Moral Social y Espiritualidad. Una Co(i)Nspiracion Necesaria - JULIO L. MARTÍNEZ SJ

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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JULIO L.MARTÍNEZ, SJ

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Una co(i)nspiración necesaria

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«No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto». (Rm 12,2)

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Presentación ¿Adónde vamos y por qué? 1. Compromiso social desde dentro de la espiritualidad ignaciana Ser privadamente tan religioso como uno quiera El mito de una sociología libre de valores La acción social escindida entre los valores y los fines La polaridad entre la moral absoluta y el realismo conformista La elegante pero insuficiente complementariedad Vivir teologalmente: «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37) El compromiso social como respuesta a la invitación a colaborar con Dios Un personalismo comprometido con la creación El papel de las estructuras sociales «Conocimiento interno» de la realidad social Investigación interdisciplinar y con sentido vertical La cuestión social es antropológica y también teológica Agarrados al Señor y volcados a lo real El amor, más en las obras que en las palabras 2. El sujeto espiritual moral en la cultura de la globalización La novedad de una tensión recurrente: cambio personal y cambio social Tiempo de inseguridades, tiempo muy interesante El sujeto entre moderno y posmoderno 11

La interdependencia como «signo del tiempo» presente Crisis económica, crisis de valores Turbulencias del cambio cultural El sujeto, entre fuerzas uniformadoras y disgregadoras El sujeto, simplificado por el «pensamiento único» El sujeto, en busca compulsiva de su identidad El sujeto, troquelado por la cultura de la «virtualidad real» El sujeto en una «sociedad red» con brechas crecientes de desigualdad y exclusión El sujeto, «anestesiado» por hiperinformación El sujeto del fogonazo solidario El sujeto moral, entre la libertad y la verdad Mimbres para la (re)construcción espiritual-moral del sujeto La esperanza, ancla para no perderse en la ambigüedad La responsabilidad escalonada y modesta La discreta sensibilidad y el experimentar concreto La crítica apoyada en el «conocimiento interno» El acompañamiento pide comunidad El centro de gravedad que ordena el paisaje y unifica el corazón Un método para la vida Una moral amiga de la libertad y la elección y enemiga de las recetas 3. La verdadera moral del cristianismo es el amor El marco para ubicarse 12

Una importante lección aprendida El arte de ir a lo esencial Una lectura desde la Teología moral El principio ordenador El amor como fuente de integración humana La integración de eros y agapé Universalidad y concreción Experiencia que forma carácter y no solo vivencias puntuales Espiritualidad cristiana del servicio social: perder para ganar Tarea personal y eclesial El par clásico de la caridad y la justicia Cuatro temas de especial y debatida significación en las relaciones entre caridad y justicia ¿Dónde encuentra la Iglesia su lugar en esta lucha desde el amor al servicio de la justicia? ¿Justicia de instituciones y caridad de personas? Caridad y solidaridad Caridad y opción preferencial por los pobres 4. Donde se cruzan los caminos de la espiritualidad y la moral El vínculo entre la fe y la moral es constitutivo de la experiencia cristiana El cristianismo no es una super-moral El amor puede ser mandado porque antes es dado Fe y obras 13

La Iglesia al servicio de la sociedad Fe y razón se necesitan y complementan La teonomía moral: la redención no disuelve la creación Mirando al Crucificado entendemos qué es el amor 5. La virtud como gran categoría de encuentro entre la ética y la espiritualidad Del desprestigio a la rehabilitación Una larga marcha a través de la historia de la ética 156«Virtud» como categoría recuperada por la Teología moral Comunidades de carácter Actualización de la tradición de las virtudes Cristocentrismo de las virtudes «Virtud» en el corpus ignaciano Recuperar la conexión creativa y vital entre la espiritualidad y la moral cristianas Viático para seguir caminando

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DESDE hace años, me gusta comenzar los cursos de moral preguntando a los alumnos qué asuntos merecen, a su juicio, el calificativo de «morales», y a partir de ahí pasar a indagar cuál creen que es la relación entre la vida moral y la vida espiritual. Generalmente, sucede que la mayoría de ellos no ven la moral implicada en las acciones simples y cotidianas del vivir, ni relacionada con las cosas del «espíritu», sino mucho más con los principios para decidir y las acciones negativas y un tanto especiales que se deben evitar. Cuanto más se pone la moral en ese tipo de acciones, tanto mayor es la separación entre ella y la espiritualidad. Darse cuenta de la escisión que hacemos entre ambas y de las dificultades que comporta no suele resultar muy difícil, y hasta sorprende e interesa; pero se vuelve más complicado averiguar por qué tendemos a separarlas tanto. En contra de lo que a primera vista cabría pensar, no está en la secularización contemporánea la principal causa de la ruptura; la divergencia se remonta siglos atrás. Hubo un momento decisivo en el siglo XVI y comienzos del XVII en que, después de que Trento precisase la teología y la praxis del sacramento de la penitencia, los moralistas - el primero de ellos un jesuita prefirieron organizar sus tratados con los diez mandamientos y no con las virtudes (teologales, cardinales y complementarias), tal como hasta entonces se venía haciendo. Los mandamientos ofrecían una estructura más clara para confesar bien. Precisamente, la importancia del pecado y de la penitencia en la moral cristiana podría llevar incluso a situar el extrañamiento entre moral y espiritualidad en los albores de la Edad Media, cuando por parte y arte de los monjes irlandeses se fue extendiendo en Europa la práctica de la confesión individual. Para no perderse en los recovecos de la historia es útil la pedagógica clasificación que hace M.Vidal en su Nueva moral fundamental (2000) de los diversos modelos del discurso de la moral cristiana y los correspondientes estatutos de la disciplina de la Teología moral: ➢El modelo parenético de la época patrística, al que corresponde un discurso moral todavía no diferenciado ni como saber teológico específico ni, mucho menos, como rama disciplinar autónoma; en este modelo, espiritualidad y moral iban entreverados. ➢El modelo teológico de la Edad Media, al que corresponde una articulación en el 16

único discurso teológico, todavía no diversificado en disciplinas separadas; desde la categoría «virtud» había un canal eficaz de conexión de la moral con la espiritualidad. ➢El modelo jurídico de la Edad Moderna, dentro del cual se constituye la autonomía disciplinar de la moral, pero perdiendo el tono teológico y haciéndose más semejante al método casuístico del derecho; no había relación entre moral y espiritualidad. ➢El Concilio Vaticano II pedirá expresamente acometer el esfuerzo por reteologizar la moral católica, lo cual va a suponer una nueva articulación dentro del conjunto del saber teológico y una estupenda oportunidad para reencontrarse fraternalmente con la espiritualidad. Así lo han ido reclamando, sobre todo, los teólogos dedicados a la moral, desde el convencimiento expresado por uno de los padres de la renovación conciliar de que «toda la Teología moral sigue la estructura básica de la fe cristiana» (B. H ring). No sin cierta perplejidad, constatamos que, en el momento en que adquiere autonomía disciplinar, la Teología moral pierde sustancia teológica y adquiere entidad jurídica. Es una paradoja, pero tiene su explicación: «La aparición en los albores del siglo XVII, exactamente en 1600, de las Instituciones morales, del jesuita español Juan Azor, señala el nacimiento de un género literario nuevo en Teología moral. Desligada en adelante de la filosofía viva, del dogma e incluso de una Teología moral especulativa, ajena a la espiritualidad y a la mística, esta Teología moral práctica, modesta sirviente del confesor, se llamaba pomposamente Theologia moralis» (L.Vereecke). De este modo, la reforma del Concilio de Trento, la reorganización de los estudios eclesiásticos y la reafirmación de la praxis penitencial individualizada estarían entre los factores principales que propiciaron la referida independencia disciplinar y la radical separación de la moral respecto de la espiritualidad. La moral se centró en las acciones negativas que la ley mandaba evitar (todo lo referido al pecado y la preparación para administrar el sacramento de la penitencia); la espiritualidad siguió su propio camino. Por ejemplo, dentro de la Compañía de Jesús había competentes jesuitas dedicados a la Teología moral que no solo no tenían ningún interés en buscar puentes entre la moral y la espiritualidad ignaciana, sino que incluso rechazaban cualquier conexión entre ellas. Thomas Slater, jesuita inglés y afamado moralista, lo decía sin circunloquios en su manual de 1908: «los manuales de moral son obras técnicas que han de ayudar a confesores y párrocos a cumplir bien sus deberes. Deben ser tan técnicos como los libros de texto de los abogados o de los médicos. No 17

buscan la edificación ni la presentación del ideal de la perfección cristiana; tratan de la obligación que pone el pecado; son libros de patología moral». En realidad, la moral de corte jurídico estaba muy centrada en los casos de conciencia y en la formación de los confesores y no tenía ninguna relación con la vida teologal. Se llamaba «Teología moral», aunque en realidad tenía poco de teología y no mucho de ética o moral'. Recordemos que «ética» procede del griego éthos (con eta [r¡]) y significa carácter y morada o lugar donde se habita (que, según Heidegger, fue el significado más antiguo). Y hay un éthos (con épsilon [s]) que significa «costumbre» (de ahí viene «etología»). Por su parte, «moral» procede del término latino mos, que traduce tanto el éthos como el éthos; pero el hecho mismo de ser una sola palabra favoreció el empobrecimiento de la fuerza semántica que contenía. Santo Tomás dejó constancia de ello: «Mos puede significar dos cosas: unas veces tiene el significado de costumbre...; otras, significa una inclinación natural o casi natural a hacer algo... Para esta doble significación hay en latín una sola palabra, pero en griego existen dos vocablos distintos» (STh I-II, q.58, a.1). Desde luego, los procesos modernos de secularización vinieron a dar nuevas vueltas de tuerca a esa separación entre la ética y la vida de fe, sobre todo mediante la privatización de todo lo relativo al sentido de la existencia para hacer posible el pluralismo moral. Este hecho acarreó la necesidad de recurrir a un lenguaje ético de respeto mutuo y tolerancia de las diferencias; un lenguaje que pudiera ser empleado por grupos e individuos cuyas ideas de felicidad y de comportamiento correcto son diferentes, incluso contradictorias. Sin un lenguaje y un método comunes, vendría a ser imposible cualquier tratamiento de los dilemas morales. Ese lenguaje y ese método lo proporcionan los principios comunes, que cada cual puede aplicar al caso concreto. La perspectiva de los principios morales aporta un lenguaje y unas reglas para resolver conflictos morales, pero de algún modo nos exige abstraemos de nuestros específicos marcos identitarios; hacernos individuos racionales y razonables con el fin de poder realizar elecciones correctas, para lo cual tenemos que correr un tupido velo (al modo del «velo de ignorancia» de Rawls) sobre nuestras circunstancias, creencias y características propias y singulares. Con lo cual, como la vida real no es un contexto de personas sin identidades, cuando volvemos con el dilema resuelto en un procedimiento racional, lo menos lo que puede ocurrir es que acabemos decretando la inutilidad de la ética. Y así sucede muchas veces. Cuando reconocemos que el modo de ordenar, interpretar y aplicar los principios depende del carácter de los participantes y de los contextos en que se dan las relaciones, 18

entonces no tenemos más remedio que aceptar que los principios sin carácter son ciegos, porque no se incorporan a la vida de las personas, a la cual ha de servir la ética. El hecho es que sin tradiciones, comunidades y narraciones que nos conformen como las personas que somos (para bien y para mal), es imposible cualquier proyecto moral. Todos, de una u otra forma, con un mayor o menor grado de conciencia y de satisfacción, estamos metidos en tradiciones y comunidades morales concretas, porque sin ellas, o no podemos sobrevivir o, si lo hacemos, nuestra vida se torna solitaria, fragmentada, incluso desesperada o (auto)destructiva. Cuando la ética acierta a conjugar carácter y principios, se hace más narrativa, comprometida y afectiva, y no solo normativa ni tan formalizada como el lenguaje de corte principialista. El lenguaje de la ética narrativa acentúa la importancia de las historias, el carácter, la virtud, la comunidad y la influencia de los contextos sociales en nuestros juicios morales. Por eso se considera no rara vez que lo mejor que podemos hacer con ese bagaje es ponerlo entre paréntesis para posibilitar un abordaje de los dilemas morales a los que nos enfrentamos, con el fin de quitarle su fuerza potencialmente divisiva en los contextos pluralistas. Aquí nos topamos con el principio de la neutralidad como dogma liberal para alcanzar acuerdos racionales en medio del pluralismo de la sociedad. Aun cuando ciertamente este lenguaje narrativo y contextual es más pobre desde el punto de vista de los procedimientos, sin embargo, es más rico en vida, en contenido y en sustancia moral. Y esto es importante, puesto que en las encrucijadas en las que hay que elegir entre diferentes posibilidades de acción, conviene no desalojar preguntas como: «¿Actúo de acuerdo con lo que significa respetarme a mí mismo y a los demás?». «¿Quién me estoy "haciendo"?». «¿Qué significa esto para mi propia narración existencial o mi historia personal?». Hacerse estas preguntas sobre el carácter moral en interacción con el discurso de principios no significa que todo alcance la armonía. Puede ser que, al hacerme consciente de cómo mi carácter moral se pone en cuestión ante un decisión determinada, se agudice la tensión, porque la lucidez ante el conflicto aumenta. Pero eso no es razón para renunciar a ello en la toma de decisión ética, por cuanto esta afecta a todas las capacidades de la persona, no solo a las cognitivas, que son las que en el enfoque principialista se ponen en ejercicio. Si por ahí va el meollo de la ética, ¿cómo no va a estar abocada a llevarse bien con la espiritualidad? ¿Acaso puede uno tener verdaderamente sentido de su propio valor como persona una vez que se le ha despojado de sus raíces, convicciones, creencias o 19

tradiciones? Benedicto XVI dijo en su discurso a la Asamblea de Naciones Unidas, el 18 de abril de 2008: «Es inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos - su fe - para ser ciudadanos activos... La negativa a reconocer la contribución a la sociedad, que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto expresión, por su propia naturaleza, de la comunión entre personas - privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona». O, dicho en otros términos, los participantes en una deliberación moral «no pueden poner entre paréntesis su pertenencia a la comunidad moral, sus convicciones particulares, porque esa pertenencia y esas convicciones son constitutivas de su personalidad. Ponerlas entre paréntesis sería como ponerse entre paréntesis o aniquilarse uno mismo... Puesto que pertenecer a una comunidad moral concreta - su participación en una tradición moral particular - es constitutivo de la identidad, las personas deben encontrar un medio de entrar en diálogo moral con personas de fuera de su comunidad moral, sin tener que hacer lo que no pueden: poner entre paréntesis su pertenencia». Como esa identidad personal toca muchas veces fibras religiosas, se pone de manifiesto que la garantía de la libertad religiosa no puede circunscribirse a asegurar el libre ejercicio del culto, sino que ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción del orden social. De eso precisamente vamos a tratar en este libro. La brevísima nota histórica anterior nos ha mostrado la relación entre moral y espiritualidad como una historia de unidad inicial, de separación posterior y de actual reencuentro. Estas fases se aplican tanto si nos referimos a dos disciplinas teológicas llamadas «Teología espiritual» y «Teología moral», como si miramos a la vida de las personas y las comunidades cristianas3. Por lo que respecta a la Teología moral y la Teología espiritual en cuanto disciplinas, ciertamente son diversas tanto en su contenido como en sus métodos, pero entre ellas existe una identidad sustancial aún más fuerte que la que viene del mismo tronco teológico. En este sentido, por ejemplo en nuestra facultad de Comillas, la moral y la espiritualidad pertenecen al mismo departamento, denominado de «Teología moral y praxis de la vida cristiana». Nuestra propia experiencia nos enseña que profundizar en esa relación es beneficioso para ambas. Pero advierto que la perspectiva principal de este libro va a fijarse en la vida cristiana, y no tanto en las cuestiones de relaciones disciplinares y epistemológicas. Por «espiritualidad cristiana» entendemos la experiencia vivida de la fe en Jesucristo. En palabras de algunos expertos: «la forma concreta que cobra la identidad cristiana 20

encarnada en las circunstancias propias de la vida de un cristiano o un grupo de cristianos» (J.Martín Velasco); «la existencia del cristiano en cuanto dada por el Espíritu de Dios y desarrollada, a partir de su acogida, en la multiplicidad de su vida» (A.Rotzetter); o «la vida entera de una persona entendida, sentida, imaginada y decidida en su relación con Dios, en Cristo Jesús, con la fuerza del Espíritu» (J.Wolski Conn). «La presencia real, consciente y reflejamente asumida, del Espíritu Santo, del Espíritu de Cristo en la vida real de las personas, de las comunidades y de las instituciones que quieren ser cristianas» (1. Ellacuría). Obviamente, en el mundo de la espiritualidad cristiana hay diversas tradiciones y caminos. En las páginas que aquí arrancan tendré presente en particular el camino ignaciano de la espiritualidad cristiana, que tiene su perla en los Ejercicios Espirituales. Es una «espiritualidad mundana», es decir, vuelta hacia el mundo (J.M.Rambla) y, por ello, dinámica, servicial, que se vale de todos los medios humanos, según el Espíritu de Jesús, para «el mayor servicio», y en la que la comunidad es para la misión. La visión ignaciana del mundo - dijo el P.Kolvenbach en su impactante discurso en la Georgetown University en 1989 - «es positiva, lo abarca totalmente, pone el énfasis en la libertad, se plantea la realidad del pecado personal y social, pero hace resaltar el amor de Dios como algo más fuerte que la flaqueza humana y el mal; es altruista, potencia la necesidad del discernimiento y ofrece un amplio campo a la inteligencia y la afectividad en la formación de líderes». Todos esos rasgos exigen una actitud de continua elección desde la búsqueda humilde de la voluntad de Dios, siempre mayor que cualquier proyecto o empresa humana. Para ser moral, el comportamiento humano ha de buscar el bien y evitar el mal, y hacerlo de modo responsable, es decir, de modo suficientemente consciente, voluntario y libre, interiorizado e imputable. La responsabilidad moral requiere ser responsabilidad de uno mismo ante alguien, por alguna cosa, en una estructura objetiva y mediante ella (A.Molinaro). Esta responsabilidad tiene relación inmediata con la libertad de la persona (sujeto y centro de la moral), que actúa y se manifiesta en sus actos, en sus actitudes y en la opción fundamental, la cual caracteriza su orientación vital sin quitarle valor moral a los actos particulares. Quede claro que aquí no partimos del supuesto de que uno es moral por ser religioso. Dentro del amplio campo de la moral, la moral social se refiere a cómo debe ser la vida en la sociedad, poniendo el énfasis en la acción y las estructuras sociales. A su vez, dentro de la moral social cristiana se encuadra la Doctrina Social de la Iglesia. Este libro no es un tratado de moral social, aunque sí aborda algunos de los temas nucleares de la materia: la globalización, los derechos humanos, la caridad y la justicia 21

social, la solidaridad, la opción por los pobres, la ecología o la cultura de la virtualidad real. Siempre iremos buscando la clave de la espiritualidad que alimenta y sostiene las opciones cristianas ante asuntos de ese tenor. En el tratamiento que haremos de esas cuestiones, las encíclicas del Papa Benedicto XVI tendrán un lugar especialmente destacado, y en la construcción del hogar teologal y espiritual de la moral social contaremos con los motivos principales de la espiritualidad ignaciana. Si el Concilio de Trento puso las bases para la separación entre moral y espiritualidad, el Vaticano II ha resultado decisivo para recuperar la co(i)nspiración entre ambas. Desde los planteamientos nuevos propuestos en el Vaticano II con la llamada universal a la santidad (LG 5) y la tarea de la moral de «mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (OT 16), perdía todo sentido el pensar que la Teología espiritual tenía que estudiar el comportamiento positivo, mientras que la Teología moral debería centrarse en el comportamiento negativo, asociado a la ley y al pecado. Al contrario, la vida moral es también expresión práctica de la gracia divina actuando en cada persona, y por eso necesita conectarse con la dimensión teológico-espiritual del horizonte de sentido, de las motivaciones y de la alimentación de actitudes básicas. Por su parte, la espiritualidad ha de encontrar los cauces adecuados para interpretar y expresar el compromiso intramundano. Ambas perspectivas son constitutivas y esenciales de la vida y la existencia teologal de las comunidades y de cada uno de los cristianos, y permitir que se encuentren y «co(i)nspiren» es una obligación irrenunciable, a la que también deben ayudar los teólogos. En eso estamos. En mi propia experiencia, el relacionar la moral y la espiritualidad, más que como un esfuerzo conceptual y una decisión consciente, ha ido surgiendo casi como una necesidad interior y como lo más natural de mi mundo. Para mí son como dos pulmones: la espiritualidad según el camino ignaciano es mi vocación religiosa y la fuente principal del sentido de mi vida que ha canalizado mi amistad personal con el Señor y mi pertenencia a la Iglesia; la Teología moral es mi profesión y vocación intelectual desde hace décadas, aquello en lo que paso buena parte de mis horas y en lo que llevo años formando a otros. Así puedo explicar que en estos últimos años, casi sin darme cuenta, algunas de las cosas que he ido escribiendo mostrasen mi preocupación por hacer converger las dos áreas. Esos escritos están aquí ahora reelaborados, recompuestos y armonizados. Prácticamente nada ha permanecido tal como fue originalmente publicado, y los distintos elementos han sido cohesionados en una nueva unidad. No obstante, reconozco que sin lo publicado la cristalización actual no habría sido posible. La categoría «virtud» es particularmente importante para construir los puentes que 22

queremos. Precede al cristianismo, pero el desarrollo que de ella hizo la tradición cristiana consiguió hacer confluir, como acaso no sucede con ninguna otra categoría, la perspectiva moral (la virtud como hábito) y la perspectiva espiritual (la virtud como don). Desde ella se entiende bien el tríptico reflexión, vida y acción, verdadera columna vertebral de los cinco capítulos que aquí empiezan, el último de los cuales se dedica por entero a la virtud. En mi encuentro con el estudio de la virtud le debo mucho a J.F.Keenan, si, neoyorquino militante y profesor de Teología moral en el Boston College, quien me guió inicialmente en ese descubrimiento. En mi personal comprensión de ese tríptico del vivir, pensar y actuar según el sentido ignaciano, hay dos compañeros hacia los que siento un especial agradecimiento: Ignacio Iglesias, si, que hace un par de años pasó a la casa del buen Dios, e Inocencio Martín, si, que desde hace décadas ha sabido y querido acompañarme con su ignaciana intuición y su amistad. A los responsables de la Editorial Sal Terrae les agradezco sinceramente su interés y su buena acogida de este sencillo libro muy pegado a la experiencia.

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EN este primer capítulo me propongo buscar puentes entre la espiritualidad ignaciana y la moral social cristiana y, dentro de esta, la Doctrina Social de la Iglesia, atendiendo de modo particular a las encíclicas del Papa Benedicto XVI. El objetivo es comprender si el compromiso moral social tiene conexión con la profundidad del sentido de la vida y, si efectivamente la tiene, qué implicaciones comporta tal conexión. Ese sentido religioso que, por ejemplo, se contiene en el tema bíblico de «la mayor gloria de Dios», verdadero centro de gravedad permanente de Ignacio de Loyola y de quienes a lo largo de los siglos han compartido y compartimos hoy su camino. Como pórtico me sirven unas palabras del que fue Superior General de la Compañía de Jesús, el P.P.-H. Kolvenbach, que quiero convertir en clave de referencia para todas las páginas restantes: «La realidad de nuestro mundo, con sus luces y sus sombras, exige que nos preguntemos si estamos dispuestos a aceptarlo, porque nuestra misión nos llama a comprometernos con el mundo, al que Dios ama, y no a romper con él. Necesitamos una visión optimista de la historia, una visión pascual, con apertura a un mundo que, estamos convencidos, se deja transformar y puede ser transformado. Todo esto obliga a hablar de espiritualidad (una espiritualidad auténtica, no desencarnada), capaz de inspirar un trabajo que no es puramente secularizante o puramente profesional. Porque nuestro compromiso ha de ser testimonio de la presencia de un Dios amante y salvador. Y la justicia por la que nos empeñamos tiene que estar marcada por el mandamiento nuevo» (P.-H. Kolvenbach, septiembre 1997). Ser privadamente tan religioso como uno quiera En una entrevista sobre el papel de la religión en su vida, un joven católico de Mali respondía: «Hay que ser bastante listos para no hablar de religión». Con ello quería señalar la existencia de una cultura de la convivencia pública que problematiza y tiende a eliminar la presencia del acontecimiento religioso en la interacción cotidiana, y por eso es mejor ser cautos en la visibilización de la propia condición religiosa. De lo contrario, puede sobrevenirle a uno algún tipo de rechazo o una cierta marginación.

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Lo que aquel joven expresaba perspicazmente es lo que con mucha mayor sofisticación y menor claridad dicen algunos de los pensadores de referencia en nuestras sociedades liberales. Por ejemplo, John Rawls, un gran filósofo norteamericano cuya obra es probablemente la más importante en la filosofía social y política del siglo XX. Su visión civilizadamente desconfiada hacia la religión dentro de nuestras sociedades pluralistas queda patente cuando habla de un personaje español al que él llama «Loyola», cuyo mérito para merecer una cita es haber sostenido que el fin primero y fundamental de la vida es servir a Dios, a través de lo cual la persona salva su alma y ordena toda su existencia. La «mayor gloria de Dios» ya había sido la recomendación de Pablo a los corintios: «ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para mayor gloria de Dios» (1 Co 10,31). El problema nuclear que Rawls encuentra en un proceder como el descrito radica en que subordina todos los fines a uno solo, que en este caso es religioso y, por tanto, «absolutamente vinculante». De esa manera se cae en el grave defecto de no respetar que «el bien humano es heterogéneo, como los fines del individuo»'. Siempre que alguien subordina todos sus propósitos a un fin que toma por principio y fundamento de su vida, impresiona la irracionalidad, la insensatez o la falta de cordura que tal comportamiento entraña. En el fondo, se trata de separar el camino de la salvación del alma de la actuación social y política, y dejar bien claro que quien busque relacionarlos se va a encontrar con problemas. ¿Qué implicaciones tiene tal separación? Supone, sobre todo, que la religión no tiene nada que ver con la vida pública, porque se asimila a materia de creencia y gusto personal y privado. Todos tenemos derecho a profesar creencias religiosas en tanto no interfieran en la vida pública. Es decir, toda persona podrá privadamente ser tan religiosa como quiera - si lo quiere, por supuesto-, pero que no intente hacer de su religión una fuerza para configurar la estructura, las instituciones, el espíritu y las tendencias de la sociedad. La religión se piensa como algo útil para determinados momentos en los que hace falta un especial aporte de sentido (bodas, bautizos, funerales...), pero por lo demás es prescindible. De esta suerte, no disuena el que haya una mentalidad escéptica e iconoclasta que va desde la indiferencia hasta la hostilidad activa, ni que sea francamente sencillo crear toda una caricatura de las religiones aprovechando el fundamentalismo, o presentándolas como deseosas de revocar todas las libertades y las medidas de progreso social. Lo que ocurre es que, una vez que ha sido caricaturizada, ya está lanzada la sombra de sospecha sobre la incivilidad de la religión. Cuando hemos conseguido reducir la religión a un asunto del corazón, nada impide que se trate la religión como una fuente 26

de seguridad emocional, no como un desafío a la complacencia y el orgullo, o que se tomen las enseñanzas morales con base re ligiosa como un conjunto de mandamientos simples que no dejan lugar a la ambigüedad o a la duda. Una de las cosas totalmente desenfocadas en estas pretensiones es la suposición de que la religión - una auténtica experiencia religiosa, no una caricatura de ella - haya proporcionado alguna vez un conjunto exhaustivo de respuestas sin ambigüedad alguna, de respuestas completamente impermeables al escepticismo. Pero ni mucho menos es la única cosa mal enfocada. Para centrar bien el foco necesitamos entender a qué se debe esa desconfianza casi visceral ante cualquier proyecto de vida para el que la fe en Dios sea el principio ordenador de la existencia; qué tiene de irracional el que alguien quiera hacer de la mayor gloria de Dios el foco de su actuar; o por qué el ser creyente puede significar no tener cabida dentro del marco de una sociedad democrática y pluralista. En el fondo late el temor a la repercusión pública de la religión. No es tarea fácil, pero sí apasionante. El mito de una sociología libre de valores El sociólogo norteamericano Alvin Gouldner comparó la asepsia axiológica impuesta a todos los que aspiraban a dedicarse al estudio de las ciencias sociales con el sacrificio de donceles y doncellas para aplacar al monstruo que, según la mitología, habitaba la cueva del Minotauro. Una renuncia parecida sería obligada también para los participantes directos en las políticas sociales dirigidas a generar bienestar; si realizan bien su función, deben poner al margen todas las cuestiones del sentido de las personas a las que atienden, todo lo relativo a la identidad de las personas. De algún modo, los valores en la vida humana sobran en aquellos terrenos donde mandan la ciencia y la po lítica social: ahí no deberíamos contemplar más que la opción de acatar las reglas del juego, y estas, nos guste o no, imponen dejar fuera valores morales personales y creencias religiosas. El liberalismo contemporáneo ha asumido y favorecido esa lógica de poner los valores fuera del mundo del conocimiento «objetivo», al concentrarlos en el coto de la preferencia y la elección subjetiva. El liberalismo no duda de que lo más coherente sea separar los dos ámbitos, público y privado. Y la epistemología moderna, con su adopción del modelo de las ciencias de la naturaleza y la razón como principio sin referencia y arbitraje más allá de ella misma, ha dado carta de ciudadanía a la escisión entre teoría y práctica, hechos y valores, fines e ideales, responsabilidad y convicción. De ello dejó magistral constancia Max Weber cuando, complacientemente, explicaba que «el destino de nuestro tiempo, racionalizado e intelectualizado y, sobre todo, desmitificador del mundo, es que precisamente los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la 27

vida pública y se han retirado, o bien al reino ultraterreno de la vida mística, o bien a la fraternidad de las relaciones inmediatas de los individuos entre sí» 3. Esa conquista de neutralidad de valores, tan celebrada por muchos, ha sido duramente criticada por otros. Charles Taylor, por ejemplo, ha mostrado con lucidez crítica que, en la modernidad, la dignidad igualitaria de los ciudadanos y la identidad individual entendida como autenticidad estaban llamadas a crecer juntas, pero no lo hicieron así, sino que, por el contrario, se divorciaron y dejaron de respaldarse mutuamente. Hasta el punto de que el compromiso con la igualdad de derechos basada en la dignidad universalista ha llevado aparejada la neutralidad ante las diferencias, y de ahí las legítimas reacciones contemporáneas en favor de la «política del reconocimiento». En esa rei vindicación también sitúo yo la búsqueda de puentes entre el compromiso social y la espiritualidad cristiana. La acción social escindida entre los valores y los fines Max Weber concebía la sociología como la ciencia cuyo objeto es la acción social'. Hablaba de «acción» distinguiéndola del mero comportamiento. En la acción, el sujeto pone un sentido subjetivo, y por eso tiene como lenguaje la libertad; viene de dentro del sujeto que actúa, porque la acción es algo que uno hace suceder: es intencional, con motivo y con causa; se hace por un fin y, para lograrse, requiere de otras accionesmedios. Todo ello implica deseo, proyecto, deliberación, discernimiento, responsabilidad... En suma, implica un sujeto para quien no todo lo que puede hacer física o psicológicamente - puede - éticamente - hacerse (poder como deber). Santo Tomás hizo la distinción entre actos del hombre y actos humanos, siendo estos segundos los únicos que merecen el calificativo de morales, porque en ellos entra en juego la libertad'. Y la acción es social, según el sociólogo alemán, cuando el sentido mentado por el actor o los actores se refiere al comportamiento - pasado, presente o esperado en el futuro - de otros. Esos «otros» pueden ser individuales y conocidos, o plurales y desconocidos. De ahí que determinados comportamientos meramente reactivos, aunque estén provocados por otros, no son propiamente sociales, pues no incluyen un sentido. Los distintos tipos de sentido que pueden estar unidos por el sujeto a la acción determinan distintos tipos de acción social. Weber distingue entre acciones racionales con respec to a fines, acciones racionales con respecto a valores, acciones afectivas (regidas por situaciones sentimentales) y acciones tradicionales (regidas por la costumbre). Las acciones racionales con respecto a fines se caracterizan por la utilización de las expectativas de comportamiento de las cosas y las personas como medios para unos fines 28

propios racionalmente buscados. Las acciones racionales con respecto a valores, en cambio, se rigen por la fe en el valor incondicional de un determinado comportamiento, con independencia de su éxito. Llegamos así al punto donde la acción se entronca con la moral: toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas. Puede orientarse conforme a la «ética de la convicción» o conforme a la «ética de la responsabilidad». Weber aclara que existe una diferencia abismal entre obrar según algo que asumimos por fe (religiosa o similar) y hacerlo teniendo en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. La ética de la convicción se rige por una acción racional con arreglo a valores. Los valores son objeto de creencia, y la creencia es un asunto personal subjetivo de cada uno. En el terreno de las convicciones, lo que impera es el «politeísmo axiológico», pues los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí una batalla sin solución posible. Por contra, la ética de la responsabilidad se relaciona con la acción racional con arreglo a unos fines. Actúa así «quien orienta su acción por el fin, los medios y las consecuencias implicados en ella, para lo cual sopesa racionalmente los medios con los fines, los fines con las consecuencias implicadas, y los diferentes fines posibles entre sí; en todo caso, quien no actúa ni afectivamente ni con arreglo a la tradición»6. A la racionalidad con arreglo a unos fines pertenece el quehacer del político, que debe dejar de lado sus convicciones personales, y no únicamente por razones prácticas, sino por razones de fondo, pues el reino de los valores es indecidible racionalmente. Una cosa es tener, como político, unos ideales personales o unos ideales de partido por los que cree que vale la pena luchar, y otra muy distinta es ser un profesional de la política que ostenta un cargo público y, por consiguiente, se ocupa de asuntos en los que están implicados individuos y grupos de ideales diversos y aun opuestos entre sí, individuos con ideales diferentes de los del gestor público. En calidad de servidor público, su proceder honesto consistirá en descender a la objetividad de las situaciones y decidir frente a ellas con responsabilidad; sus objetivos serán los de importancia común, determinada por el foro abierto al debate racional que analiza las consecuencias de las acciones prescindiendo de las creencias particulares y decide prudentemente. La polaridad entre la moral absoluta y el realismo conformista En el coto de las convicciones crece la moral absoluta: aquella que «ni siquiera se pregunta por las consecuencias» y cuya lógica interna viene marcada por la creencia tenida por verdadera, objeto de la convicción, a la cual es imposible renunciar. 29

Un ejemplo clásico de ella se encuentra en la discusión que Kant mantuvo con B.Constant en torno al deber de la veracidad o al «presunto derecho a mentir por filantropía»'. Kant no podía justificar racionalmente el que alguien mintiese ni siquiera para salvar la vida de una persona injustamente perseguida por otra. Mentir podría salvarle la vida, pero acarrearía muy malas consecuencias para la humanidad en general, porque resquebrajaría el sistema moral donde se apoya la confianza en que promesas, contratos, etc. son respetados y cumplidos. Recordemos que para Kant lo único bueno sin restricción es la voluntad que actúa conforme al deber, que es universal e incondicionadamente válido, cualesquiera que sean las condiciones subjetivas, circunstancias o consecuencias. No se ocultan aquí los serios problemas de descontextualización y despersonalización de la moral que entraña. En el polo opuesto, la preocupación centrada en las consecuencias necesita articularse, generalmente, en una doble moral: una es la personal, y otra la profesional. En el campo personal-privado, cada cual puede tener sus creencias y valores, pero en el campo profesional-público tiene que actuar según las reglas científico-técnicas del área en cuestión. Esto significa que la ciencia y técnica de la gestión pública del poder, para ser virtuosa, debe regirse por sus propias reglas, de modo que necesariamente será a-moral respecto de la moral que está vigente en el ámbito personal. Su lógica es la neutralidad con respecto a valores, y su orientación técnica es a la consecución de unos objetivos determinados. Su criterio es el de «los hechos como son, no cómo deberían ser», lo cual acarrea una operación de cálculo estratégico, aparte de sentidos últimos e identidades personales. En épocas pre-liberales, Maquiavelo y Hobbes representan los mejores ejemplos de este modelo de concebir la acción social y política. En virtud de la responsabilidad de su tarea, las consecuencias de las acciones y decisiones políticas que adopten son las que hay calibrar. Desde la centralidad de las consecuencias y los resultados de las acciones, Maquiavelo hacía un alarde de inteligencia al atribuir importancia de primerísimo rango a la imagen pública del gobernante: «No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes citadas [piedad, fidelidad, humanidad, rectitud y religiosidad], pero es indispensable que aparente poseerlas. Y hasta me atrevería a de cir esto: que el tenerlas y practicarlas siempre es perjudicial, y el aparentar tenerlas, útil»8. En una actitud de cinismo que al imperturbable Kant le haría estremecer, Maquiavelo alababa la dignidad del Príncipe que cumplía la palabra dada, para continuar diciendo: la experiencia nos demuestra que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de los juramentos los únicos que han realizado grandes empresas; es decir, un príncipe 30

que quiere aprender a hacer grandes cosas tiene que aprender a engañar, evidentemente haciéndole creer a la gente que dice la verdad. Ahí está la importancia capital de la imagen y el poder. Este «realismo político» ve la política como un juego de poder en el que se trata de conocer sus reglas y analizarlas, pero no hace falta preguntarse por quiénes juegan o para qué lo hacen; el interés se pone en el juego mismo9. Esta comprensión de la política, aunque aparentemente suene a más científico, no pasa de ser un pobre «realismo conformista», una «política sin alma», que acaba exigiendo que lo que se puede hacer es lo que debe hacerse, y entrega la ética en manos de los expertos que manejan las reglas científico-técnicas. La elegante pero insuficiente complementariedad Para no caer en ninguno de esos extremos, algunas de las más influyentes teorías éticas modernas han optado por el enfoque de la complementariedad (algunos hablan de «esquizofrenia» sutilmente camuflada), que daría cauce y expresión a la separación entre vida pública y vida privada. La acción social entra en el ámbito de lo público, y los valores son asunto del ámbito privado, cuestión de preferencia subjetiva y, por eso mismo, campo de «politeísmo axiológico». Si los diversos órde nes de valores en conflicto ofrecen otros tantos órdenes de salvación, nadie puede determinar objetivamente cuál es el verdadero. Ningún orden de preferencia puede reivindicar para sí la exclusividad, eliminando a los otros, ni tampoco reclamar el poder de imposición sobre los individuos. Lo más que pueden reclamar es poder ofrecerlos en un mercado libre, para que quien tiene que elegir, si quiere, los prefiera frente a otros. Al final, lo que el liberal tiene claro es que desde la fe religiosa no es posible salir del irracionalismo, y por eso la solución debe pasar por su reclusión privada. Estamos ante un asunto decisivo: para el pensamiento liberal, lo más importante no es que la religión o la moral sean privadas solamente en el sentido sociológico de privatización, sino que también son privadas en el sentido filosófico de «irracional», al margen de la razón y la verdad. Esto significa que la religión no toca la inteligencia, sino el corazón. La religión, según esta comprensión tan extendida, es pura vivencia y no conocimiento. Si uno cree en Dios, quiere decir que para él Dios existe, pero nada más. Y creer o no creer es, simplemente, un asunto de elección determinada por el sentimiento o el temperamento, pero no tiene nada que ver con el entendimiento. En suma, la religión no sería un área en la que se busca la verdad para conocerla, asentir a ella y consentir a sus implicaciones para la vida. Su única garantía residiría en la 31

experiencia concreta de que ayuda, tranquiliza o equilibra a las personas; su contraindicación residiría en perjuicios tales como la incivilidad, la violencia o el dogmatismo, que crecen con fuerza cuando la religión se sale fuera de sus reductos privados. En todo caso, este es un libro sobre moral y espiritualidad en el que sostenemos que de la fe cristiana brota un limpio y sano compromiso social. Por eso proponemos algo bien contrario a la lógica de la reclusión privada o exclusión pública de la religión; algo que el Papa Benedicto XVI viene diciendo con claridad cristalina: «la exclusión de la religión del ámbito público, por un lado, así como el fundamentalismo reli gioso, por otro, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones, y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal» (Caritas in veritate [CV] 56). La opción en favor de su reclusión en el ámbito personalprivado no solo acaba neutralizando su influencia pública, sino que termina generando, queriendo o sin querer, una visión peyorativa del hecho religioso y un daño tremendo al compromiso ético, al ignorar aspectos muy significativos de la racionalidad y la motivación humanas. En ese mismo sentido son muy interesantes las conclusiones a que ha llegado en los últimos tiempos Jürgen Habermas10. El filósofo alemán considera que, aunque no se necesitarían religiones ni metafísicas para saber qué forma de organización socio-política es justa, sin embargo, en la dimensión motivacional, la cuestión se hace más compleja, y el juicio debe ser más matizado; es decir, pueden ser necesarias religiones, cosmovisiones o metafísicas, no para conocer qué forma de gobierno es justa, sino para motivar a la gente a participar en el proceso democrático que garantiza la justicia. El aspecto motivacional es muy importante, porque en una sociedad democrática los ciudadanos no son solo destinatarios del derecho, sino también autores. Además, la motivación es necesaria porque los ciudadanos no participan en la vida socio-política únicamente en función de su propio interés, sino también buscando el bien común (imposible de imponer por vía legal). Vivir teologalmente: «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente» (Mt 22,37) Hemos llegado, siguiendo un poco el rastro de la separación público-privado, a la conclusión de que la acción social va por la vía de lo público, y el sentido de la vida por 32

la vía de lo privado, es decir, por caminos distintos que nunca deben encontrarse y que nadie ha de atreverse a juntarlos. En el escenario de tal disección, lo que desasosiega al liberal es que la dinámica de la fe religiosa - la cristiana y, en general, la de cualquier religión - tienda a englobar toda la existencia de la persona, incluyendo el vivir y actuar social. Y ciertamente es así, porque el sujeto de la actitud teologal es la persona toda, en su más profundo centro. Pero esa totalidad y ultimidad del amor y la confianza en Dios, que requiere «todo el corazón», no conduce al fatalismo ni a rehuir el compromiso mundano. Al contrario, una actitud fundamental de confianza y de apertura al don constituye la mejor plataforma para la lucha por transformar las condiciones de la vida. Vivir la propia vida en presencia de Dios, coram Deo, moviliza los esfuerzos de la persona en la lucha contra el mal en todas sus formas y se vuelve muy concreto. Por eso la fe cristiana comporta la obligación de «hacerse cargo de la realidad, cargar con ella y encargarse de ella» (1. Ellacuría); es todo lo opuesto a una santurrona convicción de poseer un estado moral privilegiado. De hecho, creerse en posesión de una seguridad ajena a los problemas acaso sea más frecuente entre los escépticos que entre los creyentes, por lo menos entre los creyentes que no viven su fe como una fuente fija e inamovible de seguridad. La disciplina espiritual contra la suficiencia o contra el pasar irónicamente ante el mal y el sufrimiento está en la entraña misma de la religión cristiana, bajo el signo de la cruz de Cristo. En fin, no podemos ignorar que la fe en Dios nos relaciona con el Misterio, y que este nunca se deja atrapar del todo por la razón; pero de ahí no se puede concluir que la fe sea irracional. Lo más importante de la vida no solo es invisible a los ojos; tampoco se puede domar por la razón. La fe cristiana no solo no es enemiga de la razón, sino que está obligada a llevarse bien con la razón, a ser amiga suya, hasta el punto de que decimos que actuar contra la razón es ponerse en contra de Dios; pero, por supuesto, no cualquier cosa puede ser denominada «razón». Aclara el Papa que «la razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad» (CV 56). Lo dicho nos lleva a concluir que la fe cristiana no permite ser recluida en experiencias privadas e intimistas, sino que es irrenunciablemente social en sus implicaciones, por cuanto afecta al modo en que las personas se relacionan entre sí y tiene que ver con la manera de organizarse la sociedad. Cuando las creencias religiosas se reducen a lo privado, se desvirtúan o se vuelven explosivas.

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Tomarse en serio la repercusión de las convicciones religiosas en la vida social no significa imponer la propia visión a los demás, aunque tampoco reducirla a la intimidad de la conciencia o a los servicios específicamente religiosos. Las creencias religiosas son acicate para salir de uno mismo, para dejarse interpelar por Otro, para referirse a una tradición; no son una santurrona convicción de poseer un estado moral privilegiado, ni una fuente fija, cerrada e inamovible de seguridad. El compromiso social como respuesta a la invitación a colaborar con Dios Además, el hecho cierto es que sigue habiendo personas dentro de las democracias liberales y pluralistas que, para contribuir a construir una sociedad más habitable y humana, com parten la espiritualidad que Rawls pone como ejemplo de irracional e insano modo de proceder. Desde el camino espiritual ignaciano, la identidad de la acción social se asienta sobre la convicción de que Dios invita a colaborar con Él. La médula de esta tradición está en el encuentro personal con Dios, que libera, compromete y envía respetando las mediaciones de lo real y su legítima autonomía. El Dios que protagoniza y toma la iniciativa en el encuentro no se halla fuera de la realidad mundana, sino que está en el mundo, y el mundo en Él. Ese nuevo modo de ver lo recibió Ignacio de Loyola junto al río Cardoner y lo desarrolló en los Ejercicios Espirituales. Sobre todo, en dos lugares: en la «Contemplación de la Encarnación», donde, viendo lo que hacen las personas de la Trinidad («Hagamos redención...») y como actúa María («Hágase en mí...»), el ejercitante se siente convocado a hacer lo mismo; y en la «Contemplación para alcanzar amor» (EE 230-237), donde, al ver a Dios que habita y labora en todas las realidades de la creación, le brota de dentro, por puro agradecimiento de tanto bien recibido, el involucrarse personalmente en la acción; una implicación que no pasa de largo por el sufrimiento de las personas y por el mal del mundo, sino que recibe la confirmación del Señor cargado con la cruz, con un «quiero que tú nos sirvas» de la Santa Trinidad (Autobiografía 96). «Es del encuentro de Ignacio con el Señor en "La Storta" de donde nace la vida futura de servicio y misión de los compañeros con sus rasgos característicos: seguir a Cristo cargado con la cruz, fidelidad a la Iglesia y al Vicario de Cristo en al tierra, y vivir como amigos del Señor - y por eso amigos en el Señor-, formando juntos un único cuerpo apostólico» (Congregación General 35, d. 2,11). Esa gracia, que está en el origen de la Compañía de Jesús, constituye un don para todos los que comparten el camino ignaciano, aunque con diversidad de vocaciones y carismas. En fin, no se descubre a Dios huyendo del mundo, sino implicándose profundamente en él, también en sus zonas obs curas. San Ignacio y sus compañeros escucharon esta 34

llamada e hicieron del cuidado de pobres y enfermos un rasgo destacado de su misión, y así lo establecieron para las futuras generaciones de jesuitas en los documentos fundacionales de la Compañía de Jesús. Enseguida vieron la necesidad de promover una acción social no solo puntual, sino duradera, a través de instituciones sociales más allá de la atención inmediata a los desvalidos. Todas esas acciones brotan de la fe en Jesucristo: «el servicio de la fe, del que la promoción de la justicia constituye una exigencia absoluta» (CG 32, d. 4.2); «nuestro compromiso por la justicia será inseparablemente manifestación del Espíritu y la fuerza de Dios. Responderá a las más profundas interpelaciones de los hombres: no solamente necesidad de pan y exigencia de libertad, sino también búsqueda de Dios mismo y de su amistad para vivir como hijos suyos» (CG 32, d. 4,33). Esta posición se encuentra entre dos extremos polarizados. En un polo, unos querrían que se diese la confusión entre religión y política, que desapareciera la distinción entre ambas y aparecieran como una misma y única cosa: estaríamos ante los fundamentalismos y sectarismos de signo diverso, siempre presentes - también hoy - con una u otra faz. El sectarismo que aspira a excluir todo lo que no pase el control de calidad «católico» (control ejercido por personas que se arrogan el poder para hacerlo) no es hoy poco activo. En el polo opuesto tenemos a aquellos que consideran religión y política totalmente separadas, siendo la religión un asunto individual privado - y espiritual(ista), mientras que la política es pública y tiene que ver con el «mundo real». Lo religioso tendría su lugar propio en el sentimiento, pero no en la razón. Entre ambos extremos tenemos una religión que atañe a la vida entera, que no quita valor a las consecuencias (el «para qué»), pero que también se lo da al sentido (el «por quién» y «por qué») y que implica acción social y opciones morales públicas (y privadas), es decir, que necesariamente tiene que ver con la política lato sensu, aunque no se «confunda» con ella. Aquí me sitúo yo, y a reflexionar sobre las implicaciones que esto tiene para la acción social quiero dirigirme. Lo haré trenzando algunos hebras de la contribución de la espiritualidad ignaciana y de la Doctrina Social de la Iglesia, con los tres vértices de un triángulo para sostener su comprensión: la centralidad de la persona; la relación entre personas y estructuras sociales; y el conocimiento ignaciano de la realidad social, donde se hace presente la profundidad teologal del encuentro entre el don y la tarea, al estilo de: «Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos, y los divinos como si no hubiese humanos» (B.Gracián). 35

Un personalismo comprometido con la creación La centralidad de la persona es muy patente en la espiritualidad de San Ignacio. Por un lado, los Ejercicios pretenden evangelizar a la «persona entera» (el «sujeto» libre para elegir desde Dios), esto es, ir al centro de la persona, no solo a su inteligencia, a su afectividad o a su sensibilidad. Por eso los Ejercicios son tiempo de experiencias y hechos, más que de ideas y palabras, aunque estas sirven para interpretar y conservar las experiencias. Las palabras y los hechos del Señor nos han de calar en lo más hondo nuestro «hondón»-, en lo que la Biblia llama el corazón, el fondo, el adentro, las junturas entre los huesos y el espíritu. El corazón es la metáfora para nombrar el centro y núcleo íntimo de la persona, donde nos encontramos lo más auténticamente nuestro de nosotros mismos y se da el vínculo con Dios. Se trata de interiorizar una interioridad, un «conocimiento interno» en un doble sentido: que me impregne a mí, en lo más hondo de mí mismo, de aquello de lo estaba impregnado Jesús, su corazón, y le movía a actuar: sus valores, sus sentimientos... Por otro lado, se puede decir que «la opción preferencial de la espiritualidad ignaciana es la persona, creada y amada por Dios» - desde la lectura teologal del «Principio y fundamento» hasta la «Contemplación para alcanzar amor». La acción social inspirada en esta espiritualidad tiene que llevarse a cabo «desde la perspectiva de la persona, acompañando y sirviendo a los que sufren y son víctimas del egoísmo y de las estructuras injustas y, a la vez, haciéndose presentes allí donde se toman las decisiones para influir en la transformación de las complejas causas de tales injusticias»". El personalismo supone todo un modo de vivir y de relacionarse con todas las criaturas, humanas y no humanas. Como en el libro del Génesis, el «Principio y fundamento» vincula al ser humano «criado» con las «otras cosas sobre la haz de la tierra». El ser humano, hombre y mujer, llamado a la existencia siendo imagen de Dios (Gn 1, 26) para que, de ese modo, viva en alianza comunitaria (Ex 19,3-8), responsable de sí mismo (Gn 3,10), del hermano del que no puede desentenderse (Gn 4,9) y del mundo del que es administrador y cocreador (Gn 3,17-19). El dominio humano (cultivo y cuidado) sobre la «creación no humana» debe corresponder a la voluntad y al mandato del Creador que ama a su creación; solo así el hombre realiza su imagen divina. La rapiña, el expolio y la destrucción de la naturaleza se oponen a su derecho y a su dignidad. Por eso, al dominio del hombre sobre la tierra corresponde también su comunión con ella. La creación posee el valor de «cosa buena» (Gn 1,10. 12.18.21.25) ante la mirada de Dios, que es su autor. El hombre debe descubrir y respetar este valor. Dar nombre a 36

las cosas (Gn 1,19-20) es para él reconocer las cosas por lo que son y establecer con cada una de ellas una relación de responsabilidad. Ahí aparece la libertad humana como don y tarea («pa ra ser libres nos liberó Cristo»: Ga 5,1), siendo «la verdadera libertad signo eminente de la imagen divina en el hombre» (GS 17). Esa libertad engendra responsabilidad, lo cual, en la traducción de San Ignacio, lleva a la persona-criatura a vivir según la regla del «tanto cuanto» («el hombre tanto ha de usar de las cosas quanto le ayuden para su fin, y tanto debe quitarse dellas quanto para ello le impiden»: EE 23) y según la regla de la «indiferencia», la cual no tiene nada que ver con la estoica imperturbabilidad de ánimo o la falta de compromiso y la pasividad ante las cosas, sino con el vivir en la libertad de los hijos de Dios, «solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados» (EE 23). La «Contemplación para alcanzar amor» pone el sello a la experiencia que desde el «Principio y fundamento» ha ido configurando al ejercitante con Cristo y lo lanza a la vida cotidiana. Si miramos ahora a la ética social cristiana, también su clave de bóveda es siempre la persona como sujeto y fin de toda la acción y la vida social. Se trata, pues, de mirar a la persona humana en lo que es y debe llegar a ser según su propia naturaleza social y su vocación teologal: imagen y semejanza de Dios y redimida por Jesucristo. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, no encuentra en el mundo ningún ser idéntico a él; es único, siendo esta experiencia original la de ser persona, pues es «soledad última» y también «ser en relación», a imagen de Dios-Trinidad. Esa experiencia original señala una verdad fundamental: el hombre no puede identificarse con el mundo que le circunda, porque es ontológicamente distinto del mundo y axiológicamente superior a él. El valor que posee no puede tasarse: no tiene precio, sino dignidad. Y se trata también de mirar a la sociedad como ámbito de desarrollo y liberación de la persona. Es en ella donde ha de ser tutelada su dignidad y reconocidos y respetados sus derechos, fundados en esa misma dignidad. Los imperativos morales que se presentan como derechos humanos expresan el contenido más específico de tales exigencias. De ahí que la dignidad sea más fundamental que cualquier derecho humano específico: es la fuente de todos los derechos, no un principio moral como tal. La centralidad de la persona pide una ética coherente y consistente de la vida que, cuando es auténtica, es también ética ecológica. La ecología nunca debe hacer secundaria la defensa y promoción de la vida humana, toda vez que «es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma» (CV 48). «Los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que 37

tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros». «El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales, en una palabra, el desarrollo humano integral...» (CV 51). La ética coherente exige también que se conjuguen derechos y deberes, porque, si los derechos se desvinculan de los deberes, pierden su «sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios» (CV 43). El personalismo es dinámico, y hoy, en nuestro momento histórico, lleva a poner un énfasis especial en la justicia y la solidaridad intergeneracionales (CV 49), así como en el encuentro intercultural, ya que «en todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza humana querida por el Creador y que la sabiduría ética de la humanidad llama "ley natural". Dicha ley moral universal es fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios» (CV 59). Cuando la ética social cristiana se distancia críticamente del individualismo y el subjetivismo que desatienden a los vínculos solidarios que constituyen a la persona, o al colectivismo que destruye su singularidad para convertirla en una pieza de una maquinaria o en un número dentro de un colectivo, está revelando la convicción fuerte y consistentemente arraigada de que el ser humano es fundamentalmente «persona solidaria», aun cuando la realidad empírica del pecado personal o las estructuras de pecado (entre las cuales están los sistemas o las ideologías) no le dejen vivir y expresarse así. Ser «persona solidaria» significa que la dimensión social no es algo externo al ser humano, sino algo que lo constituye íntimamente. Fuera de lo social no es concebible la persona humana. La socialidad, no menos que la individualidad, definen a la persona, pues el destino humano se hace posible con el destino de los otros. Este personalismo desencadena todo un conjunto de principios sociales (solidaridad, subsidiariedad, bien común) y también el reconocimiento de los grandes valores (verdad, justicia, igualdad, libertad, participación) que «constituyen los pilares que dan solidez al edificio del vivir y el actuar humanos: son valores que determinan la cualidad de toda acción e institución social»`. El personalismo necesita de la integración entre subsidiariedad y solidaridad, «porque, así como la subsidiariedad sin solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin subsidiariedad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado» (CV 58). El principio de subsidiariedad protege 38

al individuo y a los estratos sociales subordinados (familia, comunidades, diversos actores de la sociedad civil, etc.) del poder total del Estado y del centralismo burocrático. También exige este principio una actuación positiva de ayuda por parte de la instancia superior donde se requiera su cooperación. Por eso siempre se busca primero la solidaridad entre los afectados mismos, es decir, que pongan por obra y hagan valer su iniciativa propia y su cooperación para supe rar las dificultades. Lo cual no obsta para que se consideren importantes las medidas políticas que posibilitan tales iniciativas individuales y comunitarias, apoyándolas y completándolas. Al lado de los «macroproyectos, son necesarios los microproyectos y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva de todos los sujetos de la sociedad civil, tanto de las personas jurídicas como de las personas físicas» (CV 47). Por descontado que la comprensión cristiana del personalismo poco tiene que ver con la subjetivización emotivista de la moral, donde la dignidad se pone en actuar según la libre opción personal, en un marco axiológico subjetivo donde nada cuentan las referencias objetivas del valor. Esta reducción emotivista, hermana del «todo vale lo mismo, con tal de que sea preferido y decidido por alguien», no es inocua; antes bien, milita contra el buen ser de la conciencia moral y en favor del relativismo, y acaba yendo contra el respeto a la dignidad, porque anestesia contra la indignación e impide el discernimiento moral, precisamente aquello para lo que preparan los Ejercicios Espirituales. El personalismo solidario rompe las dicotomías y divisiones de la teoría política y moral de la Modernidad entre autonomía y solidaridad, independencia y vinculación, público y doméstico, justicia y bien, verdad y libertad. Esas mismas dicotomías que habrían desalojado la pregunta por el sentido de la vida de la ciencia y la intervención sociales. Como Jesús en la parábola del Buen Samaritano, el personalismo cristiano integra la universalidad de la dignidad humana y la concreción del amor al prójimo unido al amor a Dios. El papel de las estructuras sociales Tras asentar el principio de la centralidad de la persona, leído desde la perspectiva ignaciana, el camino tiene que proseguir hacia las estructuras sociales, pero diciendo que ninguna estructura social actúa con independencia de la acción humana. En la primera semana de los Ejercicios, el ejercitante debe experimentar a fondo que hay una historia de pecado, una historia que hemos hecho los hombres y de la que él mismo es parte como eslabón de una larga cadena. Hemos elegido el mal y nos hemos 39

soltado de las manos de Dios, produciendo una ruptura en las relaciones humanas generación tras generación. Así hemos generado «estructuras de pecado» que han creado y siguen creando mucho dolor. Descubrir esas estructuras no es para verse ajeno a la libertad que hace el mal, sino para personalizar el pecado. De esa manera, no podrá verse como una burbuja o un ser aislado causante de todo el mal. Además, tendrá que sentirse actor de esa historia, porque con su pecado ha contribuido a mantener esa realidad. No es responsable de todo el mal, pero sí tiene parte en él: la liberación comienza al reconocerlo ante la misericordia de Dios. La Doctrina Social de la Iglesia ha ido perfilando gradualmente una conciencia clara de que, a menos que las relaciones entre el valor trascendental de la persona y las estructuras materiales, interpersonales y políticas de la existencia humana puedan especificarse, la dignidad es una noción vacía. El proceso de identificación de las demandas concretas de la dignidad humana ha de ser visto necesariamente como un proceso continuo y siempre abierto, porque las condiciones materiales, los modelos económicos y las formas de asociación política que configuran la vida de las personas están en cambio permanente. Y de este modo la dignidad humana puede protegerse bajo marcos políticos y sociales diversos, precisamente porque no se identifica con ninguno de ellos. Ningún sistema puede ser fin en sí mismo. No podemos negar que el concepto de «estructura» es ciertamente difuso y polisémico. Depende del ámbito en el que se hable (biología, lingüística, sociología, etc.) para saber el significado o significados principales que se le atribuyen. La definición que da sobre el particular la Instrucción sobre la libertad cristiana y la liberación, el documento de 1986 que preparó la incorporación del término «estructura», junto al genitivo «de pecado», dice: «Las instituciones y las prácticas que la gente se encuentra ya existiendo o que crea, en el nivel nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida económica, social y política. Siendo necesarias en sí mismas, a menudo tienden a fijarse y fosilizarse como mecanismos relativamente independientes de la voluntad humana y, por ello, paralizando o distorsionando el desarrollo social y causando injusticias. Sin embargo, siempre dependen de la responsabilidad del hombre, que las puede alterar, y no de un supuesto determinismo de la historia». Hay cuatro notas de esa noción de estructura que merecen destacarse: la) Se hace una identificación de las estructuras con las instituciones y las prácticas sociales, pero sin mayores precisiones13. 2a) La estructura aparece como diferente de los seres humanos, por cuanto se afirma que son ellos las que las encuentran y crean. 3a) Dado que las estructuras son necesarias, tienden a establecerse de modo independiente de la voluntad humana y a tener consecuencias por el desarrollo humano y generar injusticia, aunque 40

pueden cambiarse. 4a) No suprime de ningún modo la centralidad de la persona y su responsabilidad. Me resultan de gran ayuda para avanzar en la comprensión de la co-implicación que se da entre individuos y estructuras (instituciones y prácticas sociales) tanto la construcción social de la realidad de Peter Berger como el concepto de dualidad estructural" elaborado por el sociólogo británico Anthony Giddens. La dualidad se puede entender como una visión circular de la construcción del mundo social: «las propiedades estructurales de los sistemas sociales son a la vez condiciones y resultado de las actividades realizadas por los agentes que forman parte de los sistemas». Los elementos estructurantes se distinguen de la acción humana situada aquí y ahora, pero al mismo tiempo esta es la que permite captar lo estructural: «la única realidad empíricamente captable de lo estructural es su actualización en la acción y la interacción». La dualidad estructural remite también a las nociones de constreñimiento y competencia: «lo estructural siempre constriñe y posibilita al mismo tiempo». Por ejemplo, el aprendizaje de la lengua materna constriñe nuestra capacidad de expresión y limita nuestras posibilidades de conocimiento y acción, pero, al mismo tiempo, nos proporciona la habilidad que hace posible toda una gama de actos e intercambios. De ese modo se pondría fin a dos ambiciones dañinas: el imperialismo del sujeto en que se fundan las sociologías de la comprensión de cuño weberiano y el imperialismo del objeto social que proponen el funcionalismo y el estructuralismo. Creo que así se representa adecuadamente la perspectiva de la Doctrina Social de la Iglesia al referirse a acciones personales y estructuras. Eso sí, con una cautela importante que no se puede olvidar: derrocar el imperialismo del sujeto individual no puede significar, en la moral social cristiana, arrebatarle el papel principal a las personas. Las estructuras (instituciones y prácticas sociales) han de ser tenidas en cuenta, pero el sujeto primario tanto de la solidaridad como del pecado seguirá siendo la persona concreta, que es sujeto responsable de sus actos (actos humanos), incluidos los que ponen en funcionamiento y mantienen las estructuras, las cuales, no pudiendo existir sin las personas, adquieren respecto de ellas una cierta independencia. Las «estructuras de pecado» (Sollicitudo re¡ sociales [SRS] 36), que dependen y se enraízan en actitudes más profundas y originan y difunden otros pecados, condicionando la conducta de las personas. Tales estructuras «solo podrán ser vencidas mediante el ejercicio de la solidaridad humana y cristiana» (SRS 40), pero un ejercicio no circunscrito únicamente al ámbito de la actuación personal o de la vida comunitaria, sino referido también a las instituciones básicas de la sociedad en sus diferentes niveles: local, 41

nacional, regional y mundial. Así como hay estructuras de pecado que propagan la injusticia, hay también estructuras de liberación, donde se promueven los derechos humanos, se dignifica la vida y se contribuye al progreso social. Algunas de ellas pertenecen a la Iglesia. Se trata de grupos, comunidades, empresas e instituciones que trabajan por el bien común de la sociedad y que no desprecian a los marginados, empobrecidos y explotados; al contrario, se ponen a su servicio. Muchas veces lo hacen a base de un gran y generoso esfuerzo, donde abunda la gratuidad, el trabajo en equipo, la calidad humana o la investigación social. Como toda obra humana, tienen sus limitaciones y ambigüedades, pero aportan, suman, gestionan y crean un valor incalculable al servicio de las causas justas y de las víctimas directas o colaterales de las estructuras de pecado. Su divisa es trabajar por la dignidad y no por el precio. La defensa de los derechos humanos políticos, sociales, económicos y culturales pide que, más allá de atender a las víctimas de sistemas labrados con decisiones y actitudes inhumanas, se vaya en contra de estos sistemas empleando la denuncia, el estudio y las propuestas alternativas. Si la ética del cuidado empieza por la atención personal a las víctimas, sigue en el esfuerzo por comprender las causas de la situación y por el compromiso sociopolítico para cambiarla. Con notable lucidez, Benedicto XVI dice en su última encíclica que en los temas sociales hay que actuar con el cora zón y con la cabeza, con amor y con verdad, con «una inteligencia llena de amor» (CV 30) o un «amor inteligente» (González-Carvajal), atendiendo a las personas, investigando los modos de superar las estructuras injustas y abriendo caminos nuevos para un mundo más justo y fraternal. Es obligado intentar descubrir las causas para denunciarlas. De los Ejercicios ignacianos nace una espiritualidad encarnada que pretende la conversión del corazón humano y, en consecuencia, la transformación de las estructuras humanas que condicionan al hombre y le impiden vivir y actuar según su vocación de hijo de Dios. Y es que «la transformación de las estructuras en busca de la liberación tanto espiritual como material [...] no nos dispensa nunca de trabajar directamente con las personas mismas» (CG 32, d. 4,40). Somos llamados a ser colaboradores en la misión salvadora de Cristo; una salvación integral que busca la justicia que nace de la fe e incluye los ámbitos de las causas de las injusticias de nuestro mundo: el corazón del ser humano y las estructuras de pecado. «Conocimiento interno» de la realidad social 42

Investigación interdisciplinar y con sentido vertical La espiritualidad encarnada lleva a la investigación social, no como fin en sí misma, sino como destinada al servicio de la persona y del bien de la sociedad, y por eso tiene que ser rigurosa y honesta con lo real. Pero ¿cómo puede darse el rigor y la honestidad desde la fragmentación, la desconexión de la ciencia con la experiencia o la supresión de la profundidad del sentido de la vida? El rigor y la honestidad convocan a la «síntesis sapiencial» o al «conocimiento interno de la realidad»: «precisamos más conocimiento interno que exhaustividad, más saber sintético que analítico, más implicación afectiva que desasimiento aséptico, más interdisciplina riedad que fragmentación, así como dosis muy importantes de discernimiento»'s. Para no caer en un modelo segmentado y cuantitativo de investigación social es preciso tener en cuenta un ciclo integral de la investigación que no se contente con el diálogo interdisciplinar de carácter horizontal y busque siempre el diálogo interdisciplinar vertical, en el cual la reflexión teológica y filosófica, en diálogo con las ciencias sociales y naturales, se torne una necesidad imprescindible. Detrás de ello está la visión de síntesis del camino ignaciano sobre todo expresada en la experiencia del Cardoner. Las exigencias de análisis que comporta toda investigación no deben velar la unidad dentro de la multiplicidad de conocimientos y saberes. Por eso se precisa del diálogo interdisciplinario que permite enriquecerse con los distintos enfoques de los problemas y con las distintas perspectivas para captar la realidad; y por eso se necesita también la integración de las distintas dimensiones de la persona. Más aún, es el mismo mensaje cristiano, que se encarna en lo humano trascendiéndolo, el que «obliga a trabajar con un sentido global de interpretación de los conocimientos, trascendiendo en lo universal la parcialidad de cada una de las disciplinas, sin violentar sus exigencias metodológicas ni caer en un relativismo deformante, buscando la comprensión del significado pleno del hombre, de su cultura y de su historia. La Filosofía y la Teología [...], desarrolladas ellas mismas en esa perspectiva de interdisciplinariedad global, están llamadas a prestar un servicio insustituible en este estilo de trabajo» 16. Late aquí el misterio de la encarnación en su expresión de inculturación de la fe cristiana, fe que se encarna en las culturas trascendiéndolas y actúa de marco para entender la relación necesaria entre fe y razón. A mi juicio, la investigación social hecha en la escuela espiritual ignaciana debería identificarse y proceder al menos por las características siguientes: a)orientada a la transformación práctica de la sociedad;

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b)sin perder de vista la perspectiva de los pobres y las víctimas; c)con aspiración de visión integral, donde cuentan las «raíces» y las «ramas»; d)aspirando siempre a la unión de «acción, reflexión y vida», como trípode donde se asientan el comprender y analizar la realidad, la inserción y la conversión del corazón, y el actuar poniendo el amor más en las obras que las en palabras; e)así se da, al modo ignaciano, el círculo de la praxis, que es círculo hermenéutico: para actuar discernidamente necesitamos experimentar y comprender; para comprender tenemos que vivir y actuar; el que vive no puede dejar de actuar y comprender; f)con participación de los actores sociales (organizaciones, centros sociales y ONGs, etc.) en el proceso, no podemos permitirnos el lujo de no estar conectados con las personas por las que trabajamos (en este sentido, se vuelven muy importantes la plataformas de investigación formadas por universidades y organizaciones del Tercer Sector); g)y con carácter selectivo, según los criterios ignacianos del «mayor bien» y el «servicio más universal»... No podemos dedicarnos a todo, y hay que elegir lo más importante desde los valores y las necesidades, para lo cual es imprescindible tener bien claras la visión y la misión y plantear algunas preguntas cruciales: ¿a favor de quién se está?; ¿cuáles serán las consecuencias de la investigación para los pobres?; ¿cómo entran la teolo gía y la filosofía?; ¿quién participará en el proceso y cómo lo hará? Interesa tanto el «para qué» como el «por quién» y el «por qué». En el trasfondo de todos los elementos brevemente enunciados está la preocupación por los problemas éticos y por la dimensión ética de todos los problemas, que significa, en definitiva, descubrir la relación que los diversos conocimientos teóricos y prácticos tienen con la persona humana y, consiguientemente, modificar profundamente la visión global y la orientación de cada disciplina. O, como ha escrito el Papa Benedicto XVI en su última encíclica: «La valoración moral y la investigación científica deben crecer juntas, y la caridad ha de animarlas en un conjunto interdisciplinar armónico, hecho de unidad y distinción»; siendo «conscientes y respetuosos de la competencia específica de cada ámbito del saber» (CV 30). Aplicado, por ejemplo, a la relación entre ética y economía, tenemos que «la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; pero no de una ética cualquiera, 44

sino de una ética amiga de la persona» (CV 45). A veces se hace un uso abusivo de la palabra «ética» en el terreno económico, y más que de una auténtica ética a favor de la dignidad humana, se trata de una astuta coartada para decisiones y acciones contrarias a la justicia y al bien. La ética en ningún caso debe acabar siendo un complemento interesante o un adorno bonito para redondear la faena hecha por los expertos en política, ciencia, tecnología o economía... La relación imprescindible de la economía y la ética viene confirmada en la encíclica por muchos datos de realidad, entre los cuales quiero destacar los siguientes (cf. CV 3637): a)toda decisión económica tiene carácter moral; b)el sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza; es una actividad humana, y por eso debe ser articulada e institucionalizada éticamente; e)la actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando, sin más, la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política; d)y, de modo análogo a lo dicho de la globalización, tampoco el mercado es en sí bueno o malo, pues no existe en estado puro, y por ello simplemente - matiza el Papa - «se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan». Por lo tanto, si genera desigualdades, es porque «la razón oscurecida del hombre... puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos»; e)al final se señala un claro responsable: «el hombre, su conciencia moral y su responsabilidad personal y social», responsabilidad personal que no suprime la fuerza de las estructuras sociales. La cuestión social es antropológica y también teológica En suma, si «la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica» (CV 75), significa, en última instancia, que es también una cuestión teológica. En CV 78, Benedicto XVI hace suyas - casi literalmente - unas palabras de Pablo VI en el n. 42 de Populorum progressio que este, a su vez, había asumido del P.Henri de Lubac: «Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo 45

exclusivo es un humanismo inhumano. No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto, en el reconocimiento de una vocación que da idea verdadera de la vida humana». Creo que se equivoca quien interprete un razonamiento así en términos excluyentes de los no creyentes y no cristianos; más bien al revés. Y es que lo teológico y lo religioso no tie nen que ver con experiencias extrañas de personas especiales, sino con experiencias de profundidad que la mayoría de las veces eludimos en la vida superficial, pero que forman parte constitutiva del misterio humano; y ante las situaciones de crisis no podemos fácilmente eludir ni reducir a antropología biológica ni a antropología cultural. Por eso la acción social no deja de ser «vocación» que comporta libertad responsable y caridad - no sólo personal, sino también socio-política. El enfatizar el carácter de vocación busca evitar que el único criterio de la verdad sea la eficiencia y la utilidad, o que se produzca una tecnificación del desarrollo donde la técnica se desvía de su originario cauce humanista, de su uso ético y responsable. Aquí está uno de los núcleos más continuos del pensamiento del Papa Ratzinger, que ha vuelto a aparecer en su tercera encíclica: la «libertad humana es ella misma solo cuando responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son frutos de la responsabilidad moral» (CV 70). Cabe decir que la acción social «no es el resultado solamente de nuestro esfuerzo, sino del don» (CV 79); «la verdad y el amor que ella desvela no se pueden producir, solo se pueden acoger. Su última fuente no es ni puede ser el hombre, sino Dios» (CV 52). Por eso solo se encuentran los caminos para el desarrollo de las personas y los pueblos cuando se hacen presentes la gratuidad y el don, que superan la lógica mercantil, economicista y tecnicista: «La lógica del don no excluye la justicia ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento» (CV 34). Introducir el carácter de don y vocación humana para comprender la acción social nos pone delante de la profundidad teológica: su sentido último se deriva de la fe en la creación, por la que el ser humano se reconoce imagen y semejanza de Dios y, en virtud de ello, recibe el mandato de continuar la obra creadora de Dios y, asimismo, difundir la fe en la salvación en Cristo (SRS 30), siendo la Trinidad el horizonte último de la existencia y la actividad del hombre en el mundo. Agarrados al Señor y volcados a lo real La antropología ignaciana del «conocimiento interno es una espiritualidad realista que se 46

confronta con la realidad, no la inventa. Frente al supuesto neutralismo liberal, la tradición ignaciana forma sujetos con visión del fin y sentido de propósito, en el firme convencimiento que proporcionan siglos de experiencia de que el hacer una lectura teologal de la vida no suprime ni sustituye otras lecturas del ser humano (psicológicas, biológicas, sociológicas, filosóficas...), pero le aportan la profundidad del sentido como centro de gravedad permanente. El «Principio y fundamento» es Jesús, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6), y desde él adquieren verdadero significado el compromiso y la acción. No hace falta argumentar sobre el lugar central que ocupa el discernimiento (reflexión que ilumina la acción), en tanto que actitud de sana sospecha, de no complacencia fácil, de no dar nada por supuesto, tan esencial al método ignaciano. Es ciertamente una herramienta imprescindible para la vigilancia amorosa. Los exámenes de vida, tan fundamentales en el modo ignaciano de proceder, reclaman conocimiento de la realidad y conocimiento de uno mismo, pero no del tipo ideológico o intelectual, sino del que registra los movimientos interiores para descifrar el lenguaje de Dios y la respuesta humana. Por eso hay que pararse para ver qué pasa por dentro de cada uno: consolaciones y desolaciones; resistencias y ánimos; miedos y aperturas de esperanza... La experiencia de Dios condujo a Ignacio de Loyola y a todos cuantos se ponen en ese camino a afirmar que no se da gloria a Dios rebajando la libertad humana que Él ha creado y salvado, y que la trascendencia de Dios no es rival de la libertad de la criatura humana. De ahí que una ética que respete los procesos por los que las personas buscan los caminos de las decisiones sensatas no sea contraria a una sana teología cristiana; al contrario, es la que toma en serio la teología de la creación: «Cuanto más consciente de su finitud y de las vías laboriosas por las que se abre a ella es la libertad, tanto mejor puede descubrir el misterio que la habita, misterio de un Dios que no le dicta inmediatamente el buen comportamiento, pero que la conduce a descubrir su condición filial a través de la puesta en práctica de sus posibilidades, querida por un Padre que no sustituye a sus hijos, sino que desea hacerlos sus iguales. Perspectivas que quedan lejos de las malignas rivalidades de las teologías dualistas que, creyendo salvar la trascendencia de Dios, la piensan como un cara a cara celoso entre ambos»". Forma parte de lo esencial de la tradición ignaciana señalar la necesidad que tienen la vida espiritual y la moral de acompañamiento prudente - tanto individual como comunitario. «Acompañar» no es decirle al otro qué es lo que tiene que elegir, sino ponerse de testigo - como Jesús en el camino de Emaús - para que el otro entienda desde la vida concreta su camino de maduración personal en el seguimiento del Señor. 47

La Doctrina Social de la Iglesia tiene en mucha estima el discernimiento. Pablo VI señaló su importancia en Octogesima adveniens al distinguir tres niveles de discurso moral: «Frente a situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con valor universal... Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la Palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia, tal como han sido elaboradas a lo largo de la historia, y especialmente en esta era industrial, a partir de la fecha histórica de León XIII» (OA 4). El amor, más en las obras que en las palabras Desde la opción epistemológica liberal - paradójicamente, ella misma una opción moral-, el mundo de las creencias religiosas será el mundo del politeísmo de los valores: en estos ámbitos de la vida no caben determinaciones objetivas, que pertenecen a las decisiones de los sujetos, y no caben compromisos públicos o principios regulativos universales, porque nos movemos en el terreno de la vida privada, y cada cual tiene la suya, con sus propios vínculos, ideas, opciones e ideales. Desde presupuestos así, fundar la acción social en un principio como «la mayor gloria de Dios» no parece asumible como proyecto de vida personal, ni mucho menos como orientación útil en un mundo moral, cultural, ideológica y religiosamente pluralista. Orientarse desde y por un solo ideal suena a apoyar la intolerancia como principio y la tiranía como sistema. Para unos, la salida la constituye la bifurcación de una doble línea de acción entre el cuidado de la vida personal o doméstica - dominio privado de la «vida buena» y de la felicidad - y el cuidado de la sociedad política - donde mandan los objetivos de la construcción de una sociedad justa a través de las instituciones básicas. Otros proponen la visión unitaria de convicción y responsabilidad. Desde la tradición ignaciana, sin embargo, defendemos una perspectiva que ve la salida en una especie de tensión creativa entre ambas, para vivir en una sociedad compleja atravesada por la diversidad moral, cultural, religiosa... Se puede y se debe distinguir público y privado, política y fe, etc., pero no separarlos hasta el extremo de convertir al sujeto moral en un esquizofrénico, porque el sujeto moral, tanto de lo público como de lo privado, es el mismo, y es él quien puede hacer la síntesis desde la raíz, como don y como tarea de toda la vida. Como en las obras griegas, dejar fuera uno de los polos - convicción o responsabilidad - desencadena la tra gedia, la que hoy, por ejemplo, provocan tanto fundamentalistas como laicistas.

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Frente al concepto de acción social elaborado en el contexto de la división moderna entre público y privado como dos esferas de vida que responden a principios heterogéneos y contienen objetivos y contenidos divergentes, hay una potente visión alternativa que arranca en la Antigüedad clásica y que nunca ha desaparecido. Es la que pone la fuerza en la acción-reflexión (praxis) que viene de dentro del sujeto y es actividad humana no reducible a tareas concretas. Posee su propia consistencia humana, pero está abierta radicalmente al sentido último de la vida, porque su lenguaje es la libertad y se expresa como deseo, responsabilidad, discernimiento, proyecto... La solícita acción del Samaritano es un palmario ejemplo de «obediencia práctica del amor» y de que la acción fiel es mucho más eficaz y perdurable que mil bellas palabras sobre el amor al prójimo. También Ignacio de Loyola, el mismo cuyo principio de hacerlo todo ad maiorem Dei gloriam pone nervioso a los más conspicuos liberales, vio claro que «el amor se debe poner más en las obras que en las palabras» (EE 230). Eso lo aprendió de la vida de Jesús de Nazaret, cuyos «hechos dan la razón a la sabiduría de Dios» (Mt 11,19).

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La novedad de una tensión recurrente: cambio personal y cambio social PARA seguir pensando en las relaciones que la moral social tiene con la espiritualidad ignaciana me propongo suscitar unas cuantas preguntas con la intención de aportar algunas vías de respuesta. Arrancaré con un texto del P.Kolvenbach, el anterior Superior General de la Compañía de Jesús, que me ha dejado honda huella: «La injusticia hunde sus raíces en un problema que es espiritual. Por eso su solución requiere una conversión espiritual del corazón de cada uno y una conversión cultural de toda la sociedad mundial, de tal manera que la humanidad, con todos los poderosos medios que tiene a su disposición, pueda ejercitar su voluntad de cambiar las estructuras de pecado que afligen a nuestro mundo»'. Que «la injusticia hunde sus raíces en un problema que es espiritual» quiere decir, por lo menos, que no alcanzamos a conocer sus causas si nos quedamos en las estructuras econó micas o políticas, sin ir al núcleo de la vida personal, al cual llamamos «corazón», y a las entrañas de lo social (lo social hoy con dimensiones globales) en tanto que cultural, es decir, en tanto que sistemas de significados a partir de los cuales individuos y grupos elaboran sus identidades, valoran, desean, se relacionan y, en suma, viven. En las Anotaciones la y 2a de los Ejercicios Espirituales aparecen dos palabras ignacianas clave para ver por dónde va lo de la conversión espiritual del corazón de cada uno: «Affectarse» (afecciones) e «interno» (interior). De lo que se trata es de irnos «desaffectando» de lo desordenado (desapegando el corazón de ello), para afectarnos a Cristo (para que se nos apegue el corazón a Él). Los Ejercicios pretenden evangelizar a la «persona entera» (el «sujeto» libre para elegir desde Dios); están dirigidos a tocar el corazón, esto es, ir al centro de la persona, y no solo a su capacidad intelectiva ni solo a su dimensión psicoafectiva o la de los sentidos corporales. Por eso los Ejercicios son tiempo de experiencias, más que de ideas, aunque estas sirven para interpretar y conservar aquellas. Cada persona puede y está llamada a experimentar personalmente a Dios; de eso precisamente se trata. Las palabras y los hechos del Señor nos han de calar en lo más hondo - nuestro 51

«hondón»-, en lo que la Biblia llama el corazón, el fondo, el adentro, las junturas entre los huesos y el espíritu. El corazón es la metáfora para nombrar el centro y núcleo íntimo de la persona, donde nos encontramos con lo más nuestro de nosotros mismos y se da el vínculo con Dios. Se trata de interiorizar una interioridad: que me impregne a mí, en lo más hondo de mí mismo, aquello de lo que estaba impregnado Jesús, su interioridad, lo que le movía a actuar, sus valores, sus sentimientos, su sensibilidad... Ahora bien, se nos pide, junto a la conversión espiritual del corazón, la conversión cultural de la sociedad mundial. No se disocian, sino que se solicitan mutuamente. Por un lado, se viene a decir que, para convertir las cosas equivocadas en cosas justas, la primera y más importante revolución que hay que realizar es dentro de uno mismo, porque luchar por una idea sin tener una idea de uno mismo es una de las cosas más peligrosas que pueden hacerse. Pero, por otro lado, parece iluso pretender el cambio en uno mismo («conversión espiritual del corazón») sin reparar en que los corazones están sometidos a la «alta tensión» de las increíbles transformaciones de las estructuras de la cultura, el trabajo, los valores y modos de vida, con una información que a la vez estimula y aturde, con una comunicación que se da por canales hasta ahora inéditos, con todo un mundo de realidad virtual que repercute en el núcleo de las personas y afecta a su formación y también al carácter moral y al sujeto espiritual. Todos somos afectados por las estructuras sociales, entre las cuales hay estructuras de salvación, pero también «estructuras de pecado». Estas - como ya explicamos - militan contra el bien común y estorban o incluso impiden que los sujetos elijan libremente, y están detrás del hambre, el odio, la violencia, el ofuscamiento para discernir y la anestesia para reaccionar. Una de las cosas que aparecen en la conjunción de las dimensiones personal espiritual y socio-global cultural es que la ética y la espiritualidad no son ajenas o extrañas entre sí, lo cual tiene no poca importancia para acometer la osadía de pensar el sujeto espiritual y moral. Tiempo de inseguridades, tiempo muy interesante Parece existir una maldición china que dice: «¡Ojalá te toque vivir en tiempos interesantes!», y todo apunta a que hoy se está cumpliendo. Es un lugar bastante común ponerle a nuestro mundo el rótulo de «crisis». La situación de crisis crea grandes turbulencias - incertidumbres, vacíos, amenazas, ausencia de criterios axiológicos, falta de proyectos colectivos, etc. Es una crisis cuya complejidad y dinamismo permiten acercamientos desde diversos enfoques, así como diagnósticos diferentes que no tienen 52

que ser excluyentes entre sí: «enfermedad del apagamiento del deseo interno y de la muerte del deseo de desear» (P.Valadier); «carencia de hogar» (W.Berry); «disolución de las responsabilidades en la civilización tecnológica» (H.Jonas), por citar algunos de los interesantes diagnósticos existentes. Me atrevo a decir que la crisis es crisis de inteligibilidad, porque a duras penas entendemos qué está pasando, al carecer de las herramientas interpretativas idóneas; no lo entendemos e incluso desistimos de intentarlo: la sociedad emergente viene sin manual de instrucciones. Y, por supuesto, la Iglesia no queda al margen de la crisis. Por citar un ejemplo significativo: la apuesta por una moral orientada por y hacia el orden objetivo una moral de la verdad objetiva-, en perjuicio de una «moral de la conciencia», tiene, en mi opinión, mucho que ver con esta crisis cultural en la que estamos inmersos y ante la cual una de las salidas consiste en buscar seguridad de manera compulsiva, en un escenario donde arrecia todo tipo de inseguridades: inseguridad económica y volatilidad financiera; inseguridad social, tanto de los países pobres como de los ricos, debida a la crisis de las instituciones de protección social y a las terribles amenazas del terrorismo y la guerra; inseguridad sanitaria, pues se transmiten enfermedades a causa del incremento de los viajes y las migraciones; inseguridad cultural que, a través de las redes mediáticas mundiales y las tecnologías de comunicación, hace que Hollywood llegue hasta las aldeas más remotas, poniendo en riesgo la diversidad e identidad cultural; inseguridad personal, porque los avances tecnológicos permiten que se intercambien no sólo libros y semillas, por ejemplo, sino también dinero sucio y armas; inse guridad ambiental, que amenaza la supervivencia del planeta y menoscaba los medios de vida para cientos de millones de personas; inseguridad por las terribles catástrofes naturales que están arreciando... Desde luego, tampoco faltan signos positivos de inquietud en la búsqueda de sentido, así como renovadas miradas y sensibilidades para percibir dónde pugnan por abrirse camino el respeto de la dignidad humana, la paz, la justicia, la ecología, el desarrollo sostenible... Hay un gran desafío a nuestra responsabilidad de vivir la fe en justicia y solidaridad; pero no estoy hablando de un desafío intelectual, sino de todo un modo de vida que exige la conversión de las personas y de las relaciones sociales entre ellas. Constituir al sujeto moral-espiritual que responda hoy no es nada fácil. Gracias a Dios, es un poco más sencillo caer en la cuenta de que, como mínimo y de entrada, necesitamos comprender el momento en que vivimos, sin dar por sentado que lo conocemos, porque, a poco que nos detengamos a examinar la propia experiencia y la realidad que nos rodea, nos haremos cargo de lo ignorantes que somos con respecto a nosotros mismos y de lo pobre que es nuestra percepción del mundo y de la sociedad. El desbordamiento y la perplejidad son proverbiales. 53

El sujeto, entre moderno y posmoderno Algunos buenos análisis sobre los rasgos culturales realizados en España a finales de los ochenta3 venían a incidir en que la confluencia entre la modernidad y la posmodernidad sinteti zaba las condiciones en que se desarrollaban la sociedad y la identidad de las personas. Señalaban los siguientes indicadores con una directa repercusión sobre la fe cristiana: a)la fuerte secularización, que privatiza las cuestiones relativas al sentido de la vida y excluye la religión de la vida pública privándola de un espacio vital abierto a la trascendencia; b)el pluralismo cultural: las interpretaciones de la realidad y los valores vinculados a ellas habrían dejado de ser uniformes, y la fe aparecería como una posibilidad más al lado de otras, como oferta para el consumo. El pluralismo sería, para algunos, caldo de cultivo para el relativismo, la indiferencia o el sincretismo; terreno abonado para las «solidaridades parciales», la «religión a la carta» o las «creencias de bricolage»; c)el empirismo utilitarista, que afirmaría la exclusiva y excluyente vigencia del conocimiento científico, junto a una mentalidad tecnológica para la cual se trata de maximizar el resultado, lo útil, lo rentable... y según la cual debe hacerse todo lo que es factible prescindiendo de los límites éticos - el imperativo tecnológico; d)el narcisismo de una cultura «encantada de estar desencantada» (J.M.Mardones), en la que el individuo está centrado en la realización emocional de sí mismo: el «individualismo expresivo» como «segunda revolución del individualismo» (G.Lipovetsky); un narcisismo que va de lo individual a lo colectivo («comunidades emocionales»), aniquila las utopías de transformación social y rehuye los compromisos permanentes (el síndrome del «billete de vuelta»); e)el ideal de libertad como mínimo de limitaciones y máximo posible de opciones para que cada uno subjetivamente tome sus decisiones. Con indicadores así, se entiende que cualquier espiritualidad cristiana que se atreva a vincular fe con justicia social o a poner la «ética social bajo el signo de la Cruz» lo va a tener francamente difícil. Lo mínimo que puede esperar es que la tachen de insensato modo de proceder. Y que, por contra, las cosas pinten muy bien para cualquier espiritualidad (todo cuanto cae bajo el amplio título de New Age, por ejemplo) que acepte plegarse a lo que podríamos llamar «espiritualismo desencarnado» e 54

«individualismo expresivo» y que no plantee compromiso moral y social, sino realización personal y confort emocional. Estos factores culturales están vigentes también hoy, como lo está el solapamiento entre la subjetividad moderna y posmoderna. Lo que ocurre es que hay otros procesos que se pueden catalogar de «tercera revolución», expresión empleada para referirse a los espectaculares avances en las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) de la mano de la globalización, que afectan muy profundamente a las personas. Con ellos también hay que contar para comprender (o intentarlo, al menos) la época que nos está tocando vivir y las raíces de la injusticia, así como nuestra respuesta o falta de respuesta ante ellas, para tender puentes entre la moral y la espiritualidad. La interdependencia como «signo del tiempo» presente Los procesos de un mundo en cambio vertiginoso se nombran como globalización o mundialización (palabra más del gusto francófono). Ambos vocablos (en castellano se utilizan generalmente como sinónimos) han pasado a ser de uso común no solo en los ambientes académicos, sino en los medios de co municación y en el vocabulario de cualquier persona bien informada. En cierto sentido, la globalización ha adquirido carácter de talismán, con propiedades para explicarlo casi todo, probablemente más de lo debido. Globalización es interdependencia. Supone una extensión de las actividades sociales, culturales, políticas y económicas más allá de las fronteras, de modo que lo que ocurre, lo que se decide y lo que se hace en una región del mundo puede llegar a tener significado, consecuencias y riesgos para los individuos y comunidades en cualquier región del globo, por más distante que esté del lugar de los hechos. La capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real y a escala planetaria - con ubicuidad, instantaneidad e inmediatez-forma parte constitutiva de lo global, diferenciándolo de otros vocablos como internacional o transnacional4. Sobre la globalización hay en la encíclica Caritas in veritate (CV) jugosas consideraciones que, en parte, recogen reflexiones hechas ya por Juan Pablo II y, en parte, son novedosas. El nuevo contexto en que vivimos viene marcado por una «novedad principal»: «el estallido de la interdependencia planetaria, que nos hace más cercanos, pero no más hermanos» (CV 19). Siguiendo la senda trazada por Populorum progressio, Benedicto XVI dice que el mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque se podía decir que en él la cuestión social se había hecho mundial, «estaba aún mucho menos integrado que el 55

actual. La actividad económica y la función política se movían en gran parte dentro de los mismos confines y podían contar, por tanto, la una con la otra» (CV 24). Lo que más destaca en la nueva situación es que «se ha modificado el poder político de los Estados»; «el Estado se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional» (CV 24). Ahora bien, el Papa advierte que «la sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado» (CV 41), porque, en contra de lo que digan las apariencias, «su papel parece destinado a crecer, recuperando muchas competencias» (CV 33). Muy pegado a palabras de su predecesor, Benedicto XVI destaca la ambivalencia de los procesos globalizadores, pero alerta sobre las actitudes fatalistas ante ellos, «como si las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana» (CV 42). Y también en línea con Juan Pablo II, recuerda que «la globalización ha de entenderse ciertamente como un proceso socioeconómico, pero no es ésta su única dimensión... La superación de las fronteras no es sólo un hecho material, sino también cultural, en sus causas y en sus efectos... Por tanto, hay que esforzarse incesantemente por favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta a la trascendencia, del proceso de integración planetaria» (CV 42). A este respecto, el Papa envía un recado a los medios de comunicación: «Al igual que ocurre con la correcta gestión de la globalización y el desarrollo, el sentido y la finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento antropológico», pues el mero hecho de multiplicar «las posibilidades de interconexión y circulación de ideas no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia» (CV 73). Si el fatalismo no puede ser el criterio de conducta ante la interdependencia planetaria, tampoco pueden serlo las respuestas carentes de amor justo e inteligente, ya que, «sin la guía de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede contribuir a propiciar daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana» (CV 24). En sociedades cada vez más multiétnicas y multiconfesionales, las grandes religiones pueden constituir un factor de unidad y de paz para la familia humana5. La encíclica reclama con fuerza un gobierno eficaz de la globalización ante varios hechos de marca mayor, como las modificaciones de los equilibrios geopolíticos del mundo, la cuestionada funcionalidad de los organismos internacionales, el problema de los recursos energéticos o las nuevas formas de colonialismo y de explotación. También aquí se sitúa en una corriente que, desde Juan XXIII, viene señalando la 56

necesidad de una «autoridad política mundial» que busque el «bien común universal» y a la que se encomendarían tareas como «gobernar la economía mundial para sanear las economías afectadas por la crisis; para prevenir su empeoramiento y los mayores desequilibrios consiguientes; para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz; para garantizar la salvaguarda del ambiente y regular los flujos migratorios» (CV 67). Ni que decir tiene que la especificación de tales tareas provoca la desconfianza de los neoliberales y afines. No obstante, CV matiza inteligentemente su reivindicación: «Para no abrir la puerta a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples niveles y planos diversos que colaboren recíprocamente» (CV 57). Aunque la globalización ha tenido una especial repercusión en el terreno económico y financiero, solo comenzamos a entender su dinámica cuando nos hacemos conscientes de hallarnos ante un proceso plural, tanto en sus factores y dimensiones como en los ritmos y rumbos diferentes que tiene en cada país y zona del único y solo mundo. Pero reconocer la pluridimensionalidad de la globalización no debe ser óbice para afirmar que la revolución en las comunicaciones constituye su presupuesto y su condición posibilitante, y de ahí su carácter irreversible. De hecho, las nuevas TIC constituyen el soporte sobre el que pueden desarrollarse los procesos globalizadores. Y, dentro de ellas, es obvio que Internet desempeña un papel estelar y representa, como pocas cosas, la ambivalencia de las transformaciones: «se presta igualmente a una participación activa o a una absorción pasiva en un mundo narcisista y aislado, con efectos casi narcóticos. Puede emplearse para romper el aislamiento de personas y grupos o, por el contrario, para profundizarlo»6. Hay un peligro clamoroso de caer en la «globalización de la superficialidad» (P.Adolfo Nicolás). Crisis económica, crisis de valores La encíclica Caritas in veritate tiene como eje el desarrollo, y así lo expresa desde el principio - cuando declara que su tema es «el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad» - hasta las mismísimas palabras finales - cuando pide fuerza para «trabajar en favor del desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres». Trata, por supuesto, el desarrollo en el contexto de la actual crisis: «Se ha de reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado y sigue estando aquejado por desviaciones y problemas dramáticos que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto...» (CV 21). Uno de los problemas es el de la llamada «pérdida de confianza», que es «algo realmente grave» (CV 35). De todos modos, la crisis no es, evidentemente, el tema central de la encíclica, 57

aunque sí ha sido el tema por el que los medios de comunicación han mostrado más interés. A este respecto, conviene saber que Caritas in veritate ha afrontado la crisis, no desde el punto de vista técnico, sino evaluándola a la luz de principios de reflexión y de los criterios de juicio de la Doctrina Social de la Iglesia y dentro de una visión más general de la economía, de sus fines y de la responsabilidad de sus actores. La crisis actual pone de relieve que no se ha hecho lo que pidió Centesimus annus hace veinte años como una necesidad: repensar el modelo económico denominado «occidental». Hoy la crisis ha estallado en múltiples dimensiones (alimentaria, energética, financiera y económica'), siendo en última instancia una «crisis moral»8. Además de las implicaciones dramáticas de la crisis, el Papa no deja de recordar que esta también se convierte en ocasión para «discernir y proyectar de un modo nuevo», porque «nos obliga a revisar el camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas», en tensión hacia «una nueva síntesis humanista» (CV 21). Turbulencias del cambio cultural Más allá de la obvia y creciente interconexión mundial de fuerzas económicas o tecnológicas, la globalización también repercute decisivamente en las personas y las comunidades; por eso la globalización no puede ser vista y analizada exclusivamente en términos económicos y políticos, sino que ha de ser considerada en su dimensión cultural. En realidad, esta es la dimensión más decisiva y determinante de las transformaciones que se están dando en nuestro tiempo y que - lo queramos o no, para bien o para mal - nos afectan a todos. La experiencia de los últimos decenios ha demostrado que el cambio social no consiste solo en la transformación de las estructuras políticas y económicas, puesto que estas tienen sus raíces en valores y actitudes socioculturales. Por ejemplo, la Doctrina Social de la Iglesia, que enfocaba el análisis hacia los aspectos económicos y políticos, ha pasado a poner el énfasis en la dimensión cultural (antropológica) de los fenómenos sociales. En esta línea, Juan Pablo II insistía en que la globalización se había convertido rápidamente en un fenómeno cultural. La preocupación estará, pues, en detectar los valores que subyacen y sostienen los sistemas económicos y políticos de la sociedad emergente. Nos interesa conocer cuál es la antropología que está en el trasfondo de los nuevos procesos de mundialización. A continuación, asumo el reto de hacer una humilde aportación sobre las posibilidades de la relación entre espiritualidad y moral cristianas, no tanto dentro de los 58

parámetros habituales de la literatura teológico-espiritual y moral de corte académico, sino desde los indicadores culturales del cambio social que, lo queramos o no, están afectando a las condiciones en que el sujeto capta la realidad circundante, el orden de los valores morales y la verdad, hace sus juicios, toma sus decisiones y se relaciona con sus congéneres y con Dios. El sujeto, entre fuerzas uniformadoras y disgregadoras Un problema central de las actuales interacciones globales es la tensión entre homogeneización cultural y resistencia cultural. Las dos fuerzas contrapuestas han sido presentadas bajo la disyuntiva: Jihad versus McWorld9. La fuerza de McWorld denota uniformidad, homogeneización y negación de las culturas locales, que son subsumidas por formas occidentales americanizadas. Reduce al ciudadano a consumidor anónimo de productos estandarizados en el gran mercado, se presenta como transnacional y transideológica y puede ser aplicada por católicos e hindúes, por capitalistas y socialistas. La fuerza de Jihad, que representa una profunda oposición a las fuerzas uniformadoras y la defensa de lo propio, defiende las culturas étnicas y puede acarrear una suerte de retribalización del mundo. Esta tendencia a la resistencia tiene expresiones pacíficas, pero también una trágica manifestación en algunos nacionalismos, en algunos fundamentalismos y, en general, en la violencia que genera la exclusión de los diferentes. Concomitantes a estas tensiones se dan otras de gran relevancia que afectan a las personas y que, en buen medida, vienen de la mano de las migraciones contemporáneas y de los cambios en las posibilidades de comunicación e información. Nos referimos al llamado «multiculturalismo»10. Como hecho social, el multiculturalismo significa la convivencia, dentro de un espacio social, de grupos de personas de culturas diferentes, muchas de las cuales son creyentes de distintas religiones. Es razonable pensar que el paso del tiempo no solo va a confirmar la realidad de la diversidad dentro de cada sociedad, sino que la va a reforzar, puesto que la vuelta al mundo de unas sociedades sin inmigración y a un mundo de referencias culturales fundamentalmente compartidas no va a ser posible. Desde luego, la pluralidad de identidades culturales y religiosas que caracteriza a las sociedades de inmigración también interpela frontalmente a las relaciones entre el Estado, la nación y ciudadanía. Y si del hecho pasamos al posicionamiento respecto de él, encontramos que para unos, cuanto más, mejor; para otros es una desgracia que fragmenta la sociedad y pone en riesgo la democracia: no es posible mante ner un cierto 59

grado de estabilidad y homogeneidad, mínimo imprescindible de cualquier democracia, si no se reducen los conflictos derivados del multiculturalismo o, más claramente aún, si no se declara la incompatibilidad con la democracia de determinados modelos culturales. El sujeto, simplificado por el «pensamiento único» A pesar de la enorme diversidad de información que transporta la red informática, el propio medio de transporte genera una uniformidad de conciencia, de marco conceptual y de categorías de conocimiento que lleva a hablar de tendencias hacia la monocultura. Una de las expresiones ideológicas de esta monocultura es el «pensamiento único», que incluye el discurso del «fin de las ideologías» y la aceptación del capitalismo neoliberal como «patrimonio común de la humanidad» y única alternativa viable. La ideología del pensamiento único se puede instalar más pacíficamente si detrás de sí cuenta con sujetos cultivados en prácticas de tipo eficacista, inmediatista, consumista de las relaciones, toda vez que fomenta una cultura que da primacía a los hábitos del tener, a las tendencias de la acaparación, el poder y el control. Refuerza «el reino del ¿para qué sirve?», que se corresponde con «el reino del nihilismo» (P.Valadier), ya que mata el deseo interno e incluso los «deseos de desear» (San Ignacio). De algún modo, acontece una «globalización superficial del pensamiento» - en palabras del actual Superior General de la Compañía de Jesús - que acaba siendo «un reinado sin oposición del fundamentalismo, el fanatismo, la ideología y todas las desviaciones del pensamiento que causan sufrimiento a tantas personas». El sujeto, en busca compulsiva de su identidad En un mundo globalizado como el nuestro, la gente se aferra a su identidad como fuente de sentido en sus vidas. Es del gusto posmoderno hablar de crisis de «identidad»". Y en ese mismo sentido se pronuncian los datos de encuestas que revelan los conflictos sociales y políticos, pacíficos y violentos, que configuran el dramático mapa de una humanidad convulsionada y remiten casi siempre a la defensa de las identidades agredidas. Cuanto más abstracto se hace el poder de los flujos globales de capital, tecnología e información, tanto más concretamente se afirma la experiencia compartida en el territorio, en la historia, en la lengua, en la religión y, también, en la etnia. El poder de la identidad no desaparece en la era de la información, sino que se refuerza (M.Castells). Pero esto, lejos de ser un reforzamiento pacífico, se convierte en una fuente más de tensión. Por ejemplo, la experiencia continua y en acto de la diversidad cultural en el espacio interconectado de la aldea global y la experiencia cotidiana de compartir el espacio entre gentes de diferentes culturas en espacios locales 60

tradicionalmente homogéneos no dan mucha tregua para vivir con tranquilidad los procesos de elaboración de identidades. Al deteriorarse las tradiciones y prevalecer la elección de estilo de vida, el sujeto no queda inmune. La identidad personal tiene que ser creada y recreada más activamente que antes. Las personas existen en un estado de construcción y reconstrucción permanente, sin un eje estable y sólido que las sostenga. Si se creen incapaces de buscar la verdad y el bien, no tienen una identidad que custodiar y construir a través de opciones verdaderamente libres y conscientes'. Si no hay ningún eje que sostenga y dé estabilidad, el yo se encuentra fragmentado, descentrado, con una identidad plural y múltiple, que se define como un proceso continuo de relaciones, y afectado por diversos factores: secuencias televisivas, múltiples mensajes, comunicaciones constantes y puntuales, gran varie dad y fluidez de estímulos de todo tipo que alcanzan a las personas a través de las TIC. A juicio del profesor Castells, dada la disyunción sistémica entre lo local y lo global en la «sociedad red», la planificación reflexiva y proyectada de la vida en una identidad personal se torna imposible para la mayoría de la población, excepto para las élites privilegiadas que habitan en el espacio intemporal de los flujos de redes mundiales. La mayor parte de la gente, que no participa de esta privilegiada posición, no puede cultivar identidades de proyecto y tiende a quedarse al margen del sistema o a buscarse identidades de resistencia a la defensiva, mediante comunidades culturales de base religiosa, nacional, étnica o territorial que «parecen proporcionar la principal alternativa para la construcción de sentido en nuestra sociedad»" El sujeto, troquelado por la cultura de la «virtualidad real» A lo largo de la historia, las culturas han sido generadas por gentes que compartían espacio y tiempo en las condiciones determinadas por las relaciones de producción, poder y experiencia, y modificadas por sus proyectos, luchando entre sí para imponer a la sociedad sus valores y objetivos. Así, las configuraciones espacio-temporales fueron decisivas para el significado de cada cultura y para su evolución diferencial. En el paradigma informacional ha surgido una nueva cultura de la sustitución de los lugares por el espacio de los flujos, y la aniquilación del tiempo por el tiempo atemporal: la cultura de la virtualidad real'. «Virtualidad real» significa, pues, que la propia realidad (es decir, la existencia material simbólica de la gente) está plenamente inmersa en un escenario de imágenes virtuales, en un mundo de representación en el que los símbolos no son solo metáforas, 61

sino que constituyen la experiencia real. Es virtual porque los materiales recibidos llegan por vía informática, vía juegos de ordenador, vía televisión o cine. Es real porque configura la cultura (ideas, valores, conductas) de quienes acceden a ella. Interesa tener presente que la virtualidad no es la consecuencia de los medios electrónicos, aunque estos son los instrumentos indispensables para la expresión de la nueva cultura. Esta virtualidad es parte de nuestra realidad, porque es dentro de la estructura de esos sistemas simbólicos, atemporales y sin lugar donde construimos las categorías y evocamos las imágenes que determinan la conducta, influyen decisivamente en la política, nutren los sueños y las pesadillas, al tiempo que amplían las formas de experiencia humana. El sujeto, en una «sociedad red» con brechas crecientes de desigualdad y exclusión La sociedad de la información se caracteriza, pues, por su carácter informacional, su dimensión global y su construcción en forma de red. En última instancia, cabe decir que «quien no esté en la red es como si no existiera» y, por tanto, su suerte acabará siendo la ignorancia o la eliminación. Con la gráfica expresión «brecha digital» (y su correlativa «brecha generacional») se nombra y denuncia la creciente desigualdad y polarización que se está produciendo tanto entre personas como entre grupos y naciones con respecto al acceso y el uso de las nuevas tecnologías, con importantes consecuencias a la hora de participar en los beneficios de la globalización y el desarrollo. Asistimos impertérritos al ahondamiento de la desigualdad y la discriminación en la «aldea global». La lógica neoliberal dicta que la solución viene de un mercado libre que resuelva por sí solo los problemas de la des¡ gualdad, también en el acceso a las tecnologías. Pero esto es un engaño interesado que es ya - y lo será de un modo cada vez más intenso y visible - una importantísima causa de injusticia social global. Además de esta enorme brecha entre países ricos y países pobres, también se abren otras brechas dentro de los países actores y beneficiarios de la globalización. Una de ellas es la que se está produciendo entre los «trabajadores autoprogramables» (necesarios para el sistema) y los «trabajadores prescindibles», o entre los «interactuantes» y los «interactuados», es decir, aquellos capaces de seleccionar circuitos de comunicación multidireccionales y aquellos otros a quienes se proporciona un número limitado de opciones «preempaquetadas»'s. El sujeto, «anestesiado» por hiperinformación El papel estelar que en nuestro mundo juegan los medios de comunicación es muy 62

ambiguo. La ambigüedad estriba no solo en lo manifiestamente mejorable que es el tratamiento informativo de las noticias, en la discutible calidad de las programaciones que arrasan en términos de audiencia, o en la tendenciosidad de muchos valores que propagan, sino en los mecanismos con que los medios elaboran y hacen llegar a sus receptores tantas cosas, incluido el espanto y la inhumanidad. Aunque esta dimensión permanece oculta y subyacente a lo que recibimos a través de los sentidos, en última instancia, es clave a la hora de analizar qué percibimos y cómo se forma nuestra percepción de la realidad, incluidas las realidades más sangrantes e ignominiosas. Las altas dosis de dramas cotidianos que ingerimos anestesian nuestra capacidad de discernimiento y cualquier otra reacción. Paradójicamente, mostrarlo y exhibirlo todo desemboca en la inmunización contra las peores calamidades; la inundación de datos paraliza la comprensión y, sobre todo, aumenta «la tolerancia a lo intolerable» y nos arrastra, sin querer, a «banalizar el espanto» (P.Bruckner). Nos llegan las noticias, pero con ellas también las correspondientes dosis de inmunización contra ellas mediante mecanismos defensivos que operan al estilo de «estructuras de pecado», es decir, factores negativos que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo. Los episodios que desde hace unos meses giran en torno a Wikileaks y su afán por desvelar masivamente conversaciones y datos turbios de todo tipo, que son la trastienda de muchos «negocios públicos», es un ejemplo no poco inquietante de la desmesura que padecemos y de lo difusos que están los límites de la responsabilidad, la transparencia o el derecho a conocer la verdad y qué se entiende por esta. Con todo lo dicho, y otras muchas cosas que se podrían añadir, no puede uno extrañarse demasiado de que lo más socorrido para la mayor parte de la gente consista en renunciar a mirar a la propia vida y dejarse llevar por el espectáculo de las vidas ajenas16. El sujeto del fogonazo solidario El caso es que el cúmulo arrollador de imágenes y noticias - a veces espantosas - se quedan frecuentemente en fogonazos sin más incidencia en las personas que las reciben y, de hecho, no llegan a afectar a la sensibilidad moral, ni siquiera la interpelan. Al contrario, más bien nos hacen desconectar de la mayor parte de las cosas de las que se nos informa y desentendernos apáticamente de la realidad: «Los patéticos llamamientos para que despertemos producen una especie de insensibilidad redoblada, acolchada, fruto de la saturación y no de la carencia, o más bien una sensibilidad intermitente que se 63

entreabre a veces por efecto de unas rachas de emoción efímera, para volverse a cerrar, más aún si cabe, a continuación»". Si la percepción superficial de la realidad hace casi imposible sentir compasión por el sufrimiento de los demás, la satisfacción inmediata de los deseos bloquea la capacidad de comprometer la propia vida en alguna causa que verdaderamente merezca la pena. Proceder así pasa una alta factura a la persona, la de la «deshumanización que puede ser gradual y silenciosa, pero muy real» (P.Adolfo Nicolás). Metidos como estamos en el campo magnético de «la cultura de la virtualidad real» circulante a través de las TIC, se da una alteración de la conciencia personal que, en vez de actuar como «norma interiorizada de la moralidad» 18, se torna incapaz de percibir la realidad, discernir el bien del mal y elegir y actuar en consecuencia. A lo sumo, queda reducida a «norma interiorizada de la moralidad del sentimiento», y este virtual: la moral que administran e inculcan - con bastante eficacia, por cierto - los medios de comunicación e información a través, por ejemplo, de los «maratones de la solidaridad». Sus intenciones pueden ser buenas, pero la mentalidad que generan sobre el sentido de la justicia social y la solidaridad puede ser fatal. Para desenmascarar este tipo de trampas hay que usar las reglas de la 2a semana de los Ejercicios, aquellas que ayudan a ver el mal por debajo de la apariencia de bien. San Ignacio pide que se analicen el principio, medio y final del proceso de los pensamientos, para comprobar si efectivamente todos los pasos son correctos o si se ha colado el engaño en algún momento. El sujeto moral, entre la libertad y la verdad El teólogo moralista Livio Melina se muestra convencido de que «la ruptura del nexo entre verdad y libertad, origen de la crisis moral (Veritatis splendor 32, Fides et ratio 98) puede ser adoptada como clave interpretativa de la historia de la ética moderna y contemporánea, manifestando la existencia de dos tendencias de pensamiento opuestas entre sí y que, a su vez, son inadecuadas por su unilateralidad: éticas de una "libertad sin verdad", o bien de una "verdad sin libertad"»19 Obviamente, la requisitoria en favor de una relación correcta de la libertad con la verdad implica una seria advertencia frente a los engaños de la libertad, aunque también conlleva una admonición contra la presunción de autosuficiencia de la conciencia individual que, en lugar de juicios morales, toma decisiones (decisionismo). Ahora bien, poner el acento en la conciencia obediente, totalmente obligada a seguir la verdad, tiene el peligro de desconfiar de la capacidad humana para emprender la búsqueda de la 64

verdad. Así sucede cuando pedimos el amparo del magisterio en moral y renunciamos a hacer nuestro propio trabajo de discernimiento. Viene a ser como si el «cumple los mandamientos» de Jesús al joven rico hubiese hoy de actualizarse en un «cumple lo que la Iglesia, en la voz de sus pastores, te diga». El magisterio ve reforzada su misión en el contexto cultural que exalta y, paradójicamente, pone radicalmente en duda la libertad, el contexto del relativismo y el nihilismo. De hecho, una antropología de cierto pesimismo con respecto a la libertad humana llama continuamente a una eclesiología que acentúe fuertemente el rol de la autoridad del magisterio en materia moral. Pero si el papel correcto de la con ciencia en la vida humana se circunscribe a simple acatamiento de la verdad que instancias externas a la conciencia misma señalan y presentan, su misma entidad moral queda muy en entredicho. Esto puede desembocar en una sumisión de la libertad de la persona a la verdad que, presuntamente, es para el bien de la persona pero que le viene de fuera. En definitiva, puede desembocar, a poco que nos descuidemos - y nos descuidamos con cierta facilidad-, en una falta de respeto a la dignidad humana. La «teonomía participada», cuando se hipertrofia la instancia magisterial para conocer la verdad, acaba siendo heteronomía en su versión eclesionómica. A este respecto, el teólogo Dietmar Mieth ha lanzado una dura admonición que, a buen seguro, nadie en la Iglesia querría ver refrendada por la realidad de los hechos: «Quien hace de las conciencias de los fieles cañas a merced del viento que el magisterio debe afianzar como con un corsé - lo que podría ser adecuado en algunos casos concretos, pero no in genere- propicia un menosprecio de la fe creadora y de la razón creadora que hace imposible, en la práctica, la Iglesia como communio y nos retrotrae a las más tenebrosas etapas del desdén eclesial del siglo XIX por la libertad y la conciencia» 2°. Hoy acaso sea especialmente formativo volver a leer la que es, por excelencia, la obra clásica católica sobre la conciencia: la Carta al Duque de Norfolk, del Cardenal Newman, con sentencias como esa de que «la conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo», o «si yo pudiese brindar por la religión después de una comida - lo que no es muy indicado hacer-, brindaría por el papa. Pero antes por la conciencia, y luego por el papa». A esta célebre frase bien podría corresponder como glosa magistral otra brillante y osada afirmación festejada por el Cardenal Ratzinger: «sin conciencia no habría papado. Todo el poder que posee [el papado] es poder de la conciencia»'. Para no dejar a medias el pensamiento de Ratzinger hay que añadir que, a su juicio, para Newman el vínculo que asegura la conexión entre conciencia y autoridad es la 65

verdad, ya que la conciencia significa «la presencia perceptible e imperiosa de la voz de la verdad dentro del sujeto mismo; la conciencia es la superación de la mera subjetividad en el encuentro entre la interioridad del hombre y la verdad que procede de Dios»22. Mimbres para la (re)construcción espiritual-moral del sujeto Después de esbozar algunos indicadores de la ingente transformación cultural que comporta la globalización, sin pretender agotar ni su lista ni sus análisis, vamos a apuntar algunas vías para no ser absorbidos por la potencia sobrecogedora de estos procesos ambivalentes. Ni los negamos, ni los demonizamos, pero tampoco los declaramos inexorables ni nos rendimos a sus pies. En realidad, aunque sea aspiración común de los seres humanos el habitar un mundo carente de ambigüedades y contradicciones, solo las paradojas se acercan a la comprensión del humano vivir y permiten reconocer el milagro de la libertad de la persona. Así, las turbulencias del presente tendrían la potencialidad de convertirse en valiosas oportunidades para apostar por la libertad discernida. De algún modo, haríamos bueno el pensamiento de que el problema no es fundamentalmente la crisis, sino la incompetencia y la pereza para encontrar salidas y soluciones. La esperanza, ancla para no perderse en la ambigüedad La esperanza cristiana - a la vez encarnada y escatológica, porque Dios, de algún modo real y misterioso, está implicado en ella, y nada de lo nuestro ha querido que le sea ajeno - es compatible con la afirmación de que «todos los fenómenos culturales son evangélicamente ambiguos» 23. Reconocemos la acción del Espíritu en la historia, sin dejar de percibir las contradicciones y los dinamismos de muerte que también imperan en el mundo. Plantearse preguntas sobre la posibilidad de que las personas puedan ser formadas para vivir y responder humanamente a los desafíos de la nueva sociedad equivale a preguntarse, de algún modo no retórico, si el ser humano tiene futuro sobre la faz de la tierra o si el Evangelio es buena noticia para este nuestro mundo. Es preguntarse, por ejemplo, si todavía va a tener sentido rezar el Padrenuestro con alegría por ser hijos de Dios. Karl Rahner también afrontó un tema que nos asalta a muchos en cantidad de ocasiones: ¿puede la fe cambiar su rostro? Con su hondura y complejidad habituales, respondía que sí: la fe, por su propia esencia, va presentando nuevas formas y expresiones históricas, nuevos rasgos. Más aún, desfiguramos el rostro de la fe si esta no responde a las exigencias de los tiempos, si la vivimos sin «conciencia histórica» y como una serie de experiencias y creencias fijas de una vez para siempre, independientemente de quiénes, dónde y cómo la vivamos. Y es que la fe, que es gracia, también es una tarea 66

que se nos da y aceptamos en libertad cumplir, dentro de un mundo «en tanta diversidad» (EE 106), con grandes promesas globales e innumerables y trágicas traiciones; un mundo que «abarca a más de seis mil millones de personas con sus rostros jóvenes o viejos, unos naciendo y otros muriendo, unos blancos y muchos otros morenos, amarillos y negros: todos ellos, cada uno desde su singularidad individual, aspirando a vivir la vida, a usar sus talentos, a sostener a sus familias y cuidar de sus niños y ancianos, a disfrutar de la paz y la seguridad y a construirse un mañana mejor»'. La responsabilidad escalonada y modesta La desmesura de los estímulos, que nos llegan de todas partes nos conduce conscientemente o no - a no ver; nos hace ciegos para juzgar, incapaces de responder y actuar. Lo que dijimos de las consecuencias del exceso de información que atrofia la reacción se puede aplicar a la responsabilidad. De ahí que me parezca muy acertada la propuesta de una pedagogía modesta y realista de la responsabilidad que reclama que «el sentido de la responsabilidad debe ser fortalecido, no a través de la exageración verbal, creadora de ilusiones, sino a través de un análisis sobrio y limitado. No es verdad que seamos responsables de todos y de todo»2s. La modestia se corresponde con un sentido escalonado de la responsabilidad, en la cual se distingue una dimensión ético-individual y una dimensión ético-social, distintas aunque inseparablemente relacionadas entre sí. Por un lado, la responsabilidad individual de las personas llama a compartir con quienes tienen considerablemente menos oportunidades de vida digna, menos opciones de participar en la vida de la sociedad. Esto exige cambios en el propio estilo de vida, es decir, en el consumo de recursos no renovables, porque - por justicia - hay que ponderar las necesidades de las generaciones futuras. Por otro lado, la responsabilidad personal tiene que recibir el complemento de la responsabilidad política que, de una parte, se extienda a la eficacia de organizaciones de ayuda y, de otra, esté orientada a la configuración de las condicionesmarco donde son indispensables las instituciones políticas y legales. Ni que decir tiene que estas tareas, en la época de la globalización, no pueden ya ser acometidas únicamente a nivel nacional. Para caminar hacia la justicia global se requiere una política de orden internacional con regulaciones institucionales y órganos para cuyo poder político todavía se buscan formas de control democrático. No entrar en dinámicas de solventar estos problemas significa dejar en la estacada a los pobres del Sur, pero también a los pobres - nacionales o inmigrantes - que viven en los países ricos.

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La discreta sensibilidad y el experimentar concreto Adolfo Chércoles, SJ, nos ha ayudado a ver la gran importancia que los sentidos corporales tienen en la vida espiritual para San Ignacio de Loyola, porque ahí tenemos el contacto más directo con la realidad, hasta el punto de decir que «ese es el único camino que ve posible el cambio del corazón: acceder a la sensibilidad para desmontar las construcciones cerradas, allí donde los ojos se han cerrado y se ha embotado el corazón» 26. Ignacio daba mucha importancia a la sensibilidad, porque a través de los sentidos entramos en contacto con la realidad; pero antes que él se la dio Jesús. Cuando le preguntan sus discípulos por qué habla en parábolas, él responde con una cita de Isaías: «El corazón de este pueblo se ha embota do... para no ver con sus ojos ni oír con sus oídos» (Mc 13,10). Insistir en la sensibilidad es poner el acento en el contacto primordial con lo real como condición indispensable para superar la superficialidad. Por supuesto los sentidos no son los únicos canales de apertura a la realidad, pero se necesitan para ella. El P.Nicolás enfatizó en México el 23 de abril de 2010 que la tradición ignaciana lleva consigo un compromiso con lo real, que para ser tal no puede renunciar a la profundidad y la universalidad: «El punto de partida será siempre la realidad, lo que materialmente, concretamente, pensamos que está allí; el mundo como lo conocemos, el mundo de los sentidos descrito con tanta viveza en los mismos Evangelios, un mundo de sufrimientos y de necesidades, un mundo roto, con muchas gentes también rotas que necesitan curación. Partimos desde ahí. No huimos de ahí. Y entonces Ignacio nos guía... para que lleguemos a las profundidades de esa realidad. Más allá de lo que podemos percibir inmediatamente, él nos conduce a ver la oculta presencia y acción de Dios, en lo que vemos, tocamos, olemos y sentimos. Y ese encuentro con lo que es más profundo cambia a la persona». Hablamos de cosas elementales, pero que hoy ya nadie puede dar por supuestas o conseguidas. Se trata de generar nuevas estrategias educativas, pastorales o espirituales que van a requerir enormes dosis de creatividad y esfuerzo. Porque el ser libre no surge del vacío o aparte de la historia: la vida de la libertad sólo se encuentra en las situaciones concretas donde podemos elegir y elegimos; el «deber» solo se halla en los múltiples «deberes» de la vida cotidiana; y solamente aprendemos a hacer algo haciéndolo, en línea con la mejor ética de las virtudes que arranca en la Ética a Nicómaco y llega hasta nuestros días. La experiencia moral no está única ni primeramente en los grandes y controvertidos asuntos (guerra, aborto, manipulación genética), sino en los actos humanos (Santo Tomás) que van conformando día a día nuestro carácter. Del mis mo modo que la experiencia espiritual tiene momentos cumbre, pero pasa por lo más cotidiano y sencillo del vivir. 68

Por eso se acrecienta la urgencia de tener en cuenta que la conversión del corazón se va dando calladamente en el conocer sensible y, por experiencia directa, en situaciones concretas de vida y personas con sus nombres, rostros e historias, dejándonos afectar por la realidad viva: un conocimiento no puntual, sino sostenido y sostenible. Sabemos que los mensajes - incluso los de los aspectos más espantosos-, cuando se reciben virtualmente, sin prolongación en la «realidad real», no solo se vuelven perfectamente digeribles, sino que inmunizan frente a la realidad, incapacitándonos para comprender las cosas. Por eso necesitamos verificar en nuestra experiencia concreta las cosas de las que tenemos conocimiento virtual, para que la información no sea dañosamente inútil. La crítica apoyada en el «conocimiento interno» Necesitamos traspasar la superficie de lo que hacemos y vemos gracias y a través de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, porque estas no son, ni mucho menos, instrumentos puramente neutrales con respecto a la vida humana. Al contrario, implican una ordenación definida del espacio y el tiempo, de las relaciones sociales, y conforman nuevas formas de pensar, vivir y ser. Tocan a la política y a la economía, pero también a la antropología. Aunque hoy carezcamos de prácticas sociales concretas eficaces para manejarnos libremente en el escenario cultural de nuestro tiempo, tiene que ser posible imaginar e implementar prácticas adecuadas para «ejercitarse», «moverse», ponerse a la acción, para que en ella acontezca algo: el cambio y la mejora de la persona. Así entiende también San Ignacio la técnica de los Ejercicios, en los que la persona tiene que hacer cosas, poner los medios, para que, en definitiva, sea Dios el que hace en ella. Sugiero unas pistas para actuar: a)El cultivo de espacios para pensar sobre el flujo imparable de la cultura de la virtualidad real; controlar y no ser controlados por los instrumentos, para lo cual es imprescindible cultivar prácticamente la libertad de valorar y elegir activamente lo que queremos hacer con las nuevas tecnologías, los medios de comunicación y sus incalculables posibilidades. Y esto es imprescindible no solo porque en la red hay muchos contenidos dañinos y al alcance de cualquier usuario, sino porque la continua no digestión ni asimilación de los materiales recogidos o recibidos, junto a la naturaleza inacabable y virtualmente instantánea de este proceso, provoca dispersión, extraversión de la conciencia y un concepto de experiencia como adquisición que troquela «internamente» por dentro al usuario. b)Frente al uso de las redes sociales para establecer amistades rápidamente y sin 69

esfuerzo, con meros conocidos o del todo desconocidos, que pueden fácilmente romperse sin ni siquiera pasar por la confrontación y la reconciliación, habrá que replantear las prácticas educativas para que sean capaces de formar personas de discernimiento, con una cierta profundidad de pensamiento y compromiso, que puedan decidir desde su interior. c)Ante el bombardeo a que estamos sometidos - todos, pero especialmente los más pequeños-, que puede hacer que lleguemos a la confusión entre ficción y realidad, necesitamos saber distinguir. Si, por ejemplo, las imágenes de un drama real que vemos en un documental o en un informativo van seguidas de las imágenes de una película, podría ocurrir que las primeras sean registradas como medio-irreales, y las segundas como medio-reales. d)La educación de un espíritu crítico que, desde la experiencia directa y sensible, no deje de tomar distancia respecto de las cosas en las que nos movemos, para «ver, juzgar y actuar». Esta capacidad de sospecha también ayudará a desenmascarar las trampas de la ideología del «pensamiento único» y de la monocultura al amparo de la globalización. Estoy convencido de que no basta con criticar los mecanismos perversos de nuestro mundo (aunque para ello tengamos mucha ciencia y más razón) y querer combatirlos, mientras no podamos aclarar cómo todos y cada uno de nosotros, como individuos, estamos inmersos en las estructuras generales; es decir, cómo nos aprovechamos de ello y cómo cooperamos y transmitimos las normas consideradas por nosotros como obviamente rechazadas (por ejemplo, las del consumo, las de la producción, las del autointerés del «primer mundo»...). Una crítica social que no incluya estos mecanismos de interiorización, que no se pregunte con qué ojos vemos lo que vemos para juzgar y actuar, que no discierna mociones y motivaciones, que no mire hacia dentro de un modo no ensimismado, sino en alteridad, no creo que sea una buena interpretación política del Evangelio ni de la espiritualidad cristiana. Y tampoco creo que sea buen camino para «salir del propio amor, querer e interés». A la antropología ignaciana de la interioridad del «conocimiento interno», del «sentir y gustar de las cosas internamente», le es completamente «ajena una espiritualidad introspectiva o sentimental. Es una espiritualidad realista, que se confronta con la realidad, no la inventa. La interioridad que concibe Ignacio - quizá porque en algún momento de su vida manresana tuvo estas tentaciones - no es una interioridad de ver-se, sino una interioridad alterada, habitada y constituida por una relación con Alguien»2'. No hace falta argumentar sobre el puesto central que tienen el autoexamen y el 70

discernimiento (la actitud de sana sospecha, de no complacencia fácil, de no dar nada por supuesto) en el método ignaciano. Es ciertamente una herramienta imprescindible: examen de la oración, examen del día, examen de los pecados... En la primera semana tenemos la triple pregunta - «¿Qué he hecho, qué hago y que debo hacer por Cristo?»-, que nos hace pensar en la famosa triple pregunta de Maclntyre en Tras la virtud: «¿Quién soy, qué debo llegar a ser y qué pasos estoy dispuesto a dar para ello?». Estas preguntas son como fonendoscopios que auscultan el movimiento interno dentro de uno, toda vez que es en la interioridad profunda donde el deseo se hace operativo. El mapa para no perderse en el haz de deseos que somos nos lo ofrece Ignacio en las reglas de discernimiento, fruto de su trabajosa experiencia personal. El acompañamiento pide comunidad La expansión y compresión simultáneas de la conciencia y la experiencia que producen las TIC, unidas a las condiciones de trabajo y de transporte, fomentan un sentido de comunidad no orgánica, sino virtual, donde se dan relaciones, pero al margen de los cauces reales de la relación de «presencia real». Los vínculos que establecemos en el trabajo (de tipo instrumental) no pueden sustituir a los vínculos de las comunidades de pertenencia. Además, el individualismo y todo un elenco de características del estilo de vida urbano, en un marco donde se han expandido tanto los medios de «presencia virtual», abonan el terreno para que la forma de mantener las relaciones sean cauces como el teléfono móvil o Internet, en detrimento y en sustitución de la relación presencial directa. Hay una reforzada necesidad de participar en grupos en los que el contacto humano ayuda a comprender e interiorizar las relaciones reales de reciprocidad, de amistad, de solidaridad, de autoridad, de proyectar juntos, de argumentar, de orar...; comunidades abiertas que apoyen y nutran a las personas para que no entren en las dinámicas que desvalorizan y excluyen. En esta línea de apoyo a las comunidades no virtuales, continúa siendo decisivo el apoyo a la familia como marco privilegiado donde acontece la experiencia real de la llamada de las personas a la relación, al don de sí en el amor y al don de la vida (GS 12), donde tiene lugar privilegiado la posibilidad de que alguien nos corrija o nos lleve la contraria y, porque nos quiere, nos confronte haciéndonos elegir y reaccionar. La familia como comunidad nuclear para la socialización y para aprender a humanizar los aspectos mecánicos de las instituciones sociales. Desde luego, no necesitamos comunidades emocionales que se cierran sobre sí 71

mismas, ni aquellas otras que degeneran en la búsqueda patológica de seguridad, orden, sentido y espíritu de cuerpo propios del fundamentalismo, que anula la personalidad de cada uno y edifica un conjunto alternativo de valores y principios de existencia bajo los cuales no es posible coexistir con el sistema impío del conjunto de la sociedad. La espiritualidad ignaciana reclama hoy, en su trabajo por la justicia social, que el cambio de estructuras no deje de lado la promoción de las comunidades humanas, como sujetos del desarrollo y espacios de solidaridad cuyos efectos redundan en bien del conjunto de la sociedad local y global. Aquí pugnan por abrirse camino las «comunidades de solidaridad»28 como contracultura de la justicia y la solidaridad, tanto de tipo popular y no gubernamental como de nivel político, donde podamos colaborar en orden a conseguir un desarrollo plenamente humano, alimentando continuamente las motivaciones y la inspiración de corazones convertidos y luchadores. Este acento actual en la comunidad quizá no parezca directamente relacionado con la metodología de los Ejercicios Espirituales, pero estimo que es una legítima actualización de una intuición ignaciana crucial: el proceso de crecimiento personal - moral y espiritual - necesita de la relación interpersonal. Para recorrer el camino precisamos del contraste y la compañía de otros, porque nadie es buen juez de sí mismo. La vida espiritual y la moral precisan de acompañantes prudentes - tanto sujeto individual como sujeto comunitario - que conozcan, quieran, se impliquen en la vida del acompañado, sin suplantarlo ni tomar decisiones por él. Creo que el acompañamiento debe afrontar hoy un desafío más comunitario que en otros momentos históricos. Tendremos que prestar mucha más atención a esas comunidades que, frente al rostro actual de una globalización de brechas de desigualdad y exclusión, buscan paliar sus efectos y generar alternativas de servicio y acompañamiento directo de los pobres, de toma de conciencia de las demandas de la justicia, con responsabilidad político-social para realizarla, y de participación social dirigida a la creación de un orden social más justo. El centro de gravedad que ordena el paisaje y unifica el corazón Desde los Ejercicios se entiende que la fe en Dios es irrenunciablemente social en sus implicaciones, por cuanto afecta al modo en que las personas se relacionan entre sí, y tiene que ver con la manera de organizarse la sociedad. No se sigue confusión entre religión, ética y política que degenere en cualquier suerte de fundamentalismo religioso. Ni tampoco escisión entre religión, ética y política, donde están total y radicalmente separadas y donde la religión no es más que algo espiritualista. Entre ambos extremos, 72

consideramos y vivimos, aunque con vacilaciones y errores, una religión que atañe a la vida entera y que implica opciones morales de vida tanto pú blica como privada, es decir, que necesariamente tiene que ver con la política, la economía, la biología, el derecho, etc., aunque no se «confunda» con ninguna de ellas. El sentido que da el hecho de tener un centro de gravedad permanente - como la mayor gloria de Dios, que da saber y sabor a la vida y está por encima de opiniones y modas - es defensor (paráclito) contra el relativismo («todo vale lo mismo»), el emotivismo («lo bueno es bueno por mi preferencia y sentimiento»), la pasividad («nada hay por lo que valga la pena luchar»), el consecuencialismo nihilista («el reino del para qué») y la huida de uno mismo («vivir vidas ajenas»). Y da mayores posibilidades de éxito para la construcción de una identidad compleja y abierta a la trascendencia, que ordene la pertenencia a múltiples ámbitos: local, nacional, internacional, político, religioso, artístico, económico, familiar... Desde ahí, creo yo, también cabe establecer una más correcta relación con dos principios complementarios: respeto por el valor y dignidad de toda persona y respeto por las diferencias culturales; respeto por las identidades culturales y respeto por los principios democráticos que garantizan las libertades y derechos de las personas en una sociedad pluralista. Ante el hecho multicultural constatado en las tensiones, la interculturalidad aparece como un enfoque propositivo, no basado tanto en lo que ocurre, sino en cómo querríamos que funcionase una sociedad multicultural basada en la convivencia y cohesión social por medio de conflictivos, negociados y regulados procesos de comunicación, interacción e intercambio entre los distintos grupos culturales. Así pues, la aproximación intercultural constituye una propuesta para articular ese pluralismo constatado desde una estimación más positiva de la diversidad y reclamando, al tiempo, una política de actuaciones coherente con esta visión. Pero, sobre todo, defiende la necesidad de abordar en distintos ámbitos una reflexión serena sobre la nueva situación, que, consciente de la complejidad del problema, no esté condicionada por inte reses a corto plazo o temores desorbitados. En realidad, la gestión de la diversidad humana, cuando la diferencia es realmente significativa, nunca es tarea fácil. Una mirada a la situación de algunos conflictos identitarios que se prolongan durante décadas nos impide caer en idealismos perjudiciales. Frente a la convicción liberal de que tener un eje que unifique la vida es irracional e insensato, buscamos sujetos capaces de salir de sí mismos y con visión del fin y sentido de propósito, puesto que, «cuando vivimos en contacto con un pensamiento último, 73

revelador, tenemos, ante todo, un horizonte donde sentirnos encajados y un instrumento técnico para situar y colocar ordenadamente los problemas, los pensamientos; el camino ordena el paisaje y permite moverse en una dirección»29. Un método para la vida En fin, la escuela ignaciana cree que la vida es una tarea siempre en camino. Precisamente, los Ejercicios son, más que cualquier otra cosa, un método para la vida cotidiana: no son solo ni principalmente una experiencia puntual, ni mucho menos una doctrina con verdades sólidas, sino un método para seguir utilizándolo en lo cotidiano, porque nada queda resuelto, todo está por hacer en la aventura humana de ser libre quitar afecciones desordenadas - para «amar a Dios en todas las cosas y a todas en Él», respondiendo libre, sostenida y enteramente a su iniciativa. Los Ejercicios Espirituales no solucionan nada por sí solos, no son tiempo para arreglar problemas, porque esto significaría que uno entra en ellos para centrarse en sus intereses y asuntos propios; tan solo preparan y disponen para buscar y hallar a Dios en todo y aprender un modo personalizado de habérselas con todo cuanto sucede (también con los cambios culturales que nos arrollan) y no perder el rumbo. Así pues, no debe extrañar que la formación del sujeto espiritual y moral sea también tarea y proceso de toda la vida. Una moral amiga de la libertad y la elección y enemiga de las recetas Nos hallamos ante un proceso que suscita muchas y muy inquietantes preguntas, las cuales obligan a analizar las dinámicas culturales en que estamos inmersos y a replantear las prácticas pastorales, educativas, espirituales, éticas... Quien se niegue a ver los interrogantes y prefiera la seguridad artificial que dan las recetas, se priva a sí mismo de la capacidad de abrirse a la experiencia y de apreciar los desafíos, así como de responder a ellos evangélicamente. Pero también se incapacita, por más que recurra a los más sagrados argumentos de autoridad y a las verdades más seguras y objetivas, para guiar y educar a otros. Si desde los criterios de una escuela del corazón, como la ignaciana, nos preguntamos dónde hay que poner el esfuerzo de la formación de personas para que puedan vivir evangélicamente en nuestro mundo, brotan varias respuestas que, aunque enfatizan aspectos distintos, son confluyentes. Descubrimos actitudes como abrir los ojos y los oídos a la vida real (sensibilidad, modestia y concreción); tener el coraje de entrar dentro de sí (conocimiento interno y soledad); hacerse preguntas, abrirse al asombro, soñar

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posibilidades y calibrar su consistencia (crítica lúcida y esperanzada); atreverse a elegir en lo cotidiano y en lo crucial, porque vivir es elegir (decisión); aceptar el reto de vivir comunitariamente (comunidades abiertas y solidarias); y no tener miedo de buscar una perspectiva unificadora del corazón (sentido de unidad y de camino). Son actitudes posibles en nuestro tiempo, pero que reclaman serios esfuerzos para imaginar y diseñar nuevas prácticas sociales que favorezcan eficazmente su cultivo. Deseo fer vientemente que no sea fruto de puro voluntarismo el afirmar que tiene que ser posible construir un sujeto espiritual para habitar en la interdependencia de la globalización - aún en sus comienzos y no inexorable, pero sí irreversible. Habrá cosas conquistadas que resultarán ya irrenunciables, pero ello no exonera del trabajo de ampliar y ahondar la reflexión en torno a la relación entre espiritualidad, ética, y educación. Sobre esa relación el P.Kolvenbach ha legado un impresionante patrimonio reflexivo para situar el compromiso ético de la educación en el regazo de la espiritualidad ignaciana. Me permito recordar, a título de ejemplo, unas frases de su discurso en la Universidad de Georgetown, en junio de 1989 que en mi trabajo en la Universidad Pontificia Comillas recuerdo con frecuencia: «La preocupación por los problemas sociales nunca debe quedar fuera; deberíamos exigir a nuestros alumnos que usen la opción por los pobres como un criterio, de forma que nunca tomen una decisión importante sin pensar antes lo que ella puede afectar a los que ocupan el último lugar en la sociedad. Esto afecta a los planes de estudio, al desarrollo del pensamiento crítico y los valores, a los estudios interdisciplinares, al ambiente del campus, al servicio y la experiencia del trato de unos con otros, a la misma comunidad». También el P.Adolfo Nicolás ha hecho ya sus significativos aportes. Ahondando en el magis desde las fronteras de la profundidad y la universalidad, invita a comprender que, en la educación jesuítica, la profundidad del aprendizaje y la imaginación (conectada esta con la contemplación ignaciana) acompañan e integran el rigor intelectual con la reflexión sobre la experiencia de la realidad y con la imaginación creativa. La experiencia de la realidad, también del mundo roto, iluminada con la luz del Evangelio, es la que puede lanzar al cristiano a trabajar por construir un mundo más humano, justo, sostenible... Ahí está la feliz «co(i)nspiración» de Evangelio y experiencia humana. Frente a visiones catastrofistas u oportunistas, la ignaciana es una visión espiritual y moral abierta a la experiencia humana con todas sus mediaciones e iluminada por la luz del Evangelio. Como la globalización cultural afecta a la interioridad de las personas, frente al mundo virtual necesitamos que la realidad concreta nos toque el «corazón» mediante una doble estrategia no alternativa, sino forzosamente complementaria, donde 75

queda totalmente concernida la educación de las personas: conversión del corazón de cada uno y conversión cultural de la sociedad mundial («estructuras de pecado»). Los problemas de la justicia y la solidaridad tienen ciertamente una dimensión estructural económica y política y habrán de abordarse hoy desde análisis y fórmulas técnicas que aporten soluciones; pero esas fórmulas nunca llegarán a ser articuladas, ni siquiera pensadas, si falta una sensibilidad básica, una sintonía cordial con determinados valores morales o un contacto con la propia interioridad. La dimensión cultural de la sociedad mundial y la personal del corazón nos sitúan ante las raíces espirituales de las injusticias que atraviesan nuestro mundo y hacen daño a tantos millones de personas, y por eso se convierten en polos imprescindibles para cualquier compromiso social bien encauzado. Sin reconocerle su propio ser espiritual y sin vivir en apertura a la trascendencia, la persona «se repliega sobre sí misma y no logra encontrar respuestas a los interrogantes de su corazón sobre el sentido de la vida, ni conquistar valores y principios éticos duraderos, como tampoco consigue experimentar siquiera una auténtica libertad y desarrollar una sociedad justa» 30. Confirmamos una vez más que la moral tiene que alimentarse de la espiritualidad.

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El marco para ubicarse Una importante lección aprendida EL teólogo Ratzinger recordaba en un librito suyo del año 65 un relato del judaísmo tardío que procede así': Un pagano le dijo al rabbí Shammay que si le exponía el contenido de la religión judía en el tiempo en que una persona puede mantenerse apoyada en un solo pie, se haría judío. Y el rabbí fracasó. Acudió entonces al rabbí Hillel, quien no encontró imposible la tarea y la acometió respondiendo: «No hagas a tu prójimo lo que a ti te fastidia. Eso es toda la ley. Todo lo demás es interpretación». Cuando los fariseos pusieron a prueba a Jesús, este hizo su propio resumen tal como consta en Mt 22,35-40: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Y al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas». Y Ratzinger concluía: «aquí se contiene todo lo Jesucristo exige. Quien hace esto, es decir, quien ama, es cristiano y lo tiene todo». Cuando llego a la Cátedra de Pedro, no tardó mucho tiempo en exponer su propia síntesis de la revelación. Recién elegido Papa, Benedicto XVI pronunciaba en el Angelus de la fiesta de la Santísima Trinidad (22 de mayo de 2005) unas palabras anticipatorias de la encíclica que el día de Navidad de ese mismo año iba a ver la luz: «Toda la revelación se resume en estas palabras: "Dios es amor" (1 Jn 4,8.16); y el amor es siempre un misterio, una realidad que supera la razón sin contradecirla, sino más bien extendiendo sus posibilidades. Jesús nos ha revelado el misterio de Dios: él, el Hijo, nos ha dado a conocer al Padre que está en los cielos, y nos ha donado el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. La teología cristiana sintetiza la verdad sobre Dios con esta expresión: única sustancia en tres personas. Dios no es soledad, sino comunión perfecta. Por eso la persona humana, imagen de Dios, se realiza en el amor, que es don sincero de sí»2. Benedicto XVI aprendió bien la lección del Rabino Hillel y, sobre todo, la de Jesús. Se esmeró en hacer bien el resumen: nada más y nada menos que «Dios es amor»; y con ello sorprendió, acaso sin buscarlo, a propios y extraños. El arte de ir a lo esencial 78

Se dice que la primera encíclica de un Papa es programática, y Deus caritas est (DCE) no iba a ser la excepción. En realidad, ha sido programática de una forma sorprendente, rompiendo muchos esquemas de lo que razonablemente cabía esperar. El Papa Benedicto XVI ha llegado a la cátedra petrina tras casi cinco intensos lustros al frente de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, habiendo desempeñado un papel clave en el conjunto de las posturas doctrinales de Juan Pablo II. Con tantas cosas como hemos podido conocer de Ratzinger, casi era inevitable hacer pronósticos sobre su primera encíclica, y eso la ha hecho aún más especial, porque ha roto muchos esquemas. Cuando uno se aventuraba a imaginar cuál iba a ser el eje de su primera encíclica, le venían a la mente algunas de las cuestiones más abordadas por él: la conciencia y la verdad, el poder y la verdad, la libertad y la verdad, o la democracia y el Estado. Siempre con el diagnóstico de fondo de un mundo relativista, donde la versión del pluralismo que ha ganado terreno es la nihilista, en la que la subjetividad y el poder de la mayoría podrían actuar, so capa de democracia y de bien general, como disolventes de los valores absolutos. En el curso de sus análisis, dos principios básicos, la verdad y el bien, se han alzado como fundamento y garantía de una conciencia recta, de la libertad y los derechos humanos y, por tanto, de una sociedad justa y pluralista. Su homilía en la misa solemne de apertura del Cónclave (cuyas frases sobre el relativismo nihilista tanta resonancia mediática tuvieron) no defraudó esas expectativas temáticas. Sin embargo, llegó su primera encíclica, y Benedicto sorprendió a propios y extraños. A los que tenían ya preparada la artillería los dejó sin argumentos, porque la encíclica ha evitado dinámicas de censura o de condena; habla del amor en toda su extensión, recogiendo los términos griegos eros, philía y agapé; por tanto, habla también sobre la erótica del amor. Y aún más: incluso cuando el Papa expresa sus discrepancias respecto del nihilismo nietzscheano, de la interpretación marxista de la historia o de la mercantilización del amor, el lector no deja de sentir que las críticas se hacen por fidelidad al impulso del amor y por el deseo de dar una buena noticia. Si alguien esperaba un papa duro, frío e inquisidor, la decepción habrá sido proverbial. Así hemos podido ver a algunos «críticos papales de oficio» que, para no perder la oportunidad de hablar de las supuestas contradicciones de Benedicto XVI, más que criticar el texto de Deus caritas est, han tenido que criticar distintas actuaciones de la Iglesia desde el texto. Lejos de proferir condenas o lanzarse a ser profeta de calamidades, Benedicto se impulsa a sí mismo y nos impulsa a todos, empezando por sus hermanos y hermanas católicos, al amor y la justicia como respuesta humana posible, porque le habita la 79

profunda convicción de que, por un lado, podemos amar a Dios, dado que él no se ha quedado a una distancia inalcanzable, sino que ha entrado y entra en nuestras vidas; no solo nos ha ofrecido amor, sino que ante todo lo ha vivido primero y hasta el fondo y no se cansa de tocar a la puerta de nuestro corazón de muchos modos para suscitar nuestra respuesta de amor. Y, por otro lado, podemos amar al prójimo también cuando este nos resulta extraño, poco amable e incluso antipático, si somos amigos de Dios, si somos amigos de Cristo. Si la amistad con Dios se convierte para nosotros en algo cada vez más importante y decisivo, entonces comenzaremos a amar a aquellos a quienes Dios ama y tienen más necesidad de nosotros: podremos ser amigos de los amigos de Dios. Se me ocurre pensar que precisamente el hecho de haber tenido tanto protagonismo desde 1981 en la fijación de los límites doctrinales durante el Pontificado de su predecesor, llegando incluso a su cenit en el umbral mismo del cónclave y la famosa homilía que pronunció, puede haber provocado un irrefrenable impulso de situarse él mismo en la experiencia más radical que hace que tenga sentido la vida, tanto la de un cristiano como la de cualquier persona. Es como si Benedicto no tuviera más alternativa que la de ir a la fuente, a lo esencial, a lo fundante de la experiencia humana; a lo que está por debajo y por encima de toda forma de doctrina, de fórmula, de norma, de propuesta o de poder; a aquello sin lo cual ningún proyecto cristiano valdrá la pena ni podrá acreditarse, y sin lo cual ninguna propuesta doctrinal resultará convincente y ninguna regulación de comportamiento despertará atracción si no se halla animada por esta fuerza. A aquello, en definitiva, que es siempre nuevo, siempre mayor, siempre en camino... Es como si en un momento tan denso del mundo, un tiempo de crisis de valores e interpretación sobre el que Benedicto se ha pronunciado tan a menudo, a veces en términos muy duros, la única roca segura fuese el amor; y no un amor de novela rosa, sino un amor probado en el sufrimiento y el dolor, desde el cual somos capaces de amar y de no perder la dignidad. De algún modo, el Papa, ante su altísima responsabilidad, con su primera encíclica se examina por el amor y pone a la Iglesia y al mundo ante ese mismo tribunal en los recios e interesantísimos tiempos de comienzos del tercer milenio que nos está tocando vivir. En cierto modo, ha practicado el arte de ir a lo esencial o lo primordial: «La palabra "amor" está hoy tan devaluada, tan gastada, y se ha abusado tanto de ella, que casi se evita nombrarla. Sin embargo, es una palabra primordial, expresión de la realidad primordial; no podemos simplemente abandonarla; debemos retomarla, purificarla y devolverle su esplendor originario, para que 80

pueda iluminar nuestra vida y guiarla por el camino recto. Esta es la convicción que me ha impulsado a escoger el amor como tema de mi primera encíclica»3. Una lectura desde la Teología moral Me acerco a Deus caritas est desde la perspectiva del teólogo especializado en moral que busca los anclajes espirituales. No pretendemos entrar en el análisis de todo el contenido de una extensa encíclica que rebosa sustancia y tiene más recovecos de lo que a primera vista podría parecer. Algunos de los entresijos de la encíclica se entienden mejor a la luz de otros escritos de Benedicto XVI, tanto en los años inmediatamente anteriores a su elección papal como de estos casi tres años que lleva al frente de la Iglesia, por eso recurriremos puntualmente a ellos. Hoy el Papa Ratzinger ya ha escrito otras dos encíclicas: Spe salvi (2007), sobre la esperanza (podría decirse que casi anunciada al final de la primera4), que ayuda a perfilar algunas ideas de esa primera encíclica, y Caritas in veritate, centrada en el desarrollo y que ciertamente completa a Deus caritas est en bastantes aspectos. Así pues, en las páginas que siguen me permitiré leer algunos puntos de Deus caritas est echando mano de las otras encíclicas, así como de otros pasajes que, aun cuando no tengan todos ellos el marchamo del magisterio pontificio, sí se han convertido en enclaves hermenéuticos muy interesantes para ver la hondura del pensamiento del papa alemán. Estoy seguro de que la perspectiva de la Teología moral es una de las posibles para estudiar con provecho la riqueza del contenido de esta encíclica y, por consiguiente, sin pretender exclusividades ni preeminencias, es un instrumento apto para acometer su análisis, pues da mucho y bueno que pensar a la moral católica, tanto a la Moral fundamental como a la Moral de la persona y la Moral social. Para las tres disciplinas teológicas tiene la encíclica contribuciones significativas, aunque aquí nos interesa especialmente la social. El principio ordenador Razonablemente se puede pensar que «en cada filosofía moral se da, de entrada, un acto de fe en algún principio ordenador» (bien sea el imperativo categórico, el principio de utilidad, el sentimiento moral, el amor del hombre sin Dios o el amor al hombre por Dios); incluso «el negar que existan tales principios es, en sí mismo, un principio ordenador»s. El principio ordenador de la moral cristiana es para Benedicto XVI el amor. Desde luego, la centralidad del amor para la moral cristiana subyace al conjunto de la encíclica; 81

pero, curiosamente, en esta nunca llega a explicitarse como se hace en el libro del mismo Papa sobre Jesús de Nazaret, donde esa idea aparece sin mezcla ni confusión: «En una palabra: la verdadera "moral" del cristianismo es el amor. Y este, obviamente, se opone al egoísmo; es un salir de uno mismo, pero es precisamente de ese modo como el hombre se encuentra consigo mismo»6. Dicho de otro modo: la ética cristiana es una ética «agápica». Hay una larga tradición según la cual, por encima de todo, la virtud de la caridad es la clave de bóveda sobre la que reposa toda la vida moral cristiana; es el mandamiento nuevo de Jesús («amaos como yo os he amado»), que constituye una forma de amor cuyas características son la universalidad, la radicalidad y la preferencia por los que más lo necesitan. La palabra «amor», de la que tanto se ha abusado, evoca en todo ser humano una experiencia de vida, aunque a veces negativa. Por eso no tenemos que empezar por la experiencia de fe cristiana para pronunciarla con sentido. Eso sí, cuando pulsamos la tecla de la fe bíblica, nos encontramos, no con un mundo paralelo ni contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino con una asunción de la persona entera, abriéndole nuevas dimensiones del «Dios es amor» y del «quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él»; es decir, la imagen cristiana de Dios y la imagen cristiana del hombre y su camino. El amor es lo más radical de la vida divina y de la vida humana: guía, principio de inspiración y norma de referencia. El amor como luz - la única, en el fondo - que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar (DCE 39). El amor que define en primer lugar a Dios: no olvidemos que Dios es la primera palabra de la encíclica; el amor, cuestión fundamental para la vida, que plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios para nosotros y quiénes somos nosotros para Él. Si en el amor es como se encuentra el hombre consigo mismo, ahí radicará también la entraña moral del humanismo (no solo del que llamamos «cristiano», sino de todo auténtico humanismo) y de la recta razón moral, y no solo cuando esta se alimenta de la fe en Jesucristo. Situados en el amor, podemos preguntar(nos): «¿No es urgente redescubrir este centro, más allá de estrategias pastorales, inmovilismos angustiados, celos reformísticos o tácticas comunicativas? Hablar de él, nombrarlo, vivirlo, testimoniarlo, invocarlo...: he ahí una tarea decisiva para el futuro del cristianismo y de la Iglesia. Pero igualmente para que el ser humano, individual y colectivamente, encuentre su verdad plena y su libertad más auténtica»'.

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El amor como fuente de integración humana Queda claro que el hilo conductor que recorre la encíclica de principio a fin es el amor como fuente de integración humana, para interpelar e impulsar, no desde el miedo, sino desde la confianza en Dios, gracias a la cual construimos lo más preciado y precioso de la vida. ¿Dónde se aprecian las fuerzas que desprende el amor hacia las sinergias de integración de polos a primera vista en tensión, incluso en contradicción? •La integración se ve de un modo paradigmático entre el amor eros y el amor agapé. •Asimismo, el amor a Dios y el amor al prójimo constituyen una única realidad inseparable: ambos vienen del amor de Dios en su comunidad trinitaria. •El amor que Dios es y la comunidad de amor que la Iglesia ha de ser: estas son las dos partes de la encíclica. •El amor auténtico no es cosa del cuerpo solo ni del espíritu solo, sino de la persona entera, abarcando en una síntesis armónica el entendimiento, la voluntad y el sentimiento. Si se separan la dimensión espiritual y la corporal, resulta una caricatura del amor. Estas tensiones - constructivas y sinérgicas, no destructivas y contradictorias - bien merecen unas páginas de presentación, concretadas en temas tales como: la tensión erosagapé; la tensión experiencia-vivencias; la tensión universalidad-concreción; la tensión realizarse-perderse; la tensión entre la tarea personal y la eclesial... Son escalas que nos llevarán al par «caridad-justicia», en el que habremos de detenernos porque es un lugar central de la relación entre moral social y espiritualidad. La integración de eros y agapé Benedicto XVI cita a Nietzsche (DCE 3) para recoger un sentimiento hoy ampliamente difundido de crítica al cristianismo por su supuesta enemistad con el cuerpo, el placer, la sexualidad humana y, en última instancia, las alegrías de la vida. Aunque, obviamente, la encíclica no abunda en detalles sobre la obra de Nietzsche, no está de más que recordemos aquí las tres metamorfosis del espíritu de Así habló Zaratustra (1, 2): «Voy a contarles cómo el espíritu se convierte en camello, el camello en león y, para acabar, el león en niño». El «niño» en quien ha de convertirse el «león» (cuyo espíritu dice: «Yo quiero»), que ha su vez había sido camello (bajo el peso del «Tú debes»), es el «sí a la vida»; su querer ignora la culpabilidad, el lamento, la 83

negatividad; quiere su propio querer: es pura voluntad de poder. La crítica de la moral unida a la religión judeo-cristiana - moral de siervos - no puede hacerse si no es en nombre y por la fuerza oculta de otra moral: la moral de los amos, cuya destrucción no perdona Nietzsche al cristianismo: moral que excluye la compasión y la piedad, pero no la generosidad, con tal de que esta se presente como una expansión espontánea y no como homenaje rendido a un valor trascendente; moral del poder y de la nobleza, valores vitales por excelencia; moral del superhombre, donde la tarea esencial del hombre es preparar el advenimiento de un ser mejor que él. Como quien no quiere dar pábulo a esa visión negativa de lo humano que se le atribuye al cristianismo, la encíclica no concede ningún relieve especial a los pecados en el comportamiento sexual. Eso sí se dice que el eros, degradado a puro sexo, se convierte en mercancía, en simple objeto que se puede comprar y vender. Más aún, la persona misma se transforma en mercancía. Y también que la aparente exaltación del cuerpo puede convertirse muy pronto en odio a la corporeidad. En la concepción bíblica, el agapé (el amor de donación) no suprime al eros (el amor erótico). Al contrario: Dios mismo es eros y agapé, en cuanto protagonista de una historia de amor entre él y su pueblo; una relación donde el Dios que ama apasionadamente es el que perdona: un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia (DCE 10). Es esa integración de eros-agapé la que le lleva a ser un amor que supera el carácter egoísta para ocuparse y preocuparse por el otro; un amor que ya no queda sumido en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado. Ese amor aspira a lo definitivo en un doble sentido: en el que implica exclusividad - solo esta persona - y en de la definitividad del «para siempre». En realidad, eros y agapé - amor ascendente y amor descendente - nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más se encuentran ambos, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor: la justa unidad en la única realidad del amor. El eros quiere remontarnos «en éxtasis» hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación, y hermanarse con el agapé. Somos capaces del amor de los enamorados (eros-agapé), del amor de los amigos (philía) y del amor compasivo del buen samaritano, porque Dios - que es amor-nos hizo a imagen suya. El lenguaje neotestamentario expresa incomparablemente la profundidad 84

de los amores con el agapé. Ahora bien, para remachar lo dicho: «el agapé cristiano, el amor al prójimo en el seguimiento de Cristo, no es algo extraño puesto al lado del eros o incluso contra él; más bien, en el sacrificio que Cristo realizó por el hombre ha encontrado una nueva dimensión que, en la historia de servicio de caridad de los cristianos a los pobres y a los que sufren, se ha desarrollado cada vez más»8. Universalidad y concreción Conocemos el relato del capítulo 10 del evangelio de Lucas. El camino entre Jerusalén y Jericó donde se hallaba el hombre malherido es el discurrir de la vida cotidiana, donde acontecen los encuentros y desencuentros humanos. El herido no solicita ayuda: su sola presencia es un grito de socorro. El samaritano le ayuda movido por un impulso solidario que brota de lo profundamente humano. Ha perdido tiempo y dinero, pero avanza renovado en su humanidad. También la acción habrá dejado huella en el herido, y no solo por la curación; es una acción mantenida y no de simple fogonazo: carga al herido, cura sus heridas, lo lleva a un lugar seguro y reparador y se compromete a volver y pagar lo necesario. Benedicto XVI aclara dos cosas con respecto a la parábola: por un lado, mientras el concepto de prójimo hasta entonces se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en tierra de Israel y, por tanto, a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora ese límite desaparece. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y al que yo pueda ayudar. Por otro lado, se universaliza el concepto de «prójimo», pero permaneciendo concreto. Se da, pues, máxima universalidad y máxima concreción. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros. Para ello ha de recordar la gran parábola del Juicio Final (Mt 25,31-46) como icono evangélico donde se radicaliza el fundamento del amor al prójimo: ya no es «haced memoria de vuestra suerte» (memorial de Egipto), ni siquiera «imitar a Dios», sino que Jesús se identifica con los pobres: los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos o los encarcelados: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hijos más pequeños, conmigo lo hicisteis». Ante la pregunta que le dirigen a Jesús los fariseos: «¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?» (Mt 22,36), la gran originalidad de su respuesta está en la unión que establece entre el amor a Dios («amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas») y el amor al prójimo («amarás a tu prójimo 85

como a ti mismo» o, como dice en el texto original hebreo, «amarás a tu prójimo porque es como tú»). En la ley judía aparecían los dos miembros, pero no se percibía su íntima unión. Si Jesús responde con dos mandamientos a la pregunta acerca de cuál es el mandamiento más importante, es porque para él ambos son un mismo y único mandamiento. La Primera Carta de Juan hizo la hermenéutica precisa: «El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor; si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros; el que vive en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4,8.11.16). El amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, y en esto el Papa es muy insistente, recalcando que la caridad cristiana es, ante todo, la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación (DCE 31); «una entrañable atención personal» (DCE 28). Bíblicamente, este movimiento es descrito mediante el verbo splanjnizomai (conmoverse, desde las entrañas hacia la acción), utilizado para describir la reacción de Jesús al observar cómo la viuda de Naín sufre por la pérdida de su hijo único (Lc 7,13) o al ver a la multitud desorientada, sin pastor ni comida (Mt 14,14); o la reacción del samaritano al tropezarse con el moribundo en el camino (Lc 10,33) o la del Padre misericordioso al ver cómo regresa el hijo pródigo (Lc 15,20). En todos los casos, a este sentimiento de conmoción le sucede una acción solidaria: la resurrección del hijo de la viuda, la multiplicación de los panes, el cuidado y atención del samaritano y el abrazo reconciliador y el posterior festejo por el hijo que ha vuelto a la vida. Creo que una petición de fondo que hace el Papa se dirige a recuperar la sensibilidad moral que nos conecta con la rea lidad. No se trata solo de ideas, ni solo de afectos, sino - como ya dijimos en el capítulo segundo - de una sensibilidad constante a la que se accede por repetición del encuentro vivo con el sufriente. Esta sensibilidad terminará, obviamente, afectando a nuestros pensamientos y sentimientos; a nuestro carácter; a todo nuestro ser. Así se entiende, por ejemplo, que el Papa llame a una caridad sin mezcla de ideologizaciones o reconozca la importancia del voluntariado como «escuela de vida» que educa para la solidaridad y para la disponibilidad a darse, a «perderse a sí mismo» en favor del otro, creando así cultura de vida. A Benedicto le preocupa mucho que en la sociedad de la comunicación, donde se ha empequeñecido nuestro planeta, no se empequeñezca nuestra capacidad de respuesta humana ante las necesidades de tantas hermanas y hermanos nuestros que ven pisoteada su dignidad o que quedan malheridos 86

al borde del camino. Le preocupa la superficialidad que se expande y globaliza. Por eso necesitamos «formación del corazón». Son precisas prácticas concretas de amor y servicio para responder solidariamente: en un mundo donde la cultura de la virtualidad en las relaciones y en todo está tan viva, se hace cada día más urgente recuperar espacios de experiencia vital. Y es que el «deber» únicamente se halla en y a través de los múltiples deberes de la vida cotidiana. Ahora bien, es menester decir que no está hablando de un altruismo centrado en el autointerés o en una solidaridad del fogonazo solidario: indolora, incolora e insípida. Y no habla de altruismo barato y autocentrado, porque Deus caritas est pide, tanto a profesionales como a voluntarios, «preparación profesional» como «formación del corazón» (DCE 31), y sitúa la ética social en el «regazo» de la espiritualidad cristiana. Experiencia que forma carácter y no solo vivencias puntuales El Papa pide que nuestra mirada no sea la de quien deja pasar por delante de él las experiencias fundamentales de la vida y ha perdido la capacidad de descubrir en los acontecimientos su trascendencia. Necesitamos experiencia (Erfahrung, en la lengua materna del Papa) y no solo vivencias (Erlebnisse) puntuales de sobreexcitación, de intensidad que se disipa en cuanto se reducen los estímulos externos que las provocan. La experiencia que en su sentido más amplio, según la etimología ofrecida por von Balthasar, es «la comprensión adquirida a través de un viaje (Einsicht durch Fahrt). Esta experiencia solo puede adquirirse en la medida en que se hace, y solo puede hacerla quien se abandona a sí mismo y se pone en marcha» 9. Contemplado desde esta perspectiva, ciertamente el amor es «éxtasis», pero no como arrebato momentáneo, sino como camino hacia un continuo salir del yo cerrado sobre sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, de ese modo, hacia el reencuentro consigo mismo; más aún, hacia la profundidad donde también acontece el descubrimiento de Dios. Lo de que «quien pretenda guardarse su vida la perderá; quien la pierda, la recobrará», que con diversas variantes se repite en todos los evangelios, habla bien claro sobre el conjunto del vivir, donde las opciones fundamentales se autentifican en los grandes actos, pero aún más en los pequeños actos y gestos cotidianos que labran surcos actitudinales en el carácter moral. Espiritualidad cristiana del servicio social: perder para ganar 87

Deus caritas est desarrolla unas líneas impecables sobre la espiritualidad del servicio social. Benedicto XVI dice que, para que el don no humille a quien lo recibe, no solamente debo darle algo mío, sino darme a mí mismo (DCE 34). La caridad adopta el rostro de la compasión, pero no una compasión de corte asimétrico, sino relacionalhorizontal (movimiento de adentro hacia fuera, y viceversa; es decir, de reciprocidad, de dar y recibir). Esa donación supone un «modo de servir que hace humilde al que sirve» (DCE 35). La fuente de esta acción está en el amor radical de Cristo crucificado (DCE 12). El propio Dios en la persona de Jesucristo se acerca al hombre para manifestarle de la forma más dramática y radical el misterio de su amor. No se trata tan solo de palabras, sino de la acción humana de Cristo, que se entrega dándose a sí mismo a sus discípulos y perpetuando esa entrega en el sacramento de la eucaristía. Aunque es perfectamente entendible que, en medio de las desgarradoras situaciones de injusticia, sintamos la tentación del activismo, los cristianos sabemos que es crucial cultivar «un amor que se alimente en el encuentro con Cristo» (DCE 12), sobre todo en la oración personal (DCE 37) y en la eucaristía: «una eucaristía que no comporte un ejercicio práctico de amor es fragmentaria en sí misma» (DCE 14). De ahí que el Papa recuerde que «la mística del sacramento tiene carácter social». La eucaristía nos da acceso a la realidad comunitaria de la caridad: el amor que Dios es y la comunidad de amor que la Iglesia, familia de Dios en el mundo, ha de ser. «El obrar cristiano está llamado a participar del dinamismo del amor de Dios inserto en la historia y encuentra su manantial secreto en la eucaristía, actualización permanente de la donación pascual de Cristo. Esta es la acción humana por excelencia, que, al realizar el amor a su máximo nivel, expresa también el vértice de la libertad humana [...]. Toda acción del cristiano está llamada a acoger y expresar la caridad eucarística de Cristo en la especificidad de cada circunstancia y cada sujeto al que se refiere»10. Tarea personal y eclesial El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es, ante todo, una tarea para cada fiel, pero también lo es para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local, pasando por la Iglesia particular, hasta la Iglesia universal en su totalidad. Así tenemos el tránsito que nos conduce hasta las ineludibles implicaciones sociales del amor: la segunda parte de la encíclica, que trata sobre el modo de cumplir de 88

manera eclesial el mandamiento del amor al prójimo. La caridad como «ejercicio del amor por parte de la Iglesia, comunidad de amor», que expresa el amor trinitario (DCE 19). Este amor al prójimo, enraizado en el amor de Dios, es tarea de cada fiel y de toda la Iglesia. Y no únicamente como servicio especializado de unos pocos, sino «en todas sus dimensiones» con carácter estructurado (DCE 20; 23-24). Es un cometido de toda la Iglesia y de cada obispo en su diócesis (DCE 32). El ejercicio de la caridad forma parte tan esencial de la misión de la Iglesia como el servicio de la palabra y la celebración de los sacramentos (DCE 22, 25, 32) Estamos ante un principio eclesial que pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia y es manifestación irrenunciable de su ser. Dicho en otros términos: si faltase el compromiso socio-caritativo en la Iglesia, esta perdería su identidad. Así pues, queda claro que la caridad no se realiza solo en el encuentro personal, sino que se hace viva a través de la vida de la comunidad eclesial. Tanto en la exigencia de que, sin renunciar a la universalidad del amor, nadie en la Iglesia como familia sufra por encontrarse en necesidad (DCE 25), como a través de las organizaciones caritativas de la Iglesia, en las que las comunidades eclesiales ejercen la caridad como actividad organizada de los creyentes y actúan directamente como sujetos responsables en el servicio social que estén desempeñando. Por eso se entiende que no baste con comprender la caridad cristiana como una «entrañable atención personal» (DCE 28) y que irrumpa la pregunta por la justicia y la relación de esta con la caridad (DCE 26ss). Una pregunta, por lo demás, clásica de la moral social. El par clásico de la caridad y la justicia Se podría decir que la diferencia tensional y constructiva entre ecos y agapé se reproduce a escala social en el par justiciacaridad. Mutatis mutandis, lo mismo que expresamos en relación al par eros-agapé también está vigente en la moral social: los dos términos justicia y caridad - se necesitan recíprocamente, y ninguno de ellos puede ausentarse de la convocatoria, porque ambos son imprescindibles, cada uno en su realidad y con sus implicaciones. Veamos cómo aborda el Papa este tema de siempre: 1)La justicia es el objeto y, por tanto, la medida intrínseca de toda política. En otras 89

palabras, el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. Sin la justicia, recuerda Benedicto citando a San Agustín, el Estado se convierte en una banda de ladrones. 2)La justicia, objeto de la política, es de naturaleza ética, y sobre ella tiene que hablar la razón práctica. En un discurso de 1999 aquilataba el entonces Cardenal Ratzinger su comprensión de esta cuestión: «La elaboración y la estructuración del derecho no es inmediatamente un problema teológico, sino un problema de la recta ratio, de la recta razón. La recta razón debe tratar de discernir (más allá de las opiniones y corrientes de pensamiento de moda) qué es lo justo, el derecho en sí mismo, lo que es conforme a la exigencia interna del ser humano de todos los lugares y que lo distingue de aquello que es destructivo para el hombre»". 3)La Iglesia no puede ni debe sustituir al Estado, pues a ella no le compete la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. Pero tampoco puede quedarse al margen de la lucha por la justicia; tiene el deber de ofrecer su contribución específica a la construcción de un orden social y estatal justo: «Tarea de la Iglesia y de la fe es contribuir a la sanidad de la "ratio" y, por medio de una justa educación del hombre, hacer que esa razón del hombre conserve la capacidad de ver y de percibir»`. Me atrevo a sugerir algunas pautas para ilustrar cómo puede la Iglesia contribuir a la «sanidad» de la razón: a)Formando éticamente y apoyando a los laicos cristianos en su compromiso en la acción política. b)Actuando conforme a la justicia y abriendo las inteligencias al bien común. c)Contribuyendo a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia, a través de algunas tareas concretas: •Los análisis cuidadosos de las situaciones de injusticia; •la influencia y presión sobre las instituciones para hacer vinculantes las obligaciones de la solidaridad; •erigirse en portavoces de los desfavorecidos y defensores de los pobres; •la creación de sinergias con otras organizaciones religiosas y seculares para promover la dignidad humana;

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•señalar las responsabilidades y connivencias con la injusticia; •el uso inteligente de los medios de comunicación; •el espíritu crítico y la educación cívica. 4)La fe no suplanta a la razón en la política, pero es una fuerza purificadora para la razón misma: la libera de su ceguera y la ayuda a ser mejor ella misma. En este punto se sitúa la Doctrina Social católica, que no pretende imponer a quienes no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. 5)El amor siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa, pero no sustituyendo a la justicia. La convicción es que no hay orden estatal, por más justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Si hay parte de verdad en afirmar que las obras aisladas de caridad contribuyen a mantener las condiciones sociales de injusticia, y que es preciso crear un orden justo, no la hay en la afirmación según la cual las estructuras justas hacen superfluas las obras de caridad. Esta crítica esconde una concepción materialista del hombre, que le humilla y que ignora precisamente lo más específicamente humano. Sobre este asunto que nos remite a cosas tratadas en el capítulo primero ha vuelto el Papa en Spe salvia «El recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de es tructuras, por muy válidas que estas sean. Dichas estructuras no solo son importantes, sino necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del hombre. Incluso las mejores estructuras únicamente funcionan cuando en una comunidad se dan unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para una adhesión libre al ordenamiento comunitario» (SS 24). Cuatro temas de especial y debatida significación en las relaciones entre caridad y justicia ¿Dónde encuentra la Iglesia su lugar en esta lucha desde el amor al servicio de la justicia? Benedicto XVI ve a la Iglesia como una fuerza social junto con otras; como fuerza viva donde late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Para ello hace falta un Estado que no lo regule y domine todo, sino un Estado que generosamente reconozca y apoye, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, las iniciativas que surgen de las diversas fuerzas sociales que integran la sociedad civil y que unen la espontaneidad a la cercanía para con las personas necesitadas de auxilio.

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En contra de lo que a primera vista podría parecer, no hay contradicción en escribir como hizo Benedicto en el discurso que iba a pronunciar en «La Sapienza» de Roma que el mensaje de la fe cristiana no es solamente una «doctrina moral comprensiva», en el sentido que a esa expresión le da Rawls, o una «cosmovisión religiosa», sino una fuerza purificadora para la razón misma..., una fuerza contra la presión del poder y de los intereses», y al mismo tiempo afirmar - como hace en Deus caritas est - que la Iglesia acepta estar socialmente ubicada como fuerza social junto a otras, en una sociedad pluralista donde ella no es ni puede ser la única instancia de la sociedad que trabaje en favor del bien común. A mi juicio, es importante que, por boca del obispo de Roma, la Iglesia se sitúe pacíficamente entre las fuerzas sociales, reclamando libertad para la diversidad de actores, para desarrollar la caridad social. No quiere a través de la caridad alcanzar privilegios ni hacer proselitismo (el amor es gratuito y no se practica como medio para obtener otros objetivos: DCE 31). Tampoco utilizarla como medio para transformar el mundo de manera ideológica ni para desentenderse de la causa de la justicia social y los derechos humanos, porque la causa de la dignidad humana la lleva en su misma entraña, en la imagen cristiana de Dios y la imagen cristiana del hombre. El impulso de fondo proviene de dos lugares principales: uno es la separación entre Iglesia y Estado, entre religión y política, en la más genuina línea de la tradición católica del Duo sunt que a finales del siglo V formuló el Papa Gelasio 1; y otro, el complicado arte de la compenetración de la Iglesia y la sociedad. La distinción de órdenes dicta que la Iglesia no es competente en las tareas de legislar, juzgar o gobernar los asuntos seculares, sino que su misión es contribuir al bien común a través de las mediaciones que le da la sociedad civil. Asimismo, previene a los poderes públicos de desempeñar función o competencia alguna en el ámbito del «cuidado de las almas» en un sentido amplio: los poderes públicos no pueden construir ventanas para ver dentro de las conciencias. De este modo, la responsabilidad de cuidado público con respecto a la religión se circunscribe al cuidado público de la institución de la libertad religiosa. Subyace a esta consideración que los fines del Estado son in genere fines sociales, pero no son coextensivos con los de la sociedad. No compete a este la protección y promoción de todo elemento del bien común; solo le competen directamente los fines requeridos por lo que el Concilio Vaticano II llamó, en la declaración Dignitatis Humanae, el «orden público». Benedicto XVI lo dice así: «Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del Cé sar y lo que es de Dios (cf. Mt 22,21), esto es, entre 92

Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales. El Estado no puede imponer la religión, pero sí tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, por su parte, como expresión social de la fe cristiana, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca» (DCE 28). Pero una vez realizado con éxito el «arte de la separación» entre Iglesia y Estado, el reto consiste en hacerse peritos en el «arte de la re-unión». La llamada a la «compenetración» reafirma el insoslayable principio de la trascendencia de la Iglesia con respecto al orden temporal, que entraña también la libertad de la misma Iglesia. La trascendencia de la Iglesia está vinculada tanto a la universalidad de su misión como a la libertad para llevarla a cabo, pero de ningún modo a la falta de compromiso sociopolítico, toda vez que el compromiso de la Iglesia en el campo socio-político es constitutivo del anuncio del Evangelio13. Bien es cierto que este compromiso es «indirecto», es decir, que su competencia propia es afrontar el significado religioso y moral de las cuestiones políticas; y es, por lo mismo, un compromiso limitado en los medios que la Iglesia podrá implementar al efecto14. ¿Justicia de instituciones y caridad de personas? El Papa pone como sujeto de la justicia las instituciones básicas de la sociedad, y por eso no la hace depender directamente de la sociedad civil. Esas distinciones responden a las nociones que manejamos en las obras más influyentes de la filosofía social y política contemporáneas, cuando consideran que el sujeto de la justicia social son las instituciones políticas, sociales, jurídicas y económicas básicas. Quiere esto decir que la justicia está pensada para la estructura básica de la sociedad y se elabora en términos de ideas políticas fundamentales, implícitas en la cultura política de las sociedades democráticas. Benedicto XVI asume que la justicia social es fundamentalmente institucional y de mínimos, y la caridad es preferentemente personal-comunitaria y de máximos. Ahora bien, de ahí no se sigue que la caridad, cuando el otro está en necesidad, sea respuesta solo de personas y no tenga en absoluto nada que ver con las instituciones, o que la justicia no ataña a la vida de las personas y de las comunidades. El arte consiste en articular justicia y caridad, respetando sus diferencias, pero buscando siempre sus puentes, no por capricho, sino por necesidad de servir a la causa de la dignidad. Ciertamente, el amor es más fundante que la justicia, pero el amor no se puede saltar la justicia, porque para ser amor ha de ser, entre otras cosas, justo.

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En este sentido, procede afirmar que la caridad cristiana es, «ante todo», respuesta concreta a necesidades inmediatas en situaciones determinadas. Pero ¡cuidado con decir «ante todo y simplemente»! Hay en esta idea repetida por Benedicto un punto problemático que debería haber sido más perfilado, para no dar lugar a tergiversaciones. En este contexto, al hablar de «caridad social»16 (DCE 29 no usa las expresiones «caridad política» y «solidaridad política», que sí emplea Christifideles laici), cobran sentido las afirmaciones que reconocen la necesidad de una actividad organizada de los creyentes, superando la atención y el servicio meramente individual. E igualmente cuando dice que «la solidaridad expresada por la sociedad civil supera de manera notable la realizada por las personas individualmente» (DCE 30). Caridad y solidaridad Es bastante claro que Benedicto prefiere como complemento de la justicia la caridad, con toda la riqueza de matices con que él la connota, en lugar de la solidaridad. Aquí habría cierta diferencia con el tratamiento de su predecesor, quien dio carta de naturaleza a la solidaridad en Sollicitudo rei socialis. En mi modesta opinión, Deus caritas est debe complementarse con Sollicitudo rei socialis para contarle al mundo cómo entiende la Iglesia su implicación social hoy. Juan Pablo II escribió esta carta católica de la solidaridad teniendo muy presente que, aunque la palabra «solidaridad» como virtud social no nació en el contexto de la fe cristiana, su praxis nunca ha sido ajena a la comunidad eclesial, sino que esta la entiende y la vive (o está llamada a vivirla) de manera muy profunda, tanto en su vida interna como en sus relaciones con el conjunto de la sociedad. La comprensión cristiana de la solidaridad tiene presente la respuesta concreta ante las necesidades (dimensión personal) y la creación de vínculos de pertenencia comunitaria y espacios de acogida (dimensión comunitaria), pero no se redu ce a ellas, porque «es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» (SRS 38). Frente a las estructuras de pecado es preciso responder con la solidaridad (SRS 36). Por lo tanto, la solidaridad es personal, comunitaria y también política. Pero derrocar el imperialismo del sujeto individual no significa, según la ética cristiana, arrebatarle el papel principal a la persona; esta en ningún caso deja de ser el sujeto central de la solidaridad, y desde ahí se modula el analogado principal de esta virtud como determinación firme y perseverante por el bien común. 94

Cierto es, pues, que no hay caridad y solidaridad sin acciones e implicaciones de personas, pero también que no se agotan en ellas. Tampoco hay justicia solo con instituciones si suprimimos a las personas. La doctrina de Juan Pablo II le concede a la solidaridad la categoría de deber y no de opción supererogatoria. Creo que también Benedicto piensa eso mismo en relación con la caridad. El relato del Buen Samaritano muestra que la caridad ha de ser respuesta libre, pero la libertad no ha de confundirse con «opcionalidad» ni es de carácter supererogatorio. La caridad social es una respuesta moralmente obligatoria ante la persona que está en necesidad. Eso sí, la obligatoriedad moral no solo no suprime, sino que exige la libertad para ser tal. Si el hacer el bien se impusiera a la acción humana con una necesidad determinante, imposible de no ejecutar, dejaría de ser acto moral. En efecto, el deber se impone, pero no con una imposición extrínseca y externa (forma heterónoma), sino autónoma. Diciéndolo con Zubiri: el hombre tiene un carácter debitorio y está obligado a responder de la propia posibilidad de apropiarse de su vida. La «ob-ligación» es la forma en que el deber se apodera del hombre". Puesto que la felicidad es en sí misma moral, no cabe disyunción entre ser feliz y ser moral, esa disyunción que llevó a Kant a recuperar a Dios (Supremo bien originario) como postulado de la razón práctica para asegurar que la virtud, como el cumplimiento de la ley moral, tuviese, tarde o temprano, la recompensa de la felicidad. Sin necesidad de perder a Dios en favor del sujeto moral, para luego tener que recuperarlo, el Papa Benedicto no tiene duda de que por el camino paradójico de las bienaventuranzas está la felicidad humana y, por consiguiente, el deber moral que busca el bien: el Sermón de la Montaña «es una cristología encubierta. Tras ella está la figura de Cristo, de ese hombre que es Dios, pero que precisamente por eso desciende, se despoja de su grandeza hasta la muerte en la cruz... Frente al tentador brillo de la imagen del hombre que da Nietzsche, este camino parece en principio miserable, incluso poco razonable. Pero es el verdadero "camino de alta montaña" de la vida»L8. Si el camino de la vida sigue esa senda, la verdadera amenaza para el hombre es la conciencia de autosuficiencia de la que se ufana. Y esto no es solo para la persona, sino para la Iglesia. Por eso podemos con verdad afirmar que la caridad es tan consustancial a la misión de la Iglesia como el servicio de la Palabra y la celebración de los sacramentos. Al ser el compromiso sociocaritativo un elemento esencial de la vida de la Iglesia («pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia»: DCE 25), si le faltase, perdería su identidad. Este carácter esencial no dice nada contra el sentido de la gratuidad que entraña la caridad, 95

pues solo desde la estricta justicia o desde la lógica de la equivalencia del do ut des se desvirtuaría el amor. Volveremos sobre este punto en el próximo capítulo. Caridad y opción preferencial por los pobres Es cierto, como se ha señalado, que Deus caritas est no utiliza la expresión «opción preferencial por los pobres», y que esto sorprende si juzgamos que el privilegio del pobre no es superfluo en la orientación de la caridad. El Papa parece haber evitado la expresión «opción preferencial por los pobres», que sin duda era bien conocida para él. No se olvide que en la instrucción Libertatis conscientia, sobre la libertad cristiana y la liberación (23-3-1986)19, firmada por él en su condición de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se abordaba la materia de esa opción preferencial. Se alertaba contra el peligro de convertir «preferencia» en «exclusividad» y caer así en el particularismo o en el sectarismo, negadores de la universalidad del ser y la misión de la Iglesia. Y también se advertía sobre el riesgo de expresar la opción mediante categorías sociológicas e ideológicas, con las cuales se corría el riesgo de perder la entraña evangélica. Benedicto XVI ha hablado sobre la opción preferencial por los pobres durante su pontificado en varias ocasiones. Basten tres ejemplos significativos: En el discurso a los obispos latinoamericanos reunidos en el Santuario de Aparecida dijo: «la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristólogica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza (2 Co 8,9)». En la alocución a los miembros de la Congregación General 35 de la Compañía de Jesús volvió sobre la idea de Aparecida y añadió: «Nuestra opción por los pobres no es ideológica, sino que nace del Evangelio. Innumerables y dramáticas son las situaciones de injusticia y pobreza en el mundo actual, y si es me nester comprometerse a comprender y combatir sus causas estructurales, es preciso también bajar hasta el propio corazón del hombre para luchar en él contra las raíces profundas del mal, contra el pecado que lo separa de Dios, sin olvidar por ello responder a las necesidades más apremiantes en el espíritu de la caridad de Cristo»20. Aún más recientemente, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 2009, recordaba entre los principios de la Doctrina Social de la Iglesia «el amor preferencial por los pobres, a la luz del primado de la caridad, atestiguado por toda la tradición cristiana, comenzando por la de la Iglesia primitiva». Honestamente, no se puede decir sin faltar a la verdad que el Papa no contemple la predilección de Dios por los que, humanamente hablando, cuentan poco o nada. Antes bien, ha mostrado que la tiene muy presente, y por ello, en mi opinión, habría sido 96

conveniente que en Deus caritas est hubiera dejado constancia expresa de la opción por los pobres, marcando las pautas de la no exclusividad y la no ideologización, como ha hecho en otros significativos foros. Además, esta inclusión hubiera tenido muy fácil acomodo en varios lugares de la encíclica. Me atrevo a sugerir que bien podría haber sido en el momento en que señala la importancia de no entrar en dinámicas paternalistas ni asistencialistas de corte asimétrico, que solo entienden de dar, y poco o nada de mutualidad y reciprocidad. Ahí se podría añadir que la preferencia evangélica por los pobres solo se cumple de verdad cuando estos pasan a ser participantes activos en la vida de la comunidad y no meros receptores de ayuda.

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El vínculo entre la fe y la moral es constitutivo de la experiencia cristiana INTERRUMPIR los cauces de comunicación entre la fe y la moral priva a la primera de su carácter de respuesta al amor de Dios, dejándola en puro asentimiento intelectual a un cuerpo doctrinal y reduciéndola a ortodoxia sin ortopraxis. Pero la fe no se puede reducir a eso; es también nuestra participación efectiva y afectiva en aquello que Dios está realizando hoy en nosotros por medio de su Espíritu. La respuesta al amor gratuito de Dios no se puede reducir a un discurso, sino que halla cumplimiento en un testimonio concreto de amor que se expresa en actos: «Hijos míos, no amemos de palabra ni de boquilla, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3). Los más sencillos gestos de compasión y de servicio hacia uno de estos pequeños son gestos hechos a Cristo (Mt 25). El amor hay que ponerlo en palabras, pero, sobre todo, en obras (San Ignacio). Toda opción, en el instante presente, constituye una toma de postura de nuestra libertad ante Dios. Crecemos en caridad en la medida en que respondemos a ella. La caridad - «forma de las virtudes» - siempre está llamándonos a ser mejores personas que crecen en las restantes virtudes. Ella trata de perseguir lo central. La caridad conoce nuestras motivaciones y las distingue, entretejiendo unas con otras en su diversidad. En última instancia, la caridad es la que nos hace posible lograr aquello que anhelamos. Gracias a ella, podemos - en medio de las tensiones y los conflictos, aunque, por encima de todo, con convicción - pronunciar las palabras: «Sí, quiero» o «estoy preparado y deseo entregarme», en momentos trascendentales de la vida (J.F.Keenan). Ahora bien, centrar la vida cristiana en la caridad no es apostar por una «ética de situación», al estilo de la propugnada por Joseph Fletcher, que también reclamaba ser agápica'. La ética de Fletcher evita el principio y el precepto, al tiempo que desvincula la razón y la caridad de un modo incompatible con la perspectiva de Deus caritas este. Centrarse en la caridad permite vincular positiva y creativamente ortodoxia y ortopraxis3. Hace avanzar la tarea especial de la ética cristiana para reconciliar doctrina y práctica en un equilibrio armonioso; acción, reflexión y vida en una conjunción necesaria y fecunda, en una feliz co(i)nspiración. En este equilibrio, la vida moral del cristiano se convierte en la totalidad integrada que la razón y la fe exigen. 99

Cuando la vida moral se desprende de sus raíces teologales, corremos el peligro de reducirla a una moral de código, una moral como cumplimiento de un conjunto de reglas desvinculadas de la vida personal y comunitaria. Las raíces teologales de la moral nos ponen delante que «solo en el amor está la plenitud de lo éticamente posible» (R.Guardini). El cristianismo no es una «super-moral» Esta exigencia de vinculación entre fe y moral no hace de la moral cristiana una «supermoral». Esa es una tentación que nos acecha de continuo, por ejemplo cuando se interpretan las bienaventuranzas como un programa ético, en lugar de ver en ellas una palabra de Cristo que propone a nuestro deseo humano el cumplimiento de su vocación. Expresamente se reconoce en DCE, n. 8, que «la fe bíblica no constituye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones. Esta novedad de la fe bíblica se manifiesta sobre todo en dos puntos que merecen ser subrayados: la imagen de Dios y la imagen del hombre». Y de manera complementaria lo ha recordado el Papa en Jesús de Nazaret: «Solo por la vía del amor, cuya sendas se describen en el Sermón de la Montaña, se descubre la riqueza de la vida, la grandiosidad de la vocación del hombre»4. No pretendo entrar aquí en una revisión de las diferentes y abundantes interpretaciones del Sermón de la Montaña y de su significado para la moral. Basten las muestras de cuatro de los grandes moralistas católicos del postconcilio: el jesuita alemán J.Fuchs, el también jesuita y español E.López Azpitarte, el misionero del Corazón de Jesús alemán K.Demmer y el dominico belga S.Pinckaers. Lo más importante para J.Fuchs es que el Sermón de la Montaña no es en absoluto contrario a una moral auténticamente humana, sino, por el contrario, a la conducta absolutamente inhumana del hombre dominado por el egoísmo, esto es, el hombre caído. «Contradice al hombre en cuanto egoísta y pecador... La gracia del Reino de Dios que trae Cristo es capaz de dominar el egoísmo del hombre, y en tanto un hombre con la gracia contradice su egoísmo, entenderá las exigencias del Sermón de la Montaña - en último término, las exigencias del amor - no como algo que va contra la esencia de la naturaleza humana, sino mucho más como su más plena expresión»s. De ahí se extraía la confirmación de la tesis de Fuchs: lo nuevo que trae Cristo para la moral no es propiamente una nueva moral material (nivel categorial), sino el nuevo hombre de la gracia y el Reino de Dios, el hombre del amor que se entrega.

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Considero apropiado matizar la valiosa contribución de Fuchs con un punto de equilibrio como el que ponen, por ejemplo, E.López Azpitarte y K.Demmer, porque, efectivamente, se hace difícil pensar que la fe, al ofrecer un marco de sentido y engendrar una «intencionalidad cristiana», no condicione y redimensione los contenidos morales, ya que «la verdad moral es una verdad de sentido que solo se descifra cuando [los contenidos morales] se hacen operativos»6. De modo que, «si la fe no cambia los valores éticos, sí produce, sin embargo, un nuevo estilo de vivirlos en un clima de libertad y de familiaridad con Dios»'. Es más, en la vida de la comunidad cristiana se desarrolla un ethos comunitario históricamente propio y, en este sentido, específico: la fe en el Señor se hace viva interpretación de los valores y de los comportamientos, siempre en diálogo con otras cosmovisiones, en la dinámica de la encarnación (Dios ha asumido en Jesús la naturaleza humana) y la esperanza escatológica («encarnación» no implica renunciar a la definitividad de la Revelación). Si ahora seguimos con Pinckaers el rastro de la evolución y maduración de la idea del bien y su relación con la ética, desde el finis bonorum de Cicerón y pasando por el pensamiento de San Agustín, encontramos que el Sermón de la Montaña proporcionó «el modelo perfecto de la vida cristiana», o topamos con la consideración de Santo Tomás, que veía en las Bienaventuranzas la cumbre de la moralidad cristiana. Pinckaers ve en la interpretación de Santo Tomás la posibilidad de una mejor reconciliación de la moralidad y el deseo de felicidad, que él ve separados en la ética contemporánea: «El Sermón de la Montaña apenas cabe en una moral concebida como objeto de obligaciones y prohibiciones. El Sermón de la Montaña exalta otro tipo de moral, en el cual el amor precede a la obligación legal. La propia encíclica [se refiere aquí a Veritatis splendor] repara en ello: los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual cuya alma es el amor (VS 15). Dicho en otras palabras: pasamos de una moral estática, que se aferra a determinar lo que no hay que hacer, a una moral dinámica, empujada a un progreso continuo por el impulso de la caridad»8. En esa misma longitud de onda emite también Deus caritas est: la moral cristiana fundada sobre el mandamiento del amor no se agota ni puede agotarse únicamente en el cumplimiento de las prescripciones de la ley, por más que la inseguridad del ambiente nos lleve a buscar fórmulas claras y distintas. Es decir, la vida cristiana no está constituida en primer lugar por la mera conformidad con unas normas éticas, sino fundamentalmente por una orientación de la libertad humana suscitada por la acogida de la salvación de Dios en Jesucristo. La moral cristiana no se puede vivir desde una «lógica de la equivalencia», 101

sino que necesita una «lógica del don» o una «ley de la sobreabundancia» (Ratzinger); pero ello mismo no la convierte en una super-moral, porque el don y la gratuidad son plenamente humanos. Por ello, tiene pleno sentido decir que «el amor cristiano, tal como lo propone el Sermón de la Montaña, nunca puede convertirse en fundamento de un derecho positivo, y solo es realizable (siquiera embrionariamente) en la fe. Lo cual no va ni contra la creación ni contra el derecho, sino que se funda sobre ellos. Donde no hay derecho, incluso el amor pierde su ambiente vital» 9. En unas inspiradoras y bellas palabras se resume qué es ser cristiano: «Cristiano es quien busca sencillamente el bien, sin hacer cálculos. El simplemente justo, que se preocupa solo de que su conducta sea correcta, es fariseo; solo quien no es simplemente justo empieza a ser cristiano. Esto no significa en modo alguno que el cristiano sea un ser humano que no hace nada equivocado ni comete ningún error. Todo lo contrario: es quien sabe que tiene defectos y es magnánimo con Dios y con los seres humanos, porque conoce hasta qué punto vive de la magnanimidad de Dios y de su prójimo. Tiene la magnanimidad de quien sabe que es deudor de todos, de quien ni siquiera puede intentar mantener una conducta correcta que le permitiría exigir lo mismo a los otros: esta magnanimidad es el auténtico ideal del ethos anunciado por Jesús (Mt 18,12-35). Es aquel misterio extraordinariamente exigente y, al mismo tiempo, liberador que está detrás de la palabra "sobreabundante", sin la cual no se puede exigir la justicia cristiana»10. El amor puede ser mandado porque antes es dado (DCE 14) Con las palabras de este epígrafe describe Benedicto XVI la realidad del amor primero que nos hace posible amar. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer en nosotros el amor como respuesta (DCE 17). «Quien quiere dar amor debe, a su vez, recibirlo. Es cierto - como nos dice el Señor - que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7,37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19,34)» (DCE 7). En esa misma longitud de onda, para temas de moral social se dice en Caritas in veritate que el desarrollo, siendo una complejísima e ingente tarea, no deja de ser «vocación», que comporta libertad responsable de personas y pueblos, y caridad - no 102

solo personal, sino también socio-política. Enfatizar el carácter de vocación busca evitar que el único criterio de la verdad sea la eficiencia y la utilidad, o que se produzca una tecnificación del desarrollo donde la técnica se desvíe de su originario cauce humanista, de su uso ético y responsable; y la autonomía humana, de su esencial carácter creatural y abierto a Dios. Estamos tocando uno de los núcleos más continuos del pensamiento del Papa Ratzinger que está también muy presente en su tercera encíclica: el desarrollo tecnológico puede abonar la autosuficiencia de la técnica cuando la pregunta que hacemos es el cómo y no los porqués del actuar, pues la «libertad humana solo es ella misma cuando responde a esta atracción de la técnica con decisiones que son fruto de la responsabilidad moral» (CV 70). Se entiende así que el subdesarrollo no tenga únicamente causas materiales o que el super desarrollo derrochador y consumista pierda de vista el sentido fundamental de la realización humana, implicando con frecuencia subdesarrollo moral (CV 29). En efecto, la espiritualidad cristiana subraya la prioridad de la iniciativa de Dios sobre la respuesta del individuo, que, a su vez, es indispensable. Como en la parábola del hijo pródigo, la libertad humana - tras mucho deambular y sufrir-descubre que ha sido precedida por el amor del Padre que viene a su encuentro con una acogida incondicional. Habitar de manera estable en este don de Dios es algo posible para cada persona, con todas su vulnerabilidad y fragilidad, porque este don se ha hecho amor y perdón de una vez para siempre gracias a la cruz de Cristo. Y es que «amor saca amor» (Santa Teresa de Jesús). Todo procede del Padre y llega a nosotros por el Hijo en el don del Espíritu, y todo vuelve al Padre por medio del Hijo sostenido por el Espíritu. El Hijo es el mediador de todo don y de toda comunión con Dios Padre («Nadie va al Padre sino por mí»: Jn 14,6), y el Espíritu es el que hace posible y actual esta mediación de Cristo, llevando a plenitud su obra. «El Espíritu es esa potencia interior que armoniza el corazón [de los creyentes] con el corazón de Cristo y le mueve a amar a los hermanos como Él los ha amado [...]. El Espíritu es también la fuerza que transforma el corazón de la Comunidad eclesial para que sea en el mundo testigo del amor del Padre, que quiere hacer de la humanidad, en su Hijo, una sola familia» (DCE 19). Y en otro lugar añade: «Y dado que, por definición, el amor une, el Espíritu es creador de comunión dentro de la comunidad cristiana [...]. El Espíritu nos estimula a entablar relaciones de caridad con todos los hombres»". Fe y obras 103

Hay dos frases en la Escritura que parecen contradecirse. Pablo afirma que lo que salva es la fe, no las obras (Rm 3,28). Santiago afirma, por su parte: «Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (St 2,17). A pesar de las apariencias, no estamos ante dos pensamientos contrapuestos; más bien, son dos afirmaciones que deben ser leídas una tras otra, teniendo cuidado de ponerlas en el orden correcto: la de Pablo por delante de la de Santiago; y ambas referidas a las obras y las palabras del Maestro. Pablo insiste, al igual que Jesús, en que lo primero es la bondad y el amor de Dios manifestado en Jesucristo. Ese amor es el que nos salva, antes de que entren en escena nuestras obras. Dios no nos ama porque seamos buenos, sino porque Él es bueno. Esto mismo lo ha expresado Ratzinger del modo que sigue: «Él no nos ama porque seamos particularmente buenos, particularmente virtuosos, particularmente meritorios, porque seamos de algún modo útiles o necesarios para él. Nos ama, no porque seamos nosotros buenos, sino porque él es bueno. Nos ama aunque no tengamos nada que ofrecerle; nos ama aunque nuestro vestido sean los harapos del hijo perdido, que no lleva consigo nada digno de ser amado»'. Santiago acentúa, como también hizo Jesús, que una experiencia del amor de Dios que no se traduzca en obras buenas refleja una fe que está muerta o dormida, que no es realmente fe en Jesús. Porque Dios nos ama, podemos ser mejores, y al sentirnos amados queremos serlo. Me parece muy atinado decir que, «si la moral cristiana está aquejada hoy en día de un malestar real, resulta aún más necesario ir o volver a la fuente: a Cristo, a ese "estar en Cristo" que tan frecuentemente evoca el apóstol Pablo (cf. Rm 8,1-2) y que constituye la raíz y la norma de nuestra libertad y de nuestra acción, en virtud de nuestra vocación a la santidad»L3. Vocación a la santidad no es ninguna cosa rara o algo solo para una minoría elitista y pía; más bien habla de nuestra vocación de amar, a lo cual nos ayuda y anima el ejemplo y la comunión con las santas y santos que son modelos de caridad social. De un modo muy especial María, «mujer que ama» y que «nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen y su fuerza» (DCE 41-42). En Cristo podemos nosotros dirigirnos al Padre cuando experimentamos nuestra impotencia ante el engaño y las injusticias, y también cuando tomamos conciencia de nuestra vulnerabilidad y de nuestras propias dificultades para poner en práctica las normas morales, ya que él mismo nos ha abierto el camino de la vida a través de la prueba del mal y del combate espiritual. Al plantear así las cosas no intentamos, por supuesto, arrumbar el pecado, pero sí arrebatarle su primacía absoluta en la moral cristiana. Ciertamente en la raíz de 104

laceraciones personales y sociales que ofenden la dignidad de la persona se halla una herida en lo más íntimo del hombre que, a la luz de la fe, llamamos «pecado», comenzando por el pecado original que cada cual lleva desde nacimiento, hasta el pecado que cada cual comete abusando de su libertad, el modo primero de entender el pecado14. Pero la moralidad no tiene que ver única ni principalmente con la evitación de las acciones malas (aunque sean las denominadas intrínsecamente malas); fundamentalmente, consiste en hacer el bien en libertad. Y ese sentido lo recibe el que lee Deus caritas est, que nos pone delante el reto de desarrollar una visión positiva de la moralidad. No solo hemos de evitar los pecados, sino proponernos metas y preguntarnos qué debemos hacer por Cristo, por la Iglesia, por nosotros mismos y por nuestro prójimo. El Papa exhorta a todos los católicos a considerarnos personas responsables llamadas a una mayor libertad delante de Cristo. Para hacer esto necesitamos caer en la cuenta de que la moralidad no es simplemente para evitar el mal, sino para hacer el bien. Y ahí se reclama una vuelta a las virtudes, en toda su fuerza de categoría moral clásica desde el nacimiento de la filosofía en Grecia y su recorrido por la tradición moral cristiana. Es un lugar clásico que sobreabunda en significado siempre fresco y renovado, para acometer las actualizaciones que sea precisas. Pondremos el foco en la virtud en el último capítulo. Así pues, los cristianos tenemos una gran noticia moral que dar: por una parte, «no presentar el cristianismo como un simple moralismo - "tienes que hacer"-, sino como un don en el que se nos ha dado el amor que nos sostiene y nos proporciona la fuerza necesaria para saber "perder la propia vida"; por otra parte, en este contexto de amor donado, progresar hacia las realizaciones concretas, las cuales siempre tienen como fundamento el decálogo, que, con Cristo y la Iglesia, debemos leer en este tiempo de modo progresivo y nuevo». Así lo expresó Benedicto XVI en un discurso a los obispos suizos el 9 de noviembre de 2006. La razón moral informada por la fe en Cristo como don que se hace obligación o tarea, la vocación que brota en obligación no externa, sino desde dentro («la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad»: OT 16). La moral cristiana tiene que ver con realizaciones concretas, pero la actuación concreta no puede desgajar a la persona del amor primero («nosotros ama mos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Tanto el decálogo (no matar, no mentir, no robar, etc.) como los códigos neotestamentarios de vicios y virtudes conducen a realizaciones concretas del amor, pero no lo expresan ni lo representan cabalmente. Cualquier código ha de remitirse a la fuente de donde brota que queramos y podamos ser buenos.

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La Iglesia al servicio de la sociedad Spe salvi dice preciosamente que la libertad necesita sentido y convicción; y «la convicción no existe por sí misma, sino que ha de ser conquistada comunitariamente siempre de nuevo» (SS 24). Y es que «ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y, viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal» (SS 48). En Deus caritas est percibimos que el encuentro se hace en la salida hacia el otro, no por miedo a lo que pueda pasarme si no le ayudo, ni por búsqueda de mi propio interés, sino por un querer libre que se hace en el reconocimiento del otro como hermano ante el cual no puedo pasar de largo. Y es que en el cristianismo, la fuerza para la relación solidaria entre los humanos no nace del temor a la muerte prematura, sino de la confianza en la vida plena. Los vínculos de la fraternidad no brotan de la constatación de ser lobos unos para otros, ni de estar irremediablemente perdidos, sino de la experiencia agraciada de vivir indestructiblemente hermanados y de estar «en buenas manos». Pues bien, «estar en Cristo implica siempre estar con hermanas y hermanos en la fe». «La moral vinculada a la fe recupera una dimensión comunitaria de la moral, porque la sub jetividad moral inspirada por el Espíritu - incluso en su más íntima profundidad remite a la comunidad animada por el Espíritu, a la Iglesia»15. Toda comunidad cristiana es un lugar de discernimiento de la rectitud cristiana de las decisiones. Necesitamos compartir en comunidad, porque somos discípulos; personas que, por definición, no han llegado; aprendices que tratan de interpretar experiencias confusas...; peregrinos que están en camino hacia la conversión... «Formar parte de la Iglesia como comunidad de discípulos no puede ser ni una mera aceptación pasiva de una lista de doctrinas o un catálogo de preceptos, sino la aventura de seguir a Jesús en situaciones nuevas y cambiantes. La Iglesia puede concebirse como comunidad de seguidores que se apoyan mutuamente en este desafío» 16. La Iglesia es portadora de un mensaje que tiene la misión de anunciar la Palabra (kerygma-martyría), celebrar los sacramentos (leiturgía) y servir en la caridad (diakonía): no se puede celebrar en la verdad el misterio de la fe ciñéndose exclusivamente a la acción cultual. Porque el Dios Salvador que viene a nosotros en Jesucristo se ha identificado él mismo con los pobres y pequeños. Existe, por tanto, un vínculo indisoluble entre el culto cristiano y la vida de las personas, en lo más frágil y vulnerable 106

que éstas poseen. No se puede servir y amar al Dios a quien no se ve sin honrarlo en nuestros hermanos más desvalidos, a quienes sí vemos, aunque a veces no los queremos ver. Tampoco hay palabra verdadera sin unir acción, reflexión y vida; es decir, no hay palabra verdadera que no sea praxis. En Jesús, palabras y obras -lo que dice y lo que hace - expresan una impactante armonía y coherencia. Así también nos pide a los que creemos en Él. Para cumplir tal misión la Iglesia envía a sus miembros a hacerse cargo del mundo que se les confía, con las exigencias de solidaridad y las iniciativas que ello implica. Pero la Iglesia dispone al mismo tiempo de medios que le son propios para inspirar, sostener e incluso organizar la acción de los católicos en su servicio a la comunidad humana. Para dar cuerpo y presencia social a las realidades que anuncia la Iglesia, hoy como ayer, se dota de organismos e instituciones que ocupan un lugar en el conjunto de la sociedad: iglesias, centros escolares, universidades, movimientos organizados, servicios sociales o caritativos... A través de esas mediaciones institucionales la Iglesia busca contribuir al bien común de la sociedad. Reconoce la autonomía de las familias, de la sociedad civil y del Estado. Los ciudadanos que son cristianos nunca quedan sustraídos a sus obligaciones cívicas; no constituyen un gueto dentro de la sociedad, ni la Iglesia pretende ser un Estado dentro de otro Estado. Constituye una tradición sólida en la Iglesia el interés por todo aquello que contribuya al desarrollo de las potencialidades de nuestra sociedad, así como el apoyo a la reflexión y la acción de quienes tienen responsabilidades públicas, especialmente cuando se trata de decidir sobre las apuestas y las implicaciones de la vida económica o de la vida política. Y ello desde luego también significa que la Iglesia no ha de mirar a otro lado cuando las leyes o las estructuras políticas, económicas o sociales se oponen al respeto de las personas y de su inalienable dignidad. En esos casos se pronuncia para defender la dignidad de las personas y contribuir al bien de la sociedad. En Caritas in veritate se presenta la Iglesia como «signo e instrumento de la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la justicia y la paz... En particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda. Esto se manifiesta también en las experiencias humanas comunes del amor y de la verdad» (CV 54). Y el trabajo en favor del desarrollo humano integral se concibe como misión eclesial: toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando 107

anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del hombre (CV 11). La Iglesia, pues, tiene con respecto a la creación una irrenunciable responsabilidad que debe hacer valer en público (CV 51). Eso sí, la religión cristiana y las otras religiones únicamente pueden contribuir al desarrollo si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. Ir contra esto tiene consecuencias negativas sobre el desarrollo (CV 56). Fe y razón se necesitan y complementan El estudio de los interrogantes morales, el discernimiento cristiano, las decisiones morales y toda la vida moral del cristiano han de hacerse «a la luz del evangelio y de la experiencia humana» (GS 46). Es decir, únicamente se puede hacer una buena reflexión y actuación moral conjugando la luz de la revelación y de la razón (entendida en un sentido amplio). Ambas forman una unidad epistemológica, si bien con distinción de órdenes y de cualificaciones. Fides et ratio no son perspectivas paralelas o yuxtapuestas, están compenetradas entre sí y se necesitan mutuamente. Deus caritas est prolonga creativamente la onda conciliar de Gaudium et Spes. El Papa Benedicto XVI ha pedido que «la fe permita a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio» (n. 28), lo cual no debe comportar en modo alguno una minusvaloración de la «experiencia humana» (propia de un pesimismo antropológico) ni una magnificación del «evangelio» o divina re velación que prescinda de la experiencia y la razón. El Papa lo presenta así: •La razón sin la fe se vuelve fría y pierde sus criterios. La limitada comprensión del hombre decide ahora por sí sola cómo se debe seguir actuando con la creación, quién debe vivir y quién ha de ser apartado de la mesa de la vida: vemos entonces que «el camino del infierno está abierto». •Pero también la fe enferma sin un espacio amplio para la razón. En nuestro presente nos hacemos conscientes de los graves estragos que pueden surgir de una religiosidad enfermiza. •Por consiguiente, «allí donde la fe y la razón se separan, enferman la una y la otra». Sobre este punto Benedicto XVI fue contundente en su célebre discurso en Ratisbona (2006): «No actuar "con el logos" es contrario a la naturaleza de Dios. Y una razón humana cerrada al Misterio es una razón humana cercenada, puesto que la verdad, 108

incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo y del hombre, no termina nunca, sino que remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio». Y en el discurso que no le dejaron pronunciar en la universidad de «La Sapienza» de Roma, añadió otro sugerente argumento en favor de la religión como buena compañera de la razón humana: frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí misma solo en una racionalidad ahistórica, la sabiduría de la humanidad como tal - la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas - se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente arrojar a la papelera de la historia de las ideas. Con estas reflexiones del Papa están en llamativa armonía las ideas sobre el papel de las religiones de las últimas obras del filósofo J.Habermas. En el que es uno de los filósofos contemporáneos más influyentes se ha dado un proceso de clara y notable evolución hacia la estima de las religiones, del que no creo que sean ajenos, sino todo lo contrario, los diálogos mantenidos con su compatriota Ratzinger. En su libro de 2005, Entre el naturalismo y la religión, Habermas dice que las grandes tradiciones religiosas «proporcionan hasta hoy la articulación de la conciencia de lo que falta. Mantienen despierta una sensibilidad para lo fallido. Preservan del olvido esas dimensiones de nuestra convivencia social y personal en las que los progresos de la modernización cultural y social han causado destrucciones abismales»". Si, volviendo al planteamiento del Papa, indagamos en torno al modo en que presenta las implicaciones que esa sana relación entre fe y razón tiene para la misión de la Iglesia, encontramos que tarea de la Iglesia y de la fe es contribuir a la salud de la razón y, por medio de una justa educación del hombre, hacer que esa razón del hombre conserve la capacidad de ver y de percibir, también en los lugares de la pobreza y la exclusión social, donde la razón querría pasar de largo, dándo(se) buenas excusas. En suma, el mensaje de la Iglesia sin ningunear ni minusvalorar a la razón, remite a nuevas dimensiones de la libertad y de la comunión, donde el corazón humano se puede abrir a la profundidad del sentido - también teologal - venciendo la concupiscencia y no dejándose atrapar por las estructuras de pecado. La teonomía moral: la redención no disuelve la creación Lejos de ser el horizonte teologal un fundamento extrínseco del amor humano y la dignidad humana, la profundidad teónoma de la imagen y semejanza de Dios realizada plenamente en el Hijo, de quien somos hermanos y en quien somos hijos queridos, nos pone en contacto con lo más nuclear de lo humano. La teonomía no es heteronomía, 109

sino principio y garantía de la buena autonomía humana, que no debe - para ser tal degenerar en arbitrariedad y en nihilismo. Así, para Y. Congar, «la teonomía del Dios viviente no es más que la normatividad reflejada en Cristo, es decir, la cristonomía»; y según H.U. von Baltasar, el imperativo cristiano se sitúa más allá de la problemática de la autonomía y la heteronomía y se concreta en la cristonomía, en la participación en la vida de Cristo. En la dignidad de la criatura, contenida en la imagen y semejanza, es donde se abre el canal de confluencia de la autonomía con la teonomía. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque, en Cristo Jesús, hemos sido creados a imagen de Dios (DCE 39). Porque el hombre como hombre está completamente referido a Dios, al tiempo que es libre para esta referencia, por eso el mensaje cristiano de salvación no es para él algo extraño y heterónomo. Naturaleza y gracia, ley y evangelio, no se oponen, sino que están íntimamente ligados. Aún más, la redención no disuelve el orden de la creación; y, por consiguiente, más que ir contra la autonomía de lo creado, la fundamenta y permite comprenderla mejor. Será difícil decirlo mejor que como lo hizo el místico Thomas Merton: «La mera ética, como una filosofía moral, tiene sus limitaciones; necesita ser completada con la relación personal y profunda del hombre con Dios, en virtud de la cual el hombre es orientado hacia su verdadera y perfecta finalidad; su plenitud última como persona en el amor a Dios y a su prójimo en Dios» 18. Esa comprensión también afecta al desarrollo humano. Siguiendo a Populorum progressio, Caritas in veritate también enfatiza el enfoque ético del desarrollo como paso, de condiciones de vida menos humanas a otras más humanas. Este enfoque recibe su auténtica dimensión de sentido desde un verdadero humanismo cristiano que no contrapone lo humano y lo cristiano, sino que aprecia lo cristiano como la dimensión más honda de lo humano. La gracia de Cristo interpreta y plenifica las dimensiones constitutivas de la existencia humana: unión vital de lo «humano» y lo «cristiano» en la existencia del creyente19 En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es solo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Esto debería ser motivo de humildad y gratitud por el don y la misión recibidos, no de soberbia y desprecio hacia los que aún no lo reconocen.

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Mirando al Crucificado entendemos qué es el amor El Dios eros y agapé tiene su máxima expresión en Jesucristo, el amor de Dios encarnado y crucificado. En él los conceptos alcanzan un realismo inaudito que estremece, y el amor una radicalidad de entrega que enmudece. La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor (DCE 39). En la cruz, el misterio último de nuestras vi das acoge la finitud humana, incluida la muerte. Pero la cruz de Jesucristo no sanciona ningún tipo de sacrificio que pacte con la injusticia o la violencia. Por el contrario, desvela que en el corazón del mundo está la misteriosa presencia de Aquel que se compadece de todos los que sufren (D.Hollenbach). «¿Es posible el don pleno de sí? ¿Existe el amor que no mata? El cristianismo es una buena noticia también en este sentido: sí, en el mundo vivió un hombre que no quiso matar, sino que se dejó matar por los otros. En Él, el deseo de Dios - el eros de Dios - se ha expresado como el culmen del amor oblativo - el ágape de Dios. En su muerte en la cruz se realiza el ponerse de Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical (DCE 12)»2°. «Quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien la entregue la salvará» no es una negación del cuidado, estima y respeto que uno debe a su propia persona (su prójimo más cercano que nunca deja de serlo). El perderse para encontrar la vida es otro modo de expresar el mandamiento del amor: ama al prójimo como a ti mismo. Todos los enfoques individualistas que se afincan en el auto-interés como motor de la vida individual y social nunca sobrepasan - con frecuencia ni llegan- a una «lógica de la equivalencia»', en la que siempre se espera la recompensa; lógica que responde al do ut des, «doy para que me des». Siempre el centro es el individuo que da, y nunca desinteresadamente, sino con alguna finalidad, a cambio de algo. Se podría decir que esa lógica también está presente en el mandamiento del amor cristiano, por cuanto se ama para salvar la vida. No es inmoral, es «bueno», pues la «regla de oro» expresa un compromiso moral serio presente en todos los caminos de sabiduría humana. Pero no se puede decir que la «lógica de equivalencia» agote la vocación cristiana, especialmente cuando el mandamiento del amor se radicaliza en el amor a los enemigos. El amor cristiano se nutre de y genera una «economía del don»: lo recibido gratis, sin mérito, por gracia, dalo gratis. Amamos no principalmente para hacer el bien o para ser buenos o para salvarnos, sino porque nos sentimos amados, y desde esa experiencia es imposible no querer responder de igual manera. Paul Ricoeur decía que esta economía del don es supra-ética - no es tan solo una cuestión de libertad humana, sino de gracia 111

que, aunque no suprime la lógica de la equivalencia - ética-: actúa con los demás como quisieras que lo hiciesen contigo, la sobrepasa. No suprime la regla de oro, pero le rompe los límites. Desde la economía del don es más fácil comprender el sentido del sacrificio por amor, que no es necesariamente una forma de auto-alienación, sino que puede legítimamente ser un modo plenamente humano de realización personal. Desde ahí empezamos a captar el significado del misterio de la cruz de Cristo, en la que Dios estaba reconciliando al mundo consigo (2 Co 5,19). La cruz es una invitación a descubrir que el atributo principal de Dios es la misericordia, pues Él es el Amigo compasivo que nos salva cuando nosotros hemos fracasado en el intento de lograr nuestra propia salvación. La cruz es la revelación de la solidaridad divina con todos aquellos que se sienten abandonados y olvidados. En nuestro mundo hay razones muy poderosas para contemplar agradecidamente al Señor crucificado. El amor que brota de la cruz nos pide que abramos nuestros ojos al sufrimiento del mundo actual, nos mueve a una mayor solidaridad con los que sufren y nos lleva a trabajar por aliviar este sufrimiento y superar sus causas. En la cruz podemos encontrar la fuente del humanismo (por tanto, no una fuente de exclusivismo cristiano) que pueda fundamentar una ética social de la compasión (Hollenbach/Metz) o una ética del «amor justo» (M.Farley). En la visión de Cristo cargado con la cruz en la capilla de La Storta recibió San Ignacio la confirmación del Dios trino - «quiero que tú nos sirvas» - para el seguimiento y la misión, para abrirse a toda sed que aflija a la humanidad y a las muchas pobrezas del mundo. Aquella experiencia mística de Ignacio la ratifica Spe salvi expresando la necesidad de que exista un amor absoluto que redima al hombre en su amor frágil, que puede ser destruido por la muerte, y la fuerza de un amor incondicionado, como solo es el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, del que nada ni nadie nos puede separar. «No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de "redención" que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: "Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, 112

manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rin 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces - y solo entonces - el hombre es "redimido", suceda lo que suceda en su caso particular» (SS 26). En esa fuente recibimos una esperanza que no está basada en la ilusión del poder para controlar el mundo; sino una energía para pensar y actuar en la solidaridad con quienes sufren; una fuente de activo esfuerzo contra las realidades que generan sufrimiento, y no de pasividad ante el mal. Claro que jugársela por una espiritualidad y una ética de este tipo no nos asegura un éxito mundano ni nos garantiza que no vayamos a terminar como el Maestro. Más bien nos augura la entrega de la vida, aunque no sea de muerte violenta, sino poco a poco, a fuego lento, en el cotidiano existir. Ojalá que en ese entregar la vida no perdamos nunca el amor.

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QUEDA patente, tras todo lo dicho en los capítulos previos, que la ética no puede quedarse reducida a principios y normas y sí tiene que favorecer la formación integral del sujeto de la acción, que es la persona moral. De ahí que la pregunta moral para el cristiano no sea tanto «¿qué debo hacer para obrar bien?», sino «¿quién tengo que ser o, aún mejor, quién tengo que llegar a ser para que mi vida sea realmente respuesta al don que he recibido?». Y esa precisamente es, ni más ni menos, la clave del enfoque de la virtud. En esta clásica categoría encontramos un excelente engarce de las dimensiones moral y espiritual de la existencia humana, tanto en su ser personal como en su ser comunitario. Con ella se hace más fácil y fluida la «co(i)nspiración» tras la que vamos. Del desprestigio a la rehabilitación Para los clásicos griegos y latinos, las palabras areté y virtus se encontraban entre las más nobles. Este aprecio lo compartieron los teólogos de la Edad Media. Decir que una persona era virtuosa era una de las formas de hablar habitualmente empleadas para referirse a alguien que merecía ser alabado y cuya conducta y carácter eran dignos de estima y reconoci miento. Los tiempos han cambiado, y con ellos las connotaciones de los términos, así ocurre ciertamente con los de la familia léxica de la virtud. Hoy en pocos ambientes se siguen empleando las palabras «virtud» o «virtuoso» en un sentido positivo. Muchos de nuestros contemporáneos consideran este lenguaje anacrónico y más propio de tiempos en los que la moral católica dominaba la vida pública no menos que la privada. Ahora bien, si, superando el nivel de las primeras impresiones, tomamos el camino de indagar en la ética tanto filosófica como teológica de las últimas décadas, nos topamos con el retorno sorprendente de la virtud y las virtudes a la hora de pensar la moral humana en todas sus vertientes, tanto la personal como la social, incluso en lo que atañe a las éticas profesionales (del mundo de la docencia o de la medicina, por ejemplo). Uno de los hitos más destacados en la rehabilitación de la virtud lo ha protagonizado Alasdair Maclntyre, con su libro Tras la virtud, de 1981. Conjugando los conceptos de «práctica» y «narración», Maclntyre elabora su definición de las virtudes: «Disposiciones 115

que no solo sostienen las prácticas y nos permiten alcanzar sus bienes internos, sino que además nos sostienen en la búsqueda del bien, ayudándonos a superar los daños, peligros, tentaciones y distracciones que encontramos y que nos dotan de un creciente conocimiento de nosotros mismos y del bien» (Tras la virtud, 270). Esta interpretación de las virtudes en línea con la tradición aristotélico-tomista nos plantea la necesidad de construir comunidades en las que las personas puedan buscar juntas el bien. Aquí se inserta otro punto esencial de la propuesta de Maclntyre, que podríamos formular del siguiente modo: el orden narrativo, las prácticas y las virtudes no son conceptos individualistas; necesitan de las comunidades - la familia, el vecindario, la ciudad o la tribu - donde los individuos se desarrollan como personas: «La historia de mi vida está siempre embebida de la de aquellas comunidades de las que derivo mi identidad. He nacido con un pasado, e intentar desgajarme de ese pasado a la manera individualista es deformar mis relaciones presentes. La identidad histórica y la posesión de una identidad social coinciden» (Tras la virtud, 272). La comunidad, construida narrativamente, viene a ser el contexto en el que podemos superar el caos en que nos ha sumido la ética emotivista, esto es, la ética reducida a preferencia subjetiva de cada individuo que crea su propio universo de valores. Maclntyre combate con todas sus armas un supuesto modo de razón práctica ahistórico y atemporal. Es en el interior de una determinada tradición donde percibimos la unidad narrativa de nuestras vidas. El imaginario encarnado por una tradición no es hegemónico ni estático; al contrario, en una tradición sana, estará sometido a debate en todo momento. Incluso para los más defensores de la categoría virtud, hoy sería ciertamente pretencioso reducir «todo el discurso moral a la consideración de la virtud», como rezaba el Prólogo de la IIa-IIae de la Suma Teológica. Pero lo que no es nada desnortado ni absurdo es asegurar que la virtud y las virtudes han recuperado un puesto importante frente a la obligación, el deber, los mandamientos, el pecado y otras nociones que le han disputado su lugar. La virtud ha resistido la prueba, tras de la cual se diría que renace con fuerza, acaso no tanto en los usos lingüísticos comunes, pero sí en el serio esfuerzo que busca rescatar a la moral cristiana del deontologismo y el formalismo. También viene a rescatar del negativismo a una moral centrada en evitar las acciones malas que deja de mirar hacia el bien como don y como tarea posible. Una moral de la virtud no puede ignorar la realidad del pecado, pero no permite que este acapare el protagonismo, porque es el bien lo que realmente nos puede movilizar. Como sabiamente sentenció San Basilio Magno: «el pecado consiste en el uso desviado y contrario a la 116

voluntad de Dios de las facultades que Él nos ha dado para practicar el bien; mientras que la virtud, que es lo que Dios pide de nosotros, consiste en usar de esas facultades con recta conciencia, de acuerdo con los designios de Dios» (Regla monástica mayor). Una larga marcha a través de la historia de la ética El tratamiento de las virtudes es un ejemplo patente de cómo una categoría puede tener continuidad a lo largo de la historia (continuidad no tanto por la importancia sino, al menos, por lo que se refiere a los catálogos y las denominaciones de las virtudes) y, al mismo tiempo, puede suponer una ruptura en relación con los significados que se muestran fuertemente ligados a los contextos normativos sociales e institucionales de las diversas culturas. También es un ejemplo de cómo la ética judeo-cristiana entró en fecunda relación con formulaciones circundantes, sobre todo las helenistas, y asumió las llamadas virtudes cardinales - la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza- como «goznes» de la vida moral. En efecto, el criterio teológico-pastoral dado por Pablo a los cristianos de Filipos - «tened aprecio por todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio» (Flp 4,8) - tuvo sus efectos en relación a los términos y las nociones mismas de las listas de virtudes morales. Pero las comunidades no solo recibieron los catálogos de virtudes existentes, sino que además los adaptaron a su doctrina y vida, completándolos y redimensionándolos creativamente. En este sentido, merece una mención especial la tríada de virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) como creación cristiana de la que hay constancia en alguno de los escritos más antiguos del Nuevo Testamento (1 Tes 1,3; 1 Co 13,13), dentro de la tendencia helenista a catalogar virtudes y vicios. En realidad, ya en algunos textos judíos y griegos se hallan in dicios que apuntan hacia la consolidación de la fe, la esperanza y la caridad como tres virtudes que se presentan juntas, expresando los dinamismos básicos mediante los cuales se realiza la vida de la gracia, es decir, las «actitudes fundamentales de la existencia cristiana» (J.Alfaro). Hagamos un par de calas: Aristóteles relacionó la virtud con las prácticas concretas: «Lo que hay que aprender antes de que pueda hacerse, lo aprendemos haciéndolo; por ejemplo, nos hacemos constructores haciendo casas... De un modo semejante, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la moderación, nos hacemos moderados, y practicando la fortaleza, fuertes» (Ética a Nicómaco, 11, l). Si para Platón practicamos la justicia porque sabemos lo que esta es, para Aristóteles solo se pueden 117

realizar las virtudes en los contextos empíricos de las relaciones humanas que se establecen en la polis: «Es nuestra actuación en nuestros intercambios con los demás hombres lo que nos hace justos o injustos». Si las virtudes están relacionadas con las prácticas, tendrá que ser la sabiduría práctica - prudencia - la que las guíe y oriente. San Agustín y Santo Tomás completaron la teoría aristotélica de la virtud añadiendo a las cuatro virtudes cardinales y a las restantes virtudes dependientes de estas la idea de las virtudes teologales o sobrenaturales. El ingente esfuerzo del obispo de Hipona por repensar teológicamente los temas de la filosofía clásica también se deja sentir respecto de las virtudes, que adquieren su plena realización y sentido en el Amor divino: «Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a Él (lo cual pertenece a la justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza) que ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza)» (San Agustín, De moribus ecclesiae catholicae, 1,25,46). Pero fue Santo Tomás quien hizo la sistematización más impresionante. La virtud es para el Aquinate la realidad más importante de la existencia moral, después de la bienaventuranza, a la que ordena, y por eso debe ser también el principio de inteligibilidad y organización de la ciencia moral. La virtud es un hábito bueno que hace bueno al sujeto que lo posee y a su acción, porque dispone al hombre correctamente respecto del fin último de su vida; es el principio de la actividad moral por la que el hombre alcanza ese fin, y por eso todas las demás realidades morales se entienden y organizan en función de la virtud. Las virtudes son esas energías espirituales que actualizan el ser de la persona, lo encaminan a su plena realización y anticipan esta progresivamente. Por el camino que trazan las virtudes nos acercamos a ser plenamente lo que estamos llamados a ser. En el conjunto de las virtudes, la caridad aparece como forma de todas ellas (STh II'II", q.23, a.8), incluidas las virtudes morales adquiridas. La caridad se encarna en el resto de las virtudes y se sirve de ellas, a la vez que las asume y las eleva al fin sobrenatural de la persona humana. No existe caridad sin virtudes morales, ni estas existen plenamente como virtudes sin la aquella. Aquí el adverbio «plenamente» se vuelve particularmente importante. Las cuatro virtudes llamadas «cardinales» cumplen un papel fundamental; todas las demás se organizan en torno a ellas: la prudencia es la virtud que dispone a la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios 118

rectos para realizarlo. Es la «regla recta de la razón» (STh II'-IIae, q.47, a.2). La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. El Catecismo de la Iglesia Católica reproduce casi literalmente la definición tomasiana de la virtud, al hacer constar que esta «es una disposición habitual y firme a hacer el bien». Y pone el acento en los actos, pues a la anterior definición añade lo siguiente: «[La virtud] permite a la persona no solo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma», y «la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca, lo elige a través de acciones concretas» (n. 1.803). «Virtud» como categoría recuperada por la Teología moral Comunidades de carácter Hay toda una importante corriente de teólogos cristianos (el metodista S.Hauerwas, los católicos G. y N.Lohfink o R. Pesch y el menonita J.H.Yoder, entre otros) que, con distintos matices, han retornado a las virtudes para reenfocar la formación de carácter de las comunidades cristianas'. Detrás de este retorno late el convencimiento de que la cuestión moral decisiva no es tanto qué hemos de hacer en determinados contextos, sino qué tipo de carácter deberíamos poseer para elegir en cada contexto un camino y no otros. La comunidad se entiende como grupo de personas que comparten una historia y cuya interpretación común acerca de esa historia proporciona la base para acciones comunes. La existencia de la comunidad requiere la autoridad como medio para validar crítica mente la sabiduría del pasado y la tradición, a fin de permanecer fiel a las narrativas que la fundan; fidelidad que se da en un proceso de reinterpretación y continuo ajuste. La comunidad en la que estos autores centran su preocupación es la comunidad cristiana. La historia de Jesús constituye y alimenta a la Iglesia. Jesucristo se torna criterio de cómo vivir; la Sagrada Escritura es fuente de la vida moral; la predicación de la buena noticia del reinado de Dios hace que los cristianos, en medio del mundo, vivan como discípulos, continuamente obligados a practicar virtudes contraculturales. Para entender la vida como don y luchar por vivir en fidelidad, veracidad, justicia y no violencia, no hay más alternativa que ser pueblo y comunidad de contraste con el mundo. Lo cual tiene que resultar forzosamente contracultural en cualquier sociedad que haya aceptado el 119

presupuesto liberal de que es posible una política justa sin que las personas sean justas. Desde ahí se entiende que la tarea esencial de la Iglesia consiste en ser ella misma, es decir, ser fiel a la historia del amor de Dios Padre y del Señor Crucificado con la fuerza del Espíritu. Actualización de la tradición de las virtudes James F.Keenan, si, profesor de Teología Moral del Boston College, representa una vía de actualización de las virtudes que conoce perfectamente bien y sigue de manera creativa la obra de Tomás de Aquino y no se siente identificada con la orientación comunitarista2. En las virtudes encuentra el teólogo jesuita la cualidad de ser «indicadores» para la correcta realización de la identidad humana. Al entenderlas así, se hace preciso redefinirlas continuamente, toda vez que para ser guías de la realización de las personas en sociedad requieren ser continuamente actualizadas en su comprensión, adquisición, desarrollo y formulación. El dinamismo histórico de las virtudes se aplica igualmente a la visión antropológica de la identidad humana que marca la indagación sobre las virtudes, por cuanto estas no tienen el fin en sí mismas, sino en realizar la vida buena humana. Keenan parte de las virtudes tal como las propone Tomás de Aquino, y a partir de ahí ofrece su actualización. Las tres virtudes teologales: la fe es como el santuario donde Dios sale a nuestro encuentro tal como es, y nosotros podemos ser tal como somos, sin máscaras; la esperanza es como el ancla que nos sostiene en la tempestad, la determinación de no renunciar a la propia fe precisamente cuando esta parece que no resuelve nada; la caridad, como madre de las virtudes, nos ayuda a amar mejor y seguir las motivaciones más auténticas, descentrándonos de nosotros mismos y abriéndonos a los demás. En relación con las cuatro virtudes cardinales, Keenan efectúa una serie de cambios significativos, apoyado en diversos datos, como la conciencia adquirida de no disociar la justicia del amor, so pena de poder ser injustos; la conciencia del conflicto de valores o bienes, que hace imposible partir de una jerarquía preconcebida y fija entre las virtudes; la visión de la persona, no como individuo con unas facultades que le hayan sido dadas para perfeccionarse, sino como ser relacional. Junto a la justicia - virtud cardinal de la persona como «ser-en-relación» en general-, encuentra la fidelidad, virtud de las relaciones específicas (que desempeña el papel del amor en la dialéctica justicia-amor) y el cuidado de uno mismo, la virtud de las relaciones de cada cual para consigo mismo. La prudencia es la que determina lo que constituye el 120

modo de vida justo, fiel y cuidadoso de sí para cada individuo en sus contextos vitales; es una virtud que persigue unos fines que, sin embargo, no se oponen a ninguna de las demás virtudes ni son ajenos a ninguna de ellas. Ninguna de las virtudes cardinales de esta propuesta renovadora es éticamente superior ni auxiliar de las otras; todas poseen exigencias morales igualmente importantes, que habrán de valorarse en lo concreto de la vida. La ética de la virtud preconizada por el profesor Keenan pertenece al tipo de Teología moral católica que no se contenta con poner el énfasis en las acciones particulares malas y en el modo de evitarlas. Su preocupación se dirige al conjunto de la vida de cada persona, en aquellas situaciones concretas en las que establece relaciones generales o específicas - con otros y consigo misma; relaciones entre las que también figuran, por supuesto, las que pueda tener con Dios. Esto significa tomar en serio tanto el entramado social en que acontece la vida como la unicidad e individualidad de cada persona y su proyecto vital. También ve la vida moral como respuesta virtuosa a una espiritualidad que nos anima, tanto individual como comunitariamente, en todas las acciones que emprendemos. En esta teoría es fundamental el sentido de la conexión necesaria entre las virtudes, distinguibles en cuanto dimensiones del ser relacional, pero no como capítulos discontinuos o fragmentados que va creando cada cual. Ser justo y ser fiel es inseparable de ser respetuoso consigo mismo; y así sucesivamente. Como las distintas dimensiones relacionales se unifican en cada uno, la vida moral y la vida espiritual no pueden desarrollarse en paralelo. Estamos ante una propuesta que permite establecer relaciones fructíferas entre la vida moral y la vida espiritual. Cristocentrismo de las virtudes En una onda claramente diferente a la Keenan, Livio Melina también hace una importante contribución a la ética de las virtudes, al dedicarse a profundizar en el carácter teológico de la ciencia moral desde la clave del seguimiento de Cristo como fundamento de la moral cristiana, tal como la encíclica Veritatis splendor pidió (VS 19). Su propósito explícito es superar la ruptura de la relación entre libertad y verdad y de la relación entre fe y moral. Las guías de ese empeño quedan señaladas en el proemio de La plenitud del obrar cristiano, de 2001: 1) la experiencia moral cristiana nace del encuentro con Cristo y de la llamada a seguirlo; 2) es una ética de la vida buena, las virtudes y la actuación excelente; 3) una ética fundada en la verdad sobre el bien; 4) una ética fundada sobre la naturaleza de la persona y de sus actos; 5) la relevancia salvífica de la acción moral; 6) el fundamento cristológico de la moral. 121

En suma, se trata de pensar la moral en una clave cristocéntrica que dote de sentido a la experiencia moral de los sujetos, que esté alimentada directamente de la revelación y que sea relevante en la vida práctica, a través de las virtudes y del obrar excelente. Estas líneas de estudio canalizan la profundización teológica que se contiene en algunos de los libros que Melina y su equipo han ido escribiendo en esta última década: Participar en las virtudes de Cristo. Por una renovación de la Teología moral a la luz de la Veritatis splendor (2004); Caminar a la luz del amor. Fundamentos de la moral cristiana (2007). La experiencia moral se inserta en la realidad trinitaria, donde el seguimiento de Cristo adquiere toda su centralidad, deviniendo ámbito fundamental en el que se explicita el dinamismo del amor, propio de todo proceso moral. La relación interpersonal con el Señor proporciona un contexto comunicativo en el amor, donde la acción tiende a la comunión y crea un dinamismo teologal que conduce a participar en las virtudes de Cristo: mediante el Espíritu, el obrar de Jesús penetra en lo más íntimo del hombre y lo conduce hacia la excelencia en el obrar. Es una vía teológicamente potente y asume con decisión desafíos planteados por el magisterio a la Teología Moral católica, pero abre, a mi juicio, algunos serios interro gantes sobre cómo se integran en la moral las diversas dimensiones del ser humano o sobre cómo se articula en ella la interdisciplinariedad científica. «Virtud» en el corpus ignaciano En los textos ignacianos encontramos usos del término «virtud» en los dos registros principales que en la época medieval confluyen en la palabra virtus. Sabemos que este término latino va a ser utilizado para traducir la «fuerza» (dynamis) de Dios, de la que habla San Pablo, y la «virtud» (areté) de Aristóteles. En los escritos ignacianos encontramos algún uso de la virtud en el primer registro, donde la virtud tiene una connotación no moral y se refiere al poder o fuerza divina (EE 2: «El entendimiento es ilucidado por la virtud divina»). Pero, sobre todo, tenemos abundancia de muestras del segundo registro, sin duda el más importante para la moral, aunque siempre situado en un contexto de vida cristiana (muchas veces de vida religiosa en la Compañía de Jesús) y un horizonte teologal en el que las virtudes humanas no se conciben sin la «virtud divina». Veamos las cosas con más detalle. El término «virtud», utilizado en singular y a veces también en plural, se refiere a una idea común que relaciona la virtud con la vida moral de la persona, es decir, vida según la ley moral, vida de integridad, vida buena, íntegra, o vida según el recto modo de proceder (de acuerdo con la definición aristotélica: «Virtud es lo que hace bueno a quien la tiene y hace buena su obra»). En distintos lugares se establece la identificación entre la 122

virtud y la bondad o la vida buena: «Bondad y virtudes» (Const. 813, 4); «de haceros muy virtuosos y buenos», o «aprovechando a vosotros mismos en toda virtud, grandemente servís a los prójimos; porque no menos, antes más apto, instrumento para conferirles gracias aparejáis en la vida buena que en la doctrina, bien como lo uno y lo otro requiere el perfecto instrumento» (Carta 35). No ha de extrañar, pues, que se dé también una relación directa de la virtud con el hábito de obrar bien (la habilidad adquirida mediante el ejercicio perseverante de una actividad determinada) o a la disposición constante del espíritu en virtud de la cual se vive rectamente o se actúa conforme a la ley moral. Y en este sentido hay que tener en cuenta que la espiritualidad ignaciana enfatiza enormemente la capital importancia de las prácticas concretas para la adquisición de virtudes y para apartarse del pecado. Se propone, por ejemplo: «Para mejor conocer las faltas hechas en los pecados mortales, mírense sus contrarios; y así, para mejor evitarlos, proponga y procure la persona con sanctos exercicios adquirir y tener las siete virtudes a ellos contrarias» (EE 245). Otro rasgo que surge al estudiar la virtud en los escritos ignacianos y que no podemos dejar de resaltar es que las referencias a esta categoría moral/espiritual - ya se entiendan como efecto bienhechor en el ser y el actuar del hombre, o bien como la disposición constante a actuar rectamente- siempre están impregnadas de una comprensión teológica. Y esto no afecta tan solo a las virtudes teologales, lo cual sería de todo punto obvio, sino a todas las virtudes, tanto las cardinales como a las otras que, sin estar en la lista de las cardinales, son fundamentales para Ignacio. Continuamente aparece la idea de que lo esencial es que cada persona ponga los medios, pero no porque con ellos vaya a conseguir ser buena, sino porque así, en definitiva, es la Gracia la que puede actuar en ella. Espiritualidad y ética se presentan como dos dimensiones de la persona no disociadas, sino conjuntadas y, al mismo tiempo, distintas y sin confusión, porque de fondo late la convicción de que se necesitan y ayudan mutuamente. En tal sentido, observamos el par: «Espíritu y virtud» (también virtudes) (Const. 137, 7); y sus expresiones concomitantes: «virtudes y dones de Dios» (Const. 186, 3) y «virtud y perfección (espiritual)» (Const. 148,2; 156,1; 280, 3). Así las cosas, resulta fácil entender que las virtudes son realidades de la interioridad humana que tienen su expresión hacia el exterior: lo que se ve con los sentidos como reflejo de lo interno y medio del cual se sirve Dios para hacernos instrumentos suyos: «(Para tener autoridad) ayuda muchísimo no solamente la interior gravedad de las costumbres, sino también la exterior en el andar, en los gestos, en el vestido decoroso y, 123

sobre todo, la circunspección en las palabras, tanto en lo que se refiere a cosas prácticas como en lo que toca a la doctrina» (Carta 52). Esta idea se hace patente, por ejemplo, cuando en las Constituciones se recorren las virtudes que ha de tener el Superior General de la Compañía - «al que han de tener como espejo y dechado»-, desde las más interiores y nucleares, como la unión y familiaridad con Dios, la caridad y humildad, pasando por la libertad de todas las pasiones, la fortaleza de ánimo, la prudencia y el cuidado para comenzar y el esfuerzo para llevar adelante las cosas, hasta llegar a las cosas del cuerpo, como la salud, la apariencia y la edad, y a las llamadas «cosas externas», como el crédito y la buena fama... Precisamente por esa armonía entre la interioridad y la exterioridad y sus implicaciones sobre la autoridad personal, entendemos que el ser persona de virtud resulte crucial no por sí mismo, sino por la relación que tiene con respecto al reino de Dios y su justicia. En el trato con las ánimas, en la pastoral y en toda la actividad educativa - en tanto que prácticas específicas en que se implican los sujetos concretos-, el ejemplo de vida puede ayudar al prójimo a ponerse en camino hacia la bondad a la que Dios nos llama y a la que, si vivimos conforme a su plan, tendemos las criaturas natural y libremente (Principio y fundamento): la convicción de que los ejemplos de vida engendran deseos le pide al apóstol un claro compromiso «para defenderse de todo mal y conseguir toda virtud posible, ya que cuanto esté más lleno de virtud, tanto más eficazmente podrá atraer a los demás a ella, será útil tener cada día algún tiempo para sí, para examinarse, para hacer oración, usar de sacramentos, etc.» (Carta 79, a los padres que se envían a ministerios, 1552). El dinamismo del magis - opuesto a quedarse en la medianía - también tiene aquí su importancia. A tenor de lo expuesto, no debería sorprender demasiado la conexión ignaciana (a primera vista de corte elitista) entre «virtud y letras», entre vida moral y vida intelectual (bajo fórmulas varias: «virtud[es] y letras» [o viceversa]: Const. 308, 8; «talento y virtudes»: Const. 520, 2; «virtuosos y doctos»: Const. 308, 6; «vida buena y doctrina»: Carta 35, a los estudiantes de Coimbra). El par «virtud y letras» junta la rectitud moral con el talento y la formación intelectual, pero sin confundirlas. Para ser «perfecto instrumento» en las manos de Dios se requieren vida buena y talento intelectual. Ahora bien, aun cuando las letras son altamente convenientes para la misión, en algunos casos se podría aceptar que faltasen. Sin embargo, no podría decirse lo mismo de la virtud, que es condición sine qua non de la vocación cristiana y que, por tanto, se supone al alcance de todo el que se ponga a caminar in via Domini. Caso de tener que elegir entre ambas, pues, «más importante que se aprovechen en las virtudes que en las letras, cuando lo uno y lo otro no se compadecen» (Carta 67, 11). Más que de elitismo en la selección de los sujetos, la relación entre virtud y letras habla de entrega total de la «persona entera» a 124

Dios y sus cosas, así como de una clara conciencia de que, si los valores cristianos se quedan en el nivel meramente intelectual, no generan un compromiso real por el reino. Para remachar la trascendencia de las virtudes en la vida cristiana de los jesuitas merece la pena recordar los fuertes adjetivos que en las Constituciones y algunas de las cartas las califican: «Y así parece que de una mano debe procurarse que todos los de la Compañía se den a las virtudes sólidas y perfectas» (Const. 813, 6; Cartas 104, 128; Const. 260, 1), a las «verdaderas virtudes y perfectas», y solo «verdaderas virtudes» (Const. 117, 3; Const. 340, 4); a las «virtudes cristianas» (Const. 637); a las «virtudes religiosas» (Carta 518). Así ca lificadas las virtudes, entendemos que, aunque escaseen las letras, estas en ningún caso deberán faltar. San Ignacio se refiere al «sólido de las virtudes» (Carta 124) o a algunas «virtudes sólidas y perfectas». Cuáles sean estas nunca aparece totalmente claro y definido, aunque no cabe duda de que entre ellas figuran, por lo menos, la caridad, la obediencia y la humildad (siempre junto a la abnegación para los que están en formación, e.g.: Const. 516). Su solidez y perfección les viene de conformar la vida de las personas con la vida del Espíritu (Const. 671), acaso porque son las actitudes principales para «salir del propio amor, querer e interés»; para dejar, en definitiva, que el protagonista sea Dios y no el hombre mismo con sus propias y solas fuerzas y medios. De algún modo, podríamos decir que las virtudes sólidas y perfectas son las que hacen que el resto de las virtudes (también las cuatro virtudes cardinales) y todos los demás medios humanos ayuden a no apartarse del camino del Señor y a vivir en todo amando y sirviendo. La caridad, la humildad y la obediencia vendrían a ser antídotos contra el peligro de autoafirmación cerrada de la criatura frente al Creador. Por ello son virtudes fundamentales de la vida cristiana y no solo de la existencia del religioso consagrado por voto al Señor. Aún más, son actitudes fundamentales del vivir teologalmente y del estar conectados con lo real. El puesto central de la caridad aparece en varios significativos lugares, como Const. 813 («especialmente la caridad»); o en Const. 671, cuando se habla de la unión de los ánimos entre los de la Compañía; o en la Carta 52 a los Padres enviados a Alemania, donde se asocia a la obediencia y a la modestia («obediencia y caridad», «dechados de modestia, caridad y todas las demás virtudes»). Llama la atención que en la Autobiografía la caridad aparezca como primera de la tríada de las virtudes teologales: «porque él deseaba tener las tres virtudes: caridad, fe y esperanza» (Autobiografía 35, 4). Aunque sin la belleza literaria y la hondura teológica de Pablo en la primera carta a los corintios, Ignacio de Loyola remachaba a su manera el primado del amor en la vida 125

cristiana. Seguro que suscribiría con gusto y consolación eso de que «la verdadera moral del cristianismo es el amor». Recuperar la conexión creativa y vital entre la espiritualidad y la moral cristianas 1)Plantear la moral desde el horizonte de la virtud es muy exigente, pero no con la exigencia de la ley vertida en prescripciones y normas externas, sino con la exigencia liberadora de la relación personal con Jesucristo, quien nos ha liberado con su propia entrega amorosa para la libertad. Se abre una inmensa aventura de relación con el Señor, de contemplación de su vida, de conocimiento interno de sus sentimientos a través de la oración, la escucha de la Palabra, el partir el pan de la eucaristía, la vida de la comunidad... 2)La iniciativa de la gracia: la relación entre virtudes teologales y virtudes cardinales señala la prioridad de la iniciativa de Dios sobre la respuesta del individuo, que, a su vez, es totalmente indispensable. La ética de las virtudes prima la iniciativa de Dios, toda vez que la práctica de las virtudes aparece, en último término, como respuesta al reconocimiento del movimiento inicial de Dios. Las virtudes teologales aparecen como «actitudes fundamentales de la existencia cristiana»: fundar la existencia en la Realidad fundante (fe), abrirse confiadamente al Misterio de la gracia (esperanza), entregarse al Amor originario en la praxis del amor al prójimo (caridad). 3)La centralidad de la caridad en la vida cristiana: si la reflexión escolástica organizó el contenido de la moral en torno a la caridad, y Santo Tomás acuñó la célebre fórmu la «La caridad es la forma de todas las virtudes», hoy sigue siendo fructífero situar la caridad en el centro de la comprensión de la moral cristiana y de la vida de la Iglesia. Expresado con la bella frase del Concilio Vaticano II: las exigencias de la conducta que brota de la vocación cristiana consisten en «producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (OT, 16). 4)Las virtudes no tienen consistencia de manera fragmentaria, sino como respuesta de la «persona entera» desde su centro/corazón y en lo concreto de sus distintas dimensiones relacionales. Nos hablan de la importancia de fijarse en el crecimiento, la responsabilidad y el ofrecimiento personal de cada uno, que, como individuo irrepetible, pertenece a una comunidad concreta y va transformándose internamente y disponiendo libremente de su vida. 5)La primacía de las virtudes sobre los principios morales, y no al revés, nos remite a fijarnos en el carácter, la comunidad y la tradición donde acontece concretamente el seguimiento de Cristo. Piden a la ética cristiana que conjugue la revelación 126

(evangelio) y la razón (experiencia humana), y que las comunidades sean y actúen como sujetos donde se forma el carácter de los personas y se van elaborando históricamente las decisiones morales. 6)Hay una enorme necesidad de «conocimiento interno», para lo cual no sirve cualquier medio. Este conocimiento no es de tipo ideológico o intelectual, sino que ausculta el movimiento interno que se produce dentro de cada persona. Así se entiende la vida -y también la fe - como un don que es también tarea, siempre en camino, siempre en proceso, apasionante, aunque a veces nada fácil. Frente a la «globalización de la superficialidad», se apuesto por «globalizar la profundidad» y por buscar prácticas que ayuden a ello. 7)Las prácticas concretas para la adquisición de virtudes morales requiere - como en la vida espiritual - ejercitarse, moverse, entrenarse, ponerse a la acción, para que en ella acontezca el cambio y el crecimiento de la persona. Cada persona tiene que poner los medios para que, en definitiva, sea la gracia la que actúe en ella. 8)También nos hacen ver la importancia de la interlocución y el dejarse acompañar en el camino de crecimiento espiritual y moral. Desde luego, acompañar es todo lo contrario de suplantar a la persona acompañada: es ponerse como testigo para que el acompañado discierna y elija, desde la vida concreta, su camino propio en el seguimiento del Señor. 9)Las virtudes invocan el aprecio por la sensibilidad y los sentimientos humanos. Descubrir y reconocer los propios sentimientos tiene una importancia crucial en el discernimiento, como la tienen los sentidos como ventanas de comunicación de la persona con el mundo. La educación en la fe y en la moral tiene un claro componente cognoscitivo; pero si la sensibilidad y la afectividad no intervienen en el proceso, los valores quedan relegados a nivel intelectual, sin generar un compromiso real. 10)Las virtudes permiten la articulación entre los niveles personal-individual, comunitario e institucional, porque se sustentan en una lógica de relación entre el bien personal y el bien común que no disocia lo público y lo privado como si fueran ámbitos de la vida separados y paralelos. Viático para seguir caminando Karl Rahner escribió poco después del Concilio: «El cristiano del futuro, o será un místico, es decir, una persona que ha experimentado algo, o no será cristiano. Porque la espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime ni en un ambiente 127

religioso generalizado, sino en la experiencia y la decisión personales» 3. Es una de esas frases que han tenido éxito, no tanto porque sea de Rahner, sino porque por debajo de su sentido lapidario no podemos menos de reconocer un diagnóstico certero. A mí se me quedó clavada en la carne como una flecha india cuando mi maestro de novicios la utilizó en una de las pláticas del mes de Ejercicios. Ser místico no es nada raro, porque habla de una experiencia personal de Dios que marca la vida, genera cultura y crea sentido. Por ahí va el don que para la Iglesia recibió Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales. Eso es cierto y no solo perfectamente posible, sino que además es lo más valioso para que la vida eclesial se sienta como algo que forma parte de la vida personal. «Experiencia personal» es lo que quiere decir San Juan cuando recuerda la hora del encuentro con Jesús: «eran las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Es la pregunta-reto que Jesús hace a sus discípulos para que la respondan en primera persona y a partir de lo que han vivido: «¿quién decís que soy yo?». ¿Quién digo yo por mí mismo que es Jesús?, parafraseando la pregunta de Jesús a sus discípulos. En responder a esa pregunta nos va la vida, como demostró Pedro al decir: «Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo». Rahner barruntaba que el cristianismo sociológico o ambiental tenía todas las papeletas para ser una especie en extinción, incluso en aquellos países en los que, como sucedía en España, tal modalidad aún estaba vigente. Lo sabía desde el entorno socioreligioso centroeuropeo, pero se atrevía a decirlo para todas partes. E intuía que si el ecosistema social católico fallaba, fallaría también la moral normativa, a no ser que esta se alimentase de experiencia verdadera del Espíritu que da «justicia, paz y alegría» (Rm 14,17). El precio que «hay que pagar - explicó Rahner en sus Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy - es el precio del corazón que se entrega con creyente esperanza al amor al prójimo». Es decir: experimentar a Dios en Cristo Jesús tiene que ver con experimentar el amor de Dios, y ello lleva necesariamente al amor al prójimo. No puede haber dicotomía entre ambos amores; y si la hay, es que algo falla. Son amores que se reclaman e implican mutuamente, porque quien ama conoce a Dios, que es amor. El mandamiento nuevo de Jesús conjuga inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo, haciendo una lectura sapiencial rompedora de la tradición judía. Al unir los dos ejes del amor, quedan unidas la vida espiritual y la vida moral, con la gracia de Dios sosteniendo a ambas. Viendo la vida del Señor, no podemos dudar de que su vocación a llevarse bien y complementarse se sobrepone a todos los empeños humanos por separarlas. Amar a Dios y amar al prójimo se «co(i)nspiran», como lo hacen la espiritualidad y la moral. 128

A tender puentes y abrir canales de comunicación ha querido contribuir humildemente este libro, animado por la clara conciencia de que no arreglamos nada mirando extasiados a las alturas, porque lo que verdaderamente cuenta es lanzarse a vivirlo en lo concreto y en lo cotidiano. También a nosotros nos pregunta el ángel: «¿qué hacéis ahí parados mirando al cielo?» (Hch 1,11). El místico del que hablaba Rahner no es el que queda obnubilado mirando hacia arriba desentendiéndose de lo de abajo, sino el sujeto espiritual que perfora la superficialidad haciéndose cargo de la realidad; porque no se descubre la profundidad de la oculta presencia amorosa de la acción de Dios sin comprometerse a fondo con lo real. Hay algunas aparentes profundidades religiosas que, al estar desconectadas de la vida, de hecho manipulan a Dios y no pasan de ser perjudiciales caricaturas de la vida cristiana. Quedan en retóricas huecas. La credibilidad de los cristianos ante el mundo actual no vendrá dada por la belleza de los discursos éticos, sino por la eficacia y el testimonio de vida; no por las palabras y las elevadas construcciones teóricas, sino por los hechos prácticos de amor concreto en que se encarnan esas palabras. El mensaje social del Evangelio debe considerarse como un fundamento y un estímulo para la vida, la reflexión y la acción, y se hace creíble por el testimonio de las obras antes que por su coherencia y lógica discursivas. En la escuela del conocimiento interno de Jesús y con el contraste con la experiencia humana, en la que no era parco, Ignacio de Loyola aprendió que más vale poner el amor en las obras que en las palabras, aunque estas tampoco sobran si son de las que hacen lo que dicen. Como broche final, me permito recordar unas imperecederas palabras de M.Blondel: «Lo que el hombre no puede comprender totalmente, puede hacerlo plenamente, y es haciéndolo como mantendrá viva en él la conciencia de esa realidad todavía semioscura para él... La acción fiel es el arca de la alianza donde permanecen las confidencias de Dios, el tabernáculo donde perpetúa su presencia y sus enseñanzas»4. 1. Emplearemos los términos «ética» y «moral» como sinónimos. 3. Cf. M.VIDAL, Moral y espiritualidad, Madrid 1997. En la Primera Parte trata de la espiritualidad y moral en la existencia cristiana; y en la Segunda, de la Teología espiritual y la Teología moral como disciplinas autónomas y complementarias. El conjunto del tratamiento de este libro se puede encuadrar dentro de la moral fundamental. 2. M.J.PERRY, Morality, Politics and Law, New York 1988, p. 72. 1. J.RAWLS, A Theory of Justice, Oxford 1986, p. 554. 129

2. Cf. F.VIDAL, Pan y rosas. Fundamentos de exclusión social y empoderamiento, Cáritas Española, Madrid 2009. 3. M.WEBER, «La ciencia como vocación» en El político y el científico, Altaya, Madrid 1991, p. 229. 4. Cf. M.WEBER, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, México 1983, cap. 1 (la ed alemana: 1922). 5. Summa Theologica, I-II, q.l, a 3: «Idem sunt actus morales et actus humani». 6. M.WEBER, Economía y sociedad, cit., p. 21. 7. 1. KANT, «Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía» en Teoría y Práctica, Tecnos, Madrid 1986, pp. 61-66. 8. N.MAQUIAVELO, El Príncipe, Madrid 1985, p. 97. 9. E.CASSIRER, El mito del Estado, México 1970, pp. 170ss. 10. Cf. J.HABERMAS, Entre naturalismo y religión, Paidós Ibérica, Barcelona 2006. 11. E.RoYóN, «"Advocacy" según el modo de proceder ignaciano: Promotio Iustitiae 101 (2009) p. 14. 12. PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Cittá del Vaticano 2005, n. 205. 13. Bajo el nombre de «práctica», cuando no se define su extensión, se pueden albergar cosas diversas. Según A.MACINTYRE (Tras la virtud, Crítica, Barcelona 2004, p. 233), «práctica» es «una manera cooperativa de actuar compleja y coherente, establecida socialmente, y a través de la cual se obtienen los bienes inherentes a tal práctica». 14. A.GIDDENS, La constitución de la sociedad. Bases para la teoría de la estructuración, Buenos Aires 1995, pp. 30-31. 16. P.-H. KoLVENBACH, Discursos universitarios, UNIJES, Madrid 2008, p. 109. 15. P.ÁLVAREZ DE LOS Mozos, «Una investigación social al servicio del liderazgo apostólico»: Promotio Iustitiae 101 (2009) 64-72 (67).

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17. P.VALADIER, Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1995, pp. 96-97. 1. P.-H. KoLVENBACH, El servicio de la fe y la promoción de la justicia en la educación superior de la Compañía de Jesús, Santa Clara, CA, Octubre de 2000, 7. 2. Cf. Sal 50; 18; 103; 129; Ef 1,15-18; Hb 4,12-13, entre muchos otros lugares en que aparece. 3. Cf., por ejemplo, J.L.Ruiz DE LA PEÑA, «Fe y cultura en la actual sociedad española»: Educadores 30 (1988) 7-27; J.A.GARCÍA, «Evangelización y cultura en España. Una aproximación al problema»: Sal Terrae 77 (1989) 71-87; J.M.MARDONES, Postmodernidad y cristianismo. El desafío del fragmento, Sal Terrae, Santander 1988; J.GÓMEZ CAFFARENA, Raíces culturales de la increencia, Sal Terrae, Santander 1988. 4. Internacionalización describe aquellas relaciones que aumentan la permeabilidad de las fronteras nacionales sin poner en duda al mismo Estado nacional; y transnacionalización se refiere a procesos por los que surgen instituciones como las Naciones Unidas o la Unión Europea, o actores como empresas transnacionales, las cuales trascienden los ordenamientos estatales nacionales. 5. BENEDICTO XVI, «La libertad religiosa, camino para la paz» (Mensaje para la 44a Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2011) n. 10. 6. PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES, Ética e Internet (22 de febrero de 2002) n. 7. 8. Cardenal A.M.Rouco, «Discurso en la Apertura de la 94 Asamblea Plenaria de la CEE» (Madrid 23 nov. 2009): Ecclesia 3.494 (28 nov. 2009) 1.767-1.771. 7. L.GONZÁLEZ-CARVAJAL, La fuerza del amor inteligente, Sal Terrae, Santander 2009, 83-103. 9. Cf. S.BARBER, Jihad vs. McWorld: How globalism and tribalism are reshaping the world, Ballantine Books, New York 1995. 10. Cf. He tratado extensamente la materia del multiculturalismo y la interculturalidad en: J.L.MARTÍNEZ, Ciudadanía, migraciones y religión, San Pablo / U.P.Comilllas, Madrid 2007. 11. A.GIDDENS, Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras 131

vidas, Taurus, Madrid 2000, pp. 252-256. 12. BENEDICTO XVI, «La libertad religiosa, camino para la paz», n. 3. 14. tbid., vol. 1, cap. 5. 13. M.CASTELLS, La era de la información, Alianza, Madrid 2001, vol. II, p. 88. 15. Ibid., vol. I, p. 448. 16. Cf. el interesante número de la revista Sal Terrae de junio de 2003. 18. Cf. J.L.MARTÍNEZ, «Conciencia moral y globalización», en M.RUBIO - V. GARCÍA - V.GÓMEZ MIER (eds.), La ética cristiana hoy: Horizontes de sentido, PS, Madrid 2003, pp. 481-500. 17. P.BRUCKNER, La tentación de la inocencia, Círculo de Lectores, Barcelona 1999, p. 243. 19. L.MELINA, «La verdad sobre el bien», en L.M - J.NORIEGA - J.J.PÉREZ- SOBA, La plenitud del obrar cristiano: dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral, Palabra, Madrid 2001, p. 42. 20. D.MIETH, «La encíclica, la moral fundamental y la comunicación en la Iglesia», en Ibid., pp. 19-20. 22. Ibid., pp. 160-161. 21. J.RATZINCER, «Gewissen und Wahrheit», en: M.KESSLER - W.PANNENBERG H.J.POTTMEYER (dirs.), Fides quarens intellectum. Beitrage zur Fndamentaltheologie, Tübingen-Basel 1992, pp. 293-309 (306). En otro lugar: «Según la intención de Newman, esto debería ser [...1 una interpretación del papado, al que solo se entiende rectamente cuando se le ve junto al primado de la conciencia y, por tanto, no opuesto a ella, sino más bien fundado en ella y por ella garantizado», en J.RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, San Pablo, Madrid 2005, p. 158. 23. F.GEORGE, «How Globalization Challenges the Church's Mission»: Origins 29 (1999) 433-439 (437). 25. P.VALADIER, Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1995, pp. 96-97. 132

24. P.-H KoLVENBACH, El servicio de la fe y la promoción de la justicia..., cit., n. 7. 26. A.CHÉRCOLES, La afectividad y los deseos, Cristianisme i Justícia, Barcelona 1995, p. 18. 27. J.A.GUERRERO, «La espiritualidad ignaciana y el "hombre" que estrena milenio»: Manresa 72 (2000) 5-27 (20). 28. Cf. P.ÁLVAREZ DE LOS Mozos, Comunidades de solidaridad, Mensajero, Bilbao 2002. 29. M.ZAMBRANO, Hacia un saber sobre el alma, Alianza, Madrid 1987, p. 21. 30. BENEDICTO XVI, «La libertad religiosa, camino para la paz», cit., n. 2. I.J.RATZINGER, Ser cristiano, Desclée, Bilbao 2007, 61-63. 2. BENEDICTO XVI, «Angelus» en la fiesta de la Santísima Trinidad (22 de mayo de 2005). 3. BENEDICTO XVI, «Discurso a los participantes en un congreso internacional organizado por el Consejo Pontificio "Cor unum"» (23 de enero de 2006), en: PROFESORES DE LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA, Dios es amor. Comentarios a la encíclica de Benedicto XVI «Deus caritas est», Salamanca 2007, p. 318. 4. «Fe, esperanza y caridad están unidas. La esperanza se relaciona prácticamente con la virtud de la paciencia, que no desfallece ni siquiera ante el fracaso aparente, y con la humildad, que reconoce el misterio de Dios y se fía de Él incluso en la oscuridad. La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá El, como luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes sobrecogedoras» (DCE n. 39). 6. J.RATZINCER - BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 129; «Mit einem Wort: die wahre "Moral" des Christentums ist die Liebe», en J.RATZINOER - BENEDICTO XVI, Jesus von Nazareth, Freiburg-BaselWien 2007, p. 130.

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5. E.PELLEGRINO - D.C.TOMASMA, The Christian Virtues in Medical Practice, Washington 1996, cap. 2°. 7. S.DEL CURA, «La encíclica, una fascinante meditación de Benedicto XVI»: Ecclesia 3.300 (11 marzo 2006) 335-337 (336). 8. BENEDICTO XVI, «Discurso a los participantes en un congreso internacional organizado por el Consejo Pontificio "Cor unum"», cit. (23 de enero de 2006). 9. H.U.VON BALTHASAR, Gloria. 1: La percepción de la forma, Encuentro, Madrid 1985, p. 209. 10. L.MELINA - J.NORIEGA - J.J.PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor. Los fundamentos de la moral cristiana, Palabra, Madrid 2007, p. 25. 12. Ibidem. 11. Card. J.RATZINGER, «La crisis del Derecho. Los dos riesgos actuales del derecho. El fin de la metafísica y la disolución del derecho por presión de la utopía» (10 de Noviembre de 1999). 13. «La acción en favor de la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presenta claramente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio», dirá seis años después de GS el documento del III SÍNODO DE LOS OBISPOS, Justicia en el mundo (1971). 14. Se pueden extraer tres principios de GS 40-42 como pilares del «arte de la re-unión»: 1) El ministerio de la Iglesia es religioso en origen y propósito: la Iglesia no tiene específicamente carisma político. 2) El ministerio religioso tiene como objetivo primario servir al Reino de Dios - la Iglesia es de un modo especial el instrumento del Reino en la historia. 3) La misión de la Iglesia en el orden temporal se define por cuatro objetivos: a) realización de la dignidad humana; b) promoción de los derechos humanos; c) avance de la familia humana hacia la unidad; y d) la santificación de las actividades seculares. 15. Baste citar para ilustrar este punto a John Rawls, el gran filósofo liberal contemporáneo, para quien la justicia social es «la virtud de las instituciones sociales básicas». 16. El Card. A.Scola, en su comentario a Deus caritas est, remite al Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.939, donde se identifica «caridad social» con el principio de 134

solidaridad, coesencial con el de subsidiariedad. Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est (introducción y comentario de Angelo Scola), Madrid 2006, p. 91. 17. X.ZUBIRI, Sobre el hombre, Alianza, Madrid 1998, cap. VII: «El hombre, realidad moral», aquí: pp. 409-410. 18. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, cit., p. 128. 20. BENEDICTO XVI, «Alocución durante la audiencia concedida a los miembros de la Congregación General 35 de la Compañía de Jesús» (21 febrero 2008). 19. En los párrafos 68 d, e. de Libertatis conscientia. Cf. J.R.FLECHA, «Jesús, la Iglesia y los pobres», en PROFESORES DE LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA, Dios es amor. Comentarios a la encíclica de Benedicto XVI «Deus caritas est», Salamanca 2007, pp. 215-239. 3. Card. J. kATZINCEI, «Magisterium of the Church, Faith, Morality», en (Charles Curran and Richard McCormick [eds.]) Readings in Moral Theology. II: The Distinctiveness of Christian Ethics, New York 1980, pp. 174-189. 1. J.FLETCHER, Situation Ethics: The New Morality, New York 1966. 2. Pellegrino y Tomasma dicen que la ética de situación de Fletcher es opuesta a la tradición católica, pues no relaciona la situación con la virtud del individuo y con los principios morales inviolables (cf. cap. 2, op. cit.). 4. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, p. 128. 6. K.DEMMER, Christi vestigia sequentes. Appunti di teologia morale fondamentale, Pontificia Universitá Gregoriana, Roma 1995, p. 118. 5. J.FUCHS, «¿Existe una ética específicamente cristiana?»: Fomento Social 25 (1970) 165-179 (173). 7. E.LÓPEZ AZPITARTE, Hacia una nueva visión de la ética cristiana, Sal Terrae, Santander 2003, p. 247. 8. S.PINKAERS, «La ley nueva, en la cima de la moral cristiana», en G.DEL Pozo ABEJÓN, Comentarios a la «Veritatis splendor», BAC, Madrid 1994, pp. 475-498 (486).

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9. Card. RATZINGER, «La crisis del Derecho» (1999). 10. J.RATZINGER, Ser cristiano, Desclée, Bilbao 2007, p. 72. 11. BENEDICTO XVI, Audiencia General (15 de noviembre de 2006). 12. J.RATZINGER, Ser cristiano, cit., p. 64. 14. Interesa recordar que «la primera mirada de Jesús no se dirigía al pecado de los otros, sino a su sufrimiento. Para él, pecado era ente todo negarse a tener compasión ante el sufrimiento de los otros - lo que San Agustín llamó el "auto - atrofi amiento del corazón", entregarse al confortable narcisismo de la criatura»: J.B.METZ, «La compasión. Un programa universal del cristianismo en la época del pluralismo cultural y religioso»: Revista Latinoamericana de Teología 55 (2002) 25-32 (27). 13. CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, «Proponer la fe en la sociedad actual»: Ecclesia 2.835 (1997) 512-537 (527). 15. CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, op. Cit., pp. 527-528. 16. A.DULLES, A Church to Believe In. Discipleship and the Dynamics of Freedom, Crossroad, New York 1982, p. 10 17. J.HABERMAS, Entre naturalismo y religión, Paidós Ibérica, Barcelona 2006, p. 14. 19. J.ALFARO, «La cuestión del hombre y la cuestión de Dios»: Estudios Eclesiásticos 56 (1981) 831. 18. T.Merton, Love and Living, New York 1985, p. 127. 20. J.MERECKI, «El cristianismo: ¿envenenamiento del eros?», en (L.MELINA C.A.ANDERSON [eds.]), La vía del amor Monte Carmelo, Burgos 2006, pp. 41 - 63 (49). 21. Tomo estas expresiones - «lógica de equivalencia» y «economía del don- de P.RICOEUR, Amor y Justicia, Caparrós, Madrid 1993, pp. 57-65. 1. Algunas obras de estos autores: S.HAUERWAS, A Community of Character Toward a Christian Social Ethic, Notre Dame, IN. 1981; S.HAUERWAS - CH. PINCHES, Christians among the Virtues. Theological Conversations with Ancient and Modern Ethics, Notre Dame, IN. 1997; J.H.YODER, Jesús y la realidad política, Buenos Aires 136

1985; N.F.LoHFINK, Die messianische Alternative, Freiburg im Breisgau 1982; G.LoHFINK, El sermón de la montaña, ¿para quién?, Herder, Barcelona 1989; La Iglesia que Dios quería, Bilbao 1986; ID., ¿Necesita Dios la Iglesia?, San Pablo, Madrid 1999. 2. J.KEENAN, Virtues for Ordinary Christians, Kansas City, MI. 1996 (trad. española: Virtudes de un cristiano, Bilbao 1999); ID., «Proposing Cardinal Virtues»: Theological Ethics 56 (1995) 709-729; ID., «Catholic Moral Theology, Ignatian Spirituality, and Virtue Ethics: Strange Bedfellows»: The Way Supplement 88 (1997) 36-45; ID., «Virtud e identidad»: Concilium (1999) 255-265. 3. K.RAHNER, «Espiritualidad antigua y actual», en Escritos de Teología VII, Cristiandad, Madrid 1967, p. 25. 4. M.BLONDEL, Historia y dogma, Sant Cugat del Va11és 1989, pp. 13-14.

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Índice Presentación ¿Adónde vamos y por qué? 1. Compromiso social desde dentro de la espiritualidad ignaciana Ser privadamente tan religioso como uno quiera El mito de una sociología libre de valores La acción social escindida entre los valores y los fines La polaridad entre la moral absoluta y el realismo conformista La elegante pero insuficiente complementariedad Vivir teologalmente: «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu El compromiso social como respuesta a la invitación a colaborar con Dios Un personalismo comprometido con la creación El papel de las estructuras sociales «Conocimiento interno» de la realidad social La cuestión social es antropológica y también teológica Agarrados al Señor y volcados a lo real El amor, más en las obras que en las palabras 2. El sujeto espiritual moral en la cultura de la globalización Tiempo de inseguridades, tiempo muy interesante El sujeto entre moderno y posmoderno La interdependencia como «signo del tiempo» presente Crisis económica, crisis de valores Turbulencias del cambio cultural El sujeto, entre fuerzas uniformadoras y disgregadoras El sujeto, simplificado por el «pensamiento único» El sujeto, troquelado por la cultura de la «virtualidad real» El sujeto en una «sociedad red» con brechas crecientes de desigualdad y exclusión 138

14 23 25 27 28 29 30 32 33 35 39 42 45 46 48 49 52 53 54 57 58 58 60 61 62

El sujeto, «anestesiado» por hiperinformación 62 El sujeto del fogonazo solidario 63 El sujeto moral, entre la libertad y la verdad 64 Mimbres para la (re)construcción espiritual-moral del sujeto 65 La esperanza, ancla para no perderse en la ambigüedad 66 La responsabilidad escalonada y modesta 67 La discreta sensibilidad y el experimentar concreto 67 La crítica apoyada en el «conocimiento interno» 69 El acompañamiento pide comunidad 70 El centro de gravedad que ordena el paisaje y unifica el corazón 72 Un método para la vida 73 Una moral amiga de la libertad y la elección y enemiga de las recetas 74 3. La verdadera moral del cristianismo es el amor 76 El arte de ir a lo esencial 78 Una lectura desde la Teología moral 80 El principio ordenador 81 El amor como fuente de integración humana 82 La integración de eros y agapé 83 Universalidad y concreción 85 Experiencia que forma carácter y no solo vivencias puntuales 87 Espiritualidad cristiana del servicio social: perder para ganar 87 Tarea personal y eclesial 88 El par clásico de la caridad y la justicia 89 Cuatro temas de especial y debatida significación en las relaciones 91 entre caridad y justicia ¿Justicia de instituciones y caridad de personas? 93

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