Montenegro Carlos - Nacionalismo y Coloniaje
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Carlos Montenegro
NACIONALISMO Y COLONIAJE
L IB R E R IA E D IT O R IA L “ JU V E N T U D ” L A P A Z - B O L IV IA
CARLOS MONTENEGRO
NACIONALISMO Y COLONIAJE Sexta edición
Ediciones LOS AMIGOS DEL LIBRO La Paz - Bolivia
1982 Carlos M ontenegro Registro de la Propiedad Intelectual Depòsito Legal D.L. oo5-81 1982 Todos los Derechos Reservados por •ediciones LOS AMIGOS DEL LIBRO S.R.L. L a Paz - casilla 4415 Bolivia
Sexta edición All rights reserved
Im preso en Bolivia - Printed in Bolivia E ditores: Ediciones LOS AMIGOS DEL LIBRO S.R.L. Im presores: Editorial e Im prenta ALENKAR Ltda.
NACIONALISMO Y COLONIAJE
A m is p a d re s d o n R o d o lfo M o n te n e g ro y d o ñ a R a q u e l de M o n te n e g ro CARLO S M ONTENEGRO
D ed icato ria originai del libro.
A Y o la n d a , mi co m p a ñ e ra , sin c u y a co o p e ra ció n so lid arid ad ilim itadas n o habrían sido po sib le s ni la lu c h a ni la a c u m u la c ió n de e sto s testim onios, en r e c u e r d o d e lo s m u c h o s a ñ o s ' de su frim ib n to o to r g a d o al pueblo, c o n la inextinguible se gu rid a d d e la victoria.
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tA R L O S M O NTENEG RO
D edicatoria aparecida en la tercera, cuarta y quinta edición de la obra. La m ism a estab a destinada a un estudio sobre la Revolu c ió n B o liv ian a d e la q ue no a lc an z ó a e sb o z ar m ás que un sum ario.
MONTENEGRO EL DESCONOCIDO Por Augusto Céspedes “Lo más sublimi'., lo más excelso del hom bre , es in forme. Y no debem os darle otra form a que la de la acción nob le” — Goethe.
En la m edia noche de New York, el 11, la som bra de los rascacielos ha devorado el últim o lam po de la vida de Carlos M ontenegro. H om bre de cualidades que seleccionó en él la naturaleza boliviana, las devolvió com o critico y m otor de su ciclo histórico en esta parcela del m undo. Por m ucho que me haya unido con él un sentim iento m uy íntim o de solidaridad fraterna, que no debiera tocar, ante su m uerte no me resigno a sumergirme en aquel si lencio, aconsejado po r la sabiduría braham ánica, en cuyo fondo de aniquilación es posible participar de la unidad donde, para los seres unidos en la vida, se desm orona el m uro de la m uerte física y se restablece el sentido unáni me de nuestro destino de átom os. Hay evidentem ente en-
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tre ésto y aquello, una penum bra de eternidad a la que no es accesible la palabra, ni aún el pensam iento. Em pero, este m étodo de consolidación no condice con el im perativo existencial de la realidad en que actua m os que es, desde hace tiem po, la Revolución Nacional, igualm ente lenguaje del espíritu. En su ara está deposita do el cuerpo yacente de M ontenegro. Su existencia y su m em oria quedan subordinados a ese hecho social, sobre el que su personalidad se proyecta com o influencia, en tan to introdujo la conciencia revolucionaria en el am biente, y com o sím bolo, en cuanto fue representativo del factor hum ano que la im pulsó. De este m odo, salvando el recato de mi em oción y pensando que Carlos no me pertenece tanto a m i com o al país del que fué agitador, guerrillero, intérprete y augur, quiero escribir sobre el noble destino que cum plió a través de un largo dram a que, en m ayor o m enor in ten sidad, p o día ser el de todos nosotros. Me propongo anotar algunas cosas que contribuyan a la m orfología escrita de este tiem po y sirvan a la apolo gía de un a existencia parcialm ente juzgada y analizada. De su verdad y no de su desfiguración, obtengam os el fruto de la parábola evangélica que siem pre se reitera cuando se sabe sem brar en la buena tierra y no en el pe dregal. Si así no fuese, sorprendería que la lucha de M ontenegro, insuficientem ente conocida, ocasione que el pueblo le hiciera hace poco y hoy tan suyo com o no lo hizo nunca en el pasado. Salvando relatividades de tiem po de ubicación evoco un juicio del propio M onte negro respecto a Gabriel R ene M oreno: “Es curioso —dijo— que m uerto esté más cerca de Bolivia que durante to da su existencia” . Tal conexión postum a de un historia dor con su país, acentúa su sugerencia histórica cuando se trata de un hom bre de acción y de pensam iento com o M ontenegro, quien habiendo vivido com o un incom pren-
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dido y hasta com o un extraño en su tierra, tiene de pron to, subiendo hasta sus pies, la pleam ar de la adhesión colectiva. La estrofa de N eruda: “Cuando un hom bre com o Silvestre Revueltas— vuelve definitivam ente a la tie rra hay un rum or, un a ola— de voz y llanto que prepara y propaga su partida” . . . parece un presagio de la resonan cia que habrá de acom pañar a M ontenegro en el final de sus trabajos y sus días. Parece la certificación intuitiva de aquella circunstancia reparadora. Yo verifico a través de este hecho u n a sincera sintonía entre el espíritu revo lucionario y el dram a del líd er desconocido, y el trazo de líneas paralelas entre su vida y pasión y la pasión y vida del pueblo, qu'e se reúnen, al final, en la perspectiva del horizonte histórico. Para alcanzar tal térm ino de consagración que se brinda a la tarea de un hom bre casi siem pre ausente y frustrado, sé ha debido sem brar sin reposo, trabajar a conciencia, sentir m uy hondo. M ontenegro trabajó así, desde sus años m ozos. Mi conocim iento de él que data de nuestra edad adolescente, posee la determ ina ción de un kharm a, ya que no hizo sino renovar la amis tad de nuestros padres, escritores am bos y am bos libera les, superándola en la afinidad de nuestras aficiones po r un arte antiguo y u n a p o lítica futurista. El liberalism o patern o evolucionó en anarquism o. M uy jóvenes, en los cam pos de Q ueruqueru, a la orilla de la piscina de cal y piedra tapizada de musgo, o en el cam ino escoltado p o r los sauces blancos cuya larga som bra ondulaba sobre los surcos regados p o r aguas azules, el rubicundo y m al trajeado Carlos y yo discurría mos entre la nostalgia de un pasado clásico y rom ántico (la R om a de Petronio o la Francia de Vergniaud) y la inm inencia de perversos atentados que confabulábam os con tra la tranquilidad de los sobrios y solem nes veranean tes cochabam binos, que vivían detrás de los m uros cubier
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tos de rosales de rosas blancas. Por m ucho tiem po, tales viarazas decidieron la clasificación que se adjudicó a Carlos de m aligno caudillo nuestro, aunque ya entonces su talento original e integral escindía en el am biente con una categoría innata y precoz de hom bre superior. Muy joven, era amigo predilecto de A dela Zam udio y de Man Césped, sobre quienes escribió lum inosas críticas en “A rte y T rabajo” en que colaborábam os A ugusto Guzm án, José A ntonio Arze y yo. Pero el vulgo suponíale un m ero hum orista, sólo porque sus labios delgados y risue ños gustaban de la sal ática y sus ojillos grises denuncia ban su visión irónica de las gentes. Siem pre inconform e y rebelde, su inconform ism o resultante de un potencial desproporcionado al am biente de clase m edia aldeana en que actuaba, fué únicam ente interpretado com o m anifestación de un tem peram ento agresivo. A la larga dem ostró ser un a aversión, la p rotesta lógica de un espíritu opuesto po r calidad a una sociedad carcom ida, entreguista y perdularia, cual diría Pepe Cua dros. De ahí que las frases con élitros de avispo que echa ba a volar Carlos fueron sólo las avanzadas de la insurrec ción que llevó al ám bito político, en el cual se batió du rante 30 años. En terreno pedrogoso, po r cierto se hizo la siem bra del partido llam ado nacionalista del doctor H ernando Si les. D entro de esa tendencia, sem i-intelectual y ateneista, desaparecieron con la caíd a del honesto presidente los gérmenes de un antirosquism o precursor y cauteloso. M onleftegro que ejercía de pro m o to r y periodista del partido en C ochabam ba desde 1927, al ser derrocado Siles 30, sufrió la ofensiva de la Universidad constitucionalista y patiñista que le declaró “ enem igo de la Ju v en tu d ” ju n to a G uillerm o Viscarra, p o r su colaboración con el “ tiran o” y m on stru o” a quien sucedió en la presidencia un gerente de Patino. En violenta alcarada los estudiantes pidieron la cabeza de M ontenegro. R ecuerdo que Carlos Salam anca Figueroa le defendió. Meses después, los mis jc
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mos estudiantes, urgidos de presentar un sketch en su fiesta, visitaron a M ontenegro para que lo redactase y fue entonces cuando él les dijo: “ Segunda vez que ustedes pi den mi cabeza. . sin dejar, luego, de dársela generosa m ente. R edactóles todas las piezas del program a y actuó com o director de escena. A ventada la juventud silista, en el yerm o del país idiotizado por la J u n ta M ilitar y por la Unión Sagrada solo se vislum braba la dentadura sobresaliente en el si niestro perfil de la Gran M inería, m ientras el señor Salam anca presidía la m atanza de indios y m estizos para gloria de la S tandard Oil. Fué en ese tiem po que el sino que hab ía señalado a Carlos y a mi un acontecer unifor m e, de pesares y sim ultáneas caídas y tam bién de ale grías, rem achó y selló la tradición de nuestra estirpe, enlazando los troncos familiares en el m atrim onio de Car los con mi herm ana Y olanda, cuyo fruto de perfección, viviente y al m ism o tiem po alegórico, es W asear M ontene gro Céspedes. R ápidam ente absorbidos p o r las ventosas de la Rosca m uchos dirigentes silistas, después de la guerra del Chaco reapareció M ontenegro y provocó la escisión, am asando otro núcleo con participación obrera: La Confederación Socialista Boliviana con la cual llevó casi de la m ano, a T oro y a Busch a dar el golpe a la “ U nión Sagrada” . Co m o prim er acto en que exteriorizó su m anera de com prender la realidad política, en su función de secretario general del partido, hizo ocupar con sus huestes el Club de la Unión, guarida de capitalistas “ apolíticos” que ur dían ya negocios con el nuevo E stado socialista. Su segun do acto fué fundar el m inisterio del Trabajo. A nte tales retos, su acom etividad resultó rápidam ente frenada por propios y extraños y T oro le envió com o Secretario de Legación a Buenos Aires. Entonces o poco después, esc ri bió “ Caducidad de Concesiones M ineras” y “ El Derecho de Bolivia frente al O ro de la S tandard” .
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El socialism o se consum ió de anem ia en el gobierno de Busch, gobierno nacido en la sangría del Chaco y m uerto con la indigestión del decreto de 7 de junio. M on tenegro pudo ser el dem iurgo bienhechor de Busch, pero éste y sus prudentes consejeros, a sueldo de Patiño y Hoschschild, le m antuvieron alejado porque era “peligroso” . Peligroso, aunque no tan to com o para poner una pistola cargada en la m ano de ese caudillo niño. E ntretanto, nuestra generación indóm ita revivía, atrayendo a capas más profundas de la estructura social. Por uno que desertaba, se reclutaban otros valores más eficaces, alrededor, ya, de un sím bolo ensangrentado que era Busch. M ontenegro regresó de Buenos Aires y fundó la Unión D efensora del Petróleo y, a poco, en afirm ación a nuestra cam paña antirosquera de la Convención del 38 (Paz Estenssoro, Guevara, Espinoza, Costas) que prolon gó “ La Calle” , es que se fundó el M ovim iento Nacionalis ta R evolucionario. De ah í salió el sem anario “Busch” diri gido po r M ontenegro, redactado po r José Cuadros Quiroga, A lberto M endoza López y otros y financiado po r J o r ge Lavadenz. De ahí salió “ In ti” dirigido p o r H ernán Siles. Y de ahí la denuncia del problem a m inero y de los contratos entreguistas y mi m isión en las m inas con tra los enconm enderós del PIR que recom endaban trabajar con salario de ham bre para la D em ocracia yanqui. En todo ello, M ontenegro perspicuo y ubicuo, con el m echón de cabello rubio sobre la alta y ancha frente, conversaba, es cribía, convencía, financiaba, infiltraba el plasm a de su energía inagotable. He hablado de los m ineros, y aq u í cabe un dato pro vechoso para el conocim iento de la genética del M NR: la virtud esencial del grupo fundador —que debe ser siem pre virtud de todos Sus dirigentes— consistió en que insertába m os en las m asas, con el ejem plo, nuestro propio sentido de los derechos del nativo. N unca las em pleam os en m e dro demagógico sino que, abandonando la esfera social en
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que fatalm ente señam os partícipes del entreguism o, nos sum ergim os en la masa. Tal es, en elevada especie, la con ducta de M ontenegro, siem pre leal a su pueblo, conducta consagrada en la filosofía de “ Nacionalism o y Coloniaje” , obra en que se refirió al pueblo y no a la clase dirigente lo esencial de nuestra historia. v Prosiguiendo en la huella de M ontenegro: tuvo casi el to do de la labor de convencer y dar form a práctica al p acto del M NR., con los m ilitares jóvenes para derrocar a Peñaranda. H abiendo tom ado él y yo dos m inisterios de V illarroel, la diplom acia norteam ericana nos vetó, ha ciendo chantage para reconocer al gobierno. R enuncia m os, pero ese veto que m e señaló ju n to a M ontenegro co m o a calificado adversario del im perialism o, es un o de los honores más grandes de m i vida. Por asociación de recuerdos, traigo aqu í u n instante de nuestra existencia de desterrados en Buenos Aires, cuando a la penuria económ ica —que Carlos venció en su increíble y casi obsesiva tenacidad para el trabajo— se su m aban las noticias de crím enes de la Rosca, fracasos de tentativas del M NR y u n a cam paña de infam ias y calum nias de la Rosca y el com unism o con tra nosotros, casi sincronizada con u n a sorda hostilidad de los propios movim ientistas. Se buscaba ahogar a M ontenegro en el des crédito. Se leyó el artículo de un periodista m ercenario que nos atacaba desde Chile. E ntonces en presencia de algunos amigos bolivianos y argentinos, yo, exaltado le dije a Carlos: “ Lo que no nos podrán negar nunca es que som os los únicos ¡los únicos! escritores latinoam ericanos que directa ni indirectam ente hayan vendido jam ás sus plum as al oro de la D em ocracia ¡ ” . Me excedía al decir que los únicos, pero el hecho es que jam ás nos aproxi m am os a ese m ercado del dólar donde se cotizan los cere bros de artistas y escritores coloniales para sustraerlos a sus propios pueblos. Caso R icardo Latcham , caso Ma nuel Seoane, caso G erm án Arciniegas. . . Son m ás de cien, de prim era y segunda fila. . .
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Hablé del joven atrabiliario e inquieto. H ablem os del hom bre m aduro, arm ado de todas las armas para la con tienda. Enciclopédico p o r sus lecturas, am plificada su ap titu d natural para escribir todos los géneros: razonador, dialéctico, sofista, seguían acusándose en él. com o signos lum inosos, su ingenio y su fantasía y, en el fondo, u n a pa sión cegadora.*Del estratega p o lítico y visionario que era, se dijo que carecía, en cam bio, de prudencia táctica, pu n to para cuyo esclarecim iento tiene que considerarse su hipersensibilidad política. Percibía p o r anticipado las juga das de la Rosca o presentía, entre los correligionarios, la desviación que conduce a la claudicación o a la felo n ía y entonces censuraba despiadadam ente y, a veces, sin m edida. Pero, po r otro lado, su afectuosidad le llevaba al error en el trato con los bellacos a quienes su arte de seducción no bastaba, porque no estaba acom pañado de logros inm ediatos. En la re,alidad, todos los que le trai cionaron, estafaron tam bién a la Revolución. En sus cam pañas escritas o verbales difícilm ente se constatará ofensas sino a quienes com erciaban con la patria o con la revolución. Pesaba la responsabilidad del dirigente en un m ovim iento com o el nuestro, que no puede reconocer a nadie el derecho de hacer indultos o interpretaciones parsim oniosas que acaso insum irían un sacrificio de lágrimas y sangre en el arenal de la contrarre volución. La conducta de M ontenegro revela u n a com ple jid ad de bondad e intransigencia, cuyo paradigna se halla en todos los creadores de doctrina y de secta, que defien den su integridad. Y o que he visto a M ontenegro enrojecer de cólera, y a no digamos ante las tropelías de la Rosca, sino ante las debilidades de sus propios amigos, le he visto tam bién prestar u obsequiar dinero del poco que ten ía, regalar su ropa, hacer agobiadoras, a» te salas para recom endar com pañeros y em pañáreele de lágrim as lo? anteojos ante la no ticia de ajenos infortunios.
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Quienes captaron de sus abejas el tóxico aguijón, no quisieron saber que él hab ía elaborado igualm ente panales de licor com parable a las mieles del H im eto, m ieles de iro n ía v de piedad ante el espectáculo del m undo. La oligar quía la enfocó y exhibió, com o al “ m alo” en sus trucos peliculeros de dem ocracia y antifascism o. H ubo de cargar todos sus años el peso de la difam ación, pagando com o una deuda de siringuero los saldos que dejaba la diferen cia entre su persona y la m ediocridad. La O ligarquía que olfateó su garra, le odió y le infam ó siem pre, y los com u nistas siguieron la consigna hasta que M ontenegro, en cierta hora de su vida preclara, pu do blasonar de ser el hom bre más desprestigiado p o r la Rosca y sus sem ovien tes. Com o dijera el Inca G arcilazo: “ agraviados de él, no pudiendo vengarse en su persona, quisieron vengarse en su fam a” . Forzosam ente incluido en el relato de algunos he chos de esta vida, no me siento capacitado para describir el estilo literario de M ontenegro, que solam ente él p o d ría hacerlo sin m engua de su belleza. Evoco m aravillado su torrentosa facilidad que se precipita y se sosiega llenando una profundidad que conserva su transparencia; su prosa, diversa y única, hecha de roca, ola y arena, com o la ori lla del m ar. M ontenegro, grato y seductor en la charla, adm iraba al escribir, seguram ente porque en el se reunían las condiciones goethianas: “ El que quiera escribir en estilo bien claro, debe prim ero ver bien claro en su alma y debe ten er un alm a adm irable quien escriba en estilo adm irable” . La m isteriosa sustancia cerebral en contacto con el infinito donde se fabrica el estilo, com ponía sus cláusulas arm oniosas. A los 20 años ya poseía un estilo sensual y polim orfo, tan objetivo y acom pasado com o el espectáculo de una orquesta sinfónica: D entro de su exhuberancia, p o día m antener el equilibrio y la pulcritud cual un gato andando entre copas de bacarat. O rfebre en tarea de perfección alcanzó a poseer la pericia de un Al fonso Reyes para m antener la corriente co n tin u a entre
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la magia de la cláusula ornam ental y el secreto em anar del pensam iento. C ierta ocasión que leí un a prosa suya com enté que para com poner prosa artística Carlos M ontenegro poseía un a m ano ingrávida, capaz de dibujar, sin ahuyentarla, sus iniciales, en las alas de una m ariposa. A ese dom inio del decir añadía la fertilidad, siempre con seria, docum entada y cabal expresión que se vertió en diversos géneros y requerim ientos: la crónica , el bo letín, el editorial, el artículo de fondo, la biografía, la crítica y, más tarde, los ensayos políticos y geopolíticos, los infor mes sobre econom ía y finanzas, los com entarios interna cionales, que le hicieron dejar la form a propiam ente lite raria para condensarse en un estilo científico, com plejo y preciso cual un a arm a antiárea. La cincelada llave de su cultura le abrió las puertas de la intelectualidad m ejicana y con el suave em brujo —del que no estaba ausente la dignidad del talento— que usaba en sus m aniobras políticas y diplom áticas, adscribió novelistas, periodistas y políticos aztecas al credo de la Revolución boliviana. Más tarde, los aprem ios de la vida cotidiana del revolucionario pobre e insobornable, lim ita ron a M ontenegro a las faenas del asalariado en diarios y revistas inform ativas, cuando la persecución del gobierno boliviano en el extranjero le obligó a clausurar sus revista “Sea” . Síntesis E conóm ica A m ericana, extraordinario lo gram iento de un hom bre solo en Buenos Aires. Se disper só en el anonimato!. La propaganda del MNR y miles de artículos y decenas de estudios son su labor de esa época, alternada con la academ ia po lítica llena de am enidad, y el estím ulo a los com pañeros del exilio que se le m antu vieron fieles; con la devoción po r la lectura, anotada y concordada, y con el acopio de docum entación. Tres bibliotecas acum uló M ontenegro. U na en La Paz, o tra en M éjico y la últim a en Buenos Aires, pasm osam ente adquirida, volum en a volum en ju n to con el pan de cada día. Sus copiosos archivos retratan el im perialism o, aun
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que eran únicam ente accesibles a la llave m aestra de su m em oria. Con u n a publicación de 8 páginas en “ A hora” expuso el prontuario de Braden, docum entando sus fe chorías desde adolescente hasta Secretario A sistente para Latinoam érica. ¿Q uién m ide lo que esto vale? ¿Q uién, com o lam en tó D arío, sabe del dcílor de sus sesos y de ia sangre de su tinta? Sólo los que de cerca observam os el avanzar de esa labor de term ite cuyas construcciones en el subsuelo son incom parablem ente más grandes que las que figuran en la superficie. Concedem os a la O ligarquía boliviana este triunfo: el de haber frustrado, con la persecución, la realización plenaria de la inteligencia más aguda cultivada y m ulti form e que jam ás haya producido Bolivia. Cual se ve, resulta este casi un inventario de frustra ciones del trabajador que no tuvo sosiego ni alcanzó a cum plir sus planes, propios de su ser espiritual y soñador que, en m edio de la angustia de la Revolución y la jo m a da de labor, esbozaba libros, no en la m era im aginación, sino con un m étodo preparatorio de docum entación y estudio. Su insigne apetito de perfección y profundidad no p o d ía arm onizarse con la inseguridad de un a existen cia de perseguido y exiliado. Por tal causa M ontenegro sólo llegó a ser un fragm entario, y lo m ejor de su idea es perdición en un cam ino to m ado en irreal con la m uer te. Cuando se inclinaba a segar sus trigos, para ofrendar a la Revolución la cosecha de su vida, la ciencia de su his to ria y la serenidad de su experiencia, se nos evade con su num en y todo su escenario, com o un sueño. Lim pio de cuervos el cielo dentro del que volaba el avión que trajo a Paz Estenssoro del destierro, dejam os a M ontenegro ignorando que ya estaba invadido p o r el mal vegetativo cuyos tentáculos le ten ían aprisionado. Ultim as ilum inaciones alientan entre alternativas de su m alestar, su fantasía invicta y su realism o fecundo.
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“ U sted V ícto r —dijera a Paz Estenssoro cuando en Bolivia se esbozó cierta operación táctica para reem plarzarle— aunque no quisiera, será inevitablem ente el prim er presi dente de la Revolución, porque allá sólo el pueblo deci de” . Y a m í, antes del viaje: “ Dile a Paz que nunca se aparte de las masas obreras” . El pensador y el p o lítico no h a subsistido para en tregar a su país su capacidad de estadista. N o alcanzó la fuerza de la lluvia torrencial y apenas su gran espíritu de anim ador y su tarea m enuda em paparon la tierra bolivia na com o la hum edad de la niebla, aunque tal infiltración sutil procure ahora el reverdecim iento de u n a vida nueva sobre nuestros cerros y pam pas. No en vano el talento tiene sus cam inos de expansión y dom inio; la acción irre gular de M ontenegro sem eja u n a red con que retiene com o en u n a pajarera, todas las notas del alm a boliviana. Los colores y la diversidad m ental y social de nuestro pueblo, las m udanzas de los últim os tiem pos y el credo del futuro, que chocaban y buscaban la arm onía, se halla ron en el alm a de este transeúnte inquieto e inquietante. “ Un rum or, un a ola prepara y propaga la p arti da” . . . De su posición casi incógnita, de su reclusión en orgulloso renunciam iento, M ontenegro aparece de p ro n to ilum inado p o r los reflectores de la atención nacional, aclam ado p o r el MNR, nom brado em bajador en Chile donde al lado de H ernán Siles y los antiguos desterrados, es objeto de la apoteosis ensordecedora de las masas santigueñas. D esdeñoso de la popularidad, ésta viene hacia él en su lecho de enferm o en sus postreros días paceños, cuando contem pla, despues de 7 años, las barrancas ber mejas de la ciudad delineadas p o r el verde oscuro de los eucaliptus. Y ahora, brazos que aparecen raíces adventi cias que brotan del suelo exaltan su cuerpo, m uerto pero no rendido.
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Bien visto, todas las vidas son frustradas e inconclu sas y solam ente cuando se ofertan al pueblo, éste las ter m ina, com o un artesano, dándoles la form a definitiva de su verdad y su esperanza. La instancia últim a de esta his toria social e individual nos advierte que cuando se traba ja con pureza de corazón, la tierra es siempre germ inativa y grata. La enseñanza de la vida de M ontenegro, de la que no podem os ahuyentar la am argura, nos im pone ser fuer tes para seguir luchando y para aceptar nuestro destino con dignidad y sin tem or, ahora y en la h o ra de nuestra m uerte.
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PROLOGO Por G onzalo R om ero A.G. I
Para apreciar un a obra en sus proyecciones es nece sario perquirir un tan to sobre la personalidad del autor. A sí, el sólo nom bre de Carlos M ontenegro nos explica las proyecciones de sus ideas. Su expresividad incisiva, in quieta pero a un tiem po m ism o serena y convincente, ha cían de él u n a m ezcla de caudillo y de pensador revolu cionario. Fue M ontenegro el padre de la teorética revoluciona ria del nacionalism o. De un nacionalism o que buscaba la identidad tle Bolivia y, sobre todo, de su futuridad autén tica. Señaló desde joven su vocación. Su plum a estuvo en tregada a la defensa de su pueblo, y de las masas oprim i das y desorientadas.
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Sus esfuerzos de escritor para m ostrar el disim ulo con el que actuaban los agentes de la dependencia y las denuncias con tra los diversos m odos de proceder del im perialism o y de sus em isarios, le crearon p ro n to prestigio en las juventudes. Fue en sus esfuerzos de defender las m aterias prim as, que incitó a la creación de la U nión DEFEN SO RA DE PETROLEO, núcleo del que más tarde saldrían escuadras políticas que se constituyeron en parti dos o agrupaciones de perfil nacionalista. Sus denuncias en la prensa, en to m o a los abusos de la STANDARD O IL., su prédica reivindicacionista de las concesiones, en favor del E stado (sem anario BUSCH y diario LA CALLE), fisonom izaron u n a etapa, post guerra del Chaco, que de term ina el juicio y estatización del petróleo que estaba en m anos de la com pañía extranjera. Consideró Carlos M ontenegro que el debate escrito, la polém ica o el reclam o social, p o r los derechos bolivia nos y po r las reform as de estructuras precisaban de un instrum ento político. Activó p o r eso la form ación de nú cleos que luego devinieron en el MNR, al que dotó del sistem a de agitación necesario para conm over la socia bilidad boliviana dom inada p o r una oligarquía que ten ía raíces en la colonia y que se m ostraba autora de la dom i nación económ ica del país p o r las em presas foráneas. De la guerra del Chaco, a la que concurrió com o soldado com batiente, recogió el anheló de cam bio de las generaciones quem adas en u n conflicto estúpido. De esa fragua en la que fracasa la dirección po lítica de Bolivia, b ro ta una em oción p o r m odificar esquem as vetustos y decadentes. Surge la conciencia de que valores decrépi tos, instituciones apolilladas, juridicidad entregada al designio de los poseedores del poder y la riqueza, o la influencia de grupos que vivieron de la explotación y ex poliación de las m ayorías cam pesinas o del trabajo rudo de los m ineros, en sum a de un sistem a donde cam peaba la m iseria de los más y la ostentación cínica de m inúscu-
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las m inorías, surge, decim os la conciencia de que to do éso debía ser aventado, sustituido po r u n a real presencia p o pular, p o r u n cam bio en los esquem as de poder. V inculado al pensam iento argentino y a la vida de Buenos Aires, donde vivió largas tem poradas, adm iró a un p o lítico de nuestra herm ana vecina. Se trata del Dr, Lizandro de la Torre, nacionalista intransigente, parla m entario de extraordinarias condiciones y de, un valor físico y espiritual verdaderam ente paradigm áticos. Dió lecciones a los am ericanos de su ho m bría y honestidad y, sobre todo, de com o se debe luchar con tra las em presas extranjeras que expolian y sujetan a los pueblos. Por eso M ontenegro, de parigual estirpe y em peñado en pensa m iento y obra sím il, cada un o en su país, no disim ulaba su adhesión al gran tribuno rioplatense. Las denuncias que realizaba La T orre en el congreso de su patria, denun cias que po nían en evidencia no sólo la perm anente in ter vención de intereses ajenos, sino, especialm ente, la acti tu d de entreguism o de algunos personajes y círculos que servían obsecuentem ente com o “ m ayordom os” a sus principales, le m ostraban al autor de “ Nacionalism o y Coloniaje” que no era solam ente en Bolivia, enclaustrada y débil, donde se ejercían esos procedim ientos, sino que el m al estaba esparcido p o r todas las naciones subdesarrolladas de Am érica. Fue a raíz de u n debate donde se aten tó co n tra la vida del gran p atrio ta argentino, al extre m o de que en pleno hem iciclo del Poder Legislativo asesi naron a su amigo Vodavere, que surgió la fam osa frase im precatoria de Lisandro de la T orre: “ A este M ovimien to N acionalista R evolucionario nadie lo atajará” . Frase que más tarde inspiró al creador del M NR boliviano, para bautizar a su partido y llevarle p o r el cam ino hazañosó que, a la m uerte del gran líder, devino en frustraciones. M ontenegro tom ó el pulso de las realidades sociales y políticas del hem isferio. Su análisis crítico e histórico
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de Bolivia, es adecuado para cualesquiera de los países herm anos, con variantes m uy ligeras. El problem a es el m ism o; dependencia, atraso, entreguism o. En Bolivia se m arcan algunos rasgos más acentuadam ente po r su con dición indo-m estiza. M ontenegro relieva la tendencia de una m inoría extranjerizante, que no sólo no se percata de la verdad nacional, sino que creaba un a falsa imagen en la que preten d ía instalarse y vivir ilusoriam ente. Pa rafraseando a O rtega podríam os decir que hay dos Bolivias: la real y la falsa. M ontenegro im ponía y m os traba a la que era, m ientras escritores y profetas de otra laya, actuaban ante una im agen postiza, a la que adem ás, trataban de trufar con privilegios y ventajas, claro, siem pre al servicio de la antipatria. II M ontenegro observa con sutileza la tendencia de la clase pudiente que, sin llegar a ser u n a oligarquía, ac tú a para las influencias e intereses extranjeros. Este sec to r tiene más que obediencia a los designios de las pre siones económ icas y políticas de las burguesías foráneas, incluida la de Chile, un a sum isión y com plicidad, que la m uestran com o realm ente ausente del espíritu nacional. Vale decir que no se indentifican con Bolivia y sí con la logrería colonialista. El transcurrir de los episodios en la historia de Bolivia va m arcando esa presencia entreguista, despreo cupada del porvenir de la Patria, pero m uy dada al servi lism o y al ventajerism o alienígeno. Leer las páginas de su obra cuando se refiere al G ral.D aza y su actuación en los prim eros sucesos de la G uerra del Pacífico, es para estrem ecerse. N o es el cinism o, com o bien dijo M ontene gro, es el nom eim portism o total. U n sistem a de inayordom aje que estaba puesto y tolerado desde afuera, pre cisam ente para que actuara así. Ese perfil negativo, se lo
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verá desde el inicio de la vida republicana en 1825 hasta nuestros días. G rupos de privilegio que, cuando usan del poder, m anifestaran esa índole. De esa m anera actúan fuera de la historia, son la anti-historia de Bolivia y para m ejor cum plir su falta de identificación con su sociedad, abrirán cam inos y puertas que ni siquiera aspiran o pre tenden los ávidos intereses extraños, para lograr el m en drugo de u n a com placencia traducida; pero, si bien en el cam po m oral y de la dignidad ocurren estas cosas, en el de los beneficios personales y m ateriales los oficiantes logran jugosos dividendos, com o precio de su artería. T odo esto denunciado, develado en analisis descam ados, hacen del libro que com entam os un verdadero hontanar de inspiraciones y de m ejor entendim iento de la nueva y aristada m anera de entender la historia. Cuando en “ N acionalism o y Coloniaje” , leem os unas m agníficas páginas sobre el rebelde cruceño Ibáñez, a quién la historiografía del privilegio ignora, com prende m os cuantas cosas encubiertas, ignoradas adrede, tapadas para que no surjan com o dem ostración de la auténtica vo cación bolivianista, se encuentran en nuestros pueblos. M ontenegro dice de Ibáñez: “ El hecho de que D aza in vista en el gobierno representación y personería de los grandes intereses económ icos particulares, tiene su ratifi cación en la intensidad con que el hom bre reacciona frente al levantam iento de las clases trabajadoras cruceñas, acaudilladas en 1877 p o r A ndrés Ibáñez fue u n au téntico precursor de la revolución social en la A m érica del Sur. El convencionalism o historicista no lo m enciona, em pero, com o tal en la reseña escrita del pasado boliviano. La cu ltu ra oligárquica h a oscurecido la m em oria de tan extraordinario personaje en m anera, que, así éste, com o el hecho de que es prim a figura, se dirían inexistentes” . “ Ibáñez dom inó p o r entero los acontecim ientos que el influjo de su acción galvanizante prom oviera, en la ava
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sallada existencia de la com unidad cruceña. H abía sido preso p o r orden de Daza, a m érito de que divulgaba teo rías socialistas. Pero los soldados de quiénes era cautivo se am otinaron en am paro suyo, y el pueblo, solidarizado con la rebelión, sum ó a ésta sus fuerzas unánim es. La plaza de armas de Santa Cruz de la Sierra fue así teatro de un evento que irradia sim bolism o de reflejos augurales. Trabajadores y soldados rom pieron los rem aches de hie rro con el que el caudillo hab ía sido engrillado, procla m ado después jefe suprem o de los rebeldes. Im prim ió Ibáñez una celeridad y una energía leninista a la ejecución de los ideales revolucionarios. D ejando a los grandes terra tenientes el dom inio del suelo cultivado tan sólo, distri buyó la tierra sobrante a los cam pesinos. Fue abolida la servidum bre personal y gratuita, declarándose, adem ás, anuladas las deudas de trabajo, con lo cual quedó el peo naje cruceño liberado de su esclavitud económ ica, etc...” Este breve aguafuerte, en el que se m uestra la acti tu d de caudillos y pueblos conm ovidos en la búsqueda de liberación, anota la cierta intención del escritor de peral tar las diferentes m aneras de apreciar acontecim ientos de ho nd a raíz social. Para unos, Ibañez ni siquiera existe; pa ra otros, es u n a personalidad de rasgos em inentes. III Algunos historiadores, mas inclinados a la filosofía positivista, llevados p o r la tendencia a distinguir más las influencias del m edio físico que la del hom bre cuando analizan las sociedades, se im buyen de criterios determ i nistas dependientes de la raza, a las m aneras de Novicow. Por eso las actitudes de rebeldía revolucionaria son vistas com o vocación de desorden y anarquía más que de ju s tos reclam os con tra estructuras arcaicas.
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La crítica de M ontenegro, especialm ente con tra Arguedas en su enfoque histórico y sociológico de Bolivia, no está disparada con tra la persona del escritor, sino con tra su m anera de apreciar los fenóm enos y hechos del acaecer nacional a lo largo de su vida republicana. Para M ontenegro se presenta la necesidad de u n a nueva inter pretación, afirm ativa y escudriñadora de lo “ verdadero” antes de lo apariencia! o falsificado. Esa nueva visión de la historia, m uestra la presencia de personajes revalorizados, escudriña y pen etra en los sucesos con un lente acucioso. R edescubre la im agen real de los hechos y la Bolivia popular, la Patria auténtica que a pesar de io s obstáculos, dificultades y factores negativos, resurge entre el oleaje y las torm entas para m archar a su m ejor destino. El pesim ism o de la historiografía elitista que dom i nó p o r un largo perío do a la clase intelectual boliviana, es reem plazado p o r u n realism o objetivo y fresco, p o r una m anera de revalorar lo nacional. Es u n volver de las fuen tes afrancesadas, extranjerizantes, poseedoras de u n a nos talgia de no ser lo que se es; en sum a, de ser o tra cosa, de sustituir la esencia y la identidad de la patria. Ese fiigismo intelectual p reten d ía crear u n a Bolivia que sea Francia, Inglaterra. Es decir u n a m entira, u n a falsedad. Se m enos preció la fuerca, la autencidad social y hum ana de la co m unidad nacional. En ese torcim iento, aparecía siempre una suerte de frustración, descontento y m enosprecio po r los nuestros y u n a suplantación, que obviam ente, llevaba al fracaso. El análisis que en form a penetrante surge de “ Na cionalism o y C oloniaje” coloca a Carlos M ontenegro, co m o la avanzada de u n a corriente nueva y vigorosa, nueva postura, nuevo enfoque que hace salir a lo que Carlos Rangel llam a “ capacidad de auto-engaño de los latinoa m ericanos” y que cuando, el m ism o autor, cita a José
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M arti en sus reflexiones, reafirm ará ese criterio. Veamos que afirm aba el gran cubano: “ La incapacidad (de gober narse a sí m ism a la Am érica E spañola),no está en los que quieren regir pueblos originales, de com posición singular y violencia, con leyes heredadas de cuatro siglos de prácti ca libre en Estados Unidos, de diecinueve siglos de m onar q u ía en Francia. Con un decreto de H am ilton no le para la pechada al p o tro de un llanero. Con una frase de Sieyes no se desencanta la sangre cuajada de la raza india... El G obierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser del país. La form a de gobierno h a de avenirse a la constitución propia del p aís” . (Del “ Buen Salvaje al Buen R evolucionario” ). Carlos M ontenegro reafirm ó ese criterio m uchos años antes que todos estos m odernos escritores coetáneos im prim an parecidas ideas, corriente que ya va ganando en los países herm anos la urgencia de esclarecim ientos. El autor de “ N acionalism o y Coloniaje” , dirá: “ Las masas participaron de todas las convulsiones, detrás de los cau dillos m ilitares o civiles, en procura de sacudir aquel do m inio residual del coloniaje. Su solidaridad con los c a ld i llos -conform e a la fórm ula de Simmel- era hija de la pro testa” . M ostrar tales hechos com o u n a resultante de la in terpretación veraz de la historia, es colocar la verdad com o protagonista y salir del engaño, de las “ repúblicas aéreas” , de observaciones sin fundam entos sólidos. Es sacudirse de las visiones agrias que atribuyen la causa de la independencia en la que está inm ersa to da la A m érica hispano m estiza, más com o un proceso anárquico, desor denado y sin rum bo que com o un ETHOS de sus pueblos. En el análisis de las form as de m anejo del po d er p ú blico, M ontenegro, reafirm a que las oligarquías terrate nientes o m ineras procuran m antener los esquem as feuda
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les. Esquem as que buscaban el m anejo del com ún en for m a abusiva y de explotación sin más ley que la fuerza. Esa m anera feudal tropieza después de la G uerra del Pacífico con el obstáculo de liberalism o, es decir con los enunciados y postulantes más que con la presencia m ism a de esa ideología en los gobiernos. El liberalism o plantea la libertad de com ercio, la organización de los poderes, com o eco de las teorías que desde M ontesquieu hasta Jellinek, im ponía la fórm ula'de la libertad entre el poder legislador, el jurisdiccional y el ejecutivo. Hecho que, si bien no se cum ple se convierte en perm anente exigencia, en m otivo de rebeldías y justificativos de revuelta. Existe pues en un vasto cam po histórico de nuestro país, esa dicotom ía, que *al m ezclar proclam aciones libertarias y form as civilizadas de ejercitar el poder, chocaban con las m aneras arcaicas de sujección. De ahí que la dem ocracia, la C onstitución, el E stado de D erecho, se convierten en m eros enunciados, en vagas som bras, m ientras en la reali dad se seguía con el m anejo feudalista. Si actualizam os con un fenóm eno presente, po d ría m os tam bién añadir que luego del proceso revolucionario posterior al conflicto del Chaco, nace e insurge un m odo de tipo socialista que buscaba reem plazar a lo enunciativo del liberalism o y dar curso a nuevos m oldes populares y de intervención estadual. A pesar de todo el esfuerzo de la generación del Chaco, a pesar de los m ovim ientos na cionalistas y de perfiles socialistas, no extrem istas, los dom inadores de la influencia económ ica presentaron frentes de lucha p o r el predom inio del poder. Se ha dado casos, com o el de últim os gobiernos donde la influencia de grupos de privilegio m anejaban un gobierno, encajado en m oldes de intervención estatal m uy pronunciado. El ochenta p o r ciento de la econom ía de producción quedó p o r diversos acontecim ientos políticos bajo el control del estado, m ientras el gobierno proclam aba su vocación lilibrecam bista y liberaloide, para enm ascarar su tipología
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feudal. A hora m ism o estam os ante estas aberraciones eco nóm icas y sociales, que han creado, com o ayer, situacio nes de confusión y frustráneas. El libro que com entam os tiene la virtud de aclarar estos y otros aspectos que le dan un a vivaz im portancia y un influjo preem inente para interpretar nuestra historia, la de ayer, la que se hace hoy y la que deviene. Las m aneras de gobernar, con excepciones m uy con tadas, son renuentes al orden legal ajenas a las disposicio nes constitucionales y de concentración de los m andos en el Poder Ejecutivo, m ejor direm os, en la presidencia. Hay pues un disfrute abusivo de la fuerza, la intim idación y la ilegalidad bajo el pretex to de la conocida “ orden supe rior” . Es el m anejo del Poder D esnudo, del que nos ha blan teóricos italianos. Estas situaciones conllevan la ausencia de fiscaliza ción, el em bridam iento de m ayorías dóciles en las cám a ras y u n a justicia obediente a los designios de los mandamás. La dem ocracia, cuando aparece en m edio de los fac tores y dictaduras, es totalm ente falsificada. T odo esto es tá relievado en Nacionalism o y Coloniaje. A sí com o M ontenegro creó un m ovim iento nacio nal inspirado en el verbo de Lisandro de la T orre, las nuevas generaciones podrán extraer de “ N acionalism o y C oloniaje” libro de tesis y génesis de un lado, y, paradógicam ente, el testam ento de la Revolución Nacional- el nuevo espíritu, fecundo y vigoroso, el trib uto de libertad y soberanía al que estam os obligados.
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PENSAMIENTO VIVO DE CARLOS MONTENEGRO Por F em ando B aptista G um ucio Es sin duda valiosa testa oportunidad, en la que se conm em ora un nuevo aniversario del fallecim iento de Carlos M ontenegro, para reactualizar su pensam iento, que desde la década del trein ta sirviera de soporte substancial para la elaboración del conjunto teórico que se plasm ó en el proceso de la revolución boliviana. La vigencia del pensam iento de M ontenegro, pese a la fluctuante m ecánica de los acontecim ientos en escala m undial, se halla determ inada p o r el rigor de sus postula dos fundam entalm ente nacionales, po r su hipótesis y conclusiones que establecen las bases dialécticas de la ar m azón teórica que serviría al pueblo boliviano en su lu cha para lograr u n a dem ocracia económ ica y social. A principios de los años 30, apenas superadas las convulsiones del sistem a capitalista en el reacondiciona m iento de sus estructuras, Bolivia se ve precipitada al
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desastre del Chaco. Cuando regresan los ex-com batientes se hallan aglutinados por denom inadores com unes, com o sucediera con la generación europea que em ergió de la prim era guerra m undial. Si la guerra del Chaco significó una acum ulación de derrotas y esperanzas truncadas, la lucha po lítica posterior, en el estrecho m arco dem ocrá tico que se lograba entre un golpe de Estado y otro, re presentaba igualm ente un a em presa abortada y fútil. C orrespondería en estas circunstancias a la generación de M ontenegro com prender la m agnitud de la derrota y asu m ir la responsabilidad de superarla. Los ex-com batientes, que constituían la vanguardia po lítica de las grandes m ayorías nacionales rom pieron con la interpretación tradicional sobre las causas que fre naban el desarrollo económ ico del país produciendo co m o consecuencia natural un gran desasosiego social y p o lítico. No era ya posible identificar los factores del estan cam iento m ediante la aplicación de la ideología liberal. E ra necesario acudir más bien a los nuevos elem entos de interpretación social, al conocim iento de la estructura de la econom ía, las relaciones y los conflictos entre las cla ses, el nivel de la conciencia de éstas; y finalm ente trans form ar esa interpretación teórica en un instrum ento de po lítica práctica. La derecha carecía de una ideología coherente. No gobernada con el convencim iento ni la proyección de una corriente histórica, com o hicieron los partidos conserva dores de otros países latinoam ericanos o el neogaullism o en Francia. Para quienes participaban directa o indirecta m ente del ejercicio del poder, com o soportes o cóm pli ces de la estructura social de la época, el análisis de la po lítica se planteaba com o una concepción subjetiva de la realidad. De tal m anera, Bolivia con stituía una dem ocra cia representativa y p o r tan to estaban en vigencia las lu chas políticas que desde los albores de la vida republicana se hab ían afincado frente a las asonadas cuarteleras. El
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derecho de expresión, el de credo, el de libre com ercio eran los objetivos de toda actividad partidista- La defor m ación social que con stituía el pongueaje y todas las form as de servidum bre personal en el cam po, eran ex plicados en térm inos de patología social o inferioridad étnica, sin considerar que contradecían flagrantem ente las libertades individuales sobre las que precisam ente se sustentaba el andam iaje del esquem a teórico liberal. Los partidos se reducían a pequeños grupos de pre sión o sectores de opinión que en unión con facciones de la casta m ilitar participaban del poder. A ún así in te lectuales progresistas creyeron ver en las fluctuaciones del usufructo palaciego una expresión inm ediata de las raíces del desasosiego po lítico que aquejaba a todo el país. Si los partidos de la derecha y la reacción eran noci vos porque m im etizaban en el tinglado de la “ dem ocra cia” representativa, su com plicidad con el superestado m i nero, factor real del estancam iento, no m enos subjetiva y dispersa era la posición de los grupos políticos afilia dos a las diversas internacionales. Para los stalinistas, todos ellos bajo el índice fiscalizador del C om intern, la realidad boliviana era cam po propicio para u n a revolu ción dem ocrático-burguesa, inteipretación que coincidía con la más cerrada orto do xia m arxista y que en la prác tica im plicaba apuntalar celestinam ente la form ación de una gran burguesía para luego precipitar la revolución con el proletariado a que aquella h ab ría dado origen en sus años de surgim iento y expoliación. De tal m anera, no se estim ulaban las contradicciones del sistem a reinante y p o r el contrario, se las encubría, en detrim ento de la dialéctica y en beneficio de la m ecanica, com o prod ucto de u n a interpretación inerte de la realidad social. Tam bién querían ofrecer a la dem ocracia su vigor anterior, un poco a la m anera del partido radical argenti
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no que preten día abatir el sistem a respetando las leyes de juego del propio sistema. Tal in ten to, en el caso de Bolivia, condujo a que esos sectores se identificaran con el Superestado m inero, a pu n to de confundirse con él. Los trotskystas, p o r su parte, alentados po r la pre sencia inm ediata en costas am ericanas de su form idable líd er revolucionario, se constituyeron en un grupo más fecundo que el anterior, gracias a su carácter herético, pero en lugar de sistem atizar el análisis de la realidad económ ica inm ediata de la que eran directos partícipes, Se enfrascaban en largas polém icas sobre el oportunism o de Stalin al establecer el socialism o en un solo país u otros tem as igualm ente esotéricos para la nación de al deanas ciudades y dem orado desarrollo que era la suya propia. Es al m argen de ese panoram a ideológico que Carlos M ontenegro apo rta sus m ayores razonam ientos, no para explicar las guerras com pesinas en A lem ania ni las pre misas m atem áticas que sirvieron a M arx para proyectar el m icrocosm o de las hilanderías m anchesterianas al m a crocosm o de la econom ía universal. Su propósito era más inm ediato y de m ayor vigencia. Le correspondió a él en su obra NACIONALISM O Y COLONIAJE y en otros es critos políticos, ofrecer un a visión más estructurada de la realidad boliviana que la que habían m ostrado otros es critores. Q uizá el m ayor m érito de ese libro es que des carta de plano to d a la patología social tan grata a los reaccionarios de principios de siglo y supera la discusión en térm inos naturalistas o positivistas sobre si la historia y la naturaleza m archan a saltos o p o r evolución gradual y progresista, para aplicar, en cam bio, un m étodo dialéc tico. Com o hiciera M ariátegui con sus 7 ENSAYOS DE INTERPRETA CIO N DE LA REA LIDA D PERUANA, M ontenegro desecha la interpretación épico-política del
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acontecer histórico del país, buscando en cam bio ciertas constantes que actúan a m anera de leyes de cualquier cuerpo social. U na visión teórica parecida sirvió para alen tar los m ovim ientos de independencia po lítica en el ám bi to de los países som etidos del T ercer M undo, identificán dolos en un proceso com ún de revoluciones nacionales. N ada h a tenido que ver esta m anifestación de nacionalis m o de los países coloniales y sem i-coloniales con la acti vidad de los camisas pardas que tam bién buscan cobijarse bajo la m ism a bandera. En Bolivia los grupos que nacie ron con un a inspiración fascista han sido siem pre congénitam ente contrarios a la realidad social del país y se han desenvuelto po r ello bajo el signo de la frustración. La personalidad de Carlos M ontenegro reúne aque llo que Luckacs llam a la totalidad, o sea la actitud inte gral en los actos de la vida con relación al pensam iento que los anim a. El revolucionario así definido es aquel que en cada acto de su vida, no adm ite u n a dicotom ía frente a su ideal. Es el que se identifica, no p o r el extre m ism o de sus objetivos o el carácter violento de sus medios» s“ 10 Po r Ia consistensia y la pureza de su lucha. Es p o r tan to aquel en el que la validez de su obra y de su vida constituyen ejem plo para nuevas generaciones. La Paz, 7 de m arzo de 1971
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FILIACIÓN DE ESTE LIBRO
I. Este libro pretende ser una réplica a la modalidad historicista en que se inspira casi todo lo escrito hasta hoy respecto del pasado boliviano. Su propia hechura, tanto como el contenido esencial de ésta, responde por entero a tal propósito. De consiguiente, “Nacionalismo y coloniaje” ha eludido incurrir en la mera reiteración que suele ser la historiografía nacional, en la que se hace a veces patente —diciéndolo con Feijóo—, que “cien autores no son más que uno solo; esto es, que los noventa y nueve no son más que ecos que repiten la voz de uno que fue el primero que estampó la noticia”. Ha eludido, asimismo, re caer en el vicio de “la furiosa autodenigración” a que —ent decir del mexicano Carlos Pereyra— se entregan inopinadamente los historiadores Je ciertos pueblos indoamericanos. Carece este libro, en suma, de las peculiaridades que en modo genérico —-no en modo general—, tipifican la obra historiográfica boliviana. A ese género de historiografía replica “Nacionalismo y coloniaje”, sin ser exactamente una obra de tesis. He aquí, en consecuencia, resumida su motivación. Este libro aspira a resta blecer la verdad del devenir boliviano, desconocida o falsificada por el pensar y el sentir antibolivianista con que se concibe y se escribe una grande porción de la historia patria. II. Este sentir antibolivianista es, en suma, expresión flagrante de coloniaje. Salta a prima lectura, en efecto, que el género historiográfico al cual replica este libro, es en esencia y en sustancia un producto de la colonia, para provecho de colonizadores y meneua de colonizados. Así fue hecha también la historia del Nuevo Mundo por los cronistas y los informistas españoles de la Con quista y la Colonización. El indio, para estos relatores foráneos,
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CARLOS M O N T E N E G R O
era la síntesis del vicio y de la bajeza espiritual, como resulta sién dolo hoy el boliviano, a juicio de nuestros historiadores anti nacionales. No es excesivo decir que el espíritu colonial de semejante crea ción, delata su raigambre de complejos psíquicos con la contradic ción fundamental impresa en su factura. Por ésta, se revela más hecha para extranjeros que para bolivianos. No sólo acatamiento y exaltación virtual de lo extraño a Boljvia se expresa en ella, sino sistemática negación —falseada negación por otra parte—, de lo nativo. El extranjero, de este modo, concluye por ser sujeto y objeto exclusivo de la historia de Bolivia, y es él, no el boliviano, quien se enaltece, ennoblece y fortalece con ella. Enraiza esta creación, como se ha dicho, en el subsuelo de los conflictos psicológicos. La crítica de la historiografía boliviana, remisa o miope, no ha buscado en tales parajes las equivalencias originarias de la anomalía implicada por esta historia de Bolivia escrita contra Bolivia. III. Dos móviles psicológicos anormales —dos cuando menos—, muestra en sus raíces el tipo antibolivianista de nuestra cultura histórica. Uno reside en el dualismo espiritual que trasunta su creación. Otro, en el frenesí con que en ella se hace presente el sentimiento individualista. Cruentos y prolongados esfuerzos realizan los historiadores de este género para hacer historia, con el único fin —pues no alcan zan otro— de que el pasado nacional se muestre en ella tan re pugnante como sólo puede mostrarse ante la imaginación más enconada. Su apego a la obra y su aversión al tema de la obra muéstranse así manifiestos, delatando el primer conflicto psicológico. No es este un caso de simple ambivalencia de los senti mientos de amor y de odio hacia un solo objeto, sino un caso de dualismo significativo de inestabilidad psíquica. La perseveran cia en el recuerdo de lo que se detesta, sintomatiza por sí propio un desarreglo psicológico. “El hombre —di-e Jung subrayándo lo— elude todo lo desagradable y trata de evitarlo en lo posible.” No se oculta, por lo demás, que esta modalidad historiográfica debe su existencia, en gran parte, al estímulo de un exaltado senti miento individualista. La extrema pulsión de éste, alimenta en ella el prurito de destruir lo que aman los demás, ya que, bien se
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NACIONALISMO Y COLONIA/E
lo sabe, el individualismo, en su tensión máxima, es por sí adverso al sentimiento colectivo. El individualismo exacerbado —como dice Adler—, se satisface ideando un mundo ficticio repulsivo, en contraste con el cual destaca a gusto la gran idea que tiene de sí mismo. El afán de celebridad, inofensivo y ridículo en sus comien zos, guarda en potencia un ímpetu destructor en este individualismo hostil a la comunidad. Lo ilustra, legendariamente, Eróstrato que incendia el templo de Diana porque no puede hacerse famoso de otro modo. ¿No se reproducen tales impulsos en el historicismo que intenta destruir el pasado boliviano? IV. La influencia de estas originarias anomalías aparece viva mente reflejada en las contradicciones que, de podo más objetivo, acusa la obra historiográfica antibolivianista. Destruyendo ella las creencias colectivas —particularmente las creencias que en algún modo fortifican el sentimiento de la nacio nalidad—, descuida en absoluto sustituir lo que ha destruido. Su finalidad —tácitamente cuando menos—, parece por lo mismo la de eliminar toda noción histórica en el pueblo. Hace, a la verdad, cuanto pu neral Pedro Blanco. Al cuarto día de ejercerla, Blanco fue derro cado por un motín y, al quinto, muerto de dos balazos. III El primero de enero de 1829 Bolivia carecía de gobierno, de parlamento y de ejército. De aquella catástrofe surgió, sin em bargo, la presidencia del mariscal Santa Cruz iniciando la etapa en que la Patria alcanzó verdadera grandeza en el Continente. Todo lo sucedido fue obra de una desesperada reacción de la con ciencia nacional. La prensa influyó en ella decisivamente, y, acaso, fue de modo indirecto y directo, la real animadora de ese raro ordenamiento que la vida boliviana tomó casi de golpe, cuando parecía irremisiblemente lanzada por tremendos rumbos. Puede señalarse aquí un hito nuevo. El periodismo se ajustó entonces, recién, a la mecánica y al movimiento del proceso histó rico de Bolivia, articulando sus funciones con la estructura existencial del país. Es el punto de partida de su verdadero y conti nuado influjo en los acontecimientos públicos, influjo que por lo general no se ejerce en un sentido deliberado —como orientación concreta y racional impresa al proceso histórico—, sino en sus implicaciones más profundas y extensas, como energía coadyu vante de aquel. Usando otros términos: el periodismo comienza, en esa hora, a gravitar por su función antes que por su pensamiento sobre el alma colectiva. En efecto, la conciencia popular suele pronunciarse, como entonces, en un sentido adverso a aquel que le sugiere el periodismo. Sin embargo, su conducta en caso tal no es sino un resultado cierto y exclusivo, un cuociente exacto en que se refleja la acción, la función, de la prensa. El epílogo de la etapa histórica 1825-1829, por ejemplo, se define como un resumen de la contradictoria publicidad que pugnó por imponer sus iniciativas. Es una réplica del criterio público a las dos in fluencias que hicieron presión sobre ella.
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Esta réplica aparentemente contraria a las orientaciones que los periódicos intentaban dar al criterio colectivo, respondía pasiva mente sólo al estímulo de aquellos, ya “que no ha de explicarse como fruto de una inspiración providencial insuflada en todos los individuos. Trátase más bien de una reacción colectiva —in directamente provocada por el periodismo partidista—, contra las soluciones que cada bando quería imponer. Es visible que, como en todo fenómeno histórico, se consumó en este punto un proceso dialéctico. Usando términos del método, Santa Cruz representa la síntesis de la contradicción política en que Sucre representa la tesis y Blanco la antítesis. El proceso abarcó apenas tres meses. Durante ese tiempo se destrozaron recíprocamente, por medio de la prensa, los “vitali cios” como se llamaba a los partidarios de Sucre, y los ex realistas acaudillados por Olañeta. El cañoneo periodístico tiraba a me tralla alcanzando a cuantos hubiesen actuado, aun sólo colate ralmente, en uno y otro bando. La conciencia colectiva, iluminada por el fogueo general, concluyó repudiando a todos los figurantes políticos del período 1825-1829. Olañeta publicaba atrocidades contra Bolívar y Sucre, fingiendo con inaudito cinismo un ferviente celo republicano y libertario. Aquella conducta parece calcarse hoy en la devoción socialista que simulan los agentes políticos del capitalismo. Tal cual estos difaman a los revolucionarios nacionales en nombre del socialis mo, el monárquico Olañeta difamaba a los libertadores en nombre de la libertad. Sus calumnias resultan inverosímiles a rigor de infames y la incredulidad popular las devuelve de rebote sobre su autor para infamia propia. Estas ficciones descaradas, que no sólo importan engaño sino desprecio del criterio público, reciben sanción inexorable. A eso debe Olañeta su penoso rastrear como ministro de todos los gobiernos, huérfano de la confianza colec tiva que rehúsa acompañarle en sus intentos de conquista del mando. Su odio a Bolívar y Sucre traducía en el fondo ún viejo rencor español y realista. Pretendió lanzar el país íntegro sobre ellos, azuzándolo inclusive a la acción armada. Expuso claramente ese propósito cuando respondía de esta ,suerte a un periódico pa ceño y bolivarista: “El Eco de La Paz, escribiendo en favor de Bolívar, ¿qué se propone? Quiere que pisen nuestro suelo inmun das plantas. . . Quiere que no hayan garantías, ni leyes y que
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nuestra patria vuelva a la humillación degradante? . . . Ayude mos al Perú, cooperemos con la guerra contra Bolívar, guerra justa en que se halla comprometida la soberanía de Bolivia . . . Si no sotros somos indiferentes en esta gran cuestión, no esperemos libertad ni patria. Ella está en el Perú y en los campos de batalla donde iremos a apagar la devorante ambición del general Bolívar con sangre boliviana.” Sucre también fue objeto de las imprudencias periodísticas con que Olañeta pretendía materialmente deshacer lo que había hecho la historia: “ ¡Habló —decía—, alguna vez con su corazón Sucre! Si lo hubiera hecho se habría caído muerto porque hubiera con trariado a la naturaleza que lo formó zorro, en su físico y en su alma.” Comentando frases del Mariscal de Ayacucho, escribía esta» glosas que aspiraban a patéticas y que en verdad sólo se mues tran ridiculas. “Si será la primera mentira de este gran embuste ro!!!! Carácter franco Sucre! Vaya que causa risa. Mire quien dice moralidad! ¡El que jamás la conoció!” Para el periódico olañetista, el motín contra Sucre había cu bierto de gloria a sus autores, aunque de gloria trunca. “Nos faltó —decía—, un Leónidas y en su lugar tuvimos infames traidores que vendieron nuestra sangre a vil precio. Hubiéramos sido los espartanos en las Termopilas”. Hay otra frase que delata el espíritu colonial de Olañeta, espíritu con el que entonces y ahora suele exponerse la República a los mayores peligros para satisfacer las miras egoístas de la casta dominadora. En un apostrofe dirigido a Sucre, calificaba Olañeta a Rivadavia como “el mejor amigo de Bolivia que no quiso reconocer su independencia mientras vos la domináseis. Le debemos —agregaba—, el bien de haber coope rado a vuestra destrucción”.1 1 Sabido es que Rivadavia desconoció la libre nacionalidad boliviana pretendiendo incorporar iús territorios bajo el dominio de Buenos Aires, como se hizo durante el virreinato, en calidad de simples provincias argen tinas. Parece útil copiar aquí unas palabras de Juan Bautista Alberdi sobre el tema: “Quien ha desmembrado a la República Argentina —según dice aquel gran platense, en Simón Bolívar — es la vanidad, a la par que la impotencia de Buenos Aires; no el caudillaje. Invadió como provincias argentinas las del Alto Perú en 1810, para establecer su autoridad. Pero desde que sus ejércitos fueron arrojados de allí, en 1814, empezó a mirar-
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Los amigos de Sucre responden al fuego con mejor puntería. A la- presunción de extranjerismo que se les enrostra, contestan re moviendo el ominoso pasado monárquico de sus adversarios. Men cionan, por ejemplo, que “un domador de caballos de los jefes españoles en Chuquisaca metido en el día como muchos otros sus iguales, a ser legislador, y que es oído entre algunos por miedo a sus fuerzas brutales, ofrece reformar la Constitución”. Como jui cio conjunto de “tres mil chuquisaqueños”, publican esta referen cia sobre el caudillo del grupo realista:- “El señor ministro Olañeta que fue un tenaz vitalicio en otro tiempo ha vuelto a sus antiguas relaciones. ¿No es primero la libertad y quietud de! país que cuatro hombres ineptos, en quienes los ciudadanos no tienen confianza? O los S. S .. . . dejan su puesto por providencias del Gobierno que los separe atendiendo a la causa pública, o el señor Olañeta debe dejar el suyo para que otro lo haga y cumpla su deber. Somos amigos del Sr. Olañeta, le apreciamos demasiado, pero queremos más a la patria, su libertad y dicha.” Blanco fue alcanzado también por los proyectiles de la prensa. Cierto periodista, que a no dudar fingía ser adicto suyo, rememoró los sospechados entendimientos entre aquel y el invasor Gamarra, haciendo público el hecho de que “cuando el ejército peruano avanzó sobre Bolivia, nuestro bienhechor el general Blanco, se unió a la causa de los pueblos”, vale decir a la que, llamando “causa de los pueblos”, prohijaba Olañeta en servicio de los inte reses coloniales. Los antiblanquistas, como es propio, medían al general con otra vara. Alguno hizo revelaciones impresas contra él en una “Ethopeo del jeneral Blanco”, atribuyéndole hirientes destemplanzas para con los diputados y para con el general Velasco. “Si estos —había dicho de los congresales—, no dictan le yes buenas, los he de sacar de la sala a bayonetazos”. Lo presun tamente expresado a Velasco era esto: “aquí no hay más patria las simplemente como Alto Perú, no como país argentino, para no tener que confesar que los españoles allí establecidos ocupaban el territorio argen tino. Poco a poco los escritores e historiadores do Buenos Aires dieron en desargentinizar las provincias argentinas de! Alto Perú, hasta que Bolívar las libertó de los españoles en 1825, y entonces con doble razón Buenos Aires se guardó de recordar que esas provincias argentinas del norte habían sido emancipadas por Colombia . . . Los españoles, echados de todas par tes, sólo quedaban en el territorio de que Buenos Aires era capital y centro.”
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que yo; yo con mi ejército voy a formar la opinión pública y la felicidad de mi patria: si vos queréis seguirme, seguidme. A mí no me quita el ejército ni la Santísima Trinidad”. Nadie, al parecer, quedó a salvo de mojazón durante este largo chubasco de brulotes y panfletazos. El general Velasco, jefe en tonces del Estado, apareció diciendo en la prensa, para su daño, que “estaba reservada al jeneral GAMARRA —con versalilla en ori ginales—, la gran gloria de destruir la máxima tiranía, la del hombre que se aprovechó de auxiliar a un pueblo oprimido para esclavizarlo aúr. más”. Auténtica la frase y el testimonio, eviden temente insidioso, del ministro de negocios extranjeros, doctor Casimiro Olañeta que es quien da a la estampa el documento. No sólo esto hace. También denuncia “las tropelías de un intendente de Policía, aconsejado por Urcullu, ministro de la Corte Suprema, que a la vez escribía los oficios de aquel a la Superior y como magistrado fallaba la competencia”. El poder parlamentario mismo, como los actuantes políticos, resultó descalificado en masa. Una iniciativa del diputado Manuel Aniceto Padilla hizo que el sentimiento popular de repudio por los legisladores aflorase en la prensa. La iniciativa prohibía a los representantes nacionales el ejercicio de todo cargo del gobierno hasta pasados cuatro años de haber fenecido el mandato electoral. Su comentario periodístico acusa la venalidad v el servilismo r»ue viciaban las funciones del poder Legislativo. Esta moción —dice al respecto un periódico— , “pondrá a los representantes en com pleta libertad para hacer frente al poder . . . Ya no será esta mi sión augusta, una cuestión donde como otras veces los votos eran según el mejor empleo que se ofrecía por los ocultos ajentes del ejecutivo. . . Loor eterno al Sr. Padilla por una moción que prue ba, ha venido a trabajar por su patria, y no por su persona ... Su proposición lo hace digno de regir nuestros destinos. Y nos atre vemos a proponerlo para jefe de estado sino triunfa en la moción. Un hombre así es digno de ser el Presidente de la República”.1 1 Manuel Aniceto Padilla no es el hombre “con sangre de guerrero en las venas”, como supone Alcides Arguedas, transfundiendo en aquel, pro bablemente, la sangre de Manuel Ascencio Padilla, el heroico guerrillero chuquisaqueño. No son una tola y misma persona según se ve. Manuel
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La conciencia pública reaccionó contra este desbarate de valores cuya global quiebra estaban pregonando a coro los periodista? de ambos bandos. Frente al antinacionalismo español y peruanista del campo de Olañeta como frente al colombianismo de los ami gos de Sucre, el pueblo recordó del jefe del estado mayor general de las tropas vencedoras en Junín, del mestizo con sangre de prín cipes y caudillos indios. Era éste el mariscal Santa Cruz Khalaumana, hijo de la tierra coya. Su figura se identifica extraordina riamente con el sentimiento nacional que había despertado el estrépito de las campañas periodísticas. IV Bolivia comenzó a vivir en la epopeya con Santa Cruz. Los ha dos nefastos le antecedieron como para ahondar la antífrasis de la historia, exaltando los contrastes, igual que en el tablado esquiliano. Dij érase que Bolivia estaba desierta de figuras eminentes a la hora de llegar el genio. Parecía cumplirse la sentencia •—“ ¡mo rirán todos los hombres pero no morirán las leyes!”—, de aquel abrupto general López que acometió a los secuaces de Olañeta el año 28. ¡Hasta sin leyes había quedado la República! La Asam blea reunida para dictarlas se dispersó a trastazos, legitimando su sobrenombre de “convulsional”. La imaginación del pueblo concebía a su modo el advenimiento del Mariscal. Un suelto de prensa cuya redacción simple y basta no pudo ser obra de letrados, reflejaba así la confianza popular Aniceto Padilla escribió y editó un periódico titulado “La Estrella del Sud” en Montevideo, el año 1807, “con el evidente propósito de abrirles los ojos a los colonos de América con respecto a la realidad de la dominación espa ñola”, como dice Oscar R. Beltrán en Historia del periodismo argentino. La Audiencia de Buenos Aires persiguió las ediciones de “La Estrella del Sud”, prohibiendo “leerlas en público o privadamente ni retenerlas el más corto espacio de tiempo”. Fue éste el primer periódico aparecido en los paises del Plata, de donde se menciona' a Manuel Aniceto Padilla, natural de Cochabamba, entre los periodistas argentinos de aquella época. Tuvo participación enérgica y apasionada en los sucesos revolucionarios de Mon tevideo y Buenos Aires. Villanueva sostiene que Padilla fue inclusive comi sionado por los patriotas platenses para comprar pertrechos bélicos en Europa.
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cifrada en el gran organizador de pueblos: “ Desengáñese una do cena de hombres, el jeneral Santa Cruz va a venir en una nube formada por los suspiros de Bolivia que llama a grandes voces y con la misma vehemencia que el náufrago busca una tabla. El será el mote sagrado al cual se acojan todos los hombres que quieren orden, libertad y paz. Sostenido por los pueblos, y el ejército subirá a la silla que le destina Bolivia como a su hijo predilecto. No hay remedio, así ha de ser puesto que lo desea la Nación y lo reclaman sus más caros intereses.” Hubo de añadidura buenas noticias para la gente de pluma en esos días. El industrial boliviano Valentín Aillón acababa de po ner cima a su propósito de “elaborar de su cuenta para surtir la República, y aún los estados limítrofes, imprentas completas”. Firmado por el ciudadano Tomás Frías, que medio siglo más tar de sería presidente de Bolivia, publicó un periódico este aviso: “Dentro de un breve término, habrá en esta capital, para vender se, una nueva imprenta completa; que sobre lo bien trabajada en la letra, prensa y demás útiles, tiene la recomendación de ser obra del país y de nuestros paisanos; la primera en este género, y la única quizá en todas las nuevas Repúblicas.” El brazo del Mariscal conmovió como un cable eléctrico el cuerpo de la República. La tensión acumulada en el alma de aquel vástago de monarcas indios trasmitióse vibrante y continua por el espacio de diez años, a la nación. Él la encontró todavía intacta en su potencial de vida, pero agarrotada por los hilos con que la enredaron los intereses oligárquicos al instalarse en el po der después de la dimisión de Sucre. El estrago hecho por ellos en la caja pública escandalizó a Santa Cruz, “La Hacienda es un caos de miseria —escribía el año 29 al deán Córdova—. Los ingresos están cobrados medio año anticipado, y al ejército se le debe medio año; y para atender a los reclamos suyos, no he en contrado en arcas un solo peso. Por supuesto, ni con qué pagar imprenta, fusiles, ni nada. Por fortuna, yo lo preveía todo, y me he escusado del disgusto de la sorpresa.” Las banderas de Bolivia ondearon luego por todos los confines de la República flameando sobre las bayonetas de un ejército con discipliná de hierro. Era éste el guardián celoso e incorruptible de las fronteras, un guardián además invicto. El ansia de ser de la nacionalidad, frustrada el 25, vencida el 26 por la oligarquía ex
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realista dominante en el Parlamento, y milagrosamente resucitada a fines del 28, se puso de pie durante las campañas militares con que Santa Cruz templaba la consistencia del alma boliviana. Hizo una alta escuela de patriotismo con esta práctica perenne de con servar la integridad territorial y fortalecer la soberanía de la República. Dio certeza histórica a este aforismo bolivariano: “mientras conservemos el buen estado del ejército, seremos inven cibles”. Yanacocha, Socabaya, Paucarpata, Humawaca, Iruya, Montenegro, son las seis puntas de la estrella que encendió Santa Cruz en el cielo republicano, antes oscuro y vacío. Diez años de tensión ascendente multiplicaron las riquezas ma teriales de Bolivia y colmaron de fortuna histórica a la patria. Ella fue entonces, en Sud América, la prim era de las naciones que dictó sus códigos de leyes, tarea que habían dejado sin hacer los doctores javierescos y carolinos a la hora de su auge.1 La patria, en fin —dijo El Constitucional a mediados del decenio crucista—, “con un régimen legal y tranquilo en el interior, con cré dito y gloria en el exterior, figura honorablemente en la gran fa milia del universo. Sus progresos sociales en el espacio de poco más de un lustro, corresponden al tiempo de muchas y largas edades, y se han anticipado a los votos y a las esperanzas más lisonjeras”." Tuvo el Mariscal un poder anímico extraño con el que parecía proyectar su voluntad a la distancia. Algo como un poder polí tico de catálisis que trasmontando las fronteras descargaba el flúido impalpable de su intención sobre los hombres lejanos y las lejanas multitudes. Con ese don misterioso y terrible aniquiló quizás a Diego Portales, “el dictador de Chile”, su gran enemigo. A la hora en que éste urgía al ejército chileno para invadir Bo livia, alzóse parte de la tropa expedicionaria en Quillota, frus trando la invasión. Se dijera que el sortilegio nefasto de Santa Cruz, envolvió a Portales con el aurea fría de fatalidad. Lo fu silaron allí sus propios soldados. El pueblo acaso intuía el rondar de cosas fatídicas en torno del suceso. Los rotos —cuenta Magda 1 “Bolivia, que ha trabajado exclusivamente por su regeneración polí tica, tiene sellados con la aprobación nacional, los códigos de minería y comercio, además del civil, del de procederes y del penal” —según infor maba un periódico de La Paz en 1835.
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lena Petit en sus evocaciones de Portales— hablaron de alguien “que había visto al diablo” empujando el cochecillo en que lle vaban al dictador hacia la muerte. Fracasó el año 31, idénticamente, otro intento de ataque a Bolivia. Fue cuando Gamarra enviaba fuerzas peruanas en la cor beta “Libertad” con el propósito de bloquear nuestro puerto de Cobija. La tripulación del buque, amotinada una noche, llegó a tierra en son de paz, entregando su comandante a las autoridades bolivianas. La prensa hizo conocer el acto en que las tropa insu rrecta declaraba “que no quería sufrir la ingratitud y mala fe del presidente Gamarra, que no contento con tiranizar al Perú, quería también esclavizar a Bolivia”. El motín contra Portales tiene su acta explicativa igual, curiosamente parecida a la de los peruanos. Como éstos, los chilenos repudiaron los móviles egoístas de la agre sión armada contra el vecino. A ella “se nos quería conducir —di jeron— como instrumentos ciegos de la voluntad de un hombre que no ha consultado otros intereses que los que halagan sus fines particulares y su ambición sin límites. . . De un hombre que ha sacrificado constantemente a su capricho la libertad y la tran quilidad de nuestro amado país .. No se pudo, ni entonces ni después, precisar los medios mate riales que Santa Cruz pusiera en juego para vencer de esta suerte a sus remotos adversarios. ¿No empleaba ya el sutil sabotaje internacional que es hoy el arma predilecta de las naciones ultracivilizadas? 1 Es innegable, de cualquier modo, que el Mariscal 1 Hay aproximadamente, un cuarto centenar de libros inspirados en la persona, la obra o 1a época de Portales, mas ninguno ha confirmado la supuesta acción de influencias materiales directas o indirectas de Santa Cruz en el motín y el asesinato del gran ministro chileno. Vida de don Diego Portales de Vicuña Mackenna es, más bien, casi “un alegato enca minado a rehabilitar las memorias” del mariscal y del coronel Vidaurre, presunto agente militar suyo en Chile. Así lo dice cuando menos Francisco A. Encina, autor del libro Portales, aguda, valiente y sólida versión de la historiografía político-social de su país. Para Encina, la reseña chilena de uno y otro evento “se ha deformado por solidaridad aristocrática, que en Chile pudo siempre más que la verdad histórica”. Menciona él mismo la opinión de que el presidente Prieto evitara comprobar la sospechada ingerencia de Santa Cruz, alegando “que lo más impolítico que, en ese momento, podía hacerse era exhibir ai ejército minado por el Protector”. ¿ Era este minamiento un índice, o no, de la influencia alcanzada por el
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poseía la enigmática virtud que, irradiada en su alma, conm ovió a voluntad suya hombres y colectividades de su país y de los otros países. Tuvo el don bolivaruno, absorbente e irresistible, de po seer las almas hasta las cuales llegaba. En su mirada oscurísima había el centello de algo como una lumbre hipnótica. “Me acerco a este indio con más respeto que al rey de Inglaterra” — decía de él, inclusive un inglés.2 El año 39, fue derribado por un motín. La prensa de su tiempo vaticinaba así la memoria reservada al M ariscal: “La posteridad representará a Napoleón con su cabeza diamantina y brazos de bronce, disponiendo de los cetros y coronas de la Europa; a W ash ington, arrebatando para la independencia y para la libertad, una porción del Continente del poder colosal de la Gran Bretaña; a Bolívar, fundando repúblicas y aterrando a los tiranos; pero la justicia otorgará a Santa Cruz la gloria de la buena administración, aún en circunstancias las más desesperadas.”
V Coincidieron el motín de Velasco y la guerra con Chile para derrocar a Santa Cruz. Al parecer, alentaba en los dos agresores el mismo espíritu, el mismo interés no sólo extraño sino adverso a Bolivia. Alcanzaron ambos el fin común: detener a la naciona lidad en marcha, desviarla del camino que llevaba a ésta hacia el afianzamiento de su poderío, hacia la grandeza. El jefe de los amotinados triunfantes congratuló al ejército chileno por haber derrotado al de Bolivia. “Siempre que me dirijo a Vuestra Excemariscal en el seno del militarismo chileno? “La presión de los oficiales sobre el coronel habría sido efectiva, por lo menos para precipitarlo al motín el día que se produjo” , según dice un informista del citado autor. “Los instructores del sumario hicieron esfuerzos evidentes por establecer relaciones directas entre Vidaurre y Santa C ruz. . . sin lograrlo” •— agrega Encina— , declarando al fin que aun hay este “punto obscuro que ya no podrá aclararse, a menos que aparezcan en Lima o en Bolivia nuevos docu mentos, hallazgos muy improbables, ya que nunca se deja constancia escrita de las órdenes de asesinar” . 2 Hugo Wilson, cónsul de Gran Bretaña en Bolivia, en una carta escrita al general Burdett O ’Connor.
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lencia, tiemblo como nuestros regimientos en Rosbach” —decía también el francés Voltaire a Federico II que venció a I09 fran ceses. Velasco no lo imitaba como volteriano sino como vocero de los ex realistas, carentes de toda noción de patria. Odiaban éstos de muerte al Mariscal por haberse erigido en el supremo con ductor del sentimiento revolucionario autonomista al cual dio sentido viviente, firmeza y gloria. La casta colonia] no le perdo naba esto. Para ella fue Santa Cruz tan sólo “el indio getón” al zado contra sus señores, a quienes impuso la autoridad y la ley republicanas como caudillo de la raza adversaria, pues —bien lo ha dicho O’Connor—, verdad era que “la clase indígena de Bolivia y del Perú, viendo en él un descendiente directo de sus antiguos reyes le profesaba un amor que rayaba en religiosa ve neración”. Pese al poder operante que en sus manos tuvo, Santa Cruz no auiso destruir aquellas fuerzas coloniales y eludió atacarlas en sus últimos reductos políticos. La libertad administrativa con que ac tuaba el crucismo revela que los ex monárquicos habían sido ex pulsados únicamente de las esferas del gobierno. En el Parlamento y en el zaguán cuartelero se atrincheraron ellos, y, a fin de cuentas, con el motín quedó cortado en seco el curso de la magna recon quista y el crecer del espíritu nacional que San Cruz presidía. Fue éste el primer gobernante boliviano que hizo del gobierno un órgano ejecutor de la revolución libertadora, un espejo del senti miento de la patria. Su régimen tradujo las ansias de ser de la nación, aquellas ansias a las que las huestes civiles del coloniaje cerraron todo camino de acceso al poder en el trance de fundarse la República. Velasco era. a no dudar, sólo un instrumento de la reacción oligárquica. Es muy significativo que la Asamblea Constiuyente de ese año —el 39— eliminara en la nueva Constitución el precepto que demandaba “tener talentos conocidos”, como re quisito para ser presidente de la República. Otro motín restauró las posiciones del interés nacional en el poder. El soldado adolescente en las campañas de la independen cia, el legendario comandante de Uchumayu en la era crucista, llegó al gobierno. Se llamaba José Ballivián. La perennitud y la soberanía de la nacionalidad fueron por él consolidadas a la lum bre de los vivaques de Ingavi. Aquel fasto perpetúa la visión del Altiplano con su cielo embanderado por el arco iris, mientras se
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atorbellina en la tierra el asalto del ejército ballivianista que ven ció a las legiones de Gamarra. Era éste en el Perú, el mayor enemigo de nuestra independencia. Una bala puso allí término a su vida amenazante. Adormeciéronse después las cumbres en el silencio de sus moles de piedra para no despertar más con el eco tumultuoso de las invasiones. El héroe fue aclama do por los doctores coloniales, como salvador de la patria. Había salvado en efecto el suelo que aspiraban a enfeudar desde 1825. Aquí un dato en descargo de Velasco: acaudillando otro alzamien to contra Ballivián poco antes de Ingavi, depuso armas y ofreció sus milicias al gobierno cuando supo que Gamarra pisoteaba el suelo de Bolivia. La oligarquía se apegó estrechamente a Ballivián como se hubo apegado a Santa Cruz, mientras uno u otro la mantuvo en la es peranza de que participaría del poder con ellos. Cuando el ven cedor de Ingavi, a semejanza del Mariscal, mostró que como gobérnante se sobreponía a los intereses de clase, que su autoridad vigorizaba los fueros del Estado y reducía los privilegios indivi duales, las gentes de la casta lo sentenciaron a muerte. No le babían querido nunca lealmente. Aun vibraba en los oídos de Ballivián, llegándole desde el pasado, el eco innoble de los anate mas que sobre él arrojaron los oligarcas triunfantes el año 39. “César de barro, lodo y podre” le llamó Serrano. “El bárbaro que nos insulta”, de él dijo Linares. ¿No dispuso la Asamblea que quien entregara “muerto o vivo al rebelde José Ballivián es decla rado patriota en grado eminente” ? Lo filiaron desde entonces los coloniales como a enemigo, como a continuador de la obra crúcista, “metido en la infernal escuela del prófugo de Yungay” —se gún sentencia de aquel Congreso. Fue derrocado como tal pese a que redimió la patria en Ingavi, cuando en defensa de la integri dad nacional hizo la ley severa y, el poder" inaccesible para los intereses del grupo ex realista. Pagaba como Santa Cruz la culpa de no haber destruido los ocultos reductos desde los cuales la oligarquía consuma habitualmente sus planes de zapa y minamiento del gobierno. Ballivián resignó el mando como quien arroja los muebles por la ventana, para salvarlos del incendio. Lo tenían cercado ya, con un cordón llameante de motines, los coloniales conjurados en todos los ámbitos de Bolivia. El inevitable Olañeta
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soplaba en los fogones de la subversión por sobre el hombro de Velasco. Los dos gobiernos que habían cubierto de gloria a Bolivia se desmoronaron así, extrañamente asem ejados por la altitud patrió tica de su auge y por el dramatismo abismal de su caída, las dos veces funesta para la suerte de Bolivia. En esta reiteración luc tuosa descubre el exceptismo la huella fatal de un destino siniestro reservado a la patria. Piensa que aquellas dos construcciones al zadas entre laureles victoriosos y sobre el cimiento jurídico en que las afirmara el genio organicista del Mariscal Santa Cruz, no debían derrumbarse nunca. Las dem olió, sin embargo, un hombre débil y despersonalizado, “cuya cultura intelectual corría parejas con su inccipacidad m ilitar”, y que no hizo cosa notable alguna en servicio del país.1 La contrahecha lógica de estos acontecimientos deforma la verdadera significación que asumen dentro de la his toria de Bolivia En realidad sólo marcaron otro episodio más de la vieja lucha entre el coloniaje y la nacionalidad. Santa Cruz y Ballivián no podían caer sino al golpe de las fuerzas adictas e hij as del status colonial. Ellas utilizaron como jefe de motín a Velasco, en sus tres tentativas de retoma del poder. La soledad en que Santa Cruz y Ballivián quedaron a la hora de enfrentarse con tales adversarios, resulta, no obstante, casi inexplicable. N i las grandes masas indígenas que veneraban al M ariscal ni los fanáticos grupos civiles ballivianislas de toda la República se mostraron dispuestos a contener la subversión. La clase popular misma, que no intervino-.en apoyo de Velasco, m an túvose fríamente marginada respecto del conflicto. Un periódico enem igo de Santa Cruz destaca aquel estado de la indiferencia pública: “anochecimos esclavos el día 14 -—dice— y cuando al boreaba el 15 éramos ya libres. ¡Rara m utación!, en que ninguno ha tenido qué sentir ni motivo de llorar; no ha habido el más pequeño desorden, ni desgracias, ni sustos, ni alarmas, ni más sen saciones que las que se experimentan por una agradable novedad”. Ballivián tampoco fue derribado por el pueblo. Así lo evidencia 1 La frase entre comillas pertenece a Los caudillos letrados de Aicides ArguedaSj pero el propio Arguedas dice que Velasco “ostentaba una bri llante hoja de servicios”, cosa que parece incoherente con lo de “su inca pacidad militar” .
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el carácter de cuartelazo con que se fisonomizó en todas partes la revuelta antiballivianista. Nada muestra, en efecto, mejor que esta ausencia de la clase popular, el origen oligárquico de las re voluciones que pusieron fin a los gobiernos de Santa Cruz y Ballivián. La atonía de las masas durante aquellos m ovimientos insu rreccionales, puede explicarse en gran parte como consecuencia del rol que desempeñó el periodismo bajo las dos administraciones derrocadas. VI
Es un hecho que a partir del gobierno de Santa Cruz, el perio dismo cambió radicalmente su sentido, como todas las actividades de tipo intelectual, en lo que atañe a nuestro pueblo. Despertóse entonces una repentina y absorbente fiebre de cultura extranjera en la capa letrada. No era un retorno a la pretenciosidad escolás tica y docta imperante en Charcas desde el coloniaje, sino una apa sionada entrega a la moderna colonización espiritual foránea. Sa bido es que, después de fracasar los intentos británicos y franceses de conquista armada en América, Francia e Inglaterra tantearon la misma empresa por vía más fácil, por la vía de la cultura. No ofertaban ya trueque de monarcas —el hispano por el franco, el anglo o el sajón—, pues la fórmula de Belgrano: “el amo viejo o ninguno”, habíales hecho saber que lo deseado en América era, más que el cambio de rey, el cambio de costumbres políticas. Así surgió de inmediato aquella cautelosa ayuda británica a los insur gentes, claro que bajo la divisa de Canning: “América libre, y en lo posible inglesa”. Una vez libres, hiciéronse los americanos más que nunca ansiosos de cultura y, sobre todo, ansiosos de cultura que los capacitara para gobernar a la europea sobre sus mestizos pueblos inorganizados. Aquella sed de sabiduría fue apagada por Francia e Inglaterra. Como es usual, pudieron e hicieron más los ingleses que los galos. Bentham se constituyó en el evangelio de los políticos, mientras los franceses no servían sino de modelo retórico sublime a los inte lectuales. Primero Condillac y Rousseau, Desttut du Tracy y Cabanis, y luego Royer-Collard, Ballance o Coussin, los eticistas, amén de los oradores jacobinos y girondinos. Dicho de otro modo,
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regía el pensador inglés en los dictados constitucionales, en la política de los hechos, y los franceses alimentaban la mística de las frases abstractas. Cabe empero este advertido: ni unos ni otros ofrecieron jamás a nuestro país noción alguna adecuada a su na turaleza. La América entera se les antojaba un salvaje continente respecto del cual era aún inútil hacer teorías políticas o sociales. Franceses e ingleses nos enviaron intactas sus doctrinas de uso casero. “Nosotros no pedimos nuestras libertades como derechos del hombre, sino como derechos de los ingleses” —había respon dido Burke a Mirabeau, consagrando la exclusividad regional de la teorética revolucionaria. Así llegó ésta a Bolivia: tan inglesa o tan francesa como sa liera de manos de sus autores. Puede suponerse el trastorno que causaría en la conceptiva de los ilustrados criollos y mestizos, dada la sumisión mental con que ellos acataban, a ley de voluntarios colonos, el pensamiento europeo. Como Santa Cruz los deslum brara llegando al apogeo de su administración y de sus campañas militares, el ya francesado ojo de nuestra clase culta descubría en el crucismo la imagen viva del bonapartismo. “Nuestro paisano Andrés Santa Cruz —decía por ende un periódico post - tempore—, cuyo juicio se había trastornado con la maldita lectura de los libros de Napoleón . . . ”. Los ilustrados al día, como es de comprender, deseaban colocarse a tono de sapiencia y en los 'pla nos ideológicos de la política de Estado. A base de lectura ex tranjera creyeron capacitarse condignamente, juzgando que la alta jerarquía del régimen se debiera íntegra, a las inspiraciones de Europa. Así convictos y confesos de Ja propia incapacidad — ¡pura psicología de colono!—, inclusive olvidaron que aquel a quien miraban como espejo de Bonaparte era caracterizadamente un producto nativo. Hacíaseles imposible sospechar, cuando me nos, que el crucismo alcanzara semejante potencia y elevación por que desarrollaba al máximun las posibilidades nacionales liberta das de servidumbre material o psicología. La presencia de los emigrados políticos argentinos, todos ellos brillantes hijos adopti vos de la cultura del Viejo Mundo, fortaleció la devoción inte lectual por los dogmas político-sociales de Europa. La destreza teórica de estos “abajeños” —logró ella aquel summun doctrinario contenido en Palabras simbólicas de Echeverría y en Bases de Alberdi—, les daba una prestancia de refinamiento y modernidad
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intelectuales que fue aquí no sólo imitada sino excedida, particu larmente en el campo del periodismo.1 Del extremo a que se llegó en estos empeños cultistas, hay un índice casi increíble: Paz libre especulando la hum anidad con el telescopio de la filosofía. ¡Era el título de una publicación! Lucían otras, en francés o latín, sus divisas y lemas fisonomizantes, como L ’injusticie a la fin produit Vindependance o J’A im e m ieux la republique que la m onarchie, \]’A im e m ieux la liberté que la republique; cuando no: ¡Salus populis suprem a lex esto! .. .
El hecho es que, para la conciencia de las masas, las doctrinas políticas traídas de París y Londres resultaban acaso más incom prensibles que tales leyendas puestas en galiparla o verba de Horacio. Simón Rodríguez, el viejo maestro de Bolívar, editó por la época aquella unos capítulos de Sociedades am ericanas de 1828, folleto lleno de sentencias agudísimas respecto de estos temas. De cía, por ejemplo, escribiendo en su original estilo tipográfico: “La sabiduría de la Europa y la prosperidad de los Estados-Unidos son dos enemigos de la libertad de pensar ... . . . en América . . . ” Se había llegado, en efecto, si no a destruir, a cohibir la libertad de expresar el auténtico pensamiento boliviano, sobre todo en los dominios de la prensa. A ello tiene que atribuirse, muy principal mente, aquel gran repliegue que hiciera la opinión pública sobre sí misma cuando se derrocaba a los gobiernos crucista y ballivianesco. Era imposible que esa publicidad exótica llegase a los oídos y; menos aún, a los focos emocionales del alma colectiva. Ni las doctrinas extranjeras ni su exposición en lengua de tal modo extraña a las modalidades nacionales podían ser objeto de aprecio por el pueblo. “Lo que no se siente no se entiende y lo que no se entiende no interesa” —decía Simón Rodríguez, casi en precursor jungiano—, subrayando que “la mayor fatalidad del hombre en el estado social es no tener un común sentir con sus 1 La Historia del periodismo argentino, de Beltrán, menciona a Mitre, Villafañe, Frías y Paunero entre los argentinos escribientes de periódicos en Bolivia. Paunero, a un comienzo, era propietario de “La Época”, redac tada en lo principal por Mitre.
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semejantes sobre lo que conviene a todos.” En esta fatalidad re caían el periodista y el 'intelectual político de aquellos tiempos. Ninguno lograba llegar hasta la conciencia colectiva. Ésta se aisló de los inentendibles dirigentes, declarándose neutral en la con tienda que reñían el creciente poderío de la nación por una parte y el sentido oligárquico de los intereses coloniales por la otra. Aquella profunda conversión de la clase culta hacia frentes tan alejados de la zona en que residía el interés público, era de todos modos una evasión de la realidad. Una evasión de la realidad política presionante y arrolladora que no permitía resistencias. El destierro del canónigo José María Gutiérrez, editor de El Hlimani, pudo ser en 1829 la señal de alarma para los intelectuales asusta dizos. Diríase que entonces buscaron éstos el inofensivo mundo de las abstracciones literario-filosóficas, abandonando la arena ca liente que pisaban Santa Cruz y Ballivián. Aquella su prefe rencia contemplativa por lo de afuera muestra que les resultaba sumamente desagradable poner los ojos en lo de adentro. La ver dad es que hasta los fervores políticos eran referidos al extranjero, con la espalda vuelta al país. Un periodista, por ejemplo, escribió estas palabras confirmativas de lo dicho: “También combate Bolivia por mejorar su condición social; tiene pues en ella la razón sus altares, y la libertad sus creyentes: desde el fondo de esta patria querida, ignorada, humilde, pero libre, yo te saludo Francia Revolucionaria.” VII La función del periodismo en la etapa Santa Cruz - Ballivián es evidentemente minúscula por lo que toca a su influencia sobre la conciencia del país. Ya se ha visto que aquel viraje extranjerista de la prensa, la desconectó en absoluto del sentimiento público. Puede creerse también que mareada con cultura ajena a Bolivia, la intelectualidad que hacía periodismo no captara ni en dimensión ni en profundidad el sentido histórico de aquellos gobiernos. Todo eso muestra que, en general, la prensa no correspondió a la gran deza con que la obra de Santa Cruz y Ballivián imponía ser aco gida en el alma popular de la época, tal como fue acogida luego en la historia. No hay, en efecto, una sola página periodística
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en que se hubiese fijado el auténtico perfil de los magnos aconte cimientos incursos en la epopeya boliviana. Es interesante, a título de muestra, conocer el contraste que hacen —sobre la misma hoja de El eco del protectorado— una loa dedicada a Socabaya, pieza resonante de tropos greco-latinos y napoleónicos, y un discurso del Mariscal Brawn que en breves y profundas palabras destaca la cifra histórica del, hecho, índice del pensamiento crucista, “cuya grandeza conocerán en sus verdaderas dimensiones, únicamente los bolivianos del futuro, cuando tengan que inspirarse en los ejem plos del Mariscal Santa Cruz para dar honor y respetabilidad a su patria”. Inútiles fueron los empeños de ambos gobernantes para que el periodismo alcanzara a las masas. Recurrióse inclusive a distri buir sin costo las hojas impresas. Un periódico invitaba a su oficina a “todos los artesanos pobres y labradores, para que lo le yeran sin sacrificio alguno”. “Será gratis para los artesanos po bres” —decía otro—, y así los redactores tendrán la gloria de ha ber tentado un gran servicio para la humanidad.” Pero aquellos papeles estaban de tal modo escritos que su lectura debía hacerse imposible para las clases humildes. Particularmente preocupóse el gobierno de Ballivián de enviar imprentas, regalándolas, a dis tintas poblaciones del país. La masa popular no fue, sin embargo, imbuida con el hálito de la epopeya. Tanto el vencedor de Ingavi, como el creador de la Confederación, carecían de colaboradores intelectuales capaces de infundir en el pueblo la real emoción de la obra que aquellos gobernantes consumaron. Estos factores ha cían que aún la conciencia pública viviese desconociendo la i ca lidad. , Era inevitable, por lo tanto, que las masas populares de Bolivia dejasen perecer, sin mayor alarma, a los grandes caudillos. Estaban todavía lejos de comprender que la defensa de los inte reses nacionales -—obra de Santa Cruz y Ballivián— cimentaba la victoria de la bolivianidad sobre el colonialismo. La gente letrada no parecía comprender mejor a aquéllos: un periódico, derrocado ya el Mariscal, hizo, por ejemplo, befa de sus previsiones sobre futuros conflictos de Bolivia con el gobierno peruano. “Sólo se trata de una superchería —expresó aquella ho ja—, de un plan burdo que consiste en persuadirnos que debemos sostener la guerra contra el Perú y Chile. ¿Y por qué? Aquí la consabida cantinela de Santa Cruz; porque el Perú trata y se mué-
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re por absorberse a Bolivia; porque Gamarra no quiere sino do minarla y hacerla su colonia, etc. Con m otivo de la guerra, llam a rem os al ejército los extranjeros expulsados; y éstos después de asegurarse bien de la tropa, franquearán lindamente las puertas de la República al tirano, he aquí lo que quiere Santa Cruz que ha gam os.” Dos años después la historia confirm ó aquellas previsio nes. En Ingavi quedaron selladas com o una profecía. Esta incomprensión de la realidad por parte del pensamiento le trado fue advertida — todavía confusamente y sólo en sus m ani festaciones externas— por un periódico adicto a Santa Cruz. Intuía éste la esterilizada contradicción entre el teorism o importado y la naturaleza del país, con palabras que acaso traslucen vagos pre sentim ientos de que el pueblo concluiría sintiéndose ajeno a la lucha política. “No hemos hecho nada — expresaba el periódi co— a no ser devorarnos inútilmente entre nosotros m ismos por principios cuya aplicación es im posible dado el carácter de nues tras poblaciones y por ideas externas que ningún pueblo del mundo practica sin conocer los m ismos resultados que América . . . Sin educación, sin instrucción, sin virtudes, sin hábitos de libertad y sin los medios de hacerla reinar, nuestro odio inmenso de la ti ranía nos la hizo aborrecer furiosamente sin saber reprimirla con éxito.” Reiteróse la actitud marginal de la masa cuando caía Ballivián, y los dom inios del mando fueron copados por latifundistas, m er caderes y doctores de la antigua clase pudiente, en cuyas filas actuaban ya algunos hombres nuevos, herederos de fortuna y se ñorío hechos durante el coloniaje. El cambio político tomó para sí el nombre de “restauración”. En más de un sentido ese nombre delata la restauración de la tendencia colonial en el poder. El aislam iento del pueblo contribuyó a fisonom izar ese hecho en su exacto sentido, ya que sustrajo al cuadro político la presencia del sentimiento nacional que a esa hora — y destruido Ballivián— en carnaba solamente en las clases desvalidas. La vieja lucha entre colonialistas y nacionalistas quedó así momentáneamente suspen dida. La atonía de las masas dejaba al espíritu boliviano des provisto de tropas combatientes. Con todo, la “restauración” se hizo im practicable en su integral sentido, vale decir en su intento de restablecer, bajo apariencias republicanas, la estructura interior y el funcionalismo del colo
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niaje. No es que los “restauradores” fracasaron ante fuerza al guna resuelta a hacer efectivos los ideales autonomistas que se persiguió durante la guerra libertadora. Esos ideales parecían li quidados o ausentes en aquellos momentos. Los viejos oligarcas contendían ahora con los nuevos directores de la propia casta. Los primeros por levantar su dominio sobre los cimientos del régimen anterior al gran Santa Cruz, y los segundos por apoyarlo en el an damiaje republicano hecho a modelo europeo. Ni el aparato hispánico-realista de mando ni el mecanismo constitucional francoinglés eran adecuados a las condiciones originarias y estructurales de la nación. Su ajenitud a nuestro medio político-social se con sagra por la inestabilidad verdaderamente ridicula de ambos re gímenes. Ambos resultan, en efecto, incapaces de sobrevivir al choque más leve con la realidad nativa. Es inútil puntualizar que esta contradicción aparecida en el seno de la clase dominadora constituye la primera consecuencia histó rica determinada por el carácter depuradamente nacional que asu mieron los gobiernos de Santa Cruz y Ballivián. La nación se hizo real y viviente con ellos, definiéndose como entidad geográfica y política autónoma, capaz de crear su propio régimen exento de todo ligamen con el orden social anterior, y sin anuencia de teo rías o sistemas políticos ajenos. Bolivia evidenció de esta suerte su aptitud vital para constituirse en Estado soberano e indepen diente. Se comprende que la tendencia colonialista hispánica ya nada tuviera que hacer en semejante medio hostil. Toda moda lidad política, económica o societaria suya quedó eliminada o des conocida por el orden republicano bolivianista de Santa Cruz y Ballivián. La clase colonial no podía pretender la toma del mando si no a título de transformar su conservadora tendencia en ten dencia revolucionaria acorde con los tiempos. A esa necesidad res ponde la corriente liberal y tiranicida —afrancesada jacobina o ainglesada cromweliana—, que surgió dentro de la casta domina dora disputando la dirección política de ésta con los últimos ex realistas. En el Parlamento se acusaban desnudamente los alcances de esta lucha. Mocionaron los liberales europeistas abolir la esclavi tud proponiendo como precepto constitucional que “todo esclavo ai pisar el suelo boliviano quedaba por ese hecho, declarado libre”. Los ex monárquicos denegaron la moción reputándola “inadmisi
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ble porque tendía a seducir a los esclavos de otras repúblicas; porque esto atraería el odio de los países vecinos, que sería un pretexto para hacernos la guerra; porque era un derecho de asilo desconocido, y porque era atacar la propiedad ajena”. Debe sub rayarse el epílogo: abolidores de la esclavitud y esclavistas, lle garon a una transacción sumamente significativa. El texto consti tucional aprobado contenía esta sentencia a gusto de los dos bandos: “nadie ha nacido esclavo en Bolivia desde el 6 de agosto de 1829”. Transacciones iguales fueron alcanzadas en todos los diferendos atingentes con los privilegios de la clase rica. Estaba naciendo así —insuflada por las teorías políticas euro peas— una nueva casta directora. La antigua le oponía resistencia tan sólo por el hecho político-demagógico de que enarbolase como cartel de clase llamada a conducir el gobierno, nada menos que los principios anglo-franceses. Esta aversión traducía en sus re motas equivalencias el sentimiento secular del coloniaje español siempre opuesto a las pretensiones galas e inglesas de colonizar América. En el mundo de los intereses, como se ha visto, la vieja y la moderna oligarquía transaban. El común objetivo de sus propósitos —ejercer dominio sobre el país—, hízoles, andando el tiempo, abrazarse y fusionarse en el seno del mando. La nueva clase directora, profesante de una teoría político-económica ex traída a la Francia burguesa de mediados del siglo xix, sustituyó luego a la casta realista. En el hecho, los dos grupos obedecían al mismo espíritu colonial. Gobernar a estilo de la corona espa ñola o a usanza del Estado constitucional francés o británico, sig nificaba de todas maneras someter el país a un régimen extraño. Dicho de otro modo, significaba sujetar un pueblo de aborígenes americanos al imperio de las leyes de Europa. Los gobernantes y los legisladores de Bolivia no suelen percibir que la sola adopción de una estructura política extranjera invalida la libertad y la soberanía del país que la adopta. En la práctica, importa ello ne gar a la nación el derecho de constituirse a sí misma. No hay en efecto Estado alguno que hubiese construido su grandeza a base de instituciones copiadas de otro. “El gobierno que se dé a la República —dijo Bolívar— debe estar fundado sobre nuestras in clinaciones, y, últimamente, sobre nuestro origen y sobre nues tra historia.” Pensaban todo lo contrario tanto los republicanos europeizados cuanto los colonizadores monárquicos. Con leyes
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traídas del Viejo Mundo querían eliminar el origen y la historia del país. Los acontecimientos posteriores a la “restauración” prueban que la capa letrada renunció entonces virtualmente a su propio des tino. Correspondíale en efecto hacerse voz y pensamiento de la nacionalidad prosiguiendo el ritmo de afirmaciones bolivianas de Santa Cruz y Ballivián, de suerte que estas afirmaciones alcanzaran rango de norma de conducta para nuestra vida pública. Era mi sión suya crear —a base de la aleccionante experiencia crucistaballivianista— fórmulas políticas de orientación realmente bolivia na para el pueblo, como iban creándolas en sus respectivas comu nidades los intelectuales argentinos, brasileños y chilenos. Los nuestros preferían, con un utilitarismo propio de la colonia, con solidar solamente la existencia y los privilegios de la casta. El sentimiento nacional reaccionaba a esa misma hora en otros países, afeando los vicios oligárquicos. “Si no he dado a la patria una fortuna —escribió, por ejemplo, Alberdi en la Argentina— como se la dieron Bolívar, Martín Rodríguez, Portales y tantos otros, tampoco he ganado millones a la sombra de sus banderas.” Eludiendo los doctos de Bolivia fijar el rumbo auténtico de la nación y conducir al pueblo por tal rumbo, dejaron a la bolivianidad literalmente decapitada. La masa popular así desprovista del ánimo que debía conducirla, sumióse en un largo colapso. Tan sólo sus potencias existenciales inconscientes pudieron manifestarse desde entonces en convulsiones y sacudidas inciertas. El anhelo de ser de la nación, anhelo que reside en la masa —y que es in destructible cual ésta—, pretendía incorporarse así, como un cuer po descabezado. El fin de la “restauración” señala, como ningún otro hecho del pasado, la naturaleza interior y exterior de la contienda entre co loniales y nacionales. En aquella oportunidad se demarcan, quizá por primera y última vez en el curso de nuestra historia, inequí vocas e inconciliables las dos tendencias. El fenómeno comienza a tiempo en que la corriente colonial se transforma de conserva dora española en liberal franco-inglesa. Diríase que el pueblo —sustancia perenne del sentimiento boliviano autonomista— vis lumbró en tal hecho una nueva negación de la nacionalidad y acaso el peligro de que el espíritu colonial se afirmara por siempre
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en el mando. Antes de constituirse en definitiva la nueva clase dominadora —como si la conciencia boliviana quisiese impedir la consolidación de aquélla— reaccionó la masa popular contra la actitud extranjerista de los letrados. Aquel movimiento recobró las posiciones del poder, personificándolo vigorosamente en Belzu.
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DRAMA La desesperación no escoje los medios que la sa can del peligro.
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Un periodista publicaba, en el ocaso del gobierno de Velasco —gobierno de la restauración—, estas significativas palabras: “ ¡Pobre periodista! Si ataca los abusos de los mandatarios, y pide garantías para el débil, entonces cae sobre él todo el peso de la desconfianza, y los que lo impulsaron, en vez de darle ayuda lo ven riendo hundido en una cárcel, buscando un escondite, o mendi gando el pan del extranjero. Pero, si elogia imparcialmente un acto de justicia, entonces es el menguado palaciego que se vende, aun cuando su pureza haya sido hasta entonces proverbial. ¿Qué hará en tan duro trance el cuitado?” El periodismo carecía, cual se puede -ver, de una sincronizada vinculación con el espíritu público, aun cuando no se desempeñara solamente como órgano publicitario de las fórmulas teóricas y abstractas inspiradas en lo extranjero. La paralogización de aquel periodista, reflejaba en síntesis el desconcierto reinante en la co lectividad toda. Ninguna conducta parecía concordar dentro de ésta, con otra, pues habíase perdido la línea de la conducta general. Esta incertidumbre, esta inorientación, imprimen a tal época una gran semejanza con el drama. El acontecer intempestivo y la per plejidad humana tejen, como en el drama, la urdimbre contextual de aquel tiempo. Vivieron entonces la multitud y el individuo
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dramáticamente porque actuaban sin deliberación y enredados en tre los hechos que ante ellos irrumpían de súbito. La prensa no tenía, según parece, mayor parte en la consu mación de los acontecimientos. Lo está diciendo aquel periodista a quien acribillan las consecuencias de los hechos en que inter viene. Fácil es ver que el papel impreso no promueve esos hechos ni logra encauzarlos. El apremio y la incomprensión del público respecto del hombre de prensa, muestran a su vez la conciencia colectiva insumisa con el periodismo y mal servida por éste. Prueba todo ello que la imprenta era incapaz, en aquella hora, de influir sobre el proceso histórico del país, a no ser por acción refleja. De modo pasivo, en efecto, su acción casera tuvo un sentido estimulante. Cuando eludía preocuparse de los problemas extra ños al país, lograba, en su simple tono doméstico, acicatear los bandos al encuentro, al choque. Así ejercía una función que parece cosa del fatalismo con que el proceso histórico arrastra la suerte del pueblo hacia las soluciones inevitables. La masa so cial, vale decir la conciencia colectiva, fue atraída al radio de los hechos por estas no previstas incidencias, por estas genéricas provocaciones periodísticas, expuestas en un lenguaje ya compren sible, en el lenguaje violento, enconado y cruel que entonces pa recía más acorde con el estado psicológico de la colectividad caren te de directores, que es como decir carente de esperanza. Por último, se llega a la crisis. El motín contra Velasco arras tra una ola inmensa de apoyo popular. Diríase la reacción del sen timiento de !a nacionalidad que pugna por situarse de nuevo en el poder. De todas maneras, el hecho constituye una réplica de la masa a los cultos extranjeristas. Los clamores de libertad e igual dad voceados por la prensa en nombre de los europeos principios liberales, toman esta curiosa expresión: los oprimidos responden a la prédica y la ejecutan, prescindiendo en absoluto de los pre dicadores. Más bien siguen al general Belzu que ha derrocado a Velasco mediante un pronunciamiento de las fuerzas armadas. El hecho demuestra algo inusitado, pero clarísimo, que consiste en que, por primera vez, el pueblo sin conductores intelectuales, reacciona en defensa de su destino histórico, evitando la ruta que la clase docta pretende señalar a los acontecimientos. Dicho con otras palabras: !a masa rehuye obedecer las consignas teóricas de
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los letrados y se apega al hombre que actúa en el mundo de los hechos. Comprende, al parecer, hacia qué lado quedan las ver daderas garantías del interés nacional, pero sabe o siente con certeza que la bolivianidad existe sólo en el mundo de los hechos, y que la teoría es, en este caso, lo extraño y tal vez lo opuesto a la bolivianidad. El pueblo no cede, como podría sospecharse, a la atracción que irradia la fuerza militar acaudillada por Belzu.1 Se aproxima a éste porque intuye en él a un ejecutor del ideal que mueve perennemente al pueblo a realizar su propio destino. Es el ideal de la polis, del que Isócrates dijo que lleva consigo la maldición de no poder morir. No ignoraba el nuevo caudillo que este apoyo popular deferido a la revolución traducía algo más que un gesto cínico de la plebe. Fue sin duda el primer hombre que en Bolivia percibió el más importante fenómeno social generado por la guerra de la indepencia, esto es, la intervención directa de la clase popular en la vida pública. “De este nuevo factor político los hombres ilustrados no sabían nada” -—como ha dicho Sánchez Reulet en Panorama de las ideas filosóficas de Hispanoamérica. Mucho después de fundarse las repúblicas, los doctos indoamericanos creyeron que esta presencia operante de la masa era “la hidra de la anarquía”. No percibían que con ella se expresaba la emancipación psico lógica de los oprimidos, su definitiva liberación del dominio es piritual que sobre ellos ejercieron por largo tiempo los prejuicios y los hábitos institucionales del coloniaje. Por eso, constituida en un nuevo personaje histórico, en un nuevp actor dentro del escenario político, apareció la masa como debía aparecer fatal mente, tras de la etapa Santa Cruz - Ballivián, etapa en la cual fue 1 “La plebe de ese tiempo, que se había educado en las contiendas de la independencia, no conocía el miedo a la otra casta congénere, la casta militar salida de sus propias entrañas” — dice Alberto Gutiérrez en El Melgarejismo — . Sin quererlo quizás, el autor distingue así las dos enti dades en lucha: la masa popular que Gutiérrez llama “plebe” — integrada por los bolivianos desposeídos: civiles y soldados— y la clase pudiente que se cultiva en caldo extranjero. Es muy interesante el proceso que a posteriori sigue esta división del conjunto social, reafirmando siempre las indes tructibles fuerzas vitales de la bolivianidad, ya que la clase dominadora y europeísta encuentra a menudo sus dirigentes militares en las capas infe riores.
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ron extirpados los cercos que, como últimos vestigios coloniales subsistentes en los planos de gobierno, vedaban la vida pública a las clases humildes. Irrumpía, por lo tanto, el pueblo en el coto político, no sola mente porque se sintió libre de hacerlo, sino a espoleo de sus pro pias necesidades, pues la ajenitud observada por la clase culta respecto de los intereses populares, requería la guarda de tales intereses por los mismos nativos. La aparición de la masa en el terreno antes reservado a la capa directora, explica enteramente que Belzu relacionara la revolución con esta im ponente nueva fuerza social en vez de relacionarla sólo con el ejército, y aun a trueque de enfrentarla con éste. Hay un documento que así lo evidencia. Cuando los jefes del ejército hicieron saber a Belzu que le habían designado presidente de la República, Belzu condenó duramente ese acuerdo. “El paso escandaloso que acabáis de dar —dijo a sus compañeros de armas—, proclamándome Jefe Su premo del Estado, es una mancha con que habéis empañado el brillo de la hermosa causa de la Libertad y de la Ley, de la causa de los pueblos contra la tiranía del usurpador.” Este documento inserto en el número II del periódico El grito de la libertad, no figura en página alguna de la historia escrita de Bolivia, sin embargo de la importancia que reviste como índice de los carac teres asumidos luego por el gobierno belcista. La prensa redujo en mucho las equivalencias históricas de aquella actitud del caudillo, sin percatarse de que ella valía casi por una declaración de principios. “ ¿Puede creerse —dijo un periódico sobre el tema— que un hombre lleno de pasiones, como todos los vivientes de la tierra, haya sido capaz de despreciar un puesto tan elevado, tan apetitoso por todos, que llena las aspi raciones de muchos y hasta les hace perder la cabeza? ¡Que no se haya infatuado, después de estar convencido que no queda uno solo que pueda hacerle oposición! ¡Que ha sufrido tantas privaciones y fatigas, y cuenta con cuatro mil brazos, defensores de su per sona y voluntad! . . . ¡En verdad! imposible nos parecería, Ciu dadano General, si no tuviéramos a nuestra vista la proclama de reto que habéis dirigido a esos soldados beneméritos, fascinados por un instante!” . . .
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II El belcismo es casi una represalia de la conciencia nacional por el abandono que de ella hicieron los ilustrados. Es también una reacción del sentimiento boliviano contra la tendencia que pretendía dar a la República una estructura incoherente con las realidades nacionales. Fúndase en estos caracteres de todos modos, cualquiera que sea la interpretación que de él haya hecho la historia escrita del país. La verdad es que el gobierno de Belzu implica la más rotunda afirmación bolivianista, ya que en la etapa a que corresponde predomina en nuestra vida política lo mestizo, aquello que por sí mismo, y aun huérfano de teoría, significa una orientación concreta frente al espíritu clasista que reclama el man do en nombre de la sangre española, vale decir de la sangre extran jera. Parece, por lo tanto, más que antojadizo, tendencioso, el supuesto de que Belzu buscara el apoyo del pueblo a instancias de su ambición y a precio de concesiones y dádivas vergonzosas. “Las masas populares, han hecho oir su voz y desempeñado su rol espontáneamente —dijo al respecto, con lealtad, el caudillo en 1855— ; han sofocado revoluciones y combatido por el gobier no constitucional. La aparición de este poder formidable es un hecho social de eminente trascendencia.” Aunque fuera enemigo mortal de Ballivián, y adversario personal de Santa Cruz, lo cierto es que Belzu resulta el continuador de ambos por su obra de afir mación nacionalista. Cuanto los dos primeros hicieron en tal sen tido con las armas, el vencedor de Yamparáez lo hizo en el campo de las luchas civiles. Exaltó la bolivianidad, no la chusma, por que la bolivianidad auténtica se encarnaba en las clases populares antes que en la capa letrada, tal cual se ha visto. La prensa belcista fue más afortunada que su predecesora. Po seía una orientación definida y su actitud crítica era condenatoria para con el periodismo de los inmediatos días anteriores. Rastro es ese del sentido revolucionario que la nueva publicidad alentaba. Decía ella lo siguiente sobre el particular: “Las ideas más perni ciosas y dañinas son las únicas que se han vertido en los perió dicos, y se ha desmoralizado a la sociedad. No se ha escrito sino lo que ha halagado al jefe, ni se han emitido otras opiniones que las que han servido para justificar sus avances . . . Tales han sido la prensa y la libertad de imprenta: adulación al Poder, y sátira
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y mordacidad cont-ra el ciudadano. Concluyamos: Si la prensa se ha de convertir en la servil aduladora del mandatario, o en la cruel detractora del ciudadano vale más que ella no exista.” Perfilóse bajo el gobierno de Belzu la línea divisoria de las fuerzas políticas beligerantes. Por oposición al caudillo popular, y muerto ya el grande B allivián, los ilustrados hacían culto de bandera con el nombre de éste. Su periódico procuraba injertar el prestigio guerrero del héroe ingaviano, en la cepa oligárquica y española de los corifeos aristocratizantes que le derrocaron. “Acostumbrados —decía—, al ruido de las balas, sólo el clarín nos alienta; sólo el sonido de la trompeta nos vivifica; sólo el resplandeciente brillo de las bayonetas nos alegra. Ocupados cons tantemente de nuestra libertad y de la seguridad de nuestros de rechos imprescriptibles. . . Y como dignos hij os de los intrépidos gigantes de Castilla y Granada, a la par que guerreros, queremos también ser hombres libres.” La prensa de Belzu —contrariamente a la de Ballivián y a la de Santa Cruz—, podía interpretar con suma explicitud el valor histórico del régimen. He aquí uno de sus juicios relativos al Parlamento, juicio que permite medir la precisión conceptiva al canzada por aquel periodismo sin gafas europeas: “ ¿Pero a qué podemos atribuir —decía sobre ello una hoja belcista—, los pocos bienes que los Congresos han hecho ? Muchas son a nuestro con cepto las ■ causas que han producido este resultado, y de las -que nos ocuparemos muy ligeramente. Educados durante tres siglos, por un gobierno despótico y altamente aborrecedor de la civiliza ción, hemos debido haber recibido máximas análogas a nuestras circunstancias de entonces. Nuestros hábitos, nuestras costumbres, por otra parte, tampoco han podido dejar de ser las costumbres y los hábitos del esclavo, que jime bajo el yugo que le impusiera el más bárbaro de los abusos. “Destruidos en América los gobiernos —agregaba señalando las verdaderas raíces del incurado malestar boliviano— , pero no el Godismo, valiéndonos de la expresión de un autor contemporáneo, han estado en lucha desde la independencia, el principio democrá tico y todas sus esperanzas, con el monárquico y sus preocupacio nes. El resultado de esa lucha tenaz aún no podemos conocerlo. Mientras tanto, nuestra sociedad ha sido gobernada por la prepon derancia de un reducido número de hombres de las viejas jenera-
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ciones, que desgraciadamente han ejercido siempre una fatal in fluencia en los consejos del Gabinete, en las Cámaras Lejislativas y en la Majistratura. Ellos son los que se han creido con derecho para pensar por los demás, a quienes no han considerado sino como instrumento. Bajo semejante orden de cosas, imposible es que los Congresos pudieran haber hecho nada bueno, sino es en favor de esos aciagos oligarcas.” Es imposible desconocer la exactitud y la transparencia de se mejante análisis. De su histórica certeza responde el hecho de que entonces, igual que en nuestros días, la bolivianidad lucha con tra una casta voraz e insaciable que explota la Patria sujetándola a servir extraños intereses. Fácil es, en efecto, para la conciencia pública de hoy día identificar las posiciones del belcismo frente a las de la oligarquía europeista, como las posiciones que conser van ahora las fuerzas políticas nacionales frente a la política ser vicial para con el extranjero. La propia historia escrita de Bolivia que anatematiza a Belzu, puede homologar sus términos con los de la prensa contemporánea que excecra todo intento de emanci pación económica de la Patria. El sentido bolivianista y antiex tranjero del belcismo, hizo en su tiempo lo que podría hacer en el nuestro una administración que desconociera los fueros de la plutocracia imperanté sobre el país. Cabe aquí repetir que el dispositivo de las dos grandes tenden cias históricas cuya pugna se hilvana al correr de la historia de Bolivia, enfrenta a menudo el Parlamento con el gobierno. Los enfrenta sobre todo cuando el Poder Ejecutivo se encuentra en manos de las fuerzas nacionales. La corriente colonial actúa en tonces desde el Legislativo. Ya se ha dicho que éste es, a partir de los iniciales momentos republicanos, baluarte exclusivo y per petuo de la oligarquía. Debe esclarecerse, no obstante, que la con ducta parlamentaria respecto del gobierno —inclusive cuando este se declara enemigo de los intereses oligárquicos como en épocas de Santa Cruz, Ballivián y Belzu—, alcanza en todo tiempo los mayores extremos de la sumisión. A tal circunstancia debe su consagrado renombre el servilismo legislativo. Es pueril asignarle —cual se le asigna por ciertos his toriadores—, valor de expresión psicológica nacional, puesto que el Parlamento no es en sí un concentrado índice de la nación por ser más bien la entidad representativa de la clase antinacional, esto
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es, de la clase espiritualmente europeizada. Así la docilidad y la obsecuencia congresales, más que traslucir disposición psicológica alguna, constituyen por sí propios un hecho político. Ellas ase guran el modus vivendi en que el espíritu colonial se protege cuando pierde sus posiciones de mando. Rendir pleitesía y obe diencia al gobierno importa en este caso, para la casta pudiente, nada menos que conservar en sus manos el Poder Legislativo como instrumento protector de la economía oligárquica. Mediante él resguarda sus intereses de clase imponiendo en el país las leyes que legitiman y hacen sagrados tales intereses. La incondicionalidad parlamentaria es el medio con que se asegura la subsistencia de la institución legisladora, cuyo aniquilamiento sería fatal para la capa adinerada. El congreso encorvado bajo el presidente de la República asume con esa postura un gesto cristiano de abnegación en defensa de los privilegios coloniales. Habla de ello la propia elasticidad con que el acatamiento congresal se acomoda al temple del gobierno: a mayor poderío del Ejecutivo mayor servilismo de! Legislativo. Esta es casi una ley'de relación entre ambas entidades. La conducta parlamentaria se acusa, en el hecho, como un usual recurso táctico. Es el que emplearon los ex-realistas durante el gobierno del general Sucre. Tácitamente lo denunció Bolívar al reconocer que “a los enemigos no se les engaña sino lisonjeándo les”. A fuer de eficaz, el procedimiento se hizo insustituible para los legisladores colonialistas. Una vez caído el gobernante, la ser vidumbre humilde a él ofrecida se trocaba en malvado y terrible furor contra él. Este hecho indica los tácticos alcances que los congresales atribuyen a su- comedimiento con el oficialismo. Su agachada actitud es transitoria, y dura estrictamente lo que dura el gobierno. III La prensa de Belzu hablaba al pueblo en términos de suma cla ridad. A tal causa debe imputarse el inmenso poderío político al canzado por el caudillo de las masas, y, particularmente, el poderío político de carácter civil, que le hizo invencible. Imprentas nue vas fueron distribuidas en toda la República. Editábase en ellas no sólo periódicos partidistas, sino hojas difuso ras de conoci
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mientos útiles destinados a fortalecer y elevar la conciencia de las clases populares. De tal época son los títulos —evidentemente desusados antes y después en la nomenclatura de la prensa—, que marcaban la índole especial de ciertos papeles impresos. Así El Cholo, El Patriota, La Voz del Pueblo, El Látigo, El Anatema Na cional, El Artesano de La Paz, El Minero, El Cóndor, El Amigo del Pueblo, que se editaron en Chuquisaca, Oruro, Santa Cruz, La Paz, Cochabamba, Tari ja y Potosí.1 La multiplicación de estos órganos de publicidad revela que el belcismo pretendía sostenerse en el poder con el apoyo conciente de la masa. A ese fin orientaba sus campañas aquella prensa. El indio y sus intereses la preocu paron frecuentemente. El papel público hizo entonces notoria, por vez primera en Bolivia, la sensibilidad indianista con un sentido económico y político civilizadores. Fue a propósito de la abolición del monopolio de harinas, monopolio con que se enriquecía un potente sector de hacendados y comerciantes. Belzu puso fin a tal negocio descargando un verdadero mazazo en la nuca de la oli garquía. La antecedente campaña de la prensa belcista, señala otra de las causas por las cuales el colonialismo herido en su lucro abominó y aún abomina de Belzu. “Parece que entre nosotros —decía uno de sus artículos—, el infeliz indio hubiese sido condenado por la naturaleza a no tener sobre la tierra otra misión, que la de sufrir y padecer sin gozar jamás de nada. No existiendo entre ellos y nosotros una verdade 1 Los títulos indicados figuran en el catálogo de Gabriel René Moreno. Sobre las posibilidades que el presidente Belzu dio a la publicidad impresa, “La Época” de La Paz hizo entonces interesantes revelaciones como la que sigue: “Convencido el gobierno de que la libertad de imprenta es el medio más seguro de llevar a cabo la misión que aceptó de los pueblos, ha pro curado establecerla en todas las capitales de departamentos, que carecían de este recurso. Potosí, Oruro y Tarija no la tenían: hoy las capitales de estos tres departamentos poseen una imprenta costeada por el gobierno. La mayor parte del año anterior ha subvenido también a la publicación de la «Verdad Desnuda». En la capital "(te La Paz ha sostenido de igual modo los dos diarios de la «Época» y el «Prisma» y en la de Cochabamba el que bajo de diversos títulos se ha publicado en el año anterior. «El Republicano» de Oruro ha sido costeado por el gobierno, a más de haber comprado la imprenta para aquel departamento. AI de Tarija, cuyos habi tantes hicieron repetidas reclamaciones por medio de su prefecto, se le proporcionó otra, que hoy sirve a la publicación del «Telégrafo» sin gra vamen de lo« fondos públicos.”
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ra sociedad, puesto que no hay igualdad de derechos y de obliga ciones, se creen y los consideramos como seres de distinta especie! ’’Conquistado en América el principio republicano, después de una tenaz y prolongada lucha, eran de esperarse grandes mejoras en todas las clases de la sociedad; pero desgraciadamente, no ha sucedido así. El indio es hoy con poquísima diferencia lo mismo que era hace trescientos años ¡quién lo creyera! ’’Apenas-ve el infeliz indio la luz primera, cuando principia a sentir el peso de su malhadada existencia. Poco tiempo después consagra toda su vida ál cultivo de tierras que no le pertenecen, al cuidado de ganados y propiedades que no son suyos, y al aumento de todo género que ha regado con su sudor y sus lágrimas, para no participar sino lo muy necesario para no morir de ham bre... ’’¿Hasta cuando pues esta infortunada raza permanecerá conde nada a tan degradante abyección? ’’Dispénsese siquiera una protección decidida al trabajo del in dio; que no esté sugeto él a los caprichos de los que quieren vivir a espensas de las lágrimas y de los desgarrantes gemidos de esos infelices. . . ”. Es durante el período gubernamental de Belzu que, sin lugar a duda, la imprenta influye más a fondo y más enérgicamente en el proceso histórico de la Patria. Sea como sea que la historia escrita de Bolivia juzgue a tal gobierno, el hecho inconcuso es que la prensa de aquel tiempo, aparte de haberse desenvuelto li bremente, y tal vez por eso, abarcó un extenso radio nacional de acción y alcanzó gran hondura en la conciencia de las clases hu mildes. La libertad de pensamiento se hacía posible entonces a mérito mismo de la solidez con que el apoyo popular avalaba al gobierno. La influencia de la publicidad sobre dicha etapa de nuestro proceso histórico, muéstrase por lo tanto no sólo probable sino de un vigor que el periodismo nacional jamás había podido irradiar hasta ese momento. Así consolidó virtualmente la institucionalidad patria durante diez años. A la publicidad, en efecto, debió el presidente Belzu la honda fe que su obra política despertaba, ganándola día por día en el pueblo, hasta asegurarse una estabilidad que el motín no pudo quebrantar nunca. A la hora en que el ejército, la clase letrada en su mayoría y la gente rica hostil a Belzu pretendieron
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su derrocamiento, la conciencia popular amparó y salvó al gobier no en forma impresionante. El enorme poderío que ella es capaz de emplear en la defensa de sus intereses, exhibióse a plenitud en ese evento. La imagen objetiva de éste ha sido perpetuada por la prensa que interpretó además, con suma agudeza, los alcances po líticos y sociales del extraordinario suceso. “Agraviados por Belzu —dijo entonces La Época—, se revelan contra él en La Paz, favorecidos por Belzu cañonean a los de Belzu en Oruro; empleados por Belzu, proscriben a Belzu en Co chabamba. En menos de tres días estallan estas tres sediciones: era el objeto distraer, fatigar, consumiría entre fuegos diferentes; Belzu dominaba la opinión; levanta sus ejércitos de pueblos en masa; los amotinados son arrollados por el pueblo omnipotente, que sacia su furor y venganza en las propiedades de dueños que no pudieron encontrar para despedazarlos. Si el robo hubiera dirijido esos motines o represalias, las casas de comercio y las casas de otros ricos hubieran sufrido. El instinto del pueblo fue igual en Oruro, Cochabamba y La Paz; fue su juicio infalible y limita do a sus principales enemigos. La moral pública irritada castigó y escarmentó tantas combinaciones inmorales. ’’¿Cómo ha peleado el pueblo por su libertad? Como ningún ejército, como ningún pueblo en ninguna parte. ¿Cuál ejército tomó una fortaleza sin largo sitio o artillería de grueso calibre? Ballivián ni pudo ocupar la de Oruro, con tres mil hombres de to das armas en 1839. El pueblo de Oruro, se abalanza desnudo sobre muros, metrallas, cadáveres y cañones, su asalto sin lanza, coraza, ni fusil no tiene ejemplo en la historia militar. ¡Qué pue blo, qué causa, qué fanatismo para defenderla, morir y vencer!!! ’’Los menestrales de La Paz, Oruro, Cochabamba como si hubie sen combinado medios de resistencia y defensa común gritan ¡viva Belzu! al frente de los tropas armadas que publican su bando de traición; éstos responden con bala y aquellos con piedra, trábase la lucha por algunos días en las ciudades referidas: el cañón, lanza, pistolas, fusil, balas, arte militar, fortaleza, caballería, el orgullo del soldado y el despecho de los rebeldes sucumben ante el pueblo indignado, implacable, perseverante en la lid. Sin barri cadas, como los franceses, sin armas ni municiones que estos pro porcionan fácilmente en las maestranzas, salas de armas y del co mercio; los pueblos de Bolivia ofrecen en los combates contra la
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fuerza rebelde, el espectáculo más extraordinario. Cuando la fuerza prevaleciese por algún tiempo, sucumbiría finalmente por la guerra de recursos ¡Qué soldado resistiría por algunos días en tre hambre, fatigas continuas, insomnios y peligros instantáneos de morir despedazado o de pura consunción!!! ”E1 pueblo ha entrado en la posesión de sus derechos, en el co nocimiento de su bienestar, ha ensayado sus fuerzas y conoce su poder. ¿Quién le dominará? solo el que sea de su voluntad y le gobierne con justicia y bondad. El jeneral Belzu parece que llena estas condiciones cuando los pueblos en masa lo sostienen con su sangre.” Se explica el irrestañable encono que esta acción defensiva po pular despertó en los vencidos. A ese encono impotente adeuda el belcismo la terrible fama que, como uno de los más errados prejuicios históricos, mencionan a menudo historiadores y polí ticos, identificando el gobierno de Belzu con una ominosa y grosera dictadura de la chusma. Cabe,, de pronto, preguntarse en cuál pueblo de la tierra y en cuál momento de la historia pudo jamás la chusma, como chusma, sostener ningún régimen político frente a las fuerzas armadas. “Belzu creía de buena fe —ha escrito Sotomayor Valdez—, haber levantado al terreno de la dignidad del ciudadano, las masas populares y dado con ellas un inmenso em puje a la democracia.” El hecho de que las masas aplastaran las revueltas antibelcistas, comprueba por sí mismo que el caudillo había inculcado en el alma del pueblo nociones de dignidad y de derecho suficientes para que la llamada plebe actuase con el espí ritu de sacrificio y la lealtad, y con el coraje ilimitado, que de mostró en la defensa del orden. Es de mucha importancia, para el juicio histórico, esclarecer que durante la administración Belzu, la masa popular —o la chusma, usando léxico de tono distingui do—, garantizaba la paz pública mientras que las clases cultas urdían los motines y los cuartelazos. La institucionalidad, consolidada entonces por el apoyo del pue blo que se declaró su custodio —mostrándose más fuerte que to dos los intereses de clase puestos en juego para destruir el orden—, pudo haberse asentado en definitiva con Belzu. Las gentes letradas y las de dinero lo impidieron, mediante el motín, atropellando todos los títulos democráticos en que descansaba el régimen. Que bróse la normalidad constitucional de este modo, hallándose Belzu
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fuera del país, precisamente a poco de que, por primera vez en la historia política boliviana, fuera decidida la sucesión presidencial mediante el voto de la ciudadanía. Sobrevino así lo inesperado, lo dramático. IV “La noche del 23 de abril —decía en 1855 un periódico de Co chabamba—, el general Córdova convidó a sus amigos a una cena. El patio principal de la casa de Gobierno, con el más delicado esmero había sido convertido en un elegante cenador. Jamás nues tros ojos vieron tanta gente decente reunida. Jamás habíamos creído tampoco que en Cochabamba hubiese un vecindario tan numeroso.” En aquella cena, Córdova, candidato presidencial que sucedería a Belzu, derribó teóricamente el régimen. Era el primero de los muchos jefes militares cuya incapacidad ha constituido la razón de su ascenso al mando supremo. Era un verdadero precursor de los presidentes —doctores y generales—, convertidos por el poder en ejecutores de ajenos designios y en bravos comandantes de gendarmería que desde el gobierno monta guardia celosa a los intereses de casta. No por su cuna humilde, sino por su ignorancia de las responsabilidades que corresponden a la función de primer mandatario del país, Córdova fue víctima del fatal deslumbramiento con que el contacto de la plutocracia (perturba el alma del mestizo cuando éste carece de dignidad. La clase alta, escarmentada en sus intentos motineros, acercóse a Córdova arriando banderas subversivas. Este hombre personifi caba, según ella, al propio Belzu. Aun el hecho de que fuese yer no del caudillo, haciéndole más identificable con éste, aconsejaba a los derrotados la conveniencia de capitular ante el invencible régimen. Córdova no percibió tales implicaciones. Estaba abrumado por su propia inferioridad. Rindióse a los vencidos con este brindis de entrega: “Desde mis diez años, he consagrado mi vida al ser vicio de mi patria; pero si ella necesita aún de mí, ahí están mi existencia y mi espada; son las únicas ofrendas que puedo sacri ficarle. Al militar solo toca afianzar la seguridad exterior e interior del país, a la inteligencia toca pensar, dirigir la marcha del Estado,
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al militar ejecutar este pensamiento, realizar esta dirección. ¡Brin do, SS., porque de entre los Bolivianos desaparezcan esos odios, porque se borren para siempre los dictados de Crucistas, Ballivianistas, LinaristaT y Belcistas!”. Dos años después lo derribó un motín. Linares, primer gober nante civil en la historia de Bolivia, tomó el gobierno, aclamado por todos los vecindarios como un ídolo. Un periodista de los cultos, describe con estilo propio la escena apoteósica, repetida en todas partes, diciendo que “la Capital del mundo no registra en sus páginas de oro el entusiasmo de los Romanos, cuando co ronaba a sus héroes, ni Esparta presenció nunca un espectáculo más sublime como el que Cochabamba manifestó al Ejército del pueblo” Los dos años del gobierno cordovista, habían desencantado al pueblo. Aquella prensa recia y veraz del belcismo transformóse con Córdova en nuevo espejo de confusos panoramas extraños a la Patria. El aflojamiento de la tensión en que Belzu mantuvo su partido, tanto como los personales anhelos de Córdova por enro larse en círculos de pro, diluyeron aquel poderoso contingente de clase media que el belcismo aglutinaba como cuadro de comando para las masas. Los periodistas hechos en los campos de batalla de la prensa, dejaron su sitio a aquellos que Córdova extraía de las filas “decentes e ilustradas”. A fines de período, el .más dis tinguido de estos escribientes procuraba contrarrestar la agitación pública mediante amonestaciones de una increíble puerilidad. “Artesanos! —decía reduciendo a un comino el tremendo con flicto— : Cuando se os diga que el Gobierno actual o como otros, la Prefectura trata de dividir en varias secciones las orillas de los ríos y arroyos para arrendar a vuestras mujeres que van a la var —no creáis—. Cuando se os diga que la revolución os va a hacer ricos, que cada uno va a recibir una gratificación de ingente suma —no creáis.” Como en otras oportunidades, la inorientación periodística confluía a las playas del frente arrastrando hacia ellas los cauda les del descontento. Linares, a fuer,de tenaz y valeroso, creábase a sí mismo una imagen heroica en la conciencia colectiva. Pesí a los periodistas de Córdova, esa “porfía en trastornar el orden pú blico”, porfía que le hubo “convertido en un insigne bandolero”, concluyó por hacer de Linares el hombre de la esperanza para las
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propias masas. Las amonestaciones dirigidas al artesanado re velan cómo fermentaba la oposición al cordovismo en las clases humildes. Un periódico decía confirmativamente que en los ba rrios pobres circulaban pasquines impresos, amenazando “hacer una luminaria de la chacarilla de S. E. el general Córdova y ofre ciendo igual suerte a las casas de sus empleados”. Guando Linares, amotinado victorioso, recorría Bolivia, tuvo un testimonio vivo del apoyo popular. Una hoja cochabambina relata cómo “en todo el camino de Quillacollo a C o c h a b a m b a se presentaron innumerables grupos de artesanos que desde la ciu dad, abandonando sus talleres habían corrido a alistarse en las filas del Ejército libertador”. Sobre aquella ruta cuyo polvo incensaba a los vencedores, un hombre del pueblo tradujo el sentimiento con que éste seguía al caudillo civil: “Salió a medio camino, y toman do de la mano al Sr. Linares, le dijo: Señor, no he tenido el honor de conocer su persona hasta este momento ... He oido que se de fiende la causa de la Patria y he salido a ella. He hecho todas las campañas de Bolivia, soy fundador de la independencia, mis mejores medallas son las cicatrices de que está cubierto mi cuerpo. La poca sangre que me resta, estoy pronto, Señor a derramarla por mi patria.” Esta actitud de la clase popular, favorable a Linares y contraria al sucesor de Belzu, resulta sumamente significativa como índice de la influencia y la función desarrolladas por el periodismo belcista en las masas. Hay que comprender que éstas eran harto dis tintas de las de posteriores tiempos y que el gobierno belcista no implicó para ellas un medio de saciar apetitos y de bastardo refo cilamiento. Hecho sabido es que las gentes del pueblo no desem peñaban funciones públicas ni gozaban de subvenciones oficiales en tales días. Si hubiesen querido el poder como una simple gollería, habrían disfrutado de él acercándose al presidente Cór dova. La clase popular entendió más bien que el gobierno era el único instrumento capaz de hacer efectivo su innato anhelo de coexistencia con la nación, de salir de la mera servidumbre co lonialista y ejercer sus derechos, incorporándose en la estructura político-social de Bolivia. El ideal de la polis griega —realizar el propio destino—, era el suyo, y lo imaginaba factible siempre que las clases nativas contribuyeran perpetua y directamente en la sustentación de la
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republicanidad nacionalista característica del período Belzu. Dicho de otro modo: la masa comprendía que, en esencia, el pueblo y la nación tienen un mismo destino. Por eso quería resguardar a ésta con sus propias fuerzas brindándolas a Linares. Es tal concepción la que se trasluce vividamente en el memorial que los personeros de la clase obrera de todo el país, dirigieron al poder Legislativo en 1855, documento extraordinariamente lúcido en el que aparte de expresarse el ideal político del pueblo se hizo proféticos vatici nios respecto del porvenir. “Mañana —dijeron los obreros en aquella oportunidad, al frente de un gobierno recién creado, débil como que sale del seno de un apuro, un jefe tomará un batallón y se proclamará presidente, otro tomará un escuadrón, hará lo mis mo; caudillos del interior y exterior se lanzarán sobre la arena; cada departamento tomará su partido, cada provincia se plegará —a quien quiera, o se declarará independiente; se sublevarán las masas; tal vez el furor vuelva a colocar en sus manos el palo y la piedra, tal vez víctimas amontonadas sirvan de muro a las ciudades y pueblos; tal vez se ofrezcan cuadros horribles de que apenas sean una sombra las memorables escenas de marzo; tal vez, en fin, desaparezca la patria bajo los escombros de sus pro pias ruinas, o en pedazos mutilados vaya a formar humildes co lonias a merced de los extraños... ¡Triste ideal! Desgarradora imagen cuya funesta realidad la debemos tocar al día siguiente en que el Sr. General Belzu deje el mando de la República.” Fue la conciencia de las masas la que les hizo perceptible el desbarate causado por el cordovismo tanto en lo que a ellas mis mas atingiera cuanto en lo que afectase a la tendencia nacionalpopular alentada por Belzu. Buscaron a Linares, instadas por el anhelo de rehabilitar esa tendencia. Lo hacían con el instintivo acierto con que él pueblo se orienta por sí mismo en un sentido infaliblemente propicio a su defensa. Pero todo ello obedeció a un impulso deliberado y era como un fruto maduro de la con ciencia que elaboraron los periódicos belcistas, dando a la masa cuando menos la noción general de que su destino era insepara ble del de la nacionalidad. La suerte del régimen linarista es, en el fondo, una ratificación palmaria de las causas y de las finalida des que tuvo aquel viraje de las clases populares hacia el caudillo civil.
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V Linares diríase el primer personaje de la etapa dramática. Es en sí mismo un héroe de drama. Su paso por los planos del poder efunde una atmósfera de sombras medrosas y de pálidas clarida des, como las estancias en que se abrumaba la angustia de Macbeth. Vivió el apogeo de la victoria, el culmen doloroso y terrible del mando, y el perecimiento a manos de la traición agazapada entre los cortinajes de palacio. Vagaba un dolor terrible por to dos los ámbitos existenciales de Linares, encarnándose en la ima gen de su hermana loca, inseparable compañera, ¡sombra!, del dictador. Un día, exhalada como un fantasma por los silenciosos recintos llegó al despacho de Linares, y mirando a los ministros Fernández y Achá desde la lúcida inconciencia de su locura, les llamó traidores. Escena de Hamlet casi. . . El general Prudencio muerto de un tiro en los balcones de la casa de gobierno, pagó con la vida su extraño y fatal parecido con el dictador. Todas estas son visiones shakesperianas de entre las cuales emerge la figura de Linares, fina y fría como el metal de acero. Tomó el poder, hecho el más alto signo de la nueva clase direc tora, llevando impresa en el espíritu la fatídica imagen de la con tradicción que lo aniquilaría. El colonialismo agónico de España y el liberalismo europeo apremiante e impulsivo en su juventud, estaban posesionados de su conciencia. Aun esto es dramático en Linares. Reunía en sí las antítesis igual que la urdimbre del dra ma, sufriendo él mismo la proyección del conflicto como la sufre el público sobrecogido por el hálito emocionante de la escena. Así fue doble su padecimiento: el del actor que consuma un rol atroz y el del espectador a quien estruja la angustia de que es testigo. Su propia existencia era una expresión viviente de las energías con tradictorias que crucificaron su ánimo en la tensión de los opues tos extremos, pues poseía el don de mando de un Cardenal Cisneros y la humildad incorruptible y jacobina de un Robespierre. Su muerte, más que su vida, refleja el estrago de la lucha que reñían sobre su alma de patriota, el señorío hispánico del cual estaba im pregnada, y el idealismo revolucionario y demoledor que le alentó en los treinta y tres motines de su carrera política.1 1 Tres días antes de morir — dice Walker Martínez— , “porque no había dinero en casa no tomaba un pedazo de pan y de la pequeña fonda donde
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Su filiación clasista había agotado en él nasra los íntimos brotes emocionales. Ella —leal, violenta, extremosa y sin cálculo como lo fue todo en Linares—, le hizo perder aquel poderoso apoyo popu lar que se le brindaba a los comienzos vy que hubiera podido salvarle. Lo desdeñó él porque no podía dejar de ser un gran señor aun cuando sólo gobernara con la modestia de un gran ciu dadano. Hablaba del pueblo con acento de amo. “Por ahora hay descontento, pero es únicamente de parte de la canalla —escribía a Mariano de Sarratea—, estando la pensadora y sana cada día más satisfecha con el Gobierno.” Era esta misma clase “pensado ra y sana” la que, a instancias de su egoísmo, alejó al dictador de todo contacto con el pueblo, abandonándole más tarde en soledad inerme. La verdad es que Linares perdió muchos de sus primiti vos adictos —lo ha dicho un biógrafo suyo—, porque no quiso otorgarles prebendas.2 Nunca creyó en aquellas grandes verdades expresadas por Belzu: en esa “guerra inmoral de empleos y bien estar, ^jue data desde la funesta época de la Restauración” ; en esos letrados colonialistas que “nó contentos con cuantiosas fortu nas, y creyéndose absolutamente necesarios en todo orden de co sas, desean recobrar a toda costa sus antiguos puestos, y conspiran contra cualquier gobierno que no crea necesarios sus servicios o que no tenga fe en sus talentos y virtudes”. Excluidos los anhelos populares —anhelos de emancipación y afirmación de la bolivianidad—, que dieron fuerza y volumen amenazadores al movimiento linarista, es innegable que este care cía de todo móvil propiamente revolucionario. Su finalidad con creta y última era el gobierno. Linares lo tomó invocando tan sólo sus títulos vicepresidenciales para suceder a Velasco, el pre sidente diez años antes destituido. En el hecho, la revolución hacía retroceder un decenio el orden político del país. El intento —dar iba ordinariamente a comer lo habían expulsado por falta de pago” . . . En una carta a Frías, BaptLsta habla de la muerte de Linares: “había sido enterrado' en sección de comunidad . . . Una tierra digna de sji infortunio: la tierra del pobre”. 2 “¿Acaso he sido como ellos — (Achá y Fernández)— , hombre de ap arcería?... ¿Los traidores y muchas otras personas no me oían que prefería quedarme sin un amigo, o que me clavasen el puñal, a constituirme en el gobernante del favoritismo?” Palabras de Linares en Exposición que dirije a sus compatriotas.
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actual vida al pasado—, es por sí dramático y sitúa al caudillo en plena atmósfera del drama. Llegado al poder, queda el dicta dor frente al propio dictador, con la perplejidad en que se supone al hombre que vive el ayer debiendo vivir el mañana. Este ana cronismo tiene su equivalencia en la revolución cuyo seno entera mente hueco no abriga germen alguno para el porvenir. Linares mismo no pudo llamarla sino “hermosa revolución” porque estaba limpia de todo sello que la identificara política o ideológicamente. La fe., la devoción por ella suscitada en el país, tanto como su con cavidad sin fondo, la hacen comparable con el cielo, pues a imagen de éste, ella es un vacío en el cual caben todas las esperanzas inno minadas. Su puro dramatismo sin finalidades, parece completarse en el ámbito desprovisto de rutas. Pero “la revolución —lo ha dicho Bolívar—, es un elemento que no se puede manejar: es más indócil que el viento”. Linares que hubo despertado las impetuosas rebeldías nacionales no alcanzó a conducirlas por el camino revolucionario ni a contenerlas en el área de la atonía oligárquica. Su principismo austero le hizo ele gir el rumbo. Así formuló el dictador aquel programa — ¡mora lizar!— programa exaltado y terrible, deshumanizado y metafísico. Tal era la síntesis en que se resolvían las contradicciones de la feudalidad y la burguesía acaudilladas por Linares hasta enton ces. Ambas le parecieron insuficientes para consumar su creación de un Estado nuevo. Quiso erigirlo mediante la moral, haciendo que ésta fuese norma viva de la actividad pública. Pasaba así de la ajenitud en que le mantuvieron sus convicciones extranjeriza das, a los planos de la utopía. El dictador del dogma ético se hizo de este modo un férreo enemigo de los intereses creados. Desconoció los privilegios patro nales y el gamonalismo. La historia no señala una sola medida suya que pudiera sindicarle como a perseguidor de las masas. Aunque él no lo declarase, actuaba en la línea del sentimiento emancipador de la nacionalidad, en la línea del pueblo. Su anhelo de exaltación del país mediante la moral, tuvo el mismo espíritu que el anhelo crucista de engrandecer a Bolivia mediante las nati vas fuerzas creadoras y heroicas. El mismo espíritu que el anhelo ballivianista de progreso y unidad nacionales mediante el férreo ejercicio del mando. El mismo espíritu que el anhelo belcista de emancipación y soberanía patrias mediante el fortalecimiento do-
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lítico del pueblo. No en vano el instinto popular había buscado a Linares frente a Córdova. No en vano le derrocaron sus minis tros, afectos a la clase privilegiada e instrumentos de ésta. La oligarquía —no la “canalla” como Linares llamaba a la masa po pular—, urdió y determinó su caída arrebatándole el poder que en manos del dictador habíase tornado arma sumamente peligrosa para la casta enriquecida. El golpe de Estado que se imputa sólo a tres ministros de Linares, redújose a ejecutar los designios de toda la clase pudiente, cuya conjura en la sombra hízose notoria, con la ausencia total de los linaristas en el trance de la caída. Trai cionaron o abandonaron al dictador en masa, a voz de consigna. Faltaba sólo un hombre de altos prestigios que se pusiese a la cabeza del pueblo para restituir a Linares en el mando. “Frías no creyó prudente aceptar el estéril sacrificio . . . e impunemente se consumó el delito”.1 La mayoría de los letrados, en el Congreso de 1861, maldijo el nombre del dictador. Hay que puntualizar esto: Aspiazu, Valle, Quijarro, Cortés y Ballivián lo defendieron. Aquí otra ráfaga del drama: la clase baja siempre desdeñada por el caudillo, se mantuvo en quietud y mutismo glaciales cuando el ex dictador abandonaba, solitario e inerme, el Palacio Quemado. Le contempló luego en silencio, largamente, mientras aquel se ale jaba, tal como si ya viese en Linares la cifra intangible del procer que se sumergía en- la historia. Mostróse, para su honra, más in conmovible todavía ante las incitaciones con que los “golpeadores” quisieron arrastrarlas a pronunciarse por el nuevo gobierno. “En medio del silencio profundo y el respeto del pueblo que se agrupa ba a su paso contemplando atónito el suceso, salió de La Paz seis días después de su caída.” Era la última visión dramática, tal vez no puramente shakesperiana: del Poder a la Muerte. Algo más bien como un tema de O’Neil: escena veloz del drama de la Amé rica mestiza. VI La prensa . . . “quién sabe si a la larga sepulte en un abismo a nuestros pueblos” —dijo Linares, derrocado y en el exilio. 1 El dato pertenece a El dictador Linares de Carlos Walker Martínez.
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A principios de su gobierno, concedió al periodismo cuanto éste necesitara de la ley para desarrollar su función dentro de la comu nidad. Casimiro Corral saludaba el hccho en estos términos: “Ya estamos en posesión de ese instrumento formidable que puede dnr vida o muerte a una Nación: la prensa libre. No olvidemos pues que la prensa ‘Debe ser justa en su severidad y grave, digna e ilustrada en sus acusaciones, polémicas y fallos’. Por fortuna pasaron aquellos tiempos de vergonzosos recuerdos para nosotros: aquellos tiempos en que la prensa era el teatro de verduleras, la tribuna de la inmoralidad, de la presuntuosa ignorancia, y de la más lamentable imprudencia. El decreto de 29 de Marzo último, que al proclamar la amplia libertad de la prensa, ba impuesto so lamente la prohibición del anónimo para toda clase de publicacio nes, no tiene otro objeto que arrancar la máscara a1 que con oculta mano asesta el puñal, muchas veces al mismo amigo, a la inocen cia o a la virtud.” La primera gran victoria del periodismo linarista consistió en crear un sentimiento colectivo de odio hacia el belcismo. Coope raron en tal tarea casi todos los intelectuales de la clase directora. Aquella publicidad compacta y unánime que condenaba al gobier no Belzu. ha generado el perjuicio histórico más consistente de cuantos figuran en la versión escrita de nuestro pasado.1 No pue de, por lo tanto, desconocerse que la prensa cubrió entonces el perímetro total de la conciencia opinante, fijando con real solidez un concepto de gran influencia más tarde en el proceso histórico de Bolivia. El resultado efectivo de aquella campaña se debió en todo a las exactas concomitancias que la publicidad mantuvo con los intereses genéricos y permanentes de la clase distinguida. Fue 1 Fruto de ese prejuicio malévolo, a sabiendas elaborado por los inte lectuales de la oligarquía boliviana en la época linarista, es el error en que la opinión continental se mantiene todavía respecto de Belzu. Hasta en Historia de la literatura americana de Luis Alberto Sánchez, léese por ejemplo que “Belzu fue presidente en 1848 y se caracterizó por su dureza rayana en la ferocidad” . El gran pdlígrato peruano se hace eco de la his toria escrita de Bolivia, como era inevitable, pues ella ha creado el Belzu feroz y carnicero. ¿Hay, empero, un solo acto del caudillo que confirme la tal fama? No lo hay, evidentemente. La probidad insospechable, la cau dalosa información libresca y el fino sentido histórico de que es producido la obra de Sánchez, han sido burlados por la maestra falsificación hecha en Bolivia con el belcismo.
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acaso la sola vez gue el periodismo de Linares logró tan completo y definitivo éxito. En otras emergencias, careció de la misma for tuna. Es verdad que nunca más pudo concordar de tal manera sus manifestaciones con los intereses a que estaba afectada. Hay que anotar como causa de ese posterior desacomodo, la in terferencia del cultismo extranjerista en los periódicos de la época, interferencia con que los letrados influían desde afuera sobre la prensa. Quiere decirse que la gente para la cual se escribía estaba más impregnada aún del espíritu foráneo que el periodismo. Puede atribuirse el hecho, por lo menos en parte, a la libertad de imprenta concedida en un comienzo por Linares. La publicidad enemiga del régimen abrió fuego muy vivo sobre la del gobierno, forzándo la a consagrarse por entero a la menuda controversia casera. Le hizo imposible, como se comprende, ocupar sus columnas con otro material que el de combate. Este abandono de las preocupaciones de buen tono, esto es, de los comentarios europeos, envileció a la prensa en concepto de los doctos, pues la plebeyizaba, aislándola de ellos. Decía por eso un periódico linarista demostrando su fa tiga y su incomodidad tanto como su urgencia de abandonar el terreno en que le amarraban los adversarios: “ ¿Y por qué tanto desliz en esas plumas cáusticas que deshonran los periódicos de un país? —la contestación es sencilla. El uso de la ilimitada libertad de imprenta, no tiene la represión prescrita por las leyes, la acción pública no tiene el vigor necesario. Hagámonos dignos de la libertad de imprenta por nuestra sensatez y nobleza y no tengamos que cul parnos a nosotros mismos si alguna vez la perdemos.” En algo debió contribuir aquel periodismo a la caída del dicta dor, enajenándose la simpatía de la clase adinerada. Hirió desde luego los intereses económicos predominantes, haciendo eco a la acción que contra ciertos privilegios desenvolvía Linares con el propósito de regular éticamente las actividades del país. “Una turba o club de extranjeros —denunciaba una vez tal periodismo— explota nuestra agonizante riqueza y consume con voracidad los restos descamados de nuestro departamento, el teás rico, el pri mero, el sostenedor de Bolivia.” Hizo en otra oportunidad sindi cación análoga contra “sociedades monopolizadoras de comestibles cuyos miembros se han diseminado por las provincias para abar car todos los productos: capitalistas son los que quieren ejercer este espantoso monopolio”. 146
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La implantación de la dictadura abrió un largo paréntesis de atonía para el papel impreso. Aquello no fue, en sentido alguno, producto de directos influjos de la publicidad. Es oportuno des tacar el hecho de que la prensa, tanto en aquel tiempo cuanto en los anteriores, no pedía de los gobiernos —como hoy suele ha cerlo con fines puramente económicos— medidas contra la liber tad de imprenta, ni a título de consigna partidista. Es una carac terística honrosa de su parte, aun cuando poco aleccionante para el porvenir. A las puertas mismas de la dictadura hállase apenas frases periodísticas alusivas a represión del pensamiento. “Triste es tener —dice una— que repetir las palabras de Danton: ‘Sálvese la patria aunque mi nombre se hunda’; pero es evidente que ‘con diez años de despotismo todas las repúblicas americanas serán libres’. No quisiéramos —agrega el escrúpulo del escritor— que hubiese que recurrir a estos extremos; por ello deseamos paz y orden para que mañana gocemos de libertad.” Es indudable, no obstante, que ef periodismo tuvo una decisoria participación, aunque pasiva, en que se erigiese la dictadura como acto reflejo de Linares contra el papel público. Habló en efecto el dictador, claramente, al asumir todos los poderes, de que “las licencias de la prensa” constituían un obstáculo intolerable para la ejecución de sus propósitos. Poco tiempo después —como eco mortecino de las medidas dictatoriales— decíase lo siguiente en la hoja más prestigiosa del país: “Con sentimiento ‘tomamos la pluma para despedirnos. Hoy sale el último número del Telégrafo; ha agonizado algunos días mendigando suscritores y al fin ha tenido que resignarse a morir de consunción.” Los periódicos que pudieron editarse bajo la dictadura, muestran en qué medida esta ban al margen de la dramaticidad boliviana de aquella hora. “Nues tro propósito se reduce a una palabra: agradar” : ésta era su divisa. Apareció estampada el año 60, con firma y rúbrica de un perio dista de los ilustrados. Reinaba, por lo demás, un gran silencio en toda la República. La soledad final de Linares responde principalmente a la ampu tación que él mismo hizo de la lengua con que habla el sentimiento público. Gracias a tal mutismo, determinó la prensa aquella deso lada indefensión del dictador a la hora de su vencimiento. Por haberse prescindido del papel impreso, que vale por bandera y tambor para congregar espíritus, hízose imposible hasta el propio
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mantenimiento de la unidad política linarista. Esta consecuencia, irremediablemente grave, tuvo para el propio caudillo, el silencio impuesto a la imprenta: el desconocimiento de la realidad bolivia na por parte de !a clase alta. Debido a que ella vivía espiritualmente lejos de Bolivia, no percibió siquiera la ventaja política de sos tener al dictador que podía infundirle una vivencia orgánica se mejante a la de las grandes oligarquías americanas constituidas por mano de caudillos idénticos a Linares. La nuestra, sintiéndose por entero extraña al país, inficionóse de lo ajeno al extremo de anular inclusive los instintos elementales de la existencia. Vivió de Boli via pero no en Bolivia y para Bolivia, fingiendo una extranjería de tal manera postiza y artificiosa, que lindaba a menudo con el ridículo triste y grotesco de la manía. La magnitud alcanzada por aquella simulación del estado político, despojó acaso de toda eficacia, aun el apoyo y la defensa que los doctos pudieron pres tar al dictador boliviano. Sintiéndose europeos, tenían a menos mezclarse en las aflicciones de la tierra indígena. Psíquicamente érales imposible reaccionar sino como franceses: estábales vedado casi el participar en las querellas nacionales. El apego a la cultura extranjera, iniciado en época de Santa Cruz, habíase convertido bajo el gobierno de Linares poco menos que en un modo de ser colectivo para las gentes distinguidas y hasta para las de la clase media. En esos días —cuenta Julio L. Jaimes— “todo se hizo como en el 89 y 93 en Francia. Por poca aprensión no se cambió en Bolivia los nombres de los meses del año, los de las estaciones y los de los días de la semana y por muy poco no se les ocurrió destruir la Bastilla de Santelices. En cambio, todos se volvieron ciudadanos y ciudadanas, -desde el ciudadano carni cero hasta la ciudadana nodriza y los ciudadanos indios o aborí genes a quienes no obstante la igualdad, libertad, fraternidad y los derechos del hombre consagrados, se les hacía barrer cuar teles, llevar a cuestas cajones de fusiles y realizar obras de acé milas al son de himnos bélicos y discursos sobre la caída de los privilegios y clases acomodadas deprimentes de la dignidad hu mana. Los comisarios de policía gastaban faja tricolor y los sa yones gorro rojo y los gendarmes tricornio... Pero qué más, si hubo muchachas patrióticas factoras de escarapelas para estí mulo de mancebos linfáticos, las cuales bautizaron, otro sí, al Dr. Valle con el curioso nombre que les supo a mitología revolu
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cionaria, de Cisne de la Gironda y obligaron a la juventud de las aulas y los claustros a enrolarse en las filas de voluntarios, mien tras se entonaba con fruncido entrecejo el ¡allons enfants de la pa trie! . . . en los salones olientes a refinada aristocracia o flamante burguesía . . . ” 1 El balance de utilidades que esta sensibilidad extranjerista arroja para Bolivia, sólo puede extraerse por analogía. La clase intelectual del país no elaboró una sola figura que como las de Sarmiento, Bello, Alberdi, Vicuña Mackenna, Lastarría, Palma, García Moreno, Caro, Acosta, Altamirano, Juárez, encarnaron el pensamiento creador de las nacionalidades americanas. “Construc tores” llama Luis Alberto Sánchez a estos hombres, porque en realidad modelaron cuando menos la estructura espiritual de sus patrias, eludiendo caer en el servilismo intelectual que anuló a los nuestros. El proceso histórico de Bolivia muestra el precio leonino que el pueblo y el porvenir pagaron por las veleidades del francecismo cultivado entre los hombres leídos de aquel tiempo. VII Ha dicho Spengler que “Platón, en su intento de transformar a Siracusa conforme a receta ideológica, arruinó aquella ciudad”. Incurables y continuos desórdenes, en efecto, aniquilaron a la que debía ser espejo de paz perpetua regida por la sabiduría extran jera. Las últimas escenas del drama boliviano —las ensangrenta das escenas de 1861 a 1880— remedan a su manera la suerte de to dos los pueblos en que la ajena cultura pretende falsificar la Patria. Hasta en los hombres más entrañablemente nativos repercutió de algún modo aquella tendencia. Es ilustrativo el gesto de Melgarejo, resuelto a ir en auxilio “de nuestros amigos los franceses”, con ocasión do la guerra franco-prusiana.2 1 El mismo Brocha Gorda menciona, en La villa imperial de Potosí, a aquel diputado que replicó a las rechiflas de una barra de cholos, con estas palabras ciertamente enigmáticas para aquellos a quienes iban dirigidas: “ ¡callad ya, calceteras de Robespierre!”. 2 Melgarejo militó bajo las banderas linaristas, vale decir entre los políticos llamados “rojos”. EJ jefe de éstos, Adolfo Ballivián, le recordaba
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La historia escrita de Bolivia sostiene erróneamente —y es de temer que haya creado un mito de ello— que los llamados “rojos” constituían el partido político depositario del espíritu que animó a Linares. Era “el partido vengador del gran caudillo” —dice Alberto Gutiérrez en El melgarejismo, extremando el error. La acción nuclear del rojismo en la política boliviana, que fue de to dos modos postuma al dictador, se muestra más bien como la antí tesis formal del verdadero linarismo. Un periódico del año 1861 sitúa con justeza a los rojos, en procura de ampararlos, con refe rencia al caudillo de setiembre. “Se califica de Linaristas exalta dos a los jóvenes; se les acusa de partidarios de la dictadura; y se grita contra ellos «¡mueran los setembristas rojos!» . . . Esa ju ventud que podía explotar las buenas afecciones personales del dictador, para figurar en primeras escalas, ha preferido renunciar todas sus conveniencias personales, por no hacerse cómplice de una administración que no estaba conforme con sus ideas. . . Recri minar a la juventud de tendencias a la dictadura, cuando ha sido la primera en censurar de frente y sin temor los errores del señor Linares! ¡Qué inconsecuencia!” No hubo en realidad concomitancias partidistas ni teóricas entre el rojismo y Linares ni mayor vínculo que el afectivo con algunos líderes rojos, vínculo impreso del sello patriarcal que el dictador imponía en sus relaciones personales. “Por su distinguido talento, por su modestia, s'u hidalguía, su ascendrado patriotismo y su pro bidad y decencia a toda prueba los he querido y quiero como a hijos” —decía de ellos el propio caudillo. Nada prueba esto sino que unos cuantos dirigentes del rojismo defendieron por hidal guía a Linares después de haber caído éste, sin que por ello pueda reputárseles como sus continuadores y, menos aún, como por eso en una carta abierta haber sido su “depositario de u ra confianza, torpe si se quiere, pero no por eso menos generosa”. Melgarejo mismo declaró aquella filiación diciendo: “ ¡Quién más rojo que yo! ¿No he sido el primero de ellos?” como lo asegura su interlocutor de entonces, el general Narciso Campero, en M i regreso a Europa. Campero cuenta asi mismo que, de vuelta a la patria, planteó el dilema político de esa hora a dos insignes líderes del roiismo con quienes hablaba en Tacna. “Puesto que no es posible ser indiferente — díjoles— , y que hay que escoger, no entre un partido bueno y otro malo, sino entre dos partidas malos, ¿por cuál de los dos caudillos estarían ustedes: por Melgarejo o Belzu? Sin trepidar un segundo, contestaron ambos: «por Melgarejo».”
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solidarizados con la dictadura en la que no habían participado ca racterizadamente y a la que, constitucionalistas convencidos cual fueron, miraban —pese a su respeto y su devoción por Linares— con poco entusiasmo.1 Los -verdaderos y directos colaboradores políticos del dictador durante la dictadura eran otros, precisa mente aquellos que constituyeron nuevo gobierno, proclamándose fervorosos adictos de la Constitución y del Parlamento que habían destruido cuando servían a Linares. Ruperto Fernández constituye el espécimen del bando. ' Especularon con su doblez muchos de estos ex dictatorialistas mi litando en el rojismo, al que estaban adheridos con dos remaches: con el de corifeos del dictador —junto a los leales amigos y defen sores de éste— y con el de su devoción constitucional que también los acercaba a los juveniles jefes del partido. Cabe salvar con todos los honores el proceder de éstos —Adolfo Ballivián, Baptista, Quijarro, Valle, Cortés—, acentuando el gesto del primero, que era jefe del batallón “Bolívar” cuando el golpe de Estado. Renunció esa jefatura al conminársele a transigir con los “golpeadores”. Tan “solo después de aquel acto —como Ballivián mismo lo dice en un periódico a pocos días de producirse el cambio político— tuvo lugar el pronunciamiento en el Bolívar y desde aquel momento que dó definitivamente apartado de todo servicio público”. Tales di ferencias de la conducta individual dentro del rojismo, privaron a éste del destino límpido que los bien intencionados querían para el partido. Por encima o por debajo del puritanismo de su jefe 1 Con referencia al nombre de dicho partido, Alberto Gutiérrez afirma esto, en El Melgarejismo: “La etimología del vocablo nos da a entender que lo de rojo no fue por sanguinario, sino por intransigente.” Aun cuando la etimología nada esclarece a este respecto, debe admitirse que esa palabra no denotaba intransigencia, espíritu revolucionario o sed de sangre en los adherentes de aquella comunidad política. Era un simple nombre, no un símbolo. Aun está en duda que ella pudiera ser un partido propiamente dicho, puesto que, excluido su fervor constitucionalista contrario a la ideo logía dictatorial de Linares y única manifestación más o menos concreta de los rumbos políticos del grupo, éste ofrece los caracteres inequívocos de una asociación aglutinada sólo por influencias de mutuo conocimiento, rango, dinero y sangre, que jamás precisó ningún objetivo concreto como finalidad expresa de su existencia. René Moreno mismo, que simpatizaba con los rojos, dijo exactamente que este bando “no había de proponerse otra cosa que el bien en abstracto y la moralidad en general”.
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Ballivián, los oportunistas hacían con frecuencia que el bando se lanzara a la aventura inconfesable. Los intereses de casta cuya prosperidad se acoda en el dominio político, perturbaron el des desarrollo social del rojismo esterilizando las honestas intenciones de sus conductores y comprometiendo al grupo en equívocas an danzas. El examen del proceso político relacionado con el partido rojo, exige tener presente esta simbiosis de virtud y oportunismo que ali mentó la existencia del grupo, sin olvidar que esencialmente le poseía el espíritu extranjerista. A tal espíritu obedece la hostilidad acerba de los rojos contra el belcismo que encarna los anhelos ín timos y seculares de la nacionalidad. Su oposición al grupo de Belzu le aproximó sin titubeos al clan de áulicos de la administra ción Melgarejo. La urgencia de tomar el mando supremo —urgen cia que los intereses económicos, la defensa de los privilegios, y por sí misma la clase directora hacía más premiosa— indujéronle a fomentar el caudillismo en los cuarteles. Puede probarse que los rojos han hecho las figuras políticas de Melgarejo y Daza enalte ciéndolas a elogios y honores, con el pensamiento de usar luego los servicios de ambos. “Reconocida por la fama la cualidad do minante del carácter de Melgarejo, llegó a ser halagado y corte jado por los unos y los otros” —dice Gutiérrez. Los rojos le hi cieron suyo. Adolfo Ballivián lo aclara con leal entereza en una carta dirigida al propio Melgarejo: “A nadie se oculta que al di rigirme a usted con el ánimo de atraerlo a nuestras filas ... nece sario era hablar un lenguaje que usted me comprendiera ... Por eso hablé de Belzu.” Trascribe esta carta Nicolás Acosta, en Escritos literarios y políticos de Adolfo Ballivián. Hecho documentado es también que la Asamblea del año 72, en que imperaban de modo absoluto los rojos, otorgó con sus votos clamorosos el grado de general a Daza, grado que éste no quiso aceptar, declarando no merecerlo, pues correspondía recibirlo tan sólo “a los que se han ilustrado en las grandes victorias nacionales”. Aparte de sus honestos dirigentes, el partido rojo fue asimismo obsecuente con el general Achá que había derrocado a Linares. Un periódico del mismo color —valga el ejemplo— muestra su reve rencia por aquél en esta gacetilla realmente significativa: “Suceso notable. Serían las cuatro y media de la tarde, hora en que su Excelencia el Presidente Provisorio de la República bajaba por
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el puente de San Juan de Dios con dirección a la alameda, y tres jovencillos venían a la sazón del lado de abajo, y al torcer la esquina del puente encontraron con su Excelencia; por distrac ción, por miedo o por mala crianza no lo saludaron, y su Exce lencia le atracó a uno de ellos un gentil moquete y lo echó en tierra, dando orden que los llevasen de soldados; pero generosamente suspendió el mandato, a pesar del empeño de los edecanes.” Durante la etapa fragorosa del drama —matanzas de Yáñez, re voluciones contra Melgarejo, gobierno de Morales— el periodis mo se colocó en el plano terrible de los acontecimientos, dando fin a aquel neutro género de papel impreso que en las grandes tensio nes de nuestra historia no se reconocía otra misión que “agradar”. El periodista Cirilo Barragán, fusilado entre los cabecillas de la revolución paceña de 1865, es el primer mártir de la prensa polí tica boliviana en la historia de la República. Se le ha olvidado como a tal y hasta como a descollante figura cívica de los luctuo sos días que prosiguieron al derrumbamiento del dictador. Raro, aun cuando no inexplicable, resulta el silencio postumo que ha envuelto inclusive su último gesto —único en la memoria de la imprenta boliviana—, dándose a la muerte en holocausto de la libertad del pensamiento escrito. Barragán fue animoso e inque brantable dirigente del auténtico belcismo, vale decir, adversario de la hegemonía de castas y del falseamiento cultural extranjeri zante. A este antecedente hay que endosar la evanescencia que va desfigurando su recuerdo. Fusilado por el despotismo, fue sepul tado en el olvido por las conveniencias partidistas. El periodismo nacional tuvo su prueba de fuego a fines de oc tubre del año 61, en La Paz. Es quizás el solo instante en que ejerció la función, no de cuarto sino ‘de único poder del Estado. El coronel Plácido Yañez, rojo fanático, tocado también de orgu lloso desdén por la “chusma” boliviana, convirtió la ciudad de la Paz en un inmenso matadero. No se exagera diciendo que enton ces los asesinos tomaron un largo baño de sangre. “El feroz e infortunado Yañez —ha dicho Alberto Gutiérrez— pretendió ex terminar todas las figuras visibles y todos los hombres de acción del partido belcista.” Este Y#ñez parece otra creatura de los rojos del ala cuartelera. Se le asignó el trabajo de matarife de belcistas y él cumplió el cometido a conciencia. Thajmara sostiene que obraba como una verdadera víctima “de su adhesión al partido
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rojo, representado indignamente, en aquel momento, por el argen tino Ruperto Fernández”. Las insuflaciones del rojismo sobre Yañez, como sobre Melga rejo y Daza, muestran la insensibilidad con que ese partido se con ducía respecto del pueblo. Su gazuza de gobierno le hizo utilizar tales hombres en la esperanza de que ellos cazarían la presa para los rojos, con lo cual desató encima del país las sangrientas cala midades que epiloga la guerra del Pacífico. La inmolación de belcistas por Yañez tiñe evidentemente de rojo a los rojos, cuyo camino al poder despejaba de competidores al ejecutor de la ma tanza. La historia escrita de Bolivia sindica únicamente a éste corno autor del crimen, exculpando por pasiva al rojismo. Su silencio sobre el particular, como el que rodea el recuerdo heroico del pe riodista Barragán, puede imputarse a la prensa de años posteriores. Ella enjuició la época de las andanzas turbias de los rojos. La imprenta que ya había caído bajo el control total de los intereses creados a partir del año 72, obedeció las consignas de esos inte reses, tradicionales enemigos de la tendencia emancipadora que prohijaba el belcismo.1 Las matanzas de Yañez despertaron la conciencia del pueblo so bre el peligro que, para la seguridad general, investía el orden establecido al caer Linares. El asesinato de los dirigentes belcistas importó casi una transfusión de sangre tónica hecha a la masa. Pudo verse a poco sus efectos. “Aunque faltaban ya —dice Alber to Gutiérrez— los jefes caracterizados de la legión, subsistía la inmensa masa beligerante, y el Viva Belzu repercutía de nuevo en los horizontes de la gran altiplanicie andina.” Las clases humildes mostráronse tan enérgicas en el llano como se habían mostrado en el poder con Belzu, defendiendo su derecho a la vida y la liber 1 El sojuzgamiento de la prensa por las influencias del dinero no se consumó sin escándalo de los periodistas honestos. Uno de ellos, eviden temente perspicaz, denunciaba a fines de 1861 la presencia de repudiables intereses dentro del periodismo, en esta defectuosa octava: “Ay, viejito Gutenberg, si de tu sueño profundo recordaras para ver a tu bella hija en el mundo, volverías a caer al mirar su rostro inmundo! . . . ”
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tad. Sabido es que el crimen de Yañez dejó impasible, si no satis fecha a la clase pudiente y letrada. El gobierno Achá hizo la vista gorda ante el suceso. “No requirió jamás a las judicaturas —dice René Moreno en Matanzas de Yáñez— hasta obtener como debía el esclarecimiento de aquel crimen horrendo, y el castigo de los que lo cometieron a título de inmediatos delegados suyos aque lla noche. Lejos de eso, confirmó su amistad cordial al asesino principal, estorbó su juzgamiento e intentó revestirlo con mayor fuerza bruta en el teatro de su brutal atentado.” VIII La prensa ejerció en aquella hora su auténtico ministerio. ¡A falta de gobierno, a falta de juez, a falta de ejército, la prensa! Treinta días después del crimen, el pueblo de La Paz quitaba la vida a los criminales. “No se puede negar —escribe Moreno— que la plebe paceña, reasumió tumultuariamente la soberanía, para el solo acto de hacer justicia de Dios lynchando a los culpados.” No fue, sin embargo, un acto espontáneo y súbito de la masa. El periodismo lo hizo posible, y sólo a precio de que los perio distas llenaron religiosamente sus deberes, aun fustigando por su inaudita frialdad ante la hecatombe, “al señorío acomodado, a los diputados, a los jueces, etc.”, ninguno de los cuales “asomó cabeza para nada” en la emergencia. Era la segunda vez que la clase po pular se alzaba furiosa y aniquiladora para eliminar las causas de la angustia colectiva. Los tiempos posteriores fijarán la magni tud que alcanzó la influencia de aquella valerosa publicidad en el proceso histórico del país. El presidente Achá perdió el mando supremo a manos de los suyos. Fue abandonado igual que Linares. Debe admitirse que, aun cuando su conducta contra el dictador hubiera obedecido a estímulos de la oligarquía, no satisfizo a ésta en el gobierno, de fendiendo como pudo su independencia de jefe del Estado. La casta percibió temprano el contratiempo, dedicándose luego a tan tear la destrucción del hombre que rehusaba servirla. Desde el primer momento puso un cerco de bayonetas enderredor del pre sidente sin perjuicio de aleccionar en la traición a los propios hombres del gobierno. “Achá con el título de Presidente era un
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verdadero preso de Estado”, informa un periódico postumo.1 Qui so él fortalecerse con la compañía de hombres influyentes en los sectores fuertes de la opinión, pero no atinó a hacerlo de manera eficaz y oportuna. “El general Achá resistió —dijeron explicati vamente sus amigos defeccionados— echarse en los brazos del par tido setembrista para gobernar, proclamando el principio anarquizador de fusión de partidos, y por eso acudimos a la revolu ción.” Dos hechos prueban el angustioso y callado extrangulamiento de que Achá fue víctima por parte de los oligarcas. Un hecho es que no se enriqueció con el poder, lo que evidencia que fue ajeno al consorcio de los privilegiados. El otro hecho es más persuasivo: la oligarquía se plegó en el acto al caudillo que le había derro cado. Los últimos momentos de su estancia en el mando dramati zaron la soledad en que le dejaron quienes hubiéronlo conducido al triunfo y a la derrota: “paseábase pistola en mano, o caía en profunda postración mora!”, como ha escrito Aranzaes en Las revoluciones de Bolivia. Era casi un simbolo del hombre que ha perdido toda esperanza en los demás. Melgarejo conquistó el poder asumiendo la jefatura de un mo tín ajeno, de un motín preparado por los rojos. Thajmará le hace explicarse en esta sintética reseña: “me presenté en el cuartel conquitsado por los conjurados, antes que estos mismos: la cuestión se redujo a quién llegaba primero; fui más listo que vosotros, o que vuestros hombres, y he ahí todo”. Muñoz Cabrera relataba que, luego, Melgarejo llamó a algunos distinguidos personajes para pedirles cooperar con él en el mando, con la alternativa de que ele varía “a los altos puestos del Estado a los sargentos de sus bata llones”, en caso de que los letrados le negaran su concurso. No tuvo necesidad de hacerlo. Autorizados testimonios como los de Thajmara y Carlos Walker Martínez, hablan del apego que por el nuevo presidente sintieron 1 Explicábase así la atonía de Achá frente a las matanzas de Yañez. “Cuando la funesta nueva de aquel suceso lie,"ó a Sucre donde se encon traba el presidente Achá — sostiene d'cho periódico— , no supo éste que hacer. Si hubiese dejado traslucir su indignación y fulminado una orden enérgica de prisión y juzgamiento de Yáf.ez, inmediatamente habría esta llado !a revolución pues que la mayoría de los jefes y de la misma tropa que lo rodeaban eran de ese color político.”
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muchas descollantes personalidades. El general Campero dice in clusive “que el general Melgarejo tiene el don, en esos accesos de familiaridad, de infundirle a uno cariño”. Tuvo entusiastas y nu merosos partidarios allegados a él por codicia, no por miedo. Un hombre de la época descubrió el verdadero resorte que afianzaba a Melgarejo en el mando. No era .el de las armas tan sólo. “Su fuerza —dice— es hija de la barbarie sostenida por los especula dores, que hacen ostentación de su poder; por todos esos agiotis tas sin pudor .. . que últimamente se han dedicado a comprar los bienes nacionales y los de comunidad, a la manera de los merca chifles del siglo xv, que cambiaban un pedazo de oro por un botón de peltre.” 1 Era lo que se dice un gobierno respaldado por las fuerzas vivas del país. Empeñábanse éstas en conservarlo con el temple que mejor pro tegiese los intereses creados y le hacían padrino de los negocios turbios con que lograron enormes ganancias. El decreto de Mel garejo sobre la venta de tierras de origen que poseían los indios, delata que las fuerzas vivas eran, en lo económico, sagaces inspi radoras del régimen. Sesenta días de plazo dióse a los indígenas para que consolidaran su derecho de propiedad pagando una mi seria de gravamen ■ —no menos de 25 ni más de 100 pesos—, pre viniéndoseles que de no hacerlo, vendería el Estado las tierras en pública subasta “con todas las formalidades de ley”. ¿No se tra taba así de fortalecer los derechos del indio? “Creemos justo —decía por eso un periódico aplaudiendo la medida y para des tacar su benignidad paterna—, creemos justo exigir alguna retri bución moderada al indígena, que de la calidad de usufructuario pasa a poseer con dominio directo sus sayañas.” Como no se hizo conocer el protector decreto a la indiada, resultó ésta infringién dolo, a cuya causa hubo de perder las tierras. El gobierno las vendió a sus acaudalados adictos. Bien se comprende que eso es taba escrito a tiempo de formularse el precepto gubernativo. Aquel honesto, altivo y auténtico boliviano que fue Avelino Aramayo precisa mejor el cuadro, ya que viviendo en tales tiempos mantúvose ajeno a él, rehusando enriquecerse a título de servi 1 Ese hombre de la época es Avelino Aramayo, autor de Apuntes sobre el estado industrial, económico y político de Bolivia, libro sumamente ilus trativo sobre el pasado nacional.
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lismo. “La locupletación por medio de la política —dice con va liente explicitud— es el único medio de industria que conoce la clase privilegiada de Bolivia.” No es difícil percibir a los grandes negociantes detrás de la terrífica figura de Melgarejo, en la cual se escudan. Denúncialos Aramayo mencionando “la degradante avaricia de los hombres miserables de nuestro país, que han sacri ficado al oro los derechos de su patria y la integridad de su te rritorio . . . Por esto es —agrega— que a primer golpe de vista, se nota entre nosotros la miseria más espantosa en los pueblos que trabajan y la más repugnante opulencia en unos cuantos indivi duos que miran a sus víctimas con aire de protección” ... La historia escrita de Bolivia no meritúa esas revelaciones honora bles, decidiéndose, más bien, por excecrar exclusivamente a Mel garejo. Así ha llenado la época toda con la solitaria imagen de éste, emboscando tras ella a quienes fomentaron tropelías y soca paron crímenes por tener a la nación aterrada y muda. Se inició entonces la prensa en la servidumbre, no ya del go bierno solamente, sino de los intereses económicos antinacionales, que desde aquellos días asumieron su engañoso carácter actual de instituciones desesperadas por invertir capitales en la tarea de civi lizar a Bolivia. El año 68, un periódico —el primero de la difun dida estirpe hoy dominante— se empleó como gestor de lucrativas concesiones del Estado y como agente de empresas extranjeras. La influencia de la cultura europea daba este primer fruto, sazonado al sol de las doctrinas económicas demo-liberales. Así la libertad de comercio e industria resultó intangible para aquel régimen que pisoteaba las demás libertades. Pudo la prensa oficialista, por lo tanto, proclamar que el gobierno rendía culto a la democracia. “La América del siglo XIX es esencialmente democrática. La Euro pa, en general, es esencialmente monárquica”, decía balanceando posiciones comparativas. De prensa tal, opinaba Aramayo en estos términos: “ella está monopolizada por el Gobierno y condenada a no decir la verdad . . . engañando a los pueblos oficialmente”. Como es de suponer, ninguna publicidad fue permitida a 'a opo sición. Sin embargo, algunos periodistas abnegados y valientes editaron hojas eventuales dedicadas por entero a fomentar la re vuelta armada. Entregaban sus ímpetus al doble riesgo de escri bir y de amotinarse, practicando la máxima revolucionaria de Monteagudo, “la pluma y la espada deben estar en acción conti
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nua”, en una época en que la muerte solía ser el precio de tomar la pluma o de tomar la espada. A los seis años de haber ocupado el poder, Melgarejo caía ven cido por un formidable alzamiento popular. Veintitrés rebeliones consecutivas, mantuvieron a la República enloquecida por el es trépito de los balazos, a todo lo largo de aquel período. Melgarejo apagaba con chorros de sangre las chispas revolucionarias encen didas por la cólera y la desesperación del pueblo. Fueron éstas —cólera y desesperación—• musas del drama en tal hora. Nunca marcó el coraje índices tan altos en la masa. Ningún caudillo pudo superar con su virtud cívica las virtudes combativas de aqué lla, hasta el aparecimiento de Agustín Morales. La energía auto ritaria no estaba menos templada. Es “la más alta y significativa de cuantas dictaduras tengo noticias”, dice de ella Gonzalo Reparaz. La insurreción final evocó la escena del linchamiento de Yáñez. Ausente Melgarejo de la ciudad de La Paz, el periodismo consti tuido en patrulla de combate logró mover la ola potente de las masas populares y estrellarla contra el invicto poderío melgarejuno. JEra diez años después de aquella hora en que el pueblo hubo asumido los fueros de la soberanía para restaurar sus dere chos y rengar la sangre en que chapotearon Yáñez y los fanáticos rojos. IX Melgarejo abandonó La Paz a las nueve de la noche. Fue como si ingresara de golpe en el drama de Bolivia. Un nuevo personaje, oscuro,-silencioso, enigmático y monstruoso le esperaba en el esce nario ilímite del altiplano. Era el indio despojado de sus tierras por los especuladores que medraban al amparo de aquel gobierno. El terrible drama de las masas nacionales atrapó en sus tentáculos el alma arrolladora y temeraria del vencedor vencido. “Cuando lle gamos al Alto —dice un relato de los fugitivos— sentimos por retaguardia a la indiada, que de los cerros vino y se nos puso de por medio. Sentimos los pututus y los alaridos de los indios. Como a las cuatro de la mañana atravesamos Laja. Desde este punto comienza otra campaña desconocida y de carácter salvaje. Los
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indios se reunían por grupos. Ya no eTan pequeñas partidas de amago, eran cordones inmensos que de todas partes brotaban y nos cargaban, en distancias de guerrilla, con piedras de honda ... ’’Derrepente y sobre nuestra vanguardia se nos presenta una nueva e inmensa masa de indios. Cubrían una larga extensión, y la retaguardia nos cerraba la indiada de antes. Algunos oficiales aterrados gritaron entonces las palabras «capitulación, nos rendi mos, garantías». Más encarnizados que nunca nos rodearon y nos acribillaron con sus piedras. Entonces fue que el general Melga rejo y yo, al mismo tiempo, rompimos por el medio atropellando indios, a la carrera de los caballos. En esa lucha cayeron los rifleros y cinco o seis compañeros jefes y oficiales. Los indios nos seguían encarnizados muy de cerca a pesar de la velocidad de nuestra fuga ... Ambos recostados sobre las costillas de los ca ballos para evitar las piedras, salimos por fin haciendo un rodeo hasta encontrar el camino. ’'Pudimos al fin ver el Desaguadero. ¡Qué tardo nos pareció el galope de aquel rato! En el puente estaban seis u ocho hom bres: vimos que cerraban la puerta. Los indios gritaban del cerro que la cierren. Hicimos un último esfuerzo y llegamos a escape. A nuestra llegada, los hombres se retiraron prudentemente, y una señora de la orilla opuesta nos abrió la puerta . . . Respiramos en el suelo del Perú después de 14 leguas de tortura . .. Los caba llos después de un respiro de cinco minutos, se entumecieron; ya no podían andar. Si el Desaguadero se hubiese hallado una legua más lejos, caemos infaliblemente en manos de los indios” . . . 1 No hay que olvidar un detalle inseparable de este caudaloso aparecer de las masas nativas al paso del caudillo fugitivo: parecían haber sido informados de la derrota y la huida por el “periodismo” in caico de la Rimay Pampa. Sobrevino el gobierno del general Morales. Era el caudillo de la revolución antimelgarejista. Los cultos desplegaron las galas de su inspiración con resonancias grecolatinas en loor de Morales. Melgarejo —decía un periódico— “empuñó el cetro de Atila, sen tóse en el sillón de Eliogábalo, y se divirtió en dar con su san grienta espada golpe tras golpe a la patria que yacía moribunda 1 Versión extractada de La campaña de Bolivia en fines de 1870 y prin cipias de 1871, del general Quintín Quevedo.
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a sus pies”. Hallábase a Morales digno de estos símiles: “ ¿Qué ac ción gloriosa ha elevado hasta las estrellas el nombre de Trasíbulo sino el haber librado a' su patria de la dominación de treinta tira nos? ¿Y qué se dice de’Armodio y Aristogitón? ¡Caracalla expiró bajo el acero de Marcial! ” La fruición de la libertad conquista da por el hercúleo brazo de Morales, sugería el paralelo clásico: “Después de la barbarie la civilización; después de la corrupción, la moralidad; después de los Sardanápalos y Heliogábalos, los Fabricios y Cincinatos.” La clase docta en masa mostrábase adicta del caudillo. Hay que subrayar este hecho. Es precursor de todo un estilo de la conducta pública observada luego por la oligarquía. Un año más tarde, el 72, y acaso para toda la posteridad, la figura que inspiraba tropos ciceronianos adquirió rasgos caver narios, a juicio de los mismos doctos. La historia escrita de Bolivia homologa desde entonces a Morales con Belzu y con Melga rejo y su excecración le persigue implacable por haber disuelto violentamente una asamblea de legisladores. Esta lapidación de Morales constituye un ejemplo extraordinario de la influencia que el periodismo proyecta, a partir de esa época, sobre el criterio público. Gracias a ella se perpetúa el nombre de Morales agresor del parlamento, y se olvida el nombre de Morales defensor de la soberanía y de los intereses nacionales: otro hecho que anuncia la adopción de la modalidad político-económica del periodismo llamado a dominar después indefinidamente en Bolivia. El drama se hace tenebroso como una conjura de enmascarados cuando envuelve a Morales en la vida y en la muerte. Sigilosos y sólo a medias visibles, participan ya los mercaderes en el escena rio, anublándolo con la atmósfera turbia de los designios vedados. Trasmina ésta el pensamiento de los hombres y se infunde como un mal espíritu en la conducta política. La codicia regula el mo vimiento escénico empujándolo hacia el epílogo cruento. Su voz, igual que la del consueta, sólo es peceptible para los actores. Ella propaga la fama terrible que los intereses contrariados por Mora les asignaron a éste. Quiso él, fanatizado por el anhelo de engrandecer la Patria, dispu tar con tales intereses el dominio y el aprovechamiento de las Tiquezas nativas. No creía en la virtud civilizadora de que se ha cen depositarios las empresas extranjeras, ni en la inmanencia y la respetabilidad de ¡os privilegios clasistas. “Extinguir las dis
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tinciones de castas para responder debidamente a nuestra condi ción democrática”, decía una fórmula de su gobierno. El año 71 traducía con otra el propósito de alcanzar la independencia eco nómica de la nación. “Bolivia —declaraba Morales por la pren sa— necesita promover las fuentes de su riqueza pública, desarro llar sus grandes elementos de prosperidad, aplicar el trabajo pro ductivamente, y utilizar todo lo que tenemos en nuestro suelo tan privilegiado par la Naturaleza.” El gobernante no ofrece las ri quezas nacionales a la explotación extranjera. Auspicia más bien el aprovechamiento exclusivamente boliviano de ellas. “Demos a la Patria otra vida, y otro porvenir”, expresa en palabras limpias de tizne antinacional. Ellas preanuncian casi la autonomización económica del Estado. Ese mismo año 71, los docto?, como siemp.re dueños del Parlamento, empleaban “su fuerzas en debates filosó ficos, en discusiones escolares y en transacciones recíprocas de partido”, tal cual se lee en un periódico de la época. La soberanía económica de Bolivia se hizo efectiva en 1872, por designio de Morales. El espíritu colonial de los letrados europeístas le opuso resistencia, defendiendo, en nombre de la propie dad privada, la expoliación de la riqueza pública. Aquel conflicto da comienzo a la modalidad que toma la vieja lucha entre las fuer zas de la nación y las del dinero particulai¡*y Trátase de un primer episodio que es, además, paradígmico: una empresa minera se enfrenta con el Estado. La firma Arteche, que explotaba los minerales de Aullagas, ha bía —durante años— defraudado al Fisco eludiendo pagar pa tentes e impuesto instituidos por ley. La suma asi sustraída a las rentas nacionales era enorme para aquel tiempo. Pasaba ella con mucho de los 250.000 pesos. Jurisconsultos ilustres defendieron a la empresa contra el gobierno, cuando éste demandó coactivamente el pago de lo malversado. Invocaban los legistas, en amparo del fraude, las doctrinas liberales traídas de Europa. El aforismo d’argensoniano del “dejar hacer, dejar pasar” —expuesto prefe rentemente en francés— confería inmunidad e impunidad a la empresa, en sentir de los doctos. Contaban los mineros formalmente desde 1871, con un perio dismo sumiso a sus miras. Era éste el vocero de las sofisticaciones encaminadas a cimentar el poderío institucional de la industria minera, subalternizando el Estado ante ella. Como consignas im
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partidas al Parlamento, señalaban sus lemas la manera de hacer efectivo ese poderío, mediante la legislación. “Leyes buenas — Ad ministración conveniente — respeto al empresario — son de pron to las necesidades de la minería”,' rezaron esos lemas entonces, como rezan ahora mismo. Leyes buena, administración conveniente, res peto al empresario; ni una palabra, empero, sobre las obligacio nes de la minería para con el país. La firma Arteche financiaba el periodismo de tal tipo, “negocio inicuo” en el que —según frase de Lacordaire— “las opiniones matan la verdad”. La cuestión Arteche es sumamente ilustrativa cómo dato histó rico sobre la minería. Muestra a ésta dueña ya de un poder ins titucional mayor que el del Estado. Marca, por lo tanto, nada menos que el hito inicial del régimen económico vigente en nues tros días. Las modalidades que la industria minera asume en lo político actualmente, no son distintas, en esencia, de las que asu mía entonces. Los empresarios que hoy dirigen la economía fiscal como asesores o ministros, actuaban por aquellos tiempos como coroneles, pues el fomento lucrativo que al presente se ejerce desde el poder a título técnico, ejercíase en el pasado a título de coacción armada. Así “Melgarejo —como relata Aranzaes en Las revolu ciones de Bolivia— había colocado de subprefecto de Chayanta a don Matías Arteche, rico minero, dándole el grado de coronel por un préstamo de 40 mil pesos.” Tal cual es hoy de infructuoso todo litigio entre minería y Estado, lo fue también el que la adminis tración Morales entabló contra la empresa Arteche. Negándose ésta a restituir al Fisco las patentes defraudadas, pro cedió el gobierno, en ejercicio de la soberanía nacional y ejecu tando mandatos emanados de la ley, a embargar los minerales de Aullagas. Los Arteche recurrieron al Legislativo, alzándose con tra las determinaciones de la justicia boliviana, y el Legislativo —detalle que la historia escrita del país no menciona— decidió conocer y resolver el pleito por su cuenta. Fue esa la primera derrota del Estado frente a la industria minera, y también-fue la consagración de la supremacía alcanzada por ésta respecto de la nación. Surgió del Congreso —inaudito hecho del tradicional ser vilismo parlamentario— el anatema contra Morales: “La comisión de Constitución opina que el Gobierno ha infringido la Constitu ción, atentando contra el derecho de propiedad, la libertad de in
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dustria y las garantías individuales”, como informaba un perio dista artechero. Ley en mano, los doctos legitimaron la estafa al país y la impo tencia del Ejecutivo frente a las empresas mineras. El rango auto ritario que Arteche hubo adquirido en 1865 mediante el soborno, érale confirmado —en jerarquía superior a la de la institucionalidad patria— mediante la ley, por la Asamblea Nacional de 1872. No está demás decirlo: correspondió a tal Asamblea declarar nulos todos los actos del gobierno Melgarejo. Los que habían sido fa vorables a la clase pudiente, subsistieron, sin embargo. Así la expoliación de tierras de los indígenas. Una ley del año 71 dio, en efecto, sanción legal y perpetuidad a aquel atentado, en téríninos “idénticos sino peores” que los del decreto melgarejuno, “sin que su producto hubiese verdaderamente aprovechado ni al indio ni al Estado”, cual dice Thajmara en Habla Melgarejo. Tales ante cedentes explican en gran modo la intensidad con que la conducta de aquel Parlamento hirió a Morales. No sólo porque, en el he cho, los intereses creados determinaron el apoyo de la mayoría legislativa para un peculado del régimen melgaréjista, si no por que la Asamblea llamada a restablecer los fueros de la soberanía nacional, volcara así las espaldas a su grande misión. Un folleto de la época rememora que el desencanto presidencial, motivado por acto semejante, fue tan vivo como para que su sola impulsión desencadenara cualquier extremo de violencia.1 X Presentóse Morales al día siguiente en el local de la Asamblea, resuelto a destruirla. Habíase dispersado ella después de emitir el dictamen favorable a Arteche. Quiso Morales, días antes, in fluir con su presencia ante los asambleístas para impedir que estos consumaran su acuerdo, mas le alejaron del edificio algunos congresales viéndole poseso ya de la exasperada emoción que el ar1 El folleto en cuestión replica a otro que con el título de Historia di cuatro días escribió uno de los abogados de la firma Arteche, piezas las dos de gran interés como elemento de información sobre la Asamblea del 72 y la mayoría que en el seno de aquella abogaba por los intereses minero*. 164
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techismo de la mayoría parlamentaria, despertó en su ánimo. Co nocido el voto que amparaba a los defraudadores, decidióse al ultimo paso, con la certeza de que defendía la autoridad y los intereses públicos vulnerados por los legisladores. Desde la tes tera presidencial declaró disuelto el Congreso en cuya sala había un solitario diputado. “Pueblo! —dijo en esa ocasión Morales hablando para el público de las tribunas y las galerías— vengo a clausurar esta asamblea cuyos bancos hoy desiertos, han sido ocupados por una partija de hombres que han abusado de su poder y de su autoridad para perturbar y entorpecer la acción del gobierno pretendiendo hacerme infractor de las leyes .. . ¿Sabéis que se me ha acusado de ladrón? ... El primer magistrado es pobre como el pueblo y-no ha sido un Baltasar; tiene apenas con qué vivir miserablemente. Todo esto se dice por la cuestión Aullagas, cuestión de T r júnales, que estas partijas de vendidos han querido resolver. Q'*e esas riquezas, si pertenecen a la Nación sean declaradas poi los Tribunales; eso es lo que quiere el Go bierno.” La excitación que el hecho promoviera en su alma estallante de energía, desatóse más tarde arrastrándolo hacia la catástrofe de que fue víctima a las cuarenta y ocho horas. Su cadáver, en aquel momento, era casi un símbolo de la soberanía del Estado, vencida por los intereses particulares que insurgían, al amparo del Parlamento, más poderosos e imperativos que los derechos de la Nación. Esos intereses lapidaron luego el nombre de Morales, descargando su maldición sobre el cadáver de éste. Como un sa crilegio hásele enrostrado la disolución de aquel Congreso capaz de las mayores claudicaciones y en tal manera sumiso a los man datos de la clase rica. La historia escrita de Bolivia, formulada a la luz de los candiles económicos e ideológicos antinacionales, perpetúa la sentencia que condenó a infamia eterna el nombre de aquel gran caudillo adverso al imperio de la plutocracia minera. La historia escrita ha levantado, en efecto, falso testimonio sobre aquellos acontecimientos, dando consistencia a dos versio nes que puede reputarse por entero falseadas. Una de ellas carga al presidente Morales la responsabilidad de haber ordenado que las bandas de música del ejército penetrasen al recinto del Con
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greso para perturbar las deliberaciones legislativas.1 La otra, sos tiene que el jefe del Estado vengaba, con la disolución de la asamblea, supuestas objeciones planteadas en el seno de ésta contra la permanencia de Morales en el gobierno. Sabido es que, en el hecho, la asamblea no se pronunció en momento alguno por des pojarlo del mando. Como es usual en la historia del Poder Legis lativo, sucedió más bien que el Congreso, en 1871, confirmó al caudillo en el ejercicio del poder. “Instalada esta soberana Asam blea Constituyente —dice el discurso que en tal ocasión pronun ciara ante Morales el ciudadano que presidía la Asamblea—, su primer acto fué continuaros en el ejercicio de la Presidencia pro visoria que los pueblos 09 confiaron .. . Acabais ahora de prestar el solemne juramento de cumplir vuestros deberes en la esfera de acción que se os ha delegado... Con tan grata esperanza os devuelvo las insignias de la Presidencia de la República que habéis depositado en este santuario de las leyes, cuando cesásteis en el ejercicio del Poder, del que ahora estáis nuevamente investido.” Morales ha sufrido en la soledad y la indefensión de la muerte la macabra represalia de las fuerzas económicas ante cuyos pro pósitos de dominio político se alzó impetuoso y honesto, movido por la fortaleza íntima que dan la conciencia y el amor de la tierra. Frente a la patética injusticia de que es objeto, debe recordarse estas palabras dichas por sus labios a tiempo de pose 1 En los archivos del Parlamento cursa un oficio exculpatorio que el coronel Hilarión Daza dirige al Congreso presentándole sus excusas por haber los músicos de las bandas militares soplado más de la cuenta en sus instrumentos, mientras peroraban los asambleístas. Daza, y no Morales, debía velar por la conducta de la tropa, siendo como era comandante de ella. Un periódico, al día siguiente del suceso, refiere los hechos en tér minos que pueden dar idea de que aquel Congreso no gozaba, realmente, del respeto popular. Procedíase — dice— “al nombramiento de los con sejeros de Estado, pero como al hacerse el escrutinio fuese interrumpido por los aires ya marciales, ya fúnebres o sandungueros de las bandas del ejér cito que festejaban el aniversario de la última revolución, así como por las salvas de cohetes y fuegos artificiales, parece que los Reverendos padres de la Patria quisieron tomar parte en la grande animación que reinaba y se entregaron a tales transportes de júbilo que dieron por resultado el des perfecto de un diputado casquivano, terminando la sesión con el retiro de todos los H H y el cierre de las puertas del templo de Jano” . La alusión a Jano, el dios latino de dos caras cuyo sagrario se abría solamente con ocasión de las grandes calamidades, no parece del todo impertinente.
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sionarse del mando: “He elevado mi corazón al Dios de las mise ricordias, para que podamos labrar la prosperidad y grandeza de nuestro suelo, dándole ejemplos de moralidad, de justicia y abne gación Los Representantes del pueblo deben tener presente sus necesidades . . . Solo satisfaciéndolas se harán grandes para el porvenir.” Sus fuertes manos confirmaban tales palabras, cuando acogotaron, por primera vez en la historia de Bolivia, a los defrau dadores de las rentas públicas. Con Morales —en cuya impulsividad se expresaba la desespe ración del sentimiento nacional acorralado por la economía colo nialista—, con Morales y su muerte, se corta el desarrollo del drama. Como un entreacto discurren los dos interinatos de Frías y el trunco gobierno de Adolfo Ballivián. El dramatismo histó rico pierde sus exteriorizaciones con ellos, pero, tal vez más real y acerbo, se consuma en la intimidad frustránea, exánime, de tales gobiernos. Lo sufren Ballivián y Frías en el seno del poder sofis ticado por las leyes y el constitucionalismo traídos de fuera, y que, a semejanza de telones de tramoya, crean la ficción escénica de la republicanidad y la demociacia en el país colono. Frías y Ballivián pertenecen a la clase privilegiada, mas no actúan como gestores o guardianes de los intereses de casta.1 Su conflicto reside acaso exclusivamente en tal hecho. Ilusos y hon rados teorizantes de las doctrinas extranjeras, diríanse los actores 1 Informa la prensa, el 73, que “exaltado a la Presidencia el Sr. Ballivián de regreso de Londres, donde vivió bajo las impresiones más desconsoladoras en cuanto a la empresa Church, su primer acto admi nistrativo debia ser el eccehomo del negocio Madera y Mamoré; cornc que era el principal y más grave descalabro que ha comprometido nuestro crédito lanzado por primera vez en una plaza europea”. Frias rehusaba, asimismo, favorecer negocios de tal género. Un periódico le responsa bilizó en 1876 —caído Frias del poder— , por el llamado,.“contrato Meiggs” relativo a salitres, afirmando que “ni la Asamblea del 71, ni alguna otra han autorizado al Ejecutivo para poder estipular semejante contrato leo nino”. Finalidades políticas torcidas inspiraron ese caigo. Lo cierto es que Meiggs y Co., estafó llanamente a'Bolivia con tal contrato, conforme al que Meiggs debía continuar la construcción del ferrocarril CaracolesMejillones a cambio de percibir la renta sobre extracción de pastas y minerales del Litoral. “Meiggs siguió cobrando puntualmente ¡os derechos de exportación, pero no reanudó la obra y recogió más bien los pocos materiales que quedaban en la línea”, —según escribe Casto Rojas en Historia financiera de Bolivia.
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que toman los decorados del escenario por cosas reales y vivientes. Aspiran a que esas doctrinas —elaboradas por el espíritu utilitario de la burguesía europea— sirvan finalidades platónicas. El en sayo sólo patentiza la inadaptabilidad y el estéril exotismo de las teorías foráneas en nuestro medio. El adagio de Marx —“la idea ha quedado en ridículo siempre que se ha querido separar del interés”— habla de ello con acento positivo. Lo certifican los planteles universitarios, “caricatura de universidades francesas —como dice un impreso en 1873—•, que en su galómano afán nos trajeron a períodos intermitentes los SS Frías y Valle”. Sus frútos —a juicio de la misma hoja— son estos: “erudición de oropel, ejercicio de la mnemónica para amontonar frases y nombres in coherentes; pedantes y retóricos a lo Donoso Cortés que creen, que el non plus ultra del saber consiste en ser orador y el ser orador en no hacerse comprender”. La ilustración universitaria burguesa, eri su valor de entelequia pura libre de interferencia económicas —valga el supuesto—, no es capaz de otra creación. La vigente en Francia, menos que otra alguna de Europa. ¡Cómo sería el calco de tal mal modelo! 1 Las leyes inspiradas por la filosofía política de Europa y el pragmatismo de los Estados Unidos, y sus honestos apóstoles Ballívián y Frías, rigieron sobre el país durante cuatro años de los más tranquilos de nuestra historia, sin que su régimen produjera el menor beneficio para la nación. Esta infecundidad resulta mu cho más notoria si se encuadra en la atmósfera de paz pública 1 No •debe olvidarse que el propio Renán sindicaba a la instrucción pública de su país como a coautora de la victoria alemana sobre Francia en la guerra del 70. Edouard Herriot señala más concretamente las defi ciencias de la cultura didáctica francesa. “Conscientemente o no —dice en su libro Crear—, hemos permanecido fieles a ese gusto de la cultura universal . . . En pleno siglo xx no tenemos aún un plan de educación nacional.” Son significativos- del espíritu antinacional de la enseñanza pública en Francia, algunos conceptos de los modernos educadores fran ceses. “Y es un deber de los maestros — dice uno— , combatir el nacio nalismo, predicar el amor universal . . . El maestro debe, pues, enseñar a sus alumnos la vanidad y la instabilidad de las fronteras, llamadas a desaparecer tarde o temprano.” Más temprano que tarde han desapa recido en efecto las fronteras de Francia, bajo los pies de los invasores alemanes el año 1940. Jean PArverne llena algunas páginas de su libro En estos tiempos de apocalipsis, con documentos profesorales parecidos.
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y de respetuosa obsecuencia que rodeó a los dos gobernantes, posibilitando la ejecución de sus iniciativas. Nuestros historiado res, casi en su totalidad, se la endosan al pueblo —la “incompren sión colectiva” es el vaciadero de los reproches que no se quiere aro jar sobre los verdaderos culpables—, pese a que la colectividad nada hizo por frustrar o siquiera entorpecer las tareas guberna mentales. Mantúvose más bien como atónita, en cierto modo hip notizada quizá por los prestigio? de Frías y Ballivián, a la espera de una bien andanza que presumía segura. XI Si algo debe atribuirse a efecto de la incomprensión colectiva, ese algo es la fe que puso el pueblo en las posibilidades construc tivas de tal régimen. Participaron de esa fe los propios gobernan tes, recayendo en el estado de incomprensión que aquejaba a la ciudadanía toda. El fracaso de ambas administraciones delata ese hecho a las claras, revelando que ni Ballivián ni Frías comprendió en momento a'guno la problemática boliviana de aquella hora. Así lo intuye Camacho en su Compendio de la historia de fíolivia. “Ballivián —dice— había pasado la mayor parte de su vida co rriendo los azares del ostracismo, sin que las prolongadas ausen cias de la patria le permitiesen conocer a fondo las causas del malestar social y político de la República”, y Frías “llegó a regir los destinos de Bolivia, al declinar la tarde de su vida, cuando su potencia intelectual, como la savia del robusto roble envejecido, había perdido su fuerza fecunda y expansiva. Esta circunstancia —concluye— , perjudicó a la República y perjudicó también a la fama del eminente patricio”. Este juicio de Camacho tiene un valor de clave si se lo entiende históricamente, esto es, si se lo admite sólo a título de testimonio confirmativo, y no de alegato exculpatorio. Como hecho histó rico —que lo es a todas luces, pues inclusive posee una conti nuidad caracterizante—, aquel malogro gubernamental no ha po dido generarse en causas tan inactivas y circunstanciales, cual de suyo lo son. la vejez de un hombre o la inconexión de otro con el medio, inconexión que en el caso de Ballivián carece de im portancia, como lo indica el hecho de que se le hubiese elegido
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presidente. Otra cosa es que tales causas —y así debe interpre tarse el concepto de Camacho— velaran los ojos de ambos gober nantes, impidiéndoles ver y sortear el estorbo que atascó las dos administraciones, haciéndolas infructuosas. Ni ellos ni sus perso nales deficiencias crearon, por lo demás, dicho estorbo, que resi día, más bien, en la estructura jurídico-política, usuariamente limitativa del bienestar público, impuesta al país, casi como un amortiguador de su vitalidad. Este es un punto en que la historia escrita de Bolivia no repara. Su enjuiciamiento de las vicisitudes nacionales concluye por eso, usualmente, hallando la razón causal de éstas en ia índole o la con ducta de las personas. De preferencia en las que ella denomina “taras del pueblo”, aun cuando el pueblo no participe de ningún modo en la conducción de los negocios públicos. El temperamento particular del gobernante suele también constituir la explicación definitiva. Todo examen sobre la ineficacia del régimen constitu cional y el influjo maligno que en él proyectan las conveniencias de clase y la economía privada, parece “tabú” para la crítica his tórica. “Tabú” fundado, tal vez, en la causa que Wundt señala como generadora del mito prohibitivo.1 Salta a la vista, no obstante, el hecho de que la organicidad ins titucional otorgada al país, fija de modo exclusivo la medida, cuan do menos, de las limitaciones con que tropiezan los anhelos nacio nales de prosperidad y fortalecimiento. Carece de sindéresis, por lo mismo, el atribuir la improducencia de los gobiernos al tipo o al estado anímico de los gobernantes, haciendo abstracción del sistema político en que éstos actúan. Bien, se comprende que el Estado asegura su perpetuidad precisamente en el hecho de que la mecánica de su funcionalismo sea inalterable por la voluntad individual. Si este funcionalismo reflejase el temperamento del 1 Esta intangibilidad del régimen constitucional entraña, como nin gun a, otra creencia moderna, las implicaciones originarias del tabú. No sólo responde a una prohibición simplemente mágica, impuesta por la clase privilegiada en resguardo de sus intereses. Responde también al terror que inspira el inhumano poderío con que tales intereses actúan mediante el régimen constitucional. Su intangibilidad logra, de esta suerte fundarse con el sentido que Wundt reconoce al tabú, “en el temor a la acción de las fuerzas demoníacas”, lo que, para el caso, importa decir temor a la de las fuerzas económicas. 170
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hombre que gobierna, el tipo del Estado resultaría tan cambiadizo e inconstante como no es posible concebir que lo sea en ningún sistema político. “La influencia que un hombres de Estado, incluso el de posición excepcionalmente' fuerte, ejerce sobre los métodos políticos es muy escasa” —puede agregarse con Spengler—. Vale ello decir que el carácter del régimen, y no el carácter del hombre, fisonomiza los fenómenos políticos y los determina. Bonaparte —es el mejor ejemplo— no logró obstruir con el imperio, el es tablecimiento final del Estado republicano que la Revolución Francesa prohijara. La potentísima proyección de la personalidad napoleónica, fue impotente para convertir a imagen de sus am biciones, el método político adoptado como régimen y maquinaria institucional del país. La organicidad, el funcionalismo caracteri zante —aquello que Spengler llama “la dirección, el sino”— de un tipo de gobierno, o sea la tendencia a que responde su estruc tura, está de suyo a cubierto de ser alterado por influjo espiritual ninguno. “Cuando Cincinato volvió a su arado, la República siguió marchando como antes” —dice una confirmativa reflexión que Mac Iver anota en El monstruo del Estado—. Solamente una revolución que suplanta el sistema político puede modificar su tendencia. Al régimen constitucional tiene que imputarse, por lo tanto, con toda certeza, la frustración de los gobiernos Ballivián y Frías. Nadie ignora que dicho régimen llegó a la plenitud de su vigencia entonces, y que la vida boliviana tuvo por única norma de con ducta el mandato de la Constitución y de las leyes. Ambos pre sidentes velaban —ilusos— por el severo cumplimiento de tal man dato. No es mera coincidencia, como se ve, el hecho de que fra casaran justamente las dos administraciones en que los negocios públicos no tuvieron otra inspiración que la del precepto legal. Notables episodios de aquella hora demuestran, a mayor abunda miento, cómo la aplicación estricta de la ley desbarató más de un propósito que, de ser ejecutado, habría puesto la República a salvo de infortunios posteriores. Por lo que hace al gobierno Ballivián, “dos congresos seguidos —como dice la Historia financiera de Bolivia, de Casto Rojas— le niegan los subsidios que pide para liquidar la bancarrota de la hacienda y para oponer a la amenaza de la guerra la previsión necesaria”. No es porque “el país no lo comprende”, sino porque
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los congresos —ya se sabe qué éstos representan a la clase pu diente, no a la nación— cumplían de este modo su tarea de pro teger los intereses de la casta. Intuían los congresales que el ser vicio del empréstito impusiera gravámenes a los bienes de los acaudalados. “No creyó prudente la Asamblea autorizar esta ope ración —escribe Camacho— , aleccionada como estaba con lo desastrosos que fueron los anteriores negociados.” Así recurrió al procedimiento de “introducir economías en el presupuesto” —es usual hacerlo hoy mismo— para proveer a la nación de los fondos que requería la defensa patria, frente al Tiesgo de una guerra con Chile. Esta obligación, debía pesar así sólo sobre las clases in feriores. Las mismas influencias oligárquicas malograron el destino del gobierno Frías. A tenor de Rojas, fue este gobierno “vacío de iniciativas, legalistas como siempre, pero incapaz de un viraje re suelto para salvar los rumbos peligrosos”. Este es casi un seña lamiento de la ecuación histórica: a mayor imperio de la ley, me nor capacidad vital del país. X II Forzoso es puntualizar aquí los valores de tal ecuación. Ya se sabe que el espíritu y aun la letra de la legislación boliviana fueron importados del extranjero por el mismo interés que, du rante la Colonia, sujetaba la existencia del país al régimen de las Leyes de Indias. El pueblo nativo fue impedido así de crear su propia estructura jurídico-política. Se le impuso, como un yugo, la otra, que además de ser solamente favorable a la capa rica, desamparaba a la masa y obedecía a una tendencia enervadora, anemizante, minorativa de la nacionalidad. Es este el pensamiento finalista de la legislación colonial, como el de la legislación capitalista es el de evitar que la clase pobre supere la bajura económica en que se le hace imperioso admitir cualquier salario. Esta doble inspiración del capitalismo y el colonialismo, se expresa en el espíritu del régimen jurídico republicano vigente en los países colonos. Es fácil entender que este régimen jurídico-político sea por sí el medio de hacer efectivas las miras de ambos intereses. Detrás
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de las leyes, como “detrás de cualquier frase de moral, religiosa, política o social —dice Lenin— se encuentran los intereses de esta o aquella clase o clases”. La condición sustantiva del colo niaje —tener deprimido al pueblo colono— y la del capitalismo •—reducir a lo mínimo la capacidad económica de la clase tra bajadora— se cumplen concentrando la exigencia opresora y se cante de sus fines, sobre el objetivo común que es la nacionalidad. El constitucionalismo y las leyes obedientes a tales intereses tienen que ser de tal suerte el estorbo en que periclita cualquier propó sito favorable a la comunidad. Esa es, en esencia, la función —fun ción perpetuadora del sistema— que les han asignado sus crea dores, aun en ios países —Francia y Estados Unidos— de que se los trajo al nuestro. La fórmula de Jefferson —“El mejor go bierno es el que gobierna menos”— y la de Guizot —“ ¡Enrique ceos!”— denotan el extremo en que el pensamiento político de que nacieron, responde al interés particular. La ilimitada satis facción de éste sería, como se comprende, inalcanzable, si la co lectividad pudiera satisfacer también sus conveniencias, ya que el enriquecimiento privado se alimenta sólo de aquello que sustrae al bienestar de los demás. Con el fin de legitimar la posesión de lo así adquirido y continuar adquiriéndolo de igual modo, la clase privilegiada se tomó el derecho de crear el evangelio jurídico en que profesase la colectividad. La tarea de legislar le fue im puesta por sus intereses. La clase pobre, que carecía de ellos, no tuvo tal acicate para disputarle asientos en las asambleas legis lativas. La incomprensión colectiva —incomprensión de que participa ron los dos presidentes, cual queda escrito— puso toda su fe en la posibilidad creadora que se presumía guardaba como un óvulo prodigioso en el seno de la ley. Es innegable el éxito que en sus citar ese estado de ánimo alcanzó el periodismo, a sabiendas o no de lo que hacía. Fue desde entonces el más aguerrido campeón de la cruzada legalista. Obvio es decir que, en días posteriores, este fervor periodístico respondió, con plena deliberación, a las finali dades político-económicas interesadas en fundar el imperio absolu tista de la ley. Ballivián y Frías contribuyeron grandemente a esa fundación, aun cuando sea admisible que lo hicieran sin percatarse del daño que causaban a la nacionalidad. Creían en la ley como creyentes, 173
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no como hombres de Estado. Su devoción les hacía incapaces de calificarla, ya que, venerando el derecho con místico sentimiento, veían en la ley, cualquiera que ésta fuese, nada más que la expre sión sagrada e intangible de aquel.1 Su sacerdocio de la legalidad, estéril para ellos como todo sacerdocio honestamente profesado, fue nefasto para el pueblo. Sucumbieron los dos, materialmente es trangulados por la maraña de la legislación, que ya envolvía en tonces a los gobernantes, en procura de inmovilizarlos, de redu cirlos a la impotencia. La concepción de que la pasividad y no la actividad de los gobiernos crea la riqueza de las naciones —con forme ai teorema de Adam Smith—, presidía como dogma su premo, las tareas legislativas, orientándolas hacia el ideal de anular al Estado. Con tónica muy atenuada, con una tónica a la sordina, evocan aquellos dos gobernantes la cifra dramática de Linares. Pensando y sintiendo como él —pensando en ciudadano francés y sintiendo en hidalgo español—, carecieron, no obstante, del ímpetu redentor con que aquel quebró, a semejanza de Moisés, el “tabú” de la ley inútil, destrozando el mito falaz. Igual proporción de lo grande a lo pequeño, de lo dinámico a lo atónico, de lo condensado a lo diluido, muestra, en orden a la conducta pública, el paralelo entre ellos y Linares. Lo genérico es que Linares actúa encima de la edi ficación legal, y que Ballivián y Frías actúan debajo. El gesto linarista de eliminar la legislación que sirve a fines bastardos, tiene su equivalencia en el celo con que los otros dos personajes quie ren que la misma legislación sirva a fines elevados. Puede pen 1 Alguna vez mencionaban los legalistas fanáticos de aquella época, el nombre de T urgor y su máxima — “dadme buenas leyes y os daré ciudadanos virtuosos"—, como justificativo de su devoción y su creencia en los dones creadores de la ley. Evidentemente, no comprendían aque lla idea turgotiana, que distingue la ley buena de la ley mala, y fía razonablemente en que las leyes justas -—las que no importan privilegio de los menos y daño de los más— , puedan auspiciar la vida virtuosa de los ciudadanos. Es del caso añadir que fueron los privilegiados quie nes combatían a Turgot en el ministerio de Hacienda de Luis XVI, a mérito de la probidad con que Turgot pretendió sustituir la legislación vigente con otra más equitativa. “Se estrellaron sus esfuerzos contra la cuádruple alianza del clero, la nobleza, los altos empleados de hacienda y los parlamentos” — como informa el Diccionario biográfico universal de Grases.
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sarse que en este celo hubiese, además de la pura convicción teó rica, un propósito transigente para con los intereses dominadores, ya que el principio del respeto a la ley era en semejante medida fortalecido. Si tal pretendieron Ballivián y Frías, la verdad es que esa mira quedó frustrada. La vigencia de la legalidad en los términos en que ambos la guardaron, defraudó al par a pudientes y a desposeídos. A aqué llos, porque la probidad gubernamental no permitía utilizar las leyes con provecho económico. A éstos, porque esa vigencia les resultaba inocua, toda vez que el precepto legal no había sido formulado en amparo de ellos. Bajo este humus de decepciones germinó la revuelta contra Frías. “El país —relata Camacho— es taba fatigado, desconcertado y sufría un raro trastorno de ideas, al punto de haber propagandistas que propiciaron la conveniencia de un gobierno de ‘brazo fuerte’. El brazo fuerte era Daza.” El episodio recuerda pálidamente la caída de Linares. Frías queda como aquél solitario, el día en que una conjura incubada en palacio lo derroca. Poco tiempo antes, asombraba al país con la suma energía de que sus setenta años de edad se mostraron ca paces frente a un motín. Es fama que, vestido con su levita de doctor, combatió en los campos de Chacoma como cualquier sol dado, frente a las fuerzas del general Quintín Quevedo, caudillo melgarej ista. Daza acompañándolo hasta meses después, hecho el personaje de mayor influencia en el oficialismo. Él mismo de rribó del poder a Frías, concertando su cuartelazo con los letrados que ejercieron la asesoría de Melgarejo durante el sexenio. “El ejército ha hecho la revolución y el pueblo se ha cruzado de brazos —informaba epílogalmente una hoja de prensa. Igual que cuando caía Linares, la masa se mantuvo ajena a esta querella de pudientes. La intuición de la bolivianidad eludió así, con la certidumbre misteriosa e infalible con que defiende sus destinos, toda participación en el encumbramiento del hombre, ¡de los hom bres!, por cuyo gobierno pagó Bolivia el precio de su costa ma rítima. La historia escrita del país ha forjado la falsa creencia de que Daza no pasaba, en aquellos días, de ser un individuo sin mayor valimento que el que le diera la adhesión de sus tropas. La prensa coetánea insiste, no obstante, en sostener que el hombre había atraído sobre si el afecto entusiástico de las clases distinguidas. Un
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periódico lo señala inclusive con el epíteto de “niño mimado”. Parece- evidente que, cuando menos en los comienzos de su go bierno, hacía e difícil precisar si la soldadesca o el doctorío le apreciaba más. Este último le concedió, como se sabe, el grado de general por decreto de la Asamblea Legislativo del 72. Fue esa la muestra mejor del mimo que le dispensaban los letrados. El propio Daza la entendió así al rehusar tal ascenso, expresando que correspondía otorgarlo solamente a aquellos que diesen gloria a la República en los campos de batalla. Aquí un dato indicativo de la inspiración a que obedeció el derrocamiento de Frías. En buena lógica, su expulsión del poder debiera implicar el repudio del nuevo gobierno a la tendencia le galista que caracterizó el modo administrativo de aquel, presidente, cultor acérrimo del orden establecido. Implicaba todo lo contrario, según se ve. Los flamantes gobernadores eran, ahora, guardianes tanto o más celosos del orden y la ley, que el caído Frías. Cabe subrayarlo, como expresión del sentido de perpetuidad que el in terés de clase imprime al régimen jurídico-político de su creación. “El señor Frías -—decía en efecto una hoja periodística traslu ciendo la razón real del cambio político—, a quien hemos oído decir, que el primer día que le h u biera amagado una revo lución, hubiera arrojado la banda tric o lo r por las ventanas, no puede sin desdoro, convertirse en conspirador, ni imitar la conducta de un Linares, que por nueve años alimentó en Bolivia con ensangrentadas revoluciones educando al pueblo en el desorden y la agitación para ser víctima de su obra. Lamente su desgracia como alto magistrado derribado por elementos que él no preparó, y retírese a la vida privada, esperando envuelto en la túnica de su pasado, sentado sobre la ruina de su administración, el juicio de la historia.” XIII Aquí debiera tener fin, calladamente, la etapa dramática de nuestra historia. Frías, Ballivián, otra vez Frías, reiteran una pre sencia evanescente y crepuscular que amaga con la sugestión del epílogo. Daza y su tiempo —escenario de payasería bufa y trá gica—, no pertenecen a tal etapa ni le ponen remate. Son sólo
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un paréntesis, algo que por su ajenitud a Bolivia es también ex traño e incoherente dentro del acontecer histórico. Detrás de ellos, el dramatismo de la vida boliviana recobra su intensidad tremenda cuando los hechos, impelidos por el brusco encontrón con la gue rra, toman contacto y se relacionan de nuevo con la bolivianidad. La invasión del territorio patrio es como un colorante que permite diferenciar lo nacional y lo extranjero, precisando que esto último es, en potencia, lo opuesto y acaso lo adverso de aquello. El sino dramático de Bolivia adquiere así la exteriorización es pectacular y multitudinaria hasta esa hora recatada tras los corti najes apacibles de la tramoya legalista. Es como si la exigencia histórica —inexorable fuerza propulsora de la nacionalidad— hu biese roto los telones para posesionarse del ámbito propicio al cumplimiento del destino colectivo que, como el de todos los pue blos, ha de consumarse a precio cruento. En su sentido histórico, la guerra con Chile marca la crisis coincidente a que llegan los procesos existenciales boliviano y chileno. Chile que quiere ser Chile, tiende a afirmarse como nación, mediante la fuerza usurpa dora que le provee de las riquezas con que sustanciará su ansia de ser. Bolivia, bajo la tuición suicida y alevosa del espíritu colonial, tiende a no ser Bolivia y afloja la tensión de su dominio sobre las riquezas nativas, enajenándolas con nombre de concesiones —la de Meiggs, la de Milboume y Clark, la de Edwards y Giggs, la “transacción Pero”, son verdaderas renunciaciones de la sobe ranía económica boliviana—, lo cual importa nada menos que en tregar las fuentes de nutrición vital del país, en servicio de nutrir al extranjero. Carente de su clase directora, del anhelo de la nacionalidad, y desposeída sistemáticamente de sus medios de fortalecimiento, lle ga Bolivia al minuto de crisis de su depauperación, de su anemia, cuando Chile llega a su vez al minuto crítico en que su nacionali dad requiere confirmaciones materiales. A esto se llama “estar preparado para la guerra”. A lo que hizo la casta dominadora en Bolivia, se llama “estar preparado para la derrota”. Debe recor darse que dos legislaturas rehusaron conceder al presidente Ballivián los medios con los cuales podía arbitrarse dinero para ad quirir barcos de guerra y material bélico. Aun la fe mística y puramente adoratriz de la ley y de su vigencia inviolable, fue un preparativo de aquel vencimiento. Chile pisoteó los tratados in
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ternacionales, porque no creía en la virtud esencial de la ley, y creía, más bien, en la virtud tónica del salitre boliviano y el cobre del Perú. Pensamiento absolutamente contrario al que dominaba en Bolivia, en la capa docta de Bolivia. Era convicción de ésta, que la ley, y no las riquezas propias, constituye el sostén de la vida y el secreto de la fortaleza nacional. La pulsión histórica arrastraba a Bolivia a la guerra, que era la realidad, sacándola del mundo de ficción en que la ideología co lonialista, por sí misma negadora de la bolivianidad, pretendió que ésta subsistiese. Es aquella la coyuntura en que el devenir boli viano se hace dramático por excelencia epilogando la etapa del drama, que —ya se lo ha dicho— comprende los años de suceder intempestivo y de perplejidad humana. En más de un sentido, esta coyuntura repara el inminente descoyuntamiento de la nacionali dad apretada por el torno de su estructura jurídico-política. El ciíerpo condenado a tullirse, readquiere así, por desesperación, la dinámica propia, frente al riesgo exterior. El pueblo se hizo, de tal suerte, primer personaje de la acción histórica. El dramatismo de ésta, recluido hasta entonces en los aposentos presidenciales, envolvió a la muchedumbre con su hálito desencadenado, imponiéndole una conducta depuradamente histó rica. El sacrificio consumado con la certidumbre de que no habrá de influir sobre los acontecimientos inmediatos, constituye lo his tórico puro, porque se inspira en el anhelo de sobrevivir en la posteridad lejana. Tiene semejante cifra la inmolación de Abaroa. En su gesto se condensa la historia patria, la de la bolivianidad que no enajena el patrimonio territorial y que, con la propia muerte, perpetúa imponderablemente la presencia de lo boliviano sobre el territorio perdido. No fue el pueblo indigno de su rol en aquella postrera ráfaga del drama. Suyo es, por cierto, el último personaje que perma nece en la escena hasta e l trance mortecino y luctuoso e n que todo concluye. Este p e r s o n a je es el corneta Mamani, del batallón Colo rados, prolongando en vano el toque de llamada sobre el desierto en que se inmovilizan para siempre las chaquetas T o ja s.
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COMEDIA Las leyes y los legisladores nos han perdido.
B o l ív a r
I
Daca es una D e rs o n ific a c ió n operante j vital de la tendencia extranjerista. Conducta, sentimiento y también sangre ajena a la nación, hacen de él una figura emblemática de tal tendencia. No está demás revisar el concepto de que el extranjero sea, por fuerza, equivalente de cultura y elevación espiritual. Esos atributos le son reconocidos como distintivos, a instancias justamente del criterio interiorizante con que se califica lo nacional. Daza, hombre sin letras y sin f i n u r a —“apenas si pudo aprender a leer y escribir”, como dice O’Connor dArlach en Los presidentes de Bolivia—, fue, sin embargo, la más alta expresión actuante del extranjerismo. La tendencia se hacia efectiva en él sin las mixtificaciones y los fingimientos culturales, de ¡modo viviente y acaso mecánico. Por eso, la extranjería de cariz teórico y artificioso, que en otras épocas y otros hombres mostrábase ridicula, adquiere con Daza exteriorizaciones trágicas. El espíritu de la antipatria dirigió en tonces los destinos bolivianos, encarnado en aquel personaje, con una plenitud capaz de promover todas las calamidades. Era sumamente astuto y poseía una aguda virtud intuitiva para precisar los medios utilitarios que su egoísmo sin límites empleó hasta conquistar el poder. Una vez en él, su conducta fue desca radamente antibolivianista. Dispuso de los dineros públicos hasta para pagar sus trajes y llegó a traicionar, sin cálculo, fríamente, a la nación. Más con malicia que con error, se interpreta que la
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mentalidad inominable de Daza es fruto de su condición de cholo. No era cholo, sin embargo. “Hijo de una señora decente” —según O’Connor—, era por la línea paterna europeo. Su apodo, “Chocholín”, alude al apellido, Grossolin, de tal progenie. El prejuicio cla sista de los cultos, ha hecho la fábula de que Daza hubo traicio nado a la patria “porque era cholo”. Es una majadería sostenerlo, como lo es, en general, toda aserción que imputa anomalías temperamentales y taras a la raza o a la clase. ¿Cómo se con ciba, en efecto, que Daza tracionara al país “por cholo”, siendo la cholada boliviana, constituida en masa combatiente contra Chile, ejemplo de ejércitos por su ilimitada lealtad y su espíritu de sa crificio en defensa de la patria? Tiene mayor sindéresis el supuesto de que el gran culpable del desastre nacional de 1879, carecía de sensibilidad patriótica, a causa del ambiente espiritual en que maduró su conciencia de la política. Su acervo de sangre extranjera fue por cierto un buen coadyuvante para decidirle a elegir una línea de conducta que si guió, sin la más leve repugnancia, hasta desembocar en la felonía con la patria. Su actuación pública y también su personal proce der hablan en voz bien alta de ello. No se sentía boliviano, evi dentemente. De ahí la disonancia con que el carácter de su go bierno se muestra como cosa postiza o incoherente dentro del proceso histórico de Bolivia. De ahí, asimismo, el sello grotesco y al par trágico de su paso por el poder. Como Daza no actuaba a impulso de las fuerzas motoras de la historia patria, su extran jerismo —de tal modo extranjero— no se sujeta siquiera a las inspiraciones elementales de la tendencia. Aunque es la encarna ción personal de ésta, y acaso porque lo es, condúcese por sí mismo como un títere que, rotos los hilos que le mueven, adqui riese movilidad autónoma. La sugestión de funambulismo cómico y doloroso que su presencia en el mando efunde sobre el destino colectivo, parece derivar de su condición de muñeco suelto, de fantoche animado, por absurda suerte, con una vivencia atrabi liaria, desconcertada y extravagante. El golpe de audacia con que se encarama en el gobierno de Bo livia no lo- es todo como explicación de su permanencia en el mando supremo. Fortaleciéronlo allí los grandes intereses econó micos con la legitimidad — ¡y cómo no!— a él deferida por el Parlamento. Un autor argentino, secretario entonces de la legación
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de su país en Bolivia —D. Evaristo Uriburu— da la medida en que tales intereses prescindieron de toda noción patriótica al apoyar a Daza.1 “Una de esas aberraciones inconcebibles —di.ce Uriburu—, que hacen dudar de la influencia que ejerce la inte ligencia y la virtud en las sociedades civilizadas, poniendo hasta en problema la dignidad nacional, es la exaltación de Daza a la Suprema magistratura de Bolivia.” Hecho inconcebible, en verdad, si no se toma cuenta de sus móviles. La clase dirigente halló en aquel sujeto el caudillo militar mejor dispuesto para servir los fines de la política colonialista. Su insensibilidad patriótica era una sólida garantía de subsistencia para el régimen de privi legios particulares —antinacionales, por lo tanto— que urgía guar dar intacto, con absoluta preterición de los intereses públicos. Daza, en sentimiento y pensamiento ajeno al país, era el hombre adecuado, acaso el único, para encargarse de la misión. La casta dominadora cerró por eso los ojos inclusive ante su prejuicio más caro, el de la prosapia familiar, en obsequio de Daza. Hay que acudir, para confirmarlo, al testimonio del propio Uriburu que, por su exactitud y hasta por su inexactitud enjuiciativa, trasunta fielmente el concepto de la capa culta respecto del tema. El argentino recoge aun la versión dèi cholerío de Daza, dándola por cierta. “Aventurero vulgar y repugnante histrión, fruto espúreo —dice— del cuartel de militares corrompidos e in disciplinados, nació en Sucre, en la infecta bohardilla del cholo ladina y retrechero. La jerga del soldado lo sustrajo al látigo del gendarme que hubo más de una vez castigado sus hábiles rapiñas. Nieto de un semicretino apellidado Grossolin, de hercúlea mus culatura y que tragaba sapos y devoraba la carne cruda en pú blico, al precio de algunas monedas de plata, su desarrollo es do atleta y su fuerza extraordinaria.” 1 Uriburu publicó un libro: Guerra del Pacífico. Episodios (1879 i 1881) que, documentalmente cuando menos, resulta de grati utilidad pari el conocimiento de ciertos hechos que la versión histórica boliviana elude u olvida examinar. De modo tácito, no solamente la objetividad con que dicho libro está escrito, sino también su inspiración, dejan entrever que el autor guarda un innegable sentimiento de simpatía por la causa bo liviano-peruana en la emergencia de la guerra con Chile. Este senti miento añade significación especial a las opiniones que Uriburu emite respecto de Daza.
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Así es como se pensaba sobre Daza en los circuios distinguidos, de cuyas fuentes recogió tales datos el memorialista pístense. Un poderoso núcleo de aquellos círculos, animó sin embargo a Daza, en sus intentos de asaltar el gobierno. Lo asentó luego en éste, y le puso al amparo de la ley, mediante la constitucionalización de los poderes presidenciales. Las conveniencias económicas pri vadas, adquirían, por aquella fecha, la autoridad imperativa con que decidieron, más tarde, el curso de los destinos nacionales. Los intereses afectos a las riquezas del Litoral, habían descargado sobre el anterior presidente la máxima presión de que fueran capa ces, con el fin de excluir al Estado en el aprovechamiento de los beneficios que producía el salitre. Tal era aún la magna preocupación de las gentes de influen • cia, hasta en tiempos de Daza. Los hacendados no parecían exentos de ella, a causa del éxodo que la perspectiva del salario determinaba en la población campesina de Bolivia, arrastrándola hacia “las pampas” salitreras. El apremio de solventar esta com plicación y el afán de comedimiento con los empresarios extranje ros, forzaron a buscar 1a aprobación legislativa del convenio suscrito entre los explotadores del salitre y el gobierno de Frías. El Congreso de 1878 selló así dicho pacto con el sello de la ley, “a condición —reza el texto legal— de hacer efectivo, como mí nimo, un impuesto de 10 centavos en quintal de salitres expor tados”. Con dicho gravamen —a exigencia de Daza que deseaba acrecer las disponibilidades de su gobierno— queríase “resarcir al Estado de las inmensas riquezas de nuestro Litoral —según escribe José Vicente Ochoa, hombre honesto de aquel tiempo— con cedidas gratuitamente a industriales particulares”. Un tal Jorge Hicks, gerente de la compañía explotadora del salitre, “dio margen —añade Ochoa— al raro acto de protestar contra la citada ley”. Este raro acto es el primero de los muchos a que ha abierto camino la política extranjerista de las concesio nes otorgadas al capital privado y foráneo, aun después de la costosa experiencia aquella. En los tiempos actuales, puede men cionarse, por su acabada identidad con el caso del salitre, el caso de los petróleos por cuya entrega liberalísima a una empresa ex tranjera, enfrentó Bolivia la tercera guerra internacional y la tercera derrota a que ha dado origen el espíritu colonialista de su clase directora, incurablemente propensa a enajenar el patrimonio
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público en provecho del exterior. Ello es que Hicks, reputando chilena su compañía, y además de Hicks los capitalistas —que eran anglosajones— consideráronse agraviados por Bolivia. Pidieron en consecuencia amparo al gobierno de Chile, amparo que éste les deparó como a chilenos verdaderos.1 Sobrevino a poco la guerra, de hecho iniciada con la ocupación de la zona salitrera boliviana por el ejército de Chile. La litera tura historicista le ha dado el ensordecido remoquete de “guerra de los diez centavos”, evitando asignarle nombre más atinente con su origen. Puede éste localizarse a toda exactitud —lo que no exculpa el atentado internacional chileno—, en los contratos pac tados con capitalistas extranjeros, sin la fianza de que éstos aca taran incondicionalmente la soberanía boliviana. El otorgamiento de tales contratos y la exaltación de Daza al poder, responden por entero al influjo predominante que la sensibilidad colonialista hubo alcanzado en aquellos tiempos. El adormecimiento, cuando no el agarrotamiento del espíritu nacional por los embelecos y los bretes de la ley. posibilitó en gran manera la consumación de ambos hechos. Ya se ha puntualizado cómo fue Bolivia desposeída entonces hasta del sentimiento de sí misma. En semejante enaje nación del sujeto histórico -—suerte de apacible demencia en que el pueblo pierde la intuición de su destino— reside el secreto de la tragedia con que contrasta el histrionismo de su gobernante. Por eso lo ridículo y lo pavoroso diríanse concomitantes y si multáneos caracteres de la época. Suscítanse no bien Daza captura el mando — ¡fatalidad irretractable para la nación!— en el hecho grotesco de que el país cuenta con tres gobiernos al mismo tiempo. Un periódico menciona el suceso como “el conflicto de esa tri nidad de Presidentes de la República, que son los siguientes: el 1 Sobre la nacionalidad chilena de la empresa, cabe, cuando más, transcribir esta nota informativa que en Historia de la guerra de América, escribe el historiador Tomás Caivano: “La compañía anónima de salitre y ferrocarril de Antofagasta, organizada completamente según el sistema inglés, se fundó con un capital de tres, millones de pesos por los señores Edwards y Gibbs, de la América del Norte el primero, y de Inglaterra el segundo. Únicamente en 1879, cuando ya había comenzado la guerra, el capital de la sociedad fue aumentado en dos millones más, que se dividieron en acciones para venderlas al público. Estos datos los obtuvi mos de un distinguido personaje chileno que fue durante largo tiempo ministro de Hacienda en aquella Nación.”
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Dr. Tomás Frías, Presidente Constitucional de presunta residencia en el departamento Litoral. El Dr. Serapio Reyes Ortiz, Presidente sucesor proclamado por Cochabamba en virtud del artículo 70 de la Constitución del Estado. El General Hilarión Daza, Presidente revolucionario”.1 La solución de este conflicto delata la culposa conducta que en ella asumió la clase pudiente. Frías fue por ésta abandonado a su suerte. Semejante defección es injustificable aun como fruto del miedo a las bayonetas de Daza, miedo con el cual exculpa aquella inconducta la historia escrita de Bolivia. Sabido es que los letrados legalizaron más bien la presidencia de Daza con el voto del Parlamento, circunstancia de vehemente signifi cación acusadora, que se pasa por alto, en casi todas las relaciones históricas alusivas a la época. La consolidación de los privilegios clasistas tuvo efectividad ex presa bajo el gobierno de Daza. Amplióse el texto de algunos có digos —-concretamente el de los de Procedimiento Criminal y Ci vil—, cosa que se meritúa a veces como descargo de aquel gober nante. En el fondo, tratábase tan sólo de dar a la ley una mayor eficacia limitativa de los fueros populares, ya que los códigos im ponen únicamente prohibiciones. En nuestros países —ha dicho José Carlos Mariátegui—, la codificación “no es sino uno de los instrumentos de la política liberal y de la práctica capitalista”. Aquel perfeccionamiento del cuerpo de las leyes adjetivas, obede cía, en efecto, a resortes de orden puramente económico. No sólo porque la casta privilegiada aprovechaba del autoritarismo presi dencial para obtener que el Congreso a él sumiso, imprimiese lega lidad coercitiva a los usos coloniales en que aquélla fundó hasta esa fecha su dominio de lucro sobre las clases productoras. Influía, además, en procura de esta complementación de los códigos, un factor económico nuevo. Los rendimientos del salitre, y también 1 La misma prensa informa sobre “los solemnes actos de resistencia de la ciudad de Cochabamba” al nombre y al encumbramiento de Daza en el gobierno, hecho que éste no olvidaría nunca, tal cual parecen probarlo las persecuciones de que hizo víctima a los antidacistas cochabamb'.nos. En alguna de sus cartas particulares, Mariano Baptista alude a este rencor de Daza. Cocholín cree o finge creer -—dice más o menos esa carta, de la que no se ha podido conseguir copia literal—, que Cochabamba le hostiliza por ser chuquisaqueño. ¡ Cómo si Chuquisaca tuviese la culpa! . . .
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los de la actividad minera, iban plasmando el embrión de la burguesía boliviana. Anunciábáse el nacer de ésta con la presencia del capital comercial y bancario, que por primera yez actuaba en funciones reproductivas dentro de nuestra economía. Fuerza es admitir que el aparecimiento de las formas financieras burguesas, demándase, más que un trueque de orden substantivo en la legis lación, el adecuamiento de sus normas procesales. A fin de cuentas, aquel tránsito del feudalismo económico hacia un tipo de economía Capitalista, era todavía no más ,que un cambio de los procedimien tos que emplea la actividad explotadora, retenida entonces, como antes, en manos de la clase rica. La presteza con que tal demanda se atiende no deja de ser una manifestación más del extranjerismo espiritual de Daza. Las ne cesidades del pueblo nativo no le merecen, de cierto, preocupación semejante a la que en él concitan las urgencias del capitalismo foráneo. Por muy cholo que la gente distinguida le supusiera, la Verdad es que Daza observaba un comportamiento de gringo au téntico, hasta en lo que atingía con su propia y particular manera de ser. Sentíase, desde luego, afrancesado como el que más, y es posible que estuviera cierto de que su gobierno era un reflejo fiel de la cultura y la sensibilidad presuntuosamente gálicas del señorío copetudo. Alguna, vez, en pública ocasión, dijo que los bo livianos debieran llamarse franco-americanos en lugar de hispano americanos.1
1 Charles Wiener, arqueólogo, etnógrafo y filólogo francés, que conoció a Daza cuando éste ejercía la presidencia de Bolivia, refiere el hecho en las caudalosas páginas de Perú et Bolivie. La cita —conservada en su texto francés a título de mayor autenticidad— , queda transcripta en ser guida: “Dans una soirée — dice Wiener, no sin sorna— , le président me dit,- dans une allocution très chalereuse, que si, au point de vue de la race, on appelait les Boliviens des Hispano-Américains, au point de vue «les tendances, des préférense et des sympathies, on devait les appeler des Franco-Américains.” Del fundamento en que este francesismo de Daza reposara, puede tenerse idea por una anécdota que José Vicente Ochoa consigna en Semblanza de la guerra del Pacífico. Daza, durante un banquete1 en Arica, puso fin a su brindis presidencial, atribuyendo a Napoleón Bonaparte la frase: “todo se ha perdido menos el honor” . . .
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II Cholos, indios y blancos —la bolivianidad reanimada por la certeza del peligro que amaga su existencia— ofrendan la vida en holocausto de la patria durante la guerra con Chile. Su actitud aleccionadora destaca el perfil antinacional que hasta entonces no ha sido enteramente perceptible en Daza. A las puertas de la tragedia en que ha de inmolarse el pueblo, cuando éste vive ya la zozobra de ios presagios nefastos, Daza encarna más objetiva mente que nunca, el término adverso del sentimiento colectivo. Si gue siendo el personaje central de la casta dominadora. El día de su cumpleaños recibe pruebas patentes de la adhesión que aqué lla, por lo menos en su parte más activista, le profesa. Rememora dicho acontecimiento, no sin condenar su significación, cierto periódico en que se trasuntan, al par, la cólera y la impropiedad literaria. “Las fiestas —dice— del 14 de enero, cumpleaños de S. E., el presidente de la República, seguían con las impresiones satisfactorias del que a la cabeza de la adulación y la lisonja no en cuentra otra fruición, que el homenaje y la genuflexión del lacayo con borlados, oropeles, franjas y boato de la imbecilidad.” Ese mismo día. un buque de guerra chileno, el Blanco Encalada, apunta sus cañones contra la población de nuestro puerto de Antofagasta. Diríase que el sino se empeña en nimbar a Daza con la dicotomía de lo pueril y lo siniestro. Poco después, las tropas de Chile ocupan aquel puerto. El aviso del hecho llega ennegrecido de pormenores luctuosos a conocimiento del gobernante. Es al filo de las fiestas del Carnaval de 1879. ¡Otro gesto más del bifronte fantoche de la risa y el llanto! Ochoa subraya que la noticia “fue recibida por el General Daza entre los preparativos de una mascarada, y a fin de que no se frustrase ésta, tuvo por conveniente ocultar hasta tres días después la fatal nueva de la invasión de Bolivia”. No se ha esclarecido, por piedad o por espí ritu de casta, si los ministros de Daza conocieron como éste, y callaron, la verdad terrible. Mes y medio más tarde, Bolivia con taba con un ejército de diez mil voluntarios, en carne y hueso pre dispuestos a superar la tragedia. Una emergencia de vodevil tra sudante de dacismo, frustra de nuevo la posibilidad inminente de la epopeya. ¡No hay armamento para aquel ejército! Cuando el Perú le envía un millar de fusiles, reitérase la sardónica presencia
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del contraste. Las armas llegan a Bolivia, el día de Viernes Santo. ¿No están sellados por ese doble signo, inclusive los años ante riores a la guerra? Entre el 77 y 78, Daza vive enardecido por todas las harturas, cuando la población de Bolivia sucumbe al flagelo de la sequía y de la peste. Veinte mil personas han muerto, así, en sólo cuarenta y cinco días, víctimas del hambre sobre los rastrojos del valle de Cochabamba, con cuyas mieses alimentábase antes la población de la República. La existencia del presidente Daza, entre tanto, “es un perpetuo carnaval” —a decir del coe táneo Ochoa. Hay, evidentemente, algo más que implicaciones casuales en todo ello. Es innegable que este desconcertamiento entre la ma nera de ser de Daza y la manera de existir de la bolivianidad, obedece a que uno y otra son no sólo distintos, sino antitéticos. Dicho de otra manera, Daza no es en modo alguno la bolivianidad. Es, hasta en sus expresiones pasivas, más bien la antibolivianidad. Antes de que se produjera ninguna influyente acción de armas en la guerra con Chile, él, capitán general del ejército boliviano, ha blaba en público de la derrota como, de un hecho no sólo posible sino insignificante. Su infortunado brindis en el banquete de Arica delata la frialdad con que mira la suerte de la patria. Es cuando, ante los altos jefes aliados, pronuncia estás palabras increíbles por todo concepto: “Si Chile nos vence, diremos lo que el gran Napoleón: ‘¡todo se ha perdido menos el honorP”. El apremio retórico pesa más en su ánimo que la noción de sus responsabi lidades. Ante ese apremio, la perspectiva de la catástrofe nacional es, para Daza, apenas un tema literario. La guerra destaca, por lo tanto, en alto relieve, la psicología . extranjerista de Daza, contrastándola con todos los acontecimien tos. Basta la mención de éstos para confirmarlo. Días antes tan sólo del ataque chileno a Antofagasta, Daza obedecía directivas y sugerencias dañinas del agente diplomático de Chile. Sabido es que aquel país amenazaba abiertamente al nuestro con la guerra* solidarizándose con los explotadores del salitre que rehusaron cum plir sus obligaciones para con el gobierno boliviano. Un barco de guerra, surto en aguas de Antofagasta, sitiaba ya, literalmente, aquel puerto. En tal estado de cosas, el representantes de Chile indujo a Daza a rescindir el contrato por cuyo incumplimiento se había llegado a la fricción diplomática y al amago de conflicto
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bélico entre Bolivia y Chile. Daza hizo efectiva la petición del agente chileno. ¡Irrefrenable disposición de su alma para la ser vidumbre al extranjero! "La legación de Chile, tomando pie, vio lentamente, del decreto rescisorio, se apresuró a declarar roto el tratado” boliviano-chileno de límites.1 Ocupada Antofagasta por los chilenos, Daza baila con ardor, presidiendo las fiestas de Carnaval. No hay un atisbo de pesadum bre en su alma —alma extraña a esta tierra— durante los tres días del jolgorio que su frenético entusiasmo estimula. Entre tanto, los pobladores del litoral boliviano invadido por Chile, atra viesan, andando noche y día, los desiertos médanos de Atacama, roto el corazón de dolor y de ira. No son fugitivos a qu'pn“s empavorecen los invasores. Los conduce, en la emergencia bélici, un abogado heroico, el doctor Ladislao Cabrera, hacia el paraje en que se hpga posible la resistencia desigual v suicida o"c opon drán a los expoliadores. Ese paraje está en los matorrales, entre las chillkas de Cnlama Aun este nombre habla de nacionalidad, de autoctonía y autonomía. Khalama es un compuesto posesivo del aymara. Quiere decir “Tus Peñas”. Aquella es la bolivianidad —hombres y tierra— ; el gobierno es la extranjería que desprecia lo indígena e imita a los franceses. La oposición de ambos senti mientos aparece encarnada con exactitud absoluta, en Abaroa, que es lo boliviano sublimado, y en Daza, que es lo extranjeriza ope rante y gobernante. El hecho de que Daza invista en el gobierno representación y personería de los grandes intereses económicos particulares, tiene su ratificatoria en la intensidad con que el hombre reacciona frente al levantamiento de las clases trabajadoras cruceñns. acaudillada», en 1877, por Andrés Ibáñez, personalidad sumamente llamativa de nuestra historia, y no obstante, ignorada hoy casi en absoluto. Ibáñez fue un auténtico precursor de la revolución social en Amé1 “Aceptó de buena fe el confiado gobierno este consejo, sin calcular, dado su origen, que entrañaba una celada. Y cayó en ella!” , —dice Camacho. Justo es concretar empero —siguiendo a Ochoa— , oue “de tal acuerdo, disintió el ministro de Relaciones Exteriores, señor M artín Lanza, lo que dio lugar a su separación del gabinete; siendo llamado a ocupar dicha cartera el señor Sera^io Preves Ortiz” . Oo^io *? srbp. Oc1' rta llevó durante la guerra con Chile, el Diario de la Campaña: su atestación es por lo tanto de primera mano.
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rica del Sur. El convencionalismo historicista no lo menciona, em pero, como tal en la reseña escrita del pasado boliviano. La cul tura oligárquica ha oscurecido la memoria de tan extraordinario personaje en manera que, así éste como el hecho de que es prima figura, se dirían inexistentes. v Ibáñez dominó por entero los acontecimientos que el influjo de su acción galvanizante promoviera en la avasallada existencia de la comunidad cruceña. Había sido preso por orden de Daza, a mérito de que divulgaba teorías socialistas. Pero los soldados de quienes era cautivo se amotinaron en amparo suyo, y el pueblo, solidarizado con la rebelión, sumó a ésta sus fuerzas unánimes. La plaza de armas de Santa Cruz de la Sierra fue asi teatro de un evento que irradia simbólicos reflejos augurales. Trabajadores y soldados rompieron los remaches de hierro con que el caudillo había sido engrillado, proclamándolo, después, jefe supremo de los rebeldes. Imprimió Ibáñez una celeridad y una energía leninianas a la ejecución de los ideales revolucionarios. Dejando a los gran des terratenientes el dominio del suelo cultivado tan sólo, distri buyó la tierra sobrante a los campesinos. Fue abolida la ser vidumbre personal y gratuita, declarándose, además, anuladas las deudas de trabajo, con lo cual quedó el peonaje cruceño práctica mente liberado de su esclavitud económica. A fin de contrarrestar el bloqueo financiero de que los pudientes hacían víctima al estado revolucionario, emitióse, con el respaldo de los bienes públicos, un nuevo papel moneda, a estilo del “asignat” de la Revolución Fran cesa. Daza destacó úna división de ejército contra Ibáñez, en apoyo del cual habíanse pronunciado todos los vecindarios de Santa Cruz, a contar del de Vallegrande. Carecían de armas los rebeldes para empeñarse en lucha con las fuerzas del gobierno, a causa de lo cual buscaron aquéllos la protección de las selvas chiquitanas, desde cuyos malezalbs podía guerrearse con cierta ventaja contra los gubernistas. La caballería de éstos eliminó, empero, tal ven taja, y pudo capturar al jefe rebelde que pasaba la noche en un paradero del caminó. Fusilóse a otros ibañistas en Cotoca, y a dés en Santa Ana de Chiquitos.1 Jamás gobierno alguno mostró se 1 Aquella localidad lleva hoy el nofnhré de Saíita Ana de Velasco. Aún existían allí, en 1&41, algunos individuos que niños, habían presenciado
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mejante ferocidad en la represión. No se salvaron del patíbulo sino los que habían logrado escapar a la persecución. Daza probaba así una solidaridad férrea con la oligarquía, pues, la verdad sea dicha, el imperio hasta entonces intangible de ésta, había sido profanado por Andrés Ibáñez, con aquel intento libertador de la gleba cruceña. Es otro índice de la antibolivianidad personificada por Daza, antibolivianidad hija del espíritu colonialista en que se inspira el dominio de los doctos y de los ricos. El apego a lo extranjero, que en Daza toma expresiones grotescas cuando se manifiesta en su sentido afirmativo, en el sentido negativo cobra el valor irre fragable de la hostilidad a lo boliviano. Esta hostilidad tipifica, en la clase dominadora, el resabio español —vale decir el resabio colonial— del desdén hacia lo indio. Daza constituye acaso la demostración más viva de tal sentimiento. Él despreciaba al pue blo, incluyendo en éste a las gentes de real o supuesto abolengo nobiliario, como sólo pudiera despreciarlo un europeo. Tenía a la opinión pública en tan poco, a tal bajura respecto de él, que prescindió por entero de ella, sin recatar de crítica siquiera sus francachelas. Las orgías presidenciales luciéronse, por eso, de tanta notoriedad como los actos de gobierno. Todo ello señala el sincero menosprecio con que Daza miraba a los nativos. Fruto de tal sentimiento es su conducta privada, antes que expresión de personal cinismo, pues no era cínico en extremo semejante, como no lo es hombre alguno de su astucia y de sus dobleces. “El jefe de la Nación bebía a toque de cornetav—refiere un periódico en 1880—, primero con sus soldados, después con sus concubinas”, las cuales exhibían su calidad barraganesca en fiestas oficiales de ios fusilamientos de Benjamín Urgel y Cecilio Chávez. lugartenientes de Ibáñez. De su relato se extracta las precedentes noticias. El autor de este libro las recogió en Santa Ana, cuando confinado con los ciudadanos Augusto Céspedes, Rafael Otazo y José Cuadros Quiroga por el gobierno Peñaranda, habitó un tiempo en acuella inolvidable población fronteriza, entre cuyos vecinos perduraba todavía con el rango de los recuerdos ejemplares, la memoria del gran caudillo oriental. A solo título anecdó tico, puede agregarse que los confinados de 1941, ocuparon la habitación en la cual Urgel y Chávez, puestos en capilla, habían pasado la última noche de su vida. 190
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gran sonaja, “situadas en diferentes palcos —lo dice la prensa— : las unas de la clase ínfima, las otras con ínfulas de señorío, pero todas ellas, hijas de la corrupción”. Lucíase Daza, por su parte, como rubricando su despectiva ajenitud a la comunidad que go bernaba. “Después de una noche de insomnio —cuenta un perio dista— el General Daza sin sombrero, atravezaba del Coliseo a la casa de su Intendente, el titulado Coronel Baldivia, y tras él las meretrices y concubinas desfilaban para continuar las escenas bá quicas.” Un dato corroborativo de las concomitancias que el espíritu colonial y la solidaridad económica ataron entre Daza y las gentes de influencia. El motín que derrocó a aquél, aunque expulsara de la presidencia a Daza, no importaba sino su alejamiento personal del mando. La casta continuó en el gobierno. Los hombres que acompañaron al derrocado en aquella lastimosa tarea de arruinar a Bolivia, subsistieron actuando, sino en las mismas funciones, en otras no menos influyentes, de la política boliviana. El nuevo estado de cosas respetó, por espíritu de clase, al deshecho del dacismo, sin tocarlo. Un periódico, ignorando acaso la precisión calificativa de sus palabras, aludió a dicha emergencia: “Al lado del señor Daza —decía—, o detrás de él, están los ministros y al guno ha de responder; pues no es posible que se impongan al pueblo como mayordomos y se alsen con el santo y le den de palos por añadidura.” ¡M ayordomos!... La acepción que esta voz inviste en Bolivia —capatacía en servicio y provecho aje no—, sinonimiza político extranjerista y mayordomo. III Las tendencias de la emancipación y de la oligarquía, bordearon a derecha e izquierda, en todo momento, el trayecto histórico re corrido por el periodismo desde 1825 hasta la guerra con Chile. El curso de éste fue por eso como el viento que se encañona en el espacio abierto entre dos masas de arboleda. Rompió su impetuo sidad y su continuidad, rasgado por la maraña que agitaba el mismo, desparramando sus hálitos dispersos en los ámbitos de sus flancos. Fue también, por muchos conceptos, siempre más débil que las otras energías en punga, y a menudo su suerte dependió
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de la de los motines. A la hora de iniciarse la última etapa de nuestra historia, su fortaleza era ya notablemente mayor que en el pasado. Ella creció todavía con el tiempo, hasta constituirse en un efectivo poder dentro de la comunidad, siendo luego el regula dor omnipotente de la conciencia pública. Este alcanzamiento de eficiencia por el periodismo, indica tam bién la fuerte condensación operada, al concluir la guerra del Pacífico, en todas las negativas fuerzas impersonales que actúan dentro del proceso histórico de Bolivia. Es un fenómeno alta mente proficuo para el desarrollo de la prensa, determinado en gran manera por influencia de la misma prensa. Para decirlo más concretamente: el estado político-social de Bolivia al final de la guerra con Chile, era un fruto madurado por los jugos con que nuestro siempre frustráneo periodismo de tiempos viejos, abonó el porvenir de la imprenta. ' El panorama histórico de Bolivia entre 1880 y 1882 es, en efecto, una fidelísima síntesis de los anhelos colectivos expresados por el papel impreso, en uno u otro lenguaje, desde 1825. Quiere de cirse así que la influencia de la imprenta en el proceso histórico boliviano, ha tenido una magnitud incomparablemente mayor que la que jamás tuvo la función misma de la prensa. El hecho se ilustra con el solo señalamiento de los rasgos que de 1880 a 1882 delinearon la fisonomía politica y social de Bolivia. La vieja lucha entre emancipadores de la nación y conservadores del régimen oligárquico estaba ya desprovista de sus primitivos y concretos perfiles. Habíalos perdido bajo el gobierno Linares, que marca la conquista del poder por la clase privilegiada. Ésta se desvistió entonces de todo ropaje que recordara su origen español, adoptando más bien el de la Francia revolucionaria. Ello explica que, no obstante el cambio, su sensibilidad, ahora afrancesada, continuaba siendo colonialista. Hizo que su derecho al mando ra dicara cual antes en su sello europeo, entendiéndolo como título de supremacía por oposición a su despectivo concepto de lo na cional. Los sentimientos puramente bolivianos concentráronse por lo mismo en las clases inferiores, no europeizadas, y casi siempre sujetas al dominio hegemónico de los cultos, vale decir sintiendo y sufriendo la prolongación del estado de subalternidad en que tales clases vivieron durante la colonia. Esta circunstancia alimentaba en ellas el anhelo de la emancipación. Semejante dispositivo iníra192
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estructural de la sociedad, explica la etapa de repetidas insurrec ciones y asonadas que amagaron la paz pública después de Linares. Las masas participaron en todas las convulsiones, detrás de los caudillos militares o civiles, en procura de sacudir aquel dom inio residual del coloniaje. Su solidaridad con los caudillos — conforme a la fórmula de Simmel— era hija de la protesta. Las rebeliones, una vez triunfantes, concluían donde habian co menzado: en otra rebelión. La clase directora las desbarataba en el Parlamento, mediante leyes que fortalecían los privilegios. Gen tes de aquella misma clase poseedora solían acaudillar motines contra el dom inio de casta, porque la capa directora no se hubo condensado todavía como tal. Absorbiendo en su seno a los cau dillos triunfantes, y a los letrados que surgían de las capas infe riores, concluyó ella por integrarse con todos los elementos que requería para constituir el cuerpo director único y exclusivo. Dos resultados fatales irrogó a las clases humildes este proceso consti tucional del estrato oligárquico: desposeerla de directores cultos y reducirla a mayor bajeza. A no perder como perdió, uno tras a otro, todos los grandes caudillos nacidos de su entraña, la capa inferior hubiese alcanzado sus objetivos. Es indispensable remar car que las personalidades más poderosas de nuestra historia — con exclusión de José Ballivián y de Linares— pertenecieron, por su origen, a las clases inferiores. El periodism o constituyó en todo momento el crisol en que se amalgamaron estas porciones de metal distinto para fijar el tem ple de la aleación que forjó a la clase directora. En la prensa con fluían los letrados de una y otra casta. Desde la prensa, realizaban éstos la tarea común de apaciguar los ánimos, recomendando los beneficios del orden. Esa tarea, que fue la más persistente ocupa ción del antiguo periodism o, repercutió con ecos firmes en la etapa de nuestra historia. El periodism o subversivo, en cambio, casi nunca tuvo tiempo ni recursos para fomentar el desorden. Los gobiernos, sin excepción alguna, clausuraban los periódicos oposito res, ante las primeras demostraciones de oposición. La prédica am ortiguante era de todos modos la única que llegaba a oídos de la conciencia pública. Aun cuando no se ocupara de los intereses substantivos de la colectividad, aun cuando incurriese en el culte ranismo que la hizo inaccesible para el entendimiento del pueblo, la m isión creador;-, del espíritu de orden dentro de la política, fue
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llenada siempre, casi como Un religioso deber —probablemente lo era—, por toda hoja impresa más o menos duradera. Las primeras resonancias populares de aquella publicidad fa vorable al orden se hicieron patentes cuando la muerte de Morales. Nunca se había ennegrecido tanto la atmósfera con nubes de tor menta. Era suficiente un soplo para que se desatara sobre Bolivia un diluvio de balas y de sangre. Día antes sólo, el coronel Hilarión Daza, excitado por la celebración anual del ¡finís melgarejq!, me reció tremendas recriminaciones de los congresales por haberles ahogado unos discursos con las charangas milicianas emplazadas en los mismos umbrales del “templo de la ley”. Yacente, quieta para siempre aquella fuerza huracanada que era Morales; dis persa la asamblea por el pavor que deja a menudo solitaria e in defensa a la Carta Magna; y todo el poder del ejército en el ner vioso puño de Daza, ¿por qué no ocurrió lo que ya parecía fatal? El más apacible, el más viejo, el menos ambicioso de los varones de Bolivia, Tomás Frías, fue ungido presidente, a decisión del pro pio coronel autor de tal bandalaje a banda. La clave del prodigio reside en aquella conciencia pública, ganada ya por el periodismo a las filas del orden. Lo confirma el texto de una publicación apa recida poco después. “El Ejército Nacional, elevándose a la altura de sus verdaderos destinos, mostró al Pueblo que era digno de su confianza”.1 Este pueblo era el único rompeolas que alisó el encrespamiento de la tempestuosa marejada. Ya llevaba impresas en la mente las palabras “orden” y “ley” aparecidas cada día, en todos los periódicos, bajo todos los gobiernos, después de todas las revueltas. El interinato de Frías y la presidencia de Ballivián, inmunes a cuartelazos y pobladas, evidencian el sedante influjo del periodis mo sobre los nervios del país. Daza lo perturba sólo porque posee aquella noción primaria de la táctica: irrumpir sobre el enemigo por donde menos se espera. No precisaba hacerlo, pues —como 1 Es un folleto pequeño y muy bien escrito. Intitula Rectificaciones a la historia de cuatro días del doctor Félix Reyes Ortiz, y lo suscriben “Unos amigos de la verdad” que parecen serlo también de Morales. Ellos refieren que los coroneles Daza y Lavadenz juraron en manos del presbítero Bosque, presidente de la asamblea, que “sostendrían la leí y la voluntad del Pueblo Soberano”. Es otra ratificatoria del impe rio adquirido por las ideas de orden.
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dice un diario de la época— : “El poder armado campea victorio samente en toda la nación, apoyado ya en esa considerable masa de electores partidarios del General Daza, que dispuestos y pre parados en el campo del derecho se adhieren al hecho revolucio nario compactos y firmes.” Cuando él cae, no es a golpe de puño civil, sino a culatazos, tal como Daza mismo hizo caer a Frías del segundo interinato. Los periódicos de fhres de 1879 y principios de 1880, aun cuando han combatido abiertamente al gobierno *dacista, recalcan y aplauden el hecho de que el puebló no se hubiese alborotado con el derrocamiento de aquél. IV Sobre esta adormecida superficie de la opinión, se condensa, in tegrada en paz, la clase directora. La función que ésta asume desde entonces en el curso de la historia boliviana, d$ la dimensión real del valor influyente que ha tenido el periodismo en el señalamiento de las rutas seguidas por los destinos nacionales. Este señalamiento es, casi por entero, obra de la imprenta. Los conductores de la vida boliviana, a partir de aquella época, deben su predominio en el país a la prensa, tanto porque ella les ha ofrecido el ambiente propicio para cimentarlo, cuanto porque luego contribuyó decisi vamente a estabilizarlos en el po'der. Se comprende que, de otro modo, las contiendas hubiesen continuado sin previsible término. . El periodismo no solamente logró imponer la paz política, sino que^izo posible también, por medios más directos, la constitución de la Capa gobernante, ungiéndola con los títulos que fueron luego la razón de su privilegio para ejercer indefinidamente la misión del mando. Sabido es que hasta los más inmediatos descendientes de españoles, aquellos ex realistas adheridos a la República en 1825, no poseían requisitos que la tradición y el orden social del mundo acreditaban como fuero de gobernantes natos. Con precisión ha dicho Sabino Pinilla que “el Alto Perú carecía de cuerpos de no bleza y grandes dignatarios como los de los virreinatos y capitanías generales, cuyos individuos aturdían a los pueblos con el ruido inarmónico de sus pergaminos”. La clase culta desperdició luego los laureles de la guerra libertadora, a cuya sombra pudo crearse la verdadera aristocracia boliviana. Su desdén por lo nativo, aun
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cuando lo nativo estuviese empapado en gloria, hízole preferir los peldaños de la cultura en latín o en francés para empinarse sobré lo rasante de la comunidad. No tuvo, por lo tanto, ejecutoria his tórica ninguna para erigirse en casta privilegiada. Inclusive era pobre de riquezas activas. A todas estas deficiencias debieron sus miembros el necesitar del motín para conquistar preeminencias gu bernamentales, y a ellas debieron también sus frecuentes caídas de lo alto. La prensa les armó caballeros aunque —parafraseando a Unamuno— no fueron sino “honrados hombres de a pie”. Las circunstancias en que se consumó esta hechura de la clase privilegiada tienen, como se ha visto, capital importancia para el conocimiento del proceso histórico de Bolivia correspondiente al período que empieza el año 1880 y alcanza a nuestros días, ya que tal hegemonía clasista fundada, no tanto en la tradición de sangre ni en el cimiento de los prejuicios, cuanto en la capacidad económica —capacidad económica financiera, sobre todo—, lo cual da a dicho dominio de clase una consistencia cada vez más creciente y consciente que concluye por adquirir la organicidad característica de una fuerza regulada a sistema. La induración de este plasmo social también fue, en cuanto po día ser, producto del coeficiente económico. La acción de éste comenzó en los días de Melgarejo, al identificarse entre los cultos del país el sentido del poderío político que en Europa tomaba el dinero privado. La prensa no fue ajena a la aclimatación de tal sentido. Sus inficiones, con motivo del famoso empréstito Church pro-colonización, ferrocarriles y navegación fluvial, crearon desde luego, todo un bando churchista en el país.1 Formaban el bando, a los comienzos, únicamente las personas que recibían dádivas pe 1 El empréstito Church constituye un buen modelo de los negocios que el extranjero progresista realiza en los países atrasados. Obtuvo Church que Bolivia le otorgara en contrato el privilegio de infundir prosperidad en nuestras regiones orientales. Una vez la concesión en sus manos, negocióla en Londres. Reunido el capital que consideró suficiente, olvidóse de la misión de crear la grandeza del Oriente boli viano. De aquella ruinosa liquidación, hace referencias detalladas An tonio Quijarro en Las diez y siete m il libras esterlinas del agente de Church. Las operaciones financieras que, con este motivo, hizo el Es tado, “aunque hábilmente preparadas, dejaban siempre a Bolivia con una fuerte deuda y con la hipoteca de todas nuestras aduanas”, como dice el mensaje presidencial a la Asamblea de 1877.
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cuniarias de aquel ingenioso aventurero. El grupo acreció luego sus filas con abogados gestores, representantes nacionales y esta distas. De ese almácigo brotaban a poco los ideólogos que arti cularon los rodajes del negocio con la mecánica político-social del país. Nació entonces aquella .teoría “de que es cosa factible que en muchos casos se puede hacer coincidir en una misma dirección el interés público con el interés privado”. Es útil la dosis en que los ingredientes económicos contribuye ron a producir esta nueva conformación de la casta oligárquica, trocando su modalidad estacionaria de aristocracia feudalista, con el tipo de dinamismo absorbente de la burguesía. Se ha dicho, en pasadas páginas, que las utilidades provenientes del salitre y los minerales, tomaron funciones financieras reproduc tivas, inusuales a esta fecha, en la economía boliviana. El dinero se hizo capital comercial y bancario, vale decir, instrumento de hacer dinero. El medio lucrativo por excelencia, había sido hasta entonces —como durante el coloniaje—, la explotación del trabajo humano servil, pero las riquezas que el siervo produjera, durmie ron inactivas por todo el tiempo anterior, apelmazadas en la tierra de los latifundios, o sepultas en cofres y arcones de los grandes propietarios. La capa rica se mantuvo de esta suerte como simple casta pudiente, sin alcanzar a organizarse en un estamento capaz de acción clasista, de acción clasista en el sentido estructurante con que tal acción se realiza cuando el tipo de la economía coincide con el del régimen político. Debe puntualizarse que, si bien más aparente que operante, el sistema republicano democrático del gobierno instituido en Bolivia, era por sí opuesto a la naturaleza de la economía feudalista que se conservó como tal desde la colonia. Así, ni la republicanidad política pudo hacerse efectiva, pues la adulteraban los feu dales intereses, ni la feudalidad económica —frenada en su desarro llo por la estructura liberal de la organización política—, logró adquirir las formas institucionales que requería para pos°er la consistencia sistemática, esto es, la jerarquía coercitiva y la per durabilidad orgánica de un régimen. Es tan absurdo pretender que la economía feudal prospere al amparo de las instituciones liberales, como pretender que las instituciones coexistan y tengan vitalidad sólida a base de la economía feudal. Tanto diera suponer
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■ que la dictadura del proletariado se alcanza mediante las normas políticas de la democracia. , Aquella pretensión —conservar el feudalismo económico en el liberalismo político—, fue el talón de Aquiles de la oligarquía boliviana durante el tiempo en que ella no era más que la casta dominadora en la cual se prolongaban los privilegios consagrados por los usos coloniales. A esa pretensión puede atribuirse recta mente, el que los oligarcas, poseyendo como poseían las riquezas *3el país y aun el poder político, no consiguieran sostenerse a per petuidad en el mando, y fuesen con frecuencia despojados de él por los levantamientos populares y cuarteleros. La conservación de la economía feudal exige el uso de un aparato político rígido y cerrado, en absoluto carente de las válvulas de escape que el mecanismo demo-liberal posee, válvulas por las que se desahoga y perece la energía revolucionaria de los oprimidos. A instancia de sus conveniencias puramente económicas, los oligarcas obstru yeron a menudo ese funcionalismo valvular de la democracia, hasta el punto en que la presión de la fuerza por ellos contenida, hacía saltar las piezas mal cerradas o mal soldadas. Ese es, por lo demás, el resultado fatal a que llega y llegar^ sin remedio, la oligarquía bajo la tensión de sus interese^* -pues conservan éstos, en esencia, la naturaleza feudalista con q06 na cieron, es decir, la naturaleza a la cual no pueden renunciar a me nos de extinguirse. En semejante perpetuación de su índole ori ginaria, reside la explicación de las manifestaciones conflictivas, o meramente antitéticas, en que es tan pródiga la economía de Bolivia. Así, la explotación minera moderna, con todos los visos del más desarrollado industrialismo capitalista, se nutre interiormente con un trabajo de tipo a todas luces feudal, cuando no esclavista. Así, el régimen del trabajo agrario, en el que se delata, aún más visible, la subsistencia no sólo residual, sino integral de la eco nomía feudalista. Aquella trasformación de la casta feudal en burguesía, conjuró, por lo tanto, muchas eventualidades ingratas para dicha casta. Es propio concretar aquí los alcances de orden sociológico de tal me tamorfosis. ,La capa dominadora continuó siendo capa domina dora a ley de conservarse dueña de la riqueza. Modificábase, de consiguiente, sólo su función clasista, no su posición o su com
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posición sustantiva. En otros términos, de clase propietaria que era, pasaba a ser clase capitalista. Con este cambio, simple en apariencia, la casta pudiente se acomodaba, sin embargo —con cuasaba, para decirlo mejor—, con el sistema jurídico-político o, lo que es lo mismo, se hacía concomitante con la modalidad his tórica asumida, en el resto del mundo, por el estamento social de los poseedores. El fenómeno valía, en otro sentido —en el sen tido interior atingente con el propio país—, por su gran fortale cimiento, por la consolidación casi, del espíritu colonial como única fuerza motriz dé la historia boliviana. El hecho de que la clase dominadora adaptara sus intereses en modo tan preciso a la me dida y la dinámica de la estructura legal vigente —como se sabe, todas las piezas de dicha estructura habían sido importadas del extranjero—, fisonomizó inclusive las formas de derecho del colo nialismo, dándole, además, organicidad y poderío idénticos a los de un Estado.1 El hecho histórico, participó en esta evolución afirmativa del dominio clasista sobre Bolivia, mediante la guerra y la derrota. 1 “Super-Estado” llama la literatura revolucionaria a la oligarquía, aludiendo al predominio que ella ejerce sobre la entidad estadual. Es acaso más propio admitir que la clase oligárquica no sólo haya de primido, sino que haya suprimido el Estado, sustituyéndolo en sus funciones y tomando sus fueros al punto de ser ella, en el hecho, el Estado mismo. Las tres funciones materiales que Jellinek, —Teoña general del Estado—, reconoce a aquel, o sean las funciones de legis lación, de jurisdicción y de administración, se ejecutan, desde luego, por intermedio de poderes o instituciones que literalmente controla y monopoliza la oligarquía. Esta parece haberse adelantado a la evolu ción que, desde la primera guerra europea, ha sufrido el concepto de la división de poderes del Estado, tendiendo a hacer esa división cada vez menos efectiva. La línea teórica de las finalidades estatales ha perdido así gran parte de su precisión coordinadora y comprensiva, ce diendo al apremio de unidad con que las inspiraciones de orden concreto e inmediato, procuran que el Espado reduzca su funcionalismo a la tarea de mantener en nombre del concepto jurídico del servicio público, el orden económico moderno que la oligarquía proclama como indispen sable para la subsistencia de la sociedad. La división de los Poderes del Estado formulada por Montesquieu, resulta,, por lo mismo, de tal modo incierto en la práctica, —sobre todo por cuanto esa división deba signifi car independencia de tales poderes—, que cabría considerarla en total desuso, a no mediar las manifestaciones meramente formales con que todavía suele dar muestras mortecinas de su existencia.
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Golpe tremendo para la bolivianidad, el desastre bélico derruía, en efecto, una prosapia de valor y heroísmo que se había conservado lozana y vigorosa hasta entre el tumulto de los motines, hasta en la algidez que sobre la tonicidad civica pudieron determinar los gobernantes de puño férreo. El desencanto del pueblo vencido, cooperó decisivamente, con su abandono, en la entronización de la nueva modalidad clasista. Pudo así cuajarse, cada vez más con sistente, la ideología legalista hasta cobrar el vigor de un conven cimiento público, apto para constituirse en sólido apoyo del or den social. La derrota, además, había virtualmente eliminado al ejército del campo de las actividades políticas, despejando la atmósfera de todo amago de beligerancia entre la capa directora y los militares; ahorrando a aquella la contingencia de entregarse a los albures de llegar al poder sobre una marejada motinera que tuviese por piloto a un caudillo de la soldadesca. La prescindencia de las ba yonetas en la vida pública, fue acaso una ejecutoria para la predis posición colectiva a mantener la paz interna. Hecha y derecha estaba la casta oligárquica. La fortuna, que sonrió a determinados industriales mineros, hízoles también ser los supremos dirigentes de aquella. Fue ésta una hora decisiva para los destinos patrios. Bolivia comenzaba a encorvar su alma bajo el peso del desastre inter nacional y bajo el de la poderosa oligarquía recién nacida.
V Nació con ella la etapa histórica de la comedia, que, como ésta misma, constituye sólo una versión falaz de la realidad, no una realidad histórica. A sí se diferencia de la etapa del drama en que la vida nacional es visible hasta las entrañas. Después de ésta, el proceso histórico parece animado exclusivamente por los elemen tos que sustancian la acción de una pieza de teatro. A esa causa obedece el suplantarníento de la verdad existencial del país por una ficción vitalista propia de lo cóm ico, pues lo cómico no es en sus raíces lo risible, sino lo imitado, lo que asume vida arbitraria, lo que se incrusta en la regularidad efectiva de las ideas o de la mecánica de los hechos, y aparentando estar en ellas incluso, rompe la medida lógica o el ritmo dinámico normales, por efecto de su intromisión
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sofisticante, de su presencia exótica. No es otra la naturaleza ge nitiva de la comedia, imitación o simulación, exageración o misti ficación —en todo caso fingimiento—, de un proceso viviente. Ese fingimiento sufre la existencia de Bolivia a través del último período histórico. Su semejanza con la comedia, no reside, sin em bargo, en las implicaciones humorísticas de su desarrollo, tanto co1mo en su contextura ficticia, en su viabilidad sólo aparente, en •su desajuste insalvable y su ajenitud respecto del verdadero acon tecer histórico. La propia estructura de la época está hecha sólo de palabras, como la de la comedia, y se cimenta igual que la de ésta, en la consistencia meramente retórica de los hechos, irrea les o simulados, que, al cabo, existen por gracia exclusiva de las palabras. Aun los internos resoxtes motores de la vida cómica le son comunes; la repetición, la inversión, la desviación, la inter ferencia contradictoria de los acontecimientos y las acciones, ca racterizan el discurrir de la vida nacional, a la manera en que caracterizan la ejecución de la farsa. La preponderancia de lo aparente sobre lo verdadero, así en la vida boliviana como en la realización comediográfica, responde, por lo demás, a un móvil que es también propio a ambas. En las dos, el suceder se determina y se regula desde afuera, porque es un suceder de artificio puramente humano. Parece más fácil percibir el fenómeno en el escenario histórico, en el que las ideas y los intereses extranjeros denuncian por sí, el foco promotor extraño y lejano. Menos objetividad ofrece en el teatro, pero más pleni tud. La influencia del poder que opera del exterior, ectá de suvo impresa, viva y consustanciada en la acción teatral misma. La comedia se identifica, precisamente, por su congánita similitud con el guiñol y el teatro de fantoches, movidos a tensión externa. Como dice Bergson, en las escenas de comedia “un personaje cree hablar y proceder libremente, conservando todo lo que es esencial a la vida, y sin embargo, mirándole por otro lado, nos parece un simple juguete en manos de alguien que se divierte”. En el drama, la acción humana se promueve a instancia indirecta de los hechos que, igual que en la vida, se desarrollan sin regir mecánicamente la conducta de los individuos. Basta pensar que el movimiento de los actores dependa por algún concepto, de la anuencia de otro hombre, para que el drama tome visos de comedia. Sólo aquello “que es verdaderamente nuestro, comunica a la vida su desarrollo
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dramático y generalmente serio”. La verdad es que Hamlet e Ifigenia atados a hilos, no serían sino títeres. Esta similaridad entre la comedia y la última etapa de nuestro pasado, se consagra ante todo por los efectos de su proyección sobre la conciencia pública. Son los típicos efectos que lo escé nico suscita en el espectador, aislándolo. de la realidad y absor biéndolo por entero dentro de la farsa. Compréndese que ello se logre de modo absoluto cuando lo ficticio es de orden histórico, no teatral simplemente, porque, entonces, la suplantación de la realidad se opera en el espacio y el tiempo, sin limitaciones, y porque hace de suyo que la conciencia del observador participe como actora en la mistificación. A tal circunstancia tiene que atribuirse, en parte cuando menos, la desconfianza con que el sen tir común recibe cualquier intento modificatorio del orden vigente. La sofisticación de lo verdadero es tan perfecta, que para los más, el pensamiento de restituir la vida boliviana a su cauce histórico, es un pensamiento reñido con la realidad. La virtud esencial de la comedia está en su poder de engañar al hombre. Kant señala ese poder como “una singular cualidad de lo cómico”. La historia patria ingresó en aquel mundo de ficción, llevada de la mano por el periodismo. Puede calcularse el poder influ yente que asumió entonces la prensa, hasta por el hecho de que —financiada a mérito de servir definitivamente a los poderosos intereses que nacían— adquirió la doble eficiencia de hacerse dia ria y tener las dimensiones del papel impreso extranjero. El apa recer del capitalismo señalóse aquí, y en todas partes, con las adaptaciones de la ley y con la transformación material d e. la imprenta. Claro es que, asimismo; con un cambio de frente sus tantivo en lo que se refiere a la actividad periodística misma. He aquí algo sintomático de la sensibilidad que adquiría el periodismo. Es apenas un pequeño suelto ingerido en la gacetilla: “Señor Damian Noriega: Si no tiene como pagar la suscripción al periódico, para que se mete a lector? Abone sus cuentas en esta imprenta, pues que ni el director tiene los materiales gratis, ni el repartidor es su muchacho. Seguirá esta lista con los demás señores morosos, y después las ejecuciones judiciales.” La prensa empezaba a ser un negocio. Diez años antes, el redactor no habría permitido esa publicación sin que antes pasaran sobre su cadáver. El nuevo tipo de periodismo imprimió rápidamente el sello de 202
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su utilitaria sensibilidad en el público. Creábase de esta suerte un otro sentimiento colectivo: el de la supremacía del adinerado. Era el futuro mito. Por primera vez en nuestra historia actuarían poco después como directores de la política boliviana los grandes propietarios de minas. Habían logrado crear sus fortunas casi con los propios puños, a costa de trabajo personal, sin que les hubiera sido necesario hasta entonces respirar la atmósfera del poder. Su propia concepción sobre el mando fue siempre contraria al man do. El humorismo con que Thoreau dijera que “el mejor go bierno es, en general, el que no gobierna”, había sido antes norma ideológica, cuando menos, para uno de ellos. Pero querían el gobierno. “Para el valer, a la política me atengo” —como dice el personaje de Gracián—-1 La prensa hizo enteramente factible el intento. A ella es imputable que, en el transcurso de pocos años, el criterio dominante en Bolivia mirase el gobierno de los ricos como una verdadera fortuna para los pobres, como una merced otorgada al pueblo. Por su expresividad humorística, esto parece comedia pura. 1 La cita de Gracián debe entenderse en toda su hondura. El adine rado busca sólo “el valer” del mando en la política, ya que ésta no ha de ofrecerle otro género de valer individualmente.Rarísimo es,en efecto, el potentado que se resigne a actuar en función subalterna a la de jefe de Estado, y más raro aún el que, desempeñando tal fun ción, se procure beneficios pecuniarios mediante ella. El plutócrata auténtico, encarga la custodia de sus intereses en el gobierno, a los estadistas que tiene por abogados y representantes legales. Por lo que hace a los presidentes millonarios del pasado —Arce y Pacheco—, sa bido es que no acrecieron su fortuna privada en el gobierno. La psico logía y la sociología modernas, atribuyen con todo, a la actividad polí tica de los grandes acaudalados, móviles mucho más perniciosos que los de la codicia. “No es sólo el deseo de amontonar cada vez mayores beneficios —dice Rocker en Nacionalismo y cultura—, el que refleja las aspiraciones de la oligarquía capitalista. También suele jugar el interés político de dominación un papel más importante que las pre tcnsiones puramente económicas, aunque sea difícil separar el uno de las otras. Sus representantes han conocido el sentimiento placentero del poder y lo anhelan con la misma pasión que los grandes conquis tadores de tiempos pasados . . . E l. morboso deseo de doblegar mi llones de seres humanos a una determinada voluntad y de dirigir im perios enteros, suele manifestarse, en los representantes típicos delca pitalismo moderno, más claramente que las consideraciones puramente económicas” . . .
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Lo parece más por la composición esencialmente comediográfica del cuadro que tal hecho genera. Dicha composición muestra, a primera vista, cómo las ideas y las acciones han sido objeto de inversión o transposición, por un procedimiento usualísimo en la obra cómica. Es lo del irlandés —en La otra isla de John, Bull, de Bernard Shaw—, deslumbrado ante la dominación que los ingleses ejercen sobre Irlanda. El primer gran diario boliviano, El Comercio, nació en 1878. Era evidentemente de aspecto y dimensiones excepcionales para los ojos de la época. Es cuando en Bolivia —para decirlo con Georges Weill— “los financieros comprendieron que la prensa les ofrecía un maravilloso instrumento de influencia”. A ellos debió la imprenta la repentina distensión de sus alcances tradicionales. Cabe, empero, salvar esta circunstancia: el enriquecimiento de los medios periodísticos, el crecer del papel impreso, no promovieron modificación sustantiva alguna, en el orden material, para el pe riodista. El factor humano, corito se comprende, no es el primer beneficiario ni el objeto principal sobre el que recaen las ven tajas de la evolución capitalista. Los poderosos reconstituyentes inoculados por el dinero en el periodismo, robustecieron a éste sólo en sus factores de rendimiento útil a las conveniencias del dinero. El primero fue, por cierto, el de efundir una atmósfera respirable para los adinerados. Este periodismo, económicamente afianzado, es el que diseña los términos en que habrá de consumarse el devenir nacional en la etapa de la comedia. Es casi un libreto de ésta. Su influencia y su función dentro de tal proceso histórico, muéstranse en verdad como oradoras del carácter que toma toda la época. No debe per derse de vista el hecho de que la prensa asume, sólo desde enton ces, una función de instrumento especialmente destinado a pro yectar influencias concretas y deliberadas sobre el espíritu público, a crear opinión colectiva en tal o cual sentido. Esta misma cir cunstancia señala que la imprenta ha caído en dependencia de otros influjos, también concretos, que le marcan rumbos. El pe riodismo se incorpora así en la órbita de los grandes intereses eco nómicos. a los cuales debe sus nuevas posibilidades de expansión material y espiritual. Como esos intereses son en esencia antina cionales —pues disputan con la nación el aprovechamiento de las riquezas públicas—, el periodismo que han creado actúa en el
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mismo sentido que aquellos. Su insensibilidad histórica, vale decir su aversión al pasado que es lo genuinamente nacional, se expresa como tendencia transformadora de Bolivia, tendencia que plantea el tema central de la comedia: este país quiere ser otro país. Diciéndolo a manera de Pirandello: es un personaje en busca de autor. VI Quebrantado el sentimiento nacioftal por la derrota, mostróse inerte a partir del último contraste militar acaecido a mediados del año 80. La batalla del Alto de la Alianza, diríase la hgrida por la cual escapó el hálito postrero de la fe boliviana en un gran destino. El inútil sacrificio consumado allí por nuestros soldados, tuvo, en cierto sentido, el carácter de un suicidio nacional. Sabido es que el hecho repercutió en la conciencia colectiva, con los ecos irremi sibles de la sentencia dantesca. Los colonialistas asumieron así la plenitud posesiva y operante del mando, sin oposición de sus seculares adversarios. La oligar quía fue, desde entonces, una fuerza capaz de hacer historia, esto es, de imprimir un sentido concreto al curso de la existencia colec tiva. Había sido antes, no más que una expresión eventual y opor tunista de las conveniencias individuales, que buscaba la hegemonía política obedeciendo a inmediatos móviles de lucro. Hasta el año 80, estas conveniencias individuales, desprovistas de todo guión ideológico, mantuvieron la unidad actuante, la armonía de conjunto de una aspiración política de la casta, porque coincidían en perse guir el común objetivo que era el gobierno. Se hallaban empero exentas de toda virtud polarizante en el orden social y en el de las ideas, y se traducían tan sólo como un resabio de las modalidades del coloniaje. Diciéndolo de otro modo, la oligarquía de antegue rra careció de los atributos con que una corriente social actúa de manera histórica, vale decir, de un pensamiento que le dé organicidad y orientación, asegurándole una subsistencia continua desde el pasado hasta el futuro, ya que el desarrollo histórico es como el crecer de las plantas, extensión de raíces y extensión de ramas. Ya se ha dicho que la guerra con Chile descargó una presión decisiva sobre la clase oligárquica. La ideología de ésta es obra
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de dicha presión. El peligro que amagó al país como pais, fue una verdadera revelación de las diferencias que la casta poseedora dis tingue entre los intereses nacionales y los intereses particulares. Tuvo ella así una noción teórica de lo suyo y de lo de los demás, con 1o cual dio expresión ideológica a la tendencia. Mediante ese proceso, el interés económico pasa, de ser un hecho a ser un dere cho, y se fija como pensamiento político de la clase. Obvio es añadir que este pensamiento, reflejo fiel de las conveniencias cla sistas, coordina y asocia las fuerzas individuales y colectivas con arreglo a las miras de la casta. Poseedora ésta de una ideología, y, hasta algo más, de una concepción política, organizó la comu nidad con un sentido obediente a los dictados de la capa directora, sujetándola a la regulación del estado legal clasista. La oligarquía boliviana logró este objetivo plenamente, impri miendo a fondo el sello de su ideología en las reglas de conducta de la sociedad. Aun antes de concluir la guerra, la vida interior del país -—la vida política— estaba en efecto desligada ya de toda conexión con los problemas colectivos y se regía por las normas propias de clase pudiente. Para decirlo mejor, el pensamiento polí tico había hecho una nueva clasificación de los conceptos en que se funda la existencia de la nación. Subestimaba el valor vital de la soberanía geográfica y la integridad del suelo patrio, y atribuía rango sustantivo y supremo a la vigencia del orden jurídico. De fender este orden jurídico era, para la oligarquía, una obligación superior a la de defender el territorio nacional. Percibieron este nuevo orden de ideas, amargamente, los hombres que volvían de la guerra. El representante nacional Miguel Aguirre, soldado en el Alto de la Alianza, dijo a la Convención Constituyente del 80, pala bras rotas por el desencanto, palabras que —es otro índice de la organicidad con que funcionaba el régimen— calló la prensa enton ces y después. Dictaba la Convención nuevas reglas de servidumbre para el indio; leyes en amparo de las propiedades monásticas, leyes de seguridad y privilegio para la riqueza privada. . . “Cuando re gresábamos —clamó en vano Aguirre— del campo de batalla como cobardes, según expresión de un diputado, creimos encontrar legio nes de valientes; creimos que la Asamblea se hubiera colocado a la cabeza de la Nación; no hemos encontrado más que una Constitu ción, el cuaderno que rodó a los pies del usurpador. Quedo deseo-
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razonado cuando veo que no se puede echar mano de nada para salvar al país.”
El predominio que inviste el espíritu colonial en aquella etapa de la vida boliviana, se delata con estos índices inconíundibles: desam paro del territorio nacional en manos del invasor, y agudo celo constitucionalista. Debe esclarecerse la real equivalencia de este apego a la Constitución. Es la señal patente de que la clase direc tora carecía del sentimiento autonomista de la patria, del ánimo con que los hombres crean las nacionalidades. No se ignora que la legis lación de Bolivia fue extraída íntegra de los códigos formulados por la burguesía europea. Creóse así nuestro estado jurídico, incom patible en todo con las necesidades, los anhelos, la naturaleza y la constitución nativa de la colectividad boliviana. El rstablecim iento de ese tipo de derecho evoca el del régimen jurídico del coloniaje. Las leyes elaboradas en la metrópoli con arreglo a las conveniencias del colonizador, hacíanse, como en el siglo XVI, regla de conducta para los naturales. La hación resultaba, en consecuen cia, desprovista de leyes propias que afianzaran su existencia histó rica y su integridad territorial. Por eso aparecía Bolivia inerme frente a Chile el año 80. La Constitución y los códigos hacían in tangible la riqueza privada, protegiendo los fueros de la casta posee dora, legataria de los privilegios coloniales. El suelo patrio, en cambio, no contaba con tal amparo. La ideología liberal en que profesaba aquel régimen — ideología puramente europea— fue asimismo impuesta al pueblo, sólo como otra expresión de dom inio del extranjero. En pleno apogeo de aquélla, imperaba el régimen feudal en la sociedad y la economía. El indio y el mestizo continuaban sujetos a vasallaje.de los pudien tes. La proclamación de “los derechos del hombre y del ciudadano, inalienables e im prescriptibles”, no tuvo la resonancia de las trom petas bíblicas ante la Jericó de la economía fcudaüsta dejada por los conquistadores españoles. Ignoraban los doctos liberales de en tonces que “los acontecimientos económ icos tienen afecto a pesar de cualquier idea o institución política”. Bajo la feérica luz de los ideales libertarios de Francia, la gleba autóctona continuó encor vada como “en tiempos del Rey Nuestro Señor”, buscando oro para los hombres que ejercían el poder a nombre de la ley y de la cultura europeas. Las instituciones republicanas fueron, como la ley y el credo libe
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ral, un medio de sojuzgamiento del pueblo colono. Pese a ellas, el país llenaba meramente, en lo económico y lo social, funciones de feudo para provecho de la oligarquía extranjerizada. Rompió ésta el sutil equilibrio de atribuciones populares en que reside el se creto del sistema republicano, pues —conforme a la sentencia de Montesquieu— “el pueblo en la democracia es, en ciertos conceptos, el monarca; en otros conceptos, es el súbdito”. No se permitió al pueblo, en momento alguno, ser otra cosa que súbdito, aunque la republicanidad —que sólo puede hacerse efectiva en el hecho— con servara intactas las formas exteriores, que, a menudo, no son sino la cobertura suntuosa pero innocua de estados políticos artirepublicanos. La Constitución de Estados Unidos —como dice' Fay en Civilización americana— “adoptaba la forma republicana, pero daba al presidente poderes monárquicos” . . . La tercera república fran cesa fue más lejos aún por este camino. Era —a tenor de Thiers— “ una república sin republicanos”. Nuestra clase política dominante imitaba con entusiasmo esos modelos. En su pensamiento copado por las teorías foráneas no había cabida para un ideario autóctono. Con la práctica del repu blicanismo importado, creía asegurar a la nación destinos idénticos a los de Francia o de Estados Unidos. Hacíasele imposible concebir un destino específicamente boliviano para Bolivia. Esta'es una característica psicológica de la tendencia colonialista: vivir en el país, pero vivir a manera del extranjero. Aun los progresos que esa tendencia busca, se sujetan a tal norma. La llamada política ferroviaria boliviana, que tuvo comienzo a esas fechas, ilustra per suasivamente sobre el tema. Dicha política ferroviaria es uno de tantos frutos de la promis cuidad en que el liberalismo y el feudalismo suelen convivii en los modernos estados colonos, en los cuales, aun el más evolucionado capitalismo burgués emplea los medios feudales de la explotación y del dominio sobre las riquezas y el trabajo. Los ferrocarriles tecnificaron solamente la economía colonial, acelerando el ritmo con que se vaciaba de materias primas el país, desde los tiempos pre* republicanos. Parece casi un símbolo el hecho de que los rieles fueran tendidos de las minas a los puertos, a lo largo de los cami nos que utilizó el viejo coloniaje. Por este cauce de hierro fluye ron más caudalosos los minerales nativos hacia el mar, para en riquecer a Europa, sin que se derramara gota de su turbión fecundo
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sobre la geografía boliviana. Las funciones puramente extractoras del ferrocarril se oponían así a todo provecho que el país pudiera obtener del nuevo medio de transporte. Aunque una mi noría ínfima de la población saborease las ventajas de éste, lo cierto es que ni el suelo ni el Estado ni la colectividad las disfru taron. Miles de indios que todavía recorren a pie las extensiones patrias, hacen persistente la imagen del primitivismo y el atraso nacionales, en contraste con el correr de los trenes por las regiones mineras de Bolivia. El jadear de la locomotora entre las monta ñas, concierta con el de los hombres que horadan las minas, la bronca sinfonía colonialista del músculo y la máquina sujetos a explotación del extranjero. Esta esencia antinacional de la legislación, 1a cultura y el pro greso técnico, toma al cabo forma concreta en el terreno de los hechos, indicando, ya sin reservas, la plenitud material del predo minio extranjero sobre la vida boliviana. Es cuando se convier ten las empresas mineras nacionales en compañías inglesas, norte americanas y suizas. Las riquezas naturales de Bolivia quedan por tal modo incorporadas al dominio de otros Estados. No puede ofrecerse demostración más concluyente de aquel moderno retorno al coloniaje. Los propios beneficiarios nativos de la industria mi nera rehabilitan de esta suerte las figuras evocativas del poderío colonial ejercido por los monarcas españoles. Aprovechan, desde las lejanas metrópolis, los rendimientos de sus posesiones ultrama rinas, manteniendo en éstas el aparato de la autoridad que cela sus dominios. Debe especificarse el valor político del fenómeno, ya que él no es, como suele explicárselo, un simple episodio del proceso de indus trialización de la minería boliviana. Su equivalencia positiva, su finalidad real e inexcusable, es la desnacionalización de las rique zas patrias y la transferencia de ellas a la autoridad económica de otro Estado. Como expresión de la psicología oligárquica, no admite dudas. El sentimiento antiboliviano se muestra en ella des nudo, con una madurez conciencial que no titubea. La tendencia colonialista ofrece con este hecho un señalamiento material de sus metas: la negación de la soberanía económica del país y la servi dumbre voluntaria al poder de los intereses extranacionales.
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Ocasionalmente, puede salvarse aquí cierta confusión relativa al cuadro de la política boliviana correspondiente a esa época. Los gobiernos llamados conservadores, que abarcan el período 1884-1899, resultan, a cansa de dicha confusión, diferenciados del régimen liberal que dirigió los negocios públicos de 1899 a 1920. Los nombres asignados a ambas administraciones no significan por cierto oposición ideológica ninguna entre ellas. Las dos ren dían devoción idéntica al pensamiento liberal, individualista y constitucionalista. Su altemabilidad en el poder, a semejanza de la de demócratas y republicanos en Estados Unidos, o la de libe rales y conservadores en Inglaterra, valía solamente —cual ha dicho Laski en La democracia en crisis— como cambio de una rama de la clase privilegiada, por la otra, en el ejercicio del gobierno. Sabido es que la oligarquía boliviana se bifurcó en di chas ramas el año 1882, sin que ninguna de ellas repudiase teóri camente las doctrinas liberales con motivo de tal ruptura. El tinte ultramontano que coloreaba a los conservadores fue adoptado tar díamente por éstos, diez años después de la escisión.1 Conviene distinguir, empero, que el espíritu de la colonia no se manifiesta en la adopción del liberalismo como tal, sino en el ci^go acatamiento que de él se hizo, pese a su condición de ideo logía extraña al país. Tanto daba ello como persistir en las normas coloniales de obediencia para con el pensamiento político dictado desde* fuera. El coeficiente de esa conducta se acusa en el com pleto abandono de que fuera objeto la masa de la población. La oligarquía prescindió de ésta en tales términos, que la función de gobierno fue reducida a tarea exclusiva de la minoría pudiente, en servicio de sí misma. Su sensibilidad europeísta que despreciaba •* "Baptista, extraordinario político, introdujo hábilmente la ideología conservadora —escribe Ignacio Prudencio Bustillo en La vida y la obra de Aniceto Arce. El presidente aceptó sin entusiasmo la intromisión de una doctrina religiosa en el campo político.” Este presidente, don Aniceto Arce, uno de los más grandes conductores de la clase domi nadora, ideó e hizo efectiva la construcción del primer ferrocarril en Bolivia, obra que por sus inspiraciones y sus finalidades, muéstrase como hija legítima ae la concepción económica liberal de que Arce fue in signe animador y ejecutor nasta 1892.
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al indio y al cholo integrantes de las clases populares, puede ex plicar el menosprecio con que miró, o no miró, la suerte de las masas. El primer gobernante de aquella época, el general Cam pero —hombre connotado por su ecuanimidad en el ejercicio del poder—. calificaba como insignes “despropósitos” las preocupa ciones de un ex presidente por el malestar económico de los nativos.1 Ninguno de los bandos en que se escindió la casta dominadora parece inocente de tal pecado. En parte, es éste atribuible a la concepción político-económica liberal poco amiga de libres mani festaciones de la masa. Max Lerner critica al liberalismo “por su temor a la energía bárbara del pueblo”. La verdad es que, aisladas las clases bajas de la vida pública, la oligarquía se aseguraba el tranquilo goce del poder. Su sector descontento, carente del apoyo popular, no podía arrebatarle el mando político. Veinte años em plearon los liberales y veinte años los republicanos, para conseguir que el pueblo secundara eficazmente sus planes de subversión. La sensibilidad colectiva fue, por largós plazos, inconmovible ante las excitaciones retóricas de los partidos adictos del pensamiento euro peo. Su quietud señala en qué medida estaban las ideas políticas de la “élite” desvinculadas de la emoción y los intereses de la bolivianidad. La prensa puntualiza mejor esa desarticulación, desde los albo res del período. Es cuando el pueblo, víctima de la sequía que 1 Ilustran sobre el particular, las palabras que Campero escribe en sus Recuerdos del regreso de Europa, aludiendo a un diálogo que sostuvo con el ex presidente Belzu. —... “esos pobres artesanos —habría dicho Belzu—, ya no tienen ni cómo trabajar desde, que los extranjeros se han apoderado del co mercio y que llevan allí todo. Ahora, |vaya Ud. a ver ese empeño de algunos hombres que manejan allí Ja política! de querer quitarle a Bolivia el único bien que le queda. . . ; háblo de la ventaja que tiene sobre todas las demás repúblicas y aun sobre todas las naciones del mundo, de no tener deuda exterior. Este es el único bien que le queda a nuestra patria y que sería preciso conservárselo a toda costa. Pero si por desgracia la empeñan con algún empréstito en el extranjero, j adiós Bolivia! “No dejé —comenta en seguida Campero—, de quedarme desconso lado al oír decir al General Belzu tales despropósitos; porque, a pe sar de tantas anécdotas desfavorables que se referían a su respecto, consideraba yo que algo hubiese él adelantado en su larga permanen cia en Europa". . .
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hubo desolado los campos, enloquece de hambre, y se desborda por las calles buscando qué comer en las despensas de los adine rados. “Una turba desenfrenada —relata con este motivo el diario de mayores prestigios en aquella hora—, impelida más que por el hambre por la embriaguez, se ha lanzado al pillaje, allí donde la propiedad fue más religiosamente respetada, aun en los más tur bulentos acontecimientos. No han consumado el atentado sino los verdaderos sansculots que saliendo del antro inmundo donde vi vían encenegados en el fango de- los más repugnantes vicios, han despedazado todo dique de moralidad, de cultura y civilización. Esa horda vil y soez ha arrojado un negro borrón en la frente de un pueblo . . . Evidentemente en Bolivia como en todo el mundo se trabaja empeñosamente por precipitar a la sociedad en un cata clismo universal.” Entre las causas del trastorno, denuncia aquel diario, “como una de las principales la del empeño que los libre pensadores tienen de hacer que prevalezcan las disolventes doctri nas de Voltaire”. La contextura y la inspiración liberal del periodismo, no eran óbice para que su concepto del bienestar social continuará siendo caracterizadamente colonialista. Ese concepto muestra las raíces del sistema de la explotación industrial subsistente hasta nuestros días. Como idea de la época, es un auténtico índice del descenso, de la bajura en que se había sumido a las masas trabajadoras y a la clase pobre en general. He aquí cómo resolvía un diario el problema de Ja escasez de subsistencias: “ ¿Cuáles son los medios de disminuir el mal del pobre, sin herir el derecho del rico? No es una cuestión que se resuelve leyendo y copiando libros, decla mando en torio de socialista, ni filosofando con platonismo; su solución depende del estudio profundo de nuestras necesidades, de nuestros productos, comercio y modo de vivir” . . . Este era el resultado a que llegaba el consiguiente estudio profundo: “En pri mer lugar, en cuanto sea la localidad paceña, no nos preocupemos mucho del pan, porque nuestra baja sociedad no se alimenta con él tanto como con el chuño, la papa, el arroz y la carne. No es lo mismo en la clase pobre de otros lugares. Por ejemplo, en Sucre, y en todo el departamento chuquisaqueño, la papa y la carne son de primera necesidad y lo es el pan. Familias pobres hay que no conocen otro almuerzo que el chocolate y el pan, ni otra comida de tarde que la papa y la carne, y cuando más arroz o trigo.”
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Aun estas evidencias fueron insuficientes para sacar a la oli garquía del mundo de ficciones progresistas y europeizantes en que se aislaba de la nación. “Deber es pues en nuestra prensa —dice un diario reforzando el sentir de la clase dominadora— procurarnos un cambio social que marche con el espíritu del si g lo ..., procurando en el extranjero conceptos medianamente ele vados para nuestro país ..., cumpliendo de este modo un cometido digno de la esfera de la humanidad civilizada.” Nada efectivo hizo empero la casta gobernante por condensar la vaguedad humosa de tales intenciones. La finalidad que perseguía el anhelo de un “cam bio social” acorde con “el espíritu del siglo”, no fue ciertamente alcanzada. Dice de ello el dejo picante o desabrido con que el extranjero enjuicia todavía a Bolivia. Por lo demás, ni los ferro carriles —a excepción de los de última hora—, ni el agigantamiento de la minería— únicos índices que suponen radicales trans formaciones dentro del vivir boliviano—, son hechos persuasivos de que el país llegara con ellos a “la esfera de la humanidad civi lizada”. Se les comprende a menudo, con tanta inexactitud como ligereza, entre las realizaciones prósperas debidas al esfuerzo del Estado oligárquico, siendo así que por sus móviles y sus finali dades de lucro privado, constituyen más bien hechuras del interés particular. Debióse esta carencia de posibilidades creadoras, no tanto a la insuficiencia natural de la oligarquía como a la mentalidad de la época. El propio modelo europeo que se remedaba en Bolivia se muestra, en efecto, hueco de toda corporeidad constructiva. Hoy no puede ya dudarse de que la ideología política de aquellos tiem pos era un edificio de simples palabras, una mera suposición retó rica, hija de la cultura intelectualista del siglo xix, que creía en la omnipotencia del cerebro humano 1. Las invenciones técnicas 1 León Daudet enjuicia acerbamente la época en su libro El estúpido siglo XIX. ‘‘Nunca acogieron nuestros ciudadanos —dice aludiendo al estado de la conciencia colectiva—, tal cúmulo de embelecos filosóficos, morales y novelescos con tan deferente atención.” La cifra intelectual de la clase culta no le merece concepto más favorable. ‘‘Numerosas per sonas creen aún, de buena fe —escribe al respecto—, que el siglo xrx ha sido el siglo de la Ciencia, con una C mayúscula. H a sido, ante todo, el siglo de la credulidad científica, de lá sorpresa ante las hipó tesis de la incierta experiencia, y de la aceptación sistemática de estas
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y los descubrimientos científicos dieron base a su ilusión de que la inteligencia del hombre podía crearlo todo, reduciendo la natu raleza y la humanidad a obedientes instrumentos de la imagina ción, a puñados de cera que la “élite” intelectual modelaría cuando y como quisiese. En el hecho —según dice Fay— vivían “los hom bres más inteligentes de Europa embriagados por sus palabras y por las visiones de su espíritu”, cuando el impetuoso crecer del industrialismo acumulaba ya en torno a ellos los explosivos de las conmociones político-sociales que trastornarían al mundo. En aque lla Europa del “siglo de las luces” —ha escrito Zweig— sólo hubo un hombre —Nietzsche— que vio “llegar la crisis, mientras los otros se adormecían con palabras”. La oratoria suplió en Bolivia a la falta de iniciativa y de activi dad impulsora, dando la impresión de que la clase gobernante cumplía un rol concreto en beneficio de la nación. La palabra ejerció así una función de engaño y hasta de autoengaño, no sólo en los dominios de la política sino en los de la conciencia colec tiva. Se imitaba de esta suerte otra de las modalidades europeas del siglo xix, “verbal por excelencia, condenado a fuer de tal a disimular el pensamiento por la palabra”. A sugestión de ésta na cieron y se consolidaron las instituciones, tomaron autoridad im perativa las ideas que auspiciaba la clase directora, y se erigieron los mitos cuyo culto infunde fe en la colectividad, convirtiéndola en fiel guardiana del orden establecido. La palabra, en suma, oral o escrita, compuso esta época dándole un carácter de aparente progresismo y de vacuidad interior. Esto último añade una semejanza más entre tal etapa de la vida boliviana y la comedia. Es la de la ajenitud con que los actores viven dentro de la ficción del bienestar, sin salir de la realidad miserable en que han nacido. En lo económico, en lo social, en lo político, en lo institucional y en lo ideológico, la próspera falsedad contradice, en efecto, implacablemente, a la verdad de la penuria y el desamparo. Fingimiento semejante vale, en último análisis, por la negación de lo boliviano, por una doble negación que al canza lo mismo a la oligarquía que a la capa dominada. Viviendo hipótesis.” Expuestos como están aquí, solo enunciativamente, fuerza es que tales juicios parezcan excesivos, no obstante la precisión que invisten dentro del texto daudetiano.
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aquélla a usanza de Europa y ésta a usanza del Coloniaje, ninguna de las dos percibe, en el hecho, que habita una patria realmente suya. A ello debe imputarse el amortiguamiento que en tales días padeció la emoción aútoctonista, desapareciendo casi al conjuro de las enajenaciones extranjerizantes. La historia de estos tiempos no señala, por eso, un solo acontecimiento nacional con las fuertes y poderosas equivalencias que el aliento nativo insufla en el deve nir de los pueblos. A excepción del inútil heroísmo con que la bolivianidad se inmola defendiendo el Acre, el acontecer bolivia no está, entre 1880 y 1932, desprovisto de todo ímpetu afirmativo. La ficción europeísta ha eliminado en él, cuando menos, la pre sencia activa y vital de las energías nacionales. Lo que aquélla testimonia, es más bien el enfriamiento y la atonía del espíritu pa triótico. La imprenta reflejaba sin empañaduras la imagen de ese nuevo estado de ánimo, aun antes de materializarse el fin de la guerra con Chile. Así un periódico denunció, al concluir el año 80, más que como un atropello como un imperdonable agravio inferido a la clase culta, el hecho de que “todos los que no querían marchar al teatro de la guerra, correr a la defensa nacional, fueron reclutados y enrolados en Igs filas del ejército de línea: esa juventud, esperanza del porvenir de la patria, fue la más perseguida”. La prensa —financiada ya por dineros internacionales— parecía ha ber quedado exenta de toda sensibilidad patriótica. Publicó ella un día esta monstruosidad, a propósito de los insalvables obstáculos con que tropezaba la defensa patria frente a Chile: “El enemigo cree firmemente —decía una hoja impresa— que nos comunicamos, desde Buenos Aires, en seis días por el sistema combinado del telégrafo y de los chasquis. ¿Y qué diría el enemigo si supiese que no hemos empleado tal sistema de comunicación y que vivi mos tranquilos sin saber del ejército del Sud si no cada ocho y quince días?” Esta desaprensión publicitaria parece copiada a la prensa de Francia en la guerra del 70. La marcha de Mac-Mahon a Sedán —como escribe Georges Weill— “fue revelada a los ge nerales alemanes por los periódicos franceses”.
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VIII Tres fueron los principales mitos a cuya advocación encomendó su suerte la oligarquía: el mito de la libertad, el del sufragio, y el de la ley. Es obvio aclarar que, dada su condición de mitos, nin guno de ellos poseyó prácticamente el don de la existencia. De bieron la suya: más bien, a la fe que en ellos puso el espíritu pú blico, en el cual se había insuflado, por medio del periodismo, una noción sobrehumana de la ley, la libertad y el sufragio. Creíase en éstos, por lo tanto, cual se cree en las divinidades. Nunca se les demandó hacerse presentes con su prístina y acendrada naturaleza, ni su irrealidad concitó dudas respecto de sus posibilidades bien hechoras. Mientras, menos existentes parecían, más y más fiaba la conciencia pública en sus virtudes palingenésicas. Guy Inman ha observado algo muy curioso al respecto. “Esta urgencia de ideal desnudo ante la realidad, es —a su juicio— una de las ma yores fuerzas y al mismo tiempo una debilidad en el espíritu lati noamericano.” En el hecho, llenaban las tres deidades el rol concreto prescrito a ellas por la oligarquía. Muchas divinidades han corrido, moder namente, la misma suerte. En el himno nacional —dice BerñUrd Shaw— “se verá que ordenamos a Dios cómo hacer nuestra sucia labor política”.1 Desde el plano de su exaltación mitológica, las abstracciones del sufragio, la libertad y la ley, velaron en Bolivia por el orden político, la propiedad privada y la exportación de minerales. La fuerza pública no habría logrado hacerlo mejor. Por el contrario, cuando ella intervino con su característica im prudencia, fue para romper aquel status montado y mantenido por el influjo puramente idead de tres palabras. Aquellos mitos, como se comprende, no tenían cabida en el te rreno de los hechos. La libertad no sobrepasó jamás los términos de la definición anatolefrancesca: era un bien que el hombre per 1 Alusión a la letra de God Save The King, en Las aventuras de la niña negra que buscaba a Dios, de G. B. Shaw. Entre otras invocacio
nes al Ser Supremo, el humorista irlandés menciona estas: . . .“confunde sus maquinaciones frustra sus tretas malignas” . . . frases con que —según Shaw—, se azuza a la divinidad contra los enemigos de los ingleses.
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N A C I O N A L I S M O Y COLO NIA JE día todas las veces que se atrevió a disfrutarlo. Sólo fue concedida sin lim itaciones en los casos en que su ejercicio resultara práctica m ente im posible. La libertad de imprenta para el indio, es un ar quetipo del género. Por lo demás, la oligarquía empleaba el prin cipio jacobino de que “no hay libertad posible contra las liber tades”, de cuya custodia hízose depositaría, y en cuya tuición se atribuyó la libertad de oprimir. Suponiéndose gemela de la oli garquía norteamericana que monopoliza a “los sabios, los ricos y los buenos” — como dice Fisher Ames— , defendía esa óptima in tegridad adecuando a sus conveniencias el sum inistro de las liber tades comunes. D io a éstas una aplicabilidad reconvencional con la que — usando la frase de Lerner— en vez de libertades “para” esto o aquello, otorgaba libertades “contra” esto o aquello. Así perm itía el desm edido enriquecimiento del patrono, imponiendo al obrero la obligación de trabajar como bestia en provecho de aquél. De m odo general, hízose efectivo por la oligarquía que “la libertad de la democracia capitalista — conforme ha escrito Laski— es una concepción esencialmente aristocrática”, que excluye de sus beneficios a la clase desposeída. La sola falta de renta, en' efecto, es, para ella, causa de privación de los derechos políticos. Parecidos falseamientos sufrió el mito de la ley en sus contactos con el mundo de las realidades. Había sido él, sin em bargo, el que dio verdadera intangibilidad al imperio de la casta gober nante, pues la subordinación colectiva no era acatamiento de los individuos de aquélla, sino del principio impersonal que represen taba la ley, aun siendo ésta no más que el trasunto fiel de los in tereses oligárquicos. He aquí algo que puede tenerse como ele mento diferenciador entre la vieja y la nueva técnica del dom inio político. La potestad imperativa se ejerció antiguamente por la persona a quien se suponía legataria del fuero divino reconocido a los reyes com o atributo de mando. Este atributo pasó, con la form a republicana del Estado, a la ley. Sus raíces agustiniana, paulina y tomista eran, sin embargo, las m ismas que las del jus divin um . Neville F iggis encuentra que la “honda conciencia de la m ajestad de la ley y del deber de la obediencia, es el inapre ciable legado, trasmitido hasta nuestros días, por quienes tuvieron fe en el Derecho D ivino de los Reyes”. No es difícil descubrir que el som etim iento colectivo a la ley, aun siendo ésta durísim a, con tiene mucho de semejante sugestión sobre un sagrado origen.
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La clase dominadora mantuvo cuidadosamente este casi litúrgico sentimiento, eludiendo imprimir sus huellas digitales en la parte visible del mito. Sabido es que aquellos gobernantes que creyeron, conforme a la teoría platónica, poder obrar contra las leyes en nombre del bien común, fueron execrados por los demás jerarcas del régimen. Los presidentes Arce, Montes y Saavedra causaban efectivamente una impresión de horror legalista a sus propios adictos. Verdad es que el sacrilegio de aquéllos mermó el primi tivo fervor de los demás. A fines de la etapa, bien podía definirse la ley con la frase del sociólogo francés, como algo que “todo el mundo acepta, todo el mundo aplica y todo el mundo infringe”. Es cuando la oligarquía, modernizada por la noción imperialista del dinero, empleó la ley como un simple medio utilitario dictándola o no, a instancias de dádivas y propinas, en obsequio de grandes empresas extranjeras concesionarias de monopolios.1 No por ello se olvidó enteramente el mantenimiento del presti gio mítico reservado a las leyes reguladoras de la vida social y guardianas del orden político. Concentró la oligarquía ese presti gio en la Constitución, que ella denominaba Carta Magna, a usan za de los ingleses. Habíaosela rehecho a comienzos de la época, en pleno curso de la guerra con Chile. Para la casta, fue esa me dida realmente salvadora. Infundió con ella en el pueblo, la im presión de confianza y solidez con que pudo mantenerse la paz pública después de la derrota. Para la defensa del territorio in vadido, en cambio, resultó enteramente inútil, como toda la legis lación elaborada por la Asamblea Constitucional del 80: No eran vanas las palabras cort que el diputado Nataniel Aguirre manifes 1 Es de salvar aquí, entre contados nombres, el de José Carrasco, primer constitucionalista de su tiempo. Aun cuando la autoridad re conocida a su palabra resultó insuficiente para contener los avances de la finanza extranjera en el país, queda el testimonio ejemplar de su pensamiento inspirado por el espíritu de la nacionalidad. “El deseo de Jucro —decía en sus Estudios constitucionales—, la tiranía dc-1 ca pital, las combinaciones para acumular la producción y restringir la oferta a fin de obtener utilidades ilimitadas, han hecho del monopolio una fuente de negociaciones dirigidas a la explotación de la generalidad tu piovucho de unos pocos. Sin embargo, estos empeños del capital pueden quebrantarse con la concurrencia particular y aun oficial si acaso el abuso excede los límites de lo tolerable."
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taba su extrañeza frente a la insensibilidad patriótica de aquélla: “Creí —dijo— que veníamos a la asamblea de una nación en guerra, para salvar la Patria. Hasta ahora, sólo veo con asom bro que dictamos leyes para las épocas normales, para un país or ganizado.” Aquella Constitución del 80 ha subsistido más largamente que otra alguna en la historia de Bolivia. Ella debió su longevidad a la circunstancia de que condecía en absoluto con el estado político y social reinante. “El texto de la ley'está siempre teñido del color particular de la sociedad a la que se ha de aplicar” —como dice Laski—, y su consistencia depende de que su tono coincida en lo posible con el de los intereses en auge. El cambio frecuente de constituciones —imputado como estigma a nuestro pueblo— no prueba sino una chocante disconformidad entre aquéllas y las ne cesidades colectivas. Fay anota que “Francia ha cambiado de constituciones unas veinte veces, Alemania unas diez, Italia otro tanto, Inglaterra ha renovado la suya, y todas las demás naciones europeas han participado, con afán emulador, en este ’concurso” . . . Creadas- por el voto popular, las asambleas legislativas de tal período informan de suyo sobre el destino que cupo en la práctica al mito del sufragio. Un diario habla el año 1881, de la mayoría “venal y abyecta de diputados que ha de decir amén a todo”. Otro, el 890, dice que en los congresos, “detestables desde hace 8 años”, toman asiento “vulgaridades insolentes”. Agregan que la ley elec toral es anulada por el cohecho. En las elecciones generales del 84 y el 88 — difce— fue la ley sustituida por el símbolo de la hora: “bayoneta y dinero”. Se hace innegable que —usando la defi nición de Kelsen— la concepción de que “en el Parlamento sólo puede hallar expresión la voluntad del pueblo, es una ficción po lítica que tiene por objeto conservar la apariencia de la soberanía popular”. Esta es, por otra parte, adulterada sin embozo por la clase directora. El principio de que el derecho de sufragio reco noce la capacidad espiritual del pueblo para escoger a sus gober nantes, resulta destruido en el hecho por el deliberado «mbrutemiento a que se somete al electorado, anulando en él esa capaci dad espiritual. La ciudadanía es en efecto literalmente idiotizada por una sistemática alcoholización, como medio previo de habi litarla para el acto del sufragio. La prensa da una típica muestra de la comedia en apreciación de tal acto, llamándolo nada menos
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que “mayestático y sagrado ejercicio del derecho ciudadano”, frase que estereotipa el papel impreso a lo largo del medio siglo, reite rando la ficción. Aquel Parlamento copiaba con exactitud el carácter económico social de la clase pudiente, y aun es posible decir que era la imagen esquemática de la contemporánea estructura política, en la cual no tenían cabida las fuerzas nacionales autonomistas. Nin guna institución del país delata como ésta el hecho de que la oligarquía tomó entonces para sí los atributos y las funciones de la nación entera —los del gobierno y los del pueblo— , eliminando poi completo a las demás clases integrantes de la comunidad. A esto se debe que las necesidades materiales o espirituales de la masa no hubieran sido atendidas en momento alguno por aquellos con gresos, que emplearon decenas de años en debatir sobre cuestiones meramente principistas como la separación de la Iglesia del Es tado, la libertad de cultos, el sufragio universal, el matrimonio civil y la enseñanza laica. La llamada lucha parlamentaria entre las dos ramas de la casta, no implicó jamás un antagonismo radical y beligerante, pues ambas pretendían la finalidad común de sos tener un régimen aristocrático en el que no participase la capa chola o india. La oposición entre dichas ramas reducíase por lo tanto a una contienda retórica de extraño parecido con las de los esquimales de Groenlandia, de quienes —ha dicho Simmel— “se refiere que el único modo de combatir que practican, es un certa men líiico”.1 Pero aquel manantial de palabras y doctrinas que era el Parla mento, fue estéril en absoluto para la nacionalidad. Lo fue in clusive desde el punto de vista didáctico, para la propia clase le trada. El vigor intelectual de ésta, desviado por los laberintos la cultura extranjera, tiene en tál tiempo el sello melancólico de lo frustráneo. Aparte de los Estudios constitucionales de José Ca rrasco y los proféticos discursos de Abel Iturralde impugnando la concesión de nuestras riquezas petrolíferas a la Standard Oil, nin 1 “El pueblo —dice Spengler objetivando el contenido innocuo de la polémica en los parlamentos demo-liberales—, el pueblo se quedaría muy admirado de ver cómo después de haberse maltratado con epítetos tremendos en la sesión (para la reseña de la prensa) los adversarios charlan cordialmente en los pasillos”.
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N A C I O N A L I S M O Y COLO NIA JE guna creación conducto del espíritu boliviano, dejaron los con gresos de la época. Su infecundidad, en gran parte debida a su incoherencia con los intereses nacionales, obedeció también a la orgánica inaptitud de la institución. A cuenta de élla, Bertrand Rusell dice que “los norteamericanos deberían agradecer al cielo la falta de espíritu práctico del Congreso, pues sus vacilaciones y lentitudes le impiden hacer un mayor número de necesidades”. A las deficiencias contexturales propias del parlamentarismo, añadiéronse dos factores que pesaban depresivamente sobre nues tras asambleas legislativas: el de su europea repugnancia a todo lo autóctono, con lo cual renunciaron a los únicos materiales de que podían disponer para labrar cosas imperecederas; y el del cambio de las funciones representativas que investían los legisladores, por el rol esencialmente estático e infructuoso del hom bre uncido a prejuicios e intereses de casta. Los más agudos exponentes del le gendario doctorismo altoperuano, recaían así en el mal de aquellos atenienses de quienes decía Solón que “cada uno era un zorro astuto, pero que reunidos se convertían en un rebaño de corde ros”. La ley del cuerpo colegiado — ley que tendía a la conserva ción del status oligárquico— sofocó todas las veces la inquietud y el pensamiento renovadores. Al cursar las últimas décadas, hízose el Parlamento, como la prensa, dócil a los influjos de la creciente econom ía capitalista, cuya expansión, a manera de las lavas volcánicas, iba cubriendo poco a poco el área que abarcaba la institucionalidad. Márcase aquella hora por una notoria pérdida de la resonancia verbal que antes fuera característica del Poder Legislativo. Por sus efectos políticos, el hecho importó un positivo fortalecimiento del régimen parlamentario. La imprenta cooperó en ello haciendo que la anti gua devoción por el legalism o se hiciera una corriente específica y concreta que conservara intangibles los elementos esenciales del sistema. Fruto de ese empeño, al par que una de las grandes crea ciones de aquel periodism o, es el sentimiento de respeto con que la colectividad mira desde entonces la Constitución Política del Estado, sentimiento que no pudieron destruir siquiera los gober nantes, pese a la frecuencia con que por ellos fue violado el texto de la llamada Carta M agna. D e este modo — para decirlo con una frase de Spengler— “la voluntad de poderío, revestida en forma puramente democrática, ha llegado a su obra maestra, ya que el
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sentimiento de libertad se siente acariciado y halagado por la mis ma técnica que le impene la más completa servidumbre”. El cons* titucionalismo, en cuyo nombre “los ministros dominan al prínci pe y los legisladores al pueblo”, según sentencia de Stirner, sirvió a la oligarquía mejor que un ejército para consolidarse en el poder. A la sombra de la Constitución fue montado el moderno cimiento jurídico en que aquélla asentó su dominio sobre el país. Los extra ordinarios privilegios otorgados a la industria particular y las limitaciohes de la soberanía del Estado se establecieron bajo aque lla majestuosa tutela. ¿Puede invocarse acaso la simultánea dictación de preceptos legales en amparo del peón de minas o del indio? La realidad económico-política de Bolivia contesta a ello con mayor elocuencia que cualquier alegato. Constitución en mano, los re presentantes del pueblo al cual proclamaban por indiscutido sobe rano, redujeron todos los deírechos de éste a uno solo, obligatorio e infructuoso como la servidumbre: el derecho de continuar eli giendo tales representantes. IX Rompiéronse las últimas ligaduras emocionales entre los desti nos de la nación y los de la casta gobernante,- cuando el dinero internacional asumió parte conductora en los mecanismos del Estado. Puede fecharse tal acontecimiento con la presencia de los abogados, gestores administrativos y consejeros de las empresas capitalistas en los altos cargos públicos. El sentimiento nacional fue suprimido entonces como impulso histórico llamado a cons truir un presente y un futuro consubstanciales con la Patria. Su existencia y su acción inagotables, tumultuosas y heroicas, hasta fines del 81, resultaron suplahtadas por las normas jurídicas de sumisión al poder y servidumbre a las conveniencias antinaciona les. Esas normas, y no los anhelos, los ímpetus y los ideales pa trióticos. marcaron desde tal momento el rumbo de la existencia colectiva. No es hipérbole decir que Bolivia fiíe rehecha á esa hora, como una falsificación de la Patria nativa, por el capitalis mo extranjero. Es ohra inequívoca -—y obra maestra— de éste, la eliminación que hizo del sentimiento patrió. Esta se acusa con índices terribles, en los dos más luctuosos evento» de la época: la
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venta del litoral a Chile, y la venta del Acre al Brasil. Ambos evidencian que la noción de la oligarquía sobre la integridad terri torial, era una simple noción de propietarios.1 Esa noción contribuyó, de ordinario, a hacer prácticas las fina lidades políticas de disgregación y aniquilamiento de la naciona lidad, finalidades con que el espíritu colonial se abre paso para afirmar su dominio. El territorio, parte esencial y básica de la conexión afectiva del pueblo, no se fracciona materialmente sin que se quiebren también los vínculos emocionales que cohesionan la comunidad. Contra ese todo territorial que ata espiritualmente a los hombres, luchan por eso las asociaciones internacionales polí ticas, religiosas, ideológicas, culturales, y —como Simmel ha di cho— “los grupos de la finanza internacional cuya esencia consiste, precisamente, en la negación y supresión del lazo que les une a una determinada localidad”. Cor aquellas ventas territoriales, el colo nialismo aplicaba, por lo demás, en letra y en espíritu, la fórmula preferida por Maqui-avelo para sojuzgar naciones autonomistas, pues ‘‘hablando con verdad, el arbitrio más seguro para conservar semejantes Estados, es el de arruinarlos”. Es cuando la similitud entre historia y comedia paTece tanta, que se hace difícil separar a la una de la otra. A partir de enton ces, la vida nacional sólo obedece a una dirección de artificio, extraña al destino patrio, y carente en absoluto de los impulsos autóctonos que eslabonan la continuidad orgánica de la historia. Su desarrollo no conserva conexión alguna con lo pretérito, y hará, en el porvenir, un curso incontinuo, torcido, cuando no intempes tivamente roto por designios que se irradian desde afuera, como en el caso de los conflictos bélicos del Acre y del Chaco. Los 1 La venta del Litoral —200.000 kilómetros cuadrados más o me nos—, fue convenida en la suma de £, 6.500.000.— pero lo que de éita fue pagado por el comprador —como sostiene Luis Espinoza y Saravia en su libro Después de la guerra—, no alcanzó a la cifra de £, 2.500.000.— El justiprecio de los 187.800 kilómetros del Acre transferidos al Brasil, fijó a su vez la cantidad de £. 2.000.000.— tam bién nominales. “Últimamente —según Mercado Moreira informa en Historia internacional de Bolivia—, el Tratado Vaca Chávez - Mangabeira del 25 de diciembre de 1928 ha estipulado que el Brasil le entregará a Bolivia un millón de libras —como única obligación” .. .
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intereses extranacionales y aun la codicia individual de los foras teros, planean —a veces con sangrienta violencia— gran parte del acontecer boliviano. La voz de tales intereses hácese perceptible muy a menudo en el escenario, con el sisear atento e imperativo de la voz del apuntador. Hay que admitir que en aquellas cir cunstancias, Bolivia ya no vive propiamente por sí. Representa, sumisa al dictado ajeno, el rol que un desconocido y lejano poder le asigna. Su dependencia del extranjero, sólo ideológica hasta ese día, toma las formas definidamente serviles de la dependencia económica, que es dependencia vital. Esa transformación, como la de la imprenta y el Parlamento , que el capitalismo privado convirtiera en medios de negación de la bolivianidad, se originó, con todo, en el potencial de vida del país. No es inexacto sostener que aquel cambio de frente del des tino patrio, por lo menos en sus elementos materiales, provino del ' subsuelo de Bolivia. Por el trastorno externo que produjo, hasta sugiere la imagen de una insurgencia geológica aríasadora. Lo específico de ello, es por cierto, de un valor más sumario. Las riquezas con las cuales hubiese la nación posibilitado su ideal au tonomista —de contar con una clase gobernante alentada por el sentimiento de patria— sirvieron más bien para remacharla a su enyugamiento. El dinero internacional reguló así, desde Europa y desde el Asia, el manar de nuestras vetas metalíferas,’ descargíando en ellas los contragolpes de los vuelcos económicos que promo vía en el Viejo Mundo. Víctor Paz Estenssoro muestra cómo fun cionaba el universal mecanismo a que se hubo atornillado la riqueza minera de Bolivia. “Perdido el Litoral —dice— la eco nomía boliviana quedó otra vez reducida a la explotación de las minas de plata. Los efectos de la declinación del precio del metal blanco, determinada por la adopción del patrón oto que iniciara Alemania en 1870, empezaron a sentirse agudamente en Bolivia desde 1885. El tipo de cambio sobre el exterior que antes de 1870 ha&ía sido de 48 d. por boliviano, cayó a 27 d. en 1889. Se aceñtuó aún más la baja en su cotización, a partir de 1893, con motivo de la clausura de las casas de amonedación de la India inglesa que, hasta entonces, absorbían un considerable volumen de la pro
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ducción mundial de plata.” 1 El capitalismo internacional tenía clavado ya su harpón en nuestras montañas. A causa de tal atadura con la economía imperialista, Bolivia no pudo administrar libremente la explotación dé sus materias pri mas. El Estado, que era su poseedor originario, perdió el privile gio de asignarse la participación que sobre aquéllas le correspon diera a ley de dueño, privilegio que los industriales mineros to maron para sí. En lo posterior, éstos fijaban la cuota de beneficio del Estado. Con cicatería propia de negociantes, la otorgaron de costumbre como una limosna al país, y sólo para que éste no pereciera de hambre. La frase “Bolivia vive sostenida por la minería”, interpreta exactamente el hecho de que la nación se encuentre a merced de los magnates mineros. Ellos la sostienen evidentemente —y es de decirlo con palabras de Turgot— como la horca sostiene a la víctima: estrangulándola. El cuadro se hacía no obstante imperceptible, por obra de la comedia, que lo contrastaba con la versión optimista del renombre mundial que a Bolivia daban las caudalosas fortunas extraídas de sus minas. “ ¡Sois hijos del país más rico del mundo!”, solían clamorear, en efecto, los primeros actores ante el auditorio vestido de harapos, arrancándole entusiastas aplausos. La imagen de los palacios que en París poseían los grandes mineros, despertaba una honda sensación de orgullo en la conciencia pública. El senti miento de inferioridad del pueblo respecto de sus explotadores, fue otra de las insignes creaciones del nueyo periodismo, la creación acaso, típica de la era histórica de las mixtificaciones. La imprenta suscitó no sólo el invencible temor y el infinito respeto de los po bres hacia sus empobrecedores, sino también su gratitud. Creían aquéllos, con toda buena fe, que adeudaban su propia subsisten cia a quienes les “daban trabajo”, y no al trabajo con que enri quecían a los empresarios. Si al decir de Upton Sinclair, “el ame ricano siente, como siente el inglés por los duques, un instintivo respeto por los multimillonarios”, el boliviano al cual sugestio naba la prensa capitalista, llegó a sentir por los ricos una especie 1 Desarrollo del pensamiento económico de Bolivia, titula el texto de que tal cita se extracta. La consagrada maestría de su autor, compendia en dicho texto el proceso histórico de las concepciones económicas que alcanzaron mayor influencia en nuestro país.
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de veneración parecida a la religiosa. Eli hombre que sirviera a un plutócrata sé consideraba, por el mero hecho de servirle, como tocado por lós dones de la Providencia. El arqueo de aquel estado psicológico de la sociedad ofrece un balance sumamente aleccio nador: millonarios con rentas mucho mayores que las de la nación, y la nación en falencia de miles de millones de pesos pignorados de los bancos extranjeros. No es esto,jempero; lo que percibe el juicio colectivo, sino el aura de prosperidad que difunde la prensa. Puede inclusive afir marse que —excluidos lo# financistas extranjeros, los beneficia rios de las grandes empresas y los^abogados nacionales de éstas—, nadie actúa deliberadamente en la ficción, aun cuando todos par ticipan de ella, movidos por el\niversal embeleco. Los hombres significativos y el pueblo cftetí^con lealtad en la obra civilizadora que realizan. Esta se les imce visible en los ferrocarriles, los edi ficios de cuatro pisos, 4as misiones pedagógicas y militares extran jeras, las oficinas financieras desprendidas de sus famosas matrices norteamericánas o. británicas. El boato de que se reviste la vida pública, y la prosperidad cada vez mayor de los periódicos, parecen todavía señales más efectivas del adelanto nacional. Todo aquello, sin embargo, delata sólo el crecer del dinero privado, el aumento de su poderío, y no del de la nación. Fue aquel un éxito de los más notables y singulares de la prensa. Habríase hecho imposible, sin ésta, infundir en la conciencia pú blica —en la de la clase docta, sobre todo— estado tal de certi dumbre respecto de lo incierto. Si ha de tenerse la ficción como una caracteristica de la época, es forzoso admitir que ella se debía enteramente al periodismo. Hasta la apariencia de progreso y civilización con que el convencionalismo adorna a tales tiempos, fue obra indisputable del papel público. El valor histórico del pe ríodo es, en suma, una creación acaso única de la imprenta, que elaboró ese valor histórico sin anuencia de los coeficientes a cuyo influjo habíase debido, hasta el año 80 u 81, el turbulento discurrir de la vida nacional. La realidad histórica —lo entrañable de ella, vale decir, la carga de pasión y desesperación que pone el senti miento nativo en la historia— denuncia el profundo descenso que sufrieron los valores nutricios de la nacionalidad. Aun esta ausen cia de contenido viviente de la historia, queda subsanada por el
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papel impreso, con la sensación de vida europea que él dio a aque lla era vacía de potencias existenciales. Pero la prensa rebasó muchas veces el campo de las mixtifica ciones, actuando inclusive en sentido contrario a sus propias fun ciones publicitarias. Es de tal desviación del papel impreso que Fouillée —enjuiciando al periodismo francés— decía: “Nosotros no conocemos un periódico que no ponga precio sucesivamente a su palabra y a su silencio.” Al silencio de la imprenta dehe impu tarse, por ejemplo, que el país ignore aún ahora, los orígfehes del conflicto del Acre y la pérdida territorial que le puso epílogo.1 Todo lo que el periodismo hizo conocer sobre ellos era que las armas nacionales se habían cubierto de gloria en los fangales del bosque acreano, defendiendo el suelo patrio de la invasión extran jera, y que solamente la muerte, la sed y el hambre doblegaron la resistencia de nuestros soldados. El mapa de Bolivia habla con más exactitud sobre el trágico resultado de aquella campaña/ de aquella mutilación de la tierra nativa. Los sacrificios inmensos que hizo el país para evitarla fueron insuficientes. Nada se supo en detalle —sino al retornar los sobrevivientes de la campaña— sobre la anónima epopeya consumada allí por el ejército boliviano, agonizante de hambre y de sed, privado de municiones, carente de todo auxilio. Era esa la entraña, la realidad del progreso euro peo que la oligarquía labraba para Bolivia. X Ya se ha dicho que la aversión al pasado —aversión de que es vocero aquel periodismo— fue el sentimiento inspirador de la 1 Bolivia, mediante su ministro “ante la Corte de Saint James”, otor gó al abogado Willingford Witridge, una concesión para colonizar el Acre. Las cláusulas de aquel contrato son simplemente vergonzosas, como lo atestigua su texto, vedado hasta hoy para la publicidad. Baste saber, que la prensa brasileña calificó aquella concesión como “digna del África". Witridge, una vez aprobado el contrato por el poder Legislativo de Bolivia, vendió la concesión a los brasileros en ciento diez mil libras esterlinas. Ellos, una vez dueños del derecho transferido, procedieron a la ocupación del territorio, para disfrutar de la "con
cesión africana”.
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corriente de modernidad y civilización que tipifica a la época. La creación espiritual más valiosa de ésta, resulta sin embargo la que se elaboró con materiales del pasado. A9Í Juan de la Rosa, novela de Nataniel Aguirre que hoy mismo se considera como una magna obra de nuestra literatura. Así también Habla Melgarejo, de Isaac Tamayo, macizo estudio de la sociología política nacional, que sobrevive hasta nuestros días. Así, finalmente, los opúsculos y en sayos de Julio Méndez, aquel extraordinario escritor y publicista en quien se anuncia el primer ideólogo de la geopolítica boliviana. Así la caudalosa bibliografía histórica —en nuestra América es ella una de las que tiene más hondo espíritu científico—-, de Ga briel René Moreno. Así los escritos de Modesto Omiste, jugosos —como todo lo mencionado arriba— de savias nativistas. Probable es que se haya omitido alguna cita más, igualmente merecida. Ello no salva al nutrido gremio intelectual coetáneo, de haberse frustrado a sí propio por causa de su sensibilidad euro peizada, incapaz de creación idealista alguna, pues ella misma no había sido una real creación sino un remedo. Esa sensibilidad carecía de las potencias^ generadoras que posee únicamente la sustancia con vida propia. “Lo ideal viene de lo real, aunque sobrepasándolo”, como dice Durkheim. Ningún ideal pudo nacer de la cultura europeísta, que era un artificio, una simple aparien cia en el medio indígena y mestizo. No se explica sino de este modo el hecho, de que hombres con la inteligencia deslumbradora y selecta de Mariano Baptista, no hubiesen modelado un pensa miento conductor de la posteridad boliviana. Su ideología afran cesada les impidió precisar las necesidades de la realidad nativa. La vida política, en la cual concentraba la época sus mayores aco pios, tampoco ha dejado más que una versión, y no una obra. Lo llamativo en ella no es la pasión por el interés público, sino el in genio, la astucia de los dirigentes para resolver los litigios partidis tas, para urdir “jugadas políticas”. Ideológicamente, disuelve sus expresiones en un irremediable confusionismo que da el tipo del conservador enemigo del pasado, y —la frase es de León Daudet— del liberal “que reverencia a Dios y respeta al Diablo”. Los que profesan la doctrina con fidelidad, constituyen una minoría cuya influencia es anulada por la corriente negadora del credo. Los ideales políticos, para esta última, no deben superar el estado imaginario, en el cual se conservan tan puros como para satisfacer
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al espíritu público. José Carlos Mariátegui descubre la entraña de tal superchería en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. “Consubstanciar —dice— la idea abstracta de la libertad con las imágenes concretas 3e una libertad con gorro frigio, es dejarse coger por una ilusión que depende tal vez de un mero, aunque no desinteresado, astigmatismo de la burguesía y de su de mocracia”. La sonoridad retórica y las figuraciones de una elemental simbología, disimulaban así las falacias de la comedia, creando el concepto de que lo estructural de aquel período —vale decir, los episodios que conforman su desarrollo— posee la pureza esencial de los he chos alentados por un idealismo constructivo. Los fines de la casta oligárquica son, entre tanto, los móviles únicos a que se obedece. El sufragio universal que hace del pueblo el órgano primario del Estado, sirve a esos fines eliminando al pueblo de las funciones estatales. Cuando, en el año 1884, disputan electoralmente la pre sidencia de la República los candidatos Pacheco —del partido De mócrata—, y Arce, del partido Constitucional, la plataforma eleccionaria de ambos —“el billete contra el billete, el cheque con tra el cheque”— denuncia, por encima de los carteles de “demo cracia” y “constitucionalismo”, sólo un gigantesco pugilato de di nero entre los más ricos industriales mineros de Bolivia.1 El final de esta contienda carente de ideales, responde por entero a la ín dole de ella. El candidato' constitucionalista transfiere sus votos al demócrata, como cosa de su propiedad particular. Aquella cesión de votos, refrendada por los congresales del 84, es una señal indicadora del dominio oligárquico. Aun la oposición acata semejante acuerdo, en gracia de que “había consignado en su 1 Georges Weill, autor de Historia y función de la prensa periódica, menciona un episodio análogo en la política de Estados Unidos. Trá tase de la elección presidencial de 1896 en que contendieron Bryan, llamado el candidato de la plata, y Mac Kinley, el candidato del oro, por personificar uno y otro las tendencias monetarias que entonces dividían la opinión del financierismo norteamericano. La prensa bryanista, no obstante hallarse alineada con los intereses del capitalismo, pasó también por democrática. Su campaña —dice Weill—, “aseguró una gran popularidad al periódico que se atrevía a tomar, frente a Wall Street, la defensa de la ‘verdadera democracia’ ”. La frase: “verdadera democracia”, figura originalmente entre comillas.
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programa el respeto incorruptible al orden” —según giro textual de Arguedas— , pese a que el hecho hubo roto el orden democrá tico republicano, fundado en la fidelidad al principio representa tivo, en la obediencia, para decirlo mejor, al mandato del sufragio popular. La oligarquía hizo entonces patente falseamiento de ese principio. Desconoció el compromiso imperativo con que tal man dato sujeta a los representantes nacionales al deber de hacerse vo ceros de la voluntad colectiva. El pueblo fue exonerado así de su función política por excelencia, esto es, de la función de constiuir su gobierno. La opinión pública no advirtió, al parecer, semejantes implicaciones en aquel evento. La comedia ¡uega una vez más con los alientos residuales del sentimiento de la bolivianidad. Éste reaparece como impulso revo lucionario, al conjuro del ideal federalista. Es el ansia de ser la na ción que se expresa uniforme, como ansia de ser de cada provincia. El anhelo autonomista ayer compacto, se ha fragmentado en los anhelos de las patrias chicas reducto último del sentimiento de la tierra. Las masas de la población nativa pelean así por la federa ción, buscando en ella el camino por el cual intentan las parciali dades territoriales conquistar la autonomía de lo boliviano, frente al extranjerismo de la clase gobernante. La revolución federal triunfa de esta suerte, insuflada por los anhelos afirmativos de la nacionalidad. Constituido el nuevo orden político, la comedia frus tra una vez más dichos anhelos. Consérvase intacto el sistema de gobierno unitario anterior a la revolución. Aquí un melancólico detalle de la burda engañifa. El indio Willca, graduado coronel por los dirigentes federales, y caudillo de las muchedumbres indí genas adictas, muere fusilado por sus amigos del gobierno revolu cionario, claro que después de la contienda. A las postrimerías de la era'de la comedia, las mistificaciones tomaron el carácter de los nuevos problemas. Legislóse pomposa mente en materia de protección social, sin perjuicio de que se con tinuaba empleando una sangrienta violencia contra los movimien tos obreros. Aun dentro de aquello que se dio en llamar legisla ción social puede notarse la urdimbre del fingimiento: las indem nizaciones por accidentes de trabajo, las paga el mismo trabajador, renunciando a una parte de sus jornales para constituir la caja co rrespondiente. Las empresas quedan así eximidas de tal pago. La prensa ha logrado que esta continua transposición de la rea
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lidad y la apariencia resulte perfecta, creando el convencimiento de una prosperidad y una fortaleza nacionales que no admitían dudas. La guerra del Chaco desmoronó gran parte de estas construcciones falaces alzadas por el periodismo en los dominios de la conciencia pública. La realidad emboscada por largo tiempo detrás del papel impreso, irrumpió en efecto a los ojos del pueblo con la elocuencia terrible de la catástrofe, exhibiendo el estrago que'los cincuenta años de falseamiento histórico habían hecho en la carne y en el alma de Bolivia. Todos los embelecos de progreso, de riqueza, de cultura, que la oligarquía extranjerista hubo erigido como crea ciones de su mano, se vinieron abajo igual que los telones rotos de un tinglado. XI Justo es puntualizar que el periodismo político, aun cuando influido con frecuencia por consignas concretas, mantuvo, mien tras permaneció en el llano, posiciones decorosas respecto de las fuerzas económicas enquistadas en los gobiernos. Así el perio dismo liberal frente a las administraciones conservadoras, y la prensa republicana durante los años en que combatió el dominio político del liberalismo. Verdad es que ni aquél ni ésta osaron con trariar sino rara vez los designios de los grandes intereses finan cieros, ni hicieron prácticamente nada por disminuir su funesta influencia en la política boliviana. El periodismo verdaderamente copartícipe en las creaciones de la comedia fue aquel que eludiendo la militancia partidista, empleó las funciones de la imprenta como un medio de lucro. Un diario de 1893 — El Imparcial— definía ese género de prensa con el si guiente breve juicio dedicado a su colega El Nacional. “Se ha pa sado al gobierno —decía— y no nos extraña. No es un periódico de partido sino una empresa.” Palpable prueba de que la publi cidad llamada hoy apolítica, existió desde los días en que el ca pitalismo iniciaba su formal establecimiento en Bolivia. Ha sido sobre todo la condición de empresa económica, la que hizo de la prensa, en todo el mundo, el más pernicioso instrumento del engaño y la maléfica sugestión de la conciencia colectiva. Es ihteresante observar, además, que el puritanismo esencial de la
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imprenta pudiera mantenerse durante mayor tiempo en los centros privados de progreso. Lester Ward lo hacía notar en 1895, al de cir que “no hay prensa independiente en América, salvo en los pueblos pequeños”. En los demás, contribuyó ella decisivamente a establecer el dom inio del individuo sobre los individuos, de tal manera que el poseedor de la imprenta alcanzara un poder infinitam ente mayor que el del más poderoso monarca. “ En esto ha venido a parar la libertad británica: treinta m illones de Cives R o m a n i gobernados despóticamente por un periódico” — decía 5olurday R eview , sumariando los términos del sometimiento público a la prensa. Semejante poder de influencia fue utilizado en Bolivia, conciente o inconcientemente, para trastornar la mentalidad nativa. No puede callarse el hecho de que el periodismo al servicio del dinero recayó sin vacilaciones en la culpa de engañar sistemáticamente al pueblo. Max Lerner ha escrito que el imperio de los grandes in tereses mercantiles reposa “sobre todo, en la corrupción de la mente popular a través del control que las empresas han tomado en los medios de comunicación fundamentales”. Ningún gobier no lim itó jam ás el empleo del periodism o como sistema de per turbación del pensamiento público, por lo cual se hizo posible que un solo individuo con dinero suficiente para disponer de un pe riódico, pudiese infundir en la colectividad ideas y sentimientos contrarios al interés de la propia colectividad. A sí es como du rante medio siglo, el ciudadano boliviano era “lector y elector” seguro de los industriales mineros. N o ha de imputarse responsabilidades, por cierto, del daño irro gado a la nacionalidad por la prensa, más que a los intereses financieros que la convirtieron en el poder disolvente por exce lencia del sentim iento autonomista y afirmativo de la bolivianidad. Comenzó ella por adormecer la conciencia del público m ediante la visión enervadora de un bienestar puramente im aginario. Creaba así la atmósfera propicia para prolongar indefinidam ente ese mar chito estado de ánimo que caracteriza “a las épocas tranquilas y estancadas en que no se tocan las cuestiones vitales”. Forjó la imprenta, luego, la personería destinada a perpetuar la casta en el mando. L09 abogados y gestores de los grandes negocios fueron, a ese título sólo, enaltecidos por la publicidad. Ésta solía dar así patente de acceso en la casta oligárquica a quienes, por la modestia
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de su origen, la requiriesen. Los individuos adversos al régimen eran, a su vez, inutilizados para intervenir en la vida pública, m ediante corrosivas campañas de prensa, a imitación de lo que se hacía en el antiguo Oriente con ciertos aspirantes a la corona, a quienes se incapacitaba para reinar, mutilándoles las orejas. Aquella publicidad calculada consiguió dar. contra todos los principios igualitarios republicanos, una legitim idad intangible a los fueros de la clase pudiente. En este orden de cosas, el éxito de la prensa consiste no tanto en haber dado prestigio a la clase cuanto en haber conseguido que la masa popular se resignara a un hum ilde rebajamiento. “La aceptación del privilegio por las masas — dice Laski— sólo es prueba de los medios que utilizan los intereses creados para privar a los excluidos de ellos, de una apre ciación exacta de su situación.” Aun las leyes menos justas fueron adm itidas por la colectividad, en beneficio de la capa rica, por obra del sentim iento apocado que la prensa hubo transfundido en ella. Pero la mayor lesión que el periodismo capitalista infirió a nuestro pueblo fue el haber dado existencia a una modalidad mental artificiosa y postiza en las clases pensantes de Bolivia. Cooperó en eso decisivam ente la ausencia que padecía el país en materia de recursos de orientación independiente, como el libro, la conferencia, la universidad autónoma. El público no tuvo, a través de medio siglo, otra fuente de nutrición cultural que el periodism o, y aprendió a atender y enjuiciar las cosas en consulta con el papel impreso. Fue éste poco menos que un oráculo para la opinión corriente. Las mayores desilusiones colectivas respecto de la sabiduría o la eficiencia de los gobernantes, debiéronse en gran parte a que la devoción que por ellos tuvo la multitud, fue un sentim iento sugerido por la prensa con fines puramente po líticos. La grande influencia que ejerció la imprenta sobre el espíritu público, no fue utilizada, sino ocasional y tendenciosamente, en fortalecer los sentimientos patrióticos. Los empeños desinteresa dos que en tal sentido se hizo alguna vez, fracasaron ahogados por los irresistibles m edios de coerción económ ica de que eran capaces los intereses antinacionales. La vida efímera de los periódicos
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independientes, constituye la demostración objetiva del predom i nio que ha ejercido la tendencia colonialista en Bolivia. El in flujo omnipotente de la prensa, fue de esta manera m onopolizado por el capitalism o durante m edio siglo de la vida patria. Él hizo efectiva, como nunca, la frase lam ennaisiana: “los pobres, ¡si len cio!”. N o hay, en los archivos periodísticos de la época, rastro de preocupación por las clases desposeídas. No se lim itó, sin embargo, la libertad de escribir con inocentes prohibiciones como la de ofender al gobierno, lo que en 1884 m ovía la protesta de un diario que habló de “la em isión del pen samiento sujeta a reglamentación m inisterial”. Los mayores con flictos de la imprenta fueron, al cabo, los originados por la viru lencia individualizante en que incurrían algunos periodistas. P ue de tenerse por muestra de la libertad otorgada al papel impreso, la que el 88 ofrece un diario, declarando que “las opiniones de la prensa son del todo innecesarias” pues el gobierno y el Parla mento no las toman en cuenta. Es también una señal de la inefi cacia con que actuaba aquel periodism o sobre las instituciones, ineficacia propia de la desconexión de la imprenta y la problemá tica nacional. Con el transcurso del tiempo, esa libertad se asienta y se amplía, obedeciendo al fino sentido económ ico con el cual se regulan el silencio y la publicidad periodísticas mediante el dinero. La historia de la libertad de prensa en Bolivia, es la m ism a en todas las naciones: “En los ingenuos primeros tiempos, el poderío periodístico era menoscabado por la censura — como es cribe Spengler— . Entonces la burguesía puso el grito en el cielo, proclamando en peligro la libertad del espíritu. H oy la masa sigue tranquilamente su cam ino; ha conquistado definitivam ente esa libertad; pero entre bastidores se combaten invisibles los nuevos poderes, comprando la prensa.” Puede repetirse con el autor de La decadencia de O ccidente, que así en el V iejo Mundo como en el nuestro, los intereses dominadores permiten que “los grandes p rin cipios conmuevan a las masas, porque saben que el dinero es el que puede mover a su vez los grandes principios”. Del m odo en que aquel periodismo contribuyó a la civilización y la cultura bolivianas, habla por sí, con exactitud escueta, el
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actual estado del país. El dominio y el aprovechamiento de las riquezas y las fuerzas naturales— que esto es civilización y no el ropaje o las lenguas de Europa— y la existencia de un orden espi ritual de valores propios —que esto es cultura—, no han sido hasta hoy alcanzados por la nación, siquiera mínimamente. Los raros in tentos periodísticos orientados en tal sentido, perecieron casi siem pre al nacer, víctimas de las consignas antiautonomistas actuantes en la imprenta. La prensa de la época aparece, por el contrario, llena de iniciativas encaminadas a enajenar los bienes del país. La opinión pública, fría con las nociones de patria, de sobera nía territorial, de independencia económica de la República, di ríase el fruto amargo de aquella publicidad. La etapa de la co media es un desolado testimonio de la medida en que la insen sibilidad patriótica influyó sobre la suerte de Bolivia. No se da en ella un solo acto de protesta colectiva contra las ventas territoriales ni contra las continuas y leoninas entregas de la riqueza nativa al extranjero. Las voces que claman por los fueros de la nación, se pierden lastimosamente en los oquedales del indiferentismo crea do por la prédica antinacionalista. Los desastres internacionales, cuyo epílogo fatal y fácil es la cesión del suelo nativo por dinero, dicen cuanto es posible decir sobre los efectos de tal prédica. El Acre, el Litoral y el Chaco son el precio que Bolivia paga por la ilusión de civilizarse a la europea, renegando de su origen y de su destino autóctonos, iiusión que ha nutrido el periodismo capita lista, disolviendo la consistencia del alma nativa. Cabe aquí, a ley de justicia, puntualizar que si la prensa re cayó en semejantes desviaciones, lo hizo a instapcia tan sólo de los móviles económicos a que ella obedecía. El periodista llenó por lo general, dignamente, la función que le cupo. Es de lealtad reconocer que su función altruista y valerosa, no puede involu crarse en juicio alguno sobre la prensa encadenada a los grandes intereses económicos. Fue el periodista —salvadas las excepcio nes— un fiel cumplidor de su dura misión. Aranzáes ha conser vado entre sus escritos un rasgo de la entereza de ánimo con que Luis Salinas Vega, redactor de un diario, asumía su responsabi lidad de tal, frente a los gobiernos conservadores. Camino, una de tantas veces, del destierro, identificó “al pasar por la garita de Lima”, a un comisario de policía a quien supuso autor de la intriga
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que le llevaba al exilio. “Lo agarró a riendazos allí mismo no pudiendo sujetarlo ni los agentes que lo escoltaban”, como cuenta Aranzáes, a su peculiar manera. La lucha política halló al pe riodista resuelto siempre a comprometer su tranquilidad y aun su vida en defensa de sus convicciones. El hecho de que no pudiera hacer lo mismo en servicio de los intereses nacionales no le in culpa directamente. Los intereses nacionales eran, por muchos conceptos, “tabú” para el conocimiento y la preocupación de la época.
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NOVELA
Que m i nombre no vaya a perecer junto con esta Patria.
Bolívar
I
Volvió el sentimiento bolivianista de su colapso de medio siglo en el Chaco. Gimiente de dolor y de ira, habíase arrastrado por espacio de tres años, bajo la maraña del bosque mortífero en cuyo seno inclemente quedaron tronchadas miles de vidas. El pueblo armado al cual se arrojó en aquel desierto, extrajo de su soledad y su abandono una intuición cierta de la patria. El Chaco, sino un símbolo, fue un espejo ensangrentado de la suerte de Bolivia: tierra en poder de extraños, tierra con el luctuoso destino de perderse. Ajena a ella, la casta privilegiada se mostró a sí propia en tal espejo, con la cifra inequívoca de su antibolivianismo. La realidad cruenta, desesperante, de la nación sin medios para ali mentar siquiera a quienes defendían las fronteras, delataba el es trago causado por el largo imperio oligárquico. Esta evidencia de su culpa en la ruina del país, y el instinto de perennidad que tienen los pueblos, marcó el nuevo rumbo del sentimiento colec tivo, dando sentido concreto a la defensa de la nacionalidad. Cada soldado vuelto del frente, trajo en sí una partícula del ansia afirmativa de Bolivia, un soplo del anhelo de sobrevivir, una chispa de la revolución autonomista. Allí donde tenía que perecer, se rehizo el espíritu de Bolivia. La divisa nietzscheana —“lo que no me mata, me hace más fuerte”— expresa la repercusión psicoló gica del tormento chaqueño en la conciencia de los bolivianos.
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Esa conciencia redescubrió su imagen verdadera, su imagen autóctona, en todas las manifestaciones existenciales del país, manifestaciones que los zarpazos de la guerra desnudaron de sus ropajes artificiales. En el Chaco resultaban inútiles los estupefa cientes de la prensa, de la oratoria, de la ley, para perpetuar la ficción de una Bolivia civilizada y rica. La selva sin caminos y la miseria de la economía popular en la retaguardia hablaban la verdad, contrastándola con la opulencia de los patronos mineros inmunes al dolor y a las exigencias de la guerra, vale decir, extra ños al destinos de Bolivia. La catástrofe que deshizo las construcciones de la comedia, ex puso a los ojos del pueblo, por primera vez desde los días de Santa Cruz, Ballivián y Belzu, la imagen real y entrañable de la bolivianidad que había sido velada hasta el año 1935 por los revestimientos extranjeristas. Lo prodigioso de la guerra del Cha co, se cifra en esta revelación de la autenticidad boliviana ante la conciencia colectiva, fenómeno que vale por una recompostura psí quica del pueblo, por una recuperación del sentido nacional. La bolivianidad pudo verse a sí misma, entonces, con la evidencia dolorosa y orgullosa de su frustración y de sus posibilidades afir mativas y redentoras, de poder pasar a la inmortalidad. Era la misma visión que el genio de Franz Tamayo había co lumbrado nítida, en un escrito anterior a la guerra, detrás de la escenografía aún intacta con que el colonialismo ideológico ocul taba a la verdadera Bolivia. “A esta verdadera Bolivia —como dijera Tamayo en 1931—, donde casi la totalidad de la pobla ción es india y donde todas las cuestiones públicas y privadas se revelan afectas del mismo múltiple sufrimiento de la raza subs tancial: cultura incipiente, medios de civilización incompletos o nulos, aspiraciones imprecisas e impotentes, desconocimiento del propio mal, agónica ilusión del porvenir, esperanzas delusivas que en cada nuevo desengaño nos hacen más impotentes —en su ma—, aquel estado paradógico y estupendo que somos hoy: un gran territorio y una gran raza innegables, y con todo eso una historia que no acaba de miseria, de impotencia y de desesperanza.” Este retorno a la realidad pone fin a la etapa histórica de la comedia. El suceder boliviano asume en seguida las calidades esen ciales de lo novelesco, o sea que se anima con el sentido de exal tación depuradora con que la novela ennoblece la vida, hacién
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dose un selecto reflejo de ésta. Dicho de otra manera: nuestra historia adquiere un poder de ilusión realizable, que ño es en sueño sino ansia de superación afirmativas, y se desarrolla con el proceso coordinado y angustioso —tal es su humanidad— de un argumento novelesco, sin romper la concordancia cosmológica pre establecida entre el hombre y su medio. La inspiración central de este nuevo acontecer es también idéntica a la de la novela. De suyo, ella es un anhelo de realizaciones existenciales, “la perse cución de otra vida” —como Caillois ha llamado al impulso crea dor de la obra novelesca—. Persecución de otra vida —parece in útil recalcarlo—, que no importa, ni en la historia ni en la novela, deseo de sustituir la existencia real por la de la ficción. Es, más bien, expresiva del instinto vitalista que busca tomar forma ade cuada para conseguir su plenitud que aspira a hacerse efectivo de acuerdo con sus íntimas y propias orientaciones. Las tendencias del alma popular contemporánea —rebeldía, in conformismo con lo vigente, ansia de imperar en el futuro— son señales de ese sentido vitalista que pugna por autenticarse. No son otros los móviles ideales de la novela. Esta es, en efecto, una evasión que el hombre hace respecto del medio, del tiempo, do la ideología dominante, hacia el mundo con el cual se acomodan sus tendencias espirituales. Es ocioso demostrar que lo novelesco no es lo ficticio. El arte ha consagrado tal concepto en términos absolutos. La novela, como la historia, es una realización existencial que convierte en posibles los ensueños, arraigándolos en la entraña de lo viviente. Ni el hombre ni el personaje novelesco son más que títeres cuando se mueven a impulso de lo ficticio, cuando carecen de impulso propio. La vacuidad histórica de la vida boli viana en el período de la comedia, es obra de su obediencia de autómata a los dictados ajenos. El recobramiento del sentido nacional vale así por una capaci tación para alcanzar las metas que días antes parecían inalcanza bles, lo que es tan propio de la novela como de la historia, pues ambas no son sino medios de exaltación, de sublimación de la vida. Lo maravilloso se hace real y humano eji ellas como en La Ilía d a , que es al par historia de novela y novela de historia. El pueblo que llena un noble destino realiza también algo mara villoso con sólo ese hecho, si se lo mide por la insuficiencia de sus comienzos. Todavía confusa, la aspiración boliviana de nues
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tro tiempo se muestra resuelta a cumplir ese destino. Ni lo intem pestivo —como en la época del drama—, ni lo quimérico —como en la época de la comedia— han desviado hasta hoy el rumbo de tal aspiración. Ella adquiere de esta suerte la certidumbre de una energía ejecutora del sino. La conciencia y la emoción colectivas de que se nutre., diríanse fusionadas dentro de ella con el hálito animante con que la tierra nativa insufla en los hombres el im pulso y el augurio de las grandes jornadas. II Ganó su primera batalla, esta resurrección del sentimiento bolivianista, con el aparecer de los periódicos opuestos al imperio de los grandes consorcios económicos que sojuzgan al país. El inmenso poderío de esos consorcios, mostróse impotente para do blegar el espíritu de sacrificio con que los primeros voceros de la bolivianidad autonomista, sostuvieron sus posiciones bajo el bom bardeo financiero de las fortalezas mercantiles de la oligarquía. Su resistencia hubiera sido acaso imposible sin la guerra, sin el sufrimiento lacerante que de ella manaba, sin la matanza inútil, sin la derrota. A estos periódicos tiene que atribuirse, como al Chaco, un nuevo y sólido influjo que se proyecta sobre el espíritu público y lo mantiene despierto, alejándolo cada vez más del área cubierta por la acción letal de la prensa al servicio de los grandes negocios. Solidaria con ese periodismo, una inmensa mayoría del pueblo ha reocupado la vieja posición del sentimiento de la nacionalidad frente a la de la tendencia colonialista, que tampoco ha desapare cido. Si estas dos fuerzas tradicionalmente enemigas chocaran, habría sonado la hora del renacimiento de Bolivia, porque sólo cuando haya quien luche materialmente por ella podrá creerse que ella existe. Jamás tuvo la República, en efecto, otra noción de su existencia que la de la pelea. Por eso vivió con el nombre de patria, más gloriosamente que nunca, en la edad de los guerrilleros, cuando no pasaba un día sin matar y sin morir por ia indepen dencia del pueblo nativo.
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En el tiempo de la primera edición, NACIONALIS MO Y COLONIAJE parecía orientado, cual se deduce de un examen crítico de su texto, a dos finalidades: una, cumplir con los requisitos del tema fijado en el concurso periodístico, y la otra, intencionadamente política, como tesis de su partido, formado dos años antes. Para lo pri m ero d e b í a a c u d i r a f u e n t e s s e c u n d a r i a s — no exhaustivamente consultadas porque no había tiempo para esa benedictina labor aproximadamente conoci das. En la interpretación quiso servir a los objetivos ideo lógicos del Movimiento Nacionalista Revolucionario. Des de una posición teórica, no siempre firme, como apunta Valentín Abecia Baldivieso, y con una finalidad pragmáti ca. le dio un breviario. Tesis la suya, por tanto, política, que divide la población boliviana en dos parcelas: la colo nialista, minoritaria y dominante, y la nacionalista, mayoritaria, en permanente afean de rescatar el “Sentimiento nacional” frente al “anti-bolivianismo, expresión flagrante del coloniaje”. De paso, hizo la exaltación del motín por que con ese recurso reaccionaba el habitante genuino de esta tierra. Han transcurrido 50 años desde 1944. NACIONA LISMO Y COLONIAJE continúa con vigencia teórica partidaria y en menor medida con inquisición de las eta pas del pensamiento periodístico. Lo prueba esta nueva edición que lanza Librería Editorial “ JUVENTUD”. LOS EDITORES.
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