Modulo Teorico 1 (2016) Puan

August 16, 2017 | Author: leonapo | Category: Linguistics, Rhetoric, Semiotics, Psyche (Psychology), Truth
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Descripción: semiologia...

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SEMIOLOGÍA

Módulo teórico 1

Ciclo Básico Común Universidad de Buenos Aires Sede Puán 1º cuatrimestre, 2016 Coordinadora: Mariana Di Stefano

Universidad de Buenos Aires Ciclo Básico Común SEMIOLOGÍA Profesora titular: Elvira Narvaja de Arnoux Profesora adjunta: Mariana Di Stefano

Sede Puán Jefa de Trabajos Prácticos: Jacqueline Giudice

Docentes de comisión Brenda Axelrud Gonzalo Blanco Patricia Calabrese Marina Cardelli Hernán Díaz Jacqueline Giudice Marisa Macchi María Inés Mato

Docentes de taller Diana Albornoz Fabia Arrosi Brenda Axelrud Mariana Bendaham Andrea Cobas Carral Gloria Fernández Ignacio Galán Claudia Hartfiel Marta Krasan Marisa Macchi Mariana McLoughlin Diego Picotto Gabriela Sacristán Ricardo Schmidt Pablo Von Stecher Amelia Zerillo

Selección y adaptaciones de la cátedra Edición, corrección y diseño: Gonzalo Blanco

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Índice

Presentación ...................................................................................................................................... 3 Los estudios sobre el lenguaje a lo largo de la historia ..................................................................... 7 Enfoque estructuralista Ferdinad de Saussure, Curso de lingüística general (selección) ................................................ 11 Enfoque sociodiscursivo Mijail Bajtín, “El problema de los géneros discursivos” ............................................................. 41 Enfoque enunciativo Émile Benveniste, “De la subjetividad en el lenguaje” .............................................................. 70 María Isabel Filinich, La enunciación (selección) ...................................................................... 76 Helena Calsamiglia y Amparo Tusón, "La deixis: tipos y funciones" (selección) ......................... 88 Delphine Perret, "Los apelativos" (adaptación) ......................................................................... 98 Dominique Maingueneau, "Observaciones sobre casos temporales" (adaptación) .................. 100 Catherine Kerbrat-Orecchioni, "Subjetivemas" (adaptación) .................................................. 102 Enfoque del análisis del discurso Mariana di Stefano y María Cecilia Pereira, "Interacción de voces: polifonía y heterogeneidades" .. 104 Dominique Maingueneau, "Discurso, enunciado, texto" ......................................................... 113 Guía para un análisis del discurso .......................................................................................... 118

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Presentación

1. Objetivos y contenidos El curso de Semiología tiene como objetivo introducir a los alumnos en las distintas teorías que han desarrollado una reflexión y una conceptualización sobre el lenguaje y sobre los distintos modos de construcción de significación social. Así, se considerarán tanto teorías que han pensado la lengua en términos de sistema, como las que han indagado en las características propias del lenguaje en uso. La reflexión sobre el signo en la tradición filosófica, la noción de signo lingüístico y la teoría de la enunciación son algunos de los contenidos que se desarrollarán en la primera etapa. Por otro lado, uno de los objetivos centrales de la materia es que los alumnos desarrollen su capacidad de escritura y de lectura crítica, especialmente de géneros académicos. Para ello, se proponen como espacio de reflexión y entrenamiento en dichas prácticas los Talleres de Lectura y Escritura. Creemos que es indispensable que el alumno logre integrar los conocimientos de índole teórica sobre el lenguaje con los saberes teóricos y prácticos acerca de la lectura y la escritura en el ámbito universitario, ya que a partir de la conjunción de ambos podrá resolver satisfactoriamente todas las instancias de comunicación escrita que a lo largo del cuatrimestre mantendrá con sus docentes, ya sea de comisión o de taller. Vale aclarar que dichas comunicaciones escritas (parciales, trabajos prácticos) suponen no solamente un dominio del código de la escritura, sino también el haber alcanzado previamente el nivel de lectura crítica necesario. Lo que se enseñará a los alumnos no son “verdades absolutas”, sino reflexiones, teorizaciones, conceptualizaciones acerca de diferentes fenómenos relacionados con el objeto que nos preocupa, que es el lenguaje y los modos de producción social del sentido. Por ello, se propone enseñar a los alumnos dichas teorías y paralelamente enseñarles a leer teorías, es decir, entrenarlos en la superación de los obstáculos que plantea la lectura de textos complejos, como son el establecimiento de relaciones entre el texto y su contexto histórico de escritura o producción, la identificación de las hipótesis centrales sostenidas y de los argumentos que las

4 demuestran, la realización de comparaciones con otros abordajes del tema, para establecer semejanzas y diferencias, y así poder complementar o confrontar posturas. Para sintetizar, la cátedra se propone que los alumnos sean capaces de: En cuanto a la lectura: • identificar y distinguir diversos géneros discursivos, ya sean narrativos, expositivos o argumentativos; • dar sentido a los elementos paratextuales, a partir del establecimiento de relaciones entre texto y contexto; • identificar los recursos predominantes en cada tipo textual y su valor en el texto (definiciones, ejemplos, reformulaciones, analogías, citas, refutaciones, etc.); • identificar las hipótesis sostenidas por cada texto y los argumentos demostrativos. En cuanto a la escritura: • explicar los rasgos generales de cada una de las teorías estudiadas (contexto histórico de aparición, hipótesis principales sostenidas); • definir con precisión los conceptos que articulan cada una de las teorías vistas y ejemplificar; • demostrar el desarrollo de su habilidad lectora a partir de la aplicación de las categorías estudiadas al análisis de textos específicos; • redactar tanto respuestas breves de parcial como textos de cierta extensión con apoyatura bibliográfica, en forma acorde con las exigencias del ámbito académico.

2. Condiciones de cursada y aprobación de la materia En la sede de Puán, la materia Semiología cuenta con seis horas de cursada semanal: cuatro horas teórico-prácticas y dos horas de asistencia obligatoria al Taller de Lectura y Escritura. A su vez, la profesora Mariana di Stefano brinda dos o tres clases teóricas en el cuatrimestre, a realizarse en días y horarios que serán avisados con antelación a los alumnos. Como los temas que allí se dictan forman parte de los contenidos obligatorios sobre los que el alumno será evaluado, se toma la precaución de que sus desgrabaciones sean editadas. Para promover la materia Semiología o para ir a examen final como alumno regular, es requisito indispensable alcanzar la nota 4 o más, tanto en el promedio de los dos parciales de las comisiones, como en el Taller de Lectura y Escritura. Para rendir el examen libre el alumno deberá preparar el programa oficial de la materia en forma completa (que consta de siete unidades, a disposición en la Biblioteca del CBC).

2.1. La evaluación en las comisiones teórico-prácticas A lo largo del cuatrimestre habrá dos evaluaciones parciales escritas, cuyas características y fechas serán suministradas por los docentes a cargo del curso. Como ya se mencionó, para mantener la condición de regular el alumno deberá obtener al menos 4 de promedio entre los dos parciales.

2.2. La evaluación en el Taller El Taller exige cumplir con tres aspectos para su aprobación: 1) La asistencia: es necesario tener un 80% de asistencia, lo cual significa que en todo el cuatrimestre el alumno no puede faltar más de dos veces al Taller.

5 2) La entrega periódica de trabajos: para mantener la regularidad, los alumnos entregarán un trabajo semanal de escritura que será pautado por los respectivos docentes. Estos trabajos irán conformando en una carpeta, que deberá presentarse al finalizar la cursada. 3) El parcial de Taller, cuyas características y fecha explicitarán los docentes a cargo. Todos los trabajos entregados serán evaluados —a menos que el docente aclare lo contrario— del mismo modo que el parcial. De ese conjunto de notas, al final del cuatrimestre, el docente extraerá la nota promedio de Taller correspondiente a cada alumno (de 1 a 10).

2.3. El recuperatorio Los alumnos tienen la opción de recuperar los parciales, ya sea de la comisión teóricopráctica o del Taller, que haya aplazado (nota inferior a 4). En el caso de los parciales de comisión, podrá realizar el recuperatorio de sólo un parcial, siempre que el otro haya sido aprobado (nota 4 o más) y que entre los dos no llegue a sumar 8.

2.4. Nota final de cada alumno La nota final de Taller de cada alumno se promedia con las notas obtenidas en los parciales de comisión (se suman las tres notas y el resultado se divide por tres). Según el promedio obtenido, el alumno: • promueve la materia (7 o más); • va a examen final como alumno regular (entre 4 y 6); • debe recursar (menos de 4).

3. Metodología 3.1. Metodología de trabajo en las comisiones En las comisiones teórico-prácticas, los docentes expondrán los diversos enfoques en torno a la reflexión sobre el lenguaje, repondrán la información necesaria para esclarecer la lectura de los textos, atenderán las dudas y dificultades que los alumnos planteen y propondrán ejercitación específica para cada tema. Es indispensable que los alumnos asistan a las clases habiendo leído previamente los textos sobre los que se trabajará cada día para poder plantear las dudas y aprovechar la exposición del docente. Es también muy importante que asistan con los materiales bibliográficos, ya que se propondrán en clase discusiones sobre fragmentos de textos diversos y se realizarán ejercitaciones contenidas en dichos materiales. Creemos de gran utilidad que los alumnos tomen apuntes personales en las clases —que pueden cumplir la función de aclarar aspectos oscuros de los textos o registrar información que los textos sostienen en forma implícita y que el docente explicita—, pero aconsejamos estudiar de las fuentes bibliográficas que la cátedra indica, ya que los apuntes personales pueden ser inexactos, imprecisos o fragmentarios.

3.2. Metodología de trabajo en el taller El Taller de Lectura y Escritura es un espacio en el que se van a producir textos escritos y también lecturas críticas. El objetivo central del trabajo en esta instancia es favorecer el

6 desarrollo de las capacidades de lectura reflexiva y de escritura en sus niveles más complejos. Creemos que estas habilidades son esenciales para un buen desenvolvimiento en la universidad y que, sin embargo, en casi ningún espacio del aparato educativo se las toma como objeto del proceso de aprendizaje. En nuestros talleres queremos centrarnos en estos aspectos y trabajar sobre las capacidades y producciones de cada uno de los alumnos. Por eso tratamos de que los talleres no superen los 30 alumnos, porque el trabajo personalizado y la posibilidad de la evaluación semanal son esenciales para que la práctica del taller resulte realmente útil. Estas características exigen un grado de compromiso mayor por parte del docente y también por parte del alumno. Por eso señalamos algunas formas de funcionamiento que son indispensables: • Es muy importante la puntualidad, para aprovechar las dos horas de trabajo. Esas dos horas estarán pautadas con momentos de trabajo individual y otros de tipo grupal. Llegar tarde implica perder parte de la actividad inicial, fundamental para el resto del encuentro. • Es también muy importante respetar la exigencia de la entrega semanal de los escritos. La práctica del taller es una especie de gimnasia sobre la escritura, y su grado de complejidad es cada vez mayor. Por eso de nada serviría entregar todos los trabajos juntos al final de la cursada. Pasada una semana de la fecha de entrega, los trabajos ya no serán aceptados. • El docente corregirá semanalmente los escritos, y aquellos que estén desaprobados podrán rehacerse. El alumno deberá entregarlos corregidos a la semana siguiente. • Todos los trabajos deben presentarse escritos a máquina o computadora, en hojas tamaño carta o A4, con 60 caracteres por línea (es decir, dejando márgenes a derecha e izquierda) y con un interlineado no inferior al doble espacio de modo tal que el docente pueda escribir los comentarios o correcciones necesarios. No se aceptarán trabajos manuscritos. • Todos los trabajos deben indicar en el ángulo superior derecho de su primera carilla los datos del alumno (nombre y apellido y horario del taller) y deberán conservarse en una carpeta que se entregará al final del cuatrimestre, con los trabajos pasados en limpio que indique el docente.

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Los estudios sobre el lenguaje a lo largo de la historia

El siguiente es un panorama de la evolución de la reflexión sobre el lenguaje, atendiendo principalmente a las condiciones sociohistóricas que dieron lugar a cada uno de los movimientos señalados.

Retórica antigua La reflexión sobre el “arte de hablar” nace en la antigua Grecia (siglos V y IV antes de Cristo) a partir de una particular experiencia de la democracia, basada en la asamblea de hombres libres de cada ciudad griega. (No está de más recordar que la “asamblea de hombres libres” excluía a las mujeres, los esclavos, los extranjeros, los niños.) Las asambleas decidían todo lo atinente a la ciudad y a los ciudadanos: impuestos, presupuestos, guerras, juicios particulares. No existían los jueces, sino que estos eran elegidos entre los ciudadanos (a veces por sorteo) en cada ocasión. En las deliberaciones políticas, los menos preparados para hablar podían evitar la oratoria; pero en los juicios privados, desde Solón (siglo VI a.C.), los litigantes debían defenderse por sí mismos ante el jurado y no podían recurrir a gente más preparada que hablara por ellos. Por eso, primero en Siracusa (476 a.C.) y luego en Atenas y todo el resto de las ciudades griegas, empiezan a aparecer personajes que enseñan oratoria a aquellos que pueden pagar sus clases. Al principio estaban más volcados a la preparación de los ciudadanos en sus juicios, pero pronto se extendieron sus enseñanzas al discurso de deliberación política. La práctica de la oratoria, la necesidad de persuadir al auditorio, es indisociable de la toma de la palabra por parte de un amplio número de personas en relativa igualdad de condiciones. Pero también es indisociable de la diferenciación en cuanto a la adquisición y la habilidad en el uso de la palabra: sólo pueden existir los educadores de la palabra si hay “ricos” y “pobres” en capital cultural. Esos maestros de la palabra fueron llamados sofistas y se pueden señalar dos características, una referida a su concepción del saber y otra específicamente al lenguaje. Con respecto al saber, eran escépticos, creían que no se podía conocer la verdad general, absoluta,

8 sino que sólo se podía saber la verdad que a cada uno le convenía. Por eso le enseñaban a cada “alumno” a buscar los argumentos que le convinieran en un juicio y no necesariamente las razones verdaderas. “Lo que parece verdad es mejor que lo que es verdad”: mejor lo verosímil, aunque falso, que lo verdadero pero inverosímil. En cuanto al conocimiento, son un antecedente del relativismo, y por eso los sofistas fueron rescatados recién en el siglo XIX. Con respecto al lenguaje, insistían en la corrección y en la belleza de las palabras como una forma de persuasión. Si la persuasión no estaba en la verdad de los hechos, debía hacerse más hincapié en la seducción a través de un lenguaje agradable, entendible, bello, correcto, elaborado. Los pitagóricos (sur de Sicilia) insistieron incluso en una oratoria psicagógica, es decir “que conduce las mentes”. Otros sofistas empezaron a describir lo que más tarde se llamará “figuras retóricas”: giros del lenguaje que podían impactar al oyente. Antilogías, contradicciones, paradojas eran consideradas agradables en sí mismas y causaban sensación en el público. Con la decadencia de la democracia ateniense (siglo IV a.C.) se produce una reacción contra este tipo de práctica del lenguaje. Sócrates, su discípulo Platón y luego Aristóteles van a reaccionar contra el relativismo y el escepticismo de los sofistas. Desde el punto de vista del conocimiento, plantearán que la realidad es una y no es contradictoria. La verdad puede ser difícil de conocer para el hombre, pero existe una verdad ideal, a la cual el filósofo trata de acceder a través de la depuración de los argumentos. En cuanto al lenguaje, insistirán tanto en su belleza como en la verdad de los hechos. En Aristóteles, la comprensión del lenguaje (como realidad existente que hay que describir) empieza a inclinarse hacia una preceptiva o modelo perfecto que hay que seguir. La sociedad griega empieza a abandonar la democracia y a inclinarse por regímenes oligárquicos, es decir, donde hay una elite económica y cultural que se consolida en el manejo de los asuntos públicos y la asamblea de hombres libres va perdiendo importancia (un gran sector de la población empieza a despreocuparse por la "cosa pública"). Consecuentemente, las formas del lenguaje se cristalizan en modelos ideales a seguir en oposición a formas viciadas que deben ser dejadas de lado. Aparecen en esta época las gramáticas normativas (la de Crates de Melos, siglo II a.C., es la primera completa), que establecen distinciones entre lo “correcto” y lo “incorrecto”. El Imperio Romano es una extensión de ese mundo aristocrático y oligárquico tanto en lo socioeconómico como en lo cultural. Los que reflexionan sobre la retórica (Cicerón, siglo I a.C.; Quintiliano, siglo I d.C.) insisten en que el lenguaje debe reflejar la moral del orador, siendo esa moral representación de un estatus superior, es decir, patricio. Los tratados de gramática se multiplican y el de Elio Donato (siglo IV) se transforma en modelo para toda la Edad Media.

Retórica medieval Sin insistir en este período, podemos decir que en la Edad Media todo depende de la lectura y discusión de los textos bíblicos. La retórica y la gramática forman parte de los estudios superiores, monopolizados por la Iglesia. Retórica, gramática y dialéctica forman el llamado trivium, mientras que el quatrivium son cuatro disciplinas vinculadas a los números (aritmética, geometría, astronomía y música). La gramática (entendida como el estudio del latín y el griego) es la que provee las reglas para el hablar correcto. La retórica queda relegada a la belleza de las palabras y las expresiones. La dialéctica abandona la argumentación y la persuasión y se queda con la búsqueda de la verdad, vinculada a la palabra de la Iglesia, y se convierte en una abrumadora clasificación de silogismos.

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Retórica clásica Entre el Renacimiento y la Revolución Francesa, la cultura se desarrolla bajo monarquías absolutistas e ilustradas. La nobleza se considera a sí misma la clase modelo y retoma la cultura de Grecia y Roma para constituir una cultura elevada, refinada, noble, es decir, una cultura “de clase” (de allí, “clásica”). Hacia finales del siglo XVIII, en toda Europa impera el clasicismo en las artes: la arquitectura, la pintura, la literatura se dedican a imitar los modelos griegos. La retórica queda reducida al estudio de la literatura y, específicamente, de las llamadas “figuras retóricas”, es decir, todo giro del lenguaje que se aparte del habla corriente y busque un adorno de la expresión. Por eso será llamada “retórica restringida”, ya que de todos los elementos que habían sido estudiados por Aristóteles sólo quedaba la elocutio, es decir, el estilo. Y ese estilo era analizado solamente en la “alta” literatura, a partir de una clasificación extensa de las figuras retóricas. Por otro lado, nace un primer acercamiento a una reflexión sobre el signo con la Gramática de Port-Royal. Se trata de una gramática general, escrita por Lancelot y Arnauld, que supera tanto la reflexión meramente filosófica sobre el lenguaje como las gramáticas no reflexivas, entendidas como una simple mecánica. Para Port-Royal, el signo es representación del pensamiento, y esta noción de representación se vincula tanto con la concepción religiosa de Dios como con la representación física de la realeza frente a su pueblo. En definitiva, el período clásico se dedicó a elaborar modelos para imitar, pero no para discutir ni reelaborar. Prevaleció el espíritu de las academias, concebidas como escuelas que educan en un sistema cerrado de reproducción de esos modelos. Este esquema fue combatido y desterrado durante el siglo XIX por el romanticismo, que significó el predominio del individuo por sobre la escuela o la academia, la pasión por sobre la reflexión. A medida que avanzaba el siglo, la retórica iba perdiendo fuerza hasta que fue eliminada de los planes de estudio. Pero, paralelamente, empieza a conformarse la lingüística, heredera más de la gramática y de la filología (sus principales exponentes son Christian Rask, Franz Bopp y Wilhelm von Humboldt) que de la retórica aristotélica. Es decir que, mientras los románticos destruyen el arte académico, la ciencia da nacimiento a la lingüística dejando de lado las reflexiones retóricas. El siglo XIX es un siglo en el que prevalece el pensamiento histórico: en la lingüística predomina entonces el estudio comparativo de las lenguas, la filología y el análisis etimológico (origen de las palabras).

Lingüística moderna A principios del siglo XX nace la lingüística moderna, de la mano de Ferdinand de Saussure, quien heredó algunos conceptos de los “neogramáticos” (grupo de lingüistas positivistas, hoy olvidados), sobre todo en cuanto a la importancia de la fonética para estudiar la evolución de las lenguas. ¿Por qué surge Saussure en ese momento? La proliferación de discursos sociales, el crecimiento de los medios de comunicación (sobre todo los diarios) y el surgimiento de los movimientos de masas en Europa producen una preocupación por el significado: cómo es que circulan y cómo son entendidos por la masa social. Lejos de una clase superior que tiene el monopolio de la palabra y exige su imitación (siglo XVIII), ahora los discursos circulan sin posibilidad de control, y eso lleva a la reflexión sobre el lenguaje. Saussure da nacimiento a gran parte de la lingüística del siglo XX, y además va a generar conceptos epistemológicos para el desarrollo de una importantísima escuela en determinadas ciencias sociales desde la década de 1950: el estructuralismo.

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Retórica moderna A fines de los años cincuenta reaparece la retórica, a partir de dos estudios filosóficos (Perelman y Toulmin). Ahora estará centrada en la argumentación (no en la belleza de la expresión, como en la retórica clásica), y en ese sentido retomará a Aristóteles. La argumentación se transforma en uno de los principales ejes de reflexión de las ciencias sociales, y entre ellas de la lingüística, y en eso se nota el influjo de la práctica habitual, en Occidente, de la polémica democrática. Como los debates y los discursos políticos se transforman en el trasfondo central de la vida política, las ciencias sociales toman la argumentación como eje de su reflexión.

Lingüística contemporánea (desde 1980) Se puede observar una proliferación de diferentes escuelas: • Se recupera el pensamiento de Charles S. Peirce (años veinte) y los años ochenta son testigos del nacimiento de diferentes semióticas particulares (semiótica del cine, de la fotografía, de la moda, etc.). • Con el estructuralismo en crisis, se recuperan los textos de Bajtín y se incorpora a la reflexión una dimensión social, histórica y diacrónica. • La lingüística anglosajona desarrolla una reflexión sobre la dimensión pragmática del lenguaje, es decir, no sólo qué decimos, sino además “qué hacemos” cuando hablamos. • Retomando los planteos de Bajtín y de la pragmática, surge la teoría de la enunciación, cuyo objeto de estudio es la inscripción de la subjetividad en el lenguaje. • Como una continuación de la teoría de la enunciación, desde la filosofía y la lingüística se avanza hacia el llamado "análisis del discurso". • Los estudios de retórica retoman fuerza y se cruzan con los estudios estructuralistas y posestructuralistas. La argumentación es analizada no sólo desde los contenidos sino, sobre todo, como una estrategia discursiva con marcas específicas. • En las ciencias sociales en general (antropología, historia, sociología, psicoanálisis, etc.) se opera un giro lingüístico, que implica otorgarle a las expresiones del lenguaje un papel central para la comprensión de todo tipo de fenómenos. ¿Qué implicancias tuvo esta proliferación y esta multiplicación? Ante todo, perdió jerarquía la gramática en beneficio de la comunicación. Esto implicó incluso una tendencia escolar a jerarquizar el sentido y las intenciones comunicativas por encima de los significados y las reglas del lenguaje. Esto fue causa y efecto, a la vez, de un descenso en las preocupaciones escolares por la corrección lingüística, privilegiando un acceso intuitivo al discurso por encima de un acceso racionalizador. Hemos pasado de la modernidad (ascenso de la sociedad capitalista), en la que actúa un sujeto racional, autónomo y en busca del progreso social, a la posmodernidad (período actual de decadencia económica y cultural), donde actúa un sujeto sensible, hedonista, individualista y escéptico en cuanto al progreso social. La lingüística hoy debe recuperar ambas tradiciones: la retórica y la gramática, desarrollando la reflexión sobre la comunicación y las reglas, para poder entender cómo ven hoy las ciencias sociales el fenómeno del lenguaje.

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Enfoque estructuralista

Ferdinand de Saussure Curso de lingüística general (selección y adaptación) Buenos Aires, Losada, 1942 (1ª edición: 1916).

1. La lingüística y su objeto de estudio 1.1. Materia y tarea de la lingüística La materia de la lingüística está constituida, en primer lugar, por todas las manifestaciones del lenguaje humano, ya se trate de pueblos salvajes o de naciones civilizadas, de épocas arcaicas, clásicas o en decadencia, teniendo en cuenta para cada período no sólo el lenguaje correcto y el “bien hablar”, sino todas las formas de expresión. Y eso no es todo: dado que el lenguaje escapa lo más a menudo a la observación, el lingüista deberá tener en cuenta los textos escritos, puesto que son los únicos que nos permiten conocer los idiomas pasados o distantes. La tarea de la lingüística será: a) hacer la descripción y la historia de todas las lenguas que pueda alcanzar, lo que equivale a hacer la historia de las familias de lenguas y a reconstruir, en la medida de lo posible, las lenguas madres de cada familia; b) buscar las fuerzas que entran en juego de manera permanente y universal en todas las lenguas, y deducir las leyes generales a que se puedan reducir todos los fenómenos particulares de la historia; c) delimitarse y definirse ella misma. La lingüística tiene relaciones muy estrechas con otras ciencias que tan pronto toman datos de ella como se los proporcionan. Los límites que la separan de ellas no siempre aparecen con nitidez. Por ejemplo, hay que distinguir cuidadosamente la lingüística de la etnografía y de la prehistoria, donde el lenguaje sólo interviene a título de documento; debe distinguirse también de la antropología, que sólo estudia al hombre desde el punto de vista de la especie, mientras que el lenguaje es un hecho social. ¿Tendríamos que incorporarla

12 entonces a la sociología? ¿Qué relaciones existen entre la lingüística y la psicología social? En el fondo, todo es psicológico en la lengua, incluidas sus manifestaciones materiales y mecánicas, como los cambios fonéticos; y dado que la lingüística proporciona a la psicología datos tan preciosos, ¿no forma cuerpo con ella? Estamos ante cuestiones que aquí no hacemos sino enunciar, para abordarlas luego. Las relaciones de la lingüística con la fisiología no son tan difíciles de desenredar: la relación es unilateral, en el sentido de que el estudio de las lenguas exige aclaraciones a la fisiología de los sonidos, pero no le proporciona ninguna. En cualquier caso, la confusión entre ambas disciplinas es imposible: como veremos, lo esencial de la lengua es extraño al carácter fónico del signo lingüístico. En cuanto a la filología, ya lo sabemos: es netamente distinta de la lingüística, pese a los puntos de contacto de ambas ciencias y los servicios mutuos que se prestan. ¿Cuál es entonces la utilidad de la lingüística? Muy pocas personas tienen ideas claras al respecto; no es éste el lugar de fijarlas. Pero es evidente, por ejemplo, que las cuestiones lingüísticas interesan a cuantos tienen que manejar textos: historiadores, filólogos, etc. Más evidente es aún su importancia para la cultura general: en la vida de los individuos y de las sociedades, el lenguaje es un factor más importante que cualquier otro. Sería inadmisible que su estudio quedase en cosa de unos pocos especialistas; de hecho, todo el mundo se ocupa, poco o mucho, de él; pero —consecuencia paradójica del interés que se le presta— no hay terreno en que hayan germinado más ideas absurdas, más prejuicios, espejismos, ficciones. Desde el punto de vista psicológico, tales errores no son desdeñables; mas la tarea del lingüista es, ante todo, denunciarlos y disiparlos tan completamente como sea posible.

1.2. La lengua; su definición ¿Cuál es el objeto a la vez integral y concreto de la lingüística? La cuestión es particularmente difícil; ya veremos luego por qué: limitémonos ahora a hacer comprender esta dificultad. Otras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en seguida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. Alguien pronuncia la palabra española "desnudo": un observador superficial se sentirá tentado de ver en ella un objeto lingüístico concreto; pero un examen más atento hará ver en ella sucesivamente tres o cuatro cosas perfectamente diferentes, según la manera de considerarla: como sonido, como expresión de una idea, correspondencia con el latín (dis)nudum, etc. Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista el que crea al objeto, y, además, nada nos dice de antemano que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las otras. Por otro lado, sea cual fuere el punto de vista adoptado, el fenómeno lingüístico presenta perpetuamente dos caras que se corresponden, sin que la una valga más que gracias a la otra. Por ejemplo: 1° Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los sonidos no existirían sin los órganos vocales; así una "n" no existe más que por la correspondencia de estos dos aspectos. No se puede, pues, reducir la lengua al sonido, ni separar el sonido de la articulación vocal; a la recíproca, no se pueden definir los movimientos de los órganos vocales si se hace abstracción de la impresión acústica. 2° Pero admitamos que el sonido sea una cosa simple: ¿es el sonido el que hace al lenguaje? No; no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Aquí surge una nueva

13 y formidable correspondencia: el sonido, unidad compleja acústico-vocal, forma a su vez con la idea una unidad compleja, fisiológica y mental. Es más: 3° El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no se puede concebir el uno sin el otro. Por último: 4° En cada instante el lenguaje implica a la vez un sistema establecido y una evolución; en cada momento es una institución actual y un producto del pasado. Parece a primer vista muy sencillo distinguir entre el sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido; en realidad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que es difícil separarlas. ¿Sería la cuestión más sencilla si se considera el fenómeno lingüístico en sus orígenes, si, por ejemplo, se comenzara por estudiar el lenguaje de los niños? No, pues es una idea enteramente falsa esa de creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere del de las condiciones permanentes. No hay manera de salir del círculo. Así, pues, de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece entero el objeto de la lingüística. Por todas partes topamos con este dilema: o bien nos aplicamos a un solo lado de cada problema, con el consiguiente riesgo de no percibir las dualidades arriba señaladas, o bien, si estudiamos el lenguaje por muchos lados a la vez, el objeto de la lingüística se nos aparece como un montón confuso de cosas heterogéneas y sin trabazón. Cuando se procede así es cuando se abre la puerta a muchas ciencias —psicología, antropología, gramática, normativa, filología, etc.—, que nosotros separamos distintamente de la lingüística, pero que, a favor de un método incorrecto, podrían reclamar el lenguaje como uno de sus objetos. A nuestro parecer, no hay más que una solución para todas estas dificultades: hay que colocarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras manifestaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades, la lengua parece ser lo único susceptible de definición autónoma y es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu. Pero ¿qué es la lengua? Para nosotros, la lengua no se confunde con el lenguaje: la lengua no es más que una determinada parte del lenguaje, aunque esencial. Es a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. Tomado en su conjunto, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios —a la vez físico, fisiológico y psíquico—, pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se deja clasificar en ninguna de las categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo desembrollar su unidad. La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En cuanto le damos el primer lugar entre los hechos del lenguaje, introducimos un orden natural en un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación. A ese principio de clasificación se podría objetar que el ejercicio del lenguaje se apoya en una facultad que nos da la naturaleza, mientras que la lengua es cosa adquirida y convencional que debería quedar subordinada al instinto natural en lugar de anteponérsele. He aquí lo que se puede responder. En primer lugar, no está probado que la función del lenguaje, tal como se manifiesta cuando hablamos, sea enteramente natural, es decir, que nuestro aparato vocal esté hecho para hablar como nuestras piernas para andar. Los lingüistas están lejos de ponerse de acuerdo sobre esto. Así, para Whitney, que equipara la lengua a una institución social con el mismo título que todas las otras, el que nos sirvamos del aparato vocal como instrumento de la lengua es cosa del azar, por simples razones de comodidad: lo mismo

14 habrían podido los hombres elegir el gesto y emplear imágenes visuales en lugar de las imágenes acústicas. Sin duda, esta tesis es demasiado absoluta; la lengua no es una institución social semejante punto por punto a las otras; además, Whitney va demasiado lejos cuando dice que nuestra elección ha caído por azar en los órganos de la voz; de cierta manera, ya nos estaban impuestos por la naturaleza. Pero, en el punto esencial, el lingüista americano parece tener razón: la lengua es una convención y la naturaleza del signo en que se conviene es indiferente. La cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria en el problema del lenguaje. Cierta definición de lo que se llama lenguaje articulado podría confirmar esta idea. En latín articulus significa “miembro, parte, subdivisión de una serie de cosas”; en el lenguaje, la articulación puede designar o bien la subdivisión de la cadena hablada en sílabas, o bien la subdivisión de la cadena de significaciones en unidades significativas; este sentido es el que los alemanes dan a su gegliederte Sprache. Ateniéndonos a esta segunda definición, se podría decir que no es el lenguaje hablado el natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua, es decir, un sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas. Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la tercera circunvolución frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natural al lenguaje. Pero esa localización se ha comprobado para todo lo que se refiere al lenguaje, incluso la escritura, y esas comprobaciones, añadidas a las observaciones hechas sobre las diversas formas de la afasia por lesión de tales centros de localización, parecen indicar: 1°, que las diversas perturbaciones del lenguaje oral están enredadas de mil maneras con las del lenguaje escrito; 2°, que en todos los casos de afasia o de agrafia lo lesionado es menos la facultad de proferir tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por un instrumento, cualquiera que sea, los signos de un lenguaje regular. Todo nos lleva a creer que por debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que gobierna los signos: ésta sería la facultad lingüística por excelencia. Y por aquí llegamos a la misma conclusión arriba indicada. Para atribuir a la lengua el primer lugar en el estudio del lenguaje, se puede finalmente hacer valer el argumento de que la facultad —natural o no— de articular palabras no se ejerce más que con la ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad; no es, pues, quimérico decir que es la lengua la que hace la unidad del lenguaje.

1.3. El lugar de la lengua en los hechos de lenguaje Para hallar en el conjunto del lenguaje la esfera que corresponde a la lengua, hay que situarse ante el acto individual que permite reconstituir el circuito de la palabra. Este acto supone por lo menos dos individuos: es el mínimum exigible para que el circuito sea completo. Sean, pues, dos personas, A y B, en conversación:

15 El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo en el de A, donde los hechos de conciencia, que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las representaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Supongamos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspondiente: éste es un fenómeno enteramente psíquico, seguido a su vez de un proceso fisiológico: el cerebro transmite a los órganos de la fonación un impulso correlativo a la imagen; luego las ondas sonoras se propagan de la boca de A al oído de B: proceso puramente físico. A continuación el circuito sigue en B un orden inverso: del oído al cerebro, transmisión fisiológica de la imagen acústica; en el cerebro, asociación psíquica de esta imagen con el concepto correspondiente. Si B habla a su vez, este nuevo acto seguirá —de su cerebro al del de A— exactamente la misma marcha que el primero y pasará por las mismas fases sucesivas que

representamos en el siguiente esquema: Este análisis no pretende ser completo. Se podría distinguir todavía: la sensación acústica pura, la identificación de esa sensación con la imagen acústica latente, la imagen muscular de la fonación, etc. Nosotros sólo hemos tenido en cuenta los elementos juzgados esenciales; pero nuestra figura permite distinguir en seguida las partes físicas (ondas sonoras) de las fisiológicas (fonación y audición) y de las psíquicas (imágenes verbales y conceptos). Pues es de capital importancia advertir que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo, y que es tan legítimamente psíquica como el concepto que le está asociado. El circuito, tal como lo hemos representado, se puede dividir todavía: a) en una parte externa (vibración de los sonidos que van de la boca al oído) y una parte interna, que comprende todo el resto; b) en una parte psíquica y una parte no psíquica, incluyéndose en la segunda tanto los hechos fisiológicos de que son asiento los órganos, como los hechos físicos exteriores al individuo; c) en una parte activa y una parte pasiva: es activo todo lo que va del centro de asociación de uno de los sujetos al oído del otro sujeto, y pasivo todo lo que va del oído del segundo a su centro de asociación; d) por último, en la parte psíquica localizada en el cerebro se puede llamar ejecutivo a todo lo que es activo (c → i) y receptivo todo lo que es pasivo (i → c). Es necesario añadir una facultad de asociación y de coordinación, que se manifiesta en todos los casos en que no se trate nuevamente de signos aislados; esta facultad es la que desempeña el primer papel en la organización de la lengua como sistema. Pero para comprender bien este papel, hay que salirse del acto individual, que no es más que el embrión del lenguaje, y encararse con el hecho social. Entre todos los individuos así ligados por el lenguaje, se establecerá una especie de promedio: todos reproducirán —no exactamente, sin duda, pero sí aproximadamente— los

16 mismos signos unidos a los mismos conceptos. ¿Cuál es el origen de esta cristalización social? ¿Cuál de las dos partes del circuito puede ser la causa? Pues lo más probable es que no todas participen igualmente. La parte física puede descartarse desde un principio. Cuando oímos hablar una lengua desconocida, percibimos bien los sonidos, pero, por nuestra incomprensión, quedamos fuera del hecho social. La parte psíquica tampoco entra en juego en su totalidad: el lado ejecutivo queda fuera, porque la ejecución jamás está a cargo de la masa, siempre es individual, y siempre el individuo es su árbitro; nosotros lo llamaremos el habla (parole). Lo que hace que se formen en los sujetos hablantes acuñaciones que llegan a ser sensiblemente idénticas en todos es el funcionamiento de las facultades receptiva y coordinativa. ¿Cómo hay que representarse este producto social para que la lengua aparezca perfectamente separada del resto? Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un tesoro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comunidad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en los cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no existe perfectamente más que en la masa. Al separar la lengua del habla (langue et parole), se separa a la vez: 1°, lo que es social de lo que es individual; 2°, lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental. La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra pasivamente: nunca supone premeditación, y la reflexión no interviene en ella más que para la actividad de clasificar. El habla es, por el contrario, un acto individual de voluntad y de inteligencia, en el cual conviene distinguir: 1°, las combinaciones por las que el sujeto hablante utiliza el código de la lengua con miras a expresar su pensamiento personal; 2°, el mecanismo psicofísico que le permite exteriorizar esas combinaciones. Hemos de subrayar que lo que definimos son cosas y no palabras; las distinciones establecidas nada tienen que temer de ciertos términos ambiguos que no se recubren del todo de lengua a lengua. Así en alemán Sprache quiere decir lengua y lenguaje; Rede corresponde bastante bien a habla (fr. parole), pero añadiendo el sentido especial de discurso. En latín, sermo significa más bien lenguaje y habla, mientras que lingua designa la lengua, y así sucesivamente. Ninguna palabra corresponde exactamente a cada una de las nociones precisadas arriba; por eso toda definición hecha a base de una palabra es vana; es mal método el partir de las palabras para definir las cosas. Recapitulemos los caracteres de la lengua: 1° Es un objeto bien definido en el conjunto heteróclito de los hechos de lenguaje. Se la puede localizar en la porción determinada del circuito donde una imagen acústica viene a asociarse con un concepto. La lengua es la parte social del lenguaje exterior al individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe más que en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad. Por otra parte, el individuo tiene necesidad de un aprendizaje para conocer su funcionamiento; el niño la va asimilando poco a poco. Hasta tal punto es la lengua una cosa distinta, que un hombre privado del uso del hablar conserva la lengua con tal que comprenda los signos vocales que oye. 2° La lengua, distinta del habla, es un objeto que se puede estudiar separadamente. Ya no

17 hablamos las lenguas muertas, pero podemos muy bien asimilar su organismo lingüístico. La ciencia de la lengua no sólo puede prescindir de otros elementos del lenguaje, sino que sólo es posible a condición de que esos otros elementos no se inmiscuyan. 3° Mientras que el lenguaje es heterogéneo, la lengua así delimitada es de naturaleza homogénea: es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del concepto y la imagen acústica, y donde las partes del signo son igualmente psíquicas. 4° La lengua, no menos que el habla, es un objeto de naturaleza concreta, y esto es gran ventaja para su estudio. Los signos lingüísticos no por ser esencialmente psíquicos son abstracciones; las asociaciones ratificadas por el consenso colectivo, y cuyo conjunto constituye la lengua, son realidades que tienen su asiento en el cerebro. Además, los signos de la lengua son, por decirlo así, tangibles; la escritura puede fijarlos en imágenes convencionales, mientras que sería imposible fotografiar en todos sus detalles los actos del habla; la fonación de una palabra, por pequeña que sea, representa una infinidad de movimientos musculares extremadamente difíciles de conocer y de imaginar. En la lengua, por el contrario, no hay más que la imagen acústica, y ésta se puede traducir en una imagen visual constante. Pues si se hace abstracción de esta multitud de movimientos necesarios para realizarla en el habla, cada imagen acústica no es, como luego veremos, más que la suma de un número limitado de elementos o fonemas, susceptibles a su vez de ser evocados en la escritura por un número correspondiente de signos. Esta posibilidad de fijar las cosas relativas a la lengua es la que hace que un diccionario y una gramática puedan ser su representación fiel, pues la lengua es el depósito de las imágenes acústicas y la escritura la forma tangible de esas imágenes.

1.4. Lugar de la lengua en los hechos humanos. La semiología Estos caracteres nos hacen descubrir otro más importante. La lengua, deslindada así del conjunto de los hechos de lenguaje, es clasificable entre los hechos humanos, mientras que el lenguaje no lo es. Acabamos de ver que la lengua es una institución social, pero se diferencia por muchos rasgos de las otras instituciones políticas, jurídicas, etc. Para comprender su naturaleza peculiar hay que hacer intervenir un nuevo orden de hechos. La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por eso comparable a la escritura, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de cortesía, a las señales militares, etc. Sólo que es el más importante de todos esos sistemas. Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social. Tal ciencia sería parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general. Nosotros la llamaremos semiología1 (del griego semeion ‘signo’). Ella nos enseñará en qué consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se puede decir qué es lo que ella será; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está determinado de antemano. La Lingüística no es más que una parte de esta ciencia general. Las leyes que descubra la semiología serán aplicables a la lingüística, y así es como la lingüística se encontrará ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos. Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología: tarea del lingüista es definir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos semiológicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por vez primera hemos 1

No confundir la semiología con la semántica, que estudia los cambios de significación, y de la que Ferdinand de Saussure no hizo una exposición metódica, aunque nos dejó formulados sus principios tímidamente más adelante. [Nota de B. y S.]

18 podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla incluido en la semiología. ¿Por qué la semiología no es reconocida como ciencia autónoma, ya que tiene como las demás su objeto propio? Es porque giramos dentro de un círculo vicioso: de un lado, nada más adecuado que la lengua para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico; pero, para plantearlo convenientemente, se tendría que estudiar la lengua en sí misma; y el caso es que, hasta ahora, casi siempre se la ha encarado en función de otra cosa, desde otros puntos de vista. Tenemos, en primer lugar, la concepción superficial del gran público, que no ve en la lengua más que una nomenclatura, lo cual suprime toda investigación sobre su naturaleza verdadera. Luego viene el punto de vista del psicólogo, que estudia el mecanismo del signo en el individuo. Es el método más fácil, pero no lleva más allá de la ejecución individual, sin alcanzar al signo, que es social por naturaleza. O, por último, cuando algunos se dan cuenta de que el signo debe estudiarse socialmente, no retienen más que los rasgos de la lengua que la ligan a otras instituciones, aquellos que dependen más o menos de nuestra voluntad: y así es como se pasa tangencialmente a la meta, desdeñando los caracteres que no pertenecen más que a los sistemas semiológicos en general y a la lengua en particular. Pues el signo es ajeno siempre en cierta medida a la voluntad individual o social, y en eso está su carácter esencial, aunque sea el que menos evidente se haga a primera vista. Así, ese carácter no aparece claramente más que en la lengua, pero también se manifiesta en las cosas menos estudiadas, y por contraste se suele pasar por alto la necesidad o utilidad particular de una ciencia semiológica. Para nosotros, por el contrario, el problema lingüístico es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros razonamientos. Si se quiere descubrir la verdadera naturaleza de la lengua, hay que empezar por considerarla en lo que tiene de común con todos los otros sistemas del mismo orden; factores lingüísticos que a primera vista aparecen como muy importantes (por ejemplo, el juego del aparato fonador) no se deben considerar más que de segundo orden si no sirven más que para distinguir a la lengua de los otros sistemas. Con eso no solamente se esclarecerá el problema lingüístico, sino que, al considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos, estos hechos aparecerán a otra luz, y se sentirá la necesidad de agruparlos en la semiología y de explicarlos por las leyes de esta ciencia.

2. El signo lingüístico 2.1. Signo, significado, significante Para ciertas personas, la lengua, reducida a su principio esencial, es una nomenclatura, esto es, una lista de términos que corresponde a otras tantas cosas. Por ejemplo:

19 Esta concepción es criticable por muchos conceptos. Supone ideas completamente hechas preexistentes a las palabras; no nos dice si el nombre es de naturaleza vocal o psíquica, pues arbor puede considerarse en uno u otro aspecto; por último, hace suponer que el vínculo que une un nombre a una cosa es una operación muy simple, lo cual está bien lejos de ser verdad. Sin embargo, esta perspectiva simplista puede acercarnos a la verdad al mostrarnos que la unidad lingüística es una cosa doble, hecha con la unión de dos términos. Hemos visto, a propósito del circuito del habla, que los términos implicados en el signo lingüístico son ambos psíquicos y están unidos en nuestro cerebro por un vínculo de asociación. Insistamos en este punto. Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica.2 La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su huella psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla “material” es solamente en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, generalmente más abstracto. El carácter psíquico de nuestras imágenes acústicas aparece claramente cuando observamos nuestra lengua materna. Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros mismos o recitarnos mentalmente un poema. Y porque las palabras de la lengua materna son para nosotros imágenes acústicas, hay que evitar hablar de los “fonemas” de que están compuestas. Este término, que implica una idea de acción vocal, no puede convenir más que a las palabras habladas, a la realización de la imagen interior en el discurso. Hablando de sonidos y de sílabas de una palabra, evitaremos el equívoco, con tal que nos acordemos de que se trata de la imagen acústica. El signo lingüístico es, pues, una entidad psíquica de dos caras que puede representarse con la siguiente figura:

Estos dos elementos están íntimamente unidos y se reclaman recíprocamente. Ya sea que busquemos el sentido de la palabra latina arbor o la palabra con que el latín designa el concepto de ‘arbor’, es evidente que las vinculaciones consagradas por la lengua son las únicas que nos aparecen conformes con la realidad, y descartamos cualquier otra que se pudiera imaginar.

2 El término de imagen acústica parecerá quizá demasiado estrecho, pues junto a la representación de los sonidos de una palabra está también la de su articulación, la imagen muscular del acto fonatorio. Pero para F. de Saussure la lengua es esencialmente un depósito, una cosa recibida de fuera. La imagen acústica es, por excelencia, la representación natural de la palabra, en cuanto hecho de lengua virtual, fuera de toda realización por el habla. El aspecto motor puede, pues, quedar sobreentendido o en todo caso no ocupar más que un lugar subordinado con relación a la imagen acústica. [B. y S.]

20 Esta definición plantea una importante cuestión de terminología. Llamamos signo a la combinación del concepto y de la imagen acústica: pero en el uso corriente este término designa generalmente la imagen acústica sola, por ejemplo una palabra (arbor, etc.). Se olvida que si llamamos signo a arbor no es más que gracias a que conlleva el concepto ‘árbol’, de tal manera que la idea de la parte sensorial implica la del conjunto. La ambigüedad desaparecería si designáramos las tres nociones aquí presentes por medio de nombres que se relacionen recíprocamente al mismo tiempo que se opongan. Y proponemos conservar la palabra signo para designar el conjunto, y reemplazar concepto e imagen acústica respectivamente con significado y significante; estos dos últimos términos tienen la ventaja de señalar la oposición que los separa, sea entre ellos dos, sea del total de que forman parte. En cuanto al término signo, si nos contentamos con él es porque, no sugiriéndonos la lengua usual cualquier otro, no sabemos con qué reemplazarlo. El signo lingüístico así definido posee dos caracteres primordiales. Al enunciarlos vamos a proponer los principios mismos de todo estudio de este orden.

2.2. Primer principio: lo arbitrario del signo El lazo que une el significante al significado es arbitrario; o bien, puesto que entendemos por signo el total resultante de la asociación de un significante con un significado, podemos decir más simplemente: el signo lingüístico es arbitrario. Así, la idea de sur no está ligada por relación alguna interior con la secuencia de los sonidos s-u-r que le sirve de significante; podría estar representada tan perfectamente por cualquier otra secuencia de sonidos. Sirvan de prueba las diferencias entre las lenguas y la existencia misma de lenguas diferentes: el significado ‘buey’ tiene por significante bwéi a un lado de la frontera franco-española y böf (boeuf) al otro, y al otro lado de la frontera francogermana es oks (Ochs). El principio de lo arbitrario del signo no está contradicho por nadie; pero suele ser más fácil descubrir una verdad que asignarle el puesto que le toca. El principio arriba enunciado domina toda la lingüística de la lengua; sus consecuencias son innumerables. Es verdad que no todas aparecen a la primera ojeada con igual evidencia; hay que darles muchas vueltas para descubrir esas consecuencias y, con ellas, la importancia primordial del principio. Una observación de paso: cuando la semiología esté organizada se tendrá que averiguar si los modos de expresión que se basan en signos enteramente naturales —como la pantomima— le pertenecen de derecho. Suponiendo que la semiología los acoja, su principal objetivo no por eso dejará de ser el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo. En efecto, todo medio de expresión recibido de una sociedad se apoya en principio en un hábito colectivo o, lo que viene a ser lo mismo, en la convención. Los signos de cortesía, por ejemplo, dotados con frecuencia de cierta expresividad natural (piénsese en los chinos que saludan a su emperador posternándose nueve veces hasta el suelo), no están menos fijados por una regla; esa regla es la que obliga a emplearlos, no su valor intrínseco. Se puede, pues, decir que los signos enteramente arbitrarios son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más complejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos; en este sentido, la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la lengua no sea más que un sistema particular. Se ha utilizado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico, o, más exactamente, lo que nosotros llamamos el significante. Pero hay inconvenientes para admitirlo, justamente

21 a causa de nuestro primer principio. El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente arbitrario; no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el significado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría reemplazarse por otro objeto cualquiera, un carro, por ejemplo. La palabra arbitrario necesita también una observación. No debe dar idea de que el significante depende de la libre elección del hablante (ya veremos luego que no está en manos del individuo cambiar nada en un signo una vez establecido por un grupo lingüístico); queremos decir que es inmotivado, es decir, arbitrario con relación al significado, con el cual no guarda en la realidad ningún lazo natural. Señalemos, para terminar, dos objeciones que se podrían hacer a este primer principio: 1° Se podría uno apoyar en las onomatopeyas para decir que la elección del significante no siempre es arbitraria. Pero las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas como fouet ‘látigo’ o glas ‘doblar de campanas’ pueden impresionar a ciertos oídos por una sonoridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus formas latinas (fouet deriva de fagus ‘haya’, glas es classicum); la cualidad de sus sonidos actuales, o, mejor, la que se atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética. En cuanto a las onomatopeyas auténticas (las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.), no solamente son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la imitación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos (cfr. francés ouaoua y alemán wauwau, español guau guau).3 Además, una vez introducidas en la lengua, quedan más o menos engranadas en la evolución fonética, morfológica, etc., que sufren las otras palabras (cfr. pigeon, del latín vulgar pipio, derivado de una onomatopeya): prueba evidente de que ha perdido algo de su carácter primero para adquirir el del signo lingüístico en general, que es inmotivado. 2° Las exclamaciones, muy vecinas de las onomatopeyas, dan lugar a observaciones análogas y no son más peligrosas para nuestra tesis. Se tiene la tentación de ver en ellas expresiones espontáneas de la realidad, dictadas como por la naturaleza. Pero para la mayor parte de ellas se puede negar que haya un vínculo necesario entre el significado y el significante. Basta con comparar dos lenguas en este terreno para ver cuánto varían estas expresiones de idioma a idioma (por ejemplo, al francés aïe!, esp. ¡ay!, corresponde el alemán au!). Y ya se sabe que muchas exclamaciones comenzaron por ser palabras con sentido determinado (cfr. fr. diable!, mordieu! = mort Dieu, etc). En resumen, las onomatopeyas y las exclamaciones son de importancia secundaria, y su origen simbólico es en parte dudoso.

2.3. Segundo principio: carácter lineal del significante El significante, por ser de naturaleza auditiva, se desenvuelve en el tiempo únicamente y tiene los caracteres que toma del tiempo: a) representa una extensión y b) esa extensión es mensurable en una sola dimensión, en una sola línea. Este principio es evidente, pero parece que siempre se ha desdeñado el enunciarlo, sin duda porque se lo ha encontrado demasiado simple; sin embargo, es fundamental y sus consecuencias son incalculables: su importancia es igual a la de la primera ley. Todo el mecanismo de la lengua depende de ese hecho. Por oposición a los significantes visuales 3 Nuestro sentido onomatopéyico reproduce el canto del gallo con quiquiriquí, el de los franceses coquericó (kókrikó), el de los ingleses cock-a-doodle-do. [A. A.]

22 (señales marítimas, por ejemplo), que pueden ofrecer complicaciones simultáneas en varias dimensiones, los significantes acústicos no disponen más que de la línea del tiempo; sus elementos se presentan uno tras otro; forman una cadena. Este carácter se destaca inmediatamente cuando los representamos por medio de la escritura, en donde la sucesión en el tiempo es sustituida por la línea espacial de los signos gráficos. En ciertos casos, no se nos aparece con evidencia. Si, por ejemplo, acentúo una sílaba, parecería que acumulo en un mismo punto elementos significativos diferentes. Pero es una ilusión; la sílaba y su acento no constituyen más que un acto fonatorio; no hay dualidad en el interior de este acto, sino tan sólo oposiciones diversas con lo que está a su lado.

3. Inmutabilidad y mutabilidad del signo 3.1. Inmutabilidad Si, en relación con la idea que representa, el significante aparece como libremente elegido, en cambio, en relación con la comunidad lingüística que lo emplea, no es libre, es impuesto. La masa social no es consultada y el significante escogido por la lengua no podría ser reemplazado por otro. Este hecho, que parece encerrar una contradicción, podría llamarse familiarmente “la carta forzada”. Se dice a la lengua: “¡Elige!”, pero se añade: “Será ese signo y no otro”. Un individuo sería incapaz, aunque quisiera, no solamente de modificar algo en la elección ya hecha, sino que la masa misma no puede ejercer su soberanía sobre una sola palabra; está ligada a la lengua tal como es. La lengua, por tanto, no puede ser asimilada a un contrato puro y simple, y precisamente por ese lado el signo lingüístico es particularmente interesante de estudiar; porque si se quiere demostrar que la ley admitida en una colectividad es una cosa que se sufre, y no una regla libremente consentida, es la lengua la que ofrece la prueba más definitiva de ese hecho. Veamos pues cómo escapa a nuestra voluntad el signo lingüístico, y saquemos luego las importantes consecuencias que derivan de este fenómeno. En cualquier época, y por muy alto que nos remontemos, la lengua aparece siempre como una herencia de la época precedente. El acto por el que, en un momento dado, se habrían distribuido los nombres para las cosas, el acto por el que se habría pactado un contrato entre los conceptos y las imágenes acústicas, ese acto podemos concebirlo, pero jamás ha sido comprobado. La idea de que las cosas habrían podido suceder así nos es sugerida por nuestro vivísimo sentimiento de lo arbitrario del signo. De hecho, ninguna sociedad conoce ni ha conocido jamás la lengua de otro modo que como un producto heredado de las generaciones precedentes y que hay que aceptar tal cual. Por esto la cuestión del origen del lenguaje no tiene la importancia que generalmente se le atribuye. No es siquiera una cuestión que haya que plantear; el único objeto real de la lingüística es la vida normal y regular de un idioma ya constituido. Un estado de lengua dado es siempre un producto de factores históricos, y son esos factores los que explican por qué es inmutable el signo, es decir, por qué resiste a toda sustitución arbitraria. Pero decir que la lengua es una herencia nada explica si no vamos más lejos. ¿Se pueden modificar de un momento a otro las leyes existentes y heredadas? Esta objeción nos lleva a situar la lengua en su marco social y a plantear la cuestión como nos la plantearíamos para las demás instituciones sociales. ¿Cómo se transmiten estas?

23 Tal es la cuestión más general que encierra la de la inmutabilidad. En primer lugar hay que apreciar la mayor o menor libertad de que gozan las demás instituciones; se verá que para cada una de ellas hay un equilibrio diferente entre la tradición impuesta y la acción libre de la sociedad. Luego se investigará por qué, en una categoría dada, los factores del primer orden son más o menos potentes que los del otro. Finalmente, volviendo a la lengua, nos preguntaremos por qué el factor histórico de la transmisión la domina por entero y excluye todo cambio lingüístico general y súbito. Para responder a esta cuestión se podrían hacer valer muchos argumentos y decir, por ejemplo, que las modificaciones de la lengua no están ligadas a la secuencia de las generaciones, que lejos de superponerse unas a otras, como los cajones de un mueble, se interpenetran y contienen, cada una, individuos de todas las edades. Habría que recordar también la suma de esfuerzos que exige el aprendizaje de la lengua materna, para concluir en la imposibilidad de un cambio general. Habría que añadir que la reflexión no interviene en la práctica de un idioma; que los sujetos son, en gran medida, inconscientes de las leyes de la lengua; y si no se dan cuenta, ¿cómo podrían modificarla? Incluso si fueran conscientes, habría que recordar que los hechos lingüísticos apenas provocan la crítica, en el sentido de que cada pueblo está generalmente satisfecho de la lengua que ha recibido. Estas consideraciones son importantes, pero no son específicas; preferimos las siguientes, más esenciales, más directas, de las que dependen todas las demás. • El carácter arbitrario del signo. Más arriba, nos había hecho admitir la posibilidad teórica del cambio; profundizando, vemos que, de hecho, lo arbitrario mismo del signo pone a la lengua al abrigo de cualquier tentativa que tienda a modificarla. Aunque fuera más consciente de lo que es, la masa no podría discutirla. Porque para que una cosa sea cuestionada, es menester que se apoye sobre una norma razonable. Se puede debatir, por ejemplo, si la forma monógama del matrimonio es más razonable que la forma polígama y presentar razones a favor de una o de otra. También se podría discutir un sistema de símbolos, porque el símbolo tiene una relación racional con la cosa significada; pero por lo que se refiere a la lengua, sistema de signos arbitrarios, esta base falta, y con ella desaparece todo terreno sólido de discusión; no hay ningún motivo para preferir soeur a sister, Ochs a boeuf, etc. • La multitud de signos necesarios para constituir cualquier lengua. El alcance de este hecho es considerable. Un sistema de escritura compuesto de veinte a cuarenta letras puede, en rigor, ser reemplazado por otro. Lo mismo ocurriría con la lengua si encerrara un número limitado de elementos; pero los signos lingüísticos son innumerables. • El carácter demasiado complejo del sistema. Una lengua constituye un sistema. Si, como luego veremos, es ese el lado por el que no es completamente arbitraria y en el que reina una razón relativa, también es ese el punto en que aparece la incompetencia de la masa para transformarla. Porque ese sistema es un mecanismo complejo; sólo se puede captar mediante la reflexión; incluso los mismos que hacen uso cotidiano de él lo ignoran profundamente. Podría concebirse tal cambio sólo gracias a la intervención de especialistas, gramáticos, lógicos, etc.; pero la experiencia muestra que, hasta ahora, injerencias de esta naturaleza no han tenido ningún éxito. • La resistencia de la inercia colectiva a toda innovación lingüística. La lengua —y esta consideración prima sobre todas las demás— es, en cada momento, asunto de

24 todo el mundo; difundida en una masa y manejada por ella, es una cosa de la que todos los individuos se sirven durante todo el día. Sobre este punto no se pueden establecer ninguna comparación entre ella y las demás instituciones. Las prescripciones de un código, los ritos de una religión, las señales marítimas, etc., no ocupan más que a cierto número de individuos a la vez y durante un tiempo limitado; en la lengua, en cambio, todos y cada uno participamos en ella en todo momento, y por eso la lengua sufre sin cesar la influencia de todos. Este hecho capital basta para mostrar la imposibilidad de una revolución. De todas las instituciones sociales, la lengua es la que menos asidero ofrece a las iniciativas. Forma cuerpo con la vida de la masa social, y por ser esta naturalmente inerte aparece ante todo como un factor de conservación. Sin embargo, no basta con decir que la lengua es un producto de las fuerzas sociales para que se vea claramente que no es libre; al recordar que es siempre herencia de una época precedente, hay que añadir que estas fuerzas sociales actúan en función del tiempo. Si la lengua tiene un carácter de fijeza, no es sólo porque está unida al peso de la colectividad, lo es también porque está situada en el tiempo. Estos dos hechos son inseparables. En todo momento la solidaridad con el pasado pone en jaque la libertad de elegir. Decimos hombre y perro porque antes de nosotros se ha dicho hombre y perro. Lo cual no impide que no haya en el fenómeno total un lazo entre estos dos factores antinómicos: la convención arbitraria, en virtud de la cual la elección es libre, y el tiempo, gracias al cual la elección se encuentra fijada. Debido a que el signo es arbitrario, no conoce más ley que la de la tradición, y precisamente por estar fundado en la tradición puede ser arbitrario.

3.2. Mutabilidad El tiempo, que asegura la continuidad de la lengua, posee otro efecto, contradictorio en apariencia con el primero: el de alterar más o menos rápidamente los signos lingüísticos y, en cierto sentido, puede hablarse a la vez de la inmutabilidad y de la mutabilidad del signo.4 En última instancia, los dos hechos son solidarios: el signo está en condiciones de alterarse porque se continúa. Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia antigua; la infidelidad al pasado es sólo relativa. Por eso, el principio de alteración se funda en el principio de continuidad. La alteración en el tiempo adopta diversas formas, cada una de las cuales proporcionaría materia para un importante capítulo de la lingüística. Sin entrar en detalles, es importante destacar lo siguiente: en primer lugar, no nos equivoquemos sobre el sentido que aquí damos a la palabra alteración. Podría hacer creer que se trata especialmente de los cambios fonéticos sufridos por el significante, o bien, de los cambios de sentido que afectan al concepto significado. Este enfoque sería insuficiente. Cualesquiera que sean los factores de alteraciones, actúen aisladamente o combinados, siempre conducen a un desplazamiento de la relación entre el significado y el significante. He aquí algunos ejemplos. El latín necare, que significa “matar”, se ha convertido en francés en noyer [ahogar], con el sentido que todos conocemos. Imagen acústica y concepto, los dos han cambiado; pero es inútil distinguir las dos partes del fenómeno; basta con comprobar 4 Sería injusto reprochar a F. de Saussure ser inconsecuente o paradójico al atribuir a la lengua dos cualidades contradictorias. Mediante la oposición de dos términos chocantes, sólo quiso subrayar con fuerza esta verdad: que la lengua se transforma sin que los sujetos puedan transformarla. Puede decirse también que la lengua es intangible, pero no inalterable.

25 in globo que el lazo de la idea y del signo se ha relajado y que a habido un desplazamiento en su relación. Si en lugar de comparar el necare del latín clásico con nuestro francés noyer, lo oponemos al necare del latín vulgar de los siglos IV o V, que significa “ahogar”, el caso es algo diferente; pero también aquí, aunque no haya alteración apreciable del significante, hay desplazamiento de la relación entre la idea y el signo. El antiguo alemán dritteil, “el tercio”, se ha convertido en alemán moderno en Drittel. En este caso, aunque el concepto siga siendo el mismo, la relación ha sido cambiada de dos formas: el significante ha sido modificado no sólo en su aspecto material, sino también en su forma gramatical; no implica ya la idea de Teil; es una palabra simple. De una manera o de otra, siempre hay un desplazamiento de relación. En anglosajón, la forma preliteraria fot, “el pie” siguió siendo fot (inglés moderno, foot), mientras que su plural *foti, “los pies”, se ha convertido en fet (inglés moderno feet). Sean cuales fueren las alteraciones que ello suponga, hay una cosa cierta: ha habido desplazamiento de la relación; ha surgido de otras correspondencias entre la materia fónica y la idea. Una lengua es radicalmente impotente para defenderse contra los factores que desplazan a cada momento la relación del significado y el significante. Esta es una de las consecuencias de la arbitrariedad del signo. Todas las demás instituciones humanas —las costumbres, las leyes, etc.— están fundadas, en diverso grado, en las relaciones naturales de las cosas; hay en ellas una adecuación necesaria entre los medios empleados y los fines perseguidos. Incluso la moda que fija nuestra ropa no es completamente arbitraria: no puede apartarse más allá de cierto grado de las condiciones dictadas por el cuerpo humano. La lengua, por el contrario, no está limitada en nada en la elección de sus medios, porque no vemos qué podría impedir asociar una idea cualquiera con una secuencia cualquiera de sonidos. Para que se comprendiera bien que la lengua es una institución pura, Whitney insistió, con toda razón, en el carácter arbitrario de los signos; y con ello situó la lingüística en su verdadero eje. Pero no fue hasta el fin, y no vio que este carácter arbitrario separa radicalmente la lengua de todas las demás instituciones. Se ve claramente por la forma en que evoluciona; nada hay más complejo; situada a la vez en la masa social y en el tiempo, nadie puede cambiar nada en ella, y, por otra parte, la arbitrariedad de sus signos entraña teóricamente la libertad de establecer cualquier relación entre la materia fónica y las ideas. De donde resulta que estos dos elementos unidos en los signos conservan, cada cual, su vida propia en una proporción desconocida fuera de la lengua, y que esta se altera, o más bien evoluciona, bajo la influencia de todos los agentes que pueden alcanzar bien a los sonidos, bien a los sentidos. Esta evolución es fatal: no hay ejemplo de lengua alguna que resista a ella. Al cabo de cierto tiempo se pueden comprobar desplazamientos sensibles. Y esto es tan cierto que el principio debe verificarse incluso en las lenguas artificiales. Quien crea una de ese tipo, la controla mientras no se ponga en circulación; pero desde el momento en que cumple su misión y se convierte en cosa de todo el mundo, el control escapa. El esperanto es un ensayo de esta especie; si triunfa, ¿escapará a la ley fatal? Pasado el primer momento, la lengua entrará, muy probablemente, en su vida semiológica; se transmitirá por leyes que no tienen nada en común con las de la creación reflexiva, y ya no se podrá volver atrás. El hombre que pretenda componer una lengua inmutable, que la posteridad debería aceptar tal cual sale de sus manos, se parecería a la gallina que ha incubado un huevo de pato: la lengua creada por él sería arrastrada, le guste o no, por la corriente que arrastra a todas las lenguas.

26 La continuidad del signo en el tiempo, ligada a la alteración en el tiempo, es un principio de la semiología general; su confirmación puede encontrarse en los sistemas de escritura, en el lenguaje de los sordomudos, etc. Pero, ¿en qué se funda la necesidad del cambio? Quizá se nos reproche no haber sido tan explícitos en este punto como sobre el principio de la inmutabilidad: es que no hemos distinguido los diferentes factores de alteración; habría que considerarlos en su variedad para saber hasta qué punto son necesarios. Las causas de la continuidad están a priori al alcance del observador; no ocurre lo mismo con las causas de alteración a través del tiempo. Más vale renunciar provisionalmente a dar cuenta exacta de ellas y limitarse a hablar en general del desplazamiento de las relaciones; el tiempo altera todo; no hay razón para que la lengua escape a esta ley universal. Recapitulemos ahora las etapas de nuestra demostración, refiriéndonos a los principios establecidos en la introducción. 1° Evitando estériles definiciones de palabras, hemos distinguido primeramente, en el seno del fenómeno total que representa el lenguaje, dos factores: la lengua y el habla. La lengua es para nosotros el lenguaje menos el habla. Es el conjunto de los hábitos lingüísticos que permiten a un sujeto comprender y hacerse comprender. 2° Pero esta definición deja todavía a la lengua al margen de su realidad social; hace de ella una cosa irreal, puesto que no comprende más que uno de los aspectos de la realidad, el aspecto individual; es menester una masa hablante para que haya una lengua. Contrariamente a las apariencias, en ningún momento existen estas al margen del hecho social, porque la lengua es un fenómeno semiológico. Su naturaleza social es uno de sus caracteres internos; su definición completa nos coloca ante dos cosas inseparables como lo muestra el esquema. Pero, en estas condiciones, la lengua es viable, no viviente; no hemos tenido en cuenta más que la realidad social, no el hecho histórico. 3° Como el signo lingüístico es arbitrario, parece que la lengua, así definida, es un sistema libre, organizable a capricho, que depende únicamente de un principio racional. Su carácter social, considerado en sí mismo, no se opone precisamente a este punto de vista. Sin duda, la psicología colectiva no opera sobre una materia puramente lógica; habría que tener en cuenta todo lo que hace desviarse a la razón en las relaciones prácticas de individuo a individuo. Y, sin embargo, lo que nos impide mirar la lengua como una convención simple, modificable a capricho de los interesados, no es eso; es la acción del tiempo que se combina con la de la fuerza social; al margen de la duración, la realidad lingüística no está completa y no hay conclusión posible. Si se tomara la lengua en el tiempo, sin la masa hablante —supongamos un individuo aislado que viviera durante muchos siglos—, quizá no se comprobaría ninguna alteración; el tiempo no actuaría sobre ella. Y, a la inversa, si se considera la masa hablante en el tiempo, no se vería el efecto de las fuerzas sociales actuando sobre la lengua. Para estar en la realidad hay que añadir, por tanto, a nuestro primer esquema un signo que indique la marcha del tiempo:

27 Desde ese momento la lengua no es libre, porque el tiempo permitirá a las fuerzas sociales que se ejercen sobre ella desarrollar sus efectos, y se llega al principio de continuidad, que anula la libertad. Pero la continuidad implica necesariamente la alteración, el desplazamiento más o menos considerable de las relaciones.

4. El valor lingüístico 4.1. La lengua como pensamiento organizado en la materia fónica Para darse cuenta de que la lengua no puede ser otra cosa que un sistema de valores puros, basta considerar los dos elementos que entran en juego en su funcionamiento: las ideas y los sonidos. Psicológicamente, hecha abstracción de su expresión por medio de palabras, nuestro pensamiento no es más que una masa amorfa e indistinta. Filósofos y lingüistas han estado siempre de acuerdo en reconocer que, sin la ayuda de los signos, seríamos incapaces de distinguir dos ideas de manera clara y constante. Considerado en sí mismo, el pensamiento es como una nebulosa donde nada está necesariamente delimitado. No hay ideas preestablecidas, y nada es distinto antes de la aparición de la lengua. Frente a este reino flotante, ¿ofrecen los sonidos por sí mismos entidades circunscriptas de antemano? Tampoco. La substancia fónica no es más fija ni más rígida; no es un molde a cuya forma el pensamiento deba acomodarse necesariamente, sino una materia plástica que se divide a su vez en partes distintas para suministrar los significantes que el pensamiento necesita. Podemos, pues, representar el hecho lingüístico en su conjunto, es decir, la lengua, como una serie de subdivisiones contiguas marcadas a la vez sobre el plano indefinido de las ideas confusas (A) y sobre el no menos indeterminado de los sonidos (B). Es lo que aproximadamente podríamos representar en este esquema:

El papel característico de la lengua frente al pensamiento no es el de crear un medio fónico material para la expresión de las ideas, sino el de servir de intermediaria entre el pensamiento y el sonido, en condiciones tales que su unión lleva necesariamente a deslindamientos recíprocos de unidades. El pensamiento, caótico por naturaleza, se ve forzado a precisarse al descomponerse. No hay, pues, ni materialización de los pensamientos, ni espiritualización de los sonidos, sino que se trata de ese hecho en cierta manera misterioso: que el “pensamiento-sonido” implica divisiones y que la lengua elabora sus unidades al constituirse entre dos masas amorfas. Imaginemos el aire en contacto con una capa de agua: si cambia la presión atmosférica, la superficie del agua se descompone en una serie de divisiones, esto es, de ondas; esas ondulaciones darán una idea de la unión y, por así decirlo, de la ensambladura del pensamiento con la materia fónica.

28 Se podrá llamar a la lengua el dominio de las articulaciones, tomando esta palabra en el sentido definido anteriormente: cada término lingüístico es un miembro, un articulus donde se fija una idea en un sonido y donde un sonido se hace el signo de una idea. La lengua es también comparable a una hoja de papel: el pensamiento es el anverso y el sonido el reverso: no se puede cortar uno sin cortar el otro; así tampoco en la lengua se podría aislar el sonido del pensamiento, ni el pensamiento del sonido; a tal separación sólo se llegaría por una abstracción y el resultado sería hacer psicología pura o fonología pura. La lingüística trabaja, pues, en el terreno limítrofe donde los elementos de dos órdenes se combinan; esta combinación produce una forma, no una sustancia. Estas miras hacen comprender mejor lo que hemos dicho sobre lo arbitrario del signo. No solamente son confusos y amorfos los dos dominios enlazados por el hecho lingüístico, sino que la elección que se decide por tal porción acústica para tal idea es perfectamente arbitraria. Si no fuera éste el caso, la noción de valor perdería algo de su carácter, ya que contendría un elemento impuesto desde fuera. Pero de hecho los valores siguen siendo enteramente relativos, y por eso el lazo entre la idea y el sonido es radicalmente arbitrario. A su vez lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valores cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por sí sólo es incapaz de fijar ninguno. Además, la idea de valor, así determinada, nos muestra cuán ilusorio es considerar un término sencillamente como la unión de cierto sonido con cierto concepto. Definirlo así sería aislarlo del sistema de que forma parte; sería creer que se puede comenzar por los términos y construir el sistema haciendo la suma, mientras que, por el contrario, hay que partir de la totalidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra. Para desarrollar esta tesis nos pondremos sucesivamente en el punto de vista del significado o concepto (4.2), en el del significante (4.3) y en el del signo total (4.4). No pudiendo captar directamente las entidades concretas o unidades de la lengua, operamos sobre las palabras. Las palabras, sin recubrir exactamente la definición de la unidad lingüística, por lo menos dan de ella una idea aproximada que tiene la ventaja de ser concreta; las tomaremos, pues, como muestras equivalentes de los términos reales de un sistema sincrónico, y los principios obtenidos a propósito de las palabras serán válidos para las entidades en general.

4.2. El valor lingüístico considerado en su aspecto conceptual Cuando se habla del valor de una palabra, se piensa generalmente, y sobre todo, en la propiedad que tiene la palabra de representar una idea, y, en efecto ése es uno de los aspectos del valor lingüístico. Pero si fuera así, ¿en qué se diferenciaría el valor de lo que se llama significación? ¿Serían sinónimas estas dos palabras? No lo creemos, aunque sea fácil la confusión, sobre todo porque está provocada menos por la analogía de los términos que por la delicadeza de la distinción que señalan. El valor, tomado en su aspecto conceptual, es sin duda un elemento de la significación, y es muy difícil saber cómo se distingue de la significación a pesar de estar bajo su dependencia. Sin embargo, es necesario poner en claro esta cuestión so pena de reducir la lengua a una simple nomenclatura.

29 Tomemos primero la significación tal como se suele presentar y tal como la hemos imaginado. No es, como ya lo indican las flechas de la figura, más que la contraparte de la imagen auditiva. Todo queda entre la imagen auditiva y el concepto, en los límites de la palabra considerada como un dominio cerrado, existente por sí mismo. Pero véase el aspecto paradójico de la cuestión: de un lado, el concepto se nos aparece como la contraparte de la imagen auditiva en el interior del signo, y, de otro, el signo mismo, es decir, la relación que une esos dos elementos es también, y de igual modo, la contraparte de los otros signos de la lengua. Puesto que la lengua es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde el valor de cada uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros, según este esquema: ¿Cómo es que el valor, así definido, se confundirá con la significación, es decir, con la

contraparte de la imagen auditiva? Parece imposible equiparar las relaciones figuradas aquí por las flechas horizontales con las que están representadas en la figura anterior por las flechas verticales. Dicho de otro modo —para insistir en la comparación de la hoja de papel que se desgarra—, no vemos por qué la relación observada entre los distintos trozos A, B, C, D, etc., no ha de ser distinta de la que existe entre el anverso y el reverso de un mismo trozo, A/A’, B/B’, etc. Para responder a esta cuestión, consignemos primero que, incluso fuera de la lengua, todos los valores parecen regidos por ese principio paradójico. Los valores están siempre constituidos: 1°, por una cosa desemejante susceptible de ser trocada por otra cuyo valor está por determinar; 2°, por cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor se está por ver. Estos dos factores son necesarios para la existencia de un valor. Así, para determinar lo que vale una moneda de cinco francos hay que saber: 1°, que se la puede trocar por una cantidad determinada de una cosa diferente, por ejemplo, de pan; 2°, que se la puede comparar con un valor similar del mismo sistema, por ejemplo, una moneda de un franco, o con una moneda de otro sistema (un dólar, etc.). Del mismo modo una palabra puede trocarse por algo desemejante: una idea; además, puede compararse con otra cosa de la misma naturaleza: otra palabra. Su valor, pues, no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede “trocar” por tal o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla con los valores similares, con las otras palabras que se pueden oponer. Su contenido no está verdaderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la palabra forma parte de un sistema, está revestida, no sólo de una significación, sino también, y sobre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente. Algunos ejemplos mostrarán que es así como efectivamente sucede. El español carnero o

30 el francés mouton pueden tener la misma significación que el inglés, sheep, pero no el mismo valor, y eso por varias razones, en particular porque al hablar de una porción de comida ya cocinada y servida a la mesa, el inglés dice mutton y no sheep. La diferencia de valor entre sheep y mouton o carnero consiste en que sheep tiene junto a sí un segundo término, lo cual no sucede con la palabra francesa ni con la española. Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se limitan recíprocamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que por su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. Al revés, hay términos que se enriquecen por contacto con otros; por ejemplo, el elemento nuevo introducido en décrépit (“un viellard décrépit”) resulta de su coexistencia con décrépi (“un mur décrépi”).5 Así el valor de todo término está determinado por lo que lo rodea; ni siquiera de la palabra que significa ‘sol’ se puede fijar inmediatamente el valor si no se considera lo que la rodea; lenguas hay en las que es imposible decir “sentarse al sol ”. Lo que hemos dicho de las palabras se aplica a todo término de la lengua, por ejemplo, a las entidades gramaticales. Así, el valor de un plural español o francés no coincide del todo con el de un plural sánscrito, aunque la mayoría de las veces la significación sea idéntica: es que el sánscrito posee tres números en lugar de dos (mis ojos, mis orejas, mis brazos, mis piernas, etc., estarían en dual); sería inexacto atribuir el mismo valor al plural en sánscrito y en español o francés, porque el sánscrito no puede emplear el plural en todos los casos donde es regular en español o en francés; su valor depende, pues, verdaderamente de lo que está fuera y alrededor de él. Si las palabras estuvieran encargadas de representar conceptos dados de antemano, cada uno de ellos tendría, de lengua a lengua, correspondencias exactas para el sentido; pero no es así. El francés dice louer (une maison) y el español alquilar, indiferentemente por tomar o dar en alquiler, mientras el alemán emplea dos términos: mieten y vermieten; no hay, pues, correspondencia exacta de valores. Los verbos schätzen y urteilen presentan un conjunto de significaciones que corresponden a bulto a las palabras francesas estimer y juger, esp. estimar y juzgar. Sin embargo, en varios puntos esta correspondencia falla. La flexión ofrece ejemplos particularmente notables. La distinción de los tiempos, que nos es tan familiar, es extraña a ciertas lenguas; el hebreo ni siquiera conoce la distinción, tan fundamental, entre el pasado, el presente y el futuro. El protogermánico no tiene forma propia para el futuro: cuando se dice que lo expresa con el presente, se habla impropiamente, pues el valor de un presente no es idéntico en germánico y en las lenguas que tienen un futuro junto al presente. Las lenguas eslavas distinguen regularmente dos aspectos del verbo: el perfectivo representa la acción en su totalidad, como un punto, fuera de todo desarrollarse; el imperfectivo la muestra en su desarrollo y en la línea del tiempo. Estas categorías presentan dificultades para un francés o para un español porque sus lenguas las ignoran: si estuvieran predeterminadas, no sería así. En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas dadas de antemano, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores corresponden a conceptos, se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positivamente por su contenido, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sistema. Su más exacta característica es la de ser lo que los otros no son.6 Ahora se ve la interpretación real del esquema del signo. Así quiere decir que en español 5 O con nuestro ejemplo español: el elemento nuevo introducido en el uso argentino de latente (“un entusiasmo latente ”) resulta de su coexistencia con latir (“un corazón latiente ”). [A. A.] 6 Por ejemplo: para designar temperaturas, tibio es lo que no es frío ni caliente; para designar distancias, ahí es lo que no es aquí ni allí: esto lo que no es eso ni aquello. El inglés, que tiene dos términos, this y that, en lugar de nuestros tres, este, ese, aquel, presenta otro juego de valores. [A. A.]

31 un concepto ‘juzgar’ está unido a la imagen acústica juzgar; en una palabra, simboliza la significación; pero que quede bien entendido que ese concepto nada tiene de inicial, que no es más que un valor determinado por sus relaciones con los otros valores similares, y que sin ellos la significación no existiría. Cuando afirmo simplemente que una palabra significa tal cosa, cuando me atengo a la asociación de la imagen acústica con el concepto, hago una operación que puede en cierta medida ser exacta y dar una idea de la realidad; pero de ningún modo expreso el hecho lingüístico en su esencia y en su amplitud.

4.3. El valor lingüístico considerado en su aspecto material Si la parte conceptual del valor está constituida únicamente por sus conexiones y diferencias con los otros términos de la lengua, otro tanto se puede decir de su parte material. Lo que importa en la palabra no es el sonido por sí mismo, sino las diferencias fónicas que permiten distinguir esas palabras de todas las demás, pues ellas son las que llevan la significación. Quizá esto sorprenda, pero en verdad ¿dónde habría la posibilidad de lo contrario? Puesto que no hay imagen vocal que responda mejor que otra a lo que se le encomienda expresar, es evidente, hasta a priori, que nunca podrá un fragmento de lengua estar fundado, en último análisis, en otra cosa que en su no coincidencia con el resto. Arbitrario y diferencial son dos cualidades correlativas. La alteración de los signos lingüísticos patentiza bien esta correlación; precisamente porque los términos a y b son radicalmente incapaces de llegar como tales hasta las regiones de la conciencia —la cual no percibe perpetuamente más que la diferencia a/b—, cada uno de los términos queda libre para modificarse según leyes ajenas a su función significativa. El genitivo plural checo žen no está caracterizado por ningún signo positivo; sin embargo, el grupo de formas žena : žen funciona también como el de žena : ženb que le ha precedido; es que lo único que entra en juego es la diferencia de los signos; žena vale sólo porque es diferente. Otro ejemplo que hacer ver todavía mejor lo que hay de sistemático en este juego de las diferencias fónicas: en griego éphen es un imperfecto y ésten un aoristo, aunque ambos están formados de manera idéntica; es que el primero pertenece al sistema del indicativo presente phemí ‘digo’, mientras que no hay presente *stemi; ahora bien, la relación phemí-éphen es justamente la que corresponde a la relación entre el presente y el imperfecto (cfr. deíknumiedeíknun), etc. Estos signos actúan, pues, no por su valor intrínseco, sino por su posición relativa. Por lo demás, es imposible que el sonido, elemento material, pertenezca por sí mismo a la lengua. Para la lengua no es más que una cosa secundaria, una materia que pone en juego. Todos los valores convencionales presentan este carácter de no confundirse con el elemento tangible que les sirve de soporte. Así no es el metal de una moneda lo que fija su valor; un escudo que vale nominalmente cinco francos no contiene de plata más que la mitad de esa suma; y valdrá más o menos con tal o cual efigie, más o menos a éste o al otro lado de una frontera política. Esto es más cierto todavía en el significante lingüístico; en su esencia, de ningún modo es fónico, es incorpóreo, constituido, no por su sustancia material, sino únicamente por las diferencias que separan su imagen acústica de todas las demás. Este principio es tan esencial, que se aplica a todos los elementos materiales de la lengua, incluidos los fonemas. Cada idioma compone sus palabras a base de un sistema de

32 elementos sonoros, cada uno de los cuales forma una unidad netamente deslindada y cuyo número está perfectamente determinado. Pero lo que los caracteriza no es, como se podría creer, su cualidad propia y positiva, sino simplemente el hecho de que no se confunden unos con otros. Los fonemas son ante todo entidades opositivas, relativas y negativas. Y lo prueba el margen y la elasticidad de que los hablantes gozan para la pronunciación con tal que los sonidos sigan siendo distintos unos de otros. Así, en francés, el uso general de la r uvular (grasseyé) no impide a muchas personas usar la r ápicoalveolar (roulé); la lengua no queda por eso dañada; la lengua no pide más que la diferencia, y sólo exige, contra lo que se podría pensar, que el sonido tenga una cualidad invariable. Hasta puedo pronunciar la r francesa como la ch alemana de Bach, doch [= j española de reloj, boj], mientras que un alemán (que tiene también la r uvular) no podría emplear la ch como r, porque la lengua reconoce los dos elementos y debe distinguirlos. Lo mismo, en ruso, no habría margen para una t junto a una t’ (t mojada, de contacto amplio), porque el resultado sería el confundir dos sonidos diferentes para la lengua (cfr. govorit’ ‘hablar’ y govorit’ ‘él habla’), pero en cambio habrá una libertad mayor del lado de la th (t aspirada), porque este sonido no está previsto en el sistema de los fonemas del ruso. Como idéntico estado de cosas se comprueba en ese otro sistema de signos que es la escritura, lo tomaremos como término de comparación para aclarar toda esta cuestión. De hecho: 1°, los signos de la escritura son arbitrarios; ninguna conexión, por ejemplo, hay entre la letra t y el sonido que designa. 2°, el valor de las letras es puramente negativo y diferencial; así una misma persona puede escribir la t con variantes tales como: Lo único esencial es que ese signo no se confunda en su escritura con el de la l, de la d, etc. 3°, los valores de la escritura no funcionan más que por su oposición recíproca en el seno de un sistema definido, compuesto de un número determinado de letras. Este carácter, sin ser idéntico al segundo, está ligado a él estrechamente, porque ambos dependen del primero. Siendo el signo gráfico arbitrario, poco importa su forma, o, mejor, sólo tiene importancia en los límites impuestos por el sistema. 4°, el medio de producción del signo es totalmente indiferente, porque no interesa al sistema (eso se deduce también de la primera característica). Escribamos las letras en blanco o en negro, en hueco o en relieve, con una pluma o con unas tijeras, eso no tiene importancia para la significación.

4.4. El signo considerado en su totalidad Todo lo anterior equivale a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Es más: una diferencia supone en general unos términos positivos entre los que se establece; pero en la lengua sólo hay diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significado o el significante, la lengua no implica ni ideas ni sonidos que preexistan al sistema lingüístico, sino sólo diferencias conceptuales y diferencias fónicas nacidas de ese sistema. Lo que de idea o de materia fónica hay en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor en los demás signos. La prueba es que el valor de un término puede modificarse sin tocar para nada ni su sentido ni sus sonidos, sino solamente por el hecho de que tal otro término vecino a sufrido una modificación. Pero decir que todo es negativo en la lengua, sólo es cierto del significado y del signifi-

33 cante tomados por separado: si se considera el signo en su totalidad, nos encontramos en presencia de una cosa positiva en su orden. Un sistema lingüístico es una serie de diferencias de sonidos combinadas con una serie de diferencias de ideas; pero este enfrentamiento de cierto número de signos acústicos con otros tantos cortes hechos en la masa del pensamiento, engendra un sistema de valores; y es ese sistema el que constituye el vínculo efectivo entre los elementos fónicos y psíquicos en el interior de cada signo. Aunque el significado y el significante, considerados por separado, sean puramente diferenciales y negativos, su combinación es un hecho positivo; es, incluso, la única especie de hechos que implica la lengua, puesto que lo propio de la institución lingüística es precisamente mantener el paralelismo entre esos dos órdenes de diferencias. Ciertos hechos diacrónicos son muy característicos a este respecto: son los innumerables casos en que la alteración del significante conduce a la alteración de la idea y donde se ve que, en principio, la suma de las ideas distinguidas corresponde a la suma de los signos distintivos. Cuando dos términos se confunden por alteración fónica (por ejemplo, décrépit = decrepitus y décrépi de crispus), las ideas tenderán a confundirse también, a poco que se presten a ello. ¿Qué se diferencia un término (por ejemplo chaise y chaire)? Infaliblemente la diferencia que acaba de nacer tenderá a volverse significativa, sin conseguirlo siempre ni tampoco al primer intento. Y a la inversa, toda diferencia ideal percibida por el espíritu tiende a expresarse por significantes distintos, y dos ideas que el espíritu ya no distingue tienden a confundirse en el mismo significante. Si comparamos entre sí los signos —términos positivos— ya no puede hablarse de diferencia; la expresión sería impropia, porque no se aplica bien más que a la comparación de dos imágenes acústicas, por ejemplo père [padre] y mère [madre], o la de dos ideas, por ejemplo, la idea “padre” y la idea “madre”; dos signos, cada uno de los cuales implica un significado y un significante, no son diferentes, son solamente distintos. Entre ellos no hay más que oposición. Todo el mecanismo del lenguaje, de que trataremos luego, descansa sobre oposiciones de este género y sobre las diferencias fónicas conceptuales que implican. Lo que es cierto sobre el valor es cierto también sobre la unidad. Es un fragmento de cadena hablada que corresponde a cierto concepto; uno y otro son de naturaleza puramente diferencial. Aplicado a la unidad, el principio de diferenciación puede formularse así: los caracteres de la unidad se confunden con la unidad misma. En la lengua, como en cualquier sistema semiológico, lo que distingue a un signo es todo lo que lo constituye. La diferencia es la que hace el carácter, como hace también el valor y la unidad. Otra consecuencia, bastante paradójica, de ese mismo principio: lo que comúnmente se denomina un “hecho de gramática” responde en última instancia a la definición de la unidad, porque siempre expresa una oposición de términos; sólo que esta oposición resulta particularmente significativa, por ejemplo, la formación del plural alemán del tipo Nacht : Nächte. Cada uno de los términos que se presentan en el hecho gramatical (el singular sin umlaut y sin e final, opuesto al plural con umlaut y -e) está constituido por todo un juego de oposiciones en el seno del sistema; considerados aisladamente, ni Nacht ni Nächte son nada: todo es, por tanto, oposición. Dicho de otro modo, se puede expresar la relación Nacht : Nächte por una fórmula algebraica a/b, donde a y b no son términos simples, sino que cada uno de ellos resulta de un conjunto de relaciones. La lengua es, por así decir, un álgebra que no tendría más que términos complejos. Entre las oposiciones que comprende las hay que son más significativas que otras; pero unidad y hecho de gramática no son más que nombres diferentes para designar aspectos diversos de un mismo hecho general: el juego de las oposiciones lingüísticas. Esto es tan cierto

34 que muy bien podríamos abordar el problema de las unidades comenzando por los hechos de gramática. Planteando una oposición tal como Nacht : Nächte, nos preguntaríamos cuáles son las unidades que entran en esta oposición. ¿Son esas dos palabras sólo o toda la serie de palabras similares?, ¿o bien a y ä?, ¿o todos los singulares y todos los plurales?, etc. Unidad y hecho de gramática no se confundirían si los signos lingüísticos estuvieran constituidos por otra cosa que diferencias. Pero por ser la lengua lo que es, desde cualquier lado que se la aborde no se encontrará en ella nada simple; en todas partes y siempre ese mismo equilibrio complejo de términos que se condicionan recíprocamente. Dicho en otras palabras, la lengua es una forma y no una sustancia. Nunca nos percataremos bastante de esta verdad, porque todos los errores de nuestra terminología, todas nuestras formas incorrectas de designar las cosas de la lengua provienen de la suposición involuntaria de que hay una sustancia en el fenómeno lingüístico.

5. Relaciones sintagmáticas y relaciones asociativas 5.1. Definiciones Así, pues, en un estado de lengua todo se basa en relaciones. ¿Y cómo funcionan esas relaciones? Las relaciones y las diferencias entre términos se despliegan en dos esferas distintas, cada una generadora de cierto orden de valores; la oposición entre esos dos órdenes nos hace comprender mejor la naturaleza de cada uno. Ellos corresponden a dos formas de nuestra actividad mental, ambos indispensables a la vida de la lengua. De un lado, en el discurso, las palabras contraen entre sí, en virtud de su encadenamiento, relaciones fundadas en el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de pronunciar dos elementos a la vez. Los elementos se alinean uno tras otro en la cadena del habla. Estas combinaciones que se apoyan en la extensión se pueden llamar sintagmas.7 El sintagma se compone siempre, pues, de dos o más unidades consecutivas (por ejemplo: re-leer; contra todos; la vida humana; Dios es bueno; si hace buen tiempo, saldremos, etc.). Colocado en un sintagma, un término sólo adquiere su valor porque se opone al que le precede o al que le sigue o a ambos. Por otra parte, fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo en común se asocian en la memoria, y así se forman grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy diversas. Así, la palabra francesa enseignement, o la española enseñanza, hará surgir inconscientemente en el espíritu un montón de otras palabras (enseigner, renseigner, etc., o bien armement, changement, etc., o bien éducation, apprentissage);8 por un lado o por otro, todas tienen algo de común. Ya se ve que estas coordinaciones son de muy distinta especie que las primeras. Ya no se basan en la extensión; su sede está en el cerebro, y forman parte de ese tesoro interior que constituye la lengua de cada individuo. Las llamaremos relaciones asociativas. La conexión sintagmática es in præsentia; se apoya en dos o más términos igualmente presentes en una serie efectiva. Por el contrario, la conexión asociativa une términos in absentia en una serie mnemónica virtual. Desde este doble punto de vista una unidad lingüística es comparable a una parte 7 Casi es inútil hacer observar que el estudio de los sintagmas no se confunde con la sintaxis. La sintaxis no es más que una parte de este estudio. 8 Si se toma la palabra española enseñanza, las palabras asociadas serán enseñar, o bien templanza, esperanza, etc., o bien educación, aprendizaje, etc. [A.A.]

35 determinada de un edificio, una columna por ejemplo; la columna se halla, por un lado, en cierta relación con el arquitrabe que sostiene; esta disposición de dos unidades igualmente presentes en el espacio hace pensar en la relación sintagmática; por otro lado, si la columna es de orden dórico, evoca la comparación mental con los otros órdenes (jónico, corintio, etc.), que son elementos no presentes en el espacio: la relación es asociativa. Cada uno de estos dos órdenes de coordinación exige ciertas observaciones particulares.

5.2. Relaciones sintagmáticas Nuestros ejemplos ya dan a entender que la noción de sintagma no sólo se aplica a las palabras, sino también a los grupos de palabras, a las unidades complejas de toda dimensión y de toda especie (palabras compuestas, derivadas, miembros de oración, oraciones enteras). No basta considerar la relación que une las diversas partes de un sintagma (por ejemplo contra y todos en contra todos, contra y maestre en contramaestre); hace falta también tener en cuenta la relación que enlaza la totalidad con sus partes (por ejemplo, contra todos opuesto de un lado a contra y de otro a todos, o contramaestre opuesto a contra y a maestre). Aquí se podría hacer una objeción. La oración es el tipo del sintagma por excelencia. Pero la oración pertenece al habla, no a la lengua; ¿no se sigue de aquí que el sintagma pertenece al habla? No lo creemos así. Lo propio del habla es la libertad de combinaciones; hay, pues, que preguntarse si todos los sintagmas son igualmente libres. Hay, primero, un gran número de expresiones que pertenecen a la lengua; son las frases hechas, en las que el uso veda cambiar nada, aun cuando sea posible distinguir, por la reflexión, diferentes partes significativas (cfr. francés à quoi bon?, allons donc!, etc.).9 Y, aunque en menor grado, lo mismo se puede decir de expresiones como prendre la mouche, forcer la main à quelqu’un, rompre une lance, o también avoir mal à (la tête, etc.), à force de (soins, etc.), que vous ensemble?, pas n’est besoin de…, etc.,10 cuyo carácter usual depende de las particularidades de su significación o de su sintaxis. Estos giros no se pueden improvisar; la tradición los suministra. Se pueden también citar las palabras que, aun prestándose perfectamente al análisis, se caracterizan por alguna anomalía morfológica mantenida por la sola fuerza del uso (cfr. en francés difficulté frente a facilité, etc., mourrai frente a dormirai, etc.).11 Y no es esto todo: hay que atribuir a la lengua, no al habla, todos los tipos de sintagmas construidos sobre formas regulares. En efecto, como nada hay de abstracto en la lengua, esos tipos sólo existen cuando la lengua ha registrado un número suficientemente grande de sus especímenes. Cuando una palabra como fr. indécorable o esp. ingraduable surge en el habla, supone un tipo determinado, y este tipo a su vez sólo es posible por el recuerdo de un número suficiente de palabras similares que pertenecen a la lengua (imperdonable, intolerable, infatigable, etc.). Exactamente lo mismo pasa con las oraciones y grupos de palabras establecidas sobre patrones regulares; combinaciones como la tierra gira, ¿qué te ha dicho?, responden a tipos generales que a su vez tienen su base en la lengua en forma de recuerdos concretos. Pero hay que reconocer que en el dominio del sintagma no hay límite señalado entre el 9 En español tienen esta condición frases como ¡Vamos, hombre! arg. ¡Salí de ahí! como negativa en oposición al interlocutor ¿Y a ti qué?, etc. [A.A.] 10 Frases de caracter equivalente en español: ganar de mano, pisar el poncho, romper lanzas, a fuerza de (cuidados, etc.), no hay por qué (hacer tal cosa), soltar la mosca (dar dinero a pesar de la resistencia o repugnancia). [A.A.] 11 En español querré frente a moriré, dificultad frente a facilidad. [A.A.]

36 hecho de lengua, testimonio del uso colectivo, y el hecho de habla, que depende de la libertad individual. En muchos casos es difícil clasificar una combinación de unidades, porque un factor y otro han concurrido para producirlo y en una proporción imposible de determinar.

5.3. Relaciones asociativas Los grupos formados por asociación mental no se limitan a relacionar los dominios que presentan algo de común; el espíritu capta también la naturaleza de las relaciones que los atan en cada caso y crea con ello tantas series asociativas como relaciones diversas haya. Así en enseignement, enseigner, enseignons, etc. (enseñanza, enseñar, enseñemos), hay un elemento común a todos los términos, el radical; pero la palabra enseignement (o enseñanza) se puede hallar implicada en una serie basada en otro elemento común, el sufijo (cfr. enseignement, armement, changement, etc.; enseñanza, templanza, esperanza, tardanza, etc.); la asociación puede basarse también en la mera analogía de los significados (enseñanza, instrucción, aprendizaje, educación, etc.), o, al contrario, en la simple comunidad de las imágenes acústicas (por ejemplo, enseignement y justement, o bien enseñanza y lanza).12 Por consiguiente, tan pronto hay comunidad doble del sentido y de la forma, como comunidad de forma o de sentido solamente. Una palabra cualquiera puede siempre evocar todo lo que sea susceptible de estarle asociado de un modo o de otro. Mientras que un sintagma evoca en seguida la idea de un orden de sucesión y de un número determinado de elementos, los términos de una familia asociativa no se presentan ni en número definido ni en un orden determinado. Si asociamos dese-oso, calur-oso, temer-oso, etc., nos sería imposible decir de antemano cuál será el número de palabras sugeridas por la memoria ni en qué orden aparecerán. Un término dado es como el centro de una constelación, el punto donde convergen otros términos coordinados cuya suma es indefinida. Sin embargo, de estos dos caracteres de la serie asociativa, orden indeterminado y

12 Este último caso es raro y puede pasar por anormal, pues el espíritu descarta naturalmente las asociaciones capaces de turbar la inteligencia del discurso; pero su existencia está probada por una categoría inferior de juegos de palabras que reposa en las confusiones absurdas que pueden resultar de la homonimia pura y simple, como cuando se dice en francés: “Les musiciens produisent les sons et les grainetiers les vendent.” Este caso debe distinguirse de aquel en que una asociación, siendo fortuita, puede basarse a un tiempo en un acercamiento de ideas (cf. francés, ergot : ergoter, alem. blau : durchbläuen ‘moler a palos’, [esp. señor : señero, migaja : miaja (*medalia), terror : aterrar)]; se trata aquí de una interpretación nueva de uno de los términos de la pareja; estos son casos de etimología popular; el hecho es interesante para la evolución semántica, pero desde el punto de vista sincrónico cae simplemente en la categoría enseigner : enseignement, arriba mencionados.

37 número indefinido, sólo el primero se cumple siempre; el segundo puede faltar. Es lo que ocurre en un tipo característico de este género de agrupaciones, los paradigmas de la flexión. En latín, en dominus, domini, domino, etc., tenemos ciertamente un grupo asociativo formado por un elemento común, el tema nominal domin-; pero la serie no es indefinida como la de enseignement, changement, etc.; el número de casos es determinado; por el contrario, su sucesión no está ordenada espacialmente, y si los gramáticos los agrupan de un modo y no de otro es por un acto puramente arbitrario; para la conciencia de los sujetos hablantes el nominativo no es de modo alguno el primer caso de la declinación, y los términos podrán surgir, según la ocasión, en tal o cual orden.

6. La lingüística estática y la lingüística evolutiva 6.1. Dualidad interna de todas las ciencias que operan con valores Pocos lingüistas sospechan que la intervención del factor tiempo puede crear dificultades particulares a la lingüística, y que coloca a su ciencia ante dos caminos absolutamente divergentes. La mayoría de las demás ciencias ignoran esta dualidad radical: el tiempo no produce en ellas efectos particulares. La astronomía ha comprobado que los astros sufren notables cambios, pero no se ha visto obligada por eso a escindirse en dos disciplinas. La geología razona casi constantemente sobre sucesiones, pero cuando se ocupa de los estados fijos de la tierra no convierte a éstos en un objeto de estudio radicalmente distinto. Hay una ciencia descriptiva del derecho y una historia del derecho y nadie las ha opuesto entre sí. La historia política de los Estados se mueve por entero en el tiempo, pero si presenta el cuadro de una época, no tenemos la impresión de haber salido de la historia. Inversamente, la ciencia de las instituciones políticas es esencialmente descriptiva, pero está capacitada para tratar, en ocasiones, una cuestión histórica sin que su unidad se vea alterada. En cambio la dualidad de la que hablamos se impone imperiosamente en las ciencias económicas. Aquí, en oposición a lo que ocurría en los casos precedentes, la economía política y la historia económica constituyen dos disciplinas netamente separadas en el seno de una misma ciencia; las obras recientemente aparecidas sobre estas materias acentúan dicha distinción. Procediendo de esta manera se obedece, sin advertirlo muy bien, a una necesidad interna; y es una necesidad muy similar la que nos obliga a escindir la lingüística en dos partes, cada una con su propio principio. Es que aquí como en la economía política, estamos ante la noción de valor; en ambas ciencias se trata de un sistema de equivalencia entre dos cosas de órdenes diferentes, en una un trabajo y un salario, en otra un significado y un significante. Por cierto, todas las ciencias encontrarían de interés una delimitación más escrupulosa de los ejes en los que se sitúan las cosas de que se ocupan; en todas habría que distinguir según la figura siguiente: 1º, el eje de las simultaneidades (AB), que concierne a las relaciones entre las cosas coexistentes, donde está excluida toda intervención del tiempo; 2º, el eje de las sucesiones (CD), sobre el que nunca se puede considerar más que una cosa por vez, pero donde están situadas todas las cosas del primer eje con sus cambios. Para las ciencias que trabajan con valores, esta distinción es una necesidad práctica, y en ciertos casos una necesidad absoluta. En este dominio se puede desafiar a los sabios a que organicen sus

38 investigaciones de manera rigurosa sin tener en cuenta los dos ejes, sin distinguir entre el sistema de valores considerados en sí y esos mismos valores considerados en función del tiempo. Esta distinción se impone al lingüista aún más imperiosamente, pues la lengua es un sistema de puros valores que nada determina fuera del estado momentáneo de sus términos. Mientras el valor tiene, por uno de sus lados, su raíz en las cosas y en sus relaciones naturales (como es el caso de la ciencia económica: por ejemplo, un terreno vale en proporción a lo que produce), hasta cierto punto se puede seguir ese valor en el tiempo, sin olvidar que en cada momento depende de un sistema de valores contemporáneos. Su vínculo con las cosas le da a pesar de todo una base natural, y por eso las apreciaciones que inspire nunca son completamente arbitrarias: su variabilidad es limitada. Pero acabamos de ver que en lingüística los datos naturales no tienen puesto alguno. Agreguemos que cuanto más complejo y rigurosamente organizado es un sistema de valores, más necesario se hace, a causa de su misma complejidad, estudiarlo sucesivamente según los dos ejes. Ahora bien, ningún sistema posee este carácter en igual medida que la lengua: en ninguna parte se asiste a una precisión similar de los valores en juego, a un número tan grande y de tal diversidad de términos en una dependencia recíproca tan estrecha. La multiplicidad de signos, ya invocada para explicar la continuidad de la lengua, nos prohíbe en absoluto estudiar simultáneamente las relaciones en el tiempo y las relaciones en el sistema. He aquí por qué distinguimos dos lingüísticas. ¿Cómo las designaremos? Los términos que se ofrecen no son igualmente adecuados para señalar esta distinción. Así, no podemos utilizar historia y “lingüística histórica”, pues suscitan ideas demasiado vagas; como la historia política comprende tanto la descripción de las épocas como la narración de los acontecimientos, se podría imaginar que al describir estados de lengua sucesivos se estudia la lengua según el eje del tiempo; por eso, habría que enfocar separadamente los fenómenos que hacen pasar a la lengua de un estado a otro. Los términos evolución y lingüística evolutiva son más precisos, y los emplearemos a menudo; por oposición, se puede hablar de la ciencia de los estados de lengua o lingüística estática. Pero para enmarcar mejor esta oposición y este cruzamiento de dos órdenes de fenómenos relativos al mismo objeto, preferimos hablar de lingüística sincrónica y lingüística diacrónica. Es sincrónico todo lo que se refiere al aspecto estático de nuestra ciencia, y diacrónico todo lo que tiene que ver con las evoluciones. De manera similar, sincronía y diacronía designarán respectivamente un estado de lengua y una fase de evolución.

6.2. Las dos lingüísticas opuestas en sus métodos y en sus principios La oposición entre lo diacrónico y lo sincrónico resalta en todos los puntos. Por ejemplo —y para comenzar con el hecho más evidente—, no tienen igual importancia. En este punto, es obvio que el aspecto sincrónico es predominante, ya que para la masa hablante es la verdadera y única realidad. Es lo mismo para la lingüística: si se coloca en la perspectiva diacrónica, ya no es la lengua lo que percibe, sino una serie de acontecimientos que la modifican. Se afirma a menudo que no hay nada más importante que conocer la génesis de un estado dado, esto es verdad en cierto sentido: las condiciones que han formado ese estado nos ilustran sobre su verdadera naturaleza y nos libran de caer en ciertas ilusiones; pero justamente esto prueba que la diacronía no tiene su fin en sí misma. De ella se puede decir lo que se ha dicho del periodismo: que lleva a todas partes a condición de abandonarlo. Los métodos de cada orden también difieren, y de dos maneras:

39 a) La sincronía no conoce más que una perspectiva, la de los sujetos hablantes. Y todo su método consiste en reconocer su testimonio; para saber en qué medida una cosa es una realidad, será preciso y bastará averiguar en qué medida existe para la conciencia de los sujetos. La lingüística diacrónica, en cambio, debe distinguir dos perspectivas: una prospectiva, que siga el curso del tiempo y otra retrospectiva, que lo remonte: de ahí un desdoblamiento del método. b) Una segunda diferencia deriva de los límites del campo que abarca cada una de las dos disciplinas. El estudio sincrónico no tiene por objeto todo lo que sea simultáneo, sino sólo el conjunto de hechos correspondientes a cada lengua; en la medida en que fuere necesario, la separación llegará hasta los dialectos y subdialectos. En el fondo no es bastante preciso el término sincrónico; habría que remplazarlo por idiosincrónico, un poco largo, es cierto. En cambio la lingüística diacrónica no sólo no necesita, sino que rechaza una especialización semejante; los términos que considera no pertenecen forzosamente a una misma lengua (compárese el indoeuropeo *esti, el griego ésti, el alemán ist, el francés est). Justamente la sucesión de hechos diacrónicos y su multiplicación espacial crea la diversidad de idiomas. Para multiplicar una comparación entre dos formas, basta que ellas tengan entre sí un vínculo histórico, por indirecto que sea. Estas opciones no son las más notables, ni las más profundas: la antinomia radical entre el hecho evolutivo y el hecho estático tiene como consecuencia que todas las nociones relativas al uno o al otro sean en la misma medida irreductibles entre sí. Cualquiera de esas nociones puede servir para demostrar esta verdad. Así es como el “fenómeno” sincrónico no tiene nada en común con el diacrónico; uno es una relación entre elementos simultáneos, el otro la sustitución de un elemento por otro en el tiempo, un acontecimiento. Veremos también que las identidades diacrónicas y sincrónicas son dos cosas muy diferentes: históricamente, en francés la negación pas es idéntica al sustantivo pas (paso), mientras que, considerados de la lengua de hoy, estos elementos son perfectamente distintos. Estas comprobaciones bastarían para hacernos comprender la necesidad de no confundir los dos puntos de vista.

6.3. Conclusiones De esta manera, la lingüística se encuentra aquí ante su segunda bifurcación. Primero debimos elegir entre la lengua y el habla; ahora nos hallamos en la encrucijada de rutas que conducen una a la diacronía, otra a la sincronía. Contando con este doble principio de clasificación, podemos agregar que todo lo que es diacrónico en la lengua no lo es sino por el habla. Es en el habla donde se encuentra el germen de todos los cambios: cada uno de ellos se inicia primero en cierto número de individuos antes de incorporarse al uso. El alemán moderno dice: ich war, wir waren, mientras que el antiguo alemán, hasta el siglo XIV, conjugaba: ich was, wir waren (el inglés dice todavía: I was, we were). ¿Cómo se ha efectuado esta sustitución de was por war? Algunas personas, influidas por waren, han creado war, por analogía; se trataba de un hecho de habla; esta forma, repetida a menudo y aceptada por la comunidad, se ha convertido en un hecho de lengua. Pero no todas las innovaciones del habla tienen el mismo éxito, y mientras sigan siendo individuales, no es preciso tenerlas en cuenta, pues lo que estudiamos es la lengua; sólo entran en nuestro tiempo de observación en el momento en que la colectividad las acoge. Un hecho de evolución siempre está precedido por un hecho, o más bien por una multitud de hechos similares en la esfera del habla; esto no invalida la distinción ya establecida, más bien la confirma, ya que en la historia

40 de la innovación hay siempre dos momentos distintos: 1º aquel en que surge en los individuos; 2º aquel en el que se convierte en hecho de lengua, exteriormente idéntico, pero adoptado por la colectividad. El cuadro siguiente indica la forma racional que debe adoptar el estudio lingüístico:

Es preciso reconocer que la forma teórica e ideal de una ciencia no es siempre la que le imponen las exigencias de la práctica. Esas exigencias son, en lingüística, más imperiosas que en cualquier otra parte y excusan, en alguna medida, la confusión que reina actualmente en estos estudios. Aunque se admitieran definitivamente las distinciones aquí establecidas, quizá no se podría imponer, en nombre de ese ideal, una orientación precisa a las investigaciones. Por ejemplo, en el estudio sincrónico del francés antiguo el lingüista opera con hechos y principios que nada tienen en común con los que le permitirían descubrir la historia de esta misma lengua, desde el siglo XIII al XX; en cambio, son comparables a los que revelarían la descripción de una lengua bantú de la actualidad, del griego ático en el año cuatrocientos antes de Cristo o del francés de hoy. Es que esas diversas exposiciones se basan en relaciones similares; si cada idioma forma un sistema cerrado, todos suponen ciertos principios constantes, que reaparecen al pasar de uno a otro, porque permanecemos dentro del mismo orden. Lo mismo ocurre en el estudio histórico: recórrese un período determinado del francés (por ejemplo, entre los siglos XIII y XX), o un período del javanés, o de cualquier otra lengua; en otras partes se opera sobre hechos similares que bastaría comparar para establecer las verdades generales del orden diacrónico. Lo ideal sería que cada estudioso se consagrara a una u otra de esas investigaciones y abarcara la mayor cantidad posible de hechos en ese orden; pero es muy difícil poseer científicamente lenguas tan diferentes. Por otra parte, cada lengua forma prácticamente una unidad de estudio, y por la fuerza de las cosas nos vemos llevados a considerarla alternativamente desde el punto de vista estático o histórico. Pero a pesar de todo, nunca hay que olvidar que, en teoría, esta unidad es superficial, mientras que la disparidad de idiomas oculta una unidad profunda. Aunque en el estudio de una lengua la observación se desplace de uno a otro aspecto, es necesario a toda costa situar cada hecho en su esfera y no confundir los métodos. Las dos partes de la lingüística, así delimitadas, constituirán sucesivamente el objeto de nuestro estudio. La lingüística sincrónica se ocupará de las relaciones lógicas y psicológicas que vinculan términos coexistentes y que forman sistema, tales como los percibe la misma conciencia colectiva. La lingüística diacrónica estudiará en cambio las relaciones que ligan términos sucesivos no percibidos por una misma conciencia colectiva, y que se constituyen unos a otros sin formar sistema entre sí.

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Enfoque sociodiscursivo

Mijail Bajtín “El problema de los géneros discursivos” En Estética de la creación verbal, Buenos Aires, Siglo XXI, 1982.

Nota aclaratoria del editor Este trabajo fue escrito en 1952-1953 en Saransk; algunos fragmentos fueron publicados en Literaturnaia uchioba (1978, núm. 1, 200-219). El fenómeno de los géneros discursivos fue investigado por Bajtín ya en los trabajos de la segunda mitad de la década de 1920. En el libro Marxismo y la filosofía del lenguaje (Leningrado, 1929; en lo sucesivo se cita según la segunda edición, 1930; el texto principal del libro pertenece a Bajtín, pero el libro fue publicado bajo el nombre de V. N. Volóshinov) se apunta un programa para el estudio de “los géneros de las actuaciones discursivas en la vida y en la creación ideológica, con la determinación de la interacción discursiva” (p. 98) y “partiendo de ahí, una revisión de las formas del lenguaje en su acostumbrado tratamiento lingüístico” (idem). Allí mismo se da una breve descripción de los “géneros cotidianos” de la comunicación discursiva: “Una pregunta concluida, una exclamación, una orden, una súplica, representan los casos más típicos de enunciados cotidianos. Todos ellos (sobre todo aquellos tales como súplica y orden) exigen un complemento extraverbal, así como un enfoque asimismo extraverbal. El mismo tipo de conclusión de estos pequeños géneros cotidianos se determina por la fricción de la palabra sobre el medio extralingüístico y sobre la palabra ajena (la de otras personas). [...] Toda situación cotidiana estable posee una determinada organización del auditorio y, así, un pequeño repertorio de pequeños géneros cotidianos” (pp. 98-99). Una amplia representación del género como una realidad de la comunicación humana (de tal modo que los géneros literarios se analizan como géneros discursivos, y la serie de los últimos se define en los límites que comprenden desde una réplica cotidiana hasta una novela de varios tomos) se relaciona con la importancia excepcional que Bajtín atribuía, en la historia de la literatura y de la cultura, a la categoría del género como portadora de las tendencias “más estables y seculares” del desarrollo literario, como “representante de la memoria creadora en el proceso del desarrollo literario” (Problemas en la poética de Dostoievsky, 178-179). Cf. un juicio que desplaza las acostumbradas nociones de los estudios literarios: “Los historiadores de la literatura, lamentablemente, suelen reducir esta lucha de la novela con otros géneros, y todas las manifestaciones de la novelización, a la vida y la lucha de las corrientes literarias. [...] Detrás del ruido superficial del proceso literario no ven los grandes e importantes destinos de

42 la literatura y del lenguaje, cuyos motores principales son ante todo las géneros, mientras que las corrientes y las escuelas son apenas héroes secundarios” (Cuestiones de literatura y estética, 451). Desde los años cincuenta, Bajtín planeaba escribir un libro bajo el título Géneros discursivos; el presente trabajo representa apenas un esbozo de aquel trabajo jamás realizado.

1. Planteamiento del problema y definición de los géneros discursivos Las diversas esferas de la actividad humana están todas relacionadas con el uso de la lengua. Por eso está claro que el carácter y las formas de su uso son tan multiformes como las esferas de la actividad humana, lo cual, desde luego, en nada contradice a la unidad nacional de la lengua. El uso de la lengua se lleva a cabo en forma de enunciados (orales y escritos) concretos y singulares que pertenecen a los participantes de una u otra esfera de la praxis humana. Estos enunciados reflejan las condiciones específicas y el objeto de cada una de las esferas no sólo por su contenido (temático) y por su estilo verbal, o sea por la selección de los recursos léxicos, fraseológicos y gramaticales de la lengua, sino, ante todo, por su composición o estructuración. Los tres momentos mencionados –el contenido temático, el estilo y la composición– están vinculados indisolublemente en la totalidad del enunciado y se determinan, de un modo semejante, por la especificidad de una esfera dada de comunicación. Cada enunciado separado es, por supuesto, individual, pero cada esfera del uso de la lengua elabora sus tipos relativamente estables de enunciados, a los que denominamos géneros discursivos. La riqueza y diversidad de los géneros discursivos es inmensa, porque las posibilidades de la actividad humana son inagotables y porque en cada esfera de la praxis existe todo un repertorio de géneros discursivos que se diferencia y crece a medida que se desarrolla y se complica la esfera misma. Aparte hay que poner de relieve una extrema heterogeneidad de los géneros discursivos (orales y escritos). Efectivamente, debemos incluir en los géneros discursivos tanto las breves réplicas de un diálogo cotidiano (tomando en cuenta el hecho de que es muy grande la diversidad de los tipos del diálogo cotidiano según el tema, situación, número de participantes, etc.) como un relato (relación) cotidiano, tanto una carta (en todas sus diferentes formas) como una orden militar, breve y estandarizada; asimismo, allí entrarían un decreto extenso y detallado, el repertorio bastante variado de los oficios burocráticos (formulados generalmente de acuerdo a un estándar), todo un universo de declaraciones públicas (en un sentido amplio: las sociales, las políticas); pero además tendremos que incluir las múltiples manifestaciones científicas, así como todos los géneros literarios (desde un dicho hasta una novela en varios tomos). Podría parecer que la diversidad de los géneros discursivos es tan grande que no hay ni puede haber un solo enfoque para su estudio, porque desde un mismo ángulo se estudiarían fenómenos tan heterogéneos como las réplicas cotidianas constituidas por una sola palabra.y como una novela en muchos tomos, elaborada artísticamente, o bien una orden militar, estandarizada y obligatoria hasta por su entonación, y una obra lírica, profundamente individualizada, etc. Se podría creer que la diversidad funcional convierte los rasgos comunes de los géneros discursivos en algo abstracto y vacío de significado. Probablemente con esto se explica el hecho de que el problema general de los géneros discursivos jamás se haya planteado. Se han estudiado, principalmente, los géneros literarios. Pero desde la antigüedad clásica hasta nuestros días estos géneros se han examinado dentro de su especificidad literaria y artística, en relación con sus diferencias dentro de los límites de lo literario, y no como determinados tipos de enunciados que se distinguen de otros tipos pero que tienen una naturaleza verbal (lingüística) común. El problema lingüístico general del enunciado y de sus tipos casi no se ha tomado en cuenta. A partir de la antigüedad se han estudiado también los géneros

43 retóricos (y las épocas ulteriores, por cierto, agregaron poco a la teoría clásica); en este campo ya se ha prestado mayor atención a la naturaleza verbal de estos géneros en tanto que enunciados, a tales momentos como, por ejemplo, la actitud con respecto al oyente y su influencia en el enunciado, a la conclusión verbal específica del enunciado (a diferencia de la conclusión de un pensamiento), etc. Pero allí también la especificidad de los géneros retóricos (judiciales, políticos) encubría su naturaleza lingüística común. Se han estudiado, finalmente, los géneros discursivos (evidentemente las réplicas del diálogo cotidiano), y, además, precisamente desde el punto de vista de la lingüística general (en la escuela saussureana,1 entre sus seguidores actuales, los estructuralistas, entre los behavioristas norteamericanos2 y entre los seguidores de K. Vossler,3 sobre una fundamentación lingüística absolutamente diferente). Pero aquellos estudios tampoco han podido conducir a una definición correcta de la naturaleza lingüística común del enunciado, porque esta definición se limitó a la especificidad del habla cotidiana, tomando por modelo a veces los enunciados intencionadamente primitivos (los behavioristas norteamericanos). De ninguna manera se debe subestimar la extrema heterogeneidad de los géneros discursivos y la consiguiente dificultad de definición de la naturaleza común de los enunciados. Sobre todo hay que prestar atención a la diferencia, sumamente importante, entre géneros discursivos primarios (simples) y secundarios (complejos); tal diferencia no es funcional. Los géneros discursivos secundarios (complejos) —a saber, novelas, dramas, investigaciones científicas de toda clase, grandes géneros periodísticos, etc.— surgen en condiciones de la comunicación cultural más compleja, relativamente más desarrollada y organizada, principalmente escrita: comunicación artística, científica, sociopolítica, etc. En el proceso de su formación estos géneros absorben y reelaboran diversos géneros primarios (simples) constituidos en la comunicación discursiva inmediata. Los géneros primarios que forman parte de los géneros 1 La doctrina de Saussure se basa en la distinción entre la lengua como sistema de signos y formas mutuamente relacionadas que determinan normativamente todo acto discursivo (este sistema es objeto específico de la lingüística) y el habla como realización individual de la lengua. La doctrina de Saussure fue analizada por Bajtín en el libro Marxismo y filosofía del lenguaje como una de las dos principales corrientes de la filosofía del lenguaje (el objetivismo abstracto), de las cuales separa el autor su propia teoría del enunciado. [Nota del Editor] 2 El behaviorismo o conductismo es una corriente de la psicología actual que analiza la actividad psíquica del hombre basándose en las reacciones externas y considera la conducta humana como sistema de reacciones a los estímulos externos en el plano del momento presente. La lingüística descriptiva norteamericana, cuyo máximo representante, Leonard Bloomfield, se guiaba por el esquema “estímulorespuesta” al describir el proceso discursivo, se orienta por esta corriente de psicología. [Nota del Editor] 3 La escuela de Vossler, en la cual se destaca sobre todo Leo Spitzer, cuyos libros menciona Bajtín en varios de sus trabajos, es caracterizada por el autor como “una de las corrientes más poderosas del pensamiento filosófico y lingüístico actual”. Para la escuela de Vossler, la realidad lingüística es la constante actividad creadora efectuada mediante los actos discursivos individuales; la creación lingüística se asemeja, según ellos, a la creación literaria, y la estilística es para ellos la disciplina lingüística principal; el enfoque vossleriano del lenguaje se caracteriza por la primacía de la estilística sobre la gramática, por la primacía del punto de vista del hablante (frente a la primacía del punto de vista del oyente, según la lingüística saussureana) y la primacía de la función estética. La Estética de la creación verbal de Bajtín en una serie de momentos importantes se aproxima a la escuela de Vossler (mientras que rechaza el “objetivismo abstracto” de la lingüística en mayor medida), ante todo en el enfoque del enunciado como una realidad concreta de la vida de la lengua; sin embargo, la teoría de la palabra de Bajtín diverge del punto de vista vossleriano en cuanto al carácter individual del enunciado, y subraya el momento de la “socialización interna” en la comunicación discursiva, aspecto fijado en los géneros discursivos. De este modo, la misma idea de los géneros discursivos separa a la translingüística bajtiniana tanto de la corriente saussureana como de la vossleriana dentro de la filosofía del lenguaje. [Nota del Editor]

44 complejos se transforman dentro de estos últimos y adquieren un carácter especial: pierden su relación inmediata con la realidad y con los enunciados reales de otros, por ejemplo, las réplicas de un diálogo cotidiano o las cartas dentro de una novela, conservando su forma y su importancia cotidiana tan sólo como partes del contenido de la novela, participan de la realidad tan sólo a través de la totalidad de la novela, es decir, como acontecimiento artístico y no como suceso de la vida cotidiana. La novela en su totalidad es un enunciado, igual que las réplicas de un diálogo cotidiano o una carta particular (todos poseen una naturaleza común), pero, a diferencia de éstas, aquello es un enunciado secundario (complejo). La diferencia entre los géneros primarios y los secundarios (ideológicos) es extremadamente grande y es de fondo; sin embargo, por lo mismo la naturaleza del enunciado debe ser descubierta y determinada mediante un análisis de ambos tipos; únicamente bajo esta condición la definición se adecuaría a la naturaleza complicada y profunda del enunciado y abarcaría sus aspectos más importantes. La orientación unilateral hacia los géneros primarios lleva ineludiblemente a una vulgarización de todo el problema (el caso extremo de tal vulgarización es la lingüística behaviorista). La misma correlación entre los géneros primarios y secundarios, y el proceso de la formación histórica de éstos, proyectan luz sobre la naturaleza del enunciado (y ante todo sobre el complejo problema de la relación mutua entre el lenguaje y la ideología o visión del mundo). El estudio de la naturaleza del enunciado y de la diversidad de las formas genéricas de los enunciados en diferentes esferas de la actividad humana tiene una enorme importancia para casi todas las esferas de la lingüística y la filología. Porque toda investigación acerca de un material lingüístico concreto (historia de la lengua, gramática normativa, composición de toda clase de diccionarios, estilística, etc.) inevitablemente tiene que ver con enunciados concretos (escritos y orales) relacionados con diferentes esferas de la actividad humana y de la comunicación; estos enunciados pueden ser crónicas, contratos, textos legislativos, oficios burocráticos, diversos géneros literarios, científicos o periodísticos, cartas particulares y oficiales, réplicas de un diálogo cotidiano (en sus múltiples manifestaciones), etc., y de allí los investigadores obtienen los hechos lingüísticos necesarios. Una noción clara acerca de la naturaleza del enunciado en general y de las particularidades de diversos tipos de enunciados, tanto primarios como secundarios, o sea de diferentes géneros discursivos, es necesaria, según nuestra opinión, en cualquiera orientación específica del enunciado. El menosprecio de la naturaleza del enunciado y la indiferencia frente a los detalles de los aspectos genéricos del discurso llevan, en cualquier esfera de la investigación lingüística, al formalismo y a una abstracción excesiva, desvirtúan el carácter histórico de la investigación, debilitan el vínculo del lenguaje con la vida. Porque el lenguaje participa en la vida a través de los enunciados concretos que lo realizan, así como la vida participa del lenguaje a través de los enunciados. El enunciado es núcleo problemático de extrema importancia. Analicemos por este lado algunas esferas y problemas de la lingüística. Ante todo, la estilística. Todo estilo está indisolublemente vinculado con el enunciado y con las formas típicas de enunciados, es decir, con los géneros discursivos. Todo enunciado, oral o escrito, primario o secundario, en cualquier esfera de la comunicación discursiva, es individual y por lo tanto puede reflejar la individualidad del hablante (o del escritor), es decir puede poseer un estilo individual. Pero no todos los géneros son igualmente susceptibles a semejante reflejo de la individualidad del hablante en el lenguaje del enunciado, es decir, no todos se prestan a absorber un estilo individual. Los más productivos en este sentido son los géneros literarios: en ellos, un estilo individual forma parte del propósito mismo del enunciado, es una de las finalidades principales de éste; sin embargo, también dentro del marco de la

45 literatura los diversos géneros ofrecen diferentes posibilidades para expresar lo individual del lenguaje y varios aspectos de la individualidad. Las condiciones menos favorecedoras para el reflejo de lo individual en el lenguaje existen en aquellos géneros discursivos que requieren formas estandarizadas, por ejemplo, en muchos tipos de documentos oficiales, en las órdenes militares, en las señales verbales, en el trabajo, etc. En tales géneros sólo pueden reflejarse los aspectos más superficiales, casi biológicos, de la individualidad (y ordinariamente, en su realización oral de estos géneros estandarizados). En la gran mayoría de los géneros discursivos (salvo los literarios) un estilo individual no forma parte de la intención del enunciado, no es su finalidad única sino que resulta ser, por decirlo así, un epifenómeno del enunciado, un producto complementario de éste. En diferentes géneros pueden aparecer diferentes estratos y aspectos de la personalidad, un estilo individual puede relacionarse de diferentes maneras con la lengua nacional. El problema mismo de lo nacional y lo individual en la lengua es, en su fundamento, el problema del enunciado (porque tan sólo dentro del enunciado la lengua nacional encuentra su forma individual). La definición misma del estilo en general y de un estilo individual en particular requiere de un estudio más profundo tanto de la naturaleza del enunciado como de la diversidad de los géneros discursivos. El vínculo orgánico e indisoluble entre el estilo y el género se revela claramente en el problema de los estilos lingüísticos o funcionales. En realidad los estilos lingüísticos o funcionales no son sino estilos genéricos de determinadas esferas de la actividad y comunicación humana. En cualquier esfera existen y se aplican sus propios géneros, que responden a las condiciones específicas de una esfera dada; a los géneros les corresponden diferentes estilos. Una función determinada (científica, técnica, periodística, oficial, cotidiana) y unas condiciones determinadas, específicas para cada esfera de la comunicación discursiva, generan determinados géneros, es decir, unos tipos temáticos, composicionales y estilísticos de enunciados determinados y relativamente estables. El estilo está indisolublemente vinculado a determinadas unidades temáticas y, lo que es más importante, a determinadas unidades composicionales; el estilo tiene que ver con determinados tipos de estructuración de una totalidad, con los tipos de su conclusión, con los tipos de la relación que se establece entre el hablante y otros participantes de la comunicación discursiva (los oyentes o lectores, los compañeros, el discurso ajeno, etc.). El estilo entra como elemento en la unidad genérica del enunciado. Lo cual no significa, desde luego, que un estilo lingüístico no pueda ser objeto de un estudio específico e independiente. Tal estudio, o sea la estilística del lenguaje como disciplina independiente, es posible y necesario. Pero este estudio sólo sería correcto y productivo fundado en una constante consideración de la naturaleza genérica de los estilos de la lengua, así como en un estudio preliminar de las clases de géneros discursivos. Hasta el momento la estilística de la lengua carece de esta base. De ahí su debilidad. No existe una clasificación generalmente reconocida de los estilos de la lengua. Los autores de las clasificaciones infringen a menudo el requerimiento lógico principal de la clasificación: la unidad de fundamento. Las clasificaciones resultan ser extremadamente pobres e indiferenciadas. Por ejemplo, en la recién publicada gramática académica de la lengua rusa se encuentran especies estilísticas del ruso como: discurso libresco, discurso popular, científico abstracto, científico técnico, periodístico, oficial, cotidiano familiar, lenguaje popular vulgar. Junto con estos estilos de la lengua figuran, como subespecies estilísticas, las palabras dialectales, las anticuadas, las expresiones profesionales. Semejante clasificación de estilos es absolutamente casual, y en su base están diferentes principios y fundamentos de la división por estilos. Además, esta clasificación es pobre y poco diferenciada.4 Todo esto resulta de una falta de comprensión de la naturaleza genérica de los estilos. También influye la ausencia de una clasifi-

46 cación bien pensada de los géneros discursivos según las esferas de la praxis, así como de la distinción, muy importante para la estilística, entre géneros primarios y secundarios. La separación entre los estilos y los géneros se pone de manifiesto de una manera especialmente nefasta en la elaboración de una serie de problemas históricos. Los cambios históricos en los estilos de la lengua están indisolublemente vinculados a los cambios de los géneros discursivos. La lengua literaria representa un sistema complejo y dinámico de estilos; su peso específico y sus interrelaciones dentro del sistema de la lengua literaria se hallan en un cambio permanente. La lengua de la literatura, que incluye también los estilos de la lengua no literaria, representa un sistema aún más complejo y organizado sobre otros fundamentos. Para comprender la compleja dinámica histórica de estos sistemas, para pasar de una simple (y generalmente superficial) descripción de los estilos existentes e intercambiables a una explicación histórica de tales cambios, hace falta una elaboración especial de la historia de los géneros discursivos (y no sólo de los géneros secundarios, sino también de los primarios), los que reflejan de una manera más inmediata, atenta y flexible todas las transformaciones de la vida social. Los enunciados y sus tipos, es decir, los géneros discursivos, son correas de transmisión entre la historia de la sociedad y la historia de la lengua. Ni un solo fenómeno nuevo (fonético, léxico, de gramática) puede ser incluido en el sistema de la lengua sin pasar la larga y compleja vía de la prueba de elaboración genérica.5 En cada época del desarrollo de la lengua literaria, son determinados géneros los que dan el tono, y éstos no sólo son géneros secundarios (literarios, periodísticos, científicos), sino también los primarios (ciertos tipos del diálogo oral: diálogos de salón, íntimos, de círculo, cotidianos y familiares, sociopolíticos, filosóficos, etc.). Cualquier. extensión literaria por cuenta de diferentes estratos extraliterarios de la lengua nacional está relacionada inevitablemente con la penetración, en todos los géneros, de la lengua literaria (géneros literarios, científicos, periodísticos, de conversación), de los nuevos procedimientos genéricos para estructurar una totalidad discursiva, para concluirla, para tomar en cuenta al oyente o participante, etc., todo lo cual lleva a una mayor o menor restructuración y renovación de los géneros discursivos. Al acudir a los correspondientes estratos no literarios de la lengua nacional, se recurre inevitablemente a los géneros discursivos en los que se realizan los estratos. En su mayoría, éstos son diferentes tipos de géneros dialógico-coloquiales; de ahí resulta una dialogización, más o menos marcada, de los géneros secundarios, una debilitación de su composición monológica, una nueva percepción del oyente como participante de la plática, así como aparecen nuevas formas de concluir la totalidad, etc. Donde existe un estilo, existe un género. La transición de un estilo de un género a otro no sólo cambia la entonación del estilo en las condiciones de un género que no le es propio, sino que destruye o renueva el género mismo. Así, pues, tanto los estilos individuales como aquellos que pertenecen a la lengua tienden hacia los géneros discursivos. Un estudio más o menos profundo y extenso de los géneros discursivos es absolutamente indispensable para una elaboración productiva de todos los problemas de la estilística.

4 A.N.Gvozdev, en sus Ocherki po stilistike russkogo iazika (Moscú, 1952, pp. 13-15), ofrece unos fundamentos para clasificación de estilos igualmente pobres y faltos de precisión. En la base de todas estas clasificaciones está una asimilación acrítica de las nociones tradicionales acerca de los estilos de la lengua. 5 Esta tesis nuestra nada tiene que ver con la vossleriana acerca de la primacía de lo estilístico sobre lo gramatical. Lo cual se manifestará con toda claridad en el curso de nuestra exposición.

47 Sin embargo, la cuestión metodológica general, que es de fondo, acerca de las relaciones que se establecen entre el léxico y la gramática, por un lado, y entre el léxico y la estilística, por otro, desemboca en el mismo problema del enunciado y de los géneros discursivos. La gramática (y la lexicología) difiere considerablemente de la estilística (algunos inclusive llegan a oponerla a la estilística), pero al mismo tiempo ninguna investigación acerca de la gramática (y aún más la gramática normativa) puede prescindir de las observaciones y digresiones estilísticas. En muchos casos, la frontera entre la gramática y la estilística casi se borra. Existen fenómenos a los que unos investigadores relacionan con la gramática y otros con la estilística, por ejemplo el sintagma. Se puede decir que la gramática y la estilística convergen y se bifurcan dentro de cualquier fenómeno lingüístico concreto: si se analiza tan sólo dentro del sistema de la lengua, se trata de un fenómeno gramatical, pero si se analiza dentro de la totalidad. de un enunciado individual o de un género discursivo, es un fenómeno de estilo. La misma selección de una forma gramatical determinada por el hablante es un acto de estilística. Pero estos dos puntos de vista sobre un mismo fenómeno concreto de la lengua no deben ser mutuamente impenetrables y no han de sustituir uno al otro de una manera mecánica, sino que deben combinarse orgánicamente (a pesar de una escisión metodológica muy clara entre ambos) sobre la base de la unidad real del fenómeno lingüístico. Tan sólo una profunda comprensión de la naturaleza del enunciado y de las características de los géneros discursivos podría asegurar una solución correcta de este complejo problema metodológico. El estudio de la naturaleza del enunciado y de los géneros discursivos tiene, a nuestro parecer, una importancia fundamental para rebasar las nociones simplificadas acerca de la vida discursiva, acerca de la llamada “corriente del discurso", acerca de la comunicación, etc., que persisten aún en la lingüística soviética. Es más, el estudio del enunciado como de una unidad real de la comunicación discursiva permitirá comprender de una manera más correcta la naturaleza de las unidades de la lengua (como sistema), que son la palabra y la oración. Pasemos a este problema más general.

2. El enunciado como unidad de la comunicación discursiva. Diferencia entre esta unidad y las unidades de la lengua (palabra y oración) La lingüística del siglo XIX, comenzando por Wilhelm von Humboldt, sin negar la función comunicativa de la lengua, la dejaba de lado como algo accesorio; en el primer plano estaba la función de la generación del pensamiento independientemente de la comunicación Una famosa fórmula de Humboldt reza así: “Sin tocar la necesidad de la comunicación entre la humanidad, la lengua hubiese sido una condición necesaria del pensamiento del hombre, incluso en su eterna soledad”.6 Otros investigadores, por ejemplo, los seguidores de Vossler, dieron la principal importancia a la llamada función expresiva. A pesar de las diferencias en el enfoque de esta función entre varios teóricos, su esencia se reduce a la expresión del mundo individual del hablante. El lenguaje se deduce de la necesidad del hombre de expresarse y objetivarse a sí mismo. La esencia del lenguaje, en una u otra forma, por una u otra vía, se restringe a la creatividad espiritual del individuo. Se propusieron y continúan proponiéndose otros enfoques de las funciones del lenguaje, pero lo más característico de todos sigue siendo el hecho de que se subestima, si no se des6 W. Humboldt, 0 razlichii organizmov chelovecheskogo iazyka, San Petersburgo, 1859, p. 51.

48 valoriza por completo, la función comunicativa de la lengua que se analiza desde el punto de vista del hablante, como si hablase solo sin una forzosa relación con otros participantes de la comunicación discursiva. Si el papel del otro se ha tomado en cuenta ha sido únicamente en función de ser un oyente pasivo a quien tan sólo se le asigna el papel de comprender al hablante. Desde este punto de vista, el enunciado tiende hacia su objeto (es decir, hacia su contenido y hacia el enunciado mismo). La lengua, en realidad, tan sólo requiere al hablante —un hablante— y al objeto de su discurso, y si la lengua simultáneamente puede utilizarse como medio de comunicación, ésta es su función accesoria que no toca su esencia. La colectividad lingüística, la pluralidad de los hablantes no puede, por supuesto. ser ignorada, pero en la definición de la esencia de la lengua esta realidad resulta ser innecesaria y no determina la naturaleza de lenguaje. A veces, la colectividad lingüística se contempla como una especie de personalidad colectiva, “espíritu del pueblo”, etc. y se le atribuye una enorme importancia (por ejemplo, entre los adeptos de la “psicología de los pueblos”), pero incluso en este caso la pluralidad de los hablantes que son otros en relación con cada hablante determinado carece de importancia. En la lingüística hasta ahora persisten tales ficciones como el “oyente” y “el que comprende” (los compañeros del “hablante”), la “corriente discursiva única”, etc. Estas ficciones dan un concepto absolutamente distorsionado del proceso complejo, multilateral y activo de la comunicación discursiva. En los cursos de lingüística general (inclusive en trabajos tan serios como el de Saussure), a menudo se presentan esquemáticamente los dos compañeros de la comunicación discursiva, el hablante y el oyente, se ofrece un esquema de los procesos activos del discurso en cuanto al hablante y de los procesos pasivos de recepción y comprensión del discurso en cuanto al oyente. No se puede decir que tales esquemas sean falsos y no correspondan a determinados momentos de la realidad, pero, cuando tales momentos se presentan como la totalidad real de la comunicación discursiva, se convierten en una ficción científica. En efecto, el oyente, al percibir y comprender el significado (lingüístico) del discurso, simultáneamente toma con respecto a éste una activa postura de respuesta: está o no está de acuerdo con el discurso (total o parcialmente), lo completa, lo aplica, se prepara para una acción, etc.; y la postura de respuesta del oyente está en formación a lo largo de todo el proceso de audición y comprensión desde el principio, a veces, a partir de las primeras palabras del hablante. Toda comprensión de un discurso vivo, de un enunciado viviente, tiene un carácter de respuesta (a pesar de que el grado de participación puede ser muy variado); toda comprensión está preñada de respuesta y de una u otra manera la genera: el oyente se convierte en hablante. Una comprensión pasiva del discurso percibido es tan sólo un momento abstracto de la comprensión total y activa que implica una respuesta, y se actualiza en la consiguiente respuesta en voz alta. Claro, no siempre tiene lugar una respuesta inmediata en voz alta; la comprensión activa del oyente puede traducirse en una acción inmediata (en el caso de una orden, podría tratarse del cumplimiento), puede asimismo quedar por un tiempo como una comprensión silenciosa (algunos de los géneros discursivos están orientados precisamente hacia este tipo de comprensión, por ejemplo los géneros líricos), pero ésta, por decirlo así, es una comprensión de respuesta de acción retardada: tarde o temprano lo escuchado y lo comprendido activamente resurgirá en los discursos posteriores o en la conducta del oyente. Los géneros de la compleja comunicación cultural cuentan precisamente con esta activa comprensión de respuesta de acción retardada. Todo lo que estamos exponiendo aquí se refiere, con las correspondientes variaciones y complementaciones, al discurso escrito y leído. Así, pues, toda comprensión real y total tiene un carácter de respuesta activa y no es sino una fase inicial y preparativa de la respuesta (cualquiera que sea su forma). También el ha-

49 blante mismo cuenta con esta activa comprensión preñada de respuesta: no espera una comprensión pasiva, que tan sólo reproduzca su idea en la cabeza ajena, sino que quiere una contestación, consentimiento, participación, objeción, cumplimento, etc. (los diversos géneros discursivos presuponen diferentes orientaciones etiológicas, varios objetivos discursivos en los que hablan o escriben). El deseo de hacer comprensible su discurso es tan sólo un momento abstracto del concreto y total proyecto discursivo del hablante. Es más, todo hablante es de por sí un contestatario, en mayor o menor medida: él no es un primer hablante, quien haya interrumpido por vez primera el eterno silencio del universo, y él no únicamente presupone la existencia del sistema de la lengua que utiliza, sino que cuenta con la presencia de ciertos enunciados anteriores, suyos y ajenos, con las cuales su enunciado determinado establece toda suerte de relaciones (se apoya en ellos, polemiza con ellos, o simplemente los supone conocidos por su oyente.) Todo enunciado es un eslabón en la cadena, muy complejamente organizada, de otros enunciados. De este modo, aquel oyente que, con su pasiva comprensión, se representa como pareja del hablante en los esquemas de los cursos de lingüística general, no corresponde al participante real de la comunicación discursiva. Lo que representa el esquema es tan sólo un momento abstracto de un acto real y total de la comprensión activa que genera una respuesta (con la que cuenta el hablante). Este tipo de abstracción científica es en sí absolutamente justificada, pero con una condición: debe ser comprendida conscientemente como una abstracción y no ha de presentarse como la totalidad concreta del fenómeno; en el caso contrario, puede convertirse en una ficción. Lo último precisamente sucede en la lingüística, porque semejantes esquemas abstractos, aunque no se presenten como un reflejo de la comunicación discursiva real, tampoco se completan con un señalamiento acerca de una mejor complejidad del fenómeno real. Como resultado de esto, el esquema falsea el cuadro efectivo de la comunicación discursiva, eliminando de ella los momentos más importantes. El papel activo del otro en el proceso de la comunicación discursiva se debilita de este modo hasta el límite. El mismo menosprecio del papel activo del otro en el proceso de la comunicación discursiva, así como la tendencia de dejar de lado este proceso, se manifiestan en el uso poco claro y ambiguo de tales términos como “discurso” o “corriente discursiva”, estos términos intencionalmente indefinidos suelen designar aquello que está sujeto a una división en unidades de lengua, que se piensan como sus fracciones: fónicas (fonema, sílaba, período rítmico del discurso) y significantes (oración y palabra). “La corriente discursiva se subdivide” o “nuestro discurso comprende...”: así suelen iniciarse, en los manuales de lingüística y gramática, así como en los estudios especiales de fonética o lexicología, los capítulos de gramática dedicados al análisis de las unidades correspondientes a la lengua. Por desgracia, también la recién aparecida gramática de la academia rusa utiliza el mismo indefinido y ambiguo término: “nuestro discurso”. He aquí el inicio de la introducción al capítulo dedicado a la fonética: “Nuestro discurso, ante todo, se subdivide en oraciones, que a su vez pueden subdividirse en combinaciones de palabras y palabras. Las palabras se separan claramente en pequeñas unidades fónicas que son sílabas... Las sílabas se fraccionan en sonidos del discurso, o fonemas...”. ¿De qué “corriente discursiva” se trata, qué cosa es “nuestro discurso”? ¿Cuál es su extensión? ¿Tienen un principio y un fin? Si poseen una extensión indeterminada, ¿cuál es la fracción que tomamos para dividirla en unidades? Con respecto a todas estas interrogantes, predominan una falta de definición y una vaguedad absolutas. La vaga palabra “discurso”, que puede designar tanto a la lengua como al proceso o discurso, es decir, al habla, tanto a un enunciado separado como a toda una serie indeterminada de enunciados, y asimismo a todo un

50 género discursivo (“pronunciar un discurso”), hasta el momento no ha sido convertida, por parte de los lingüistas, en un término estricto en cuanto a su significado y bien determinado (en otras lenguas tienen lugar fenómenos análogos). Lo cual se explica por el hecho de que el problema del enunciado y de los géneros discursivos (y, por consiguiente, el de la comunicación discursiva) está muy poco elaborado. Casi siempre tiene lugar un enredado juego con todos los significados mencionados (a excepción del último). Generalmente, a cualquier enunciado de cualquier persona se le aplica la expresión “nuestro discurso”; pero esta acepción jamás se sostiene hasta el final. Sin embargo, si falta definición y claridad en aquello que suelen subdividir en unidades de la lengua, en la definición de estas últimas también se introduce confusión. La falta de una definición terminológica y la confusión que reinan en un punto tan importante, desde el punto de vista metodológico, para el pensamiento lingüístico, son resultado de un menosprecio hacia la unidad real de la comunicación discursiva que es el enunciado. Porque el discurso puede existir en la realidad tan sólo en forma de enunciados concretos pertenecientes a los hablantes o sujetos del discurso. El discurso siempre está vertido en la forma del enunciado que pertenece a un sujeto discursivo determinado y no puede existir fuera de esta forma. Por más variados que sean los enunciados según su extensión, contenido, composición, todos poseen, en tanto que son unidades de la comunicación discursiva, unos rasgos estructurales comunes, y, ante todo, tienen fronteras muy bien definidas. Es necesario describir estas fronteras que tienen un carácter esencial y de fondo. Las fronteras de cada enunciado como unidad de la comunicación discursiva se determinan por el cambio de los sujetos discursivos, es decir, por la alternación de los hablantes. Todo enunciado, desde una breve réplica del diálogo cotidiano hasta una novela grande o un tratado científico, posee por decirlo así, un principio absoluto y un final absoluto; antes del comienzo están los enunciados de otros, después del final están los enunciados respuestas de,otros (o siquiera una comprensión silenciosa y activa del otro, o, finalmente, una acción respuesta basada en tal tipo de comprensión). Un hablante termina su enunciado para ceder la palabra al otro o para dar lugar a su comprensión activa como respuesta. El enunciado no es una unidad convencional sino real, delimitada con precisión por el cambio de los sujetos discursivos, y que termina con el hecho de ceder la palabra al otro, una especie de un dixit silencioso que se percibe por los oyentes [como señal] de que el hablante haya concluido. Esta alteración de los sujetos discursivos, que constituye las fronteras precisas del enunciado, adopta, en diversas esferas de la praxis humana y de la vida cotidiana, formas variadas según distintas funciones del lenguaje, diferentes condiciones y situación de la comunicación. Este cambio de sujetos discursivos se observa de una manera más simple y obvia en un diálogo real, donde los enunciados de los interlocutores (dialogantes), llamadas réplicas, se sustituyen mutuamente. El diálogo es una forma clásica de la comunicación discursiva debido a su sencillez y claridad. Cada réplica, por más breve e intermitente que sea, posee una conclusión específica, al expresar cierta posición del hablante, la que puede ser contestada y con respecto a la que se puede adoptar otra posición. En esta conclusión específica del enunciado haremos hincapié más adelante, puesto que éste es uno de los rasgos distintivos principales del enunciado. Al mismo tiempo, las réplicas están relacionadas entre sí. Pero las relaciones que se establecen entre las réplicas de un diálogo y que son relaciones de pregunta, afirmación y objeción, afirmación y consentimiento, proposición y aceptación, orden y cumplimiento, etc., son imposibles entre unidades de la lengua (palabras y oraciones), ni dentro del sistema de la lengua, ni dentro del enunciado mismo. Estas relaciones específicas que se entablan entre las réplicas de un diálogo son apenas subespecies de tipos de relaciones

51 que surgen entre enunciados enteros en el proceso de la comunicación discursiva. Tales relaciones pueden ser posibles tan sólo entre los enunciados que pertenezcan a diferentes sujetos discursivos, porque presuponen la existencia de otros (en relación con el hablante) miembros de una comunicación discursiva. Las relaciones entre enunciados enteros no se someten a una gramaticalización porque, repetimos, son imposibles de establecer entre las unidades de la lengua, ni a nivel del sistema de la lengua, ni dentro del enunciado. En los géneros discursivos secundarios, sobre todo los géneros relacionados con la oratoria, nos encontramos con algunos fenómenos que aparentemente contradicen a nuestra última tesis. Muy a menudo el hablante (o el escritor), dentro de los límites de su enunciado plantea preguntas, las contesta, se refuta y rechaza sus propias objeciones, etc. Pero estos fenómenos no son más que una representación convencional de la comunicación discursiva y de los géneros discursivos primarios. Tal representación es característica de los géneros retóricos (en sentido amplio, incluyendo algunos géneros de la divulgación científica), pero todos los demás géneros secundarios (literarios y científicos) utilizan diversas formas de la implantación de géneros discursivos primarios y relaciones entre ellos a la estructura del enunciado (y los géneros primarios incluidos en los secundarios se transforman en mayor o menor medida, porque no tiene lugar un cambio real de los sujetos discursivos). Tal es la naturaleza de los géneros secundarios. Pero en todos estos casos, las relaciones que se establecen entre los géneros primarios reproducidos, a pesar de ubicarse dentro de los límites de un solo enunciado, no se someten a la gramaticalización y conservan su naturaleza específica, que es fundamentalmente distinta de la naturaleza de las relaciones que existen entre palabras y oraciones (así como entre otras unidades lingüísticas: combinaciones verbales, etc.) en el enunciado. Aquí, aprovechando el diálogo y sus réplicas, es necesario explicar previamente el problema de la oración como unidad de la lengua, a diferencia del enunciado corno unidad de la comunicación discursiva. (El problema de la naturaleza de la oración es uno de los más complicados y difíciles en la lingüística. La lucha de opiniones en relación con él se prolonga hasta el momento actual. Desde luego, la aclaración de este problema en toda su complejidad no forma parte de nuestro propósito, nosotros tenemos la intención de tocar tan sólo en parte un aspecto de él, pero este aspecto, en nuestra opinión, tiene una importancia esencial para todo el problema. Lo que nos importa es definir exactamente la relación entre la oración y el enunciado. Esto ayudará a vislumbrar mejor lo que es el enunciado por una parte, y la oración por otra.) De esta cuestión nos ocuparemos más adelante, y por lo pronto anotaremos tan sólo el hecho de que los límites de una oración como unidad de la lengua jamás se determinan por el cambio de los sujetos discursivos. Tal cambio que enmarcaría la oración desde los dos lados la convierte en un enunciado completo. Una oración así adquiere nuevas cualidades y se percibe de una manera diferente en comparación con la oración que está enmarcada por otras oraciones dentro del contexto de un mismo enunciado perteneciente a un solo hablante. La oración es una idea relativamente concluida que se relaciona de una manera inmediata con otras ideas de un mismo hablante dentro de la totalidad de su enunciado; al concluir la oración, el hablante hace una pausa para pasar luego a otra idea suya que continúe, complete, fundamente a la primera. El. contexto de una oración viene a ser el contexto del discurso de un mismo sujeto hablante; la oración no se relaciona inmediatamente y por sí misma con el contexto de la realidad extraverbal (situación, ambiente, prehistoria) y con los enunciados de otros ambientes, sino que se vincula a ellos a través de todo el contexto verbal que la rodea, es decir, a través del enunciado en su totalidad. Si el enunciado no está rodeado por el contexto discursivo de un mismo hablante, es decir,

52 si representa un enunciado completo y concluso (réplica del diálogo) entonces se enfrenta de una manera directa e inmediata a la realidad (al contexto extraverbal del discurso) y a otros enunciados ajenos; no es seguida entonces por una pausa determinada y evaluada por el mismo hablante (toda clase de pausas como fenómenos gramaticales calculados y razonados sólo son posibles dentro del discurso de un sólo hablante, es decir, dentro de un mismo enunciado; las pausas que se dan entre los enunciados no tienen un carácter gramatical sino real; esas pausas reales son psicológicas o se producen por algunas circunstancias externas y pueden interrumpir un enunciado; en los géneros literarios secundarios esas pausas se calculan por el autor, director o actor, pero son radicalmente diferentes tanto de las pausas gramaticales como estilísticas, las que se dan, por ejemplo, entre los sintagmas dentro del enunciado), sino por una respuesta o la comprensión tácita del otro hablante. Una oración semejante convertida en un enunciado completo adquiere una especial plenitud del sentido: en relación con ello se puede tomar una postura de respuesta: estar de acuerdo o en desacuerdo con ello, se puede cumplirla si es una orden, se puede evaluarla, etc.; mientras que una oración dentro del contexto verbal carece de capacidad para determinar una respuesta, y la puede adquirir (o más bien se cubre por ella) tan sólo dentro de la totalidad del enunciado. Todos esos rasgos y particularidades, absolutamente nuevos, no pertenecen a la oración misma que llegase a ser un enunciado, sino al enunciado en sí, porque expresan la naturaleza de éste, y no la naturaleza de la oración; esos atributos se unen a la oración completándola hasta formar un enunciado completo. La oración como unidad de la lengua carece de todos esos atributos: no se delimita por el cambio de los sujetos discursivos, no tiene un contacto inmediato con la realidad (con la situación extraverbal) ni tampoco se relaciona de una manera directa con los enunciados ajenos; no posee una plenitud del sentido ni una capacidad de determinar directamente la postura de respuesta del otro hablante, es decir, no provoca una respuesta. La oración como unidad de la lengua tiene una naturaleza gramatical, límites gramaticales, conclusividad y unidad gramaticales. (Pero analizada dentro de la totalidad del enunciado y desde el punto de vista de esta totalidad, adquiere propiedades estilísticas.) Allí donde la oración figura como un enunciado entero, resulta ser enmarcado en una especie de material muy especial. Cuando se olvida esto en el análisis de una oración, se tergiversa entonces su naturaleza (y al mismo tiempo, la del enunciado, al atribuirle aspectos gramaticales). Muchos lingüistas y escuelas lingüísticas (en lo que respecta a la sintaxis) confunden ambos campos: lo que estudian es, en realidad, una especie de híbrido entre la oración (unidad de la lengua) y el enunciado. La gente no hace intercambio de oraciones ni de palabras en un sentido estrictamente lingüístico, ni de conjuntos de palabras; la gente habla por medio de enunciados., que se construyen con la ayuda de las unidades de la lengua que son palabras, conjuntos de palabras, oraciones; el enunciado puede ser constituido tanto por una oración como por una palabra, es decir, por una unidad del discurso (principalmente, por una réplica del diálogo), pero no por eso una unidad de la lengua se convierte en una unidad de la comunicación discursiva. La falta de una teoría bien elaborada del enunciado como unidad de la comunicación discursiva lleva a una diferenciación insuficiente entre la oración y el enunciado, y a menudo a una completa confusión entre ambos. Volvamos al diálogo real. Como ya lo hemos señalado, es la forma clásica y más sencilla de la comunicación discursiva. El cambio de. los sujetos discursivos (hablantes) que determina los límites del enunciado se presenta en el diálogo con una claridad excepcional. Pero en otras esferas de la comunicación discursiva, incluso en la comunicación cultural complejamente organizada (científica y artística), la naturaleza de los límites del enunciado es la misma.

53 Las obras, complejamente estructuradas y especializadas, de diversos géneros científicos y literarios, con toda su distinción con respecto a las réplicas del diálogo, son, por su naturaleza, las unidades de la comunicación discursiva de la misma clase: con una claridad igual se delimitan por el cambio de los sujetos discursivos, y sus fronteras, conservando su precisión externa, adquieren un especial carácter interno gracias al hecho de que el sujeto discursivo (en este caso, el autor de la obra) manifiesta en ellos su individualidad mediante el estilo, visión del mundo en todos los momentos intencionales de su obra. Este sello de individualidad que revela una obra es lo que crea unas fronteras internas específicas que la distinguen de otras obras relacionadas con ésta en el proceso de la comunicación discursiva dentro de una esfera cultural dada: la diferencian de las obras de los antecesores en las que se fundamenta el autor, de otras obras que pertenecen a una misma escuela, de las obras pertenecientes a las corrientes opuestas con las que lucha el autor, etc. Una obra, igual que una réplica del diálogo, está orientada hacia la respuesta de otro (de otros), hacia su respuesta comprensiva, que puede adoptar formas diversas: intención educadora con respecto a los lectores, propósito de convencimiento, comentarios críticos, influencia con respecto a los seguidores y epígonos, etc.; una obra determina las posturas de respuesta de los otros dentro de otras condiciones complejas de la comunicación discursiva. de una cierta esfera cultural. Una obra es eslabón en la cadena de la comunicación discursiva; como la réplica de un diálogo, la obra se relaciona con otras obras-enunciados: con aquellos a los que contesta y con aquellos que le contestan a ella; al mismo tiempo, igual que la réplica de un diálogo, una obra está separada de otras por las fronteras absolutas del cambio de los sujetos discursivos. Así, pues, el cambio de los sujetos discursivos que enmarca al enunciado y que crea su masa firme y estrictamente determinada en relación con otros enunciados vinculados a él, es el primer rasgo constitutivo del enunciado como unidad de la comunicación discursiva que lo distingue de las unidades de la lengua. Pasemos ahora a otro rasgo, indisolublemente vinculado al primero. Este segundo rasgo es la conclusividad específica del enunciado. El carácter concluso del enunciado presenta una cara interna del cambio de los sujetos discursivos; tal cambio se da tan sólo por el hecho de que el hablante dijo (o escribió) todo lo que en un momento dado y en condiciones determinadas quiso decir. Al leer o al escribir, percibimos claramente el fin de un enunciado, una especie del dixi conclusivo del hablante. Esta conclusividad es específica y, se determina por criterios particulares El primero y más importante criterio de la conclusividad del enunciado es la posibilidad de ser contestado. O, en términos más exactos y amplios, la posibilidad de tomar una postura de respuesta en relación con el enunciado (por ejemplo, cumplir una orden). A este criterio está sujeta una breve pregunta cotidiana, por ejemplo “¿qué hora es?” (puede ser contestada), una petición cotidiana que puede ser cumplida o no, una exposición científica con la que puede uno estar de acuerdo o no (total o parcialmente), una novela que puede ser valorada en su totalidad. Es necesario que el enunciado tenga cierto carácter concluso para poder ser contestado. Para eso, es insuficiente que el enunciado sea comprensible lingüísticamente. Una oración totalmente comprensible y concluida (si se trata de una oración y no enunciado que consiste en una oración), no puede provocar una reacción de respuesta: se comprende, pero no es un todo. Este todo, que es señal de la totalidad del sentido en el enunciado, no puede ser sometido ni a una definición gramatical, ni a una determinación de sentido abstracto. Este carácter de una totalidad conclusa propia del enunciado, que asegura la posibilidad de una respuesta (o de una comprensión tácita), se determina por tres momentos o factores

54 que se relacionan entre sí en la totalidad orgánica del enunciado: 1) el sentido del objeto del enunciado es agotado; 2) el enunciado se determina por la intencionalidad discursiva, o la voluntad discursiva del hablante; 3) el enunciado posee formas típicas, genéricas y estructurales, de conclusión. El primer momento, la capacidad de agotar el sentido del objeto del enunciado, es muy diferente en diversas esferas de la comunicación discursiva. Este agotamiento del sentido puede ser casi completo en algunas esferas cotidianas (preguntas de carácter puramente fáctico y las respuestas igualmente fácticas, ruegos, órdenes, etc.), en ciertas esferas oficiales, en las órdenes militares o industriales; es decir, allí donde los géneros discursivos tienen un carácter estandarizado al máximo y donde está ausente el momento creativo casi por completo. En las esferas de creación (sobre todo científica), por el contrario, sólo es posible un grado muy relativo de agotamiento del sentido; en estas esferas tan sólo se puede hablar sobre un cierto mínimo de conclusividad que permite adoptar una postura de respuesta. Objetivamente, el objeto es inagotable, pero cuando se convierte en el tema de un enunciado (por ejemplo, de un trabajo científico), adquiere un carácter relativamente concluido en determinadas condiciones, en un determinado enfoque del problema, en un material dado, en los propósitos que busca lograr el autor, es decir, dentro de los límites de la intención del autor. De este modo, nos topamos inevitablemente con el segundo factor, relacionado indisolublemente con el primero. En cada enunciado, desde una réplica cotidiana que consiste en una sola palabra hasta complejas obras científicas o literarias, podemos abarcar, entender, sentir la intención discursiva, o la voluntad discursiva del hablante, que determina todo el enunciado, su volumen, sus límites. Nos imaginamos qué es lo que quiere decir el hablante, y es mediante esta intención o voluntad discursiva (según la interpretamos) como medimos el grado de conclusividad del enunciado. La intención determina tanto la misma elección del objeto (en determinadas condiciones de la comunicación discursiva, en relación con los enunciados anteriores) como sus límites y su capacidad de agotar el sentido del objeto. También determina, por supuesto, la elección de la forma genérica en lo que se volverá el enunciado (el tercer factor, que trataremos más adelante). La intención, que es el momento subjetivo del enunciado, forma una unidad indisoluble con el aspecto del sentido del objeto, limitando a este último, vinculándola a una situación concreta y única de la comunicación discursiva, con todas sus circunstancias individuales, con los participantes en persona y con sus enunciados anteriores. Por eso los participantes directos de la comunicación, que se orientan bien en la situación, con respecto a los enunciados anteriores abarcan rápidamente y con facilidad la intención o voluntad discursiva del hablante y perciben desde el principio mismo del discurso la totalidad del enunciado en proceso de desenvolvimiento. Pasemos al tercer factor, que es el más importante para nosotros: las formas genéricas estables del enunciado. La voluntad discursiva del hablante se realiza ante todo en la elección de un género discursivo determinado. La elección se define por la especificidad de una esfera discursiva dada, por las consideraciones del sentido del objeto o temáticas, por la situación concreta de la comunicación discursiva, por los participantes de la comunicación, etc. En lo sucesivo, la intención discursiva del hablante, con su individualidad y subjetividad, se aplica y se adapta al género escogido, se forma y se desarrolla dentro de una forma genérica determinada. Tales géneros existen, ante todo, en todas las múltiples esferas de la comunicación cotidiana, incluyendo a la más familiar e íntima. Nos expresamos únicamente mediante determinados géneros discursivos, es decir, todos nuestros enunciados posen unas formas típicas para la estructuración de la totalidad, relativa-

55 mente estables. Disponemos de un rico repertorio de géneros discursivos orales y escritos. En la práctica los utilizamos con seguridad y destreza, pero teóricamente podemos no saber nada de su existencia. Igual que el Jourdain de Moliére, quien hablaba en prosa sin sospecharlo, nosotros hablamos utilizando diversos géneros sin saber de su existencia. Incluso dentro de la plática más libre y desenvuelta moldeamos nuestro discurso de acuerdo con determinadas formas genéricas, a veces con características de cliché, a veces más ágiles, plásticas y creativas (también la comunicación cotidiana dispone de géneros creativos). Estos géneros discursivos nos son dados casi como se nos da la lengua materna, que dominamos libremente antes del estudio teórico de la gramática. La lengua materna, su vocabulario y su estructura gramatical, no los conocemos por los diccionarios y manuales de gramática, sino por los enunciados concretos que escuchamos y reproducimos en la comunicación discursiva efectiva con las personas que nos rodean. Las formas de la lengua las asumimos tan sólo en las formas de los enunciados y junto con ellas. Las formas de la lengua y las formas típicas de los enunciados llegan a nuestra experiencia y a nuestra conciencia conjuntamente y en una estrecha relación mutua. Aprender a hablar quiere decir aprender a construir los enunciados (porque hablamos con los enunciados y no mediante oraciones, y menos aún por palabras separadas). Los géneros discursivos organizan nuestro discurso casi de la misma manera como lo organizan las formas gramaticales (sintáctica). Aprendemos a plasmar nuestro discurso en formas genéricas, y al oír el discurso ajeno, adivinamos su género desde las primeras palabras, calculamos su aproximado volumen (o la extensión aproximada de la totalidad discursiva), su determinada composición, prevemos su final, o sea que desde el principio percibimos la totalidad discursiva que posteriormente se especifica en el proceso del discurso. Si no existieran los géneros discursivos y si no los domináramos, si tuviéramos que ir creándolos cada vez dentro del proceso discursivo, libremente y por primera vez cada enunciado, la comunicación discursiva habría sido casi imposible. Las formas genéricas en las que plasmamos nuestro discurso por supuesto difieren de un modo considerable de las formas lingüísticas en el sentido de su estabilidad y obligatoriedad (normatividad) para con el hablante. En general, las formas genéricas son mucho más ágiles, elásticas y libres en comparación con las formas lingüísticas. En este sentido, la variedad de los géneros discursivos, es muy grande. Toda una serie de los géneros más comunes en la vida cotidiana son tan estandarizados que la voluntad discursiva individual del hablante se manifiesta únicamente en la selección de un determinado género y en la entonación expresiva. Así son, por ejemplo, los breves géneros cotidianos de los saludos, despedidas, felicitaciones, deseos de toda clase, preguntas acerca de la salud, de los negocios, etc. La variedad de estos géneros se determina por la situación discursiva, por la posición social y las relaciones personales entre los participantes de la comunicación: existen formas elevadas, estrictamente oficiales de estos géneros, junto con las formas familiares de diferente grado y las formas íntimas (que son distintas de las familiares). Estos géneros requieren también un determinado tono, es decir, admiten en su estructura una determinada entonación expresiva. Estos géneros, sobre todo los elevados y oficiales, poseen un alto grado de estabilidad y obligatoriedad. De ordinario, la voluntad discursiva se limita por la selección de un género determinado, y tan sólo unos leves matices de entonación expresiva (puede adoptarse un tono más seco o más reverente, más frío o más cálido, introducir una entonación alegre, etc.) pueden reflejar la individualidad del hablante (su entonación discursivo-emocional). Pero aquí también es posible una reacentuación de los géneros, que es tan característica de la comunicación discursiva: por ejemplo, la forma genérica del saludo puede ser trasladada de la esfera oficial a la esfera de la comunicación fa-

56 miliar, es decir, es posible que se emplee con una reacentuación paródica o irónica, así como un propósito análogo puede mezclar los géneros de diversas esferas. Junto con semejantes géneros estandarizados siempre han existido, desde luego, los géneros más libres de comunicación discursiva oral: géneros de pláticas sociales de salón acerca de temas cotidianos, sociales, estéticos y otros, géneros de conversaciones entre comensales, de pláticas íntimas entre amigos o entre miembros de una familia, etc. (por lo pronto no existe ningún inventario de géneros discursivos orales, inclusive por ahora ni siquiera está claro el principio de tal nomenclatura). La mayor parte de estos géneros permiten una libre y creativa reestructuración (de un modo semejante a los géneros literarios, e incluso algunos de los géneros orales son aún más abiertos que los literarios), pero hay que señalar que un uso libre y creativo no es aún creación de un género nuevo: para utilizar libremente los géneros, hay que dominarlos bien. Muchas personas que dominan la lengua de una manera formidable se sienten, sin embargo, totalmente desamparadas en algunas esferas de la comunicación, precisamente por el hecho de que no dominan las formas genéricas prácticas creadas por estas esferas. A menudo una persona que maneja perfectamente el discurso de diferentes esferas de la comunicación cultural, que sabe dar una conferencia, llevar a cabo una discusión científica, que se expresa excelentemente en relación con cuestiones públicas, se queda, no obstante, callada o participa de una manera muy torpe en una plática de salón. En este caso no se trata de la pobreza del vocabulario o de un estilo abstracto; simplemente se trata de una inhabilidad para dominar el género de la conversación mundana, que proviene de la ausencia de nociones acerca de la totalidad del enunciado, que ayuden a plasmar su discurso en determinadas formas composicionales y estilísticas rápida y desenfadadamente; una persona así no sabe intervenir a tiempo, no sabe comenzar y terminar correctamente (a pesar de que la estructura de estos géneros es muy simple). Cuanto mejor dominamos los géneros discursivos, tanto más libremente los aprovechamos, tanto mayor es la plenitud y claridad de nuestra personalidad que se refleja en este uso (cuando es necesario), tanto más plástica y ágilmente reproducimos la irrepetible situación de la comunicación verbal; en una palabra, tanto mayor es la perfección con la cual realizamos nuestra libre intención discursiva. Así, pues, un hablante no sólo dispone de las formas obligatorias de la lengua nacional (el léxico y la gramática), sino que cuenta también con las formas obligatorias discursivas, que son tan necesarias para una intercomprensión como las formas lingüísticas. Los géneros discursivos son, en comparación con las formas lingüísticas, mucho más combinables, ágiles, plásticos, pero para el hablante tienen una importancia normativa: no son creados por él, sino que le son dados. Por eso un enunciado aislado, con todo su carácter individual y creativo, no puede ser considerado como una combinación absolutamente libre de formas lingüísticas, según sostiene, por ejemplo, Saussure (y en esto le siguen muchos lingüistas), que contrapone el “habla” (la parole), como un acto estrictamente individual, al sistema de la lengua como fenómeno puramente social y obligatorio para el individuo. La gran mayoría de los lingüistas comparte –si no teóricamente, en la práctica– este punto de vista: consideran que el “habla” es tan sólo una combinación individual de formas lingüísticas (léxicas y gramaticales), y no encuentran ni estudian, de hecho, ninguna otra forma normativa. El menosprecio de los géneros discursivos como formas relativamente estables y normativas del enunciado hizo que los lingüistas, como ya se ha señalado, confundiesen el enunciado con la oración, lo cual llevaba a la lógica conclusión (que, por cierto, nunca se ha defendido de

57 una manera consecuente) de que nuestro discurso se plasma mediante las formas estables y prestablecidas de oraciones, mientras que no importa cuántas oraciones interrelacionadas pueden ser pronunciadas de corrido y cuándo habría que detenerse (concluir), porque este hecho se. atribuía a la completa arbitrariedad de la voluntad discursiva individual del hablante o al capricho de la mitificada “corriente discursiva”. Al seleccionar determinado tipo de oración, no lo escogemos únicamente para una oración determinada, ni de acuerdo con aquello que queremos expresar mediante la oración única, sino que elegimos el tipo de oración desde el punto de vista de la totalidad del enunciado que se le figura a nuestra imaginación discursiva y que determina la elección. La noción de la forma del enunciado total, es decir, la noción acerca de un determinado género discursivo, es lo que nos dirige en el proceso de discurso. La intencionalidad de nuestro enunciado en su totalidad puede, ciertamente, requerir, para su realización, una sola oración, pero puede requerir muchas más. Es el género elegido lo que preestablece los tipos de oraciones y las relaciones entre estas. Una de las causas de que en la lingüística se hayan subestimado las formas del enunciado es la extrema heterogeneidad de estas formas según su estructura y, sobre todo, según su dimensión (extensión discursiva): desde una réplica que consiste en una sola palabra hasta una novela. Una extensión marcadamente desigual aparece también en los géneros discursivos orales. Por eso, los géneros discursivos parecen ser inconmensurables e inaceptables como unidades del discurso. Por lo tanto, muchos lingüistas (principalmente los que se dedican a la sintaxis) tratan de encontrar formas especiales que sean un término medio entre la oración y el enunciado y que, al mismo tiempo, sean conmensurables con la oración. Entre estos términos aparecen frase (según Kartsevski), comunicado (según Shájmatov y otros). Los investigadores que usan estos términos no tienen un concepto unificado acerca de lo que representan, porque en la vida de la lengua no les corresponde ninguna realidad determinada bien delimitada. Todas estas unidades, artificiales y convencionales, resultan ser indiferentes al cambio de sujetos discursivos que tiene lugar en cualquier comunicación real, debido a lo cual se borran las fronteras más importantes que actúan en todas las esferas de la lengua y que son fronteras entre enunciados. A consecuencia de esto se cancela también el criterio principal: el del carácter concluso del enunciado como unidad verdadera de la comunicación discursiva, criterio que implica la capacidad del enunciado para determinar una activa posición de respuesta que adoptan otros participantes de la comunicación. A modo de conclusión de esta parte, algunas observaciones acerca de la oración (regresaremos al problema con más detalles al resumir nuestro trabajo). La oración, en tanto que unidad de la lengua, carece de capacidad para determinar directa y activamente la posición responsiva del hablante. Tan sólo al convertirse en un enunciado completo adquiere una oración esta capacidad. Cualquier oración puede actuar como un enunciado completo, pero en tal caso, según lo que se ha explicado, la oración se complementa con una serie de aspectos sumamente importantes no gramaticales, los cuales cambian su naturaleza misma. Pero sucede que esta misma circunstancia llega a ser causa de una especie de aberración sintáctica: al analizar una oración determinada separada de su contexto se la suele completar mentalmente atribuyéndole el valor de un enunciado entero. Como consecuencia de esta operación, la oración adquiere el grado de conclusividad que la vuelve contestable. La oración, igual que la palabra, es una unidad significante de la lengua. Por eso cada oración aislada, por ejemplo: “ya salió el sol”, es perfectamente comprensible, es decir, nosotros comprendemos su significado lingüístico, su posible papel dentro del enunciado. Pero es

58 absolutamente imposible adoptar, con respecto a esta oración, una postura de respuesta, a no ser que sepamos que el hablante expresó con ello cuanto quiso decir, que la oración no va precedida ni le siguen otras oraciones del mismo hablante. Pero en tal caso no se trata de una oración, sino de un enunciado pleno que consiste en una sola oración: este enunciado está enmarcado y delimitado por el cambio de los sujetos discursivos y refleja de una manera inmediata una realidad extraverbal (la situación). Un enunciado semejante puede ser contestado. Pero si esta oración está inmersa en un contexto, resulta que adquiere la plenitud de su sentido únicamente dentro de este contexto, es decir dentro de la totalidad de un enunciado completo, y lo que puede ser contestado es este enunciado completo cuyo elemento significante es la oración. El enunciado puede, por ejemplo, sonar así: “Ya salió el sol. Es hora de levantarnos”. La comprensión de respuesta: “De veras, ya es la hora”. Pero puede también sonar así: “Ya salió el sol. Pero aún es muy temprano. Durmamos un poco más”. En este caso, el sentido del enunciado y la reacción de respuesta a él serán diferentes. Esta misma oración también puede formar parte de una obra literaria en calidad de elemento de un paisaje. Entonces la reacción de respuesta, que sería una impresión artística e ideológica y una evaluación, únicamente podrá ser referida a todo el paisaje representado. En el contexto de alguna otra obra, esta oración puede tener un significado simbólico. En todos los casos semejantes la oración viene a ser un elemento significante de un enunciado completo, elemento que adquiere su sentido definitivo sólo dentro de la totalidad. En el caso de que nuestra oración figure como un enunciado concluso, resulta que adquiere su sentido total dentro de las condiciones concretas de la comunicación discursiva. Así, esta oración puede ser respuesta a la pregunta del otro: “¿Ya salió el sol?” (claro, siempre dentro de una circunstancia concreta que justifique la pregunta). En tal caso, el enunciado viene a ser la afirmación de un hecho determinado, la que puede ser acertada o incorrecta, con la cual se puede estar o no estar de acuerdo. La oración, que es afirmativa por su forma, llega a ser una afirmación real sólo en el contexto de un enunciado determinado. Cuando se analiza una oración semejante aislada, se la suele interpretar como un enunciado concluso referido a cierta situación muy simplificada: el sol efectivamente salió y el hablante atestigua: “ya salió el sol”; al hablante le consta que la hierba es verde, por eso declara: “la hierba es verde”. Esa clase de comunicados sin sentido a menudo se examinan directamente como ejemplos clásicos de oración. En la realidad, cualquier comunicado semejante siempre va dirigido a alguien, está provocado por algo, tiene alguna finalidad, es decir, viene a ser un eslabón real en la cadena de la comunicación discursiva dentro de alguna esfera determinada de la realidad cotidiana del hombre. La oración, igual que la palabra, posee una conclusividad del significado y una conclusividad de la forma gramatical, pero la conclusividad de significado es de carácter abstracto y es precisamente por eso por lo que es tan clara; es el remate de un elemento, pero no la conclusión de un todo. La oración como unidad de la lengua, igual que la palabra, no tiene autor. No pertenece a nadie, como la palabra, y tan solo funcionando como un enunciado completo llega a ser la expresión de la postura individual de hablante en una situación concreta de la comunicación discursiva. Lo cual nos aproxima al tercer rasgo constitutivo del enunciado, a saber: la actitud del enunciado hacia el hablante mismo (el autor del enunciado) y hacia otros participantes en la comunicación discursiva. Todo enunciado es un eslabón en la cadena de la comunicación discursiva, viene a ser una postura activa del hablante dentro de una u otra esfera de objetos y sentidos. Por eso cada enunciado se caracteriza ante todo por su contenido determinado referido a objetos y sentidos. La selección de los recursos lingüísticos y del género discursivo se define ante todo por el compromiso

59 (o intención) que adopta un sujeto discursivo (o autor) dentro de cierta esfera de sentidos. Es el primer aspecto del enunciado que fija sus detalles específicos de composición y estilo. El segundo aspecto del enunciado que determina su composición y estilo es el momento expresivo, es decir, una actitud subjetiva y evaluadora desde el punto de vista emocional del hablante con respecto al contenido semántico de su propio enunciado. En las diversas esferas de la comunicación discursiva, el momento expresivo posee un significado y un peso diferente, pero está presente en todas partes: un enunciado absolutamente neutral es imposible. Una actitud evaluadora del hombre con respecto al objeto de su discurso (cualquiera que sea este objeto) también determina la selección de los recursos léxicos, gramaticales y composicionales del enunciado. El estilo individual de un enunciado se define principalmente por su aspecto expresivo. En cuanto a la estilística, esta situación puede considerarse como comúnmente aceptada. Algunos investigadores inclusive reducen el estilo directamente al aspecto emotivo y evaluativo del discurso. ¿Puede ser considerado el aspecto expresivo del discurso como un fenómeno de la lengua en tanto que sistema? ¿Es posible hablar del aspecto expresivo de las unidades de la lengua, o sea de las palabras y oraciones? Estas preguntas deben ser contestadas con una categórica negación. La lengua como sistema dispone, desde luego, de un rico arsenal de recursos lingüísticos (léxicos, morfológicos y sintácticos) para expresar la postura emotiva y evaluativa del hablante, pero todos estos medios, en tanto que recursos de la lengua, son absolutamente neutros respecto a una valoración determinada y real. La palabra “amorcito”, cariñosa tanto por el significado de su raíz como por el sufijo, es por sí misma, como unidad de la lengua, tan neutra como la palabra “lejos”. Representa tan sólo un recurso lingüístico para una posible expresión de una actitud emotivamente valoradora respecto a la realidad, pero no se refiere a ninguna realidad determinada; tal referencia, es decir, una valoración real, puede ser realizada sólo por el hablante en un enunciado concreto. Las palabras son de nadie, y por sí mismas no evalúan nada, pero pueden servir a cualquier hablante y para diferentes, e incluso contrarias valoraciones de los hablantes. Asimismo, la oración como unidad de la lengua es neutra, y no posee de suyo ningún aspecto expresivo: lo obtiene (o más bien, se inicia en él) únicamente dentro de un enunciado concreto. Aquí es posible la misma aberración mencionada. Una oración como, por ejemplo, “él ha muerto”, aparentemente incluye un determinado matiz expresivo, sin hablar ya de una oración como “¡qué alegría!”. Pero, en realidad, oraciones como estas las asumimos como enunciados enteros en una situación modelo, es decir, las percibimos como géneros discursivos de coloración expresiva típica. Como oraciones, carecen de esta última, son neutras. Conforme el contexto del enunciado, la oración “él ha muerto” puede expresar un matiz positivo, alegre, inclusive de júbilo. Asimismo, la oración “¡qué alegría!” en el contexto de un enunciado determinado puede asumir un tono irónico o hasta sarcástico y amargo. Uno de los recursos expresivos de la actitud emotiva y valoradora del hablante con respecto al objeto de su discurso es la entonación expresiva que aparece con claridad en la interpretación oral.7 La entonación expresiva es un rasgo constitutivo del enunciado.8 No existe 7 Desde luego la percibimos, y desde luego existe como factor estilístico en la lectura silenciosa del discurso escrito. 8 La entonación expresiva como la expresión más pura de la evaluación en el enunciado y como su indicio constructivo más importante es analizada detalladamente por M. Bajtín en una serie de trabajos de la segunda mitad de la década de 1920. “La entonación establece una estrecha relación de la palabra con el contexto extraverbal: la entonación siempre se ubica sobre la frontera entre lo verbal y lo no verbal, lo dicho y lo no dicho. En la entonación, la palabra se conecta con la vida. Y

60 dentro del sistema de la lengua, es decir, fuera del enunciado. Tanto la palabra como la oración como unidades de la lengua carecen de entonación expresiva. Si una palabra aislada se pronuncia con una entonación expresiva, ya no se trata de una palabra sino de un enunciado concluso realizado en una sola palabra (no hay razón alguna para extenderla hasta una oración). Existen los modelos de enunciados valorativos, es decir, los géneros discursivos valorativos, bastante definidos en la comunicación discursiva y que expresan alabanza, aprobación, admiración, reprobación, injuria: “¡muy bien!, ¡bravo!, ¡qué lindo!, ¡qué vergüenza!, ¡qué asco!, ¡imbécil!”, etc. Las palabras que adquieren en la vida política y social una importancia particular se convierten en enunciados expresivos admirativos: “¡paz!, ¡libertad” , etc. (se trata de un género discursivo político-social específico). En una situación determinada una palabra puede adoptar un sentido profundamente expresivo convirtiéndose en un enunciado admirativo: “¡Mar! ¡Mar!” gritan diez mil griegos en Jenofonte. En todos estos casos, más alál de ser unidad de la lenguay poseer un significado, la palabra se convierte en un enunciado concluso, con un sentido concreto, que pertenece tan sólo a este enunciado; el significado de la palabra está referido en estos casos a determinada realidad dentro de las igualmente reales condiciones de la comunicación discursiva. Por lo tanto, en estos ejemplos no sólo entendemos el significado de la palabra dada como palabra de una lengua, sino que adoptamos frente a ella una postura activa de respuesta (consentimiento, acuerdo o desacuerdo, estímulo a la acción). Así, pues, la entonación expresiva pertenece allí al enunciado, no a la palabra. Y sin embargo resulta muy difícil abandonar la convicción de que cada palabra de una lengua posea o pueda poseer un “tono emotivo” un “matiz emocional”, un “momento valorativo”, una “aureola estilística”, etc., y, por consiguiente, una entonación expresiva que le es propia. Es muy factible que se piense que al seleccionar palabras para un enunciado nos orientamos precisamente al tono emotivo característico de una palabra aislada: escogemos las que corresponden por su tono al aspecto expresivo de nuestro enunciado y rechazamos otras. Así es como los poetas conciben su labor sobre la palabra, y así es como la estilística interpreta este proceso (por ejemplo, el “experimento estilístico” de Peshkovski). Y, sin embargo, esto no es así. Estamos frente a la aberración que ya conocemos. Al seleccionar las palabras partimos de la totalidad real del enunciado que ideamos, pero esta totalidad ideada y creada por nosotros siempre es expresiva, y es ella la que irradia su propia expresividad (o, más bien, nuestra expresividad) hacia cada palabra que elegimos, o, por decirlo así, la contamina de la expresividad del todo. Escogemos la palabra según su significado, que de suyo no es expresivo, pero puede corresponder o no corresponder a nuestros propósitos expresivos en relación con otras palabras, es decir con respecto a la totalidad de nuestro enunciado. El significado neutro de una palabra referido a una realidad determinada dentro de las condiciones determinadas reales de la comunicación discursiva genera una chispa de expresividad. Es justamente lo que tiene lugar en el proceso de la creación lingüística con la realidad concreta, sólo el contacto de la lengua con la realidad que se da en el enunciado es lo que genera la chispa de lo expresivo: esta última no existe ni en el sistema de la lengua, ni en la realidad ante todo es en la entonación donde el hablante hace contacto con los oyentes: la entonación es social par excellence” (Volóshinov, V.N., “Slovo v zhizni i slovo v poezii”, Zvezda, 1926, núm. 6, 252253). Cf. también: “Es precisamente este 'tono’ (entonación) lo que conforma la 'música' (sentido general, significado general) de todo enunciado. La situación y el auditorio correspondiente determinan ante todo a la entonación y a través de ella realizan la selección de las palabras y su ordenamiento, a través de ella llenan de sentido al enunciado entero” (Volóshinov, V.N., “Konstrutsia vyskazyvania”, Literaturnaia uchioba, 1930, núm. 3, 77-78). [Nota del Editor]

61 objetiva que está fuera de nosotros. Así, la emotividad, la evaluación, la expresividad, no son propias de la palabra en tanto que unidad de la lengua; estas características se generan sólo en el proceso del uso activo de la palabra en un enunciado concreto. El significado de la palabra en sí (sin relación con la realidad), como ya lo hemos señalado, carece de emotividad. Existen palabras que especialmente denotan emociones o evaluaciones: “alegría”, “dolor”, “bello”, “alegre”, “triste”, etc. Pero estos significados son tan neutros como todos los demás. Adquieren un matiz expresivo únicamente en el enunciado, y tal matiz es independiente del significado abstracto o aislado; por ejemplo: “En este momento, toda alegría para mí es un dolor” (aquí la palabra “alegría” se interpreta contrariamente a su significado). No obstante, el problema está lejos de estar agotado por todo lo que acaba de exponerse. Al elegir palabras en el proceso de estructuración de un enunciado, muy pocas veces las tomamos del sistema de la lengua en su forma neutra, de diccionario. Las solemos tomar de otros enunciados, y ante todo de los enunciados afines genéricamente al nuestro, es decir, parecidos por su tema, estructura, estilo; por consiguiente, escogemos palabras según su especificación genérica. El género discursivo no es una forma lingüística, sino una forma típica de enunciado; como tal, el género incluye una expresividad determinada propia del género dado. Dentro del género, la palabra adquiere cierta expresividad típica. Los géneros corresponden a las situaciones típicas de la comunicación discursiva, a los temas típicos y, por lo tanto, a algunos contactos típicos de los significados de las palabras con la realidad concreta en sus circunstancias típicas. De ahí se origina la posibilidad de los matices expresivos típicos que “cubren” las palabras. Esta expresividad típica propia de los géneros no pertenece, desde luego, a la palabra como unidad de la lengua, sino que expresa únicamente el vínculo que establece la palabra y su significado con el género, o sea con los enunciados típicos. La expresividad típica y la entonación típica que le corresponden no poseen la obligatoriedad de las formas de la lengua. Se trata de una normatividad genérica que es más libre. En nuestro ejemplo, “en este momento, toda alegría para mí es un dolor”, el tono expresivo de la palabra “alegría” determinado por el contexto no es, por supuesto, característico de esta palabra. Los géneros discursivos se someten con bastante facilidad a una reacentuación: lo triste puede convertirse en jocoso y alegre, pero se obtiene, como resultado, algo nuevo (por ejemplo, el género del epitafio burlesco). La expresividad típica (genérica) puede ser examinada como la “aureola estilística” de la palabra, pero la aureola no pertenece a la palabra de la lengua como tal sino al género en que la palabra suele funcionar; se trata de una especie de eco de una totalidad del género que suena en la palabra. La expresividad genérica de la palabra (y la entonación expresiva del género) es impersonal, como lo son los mismos géneros discursivos (porque los géneros representan las formas típicas de los enunciados individuales, pero no son los enunciados mismos). Pero las palabras pueden formar parte de nuestro discurso conservando. al mismo tiempo, en mayor o menor medida. los tonos y los ecos de los enunciados individuales. Las palabras de la lengua no son de nadie, pero al mismo tiempo las oímos sólo en enunciados individuales determinados, y en ellos las palabras no sólo poseen un matiz típico, sino que también tienen una expresividad individual más o menos clara (según el género) fijada por el contexto del enunciado, individual e irrepetible. Los significados neutros (de diccionario) de las palabras de la lengua aseguran su carácter y la intercomprensión de todos los que la hablan, pero el uso de las palabras en la comunicación discursiva siempre depende de un contexto particular. Por eso se puede decir que cualquier palabra existe para el hablante en sus tres

62 aspectos: como palabra neutra de la lengua. que no pertenece a nadie; como palabra ajena, llena de ecos, de los enunciados de otros, que pertenece a otras personas; y, finalmente, como mi palabra, porque, puesto que yo la uso en una situación determinada y con una intención discursiva determinada, la palabra está compenetrada de mi expresividad. En los últimos aspectos la palabra posee expresividad, pero ésta, lo reiteramos, no pertenece a la palabra misma: nace en el punto de contacto de la palabra con la situación real, que se realiza en un enunciado individual. La palabra en este caso aparece como la expresión de cierta posición valorativa del individuo (de un personaje prominente, un escritor, un científico, del padre, de la madre, de un amigo, del maestro, etc.), como una suerte de abreviatura del enunciado. En cada época, en cada círculo social, en cada pequeño mundo de la familia, de amigos y conocidos, de compañeros, en el que se forma y vive cada hombre, siempre existen enunciados que gozan de prestigio, que dan el tono; existen tratados científicos y obras de literatura publicística en los que la gente fundamenta sus enunciados y los que cita, imita o sigue. En cada época, en todas las áreas de la práctica existen determinadas tradiciones expresas y conservadas en formas verbalizadas; obras, enunciados, aforismos, etc. Siempre existen ciertas ideas principales expresadas verbalmente que pertenecen a los personajes relevantes de una época dada, existen objetivos generales, consignas, etc. Ni hablar de los ejemplos escolares y antológicos, en los cuales los niños estudian su lengua materna y los cuales siempre poseen una carga expresiva. Por eso la experiencia discursiva individual de cada persona se forma y se desarrolla en una constante interacción con los enunciados individuales ajenos. Esta experiencia puede ser caracterizada, en cierta medida, como proceso de asimilación (más o menos creativa) de palabras ajenas (y no de palabras de la lengua). Nuestro discurso, o sea todos nuestros enunciados (incluyendo obras literarias), están llenos de palabras ajenas de diferente grado de “alteridad” o de asimilación, de diferente grado de concientización y de manifestación. Las palabras ajenas aportan su propia expresividad, su tono apreciativo que se asimila, se elabora, se reacentúa por nosotros. Así, pues, la expresividad de las palabras no viene a ser la propiedad d e la palabra misma en tanto que unidad de la lengua, y no deriva inmediatamente de los significados de las palabras; o bien representa una expresividad típica del género, o bien se trata de un eco del matiz expresivo ajeno e individual que hace a la palabra representar la totalidad del enunciado ajeno como determinada posición valorativa. Lo mismo se debe decir acerca de la oración en tanto que unidad de la lengua: la oración también carece de expresividad. Ya hablamos de esto al principio de este capítulo. Ahora sólo falta completar lo dicho. Resulta que existen tipos de oraciones que suelen funcionar como enunciados enteros de determinados géneros típicos. Así, son oraciones interrogativas, exclamativas y órdenes. Existen muchísimos géneros cotidianos y especializados (por ejemplo, las órdenes militares y las indicaciones en el proceso, de producción industrial) que, por regla general, se expresan mediante oraciones de un tipo correspondiente. Por otra parte, semejantes oraciones se encuentran relativamente poco en un contexto congruente de enunciados extensos. Cuando las oraciones de este tipo forman parte de un contexto coherente, suelen aparecer como puestas de relieve en la totalidad del enunciado y generalmente tienden a iniciar o a concluir el enunciado (o sus partes relativamente independientes). Esos tipos de oraciones tienen un interés especial para la solución de nuestro problema, y más adelante regresaremos a ellas. Aquí lo que nos importa es señalar que tales oraciones se compenetran sólidamente de la expresividad genérica y adquieren con facilidad la expresividad individual. Estas oraciones son

63 las que contribuyeron a la formación de la idea acerca de la naturaleza expresiva de la oración. Otra observación. La oración como unidad de la lengua, posee cierta entonación gramatical, pero no expresiva. Las entonaciones específicamente gramaticales son: la conclusiva, la explicativa, la disyuntiva, la enumerativa, etc. Un lugar especial pertenece a la entonación enunciativa, interrogativa, exclamativa y a la orden: en ellas tiene lugar una suerte de fusión entre la entonación gramatical y lo que es propio de los géneros discursivos (pero no se trata de la entonación expresiva en el sentido exacto de la palabra). Cuando damos un ejemplo de oración para analizarlo solemos atribuirle una cierta entonación típica, con lo cual lo convertimos en un enunciado completo (si la oración se toma de un texto determinado, lo entonamos, por supuesto, de acuerdo con la entonación expresiva del texto). Así, pues, el momento expresivo viene a ser un rasgo constitutivo del enunciado. El sistema de la lengua dispone de formas necesarias (es decir, de recursos lingüísticos) para manifestar la expresividad, pero la lengua misma y sus unidades significantes (palabras y oraciones) carecen, por su naturaleza, de expresividad, son nuestras. Por eso pueden servir igualmente bien para cualesquiera valoraciones, aunque sean muy variadas y opuestas; por eso las unidades de la lengua asumen cualquier postura valorativa. En resumen, el enunciado, su estilo y su composición se determinan por el aspecto temático (de objeto y de sentido) y por el aspecto expresivo, o sea por la actitud valorativa del hablante hacia el momento temático. La estilística no comprende ningún otro aspecto, sino que sólo considera los siguientes factores que determinan el estilo de un enunciado: el sistema de la lengua, el objeto del discurso y el hablante mismo y su actitud valorativa hacia el objeto. La selección de los recursos lingüísticos se determina, según la concepción habitual de la estilística, únicamente por consideraciones acerca del objeto y sentido y de la expresividad. Así se definen los estilos de la lengua, tanto generales como individuales. Por una parte, el hablante, con su visión del mundo, sus valores y emociones y, por otra parte, el objeto de su discurso y el sistema de la lengua (los recursos lingüísticos): estos son los aspectos que definen el enunciado, su estilo y su composición. Esta es la concepción predominante. En la realidad, el problema resulta ser mucho más complejo. Todo enunciado concreto viene a ser un eslabón en la cadena de la comunicación discursiva en una esfera determinada. Las fronteras mismas del enunciado se fijan por el cambio de los sujetos discursivos. Los enunciados no son indiferentes uno a otro ni son autosuficientes, sino que “saben” uno del otro y se reflejan mutuamente. Estos reflejos recíprocos son los que determinan el carácter del enunciado. Cada enunciado está lleno de ecos y reflejos de otros enunciados con los cuales se relaciona por la comunidad de esfera de la comunicación discursiva. Todo enunciado debe ser analizado, desde un principio, como respuesta a los enunciados anteriores de una esfera dada (el discurso como respuesta es tratado aquí en un sentido muy amplio): los refuta, los confirma, los completa, se basa en ellos, los supone conocidos, los toma en cuenta de alguna manera. El enunciado, pues, ocupa una determinada posición en la esfera dada de la comunicación discursiva, en un problema, en un asunto, etc. Uno no puede determinar su propia postura sin correlacionarla con las de otros. Por eso cada enunciado está lleno de reacciones -respuestas de toda clase dirigidas hacia otros enunciados de la esfera determinada de la comunicación discursiva. Estas reacciones tienen diferentes formas: enunciados ajenos pueden ser introducidos directamente al contexto de un enunciado, o pueden introducirse sólo palabras y oraciones aisladas que en este caso representan los enunciados enteros, y tanto enunciados enteros como palabras aisladas pueden conservar su expresividad ajena, pero también pueden sufrir un cambio de acento (ironía, indignación, veneración, etc.). Los enunciados ajenos pueden ser representados con diferente grado de revaluación;

64 se puede hacer referencia a ellos como opiniones bien conocidas por el interlocutor, pueden sobreentenderse calladamente, y la reacción de respuesta puede reflejarse tan sólo en la expresividad del discurso propio (selección de recursos lingüísticos y de entonaciones que no se determina por el objeto del discurso propio sino por el enunciado ajeno acerca del mismo objeto). Este último caso es muy típico e importante: en muchas ocasiones, la expresividad de nuestro enunciado se determina no únicamente (a veces no tanto) por el objeto y el sentido del enunciado sino también por los enunciados ajenos emitidos acerca del mismo tema, por los enunciados que contestamos, con los que polemizamos; son ellos los que determinan también la puesta en relieve de algunos momentos, las reiteraciones, la selección de expresiones más duras (o, al contrario, más suaves), así como el tono desafiante (o conciliatorio), etc. La expresividad de un enunciado nunca puede ser comprendida y explicada hasta el fin si se toma en cuenta nada más su objeto y su sentido. La expresividad de un enunciado siempre, en mayor o menor medida, contesta, es decir, expresa la actitud del hablante hacia los enunciados ajenos, y no únicamente su actitud hacia el objeto de su propio enunciado.9 Las formas de las reacciones-respuesta que llenan el enunciado son sumamente heterogéneas y hasta el momento no se han estudiado en absoluto. Estas formas, por supuesto, se diferencian entre sí de una manera muy tajante según las esferas de actividad y vida humana en las que se realiza la comunicación discursiva. Por más monológico que sea un enunciado (por ejemplo, una obra científica o filosófica), por más que se concentre en su objeto, no puede dejar de ser, en cierta medida, una respuesta a aquello que ya se dijo acerca del mismo objeto, acerca del mismo problema, aunque el carácter de respuesta no recibiese una expresión externa bien definida: esta se manifestaría en los matices de la expresividad, del estilo, en los detalles más finos de la composición. Un enunciado está lleno de matices dialógicos, y sin tomarlos en cuenta es imposible comprender hasta el final el estilo del enunciado. Porque nuestro mismo pensamiento (filosófico, científico, artístico) se origina y se forma en el proceso de interacción y lucha con pensamientos ajenos, lo cual no puede dejar de reflejarse en la forma de la expresión verbal del nuestro. Los enunciados ajenos y las palabras aisladas ajenas de que nos hacemos conscientes como ajenos y que separamos como tales, al ser introducidos en nuestro enunciado le aportan algo que aparece como irracional desde el punto de vista del sistema de la lengua, particularmente, desde el punto de vista de la sintaxis. Las interrelaciones entre el discurso ajeno introducido y el resto del discurso propio no tienen analogía alguna con las relaciones sintácticas que se establecen dentro de una unidad sintáctica simple o compleja, ni tampoco con las relaciones temáticas entre unidades sintácticas no vinculadas sintácticamente dentro de los límites de un enunciado. Sin embargo, estas interrelaciones son análogas (sin ser, por supuesto, idénticas) a las relaciones que se dan entre las réplicas de un diálogo. La entonación que aísla el discurso ajeno (y que se representa en el discurso escrito mediante comillas) es un fenómeno aparte: es una especie de transposición del cambio de los sujetos discursivos dentro de un enunciado. Las fronteras que se crean con este cambio son, en este caso, débiles y específicas; la expresividad del hablante penetra a través de estas fronteras y se extiende hacia el discurso ajeno, puede ser representada mediante tonos irónicos, indignados, compasivos, devotos (esta expresividad se traduce mediante la entonación expresiva, y en el discurso escrito la adivinamos con precisión y la sentimos gracias al contexto que enmarca el discurso ajeno o gracias a la situación extraverbal que sugiere un matiz expresivo correspondiente). El discurso ajeno, pues, posee una expresividad doble: la propia, que es precisamente la ajena, y la expresividad del enunciado que acoge el discurso ajeno. Todo esto puede tener lugar, ante todo, allí donde el discurso ajeno (aunque sea una sola palabra que ad9 La entonación es sobre todo la que es especialmente sensible y siempre está dirigida al contexto.

65 quiera el valor de enunciado entero) se cita explícitamente y se pone de relieve (mediante comillas): los ecos del cambio de los sujetos discursivos y de sus interrelaciones dialógicas se perciben en estos casos con claridad. Pero, además, en todo enunciado, en un examen más detenido realizado en las condiciones concretas de la comunicación discursiva, podemos descubrir toda una serie de discursos ajenos, semicultos o implícitos y con diferente grado de otredad. Por eso un enunciado revela una especie de surcos que representan ecos lejanos y apenas perceptibles de los cambios de sujetos discursivos, de los matices dialógicos y de marcas limítrofes sumamente debilitadas de los enunciados que llegaron a ser permeables para la expresividad del autor. El enunciado, así, viene a ser un fenómeno muy complejo que manifiesta una multiplicidad de planos. Por supuesto, hay que analizarlo no aisladamente y no sólo en su relación con el autor (el hablante) sino como eslabón en la cadena de la comunicación discursiva y en su nexo con otros enunciados relacionados con él (estos nexos suden analizarse únicamente en el plano temático y no discursivo, es decir, composicional y estilístico). Cada enunciado aislado representa un eslabón en la cadena de la comunicación discursiva. Sus fronteras son precisas y se definen por el cambio de los sujetos discursivos (hablantes), pero dentro de estas fronteras, el enunciado, semejantemente a la mónada de Leibniz, refleja el proceso discursivo, los enunciados ajenos, y, ante todo, los eslabones anteriores de la cadena (a veces los más próximos, a veces —en las esferas de la comunicación cultural— muy lejanos). El objeto del discurso de un hablante, cualquiera que sea el objeto, no llega a tal por primera vez en este enunciado, y el hablante no es el primero que lo aborda. El objeto del discurso, por decirlo así, ya se encuentra hablado, discutido, vislumbrado y valorado de las maneras más diferentes; en él se cruzan, convergen y se bifurcan varios puntos de vista, visiones del mundo, tendencias. El hablante no es un Adán bíblico que tenía que ver con objetos vírgenes, aún no nombrados, a los que debía poner nombres. Las concepciones simplificadas acerca de la comunicación como base lógica y psicológica de la oración hacen recordar a este mítico Adán. En la mente del hablante se combinan dos concepciones (o, al contrario, se desmembra una concepción compleja en dos simples) cuando pronuncia oraciones como las siguientes: “el sol alumbra”, “la hierba es verde”, “estoy sentado”, etc. Las oraciones semejantes son, desde luego, posibles, pero o bien se justifican y se fundamentan por el contexto de un enunciado completo que las incluye en una comunicación discursiva como réplicas de un diálogo, de un artículo de difusión científica, de una explicación del maestro en una clase, etc.), o bien, si son enunciados conclusos, tienen alguna justificación en la situación discursiva que las introduce en la cadena de la comunicación discursiva. En la realidad, todo enunciado, aparte de su objeto, siempre contesta (en un sentido amplio) de una u otra manera a los enunciados ajenos que le preceden. El hablante no es un Adán, por lo tanto el objeto mismo de su discurso se convierte inevitablemente en un foro donde se encuentran opiniones de los interlocutores directos (en una plática o discusión acerca de cualquier suceso cotidiano) o puntos de vista, visiones del mundo, tendencias, teorías, etc. (en la esfera de la comunicación cultural). Una visión del mundo, una tendencia, un punto de vista, una opinión, siempre poseen una expresión verbal. Todos ellos representan discurso ajeno (en su forma personal o impersonal), y éste no puede dejar de reflejarse en el enunciado. El enunciado no está dirigido únicamente a su objeto, sino también a discursos ajenos acerca de este último. Pero la alusión más ligera a un enunciado ajeno confiere al discurso un carácter dialógico que no le puede dar ningún tema puramente objetual. La actitud hacia el discurso ajeno difiere por principio de la actitud hacia el objeto, pero siempre aparece acompañando a este último. Repetimos; el enunciado es un eslabón en la cadena de la comunicación discursiva y no puede ser separado de los eslabones anteriores que lo determinan por dentro y por fuera generando

66 en él reacciones de respuesta y ecos dialógicos. Pero un enunciado no sólo está relacionado con los eslabones anteriores, sino también con los eslabones posteriores de la comunicación discursiva. Cuando el enunciado está en la etapa de su creación por el hablante, estos últimos, por supuesto, aún no existen. Pero el enunciado se construye desde el principio tomando en cuenta las posibles reacciones de respuesta para las cuales se construye el enunciado. El papel de los otros, como ya sabemos, es sumamente importante. Ya hemos dicho que estos otros, para los cuales mi pensamiento se vuelve tal por primera vez (y por lo mismo) no son oyentes pasivos sino los activos participantes de la comunicación discursiva. El hablante espera desde el principio su contestación y su comprensión activa. Todo el enunciado se construye en vista de la respuesta. Un signo importante (constitutivo) del enunciado es su orientación hacia alguien, su propiedad de estar destinado. A diferencia de las unidades significantes de la lengua -palabras y oracionesque son impersonales, no pertenecen a nadie y a nadie están dirigidas, el enunciado tiene autor (y, por consiguiente, una expresividad, de lo cual ya hemos hablado) y destinatario. El destinatario puede ser un participante e interlocutor inmediato de un diálogo cotidiano, puede representar un grupo diferenciado de especialistas en alguna esfera específica de la comunicación cultural, o bien un público más o menos homogéneo, un pueblo, contemporáneos, partidarios, opositores o enemigos, subordinados, jefes, inferiores, superiores, personas cercanas o ajenas, etc.; también puede haber un destinatario absolutamente indefinido, un otro no concretizado (en toda clase de enunciados monológicos de tipo emocional) —y todos estos tipos y conceptos de destinatario se determinan por la esfera de la praxis humana y de la vida cotidiana a la que se refiere el enunciado—. La composición y sobre todo el estilo del enunciado dependen de un hecho concreto: a quién está destinado el enunciado, cómo el hablante (o el escritor) percibe y se imagina a sus destinatarios, cuál es la fuerza de su influencia sobre el enunciado. Todo género discursivo en cada esfera de la comunicación discursiva posee su propia concepción del destinatario, la cual lo determina como tal. El destinatario del enunciado puede coincidir personalmente con aquel (o aquellos) a quien responde el enunciado. En un diálogo cotidiano o en una correspondencia tal coincidencia personal es común: el destinatario es a quien yo contesto y de quien espero, a mi turno, una respuesta. Pero en los casos de coincidencia personal, un solo individuo cumple con dos papeles, y lo que importa es precisamente esta diferenciación de roles. El enunciado de aquel a quien contesto (con quien estoy de acuerdo, o estoy refutando, o cumplo su orden, o tomo nota, etc.) ya existe, pero su contestación (o su comprensión activa) aún no aparece. Al construir mi enunciado, yo trato de determinarla de una manera activa; por otro lado, intento adivinar esta contestación, y la respuesta anticipada a su vez influye activamente sobre mi enunciado (esgrimo objeciones que estoy presintiendo, acudo a todo tipo de restricciones, etc.). Al hablar, siempre tomo en cuenta el fondo aperceptivo de mi discurso que posee mi destinatario: hasta qué punto conoce la situación, si posee o no conocimientos específicos de la esfera comunicativa cultural, cuáles son sus opiniones y convicciones, cuáles son sus prejuicios (desde mi punto de vista), cuáles son sus simpatías y antipatías; todo esto terminará la activa comprensión-respuesta.con que él reaccionará a mi enunciado. Este tanteo determinará también el género del enunciado, la selección de procedimientos de estructuración y, finalmente, la selección de los recursos lingüísticos, es decir, el estilo del enunciado. Por ejemplo, los géneros de la literatura de difusión científica están dirigidos a un lector determinado con cierto fondo aperceptivo de comprensión-respuesta; a otro lector se dirigen los libros de texto y a otro, ya totalmente distinto, las investigaciones especializadas, pero todos estos géneros pueden tratar un mismo tema. En estos casos es muy fácil tomar en cuenta al destinatario y su fondo aperceptivo, y la influencia del destinatario sobre la estructuración del enunciado tam-

67 bién es muy sencilla: todo se reduce a la cantidad de sus conocimientos especializados. Puede haber casos mucho más complejos. El hecho de prefigurar al destinatario y su reacción de respuesta a menudo presenta muchas facetas que aportan un dramatismo interno muy especial al enunciado (algunos tipos de diálogo cotidiano, cartas, géneros autobiográficos y confesionales). En los géneros retóricos, estos fenómenos tienen un carácter agudo, pero más bien externo. La posición social, el rango y la importancia del destinatario se reflejan sobre todo en los enunciados que pertenecen a la comunicación cotidiana y a la esfera oficial. Dentro de la sociedad de clases, y sobre todo dentro de los regímenes estamentales, se observa una extraordinaria diferenciación de los géneros discursivos y de los estilos que les corresponden, en relación con el título, rango, categoría, fortuna y posición social, edad del hablante (o escritor) mismo. A pesar de la riqueza en la diferenciación tanto de las formas principales como de los matices, estos fenómenos tienen un carácter de cliché y externo: no son capaces de aportar un dramatismo profundo al enunciado. Son interesantes tan sólo como ejemplo de una bastante obvia pero instructiva expresión de la influencia que ejerce el destinatario sobre la estructuración y el estilo del enunciado. Matices más delicados de estilo se determinan por el carácter y el grado de intimidad entre el destinatario y el hablante, en diferentes géneros discursivos familiares, por una parte, e íntimos por otra. Aunque existe una diferencia enorme entre los géneros familiares e íntimos y entre sus estilos correspondientes, ambos perciben a su destinatario de una manera igualmente alejada del marco de las jerarquías sociales y de las convenciones. Lo cual genera una sinceridad específica propia del discurso, que en los géneros familiares a veces llega hasta el cinismo. En los estilos íntimos esta cualidad se expresa en la tendencia hacia una especie de fusión completa entre el hablante y el destinatario del discurso. En el discurso familiar, gracias a la abolición de prohibiciones y convenciones discursivas se vuelve posible un enfoque especial, extraoficial y libre de la realidad.10 Es por eso por lo que los géneros y estilos familiares pudieron jugar un papel tan positivo durante el Renacimiento, en la tarea de la destrucción del modelo oficial del mundo, de carácter medieval; también en otros períodos, cuando se presenta la tarea de la destrucción de los estilos y las visiones del mundo oficiales y tradicionales, los estilos familiares adquieren una gran importancia para la literatura. Además, la familiarización de los estilos abre camino hacia la literatura a los estratos de la lengua que anteriormente se encontraban bajo prohibición. La importancia de los géneros y estilos familiares para la historia de la literatura no se ha apreciado lo suficiente hasta el momento. Por otra parte, los géneros y estilos íntimos se basan en una máxima proximidad interior entre el hablante y el destinatario del discurso (en una especie de fusión entre ellos como límite). El discurso íntimo está compenetrado de una profunda confianza hacia el destinatario, hacia su consentimiento, hacia la delicadeza y la buena intención de su comprensión de respuesta. En esta atmósfera de profunda confianza, el hablante abre sus profundidades internas. Esto determina una especial expresividad y una sinceridad interna de estos estilos (a diferencia de la sinceridad de la plaza pública que caracteriza los géneros familiares). Los géneros y estilos familiares e íntimos, hasta ahora muy poco estudiados, revelan con mucha claridad la dependencia que el estilo tiene con respecto a la concepción y la comprensión que el hablante tiene de su destinatario (es decir, cómo concibe su propio enunciado), así como de la idea que tiene de su comprensión de respuesta. Estos estilos son los que ponen de manifiesto la estrechez y el enfoque erróneo de la estilística tradicional, que trata de compren10 Este estilo se caracteriza por una sinceridad de plaza pública, expresada en voz alta; por el hecho de llamar las cosas por su nombre.

68 der y definir el estilo tan sólo desde el punto de vista del contenido objetiva) (de sentido) del discurso y de la expresividad que aporte el hablante en relación con este contenido. Sin tomar en cuenta la actitud del hablante hacia el otra y sus enunciados (existentes y prefigurados), no puede ser comprendido el género ni el estilo del discurso. Sin embargo, los estilos llamados neutrales u objetivos, concentrados hasta el máximo en el objeto de su exposición y, al parecer, ajenos a toda referencia al otro, suponen, de todas maneras, una determinada concepción de su destinatario. Tales estilos objetivos y neutrales seleccionan los recursos lingüísticos no sólo desde el punto de vista de su educación con el objeto del discurso, sino también desde el punto de vista del supuesto fondo de percepción del destinatario del discurso, aunque este fondo se prefigura de un modo muy general y con la abstracción máxima en relación con su lado expresivo (la expresividad del hablante mismo es mínima en un estilo objetivo). Los estilos neutrales y objetivos presuponen una especie de identificación entre el destinatario y el hablante, la unidad de sus puntos de vista, pero esta homogeneidad y unidad se adquieren al precio de un rechazo casi total de la expresividad. Hay que apuntar que el carácter de los estilos objetivos y neutrales (y, por consiguiente, la concepción del destinatario que los fundamenta) es bastante variado, según las diferentes zonas de la comunicación discursiva. El problema de la concepción del destinatario del discurso (cómo lo siente y se lo figura el hablante o el escritor) tiene una enorme importancia para la historia literaria. Para cada época, para cada corriente literaria o estilo literario, para cada género literario dentro de una época o una escuela, son características determinadas concepciones del destinatario de la obra literaria, una percepción y comprensión específica del lector, oyente, público, pueblo. Un estudio histórico del cambio de tales concepciones es una tarea interesante, importante. Pero para su elaboración productiva lo que hace falta es la claridad teórica en el mismo planteamiento del problema. Hay que señalar que al lado de aquellas concepciones y percepciones reales de su destinatario que efectivamente determinan el estilo de los enunciados (obras), en la historia de la literatura existen además las formas convencionales y semiconvencionales de dirigirse hacia los lectores, oyentes, descendientes, etc., igual como junto con el autor real existen las imágenes convencionales y semiconvencionales de autores ficticios, de editores, de narradores de todo tipo. La enorme mayoría de los géneros literarios son géneros secundarios y complejos que se conforman a los géneros primarios transformados de las maneras más variadas (réplicas de diálogo, narraciones cotidianas, cartas, diarios, protocolos, etc.). Los géneros secundarios de la comunicación discursiva suelen representar diferentes formas de la comunicación discursiva primaria. De allí que aparezcan todos los personajes convencionales de autores, narradores y destinatarios. Sin embargo, la obra más compleja y de múltiples planos de un género secundario viene a ser en su totalidad, y como totalidad, un enunciado único que posee un autor real. El carácter dirigido del enunciado es su rasgo constitutivo sin el cual no existe ni puede existir el enunciado. Las diferentes formas típicas de este carácter, y las diversas concepciones típicas del destinatario, son las particularidades constitutivas que determinan la especificidad de los géneros discursivos. A diferencia de los enunciados y de los géneros discursivos, las unidades significantes de la lengua (palabra y oración) por su misma naturaleza carecen de ese carácter destinado: no pertenecen a nadie y no están dirigidas a nadie. Es más, de suyo carecen de toda actitud hacia el enunciado, hacia la palabra ajena. Si una determinada palabra u oración está dirigida hacia alguien, estamos frente a un enunciado concluso, y el carácter destinado no les pertenece en tanto que unidades de la lengua, sino en tanto que enunciados. Una oración rodeada de contexto adquiere

69 un carácter destinado tan sólo mediante la totalidad del enunciado, siendo su parte constitutiva (elemento).11 La lengua como sistema posee una enorme reserva de recursos puramente lingüísticos para expresar formalmente el vocativo: medios léxicos, morfológicos (los casos correspondientes, los pronombres, las formas personales del verbo), sintácticos (diferentes modelos y modificaciones de oración). Pero el carácter dirigido real lo adquieren estos recursos únicamente dentro de la totalidad de un enunciado concreto. Y la expresión de este carácter dirigido nunca puede ser agotada por estos recursos lingüísticos (gramaticales) especiales. Estos recursos pueden estar ausentes, y sin embargo el enunciado podrá reflejar de un modo muy agudo la influencia del destinatario y su reacción prefigurada de respuesta. La selección de todos los medios lingüísticos se realiza por el hablante bajo una mayor o menor influencia del destinatario y de su respuesta prefigurada. Cuando se analiza una oración aislada de su contexto, las huellas del carácter destinado y de la influencia de la respuesta prefigurada, los ecos dialógicos producidos por los enunciados ajenos anteriores, el rastro debilitado del cambio de los sujetos discursivos que habían marcado por dentro el enunciado —todo ello se borra, se pierde, porque es ajeno a la oración como unidad de la lengua—. Todos estos fenómenos están relacionados con la totalidad del enunciado, y donde esta totalidad sale de la visión del analista, allí mismo dejan de existir para éste. En esto consiste una de las causas de aquella estrechez de la estilística tradicional que ya hemos señalado. El análisis estilístico que abarca todas las facetas del estilo es posible tan sólo como análisis de la totalidad del enunciado y únicamente dentro de aquella cadena de la comunicación discursiva cuyo eslabón inseparable representa este enunciado.

11 Señalemos que las oraciones interrogativas e imperativas figurar como enunciados conclusos en sus géneros discursivos correspondientes.

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Enfoque enunciativo

Émile Benveniste “De la subjetividad en el lenguaje” En Problemas de lingüística general, tomo I, México, Siglo XXI, 1982 (1ª ed. en Journal de Psychologie, 1958).

Si el lenguaje es, como dicen, instrumento de comunicación, ¿a qué debe semejante propiedad? La pregunta acaso sorprenda, como todo aquello que tenga aire de poner en tela de juicio la evidencia, pero a veces es útil pedir a la evidencia que se justifique. Se nos ocurren entonces, sucesivamente, dos razones. Una sería que el lenguaje aparece de hecho, así empleado, sin duda porque los hombres no han dado con medio mejor ni siquiera tan eficaz para comunicarse. Esto equivale a verificar lo que deseábamos comprender. Podría también pensarse que el lenguaje presenta disposiciones tales que lo tornan apto para servir de instrumento; se presta a transmitir lo que le confío, una orden, una pregunta, un aviso, y provoca en el interlocutor un comportamiento adecuado a cada ocasión. Desarrollando esta idea desde un punto de vista más técnico, añadiríamos que el comportamiento del lenguaje admite una descripción conductista, en términos de estímulo y respuesta, de donde se concluye el carácter mediato e instrumental del lenguaje. ¿Pero es de veras del lenguaje de lo que se habla aquí? ¿No se lo confunde con el discurso? Si aceptamos que el discurso es lenguaje puesto en acción, y necesariamente entre partes, hacemos que asome, bajo la confusión, una petición de principio, puesto que la naturaleza de este “instrumento” es explicada por su situación como “instrumento”. En cuanto al papel de transmisión que desempeña el lenguaje, no hay que dejar de observar por una parte que este papel puede ser confiado a medios no lingüísticos, gestos, mímica y por otra parte, que nos dejamos equivocar aquí, hablando de un “instrumento”, por ciertos procesos de transmisión que, en las sociedades humanas, son sin excepción posteriores al lenguaje y que imitan el funcionamiento de éste. Todos los sistemas de señales, rudimentarios o complejos están en este caso. En realidad la comparación del lenguaje con un instrumento –y con un instrumento material ha de ser, por cierto, para que la comparación sea sencillamente inteligible– debe hacernos desconfiar mucho, como cualquier noción simplista acerca del lenguaje. Hablar de instrumento es oponer hombre y naturaleza. El pico, la flecha, la rueda no están en la natura-

71 leza. Son fabricaciones. El lenguaje está en la naturaleza del hombre, que no lo ha fabricado. Siempre propendemos a esta figuración ingenua de un período original en que un hombre completo descubriría un semejante no menos completo y entre ambos, poco a poco, se iría elaborando el lenguaje. Esto es pura ficción. Nunca llegamos al hombre separado del lenguaje ni jamás lo vemos inventarlo. Nunca alcanzamos el hombre reducido a sí mismo, ingeniándoselas para concebir la existencia del otro. Es un hombre hablante el que encontramos en el mundo, un hombre hablando a otro, y el lenguaje enseña la definición misma del hombre. Todos los caracteres del lenguaje, su naturaleza inmaterial, su funcionamiento simbólico, su ajuste articulado, el hecho de que posea un contenido, bastan ya para tornar sospechosa esta asimilación a un instrumento, que tiende a disociar del hombre la propiedad del lenguaje. Ni duda cabe que en la práctica cotidiana el vaivén de la palabra sugiere un intercambio y por tanto una “cosa” que intercambiaríamos. La palabra parece así asumir una función instrumental o vehicular que estamos prontos a hipostatizar en “objeto”. Pero, una vez más, tal papel toca a la palabra. Una vez devuelta a la palabra esta función, puede preguntarse qué predisponía a aquélla a garantizar ésta. Para que la palabra garantice la “comunicación” es preciso que la habilite el lenguaje, del que ella no es sino actualización. En efecto, es en el lenguaje donde debemos buscar la condición de esa aptitud. Reside, nos parece, en una propiedad del lenguaje, poco visible bajo la evidencia que la disimula y que todavía no podemos caracterizar si no es sumariamente. Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto; porque el solo lenguaje funda en realidad, en su realidad que es la del ser, el concepto de “ego”. La “subjetividad” de que aquí tratamos es la capacidad del locutor de plantearse como “sujeto”. Se define no por el sentimiento que cada quien experimenta de ser él mismo (sentimiento que, en la medida en que es posible considerarlo, no es sino un reflejo) sino como la unidad psíquica que trasciende la totalidad de las experiencias vividas que reúne y que asegura la permanencia de la conciencia. Pues bien, sostenemos que esta “subjetividad”, póngase en fenomenología o en psicología, como se guste, no es más que la emergencia en el ser de una propiedad fundamental del lenguaje. Es “ego” quien dice “ego”. Encontramos aquí el fundamento de la “subjetividad” que se determina por el estatuto lingüístico de la “persona”. La conciencia de sí no es posible más que si se experimenta por contraste. No empleo yo sino dirigiéndome a alguien, que será en mi alocución un tú. Es esta condición de diálogo la que es constitutiva de la persona, pues implica en reciprocidad que me torne tú en la alocución de aquel que por su lado se designa por yo. Es aquí donde vemos un principio cuyas consecuencias deben desplegarse en todas direcciones. El lenguaje no es posible sino porque cada locutor se pone como sujeto y remite a sí mismo como yo en su discurso. En virtud de ello, yo plantea otra persona, la que, exterior y todo a “mí”, se vuelve mi eco al que digo tú y que me dice tú. La polaridad de las personas, tal es en el lenguaje la condición fundamental de la que el proceso de comunicación, que nos sirvió de punto de partida, no pasa de ser una consecuencia del todo pragmática. Polaridad por lo demás muy singular en sí, y que presenta un tipo de oposición cuyo equivalente no aparece en parte alguna fuera del lenguaje. Esta polaridad no significa igualdad ni simetría: “ego” tiene siempre una posición de trascendencia con respecto a tú; no obstante, ninguno de los dos términos es concebible sin el otro, son complementarios, pero según una oposición “interior/exterior” y, al mismo tiempo son reversibles. Búsquese un paralelo a esto; no se hallará. Única es la condición del hombre en el lenguaje. Así se desploman las viejas antinomias del “yo” y del “otro”, del individuo y la sociedad. Dualidad que es ilegítimo y erróneo reducir a un solo término original, sea éste el “yo” que de-

72 biera estar instalado en su propia conciencia para abrirse entonces a la del “prójimo” o bien sea, por el contrario, la sociedad, que preexistiría como totalidad al individuo y de donde éste apenas se desgajaría conforme adquiriese la conciencia de sí. Es en una realidad dialéctica, que engloba los dos términos y los define por relación mutua, donde se descubre el fundamento lingüístico de la subjetividad. Pero ¿tiene que ser lingüístico dicho fundamento? ¿Cuáles títulos se arroga el lenguaje para fundar la subjetividad? De hecho, el lenguaje responde a ello en todas sus partes. Está marcado tan profundamente por la expresión de la subjetividad que se pregunta uno si, construido de otra suerte, podría seguir funcionando y llamarse lenguaje. Hablamos ciertamente del lenguaje, y no solamente de lenguas particulares. Pero los hechos de las lenguas particulares, concordantes, testimonian por el lenguaje. Nos conformaremos con citar los más aparentes. Los propios términos de que nos servimos aquí, yo y tú, no han de tomarse como figuras sino como formas lingüísticas, que indican la “persona”. Es un hecho notable –mas ¿quién se pone a notarlo, siendo tan familiar?– que entre los signos de una lengua, del tipo, época o región que sea, no falten nunca los “pronombres personales”. Una lengua sin expresión de la persona no se concibe. Lo más que puede ocurrir es que, en ciertas lenguas, en ciertas circunstancias, estos “pronombres” se omitan deliberadamente; tal ocurre en la mayoría de las sociedades del Extremo Oriente, donde una convención de cortesía impone el empleo de perífrasis o de formas especiales entre determinados grupos de individuos, para reemplazar las referencias personales directas. Pero estos usos no hacen sino subrayar el valor de las formas evitadas; pues es la existencia implícita de estos pronombres la que da su valor social y cultural a los sustitutos impuestos por las relaciones de clase. Ahora bien, estos pronombres se distinguen en esto de todas las designaciones que la lengua articula: no remiten ni a un concepto ni a un individuo. No hay concepto “yo” que englobe todos los yo que se enuncian en todo instante en boca de todos los locutores, en el sentido en que hay un concepto “árbol” al que se reducen todos los empleos individuales de árbol. El “yo” no denomina, pues, ninguna entidad léxica. ¿Podrá decirse entonces que yo se refiere a un individuo particular? De ser así, se trataría de una contradicción permanente admitida en el lenguaje y la anarquía en la práctica: ¿cómo el mismo término podría referirse indiferentemente a no importa cuál individuo y al mismo tiempo identificarlo en su particularidad? Estamos ante una clase de palabras, los “pronombres personales”, que escapan al estatuto de todos los demás signos del lenguaje. ¿A qué yo se refiere? A algo muy singular, que es exclusivamente lingüístico: yo se refiere al acto de discurso individual en que es pronunciado, y cuyo locutor designa. Es un término que no puede ser identificado más que en lo que por otro lado hemos llamado instancia de discurso, y que no tiene otra referencia que la actual. La realidad a la que remite es la realidad del discurso. Es en la instancia de discurso en que yo designa el locutor donde éste se enuncia como “sujeto”. Así, es verdad, al pie de la letra, que el fundamento de la subjetividad está en el ejercicio de la lengua. Por poco que se piense, se advertirá que no hay otro testimonio objetivo de la identidad del sujeto que el que así da él mismo sobre sí mismo. El lenguaje está organizado de tal forma que permite a cada locutor apropiarse la lengua entera designándose como yo. Los pronombres personales son el primer punto de apoyo para este salir a la luz de la subjetividad en el lenguaje. De estos pronombres dependen a su vez otras clases de pronombres, que comparten el mismo estatuto. Son los indicadores de la deixis, demostrativos, adver-

73 bios, adjetivos, que organizan las relaciones espaciales y temporales en torno al “sujeto” tomado como punto de referencia: “esto, aquí, ahora” y sus numerosas correlaciones “eso, ayer, el año pasado, mañana”, etc. Tienen por rasgo común definirse solamente por relación a la instancia de discurso en que son producidos, es decir bajo la dependencia del yo que en aquélla se enuncia. Fácil es ver que el dominio de la subjetividad se agranda más y tiene que anexarse la expresión de la temporalidad. Cualquiera que sea el tipo de lengua, por doquier se aprecia cierta organización lingüística de la noción de tiempo. Poco importa que esta noción se marque en la flexión de un verbo o mediante palabras de otras clases (partículas; adverbios; variaciones léxicas, etc.) –es cosa de estructura formal. De una u otra manera, una lengua distingue siempre “tiempos”; sea un pasado y un futuro, separados por un presente, como en francés o en español; sea un presente pasado opuesto a un futuro o un presente-futuro distinguido de un pasado, como en diversas lenguas amerindias, distinciones susceptibles a su vez de variaciones de aspecto, etc. Pero siempre la línea divisoria es una referencia al “presente”. Ahora, este “presente” a su vez no tiene como referencia temporal más que un dato lingüístico: la coincidencia del acontecimiento descrito con la instancia de discurso que lo describe. El asidero temporal del presente no puede menos de ser interior al discurso. El Dictionnaire général define el “presente” como “el tiempo del verbo que expresa el tiempo en que se está”. Pero cuidémonos: no hay otro criterio ni otra expresión para indicar “el tiempo en que se está” que tomarlo como “el tiempo en que se habla”. Es éste el momento eternamente “presente”, pese a no referirse nunca a los mismos acontecimientos de una cronología “objetiva” por estar determinado para cada locutor por cada una de las instancias de discurso que le tocan. El tiempo lingüístico es sui-referencial. En último análisis la temporalidad humana con todo su aparato lingüístico saca a relucir la subjetividad inherente al ejercicio mismo del lenguaje. El lenguaje es pues la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lingüísticas apropiadas a su expresión, y el discurso provoca la emergencia de la subjetividad, en virtud de que consiste en instancias discretas. El lenguaje propone en cierto modo formas “vacías” que cada locutor en ejercicio del discurso se apropia y que refiere a su “persona”, definiéndose al mismo tiempo él mismo como yo y una pareja como tú. La instancia de discurso es así constitutiva de todas las coordenadas que definen el sujeto y de las que apenas hemos designado sumariamente las más aparentes. La instalación de la “subjetividad” en el lenguaje crea, en el lenguaje y –creemos– fuera de él también, la categoría de la persona. Tiene por lo demás efectos muy variados en la estructura misma de las lenguas, sea en el ajuste de las formas o en las relaciones de la significación. Aquí nos fijamos en lenguas particulares, por necesidad, a fin de ilustrar algunos efectos del cambio de perspectiva que la “subjetividad” puede introducir. No podríamos decir cuál es, en el universo de las lenguas reales, la extensión de las particularidades que señalamos; de momento es menos importante delimitarlas que hacerlas ver. El español ofrece algunos ejemplos cómodos. De manera general, cuando empleo el presente de un verbo en las tres personas (según la nomenclatura tradicional), parecería que la diferencia de persona no acarrease ningún cambio de sentido en la forma verbal conjugada. Entre yo como, tú comes, él come, hay en común y de constante que la forma verbal presenta una descripción de una acción, atribuida respectivamente, y de manera idéntica, a “yo”, a “tú”, a “él”. Entre yo sufro y tú sufres y él sufre hay parecidamente en común la descripción de un mismo estado. Esto da la impresión de una evidencia, ya implicada por la ordenación formal en el paradigma de la conjugación. Ahora bien, no pocos verbos escapan a esta permanencia del sentido en el cambio de las

74 personas. Los que vamos a tocar denotan disposiciones u operaciones mentales. Diciendo yo sufro describo mi estado presente. Diciendo yo siento (que el tiempo va a cambiar) describo una impresión que me afecta. Pero ¿qué pasará si, en lugar de yo siento (que el tiempo va a cambiar), digo: yo creo (que el tiempo va a cambiar)? Es completa la simetría formal entre yo siento y yo creo. ¿Lo es en el sentido? ¿Puedo considerar este yo creo como una descripción de mí mismo a igual título que yo siento? ¿Acaso me describo creyendo cuando digo yo creo (que…)? De seguro que no. La operación de pensamiento no es en modo alguno el objeto del enunciado; yo creo (que…) equivale a una aserción mitigada. Diciendo yo creo (que…) convierto en una enunciación subjetiva el hecho afirmado impersonalmente, a saber, el tiempo va a cambiar, que es la auténtica proposición. Consideremos también los enunciados siguientes: “Usted es, supongo yo, el señor X…”; “Presumo que Juan habrá recibido mi carta”; “Ha salido del hospital, de lo cual concluyo que está curado”. Estas frases contienen verbos de operación: suponer, presumir, concluir, otras tantas operaciones lógicas. Pero suponer, presumir, concluir, puestos en la primera persona, no se conducen como lo hacen, por ejemplo, razonar, reflexionar, que sin embargo parecen vecinos cercanos. Las formas yo razono, yo reflexiono me describen razonando, reflexionando. Muy otra cosa es yo supongo, yo presumo, yo concluyo. Diciendo yo concluyo (que…) no me describo ocupado concluyendo, ¿qué podría ser la actividad de “concluir”? No me represento en plan de suponer, de presumir cuando digo yo supongo, yo presumo. Lo que indica yo concluyo es que, de la situación planteada, extraigo una relación de conclusión concerniente a un hecho dado. Es esta relación lógica la que es instaurada en un verbo personal. Lo mismo yo supongo, yo presumo están muy lejos de yo pongo, yo resumo. En yo supongo, yo presumo hay una actitud indicada, no una operación descrita. Incluyendo en mi discurso yo supongo, yo presumo, implico que adopto determinada actitud ante el enunciado que sigue. Se habrá advertido en efecto que todos los verbos citados van seguidos de que y una proposición: ésta es el verdadero enunciado, no la forma verbal personal que la gobierna. Pero esta forma personal, en compensación, es, por así decirlo, el indicador de subjetividad. Da a la aserción que sigue el contexto subjetivo –duda, presunción, inferencia– propio para caracterizar la actitud del locutor hacia el enunciado que profiere. Esta manifestación de la subjetividad no adquiere su relieve más que en la primera persona. Es difícil imaginar semejantes verbos en la segunda persona, como no sea para reanudar verbatim una argumentación: tú supones que se ha ido, lo cual no es una manera de repetir lo que “tú” acaba de decir: “Supongo que se ha ido”. Pero recórtese la expresión de la persona y no se deje más que: él supone que… y lo único que queda, desde el punto de vista del yo que la enuncia, es una simple verificación. Se discernirá mejor aún la naturaleza de esta “subjetividad” considerando los efectos de sentido que produce el cambio de las personas en ciertos verbos de palabra. Son verbos que denotan por su sentido un acto individual de alcance social: jurar, prometer, garantizar, certificar, con variantes locucionales tales como comprometerse a…, obligarse a conseguir… En las condiciones sociales en que la lengua se ejerce, los actos denotados por estos verbos son considerados compelentes. Pues bien, aquí la diferencia entre la enunciación “subjetiva” y la enunciación “no subjetiva” aparece a plena luz, no bien se ha caído en la cuenta de la naturaleza de la oposición entre las “personas” del verbo. Hay que tener presente que la “3ª persona” es la forma del paradigma verbal (o pronominal) que no remite a una persona, por estar referida a un objeto situado fuera de la alocución. Pero no existe ni se caracteriza sino por oposición a la persona yo del locutor que, enunciándola, la sitúa como “no-persona”. Tal es su estatuto. La forma él extrae su valor de que es necesariamente parte de un discurso enunciado por “yo”. Pero yo juro es una forma de valor singular, por cargar sobre quien se enuncia yo la reali-

75 dad del juramento. Esta enunciación es un cumplimiento: “jurar” consiste precisamente en la enunciación yo juro, que liga a Ego. La enunciación yo juro es el acto mismo que me compromete, no la descripción del acto que cumplo. Diciendo prometo, garantizo, prometo y garantizo efectivamente. Las consecuencias (sociales, jurídicas, etc.) de mi juramento, de mi promesa, arrancan de la instancia del discurso que contiene juro, prometo. La enunciación se identifica con el acto mismo. Mas esta condición no es dada en el sentido del verbo; es la “subjetividad” del discurso la que la hace posible. Se verá la diferencia reemplazando yo juro por él jura. En tanto que yo juro es un comprometerme, él jura no es más que una descripción, en el mismo plano que él corre, él fuma. Se ve aquí, en condiciones propias a estas expresiones, que el mismo verbo, según sea asumido por un “sujeto” o puesto fuera de la “persona”, adquiere valor diferente. Es una consecuencia de que la instancia de discurso que contiene el verbo plantee el acto al mismo tiempo que funda el sujeto. Así el acto es consumado por la instancia de enunciación de su “nombre” (que es “jurar”), a la vez que el sujeto es planteado por la instancia de enunciación de su indicador (que es “yo”). Bastantes nociones en lingüística, quizá hasta en psicología, aparecerán bajo una nueva luz si se las restablece en el marco del discurso, que es la lengua en tanto que asumida por el hombre que habla, y en la condición de intersubjetividad, única que hace posible la comunicación lingüística.

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María Isabel Filinich La enunciación (selección) Buenos Aires, Eudeba, 1998.

1. Conceptos generales de teoría de la enunciación 1.1. Preliminares Podemos abordar el estudio del lenguaje desde perspectivas diversas. Para referirnos sólo a dos posibles maneras de hacerlo, diremos que una forma consiste en considerarlo como un sistema de significación cuyos elementos se definen por las relaciones que entablan entre sí, mientras que otra consiste en considerar que el ejercicio del lenguaje es una acción como tantas otras cuya significación depende no solo de las relaciones estructurales entre sus elementos constitutivos sino también de los interlocutores implicados y sus circunstancias espacio-temporales. Adoptar una u otra perspectiva implica arribar a resultados diferentes y también, por supuesto, tener propósitos y partir de presupuestos diferentes con respecto al lenguaje. Así, una frase como la siguiente: ¡Bello día el de hoy!

puede ser sometida a un tipo de análisis que sólo se interese por su gramaticalidad y aceptabilidad dentro de una comunidad lingüística, al margen de las circunstancias en que tal frase pueda ser emitida, o bien puede ser observada como un enunciado, esto es, como una ocurrencia singular de la frase. Efectuada en determinadas circunstancias —por ejemplo, para aludir a la tormenta que arruina un día de campo— hecho que pone en evidencia una estrategia discursiva (la ironía) por la cual el enunciado asume una significación suplementaria que es necesario explicar. Volveremos más adelante sobre el caso de la ironía —que no es excepción en el discurso, como podría pensarse— y bástenos por el momento advertir la diferencia entre dos posibles tratamientos de una emisión lingüística. Privilegiar uno u otro aspecto del lenguaje, esto es, su carácter de sistema de relaciones autónomo, independiente de su realización, o bien su productividad significativa en posibles

77 situaciones comunicativas, implica adoptar concepciones diferentes acerca de la significación y del lenguaje, y sobre el lugar de este dentro dela experiencia humana.1 Quienes llamaron primeramente la atención sobre la capacidad del lenguaje de ejercer acciones tan concretas como cualquier otra, fueron los filósofos del lenguaje. El título mismo de la obra de Austin —pionero en destacar este rasgo del lenguaje— How to do things with words,2 revela la preocupación del autor por sacar a luz el poder del lenguaje “de efectuar acciones”. Hablar, según Austin, no es simplemente hacer circular significaciones sino realizar alguna acción determinada que, como toda acción, tiene móviles y consecuencias. Así, pronunciar la frase “Juro decir la verdad”, pongamos por caso, en el contexto de un juicio, no es solamente comunicar una información sino realizar un juramento, el cual no podría haber tenido lugar sino por obra de haber sido pronunciada la frase respectiva. En otros términos, jurar es decir que se jura, entonces, decir es hacer. Además, desde el momento que se ha realizado la acción de jurar por el hecho de decirlo, hay consecuencias jurídicas inevitables: todo lo que prosiga a esta frase queda bajo el régimen del juramento efectuado y, por lo tanto, es susceptible de penalización si se lo transgrede. Habría toda una serie de verbos en la lengua que poseerían esta capacidad performativa: prometer, declarar, bautizar, inaugurar, clausurar, advertir, aconsejar, felicitar, amenazar, agradecer, autorizar. etc. La propuesta de estos verbos performativos (verbos que realizan la acción que significan) puso en evidencia ciertas facultades presentes en todas las emisiones lingüísticas, incluyan o no verbos performativos. Además de poseer un ordenamiento gramatical aceptable (acto locucionario), toda frase realiza un acto ilocucionario por el cual afirma, interroga, ordena, solicita, etc. Y a ello hay que agregar otra capacidad del lenguaje que es la de efectuar un acto perlocucionario, esto es, producir un efecto sobre el interlocutor (hacer creer, hacer saber, consolar, etc.). Las observaciones de Austin se vieron enriquecidas por la obra de Searle, Speech Acts,3 quien desarrolló y sistematizó la teoría de los actos de habla esbozada por Austin. Searle parte de una hipótesis global según la cual “hablar un lenguaje es participar en una forma de conducta gobernada por reglas. Dicho más brevemente, hablar consiste en realizar actos conforme a reglas” (1994: 31). El acto que se realiza al hablar es la unidad básica de la 1 Una explicación sucinta de la diferencia entre ambas posiciones frente al lenguaje la encontramos en Ducrot, quien la presenta en los siguientes términos: [Para Saussure, la lengua] “consiste en un código, entendido como una correspondencia entre la realidad fónica y la realidad psíquica a la que expresa y comunica. El objeto científico “lengua” podría [...] explicar la actividad lingüística, considerada como un hecho, únicamente en la medida en que esta última fuera la puesta en práctica o la utilización de ese código. Pero la lengua misma, el código, no contendría alusión alguna al uso, así como un instrumento no hace referencia a sus diferentes empleos. La lingüística de la enunciación se caracteriza por un funcionamiento inverso. [Considera que la lengua] comporta de una manera constitutiva indicaciones referidas al acto de hablar [...]. Una lingüística de la enunciación postula que muchas formas gramaticales, muchas palabras del léxico, giros y construcciones tienen la característica constante de que, al hacer uso de ellos, se instaura o se contribuye a instaurar relaciones especificas entre los interlocutores" (1994: 133-134) Nos interesa citar esta concepción de Ducrot pues ella adelanta que los rasgos enunciativos son constitutivos de la lengua misma, esto es, dependen de un modo diverso de acercarse al estudio de la lengua, y no son elementos agregados por el uso o la puesta en práctica del código lingüístico. 2 La versión en español es Palabras y acciones. Cómo hacer cosas con palabras, Buenos Aires, Paidós, 1982 (1ª ed. 1962). 3 La versión en español de la obra de John Searle es Actos de habla, Barcelona, Planeta Agostini, 1994 (1ª ed. 1969).

78 comunicación, de ahí que el propósito de Searle sea distinguir entre diversos géneros de actos de habla y establecer las diversas clases de reglas que los gobiernan. Así Searle reconocerá tres géneros distintos de actos (actos de emisión, actos proposicionales, actos ilocucionarios)4 a los cuales añade la noción austiniana de acto perlocucionario como correlativo del acto ilocucionario. El énfasis puesto sobre las reglas que gobiernan los distintos tipos de actos lleva al autor a distinguir entre reglas regulativas y constitutivas5 para ofrecer un marco general en términos de las condiciones necesarias y suficientes para realizar con éxito los diversos tipos de actos de habla ilocucionarios. Esta perspectiva adoptada frente al lenguaje fue incorporándose en el terreno lingüístico y permitió focalizar aspectos tradicionalmente relegados en la investigación lingüística: la preocupación por el sujeto hablante, por su relación con el lenguaje y con su interlocutor, por los efectos de su discurso comienzan a reaparecer como problemas complejos que obligan a una revisión de las concepciones de base de la lingüística. La incorporación de !as reflexiones de la filosofía analítica y de la teoría de los actos de habla de Austin y Searle en el ámbito lingüístico se debe a los trabajos de Benveniste. Su exploración toma como punto de partida la crítica a la concepción instrumental del lenguaje: considerar el lenguaje como instrumento de comunicación es una evidencia de la cual, al menos, hay que desconfiar. En efecto, al comparar el lenguaje con cualquier otro instrumento fabricado por el hombre —el pico, la flecha, la rueda— se observa que éstos son indicadores de una escisión entre hombre y naturaleza —los instrumentos están separados del hombre—, mientras que el lenguaje en modo alguno es una realidad exterior al hombre, sino que está en los fundamentos de la propia naturaleza humana. Es en este sentido que puede afirmarse que no es el hombre quien ha creado el lenguaje como una prolongación exterior a él, como una forma externa apta para la expresión de una interioridad preexistente, sino que, por el contrario, es el lenguaje el que ha fundado la especificidad de lo humano y ha posibilitado la definición misma de hombre. Por el lenguaje se ha establecido el reconocimiento de las fronteras entre el hombre y las demás especies, la conciencia de sí y del otro, la posibilidad de objetivarse y contemplarse. Afirma Benveniste: “Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto: porque el solo lenguaje funda en realidad, en su modalidad, que es la del ser, el concepto de ego” (Benveniste, 1978: 180). Pero no es posible concebir un sujeto hablante sino como un locutor que dirige su discurso a otro: el yo implica necesariamente el tú, pues el ejercicio del lenguaje es siempre un acto transitivo, apunta al otro, configura su presencia. Esta condición dialógica es inherente al lenguaje mismo —el cual posee la forma yo/tú para expresarla— y su manifestación en la comunicación no es más que una consecuencia pragmática derivada de su propia organización interna. 4 Los actos de emisión denominan la acción de emitir palabras; los actos proposicionales aluden al hecho de referir y predicar, y los actos ilocucionarios se refieren a los actos de enunciar, preguntar, mandar, prometer etc. Esta reclasificación de los actos de habla le permite al autor incorporar la referencia y la predicación en el marco de una teoría general de los actos de habla. 5 Searle enuncia la diferencia entre ambas clases de reglas de la siguiente manera: “Las reglas regulativas regulan una actividad preexistente, una actividad cuya existencia es lógicamente independiente de las reglas. Las reglas constitutivas constituyen (y también regulan) una actividad cuya existencia es lógicamente dependiente de las reglas” (1994: 43). Para dar un ejemplo rápido, jugar al ajedrez implica actuar de acuerdo con reglas constitutivas, específicas de ese juego; en cambio, una probable regla de etiqueta, como llevar corbata en una reunión, no describe una conducta específica de la etiqueta. En esta perspectiva, los actos de habla estarían gobernados por reglas constitutivas.

79 La polaridad de las personas (yo/tú) es el primer argumento esgrimido por Benveniste para sostener el carácter lingüístico de la subjetividad. “Es ‘ego’ quien dice ‘ego’” (Benveniste, 1978: 181). Es el acto de decir el que funda al sujeto y simultáneamente al otro en el ejercicio del discurso. El hecho de asumir el lenguaje para dirigirse a otro conlleva la instauración de un lugar desde el cual se habla, de un centro de referencia alrededor del cual se organiza el discurso. Tal lugar está ocupado por el sujeto del discurso, por el yo al cual remite todo enunciado. Ante cualquier enunciado es posible anteponer la clausula Yo (te) digo que... puesto que no podemos sino hablar en primera persona. Si yo afirmo Juan vino temprano o Yo llegué temprano en ambos casos subyace la clausula yo (te) digo que para señalar el acontecimiento discursivo de un yo por el cual ambos enunciados han tenido lugar. La relación yo/tú a que hace referencia Benveniste es esta relación que subyace a todo enunciado. De ahí que en el ejemplo Yo llegué temprano haya dos yo reconocibles: el del sujeto del enunciado, explicito en el discurso, que realiza el acto de llegar, y el del sujeto de la enunciación, implícito, que realiza el acto de decir. El segundo argumento para fundamentar lingüísticamente la subjetividad se basa en el reconocimiento de otros elementos que poseen el mismo estatuto que los pronombres personales, es decir, que son formas “vacías” cuya significación se realiza en el acto de discurso. “Son los indicadores de la deixis, demostrativos, adverbios, adjetivos, que organizan las relaciones espaciales y temporales en torno al ‘sujeto’ tomado como punto de referencia: ‘esto, aquí, ahora’, y sus numerosas correlaciones ‘eso, ayer. el año pasado, mañana’, etc.” (Benveniste, 1978: 183). Los elementos indiciales o deícticos organizan el espacio y el tiempo alrededor del centro constituido por el sujeto de la enunciación y marcado por el ego, hic et nunc del discurso. Así, todo acontecimiento discursivo marca un aquí índice que postula de inmediato un allí, un allá —que marcan posiciones con respecto al aquí de la enunciación— y un en otra parte —que simula borrar las huellas del aquí—. De manera análoga, el discurso marca un ahora en función del cual se traza una línea divisoria entre el presente —el ahora del acto de decir— y todo aquello que se marca por relación al ahora como anterior o posterior; o bien, que se presenta figuradamente como no marcado, aunque como veremos, se articula alrededor de otro centro de enunciación. Tal el caso de las formas entonces, en otro tiempo. Observemos el siguiente inicio de una narración: Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados. El escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente [...]. “¿Cómo un ser tan ínfimo” —sin duda estaba pensando el tirano— es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz? Adolfo Bioy Casares

Como en las narraciones tradicionales, la historia se sitúa en un tiempo y un espacio (“reinos”) calificados de “pretéritos” en el sentido de remotos, distantes a tal extremo en el tiempo y el espacio de la enunciación que su anterioridad y su distancia espacial no pueden marcarse por relación al ahora y al aquí de la enunciación. Sin embargo, podríamos decir que esa estrategia de distanciamiento constituye una doble marca: por una parte esta distancia instala la historia en un tiempo y un espacio míticos, los cuales la tornan trascendente a toda circunstancia temporal y espacial y, por lo tanto, le brindan un aire de universalidad; y, por otra parte, una vez instalada la historia en otro tiempo y en otro lugar se constituye un nuevo centro de referencia por obra del cual el entonces (los tiempos pretéritos) y el otro lugar (los

80 reinos pretéritos) instauran otro hic et nunc, valido para los actores de la historia, desde cuya perspectiva puede hablarse de un “más allá” y pueden ellos utilizar el tiempo presente en sus alocuciones, cuando adaptan el papel de sujetos de enunciación (“¿Cómo un ser tan ínfimo [...] es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?”). Basten por ahora estas observaciones para reconocer las demarcaciones temporales y espaciales en el discurso. Volveremos en detalle, en los capítulos respectivos, sobre la enunciación del tiempo y del espacio. El tercer argumento esbozado por Benveniste, en estrecha relación con el anterior, es la expresión de la temporalidad. El tiempo presente no puede definirse si no es por referencia a la instancia de discurso que lo enuncia. El presente es el tiempo en el que se habla. Fuera del discurso el tiempo no tiene asidero. Cada acontecimiento enunciativo inaugura un presente en función del cual pueden comprenderse los variados tiempos del enunciado. Así, el enunciado que sigue: Ayer fue feriado.

marca la anterioridad del suceso con respecto al tiempo presente de la enunciación (Yo [te] digo [hoy] que); la transformación del tiempo verbal del enunciado al futuro y el cambio de adverbio marcarían la posterioridad del suceso con respecto al momento del discurso. De estas tres consideraciones extrae el autor el siguiente corolario: “El lenguaje es pues la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lingüísticas apropiadas a su expresión y el discurso provoca la emergencia de la subjetividad” (Benveniste, 1978: 184). Esta frase condensa la concepción de la subjetividad de Benveniste: es una virtualidad contenida en el lenguaje, en las formas generales y “vacías” (pronombres personales /deícticos en general / temporalidad) que ofrece para su actualización en el discurso. El sujeto del cual aquí se habla no preexiste ni se prolonga más allá del discurso sino que se constituye y se colma en el marco de su actividad discursiva. Volveremos más adelante sobre la definición del sujeto de la enunciación. Señalemos por ahora que el razonamiento de Benveniste apunta a incorporar las formas de expresión de la subjetividad en la lengua misma, en su propia estructura. Tales formas de la subjetividad están previstas por la lengua, y el hablante empírico no hace sino recurrir a ellas para adoptar el papel de sujeto de enunciación y dejar las huellas de su presencia en el enunciado. [...]

2. El sujeto de la enunciación 2.1. Definición Conviene, desde el comienzo despejar ciertos malentendidos que pueden surgir al hablar del sujeto de la enunciación. El concepto de sujeto de la enunciación no alude a un individuo particular ni intenta recuperar la experiencia singular de un hablante empírico. No señala una personalidad exterior al lenguaje cuya idiosincrasia intentaría atrapar. No nombra una entidad psicológica o sociológica cuyos rasgos se manifestarían en el enunciado. Tomemos un ejemplo para observar qué es lo que designa el concepto de sujeto de la enunciación:

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La fotografía está presentada como ilustración de un artículo, titulado “Stress”, de la revista First (Nº 117, junio, 1996). Frente a la fotografía podemos conjeturar que un fotógrafo, informado sobre el contenido del artículo, captó esta imagen que sugiere un desplazamiento agitado en una ciudad tumultuosa, también podemos suponer que el diseñador de la publicación seleccionó esta fotografía —originalmente realizada para otros fines— que quizás la recortó y adaptó para ilustrar el tema del artículo. ¿Tiene alguna importancia dilucidar estas ambigüedades? El conocimiento del autor real de la fotografía (su nombre, su biografía, sus intenciones), ¿contribuiría a la comprensión del sentido manifestado en la imagen? Evidentemente poco importa, para realizar la lectura de la imagen, conocer a su autor empírico y sus motivaciones, probablemente bastante alejadas del sentido transmitido por la fotografía en el contexto del artículo. Sin embargo, hay otras marcas de la presencia del sujeto que destina esta imagen que no podemos obviar al “leer” la fotografía. Esas marcas son perceptibles o inferibles de la misma imagen. Así, hay una perspectiva desde la cual se presenta la imagen, que es la perspectiva focal ofrecida por un sujeto enunciador al enunciatario para que este adopte su mismo ángulo de visión. De esa manera, el enunciatario —ese receptor virtual de la imagen— queda emplazado a detenerse en la contemplación de este corte arbitrario de los cuerpos, de los cuales solo se le muestran las extremidades inferiores en agitado y desordenado movimiento, pasos apresurados en múltiples direcciones que realzan el vaivén incesante y agobiante de una urbe sobrepoblada. Además de esta sinécdoque —figura muy frecuente en la imagen— que toma los pasos por el movimiento general de los cuerpos al desplazarse —para sugerir el agobio propio del stress— hay también un barrido de la imagen por efecto del cual la fotografía movida remite al movimiento continuo que la cámara no puede detener. De estas rápidas observaciones podemos extraer algunas conclusiones sobre el sujeto de la enunciación.

82 En primer lugar, queda de manifiesto que el autor empírico del enunciado no tiene cabida en el análisis de la enunciación. El sujeto del cual aquí se habla está implícito en el enunciado mismo, no es exterior a él y cualquier coincidencia entre el sujeto de la enunciación y el productor empírico de un enunciado solo puede determinarse mediante otro tipo de análisis y obedece a otro tipo de intereses. La riqueza y fecundidad del concepto de sujeto de la enunciación reside precisamente en el hecho de considerar al sujeto como una instancia subyacente a todo enunciado, que trasciende la voluntad y la intención de un individuo particular, para transformarse en una figura constituida, moldeada por su propio enunciado y existente sólo en el interior de los textos. En segundo lugar, se comprende que el sujeto de la enunciación es una instancia compuesta por la articulación entre sujeto enunciador y sujeto enunciatario, de ahí que sea preferible hablar de instancia de la enunciación para dar cuenta de los dos polos constitutivos de la enunciación. Este concepto también es rescatado por Parret (1995: 38 y ss.) por otra razón de peso relacionada con lo que decíamos anteriormente: hablar del sujeto puede dar a entender que se trata de una figura determinada sor rasgos psicológicos o sociológicos y considerada con anterioridad a su actuación discursiva; en cambio, hablar de la instancia de la enunciación acentúa el hecho de que lo que interesa desde una perspectiva semiótica es la dimensión discursiva, o bien, en otros términos, la cristalización en el discurso de una presencia —una voz, una mirada— que es a la vez causa y efecto del enunciado. Es necesariamente causa pues no puede haber enunciado sin ese acto inaugural del que habla Benveniste por el cual el sujeto se instala como locutor para apropiarse de la lengua y dirigirse a otro. Y es al mismo tiempo efecto del enunciado porque no está configurado de antemano sino que es el resultado de su propio discurrir. Ese resultado no está enteramente plasmado en las marcas observables —deícticos, tiempos verbales y demás rasgos de la subjetividad— sino que —como dijimos en el capítulo 1— se requiere de un esfuerzo de interpretación para comprenderlo (Parret, 1983: 83 y ss.; 1987: 99 y ss.; 1995: 38 y ss.). Enunciador y enunciatario son, pues, dos papeles que se constituyen de manera recíproca en el interior del enunciado. Hemos considerado ya la diferencia entre el sujeto enunciador y el emisor o sujeto empírico. De manera análoga, debemos distinguir entre el enunciatario y el receptor real del enunciado. El enunciatario es, como el enunciador, un sujeto discursivo, previsto en el interior del enunciado, es la imagen de destinatario que el enunciador necesita formarse para construir todo enunciado. Sabemos que el habla es necesariamente dialógica: todo hablante asume el lenguaje para dirigirse a otro. Incluso el monólogo, como lo recuerda Benveniste (1978: 88-89), implica una operación por la cual el sujeto se desdobla y se habla a sí mismo, reúne en sí los dos papeles de enunciador y enunciatario. Veamos este ejemplo —extraído de una guía para el usuario de un lector óptico— para reconocer la presencia del enunciatario. El manual se inicia así: Este libro está preparado para ayudarlo a Usted a familiarizarse con iPhoto Deluxe tan pronto como sea posible. Usted quizás pueda tener alguna idea de lo que iPhoto Deluxe puede ofrecer. Esta introducción completará esa idea general y le proveerá información básica sobre imágenes.

No es extraño que este tipo de texto —de carácter instruccional— esté cargado de expresiones explícitas acerca del enunciatario previsto (veremos más adelanto que la presencia del enunciatario está generalmente implícita). La utilización enfática de la segunda persona, el grado de saber presupuesto o sospechado en el virtual lector del manual, la

83 determinación de las necesidades del lector, son todos rasgos que configuran la imagen de enunciatario a la cual el libro se ajusta. Sin embargo, lejos está el texto de presuponer que este manual fuera utilizado no para los fines previstos sino para tomarlo como ejemplo de construcción de la imagen de enunciatario. Quien escribe ha sido una receptora real de este texto, bastante distante por cierto del enunciatario a quien el texto va dirigido. Lo que interesa para el análisis de la situación es evidentemente esa imagen de destinatario explicitada o sugerida por el texto, no los receptores empíricos cuyas características no podrían aportar rasgos relevantes para comprender la significación del texto. Enunciador y enunciatario son entonces dos papeles configurados por el enunciado, dado que no tienen existencia fuera de él. El enunciado no solamente conlleva una información sino que pone en escena, representa, una situación comunicativa por la cual algo se dice desde cierta perspectiva y para cierta inteligibilidad. En síntesis, podemos afirmar que el sujeto de la enunciación es una instancia lingüística, presupuesta por la lengua —en la medida en que ella ofrece las formas necesarias para la expresión de la subjetividad— y presente en el discurso, en toda actualización de la lengua, de manera implícita, como un representación —subyacente a todo enunciado— de la relación dialógica entre un yo y un tú.

2.2. Las marcas del enunciador y del enunciatario En los casos más transparentes, las referencias al enunciador y al enunciatario aparecerían como el yo responsable del decir y el tú previsto por el enunciador. Además de los pronombres de primera y segunda persona —únicos pronombres personales en sentido estricto, según Benveniste—,6 la presencia de ambas figuras se puede reconocer por todos aquellos indicios que dan cuenta de una perspectiva (visual y valorativa) desde la cual se presentan los hechos y de una captación que se espera obtener. Por lo general, en los trabajos sobre enunciación, se ha privilegiado el estudio de las marcas de la perspectiva del enunciador. Así, en su texto ya clásico sobre el tema, KerbratOrecchioni (1986) aclara que aborda la problemática de la enunciación en el marco de una concepción restrictiva de la misma, como el estudio de las huellas del sujeto enunciativo en el enunciado, entendiendo por sujeto el yo de la enunciación. En este marco, la autora realiza un análisis detallado de los deícticos (pronombres personales, demostrativos, localización temporal y espacial, términos de parentesco) como así también de otros subjetivemas (indicadores de la subjetividad) tales como sustantivos axiológicos, adjetivos, verbos y adverbios subjetivos, a los cuales añade la subjetividad afectiva, interpretativa, modalizante y axiológica. 6 Para argumentar el carácter de no-persona de la llamada “tercera persona”, Benveniste sostiene: “Así, en la clase formal de los pronombres, los llamados ‘de tercera persona’ son enteramente diferentes de yo y tú, por su función y por su naturaleza. Como se ha visto desde hace mucho, las formas como él, lo, esto, no sirven sino en calidad de sustitutos abreviativos (‘Pedro está enfermo; él tiene fiebre’); reemplazan o relevan uno u otro de los elementos materiales del enunciado. [...] Es una función de ‘representación’ sintáctica que se extiende así a términos tomados a las diferentes ‘partes del discurso’ y que responde a una necesidad de economía, reemplazando un segmento del enunciado, y hasta un enunciado entero, por un sustituto más manejable. No hay así nada en común entre la función de estos sustitutos y la de los indicadores de persona” (1985: 177). Esa idea ya estaba presente entre los gramáticos de Port-Royal. Leemos en la Grammaire..., en el capítulo dedicado a la diversidad de persona y número en el verbo: “aunque la palabra persona, que no conviene propiamente más que a sustancias razonables e inteligentes, no sea apropiada más que para las dos primeras, puesto que la tercera es para toda suerte de cosas, y no solamente para las personas” (Arnauld y Lancelot, 1969: 73).

84 Pero es necesario considerar que el enunciador no sólo se constituye a sí mismo sino que construye una imagen del enunciatario. Las huellas de su presencia son múltiples. El estudio de Prince (1973) dedicado al enunciatario en la narración literaria nos puede servir de base para señalar algunos recursos frecuentes para la elaboración de su imagen. Digamos primeramente que para designar el rol de enunciador en textos pertenecientes al género narrativo la teoría literaria provee el término de narrador. Como concepto correlativo a este Genette (1972) ha propuesto el de narratario para designar la función de enunciatario dentro del relato.7 Prince, en el estudio citado, retoma el concepto de narratario y consigna las señales que lo configuran: 1) pasajes del relato en el que el narrador se refiere directamente al narratario (denominaciones como lector, audiencia, mi amigo, la segunda persona. etc.); 2) pasajes que implican al narratario sin nombrarlo directamente (el nosotros inclusivo, expresiones impersonales, el pronombre indefinido); 3) las preguntas o pseudo-preguntas que indican el género de curiosidad que anima al narratario; 4) diversas formas de la negación: contradecir creencias atribuidas al narratario, disipar sus preocupaciones; 5) términos con valor demostrativo que remitirían a otro texto conocido por narrador y narratario; 6) comparaciones y analogías que presuponen mejor conocido el segundo término de la comparación; 7) las sobrejustificaciones: las excusas del narrador por interrumpir el relato, por una frase mal construida, por considerarse incapaz de describir un sentimiento. Este conjunto de rasgos puede darnos un bosquejo de aquellos aspectos discursivos que contribuyen a formar la figura del destinatario. En síntesis, diremos que la instancia de la enunciación se construye como una estructura dialógica que es causa y efecto del enunciado, independiente de todo soporte empírico preexistente y que es pasible de ser reconstruida mediante una actividad de interpretación que saque a la luz los rasgos que la caracterizan.

2.3. Ambigüedad y polifonía enunciativa Es necesario considerar que las alusiones al enunciador y al enunciatario pueden presentarse de manera ambigua y dar lugar, por lo tanto, a significaciones suplementarias. Veamos algunos casos en los cuales el enunciador puede hacer referencias ambiguas, dar la palabra a otro, o bien dejar oír voces ajenas en el interior de su propio discurso. Hemos afirmado que los pronombres personales por excelencia son los de primera y segunda persona puesto que son ellos los que remiten a la instancia de discurso, el yo a la perspectiva desde la cual se profiere el enunciado y el tú a la inteligibilidad a la cual el 7 En este uso de la pareja narrador-narratario no seguimos la conceptualización de Greimas. En efecto, en la entrada correspondiente a “Destinador” del primer tomo del Diccionario, Greimas propone considerar tres pares dicotómicos: el primero, enunciador-enunciatario, para referirse al destinador y destinatario implícitos de la enunciación; el segundo, narrador-narratario, para designar al yo instalado explícitamente en el discurso —sería el caso de la enunciación enunciada—; el tercero, interlocutor-interlocutario, para aludir a la situación de diálogo. Si bien nosotros conservamos la acepción de enunciador-enunciatario greimasiana, y no tenemos dificultades en aceptar la tercera dicotomía, nos parece que circunscribir el concepto de narrador al caso de la enunciación enunciada es introducir una limitación poco fructífera. Esto nos conduciría a afirmar que los relatos en los que no hay un yo explícito carecen de narrador, sólo tienen enunciador. Para una concepción generalizante de la narratividad como la de Greimas, las tres dicotomías así planteadas pueden ser fecundas. Ahora bien, para una concepción de lo narrativo como género, como clase de textos, creemos conveniente reservar el par narrador-narratario para designar las funciones de enunciadorenunciatario en el interior del relato, sea cual fuere su forma de presencia, explícita o implícita.

85 enunciado apela. Sin embargo, los pronombres personales de primera y segunda persona no son los únicos que pueden manifestar la instancia enunciativa y, además, sus significaciones distan de ser referencias neutras y directas. Kerbrat-Orecchioni (1986: 81-86) recuerda, a propósito del desplazamiento significativo que pueden sufrir los pronombres personales, que la retórica clásica disponía de la figura de la enálage para señalar esas alteraciones Además de las enálages temporales y espaciales, las enálages de persona designan usos especiales de los pronombres mediante los cuales estos asumen significaciones diversas que se superponen a las habituales. Así, el yo puede remitir a un /tú/ como en la expresión siguiente dirigida a un niño: ¿Por que interrumpo siempre las conversaciones? En tal caso es posible observar que la designación de la primera persona marcada por la desinencia del verbo remite a un enunciador que no se identifica con el adulto que la profiere sino con un supuesto niño reflexivo y consciente de sus errores, tal como el adulto pretende que llegue a ser el niño —receptor de su mensaje— después de advertir la recomendación que se le hace, a través de este espejo que le devuelve una imagen apreciable de sí mismo. También el él puede designar a un /yo/ como en el ejemplo clásico de César comentado por Butor.8 Pensemos, además, en los interesantes casos que se presentan en relatos literarios en los que predomina el uso de la segunda persona con significaciones variadas (como diálogo interiorizado de un personaje, como metalepsis narrativa mediante la cual el narrador hace hacer las acciones que narra, etc.) o de una tercera persona que se instala en la conciencia de un yo que percibe, evalúa y experimenta los acontecimientos. Así, por ejemplo, el cuento “La autopista del Sur” —como tantos otros de Cortázar— narra, utilizando siempre la tercera persona, la historia del prolongado embotellamiento en la autopista desde la perspectiva de uno de los actores involucrados en el suceso. Si prestamos atención a las sucesivas informaciones del texto acerca de la disposición de los vehículos, es posible constatar que el ángulo focal que organiza la distribución espacial se sitúa en la visión del ingeniero del Peugeot 404. Si bien el ingeniero del Peugeot 404 no asume la voz para narrar los hechos y aparece nombrado como uno más de los actores de la historial en él el narrador delega el papel de observador y será su perspectiva la que dé acceso al conocimiento de los sucesos, de los demás actores y de sus propias sensaciones y valoraciones. La instalación del ángulo focal en uno de los actores produce, de manera simultánea, una vía de acceso al conocimiento de los hechos y una ineludible restricción del campo puesto que el alcance de su visión y su posibilidad de desplazamiento y de contacto con los otros actores serán los aspectos que fijarán los límites entre el espacio determinado, claramente definido, y el espacio indeterminado del cual el observador obtiene una percepción difusa y algunas veces distorsionada (por ejemplo, las sucesivas versiones contradictorias que se le comunican sobre las causas del percance). Diremos entonces que, en ese relato, hay una escisión entre visión y voz —figura recurrente en los relatos de Cortazar— que responde al modelo que Henry James consideraba como el de 8 En el apartado sobre “El uso de los pronombres en la novela”, se refiere Butor al desplazamiento pronominal efectuado por César en sus Comentarios y señala: “En César este desplazamiento tiene un alcance político extraordinario. Si hubiera escrito en primera persona, se hubiese presentado a sí mismo como testigo de lo que narra, pero admitiendo la existencia de otros testigos válidos que pueden corregir o completar lo que él nos dice. Al emplear la tercera persona, considera al testimonio histórico como terminado, y la versión que él da como definitiva. Recusa así por anticipado cualquier otra versión” (1967: 87).

86 mayor verosimilitud, dado que combina la necesaria dosis de objetividad (la tercera persona) con los rasgos de subjetividad que logra la historia al presentarse filtrada por una conciencia. En este caso, el enunciador (el narrador, en términos de teoría literaria) pone en escena, expone, desde cierta distancia, los movimientos de conciencia de otro, sin cederle la voz pero concediéndole el ángulo de visión, la perspectiva visual y valorativa de los hechos. De este modo, enunciador y observador ocupan lugares diferentes, se produce así una ruptura significativa por la cual la tercera persona (junto con las marcas temporales y espaciales y demás índices de la subjetividad) no solamente indica la procedencia de la voz sino que señala también la presencia de la focalización de otro, dando lugar a que se aprecie mediante la voz de uno la conciencia de otro. Podríamos decir que es un modo de hacer oír a otro, introduciendo un discurso ajeno en el interior del discurso propio. Esta posibilidad de hacer circular otras voces en el interior del discurso propio es lo que Bajtín (1986) ha denominado la polifonía de la narración. El propósito de Bajtín fue mostrar el hecho de que la lengua no es monolítica sino que conviven en su interior jergas, dialectos, lenguajes particulares, y que tal heteroglosia se pone de manifiesto particularmente en el terreno de la novela, mediante el trabajo de estilización de los diversos lenguajes. Esta caracterización general de la lengua convalida la concepción según la cual el sujeto hablante no es fuente ni dueño de su discurso sino que su habla hace circular ideologías, creencias, valores, que lo desbordan; su habla es más un mosaico de citas en conflicto (parodias, ironías, refundiciones) que un supuesto discurso homogéneo. Ducrot (1994) retoma el concepto de polifonía de Bajtín para trabajarlo no ya en el ámbito de un género de textos, sino en el interior mismo del enunciado. En oposición a la premisa de la unicidad del sujeto hablante —subyacente en la lingüística moderna— Ducrot postula que incluso en un solo enunciado es posible reconocer la presencia de más de un enunciador. Nos detendremos en algunos de los casos que cita puesto que dan lugar a observaciones interesantes en cuanto a la incorporación del discurso ajeno. Uno de tales casos es la ironía. El procedimiento de la ironía consistiría no en afirmar algo para dar a entender lo contrario (pocas ironías resisten esta explicación), sino en hacer oír la voz de otro capaz de realizar una afirmación absurda de la cual el enunciador básico no se hace responsable. Una forma semejante de explicar el discurso irónico desarrollada con precisión y detalle, es la que presenta Reyes (1984), quien introduce le figura del locutor ingenuo (que podríamos también llamar enunciador ingenuo para no multiplicar los conceptos), figura que da cuenta de la inclusión de otro enunciador en el enunciado. Así, el ejemplo citado al comienzo de este trabajo, ¡Bello día el de hoy!, para aludir a la tormenta que arruina un día de campo, podría comprenderse como la atribución —hecha por el enunciador básico— de esta afirmación a otro enunciador (el ingenuo) para quien las condiciones atmosféricas fueran formidables. El enunciador ingenuo presupone la presencia correlativa de un enunciatario ingenuo que acepta esa visión de las cosas. Pero mediante esta comunicación ingenua puesta en escena se realiza otra comunicación que es la del enunciador y enunciatario irónicos, los cuales hacen circular, por debajo del sentido literal, el sentido irónico del enunciado. Así, el enunciador irónico saca provecho de la doble situación comunicativa, económicamente presentada, pues muestra su superioridad mediante la burla o la ridiculización de los interlocutores ingenuos. Es interesante observar, como lo hace Reyes, que el “ironista que se queda con la última palabra, tiene siempre una posición de poder (también sobre sí mismo, en la autoironía [...]). Suelen ser irónicos los padres, los maestros, los moralistas, los políticos, los polemistas” (Reyes, 1984: 156). Adoptar el modo irónico de enunciación es instalarse en una

87 posición difícilmente cuestionable puesto que el ironista no asume la responsabilidad de lo afirmado sino que se lo atribuye a otro: tal distanciamiento lo libera de todo compromiso, pone de manifiesto su sagacidad y anula a su contrincante. En este sentido es que puede afirmarse que la ironía representa un caso de enunciación polifónica puesto que en la voz de un enunciador resuena la de otro. Además de la ironía, Ducrot se refiere también al caso de la cita, mediante la cual se retoma un enunciado ajeno. Así, en el siguiente diálogo entre A y B: A: —Me siento mal, no voy a salir... B: —Me siento mal... ¡piensas que te voy a creer!

El hablante B, evidentemente no se hace cargo de la afirmación con que inicia su enunciado: las marcas de primera persona no remiten a él. Sin embargo, tampoco podemos decir que se trata de una reiteración lisa y llana del enunciado anterior: la entonación sugerida en esta nueva aparición muestra su carácter paródico, por efecto del cual se revela aquello que en la primera aparición se oculta. Las formas diversas que puede asumir la cita (la apelación a la autoridad, el epígrafe, el ejemplo, etc.) muestran siempre —por más textual que se la presente— que la pérdida de contexto primero y la recontextualización, después, de un enunciado (esto es, la inserción en otro proceso de enunciación) afectan la significación, ya sea que la extiendan, la desplacen o la transformen parcial o totalmente. Y para referirnos a otro de los casos de polifonía estudiado por Ducrot, mencionaremos la negación. Así, para explicar el sentido de un enunciado negativo como: Pedro no es amable

es necesario considerar que mediante esta enunciación se evoca otra, a cargo de otro enunciador, que hubiera afirmado la amabilidad de Pedro frente a la cual la enunciación presente (que contiene a la anterior) adquiere su sentido completo. La negación constituye entonces otro caso de polifonía por poner en escena, al menos, a dos enunciadores: al que es responsable de la afirmación que vehicula el enunciado negativo y al que asume la negación explicitada. Esos desplazamientos nos permiten advertir que los deícticos de persona no simplemente remiten al lugar de donde proviene la voz, sino que construyen una figura enunciante compleja con diversas significaciones que es necesario analizar. Resumiendo, diremos que el concepto de sujeto de la enunciación designa un procedimiento complejo por el cual el discurso instala su fuente de procedencia y la meta a la cual apunta. La pareja fuente-meta, enunciador-enunciatario, yo-tú (con sus múltiples significaciones posibles) constituye un nivel de significación subyacente cuya consideración es indispensable para comprender los significados configurados por el enunciado.

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Helena Calsamiglia y Amparo Tusón “La deixis: tipos y funciones” (adaptación) En Las cosas del decir, Barcelona, Ariel, 1999.

Cliente: —¡Camarero, este croissant está duro! Camarero: —¡Ah!, ¿lo quería usted de hoy? Cliente: —¡Pues claro! Camarero: —Entonces venga usted mañana.

¿Dónde reside la “gracia” en este chiste? Precisamente en el hecho de utilizar de forma ambigua el deíctico temporal “hoy”. Se supone que el cliente quiere que el croissant sea de hoy, “hoy”, porque si es de hoy “mañana”, le ocurrirá lo mismo que “hoy”, que está duro porque es de “ayer”. Obsérvese que la correcta interpretación de esas piezas tiene que hacerse tomando como referencia el momento de la enunciación. Las lenguas tienen la capacidad de “gramaticalizar” algunos de los elementos contextuales, a través del fenómeno de la “deixis”, fundamental dentro de lo que se conoce como indexicalidad. Con este mecanismo, quienes participan en un encuentro comunicativo seleccionan aquellos elementos de la situación (personas, objetos, acontecimientos, lugares…) que resultan pertinentes o relevantes para los propósitos del intercambio, los colocan en un primer plano o formando el fondo de la comunicación y, a la vez, se sitúan respecto a ellos. La indexicalización permite jugar con los planos, con los tiempos y con las personas en el escenario de la comunicación. Aunque las expresiones indéxicas pueden ser de muchos tipos, las lenguas poseen unos elementos que se especializan precisamente en este tipo de funciones, nos referimos a los elementos deícticos de los que vamos a tratar en este apartado. En esencia, la deixis se ocupa de cómo las lenguas codifican o gramaticalizan rasgos del contexto de enunciación o evento de habla, tratando así de cómo depende la interpretación de los enunciados del análisis del contexto de enunciación […]. Los hechos deícticos deberían actuar para los lingüistas teóricos como recordatorio del simple pero

89 importantísimo hecho de que las lenguas naturales están diseñadas principalmente, por decirlo así, para ser utilizadas en la interacción cara a cara, y que solamente hasta cierto punto pueden ser analizadas sin tener esto en cuenta (Levinson, 1983: 47).

Los elementos deícticos son piezas especialmente relacionadas con el contexto en el sentido de que su significado concreto depende completamente de la situación de enunciación, básicamente de quién las pronuncia, a quién, cuándo y dónde. Son elementos lingüísticos que señalan, seleccionándolos, algunos elementos del entorno contextual. La deixis ha sido objeto de interés para la filosofía y la lingüística y es uno de los fenómenos que más específicamente atañe a la pragmática dada su función de indicador contextual, tanto en la elaboración como en la interpretación de los enunciados. Los deícticos (llamados conmutadores por Jakobson, 1957) son elementos que conectan la lengua con la enunciación, y se encuentran en categorías diversas (demostrativos, posesivos, pronombres personales, verbos, adverbios) que no adquieren sentido pleno más que en el contexto en que se emiten. Así como los elementos léxicos no adquieren sentido pleno más que en su uso contextualizado, en los deícticos este carácter se va acentuando al máximo. Por eso Jespersen y Jakobson les confieren un estatus especial (Kerbrat-Orecchioni, 1980). […] La deixis señala y crea el terreno común —físico, sociocultural, cognitivo y textual—. Los elementos deícticos organizan el tiempo y el espacio, sitúan a los participantes y a los propios elementos textuales del discurso. […] Los elementos deícticos suelen formar clases cerradas y son principalmente los pronombres, los artículos, los adverbios y los morfemas verbales de persona y de tiempo, pero también algunos verbos, adjetivos y preposiciones. Los términos deícticos pueden usarse en un sentido gestual o en un sentido simbólico (Levinson, 1983), como lo muestran los siguientes ejemplos: 1. Uso deíctico y gestual: Me duele aquí (señalando el estómago). 2. Uso deíctico y simbólico: Aquí (en este país) se acostumbra a almorzar a la una del mediodía.

Veamos cómo se define —a partir de los elementos deícticos— la situación de enunciación.

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1. Deixis personal Señala a las personas del discurso, las presentes en el momento de la enunciación y las ausentes en relación con aquellas. En español funcionan como deícticos de este tipo los elementos que forman el sistema pronominal (pronombres personales y posesivos) y los morfemas verbales de persona. A través de los deícticos de persona seleccionamos a los participantes en el evento. Pero esa selección es flexible y puede cambiar. Quien habla es el “yo”, sin duda, pero a través de la segunda persona podemos seleccionar a diferentes interlocutores de forma individual o colectiva. Para ello, habrá que tener en cuenta a quién nombramos con la tercera persona (también de forma individual o colectiva). Quien ahora es “tú” puede pasar a ser “ella” o parte de “ellos” o “ellas” en un momento dado y viceversa, de forma que vamos incorporando o alejando del marco de la enunciación a alguna o algunas personas. Lo mismo ocurre con la primera persona del plural, que puede equivaler a un “yo” + “tú” (o “vosotros/as”) o no equivaler a un “yo” + X (menos “tú” o “vosotros/as” o menos parte de “vosotros/as”) y ese “X” puede estar presente o no en el momento de la enunciación. Con la segunda persona del plural sucede algo similar, ya que puede incluir a todos o parte de los presentes (y el resto pasar a ser parte de “ellos” o “nosotros”), o a todos o a parte de los presentes más alguien ausente. En cuanto a la tercera persona, con ella se nombra lo que se excluye del marco estricto de la interacción, pero, como hemos ido viendo, la persona o personas que denominamos como “él”, “ellos”, “ella”, “ellas” pueden estar presentes o no. […] Los siguientes esquemas intentan mostrar alguna de las configuraciones que pueden adquirir las relaciones entre los actores de un intercambio comunicativo a través de la utilización de los elementos deícticos de persona.

91 Otra forma de esquematizar las relaciones entre los interlocutores nos la proporciona Kerbrat-Orecchioni (1980: 55):

1.1. La inscripción de las personas en el enunciado Tras las huellas y las pistas del enunciador examinaremos seguidamente con detalle las diferentes estrategias que un hablante puede tomar al emprender su actividad verbal. El sistema lingüístico permite, a partir del sistema léxico y del sistema deíctico referidos a personas, que los hablantes pongan en juego sus formas de presentación de sí mismos y de relación con las demás. 1.1.1. La persona ausente La inclusión de marcas de la persona que habla en su propio enunciado es algo potestativo, ya que en un texto podemos encontrar una ausencia total de marcas del locutor. En este caso se crea un efecto de objetividad y de “verdad” debido fundamentalmente a que se activa verbalmente el mundo de referencia. En este caso, los elementos más claros en la expresión lingüística son la presencia de sintagmas nominales con referencia léxica y el uso de la tercera persona gramatical como indicador de que aquello de que se habla es un mundo referido, ajeno al locutor. Benveniste llama a la tercera persona gramatical la no persona, refiriéndose a que con el uso de la tercera persona no hay referencia a los protagonistas de la enunciación. Ricœur comenta así estas cuestiones: Mientras que, en el enfoque referencial, se privilegia la tercera persona o al menos cierta forma de la tercera persona, a saber “él/ella”, “alguien”, “cada uno”, “uno” y “se”, la teoría de los indicadores, una vez unida a la de los actos del discurso, no sólo privilegia la primera y la segunda persona sino que excluye expresamente la tercera. Nos viene ahora a

92 la mente el anatema de Benveniste contra la tercera persona. Según él, sólo la primera y la segunda persona gramaticales merecen ese nombre, siendo la tercera la no persona. Los argumentos a favor de esta exclusión se reducen a uno solo: bastan el “yo” y el “tú” para determinar una situación de interlocución. La tercera persona puede ser cualquier cosa de la que se habla, objeto, animal o ser humano: lo confirman los usos incoordinables entre sí del pronombre francés “il” —il pleut, il faut, il y a, etc.—, así como la multiplicidad de las expresiones de tercera persona —uno/se, cada uno, eso, etc.—. Si la tercera persona es tan inconsistente gramaticalmente, se debe a que no existe como persona, al menos en el análisis del lenguaje que toma como unidad de cómputo la instancia del discurso conferida a la frase. No se pueden soldar la primera y la segunda persona al acontecimiento de la enunciación de mejor manera que excluyendo del campo de la pragmática la tercera persona, de la que se habla solamente como de otras cosas (Ricœur, 1996: 25).

Según este punto de vista, con el uso de la tercera persona se borran los protagonistas de la enunciación. Otras marcas también claras de que se borra la presencia del locutor son el uso de construcciones impersonales o construcciones pasivas sin expresión del agente. El código gramatical pone a disposición del hablante recursos que esconden o borran su presencia dando relevancia, por contraste, al universo de referencia: A gran profundidad por debajo de las nubes de Júpiter el peso de las capas superiores de la atmósfera produce presiones muy superiores a las existentes en la Tierra, presiones tan grandes que los electrones salen estrujados de los átomos de hidrógeno produciendo un estado físico no observado nunca en los laboratorios terrestres, porque no se han conseguido nunca en la Tierra las presiones necesarias (C. Sagan, Cosmos, Barcelona, Planeta).

En este texto, el emisor y el receptor han sido borrados para dar relieve al contenido referencial exclusivamente. Aun así, la elección del contenido y el nivel de especificidad del léxico dibujan el perfil del posible autor y el posible destinatario. También observamos que se puede objetivar al receptor de tal manera que aparece nombrado (como usuario, lector, cliente, estudiante, etc.) y está presentado como un elemento del universo de referencia y no como coprotagonista de la enunciación: Inicialmente el Sistema de Dictado Personal dispone de un léxico base de 22.000 palabras a las que el usuario puede añadir 2.000 más con el objeto de adaptarlo mejor a sus necesidades. El usuario debe entrenar el sistema durante 35 minutos una única vez, lo que permite al ordenador memorizar su modelo de voz y reconocer automáticamente y de manera permanente las peculiaridades de su acento (documento de empresa informática).

Hay situaciones que exigen una presentación “neutra” del universo de referencia. Las prácticas discursivas en determinados géneros promueven un modelo de presentación “objetiva”: la información en los periódicos, la información científica, por ejemplo. Otra cosa distinta es que el efecto de objetividad se corresponda con una objetividad real. Una aserción partidista y parcial puede ser expresada con medios para parecer objetiva. Por eso importa tanto determinar el contexto en que se emiten los enunciados.

93 1.1.2. La inscripción del yo Existen situaciones que permiten o activan la presencia del locutor en su texto. De ahí que contemplemos lo que Benveniste llama la expresión de la subjetividad en el lenguaje, es decir, la aparición de los elementos lingüísticos que participan en otorgar una expresión propia y desde la perspectiva del hablante al conjunto de enunciados que constituye un texto. La referencia deíctica a la persona es la más inmediata y central. La enunciación es generada por un yo y un tú, protagonistas de la actividad enunciativa. Pero así como podemos considerar el yo como la forma canónica de representación de la identidad de la persona que habla —el “centro deíctico” que encontramos descrito en las gramáticas— en el uso real, la referencia deíctica a la persona que habla se ofrece de forma calidoscópica para mostrar las diferentes caras o posiciones con las que se puede mostrar o presentar el sujeto hablante. La persona que habla no es un ente abstracto sino un sujeto social que se presenta a los demás de una determinada manera. En el proceso de la enunciación, y al tiempo que se construye el discurso, también se construye el sujeto discursivo. Este se adapta a la situación específica de la comunicación modulando su posición a lo largo del discurso y tratando de que su interlocutor lo reconozca de una manera y no de otra. Por ello, si por un lado el yo (1ª persona singular) es el deíctico que representa modélicamente a la persona que habla, en el discurso también podemos encontrar la autorreferencia presentada con otras personas gramaticales (2ª persona singular, 3ª persona singular y 1ª persona plural): 1. Me siento atraída por este tipo de espectáculos (1ª persona singular). 2. Te sientes atraída por este tipo de espectáculos (2ª persona singular). 3. Una se siente atraída por este tipo de espectáculos (3ª persona singular). 4. Nos sentimos atraídos/as por este tipo de espectáculos (1ª persona plural).

En este punto conviene tener en cuenta la diferencia en la autopresentación en el ámbito privado y en el ámbito público. La autorreferencia en el ámbito privado no es arriesgada, es relajada y producida en un entorno conocido y tranquilizador (ejemplo 1). El uso del “yo” en público deviene un uso comprometido, arriesgado. Con su uso, el locutor no sólo se responsabiliza del contenido de lo enunciado sino que al mismo tiempo se impone a los demás. Por esta razón se justifica que la autorrefencia se exprese con otras formas gramaticales. El uso de la segunda persona con tratamiento de confianza se puede utilizar para producir un efecto determinado: generalizar la experiencia enunciada e incluir un interlocutor de una forma personal y afectiva. Por eso se asocia con actividades coloquiales (ejemplo 2). También se da el caso en que el locutor se presenta a sí mismo con formas pronominales como “uno/una”, en concordancia con la tercera persona, con la cual se produce un efecto generalizador y el locutor se incorpora así a un colectivo indefinido, a través del cual justifica su posición (ejemplo 3). La identificación de la persona que habla con la primera persona del plural incorpora al locutor a un grupo. Es el grupo, entonces, el que proporciona al locutor la responsabilidad del enunciado; por eso hay un uso genérico del nosotros para representar al locutor que ocupa un lugar en un colectivo (empresa, institución, organización, comunidad, gobierno): Hemos decidido que este curso tenga una parte de teoría y una parte de práctica y aplicación (profesorado). Iremos hasta el final con la lucha contra el terrorismo (gobierno).

94 Nuestros análisis de mercado permiten augurar una temporada de ventas superior a la anterior (empresa comercial). Para nuestro trabajo parece relevante señalar los siguientes aspectos (escrito académico).

A este uso se le ha llamado tradicionalmente de “modestia”. Esto explicaría que el uso del “yo” en público se considere inapropiado —arrogante— si a quien habla no se le otorga suficiente nivel de responsabilidad, autoridad, credibilidad o legitimidad. Para solucionar posibles conflictos, con el uso del “nosotros” se diluye la responsabilidad unipersonal, y se adquiere la autoridad o la legitimidad asociada con un colectivo. El llamado plural “mayestático” es el uso de la primera persona del plural para la persona que habla cuando esta se inviste de la máxima autoridad: tradicionalmente el Papa o el Rey. Se trata de un uso simbólico tradicional de “distinción”, que se percibe como arcaico por su escasa utilización fuera de estos personajes singulares. Sin embargo, su uso persiste, formando parte de la escenificación y los rituales de presentación pública de la monarquía o del papado. Asociado con este uso y más adecuado a la contemporaneidad y a los usos democráticos, nos encontramos con representantes del gobierno, presidentes, etc., que suelen usar este “nosotros”, que queda a medio camino entre un uso ritual de las autoridades máximas y un uso de representación del grupo. Otro uso del “nosotros” es el llamado inclusivo, aquel que incorpora al Receptor en la referencia al emisor. Puede ser un uso intencionado para acercar las posiciones de los protagonistas de la enunciación, y se da en todos los casos en que es importante para el emisor la involucración del receptor, particularmente en relaciones asimétricas como la de médico / paciente, maestro / alumno, que necesitan una señal de acercamiento suplementaria para superar la barrera jerárquica y conseguir el grado suficiente de aproximación y complicidad. Profesor a alumnos: Vamos a seguir con los problemas de matemáticas. Médico a paciente: ¿Hemos tomado la medicina, hoy? Científico a público: El segundo de los fenómenos apuntados es el de refracción. Aquí tenemos también un análogo cotidiano en el caso de la luz: cuando introducimos un lápiz dentro de un vaso lleno de agua nos da la impresión de que está roto. Ello se debe al hecho de que las ondas al pasar de un medio —el aire— a otro distinto —el agua— sufren una desviación de su trayectoria (D. Jou y M. Baig, La naturaleza y el paisaje, Barcelona, Ariel, 1993).

También se da en otros casos, como en las columnas periodísticas y los artículos de opinión, en los que los escritores buscan la complicidad de los lectores, para involucrarlos en su punto de vista: Estamos de nuevo en diciembre. Me silban los oídos de la presión del tiempo fugaz: es como quien va en moto por una autopista y siente cómo le muerde el viento las orejas. Ya han caído otros 12 meses a la tumba de la memoria y nos acercamos una vez más a Navidad. Las ames o las odies, las fechas navideñas son fechas cruciales. Tienen demasiada carga social, demasiada sustancia a las espaldas. Por eso me silban los oídos más que nunca: el tiempo se escurre siempre de la misma manera, pero es en navidades cuando te entra el vértigo (R. Montero, “Navidad”, El País, 5-XII-1993).

En conclusión, los locutores pueden optar por inscribirse en su texto de variadas maneras, ninguna de ellas exenta de significación en relación con el grado de imposición, de responsabilidad (asumida o diluida) o de involucración (con lo que se dice o con el interlocutor).

95 1.1.3. La inscripción del tú El receptor se hace explícito en el texto canónicamente a través de los deícticos de segunda persona, singular y plural. Pero además encontramos la deixis social (Levinson, 1983: 80), que ha quedado codificada en formas específicas de tratamiento. En la variante estándar de la península ibérica se expresa con tú (indicador de confianza, conocimiento, proximidad) y usted (indicador de respeto, desconocimiento, distancia). Por causas históricas (que indican cómo han afectado a lo largo del tiempo los cambios sociales en el uso lingüístico de la referencia personal) el tratamiento tiene usos variados en las diferentes comunidades y lugares de habla española (véase en el trabajo de Carricaburo, 1997, una presentación de los distintos usos en España y América). Así, por ejemplo, se manifiesta: ▸ para la variante septentrional hablada en la península ibérica: tú te marchas, usted se marcha, vosotros os marcháis, ustedes se marchan; ▸ para la variante meridional hablada en la península: tú te marchas, usted se marcha, ustedes (vosotros) os marcháis, ustedes se marchan; ▸ para la variante hablada en Argentina: vos te marchás, usted se marcha, ustedes se marchan, ustedes se marchan.

La combinación de deícticos de sujeto y de objeto, junto con la concordancia en segunda y tercera persona han actuado en la práctica de las relaciones sociales para diferenciar el trato con el interlocutor, en los parámetros de distancia/proximidad, respeto/confianza, poder/solidaridad, formalidad/informalidad, ámbito público/ámbito privado, conocimiento/desconocimiento, etc. Estos parámetros pueden mezclarse, estableciéndose así una diferenciación sutil, que es el resultado de la combinación entre los usos establecidos y el propósito que tiene el locutor al relacionarse con el interlocutor en cada instancia de comunicación. Por ejemplo, puede darse una situación que combine un alto grado de confianza y conocimiento mutuo, y al mismo tiempo una diferencia de posición social que determine el uso de usted (caso de la relación padres/hijos en épocas pasadas, de jefe/subordinado, de empleada doméstica/empleadores, etc.). Y también se puede dar el caso que ante un encuentro nuevo, entre personas que no se conocen previamente, la elección de formas de tratamiento construya el tipo de relación, es decir, oriente la relación en un sentido más o menos formal. El uso de los deícticos se adecua al papel que el locutor asigna a su interlocutor (la mayoría de las veces determinado por el estatus y la posición social); pero así como hemos visto que el emisor se puede inscribir también con otras formas, el receptor puede ser inscrito como parte de un grupo (2ª persona plural) o también incluyendo al locutor (con 1ª persona plural) o con la 2ª persona singular generalizadora, especialmente en el uso coloquial. Finalmente, en lo que se refiere al español estándar de la península ibérica, la concordancia gramatical en tercera persona de los deícticos que se refieren al interlocutor en el trato de distancia o respeto han convertido este uso en indicador de formalidad y de distancia en la relación con el interlocutor. Las concordancias en 3ª persona de las formas de tratamiento de usted y de los honoríficos son, al separarse de la concordancia con la 2ª persona gramatical, marcas de “distinción”: su excelencia está…, su majestad se encuentra…, su señoría ha dicho… ustedes se van…, usted ha pronunciado…

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2. Deixis espacial Con la deixis espacial se organiza el lugar en el que se desarrolla el evento comunicativo. Para ello se selecciona, del entorno físico, aquello que interesa destacar, y se sitúa en el fondo o fuera del “escenario” aquello que no interesa o sólo de forma subsidiaria, es decir, se construye el “proscenio” y los decorados del fondo del escenario. La deixis espacial señala los elementos de lugar en relación con el espacio que “crea” el yo como sujeto de la enunciación. Cumplen esta función (véase Kerbrat-Orecchioni, 1980: 63-70) los adverbios o perífrasis adverbiales de lugar (aquí o acá / ahí / allí o allá; cerca / lejos; arriba / abajo; delante / detrás; a la derecha / a la izquierda, etc.), los demostrativos (este/a / ese/a / aquel/la), algunas locuciones prepositivas (delante de / detrás de, cerca de / lejos de), así como algunos verbos de movimiento (ir / venir, acercarse / alejarse, subir / bajar). Como veíamos con la deixis de persona, también podemos jugar con el espacio y “mover” los elementos según nuestros propósitos. Así el “aquí” o “acá”, “esta” o “este” puede señalar algo que está en mi persona o algo que está cerca de “nosotros”, puede ser “aquí, en mi pierna” o “aquí, en el planeta Tierra”; igual sucede con el “ahí” / “ese/a”, “allí” o “allá” / “aquel/la”, ya que su sentido siempre tendrá que interpretarse de forma local, en relación con lo que hemos designado como “aquí”, y seguramente teniendo en cuenta otros factores del contexto, por ejemplo, elementos no verbales (gestos, miradas, posturas, movimientos, etc.). La deixis espacial tiene, además, una función muy importante —si se quiere de tipo metafórico— para marcar el territorio, el espacio público y el privado, y, como consecuencia, para señalar la imagen y la distancia de las relaciones sociales, como lo demuestran expresiones del tipo pasarse de la raya; meter la pata; ponerse en su sitio; no pase usted de ahí; póngase en mi lugar; no te metas donde no te llaman, etc.

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3. Deixis temporal Indica elementos temporales tomando como referencia el “ahora” que marca quien habla como centro deíctico de la enunciación. Básicamente cumplen esta función los adverbios y las locuciones adverbiales de tiempo, el sistema de morfemas verbales de tiempo, algunas preposiciones y locuciones prepositivas (antes de / después de, desde, a partir de…), así como algunos adjetivos (actual, antiguo / moderno, futuro, próximo…). Veamos las referencias deícticas de tiempo tal como las presenta Kerbrat-Orecchioni (1980: 61-62):

Con la deixis de tiempo ponemos las “fronteras” temporales que marcan el “ahora” respecto del “antes” y del “después”. Pero los límites que se marcan con el “ahora” pueden también referirse a una secuencia particular dentro del evento, sería el caso del “ahora” más estricto, o pueden referirse a un tiempo que abarca mucho más de lo que dura el evento (por ejemplo: “ahora” = siglo XX). Por ello el sentido de los deícticos de tiempo también tiene que interpretarse localmente, de acuerdo con las coordenadas concretas en que esas piezas se utilizan.

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Delphine Perret “Los apelativos” (adaptación) En Langages, Nº 17, 1970.

Cuando un término del léxico es empleado en el discurso para mencionar a una persona, se convierte en apelativo. Existen apelativos usuales: los pronombres personales, los nombres propios, algunos sustantivos comunes, los títulos (“mi general”), algunos términos de relación (“camarada”, “compañero”), los términos de parentesco, los términos que designan a un ser humano (“muchachita”). Otros términos, empleados metafóricamente para designar a un ser humano, constituyen igualmente apelativos usuales (“mi gatito”); también algunos adjetivos son empleados con la misma función (“mi querido”). Los apelativos se usan, al igual que la primera, segunda y tercera persona del verbo, para designar la persona que habla, el locutor; aquella a quien se habla, el alocutario, y aquella de la cual se habla, el delocutor. Se los llama respectivamente locutivos, alocutivos (o vocativos) y delocutivos. Todo apelativo: a. tiene un carácter deíctico: permite la identificación de un referente, con la ayuda de todas las indicaciones que puede aportar la situación. b. tiene un carácter predicativo: el sentido del apelativo elegido, incluso si es pobre, permite efectuar una cierta predicación explícita. c. manifiesta las relaciones sociales: por eso permite efectuar una segunda predicación, sobreentendida, que remite a la relación social del locutor con la persona designada. El vocativo, en particular: a. llama la atención del alocutario por la mención de un término que lo designa, y le indica que el discurso se dirige a él. Por el término elegido, el locutor indica también qué relación tiene con él y le atribuye una caracterización y un rol que tienden a hacerlo interpretar el discurso de cierta manera: compañeros, argentinos, ciudadanos, hijos valientes de la patria. A veces el vocativo constituye un enunciado: “El que toca el bombo”. b. la predicación efectuada con la ayuda del sentido de la palabra constituye un juicio acerca del alocutario. El juicio es fácilmente reconocible en las injurias vocativas,

99 donde constituye la principal motivación de la enunciación del vocativo. La riqueza semántica varía en función de la riqueza del léxico de los apelativos usuales. Pero los apelativos inusuales son también posibles, ya que el léxico injurioso constituye una serie léxica abierta. c. la enunciación de un vocativo predica una relación social que puede ser conforme a la relación considerada determinante, como no serlo, y puede tener entonces como única motivación la predicación de esta relación. Se llama en general constitutiva toda predicación de una relación que no ha sido nombrada entonces, incluso si se espera que sea predicada de esa manera.

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Dominique Maingueneau “Observaciones sobre casos temporales” (adaptación) En Introducción a los métodos de análisis del discurso, Buenos Aires, Hachette, 1976. El presente: tiempo de base del discurso y forma cero El presente es a la vez tiempo de base del discurso definido por su coincidencia con el momento de enunciación, y término no marcado del sistema del indicativo. Por eso es polivalente: posee tanto un valor deíctico que lo opone a los otros tiempos, pasados y futuros, como valor no-temporal, ligado a su estatuto de forma cero del sistema. En tanto que forma no-marcada del indicativo, el presente es susceptible de integrar enunciados que expresan el pasado o el futuro (los adverbios suministran la información temporal): “Mañana viajo”. • El presente genérico: es una forma atemporal (no se opone al pasado ni al futuro) propia de enunciados correspondientes a ciertos tipos de discursos: máximas, textos teóricos, textos jurídicos, etc. El presente permite construir un universo de definiciones, de propiedades, de relaciones extrañas a la temporalidad o planteadas como tales. • El presente histórico: es el empleado en un relato, en lugar del pretérito perfecto, con el cual alterna sin dificultad. El locutor narra como si comentara. El inconveniente que presenta es que, como no puede explotar la alternancia perfecto/imperfecto, achata el texto y pierde la posibilidad de todo escalonamiento en profundidad.

Valores modales del futuro •

La combinación de la primera persona con el futuro es a menudo interpretable como un acto de promesa. El locutor no sólo informa de su intención de hacer algo sino que asume la obligación moral de hacerlo. Cuando un político dice en un discurso electoral: “Construiré escuelas”, asume cierto compromiso.

101 • La combinación de la segunda persona con el futuro es generalmente comprendida como una orden, a veces como una predicción. Esto deriva de las relaciones entre enunciador y alocutario: la posibilidad de decir a alguien “Harás tal cosa” remite a un poder (orden) o a un saber (predicción) del enunciador. • La asociación de la tercera persona con el futuro recibe en general tres tipos de interpretación modal: necesidad y, a veces, posibilidad. La necesidad puede corresponder según los casos a una predicción o a una orden: “La decisión se tomará en este recinto”. Expresada por las formas del futuro la modalidad de lo probable no tiene el valor deíctico de un futuro sino de un presente: “Ahora estará ganando lo mismo”, “Serán las ocho”. La modalidad de lo posible puede también ser expresada por el futuro, aunque se trate de una modalidad menos frecuente que las otras: “La aparición de este fenómeno obedece a las leyes mal conocidas: se observará muchas veces durante un mes y no se le verá más durante dos años”. (No se debe olvidar que la forma más frecuente del futuro en el español rioplatense es la perifrástica: ir a + infinito: “Voy a salir” por “saldré”, “te voy a matar” por “te mataré”.)

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Catherine Kerbrat-Orecchioni “Los subjetivemas” (adaptación) En La enunciación, Buenos Aires, Hachette, 1986.

Los rastros semánticos de los elementos léxicos que pueden considerarse subjetivos son los siguientes: ▸ afectivo; ▸ evalutativo, que puede dividirse en dos: ▪ axiológico, un rasgo bueno/malo, que afecta al objeto denotado y/o a un elemento asociado contextualmente; ▪ modalizador, que atribuye un rasgo del tipo verdadero/falso, también, en cierta forma, axiológico, ya que lo verdadero implica bueno. Consideraremos los elementos léxicos en sus clases tradicionales, para mostrar cómo se realizan estos rasgos.

Sustantivos La mayor parte de los sustantivos afectivos y evaluativos son derivados de verbos o de adjetivos, por lo que los consideraremos en el análisis de éstos (amor/amar, belleza/bello, etc.). Hay, sin embargo, un cierto número de sustantivos no derivados que se pueden clasificar dentro de los axiológicos como peyorativos (desvalorizadores)/elogiosos (valorizadores). a) El rasgo puede estar representado por un significante, mediante un sufijo: -acho: comunacho -ete: vejete -ucho: pueblucho

b) El rasgo axiológico está en el significado de la unidad léxica; no son fijos, sino que dependen de varios factores: fuerza ilocutiva, tono, contexto, etc. Por ejemplo: “La casa de José es una tapera”

“Tapera” tiene, casi siempre, el rasgo peyorativo, lo que no impide que alguien muestre su casa y diga: “¿Te gustó la tapera?” donde el rasgo puede ser elogicoso

103 mediante ironía. Por lo general, en todas las lenguas los sustantivos relacionados con lo escatológico o sexual tienen un rasgo peyorativo, aunque puede variar en ciertos contextos.

Adjetivos Se pueden dividir según los siguietes rasgos: a) Afectivos: además de una propiedad del objeto enuncian una reacción emocional del hablante: “Fue una escena terrible.”

b) Evaluativos no axiológicos: implican una evaluación cualitativa o cuantitativa del objeto, sin enunciar un juicio de valor ni un compromiso afectivo del locutor. Su uso es relativo a la idea que tiene el hablante de la norma de evaluación para la categoría de objetos: “Esta casa es grande.” “El camino es bastante largo.”

c) Evaluativos axiológicos: además de la referencia a la clase de objetos al que se atribuye la propiedad, al sujeto de la enunciación y sus sistemas de evaluación, aplican al objeto un juicio de valor: “Se dirigió a mí un hombre ambicioso.”

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Enfoque del Análisis del Discurso Mariana di Stefano y María Cecilia Pereira Interacción de voces: polifonía y heterogeneidades Las preguntas que han orientado la reflexión sobre la polifonía son las siguientes: - ¿Qué voces se manifiestan en un enunciado? - ¿El enunciador marca la presencia de otras voces en su enunciado o hay una presencia disimulada? - ¿Cómo son introducidas esas voces en el discurso? - ¿Qué relaciones mantiene el enunciador principal con esas voces que deja oír en su enunciado? - ¿En qué tradición discursiva se inscribe la interacción de voces que presenta un enunciado? - ¿Qué función cumplen esas voces en el enunciado? La presencia de múltiples voces en los discursos fue estudiada por distintos autores, desde perspectivas teóricas diferentes. Desde la perspectiva enunciativa, Oswald Ducrot se interesó por observar cómo participa la polifonía de la “puesta en escena” discursiva a través de la cual el hablante realiza una acción, en relación con sus interlocutores y su contexto, y orienta hacia una conclusión argumentativa que responde a sus intenciones. Desde esta perspectiva, destaca que las voces diferentes presentes en un enunciado están asociadas a puntos de vista que pueden mantener una relación de coorientación o de oposición con el punto de vista del locutor (o enunciador principal). Según Ducrot (1984), la polifonía es “la puesta en escena en el enunciado de voces que se corresponden con puntos de vista diversos, los cuales se atribuyen —de un modo más o menos explícito— a una fuente, que no es necesariamente un ser humano individualizado.” Desde la perspectiva del Análisis del Discurso, la presencia de múltiples voces en el interior de un discurso es interpretada a la vez como una huella del fenómeno de “heteroglosia”, que había señalado Mijail Bajtín, y como una huella de la regulación del interdiscurso en la producción discursiva, que habían señalado M. Foucault y M. Pêcheux. Bajtín llamó “heteroglosia” a la multiplicidad de formas del uso del lenguaje asociadas a las distintas esferas de la praxis social, de las que los sujetos se apropian para hablar. Para

105 Bajtín, hablar es siempre hacerlo a partir de las palabras de otros, ya que el sujeto adquiere capacidad de comunicarse verbalmente en situaciones concretas en la medida en que se apropia y adapta a su propia intención lo que otros han dicho a lo largo de la historia en situaciones diversas. El hablante, dice Bajtín, no va a buscar las palabras al diccionario antes de hablar: el hablante va a buscar las palabras a la boca de los demás, que ya hablaron en otros contextos. En este sentido, para él, la palabra de un hablante es parcialmente ajena, porque lo que dice ya fue dicho por otros. La idea de heterogeneidad contenida en el concepto de “heteroglosia” remite a la idea de que todo enunciado deja oír los ecos de distintos sujetos sociales, inscriptos en distintos espacios sociales, en distintos momentos históricos y en distintas ideologías. El “interdiscurso” remite al conjunto de reglas de una formación discursiva y al conjunto de discursos que la componen. Para el Análisis del Discurso, el sentido de un discurso debe considerarse a partir de su relación con el interdiscurso, es decir en relación con los discursos de la propia formación discursiva y también con los ajenos. En este sentido, el interdiscurso no es algo exterior a un discurso particular ni un marco que lo contiene, sino una presencia central que define las posibilidades de producción de un discurso y su identidad frente a los otros. Es en esa relación en la que se define también la interacción de voces. Según Jaqueline Authier-Revuz, inscripta en la perspectiva del Análisis del Discurso, la presencia de múltiples voces en un enunciado se manifiesta a través de dos formas: - La heterogeneidad constitutiva de la enunciación (concepción de M. Bajtín de heteroglosia) - La heterogeneidad mostrada: el enunciador muestra parcialmente en su enunciado la heteroglosia; indica que algunas palabras las ha tomado de otro enunciador. Como no muestra toda la heteroglosia, la heterogeneidad mostrada constituye una representación de la constitutiva en el enunciado, construida por el enunciador principal o locutor. De este modo, el yo representa su autonomía; se diferencia de los otros y construye su propia identidad. Por eso la heterogeneidad es también designada como alteridad, ya que deja ver al otro por oposición al yo.

1. Formas prototípicas de la heterogeneidad o alteridad mostrada Son los llamados discursos referidos, es decir, discursos que remiten al discurso de otro. Permiten identificar un discurso citante y un discurso citado, aunque los límites entre uno y otro varían en cada caso: a) Discurso directo. b) Discurso indirecto. c) Discurso indirecto libre.

a) Discurso directo (DD) •



Encadena dos acontecimientos enunciativos: una enunciación citante (la del enunciador principal) y una enunciación citada (la palabra del otro), diferenciando claramente una de otra y restituyendo palabras textuales de la citada. Para diferenciar ambas voces utiliza comillas, a veces luego de dos puntos, y utiliza un verbo introductorio (verbo de decir), que puede aparecer en distintas posiciones. Es el discurso citante el que debe explicitar las referencias de la palabra citada, cuyo grado de precisión varía según los géneros y los enunciados.

106 Ejemplos de DD - Ejemplo de discurso académico (ensayo) en que se explicita quién es el responsable de la palabra citada, se usa un verbo de decir en posición anterior a la palabra citada, dos puntos y comillas: Maingueneau (1991: 11) afirma: “Cuando hoy se habla de una ‘lingüística del discurso’ percibimos que se designa así […] a un conjunto de investigaciones que abordan el lenguaje”. La característica común de estas investigaciones es que colocan en primer plano la actividad de los sujetos hablantes, la dinámica enunciativa, la relación con un contexto social, etc. No hay duda de que las investigaciones retóricas se inscriben, desde el margen de la disciplina, en este horizonte de pensamiento. Plantin, Ch. (2000): La argumentación, Barcelona, Ariel.

Cuando la cita excede las tres líneas, las marcas difieren. Se emplea un sangrado mayor y se suprimen las comillas: Maingueneau (1991: 11) afirma: De hecho, cuando hoy se habla de una ‘lingüística del discurso’ percibimos que se designa así no una disciplina que tendría un objeto bien determinado, sino un conjunto de investigaciones que abordan el lenguaje colocando en primer plano la actividad de los sujetos hablantes, la dinámica enunciativa, la relación con un contexto social, etc. No hay duda de que las investigaciones retóricas se inscriben, desde el margen de la disciplina, en este horizonte de pensamiento.

Plantin, Ch. (2000): La argumentación, Barcelona, Ariel.

Estas marcas de la heterogeneidad mostrada varían históricamente e incluso pueden ser diferentes según las comunidades académicas de origen. - Ejemplo de discurso periodístico (crónica) en el que se explicita quién es el responsable de la palabra citada, se utilizan comillas y verbo de decir en posición posterior a la palabra citada, separado de esta por coma: "Venimos a plantear la unidad detrás de estas políticas que tienen un impacto positivo a nivel social, económico y productivo en nuestras provincias que lleva adelante la Presidenta", dijo Scioli en declaraciones a la prensa al ingresar a la sede del PJ Nacional de Matheu 130. La Nación, 30/09/2013

b) Discurso indirecto (DI) El enunciador utiliza diversos marcadores para diferenciar su voz de la citada. La palabra del otro es reformulada, de modo que se pierde nitidez acerca de dónde comienza y termina la palabra de cada uno y se pierde la enunciación original de la palabra citada. Los marcadores más frecuentes son: - X dijo que ... Según X / Para X / a juicio de X, ... - Al parecer / se dice que ... Uso del condicional.

107 Ejemplos de DI - El uso de uno u otro marcador, o el uso combinado de estos, pueden marcar mayor o menor distancia respecto de la voz citada: Según fuentes próximas, el Tribunal de Cuentas prepara un informe crítico sobre la Secretaría de Transporte. (Diario Clarín)

Podría reformularse de los siguientes modos: El Tribunal de Cuentas prepara un informe sobre la Secretaría de Transporte que, se dice, sería más bien crítico. El Tribunal de Cuentas estaría preparando un informe crítico sobre la Secretaría de Transporte. El presidente del Tribunal de Cuentas sostuvo que en breve se dará a conocer el informe sobre la Secretaría de Transporte.

Ejemplos de formas híbridas que combinan DD y DI - DI + Islotes textuales El gobernador bonaerense Daniel Scioli encabeza la reunión del Consejo Nacional del Partido Justicialista que, según afirmó, fue convocada para mostrar "la unidad" del peronismo detrás de la presidenta Cristina Kirchner y en "respaldo de los candidatos" del Frente para la Victoria. La Nación, 30/09/2013

- Alternancia DD/DI El gobierno de Mauricio Macri planteó ante el Consejo Federal de Educación la necesidad de ampliar a 17 esas 10 orientaciones originales. Similar reclamo hicieron las provincias de Salta y de Mendoza. Aún no se ha dado una respuesta al pedido, aunque se encuentra en estudio en una comisión especial de ese ente que agrupa a todos los ministros de Educación del país. Al igual que en todo el período en que se mantuvieron ocupadas las escuelas por parte de los estudiantes, ayer el jefe de gobierno porteño reiteró su rechazo a esa modalidad de protesta. "El sistema de tomas aleja a los alumnos y a los padres de las escuelas públicas", afirmó Mauricio Macri durante el programa de televisión Almorzando con Mirtha Legrand. Insistió en marcar que el diálogo con los estudiantes "sigue abierto" para lograr superar el conflicto que afecta el normal dictado de clases y elogió al ministro de Educación, Esteban Bullrich: "Es el ministro más dialoguista de toda la historia". La Nación, 30/09/2013

c) Discurso indirecto libre El locutor habla con palabras de otro enunciador, que reproduce en parte en forma textual y en parte en forma indirecta. El locutor adopta un punto de vista externo sobre el discurso del enunciador citado. Combina DD y DI, no tiene marcas propias y no puede ser identificado fuera de contexto. No son claros los límites entre las voces citante y citada. Ejemplo: María salió al balcón. ¡Qué alegría! Hoy todo estaba preparado y por fin podía instalarse.

108 En este ejemplo, el locutor observa desde afuera lo que María hace y dice, y lo cuenta. Para ello, recurre por momentos al DD (“¡Qué alegría! Hoy todo”), pero sin aviso pasa al DI (los tiempos verbales son la marca de este: “estaba”, “podía”).

2. Otras formas de la heterogeneidad o alteridad mostrada Son casos en los que el enunciador muestra una heterogeneidad que puede deberse a otra lengua, otro registro u otro discurso. Se considera que en estos casos lo que el enunciador muestra es una ruptura de la isotopía estilística que rompe el estilo dominante del enunciado, ya sea porque introduce otra lengua, o porque utiliza expresiones propias de otros registros (formas más o menos formales, coloquiales o especializadas en el uso del lenguaje, según el destinatario), ya sea porque recurre a un léxico propio de determinadas teorías, ideologías o comunidades discursivas. Es importante destacar que mientras para la perspectiva enunciativa lo importante es observar los puntos de vista asociados a las lenguas, registros o discursos puestos en contacto en el enunciado, para el Análisis del Discurso, además de ese aspecto polifónico, se trata de analizar cómo está operando el interdiscurso en ese enunciado, en el que se marcan determinados elementos como una ruptura del estilo, apreciación que puede ser o no compartida por sus destinatarios o por el resto de los hablantes. Es decir, al Análisis del Discurso le interesa ver qué representación construye el enunciador sobre el estilo homogéneo y sobre los elementos que producen su ruptura. La ruptura de la isotopía estilística puede presentarse de varios modos: a) Marcada a través de comillas o de bastardillas. Ejemplo: Los fideos están al dente.

El uso de la bastardilla revela una inscripción en un interdiscurso que, al menos en determinados contextos comunicativos, señala la expresión “al dente” como ajena y como índice de la valoración de la italianidad en relación con las pastas. Así, este enunciador considera que con la expresión “al dente” está usando una lengua distinta a la que venía utilizando y ajena a la de la comunidad en la que está interactuando y por ello la marca de algún modo, para comunicar a su destinatario su apreciación. En términos de Authier-Revuz (1984), son casos en que el enunciador “vuelve sobre sus propias palabras y negocia con la heterogeneidad constitutiva de su discurso” y por ello pone una marca (en este caso, la bastardilla), en función de las representaciones que tiene sobre sus interlocutores y sobre la situación en que se encuentra. Otro ejemplo: en la Sección Espectáculos, el diario Página/12 publicó: Sábado, 14 de marzo de 2015

ZAZ EN EL LUNA PARK, CON CANCIONES PARISINAS Y DE TODA SU CARRERA

Encanto de una voz que sabe emocionar Aunque tuvo que superar problemas de sonido y le costó hacer entrar en clima al público, Isabelle “Zaz” Geffroy supo poner en juego su carisma y, sobre todo, la calidad interpretativa necesaria para abordar clásicos de la chanson y no naufragar en el intento.

109 En este caso, el diario marca con comillas “Zaz”, el sobrenombre de la artista. De este modo el enunciador indica una ruptura estilística ya que el interdiscurso en el que se inscribe lo orientaría en este género (la crítica de espectáculos) a hacer una referencia a los artistas más precisa y formal, a través de sus nombres y apellidos, mientras el sobrenombre sería un modo informal de nombrarlos. Lo que marca la comilla, en este caso, es una ruptura por registro. Pero nótese que mientras marca la heterogeneidad producida por el sobrenombre (“Zaz”) no marca la palabra “chanson”, pese a que se trata de un término que pertenece a otra lengua. Desde el Análisis del Discurso, este es un ejemplo de heterogeneidad constitutiva: se habla con palabras de otros, como es en este caso la palabra utilizada por los franceses para designar un género musical, que es naturalizada e indiferenciada de la palabra propia por este interdiscurso. Todo enunciador señala algunas heterogeneidades como tales en su enunciado, en función de sus representaciones sobre el género que está usando, sus destinatarios, su finalidad, entre otros. Al no marcar la palabra “chanson”, este enunciado sugiere que se trata de un término ya incorporado en la lengua que habla la comunidad discursiva del diario. Hay que destacar que la ruptura estilística puede darse también al introducir términos formales en un discurso íntegramente informal, o términos en variedad estándar del español en discursos en los que predomina otra variedad (regional, dialectal, sociolectal, cronolectal, u otra), ya que la norma discursiva que predomina en un discurso no necesariamente es coincidente con la norma estándar. Por ejemplo, en el tango Cambalache, hay una ruptura de la isotopía estilística por registro, debida a la presencia de términos como “problemático” y “febril”: …siglo veinte cambalache, problemático y febril el que no llora no mama y el que no afana es un gil Dale nomás…

Al igual que en el ejemplo de “chanson”, la falta de marcación de la heterogeneidad, explicable en el tango, en parte por la oralidad, permite tomar este ejemplo como un caso de heterogeneidad constitutiva: el enunciador del tango habla a través de palabras dichas por otros en contextos diversos y no señala la alteridad. b) En otros casos, puede no haber comillas ni bastardillas pero se marca la ruptura a través de una referencia explícita del enunciador sobre sus palabras, a través de un comentario. Ejemplos: - Los fideos están al dente, como dicen los italianos. - Para usar una expresión grosera, es un quilombo. - El modelo, como dice el kirchnerismo. - En el Curso de lingüística general encontramos, así, lo que debe ser reconocido como una contradicción, en el sentido materialista del término.

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3. Formas de la heterogeneidad integrada o formas de la alusión Según Ducrot (1984), el enunciado en algunos casos muestra en su enunciación voces superpuestas. El enunciado alude en forma implícita a otras voces. Por eso, estas formas son llamadas también formas de la alusión.

a) Negación Tipos de negación: • Negación polémica: opone el punto de vista de dos enunciadores antagónicos. Corresponde a la mayoría de los enunciados negativos. Ejemplos: - La justicia actualmente no es democrática. - Semiología no es un filtro.

• Negación descriptiva: presenta un estado de cosas que no necesariamente se opone a un discurso adverso. Si bien siempre hay que considerar el contexto de producción del enunciado, se trata de casos en los que la carga polémica es ínfima. Ejemplo: - No hay una nube en el cielo.

• Negación metalingüística: contradice los términos utilizados en un enunciado previo. Permite cuestionar el empleo de un término o de un grupo de palabras en virtud de alguna regla sintáctica, morfológica, social que se manifiesta, implícita o explícitamente, en el enunciado correctivo posterior. Ejemplos: —Juan se ha ido al laburo. —No, no se ha ido al laburo. Se ha ido al trabajo

b) Ironía - ¡Qué hombre encantador! (Expresión de una mujer ante una situación en la que un hombre maltrata y agrede a su esposa)

c) Concesión - Aunque se han logrado grandes avances en estos años, falta todavía bastante para una distribución justa de la riqueza.

A partir de conectores adversativos, como aunque o pese a que, se introduce otra voz que es la responsable de lo que allí se afirma. Esta forma suele llamarse concesión retórica, ya que el enunciador principal trae esa otra voz a su enunciado, le concede cierto grado de verdad, pero inmediatamente después hace una aserción que limita o refuta esa palabra aludida.

d) Presuposición - En un mundo marcado por la interconexión y la velocidad, lo que puede ponernos en dificultades es lo nuevo, lo desconocido.

111 Lo primero es lo supuesto (se presenta como evidencia y se sustrae a la impugnación), y lo segundo es lo admitido, es una aserción sometida a eventuales objeciones. La polifonía está dada por la presencia de dos enunciadores: el que es responsable de lo presupuesto (la voz de la doxa, de la opinión común) y el que se hace cargo de lo expuesto. - La inflación sigue subiendo.

En este caso, lo presupuesto es que antes de esta enunciación la inflación ya había subido, lo cual se atribuye a una voz cuya palabra no se pone en duda. -Es linda pero inteligente. - Es varón pero sensible.

En estos casos lo presupuesto es otra voz, cuya conclusión es relativizada por otra voz que introduce un caso que se aparta de lo que esa voz considera lo normal: “Las lindas son tontas”, “Los varones son insensibles / rudos / fríos”. Desde la perspectiva del Análisis del Discurso, el juego polifónico es analizado a partir de la intervención del interdiscurso que lo produce, en este caso el discurso machista.

e) Intertextualidad Es otra forma de alteridad integrada, definida por G. Genette. Refiere a la relación de copresencia entre dos o más textos, por la presencia efectiva de uno en otro. Se puede dar por cita, plagio o alusión. - Lo que el viento se llevó (Titular de Página/12, al día siguiente de un tornado) - Muerte en Buenos Aires (Título de film que alude a Muerte en Venecia, film de Luchino Visconti y novela de Thomas Mann).

4. Enumeración de las formas de la heterogeneidad mostrada a través de comillas o bastardillas Según Authier-Revuz (1984), tanto las comillas como las bastardillas: - Son un llamado de atención del enunciador hacia su enunciatario, pero dejan a este la tarea interpretativa. “Son un hueco, una falta que hay que llenar interpretativamente.” Maingueneau agrega: - Suelen usarse, unas u otras, con sentidos similares, aunque algunos espacios sociales regulan en mayor medida un uso diferenciado. - Los espacios más regulados instalan usos obligatorios, especialmente de las comillas.

a) Comillas: usos y funciones frecuentes - Citas directas, palabras o islotes textuales. - Ruptura de la isotopía estilística (palabras extranjeras, cambio de registro). - Función metalingüística (“Gato” tiene cuatro letras).

112 - Toma de distancia, reserva de un locutor respecto de otra voz (este uso es preferencial respecto de la bastardilla).

b) Bastardilla. Usos y funciones frecuentes - Palabras extranjeras (se la prefiere a las comillas en medios gráficos y escritos académicos). - Cambio de registro. - Para destacar ciertas unidades, que en el discurso académico suelen ser conceptos. - Función metalingüística.

Ejercitación • Analice el uso de comillas y bastardillas en los textos que siguen. • Vuelva sobre las preguntas iniciales, planteadas en la página 141, y respóndalas a partir del análisis realizado en el punto anterior.

Texto 1 Fue demasiado largo el litigio con los que no entraron en los canjes de deuda, los holdouts o como los llaman desde el gobierno los "fondos buitre". […] Si insistimos en no pagar, las opciones son muy peligrosas. La primera que se podría verificar si no se llegara a un acuerdo con los holdouts antes, podría ocurrir el 30 de junio. Si no les pagamos a ellos antes, los "fondos buitre" podrían embargar el pago en el banco y, por la cláusula de cross-default, entraríamos en una cesación de pagos, situación que sería muy mala para el país. Orlando Ferreres, “La negociación, la mejor opción que tenemos”, en La Nación, 18/06/2014.

Texto 2 Dediqué varios artículos entre 1987 y 1992, y un libro (1992) a tratar de explicar por qué, en mi opinión, es tan errado hablar de "tipos de textos". La unidad "texto" es demasiado compleja y heterogénea como para presentar regularidades lingüísticamente observables y codificables, por lo menos en este nivel de complejidad. Es por esta razón que, a diferencia de la mayoría de mis predecesores anglosajones, propuse situar los hechos de regularidad llamados "relato", "descripción", "argumentación", "explicación", y "diálogo" en un nivel menos elevado en la complejidad composicional, nivel que propuse llamar secuencial. Las secuencias son unidades composicionales más complejas que los períodos, […]. Un texto con secuencia dominante narrativa está generalmente compuesto de […]. Jean-Michel Adam, Linguistique textuelle. Des genres de discours au textes, París, Nathan, 1999.

Bibliografía Arnoux, Elvira (1986): "La Polifonía", Cuadernillo La Enunciación, Cátedra de Semiología, Ciclo Básico Común, UBA. Authier-Revuz, Jaqueline (1984): "Hétérogénéité(s) énonciative(s)", Langages, Nº 73. Ducrot, Oswald (1984): El decir y lo dicho, Buenos Aires, Hachette. Maingueneau, Dominique (2009): Análisis de textos de comunicación, Buenos Aires, Nueva Visión.

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Dominique Maingueneau “Discurso, enunciado, texto” En Análisis de textos de comunicación, Buenos Aires, Nueva Visión, 2009.

La noción de discurso Desde el comienzo de este libro nos enfrentamos no con el lenguaje ni con la lengua, sino con lo que se llama el discurso. ¿Qué hay que entender con esto?

Los usos habituales En el uso corriente se habla de “discurso” para enunciados solemnes (“el presidente dio un discurso”), o peyorativamente para palabras sin consecuencias (“todo eso son discursos”). Este término también puede designar cualquier uso restringido de la lengua: “el discurso islamista”, “el discurso político”, “el discurso de la administración”, “el discurso polémico”, “el discurso de los jóvenes”… En este uso, “discurso” es constantemente ambiguo porque puede designar tanto el sistema que permite producir un conjunto de textos como ese mismo conjunto: el “discurso comunista” es tanto el conjunto de los textos producidos por los comunistas como el sistema que permite producirlos, a ellos y a otros textos calificados de comunistas. Cierta cantidad de locutores también conocen una distinción que proviene de la lingüística, aquella entre “discurso” y “relato” (o “historia”). Esta distinción, tomada de Émile Benveniste, en efecto, está ampliamente extendida en la enseñanza secundaria. Ella opone un tipo de enunciación anclado en la situación de enunciación (por ejemplo, “Vendrás mañana”) a otra, cortada de la situación de enunciación (por ejemplo, “César atacó a los enemigos y los puso en desbandada”).

En las ciencias del lenguaje En la actualidad vemos proliferar el término “discurso” en las ciencias del lenguaje. Se emplea tanto en singular (“el campo del discurso”, “el análisis del discurso”…) como en plural (“todos los discursos son particulares”, “los discursos se inscriben en contextos”), según se refiera a la actividad verbal en general o a cada acontecimiento de habla.

114 Esta noción de “discurso” es muy utilizada porque es el síntoma de una modificación en nuestra manera de concebir el lenguaje. En una gran medida, esta modificación resulta de la influencia de diversas corrientes de las ciencias humanas que a menudo se agrupan bajo la etiqueta de pragmática. Más que una doctrina, en efecto, la pragmática constituye cierta manera de captar la comunicación verbal. Al utilizar el término “discurso” implícitamente se remite a ese modo de captación. Aquí tenemos algunos rasgos esenciales. El discurso es una organización más allá de la frase. Esto no significa que todo discurso se manifiesta por series de palabras que son necesariamente de tamaño superior a la frase, sino que moviliza estructuras de otro orden que las de la frase. Un proverbio o una prohibición como “No fumar” son discursos, forman una unidad completa aunque no estén constituidos más que de una frase única. Los discursos, en la medida en que son unidades transfrásticas, están sometidos a reglas de organización en vigor en un grupo social determinado: reglas que gobiernan un relato, un diálogo, una argumentación…, reglas que remiten al plano de texto (una gacetilla no se deja recortar como una disertación o una instrucción de uso…), a la longitud del enunciado, etcétera. El discurso está orientado. Está “orientado” no sólo porque está concebido en función de un objetivo del locutor, sino también porque se desarrolla en el tiempo, de manera lineal. El discurso, en efecto, se construye en función de un fin, se supone que va a alguna parte. Pero puede desviarse a mitad de camino (digresiones…), volver a su dirección inicial, cambiar de dirección, etc. Su linealidad se manifiesta a menudo de través por un juego de anticipaciones (“vamos a ver que…”, “volveré sobre esto”…) o de retornos (“o más bien…”, “tendría que haber dicho…”); todo esto constituye un verdadero “guiado” de su habla por el locutor. Obsérvese que los comentarios del locutor sobre su propia habla se deslizan a lo largo del texto, aunque no estén ubicados en el mismo nivel: “Paul, si se puede decir, no tiene ni dónde caerse muerto”, “Rosalie (¡qué nombre!) ama a Alfred”… Aquí los fragmentos en bastardilla remiten a lo que los rodea, mientras que aparecen insertados en la frase. Este desarrollo lineal se despliega en condiciones diferentes según el enunciado esté sostenido por un solo enunciador que lo controla de cabo a rabo (enunciado monologal, por ejemplo en un libro) o se inscriba en una interacción donde puede ser interrumpido o derivado en todo momento por el interlocutor (enunciado dialogal). En las situaciones de interacción oral, en efecto, constantemente ocurre que las palabras “se escapan”, que haya que atraparlas, aclararlas, etc., en función de las reacciones del otro. El discurso es una forma de acción. Hablar es una forma de acción sobre el otro, y no solamente una representación del mundo. La problemática de los “actos de lenguaje” (o “actos de habla”, o incluso “actos discursivos”) desarrollada a partir de los años sesenta por filósofos como J. L. Austin (Cómo hacer cosas con palabras, 1962), luego J. R. Searle (Actos de habla, 1969), mostró que todo enunciado constituye un acto (prometer, sugerir, afirmar, interrogar…) que apunta a modificar una situación. En un nivel superior, estos actos elementales se integran ellos mismos en discursos de un género determinado (un folleto, una consulta médica, un telediario…) que apuntan a producir una modificación sobre los destinatarios. Más allá, la actividad verbal misma está en relación con las actividades no verbales. El discurso es interactivo. Esta actividad verbal es de hecho una interactividad que compromete a dos personas, que están marcadas en los enunciados por el par de pronombres YO-TÚ. La

115 manifestación más evidente de la interactividad es la interacción oral, la conversación, donde los dos locutores coordinan sus enunciados, enuncian en función de la actitud del otro e inmediatamente perciben el efecto que tienen sobre él sus palabras. Pero al lado de las conversaciones existen numerosas formas de oralidad que no parecen muy “interactivas”; es el caso por ejemplo de un conferencista, de un animador de radio, etc. Esto es todavía más claro en el escrito, donde el destinatario ni siquiera está presente: ¿puede hablarse todavía de interactividad? Para algunos, la manera más sencilla de mantener de cualquier modo el principio de que el discurso es fundamentalmente interactivo sería considerar que el intercambio oral constituye el empleo “auténtico” del lenguaje y que las otras formas de enunciación son usos de alguna manera degradados del habla. Pero nos parece preferible no confundir la interactividad fundamental del discurso con la interacción oral. Toda enunciación, incluso la producida sin la presencia de un destinatario, está de hecho tomada en una interactividad constitutiva (también se habla de dialogismo), es un intercambio, explícito o implícito, con otros enunciadores, virtuales o reales, siempre supone la presencia de otra instancia de enunciación a la cual se dirige el enunciador y respecto de la cual construye su propio discurso. En esta perspectiva, la conversación no es considerada como el discurso por excelencia, sino solamente como uno de los modos de manifestación —aunque sin duda alguna el más importante— de la interactividad fundamental del discurso. Si se admite que el discurso es interactivo, que moviliza por lo menos a dos personas, se vuelve difícil llamar “destinatario” al interlocutor, porque se tiene la impresión de que la enunciación va en sentido único, que no es más que la expresión del pensamiento de un locutor que se dirige a un destinatario pasivo. Por eso, siguiendo en esto al lingüista Antoine Culioli, no hablaremos ya de “destinatario” sino de co-enunciador. Empleado en plural y sin guión, coenunciadores designará a los dos intervinientes en el discurso. El discurso está contextualizado. No se dirá que el discurso interviene en un contexto, como si el contexto no fuera sino un marco, un decorado; de hecho, sólo hay discurso contextualizado. Sabemos que no se puede asignar verdaderamente un sentido a un enunciado fuera de contexto; el “mismo” enunciado en dos lugares distintos corresponde a dos discursos distintos. Además, el discurso contribuye a definir su contexto, que puede modificar en el curso de la enunciación. Por ejemplo, dos coenunciadores pueden conversar de igual a igual, de amigo a amigo, y tras haber conversado algunos minutos establecer entre ellos nuevas relaciones (uno de los dos puede adoptar el estatus de médico, el otro de paciente, etcétera). El discurso es asumido por un sujeto. El discurso no es discurso a menos que sea remitido a un sujeto, un YO, que a la vez se plantea como fuente de localizaciones personales, temporales, espaciales e indica qué actitud adopta respecto de lo que dice y de su co-enunciador (fenómeno de “modalización”). En particular indica quién es el responsable de lo que dice: un enunciado muy elemental como “Llueve” es planteado como verdadero por el enunciador, que se da por su responsable, el garante de su verdad. Pero este enunciador habría podido modular su grado de adhesión (“Tal vez llueva”), atribuir la responsabilidad a algún otro (“Según Paul, llueve”), comentar sus propias palabras (“francamente, llueve”), etc. Hasta podría mostrar al coenunciador que sólo finge asumirlo (caso de las enunciaciones irónicas). El discurso es regido por normas. Como vimos a propósito de las leyes del discurso, la actividad verbal se inscribe en una vasta institución de habla: como todo comportamiento,

116 está regido por normas. Cada acto de lenguaje implica a su vez normas particulares; un acto tan sencillo en apariencia como la pregunta, por ejemplo, implica que el locutor ignora la respuesta, que esta respuesta tiene algún interés para él, que cree que su co-enunciador pueda darla… Más fundamentalmente, todo acto de enunciación no puede plantearse sin justificar de una u otra manera su derecho a presentarse tal y como se presenta. Trabajo de legitimación que es indisociable del ejercicio del habla. El discurso está tomado en un interdiscurso. El discurso sólo adquiere sentido en el interior de un universo de otros discursos a través del cual debe abrirse camino. Para interpretar el menor enunciado hay que ponerlo en relación con toda clase de otros enunciados, que uno comenta, parodia, cita… Cada género discurso tiene su manera de gestionar la multiplicidad de las relaciones interdiscursivas: un manual de filosofía no cita de la misma manera y con las mismas fuentes que un animador de venta promocional… El solo hecho de ordenar un discurso en un género (la conferencia, el telediario…) implica que se lo ponga en relación con el conjunto ilimitado de los otros discursos del mismo género.

Enunciado y texto Para designar las producciones verbales, los lingüistas no disponen solamente de “discursos”, también recurren a enunciado y texto, que reciben definiciones diversas, según las oposiciones en las cuales se los hace entrar: – Se opone el enunciado a la enunciación como el producto al acto de producción; en esta perspectiva el enunciado es la huella verbal de ese acontecimiento que es la enunciación. Aquí, el tamaño del enunciado no tiene ninguna importancia: puede tratarse de algunas palabras o de un libro entero. Esta definición del enunciado es universalmente aceptada. – Algunos lingüistas definen el enunciado como la unidad elemental de la comunicación verbal, una serie dotada de sentido y sintácticamente completa: así, “León está enfermo”, “¡Oh!”, “¡Qué chica!”, “¡Paul!”, etc., serán otros tantos enunciados de distintos tipos. – Otros oponen la frase, que está considerada fuera de todo contexto, a la multitud de enunciados que le corresponden según la variedad de contextos en que puede figurar esta frase. Así, nuestro ejemplo del capítulo 1, “No fumar”, es una frase si se la encara fuera de todo contexto particular y un enunciado si está inscrita en tal contexto: escrito en mayúsculas rojas en tal lugar de la sala de espera de tal hospital, constituye un “enunciado”; inscrito con pintura sobre la pared de una casa constituye otro “enunciado”, y así de seguido. – También se emplea “enunciado” para designar una secuencia verbal que forma una unidad de comunicación completa que forma parte de un género discursivo determinado: un boletín meteorológico, una novela, un artículo de diario, etc., son entonces otros tantos enunciados. Existen enunciados muy cortos (grafitis…), otros muy largos (una tragedia, una conferencia…). Un enunciado está referido al objetivo comunicativo de su género discursivo (un telediario apunta a informar la actualidad, una publicidad a persuadir a un consumidor, etc.). Aquí, por consiguiente, “enunciado” posee un valor más o menos equivalente al de “texto”, que se emplea sobre todo cuando se trata de captar el enunciado como formando un todo, como constituyendo una totalidad coherente.

117 La rama de la lingüística que estudia esta coherencia se llama precisamente lingüística textual. En efecto, se tiene tendencia a hablar de “texto” para producciones verbales orales o escritas que están estructuradas de manera de durar, de ser repetidas, de circular lejos de su contexto original. Por eso en el uso corriente se habla más bien de “textos literarios”, de “textos jurídicos”, y se rechaza hablar de “texto” para una conversación. Un texto no es necesariamente producido por un solo locutor. En un debate, una conversación…, se presenta como distribuido entre varios locutores. Los locutores también pueden estar jerarquizados, en particular cuando hay un “discurso referido”, vale decir, cuando un locutor incluye en sus palabras las de otro locutor. Esta diversidad de voces es ya una primera forma de heterogeneidad de los textos. Otra forma de heterogeneidad: en un mismo texto a menudo hay asociación de signos lingüísticos y de signos icónicos (fotos, dibujos…). Además, la diversificación de las técnicas de registro y de restitución de la imagen y el sonido está modificando considerablemente la representación tradicional del texto: no es ya solamente un conjunto de signos sobre una página, puede ser un film, un registro en cinta magnética, un programa en un disquete, una mezcla de signos verbales, musicales y de imágenes en un CD-ROM. En este libro utilizaremos las más de las veces enunciado con el valor de frase inscrito en un contexto particular, y hablaremos más bien de texto para las unidades verbales que forman parte de un género discursivo. Pero cuando esta distinción carece de importancia, utilizaremos de manera indiferente ambos términos.

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Guía para un análisis del discurso Adaptación de la entrada "Discurso" del Diccionario de Análisis del Discurso, Dominique Maingueneau y Patrick Charaudeau (dirs.), Buenos Aires, Amorrortu, 2005. El Análisis del Discurso se propone realizar análisis de discursos específicos, para lo cual recurre a los conceptos teóricos que provee la teoría del discurso, entre ellos, la noción misma de discurso, al que concibe como el resultado de la relación indisociable entre el enunciado y la enunciación de la que es producto. A continuación enumeramos una serie de características que presenta el discurso, que pueden ser útiles para encarar un análisis puntual, ya que nos indican distintos aspectos a tener en cuenta: 1. El discurso es contextualizado. El contexto no es un marco o decorado; el discurso contribuye a definir su contexto y puede modificarlo durante la enunciación. Reconstruir el contexto de enunciación para identificar los datos que pueden resultar más significativos para la interpretación del discurso. 2. El discurso remite siempre a un sujeto empírico que produce el enunciado y a un Yo enunciativo (sujeto de la enunciación), instancia que se plantea como fuente o eje referencial de las localizaciones espaciales, temporales y personales. El locutor indica qué actitud adopta respecto de lo que dice y de su interlocutor: puede modular su grado de adhesión respecto de lo que dice (“Tal vez llueve”), puede atribuir la responsabilidad a otro (“Según Pablo, llueve”), comentar su propia palabra (“Francamente, llueve”), etc. Diferenciar al sujeto empírico productor del discurso del sujeto de la enunciación. Identificar actitudes y posicionamientos de este. 3. El discurso es constitutivamente interactivo: al instalar un Yo instala un Tú. 4. En el discurso siempre se construye una representación del mundo y de los sujetos que dialogan o entran en comunicación. Identificar cómo están representados en el enunciado los interlocutores de la escena dialogal. 5. El discurso es una forma de acción sobre el otro, sobre la situación de enunciación en que se origina. Identificar qué acción se está llevando a cabo con el discurso que se analiza. 6. El discurso está orientado hacia una conclusión; marca una orientación argumentati-

119 va, un tipo de razonamiento; va a alguna parte; se construye en función de un fin. Además es lineal, se despliega en el tiempo. Identificar la orientación argumentativa global del discurso que se analiza: ¿adónde va? ¿A qué conclusión busca llegar? 7. El discurso es heteroglósico y puede ser polifónico. Analizar formas de la heteroglosia y de la polifonía que se manifiestan en el discurso, y sus sentidos. 8. El discurso se plasma en un género discursivo, supone una organización transoracional relativamente estable. Indicar cuál es el género discursivo en que se ha plasmado el discurso que está analizando. 9. El discurso solo adquiere sentido en el interior del interdiscurso, es decir, del universo de formaciones discursivas en competencia en el momento en el que el discurso fue producido, y de los discursos que las manifiestan. Identificar con qué otros discursos dialoga el discurso que está analizando: ¿con qué discursos presenta proximidad ideológica, o teórica, o profesional? ¿De cuáles se diferencia? 10. El discurso es recorrido por una dimensión retórica que busca legitimar el decir (escena dialogal construida, ethos, pathos) y lo dicho (logos) y que ambos resulten persuasivos para el interlocutor o enunciatario. Analizar la dimensión retórica del discurso.

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