Disquicisiones sobre el eterno misterio de la vida y la muerte....
-Monólogo teatral-
El hombre inmortal Sé que soy eterno. Me llevó medio siglo darme cuenta.
No fue este tema el que me condujo a plantear la necesidad de conocer algo más de lo poco que sabía de la naturaleza, y de mí mismo. Corrían los tramos finales de la escuela secundaria cuando empezaron a incubarse las ideas que ayudaron a evaporar los últimos vestigios de mi niñez, trocando el estado de gracia por una incipiente curiosidad dirigida a temas que poco antes habían permanecido inadvertidos a mí existencia, originando cambios en mis gustos y costumbres. Seguramente influyeron en ellas las clases de filosofía del profesor Ordóñez, y las maratónicas discusiones en el café de San Juan y Deán Funes con Robledito, mi amigo, compañero de banco y parrandas. Así como el fallecimiento de este en un accidente tan estúpido como innecesario. Sin lugar a dudas, este acontecimiento fue el detonante por el cual empecé a reflexionar sobre el sentido de la vida, y que papel jugaba yo en ese complejo andamiaje. Dolorosamente me fui adaptando a la nueva rutina, esa a la que ya no pertenecía mi viejo amigo. El café de la calle San Juan solo existía en mi memoria, y las actividades que había heredado de mi vida anterior ya no tenían el sabor de entonces. Fueron tiempos duros, tiempos de reclusión, sin rumbo, sin esperanzas. Pero todo pasa, y casi sin darme cuenta volvió la curiosidad por lo incomprensible, la llama que motivaba el deseo de conocer la naturaleza de mi existencia. Fue el inicio de una aventura que se deslizaría año a año por arduos e intrincados caminos conducentes a descifrar los orígenes de la vida. Tiempos de meditación y entusiasmo, de preguntas y respuestas que moldearían al adulto en ciernes. ¿Es cierto que sólo somos un conjunto de diminutas partículas de energía que vagan en medio de la nada? ¿Por qué una persona es mala y otra no, por qué existen las enfermedades, por qué nos morimos, por qué un niño? ¿Por qué Robledito? ¿Qué de cierto hay en los que dicen que existen los fantasmas, los milagros, y la vida después de la muerte? ¿Y qué de cierto hay en que después de la muerte solo quedan los que la ven de afuera? ¿Que somos? ¿Que soy? ¿Cuál es el fin último de nuestra existencia? Era joven, y pensaba con entusiasmo resolver algunos de los enigmas que el mundo no había resuelto. Suponía que alguno de estos misterios podían ser explicados por las ciencias tradicionales con un grado de aproximación suficiente como para brindar una clara comprensión del problema.
Otros, como el de la creación, requerían de un tipo de investigación diferente. A ellos dediqué mi tiempo y atención. Intenté construir una teoría observando lo que podía aportar el individuo en su fase actual, usando el conocimiento de sí mismo, y a partir de él, estrechar el círculo hacia sus orígenes. Como hipótesis de trabajo supuse que algún rastro de los andamiajes de nuestra construcción debía estar grabado en alguna parte del ser. Me resultaba imposible pensar que no quedara algo impreso en nosotros, una guía que ayudara a descifrar el misterio. En ese punto me pareció oportuno indagar sobre el soporte técnico que orienta nuestros destinos; ADN, el que decide la mayor parte de las acciones de nuestra existencia. Seguramente este sería el sitio donde encontrar el eslabón que abriera, cual llave maestra, las puertas del conocimiento de la creación. Como dije antes, era muy joven, entusiasta, inocente... y obstinado. Di por sentado que el ADN no podría ser ajeno a su propio origen... la idea parecía buena. Y, seguramente, los genes debían guardan indicios de la creación en los recovecos de su estructura. Y si bien los estudios del ADN aun debían recorrer un largo camino para entregar datos sobre su nacimiento, probablemente se podría acceder a ellos por algún metodo indirecto. Si aceptaba como hipótesis de trabajo el concepto de que el ADN no podría ser ajeno a su propio origen, la “memoria” debía ser testigo de la creación. Eso es, la “memoria” debía ser testigo de la creación. Indagar en la niebla de la memoria y los sueños fue emocionante e instructivo, pero en años de investigación no logré que larguen pistas convincentes. Un poco cansado, pero con la obstinación de siempre, me pareció interesante indagar sobre la moral como presunto atributo indisociable del ser y su creación. La maldad y la bondad encajaban a la perfección en lo que parecía ser el sello de la fábrica de los humanos. Examinando estos comportamientos creí poder acercarme a la finalidad última del ser, y el porqué de su existencia. Si la había, claro. Estaba convencido de avanzar por el buen camino. Si lograba desentrañar que papel jugaban estos atributos en el porqué de la vida, habría dado un paso importante en torno a la comprensión de los mecanismos de la creación. El análisis del bien y el mal en la lucha diaria del ser humano me pareció un buen punto de inicio para la investigación. Y pensé... Si el fin de la bondad fuera triunfar sobre la maldad, ¿para que estaría esta última? ¿Acaso haría falta? ¿Por qué padecer el mal, si es evitable? Parecía una incongruencia. Me costaba aceptar que el comportamiento humano durante el transcurso de la civilización, con sus guerras, hambre y miseria, fueran el fruto de una creación pensada en términos de lo bueno y lo malo librados al azar. El concepto místico de maldad, bondad, redención, me resultaba francamente decepcionante. Dejé la idea del libre albedrío convencido que si lo bueno y lo malo son atributos inherentes del ser humano debía haber un defecto, un error en nuestra construcción. No me parecía raro que tuviéramos fallas fallas más profundas de las que podemos observar a diario en nuestra especie: La vulnerabilidad a las enfermedades, las degeneraciones genéticas, la necesidad de respirar constantemente, (los recuerdos, vagos, fluctuantes). Etc. Ahora bien, alguien me dijo que la bondad y maldad son nada más que dos puntos de vista diferentes de un problema.
Mierda... Me habían sacudido la estantería, pero, ¿por qué no? Los caminos parecían conducir a un callejón sin salida. Mientras, el tiempo pasaba, yo crecía y seguía dando vueltas al asunto sin poder digerir el por qué del bien y el mal en la condición humana.
¿Y si el bien bien y el mal no fueran atributos atributos indisociables indisociables del ser?... ¡Carajo! Y, ¿Si la bondad y maldad fueran solo un factor sin importancia en cuanto a la connotación que le damos? ¿Un factor instalado en nosotros para que nos movilice por el choque de dos propuestas antagónicas? ¿Algo que eventualmente nos puede resultar doloroso doloroso pero indispensable para que el modelo funcione? funcione? Si fuera así, ¿cuál es el porqué, y el fin? Esto último se me había ocurrido como analogía al pensamiento artificial artificial de la informática, en la cual se podrían crear mundos virtuales habitados por criaturas que estuvieran privadas del conocimiento de su creación, como nosotros. Me gustaba la idea... en realidad, no me gustaba, pues dejaba de lado la connotación ética del “bien”, para focalizar fríamente la realidad vista desde un punto diferente, donde la bondad o maldad no constituían en sí cualidades despreciables o admirables para regir nuestra existencia, solamente servían a un fin determinado, tal vez, a la continuidad de la especie. El tiempo seguía su rutina de agregarme cada tanto alguna que otra cana, y yo seguía sin encontrar la punta del ovillo. Por momentos tenía la sensación de transitar un sendero vedado al conocimiento humano. humano. Pero soy terco... Volví a la idea original de los genes. ¿Y si hubiera una falla, una grieta, como tantas otras, en nuestra construcción que sirviera para filtrar, filtrar, o burlar el secreto que se nos niega? Ahí está, me dije, volviendo a la idea original de que la clave estaba en nosotros mismos. Debe haber un recuerdo cifrado en lo profundo de nuestro ser. Si todos lo intentáramos, me entusiasmé, probablemente encontraríamos encontraríamos el paso. “Alguien de los seis mil millones y pico de humanos seguramente tendría, sin saberlo, la llave del conocimiento más codiciado de la humanidad en algún rincón de su ser.” Bingo... ¿Por qué no yo? A esta altura del divague estaba totalmente convencido convencido de la existencia de un defecto en nuestra construcción que permitiría penetrar al sitio prohibido, allí donde se cocina nuestra existencia. Y así pasaban los días y las noches buscando respuestas mínimamente aceptables a mis requerimientos. En ocasiones la verdad parecía estar al alcance de la mano, para inmediatamente inmediatamente evaporarse sin piedad, los escasos momentos de euforia eran sepultados por los de abatimiento. Y así, cientos de ideas fueron succionadas por el cesto del olvido.
Creía y creo tener derecho a saber cómo y porqué estoy aquí. Si no fui concebido con esa capacidad, vaya a saber porque razón, me rebelo r ebelo a asumir mansamente ese destino. Es probable que como muchas leyes de la naturaleza, ésta, solamente esté infinitamente más oculta que las demás, más allá de la física cuántica, la teoría de la relatividad o la genética, pero seguramente estará en algún sitio, en el sitio menos pensado del recóndito laberinto de la creación. Y seguí, no estoy arrepentido, porque tratando de conocer quién soy descubrí cómo soy. Para ello erré por elucubraciones de las más diversas y contradictorias, el tiempo, el espacio, el presente, pasado y futuro. Recordé la última charla con Robledito: Él tomaba su café, y yo mi coca, parecía el presente, y toda la reunión parecía desenvolverse en presente, pero, hoy sé que cuando terminaba una frase la anterior ya era historia, y Robledito se me escapaba de las manos. Desde entonces tengo la sensación de arañar constantemente el futuro mientras el pasado se aleja sin pausas ni retorno. De ser prisionero, apretado entre pasado y futuro, de un presente enigmático, confuso, sutil, casi inexistente, que funciona como motor de la vida. Finalmente un hilo de luz iluminó mi camino. No era yo el elegido... elegido... Creo que lo supe desde un principio, descifrar cual es la finalidad del ser humano me estaba vedado, y mucho menos, el conocimiento de la creación, pero aun así lo intenté, y no estoy arrepentido de haber empleado estos años en ello. Tal vez haya un pequeño dato en mis genes que movilizó la tarea. Eso me da esperanza. Estoy convencido que tarde o temprano alguien lo hará. Me gustaría presenciarlo, si no fuera así, no importa mucho. ...No soy el elegido. Y gracias a esta búsqueda ahora se que soy eterno. Me llevó medio siglo descubrirlo... Soy eterno porque vivo, no importa cuánto. Soy eterno pues no existe el antes o el después, Solo vida... siempre... siempre vida. Soy eterno porque pienso y recuerdo. Soy eterno porque existo. Arnaldo Zarza
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