Mora, Maynor Antonio - Los Monstruos y La Alteridad (Libro)

October 27, 2017 | Author: Gabriel Alejandro Huertas | Category: Mythology, Society, Science, Reality, Mermaid
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En distintos períodos históricos, los monstruos han estado asociados en el imaginario europeo a los territorios exóticos...

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LOS MONSTRUOS Y LA ALTERIDAD: HACIA UNA INTERPRETACIÓN CRÍTICA DEL MITO MODERNO DEL MONSTRUO Maynor Antonio Mora

Ph.D. Olman Segura Bonilla Rector de la Universidad Nacional Dra. Rosa María Margarit Mitjá Directora de la Escuela de Filosofía Consejo Editorial: M.Sc. Gerardo Cordero Cordero MSc. Rodolfo Meoño Lic. Gerardo César Hurtado Ortiz Dra. Rosa María Margarit Dra. Grace Prada Ortiz Diseño de portada: Erick Quirós Gutiérrez y Sabrina Hurtado Guevara © Escuela de Filosofía Universidad Nacional, Heredia, Costa Rica Teléfono: (506) 562-40-95 ó 562-40-91 Correo electrónico: [email protected] Apartado postal: 86 – 3000 (Heredia, Costa Rica) Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

306.4 M827m Mora Alvarado, Maynor Antonio, 1973 Los monstruos y la alteridad: hacia una interpretación crítica del mito moderno del monstruo/ Maynor Antonio Mora. –1ª. ed. — Heredia, C.R.: Universidad Nacional, Escuela de Filosofía, 2007. 176 p. ; 22 cm.

ISBN 978-9968-26-024-4



1. COMPORTAMIENTO SOCIAL 2. MARGINALIDAD 3. IDENTIDAD CULTURAL MITOLOGÍA I. TITULO

Contenido Presentación ..................................................................................7 1.

El mito del monstruo..................................................... 15

2.

Antiguas sombras........................................................... 35

3.

Fallos de la razón............................................................. 59

4.

Reinado de las imágenes............................................. 89

5.

Creación incesante del mal.......................................115

6.

El monstruo es alteridad.............................................143

7. Fuentes.............................................................................163

Presentación

E

l filósofo francés Cornelius Castoriadis nos dice que toda sociedad es un sistema de interpretación del mundo; este sistema de interpretación visto como una red de significados que permea, orienta y dirige la vida de la sociedad, tanto en el ámbito individual como grupal, se constituye en lo que se ha denominado como “imaginario social”. Estas construcciones son –siguiendo a otro filósofo, esta vez el costarricense Alexander Jiménez– una “reconstrucción simbólica de, operada y desplegada en instancias comunicativas, de los horizontes éticos, estéticos y cognoscitivos de la vida cotidiana”; en este sentido pueden constituir una especie de conciencia colectiva que refleja la identidad de la sociedad que los crea. Así cualquier intento de crítica a este sistema de interpretación materializado en los imaginarios sociales deviene un ataque al ser de esa sociedad. Los imaginarios son las armas simbólicas que la sociedad –materializada en algunos individuos– utiliza para establecer las pautas de normalidad y legalidad creando así redes simbólicas que definen los espacios de convivencia y confrontación dentro de nuestra sociedad. A lo largo de la historia de la civilización occidental los imaginarios, ya fueran en forma de panteón de dioses caídos en desgracia, de bestias o de monstruos han servido para

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fundamentar la exclusión y persecución de aquellos que han sido incluidos en estas listas negras. Los monstruos, las bestias son grupos que surgen ya sea por la diferencia surgida de la afirmación de una identidad o de la radical separación de naturaleza (i.e., no humana). El monstruo como arma correctora y ejemplificadora de los castigos que sufrirán todos aquellos seres humanos que rompen con los cánones de la normalidad ha sido y es el arma por excelencia de la xenofobia y el odio. Los monstruos –el eje del mal y todos aquellos que no estén conmigo– son por su condición de exterioridad sujetos de la más “natural” y bien vista persecución y aniquilación. El libro que el sociólogo Maynor Mora nos presenta discute desde un punto de vista histórico sociológico la evolución del concepto de monstruo y su desarrollo y transformación en la sociedad tecnológica. Su análisis no deja ningún rincón oscuro sin revisar en busca de nuestros monstruos; desde la Grecia clásica hasta el octavo pasajero y pasando por Frankenstein y sus homólogos; en cada uno de los casos nos presenta su acercamiento al origen y significado del monstruo y de cómo su evolución refleja no solo nuestros temores sino también nuestro extrañamiento con respecto a quiénes somos y la sociedad en que vivimos. Su relato va de los elementos meramente estéticos a sus significados sociológicos, a los cambios del monstruo preservados y exacerbados por la modernidad racional y objetiva; de la inversión de la relación “monstruo contra la sociedad” a la de “individuo contra los monstruos” reafirmando aquello de que el Mal es algo externo que se materializa en el Otro (el monstruo, el nica, el travesti, etc.) creando una sensación diferente de inseguridad. Si bien el texto no es exhaustivo, se nos presenta

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como un abrebocas para iniciar el viaje de (re)descubrimiento de ese Otro que todos llevamos dentro, de ese miedo a lo diferente o mejor a lo monstruoso por excelencia: cuando la cotidianeidad se nos vuelve extraña y el peinarnos es un acto monstruoso. La mirada sociológica que el autor propone nos brinda la oportunidad de analizar de manera crítica los “hechos” que los medios de comunicación nos presentan y que buscan organizar nuestro mundo para que así, a lo mejor, podamos exorcizar nuestros monstruos.

Al Espantapájaros y otros espíritus protectores de las cosechas. Al Cadejos y la Llorona, ya que nuestra aldea es también La Aldea. A todos los dioses porque antes o después, inevitablemente, han sido monstruos. A los demonios, por soportar sin quejido nuestra culpa.

Dedicado, especialmente, a los monstruos creados, cercados, perseguidos y destruidos por la mirada: locos, enfermos, lentos, gordos y flacos, extranjeros, feos, vagabundos, huérfanos, prostitutas, homosexuales, moribundos, inseguros y diletantes, mujeres, intelectuales, impotentes y flácidos, anatemizados, niños, necios, negros, parapléjicos, viudas y solteras, pobres, indígenas, albinos, chulos, sonámbulos, deformes, ansiosos, infectados y contaminados, orientales y africanos, bígamos, vividores, lisiados, perdedores, nerdos, muy altos y muy bajos, los de otro color, amanerados, intocables, débiles, invertidos, necrófilos, agnósticos, depresivos, sicóticos, pornógrafos, piratas y hackers, transformistas, mestizos, travestis, estrábicos y tuertos, pedófilos y gerontófilos, esquizofrénicos, trovadores, payasos y saltimbanquis, mimos, bufones, onanistas, condenados a muerte, recluidos en cárceles, asilos y hospitales, hippies, quienes predican el amor libre, enfermos de sida, terroristas, disidentes, sindicalistas, predicadores callejeros, reos, ecologistas, herejes, ladrones, tímidos, desempleados, bastardos, quienes no se bañan, polos, migrantes, greñudos y rapados, gays y lesbianas, torpes, bárbaros, desviados, maniacos, epilépticos, ociosos, rebeldes, precaristas, juerguistas, degenerados, quienes viven con muchos gatos o perros, limpiadores de letrinas, adictos, soñadores y esperancistas, drogados, ludópatas, tatuados, sadomasoquistas, conectados a la red y virtualistas, feministas, coprófagos y zoófilos, jóvenes, roqueros, purgados, los del sur, taxistas ilegales, ciegos, transexuales, artistas, artistas porno, quienes no tienen pareja, bohemios, viejos y ancianos, insomnes, apátridas, pervertidos, anarquistas, exiliados,

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Maynor Antonio Mora alcohólicos, gente de otro pueblo, sátiros, hechiceros y brujas, tontos, anticuados, pacifistas, solitarios, mudos y sordos, discapacitados, olvidados, eutanasistas, inexpertos, idealistas, suicidas, neuróticos, vendedores ambulantes, desheredados, satánicos y nigromantes, tartamudos, voyeuristas, paganos, quienes viven en y de la basura, enanos y gigantes, quienes no saben, cansados, afeminados, los de otra parte, infantiles, proscritos y perseguidos, desclasados, parias, fracasados, infértiles, hipocondríacos, exhibicionistas, marimachas, ateos, oscuros, viciosos, madres solteras, quienes miran al cielo, mendigos, poetas insomnes, campesinos, drogadictos, ermitaños, estafadores, niños de la calle, merodeadores...

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1. El mito del monstruo El problema de la diferencia

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iversas teorías han insistido en el análisis de la diferencia, de esa ancestral división entre nosotros y los demás, entre el sujeto y el otro que le interpela en la relación social. Casi todos los filósofos, sicólogos, sociólogos y antropólogos, insisten en que esta diferencia, esta ruptura ancestral, porta un nomos problemático, una esencia que sustenta la desigualdad, el malestar y el daño. Esta cuestión merece especial atención, en miras de un análisis que requiere, sin duda, de una posición ética y política sobre el papel de la felicidad y la igualdad en la construcción de lo social, y que, además, requiere de un esfuerzo por fundar (desde la teoría) el origen de nuestras diferencias (reales e imaginadas), que pueda sustentar una crítica de estas diferencias sin aquella desigualdad y sin aquel malestar, sin recurrirlos, en la teoría, como “históricamente necesarios”. Entre el grosero naturalismo y el engañoso voluntarismo anárquico-libertario, es decir, entre quienes definen la desigualdad y el malestar como naturales y consustanciales a la realidad social y quienes definen la voluntad y la libertad del sujeto individual como criterios únicos que permitan defender la felicidad y sustentar lo político, es bueno que

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nos situemos al amparo de una teoría de la libertad política en colectividad. Este imperativo no resulta gratuito: si en los fundamentos de la diferencia nos encontramos siempre a este nosotros frente a los otros, necesariamente, una teoría de dicha diferencia, debe contemplar al sujeto en su relación con los otros. Tanto desde el punto de vista real, de las relaciones sociales, como desde el punto de vista mítico, que nos interesa aquí. Más que una demanda epistemológica, se trata, esta, de una demanda histórico-política, y sobre todo ética, vinculada a los hechos en cuestión: la lucha del sujeto por alcanzar la felicidad y el bienestar, y la férrea oposición de las “estructuras de la realidad”. La diferencia opera en todas las sociedades; menos enfáticamente en unas y más enfáticamente en otras. Con menos daño implicado en algunas y con más en las restantes. Ningún patrón resulta absoluto, excepto la presencia de las diferencias, y su dinámica en los procesos de integración social. Algunos pueblos son profundamente integrados hacia adentro y se distinguen, absoluta y culturalmente, de los pueblos externos: la diferencia se establece, principalmente, hacia los “de afuera”. Otros pueblos son más comunicativos y empáticos en el reconocimiento de los demás pueblos. Las diferencias se establecen hacia adentro, hacia fuera, o en ambos sentidos. Los otros pueden ser pueblos, y también, a lo interno, otras clases, otros grupos, los vecinos o quienes están al lado, reconocidos en su diferencia, en la distinción primera de que no son nosotros. El proceso está circunscrito, obviamente, dentro de cada contexto histórico-geográfico: no es lo mismo vivir en una isla que ha estado sin contacto con otras culturas en mil años, que vivir en un barrio urbano, a principios del siglo XXI, dentro de una ciudad de 10 millones de habitantes.

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En las sociedades posmodernas, las diferencias, inscritas en los procesos de complejización y diferenciación social, ampliamente tratados por las ciencias sociales, remiten a múltiples coordenadas en que estas diferencias se mueven. Ya no nos encontramos solo con las distinciones antiguas o medievales entre ricos y pobres, hombres y mujeres, adultos / ancianos y niños / jóvenes, entre sabios e ignorantes; sino, además con distinciones complejas: entre consumidores de un tipo y de otro, entre quienes conocen pareja en el espacio virtual y quienes lo hacen por mecanismos reales, entre extranjeros de una “clase” y extranjeros de “otra”, entre sexualidades “típicas” y sexualidades “divergentes”, entre quienes modifican su cuerpo (transformistas) y quienes no lo hacen (integristas del cuerpo). Estas distinciones crean nuevos nosotros y sus respectivos otros. Algunas de estas diferencias, operan como simples tribalismos locales; otras se han incrustado en las mentalidades globales de las sociedades. Unas parecen necesarias para la división de las funciones y las actividades sociales. Otras no parecen tener utilidad más allá de la afirmación cultural de la identidad. Las restantes, parecen creadas, adrede, para anular políticamente a los demás. Lo importante es que la macropolítica y la micropolítica implicadas, a pesar de cualquier afán inclusivo, no resuelven el atávico problema del reconocimiento y el encuentro entre el nosotros (fundado como criterio de discernimiento vital) y los otros (los distintos, los que establecen el límite de nuestra identidad). Al contrario, ante tales utopismos inclusivos, la relación nosotros / otros, deviene en violencia social y en la subordinación, cerco, reducción y destrucción de los otros. No es mi interés, en este texto, diseccionar los procesos

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contemporáneos de diferenciación, de creación social de distinciones entre nosotros y la otredad. Más bien, mi interés, se dirige hacia los procesos de constitución mítica de estas diferencias. Ya que, el común denominador entre pueblos “no modernos” y sociedades modernas y posmodernas, no solo es la existencia social de las diferencias (en lo que muchos investigadores y teóricos de lo social están bastante claros), sino, sobre todo, la construcción de estas diferencias como identidades violentas, desde la monstrificación del otro. Tampoco interesa si estos procesos ocurren en pueblos cerrados geográficamente, en las neotribus posmodernas, dentro de las grandes sociedades generales (imperios, reinos, estados nacionales), o en la imaginada “tecno-sociedad global”. Nos interesa, más bien, desentrañar las teogonías que sustentan y justifican la diferenciación, haciendo de los mitos un “objeto de estudio”. Siguiendo el hilo de lo dicho, el objetivo del presente ensayo es, en concreto, develar la presencia de lo monstruoso como recurso mitológico, en los procesos modernos y políticos de afirmación excluyente de la diferencia. Enfocando el análisis de este problema en la sociedad occidental contemporánea, aunque recurriendo al análisis de algunos mitos clásicos o antiguos que aportan material a la creación simbólica de monstruos occidentales modernos, así como a los procesos reales de creación social permanente de los otros como monstruos. Hay que avisar que no se trata de un análisis literario o de crítica de cine, ni de un análisis histórico o sociológico-antropológico, sino de algunas de esas cosas a la vez, dentro de una visión que no pretende encasillarse en los límites de alguna disciplina en particular, y que toma lo necesario de las distintas disciplinas para construir un objeto parti-

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cular y concreto como es, en este caso, la creación mítica moderna de monstruos y su relación con la diferencia social y la exclusión del otro. Tampoco se trata de un ensayo desinteresado del círculo producido por las operaciones sociales de monstrificación. Al contrario, deseo expresar mi franca implicación emocional: no porque haya sido cercado en algún corral o jaula del circo de los monstruos, cosa cierta para mí y probablemente para todo mundo, y más que solo algunas veces, sino porque creo necesario un compromiso político con los monstruos que, antes y después, han permitido la visualización de la sociedad en la diferencia y no desde los peligros evidentes, deletéreos y destructivos de la mismidad. La mismidad, el nosotros enceguecido en su contemplación, nunca puede aceptar los monstruos que cree mirar a su alrededor, porque ello supone su fin en un potencial encuentro pleno de las diferencias. La mismidad, por sí sola, no puede ser nunca inclusiva, no puede reconocer la humanidad del otro. Esto nos da suficientes pistas sobre con quién uno puede y debe comprometerse teórica y políticamente. Para todos los efectos, nuestro estudio parte de que, en todos nosotros, habitan algunos monstruos, y que estos merecen ser reconocidos como estructuras fundadoras de nuestra identidad: no porque nos hayan sido asignados de manera violenta, sino, más bien, porque asignados o no, merecen ser revividos, para poder reconstruir la mismidad y la diferencia, desde una política inclusiva de la alteridad. Mitología I: desnudar el mito

“El mito es el discurso último en el que se consti-

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tuye la tensión antagonista para cualquier “desarrollo del sentido” (Beriain, 1996: 16). Las teogonías, conjuntos sistemáticos y articulados de mitos, develan el origen, como lugar sagrado, recurrido por una “simulación de la memoria”, que deviene en memoria real, en estructura de significados que amalgaman la mismidad y la diferencia, que articulan todas las posibles oposiciones de las cosas y las categorías. El mito tiene su sede, dice un autor, en el “inconsciente étnico” (Monge, 1997: 69). Toda cultura se funda, casi inevitablemente, en una teogonía que instituye la identidad. Para G. Sorel, se trata de una “idea-fuerza” (Carozzi y otros, 1991: 177). Según Mircea Eliade, el mito “constituye el paradigma de todo acto humano significativo”; al conocerlo, “se conoce el “origen” de las cosas, se llega a dominarlas y manipularlas a voluntad” (Ibíd.: 177-178). Los mitos constituyen “racionalizaciones figurativas y productos imaginativos del pensamiento”. La “base lógica de quien formula los mitos y del científico moderno es esencialmente la misma” (Bernard, 1947: 394), no habiendo oposiciones radicales y absolutas entre estas dos formas de conocimiento. Las relaciones sociales adquieren sentido en el ámbito de lo estrictamente factual, y también en un ámbito de significados míticos de la acción social, que se posicionan en el reino de lo imaginario. Este reino imaginario, impone un orden, en el caos percibido en lo real: se presenta como un mundo estructurado por patrones éticos, y valoraciones morales. Muchos de los cuales, solo se revelan, por ejemplo, en el sueño y en la pesadilla (cf. Freud, 1993: 118ss.). “Visto desde la perspectiva del conjunto de la historia humana, el mito ha sido la forma de saber más importante en la formación de la vida colectiva de las sociedades

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origen y fundamento de las costumbres, las prácticas y las instituciones sociales. El mito está presente en todas las formas que constituyen la identidad, tanto en el nivel grupal como en el individual” (Amador, 1999: 62). Entre el mundo mítico y el mundo real, se establecen puentes diversos, nexos prácticos. Algunos constituyen puras operaciones hermenéuticas, meras exégesis éticas de los actos sociales. Otros, sin embargo, suponen procesos simulados de control de la realidad. Suponen, en sencillo, “operaciones mágicas”. La magia es la cualidad que da sentido práctico, a las estructuras míticas: ya que permite evaluar los actos mediante la sanción simbólicamente cristalizada del mito y mover las estructuras de la realidad, por medio de mecanismos “fuera de la realidad”. Sin hermenéutica ética ni magia, las estructuras míticas constituyen puro recuento literario, pura ficción. Una estructura mítica, debe ser contextualizada, ya sea en la cultura productora, o en la cultura que la operativiza en el marco de su acción social. Para una primera definición, el mito es un relato. Al respecto, nos dice Barthes: “el relato puede ser soportado por el lenguaje articulado, oral o escrito, por la imagen, fija o móvil, por el gesto y por la combinación ordenada de todas estas sustancias; está presente en el mito, la leyenda, la fábula, el cuento...”, siendo este relato “accesible” al análisis, ya que la estructura del relato está en el relato (Barthes, 1998: 7-8). Barthes, siguiendo a Lévy-Strauss, afirma que los mitemas o “unidades constitutivas del discurso mítico”, adquieren significación exclusivamente “porque están agrupados en haces y estos haces mismos se combinan”: se trataría de una “jerarquía de instancias” (Ibíd.: 11). Otro teórico del análisis estructural del relato completa esta

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idea: “se puede decir que el conjunto de propiedades estructurales comunes a todos los mitos-relatos constituye un modelo narrativo” (Greimas, 1998: 40). Como “relato”, se trataría de una estructura de realidad, de una forma de conocimiento, sin detenernos a juzgar su estricta objetividad (cf. Berger y Luckmann, 1984: 15), y también de un instituto ético-moral, que articula un sistema de referencias de valor, de lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo aceptable y lo inaceptable. Para Barthes “el mito es un habla” (Barthes, 1997: 199), esto es, un acto semiológico portador de tres componentes: significante, significado y signo. Lo que lo distingue de la lengua, es que su significante (su “forma”) se monta sobre el signo, sobre la estructura completa de un acto de habla ya existente (Ibíd.: 205-206). El mito sería un “metalenguaje”, una estructura semiológica parásita, que requiere de un signo, de un sentido, para negarlo, superponiendo sobre ella un concepto, que no está en el significante, aunque se realiza recurriendo a él. El “mito no oculta nada: su función es la de deformar, no la de hacer desaparecer”. El concepto tiende a generar la deformación del sentido, aunque no lo destruya (Ibíd.: 213-214). Barthes está en contra de la idea de “desmitificación”, al considerarla una palabra en proceso de desgaste (Ibíd.: 9), y de la profesión del mitólogo, quien, como Moisés, frente a la trampa del mito,“no ve la tierra prometida” (Ibíd.: 255); el autor francés considera que la función de trabajador del metalenguaje (mitólogo), no es suficiente, ya que “él descifra el mito, comprende una deformación”, mas no ve toda la relación en la que el mito instaura una realidad ideológica, una imposición política (Ibíd.: 221), cayendo en una trampa.

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La “repetición del concepto a través de formas diferentes, es preciosa para el mitólogo ya que permite descifrar el mito: la insistencia de una conducta es la que muestra su intención” (Barthes, 1997: 212), pero no le permite escapar de su condición de “mitólogo”. En la repetición del mito radica su efectivo poder: su origen no es lugar histórico, es el lugar imaginativo de una memoria siempre presente y en proceso de refundación. Lo histórico del mito, el hecho desencadenador, reaparece permanentemente, se hace signo eterno de una realidad imaginaria pero real por sus obvias consecuencias. Barthes y Eco definen la “mitificación” como “simbolización inconsciente, como identificación del objeto con una suma de finalidades no siempre racionalizables”, producto de tendencias sociales; en definitiva, de una estructura imaginativa o “memoria simulada” venida luego en real. Cosa que justifica el carácter relativo de la denominada “desmitificación”, respecto de, en este caso, un repertorio de lo sagrado de naturaleza cristiano-institucional (cf. Eco, 1993: 219). La mitificación, como proceso institucional del poder eclesial, el cual “se apoyaba en un repertorio figural establecido por siglos de hermenéutica bíblica, y que finalmente era vulgarizado y sistematizado por las grandes enciclopedias de la época, los bestiarios y lapidarios”, decae, al darse el paso de los símbolos objetivos a los símbolos subjetivos modernos (Ibíd.: 220); lo que podría ser achacado, a un creciente proceso de “mediatización o “info-tecnologización” del saber en la modernidad tardía. “En una sociedad de masas de la época de la civilización industrial, observamos un proceso de mitificación parecido al de las sociedades primitivas y que actúa, especialmente en sus inicios, según la mecánica mitopoyética que utiliza el poeta moderno. Se trata de la identificación

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privada y subjetiva, en su origen, entre un objeto y una imagen y una suma de finalidad, ya consciente ya inconsciente, de forma que se realice una unidad entre imágenes y aspiraciones (que tiene mucho de la unidad mágica sobre la cual el primitivo basaba la misma operación mitopoyética)” (Ibíd.: 221). La etnología ha sido muy minuciosa al estudiar las funciones del mito. No se trata de establecer, mecánicamente, cómo el mito representa (en el orden simbólico) lo que en el mundo social es sancionado como válido o inválido. Con ello, restaríamos poder real al mito, y a su papel de sistema de valoración social y de estructura de la magia. La relación entre mito y operaciones sociales es de doble sentido, y es, a la vez, unidad cultural. El mito produce identidad y con ella, vínculo social. El origen histórico de los mitos carece de menor importancia que los procesos permanentes de refundación social, que operan alrededor de ellos. Este hecho explica el cambio permanente de las formas literarias u orales de los mitos, y la permanencia de algunas estructuras profundas del discurso mítico y su “eterno retorno” cultural y fundante de la integración social de las comunidades, los pueblos y las naciones, característico de su “identidad”; pese a las primeras reticencias, propias de un pensamiento exacerbada y míticamente cientificista: “En los siglos XVIII y XIX prevaleció una crítica intolerante respecto a todos los mitos. Este antagonismo surgió en parte porque no se había podido comprender su origen funcional debido a que en esta época los procesos de evolución de las ideas aún no se entendían bien. También existía un gran resentimiento de parte de los partidarios de los nuevos conocimientos, contra los dogmas de un sistema teológico que se había declarado contra las re-

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cientemente surgidas aspiraciones democráticas de una edad de razonamiento y a favor de la reacción intelectual y política” (Bernard, 1947: 394). El discurso racionalista es relativamente desmitificador, al convertir el mito en cuento, en relato imaginativo. Entre los siglos XVII y XVIII, ocurre la “separación real” entre ciencia y “pensamiento mitológico” (Lévy-Strauss, 1987: 24). Las “historias de carácter mitológico son, o lo parecen, arbitrarias, sin significado, absurdas, pero a pesar de todo diríase que reaparecen un poco en todas partes” (Ibíd.: 2930). Lo que condujo a desechar la idea de “primitivismo”, la cual, como señala Lévy-Strauss, ha sido propia de la antropología y otras ciencias sociales (cf. Ibíd.: 235ss.); más bien, se enfatiza en la idea de diferencias en cuanto a las capacidades desarrolladas en cada caso por las distintas culturas; por ejemplo, la cultura occidental desarrolla, en menor grado, las capacidades sensoriales (Ibíd.: 39). Ante la pregunta de Lévy-Strauss: “¿dónde termina la mitología y dónde comienza la historia?”; él mismo responde: “en nuestras sociedades la historia sustituye a la mitología y desempeña la misma función”. En las culturas ágrafas, existe mayor certeza que en las nuestras (donde el futuro queda abierto al riesgo), de que “el futuro permanecerá fiel al presente y al pasado” (Ibíd.: 60-65). El mito, como señala Carozzi, es iteractivo, repetitivo, da significado a la existencia y separa lo esencial de lo accidental, lo contingente de lo necesario. El mito genera un modelo lógico, al recortar y dotar de un significado distinto a la realidad. Pese a considerarse uno de los conceptos más operativos de las ciencias sociales (Carozzi y otros, 1991:177-179), hoy es cuestionado, junto con la interpretación que se ha hecho de algunos mitos de las culturas clásicas, caso de la griega. En esta última, los mitos eran

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concebidos, más bien, como relatos históricos (Mendiola, 2004). En los pueblos menos complejos y diferenciados, las estructuras míticas son sistemas cerrados, “ecologías mágicas” con las cuales se sanciona, positivamente, y se construye la realidad cotidiana. La simpleza e inamovilidad de los componentes míticos, deviene de y permite, simultáneamente, un proceso fuerte de integración social en la figura de la comunidad. La vida y la teogonía, en estos pueblos, suponen equivalencias entre operaciones sociales (rituales y no rituales) y estructuras simbólicas (mitos). El mundo cotidiano es vivido según el sentido emanado de la teogonía; mientras que la ecología mítica es asumida como real y operante en la comunicación ritual con las divinidades y en los procedimientos mágicos que permiten a estas divinidades y potencias (casi siempre espirituales o transnaturales) actuar en el mundo, según la percepción de la comunidad. En dichos pueblos la “mitología” designa a la cosmología dentro de la cual la “interpretación de los mitos” tiene una importancia vital (Caudet, 1998: 9-10). En estos pueblos “el mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo de los comienzos” (Eliade, Mircea, citado por Carozzi y otros, 1991:177). En muchos pueblos, las estructuras míticas no establecen una diferencia entre mundo espiritual y mundo natural; al contrario, ambos mundos están confundidos en el mito: los objetos y seres de la naturaleza son, a la vez, seres míticos y viceversa: los seres míticos tienen un lugar en la naturaleza. Contrario al pensamiento ecológico moderno, las ecologías de los pueblos indiferenciados

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son de naturaleza mítica: se superponen al mundo de los hechos naturales, percibidos como buenos y útiles o como caóticos y deletéreos de la vida. Lo real y lo imaginado se mezclan, tienen zonas de continuidad y de interconexión. La naturaleza, para algunos de estos pueblos, solo es aliada cuando sus elementos y seres responden a la ecología mítica, esto es, en tanto estos elementos y seres responden a las necesidades y funciones de control social sobre el mundo natural. Lo que no ha sido traducido por el mito, en forma positiva, es sancionado de forma inversa por la construcción colectiva de percepciones sociales: deviene en mito del caos, en zona maligna de lo desconocido. Esto certifica que, a diferencia de algunas ramas del cristianismo, las divinidades y potencias espirituales positivas sean plenamente conocidas por muchos pueblos, ya que están abiertas a una permanente auscultación cultural. Las potencias son transparentes ante la mirada mítica; y, aquello que no lo es, deviene en desconocido, en mito negativo o antipotencia y en peligro para la comunidad. Sean mitos positivos, negativos o ambiguos, todos devienen de una ecología mítica más o menos precisa, superpuesta al mundo cotidiano y al mundo material o natural. Situación simbólica del monstruo en las sociedades indiferenciadas Comunidad Héroe Monstruo Fundante Fundante Naturaleza

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Dentro de estas ecologías míticas, lo monstruoso deriva de lo desconocido, del caos representado por el mundo exterior. En segundo lugar, deriva, como sanción social de la diferencia y, ante todo, de la ruptura del orden social / mítico. En ambos casos, el monstruo es fundante, al igual que el héroe mítico (fundador originario que se enfrentó a los enemigos, a las potencias negativas, salvando la comunidad o renovando su continuidad). Héroe y monstruo devienen antagonistas éticos en un mismo acto (percibido en un tiempo pretérito o actualizado como pasado activo), unidos en y por la estructura de la “ecología mítica”. En las sociedades modernas complejas, las teogonías sufren procesos de desintegración y reintegración, consecuencia de la diferenciación y complejización de las funciones sociales. Aunque no entraré en detalle sobre estos procesos, ya tratados por diversos científicos sociales, sí quisiera enfatizar algunos cambios en las funciones de la teogonía: •



Desintegración de la función mítica unitaria o socio-integradora. Ya no existe un principio mítico unitario que restaure la totalidad de lo social. Esta totalidad “desaparece”, al menos en la percepción colectiva o según los referentes institucionales de integración social. Dispersión mítica en el entramado social. Los procesos de mitificación se convierten en encadenamientos simbólicos tribales y periféricos, sujetos a requerimientos contingentes y deshistorizados (en el tiempo real y en el tiempo imaginario).

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Resemantización social de mitos. Este proceso lleva a una refuncionalización de los mitos, más o menos de acuerdo con la dinámica descrita atrás por Barthes y Eco, dinámica que no llega a ser ni siquiera ideológica sino que es pragmática y contingente. Reintegración discursiva de estructuras míticas procedentes de diversas fuentes, bajo el esquema generalizado del pastiche y del collage. Llevando al extremo a Barthes: los nuevos mitos son mitos de anteriores signos míticos; pero, no llevan a la purificación del sentido; al contrario, nos llevan a cadenas míticas y semiológicas inacabables, dentro de las cuales se va disminuyendo geométricamente el sentido, y se pierde, en gran medida, el principio de realidad. Creación de canales mitológicos abiertos, sujetos a los principios enunciados: contingencia, pérdida del sentido (del signo), ubicuidad, irrealidad.

En el mundo occidental contemporáneo, nos encontramos con las implicaciones de una colectividad anónima, sujeta a la complejización y diferenciación sociales (cf. Beriain, 1996) y a la aparición de los sistemas anónimos (cf. Habermas, 1999, 1999a; Luhmann, 1990), implicaciones que han supuesto el devenir de una segunda naturaleza (la tecno-estructura compleja y sistémica de lo social), que trae aparejada una condición de riesgo elevado (López y Luján, 2000) que, a su vez, condiciona potenciales peligros y amenazas para el sujeto (cf. Beriain, 1996a). Frente a esta nueva condición social, los héroes y monstruos persisten como simulacros de antiguas restauraciones, héroes y monstruos enfrentados en infinitas batallas dentro de los canales mitológicos abiertos. Bata-

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Situación simbólica del monstruo en las sociedades diferenciadas modernas Colectividad Anónima Héroe Monstruo (Simulacro) (Simulacro) Segunda Naturaleza (Riesgo, dispersión, contingencia) Naturaleza

llas que, no obstante, tienen más víctimas que nunca en la historia humana, como veremos en el transcurso de este trabajo. En nuestras sociedades, los mitos remiten a imágenes. Amador supone que, tras todas las formas de conocimiento, subsisten “unidades elementales”, que él denomina “imágenes mentales” (Amador, 1999: 62-63), las cuales pueden “traducirse en una infinidad de lenguajes pertenecientes a las diversas formaciones discursivas” y sirven como “la estructura explicativa básica de la realidad”. Estas imágenes tienen origen en la realidad. Se trata de un origen disperso y aleatorio en el sistema social devenido en necesario e impositivo (segunda naturaleza), pero en especial, de un conjunto sistémico de discursos que dan sustento a este sistema desde diversas ópticas: técnicas, ideológicas, históricas, científicas, literarias, mediáticas. En un ciclo dialéctico: discursos que sustentan un discurso mítico aleatorio, que sustenta a su vez la pérdida relativa del antiguo poder de un discurso omnímodo y metaexplicativo.

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Insiste este autor: la imagen es “la unidad básica de interpretación de la realidad, el núcleo de todo pensamiento simbólico”; el autor sigue, en gran medida, a Carl Jung. La imagen de la comunidad “está construida en torno a un núcleo esencial que es el símbolo”, éste es la unidad mínima de “todas las formas de expresión del pensamiento” (Ibíd.: 63-64). El “símbolo permite abolir la fragmentación y aislamiento de los seres y las cosas”. Introduce claridad y orden en la vida, relaciona y estructura las dimensiones de la existencia en un cosmos”, que permiten la intercomunicación, traslación y superposición de planos de la realidad, constituyendo arquetipos, siendo “sistemas disponibles de imágenes y emociones” (Ibíd.: 67-70). En esta posición subsiste un peligro: encaminarse a una sociobiología presente, casi de forma evidente, en Carl Jung: suponer, entonces, que los arquetipos tienen base biológica y no social. Ante ello, se requiere de una teoría que no intente ver mitos comunes a todas las culturas (cf. Ibíd.: 70-73), sino que parta de la idea de que todas estas culturas tienen, probablemente, el mismo origen: esto lo probaría una teoría de la evolución de las lenguas, enfocada a la explicación de los cimientos históricos de la “Torre de Babel”. Tampoco supone lo anterior, una absoluta relativización de los mitos y sus teogonías, tras una acepción negativa o individualizante de la existencia de estas estructuras culturales. Un “mito es una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene. Los mitos son patrones narrativos que dan significado a nuestra existencia” (May, 1992: 17). Ya que estamos acostumbrados al término “mito” como criterio de desaprobación y descalificación de ciertos saberes, como sinónimo de lo “falso”, lo cual lo ha llevado a los límites de la nulidad epistemológica. Tampoco

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creemos que el mito sea “un drama que empieza como acontecimiento histórico y adopta su especial carácter como forma de orientar a la gente hacia la realidad” (Ibíd.: 26, 27-29), deshaciendo en el mito, cualquier potencial utópico, liberador o diferenciador de lo utópico y lo imaginario. Mitología II: el rescate del monstruo En la sociedad moderna actual, las teogonías sufren complejos procesos de resemantización y refuncionalización social. Muchas de ellas responden, todavía, a teogonías clásicas o medievales en sus versiones más o menos originarias; otras, más bien, son inducidas por la literatura, la televisión, el cómic y el cine, hacia simbologías éticamente binarias, a la vez que ubicuas y descentradas, pero con impactos políticos obvios en la cotidianidad de las sociedades occidentales contemporáneas. En este proceso, se dan simplificaciones de lo monstruoso, insertándolo dentro de estos códigos maniqueos de lo “bueno” y lo “malo”. Fenómeno inducido por la literatura ligera de ciencia-ficción, terror gótico y policial (y sus mezclas), el cómic estadounidense de mediados del siglo XX, y el cine comercial de horror. Luego, el monstruo pasó a ser representante, más bien, de las “sombras ambiguas”, ganando algún grado de humanidad. Como en la manga y el hentai japoneses, donde la presencia de un monstruo, hace lícito lo pornográfico en una relación mujer / monstruo, frente a la ilicitud de una imagen que presente el coito mujer / hombre: el monstruo como puente en el simulacro de un objeto pornográfico “real”. Pese a la renovación teórica de lo monstruoso en el cine y en el cómic, el monstruo ha heredado, dentro de los imagina-

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rios colectivos, “funciones de lo maligno” y representación de lo negativo, lo oscuro, lo destructivo. Siempre como antagonista del héroe. La teogonía no solo sirve, sin embargo, para instaurar un “orden correcto” a partir de una reducción binaria. Sirve, también para cambiarlo y mejorarlo. A través de los mitos no necesariamente se debe acceder a una reproducción de los miedos colectivos y los horrores de la conciencia social, sino, adicionalmente, a su develamiento y transformación en pos de la renovación de la sociedad desde nuevos y perennes actos de refundación. La teogonía aparece como una forma paralela al conocimiento científico, capaz de fundar lo social sobre la identificación de la mismidad y la otredad. En este proceso, los monstruos retornan permanentemente, cuestionando la violencia social propia de la figura del héroe, restituyendo la diferencia como el motor de la renovación de estructuras sociales políticamente anquilosadas en la negación de las diferencias reales.

2. Antiguas sombras Viejas y terribles herencias

A

ntiguos mitos de monstruos fueron heredados por la antigüedad occidental al “bestiario” moderno contemporáneo. Monstruos de todos los tipos, más aquellos mitos importados de Oriente y África, viajaron en el tiempo y el espacio, para insertarse en la teogonía occidental moderna, constituyendo una teogonía compleja a la vez que feroz y detractora de la alteridad. Como veremos más adelante, esta estructura mitológica se enriqueció con los aportes de la ciencia, la literatura y el cine. En algunos casos, los monstruos constituyen meras herencias reconstruidas en el imaginario moderno. Otros son productos del todo novedosos de la cultura occidental, por lo que no pudieron haber surgido bajo otras condiciones históricas. Nuestra cultura es profundamente mítica y, como una obra barroca, recargada en exceso de criaturas monstruosas y espíritus inseguros. Es necesario resaltar tres hechos significativos relativos al papel de mito antiguo en la construcción del “monstruo moderno”. Primero, la fuerte tradición de las herencias griega y romana, la cual será retomada en el Renacimiento y, de ahí en adelante, impactará el desarrollo de la teogonía moderna, así como de los fuertes componentes cristianos desarro-

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llados durante la Edad Media, centrados en la figura del monstruo capital: el demonio, y en sus diversos ayudantes y servidores. Segundo, el lento cambio de una teogonía del monstruo de naturaleza holística (“ecología mítica”), hacia la configuración de monstruos específicos e individualizados, y de cada vez más sistemáticos intentos de ubicación y recopilación de lo monstruoso, por medio de los denominados “bestiarios” y otros recursos taxonómicos. Tercero, los procesos de descubrimiento geográfico, los cuales brindarán material fresco de “primera mano” a dichos bestiarios y, muy pronto, a los primeros manuales de zoología descriptiva, aunque todavía en exceso recargados estos por la fantasía, la presencia del monstruo y el fraude. La primera fuente de monstruos míticos renacentistas y pre-modernos, es la teogonía griega. Dentro de esta casi siempre se señala “el origen” del monstruo. Así, la conjunción de la Tierra y Urano (“dioses primigenios”) da origen a los Cíclopes y otros monstruos, que luego son lanzados a las profundidades de la Tierra. Entre los primeros nacimientos tenemos el de Cronos, hijo de Urano, dios-monstruo que “odiaba a su floreciente padre”, al que corta los órganos sexuales, lanzándolos a la Tierra (Hesiodo, 1968: 34-35), fertilizándola una vez más, hecho que generará otros seres. La Noche pare a las deidades oscuras: Ker y Thánatos (ambas representan a la Muerte), el Sueño, la Afección, las Parcas, Némesis (la Venganza “celeste” contra la trasgresión), Eris (la Discordia), la Vejez, etcétera. Diversos monstruos surgen de los ayuntamientos de las deidades y de los semidioses: las Harpías, las Gorgonas, entre ellas Medusa, Equidna (mitad ninfa, mitad serpiente, madre, a su vez, de Gerión, Cerbero, Hidra, Quimera, Esfinge, y el león de

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Nemea) (Ibíd.: 36-40). Mientras, Cronos, el padre-tiempo, mata sus hijos conforme nacen, hasta que es detenido y vencido por Zeus, su hijo “mejor dotado”. Los monstruos griegos son diversos, y se ubican dentro de un gran esquema mítico. Este es el caso de Caribdis y Escila, monstruos referidos por Homero en La Odisea. En las peñas Erráticas, relata Homero, Odiseo (Ulises) se enfrente a Escila, “que aúlla terriblemente, con voz semejante a la de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso a quien nadie se alegrará de ver”, ya que tiene “doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abundantes y apretados dientes, llenos de negra muerte”. En las Erráticas, Escila ataca, sin compasión alguna, a los marinos de los barcos que se atreven a ir tan lejos. Quienes escapan de este monstruo, se enfrentan, entonces, a Caribdis, que durante el día sorbe seis veces agua (con todo y barcos) y la escupe después con furia destructora (Ibíd.: 126). En los relatos griegos de marinos, quien sobrevivía a estos seres, caso de Odiseo y Jasón y sus Argonautas, tenía que enfrentarse, antes o después, a otros monstruos similares, ya que los monstruos constituían obstáculos variados y permanentes del periplo, impuestos por el Destino como pruebas morales. Entre esos monstruos, destacan las sirenas y las Gorgonas. “Las sirenas eran ocho hermanas, hijas de Calíope –la llamada reina de las musas por los poetas– y del río Aqueloo”, quienes cantaban con voces hechizantes para atraer a los marinos (cf. Antología de leyendas universales, 1991: 50), y ahogarlos en sus islas e islotes; en este caso, la teogonía crea una visión maligna de lo femenino y la feminidad, muy marcada por cierto en el mito de Pandora como fuente femenina del mal. Esta teogonía clásica de lo femenino-negativo, es

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completada por la figura mítica de las Gorgonas, de las cuales, la más recordada por la tradición, es, sin duda, Medusa, quien “encarna lo horrendo, un horror que afecta tanto a los mortales como a los dioses. Su sola contemplación mata, petrificando a aquel que la mira”, por lo que, Medusa “no muere en combate a manos de Perseo, sino por el efecto mortal de su propia imagen. Al igual que los otros pueden ser víctimas de su mirada. Medusa muere al contemplarse en el espejo. El arma letal es ella misma” (Aguirre, 2004a). Medusa es una monstrificación simbólica de lo femenino, de la alteridad patriarcal. Todos estos monstruos antiguos, son opacados por los monstruos creados por el Cristianismo, sea a semejanza de viejos mitos, o al calor de nuevas imaginaciones y reconstrucciones de lo monstruoso, de la alteridad del “proyecto divino”. Aunque el Cristianismo opacó por siglos las “herejías” y, con ellas, las figuras divinas y monstruosas del clasicismo, a todas las relegó, al papel de demonios o imágenes malignas. El pandemonium occidental creció, paulatinamente, en lugar de ver decaídas sus filas a manos de los ejercicios persecutorios e inquisitoriales del Cristianismo. Efecto acumulativo, sin duda, de “lo monstruoso”, y de las exuberantes funciones de segregación y control de la alteridad y la diferencia, propias de la religión de Cristo. El auge de los bestiarios durante la Edad Media, va más allá de la simple teogonía. Es un intento de recopilación, entre literaria y empírica, de criaturas, muy asociadas a la escultura medieval y de fuente bíblica, donde los monstruos tienen el fin de representar, por ejemplo, los vicios (cf. Orígenes del Bestiario, 2004). Los bestiarios son, pues, tratados medievales “que contienen la descripción de animales reales o fantásticos, y que se suelen presentar en correspondencia con virtudes o pasiones humanas, a las cuales, mediante un complejo sistema de símbolos,

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representan” (Los bestiarios y la representación de lo grotesco, 2004). En “esta descripción o sumario, vemos el carácter no sólo alegórico sino misceláneo e iconológico, al modo de la literatura de emblemas, que estos libros contenían, y, en consecuencia, la naturaleza intelectual y abstracta de estas figuraciones”, donde animales reales e imaginarios, exageraciones y figuraciones, se mezclan y “se tiende al sincretismo haciendo difícil separar unas capas de otras” (Ibíd.). Se trata de una nueva modalidad de compilación de los mitos y de racionalización de los miedos, muy cercana a aquellas operaciones encontradas después por Foucault en las obras del “divino” Marqués: compilación exhaustiva, nombramiento sistemático de las cosas, propios de un nuevo discurso de control de los cuerpos y los espíritus, como en el caso de Las 120 jornadas de Sodoma (Sade, 2003), donde se enumeran compulsivamente todas las posibilidades de la “perversión”. Los bestiarios cumplen la función de listar los mitos de diversas criaturas y monstruos, caso de las arañas y escorpiones, mitos que aparecen en casi todos lo continentes (cf. Melic, 2004), y los insertan dentro de una ecología mítica de evidentes connotaciones morales. Gigantes (cf. Galant, 2004), dragones (cf. Maura, 2004), basiliscos, gárgolas, etcétera, comportan una función y un estatus éticos. El bestiario es manifestación de esta “ecología mítica”. Este es el caso del basilisco. “La etimología de basilisco se encuentra en el sustantivo griego basiliskos, que significa reyezuelo, como diminutivo de Basileus, rey. En latín se produjo la misma derivación, apareciendo la voz regulus (en castellano regulo) con la que le conoce. Los términos basilicock, cockatrice, cocodrille (al contaminarse con el cocodrilo)

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surgen a finales de la Edad Media en Francia e Inglaterra” (Sánchez, 2004). El mito del basilisco está emparentado con el del “catopletas”, ser que muere, al contrario del basilisco, cuando alguien le ve a los ojos; y su “origen misterioso” había sido “descubierto” ya para el siglo XIII, alrededor de una explicación “simple”: “los gallos, cuando son viejos, ponen un huevo pequeño que, incubado un día canicular en un establo por una bestia venenosa (o un sapo), produce el basilisco” (Ibíd.). En el bestiario, un monstruo constituye la “exacerbación de la singularidad individual porque detenta la originalidad absoluta: se extingue genéricamente con su propia muerte: cada monstruo es, “fuera de serie” o “único en su género”. Es una excrescencia degenerativa, y un producto de la naturaleza, de otro modo no sería posible provocar variaciones zoomórficas” (García, 2004a), por lo que no podría tener tampoco ningún efecto comunicativo en el sistema mítico. El monstruo está asociado a la idea de “catástrofe”, esto es, a una singularidad relativa a un contexto, a un lugar espacio-temporal. “Katastrophé significa originariamente inversión del curso consuetudinario de eventos, por tanto irrupción en la norma y transgresión / subversión de la regla” (Ibíd.; los énfasis en cursiva en el original). No obstante esta singularidad, el monstruo premoderno constituye parte de una totalidad dentro de la que cobra sentido: porque está inserto, como se dijo arriba, en la naturaleza, en un flujo permanente de significados atribuido a las cosas del mundo. Una particularidad del monstruo premoderno es, entonces, su “carácter ecológico”. El monstruo forma parte de una ecología mítica, donde normalidad y ruptura, aunque se presenten como estructuras binarias, se entretejen en

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una unidad, que es la teogonía. Por ejemplo, en las pinturas del Bosco, encontramos muchas “figuras humanas, demonios animales y vegetales extraños”, que “pueblan los óleos”, por lo que “la pictórica del artista flamenco constituye una estética del horror extraño” (Ierardo, 2004). En la obra de este pintor, encontramos símbolos monstruosos medievales presentes en los bestiarios: el pescado como acompañante de Satanás, la rata que “se asocia a las mentiras que distancian de la verdad divina”, las colmenas y la miel relacionadas con el placer sexual, el sapo “como vínculo con la hechicería y la herejía”. El monstruo constituye parte del esquema del infierno, visto este último como “un patíbulo de opresión física”, donde el cuerpo del condenado es atacado por monstruos y demonios (Ibíd.) que potencian la tortura: ataque físico y espiritual. “Las figuras múltiples que saturan las pinturas de Bosch son signos de transformaciones fantásticas, de operaciones metamórficas. En el espacio pictórico bosquiano, toda forma cerrada y pura se desvanece. El hombre metamorfoseado se confunde con animales, vegetales o supuestos objetos inanimados”. Ocurre una saturación, donde realidad y los elementos de lo real, lo propio y lo extraño confluyen multiplicando la vida en el “espacio pictórico”; por lo que, en este exceso lo real se “hace presente como radiación de fuerzas”; el pintor mata “el espacio de formas indiferentes, vacía de símbolos” (Ibíd.). La pintura deviene en unidad experencial de lo trascendente. Los monstruos europeos van a estar concentrados dentro de los límites del continente y sus relaciones con Oriente y África. Igual que los contornos geográficos de la acción divina cristiana, extendidos entre Europa y Tierra Santa, espacio donde se establecieron los límites del

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proyecto escatológico de salvación. Durante siglos y antes del descubrimiento de América, va a consolidarse la idea de Océano (Okeanos), del “agua primordial”. En la visión griega se nos “propone la imagen de un universo rodeado por aguas que existieron desde el principio, sugiriéndonos la circulación de estas aguas en las regiones inferiores del mundo” (Santana, 2004); a la vez, esta masa de agua está recargada de criaturas feroces, de monstruos. “Las aguas de Océano, por otra parte, purifican y regeneran, pero en sus riberas los mitos ubican pueblos fantásticos (por ejemplo los Hiperbóreos) y monstruos como las Gorgonas”. Esta tendencia a ubicar “en el Océano, lugar de alejamiento por excelencia todo lo que en el mundo era extraño y fabuloso responde a una práctica presente en Homero y conocida como “oceanización” (Ibíd.) y que, hoy podemos encontrar ya como “espacialización”: en el “espacio exterior” lanzamos, sin miramientos, todos los miedos posindustriales, como en las épocas clásicas se lanzaban al mar todos los horrores posibles e imposibles. Lo monstruoso siempre se ubica más allá de las fronteras. La Mar Océano será el límite mitológico de la mismidad medieval europea. Será una masa de agua repleta de monstruos y peligros. Al inicio de la gesta de Colón, los marinos van a ser testigos de que las “criaturas sobrenaturales” están por doquier (cf. Maura, 2004). A partir de esto, se darán los descubrimientos zoológicos y botánicos, que permitirán ir depurando los bestiarios, eliminando los monstruos (o relegándolos a “límite de lo desconocido”) y aceptando, de por sí, la existencia natural de diversas criaturas (cf. Wendt, 1981) y, a la vez, encontrando fundamento biológico de algunos mitos. Este es el caso de los mitos de los Cíclopes y de las

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Gorgonas, cuyo origen se encuentra, según Wendt, en la existencia de los antropoides: gorilas, orangutanes, chimpancés. “Kiklops significa “ojo redondo”. Los cíclopes, y Polifemo con ellos, no eran originariamente seres con un solo ojo, sino de ojos redondos” (Ibíd.: 49). Al encontrar una explicación racional del mito del monstruo, este monstruo antiguo pierde poder mítico, dejando paso a una nueva taxonomía de la monstruosidad. Los nuevos monstruos no serán, estrictamente, seres naturales o espirituales, sino criaturas producidas por el “lado oscuro” de la ciencia. El ingreso del monstruo a la modernidad y a la posmodernidad, requirió de una superación del localismo de muchos de los mitos, y la elevación a escalas mayores de los viejos monstruos europeos. Muchos de los nuevos monstruos míticos, caso de Alien, son globales (cf. Los bestiarios y la representación de lo grotesco, 2004). Los “seres infernales se colocan ahora entre el hombre (al modo de Lovecraft) del modo más descarnado”, a la vez que “lo moderno del concepto de monstruo es su aproximación a lo desconocido, a la sorpresa, a lo inquietante, categorías que sí congenian con los bestiarios modernos” (Ibíd.). La modernidad retoma los monstruos, destruyendo sus viejas alianzas eco-míticas con las divinidades, las potencias, las cosas reales y los espíritus. El proceso, en algunos casos, los reinserta dentro de nuevas ecologías y en otros los somete a una individualización, a una discrecionalización absoluta. El monstruo será un ente individual, discreto y deletéreo. No tendrá funciones míticas, sino que será una función mítica en sí mismo. El monstruo se va a explicar por su irracionalidad.

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Demonios y brujas: antiguos y temidos Los demonios y las brujas constituyen mitos que dominan el imaginario colectivo al final de la Edad Media y al principio de la Época Moderna; estos van a tener poderosos efectos sobre la monstrificación mítica e histórica moderna. Siendo resultado de complejos procesos culturales que suponen la vinculación entre antiguos mitos de los espíritus y la magia (por lo general, de origen popular), y las sofisticaciones teológicas medievales, que recurren a una concepción dualista de lo espiritual, describiendo un enfrentamiento entre Dios y su adversario, Satanás. La construcción social de los demonios y brujas va a dar paso a un verdadero pogromo de la diferencia, entre los siglos XIV y XVII, en Europa y en las colonias de los “nuevos mundos”. La evolución del mito del Demonio hacia el estrellato del “absoluto mal” (en oposición al “bien divino”), es resultado de un largo proceso de vínculo entre mitos de espíritus de viejo cuño, y la tradición patrística (luego teológico-filosófica). Se trata de una entidad mítico-espiritual que hereda, sistemáticamente, diversas características que parecen ser contradictorias desde el punto de vista de sus fuentes originales: •

Cualidades de las divinidades paganas antiguas, retomadas como “cualidades del mal”. Cuando no sucede esto, dichas divinidades aparecen como seguidores de Satán. Ubicamos a deidades como Hades, Baco, Eros; a los sátiros, los dioses egipcios, etcétera. Casi todas las divinidades antiguas (mesopotámicas, egipcias, griegas, zoroástricas) pasan al pandemonium occidental. Esto está vinculado con el monoteísmo estructural de la cultura hebrea y,

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después, cristiana, para el cual todos los otros dioses tenían que ser, necesariamente, falsos (generadores de “idolatría”) y, en el peor de los casos, espíritus “malignos”: condición deletérea de su opuesto, el “bien”, esto es, el proceso de salvación humano determinado por Dios (cf. Wenisch, 1997: 116ss.). Cualidades de los “espíritus” según la concepción griega. La palabra demonio, que remite a la idea de “dáimon”: el que conoce: “Los demonios griegos fueron los fantasmas de hombres muertos; y ellos se pasean por la tierra como observadores y aún recompensan a los hombres” (Hersoid, citado por: Harris, 2004). Los demonios habitan, según dicha concepción, en un mundo incorpóreo, y tienen, a la vez, influencia en el mundo natural y humano. Los demonios son “almas”, “ánimas” o “espíritus”, esto es, unidades no físicas y espirituales portadoras de voluntad individual. Cualidades del ha-satan hebreo, “una expresión utilizada al principio como título de un miembro de la corte divina que actuaba de espía errante de Dios recogiendo información de los humanos en sus viajes por la Tierra” (Demonios, 2004). En algunos casos, ha-satan podía fungir como enemigo humano, mas no como enemigo de Dios, cosa que requerirá algunas elaboraciones y elucubraciones teológicas posteriores. La figura de ha-satan, una vez ingresada al cristianismo, presentará un “dualismo provisional” (cf. Ibíd.), ya que, aunque Satán es enemigo de Dios, la teogonía cristiana lo muestra como una criatura de este, como “ángel caído”. Categorías producidas por la dualización del concepto platónico del “mundo de las ideas” en los reinos del “bien” y del “mal”, y la separación de la

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humanidad en cuerpo, espíritu y cuerpo espiritual (Agustín de Hipona; cf. Hinkelammert, 1998: 123ss.); y la sistemática aplicación a este universo dual de las taxonomías y categorizaciones aristotélicas; dando lugar a un doble sistema de coordenadas, dentro del cual aparecerá Satán. Construcción mítico-teológica diseñada, en sus fundamentos, por Tomás de Aquino. (El esquema de la figura adjunta no indica posiciones estructurales excluyentes, sino, más bien, cada intersección indica la tendencia central del conflicto que suponen las oposiciones categoriales):

Bien

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Cuerpo Humanos Naturaleza Material Cuerpo Ángeles y “espiritual” humanos Demonios resucitados Espíritu Dios Satán Una vez sintetizadas estas características procedentes de estructuras culturales anteriores o distintas al cristianismo, va a surgir la idea del Diablo, el “acusador” o “calumniador” (Harris, 2004). Harris hace la diferencia entre “Diablo” (del griego “diabolos”) y “demonios”. El primero alude a un ente singular, mientras que el segundo término, remite a una connotación plural: aunque hay varios demonios, el cristianismo sólo piensa en la existencia de un

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Diablo (el ha-satan hebreo) (cf. Ibíd.). Se completa entonces la figura compleja y tripartita de Satanás / el Diablo / el Demonio, como indicativa de la misma “entidad adversaria de Dios” que dominará por siglos al Cristianismo. En la Biblia, la figura de Satanás oscila entre el carácter ambiguo y plural (Antiguo Testamento), y una definición singular un poco más clara en el Nuevo Testamento, producto del trabajo de pulido del libro sagrado cristiano durante la pre-Edad Media, y de luchas contra la herejía, la prohibición de otros libros bíblicos (apócrifos) y el levantamiento de la infraestructura teológico-filosófica (una teogonía racional) que debía estar acorde con aquel. “Todo el Nuevo Testamento considera, en plena concordancia con el mismo Jesús, a Satanás como el adversario de Dios que, en calidad de tentador, trata de llevar a los hombres al pecado y, en fin, a la completa apostasía de Dios” (Wenisch, 1997: 104). En el Nuevo Testamento tampoco existe absoluta claridad en cuanto a este espíritu maligno. En unos casos los “nuevos libros” se refieren al “ente maligno” como Beelzebú, en otros casos como Satán y Diablo, “monstruo” o “bestia”. En algunos libros, la referencia es singular (el adversario) y, en otros, es plural (los “demonios” o “espíritus malignos”: la “legión”), ya sea dentro de una jerarquía de demonios, o como ser que tiene su antecesor en la Tierra (el Anticristo, “la bestia”). A Beelzebú se le denomina, en el Nuevo Testamento, “jefe de los demonios” (Mt. 12.24; Mr. 3.22; Lc. 11.15). Al Diablo, por su lado, se le asignan diversas funciones en la teogonía bíblica: tentar a Jesús (Lc. 4.1-13; Mr. 1.13), inducir a Judas a traicionar al primero (Jn. 13.2; Lc. 22.3; Jn. 13.27). El Diablo tiene el poder de matar (He. 2.14), aunque en sentido más bien espiritual (induce a la condenación); dicho ente, como un león, busca a quien devorar (P. 5.8);

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se trata de un pecador (y quien peca se asemeja a él) (Jn. 3.8). Según el Nuevo Testamento, uno debe cuidarse de los engaños provenientes del Diablo (Ef. 6.11). El Diablo se presenta como un ser caído (Ti. 3.6) respecto de la “gracia de Dios”. Aunque se le define como “acusador” (Ap. 12.10), su figura deriva hacia la idea de Satanás, entendido como “dragón” y “serpiente antigua” (Ap. 12.9, 20.2). Esta entidad monstruosa siente furia ante su fin (Ap. 12.12), ya que la teogonía define con antelación que será aplastado por Dios (Ro. 16.20), lo que vislumbra el Apocalipsis: “Y el diablo, que los había engañado, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde también habían sido arrojados el monstruo y el falso profeta. Allí serán atormentados día y noche por todos los siglos” (Ap. 10.10). Satán, por su parte, lucha contra la verdad (Mr. 4.15), induce al engaño de ver las cosas “humanamente” (Mr. 8.33); esta es la “esencia del pecado” (cf. Co. 7.5): apartarse de la verdad divina, perder el camino, hundirse en la mera humanidad. Si acabamos de señalar que Satán, según la teogonía, será vencido; no obstante, hay que agregar que “el adversario” debe cumplir su papel teogónico: “Cuando hayan pasado los mil años, Satán será soltado de su prisión” (Ap. 12.7). Dado su carácter deletéreo, Satán divide sus fuerzas y pierde la batalla (Mt. 12.26; Mr. 3.23, 26), creando el caos para sí mismo. El mal está condenado al fracaso por el mal mismo. Estas ideas sobre Satán serán recogidas en la literatura de finales de la Edad Media, en el Renacimiento y, más adelante, en diversas obras modernas; hasta desembocar en el mito actual, ya muy desprestigiado. Excepto dentro de los círculos religiosos fundamentalistas, y dentro de la cultura de masas, debido a los horrores que puede generar en la conciencia individual y en el marco de las concep-

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ciones colectivas y míticas sobre lo “bueno”, lo “malo”, y lo “horrendo”. Dante, en su Divina Comedia, hace diversas alusiones a Satán y los demonios. Ya en la “puerta del infierno”, se encuentra el narrador (Dante) con uno de los primeros demonios, Caronte (transliterando al barquero mítico griego del “río Estigia”): “El demonio Carón, con los ojos como brasas, haciéndoles una señal, iba recogiéndolas a todas y azotando con su remo a las que se rezagaban” (Dante, 1978: 16; el texto se refiere a las almas que emprenden el viaje al interior del infierno). E igual, aparecen en este libro una infinidad de demonios de origen “pagano”, y las almas de diversas figuras antiguas y contemporáneas del autor. Incluida la figura de Plutón (Ibíd.: 23ss.), muy cercano a la idea de Satanás, y habitante del Reino de Hades (“reino de la caverna”: averno, infierno). En el “noveno foso”, donde, según la obra de Dante, se da castigo a quienes sembraron cismas y diferencias políticas (aquí se encuentra, por ejemplo, Mahoma), se señala que los diablos se encargan de herir una y otra vez a las almas (Ibíd.: 140). Hasta que Dante ilustra a sus lectores con una gráfica descripción del “amo del infierno”, que quisiéramos transcribir de forma íntegra: “Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del pecho; y más proporción guardaba yo con un gigante, que los gigantes con el tamaño de sus brazos: calcúlese, pues, cuál debe ser el todo que corresponde a tan desmesurada parte. Si fue alguna vez tan bello como deforme es hoy, y si se alzó en rebeldía contra su Hacedor, no es mucho que procedan de él todos los males ¡Oh! ¡Qué maravilla fue para mí ver que tenía tres rostros en su cabeza! Mostraba uno delante, y éste era colorado; de los otros dos que se unían a éste, encima

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de cada uno de los hombros juntándose a los lados de la frente, el de la derecha me pareció entre amarillo y blanco, y el izquierdo ofrecía el aspecto de los que vienen del país por donde se extiende el Nilo. Salían debajo de cada uno de ellos dos grandes alas, proporcionadas a semejante monstruo: no vi jamás en el mar tan inmensas velas; y no tenían plumas, sino que eran como las del murciélago, las cuales agitándose, producían tres diferentes vientos. Con ellos congelaba el Cocito todo, y lloraba por los seis ojos a la vez, y por sus tres barbas destilaba lágrimas y sangrienta espuma. Con los dientes cada boca trituraba a un condenado a modo de agramadera, de suerte que había tres sometidos a aquel suplicio” (Ibíd.: 172-173). La visión literaria moderna presenta al infierno o reino de Satanás como un “lugar triste, devastado y sombrío” (Milton, 1998: 10). Se trata de un universo monstruoso en todo sentido, al igual que su amo y sus demás habitantes. En el infierno de Milton, al igual que en la imagen dantesca de Satanás, este demonio resulta tan grande como Titán (cf. Ibíd.: 13), el gigante de la teogonía griega. Más adelante, en El Paraíso Perdido, Milton describe, paso a paso, toda la “corte infernal”, empezando por Moloc (Ibíd.: 16ss.). Podemos afirmar que ambas obras (La Divina Comedia y El Paraíso Perdido) sintetizan una amplia teogonía sobre los espíritus malignos de la concepción cristiana, es decir, un amplio conjunto de entes entendidos como monstruos; y del infierno como espacio monstruoso donde habitan estos. Se trata, primero, de “monstruos físicos”: definidos por la apariencia imaginada; y, segundo y mucho más importante, de monstruos definidos por su carácter “pervertidor”, como enviados del mal. Satanás tiene, como meta, engañar e inducir al pecado al ser humano. Esto es

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explícito en relación con Mefistófeles, personaje del Fausto de Goethe: “Soy un espíritu que continuamente estoy negando la evidencia de las cosas, y no me falta razón en parte, porque todo lo que existe, al fin y al cabo, es una mentira que se convertirá en polvo y que, para llegar a este resultado hubiera sido preferible que no hubiese existido jamás. En una palabra, lo que vosotros llamáis pecado y destrucción, y más especialmente mal, es el elemento que me constituye” (Goethe, 1987: 48). El mito de Satanás, durante su lenta construcción, logra sintetizar todas las cualidades de lo distinto. Se convierte en la figura de la absoluta alteridad: rechazada, negada, perseguida, exorcizada, expiada. El mito alude a la idea del “mal”, como aquello opuesto al “bien” representado por Dios; por esta vía, nos encontramos con “la concepción cristiana de que existen fuerzas personales satánicas, relegadas por Dios” (Wenisch, 1997: 11). Se trata de una conveniente estructura teogónica que establece las pautas de la mismidad, y la “negatividad” de lo otro, entendido como monstruo peligroso y deletéreo, y dentro de la cual aparecen las categorías del bien y el mal, su relación teogónica (conflicto), y con ello, la promesa de continuidad de la mismidad, bajo el control mágico (ritual) de la diferencia, y el control social de la “malignidad”: Satanás, el que espera, el adversario. La diferencia puede ser regulada, mas no eliminada. Es un eterno suprimido. El temor y el miedo, serán los mecanismos culturales que van a garantizar la estabilidad de este sistema mítico-político. Satán se presenta, desde los tiempos medievales, como un ente capaz de infectar nuestros cuerpos, controlando la voluntad, haciendo surgir la idea de la “posesión demoníaca” (Restrepo, 2004) y la necesidad del exorcismo

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(Wenisch, 1997: 79ss.), muy bien explotadas en filmes como El exorcista y La Profecía. El exorcismo se comprende como “la expulsión de los malos espíritus. Lo hace un exorcista que les ordena que dejen a su víctima” (Ibíd.: 49). El Demonio se presenta, además, como una “intrusión en la realidad natural”, caso del “demonio de Laplace”, que conduce a un determinismo de origen extranatural (cf. Giribet, 2004); en otras palabras, el Demonio representa la paradoja como “camino sin salida” que pondrá serios obstáculos al lento proceso de ascenso del conocimiento científico. La paradoja constituye un “demonio”, un “monstruo lógico”. Por ello, la “desaparición del demonio del mundo fue una de las condiciones de posibilidad de descubrimiento de la naturaleza natural” (Varela y Álvarez-Uría, 1997: 123). Sin demonios ni paradojas, la racionalidad científica podría construir un nuevo sistema simbólico, esta vez en la oposición racionalidad-irracionalidad. Satanás lidera el lado del mal (la alteridad), y guía un proceso de conversión colectiva: el monstruo occidental constituye un ser tentador, un corruptor. Este monstruo occidental no tiene límites en su proyecto de degradación de la mismidad, y tiende a ser un socializador, un caudillo. Este hecho es propio de la cultura occidental: la impronta política del “mal”, ya que pocas culturas han creado, dentro de la teogonía, una sociedad antiutópica, un Infierno, una colectividad ordenada de monstruos, de cuyas tareas la sindicalización, la búsqueda sistemática de adeptos y creyentes, es la más importante. El Demonio es el político más antiguo del que tenemos referencia. Quizás el más fiel a su causa. Más que un monstruo, el Diablo, es un héroe, el líder de una antiiglesia, de una religión paralela centrada en la “corrupción”. “Satanás, como tentador y seductor, busca el pecado, en

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tanto que la acción de los demonios tiene como finalidad perjudicar la integridad física y la salud de las personas” (Wenisch, 1997: 94); radicando ahí el atractivo del mito para algunos de los denominados movimientos satanistas contemporáneos, más bien ligados con el gnosticismo (Ibíd.: 22ss.) y el paganismo, que ven, en aquel mito de Satanás, una referencia de la alteridad negada y la visión negativa del otro. Satanás es una referencia de liberación. La idea de Satanás, permite a la sociedad que lo creó, plantear varias relaciones míticas entre este y el mundo y entre este y los seres humanos. La primera relación es la invasión deletérea estricta. Satán es un destructor, representa y expresa el daño por excelencia. A él se le achacan la enfermedad, el pecado, las catástrofes, los fenómenos naturales peligrosos. Como tal, el Diablo es un antagonista de la humanidad y de la naturaleza. Aunque se valga de ella, al representar, contrario a las ideas platónicas, lo material y corruptible. En manos del Demonio, la Naturaleza y el Cuerpo son instrumentos de destrucción. Como corolario de esta primera invasión, deriva la idea de posesión demoníaca, muy de moda en las postrimerías de la Edad Media, fuese o no por medio también de íncubos y súcubos, demonios carnales. La posesión consiste en la invasión espiritual del Diablo o los demonios en el cuerpo de animales, plantas, objetos y seres humanos; lo cual cambia su comportamiento o situación. El fin de la posesión, no es otro, que materializar, físicamente, aquella influencia espiritual, de forma que el espíritu pueda tener un punto real de apoyo y actuación. Entre la invasión deletérea y la posesión, surge una tercera alternativa de actuación demoníaca: se trata del “pacto con el Diablo”, idea central que constituirá la piedra fundamental del principal mito occidental derivado de la

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concepción de Satanás: la brujería, y con ella, del mito de las brujas. Estas tres relaciones tienen un único objetivo dentro del mito: la “corrupción espiritual” de los seres humanos, y su consecuente condenación, al pecar y apartarse del proyecto divino de salvación. Por eso, la brujería será un potente mito de control social y moral, con destructivas consecuencias sobre la vida de los diferentes. Los mitos de la brujería y de las brujas (y en menor medida de los brujos) dominó el imaginario cultural desde el siglo XIV, y produjo millones de víctimas directas o indirectas (sobre todo entre los siglos XVI y XVII), en manos de las autoridades religiosas, civiles y en manos de pueblos enfebrecidos por el miedo colectivo creado alrededor del tema (descrito muy bien en novela original y luego en la película Las Brujas de Salem). Es la “caza despiadada contra personas que en muchos de los casos eran depositarias de sabiduría y costumbres ancestrales” que “se veían desplazadas” y son “considerados enemigos de la fe y de los verdaderos cristianos”. Consistió en un proceso de persecución del “diferente, el otro, el marginal”, el cual, “siempre ha sido y aún hoy lo es, la figura sospechada” (Fuster, 2004), recusada como culpable genérico. La construcción del mito y la política de las brujas, fue resultado de un lento proceso de sistematización cultural. La “filosofía y teología de la escolástica, si bien aportó pocos elementos nuevos al concepto de brujería, suministró una lógica interna y una estructura intelectual coherente al fenómeno, proporcionando de esta manera las armas necesarias a los inquisidores para proceder en su persecución de brujas”. La creación política del mito implicó una diferenciación entre la cultura de masas (popular) y

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de élite, a partir del siglo XVI (Ibíd.), quedando proscritos los saberes populares cuestionados por la cultura religiosa dominante, que los estigmatizó, al considerarlos paganos y anticristianos. Varios aspectos político-ideológicos contribuyeron a la constitución del mito de la brujería, entre ellos la bula de Juan XII Super Illius Specula (1326), la cual declara a la brujería como una herejía (Armengol, 2004), y la bula Sumis Desiderantes Affectibus (1484) con la que se “autorizaba la redacción del Malleus Maleficarum”, libro que difundió el mito y su “tratamiento especial”. Este manual para el “control” de la brujería se “publicó por primera vez en 1486 y se reimprimió en treinta ocasiones antes de 1520” (Ibíd.). La caza “fue esencialmente una operación judicial”, que pronto pasó a manos civiles (finales del siglo XVI y principios del XVII) (Ibíd.). La “Inquisición tenía que optar entre el demonio, por un lado, y la capacidad de juzgar en función de la veracidad de las pruebas, por otro” (Varela y Álvarez-Uría, 1997: 137), lo cual generó no pocos conflictos, que se resolvían en atención directa a intereses políticos y económicos y que aportaron conocimiento importante al proceso judicial contemporáneo. La Iglesia, como señala Foucault, tuvo mucha más prudencia que los tribunales civiles, ya que, al principio redujo el ámbito de acción del Demonio a “la parte de la ilusión, de la debilidad y de la imbecilidad, es decir, el ámbito que, desde el derecho romano, es inaccesible a la pena” (Foucault, 1996: 25). Aún en los casos en que la brujería se explicaba como simple herejía, al no conceder ningún poder sobrenatural real a las brujas, en los tribunales civiles se defendían las penas capitales en relación con esta “debilidad de espíritu” que conducía a tal herejía. Cuando sí se creía en la posibilidad del “pacto satánico”, igual se consideraba que

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mujeres, melancólicos e insensatos constituían el platillo favorito de los procesos de corrupción llevados a cabo por el Demonio. Todos ellos se situaban al amparo de esta supuesta “debilidad espiritual”, ya que se consideraba que creer “en la realidad de todos estos poderes físicos es una forma más de someterse a Satán” (Ibíd.: 14-15, 23). La bruja es una entidad mítica que practica maleficio (daño), al ser sirviente del Diablo; “es de por sí un ser monstruoso que vuela por los aires de noche, pertenece a una sociedad secreta (que celebra “sabbats” o “aquelarres”)” (Pérez, 2004). Tomando como punto de partida estos elementos míticos y la idea de un concepto “acumulativo de brujería” (Armengol, 2004), construido por la agregación histórica de detalles hasta desembocar en el mito sistemático, podemos resumir las principales características del mito-ideología referido. Estas son: •



El “pacto con el diablo”, el cual “no sólo suministró la base de la definición legal del delito de brujería, sino que vinculó la práctica de la magia nociva con el supuesto culto al diablo” (Armengol, 2004). El pacto suponía una herejía, sustentando la idea de “bruja satánica” (Fuster, 2004). La “brujería” implicaba un pacto con el Diablo, mientras que la “hechicería” no tendría tal (Armengol, 2004). El pacto suponía, además, un vínculo sexual, en el cual el diablo poseía a la bruja, dando lugar al nacimiento de otros monstruos. Con ello, se enfatizaba el supuesto “carácter insaciable” de la sexualidad femenina, achacado por la cultura patriarcal de la época. El dominio de la magia negra (aquella opuesta por signo moral a la magia blanca), principio mitológico que se deriva de la relación de la bruja con el Diablo.

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Se entiende la magia como un “conjunto de recursos destinados a conseguir poderes extraordinarios con la voluntad de dominar o controlar la naturaleza, a través del principio de simpatía o repulsión de unos objetos respecto a otros” (Ibíd.). Es necesario resaltar que la idea y las “prácticas mágicas estaban ampliamente difundidas entre el pueblo” europeo en la antigüedad (Wenisch, 1997: 17), y constituían conocimiento popular por excelencia, destinado a curar las enfermedades, garantizar los partos, potenciar el amor, favorecer las cosechas, etcétera. El dominio de estos saberes (casi todos rurales), luego satanizados como “nigromantes”, estaba en manos de las mujeres campesinas mayores de edad y, por lo general, viudas. La persecución de brujas se concentró en estas mujeres y, en menor medida, en otros sectores sociales (Armengol, 2004). La celebración del “aquelarre” (Fuster, 2004) o “sabbat” (Wenisch, 1997: 16); en otras palabras, una reunión secreta tendiente a continuar el pacto satánico y organizar las actividades deletéreas propias de la brujería. La idea de aquelarre (la colectividad de brujas) ha impregnado hasta hoy el concepto de “asociación ilícita” como concepto judicial. El vuelo o capacidad de las brujas de desplazarse por los aires; lo cual facilitaba, según el mito, la celebración del “aquelarre”, al vencer de forma rápida el problema de las distancias, y de paso, destruir cualquier coartada que la o el acusado de brujería pudiera objetar al señalar que se encontraba en otro lugar, distinto de aquel donde se diese un supuesto “maleficio” o “acto de brujería”. Finalmente, la idea de “metamorfosis”, o capacidad

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de las brujas de convertirse en otras cosas: “Una aptitud muy especial de ellos era que podrían transformarse en animales” (Wenisch, 1997: 16). Así, siguiendo este componente del mito, en “Europa se juzgaron y sentenciaron como brujas a varios lobos” (Armengol, 2004). El mito de la metamorfosis permitió sustentar otros mitos de monstruos, como el del “hombre lobo”, y la persecución de animales salvajes y domésticos, entre ellos los que eran de color negro (gatos, perros, lobos, cuervos), “color predilecto” del Diablo. La persecución de los diferentes (quienes tenían acceso a saberes prohibidos), en nombre de la brujería, generó un cambio social en el sistema de los saberes, y abrió paso al desarrollo de la ciencia. No sin que esta última tuviese que sortear algunos peligros, como la asociación que la religión siempre pretendió hacer entre cualquier saber no reconocido (incluido el científico) y el Demonio. Con las persecuciones, gran parte del saber tradicional y los viejos cultos paganos desaparecieron, reordenando los saberes sociales, y la jerarquía de lo prohibido. Bajo el ascenso la ciencia, desaparecieron muchas de las prácticas de la magia, al unísono de la pérdida de fundamento político y cognoscitivo del componente mágico de las religiones institucionales. La diferencia, fue pronto, como señala Foucault, medicalizada y sometida a otros procesos teratogénicos. Las brujas se han mantenido hasta hoy en el imaginario colectivo; constituyen cultos sin mayores efectos políticos. El mito fue heredado por las y los brujos contemporáneos, caso del “culto wicca” (cf. Wicca, 2004), o

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3. Fallos de la razón Vampiros, Gollems y científicos locos

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on el ascenso de la racionalidad científica, las viejas concepciones naturalistas de la monstruosidad empiezan a decaer. No así la monstruosidad, que ahora, por definición, viene a constituirse en producto de un desvío del control científico, en el mejor de los casos, y en el peor, en el resultado lógico de la forma del nuevo conocimiento (el científico) que rompe con la estabilidad del orden natural. En el primer caso, se trata de una falla del control racional, en el otro, de la descalificación total del saber científico. Esta segunda posición decae en la Europa iluminista y racionalista. El carácter singular del monstruo moderno deviene de un continuum en la relación normalidad / patología: “La teratogénesis intentó explicar el nacimiento de lo monstruoso como fruto de un desarrollo descompensado o parcialmente abortivo, de modo que por medio del análisis de estas anomalías se pudo conseguir una mejor explicación del desarrollo normal” (García, 2004a); aún así, lo monstruoso deriva del desequilibrio dentro de este continuum, y de una elección moral del sujeto (cf. Ibíd.). El concepto

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de monstruo se vuelve más moral que material, lo cual está presente en las concepciones de “animalidad de la locura” y de “monstruo humano”, tratadas por Foucault: Bajo la primera concepción, el nuevo bestiario es “abstracto; el mal no aparece aquí con su cuerpo fantástico; en él sólo se capta la forma más extrema, la verdad carente de contenido de la bestia. Está despojado de todo aquello que podía darle su riqueza de fauna imaginaria, para conservar un poder general de amenaza: el sordo peligro de una animalidad que acecha” (Foucault, 1999: 239). La idea de “monstruo humano” remite a un monstruo que “no es simplemente la excepción en relación con la forma de la especie, es la conmoción que provoca en las regularidades jurídicas (ya se trate de las leyes matrimoniales, de los cánones del bautismo o de las reglas de sucesión). El monstruo humano combina a la vez lo imposible y lo prohibido” (Foucault, 1996: 61). Aún así, se sigue requiriendo del aspecto físico del monstruo, al que se le suman estas compulsiones morales monstrificadas y sancionadas por la ética y el derecho. Los monstruos, pues, dejan al fin de ser parte de bestiarios (uno de los últimos ejemplos literarios del bestiario, va a ser el de Los Viajes de Gulliver de Swift) para individualizarse de forma completa en figuras patológicas, muchas de ellas en referencia al desvío del saber científico. De estos nuevos monstruos individuales y morales, en el marco de la literatura y la teogonía modernas (entre los siglos XVIII y XIX), destacan tres figuras, ya insertas dentro de la estructura mítica contemporánea: el “vampiro”, el “gollem” y el “científico loco”. El vampiro es un mito asentado en la cultura occidental de masas, hace poco más de dos siglos, que se ha alimentado de algunas fuentes históricas (caso de las

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figuras de Vlad Dracul y de la “condesa sangrienta”), y de antiguos mitos sobre seres muertos que se alimentan de sangre, y azotan a los seres vivos. El mito aparece, además, en Las mil y una noches (Salazar, 2004). Se “da el nombre de upiers, upires o vampiros en Occidente; de brucolacos en Medio Oriente; y de katakhanes en Ceilán, a los hombres muertos y sepultados desde hace muchos días que regresan hablando, caminando, infectando los pueblos, maltratando a los hombres y a los animales y, sobre todo, sorbiendo su sangre, debilitándolos y causándoles la muerte. Nadie puede librarse de su peligrosa visita si no es exhumándolos, cortándoles la cabeza y quemándoles el corazón. Aquellos que mueren por causa del vampiro, se convierten a su vez en vampiros” (Collin de Plancy, en su Diccionario infernal, citado por Robins, 1997: 5-6). La historia de los vampiros se repite en todo el mundo: “ekimmu” (en Babilonia), “brikolakas” (en Grecia antigua), “murony” (para los valacos), “upirs” (según los polacos), “kiang shi” (para los chinos), “pennaggalen” (en la cultura malaya), “ghorls” (para los árabes), “loogaroos” (en el caribe) (cf. Cardona, 1999: 6). Los antropólogos, por su parte, “han localizado el origen de los vampiros en las enfermedades con pérdida de sangre, que los antiguos atribuían a seres diabólicos que atacaban durante la noche en busca de alimento que necesitaban para sobrevivir” (Robins, 1997: 5). A finales del siglo XVII, “diversas fuentes periodísticas revelaron la aparición en la localidad serbia de Meduegya de unos extraños cadáveres encontrados en su ataúd sin hallarse en descomposición y repletos de sangre líquida. Las macabras y espectaculares pruebas se repitieron además de en Serbia, en Hungría, Rusia, Silesia y Polonia” (Cardona, 1999: 7), encontrándose al respecto del fenó-

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meno “informes oficiales precisos” (Decaux, 1994: 112) que sirven de fuente historiográfica sobre el tema. El mito fue completado por el ensayo Tratado sobre los vampiros de Dom Agustín Calmet, publicado en 1746, con el cual el vampiro ingresa del todo a la cultura occidental, aunque como parte de una lucha contra la superstición (Salazar, 2004). En su origen, el mito es más oriental, aunque ligado al Cristianismo ortodoxo, para el cual, todo aquel ser humano que sea objeto de una maldición divina, no se descompone al morir, manteniéndose en un estado que no es de vida ni de muerte, y en el cual se le teme a la luz de sol (Ibíd.: 116). Con la entrada del mito en la Europa Occidental, se buscan explicaciones científicas del fenómeno, las cuales señalaron una analogía entre el vampiro y los males contagiosos, “más o menos de la misma naturaleza que el que procede de la mordedura de un perro rabioso” (Cardona, 1999: 8). En el campo literario, el vampiro ingresa con diversos autores, de los cuales Poladori y Stoker, son los más conocidos. Drácula de Bram Stoker pasó a convertirse en una novela clásica, pese a algunos cuestionamientos artísticos que se le imputan, y al ser considerada su obra un “gancho de lo popular” (Robins, 1997: 9), dirigida a un público adicto a monstruos y seres sobrenaturales. La rápida recepción de Drácula se achaca, además, a la asociación que hizo Stoker entre el mito del vampiro y la figura de Vlad Tepes, alias Drácul, el “Drácula histórico” (n. 1431). El padre de Vlad Tepes fue condecorado con la “orden del Dragón”, conociéndose entonces como Drácul; aunque entre los historiadores, según Decaux, no exista acuerdo sobre el origen del sobrenombre. “Para algunos, puede tratarse de un juego de palabras basado en la pa-

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labra Dragón (Draconis), o de una alusión irónica porque Vlad llevaba la imagen de un “diablo” (Drac) en el pecho” (Decaux, 1994: 119). Al ser secuestrado por los turcos, Vlad Tepes aprende las costumbres locales. Cuando su padre es ejecutado en Hungría como traidor, regresa y retoma el trono familiar. Asume el nombre de “Vlad el empalador” por matar de esa forma a sus enemigos. Su crueldad sería legendaria: “Un grabado en madera evoca una escena que nos deja helados: en ella vemos a Drácula al aire libre, sentado a la mesa y festejando en medio de una selva de estacas sobre las que agonizan aquellos a quienes ha condenado. Otros prisioneros son llevados cerca de la mesa de Drácula y despedazados ante sus ojos” (Ibíd.: 120-124). John William Polidori (1796-1821), antes que Stoker, escribe uno de los primeros relatos europeos modernos sobre vampiros, denominado El vampiro. El asistente de Lord Byron, quien también estuviera en la famosa velada que luego dio origen al Frankenstein de Shelley, se suicida en 1821 presa de un deterioro mental (Robins, 1997: 16). La historia de Polidori cuenta la vida de un Vampiro, Lord Ruthven (Conde de Marsden), quien se mueve en la alta y baja “sociedad” de Londres y otros lugares de Europa. Marsden es conocido por otro personaje, Aubrey; juntos realizan un viaje por el viejo continente que concluye en Grecia. La amistad llega a mal término cuando Aubrey se da cuenta de la naturaleza “vampírica” de su compañero. En dicho viaje, el Conde “muere” víctima del ataque de varios cazadores de vampiros; antes, hace jurar a Aubrey que no cuente tal cosa (la muerte) a nadie en el plazo de un año. Cuando este regresa a Londres, de nuevo aparece el vampiro, como si nada hubiese ocurrido, enamorándose de su hermana y casándose luego con ella. Atado por el juramento, Aubrey no puede decir nada, hasta

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el momento de consumado el matrimonio (la promesa vence precisamente el día de la boda) y antes de morir víctima de una hemorragia. Aubrey relata, a sus amigos y familiares, la extraña historia, siendo ya demasiado tarde porque Marsden ha huido, luego de alimentarse de su esposa. Marsden es definido como un hombre atractivo “pese a la palidez cadavérica de su cara, la cual nunca se había visto iluminada por el rubor de la pasión, la vergüenza o las fuertes emociones” (Polidori, 1997: 17). Se trata de un sujeto que pervierte o destruye. Primero en su carácter de vampiro; segundo, porque tiene contacto con personas del “bajo mundo”, a quienes ayuda con dinero en las apuestas; por lo general, “los mendigos que habían sido ayudados por lord Ruthven acabaron sus días en el patíbulo o hundidos en la más repugnante de las degradaciones” (Ibíd.: 19). En Grecia, Aubrey descubre la leyenda del vampiro, pero no la cree y, por ello, se le recuerda una maldición que parece hacerse realidad: “todos aquellos que habían dudado de la existencia de los vampiros terminaron, irremisiblemente, siendo víctimas de los mismos” (Ibíd.: 23). Por primera vez, Aubrey asocia esta leyenda con la extraña existencia de su “amigo” Marsden, al que considera, al fin, como un “no-muerto”. Este último tiene un atractivo especial para las mujeres: “Las palabras del monstruo poseían el magnetismo hipnótico de las serpientes” (Ibíd.: 39). Podemos enunciar las principales características míticas del vampiro: •

Es un muerto viviente que se alimenta de sangre (con “la sangre la vida se retiraba del cuerpo”) (Decaux, 1994: 115) y que no puede morir por medios comunes. El cine da una salida: partirle el corazón con

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una estaca; blandir “una cruz aleja al vampiro, que, además, detesta el ajo. En la actual Transilvania, no es raro ver colgando rosarios de ajo de las ventanas” (Ibíd.: 115). Es un corruptor, esto en dos direcciones: primera, al degradar la conducta social de los demás y, segunda, al degradar la vida misma. El vampiro viola cuanta ley sea posible. Trasgrede, como señala Foucault, la naturaleza y la ley. “Se trata de un sujeto elegante ataviado con traje de etiqueta que opera con nocturnidad, en el espacio propio del amor erótico. Penetra sus caninos fálicos en la carne de la doncella virgen y la desflora haciendo manar su sangre” (Cardona, 1999: 17). Esto explica en parte el atractivo ambiguo del mito, que ha llamado la atención de un amplio público y de los actores que lo han interpretado, caso de Bela Lugosi y Christopher Lee. En el caso de Lugosi, no “sólo interpretó en varias ocasiones a un vampiro, lo mismo en el cine como en el teatro, sino que vestía en la calle como en el escenario y adoptó gestos y hábitos propios de esos diabólicos personajes. Hasta que se le consideró loco” (Robins, 1997: 11). Como en la reciente parodia Amor al primer mordisco, con Leslie Nielsen.

El mito del vampiro oscila, así, entre dos extremos definitorios. Primero, la naturaleza espiritual corrupta (manifiesta en la maldición de la que es presa), la cual hunde sus fundamentos teológicos en el cristianismo. Segundo, la explicación científica, que luego proliferará, sobre su carácter “contaminante”. Se trata, en este segundo caso, de un “mal de la sangre”, de un contagio. En el concepto

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moderno, se asume al vampiro como un monstruo moral, como un violador de la norma. El vampiro se ubica entre el misticismo y la ciencia. La versión moderna del monstruo, lo posiciona como un monstruo erótico, que accede al cuerpo de los demás y se une a él, contagiándolo con una enfermedad que los iguala en la “muerte en vida”. Esto ha sido ampliamente explotado por el cine (Drácula de Copola, Entrevista con el Vampiro, etcétera). Paralelo al mito vampírico, encontramos el mito del “ser creado”. Las viejas leyendas sobre seres creados a partir de otras materias son muy antiguas. La idea de creación divina aporta algo a esa imagen. Cuando en el libro bíblico del Génesis, Dios crea al hombre, y luego, de una costilla de este, a la mujer, se nos plantea a la vez un mito patriarcal, y la idea de que la creación ex nihilo es facultad exclusiva de Dios y que, de vez en cuando Dios es presa también del pecado de la pereza y crea seres a partir de materias preexistentes: la única diferencia radica en que Dios, en uno o en otro caso, y a diferencia de las culturas míticas clásicas, no crea nunca monstruos; estos son resultado, únicamente, del libre albedrío, del “alejamiento de Dios”. El mito del ser “hecho de barro”, recorre Europa y, más o menos permeado por elementos novedosos, pasa de la leyenda judía del Gollem, magistralmente trabajado por Mary W. Shelley en Frankenstein, hacia la literatura gótica y moderna, encontrando un fértil territorio en el miedo, y en el profundo temor hacia la irracionalidad y la diferencia, propias de la cultura occidental moderna. Frankenstein o el eterno Prometeo, es la última gran novela gótica y la primera gran novela de ciencia-ficción. Es el límite entre dos concepciones distintas del monstruo, del horror. Los nuevos monstruos serán criaturas feroces

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producidas como subproducto del quehacer humano y de la ruptura de la fibra moral (y no exclusivamente de una desviación de la naturaleza como sucedía en la antigüedad); lo que es igual, serán resultado de una ruptura en los procesos de control de la naturaleza y del orden social. Constituyen una falla profunda de la razón en tanto motor de la nueva subjetividad. Shelley, en la novela señalada, se mueve todavía en una ambigüedad proveniente de la religión natural revolucionaria, de la que es, sin duda, heredera: en la naturaleza radica un principio divino; transgredir las leyes de la naturaleza significa transgredir las reglas divinas; bajo este concepto, el monstruo es sinónimo de pecado. Recurso que seguirá siendo retomado por la ciencia-ficción, pese a que los autores no sean siempre creyentes. Cito, solo como ejemplo, la novela de H. G. Wells, La Isla del Dr. Moureau, donde la monstruosidad es presentada como sacrilegio al romper el “orden natural”, creando una “segunda naturaleza”, que no puede ser más que antihumana y antinatural. Conviene señalar, antes de continuar, que “el mito de Frankenstein ha llegado a tal punto que el nombre ya no designa al sabio demiurgo, Víctor Frankenstein, sino a su inocente y monstruosa criatura” (Nota preliminar, 1999: 7). En el relato de Shelley, el Dr. Víctor Frankenstein, personaje central, quien le da el nombre a la novela, se mueve en una dualidad entre la magia antigua y la medicina racional. Esta dualidad, aunque encuentra salida en la ciencia, no deja de acercarse a los mitos religiosos, caso del mito hebreo y cristiano de Adán, el “hombre originario”. Víctor se ve abocado, sin ningún límite moral (sin una ética científica), a “conocer las ocultas leyes de la naturaleza”. Ahora se trata de aquellos principios reales ocultos bajo los primeros (“mis investigaciones iban dirigidas siempre a los secretos físicos del mundo”), y no

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de un conjunto de “principios sagrados”. Víctor se hunde primero en el estudio de Cornelio Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, ya que estos “autores prometían la facultad de crear duendes o demonios”. Después, como señalamos, se lanza al conocimiento del saber científico. A diferencia de los sabios antiguos, los nuevos sabios penetran “en los secretos de la naturaleza y nos muestran como actúa” (Shelley, 1999: 42-53). Frankenstein busca el secreto de la vida por medio del cual controlar el cuerpo y eliminar de las enfermedades. Para ello, como señala Foucault en El nacimiento de la Clínica, se debe dar un necesario rodeo, a través del estudio de la muerte y de los cadáveres como objetos de auscultación (cf. Foucault, 2001: 177ss.). El científico llega “a ser capaz de dar vida a la materia inerte” (Shelley, 1999: 57), recurriendo a los cuerpos muertos. En primer lugar, Víctor forma un cuerpo humano uniendo trozos de cadáveres. Frankenstein señala el paso siguiente en la cadena de sucesos del relato: “dispuse a mi alrededor los instrumentos que me permitieron infundir una chispa vital a aquella cosa muerta yacente a mis pies”. Una vez animado el nuevo ser, Víctor se arrepiente: “Nadie podría soportar el horror de aquella cara. Una momia dotada nuevamente de vida no sería tan espantosa como aquel desgraciado” (Ibíd.: 61-63). Y el científico, incapaz de hacerse responsable ético de lo creado, huye de su laboratorio, dejando a la criatura a su destino o albedrío. El argumento deriva hacia el tema de la lucha entre padre e hijo, entre Víctor y la criatura. Ya, con lo descrito, Shelley había logrado su objetivo primordial: evocar “los temores misteriosos de nuestra naturaleza” y suscitar “horrores inquietantes”, en una parodia del “mecanismo

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estupendo del Creador del mundo” (Ibíd.: 16-17). El creador, como Dios, es un mecánico; el mundo, un gigantesco aparato de relojería (Descartes). La criatura no puede ser más que un mecanismo, carente de “alma”. Se trata de un nuevo “génesis”, producido por la ciencia moderna. Este es incompleto y ambiguo, cargado por el pecado original de la propia naturaleza moral del ser humano. Y esta será la trampa principal, que impida al otro, a la criatura, instaurarse como sujeto en un mundo ficcional (metafórico del mundo moderno real) en el que la alteridad es rechazada, en el que la diferencia no es posible como reconocimiento social del otro. El monstruo rompe el orden moral. En su deformación física, aparece su potencial maldad. La violencia deriva del miedo y el odio que el monstruo siente ante su no reconocimiento como sujeto. Evidentemente aquí hay una importante influencia de la vieja asociación entre maldad y deformación física. Influencia que no solo aparece en la literatura sino también en las teorías criminológicas, como se verá más adelante, especialmente la frenología. Lo físico es reflejo corporizado de una metafísica maniquea de lo bueno y lo malo, manifiesto luego en un despertar violento, a partir del miedo y el odio, lo que desencadena el conflicto, la persecución del otro. Sea que el monstruo constituya la “maldad” misma, o que su odio provenga de la acción de terceros, su contacto con el mundo conlleva a la violencia. En uno u otro caso, la violencia parece ser resultado de la diferencia. Esta estructura mítica señala la imposibilidad de construir la paz a partir de la diferencia. La criatura imaginada por Shelley ansía el reconocimiento humano. Primero el de un padre (el de Víctor), segundo, el de la humanidad. Pero le bastaría con una persona, que le permita acceder al reconocimiento dentro

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de la comunidad humana. El monstruo aprende el lenguaje y otros saberes, y, una vez dotado de conocimiento, se cuestiona sobre quién es o qué es, comparándose con Satán, el “ángel caído”, quien se ve reflejado en el rostro de su Creador: “mi forma es una miserable deformación de la tuya, más horrible aún por esa misma semejanza” (Ibíd.: 129-131). El aspecto físico es aquello que impide el reconocimiento humano. El monstruo es resultado de la mirada. Es atacado a causa de su carácter repulsivo a los ojos de los demás: el único ser que le escucha sin prejuicio y le trata como humano es ciego. Bajo la maldición que es el desprecio inicial del padre, la criatura, que nunca tuvo un nombre (y un ingreso en la humanidad y en la sociedad), es excluida del reconocimiento como persona. Por eso, se somete al ostracismo, a la destrucción y a habitar en las sombras, instituyéndose como monstruo. Al final, se autocondena también a la muerte, una vez cumplida su venganza: “Yo soy miserable y abandonado, soy un aborto de la naturaleza, a mí se me debe despreciar y rechazar”; el ser se reconoce como alguien corrompido “por el crimen y quebrantado por el remordimiento, sólo la muerte puede ofrecerme descanso” (Ibíd.: 219-220). La criatura destruye a su padre fundante. Destruye a la familia de este (hermano y padre), a su esposa (Elizabeth) y a su amigo (Clerval). Con ello, trata de igualarle a sí mismo, cortando los lazos que funden a Víctor con los demás, los lazos que le instauran como sujeto. El monstruo desea convertir a Frankenstein en un ser solitario, en una no-persona, en una sombra similar a sí mismo. El monstruo no resuelve su propia mismidad. Al destruir al padre, destruye la continuidad del lazo social, encontrándose en total soledad.

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El monstruo, no reconocido como humano, plantea una alternativa a Víctor Frankenstein: “Tienes que crear, para mí, una hembra con la que pueda vivir en un intercambio de simpatías que me es necesario”. Ya que “las sensaciones humanas son barreras insuperables para nuestra unión”, el monstruo promete ingresar en un estado de absoluta alteridad y huir como Adán (acompañado por Eva), hacia un nuevo y oculto paraíso en las selvas sudamericanas: “pido sólo una criatura de otro sexo que sea tan horrible como yo” (Ibíd.: 145-146). Frankenstein teme que, de esta conjunción de monstruos, se genere una “raza infernal” que destruya a la humanidad (cf. Ibíd.: 165), y no cumple la promesa originaria hecha a la criatura, no dando lugar a un nuevo y completo génesis. El monstruo, metido en una trampa, intuye este escape: “el amor de otro ser suprimirá toda causa de nuevos crímenes y así me convertiré en alguien ignorado por todo el mundo” (Ibíd.: 148). Nunca contó con el temor del padre, quien impedirá que el hijo pueda ser libre del pecado de su propia filiación. Víctor Frankenstein no puede reconocer la alteridad y anula al monstruo cualquier salida, al costo de su propia existencia vital y social. En la vida y en la muerte, padre e hijo, sujeto y alteridad, no pueden romper los lazos. Por medio de la metáfora de la soledad absoluta del monstruo, Shelley, vislumbra, respecto del sujeto moderno, la perenne e irrenunciable presencia del otro negado. Víctor Frankenstein inaugura el mito moderno del “científico loco”: el personaje de la novela de Shelley asume la monstruosidad de su criatura. Este mito está asociado a la ciencia. Es tópico necesario de aquella. Es su alteridad. En el mito, la “locura” es sinónimo de irracionalidad, de alejamiento y extrañamiento de la ciencia respecto de

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su fundamento racional (la neutralidad y objetividad), y también de su fundamento moral (la mística de servicio de todo saber respecto de la comunidad humana). Resulta interesante que uno de los sinónimos de locura, “alienación”, remita al monstruo en específico, esto es, al alien, al otro. Después de Frankenstein, el “científico loco” aparece en infinidad de novelas, cuentos, en el cine y en el cómic comerciales, de forma recurrente, hasta ser tópico de los dibujos animados contemporáneos. Mediante este mito, se fortalece el de la “ciencia”. El “científico loco” representa a “la ciencia” cuando no se plantea control ético sobre ella o sobre la personalidad del científico. Cuando se va más allá, según la percepción social, de las reglas de la naturaleza. Cuando el científico está embargado por el ansia, sin límites, de conocimiento. Este último no es gratuito y cobra al científico un pago, expresado en su cordura. Sea que el científico “pierda la razón” o que persevere en descubrir algún secreto oculto en la naturaleza, casi siempre la teogonía deviene en la creación de un monstruo. Junto a Frankenstein, el otro ejemplo ya mítico es el de Henry Jekyll. Este personaje de la obra de R. L. Stevenson Dr. Jekyll y Mr. Hyde, experimenta en sí mismo (al sostener la tesis de la existencia, en toda persona, de una “profunda duplicidad”) (Stevenson, 1999: 74), con el objeto de liberar esa otra personalidad. Jekyll descubre que en todo individuo habitan personalidades variadas y opuestas. La sustancia descubierta por el científico permite que esa otra personalidad aflore. En este caso, se trata de un dual negativo: “El lado malvado de mi naturaleza”; por lo que la droga derriba “las puertas de la cárcel de mi constitución” (Ibíd.: 76-77). En el relato el cambio es controlado primero por Jekyll, mas poco a poco, el otro empieza a tomar las riendas,

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y Jekyll se convierte en una personalidad marginal de su alteridad. El otro “también era yo. Parecía algo natural y humano” (Ibíd.: 76); el horror “yacía enjaulado en su carne” (Ibíd.: 92), en el cuerpo de Jekyll. Mr. Hyde, la personalidad doble de Jekyll, es descrita como un ser desinhibido, como un asesino sin contemplación, sujeto a sus pasiones y deseos. Mr. Hyde extrae “placer con una avidez bestial de cualquier grado de tortura de otro ser humano” (Ibíd.: 81). El monstruo es la conjunción del Dr. Jekyll con su alteridad. El control racional de Jekyll falla. Su desvío moral, en pos del conocimiento, se manifiesta en la novela de Stevenson como monstrificación. Se trata de algo inaprensible y horroroso. “Ese hijo del infierno no tenía nada de humano; nada vivía en él excepto miedo y odio” (Ibíd.: 90). El otro es alteridad pura. Constituye el monstruo. El monstruo es concebido como “algo no sólo infernal sino inorgánico. Esto era lo más impresionante; que el lodo del pozo parecía emitir gritos y voces, que el amorfo polvo gesticulaba y pecaba; que lo que estaba muerto y no tenía forma usurpaba las funciones de la vida” (Ibíd.: 92). Como señala Foucault, la nueva monstruosidad mítica es moral. El fallo ocurre en la racionalidad que, de pronto, revela la irracionalidad. Lo monstruoso constituye un proceso espiritual, moral e interno, ya no una simple mutación externa de la forma (como en la definición de Aristóteles). No obstante, como en los desvaríos de la nefrología, el espíritu se manifiesta en la forma (“la simple irradiación de un alma horrible que transpira y transfigura la arcilla que la envuelve”) (Ibíd.: 26). La condición monstruosa interna, deviene en característica física exteriorizada: “Mr. Hyde era pálido y bajo, daba una impresión de deformidad sin que se apreciara ninguna malformación

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digna de señalar en su cuerpo, tenía una sonrisa desagradable” (Ibíd.: 25). Jekyll, finalmente, se “suicida” al hundirse en el otro que es él mismo, en su propia alteridad. El final es ambiguo: el personaje parece condenado por su propia naturaleza, al ser vencido y reducido por el monstruo: “A mí no me importa. Ésta es mi auténtica hora de la muerte” (Ibíd.: 94). Uno podría interpretar esto de dos formas. Primera, que la alteridad monstruosa es insuperable. Esta sería una explicación propia de las corrientes siquiátricas y criminalísticas dominantes durante la época en que Stevenson escribió su novela. Una segunda explicación, un poco más atrevida, sería que Jekyll, habiendo vivido en una fingida normalidad, ocultando parte de su ser, desea vivir en la alteridad. El monstruo (Mr. Hyde) sería un camino de renovación de la existencia de Jekyll. A través del monstruo, el científico, el “pequeño-burgués”, aspiraría a la libertad. Su muerte sería un renacimiento, una apertura a las posibilidades y potencialidades de la diferencia. Metamorfosis y bestias primordiales El monstruo invade poderoso la literatura occidental desde el siglo XIX. Certificando las profundas contradicciones de la modernidad como paradigma civilizatorio, y de la modernización en tanto política implícita de destrucción de la alteridad cultural, necesaria para aquella modernidad. Destrucción por un lado, ocultamiento por otro, culpabilidad como síntesis. Los monstruos nacen en el intersticio donde se encuentran ocultamiento y culpabilidad. Habitan, pues, en el continente de lo subconciente, a medio camino entre las sombras y la vigilia, donde atacan

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y a donde regresan siempre incólumes y expectantes, a la espera de una nueva oportunidad. La literatura moderna se recargó, grotescamente, de monstruos, que luego pasaron al cómic y al cine, donde cobraron formas más plásticas y contagiosas para la mirada: donde se convirtieron en imágenes (ver siguiente apartado). Mientras los monstruos europeos del siglo XIX mantuvieron muchos de sus velos góticos (como acabamos de ver), al otro lado del Atlántico, los monstruos asumen un nuevo papel, como metáforas arquetípicas de la irracionalidad inconsciente y de los claroscuros del proceso de modernización. Hawthorne, Poe y Lovecraft en el Norte; Sábato, Borges y Bioy Casares en el Sur: estos escritores nos muestran el otro lado de la razón moderna. Nathaniel Hawthorne, por ejemplo, nos señala cómo la modernidad que huye al nuevo mundo, arrastra las sombras del miedo. La letra escarlata es, así, el relato de una “mujer-monstruo”, de un chivo expiatorio de la moralidad contradictoria de los colonizadores del nuevo mundo. La letra “A” señala el estigma del “pecado de la carne”; pese a esto podría indicarnos, en otra dirección, un comienzo, un alfa renovador a partir de los placeres y gratificaciones de la diferencia. Al reconocer el papel de la literatura del monstruo en la definición de la alteridad podemos asumir, sin temor alguno, que “la identidad y la alteridad son construcciones intelectuales que se confirman en su carácter relacional; se afirman en la singularidad y la diferencia. La singularidad reclama necesariamente un exterior de confrontación que mida la identidad en cuanto construcción que inaugura el campo de lo humanamente posible” (Silva y Gutiérrez, 2004). Identidad y alteridad devienen en tensión ontológica, que descifra los entramados culturales del mundo

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moderno. En Borges nos encontramos con una espiral infinita de palabras y espejos, que reflejan los caminos de la diferencia. Los espejos “horrorizan al multiplicar los seres y el planeta, en un imposible espacio de reflejos especulares. La invasión de las figuras también es ´monstruosa´, como el espejo lo es por su condición de híbrido (monstruos: del latín ´mostrare´, da muestras –imagen– y monstruos; hibridez de la figura porque multiplica, muestra” (Ibíd.). En esta cadena de reflejos, la gracia de la alteridad deviene en la pérdida de la mismidad, que para ser agraciada por la libertad, debe mostrarse y luego perderse, extrañarse, diferir de su reflejo. El sujeto, para ser tal, solo puede hacerlo renunciando a sí mismo, y perderse luego en el otro. La alteridad solo aparece en el juego de los espejos. La literatura de Poe, otro creador literario de monstruos, está recargada por las consecuencias inversas de la metáfora de la alteridad. En el poema El Cuervo, por ejemplo, la alteridad del “ave negra” deviene monstruosa para el atormentado narrador. Se trata de una alteridad negada (“¡Deja en paz mi soledad! // Quita el pico de mi pecho. De mi umbral tu forma aleja...”) (Poe, 1996: 630). Como en el caso del cuento El corazón delator, lo monstruoso es consustancial a la mismidad, está pegado a ella como una sombra, tiene el influjo de una enfermedad contagiosa. Se trata de una sanción negativa de la diferencia, a la vez reprimida, a la vez exteriorizada por el miedo (“y aún el cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la escultura, // sobre el busto que ornamenta de mi puerta la moldura... // y sus ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo, // las visiones ve del mal”) (Ibíd.). Poe se mueve en la disyuntiva. Viejos monstruos, espectros y espíritus acechan sus textos. De forma irracional.

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En otros casos, sus personajes montan batalla contra esta irracionalidad, como Dupin en El doble asesinato de la calle Morgue, prototipo de toda la literatura policial posterior y antecesor de las novelas, cuentos y filmes de “asesinos en serie”, más contemporáneos, ya que ahí se fijan sin duda las “leyes esenciales del género”: “el crimen enigmático y a primera vista insoluble (que convoca a la víctima y, de manera obliterada, al asesino) y el investigador sedentario que lo descifra en el más sorprendente ejercicio de racionalidad” (Bravo, 2004). En el relato señalado, el asesinato es obra de un “monstruo total”, de una bestia irracional (un orangután). Solo Dupin puede llegar a la explicación racional de un comportamiento irracional: “Dupin, el detective, sostiene que no hay que confundir lo insólito con lo abstruso. En otras palabras: aún lo incomprensible podrá ser incorporado al orden de lo estadístico mediante el ejercicio de la razón” (García, 2004). Aunque el monstruo no pueda “objetulizarse”, al estar más allá de toda taxonomía, sí puede ser reducido a la razón, por los efectos de su comportamiento, y no por sus motivaciones, como sucederá con la nueva visión de la locura (Ibíd.). Lo monstruoso se hace comprensible a la racionalidad por “su rastro”, no por “su esencia” (como en la filosofía de Kant). Con Poe, señala Guillermo García, el monstruo abandona los cómodos espacios de la cripta, el cementerio y las mansiones góticas. Ahora se ubicará en todos los espacios abiertos y en los intersticios de la ciudad (Ibíd.), siendo esta el nuevo y portentoso espacio de acción de la racionalidad y de sus alteridades, dispersadas y mezcladas ambas de forma ambigua y aleatoria. Con ello, se da cabida al héroe, el destructor de monstruos. Ya no se trata del héroe-aventurero, expresión de los valores positivos

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sancionados por la sociedad medieval y antigua (Aguirre, 2004), sino del héroe-cerebral, restaurador de una racionalidad que constituye el estatuto ontológico del nuevo paradigma cultural. Dupin, Holmes, Van Helsing (perseguidor de vampiros en Drácula de Stoker) van a ser estos nuevos héroes. Como héroes racionales, su poder se liga con la capacidad de comprender e intuir los nexos causales entre la locura (irracionalidad) y los actos socialmente vistos como monstruosos. Más tarde en el tiempo, la literatura y el cine policiales y del crimen en serie los presentarán como sujetos duales, enemigos de la irracionalidad y, a la vez, carcomidos por sus fantasmas (como las ovejas que persiguen a Clarice Starling en El Silencio de los corderos): los nuevos héroes racionales en los últimos ciento cincuenta años, deberán probar los frutos de la “locura” para tener acceso a un posible control de la misma. En otros casos, como las recientes películas Blade I , II y III, Spawn y Hell Boy, el héroe perseguidor / destructor de monstruos es, a su vez, un monstruo de distinta catadura. Los monstruos cobran una forma novedosa de miedo a la alteridad en H. P. Lovecraft (1890-1937). En este autor, nos encontramos con un universo poblado por monstruos-dioses antiguos (“los primordiales”) de naturaleza extraterrestre, que habitan en otras dimensiones (ligadas a nuestro planeta), o bien, en las profundidades del mar o la tierra, y que pueden ser convocados por medio de conjuros. Estos monstruos son “liderados por Azathoth y entre ellos se encuentran Cthulhu, Hastur, Nyarlathotep, Shub-Niggurath, Tsathoggua, el dios-serpiente Yig y Yog-Sothoth” (Rossi, 2004). El autor aglutina a un amplio círculo de escritores que completan y amplían esta estructura mítica de los monstruos antiguos, antes y después de

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su suicidio. Este sistema mítico se funda en la aceptación de un profundo misterio en los fenómenos naturales y en la transformación horrorosa de lo cotidiano, que muestra una “segunda naturaleza”, antigua, metafísica y violenta respecto de lo humano, e intuida inconscientemente. Los monstruos lovecraftianos están siempre a la espera de ser liberados de su cárcel antigua, para asolar, destruir el planeta e imponer un “reinado bestial”. La cercanía de los monstruos, invade el espacio físico. La presencia de Yog-Sothoth en El horror de Dunwich, se hace evidente en los riscos escarpados y, en general, en la geografía y el ambiente natural (Lovecraft, 2003: 10, 19), volviéndolo “antinatural”. La presencia de los “viejos que quieren volver” (Ibíd.: 33) es contaminante y patente para la mirada, el olfato y el instinto. La pestilencia delata a los antiguos (Ibíd.: 40). Los “primordiales” han dejado registro de su existencia, y los respectivos conjuros que permitirán su regreso, insertos en “el Necronomicón”, un supuesto libro escrito por el árabe Abdul Alhazred (Ibíd.: 37); y cuentan con el apoyo de seres humanos que han sido transformados en confusos monstruos (cf Ibíd.: 50) y que, en algunos casos, provienen de viejas estirpes “depravadas” por el culto a los antiguos. Los héroes lovecraftianos son anticonjuradores que descubren los planes de traer o revivir a los demonios primigenios y detienen, a su vez, a los conjuradores con fórmulas verbales o actos físicos de magia (bajo los “mismos métodos”) (Ibíd.: 81) que vuelven a éstos a su estado de quietud (cf. Ibíd.: 91ss.). Las tramas de los relatos se construyen alrededor de estos duelos mágicos entre conjuradores y anticonjuradores; proceso en el cual “lo bestial” muestra apenas su perfil: se evidencia para desaparecer en las sombras.

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En otras obras, caso de El color que cayó del cielo, las tramas están centradas en “horrores exteriores” contaminantes, que deterioran la estructura ontológica del mundo natural. Lovecraft llama a estos monstruos “horrores arquetípicos”. Podemos referirnos a ellos, en conjunto, como una teogonía de la inestabilidad de las certezas. El mundo de Lovecraft es un mundo inestable, voluble en sus fundamentos profundos, muy distinto, por ejemplo, al mundo de las certezas científicas, históricas y teológicas cristianas, que intentan racionalizar la historia y la naturaleza. Estos horrores literarios nos presentan la cercanía del caos y el fin de la historia humana tal y como la conocemos. Esta “historia” no es, ni siquiera, fenoménica, sino una capa superficial, tras la que se oculta un poder innombrable (cf. Ibíd.: 6-7), oculto en las profundidades del mar (cf. Lovecraft, 2002: 44) de la racionalidad. Este autor pone en cuestión la estructura de la mismidad. En Lovecraft, el sujeto aparece carcomido por dicha inestabilidad ontológica de las certezas. Inestabilidad que se refleja en el universo mítico, el cual constituye una alteridad caótica, que genera dicha inestabilidad, y que es rechazada de forma absoluta. Nos encontramos dos polos (el sujeto y lo otro). Del polo de “lo otro”, la constitución percibida como amorfa y bestial, deviene un proceso de contaminación y deterioro del sujeto. Los héroes y anticonjuradores se convierten en vigías que impiden estos procesos deletéreos de la mismidad. Se trata de un temor subjetivo (según los personajes humanos), cósmico y cultural. La mismidad afectada es la del sujeto, y la estructura natural y cultural, según los paradigmas occidentales. Se trata de un tributo al miedo profundo, existencial y arquetípico, hacia la alteridad.

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La literatura de horror cobra gran auge al lado oeste del Atlántico. Dividiéndose en literatura de horror puro, cargada de monstruos y fantasmas; y literatura de misterio policial, donde los horrores son humanos y sicológicos. Autores como Stephen King y Patricia Highsmith heredan muchos de los tópicos de la literatura popular de horror. En ambos autores, la realidad cotidiana se descompone, mostrando otra faz. Caso del conjunto de cuentos de Highsmith Crímenes bestiales, donde dichos crímenes son perpetrados por gatos, hámsteres y otros animales y mascotas en apariencia inocentes (Highsmith, 2001). El horror procede de lugares comunes de nuestra vida, y ya no de lugares especializados del miedo. El monstruo vive en todas las cosas posibles; el monstruo se constituye en un acto cotidiano y paranoico. Stephen King creará toda una estructura mítica posmoderna de los monstruos. Muchos de estos, aunque tengan fundamento en una alteridad profunda, se manifiestan en la cotidianidad (el payaso asesino de niños de It, la entidad secuestradora en el guión la Tormenta del siglo, los muertos en Cementerio de animales). En otros casos, el horror procede del ser humano (Misery, Rabia) o de situaciones sociales colapsadas o deletéreas (Apocalipsis, La larga marcha, Los niños del maíz). La primera novela de King, Carrie, es la que mejor representa todas estas orientaciones. King señala que en esta novela subyace un profundo simbolismo; por ejemplo, en el tema de la sangre (cf. King, 2001a: 154) expresada en la primera menstruación de la protagonista y en el ataque final con un balde de sangre de cerdo. Sangre como principio y final del monstruo. Carrie, es la historia de Carrie White (King, 2001), una adolescente que vive bajo el poder de una madre autori-

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taria, moralista y religiosa. Carrie sabe que es distinta, por su apariencia (objeto de burla de quienes la rodean, como sus compañeros en la secundaria), y por sus poderes síquicos, capaces inclusive de hacer llover rocas. Carrie no es el monstruo. Sobre esto sí nos previene King: el monstruo es el entorno social y moral que libera la destructividad telequinética de Carrie. La destrucción al final de la novela (y en sus dos versiones fílmicas), generada por los poderes de Carrie, constituye un monstruo oculto tras la normalidad de un pueblo cualquiera; es la diferencia no reconocida por sus habitantes. Constituye el costo por la unidad social y la normalidad, como se relata en excelente cuento de Úrsula K. Le Guin Los que se alejan de Omelas (Le Guin, 2004), donde la utopía perfecta se sustenta en una minúscula situación de infelicidad y tortura en el cuerpo de un niño. En el lado primero del Atlántico, sin embargo, la literatura de monstruos no se detuvo del todo una vez creadas Drácula y Frankenstein. Aunque su evolución fue más lenta y menos comercial que en el caso de las literaturas “pulp” de horror en Norteamérica. Desde el siglo XIX, los monstruos aparecieron en la “literatura seria” europea, caso de los fantasmas de M. R. James en Inglaterra (James, 1997) o del extraño Horla, de Guy de Maupassant en Francia, y el insecto en el que se convirtió Gregorio Samsa, personaje de La Metamorfosis de Kafka, relato más reciente en el tiempo (primera mitad del siglo XX). Sobre estos dos últimos relatos quisiera detenerme para hacer algunos comentarios. En El Horla, el personaje de Maupassant, se enfrenta a un supuesto ser invisible. El cuento cobra la forma de un diario, donde se va detallando, día a día, el proceso de conquista “del invisible” sobre el personaje. El narrador

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enfatiza en la profundidad del “misterio de lo invisible” (Maupassant, 1986: 11) y en la existencia de una realidad dual, parte de la cual no es accesible a la mirada: “en la tierra hay otros seres, además de nosotros” (Ibíd.: 15). Los cuentos de Maupassant “se nutren de lo Invisible o el Otro en cuyo contacto la integridad psíquica del yo se diluye en la locura” (Borda, 2004). Mas no se trata de horrores bestiales como los lovecraftianos; se trata de horrores, más bien, sicológicos. El narrador es confundido por la alteridad del mundo: al ver el cielo y pensar en la existencia de otros seres, se genera en él un profundo sentimiento de debilidad (cf. Maupassant, 1986: 27). Deviniendo una condición paranoica (podría decirse según la sicología) que deriva hacia el sometimiento respecto de esas fuerzas invisibles: “Alguien posee mi espíritu y lo domina” (Ibíd.: 25); “Sí, le obedeceré, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, me mostraré humilde, sumiso, cobarde” (Ibíd.: 28). El lector no puede asumir cuál es la realidad de lo contado. Puede tratarse de simple paranoia, cosa aparente al inicio del cuento (“¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que cambian nuestra felicidad en desánimo y nuestra confianza en nosotros mismos en inseguridad?”). El relato avanza hacia la convicción de la existencia del otro (“La noche pasada sentí a alguien apoyado sobre mí, que me sorbía la vida de entre los labios”) (Ibíd.: 11, 16), hasta que la “intuición negativa” del narrador presenta lo percibido ya como “alguien”: “Él no ha vuelto a hacerse visible”. Entonces la entidad revela su nombre (“el Horla”) (Ibíd.: 25, 29) y su existencia real para el narrador. El relato se mueve luego hacia el convencimiento y la búsqueda de pruebas y su inserción dentro de una racionalidad científica trunca (“¿Por qué no ha de haber

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algún otro ser más, una vez que se ha cumplido el periodo que separa las apariciones sucesivas de las diversas especies?”), hasta el intento de matar “al invisible” con fuego, y como esta técnica directa no parece funcionar, mediante el suicidio del narrador (cf. Ibíd.: 30-33), frente al cual, obviamente, “el invisible” desaparecerá. Según Borda, este y otros relatos de Maupassant nos presentan un profundo temor a la alteridad de la razón moderna, a la irracionalidad proveniente del instinto: “la más representativa ilustración ficcional de la alienación de la voluntad del hombre a una fuerza superior (el instinto)” (Borda, 2004). Por ello, la apelación permanente a una ciencia y a una racionalidad ordenadoras de un mundo que, como el monstruo, no se deja ordenar. El monstruo es, pues, el mundo. En el caso de Franz Kafka, se da un tratamiento de lo monstruoso a partir de la angustia existencial ante la imposibilidad de superar los límites del mundo. Lo monstruoso deriva de una situación existencial del sujeto, de un contexto, que crea al “monstruo” como inflexión estética de dicha imposibilidad: se trata de un grito lanzado al vacío del texto, como en la pintura de Münch. En este caso, “la monstruosidad viene determinada por los otros” (Sierra, 2004), por su renuncia a la alteridad. En el caso de La metamorfosis, obra capital del autor, su personaje, Gregorio Samsa, es un burócrata cualquiera que trabaja en un almacén y vive una cotidianidad opresiva y asfixiante de regularidades mecánicas sin salida. Así, un día, despierta tal y cual es (o más bien como se siente) según la determinación de este contexto social existencialmente asfixiante: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto” (Kafka, 1996:

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9). Su voz como su cuerpo es “una voz de animal” (Ibíd.: 29). Como todo monstruo, es cercado en el espacio social por los límites que imponen los demás: su habitación será su único refugio; la reclusión le impide contaminar el mundo de afuera (cf. Ibíd.: 42). o ser agobio de la mirada. Es ocultado a la vista, porque aún se le guarda cierto respeto, aún representa algo de la mismidad. Todavía no es absoluta e incomprensible alteridad. Samsa, en proceso de conversión total hacia un “estado fósil de angustia” que le oprime, se siente cómodo de algún modo con su nueva apariencia: “las patitas, apoyadas en el suelo, obedecíanle perfectamente” (Ibíd.: 38). La comodidad ante la transformación es síntoma de un estado de aceptación de la propia naturaleza. Con el paso del tiempo, la familia se acostumbra hasta cierto grado a la “metamorfosis” (se hacen partícipes de ella), aún ocultándola de manera discreta dentro de la habitación de Samsa (Ibíd.: 59-60), convirtiendo esta en una verdadera madriguera, que sufre el descuido familiar, llenándose de mugre, polvo y restos de comida vieja: se convierte en la “residencia del monstruo”. La degradación ocurre en el cuerpo del personaje y en el espacio que este habita. Esta degeneración proviene de quienes lo rodean. Entre más decae existencialmente Samsa, más crece una aparente normalidad de su familia y de los espacios que rodean su dormitorio. Poco a poco, Gregorio es objeto de un proceso de extrañamiento por parte de su familia. Se convierte en una molestia. Su transformación es asumida como una pérdida, como señala su hermana: “Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano” (Ibíd.: 102). La familia no puede soportar a su hijo y hermano, porque él ha sido creado por ellos y unos sueños

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truncos de “normalidad”. El asco es la respuesta ante el insecto que señala, estéticamente, la intrascendencia de lo real: “ya hace tiempo que hubiera comprendido que no es posible que unos seres humanos vivan en comunidad con semejante bicho” (Ibíd.: 105). El monstruo se ve reducido a la insignificancia de la simple “alimaña”: lo extraño (“el monstruo”), y a la vez ridículo (“el bicho”). Víctima de los ataques familiares, del desprecio y del hambre (Gregorio decide no comer por su propia voluntad de desgaste y náusea), un día el insecto muere sin pena ni gloria. Se trata de un suceso casi imperceptible en el discurrir de los hechos, tal como su primera transformación: “El cuerpo de Gregorio aparecía efectivamente completamente plano y seco” (Ibíd.: 111), reducido a un estado ínfimo como el cascarón de una cucaracha tiempo atrás fenecida, como el vaciado infinitamente pretérito de un trilobites. Este tipo de muerte es común en los relatos de Kafka, respecto de sus personajes monstrificados (El artista de trapecio, El artista del hambre, Prometeo encadenado). La monstruosidad en Kafka es metáfora de una inflexión del contexto angustiante, una manifestación exteriorizada de la angustia. Esta inflexión en el universo kafkiano no puede encontrar camino hacia una restitución plena de la realidad, de los deseos realizados y la tras-

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Monstruos principales de la teogonía moderna Monstruos definidos por un Según la solo tipo de monstruosidad combinación de dos o más tipos de Tipos Monstruos monstruosidad Sicópatas Asesinos en serie Mentales Momias vivientes Seres Brujas Humanos Científicos Hombres lobo vivos “locos” Deformes Clones de bestias Físicos Mutantes antiguas Clones Transgénicos humano-alien, Muertos Zombis animal-alien Vampiros Seres poseídos: humanos, animales, Bestias Antiguas (Dinosaurios) máquinas, cosas Actuales (Chupacabras) Computadoras y Pre-Míticos (Minotauro) robots “locos” Robots Máquinas Computadoras Demonios alienígenas Cyborgs (Lovecraft) Aliens Animales antiguos Espíritus Demonios “de lugar” (monstruo del lago Ness) Fantasmas Revividos Espectros

4. Reinado de las imágenes “Aliens”, caníbales y asesinos por naturaleza

E

l cómic, la literatura ligera de masas y el cine de terror, desde sus comienzos, en el viejo continente, y, sobre todo, en los Estados Unidos, han encantado y fascinado a la gente por medio del miedo a los monstruos. Los relatos del cómic clásico (Bug Rogers, Superman; Kalimán y El Santo en América Latina), las películas (comenzando con King Kong, Nosferatu, Frankenstein, El Hombre Lobo y La esposa de Frankenstein), siguiendo luego con el cine de Hitchcock (Sicosis y Pájaros, por ejemplo) y, después, el cine “de segundas” adulto (La Cosa, La noche de los muertos vivientes, El monstruo de la laguna negra, etc.), o el actuado por y dirigido a jóvenes (Viernes 13, Las Pesadillas de Freddy, La Máscara de la Muerte, Leyendas Urbanas, Jeepers Creepers), han estado poblados de bestias diversas, optando por una estética de “lo oscuro”. En el cine estadounidense de terror de “los años 30 se apostaba por lo inverso de las leyes de Hollywood: la belleza y las bellas historias de amor, se tornaban en fealdad y horror” (Rodríguez, 2004), cuestionando las figuras heroicas decimonónicas, en exceso recargadas por los

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mitos de la corrección. “Desde sus orígenes, el cine de terror se ha caracterizado por la comunión estética entre propuestas argumentales subversivas –más allá del puro realismo, superando el costumbrismo por medio de la incorporación metódica, delirante, de fenómenos inexplicables, semillas tentadoras que nos aproximan a lo desconocido, la ciencia-ficción y la amenaza de lo monstruoso...– y un estilo, lenguaje o textura de plasmación transida de lo sublime. En su mosaico de zozobra se mezclan lo sugerente, lo implícito, los encuadres imposibles, la expresiva iluminación de los claroscuros o la languidez locuaz y tematizada de las sombras, el suspense, el terror, el horror” (Olivares, 2004). En el camino, hubo entonces cambios en los códigos dicotómicos del “bien” y el “mal”, la normalidad y la monstruosidad, hacia héroes o demonios ambiguos (Batman, Spawn, Los Hombres X, Drácula de Francis Ford Copola), o bien el cuestionamiento de los mismos códigos (El Planeta de los Simios, Enemigo Mío, El Hombre Terminal, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, Cocoon, Inteligencia Artificial, Yo Robot, etcétera) y el cuestionamiento, más o menos, profundo de la mismidad y la diferencia. El camino del cómic y del cine, ha estado poblado por una amplia ecología de la monstruosidad y sus respectivos ecosistemas centrados en la violencia y en la liquidación de los monstruos por parte de los héroes. Toda la saga de James Bond gira alrededor, como bien lo apunta Umberto Eco, de la persecución y liquidación de “monstruos humanos” (cf. Eco, 1998: 77-98), que atentan contra el “bien”, representado este por las democracias basadas en la inteligencia militar y en el espionaje. El cómic y el cine han sustituido a la literatura ligera, inventada en tiempos antiguos, y que cobró auge primero

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con las novelas medievales y renacentistas de caballería (aquellas criticadas de forma irónica en Don Quijote de la Mancha), y luego, más acá, con las novelas góticas (con sus castillos gigantescos llenos de parafernalias) y, después, con las novelas de aventura (europeas en principio); finalmente, con el auge de las novelas rosa (la pornografía femenina, según algunos autores), las literaturas “pulp” de ciencia-ficción, terror, detectivismo (las novelas de Ágatha Christie y toda una legión de seguidores) y fantasía (medievalista, post-apocalíptica, y de diversas temáticas más). Sin olvidar la influencia del “cómic” japonés (anime, manga), con un contenido gótico y oscuro que ha influido mucho al “cómic” y al cine estadounidenses de los últimos tiempos. Igual influencia ha tenido la vieja literatura y mítica medievales. Caso de la imagen del “caballero negro”, como síntoma de una desviación de la figura heroica del caballero, salvador de vírgenes y desmadejador de entuertos (Don Quijote de la Mancha). Imagen presente, por ejemplo, en la figura de Lord Vader en La Guerra de las Galaxias. En relación con el “cómic” y el cine, la mayor parte del mercado ha sido cooptado por los EE. UU., y ha sido fuente primaria de inspiración de los guiones hollywoodenses más recientes y, en casi todos los casos, carentes de algún rastro de imaginación. Cuando se estrenó la película Marcianos al Ataque, la propaganda y la crítica mundiales intentaron presentarla como un ejercicio crítico de las películas de “segunda” y “tercera” de los años 50 en adelante (caso de aquellas dirigidas por el ahora famoso Ed Wood, quien ha sido reconocido con una película del mismo nombre y dirigida por Tim Burton) (cf. Flury, 2002: 126-128), que versaban sobre los miedos, mezclando en algunos casos y sin norma alguna (irrespetando sus orígenes míticos) estos miedos

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(“vampiros-espaciales”, “momias galácticas”, “brujas-vampiro”, “zombis-marcianos”, y otros monstruos por el estilo). En Marcianos al Ataque se presenta la negación radical de cualquier alteridad. Pese al carácter irónico y la estructura cómica del relato, lo cierto es que los mecanismos de comunicación que intentan sus personajes humanos, dirigidos al entendimiento con los otros, fallan, dando como resultado un único camino: la guerra. En el relato de Marcianos al Ataque, los humanos fungen como inocentes e ingenuos ante una radical alteridad que, a pesar de ello, es partícipe de algunas cualidades “humanas” (el erotismo, la televisión, la ropa). El final es risible, y, a la vez, dramático: la música de fonógrafo de la abuela de uno de los personajes (un niño-héroe), música de principios y mediados del siglo XX, destruye a los invasores. Como en el filme El Día de la Independencia, el resultado es totalitario: ni uno de los “monstruos” puede ni debe quedar vivo; la mismidad se revela en la total destrucción de la alteridad. No puede haber entendimiento ni encuentro posible. En el caso de El Día de la Independencia, la oposición entre “nosotros” (los estadounidenses) y los otros (todos los demás), es polarizada y dicotómica. En ningún momento, se da un intento de comprensión de los otros. Solo es posible comprender que esos otros, con una tecnología en apariencia superior, desean la total destrucción y usufructo de la Tierra. En ausencia de comunicación, solo la violencia puede resolver la disparidad de dos culturas enemigas “por naturaleza”. La ciencia-ficción escrita más seria siempre ha estado en desacuerdo con esta tesis de la alteridad absoluta. Según la ciencia-ficción, la inteligencia tiende al entendimiento de los otros y del universo. Sobre todo si, como

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señala Carl Sagan (1997), desde una visión en extremo positivista pero, tolerante y optimista, el primer lenguaje que puede facilitar el encuentro, es el de la ciencia. Siendo ésta la que, objetivamente (a través del desarrollo tecnológico inherente a las naves espaciales, los mecanismos de comunicación, etcétera), permite los encuentros imaginados entre inteligencias espaciales. Sagan radicaliza esta tesis en su novela Contacto, que luego fue llevada al cine. El Día de la Independencia y otras novelas y películas de corte peligrosamente cercano al fascismo, caso de Tropas del Espacio de Robert Heinlen y llevada al “celuloide” por Paul Verhoven, no tratan ni remotamente estas tesis optimistas de la pluralidad. Las teogonías propias de la literatura, el cómic y el cine estadounidense (principal creador de mercados culturales en el mundo de hoy), no tienden, en la mayoría de las veces, al señalamiento de esta pluralidad, sino todo lo contrario: tienden a enfatizar la mismidad, representada por el “american way of life” y la detracción de la diferencia. Ello tiene razones económicas, políticas y militares de fondo que conllevan a una concepción imperialista de la hegemonía cultural mundial. Concepción que reduce la realidad a un conflicto entre buenos y malos donde no existe término medio. En dichas teogonías, el monstruo (el otro) ocupa un papel prioritario en calidad de antagonista de un héroe, ya sea interno a las tramas y relatos, o bien exterior representado en el “nosotros real” propio de quienes generan y distribuyen dichos relatos. Vamos a centrarnos muy brevemente en tres figuras ya clásicas, a mi criterio, de los monstruos de estas teogonías: el alien, el caníbal y el asesino en serie. En el caso de estos dos últimos, la figura

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de Hannibal, personaje creado por Thomas Harris en El Dragón Rojo, El Silencio de los Corderos y Hannibal (todas llevadas con éxito al cine una o más veces), representa con creces a los dos mitos en cuestión. Alien, el alienígena, define la otredad como exterioridad: el ser que no forma parte de nuestro círculo. Los mitos sobre alienígenas, los monstruos exteriores, se han potenciado en los últimos 60 años, como resultado del influjo de la ciencia-ficción literaria, del cine de terror espacial, y la influencia histórica de la “guerra fría” (cf. Barthes, 1997: 42ss.). El tema se ha movido desde perspectivas seudo-científicas, que pretenden mostrar pruebas sobre la presencia real de “extraterrestres” en el espacio terrestre (incluyendo autopsias truculentas, datos históricos y arqueológicos y diversidad de relatos y de series como Los archivos secretos X, “X Files” en inglés) (cf. Friedman, 1995; Barclay, 1999; Temple, 1998), hasta sagas espaciales cargadas de monstruos y enemigos íntimos de la mismidad. Quiero rescatar algunas de las películas que más han contribuido al mito del monstruo en los últimos 30 años, sin rescatar la diferencia (como en el caso de ET o Cocoon): me refiero a la saga de Alien y a la saga, de segunda calidad, Especies. Alien, “el octavo pasajero” (se refiere al octavo pasajero de la nave espacial mercante “Nostromo”) y sus secuelas, hasta la versión pobre de contenido Alien vs. Depredador, nos presenta a un monstruo perfecto en la visión occidental de la “otredad”: aunque su misión es alimentarse y defenderse, cumple esta función matando a seres humanos. La saga se centra en la naturaleza extraterrestre de la criatura, para luego derivar hacia explicaciones menos exteriores. En este segundo caso, se trata de una potencial arma biológica a usar por la poco precisa Federación o Cor-

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poración humana (de planetas se imagina el espectador de la serie). Finalmente en Alien vs. Depredador, el alien es creado por los “depredadores” espaciales de otra saga de monstruos espaciales (Depredador I y II), por lo que ya el espectador no sabe a qué atenerse sobre el verdadero origen del alien: lo cierto, es que este tiene origen en el miedo. Alien es una criatura racional que, racionalmente, está abocada a la muerte. Lo único irracional en ella son sus posibles motivaciones. Parece que su objetivo, como toda criatura, es la reproducción y la alimentación. Los filmes del Alien enfatizan dos cuestiones importantes: una, es la impronta del miedo ya señalada; otra: el “nacimiento humano” del monstruo. Se trata de un parásito, que se inserta en el cuerpo de sus víctimas humanas, para nacer ya formado, matando a su portador, al destruir sus funciones cardiacas y respiratorias, rompiendo el lugar que, desde la antigüedad, se señala como residencia de la vida: el pecho. Alien requiere de los seres humanos para reproducirse. Al hacerlo, debe destruirlos. Alien se inserta en su propia mismidad, para la cual, los humanos, no son tampoco alteridad. Entre una y otra especie la comunicación resulta imposible. Excepto en la tercera y cuarta películas, en las cuales los alien establecen alguna comunicación con Ridley, la protagonista de la saga. Se trata de una comunicación trunca, fundada en el necesario y violento proceso de reproducción de la bestia (en Alien IV Resurrección). En Alien IV, nos encontramos con algún grado significativo de reconocimiento metafórico de la alteridad, cuando nace un alien que contiene genes humanos. Encontrada la alteridad, es destruida por Ridley, porque aún compartiendo algún trozo de humanidad, la bestia sigue

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siendo bestia: la cuarta entrega de Alien, retorna al mito edípico inverso: la madre destruye a su hijo, antes de ser destruida por él. En la saga Especies, la historia arranca como un trunco proceso de comunicación genética entre la “humanidad” (los estadounidenses) y otra especie de origen extraterrestre. Esta última “dona” su ADN, vía radiotelescopio, con el objetivo de destruir a la primera y establecer una avanzada de su linaje en la Tierra. Los extraterrestres utilizan su información genética, para “limpiar” mundos contaminados por civilizaciones como la humana. La tesis es sencilla: los seres humanos son los virus de la Tierra; como los virus, los seres humanos constituyen la única especie del planeta que destruye su ecosistema, a su portador. Lo más interesante de estas películas (Especies), es su cercanía con la trama de Carl Sagan, Contacto, al plantear que la vía de encuentro y comunicación entre culturas espaciales puede establecerse en el plano de la información y la tecnología, y no en el plano físico. Como en todas las sagas de monstruos, los personajes humanos están condenados a destruir a sus antagonistas no-humanos. La saga de Especies no agrega más que lo dicho a las tramas de la ciencia-ficción fílmica comercial. Hannibal “El Caníbal” Lecter es el personaje que mejor define la condición mítica moderna de la monstruosidad. Se trata de un exquisito personaje, siquiatra de profesión (aquel que “cura la locura”), amante de las bellas artes, gastrónomo y catador de vinos, y dotado de una cultura y una inteligencia sin iguales. El único problema con el personaje central de las novelas de Harris radica en que este es “caníbal”: disfruta de la carne humana cuando él ha garantizado esta fuente

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con una violencia desmedida: se trata de la figura moderna del sicópata, el monstruo mental, la singularidad en el largo camino de construcción de la normalidad, aquello que no podemos entender, el ser humano y a la vez “no humano”. La diferencia mítica puesta en escena extralimita las potencias de la comprensión. La calidad de monstruo de Hannibal, le permite entender y comunicarse con los otros monstruos. A diferencia de los sicópatas usuales, Hannibal es consciente de sus apetitos y los explica racionalmente. Este personaje encarna lo racional pero no lo razonable (Schutz). Por ende, lo monstruoso en él no son los crímenes, sino la habilidad para racionalizarlos y justificarlos, mediante un permanente control teleológico enfocado a los mismos. Hannibal carece de culpa, por ello, la imagen de este monstruo, enfatiza en lo “inhumano” de una conducta sin relación con la culpa. Hannibal constituye, fuera de las tramas de las novelas y filmes, un héroe posmoderno: alguien que puede estructurar una subjetividad llena de contenido, sobre sus propias calidades humanas, contra el vano sinsentido de una cotidianidad vaciada de sujetos efectivos y de motivaciones fundantes. Explicando quizás la ambigua recepción del público de las novelas, y, sobre todo, de los filmes, desde el triunfo taquillero de El Silencio de los Corderos. Después de este filme, el interés de los productores y del público se orientó hacia el Dr. Lecter y sus distintas calidades y excentricidades, por lo que Hannibal, en pos de este mito, pierde fuerza argumentativa y unidad (como sí los encontramos en la novela / película El Silencio de los inocentes) (cf. Harris, 1993): al centrar el mito en la dimensión del monstruo, se vacía la estructura argumentativa. En Hannibal (novela-filme / filme-novela), el Dr. Lecter es retratado de forma detallada. En su papel de

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monstruo, se inscribe como el menos monstruoso, en un mundo que le cerca y le persigue. Ni siquiera las bestias tienen poder contra Hannibal (caso de los cerdos hambrientos y los perros asesinos): se trata de la “esencia del mal” y, como se insiste en la solapa de la versión dura de la primera edición en español del libro, no existe consenso en si Lecter es o no humano (cf. Harris, 1999: 163). Lecter materializa la “absoluta alteridad”: resulta incomprensible a los ojos humanos. Lecter quiere un mundo semejante a sus deseos, una arquitectura idéntica al “palacio de la memoria” que ha construido para sí en su cabeza, donde cada cosa tenga un lugar (cf. Ibíd.: 163, 293ss.). Lecter desea un orden. El caos que instituye al matar es accidental, una reacción secundaria frente al mundo que le cerca policialmente. La teogonía moderna, al crear el monstruo, revela el deseo de lo otro, la instauración de la alteridad; en el intento falla, al centrar la posibilidad de esta alteridad en una figura que, para ser “el otro”, debe fundar su mismidad en la muerte de su respectivo otro. La teogonía imposibilita el camino de la alteridad: asigna a lo distinto la ignominia del término monstruo (cf. Ibíd.: 163). Esta alteridad es posible como un absoluto que no reconoce inversamente al otro. La teogonía moderna centra la atención en el otro, como “absolutamente otro”, como sujeto inviable. Al proceder según lo dicho, el otro se vuelve ficticio. La mismidad, en el juego de la absoluta alteridad, queda intacta. La monstruosidad que se le achaca a Lecter gana alguna relatividad bajo a la clásica posibilidad de enamorarse, o sea, de no ver en alguien solo “alimento”, de ver en el otro a una persona. A partir de las novelas clásicas de Frankenstein y Drácula, el amor es una de las llaves que

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libera al monstruo de su propia monstruosidad: el amor es heroico, restaurador irracional de la irracionalidad en racionalidad. La película Hannibal es menos atrevida que la novela original, ya que en esta última, al final, “El Caníbal” escapa junto con su amada; al principio de forma no voluntaria, y después en completo acuerdo: más allá del síndrome de Estocolmo, Clarice Starling considera a Hannibal “sujeto de amor”, aunque tenga que ceder y convertirse en monstruo, al erigir como él, un “palacio de la memoria” (Ibíd.: 555). donde establece un orden ideal y la consecuente residencia de su estabilidad mental: juntos en “el amor y en la locura”. La película Asesinos por Naturaleza, a través de la hiperviolencia irracional, convierte este tópico del “amor en la locura” en su eje principal. En ella, una pareja, un día de tantos, se lanza al mundo en una larga secuencia de asesinatos sin sentido (si el asesinato tuviera, en todo caso, algún sentido), convirtiéndose en estrellas mediáticas, hasta que todo pierde fundamento, hasta que realidad y show se confunden en una farsa caótica de sangre y destrucción. Este filme constituye una rareza, más cercana al cine de Tarantino; ya que los demás filmes sobre asesinos en serie, pese a la violencia, tienden, más bien, a un intento de descifrar la mente del asesino. Desde la ya citada El Silencio de los Corderos, pasando por Los siete pecados capitales, El Hijo de Sam, El Coleccionista de Huesos, Monstruo (“Monster”) y la de menos contenido aunque excelentes efectos y fotografía, La Célula, e infinidad de series que tratan el tema, plantea la existencia del monstruo por excelencia de la posmodernidad: el asesino en serie.

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La figura del asesino en serie es una figura criminológica moderna. Su clasificación no responde al hecho en sí del asesinato ni al número de víctimas. Responde, más bien, a la racionalidad que encadena los asesinatos (y violaciones) y los signos físicos del daño. El asesino en serie es descrito como alguien cuyas motivaciones rompen el “orden de la normalidad”: sus motivos son irracionales, no así los actos que encadenan estas motivaciones con los crímenes. Caso de Grenouille en El perfume (Süskind, 1998), quien mata para crear el perfume perfecto, o del asesino que replica a otros asesinos, como en El Coleccionista de Huesos (Deaver, 1997). El asesino en serie actúa racionalmente hasta donde pueda. La acción policial se plantea en los filmes y en la realidad criminológica, como tarea reconstructivo-hermenéutica, como una interpretación de las señales y los signos motivacionales que empujan a los asesinos. En unas películas, más que en otras, se recurre a las viejas metodologías racionalistas decimonónicas (las relatadas en El doble asesinato de la Calle Morgue, o en la serie de Sherlock Holmes) para el esclarecimiento de los crímenes; paulatinamente, las películas enfatizan, más bien, el papel de la intuición y empatía de los investigadores, capaces de entender las cadenas racionales que concatenan los signos, las huellas y las evidencias, y también las estructuras intelectuales y emocionales (conscientes y subconscientes) que soportan y dan contenido a los mismos. En este caso, la o el detective llega a pensar y sentir como el asesino, cayendo en dinámicas afectivas y sociales de interacción diversa con éste (casi todas las películas enumeradas atrás recurren a este tópico). La alteridad se resuelve, en parte, en la mismidad. El asesino en serie

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aparece como un “semejante”, sujeto a una distorsión (sicológica, se dice) que la mismidad no puede tolerar, desatando la cacería, la persecución y la resolución final del dilema. El despertar del dinosaurio, la revuelta del robot El dinosaurio es otro monstruo de la teogonía moderna. Omnipresente en la cultura de masas contemporánea. Excesivo en el cine y la televisión en Oriente (Godzilla) y Occidente. Ha invadido los juguetes, la ropa, los juegos de vídeo, los murales, los parques de diversiones; forma parte del proceso de educación de los niños; y ha sido el motivo de uno de los cuentos más cortos de la historia de la literatura: llamado El Dinosaurio, de Augusto Monterroso (1995: 107). En Occidente, el dinosaurio nos ha invadido asfixiante, desde la pantalla (Barnie, Parque Jurásico, Godzilla). Este poderoso monstruo, ha resucitado victorioso de los fósiles donde fue descubierto, descrito y sometido a las taxonomías de la paleontología, para convertirse en mito por excelencia, nutrido por la sabia fértil del conocimiento científico (cf. Asimov, 1996). El dinosaurio, aunque monstruo, ha sido revivido en parte como héroe. Héroe de una época gloriosa y arquetípica de más de 100 millones de años. Como símbolo, es útil para demostrar el poder futuro del capitalismo y su horizonte histórico. Ningún sistema cultural escogería mejor una mascota para representarle. Más de 100 millones de años en tiempo humano, constituyen la eternidad: ese es el periodo que aspiran cubrir las relaciones entre propiedad privada, producción y mercado. Franz Hinkelammert asume que los dinosaurios

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sueltos en la película Parque Jurásico representan a las multinacionales que hoy dominan, sin fronteras ni horizontes, el umbral de la economía planetaria y que han roto las cercas de las fronteras y los estados nacionales. Los dinosaurios de Parque Jurásico son, así, las mascotas de las poderosas transnacionales. Aunque mascota simbólica, ningún monstruo, escapa a su condición de alteridad simbólica, de subjetividad truncada, ni siquiera los Gremlins, mascotas convertidas en monstruos por descuido humano. El dinosaurio sigue siendo monstruo: una de las especies más lejanas en el tiempo en relación con la especie humana. Entre ellos y nosotros solo subsisten vaciados en roca y, en el mejor de los casos, huesos. Como animales relacionados con él, tenemos a todos los reptiles, quienes han sido tomados a crédito como monstruos, en la antigüedad (La serpiente Bíblica) y en la modernidad (filmes como Anaconda, Cocodrilo). Una serie televisiva estadounidense de los años 70, Los Invasores, y otras series televisivas, cómics, películas y novelas, nos muestra que la faz de los “alien” debe ser “reptil”. Las teorías neurológicas, de la genética y la paleontología evolutivas, han colaborado mucho en la mitificación monstruosa de los reptiles. Según dichas disciplinas, el cerebro de los mamíferos, entre ellos, el ser humano, guarda en sí todas las otras fases de desarrollo cerebral de especies animales menos “evolucionadas”. La forma general y el cerebro de los fetos de especies diferentes (mamíferos y no mamíferos) guardan extrema semejanza. Los seres humanos habríamos desarrollado la corteza cerebral sobre estructuras más “primitivas”, entre ellas una que ha perdurado desde los tiempos del dinosaurio: el cerebro límbico o “reptil” (miedo plasmado en la serie

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televisiva Invasores). A lo dicho, en parte cierto, nada más se requería adicionarle un poco imaginación, planteándose dos tesis posibles. Primera tesis: la inteligencia puede no estar relacionada solamente con el desarrollo de la corteza cerebral humana, por lo que los reptiles también pueden ser inteligentes y poseer dominio científico-tecnológico, a través de la mediación de un proceso de evolución. Si esta evolución se entiende como un proceso paralelo y repetible en otros lugares del universo, el esquema resulta completo: los alienígenas tienen que ser reptiles-dinosaurios; y lo que salga de los platillos volantes supuestamente ha de tener un rostro “reptil”. Esta insistencia cultural de definir a los alienígenas como reptiles se ha repetido en diversas series televisivas y películas, violentando las teorías más serias sobre la existencia de vida e inteligencia extraterrestres (cf. Schatzman, 1994) y reproduciendo el miedo arquetípico occidental a la serpiente. La segunda tesis, es más atrevida, y proviene de la seudo-ciencia. Constituye el mismo planteamiento anterior con algunas variaciones: los dinosaurios desarrollaron inteligencia consciente; el colapso que los hizo desaparecer como especies, fue resultado de su poderío tecnológico-nuclear (Barclay, 1999: 27ss.). Este autor sostiene una idea sencilla y sistemática: los dinosaurios fueron conscientes e inteligentes. Ellos nos crearon como “mascotas” (ya que la especie humana aparece, dentro de la ecología planetaria, como extraña). Un día los dinosaurios perdieron el control, y todo terminó en colapso nuclear (obvia trasposición de las potenciales implicaciones de la Guerra Fría y el armamentismo nuclear actual). Nosotros nos convertimos en especie dominan-

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te y los dinosaurios sobrevivientes huyeron al espacio profundo. Dentro del sistema ecológico planetario, los seres humanos somos los verdaderos “alienígenas”, no los reptiles jurásicos que creemos haber visto bajar de los platillos volantes y que, de vez en cuando, aparecen en su antiguo planeta. Para defender esta idea, Barclay se dedica a desbaratar los aportes del evolucionismo de origen darwinista (cf. Ibíd.: 23ss.), teoría que sostiene, hasta ahora, una explicación completa, coherente y fundamentada en base empírica de la evolución, diferenciación y relación ecológica de las especies, incluida la humana. Ambas tesis se centran en la posibilidad de que los dinosaurios sean inteligentes, teniendo estos derechos sobre el planeta; cosa que “contrariaría” la actual situación histórica humana. Habiendo encontrado la alteridad en los dinosaurios inteligentes, el temor invade a la producción mítica: los reptiles son nuestros enemigos y, como en la sicología junciana, nos esperan desde dentro (cerebro profundo o límbico), o desde fuera (platillos volantes). Las diversas versiones fílmicas y algunas novelas centradas en este tema, no escapan al miedo arquetípico a la serpiente, mito que pudo consolidarse, al ser develados los secretos fósiles del mesozoico. El dinosaurio como monstruo es funcional en el plano cultural moderno, al ser símbolo de una poderosa y antigua presencia ecológica, socavada solo por un terrible cataclismo que sumió al planeta en la oscuridad y que llevó a un nuevo renacimiento biológico. Mediante el dinosaurio, hemos creado un monstruo fundacional ecológico, una ruta para explicar las acciones imperiales de Occidente sobre el mundo y sobre la ecología global. Con él materializamos el temor a una alteridad ecológica: la mismidad se instaura como soledad absoluta en un

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vacío metafísico perfecto. Si el dinosaurio es fundado como mito por la biología (la cual le insufla poder epistemológico), el robot desplaza el fundamento hacia la capacidad humana y el conocimiento aplicado: la tecnología. El miedo al robot surge con la tecnología. La imagen es puramente visual: el robot se parece a nosotros, y es creado como nosotros. Habiéndose rebelado las criaturas contra Dios (según la cosmogonía cristiana), ¿por qué no se rebelarían nuestras criaturas? El mito del robot contiene una utopía y una antiutopía. La utopía es definida por el fin del trabajo en manos de las máquinas (evidente fetichización de las cosas, diría Marx). Para hacer nuestro trabajo, las máquinas deben parecerse a nosotros. Y entre ser y parecer, la diferencia tiende a convertirse en cuestión de percepción. La antiutopía resulta de la paradoja: el robot, al parecerse demasiado a nosotros, termina reclamando libertad, imponiendo dominio sobre el ser humano (El Exterminador, Blade Runner, La Matrix, Yo Robot) e instaurando su propia utopía robótica, su sociedad de robots (La Matrix, Bionicle). En la utopía del robot, se anida una mitificación reificada de la propia estructura capitalista, la cual requiere del trabajo para garantizar la producción de riqueza. Ya Marx nos había advertido, desde el siglo XIX que la riqueza no proviene de la nada, ni de la naturaleza, ni del trabajo en general, al provenir solo de la aplicación concreta de fuerza de trabajo sobre los objetos naturales y materiales (lo que incluye nuestro cerebro). La utopía del robot constituye un mundo social en el cual la explotación ha sido trasladada de la esfera de las relaciones sociales a la esfera de las relaciones tecnológicas (fuerzas productivas): constituye un contrasentido

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marxiano. La utopía moderna del robot obvia la pregunta esencial, a saber: para realizar “operaciones humanas”, ¿hasta dónde se requiere ser “humano”? La antiutopía robótica ha estado incrustada en la utopía. No le damos razón a Popper, asumiendo que las utopías traigan el “infierno a la Tierra”. Más bien, en el caso concreto que analizamos, la utopía mítica del robot contiene en sí su propia contradicción, su negación. Y esta contradicción ha sido tratada como miedo a la alteridad por parte de la teogonía popular moderna, como miedo a las criaturas tecnológicas; aunque este miedo opere en las sombras culturales (cine, televisión, literatura) y no en el debate público sobre el papel de la tecnología. El mito de la “revuelta del robot” (el “monstruo mecánico”, se dice en el “anime” Mazinger Z) surge de su fuente mítica más cercana: el gollem. Nada más una diferencia: el robot está hecho de piezas mecánicas, no de partes humanas o de barro: es completa creación humana sin mediación de la naturaleza o de la intervención divina. El nuevo Gollem, como el “monstruo” de Frankenstein, está libre del pecado original. En diversas películas y novelas de ciencia-ficción, el robot, se instaura como renovador (en Metrópolis de Tea Von Harbou, su versión fílmica, y en la serie televisiva Perdidos en el Espacio) o como “bueno en esencia” aunque con un lado oscuro (El Gigante de Hierro). En otras, el Robot tiende a ser “malo” y destructivo por naturaleza (como el filme en clásico Agujero Negro). Desde los años 40, los avances tecnológicos permitieron a los escritores de ciencia-ficción predecir la futura inserción del robot. Isaac Asimov, el escritor que más detalló los contornos del miedo al robot, señala una serie de reglas (conocidas como “Leyes de la Robótica”, incluidas

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hoy en los manuales de “cibernética” e “inteligencia artificial”) desde su primer libro sobre robots, denominado Yo Robot. Ya en este título encontramos la contradicción analizada: para que el robot diga “yo”, tiene que ser sujeto y tiene que ser, necesariamente, humano. Las tres leyes de la robótica, sobre las que quisiera hacer algunos comentarios, son las siguientes: 1. 2. 3.

Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá por su inacción que un ser humano sufra daño. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas por cualquier ser humano, excepto cuando estas órdenes entren en contradicción con la primera ley. Todo robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando esto no entre en contradicción con la primera y la segunda leyes.

Asimov, en el argumento de Yo Robot, y en todas las secuelas posteriores derivadas de este libro, describe una serie de situaciones bajo las que dichas leyes pueden generar comportamientos inesperados, o bajo las que se establecen situaciones de excepción. Este escritor insiste en que dichas leyes deberían regular además el comportamiento humano. Dicho argumento guarda su contradicción, analizada por Asimov: si los robots son inteligentes como los humanos, ¿no son humanos en el fondo? Entonces, ¿para qué plantear las tres leyes? No sería este un acto cínico de indicación y de anulación mítica de la diferencia. Ya que si los robots son humanos, ¿no basta con las mismas normas humanas?, las cuales se “traslucen” dentro de las “leyes robóticas”: no dañarás a nadie, ayudarás al prójimo, obedecerás la ley, protegerás tu vida, darás tu vida

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por los otros. Este constituye un conjunto de reglas que se mueve entre la obediencia a la ley / sacrificio personal y la protección de la vida propia y colectiva. Asimov nos presenta un mundo utópico basado en el trabajo robótico. La sociedad humana ha creado las tres leyes (insertas en los canales neurales del “cerebro positrónico”), a fin de que los esclavos no se rebelen ni liquiden al amo. La utopía del robot se fundamenta en el miedo al otro. Y las novelas de Asimov nos trasmiten este mito del “monstruo mecánico”, frente al cual, los héroes humanos siempre restauran la paz robótica, o los robots más inteligentes se vuelven héroes de la humanidad (caso de Daneel Olivaw, personaje robótico “milenario” de las novelas de Asimov). o en “humanos verdaderos” como en el caso del robot Andrew en el cuento-novela y luego película El Hombre Bicentenario (cf. Asimov, 1987: 183-230). En esta sociedad éticamente totalitaria (de qué otra forma podría ser), donde vive Andrew, el personaje requiere doscientos años para ser reconocido como humano, luego de múltiples aportes a la ciencia, el arte y el conocimiento; y la transformación de su cuerpo robótico en biológico y, por último, el desarrollo de la capacidad de amar y de morir como cualquier humano. Diríamos, en descargo del personaje de Asimov, que las mujeres, los indígenas y los negros tardaron más en conseguir el reconocimiento de su humanidad. Más allá del “monstruo mecánico”, la teogonía moderna pronto buscó monstruos tecnológicos más sofisticados: cyborg, biorroides, clones y simbióticos. En estos cuatro casos, se trata de seres míticos, cuya característica común sigue siendo la artificialidad, aunque en una perspectiva biológica. En los años 70 se enfatizó sobre todo en la monstruosidad de estos seres a partir de la “ausencia de

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alma”. Un cyborg es, en principio, humano. Su cuerpo contiene piezas mecánicas o artificiales. Un biorroide resulta menos fácil de definir, ya que es una especie de simulacro biomecánico de un ser biológico. Se trata de un humano simulado con piezas biomecánicas similares a los órganos biológicos. Ya en este caso, nos encontramos con una profunda interacción entre lo biológico y lo mecánico, siendo imposible diferenciar del todo ambos planos. El biorroide está por encima de ambas cosas, de lo biológico y lo mecánico-electrónico. Un clon, es una copia idéntica biológicamente de un ser humano, lo que es lo mismo, un gemelo artificial no sincrónico (carente de alma según la teogonía contemporánea). Un simbiótico sería una interfase compleja entre un ser humano y una máquina, interfase que constituye un ser diferente. Cuando decimos “seres míticos”, no estamos cuestionando el desarrollo tecnológico actual, que permite la clonación o la existencia de los primeros simbióticos y cyborgs. Más bien, nos referimos al tratamiento por parte de la cultura de masas contemporánea, en la cual, esos seres han estado presentes desde hace poco más de treinta años; o sea, que como mitos son más recientes que el caso del robot; aún así, son tratados bajo los mismos parámetros relativos de monstrificación, sea monstrificación negativa o liberadora de la alteridad. Casi todos los monstruos bio-artificiales de la teogonía moderna, debido a la esclavización, sumisión o ataque humano, terminan rebelándose contra sus creadores. Aunque portadores alteridad, se ven envueltos en una absolutización de esta alteridad, lo que termina imposibilitando el camino a la convivencia. En la película Blade Runner, el mito del “ser artificial”

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encuentra una salida relativa en la alteridad, difiriendo la trama de la novela original ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? del escritor estadounidense Philip K. Dick (cf. Dick, 1986), en la que la antiutopía no tiene salida y el antihéroe debe liquidar a los antimonstruos. En Blade Runner, antihéroe y antimonstruos no quieren ser lo que son: en ambos casos, aspiran a una humanidad concreta. En casi todo lo demás, la película guarda algún parecido con la novela. Los “replicantes” en Blade Runner (biorroides casi indiferenciables respecto de los seres humanos, excepto porque viven solamente 4 años, habiendo nacido adultos con recuerdos artificiales implantados), son esclavos en Marte, planeta a donde ha sido trasladada la civilización humana, después de una serie de catástrofes tecnológicas. En la Tierra solo viven seres humanos que no son considerados aptos para vivir en Marte debido a su grado de contaminación radioactiva. Los “replicantes” intentan huir a esta Tierra antiparadisíaca, matando seres humanos a su paso. El “héroe” es un cazador policial que tiene, como único instrumento de reconocimiento de los “otros”, un test sicológico capaz de medir las reacciones emocionales y empáticas en sus pupilas, siendo en estos mucho más “frías” que en los seres humanos. Adicionalmente, no existen diferencias efectivas entre humanos y “replicantes”. El argumento de Blade Runner se mueve en esta lucha entre el antihéroe y los antimonstruos. Ni el héroe es tal, ni los monstruos son lo suyo. Ambos reclaman alteridad en los otros. La cadena de exterminio va adelante, porque la metáfora es clara: una vez creada la supuesta existencia de los monstruos, estos deben ser exterminados. En la escena final, el líder “replicante” no mata al antihéroe. Solo

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cumple su ciclo de vida y muere, habiendo resuelto el conflicto simbólico del que es presa: demostrando, como Andrew Martin, su condición humana. Novela y película no monstrifican negativamente sino, más bien, muestran las consecuencias de la teogonía moderna de los monstruos. Como la saga de los “calvos”, Mutante (Kuttner, 1988), donde las mutaciones crean a los otros, que deben avanzar hacia un proceso de comunión con los no-mutantes (tema recurrido en el cómic, la serie televisiva y en las películas de los Hombres X). El Chupacabras o el poder de los pequeños monstruos La producción cultural actual de monstruos, es un proceso complejo, que involucra los nuevos mecanismos tecnológicos de transmisión de información y las singularidades sicológicas de las poblaciones, sus contextos locales, y su disposición para la recepción de mensajes externos provocadores o representativos de sus universos simbólicos. Los monstruos llenan algún espacio en esta sicología, convirtiéndose en fenómenos reales para los sujetos y poblaciones que viven y sienten lo monstruoso como experiencia subjetiva. A los viejos mitos, se suman los nuevos, aquellos que podemos denominar “tecno-mitos”, muchos recreados en nuevas y populares series de televisión, caso de Archivos secretos X (1992-2003) (González, 2004), en la cual “el terror, como el horror, susurran inertes en las mazmorras de nuestro recelo” (Olivares, 2004). Compartimos, entonces, la siguiente opinión sobre esta serie televisiva: “Todas las sombras y los lemures a los que X Files han dado vida durante más de un centenar de capítulos, han tenido su oportunidad estelar de existir

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gracias a que han salido a la luz pública en un transcurrir histórico especialmente receptivo para sus andanzas oscuras, seductoras y borrosas” (Ibíd.). El monstruo de la cultura de masas se convierte en producto de los medios de comunicación, alimentado por el “rating”, y por la necesidad de horror y miedo presente en los espectadores. Este es el caso de uno de los mitos más efectivos de lo monstruoso en los últimos tiempos, reproducido en cuestión de meses por toda la América de habla hispana. Nos referimos al denominado Chupacabras, “asesino de especies menores”, que también aparece en un capítulo de la citada serie Archivos secretos X. El fenómeno del Chupacabras dio comienzo en marzo de 1995, “cuando los vecinos de los municipios de Orocovis y Morovis en el interior de Puerto Rico descubrieron que los animales de las granjas eran atacados de una forma sensiblemente diferente a la habitual en los animales salvajes o en el hombre” (Mundo Paranormal, 2004). Lo característico del mito es el tipo de víctimas y la forma en que las reducía a la muerte: “Conejos, pollos, cabras, etc. empezaron a ser encontrados totalmente desangrados, apareciendo los cadáveres con un simple y pequeño orificio, especialmente en la garganta” (Ibíd.). Después de su debut en Puerto Rico, el mito del Chupacabras se extiende a México, EE. UU., Costa Rica, El Salvador, Guatemala y al Amazonas (Ibíd.). En México, el fenómeno cobra auge al ser tratado en el popular programa Primer Impacto, durante mayo de 1996, casi un año después de los primeros casos de muerte de animales menores achacada al Chupacabras en Puerto Rico. Por ello, no fue difícil asignar un papel preponderante en la difusión de dicho mito a los medios masivos: “el crecimiento de la leyenda desde su germen inicial es una maravilla de la era

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electrónica, un invento popular trasmitido por radio y TV” (Temas, 2004). Las descripciones del Chupacabras, “lo presentaron como una horrorosa entidad semejante a un canguro con colmillos y con un abombamiento en sus ojos rojos” (Mundo Paranormal, 2004). Pese a diversas descripciones, nunca hubo exacta precisión en cuanto a la fisonomía del monstruo. El mito estaba centrado, más que en la figura física, en el tipo de acción y en su ocultamiento a la mirada. Nunca alguien pudo afirmar tener un encuentro certero y directo. Solo avistamientos de lejos, en las sombras, presentimiento en las espaldas, gestos y exhalaciones, la idea de que “acaba de estar aquí”. La mitologización no intentó realizar demasiadas auscultaciones sobre la naturaleza física del monstruo, ni sobre su inserción posible en la taxonomía biológica. Aunque se elaboraron dibujos y se “inventaron” fotografías y retratos, los medios no pusieron énfasis en la recabación de pruebas contundentes al respecto, sino, más bien en mostrar el Chupacabras en su carácter etéreo, disimulado y subrepticio. Se trató, pues, de un monstruo perfecto, un monstruo insinuante e inaprensible respecto de la mirada, no obstante ser creado por ella. Esta ausencia de pruebas físicas no impidió imaginar su naturaleza: vampiro, animal mutante, extraterrestre, lagarto, canguro, espíritu, “experimento científico”; en todo caso, demasiado cercano a los mitos creados por los Archivos secretos X. Se trasluce así “la urgencia de lo sobrenatural” (González, 2004), bajo un profundo trasfondo de ambigüedad. Tratándose, entonces, de un pequeño monstruo difícil, si no imposible, de clasificar, de auscultar y de monitorear (imposible de ser sometido a todos los procedimientos científicos de la biología).

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El mito se movió entre la idea de monstruo individual y ubicuo (dado su portentoso espacio geográfico de acción) y la horda invasora de seres. En este segundo caso, el

Acciones deletéreas sobre la mismidad mítica imputadas al monstruo Tipo de acción Definición Destructiva El monstruo destruye al sujeto, para imponer su poder o existencia Privativa El monstruo roba alguna cosa o esencia al sujeto dejándole incompleto Parásita El monstruo utiliza la mente o el cuerpo del sujeto para sustentar su existencia o acción Contaminante El monstruo contamina (espiritual o físicamente) al sujeto alienándolo Conspirativa El monstruo conspira contra el sujeto poniendo a sus semejantes contra sí Desviativa El monstruo desvía moralmente al sujeto encaminándole hacia donde no le conviene Disociativa El monstruo secuestra al sujeto alejándolo de sus semejantes o de su tierra Transformativa El monstruo convierte al sujeto en su igual, en otro monstruo

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5. Creación incesante del mal Teratogénesis técnicas

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os mitos de lo monstruoso no sirven excepto cuando se hacen reales, cuando asustan o aterrorizan a las personas y a las colectividades, cuando sirven a cacerías de brujas. La producción cultural reciente del mito histórico del monstruo (distinto del mito ficcional, que hemos analizado hasta ahora), en Occidente, ha estado enfocada a la producción del otro (la diferencia), como monstruo, y siempre como monstruo a destruir o controlar. Estas operaciones culturales han tenido dos tipos de objetivos. Por un lado, anular a los monstruos creados imaginariamente por la cultura y destruidos sistemáticamente por las gestas militares reales y simbólicas. Por otro, ocultar la destructividad dominante, culpando a los otros de su (“propia”) destrucción. La creación de monstruos “reales” sirve a la afirmación política de la mismidad en detracción de la alteridad. La base mítica es en este caso directamente imagen ideológica para la negación de la diferencia. Lo mítico deviene en “real” por medio de un ejercicio ideológico dentro del imaginario social.

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Dichas operaciones han tenido como función el exterminio y el ocultamiento de los cadáveres, bajo la exculpación de las acciones destructivas en la figura de los otros: la creación de monstruos, la proyección en los demás, de los miedos, tendencias destructivas y de la intolerancia. Lo monstruoso, como estrategia del poder, es un proceso de asignación de identidades, y un proceso violento de dominio cultural, económico y socio-político. Ni qué decir de procesos más inmediatos y cotidianos que exterminan formas de vida, procesos vitales, diferencias significativas, en pos de la normalidad, de un único patrón de comportamiento sancionado, a su vez, como únicamente válido; cosa sumada a los monstruos simbólicos e inculpatorios de las guerras abiertas actuales del Occidente Imperial contra todo el mundo (Sadam Hussein, Osama Bin Laden; hijos no reconocidos, sin embargo, del padre de la normalidad del imperio). La creación y eliminación de la diferencia, asignando monstruosidad, ocurre todos los días y en todos los espacios sociales de la cotidianidad. En el trabajo, en el hogar, en el aula, en la calle, en el lugar de recreo, en el deporte. La cotidianidad occidental está llena de pequeños monstruos, tantos como los dioses familiares en la antigua Roma, ocultos en los gestos e imposturas de la mirada correcta. La existencia de “eloin” no puede darse, parece, sin crear a los “morlocks” (La Máquina del Tiempo de Wells). Los dioses y los ángeles requieren de los demonios, para poder fundar su poder. Como señala Umberto Eco, en El Nombre de la Rosa, el temor a Dios / Diablo, bajo la promesa del Infierno, instaura el poder real de la religión. Cuando se pierde el miedo al Diablo, Dios no resulta necesario. El miedo constituye el lado oscuro de la fe ciega y fundamentalista,

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que domina hoy muchas facetas de nuestra vida, a partir de la afirmación de una mismidad mítica centrada en la negación de la alteridad. Fundamentalismo de la primera persona singular, y, paralelamente, de la primera persona del plural (referencia al grupo de iguales). Este proceso de creación histórica de monstruos, asignándoles la esencia del mal, y culpándolos de las fallas sociales de la mismidad, aunque no es en exclusivo moderno, sí sufre un proceso de recrudecimiento en la modernidad. Arranca con las persecutorias de las brujas y la anulación del “alma” de los indígenas y los negros (eliminando, pues, la humanidad de los otros y monstrificando a quienes son objeto de la violencia, la conquista y el genocidio). Monstrificar implica, necesariamente, justificar la destrucción del otro: afirmando al extremo la exclusión propia de toda identidad. Si uno destruye monstruos (al “mal”), no está destruyendo seres humanos. Los monstruos no son sujetos, no son otros: la mismidad es el único espejo que muestra que los otros no pueden ser más que desdoblamientos de nosotros, o sea, los únicos otros permitidos son nuestros dobles. La mitologización monstruosa de sujetos reales, deviene como fundamento del genocidio (como sucederá con los judíos en la Alemania nazi) y la consecuente y sistemática destrucción de los otros. Las primeras formas de monstrificación histórica en la Época Moderna son groseros procesos justificados por la religión, la teología y sus teogonías ficcionales, bajo mediaciones civiles y jurídicas aun no desarrolladas de forma suficiente. Todavía la base técnica en la creación de monstruos es muy pobre, aunque se desarrolla poco a poco gracias a las modificaciones del derecho civil (no canónico) en su “tratamiento” de la brujería y de los conflictos éticos y legales relativos a la visualización de la “humanidad” (pertenencia al proyecto divino) o “bestialidad”

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(animalidad) del indígena americano. La Reforma dentro del Cristianismo Occidental potenció la cacería de brujas, ahora desde dos bandos religiosos, y bajo el apoyo civil. “En 1540 en Wittenberg, la ciudad de Lutero, quemaron cuatro brujas. El mismo Lutero admitió la teoría de los íncubos y súcubos, el vuelo nocturno... También proclamaba que aunque no hicieran daño, se debían quemar en virtud del pacto que habían establecido con el Diablo” (Armengol, 2004). La brujería se sancionaba con la muerte porque implicaba una herejía, un plegamiento de la debilidad de la inculpada (la bruja) a Satanás. Se culpaba el intento, no los resultados. El “escándalo” (hoy sería el efecto mediático) era suficiente prueba de tal caída en las “garras del mal”, para probar la monstruosidad de la bruja. Se trataba de una “monstruosidad espiritual”. En el caso de las brujas por primera vez se visualiza el poder de la sugestión y el “histerismo”. En este enfoque de derecho civil, la brujería, aunque perseguida y destruida, se perfila, en alguna medida, como un problema de ilusión colectiva, condicionado por el diletantismo del cristianismo católico, que heredaba cierta prudencia en materia de brujería, y las primeras relativizaciones (antecediendo con siglos a la sicología y su concepto del inconsciente) del principio de “libre albedrío”. El “tratamiento” de la brujería se vuelve, cada vez más, un tema de derecho civil. La inquisición respondió a la constitución de una nueva forma de sociedad, centrada en un estado que, poco a poco, va a reclamar dominio sobre el saber y las distinciones sociales. La destrucción masiva de los indígenas americanos igual requiere de complicados procesos históricos de monstrificación, siguiendo el camino abierto por Sepúlveda, alrededor de la oposición binaria entre un conquis-

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tador heroico y unos habitantes “naturales” y monstruosos en los “nuevos mundos”, dentro de un proceso de transformación global. El “sujeto de esa transformación será el conquistador o el misionero y, transitivamente, el emperador y Dios mismo. El objeto de esa transformación será el ´otro´ nativo y, transitivamente, el Demonio” (Valero, 2004). Al destruir o convertir al otro, se combate al Diablo. Al extirpar míticamente el alma a los indígenas, se les animaliza y monstrifica. Según los discursos y “teorías” de la época, no pueden ser considerados más que “monstruos”, unos “seres” que, careciendo de “alma”, se parecen a los “humanos”. Tema con el que enfrascó el derecho formal colonial, y las primeras luchas por los derechos humanos de los indígenas (caso del “contradictorio” Bartolomé de Las Casas, quien otorgó la existencia de alma a los indígenas y se la quitó a los esclavos negros), demostrando profundas diferencias a lo interno del discurso religioso católico (cf. Rivera, 1992). De nuevo, son intereses civiles los que requieren del discurso del Demonio y del monstruo para instaurar un nuevo sistema de diferencias sociales. La acumulación de saber científico y el consecuente desarrollo técnico, van a superar pronto las visiones míticas tradicionales y la creación de monstruos según el punto de vista religioso, para centrarse en poderosos procesos de teratogénesis, operados por las técnicas siquiátricas y criminológicas, heredadas a nosotros, con mayores grados de sofisticación y especialización. Bajo el auspicio de estas técnicas se crearon, desde finales del siglo XVIII, grandes órdenes de “monstruos históricos” (en oposición a los mitos ficcionales de la literatura, el cine y el cómic), los cuales remiten a la concepción de los “monstruos humanos”: por lo cual, la locura y la criminalidad han sido susceptibles de ser consideradas formas de esa monstruosidad.

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Ambas requieren de la creación de un perfil de señales, que permita catalogar a personas concretas como tales monstruos. Este perfil no dista mucho de las señales que otrora identificaban a la bruja. Foucault asegura que, a través de la idea de “monstruo humano”, se posibilitó, de alguna forma, una concepción clara sobre la diferencia; el nuevo “campo de aparición del monstruo es un ámbito jurídico-biológico”, se trata de un monstruo instituido por una doble infracción (hombres lobo, hermafroditas, monstruos dobles), dentro de cuyo campo se “combina lo imposible y lo prohibido”; y una profunda relación entre “la excepción de la naturaleza y la infracción del derecho”. El monstruo es concebido como una “excepción jurídico-natural”, pasándose a defender también la idea del “anormal” como “monstruo banal” (Foucault, 1996: 61-65). El monstruo violenta la ley, al romper la normalidad natural. Los sujetos monstrificados de forma más radical serán recluidos en el circo: el circo convierte la excepcionalidad en objeto de la mirada pública (que es una forma de exorcismo), a la vez, que el circo aparece como una sociedad distinta, en una alternativa de sociabilidad (como en la serie televisiva Carnivale) y en una paralela “sociedad de monstruos”. A partir de estas nuevas ideas sobre lo monstruoso, se pasa a la medicalización de la diferencia. El tratamiento de la “anormalidad”, caso de la locura, se centra en el Hospital, como figura espacializada del tratamiento del desorden y el caos humano y social. Por esto “la locura, voluntad desordenada, pasión pervertida, debe encontrar en él una voluntad recta y pasiones ortodoxas” (Ibíd.: 52), un camino de retorno a la normalidad; pero aquella locura, aquella inflexión monstruosa, es necesaria, como estado de excepción, para fundar la legitimidad y el estatuto epis-

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temológico de la cordura. Locura y cordura, normalidad y monstruosidad, resultan en unidad categorial. El loco, esto es, la persona que no responde a los patrones de la racionalidad, es víctima de esta nueva mirada, que ve en la locura una ruptura, peligrosa en términos de la racionalidad, ya no como excepcionalidad, abierta a la mirada pública, y sancionada como positiva (“El loco, en cambio, abordando las realidades y los peligros, adquiere, a mi juicio, la verdadera prudencia. Homero, aunque ciego, lo vio bien cuando dijo que los hechos incluso los locos los entienden” –Rotterdam, 1999: 36-37), sino, como una constitución anormal, como una inflexión dentro de la cadena de la anormalidad: “La conciencia moderna tiende a otorgar la distinción entre lo normal y lo patológico el poder de delimitar lo irregular, lo desviado, lo poco razonable, lo ilícito y también lo criminal” (Foucault, 1996: 13). La criminalidad empieza a ser objeto de las nuevas formas de monstrificación. Teniendo un papel preponderante las nuevas teorías criminológicas de naturaleza físico-antropológico y positivista, y algunas corrientes de la sicología que intentaron explicar los nuevos movimientos sociales masivos como “conducta criminal”, por medio de la idea de “contagio psíquico” (Kon, 1989: 107ss.); a partir de lo cual, se llegó a la idea de que los movimientos sociales de protesta eran generados por individuos perturbados que había que extirpar, eliminando la fuente de esta “irradiación colectiva”. En ninguna forma, los comportamientos colectivos eran achacados a procesos socio-históricos específicos. Se achacaban a rupturas de una normalidad estructural de la sociedad. Son el positivismo criminológico y, en especial, Cesare Lumbroso (1835-1909), quienes radicalizan la idea de criminal como un ser degenerado o atávico (un monstruo)

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cuya naturaleza pervertida es explicada por rasgos exteriores (y no por el contagio psíquico). “En especial, Lombroso fija su atención en caracteres somáticos y biológicos del delincuente, convencido de que atavismo y degeneración se combinan, de modo tal, que en cada delincuente pueden detectarse un buen número de características degenerativas, como la relación peso-altura, la capacidad craneana o características como mirada extraviada, orejas grandes, asimetrías, labios leporinos, granos, etcétera” (Elbert, 1998: 49). Estas ideas perduraron bastante tiempo, y se convirtieron en parte de una teogonía popular sobre la criminalidad, que supone que el “comportamiento criminal” es predecible por las características físicas del sujeto; y, hoy, biológicas y genéticas, como propone, por ejemplo, la sociobiología, al señalar que los cromosomas determinarían el comportamiento criminal (cf. Lewontin y otros, 1996: 39). Antiutopías fílmicas como Sentencia previa plantean los extremos posibles de una visión criminalista fundamentada en estas ideas. Con esto se sustenta una teoría de la desigualdad de bases deterministas. Y, como nos dice Foucault, prima una nueva ideología: “La delincuencia, desviación patológica de la especie humana, puede analizarse como síndromes mórbidos o como grandes formas teratológicas” (Foucault, 1996a: 257). Esta idea dominará durante mucho tiempo a la criminología moderna, y a los sistemas de tratamiento penal. El ingreso en escena de la sicología menos seria, soporta la dualización de la acción humana y la concepción moderna del monstruo. El “monstruo humano” es, en apariencia, normal; pero, en las capas subconscientes, encontramos teratogénesis profundas que van a condicionar la “conducta desviada”. En algunos casos, esta tesis sirve para inculpar (y destruir) al sujeto-monstruo; en otras, más

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bien, permiten exculpar los actos y responsabilidades; en cualquier caso, el otro es monstrificado. Teratogénesis políticas Desde el siglo XIX hasta nuestros días, la concepción de monstruos ha sido una eficiente estrategia política de control social. Siguiendo a Foucault, podríamos señalar que las nuevas monstruosidades, entendidas como formas de ruptura de la normalidad, ante todo en el espacio jurídico, permiten fundar la nueva estructura discursiva de dicha normalidad. La locura funda la idea de sujeto racional y cuerdo (hombre / adulto / emprendedor), necesaria para los procesos contemporáneos de integración social. La criminalidad, por su lado, establece el límite del comportamiento aceptado (el individuo respetuoso de la ley) y, con ello, los parámetros permitidos y normales de la desviación. En el siglo XX, la idea de monstruos adquiere un contenido social. Entendiendo por “social”, aquella idea de que el monstruo es un individuo o grupo de individuos que genera desorden en la sociedad, que atenta contra el orden social dominante, y ya no tanto una manifestación biofísica y corporal de una naturaleza pervertida, aunque tal naturaleza subsista en instancias menos visibles (el espíritu, la constitución moral, la “sangre”). Estos monstruos sociales fueron creados espléndidamente en la Alemania nazi (los judíos en primer lugar; los homosexuales, los comunistas, los polacos en menor medida), en la Unión Soviética (los disidentes contrasistémicos) y en los Estados Unidos (los comunistas, los negros, los hippies). Las demás regiones del planeta, seguidoras de alguno de estos “núcleos de civilización”, imitaron y

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ampliaron la teratogénesis política de aquellos, hasta límites difíciles de evaluar todavía, como en el caso de los regímenes de “seguridad nacional” en América Latina, y en los sistemas políticos sui generis de Asia y África. Durante el siglo XX en el mundo occidental (antes de la caída de los regímenes socialistas a finales de la década de los 80 y principios de los 90), van a surgir, las figuras del “judío”, el “comunista” y el “disidente”, como categorías mítico-históricas monstrificadas y perseguidas, ya que, a diferencia de la locura o la criminalidad (insertas dentro de un “orden de la normalidad / anormalidad”), estas otras categorías constituían, para la visión dominante de clase, puro caos político. Se trata, desde el punto de vista epistemológico, de la percepción de profundas “desviaciones políticas”, que pueden dar al traste con las estructuras sociales dominantes. Lo cual explica la excesiva violencia en la persecución de estos nuevos y creados “monstruos históricos”. En la delimitación mítica de estas tres figuras de la teratogénesis política, propia de la primera etapa de siglo XX, se recurre todavía al esquema dual de la monstrificación moderna. En el discurso teratogénico, las tres figuras en cuestión son monstruos porque “violan la ley”. No la ley en sentido estrictamente jurídico, sino, más bien, en el sentido de “ley natural”. Estos “monstruos sociales” son tales, porque rompen la “ley natural”, exteriorizada como sociedad, como “orden social”. Los monstruos son entonces seres “contra natura” (como ya anticipara Aristóteles). En segundo lugar, los monstruos sociales son detractores del orden social porque su propia estructura vital es “contra natura” (idea de la “degeneración”). Los monstruos sociales son portadores, según la estructura mítica, de una “deformidad interna” (síquica, genética, biológica,

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moral, etcétera) que los excluye de la naturaleza antropológica y de la naturaleza social, y les convierte en seres irrecuperables para la sociedad. Esta segunda condición “contra natura” sustenta y es condición indispensable para la primera. Al ser resultado de una supuesta condición objetiva, el sujeto que viola la ley, lo hace porque no tiene alternativa. La monstruosidad no es amparada por el libre albedrío. Al ser doblemente “antinaturales”, según su concepción, los monstruos sociales van a ser brutalmente perseguidos y eliminados a toda costa. El exterminio se visualiza como “extirpación quirúrgica del mal”. Las connotaciones medicalistas del siglo XIX mantienen vigencia, aunque variando según los avances de la medicina: monstruos como “tumores”, “miembros gangrenosos”, “cáncer”, “mutantes”, “degenerados genéticos”, etcétera. En el caso del pueblo judío, se trató de un pretexto valioso, una monstrificación ficcional, que se volvió real por sus consecuencias, que se historizó, llevando al holocausto. Las profundas fisuras económicas, sociales e identitarias, que dejó la Primera Guerra Mundial en Alemania requerían una figura monstruosa exculpatoria y expiatoria conveniente económica, política, ideológica y culturalmente, lo cual recayó propiciatoriamente en la comunidad judía europea, y en los homosexuales, gitanos, comunistas y otros grupos sociales. Como en el caso de la persecución de las brujas, la maquinaria social que se enfocó hacia esta nueva figura del “monstruo” (como lo mostraban los carteles propagandísticos nazis en Alemania), fue en extremo violenta y destructiva. “La proyección del judío como monstruo, y el exterminio de los judíos era para los nazis míticamente el socialismo en sus raíces” (Hinkelammert, 1993: 144), al

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asociar el socialismo al judaísmo, causa de todos los “males de Occidente”. El holocausto constituyó un proceso masivo de destrucción humana, un genocidio, en contra principalmente de los judíos, vistos como monstruos (bajo el término de “raza degenerada”) por la imaginación política y social de los nazis, aunque ya había antecedentes de monstrificación de dicho pueblo, caso de las realizadas por los españoles en 1492, las persecuciones de Pedro El Grande y en el plano del pensamiento los ataques planteados por Nietzsche (cf. Ibíd.: 143, nota 52). Los nazis definen como monstruos a socialistas, judíos, y, en general, los habitantes de Europa Oriental, lo que incluía a los polacos. A todos se les visualizó como “monstruos infrahumanos” (Ibíd.: 145). “Detrás de esto apareció la proyección del monstruo. Se establecía la siguiente responsabilidad: los estalinistas son rusos, por consiguiente lo hicieron los rusos. Son también eslavos, por lo tanto lo hicieron los eslavos. También los polacos son eslavos, luego, lo hicieron también los polacos. Se construyó de esta forma una simple responsabilidad mítica, que hacía de toda Europa Oriental un monstruo que había que exterminar” (Ibíd.). El hecho referido como cadena de responsabilidad o culpabilidad remite a las masacres perpetradas, desde el principio, por los estalinistas, contra todos sus enemigos internos, que justificaron esta espiral de monstrificación. Pocas veces en la historia occidental, se había visto una forma tan cruenta y brutal de exterminio. Solo la supera el exterminio de los indígenas en América. La diferencia es que, en el primer caso, se trató de un plan orientado al exterminio mismo. En el segundo, el exterminio fue consecuencia necesaria e indirecta de otros fines o imperativos

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societales, que llevaron de forma indirecta a él, como los fines económicos del régimen nazi. El holocausto judío fue un genocidio técnico. Que luego se repetiría en Los Balcanes y en diversos lugares de África. Se creó una nueva y verdadera “tecnología social de la muerte” que, como señala Hinkelammert, sería heredada por el movimiento sionista y aplicada en alguna medida contra los palestinos y otros pueblos no reconocidos por el recién fundado Estado de Israel, el cual, para existir monstrifica a aquellos que desplaza o que visualiza como enemigos. Sin contar con las mismas monstrificaciones hechas por Occidente, hacia pueblos participantes en el “eje” durante la Segunda Guerra Mundial, caso de los japoneses, “monstruos” cauterizados no solo ideológicamente, sino también por primera vez usando el poder nuclear (Hiroshima y Nagasaki). Pues según el discurso del momento unos monstruos requerían necesariamente un tratamiento monstruoso: “absoluta” destrucción del otro. La figura monstrificada del “comunista”, procede de las estructuras ideológicas de los estados nacionales occidentales durante todo el siglo XX. La figura está orientada a satanizar y mitificar como monstruo a los individuos y grupos que, de una u otra forma, pretendían en Occidente, un cambio en los sistemas sociales de clase, y la transformación del capitalismo (hacia el socialismo como alternativa política), a partir del comunismo en tanto categoría utópica planteada por las corrientes teóricas y políticas europeas (como el socialismo utópico y el marxismo). El mito del “comunista” incluye, sin diferenciar demasiado, a diversos sujetos y actores políticos: socialistas, comunistas, trotskistas, maoístas, revolucionarios, guerrilleros de izquierda política, sindicalistas, intelectuales, partidos políticos, grupos estudiantiles, feministas, ecolo-

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gistas. Constituye un saco sin fondo para estigmatizar a cualquier individuo o grupo que tuviera alguna pretensión revolucionaria, reformista o transformativa del capitalismo y su estructura desigual de clases y de representación política. No analizaremos las diversas connotaciones del mito del “comunista”, ya que cada una va a depender de la época, y del país de referencia. El mito fue producido, principalmente, en los EE. UU. y conllevó a persecuciones internas en este país (como la de Mc Carthy durante los años 50) y el apoyo indiscriminado a los regímenes militares de todo el mundo que combatieron los procesos revolucionarios o reformistas. La lucha contra el comunista, se presenta como lucha por la libertad. “La sociedad occidental se legitima por la negación violenta de su fundamento de libertad, para ubicar lo que llama libertad en esta su negación. Corre persiguiendo la libertad, y de esta persecución recibe su propia sensación de libertad” (Hinkelammert, 1991: 54). El mito se construye, ante todo, en referencia a los habitantes, gobiernos o defensores de los sistemas socialistas y, de forma especial, en el caso de la URSS, Europa Oriental, China Popular, Cuba, Chile de Allende y la Unidad Popular y diversos países de Oriente y África, cuyos sistemas políticos derivaron, en mayor o menor medida, hacia el socialismo, a semejanza de la Unión Soviética. En el marco de la “guerra fría”, el comunista aparece como monstruo político, como enemigo por excelencia (de la libertad, de la economía, de la democracia, de la cultura y del sujeto y los actores políticos occidentales). En la percepción “medicalista”, el comunismo es una enfermedad, una patología social que debe ser extirpada y exterminada sin contemplaciones. Como toda cacería

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de brujas, el mito del comunista justificó diversos genocidios en todo el planeta, y la persecución sistemática de la diferencia y de la opinión disidente. Si en Occidente el mito del comunista hacía lo suyo, dentro de los sistemas socialistas, los aparatos estatales, policiales y represivos crearon su respectivo monstruo. Esta figura mítica, según sus creadores, es la del “disidente”, entendido como alguien que no está de acuerdo o difiere, activa o discursivamente, del régimen político e ideológico. Como la figura del comunista en Occidente, la estigmatización del “disidente” generó diversas persecuciones, ejecuciones, tratamientos especiales (de “lavado de cerebro” y tortura) y condenas a perpetuidad de numerosas personas. Como lo denuncia Alexander Solzenitzen en Archipiélago Gulag y en la novela Un Día en la Vida de Iván Denisovich. La figura del disidente alude también a una “figura medicalizada”, por lo que el procesamiento político de quienes son señalados como disidentes, no es feliz ni agradable. Bajo la idea de que se trataba de una “enfermedad burguesa”, fueron clasificados como “disidentes” los artistas (caso tratado en la película Sol de media noche), los homosexuales (como relata de alguna forma el escritor cubano Reinaldo Arenas en Antes que Anochezca –Arenas, 2001–, autobiografía que cuenta con su versión fílmica, respecto de las persecuciones de que fue objeto por su condición en Cuba durante los 70 y 80, aunque esto fue recurso común en todo Occidente, y no solo en los regímenes socialistas), las personas religiosas, y no solo los activistas políticos críticos de los excesos de los gobiernos socialistas y sus aparatos represivos. La creación de la figura del “disidente” fue tarea, en todo caso, del “sistema político”. La crisis del socialismo histórico, durante finales

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de los 80 y principios de los 90, desvirtúa las figuras de los “monstruos históricos” creados durante casi 80 años de mitificación, destruyendo el miedo al comunista y al disidente. La unipolarización política del planeta desemboca en la construcción de nuevos miedos y enemigos del capitalismo. En este contexto, surge el nuevo “monstruo histórico” y su respectivo aparato de exterminio: el terrorista y el antiterrorismo. La figura del terrorista se crea durante la Revolución Francesa, y alude a quien recurre al “terror”, la destrucción y el asesinato. El terrorista recurre al terror, como arma política. El mito se reviste pronto de otras cualidades políticas, por lo que, en adelante, serán considerados terroristas los comunistas, los anarquistas; y luego, los árabes, los disidentes políticos. La figura permite “afirmar” que jefes de gobierno (Sadam Hussein) y pueblos (como el iraquí) son terroristas. En esta concepción, aparte de “individuos terroristas”, también existen sociedades y pueblos “terroristas”. La destrucción el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York del World Trade Center, símbolo con el que “se pretendió designar la relación absoluta entre comercio y paz” (Ocampo, 2002: 306), permite definir la figura de este nuevo monstruo: terrorista será todo aquel que no esté de acuerdo con la política y economía de los EE. UU., de manera independiente de su signo político, origen o cultura. Siguiendo este mito los EE. UU. invaden Afganistán e Iraq, en una supuesta lucha contra el “terrorista” y el “fundamentalismo” (Tahar, 2003: 7), recurriendo a lo que se denominó “justicia infinita” (Roy, 2001), vale decir, “guerra infinita”, que tiene todas las connotaciones necesarias del imperialismo cultural y de una política de terror militar de estado. “Para combatir a los terroristas, hay que hacerse

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terrorista”; es “un llamado al exterminio en nombre de una proyección de la monstruosidad” (Hinkelammert, 1993: 150, 151). Algunos aportes ideológicos, provenientes de autores orgánicos a esta concepción (Fukuyama, Toffler y Huntinton), permiten establecer que los EE. UU. lideran una lucha contra la “barbarie mundial”, representada por las culturas orientales y, en especial, por la cultura árabe (quien pertenezca a la misma, ideológicamente es presentado como potencial terrorista o como terrorista real). Hinkelammert nos da un importante conjunto de pistas para interpretar este fenómeno: “Cuando mayor es la monstruosidad que se proyecta en el enemigo, más hay que divinizar la meta del conflicto” (Ibíd.). Según Hinkelammert, al intentar destruir al monstruo, se impone el “imperio de la ley”: “El imperio de la ley, que es la sociedad burguesa transformada en mito, es la instancia que hace guerras que no pueden ser sino justas. Sus guerras son justas por automatismo. Sus guerras son guerras morales; guerras que se hacen como imperativo categórico; guerras que la sociedad burguesa tiene que hacer por impulso de su ética” (Ibíd.: 157). El análisis de Franz Hinkelammert, al respecto de los monstruos señalados, gira en torno a la “inversión luciférica”, proceso teológico medieval, en el cual Lucifer, enviado de la luz por Dios, asume el nuevo papel de monstruo (del Demonio, la bestia apocalíptica). Con esta inversión, cualquier reducto libertario del cristianismo originario (representado por Lucifer, el Prometeo cristiano), deviene en monstruo (perseguido por “el sistema”), dando lugar a una profunda institucionalización del cristianismo, y a una inversión de la defensa de la vida en defensa del “imperio de la ley”.

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“Desde el punto de vista de la lógica del mito, es muy indicativo el hecho de que en el momento en el cual el Reino de Dios que Jesús predicaba es interpretado como una tentación demoníaca y sustituido por un Reino de las almas, uno de los nombres de Jesús es transformado en el nombre del demonio” (Ibíd.: 175). Según Hinkelammert, la metáfora del monstruo en el Apocalipsis se refiere al Imperio Romano. Considerar a Lucifer como la Bestia, invierte los términos, al convertir en monstruo a quien transgrede la ley y no al imperio de la ley que destruye al sujeto (Ibíd.: 179). Esta visión invertida de Lucifer, permite a toda la cultura occidental la proyección en los enemigos o en los distintos, de la monstruosidad como asignación identitaria (Ibíd.: 191-192). El autor señala que sí existen monstruos, representados en los victimarios y en las estructuras sociales que permiten la victimización: el “monstruo siempre pide nuevas víctimas, justamente para poder acabar con el monstruo. De ahí que sólo si se resiste a que haya víctimas, el monstruo puede ser amarrado” (Ibíd.: 195). La teogonía opera bajo la forma de espiral (y no por opuestos binarios); al asignar “monstruosidad” a los victimarios (caso de Hitler, como veremos enseguida), se puede opacar la realidad de la producción de las víctimas. La creación mítica de “monstruos históricos” desencadena víctimas, y no basta con acabar con la producción de estas (primer imperativo político hacia la constitución de la diferencia), para acabar con la negación de la alteridad: para ello es necesario, además, que lo monstruoso, liberado de toda destructividad, sea reivindicado como derecho humano: se trata de un imperativo de la identidad misma. Fin de la producción de víctimas, retorno de los monstruos, sin aquella negación destructiva, como sujetos, son impe-

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rativos simultáneos. Teratogénesis ideológicas Si algunos “monstruos históricos” son creados por la teogonía bajo criterios técnicos, y otros por imperativos políticos (con el fin de anular la alteridad real, al ser vista como monstruosa); otros monstruos son creados con el objeto de instituir una falsa especificidad negativa de la alteridad, y/o de la mismidad, que permita resguardar a esta última contra sus propias debilidades. A estos vamos a denominarlos monstruos exculpatorios. Su creación histórica, se hace necesaria, cuando la mismidad se revela intolerante y deletérea de la alteridad, requiriendo de una figura proveniente o relacionada con ella, excluida abstractamente y monstrificada luego como “falsa alteridad”. Los monstruos ideológicos o exculpatorios son creados recortando o enfatizando excesivamente aspectos personales de sujetos históricos; y la agregación de aspectos no reales que los des-historizan; convirtiéndolos, entonces, en seres míticos políticamente útiles. Los monstruos ideológicos tienen un papel similar al de los héroes míticos. Su humanidad real ha sido destruida en favor de una constitución ideal y mítica, que cumple funciones de restauración social de la mismidad. Quizás uno de los monstruos exculpatorios más conocido sea la figura de Nerón, el emperador romano. Frente a la intolerancia del cristianismo institucional posterior a Constantino, la figura de Nerón es revivida como enemigo por excelencia del cristianismo primitivo. Esa antigua figura ha llegado hasta nosotros, a través de la historiografía clásica, de novelas modernas como Quo Vadis, de Henry Sienkiewicsz, y el cine de temática

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histórica antigua, que convierten a Nerón en antagonista por excelencia del cristianismo y de la iglesia católica en particular. Nerón aparece como un monstruo asesino e irracional, al que se le achacan diversidad de crímenes. Primero, mata a su madre (matricida). Segundo, incendia Roma (piromaniaco). Tercero, destruye a miles de cristianos, lanzándolos a las fieras del Coliseo. Sin contar con el énfasis en su naturaleza sexual depravada, en sus gustos alimenticios escandalosos y en su hedonismo decadente manifiesto en un arte trunco y grotesco, que revela las limitaciones “monstruosas” de su personalidad megalomaníaca. La historiografía moderna se ha enfrentado con la ardua tarea de develar realidad tras las sombras del mito de “Nerón-monstruo”, llegándose a la convicción de que Nerón ni incendió Roma ni, por otro lado, fue abiertamente enemigo de la nueva religión. La acción del imperio fue brutal contra el cristianismo; pero, en algunos casos, el monoteísmo y la intolerancia de este catalizaron la persecución política, cuando el emperador no demostró una relativa tolerancia hacia la religión de Cristo, convirtiéndose luego ella en perseguidora de quien no siguiese la fe. En lo relativo a la madre de Nerón, la historia contemporánea supone que esta se convirtió en enemiga política del emperador, “justificando” la ejecución según las tradiciones romanas. En todo caso, no existe absoluta certeza sobre la cuestión. Respecto de la práctica de la fe cristiana, el Imperio Romano aplicó los criterios tradicionales de actuación política y jurídica que en otros casos, lo cual exculpa a Nerón de una específica brutalidad hacia el cristianismo. La “ley romana tendía adormecerse a menos que las infracciones atrajesen su atención mediante los signos

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externos del desorden: quejas estridentes, ataques a la paz, disturbios” (Johnson, 1999: 19). Cuando sucedía alguna de estas situaciones, se advertía a los responsables, y, si no pasaba nada, el Imperio actuaba de forma brutal y sin contemplaciones, regresando enseguida al estado anterior de adormecimiento (Ibíd.). Sin contar con que Popea, “emperatriz de Nerón” era religiosa y “temerosa de Dios” (Ibíd.: 28). Los cristianos fueron víctimas de Nerón y otros emperadores políticamente débiles, cuando negaron la divinidad (el carácter de “dios viviente”) de estos (cf. Ibíd.: 19, 102); empero, la actuación de Nerón no fue de las más brutales, contrario de lo que se ha enfatizado en el mito. Lo importante es que el mito de Nerón-monstruo y de la monstruosidad política del Imperio Romano contra el cristianismo primitivo, permitió instaurar luego el cristianismo institucional, el cual requería tanto de líderes-héroes fundantes (caso de Pedro, y de diversos mártires) como de antagonistas fundantes. La teogonía convirtió a Nerón en monstruo por excelencia. El mito permite al cristianismo institucional (aquel que resultó de la unión de cristianismo primitivo e institucionalidad imperial romana, en una doble unilaterización: un único Dios, una única iglesia-imperio), fundarse como una “religión de la prueba y el sacrificio”, que, pese a los antagonistas, logra instaurarse luego como única religión, a la vez que la exculpa de sus propias persecuciones y crímenes (contra otras religiones, los herejes, las brujas y los intelectuales). El mito de Nerón pervive, al convertirse en parte de la cultura de masas. De monstruo del cristianismo, se convirtió en monstruo de Occidente. Durante la Segunda Guerra Mundial surge un nuevo monstruo exculpatorio, esta vez de la cultura destructiva

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del capitalismo, cuya faz más descarnada salió a flote, en manos del nacional-socialismo alemán (nazismo). Nos referimos a la figura de Hitler. Hitler aparece como defensor de una propuesta occidental, moderna y modernizante: “Influenciado por Herbert Spencer y (indirectamente) Friedrich Nietzsche, el Führer fue un extremista darwinista social que de forma descarada favorecía con sus programas a la élite aria y despreciaba a “los otros”, en especial a los judíos, los no blancos, los gitanos, los homosexuales, los discapacitados y otros “desviados” (Rivage-Seul, 2002: 12). La historiografía contemporánea ha tenido problemas con la figura del líder alemán, responsable, en gran medida, del holocausto y de la Segunda Guerra Mundial. Ningún “otro político alemán ocasionó cambios tan profundos en la historia mundial ni crímenes tan horrendos” (Matcham, 2002: 10). Ante el holocausto y la guerra, la historiografía se hace las preguntas obvias de ¿por qué sucedió lo que sucedió? (Ibíd.: 12), y si lo sucedido ¿puede ser susceptible de explicación científica? Las respuestas de la historia se mueven entre la idea de que Hitler es un “político maquiavélico” (Ibíd.) y otra que lo ve inserto y determinado completamente por las circunstancias históricas. En el primer caso, Hitler sería un monstruo; en el segundo, el monstruo sería el contexto histórico-social alemán. Nos interesan ambas figuras, porque las dos son exculpatorias del desarrollo capitalista occidental. La primera figura (Hitler como monstruo), solo puede plantearse si se excluye del análisis historiográfico la cotidianidad y la vida de Hitler o si se reducen estas a una mera singularidad (no sujeta al análisis al brindar una “explicación” abstracta), por lo que Hitler, en su actuación,

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aparece como un “engendro desechable” (Hans-Ulrich Wehler, en Ibíd.: 10), o como “monstruo del siglo”. Este mito exculpa al desarrollo capitalista alemán y su necesidad de expansión y afirmación identitaria, por lo que el holocausto y la guerra se perciben como total y completa obra del “líder” (del Führer), y se anula con ello, la vigencia de nuevas y actuales conductas racistas, nazistas y fascistas (cf. Eco, 2000: 31ss.). Siendo todo monstruo singular, la solución histórica parece ser “el olvido”, la idea de que “aquello no volverá a suceder más”: la historia es vaciada de todo contenido causal real, para revelar como causa de su devenir, a la monstruosidad singular. En el marco de la segunda figura, la cultura alemana es el monstruo. El holocausto y la guerra no serían resultado, pues, del desarrollo occidental y del desarrollo capitalista en particular. La cultura alemana sería una cultura anormal, una singularidad inexplicable e irrepetible, fuera del marco de la historia. Si se trata de una “cultura monstruosa”, entonces, la figura de Hitler sería normal dentro de la monstruosidad histórica. Sería un igual entre monstruos. La monstrificación exculpatoria convierte la actuación individual o cultural en “excentricidad”, no contabilizada ni contabilizable en el desarrollo histórico. Al ser singulares, estas actuaciones históricas de individuos y colectividades, no son explicables ni sujetas de causalidad, exculpando al imperialismo occidental y capitalista como causa histórica de las guerras mundiales, los genocidios, las invasiones y demás resultados de este imperialismo. Los monstruos exculpan la actuación de la modernidad, siendo esta destructora de toda alteridad histórica. A la vez que violentan el principio fundamental de la ciencia moderna y del historicismo, esto es, que toda “acción

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histórica está siempre en suspenso, todo juicio visto para sentencia” (Larui, 1991: 33). Teratogénesis mediáticas En diciembre de 2003, se inicia en Kassel, Alemania, el juicio contra Armin Meiwes, hombre, de 42 años, técnico y experto en computadoras, por el homicidio en contra de Bernd Jürgen Brandes, un ingeniero de Berlín. No se trata de un homicidio común. La prueba principal es un vídeo que grabó Meiwes, donde se detalla el proceso en el cual, a voluntad de la “víctima”, le da muerte, y luego descuartiza, en el sótano de su casa. En el vídeo, Meiwes corta previamente el pene de Jürgen, lo cocina y, entre los dos, lo comen. Una vez muerto Jürgen, Meiwes procede a destrozar el cadáver y guardar los trozos en la refrigeradora, para comerlo más tarde. Meiwes es calificado como el “caníbal de Rotenburgo” y encabeza un fenómeno mediático global. Meiwes, exsoldado, vive en una casa antigua y grande del siglo XVII (lo que sirve a la prensa para recurrir al miedo gótico), ubicada en Rotenburgo, compartiéndola antes con su madre y habitándola solo desde que muriera aquella. Es reconocido por los vecinos como “muy educado, bien vestido y cordial”. Según las investigaciones y la confesión del imputado, siendo pequeño, “soñaba” con comerse a los demás. Meiwes enfatiza que, únicamente en Alemania, existen más de 800 caníbales dispuestos a “pasar a la acción”, o sea, a cumplir sus deseos, dentro o fuera de una connotación sexual. Meiwes conoció a Jürgen en la red. El primero publica anuncios en busca de personas que quieran ser comidas voluntariamente (en páginas virtuales como “Guy Canni-

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bals”). El anuncio original con el que atrajo a Jürgen, señala textualmente: “Busco joven de entre 18 y 30 años, bien formado, para sacrificarlo”. Meiwes es atrapado, porque un estudiante austriaco encuentra un segundo anuncio de este y lo comunica a la policía, lo cual lleva a una investigación que termina con la detención y la recuperación de los restos de la “víctima”. En el vídeo, Jürgen acepta ser comido, enfatizando que se trata de eutanasia, y que Meiwes fungirá solo como facilitador del suicidio. Estas declaraciones pusieron en jaque al tribunal, que no contaba con la figura penal de “canibalismo”. Sin embargo, en enero de 2004, el tribunal declarara culpable de homicidio a Meiwes, al determinar que no existe en el imputado ninguna “perturbación mental” que pudiese haber condicionado su conducta, y que el homicidio no se realizó tampoco en contra de la voluntad de Jürgen. Este caso, “extraño” según los medios mundiales de comunicación, no impide a Meiwes convertirse en un “monstruo mediático”. Varias circunstancias del caso son rescatadas y enfatizadas en exceso por dichos medios: la naturaleza sexual y, específicamente, homosexual, de los implicados; la ausencia de “problemas” mentales (los implicados “tienen conciencia” de sus apetencias); la confesión, autojustificación y la ausencia de sentimientos de culpa por parte de Meiwes; el carácter no exclusivo del fenómeno, ya que los medios señalan la existencia de otros casos similares, concebidos, a la vez, de forma singular. La prensa intenta inculpar a Meiwes, insistiendo en su aparente “normalidad” y “conciencia”, como si estas fueran síntomas de una “aberración” todavía mayor. La opinión no puede comprender, ni tampoco aceptar, la

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especificidad de los “gustos” de los implicados, y busca justificar la aparente singularidad monstruosa de Meiwes. El monstruo aparece, porque es singular, porque no puede ser comprendido dentro de una cadena de sentido socialmente aceptable. Tan monstruo como Meiwes, según la opinión mundial, es su “víctima”. El monstruo es creado por la “singularidad”, no obstante la confesión de Meiwes, la existencia de páginas web sobre canibalismo y la aceptación de Jürgen. Esta supuesta y creada singularidad es la que va a escandalizar a la opinión y a garantizar el “mito del caníbal”. Meiwes busca, en algún momento, creer en su propia “singularidad”, al buscar en la niñez una explicación de su comportamiento. Meiwes no justifica o siente remordimientos, cosa evidente en el juicio en su contra; los medios buscaron, por doquier e infructuosamente, este arrepentimiento, de forma que Meiwes regresara al redil de lo humano, ya redimido de su “absoluta alteridad”. La ausencia de arrepentimiento, permite a los medios y a la opinión monstrificar aún más a Meiwes, protegiendo con barreras de acero una “normalidad” neutra y carente de inflexiones. Como “monstruo mediático”, la prensa consiguió una premisa y un escándalo. Por su lado, Meiwes, “el monstruo”, consiguió lo suyo, al dar a conocer la amplitud actual de los límites dolorosos de la identidad y la diferencia. El mito fue “fructífero”. Los actos, en que Meiwes y Jürgen se ven implicados, nos dan pistas, no sobre su sicología, sino más bien, sobre la realidad histórica contemporánea. Uno podría interpretar que aquella situación de canibalismo, fue un suicidio ritual. El acto constituyó, además, una relación libidinal: concluida con la ingestión de la carne del otro. Como sui-

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cidio ritual y como acto sexual de ingestión de la carne, el canibalismo contemporáneo es una especie de “ritual agónico”, una “respuesta” ante un universo social en extremo complejo y peligroso, capaz de generar una gama sumamente amplia de respuestas de acción, a la vez que éticamente contradictorias, en especial con el principio de la vida. Aún así, el suicidio no podría ser negado como derecho del sujeto: derecho límite sobre la propia muerte. Al singularizar del todo el caso de Meiwes-Jürgen, la opinión generó un monstruo, que la autoliberó, a la vez, del contagio de la monstruosidad, de la contaminación de la mismidad con los efluvios de la alteridad. El tribunal tuvo que actuar ante Meiwes, como si este fuese absoluta alteridad: no había figura penal ni jurisprudencia capaces de echar luz sobre el caso. Al ser condenado por homicidio, Meiwes recibió el castigo que recibiría alguien que “facilitase” una eutanasia si esta estuviese prohibida. El tribunal sancionó la muerte de Jürgen como suicidio ritual, como una muerte voluntaria de alguien que quiso ser comido, que quiso ser parte del otro y, para ello, tuvo que morir. No solo la violencia infligida por Meiwes contra el cuerpo del otro, supuso una motivación sexual. La violencia del otro contra su cuerpo y su vida era también un impulso de naturaleza sexual, un camino a la religión, porque todo encuentro sexual supone, en última instancia, un camino a la unidad de las cosas, como descubrieran hace milenios las culturas antiguas (hoy mal llamadas paganas) y el cristianismo primitivo a través del ágape, ritual del amor

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n las estructuras míticas clásicas, los monstruos aparecen como entes insertos en una ecología de las posibilidades míticas, dentro de un amplio Jardín de las Delicias (El Bosco), en el que no existen identidades exactas o puras, sino procesos de retorno al orden, ciclos de lo mismo, repeticiones de la eternidad. Los monstruos clásicos cumplen una función ética de restauración creadora, un papel positivo en el ordenamiento comunicativo del mundo mítico; así sucede en casi todas las culturas no occidentales. El mundo occidental antiguo y casi todos los demás universos culturales comparten esta visión ética del monstruo renovador. La modernidad es creadora por excelencia de monstruos. Hereda, como vimos, las brujas, los demonios y los espectros que sumieron en el terror a los habitantes del medioevo. Hereda los mitos del vampiro (Drácula de Stoker), la licantropía, el Gollem (Frankenstein o el Eterno Prometeo de Shelley), las hordas de leprosos y la peste. Hereda, pues, la distinción entre las viejas correcciones y las disidencias: las mujeres sabias, la locura, el amor incorrecto, la enfermedad y el sadismo.

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La modernidad no se queda ahí y hace algo más: crea nuevos monstruos, en nombre de nuevas normalidades. La modernidad es teratogénica, con conocimiento de causa. La biología, la medicina, la sicología y la criminología dan fundamento, así, a una potente taxonomía de la “anormalidad”, y a una explicación mítico-científica, de los miedos colectivos. A los que se suman los portentos creados por los medios de comunicación, monstruos como el Chupacabras, pura estructura mítica constituida de miedo transontológico y mediático. Las teogonías modernas y posmodernas caen en el juego de los monstruos: horribles criaturas verdes y pantanosas, en mundos lejanos; cadáveres exhudantes de líquidos venenosos que persiguen a jóvenes impolutos; fantasmas ectoplásmicos confundidos con los muros de viejas mansiones; espectros infecciosos; máquinas y clones enloquecidos; “maniacos” asesinos en serie (como el ya mítico Hannibal Lecter, “el Caníbal”, de El Silencio de los Corderos). Mediante estas versiones de lo monstruoso, la teogonía literario / fílmica moderna es capaz de rescatar el poder identitario de la diferencia, diferencia negada en la renovación de los escasos y pobres límites de la subjetividad contemporánea. Como mito fundacional, el monstruo moderno renueva la mismidad, en detrimento de cualquier faz de lo distinto. Umberto Eco define la existencia de “una moda de lo monstruoso”, según él, resultado de las mismas “monstruosidades históricas”: caídas militares que generan culturas de lo monstruoso, caso de la Alemania nazi, incluyendo zombis, vampiros y científicos locos. Lo monstruoso, dice Eco, se ha vuelto extrañamente común para “un público que no concibe lo macabro como gesto estetizante o como protesta velada contra los prejuicios de la gente

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formal” (Eco, 1993: 357-359), sino como objeto simbólico e iconográfico de consumo. El monstruo de Frankenstein, Mr. Hyde, todos los monstruos modernos, no surgen “de la desviación de las fuerzas naturales, sino de la ciencia” (que pretende descubrir los principios naturales que rigen la realidad); se trata de algo creado por nosotros (Ibíd.: 360-361). Para Eco, “el gusto por el horror aparecería, pues, como una expresión de neurosis: buscar y hacer objetivo, en particulares contingencias históricas, la parte negativa de la propia personalidad, el arquetipo junciano del “demonio”; o bien dar libre curso a la aparición de una tensión privada de contenido evidente, el ansia libre y fluctuante de que habla Freud” (Ibíd.: 359). Cosa evidente en la película Estados Alterados, donde el monstruo proviene de “muy adentro”: del subconsciente cultural y genético del personaje principal. El otro Mismidad y monstruosidad son mitos: constituyen referentes de identidad, inscritos dentro de una determinada teogonía (un imaginario social) y un determinado ordenamiento simbólico de los orígenes. La teogonía siempre remite a los orígenes, no como lugar histórico o lugar en el tiempo, sino como lugar de la identidad: una teogonía o estructura mítica constituye el recuento de los sucesos simbólicos que instituyen la identidad, lo mismo y lo otro, dentro de un esquema operativo y vital, que justifica la existencia del sujeto siempre en un marco de actualización social. El monstruo, como mito, “es el doble de nosotros mismos” (Monge, 1997: 69). El monstruo es el otro no reconocido ni reconocible, el otro verdadero, siempre

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destruido por el héroe fundante, por la mismidad erigida en mirada y en sistema de control. El monstruo es, quizás, el más frecuente de los mitos, igual o más que el de las divinidades negativas o positivas. El monstruo aparece en todas las teogonías; incluso, en algunas se tiende a dar mayor peso al monstruo y no a tales divinidades; el monstruo es, en todo caso, arquetípico: funda el orden de lo social y el de la subjetividad. “El terror del monstruo existe, pero se percibe como angustia fluctuante” (Eco, 1993: 361). Como mito fundacional, establece un orden, un límite simbólico entre lo propio y lo otro: lo otro, tiende a aparecer como monstruo, como ruptura del mundo y de la unidad entre el sujeto (mismidad) y el mundo. En el caso de la sociedad occidental moderna, el monstruo surge como parte del “ciclo del héroe” (Amador, 1999: 83): “Este triunfo del héroe sobre el monstruo significa el triunfo del bien sobre el mal, del espíritu sobre la carne. El monstruo representa la desviación de la norma, la trasgresión de las leyes, supone un desafío contra la naturaleza y la racionalidad. Simboliza el caos, las tinieblas y todos nuestros miedos más profundos” (Guerrero, 2004); aún así, el monstruo dice algo más. Como mito es polimorfo (cf. Pérez, 2004), ya que alude a la diversidad incalculable de la diferencia. Mediante el monstruo, el otro aparece muchas veces como ser negado, pero también aparece simbólicamente como diferente. El monstruo devela las dos caras de la moneda: la negación de la alteridad, la omnipresente realidad de la diferencia. Para los niños, por ejemplo, el mundo aparece como un monstruo, como una cosa horrenda en su cercanía. Feo, enorme, avasallante; el mundo es el Coco, el otro y, sobre todo, la primera y horripilante intuición de la muerte, que

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aún carece de palabras que la objetiven: la muerte aún no nombrada, aunque certera, pura sombra confundida con las sombras de la noche, a la espera de la palabra que le pondrá un nombre y una cadena de acciones ejemplificantes para, al final, volver al silencio, donde solo será nominada por el miedo, nuestro miedo. La muerte es el límite absoluto de toda monstruosidad: la caída de la mismidad en su silencio. La “eficacia de lo monstruoso radica en ser inexpresable. En sustraerse, por definición, a cualquier intento catalogador, taxonómico. Este rasgo constitutivo le confiere, primero, su carácter subversivo respecto del discurso cientificista” (García, 2004). El monstruo convoca a la diferencia, al estatuto de fondo de toda identidad, que se establece en el marco de la incalculabilidad y de la muerte. El monstruo, en la sociedad actual, permite exorcizar nuestros terrores infantiles y, después, nuestro aterrorizante y accidentado camino hacia la identidad, mediante la sanción negativa de la diferencia. Es un “saco de sastre” cultural (moderno) que permite nuestra afirmación imaginaria, negando lo otro y lo propio que es percibido como otredad, es decir, la negación de todos aquellos y aquellas que no tienen nombre, pero implican, según la percepción dominante, un peligro para el círculo perfecto de nuestro espacio vital, utópico y aséptico (el monstruo es una estrategia, pues, disociadora de nuestra propia condición subjetiva real pero ordenadora de nuestra mismidad e identidad ideales). Al no poderse “objetualizar” el monstruo no puede ser referencia de nada. No es vinculante. No es respecto a nadie. En fin: “no forma parte del mundo. Ello lo destierra de la norma (lo normal), lo calculable, lo estadístico: presupuestos ineludibles por parte del sujeto al configurar(se)

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la representación del mundo como imagen” (García, 2004). El mito del monstruo restaura el orden simbólico: “El mito es, pues, la primera de las respuestas que conocemos a esta topología de la confrontación, a esta teoría del emplazamiento... Su función legitimadora permite soportar la existencia en lugar que nos ha sido asignado y, con ello, reduce sustancialmente la confrontación. Porque el mito introduce orden donde previamente no existía; tiene una básica función organizadora” (Vásquez, 2004). El monstruo está aquí, omnipresente, cercano y al lado. Creado en un delirante acto de la imaginación que pone un límite entre lo propio y lo otro, destruyendo la integridad de nuestra esencia originaria: cura simbólica de nuestro terror ancestral al encuentro con los demás (que son lo propio, lo original), que se establece como necesario en nuestro fallido camino hacia la autoconstitución en libertad, hacia la infinita disgregación de una esencia inexacta que nos constituye como sujetos, y que, a diferencia del espíritu del vino, es retenida temerosamente, como si se pudiese atrapar a los dioses en la sustancia perecedera de las reliquias, de escapularios, de enmohecidos huesos de muertos antiguos. No basta con lo dicho por Aristóteles, para quien “el monstruo es contra natura, pero no de manera absoluta, es contra natura sólo en cuanto a la forma y no en cuanto a la materia” (Sierra, 2004); debemos ir más allá, hasta la mismidad que es su fundamento inverso. La mirada El monstruo no es el antagonista que se opone o entabla una lucha en contra de la luz, sino el ser patético, el que estorba, el que, estéticamente, choca, al ser puesto

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frente a la luz. La cualidad de lo monstruoso es, imaginariamente, visual. El monstruo es intuido como aquello que rompe una estética, un orden de lo bello y deseable, como algo particularmente molesto que, de paso, es alguien, como una voz chirreante, como un gesto acosador. El monstruo resulta particularmente despreciable desde el punto de vista del deseo: lo monstruoso no es deseable, rompe el orden de lo libidinal, y se instaura como choque de la visión directa, como antiestético, inmoral y horroroso. El monstruo es creado por una mirada que solo mira la pureza de lo abstracto. “La luz y la sombra como metáforas de la verdad” (Fragomeno, 2003: 14); se trata de una luz tramposa (Ibíd.: 15): ilumina para controlar. No va a ser una “máquina de la luz”, como señala Fragomeno. Se va a tratar, más bien, una estética de la luz: una pintura que requiere de aquella para demostrar lo que no es. Se avanza así hacia un concepto lumínico de lo monstruoso, ligado con lo grotesco (“lo grotesco es lo exagerado o deforme, es decir, lo deformado, lo que no tiene forma”) (Los bestiarios y la representación de lo grotesco, 2004). En palabras sencillas: el monstruo no puede ser sexy, ni atrayente; es una cosa espantosa, fea, que uno preferiría guardar en el armario. El monstruo, como Mr. Hyde (en la novela de R. L. Stevenson), solo sale de noche, bajo la protección de la oscuridad. El monstruo es la noche misma, el ser que vive en y de las sombras: el monstruo es creado por la mirada y rechazado como su antítesis; la mirada se instaura como mirada de lo correcto y lo normal, como mirada diáfana y pura de las transparencias. El monstruo no puede ser visto directamente, porque ello supone el fin de la vida (efecto al mirar el Basilisco o el rostro muerto de Medusa en el escudo de Palas / Atenas): el Minotauro nunca muestra su presencia, excepto en

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el momento que actúa, cuando esta presencia equivale a la muerte, cuando al fin la madeja de Ariadna se detiene en el punto exacto del destino. El monstruo no puede ser visto, mas sí puede ser presentido: limita el espacio de lo posible, el límite de lo transitable. Desde la antigüedad, ha habido cierto énfasis en la idea de que el monstruo transita por la mirada. El monstruo arranca su largo peregrinaje en el mito, la leyenda y la literatura. Siempre en el límite, en el plexo. El monstruo es un ser de perfiles, nunca sujeto a la pureza genética y originaria de la mirada directa, porque solo de esta forma mantiene, simbólicamente, su efectividad de arquetipo: no es reducido por la mirada, mas sí intuido, cercado y develado por ella (Foucault). El monstruo habita al lado de las palabras: intertextual y expectante. Su respiración es siempre percibida glacial en las nucas, su frialdad en la punta de dedos, como alfileres de hielo enterrados bajo las uñas. El monstruo es un barquero (Caronte) o un guardián (Cerbero), que comunica los mundos y las diferencias, que abre las puertas, y se oculta omnisciente en los intersticios, en la frontera entre el aquí y el allá: el monstruo es un portal, un nexo, una Gárgola, un Espíritu del Viento. Para el sujeto esto constituye una trampa, porque mostrar y no mostrar, en uno u otro caso revela algo. Como la obra del pintor David Cronenberg, la “monstruosidad resulta de un efecto de superficie, una perversidad de la carne, mutaciones de un cuerpo que se disgrega y se pierde en una infinidad de entrecruzamientos. Nos enfrentamos a la alteridad de un cuerpo como monstruo” (Giménez, 2004; el énfasis subrayado en el original). El monstruo se esconde respecto de la mirada, como lugar donde el ojo no radica su esencia, pero sí su

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control político. El monstruo sustenta la frágil consistencia de la normalidad, y el poder en los espacios cotidiano e histórico. Por eso, los imaginarios colectivos no pueden prescindir del monstruo en la construcción del orden social. “La oscuridad tiene marco cuando nosotros mismos lo suspiramos, porque en nuestros trayectos en aras de intimar con sus entrañas portamos teas de lucidez y heroicidad” (Olivares, 2004). La mirada es, como señala Foucault, la nueva modalidad del control social: reguladora de las disposiciones, y en especial, como diría Baudrillard, del orden de los objetos y de los cuerpos en el espacio. ¿Cómo se desplaza este sistema de poder?, ¿cómo se centra en la mirada?, ¿cómo se constituye este grado tan amplio de estetización?, son preguntas fundamentales sobre la constitución de la subjetividad; en especial, al traspasar con mucho las viejas dualidades entre el “bien” y el “mal”, las cuales, no obstante, todavía aparecen bajo otra faz, como en el texto políticamente reactivo de Jordana Palacios (2004). En el cuento de Úrsula K. Le Guin, Los que se alejan de Omelas, se relata la vida de un pueblo perfecto dedicado al arte, la alegría y el hedonismo; los habitantes de Omelas están imbuidos en todos los extremos de esta utopía, habiendo desechado las complicaciones de la política y la ley (“Desconozco las reglas y leyes de su sociedad pero sospecho que eran singularmente escasas” –Le Guin, 2004): sin monarquía, ni esclavitud ni bolsa de valores, los de Omelas se centran en la felicidad y estetizan el mal y el dolor (“es la tradición del artista: la negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible fastidio del dolor”). Eliminan la violencia (“aceptar la violencia es perder la libertad para todo lo demás”) y recurren solo a una “tecnología intermedia”, ni muy sofisticada, ni muy antigua, que garantice una estética del bienestar.

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La utopía en Omelas se funda sobre la mirada. Nada feo, nada incómodo a la vista, ninguna ruptura de la luz y la continuidad de un signo que es la felicidad misma. Aún así, los omelas requieren un monstruo, para defenderse de los monstruos, una pequeña dosis de infelicidad que sustente toda la felicidad posible. Por ello, en un sótano, oculto a todas las miradas, aunque absolutamente intuido por ellas, yace un niño o niña (no se sabe), “retrasado mental” (“Tal vez nació normal o se ha vuelto imbécil por el miedo, la desnutrición y el abandono”). El niño asume en su cuerpo y espíritu toda la degradación posible, y está ahí, desnudo y desnutrido (“tiene el vientre hinchado”), sin casi contacto con los demás, excepto quienes lo alimentan con violencia, como si se tratase de un animal, sin que jamás respondan a su llamado de niño/niña (“Por favor, sáquenme de aquí. Seré bueno”). Todos los habitantes de Omelas saben que el niño está ahí, a la vez que la existencia de este “otro” es parte de los procesos de socialización; los de Omelas saben que toda su felicidad se sustenta en la existencia del niño (todo depende “por completo de la abominable miseria de ese niño”); no pueden caer en el minúsculo acto de rehabilitar al pequeño (de liberar al monstruo que es su culpa), ya que acabar la felicidad de todos por la vida de solamente una persona “sería, por supuesto, reconocer la culpa, admitir el delito”. Toda la utopía de Omelas tiene, como nuestra realidad que convierte a sus víctimas en monstruos, fundamento en este dolor culpable: “La existencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen posible la elegancia de su arquitectura, el patetismo de su música, la profundidad de su ciencia”. Hay gente que no soporta la culpa y, subrepticiamente, se “alejan de Omelas”, al amparo de la noche, al amparo de la culpa insoportable.

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Esta idea está plenamente clara en la película La Aldea: el monstruo, real o imaginado, mítico en todo caso, instaura el límite dentro del cual se construye la idea de comunidad, la utopía de la (auto)felicidad impuesta: como en todas las mito-simbologías, el exterior es la tierra de espectros, nunca de una posible extensión de la humanidad, de la alteridad: la utopía siempre se funda sobre un cementerio antiguo, cuyos muertos son enfáticamente celosos. Los esqueletos en el armario permiten fundar la limpieza y pulcritud de nuestro “comportamiento normal” en una “sociedad normal”, pero, tarde o temprano, deciden salir y cobrar su precio, con todos los intereses incluidos: en ese momento, la utopía se revela como doblemente monstruosa. El monstruo es maldecido, temido, vilipendiado y culpado por todos los males y fracasos de la vida. Cuando la monstruosidad es asignada a sujetos concretos, permite expiar las culpas y los miedos propios; la destrucción o rechazo del otro facilita, eficazmente, la redención y refundación de los proyectos individuales y colectivos, sin la carga de la culpa. El monstruo constituye un factor necesario en todo exorcismo. Entendemos el exorcismo como un acto de falsa liberación, de simulación de la pureza a la que se aspira desde la culpa. Todo espíritu exorcizado es una de nuestras máscaras, puesta a secar a la sombra de la negación como tierna carne de dinosaurio, como húmeda y supurante ropa de muerto. Ante este “Adán bestial y solitario” (Eco, 2000: 102), que es el sujeto moderno, abundan los gestos de exorcismo (Ibíd.: 116)., de la culpa, procesos de singularización (eliminación del fenómeno específico de la diferencia respecto de una cadena normativa abstracta, que no puede soportar dicha especificidad como parte de su continuum). Las estrategias de control son ejercidas por

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el derecho desde la Edad Media (Foucault, 1995: 106), esto es, por un sistema de normas que exteriorizan el perfil de la normalidad objetiva y subjetiva. El caníbal El alimento favorito del monstruo moderno (o al menos el núcleo de sus gestas y acciones monstruosas) es la carne humana. Extraño arcaísmo del ser despreciable, del innombrable: alimentarse de quien lo creó. Pero ya, en la “primera edad”, Cronos, el dios-padre-del-tiempo se comía a su hijos (triple pecado implicado: asesinato, incesto y canibalismo), eternizándose, ensañándose contra todas las criaturas, haciendo resaltar su poder de creador y destructor. La carne humana es la esencia simbólica sobre la que se efectúa la acción deletérea de lo monstruoso: la carne como principio y fin de la vida, y de las relaciones humanas. El monstruo, por esencia, no tiene vida: Vampiro, Zombi, Hombre Lobo (ni una cosa, ni otra, ser no clasificado que carece de vida), Momia, Gollem, Arpía, Jinete sin Cabeza, Carreta sin Bueyes, Llorona; todos predican su existencia a través de la muerte de la carne y “viven” de y por la carne. La carne es lo que les falta, como al sujeto le falta lo que el monstruo predica indirectamente: esencia, diferencia, ser, humanidad. Mediante la destrucción de la carne, el monstruo redime su ausencia mítica y falsa de humanidad. Esto lleva a un rotundo fracaso: al ingerir carne, el monstruo no consigue, definitivamente, la humanidad anhelada, y se perpetúa como inmortal. Los monstruos devienen en la trampa de la infinitud: expresión congénita de la disolución presente, concreta y permanente del sujeto real. El monstruo representa, en su eternidad,

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la negación concreta del otro: dialéctica destructiva de la afirmación en la no-afirmación. Cuando el canibalismo es una práctica real y no mítica; entonces es sancionado como doblemente monstruoso. Eso sucedió con Meiwes, el “caníbal alemán”: absoluta alteridad en un mundo que no puede soportar que el canibalismo sea, concretamente, su rostro más real, su sombra cultural más poderosa; un acto macabro de apropiación del otro, es decir, de amor posmoderno, del todo viable según las condiciones históricas actuales, es convertido en pura alteridad monstruosa. Lo que tenía el acto de amor es eliminado, dejando ver solo aquello que espanta, los trozos de cadáver en la nevera, los huesos rotos del otro concreto que se convierte, ahora, en otro abstracto, en pura mismidad herida. Con ello, la muerte concreta es vaciada de contenido, de humanidad, y aparece como muerte abstracta, como anochecer en el lado oscuro de la luna. Frente a esta muerte oscura, muerte hipotética del sujeto abstracto moderno, de la mismidad esencial, ninguna vida ni ninguna muerte concretas, tienen valor: el sujeto concreto desaparece. El Vampiro, el más erótico de los monstruos es, a la vez, profanador y buscador de adeptos: por medio de la sangre (que ingiere y contamina), el líquido expresión por antonomasia de la vida, el Vampiro afirma su poder. Y es todavía más “perverso”: mata y somete a sus víctimas a una para-vida, a una “vida en la muerte”: figura de un monstruo creador de monstruos, un ser que desencadena un contagio de alteridad. El Vampiro es, particularmente, infeccioso. Lo son, también, quienes sufren del mal de la licantropía (los “hombres-lobo”). Aún estos “tétricos” personajes, son renovadores, conversores políticos de una causa “maléfica”,

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pero al fin y al cabo, una causa. Estos monstruos infecciosos están condenados a recrear la vida en el simulacro, bajo un imperativo antiguo e inmanente, que enfatiza la vida a través de la para-vida. Los monstruos renuevan la continuidad de la existencia, por intermediación de su inevitable para-vida y su eterno sacrificio. Esta función simbólica es cumplida, además, por otros monstruos caníbales todavía más despiadados: los Ladrones de Espíritus, los Fagocitadores de Almas. Digamos que esta esencia caníbal del monstruo, este ataque simbólico a la carne, al ser, se hunde profundamente en la propia condición de la mismidad, la cual, para afirmarse, destruye, indirectamente, sus bases reales, refrendadas por la otredad. La mismidad, al destruir y negar la otredad efectiva, proyecta en el plano de lo simbólico a estos otros destruidos y negados, recurrentes en la culpa, como monstruos. No es realmente el monstruo quien ingiere la carne humana, sino el sujeto, quien, al negar al otro, niega lo que hay más real en él, esto es, los otros, que lo reflejan como sujeto. Son los otros, los que aparecen como caníbales de la mismidad, ya socavada de antemano, por el sujeto, al destruir y negar a los otros, que son, ahora sí, simbólicamente, el Otro, el “Monstruo”. Esto es resultado de una nueva forma de normalización, que constituye al monstruo como un atentado simbólico contra la vida abstracta: “Una sociedad normalizadora fue el efecto histórico de una tecnología de poder centrada en la vida” nos señala Michel Foucault (1995: 175). La destrucción del monstruo posee así un valor simbólico que supone un retorno al orden social. La renovación

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Creo que son necesarios una nueva epistemología y una nueva estética de la monstruosidad, una nueva política de la diferencia y unos nuevos instrumentos para asegurar la tolerancia. Cuando los monstruos dejen de asustarnos y entren en nuestra casa, por el lado más ambiguo, ya sin el subterfugio imaginario del exorcismo, creo que habremos avanzado un paso significativo en esta meta de construir, políticamente, la mismidad y la diferencia, revelando la sombra a la luz y la luz a la sombra, bajo el paraguas del crepúsculo. Centrémonos, pues, en lo abyecto como aquello que mejor nos define. “Pues la abyección es, en suma, el reverso de los códigos religiosos, morales, ideológicos, sobre los cuales se funda el reposo de los individuos y las treguas de las sociedades. Estos códigos son su purificación y su represión” (Kristeva, 1998: 279). Al sacar a los monstruos de la luz y la sombra donde habitan como Jano, podremos darnos cuenta de que “ellos” (los otros) somos nosotros. Acabando así con la dialéctica del amo y el esclavo (Hegel) que sustenta simbólicamente una sociedad que produce víctimas y victimarios. El monstruo aparece como un lugar de saturación negativizada de las diferencias. Tantas cacerías de brujas, tantos exorcismos del poder y la mismidad, han demostrado que no “se triunfa sobre los monstruos luchando contra ellos” (García, 2004a). Solo procede sacarlos de la luz y la oscuridad, para que nos dejen de doler los ojos al mirar paranoicamente los resquicios, las sombras en las esquinas de la mismidad. “Al sacar lo monstruoso de sus múltiples reclusiones, se lo cismundiza, se lo comienza a tratar como una dimensión de la realidad intramundana, por ende se lo desdemoniza y devuelve a su condición originaria de que es monstrare o mostrar” (Ibíd.; el énfasis en cursiva en el original). En palabras de García, es

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necesario caminar hacia una “teratología positiva”, que define a la normalidad en su flexión, comprendiéndola no tanto como “el cero de la monstruosidad” (Ibíd.), sino como apertura estética hacia la diversidad, como punto de partida de toda la subjetividad moderna, y no como límite. Mediante el regreso del monstruo sin el miedo, se puede acabar con la sociedad de víctimas y victimarios, es decir, se puede crear sociabilidad a partir del reconocimiento, aceptación e inclusión de la diferencia. La categoría de monstruo requiere ser liberada de sus milenarias connotaciones negativas y destructivas, terminando con la producción de las víctimas y los victimarios. La salida no está en callar los gemidos del monstruo, sino en penetrar en su círculo liberador, más allá de la destructividad y del miedo a los demás. La defensa de la vida, puede plantearse desde la diversidad del arco iris que la caracteriza: eso es lo que la metáfora del monstruo, de la alteridad, promete. Dentro del círculo del monstruo, retornaremos a la mismidad en la alteridad. Lucifer debe ser reconocido como enviado de Dios y como Satanás, como puente de la diversidad. Porque de lo contrario, la teogonía mantendrá la dualidad mítica que la ha caracterizado entre el sujeto y la alteridad. Ante la pregunta que enfatiza Hinkelammert (1998: 53): “¿Quién como Dios?”, no basta la respuesta de Jesús, que es, sin duda, parte de la respuesta: “Todos ustedes son dioses” (Ibíd.). La opción por esta respuesta induce a pensar en el color de la alteridad, aunque no lo retoma en toda su riqueza: “¿Quién cómo la Bestia?” (Ibíd.: 54). Independientemente de que interpretemos a esta Bestia como el “imperio de la ley”, viéndola en conjunto con la pregunta adjunta en el Apocalipsis (“¿Y quién puede luchar contra ella?” –Ap. 13.4–, ante la cual, la respuesta

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es “nadie”), la Bestia no deja de aparecer como categoría negativa. La respuesta a la pregunta “¿Quién como la Bestia?”, solo puede ser la misma de Jesús para la primera pregunta. Sería una misma respuesta para una pregunta mítica e ideológicamente escindida. Satán, palabras más o menos distintas según el mito (Lc. 4.1-13), le prometió esto a Jesús en el desierto: le prometió la humanidad, la alteridad (cosa tratada de alguna forma por Kazantzakis en La última tentación de Cristo). Jesús elige la mismidad (“No pongas a prueba al Señor tu Dios”). Jesús no renuncia a su mismidad, no es tentado: “no ser tentado” es mantener firmes las bases de dicha mismidad; “no ser tentado” significa negar la alteridad que existe en nosotros, no ser alcanzados por ella. La tentación es un toque suave de los dedos de la alteridad, sobre los límites del yo, sobre la estructura de la identidad: es un suave abrirse a la diferencia, una sutil pérdida del control y de los límites de la identidad. Al ver las dos preguntas bajo una sola respuesta, desaparece esa dualidad mítico-destructiva, inserta en la diferencia entre Dios y Satanás. En el círculo de la alteridad, los dos tienen el mismo rostro: son espejo uno del otro. Esta idea no es nueva, aunque siempre haya sido descalificada por el Cristianismo como pagana, y resulte incómoda para el creyente de una religión poblada por profundas oposiciones binarias y por la milenaria ideal del mal, y no del mal entendido como creación de víctimas y violación de la vida (interpretación políticamente correcta de la teología de la liberación), sino del mal intuido subjetivamente en referencia a un “monstruo-espíritu”. Este cristianismo subjetivo no puede existir así, sin la dualidad, sin su monstruo destructivo de naturaleza abstracta (tenga o no una referencia real). Para afirmar a Dios, este cristianismo, requiere negar siempre a un

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contrario, requiere de un monstruo, de una “absoluta alteridad”, requiere de su fundamento último: el miedo. Sin el monstruo, Dios no puede existir. Umberto Eco tiene, en El nombre de la rosa, completa razón al respecto. No clamamos por la instauración de un imperio de claroscuros y espíritus confusos, que lo suyo tienen sin duda. Clamamos por la vindicación de esas diferencias vergonzosas a la mirada, de esas bestias ocultas en las buenas maneras, de esos espectros encarcelados en un salón de espejos e imágenes que embellecen, en la monstruosidad, nuestro temor a los espacios vacíos, a la libertad de vernos desnudos sobre la superficie del mundo, y frente a los otros que son el límite de nuestro reconocimiento y el referente de nuestra identidad. Clamamos por el fin de los gestos que instauran vergonzosamente la diferencia, por el declive de los héroes hacia el patetismo real y ridículo de la vida: “El ser más perfecto, nos dice Sade, el héroe libertino, sigue a la Naturaleza; el virtuoso, en cambio, sólo puede producir la paralización de la maquinaria natural” (Aguirre, 2004). El sujeto moderno de hoy “se construye como una amalgama contradictoria entre la subjetividad sintética y autorregulada que proponía la ideología humanista clásica y la red descentrada de deseo postulada desde la postmodernidad” (Krauel, 2001: 23). Dentro de la modernidad, el “Yo es el epicentro del sujeto como tal” (Dussel, 84: 3). El otro aparece como el que me antecede (Ibíd.: 5), y me constituye. En el decir de Lévinas, “el Otro se convierte en el Mismo” (Lévinas, 2000: 57). Toda existencia y realidad del sujeto aparece en su relación con el otro: “me vacía de mí mismo y no deja de vaciarme, descubriéndome...” (Ibíd.: 57). La relación entre los sujetos ha de estar fundada,

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primero en la tolerancia (“Así como la tolerancia requiere del sujeto, el sujeto también requiere de la tolerancia” –Ocampo, 2002: 23) y, después, en la aceptación de los monstruos que nos revelan internamente desde la mismidad rechazada, por no parecerse a la figura abstracta de lo normal y correcto. Siguiendo a Foucault, se requiere de una nueva “ontología histórica de nosotros mismos” (Álvarez-Uría, 2002: 8). Ya no más miedo a monstruos. Porque todos somos monstruos: criaturas feas, egoístas, groseras, deformes y engreídas como Narciso, embellecidas por el poder de la mirada y el subterfugio de la luz reflejante: antihéroes patéticos. Liberémonos como monstruos, liberemos a nuestros monstruos, dejemos libres a los espectros, a ese otro radical, que subyace en la teratogénesis destructiva de las relaciones sociales modernas. Pongamos fin al torpe juego del miedo, a la negación destructiva de los otros, para quienes nosotros somos también Los Otros (el filme de Amenábar es preciso al revelar a los verdaderos fantasmas –Arróspide, 2004). Dejemos que la sociedad de los monstruos dé paso a la sociedad de criaturas que se miran directamente en la inocencia de la desnudez erótica que clama por el encuentro de los cuerpos. Liberemos, pues, a los monstruos, del terrible peso de soportar nuestra culpa. Liberar a los monstruos del zoológico del miedo nos libera del miedo, nos somete al juicio de la tolerancia, pudiendo dejar caer, al fin, la pesada malla de acero que nos protege de nuestro ser, a través del control de las clasificaciones y las taxonomías de la diferencia. El monstruo ha sido siempre el otro restaurador y el otro renovador: el que revela y devela las sombras, pese a nuestros gestos y exorcismos; ese otro siempre visto de

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perfil, porque tememos a nuestros ojos, al sutil reflejo de nuestra mirada terriblemente agobiada por el miedo, por la falta de certezas frente a un mundo que no queremos controlar. El monstruo es punto de inflexión histórica,

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