un momento constitutivo de lo ético, que se introduce incluso en la relación y consideración que debemos tener con nosotros mismos. Todo acto moral, en cuanto acto, es individual: cada uno ha de ser libre, y es responsable de serlo, de pensar y actuar por sí mismo. Pero en su forma es comunitario y se expande hacia la totalidad de lo real, que es el horizonte de comprensión propio de la razón. Eso es así, primero, porque es necesario el lenguaje para que se constituya la expe­ riencia moral y la conciencia racional (la sutil materialidad del lenguaje es el elemento empírico sin el cual no es posible la conciencia reflexiva), y el len­ guaje sólo se da en la comunidad; que no hay lenguaje privado es una de las tesis fundamentales que Wittgenstein sostiene en sus Investigaciones filo­sóficas. Segundo, porque es en el espejo del otro reconocido como otro donde cada uno comprende y realiza primariamente su libertad como no cosa, según ya se ha mostrado.Y tercero, porque es exclusivamente a través

Esa libertad reconocida o que busca el reconocimiento es la fuente de la creatividad en todos sus ámbitos. Y volviendo de nuevo a la felicidad, que para muchos sería el objeto de la ética, hemos de decir que la liber­ tad y la creatividad son una de las fuentes más inagotables de felicidad, no de una felicidad pasiva o del mero consumo, sino de la que conlleva esfuerzo y riesgo, que conlleva tensión, pero también proporciona un gozo más exqui­ ­sito, crecimiento y comprensión de ser, sentido de vida. Hay personas que pueden ser (relativamente) felices esclavizando o permaneciendo subyuga­ das en alguna medida y de diversas maneras. En esa medida todavía no han llegado a captar y realizar su ser originario.

IV. La instrumentalización de las cosas Comprender requiere contraposición. Esta idea la podemos ver también en la estructura del "como" (del als) propia del comprender, es decir, en su necesidad de interpretar siempre "algo como algo", por ejemplo "esto como siendo una manzana", y por tanto como no siendo otra cosa. Este es un principio hermenéutico básico.13 En consecuencia, el modo de ser de la liber­ 12 13

Fichte, Fundamentación del derecho natural § 3, Corollaria (GA I/3, 347). Heidegger, Ser y tiempo § 32.

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de la comunicación y la educación, del trato y de las exigencias recípro­ cas, como nos elevamos a la conciencia de nuestra propia libertad y toma­ mos nota de las diversas formas de la realidad, de lo individual y de lo uni­ versal. Sólo entre seres libres puedo ser libre. «El hombre (y así todo ser finito en general) sólo entre hombres llega a ser hombre», escribe Fichte como corolario de su primera deducción de la comunidad en cuanto elemen­ to necesario para la autoconciencia.12 Únicamente en una comunidad es posible un ser racional, el lenguaje humano, la conciencia reflexiva, el nece­ sario reconocimiento teórico y práctico (en el saber y en la acción prota­ gonizada) de unos con otros como seres libres.

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tad se comprende a sí contraponiéndose a lo no libre, aquí definido desde lo negativo. A eso lo llamamos habitualmente "mundo", "cosa" u "objetos", como ya señalé en el punto anterior, lo que para Heidegger son "lo a la mano", lo útil, y también lo meramente presente, cuando no es útil o deja de serlo. Ese es ciertamente el ámbito de lo utilizable, dominable, usable.

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La libertad, como la subjetividad, es una realidad finita y necesita del mundo, decíamos. Esa dependencia nos produce dolor y gozo. Pero hay una preferencia ontológica de la libertad frente a la cosa, al ser aquélla una rea­ lidad originaria, autónoma y no heterónoma o condicionada, y por consi­ guiente no hemos de pensar que la libertad es para el mundo, sino a la inversa, el mundo es un instrumento de la libertad, para sus fines. A esa relación le llamamos jurídicamente "propiedad". Eso tiene la consecuen­ cia ética de que es lícito e incluso una obligación dominar el mundo, mane­ jarlo; debemos hacerlo, porque dependemos de él y es el único lugar para realizar la libertad. No hacerlo sería no atender adecuadamente al ser ori­ ginario. La ética es también una reflexión sobre lo que sí podemos y debe­ mos dominar, y qué no. Por ejemplo, debemos dominar el coche cuando conducimos por la carretera para llegar al destino y no provocar un acci­ dente, o el fuego cuando cocinamos para no provocar un incendio, pero no debemos dominar a ningún ser libre como si fuese una máquina. Domi­ nar no es un mal ético si sabemos cuáles son sus límites, su ámbito de validez. Esa utilización del mundo de las cosas, que todos hacemos y consi­ deramos que tenemos derecho a llevar a cabo, muestra de nuevo la supe­ rioridad ontológica de la libertad y la analogía del ser, lo muestra cada vez que usamos algo y lo ponemos a nuestro servicio como mera cosa, consi­ derándola de nuestra propiedad. En este ámbito de lo dominable, como decía antes, hemos de estar atentos al saber objetivo, al técnico y científico, así como a las reglas de la prudencia y de la sagacidad, o sea, al conocimiento objetivo de las cosas, de los hombres y de la sociedad humana. Hay que conocer cómo funciona,

por ejemplo, la administración pública para conseguir los documentos que se precisen.

Y a la inversa, si para la libertad es necesario un mundo de cosas, nadie debería verse privado de todo recurso, sin ningún acceso a ellas; no sólo con el derecho a poseer su propio cuerpo en contra de toda esclavi­ tud, que es la condición mínima indispensable, dado que dicho cuerpo es la propia subjetividad en su lado fenoménico, sino también al disfrute de otras cosas materiales necesarias, sin las cuales se niega asimismo toda libertad. Todos tienen derecho a poseer lo imprescindible: al menos no morir de hambre, sed, frío, etcétera, en la medida en que esté en las manos o posibili­ dades de los hombres. Las leyes positivas y las medidas políticas o acciones (individuales o de grupos de interés) que no lo permitan, no son justas, no se ajustan a los modos de ser. Qué sea eso "mínimo" es un problema polí­ tico de primer orden. Lo mínimo es algo que deberá depender de la riqueza de esa comunidad, y en último término de la comunidad internacional, mien­ tras que, por otro lado, exagerar en la protección y en las subvenciones engendraría sujetos pasivos y tiende en ese mismo grado a anular la liber­ tad responsable y creativa. Una política o una organización jurídica que deje sin nada a alguien es injusta. Debería ser una prioridad de los Estados, por ejemplo, la erradi­ cación del hambre y de la miseria en el mundo.También sería una respuesta

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Pero la ética tiene también aquí su palabra. Esta nos señala un modo de ser, lo que puede y debe ser tratado como tal, como medios para la realización de los seres libres. Hacerlo así es seguir una correcta compren­ sión ontológica de su modo de ser. No tener esto en cuenta y tomar la posesión de las cosas o de cualquier poder de dominación como fin último de la existencia, es un error ético y ontológico, pues el sentido de la exis­ tencia no procede de ellas, sino de la misma libertad.

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inadecuada una organización política que eliminara la propiedad y la inicia­ tiva privada incluso con el propósito de repartir la rique­za, pues con ello se pondría impedimentos a la libertad del individuo (y de las familias), que precisa justamente de ese mundo de cosas propias; en realidad se impon­ dría un control por parte de una minoría que a la postre además se mos­ traría poco productivo. La riqueza ha de servir ciertamente como objetiva­ ción de la libertad. Pero por ese mismo razonamiento, dejar a alguien sin nada, sin posibilidad alguna de adquirir lo necesario, es negarle de igual manera su libertad, y en ese sentido la riqueza tiene también una dimen­ sión comunitaria que debe ser atendida por la comunidad, es decir, por el Estado (por medio de impuestos y distribución de riqueza), además de organizaciones o iniciativas privadas. Eso no elimina sino por el contrario apuntala la obligación que tiene cada uno también de trabajar para la obten­ ción de esos bienes materiales en la medida de sus posibilidades, desde su libertad y creatividad, es decir, de ejercer su realidad originaria, y no mera­ mente subsidiaria. Tener es pues éticamente posible e indirectamente obligatorio, es un bien ético instrumental para la afirmación de los seres libres; si antes la libertad era el ser, ahora abordamos el aspecto del tener. De aquí procede la afirmación ética del mundo en general, e incluso de la riqueza: ha de haber un mundo para que la libertad se lleve a cabo, y en concreto un mundo donde ella sea posible y se desarrolle con los mejores medios. Esto nos lleva a apreciar también el valor ético-instrumental de las cosas y del tra­ bajo por procurárselas. Este trabajo es además, por eso mismo, un modo privilegiado de realización personal, sobre todo cuando es creativo, comu­ nicativo o participativo, y contribuye a manifestar las capacidades de cada uno, ofrece la posibilidad de sentirse miembro activo y en esa medida también libre. En consecuencia, el cuidado por lo material se convierte en una norma ética, y subsidiariamente jurídica y política. Hemos de con­ servar la tierra, de administrar sabiamente sus recursos, de manera que

Podríamos suponer, en contra de lo que aquí se va sosteniendo, que la ética no es sino la solidificación de reglas de prudencia, y que en definitiva no hay otra lógica que la de la dominación, a veces sangrienta y otras sutiles, diplomáticas, agradables, de seducción, y que son estas últimas formas a las que llamamos éticas. Y las nombramos éticas, porque si las declaráse­­ mos como otra manera de dominación, de voluntad de poder, indispon­ dríamos negativamente a los otros en contra de nuestros propósitos, pero en definitiva todos actuaríamos considerándonos como únicos centros de la realidad en torno a la cual han de girar los demás entes. Pues bien, es posible que la mayor parte de los humanos no superemos ese umbral. Pero enton­ ces no habríamos alcanzado una verdadera conciencia y realización de nues­ tro ser y de nuestra comprensión, aunque nos comportemos de una forma medianamente civilizada. Aquí es pertinente recordar la distinción que hacía Kant entre actuar (a veces) conforme al deber sólo por prudencia o incluso por astucia, lo cual él lo denominaba "legalidad", y actuar siempre por el deber, es decir, procurando ser libre por razón de la misma libertad, en vir­tud de la comprensión de su ser originario, y a eso lo denominaba "morali­dad".14 14

Véase por ejemplo MS p. 214.

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no los agotemos, ni para nosotros ni para las generaciones venideras. Esto nos conduce al ahorro, al reciclado, a energías renovables, en definitiva, al cui­ dado del planeta como casa común, al miramiento de la estrecha franja o biosfera en donde es posible la existencia humana. A esto se le podría llamar ecología instrumental, la conciencia de la necesaria conservación óptima de la tierra como lugar necesario. Otra forma de vivir tiene que ser posible. Cómo ha de hacerse en concreto, eso se ha de buscar también desde el saber científico-técnico, dirigido por esa consideración ética y política, es decir, justa y eficaz.

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Si nuestra actuación sólo estuviera dirigida por el deseo de domina­ ción, careceríamos además de un plano ideal desde donde poder criticar lo injusto con razón o fundamento, y mediante nuestra crítica sólo podríamos lograr engañar al contrincante, acosarle, acorralarle, vencerle. Más aún, estaríamos únicamente dirigidos por los conceptos del mundo, es decir, por las necesidades de nuestra finitud y dependencia respecto del mundo. Más no por eso ingresamos propiamente en el ámbito ético, sino por la conciencia de la libertad, de la autonomía, de la responsabilidad, debido a nuestra espontaneidad u originalidad ontológica. La ética es la reflexión sobre cómo actuar con los entes, cómo tratarlos, no primariamente en su consideración mera­mente objetiva o natural, lo cual es estudiado por la ciencia y la técnica, así como por las observaciones de la prudencia, sino en lo que se refiere a su modo de ser. Eso es justamente lo que ha de tener en cuenta en primer lugar la consideración ética, pues establece el marco dentro del cual será asimismo posible y necesario atender a la realiza­ción de nuestras disposiciones naturales, a la prudencia y a la felicidad, entre otras cosas para no estar locos. Ese criterio categórico de la libertad no es por tanto el único que habríamos de contemplar, pero sí aquél contra el cual los otros nunca deben atentar, sino siempre colaborar; también las inclina­ ciones y los afectos, en cualquier circunstancia, aunque la afirmación de esa categoricidad le haya valido a Kant la acusación de inflexible e inhumano.15 Pero seguramente esos críticos (neoaristotélicos) no quieren decir con ello que aprueben ética­mente la esclavitud de vez en cuando y según las cir­ cunstancias, al contrario de lo que hiciera Aristóteles en el Libro primero (§ IV-VII) de su Política, basán­dose en el criterio de la naturaleza humana teleológica y en su utilidad social y política. Una breve exposición de este argumento neoaristotélico la podemos encontrar en el capítulo sobre "La virtud" que Jesús M. Díaz Álvarez inserta en el libro La aventura de la moralidad, antes citado, pp. 405-443, especialmente en las pp. 416-424. Por lo que se refiere a las críticas desde el lado hegeliano, me he extendido en los artículos "La moralidad. Hegel versus Kant (I)" en el libro La controversia de Hegel con Kant, Ediciones Univer­ sidad de Salamanca, Salamanca, 2004, pp. 161-178, y "La moralidad. Hegel versus Kant (II)", en la revista Éndoxa. Series Filosóficas nº 18: Kant (2004), pp. 383-416. 15

Hasta ahora hemos tratado dos modos de ser : la libertad y las cosas, que son los más evidentes para una consideración ética, al menos para la reflexión ética de Occidente. Ahora me propongo ir un poco más allá y considerar otra manera de ser, que podríamos colocar como intermedia entre las dos: la de los seres vivos, y sobre todo en el caso de los animales superiores. Es bien sabido que la cultura moderna occidental, sobre todo en su pensamiento científico y técnico, y en el orientado por las ciencias natu­rales, ha tratado a los animales como meras máquinas, o sea, como simples cosas. En consecuencia, el hombre piensa que puede dominarlos sin límites. A eso contribuyó la eliminación de las causas finales en la constitu­ ción metodológica de la ciencia moderna (Bacon, Descartes, Galileo), que se fija sólo en lo objetivo como única fuente de verdadero saber, pues su verdad puede ser probada y comprobada por predicciones y experimentos, poniendo por ello a nuestra disposición un potencial de control y dominio objetivo que al menos aún no conoce sus fronteras. Pero a esa actitud u orientación también colaboró el nacimiento de la industria ganadera, como aplicación masiva de la técnica a su crianza, trayendo consigo el maltrato que la ganadería intensiva dispensa a los animales y a la tierra en general. A esto se añade la experimentación científica, sobre todo farmacológica, o simplemente la de la industria cosmética, con crueles experimentos con animales que llegan incluso a la vivisección. Quien se acerque mínimamente al modo como a veces nos comportamos con los animales, tiene material suficiente para un relato de horrores. Esa consideración científico-técnica de los animales se sumó a la cul­ tura judeo-cristiana que ya reinaba entre nosotros, la cual al principio del Génesis (1, 29-31 y 2, 19-20) afirma que Dios entregó los animales al hom­ bre en pleno dominio. Tomás de Aquino así lo corrobora: «No importa lo que el hombre haga con los animales brutos, ya que todos están someti­ dos a su potestad por Dios [Génesis] pues Dios no pide cuentas al hombre

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V. El respeto a la vida

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de lo que hace con los bueyes y con los otros animales».16 E incluso Spinoza, para quien Dios se manifiesta en todas las cosas y en todas lo conocemos,17 defiende que, al ser nuestra potencia mayor que la de los animales, aunque éstos tenga sentimientos y afectos al contrario de lo que piensa Descartes, podemos usar de ellos como nos apetezca y más nos convenga.18 Frente a la concepción moderna de los animales-máquinas podemos recurrir a la experiencia cotidiana, a la comprensión de la conciencia común, por ejem­ plo a la de aquellos que han tenido a su cuidado cualquier animal de com­ pañía, o incluso a la de aquellos que los han observado en su estado natural o experimental, a los etólogos, y abrirnos así a otros modos de compren­ sión y actuación. Estos nos revelan incontestablemente que son seres inte­ ligentes y capaces de recibir y de dar afecto, sobre todo los animales que llamamos superiores. Pero también podríamos recurrir a algunas filosofías, incluso de Occidente, que han defendido una cierta subjetividad en la natu­ raleza, comenzando por Leibniz, para quien la única substancia es la res cogitans, y la filosofía de la naturaleza de Schelling, que se propone «consi­ derar a la naturaleza como el filósofo trascendental considera el Yo».19 Hoy hay movimientos a favor de un trato digno a los animales. Unos recurren a las religiones de la India para justificarlo, y a su creencia en la reencarnación. Otros se apoyan en el utilitarismo (Bentham), como por ejemplo Peter Singer, y nos recuerdan que los animales están hechos de la misma materia viva que nosotros (como proclamaba de sí el judío en la obra de teatro El mercader de Venecia de Shakespeare), y sienten placer y dolor, miedo y alegría, afectos, se comunican e incluso son inteligentes, por lo cual merecen una consideración más elevada que las meras cosas. Por último, hay quienes desde al concepto kantiano de «fin en sí mismo», consideran a los anima­ les dotados de cierta autonomía o finalidad interna, como sujetos o prota­

Summa Theologica, 1ª, 2ª, q. 102, a.6, ad 8. Spinoza, Ética, Parte I, Proposición 25, y Parte V, Proposición XXV. 18 O. c. Parte III, Proposición LVII, Escolio; Parte IV, Proposición XXXVII, Escolio I, además el Apéndice al cap. VIII y XXVI. 19 Schelling, Erster Entwurf, III, 12 Anm. 16 17

Primero, los animales no llegan por sí mismos al ámbito del derecho y de la moral, pues no alcanzan el concepto y el lenguaje, no logran com­ prender el derecho ni el deber en cuanto tales. Sólo nosotros somos agen­ tes morales, como vimos anteriormente. Se trata por tanto de una relación ética unidireccional, de nosotros con ellos. En cuanto agentes morales, nosotros tenemos obligaciones respecto a los seres vivos que ellos no llegan a formular, y sólo en ese sentido indirecto podemos hablar de los derechos de los animales.21 Es nuestra comprensión de su realidad la que instaura en los humanos esa obligación o responsabilidad de limi­tar el uso de los animales a condiciones mínimamente onerosas para ellos, evi­ tando en lo posible su dolor, e incluso protegiéndolos de abusos y de su extinción. Más aún, podríamos llegar a pensar que el mundo material y su biosfera no es únicamente de nuestra propiedad, sino que la compar­

20 Sobre el fundamento filosófico de esa afirmación de la subjetividad en la naturaleza me he extendido en el libro Kant. La crítica del juicio teleológico y la corporalidad del sujeto (UNED, Madrid, 1998, 2002), o en el artículo "Vida orgánica y subjetividad", en Pensar la vida, UPCO Servicio de Publicaciones, Madrid, 2003, pp. 69-87. 21 Sobre este punto me he explicado más detenidamente en el artículo "El trato con los animales: torturas y derechos", en Volúbilis. Revista de pensamiento, nº 14, pp. 162-178.

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gonistas de una vida, dignos de respeto. No creo que esto sea una cuestión menor, primero porque afecta a nuestra comprensión sobre las distintas maneras de decir el ser o la realidad. Segundo, nos hace reflexionar sobre nuestras raíces y la constitución de nuestro cuerpo o corporalidad.Tercero, tiene consecuencias a la hora de pensar lo originario o divino, así como en nuestra conducta o comportamiento con la naturaleza, pudiendo condu­ cirnos hasta otro tipo de ecologismo, esta vez más fuerte no meramente instrumental. La vida exhibe una originalidad creativa y autónoma que la sitúa a medio camino entre las cosas y la libertad, y debe ser tratada según su específico modo de ser. A través de ella se abre camino la subjetividad que somos, que habitamos, y que llega ahí hasta la imaginación y el sen­ timiento de sí.20 Sobre esto podemos puntualizar brevemente unas con­ sideraciones básicas.

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timos con otros seres vivos. Algo de eso hay en la idea que llevó a la crea­ ción de reservas y de parques naturales, aunque pueda predominar también ahí su valor utilitario y de recreo para el hombre. Un problema en ese sentido parecer ser la superpoblación del planeta, pero tal vez el pro­ greso económico y la subsiguiente disminución de la natalidad podría paliar el problema.

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En segundo lugar hemos de considerar que dentro de los seres vivos está también nuestro cuerpo, el cual somos y a la vez tenemos en su doble cara de sujeto-objeto, según nos veamos desde un elemento u otro de nuestra realidad múltiple. El cuerpo, en cuanto naturaleza viva, debe ser escuchado en su sabiduría prerreflexiva, que se manifiesta por medio del sentir, y vivido también desde ahí, aunque de ello nos aleje nuestra cultura tecnificada, y más aún la virtual de la informática, que nos aparta de esa inmediatez corporal y de la naturaleza, y atiende sobre todo a lo manipu­ lable desde fuera. Como naturaleza subjetiva y subjetivizada, el cuerpo pro­ pio debe ser tratado y cuidado, mantenido sano, gozoso y afirmativo. Y eso no sólo como instrumento de la libertad, porque sea el necesario lazo de unión entre la libertad y el mundo de las cosas, la síntesis de subjetividad y naturaleza, de sensibilidad y objetividad, sino también porque constituye una instalación originaria en la realidad, en ese proyecto creativo (aunque no reflexivo) que es la vida, y que por eso tiene algo de divino. Este carácter divino y originario del proyecto de la vida que se manifiesta en nuestro cuerpo lo podemos comprender si reflexionamos en y durante la experien­ cia de comer o de beber, o en la sexual, la de engendrar nueva vida como una de las experiencias más impactantes, la de enamorarse de la belleza de los cuerpos,22 o sin más en el mero ejercicio de nuestras fuerzas. De nuevo 22 «Sempronio: ¿tú no eres christiano?.-Calisto: ¿Yo? Melibeo só, y a Melibea adoro, y en Melibea creo, y a Melibea amo. […] Por dios la creo, por dios la confesso, y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora» (La Celestina, Primer acto, Cátedra, Madrid, 1987, pp. 93 y 95). El error de Calisto no reside en haber visto en Melibea una manifestación de lo divino (si bien ello reside en la relación entre los dos), sino en que sólo quiere ver esa descuidando las otras, o como le dice Sempronio, «Harto mal es tener la voluntad en un solo lugar cativa» (op. cit., p. 94). «Romeo: ¿Por quién he de jurar? Julieta: ¡No has de jurar por nadie! / O si lo haces, hazlo por ti mismo; / tú eres el dios que adoro. Sólo entonces / te creeré» (W. Shakespeare, Romeo y Julieta, Acto II, Escena II, Cátedra, Madrid, 1997, p. 205).

aquí somos y nos vivimos tanto en nuestra realidad individual como comu­ nitaria, pues la vida es ambas cosas, afirmación (limitada, como todo lo real) del individuo y de la especie, así como de la continua evolución y creación de nuevas formas. En consecuencia, no debemos tratar nuestro cuerpo como una mera cosa o útil, aunque también lo sea, pues eso constituiría una manera unilateral de verlo, y a la postre un error ontológico y, por tanto, también ético, una desconsideración de su aspecto divino.

He hablado hasta aquí de nuestro trato ético respecto a las personas, a las cosas y a la naturaleza viva. Hemos visto que la experiencia moral tiene que ver primaria y directamente con la libertad y la relación de los seres libres entre sí, indirectamente con las cosas por cuanto que ellas son un ins­trumento necesario en la realización de la libertad, y subsidiariamente con la vida, en cuanto analogado de la originalidad que se manifiesta ética­mente en la libertad. Por último pasamos a un aspecto que estaría más allá del ente, de las cosas y las personas sin ser por ello trascendente, pues no es sino otra consideración de la misma realidad. Por tanto iríamos a algo más allá de lo puramente ético, que sin embargo vendría a ser su fuente. ¿Pero ésta no era la libertad? En efecto, fijémonos ahora en lo que ella es de realidad originaria en cuanto tal, no sólo en su expresión en las personas (individuo y comunidad), y reflexionemos sobre ello. El cuarto modo de ser es la rea­ lidad originaria en cuanto tal, y no sólo en sus diversas manifestaciones. Unos la denominarían lo divino, o tal vez directamente Dios. Los materia­ listas señalarían entonces a la materia, o bien los modernos a la fuerza o a la energía, y ella es ciertamente una manifestación de lo divino u originario, pues no puede ser creada por las otras, pero no la única. Para Platón eran las ideas, y sobre todo la idea del Bien, el sol que iluminaba todo lo demás. Spinoza llamaría substancia a esa realidad originaria; Nietzsche lo dionisiaco; Bergson y Deleuze el tiempo; Heidegger señalaría al ser en cuanto ser, aun­ que aquí el ser debería entenderse de manera no óntica. Tiene muchas

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VI. La intimidad con lo divino

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caras, como lo vemos también en las diversas religiones, filosofías, mitos y arte, y es acertado que sea así, pues en realidad está más allá de las cate­ gorías que usamos para las cosas y las personas, de modo que no es ni uno ni múltiple sino las dos cosas a la vez, no es ni inteligente (para ello se pre­ cisa ser ente) ni no (pues es fuente asimismo del pensar), no es persona (se requiere finitud y mundo) ni cosa (pues entonces no sería originario). Con­ cebirlo como cosa o persona es el error ontológico que suelen cometer las religiones, un error que al ser pensado en la universalidad y el rigor del concepto filosófico muestra las antinomias a las que conduce ese modo de considerar lo divino, por ejemplo con respecto a su engarce con el mal y con la libertad. Su modo de ser podría ser captado por medio de metá­ foras y símbolos, como nos lo muestra el mundo de imágenes con el que están pobladas todas las religiones, aunque éstas suelen malentenderlas como si fueran conceptos. En consecuencia el arte y lo estético en general puede ser una buena puerta de entrada, si percibimos su carácter simbó­ lico. El hinduismo hablaría de Brahma como lo absoluto, a la vez inma­ nente y trascendente al cosmos, en donde nos disolveremos como gotas en el mar. Otras religiones lo conciben siendo una persona infinita, por ejem­ plo el cristianismo, aunque eso también nos cancelaría, pues únicamente podemos ser personas en relación con personas finitas; ante una persona infinita quedaríamos anulados como agentes, borrada nuestra libertad ante su omnipotencia de la que todo ser y acción procedería. Esa confusión de lo divino con el modo de ser de la persona ha conducido normalmente al antro­ pomorfismo. Entonces, o permanecemos en esas antinomias como irre­ solubles y apelamos al misterio, el cual es un saco sin fondo donde todo cabe, pero al que nos vemos obligados a recurrir, pues planteamos erró­ neamente el modo de ser de lo divino como algo exterior (una persona infinita exterior al mundo y a nosotros), o bien nos damos cuenta de que esas antinomias surgen de una mala comprensión ontológica. Eso originario no es ni inmanente (pues no se agota en los fenóme­ nos) ni trascendente (pues le convertiríamos en cosa si lo pensáramos así,

Son éstos los elementos que nos constituyen, de manera que somos eso plural originario, y a la vez, como hemos visto, nos desborda en la comu­ nidad y en la pluralidad de mundos posibles en el tiempo y en el espacio, porque el nuestro es sólo uno de ellos. Cada uno de nosotros es también eso, y por ello todos tenemos en nosotros mismos la posibilidad de "ver a Dios", de ser originarios y centros múltiples de realidad y del sentido de nuestra acción. Y siéndolo, no lo son menos los otros, y lo son también todas las cosas, cada una a su manera, porque la lógica de esta considera­ ción de lo divino en cuanto tal, de este cuarto modo de ser, es otra: lo divino no es "envidioso". Es siendo plural y a la vez uno, reconociéndose ahí al

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como cosa fuera de cosas). No podríamos hablar de ello sin mundo, pues sin mundo tampoco podríamos hablar ni comprender nada, y además por­ que la realidad originaria no sería sin lo originado, dado que entonces care­ cería de expresión y por tanto de ser. Pero tampoco es pura inmanencia, una característica del modo de ser de la cosa que ni siquiera conviene propiamente a la libertad. Para lo que no es ni trascendente ni inmanente Kant utilizó el término de trascendental, y podría ayudarnos aquí ese tér­ mino si ampliamos su significado. También lo podríamos denominar lo divi­ no. Su característica principal es la de ser lo originario y se nos muestra en diversos elementos que constituyen nuestra realidad, no sólo en la señalada libertad moral, y en la vida que, en cuanto natura naturans, muestra una análoga espontaneidad y creatividad, llenándonos de afectos y gozos, a la vez que de dolores. También lo encontramos en la originalidad de la acción de pensar, así como en la capacidad creativa de nuestra imaginación en tantos diversos dominios. Y no por último, sino como presupuesto, lo hallamos en la materia-fuerza-energía, pues ninguno de los otros aspectos es capaz de darle el ser, sino sólo de transformarla, y de ahí su carácter de don, a la vez que de fuente de conflictos entre lo mío y lo tuyo por su lógica de la exclusión, ya señalada.

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mismo tiempo como estando más allá de lo uno y de lo múltiple.23 Por consiguiente, con la realidad originaria no cabe una relación de domina­­­ ción, como con las cosas, pues es lo indisponible. Pero tampoco una corres­ pondencia de respeto y de ayuda mutua, como la podemos y debemos tener con los otros seres humanos, o incluso con los animales a otra escala. En este sentido podríamos decir que lo divino se sitúa más allá de lo ético, o del bien y del mal, pero siendo al mismo tiempo su fuente, pues, como hemos visto, lo ético tiene que ver con la realidad originaria y deriva de ella. Además, la comprensión correcta de lo originario presupone lo ético en cuanto conditio sine qua non o puerta de entrada, o dicho en lenguaje religioso, sólo los puros de corazón verán a Dios,24 pues, como se ha defen­dido aquí, el hombre moral es el que comprende realmente los dis­ tintos modos de realidad sin cometer errores ontológicos. En ello presupo­ nemos, por ejemplo, que tampoco establece una relación mercantil con Dios, la de "yo te doy (según los canales establecidos en una religión concreta) para que tú me des", pues no es algo que pudiera "escuchar" así y ser de ese modo selectivamente activo. ¿Qué se puede hacer entonces con esa realidad originaria que somos y a la vez nos desborda? Ese "poder hacer" es en gran medida un "deber hacer", un hacer que da cuerpo y realización a esa realidad originaria, pues ésta tampoco sería sin nosotros, como ya lo expresara el místico alemán Ángelus Silesius en sus reflexiones escritas en versos pareados, por ejem­ plo en la titulada "Dios no vive sin mí", y que reza así: «Yo sé que sin mí Dios no puede vivir un instante / Si Yo voy a la nada, Él tiene necesariamente que 23 Este asunto lo he expuesto en el artículo "Una reflexión trascendental sobre lo divino", aparecido en la revista Éndoxa: Series Filosóficas, nº 1, 1993, pp. 149-194, y más recientemente en el artículo "Las dificultades del teísmo desde el punto de vista transcendental" publicado en el libro La polémica sobre el ateísmo. Fichte y su época, Dykinson, Madrid, 2009, pp. 357-390. 24 No tomemos esta expresión en el modo de ser las cosas o las personas, claro está. Las formulaciones religiosas pueden servirnos como metáforas para decir lo de otro modo difícil de concretar, pero han de ser entendidas como metáforas, mientras que las religiones positivas tienden a tomarlas como conceptos, y a decir "el cielo existe" de igual modo que decimos "Japón existe".

25 Cherubinischer Wandersmann, Libro Primero, nº 8. «Que Dios sea tan bienaventurado y viva sin afanes / Él lo ha recibido de mí tanto como yo de Él» (nº 9). «Yo soy tan grande como Dios, Él tan pequeño como yo: / Él no puede estar sobre mí, yo no puedo estar bajo Él» (nº 10). «Dios es en mí el fuego, y yo en Él el res­ plandor: / ¿No estamos unidos por completo íntimamente?» (nº 11), etc. 26 En ese tema de la existencia es donde Wittgenstein colocaba el ámbito de lo místico (Tractatus 6.44), sólo que de eso también podemos hablar, con tal de que no pretendamos hacerlo con el lenguaje y la lógica propios de las ciencias naturales.

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entregar el alma».25 Pues bien, yo diría que lo que debemos hacer es vivirlo conscientemente, prestarle atención tanto en el sentimiento, como con la imaginación y el pensar. Esta perspectiva "divina" nos posibilitará situar las cosas y los eventos en su verdadero peso o dimensión de realidad, que es de lo que estábamos hablando. Pienso que esa actitud-acción-recepción nos haría más verdaderos, es decir, libres, alegres y respetuosos, tanto de los seres vivos como de las cosas y más aún de los seres humanos, así como de nuestra estancia, nos permitiría verlos y vernos en cuanto don, a la vez siempre que tarea, en la gratuidad del ser o de la existencia. 26 Debe­ mos vivir conscientemente la realidad originaria, pues somos en el fondo esa vida, y lo somos también en la medida en que lo elevamos a la concien­ cia en sus diversos niveles, desde el sentimiento a la razón, dado que la comprensión nos constituye en cada uno de esos momentos. Aquí voy a dejarme guiar por dos indicaciones de Spinoza: su ética de la alegría y del amor intellectualis Dei. Alegría y amor son dos conceptos que no deben faltar en un discurso sobre la ética, pues son fuentes de orientación ilumi­ nando la realidad, y a la vez de felicidad y de potencia creativa, dado que impulsa fuerzas y abre posibilidades que de otro modo estarían veladas o expresamente cerradas. Entiendo por alegría y amor en este punto no simplemente un sentimiento o afecto (como cuando hablamos de la belleza de los cuerpos), sino también una decisión y una afirmación activa y afec­ tiva de lo real, de lo real dentro de lo justo y del marco de lo ético, por cuanto que lo ético es puerta de acceso como se dijo, y además no ence­ rrando lo ético a las meras costumbres aceptadas, pues algunas de ellas son reprensibles y otras castradoras y sólo fuentes de temor. Alegría y amor es una afirmación de lo libre en la acción y en el pensar, y a la vez un acoger

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racional que tiene que ver con el dar gracias, con el degusto de la belleza, con el cuidar y el habitar. La otra respuesta a lo divino podríamos encon­ trarlo en la belleza, tanto del mundo natural como del arte, que nos admira, nos conmueve, nos crea y recrea en el sentimiento y en la reflexión, en la comprensión de la realidad y en nuestra manera de habitar el mundo y a noso­tros mismos, nos abre a la presencia y desbordamiento luminoso de la existencia y sus formas, y nos acerca a la alegría y al amor. ¿Y qué hacer con el dolor, la tragedia, la esclavitud, la tortura, la enfermedad, las injusticias y la fealdad, etcétera? Ciertamente puede dar cierto pudor hablar de belleza, de alegría y de amor, pues este discurso tiene el peligro de derivar en poéti­ cas edificantes, llenas de buenos sentimientos, que no atienden suficiente­ mente al dolor, a la injusticia y al fracaso, es decir, a la crudeza y frialdad con la que también se manifiesta la existencia y el mundo. Así es, hay situaciones muy difíciles o casi irreparables, y poca energía les quedará a los seres que vivan en dichas circunstancias para afirmar la realidad con libertad, alegría y amor, máxime si no han tenido oportunidad o no han sabido desarrollar su personalidad ética y libre. No obstante, pienso que esto no sería una obje­ ción a mi propuesta, pues la ética no indica lo que sucede, sino lo que debería suceder, el ideal. En primer lugar hay que decir que al ideal nunca llegamos plenamente debido a nuestra mayor o menor torpeza, y en alguna medida todos hemos de contar con cierto grado de limitación. Incluso en las mejores condiciones nuestra fuerza y capacidad para vivir con anchura todos los aspectos de lo divino es reducida, más aún cuando suceden los fracasos antes señalados. En segundo lugar estas situaciones negativas ape­ lan éticamente a nuestra acción a fin de modificarlas y superarlas, ya sea mediante medidas legales y políticas, o bien por medio de avances científi­ cos y técnicos, los cuales muestran así su vinculación moral. ¿Pero no sería esta parte negativa de la existencia una objeción contra la realidad origina­ ria, que no ha tenido ese cuidado de hacernos felices y en plenitud? Pienso que en mi propuesta no hace falta una teodicea de ese estilo, pues no se ha partido de un Dios teísta, sabio, bueno y todopoderoso, sino

Hemos de buscar, pues, fijarnos más en los aspectos positivos que en los negativos, nos aconseja Spinoza: «Al ordenar nues­tros pensamientos e Así habló Zaratustra III, "La otra canción del baile" 3, Alianza, Madrid, 2007, p. 313. O.c. pp. 318-319. 29 Más allá del bien y del mal, §§ pp. 221, 227-228. 27 28

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de la finitud de todas las caras de lo divino, ninguna de las cuales absorbe las demás en su potencia. ¿Pero no sería al menos esto una objeción contra la realidad y contra la opinión de que debemos afirmarla, o incluso amarla y alegrarnos, contra la realidad como un don y no como condena, y todas esas pré­dicas piadosas? Ciertamente la realidad originaria no se muestra muchas veces providente, y además la propia vida se ha metido en un calle­ jón de dolor, se ha montado sobre sí misma como quien sube su propia pirámide hecha de vida y carne, comiéndose los unos a los otros, pues sólo las plantas logran alimentarse de materia inorgánica. Cabría entonces atender aquí a la indicación de Nietzsche sobre los que saben decir que sí. Al despertar de un profundo sueño de media noche, Zaratustra pro­ clama: «El mundo es profundo. / Y más profundo de lo que el día ha pensado [más profundo de lo que la razón ilustrada haya podido alcanzar]. Profun­ do es su dolor, / El placer -es aún más profundo que el sufrimiento: / El dolor dice: ¡Pasa! [su realidad ontológica se la quita él mismo de en medio] / Mas todo placer quiere eternidad, [hunde sus raíces en lo originario] / Quiere profunda, pro­fun­da eternidad».27 Entonces Zaratustra se pone a cantar "la canción del «Sí y del Amén»", y en cada una de sus estrofas concluye diciendo: «¡Pues yo te amo, oh eternidad!».28 Se trata, por consiguiente, de una afirmación no triste, sino gozosa, además de creativa: queremos tener a nuestro lado a los que se ríen y no a los que son aburridos.29 El amor se busca a sí mismo, mientras que la tristeza anhela su desaparición. El dolor quiere pasar, pero el gozo tiende a la existencia. Eso ya nos indica el sentido de esa realidad originaria, aunque necesita del dolor para darse cuenta y crear con potencia que sabe de sí.

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imágenes, debemos siempre fijarnos en lo que cada cosa tiene de bueno, para, de este modo, determinarnos siempre a obrar en virtud del afecto, de la alegría».30

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Todos pueden vivir y captar lo divino, aunque hay circunstancias que hacen esa tarea ciertamente heroica, exigiendo una gran presencia de áni­ mo. En gran parte se trata de una apuesta que abre espacios, y ése es también un carácter básico de la realidad, principalmente en lo que tiene de vida y subjetividad, y por tanto es también el carácter de lo ético. El mismo principio de identidad, que habrá de ser completado y limitado con otros, y la razón es una apuesta de comprensión, de construcción de sentido y de acción, así como el impulso a la creatividad y sobre todo de lo que Kant denominó "razón práctica", como ya lo manifiesta su forma impe­ rativa de presentarse.31 Decía que la realidad originaria la habremos de acoger también en el pensar, ya que es para nosotros un lugar necesario para realizarla en su verdadero modo de ser. El pensar forma parte esencial de la comprensión, la cual es el lado que le ofrece luz, resonancia, vida y libertad. Pensar es aclarar con conceptos, ensanchar, articular y corregir nuestra comprensión primaria conceptual, así como también la procedente de otros niveles de comprensión: el imaginativo, el del sentir, el de la acción, el de la creatividad, etcétera. Pensar es acoger y la respuesta necesaria que habremos de dar para orientarnos ontológicamente. A ese pensar se le ha llamado "filosofía", Spinoza, Ética V, Prop. X, Escolio. Víctor Emil Frankl fue un psicólogo judío austriaco que se dedicó sobre todo a tratar a las personas con tendencias suicidas. En su libro Trotzdem Ja zum Leben sagen. Ein Psychologe erlebt das Konzentrationslager (A pesar de todo, decir sí a la vida. Un psicólogo tiene la experiencia del campo de concentración), publicado en inglés con el título Man‘s Search for Meaning (recogido en su traducción española, El hombre en busca de sentido) y que tuvo un éxito de venta espectacular, contó su experiencia como preso en diversos campos de concentración nazis, donde perdió a su familia. Con todo ello sostiene que en cualquier situación el ser humano puede encontrar un sentido a su existencia mediante alguna acción (Leistung). Yo pienso que esa es una apuesta ética y ontológica­ mente fundada y fundante, pero tal vez no siempre subjetivamente al alcance de algunos individuos. 30 31

que es por tanto también una respuesta ética frente a la realidad, mien­ tras que tanto el saber cotidiano como el científico se limitan al horizonte de lo manipulable, de lo objetivo. Hay muchas formas de hacer filosofía, no sólo existe la filosofía académica, todos tenemos una filosofía, más o me­ nos evolucio­nada, aclarada, formulada, coherente o con puntos conflic­ tivos. Es la actitud natural de la razón, nos dice Kant, que pide ser aclarada críticamente.32

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Que sirvan estas palabras como una invitación final a la filosofía. El amor, nos dice Platón, nos lleva a la visión plena de la realidad si está conducido por la filo­sofía; y lo mismo sucede con la alegría y la belleza.

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KrV A VII-VIII.

Esta obra se terminó de imprimir y encua­der­nar en mayo de 2011 en los talleres de Editorial Color, S.A. de C.V., calle Naranjo núm. 96 Bis, Colonia Santa María la Ribera, Delegación Cuauhtémoc, C.P. 06400, México, D.F. Se uti­­lizó el tipo Gill Sans Std de 20, 15, 13, 12, 10, 8 y 7 pun­t os. La edi­c ión consta de 1,000 ejem­plares impre­s os ­e n papel bond crema de 75 grs.

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