Moltmann, Jurgen - El Hombre
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antropologia cristiana en los conflictos del presente. Ediciones Sigueme, Salamanca - 1976...
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el hombre antropología cristiana en los conflictos del presente
H
ESTUDIOS SIGÚEME 9
JÜRGEN MOLTMANN
EL H O M B R E Antropología cristiana en los conflictos del presente
Ediciones Sigúeme - Salamanca 1976
CONTENIDO
Tradujo José M. Mauleón sobre el original alemán Mensch - Christliche Anthropologie in den Konflikten der Gegenwart
Presentación
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1. ¿Qué es el hombre'? 1. 2. 3. 4. 2.
ISBN
84-301-0524-7
Printed in Spain - Depósito legal: S. no - 1976 Gráf. Ortega - Pol. El Montalvo - Salamanca, 1976
surge de la comparación del el animal surge de la comparación del los otros hombres surge de la comparación del lo divino ¡Aquí tenéis al hombre! . . . .
Humanismo en la sociedad industrial 1.
© Kreuz-Verlag 1971 © Ediciones Sigúeme 1973
La pregunta hombre con La pregunta hombre con La pregunta hombre con Ecce Homo!
2. 3. 4. 5. 6. 7.
«Quien cabalgue sobre el tigre, no podrá ya desmontar» El «fantasma de la sociedad industrial» y la nostalgia de la «vida a salvo» El reino eterno de la paz El refugio en el hundimiento del mundo . Romanticismo social Emigración interna La conciencia utópica
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19 23 28 33 41
41 48 49 52 60 62 65
3.
4.
Imágenes del hombre y experimentos
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1. La utopía del hombre total 2. La revolución de derechas 3. La ley del hombre ideal 4. Vida dialogal 5. La ironía del «hombre sin atributos» . . . . 6. El corazón aventurero
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El hombre y el Hijo del hombre
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1. Dios es la crítica del hombre 2. El Dios creador y el hombre libre 3. Los reinos del mundo y el reino del Hijo del hombre 4. El Hijo del hombre crucificado 5. Vida en reconciliación 6. Vida en esperanza
143 147 150 151 154 156
Para Susanne, Anne-Ruth, Esther y Friederike
Presentación
La reflexión teológica está tratando hoy de establecer un punto de conexión con las cuestiones-clave de la experiencia, la problemática y la discusión actuales. «El hombre» ofrece aquí, sin duda, el campo más amplio que cabe imaginar, de preguntas comúnmente compartidas y respuestas por entero diversas. Hombres lo son todos quienes tienen rostro humano, y sin embargo el carácter humano o humanidad del hombre supone una pregunta irresuelta para cada uno de ellos y para todos en común. Con el proyecto, con el destino y con el estilo de su vida, todos y cada uno marchan en busca de una respuesta que les ilumine y convenza. Las sociedades y las culturas necesitan y buscan ponerse de acuerdo sobre lo que, para ellas, ha de significar qué es humano y qué inhumano. Tras las pavorosas experiencias que en la segunda guerra mundial ha tenido el hombre con el hombre, las Naciones Unidas convinieron en 1945 sobre unos derechos humanos comunes e inalienables. Pero la historia muestra que la diferencia existente entre «el hombre» y la realidad personal, social y política de los hombres representa un tormento continuo. Asi es como, con el tema de «el hombre», se está significando nada menos que la historia inconclusa, abierta, del inquirir y el buscar, de los fracasos y las humillaciones de los hombres. 11
¿Qué nos mueve a preguntarnos por el hombre? ¿De dónde surge irrecusablemente esta pregunta? ¿Cuáles son las respuestas que encontramos, cuáles las que hoy no resultan ya convincentes, cuáles las que buscamos? ¿Y de dónde aguardaremos una respuesta que dé cumplimiento a la búsqueda y haga enmudecer el tormento del ser humano? Y, si el hombre es un ser problemático, digno de cuestión, ¿qué le retiene del escepticismo de abandonar ese inquirir, y conformarse con sus circunstancias sin más cuestiones? ¿No tendríamos primero que percibir conscientemente la dignidad de este hombre digno-de-cuestión, para marchar apasionadamente en pos de las respuestas? Escribir sobre «el hombre» es toda una osadía... cuando uno mismo es hombre. «Quise escribir un libro», decía un sabio maestro de la literatura arábiga, «que llevara por título 'Adam' y se encontrase en él el hombre entero. Luego, reflexionando, pensé no escribir ese libro». Al hacer de «el hombre» un tema de la teología, no se está abrigando la necia pretensión de presentar al hombre entero o de querer emitir el juicio definitivo. Si el autor, reflexionando, ha pensado sin embargo en escribir este libro, su deseo sería el de exponer en la medida en que quepa qué es lo humano, sin ninguna osadía celeste y como coetáneo de los sufrimientos y esperanzas que hoy día atormentan y mueven a los hombres. Si, por otra parte, no se entrega a la resignación meditada de que es mejor callar, ello se debe tan sólo a que en Dios ve él la dignidad de este hombre digno-de-cuestión que somos todos nosotros, y en consecuencia opina que la teología viene a tematizar la antropología. «Sin Dios todo sería o.k», dice cierto personaje en una película de Ingmar Bergman. Pero con la pregunta sobre Dios y con lo que en ella a su vez se encierra, es decir, la pregunta de Dios sobre lo que hay de «hombre» en el hombre, viene a hacerse cuestionable mucho de lo que tenemos por incuestionable y por obvio, y vienen también a iluminarse de esperanza otras cosas que nosotros juzgábamos desesperadas.
se convierte furtivamente en un libro sobre Dios. Con todo, este tema de teología no será aquí tratado en forma de una teología pura que hable tan sólo de la eterna situación del hombre ante Dios. Porque, si en lo que respecta «al hombre», se trata en todo caso de un proceso abierto entre lo humano y lo inhumano, habrá de resultar más adecuado hacer teología en la acción, teología referida a las experiencias y a la praxis vital de los hombres que se encuentran en la sociedad industrial de hoy, y explorar caminos hacia una humanización de este hombre. Porque el punto de partida de toda antropología es éste: el conocimiento de las estrellas les es a las estrellas mismas indiferente, pero para el ser del hombre el conocimiento del hombre no queda sin consecuencias. Es conocimiento transformador. «El hombre» es un proceso abierto. Quien intervenga en un proceso que está dirimiéndose, siempre será un jurado que o acusa o absuelve. Y esto ha de tenerlo en claro todo aquél que desee hablar sobre «el hombre». A los señores Gerhard M. Martin y Michael Welker les agradezco muchas acotaciones crítico-subsidiarias.
En este sentido, por tanto, el libro sobre «el hombre» 12
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1. ¿Qué es el hombre? ¿Quiénes somos nosotros? Y yo, ¿dónde estoy?
Estas preguntas son tan antiguas como el hombre mismo, que toma conciencia de su ser propio. Una vaca siempre será una vaca. No pregunta «¿qué es un vaca ?», «¿quién soy yo?». Sólo el hombre pregunta así, y, al parecer, tiene por fuerza que preguntar así sobre sí mismo y sobre su esencia. Es su pregunta. Su pregunta le acompaña en infinidad de formas. Pregunta que se hace consciente cuando la persona que espontáneamente actúa, se ve replegada hacia sí misma y obligada a reflexionar en torno a sí. Descubre entonces una diferencia entre los objetos de su mundo circundante, a los que ella elabora, y lo que ella misma es. O bien, descubre una diferencia entre el mundo vital que comparte con otras, y ella misma, en un destino particular que a ella le afecta. Las preguntas con que el hombre apremió a la naturaleza y a otros hombres, dan un giro y se le encaran a él mismo. La actividad con que transformaba las otras cosas, se torna en las experiencias de sufrimiento por las que él mismo viene a transformarse. O bien, se habrá entregado hasta tal punto a su negocio, a su familia o a su labor política, que percibirá el peligro de perderse a sí mismo. Entonces se dice: «antes que nada, he de reencontrarme», o si no «quisiera volver a 15
acceder a mí mismo», o incluso «ya no sé en absoluto quién soy propiamente yo». Así es como esta pregunta sobre «el hombre» acecha al hombre en las experiencias totalmente cotidianas, en las especiales situaciones de felicidad y de dolor, y en las reflexiones supremas de su conciencia. Pero, al convertirse el hombre en una cuestión para sí mismo, incide entonces en una escisión. El mismo es el interrogador, y a la vez el interrogado, el que se interroga. Al ser simultáneamente interrogador e interrogado, resulta inevitable que todas las respuestas que él mismo se da o se hace dar por otros, le sean insuficientes y vuelvan a convertirsele en interrogación. De igual modo a como intenta penetrar detrás de las cosas para conocerlas y utilizarlas, querría también penetrar por fin tras de sí mismo para conocerse. Pero, al ser él mismo quien desearía penetrar tras de sí, siempre está volviendo a escaparse de sus manos, y se hace para sí propio un enigma, tanto mayor cuantas más son las posibilidades de solución que se le ofrecen en forma de proyectos sobre el hombre. Cuanto mayor es el número de respuestas posibles, tanto más le parece a él encontrarse como en un salón de mil espejos y máscaras, y le invade una confusión respecto a sí. Así es como el hombre viene a ser de hecho el mayor de los misterios para el hombre. Tiene que conocerse, para vivir y darse a conocer a los demás. Pero a la vez él mismo ha de quedar guarecido, para permanecer en vida y en libertad. Pues si llegara por fin a penetrar «tras de sí mismo», si pudiera constatar qué es lo que pasa con él, entonces ya no pasaría con él absolutamente nada, sino que todo estaría constatado y fijado, y él habría llegado al fin. Entonces el «enigma resuelto» del hombre sería a la vez la definitiva liquidación del ser humano. Siempre que tengamos experiencia del ser humano, lo experimentaremos como pregunta, como libertad y apertura. «Somos, pero no nos tenemos» ~ ésta es manifiestamente la conditio humana (H. Ples-
sner 1). De lo cual resulta: «Por ello, antes que nada, nos hacemos» (E. Bloch). Pero sea cual sea la forma como se describe esta diferencia que el hombre experimenta en sí mismo; en cualquiera de los casos le es a éste igual de importante el llegar a respuestas fidedignas y hacerse digno de crédito ante los demás, que el permanecer consciente del misterio de que él existe para los otros y los otros para él, y el respetar ese misterio. El conocimiento propio y el conocimiento de los hombres comportan en sí algo fascinante para el hombre: «Algo que tiene de regocijante, eso es el hombre, si es un hombre», dijo el estoico Menandro. Ser hombre constituye el experimento en que nosotros mismos tomamos parte activa y entramos en juego. Pero en ello late también algo pavoroso. Por eso siempre lleva el hombre consigo un justificado espanto y un natural pudor frente a todo encuentro excesivamente directo consigo mismo. La desnuda honradez de quienes se desvelan y se confiesan a sí propios, produce efectos penosos; porque renuncian a la conciencia de lo ambivalente de su conocimiento, y, a una con su misterio, abandonan también su futuro. Uno no debe «aparentar» nada ni ante sí ni ante los demás, pero no debe tampoco aparentar que «es más de lo que parece poder». «Todo espíritu profundo precisa de una máscara», pensaba Nietzsche. Y ello es verdad en lo que afecta no sólo a los «espíritus profundos» sino a cada hombre que sea consciente de la escisión que se da en él y no le deja identificarse totalmente consigo. Ni puede identificarse totalmente con su «máscara», es decir, con la apariencia que observa para los demás, ni es tampoco capaz de acceder a sí mismo, por mucho que quiera desvelarse por entero.
1. H. Plessner, Conditio humana: Einleitung zur PropyláenWeltgeschichte, Berlín 1961; Opúsculo 14, Pfullingen 1964, 49; E. Bloch, Spuren, Frankfurt a.M. 1959, 7.
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Todo esto no es más que un equívoco. Nunca acabamos de quitamos nuestras máscaras. Y de esa última que se adhiere a nuestro rostro... es completamente incierto el que la muerte consiga arrancárnosla (Francois Mauriac).
En el mito chino, cada uno de los hombres tiene su yo auténtico, que siempre se encuentra tras él como espíritu de compañía; pero en el instante en que el hombre mira tras de sí y lo conoce ^ e s decir, y se conoce a sí mismo—, entonces muere. Así pues, entre la fundamental interrogabilidad del hombre y las respuestas con que éste se asegura de sí mismo, tendrá uno que encontrar un equilibrio vital. El hombre no puede persistir de porfía en la actitud radical de la pregunta. En tal caso nunca llegaría a la encarnación de su vida. Pero tampoco puede asentarse y contentarse únicamente con la faz que le confiere su época y su cultura. En tal caso se estancaría. El equilibrio lo encontrará cuando respete aquella barrera que hace históricas a las formas de la vida humana, y cuando vea que en la transformación de culturas e imágenes del hombre, movidas por la seriedad y la expectación de lo último, está en juego algo provisional. Sin embargo, por insuficientes que sean las respuestas históricas y culturales del ser humano concreto frente a la pregunta abierta y siempre acuciante acerca del hombre verdadero, ofrecen por su parte posibilidades para la realización de una vida humana y otorgan posada en el tiempo. A la pregunta que el hombre es para sí propio, se la puede designar como la inquietud en la historia de los hombres y de los pueblos. Al ser históricas y no eternas las respuestas que los hombres dan de una u otra forma con su vida, son también superables por otras respuestas nuevas. Pero cuando éstas resultan históricamente logradas, ofrecen por una cierta época una base sustentadora en orden a la vida personal y social. Entonces no se da en ellas únicamente algo perecedero, sino ya también la pre-aparición de una plenitud futura, y no 18
sólo una demasía humana, sino igualmente una gracia escondida. La pregunta del hombre sobre «¿qué es el hombre ?» no constituye aún en sí ningún sólido punto de partida en orden a su contestación, ya que dicha pregunta puede ser planteada muy diversamente. Emerge en contextos diversos y son muchos los lugares desde los que se inicia su marcha. La pregunta de «¿qué es el hombre ?» es siempre una pregunta comparativa. Nunca se da absolutamente en el espacio, por lo mismo que el hombre tampoco se halla aislado. 1. La pregunta surge de la comparación del hombre con el animal De esta comparación surgen las afirmaciones de la antropología biológica 2. Los testimonios más antiguos de la cultura humana son testimonios de cazadores y de pastores. El hombre conoce a los animales. Examina penetrantemente sus formas de vida y su medio ambiente. Puede entonces adaptarse a ellos, llegando incluso a la identificación mítica, como es el caso de los animalestótem. Conoce, hablando modernamente, que los animales viven en un medio ambiente propio, de índole específica, y que en sus reacciones están ligados a sus impulsos y proceden por instintos. Pero simultáneamente se conoce también a sí mismo, y encuentra que en él esos órdenes de vida no se dan. El mismo es pobre de instintos y no tiene otro medio ambiente fijo que el de una esfera vital en la que él se mueve. Continuamente 2. A. Gehlen, Der Mensch: seine Natur und Stellung in der Welt, Bonn 61958; Id., Urmensch und Spátkultur, Bonn 1956; F. J. J. Buytendijk, Mensch und Tier, Hamburg 1958; Id., Das Menschliche-Wege zu seinem Verstándnis, Stuttgart 1958; H. Plessner, Lachen und Weinen. Eine Untersuchung nach den Grenzen menschlichen Verhaltens, Bem 31961; A. Portmann, Biologie und Geist, Zürich 1956; Id., Zoologie und das neue Bild vom Menschen, Hamburg 1956.
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está percibiendo cosas a las que no se encuentra aún adaptado, sino que ha de ir penosamente realizando la correspondiente adaptación. Se halla desbordado por los estímulos. No cuenta con ninguna protección natural frente al mundo exterior. Le falta la seguridad instintiva en el reaccionar. Tiene en primer lugar que construir su medio ambiente mediante lenguaje y cultura. Tiene en primer lugar que aprender sus h -mas de comportamiento. El hombre, considerado en mera biología, no tiene en ningún sitio hogar. Por eso, ante la vida de los animales, se plantea la pregunta: ¿qué es el hombre? Generalmente, a esta pregunta se le da hoy día una doble contestación: biológicamente el hombre es un ser deficitario, y a la vez un ser creador de cultura. Como ser biológicamente deficitario, está abierto al mundo, sin medio ambiente que le dé cobijo, desbordado por los estímulos del mundo exterior e inseguro en sus instintos. Como «dilettante», la naturaleza lo ha producido a modo de un animal comparativa o relativamente sin terminar. La hormiga conoce la fórmula de su hormiguero. La abeja conoce la fórmula de su colmena. No las conocen ciertamente al modo humano sino al modo suyo. Pero no necesitan más. Sólo el hombre desconoce su fórmula (F. Dostojewski).
La armonía de mundo propio y reacción instintiva que examina y admira en el animal, a él, el hombre, no le ha sido dada; en todo caso, le ha sido dada como tarea. No se encuentra a todas vistas en su esencia, sino que el encontrar su esencia es su cometido. Por eso Nietzsche tenía al hombre por el «animal todavía no determinado», que ha de determinarse antes que nada por promesa y acción consciente. La antropología moderna, que pretende exponer la posición privilegiada del hombre en el cosmos de lo viviente a base de comparaciones, comenzó con el famoso escrito de Herder Über den Ursprung der Sprache, 1770 (Sobre el origen del lenguaje). Herder escribe allí: 20
Todo animal tiene un ciclo al que pertenece desde su nacimiento, entra en seguida en él, en él permanece de por vida y muere... El hombre no tiene esa clase de esfera uniforme y restringida, en la que le aguarda tan sólo un trabajo: un mundo de negocios y determinaciones se extiende en torno a él... La naturaleza fue para él la más dura madrastra, ya que para cada uno de los insectos fue la madre más pródiga. El hombre es un huérfano de naturaleza: desnudo y despojado, débil e indigente, apocado e inerme, y, lo que constituye el culmen de su miseria, privado de todas las guías de la vida. Nacido con una capacidad sensorial tan dispersa y debilitada, con unas facultades tan indeterminadas, con unas pulsiones tan divididas3.
Podrían también resumirsea sí estas apreciaciones: las necesidades pulsionales del hombre no disponen, en orden a su exteriorización, de un sistema innato de esquemas propios de comportamiento, que se pongan en marcha al recibir los estímulos del mundo externo. Nosotros no somos autómatas sociales como los animales (A. Mitscherlich). La sujeción y regulación de la naturaleza pulsional del hombre tiene lugar mediante la cultura, y ésta es un prolongado proceso de aprendizaje, en el que el conocimiento de la necesidad social de renunciar a las pulsiones pugna con la naturaleza pulsional del hombre, difícil de domeñar. En el animal, las necesidades pulsionales y los objetos de la pulsión observan una vinculación fija, específica. El hombre, en cambio, está en su naturaleza pulsional relativamente falto de especialización, es decir, por una parte no cuenta en el mundo externo con objetos pulsionales fijados por herencia, sino tan sólo por la cultura. Dándose pues esta diferencia permanente entre la interna abundancia pulsional y el encauzamiento cultural de las pulsiones, la apropiación de la cultura por parte del hombre deberá antes que nada ser aprendida 4 . Por otra parte, sin embargo, el hombre habría desapa3. J. G. Herder, Über den Ursprun? der Sprache (1770), Berlín 1959, 18 s. 4. A. Mitscherlich, Die Unfáhigkeit zu trauern. Grundlagen kollektiven Verhaltens, München 1968, 86 s.
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recido hace ya tiempo, si estas indigencias que mencionamos no fuesen únicamente el reverso de su posición privilegiada en el cosmos, o sea el reverso de aquello a lo que desde antiguo se llamó espíritu y razón. Su carencia de especialización es tan sólo el reverso de su variabilidad creadora. La inseguridad de sus instintos es el reverso de su capacidad para una acción consciente. Su apertura al mundo, que le hace carecer de un medio ambiente determinado, es el presupuesto de su poder para crear culturas. Así pues, su condición relativamente interminada si se la considera en conjunto, es tan sólo el reverso de su otra vez relativa fuerza creadora y fantasía. Comparándose con el animal, se encuentra a sí mismo como un ser que «en virtud del espíritu se yergue hacia una apertura al mundo», según formuló Max Scheler5. Es, en sentido eminente, creador y creatura de su lenguaje. En la red de su lenguaje, captura un mundo abierto que le inunda con sus estímulos. En el medio del lenguaje y de la historia de la cultura puede ir acumulando informaciones de índole no-genética. De este modo se constituye a la vez como ser actuante. En el caso del animal y de la planta, la naturaleza no confiere meramente la determinación, sino que también es ella sola quien la realiza. En el caso del hombre, sin embargo, confiere meramente la determinación, y deja para él el cumplimiento de la misma... El acto por el que el hombre opera esto, se denomina de preferencia una acción (Fr. Schiller).
También Herder vio a la vez, en la indigencia biológica que constató en el hombre, una determinación positiva de éste. «El animal es un esclavo doblegado», el hombre en cambio «el primer liberto de la creación». No obstante, todas estas afirmaciones acerca del hombre, tanto las referentes a su indigencia cuanto las que atañen a su fuerza creadora, son afirmaciones sig5. M. Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, München 1947, 41.
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nificativas únicamente en el marco de la comparación entre animal y hombre. Si es en este contexto donde se plantea la pregunta sobre «¿qué es el hombre ?», entonces habrá de ser respondida por esa dirección. Con todo, tendrá que estarse sobre aviso para no desligar las respuestas dadas del contexto de esta comparación y del horizonte de la pregunta aquí planteada. Este «lugar» de la comparación entre animal y hombre es sin duda un lugar importante para la pregunta del hombre, pero en ningún modo el lugar único en que el hombre se encuentra y busca encontrarse a sí mismo, ni tampoco un lugar en el que se halle siempre. Las apreciaciones que en este punto adquiere la antropología biológica, constituyen una importante base para el autoconocimiento del hombre, pero no el acceso único hacia el misterio que el hombre representa. 2.
La pregunta surge de la comparación del hombre con los otros hombres
De esta comparación surgen las afirmaciones de la antropología cultural 6 . El hombre vive de hecho en familias, tribus y pueblos. En el encuentro con hombres de otras tribus y pueblos, la pregunta «¿qué es el hombre?» surge nuevamente, y aquí a un nivel distinto. Ha habido culturas en las que la denominación de hombre estaba únicamente reservada para los pertenecientes al pueblo propio, mientras que en cambio los extranjeros no eran hombres. Es el fenómeno del etnocentrismo. En su forma primitiva, dicho fenómeno tiene su raíz en el hecho de que los conceptos abstractos que las len-
6. E. Cassirer, Was ist der Mensch?, Stuttgart 1960; E. Rothacker, Philosophische Anthropologie, Bonn 1964; M. Landmanu, Philosophische Anthropologie, Goschen 156/156a, Berlin 1964; Id., Der Mensch ais Schopfer und Geschópf der Kultur, München 1961; H. J. Schoeps, Was ist der Mensch ? Philosophische Anthropologie ais Geistesgeschichte der Neuzeit, Góttingen 1960.
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guas antiguas conocen, son sólo unos pocos. Hay palmeras, cedros y encinas, pero no aún el árbol. Así también, hay negros, blancos y amarillos, pero en la diversidad cultural y racial no se da aún algo común a lo que pueda llamarse hombre. Cuando Colón descubrió América, surgió la pregunta de si los indios eran también hombres, y la bula de Paulo III en 1537 declaró que los nativos eran efectivamente hombres, al ser capaces de recibir la fe católica y los sacramentos («fidei catholicae et sacramentorum capaces»). Todavía sin embargo en nuestro siglo, la propaganda bélica hace de los enemigos infrahombres, limones, híbridos, negros, etc. En este contexto es importante notar que, para el antiguo testamento, Adam no fue el primer israelista, sino precisamente el primer hombre. Es sin duda una solapada angustia la que le impulsa al hombre a autoafirmarse frente a los demás hombres y a odiar al extranjero. Identifica entonces al ser del hombre con aquello que él tiene positivamente, su raza, su religión, su cultura y su patrimonio, y a lo inhumano que quisiera reprimir en sí, lo proyecta en el extranjero, el cual es dintinto a él. El extranjero es el bárbaro, al que no se lo conoce sino como enemigo, y al que se permite vivir únicamente como esclavo. La idea de una humanitas que les sea común a griegos y bárbaros, es de fecha relativamente reciente. Los sofistas fueron los primeros que en el mundo antiguo proclamaron la igualdad de todos los hombres, basándose en su común naturaleza. Porque, por naturaleza, lo igual está emparentado con lo igual. Las costumbres, sin embargo, el nomos, ese tirano de los hombres, fuerza muchas cosas en contra de la naturaleza (Hippias).
La filosofía de la estoa asumió estas ideas. Más decisiva que las diferencias históricas y culturales entre los pueblos, lo es la comunidad de todos los hombres en el núcleo de su ser. A base de las ideas innatas de la razón común a todos, puede elucidarse la naturaleza del hom24
bre. Sin embargo, hasta la llegada de la estoa romana no se acuñó el concepto de humanitas que permanece vigente en nuestros días. Al ideal romano antiguo del homo romanus, Cicerón le contrapuso el ideal nuevo y más alto del homo humanus. Es el hombre formado en su espíritu y éticamente cultivado. La oposición decisiva no consistió ya para él en la de romano o bárbaro, sino en la humanidad o inhumanidad en romanos y bárbaros. Considerada desde la historia de las religiones, esta primera idea de humanidad se halló vinculada a una superación del politeísmo de los muchos pueblos, en favor de un panteísmo de la naturaleza humana común, divina. Junto a estas ideas de humanidad surgió simultáneamente en Israel y mediante el cristianismo otra visión distinta de la humanidad una. Al ser el Dios de la alianza el creador y a la vez el juez de todos los hombres, todos los pueblos y hombres habrán de hallarse en una común historia universal. La expectación del reino venidero de Dios hace que todos los destinos humanos individuales e historias particulares de los pueblos se fusionen en una única historia universal. Por relación a la creación y al juicio venidero de Dios, todos los hombres comparten un común destino. Cierto que en aquella época, cuando esta esperanza fue por primera vez formulada en el Israel tardío y luego en el cristianismo, no se daba aún una humanidad en el destino de una historia universal común. Hoy es tan sólo cuando ha empezado a surgir de las historias diversas de los pueblos de la tierra una común historia universal. Sin embargo esta visión es importante, porque, a diferencia de la idea de una humanidad natural como la proclamó la estoa, toma en serio las diferencias históricas entre los hotnbres, y, en medio de las luchas históricas concretas entre los hombres de diversos pueblos, razas y clases, viene a descubrir para todos ellos un común horizonte de futuro, un horizonte de comunidad futura. Desde la tradición greco-romana y desde la esperanza bíblica, se formó luego la idea de humanidad propugnada 25
por la Ilustración, la cual vino después a decantarse en la formulación de los derechos comunes e inalienables del hombre, que se recogería en las constituciones de los estados modernos. Estos derechos son no tanto la formulación de una realidad ya existente del hombre humano, cuanto una exigencia y una utopía concreta. Pocos hombres son hombres, e impropio en extremo es por eso exponer los derechos humanos como efectivamente existentes» (Novalis) 7.
Pero una vez formulados e introducidos en la historia de las constituciones modernas, son ya también una realidad a la que no cabe volver a olvidar o disipar. La memoria de la esperanza que los hombres de diversos pueblos abrigaron en una humanidad humana, es la que los mantiene en vida. La comparación del hombre con el hombre en el encuentro de las culturas puede incidir en dos direcciones: la antropología cultural puede convertirse en etnología. Describirá entonces las diversas culturas con el propósito de comprenderlas. En cada cultura, el hombre pretende conferirse a sí mismo un rostro. La profusión de rostros diversos que se confiere y con los que procura responder al desafío de la naturaleza, de la convivencia mutua y de los dioses, muestra la variabilidad casi ilimitada de lo humano. A una con su indagación de las culturas extrañas, la etnología de orientación comprensiva muestra a la vez la relatividad y la limitación de la cultura propia. Las normas y valores propios, a los que antes se tuvo por absolutos al no conocer otras cosas, se evidencian en su condicionamiento histórico, sin por ello perder totalmente su perentoriedad. Pero la antropología cultural puede también convertirse en una antropología que busque como objeto el fomento de la «humanitas». Kant la denominó «antropología de
7. Novalis, Schriften III, ed. I. Minor, Jena 1923, 109.
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orientación pragmática» 8 . Ambas direcciones se hallan estrechamente ligadas, porque cuanto más va conociéndose una cultura, surge de por sí la pregunta: ¿qué es el hombre? Y esta pregunta no sólo alude ya a la curiosa investigación de la «comedie humaine», en la que van dándose siempre nuevas variantes distintas de lo humano, sino que apunta a la «humanidad del hombre». Podría aquí distinguirse entre la condición del hombre u hominidad (hominitas) y la búsqueda de la condición humana del hombre o humanidad (humanitas)9. A partir de la Ilustración, el concepto de «humanitas» no sólo es una designación objetiva de la especie hombre, sino más aún una designación ética y mesiánica del cumplimiento todavía insatisfecho de su tarea y su esperanza. Diciéndolo más sencillamente: al hombre le pertenece constitutivamente el que él es hombre y tiene que ser hombre. Se experimenta a sí mismo como un don y como una tarea, como ser e intimación a la vez. Por eso la etnología de orientación comprensiva se traduce siempre en antropología de propósitos pragmáticos. Y, a la inversa, una antropología solamente ética quedaría en suspenso, de no estar siempre referida a la realidad del hombre. De la comparación del hombre con el hombre surge la antropología cultural. Como respuesta suya a la pregunta de «¿qué es el hombre?», podemos tomar el diagnóstico siguiente: el hombre es creador y creatura de la cultura (Michael Landmann). «Cada cultura es un camino del alma hacia sí misma» (Georg Simmel), y todas las culturas pueden ser entendidas como fragmentos y caminos hacia aquella humanidad humana que se halla aún escondida en el seno del futuro. En cada cultura el hombre se decanta de una forma y se otorga un rostro. Pero todas las formas y rostros históricos que se ha conferido 8. M. Kant, Anthropologie in pragmatischer ffinsicht (1798): Phil. Bibl. 44, Leipzig 1922. 9. H. Plessner, Anthropologie philosophische, en RGG 3 I, 410-414.
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y se confiere, son pasajeros y mudables. Esto permite la conclusión de que el solo hecho de que el hombre, saliendo de su amorfismo, se decante en formas culturales, es algo permanente y universalmente humano. El hombre tal como se manifiesta en las culturas (homo hominatus) es histórico, pero el germen creador del hombre (homo hominans) es eterno 10. En este sentido, el hombre aprende a conocerse a sí mismo mediante el encuentro histórico y la comprensión histórica de otros hombres y otras culturas. Lo cual presupone que, por necesidad esencial, el hombre se halla en un proceso histórico-cultural, que brota de su interna inconclusión biológica y de su apertura al mundo. Constantemente va procurando plenificarse a sí mismo y cerrar el vacío interno que se hiende en su existencia. Si al llegar aquí seguimos preguntándonos en qué consiste pues este vacío e inquietud que impulsa al hombre, si únicamente en su falta de terminación biológica o, en aquella nada que le amenaza desde dentro y desde fuera, o en algo divino que le desafía e intima, topamos entonces con los límites de la antropología cultural. Las afirmaciones de la antropología cultural son afirmaciones significativas únicamente en el ámbito de las experiencias que tiene el hombre con el hombre. Si es aquí donde se plantea la pregunta de «¿qué es el hombre?», habrá de ser respondida en las direcciones citadas. Pero ni incluso esta comparación entre las culturas constituye tampoco el lugar único del que parte la pregunta, por importante e insoslayable que sea. 3.
La pregunta surge de la comparación del hombre con lo divino
De esta comparación surgen las afirmaciones religiosas sobre el destino y la determinación del hombre, 10. M. Landmann, Philosophische Anthropologie, 205.
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las antropologías religiosas que encontramos en teología, metafísica y poesía u . En el templo de Apolo en Delfos, estaba escrito el profundo epigrama: Gnothi seauíon. ¡Conócete a ti mismo ! Hacía recordar en este sitio la presencia de lo eterno: conócete a ti mismo, conoce que eres hombre y que no eres igual a lo divino. En Homero los dioses se llaman los «inmortales». Al lado de ellos, el hombre es un «efímero mortal», «el sueño de una sombra». Una etimología pone a la palabra latina homo en referencia con la raíz humus, tierra. Para el antiguo testamento el hombre, Adam, ha sido tomado de la tierra, adama. En presencia de los dioses el hombre se conoce a sí mismo en su nodivinidad, en su inferioridad y su gravidez terrena. Todavía en la edad media, la palabra humanitas no aludía a la grandeza del hombre frente a la naturaleza, sino a su pequenez, capacidad de errar y caducidad frente a la eternidad de Dios. Antropología religiosa es también la que habla en el «Canto al destino de Hyperion» de Hólderlin: Arriba en la luz, en blando suelo, os paseáis, felices genios. A nosotros en cambio se nos impuso no reposar en sitio alguno; se esfuman, caen, los hombres sufrientes, en marcha ciega de una hora a otra, como agua de escollo a escollo arrojada, que por años y años se hunde en lo incierto.
En esta comparación, las respuestas a la pregunta de «¿qué es el hombre?» se dan a un nivel totalmente distinto del de la antropología biológica y cultural. Bajo 11. J. Wach, Typen religióser Anthropologie, Tübingen 1932; G. van der Leeuw, Der Mensch und die Religión, Basel 1941; B. Groethuysen, Philosophische Anthropologie, München 1928.
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la impresión de la verdad y fidelidad eternas de Dios, dice el salmo 116, 11: «Todo hombre es mentiroso». Frente a la gloria de Dios, dice el salmo 62, 10: «Un soplo solamente los hijos de Adán». Y, tras haber alabado a Dios «de eternidad en eternidad», el salmo 90 encuentra que los hombres «no son más que un sueño, como la hierba que a la mañana brota; por la mañana brota y florece, por la tarde se amustia y seca». Cuando al profeta Isaías le fue deparada en el templo la visión de la gloria de Dios, su respuesta fue: «Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de impuros habito». Con todo, no es sólo el conocimiento de la indescartable finitud, de la dispuesta caducidad y de la mortal prevaricación de la existencia humana, lo que se origina de la sobrecogedora impresión de lo divino. La misma problematicidad de la vida entera, su condición digna de ser puesta en interrogante, obtiene aquí el lugar radical de su crisis y de su dignidad. «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?», pregunta el salmo 8. En formas muy diversas, pero siempre imposibles de desoír, los hombres han percibido en la religión la pregunta de «¿qué es el hombre?» como una pregunta que le es planteada al hombre por Dios, y a la que el hombre tiene que responder con toda su vida, no pudiendo sin embargo hacerlo. No son ellos mismos quienes de por sí han planteado la pregunta, sino que en realidad la han ido experimentando con sufrimiento. Han ido experimentándose a sí mismos como los intimados y los fracasantes. Así, en la historia veterotestamentaria de la caída, Dios llamará: «Adam, ¿dónde estás?»; y Adam teme y se oculta y toma conciencia de su desnudez en su vergüenza. En la historia de Caín y Abel, llama Dios: «¿Dónde está tu hermano Abel?»; y el fratricida se acoge a ia protección sólo ficticia de los pretextos: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?». En la experiencia religiosa no se ofrece una imagen absoluta del hombre, sino que se experimenta más bien 30
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la radical puesta-en-interrogante del hombre. La religión no pretende esclarecer el misterio del hombre. El hombre, que en su cultura se ha conocido y dado a conocer a los demás, viene a resultarse desconocido en estas experiencias con aquello que está por encima de él y que le sobreviene. El que vivía su vida en obviedad incuestionada, viene en estas experiencias a ser para sí propio una cuestión. «Me he hecho para mí una cuestión», dice Agustín en sus Confesiones. Me he convertido para mí mismo en campo de fatiga» (x 16, 25). ¡Qué misterio horrendo, Dios mío, qué multiplicidad profunda e infinita! ¿Y esto es el alma, y esto soy yo mismo? ¿Qué soy, pues, Dios mío?¿Qué clase de ser soy? ¡Una vida tan varia y multiforme y sobremanera inmensa! (x 17, 16).
Aquí la pregunta «¿qué es el hombre?» no puede ya ser respondida objetivamente, haciendo referencia a su alma, a sus indigencias o a su capacidad creadora. Se densifica en una pregunta personal: ¿quién soy yo, Dios mío, ante ti ? En la reconditez de Dios experimenta el hombre la reconditez de sí mismo. Y todo su seguro autoconocimiento pasa a ser «obra imperfecta», en la confianza en aquél que lo ha conocido ya y penetrado hasta la profundidad, y en la esperanza de que «entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13, 12). La impresión de la reconditez de Dios se refleja en el conocimiento de la auto-reconditez del hombre. Por eso, a la esperanza en la revelación de Dios se le une también la esperanza en el «rostro descubierto del hombre». «Nuestro corazón está intranquilo en nosotros, hasta que halle en ti la tranquilidad», decía Agustín, dando así a la antropología religiosa de occidente su expresión universalmente válida 12. Vivo, pero no puedo encontrarme en mí mismo.
12. E. Dinkler, Die Anthropologie Augustins, Stuttgart 1934.
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Soy yo el que vive, y sin embargo no puedo sujetar mi vida, permanecer en mí. El hombre se busca, pero su vida no puede alcanzar expresión completa en este tiempo de la muerte. Por eso el hombre sobrepasa infinitamente al hombre (Pascal). En la vida de aquí, el hombre sigue siendo para sí un problema cuya solución rebasa toda finitud. Sólo en la llegada de Dios mismo, que pone en interrogante infinito a esta vida de aquí, puede esperarse el apocalipsis del misterio humano. De ahí que en ninguna de sus imágenes de hombres se encuentre el hombre a sí mismo ni alcance la tranquilidad. La intranquilidad de su corazón llevará a una permanente iconoclastia de la esperanza, contra aquellas imágenes de hombre que pretenden asentarlo y fijarlo definitivamente. Esto es antropología religiosa. Lo que hay en ella de religioso, no es tanto el «sentido y gusto para lo infinito», como Schleiermacher pensó, cuanto la experiencia de la crisis en la que lo divino «irrumpe como un puño cerrado en medio de la vida» (K. Barth 13 ). La pregunta religiosa de «¿qué es el hombre?» surge en la comparación del hombre con lo divino, y en aquellas experiencias a las que denominamos experiencias religiosas. No se trata de experiencias extrañas de unos hombres especiales, aun cuando a ellos les debamos su expresión depurada, sino de experiencias de profundidad, que la mayoría de las veces eludimos en la vida superficial. Ni la experiencia de esta crisis ni los autoconocimientos que de ella se originan, pueden reducirse a la antropología biológica o a la cultural. Tienen su dignidad propia y su miseria propia y su significado especial para la humanidad del hombre. Pero esta antropología religiosa no tiene por qué ser ya antropología cristiana, aun cuando en la historia de nuestro ciclo cultural ambas se hallen muy estrecha13. Véase Fr. Schleiermacher, Über die Religión, reimpresión de la 1.a ed. por H.-J. Rother, Hamburg 1958; compárese este texto de 1799 con K. Barth, Der Romerbrief, München 21922 (cita 241).
mente vinculadas. La antropología cristiana tiene que saber que esta antropología religiosa se da tanto en su propia tradición como en el exterior, y tiene también que ponerse en referencia con ella. Sin embargo, las respuestas religiosas a la pregunta de «¿qué es el hombre ?» no abarcan aún por su parte a la pregunta específicamente cristiana acerca del hombre. Volvámonos ahora hacia ella.
4.
Ecce Homo! ¡Aquí tenéis al
hombre!li
Tomada en sus raíces, la pregunta de «¿qué es el hombre?» no se suscita en las historias bíblicas mediante comparaciones con aquello que siempre existe, con los animales, con los otros pueblos, o con lo divino que está por encima de nosotros. Surge concretamente, de cara a la sorprendente y concreta interpelación y encargo divinos. Así es como en el monte Sinaí (Ex 3, 11) pregunta Moisés ante el Dios que le habla desde la zarza ardiente y le encarga liberar a Israel de la esclavitud de Egipto: «¿Quién soy yo para ir a Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?». Así es como Jeremías confiesa en la visión de su vocación: «¡Ah, Señor Yahvé! Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho» (Jer 1, 6). Y Pedro confiesa en su encuentro con Jesús: «aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Le 5, 8). Aquí el autoconocimiento surge no simplemente de la impresión de lo divino que se alza por encima de nosotros. Surge en el punto en que al hombre se le exige 14. W. Zimmerli, Das Menschenbild des Alten Testaments, München 1949; W. G. Kümmel, Das Bild des Menschen im Nuen Testament, Zürich 1948; E. Kássemann, Paulinische Perspektiven, Tübingen 1969; O. Weber, Die Treue Gottes und die Kontinuitát der menschlichen Existenz, Neukirchen 1967; K. Barth, Mensch und Mitmensch, Góttingen 1954; W. Pannenberg, Was ist der Mensch? Die Anthropologie der Gegenwart im Lichte der Theologie, Góttingen 1962; y especialmente E. Peterson, ¿Qué es el hombre?, en Tratados teológicos, Madrid 1966, 103-111. 33
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en su vida, por parte de la vocación de Dios, algo imposible. Y, en este acontecimiento, el afectado conoce sus imposibilidades y límites concretos, y los conoce como culpa suya. Experimenta quién debe ser, pero no puede ser de por sí. Experimenta qué es lo que de él debe hacerse, pero no puede hacerse por su parte. La vocación divina que exige de él un ser nuevo, lo estatuye en una diferencia insuperable frente a sí mismo. Esta incide tan profundamente en su vida, que viene incluso a disociarlo de sí mismo y lo complica en un cambio de identidad. Por eso, a una con dichos acontecimientos de vocación, se daba a menudo un cambio de nombres: de Simón Jonás se hizo Pedro, de Saulo se hizo Pablo, etc. El bautismo cristiano demuestra este cambio de identidad por la muerte del hombre viejo y el nacimiento del nuevo, y lo expone como una gracia. Evidentemente, hay también ejemplos negativos. Hombres que en el «tercer Reich», en 1945, deseaban ocultar o negar su identidad, «se sumergían», como solía decirse en alusión inconsciente, hasta que «emergían de nuevo» con otro nombre en Sudamérica o en algún otro sitio. La pregunta de Moisés en el monte del encuentro «¿quién soy yo para ir a Faraón?» (v. 11), recibió una respuesta extraña, pero particularmente significativa: «Yo estaré contigo» (v. 12). Y este es el nombre del Dios que se pone a la obra: «Yo seré el que seré» (v. 14). Lo cual significa que la pregunta del hombre «¿quién soy yo?» no es respondida directamente, sino que está además allá donde Dios garantiza su presencia y su compañía en el camino de la vida. «No temas ni te espantes, porque yo estaré contigo en todo lo que hagas». Aquí, por tanto, la pregunta del hombre acerca de sí mismo es respondida con la autocomunicación de Dios a este hombre. «Dios con nosotros - Emmanuel», Dios con nosotros, con los hombres no-divinos y sin-dios; esta es la respuesta a la pregunta del hombre sobre sí mismo. Con ella, pues, no se le dice al hombre propiamente quién sea él en el fondo, qué sea lo que puede y qué lo 34
que no puede, qué lo que debe y qué lo que no debe. Se le abre ante él una historia, hacia cuyo futuro le conduce la promesa de Dios. Se le ofrece la perspectiva de un nuevo poder-ser en comunidad con Dios. Al hombre no se le da aquí el verse como en un nuevo espejo. Seje da una perspectiva nueva. Su determinación la experimenta él en su vocación histórica. Y si se confía a ella olvidándose de sí propio, experimentará su vida en la historia de Dios con él. No se le «ofrece una imagen» de sí mismo, sino que se le llena de una esperanza y un cometido que le hacen salir de la seguridad de sus imágenes, y marchar hacia la libertad y el peligro, hacia las «tribulaciones del mundo y las consolaciones de Dios», como Agustín decía. En cierto modo, deja entonces de preocuparse de sí y no se pregunta ya por más tiempo acerca de su identidad, porque se sabe suspendido en la comunidad con el Dios que no sólo le intima, sino que está también dispuesto a marchar con él precediéndole. Sin embargo, hasta ahora no hemos hablado más que de historias de vocaciones especiales, de Moisés, de los profetas y de Israel, pero no aún del hombre en general. Lo que en esos casos era experimentado, no planteaba pretensión de universalidad, o a lo sumo tan sólo una pretensión indirecta de lo universalmente-humano, en la medida en que Israel se comprendía a sí como «luz de los pueblos». En el nuevo testamento, la pregunta de «¿qué es el hombre?» apunta al hombre único Jesús de Nazaret, cuya vida y muerte relatan los evangelios. De aquél que, abandonado de Dios y de los hombres, muere en la cruz, se dice: Ecce Homo! ¡Aquí tenéis al hombre! En el nuevo testamento, sin embargo, desde el anuncio del crucificado se hace también saber a la vez aquella respuesta de Dios: «Yo estaré contigo». Para la fe, por tanto, el conocimiento de Dios y el conocimiento propio vienen a coincidir en un punto: el conocimiento de Cristo. El crucificado es el «espejo», dijo Calvino, en que conocemos a Dios y nos conocemos a nosotros. 35
Porque en su cruz, a una con la miseria del abandono humano, se pone a la vez de manifiesto el amor de Dios, que asume a los hombres en su miseria. Por eso Pascal pensó: El saber acerca de Dios sin tener conocimiento de nuestra miseria, engendra presunción. El saber de nuestra miseria sin tener conocimiento de Dios, engendra desesperación. El saber acerca de Jesucristo crea el camino medio, porque en él encontramos tanto a Dios cuanto a nuestra miseria15.
Lo auténticamente nuevo y a la vez escandaloso para todo humanismo, que el nuevo testamento contiene, es de hecho el conocimiento del verdadero Dios y del hombre verdadero en el crucificado. Pero, ¿de qué modo se pone en él lo humano de manifiesto ? Comparado con el ideal humano griego de lo bueno y lo bello, en Jesús se da a conocer más bien exactamente lo contrario. Desde el comienzo hasta el final de su manifestación, acceden a él hombres cargados de toda suerte de enfermedades y defectos: desde fiebre hasta ceguera, posesos y leprosos, traidores a la patria y prostitutas. Jesús, nacido en un pesebre, de origen humilde, era él mismo uno de estos «pobres». No predicó un nuevo ideal del hombre bueno y justo, ni el ejemplo de su vida apuntó precisamente a eso, sino que trajo a los pobres el evangelio del reino venidero de Dios, se sentó a la mesa con «pecadores y publícanos», sanó enfermos y expulsó demonios, bendijo a los pobres, a los afligidos, a los que lloraban y a los que tenían hambre: «porque de ellos es el reino de los cielos». Habló de Dios a los despreciados y a los sin-dios. A los injustos les anunció la justicia como derecho divino de la gracia. Encarnó de tal forma sobre la tierra el misterio del «Dios con nosotros», «Dios para nosotros», que se hizo hermano de los miserables. Por eso, de los rincones y cuevas a que la buena sociedad los había arrojado, vienen hacia él los desechados y rechazados. Los pobres de los que habla y se acercan a él, son tan
pobres que no encuentran lugar para sí en ninguna sociedad humana. Viven indefensos, entregados a la nada. No pueden aparecer sino como lo que son. No pueden ocultar sus enfermedades y defectos. No son simplemente los esclavos sojuzgados ni los proletarios explotados, sino que son de hecho aquellos «condenados de la tierra» con los que no puede hacerse ningún estado ni ninguna revolución. Al pensarse Jesús a sí mismo como uno de ellos, por la comunidad que con ellos mantiene, podrá ser llamado el «hijo del hombre». El hijo del hombre es aquel que se ve a sí mismo entre los posesos, cuando arroja a los demonios. El hijo del hombre es aquél que se ve a sí mismo entre los pecadores, cuando perdona sus pecados. El hijo del hombre es aquél que se identifica con los «no-hombres», para llamarlos «hombres». Puesto que se conoce a sí propio entre los pobres, los hambrientos y los encarcelados, podrá llamar a éstos «hermanos míos más pequeños» (Mt 25, 40). Ya en el camino de Jesús se hace visible esta comunidad de Dios con el hombre sin-dios. El hombre se patentiza como el ser que es aceptado y'amado por Dios en la forma de Jesús, y Dios se manifiesta mediante él como este Dios humano. Esto es también lo que vuelve a verse concentrado en el mismo Jesús. El que, expulsado de su pueblo y abandonado de sus discípulos, más aún, abandonado de su mismo Dios, muere en e! patíbulo, será anunciado como el «Dios por nosotros, los abandonados». Muriendo en el infierno del abandono de Dios y de los hombres, trae esta comunidad de Dios que se llama amor, a aquellos que en su infierno dejan marchar toda esperanza, y les abre un futuro. Por eso la fe en el crucificado proclama ambas cosas: Ecce homo; aquí tenéis al hombre en la realidad de todo su abandono. Y: Ecce Deus; aquí tenéis a Dios, en la realidad de su amor infinito con el que se abandona a sí mismo, para ser Dios de los abandonados y padre de los que se renuncian y absolvente de los que se acusan, pero también juez de quienes se glorían.
15. B. Pascal, Pensées, n.° 527, 238.
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En este crucificado los hombres han podido irse conociendo a sí mismos a lo largo de la historia. Han despachado las ilusiones que sobre sí se forjaban, y en las heridas de él han descubierto sus heridas, y en el abandono de él su propio abandono. Y han abandonado también sus resignaciones y las desesperaciones justificadas que respecto a sí tenían, porque en la solidaridad que él mantuvo con sus miserias, han do ellos encontrando la humanidad de Dios y aquel at or que les quitaba de encima su vergüenza, su disgusto y su autoacusación. El crucificado no pertenece a ningún pueblo, ni a ninguna clase, ni a ninguna raza. Como hermano de los expulsados y los despreciados y los desclasados, toma a la sociedad por su extremo más íntimo, por el punto en que todas estas diferencias de cultura, lengua y propiedad no juegan papel ninguno, por el punto en que los hombres, ya sean judíos o gentiles, griegos o bárbaros, señores o siervos, hombres o mujeres, quedan unificados en su miseria. Así como en una calavera no se ve si fue la de un rico o la de un pobre, de un hombre justo o de un injusto, en la miseria humana que se manifiesta en el crucificado y en la cual se vuelca el amor de Dios que en el crucificado se hace real, vienen a quedar en suspenso todas aquellas diferencias con las que los hombres se separan de otros hombres. La raíz más profunda del universalismo cristiano no estriba en el monoteísmo de «un Dios, una humanidad», sino en la fe en el crucificado: el «Dios crucificado» asume a los hombres en su común carencia de humanidad. Dios se hizo hombre para, de unos dioses orgullosos e infelices, hacer hombres verdaderos (Lutero). La cruz constituye, por tanto, el punto de diferenciación entre cristianismo y religiones del mundo. La cruz diferencia a la fe de la superstición. La cruz es el punto de diferencia frente a las ideologías y las imágenes humanísticas del hombre. La cruz diferencia a la fe de la incredulidad. La antropología cristiana es una antropología del crucificado: por relación a este «hijo del hombre». 38
el hombre conoce su verdad y se hace hombre verdadero. Cierto que en el cristianismo histórico siempre ha habido también una «cultura cristiana» con «imágenes cristianas del hombre». Pero a menudo fueron entonces los no-cristianos, como por ejemplo Marx y Nietzsche, quienes tuvieron que traer a la memoria de los cristianos al crucificado y a los miserables. Tanto para la misma iglesia establecida cuanto para aquella sociedad que erige sus ídolos y tabús en orden a asegurarse a sí misma, el recuerdo del crucificado será un recuerdo peligroso. Porque de este recuerdo dimana constantemente una iconoclastia de liberación contra las imágenes de bella y piadosa apariencia en las que viven los hombres y con las que se engañan a si mismos y a los otros respecto a la verdad. La antropología cristiana no hace superfluas a las antropologías biológica, cultural y religiosa, pero tampoco puede reducirse a ellas. El que sea entre los espejos y máscaras en los que los hombres se encuentran, donde se representa la dura realidad del crucificado, eso es lo que constituye el factor específico de la doctrina cristiana sobre el hombre.
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2. Humanismo en la sociedad industrial
1.
«Quien cabalgue sobre el tigre, no podrá ya desmontar»
Una vez que en el capítulo primero hemos localizado ya la pregunta «¿qué es el hombre?» en las grandes dimensiones de la vida, y tras haber hablado de la antropología biológica, la antropología cultural, la antropología religiosa y la cristiana, llegamos ahora a los problemas sociales y políticos concretos de la humanidad en la sociedad industrial de hoy 1. La situación en la que hoy suele preguntarse cotidianamente por las condiciones y posibilidades de la humanidad, viene determinada por el nuevo entorno humano. El hombre no vive ya tanto en el ámbito de la naturaleza, cuanto —y cada vez más— en las circunstancias de sus 1. Respecto a la problemática del siglo xix, véase Th. Litt, Das Bildungsideal der deutschen Klassik und die moderne Arbeitswelt, Bonn 1955; H. Weinstock, Realer Humanismus, Heidelberg 2 1958. De entre la extensa bibliografía sobre la problemática del siglo xx, mencionaremos aquí: D. Riesmann, Die einsame Masse, Neuwied 1956; A. Gehlen, Die Seele im technischen Zeitalter, Hamburg 1957; I. Ellul, Technological Society, New York 1964; L. Mumford, The Myth of the Machine, New York 1966; H. Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona 1969; E. Fromm, La revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada, México 1970.
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propias obras, organizaciones y técnicas. Una gran parte de los hombres debe su vida a la medicina moderna, y no ya simplemente a la naturaleza. Otra parte de la humanidad pierde su vida por guerras inhumanas, por opresión política y por inanición económica. Tanto la nuda existencia como el gobierno práctico de la vida van dependiendo en medida creciente de lo que los hombres han hecho y hacen, de lo que la sociedad organizada da y exige, de lo que las decisiones políticas determinan y las fluctuaciones del mercado producen. En virtud de la ciencia y de la técnica, la humanidad puede por vez primera en la historia apuntar a liberarse de la tiranía de la naturaleza, que desde siempre le incomodó. Pero, al realizarse esta liberación del hombre frente a los poderes opacos de la naturaleza, el hombre viene simultáneamente a entrar en una nueva dependencia por respecto a sus propias obras y organizaciones. En la misma medida en que es suprimida la ontocracia de la naturaleza, surgen tecnocracias y burocracias que, con similar poder anónimo y velado, hacen dependientes e impotentes a los hombres. A pesar de que siga habiendo catástrofes naturales suficientes, los hombres temen más las catástrofes, inflaciones y revoluciones sociales. A pesar de que el cuerpo humano siga padeciendo suficientes enfermedades naturales, hoy día se temen más las enfermedades de la civilización y la futura manipulación biomédica de los hombres por parte de otros hombres. Nuestros niños experimentan cada vez más infrecuentemente la muerte natural por vejez de los parientes, y cada vez con frecuencia mayor la muerte violenta de otros niños en accidente de tráfico. La vida de los hombres se ha hecho progresivamente una vida política, pero no por ello la política se ha hecho ya más humana. Dos círculos de problemas han surgido de esta nueva situación del hombre: a) en el entramado de su sociedad, el hombre ha desarrollado una nueva conciencia de su entorno, y b) el progreso técnico orientado hacia su propio interés, se ha hecho problemático. 42
Cuando uno aprende a conducir, tiene al principio la impresión de estar sentado con su pequeño cuerpo dentro de una gran máquina extraña. Pero luego empieza a identificarse con esa máquina. Va adquiriendo sentido de las medidas externas de su coche. Se funde con su automóvil en una especie de unidad circulatoria. Su coche pasa a ser su cuerpo. Si tiene entonces un accidente, no dirá «el otro ha pegado con su coche contra el mío», sino «el otro me ha pegado». Muchas veces, entonces, se siente ofendido, y requiere una cierta reflexión antes de que vuelva a cobrar distancia frente a su malparado automóvil, que los seguros se encargarán de reparar. El auto, por tanto, no es concebido tan sólo como material de locomoción, como «soporte móvil», sino como parte de uno mismo. El conductor no sólo es señor de su coche; el coche repercute sobre él como cuerpo propio suyo y le impone su cuño. Semejante amplificación de la conciencia de sí tiene lugar también en el trabajo de las fábricas, en los negocios, en el hospital, en la lectura del periódico, en la televisión. El material con el que uno trabaja, es a la vez el medio en el que uno se mueve. La actividad que un sujeto puede desplegar, está acompañada de las repercusiones a las que dicho sujeto se expone. Su propia existencia se lleva a efecto en el juego conjunto entre su entorno y él mismo. Cada vez resulta más difícil distinguir entre lo que él mismo es y ese su entorno hecho por los hombres, ya que sus utensilios en modo ninguno son sólo los instrumentos de los que se sirve soberanamente, sino que son a la vez una parte de su propia figura, del mismo modo a como él es también una parte de la figura de ellos. La relación de hombre y máquina, entendiendo aquí a la «máquina» en el sentido amplio de obra o producto humano, no es la relación de sujeto y objeto, o sujeto e instrumento, sino más bien una nueva figura unitaria de máquina-hombre 2.
2.
M. McLuhan, Understanding
Media:
The extensión*
of
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Lo que decimos del hombre y su automóvil, habrá de ser dicho igualmente respecto a su participación en unidades mayores. ¿Cuál es la nueva conciencia colectiva o macroespacial que se produce en el espectáculo de la televisión ? Uno viene a hacerse contemporáneo de hombres separados por grandes distancias, y toma entonces parte en sus sufrimientos. ¿Cuál es la nueva conciencia que surge mediante la constante participación en la cultura, la economía y la política ? Uno se hace participante activo de círculos cada vez más amplios. De ello se origina una ilimitada conciencia de solidaridad. Los alejados se convierten en próximos, prójimo, aun cuando muchas veces el prójimo se convierta también en extraño desconocido. La conciencia del yo se funde con esta conciencia de solidaridad. Uno se sabe parte de un conjunto mayor. Sólo que este juego mancomunado que se desempeña entre el yo propio y las grandes contexturas, no ha adquirido aún ninguna forma humana. Por los periódicos y la televisión se participa ciertamente en los disturbios raciales de USA, en las miserias catastróficas de Bengala y en las revoluciones de Latinoamérica, pero uno no puede reaccionar como debería. Entre el tener parte pasivamente y el tomar parte activamente se origina una desproporción, que incrementa la impresión de la impotencia propia y genera asimismo un inconsciente sentimiento de culpabilidad. Todos conocen más miseria de la que pueden transformar, porque las posibilidades de intervención activa son exiguas. La antropología fue configurada hasta ahora sobre la base de la conciencia humana en su relación con el animal, con los otros hombres y con Dios. El entorno humano ha sido concebido frecuentemente como mero escenario en el que se desarrolla el drama práctico, ético y religioso del hombre. Hoy, sin embargo, este mismo mundo del hombre viene a hacerse un problema. man. New York 1964; W. Kuhns, Environmental Man, New York 1969.
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Surge la pregunta sobre el rostro o figura humana de este mundo, hecho por el hombre. Con esto llegamos a la siguiente cuestión. La industrialización del mundo moderno ha estado y sigue estando llena de una fe sin precedentes en el progreso y en el sentido obvio de los índices de desarrollo económico. Al progreso técnico se lo tiene por equivalente con el progreso humano, y a todo gran descubrimiento en las ciencias de la naturaleza se lo galardona con premios Nobel. Se piensa, además, que todo aquello que puede ser hecho, debe también ser hecho, tan sólo porque es técnicamente posible hacerlo. Se cree, finalmente, que eficiencia técnica maximal e incremento ilimitado de poder económico, técnico y militar, son ya valores en sí mismos. «Produce más, consume más», es una ley que mantiene en marcha a este progreso. Y ello tenía efectivamente un sentido durante el tiempo en que los deseos y necesidades de los hombres eran mayores que los medios para satisfacerlos y cumplirlos. Pero, en las llamadas sociedades opulentas, los principios de esta fe tienen un carácter hostil al hombre. «Cada año parecemos estar mejor equipados para conseguir lo que queremos. Pero, ¿qué es lo que queremos en verdad?»; esto es lo que se pregunta el futurólogo francés Bertrand de Jouvenel. Y, ya antes, Albert Einstein había expresado su preocupación: La fuerza desencadenada del átomo ha transformado todo, a excepción únicamente de nuestra forma de pensar; y es así como caminamos hacia una catástrofe sin par.
Quizás lleguemos a una época en que cesará la adoración del mero progreso técnico y económico, porque se conocerá que los meros porcentajes de los índices de desarrollo siguen sin decir absolutamente nada de la mejoría cualitativa de la vida humana. Quizás la economía y la ciencia lleguen un día no sólo a calcular anticipadamente su propia evolución, sino a considerar tam45
bien con anticipación las consecuencias sociales, morales y humanas de su empresa. Por ahora, sin embargo, sigue dando la impresión de que todos alimentan diligentemente la locomotora de la sociedad con el carbón del progreso, sin saber a ciencia cierta quién conduzca esa locomotora y a dónde deba marchar. Algunos opinan que todo irá por sus pasos, con tal de que únicamente se produzca hasta la saciedad. Otros piensan que eso no es tarea suya, sino que, como científicos y economistas que son, han de dejar la aplicación y uso de sus trabajos a los políticos. Pero la tecnología es poder, y el poder nunca es neutral. Por eso va creciendo en muchos la desconfianza de que tanto ellos como sus investigaciones pueden ser objeto de abuso. En muchos de ellos va incrementándose el desagradable sentimiento de que, más allá del futuro técnicamente factible, esta sociedad ha perdido de vista el futuro humanamente deseable y esperable 3. Muchos apelan gustosamente a los condicionamientos objetivos de la evolución y de la competencia, que no les dejan otra elección posible. Pero en el fondo eso es un fatalismo que retrocede espantado ante la responsabilidad. Porque esos condicionamientos objetivos son condicionamientos creados por el hombre. Las tareas de la investigación científica y la realización técnica no caen del cielo sin más. Lo que ocurre únicamente es que se han escapado al control de la sociedad. Hay muy pocas agrupaciones políticas y sociales con capacidad de decisión, que estén en situación de poner los intereses de los grandes trusts o del «militaryrindustrial-complex» (Eisenhower) al servicio de los intereses humanos y las necesidades sociales. El poder técnico crece y rebasa las fronteras nacionales, mientras que las instancias de responsabilidad siguen siendo provinciales y quedan relegadas cada vez más a segundo término. «Quien cabalgue sobre el tigre, no podrá ya desmontar», dice un antiguo proverbio chino. «Invoqué a los
espíritus, y ya no me desharé de ellos», se lamentaba el «aprendiz de brujo» en el poema simbólico de Goethe. Del sentimiento de impotencia nacen hoy con gran profusión afectos antitécnicos. El dios de la máquina que prometió todo a todos, aparece ahora como un daimón maligno que lleve todo a la ruina. Sin embargo, lo que importa es no tanto espantarse ante ese tigre, cuanto domesticarlo para alcanzar con él aquel futuro que se quiere conseguir. Lo que importa es, tras las fórmulas aprendidas para invocar a los espíritus, aprender ahora también la sabiduría para gobernarlos y despacharlos, si necesario fuere. Pero en orden a ello será imprescindible «refrigerar» la sobrecalentada historia del progreso y superar aquella su fascinación con que enmaraña al espíritu, antes de que se alcance el «point of no return», antes de que se pierda toda alternativa y venga uno a ser esclavo de sus propias obras. La antropología del hombre moderno deberá asumir el problema en que incurre el hombre al ser radicalmente transformado, si no incluso aplastado, por la prepotencia de su propia obra. A esta prepotencia no puede describírsela exhaustivamente indicando los fenómenos transformados de lo humano, sino que habrá de preguntarse por una humanización de la sociedad tecnocrática. Y, si serio es el peligro de autoaniquilación del hombre, surgido por sus propias técnicas, entonces esa tal «antropología de orientación pragmática» habrá de buscar también sin tregua la salvación y la salud del hombre amenazado. La insatisfacción creciente de los' hombres en las sociedades opulentas, su pasividad, su aburrimiento y sus explosiones en absurdos y obscenidades, su angustia y sus sentimientos de culpabilidad ante las sociedades hambrientas de la tierra, muestran que efectivamente la humanidad misma está en juego.
3. W.-D. Marsch, Zukunft, Stuttgart 1970.
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2.
Esta sería, más allá del ateísmo, la situación auténticamente alejada de Dios: tener que vivir en grandes estructuras, a las que uno no puede integrar ni espiritual ni moral ni afectivamente 4.
El «fantasma de la sociedad industrial» y la nostalgia de la «vida a salvo»
«Un fantasma anda rondando en Europa», pero no es ya el «fantasma del comunismo», como se dijo en 1848, en la frase introductoria del Manifiesto Comunista. Es el fantasma de la sociedad mecanizada perfecta, dominada por el apremio de una producción y consumo radicales, regida por computadoras, formada por hombres que se han convertido en engranajes lubricados de esta megamáquina, bien alimentados, entretenidos sin pausa, totalmente prendidos, pero —comparados con lo que hasta ahora fueron los ideales de la humanidad — pasivos, inertes y fríos. Los demás fantasmas que se conoce y a los que se da esa denominación, los movimientos ideológicos de masas del nacionalismo, del fascismo, del anarquismo y del radicalismo de izquierdas, pertenecen ya a los ensayos de exorcismo con que los hombres intentan salvarse de la aplastante prepotencia de sus obras, ya no por más tiempo amadas. Como todos los fantasmas, el fantasma de la sociedad moderna tiene también muchos nombres. Se lo llama la «sociedad capitalista», o la «sociedad burguesa», o la «tecnocracia». Se habla de una «era de la masificación» y a la vez de una «era personal», de un «mundo uniformado del trabajo», de un «hombre unidimensional», y a la vez de una «época pluralista». Sin dificultad cabría citar toda una serie de similares títulos de libros. A donde quiera se mire, topa uno con otro fenómeno especialmente típico de este mundo; y es que al conjunto se lo denomina según el síntoma. Al no poder reducir el conjunto a un concepto, no se encuentra por eso sino síntomas. Esto es típico, porque evidencia la moderna incapacidad y perplejidad conceptual de examinar intelectualmente lo que el hombre ha hecho, y de dominarlo humanamente.
El tipo de hombre que hasta ahora se conoció, parece desvanecerse en el progreso de esta historia. Nada queda tal y como fue. La política se hace distinta por las nuevas técnicas. El comportamiento íntimo de los hombres se transforma. La fe y el pensamiento pierden su orientación. En medio de estas crisis, viene a crecer la nostalgia cuasi-religiosa de un estado de seguridad, al igual que una voluntad pos-religiosa de emancipación. Las posibilidades ilimitadas de la sociedad técnica suscitaron desde el principio en la conciencia humana tanto un entusiasmo optimista cuanto unas imágenes de horror apocalíptico. De estas visiones de esperanza y de estos rostros nocturnos de angustia habremos de hablar primeramente, para abordar después las figuras particulares de la nostalgia de la vida a salvo. 3.
El reino eterno de la paz
Por la historia de esperanza judía y cristiana, bien conocida es la expectación de un reino mesiánico sobre la tierra: un día, cuando el mesías venga, los ahora oprimidos y sufrientes resucitarán y reinarán con él sobre sus enemigos. Únicamente después de esto, vendrá el fin de este mundo en una creación nueva. Simbólicamente se habló del «reino milenario», y de ahí, para expresar esta expectación de un cumplimiento intrahistórico de la esperanza, surge la palabra «milenarismo» o «quiliasmo» (chilia = 1.000). En la iglesia antigua esta esperanza estaba aún viva; pero la iglesia cristiana cuanto más fue concentrándose en la fe ultraterrena para el alma individual, tanto más iba desprendiéndose y ale4. A. Gehlen, Studien zur Anthropologie und Soziologie, Neuwied 1963, 338.
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guerras ni revoluciones, porque todas las crisis políjándose la esperanza quiliasta del trasfondo religioso de las sectas. Con todo, el quiliasmo tuvo una historia asombrosamente viva. Entre los valdenses, franciscanos y husitas y joaquinitas, estaba aún vigente en la edad media; los anabaptistas de la época de la Reforma proclamaron el «reino de Dios en Münster»; los labradores fueron inspirados por Thomas Müntzer en este sentido para sus levantamientos; el «Parlamento de los santos» de Cromwell intentó realizarlo en Inglaterra; en la llustracción, con Lessing, y en el pietismo de aquella época, volvió a surgir en forma espiritual. Esta esperanza en un reino terreno de felicidad, paz y soberanía, ha pasado también a formar parte del desarrollo de la industrialización. Sus profetas fueron a comienzos del siglo xix Saint-Simón y Auguste Comte 5 . A una con ellos, la burguesía progresista vio al tercer y último estadio de la historia amanecer en el horizonte como posibilidad real: un reino universal de paz. «Todos los pueblos de la tierra se mueven hacia el mismo objetivo. El objetivo al que se dirigen es el pasar de un sistema feudal de soberanía feudal-militar a un sistema administrativo industrial pacífico. Ningún poder es capaz de oponerse a esta marcha progresiva», dijo Saint-Simón. El dominio de los hombres sobre los hombres puede ser abolido. El estado desaparecerá cuando se regule la administración común de los bienes. En lugar del estado autoritativo sacral-militar hará su aparición el estado económico. La soberanía de sacerdotes y juristas será reemplazada por las psicotécnicas de los psicólogos y las sociotécnicas de los sociólogos. «La totalidad de la sociedad descansa en la industria. La industria es la garantía única de su pervivencia. El orden de cosas que es favorable a la industria, es también por tanto el mejor para la sociedad». Paz eterna y felicidad universal se 5. Véase al respecto J. L. Talmon, Politischer Messianismus. Die romantische Phase, Kóln 1963, 21 s.
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apoderarán entonces de la sociedad. No habrá ya más ticas y sociales serán calculables y atajables mediante un conocimiento sociológico que las domine. Comte pensó que del estado religioso puede progresarse al estado político, y luego al estado económico, y que de esa forma habrán de decurrir los tres estadios de la historia, de tal modo que en la sociedad humana industrial se habrá alcanzado el «fin de la historia». Únicamente habrá entonces progreso ilimitado en todos los campos, pero no ya alternativas fundamentales y, en consecuencia, tampoco revoluciones. La historia se acabará en la historia. La sociedad industrial será la primera «sociedad ahistórica». Su burocracia podrá convertir en «casos» todos los acontecimientos de la historia, los cuales, según esto, podrán ser enjuiciados según los casos precedentes. Por eso, en adelante no habrá ya historia sino tan sólo casuística, como en los manuales de la praxis parroquial. El sistema industrial es entonces la sociedad plenamente homogeneizada, una perfecta red de entramados inmanentes sin apertura alguna para la trascendencia y para el trascender. El hombre pasa a ser el «post-historic man» 6 . No necesita ni de recuerdo histórico ni de esperanza histórica, porque ya no se ve precisado a ninguna decisión histórica. ¿Qué es lo nuevo en esta era? No la ciencia misma ni la técnica, ni tampoco la rapidez con que ellas operan una transformación del mundo, sino el que la humanidad cuenta por vez primera con los medios para liberarse de la tiranía de la naturaleza. Tenemos el poder de investigar y transformar la naturaleza, de poner bajo control nuestra propia vida biológica, de influir en nuestros agentes atmosféricos, de alcanzar hoy la luna y mañana el espacio sideral. Desde el tiempo de los griegos, hoy por primera vez volvemos a estar convencidos de la fundamental comprensibilidad del universo. Nuestro poder técnico se halla desbordante de promesas de una nueva libertad, de una amplificada 6. R. Seidenberg, Posl-historic Man, Chapel Hill 1950.
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dignidad humana y de una paz factible. Así es como habla el quiliasmo tecnológico 7. A la sociedad industrial moderna se la celebra entonces como el cumplimiento de aquella forma de esperanza cristiana. Si le fue al hombre prometida la soberanía sobre el reino terrestre, hoy día se da el cumplimiento. Por eso, a su vez, esta era técnica podrá ser considerada como el reino escondido de Cristo: Todo es vuestro». La moderna megalópolis supera los v nculos del hombre con estirpes y pueblos, y le hace ciudadano adulto del mundo. La ciudad secular en que se concentran hoy el poder y el saber de la humanidad, y en la que se vive una urbanidad nueva, es un trasunto de la ciudad celeste de Dios. Al igual que esa ciudad celeste de Dios, en la que según la antigua profecía no habrá templos, la moderna megalópolis carece de religión y está habitada por hombres adultos. Así habla el quiliasmo cristiano de la modernidad 8. 4.
El refugio en el hundimiento del mundo9
Al mismo tiempo, y en completo paralelismo con el quiliasmo tecnológico, surgió también la apocalíptica de la técnica. Lo que unos celebraron como realización de los más audaces sueños de la humanidad, eso mismo fue concebido por otros como llegada de las peores amenazas para la humanidad. La nueva era es la era de. la máquina inanimada. Las fábricas destrozan la belleza de la naturaleza. Hacen de los «bosques» un montón de
7. Ch. C. West, Technologen und Revolutionare.' F.vTh 27 (1967) 664 s. 8. Esta inclinación la encontramos en Harvey Cox, La ciudad secular, Barcelona 1968; pero también en Fr. Gogarten han influido los teólogos sociales alemanes. 9. Cfr. W. Hollstein, Der Untergrund, Neuwied 1969; y Th. Roszak, The Making of a Counter Culture. Reflexions on the tcchnocratic society and its youthful opposition, New York 1969.
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«madera» utilizable, de modo que después tenga que volverse a crear parques naturales protegidos. Hacen de los templos canteras, hasta que luego tengan que reconstruirlos como monumentos del pasado para turistas. El hombre mismo se convierte en «muñeco» dentro de una sociedad en la que, como en un teatro de marionetas, todo se mueve «como por hilos». La profusión, el colorido, la movilidad orgánica de la vida, se coagula en pieza de relojería de un mecanismo perfectamente calculado. La fría luz del entendimiento calculador destruye todo sentimiento para percibir la poesía de la vida. De la comunidad humana viene a hacerse una mera sociedad de intereses. De la cultura viene a hacerse la civilización. Las personas se pierden en la masa. Se vive sin vivir la vida, y así la frialdad de sentimientos y la pobreza de vivencias se extienden convirtiéndose en fenómenos de masa. Desde sus inicios, la era industiial se ha visto acompañada de todas las formas posibles de protesta, de crítica y de fuga. En el mundo de monótonas obligaciones, objetivos y valores rentables, la vida parece escaparse entre unos dedos que desean retenerla. La moderna división y especialización del trabajo sólo absorbe a cada individuo parcialmente. Su ser, en cambio, se atrofia. De este modo surge la nostalgia de la vida sencilla perdida, o de la vida plena aún no hallada. Friedrich Schiller lo formuló clásicamente: Vemos no tan sólo a unos cuantos hombres individuales, sino a clases enteras de hombres, desplegar únicamente una parte de sus aptitudes, mientras que las restantes, como plantas raquíticas, apenas si son señaladas con débiles indicios. Encadenado eternamente a un único y pequeño fragmento de lo total, el hombre se forma a sí mismo tan sólo como fragmento; eternamente tan sólo en su oído el ruido monótono de la rueda que hace girar, nunca despliega la armonía de su ser, y en lugar de estampar la humanidad en su naturaleza, pasa él a ser sello impreso de su negocio, de su ciencia 10 . 10.
Über die ásthetische
Erziehung des Menschen,
Carta 6.
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Eso es el trabajador, el funcionario, el «perito de especialidad», o el idiota de especialidad, como acusan los reformadores de estudios universitarios, de acuerdo francamente con la manera de Schiller. Están deformados por su profesión, y por eso son tristes caricaturas del «hombre verdadero» y «total», del hombre completo, del hombre armónico. La crítica idealista de la civilización ha trabajado siempre con el ideal de la" armonía, pero sólo raras veces ha sacado de ello consecuencias revolucionarias. El romanticismo alemán ha revestido esta crítica con la nostalgia del alma bella, impotente. Joseph von Eichendorff estudió derecho, aprobó los exámenes y se hizo funcionario bien remunerado del estado y padre de familia fiel a sus obligaciones. Pero la nostalgia de la otra vida la expresó con una poesía de posibilidades irreales y de optativos: «Quisiera como juglar andar viajando...», «Quisiera como jinete volar...». «Si yo fuera un pajarillo...». Su relato «De la vida de un trotamundos» muestra con su encanto ese positivo contraste de la nostalgia frente al mundo duro y monótono de cada día. Hermann Hesse ha proseguido sugestivamente esta romántica huida de la realidad en Bajo la rueda, Lobo estepario y el libro de la nostalgia india Siddhartha. Hoy es el poeta más leído en el underground de los hippies de California: Romanticismo y culturas-underground son compañeros permanentes de la sociedad industrial desde sus comienzos. En forma tanto secular como religiosa, sigue aquí perviviendo el desprecio apocalíptico del mundo. Los apocalípticos antiguos vieron venir con horror el hundimiento del mundo, y buscaron en algún sitio de la tierra el «refugio» en que los piadosos escaparían a la catástrofe. El underground de la sociedad moderna, los gammler, los beatniks, la juventud de la flores, los hippies y yippies, las comunas y círculos de meditación, piensan en parecidas imágenes apocalípticas, en las que ellos ven la verdad de este mundo de apariencia, conven54
cionalismo y mediocridad, y buscan su refugio en la catástrofe. ¿Qué otra cosa es el «sistema industrial» sino «trabajo, producción y consumo», y otra vez «trabajo, producción y consumo»? ¡Un retorno sin sentido de lo eternamente igual! Los gammler deploran la pérdida de lo originario y la falta de lo creador en este mecanismo. No participan ya en el juego, y para muchos vienen a ser los aguafiestas. Se convierten en el espanto de la burguesía, porque son libres... y para muchos espantados burgueses no son, por eso mismo, más que «forajidos en libertad». Los beatniks buscan la felicidad y las bellezas de la vida en otro mundo distinto. Desprecian el mundo del trabajo de sus padres, los aburridos paraísos suburbanos de sus madres y el estúpido culto a la televisión. No desean tampoco sacrificar el presente al trabajo, en aras de un futuro mejor que algún día llegará, sino vivir hoy simplemente según su gusto. «¡Márchate! ¡Abandona la sociedad!», se dice en el código de los hippies. La escala de valores normada por la efectividad y determinada por la producción no les atrae ya. Haight Ashbury en San Francisco, o islas solitarias, o comunas rurales, eso es lo que constituye la esperanza última de los drop-outs: «Una vanguardia de humanidad, en un país en que las computadoras planifican la aniquilación del pueblo vietnamita y la destrucción de la sensibilidad humana de América». El sueño romántico de la «vida sencilla», que soñaron ya una vez sus padres con Ernst Wiechert, se constituye en modelo suyo, y buscan entonces realizarlo en la huida hacia atrás, idilio campestre, o en la huida hacia delante, futuro revolucionario de una «existencia pacificada» por fin, o en aquel «otro mundo» que podrá alcanzarse por meditación trascendental o con la embriaguez de las drogas. «Una sociedad totalmente nueva debe ser construida. No sabemos qué clase de sociedad nueva. La encontraremos», se dice en la nueva izquierda en USA. El elemento motor de su rebelión no es la esperanza indeterminada de un mundo mejor, sino solamente la deter55
minada repugnancia ante el mundo de sus padres. De ahí que pueda muy rápidamente llevar al terrorismo apocalíptico: el caos es creador y la nada fecunda. Cuando este mundo haya sido echado abajo, se producirá el renacimiento. La crítica romántica de la civilización ha acompañado a la industrialización desde sus comienzos. Estos pocos ejemplos pueden dar prueba suficiente de ello. Pero, ¿cuáles son los estratos de la población en que están vivas la protesta, la repugnancia y la crítica ? ¿De dónde salen los románticos, los movimientos de la juventud, los gammler, hippies, beatniks, provos y la nueva izquierda? Raras veces proceden de los estratos pobres del proletariado, sino casi siempre de las capas medias y altas de la burguesía, es decir, de una generación que no ha sabido ya por sí misma qué es falta de trabajo ni necesidad de vivienda. Es una rebelión antiburguesa de la burguesía, y quizás el primer movimiento que no se halla condicionado inmediatamente por lo económico, sino motivado tan sólo moralmente. ¿Cómo se lleva a cabo este paralelismo o esta transición del quiliasmo tecnológico a los sentimientos de un hundimiento apocalíptico? Parece aquí repetirse un proceso que se dio ya en la antigüedad posterior. Los griegos estaban también convencidos de la estructura lógica del cosmos y de su fundamental comprensibilidad. Para los pitagóricos, las revoluciones regulares de las estrellas mostraban las leyes y la armonía divina de las esferas. «Todo está lleno de dioses», dijo Tales. Cuando el hombre concuerda con los órdenes de las esferas, vive entonces la vida divina. El mundo es su patria. Pero luego sucedió el tránsito a la gnosis de la antigüedad posterior. En su frío esplendor e imperturbable regularidad, las estrellas son aquí como guardianes de prisión. El mundo es comprendido a modo de receptáculo cerrado y de cárcel universal. No es armonía divina lo que el cosmos encarna, sino oscuro destino, hostil a la divinidad (heimarmene). 56
Un cielo que se ha hecho de acero, deja apático que rebote en sí la angustia, sublevación, nostalgia, conjuro y menosprecio. Literalmente se habló del «muro de hierro» del firmamento11.
Se conservaron todos los elementos de la fe griega en el cosmos. Pero la antigua divinización griega del cosmos experimentó el cambio hacia la demonización gnóstica del cosmos. El panteísmo se convitió en pannihilismo. De la patria del mundo se hizo el mundo extranjero, y de la armonía estoica con el cosmos se hizo la «gran negativa» de los gnósticos. Un proceso semejante se efectúa a todas vistas en el espíritu de la burguesía posterior, con el tránsito del quiliasmo de una incipiente ilustración a la apocalíptica de una ilustración posterior. Dicho tránsito radica probablemente en la misma ambivalencia interna del panteísmo. El panteísmo antiguo, que hace coincidir a Dios y al mundo en una unidad, suprimiendo así las fronteras de inmanencia y trascendencia, produjo la representación de un mundo en sí clauso, homogéneo: Dios es el todo, y el todo es divino. Dios, naturaleza y hombre comparten una misma esencia. Este Dios-mundo único es por tanto la patria de todas las cosas y todos los seres «que en él viven y existen». No hay aquí diferencia ninguna, ninguna contradicción, ningún conflicto y nada nuevo tampoco bajo el sol del panteísmo, porque «todo está eternamente emparentado en el interior». Fácil de imaginar resulta entonces la versión negativa: se trata de un mundo sin sorpresa y sin libertad. Un mundo que se ha convertido en estructura irremisiblemente compacta. Por eso ya no ofrece en sí ciertamente ninguna alternativa, pero en cuanto conjunto es ambivalente: podrá ser comprendido como patria y como tierra extraña, como morada y también como prisión, como cielo y otro tanto como infierno. Por eso sobre la tierra de una ilustracción 11. H. Joñas, Gnosis und spátantiker Geist 1, Góttingen 1934, 163; y Zwischen Nichts und Ewigkeit, Góttingen 1963.
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racional proliferará el jardín de religiones irracionales míticas. Esta doble vertiente del panteísmo se repite palmariamente en el sentimiento vital de la sociedad moderna. La moderna sociedad industrial es tendencialmente un cosmos racionalizado de referencias, relaciones y dependencias. Todo está en dependencia de todo lo demás, y todos los hombres son dependientes de todos los hombres restantes. No existe ya otra alternativa fundamental para la supervivencia del hombre sino el desarrollo acelerado de la industrialización. Es así como esta sociedad viene a hacerse cada vez más homogénea. Ella misma se ha hecho inevitable para todos los pueblos. Podrá, en consecuencia, ser celebrada y alabada como la sociedad de la paz necesaria, como sociedad sin clases ni conflictos, como sociedad humanizada con hombres socializados. Pero, a la vez, podrá también ser temida y despreciada como la «sociedad cerrada» (Sartre): «El infierno son los otros». «El infierno somos nosotros mismos» (T. S. Eliot). De ahí que su visión provoque tanto entusiasmo cuanto melancolía. Es a la vez cumplimiento y alienación. Obliga a todos y cada uno a tomar parte activamente, y como alternativa suya no deja sino el «gran rechazo» (Marcuse) de los gnósticos modernos, es decir, de los nihilistas y los místicos. La «sociedad cerrada» no conoce nada nuevo bajo el sol de sus lámparas neón, sino que se agota en la reproducción ininterrumpida de sí misma y de la reiterada variación de lo ya existente. Al haber los hombres exigido de este mundo industrial moderno palmariamente más de lo que puede dar de sí, y al haber esperado de él el cielo cíe la autorrealiza^ ción, el desengaño presentido y ya muchas veces experimentado se torna en la experiencia de este mundo como infierno de la autoalienación. Ambas interpretaciones globales sólo podrán francamente quedar superadas en el caso de que los hombres logren una relación más libre y a la vez más serena res58
pecto a sus propias obras. Si abandonan la ilusión de ser los creadores de sí mismos, perderán también la angustia de convertirse en sus propios sepultureros. No da la impresión de que las esperanzas respecto a la hominización plena del hombre en un reino humano dentro de la historia puedan efectivamente hacerse reales. Para salir al paso de la brutalidad de los desengaños presentes y futuros de esta esperanza^ y para escapar a la melancolía y terrorismo que acompañan a estos desengaños, resulta entonces apropiado buscar un asidero trascendente para la esperanza en «el hombre»; no como una promesa vana del más allá, sino como fundamento de una «esperanza contra toda esperanza», una esperanza contra los desengaños de la tierra. Pero, por respecto a la aceptación interna de la vida en este mundo, eso significa que a este mundo no cabe considerarlo ni como cielo de la autorrealización ni como infierno de la autoalienación, sino que debe aceptárselo como historia y campo de batalla entre inhumanidad y humanidad. Ello postula una aceptación de la situación presente a pesar de su inaceptabilidad, con sus posibilidades y sus desengaños. Es el sí crítico del amor, que deja a sus espaldas tanto al sí absoluto del entusiasmo hueco cuanto a su contrario el absoluto no de la gran negativa. Crítica de la cultura y transformación de la sociedad sólo las habrá allá donde la conciencia del hombre no coincida con sus condiccionamientos reales, donde los hombres, por tanto, padezcan sus condicionamientos y experimenten estos condicionamientos suyos con dolor consciente, como impedimentos de la humanización. Transformación no la habrá tampoco más que cuando se crea que «lo que es, no es todo» (Adorno). Cabe distinguir tres tipos de esta tal asincronía de la conciencia: el romanticismo social, la emigración interna y la conciencia utópica. En ellos toma cuerpo hoy día lo que puede designarse como derechos humanos en la sociedad industrial. 59
5.
Romanticismo social
La conciencia humana puede ir dificultosamente caminando tras el desarrollo de los condicionamientos económicos, sociales y políticos concretos. La conciencia, entonces, guarda el recuerdo de estados anteriores y los pone en marco dorado, como suele a menudo hacer cuando compara el presente con el pasado. Divaga entonces sobre los bellos tiempos de antaño, cuando en el pueblo todo era aún como debía, cuando los hombres mantenían aún la ley y el orden, y la iglesia se elevaba en medio de la aldea. Habla de la época en que Alemania era todavía grande y América todavía buena, y lamenta el ocaso de la política y la moral. La forma de vida que se corresponde con esto, es la de la retirada (retreatism, R. K. Merton). Se sustrae uno a las expectativas y aspiraciones del mundo moderno, porque ya no lo entiende, y se retira a la bellezas desvanecidas de la vida. También aquí late un disconformismo; pero este disconformismo no transforma los tiempos, sino que a lo sumo los frena, e incluso muchas veces viene sólo a confirmarlos con sueños impotentes del ayer. Pero tras este sueño romántico regresivo se esconde aún otra cosa. No es únicamente el intento de la protección conservadora de lo bueno y antiguo en contra de una evolución indeseada, sino una actitud fundamental de la vida. El romanticismo va tras el origen en que las fuentes de la vida manan aún sin enturbiarse, y percibe así simultáneamente a la historia presente como una historia de declive y decadencia. El romanticismo encuentra el origen puro en las tradiciones del pretérito. Contra los «fenómenos de disgregación y disolución» del presente, la reacción conservadora trabaja a menudo con la trilogía «por Dios, la familia y la patria», y designa así aquellas fuerzas que ella considera como fuerzas del origen. Con «Dios» se alude entonces al origen religioso. Por eso, de la iglesia se espera la «conservación de los bienes sacrosantos» y la consagración sacerdotal 60
de todas las demás fuerzas conservantes. Con «familia» se alude al origen animal de la carne y la sangre. De ella se espera un contrapeso frente a las laxas relaciones de interés, propias de la sociedad. Con «patria» se alude al origen político y cultural. De la reflexión sobre la «patria» común se espera ese cobijo cabe los antepasados y gobernantes, que no puede ni quiere darlo el proceso democrático de la discusión y decisión entre partidos. Al hombre, obligado como está a llevar su vida en lo condicionado y lo derivado, en lo racional y complicado, este romanticismo social desearía traerlo de nuevo a las cercanías del origen, para restituir a su vida la pureza y el cobijo que, según presume, ya no se encuentra en su mundo moderno. Frente al mundo ilustrado de unos conflictos y compromisos de intereses racionalizados, dicho romanticismo hablará gustosamente del «misterio de la realidad», al que se hallan aún próximos los labriegos, las mujeres y los niños. Contra lo que llama «mundo fabricado técnicamente», hablará con gusto del «mundo crecido y formado históricamente». Y lamentará el que, a una con la disolución de las formas de vida desarrolladas por «crecimiento natural», se haya perdido también la apertura para Dios. Como si, en las condiciones agrarias y en la época del feudalismo, las relaciones humanas hubiesen «crecido» igual que los lirios en el campo, y por ventura no hubiesen sido «hechas» por los hombres. Típica de esta postura es la propensión a declarar como «crecidas» y adultas todas las posiciones y relaciones de poder que en realidad han sido «hechas», y a considerarlas como «derechos consolidados» cuasinaturalmente, con tal de que tan sólo tengan veinte años de existencia. Romanticismo social y romanticismo político son fenómenos concomitantes de la sociedad industrial. Aparecen en las crisis de esta sociedad, al igual que las inflaciones, el paro obrero y los cambios sociales. Actúan sobre las capas no aseguradas de la población, preferentemente sobre la «mayoría silenciosa» (Nixon). Están 61
justificados, por cuanto vienen a formular una protesta contra las consecuencias deshumanizadoras del sistema organizado hasta el fondo racionalmente. Pero se convierten en peligro común cuando pretenden erradicar al sistema racional mismo y movilizan sentimientos oscuros en contra de la razón, como ocurre en los movimientos radicales de derechas. El cristianismo debería saber que el «Dios» al que se lo combina con los mitos arcaicos de familia y patria, nada tiene que ver con el Dios del Cristo crucificado, sino que se asemeja mucho más a los ídolos de la religión burguesa, cuales se dan en el islam y otro tanto en el cristianismo histórico.
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Emigración interna
Por «emigración interna» se entendió originariamente una actitud de resistencia pasiva en países con dictadura política. Si no podía evitarse la presión de la unificación política mediante emigración externa, se daban, y siguen en realidad dándose siempre, las posibilidades de la «emigración interna». Entonces se coopera externamente, tan sólo en apariencia, en la medida en que sea imprescindible para sobrevivir. Pero interiormente se siente uno intacto: «sin poner en ello el alma». En círculos íntimos se expresa duda y crítica, y se libera uno mediante chistes políticos a espaldas de la mano que desde fuera la extiende una coacción indeseada. Para ello necesita uno los círculos privados de confianza, en una sociedad en la que ya no se confía en nadie porque todos pueden vigilar los pasos de cualquiera. Estos círculos privados no tienen en modo alguno por qué ser idénticos a los círculos de resistencia o complots. A menudo son tan sólo islas de emigración interna, que aportan compensación privada a la presión exterior. En las dictaduras, sin embargo, bastantes hombres han sido condenados y ejecutados únicamente a causa de exteriorizarse en dichos círculos. 62
Por «emigración interna» entendemos aquí un retirarse del espíritu formado, abandonando estados a los que se difama como carentes de espíritu. Al recinto silencioso del corazón habrás de huir del aprieto de la vida. Libertad sólo hay en el reino de los sueños, y lo bello florece sólo en la canción (Schiller).
Esta actitud se halla extendida preferentemente entre intelectuales y culturalistas formados, y de entre éstos, a su vez, encuentra una representación fuerte en la tradición alemana de la formación (Bildung). Porque en esta «nación tardía» (H. Plessner) dicha actitud sólo raras veces ha hallado una relación positiva y practicable con la política y la sociedad. Aquí se quiere de buen grado «más bien ser que parecer», prosperar y trabajar en lo oculto, no mezclarse en asuntos públicos ni «ensuciarse las manos» en el «negocio» político. A las necesidades económicas se las tiene por «necesidades subordinadas», respecto a las cuales el espíritu de los sabios y la nobleza de los formados se encuentra por encima, porque pueden permitírselo. Una opinión preconcebida muy generalizada es la de que en la vida pública sólo tiene lugar una desviación respecto a aquello que le es esencial al hombre, es decir, una alienación respecto a su interna autenticidad y una caída en la masa ordinaria. Este humanismo de la formación no ha llegado a conocer el humanismo político de la ilustración europeo-occidental, y carece de las experiencias de las revoluciones burguesas de Francia, Inglaterra y América. Por eso se declara decididamente como apolítico. Ama la cultura y desprecia la civilización de masas. Pero es sin embargo la sociedad plenamente racionalizada, la que le da la libertad y el tiempo libre para retirarse a sus recintos privados. Aquí es donde se puede construir un antimundo esotérico, cultivar una sociedad libre y mantenerse alejado del movimiento público de la sociedad. Es precisamente la uniformidad en el funcionamiento-
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en el comercio y en la vida pública lo que permite una pluriformidad privada en cultura, gusto y arte. Es precisamente la tendencia hacia una monótona cultura unitaria en el dominio público, lo que permite las múltiples posibilidades de la vida privada. Por eso este humanismo de la formación vive de facto de aquello.que desprecia. En la sociedad moderna, la actitud de emigración interna sigue viva entre muchas personas, incluso allá donde no se dan dictaduras políticas. Al no verse en el exterior sino las consecuencias deshumanizadoras de las presiones sociales, se procura configurar dentro la verdadera humanidad. Al no hallarse en la vida pública sino una libertad escasa, se procura disfrutar esta libertad privadamente y en círculos propios. Aquí es donde entonces se produce a menudo la actitud de la ironía. Con ayuda de la reflexión irónica y de irónicas apostillas a la situación, se logra un punto de vista exterior a la miseria, y se consigue una distancia frente a la vida cotidiana. Pero esa distancia siempre es sin duda una distancia impotente, que en nada ayuda a la transformación concreta de la sociedad, ni construye mejores instituciones de libertad en aquel ámbito en que los intereses chocan duramente entre sí, sino que está tan sólo al servicio de la propia autoprotección frente a las presiones sociales. La tan deplorada exteriorización de la vida genera en quienes la deploran el movimiento contrario de interiorización. Pero esta cultura interior del alma bella en modo ninguno opone una crítica efectiva a esa exteriorización, sino que de ella toma su vida en forma muy dialéctica, puesto que es esa cosificación de la vida pública la que posibilita un espacio libre para dicha cultura interior. Con la emigración interna, se le sustraen en el fondo a la vida pública precisamente aquellas fuerzas de las que ésta anda necesitada en orden a configurarse más humanamente. A medida que la circulación de la calle se recluye más y más a los coches, las calles quedan tanto más abandonadas. A medida que las llamadas capas
altas de la sociedad van retirándose a las afueras, tanto más abandonados quedan hoy los centros de la ciudad. Cuanto más se retiran los «formados» del «sucio negocio» de la política, tanto «más sucia» habrá de hacerse ésta en su opinión. Esta es la tragedia de aquella actitud de resistencia a la que se denomina como emigración interna. Si hay una actitud de crítica cultural a la que los cristianos se hayan vinculado íntimamente en la modernidad, dicha actitud es sin duda la de esta emigración interna hacia lo privado, lo esotérico y lo apocalíptico. ¿No debería, por el contrario, la auténtica fe cristiana preparar para una encarnación de lo humano en condicionamientos inhumanos, aun cuando esto signifique el salir uno de sí mismo y cargar sobre sí con la cruz? 7.
La conciencia utópica
Por fin, se da también la asincronía de la conciencia que marcha por delante 12. Hablamos aquí de utopías, y no aludimos con ello a nada negativo. Como socialmente utópica, designamos aquella conciencia humana que no se pone en referencia con el ser pasado o presente de la sociedad, sino que asesta sus miras a una vida social futura todavía no existente. Las utopías son proyectos anticipados de un estado futuro que se desea, el cual, comparado con el estado presente, supone una mayor dignidad humana, una más amplia libertad y un mayor valor de ser vivido. A una con Bloch, cabe aquí distinguir dos clases de utopías: se dan utopías abstractas, cuyos proyectos se desligan por entero de la realidad presente y de sus posibilidades abiertas, y construyen en el pensamiento los castillos de naipes de otro «mundo distinto». Pueden ser bellas y sublimes, pero no cuentan por desgracia con la 12. E. Bloch, Erbschaft dieser Zeit (1935) Frankfurt a.M. 1962, 77 s.
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probabilidad más mínima de verse un día realizadas. Los hombres que dicen ser realistas, entienden habitualmente a todas las utopías en el sentido de esta suerte de juegos con posibilidades irreales, y en el sentido de fantasías ajenas a la realidad. «Eso no es más que utopía», afirman; «así no puede ser». Pero se dan también utopias concretas. En ellas, el espíritu rebasa, sí, la realidad factual y mira hacia el futuro, pero a su proyecto lo pone en referencia con las contradicciones y sufrimientos concretos del presente, en orden a que sean superados. Las utopías concretas no juegan con posibilidades irreales, sino con posibilidades objetivo-reales. A lo que, ante la necesidad presente, resulta necesario, lo traen al campo de lo ahora realmente posible, y motivan así transformaciones concretas. Las utopías concretas le ofrecen al presente el futuro deseado como una posibilidad real. No ensamblan totalmente con el presente «sistema», sino que más bien ponen a descubierto el futuro, del que este presente se halla ya grávido. Y si cada presente histórico está preñado de su futuro, y si, a la vez, en cada una de las realidades dadas se esconden con gran profusión posibilidades no-realizadas, resultará más realista indagar y aprehender esas posibilidades que atenerse tan sólo a lo fáctico y esclerotizarse en lo ya existente, como hacen los llamados realistas. El presupuesto verdadero del pensamiento utópico-concreto radica en que el presente no se halla preso en un sistema, y en que la sociedad actual no es una «sociedad cerrada» sino una «sociedad abierta». Allá donde una sociedad se forme como sociedad cerrada y se aisle de sus posibles evoluciones y transformaciones, el pensamiento utópico habrá de extinguirse, o bien verse sometido. La libertad del hombre, si se la comprende como libertad creadora, tiene siempre su lugar en el ámbito de lo posible y en ese futuro que abre al presente hacia delante. Cuando se orilla uno de estos elementos —libertad, posibilidad o futuro — , caen también los demás. De ahí que el pensamiento utópico-concreto sea 66
imprescindible para la libertad y la humanidad del hombre. ¿Cómo se comportan entre sí las utopías concretas y las abstractas? Siempre ocurre, sin duda, que la precaptación mental de lo realmente posible se extiende simultáneamente hacia lo irreal. Lo que se muestra todavía como imposible, es a menudo hecho posible por ser precisamente objeto de esperanza y porque se lo imagina y representa ya. Sólo cuando se desea lo que aparece como imposible, se llega realmente a las fronteras de lo posible. Las esperanzas humanas sobrepasan la mayoría de las veces las perspectivas reales de éxito, y eso es también lo que por fuerza han de hacer, puesto que «el hombre», tal como son las cosas, es un ser bastante utópico. La conciencia utópica tiene aquí que ir distinguiendo y combinando siempre. Si las utopías concretas se tornan abstractas, perderán su contacto con aquella realidad a la que desean transformar, y otro tanto con aquellas posibilidades con las que pretenden transformar dicha realidad. Llevarán entonces a la emigración interna o a la vida del «gran rechazo», que, tomada en serio, no puede uno vivirla sin hacerse infantil o esquizofrénico. En vez de poner sus miras en las transformaciones reales del mundo, andarán soñando con ese mundo totalmente otro que sólo en los sueños aparece. De la crítica determinada a esta o'aquella situación precaria se hace entonces una crítica total a este «mundo malo». Por otra parte, en cambio, la conciencia utópica ha de tener bien en claro que su reducción a las utopías concretas no lleva mucho más allá de mejorar el deficitario estado actual, mediante proyectos de progreso que prolongan las circunstancias del presente hacia el futuro. Crítica inmanente al sistema y cooperación activa son necesarias, caso de que uno desee comprometerse en transformaciones a favor de una sociedad más humana. Sin embargo, para que esta crítica determinada y esta cooperación no se vean absorbidas por los poderes y fuerzas subsistentes, la conciencia utópica deberá man67
tener su vista en aquella «diferencia cualitativa» (Marcuse) que se da entre una sociedad inhumana y otra humana, entre una sociedad libre y otra no-libre. Toda transformación del mundo que merezca tal nombre (Veranderung der Welt) habrá pues de conservar cabe sí la visión del otro mundo (andere Welt), aun cuando sea cierto que esa visión del otro mundo sólo pueda ser testificada en transformaciones concretas del hombre mismo y de su mundo. En virtud de su esperanza en el reino del Dios libre y de los hombres libres, la fe cristiana ha ejercitado repetidas veces a lo largo de su historia estas distinciones y combinaciones de utopía abstracta y concreta, de crítica concreta y abstracta. Cuanto más se ponía al reino de Dios en un más allá, tanto más total resultaba la alternativa frente a este reino del mal y de la muerte, y sólo quedaba en la práctica el gesto de la negativa mística o la falta de participación activa. Pero cuanto más concretamente se entendía al reino de Dios, tanto menor se hacía el disconformismo cristiano, y tanto más se establecían las grandes iglesias como instituciones morales y religiosas de la sociedad, cambiando a su época el nombre por el de «siglo cristiano». El reino de Dios se convirtió entonces en el descolorido símbolo de las evoluciones y progresos de la humanidad. El cristianismo no representaba ya ninguna alternativa, ni colocaba tampoco a sus contemporáneos ante ninguna decisión última. Si los cristianos reflexionan sobre el fundamento de su esperanza, sobre el «reino humano del hijo del hombre», estos dos caminos, el del «gran rechazo» y el de las múltiples adaptaciones, se convertirán en meros fenómenos marginales. El fundamento de la esperanza cristiana estriba en la fe en el hijo del hombre crucificado. En él es donde ha tomado pie sobre esta tierra el reino totalmente otro de Dios. Se halla por tanto «oculto bajo la cruz» (Lutero) y sólo está presente en la impugnación 68
y en la lucha. El seguimiento del crucificado crea la distancia de los cristianos frente a este «mundo perecedero», al que uno sólo puede tenerlo «como si no lo tuviese» (1 Cor 7, 29). Pero, a la vez, el seguimiento del crucificado crea también la fuerza para la encarnación del amor en aquellas posibilidades que uno tenga y encuentre. Ese amor tomará esta vida como si ella lo fuese todo, y sin embargo sabrá simultáneamente que lo que es, no es todo. Se vaciará de sí tan apasionadamente como si con la muerte todo acabara, y sin embargo tendrá su esperanza en la resurrección de los muertos. Hallará a Dios en lo concreto, y sin embargo sabrá que todo lo concreto es trascendido por Dios.
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3. Imágenes del hombre y experimentos
Tras haber inspeccionado las formas de las angustias y esperanzas humanas en la sociedad industrial, podemos ahora proceder a examinar determinados proyectos acerca «del hombre», con los que se trabaja y en los que se vive hoy día. Desde los tiempos de la Ilustración, decíamos antes, la antropología nunca ha sido tan sólo la descripción objetiva de las características de la especie hombre, sino siempre también antropología de orientación pragmática hacia la humanidad del hombre. Para sí y para sus semejantes, el hombre no es únicamente un factum sino a la vez también un valor y un ideal. Al igual que el cínico Diógenes, que en pleno día llevaba una linterna encendida por el mercado de Atenas diciendo que buscaba un hombre, nosotros también, en imágenes, en proyectos y en los experimentos de la vida vivida, andamos a la búsqueda de «el hombre». Expresa o tácitamente, las antropologías de la modernidad son algo así como «Cartas para promoción de la humanidad» (Herder), sólo que algunas de ellas como cartas anónimas, y otras difícilmente legibles. En este capítulo nos ocuparemos de aquellas antropologías que son usadas por los hombres 7/
para autointerpretar su vida y su sociedad, y se ofrecen también para tal objetivo. Puesto que estas antropologías contendrán proyectos de aquella humanidad por la que inquieren los hombres en sus experiencias de inhumanidad, siempre ofrecerán también unas doctrinas de salvación. Al experimentar el hombre su vida en su sociedad como dividida y desgajada por una pluralidad de conflictos de intereses, pregunta entonces por su identidad, por su totalidad, y eso quiere decir por su salvación. Las llamadas antropologías ofrecen pues proyectos del hombre total, o del hombre ideal, o del hombre identificado consigo, y todos estos proyectos son en el fondo proyectos del hombre a salvo y de una sociedad liberada o pacificada. Son soteriologías (doctrinas de salvación) seculares, que emplean también esquemas mentales cuasi-teológicos. Así como la antropología teológica siempre ha sido doctrina de salvación, y ha hablado de la creación buena del hombre, de su caída y su restauración por la gracia de Dios, este esquema sigue transpareciendo en las imágenes seculares de la identidad del hombre, de su alienación y de la restauración de su autenticidad, con que dichas antropologías trabajan. Ahora bien, hay científicos que, en defensa de la puridad del concepto de ciencia, pretenden proscribir enteramente a la soteriología del marco de la antropología, y a todo proyecto que exponga una imagen de humanidad contra las experiencias de infelicidad humana, lo tachan de pensamiento cuasi-teológico, como si éste fuese tan sólo un pensamiento infantil. Ocurre únicamente que el hombre no es sólo objeto mudo para consideración científica, sino a la par también sujeto de su vida, de su infelicidad y de su dicha. Ninguna ciencia le responderá la pregunta acerca de su salvación, pero él en cambio usará de las ciencias para su salvación o su infortunio. Precisamente en la ciencia y praxis del hombre, los conocimientos y las valoraciones se hallan entre sí necesariamente vinculados. 72
Debido a la constitución del hombre, que «es hombre y tiene que ser hombre», las antropologías son a la vez descriptivas y normativas. Por eso no tiene ningún sentido el excluir de la antropología las valoraciones, las normas y las doctrinas de salvación, si bien es ciertamente necesario el que se las conozca y someta a discusión, para no verse inconscientemente sorprendido y cogido por ellas, ni quedar dominado por cosmovisiones y doctrinas de salvación con la apariencia de una presunta cientificidad. La serie de imágenes del hombre y de experimentos, que sondearemos para ver qué tienen implícitamente de doctrinas de salvación, no será completa, pero és la que se ofrece en la panorámica actual. 1.
La utopía del hombre total
El especial significado de Marx para la antropología moderna estriba en que él fue el primero que emprendió el intento de leer e interpretar antropológicamente las nuevas circunstancias de la sociedad industrial capitalista que estaba surgiendo 1. La historia de la industria es el libro abierto de las fuerzas esenciales del hombre, la psicología sensiblemente ante nosotros, a la que hasta ahora no se la concibió en su conexión con la esencia del hombre, sino siempre tan sólo en una relación externa de utilidad2.
De ahí que, para Marx, aquello a lo que algunos, en petulancia idealista, llaman «las necesidades subordinadas», se encuentre en el punto céntrico del destino humano. Lo que en su trabajo sensible se pone en juego para el hombre, es nada menos que él mismo, su ser o su 1. Sobre la antropología de Marx, véase E. Thier, Das Menschenbild des jungen Marx, Góttingen 1957; H. Popitz, Der entfremdete Mensch, Basel 1953; I. Fetscher, Kart Marx und der Marxismus, München 1967; A. Schaff, Marx oder Sartre? Wien 1964; L. Kolakowski, Der Mensch ohne Alternative, München 1961. 2. Die Frühschriften, ed. S. Landshut, Stuttgart 1953, 243.
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no-ser, su humanidad o su in-humanidad. En ninguna otra parte sino en su trabajo encuentra el hombre el espejo que le muestra prácticamente cómo es él. Lo que los hombres son coincide con aquello que producen, y otro tanto con el cómo lo producen 3 .
No se da ninguna esencia que preceda a la existencia del hombre, sino que, inversamente, el hombre es lo que él hace de sí. El hombre es el productor y el producto de su trabajo. Con esto tenemos el presupuesto antropológico del que Marx toma su punto de partida, si bien lo comparte con toda la tradición humanística desde Aristóteles: el hombre es aquello que él hace de sí. Si actúa rectamente, será recto. Si actúa inhumanamente, será un inhumano. La esencia del hombre radica en su trabajo. Considerando desde este punto de vista el mundo capitalista y burgués del trabajo, se estará de acuerdo con Marx en que, para el asalariado «se da (en dicho mundo) una total pérdida de la esencia humana». El trabajador se ve obligado a desprenderse y enajenarse de su fuerza de trabajo y su tiempo de trabajo. Trabaja con un objetivo que a él le es extraño, y para una ganancia que será de otros. Su salario alcanza justamente a sostener su fuerza de trabajo, con el fin de que pueda nuevamente venderla. Sus aumentos de salario nunca van más allá de la capacidad adquisitiva que se necesita para el consumo de los productos de la industria. Pero de ahí nunca pasan. A su trabajo, por tanto, no podrá conocerlo como trabajo propio suyo. Ni podrá concebir los productos de su trabajo como sus propios productos. No cuenta con propiedad ninguna en los medios de producción. Si a su mundo de trabajo lo toma como espejo de su esencia, no verá en él su esencia sino solamente su inesencialidad, no su riqueza sino su pobreza, no sus
3.
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Ibid., 347.
rendimientos sino únicamente su depredación. Y si el hombre es aquello que él hace de sí, entonces, a la inversa, lo que el asalariado está obligado a hacer de sí, no es algo humano sino algo inhumano. Sólo realiza trabajo alienado y produce su propia alienación. Con esto llegamos al concepto fundamental de la crítica de que Marx hace uso: alienación. Lo recoge de la filosofía del idealismo alemán, de Fichte y Hegel. Con el término de alienación se conceptualiza, por una parte, el mito de la caída de la humanidad en pecado y su expulsión del paraíso a tierra extraña. Por otra parte, entra también en ese concepto la tradición gnóstica, según la cual la caída originaria no radica en una culpa de los hombres sino en un destino primitivo de la misma divinidad única. Dicho concepto expresa pues la situación en que el hombre perdió su esencia verdadera y vino a hacerse extraño a sí mismo. Incluye en sí la esperanza positiva de la patria, es decir, la de que el hombre ha de volver a regañarse desde su condición perdida, para ser lo que esencialmente es: el hombre idéntico consigo mismo y con la humanidad 4. El concepto de alienación, sin embargo, es recogido por Marx de la especulación religiosa y metafísica, y aplicado a las condiciones concretas del trabajo en la sociedad capitalista. Con el concepto de trabajo alienado, apunta Marx a tres aspectos: en primer lugar a la relación del trabajador con el producto de su trabajo, en segundo lugar a la relación del trabajador con su trabajo mismo, en tercer lugar a la relación del trabajador con la sociedad para la que debe trabajar. a) En la sociedad capitalista, el trabajador tiene que comportarse ante el producto de su trabajo como 4. Sobre el concepto de alienación: E. Topitsch, Marxismus und Gnosis, en Sozialphilosophie zwischen Ideologie und Wissenschaft, Neuwied 1961, 235 s; A. Gehlen, Über die Geburt der Freiheit aus der Entfremdung, en Studien zur anthropologie und Soziologie, Neuwied 1963, 232 s; H. Plessner, Das Problem der Offentlichkeit und die Idee der Entfremdung, Góttingen 1960.
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ante un objeto extraño que no le pertenece. Mediante la explotación, se lleva a una apropiación de sus propios productos. «Cuanto más produce el trabajador», así es como Marx lo veía en su tiempo, «tanto menos tiene para consumir, cuantos más valores crea tanto menos valioso resulta él, cuanto más formado se hace su producto tanto peor conformado se hace el trabajador». No trabaja para su propia ganancia sino para ganancia de otros, y de este modo, a una con su trabajo, se pierde también a sí mismo. b) Pero también ante su mismo trabajo se comporta el trabajador como ante un proceso extraño, ajeno, porque no es él sino los propietarios de los medios de producción quienes determinan el proceso del trabajo. La alienación de lo que es producto de sus manos, es consecuencia de las condiciones capitalistas de la producción. En cambio, la alienación del proceso del trabajo es más bien una consecuencia de la forma industrial de la producción. Tras los fenómenos típicamente capitalistas de alienación-explotación, aparecen aquí a la vista fenómenos de alienación típicamente industriales, que no se identifican exactamente con las condiciones capitalistas de la propiedad. «La división del trabajo» es aquí «la expresión económico-nacional de la sociabilidad del trabajo dentro de su alienación»5. Pero división del trabajo y especialización son características de todas las sociedades industriales hasta ahora conocidas, no sólo de la capitalista. La maldición de la división del trabajo estriba, según Marx, en que al hombre se lo parcela en sus expresiones vitales y no puede ya realizarse más que en un solo oficio y en las prácticas siempre iguales de su puesto de trabajo. Se convierte en el profesional deformado. Viene a ser siervo de sus propias circunstancias. ¿«A qué se debe que sus circunstancias se hayan independizado frente a él, que el poder de su propia
5. Die Frühschriften, 289.
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vida venga a hacerse prepotente frente a él ?», se preguntaba Marx; y su respuesta fue: En una palabra, a la división del trabajo... La división del trabajo reduce al trabajador a una función degradante. A esta función degradante le corresponde un alma depravada 6.
c) Por fin, de las condiciones capitalistas de la propiedad sobre los medios de producción, y de la forma de producir a base de una división del trabajo, resulta en conjunto una sociedad de clases, a la que el joven Marx calificó acertadamente como «sociedad del tener», porque en ella el dinero y las mercancías adquieren carácter de fetiches y, como nuevos ídolos, le cercenan al hombre sus auténticas posibilidades humanas. La propiedad privada nos ha hecho tan necios y ociosos que un objeto sólo resulta ser nuestro cuando lo tenemos... En lugar de todos los sentidos físicos y espirituales, se ha establecido, por tanto, la sencilla alienación de todos estos sentidos, el sentido del tener 7.
A estos tres planos en los que Marx analiza la alienación del trabajador, hay que distinguirlos entre sí, aun cuando naturalmente estén relacionados; y hay que distinguirlos, concretamente, mejor de lo que el mismo Marx lo hizo. La alienación tiene lugar mediante la explotación, en el marco de la propiedad privada sobre los medios de producción. La alienación tiene lugar mediante la especialización y la división del trabajo, en el marco de la producción industrial. La alienación abarca finalmente a la sociedad entera, mediante el fetichismo de la mercancía y la incontenible tendencia a la codicia de bienes. 6. lbid., 405, 516. 7. Ibid., 240.
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¿Cómo aparece el reverso positivo de esta alienación del trabajador, críticamente analizada? El concepto contrario al de alienación es en Marx el concepto de totalidad. El reverso de tierra extraña es la imagen de patria. Lo contrario a desgajamiento, contradicción y conflicto es la armonía. También aquí se evidencia Marx como discípulo de las mejores tradiciones humanísticas. Contra el desgajamiento social del hombre, ya Rousseau expuso el ideal del hombre natural total, del hombre perfecto, que, sin trabas ni atrofias, puede desplegar su esencia interna en todas direcciones. En Schiller, Goethe y H61derlin encontramos un sueño semejante en la humanidad del hombre, en el hombre pluridimensional, profundo y armónico. El joven Marx hablaría también del hombre total. La diferencia está en que los clásicos entendieron este ideal de humanidad en el sentido de un romanticismo social, e idealizaron los idilios campestres o la antigüedad griega. Marx, en cambio, fue el primero que a esta visión del hombre total le dio un sesgo revolucionario y de crítica a la sociedad, transponiéndola al mundo capitalista del trabajo. Medido según este ideal del hombre esencial, el mundo moderno sólo podrá ser comprendido en los mencionados tres planos como deshumanizador y alienante. Marx vio que en esta sociedad están alienados ciertamente hombres de todas las clases. Pero entre el proletariado esta miseria se da de una forma palmaria. Por eso el proletariado totalmente alienado debe convertirse en sujeto de la liberación humana de los hombres de todas las clases, ya que no pertenece a clase ninguna. «La filosofía no puede realizarse sin la supresión del proletariado; el proletariado no puede ser suprimido sin la realización de la filosofía», decía Marx, y con el término de filosofía estaba ahí aludiendo a la idea de humanidad 8. No se satisfizo con la apariencia de la bella teoría y de la mera idea de reconciliación, sino que com8. lbid., 224.
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prendió a la teoría como praxis y a la reconciliación como superación real de la alienación. De ello se sigue en primer lugar, en el plano del orden de la propiedad capitalista, que la supresión de la propiedad privada sobre los medios de producción y la socialización de dicha propiedad es lo que hace que se supere la explotación del trabajador, y lo que lleva a éste a que disfrute plenamente de los productos de su propio trabajo. A la alienación en el trabajo, le corresponderá entonces la apropiación de los productos del trabajo. En la dialéctica de alienación y reapropiación de sí mismo, es donde el hombre accede a sí mismo. «El hombre se apropia su esencia universal de una manera universal, es decir, como hombre total». De ello se sigue en segundo lugar, en el plano de la forma industrial de la producción, que también la división del trabajo ha de ser superada como causa que es de alienación. El joven Marx pensó: Porque en cuanto el trabajo empieza a ser dividido, cada uno tiene un campo determinado y exclusivo de actividad, que le es impuesto y del que no puede salir; es cazador, pescador, o pastor, o crítico, y tiene que seguir siéndolo caso de que no quiera perder los medios para vivir. En la sociedad comunista, en cambio, en la que cada uno no tiene un círculo exclusivo de actividades sino que puede formarse en cualquiera de las ramas, la sociedad regula la producción general y me posibilita precisamente para que hoy haga esto, mañana aquello, por las mañanas cazar, por las tardes pescar, al final del día cuidar del ganado, y criticar también la comida, sin hacerme cazador, pescador, o pastor, o crítico, tal como exactamente me apetezca. Este fijarse de la actividad social, este consolidar a nuestro propio producto en poder objetivo por encima de nosotros, que desborda nuestro control, desbarata nuestras esperanzas y aniquila nuestros cálculos, ha sido uno de los 9momentos principales en la evolución histórica precedente .
Posteriormente, en El capital, Marx adscribió a la fábrica mecánica las posibilidades de superar la espe9. Ibid., 361.
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cialización deformadora. «La fábrica automática quita de en medio a los especialistas y al idiotismo de especialidad». Aun cuando las sociedades industriales de tipo socialista hasta ahora conocidas no hayan creado sino nuevas jerarquías de especialistas y funcionarios, bien puede pensarse que en una sociedad post-industrial (Hermán Kahn) se dé una superación de la división del trabajo, en el sentido de que la formación politécnica reemplazará a 'as precedentes imágenes o concepciones de la profesión, y el trabajador se convertirá cada vez más en dirigente de los procesos automatizados del irabajo y será cada vez menos siervo de los trabajos mecánicos. De ello se sigue, en tercer lugar, en el plano del conjunto de la sociedad, que la sociedad del tener viene a quedar sustituida por una «asociación libre de individuos libres». En aquella sociedad, el hombre es lo que tiene. Lo tiene todo, un empleo, una casa, un coche, una mujer, unos hijos, problemas, dificultades, satisfacciones. ., pero no es en sí mismo nada. La experiencia que de sí mismo posee, es tan sólo la de un individuo con haberes, y de esta forma viene a perder todas las características por las que puede efectivamente decir: yo soy. A esa sociedad inhumana, Marx le contrapuso la utopía de una sociedad del ser humano auténtico: Si presupones al hombre como hombre y a su relación al mundo como una relación humana, al amor sólo lo canjearás entonces por amor, a la confianza por confianza, etc. Si quieres gustar el arte, tienes que ser un hombre artísticamente formado; si quieres ejercer influjo en otros hombres, tienes que ser un hombre realmente emprendedor y promotor de otros hombres. Cada una de tus relaciones con el hombre y con la naturaleza deberá ser una exteriorización determinada de tu vida real individual, en correspondencia con el objeto de tu voluntad10.
En lugar de la sociedad del tener, hace su aparición la sociedad comunista, es decir, la sociedad universalmente humana: 10. Ibid., 301.
Este comunismo es como naturalismo consumado = hu manismo, como humanismo consumado = naturalismo; es la liquidación auténtica del antagonismo entre el hombre y la naturaleza, y, en lo que toca al hombre, la liquidación verdadera de la pugna entre existencia y esencia, entre objetificación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y género. Es el enigma resuelto de la historia, y tiene conciencia de ser esta solución11.
Los análisis de la alienación del hombre en los tres planos mencionados, van pues acompañados d antitipos positivos, y éstos tienen la función de utopias concretas. Se encuentran como trasfondo en la críti ca de la sociedad y en primer plano de la praxis transformadora. En esta corta relación, hemos intentado exponer tan sólo los conceptos antropológicos fundamentales de Marx. Habría que cuestionar, naturalmente, si pertenecen por necesidad al marxismo, o si son formas de pensar históricamente condicionadas, que se encuentran de preferencia en el joven Marx. Pero, por otra parte, hay que preguntar también si el análisis crítico de la miseria del hombre y la praxis transformadora puedan entenderse sin aquellas representaciones que van más allá de la experiencia y de los éxitos de la praxis. Sin sus tradiciones humanísticas, el marxismo perdería también su fuerza de atracción. Resultará pues procedente investigar de un modo crítico la utopía del hombre total, aun cuando no quepa pretender que con ello se esté abarcando el marxismo entero. Comenzaremos con una investigación crítica del concepto de alienación y de su uso. Marx lo emplea para exponer las contradicciones concretas de la sociedad capitalista. Ahora bien, la superación de determinadas circunstancias deshumanizadoras en determinadas situaciosen es necesaria. Pero el concepto de alienación lleva en sí el ir más allá de las negaciones determinadas, tales como lo son la de explotación o la de división del trabajo. Marx mismo no distinguió con suficiente nitidez 11. Ibid., 235.
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entre los fenómenos de alienación específicamente capitalistas y los específicamente industriales. La superación de las condiciones de la propiedad capitalista está aún muy lejos de superar las deshumanizaciones industriales. De ahí surgen los desengaños en los países socialistas. Pero, además de eso, el concepto de alienación induce también a englobar en él las necesidades metafísicas y religiosas de los hombres. No se ha distinguido con suficiente nitidez entre la situación alienante, que se da una vez en la sociedad burguesa, y la alienación, que puede detectarse en todos los tiempos y que pertenece a la existencia misma del hombre12.
Si se equipara a ambas, vendrá uno a ser víctima de la ilusión de que, al superarse la alienación burguesa, vaya también a quedar suprimida la alienación interna existencial del hombre, lo que de hecho no es el caso. Si a una situación concreta se la designa con un concepto tan genérico como el de alienación, la superación de una situación como ésa habrá de hallarse nuevamente vinculada a conceptos tan latos como el de patria o totalidad. Pero esto pide demasiado de la transformación humana e históricamente posible, y lleva a los hombres a una crisis mesiánica. El enigma de la historia no es resuelto por la historia. Ni da la impresión tampoco de que el hombre pueda hacerse a sí mismo el hombre total. El materialismo dialéctico es la dialéctica de lo concreto y la teoría de una praxis determinada. Allá donde sus conceptos de lucha se hagan extensivos a una cosmovisión o a una antropología general, dichos conceptos resultarán falsos. Confrontemos la idea del hombre total, identificado consigo mismo, con la constitución general del hombre: propio del ser humano del hombre es el que éste es hombre y tiene que ser hombre. A diferencia del
12. P. Tillich, Der Mensch im Christentum und ini Marxismus (1953), en Fúr und wider den Sozialismus, München 1969, 200.
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animal, el hombre es un ser «que puede mirarse a sí mismo por encima del hombro», como lo expresó Plessner. Se realiza, y a la vez trasciende sin embargo todas sus realizaciones. Nunca es pues perfectamente idéntico a sí mismo. Se encuentra, comparado con el animal, en una posición excéntrica respecto a sí propio. Experimenta su identidad en una permanente diferencia. Su totalidad sólo se halla lista para sentencia en el desgajamiento. No puede estar consigo tan de acuerdo como lo está el animal. El hombre inmediatamente idéntico a sí mismo sería simultáneamente el hombre sin humor, espíritu ni amor. «El hombre supera infinitamente al hombre», dijo con razón Pascal. El hombre identificado consigo mismo por medio de la sociedad humana y de la naturaleza —y éste sería un concepto de totalidad tomado más ampliamente— sería el hombre infinito. Por su movida unidad con la humanidad y con la naturaleza, se equipararía al «uno y todo» de los panteístas y a la coincidentia oppositorum de los místicos. La supresión oportuna de aquellas condiciones de trabajo de una determinada sociedad a las que se critica como alienación, no puede pues en modo alguno llevar a la supresión ilusoria de la interna tensión de la constitución humana y de la finitud del hombre. La consecuencia sería la de ese desengaño mesiánico o metafísico, que, allá donde deja percibir sus huellas, se torna en resignación o en terrorismo. Pero, a su vez, el conocimiento de la constitución del hombre y de su finitud, tampoco puede en ninguno de los casos ser usado para justificar los condicionamientos injustos e inhumanos de una determinada sociedad. En ninguna situación concreta podrá decirse «así son los hombres», para mantener en tierra a los pobres y paralizar todo deseo de transformación. Pero, para transformar una situación social, no se puede tampoco querer transformar al hombre de tal manera que ya no se reconozca a sí propio. La categoría de alienación alcanza con su crítica más de lo que cabe exigirle a una praxis humanizadora. 83
Alberga en si un residuo de romanticismo, y por ello es tan teóricamente atractiva como prácticamente inservible. Sugiere la esperanza en una totalidad tal que no puede ser deseable para el hombre, si es que éste quiere hacerse hombre. Con ello abordamos la crítica a la utopía del hombre total. La utopía es el resultado de la crítica de la religión que hicieron Marx y Feuerbach 13. ^or eso se encierra en ella una herencia religiosa. Perc la misma religión heredada guarda momentos religiosos en sí. Marx pretendió poner a la religión en suspenso (aufheben), en el doble sentido de eliminarla como ilusión y realizarla mediante revolución. Por eso su crítica de la religión termina con el imperativo categórico de que el hombre sea el ser supremo para el hombre y, en consecuencia, deban ser invertidas todas las relaciones en las que el hombre se evidencia cómo un ser humillado y despreciado. La religión ha de ser criticada cuando consuele a los hombres en su miseria refiriéndolos a un más allá, cuando ate a los hombres a una autoridad supraterrena y les prive de la libertad. El humanismo marxista es ateo. Ateísmo quiere decir suprimir la fe en un Dios que aparece como ser separado del hombre. Pero, ¿dónde está ese Dios entonces, y quién es entonces Dios? Entonces el hombre mismo es el ser supremo para el hombre. La humanidad como género, el género humano, es entonces su Dios. ¿Y dónde está entonces la autoridad de lo absoluto? En la exigencia de totalidad que eleva el hombre futuro total y la sociedad total. Lo que por la autoridad de lo absoluto podía antaño operar como un criterio autoritativo, pasará ahora, en la exigencia totalitaria de la sociedad total, a representar un momento de totalidad. Si «Dios» es tan sólo la representación que el hombre tiene de su humanidad, ahora el género, o sea la sociedad humana futura, o sea concretamente el partido que representa a esta humanidad como vanguardia suya, asume 13.
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Die Frühschriften, 207 s.
las funciones de la autoridad divina. Es algo así como el «Dios presente en la tierra», y por eso tiene «siempre razón», otorga al individuo la integración necesaria, da a su vida un cumplimiento con sentido, y lo controla. Se piensa que la existencia individual viene a adecuarse exhaustivamente con la esencia social que en ella se encierra, lo cual no va en bien ni del individuo ni de la sociedad. No se ha hecho ningún buen trueque cuando, en lugar de la divinización de la autoridad, aparece una divinización de la totalidad, y lo autoritario queda sustituido por lo totalitario. Lo uno es tan inhumano como lo otro. Ya que el hombre no es ningún ser genérico como el animal, que no es tampoco un ser no terminado. Lo que para el animal es el género, para el hombre es la historia, la historia abierta, inconcluible, de la humanización y democratización y socialización del hombre, la historia de su libertad y de sus acuerdos sobre las libertades. La esperanza de futuro que la fe cristiana abriga, no es «el enigma resuelto de la historia» en la unidad esencial de hombre, naturaleza y Dios, sino una creación nueva del hombre en su mundo, en la cual las contradicciones de aquí vienen a quedar suprimidas, dando lugar a una nueva y permanente conformidad con Dios. No es la totalidad del mundo de los hombres y de la naturaleza lo que constituye aquí el objetivo de la esperanza, sino la conformidad o correspondencia. De ahí que la esperanza cristiana no apunte al «hombre total» sino al «hombre nuevo». El Dios del éxodo desde la esclavitud y el Dios del nuevo nacimiento nada tiene que ver con aquella fe que se consuela en un más allá ni con aquel teísmo autoritario, frente a los que el hombre crítico reclama su libertad. Para la fe cristiana, el Dios de la esperanza es a la vez el Dios de las liberaciones concretas frente a la culpa, la miseria y la ley. La fe se comprende a sí misma como libertad creadora para el amor, y el recuerdo del crucificado le lleva así a la solidaridad con los «alienados» de esta sociedad. La realidad de Dios 85
no es experimentada como la autoridad de las autoridades, sino como el poder de la liberación de lo atado y como el poder del futuro para los desposeídos de esperanza. Por eso, aun en toda la terrenidad del amor transformante, la fe cristiana conserva siempre una trascendencia de esperanza. También ella ha vivido desengaños en su historia, obstáculos y autoimpedimentos de todos los estilos a su esperanza. Pero ha contado asimismo con las experiencias de la renovación y del nacimiento nuevo. Pudo superar las vivencias de sus desengaños, por cuanto pudo no sólo esperar, sino también «esperar contra toda esperanza». Entendió el futuro de Dios no sólo como lejana patria venidera de la identidad, sino a la vez como llegada de una gracia que se adelanta en el presente. Roger Garaudy especificó así esta diferencia : Lo infinito es para el marxista una carencia y una exigencia, para el cristiano una promesa y un presente... Nosotros, cristianos y marxistas, experimentamos indudablemente la exigencia del mismo14 infinito, pero la vuestra es presencia, y la nuestra ausencia .
Puede que los marxistas tengan esa impresión. Para los cristianos, sin embargo, este «infinito» es una promesa y una exigencia, una gracia presente y un futuro por venir, a la vez. Por eso viven los cristianos en la tensión entre fe y esperanza. Si desoyeran la exigencia del futuro de Dios, la fe llevaría al adaptado contentamiento religioso con el presente. Y si despreciaran la presencia adviniente de la gracia, la esperanza se convertiría en moral de querellas sin fin y demandas infinitas. Las dos cosas serían bien inhumanas. El cristianismo estará vivo allá donde suceda que los hombres son liberados de las ligaduras a sus intereses y parten hacia una vida fraterna con los oprimidos, que los hombres son liberados del lastre de la culpa y de la coacción de repetición, que las 14. R. Garaudy, Der Dialog, rororo aktuell 944, 1966, 87 s.
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ideas dominantes del fetichismo son quebradas y caen las coacciones sociales. Lo que Marx pregunta a los cristianos es, sin embargo, si a esta liberación la sigan concibiendo como inicio de una liberación de toda la creación gimiente, y extraigan de ello las correspondientes consecuencias sociales y políticas. A su vez, los cristianos deberán preguntar a los marxistas si no están dispuestos a abordar también la libertad frente a aquella ley según la cual el hombre es tan sólo lo que él hace de sí. Que el hombre sea el dios y creador de sí mismo, suena ciertamente maravilloso, pero en ninguna de las maneras lo hace más humano. Entre marxismo y cristianismo siempre se llega a la cuestión decisiva del aut-aut. El cristianismo, entonces, entiende al marxismo como sucedáneo de la religión, y el marxismo al cristianismo como hostil ideología de la sociedad. Ambas ideas son falsas, aun cuando por desgracia se den. El marxismo no es ningún sucedáneo de la religión, ni la fe cristiana es tampoco ninguna ideología de la sociedad. Sólo cuando el uno al otro se tomen seriamente en su vigor original y no estén apuntándose únicamente sus fallos y fragilidades, sólo entonces se llegará a un diálogo fecundo y a una colaboración práctica. En un diálogo serio, ambos interlocutores se verán precisados a reflexionar sobre lo que les es esencial. Y sólo entonces podrá aprender el uno del otro. La crítica a la «utopía del hombre total» que aquí hemos aducido, no tiene por objeto rechazar el marxismo, sino liberarlo en orden a que acceda a sí mismo, es decir, a la humanidad que se encierra en sus tradiciones humanísticas y que empero se halla también encubierta por ellas
2.
La revolución de derechas
El mundo burgués del ayer supuso el sueño vivido de seguridad, paz y felicidad máxima para el mayor número de hombres. La propiedad privada aseguraba el sustento 87
vital y la jubilación. La moneda estaba respaldada con oro y poseía valor firme. El derecho garantizaba igualdad ante la ley. La liberalidad y la urbanidad no precisaban del poder estatal en mayor medida que del sereno que despierta a los que duermen. Tranquilidad era la primera obligación ciudadana. El futuro le estaba asegurado a la juventud, con tal de que siguiera tan sólo marchando por los carriles de sus padres y asumiese un día sus negocios 15. Pero fue precisamente esta sociedad burguesa la que generó los conflictos que condujeron a su propio hundimiento. Las grandes empresas destruyeron las empresas familiares. Los almacenes arruinaron los pequeños comercios. En la creciente lucha de la competencia, cada vez va habiendo menos que sean capaces de competir. Los créditos bancarios, que deberían asegurar la vida, han venido con el tiempo a quedar desprovistos de valor por las múltiples devaluaciones repentinas del dinero y por las que continuamente acechan. El derecho no parece garantizar la igualdad de oportunidades. La juventud, en movimientos que van surgiendo de continuo, se niega a embarcarse como sucesores de sus padres en ese mundo de convención, medianía e insensible pago al contado 16. Aun prescindiendo del antagonismo de la clase trabajadora, que en primera intención no encontraba de ningún modo su camino en esta sociedad burguesa y luego fue encontrándolo a duras penas tan sólo, dicha sociedad fue realizándose en contradicciones que ella misma no era capaz de resolver. En Alemania, la burguesía sí que subió al poder económicamente, pero tras la
15. St. Zweig, Die Weh von Gestera. Erinnerungen eines Europáers, Frankfurt a.M. 1970. 16. H. Plessner, Das Schicksal des deutschen Geistes im Ausgang seiner bürgerlichen Epoche, Zürich-Leipzig 1935; G. Lukacs, Die Zerstorung der Vernunft, Berlín 1954; K. Sontheimer, Antidemokratisches Denken in der Weimarer Republik, München 1962; A. Mohler, Die konservative Revolution in Deutschland 1918-1932, München 1950.
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fracasada revolución burguesa de 1848, quedó en el plano político como menor de edad y carente de poder. En USA el callado y fiel contribuyente americano se siente despreciado. Se encuentra frente a un mundo de desengaños, presiones y despropósitos, al que ya no lo entiende. A base de plazos ha conseguido agenciarse casa, jardín, coche y algunas otras cosas. Lleva una vida honorable. Pero políticamente no es reconocido. No comprende la insatisfacción de su mujer, ni la de sus hijos, ni la de los negros. El ciudadano sigue viviendo en la ilusión de ser el punto céntrico de la gran empresa del mundo moderno, pero en lo más hondo siente oscuramente cuan superfluo, impotente e insignificante ha venido a hacerse. Su necesidad de seguridad, que él pensó poder satisfacer mediante su trabajo, ocupación y preocupación, se halla irritada hasta lo más profundo y se torna entonces en angustia interior y en odio ciego contra aquellos otros que serán los culpables de su inseguridad. La sociedad, que habría de asegurarle contra las amenazas internas y externas, le pone enfermo. Por eso busca sanar y ponerse a salvo apelando a las autoridades, y encontrar su lugar seguro en unas ideologías que destruyan su mismo mundo burgués desde las raíces. Todo un estamento de la sociedad se halla así propenso al suicidio de clase. Por haber amado de esa forma a su mundo de seguridad, comienza a odiarlo en el momento en que lo deja en la estacada. Por haber puesto en él su confianza, le opondrá ahora su entera desconfianza. Desde su impotencia sentida en lo más hondo, producirá fantasías de omnipotencia. Y hay los bastantes dirigentes y seductores que aprovecharán con abuso estas fantasías, para llevarle al hundimiento que él mismo se eligió. Gontra la sociedad hecha por él mismo, que ahora le deja vacío, busca la comunidad que le vincule, le llene y le consiga un estado de seguridad. El slogan de «la comunidad», tan enfáticamente usado y cargado de sentimientos, circula en todos los movimientos antiburgueses de la burguesía. Viene a ser el símbolo de un mundo a 89
salvo, ya sea el mundo del ayer, o bien el de los tiempos modernos. Fue el sociólogo Ferdinand Tónnies quien, con su libro Gemeinschaft und Gesellschaft (Comunidad y sociedad), aportó los aprestos ideológicos en este sentido. Su libro apareció por vez primera en 1887, en medio del milagro económico de la época guillermina, aunque entonces sólo encontró una acogida escasa. Pero luego el «Movimiento de la juventud alemana» asumió esos slogans, y el libro ha tenido hasta el momento ocho ediciones 17. Comunidad y sociedad responden a dos posibilidades fundamentales opuestas de convivencia humana. La relación de los hombres entre sí es concebida o bien como vida real orgánica, y esto es la esencia de la comunidad, o bien únicamente como formación ideal y mecánica, y este es el concepto de sociedad. Comunidad significa una convivencia auténtica y duradera; sociedad, en cambio, una convivencia tan sólo pasajera y aparente. A la comunidad hay que entenderla como organismo vivo; a la sociedad, en cambio, como agregado mecánico de hombres y como artefacto. En la comunidad los hombres se hallan vinculados por su esencia; sin embargo en la sociedad están en esencia separados. Mientras que comunitariamente permanecen vinculados a pesar de todas las desuniones, en el plano de la sociedad están desunidos a pesar de todas las vinculaciones. Las comunidades son unas comunidades de vida originales y originarias, tales como matrimonio, familia, estirpe, pueblo. Lo que él mismo es, lo recibe aqui el hombre de su compartir la vida mutuamente. Las sociedades, por el contrario, son asociaciones con vistas a un fin. Sólo subsisten por un tiempo, sólo plantean a los hombres un requerimiento parcial, y se cierran sobre la base de la aportación del otro y del beneficio personal. 17. 81963.
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F. Tonnies, Gemeinschaft
und Gesellschaft,
Darmstadt
Aun cuando a ambas formas Tonnies las describa sin más, la una junto a la otra, en orden a poder diferenciarlas sociológicamente, su valoración resulta clara. La comunidad es lo originario y por tanto también lo primitivo, la sociedad lo derivado y por tanto una relación posterior. La sociedad siempre es un producto de desintegración de la comunidad originaria. Sobre esta distinción Tónnies monta acto seguido toda una metafísica, cuyas distinciones respecto a aquello a lo que se debe llamar lo puro y lo no puro, lo auténtico y lo inauténtico, habría de marcar su impronta sobre la burguesía descontenta de sí misma. Mencionaré solamente algunas de ellas: en la comunidad domina la voluntad esencial, en la sociedad la voluntad selectiva o arbitrariedad; en la comunidad uno es un sí-mismo, en la sociedad un individuo; en la comunidad rige la propiedad de la tierra y los bienes raíces, en la sociedad los fondos y el dinero; en la comunidad impera el orden, en la sociedad la organización; en la comunidad se da autoridad pura, en la sociedad conflictos de intereses; la comunidad tiene cultura, la sociedad civilización; en la comunidad todos se pertenecen mutuamente y forman un conjunto, en la sociedad domina el pluralismo, etc. Si haciendo una crítica cultural se aplican estas distinciones al mundo moderno, aparecerá éste como inhumano, alienante, falto de raíces y de formación, corrosivo, olvidado de sí y de su origen. Así pues, la salvación del hombre frente a esta sociedad corrosiva y disolvente sólo existirá en la restauración de la comunidad. Pero, ironía de las cosas, una comunidad «restaurada» siempre habrá de ser un artefacto muy artificial de la sociedad. Porque una comunidad restaurada es una comunidad instaurada, y carece así de todo aquello que se alaba como crecimiento y estructuración naturales en ella. El caso concreto al que se aplica la distinción de comunidad y sociedad fue y sigue siendo para la burguesía el de pueblo, nación y patria. El lema de Guillermo n 91
al estallar la primera guerra mundial en 1914, decía: «No conozco ningún otro partido, sólo conozco ya Alemania». La burguesía alemana, el movimiento juvenil antiburgués, e incluso la social-democracia también, acogieron este lema como una salvación frente a los conflictos irresueltos de la sociedad. A la hora en que se hallaba en peligro la patria, la comunidad del pueblo se convirtió en nuevo símbolo de integración y en idea salvadora frente a los desengaños de la sociedad. «Deutschland, Deutschland iiber alies» (Alemania por encima de todo) —por encima de todos los conflictos de desmembración, de humillación, de generaciones y de división de clases— llevó a la caída de los regimientos de estudiantes en Langemark, y luego otra vez, en 1943, a la caída de la sexta armada en Stalingrado. Sin embargo, esta comunidad del pueblo siguió viva como idea secreta de salvación tras la primera guerra mundial en la despreciada y malquerida democracia de Weimar, y también después de la segunda guerra mundial entre los grupos radicales de derechas. La experiencia colmada que, después del 1918, se tuvo de la comunidad pura del pueblo en las trincheras, invernó en la burguesía nacional y en la iglesia protestante. Porque la democracia de Weimar no consistió entonces sino en un sistema interino, con lo cual se aludía a su carácter únicamente artificial y falto de raíces. En su libro Das Erlebnis der Kirche, Pa"ul Althaus declaraba en 1919: Para todas las personas serias de entre nosotros, tanto un individualismo sin pueblo cuanto un cosmopolitismo suprapopular resultaban sencillamente imposibles!8.
De ahí que a la iglesia la comprendiera como baluarte de aquella comunidad pura y como aliada con todas las demás comunidades puras, en contra de la sociedad. En 1935 escribía en su Theologie der Ordnungen: 18. P. Althaus, citado según E. Wolf, Barmen: Kirche zwischen Versuchung und Gnade, München 1957, 19 s.
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En una época que a todos los órdenes de cosas los ha puesto en cuestión, los ha malinterpretado y desbaratado, la teología ha opuesto una campaña resuelta contra la lucha individualista y colectivista en torno a la monogamia, contra los anticonceptivos y abortos irresponsables, contra el espíritu liberal-capitalista y marxista en economía y sociedad, contra la evacuación del estado, contra la enervación pacifista del ethos político, contra el desmoronamiento del derecho penal y la abolición de la pena de muerte, y en todo ello, por el orden de Dios como canon de una configuración humana de la vida en común... (La teología) ha preservado además a la iglesia de caer en el espíritu de los tiempos de postguerra... Muchas de las cosas contra las que luchamos, están ahora suprimidas; muchas de las cosas en que pusimos nuestro empeño, han venido a hacerse obvias en la nueva Alemania 19.
¡Esto era el año 1935, tras la ley de plenos poderes de Hitler, tras las persecuciones de judíos y socialistas, y en medio del conflicto de las iglesias confesionales con los cristianos alemanes! Dos años antes de la subida al poder de Hitler, el filósofo y sociólogo Hans Freyer, muy conocido entonces y otro tanto después de 1945, había redactado para el amplio y arraigado movimiento de la burguesía antiburguesa el programa de la «Revolución de derechas» 20. Su escrito ha sido olvidado, pero las ideas expuestas en él siguen siendo tentadoras. «Un nuevo frente se está formando en los campos de batalla de la sociedad burguesa: la revolución de derechas». Esta revolución acabará con los residuos del siglo xix y escribirá la historia del xx. El auténtico problema de la época lo constituye la «sociedad industrial», que no se asienta sino en el cómputo de la materia y de sus fuerzas. No se halla arraigada en un «suelo orgánico», sino que oscila libremente. Ninguna savia corre en ella más que su propia racionalidad. No es otra cosa que un perpetuum mobile de valores de mercancías, unidades de trabajo y necesidades de la ma19. P. Althaus, Theologie der Ordnunger, Gütersloh 1935, 42 s. 20. H. Freyer, Revolution von rechts, Jena 1931. Las citas siguientes han sido tomadas de este escrito. Cfr. también: Pallas Athene. Ethik des politischen Volkes, Jena 1935.
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sa. En ella el hombre aparece ante sí mismo únicamente como abstracción. El estado queda en ella neutralizado y hecho esbirro de los intereses económicos. En la «revolución de derechas», sin embargo, el hombre despierta a su ser-hombre, y de mero representante del sistema se convierte en enemigo de éste. La «revolución de izquierdas» ha terminado sin resultados. Está ya instaurada sindicalmente en el mundo industrial, y no representa ya para éste ningún peligro. La revolución de izquierdas ha desengañado a los hombres. No lleva a efecto la «emancipación humana del hombre», de la que Marx habló. Por eso la emancipación humana del hombre será asumida por la «revolución de derechas». Una vez que esta sociedad se haya hecho totalmente sociedad, que todos los intereses sean reconocidos como compatibles y todas las clases como socialmente necesarias, aparecerá en ella lo que nunca es sociedad ni clase ni interés, y no como incompatible sino como radicalmente revolucionario: el pueblo. Es precisamente la desarticulación de la revolución de izquierdas lo que le abre el camino a la revolución de derechas. Eso es lo que ayuda a erigir al pueblo como nuevo sujeto, y a transformarlo de una idea vaga en una realidad histórica. Porque el pueblo es el antagonista de la sociedad industrial. Pero, ¿dónde está el pueblo? La historia sin dirimir se decanta en la aldea contra la gran ciudad. Pueblo son las fuerzas originarias y arcaicas de la historia, los decretos de lo absoluto, los espíritus cercanos a la naturaleza e inasiblemente creadores como ella. ¿Dónde ha de hacerse valer el pueblo en contra de la sociedad industrial? En el estado. La revolución del pueblo contra la sociedad industrial no se lleva a cabo por encima del estado, sino que es éste quien la realizará cuando se convierta en estado del pueblo. El estado industrialmente neutralizado pasará entonces a ser una nueva autoridad histórica que llevará a efecto la revolución del pueblo. Estará totalmente del lado del pueblo, y entonces por primera vez el hombre vendrá a ser libre. Porque libre únicamente 94
lo será el hombre cuando sea libre en su pueblo. El pueblo es su lugar, su ámbito y su voluntad común. Ya ahora —pensaba Hans Freyer en 1931— existen hombres que no se hallan definidos por su interés en favor de la sociedad. En ellos el principio de la sociedad industrial queda sin vigencia. Son a todas vistas los hombres del pueblo. La mística romántica alemana del lenguaje y la irrealidad del mundo ideológico de esta «revolución de derechas» son fáciles de ver. Sus argumentos no se cuentan tampoco entre los de la lógica del entendimiento, sino que hablan más bien a la lógica de los instintos, de la angustia y de los sentimientos de poder. Bastará tan sólo traducirlos al lenguaje de la propaganda de partidos, y podrá uno imaginarse vivamente el efecto devastador que produjeron ayer y siguen hoy produciendo. Mientras que la burguesía se liberaba inicialmente de un estado de autoridad feudal y generaba la democracia como forma política de su propia vida, ahora la autoriridad del estado vuelve a ser glorificada, y se trae al poder al gobernante firme. En el programa del NPD (Partido Nacional de Alemania) se dice: El estado ha de ser el defensor de la totalidad. En la gran comunidad, vinculará él los pequeños grupos y comunidades sociales. De este modo creará un estado de seguridad, y llenará la vida del individuo con sentido y con valores 2 '.
Mientras que el mundo burgués apuntaba inicialmente a una sociedad secular-burguesa —«no hay patria en la tiranía» — , la reacción contra las interdependencias y responsabilidades del mnndo moderno vuelve a recogerse en ese nido hogareño que se llama la patria sagrada o God and my country. Mientras que la visión burguesa del mundo y de la vida estaba inicialmente liberándose de la tutela de las 21. Cf. Rechtsradikalismus, ed. por I. Fetscher, Frankfurt a.M. 1967.
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iglesias y declaraba a la religión como asunto privado, ahora de la angustia ante la libertad surgen nuevas religiones burguesas y políticas, y especialmente religiones patrióticas que deberán aportar precisamente aquello frente a lo que ya se había operado una liberación, a saber, un estado de seguridad y un llenar la vida del individuo con sentido y con valores. Mientras que la burguesía había escrito en su bandera la «libertad, igualdad y fraternidad» de todos los hombres, y las había ya impuesto parcialmente en unos órdenes jurídicos nuevos, sus nuevas religiones de angustia movilizan ahora una xenofobia contra los judíos, contra los negros, contra los trabajadores inmigrantes, contra los intelectuales independientes o contra la juventud de cabellos largos. Las auto-contradicciones tienen el efecto de autoasesinato, de suicidio. En las revoluciones de derechas, la burguesía está desmoronando su propio mundo. Sus doctrinas salvíficas de disciplina y orden, de comunidad juramentada del pueblo, de gobierno político fuerte, llevan a la calamidad. Sin embargo, surten sus efectos sobre determinados estratos de la población en situaciones sociales y políticas determinadas. Se trata de estratos inseguros y socialmente humildes, tales como labradores, pequeños comerciantes, empleados de edad avanzada y provincianos, que se ven desatendidos por el progreso. En crisis económicas como las del paro obrero e inflación, y en crisis políticas suscitadas por la aventura de la política exterior, así por ejemplo la guerra del Vietnam en el caso de USA, pueden surgir de ahí movimientos de masas. La pérdida de identidad propia y la propia desorientación se compensan entonces con agresiones a un enemigo la mayoría de las veces ficticio. Por fin, hay que considerar también los componentes religiosos en las revoluciones de derechas. Mientras que, a partir de Herder, el incipiente romanticismo acentuaba la sacralización de Dios según la idiosincrasia de la nación propia, bien pronto se hizo de aquello la sacraliza96
ción de los caracteres nacionales propios, a la que luego siguió la sustitución de Dios por el ídolo nación, al que se ofrendaría la piedad del patriotismo 22. Demasiado tiempo ha vivido el cristianismo en coalición estrecha con este tipo de religiones nacionales. Pero, ¿qué es lo que el crucificado tiene que ver con los dioses de las patrias? ¿No es precisamente en nombre de ellos por lo que fue ejecutado? ¿No fueron en la antigüedad perseguidos los cristianos en nombre de ellos? ¿Acaso el neopaganismo y la persecución de la iglesia no ha vivido sus horas cumbre con la religión política del fascismo? Los cristianos que encuentren la identidad de su fe cristiana en el crucificado, tendrán que saber que se convertirán en extranjeros dentro de su propia nación y de su propio pueblo. Ese es el precio de su libertad. Con esta libertad, no despreciarán a su propio país, pero sí que fomentarán las instituciones y movimientos que apuntan a una libertad más democrática y social. La necesidad religiosa de un sentirse en seguridad y a salvo está arraigada en la existencia humana más profundamente de lo que creen muchos racionalistas. Por eso los hombres en este sentido religiosos, son a menudo las reservas con que cuenta la agitación radical de derechas. La religión de la angustia sólo podrá ser superada de un modo efectivo por la religión de la libertad. Los ídolos que de continuo genera la angustia humana, serán radicalmente expulsados por la soberanía del crucificado. En la lucha contra la incredulidad y el ateísmo modernos, la cristiandad ha aceptado por tiempo excesivo la alianza con la superstición religiosa y con la idolatría nacional. Pero el cristianismo no surgió como religión nacional, ni puede tampoco convertirse en religión nacional sin vaciarse entonces de lo que él mismo es.
22. Sobre esto H. Kohn, Die Idee des Nationalismus, Heidelberg 1950, y G. Kaiser, Pietismus und Patriotismus Un literarischen Dentschland, Wiesbaden 1961.
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3.
La ley del hombre ideal
Las respuestas a la pregunta «¿qué es el hombre?» de ninguna manera quedan sólo a la discreción del gusto privado o de la especulación libre. En toda sociedad siempre se hallan ya de algún modo estructuradas. Puede encontrárselas en la esencia de la educación y en el orden jurídico de cada sociedad. En estas páginas nos ceñiremos al orden jurídico. Es aquí donde las diversas imágenes del hombre son llevadas a la práctica directamente. Es aquí donde a los hombres se les provee de derechos, se los grava con obligaciones, se los acusa según leyes o se los declara libres, de acuerdo todo ello con la imagen del hombre que su sociedad tiene. La antropología se tornaría abstracta si no pusiera su vista en el emplazamiento concreto que las imágenes del hombre ocupan en el derecho de la sociedad. Las decisiones sobre el justo derecho y sobre la vida recta dependen siempre del proyecto que se tenga acerca del ser humano recto y de la justa convivencia, respecto a los cuales se habrán puesto de acuerdo los ciudadanos y tendrán que estar poniéndose de acuerdo siempre. En el proceso vivo de la socialización, y habida cuenta de las circunstancias que se transforman, tendrá que irse procurando de continuo el acordar sobre la común humanidad y el bien común. Nuestras ideas de justicia dependen de aquella imagen de hombre que en cada momento dado esté en vigor -—en virtud de acuerdo o convención — , y que haga preceptiva una vida digna y recta para todos. «Nada es tan decisivo respecto al estilo de una época jurídica como la concepción de hombre por la que se orienta», dijo el gran jurista Gustav Radbruch 23. Por eso es también el cambio en las imágenes del hombre, lo que en la historia del derecho va marcando las épocas.
23. G. Radbruch, Der Mensch im Recht, Góttingen 1957, 9.
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En contra de las imágenes del hombre podrá uno oponer objeciones justificadas, procedentes y personales. ¿Resulta admisible abarcar la abierta historicidad del hombre en una imagen, y fijar su libertad, arraigada como lo está en su interna indeterminación? ¿No es cada uno de los hombres distinto al otro, de modo tal que a cada uno sólo le es posible encontrar su propia imagen, válida únicamente para sí mismo, y ésa es la que ha de imprimir en su carácter? Con todo, el derecho que debe regular la convivencia humana, nunca puede tomar en consideración al hombre concreto individual, con sus peculiaridades personales. Siempre habrá de ser proyectado por respecto y consideración al hombre como tipo, al que presupondrá como portador de unos derechos conferidos y como sujeto de unas obligaciones impuestas. Siempre estará referido al ciudadano jurídico de una determinada sociedad. Para cada hombre irrepetible no puede haber un derecho especial irrepetible. El derecho tiene que hablar en una generalidad media de hombre, es decir, en una generalidad mediada por la sociedad. La misma sociedad moderna, llamada sociedad pluralista, sólo se da sobre la base de una conformidad que se logra mediante acuerdo sobre lo que es común. En la misma sociedad moderna, que de la religión, la ideología y la moral hace asuntos privados en mayor medida de lo que podían permitirse sociedades anteriores, sigue valiendo el plural nosotros, y dándose así una comunidad en la multiplicidad. De esta forma, en el orden jurídico nos sale al paso la imagen de hombre puesta en práctica que posee una sociedad y una época. Aunque al decir esto, casi hemos dicho ya demasiado. Porque, en lo concreto, los hombres no son sencillamente «hombres» y así miembros de una «humanidad», sino que son ciudadanos estatutarios y jurídicos de unas sociedades determinadas. Precisamente de ahí surge la cuestión fundamental de si la imagen de hombre que se lleva a la práctica en un orden jurídico concreto sea una imagen humana, y si el orden jurídico 99
concretamente practicado sea justo. Estas cuestiones nos colocan en el centro de la problemática antropológica del orden jurídico vigente. ¿Existe una instancia superior, ante la que deba justificarse el derecho vigente, o puede valer como recto todo aquello que se establezca por convención? ¿Pueden los hombres ponerse de acuerdo sobre una imagen cualquiera de hombre, o existe —al menos en su idea— una humanidad por la que deberán orientarse estas imágenes del hombre en las diversas sociedades? Y, si en efecto se da algo así como una instancia superior, ¿quién sale garante de esta instancia garantizadora, y quién está autorizado para hacerla hablar? Desde hace unos diez años, se discute en Alemania la reforma del derecho penal. De esta discusión tomaremos tres parágrafos, porque son típicos de una determinada imagen de hombre, que hasta ahora ha sido llevada a la práctica en el derecho 24. a) «El orden ético apunta a que las relaciones de los sexos se lleven a cabo fundamentalmente en la monogamia, ya que el sentido y la consecuencia de dichas relaciones es el hijo. Por su causa y por causa de la dignidad personal y la responsabilidad del cónyuge, le está establecida al hombre la monogamia como forma de vida... La monogamia y la familia son también la base de la vida de los pueblos y de los estados». b) «Cuando de un intento de suicidio se derive una seria situación de peligro para el suicida, toda persona que se halle cerca deberá prestar su ayuda, por motivos de conciencia y por motivos de derecho... Puesto que la ley ética desaprueba estrictamente todo suicidio —fuera de casos excepcionales extremos - , ...el derecho no puede reconocer que la obligación que el tercero tiene de ayudar, pueda dar preferencia a la voluntad, éticamente desaprobada, con que el suicida busca su muerte». 24. H. Weinkauff, Rechtssprechung des Bundesgerichtshofs, en Naturrecht oder Rechtspositivismus?, ed. por W. Maihofer, Darmstadt 1962, 554 s, citas de 572, 574, 567. Véase también sobre esto: Die deutsche Strafrechtsreform, ed. por L. Rerisch, München 1967.
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c) «Por su disposición tendente a la libre autodeterminación ética, el hombre siempre está llamado también a la decisión responsable, a comportarse justamente como partícipe de la comunidad jurídica, y a evitar lo injusto». Las dos primeras declaraciones deben su origen a unas resoluciones del Tribunal Federado de justicia, en 1954; la tercera a una resolución de 1952. Sus puntos de partida consisten en que la libre autodeterminación ética es algo típico e inherente a cada hombre. Por autodeterminación ética no entienden que el hombre pueda ni deba estatuir de por sí lo éticamente bueno, sino que ya de antemano se halla siempre en un orden ético superior, y puede decidirse o no decidirse por lo que es debido. El «orden ético» apunta a la monogamia. La «ley ética» desaprueba el suicidio, etc. El hombre tiene una «disposición tendente» a la libre autodeterminación ética. Estas afirmaciones van más allá del orden jurídico vigente. A la ley ética se la considera como norma ideal de todos los órdenes jurídicos vigentes. La autodeterminación ética es afirmada como constitución elemental del hombre. Pero, ¿qué es «la ley ética» y qué aspecto tiene la «autodeterminación ética» del hombre? Consideremos en primer lugar el lado humano de estas tesis. El proyecto de la libre autodeterminación ética del ser humano obedece palmariamente a un postulado: «El hombre siempre está llamado a la decisión responsable». A continuación se saca de este postulado la consecuencia práctica: «El hombre puede orientar su conducta según los proyectos del orden jurídico y puede también omitir lo jurídicamente prohibido, desde el momento en que haya adquirido la madurez ética y en tanto sus facultades de libre autodeterminación no se hallen transitoriamente anuladas o perennemente destruidas por algún fenómeno patológico» (Proyecto de un nuevo código penal, 1962). La consecuencia de que el hombre «puede» ya que «debe», transforma ese postulado en un facto empírico, en el sentido de que se dé una capacitación 101
natural en el hombre, cuyos únicos límites personales y naturales sean los de la falta patológica de imputabilidad. Aquí, sin duda, nos las habernos con una imagen idealista del hombre, en la que sin embargo no se sostiene la distinción que hizo Kant entre el carácter inteligible y el carácter empírico del hombre, sino que simplemente del postulado de la libertad se deduce la capacidad natural de la libertad. Se le reconocen unos límites patol >gicos a la imputabilidad, pero no se presta atención a la situación social del hombre. Esta imagen idealista del hombre, con sus consecuencias en el derecho penal, ¿no está produciendo un individuo abstracto? ¿No supone un tipo ideal de «hombre», con el que tan sólo muy pocos pueden identificarse? ¿Cuál es el hombre que en la actual sociedad puede permitirse «siempre», es decir, en todas las circunstancias de la vida, una «libre autodeterminación ética»? ¿No ha de acercarse el derecho en todo lo posible al hombre concreto, y considerarlo en el conjunto de las relaciones sociales en que vive y padece 2S ? En este hombre concreto, con su situación social propia, es donde Radbruch tenía puestos sus ojos cuando escribía: En comparación con el abstracto esquema de libertad de la época liberal, la nueva imagen del hombre obedece a un tipo mucho más cercano a la vida. En adelante, el hombre no será ya para el derecho lo que Robinson o Adam, no será ya el individuo aislado sino el hombre dentro de la sociedad26.
Al parecer, sin embargo, después de la guerra no se halla compenetrado con esta idea. Si así fuera, a una con la comprensión del «hombre en la sociedad», habría surgido juntamente una nueva comprensión social de la 25. W. Maihofer, Menschenbild und Strafrechtsreform, en Gesellschaftliche Wirklichkeit im 20. Jahrhundert und Strafrechtsreform, Berlín 1964. 26. G. Radbruch, o. c , 16.
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culpa y una nueva concepción del castigo como resocialización del culpable. En vez de eso, lo que de primera intención se ha puesto en marcha en la reforma del derecho penal, es la imagen idealista del hombre y, consecuentemente, la concepción del castigo como expiación ética. Esta imagen del hombre es la que a continuación trataremos más detalladamente. La idea de una ley ética objetiva y de unos derechos naturales previos del hombre vuelve a darse regularmente en situaciones de grandes crisis políticas, de caos jurídico y de degeneración ética. El Reich de Hitler dejó en Alemania un paisaje de ruinas en estos campos. El mismo poder estatal quebrantó el derecho repetidas veces, sin ni siquiera el pretexto de legalidad. «Justo es aquello que aprovecha al pueblo», y lo que al pueblo le aprovecha lo determina el partido, y el partido sigue la voluntad del Führer, quien con soberanía divina está más allá del derecho. Lo que había que hacer, pues, era restablecer las ataduras del estado a su propia ley. Por otra parte, a lo injusto se le había dado la forma de ley vigente, como sucedió en la legislación racial de Nuremberg y en la disposición de asesinar a los enfermos mentales, en virtud de leyes secretas no promulgadas. ¿Puede aceptarse como derecho unas leyes injustas? ¿Existe una ley superior, un derecho natural, una ley ética o un derecho divino, frente a lo cual lo injusto siga siendo injusto aun cuando adopte la forma de ley vigente? No en balde, tras el caos de la segunda guerra mundial, las Naciones Unidas aprobaron en 1948 la «Declaración general de los derechos humanos» con sus 30 artículos. Pero, ¿se da una naturaleza del hombre, con derechos naturales preceptivos que puedan constituirse en criterio de los derechos ciudadanos en todas las sociedades? ¿Cómo puede conocerse la naturaleza esencial del hombre? ¿Quién determina lo que forma parte suya y lo que no? La idea de derecho natural toma su origen de la antigüedad precristiana, y es la estoa quien la propaga 103
con su filosofía de la humanidad 27. «El fin último consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, es decir, conforme a la propia y conforme a la del todo, no haciendo nada de lo que la ley común suele vedar, la cual es la razón recta que todo lo gobierna, la misma que Zeus, que gobierna y dirige el cosmos», declaró Diógenes Laercio. Esta idea fue recogida por Cicerón: «La ley verdadera es la razón recta en acuerdo con la naturaleza. Esta ley lo abarca todo, siempre permanece constante y eterna. No puede hacérsele detrimento ni oponérsele nada. No hay resolución del senado ni plebiscito que pueda abolir su perentoriedad. No necesita que nadie la aclare ni la interprete. Es la misma en Roma y en Atenas, hoy y en la posteridad. Comprende a todos los pueblos y tiempos, como ley eterna e inmutable que es. En ella, por así decir, nos habla el maestro y dominador del mundo: Dios. Quien no la obedezca, estará negando su propia naturaleza humana». Las leyes civiles encuentran su calidad de justas en el hecho de hallarse en correspondencia con la ley del cosmos y la ley de la naturaleza humana. Porque la razón que todo lo gobierna o ley de la naturaleza (esencia) es Dios. Las leyes civiles en correspondencia con la ley esencial son leyes en correspondencia con Dios. El orden ético del deber será pues justo, si se corresponde con el orden divino del ser y está de acuerdo con él. Por tanto, no es recto todo aquello que los ciudadanos decreten por convenio, sino solamente lo que esté en correspondencia con la esencia del hombre y con el orden divino del ser. Así pues, el derecho mismo, lo justo, tiene que ser justificado. Tanto la idea de los derechos humanos y naturales cuanto la de una ley ética objetiva ejercen de hecho su fascinación, y así habrá de ser en tanto los hombres sigan juntos preguntando por la verdadera y común humanidad. Pero las dificultades para llevar a efecto esta 27.
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E. Wolf, Naturrecht
oder Christusrecht?,
Berlin
1960.
idea radican en la abstracción que hace de las circunstancias históricas reales de los hombres. Los principios universales del derecho natural, así por ejemplo el de «a cada uno lo suyo», o el de «evita el mal», pueden ser usados para la afirmación e igualmente para la impugnación del feudalismo, del capitalismo, del socialismo y del fascismo. Puede con ellos denegarse la libertad, diciendo «el error no tiene ningún derecho a la libertad»; y puede también fomentarse la libertad, postulado «hay que seguir la propia conciencia». Cuanto más quiera uno derivar de los principios universales del derecho natural resoluciones sobre casos individuales concretos, tanto más se enturbiará la luz de este conocimiento. Y, por el contrario, cuando a la esencia de una cosa se la identifique con la naturaleza de la cosa, se vendrá fácilmente a tener por derecho natural aquello que la naturaleza enseña, y que, de manera inmediata, le parece a cada uno como enteramente natural. Al tratarse del hombre, sin embargo, no cabe constituir a su naturaleza biológica en testimonio de su esencia, ya que su naturaleza está relativamente indeterminada y juega con toda una serie de experimentos. Así, por ejemplo, ¿la homosexualidad es natural o antinatural'? Aparece en la naturaleza biológica del hombre, pero en cambio muchas sociedades la piensan como «antinatural» y le imponen castigo. ¿El control de la natalidad mediantes la pildora es natural o antinatural^. Representa una intervención en los ciclos biológicos de la naturaleza femenina, pero está en correspondencia con la naturaleza esencial de la libertad del hombre frente a su cuerpo y de su responsabilidad para con su descendencia. Todos los proyectos existentes de derecho natural o de ley ética son, como históricamente resulta fácil mostrar, proyectos históricos de lo que es el hombre. La historia de las teorías sobre el derecho natural evidencian un derecho natural de contenido cambiante (R. Stammler), o un derecho natural históricamente elástico (E. Spranger), o un derecho natural con contenido in fieri (E. Fechner). 105
Pero a pesar de que estos contenidos sean cambiantes e históricamente condicionados, la idea misma y la pregunta acerca de un derecho natural sí que se dan, y, una vez que han ingresado ya en la historia, no puede en adelante olvidárselas. Al parecer es imposible encontrar un plano exacto de construcción en acuerdo con la idea, plano que se aplicaría al hombre fáctico y a su praxis social, y que se daría en la naturaleza o en la esencia. Bajo las aseveraciones de que se conoce la «verdadera esencia del hombre» o bien la ley ética absoluta, se esconden siempre en la historia pretensiones muy gruesas de soberanía. Y por otra parte, sin embargo, si se prescinde de un convenio político sobre lo que sea una vida en dignidad humana, no resulta posible ningún orden jurídico. Y entonces es necesario seguir preguntando por la justificación misma de este convenio. Puesto que este convenio surge en el proceso histórico de la constitución de los hombres en sociedad, resultará procedente comprender la idea de ley ética y la pregunta sobre un derecho natural en el marco de la esperanza de futuro que los hombres abrigan respecto a la humanidad y a la condición humana. Cierto que los contenidos se evidencian entonces como cambiantes e históricamente condicionados, pero la intención que en ellos se esconde es incondicionada e invariable. Hasta ahora este aspecto del derecho natural pocas veces ha ocupado un primer plano, ya que la pregunta que se formulaba en las crisis de la historia, versaba sobre lo que siempre y en todo lugar y desde antiguo ha sido lo verdadero, y se confiaba más en un reflexionar sobre el común origen que en un desear un futuro común. Todas las leyes se hallan sujetas al cambio de la historia, al igual que el hombre mismo. Pero, puesto que los hombres saben a la vez que su vida se realiza en la historia, pueden también pasar más allá de ésta y preguntar por aquel futuro frente al que han de dar razón de la historia en que ellos viven y que ellos hacen. Por eso, en sus leyes y en las reformas de sus órdenes jurídicos, siempre 106
habrán de aspirar a anticipar ese futuro de una convivencia plena de sentido. «El proyecto con vistas hacia la determinación humana será considerado como la medida del derecho», afirma W. Maihofer 28 . Por tanto, no es la afirmación de una ley ética presuntamente objetiva, lo que puede ser considerado como medida de la justicia, sino la tarea irrecusable de transformar el mundo, de sanarlo, de mejorarlo, de hacerlo más digno del hombre y más merecedor de ser vivido. De la mitología de la abstracta ley ética se pasa entonces a la utopía concreta de los derechos humanos y a un orden jurídico de intención cosmopolita. «Derecho natural: este es para nosotros el concepto para la evolución y revolución constantemente exigidas de las condiciones humanas en la vida cotidiana, hasta configurar una sociedad verdaderamente humana entre los hombres», decía Maihofer y yo pienso que la idea de los derechos naturales y humanos puede así conciliarse con el proceso histórico de la socialización de los hombres mediante órdenes jurídicos, de una manera más convincente que en las antiguas representaciones del derecho natural. Si en lugar de derechos naturales del hombre se hablara de «derechos de futuro», se haría también más justicia a las condiciones concretas de los hombres 29. Las iglesias cristianas han propugnado hasta ahora en nuestras sociedades la ley del hombre ideal con especial vigor. Al orden jurídico lo han considerado teológicamente, en el marco de la comprensión teológica de la ley y del Dios de la ley. Pero esta concepción legalista del derecho pone a Dios en el papel de juez que vele celoso por su ley, y lleva a los hombres a la tragedia de la culpa y expiación. No siempre, aunque sí con mucha frecuencia, personas religiosas han abogado así por la 28. W. Maihofer, Naturrecht ais Existenzrecht, Frankfurt a. M. 1963. 29. E. Bloch, Naturrecht und menschliche Wurde, Frankfurt a.M. 1961. 10 7
pena de muerte como forma última de expiación y restauración de la ley mortalmente violada. Estas ideas y estas consecuencias se hallan en correspondencia con el mundo religioso de un orden metafísico del cosmos, al que están obligados dioses y hombres, pero apenas puede decirse que se correspondan con el derecho tal como lo conciben la fe y la esperanza del antiguo y nuevo testamento. El Dios cuya realidad experimentó Israel cuando fue liberado de la esclavitud de Egipto y cuando se cerró la alianza en el Sinai, experiencia ésta de la que siempre guardaría memoria, no es al modo de Zeus «la razón recta que todo lo gobierna» (Diógenes Laercio); ni nos habla tampoco por la ley eterna e inmutable de la naturaleza (Cicerón). Es el Dios del éxodo y el Dios de la alianza. Habla en y a través de esta historia concreta. Su ley es la ley de alianza de los liberados, que desea garantizarles una vida en libertad, y no ponerles delante un ideal, inalcanzable. La justicia de la alianza se basa en la libre autodeterminación de Dios y en su promesa de fidelidad con la que garantiza al pueblo su futuro. Por parte del pueblo, presupone ya en él la libertad conseguida por una liberación real. En consecuencia, nada exige que no haya previamente regalado. No se dice aquí «puedes porque debes», sino al revés «debes porque puedes». «No debes matar, porque no necesitas matar». El derecho de la libertad debe su origen a la gracia de la liberación. De ahí que la justicia veterotestamentaria de la alianza esté abierta para derecho de todos los pueblos y para el derecho de la gracia de Dios en todo. «Y su complacencia la tendrá en el temor de Yahvé», dice Isaías en 11, 3-5 a propósito del mesías, quien ejecutará el derecho de Dios sobre la tierra. No juzgará por apariencias, ni sentenciará sólo de oídas; juzgará con justicia a los pobres, con rectitud a los desamparados de la tierra. Herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con IOS
el aliento de sus labios. La justicia será ceñidor de su cintura y la lealtad, cinturón de sus caderas (Is 11, 3-6). El Dios cuya realidad los cristianos experimentan para recordación en el acontecimiento del haber sido liberados de la ley, del pecado y de la muerte, es lo contrario exactamente de esa necesidad coactiva de culpa y expiación, que tan a menudo es sentida como religiosa. Es la experiencia de Cristo, quien, sin la obra de la ley, declara por la gracia justos a los pecadores y reconcilia con Dios a los sin-dios. En el acontecimiento de Cristo, la justicia de Dios en la tierra se expresa como derecho de la gracia para todos los que quebrantaron la ley y no pueden mantenerse en pie. Puesto que todos ellos, judíos o gentiles, son pecadores y carecen de la gloria de Dios, por el acontecimiento de Cristo les será dado a todos un nuevo derecho en esperanza; el derecho de experimentar el amor de Dios. O, más sencillamente: rto es el hombre para la ley, sino la ley para el hombre. Por lo que atañe a la praxis de los cristianos en el orden jurídico de su sociedad, de lo dicho anteriormente se sigue que no pueden ya considerar al derecho desde el punto de vista de una ley religiosa del universo, sino desde el punto de vista del amor. Amor, traducido al lenguaje del derecho, significa el derecho del prójimo y el reconocimiento del otro 30. No son las exigencias absolutas y relativas de la ley las que constituyen la esencia del derecho, sino el reconocimiento del otro y el asentimiento al derecho del prójimo. El amor no sólo es activo al exterior de la ley, procurando suavizar sus durezas; el amor tiene también una acción creadora y reformadora en el derecho, orientándose hacia aquel futuro que piensa ha
30. E. Wolf, Das Recht des Náchsten. Ein rechtstheologischer Entwurf, Frankfurt a.M. 1961; J. Ellul, Die theohgische Begründung des Rechtes, München 1948; Recht und Institution I, ed. por H. Dombois, Witten 1956; Recht und Institution II, ed. por H. Dombois, Stuttgart 1969.
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de ser del prójimo, ya que en ese futuro el prójimo recibe su dignidad por la estimación de Dios que se llama amor y gracia. El amor, como categoría del derecho, no deja a ningún hombre abandonado, sino que cuenta siempre con sus posibilidades, incluyendo ahí aquellas posibilidades de Dios sobre él, que no se han realizado todavía. El amor al hombre inhumano, malvado, deforme, cuenta con el perdón de sus pecados y se hace concreto en el absolver. Esto, a su vez, significa que no puede hacer uso de la ley para «volver mal por mal», sino para «volver bien por mal», es decir, para no clavar al delincuente en su pasado, sino para conducirlo a su futuro mejor. Ya que los cristianos suelen pensar a menudo que éstos no son meramente más que deseos piadosos, citemos de nuevo a Radbruch para finalizar: Está en ciernes una nueva concepción del hombre en el derecho... la época jurídica social del hombre concreto, en la que el castigo como imposición de mal por mal no se extinguirá, según piensan los marxistas, pero sí que pasará a ser en todo lo posible intimación y estímulo a saldar el mal con el bien, lo que, según nuestra actual concepción, constituye el único modo en que puede ejercerse en la tierra una justicia que no empeore a ésta, sino que la transforme en un mundo mejor.
Sería en verdad procedente que los cristianos y las iglesias repensaran el mito de la ley ética eterna y férrea, y que, en vez de poner sus empeños en conservarla, se interesaran por las formas y utopías jurídicas concretas y practicables, que se adecúan mejor que las antiguas a realizar el amor por ellos experimentado como derecho de la gracia. La «ley del hombre ideal» puede fácilmente tornarse en exigencias inhumanas. Parece que, más sentido que eso, ha de tenerlo el practicar la esperanza en el hombre humano, mediante el amor al otro hombre y especialmente mediante el amor al hombre culpable.
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4.
Vida dialogal
Un mundo que haya sido hecho y se halle gobernado por la técnica científica, sugerirá también a los hombres que en él viven una actitud técnica frente a sus problemas Hay que saber cómo se hizo y cómo ha de hacerse Por eso, ante sorpresas desagradables, ante accidentes de empresa y de tráfico, se pregunta uno: ¿qué hay que hacer aquí ? Si son mortales, la participación acaba a menudo con el sobrio diagnóstico: no queda nada que hacer. El contacto continuo con cosas hechas y factibles lleva también a los no-técnicos de esta sociedad a la costumbre de ver las cosas tal como son, y a concebirlas desde el aspecto de su factibilidad. Y no es que en lo referente a las cosas dicha actitud sea incorrecta, pero las artes técnicas fallan habitualmente cuando se trata de hombres y de problemas humanos. Frente al amor, al sufrimiento y la muerte, el técnico expeditivo se siente irritado. Queda sin habla. Enmudece. Le faltan palabras con que declarar su amor, y acude por ello gustosamente a los clisés de películas y revistas ilustradas, y a los consejos por correspondencia de asesoras que le dicten cómo tiene que hacer eso. Le faltan palabras con que expresar el dolor y el disgusto, y en los casos de muerte queda tan sólo el mudo apretón de manos; luego, todo sigue como antes. Con las cosas tiene unas relaciones finas, bien formadas, pero en las relaciones humanas se empobrece y sigue siendo infantil 3] . A comienzos de los años veinte de este siglo surgió un nuevo humanismo de la persona y de las relaciones personales 32. Este humanismo deploró con acerba crítica la «espantosa mecanización del mundo» (Gogarten) y la subsiguiente «soledad del yo» del hombre moderno 31. M. Frisen, Homo Faber, Frankfurt a.M. 1962. 32. M. Buber, Dialogisches Leben, Heidelberg 1947; F. Ebner, Schriften I-III, ed. por Fr. Seyr, München 1965; E. RosenstockHuessy, Der Aíem des Geistes, Frankfurt a.M. 1950; Fr. Rosenzweig, Der Stern der Erlosung, Heidelberg 31954.
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(Ferdinand Ebner), llevando al redescubrimiento del tú en la filosofía e igualmente en modelos prácticos de una nueva comunidad. La era técnica es la era de la masificación de los hombres en la gran ciudad, de los artículos para la masa, del turismo de masas y las empresas de masas. La sociedad se hace en su administración cada vez más colectivista. Por eso atomiza al hombre y lo aisla. El hombre se hace cada vez más individualista. Sale en silencio de su casa del piso tercero, sin conocer a ninguno de sus vecinos. Conduce en silencio a través del tráfico, encerrado en su coche. Ve a los otros pasar en sus coches, pero no puede hablar con ellos, sino a lo sumo darse a entender haciendo signos con las manos. Durante el trabajo ha de limitarse a unas pocas palabras con sus colegas. Al anochecer enchufa la televisión y va sintiendo cómo acaba el día sin abrir boca. Su vida está organizada de tal forma que no puede ya vivirla. Pero, así, su angustia solapada va creciendo. Se siente solitario. Estas experiencias cotidianas cuentan con una larga tradición filosófica en la comprensión del mundo y del hombre. Descartes, con su metodización del saber, mostró que yo puedo dudar de todo, a excepción de que soy yo el que duda. La autocerteza del hombre dudante y pensante se convierte así en fundamento inconcuso: pienso, luego existo. Pero, en el proceso del pensamiento, la realidad se desdobla en el mundo cognoscible de las cosas, y la subjetividad cognoscente del yo. La realidad en la que vive el yo cognoscente, pasa a ser el mundo-deobjetos, al que puede conocérselo y calculárselo. La naturaleza se convierte en mecanismo según la idea de la matemática. El cuerpo vivo (Leib) se convierte en ese cuerpo físico (Kórper) que yo tengo. Al ponerse el hombre frente a sus mundos, se hace su señor y sujeto. Despierta a su determinación en el instante que puede decir yo, y toma conciencia de detentar esta postura soberana frente a todo lo que es no-yo. «Yo soy yo» se convierte así en el canto de júbilo del individuo libre y adulto, que se eleva por encima de toda determinación extraña,
procedente de la naturaleza o de la tradición. «Es como si la misma divinidad cantara en el yo del hombre su eterno 'y° S°Y e l
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