Molinie , M.D. - El Coraje de Tener Miedo
April 3, 2017 | Author: mattury | Category: N/A
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EL CORAJE DE TENER MIEDO Variaciones sobre espiritualidad Molinié, Marie Dominique
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TEMA. DEJAOS HACER Es imposible que Dios no nos desconcierte cada vez más, hasta que lo veamos cara a cara. Los santos son gente que un buen día aceptaron estar siempre desconcertados: esto llegó a ser su pan de cada día. No os extrañéis de extrañaros: no estamos a la altura de la doctrina de la Iglesia, es inagotable. Así, pues, arrodillaos como niños. Decid: «Habla, Señor, que tu siervo escucha.» No se trata de aparentar, sino de hacerlo verdaderamente. Para ello es necesario el silencio: no el silencio material (que también es necesario), sino el silencio de las ideas: no hay que aferrarse a las propias pequeñas ideas —sobre todo si son grandes ideas—, sino ser como niños que no saben lo que se les va a decir. Hay que tomar este libro en serio. Quizá Dios quiere que os quedéis con una sola palabra de todas estas páginas: vuestro deber más estricto será entonces no preocuparos de las otras. Es preciso abrirse a la luz tomando las cosas en serio. Cuando se miran las cosas espirituales de una manera humana, quiere decir que no se las toma en serio… Dios va a pasar en la medida en que tú, lector, creas en ello. Te lo anuncio como Moisés a los hebreos, la víspera de la noche pascual. No hay que decir: «Ya hemos leído libros, sabemos lo que es eso.» Un paso de Dios no se sabe nunca lo que es… Tampoco se sabe qué es la vida cristiana. En la tierra se aprende lo que es: por eso esperamos siempre algo nuevo, por eso esperamos que se aclare de una manera cada vez más profunda. Los capítulos de este libro no obedecen a un plan lógico. Su unidad no es la de un plan, sino la de un tema con variaciones. El tema se expresa en dos palabras: Dejaos hacer. No es muy original, no es muy difícil de practicar, pero es muy difícil de comprender (quiero decir comprenderlo de esa manera que hace que se practique). A pesar de lo que se dice a menudo, en la vida cristiana lo difícil no es la práctica, sino el comprender. Si no practicáis lo que digo, es que no lo comprendéis (yo mismo tampoco lo comprendo, por eso no lo practico). El problema no consiste en ser fuerte, sino en acoger la luz, en no resistir contra ella o (lo que viene a ser lo mismo) esquivarla con ligereza. Dejarse hacer por Dios no es algo banal. En efecto, a medida que su luz penetra en nosotros, descubrimos con espanto de qué tinieblas trata de liberarnos. Prácticamente todos somos herejes: el error es humano. No podemos evitar equivocarnos, continuamente nos salimos de los raíles. El problema no está en evitar descarrilar, sino en ser siempre lo suficientemente flexibles como para que Dios pueda ponernos de nuevo en los raí-- 2 --
les. Sólo los santos llegan a tal flexibilidad; sólo ellos expulsan permanentemente toda herejía de su corazón. Nosotros no llegamos a guardar el equilibrio de la verdadera vida, como niños que aprenden a andar y se caen continuamente. Repito que esto no es grave, en tanto que nosotros aceptemos restablecernos; pero si nos obstinamos, es la muerte: el endurecimiento de corazón es diabólico… Releed la secuencia de la misa de Pentecostés: todos los males para los que pedimos la curación al Espíritu Santo, son herejías. El camino estrecho que lleva a la vida no es tan difícil de subir, pero es difícil de encontrar; es tan pequeño, que sencillamente se corre el riesgo de no verlo: éste es el secreto del Reino de los Cielos. ¿Dónde está nuestra culpabilidad? En no buscar suficientemente la luz que nos permitiría descubrirlo, en obstinarnos en las ideas oscuras, más o menos tenebrosas, cuyo abandono constituye para nosotros la más profunda, la más radical de las humillaciones.
NO CREÉIS, PORQUE ES DEMASIADO HERMOSO La situación real en la que hemos caído no es una situación mediocre; es una situación magnífica, a condición de contemplarla a la luz de Dios. Para nosotros, es una situación lamentable y vergonzosa, pero para Jesús y su amor redentor es gloriosa. Basta con amar suficientemente a Jesús para alegrarnos de su gloria… y, por consiguiente, de nuestra miseria. Cuando cometemos una falta, lo más grave no es la falta, son las excusas que nos damos a nosotros mismos, las interpretaciones que hacemos para justificarla. Eso nos dispensa de comprender que rechazamos la luz: ahí está el verdadero mal. No hay que tener miedo de las dificultades de la vida, ni siquiera de nuestras faltas: no es eso lo que nos impedirá encontrar a Dios. Tengamos miedo de lo que no nos causa miedo pero nos impide verdaderamente encontrarlo: temamos rechazar la luz, de una manera más o menos sutil, discreta, cortés… Dios tiene un programa: El ha previsto un remedio para todo. El puede dejar que pese durante mucho tiempo sobre nosotros el obstáculo aparente de nuestras miserias y de nuestras caídas cotidianas. Se sirve de él. El amor de Dios es más fino que nosotros y sabe utilizar nuestras debilidades. Lo que nos impide aprovecharnos de ellas no es la abundancia de estas miserias, sino el no aceptar «dejarnos hacer» según la idea de Dios. No hay por qué tener otra preocupación más que ésta: «¿Voy a dejar hacer a Jesucristo?» Dejémonos cambiar, dejémonos convencer de que las cosas no son como nosotros nos las hemos imaginado, que son según un secreto. Dejemos penetrar en nosotros esta luz. Ella eliminará nuestras -- 3 --
tinieblas. Eso forzosamente nos dolerá un poco: la Palabra de Dios es una espada que penetra hasta la división del alma. Es la sal, la sal que purga. No siempre es agradable, y por tanto provoca una revulsión; pero hay que aceptarla, pues luego nos irá mucho mejor, la liberación será aún mayor. Pero nosotros rehusamos creer en esta liberación, y eso es rechazar la luz. En cuanto resulta demasiado hermoso, nos negamos a creer. Las cosas son mucho más fáciles de lo que creemos, pero se complican porque, sin darnos cuenta, nos empeñamos en que sean difíciles. Preferimos las cosas difíciles, con tal que halaguen nuestro orgullo, a las cosas fáciles y humillantes (véase la historia de Naamán el Sirio en 2 Re 5,1-14). Pidamos a la santísima Virgen un poco de su ambiente; nosotros que no somos sencillos, refugiémonos a la sombra de su sencillez, sin herejía, puesto que lo hacemos sin ideas personales, y que no ponga ningún límite al poder y al amor misericordioso de Jesús. Ya que nosotros no sabemos ver las cosas tal y como son, es decir, magníficas y agradables, permanezcamos junto a ella, temiendo mucho lo que puede salir de nosotros, y pidámosle que nos enseñe a abrir los ojos. No tengamos miedo de los demás, del mundo, de la vida. Tengamos miedo de nosotros. No de lo que nos da miedo generalmente: nuestra debilidad, nuestras faltas, nuestras caídas (eso no es temible, la naturaleza humana es así); lo que hay que temer es lo que Jesús reprocha a los apóstoles después de la resurrección: «Tenéis el corazón duro. – ¿Por qué? – Porque no creéis que he resucitado. No lo creéis porque es demasiado hermoso: ahí está vuestra falta». Pidamos no obstinarnos mucho tiempo…
PRIMERA VARIACION. EL SECRETO DEL EVANGELIO Hay alguien que tiene mucho interés en que perseveremos en nuestros errores y nuestras tinieblas. Entonces él nos permite todo lo que queremos (incluso la virtud, en cierta medida) en vista de que «perseveramos»…, es decir, endurecemos nuestro corazón, como se dice constantemente en la Escritura. En este endurecimiento hay algo que no es normal, que es un verdadero misterio y que, en consecuencia, debemos temer, pues no tenemos la talla suficiente para hacerle frente. Debería ser fácil convertirse, dejarse hacer e invadir por la luz del Espíritu Santo, pero… hay alguien que ronda en torno a nosotros, y especialmente en torno a nosotros los cristianos. Una cosa lo atrae hacia nosotros: Dios. Es un ser que tiene sed de Dios a su manera. El encuentro con Jesucristo lo -- 4 --
provoca. Por eso ronda sobre todo en torno a los que no viven más que para este encuentro. Su único deseo es que rehusemos comprender y que nuestros ojos no se abran a la luz de la Salvación. Los que ya han vislumbrado y aceptado mucha luz no por eso están al abrigo de este peligro sino que corren el riesgo de olvidar que todo está por descubrir. El demonio nos permitirá muchos éxitos en todos los órdenes, alentará incluso algunas de nuestras cualidades, con tal que nuestros ojos no se abran. Y es que, si los ojos se abren, todo nos será dado sin límite alguno. Así, pues, no creamos demasiado pronto que hemos comprendido. Eso sería probablemente el signo de que hemos sustituido el Evangelio por una religión propia. Presentémonos a la Palabra como niños que no saben nada y que sienten que sus esfuerzos son impotentes para abrirles los ojos. Los esfuerzos humanos son necesarios (no hay que tentar a Dios), pero aún queda todo por hacer, y los esfuerzos humanos sólo son fructíferos si lo comprendemos y lo aceptamos. Habría que leer el Evangelio de manera extraordinariamente sosegada, como se lee una novela: dejarse impresionar por esa luz como una placa sensible. Hoy se habla mucho del «kerygma», palabra culta para designar una cosa, por otra parte esencial, pero también muy sencilla —y de la que Cristo cuidó bien de decir que es inaccesible a los sabios y a los inteligentes—, a saber, qué en el Evangelio se cierne un cierto secreto, algo que los hombres no conocen y que Cristo trata de hacer sospechar: las Bienaventuranzas, el Reino de los Cielos, la puerta estrecha… Aquí es donde nosotros encontramos al demonio, pues este secreto le provoca, y él hace todo para que no lo comprendamos, aun cuando hablemos de él sabiamente. Y nosotros somos sus cómplices, porque nuestras obras son malas: el que obra mal, no ama la luz. El combate entre Cristo y los fariseos es grave, porque son dos religiones las que se enfrentan, y porque no hay perdón para el vencido. No hay perdón para Cristo: los fariseos reconocieron que era un gran hombre, quizá incluso un profeta, pero no pudieron aceptar su doctrina. Y el que condena el pensamiento de Dios, acaba por condenar a Dios mismo. Cuando el pensamiento de Dios se presenta demasiado claro, condenando nuestro pensamiento y nuestras propias obras, llegamos a encontrarnos entre la espada y la pared; el resultado es que condenamos a Dios para darnos razón a nosotros mismos. En esto consiste el pecado contra el Espíritu Santo.
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LA ARISTOCRACIA DE LOS PECADORES ¿Cuál es este secreto? ¿De qué se trata? De una aristocracia: «El que tenga oídos para oir, que oiga.» Aun entre los que aceptan la luz, hay una jerarquía. Pero hay que tener cuidado: no.es la jerarquía del mundo, no está ni a la derecha ni a la izquierda, es la aristocracia de la cruz. . Primeramente están, en la última fila, aquellos a los que se debe llamar «justos»: éstos acogen la Palabra, pero no tienen raíces, porque no tienen la conciencia aguda de que necesitan una misericordia infinita. Y así, cuentan con la misericordia y con su propia justicia. A esos se les dará un transportín en el Reino de los Cielos. Un grado más arriba encontramos a los pecadores. Su superioridad está justamente en que tienen conciencia de la necesidad de ser perdonados: dependen de la misericordia. Debido a esto, son mucho mejor recibidos. Ved a María Magdalena, al buen ladrón, al hijo pródigo… Si pudiésemos leer estas escenas con un corazón y una inteligencia enteramente limpios, quedaríamos inmediatamente convertidos. El Evangelio está hecho para el pueblo y no para los intelectuales, y es haciéndonos un poco pueblo como nos dejamos mover por él (veis que la aristocracia de Dios no es la nuestra). Si alguien lee el Evangelio sin ser enteramente transformado, es que no lo ha comprendido. Ahora bien, es un hecho que el pueblo a quien se predica el Evangelio lo comprende mucho mejor que los especialistas de la religión. Con los santos ocurre más o menos lo mismo: ved cómo recibe el pueblo a Juana de Arco, y cómo la reciben los obispos… Yo no puedo hacer nada para explicar el Evangelio, si uno no siente algo. En primer lugar hay que vibrar, simplemente vibrar, y para eso hace falta ser un poco niño. Lo cual nos lleva a lo más alto de la aristocracia del cielo. Los pecadores tendrán una butaca, pero los niños estarán en el palco real: seguirán al Cordero por dondequiera que vaya, y cantarán un cántico que nadie puede cantar. Los niños lo comprenden todo e inmediatamente. Es muy consolador, porque eso nos libera completamente de la jerarquía del mundo, donde la mínima conquista es áspera y difícil. Dios no pone la luz fuera de nuestro alcance. No hay que atravesar los mares ni elevarse sobre el firmamento para apoderarse de ella. Es mucho menos difícil que superar la velocidad del sonido. No es difícil ser un niño y ser pequeño. No es difícil, pero nosotros no lo somos, y ése es justamente él pecado, nuestro pecado. Ahora bien, en esto Dios no puede transigir. O somos o no somos. Si somos, lo tenemos todo; si no somos, no tenemos nada. -- 6 --
A partir de ahí no tenemos más que un solo recurso, el de refugiarnos en la categoría de los pecadores que se convierten. Con Dios no se negocia, es necesario convertirse: «Si no os convertís y no os hacéis como niños…» Entonces, no persigamos otro fin en la existencia. Si perseguimos otro fin, perseveramos en nuestra locura y somos fariseos. Dios lanzará sobre nosotros la misma mirada que sobre ellos. En el día del Juicio, Dios apenas se fijará en todo lo que nos causa tristeza y nos inquieta en nuestra vida. Eso es miseria, y la miseria está hecha para la misericordia, como el trigo para el molino. El secreto del Evangelio es, pues, la aristocracia de los pequeños y de los pecadores. Sor Genoveva de la Santa Faz (Celina, la hermana de Teresa) decía algún tiempo antes de morir: «Se habla siempre del camino de infancia a propósito de Teresa, y se insiste en el encanto de la infancia, pero se podría también decir muy bien el camino del buen ladrón.» El secreto del Evangelio es sencillamente el misterio insondable de la misericordia. Por eso, más allá de los pecadores e incluso de los niños, hay todavía en el Evangelio algo más profundo… o más bien Alguien: hay un cierto Rostro. Releed las escenas donde Cristo escogió a sus discípulos: si hay hoy todavía cristianos, es porque existe cierto número de hombres que, habiendo encontrado el rostro de otro hombre, no supieron nunca más prescindir de él… A veces ocurrió en un segundo, como en el caso de Mateo; fue en un momento preciso, ni antes, ni después. Antes incluso de que Cristo abriese la boca, estos hombres fueron seducidos, fascinados para siempre desde que su mirada se cruzó con la de Jesús: en un relámpago, ellos vislumbraron el Reino, presintieron el secreto, lo siguieron…
JESÚS ME HA MIRADO El acto de fe del buen ladrón hace caer a san Agustín en la admiración y el estupor. Y le pregunta: «¿Cómo has hecho para reconocer la divinidad del Mesías en el momento en que los enemigos de Cristo triunfaban ruidosamente, y los apóstoles mismos se habían vuelto incapaces de reconocerlo a través de su rostro agonizante? Sin embargo, unos y otros habían estudiado la Escritura, pero no veían que la Escritura se estaba cumpliendo… ¿Cómo has hecho tú para comprenderle? ¿Te habías dedicado, entre dos actos de bandidaje, a estudiar estos libros que los especialistas no habían sabido leer?» Y pone en boca del buen ladrón esta respuesta admirable: «No, yo no había escrutado las Escrituras, no había meditado las profecías. Pero Jesús me miró… y, en su mirada, lo comprendí todo.» A lo largo de la historia de la Iglesia, la mirada de los santos ha recibido el mismo poder que la de Cristo. La mirada del Cura de Ars, por ejemplo, -- 7 --
que cruza la de un sabio incrédulo que había venido «para ver» por curiosidad, en el momento en que el cura salía de la sacristía para celebrar la misa, bastó para fulminar a este sabio y convertirlo. Asimismo, el padre Ratisbonne, judío libertino que detestaba el cristianismo, es transformado en un instante por una aparición de la santísima Virgen. También él repetía con lágrimas: «¡La he visto! ¡La he visto!, y en su mirada lo he comprendido todo…» Naturalmente, queda todo por aprender cuando no se tiene, como el buen ladrón, la suerte de llegar esa misma tarde al paraíso, y cuando, como los apóstoles, se tiene otra posibilidad, la de servir a Cristo durante varios años. Hay que aprender detalladamente, parte por parte —y de rodillas— lo que ya se ha comprendido en un instante de claridad. Es posible aprenderlo, precisamente porque se ha comprendido. Los apóstoles fueron enseñados por Jesucristo, los santos y nosotros lo somos por la Iglesia, que es exactamente lo mismo. Mirad todavía a Edith Stein, judía, filósofa (discípula de Husserl) y agnóstica. Una tarde comienza a leer la vida de Teresa de Avila, escrita por la misma santa. Ya no podrá separarse del libro. Lo cierra hacia las cuatro de la madrugada, diciendo simplemente: «Esto es la verdad.» Después compró un libro de misa y un catecismo antes de hacerse bautizar. Edith se puso de rodillas, se puso a aprender, justamente porque ya lo sabía todo. Entonces, si para nosotros todo depende de este rostro, tenemos absoluta necesidad de que éste se manifieste a los ojos de nuestro corazón. No debemos tener miedo de pedir esta gracia, puesto que nos es indispensable: «Muéstranos tu Rostro y seremos salvados.» Esto no tiene lugar al final de un esfuerzo, sino así…, porque a Dios le agrada: «No se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia» (Rom 9,16). Hay que conseguir, pues, que Dios tenga misericordia. Solamente que, como nada puede obligarle a ello, lo único qué hay que hacer es decirle: «Reconozco que no me lo debes, que no me lo merezco, pero te lo pido por tu nombre… que es misericordia.» Para que esta oración surja sinceramente del corazón de un hombre — aunque éste sea un religioso— se necesita a veces años, porque es una oración de niño. Cuando un niño pide algo a sus padres, éstos no ceden mientras él discuta (o al menos no deberían hacerlo): pero si el niño lo pide con dulzura, diciendo por favor, y no de palabra, sino de corazón, los padres no podrán resistir. Dios resiste porque nosotros discutimos. El día que no discutamos, lo obtendremos todo. El nos mostrará su rostro, y nosotros nos decidiremos a amar ese rostro. -- 8 --
¿Qué quiere decir amar? Muchos desconfían del sentimiento; el amor efectivo, dicen, consiste en hacer la voluntad de Dios. Es, en efecto, el fruto más seguro del amor, el signo por el cual lo reconocemos, y que se ejerce en la caridad fraterna (es por este signo, etc.). Pero el signo del amor no es el amor mismo. Y si intentamos cumplir la voluntad de Dios y amar a nuestros hermanos por una tensión heroica de la voluntad, corremos el riesgo de querer arrancar de nuestro corazón los frutos del amor sin haber plantado en él el árbol del amor (que al comienzo es la más pequeña de todas las semillas). Amar no es en primer lugar ser heroico en el desinterés: al contrario, esta perfección sólo llega al final. Amar es, en primer lugar, ser atraído, seducido, cautivado. El primer acto libre y meritorio que se nos pide es el de ceder a esta seducción, a este atractivo de dejarse tomar, de dejarse «poseer»…, de dejarse hacer. Es algo muy simple que se desencadena en nuestro corazón, no se sabe cómo ni por qué, y que hace fácil todo lo demás (mi yugo es suave y mi carga ligera). Los duros esfuerzos que hacemos son a veces desesperados y desesperantes, ya que proceden muy poco del amor y mucho de la voluntad de convencerse de que se ama: lo que viene a ser un querer hacer las obras del amor sin amar. Intentamos imitar a los santos, nos forjamos un «ideal» (como la rana que quiere hacerse tan grande como el buey), y a eso se le llama perfección cristiana o evangélica. Pero la vida cristiana no es, en primer lugar, un ideal, es una realidad; el único ideal es que esta realidad llegue a su plenitud (quiero que tengáis la alegría completa). Es muy peligroso hacer de ello, en primer lugar, un ideal, porque uno se hace su ideal. Perseguir un ideal es buscar a menudo imitar el amor con esfuerzos agotadores, que nos hacen la vida difícil y que no tienen gran mérito a los ojos de Dios, porque no responden a su deseo. No intentemos hacer como si hubiéramos alcanzado un grado más alto que aquel en que estamos en realidad: es también un fruto del espíritu de infancia no tener un «ideal del yo».
LLEGAR A SER UN OBRERO DE LA ÚLTIMA HORA Es preciso, pues, que ocurra algo en nuestro corazón, algo que es irreemplazable. Seamos simplemente lo que somos. De la pequeña semilla del Reinó tenemos nuestra parte; si queremos que crezca, no la descuidemos, pero tampoco la torturemos «tirando de sus hojas» para que crezca más de prisa. No nos digamos: «¿Dónde me encuentro yo? ¿Llega? ¡No llega! Sí, llega…» Lo más peligroso, después de todo, no es hacerse ilusiones, ni afligirse cuando éstas no se cumplen (porque en ese caso se clama a Dios); lo más -- 9 --
peligroso es que después de haber sufrido durante años, uno se desanime de veras constatando que no ha avanzado, y que se diga: «Así es la vida… No hay que pedirle mucho… No soy un santo, ¡qué se le va a hacer!, todos no podemos ser iguales.» Esto es grave, porque es nuestra propia idea: no es en absoluto la de Dios. Puede suceder muy bien, incluso en la vida religiosa, que hombres justos y rectos no reciban más que en el último instante la revelación del rostro de Cristo. Son obreros de la última hora, y si ellos lo aceptan, su recompensa será magnífica. Habrán sufrido toda su vida para llegar a ser obreros de la última hora, para poder decir como esta joven bautizada a los diecinueve años y muerta a los veinticuatro: «No he hecho nada humanamente, no he hecho nada sobre- naturalmente: estoy preparada para la misericordia de Dios.» Vale la pena vivir cien años para producir un acto de fe así, el único que cuenta y que Jesús espera. Sólo que, cuando se ha vivido muchos años, es quizá más difícil a causa de todo lo que hay que abandonar, sobre todo como pretensiones. Estamos sobrecargados de maletas (las espinas de la parábola, que hacen la vida difícil, y con las cuales no atravesaremos nunca la puerta estrecha). Dejad, pues, vuestras maletas en consigna, y tomad el tren sin preocuparos de qué será de ellas. ¿Cuál es este amor que nos embarga, nos levanta y nos libera? Contemplemos, en primer lugar, el movimiento del corazón del buen ladrón, de María Magdalena, y esa emoción que hizo llorar al padre Ratisbonne y puede hacernos llorar a nosotros un día u otro… ¿Qué es lo que ocurre? Ninguna psicología humana puede decirlo. Hay momentos en nuestra vida —los ha habido en nuestra vida— en que presentimos el Reino de los Cielos. Imaginaos un hombre que ha vivido en un país maravilloso hasta los tres o cuatro años, no ha vuelto a verlo nunca más y, en el espacio de un segundo, respira un perfume que le recuerda este país. Algo muy fugaz, muy secreto, pero, a pesar de todo, muy fuerte… Es como cuando uno se aproxima al mar: el aire ya no es el mismo. Es el viento del Cielo, el soplo del Espíritu Santo. Todos lo hemos sentido pasar un día; de hecho, es lo tánico que nos puede atraer hacia Dios. El no nos atrae a palos ni con razonamientos: no se hace uno cristiano porque esté convencido de que es más perfecto, sino porque no puede hacer otra cosa. Esto viene, en última instancia, de la vida trinitaria escondida en nuestro corazón. A veces, una bocanada de esta vida llega hasta la conciencia y nos da el gusto, el atractivo, el amor por la misma. Para hablar de la vida cristiana, hay que hablar en primer lugar de la vida trinitaria. -- 10 --
Se puede entonces comprender por qué el combate espiritual es a la vez tan sencillo y tan complicado. El secreto del Evangelio es algo extremadamente sencillo, porque es la vida divina: no tenemos ni que fabricarla ni que correr tras ella, basta con dejarla crecer en nosotros, con dejarla hacer, con dejarse hacer por el poder formidable que la hace crecer. Es la más pequeña de todas las semillas. Pero si nosotros no le ponemos obstáculos, ella se encargará de invadirnos. No tendremos que trazar planos para obtener esta invasión, ella se impondrá a nosotros, no tendremos más que seguirla y esto será suficientemente sofocante, pues las exigencias internas de esta invasión irán infinitamente más lejos que todo lo que los hombres pueden pedirnos…, mucho más lejos incluso que nuestros sueños de perfección. Este germen se ahoga en nuestras tinieblas y nos dice: «Dejadme respirar, no puedo continuar en un corazón de piedra, estoy a la puerta y llamo…», pero desde dentro, como un náufrago que golpea el casco de los restos de un naufragio, donde está encerrado. No es un ideal, es una realidad: es un hecho que la Palabra resuena en nuestro corazón para pedir «la salida», como un pollito pide salir del cascarón cuando su hora ha llegado. Al mismo tiempo, la vida cristiana sobre la tierra es algo terriblemente complicado, precisamente a causa del vaso de tierra y del corazón de piedra en el que debe vivir la vida divina. Se puede decir que la vida cristiana consiste en las desventuras de la vida divina extraviada en el corazón del hombre. El hombre es, en efecto, el ser más extraño de la creación, una máquina infinitamente delicada, más compleja que millones de ordenadores, y, para colmo de desdichas, la máquina está desarreglada… De ahí resulta un combate misterioso entre esta simplicidad de la vida y las complicaciones de la muerte: «Siento dos hombres en mí.» Esto es cierto para todos nosotros, y no tenemos derecho a obrar como si no hubiese más que uno: «Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas.» Veremos sucesivamente:
La vida divina en sí misma. La vida divina vivida por una criatura. La vida divina sometida a prueba. Ella debe ser vivida en la oscuridad de la fe antes de desembocar en la luz; por eso está sometida a un peligro. La prueba resultó mal para nosotros, y desde entonces la vida divina choca aquí abajo con las profundidades del pecado, según la sabiduría de la cruz y de la redención. -- 11 --
SEGUNDA VARIACION. LA LEY Y LA GRACIA Todo comienza por una seducción: el rostro de Cristo. Nosotros podemos resistir a esta seducción o consentir a ella. Podemos incluso prepararnos a ella (purificando nuestro corazón según la predicación del Precursor): no podemos en absoluto provocarla ni reemplazarla. No podemos acercarnos por nosotros mismos a Jesucristo: «Nadie viene a mí, si mi Padre no lo atrae.» Es temible, pues no basta ni siquiera ser atraído humanamente, es preciso un atractivo invisible que viene del Padre. Cuando Jesucristo multiplicó los panes, el pueblo fue fascinado, todos querían hacerlo rey. Pero él les responde: «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto los signos, sino porque os he dado de comer.» Ellos eran atraídos humanamente, pero no tenían hambre de Dios. La reacción de Jesús nos parece severa; sin embargo, es normal. Todos deseamos ser amados por nosotros mismos, y no por el pan que aportamos. Pero esto es más exigente de lo que parece. Un día que celebré la misa en una prisión, una de las prisioneras me dice: «Aquí, nosotras no somos nada, nos tratan como números.» «¿Creéis que en el mundo se obra de otra forma? En un restaurante también sois un número de mesa: lo que les interesa es vuestro dinero, no vuestra persona.» Eso se extiende a la vida común; apreciamos a los hermanos que tienen cualidades, porque nos aprovechamos de ellas. Amar a alguien por él mismo, es amarle por su miseria y no por sus cualidades. Jesús no pide a la muchedumbre que le ame en su miseria (lo pedirá más tarde a los cristianos), sino que desee su secreto, que es divino: «No busquéis el alimento perecedero, sino el alimento eterno.» Resultado: cinco mil hombres a la salida, doce a la llegada. Y aún es justa la pregunta: «¿Queréis marcharos también vosotros?» «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna.» Es penoso para un apóstol no atraer a los hombres, si el Padre mismo no los atrae. Es tentador atraerlos por toda clase de medios, recurrir a algo distinto de la vida trinitaria. Dios no nos impide emplear tales medios, puesto que el mismo Jesús lo ha hecho; pero, incluso para él, era peligroso, queriendo los hombres quedarse siempre ahí. Un apóstol no tiene derecho a quedarse ahí. Es difícil; es difícil aceptar el no poder atraer a nadie de una manera durable por otro incentivo distinto al de la vida divina. Para ser fiel a esta exigencia, nuestro primer deber es el de comprenderla bien, el no confundir lo natural y lo sobrenatural. En la carrera hacia el que seducirá mejor el corazón humano, lo sobrenatural parte con un hán-- 12 --
dicap terrible: no se ve, mientras que los valores naturales se ven, ellos se imponen a los sentidos y a la inteligencia. Pero san Pablo dice que nosotros contemplamos lo que no se ve. Eso exige un coraje cotidiano: lo natural es la pendiente de nuestra vida y de toda vida social. Digo especialmente de la vida social, porque los hombres ponen en común más bien lo que ellos tienen de menos bueno, quedando oculto lo mejor de ellos mismos en el vaso de tierra. Nuestro comportamiento colectivo es inferior a nuestra vida profunda; el valor de un grupo es inferior al valor de cada una de las personas (digan lo que digan los grupos de «creatividad»). Eso debe incitarnos a tener mucha misericordia, pero también mucha prudencia: pues hay que defenderse diariamente de la sociedad, de la sociedad religiosa en que vivimos, para no convertirnos en gregarios. Prácticamente, la mayor parte de los grupos aceptan sin resistencia las máximas del mundo al nivel de su vida social, aun cuando cada uno trata de resistir en el secreto de su corazón. Si se hubieran grabado las conversaciones que yo mismo he tenido desde mi entrada en religión, uno quedaría horrorizado: apenas queda sitio para el Evangelio. Cuántas veces aceptamos, más o menos tácitamente, tal o cual opinión que, si la llevásemos hasta el final, sería incompatible con la fe, especialmente con la fe que mueve montañas y no vive más que de la gracia. A menudo, esto aparece trágicamente diez años más tarde en aquellos que, precisamente, van hasta el final… Un hermano me decía a menudo sonriendo: «¿Usted cree aún en la gracia?» Era una salida de tono, acaso un exorcismo frente a una tentación inconfesable, ese tipo de exorcismos que alivia al individuo, pero que carga sobre los otros el peso de su tentación. Resistir a todo eso sin ceder nunca exige, repito, mucho coraje diario, tanto coraje como las mortificaciones de los sentidos y de la voluntad (que no hay que descuidar, pero que justamente no pueden ser practicadas cristianamente si nuestra fe desfallece). ¿Cuántos hijos de Dios conocen su dignidad? Santo Tomás dice que la mayoría de los cristianos viven en una mentalidad del Antiguo Testamento. Hay que confesar que muchos sacerdotes y religiosos se dejan contaminar por tal mentalidad, o por una mentalidad revolucionaria, lo que viene a ser exactamente lo mismo. ¿Hemos comprendido el abismo que distingue lo natural de lo sobrenatural? ¿Hemos percibido verdaderamente lo que Cristo ha querido aportar a la tierra, y que no estaba en la Antigua Alianza? Algunos responden: el amor. Otros: la misericordia. Otros aún: la paternidad de Dios. Todo esto es verdad, pero a condición de precisar qué ofrecen de nuevo este amor, -- 13 --
esta misericordia, esta paternidad. Pues ya en la Antigua Alianza se habla de ellos. Leed el Deuteronomio, Isaías, Oseas (sin hablar del Cantar de los Cantares); encontraréis expresiones muy fuertes sobre el amor de Dios por su pueblo y el amor que El pide a su pueblo: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los demás —porque sois el pueblo más pequeño—, sino que por puro amor vuestro […]. Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable; no está en el cielo […] ni está más allá del mar […]. El mandamiento está a tu alcance: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo» (Dt 7,7-8; 30,11-14). «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15). Todo el Antiguo Testamento, a fin de cuentas, es una interminable escena de amor entre Dios y su pueblo: «Como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor; como a esposa de juventud, repudiada —dice tu Dios—. Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré. En un arrebato de ira te escondí un instante mi rostro, pero con misericordia eterna te quiero —dice el Señor, tu redentor—» (Is 54,6-8). No se comprende nada, si ahí se busca otra cosa. Con todo el respeto debido, se podría traer aquí el diálogo de Carlota con su marido en el Don Juan de Moliere: «¡Me dices siempre lo mismo!» «Te digo siempre lo mismo, porque es siempre lo mismo…» La Biblia se repite incansablemente, porque el amor, la infidelidad, la cólera, el perdón se repiten incansablemente en la historia de Israel… y en la nuestra. Los estudios bíblicos pueden enseñarnos muchas cosas preciosas, pero para comprender esto —que es lo esencial— es necesario y suficiente que Dios nos dé un corazón: pues «el Señor no os ha dado inteligencia para entender, ni ojos para ver, ni oídos para escuchar hasta hoy» (Dt 29,3).
LA LEY DEL ÉXTASIS Entonces, ¿qué más hay en el Evangelio? Un abismo. ¿Por qué? Porque todo eso es la virtud de religión, es el amor, si se quiere, pero no es todavía el misterio de la caridad, al meaos claramente; es la ley de amor, no es la gracia. La ley dada a los judíos era una ley de amor, Cristo nos lo recordó a manido. En el Antiguo Testamento, la liturgia ritual tiene mucha importancia, y el corazón humano tiene inclinación a quedarse oí ella, a complacerse y ahogarse en día. Peto este culto exterior no tiene sentido sino por el culto interior, es decir, la adoración. Desde la llamada de Abraham, -- 14 --
Dios ha buscado adoradores en espíritu y en verdad…, pero ha encontrado corazones de piedra, y ése es el drama de Israel. A pesar de eso, a lo largo de esta historia, el Espíritu Santo ha suscitado verdaderos adoradores en su pueblo. Para que haya adoración es necesaria, en primer lugar, una luz profunda y penetrante sobre nuestra nada frente a Dios. Pero es necesario también, y sobre todo, que cantemos esta evidencia con alegría: para ello es necesario otra cosa distinta de la evidencia, es necesario el amor. Este amor nos parece tan extraordinario que, de buena gana, lo atribuimos a la gracia, aun cuando sea un amor natural. Sólo que nosotros no comprendemos este amor, porque ya no somos inocentes: toda naturaleza inocente se siente llevada a alabar a Dios, a ofrecerse a Él y a perderse en El. Este movimiento de amor no está reservado a las criaturas inteligentes: el dinamismo «itero del universo es llevado por el amor de Dios. Nosotros no somos más que un poquito de la gloria de Dios… El hombre que no se vuelve hacía Dios hace sufrir a la naturaleza con una violencia insospechable: la impide cumplir su función profunda, que es la alabanza de Dios. Más allá del instinto con sus límites y su «egoísmo», hay un éxtasis ciego, una explosión oblativa. También los hombres son elevados por este éxtasis, sólo que ya no saben reconocerlo. Incluso en el infierno Satanás tiene sed de eso: está en su naturaleza. Esta oblación ciega alimenta tanto el pecado como la virtud y la santidad. Pero en el pecado uno la resiste, se repliega sobre sí (es la naturaleza encorvada de la que habla san Bernardo, figurada por la mujer anciana del Evangelio), mientras que en el amor que responde al precepto de Dios, uno se deja llevar por esta oblación espontánea, y va hasta el fin de su invitación a la alegría. Esta oblación es el alma de todo sacrificio. Hay otra cosa en el sacrificio, que es la respuesta de Dios, el fuego del cáelo que viene a consumir la víctima. La víctima debe en primer lugar ser ofrecida, y es el amor oblativo el que ofrece a Dios el corazón de los hombres. Pero ella no es verdaderamente víctima antes de ser consumida por el fuego del cielo. El hombre tiene sed de sacrificio, y no solamente de oblación, pues ha sido creado por Dios en un estado en que no puede prescindir de El. Sí él resiste por el pecado a la oblación total que le ofrece en verdadero sacrificio, cae en abominaciones de las que la historia humana nos ofrece ejemplos constantes y que se perpetúan en el siglo veinte bajo formas evidentes para los que tienen ojos para ver (literatura negra, películas de terror, perversiones sexuales, etc.). -- 15 --
El psicoanálisis enseña que un hombre curado de sus complejos desemboca en un estado que él también llama oblativo, un estado en el que el interesado se ofrece a la «realidad» sin interponer entre ésta y él el juego de sus pulsiones y de su imaginación. Sólo que, para el psicoanálisis, la realidad es la sociedad. Para nosotros es Dios y, para el amor de Dios, los otros: por consiguiente, la sociedad. Uno es ofrecido a lo real cuando es ofrecido a Dios; «se está reconciliado con lo real, cuando se está reconciliado con Dios. Es el único equilibrio verdadero, el que nos da la dicha. Si se va hasta el final de esta oblación para amar a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, se cumple la ley. La ley no es esa cosa exterior que constituye el derecho positivo. La ley de un germen es crecer, la ley de cada naturaleza es desarrollarse libremente en todas sus posibilidades… La ley de la naturaleza humana es amar a Dios y al prójimo. Esta ley no está en el código civil, ni siquiera en el código sacerdotal, es la ley de la felicidad, fuera de la cual el hombre será profundamente desdichado. El Decálogo no es más que el recuerdo y la promulgación positiva de esta ley natural: por tanto no está reservado al pueblo judío, es válido para todos los pueblos. La luz de la Antigua Alianza es ya una luz de amor. Por eso Cristo dijo que él no vino a abolir la ley, sino a hacer que se cumpliera. Cuando san Pablo opone la ley y la gracia, no apunta al legalismo de los fariseos, que se condena él mismo en nombre del buen sentido (ver la réplica de Jesús sobre el asno caído en un pozo en día de sábado). La ley a que se refiere san Pablo es la ley de amor en el sentido más profundo de la palabra. Esta ley es buena, él lo proclama, pero es incapaz de salvarnos porque no basta para convertirnos; por el contrario, el conocimiento de la fe produce en los pecadores que somos nosotros un recrudecimiento del pecado, un endurecimiento del corazón mucho más grave que el pecado cometido en la ignorancia. Eso que se llama hoy el Evangelio, la vida evangélica, es muy a menudo esta religión natural de la que Pablo nos declara incapaces porque estamos encerrados en la desobediencia. No saldremos cuando queramos de esta prisión: la puerta está cerrada a nuestros corazones porque éstos son duros, cobardes, rígidos, retorcidos. Es ahí donde hay que saber calcular el gasto: reconocer que estamos enfermos y que tenemos necesidad de un médico. La ley de amor deja en nuestro corazón una nostalgia que nos persigue, pero somos incapaces de hacer de ella una realidad. ¿La prueba? Consultad al juez interior que hay en vosotros. Nos damos perfecta cuenta de que no amamos a Dios y al prójimo: esta nostalgia está encerrada en nuestro corazón como en una prisión. Aceptemos reconocerlo y recibir la salvación que Dios nos ofrece, no la salvación ilusoria de una generosidad natural condenada de ante-- 16 --
mano a la desesperación, porque este camino nos está cerrado, como el mismo paraíso terrestre. Los que quieren ser generosos sin conocer la humillación de ser mendigos de la gracia, serán condenados en nombre de esta generosidad misma, porque no la practican. Creen practicarla, o gastan una energía loca para convencerse de que la practican… pero no es verdad: no pueden. Por eso, los que quieren ser «gente bien», sea en el antiguo estilo, sea en el moderno (eso no tiene ninguna importancia), conocen o conocerán ruinas brutales y desánimos temibles: no construyen sobre roca, sino sobre arena.
LA GRACIA ES MÁS QUE UN ÉXTASIS Estos hombres no comprenden qué es la gracia. Quieren llevar una vida recta (o una vida «evangélica» con todas sus «locuras» más o menos revolucionarias, pero repito que eso viene a ser exactamente lo mismo), dominada por el amor a Dios y al prójimo, y coronada por una especie de sombrero sobrenatural. Pero la gracia no es una cima, ni el bello lecho de un edificio construido con el sudor humano: es el suelo sobre el que debemos construir, el fundamento cuyo nombre es Jesucristo. La generosidad natural es de arena: todo lo que se construye encima es rápidamente resquebrajado y minado. Hay que jugar nuestra vida al número de la gracia, único número ganador. Hay que tomar el tren de la gracia… El tren de la naturaleza es bello, seductor, atrayente, parte en seguida como una flecha, antes que el otro, ¡pero no llega! El tren de la gracia es pobre, miserable, da tumbos y avanza con dificultad; es pequeño como un grano de mostaza, arranca lentamente, difícilmente…. pero llega, ¡es el único que llega! ¿Adonde? Al Reino de los Cielos. No se trata de lanzar el anatema sobre los que no han comprendido todavía del todo. A los que tratan de practicar la ley Cristo no les dice que están perdidos. Les dice por el contrario: — No estás lejos del Reino de los Cielos. — ¿Qué me falta aún? — Sígueme.» Esta respuesta es extraordinaria: no se trata de conseguir algo, de hacer esto o aquello, sino de seguir a alguien; eso invierte todas las perspectivas. Vosotros prevéis vuestra jornada (y vuestra vida) de acuerdo con un plan, un programa, un reglamento conforme a vuestros principios y a vuestras convicciones: eso es la ley. Y luego alguien hace irrupción y lo trastorna todo: en nombre de la autoridad o en nombre del amor (que es -- 17 --
peor), os pide simplemente hacer otra cosa. No es penoso, es otra cosa: la ley Je la persona se sustituye por la ley del objeto. Una persona vive y es imprevisible: no podéis prever la víspera lo que os pedirá al día siguiente. Por eso no conviene apegarse demasiado ni siquiera a lo que Cristo nos pide, pues no se puede prever lo que nos pedirá mañana, que puede ser todo lo contrario de lo que nos pide hoy (pensad en el sacrificio de Abraham). En el fondo, a través de todo eso que nos pide, Jesús nos pide únicamente la flexibilidad; que le sigamos a él. El es el mundo de la amistad. No ya solamente el amor, sino la amistad, es decir, la vida a dos: estamos encerrados en la desobediencia y no podemos salir de ella si no seguimos al Señor. Uno se pregunta qué hacer ante el mundo moderno, uno se hace muchas preguntas. Me dan ganas de responder: no existe solución, existe el Salvador. No hay más que hacer que seguir al Salvador, hacer hoy lo que nos pide hoy, hacer mañana lo que nos pida mañana. Y yo os puedo decir en seguida lo que El hará en primer lugar: salvaros. No es suficiente amar a Dios y a los hombres, porque es imposible. Cristo ha venido a hacer posible este amor en nosotros ofreciendo la gracia de su amistad: es el abismo al que él nos pide responder. En tanto que los hombres no se vuelvan locamente hacia él, comprendiendo que tienen necesidad de ser salvados, nada serio se hará en el mundo: el que no sabe hasta qué punto necesita ser salvado, no puedecomprender hasta qué punto es salvado.
TERCERA VARIACION. LA VIDA TRINITARIA Y EL ESPÍRITU DE INFANCIA «Yo soy el camino, la verdad y la vida… Nadie viene al Padre sino por mí… Como mi Padre me amó, yo también os he amado: permaneced en mi amor… Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado… Que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.» Sería grave olvidar estos textos, aunque sólo fuese una hora de nuestra vida. Eso que se desarrolla en nosotros es la vida trinitaria: no podemos comprender nada de nosotros mismos, si no vivimos del misterio de la Santísima Trinidad. Se trata del amor con que el Padre ama al Hijo, y cuyo fruto es el Espíritu Santo. Este amor está en nosotros. Es mucho más grave que decir: tiene que estar en nosotros. Nuestra responsabilidad es mayor por saber que está en nosotros, y que debemos dejarle hacer. Eso es lo que se nos -- 18 --
ofrece. Todo lo que se nos pide es no dejarlo pasar y no ahogar demasiado este germen que desea desarrollarse. (no se trata sólo de amar a Dios sobre todas las cosas y a los hombres como a hermano» nuestros, sino de entrar en el amor sobrenatural de Dios. No es la inmortalidad lo que nos espera, es la eternidad. «La vida eterna es que ellos te conozcan…» Conocer al Padre es experimentar su paternidad: no es una paternidad vaga, sino una paternidad divina, una paternidad en sentido estricto. Todas las religiones tienen el presentimiento de la paternidad de Dios, pero este presentimiento no basta, es necesario mucho más. Ser padre es comunicar la propia naturaleza a otro, es dar a un hijo lo que uno mismo es. Un artista es el padre de sus obras en la medida en que se expresa a través de ellas. El Verbo es la perfecta expresión del Padre (el esplendor de su gloria). ¿Es que el hombre expresa a Dios? En cierta medida, sí. Ha sido creado a su imagen y semejanza, porque su naturaleza es espiritual. Entre el misterio de Dios y el misterio del espíritu hay algo en común. Es esto lo que hace paradójica a la criatura espiritual. En la medida en que nuestra situación es la de una criatura, nosotros tenemos limitaciones, nuestra naturaleza tiene limitaciones. Pero, por nuestro espíritu, tenemos algo de infinito: un aspecto vacío en nosotros, un aspecto de tabla rasa, capaz de recibir cualquier cosa y de llegar a ser cualquier cosa. Nuestro espíritu puede recibir todo, incluso a Dios; puede verlo cara a cara, si eso le es dado. Es nuestra mayor nobleza. La dimensión infinita del espíritu tiene consecuencias prácticas temibles. El misterio del pecado tiene su raíz en este doble teclado de la vida de todo espíritu: el teclado positivo (las teclas blancas) que echa raíces en la naturaleza con sus limitaciones, y el teclado negativo o «vacío» (las teclas negras), pero sin limitaciones: la capacidad de acoger a Dios. Dar la preferencia a Dios en nuestra vida querrá decir dar la preferencia a esta pasividad. Cierto número de palabras toman su sentido a partir de ahí: silencio, espera, paciencia, consentimiento, «dejarse hacer»; todo eso tiene un valor porque es solamente eso lo que nos permite recibir a Dios y reflejar el infinito. Nuestra vida es la historia de la batalla entre nuestra actividad y el silencio. Esta dimensión infinita hace que todo espíritu sea capaz de acoger a Dios. Él es creado a su imagen, lo que fundamenta una cierta semejanza entre Dios y la naturaleza humana. Se puede decir, pues, en sentido amplio, -- 19 --
que, al crear a un hombre, Dios le comunica algo de su naturaleza: eso es suficiente para establecer una cierta paternidad, pero solamente en sentido amplio, ya que hay un abismo entre el espíritu creado y la naturaleza divina. Cuando se nos da el amor del Padre y del Hijo (el Espíritu Santo), es la misma naturaleza divina la que se nos da. Lo que separa la Antigua Alianza de la Nueva, es que la Antigua Alianza no conocía el don ile la gracia, aunque la gracia ya hubiera sido dada. A partir del don de la gracia, Dios comunica al hombre su naturaleza en todo rigor, tan rigurosamente como un padre comunica la naturaleza humana a su hijo. Entre el artista y su obra hay un abismo; pero si el artista pudiese crear un hombre vivo que lo expresase todo entero, eso sería otra cosa. Eso es lo que Dios hace en la Trinidad a modo de generación y no como una obra de arte. Eso es lo que hace también en nosotros. Dios nos engendra por adopción tan estrictamente como engendra su ―Palabra por naturaleza: nosotros devenimos sus hijos en sentido estricto, y no meramente sus hijos, sino el Hijo de Dios; no hay más que uno. Cuando Dios pierde a uno de nosotros porque dejamos de amarle, pierde a su Hijo; hay un rostro de su Hijo que ha muerto en nosotros. Los santos lo comprenden. Por eso, cuando comienzan a decir «Padre nuestro…», se detienen, no pueden ir más lejos. Ellos comprenden ya lo que nosotros veremos en la eternidad… Que este germen que hay en nosotros no duerma. El espíritu de infancia no es una actitud piadosa que tomamos para ser bien educados: es el alma del Verbo, es el Espíritu Santo. El primero que tiene el espíritu de infancia es el Verbo, y este camino de infancia espiritual no es un camino a bajo precio, es el secreto de Cristo. Sólo el espíritu de infancia puede escrutar las profundidades del Padre. Ahora bien, nosotros tenemos el deber de escrutarlas, no tenemos derecho a quedarnos en la paternidad en sentido amplio.
SER NIÑO ES PERDER PIE Muchas inquietudes, muchas faltas de honradez para con Dios se evitarían si se considerase a Dios como Padre. Cuando los cristianos discuten sobre lo que se debería hacer frente al mundo moderno, y se dejan turbar, es que no han comprendido, se han quedado en la paternidad en sentido amplio. Una vez di una conferencia a unas institutrices sobre la literatura contemporánea y la novela negra; ellas estaban un poco perplejas, dándose cuenta de que es el pan cotidiano de los jóvenes en el mundo actual… ¿Qué hacer? Ante su desconcierto, yo tenía la impresión de que su casa -- 20 --
no estaba construida sobre roca. Se sentían perdidas al considerar que todo desaparece: el sentido de la familia, del honor; toda virtud natural es sistemáticamente pulverizada, aniquilada por esta literatura que se alimenta de catástrofes y atiborra nuestra generación de tinieblas. Es cierto que los valores naturales están a punto de naufragar: pero eso prueba, justamente, que no bastan. Hay períodos en que Dios permite que todo se venga abajo, para que se vea bien que por sí mismo nada se tiene en pie. Eso no debería desconcertarnos. Nietzsche proclamó que Dios había muerto, lo cual tiene al menos la ventaja de ser una afirmación radical. Frente a ello, no se puede hacer más que una cosa: ser cristiano. ¿Ha muerto Dios? En parte es verdad. El espíritu de esta anotación es profundamente diferente del de los teólogos de la muerte de Dios, como lo prueba lo siguiente. El que muere es el Dios «valor supremo» de los que no desean tener nada que ver con El y llegar a ser místicos, aquellos cuya práctica religiosa sin amor grita, mucho más eficazmente que la blasfemia torturada de Jacques Prévert: Padre nuestro que estás en los cielos, quédate allí… Hay un Dios que los cristianos dicen ser su Dios, que no es Padre más que en sentido amplio, y viene a coronar desde muy arriba (lo más lejos posible) una vida fundada sobre los valores humanos. Este Dios ha muerto, no el Viernes Santo, sino la tarde de la caída. Sólo el Dios Salvador no ha muerto, sólo el Padre en sentido estricto responde, y cuando no nos responde es porque no queremos dirigirnos a Él. No son los gobiernos, ni los genios, ni los hombres de acción los que sostienen la humanidad: son los adoradores. ¿Qué les pide Dios? Poca cosa: creer en El. Si ellos rehúsan un poco creer en El, de ahí se sigue todo lo demás: los gérmenes de los pecados ya no encuentran obstáculos y se desarrollan. «El mundo entero —dice san Juan— está en manos del Maligno.» Es una fortaleza de hielo que no quiere amar, y Dios hace de ella su sede. Busca brechas: son los adoradores… Es preciso creer en ello. Eso es salvarse «juntos»: Dios no necesita olvidarse de cada persona para ser universal. «Conformarse a un ideal moral» sigue siendo un deber tan riguroso como en otro tiempo, en interés incluso de los demás. Frente a este mundo cuyos valores se vienen abajo, si buscáis con fiebre e inquietud lo que hay que hacer, no habéis comprendido que Dios quiere ser el único en salvarnos: va en ello su gloria. Cuando uno se apoya sobre la acción o sobre los valores naturales, ataca la gloria de Dios. Dicho de otra manera, debemos aceptar ser místicos, en el sentido auténtico de la palabra, es decir, seres que han penetrado en un secreto, el secreto de nuestro amigo, de nuestro salvador. Este secreto es la vida trini-- 21 --
taria, y para entrar en él es necesario llevar una vida en la que no hagamos pie… Esa es toda la sal de la vida mística. Esta obligación (de no hacer pie) puede estar en el origen de un verdadero drama. Una historia verdadera os lo hará comprender. Una madre tenía dos hijos, uno de cuatro años y otro de siete. Ella jugaba a menudo a hacerles girar en torno a ella agarrándolos por las muñecas. Un día les dice: «Hace mucho tiempo que no jugamos a dar vueltas. ¿Vamos a jugar?» El más pequeño responde inmediatamente: «Oh, ¡sí, sí!…», pero el mayor: «De acuerdo, pero no irás más de prisa de lo que yo quiera.» El más pequeño era todavía un místico; el mayor había dejado de serlo. Había «rebasado» el espíritu de infancia, quería ser «mayor y responsable». Debemos aceptar ser arrastrados en un movimiento donde estamos seguros de ser desbordados, de no poder hacer pie. Ahora bien, quizá me equivoque, pero tengo la impresión de que las llamadas del Corazón de Jesús y las apariciones de la santísima Virgen manifiestan bien eso que, por mi parte, siento a veces: que los mismos cristianos se niegan dejarse llevar más allá de todo. Quieren correr, pero no quieren volar… Pues bien, hay que cerrar los ojos, volar, partir a la ventura, «perder la propia alma», abandonar todo para seguir a Jesucristo. Sentimos que hay algo que no marcha. Decimos: «Ahora no…», como los invitados al banquete. El banquete no puede ser otra cosa que la vida eterna. Ahora bien, los servidores dicen que todo está preparado desde ahora, hay que venir desde ahora…. y nuestro juicio da vueltas en torno a ese asunto. Si no queréis, no comulguéis. Todo es posible al amor de Dios, pero así no se le deja hacer. Si soy vehemente, es porque creo que Dios lo es todavía más que yo. Un papa decía que había una sola respuesta al desarraigo del mundo actual: la Eucaristía, es decir, el banquete del cielo en la tierra. No se ha comprendido a Dios, mientras se busque otra respuesta. Si los cristianos quisieran dejar «prender» la llama de la vida divina, sería lo bastante violenta como para arrebatarlo todo: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, y ¿qué voy a querer sino que arda?» Ese es el juicio que padeceremos, y que vale más padecerlo desde ahora. ¿Aceptáis que las cosas vayan hasta la prueba del fuego? Generalmente queremos amar a Dios, a condición de que la cosa no vaya demasiado de prisa, demasiado fuerte, que no sea excesivamente desconcertante…
LA CONVERSIÓN DEL JUICIO Obrando así, resistimos al aguijón, y finalmente nos hacemos la vida más difícil y más áspera; hacemos proezas agotadoras para evitar el llegar a ser santos. Sería, sin embargo, más sencillo hacer lo que Dios nos pide. -- 22 --
Desgraciadamente, nuestra resistencia es disimulada, se agazapa en el fondo de nuestro ser, evitando cuidadosamente aparecer a la luz del día: teme sobre todo la luz. Por el contrario, hay que pedir incansablemente esta luz, para que ella nos muestre cómo habitual- mente nos negamos a dejarnos hacer. Imaginaos lo que pudo significar para Alfonso Ratisbonne (hijo de un banquero judío, convertido por una aparición de la santísima Virgen, casi inmediatamente después de haber aceptado llevar la medalla milagrosa) ver, de la noche a la mañana, toda su filosofía barrida. En el fondo, nuestra vida es eso: ¿aceptamos que la idea que nos hemos forjado de la vida caiga por los suelos? Se trata de partir de cero, diciendo: No había comprendido nada (y una vez que gracias a eso se ha comprendido, se establece nuevamente el propio tinglado y ya estamos, como siempre, para comenzar de nuevo). Los mandamientos de Jesús no son exigencias de justicia, sino de amor: ellos traducen las leyes de la amistad. Son también leyes, pero no se presentan con un carácter rudo y aterrador. Eso no significa que no sean temibles; al contrario, lo son más todavía que una ley de temor, pero de manera distinta. La sanción de un pecado contra el amor, es el hecho mismo de que hiere al ser amado… y por eso es peor que cualquier otra. Pero esto es extremadamente sutil. El amigo herido no dice nada, él no nos envía la policía, es fácil no darse ni cuenta de que se le ha herido. Solamente cuando se comienza a curar la herida se descubre el punto sensible, sólo entonces se revela su pena. Por lo demás, callará. Si pedís con equidad ser iluminados, lo seréis, pero no reclaméis un programa trazado a la medida de vuestras intenciones. Si pedís cuentas a Dios, si discutís por saber en qué habéis sido culpables, no saldréis nunca de ahí… Cuando se ha herido a un amigo, no hay que volver discutiendo. Hay que decir: «He debido hacer algo que no te agrada, no sé exactamente qué, pero te pido perdón de antemano y sin saber…» Es el mejor examen de conciencia. Si queremos saber en qué hemos desagradado a Dios, ante todo no hemos de justificarnos nunca: si no, somos unos fariseos. No somos tan culpables en los puntos en que creemos serlo cuanto en los que creemos que no lo somos. El orden de la amistad es un orden especial: hay que precipitarse en él con los ojos cerrados. Dejémonos hacer, aceptemos las humillaciones más íntimas, no nos resistamos interiormente aterrándonos a un ideal propio nuestro, a una «imagen de marca». Cuando Juan escribía al ángel de la iglesia de Laodicea, es a nosotros a quien lo escribe: «Aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo, y no has querido presentarte así a mí, has querido hacer como si estuvieras vestido.» Pues -- 23 --
bien, eso es una falta de delicadeza. No es más que eso, pero es terrible. Somos tan profundamente miserables, que es necesaria una intervención especial de Dios para mostrárnoslo. Si nosotros no queremos, Dios no puede nada: El es tímido… Pensad, por ejemplo, en la santísima Virgen. ¿Cuál es su rasgo dominante? Que ella no se impone nunca: es discreta, no vendrá a vosotros si no le pedís que venga. «Al atardecer de esta vida, seremos examinados de amor.» Pero seremos examinados sobre la delicadeza del amor más que sobre su intensidad, pues la intensidad es asunto de Dios, la delicadeza es asunto nuestro: no hay más que poner en ello de la propia cosecha. Es difícil de querer, pero no es difícil de poder. Releed el capítulo XI de la Historia de un Alma (el mensaje de Teresa es el mensaje de la santísima Virgen al mundo moderno, confiado a una de sus hijas). Teresa canta allí sus deseos: ser doctor, sacerdote, renunciar por humildad a ser sacerdote, y por encima de todo el martirio, todos los martirios… Su hermana está asustada: «Tú estás poseída por el amor divino como se está poseído por el diablo, pero yo no puedo seguirte.» Teresa responde: «No has comprendido nada: mis deseos son riquezas, es un don que Dios podría retirarme para darte diez veces más. No es eso lo que le agrada en mi alma; lo que le agrada es verme amar mi pequenez y mi nada. Todas las almas sin deseos ni virtudes son aptas para las transformaciones del amor.» Uno se encuentra ante el hecho terrible de que casi nadie acepta las reglas del juego, porque eso exige una conversión del juicio. Nuestro pensamiento choca con el pensamiento de Dios y no quiere ceder. Es necesario convertirse, es decir, cambiar de criterio. Somos como los nadadores que se hunden v que tratan desesperadamente de subir a la superficie. Es justamente lo que no hay que hacer: es preciso hundirse, es preciso dejarse caer hasta el fondo, y solamente entonces se podrá remontar de profundis. Nunca estamos suficientemente en el fondo. Una oración que viene de profundis es siempre acogida inmediatamente porque surge de lo hondo de nuestra miseria y angustia. Por eso Dios nos pone en un aprieto, porque desea acogernos. Todos tenemos nuestra herida interior, como Jacob: esta herida es el medio providencial de que Dios quiere servirse para acogernos…, pero nosotros no sabemos servirnos de él: «Si pedís en mi nombre, obtendréis todo lo que pidáis. Todavía no habéis pedido nada en mi nombre.»
CUARTA VARIACION. LUJO Y POBREZA Decid a un filósofo que hay tres personas en Dios: aunque os crea, sin la gracia de Dios no podrá cantar gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu -- 24 --
Santo… Para decirlo, hay que ser arrastrado por la corriente que circula entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El secreto impenetrable de Dios está en nuestro interior como un río inmenso que arrastra un tapón de corcho, o si preferís, una pequeña barca… El río tiene dos propiedades con relación a la barca: él la arrastra y la sobrepasa. En la medida en que él nos sobrepasa, nosotros adoramos. Es mucho mayor que nosotros, y, sin embargo, es nosotros. ¿Por qué los torrentes de amor de la Trinidad no se expanden más sobre la tierra? No deberíamos tener otro sufrimiento ni preocupación… ¿Cuál es esta vida, este juego entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? ¿Qué podemos decir de ella aquí abajo? Lo sorprendente es hasta qué punto El esta cerca de nosotros. Todo se refiere en el fondo a la noción de fecundidad, tan accesible y tan humana. Dios es fecundo en el interior de sí mismo: misterio de sobreabundancia y, por consiguiente, de gratuidad. La procesión del Hijo y del Espíritu Santo es necesaria en Dios, pero nosotros no podemos comprender por qué, ya que el Padre no tiene «necesidad» del Hijo (en el sentido humano de la palabra): es una necesidad de esplendor, una superabundancia imprevisible de la perfección misma, un lujo eterno (lujo viene de lux, que quiere decir luz). Reflexionando sobre la fecundidad, se descubre que no es en primer lugar una propiedad del cuerpo, sino del espíritu. El cuerpo es fecundo en la medida en que participa de la fecundidad fundamental de la vida espiritual. La fecundidad espiritual es doble: fecundidad de la inteligencia y fecundidad del amor. San Agustín ha insistido mucho sobre la fecundidad de la inteligencia, que consiste en expresar o manifestar. La inteligencia ve, pero al ver manifiesta (lo que no es exactamente lo mismo que ver, aunque para nosotros sea inseparable). Para nosotros, expresar lo que se ve ayuda a verlo todavía mejor. Por ejemplo, un artista tiene la intuición de su obra, pero es una intuición confusa, que se hace más clara en la medida en que la expresa. En la vida humana, se expresa todo para ver mejor, o para hacer ver a otros. La visión divina es perfecta en sí misma, no tiene necesidad de expresarse para hacerse más luminosa: es una pura sobreabundancia que (me atrevería a decir) «empuja» al Padre a expresar su visión…, v esta expresión es el Verbo (1). El Verbo no expresa solamente la visión del Padre, sino su ser ―mismo. Para comprenderlo, debemos abandonar la vida espiritual y contemplar la fecundidad carnal, pues en nosotros la sustancia es carnal. Las obras de -- 25 --
nuestro espíritu nunca son personas, sólo el fruto de nuestras entrañas es un hijo, por tanto, una persona. Debemos contemplar el misterio de la carne para contemplar el misterio de Dios, purificándolo solamente de sus imperfecciones. La gran imperfección de la generación humana es que no produce inmediatamente un hombre acabado, es decir, adulto. Produce un niño que no llega a ser perfecto más que separándose del padre a medida que crece. Ya estamos acostumbrados a ello, pero es una gran limitación infligida por la carne al esplendor de la generación… y los hombres sufren mucho por esa limitación: para parecerse perfectamente a su padre, el hijo debe dejar a su padre y, en cierto sentido, dejar de ser hijo. Eso va completa mente contra el esplendor de la generación, que es un misterio de intimidad. La generación perfecta sería la que produjese por si misma un hijo ya perfecto, es decir, igual al padre. Es precisamente el privilegio de la generación divina, y por eso el Hijo puede proceder eternamente del Padre sin tener que separarse de él. El misterio de la paternidad divina es quizá desconcertante para un filósofo, pero muy accesible para el corazón humano; los niños aprenden fácilmente el padrenuestro. Vemos aquí por primera vez que la gracia no destruye la naturaleza: si la vida espiritual nos es difícil, no es porque es espiritual, sino porque es inocente. Ella se revela a los pequeños tan fácilmente como se oculta a los sabios e inteligentes. A fuerza de estudios y de técnica, se puede llegar a ser un buen ingeniero o incluso un buen médico…, pero no un buen padre, justamente porque ser padre es demasiado sencillo, demasiado banal. No hay que fiarse de esta banalidad: precisamente ella nos impedirá en el noventa por ciento de los casos encontrar la puerta estrecha… (1) Cuando una visión es perfecta, puede muy bien ocurrir que no se exprese, que sea «muda». Así sucederá con la visión beatífica. Nuestra inteligencia es demasiado débil para manifestar a Dios: apenas puede verlo, ya queda completamente rebasada por lo que ve, está ahogada en un torrente de luz que no puede asimilar para repetirla en un concepto. Por eso Dios sigue siendo un misterio en la visión cara a cara: el misterio es una propiedad de la luz cuando ésta es excesiva, cuando rebasa la inteligencia que ella misma alimenta. Las verdades de la fe son oscuras y misteriosas, pero no es la oscuridad lo que las hace misteriosas: al contrario, son aún más misteriosas cuando se las ve… y lo son plenamente cuando uno se aproxima a la visión (es una de las causas del sufrimiento de las purificaciones pasivas). -- 26 --
MATERNIDAD DEL ESPÍRITU SANTO El Espíritu Santo es la fecundidad del amor. Para el corazón humano es fácil de presentir, pues eso evoca el encuentro de dos personas, por tanto, una vez más, la experiencia más corriente que podemos hacer del amor humano. Aprendamos, en primer lugar, a distinguir bien el amor y la amistad. La Antigua Alianza podía hacer sospechar que Dios es Amor, pero sólo Jesucristo nos ha revelado que Dios es Amistad o Caridad (ágape), no sólo con relación a nosotros, sino en sí mismo. Cristo ha revelado, en primer lugar, al Padre y al Hijo; y los discípulos han comprendido progresivamente que el encuentro de estas dos Personas es fecundo a su vez, siendo el Espíritu Santo el fruto de este encuentro. El Padre y el Hijo se aman en cuanto que se parecen y no son más que un solo Dios. Pero se aman también en cuanto que se distinguen, que es lo propio de la amistad y lo que hace a ésta desinteresada: amar al otro en cuanto otro. Ahora bien, el Padre y el Hijo se distinguen infinitamente, pues todo lo que hay en Dios es infinito, y la distinción de personas es infinita en Dios. Como dije, la vida humana nos ofrece una analogía muy elocuente de este misterio. La paternidad es la obra de uno solo. Pero la maternidad es el fruto del amor de los esposos. De ahí viene quizá la unión, atestiguada por el Evangelio y profundamente escrutada por la Iglesia, entre la Virgen y el Espíritu Santo. Decir que María ha concebido del Espíritu Santo, es decir que el misterio de la Encarnación «procede» de la intimidad de amor entre Dios y la Virgen, a la manera como el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (o del Padre por el Hijo, si se prefiere la terminología ortodoxa). Cuando el Padre y el Hijo aman la naturaleza divina que les es común, sólo se da el amor de Dios por Dios, la seducción que Dios ejerce sobre Dios (el amor es siempre seducción). Hay dos Personas para amar el Bien divino y complacerse en él, en lugar de una sola. A este nivel, se puede hablar de la intimidad del Padre y del Hijo (ellos comulgan en la misma fuente): no se ha dicho todavía nada de su amistad. La amistad es el amor del Padre por el Hijo en cuanto Hijo, es decir, infinitamente distinto del Padre; es el amor del Hijo por el Padre en cuanto Padre…, cada uno ofreciendo al otro un rostro original infinitamente distinto del otro. Esta amistad entre el Padre y el Hijo es también una seducción infinita: es fecunda y tiene por fruto el Espíritu Santo. -- 27 --
Los Padres de la Iglesia hablan a menudo de la acción «maternal» del Espíritu Santo. Este instinto de la Iglesia me da la audacia de aproximar estos dos mundos: la procesión del Espíritu Santo y la maternidad. En hebreo, el «soplo» de Dios es femenino, y casi puede traducirse por Madre. Las realidades humanas más sencillas son también las más profundas. La paternidad, la maternidad, el amor y la amistad son palabras trinitarias á\través de las cuales los cristianos respiran una bocanada de vida eterna (como se respira el viento del oeste o como se siente pasar el aire del mar). Estas realidades son sagradas, y las palabras que las expresan también. Por eso la Iglesia se adhiere tanto a ellas. Si medita durante un mes la espera de la santísima Virgen (el Adviento), no es por nada. Hay peligro de despreciar estas cosas, por poco que sea. Aquí abajo estamos sobre los ríos de Babilonia: no hay que olvidar, bajo riesgo de aumentar nuestra aflicción, que estamos hechos para vivir de la paternidad infinita y de la maternidad infinita que se desarrollan en el seno de Dios.
NO SOMOS IMPORTANTES, SOMOS AMADOS Tal es la cima: la vida divina en sí misma. Cómo se llega a esa cima, no lo sabemos… y no hay necesidad de saberlo. Es necesario y suficiente dejar desarrollar el germen que está en nosotros, pero esto de una manera concreta. Para no matarlo o ahogar su desarrollo bajo las espinas, hay que ser lúcido sobre lo que significa prácticamente su desarrollo. Cuando se ha comprendido lo que ocurre y lo que debe ocurrir, no hay más que consentir en ello. El concurso que Dios espera de nosotros para hacer su obra es muy limitado, pero irreemplazable. Por no ver la situación tal cual es —por no aceptarla tal cual es— hacemos demasiado y demasiado poco, tratamos de hacer lo que sólo Dios puede hacer, y no le damos lo que sólo nosotros podemos darle: nuestra miseria. Esta miseria aporta a la vida divina una colaboración irreemplazable y que Dios ansia. Dios no adora a Dios; el Hijo no adora al Padre. No hay acción de gracias en los diálogos trinitarios, hay un canto eterno e increado, un diálogo, que se puede llamar alabanza si se quiere, pero eso es todo. Por el contrario, palabras como adoración, sacrificio, acción de gracias, sumisión, abandono, humildad, renuncia… y, en fin, oblación, no tienen sentido más que si se refieren a una criatura, sea ésta la humanidad de Cristo o la santísima Virgen. Observad, por otra parte, que ninguna de estas palabras —ni siquiera la humildad, el sacrificio o la renuncia— implica el menor sufrimiento: por -- 28 --
el contrario, definen la verdadera liberación de la criatura. Estas actitudes son otros tantos rostros del amor de Dios sobre todas las cosas y más que a sí mismo, amor que es la ley de toda criatura, y que Dios ha depositado en el fondo de nuestro ser, de tal manera que no podemos ser dichosos y «libres», si no permitimos a este amor desarrollarse. Notemos bien que aquí se trata de una ley de nuestra naturaleza (de toda naturaleza), y no de una ley de la vida sobrenatural. El amor de Dios sobre todas las cosas es el soporte natural del amor divino: no es el amor divino mismo. Toda criatura es arrojada a la existencia en un estado de explosión oblativa, una especie de éxtasis natural. Los biólogos materialistas nos han habituado a ver en la vida un combate feroz (la lucha por la vida). Pero el que aprende a contemplar las cosas con una mirada de niño o de poeta (que viene a ser lo mismo) puede presentir, más allá de esta ferocidad, lo que llamaré el éxtasis de las cosas y más aún el éxtasis de la vida. Si el hombre es fiel a esta oblación que le eleva oscuramente, si deja hablar a su corazón tal como Dios lo ha creado, se ofrece por ese mismo hecho al misterio de la gracia que sobrepasa infinitamente la naturaleza, pero no la destruye. Por consiguiente, la oblación del hombre a Dios, con los matices que comporta, continúa impregnando el diálogo trinitario y dándole esta coloración particular que hace de nuestra vida un sacrificio de alabanza animado por un deseo intenso de perderse en Dios. Hay que decir esto antes de toda consideración práctica, ascética, moral o táctica. La esencia de la vida cristiana, incluso aquí abajo, es ser una liturgia de acción de gracias, una eucaristía. Un santo es un ser que se consume en la llama de Dios, por nada. «Yo sueño con otra cosa: con deshojarme…» (Teresa del Niño Jesús, la rosa deshojada, PN 51). Perderse en Dios, perderse por Dios…, proclamar que sólo Dios es importante y que nosotros somos inútiles. No somos inútiles a la gloria de Dios, sino que esta gloria misma es inútil: no añade nada a la gloria interior de la Trinidad. Jesucristo mismo en cuanto hombre no añade nada a Dios: es un servidor inútil, y la santísima Virgen también. Ella lo proclama, se alegra al proclamarlo. Sabe que todo es gratuito, que es el lujo de Dios… y lo canta en un Magníficat eterno. Tal es la eucaristía: «Alegraos siempre, dando gracias por todo.» Damos gracias de ser tan preciosos, nosotros que somos inútiles. Entonces derramamos nuestras fuerzas en libación, es decir, para nada, para agradar a Dios, para que se gasten y se consuman en la llama de Dios. Eso debe liberarnos de toda preocupación (no os preocupéis por nada, dice san Pablo). En la medida en que una criatura se pudre por inutilidad, cumple perfectamente su función de criatura. El interés de nuestra vida -- 29 --
es no tener preocupaciones: somos un canto a la gloria de Dios, y no somos más que eso. Nuestras miserias, nuestros sufrimientos, nuestros defectos, nuestros mismos pecados, todos esos días que tenemos la impresión de perder, si pudiéramos comprender que el problema no está en funcionar bien, sino en ofrecer, ¡cuánto más sencillo sería todo! La materia de un sacrificio no tiene necesidad de ser noble, basta que sea ofrecida. Entonces, en lugar de ofrecer una jornada «perfecta» (pero ¿qué significa «perfecto»?), ofrecemos una jornada lamentable: ¡qué importa, si la ofrecemos! ¿Es, por tanto, un espíritu de despreocupación? Sí, y eso no quiere decir que no sea importante: el menor detalle de inquietud o de aspereza que ahogue en nosotros este espíritu es importante y .serio (en la medida en que es voluntario). La vida es seria, porque no se puede perder el tiempo. No hay que olvidar ni un solo instante estar despreocupado. Dios puede hacer de la menor gota de nuestra vida algo maravilloso si queremos ofrecérsela, pero tal como es. Para ser liberados de nuestros complejos, lo más sencillo es darlos tal como son: ¡no intentéis liberaros de ellos antes de presentaros a Dios! Los que se hacen la toilette antes de presentarse» demuestran que no quieren darlo todo, sólo quieren dar lo que es hermoso. Pero lo que desea Jesucristo… para curarnos es precisamente lo feo. No son los sanos los que tienen necesidad del médico… Entonces, vamos allá decididos. No rehusemos nada, demos todo, sin separar nada ni siquiera hacer el inventario. Las cosas son creadas para ser quemadas, pulverizadas, arrojadas por la ventana. Para tal uso, importa poco que sean bonitas o feas: las cenizas serán las mismas… Se comprende mejor, bajo esta luz, por qué Teresa del Niño Jesús decía a una de sus hermanas después de un pequeño sacrificio oscuro: «Lo que acabas de hacer es más importante que si hubieras obtenido la restauración de las órdenes religiosas en Francia.» Nosotros nos resistimos a creerlo, «encajamos» mal una perspectiva semejante: es la lucha eterna entre el espíritu de Dios y el espíritu del hombre, que quisiera establecer unas moradas definitivas. Y, sin embargo, si nuestras moradas no son destruidas, no servirán a la gloria de Dios. El mundo detesta a los que han comprendido esto, porque está animado por una concupiscencia de rendimiento, al que toda idea de gratuidad es insoportable. Hay puntos en los que debemos ser conciliadores y hacer concesiones. Pero en esto no podemos, v es eso lo que el mundo difícilmente nos perdonará: el no tomar la humanidad verdaderamente en serio…, precisamente porque conocemos su verdadero precio, que no es ser seria, sino animada (sólo Dios es serio). -- 30 --
Notad bien que a todo esto no he dicho todavía una palabra del sufrimiento. Pretendo separar lo que hay de difícil en la vida cristiana sin evocar el sufrimiento, porque no es el sufrimiento el que hace difícil la vida cristiana. El sufrimiento es doloroso (por definición), pero no peligroso: Dios no lo envía para ponernos en peligro, sino para salvarnos del peligro. No es por el sufrimiento por lo que corremos el riesgo de pasar al lado de la puerta estrecha. A Lucifer y a nuestros primeros padres, no fue el sufrimiento el que los hizo caer, sino el misterio mismo de Dios… y su libertad. El peligro no está en donde nosotros suponemos. El día en que aceptemos totalmente juicios como el que acabo de citar (el de Teresa a su hermana), seremos reconciliados con Dios y la vida comenzará a hacerse dulce: intentemos comprenderlo…y
QUINTA VARIACION. SABIDURÍA OBLIGATORIA Y LOCURA FACULTATIVA Al leer el Evangelio, la Iglesia se ha sentido siempre fascinada por una cierta actitud que se explicita mejor o peor a través de tres palabras: castidad, pobreza y obediencia. El evangelismo moderno exalta la pobreza, pero rechaza cada vez con más fuerza las otras dos. Pero como se trata, en realidad, de tres caras de una misma actitud, es suficiente rechazar una de esas caras para mostrar que no se comprende nada de lo mismo que se pretende exaltar. En esta actitud hay una sabiduría obligatoria y una locura facultativa. Yo prefiero estas expresiones a aquella otra, sin embargo tradicional, de «consejo evangélico», porque hay aquí mucho más que un consejo. La sabiduría obligatoria consiste pura y simplemente en reconocer la trascendencia de Dios y nuestra condición de criatura. En el orden de la castidad, eso se traduce por la aceptación de una ley moral. Si no llegamos a practicarla, eso significa sencillamente que somos «carnales y estamos vendidos al pecado», lo cual no debería ser dramático, si fuéramos humildes y confiados en la Misericordia. Pero el orgullo del siglo xx se siente herido por una ley que se declara impracticable: si es impracticable, es mala, hay que cambiarla —se define así el valor de una ley según su adaptación a nosotros, que somos malos—. No hay que extrañarse de que en estas condiciones se llegue a no soportar ninguna ley moral, y que la escalada de estos rechazos sucesivos dé vértigo. En el orden de la pobreza, la misma sabiduría obligatoria prohíbe pretender escapar a la condición humana y la ascesis que ella comporta, tanto a nivel individual, apegándose a alguna riqueza o permitiéndose olvidar la miseria de los otros y la muerte que nos espera, como a nivel colectivo, -- 31 --
pretendiendo extender a la humanidad entera el poder de acceder a la «desgracia evangélica» de la riqueza. Se ve la ambigüedad de todas las revoluciones sociales, y la trampa que el demonio tiende a los hombres a este respecto: partir de una indignación justificada contra los escándalos de la riqueza individual para acariciar el sueño —utópico o feroz, o las dos cosas a la vez— de modificar de arriba abajo la condición humana y de construir una ciudad en la que todos los hombres cometerán colectivamente el pecado de riqueza maldecido por Jesús en el Evangelio. Jesucristo y la Iglesia piden a los cristianos mitigar y consolar con todas sus fuerzas la miseria humana —según una tradición que se extiende desde el lavatorio de los pies hasta la Madre Teresa de Calcuta, pasando por san Vicente de Paul, el Abbé Pierre, el Padre Werenfried Van Straaten y tantos otros—, no destruirla, lo cual será el privilegio de Dios en el último día. La locura de esta misma actitud es facultativa en el sentido de que sólo aquel que ha recibido «oídos para oír» su llamada puede comprender la gravedad de esta llamada. La Iglesia visible no puede, pues, imponer esta locura como obligatoria, pero el Espíritu Santo puede muy bien proponérnosla como tal, pues al nivel del Espíritu Santo está precisamente lo que hay de más gratuito, que es también lo más obligatorio.
I. CASTIDAD: LOS CELOS DEL AMOR Para entrar en la locura de la castidad, es preciso presentir algo de los celos del amor divino, lo que no es dado a todos en el mismo grado. Expertus potest credere quid sit Jesum diligere, decía san Bernardo. El que tiene la experiencia del amor divino puede creer en él con conocimiento de causa. La experiencia revela que Dios es celoso, con irnos celos que nos sumergen en el estupor, porque nos es muy difícil comprender que tengamos precio tan alto. Los celos son una pasión: en el amor humano, aparecen como una catástrofe, porque resultan de una captatividad feroz más que el amor mismo. Nosotros no comprendemos que el amor oblativo sea en realidad mucho más profundamente celoso —celoso de la verdadera dicha del amado— que el amor captativo. Estos celos se ejercen sin crueldad, porque no son egoístas, pero no son menos implacables —y el llamado amor despojado de los celos no tiene ningún interés—. Resulta muy curioso que la única moral vislumbrada por una generación abandonada a sí misma, que sufre la dentera prematuramente por los racimos verdes que sus padres han comido, se presenta como una ética de la ausencia de celos, en el seno de estos extraños acoplamientos de veinte o treinta personas que se llaman -- 32 --
«colectivos». Así, a través del delirio de un amor inconsistente y diluido al que le está prohibido fijarse sobre quien sea, estos desdichados tratan de vislumbrar lo que sería un mundo sin pecado, un mundo inocente — pero no lo consiguen más que apagando en ellos la energía misma de la pasión, sin la cual no existe amor humano digno de este nombre—, llegando así, por un singular rodeo, al individuo sin alma —puesto que está sin pasión—, a la naranja mecánica que ellos condenan por otro lado como el producto de una civilización de robots. Por el contrario, los que comprenden y perciben que Dios es celoso, escapan a esta locura delicuescente para sumergirse, al otro extremo de la cadena, en la locura constructiva de la castidad. Su alegría está en saberse amados como una perla preciosa, en ser el bien de Dios, del que El reclama la exclusividad. Esta alegría inspira la necesidad de ocultarse para pertenecerle, para que Él sea el único en gozar de nosotros, y de no revelarse a los demás más que en la medida en que El mismo nos lo pide. El espíritu de castidad es, pues, el alma del silencio. Toda revelación inútil de nosotros mismos es ya algo impuro. «La santísima Virgen ha hecho bien en guardar todo para ella, no se me puede impedir hacer otro tanto», decía Teresa. Y Jesús: «Cuando oréis o ayunéis, hacedlo en secreto, y vuestro Padre que ve en lo secreto os recompensará.» En este sentido, debemos tratar de ocultar lo mejor que tenemos. Es así como los demás se aprovecharán mejor de ello, pues es Dios quien pondrá la lámpara sobre el candelabro, y no nosotros. Él es muy celoso en este punto, y quiere ser el único en conocer verdaderamente nuestra belleza. La oculta incluso a nuestros ojos, y no debemos sobre todo buscar conocerla: es la peor de las faltas contra la castidad. («Si tú te ignoras, oh la más hermosa de las mujeres…», Cant 1,8.) Cuando hacemos el bien, hay que tratar de que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha, hay que prestar los servicios lo más ocultamente posible. Debemos también —y es muy difícil— no incitar a los otros a pecar contra la castidad haciéndoles cumplidos inútiles, favoreciendo su instinto de descubrirse (de desnudarse) ante las miradas humanas. Teresa decía a este respecto que se sirve a los superiores un veneno cotidiano, y que es un milagro que este veneno no envenene. Una última observación: cuando deseamos ansiosamente a alguien, deseamos su alma mucho más que su cuerpo. Entonces, no nos excusemos diciendo que lo que amamos en ellos es su alma; es justamente el campo más prohibido, y el pudor del cuerpo no debe ser más que un reflejo del pudor del alma. -- 33 --
II. POBREZA: ENCONTRAR LA PROPIA MISERIA La locura consiste aquí en comprender que los celos divinos estriban precisamente en nuestra miseria, y en buscar esta miseria como una perla preciosa en lugar de huirla. «Yo soy el que soy, tú eres la que no eres», decía Jesús a Catalina de Siena. Se suele ver ahí, generalmente, una llamada al orden, una preocupación por restablecer la criatura en su condición inferior antes de admitirla en la intimidad del Rey, de miedo a que la cabeza le dé vueltas y a que caiga en lo que san Benito llama «la elevación del espíritu»… Sin excluir esta interpretación, yo prefiero ver ahí sobre todo ese sencillísimo movimiento que consiste en hacer las presentaciones: «Yo me llamo Jesús, tú te llamas Catalina. Somos diferentes, y eso es maravilloso, porque vamos a poder amarnos… Yo me llamo El que soy, tú te llamas la que no eres, pero eso no tiene ninguna importancia y desde el punto de vista del amor se podría muy bien invertir los papeles; yo no tengo la culpa de estar del lado del Ser, y por mi parte no pediría otra cosa mejor que estar del lado de la nada, con tal que el amor pueda realizar entre nosotros el juego eterno de sus diálogos, como lo realiza entre mi Padre y Yo. Desde el punto de vista del amor, yo quisiera ocupar tu lugar y darte el mío —por lo demás, es lo que he hecho encamándome, en la medida en que era posible y juicioso—. Entonces, no nos queda más que amamos y alegrarnos de nuestra distinción misma. Alégrate de mi Ser como yo me alegro de tu nada porque la amo, y alégrate de tu nada como te alegras de mi Ser, pues gracias a él me ofreces un rostro nuevo, un rostro trinitario que no es, sin embargo, ninguno de los Tres, rostro cuya pequeñez ha fascinado desde toda la eternidad el corazón de los Tres.» Cum essem parvula, ego placui Altissimo, «porque era muy pequeña, seduje al Altísimo». Ninguno de los dones hechos a la santísima Virgen está en el origen del hechizo ejercido por ella sobre el corazón de Dios: Él la ha colmado, porque la ha amado, y no a la inversa. La misma Inmaculada Concepción es un fruto de este amor, y no su explicación. Queda por decir, como se dice, que el amor de Dios es gratuito, pero eso no significa que sea arbitrario: algo le ha agradado en la santísima Virgen y en la criatura, que ha provocado su amor. Dicho de otra manera, este amor apunta realmente desde el principio a un rostro distinto del de los Tres, un rostro amado en su distinción misma y, por consiguiente, en su pobreza, pues sólo esta pobreza le distingue de los Tres. Cuando el espíritu de pobreza instruye nuestra inteligencia con estas cosas «a modo de noche» y de sabor, no nos descubre solamente la verdad de la nada de la criatura, sino el encanto, finalmente trinitario, de esta nada. Nos ponemos entonces a decir como Teresa: «Si yo fuese la -- 34 --
Reina de los Cielos y tú fueras Teresa, yo quisiera ser Teresa para que tú fueras la Reina de los Cielos.» Tal es la base de toda espiritualidad teresiana, eco, propuesto al siglo xx, del Magníficat eterno de la santísima Virgen. Espiritualidad que parece «de agua de rosas» mientras no se la toma verdaderamente en serio, y sólo manifiesta su poder explosivo de liberación si se prosigue con un rigor implacable. «Me queda todavía mucho por conseguir», decía una novicia. «Decid más bien por perder», respondía Teresa. Tenemos siempre demasiado equipaje para atravesar la puerta estrecha, estamos demasiado hinchados, tratamos de subir, de elevarnos, de crecer, cortando así infaliblemente la muy sutil y suave comunicación que no puede establecerse más que entre el Ser y la nada: nosotros no estaremos unidos al Ser a modo de semejanza física (como una cosa se parece a otra cosa), sino a modo de diálogo y de semejanza espiritual, como la visión se une a su objeto respetando perfectamente su distinción recíproca. «¡Cómo quisiera ofrecer a Dios tu delicadeza!» —decía otra novicia—. «Agradécele no tener delicadeza», respondía Teresa, encauzándola así incansablemente en el diálogo que no se establece entre el Amor y el Amor, sino entre el Amor y el no-Amor. Mis deseos de martirio no son nada —explicaba ella a sor María del Sagrado Corazón—. No son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. Son, a decir verdad, las riquezas espirituales las que nos hacen injustas cuando descansamos en ellas con complacencia y creemos que son algo grande… Sí, Jesús ha dicho: «¡Padre mío, aleja de mí este cáliz!» Hermana querida, ¿cómo podéis decir después de esto que mis deseos son el distintivo de mi amor? ¡Ah! Yo siento bien que no es eso en absoluto lo que agrada a Dios en mi pequeña alma. Lo que le agrada es el verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… He aquí mi único tesoro, madrina querida; ¿por qué este tesoro no podría ser el vuestro?… De este modo nos descubre Teresa el extraño secreto que nos enseña el arte de encontrar nuestra miseria, como si fuera una perla preciosa difícil de hallar y digna de la búsqueda más apasionada. Lo cual es muy acertado: pues nuestra tendencia natural nos inclina evidentemente a huir de esta miseria, no por un esfuerzo constructivo para sanarla o mejorarla, sino por el rechazo, oscuro y tímido, de tomar conciencia de ella, de verse enfrentado con el espectáculo de una indigencia cuya profundidad metafísica sobrepasa todo lo que nosotros podemos sospechar. Es más fácil reconocer «los propios pecados» —en los que vemos, en el fondo, accidentes— que contemplar esta indigencia fundamental, que no es un pe-- 35 --
cado, pero que hace posibles todos los pecados. El Cura de Ars, habiendo pedido comprender su miseria, fue tan bien satisfecho en esta imprudente demanda, que experimentó una tentación de desesperación toda su vida. Entonces, cuando pretendemos ser mejores, hacemos inconscientemente muchos esfuerzos por disimular ante todas las miradas, y en primer lugar ante la nuestra, a base de «buenas acciones», cuán «malos» somos, según la expresión de Cristo. El espíritu de pobreza nos sugiere, pues, haciéndonosla saborear de una manera delicada, con qué ternura ama Jesús nuestra miseria. La locura de la pobreza nos invita a «encontrar» esta miseria, no en la lucidez despiadada (y por otra parte verdadera) que trata de comunicarnos violentamente el demonio, sino en la lucidez más profunda todavía que el Espíritu Santo nos ofrece a modo de sabor, al enseñarnos a descubrir con estupor en esta misma miseria el arma absoluta que nos da todo poder sobre el corazón de Dios; porque es eso lo que le seduce en nosotros, y no los dones que ya nos ha hecho, ni ninguno de los que está dispuesto a derramar en avalancha sobre esta miseria que le atrae (lo cual se comprende bien en el fondo si se piensa que es la única cosa que no puede encontrar en El, la única, por consiguiente, que puede amar fuera de Él).La reacción humana que consiste en «tener debilidad» por los seres más ingratos, los menos dotados, los más desgraciados, no es sólo materia de psicoanálisis, sino que es portadora de una inmensa verdad metafísica y teológica: aquí también, los corazones puros irán más de prisa que los sabios y los inteligentes. Entonces, encontrar nuestra miseria es encontrar una región que, según se la contemple sola o en la locura de la pobreza, es la fuente de una desesperación absoluta o de la más loca confianza. Dios solo, en efecto, puede encontrar encanto en nuestra miseria para colmarla. Lo propio de la criatura es amar, en primer lugar, a Dios, el ser, el bien, la perfección. Nuestra miseria es, pues, naturalmente hablando, lo menos amable que encontramos en el mundo; y, finalmente, no la amamos, en los demás y en nosotros, más que en la medida en que está ya colmada por alguna perfección: sólo bajo esta condición pueden seducimos los seres, y podemos seducimos nosotros mismos. Pero Dios puede amamos como seres que hay que colmar y comunicamos este privilegio de su amor, que no nos es en absoluto natural. Entonces, hay que tener la mirada locamente fija sobre su amor para presentir que nuestra miseria es amable y aceptar desplegarla delante de El para ofrecérsela (como se desbrida una llaga delante de un médico), incluso buscar la dimensión más profunda de esta miseria, porque es en esta zona donde Él nos da cita y nos espera. Cuando le hayamos encontrado, habremos -- 36 --
hallado al mismo tiempo su misericordia, porque es ahí donde se oculta, y no en otro sitio.
SÓLO EN EL CIELO SEREMOS POBRES… Cristo no se ha hecho pobre para conquistar el Reino de los Cielos, ni siquiera para darnos ejemplo (El no hizo nunca nada únicamente para darnos ejemplo). Cristo estaba atormentado por la necesidad de ofrecerse a Dios proclamando su dependencia y su inutilidad. En el cielo, Él lo proclama en la gloria, pero en la tierra, no podía hacerlo más que por el lenguaje de la pobreza. Esa vida de eclipsamiento era un canto de amor y de alabanza a su Padre. El llevó siempre esta vida, aun cuando nadie podía verla. Pero para los que lo veían, era ya la manifestación de la gloria: esa vida manifestaba que Él era alimentado por un manjar invisible y que ardía por la gloria de su Padre. En el fondo, no seremos verdaderamente pobres más que en el cielo, cuando veamos a Dios con Crispo. Allí probaremos, en efecto, la necesidad de cantar, y de cantar cualquier cosa, dejándonos llevar por la espontaneidad locamente despreocupada de los niños que tocan y que danzan… Entonces, y solamente entonces, podremos hacer oír el canto único de este Nombre nuevo, del que nadie conoce la música, sino el que lo recibe; y aun él no la conoce más que en el momento en que la canta, descubriendo así, con la misma extrañeza y el mismo arrobamiento que sus hermanos, el esplendor que sale de su ser, porque Dios mismo lo ha depositado en él. Mientras nosotros intentemos, por el contrario, decir algo, abandonamos infaliblemente la nota justa e involuntaria que Dios mismo ha puesto en nosotros. Dios nos ama como una madre ama a sus hijos, de los que espera que jueguen y no que trabajen, y perderían todo su encanto si pretendiesen hacer algo importante y útil. Esta reconciliación total con la sobreabundancia de la generosidad más loca y la despreocupación original de la juventud, esta reconciliación con el juego, que nos enseña que la cumbre del arte de vivir consiste en poner en ello el mismo ardor y la misma ligereza que para lanzar un balón en una danza eterna, según la imagen de Lewis, es presentida y buscada con fervor por ciertas tradiciones orientales tales como el Zen. Tengo verdadero miedo, desgraciadamente, de que los occidentales, al intentar iniciarse en tales tradiciones, pongan en ello demasiada seriedad: no comprendiendo que el secreto de tal liberación está en el amor, tratan de encontrar, sin amar verdaderamente, la libertad real de los que aman. Esta libertad consiste en «no tomarse en serio a sí mismo», ni nada de lo que uno hace, no por desencanto, desprecio o pretensión de acceder a un -- 37 --
mundo superior proclamando la vanidad de los esfuerzos humanos…, sino simplemente porque se ama, y porque al que ama le importa poco dar una estrella o dar una piedra, con tal de dar y de cantar su amor. El Espíritu Santo trata incansablemente de sugerimos y ofrecemos esta luz como hilo director para toda nuestra vida. Nosotros podremos decir cuán necesario es luchar en la tierra, y luchar duramente para tratar de «atrapar» una actitud semejante y permanecer fiel a ella. Pero precisamente se trata de luchar para eso, para seguir siendo jugadores inútiles: nada se opone más a ello que la noción corriente de lucha por la vida, o incluso menos cruelmente del combate de la vida: «la vida es dura, la virtud es difícil, la búsqueda de Dios es austera», etc. Pero precisamente lo que es difícil y meritorio es rechazar con fuerza toda esta filosofía de la dureza, y mantenerse obstinadamente en la perspectiva de servidores inútiles, que no tienen otra cosa que hacer en la tierra que lo que harán en el cielo, es decir, cantar su amor. En la voluntad de dar a la vida de aquí abajo una importancia de otro orden —aunque sea la salvación de las almas— existe la tentación, a fin de cuentas, de dar más importancia a la tierra que al cielo, bajo el pretexto de que en la tierra se hace algo y de que en el cielo no se hace nada. Es un negarse a comprender que Dios solo lo hace todo, siempre y en todos los casos; que Él lo hace todo, por lo demás, de manera sobreabundante, no con la pasión febril de los que persiguen un resultado, no obrando puramente por el placer y el amor de obrar… Por añadidura nos ofrece colaborar en esta sobreabundancia de manera sobreabundante, es decir, cantando Salvan las almas los que cantan. Y no es el sufrimiento el que da valor a su canto, sino que el hecho de cantar por amor da valor a sus sufrimientos, porque les otorga en la escuela de Cristo el llegar a ser un eco de la alabanza trinitaria. Nuestros contemporáneos sienten fuertemente la tentación de conceder más valor a una alabanza que sufre que a una alabanza de pura alegría. Es cierto que a los ojos de Dios el sufrimiento posee una seducción absolutamente incomprensible para nosotros, sin la cual, ciertamente, El no habría elegido la cruz para salvarnos. Pero aun ahí sigue siendo una seducción de sobreabundancia. Hay este punto común entre la cruz y las procesiones trinitarias: con nuestra razón no podemos de ninguna manera descubrir lo que ellas añaden a la perfección de Dios. Se ve en qué error se exponen a caer personas de buena voluntad, que no tengo ninguna intención de condenar, pero cuyos sufrimientos corren el riesgo de volverse en parte estériles, porque al ofrecerlos les dan más importancia a eso que a la gratuidad inútil de su canto de amor. «Aunque -- 38 --
Jesús no supiera que sufro por él —decía más o menos Teresa—, yo sería feliz dándole esto…», sencillamente porque en sus regalos Teresa no se apegaba más que a la alegría de dar, y no al valor de lo que daba. Hace falta mucho amor para extender esta actitud al sufrimiento mismo: el sufrimiento no sería el sufrimiento, si no nos pareciese soberanamente importan- : te, visceralmente importante, el no sufrir o el sufrir r menos. No es el momento de escudriñar este gran misterio de la condición humana: digo solamente que una cosa es conceder legítimamente la mayor importancia, con todas las fuerzas de nuestro pobre cuerpo y de nuestra pobre alma, a la desaparición (o al menos al apaciguamiento) de todo sufrimiento, y otra cosa distinta dar importancia al sufrimiento como regalo, como don ofrecido a Dios. Hay ciertamente un misterio indecible, establecido por Dios mismo, que quiere que el sufrimiento tenga valor en unión con el de Cristo…, pero la ofrenda de nuestra cruz exige para ser pura que se renuncie absolutamente a calcular el valor de lo que se ofrece, y sobre todo a valorarlo según la intensidad del sufrimiento. Dios ama al que da con alegría, y si se pretende que es imposible hacerlo en el sufrimiento, eso viene a decir que es imposible dar verdaderamente…, lo que es, en efecto, un verdadero milagro, del cual hablaremos. Yo pretendo solamente subrayar la unión absoluta que es necesario establecer entre don, alegría, sobreabundancia, gratuidad, inutilidad. Todas estas nociones no hacen más que una, y la exigencia práctica que constituyen para nosotros es grande. La profundidad con que hay que aceptar no ser nada y cantar por nada nos es manifestada precisamente por la mediación de lo que seremos y haremos en el cielo. El espíritu de pobreza nos invita a entrar desde ahora en nuestra actitud eterna, nos sugiere tener a la vez la audacia y la humildad de dar a nuestras actividades la significación exacta que será la del cielo. Muchos pretenden negarse a ello por humildad, cuando de hecho se niegan por orgullo, por una especie de horror ante la pereza que una vida semejante sugiere a su espíritu. De ahí la importancia de la doctrina según la cual la locura de la pobreza nos sugiere en la tierra lo mismo que en el cielo, es decir, cantar, cantar por nada, cantar gratuitamente, y cantar cualquier cosa… Tal es la única moral que Dios nos propone con el más implacable rigor: no nos pide reír por reír; dar con alegría es extremadamente grave porque es eterno y porque el menor repliegue voluntario por el cual tan fácilmente escapamos a esta alegría, hace llorar al amor de Dios.
SABER MENDIGAR EL PROPIO PAN La aplicación de esta actitud celeste a la vida de aquí abajo consiste en alegrarse de tener necesidad de Dios… y, por consiguiente, de tener ne-- 39 --
cesidad de los demás para todo lo que recibimos: no de los que están a nuestro servicio, sino de los que no lo están, que no dependen de nosotros y que no nos deben nada. No es fácil que guste eso. Muchas personas muy austeras e incluso generosas tienen un instinto salvaje que les empuja a no gustarles: prefieren privarse a mendigar; así creen practicar la pobreza… cuando es lo contrario. Nos gusta mucho debernos las cosas a nosotros mismos; hay que aprender a alegrarse de recibirlas y de pedirlas. La pobreza nos obliga a decir gracias por todo lo que recibimos, y a cantar de este modo que no tenemos derecho a nada. Desde el punto de vista social, esto no es verdad. Todo obrero merece su salario, y debemos aceptar trabajar para no ser una carga para los demás. Pero al mismo tiempo debemos mendigar aun aquello que hemos merecido y a lo cual tenemos derecho humanamente hablando, a fin de que se haga patente en el plano social y visible lo que es verdad en el plano metafísico, espiritual e invisible: a saber, que somos inútiles y no merecemos nada. Proclamamos lo más posible que, aun después de haber trabajado y de haber soportado el peso del día y del calor, no valemos más que para servir al Maestro y para mendigar nuestra sopa. Una actitud semejante puede llegar a ser peligrosa e incitar a «no preocuparse de nada», a no fatigarse con el mismo ardor que los hombres que quieren y deben ganar su pan. San Vicente de Paul preguntaba a una religiosa que barría un pasillo: «—¿Estás haciendo eso por amor de Dios, hija mía? — ¡Oh, sí, padre! — ¡Ya se ve! Porque si fuera para que el pasillo esté limpio, lo harías de otra manera…» Evidentemente, es un riesgo. Y, sin embargo, no podemos renunciar a esta actitud. Cuando se juega a un juego apasionante, no se pone en ello menos energía y aplicación que para cumplir un trabajo exigente: pero se hace con un espíritu distinto del de ganar su vida o de conseguir a cualquier precio un resultado (los que ponen demasiada pasión en ganar son llamados precisamente malos jugadores). Hay que tener, pues, el coraje, a pesar de los riesgos que conlleva, de proclamar frente al mundo que no servimos para nada, que no tenemos derecho a nada, que gastamos fuerzas en pura pérdida, que trabajamos como niños que juegan… y que eso constituye nuestra alegría. La solución del problema social, el verdadero comunismo, no consiste en proclamar que todo pertenece a todos, sino que nada pertenece a nadie… porque todo pertenece a Dios y nosotros recibimos todo de Dios. -- 40 --
Lo que va formalmente contra el espíritu de pobreza, no es, pues, el gastar demasiado o el querer las cosas bonitas y el lujo (eso no es recomendable, pero constituye más bien una falta contra la templanza), sino el atesorar, el acumular, el hacer provisiones, el tomar precauciones con vistas al porvenir. Todo eso es una falta de delicadeza y una falta contra la pobreza, porque es negarse a depender de la Providencia. Ciertamente, no hay que tentar a Dios por un descuido culpable con respecto a las cosas temporales, pero tampoco hay que buscar algo distinto al pan cotidiano. Esto es muy exigente, pues se extiende a las cosas más pequeñas. A nosotros no nos gusta estar en la inseguridad ni en la precariedad…, que es lo mismo que no querer depender. La pobreza exige también una cierta liberalidad. Hay que saber dar, y, por consiguiente, privarse de ciertas cosas cuya posesión o uso son, sin embargo, legítimos. Privarse de ello, no por proeza, sino por despreocupación y para liberarse. Es tanto más verdad que el objeto en cuestión tiene una significación espiritual o afectiva, que él nos ayuda a ser conscientes de la dicha de existir, y sobre todo que nos alegramos de que nos pertenezca. Gemma Galgani vivía muy pobremente, no tenía casi nada en su habitación, se lo decía con orgullo a Jesucristo, pero tenía mucho apego a una reliquia de Gabriel de la Dolorosa. Cristo le hizo sentir que no era pobre en este punto. Ella intentó defenderse «porque era una reliquia». Pero precisamente cuando creemos tener derecho a apegarnos a las cosas, resulta peligroso apegarse a ellas. Cuanto más noble es una realidad, cuanto más útil es al Reino de Dios, tanto más tentador es el espíritu de poseerla… y tanto más grave. Vale más estar apegados a cosas pobres que nos humillan que a cosas grandes que nos exaltan y nos hacen a veces orgullosos cuando queremos defenderlas: precisamente en ese momento hasta los religiosos se vuelven fácilmente inhumanos. También en el orden espiritual deseamos acumular provisiones, cosa que es igualmente un pecado contra la pobreza. «¿Qué haré en tal circunstancia, ante tal prueba?» Preocuparse por el futuro es pecar contra la pobreza; es como si uno se entrometiese en la creación, decía Teresa del Niño Jesús. Basta que Dios nos dé la gracia del momento para la prueba del momento. Si consideramos al mediodía la prueba de las dos, veremos muy bien la dificultad, pero la veremos sin la gracia de las dos, que no es imaginable… La prueba imaginaria es, pues, siempre insostenible, mientras que la prueba real no lo es nunca. Una cristiana me decía: «Dios ve muy bien que no soy capaz de tal cosa, por eso me pide otra distinta.» Pero no se trata de eso: porque Dios nos pide hacer una cosa, somos in-- 41 --
capaces de hacer otra… aun cuando aparentemente y en nuestra «pequeña cabeza» deberíamos hacerla. Es casi la definición del escrupuloso: la preocupación por lo que debería hacer y no puede, le impide ver lo que puede y debe hacer… pero no hace, o lo hace mal a causa de todo este embarazo. El remedio sería, pues, el espíritu de pobreza. Pero a tal grado de profundidad es difícil llegar. Por eso ciertos escrupulosos llevan una cruz fecunda que los invita y obliga a sumergirse más rápidamente que otros en la bienaventuranza de los pobres. Es, pues, normal sentirse impotente frente a lo que Dios no nos pide de hecho. Cuando nos lo pida, nos dará la gracia necesaria: hay que tener confianza, en particular, en la gracia de estado. La perfección no es una acrobacia descorazonadora, una especie de trapecio volante en el que veríamos a los santos hacer la demostración, que intentaríamos en vano imitar. No hay que calcular el golpe para llegar a ello. La pobreza no es un arte, sino una espontaneidad: es el amor de Dios quien nos urge. Dejémosle hacer… La locura de la pobreza toca de este modo el espíritu de infancia que, dice Benedicto XV, «consiste en aplicar a la vida espiritual la espontaneidad que los niños aplican a la vida natural». Eso se opone al arte, es decir, a los esfuerzos por los que un hombre intenta aprender un gesto más o menos complicado, imitando lo que se le muestra (por ejemplo, para conducir un coche). Sin duda, la vida espiritual se aprende también, pero más bien como se aprende a beber, a andar, a comer… o a dormir. Hay que aprender a dejar hablar en nosotros la vida sobrenatural, que nos empujará suave y sencillamente, «naturalmente», a ser pobres. Tomad un niño que hable mal. Llevadlo a clase para mostrarle cómo hay que hacer. Explicadle el movimiento en el encerado. Hallará que es demasiado complicado y se desanimará. Que deje obrar a la naturaleza y ello vendrá solo. Cuando se estudia los movimientos más naturales y más banales, uno se queda estupefacto ante su complejidad (por ejemplo, el andar). Y, sin embargo, eso se hace solo… Lo mismo ocurre cuando se lee la vida de loa santos y lo que nos parece ser sus proezas: uno se pregunta cómo pueden «llegar allí». Pues bien, eso se hace solo también; es natural, o más bien, sobrenatural: pero no es una obra de arte, un salto peligroso más o menos contra natura. Lo que es verdad, y que precisamente nos da la tentación de creer que es acrobático, es que ese movimiento tan sencillo no está al alcance de nuestra naturaleza, es un don de Dios. Por tanto, como dice san Pablo, «no es un problema de esfuerzos ni de récords, sino de Dios que se enternece». Para conseguir que se enternezca, no hay otra cosa que hacer, como dice -- 42 --
Teresa, que «levantar el pie, pero estando seguro de que no se pasará del primer peldaño». Así mostramos nuestra buena voluntad, pero aceptamos esperar, a veces largo tiempo, que Dios mismo nos dé un día el impulso que nos llevará arriba del todo de un solo golpe y fácilmente. Lo que es difícil es esta espera, vigilante y paciente a la vez, del Esposo; ya que es difícil, a fin de atentas, es la fe…
III. OBEDIENCIA: LA LOCURA QUE PROTEGE LA SABIDURÍA La locura de la obediencia tiene, en primer lugar, la ventaja de proteger las otras dos locuras de todo iluminismo y de todo orgullo. Los «angélicos de Port- Royal» tenían la locura de la castidad. Los surrealistas, los prometeicos de toda clase, los drogados, tienen una cierta locura de la pobreza, deseosos de una explosión que disuelva sus límites en el infinito. Lo que separa a irnos y otros de la verdadera locura de Jesucristo es que no saben obedecer y no comprenden que esta locura suprema es necesaria para preservarlos de las locuras del infierno. Vista a este nivel, la locura de la obediencia parece menos profunda que la de la pobreza, pero tal vez más importante, por ser más segura y más visible: ella se verifica infaliblemente en el momento de la prueba. Se puede tener ilusiones sobre el espíritu de pobreza o de castidad, pero no sobre la obediencia. Para ser perfectamente fiel a los dos primeros consejos, es necesario una lucidez sobrenatural extraordinaria. La obediencia proclama el absoluto que proponemos, porque queremos cantar que no somos nada, rehusamos tener voluntad propia. Para encarnar este rechazo es necesario, evidentemente, que otro encarne para nosotros la voluntad de Dios. Es fácil desde que se ha comprendido que toda autoridad legítima viene de Dios. Debemos abrir los ojos para verificar que la autoridad se ejerce dentro del dominio donde es legítima y viene de Dios. Pero, una vez verificado este punto, debemos obedecer ciegamente, si queremos poner en ello la locura del amor. Un novicio me decía: «Yo no puedo obedecer al padre maestro, porque si lo hago toda mi vida espiritual se viene abajo.» Me temo que no había comprendido lo que vino a hacer al convento: no a construir una vida espiritual, sino a perderla por el amor de Dios. Se puede verificar aquí que sin el espíritu de pobreza no podemos practicar la obediencia. Si hacemos de nuestra vida espiritual un bien más precioso que los otros, si perseguimos a través de ella un objeto que queremos poseer, estamos perdidos… y ya no podemos obedecer hasta el fin. Mientras que la Iglesia o los superiores toquen al resto de las cosas, incluso si nos tocan a nosotros, eso puede pasar: podemos poner ahí mucho heroísmo exaltando aún más nuestra conciencia de tener una vida espiritual maravillosa. Pero -- 43 --
si la obediencia toca a nuestro tesoro, si quiere quitárnoslo con el riesgo de destruirlo, entonces ya no podemos aceptar. Nuestro tesoro es Jesucristo: ningún acto de obediencia que le hacía frente, es todavía la voluntad del poder lo que nos anima… La obediencia no debe dar a los superiores una importancia que de ninguna manera tienen en cuanto hombres. No se trata en modo alguno de agradar a los superiores, sino simplemente de obedecerlos. Cierto que debemos amarlos, porque son nuestros hermanos, e incluso tener piedad de ellos, piedad de su carga abrumadora, pero no es a ellos a quienes hay que obedecer, y nosotros no debemos buscar agradarlos a ellos al obedecer, sino a Dios solo. Desde luego, no hay que obedecer tonta y materialmente, hay que comprender sus intenciones, y eso exige el máximo de inteligencia ¡posible (con toda la flexibilidad y finura requeridas). Pero después de eso no hay que ocuparse más de ellos: no hay más que nosotros y Jesucristo.
DE LA OBEDIENCIA A LA CARIDAD En virtud de este absoluto, la obediencia debe ser libre y sin escrúpulos. No hay que preocuparse de la opinión de los demás, ni siquiera de la de los superiores en cuanto hombres (o al margen de su autoridad legítima). Siendo nuestra vida cristiana una vida perdida, no debemos ser esclavos de nada ni de nadie. Una gran parte de nuestros esfuerzos por la virtud vienen del deseo de que se formen de nosotros una buena opinión… o, al menos, no demasiado mala. Eso, en parte, es legítimo, pero si la mayor parte de nuestro edificio se construye sobre ello, es una verdadera lástima. La misma Teresa de Ávila reconoce que una gran parte de su fuerza contra las tentaciones clásicas de la juventud le había venido del «punto de honra». Eso no debería interesarnos tanto. Aun cuando se ha dado todo, no se ha perdido la reputación: somos todavía considerados. Hay que estar dispuestos a dar eso también; en cierto sentido hay incluso que desearlo, ya que no podemos dar nada más profundo a Dios. Para llegar a ello, es bueno contemplar la Santa Faz… Si conseguimos alegrarnos de haber perdido eventualmente la reputación, seremos totalmente libres… y Dios desea para nosotros esta libertad interior. No hay que ser como borregos que se dejan llevar ciegamente por lo que se dice y se hace… No se trata de oponerse a ello sistemáticamente, pero hay que desconfiar del espíritu gregario. No es el caso de apartarse de la vida familiar y social en lo que se refiere a dar. Pero por lo que se refiere a recibir, a veces es preciso hacerlo; en todo caso, hay que ser autónomo y no dependiente de lo que recibimos. No esperemos demasiado de la vida de grupo, como si fuese la panacea -- 44 --
universal. Lo único que de él recibimos de cierto es la ocasión de practicar nuestra caridad amando la miseria de nuestros hermanos… y recibiendo a veces bastonazos o, por lo menos, brochazos. Si esperamos de la vida común lo que sólo Dios puede darnos, no lo encontraremos. La vida común es la Iglesia, es un inmenso sacramento de Dios, y un sacramento no es nada por sí solo. Un sacerdote indigno nos da tan válidamente la eucaristía y la absolución como el Cura de Ars… Cuando vivimos con hermanos en estado de gracia, les debemos una gratitud infinita por este don sobreabundante. No vayamos a exigirles además que sean santos. Vivir con santos, sería un pre-gustar del Paraíso (un pre-gustar muy austero, pues también los santos están llenos de defectos, y no es muy divertido vivir con ellos: los santos pueden hacerse sufrir entre sí mucho más profundamente que los otros hombres, pues ellos tocan lo más íntimo, y lo que los separa es a veces una disonancia infinitesimal, tanto más dolorosa). Lo más frecuente es que vivamos con hermanos en estado de gracia, pero no completamente purificados de todo endurecimiento del corazón, y a veces sacudidos por el demonio. Por consiguiente, la vida en la Iglesia es un purgatorio. Nosotros mismos —eso esperamos— estamos en este caso y no podemos ser purificados de la noche a la mañana. Mientras sea así, somos fatalmente una carga penosa y a veces muy pesada para nuestros hermanos. Entonces, ora se siente la alegría (qué bueno y hermoso es vivir los hermanos unidos), ora se siente la carga (la vida común es la suprema penitencia): «Sobrellevad unos la carga de los otros, y cumpliréis la ley de Cristo.» Vivimos en un continuo perdón: debemos todo a la misericordia. Tenemos siempre necesidad del perdón de los otros, y por consiguiente debemos emplear nuestro tiempo en perdonar, convencernos de que eso es normal y cotidiano. Pero, para perdonar, es necesario que haya materia que perdonar: entonces no hay que extrañarse de que los otros nos hagan mal. Hay, pues, que perdonar, y perdonar cosas profundas. El endurecimiento del corazón es más cruel para Dios que para nosotros. Se oye decir a menudo, y yo mismo he debido decirlo: «No comprendo que entre cristianos se vean cosas semejantes.» De hecho, vivimos entre cristianos para ser perdonados, para perdonar, y perdonar dolorosamente. Es ahí donde comienza la verdadera caridad. En ese hermano que no nos agrada, que se resiste incluso al amor de Dios, hay un misterio más precioso que todas las simpatías que podamos encontrar. Si eso no os basta, es que no comprendéis. -- 45 --
Nuestro amor a Dios vale lo que vale nuestro amor a nuestros hermanos. No es un amor fraterno cualquiera el que refleja el amor de Dios, sino el que no tiene otro motivo que el amor de Jesús por ellos. Si nuestro amor a Cristo es como un fuego, ni las antipatías naturales ni las faltas recíprocas, incluso graves, nos impedirán amarnos. Si este amor no es un fuego, ellas nos impedirán hacerlo. Si aceptáis sufrir un poco perdonando, luego sufriréis mucho menos. Si os burláis de la naturaleza al principio, para amar por encima de todo, muy pronto sentiréis entre vosotros ese no sé qué que hace de la vida en común un paraíso.
IV. EL MÁGICO ESTUDIO DE LA DICHA Pero hay sobre la locura de la obediencia una visión más profunda todavía: obedecer es entrar en éxtasis desde el punto de vista de la fe, puesto que es salir de la voluntad propia por amor puro. Desde esta perspectiva, no le importa en absoluto al que obedece saber si lo que se le pide es razonable o no, legítimo o no. Él lo comprueba porque debe hacerlo, y por obediencia mismo, pero él preferiría no tener que comprobarlo, para arrojarse, si es necesario, en un pozo, como las hijas de Teresa de Ávila estaban dispuestas a hacerlo. A este nivel, la obediencia se confunde con la renuncia, que es la puerta misma de la entrada en la gloria. La locura de la renuncia resume y condensa en ella las tres locuras de que acabamos de hablar. Difícilmente comprendemos que esta locura es para nosotros la única manera de entrar en posesión de los dones de Dios, y sobre todo del don de Dios. Sin embargo, es ineluctable. Es el único modo de adoptar de antemano, y en cierta manera negativamente, el equilibrio afectivo que la perla preciosa nos dará positivamente: Dios como punto de apoyo de todo amor. En la renuncia, puede decirse que se está entre cielo y tierra. El gusano de seda de que habla Teresa de Ávila es todavía un gusano, pero Dios le propone no ser nada, ni siquiera un gusano: única actitud capaz de soportar la metamorfosis. En el momento en que él ya no será verdaderamente nada, ni gusano, ni mariposa, tendrá lugar la irrupción de la gloria en la oscuridad de la fe: la prueba será vencida y la suavidad la superará. En el momento en que el pájaro se arroja al vacío para su primer vuelo, no vuela aún, pero tampoco se apoya sobre la tierra. Luego la prueba es superada, la nueva vida está ya ahí, antes incluso del primer batir de alas; la prueba tiene lugar sobre el tejado, en el instante preciso de la decisión, donde no se sabe nada de lo que será el vuelo, se sabe solamente que no habrá más tejado. -- 46 --
Eso puede ayudarnos a comprender el sentido profundo de la moral evangélica, tan maltratada por los puritanos y sus contestatarios. Dios nos pide separarnos con vigor de las cosas malas, de los venenos susceptibles de matar la vida divina o de causarle anemia («Si tu ojo te escandaliza…»). Pero no se trata de renuncia, se trata de higiene: con respecto al mal, el Evangelio no nos ofrece más que higiene, como la medicina con respecto a los microbios. Dios nos pide la renuncia al bien, especialmente a los más grandes bienes, muy especialmente al Bien por excelencia, la perla preciosa que, no obstante, quiere darnos… hasta el punto de haber entregado a su Hijo a la muerte con este único fin. Pues no por sadismo, narcisismo o celos mezquinos nos pide Dios la renuncia, sino, al contrario, porque es la única actitud que permite recibir el don de Dios: no sólo recibirlo dignamente, sino simplemente recibirlo. Hay, en efecto, incompatibilidad absoluta entre el movimiento de recibir y el movimiento de apoderarse, y la renuncia recae precisamente, no sobre el bien apetecido, sino sobre la pretensión de apoderarnos de él, por poco que sea: recibir no es menos activo que tomar, pero es una actividad de distinto orden y, a los ojos de la impaciencia humana, se parece fastidiosamente a la pasividad. Una actitud semejante no se da sin una renuncia radical a toda idea de conquista, a toda exigencia (a cualquier título que sea)… Algunos lo comprenden, pero no lo consiguen todavía. Permítaseme citar aquí el testimonio —punzante como el de un Kafka convertido al cristianismo— de un padre de familia sumergido en las actividades industriales del siglo xx, pero que usa de este mundo como si no usase de él, ya que su tormento está totalmente en otra parte: La puerta que me separa de Dios está ahí. Antes, al principio, me abalanzaba contra esa puerta para derribarla, sin conseguirlo, naturalmente. En este juego me he agotado, sobre todo a partir del momento en que tomé claramente conciencia de la vanidad y de la inutilidad de este intento. Entonces, mis esfuerzos desordenados se transformaron. Ya no intento derribar la puerta, sino que estoy apoyado contra ella, de tal manera que hago siempre presión, incluso cuando, momentáneamente agotado, me derrumbo a los pies. A partir de estas palabras podemos imaginarnos una situación vivida desde hace mucho tiempo. -- 47 --
La novedad consiste en que ahora realizo lo que antes comprendía intelectualmente, a saber, que: La puerta se abre en el otro sentido y que estando siempre presionando por detrás, la fuerzo a permanecer cerrada; del otro lado, creo que Dios intenta abrirla. Es necesario que me aleje de la puerta, que deje el paso libre. Pero de tanto tiempo como hace que estoy en la posición de apoyar, estoy deformado y permanezco paralizado en la misma postura, empujando sobre la puerta sin querer. Hasta ahora ha sido, pues, cuestión siempre mía. Dios también era evocado en la medida en que era todo «para mí». Poco a poco comprendo que los papeles deben invertirse, y que Él es primero legítimamente. Soy yo quien es todo para El, y El empuja del lado de la puerta, en el sentido en que está hecha para funcionar. Somos parecidos los dos, queremos cogernos uno al otro. El malentendido viene de que yo ignoraba que el punto no puede contener el círculo, y para que su unión sea perfecta, el punto debe estar en el círculo. Si una brizna de hierba tuviese la pretensión de hacerse cordero, su única posibilidad sería la de dejarse pastar: de esa forma llegaría perfectamente a ser cordero dos horas más tarde. La Biblia se abre sobre el «mágico estudio de la dicha» y de la renuncia, clave de toda la historia humana. Según que el hombre quiera apoderarse del fruto «prohibido» o que acepte recibirlo en el momento y según el modo elegido por Dios; según que frente a este fruto tan deseable, y secretamente más maravilloso todavía, él abra la mano en un gesto de súplica, o la cierre en un gesto de captura, este fruto será para él la iniciación al misterio del bien o al misterio del mal.
SEXTA VARIACION. LA PRUEBA DE LA FE Y DE LA HUMILDAD La vida divina de una criatura comporta dos páginas: una página histórica y una página eterna. La criatura es sometida a una prueba de fe y de esperanza, antes de ser quemada en la pura luz. La prueba de la fe es el único «problema» de la vida. No hay otro. Yo he pasado quince años planteándome problemas. Y un buen día comprendí que no había problemas: existen la luz y las tinieblas, eso es todo. Los problemas que se plantea la filosofía moderna son un esfuerzo de las tinieblas por apoderarse de la luz, y definir la luz en términos de tinieblas: no hay que extrañarse de que nos volvamos locos… No hay más que -- 48 --
hacer que dejarse transformar por la luz, y entonces se comprende todo. El único peligro que corremos es el de no superar la prueba de la fe. Ahí es seguro que el peligro existe, y no viene de las complicaciones o de las penas de la vida. Dios nos propone algo muy simple: «O seguís vuestra idea, o seguís la mía. Si seguís la mía, recibís la bienaventuranza por la fe y la esperanza.» Para superar esta prueba, basta ser humilde, o más bien permanecer tal. A pesar de la diferencia entre nuestra naturaleza y la de los ángeles, la diferencia entre nuestro régimen de vida y el de nuestros padres, el problema es, a fin de cuentas, el mismo para todos: el combate entre el orgullo y la humildad. Evidentemente, la vida nos lleva a afrontar otras muchas dificultades; pero desde el punto de vista de la salvación y de la santidad, no hay rigurosamente otras, pues Dios se encarga de todo y El hace cambiar lo que sucede (incluso los pecados) en bien de los que son humildes. Nada nos puede separar del amor de Cristo, si no es el orgullo. Es muy difícil hablar de la humildad, porque es una virtud incomprensible; no la comprendemos, y secretamente no queremos comprenderla. La humildad no es el descontento de nosotros mismos. No es tampoco la confesión de nuestra miseria o de nuestro pecado, ni siquiera, en cierto sentido, de nuestra pequeñez. La humildad supone en el fondo que se mire a Dios antes de mirarse a sí mismo, y que se mida el abismo que separa lo finito de lo infinito. Cuanto mejor se ve eso (cuanto mejor se acepta verlo), más humilde se es. Ver claro sobre este punto, es comprender las verdades más profundas: es llegar a ser inteligente. Los seres más inteligentes son los más humildes y viceversa. Naturalmente hablando, un ángel es más humilde que el hombre, porque es más inteligente. Lo que nos da la humildad, es una mirada aguda sobre la trascendencia de Dios. «Yo te alabo, Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños»: Jesús no dice los tontos, sino los pequeños, que son al mismo tiempo los más inteligentes. Como dice Dostoyevski, existe la inteligencia principal y la inteligencia secundaria. La inteligencia secundaria es la riqueza de las ideas con el arte de manipularlas: sobre ese terreno, los ordenadores son mejores que el hombre. Pero la verdadera inteligencia, la inteligencia principal, es el candor de una mirada que penetra en el fondo de las cosas. Desde ese punto de vista, Bernardette era más inteligente que toda la filosofía moderna impermeable a las luces que la harían humilde. La verdadera inteligencia viene del don de inteligencia, sobre el cual sopla el Espíritu; es esa inteligencia la que nos hace humildes. Está lejos del complejo de inferioridad: es incluso exactamente lo contrario, pues el -- 49 --
complejo de inferioridad y el de superioridad en el fondo son lo mismo; es la mirada sobre sí, no la simple conciencia de sí mismo (ésta es inevitable, y la santísima Virgen la tenía), sino el hecho de detenerse sobre sí, de no despegar fácilmente. Una mirada humilde es fascinada por algo distinto de sí, y liberada así de toda complicación. Los genios son a menudo orgullosos, pero en el momento en que son captados por su objeto, son forzosamente humildes, porque se olvidan de sí mismos. Solamente después se vuelven orgullosos, alegrándose de ser visitados por una luz semejante. «Yo no sé quién hace mi música —decía Mozart—, pero ciertamente no soy yo…» Cuando se ha comprendido la inmensidad de Dios, poco a poco uno no puede ocuparse de otra cosa, y así se ve progresivamente liberado. Es la fascinación de Dios quien nos hace humildes. Hay quienes pasan el tiempo proclamándose pecadores, y no son humildes porque no aceptan ser olvidados, ni olvidarse. Nosotros ni siquiera merecemos ser despreciados. Es inútil dramatizar sobre nosotros mismos, no es interesante: lo único interesante es Dios. A medida que uno se interesa por Dios y se deja llevar por la corriente, pecadores o no pecadores aceptamos de buen grado ser sobre todo servidores inútiles y olvidados. No son las humillaciones las que nos harán humildes, pues podemos sobrellevarlas de una manera orgullosa. Si las aceptamos humildemente, pueden liberamos de las ilusiones y hacernos conscientes de nuestros límites; pero de por sí no son liberadoras, si no contemplamos al mismo tiempo la trascendencia de Dios. Cuando estamos contentos de nosotros mismos es que somos inconscientes. Las humillaciones nos liberan de esta inconsciencia, pero no de nosotros mismos. Es preciso que El crezca y que yo disminuya… La salida del sol disipará nuestras pequeñas luces, y las hará perderse en la Luz. El culmen de la humildad nos vendrá, pues, de la visión cara a cara. Mientras tanto, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más en contacto estamos con El, más crece El en nosotros y más disminuimos nosotros. No seremos nunca tan pequeños como la Verdad lo exige, a no ser cuando veamos la Verdad de cara. El modelo perfecto de la humildad es Jesucristo en cuanto hombre, porque él tenía la visión cara a cara. La humildad de la santísima Virgen es aún poca cosa al lado del anonadamiento de Cristo ante su propia persona. Dios sólo puede vencernos en nuestro lugar ofreciéndonos su intimidad: la humildad corresponde a la medida de la intimidad. Con frecuencia son las consolaciones, más que las humillaciones, las que nos hacen humildes. Tal es el don de lágrimas que nos da a la vez el sabor de Dios y el de nuestra nada. Nuestra nada nos desoía, pero el sabor -- 50 --
de nuestra nada es lo mismo que el sabor de Dios: no es el sabor de no ser nada, sino el de sentirse dependiente, que es algo positivo, y por consiguiente una alegría. Puesto que es Dios quien da la humildad, prácticamente nosotros no tenemos que hacer otra cosa que alejar los obstáculos, es decir, luchar contra el orgullo de manera que nos preparemos a recibir la humildad. La palabra de san Agustín debería hacernos temblar para toda la vida: «Los otros vicios nos hacen cometer obras malas; pero el orgullo ataca incluso a las obras buenas para hacerlas perecer.» ¿Cómo verificar entonces que arrojamos el orgullo de nuestros actos? Es como un siroco que se introduce por todas partes. No tenemos ningún medio material e infalible para descubrirlo. Si por otra parte uno se dice: Yo soy humilde, tampoco favorece la humildad, porque permanece centrado sobre sí. El único punto un poco verificable, son los pecados de orgullo manifiesto: una excesiva satisfacción de sí… o un excesivo descontento, pues vienen a ser lo mismo, significan que uno se entretiene en contemplarse. Tanto si se hace para alegrarse como para afligirse, es un desorden que tiene su raíz en el orgullo. Pero no siempre es fácil no pensar en sí mismo; lo mejor entonces es humillarse por ese mismo orgullo, y ofrecerlo como una miseria. A partir del momento en que nuestro juicio reniega de él, no hay más que pedir a Dios que haga el resto y que queme este mal que está en nosotros. El que así lo hace se libra de lo peor, porque se libra de la obstinación.
PEDIR PERDÓN ANTES DE SABER POR QUÉ El orgullo resulta muy grave a partir del momento en que pervierte el juicio. Mientras están en juego sólo la imaginación y los nervios, no es demasiado grave. No hay más que poner un poco de humor en ello y decirse: estoy haciendo el loco. Pero a partir del momento en que se interesa el juicio, la cosa se agrava seriamente, porque precisamente no puede uno percatarse de ello y se queda encerrado en la ilusión. Estamos convencidos de que hay que preocuparse de ciertas tendencias, estamos dispuestos a hacer mucho para luchar contra ellas, para agere contra (resistir a la naturaleza): pero seguimos siendo incapaces de poner di dedo en la llaga. El fruto más temible del orgullo es, pues, la obstinación del juicio. «¿De dónde viene que un espíritu que cojea nos irrita, y un cojo no nos irrita? Es que el cojo reconoce que cojea, mientras que el espíritu que cojea pretende andar derecho y sostiene que son los otros los que cojean» (Pascal). ¿Pero cómo luchar contra eso, contra una ilusión tan invencible? Yo no veo más que un medio: tenemos que estar convencidos de que nos equivocamos, y estar convencidos de ello de antemano. Eso no quiere decir que nos equivoquemos en todo: nosotros recibimos la enseñanza de la -- 51 --
Iglesia, estamos en la verdad, pero debemos estar convencidos de que la manera como hacemos pasar estas verdades a nuestra vida, mezcla en ello tinieblas que vienen de nosotros. No podemos pensar en algo recto sin mezclar en ello algo torcido. Hay que sufrir por ello y no perder la cabeza, no querer a toda costa discernir las tinieblas de la luz, pues en este esfuerzo habría aún tinieblas. Ser humilde es denunciar las tinieblas en las que nos obstinamos, reconocer que están ahí antes de haberlas descubierto. Se trata de cosas demasiado profundas para que las percibamos: para verlas, hay que humillarse antes de comprender. Es preciso sentir que Dios nos hace reproches sin que nosotros sepamos por qué, y hay que inclinarse sin discutir: si no, es que procede de la obstinación del juicio que quiere apoderarse de la luz por sí mismo. Necesitamos, pues, pedir perdón por nuestro pecado antes de saber por cuál. Tan pronto como tiene lugar ese movimiento, que brota del fondo del corazón, la luz penetra en nosotros y nos hace ver las tinieblas de las que éramos culpables. Tal situación no siempre resulta divertida, pero no queda más alternativa que tomarla o dejarla; si tenemos el sentido de la trascendencia de Dios, comprenderemos que no podemos pedirle cuentas. Exigirle explicaciones, es ya un pecado, como discutir u obstinarse. Esta actitud, que es común a todos, es en el fondo el único peligro verdadero que corremos. Si perseveramos en ella, rechazamos al Espíritu Santo. He aquí por qué san Pablo nos dice: «Obremos nuestra salvación con temor y temblor», no porque somos débiles, sino porque somos orgullosos. Temamos tener la fuerza de respingar bajo el aguijón y de rechazar al Espíritu Santo. El espíritu de fe está en los antípodas de la obstinación, pues declara la desviación de nuestro juicio en favor de la confianza en otro. Lo importante en la fe no es tal o cual verdad (de la que podemos siempre apoderarnos para devenir heréticos), sino la flexibilidad inenarrable de la adhesión. Es necesario que se cumpla en todo momento este movimiento de la fe: es preciso renunciar a comprender a todas las escalas, para comprender según una luz que Dios nos dará. La fe es la preferencia permanente dada a una luz distinta de la nuestra. Es muy difícil, pero eso nos abre las puertas del Reino. Releed en la Carta a los Hebreos el elogio de la fe… Podría decirse que, si el mundo no marcha mejor, es por falta de ciertos actos de los que Dios tiene necesidad. Es necesario que haya en la tierra un cierto número de hombres que hagan actos de fe como el de Abraham. Cuando una criatura humana llega a realizar un acto semejante, ello produce silenciosamente una deflagración más fantástica que una bomba de hidrógeno, porque abre las compuertas del cielo, y los méritos y los teso-- 52 --
ros acumulados por Cristo y los santos pueden extenderse sobre la tierra. Y Dios conduce el mundo para obtener tales actos. Por eso el ritmo de Dios no es el nuestro. Cuando queremos construir una casa, estamos obligados a hacerla progresivamente. Dios no tiene necesidad de estas dilaciones. Él dijo: Que exista la luz, y la luz existió. La única dilación que se impone a Dios es la que viene de la libertad humana, porque Él quiere respetarla. Él quiere salvarnos en un instante, y lo puede, pero quiere hacerlo en respuesta a un acto de fe. Para obtener este acto de fe, necesita a menudo años. Entonces, El espera… y eso da lugar a procesos muy curiosos. Él nos dice, por ejemplo: «Comienza esta obra; vamos, Yo estoy contigo.» Se comienza la casa. Se pone la primera piedra, luego algunas otras…, y se detiene. No avanza más…, y puede durar años. A nuestros ojos, es tiempo perdido. No comprendemos que Dios trabaja durante ese tiempo y que en realidad la casa avanza, pues la verdadera casa somos nosotros: Dios espera solamente que seamos capaces de realizar un determinado acto de fe, y éste precisamente constituye el último toque de la obra tal como Dios la construye. Desde el momento en que se realiza este acto, inmediatamente la casa está terminada. Para el apostolado ocurre lo mismo. Parece que no hay medio de atravesar tal o cual fortaleza…; quizá no se llegará poco a poco, pero todo se derrumbará de una vez como las murallas de Jericó. Sólo hay que dar siete vueltas alrededor…, y cada una de estas «vueltas» puede durar siglos. Todo está en que Dios se conmueva hasta ahí (quiero decir, hasta derribar las murallas). Y para eso hay un grado inaudito de confianza y de humildad que El espera de nosotros. Él quiere hallar adoradores que vayan también hasta ahí, para conmoverse en la misma medida de su confianza. Pensad en el sacrificio de Abraham. Dios se contradice a sí mismo pidiendo precisamente la inmolación de la realización de la Promesa. El no espera de Abraham ni el heroísmo ni la resignación, sino la fe. Una fe tan pura e insondable, que el menor movimiento de orgullo, en una situación así, detendría la máquina y haría imposible un acto semejante.
SÓLO LA PASIVIDAD ES INFINITA Los actos de confianza son el privilegio de los humildes. Mediréis vuestra humildad por vuestra confianza, porque precisamente para tener confianza no hay que contemplarse, sino contemplar únicamente a Dios y lo que Él quiere hacer. La dificultad de la fe es la misma que la de la humildad: se trata siempre de dar la preferencia a la dimensión pasiva e infinita de nuestro espíritu, la que acoge y espera, sobre la dimensión activa y dinámica que adopta forzosamente los límites de nuestra naturaleza. £1 único acto infinito que podemos hacer es el de ser pasivos y recibir. -- 53 --
El pecado de orgullo más profundo y más irremediable (el que quizá cometieron los ángeles) consistirá, pues, exactamente en rehusar la acogida de lo infinito para «contentarse» con lo que está a nuestro alcance. Este orgullo podrá fácilmente revestir una apariencia de humildad: «Yo no pido tanto, no apunto tan alto, acepto con modestia los límites de la condición humana. Evidentemente, es muy hermosa la dicha infinita que se me ofrece; pero eso cuesta demasiado caro, es un poco loco, me supera… y no viene de mí: de modo que me resigno.» Creo que el pecado de Satanás —el primero— fue cometido muy cortésmente, muy correctamente, en nombre de la moral, en cierta manera (la que Satanás opone a Dios, pero muy respetuosamente, «si puedo permitirme…»), sin odio aparente en el primer momento (¡evidentemente, se desquitó después!). En la seducción que el demonio ejerce sobre los hombres, les inspira a menudo esta actitud: hacerse una virtud de no pedir demasiado a la vida. Tal modestia puede ser la peor de las autosuficiencias y una forma de negarse a perder pie; uno encuentra contrario a su dignidad dejarse invadir por una alegría infinita. El hombre de rostro virtuoso (que nosotros adoramos secretamente más que a Dios) no debe enloquecer por nada, ni siquiera de alegría…, ni siquiera por Dios. Es precisamente a este pecado al que se aplica la maldición del Apocalipsis: «Si fueras caliente o frío…» No obstante, es mejor equivocarse de infinito que renunciar al infinito. Así, pues, conviene tratar de ver lo que, en nuestra vida, resalta de esta actitud. Esto no resulta visible como un pecado material; es necesario pedir la luz que nos liberará… pero no sin antes habernos desgarrado. Tal es la conversión que hará de nosotros niños. Un niño es alguien que se alegra de ser aventajado, porque ¡es tan bonita la vida! Volver a encontrar tal ligereza exige una verdadera muerte. Lo más doloroso, en la agitación de algunos para «reformarse», es el esfuerzo de la criatura por sustituir su iniciativa a la única actividad infinita que se nos ofrece, y que es el silencio. No hay otra alternativa, el silencio o la acción: saber esperar o no saber esperar… Siempre tenemos buenos pretextos para rechazar el silencio y la paciencia —es decir, las caricaturas del silencio y de la paciencia—, todas las inercias y las esclerosis que la sabiduría de los hombres impone en nombre de la docilidad y que son una forma más de rechazar el infinito, como la agitación actual. Preferir una obra humana a una obra divina es renunciar a hacer todo porque se quiere hacer algo. No hay más que una manera de hacer todo: dejarse hacer completamente por Dios. Entonces nuestra acción tendrá las dimensiones de las suyas, será tan extensa «como las riberas del mar»… -- 54 --
Cuando queramos apreciar el valor de nuestros actos no miremos los resultados visibles (que son siempre limitados), sino preguntémonos si nuestra vida tiene un valor infinito o no. Esta tiene un valor infinito desde el momento en que nosotros nos sometemos a Dios y damos la preferencia a esta serie de palabras: silencio, paciencia, espera, obediencia; cosas todas que provocan en nuestra naturaleza una verdadera repulsión…, sobre todo hoy. Naturalmente, habría que matizar todo esto, mostrar que se trata de la actitud invisible y no de nuestra vida aparente, que puede ser muy agitada. La vida espiritual no es un sueño, es una intensidad inaudita en la acción o en la contemplación. Pero no es una intensidad nerviosa. El padre Kolbe había fundado una ciudad religiosa editando periódicos y más activa que una colmena. Pero él repetía a sus discípulos: «¿Cuál es el verdadero progreso de nuestra ciudad? No es el de doblar nuestra tirada: son nuestras almas. Si nos dispersan y se echa todo a rodar, pero nuestras almas crecen, en verdad nuestra obra estará en pleno desarrollo.» «Una sola cosa es necesaria.» Vivamos a este nivel, no en el orden de la ejecución (eso no tiene ninguna importancia), sino en el orden de la intención. Digo esto, porque podemos hacer muchos esfuerzos en balde. Comprenderlo es el único modo de proclamar que Dios es Dios. No hay que pretender «hacer un servicio» a Dios en detrimento de su gloria. Hombres que hacen algo visible, El encontrará siempre todos los que quiera; pero amor, humildad, fe, ¿lo encontrará el Hijo del Hombre cuando vuelva sobre la tierra…? Desde el momento en que alguien se entrega a Dios, no hay ninguna dificultad para £1 en colmarle de los dones que hizo al padre Kolbe. La dificultad, incluso para Dios, está en encontrar una libertad que se dé verdaderamente. De éstas no hay suficientes. Puede faltar un milímetro, pero ese milímetro es un abismo. Ejemplo: Dios prepara una cosecha abundante a uno de sus obreros; si éste, en un momento cualquiera, sustituye la idea de Dios por la suya propia, todo se habrá perdido. La Vida de Jesús, de Renán, o El capital, de Marx, pueden convertir a alguien tanto como los Padres de la Iglesia si el Espíritu Santo se mezcla en ello. Y, sin embargo, no serán frutos causados por Marx o por Renán: de ninguna manera este bien habrá sido hecho por ellos. Muchos dirán igualmente: «Nosotros hemos profetizado en tu nombre», y habrán realizado incluso conversiones, pero Jesús les dirá: «No os conozco.» En realidad, será alguien que ha orado (que ha recogido un alfiler en el momento oportuno), quien lo habrá realizado. ¿Estamos verdaderamente a la altura de nuestras obras? Cansaos de hablar de Dios durante horas a un sordomudo (espiritualmente), no conse-- 55 --
guiréis nada: es normal. Alguien llega después de vosotros y dice una sola palabra: pasa la gracia a través de esa palabra… y la iluminación se realiza. Se me dirá: «Pero entonces, ¿no se colabora nunca con la gracia?» Sí, pero en la medida de nuestra confianza y de nuestra caridad. Existe verdaderamente una fecundidad espiritual que puede, por lo demás, ejercerse a través de nuestras palabras, pero de suyo es un misterio invisible. Es imposible saber cómo sucede eso: el apóstol fiel ve que su palabra produce fruto, pero él no sabe cómo (tampoco sabemos exactamente de qué forma hace Dios fecunda la generación natural…).
SEPTIMA VARIACION. EL MONASTERIO DE LAS PURIFICACIONES Acabamos de ver que todo se juega y se decide en nuestra vida en torno al combate entre el orgullo y la humildad. Tres anotaciones respecto del orgullo: 1. Ataca incluso a las obras buenas. No basta, pues, hacer el bien para librarse de él. 2. No hay pecado grave sin orgullo (lo que san Juan llama el orgullo de la vida, la voluntad de afirmar nuestras exigencias). Pero entre los pecados veniales, hay que distinguir claramente los que son inspirados por el orgullo de los que proceden solamente de la debilidad. 3. Hay que distinguir también, sobre todo en este orden, los pecados ocasionales y el estado de pecado. No hay nada que decir a una conciencia a propósito de los pecados que pasan. Ella ve que ha pecado, lo siente, pide perdón: es difícil hacer otra cosa. Se puede indicar los medios a tomar para evitar recaer en ciertas faltas, pero eso es todo: esta conciencia tiene claro lo esencial. Las faltas inquietantes son las que duran, a las cuales se está apegado, las faltas que se tiene tendencia a justificar. En esas faltas hay siempre orgullo. Si hay tal diferencia entre el orgullo y los otros vicios, hay también una gran diferencia en la manera de luchar. Para luchar contra los otros vicios, hay que combatir, hacer esfuerzos, fijarse una meta, determinar los medios, perseguir enérgicamente la ejecución del plan. La dificultad concierne generalmente a la elección y a la aplicación de los medios: lo que falta muy a menudo es una determinación franca y vigorosa.
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Pero cuando se trata del orgullo, nos equivocamos en la meta. Para ser liberado de esta ceguera, no se trata de luchar o de dominarse, sino de convertirse. El problema ya no es de progresar hacia una meta (lo que se llama precisamente «hacer progresos»), sino cambiar de dirección, elegir otra meta, «invertir el vapor», quemar lo que se ha adorado, adorar lo que se ha quemado. La gracia de la conversión no es, en primer lugar, una gracia de fuerza, sino de luz, una luz que no podemos fabricar nosotros mismos. Dios no nos pide que la fabriquemos, sino que la acojamos y, para disponernos a ello, que la esperemos ansiosamente: tal es la fidelidad de los que velan mientras esperan la visita del Maestro. Obtendremos la gracia de esta visita en la medida en que aceptemos tener necesidad de ella, cada vez más dolorosamente. Cuando María Magdalena vio a Cristo, comprendió lo que había hecho. Su visión del mundo cambió en un instante. Pero esto no se produce a nuestro gusto: todo lo que podemos hacer es gemir, orar, invocar al Espíritu Santo. Recordemos a Pedro. Cada vez que se trataba de la cruz, decía: «¡Eso no sucederá así!» Él no tenía más que un medio de convertirse, traicionar a Cristo. Por supuesto, aquello no fue invención suya… Ya veis cómo el orgullo se desliza en las obras buenas. Estaba muy bien querer defender a Cristo contra los fariseos, pero el orgullo se deslizaba en ello… Cristo permite entonces que Pedro cometa una gran falta patente a simple vista. Al principio, no comprendió nada; ni siquiera caía en la cuenta de esta traición inconcebible: era juguete de Satanás. Contemplad, pues, ahí el milagro de la gracia. Pedro está a punto de renegar de Jesús con la más perfecta convicción… Nada podía detenerle, a no ser una luz para la que él no se preparaba en absoluto. Jesús le mira: su visión del mundo cambia, se invierte, todo se viene abajo. Ya no dirá: «Yo moriré por ti.» Apenas osará decir, con el corazón dolorido: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.» Extraordinario ejemplo de lo que se puede llamar las purificaciones pasivas. Toda conversión es esencialmente pasiva. Es una gracia que se establece en nosotros, una luz imprevista e imprevisible por la que uno se deja invadir hasta la división del alma y del espíritu. Uno es completamente cambiado: siempre es un verdadero milagro. Las lágrimas que eso provoca sobre los pecados pasados no son ya preocupaciones o temores. Se ve que se ha rechazado al Amor, y que este mismo Amor se ofrece a nosotros de nuevo, más que nunca. Nos hemos preferido a Dios, tenemos el corazón partido. Todas las veces que eso sucede, aun en el plano del pecado venial, al final del camino surgen las mismas lágrimas.
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La conversión supone nuestro consentimiento, pero es, a pesar de todo, algo que se padece y no que se fabrica, porque es el eje de nuestra vida que cambia. Por nosotros mismos, no podemos ir hasta ahí; podemos mejorar los medios, no podemos mejorar la meta.
EL IMPLACABLE AMOR He empleado la palabra purificación. ¿Qué quiere decir? Normalmente, una vez que uno se ha convertido, se ha convertido. Sí, pero no es tan simple: examinemos la situación con realismo y precisión. Hay un lugar que se llama purgatorio, y ya sabéis lo que se hace allí: propiamente hablando, por lo demás, allí no se hace nada, se contentan con sufrir. ¿Por qué? Se padece una pena para pagar una deuda, para satisfacer a la justicia de Dios, justicia que las almas del purgatorio aman también y quieren con todas sus fuerzas. Eso pide una aclaración. Cristo ha muerto en la cruz para reconciliarnos con el Padre: era preciso satisfacer a las exigencias del amor herido antes de sanar la naturaleza humana. Hoy tenemos tendencia a ver en el pecado ante todo una enfermedad. La máquina está estropeada, hay que repararla: Cristo, como el buen samaritano, viene a inclinarse sobre ella para restituirle su vigor primitivo. Es verdad, pero no es el mismo misterio de la redención. El misterio de la redención es otra cosa, de la que no gusta mucho hablar. No gustan las palabras de reparación y de satisfacción; se las rechaza en nombre del Amor porque, se dice, toda esa historia de una deuda que pagar no son más que nociones jurídicas: entre Dios y nosotros hay otras relaciones distintas de las de un juez o un policía con su prisionero. Dios no es un comerciante: «Aquí tiene su factura, si quiere pagar…» Es lo que dice la mentalidad moderna, y estamos todos contaminados por ello. Ahora bien, precisamente si nos mantenemos en el Amor, no hay que desconocer su naturaleza y su estructura. El amor que tenemos por Dios se dirige a Alguien: no a un cordero que sería bueno para comer, o a un libro bueno para leer, sino a Alguien. Lo que llamamos la Justicia es sencillamente el respeto de la persona en cuanto persona: es lo que nos hace sentir que no se trata a una persona como una cosa. Pero este respeto es precisamente un fruto del amor, es la conciencia de que hay que amar al otro en cuanto otro. La justicia es este aspecto del amor que respeta al otro, su ser, sus derechos, su voluntad. Toda clase de accidentes pueden sobrevenir para turbar la amistad entre dos amigos íntimos. Esto puede llevarlos a la incapacidad de corresponder, lo que basta para interrumpir el diálogo: hay que restablecer la comunicación —como se repara una línea telegráfica— para que su canto -- 58 --
pueda abrirse de nuevo. Aquí se trata de una rotura material. Pero también puede haber rotura espiritual: la ruptura de la amistad misma. El amor también tiene su orden, su estructura, sus exigencias. Este orden es perjudicado desde el momento en que uno de los amigos falta a la delicadeza, por ejemplo, si no capta o no respeta los matices y las finuras de la amistad. Pero si este amigo comete una falta más grave, hay ruptura. Cuando se dice que dos personas «han roto», se denuncia la ruptura de un orden moral, mucho más grave que las peores catástrofes, precisamente porque el orden del amor es más precioso que todo. Hay que reparar la amistad rota antes que toda otra cosa. Antes de curar sus heridas, los dos amigos deben, en primer lugar, curar su amor. Eso es lo más importante, lo más urgente y exigente. El pecado rompe la amistad con Dios y acarrea para el hombre una serie de desgracias, una especie de descomposición; lo sumerge en la miseria y la ceguera. Pero no es eso lo más grave: antes de sumergimos en estas tinieblas y en esta desgracia, el pecado hace de nosotros enemigos de Dios e hijos de la ira… Eso es lo más grave, y no se puede reparar una fractura. La primera necesidad del amigo que ha roto, es la de reconciliarse; si se ha equivocado, ofrece una reparación por sus errores. Es normal. Un amigo que no tuviera este deseo, no sería un verdadero amigo. Si nosotros no sentimos este deseo para con Dios, ¡mala señal! El género humano ha roto con Dios. Cristo ha ofrecido sobreabundantemente la reparación —la satisfacción— por el pecado original y por todos los pecados del mundo. Pero puede pedirnos tomar parte en ello, en una medida, por otra parte, variable. Puede también no pedir nada, puesto que ha reparado sobre- abundantemente. Cuando le agrada a Dios aplicar a un hombre el precio de la sangre de su Hijo, le da todo sin pedir nada —si no es la muerte misma—, que no es poca cosa, y nos configura a la muerte de Cristo. Un hombre que ha cometido todos los pecados posibles y se convierte, recibe el bautismo y muere, va derecho al Cielo. Ninguna ruptura se opone a su unión inmediata con Dios: tan pronto como ha recibido el bautismo, se ha hecho perfectamente digno. Cuando estemos aplastados por un sentimiento de indignidad con respecto a Dios, pensemos que una sola gota de la sangre de Cristo borra nuestra indignidad. Nosotros estamos seguros de que sucede así con el bautismo, que somos reconciliados y no tenemos nada que ofrecer para reparar. Estamos seguros de ello en el caso del bautismo, pero eso no quiere decir que sea el único caso. No tenemos que orar por los niños que mueren bautizados: debemos solamente dar gracias, pues estamos seguros de que están en el Gelo. Eso no impide esperar para los demás, para todos -- 59 --
los demás, una buena medida, apretada, colmada, desbordante…, pero hay que esperar en la súplica confiante, que no es lo mismo. El purgatorio que nosotros haremos (o que no haremos) no depende en absoluto de la cantidad de nuestros pecados, sino de saber si jugamos a la banca del amor o no. El verdadero amor no exige garantías, y desde que ha renunciado a ellas, recibe todo.
EL AMOR DE DIOS PROVOCA ÉL MIEDO DE DIOS He insistido sobre la satisfacción, porque es la medula del misterio de la redención, pero también para subrayar que las purificaciones pasivas son otra cosa. Si Dios nos pide que las padezcamos no es simplemente para reparar, sino porque tenemos necesidad de ellas para ser curados. Los que aceptan esta verdad y se ofrecen al tratamiento, llegan a la caridad perfecta que permitirá a Dios, si eso le agrada, dispensarlos de toda reparación. De hecho, El los dispensará seguramente de reparar por ellos mismos: pero puede pedirles participar en la redención del mundo y en la Pasión de Cristo, según una medida absolutamente gratuita fijada por la Sabiduría. Por consiguiente, hay que sufrir: ya para satisfacer a la justicia, ya para ser curados por la misericordia. Los que se ofrecen a la misericordia (pensad en el acto de ofrenda de Teresa del Niño Jesús) saben que Dios no les pide ninguna expiación: Él les ha perdonado ya todo, sólo les pide que se dejen abrasar por la misericordia. Eso sigue siendo doloroso, pero en un clima de misericordia y no de justicia. Lo que es extraño, lo que nos cuesta mucho comprender, es que podamos ser perdonados, totalmente perdonados, reconciliados con Dios… y tener todavía necesidad de padecer un tratamiento doloroso. En efecto, aun reconciliados, durante mucho tiempo somos incapaces de soportar la invasión excesiva del amor. Es como un estómago que estuvo demasiado tiempo vacío. Hay que realimentarlo por etapas. O como unos ojos habituados a la oscuridad de las grutas: el subir a la superficie no resulta fácil y, a pesar de todas las precauciones, es muy doloroso. No es, pues, solamente una cuestión de justicia o de satisfacción. Un pecador que se acaba de bautizar va directamente al cielo, si viene a morir en ese estado. Puede incluso llegar a ser un gran santo, franqueando en unos instantes las etapas que llevan a la perfección, y muriendo de contrición, como la pecadora de que habla mucho Teresa, la noche misma de su conversión. Pero si no muere de eso, el amor de este hombre sigue siendo débil: es la más pequeña de todas las semillas que componen su psicología, y no puede acoger el amor de Dios más que en muy pequeña dosis. Si Dios quiere que crezca permaneciendo en la tierra, va a haber necesariamente un combate doloroso entre la vida divina de este hombre -- 60 --
y «la vida de pecado» de que habla san Pablo. Va a descubrirse incapaz, a causa de todo su ser (lo que san Pablo llama su cuerpo de muerte), de realizar los actos de confianza que el amor le invita a realizar de una manera cada vez más apremiante (la caridad de Dios nos apremia). Para realizar un acto humano, todo lo espiritual que se quiera, el hombre tiene necesidad de todo su ser, alma y cuerpo. Un alienado, en el sentido fuerte del término, no puede realizar actos humanos, porque su alma está prisionera de su cuerpo perturbado (puede estar en estado de gracia, pero podemos preguntarnos si puede realizar actos de vida teologal, porque son también actos humanos). Yo hablo aquí haciendo abstracción de los destellos de lucidez, durante los cuales este hombre puede avanzar a una velocidad fulminante, o bien en la hipótesis (más teórica que real) de que no hubiera destellos de lucidez. La locura (o más precisamente la psicosis) es, por otra parte, un misterio sobre el cual habría mucho que decir, y del que me reservo hablar un día. La antipsiquiatría presiente que los psicóticos tendrían mucho que enseñarnos, pero esta disciplina se mueve en unas tinieblas tan asfixiantes como las de la psiquiatría clásica. Un psicótico es un hombre que padece sin defensa los contragolpes del desacuerdo entre su alma y Dios, y atraviesa así un purgatorio difícil de descifrar para nosotros. Un neurótico se protege por medio de defensas rígidas contra los efectos del mismo desacuerdo. Un santo roza la psicosis porque tampoco se defiende…, pero no hay desacuerdo entre él y Dios. De este modo, pues, podemos tener deseos de decir fiat a la voluntad de Dios (unos deseos devoradores que vienen del Espíritu Santo), siendo incapaces de dejar salir este fiat, porque nuestro corazón es enemigo de Dios a pesar nuestro, y por el momento no podemos nada. La gracia santificante nos hace dignos de la visión cara a cara… y, sin embargo, no somos capaces de hacer frente al Espíritu Santo, no podemos soportar que la vida divina se precipite en nosotros sin medida, antes de haber sido purificados. No es culpa de Dios, que nos estaría castigando de ese modo; tampoco es culpa nuestra (o no lo es más), pero es así: «No hago el bien que quiero.» «El espíritu está pronto, pero la carne es débil.» Nuestros deseos son ilimitados, se lanzan hacia Dios porque vienen de Dios…, pero nuestra carne no puede seguir porque es demasiado pesada; pesada por nuestros pecados pasados, por los pecados del mundo que nos rodea y especialmente por los de los que llevamos el atavismo. La carne no es solamente lo que se llama los pecados de la carne, es algo que no sabe reaccionar con confianza a las llamadas de Dios.
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Dios es un fuego devorador, una zarza ardiente. Por todas partes donde hay Presencia real, se podría escribir: «Alta tensión, peligro de muerte…»
LA MUERTE, LA LOCURA, LA DESESPERACIÓN Los israelitas lo sabían muy bien, ellos tenían este sentido: «He visto a Dios, voy a morir…» Es peligroso, porque es demasiado intenso, demasiado fuerte. Ni Dios puede hacer nada. O, más bien, puede hacer algo, pero desde el momento en que ha consentido el pecado del hombre, ha consentido a no poder precipitarse en nosotros sin precaución. Eso produciría tres efectos: en el cuerpo, la muerte; en los nervios, la locura; en el alma, la desesperación. Esto es lo que quiere decir ‗ser enemigo de Dios‘: nuestro ser reacciona a la proximidad de Dios como a la proximidad de un enemigo. Es irresistible, y una vez más, Dios no puede hacer nada, y nuestra buena voluntad tampoco. Todo lo que Dios puede hacer (con nuestra buena voluntad), es acercarse dulcemente y provocar en nosotros reacciones «atenuadas» (en el sentido médico) que nos preserven, poco a poco, o más bien, que suavicen progresivamente, hasta su desaparición total, las reacciones de rechazo de nuestro ser contra el injerto divino. Volvamos sobre los tres puntos: 1. Para el cuerpo, la muerte. «El último enemigo vencido será la muerte.» Estamos condenados a la muerte: los santos no escapan a ella, pero mueren de amor. El amor de Dios, después de haber destruido las resistencias de su ser, destruye finalmente esta vasija de tierra incapaz de soportar la gloria del alma. En tiempos de Teresa, se deseaba mucho en su medio «morir de amor», o al menos en un acto delicado para el que intentaba entrenarse. En realidad, para morir de amor hay una sola condición, es la de ser un santo. Los santos mueren de amor porque nuestro cuerpo de arcilla no puede soportar una dosis demasiado fuerte de vida divina. La santísima Virgen y Cristo son, a este respecto, la excepción milagrosa que confirma la regla. Bossuet lo dice muy bien a propósito de la Asunción: no fue un milagro, sino el fin del milagro que permitía a la santísima Virgen no ser consumida por este fuego devorador… Este peso de amor excesivo que desgarra la envoltura del cuerpo no impide la enfermedad: al contrario, la provoca, al ofrecer al cuerpo una fuerza de resistencia indefinida contra las amenazas naturales de corrupción. Este doble efecto resulta de un único misterio: las primicias de la gloria (más exactamente, el germen de la gloria) fortifican ya el cuerpo contra sus enemigos naturales, mientras provocan poco a poco su disolución. Lo cual viene a decir, a fin de cuentas, que nuestro cuerpo de muerte forma -- 62 --
parte de los enemigos naturales al oponerse a la expansión del cuerpo glorioso, cuyo germen llevamos desde el bautismo. «A medida que el hombre exterior se descompone, el hombre interior se renueva día a día»: el sacramento de los enfermos es el signo eficaz de este misterio, por eso este sacramento tanto cura como ayuda a morir. En los dos casos, es el canal de la gloria triunfante de la corrupción. En la resurrección, nuestro cuerpo será hecho a medida para soportar la gloria del alma. Mientras tanto, la invasión del Amor es un peligro de muerte incluso para los santos, pues es una vida infinita que hace irrupción en una vasija de arcilla no apta para soportarla. 2. En los nervios, la locura. —Este resultado no es un efecto directo de la invasión del amor de Dios, sino, por el contrario, de la defensa que le opone nuestro organismo, mientras no haya sido purificado. Por eso dije que viene a ser el efecto de una invasión imprudente de la vida divina, como la invasión de la luz del día en una retina habituada durante meses a la oscuridad de una gruta sería intolerable para ésta y la volvería ciega. Yo preciso, pues, desde ahora, que los santos, desde aquí abajo, no conocen este peligro, porque el amor de Dios mismo ha inmunizado progresivamente sus. nervios, provocando una serie de reacciones «atenuadas» que apagan dulcemente la fiebre provocada por esta invasión. El amor de Dios obra exactamente como un virus: no es el virus quien da la fiebre, sino la defensa del organismo contra él. El amor de Dios nos da la fiebre porque nuestro ser se defiende contra él. Nosotros no podemos hacer nada, no hay buena voluntad que pueda impedirlo, y si Dios entrase sin precaución, habría tal fiebre en nuestros nervios, que estallarían. Hay en nosotros reflejos, «complejos», nudos afectivos tejidos por nuestros pecados pasados, por los de nuestros educadores (el psicoanálisis hallaría lugar aquí), y en general por el mundo que nos rodea. Todo este conjunto se erige contra Dios desesperadamente (ésa es la palabra exacta), cada vez que £1 trata de entrar y se queda a la puerta y llama. ¿Cómo queréis decir fiat si vuestros complejos no son liquidados y vuestros nervios limpiados? Tendréis miedo, no llegaréis a confiar ciegamente, con facilidad, con docilidad, como el Espíritu Santo lo necesita. A propósito del miedo, es preciso ver bien la diferencia entre los santos y nosotros. Los santos tienen miedo de la muerte y de lo que da la muerte, tanto o más que nosotros; pero no tienen miedo de la vida, porque no tienen miedo de Dios. Es casi la definición de un santo. Al mismo tiempo, no tienen miedo de las pruebas, porque ven en ellas la mano de Dios, en quien su confianza es ciega: y, por consiguiente, a fin de cuentas, no tienen miedo de la cruz, y de este modo no tienen miedo de nada. Tienen -- 63 --
miedo de la muerte en sí misma, tienen miedo del demonio en sí mismo mucho más que nosotros, porque lo conocen mejor que nosotros y lo sienten mejor que nosotros; pero no tienen miedo de los enfrentamientos que Dios les propone con estas realidades, porque su confianza es fácil. Por eso llevan la cruz, mientras que nosotros la arrastramos, porque no estamos reconciliados con Dios en nuestros nervios: el peso de Dios nos aplasta en lugar de levantarnos. Y yo digo que sin precaución eso produciría la locura. Se sabe que Pablo provocaba una neurosis en los perros presentándoles un signo que evocaba para ellos a la vez la carne y los palos. En pocas palabras, se trataba de dos signos que se aproximaban hasta hacerse indiscernibles: en este momento los nervios del perro estallaban. Pues bien, el amor de Dios imprudentemente inoculado produciría en nosotros la misma explosión, porque desencadenaría a la vez el deseo y el miedo en un grado insostenible. El amor de Dios desencadena el deseo, no solamente el deseo del alma, sino el del cuerpo, ávido de compartir la felicidad del alma. Una vez levantado por este ardor, el cuerpo reacciona según su propio modo. El amor de Dios desencadena así, al mismo tiempo que el deseo, una serie de reflejos que obstaculizan la unión: todas las ansiedades que exigen en lugar de suplicar, las revueltas y las impaciencias… y, por encima de todo, el miedo; puesto que estas fuerzas son incompatibles con la pureza de Dios, se sienten rechazadas y condenadas por esta pureza. De este modo, puede decirse que el amor de Dios provoca el miedo de Dios: él va a buscar las regiones oscuras de nuestro subconsciente, presenta a la luz del día su negrura. El alma se da cuenta de que un solo acto de confianza bastaría para salvarla y unirla a Dios, pero el deseo mismo que tiene de ello, despierta fuerzas inquietantes que impiden este acto de confianza. Resulta de ahí una perturbación más o menos grande, característica de las purificaciones pasivas. La fuente de agua viva está al alcance de nuestros labios, bastaría con beber en ella para que la montaña de nuestros pecados desapareciese en el océano de la misericordia, pero la emoción que el deseo provoca impide el movimiento que habría que hacer y provoca un dolor enloquecedor (cuyo reflejo han querido ser los dolores de Jesús sobre la cruz). Un ser tan lúcido ve muy bien que el obstáculo no es su indignidad, pues él ve que Dios le perdona todo y le ofrece todo; pero es él quien no tiene confianza y no llega a arrojarse en los brazos de Dios. Ve que el pecador más grande es perdonado totalmente desde que se desfonda como un niño, comprende las parábolas sobre el hijo pródigo y los obreros de la hora última; pero este acto de abandono, no puede hacerlo, sus nervios paralizan el impulso de confianza ciega que desesperadamente quisiera -- 64 --
tener. Entonces, en el momento mismo en que él tanto desea arrojarse en el corazón de Dios, experimenta en su paroxismo la tentación de la revuelta y el miedo de sucumbir a ella. Esto es lo que se produciría si el amor de Dios nos invadiese sin precaución. Y es también, finalmente, lo que se produce en parte cada vez que, con la suavidad de la paloma y la prudencia de la serpiente, trata de habituarnos progresivamente a esta invasión, procediendo por pequeños toques destinados a vacunarnos contra estas «reacciones de rechazo». Pero cuanto más suave va, más largo es. Normalmente, el tratamiento exige años…, toda la vida quizá si no estamos predestinados a conocer la curación total antes de la muerte… o si nuestra libertad no permite a Dios ir más de prisa. Porque nuestra libertad juega un gran papel en este asunto. No el que nuestro hombre viejo y nuestras ilusiones quisieran tener: reemplazar la acción de Dios o dispensarnos de ella por cierta generosidad «heroica», pretendiendo producir el acto de pura confianza antes de ser realmente capaces de ello. El papel de la libertad es el de ofrecerse inteligentemente, en una imperfección aceptada, a las iniciativas y a las invasiones del Espíritu Santo, de manera que le permitamos invadir a su ritmo, ni demasiado de prisa ni demasiado despacio. Tendremos que decir lo que eso conlleva, pero el primer esfuerzo consiste, quizá, en comprender de qué se trata, a fin de consentir mejor en ello. El riesgo que corremos, en efecto, es el de no estar enteramente purificados a la hora de nuestra muerte (ésta va incluida en el tratamiento). En ese momento, por nuestra falta —la falta precisa de no haber sabido comprender la misericordia hasta el punto de colaborar bien con ella—, nosotros mismos haremos de purgatorio. Teresa comprendió hasta qué punto Dios desea evitamos eso; por consiguiente, podemos evitarlo si, primeramente, creemos en ello. 3. En el alma, la desesperación. —No la desesperación de ser condenado por Dios, sino de condenarse uno mismo, viéndose incapaz de la confianza que nos salvaría. Hay que pasar por una desesperación semejante atenuada para que mueran las raíces orgullosas que hay en su origen. La salvación no es ofrecida a nuestro orgullo, sino a nuestra alma de niño. Para que la confianza se desarrolle (esa confianza que gime en los dolores del alumbramiento), es preciso que muera todo orgullo…, y el orgullo muere desesperado. No se puede hacer otra cosa, no se le puede desear otra cosa. Pero hay que desear que, al desesperar, no arrastre al Hijo de Dios en su naufragio. Por eso procede Dios con tanta delicadeza… -- 65 --
Nuestra situación es comparable a la de un país infestado de bandidos. Los bandidos son nuestros pecados, eventualmente nuestros vicios, más profundamente la parte de orgullo que se mezcla con nuestra misma virtud y que quiere violentamente ser algo. A causa de los bandidos, el país tiene muchas dificultades para vivir. La circulación no es segura, los intercambios difíciles, la vida cultural, las alegrías de la familia y de la amistad no se desarrollan. Es la situación a menudo descrita por los psiquiatras y violentamente gritada por los poetas: el hombre es un lobo para el hombre, no se comunica, no hay amor feliz. El pueblo aprende que en las fronteras reina un rey maravilloso dotado de una armada poderosa. En su desesperación, lanza un llamamiento al rey, que franquea la frontera con su armada. Apenas ha aparecido él, los bandidos van a ocultarse en lo más profundo de los bosques y de las grutas. El país respira, la vida prosigue, el rey ocupa sus buenas ciudades: es el fruto de nuestro don absoluto a Jesucristo… Nuestro corazón vuelve de nuevo a vivir, nuestras cualidades se desarrollan, conocemos la alegría y la paz. En realidad, estamos lejos de ello, y nuestro ideal es bien mediocre. Lo que llamamos la paz es más bien un compromiso, una dosificación entre el bien y el mal (¡llamada «equilibrio»!). Soñamos con una «coexistencia pacífica» entre el hombre viejo y el nuevo, nuestro corazón de piedra y nuestro corazón de carne, el orgullo y el espíritu de infancia: «No es brillante, pero, en fin, nos entendemos aún más o menos. ¡No hay que pedir demasiado! » Pero Cristo no ha venido para eso: «Os dejo mi paz, os doy mi paz. No os la doy como la da el mundo…» El mundo la da a modo de compromiso: Cristo quiere dárnosla por medio de la extinción de todo lo que amenaza la circulación del Amor. Entonces, el rey dice un día: «—Cuando vine, había bandidos en este país. ¿Qué ha sido de ellos? —Señor, están escondidos, duermen, son neutralizados… —Esto no puede seguir así: ¡hay que acabar con ellos! Voy a perseguirlos y exterminarlos. —¡Oh! ¡Pero vais a despertarlos! Tendremos de nuevo guerra… —No he venido a traeros la paz (según vuestra idea), sino una guerra de exterminación contra todo lo que amenaza mi paz. Toda criatura debe ser castigada por el fuego, y yo he venido a arrojar ese fuego sobre la tierra.» Es, por tanto, el rey mismo quien desencadena a los bandidos, que su presencia había adormecido. No hay que sorprenderse de que extrañas -- 66 --
tentaciones se despierten en nuestros corazones y en nuestros cuerpos después de largos años pasados al servicio de Cristo: despertar de fiebres adormecidas, o incluso eclosión de fiebres desconocidas. Es el Espíritu Santo quien provoca tales fiebres cuando nuestra hora ha llegado. Hay que saber eso, hay que comprender que es normal, pues llevamos en nosotros cosas peligrosas. Meditad la Corta a los Romanos: «Yo siento dos hombres en mí.» Pero no creáis que se trata de un estado definitivo. Muchos se imaginan que el ideal de la vida cristiana es evitar que el hombre viejo haga de las suyas. Hay que ir mucho más lejos, es preciso darle muerte. En las cartas pastorales, Pablo no dice lo mismo, sino: «He combatido el buen combate, mi carrera está terminada, espero la corona de justicia.» Mientras sintamos dos hombres en nosotros, no estamos completamente salvados. Tras varios años de vida cristiana o religiosa, alcanzamos un cierto límite que no podemos jamás sobrepasar por nosotros mismos. Hacemos progresos, pero dentro de límites estrechos. Llegamos entonces a la coexistencia pacífica de que hablaba: por nosotros mismos, lo repito, no podemos hacer más. Pero lo que es imposible a los hombres, es posible a Dios, y no tenemos derecho a dudar de ello.
OCTAVA VARIACION. LA MUERTE DEL HOMBRE VIEJO San Juan de la Cruz aparece en Occidente como el especialista de las purificaciones pasivas, pero es muy fastidioso que eso parezca el quehacer de un especialista, pues la realidad de que él trata no es una especialidad. No es evitando hablar de las purificaciones pasivas como nos dispensaremos de sufrirlas, sino al contrario: no basta con negar el infierno o el purgatorio para suprimirlos. Recuerdo haber dado la absolución en la carretera a un hombre que murió cinco minutos después. Si yo hubiese hecho auto-stop con él, no hubiera osado ciertamente hablarle de estas cosas, pues me hubiera dicho sin duda: Bueno, ése no es mi campo específico, ¿sabe?… Un cuarto de hora después sabía más que yo sobre todo eso. Yo sé y enseño «cosas», pero él, desde ahora, SABE. Si las cosas de que habla san Juan de la Cruz son reales, hay que admitir que es toda la realidad. Nuestros esfuerzos de perfección, nuestra ascesis es una purificación activa, y solamente tiene sentido al servicio de la gran purificación, que es pasiva. Repito que la grande, la única purificación, es en el fondo la del orgullo, que se hace a través de una serie de conversiones. He dicho que nosotros no podemos provocar nuestra conversión: por eso ésta es siempre una -- 67 --
purificación pasiva. Cuando se ha comprendido esto, se puede comenzar a mortificarse inteligente, mente. Este esfuerzo de inteligencia es un deber absoluto, es el deber de ser prudente, es decir, de no adoptar un medio de perfección más que después de haber verificado cuidadosamente que conduce a la meta. La prudencia cristiana no consiste en evitar los accidentes de automóvil (aunque hoy día no estaría de más que nos ayudara también en esto). Esta virtud no nos protege de las aventuras, sino que subordina, por el contrario, toda sabiduría humana a la gran aventura, la única locura que merece ser vivida: la búsqueda de Dios. No tenemos derecho a lanzarnos en esta aventura a lo que salga, a merced de nuestros deseos o de nuestras inquietudes. Hay que saber que todo lo que podemos hacer está d servicio de lo que no podemos hacer. Nuestra situación es compleja porque somos muy complicados, pero finalmente, cuando hemos comprendido bien, la conclusión práctica es sencilla. Pongamos una comparación. Uno va al médico y le dice: Yo sufro, hay algo que no marcha…, pero no sé qué. El médico, en general, tampoco lo sabe bien (y si es un buen médico, lo confiesa). Pero Jesucristo sí sabe. Entonces nos pregunta: ¿Quieres un tratamiento sintomático —que atenúa los efectos del mal, pero no destruye la causa— o un tratamiento verdadero? Generalmente preferimos el tratamiento sintomático y ni siquiera sabemos que existe otro (no tenemos ganas de saberlo). Él nos da, pues, medicamentos…, los medios de perfección tales como nosotros los comprendemos: recetas para mejorar la existencia, para «hacernos mejores, para poner a Dios en nuestra vida, etcétera». Y de hecho eso nos mejora, pero al cabo de tres meses, o de tres años, estamos obligados a constatar que hay siempre algo que no funciona. Entonces volvemos a ver al médico, y él nos dice: Le había prevenido. Puede muy bien vivir así, pero no hará muchos progresos, quizá incluso ciertas cosas se agraven. Si quiere verdaderamente ser liberado, tiene que aceptar sufrir una pequeña intervención… La purificación pasiva es sencillamente Dios que «interviene»… en el sentido quirúrgico de la palabra. Cuando se ha comprendido eso, la práctica cristiana no plantea más que un solo problema: ¿Acepto que El intervenga, sí o no? Yo os prometo de su parte que no os pide nada más. Pero es preciso ser lúcido y sincero: es necesario saber que va a ocurrir algo (y aceptarlo). Y no basta con dar un consentimiento en general, con someterse en general a la voluntad de Dios: Dios es tímido con nosotros, como todas las personas que aman. Hay que darle autorización para eso, para esta operación. Me diréis: Puesto que estoy dispuesto a someterme, eso debería bastar; ¿por qué es necesario todavía que se decida uno mismo? Ved la santísima Virgen: ella había dado su libertad desde siempre; sin embargo, El sintió la necesidad de pedirle autorización para encarnar-- 68 --
se: fue necesario que ella dijera sí a eso, que ella dijera fiat con esta idea precisa. Esta intervención de Dios es un asunto bastante importante. ¿Cómo nos pide El la autorización? Eso varía mucho, a veces es violento y rápido, a veces lento e insidioso. Nosotros hemos recibido la fe para oír esta demanda. Es, al fin y al cabo, la única meta. Tener fe no es un fin, es el comienzo de las sorpresas, tanto en el sentido de la miseria como en el sentido del esplendor. Es mucho más hermoso de lo que se cree, pero de ninguna manera como se lo imagina. Si hay tantos cristianos que no avanzan, si hay cristianos retardados (a distinguir de los tibios: los tibios no han arrancado, los retardados han arrancado, pero no tienen el impulso del principio), es porque no han comprendido que para franquear ciertos pasos hay que aceptar una intervención nueva de Dios y, si es preciso, hay que pedírsela. Podemos temer que Dios no encuentre suficiente generosidad en nosotros sobre ese punto: ¿cómo comprender, si no, que no seamos todos santos? Es necesario consentir, es necesario entregarse en las manos de Otro, y esto resulta difícil para nuestra naturaleza, no porque sea muy doloroso, sino porque es humillante. Somos seres sacudidos, presa de dos corrientes. No somos los dueños de nuestra máquina, ni en el sentido del bien ni en el sentido del mal: lo que arrastra al mundo son las realidades invisibles, los ángeles de luz y los ángeles de tinieblas. No debemos imaginarnos que nuestra capacidad de hacer el mal se limita a las virtualidades de nuestra miseria: se extiende a lo que las fuerzas del mal puedan hacer de ella… Pero, por otra parte, muy afortunadamente, nuestra capacidad para el bien se mide según lo que Dios puede sacar de esta misma miseria.
LOS DOS ABISMOS AL FINAL DEL CAMINO Nos vemos solicitados, en todo instante, por el doble atractivo de un polo de luz y de un polo de tinieblas. Para llegar a ser santos, basta con decir sí a la corriente que nos arrastra hacia la luz. No tenemos que fabricar la corriente: está ya ahí. Por otra parte, es seguro que acabaremos absorbidos por una de estas dos corrientes. En el manual de historia de los Liceos (1) antes de 1939, había una caricatura de la Asamblea, de Notables que precedía a ,1a Revolución de 1789. Los notables en cuestión estaban figurados por gansos, a los que se les decía: «—Queridos administrados, os he reunido para preguntaros en qué salsa deseáis ser comidos. -- 69 --
— ¡Pero nosotros no queremos en absoluto ser comidos! —Os salís de la cuestión…» Es más o menos nuestro diálogo con Dios, y eso data del pueblo de Israel en el desierto: «Mira, Israel. Yo coloco delante de ti el camino del bien y el camino del mal…» Pero nosotros buscamos siempre un tercer camino: somos utopistas, esperamos no ser devorados, ni por el bien ni por el mal. La tierra rueda en el vacío, en el infinito; el hombre también. Dos abismos de fuego le esperan al final del camino. Todo el ejercicio de la libertad consiste en elegir el que nos consumirá. Pero la mayoría de los hombres pasan su tiempo y emplean su libertad en retardar el momento de ser devorados —lo cual es una lástima para los cristianos—. Los seres humanos son trabajados por estas dos corrientes subterráneas: trabajo invisible, pero profundo, que explica sólo los excesos a los que la mayoría se entregan, en todos los sentidos. Los que querrían construir «un mundo mejor» se imaginan que van a encontrar hombres razonables. No es posible: el hombre razonable sería el que no es arrastrado por nada, ni por la locura de las tinieblas ni por la del amor de Dios. Lo que yo llamo las purificaciones pasivas, es un caso particular de este doble atractivo, de esta «postulación simultánea» (Baudelaire) para el bien y para el mal, que se ejerce en todo hombre. ¿Qué caso? El de los predestinados a una cierta incandescencia del amor de Dios, a un cierto exceso en el amor de Cristo… Los que el Abbé Pierre llama los excesivos del amor. Dicho de otra manera, los santos. Esos son trabajados de una manera especial, que tiene sus leyes propias. ¿Por qué las purificaciones son dolorosas? No veáis sobre todo en ello una exigencia pura y simple de la justicia, una cuestión de deuda o de castigo: os lo he dicho, toda deuda está pagada por la sangre de Cristo. Es tan verdad que a veces Dios purifica a un hombre perfectamente, en su alma y en su cuerpo, sin que tenga que sufrir. Para ello, solamente es necesario que sea purificado antes de haber realizado un acto humano (como Juan el Bautista). El bautismo del Espíritu ha limpiado en él las secuelas del pecado original, ha arrojado a los demonios antes de que este hombre haya tenido tiempo de obrar. No tendrá que convertirse conscientemente, y por eso su purificación no es dolorosa. La purificación pasiva es dolorosa en la medida en que implica una conversión. En el momento en que alcanzamos el uso de razón, la mayoría de entre nosotros no estamos aún castigados por el fuego y, por consiguiente, permanecemos vulnerables a las solicitaciones de un mundo pecador. Aunque estos hombres tengan la gracia excepcional de evitar el pecado mortal, no evitarán el pecado venial que segrega una especie de corteza o de quiste, que impide a la gracia trinitaria desarrollarse en plenitud. Esta -- 70 --
corteza se refuerza con los años, se desarrolla al amparo de la virtud, creando en nosotros esta fuerza cruel que san Juan llama el orgullo de la vida. El orgullo de la vida no es el orgullo puro y simple que consiste en rechazar el infinito (el verdadero infinito) prefiriendo la idolatría de nuestros límites. El orgullo de la vida se despierta con ocasión de los bienes sensibles; no siempre somos capaces de dominarlo, y por eso podemos ser perdonados. ¿En qué consiste este orgullo? Es sencillo, pero hace falta experiencia para comprenderlo. No todas las faltas y tentaciones se pueden echar en el mismo saco. Por eso san Ignacio (1) había comprendido muy bien que el combate espiritual es la lucha entre el orgullo y la humildad: es el sentido de la célebre meditación sobre las dos banderas. El ha preconizado, en consecuencia, el examen particular, hallazgo ingenioso a condición de que nos sirvamos de él inteligentemente. El examen particular concentra nuestra atención y nuestros esfuerzos sobre un solo defecto a la vez, dejando los otros provisionalmente descuidados. Es la táctica militar que consiste en atacar a cada enemigo por separado. Táctica excelente, pero que producirá sus frutos en la medida en que (1) Precisamente porque soy dominico, canto siempre las alabanzas de san Ignacio. Desde el momento en que una palabra es incandescente, toca toda palabra incandescente, porque toca el Evangelio. San Ignacio, como san Francisco de Sales no desteñido, es evangélico, es fuego. Santo Tomás y Teresa del Niño Jesús lo son también: lo que ocurre es que el fuego está adaptado a cada uno. Lo que opone las espiritualidades es su hundimiento. Si descendéis la pendiente, todo se opone; si la remontáis, todo se reconcilia. Sepamos distinguir las faltas peligrosas de las que no lo son. Ahora bien, muy a menudo, las faltas que hacen más ruido, las más visibles y las más humillantes, son las menos peligrosas. Por eso, en nuestros esfuerzos de perfección corremos mucho riesgo de colar el mosquito y tragarnos el camello. (1) Los Liceos, en Francia, son los Institutos de Enseñanza Media en España. (N. del T.)
LOS VEINTE CÉNTIMOS DE VINO Para evitar eso, hay que saber distinguir lo que es importante en él momento, estar atentos a lo que Dios nos pide en el momento. Puede ocurrir que, durante muchos años, un gran defecto que molesta a todo el mundo, comenzando por nosotros, a Dios no le preocupe lo más mínimo. Tratar de saber lo que molesta verdaderamente a Dios en nosotros, cuál es el ojo -- 71 --
o la mano que nos separa de El, tal es el sentido profundo del examen particular. ¿Cómo hacer este discernimiento? Buscando el dominio donde más profundamente se ejerce el orgullo de la vida. Ciertas faltas son casi de pura debilidad en nosotros: la gula, la murmuración, la ira pueden ser a veces faltas peligrosas, pero la mayoría de las veces no lo son, ya que no implican ese vértigo, esa embriaguez agradable o dolorosa en la que sentimos una cierta exaltación de nuestro yo, un regocijo y una auto-satisfacción a los que nuestro subconsciente está ferozmente ligado. (Precisamente esto coincide a menudo con lo que el psicoanálisis llama nuestros complejos.) Hay que distinguir bien entre el alcance de una tentación dejada a sí misma (aunque sea en materia grave) y el alcance de una tentación a la que viene a añadirse este elemento fuerte que se llama el orgullo de la vida. Por ejemplo, aceptaremos de buena gana ser mal vistos o despreciados por todo el mundo salvo por das o tres personas bien definidas. Las faltas de vanidad que cometemos con respecto a estas personas son mucho más serias y venenosas que una vanidad banal: si se nos toca en ese punto, se nos toca en la niña del ojo… Ahora bien, es sumamente difícil encontrar este punto neurálgico. Es la historia del mendigo que hace sus cuentas a partir de un presupuesto de cuarenta céntimos: «Veinte céntimos de vino, diez céntimos de pan y diez céntimos de salchichón. Sí, pero eso no da para mucho salchichón. Volvamos a comenzar: veinte céntimos de vino, doce céntimos de salchichón y ocho céntimos de pan. Así tampoco vale, no hay suficiente pan. Hagamos un nuevo presupuesto: veinte céntimos de vino, nueve céntimos de pan…», etc. No escatima esfuerzos en favor del vino, y ni siquiera se da cuenta de ello. ¡Es la viga que tiene en su ojo! Todos tenemos nuestros veinte céntimos de vino. Estamos dispuestos a hacer esfuerzos, a veces heroicos: pero no sobre el punto que ignoramos y que nos es más querido que la vida. En el pan y el salchichón, el mendigo puede hallar una satisfacción de gula, pero en el vino encuentra una exaltación que no le da solamente tal o cual placer limitado, sino un cierto sabor de infinito… El orgullo de la vida viene a meterse en todas las cosas, a veces sórdidas y a veces muy nobles, en las que ponemos parte de infinito y a las que pedimos no sólo el placer, sino la bienaventuranza. Muy a menudo —los psicoanalistas lo han señalado después de san Agustín— el orgullo de la vida viene a fijarse sobre una cierta idea de nosotros mismos, un ideal que tratamos de alcanzar a través de la ambición o de la virtud (poco importa), lo que Freud llama «el ideal del yo». Podemos saborear esta «imagen de marca», repito, a través de placeres completamente banales (sexuales en particular), pero podemos saborearla -- 72 --
también y mejor todavía a través de «la voluptuosidad del honor» y aquello que Baudelaire llamaba la embriaguez de la virtud, embriaguez que es el alma de todos los cátaros y de todos los fariseos. Hay que entrenarse en descubrir el orgullo de la vida a través de las mejores cosas, como se descubre el olor a chamuscado: desde el momento en que hay algo embriagador en el aire y perdemos un poco el control de la idea de renunciar a algo, debería ser una señal de alarma. Pero no lo vemos, pues la realidad que nos da de este modo la fiebre puede ser perfectamente respetable y digna de los más grandes sacrificios: puede ser la virtud o incluso la santidad. Creemos tener el derecho e incluso el deber de aferramos a ciertos valores, naturales y sobrenaturales, precisamente porque son valores, y no tenemos más que el embarazo de la elección para justificar nuestro orgullo con los más bellos pretextos. Desde el momento en que sufrimos demasiado por no alcanzar nuestro objetivo de perfección, debemos desconfiar, pudiendo fijarse este orgullo, como un parásito, aun en las obras cuya raíz es sobrenatural. El se oculta con todas sus fuerzas, y es a él, sin embargo, a quien habría que atacar para avanzar en los caminos de Dios: es lo primero que hay que cuidar. Si un hombre está enfermo por todas partes, hay que cuidar todo, pero no en cualquier orden. Antes de operar el estómago, por ejemplo, hay que cuidar quizá el corazón para que pueda resistir. Es inútil, por consiguiente, agotarse haciendo esfuerzos que no corresponden a lo que Dios quiere cuidar por el momento. En último análisis el punto más urgente no podemos descubrirlo por nosotros mismos: es preciso que Dios nos lo revele y la mayoría de las veces lo hará atacándolo El mismo…, lo que nos lleva a las purificaciones pasivas. Para que la purificación activa sea fecunda y el examen particular sirva para algo, es preciso que esté ya empezada la purificación pasiva, que nos ataca infaliblemente por el lado bueno y nos indica por ahí mismo en qué sentido orientar nuestros esfuerzos. El que no comprende esto e intenta curarse por sí mismo, es semejante a un hombre que entrase en una farmacia para tomar allí al azar un medicamento diciendo: Voy a probar éste o aquél. La naturaleza humana por sí sola no puede hacer más. Si vemos tal o cual virtud en uno de nuestros hermanos y tratamos de imitarlo, caemos en el mimetismo… que resulta ser el orgullo de la vida en pleno. Por consiguiente, precaución elemental: dar paso a la purificación pasiva sobre la purificación activa y sobre la ascesis, para poner ésta enteramente al servicio de aquélla. Todo eso viene a hacernos saber que estamos enfermos. Decimos teóricamente que somos pecadores, pero no comprendemos en absoluto lo que esto quiere decir y que es una gran imprudencia salir al asalto de la per-- 73 --
fección. No se trata de salir al asalto de la perfección, sino de sufrir un tratamiento que no conocemos. ¿Cuándo obra Dios para atacar el orgullo de la vida y purificarlo? Toda la vida: estamos sometidos en todo instante a la solicitación de las purificaciones pasivas, pero la mayoría de las veces no tenemos conciencia de ello. Nos damos cuenta de ello en los momentos de paroxismo, y aún no comprendemos lo que sucede por falta de costumbre, y a causa de la gran oscuridad en la que estamos: oscuridad de la fe, pero también oscuridad de nuestras tinieblas. No pretendo conocer los caminos de Dios, especialmente en la medida en que éstos implican la permisión del pecado, la permisión de que se resista a la gracia. Si dejamos a un lado esta permisión muy misteriosa, hay que decir que la voluntad de Dios es que vayamos hasta el fin de la purificación desde aquí abajo… No debemos contemplar los caminos de Dios más que en los que llegan hasta el fin y se hacen santos, al menos en el último momento. Pues bien, yo digo que Dios los trabaja desde su nacimiento. El no acepta perder un instante. No los trabaja siempre de una manera sensible y violenta, pero los prepara desde el principio a lo que será, acaso, su camino de Damasco. Si un hombre que ha vivido en pecado está destinado a ser santo, el amor de Dios lo trabaja durante toda su vida, incluso durante el tiempo en que está en pecado mortal, y sufre las purificaciones pasivas desde ese momento. El Espíritu Santo no obra solamente en los que habita, sino también en los que atrae. Lo sabemos bien, lo decimos, y llamamos a eso una gracia actual o preventiva. Sólo que nos imaginamos que esta gracia es transitoria. Pero no, es permanente. Se la puede comparar a un tiro de aire de una chimenea, a una imantación. El pecador no llega a ceder completamente a esta imantación, pero la padece a pesar de todo: por eso sufre. Puede haber verdaderas conversiones antes de la entrada en estado de gracia: la acogida de una cierta luz, el deseo de la misericordia, el abandono de tal o cual pecado. No nos rendimos enteramente, pero padecemos el tratamiento; el Espíritu Santo nos atrae, nos trabaja y nos conmueve incluso antes de que los tres puedan venir a nosotros para establecer su morada.
LA MUERTE DE LOS PROBLEMAS Queda por ver cómo se produce una purificación pasiva y cómo la serie de estas purificaciones se desarrolla a lo largo de nuestra existencia. Desde el principio, sufrimos una tensión entre las raíces del orgullo de la vida (que se hacen más fuertes por cada endurecimiento de nuestra parte) y el amor de Dios, que atrae tanto más cuanto más se le abre el corazón. Mientras una raíz no está muerta, conserva su tendencia a fortalecerse y -- 74 --
desarrollarse. Durante cierto. tiempo, el amor de Dios y el orgullo de la vida se desarrollan paralelamente sin molestarse demasiado, viven en grata vecindad, y éste es más o menos el ideal que nos hacemos de la vida cristiana… Sólo que, a medida que cada una de las dos fuerzas crece, la buena vecindad comienza a deteriorarse y se produce entre ellas una tensión que determina una crisis. Es como un absceso que se hincha cada vez más hasta una especie de paroxismo donde el absceso acaba por reventar y donde el amor de Dios triunfa. Esta serie de crisis no puede terminarse más que con la muerte de las raíces que alimentan el orgullo de la vida, y esta muerte no puede producirse más que a favor del paroxismo en cuestión. Nosotros podemos (más o menos bien) dominar al hombre viejo forzándolo a callarse, pero no podemos matarlo. Es predio que ii bestia nalga de tu agujero para que te le dé el golpe fatal. La mala raíz arroja su veneno, trata de trastornarlo todo, padece una verdadera agonía, grande o pequeña, que corresponde a las descripciones de san Juan de la Cruz. Luego muere de inanición, cumpliendo así las palabras de tan Pablo sobre la muerte del hombre viejo. No es un acto de virtud triunfar de este cuerpo de muerte: para morir, no hay acto que hacer. No tenemos ningún acto que hacer en el momento en que «nuestros bandidos» ce desencadenan al máximo: Dios no quiere que entren en su agujero, sino que mueran. Cuando su amor es suficientemente fuerte para desencadenar en nosotros tal o cual de estas pasiones, durante algún tiempo quedamos en la situación del perro de Pavlov de que antes hablaba… Es, evidentemente, muy desagradable. Nos sentimos desgarrados y decimos: Siento dos hombres en mí. ¿Cómo terminará esto? Pues bien, en un momento dado no sentimos más que uno, sin que sepamos por qué ni cómo, Cuando se plantean problemas —entiendo problema» graves que tocan la vida espiritual— hay que saber que estos problemas no tienen solución. Ya lo he dicho: durante veinte años me he planteado problemas, hasta el día en que descubrí que no había problemas, sino la luz y las tinieblas: «La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron.» Si tenemos problemas, son el efecto de una raíz impura que no está muerta y que se agita. Por eso no habrá nunca solución.
NOVENA VARIACION. LAS CUATRO ESTACIONES Reanudemos el análisis de este combate, con cuyos gastos corremos nosotros, entre el amor de Dios y nuestro cuerpo de muerte. Nuestros nervios reaccionan frente a Dios como frente a un enemigo. Eso viene de todos los repliegues que hemos acumulado desde la infancia. Somos reconciliados por el bautismo y el estado de gracia, pero cuando el infinito -- 75 --
de Dios se presenta e intentamos perdernos en él, los nervios no siguen. No conseguimos disolvernos con facilidad en el infinito: todo acercamiento de Dios provoca en nosotros un efecto de pánico irresistible, de contracción y a veces de revuelta. Ejemplo: la esperanza teologal se apoya en los socorros de Dios. Qué cosa más sencilla aparentemente que producir un acto de esperanza, si esta virtud habita en nosotros… Ahora bien, estamos lejos de darnos cuenta, y no sospechamos hasta qué punto nuestra «confianza» es impura, hasta qué punto recurre poco a la verdadera esperanza. De aquí a que nosotros nos apoyemos únicamente en la ayuda de Dios para merecer el cielo, pasará mucha agua bajo el puente. Nos apoyamos en nuestros esfuerzos, nuestras virtudes, el medio que nos rodea. Que todo eso se venga abajo, que estemos a la merced del menor remolino (como Pedro marchando sobre las aguas), y veremos lo que vale nuestra confianza. Ya he dicho que un santo puede tener miedo de los acontecimientos, pero no tiene miedo de Aquel que conduce los acontecimientos («Sé en quién he puesto mi confianza», 2 Tim 1,12)… y eso lo cambia todo. Aunque el suelo se derrumbe bajo sus pies, su fe sigue siendo absoluta. Nosotros, evidentemente, no hemos llegado a eso. Los santos son verdaderos nadadores, y nosotros aprendices: llevamos un salvavidas, y Dios nos sostiene como un profesor de natación. Entonces, nos imaginamos que nadamos, creemos tener confianza. Pero, de cuando en cuando, el profesor afloja un poco la cuerda, e inmediatamente nos hundimos. Estamos tan ciegos sobre lo que sería la verdadera confianza, que encontramos normal tener estos movimientos de turbación, de temor, de revuelta, en cada remolino. No, no es normal. La liberación total es posible, incluso en los primeros movimientos (en la medida en que éstos manifiestan una falta de confianza en Dios, y no solamente el miedo de la tormenta). Pero esta liberación no será obra nuestra: la sangre de Cristo no ha corrido en balde. ¿Cómo somos liberados? Veamos lo que sucede en el caso de un alma que llega efectivamente al encuentro con Dios, es decir, a la santidad. Es la santidad lo que Dios nos propone. Si nos pide que nos dejemos hacer, no es para otra cosa; es lo que nos espera, si consentimos. Si Dios nos pide que tengamos confianza, quiere decir que nuestra vida será verdaderamente cambiada, y desde ahora, gracias a nuestra confianza. Si el soporte de las pruebas no debiera ser facilitado por la confianza, ¿para qué serviría ésta? No hay, pues, que hacerse una imagen demasiado negra de la existencia; es preciso convencerse de que, pase lo que pase, la confianza lo aligera todo. -- 76 --
Las crisis purificadoras van a sucederse aumentando hasta un paroxismo último que será la hora de nuestra puesta en el mundo. A pesar de todo, como ya veremos, las primeras tormentas son las más perturbadoras, en primer lugar, porque nos falta la costumbre, luego porque el hombre viejo está todavía en pleno vigor y se debate salvajemente. Más tarde, el sufrimiento se hace más íntimo y desgarrador, pero más apacible también. El amor de Dios crece, el orgullo de la vida disminuye…, pero cuanto menos queda de él, más sufre el alma por lo poco que queda, y se vuelve impaciente (en la paciencia) de su liberación total. Cada crisis va generalmente precedida de un período de incubación, en el curso del cual los dos elementos antagonistas se desarrollan paralelamente sin toparse demasiado, hasta el día en que empieza a fallar. Un malestar se hace sentir, discreto al principio, suficientemente discreto para que se vea allí un «problema», del que se espera encontrar la «solución». Pero el malestar crece y se hace progresivamente intolerable. Cuanto más buscamos la famosa solución, más nos alejamos de ella. En realidad, ningún esfuerzo de nuestra parte triunfará de este malestar que debe degenerar en agonía hasta la muerte del hombre viejo.La agonía comienza cuando los dos fermentos se exasperan y se destrozan. No se puede esperar que las raíces del pecado se dejen reducir sin defenderse. Es un poco aterrador al principio (pues las raíces están todavía en plena fuerza, y sólo entonces descubrimos lo fuertes que eran), pero para una voluntad entregada a Dios no hay ningún riesgo en este desencadenamiento. El único riesgo serio es, por el contrario, que Dios detenga la operación, al ver que nosotros la soportamos demasiado mal. Si la soportamos mal es por nuestra culpa, por culpa de nuestro orgullo que no acepta una desilusión semejante, una revelación semejante de nuestra fealdad. Entonces, en lugar de perder la cabeza normalmente (como personas que no tienen suficiente confianza, pero que siguen siendo pobres niños), nuestra perturbación toma proporciones trágicas bajo el efecto del orgullo que se niega a naufragar. Por eso Dios se ve obligado a pedirnos permiso y a insistir para que comprendamos de qué se trata. Si no se ha comprendido un poco y aceptado totalmente, nos debatimos de tal manera que se ve obligado a interrumpir el tratamiento. No podemos beber la taza sin debatirnos, pero si no aceptamos siquiera beber la taza y comprender que es necesario, entonces El no insiste, espera uña ocasión mejor… que puede no volverse a encontrar más que en el purgatorio. Ahí está el verdadero riesgo. Si, por el contrario, aceptamos, seremos como quien está a punto de ahogarse, que se debate durante algunos instantes hasta que pasa el paroxismo» Muerto el hombre viejo, el amor de Dios penetra en nosotros y -- 77 --
nadamos en él, en la paz que no se parece a nada de lo que se puede concebir humanamente. No hay necesidad de estar en un nivel místico muy elevado para darse cuenta de ello. Es normal, por ejemplo, que antes de una vocación se produzca una crisis de este género, un debate donde la persona se agite y se retuerza sobre sí misma hasta el momento en que dice: Sí, de acuerdo, firmo. Una vez que se ha hecho eso, uno se siente mejor. Se siente aliviado de temores, pánicos, inquietudes egoístas que impedían este movimiento (y eso a pesar nuestro). Algunos tienen la vocación desde su infancia, y no les sobrevendrá la crisis a propósito de vocación. Pero, no obstante, habrá crisis, una serie de crisis que se harán cada vez más rudas, hasta el momento en que, habiendo pasado la más violenta, se harán cada vez más profundas, cada vez más íntimas y cada vez más desgarradoras… Pero también cada vez más tranquilas hasta el hundimiento definitivo. Entre las crisis hay períodos de calma, donde aprovechamos la paz nueva que se nos ha dado. Nos ejercitamos para respirar mejor en el amor. Al cabo de cierto tiempo, una de las raíces que no están completamente muertas comienza (o recomienza) a hacerse sentir… y provoca el inicio de una nueva crisis. Tal es el esquema general. La curva de esta enfermedad es extremadamente variable según los casos; con todo, podemos describirla a grandes rasgos, según una ley que se realiza de distinto modo en cada uno de los santos. Voy a hablar de esta curva para ayudar a ver claro en los escritos de autores espirituales que hablan de vías, de etapas y de grados (por ejemplo, Las moradas, de Teresa de Avila). Es evidente que se corre el riesgo de dar excesiva importancia a esas cosas. Pero, precisamente para evitar este escollo, aprovechando, sin embargo, la enseñanza de los santos, lo mejor es comprender lo que han querido decir; la crisis es a la vez siempre la misma y bastante diferente según la edad de la vida espiritual. Im- porta poco saber en qué edad estamos, pero es bueno también no extrañarse de que haya una evolución, de manera que permanezcamos flexibles y nos prestemos lo mejor posible al tratamiento que debemos sufrir.
UN SANTO EN UNA CATEDRAL SUMERGIDA La vida del que se hace santo se divide más o menos en cuatro periodos que se pueden comparar con las cuatro estaciones. Los tres primeros son períodos de crisis, pero en el último no hay crisis: puede darse todavía el combate de la redención, pero eso no es una crisis. Un santo está en perpetua evolución, pero una vez sumergido en la unión transformante, ya no necesita ser purificado. -- 78 --
Hay, pues, cuatro estaciones: la primavera, el verano, el otoño y el invierno. 1. La primavera. —Es la estación más ruda desde muchos puntos de vista. Es, en todo caso, la más caótica: la época de los chaparrones de marzo, donde el sol y las tormentas se suceden. Período informe que comienza desde la infancia, y donde las tempestades son a menudo más frecuentes que los claros. Serie eje crisis de las que algunas pueden ser graves y comportar pecados mortales (san Agustín, por ejemplo, y todos los penitentes célebres, comenzando por María Magdalena). También puede ocurrir, por el contrario, que se pase este período tranquilamente, si el medio ambiente, la herencia y la fidelidad del sujeto lo permiten. El término de este período es un paroxismo, a la salida del cual uno se da voluntaria y totalmente a Dios: conversión del pecador o del incrédulo, vocación…, o las dos a la vez. Puede traducirse también por una simple consagración a la santísima Virgen o al Amor misericordioso o a cualquier cosa que sea de este género que sanciona la capitulación de la libertad, después de que ésta ha combatido con Dios. Es el Sicambro orgulloso que inclina la cabeza y adora lo que ha quemado, diciendo: Quiero hacer la voluntad de Dios, no tengo otro deseo que consagrar mi vida al servicio de Dios. Nuestro corazón comprende en qué prisión estaba cuando quería combatir contra su verdadera dicha. «Te es duro resistir bajo el aguijón.» Es una verdadera liberación. La primavera corresponde más o menos a las tres primeras moradas de Teresa de Avila y a los que san Juan de la Cruz llama los principiantes (antes de la noche de los sentidos). 2. El verano. —La estación de verano se termina también por un paroxismo que desemboca en otra liberación, donde se recibe una revelación nueva del amor que Dios tiene por nosotros. Al principio de la estación, la voluntad se ha entregado ya a Dios, pero su actividad es todavía demasiado humana. Ella concibe un plan, trabaja al servicio del Reino como al de una causa temporal. Lucha contra la naturaleza, se mortifica, pero no calcula aún muy bien los gastos: no ha comprendido que Dios no es solamente el fin, sino que es también el origen de todo nuestro esfuerzo, que hace las nueve décimas partes del trabajo, por no decir las diez décimas partes. Ella lo sabe teóricamente, pero no ha comprendido hasta qué punto es suficiente dejarse hacer… Toda esta necesidad de actividad llevada según nuestra idea, obedece a un instinto secreto de «realizarnos», instinto en el que se desliza no poco orgullo de la vida. Nuestras mejores intenciones están lejos de estar purificadas de este orgullo. Resultan de ahí una serie de crisis que son sobre -- 79 --
todo fracasos: los fracasos enseñan a inclinar la cabeza, y cada vez que se llega a ello se da una pequeña liberación. Al término de estos diversos tratamientos, una vez que estamos profundamente humillados, Dios se revela de una manera nueva y muestra hasta qué punto, en esta obra, está dispuesto a hacer todo el trabajo. Al principio, se busca sobre todo amar a Dios; al final, se comprende que es suficiente dejarse amar por El. Eso supone una luz extremadamente profunda sobre la dimensión completamente loca del amor de Dios por nosotros; descubrir eso es también una conversión, una purificación pasiva. En El misántropo, Alceste dice a Céliméne: «Yo quisiera veros agobiado por todos los males… ¡y os liberaría de ellos!» Céliméne responde: « ¡Tenéis una manera extraña de amar a la gente!» Sin embargo, Dios nos tira al suelo un poco con este espíritu: para tener la alegría de liberarnos. También Cristo dice a Teresa de Avila: Así trato yo a todos mis amigos. Y Teresa le responde más o menos como Céliméne: ¡No me extraña que tengas tan pocos! Dios nos dice: Te amo mucho más de lo que crees… Así, pues, déjame tomar el timón, abandona en mi las palancas de mando. Es algo distinto que caminar hacia mi, es mucho más profundo, es una disolución total de tu voluntad en la mía… lo que los espirituales denominan «el abandono». La historia de Enrique Suso ilustra bien la diferencia entre el don total y el abandono. La tradición cuenta que se mortificaba de una manera terrible, privándose de beber hasta el punto de tender la lengua en el momento de la aspersión del agua bendita, tanta sed tenía. Un ángel se le apareció y le dijo: Hasta ahora eras un simple soldado, ahora voy a hacerte caballero. Abandona todas esas mortificaciones, y no decidas más por ti mismo: soy yo quien decidiré todo. Leyendo esta historia, Teresa del Niño Jesús declara: Pues bien, yo he sido caballero inmediatamente. Se puede suponer, en efecto, que ella fue purificada con la suficiente rapidez como para no conocer los combates de primavera. El verano corresponde más o menos a lo que san Juan de la Cruz llama la noche de los sentidos y Teresa de Avila, la tercera y cuarta morada. Es la entrada en la vida mística, definida como una cierta pasividad consciente en las manos de Dios: se comprende que no se trata tanto de arrojarse al agua como Pedro cuanto de permanecer a la escucha de un amor que toma todas las iniciativas. En lugar de arrojarse al agua, se ve que hay una barca y un piloto. Entrsx en la vida mística es subir a la barca y no intentar gobernar más nuestra vida. No son ks gracias extraordinarias las que hacen la vida espiritual: estas gracias forman parte de la tienda de accesorios. La esencia de la vida espiritual es esta pasividad viviente que se desarrolla en una atmósfera de -- 80 --
paz: uno siente que es llevado… Las oraciones de quietud y otras son puntas que emergen por encima de un estado confuso. A partir del momento en que somos transportados más allá de nuestras preocupaciones, diciendo fácilmente «Dios proveerá», se puede decir que comenzamos a ser cristianos. 3. El otoño. —Más claramente aún que la primavera y el verano, el otoño comporta dos fases: un período preparatorio y un paroxismo que anuncia el desenlace. La diferencia es mucho más clara, porque el período preparatorio es normalmente bastante suave: no hay crisis, es una fase agradable en la que se descansa de los ardores del verano. Se está en la barca y se deja deslizar por la corriente de agua… Es la tregua, a veces larga, que separa las dos noches de san Juan de la Cruz. Esta fase corresponde también a la cuarta y quinta moradas de Teresa de Avila. En esta etapa se experimenta una gran facilidad en el servicio de Dios, uno es llevado como un niño en los brazos de su madre, uno se deja hacer con facilidad, con el sentimiento muy vivo de ser infinitamente amado. Luego, poco a poco, se produce otra cosa, cuya naturaleza quisiera tratar de explicar bien. Hasta el presente, en resumidas cuentas, se estaba en marcha hacia Dios, todavía no se le había encontrado verdaderamente. Nadie puede ver a Dios sin morir. Aquí no se ve a Dios, y no se muere, pero sucede, sin embargo, algo semejante, y lo que muere es el hombre viejo. La muerte del hombre viejo nos es infligida por una cierta plenitud del encuentro con Dios. La gracia santificante lleva consigo el germen de este encuentro: pero el hombre viejo, mientras no está muerto, opone un peso insuperable al impulso que quiere precipitarse hacia él. Las crisis de que hemos hablado corresponden a lo que los teólogos llaman una «misión divina», o dicho de otra manera, una invasión del Espíritu Santo. La fidelidad es la flexibilidad que permite a Dios someternos a todas estas crisis: cada vez que nos abrimos a una nueva ola, nos preparamos a recibir otras. Pero hay una última ola, más temible y más magnífica también, porque va a matar al hombre viejo y a revelarse al mismo tiempo como un encuentro perfecto con Dios: se la llama matrimonio espiritual o unión transformante. Es el momento en que Dios, que hasta aquí tomaba precauciones para invadirnos con cuentagotas, quiere apoderarse definitivamente de nuestro ser, no permitiéndonos obrar más que bajo su moción perpetua. Hasta ahora, El inspiraba nuestras acciones, pero no investía nuestro ser; esta vez, toma posesión de él… y produce un choque terrible. Imaginaos dos vagones que se aproximan suavemente. Mientras se aproximan, no se siente nada. Pero en el momento del encuentro tiene lugar -- 81 --
un choque, y los viajeros se sobresaltan. La misma diferencia existe entre las crisis preparatorias y esta crisis última. La moción divina nos persigue desde el principio, pero nos deja un cierto juego, una cierta autonomía. Mientras que aquí, Dios nos pone fuera del estado de hacer otra cosa que no sea seguir su moción. Lo que se ha producido antes no es más que una preparación, que atenúa progresivamente el sobresalto de nuestra naturaleza en el momento del choque (este sobresalto que produciría, como hemos visto, la locura, la rebelión y la muerte). El amor de Dios es un fuego devorador. Mientras no nos toca y se aproxima con precaución, nos calienta y resulta más bien agradable. Pero cuando nos asedia, quema…, lo cual produce una impresión muy distinta. Pensad en un gato ronroneando junto al fuego, y que bruscamente cae dentro: en este momento, el fuego destruye verdaderamente lo que se opone a él. Pero este fuego obra desde dentro, y no desde fuera. Es una consunción interior. En el otoño las hojas se ponen rojas antes de morir, como devoradas por un incendio interior. Es exactamente eso, el otoño del alma. Dios no tiene ya ninguna consideración (¡parece!) y consume rápidamente lo que queda por destruir. Es el momento más doloroso para nuestra sensibilidad, pero objetivamente no es el peor, pues no corremos ningún peligro. Aquí se aplica plenamente la comparación de las arenas movedizas: todo nuestro ser se debate contra la asfixia del hombre viejo, pero eso se termina con el bienaventurado encuentro con Dios («Esta enfermedad no lleva a la muerte…») Es la noche del espíritu de san Juan de la Cruz (la sexta morada de Teresa de Avila). Y desembocamos en la última estación… 4. El invierno. —El invierno se parece a una muerte, pero donde la vida se esconde y prepara la explosión de la primavera. «Vosotros estáis muertos —dice san Pablo— y vuestra vida está escondida en Dios con Cristo.» Este invierno prepara la explosión de la primavera eterna: «Cuando El aparezca, vosotros también apareceréis con El en la gloria.»La «llama viva», que quema y destruye mientras encuentra obstáculos, se vuelve agua desde el momento que no los encuentra. En lugar de quemar, refresca, tranquila y adormece: «In pace in idipsum, dormiam et requtescam: En la paz, enterrado en El, dormiré y descansaré.» Un santo es una catedral sumergida. No se ve más que el mar, y él mismo no puede ver más: el hombre viejo ha muerto, y los esplendores del hombre nuevo permanecen invisibles, escondidos en el océano. En toda su pureza, la vida cristiana se parece a la nieve en invierno: una inmensa paz, una inmensa serenidad, la «capa blanca». Nuestro corazón se ha vuelto transparente, ha encontrado la inocencia de los hijos de -- 82 --
Dios. La gloria divina lo colma plenamente, pero este tesoro está escondido en una vasija de barro, y no manifiesta su presencia más que por olas procedentes del fondo, que no suprimen la paz, pero hacen preseiitir su poder. El canto gregoriano, como la liturgia bizantina, es la perfecta expresión de una sensibilidad así cauterizada por el amor de Dios: sucesión de olas que retumban y se levantan sin perder su serenidad, música cuyo lirismo no traduce más que emociones sumidas en la paz (incluso en J. S. Bach, la emoción no está enteramente sumida en la paz, guarda cierto estremecimiento). Este estado no destruye la sensibilidad humana, sino que le da una nota especial que la hace inatacable. Es muy fácil tocar el corazón de un santo, pero es imposible turbarlo verdaderamente: las emociones no alcanzan más que la superficie, la región de la paz permanece inaccesible. Tened el gusto, el deseo y la esperanza de este estado, pues es ése el que Dios nos ofrece. Tenemos el deber de apuntar hasta allí, y nuestro pecado más grave es quizá el de limitar nuestra esperanza a un grado intermedio. No son cosas facultativas, de lasque se puede escapar si uno quiere: dejad a san Juan de la Cruz, si queréis, pero no la realidad de las cosas. Es normal e inevitable que el programa de Dios, en su precisión, no sea el nuestro y, por consiguiente, nos desconcierte. Dios nos llama…, pero ¿a qué? No sabemos nada. Hay un abismo entre la idea que nosotros podemos hacernos y la que tiene El: «Como se levanta el cielo por encima de la tierra, así mis pensamientos por encima de vuestros pensamientos.» El apostolado en su plenitud no es posible más que al «final de la noche». Solamente en invierno se puede recibir la fecundidad inconcebible prometida a Abraham. Mientras tanto, se puede estar al servicio de Dios y hacer obras buenas. Pero esto no es la verdadera fecundidad: un alma no es fecunda más que a partir del momento en que está unida a Dios. Eso no impide ser un instrumento de la gracia, pero sí ser fuente de la misma con la sobreabundancia que Jesús desea para nosotros (al que da fruto, mi Padre lo poda para que dé mucho fruto). Hay un abismo entre la fecundidad pobre que nosotros podemos tener antes de la ―unión transformante, y la de los santos… Por consiguiente, no demos más importancia a nuestras obras que al hecho de barrer un dormitorio: lo hacemos porque es un deber de estado. Hemos terminado el examen de los matices de la vida divina en el corazón de un pecador que debe sufrir un tratamiento para alcanzar la libertad de los hijos de Dios.
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DECIMA VARIACION. EL ACEITE SOBRE EL FUEGO La oración de la misa de san Lorenzo pide a Dios apagar la llama de nuestros vicios. Esta llama no es una metáfora: a causa de ella toda vida cristiana que va hasta el fin, hasta la santidad, es un martirio. No hay que pronunciar esta palabra a la ligera. A veces se dice: Sufro un verdadero martirio… Pero el verdadero martirio va hasta la muerte. Mientras nuestros sufrimientos no sobrepasen ciertos límites, no estamos en el misterio del sufrimiento. Es una región que no podemos alcanzar por nosotros mismos. Aunque sea la muerte del hombre viejo, es ya un martirio sufrir esa muerte. Si no consentimos en ello, no comprendemos lo que hacemos al renovar las promesas del bautismo… Sólo los que aceptan esta curación, con todo lo que implica, pueden decir que dan a Dios todo su corazón, que aman con todas sus fuerzas. Este martirio es muy misericordioso, pero si no se lo acepta, no se podrá aprovechar la sangre de Jesucristo en plenitud. Digo bien: es un martirio… y me apoyo otra vez en el sermón de san Agustín con ocasión de la fiesta de san Lorenzo: «Aunque no somos quemados en las parrillas del verdugo, queda ventajosamente reemplazado por la llama de la fe.» Eso supone que es una llama y que tiene los mismos efectos: ¡de lo contrario no sería serio! Y añade: «No ardemos corporalmente, pero ardemos por el amor.» Nuestro pecado está en leer eso como si fuese literatura. ¿El creador del sol sería menos abrasador que el sol? Cuando uno se deja consumir por El, se padece realmente el martirio del fuego. Pero este martirio tiene una suavidad que se conoce dejándose hacer sin resistencia… De hecho, sobre la tierra, mientras resistimos, Dios no nos hace sentir toda la fuerza de esta llama. Incluso en el purgatorio y en el infierno, atenúa muchas cosas. Pero no puede (o no quiere, por respeto a nosotros) suprimirlas completamente: la extinción de la llama de nuestros vicios cuesta necesariamente algo. Los sufrimientos a los que se llega a hacer frente a fuerza de energía, decía más arriba, no son el misterio del sufrimiento. El misterio del sufrimiento comienza, en efecto, cuando no se puede más hacer frente. Eso puede parecer terrible… Pero la ventaja de ver las cosas de una manera tan brutal es que se eliminan un cierto número de falsos problemas, por ejemplo, todos los debates acerca de la vida activa y de la vida contemplativa. Cuando se rehúsa oír hablar de ciertas cosas (con el pretexto de que «no somos contemplativos», «no tenemos derecho a ―refugiarnos‖ en la contemplación»; «no debemos huir del mundo, sino encararnos en plena -- 84 --
pasta humana», etc.), no nos damos cuenta que se rehúsa todo. No es a los contemplativos a quienes está reservado amar a Jesucristo y, por consiguiente, ser castigados por el fuego. Cuando se contempla de frente un misterio semejante, estos debates parecen mezquinos y estériles. Darse a Dios es tan enorme que importa poco después de eso saber si El nos pide la vida activa o contemplativa. De todas maneras, somos buenos para la parrilla; de modo que todo lo demás… Los más grandes contemplativos que yo conozco viven en el mundo, son a veces madres de familia. Los contemplativos no consideran quizá siempre la contemplación como un martirio, y se equivocan. Pero los activos no consideran jamás este martirio, y se justifican de ello en nombre de las exigencias de la acción. Es esta buena conciencia la que es peligrosa. Que se tenga miedo de un programa semejante, es comprensible. Pero sobre todo se ha de evitar rechazarlo para justificarse. Yo digo con frecuencia a los pecadores (y por consiguiente a mí mismo): Os lo suplico, ¡no os justifiquéis! Si nos sentimos incapaces de ir hasta el fin, llamemos a la Misericordia en nuestra ayuda… pero no nos justifiquemos, en nombre de la acción, de esquivar las purificaciones. No hay otra santidad posible que la de las purificaciones; tenemos un hombre viejo y es preciso que muera. De todos modos hay que ofrecer a Dios una cierta honradez: es tanto más sencillo presentarse como pecadores incapaces de sufrir, como buscar justificaciones, falta más grave que aquellas de las que nos justificamos.
EL FUEGO San Lorenzo y los primeros cristianos, al recibir el bautismo, sabían que se exponían al martirio. Viviendo en la perspectiva del martirio, daban toda su fuerza a la expresión «servirse de este mundo como si no nos sirviésemos de él». No vivir en la perspectiva del martirio, es aceptar las máximas del mundo, y así es imposible que la luz permanezca en nosotros. Comprendo muy bien que uno no se sienta con talla para el martirio, otro tanto me ocurre a mí. Pero yo pido al menos a aquellos a quienes aterroriza esta perspectiva —y es la primera cosa, estoy seguro de ello, que Dios les pide— que no escandalicen (en el sentido evangélico: no hacer caer) a sus hermanos propagando una doctrina, que se dice evangélica, pero que procede de que ya no se vive en la perspectiva del martirio. «La gente del mundo —decía Teresa— es hábil en el arte de conciliar las satisfacciones de aquí abajo con las exigencias de Dios.» Hoy son, a veces, los teólogos quienes tienen esta habilidad, y mucho mayor de lo que fue la de la gente del mundo. Lo que ellos proponen es un cristianismo sin martirio, es decir, sin cruz. -- 85 --
Esquivar la cruz es humano. Los discípulos también esquivaban la cruz de Cristo y rechazaban la perspectiva de su martirio: ellos fueron los iniciadores de este pseudo-cristianismo que no desaparece-» rá hasta el fin de los tiempos. Pero Jesucristo lo dijo claro a Pedro: Apártate de mí, Satanás, tú eres para mí objeto de escándalo, pues tus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres. Las únicas teologías fieles son las que proceden de la perspectiva del martirio. Este martirio es algo muy suave. San Lorenzo no sentía la llama del verdugo: «Como él ardía de deseo de Cristo —dice san Agustín—, no sentía los tormentos del perseguidor.» El mismo ardor que le quemaba por dentro, refrescaba las llamas de fuera. Evidentemente, eso supone que esta llama no era ordinaria… Cuando el fuego interior se desencadena es, por consiguiente, más fuerte que toda llama exterior. No hay que extrañarse, pues, de que sea tan doloroso. Solamente hay una gran diferencia con las llamas exteriores: es que por naturaleza el fuego divino es un aceite, es la unción del Espíritu Santo. Teresa de Avila lo había experimentado: «Hay como un fuego en mi alma, pero este fuego no llega al centro: en el centro, hay como aceite.» Esta unción hace que el fuego del martirio interior, a pesar de los sufrimientos, sea suave. Para asegurarnos, debería ser suficiente la palabra de Cristo: «Mi yugo es suave y mi carga ligera.» Pero no le creemos, somos hombres de poca fe. Entonces, Jesús hace hablar a sus hijos para ayudarnos a comprender. Lo que explica que sea suave es que el fuego divino no destruye la naturaleza, destruye solamente el hombre viejo, los complejos, los nudos, las crispaciones. Pero nuestra naturaleza inocente, creada por Dios, la llena de unción, y esta unción permite soportar los sufrimientos de la muerte del hombre viejo. Los santos testimonian que esta unción suaviza todas las cosas: «Los incrédulos —decía san Bernardo— ven la cruz, no ven la unción.» Para vivir en la perspectiva del martirio (ese martirio, el único inevitable), hay pues que vivir también en la perspectiva de la unción. Pero ¿cómo hacer si no experimentamos esta unción, o la experimentamos tan poco que apenas llegamos a percibirla? ¿Cómo hacer suave la perspectiva del martirio, y cómo soportar esta perspectiva, si no se presenta suave? Desde fuera la cruz es espantosa desde dentro es soportable. Pero ¿cómo considerar la cruz antes de haber penetrado en su suavidad? Una vez que uno se ha arrojado al agua, hay un no sé qué que la hace suave. Pero para arrojarse al agua, habría que poder ponerse frente a ese no sé qué antes incluso de haberlo gustado… -- 86 --
Dios nos ofrece un remedio: la santísima Virgen. Si queréis presentir el gusto que se puede hallar en este género de ejercicio, y cómo vosotros mismos podréis gustar de él suficientemente para desearlo, contemplad a la santísima Virgen, a la vez porque ella está llena de unción y porque Dios le ha dado un corazón de madre deseoso de bañarnos en esta suavidad. Ella nos dará aquello que Griñón de Mont- fort llama la «confitura de las cruces», que es precisamente la unción del Espíritu Santo, pero encarnada, me atrevería a decir, en el rostro de la santísima Virgen. Pero, ¡atención! No tenemos derecho a pedir la suavidad de la santísima Virgen si no es para soportar lo que ella sola puede hacernos soportar: eso sería aprovecharse de la suavidad de la cruz sin conocer la cruz misma. Cuando se mira verdaderamente a la santísima Virgen, no se corre el riesgo, por lo demás, de escapar a la cruz, pues ella es en verdad la suavidad de la cruz. Por eso numerosos cristianos tienen un instinto bastante sospechoso de no dirigirse a la santísima Virgen, porque sienten que, si lo hacen, se dejan poseer, inevitablemente. En tal caso ya no habría nada que pudiera legitimar un rechazo, ningún pretexto sería posible. Por eso, todos los que quieren buscar pretextos, se guardan bien de intentar algo por ese camino, de lo que resulta a veces un verdadero drama. Lo que hay que pedir, en primer lugar, a la santísima Virgen, es el deseo de llegar al término donde se realiza el encuentro con Dios. He dicho suficientemente que él mayor pecado es renunciar a alcanzar ese término. No se puede amar sinceramente a la santísima Virgen sin tal deseo. A este deseo, ella responde siempre: «Yo me ocupo, yo me encargo de ello. Ven a mi corazón, eso basta: el resto es asunto mío.» Ella misma nos dará el deseo personal del rostro de Cristo, este rostro que canta admirablemente san Bernardo en el oficio del Santo Nombre de Jesús: Quam pius es petentibus. Se puede traducir: ¡Qué acogedor eres para todos los que te solicitan! Quam bonus Te quaerentibus: Pero para los que te buscan, no eres solamente acogedor, eres bueno, lo que es muy distinto… Sed quid invenientibus! Ahí san Bernardo renuncia a expresar lo que es Jesús para los que le encuentran…
LA OBSESIÓN DE LA EUCARISTÍA Un día, le preguntaban a una niña: «—¿Pero qué es lo que tiene de extraordinario esta mermelada que se hace en vuestro país? Todo el mundo habla de ella como de una cosa única. Trata de explicarme… — ¡Ah, es que está tan buena!…». -- 87 --
No hay nada más que decir, pero nadie como la santísima Virgen puede decírnoslo eficazmente. No se puede hacer gran cosa, si no se tiene la sospecha de esto. ¿Cómo nos atreveremos a dudar de que tal sospecha sea normalmente ofrecida a todos los que buscan a Dios? ¿Por quién lo tomamos? ¿Por un tirano? Verdaderamente, no tenemos fe ni como un grano de mostaza… Cuando vemos a un acróbata dar el salto mortal, nos decimos: ¿Cómo se pueden hacer cosas semejantes? Yo sería totalmente incapaz. Cuando leemos la vida de los santos, nos produce más o menos la misma impresión, sobre todo si nos dejamos fascinar por ciertas proezas extraordinarias o carismáticas Pero el fondo de la santidad, lo que constituye su esencia, no sabemos apenas reconocerlo… y comprender (o al menos creer) que el germen ha sido depositado en nosotros. Dios ha venido a la tierra para que nuestra alegría sea perfecta: «Os doy la paz, os dejo mi paz; no os la doy como la da el mundo… He venido para arrojar fuego sobre la tierra y ¿cuál es mi deseo sino que arda?» No podemos dudar de la voluntad de Dios a este respecto. Si, a causa de nuestra miseria, tenemos necesidad de auxilios excepcionales, los tendremos. Dios no encuentra muchos que quieran comprender su oferta: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré y cenaré con él.» Esta cena es la visión cara a cara. Y es también la Eucaristía… ¡Cuando se reflexiona un solo instante sobre lo que es, sobre lo que sucede, sobre la realidad que tiene lugar en el momento de la comunión! Si se juzga ilusorio un programa de intimidad completa con Cristo —no solamente buscarlo, sino encontrarle—, si no se cree que esta intimidad sea realmente ofrecida, ¿cómo se puede continuar comulgando, cuando la comunión es precisamente el signo, la promesa y la realización de esta unión? Lo que su- cede en el momento de la Eucaristía sobrepasa todo lo que los místicos pueden contar de más atrevido. Si se tiene la vida mística por sospechosa, habría que sospechar de la Eucaristía mucho más todavía…, y si se desconfía de una cierta locura en la búsqueda de Jesucristo, si no se quiere estar enfermo por el deseo que san Lorenzo tenía, entonces valdría quizá mejor renunciar a ello. Un cura jansenista se alegraba ante su obispo de que su parroquia no hubiera deshonrado la Eucaristía a lo largo del año… pues nadie había comulgado. No es cuestión de renunciar a la Eucaristía por no ser digno. Cuanto más indigno se siente uno, más apto se es para sufrir las transformaciones divinas: pero hay que creer en ellas y aceptarlas, es la única condición para comulgar «dignamente». Si se vacila, si se rechaza lo que significa y produce la Eucaristía, entonces hay que interrogarse como dice san Pablo, a fin de saber si queremos verdaderamente comulgar. Si de verdad lo deseamos, nada debe impedírnoslo, ya que no somos noso-- 88 --
tros quienes tomamos la iniciativa de esta intimidad inaudita: es Dios quien nos lo pide, y nosotros no hacemos más que responder. Todas las mañanas, El nos invita a tomar de su corazón, nos dice: «¡Ven!», y nosotros respondemos «Sí.» Es Jesús quien ha inventado la Eucaristía, es él quien quiere la Comunión… en cualquier estado que nos encontremos (1). Lo que me duele, cuando oigo atacar la vida mística, es que no puedo evitar sentir que hay ahí un reflejo contra Jesucristo mismo, pues la vida mística es verdaderamente su voluntad: «María ha elegido la mejor parte, y ésta no le será arrebatada…», y ¿qué es, pues, ese fuego que él ha venido a arrojar sobre la tierra? El no pide acciones extraordinarias ni lanzarse a una ascesis terrible, sino dejarse hacer por su amor, por este médico que nos ofrece las purificaciones, por el virus trinitario que nos trabaja en lo más íntimo, por la Eucaristía que es todo eso a la vez. ¿Qué colaboración podemos ofrecer nosotros para soportar mejor las purificaciones? No es muy complicado. La primera condición que cumplir —y eso os lo suplico— es no llevar ningún juicio perseverante que tienda a pensar que esas cosas no son el programa único querido por Dios; no negarse a vivir, al menos teóricamente, al menos doctrinalmente, en la perspectiva de este martirio; no negarse a dirigir la mirada sobre él como si fuera el Evangelio mismo, indiscutiblemente. El primer compromiso que Dios nos pide es doctrinal, y eso va ya muy lejos, hoy más que nunca. Tengamos, en primer lugar, fe, es decir, el coraje de la luz, el que nos hace decir: Dios es Dios, yo soy un pecador. Si tuviéramos que eliminar los cristianos que no aceptan decir eso en el fondo del corazón, ¿cuántos quedarían? El primer paso en la vida mística es creer en ello, creer que es ciertamente eso lo que Dios quiere para todos los cristianos. Es muy difícil hoy, pero esta dificultad misma nos ofrece un criterio infalible para «experimentar el espíritu» de las doctrinas innumerables que se nos presentan ante nuestros ojos, comprendidas las que se llaman integristas. Pues no basta con que los principios sean verdaderos ni la vida mística coronada de flores: es necesario que en el plano doctrinal mismo ella sea una obsesión, el único fin ambicionado aquí bajo. Basta con preguntarse: ¿Esta doctrina me desvía de hecho de la luz según la cual Jesús quiere la vida mística? ¿O, por el contrario, me anima a ella? Reconoceréis así el árbol por sus frutos. Se reprocha a la Iglesia —incluso después del Vaticano II— ser quisquillosa sobre el dogma. No se comprende que la Iglesia es un navío expuesto sobre un mar agitado: el menor error en el timón puede ocasionar una catástrofe… Suponiendo que se evite el -- 89 --
naufragio (¡y cuántos no lo evitan!), se arriesga en todo caso y con mucha seguridad no llegar al término, a la tierra prometida que no se sitúa en cualquier parte: el encuentro con Dios. Como he dicho, Satanás no pide más que una cosa, que este encuentro no tenga lugar… Por ejemplo, arroja una duda sobre la presencia real; más sutilmente: atenúa, diluye, desvirtúa la sal de la tierra. Lo mismo ocurre con respecto a la Redención. El oculta esta luz por el rodeo de un ataque disimulado y virulento contra el pecado original y la noción misma de pecado. Lo esencial no es el hacernos caer en errores precisos, sino, por el contrario, dejarnos en la vaguedad, sumergir la Verdad en la vaguedad. Es imposible jugarse la vida por ideas vagas, y, por consiguiente, ser santo en esas condiciones: su fin está alcanzado, no habrá plenitud en la vida mística. Es tarea nuestra comprender el juego para no dejarnos engañar. (1) No hablo aquí de la necesidad de recibir el sacramento de la penitencia después de una falta grave. Ese es otro problema que no cambia nada y no quita nada a la doctrina aquí expuesta.
LA ÚNICA COSA QUE NO SON PALABRAS Leed o releed el principio del capítulo 47 de Ezequiel (vv. 1 al 12); La Eucaristía es ese río de paz que sale del costado de Cristo. Y comprended bien que no se trata de un ideal, sino de una realidad, la única realidad que podemos ofrecer al mundo. Los hombres de hoy son insaciables y a la vez están saturados de grandes palabras y de ideal. Se alimentan de doctrinas tenebrosas y vacías, pero en el plano de la luz no quieren ya doctrinas, quieren que eso se coma y se palpe. Bergman escribe: «Los sacerdotes hablan, hablan, pero Dios no habla nunca.» ¿Qué tenemos nosotros que ofrecer que se coma? La Eucaristía. El resto, si no se llega hasta la Eucaristía, son palabras. Podemos juzgar el valor de una teología según la importancia que da a la Eucaristía, según su obsesión por la Eucaristía. Es suficiente comprobar que una teoría aumente o disminuya, para los cristianos, el deseo de volver a la Fuente: «Allí donde está el cadáver, allí se reúnen los buitres.» No es facultativo poner esto a la luz o no. Se decía a menudo antes del Concilio: «La presencia real es un asunto sobreentendido, pero hay otros aspectos, etc.» Ahora bien, no era en absoluto sobreentendido, y hoy se la discute, se la atenúa, se la escamotea. Una doctrina no es pura si no señala a la Eucaristía, no solamente como «reunión suprema de la comunidad cristiana…», sino como el Cuerpo de Cristo que se come y su Sangre que se bebe. No hay más que hacer que ser saciados por la vida divina a fin de dar fruto. -- 90 --
Si queréis saber lo que resulta de ahí, leed la vida del padre Kolbe. No seréis más activos que él: haced la centésima parte de lo que él hizo, y no estará nada mal. Ahora bien, es evidente que él era llevado, que no hacía nada por sí mismo, que se dejaba alimentar simplemente. Cuando se lee el relato de su muerte, se tiene casi la impresión de que estaba casi abstraído, elevado por una tal corriente invisible que no llegaba a preocuparse de lo visible. Esta luz secreta era de tal modo deslumbradora que los propios verdugos le suplicaban que no los mirase: no podían soportar su mirada. La prueba de que esa corriente no venía de él es que, a su contacto, los otros prisioneros, emparedados en la cárcel del hambre y de la sed, fueron arrastrados también por la misma corriente y se volvieron abstraídos, indiferentes a sus sufrimientos, para cantar cánticos de acción de gracias… ¡Y eran pecadores! Puestos en contacto con la Fuente, olvidan el resto. El padre Kolbe daba conferencias espirituales en plena enfermería, a esqueletos vivientes, sobre las relaciones de la Inmaculada con las Tres Personas de la santísima Trinidad; y estos moribundos estaban embelesados (en el sentido de rapto) como María a los pies del Maestro: estaban situados en la verdadera perspectiva de las cosas, la única que no es una Maya (ilusión), la inmensa Maya del mundo occidental… Nuestra doctrina debe proclamar la realidad de este fenómeno misterioso y rechazar sin discusión todo lo que tiende a situarnos en otra perspectiva, por discreta y sutilmente que sea. No digamos: ―También otras cosas son importantes‖. La única cosa importante es ser saciados por la vida divina, a fin de que produzcamos fruto y que este fruto permanezca para la vida eterna…Dios no nos pide estar a la altura de todo eso, sino creer en ello. Esta verdad es de sal y fuego. Lo primero que hay que hacer para colaborar con Dios, es no diluir la sal en nuestras tradiciones humanas. «¡Ay de vosotros que reís!» Sin embargo, no parece que los santos se priven de ello, los santos saben reír y cuánto más que nosotros Pero, ay de los que se ríen de lo sobrenatural, que lo tratan con ironía (tal vez se hace por despecho al sentirse fuera de la puerta; por eso se afirma que los racimos están demasiado verdes. Pero esa excusa no vale). Si no se cree mucho en la vida mística, es preferible callarse, no hablar de ello, no tocar este «dominio reservado» que es la pupila de Dios. Conviene, pues, tratar de creer en ello, por muy desfallecido y débil que uno esté. Tratar de amar estas cosas, aunque no las practiquemos. «El que acoja a un santo como un santo, recibirá una recompensa de santo.» Los santos son un signo de contradicción que revela el secreto de los corazones. El pueblo que aclamaba a Juana de Arco no practicaba sus virtudes, pero se alegraba de ellas. Era la mitad del camino. En cambio, a lo largo de su proceso, el filme de Dre- yer nos la muestra en el centro del tribunal, y se tiene la impresión de que es ella quien juzga a sus jue-- 91 --
ces, según el modo como que la escuchan y la interrogan. Se nota en sus rostros; un pequeño número se deja tocar por la luz de que ella es portadora; la mayoría se endurecen, se sienten acosados, se arrojan ellos mismos en las tinieblas…
LOS CONTEMPLATIVOS EN LA IGLESIA No ha habido nunca más que un solo contemplativo: Jesucristo. Él ha contemplado nuestras tinieblas a la luz de la gloria de Dios, nuestra dureza a la luz de la suavidad de Dios, nuestra miseria a la de la Misericordia… Y ha muerto por ello. Y él nos ha dado en Pentecostés el poder de llegar a ser hijos de Dios, semejantes a él, humanidad para colmo que prolonga su humanidad, plenitud de su Cuerpo místico completando en nuestro cuerpo lo que falta a su Pasión… Por consiguiente, a su contemplación. Se olvida demasiado que la contemplación cristiana no es una dialéctica ascendente a la manera de Platón, elevándose hacia Dios a partir del mundo: sino la contemplación vivida por Dios mismo, consternado en sus entrañas ante el espectáculo de nuestra miseria y rebajándose hacia nosotros en el movimiento de la Encarnación. Antes de Jesús o al margen de él, numerosos contemplativos han podido muy auténticamente separarse de las fiebres del mundo para perderse en la contemplación; pero desde Jesucristo, ya no tenemos necesidad de buscar a Dios de esa manera: es El quien nos busca y quiere arrastrarnos en su contemplación crucificada. Pues es evidente que el hombre crucifica a Dios en su corazón permanentemente, y que el acontecimiento del Viernes Santo no es más que la encarnación sangrante y momentánea de esta crucifixión perpetua. Dejándose de este modo crucificar por las tinieblas, Dios triunfa de las tinieblas infaliblemente, según un secreto que le es propio y que nadie puede imitar, excepto aquellos a quienes les es dado…, es decir, los cristianos, los que van hasta el final de la iniciación ofrecida en Pentecostés, a través de los sacramentos. Dios triunfa de las tinieblas contemplándolas con amor. Ahí está su secreto y su manera única de ser vencedor, lo que el ojo humano no vio ni su oído oyó, y que no ha subido a su corazón (1 Cor 2,9). La Resurrección proclama esta victoria obtenida por el solo hecho de que Jesús ha rechazado hasta el final defenderse, ha contemplado a sus verdugos hasta el fin con esa mirada de dulzura insoportable que el padre Kolbe ofrecía todavía en el siglo xx a los verdugos de Auschwitz y que les obligaba a suplicarle que no los mirase así…, que no los contemplase con esta contemplación que es ya la victoria de Dios. -- 92 --
Comprendo que los cristianos tengan miedo de dejarse arrastrar por una contemplación semejante, puesto que esta contemplación es la cruz misma, inaccesible para la debilidad humana, pero más insoportable todavía para las pretensiones, ilusiones y complacencias que esta luz pulveriza tan despiadadamente como un horno crematorio. Yo mismo tengo miedo de esta contemplación, y me paso el tiempo huyendo de Aquel que me persigue. Pero esto no es razón para justificar la huida, presentándola como una búsqueda y fabricando razones teológicas de nuestra traición. Es ciertamente doloroso para el corazón de Dios que haya tan pocos contemplativos cristianos… Doloroso, pero en absoluto alarmante desde el punto de vista de su victoria, que es de orden apocalíptico y no tiene nada que ver con nuestras estadísticas. En realidad, hay muchos más contemplativos de lo que se cree, pero es esencial para su contemplación permanecer ocultos o crucificados, en todo caso incomprendidos y despreciados, incluso desapercibidos. Los que se detienen en tales cosas y se dejan inquietar por ellas merecen oír la palabra de Cristo: «Marta, Marta, tú te agitas y te inquietas por muchas cosas, mientras que una sola es necesaria…», y no es ciertamente ser comprendido, seguido, imitado. El que renuncia a «irradiar» porque está poseído por la contemplación de la cruz, recibe muy rápidamente el céntuplo, y no irradia más que muy a pesar suyo…, como fue el caso de todos los fundadores monásticos, san Bernardo, por ejemplo. Existen contemplativos conscientes y existen contemplativos inconscientes. Los primeros son relativamente raros —lo han sido siempre—, pero son quizá más numerosos hoy que nunca, aunque parezca lo contrario. Un prior de la Trapa me decía, mucho antes de la crisis actual: «Si hay tres contemplativos en mi abadía, no está mal, es una buena abadía.» Estos contemplativos conscientes no son siempre oficiales, y los contemplativos oficiales no son siempre conscientes. Los contemplativos inconscientes son innumerables: son todos los «pobres de Yahvé», aplastados, sin comprender nada, por la crueldad de los poderosos y el peso de un mundo endurecido, y que atraviesan la vida haciendo inconscientemente lo que los carmelitas (por ejemplo) deberían hacer conscientemente: orientarse hacia la muerte de Jesús, la única que da sentido a la vida, sepultándonos progresivamente en el misterio pascual, a través de la práctica cotidiana —a veces dulce, a veces desesperada— de la caridad fraterna. Cuando se contempla con esta luz la miseria sin nombre de los pueblos subdesarrollados y la persecución igualmente sin nombre sufrida por los cristianos en los países totalitarios, se siente que el Espíritu Santo nos invita a contemplar este horror como san León invitaba a los cristianos a contemplar la cruz de Cristo: en la esperanza vibrante e ilimitada de la fe. Cuando esta esperanza se apodera de noso-- 93 --
tros, el mundo occidental nos parece siniestro y una especie de antecámara del infierno. En este infierno tratan de vivir ocultos los contemplativos conscientes, que una persecución disimulada, mucho más peligrosa que la persecución brutal de los países totalitarios, trata de disolver. El modelo de tales contemplativos, después de Jesucristo y por supuesto la santísima Virgen, sigue siendo para el siglo xx Teresa del Niño Jesús. El contemplativo consciente es, en efecto, el que, después de haber obrado por amor, o haber intentado obrar por amor, comprende que el amor mismo es más agotador y más rápidamente aniquilador que la acción inspirada por el amor: fascinado por este misterio, se vuelve incapaz de hacer otra cosa. Los contemplativos viven de la misma vida que los otros cristianos, el mismo amor corre en ellos y los mismos deseos, sólo que este amor es llevado en su corazón al grado de incandescencia, donde se hace luminoso y capaz de polarizar toda una vida. En ellos, la columna de nube se convierte en columna de fuego. «Toda mi idea consiste en el recalentamiento al rojo», decía Dostoievski. La vida contemplativa es el recalentamiento al rojo de lo que constituye el fondo de toda vida cristiana, y nada más. No solamente el contemplativo no se desinteresa de la acción, sino que es un amor excesivo de la acción quien lo empuja a renunciar a ella en favor de una intensidad mayor. Como decía Teresa del Niño Jesús (Ms B, 2v.°/3v.° t): «Yo siento en mí otras vocaciones, yo siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir… Yo siento en mí la vocación de sacerdote: con qué amor, oh Jesús, te llevaría en mis manos, cuando, a mi voz, descendieras del Cielo. ¡Con qué amor te daría a las almas!… Pero, ¡ay!, mientras deseo ser sacerdote, admiro y ansío la humildad de san Francisco de Asís, y siento en mí la vocación de imitarle rechazando la sublime dignidad del sacerdocio… ¿Cómo conciliar estos contrastes?… Quisiera iluminar las almas como los profetas, los doctores, y tengo la vocación de ser apóstol… Yo quisiera recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar sobre el suelo infiel tu cruz gloriosa, pero una sola misión no me bastaría, quisiera al mismo tiempo anunciar el Evangelio en las cinco partes del mundo y hasta en las islas más alejadas… Yo quisiera ser misionera no solamente durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos… Pero por encima de todo, oh Salvador mío Bien-Amado, quisiera derramar mi sangre por ti, hasta la última gota… El martirio, he ahí el sueño de mi juventud, este sueño ha crecido conmigo en los claustros del Carmelo… Pero aun ahí siento que mi sueño es una locura, pues yo no sabría limitarme a desear un género de martirio… Para quedar satisfecha, me serían necesarios todos… […]. Al pensar en los tormentos que serán la suer-- 94 --
te de los cristianos en tiempos del Anticristo, siento mi corazón estremecerse y quisiera que estos tormentos me fuesen reservados… […] Mis deseos me hacían sufrir un verdadero martirio. […] Al considerar el cuerpo místico de la Iglesia, yo no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo, o más bien, quería reconocerme en tollos… La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto de diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos no le faltaba, comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón estaba ardiente de amor. Comprendí que sólo el Amor hacía obrar a los miembros de la Iglesia, que si el Amor viniera a apagarse, los apóstoles dejarían de anunciar el Evangelio, los mártires rehusarían derramar su sangre… Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor era todo, que abarcaba todos los tiempos y todos los lugares…, en una palabra, ¡que es eterno! Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, grité: ¡Oh Jesús, mi amor…, al fin he encontrado mi vocación, mi vocación es el amor!» No hay, pues, más que una diferencia de grado entre el cristiano generoso y el contemplativo; pero se trata de ese grado que separa el calor oscuro del calor luminoso en el momento preciso en que los cuerpos se encienden. El amor que anima a todos los cristianos se convierte entonces para el contemplativo en ese faro luminoso de que habla Teresa y de cuya llama desea apropiarse, como ella. Eso dice la extraordinaria fraternidad que debe reinar entre los contemplativos y los demás cristianos. En primer lugar, porque los contemplativos quisieran cumplir las obras de los fieles, y no renuncian a hacerlo más que por la violencia misma del amor que alimenta su deseo… Luego, porque los fieles están ya arrebatados por el fuego que consume a los contemplativos y éstos desean apasionadamente que ellos lo sepan. Los contemplativos abandonan los placeres y las agitaciones del mundo, pero es para escuchar mejor la angustia de la que no quieren dejarse distraer. Experimentan en su propio corazón las tinieblas que nos separan de Dios, y su gran tentación, como confesaba el Cura de Ars, no es la complacencia, sino la desesperación. De este modo, no están a la altura, entre las realidades del mundo, más que con las angustias más extremas, aquéllas donde nadie puede hacer nada y que han franqueado el umbral más allá del cual se entra en una especie de monasterio del sufrimiento: campos de concentración, locura, niños mártires, agonizantes…; sin hablar de las aflicciones invisibles, en las que los hombres de acción no pueden apenas entretenerse. ¿Cómo es posible? Precisamente a causa del silencio, del amor y de la alegría. El silencio, escuchando a Dios, puede escuchar al mundo mejor de lo que el propio mundo se escucha y descubrir en estas tinieblas los -- 95 --
únicos gritos que merecen ser oídos, es decir, los que son verdaderos. La oración puede escuchar angustias sin fondo, porque escucha la alegría de Dios que es sin fondo. Pero no vayamos a creer por ello que los contemplativos sean mejores que los otros. Al contrario, si hubiera que decir qué es, en primer lugar, un contemplativo, yo respondería: un pecador que tiene conciencia de serlo, siendo esta conciencia en él llevada al rojo como el amor mismo, porque ella se hace bajo la luz de Dios. Lejos de llevarle a una vida extraordinaria, esta conciencia ardiente le sumerge en la monotonía de una «vida humilde con trabajos aburridos y fáciles». Los que tienen ojos para ver y oídos para oir experimentan cierto sobrecogimiento ante este salto en el vacío que representa la entrada en la vida religiosa. Sean cuales fueren las debilidades y las traiciones que puedan seguir, y a pesar del pequeño número de almas realmente contemplativas en el seno de los monasterios, hay aquí un gesto suficientemente loco para autorizarme a hablar de incandescencia. Este adiós humilde y silencioso nos grita más violentamente que toda palabra: «Por su amor lo he perdido todo… Vosotros sois sabios en Cristo, pero nosotros somos locos en Cristo.»
UNDECIMA VARIACION. EL ORGULLO DE LA VIDA Una vez que se cree en la vida mística, hay que tratar de consentir a ella positivamente… Dicho de otra manera, de comprometerse con ella. Se habla mucho de compromiso hoy día. Se dice: «Hay que comprometerse, el cristiano debe comprometerse…», pero no se dice a qué, se acepta incluso que haya compromisos contradictorios (en política, por ejemplo). Poco importa, con tal que uno se comprometa… Ahora bien, la única manera correcta de invitar al compromiso no es cantar las alabanzas del compromiso, sino las del objeto frente al que uno se compromete. Quienes se acaloran por causa del compromiso no es que estén muy comprometidos. Simplemente se afanan. Pero el verdadero comprometido no habla de su compromiso, habla de su tesoro, de la realidad que cuenta para él. Las espiritualidades que describen ampliamente la actitud del cristiano no precisan apenas las verdades que fundamentan esta actitud…Yo denuncio la mentalidad moderna, precisamente porque la comparto: tengo de ella una conciencia extremadamente aguda. Somos una generación traumatizada por muchos choques. Los que han vivido antes de estos choques no podrían comprendernos, y recíprocamente. Los que se agarran a la naturaleza humana, a lo que queda de bueno y de sólido en el hombre, se apoyan, a mi modo de ver, sobre arena. La generación actual conoce una tal puesta en cuestión, un tal desconcierto, un tal derrumbamiento de lo que parecía más sólido, que desde el punto de vista -- 96 --
humano no hay salvación posible. El equilibrio nervioso está demasiado afectado, ya no se sabe lo que quiere decir la fidelidad a una palabra dada, a una promesa… Es inútil deplorar todo eso. Si amásemos verdaderamente a Jesucristo, nos alegraríamos de que no haya solución, mejor dicho, de que no haya otra más que él, el Salvador. Es la manera auténtica de ser moderno, y es la única. Aun cuando se dejan engañar por espejismos, los jóvenes reclaman realidades. La única que podemos ofrecerles es el amor de Dios. Cuando no hay nada que hacer humanamente, es la única cosa que podemos dar: si no la tenemos, no tenemos nada, merecemos ser barridos y pisoteados, Es verdad frente a los moribundos, los enfermos, los prisioneros, los que han perdido todo, los desesperados en general. Es verdad, en resumidas cuentas, para la generación actual. Dios lo ha permitido, y acaso querido, ante la torre de Babel con que soñaba el siglo xix. Si queremos ser actuales, no debemos apegarnos a los valores humanos que se derrumban, por buenos que sean. San Agustín decía en el momento de la toma de Roma: «¿Por qué extrañarse de que los monumentos se derrumben, y las civilizaciones con ellos? Lo que es mortal está hecho para morir. Nada es inmortal más que el Reino de los Cielos.» Quien ha comprendido eso no tiene que temer por la generación actual. El menor apego a algo humano hace el famoso «diálogo» imposible o, lo que es peor, ilusorio e irrisorio. Jóvenes o viejos, si no vamos hacia el Salvador y su gracia, no tenemos nada. Es siempre un error apegarse a valores humanos, pero hoy día es mortal, porque éstos se vienen abajo. La peor manera de ser «de su tiempo», es ser humanista. Hay épocas en que es posible, en que no es catastrófico. Es, después de todo, un buen camino comenzar por amar al hombre en su verdad, para elevarse progresivamente hacia el Reino. Pero hoy día es quizá un sueño peligroso, pues dispensa de buscar el verdadero remedio. Esta generación desequilibrada no será «humana»: será divina o demoníaca, sobrenatural o descompuesta. Por consiguiente, nosotros nos comprometemos y respondemos sí a Dios. Me permito insistir sobre este punto: antes que todos nuestros esfuerzos, antes que nuestras fidelidades de detalle y nuestras iniciativas, la primera cosa que Dios nos pide es decir sí. No es un acto de virtud ordinaria, pues depende sólo de las virtudes teologales… y las victorias que éstas consiguen son más bien una derrota, una capitulación. ¿Qué va a suceder después? No sabemos nada. ¿Seremos capaces de mantenernos? Tampoco lo sabemos y no tenemos por qué saberlo; basta confiar, es suficiente otorgar la propia confianza. -- 97 --
Esta palabrita «fiat» —este acto muy sencillo e imperceptible por el que nos entregamos a las manos de otro— es la única colaboración que podemos aportar I Dios: decir sí a una acción que no es la nuestra. Cuando se recibe el hábito religioso o el sacerdocio, son los otros quienes obran, no hay más que dejarse hacer durante k ceremonia. Se vuelve siempre al famoso «dejarse hacer»; ESO ES TODO, es verdaderamente todo lo que Dios pide. A los ángeles no les ha pedido más que eso; a nuestros primeros padres, también… Es como el sí que se pronuncia ante el juez y el cura. ¿Exige acaso mucha energía? No, ni siquiera es ésa la palabra que conviene: lo que exige es mucho amor y lucidez; la máxima lucidez posible sobre lo que quiere decir amar. En cierto sentido, es todo. No hay más que permanecer fiel al movimiento una vez realizado: preguntarse si, al hacer tal o cual cosa, no traicionamos nuestro amor. De cuando en cuando, hay que decir sí a algo nuevo que no se había previsto, aceptar las crisis de que he hablado, siempre para permanecer fiel a la capitulación firmada (en cada crisis nueva rendimos un poco más las armas al Invasor): y eso sin ligereza, pero sin inquietud. Es evidente que, después de haber firmado un compromiso, no se puede obrar como si no se hubiera firmado nada, pero tampoco hay que preguntarse constantemente: «¿Soy fiel?» No, Dios nos pide ser tan vigilantes y atentos como es posible permaneciendo tranquilos y confiados. Esta fidelidad no se traza una vez por todas: depende de las personas y de los momentos. Por parte de Dios, la fidelidad se hace cada vez más exigente…, pero se hace cada vez menos por parte del sujeto: quiero decir que Dios pide a sus hijos abandonar las propias exigencias de éstos para sustituirlas por las exigencias de Dios, que se hacen cada vez más devoradoras y van en el sentido del martirio de que hemos hablado. Nuestras exigencias, finalmente, son exigencias de justicia; las de Dios, exigencias de amor. Estas van mucho más lejos, pero en un clima más suave que el de la justicia. Se comprenderá quizá mejor lo que quiero decir, examinando un caso particular, por otra parte eminente, de fidelidad: el de la vida religiosa. Bien sabe Dios hasta qué punto los votos son puestos en cuestión hoy día. Pues bien, supongamos que la Iglesia anula los votos pronunciados hasta el día de hoy, ofreciendo pronunciar nuevos votos sólo los que lo quisieran absolutamente. Os digo que quienes tomasen de nuevo la libertad, han renegado ya de su compromiso: su «fidelidad» es una triste fidelidad a la letra, no al Espíritu. La verdadera fidelidad no se esclaviza, se siente libre en todo instante, dice un sí siempre nuevo. ¿Cómo encarnar entonces este sí? En primer lugar, no ocuparse de lo que nosotros deberíamos ser o hacer (si nosotros -- 98 --
fuéramos buenos cristianos, y caritativos…, es decir, lo que nosotros no somos), sino de lo que nosotros debemos ser y hacer. Hay que renunciar a cuanto no es practicable (y que Dios no nos pide) para encontrar nuestra energía sobre aquello que es practicable; mientras que nosotros solemos malgastar una buena parte en torno a nuestros escrúpulos y sueños. El único programa realista no es aquel que nosotros podríamos seguir si estuviéramos curados, sino aquel que debemos seguir para ser curados progresivamente…, muy progresivamente. Incluso sobre este punto no hay que buscar el tratamiento ideal, el que sería perfecto… si nosotros pudiéramos soportarlo. En realidad no lo podemos. Dios, y sólo El, ve claramente lo que podemos soportar: y comienza precisamente por allí. No intenta curarlo todo a la vez. Su providencia misericordiosa y maternal procede por etapas y sigue un orden en la curación de nuestras miserias. Los enfermos más difíciles de curar son aquellos que tienen varias enfermedades, cada una de las cuales reclama un tratamiento opuesto. El médico debe tener mucha habilidad para salir adelante. Desde el punto de vista espiritual, nosotros somos así. Muy a menudo, por ejemplo, somos a la vez escrupulosos e infieles: tendríamos que ser menos rigurosos con nuestros escrúpulos y zurrarnos por nuestras infidelidades… Pero son siempre nuestros escrúpulos los que recogen los palos, y nuestra infidelidad la que se aprovecha de las buenas palabras. Una vez más la historia de los veinte céntimos de vino… Entonces, ¿por dónde coger este paquete de nudos inextricables? ¿Cuál es la primera de las enfermedades a tratar? Es importante no atacar primero lo que debe venir en segundo lugar. Hay dificultades de las que no triunfaremos antes de haber superado otras. Hay mortificaciones que no debemos emprender antes de haber aprendido la confianza…, y esta confianza supone a veces un sacrificio preciso que debe liberarnos. Hay en esto un orden que no se puede tocar: y es que trabajamos in vivo (sobre un ser vivo), no in vitro. El orden que yo he de seguir no es el orden que has de seguir tú.
EL ESPÍRITU DE INFANCIA Todo ello no impide trazar algunas grandes líneas. Lo que debemos hacer, en conclusión, es luchar contra el orgullo de la vida de que he hablado, ese vértigo que se apodera de nosotros frente a ciertos bienes espirituales o sensibles. La moral cristiana no tiene otro fin que el de enseñarnos a no resistir a la gracia y a las purificaciones. Cada vez que os confeséis, pedid perdón por esta resistencia más aún que por lo visible, incluso, y sobre todo, si no tenéis conciencia de ello… Y aprovechad esa ocasión -- 99 --
para pedir a Cristo la flexibilidad que se deja convertir, tocar, purificar por el Espíritu Santo. Se trata, en suma, de cultivar esta flexibilidad que nos pone de nuevo en las manos de Dios y para ello de resistir al orgullo de la vida, cuando se presenta. La locura facultativa, de que he hablado, lucha directamente contra las tres grandes formas del orgullo de la vida: el amor de las riquezas, las pasiones del corazón —incluso espiritualizadas desde el momento en que se hacen fuertes— y el espíritu de independencia. Son, en general, los fermentos más nocivos, más opuestos al desarrollo de la gracia. Los votos evocados más arriba son preciosos, utilizados con este espíritu: no para hacer proezas, lo cual sería la peor de las corrupciones (¡poner los votos al servicio del orgullo! ), sino para sumirse en una actitud pobre, humilde y temerosa frente a lo que puede salir de nosotros. Ejemplo: ¿cómo resistir a una tentación de ira o de sensualidad? 1. Realizando un acto de la virtud directamente opuesta la tentación; en nuestro caso, la templanza. Para eso, razonamos, nos decimos: «Tienes que luchar para dominarte, tienes que elevarte por encima de la tentación.» Este esfuerzo merece ser llamado pedagógico: la voluntad busca conquistar su libertad, ejercer su imperio sobre las pasiones. A la ira se opone el dominio de sí, etc. Este esfuerzo no 'plantea ni resuelve ningún problema grave: supone, al contrario, que los problemas graves están resueltos o no se plantean. Dicho de otra manera, es bueno en la medida en que se está ya convertido: estando presente la voluntad, es normal que ésta trate de imponerse a la sensibilidad. Los éxitos de este género de esfuerzos dependen, pues, de la profundidad de nuestra conversión. El mismo esfuerzo, por el contrario, resulta estéril e incluso peligroso en los que no están convertidos, o no suficientemente convertidos. Dominarse a sí mismo es difícil, mientras no se es humilde; y si no se consigue, es más bien inquietante, pues nos apoyamos sobre el orgullo y no sobre el amor. 2. Por eso puede ser más seguro practicar el método que san Juan de la Cruz llama anagógico. En lugar de hacer frente a la tentación, en lugar de «vencer», se trata de refugiarse en un lugar donde no hay ni tentación, ni combate, ni victoria… porque no hay orgullo de la vida. Dicho de otra manera, no se ii.tenta resistir a la picadura de la tentación, sino el minar lo que constituye su veneno sumergiéndose t a la humildad. Si se tiene éxito en ello, no se encapa solamente a la tentación en cuestión, sino a todas las formas que puede revestir el orgullo de la vida: se abandona el campo de acción, se escapa del mundo en que hay batallas, para atracar en las riberas de la paz, donde no hay peleas, porque no existe el orgullo. -- 100 --
Dicho aún de otro modo, es ciertamente verdad que la carne es débil, pero esta debilidad no es peligrosa mientras no abra la puerta al vértigo de la exaltación del yo. En lugar de luchar contra nuestra debilidad (que es el primer método), es más profundo renunciar a toda exaltación del yo, sumirse en la pobreza espiritual y escapar así al veneno de la tentación sin afrontar la tentación misma. En lugar de sobrepasar el obstáculo, se pasa por debajo haciéndose pequeño… Y, por supuesto, en esta actitud se pide ayuda. Hay que reconocer que no tenemos talla para luchar, hay que suplicar a Dios que nos proteja y que nos libere El mismo. Con este método se puede decir «que se gana en todos los casos»… incluso si se pierde. Pues se evita, al menos, el desánimo y la amargura que acompañan muy frecuentemente a nuestros fracasos, y son más peligrosos que los fracasos mismos, ya que nos alejan de la esperanza. Aquí al contrario, cuando no tenemos éxitos, nos humilla por no haber tenido éxito, huimos del orgullo del desánimo como habíamos huido del orgullo de la tentación. Perseguimos, en el fondo, el mismo esfuerzo. No cambiamos de dirección, buscamos siempre huir de la zona peligrosa. A pesar de las apariencias, tal perseverancia no conoce el fracaso: simplemente, emplea más o menos tiempo para conseguir su objetivo. Es el método que san Francisco de Sales y muchos maestros de espiritualidad lo definen como el arte de utilizar nuestros defectos, nuestras miserias y nuestras mismas caídas. Nada resiste, repito, a la perseverancia en esta actitud. Por el primer método, aunque tengamos éxito, no estamos seguros de agradar a Dios. Por el segundo, estamos seguros de conseguir finalmente agradarle, sean cuales fueren nuestras faltas.Los dos métodos no son, por otra parte, incompatibles. Hay que utilizar el primero bajo la inspiración del segundo: en la tentación, cerrar los ojos, refugiarse en Dios y en la santísima Virgen, acurrucarse. El espíritu de infancia es el instinto del refugio; con este instinto, jamás el amor de Dios encontrará obstáculo decisivo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» Esta luz decisiva permite, además, guardar fácilmente «la presencia de Dios» en medio de la acción más trepidante. Sea cual sea el ritmo infernal a que nos somete la vida moderna, no son los ruidos de fuera los que nos hacen perder la presencia de Dios, sino una cierta excitación que ponemos en nuestras obras y que la madre Inés, por ejemplo, cultivaba en el Carmelo tanto como se puede hacer en el mundo… Demasiado, en todo caso, a los ojos de Teresa. Si os sentís constantemente importunados, de forma que todo esto os resulte un suplicio, es buena señal, no hay problema. Lo peligroso sería lo contrario, sentir una especie de embriaguez, que secretamente nos exalta. -- 101 --
Tal complacencia corre el riesgo de ser un obstáculo invencible para la invasión del amor de Dios. Rechazarla es, por otra parte, tan difícil para los contemplativos como para los hombres de acción. Aun haciendo oración, se puede tener la fiebre de «triunfar». Por el contrario, en la vida más agitada, uno puede pasar el tiempo suplicando a Dios: «¡Señor Jesús, ten piedad de mí!» Hay momentos en que la única solución es repetirlo sin interrupción. .. Quien lo hace está salvado, suceda lo que suceda, puesto que se libra del orgullo. En ese caso, se utilizan todas las ocasiones, se habla a Dios en la calle, en los semáforos, o mientras se espera al teléfono. Conozco a una acomodadora de cine que está satisfecha con su oficio porque, según ella, en él se hace fácilmente oración. De hecho, para conseguirlo, lo único importante es no intentar «triunfar», sino aceptar, por el contrario, vivir en una perpetua atmósfera de fracaso. Desde el momento en que se ha hecho alguna cosa, bien o mal, se la ofrece y se vuelve la página… Así se acaba por ofrecer todo no preguntándose siquiera si está bien o está mal. Se atraviesa la vida con prisa, «pues la figura de este mundo pasa».
POR QUÉ MORTIFICARSE La actitud que acabo de describir lleva consigo forzosamente una mortificación humilde y pobre, que huye como de la peste de todo lo que pudiera parecerse a una proeza. Podemos también mortificarnos por otro motivo: bajo el efecto de una inspiración redentora. Es una gracia muy estimable, a condición de que sea verdaderamente una inspiración: nosotros no tenemos nunca el derecho de elegir por nosotros mismos el sufrir, es preciso que eso venga realmente del Espíritu Santo. En suma, debemos sufrir, bien para dominarnos (método pedagógico), bien para humillarnos (método anagógico), bien porque Cristo mismo nos lo pide (inspiración redentora). Jamás debemos buscar por nosotros mismos sufrir por la salvación de los demás o por imitar a Jesucristo: en este orden de cosas, hay que dejar a Dios toda iniciativa. Aprovecho para decir algunas palabras sobre la mortificación corporal. Se la puede poner en práctica: 1. Para poner el cuerpo en su lugar. Esfuerzo de educación que se vuelve en seguida peligroso, si no se encarga totalmente de él la actitud del niño que busca refugio. Dominar el propio cuerpo y hacerlo flexible no es un fin en sí. Si se comprende esto, no se practicarán mortificaciones extraordinarias. 2. Se puede, por el contrario, dejarse embriagar por todas las formas de la «voluptuosidad del honor» o de la virtud. Es un vino como otro cualquiera: si no quemamos un día este ídolo, puede destruirnos con más seguri-- 102 --
dad aún que el vicio. Acordémonos, entre millares más, del ejemplo de esas religiosas que yo me permito llamar las angélicas de Port-Royal: «puras como ángeles y orgullosas como demonios…». Hay que añadir, por otra parte, que, por un justo castigo, Dios permite con frecuencia al demonio hacer caer a estos drogados de la ascesis en voluptuosidades menos espirituales: el sadismo y el masoquismo acechan siempre a las mortificaciones extraordinarias, y el «yo creo en Dios» se termina con frecuencia en este caso por la resurrección de la carne. Es un castigo justo, pero puede ser también una misericordia. En todo caso, siempre es más fácil renunciar a un pecado vergonzoso que a un pecado glorioso… 3. Si se trata verdaderamente de una inspiración redentora, en ese caso habrá también una medida perfecta dictada por el Espíritu Santo mismo. Retengamos que la mortificación esencial —el esfuerzo por permanecer pobre en espíritu— no empuja a las mortificaciones corporales. El movimiento anagógico invita solamente a una mortificación interior, que no se da sin privar al cuerpo de ciertos placeres, pero que no busca jamás un sufrimiento positivo. ¿Me permitiré decir a las mujeres que estos discernimientos exigen lucidez… y que ésta no es el privilegio de la psicología femenina? No es un vicio, es, por el contrario, una pobreza (santificadora como toda pobreza) que las mujeres deberían aceptar: solamente entonces estarían seguras… y los hombres también. El privilegio de las mujeres es la intuición, el de los hombres el juicio. Normalmente, el hombre y la mujer deben conjugar sus esfuerzos para ver claro: el hombre debería ponerse a la escucha de las intuiciones femeninas, y la mujer confiar en el juicio del hombre. A causa del pecado, raramente sucede así. El hombre no sabe escuchar, y en cambio se sustrae con frecuencia a la hora del juicio, del que debería tomar la responsabilidad. La mujer, por su parte, pasa de la intuición al juicio con una seguridad tanto mayor cuanto que su espíritu crítico es más débil. Cuando una sugestión se presenta con cierta intensidad, la mujer se adhiere a ella sin control, como procedente del Espíritu Santo. Raras son las que tienen la humildad de Teresa de Ávila, dispuesta a despreciar, por obediencia, una visión de Cristo que la Iglesia no juzgaba auténtica. Paradójicamente, ésta es una de las razones por las cuales es tan necesario recurrir a la santísima Virgen. A Cristo encarnado en la Iglesia y en la autoridad hay que pedirle dogmas, directrices, definiciones: pero a la santísima Virgen hay que pedir inspiraciones. Las inspiraciones de la santísima Virgen son tanto más seguras, cuanto que ella no ha emitido jamás un solo juicio por sí misma. Todas sus palabras son preguntas o -- 103 --
sugerencias («no tienen vino»…), con excepción del Fiat y del Magníficat, que expresan su adhesión total a la Palabra de Dios. Para volver a las mortificaciones, es importante que las mujeres no decidan nada por sí mismas a este respecto, siendo la lucidez en este dominio particularmente difícil. Teresa del Niño Jesús decía: «Me he dado cuenta de que aquellas que hacían más mortificaciones extraordinarias, no eran las más caritativas…» No olvidemos que tenemos dos posibles fuentes de energía: el amor y el orgullo. Si somos valientes, es entonces sobre todo cuando tenemos que preguntarnos de qué espíritu somos, pues el demonio puede inspirarnos valentía, pero ésta no será por eso menos fuerte: «Si arrojo mi cuerpo a las llamas, y no tengo caridad, eso no me sirve de nada.» Los bandidos, los violentos y los opresores saben ser valientes. Los que en política apelan al equilibrio del terror y a la disuasión atómica, corren el riesgo de no comprender hasta qué grado de coraje y de energía puede elevarse la locura humana para no perder la cara. En la vida moderna hay una extraordinaria consumición de energía (que por otra parte explica el embrutecimiento y el envilecimiento a los cuales uno se deja llevar cuando el combate ha terminado: el reposo del guerrero…). Por tanto, no todo esfuerzo es bueno, sino solamente el que responde a la llamada de Dios. Tengamos la preocupación de vivir en respuesta, como jugadores a los que Dios envía la pelota. Cada uno de nuestros actos debe aplicarse a devolver la pelota, pura y simplemente: es un partido de tenis, no un ejercicio de tiro donde nosotros tomaríamos la iniciativa de apuntar al blanco. Cuanto hagamos fuera de este juego, es nulo; incluso si se tratase de profetizar, o de realizar nuestra salvación y la de los demás. Dios no desea que la vida cristiana se viva ásperamente. Existen suficientemente ocasiones en que El nos pide formalmente sufrir, para no tener que ir a buscar otras: Dios no quiere añadir a nuestra carga un miligramo inútil. Se puede decir que en conjunto se sufre demasiado entre los cristianos, porque se sobreañade. Naturalmente, eso puede venir de una generosidad mal entendida… Pero ¿por qué mal entendida, si no es a causa del orgullo? Cuando se ve a hombres (¡y mujeres!) hacerse la vida imposible, y no se consigue hacerlos cambiar, entonces se sufre. Uno se dice: ¡que Jesús haya hecho tantas cosas por estos seres, y que ellos lleguen ahí…! Temed vuestro orgullo y no temáis nada más, pero eso sí, temedlo de veras. Este temor os liberará de todo otro miedo. Comprenderéis muy pronto que lo que os vuelve débiles y desarmados frente a las pruebas es querer existir por vosotros mismos. Como decía una joven religiosa devuelta al mundo por la enfermedad: «¡Qué fortaleza hay que tener para resistir a las pasiones…, o más bien, cómo hay que convertirse en na-- 104 --
da!…» No lo conseguiremos por nosotros mismos: cuando el Espíritu Santo nos libere del deseo de ser cualquier cosa, entonces nuestra fuerza será infinita, pues ésta no conocerá otro límite que el de Dios. En conclusión, se puede contemplar la vida cristiana de dos maneras: 1. De una manera difícil, como la vida de los incrédulos es difícil: éstos van zumbando, despliegan una energía fantástica, desconcertante a fuerza de ser admirable. Pues bien, no es eso lo que Dios nos pide: purificad vuestra vida cristiana de toda contaminación de este género. No tengáis vergüenza alguna de no conocer las preocupaciones del mundo, y no las reemplacéis por complejos estériles a este respecto: Dios no quiere que tengamos las preocupaciones del mundo. Sobre todo, no hagáis de vuestras pruebas un maratón, ni siquiera un decathlon, un «equilibrio armonioso» de ejercicios variados, «mens sana in corpore sano». No es ése el fin; eso puede ayudarnos a vivir (en una perspectiva muy humana), pero apenas puede ayudarnos a morir… y, como decía el Cura de Ars al labrador que trabajaba el domingo con el pretexto de que «hay que vivir»: «Sí, amigo mío, pero también hay que morir…» Y éste es un arte muy diferente, más importante y más difícil en cierto sentido que el de vivir bien (a menos que «vivir bien» signifique vivir cristianamente, en el deseo de disolverse para unirse a Cristo, pues «la figura de este mundo pasa»). 2. Se puede, por el contrario, aprovechar de todo lo que nos ofrece la vida para luchar contra el orgullo: «Si tu ojo es para ti ocasión de pecado —es decir, de orgullo—, arráncatelo y arrójalo lejos de ti.» Más precioso que todo es nuestra voluntad propia, nuestro -yo más íntimo: eso es lo más peligroso. Renunciemos a ello. No disponer de sí mismo: no queremos esta libertad que se expone a poner nuestra salvación misma en peligro (1). Para estar seguros de que es serio, aceptemos que la voluntad de Dios pase por nuestros hermanos con todas sus deficiencias. Es sencillo, es maravilloso, es liberador: estamos salvados. La Iglesia debe ser para nosotros el refugio. No en primer lugar una exigencia, sino una protección. Cuanto más sentimos el peligro del orgullo, más la locura de la castidad, de la pobreza y de la obediencia debe arroparnos como un abrigo. No pensemos que Dios nos pedirá cosas por encima de nuestras fuerzas: somos nosotros los que las pedimos. Si tenemos buena voluntad y somos humildes, seremos acogidos por los demás como hermanos. No les pidamos que nos consideren como santos, ni siquiera como buenos cristianos, sino que nos soporten por misericordia. Nosotros acudimos a la Iglesia para refugiarnos, para ponernos al abrigo del demonio, pues él existe. Entonces, tenemos miedo: no de Dios, ni de la -- 105 --
Iglesia (que son, por el contrario, el refugio), sino del demonio y de nuestra complicidad secreta con él: el orgullo. Sólo que, para tomar una actitud semejante, hay que aceptar el coraje de tener miedo. El peor peligro que corre nuestra generación es que quiere ser salvada sin tener nada que temer: somos, quizá, demasiado cobardes para aceptar temer. La libertad de los hijos de Dios, de que se habla tanto, supone que se haya pasado sobre la parrilla como san Lorenzo. Una vez más, el orgullo nos impide aceptar el tener miedo… Se me dirá: vuestra espiritualidad no es viril. Excuso deciros que es lo contrario: la virilidad, como la humildad, consisten en saber reconocer la verdad. He aquí unos mendigos que han caminado toda la jornada, que están agotados y de repente encuentran un refugio (venid a Mí, los que estáis cansados…). Ellos exclaman: «¡Por fin! Voy a poder descansar y dormir. En paz, en El, dormiré y descansaré.» Así es la Iglesia: personas que nos acogen, ciertamente no siempre de convivencia agradable, pero a través de ellas Cristo nos acoge. Por fin se puede descansar del mundo, de lo que hace tanto mal en el mundo, y Dios quiere para nosotros este descanso. Yo sentí eso el día de mi «vuelta» a la Iglesia: la impresión de escapar del naufragio. Algunos podrán pensar —me lo han advertido a menudo— que con mis «teorías» la única vida cristiana sería la vida religiosa. Es verdad que la idea de la vida religiosa en la Iglesia muestra lo que Dios quiere en cierto sentido para todos. Pero existen «claustros de sustitución». Los más espectaculares son las prisiones, los hospitales, los campos de concentración. Los más escondidos, pero no los menos eficaces, son con frecuencia una situación familiar sin salida, una separación dolorosa, una injusticia amarga… o más sencilla y frecuentemente, un defecto de carácter, un complejo; es decir, un vicio contra el que se lucha y que nos aisla de los demás, arrinconándonos en un movimiento de huida, con las renuncias que implica. Por otra parte, no basta con entrar en un convento para ser fiel al espíritu que lleva al convento: muchos parecen lejos de Dios y están cerca de EL y muchos parecen cerca y están muy lejos. El claustro libera (debiera liberar) ce las preocupaciones del mundo, pero no de la preocupación de la vigilancia de las vírgenes prudentes, la más devoradora y la más frágil a la vez. Debemos descansar de todo lo que no es Dios y la cruz, pero los que quieren despertarse ante estas realidades no tendrán nunca más piedra donde reposar su cabeza… si no es Cristo mismo. (1) «No tengo más que un alma, que tengo que salvar.» Nos reímos de estos cánticos: temamos tales risas, aunque tengamos «mejores» cánticos. (¿Qué será de ellos dentro de diez años…, dentro de un año?) -- 106 --
DUODECIMA VARIACION. EL JUEGO DE LA MISERICORDIA Quisiera terminar estas explicaciones sobre la lucha entre la vida divina y el pecado con una sola anotación, sobre la que no sabría insistir demasiado: nuestra suerte está decidida por el juego entre la misericordia y la confianza. No existe otro problema, dificultad o error en nuestra vida. Es así: no hay absolutamente otro problema. Una prueba muy sencilla es lo que sucede a la hora de la muerte. En ese momento no hay más que hacer que arrojarse confiadamente en la misericordia. Sí es el único acto que debiéramos realizar en él momento de la muerte, es él único que se nos pide para toda la vida. No tenemos nada que hacer aquí abajo, sino comenzar a vivir de la vida eterna. Siendo la muerte la puerta de la vida eterna, no tenemos nada más que hacer que aprender a morir en el amor de Dios. Este aprendizaje es la muerte del hombre viejo, de que hemos hablado, y él no reclama al fin y al cabo más que la confianza, la cual se requiere siempre para morir, sea espiritual o físicamente. Ejercitarse en el amor, ejercitarse en morir o ejercitarse en la confianza es, por tanto, lo mismo. No convendría que las dificultades de la vida nos ocultaran la sencillez —y al mismo tiempo la profunda dificultad— de este movimiento. Profunda dificultad, no en sí (tener confianza es tan fácil como respirar), sino a causa de nosotros que no estamos habituados a ello. No sospechamos hasta qué punto no estamos habituados a ello, hasta qué punto estamos lejos de estar habituados. Yo quisiera denunciar la falta de confianza que hay en nosotros, con el peligro muy real que ella, y sólo ella, nos hace correr. «Es la confianza —decía Teresa de Lisieaux— y sólo la confianza quien debe llevarnos al amor…» Eso parece consolador, y es muy temible, pues tratamos de ir a Dios por la confianza y por otra cosa —buscando apoyos, signos, garantías—. Ahora bien, lo propio de la confianza es no buscar otra cosa, no apoyarse más que en el amor y la misericordia. Si se busca a Dios por la confianza y por otra cosa, en realidad se deja de tener confianza… y se pierde todo. Veis que es grave, tan grave que hay que tener el coraje de hacer frente a las cosas hasta el final… El coraje de tener miedo. Si no aceptamos confesar que en cierto sentido nuestra salvación eterna no está asegurada, es que rechazamos tener confianza. Si se ha hecho casi imposible hablar del infierno a los cristianos, no es porque tienen miedo, sino porque no quieren tener miedo. Ya no pueden soportar este dogma, -- 107 --
porque no tienen confianza. Por eso, si creyeran en el infierno, no teniendo confianza, estarían perdidos. Lo que yo llamo el coraje de tener miedo es sencillamente el coraje de creer en el infierno. Y digo que el rechazo de este coraje es un rechazo de tener confianza, por consiguiente, un peligro muy grande de condenarse… En cierto sentido, el único. Si hay un punto en que la generación actual está en peligro, es ése. Sucede, ciertamente, que personas buenas se niegan a creer en el infierno porque tienen buen corazón y se sienten dispuestas a salvar a todo el mundo. Como veremos más adelante, eso no es grave, si se guarda conciencia del peligro, y si no se reemplaza la confianza teologal por el optimismo. Abrid el Evangelio: encontraréis que habla del infierno unas sesenta veces; veinte veces explícitamente, cuarenta veces indirectamente, pero claramente (la gehenna - el fuego eterno - las maldiciones unidas a las bienaventuranzas - el rico malo - la puerta estrecha - el juicio final, etc.). Es indiscutible (1). Si escuchamos a Cristo como él quiere ser oído, es decir, como niños, no encontraremos en sus palabras ninguna garantía sobre el gran número de los elegidos. El Evangelio sugiere tan claramente lo contrario que, durante dieciocho siglos, la mayor parte de los padres y de los teólogos (griegos y latinos) han enseñado corrientemente la doctrina del pequeño número de los elegidos… Y quienes esto enseñaban eran a veces santos ardientes de caridad. Desde el siglo XIX, la enseñanza a este respecto en la Iglesia latina se mueve a una velocidad tal, que el infierno parece hoy una invención de la Edad Media, de la que no habría rastro en el Evangelio bien interpretado… Comprendo que se vacile ante el dogma del infierno, pero leer el Evangelio sin chocar nunca con él, es una hazaña cuya virtuosidad admiro sin ser capaz de arriesgarme a ella. Yo creo de buen grado en el gran número de los elegidos. Quiero compartir esta esperanza hasta el punto de pedir a Dios que salve a los que se comprometen en el camino de la perdición. Pero esta esperanza no tiene sentido más que a condición de reconocer: 1. Que la inmensa mayoría de los hombres se comprometen aparentemente en el camino de la perdición. 2. Que sólo una misericordia gratuita puede salvar en el último momento la masa impresionante de los que hasta el final parecen vivir apartando sus ojos de la puerta estrecha. Y esto nos lleva al punto esencial: no tenemos que apoyar nuestra esperanza sobre la eventualidad del gran número de los elegidos, lo cual viene, en realidad, a reemplazar la vivacidad de la esperanza por el sueño de un optimismo confortable. Si casi todos se salvan, si nos hacemos de eso -- 108 --
una certeza, nos decimos: Hay pocas posibilidades de que yo vaya al infierno… ¡Eso no es confianza, eso es cálculo! Es, pues, esencial fundamentar nuestra confianza sobre la ausencia incluso de toda garantía en cuanto al número de los elegidos o de los reprobados. Dios no nos asegurará en absoluto sobre este respecto. Hay que tomar en serio las amenazas de los profetas y de los santos, esperando y suplicando a fin de que el gran número sea salvado («¿Qué será de los pecadores?», clamaba santo Domingo noches enteras). (1) A menos de «desmitologizar». Pero si los ritos de esta operación son a menudo oscuros, el propósito es claro y esta variación trata precisamente de definirlo.
PARA TENER CONFIANZA, HAY QUE TEMER De este modo, cuando se afirma la salvación del gran número, se corre el riesgo de dormirse en una seguridad engañosa. Pero cuando se piensa en la eventualidad del pequeño número, uno se siente paralizado por el temor, y se dice: «Pero, ¿y la misericordia? Si sus efectos son tan raros, ¿podemos contar con ella?» Comprendo perfectamente que se experimente esta impresión: no es todavía un sofisma, es solamente una grosería no inteligente de los misterios del amor. Pero lo que se convierte en un sofisma es el razonamiento por el cual, a partir de ahí, nos volvemos con fuerza al optimismo tranquilizador: «Dios es bueno, Él es misericordioso. Si yo admitiera el infierno y el pequeño número de los elegidos, no podría creer en su bondad. Por consiguiente, no admito el pequeño número de los elegidos ni tampoco el infierno. Con lo que se nos dice sobre la confianza, eso no puede ser un peligro serio: no se puede tener confianza y creer que este peligro es grave.» Ahí sí que tenemos un sofisma francamente pernicioso. El espejismo que El produce es tanto más difícil de disipar cuanto que la mayoría de las veces no se le formula claramente: éste languidece en las profundidades del subconsciente, tan difícil de atacar como un parásito en nuestras entrañas. Para purgarnos de este veneno «incapacitador» (en el sentido de que nos incapacita para guardar la vigilancia de un corazón que ama) es necesario ponerse una vez frente a la misericordia y lo que ella implica, trazando así una especie de fenomenología del diálogo entre confianza y misericordia. El sofisma que yo denuncio nos desvía de este diálogo, pues él sustituye la misericordia por una noción distinta, totalmente inconsistente: la de una justicia que perdonaría a todo el mundo. Para implorar misericordia, hay que estar expuesto a un peligro real, y saberlo. Si el peligro no es real, no hay necesidad de pedir perdón. La -- 109 --
conclusión práctica del sofisma en cuestión (y es exactamente a eso a lo que se llega de hecho) puede traducirse así: «No tengo necesidad de implorar la misericordia, pues ya la he recibido. Inútil pedir auxilio, pues estamos ya salvados.» En esta perspectiva, en efecto, no corremos ningún peligro eterno…, el único serio. Ya no hay que desesperar ni que esperar…: se entiende que se va al cielo después de la muerte, está en el programa, sería intolerable e inadmisible ponerlo en duda; no hay ni siquiera que pensar en ello, sino ocuparse en las cosas de la tierra, las únicas serias, puesto que son las únicas a propósito de las cuales conviene todavía temer y esperar. Este razonamiento elimina la misericordia en nombre mismo de la misericordia. En lugar de apoyarse sobre ella invocándola, se levanta acta de ella para no invocarla. Se dice a Dios: «Eres misericordioso, ¿no? Entonces, ¡cuidado, eh! No me hables de infierno eterno, ¡de lo contrario no creeré en tu misericordia! » Comprenderéis que para invocar la misericordia seriamente, hay que reconocer no menos seriamente que Dios no está obligado a dárnosla. Este reconocimiento está implicado en la confianza misma/ se deriva de una fenomenología correcta de la confianza. Tomemos la historia de la pecadora convertida en el último momento, que había impresionado tanto a Teresa de Lisieux. (Ella insistía mucho para que se contase a todos.) Dicha historia, la enseñanza de Teresa, la enseñanza del Evangelio y, por supuesto, el misterio de la cruz… no tendrían rigurosamente ningún sentido si el infierno no existiese, o si el peligro que corremos fuese prácticamente nulo. Las palabras más consoladoras de la Biblia no significan nada, si la condenación no es un riesgo real. El precio a pagar para hallar la misericordia, es precisamente aceptar este temor. Los que lo rechazan, rechazan la misericordia, encuentran que cuesta demasiado caro eso de ponerse de rodillas, física y moralmente, y de confesar que se pide al beneplácito de Dios aquello a lo que no tenemos derecho. Cuando un niño desea alguna cosa, sus padres le enseñan a decir: «Por favor» y «Gracias». Al niño que se niega a pedir con educación y cortesía, no hay que darle en absoluto lo que exige: los padres que ceden en este punto son malos educadores. Dios desea darnos todo, no negarnos nada, pero es preciso que le pidamos con la nota justa. Esto es indispensable porque en ello consiste la sustancia misma de nuestro diálogo de amor con El, lo que implica el reconocimiento muy eficaz, muy profundo, muy costoso, de que Dios no está obligado a salvarnos (2). El lo desea, pero quiere absolutamente, como condición de su amor, la confianza infinita, que acepta temer porque elimina toda insolencia. Resumiendo, hay dos manifestaciones de la misericordia: -- 110 --
1. (2) El proceso, de Kafka —y toda la obra de este autor— es el grito desgarrador de una conciencia que se siente condenada y rechazada sin saber por qué… con el presentimiento, percibido a veces como un soplo, de que bastaría quizá poca cosa para que todas las murallas fueran derribadas. Esta muy poca cosa es pedir con una confianza sin límites… La que responde a la confianza que se pone en ella, a la súplica humilde y paciente. Esta manifestación es infalible: Dios responde siempre a una llamada así. Yo diría que es ordinaria o normal. Quien ha encontrado la actitud de la súplica confiada está ya salvado virtualmente…, precisamente porque acepta con humildad no tener ningún derecho a ello. 2. Si alguien no sabe rezar, no sabe ponerse bajo el influjo de la misericordia, necesita una intervención especial de ésta para sacarlo de tal estado, convertirlo y sumirlo en la humildad. Esta intervención no es infalible: Dios responde a todas las llamadas…, pero cuando no existe la llamada, es necesaria una iniciativa nueva y gratuita de la sabiduría divina para derribar el orgullo de su pedestal y resucitar este muerto que no sabe dialogar. Que Dios responde a quien pide, es gratuito e infalible: no puede menos de hacerlo. Pero que haga pedir a quien no pide, es gratuito, mas no infalible. Si no admitís esto, os burláis de la Redención. Si el peligro no es real, no está nada claro qué es lo que Jesús vino a hacer en la cruz. La cuestión no está en saber si se es pesimista u optimista. Las personas de buen corazón tienen tendencia a pensar que Dios perdona siempre, no consiguen creer que El pueda condenar a alguien. Tienen perfectamente razón de concebir la bondad divina a partir de su propio corazón: y, por lo demás, es cierto que Dios perdona siempre a quienes se lo piden. Lo que estas personas no comprenden —precisamente porque no va con su temperamento— es el endurecimiento del corazón que, sin embargo, nos amenaza a todos… y es, en el fondo, el único pecado que denuncia la Biblia. El optimismo de estas buenas gentes es, pues, bueno en la medida en que su confianza no se apoya sobre él; por el contrario, Ja confianza, surgida de su buen corazón, es la que alimenta su optimismo. Lo que aquí denuncio es la seguridad perezosa e insolente, que toma pretexto de la bondad divina para afirmar: « ¡Está bien! ¡Dios es bueno! No hay necesidad de preocuparse.» Esta doctrina es mortal, porque mata la verdadera confianza. En la misma medida en que decimos eso, comenzamos a estar en peligro. Si esto horroriza al lector, que me perdone: mi único deseo es darle la verdadera seguridad, la seguridad de los pobres.
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EN QUÉ APOYARSE Los que han abandonado todo para seguir a Jesucristo se exponen a apoyarse en este don total para instalarse en una seguridad engañosa. Es lo que se hacía fácilmente en los siglos en que se creía en el pequeño número de los elegidos. La vida religiosa aparecía como una prenda de salvación que dispensaba de temer. A partir de ahí, era fácil caer en un fariseísmo tanto más odioso cuanto que condenaba a la mayoría de los hombres, dando gracias a Dios de no ser como ellos. En nuestros días reaccionamos violentamente contra este fariseísmo: pero no se ve que se guarda su fermento en la medida en que se busca una seguridad, tal vez una seguridad diferente, pero una seguridad. Es muy difícil, en efecto, no apoyarse en las pruebas de la misericordia de Dios, las que El nos ha dado ya: nuestra propia virtud, nuestros esfuerzos y nuestros sacrificios, o incluso tal acto de confianza ya hecho («he confiado, estoy cubierto»). Pata que nuestra esperanza se purifique, será necesario que abandone todos estos apoyos… Para reforzar nuestra seguridad, se recurría fácilmente en otro tiempo a signos como el primer viernes de mes, el escapulario de la Virgen del Carmen, etc. (sin hablar de las indulgencias). Nos equivocamos al despreciar estas cosas, porque nos equivocamos siempre que despreciamos cualquier cosa (ni una sola gota de desprecio entrará en el cielo). Por de pronto, puesto que en estas prácticas hay algo más que la idea de meterse en el bolsillo una reserva para el cielo, tenemos en ellas un acto de confianza que se encarna apoyándose en un signo…, y eso no está tan mal (ver la historia de Naamán el Sirio). Pero ¿cuál es nuestra roca, nuestro punto de apoyo supremo? ¿La bondad de Dios, o una promesa precisa a la que nos aferramos? No hay que hacerse propietario, ni siquiera de la promesa. Si intentamos encerrar a Dios en su promesa o en su palabra, abandonamos el clima en que se da para entrar en el clima en que se posee. Para evitar esto Dios parece a veces negar sus promesas. Y, sin embargo, es bueno, aun cuando no sea puro, apoyarse firmemente en la promesa de Dios. Esta promesa no será vana: si creemos en ella, incluso en propietario, podemos tener la certeza —digo la certeza— de que Dios nos agarrará y nos enseñará un día a poner nuestra confianza en El, más allá de toda promesa. Dicho de otra manera, estemos seguros de que si tenemos confianza, Dios nos dará confianza: nos pondrá en ese estado en que no existe más que confianza. Sólo hay que ayudarle a ello aceptando eliminar lo más posible los movimientos por los que nos apoyamos en otra cosa. -- 112 --
Se decía en otro tiempo que en la vida religiosa uno se salvaba más fácilmente. Aunque eso ya no se dice, sigue siendo verdadero. Pero hay que afirmarlo sin otorgar a tal hecho en sí una garantía que nos apartaría de la verdadera confianza. Dios obra bien, pero no puede salvar a quien no le entrega toda su confianza, y nosotros se la retiramos en la medida en que nos apoyamos en otra cosa. Todas las impurezas espirituales se reducen a eso: apoyarse en otra cosa. He ahí por qué son necesarios el trabajo del Espíritu Santo y las purificaciones pasivas. Dios no puede invadirnos si no le acogemos por la confianza: la única respuesta adecuada a las invasiones del amor. Estas invasiones contrarían necesariamente los falsos movimientos por los que nos apoyamos én otra cosa. Tal es el sentido de las exigencias infinitas de Dios: El no puede, finalmente, transigir en eso, y está obligado a colocarnos sobre la parrilla de san Lorenzo, porque es instintivo el apoyarse en lo que se ve. Ahora bien, la misericordia no se ve: hace falta, pues, que ella corte los lazos que nos unen a un apoyo visible. Cada vez que lo hace, vemos que nada nos garantiza la salvación, no tenemos más garantía a este respecto que Judas. No sabiendo a qué agarrarnos, la desesperación nos acecha. Entonces Dios obra dulcemente y va quitando uno por uno todos nuestros apoyos, al mismo tiempo que nos da un movimiento correspondiente de confianza, que se hace en la noche. No hay, pues, que extrañarse de que haya cosas que nos desconcierten… Tanto como hay que esperar la salvación, hay que esperar la santidad: no es más fácil ser salvado que ser santo, puesto que, de todos modos, no tenemos ninguna garantía. Para eso, no hay que sujetarse a un cierto marco de vida, como si no hubiera otro medio de guardar la presencia de Dios. Desde que nos sujetamos, nos vienen las inquietudes: «¿Qué hacer, si tal cosa ocurre?» ¿Creéis, pues, poder salir bien librados por vosotros mismos? Estad tranquilos, Dios os colocará siempre, cualquiera que sea vuestro marco de vida, en una situación tal que no habrá medio de que salgáis bien librados. Cuando se está allí, se siente uno tentado de abandonar la partida, declarando que en esas condiciones no hay nada que hacer. Pero si renunciáis a la santidad, ¿por qué no a la salvación que anheláis? Es, a menudo, un sobresalto de desesperación quien nos arroja en la confianza ciega. Teresa decía: « ¡Cuánto hay que rezar por los agonizantes! Si se supiera…», simplemente porque los agonizantes están en la realidad. Ellos ven que todo está perdido, si no reciben una misericordia que nada garantiza. Hay que acostumbrarse, en la vida, a padecer algunas -- 113 --
agonías de este tipo: si no, el paso de la ilusión a la confianza verdadera, siempre penoso, se hará terrible. Acostumbrémonos a ponernos bajo el viento de la confianza, a dejarnos llevar por esta ola, como hace el surf. Aceptemos ponernos bajo la marejada de la misericordia, lo que es imposible sin perder pie.
TERRIBLEMENTE SENCILLO He subrayado los obstáculos que nos impiden hacer verdaderamente frente a la misericordia. Los sufrimientos de los santos vienen de ahí: al fin y al cabo, no hay nada más que merezca el nombre de sufrimiento. Humanamente hablando, no podemos evitar el temor. El amor perfecto destierra el temor, pero no hemos llegado hasta ahí; es un gran peligro querer ser liberado de todo temor de otro modo que por el amor perfecto. Mientras tanto, cultivemos el coraje de tener miedo. La sangre de Cristo es todopoderosa; no se puede invocar el nombre de Jesús sin ser salvado; pedid y recibiréis: todo esto es infalible, es una roca. Pero nosotros tenemos la tentación de correr detrás de otra cosa. Cuando alguien se agarra a un salvavidas y se le obliga a soltarlo, tiene forzosamente un momento de pánico. Cuando se nos habla en verdad del misterio de salvación, se nos obliga a soltar nuestros salvavidas. Entonces tenemos miedo, y no queriendo tener miedo, acusamos a los que nos hablan de jansenismo, de integrismo, etc. Y, de este modo, huimos de la verdadera seguridad: quienes acarician las ilusiones no están seguros. Cuando se tiene el peso abrumador de anunciar la Palabra de Dios, hay que decir, a pesar de todo, a estos ciegos: «Vuestro bote salvavidas hace agua: ¡subid a la barca de Cristo! Se os ofrece la salvación, no tenéis más que tomarla. Venid, comprad gratis», etc. Por ejemplo, es peligroso hacer promesas como: «Daría mi vida por Ti.» Si uno se apoya en la generosidad que ha dictado esta promesa, no se apoya en Dios solo. No es un peligro mortal, pero es un asidero ofrecido a Satanás para que nos desvíe de la misericordia. Ciertamente, Dios ve nuestra buena voluntad, el pequeño grano de confianza verdadera oculta detrás de esta ilusión, pero, al mismo tiempo, está impaciente por liberarla de sus trabas. Él quiere que nosotros podamos decir: Es la confianza y nada más que la confianza… Así, pues, comprendamos de dónde vienen nuestros fracasos y nuestras dificultades* es la impaciencia de Dios, que quiere vernos llegar a la verdadera confianza. Hablamos de construir un mundo mejor. Pero ¿dónde estaría el interés de un mundo llamado cristiano, que no reposase sobre la confianza más loca en la misericordia de Dios? No suspiramos bastante por la Jerusalén -- 114 --
celeste, no creemos bastante en ella, por eso nos conformamos con la esperanza intermedia de una humanidad mejor. Importa comprender el error que anima esta esperanza. Según este optimismo (que se hace pasar por la esperanza cristiana), si tomamos el mundo actual con las fuerzas que lo trabajan desde ahora -—comprendido, por supuesto, el fermento evangélico—, pues bien, en sí, intrínsecamente, con el auxilio ordinario de Dios, este mundo será salvado; la humanidad se orienta hacia un equilibrio saludable, a través de las crisis, sin duda, pero el proceso es seguro y se le puede otorgar confianza. ¿No es esto confiar en el germen del Reino con su poder de crecimiento? ¿No es la esperanza cristiana? Si se contempla ese germen como el fruto del amor de Dios hacia nosotros, si se le añade la intención divina de salvarnos, entonces es verdad, permaneciendo gratuito y no infalible para todos. Pero si se considera este germen en sí mismo, en su fragilidad fundamental entregada sin defensa a la libertad humana, entonces es un error grave contar únicamente con él: eso querría decir que el mundo no tiene necesidad para ser salvado de una intervención nueva y extrínseca de Dios… Cuando el imperio de Satanás se desencadena —y cada vez que se desencadena—, es necesario un nuevo auxilio de Dios: «Satanás ha exigido cribaros como al trigo.» Los que comprenden esto piden auxilio, buscan el rostro de Dios y, a fuerza de suplicar, lo encuentran. Los que, por el contrario, se dejan ilusionar por el optimismo no son empujados por la angustia a buscar el rostro de Cristo. Resultado: el encuentro con Dios no tiene lugar, porque se pierde la costumbre de pedir auxilio. Esto es verdad para la historia del mundo y lo es asimismo para la historia de cada uno. «Pedid y recibiréis…», ¡pero la nuestra no está inscrita en la petición! La primera cosa que Dios espera, es que se pida auxilio, es la «oración de Jesús» de los orientales: « ¡Jesús, ten piedad de mí, que soy pecador!» Veis, es sencillo, terriblemente sencillo. Terriblemente, en dos sentidos. En primer lugar, porque hay que tomarlo o dejarlo. O todo o nada. Lo absoluto es terrible para nosotros, porque tenemos tendencia a buscar intermediarios entre lo mejor y lo peor, la desgracia eterna y la vida eterna (3). Terriblemente también, porque la confianza que nos salva es penosa para la naturaleza humana: esta sencillez de Dios nos crucifica, nos inflige la muerte… y la resurrección, que pasa por la muerte y por el coraje de tener miedo.
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DECIMOTERCERA VARIACION. LA FIESTA DE LOS LOCOS Cuando se comienza a comprender y a practicar lo que he dicho, Dios nos lleva a otra parte y nos invita a contemplarle a El y a su amor por nosotros. Intentar hablar de ello es exponerse a llegar a un callejón sin salida, es decir, al silencio. ¿Cómo atreverse a hablar de Dios? Toda palabra, como toda música, es finalmente una invitación al silencio. Las más hermosas meditaciones deben desembocar en la adoración de lo que es incomprensible e inefable. Mientras se hable de cosas humanas, como aquellas de las que hemos hablado, se puede creer en la importancia de lo que se dice; pero tratándose de Dios, lo interesante es lo que no se dice, lo que no se ve, lo que no se sabe… Esta zona impensable no es objeto de reflexión, sino de contemplación; una especie de interrogante, de prolongado grito silencioso: Dios mío, ¿quién eres Tú? O bien: ¿Qué será de los pecadores? Habría que hablar de Dios como han hecho los Padres de la Iglesia, para que valga la pena. Pero ellos mismos se apresuraban a olvidar sus más hermosas meditaciones, pues sus miradas estaban fijas en otra parte, y precisamente por eso decían cosas tan hermosas. A propósito de la Palabra que lleva al silencio: nunca comprendemos suficientemente que la Palabra de Dios es una frase pronunciada por alguien, que sale viva de su boca en un momento preciso: dicho de otro modo, un acontecimiento. Por ejemplo, Et nos dice: «¡Ven!»…, o «¿Quieres?»… Dos palabras así de sencillas. No lo dice dentro de diez años, no lo ha dicho en otro tiempo, lo dice hoy; no es algo frío, escrito en un texto, es pronunciado por un rostro que nos mira, es el deseo de un corazón a otro corazón. Los protestantes de nuestro siglo han insistido en este punto antes que los católicos. Pero si lo percibimos sin desembocar en la vida mística, nos quedamos a medio camino. Los únicos que oyen verdaderamente la Palabra de Dios son los testigos —esa nube de testigos— que desde hace dos mil años buscan el rostro de Cristo con la ansiedad del esposo del Cantar de los Cantares. No es que, porque la Revelación está cerrada, Dios ha dejado de hablar. Una ciega anciana evocó un día delante de mí el grito de Jesús sobre la cruz. Y me decía: «Este grito de Jesús es su última palabra; tengo la impresión de que no ha cesado de resonar en la Iglesia y de que estoy oyéndolo siempre.» La Voz del Señor, dicen los Salmos, no cesa, no se la hace callar. A cada instante nos alcanza, se dirige a nosotros. No es nunca -- 116 --
colectiva, no se dirige a los hombres en general, llama a cada uno por su nombre. A causa de ello, no hay que hacerse un «programa» demasiado preciso, fundado, digamos, sobre la Palabra de Dios: si esta Palabra es viva, no sabemos nunca lo que nos va a decir. Si pretendemos saberlo de antemano, so pretexto de que «está en el texto», matamos la palabra en nuestro corazón, y la obligamos prácticamente a callarse. No se sabe definitivamente lo que hay en la Revelación, es un secreto. Dios no puede decir nada más que no se halle ya inscrito en el depósito revelado, pues la Revelación está cerrada desde la muerte del último apóstol. Pero eso no quiere decir que se haya comprendido. La profundidad de esta Palabra es infinita, no se mueve, pero está más viva que lo que se mueve, puede reservarnos sorpresas. Dios ha dicho todo, pero como ha dicho cosas eternas cuya profundidad es insondable, es siempre nuevo. Tales palabras, a las que nunca habíamos prestado atención, pueden atravesarnos. Por ejemplo, hacia el fin de una de las crisis purificadoras de las que he hablado, se puede descubrir bruscamente el poder de paz contenido en las palabras «si conocieras el don de Dios», o «vosotros no habéis pedido todavía nada en mi Nombre…». Bruscamente, eso nos hiere y nos desgarra: la Palabra viva circula a través de estas palabras como la corriente eléctrica a través de un conductor…, y estas palabras se convierten verdaderamente en el canal entre Dios y nosotros, en el instrumento de su diálogo. No es el momento, entonces, para frenar el poder de esta Palabra yendo a buscar otra en la Biblia: hay que escuchar solamente lo que tiene un sentido para nosotros en ese momento. La palabra ha venido a ser la Palabra, es decir, la Realidad. Cuando una persona nos abre su corazón, cuanto nos dice no son palabras e ideas, sino el peso de realidad de la persona misma. Entonces, si es Dios, hay que dejarse guiar como un niño por su madre, paso a paso: «La palabra de Dios es viva y eficaz como una espada que penetra en la división del alma y del espíritu.»
LA SANTÍSIMA VIRGEN Y LA PALABRA Cuando Cristo miró a Pedro después de su traición, era una palabra, era la Palabra: ésta penetró hasta la división del alma de Pedro, desgarró su corazón. Pedro no intentó entonces evocar el recuerdo de las palabras de Jesús, ésta bastaba con creces. Más tarde, cuando le preguntó: «Pedro, ¿me amas?», era el momento de escuchar eso, de dejarse trabajar y apaciguar por esta dulzura, no era el momento de evocar el «¡Aléjate de mí, Satanás!» Siempre cuando Dios trata de apaciguarnos el demonio intenta hacernos oir otras palabras que nos turban y nos agitan. El hecho de que eso nos turbe debería ser suficiente para iluminarnos. Cuando el diablo -- 117 --
toma una palabra de Dios, ya no es una palabra de Dios, sino una palabra de Satanás, aunque materialmente se encuentre en la Biblia. El antídoto es la santísima Virgen. La santísima Virgen es ante todo un clima: ella nos pone secretamente en ciertas disposiciones. Las palabras que recibimos son, entonces, sometidas a la prueba de este clima como una aleación a la luz de los Rayos X, o como el polvo es filtrado por un tamiz. Todo lo que es turbio o tenebroso queda infaliblemente eliminado por este clima. Es así como la santísima Virgen destruye las herejías: no por medio de definiciones dogmáticas, ex cathedra y desde arriba, sino desde la base, haciéndonos detectar inmediatamente todo perfume que no es el de Cristo en las doctrinas propuestas. Tal sensibilidad «olfativa» no permite precisar lo que no está bien, ni definir claramente la verdad que se le opone. Pero es el fermento que moviliza, como una señal de alarma, la inteligencia del pueblo cristiano y de sus doctores. Una vez más se ve aquí, y sobre todo aquí, la colaboración íntima del juicio del hombre y de la intuición femenina. Es el único funcionamiento sano de la inteligencia, y la Iglesia no escapa a él. Una idea huele a chamusquina antes de que se sepa claramente por qué. Si fuera necesario esperar a saberlo claramente para combatirla, no llegaríamos nunca: no siempre se tiene la respuesta teológica precisa y adecuada. La Iglesia no tiene el espíritu de sistema, tiene la intuición de los dogmas antes de definirlos. La santísima Virgen puede ayudarnos a ejercer cada uno por nuestra cuenta esta infalibilidad de la Iglesia. Si no sois capaces de ser alertados por una doctrina antes de haber comprendido en qué es peligrosa, habéis perdido un instinto esencial de la fe. No se ve inmediatamente la respuesta a un sofisma: se siente que es falso mucho antes de saber por qué. Para la palabra de Dios, es lo mismo. A veces sentimos que tal o cual doctrina desafina y permanecemos desarmados, a veces mucho tiempo, ante la argumentación de los innovadores. La santísima Virgen es el guía, el hilo de Ariadna que nos conduce con seguridad durante estos períodos de confusión.
EL ORDEN SECRETO DE LA REDENCIÓN Para hablar de Dios, es preciso evocar el misterio de la cruz. Si hay un campo que no hay que afrontar imprudentemente, es precisamente éste: la cruz es algo divino, es la zarza ardiente prohibida a las miradas humanas. Sólo María puede enseñarnos a mirar la cruz: por eso he propuesto en primer lugar ponerse en su «clima». Ella sola ha sabido mirar la cruz -- 118 --
sin desfallecimiento y cantar el Magníficat la tarde del Viernes Santo (si la Iglesia lo hace, María lo hizo antes que ella). Ahora bien, ella no lo ha hecho a base de convicciones o de heroísmo. Sólo ella tenía sobre el misterio de la Redención una mirada de una profundidad y de una pureza enteramente divinas, que nosotros podemos pedirle. Pasión: misterio sagrado, misterio solemne, misterio de bienaventuranza, de amor, de alegría (sed de esta hora), de horror y de pecado, misterio de sabiduría… Lugar de encuentro del pecado y de Dios; lugar de victoria. El pecado se despliega sin freno, con libre curso, se desencadena como no lo hará más que al fin del mundo. Y el amor de Dios se ofrece a él sin resistencia, y por ahí se manifiesta y se declara a descubierto él también, y triunfante por esta sola epifanía desarmada. La mirada de María: la admiración. Sentido de la admiración, fondo del alma cristiana, bajo y dominante fuera de la cual se está fuera del tono de la Iglesia, se desafina y suena falso (jansenismo, estoicismo). El fin de las purificaciones es liberar la admiración. Coraje de la admiración frente a la cruz… Pobreza de la admiración frente a todo temor o angustia personal. El cristiano recibe de la Iglesia el alma misma del sufrimiento de Cristo que descansa en la admiración de la visión, renuncia a todo miedo, angustia y sufrimiento suyos, no sabe cómo su corazón debe vibrar frente a la cruz, cómo dosificar en él y conciliar el amor, la alegría, el horror, la compasión, la acción de gracias, la contrición, la paz, la adoración. Abandona todo eso en el corazón de aquella que supo vibrar perfectamente al unísono con Dios. Ella le enseña a dejarse adoctrinar, a través de la liturgia, por el Espíritu Santo, que es quien ha sabido concordar, conciliar, al ritmo mismo de la Trinidad bienaventurada, el alma de la Iglesia, de María y del mismo Cristo. Es la admiración la que nos introduce en esta actitud infinitamente flexible y pobre: consideravi opera tua et expavi. Aquí, menos que nunca, nada de artificios, no nos forjemos una actitud, no insistamos en una emoción más que en otra, dejémonos inclinar y mecer del dolor a Ja alegría en el seno de la paz de Cristo que sobrepasa todo sentimiento. María ha debido ser salvada por la sangre de Cristo como los demás miembros de la familia humana. Sólo que ella ha sido salvada de una manera más maravillosa y perfecta… antes de contraer el pecado. Pero ha sido salvada de un peligro real… y el único peligro real es el del infierno, de que hemos hablado; creedme que ella lo sabía mucho mejor que nosotros. Teresa del Niño Jesús estaba muy sorprendida por las palabras de Cristo «Aquel a quien se perdona menos, ama menos.» Se repetía en torno a ella -- 119 --
que los buenos cristianos no llegan nunca a amar a Dios tan locamente como los convertidos. Ella no podía aceptar amar menos, y al mismo tiempo sentía que era verdad, que era necesario ser perdonada de mucho para amar mucho. Entonces encontró la respuesta en su corazón: «Dios me ha perdonado mucho más aún que a los pecadores… puesto que me ha preservado»…, lo que es el colmo de la curación. Es exactamente lo que sentía María: a ella Dios le había perdonado más, ella le costó más caro a Jesucristo. María es una perdonada, más que María Magdalena. Cuando se miraban, lo hacían como dos perdonadas que se comprenden, pues se veían sacadas del mismo abismo. Una y otra derramaron las mismas lágrimas sobre los pecados de María Magdalena, pues la contrición de esta última no contemplaba sus faltas: contemplaba el corazón de Cristo herido por ellas y la compasión de María miraba al mismo corazón de Cristo, ella derramaba las mismas lágrimas que María Magdalena, por no amar al Amor. He aquí lo que significa la solidaridad en el pecado: nosotros somos culpables de todo para todos, porque el amor nos empuja a querer esta solidaridad (que es, por otra parte, real, porque Dios lo ha querido también…, pero por amor). La caridad fraterna debería ser un esfuerzo por prolongar entre nosotros el diálogo silencioso de la santísima Virgen y de María Magdalena, viniendo a ser finalmente más humildes y más aplastados por el peso de la misericordia los que tienen menos pecados que los que han pecado mucho. No es abrumador, es magnífico para el que ama. Como decía el starets de Los hermanos Karamazov, si todos lo comprendiesen, sería el paraíso en la tierra. Nosotros seríamos liberados de nuestros complejos y de nuestros escrúpulos por la alegría del amor que asume el pecado de los otros. Y es muy cierto que si cada uno de nosotros fuese mejor, el mundo entero sería mejor. El peor de los pecados es querer ponerse aparte del pecado: tal es la definición del fariseísmo. Cuando se acepta comprender eso, se entra en el orden del amor… y la alegría estalla en nosotros. El amor de Dios ha querido que no seamos más que uno solo, una sola familia comparable a un solo cuerpo, donde cada uno debe sobrellevar el peso de la miseria y del pecado de los otros. Esta solidaridad nos encierra en la desobediencia y parece volvernos incapaces de acceder a Dios. La puerta está cerrada, los hombres no tienen derecho a pasar… ¡Pero pasan, a pesar de todo! Los alquimistas de la Edad Media, cuya tradición no está extinguida, buscaban conquistar Ja piedra filosofal, la piedra que da la sabiduría: dicho de otro modo, el fruto del árbol de la ciencia del Bien y del Mal, el secreto del universo. Los alquimistas comprendieron que para volver a -- 120 --
encontrar este secreto deberíamos sufrir nosotros mismos un cierto número de «transmutaciones», buscar la pureza, practicar una ascesis, sufrir una iniciación. Sus esfuerzos se parecen a la búsqueda del tesoro de un castillo… La búsqueda del Graal, en el fondo la del Edén. Los iniciados buscan penetrar en este lugar, encontrar la puerta. Pero hay centenares de puertas diferentes y una sola es la buena. Y si por casualidad se la encuentra, se choca todavía con el guardián del umbral (el dragón de todas estas historias, el ángel con la espada de fuego… o el mismo Satanás) que dice: «¡No pasaréis!» Es, en efecto, la situación del género humano frente a la sabiduría y la salvación; la conquista parece apasionante, los recursos del universo ilimitados. Pero hay un momento en que los más sabios se dan con la puerta en las narices… Y, sin embargo, nosotros pasamos…, no los alquimistas, ni los filósofos, al menos como tales, sino los cristianos. A los ojos de Satanás, es un desorden, un escándalo y una injusticia. Es que, en efecto, ahí se trata de un orden superior, rigurosamente sobrenatural, del que el demonio no puede comprender nada; y un orden superior que no se comprende, es un escándalo. Este orden superior es el de la Redención. Es un orden (cf 1 Cor 1,18-31), porque es una sabiduría «desconocida para los gentiles y para los judíos», la sabiduría del amor. La piedra angular de este orden es la caridad…, y la caridad (quiero decir la amistad trinitaria) es Dios, el secreto de Dios en lo que él tiene de más impenetrable.
VOLVERSE LOCO PARA COMPRENDER Por consiguiente, mientras no veamos a Dios, no podemos comprender el orden de la Redención. ¿Qué hacer entonces para vivir de ella? La única salida es tener con Dios una cierta connaturalidad, una cierta afinidad, que nos hace cómplices de las costumbres divinas, en particular del misterio de la cruz. Cuando nos parecemos a alguien, adivinamos fácilmente lo que va a hacer, tenemos el instinto de su comportamiento: es precisamente lo que se llama «comprender». Lo mismo aquí. La Redención es el misterio de un amor infinito, y Satanás no puede comprenderlo, porque no ama. La historia del mundo es un inmenso caos secretamente dominado por un orden superior. Ojos no iluminados por la fe y la caridad no pueden ver en el mundo más que caos… O, de lo contrario se mecen en ilusiones. También a nosotros, que, sin embargo, tenemos fe y caridad, el orden de la Redención nos parece impenetrable. Pero los santos tienen el presentimiento de esta sabiduría porque lo ven todo a la luz de la caridad. -- 121 --
Para descubrir el orden de un bosque, hay que encontrar un cierto punto donde los árboles aparezcan alineados. Mientras no se encuentre ese punto, los árboles se presentan en desorden. Igualmente, es preciso encontrar el punto central de la historia del mundo para contemplar la sabiduría invisible que lo gobierna: este punto central es la cruz. Inversamente, la cruz nos lleva a la sabiduría. No a la sabiduría humana, sino a la de Dios, «que no ha subido al corazón del hombre». Esta sabiduría sube al corazón de los santos, desde el momento en que arden en el fuego de la caridad. Hay que distinguir, pues, entre la fe y la caridad. La fe permite adherirse al misterio de la cruz, pero sin comprender nada de él, un poco a la manera de los apóstoles: de ahí nuestro escándalo. Hay siempre un cierto escándalo en nosotros ante los sufrimientos humanos; intentamos superarlo haciendo actos de fe, creyendo con todas nuestras fuerzas que a través del misterio de la cruz, de generación en generación, Dios persigue un orden superior. Creemos en este orden, pero no lo saboreamos…, por eso nos resulta duro.Por el contrario, cuando la caridad es ardiente, nos hace presentir y saborear algo de la sabiduría de amor que inspira la Redención. Desde que entramos en el orden de la caridad, nos hacemos ininteligibles y como invisibles a los ojos de Satanás. Mientras el demonio puede vernos, él es el más fuerte: Dios le ha dado un poder tal que a toda criatura cuyos actos ve y comprende, puede impedirla pasar. Pero cada vez que hacemos un acto de caridad o de humildad sobrenatural, entramos en la cuarta dimensión; desaparecemos literalmente de sus ojos, nos convertimos en el hombre invisible, tan misterioso como Dios mismo…, pues somos transportados a la inaccesible Trinidad. Este desvanecimiento en la cuarta dimensión es rigurosamente la única manera de escapar del demonio. Tal es la significación profunda del instinto permanente que empuja a los cristianos a refugiarse «bajo el manto de la santísima Virgen»…, es decir, en el orden invisible de la caridad. Este amor no viene de nuestro corazón: es la columna de fuego que al mismo tiempo es la columna de nube en la que nos sumergimos para desaparecer. Cuando entramos en un monasterio ferviente (los hay todavía), tenemos la impresión de «sumergirnos en la oración» como nos sumergimos en el agua o en la niebla. No hay que hacer esfuerzos para orar, la oración está ahí, ante nuestros ojos, casi palpable, no hay más que entrar dentro» perderse y disolverse en ella. Es todavía el sentido del escudo de la fe de que habla san Pablo: el mundo invisible nos protege del demonio, como las iglesias de la Edad Media ofrecían el refugio del derecho de asilo a los hombres acosados.
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De este modo, la caridad nos hace presentir el sentido de las verdades que la fe nos enseña. La fe dice que Dios quiere salvarnos porque nos ama. Ahora bien, El nos ama, no porque nosotros seamos-amables, sino porque El es el Amor y no sabe hacer otra cosa que amar. Si esta palabra «amar» la comprendemos de una manera natural, en el sentido de que el amor es una cosa humana, no es suficiente en absoluto para hacernos penetrar en el misterio de la cruz. Aquí es preciso hacer intervenir un amor infinito, excesivo, que es la caridad: para amar a seres como nosotros, tan odiosos como nosotros al fin y al cabo (como lo entiende muy bien la literatura de la desesperación), hay que ser verdaderamente Dios. Para comprender la misericordia, hay que haberla recibido ya un poco, tener ya una pequeña gota de esta locura que condujo a Jesús hacia la cruz: solamente así la Redención nos aparecerá como un orden. Para los que se quedan en la sabiduría humana, en cuanto la cruz aparece, nada va bien. Hay una sabiduría inspirada en el budismo que seduce a muchos cristianos, y puede resumirse así: comprenderlo todo, amarlo todo… ¡No comprenderéis a Jesús crucificado con eso! Nosotros predicamos la locura de Dios, más sabia que la sabiduría del mundo. Los que buscan atenuar y endulzar el escándalo del Evangelio, se ven obligados a vaciar la cruz. Intentando que acepten el cristianismo hombres a quienes el Padre no atrae, se parecen a un guía que mostrase una iglesia teniendo mucho cuidado de desviar la mirada de la gente cada vez que pasan delante de un crucifijo… Cuando se trata de la cruz, la meditación teológica no sirve de nada. Dios, en efecto, habría podido salvarnos de otro modo. ¿Cómo comprender por la teología que El no quisiera saber de nadie más que de Jesús, y Jesús crucificado? Esta locura —o sabiduría— incomprensible puede ser presentida por los herederos de la naturaleza divina, y sólo por ellos, pues ellos heredan al mismo tiempo la inclinación de Dios hacia a cruz. Dios ha t sido atraído por la cruz. No sé por qué, pero puedo presentirlo: la Trinidad ha amado a Jesús crucificado desde toda la eternidad. Para vislumbrar un secreto semejante, hay que parecerse a Dios que ha amado una cosa semejante. Es Dios quien nos hará comprender la cruz» y no la cruz quien nos hará comprender a Dios; al contrario, la cruz nos descubre el aspecto más incomprensible de Dios y no lo explica, nos impone su vista, nos hace padecer el escándalo de la misericordia. Cuando esta misericordia difunde su locura en el corazón de los santos, la cruz cesa de ser un escándalo… y hace exclamar a san Andrés: -- 123 --
Oh cruz inenarrable, oh cruz inestimable, oh cruz que resplandece a través del mundo, no me dejes andar errante como oveja sin pastor… Oh cruz buena, tanto tiempo deseada, y preparada desde mucho tiempo para mi alma que te esperaba, yo vengo a ti alegre y seguro: acógeme de tu parte con alegría, pues he estado siempre enamorado de ti, y he soñado largo tiempo con abrazarte, oh cruz buena.
DECIMOCUARTA VARIACION. LOS TRES SUFRIMIENTOS Acerquémonos temblando al misterio del sufrimiento de Cristo. Digo bien el misterio del sufrimiento, y no el sufrimiento a secas. Mientras se es capaz de resistir, de hacer frente al sufrimiento, no se conoce el misterio del sufrimiento, no se ha entrado en el monasterio del dolor. Este comienza precisamente en el momento en que ya no se soporta el choque, o toma proporciones de agonía y de muerte. Es importante desde el punto de vista de la caridad fraterna, pues nunca se puede saber con certeza si alguien está comprometido en el misterio del sufrimiento o si no lo está. Ahora bien, hay un abismo entre la filosofía que uno puede hacerse antes de penetrar en este monasterio, y lo que queda después. Por más que amemos a Jesucristo con todo nuestro corazón, nuestra concepción de la vida no puede ser la misma en los dos casos, a no ser que el mismo Jesús nos atraiga hacia la contemplación de la cruz. Los que no han penetrado en el misterio del sufrimiento, estiman que se puede y se debe hacerle frente. Los que han entrado ven bien que no se puede hacerle frente; entonces, todo lo más que podemos hacer es sugerirles las consolaciones de los amigos de Job. Prestad atención a esto: hay que saber, al menos teóricamente, que no es fácil juzgar a los demás, y que no tenemos derecho a ello. Un sacerdote depresivo había abandonado la misa un día en el momento del ofertorio: «Mi párroco no está contento —me decía—, pero si él experimentase solamente durante cinco minutos lo que yo experimento desde hace meses, ¡vería!» Quizá exageraba, pero tal vez no. Había sin duda un abismo entre el estado de ánimo del párroco y el de su vicario, que comportaba ciertamente pecados, pero también un misterio. En el fondo, cuando un hombre nos da la sensación de haber llegado a ese punto, aun cuando sea manifiestamente culpable hasta el punto de que haya que resistirle sin manifestar compasión (porque la mayoría de las veces eso no sirve para nada), siempre es posible hacer una cosa: prosternarse interiormente ante el misterio de su sufrimiento como ante algo que nos sobrepasa y que no es del mundo en el que se vive. -- 124 --
Si tenemos esta actitud interior, nos arriesgaremos menos a descuidar las pequeñas cosas que se pueden hacer. Una simple sonrisa, una mirada que parece decir «Sí, lo sé»: el misterio del sufrimiento es un misterio del abandono… El humanismo no favorece mucho este desarrollo privilegiado de la caridad fraterna: al rechazar lo que es sobre-humano, rechaza también el misterio del sufrimiento. Los que se hallan sumergidos en él, están a veces en regiones más inaccesibles que si hicieran un viaje al planeta Marte. Desde que la situación de los demás sobrepasa nuestras dimensiones ordinarias, estamos de mal humor y somos crueles para Dios, cuyo corazón sufre en los miembros del Cuerpo místico. La caridad fraterna es como el resto: no es de este mundo, y los que son de este mundo no pueden practicarla verdaderamente. Dicho esto, no nos creamos demasiado aprisa comprometidos en el misterio del sufrimiento: no canonicemos lo que nos sucede. Si hay la menor duda, es que no hemos llegado todavía… Se podría distinguir de entre nuestros sufrimientos los que implican como una anticipación, o una participación en la psicología del infierno, o del purgatorio, o bien del cielo: un abismo las separa. Lo que podríamos llamar los sufrimientos del cielo son los sufrimientos de la cruz. La agonía de Cristo implicaba la invasión de su ser por la alegría del cielo, pues es el amor de Dios quien fue crucificado en su Persona, y este amor es esencialmente alegría, bienaventuranza, dulzura infinita… Los sufrimientos del cielo no penetran nunca hasta la región más íntima del alma, aquella donde reina la paz de Dios. Esta región no está, sin embargo, preservada del sufrimiento: está simplemente más allá del sufrimiento… como Dios mismo. Eso no quiere decir que Cristo haya sufrido menos. Por el contrario, sufría más, padeciendo el combate entre la dulzura divina y las tinieblas del infierno: tal es, en el fondo, la cruz. El sufrimiento es un misterio espiritual; aumenta con la sensibilidad. Cuanto más saboreaba Cristo la dicha de Dios, más sufría al experimentar en su corazón la desgracia de los hombres que rechazan tal amor.
CRUCIFICADOS POR LA ALEGRÍA Teresa del Niño Jesús ha conocido algo de eso. La santísima Virgen y los santos estaban sumergidos en la unción del Espíritu Santo, más allá del sufrimiento; sólo que esta misma paz es fuente de suplicio para las regiones inferiores, pues ella mantiene el sentido de esta alegría dificultada por los asaltos del demonio y sus secuaces. Se ha dicho a menudo: es el Tabor y el Calvario a la vez. Los santos sufren tanto más cuanto más dichosos -- 125 --
son, se puede decir que son crucificados por la alegría y que mueren de alegría… Tal muerte es a veces terrible: se tiene la impresión de que el sufrimiento lo invade todo. Es que, en efecto, la paz de Dios supera verdaderamente todo sentimiento humano, y no hay que extrañarse de que sea imperceptible, tanto más imperceptible cuanto más pura… Eso explica por qué ciertas personas muy sencillas están impregnadas de Dios sin darse cuenta de ello. Ponen su vida tranquilamente al servicio de los demás, siempre pacientes, siempre en la alegría. Se las cita como ejemplo al decir: «Ya veis que no hay necesidad de ser un místico para ser un santo.» Pero, precisamente, éstos son místicos. No lo sabemos y ellos mismos no lo saben, porque no son más que eso. Para darse cuenta de que se es místico, es necesaria una cultura y una luz más o menos carismática. El sabor de Dios es tan impensable como Dios mismo. Lo que los santos experimentan es, pues, impensable y está más allá de todo sabor. Eso se llama alegría, si se quiere, pero se la podría también llamar no-alegríaÁngela de Foligno dice, por ejemplo: «Yo he sido introducida en Dios y he sido hecha el No-Amor, habiendo perdido el amor que arrastraba hasta entonces.» Dicho de otra manera, la presencia de Dios en sí no se deja bautizar con ningún nombre: nos pone en paz sin que lo sepamos. Para decir: «tengo la alegría en el fondo de mi alma», es preciso que la alegría resuene un poco en las potencias inferiores. Si no resonase, la tendrías sin saberlo. Es lo que se llama la alegría no sentida, tan profunda que se confunde con el silencio. Los santos sufren de alegría: la alegría les hace daño, porque está en prisión. Son los torrentes de amor de la Trinidad, quisieran esparcirse y están comprimidos, oprimidos por el pecado del mundo y del individuo mismo. Nosotros no comprendemos esto desde ningún punto de vista. Cuando se alababa el coraje y la generosidad de Teresa del Niño Jesús, ella respondía sencillamente: «No es eso…» No, no es cuestión de coraje, de fuerza y de generosidad. La generosidad entra en juego, por el con-' trario, en el momento en que la cosa marcha bien, cuando Dios nos propone algo: decir Sí o No. No es frente a la cruz donde va a jugarse nuestro destino, pues cuando estemos ante el misterio de la cruz, aquél se habrá ya jugado. Nuestro destino se juega a propósito del misterio de Dios: ¿abrimos la puerta a su amor, sí o no?
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Dios ha dado suficientes pruebas de su misericordia para que no tengamos nada que temer de nuestra debilidad, y temamos en cambio de nuestra dureza de corazón. Nos preguntamos: ¿Cómo hacen los santos para soportar? Ellos no soportan. Lo que llamamos «soportar» es reaccionar contra el sufrimiento, rechazar acogerlo con pleno corazón porque va a descomponer todo y a hacernos morir. Soportar el sufrimiento es luchar contra esta descomposición… El secreto de los santos está precisamente en no luchar: en acoger sin defenderse y dejarse descomponer. Alguien me decía a propósito de un sufrimiento físico: «No se puede comparar con ninguno de los sufrimientos conocidos. Con los peores sufrimientos puedes todavía ser hombre, mientras que con eso, no se puede ya ser hombre.» En el fondo, lo que se llama soportar el sufrimiento es intentar permanecer siendo hombre bajo sus golpes. Es justamente lo que los santos y Cristo no han intentado hacer, porque no sentían necesidad de intentar seguir siendo hombres; en una palabra, no tenían nada que temer. Podían abandonarlo todo, porque tenían la unción del Espíritu Santo. Cuanto menos se lucha, más nos penetra esta unción, que es estable, pues es Dios mismo…, es el Ser. Entonces no hay necesidad de preocuparse: «¡Entrad, entrad!» Lo que ocurre es que nosotros no sabemos hacer ese movimiento. Creemos que no llegaremos a ello a causa del sufrimiento mismo y del miedo que nos causa. Pero no es verdad: lo que nos impide hacer este movimiento es que no estamos en estado de oblación. No hay que confundir el miedo del sufrimiento y el rechazo del sufrimiento. El rechazo es un cerrar el corazón, el cual rechaza también entonces la alegría, la vida, la dicha… porque sería necesario darse. El rechazo del sufrimiento es una rebelión, que puede muy bien ejercerse aun cuando no se tenga miedo en absoluto. Por ejemplo, Pedro rechazó siempre la cruz de Cristo, se opuso a ella violentamente… hasta el momento en que tuvo miedo, traicionó y se desfondó. Ya veis cómo el miedo es menos peligroso que el rechazo… Cristo tuvo mucho miedo y, sin embargo, no rechazó nada. Los santos tampoco rechazan nada, ni siquiera en el primer movimiento, pues se han hecho incapaces de esa estrechez y de ese quiste que implica el rechazo. Tienen «el corazón líquido», como decía el Cura de Ars: rechazar es coagularse. La carne de Cristo y de los santos se contraía ante el sufrimiento: su alma gemía, pero no se contraía. Lo que llamamos coraje no se da nunca sin una cierta retracción, un esfuerzo por protegerse; mientras que el alma de los santos, habiéndose hecho puramente oblativa permite al sufrimiento penetrar hasta el centro donde encuentra el océano de la dulzura de Dios… y ellos atraviesan el sufrimiento, escapan a él por la dulzura, sin resistirle. -- 127 --
Comenzáis quizá a vislumbrar la importancia de nuestro tema inicial: dejaos hacer. A eso nos invita el Espíritu Santo. Mientras se resiste a eso, se resiste a Dios. Imaginar los sufrimientos que han de acaecer- nos es ya una retracción y un rechazo…
LA PUERTA QUE SE ABRE SOBRE EL ABISMO Cuando meditamos sobre la cruz, hay que penetrar en el interior para encontrar allí la unción. Habría que tener un poco menos miedo de la cruz y un poco más de la unción: eso sería más serio. Se ha podido hablar de «la dulzura insoportable de Cristo y de la santísima Virgen al pie de la cruz…». Cristo no resistió, no apretó los dientes, se dejó desarmar por completo. Cuando se asoman los ojos sobre el abismo de esta dulzura, es mucho más vertiginoso y terrible que la misma cruz…, pero es un vértigo que atrae. Existe una atracción hacia la cruz: ella es la puerta que se abre sobre el vértigo del amor. Se puede meditar sobre esto toda una vida… La fecundidad apostólica es precisamente la descomposición de la cruz acogida sin resistencia («Si el grano no muere»). La dulzura de Dios es redentora y nada más: primero en Cristo y después en los que completan lo que falta a la Pasión de Cristo. Lo demás no es fecundidad: es el trabajo del servidor cuyas obras son bendecidas o no lo son según vengan o no de la dulzura de Dios. En esta dulzura nos hacemos verdaderamente padre y madre en el sentido espiritual. Resumiendo, se puede distinguir: 1. La actividad desplegada al servicio de Dios para el bien de los hombres: es el apostolado en sentido amplio. 2. El carisma concedido a algunos para expresar lo que contemplan y permitir a su contemplación sobreabundar en fecundidad gratuita. Estos cantan gratuitamente, por la alegría de cantar… y su alabanza es asumida por la gracia de Dios que la hace fecunda y la utiliza como instrumento de conversión o de edificación de los hombres. 3. El sufrimiento redentor: es también otro canto, el más divino y el más fecundo de todos…
LOS SUFRIMIENTOS DEL INFIERNO Mientras el sufrimiento siga siendo nuestro sufrimiento (y no el de Cristo reflejado en nosotros), no es redentor. ¡Quiera Dios que sea, al menos, purificador! Pues existen también los sufrimientos del infierno, que nosotros conocemos en la medida en que pecamos. Son inherentes al pecado como tal: «Te es duro resistir contra el aguijón.» -- 128 --
Este sufrimiento es a menudo atenuado aquí abajo por nuestra falta de lucidez, voluntaria o involuntaria: aparece, pues, sobre todo en los que se rebelan o desesperan conscientemente. El sufrimiento no es bueno: no podemos apiadarnos, ni siquiera mirarlo. Si lo miramos, el demonio puede despertar en nosotros el temor y hacernos creer que Dios puede enviárnoslo. Entonces tendremos la impresión de ser incapaces de soportarlo, lo cual es perfectamente verdad: en primer lugar, porque no podemos soportar nada antes de que Dios lo envíe realmente, luego y sobre todo, porque Dios no puede nunca «enviar» tal sufrimiento. Lo permite como permite el pecado, pero no lo quiere de ninguna manera para sus hijos. El sufrimiento del pecado presenta un rostro intolerable e indignante, precisamente porque viene de la rebelión misma. Hay que desconfiar de las descripciones que hacen algunos de su sufrimiento; hacen de él una montaña tal, que la esperanza parece imposible en su caso. Y así es de hecho: pero precisamente porque se niegan a esperar. Existe una compasión natural que es buena cosa en sí, pero que puede extraviarnos. Si sentís en vosotros tesoros de compasión inutilizados, volveos hacia Cristo: ahí podéis ir, vuestra compasión no será nunca excesiva. Los sufrimientos de Cristo son los únicos que merecen absolutamente nuestra compasión. En el fondo, nuestro mayor sufrimiento es el rechazo de sufrir: los santos están libres de ese sufrimiento. Cristo sufrió más que ningún hombre, pero permaneció en la paz. Si alguien intenta justificar su ausencia de paz por el peso de sus tormentos, si os dice: «¡No sabéis lo que es esto!», habéis de responder en el fondo de vosotros mismos: «No, no lo sé, y no quiero saberlo, porque no debo.» Entrar en el juego de tales palabras, no es ofrecer la misericordia al naufragado, sino comenzar a naufragar con él. No se trata de juzgar a los otros, sino de resistir a las tinieblas que los oprimen. Hay que contemplar el fondo de su alma, pero sin detenerse en torno a sus tinieblas. Estamos en peligro desde el momento en que nos detenemos como la mujer de Lot: no hay que mirar hacia atrás. No juzgar no es excusar una conducta inexcusable. No juzgar es ignorar, pasar de largo, cerrar los ojos. Debemos saber que nuestros hermanos son amados por Dios, pero no hay que romperse la cabeza para hallar buena una acción mala. Hay que aceptar incluso sufrir profundamente cuando se teme (sin juzgar) que alguien repugna al Espíritu Santo y que parece rechazar la luz. No digamos entonces: «Sus intenciones son quizá limpias.» Hay que cerrar los ojos y pensar que son amigos de Dios, lo que debe bastarnos para «amar a Jesús en su corazón», como dice Teresa. Si no conseguimos ser benévolos con nuestros hermanos (con tal hermano), el primer acto de caridad que debemos practicar con ellos es el de -- 129 --
no mirarlos… o el de mirarlos con los ojos de la fe, es decir, mirar a Jesús solo. Eso es muy importante, pues si caéis en una historia tenebrosa, no saldréis nunca de ella: os encontraréis en la turbación y en la confusión. Para dejarse turbar, no es necesario estar de acuerdo con Satanás, con el mal: basta con mirar. Satanás no tiene necesidad de darnos convicciones falsas, le basta sacudir nuestro juicio para hacernos perder el equilibrio. La simple mirada sobre las tinieblas basta para ello, aunque se diga: ¡esto son tinieblas! Podría ilustrar esto con hechos precisos. Me ha sucedido escapar justamente a un asunto de este género. Al principio, creía deber ocuparme de ello, pero pronto tuve la certeza de que nunca vería claro allí. Me dije: «Si esta luz me es inaccesible, es que debo poder vivir sin ella, sin conocer la respuesta a ciertas preguntas.» Me di cuenta entonces de que, en efecto, yo no tenía necesidad de esas respuestas: bastaba con cerrar los ojos un poco más radicalmente. Tengamos la prudencia de la serpiente: no saber más que lo que estamos absolutamente obligados a saber. Temer por saber demasiado, temblar por saber demasiado. No añadáis ni un miligramo a lo que vuestro deber os exige conocer y saber. Es preciso avanzar en la noche de la fe con la prudencia de la serpiente. Para volver a la compasión, el demonio puede hacernos contemplar sufrimientos malos. Hay que prestar ayuda a todo sufrimiento, pero eso no quiere decir contemplar; la verdadera compasión consiste a menudo en pedir a Dios que conceda a estos hombres la gracia de comprender.
EL PURGATORIO Acabamos de evocar los sufrimientos del infierno, nos queda por hablar de los del purgatorio o de laspurificaciones pasivas. En estos sufrimientos hay todavía un cierto rechazo de sufrir, por lo que se asemejan a los del infierno: el hombre viejo reacciona aún, se defiende contra la muerte. Nuestro corazón no está completamente fundido y dilatado, guarda una cierta contracción, no sabemos todavía atravesar el sufrimiento sin mirarlo. Pero esta agonía está alimentada en el fondo por el progreso mismo del amor de Dios. A causa de ello, estos sufrimientos se asemejan a los del cielo: en menos profundidad, porque nos protegemos contra ellos; en más aspereza y más desesperación, por la misma razón. Se parece algo a un sufrimiento de alegría, pero una alegría que no puede estallar completamente, porque no conseguimos acoger con pleno corazón ni la alegría ni el dolor. Ni uno ni otro llegan a tomar plenamente posesión de nuestro ser: y eso mismo es el sufrimiento original del purgatorio. No podemos -- 130 --
suprimirlo a nuestro antojo, lo mismo que la contracción que lo causa. Hay que esperar que todo esté consumado. A medida que el tratamiento avanza, se aprende a contemplarse cada vez menos. Incluso los sufrimientos del purgatorio son peligrosos de contemplar. Repito, solamente los sufrimientos de Cristo y de María deben ser contemplados en plenitud. El sufrimiento de María (la compasión) puede ser contemplado sin peligro, porque no ensombrece el sufrimiento de Cristo. El sufrimiento de María no era el suyo, como la doctrina de Cristo no era la suya, sino la del Padre.
DECIMOQUINTA VARIACION. EN LAS PROFUNDIDADES DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD Terminaré con estas palabras: «No temáis, pequeño rebaño, pues quiso el Padre daros el Reino.» Quisiera eliminar toda inquietud del espíritu del lector, para dejarle con esta certeza; la certeza que merece precisamente todo lo que hemos dicho, porque no es una certeza humana, sino de arriba. Humanamente, podemos preguntarnos siempre si formamos parte del pequeño rebaño, y en este plano no hay respuesta; pero Dios nos ofrece una certeza que no es de este mundo, si queremos dejarnos hacer y permitirle que nos introduzca en la «nube de lo desconocido». En ese momento, incluso la cuestión de saber dónde estamos no nos interesará más: estamos en una seguridad más profunda que toda certeza, la que brota de la esperanza, una certeza del corazón. Siempre es el demonio quien pregunta: «¿Estás seguro de formar parte del pequeño rebaño?» Exactamente, en el fondo, la cuestión planteada a Juana de Arco, y la respuesta es la misma, es la confianza: «Si estoy dentro, que Dios me guarde; si no estoy dentro, que Dios me introduzca.» He dicho que la confianza debe ser lo bastante profunda como para no exigir garantías. Cuando el demonio nos sopla: «¿Qué garantía tienes?» y nosotros respondemos: «¡Ninguna!, pero no la necesito, no exijo ninguna garantía», es como si lanzásemos una flecha al corazón de Dios: desde el momento que oye eso, precipita en nosotros el peso de las gracias que no consigue derramar en otra parte. Cuando la santísima Virgen se apareció a Catalina Labouré, le mostró las gracias saliendo de sus manos en forma de rayos, y también las gracias que no se reciben, incluso las que los hombres no piensan pedir. Yo aconsejo pedir «descaradamente» las gracias que los otros no piensan pedir, insistiendo sobre el hecho de que no exigimos ninguna garantía. -- 131 --
He dicho también que la pobreza consiste precisamente en vivir sin garantía en todos los planos: abandonar lo que pudiera darnos la menor seguridad humana. Queda sumergirse en la seguridad de los pobres que es la seguridad de la santísima Virgen, y pedir todo con una audacia sin límites. Si no se llega a ello, hay que contemplar al menos esta seguridad en el corazón de María, que nunca ha tenido garantías y nunca las ha querido. Ella comprendía que la menor petición en ese sentido sería un insulto a Dios: sólo el hombre viejo pide garantías. Ahora bien, la Virgen estaba en la misma oscuridad que nosotros, la oscuridad de la fe. Ella es el modelo de esta pobreza que no tiene siquiera la certeza intelectual de ser salvada. Para las dificultades que vienen de la oscuridad de la fe hay, pues, que recurrir a ella, es la única criatura que haya confiado en Dios hasta ese punto. Por eso su presencia era indispensable en Pentecostés. Sabéis que hoy se fabrican hornos solares: son espejos parabólicos que concentran los rayos del sol sobre un foco donde se obtienen fácilmente tres mil grados. Pues bien, en el momento de Pentecostés, María era ese espejo parabólico. María no es el sol, pero atraía los rayos del sol por su confianza. Lo he dicho y repetido, el amor infinito reside en nuestro corazón y tenemos miedo de arrojarnos a él porque es infinito, y de ahogarnos en él perdiendo todo punto de apoyo. Pues bien: la santísima Virgen es la inspiradora de la confianza ciega que realiza este movimiento a la perfección, con una flexibilidad sin tacha. Debido a eso, Dios no ha concebido ni realizado nada sobre la tierra sin ella… y, sobre todo, Jesucristo. Cristo y su madre constituyen un misterio único…, un poco como las tres Personas de la santísima Trinidad son un solo Dios. En primer lugar, ellos constituyen por sí solos toda la perfección del género humano, y esto en dos personas, cada una con un nombre irreemplazable… Nosotros tendremos en el cielo un nombre único inscrito sobre la piedra blanca del Apocalipsis, que nadie conoce más que el que lo recibe. Cuando se fabrica un instrumento de música, cada elemento contribuye a darle un timbre particular que será el suyo. Igualmente, lo que hacemos y padecemos sobre la tierra fabrica en nosotros una determinada tonalidad, un «timbre espiritual» que será el nuestro para toda la eternidad. Hay cantos que no se pueden hacer oir antes de haber atravesado ciertas pruebas. Nuestras palabras celestes serán el fruto de toda nuestra vida: por ejemplo, Dios nos lleva a lo largo de los días a decir un cierto De profundis que no podríamos cantar nunca sin una larga preparación. -- 132 --
Cada una de estas voces está hecha para entrar en relación con las otras, para «concertar» con ellas de una manera más o menos estrecha según las predestinaciones divinas. No solamente habrá una multitud de voces, sino que la melodía se renovará siempre, no será nunca la misma, aun siendo la misma. Nuestra sensibilidad tiene miedo de la inmovilidad del cielo, pues la sed de infinito, en el plano sensible, exige el movimiento. Pues bien, tendremos movimiento, más que en la tierra: en la eternidad de Dios, tendremos el movimiento y la estabilidad. ¿Podemos decir que el corazón de Cristo y el de María contienen ellos solos el esplendor de la Jerusalén celestial? En cierto sentido, sí: su diálogo (que es ya trinitario, puesto que Cristo es el Verbo) expresa todo lo que los hombres pueden decir a Dios y decirse entre sí. Cristo es el primogénito de toda criatura y contiene virtualmente la perfección de los frutos de su fecundidad.
EL ESPLENDOR DE LA VIDA DIVINIZADA Pero precisamente Cristo está destinado a producir frutos eternos y no puede decirse fecundo sin esos mismos frutos. Sin duda, la santísima Virgen es el fruto por excelencia que asegura la perfección de la fecundidad de Cristo. Pero ella está destinada a ser fecunda a su vez: el diálogo de Jesús y María lo dice todo, pero tiene necesidad de nosotros, para sobreabundar en reflejos infinitos. En cierto sentido, podemos decir con san Pablo: nosotros completamos en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo… y a la compasión de María. Sigue siendo verdad que la plenitud del misterio de Cristo se realiza en la santísima Virgen de una manera privilegiada. Desde un determinado punto de vista, no es Cristo sólo quien contiene a todos los hombres, sino Cristo y su madre reunidos. Cristo no tiene necesidad de María desde el punto de vista del mérito, de la satisfacción, de la plenitud. Pero para expresar el esplendor de vida humana divinizada, tiene necesidad de que sean dos, porque es esencial a la naturaleza humana. La naturaleza humana no puede manifestar toda su perfección en un hombre o una mujer solos, siendo la razón más profunda que el hombre es ya por naturaleza un reflejo de la vida trinitaria, lo que supone un diálogo y una distinción de las personas. Sin el diálogo con otro ser humano, más precisamente con una mujer, Cristo no puede explicitar todas las profundidades del misterio del hombre. Cristo es la fuente de toda gracia, especialmente de la plenitud ofrecida a la santísima Virgen. Pero la estructura misma de la gracia capital exige que se desarrolle y se prolongue en la gracia de María. La maternidad de la santísima Virgen explícita el matiz maternal del misterio de la salvación: el Verbo recibe de María la humanidad sin la cual no sería sacerdo-- 133 --
te. La sangre de Cristo es la sangre de María… Ella ha comunicado a su Hijo una sensibilidad profundamente femenina, particularmente receptiva para la unción misericordiosa del Espíritu Santo. Toda la debilidad de su naturaleza, Jesús la debe a la santísima Virgen, y por consiguiente la pasión. De ahí estas relaciones que fascinaban al padre Kolbe en el campo de Auschwitz, entre la Inmaculada y las tres Personas de la santísima Trinidad. Por ejemplo, entre el Espíritu Santo y María. Este diálogo se parece a la procesión del Espíritu Santo, a la fecundidad de un amor recíproco, lo cual es el sentido profundo y metafísico de la maternidad (por oposición a la paternidad, fecundidad espiritual de la inteligencia, del artista que «concibe» una obra: no hay necesidad de ser dos para eso). A causa de este diálogo, se dice que ella ha concebido del Espíritu Santo: su maternidad no es solamente fisiológica, sino espiritual… y el fruto de estos intercambios, es el Verbo encarnado. Dicho de otro modo, la distinción natural entre Jesús y María (distinción de la madre y del hijo, del hombre y de la mujer) es asumida por la gracia que transforma su diálogo en un reflejo de los diálogos trinitarios. Cristo y María son inseparables, pero uno puede ser atraído más o menos hacia el uno o el otro; contemplando a María, se puede sospechar mejor el Espíritu maternal de Cristo. Toda gracia es desde ahora una prolongación del juego del amor entre Jesús y María; ser salvado, es ser transportado a su diálogo trinitario. Cuando rezamos, podemos contemplar al Salvador como ella lo contemplaba (ella es salvada como nosotros, más que nosotros). Pero nosotros podemos también contemplar a la santísima Virgen como Jesús la contemplaba: «He ahí a tu Madre.» Hay matices y variedades infinitas. Así comprendida, la «devoción a la santísima Virgen» no es un medio ofrecido a nuestra debilidad, es ya el cielo. La corriente de amor que une a los Tres nos transporta a la mar como un barco, un barco minúsculo. El barco es transportado por la corriente, por tanto va tan rápido como ésta. Desde este punto de vista, él está a la misma altura que ella. Pero es también sobrepasado por la corriente, está perdido en el océano. En la medida en que el amor de Dios nos transporta y se comunica, nosotros le hablamos como hijos, de igual a igual: aprendemos a amarlo como El se ama. Pero en la medida en que este amor nos sobrepasa, quedamos humillados, perdidos en este océano: aprendemos a adorar. ¿Qué es más grande, el amor o la adoración? Ni lo uno ni lo otro: lo más grande es la corriente que nos transporta. Dicho de otro modo: el Espíritu Santo. Lo más importante no son los efectos del amor de Dios sobre nosotros, es este amor mismo; pero este amor somos nosotros, pues más -- 134 --
allá de sus dones creados, El mismo se da a nosotros, y nos incorpora a la Trinidad. La santísima Virgen no añade nada a la Trinidad, ningún esplendor, ninguna perfección, ningún amor; pero añade una persona nueva, que contempla a las Tres como las Tres se contemplan, con el matiz original de su rostro propio, el de la pequeñez y la pobreza (es el sentido del Magníficat). Eso permite responder a la objeción más profunda que se opone a la devoción mañana: si la santísima Virgen no es un simple espejo que lleva a Dios, ella hace de pantalla. Si es un simple espejo, ¿por qué contemplarla a ella? Yo no amo a la santísima Virgen porque es ella, la amo como un sacramento, como el canal de la vida trinitaria donde se encuentran las únicas Personas que amo… Respuesta: Esto sería verdad si Dios mismo no se amase más que a El, y no la persona de María también… y la nuestra. María (y cada uno de nosotros) se hace de este modo (que se me perdone la expresión) como interior a la santísima Trinidad. A partir de ahí cada uno de nosotros tiene su canto y su matiz particular. Algunos sienten que la santísima Virgen forma en ellos el rostro de Cristo, se sienten hijos de María. Otros, por el contrario, serán atraídos hacia el rostro de Cristo, a la manera como María era fascinada por él. Unos contemplan a María con el rostro de Jesús; otros, a Jesús con el rostro de María… Pero todo eso no son más que matices, pues es su diálogo mismo lo que amamos de todas maneras, y, a través de él, la vida trinitaria. Tal es nuestro destino: reproducir en nosotros tal matiz del amor entre Jesús y su madre, ese matiz que será nuestro nombre nuevo. He aquí lo que nosotros podemos vislumbrar de lo que Dios reserva a los que le aman… FIN
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