Mirar Por Otros. Historias de Sabiduría y Sanación - MARIOLA LÓPEZ VILLANUEVA RSCJ

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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257 Mariola López Villanueva, RSCJ

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Historias de sabiduría y sanación

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Prologo Introduccion: A modo de un tapiz de miradas 1. Mujeres de sabiduría Curvados sobre nosotros mismos Ojos que ven Voces que tocan Manos que conocen el silencio La vida como ofrenda Reencender la compasión y la alegría 2. Humilde encarnación En tiempos de desplazamientos La vida entera se hace pesebre Las puertas de la humildad Pacificados en nuestras ansias Solamente es un niño Como ciegos tocados por la luz 3. La entrega que libera Anhelamos algo más Las puertas de los rostros Cuando perder es ganar

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Aprender a recibir de balde Tomar la vida para entregarla Tremendamente humanos 4. Cansancios habitados «Fatigado de la caminata, se sentó junto al pozo» La seducción del descanso que se puede comprar El descanso que honra la vida Recibir de los que son mansos El yugo de lo humano Rostros humildes que alivian 5. El poder sanador de la amistad Crecer en el amor Bendiciones disfrazadas Cuidado y ternura 6. La oración del corazón Un corazón escondido El latido del Oriente cristiano Respirar el Nombre de Jesús El secreto de una paz adentro Embellecer el mundo con la gratitud La bienaventuranza de los otros De amor desbordados 12

7. «El pájaro del alma» Cuestión de química El gimnasio del corazón Hacernos un cine Nuestro «blog» interior La oración se ve en las manos Regalar un poema 8. Historias de sanación Preciosa señal (Me 16,14-18) Ojos de niña (Le 19,1-9) Chavales (Le 2,41-52) Vendrán desiertos (Me 4,1-11) Miradas que salvan (Me 9,2-10) Vida en un hospital (Jn 6,51-58) Herederos de dicha (Mt 5,1-12) Vela por tu corazón (Me 13,33-37) Tabita y su abuelo (Le 2,22-40) ¿Conoceremos sus nombres? (Mt 25,31-46) Ver sus vidas (Me 8,22-26) Inmigrantes amigos (Le 16,19-31) Un desconocido en la orilla (Jn 21,1-14) La conversión de Jesús (Mt 15,21-28) 13

Sanar la mirada (Me 1,40-45)

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MARIOLA tiene una mirada peregrina y, cuando encuentra un nuevo santuario de la presencia creadora de Dios entre nosotros, se reposa en admiración contemplativa mientras el misterio le va revelando su secreto. Sale de los espacios habituales para llevarnos a los márgenes de la vida, allí donde se supone que no hay nada que buscar, porque tales márgenes se definen por las carencias fundamentales de la existencia: emigrantes sin tierra, adolescentes sin familia, soledades hambrientas que buscan unos ojos donde verse a sí mismas existir por algunos instantes, náufragos del asfalto urbano que ya no pueden competir y han dejado de contar para los que cuentan... Esos ojos peregrinos disuelven la cáscara de las apariencias y descubren bajo la superficie de los rótulos y las costumbres otra dimensión mucho más honda de la realidad. Lo mismo que Jesús veía surgir el reino de Dios desde todas las vidas descalificadas por la sociedad de su tiempo, Mariola ve cómo el don nuevo e incesante de Dios sigue llegando hoy por esos desapercibidos profetas de la condición humana, en vidas que habitualmente sólo cuentan para las estadísticas de la desgracia. Realidades duras como el alcohol, la droga, las pateras, el banco solitario del parque o la casa del alcohólico se iluminan de repente desde dentro, como el filamento frágil de la bombilla, y llenan de claridad nuestra propia vida. Pero para que se enciendan necesitan una mirada de calidad, una palabra mágica que abra el secreto de sus silencios, una cercanía gratuita que no es avara de rendimientos ni de utilidades de ningún tipo. Gracias al arte de contar y de hacernos ver, también nosotros nos vamos acercando a esas historias, que se convierten en pequeñas parábolas de la manera en que Dios va rehaciendo hoy el tejido de la historia humana. Esos destellos fugaces del reino de Dios no son como la estrella de los Magos que los condujo persistente a través del interminable desierto. Se parecen más bien a la claridad que brilló unos segundos en los rostros de los pastores y los dejó alegres en medio de su noche marginal. Esta manera de contarnos y ayudarnos a ver el reino de Dios hoy se parece a la de Jesús, que se fijaba en los detalles y personas de la vida cotidiana para revelar a su pueblo el misterio del reino de Dios. Todas las cosas y personas eran lenguaje para él y le hacían accesible el actuar del Padre, que le saltaba a la vista: las viudas que reclamaban justicia; los campesinos despojados de sus tierras, esperando en la plaza para ser contratados; la viuda pobre que deposita su moneda en el cepillo del templo; los colores del día o de la noche avanzada; los surcos abiertos; la lucha de la cizaña y trigo; el crepúsculo rojo o el brillo curvo y angustioso de los peces en la redes de los pescadores del lago. Sólo un corazón apasionado por el reino de Dios, que no deja fuera ninguna 16

realidad creada, podía ver crecer el reino por todas partes sin exclusión alguna. También en la mujer cananea extranjera, en el centurión romano del imperio que oprimía a su pueblo, o en el avaro Zaqueo que asolaba la región de Jericó, podía ver con asombro cómo el Padre sorprendía todas las miradas y clasificaciones. La competencia del saber teológico, la literatura y la exégesis se adivina detrás de cada texto bíblico; pero Mariola no acude en este momento a los estudios adquiridos, sino a los nombres de personas que nadie cita, que van y vienen como seres anónimos, pero que nosotros vemos encenderse de repente desde dentro. También Jesús respondió a la pregunta central en la vida humana que le formula un rabino contando la historia de un samaritano sin nombre que auxilió a un judío asaltado en la soledad de un camino de montaña. Por eso este libro es un canto a la vida. «Hay tanto que agradecer a estos hombres y mujeres que, como callada levadura, están haciendo con Dios la historia»... Cada relato sana una parte de nuestra persona, nos ilumina un rincón oscuro, nos devuelve la esperanza sobre nosotros mismos, a quienes la prisa importante y cualificada no nos deja mirar, contemplar, reposar la mirada, ver. «¿Qué habría podido suceder en adelante si ese hombre opulento hubiese abierto su mesa a la riqueza inmensa que, sin saberlo, Lázaro le traía'?. Cada una de estas páginas está llena de salud y de sanación para las diferentes dimensiones de nosotros mismos. Tanto los encuentros con Dios en la oración reposada o fugaz como los encuentros verdaderamente humanos nos sacan de las parálisis que nos atrofian la existencia. Se puede abrir en cualquier página como el que abre una fuente. Pero no es un libro inocente. Lleva dentro una exigencia profunda: «Hay que nacer de nuevo para ver el reino de Dios» (Jn 3,3) y, al mismo tiempo, hay que «cuidar y abrazar la vida de los otros allí donde se encuentra más amenazada». Este libro es un colirio para los ojos en medio de tantas visiones de exclusión, de competencia, de desesperanza, como si a Dios se le hubiese agotado el amor y la creatividad para nuestro mundo herido por la fragmentación, el desencanto y el miedo. BENJAMÍN GONZÁLEZ BUELTA, SJ

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EN una de sus historias, Eduardo Galeano, recoge un encuentro delicioso: «En algún lugar del tiempo, más allá del tiempo, el mundo era gris. Gracias a los indios ishir, que robaron los colores a los dioses, ahora el mundo resplandece; y los colores del mundo arden en los ojos de quienes los miran. Ticio Escobar acompañó a un equipo de la televisión que viajó al Chaco, desde muy lejos, para filmar escenas de la vida cotidiana de los ishir. Una niña indígena perseguía al director del equipo, silenciosa sombra pegada a su cuerpo, y lo miraba fijo a la cara, muy de cerca, como queriendo meterse en sus raros ojos azules. El director recurrió a los buenos oficios de Ticio, que conocía a la niña y entendía su lengua. Ella confesó: -Yo quiero saber de qué color ve usted las cosas. -Del mismo que tú, sonrió el director. -¿Y cómo sabe usted de qué color veo yo las cosas?»'. ¿Llegaremos algún día a aprender a mirar por los ojos de los sencillos y pequeños de este mundo como miró Jesús`? El contenido de este libro brota de historias y miradas buenas recibidas y encontradas. Sus capítulos han surgido en distintos momentos y en contextos diversos. No es un libro hecho de principio a fin y de manera lineal. Está más bien tejido al modo de las mantas traperas que se usan en Canarias, que se realizan trenzando trozos de telas diferentes. Así, se han ido entrelazando distintas experiencias, lecturas hechas (también cine) y vida compartida. Por eso no tiene más unidad que aquella que nosotros mismos buscamos adentro, entre esos fragmentos cotidianos que hilan con otros nuestra existencia. Cuando nos abrimos a otras miradas, cuando llegamos a poder mirar por los ojos de aquellos que están en un lado de la vida distinto del nuestro, se ensancha la capacidad de 19

percibir y agradecer la realidad. Nuestros modos de mirar dependen del lugar donde estamos situados. Las historias recogidas quieren llevarnos en esa doble dirección: aprender a mirar por otros, intentar ver lo que ellos ven, entrar en su tierra, recibir su savia y, a la vez, cuidar y abrazar la vida de los otros allí donde se encuentra más amenazada. A Muhammad Yunus, el último Premio Nobel de la Paz, conocido como «el banquero de los pobres» por su hermosa tarea de ofrecer microcréditos a personas sin recursos, le preguntó un periodista: «¿Cual es la lección más revolucionaria que ha aprendido de los pobres?». Él respondió sin titubear: «Lo más grande que he aprendido es que cada ser humano posee un potencial ilimitado; la lástima es que nos conformamos con arañar la superficie». Del hilo de ese potencial ilimitado que todas las personas llevamos dentro quisiera tirar en este libro, a través de distintas miradas a iconos del Evangelio y de la vida. Miradas que corresponden a cada uno de los capítulos y que trenzan un tapiz de rostros y de experiencias: la sabiduría de las mujeres, la encarnación, la entrega que libera, los cansancios habitados y deshabitados, el poder sanador de la amistad; nuestro anhelo de oración y las dificultades que encontramos para vivirla, la necesidad de enseñar a orar a los jóvenes; y, al final, algunos encuentros inesperados y sanadores, esa luz que irrumpe de repente, y la alegría y el asombro ante la inmensa riqueza y sencillez del Evangelio para encender nuestras vidas. Necesitamos suplicar, como aquellos ciegos del relato de Mateo: «Señor, que se nos abran los ojos» (Mt 20, 33), para poder reconocer y agradecer, descubrir puertas donde antes veíamos muros. Hoy nos tientan muchas cegueras: no se ven los que no cuentan económicamente, y hay millones de personas consideradas invisibles. Estamos amenazados por la ceguera de la seguridad, y los diferentes nos resultan extraños. Vivimos cegados por la prisa y el autocentramiento; y las fracturas humanas, las divisiones de cualquier rango, embotan nuestros sentidos y nos ciegan sobre nuestra unidad esencial. Vamos a dejar que el Evangelio y los otros nos vayan quitando las vendas, nos vayan sanando la vista, nos vayan despertando, y podamos llegar a ser hombres y mujeres de ojos grandes, que contemplan la vida en su hon dura y en su vulnerabilidad, y también en sus infinitas posibilidades. Necesitamos volver a recibir, una y otra vez, esa mirada primera y originante de Dios que puso sus ojos sobre la creación, que los pone sobra cada criatura, se fija en ella y la ve buena y preciosa. Toda nuestra tarea consiste en recuperar esa mirada de bendición 20

sobre nosotros y sobre el mundo. ¡Con cuánto mayor motivo sobre aquellos rostros que no encuentran razones para ser considerados buenos, hermosos y atractivos...! Ojalá que los relatos y las experiencias de este libro, como un pequeño tapiz de miradas, nos den alas para el viaje compartido de nuestra vida y podamos mirar por otros y recibir adentro aquella bienaventuranza de Jesús: «dichosos vuestros ojos porque ven» (Mt 13,16). Santa María de Huerta, 3 de julio de 2009 Festividad de santo Tomás

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HILDEGARD von Bingen es una mujer apasionante, un paradigma femenino en plena crisis, en el agitado clima espiritual europeo de los umbrales del siglo XII. Fue mística, visionaria, escritora, compositora, fundadora de dos abadías y una mujer que sanaba. En una ocasión le llevaron a su monasterio a una mujer que decían estaba poseída y manifestaba signos de una locura difícil de sobrellevar. Ella no quiere dejarla en el hospicio, ni en la enfermería, ni tampoco en la casa de la caridad. Las monjas se aterrorizan al ver que va a alojarla en el monasterio. «¿Cómo podemos aceptar una carga tan pesada`? - le preguntan-. ¿Cómo podemos trabajar y rezar con una loca entre nosotras?». Hildegard les respondió: «Hijas mías, os suplico que confiéis vuestros temores a la Dama Sabiduría. Mientras tengamos a esta mujer a nuestro lado, no debemos juzgarla. Nos ha sido enviada en calidad de maestra, como un espejo, un desafío para que nos enfrentemos a los demonios que duermen en nuestro interior y ansiamos expulsar»'. Me impresionaron estas palabras y me hicieron pensar si será también así en nuestra vida. En el tiempo que vivimos, las crisis personales, económicas, religiosas... ¿se mostrarán ante nosotros en calidad de maestras`? ¿Como un espejo, como un desafío para aprender a vivir más humanamente, con más amor desplegado en la historia`? Al final del relato, después de muchas vicisitudes, Hildegard consigue liberar a la mujer y pide que «el Espíritu recupere el sitio que le corresponde en su interior, y ella conozca al fin su gozo». ¿Será ésta también nuestra tarea ayudarnos unos a otros a dejar que el Espíritu ocupe el lugar que le corresponde en nuestro interior, en el interior del mundo, y así éste conozca su gozo y su sentido...`? Decía Raimon Panikkar, en una entrevista que le hicieron con motivo de su noventa cumpleaños: «La gratuidad es un sentido que hemos perdido; por eso hemos perdido también el sentido de Dios». Vamos a mirar a algunas mujeres del Evangelio de Lucas. Sus historias nos invitan, en tiempos de crisis, a tejer vínculos de sanación, a recuperar el sentido de la gratuidad en nuestra vida cotidiana y a dejar que el Espíritu ocupe el lugar que le corresponde. Hace ya más de dos mil años que se cuentan sus historias ¿Tendrán todavía algún secreto que revelarnos a nosotros hoy`? Curvados sobre nosotros mismos 23

Albert Nolan ha escrito un libro muy integrador: Jesús, hoy. Una espiritualidad de libertad radical. En él comenta, desde su experiencia en Sudáfrica, el enorme individualismo con que vivimos la espiritualidad en Occidente. Esa curvatura que nos tiene pendientes de nosotros mismos. Señala Nolan que, frente al progresivo vacío de las iglesias en Europa y en Norteamérica, en África ocurre lo contrario: «Las iglesias están llenas, y las personas se agrupan en las celebraciones para apoyarse y sentir la unicidad del canto y la oración armonizados. Se da la búsqueda de espiritualidad y sanación en la solidaridad de una comunidad. Mientras que en las iglesias de tipo occidental cada uno se sienta lo más lejos posible de los otros». Necesitamos ir más allá de nuestro egocentrismo, porque una espiritualidad privatizada sólo nos puede ocasionar una enorme soledad. El icono de la mujer encorvada puede reflejar este aislamiento (Lc 13,10-17). Cuenta el Evangelio que era sábado. Jesús estaba enseñando en la sinagoga, y había allí una mujer que, desde hacia dieciocho años, estaba poseída por un espíritu que le producía una enfermedad: estaba encorvada y no podía enderezarse del todo. La mujer sufre esta condición durante dieciocho años, casi tres ciclos vitales. Vuelta sobre sí misma, sin horizonte, no puede mirar de frente, ni entrar en una relación de reciprocidad, cargando durante demasiado tiempo con un peso excesivamente grande: ¿culpa, vergüenza, resentimiento...? ¿Estaba enemistada con alguna realidad de su propia vida`? Es una mujer que desconoce su verdadera talla. Lleva años bloqueada, privada de su propio potencial. El cuerpo de esta mujer, sea cual sea la realidad que lo mantiene curvado, emite una petición callada de ser sanado. Su cuerpo encorvado se hace texto, lenguaje, grito, petición. Nuestro cuerpo habla más con más veracidad que nuestras palabras, lo que irradiamos revela algo acerca de nosotros. Y hay cuerpos que piden en silencio curación. Es preciso interrogar a los cuerpos para que nos cuenten sus historias guardadas: sus secretos, sus dolores, sus vivencias. Debemos ser capaces de leerlos y respetarlos, para poder devolverles su armonía y su belleza originales. «Llama la atención que las mujeres en el Evangelio no son afligidas por enfermedades clásicas - ceguera, sordera, mudez, parálisis-, que, según las profecías del Antiguo Testamento, el Mesías venía a sanar. Sino que las mujeres aparecen sanadas de enfermedades que no tienen paralelo con las de los varones: fiebres, curvaturas, hemorragias, muerte. No se trata de miembros o extremidades afectadas, sino de dolencias que afectan a la persona entera, de modo que la sanidad tiene también el efecto de restauración social, de reintegración en la red de relaciones. Su sanación es señal del 24

surgimiento de una nueva manera de configurar las relaciones» (Elisabeth MoltmannWendel). Narra el Evangelio que Jesús, «al verla, la llamó y le dijo:

Ojos que ven Jesús la vio. Toda la realidad nos entra por las puertas de nuestros ojos. Cultivar la espiritualidad en nuestra vida cotidiana tiene que ver con aprender a mirar de otra manera. Con dejar de pasar a los demás, y todo cuanto acontece, por el filtro del propio yo, y aprender a observar sin calificar, sin medir, sin enjuiciar; simplemente, recibiendo lo que hay, dejándolo ser, dándole espacio. Jesús nos habla del ojo sano. «Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mt 6,22). Dieciocho años llevaba esta mujer encorvada, y nadie la había mirado como Jesús aquel sábado. Necesitamos sanar nuestra mirada; la sanan el silencio y la capacidad de asombrarnos. Llegar a ver es algo que produce tal apertura y contento que Jesús hizo de ello una bienaventuranza (Mt 13,16). El jefe de la sinagoga reprocha a Jesús su curación en sábado. Entre todos aquellos hombres que contemplan la escena, sólo Jesús es capaz de ver a la mujer en su realidad herida y en su confusión, llamarla y tocarla en su ser más hondo. Al buscarla con la mirada, Jesús la hace salir de su soledad y de su anonimato. Importa para él. Y ya eso solo nos trae salud: saber que somos únicos y amables para alguien. Jesús sanaba a las personas amándolas allí donde estaban. Hizo del tiempo sagrado, el sábado, un tiempo de sanación. Un ojo sano, una mirada sana, es aquella que sabe ver al otro en lo mejor de sí mismo, en su misterio único, en su originalidad, en todo su potencial latente aún por acontecer; y que sabe también aceptar sus aristas, su parte de sombra, sin rechazar nada. Una mirada que descubre la vulnerabilidad por debajo de la aparente dureza, que reconoce la bendición que se oculta detrás de la herida. Una mirada amable e incondicional que ofrece el espacio para que nuestros nudos puedan comenzar a desatarse. 25

Voces que tocan Jesús va a curarla con su mirada y también con su voz. Al decirle: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad», la está desatando, la está devolviendo a su ser esencial. Hay palabras que nos restablecen la salud. Dicen que hay seres capaces de ser curados por una voz, por el material sonoro de una voz determinada. ¡Cuánto anhela nuestro corazón escuchar esa invitación: quedas libre...! Quedas libre de lo que otros puedan decir o pensar; libre del dominio de nuestras compulsiones; libre para amar sin defensas; libre de lo que crees saber sobre ti y sobre los demás. En el fondo, quedamos liberados para ser nosotros mismos, para poder estrenarnos, para entrar en una relación nueva con la realidad. Somos seres de palabras y somos también seres de silencios. En nuestro mundo hemos empequeñecido el don de la palabra, las palabras tienen poco valor, y por eso necesitamos volver a recibirlas en el silencio, porque sólo el silencio restaura la integridad de nuestras palabras. Esas palabras con poder para sanar, como la que Jesús pronunció ante aquella mujer encorvada: «Quedas libre». Cuando Etty Hillesum es internada en el campo para judíos de Westerbork, en Holanda, en espera de ser deportada, lee la Biblia para vivir. Por enésima vez lee el himno al amor de Pablo y nos relata con sencillez lo que le sucede mientras recibía estas palabras: «¿Qué estaba pasando en mí mientras leía este texto`? Todavía no lo puedo expresar muy bien. Tenía la impresión de que una varita mágica venía a tocar la superficie endurecida de mi corazón y al instante hacia brotar de él fuentes ocultas. Y me encontré arrodillada de repente... mientras que el amor, como liberado, me recorría toda entera, liberado de la envidia, de los celos, de las antipatías...» 3. Necesitamos recibir palabras que toquen nuestras superficies endurecidas y nos liberen de tantas ataduras que no nos dejan respirar con hondura, ni mirar compasivamente, ni considerar la belleza de la diversidad y la diferencia. También nosotros buscamos personas que puedan decirnos palabras para vivir y somos urgidos a entregar a los otros una palabra de vida. De Jesús decían que enseñaba con autoridad y no como los escribas y fariseos. Él tenía la gracia de conceder autoridad a cada persona, de devolverle su dignidad, de remitirla a sí misma, de ayudarla a conectar con su ser profundo. Nunca decía: «Yo hice esto por ti..., o yo te dije...». Remitía a la persona a su ser más hondo: «Tu confianza te ha sanado». Tu divinidad interior, el Dios que hay en ti.

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Manos que conocen el silencio Jesús, terapeuta precioso del Espíritu, lleva a esta mujer a dejar emerger al Dios que habitaba en ella. Y para eso necesita dar un paso más: establecer con ella un contacto sanador. Liberar las fuentes del amor que permanecían ocultas y obstruidas. Su herida se convertirá para ella en el lugar de la experiencia de Dios. Cuando venimos al mundo, lo primero que experimentamos es que alguien nos recibe y nos toca, y también seremos tocados por última vez algún día. ¿Hay acaso amor verdadero que no extienda la mano para tocar y abrazar la realidad del otro`? El contacto es sinónimo de calor, afecto, atención, presencia y ternura. También expresa reconocimiento y seguridad. Necesitamos tocar y ser tocados para vivir, necesitamos una espiritualidad que arraigue en nuestras manos. Señala el Evangelio que Jesús «le impuso las manos, y en el acto se enderezó y daba gloria a Dios» (Lc 13, 13). La mujer se abre ante Jesús cuando la toca. ¡Qué poder tienen nuestras manos cuando las tendemos llenas de bendiciones...! ¡Qué fuerza sanadora cuando aprendemos a tocar bien, a tocar despertando esa vida profunda debajo de la piel...! Impresiona constatar que la mujer no tiene que hacer nada fuera de su vida, ni siquiera ir al templo u orar, para dar gloria a Dios. Es su propio cuerpo puesto en pie, es su propia vida circulando sin ataduras, la liberación de sus fuerzas afectivas, la posibilidad de mirar otros ojos sin temor y de entrar en comunicación... lo que le hace experimentar una relación nueva con la vida. Respirando con hondura da gloria. Sólo respirando y siendo ella misma. Al tocarla, Jesús abrió la fuente originante de su vida. Todos somos un poco como esta mujer y podemos reconocernos en su anhelo de sanación y de abundancia de vida. Y, en algunos momentos, todos podemos ser también como Jesús para los demás, cuando nuestra mirada está sana, nuestras manos conocen el silencio y nuestra voz es capaz de tocar con calidez la vida profunda y escondida de los otros. La vida como ofrenda Hay una mujer que supo tocar con su gesto la vida de Jesús. Muy poco se nos dice de ella en el Evangelio; sólo que, mientras para muchos ojos pasa desapercibida, la mirada de él la descubre y la ensalza: «Alzando Jesús la mirada, vio a unos ricos que echaban mucho en el arca del 27

Tesoro; vio también a una viuda pobre que echó dos moneditas, y dijo: "En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado de lo que les sobraba; ella, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo lo que tenia, su vida entera"» (Lc 21,1-4). No hay más comentarios, ni prosigue la escena. Jesús lo ha dicho todo. Ha descubierto en aquella mujer una actitud espléndida: el comportamiento de alguien que lo espera todo de Dios. Nos encontramos ante una mujer sin nombre, no sabemos si joven o mayor, de quien sólo sabemos que era viuda, que ha vivido pérdidas. Y Jesús nos hace mirar la magnanimidad, la generosidad de esta mujer en medio de su pobreza y cómo se deja abrazar por la inseguridad. Las viudas, en el sistema socio-jurídico de entonces, eran las personas más desprotegidas de Israel. Habiendo perdido al marido, que le daba protección y sustento, una viuda quedaba sin nadie que velara por ella. No tenía aval, no tenía seguro de vida. El gesto de esta mujer es todo lo contrario de controlar y guardar lo que tiene. Su atrevido gesto la deja abierta, vacía y disponible para recibirse de una vida mayor, para confiar en la bondad del Misterio. «Mirad los lirios del campo» (Mt 6,28), dice Jesús. La mirada de Jesús nos devuelve a la maduración silenciosa de la naturaleza, a nuestra cotidianidad, a lo más simple, a aquello que, por no ser extraordinario ni devenir interesante, se nos presenta como una tierra neutra en nuestra vida. Y, sin embargo, estamos pisando nuestra tierra prometida sin saberlo y, al no reconocerla, no podemos agradecerla ni disfrutarla con otros. La realidad cotidiana es nuestra zarza ardiente, el único lugar donde el Espíritu se nos manifiesta y donde nos espera, y nos vamos descalzando cuando aprendemos a estar enteros en ella, cuando la vivimos en clave de donación, cuando se nos vuelve pura gratuidad. Etty Hillesum decía en plena deportación: «En adelante, todo me pertenece, y mi riqueza interior es inmensa»'. Ella encuentra en el Evangelio una imagen que le sirve de apoyo en la búsqueda de su identidad: los lirios del campo. «¡Cuántos bienes poseo aún, Dios mío! - dice Etty cuando está haciendo la lista de los objetos que meterá en su saco de deportación-, y querría ser un lirio del campo». Como la viuda pobre, Etty entregó su vida entera, se hizo en aquellas condiciones pura donación: «Tú que me has enriquecido tanto, Dios mío, permíteme también dar a manos llenas». En el acto de donar, el dinero que echaban los que más tenían hacía mucho ruido al caer, las dos monedas de la viuda apenas suenan. Hay que tener un oído que vela para descubrir ese gesto silencioso de una mujer que vive ofrecida porque no retiene nada. 28

De nuevo la necesidad del silencio para escuchar las voces profundas, la variedad de sinfonías que acontecen en lo ordinario de la vida. Somos invitados a conciertos cotidianos que apenas podemos sospechar, distraídos como estamos por tantos ruidos y efectos especiales. En el silencio de su ofrenda, en su pequeñez, en la sencillez de su gesto, esta mujer nos enseña a vivir con gratitud, a no guardar, a no aferrarnos, a no apegamos. Nos enseña a estar abiertos para dejarnos llevar allí dónde la vida precisa de nosotros. Nos invita a atrevemos a echar todo cuanto tenemos, a agradecer cada instante que se nos da a vivir, a vaciar nuestro cuenco cada vez, porque ese gesto es lo que da sentido a nuestra vida y vuelve fecunda también la de otros. Como aquella viuda de Sarepta que alimentó a Elías con lo único que tenían para sobrevivir ella y su hijo (1 Re 17,7-16), y el profeta le dijo: «No tengas miedo... que el cántaro de harina no se vaciará». Pasar de nuestras manos aferrantes a unas manos que se extienden para ofrecer y compartir. Aquello a lo que estamos apegados nos ata, y lo que poseemos nos posee. Para estar sanos necesitamos ser capaces de tomar, de abrazar y de soltar. Lo que nos impide estar disponibles para Dios va siendo evacuado, y poco a poco nos vamos acercando cada vez más a nuestro centro. Egide van Broeckhoven, un jesuita obrero que murió a los treinta y cuatro años cuando unas enormes placas de hierro le ca yeron encima, lo expresaba así: «Abandonarme a mímismo para tener la osadía de perderme en Dios, en mis amigos, en los seres humanos que viven aquí» 5. Reencender la compasión y la alegría En los relatos del Evangelio de Lucas hay dos mujeres que experimentaron hasta el fondo el don de la gratuidad, y su lugar de carencia se convirtió en lugar de abundancia. Las dos descubrieron el poder sanador de las relaciones y la dicha que contienen los contactos personales. Cuando María va a visitar a Isabel, las dos mujeres se encuentran en momentos vitales muy distintos (Lc 1,3945). Isabel en la tercera etapa de su vida, María casi en la primera, entrando en la segunda. Una es estéril y anciana; la otra joven y célibe. Y ambas son portadoras de una vida mayor que ellas mismas, conocedoras del Misterio que crecía en su interior. Debido a su embarazo, las dos se encuentran fuera de la norma social, de lo establecido. Ambas debieron sentir no sólo alegría en el abrazo, sino también la conmoción y las dudas: «¿Qué va a ocurrir'?; «¿cómo nos las vamos a arreglar?». Se apoyan la una a la otra en el momento en que están, en la situación que atraviesan; se 29

reconocen y se confirman. Establecen un vínculo entre sí, se aceptan mutuamente. No se juzgan ni valoran en función de lo que la sociedad considera correcto o incorrec to. Comprenden lo que significa para cada una de ellas que algo nuevo esté creciendo en su interior6. María no va sólo a servir a Isabel; necesita que ella, desde su experiencia, le diga: «¡Adelante, adelante!». Necesita que Isabel la confirme y la bendiga. Y, a su vez, Isabel necesita agradecer el sueño de Dios que las dos comparten y hacen posible. Desde sus distintos momentos vitales, se van ayudar a esperar y a pasar el proceso de alumbramiento. En la vida nueva que se está gestando en ellas, en secreto, alientan al unísono para traer al mundo algo de Dios que estaba oculto. Las dos saben de espera y de dolores de parto. El parto no es un hecho aislado, y se dan en él la contracción y la relajación, el dolor y el placer, la posesión y el desprendimiento, la tristeza y la alegría, el miedo y la confianza. Me impresiona ver que éstos, que las matronas mencionan como momentos del parto, del alumbramiento, son momentos de nuestra vida, de nuestras relaciones. Todos nos reconocemos ahí. Somos parteros unos de otros, y necesitamos cuidar esos procesos cotidianos donde la vida del Espíritu se da a luz y se manifiesta. Los iconos que a lo largo de los siglos recogen esta visita, este saludo, nos presentan a las dos mujeres vinculadas, unidas por un abrazo, por un beso, por una misma alegría. En su modo de entrar en relación, en su manera de dialogar, se presentan en calidad de maestras para nosotros, para nuestra humanidad fragmentada que anhela relaciones nuevas. Decía en una entrevista Isabel Guerrero, una chilena que lidera el Banco Mundial para el sur de Asia: «Hace falta un liderazgo más femenino. El mundo estará mejor cuando los líderes se sientan mejor con su parte femenina, esa que siempre mira a todo el grupo, si alguien se ha rezagado, si se han escuchado todas las voces»'. Isabel y María se hacen valer mutuamente y se despiertan lo mejor. Vivieron una historia de agradecimiento, se encontraron desde el alma y se ofrecieron mutuamente palabras amigas, palabras de liberación y de sabiduría. En la Biblia, la Sabiduría - la «Dama Sabiduría», como la llamaba Hildegard - es relación con toda la realidad. Ella es la amiga del Creador y se une íntimamente al mundo creado. Tiene sus delicias entre los seres humanos, y ningún aspecto de la realidad le es extraño ni ajeno. Llama a todos los pueblos a la existencia en plenitud. La Sabiduría no obra sola, no es el Misterio, pero sí es su compañera, su colaboradora. Su camino es compartir, acoger, alentar, hacer subsistir, dar capacidad, pacificar, integrar, regalar dicha. Aquellos que siguen a la Sabiduría entran en comunión con la realidad. Se la encuentra en la calle, en las plazas, en la casa, en el corazón de la vida (Pr 1,20). Ella enseña al alma a amar todo lo que vive. 30

Necesitamos aprender de la Dama Sabiduría que no podemos existir los unos sin los otros, que precisamos hacer del intercambio y del diálogo un camino de humanización. Vivir el diálogo entre las generaciones, entre los pueblos, entre las culturas, entre las diversas tradiciones espirituales. Vivir el diálogo como posibilidad de un mundo más humano y de una vida con Espíritu. Tejer nuestra búsqueda de espiritualidad y de sanación en la solidaridad de una comunidad. Desmond Tutu expresa hermosamente cómo entienden en África que ser humano es pertenecer a una comunidad, que una persona es persona a través de los otros. Escribe Tutu: «Cuando dices a alguien: "Tú tienes Ubuntu", entonces es que eres generoso, hospitalario, amistoso y compasivo. Compartes lo que tienes. Es como decir: "Mi humanidad está inexorablemente vinculada a la tuya"[...]. No decimos: "Pienso, luego existo", sino "Soy porque pertenezco, porque participo, porque comparto". Una persona con Ubuntu es una persona abierta y disponible a los otros, que afirma a los otros, que no se siente amenazada porque los otros estén capacitados y sean buena gente, ya que él o ella tiene plena confianza en sí mismo, siendo consciente de que pertenece a una totalidad y que, por el contrario, ésta degenera cuando los otros son humillados o empequeñecidos, cuando son torturados u oprimidos». Siendo conscientes de esa totalidad a la que pertenecemos, en nuestro ir y venir de cada día, en la trama cotidiana de tareas y presencias donde se gesta nuestra historia, ¿cómo saber si estamos viviendo de verdad la vida o andamos reteniéndola'?; ¿si la espiritualidad es fuente de sanación y de compasión, si nos lleva a comulgar con los otros, a tener Ubuntu, o si, por el contrario, nos tiene ensimismados y entretenidos? Nos encontramos siempre en proceso, y no somos nosotros mismos, sino aquellos con los que entramos en relación, los que podrán dar cuenta del don. Los que han andado antes este camino nos muestran tres indicadores que nos pueden ayudar. Toda experiencia espiritual auténtica tiene tres aspectos que la caracterizan: «Aporta una libertad enorme, una gran humildad y un amor que todo lo abarca»8. Si el viaje de nuestra vida se va encaminando hacia ese puerto, si vamos experimentando, en medio de nuestras compulsiones y desajustes cotidianos, una libertad adentro, si nos vamos descubriendo cada vez más como todos, de la misma pasta humana, y besamos esta tierra y la humildad ya no se siente una extraña a nuestro lado; y si, en medio de nuestras flaquezas, se va apoderando de nosotros un amor creciente y 31

un respeto hondo por todo y a todos..., entonces ya no somos nosotros, sino la vida del Espíritu la que se ofrece diversa a través de nuestros cuerpos. Iremos creciendo en transparencia y en contento y seremos bendición, un regalo único, los unos para los otros. Como decía Hildegard: «El Espíritu recuperará el sitio que le corresponde en nuestro interior», la vida desbordará de dones y torpemente; pero, sabiéndonos muy amados, encontraremos nuestra integridad y nuestro gozo.

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EN las casas de las Hermanitas de Jesús suele haber una talla preciosísima. Es un niño del color de la tierra, que tiene los brazos extendidos y sonríe abiertamente. Dan ganas de tomarlo y estrecharlo en los brazos. Me recordaba una historia de Galeano titulada el viaje, que él relata así: «Oriol Vall, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien. Otros médicos que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos. Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje»'. Vamos a asomarnos, reconociéndonos ciegos, a ese viaje sorprendente de Dios que es la Encarnación. Durante miles de años, lo hemos estado contemplando sin llegar a poder decirlo todo, vislumbrando apenas unas pocas teselas de luz. Decía Edith Stein: «No basta con arrodillarse una vez al año frente al pesebre para que la vida humana sea inundada de la vida divina; más bien es necesario que toda la vida esté en contacto con Dios». La Navidad es un tiempo plagado de lugares comunes para nosotros, en el que experimentamos emociones conocidas... y también comercializadas, y al que necesitamos acercarnos como si fuera la primera vez. Allí acontece lo primordial y lo profundo. Algo que llama la atención, al contemplar las escenas del nacimiento en Mateo y en Lucas, es que nadie encuentra al niño solo. Se le presiente y se le busca con otros, junto a otros. En tiempos de desplazamientos En círculos concéntricos va abriendo Lucas el tiempo en que acontece la salvación. En tiempos del emperador Augusto, en el nacimiento de la época imperial romana, cuando se imponen las duras exigencias del censo, «una especie de daño colateral visto desde el imperio» (cf. Lc 2,1-5)3. Es una historia de opresión y de injusticia que se va concretar para Jesús en el tributo, el camino y el pesebre. 34

Las informaciones de los medios, las cadenas de televisión, nos van poniendo ojos para mirar lo de arriba, lo que cuenta, lo que vale, lo que impera. Mientras que Belén tira de nosotros hacia abajo, nos pone ojos para lo que no aparece, lo que no cuenta, lo que casi no se ve. En tiempos de desplazamientos forzosos para millones de seres humanos, en la era de la tecnología y de la comunicación virtual, somos invitados a mirar el revés de la historia para encontrar salvación, a buscarla bajo el signo de la debilidad en un entorno prepotente. En esta tremenda y hermosa historia de la que formamos parte, necesitamos ubicarnos bien. No sólo con la cabeza, que ahí lo tenemos más o menos claro, sino con nuestra sensibilidad, con nuestros modos de hablar y de mirar, con aquello que dejamos que toque y afecte a nuestras vidas. Para el pueblo guaraní de la Amazonía, la sabiduría es «sentir el tiempo». Parece casi lo contrario a nuestro modo de ver: querríamos congelar el tiempo, que no pasara, poder dominarlo, exprimirlo al máximo, hasta llegar a abusar de él. Navidad tendría que ser un tiempo para volvernos hacia el interior en medio de la agitación, mirar adentro y dejarnos preguntar: ¿presto atención a la historia que vivimos, a sus dolores y a su belleza`? ¿Reconozco sus poderes (augustos, herodes, quirinos) y la vida vulnerable de Dios alumbrándose en ella a pesar de todo`? Somos iniciados a sentir el tiempo de un modo nuevo, a hacernos amigos de él, a nombrar y acompañar el tiempo que nos toca vivir, a habitar con intensidad la segunda, la tercera o la cuarta etapa de nuestra vida. Cada momento esconde su perla, y es muy hermoso poder llegar a descubrirla. Necesitamos recuperar la fuerza del hoy de Dios para con nosotros, asentir y poder reconocer el tiempo de su venida en tiempos de desplazamientos. Sus pasos los percibimos mientras llega y cuando ya ha pasado, y la historia es el rumor de esos pasos. «Todo lo que llevo caminado son los pasos de Dios que se me acerca, y todo lo que me falta por caminar es Dios, que me abre camino hacia Dios»'. Venimos hacia Él cuanto más nos adentramos hacia el fondo de nosotros mismos y de la realidad. A mayor enraizamiento en el tiempo que nos toca vivir, tanta mayor capacidad para ser sorprendidos en los lugares de abajo de la historia y sentir que es precisamente allí donde la vida nos va madurando. La vida entera se hace pesebre La mañana en que estoy escribiendo esto, desde Gran Canaria, escucho en la radio un terrible suceso que llega a través de un diario senegalés: «Ciento cincuenta inmigrantes murieron hace trece días al partirse en dos el cayuco en el que viajaban en dirección a las islas». Desgraciadamente, nos vamos acostumbrando a estas noticias, y las historias se vuelven a repetir. En el alma de nuestras sociedades y en sus estructuras sigue sin haber 35

lugar para aquellos que más lo necesitan. Las personas que vienen buscando la vida en medio de nosotros carecen de lo necesario para sobrevivir; y, sin embargo, ellos son la estrella que nos conduce hasta el Niño, una luz tan potente que es increíble que nos cueste tanto seguirla. Dios nos invita a mirar la realidad, a recibirla, desde aquellos que no tienen sitio, para los que no hay lugar en la posada. Y sus ojos evitados se convierten en la mirada angular para descubrir el significado del mundo. Es allí donde Jesús nace. Nace al borde del camino, de unos padres que estaban en camino, buscando grietas en nuestras sociedades para darse a luz a través de nosotros. Jung decía: «Tan sólo somos el establo donde nace Dios» 5. Un establo suele oler mal: hay estiércol mezclado con paja y heno. Es una imagen simbólica de nuestro interior y del interior de nuestras sociedades. Todo aquello que hemos reprimido (las necesidades, las agresividades, las aristas que ocultamos, lo no aceptado, lo no reconciliado...) está allí abajo. Necesitamos abrirnos, hacernos permeables, y a veces nos abrimos a través de las heridas. El establo está sin defensas; por eso entran las lluvias y el frío. Pero es precisamente en la apertura de su pobreza donde ocurre el nacimiento de la vida. En los subterráneos, en los submundos de las ciudades y de sus gentes, en los lugares donde huele mal, acontece, desde aquella noche, la manifestación de la gloria de Dios, el perfume de su compasión. Las Marías y Josés de nuestro tiempo no se acercan al pesebre, pues ellos han estado siempre allí, y quien se acerca al Niño se acerca a ellos, que están sumergidos en su luz. Sea cual sea el tipo de pobreza que marca la vida de las personas (material, física, psicológica, de sentido...), esta carencia les empuja hacia el pesebre, y quien se acerca a ellos se acerca al Niño aun sin saberlo. En la presencia de este Niño todo es aceptado, todo encuentra su sitio. Nada se rechaza. Lo sucio y lo que no cuenta, lo despreciable, lo mal mirado, pierde su aspecto desagradable y se unge de calidez y suavidad. Todo queda transformado por la irradiación de la luz que emerge desde dentro, y hay mucho más sitio del que podríamos llegar a imaginar, y mucha dignidad y mucha belleza. «Cuando el hijo ha nacido, toda alma es María», decía Eckhartó. Convertirnos en madre es estar profunda mente abiertos, sin mostrar resistencias, en una creciente receptividad. Hacernos puro sitio, pura capacidad, y la vida entera es pesebre, cueva, espacio sin fondo donde acoger el desplegarse de uno mismo y de los otros, porque, si no nos acogemos en lo pequeño, ¿cómo vamos a saber acogernos en lo grande`? Dice con sabiduría Agnés Agboton, una mujer africana que vive en Barcelona, que cuando estamos receptivos, abiertos, «la llegada de alguien es una alegría y un placer». Y cuenta ella cómo anhela recuperar esas experiencias de encuentro: 36

«En Barcelona podías vivir en un bloque de pisos donde había doce o catorce familias y mantenerte aislado de todas ellas, sin saber si estaban contentos o tristes, si tenían algún problema o alguna alegría, sin más contacto que el ¡buenos días! si te topabas con alguien en el ascensor. Pasé así muchos años..., sin poder preparar un plato que me gustara y llamar a casa de una vecina para ofrecerle un poco diciéndole: "Pruébalo, ¡verás que bueno está!", porque habría sido inconveniente, porque la pobre mujer no habría entendido nada, porque esas cosas en una ciudad occidental no se hacen. Echaba en falta unas relaciones más cercanas y llanas, más espontáneas... En el África que yo conozco, todo el mundo tiene las puertas abiertas, y la llegada de alguien que te ofrece un poco de guiso que ha preparado es una alegría y un placer. Es una señal de deferencia... Sigue sorprendiéndome lo poco que la gente necesita compartir»'. Las puertas de la humildad Cuando Dios se manifiesta, aparece la hmanitas, la humanidad (Tt 3,4-7). Humanitas no es únicamente humanidad; significa también ternura. Una persona humana es una persona tierna. Apareció un niño. Y Pablo dice que apareció la ternura y la dulzura de Dios que salva. La verdadera compasión sabe de esta ternura y de esta reverencia ante el otro; no es únicamente una cualidad del modo de ser de Dios, sino el Ser mismo que Él es. El que se da amorosa y delicadamente, el que para darse desciende siempre más abajo, está abajo. Dios toma el camino de la humillación, se hace tierra fértil: posibilitador de todo lo que existe, discreto acrecentador de la vida. Crea y se retira para dejarnos ser. El «sí» de María, su modo libre de consentir, abre las puertas a esta humildad compasiva de Dios. Nosotros necesitamos tres síes más uno para cruzar esas puertas, para recorrer el camino que va de los alrededores de Belén a las afueras de Jerusalén. Dos los recibimos, y los otros dos los damos. El primero que recibimos, y a veces el último que descubrimos, acontece en nuestra navidad. Es el sí primero de Dios a nuestra vida con todo, la afirmación honda que nos tiene en la existencia; en este sí de puro amor respiramos y somos. El segundo es el de aquellos que nos tomaron en brazos al nacer, nuestros primeros cuidadores: nos alimentaron, nos protegieron, nos acompañaron con lo mejor de ellos y también con sus heridas. Su sí nos ha permitido crecer y ocupar nuestro lugar único en el mundo. El tercer sí lo damos. Éste a veces nos cuesta más. Es el sí que nos ofrecemos a nosotros mismos, la asunción de la pro pía vida en su espesor, en su ambigüedad, con los avatares de su historia, y también con toda su belleza y sus posibilidades aún por 37

estrenar. El cuarto sí es el que nos hace más parecidos a Dios. Es el sí que entregamos a los otros para afirmar sus vidas también con todo, sin dejar nada fuera, una afirmación que sana y que potencia. Es el sí que Isabel dio a María cuando ésta fue a visitarla. Está hecho de reconocimiento, respeto y alegría por el trabajo secreto de Dios en cada uno: «Dichosa tú, dichoso tú». Para llegar hasta nosotros, para ofrecer el sí de Dios al mundo, Jesús cruzó las puertas de la humildad amorosa, y el mismo camino nos está abierto a nosotros para llegar a Él. En el libro de la Sabiduría hay una descripción muy hermosa: «Un silencio sereno lo envolvía todo / y al mediar la noche su carrera / tu Palabra todopoderosa / vino desde el trono real de los cielos» (Sb 18, 14). En la noche, en el silencio, vino superando toda expectativa, toda razón, aun toda sabiduría, porque no vino «como guerrero implacable... llevando una espada acerada» (Sb 18,15). No vino como luchador, sino como niño; no vino armado, sino desarmado, como un infans entregado y abandonado a nuestras manos. In fans, significa «el que no habla». El que tiene todo el poder y el honor se muestra despojado de poderes y de honores. La Palabra enmudece. El desvalimiento de un niño se parece al desvalimiento de un hombre sometido y despojado de todo en una cruz. Allí tampoco habla ni se defiende; los brazos del niño suscitan amor, los brazos del crucificado lo piden también sin pronunciar palabra. Ambos esperan que alguien responda y diga «sí». Otro modo de expresar este síes decir: te quiero. Pacificados en nuestras ansias Jean Vanier convive en su comunidad de El Arca con personas que presentan discapacidades, y estas relaciones lo han acercado más al fondo de la vida, al fondo de Dios. Él lo expresa así: «Durante más de treinta años, he estado compartiendo mi vida con hombres y mujeres discapacitados, a veces con una profunda discapacidad. Y día tras día descubro esta verdad: nos necesitamos unos a otros. Comprendemos con facilidad que alguien débil necesite de alguien fuerte, pero nos cuesta más entender que alguien fuerte necesite exactamente igual de alguien débil... Necesitamos personas que sean pequeñas y vulnerables»8. Es increíble que la pequeñez y la vulnerabilidad sean las tarjetas de visita de Dios. La Navidad es el memorial de esta verdad, que una y otra vez se nos olvida. No nos tiende la mano desde arriba, sino que se muestra necesitado desde abajo. Nos ayuda desde la debilidad. Él también está envuelto en flaqueza (Hb 3,18), como si no hubiera otro modo de poder ser compasivos. Los primeros testigos de este intercambio fueron unos pastores. Sospechosos para sus contemporáneos de hacer trampas y no bien vistos, ellos 38

reciben con asombro una nueva visión sobre la realidad, sobre ellos mismos, sobre sus imágenes de Dios. Su única riqueza para recibir esto es su receptividad; el tener que velar por la noche los tiene en estado de alerta. Vigilantes para que los ladrones y los lobos no da ñen a sus ovejas, ellos están despiertos mientras otros duermen. Mantienen sus ojos abiertos y se ofrecen calor y compañía. En un primer momento, recibir de golpe tanta luz les ciega, y el miedo se apodera de ellos. Siem-pre que tenemos posibilidad de más luz en nuestra vida, rondan también los miedos. Ver de nuevo, ver otras cosas distintas de aquello que creíamos ver, que nos hemos acostumbrado a ver, es también nacer de nuevo, y toda transformación se encuentra bloqueada por el miedo. Al lado del miedo, dentro de su concha, la perla de la alegría aguardando a ser descubierta. Necesitamos despertar el pastor interior que hay en nosotros, nuestra capacidad de atención a la vida, de buscar con otros, de dejarnos sorprender. La luz y la voz ponen a los pastores en marcha. Preciosas mediaciones que movilizan su búsqueda y encaminan con ligereza sus vidas hacia el encuentro. Las señales son mínimas, cotidianas, demasiado sencillas: un niño, unos pañales, un lugar que frecuentan animales... ¿No habrían visto nacer a otros niños de noche y en condiciones de pobreza`? ¿Por qué aquel iba a ser diferente`? ¿Cómo podría ese indefenso niño traer tanta alegría, tanto amor, tanta paz? Precisan ir juntos para descubrirlo: «Vamos a Belén a ver» (Lc 2,15). Hay mucho que ver en Belén, pero no todas las miradas pueden recibirlo. Hay miradas opacas que no se alegrarán, y miradas desconfiadas que no lo entenderán. Sólo las miradas y las pisadas de los pobres y pequeños se admirarán, y la paz del corazón será su recompensa. Una paz que, desde ellos, desbordará. En Belén somos pacificados de nuestras ansias de hacer más y de conseguir más, de nuestras ansias de poder y de retener; y si permanecemos en silencio allí, ante el niño acostado en el pesebre, brotará en nosotros un deseo hondo de ser, de ser aquello que somos ya en el rostro abierto de aquel Niño. Un deseo de honrar cada existencia y de bajar a mirar ese lugar interior no profanado en cada persona, el lugar de su niñez y de su inocencia. Escribía la hermanita Magdeleine que a lo largo de su vida contempló mucho y bebió de las fuentes de Belén: «Desde hace años sueño, como si la viera, una nueva imagen de la Virgen... No una Virgen que estrecha tiernamente al niñito Jesús en sus brazos, sino una Virgen que da al mundo su niño Jesús de unos meses, envuelto en pañales; ella lo ofrece acostado en sus manos con un gesto tan expresivo que todos y cada uno sientan 39

ganas de recibirlo» 9. Dichosos nosotros si podemos gustar y abrazar la paz del corazón que trae este Niño y ofrecerla ampliamente para que otros puedan también recibir su don, sin defensas, sin precios, sin temores. Solamente es un niño «Cuentan que, cansado del trato incesante con la gente, Serafín de Sarov se escapaba a veces a recobrar el aliento a su querido bosque. Un anciano monje les dijo a los que fueron a buscarlo: "No tendréis muchas posibilidades de encontrarlo. Se ocultará entre la maleza. A no ser que responda a la llamada de los niños. Haced que corran delante de vosotros". Éramos unos veinte los que lo llamábamos: "¡Padre Serafín!, ¡padre Serafín!". Al oír nuestras voces infantiles, no pudo mantenerse oculto, su cabeza de anciano apareció por encima de la maleza... "¡Tesoros míos! ¡Tesoros míos!", murmuraba estrechándonos a cada uno contra su pecho. Lo abrazábamos confiados, felices. Pero el joven pastor Sioma volvió hacia atrás y corrió al monasterio gritando: "¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Allí está el padre ". Sentimos vergüenza; nuestras llamadas, nuestros abrazos, nos parecieron una traición. Al volver al monasterio, la pequeña Lisa, la primera que estrechó entre sus brazos, se acercó a su hermana y, tomándola de la mano, le dijo: "El padre Serafín pone cara de estar viejo. Pero es un niño como nosotros, ¿verdad, Nadia?"10 Emociona sentir que también Jesús fue un niño como nosotros. Solamente un niño. Celebrar la Navidad, honrar y reverenciar el nacimiento de Jesús, tiene que ver también con poder honrar nuestras raíces y nuestro modo concreto de acontecer. Todos nacemos formando parte de una red de relaciones que se va ensanchando a lo largo de la vida: nuestra familia de origen, los demás parientes, las relaciones que libremente vamos estableciendo... Jesús pasa también por estas redes y las asume. En su árbol genealógico no sobra nadie (cf. Mt 1,1-16), y las mujeres que aparecen en él dan cuenta de hasta qué 40

punto nuestra vida está mezclada, y cada color, aun los de tonos más oscuros, y cada sabor y cada rostro tienen su aporte en nuestra historia de salvación. Es muy importante en esta historia dar un sitio a todos los que forman parte de nuestra familia de origen, no excluir a nadie. Dar su nombre y su lugar a todos aquellos que, a su vez, hicieron sitio para nosotros y nos sostienen desde atrás". Nuestro primer don es la vida que recibimos; no nos pertenece, otros nos la han dado, y nosotros la pasaremos si podemos y la llevaremos adelante. Nos reconocemos hijos de nuestros padres y nos inclinamos con gratitud ante sus vidas y ante aquellos que, a su vez, se la dieron a ellos; y celebramos al mismo tiempo que somos mucho más, que compartimos un vínculo aún más hondo, un nacimiento mayor. «"¿De qué me serviría que Jesucristo hubiera nacido de Dios, y yo no?" - se preguntaba Eckhart-. La misma vida divina que late en el hombre Jesús late también en nosotros»', y nuestro destino es experimentar esta vida. Dios aparece como niño, mostrándonos que la verdadera dimensión del ser humano es hacerse niño, desbloquear en nosotros las fuentes de la inocencia y de la bondad. Para un niño todo es posible, es una inmensa e interminable disponibilidad. «En una carne espiritual callosa, fosilizada, endurecida, Dios no puede vibrar. Dios vibra siempre en lo tierno. La Navidad evoca en nosotros aquel niño que fuimos y aquel niño en el cual, cuando soñamos, todavía captamos la presencia de Dios... El niño es un ojo abierto y maravillado ante esta Presencia»13 Como ciegos tocados por la luz En los orígenes de Jesús, ya en sus primeras etapas, comienza a hacerse el boceto de lo que se va a desarrollar después. En torno a él se mueven personajes oscuros, y otros tocados por la luz. Los que no son capaces de verlo ahora serán también los que acabarán rechazándolo al final. Siempre me ha impactado esta afirmación del prólogo de Juan: «Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11), y pensar que también Herodes y los fariseos y el sumo sacerdote eran de los suyos. A veces he caído en la tentación de creerme del lado de los que lo recibieron; pero si miro de verdad mi vida, ¡hay tantas zonas en las que no he sabido recibirlo aún...! Más bien querría sumarme a aquellos que, habiendo sido tocados por la luz, regaladamente, aún ven a los hombres como árboles (Mc 8,24) y siguen necesitando que él toque sus ojos de nuevo cada vez. En la liturgia de la Navidad, san Esteban, san Juan, los Santos Inocentes... son imágenes de luz que se arrodillan en torno al pesebre; frente a ellos, la dura noche y la ceguera; y la luz se proyecta hacia la cruz. Desde el principio, la vida del niño se encuentra amenazada. El antiguo orden no quiere ceder sus poderes y debe mantener a 41

Dios en su lugar. Como los magos, también nosotros nos dirigimos primeramente a los palacios de nuestra sociedad del bienestar y a los herodes contemporáneos, hasta que nos damos cuenta de que allí no encontramos lo que vamos buscando, que allí se anula y se anestesia la vida, esa vida de Dios que quiere crecer en nosotros. Sólo cuando nuestros ojos se abren, como se abrieron los cofres de los magos ante el Niño, descubri mos asombrados que no hay nada que no sea su epifanía; que no es que Dios no se manifieste, sino que nos faltan ojos para descubrirlo. Los magos de Oriente son el símbolo de tantos hombres y mujeres que en cualquier parte del mundo, desde otras sendas y tradiciones espirituales, se preguntan, buscan y caminan. Una leyenda los presenta como un rey joven, otro anciano y otro negro, queriendo significar que todos los ámbitos del ser humano se hacen patentes a lo largo del camino, hasta poder encontrar al niño y adorarlo. Según esta leyenda, los magos pierden la estrella justamente antes de llegar, y fueron los pastores, las potencias del corazón, quienes les enseñaron el camino. El oro del amor, el incienso de nuestros anhelos y la mirra de nuestros dolores y de aquello que sana las heridas son entregados al que nos lo ha dado todo primero. Una vez que la luz del Niño nos toca, ya no podemos seguir por el mismo camino; el camino de la epifanía es ahora el nuestro: descubrir el amor y manifestarlo. Descubrirlo donde no esperábamos y llevarlo a otros por donde aún no sabemos. Como ciegos tocados por una luz que nos indica los modos: en vulnerabilidad, en pobreza, en humildad, en alegría. Dice el escritor africano Sobonfu Somé: «El nacimiento es la llegada de alguien venido de fuera que debe sentirse bienvenido. Es necesario que tenga la impresión de llegar a un lugar donde los seres humanos estén preparados para recibir sus dones»14. Quizá toda nuestra vida, de cara a Dios, sea esta preparación. Recuerdo una casa muy pobre en Copiapó, Chile, y en ella una capilla, con mucha luz, de las Hermanitas de Jesús. Allí tenían como su mayor tesoro, sobre un paño tejido en tonos vivos, el niño del color de la tierra sonriendo y con sus brazos extendidos. Hace unos años, ellas enviaban una felicitación; vamos a dejar que hoy sea también la nuestra. Brota de unas vidas arrodilladas ante el pesebre y ante los otros:

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15. Felicitación de Navidad de las Hermanitas de Jesús. Roma 1996.

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No resulta fácil escribir sobre la entrega. He leído sobre vidas entregadas, y la mayoría de las veces se trataba de personas que se encontraban en América Latina, África o Asia. Me venía a la memoria el rostro de una mujer de mi barrio que vive para los demás y el de otras compañeras. Iba a los textos del Evangelio donde Jesús habla de dar la vida, de perderla por él y por su causa, de entregarla generosamente; pero no acababa de encontrar por dónde tirar. Hasta que, una tarde, me vi preguntando: «¿Qué vida entrego yo, Señor, si no me falta de nada`? ¿Qué puedo saber yo realmente sobre lo que es dar la vida si me siento tan tibia?». Me he ido llenando de posesiones buenas, de actos que no están mal, de palabras que me justifican y me dan cierto sentido en lo que vivo, pero a solas conmigo misma lo que me brota dentro es: «Apártate de mi, Señor, porque aún soy una mujer con mi vida celosamente guardada». Y fue entonces, a partir de este momento, cuando sentí venir las palabras. Anhelamos algo más Aquel hombre rico se había acercado a Jesús con urgencia. Corrió hacia él, se arrodilló al verle y le preguntó (Mc 10,17). Esto nos causa sorpresa, pues es de suponer que tenía todo lo que hoy se nos propone como meta: juventud, riqueza y status; lo que la publicidad impone y nosotros perseguimos más o menos conscientemente. Sin embargo, parece que sentía que algo le faltaba en la vida. Todos somos como el joven rico en el momento en que se acerca a Jesús. Estamos demasiado ocupados por nuestras cosas, llenos de lo que hemos ido consiguiendo y creemos tener; pero también todos anhelamos, sabiéndolo o no, esa vida que el Evangelio llama eterna, esa disposición del corazón, y del cuerpo, para aprender a vivir como es propio de Dios, pues hemos sido creados para esta realidad. Y si no somos capaces de desprendernos de lo que creemos saber de nosotros mismos para seguir a Aquel que enseña a vivir, también se nos dejará partir, porque no puede imponerse, porque uno sólo puede mostrarlo y esperar que el otro lo tome. «Jesús lo miró fijamente con cariño [...]. Él se marchó entristecido, porque poseía muchos bienes» (Mc 10,22). Si no carecemos de nada, o de casi nada, ¿qué nos pasa que no estamos contentos`? La tristeza nos avisa, y corremos el peligro de no escucharla, de no prestarle oído. Ella es buena compañera, porque nos revela que hay en nosotros un anhelo mayor, nos señala que nos estamos alejando de las fuentes de la vida, del lugar del corazón. Dice Joan 45

Chittister que «nos hemos metido demasiado dentro de nosotros mismos y nos hemos distanciado del centro de nuestra vida»'. ¿Cuál es ese centro`? Las puertas de los rostros Carmensa es una mujer que se quedó viuda hace años. Después de sus largas jornadas como limpiadora, saca adelante a sus hijos, a su padre y a unos hermanos que también viven con ella. Es buscada en el barrio por los inmigrantes y por aquellos que pasan necesidad. Siempre está, y ellos la encuentran como a una madre. No la traigo aquí por lo que hace - otros hacen mucho más-, sino por el modo en que lo hace, porque la veo hacerlo sin que le pese, con extrema ligereza, como si se entregara con el goce propio del juego, y da la impresión de que ella misma fuera la agraciada en cada intercambio. La he visto llorar porque unos argentinos no pudieron salir adelante y tenían que regresar a su tierra. Todas las inquietudes de las personas que va encontrando caben en su corazón, y su rostro está encendido, como si también la luz se posara en ella con generosidad. Tiene tiempo. Es de las pocas personas en el último año a la que no he visto con prisas, ni agobiada por todo lo que tiene que hacer, ni mostrando la cantidad de cosas que ha realizado en un día. Ella está allí donde está. Por eso me vino su recuerdo al intentar decir algo acerca de qué es y qué no es dar la vida, según los cristianos. Esta mujer se muestra como una presencia cálida y abierta en la que se puede descansar. Encuentras espacio cuando llegas a ella: está vacía de sí misma y cabes en su vida. Está ahí y tiene un lugar que ofrecerte. Hay en ella una sana despreocupación propia que le permite tener su atención disponible hacia el otro. Y la ves continuamente sonriente; no recuerdo haberla oído quejarse ni una vez, y en muchos momentos me he preguntado dónde guarda el secreto que le permite dar su vida con tanta ligereza y «anchura». En cambio, observo también otros rostros de personas, que me merecen todo el respeto, entregadas desde hace años; y me parecen personas cerradas, como sin brillo, con la sensación de una carga dentro que no les permite vibrar con la realidad. Siempre tienen mucho trabajo. La vida parece pesarles, y a veces hasta amenazarles, y en el fondo se las ve tristes, aunque algunas han empeñado sus vidas en seguir al Maestro. ¿Cómo es posible`? ¿Por dónde se nos va escapando la alegría de ese tesoro por el que un día quisimos venderlo todo`? ¿Será que en el camino hemos vuelto a cargarnos de posesiones`? En ocasiones experimentamos que nos cuesta tirar de la vida. A la pregunta «¿Cómo te va?» respondemos: «Ti-rando...», «sobreviviendo...». ¿Cómo explicarnos que 46

andemos sobreviviendo cuando los de este lado del mundo no carecemos de nada? ¿Cómo es que se nos va la vida y se nos vuelve apática y andamos deprimidos en ella si somos precisamente los de «la calidad de vida», los de las sociedades satisfechas? Quizá se vuelva hoy más necesaria para nosotros aquella pregunta de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?, o ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,26). Y es que caminamos desorientados y escapando cuando andamos lejos de la vida verdadera. Y sentimos que se nos va, que perdemos vitalidad, como aquella mujer que llevaba doce años perdiendo su sangre y privada de relaciones vitales (Mc 5,25). A Carmensa, la vida que se le va es para otros, y es como si cada día la ganara un poco más. En su rostro podemos ver y tocar los secretos escondidos del Reino. Cuando perder es ganar ¡Qué distinto suena lo que nos propone Jesús de lo que señalan los eslóganes de la mayoría de los libros de autoayuda...! (Y no es por hacerlos de menos, pues los hay de todo tipo: unos que de verdad ayudan, y otros que nos distraen del verdadero centro). Me limito a constatar que en este auge de afirmación del derecho a ser uno mismo, a saberme aceptado, a elegir cómo quiero vivir, a cuidarme, a tener mi propio espacio... contrasta por su fuerza y por su paradoja que «el que ama su vida la pierde», que «quien intente guardar su vida - quien vive preocupado por su vida (Jn 12,20-30) - la perderá...» (Lc 17,33). Pero ¿es que acaso es posible amar al Dios que ama mi vida sin amar ésta? ¿Adónde nos quiere conducir Jesús`? ¿Cuál es la perla de gran valor que se oculta en estas afirmaciones? A medida que nuestro ego aumenta, se despreocupa de la vida de los otros y sólo se ocupa de conservar la suya, preguntando ante todo lo que acontece: «¿Qué hay ahí para mi?». Es el modo en que el ego interactúa con la realidad, buscando cómo saciar su hambre: «¿Qué hay ahí para mi?». Eso le hace perder la capacidad de asombrarse y de dejarse afectar por la alegría y el dolor de los demás; todo se convierte en un medio y un instrumento para su propia gratificación. Mientras el yo sea el rey, dar suena a sacrificio. El ego se preocupa, conquista, ejecuta, quiere ser el mejor («Si otros pierden, yo gano») y es obeso por naturaleza. Devorador. «¿Qué hay ahí para mi?». Me viene a la cabeza el título de una película muy hermosa, «Mi vida sin mí» 2, que traigo a colación porque el juego de palabras nos da una pista. Se trataría de sacar el «mi» de nuestra vida. La invitación de Jesús es a perder mi vida, a no apegarme a mi vida para abrirme y recibirme de una Vida mayor, nuestra vida, la vida de Dios en nosotros. Se trataría de quitarnos de en medio para que Dios pueda aparecer (Eckhart). 47

¿Cómo sería poder ver el mundo sin el mi? No aferrarnos al yo-mío-mi. Entonces podríamos ver cuando miramos y podríamos escuchar cuando oímos. Y aprenderíamos a dejar entrar a cada tú como quien recibe al huésped más esperado, y lavaríamos los pies y prepararíamos la mesa de nuestra vida con un gusto tremendo, sorprendidos por los anuncios de fecundidad que otros nos traen (Gn 18,10). Podemos creer que estamos entregados a tope, que llevamos adelante una tarea ingente, todo en aras de la misión de Jesús, y tener un ego que se ha apoderado de los propios quehaceres, que busca aumentar su valor como profesional de las cosas de Dios, que infecta los tejidos sanos y que impide la irradiación de la vida abundante del único Señor de la viña. Como comentaba una compañera mía: «Parece que en las comunidades religiosas tenemos el estrés como virtud», y así nos vamos convirtiendo más en funcionarios que en discípulos. ¡Qué fácil es enganchar en nuestras tareas y en nuestras ocupaciones lo que creemos que nos hace valiosos...! Colgar nuestro corazón en nuestros quehaceres, quejarnos de los que no trabajan tanto ni están tan entregados como nosotros (un religioso me dijo una vez: «Soy el que más dinero gana de mi provincia» [!]). Y estamos, como el fariseo, tan llenos y satisfechos de nosotros mismos que no nos cabe nadie más, no tenemos ojos para las necesidades de los otros ni espacio para las dimensiones más gratuitas y gozosas de la existencia. Corremos el peligro de hacernos cada vez menos permeables al acontecer del Reino, que no es algo que podamos lograr nosotros por nuestros propios méritos, sino que dejamos brotar, que recibimos, que encontramos dentro de la realidad, que agradecemos... como necesitados. «¿Quién de vosotros, por mucho que se preocupe, añadirá un palmo más a su vida?» (Mt 6,27). Es un hecho central de nuestra existencia que la propia vida, por muy valiosa que resulte, no se halla bajo nuestro control. Entonces necesitamos soltarnos: dejar de aferrarnos a nosotros mismos, abrir las manos, abandonar nuestra autoafirmación, para que Dios pueda entrar y actuar en nosotros. Necesitamos abandonar nuestras medidas de seguridad, ser liberados del dominio ciego del ego, para que pueda traslucirse lo que realmente somos, nuestra dignidad más honda: «No es el centrarse en sí mismo lo que confiere dignidad a la existencia, sino el descentrarse, el reestructurarla en favor de los otros» (L.Boff). «No vivo yo - dice Pablo-, sino que es Cristo quien vive en mi» (Ga 2,20). Para entonces había tenido que descubrir que su hombre viejo no reflejaba su verdadera realidad (Col 3,10); que si no tenía amor, no era nada; y que esta Vida no aparece en la fuerza, sino en la debilidad (2 Co 12,9). No es mi vida lo que de verdad se me regala al venir a la existencia, sino poder 48

experimentar la Vida que palpita en toda la realidad'. Dejémonos tocar por las palabras claras de Monseñor Romero, que supo perder su vida para ganarla con el pueblo salvadoreño, para ganarla también para nosotros: «El que quiera salvar su alma - el que quiera estar bien, el que no quiera tener compromisos, el que no se quiera meter en líos, el que quiera estar al margen de una situación en la que todos tenemos que comprometernos-, éste perderá su vida. Qué cosa más horrorosa, haber vivido bien cómodo, sin ningún sufrimiento, no metiéndose en problemas, bien tranquilo, bien instalado, bien relacionado políticamente, económicamente, socialmente... Nada le hacía falta, todo lo tenía. ¿De qué sirve? Perderá su alma. Pero el que por amor a mí se desinstale y acompañe al pueblo y vaya en el sufrimiento del pobre y se encarne y sienta suyo el dolor, el atropello, éste ganará su vida, porque mi Padre le premiará»4. Aprender a recibir de balde Tenemos deseos de entregarnos, pero ¿cómo aprender a hacerlo sin gastarnos compulsivamente, sin volvernos unos dadores interesados que no saben recibir? Comentando acerca de esto con una amiga, ella me decía: «Creo que a veces nos cuesta recibir porque no queremos reconocer nuestras carencias, limitaciones, impotencias... Dejar que el otro me ayude es horrible, porque tengo que reconocer que yo no puedo sola. También me niego a recibir, porque soy celosa de mi libertad, no quiero deberle nada a nadie en un futuro; y si recibo, podría sentirme hasta cierto punto obligada a estar disponible para la otra persona». Recibir nos pone en un estado de vulnerabilidad y de cierta indefensión. Pero si no vamos aprendiendo a recibir en lo pequeño, ¿cómo nos abriremos a recibir un día «el Reino de los cielos que pasa»? Necesitamos convencernos de que no somos mejores personas, ni mejores religiosos, ni mejores padres de familia, cuanto más ocupados estamos, cuanto más llenas tenemos las agendas, porque también el servicio puede pervertirse y volvérsenos compulsivo y hacer deudores a los otros de lo mucho que hacemos por ellos, pasando facturas que no pueden ser pagadas. Buscamos ser eficaces, servir lo máximo posible al «amo-tiempo», y, con el trajín de tantas cosas, acabamos estando ausentes para nosotros mismos y para los demás; se nos va conformando un interior impaciente y perdemos la capacidad de disfrutar con lo que llevamos entre manos. Somos responsables de lo que irradiamos, y flaco favor le hacemos al Evangelio si también nosotros andamos contagiados del ritmo 49

trepidante, competitivo y despersonalizador de las sociedades avanzadas. ¿Qué irradia nuestro cuerpo? ¿Qué irradiaba el cuerpo de Jesús`? Cuando tenemos tanto que hacer, no podemos detenernos ante ningún herido inesperado (Lc 10,30); apenas hay rendijas por las que pueda colarse lo puramente gra tuito; y, vivida así, la vida se nos fragmenta y pierde calidez y hondura. Los otros, a los que decimos servir, son usuarios, destinatarios de nuestras buenas obras, pero no hermanos de vida y de destino. Nos asalta un malestar de fondo y una hiperactividad que nos dificulta los tiempos de silencio y de presencia, y andamos dispersos y desajustados, necesitando que el Amor nos centre y nos ordene la vida. Pues para darnos es preciso recibirnos primero. Tomar la vida para entregarla Estamos acostumbrados a oír que vale más dar que recibir, pero la dificultad nos viene cuando no sabemos recibir, ¿Lavarme tú los pies a mi? (Jn 13,6). Si quiero servir, si quiero lavar los pies a otros sin dejar que alguien haga lo mismo conmigo, no podré hacerlo con manos de amigo, sino con manos de amo condescendiente al que se debe por ello admiración, y el ego se infla, y hago sentir al otro que está en deuda conmigo. Pero el gesto que somos invitados a dejarnos prodigar es un gesto puramente gratuito, que brota del deseo del amor y no de la necesidad de reconocimiento; un gesto que purifica nuestro modo de servir y nos iguala a todos. El mismo Jesús se dejó hacer por una mujer primero (Jn 12,3), pues sólo cuando soy capaz de recibir de balde, estoy en condiciones de poder ofrecerlo gratis también. «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35), pero no somos nosotros los primeros que damos: doy en el Dador Universal - amo en el amor por el que soy amada primero-, y de allí me recibo para entregarme. Ésa es la Buena Noticia del Evangelio: que el Reino ya está dado, y se trata de disponernos, de volvernos para recibirlo, para que pueda salir a la luz. Pobres de nosotros cuando nos creemos protagonistas...; sólo Uno es el actor principal, y todos los demás somos compañeros aprendices de reparto. Podemos tener los regalos del Reino en la estantería de nuestra casa y apenas haberlos abierto todavía. Por nuestra propia cuenta no podemos dar ni hacer nada. «Hago lo que veo hacer al Padre», decía el Maestro (Jn 5,19). Sin encontrar el tesoro, iremos cobrando intereses por todo lo que prestemos. Para darlo gratis, gratis de verdad, tengo que experimentar hasta el fondo de mi vida que todo lo recibo en esta Gratuidad. Que allí soy y me muevo y respiro: «Tomar la vida, la felicidad, la salud, como un regalo, sin pagar por ello. Ésta es 50

una posición humilde [...]. La felicidad en una relación depende de la medida en que se toma y se da. Un movimiento reducido sólo trae ganancias reducidas. Cuanto más extenso sea el intercambio, tanto más profunda será la felicidad [...]. Un gran movimiento entre tomar y dar viene acompañado de una sensación de alegría y plenitud. Pero si alguien da sin tomar, al cabo de un tiempo los demás tampoco quieren aceptar nada de él. Es decir, se trata de una actitud hostil para cualquier relación, ya que aquel que únicamente pretende dar se aferra a su superioridad y, de esta manera, niega la igualdad de los demás [...]. De ahí la necesidad de mantener un equilibrio entre dar y tomar»5. Una señal para descubrir cómo andamos en esto de tomar y dar es si el tono vital, en lo cotidiano, se inclina más hacia la queja o hacia el agradecimiento. Nos movemos en ambos polos; pero si predomina la queja, es que siento que doy mucho y apenas se me da nada a cambio, y eso nos vuelve apesadumbrados, nos hace victimizarnos y, en ocasiones, nos trae resentimiento. Si se va inclinando hacia la gratitud el fondo de nuestra vida, si, con algunos vaivenes, ése va siendo nuestro color predominante, significa que el lugar de donde saco el agua para darla es un lugar donde también recibo mucha agua Otro me la da (Jn 4)-, y por eso puedo tomarla y entregarla sin miedo. Nadie me la quita. La dejo entrar y la dejo salir. Sin retener nada. Sin quedarme con nada. Y ese movimiento es motivo de dicha. «Una vida radicalmente libre para servir trae consigo su propio gozo aun en medio de los horrores de la historia» (Jon Sobrino). Y cuánto más nos donamos y nos recibimos, tanto más se va ensanchando la capacidad de nuestra vida para hacernos cauce de la única Vida que nos habita y nos hermana. Entregarnos así nos libera. Nos va haciendo libres de nuestros instintos depredadores, nos quita los miedos. «Cuando ya no se tiene nada, ya no se tiene temor» (Atenágoras). Es una entrega que nos va desarmando, desposeyendo: «Nadie tiene poder para quitarme la vida; soy yo quien la entrega libremente» (Jn 10,18), y nos va adentrando en las dimensiones más oblativas y silentes de la existencia. Tremendamente humanos Por cuenta propia no podemos entregar ni un solo cabello de nuestra cabeza; lo único que podemos hacer es apartar los obstáculos y abrir nuestra vida calladamente a ese Amor que no se reserva, ser bendecidos en el cuerpo de Jesús y allí agradecer - tomar con alegría lo que viene y tomarlo con amor - y dejarnos entregar mucho más allá de lo que hubiéramos podido siquiera imaginar. Otros nos llevarán (Jn 21,18). Pero no siempre da vida lo que pensamos que va a darla. No está en nosotros buscar esa fecundidad; es algo que nos viene, que acontece; es algo semejante a lo que ocurre 51

con la semilla, que no sabe, mientras madura lentamente, en qué se transformará. No elegimos cómo dar la vida; es ella misma la que nos va eligiendo a nosotros, a través del amor y del dolor. Jesús recordó a una mujer en el momento del parto, sus sufrimientos y su alegría (Jn 16,21), para desvelamos con cuánto gozo ponía él en nuestras manos la suya. Recuerdo ahora el rostro del hermano Carlos de Foucauld por la gratuidad extraordinaria que irradiaba. Impresiona descubrir cómo conservó la calma cuando, después de pasar la vida entre Beni Abbés y Tamanrasset sin haber conseguido compañeros, su único balance fue la conversión de un africano y una anciana. ¡Qué poca cosa a nuestros ojos, y qué ofrenda tan tremendamente valiosa para Dios...! Porque él entregó a sus amigos nómadas todo cuanto tenía para vivir (Lc 21,4). Emociona hacer memoria de cuántas mujeres y hombres, de generación en generación, se han convertido en rostros de la Misericordia y, a la manera de Jesús, han ofrecido su vida de golpe o poco a poco. Junto a ellos, necesitamos sumar las historias silenciosas de tantas personas que ayudan a vivir con su presencia, que pueden ser vecinos nuestros, que quizá trabajan a nuestro lado... Personas que desgranan la pasión en pequeñas paciencias cotidianas, que van dando su vida sin brillo alguno, sin voces que lo proclamen, como levadura silenciosa que se disolverá en la masa para poder fermentarla. Pero nosotros no podemos ni medir la levadura ni elegir dónde ponerla. Es Otro quien lo hace en lo escondido. La verdadera entrega se vive, sobre todo, en la vida ordinaria, «en la fidelidad a lo real en situaciones que no escogemos necesariamente»6. «Dad y se os dará. Os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis la usarán con vosotros» (Lc 6,38). Nuestra alegría no consiste en medir lo que damos, ni en tener mucho para así poder dar mucho, ni en esperar algún día ser recompensados, sino que nuestra alegría consiste en vaciarnos para hacer sitio en nosotros a la Medida colmada y rebosante que se nos regala por el hecho de existir. Y vender cuanto creemos tener, soltar cuanto creemos hacer, despojarnos también de los conceptos aprendidos y, sin nada que defender, descubrir que lo único que necesitamos es hacernos cada vez más humanos, ¡tremendamente humanos!, para cruzar la puerta y entrar con todos en la Vida. «En la experiencia de una presencia repleta de amor»'.

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PARTICIPO de la condición de muchas personas de nuestro tiempo que se sienten con pocas energías, sobrecargadas, rendidas, soportando un ritmo que no nos humaniza y que nos vuelve ausentes a nuestra realidad esencial. Necesitamos con urgencia aprender el modo de caminar aliviados, de vivir intensamente sin agobiarnos, de entregarnos sin fragmentamos. ¿Dónde está el secreto`? ¿Tendremos que detener el ritmo de nuestras ciudades y bajarnos de su tren, o necesitaremos aprender a ir en ese tren con otro ritmo adentro, transformando así la condición misma del viaje y sus paisajes`? Vamos a asomarnos a la sabiduría de la Biblia y a la de aquellos que recorrieron antes que nosotros los parajes interiores del descanso verdadero. «Fatigado por la caminata, se sentó junto al pozo». La vida, toda vida, tiene su dosis de cansancio. También Jesús lo experimentó: «Fatigado por la caminata, se sentó junto al pozo» (Jn 4,6). Necesitamos expresar y compartir con otros esos momentos de fatiga por los avatares del camino. ¿Qué vemos si miramos nuestros cansancios? Los especialistas afinarían mucho más, pero de la observación cotidiana creo que podemos nombrar y reconocernos en varios tipos de cansancio: el de aquel que se cansa por andar codiciando más de lo que ya tiene o puede - son las fatigas de la avidez-; el que se agota porque no apoya su vida en el lugar ni el momento en que está (vertiéndose sobre lo que «no es») y vive inquieto y desajustado; el que se fatiga porque trabaja únicamente para sí mismo, auto-referido a su exclusivo horizonte vital; y el cansancio que da el sobrellevar los afanes, y los rostros lastimados, de cada día. A este último lo llamaremos «cansancio habitado», frente al cansancio deshabitado de los tres primeros. ¿De qué estaba habitado el cansancio de Jesús`? Cuenta el Evangelio de Marcos que los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. Por eso, cuando se dirigían a un lugar aparte para descansar un rato, tuvieron que volverse y dejar que otros multiplicaran sus escasos panes (Mc 6,31). Es un cansancio transido de rostros, que tiene que ver con la vida que se gasta y se pone a rendir por otros: «Le llevaron todos los enfermos y endemoniados» (Mc 1,32). ¿De qué están hechos nuestros cansancios`? Creo que a nosotros nos desgasta el activismo y nos cansa no tener algo que de verdad se apodere de nuestro corazón. Nos desgasta la apatía o el andar trajinados con el propio ego. Nos fatigamos al reincidir en 54

los puntos flacos de nuestras relaciones; nos produce agotamiento el tener que cargar con los desgastes psicológicos propios y ajenos; y no nos dejan descansar los ruidos que nos acechan por todos lados. Cada cual puede añadir los motivos de su desgaste. Nos hace bien reconocerlos y nombrarlos y, vueltos hacia el Evangelio, poder llegar a mirarlos amablemente, porque se presentan ante nosotros, no como lugares donde quedarnos retenidos y pesarosos, sino como momentos oportunos para poder acceder a una dimensión más honda de la realidad. Es una noticia muy buena escuchar que nuestros agobios y nuestros cansancios pueden convertirse en el trampolín que nos lanza hacia una Presencia mayor. Si es un cansancio que nos curva sobre nosotros mismos, ensimismándonos, se volverá deshabitado; si nos lleva a volvernos hacia otro Rostro, hacia otros rostros, entonces podremos encontrar respiro y cobijo allí. Cansados y plenificados a la vez. La seducción del descanso que se puede comprar Llama la atención el que en este circuito de gran centro comercial en que se está convirtiendo nuestro transcurrir cotidiano primen las ofertas que invitan a descansar y rehacerse. Se han puesto de moda las talasoterapias y los masajes, y las clínicas para el descanso y liberar del estrés se han convertido en un negocio lucrativo. Hoy se paga caro un tiempo de tranquilidad y de relax, y más si es en un lugar donde estemos sin que nadie «nos moleste». No digo que no lo necesitemos alguna que otra vez, pero estas salidas son sólo sucedáneos que se quedan en la epidermis y que no apagan nuestra honda sed de descanso. Si pudiéramos comprar más horas para un día, iríamos tras ellas para seguir en el mismo círculo de fatigas. En nuestro andar por casa, solemos decir que «nos descansa la tele por la noche», pero bien sabemos que lo que realmente hace es entretenemos, distraemos; nos evita tener que comunicarnos después del peso del día..., pero no nos procura descanso. Para descansar de verdad necesitamos que cesen los ruidos, y lo más preocupante es que ni siquiera somos conscientes de la necesidad de silencio que padecemos, de un silencio de afuera y de adentro, un silencio suave que nos restaure y nos pacifique. La invitación es a entrar en un descanso saludable que salva cuando alcanza las distintas vertientes de lo humano; no sólo el descanso físico, sino el que abarca también las dimensiones emocionales, mentales y transcendentes que nos constituyen y al que no podemos acceder o, mejor, ser llevados, sin el encuentro con el Silencio. Necesitamos salir de las trampas del descanso superficial que se consume y se devora, hacia la libertad del reposo que se recibe gratuitamente como una tierra anhelada de bendición. ¡Qué significativo, que en la Biblia la maldición vaya asociada a las fatigas 55

(Gn 3,17) y la bendición se realice vinculada al reposo...! La tierra que se promete es una tierra para el descanso: «Hasta que el Señor conceda el descanso a vuestros hermanos, como a vosotros, y tomen también ellos posesión de la tierra que el Señor vuestro Dios les da» (Dt 3,20); y a ese lugar de sosiego y de tranquilidad volverán los exiliados después de un tiempo de penalidades (Jr 46,27). No se trata de un lugar que podamos conquistar, ni mucho menos comprar. Se accede a él sorteando las dificultades del desierto, fiándonos del pequeño maná cotidiano, entrando en la Tienda del Encuentro para salir restaurados. Sólo así llegaremos a habitar descansadamente en nuestra propia tierra. Podremos dejar atrás la tierra de la ansiedad, de la avidez, del desajuste interior, de ser esclavos de las voces de fuera, y entrar descalzos en la tie rra de la confianza, de la aceptación, del tener lo suficiente, donde manan las aguas de reposo adonde Otro nos conduce (Sal 23), y renacer allí de ese agua que brota hacia la vida verdadera. «Dame de beber» (Jn 4,7), pidió Jesús a una mujer en su cansancio, para ofrecerle el Único Pozo donde poder sentarnos y dejarnos aliviar. Y recibir allí la promesa de una tierra interior liberada de fatigas: «Cuando hayáis entrado en la tierra que yo voy a danos, la tierra tendrá también su descanso en honor a Yavé» (Lv 15,2). El descanso que honra la vida Para el pueblo de Israel, en el que hundimos nuestras raíces, hay una dimensión de la vida que no puede entenderse sin el sabbat. En la oración de la tarde del sábado se reza así: «Que tus hijos se den cuenta y entiendan que el descanso viene de Ti, y que descansar significa santificar tu Nombre»'. El reposo del Creador - la menujá, en la expresión hebrea - viene a completar los días de la creación. «...Cuando llego el día séptimo, Dios había terminado su obra, y descansó el día séptimo de todo lo que había hecho. Bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él había descansado de toda su obra creadora» (Gn 2,1-3). Es un día para respirar la creación, pues dice lite ralmente que Dios se tomó respiro, para acogerla, interiorizarla, soltarla y ofrecerla... y volver a acogerla. Menujá no es solamente descanso, ni abstención del trabajo y del esfuerzo, ni liberación de la tensión o de la actividad, sino que tiene un matiz altamente positivo. En el Génesis, Rabá se pregunta: «¿Qué fue creado el séptimo día`? Y se responde: «Tranquilidad, serenidad, paz y armonía...» (10,9). Menujá es más que el cese de la actividad; se trata de un estado en el que no hay temor, ni lucha, ni disputa, ni desconfianza. ¡Cuánta necesidad tenemos de habitar esta experiencia, de darnos unos a otros tiempos así...! Salir de la rueda de las disputas, de los enfrentamientos, de la falta 56

de confianza, y acoger el descanso que nos da esa reconciliación honda con nosotros mismos y con las facetas dispares de nuestra realidad. El sabbat, para la tradición bíblica, era un día de paz entre las personas, paz dentro de cada persona y paz con todas las cosas. Eso es santificar el Nombre que nos llama a la vida. Seis días a la semana oraban: «Guarda nuestras entradas y salidas», pero al anochecer del sabbat, en lugar de eso, decían: «Enciérranos en la tienda de Tu paz». Es en ese lugar de Presencia adentro donde somos capaces de sentir la unidad con todos los seres, la dulzura de la creación, la gratitud por el don de cada existencia. El sabbat no tiene por finalidad recobrarse de las fuerzas perdidas, del trabajo de la semana, y prepararse para lo que hay que hacer después, sino que es un día por amor a la vida. «Toda la semana pensamos: el espíritu está demasiado lejos, y sucumbimos al absentismo espiritual; o, en el mejor de los casos, oramos: "Envíanos un poco de tu espíritu". En el sabbat, el Espíritu se detiene y declara: aceptad de mí toda excelencia...». La hondura y el significado del tiempo del sábado se fue deteriorando, y después del exilio, privados del espacio sagrado y de las fiestas habituales, se le añaden reglas cada vez más rigurosas y complicadas que terminan por convertirlo en un yugo y en una carga pesada de observancias que Jesús denunció y que eran impuestas por unos hombres incapaces de llevarlas ellos mismos (Mt 23,2-4). Las acciones de Jesús devuelven al sabbat su sentido primordial: el descanso que honra la vida es aquel que nos permite tomar conciencia de nuestra condición de criaturas y recomponer nuestra unidad interior rota. El descanso que honra la vida, y que ha sido hecho para el hombre y para la mujer, es ese tiempo en el que liberamos lo que está obstruido en nosotros y en los demás. El tiempo de reconocernos cauce de una Presencia sanadora, como Jesús lo experimentó aquel sábado que tocó y levantó a una mujer largos años encorvada (Lc 13,10-17), el sábado que desató a un hombre que tenía atrofiada su capacidad de actuar (Lc 6,6-11), el sábado que fue criticado por alimentar a aquellos que compartían con él la búsqueda del Reino (Mc 2, 23-28). Un tiempo regalado para que el hombre y la mujer reconozcan quién es su Creador y Salvador, para devolver el alma y la profundidad a nuestras sociedades sitiadas. Un tiempo para entrar en esa Respiración mayor en la que somos, nos movemos y existimos. No nos damos la vida a nosotros mismos, la recibimos, nos es donada, y a agradecer esto nos ayuda el sabbat, a recuperar la presencia perdida y nuestra vinculación con cada ser que alienta en el Universo. ¿Podrían nuestros domingos llegar a convertirse para nosotros en algo así`? ¿Nos daremos algún día séptimo a lo largo de la semana para respirar; para reconocer, bendecir y pacificarnos`? 57

Recibir de los que son mansos Qué poco nos dice Jesús en primera persona acerca de sí mismo. Lo que sabemos de él lo descubrimos a través de los ojos de un ciego que ve y de un paralítico que corre a contárselo a otros. Jesús señalaba, mostraba, transparentaba; nos ayudaba a ver y tocar al Padre y al Reino en las personas lastimadas y en los acontecimientos cotidianos. De ahí que encontremos una perla de gran valor en lo que nos descubre el evangelio de Mateo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). El corazón, en la antropología bíblica, hace referencia a la totalidad de la persona, a su centro vital de decisiones, de afectos y de libertades. Jesús, al decir esto, nos está dando a conocer aquello que apunta a su intimidad, a su verdad última, a lo qué él ha aprendido de las relaciones con su Padre. ¿En qué contexto pronuncia estas palabras`? En un momento de alabanza y de gratitud, porque la Vida encuentra en los pequeños su lugar de revelación; se desvela a los sencillos, se postra ante ellos, les concede vislumbrar sus bondades escondidas. Cuando Jesús quiere darnos a conocer lo que sabe del Misterio, lo que sus ojos han visto y sus manos han tocado del corazón de la Realidad, nos llama: «Venid a mi todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28). Que no nos pese encontrarnos en esas situaciones: los invitados no son aquellos que tienen su vida asépticamente resuelta, sino todos los que andan rendidos, abrumados y sobrecargados, los que pasan hambres de todo tipo. Lo que cuenta es acudir a la cita y dejarnos aliviar. Aprender de él a ser humanos. Aprender de una persona cuya vida transcurre por los caminos de la mansedumbre, y allí hallaremos el asiento interior de reposo, el apoyo que vamos buscando: «Encontraréis descanso para vuestras vidas» (v. 29). ¿Qué encontramos en los evangelios`? Se encuentra un tesoro, una oveja, una moneda, un hijo que se había perdido... Y en los relatos donde aparece, este encontrar está vinculado a la alegría (cf. Lc 15,6-32; Mt 13,44), a una alegría humilde que necesita compartirse con otros, que no desconoce nuestro barro y que es la que nos permite reconciliarnos con él. Un monje relata: «En el momento de dejar a Maurice Zundel le supliqué alguna oración para mantenerme en la humildad. Entonces él se levantó ante mí, con la mirada iluminada y el rostro rutilante de bondad, y me gritó con voz potente: "¡En la alegría! deja uno de contemplarse"»2. Si nos vivimos sólo en clave de mandamientos, comeremos pan de fatigas; si nos vamos viviendo en clave de bienaventuranzas, quizá podamos caminar aliviados, porque el peso y la fecundidad de la vida están apoyados en Otro y no dependen sólo de mí. «Todo me lo ha entregado mi Padre», dice Jesús. («Todo lo mío es tuyo», decía el 58

padre al hijo mayor de la parábola). Es el reconocimiento de que nada somos que no nos haya sido dado primero, y eso nos sitúa de manera bien distinta. Todo se nos entrega; nada conquistamos, ganamos o merecemos. Todo se nos da, se nos irá dando, al buscar el Reino, con una gratuidad que no acabamos de creérnosla: «Observad los lirios del campo cómo crecen, no se fatigan ni hilan» (Mt 6,28). La mansedumbre es lo contrario de la agitación y la avidez; tampoco tiene que ver con un corazón altanero. Se asemeja más bien a un sentimiento de no-violencia activa, a «esa capacidad pasiva de recepción que se encuentra en el fondo de la estructura de la persona» 3. Aquellos que llegan a ser mansos no rechazan nada, no exigen nada. Están abiertos a lo que viene, han ido interiorizando las contrariedades de cada día y haciendo un espacio adentro donde acoger la realidad y afirmarla. Desasidos de sí mismos, dando anchura a la existencia. Podemos entrar descalzos en su tierra, porque intuimos que no vamos a ser dañados. Estamos seguros. Su presencia calma nuestra fiera, y sentimos que podemos soltarnos allí con todo el peso de nuestra ambigüedad, sin tener que sacar nada de nuestra vida, dejando que se vaya silenciando y ordenando desde dentro, sabiéndola respetada. Hay un anuncio de felicidad para los mansos, porque ellos son los que heredan la tierra (Mt 5,5). La heredan, no la conquistan; y la promesa de la tierra incluye el don del descanso. Un descanso que no tiene que ver con en el cese de la actividad, sino con llevarla a cabo de otro modo, estando en el propio centro. El yugo de lo humano En contraposición con el orgullo de los maestros y entendidos de Israel, Jesús aparece ofreciendo humildemente su camino. «Cargad con mi yugo y aprended de mi..., porque mi yugo es suave y mi carga ligera». Evocando las invitaciones de la Sabiduría que se ofrece a los que no desconfían (Sb 1,2): «No te molesten sus ataduras, acércate a ella con toda tu alma, sigue sus caminos con todas tus fuerzas; sigue su rastro y búscala. Ella se te manifestará; una vez alcanzada, no la sueltes, porque al fin hallarás en ella descanso y alegría» [...]. Adquiridla sin dinero, poned vuestro cuello bajo su yugo y recibid la doctrina, pues está cerca y podéis alcanzarla» (Sir 6,25-30; 51,25-26). Jesús se vuelve a los que están abatidos y llevan pesadas cargas durante mucho tiempo. La carga que mantuvo dieciocho años con su cuerpo encorvado a una mujer (Lc 13,11), la que tuvo postrado a un paralítico treinta y ocho años (Jn 5,5), la carga de la costumbre que juzgaba a un hombre ciego por la culpa de sus padres (Jn 9,2). ¡Hay tantas cargas pesadas que continúan en hombros de inocentes...! En el cuarto mundo de nuestras ciudades, en los países más despojados de la tierra, la mayoría africanos; en los 59

cuerpos de las mujeres que soportan los yugos de la tradición, de la ignorancia y de la violencia. ¡Hay tantas realidades tremendas que consideramos normales...! Si al menos pudiéramos reconocer nuestras cegueras... Quizá sea ésta una de las mayores cargas que llevamos con nosotros: el no ver, el echarnos encima el yugo del orden establecido, y, como no vemos, no nos compadecemos. Jesús invita a todos los dolientes, a aquellos que están en las fronteras del desamparo, a los que no pueden más, y se identifica con ellos: «Pensaba que me había cansado en vano y había gastado mis fuerzas para nada; sin embargo, Él defendía mi causa, Dios guardaba mi recompensa» (Is 49,4). Frente al yugo del perfeccionismo o de la culpabilidad, frente a tantas voces interiorizadas que no nos dejan acogernos nuevos, el yugo que Jesús ofrece es suave: es el de la vida animada por el don. No es el yugo del que está libre de flaqueza, sino del que, envuelto en ella (Hb 5,2), se sabe sostenido por un Regazo mayor. Es suave la condición humana cuando, en vez de ocultar nuestra debilidad, descubrimos con asombro que es ella la que nos lleva de su mano a aproximarnos cálidamente a los demás: «Cuando se vive de forma agradecida la debilidad, es más fácil perdonar que condenar, comprender que murmurar, aceptar que juzgar»'. Se hace ligero el yugo de lo humano llevado así con otros. Jesús se abajó para poder tomarlo (Flp 2), y ése es el camino que nos abre: se encuentra reposo aliviando las cargas de los que están abrumados por su peso. Cargar con nuestra humanidad, con todo su espesor y su belleza, cargar con lo disonante en uno mismo, soportar lo que querríamos echar fuera, cargar con lo no amable en nosotros para poder acogerlo en otros y experimentar que no sostenemos el peso solos. Descubrimos el secreto que aligera la carga: tomarla con amor es lo que salva, lo que libera. En ese amor que todo lo aguanta, lo lleva sobre sí, lo levanta: «Llevaba nuestros dolores, soportaba nuestros sufrimientos... Cargó con nuestros pecados» (Is 53) para aligerar nuestra carga, para aliviarnos. «La debilidad humana descansa en las manos de Dios». Quizá sea éste el aprendizaje principal de nuestra vida: llegar a confesar esto, no de oídas, sino porque lo hemos saboreado internamente. Sólo así podremos ofrecer también nosotros un lugar accesible de reposo para los cansancios y fragilidades de los demás. Me emocionó escuchar a una religiosa en una oración compartida. La religiosa llevaba tiempo aceptando una enfermedad y luchando contra ella, y le tocó esa tarde la cita del profeta Isaías: «El Señor me ha ungido para vendar los corazones desgarrados» (Is 61,1). Y ella dijo: «Hay tanta gente herida, hay tantas personas que necesitan ser aliviadas, tantos corazones por curar... que tengo futuro».

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Rostros humildes que alivian Jesús descansa junto al pozo de Sicar, donde se encuentra con una mujer. Posiblemente los dos están fatigados, y el uno al otro se dan el agua que cada cual necesita. Él es el primero en pedir, con una expresión humilde que suscita confianza, que cede el espacio para que ella se pueda asentar y desplegar desde su verdad. Me viene el recuerdo de una compañera chilena que me decía que, si no se acostaba cansada, le parecía que no había vivido con intensidad el día. No era el cansancio por haber «hecho mucho» el que ella anhelaba, sino el que da el entrar a fondo en cada encuentro, el tomar en serio las vidas de los otros; un cansancio lleno, habitado, que pone agradecimiento en el corazón. Cuando me siento cansada, me hace bien traer otros rostros con los que compartir ese cansancio. Rostros de personas que tienen verdaderos motivos para estar fatigadas y sobrecargadas y, sin embargo, agradecen sencilla mente lo que son y lo que tienen. Contemplar sus vidas me apacigua, cura mis ansiedades y me sumerge en una dimensión más honda de la realidad; son ellas las que me enseñan de balde los secretos revelados a los pequeños. Aida, una amiga uruguaya, se mata a trabajar para sacar adelante a sus dos hijas, y verla me ayuda a preguntarme: «¿Por quiénes me canso yo?». Paca es una inmigrante de Annobón, una pequeña isla de Guinea Ecuatorial. Cada mañana, cuando aún está oscuro, sale caminando de la casa de su cuñada, donde está alojada, hasta el invernadero de tomates en el que trabaja de lunes a sábado. Ahora que el sol calienta más, los tomates maduran rápidamente, y las jornadas son largas. Llega cansada a eso de las cuatro y media a comer. Por la tarde se va caminando un largo trecho hasta llegar a la escuela, donde recibe clases para «sacarse el graduado» y vuelve casi para acostarse. La mayor parte del poco dinero que gana se lo envía a sus hijos. Un día pude compartir una jornada con ella y ver la dureza del trabajo y el calor bajo la lona, el desgaste físico, los inconvenientes en los ojos por los insecticidas... El domingo siguiente, como es su costumbre, Paca vino a la parroquia; ese día ella llevó las ofrendas, y fue entonces cuando pude verla: se había puesto su ropa más preciada; es una mujer africana alta y esbelta, y caminaba llena de dignidad. La ofrenda del pan en sus manos se me reveló, como si fuera por primera vez, el fruto de la tierra y del trabajo de los hombres y mujeres. Paca estaba ofreciendo el fruto de su trabajo, y en esos instantes comprendí que es ese mismo trabajo el que es transformado; que todo el trabajo y todos los cansancios y todas las fatigas son abrazados, alzados y bendecidos, convertidos en el Cuerpo de Jesús y entregados como alimento reparador para todos los necesitados. Descansar no es la otra cara de la acción de trabajar; es participar, tener parte, en la vida misma de Dios, donde acción y reposo coinciden en un único latido, en un único 61

movimiento confiado de seguridad y de dicha, de asentimiento y de abandono, en esa Presencia Humilde que fluye más adentro de nosotros, nos atrae y nos lleva con suavidad.

(cf. Sir 24,7)

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i1K descubierto con reverencia a Egide van Broeckhoven, un jesuita obrero que murió en diciembre de 1967, cuando unas grandes chapas de metal le cayeron encima en la fábrica donde trabajaba. Acababa de cumplir 34 años. Lo que más me atrajo de él fue su modo de entender la amistad, su amistad con los pobres, de vivirla como experiencia honda de Dios. Decía: «Señor, me abandono a ti para reencontrar allí a mis amigos en una unidad total». Me evocaba la relación de Jesús con Lázaro y sus hermanas. Egide escribía en 1965 a Luc, uno de sus mejores amigos: «Desde que te conozco, no has dejado de darme vida y fuerza para ir a Dios; junto a ti he entendido por primera vez dónde se sitúa el punto de partida que permite a cada amistad y a cada amor ser fuente de superactivación de todas las amistades y de todos los amores... Toda amistad nos coloca en "estado de amor" (¿no traduce muy bien esta expresión lo que se suele llamar "estado de gracia"?), de modo que llegamos a ser y a permanecer abiertos y transparentes a cada persona y a Dios»'. Vamos a mirar en el evangelio de Juan qué significa para Lázaro, para Jesús y para Marta ser capaces de vivir una amistad que los pone en estado de amor y cómo su relación hace transparente la potencia del amor de Dios en medio de ellos. Betania es un lugar simbólico en nuestra vida. Buscamos betanias, las agradecemos, las echamos de menos cuando nos faltan... Es un espacio de nutrientes y de alimento en sentido amplio: de afecto, calor, distensión, cuidados, atención, presencia, ternura y contacto. Para Jesús y sus amigos fue un lugar de intimidad y de descubrimientos. Betania significa casa de los pobres. También nosotros vamos al encuentro de Dios y de los demás reconociéndonos necesitados. Crecer en el amor ¿Quién no ha experimentado dolor ante el sufrimiento de un ser querido`? ¿Quién no se ha sentido como Marta en muchos momentos`? «Cuando Marta oyó que Jesús llegaba, salió a su encuentro» (Jn 11,20). Ella es ahora quien toma la iniciativa. Cuando tenemos que afrontar la enfermedad de una persona querida, o la propia, en las situaciones límite de la vida, nos damos cuenta de hasta qué punto queremos a los demás. Cuando Marta tiene que soportar y afrontar la muerte de su hermano, será para ella un momento de verdad consigo misma y con Aquel 64

que le estaba enseñando a vivir. Ahora se sitúa al lado de María. Las pérdidas, el dolor, nos acercan a los otros. Ellas ya no están en una relación de competencia ni de rivalidad (Lc 10,38-42) y mandan juntas un mensaje a Jesús. No es una petición ex plícita, pero sí conlleva una confianza honda en las posibilidades del amor: «Señor, tu amigo está enfermo». No le dicen «nuestro hermano», porque quieren vincularlo a Jesús, sino «aquel al que tú amas está enfermo». «Jesús amaba a Marta, a María y a Lázaro» (Jn 11,5), y es en esa corriente de vida donde aprendemos el poder sanador que tienen las relaciones. El sufrimiento puede despertarnos a la dimensión de profundidad de la realidad y de nosotros mismos. Pero necesitamos pasar por un proceso de transformación para que el sufrimiento y el dolor nos abran al Misterio y no nos suman en la desesperación. Jesús va a ayudar a Marta a pasar este proceso. Volver a la casa de sus amigos, en un momento en el que están tan heridos, le supone también a Jesús dejarse herir. Algo tendrá que perder él para darle al amigo. La amistad nos hace vulnerables: «Maestro, hace poco que los judíos quisieron apedrearte. ¿Cómo es posible que quieras volver allá?» (v. 8). Y es en esta situación de vulnerabilidad donde Marta se deja ordenar y hace su aprendizaje de verdadera discípula. ¿Qué ha ido aprendiendo Marta desde aquella vez que pedía ayuda para ella`? (Lc 10). Ahora es una mujer que ha crecido y que se atreve a expresar una petición mayor, ya no para sí misma, sino para su hermano, y dice a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano... Aun así, yo sé que todo lo que le pidas a Dios, él te lo concederá» (v. 22). Jesús encuentra una oportunidad para manifestarse. La sumerge un poco más adentro, él mismo es la Puerta de la Vida. Cruzar esa puerta es invitación suya, y decisión nuestra empujarla suavemente hacia dentro y avanzar allí donde ya no sabemos. Hasta aquí, Marta sabía; ahora dejará que sea Jesús el que la adentre donde no sa be. «El que esté vivo y crea en mi jamás morirá. ¿Crees esto?» (v. 26). Como si quisiera decirle: «¿Eres capaz de contener esto? ¿Estás preparada para acogerlo?». «Sí, Señor» (v. 27), le responde Marta. Ella entra en el Sí de Dios, en su afirmación por cada ser que vive y respira, y dice a Jesús: «Yo creo que tu eres... el que tenía que venir» (v. 27). La amistad nos lleva a creer en las posibilidades latentes en el amigo, en su potencial ilimitado, en su capacidad de amar y ser amado, en toda la novedad que quiere irrumpir en él. «Yo soy la resurrección y la vida», le revela Jesús; y ella, al mirarle, le hace la misma confesión que Pedro: «Yo creo que tú eres el Mesías» (v. 27). 65

Dice Juan que «Jesús se detuvo en el lugar donde Marta se había encontrado con él» (v. 30). También él tenía necesidad de ahondar lo recibido en ese intercambio mutuo de saberes y de dones. En el diálogo, en la escucha que se han regalado, cada uno ha encontrado su lugar, sabiéndose aceptado y reconocido por el otro, pasando por una experiencia de transformación mutua. Escribía Egide en este sentido: «El corazón de mi actividad apostólica es la amistad, que se va haciendo cada vez más abierta, más afectuosa, más humana... Me doy cuenta de que debemos todavía descubrir las profundidades y espacios inmensos que contienen los contactos personales». Este contacto con su amigo Jesús, en un momento en que ambos comparten el dolor por la pérdida de la persona querida, va a hacer madurar a Marta. En adelante será una mujer despierta, capaz de despertar a otros, y por eso puede decirle a su hermana: «El maestro está ahí y te llama». Bendiciones disfrazadas Jesús va a abrazar la pérdida de su amigo hasta el fondo; y cuando el dolor y la pérdida se abrazan, dejan de ser nuestros enemigos. Llorando, «profundamente emocionado, se acercó más al sepulcro» (v. 38), que un día acogería también su cuerpo. Recorrió así el camino que después recorrerían las mujeres tras su muerte. «Marta, la hermana del difunto, le dice: "Señor tiene que oler muy mal, porque ya hace cuatro días que fue enterrado. Jesús le contestó: "¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de Dios?"» (vv. 39-40). ¿Será que para ver la gloria de Dios hay que ir a los lugares donde huele mal y no salir corriendo? Los lugares que huelen mal atraen como un imán el cuerpo de Jesús. Porque el leproso al que quiso tocar expresamente también olía muy mal, y olía mal el hijo que regresaba de estar junto a los cerdos. La gloria de Dios pasa por esos malos olores, y necesitamos ir allí para poder verla. Lázaro representa la humanidad herida y amada, ante la que Jesús nos conduce para que tendamos nuestras manos. Las personas tienen muchas zonas de su vida necrosadas, atrapadas en los sepulcros. Nosotros mismos podemos sentir partes de nuestra vida paralizadas, y Jesús quiere liberarnos y enviarnos a desatar vendas, a llamar a la vida en el otro, a ayudarle a ponerse en pie. Lázaro no está muerto, sino dormido. Las fuentes de la alegría, las fuentes de la confianza, las fuentes del agradecimiento en el mundo (y en nosotros) no están muertas; están necesitadas de desescombros; están dormidas. Y nos toca despertarlas con la voz, con los gestos, con la mirada, con las manos. El primer paso es remover la piedra. Quien yace tras la piedra está cerrado a cualquier tipo de relación. Cuando la piedra es removida, Jesús ora y dice: «¡Lázaro sal 66

fuera!» (v. 34). Llama a su amigo, y sus palabras de amistad y amor van dentro de la cueva para levantarlo, despertarlo e instarle a salir del sepulcro por su propio pie. La palabra de amistad de Jesús nos alcanza incluso en lo que está necrosado en nosotros. Dicen que el gran dolor de los pobres consiste en que nadie tiene necesidad de su amistad. Son las palabras del amigo las que nos enriquecen y nos levantan. Lázaro sale fuera: «Sus pies y sus manos estaban atados con vendas, y su rostro envuelto en un sudario» (v. 44). No es libre todavía; está sujeto por las vendas. Algunas ligaduras pueden ser bloqueos internos, dependencias, miedos, inseguridades, carencias. «El rostro de Lázaro está tapado, oculto tras una máscara, no se le puede ver, y la vuelta a la vida culminará cuando Lázaro quede libre de ataduras y pueda caminar, pueda mirar con claridad y se le pueda ver con esa misma claridad. Despertar, caminar hacia la vida, significa ayudar a vivir conscientemente con los ojos abiertos, sin máscaras ni vendas» (A.Grün). La muerte de Lázaro se ha convertido en una bendición disfrazada para sus amigos. Después de atravesar juntos la experiencia de los límites, de reconocerse heridos y de abrazar el dolor, se han fortalecido los vínculos entre ellos, y es mucho mayor la intimidad que pueden desplegar. Hay acontecimientos en nuestra vida que también han sido bendiciones disfrazadas; sólo que en ese momento no pudimos verlo: únicamente podemos reconocerlo después; y quizás ahora, aquellos acontecimientos que nos cuesta vivir escondan también una bendición. «A partir de ese momento, [los jefes de los sacerdotes, los fariseos, y el sanedrín] tomaron la decisión de dar muerte a Jesús» (v. 53). Y es en esa realidad amenazada donde se derrama el frasco precioso de la compasión, y María y Marta y Lázaro estarán allí para tender sus manos a todos aquellos que toman la decisión de cuidar y defender la vida. Cuidado y ternura «Seis días antes de la fiesta judía de la Pascua, llegó Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Ofrecieron allí una cena en honor de Jesús, Marta servía la mesa, y Lázaro era uno de los comensales» (Jn 12,2). No se nos dice explícitamente que las hermanas se alegraran por la vuelta a la vida de Lázaro. El modo en que ellas manifiestan su alegría y su agradecimiento lo expresan en un banquete compartido y en gestos de servicio: hay colaboración, hay complementariedad, hay reciprocidad. Sirven la mesa y ungen los pies. Ahora es Jesús quién se muestra necesitado, y ellas despliegan su capacidad de cuidado y de ternura (Jn 67

12,1-11). Marta ha aprendido a pasar del modo-de-ser-trabajo, cuando reclamaba la intervención de su hermana, al modo-de-ser-cuidado. El cuidado se da en un contexto de relaciones de amor y de amistad. Marta expresaba la actitud de desvelo, de inquietud y de preocupación por la persona amada. «El cuidado sólo surge cuando la existencia de alguien tiene importancia para mí. Paso entonces a dedicarme a él, me dispongo a participar de su des tino, de sus búsquedas, de sus sufrimientos, de sus éxitos y, en definitiva, de su vida» (L.Boff). Marta hará con Jesús lo que luego él hará con nosotros. Jesús había preguntado: «¿Quién es más importante: el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien, yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lc 22,27). Jesús se identifica con Marta: ella es verdadera discípula, porque hace lo que ve hacer a su Maestro. Marta nos enseña que servir no es algo que añadamos a nuestra vida ni algo que sea mérito nuestro; que el servicio es el despliegue natural de lo que somos. Cuando el árbol se sabe enraizado en la tierra, va amando su semilla, se abandona al tiempo que lo madura y acoge con sorpresa el fruto que asoma; no puede sino entregarlo, dejarlo caer. El servicio es lo que nuestra vida da de sí cuando la vivimos en profundidad. Una persona está madura cuando los otros pueden acercarse a ella y tomar de ella algo bueno, como el que recibe una bendición. Esta vez, Marta deja hacer a su hermana, le permite desplegar todo el afecto y el conocimiento que ha ido creciendo en su interior y manifestarse en un gesto de enorme ternura con Jesús: sus manos acarician los pies del Maestro, que seca cuidadosamente con sus propios cabellos. Y él se deja hacer. Un gesto que Judas juzgó y que a Pedro le costó recibir. Marta, María y Lázaro están presentes en el momento por el que atraviesa Jesús -y él lo agradece-, aunque no puedan hacer nada por cambiarlo. Se dejan ser mutuamente. Y fue en estas relaciones de amistad donde Jesús encontró la estabilidad y el ánimo para poder entregarse. Marta prepara la mesa que después Jesús preparará con su propio cuerpo. María vacía el perfume de su vi da a los pies de Jesús, mostrando a sus ojos lo que él hará después con la suya al lavar a sus discípulos. Lázaro le revelará lo que, de un modo totalmente nuevo, Dios iba a hacer con él. Decía Egide: «Nos entregamos al estudio teológico de la historia de la salvación. ¿Participamos suficientemente también nosotros en esta historia`? No debemos en primer lugar proclamar la historia de la salvación enviada por Dios, sino ser ante todo nosotros mismos un trozo de esa historia». 68

También nosotros somos invitados hoy a ser un trozo de esa historia de salvación, a ir a Betania con Jesús, con Lázaro y con sus hermanas, con aquellas personas que forman parte de nuestra vida, y a dejar que ellos nos enseñen a descubrir el poder sanador de la amistad, a madurar en las pérdidas, a soltar vendas, a tejer afectos en momentos de adversidad, a servir desde el corazón, sin apropiarnos del otro, con cuidado y ternura, ayudándole a ser, llamando a la vida que hay en él, amándolo con todas nuestras fuerzas.

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EN la novela «Hombre lento», de J.M.Coetzee, se narra de manera honda y conmovedora el aprendizaje ante la vida de un hombre en un momento de gran vulnerabilidad: le han amputado una pierna y le cuesta sentirse dependiente de los otros. Bajo los cuidados de Marijana, una enfermera inmigrante de origen croata, va recuperándose poco a poco. Mientras él busca la manera de conquistar su afecto, recibe la visita de una escritora que le desafía a tomar las riendas de su vida. El diálogo entre ellos me dio una clave acerca de la oración. En una de sus conversaciones, esta mujer le dice: -«La clase de cuidados que busco no los proporcionan, por desgracia, en ningún hogar de ancianos que yo conozca. -¿Y qué clase de cuidados son esos? -Los cuidados del amor. -Sí, eso es difícil de conseguir hoy día, los cuidados del amor. Puede que tenga usted que conformarse con un buen asilo. Se puede ser una buena enfermera sin amar a los pacientes. -¿Así que ése es su consejo: que me conforme con enfermeras? No estoy de acuerdo. Si tuviera que elegir entre una buena enfermera y alguien con las manos llenas de amor, elegiría el amor sin dudarlo. -Bueno, en mis manos no hay amor, Elizabeth. -No, Paul, no lo hay ni en sus manos ni en su corazón. Un corazón escondido: así es como yo lo llamo. ¿Cómo vamos a sacar su corazón de su escondite?... Ésa es la cuestión»'. ¿Cómo vamos también nosotros a sacar el corazón de su escondite? ¿Sabemos que llevamos dentro un corazón de oración? Son muchos los siglos que nos separan a la oración del corazón o que nos unen a ella: la oración de la invocación de Jesús, que se remonta a los orígenes del monacato oriental y que fue canalizada en Athos hacia el siglo XIV; la sencilla oración del ciego 71

Bartimeo y del publicano del Evangelio; la oración que pone amor en las manos. Vamos a acercarnos a ella, a su origen y a sus potencialidades hoy; vamos a honrar la hermosa herencia de aquellos padres y madres que bebieron y ensancharon en este modo de orar el río de sus vidas. Vamos a reconocer su bondad, a agradecerla, como quien hace una súplica y celebra la belleza de lo que otros y otras de los nuestros han podido llegar a vivir y que, por eso mismo, nos es ofrecido a todos. Me asomo a ella con reverencia y con el deseo de no estropearla. Un corazón escondido La oración de Jesús da ritmo a toda la vida espiritual del Oriente cristiano. Pero ¿dónde tiene su origen`? En la Biblia encontramos su humus, su tierra primera. Y en es ta tierra figuran dos encuentros muy significativos en el Evangelio. Son dos personas que invocan el nombre de Jesús, que piden su compasión. Una de ellas, porque no puede ver; la otra, porque no puede actuar el amor. Hay cierta semejanza en la disposición de sus cuerpos. El ciego es un mendigo sentado junto al camino, que al oír que pasa Jesús le grita: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Lc 18,35-43); y aunque aquellos que iban por delante le instaban a que se callara, él volvía a gritar aún más fuerte: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». La otra figura pertenece a una historia sobre la oración que les refiere Jesús a aquellos que se creían buenos y les agradaba sentirse especiales, no ser como los demás (Lc 18,9-4). Se trata de un publicano que, «manteniéndose a distancia, no se atreve a levantar los ojos y se golpea el pecho». Si no supiéramos lo que este hombre pide, su gesto hablaría por él. ¿Querría, con esos golpes en el pecho, despertar su dormido corazón`? ¿Activar un corazón en parada cardiorrespiratoria?: «Dios mío, ten compasión de mi, que soy un pecador». En estos dos hijos menores del Padre bueno hay un reconocimiento de la propia realidad: uno tiene el corazón cegado: no ve, no conoce el mundo de la luz. El otro tiene el corazón escondido, anestesiado por la incapacidad de actuar el amor. Falta de visión y falta de compasión. Esto tiene que ver también con nosotros, y lo más impresionante es que tenemos enormes reservas dentro; que el corazón está hecho para la luz y para sentir-con-el- otro. Por eso pide, busca, grita: «¡Ten piedad de mí!». Que vuelva el Amor a su origen, que en el amor aprendamos a ver y a vivirnos. Le piden a Jesús que en ellos se actúe el verdadero Rostro, el que busca el corazón, el úni co capaz de abrazar hasta el fondo nuestra torpeza y nuestra ceguera para transfigurarlas. Al principio de las escenas, ninguno de los dos, ni el ciego (por su incapacidad de 72

ver) ni el publicano (porque no se atreve a alzar los ojos), puede mirar de frente, cara a cara, vivir un encuentro en toda su vulnerabilidad. Así veían los antiguos Padres la acción de las redes del pecado: «San Macario se imagina a los pecadores como unos cautivos atados espalda con espalda, de manera que no pueden nunca mirarse a la cara para una verdadera comunión, pues el rostro de uno está contra la espalda del otro». Desvelar los rostros, sacarlos de su escondite, salir a su encuentro, besarlos... La oración de Jesús activa este dinamismo interior como lluvia suave, y la tierra comienza a prepararse para que la savia del amor pueda subir del corazón hasta las manos y hacer que éstas se tiendan. El latido del Oriente cristiano Los orígenes de esta oración hemos de buscarlos en el monacato oriental, en la corriente que practicaba la custodia del corazón, la oración continua y el sentimiento del penthos (compunción, arrepentimiento)'. Si tiramos del hilo que nos muestran las Iglesias de Oriente, y de modo particular la Iglesia ortodoxa rusa del siglo XIV, cuando San Sergio introdujo este modo de orar, nos re montamos hasta las tradiciones de los Padres griegos de la Edad Media bizantina: Gregorio Palamás, Simeón el Nuevo Teólogo, Máximo el Confesor, Diadoco de Foticea..., sin olvidar a los Padres del desierto de los primeros siglos, Macarlo y Evagrio, que encuentran su fuente en los mismos apóstoles, en la invitación a orar sin cesar. Será en los autores rusos donde esta práctica de la oración del corazón cristalice y asuma su tonalidad original, sobre todo con la conocida obra «El relato de un Peregrino ruso» (finales del siglo XIX). El peregrino busca a la persona que pueda decirle una palabra de vida. Encuentra a muchos que le lanzan hermosos discursos sobre la oración, pero no a alguien que pueda mostrarle el camino, hasta el día en que encuentra a un anciano, uno de esos staretz, un hombre que irradia oración con todo su ser y que le enseña, a través de la práctica de la oración de Jesús, a vivir atento a esa Presencia mayor que alienta cada momento y es luz de todas las cosas. En Oriente, a cualquier monje se le llama anciano, aunque tenga veinticinco años. Los buenos ancianos son aquellos que están revestidos de la verdadera belleza que brota del corazón. Alrededor de ellos ya no existen ni el temor ni la violencia'. Cuando se habla de este modo de oración, siempre aparecen íntimamente unidos y desde el principio el corazón y la respiración: «Persevera en el nombre del Señor Jesús, a fin de que tu corazón aspire al Señor y el Señor aspire tu corazón. Y así los dos os hagáis uno».

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La oración de Jesús está ligada a una corriente de la vida espiritual que los cristianos bizantinos y eslavos consideran como el corazón de la ortodoxia: el Hesycasmo. El término hesyquía, en el griego profano, indica el estado de calma, la desaparición de las causas exteriores de turbación o la ausencia de agitación interior. Es también soledad buscada. En la dimensión espiritual, evoca quietud, silencio interior, paz del corazón. Esta tradición tuvo sus principales focos de vida en los monasterios del Sinaí y en el Monte Athos, donde era recomendada con una insistencia particular. Su práctica pronto fue acompañada de una verdadera técnica psicosomática. A finales del siglo XVIII, la Iglesia de Grecia conoció un renacimiento espiritual cuyos principales artífices fueron los autores de la Filocalía: literalmente, amor a la belleza, amor a Jesús'. Vamos a adentrarnos en las posibilidades de esta oración para nosotros hoy, no como los monjes de siglos pasados que, en la soledad de los monasterios, recibían el mundo e intercedían por él desde lo profundo (separados de todos y unidos a todos), sino como habitantes de la tierra del siglo XXI, que navegamos asiduamente por Internet y que en unas horas podemos encontrarnos al otro lado del mundo. Las formas han cambiado impresionantemente, pero el anhelo es el mismo o aún mayor. Estamos abiertos a muchos más rostros y necesitamos suplicar, como aquellos ciegos del relato de Mateo: «Señor, que se nos abran los ojos» (Mt 20,33). Respirar el Nombre de Jesús Dicen que, si aprendiéramos a respirar bien, nos sanaríamos. En la respiración está contenido el movimiento espiritual de la vida. Recibir y soltar. Colmar y vaciar. Aspirar el amor y entregarlo. Anhelar y abandonarse. El primer paso sería la atención a nuestra respiración. Respirar lenta, calmada y profundamente. Nos dice la Filocalía: «Adecuando la oración al ritmo respiratorio, el espíritu se calma y encuentra reposo. Se libera de la agitación del mundo exterior, abandona la multiplicidad y la dispersión... Se interioriza y se unifica... En la profundidad del corazón, el espíritu y el cuerpo reencuentran su unidad original, el ser humano recobra su simplicidad»6. Necesitamos imperiosamente respirar así, sobre todo en momentos de agitación y dispersión como los que atravesamos, cuando abusamos de la comida rápida y de las relaciones «exprés», cuando decimos no tener tiempo para casi nada..., ¡cuánto menos para orar...! Y, sin embargo, estamos bien hechos para ello. Tenemos un corazón de oración. Igual que enfermamos si no nos alimentamos y no dormimos bien, también el corazón se resiente cuando sus fuentes se bloquean por mucho tiempo, cuando nos 74

alejamos de su limpieza y su simplicidad original. El movimiento de interiorización se hace en dos tiempos: los pulmones inspiran el Nombre de Jesús en la diástole, la dilatación del corazón, y al espirar se hace la petición de misericordia en la contracción del corazón: «Ten piedad de mí». Las palabras pueden variar, pero se aconseja que sean breves y que contengan la invocación a Jesús y la súplica de Su amor en nosotros (Kyrie eleison). La invocación continua del Nombre, realizada con un enorme deseo lleno de dulzura y de gozo, «hace que el espacio del corazón se desborde de alegría y de serenidad, gracias a la extrema vigilancia»'. Los staretz recomiendan fijar la mirada interior en el lugar del corazón. Dejar que, poco a poco, el Nombre de Jesús se identifique con sus latidos. «Entonces los ojos del corazón se abren a la Luz divina, y el ser recobra su armonía interior y su unidad», reconciliándose con la vida como por primera vez. La práctica de esta oración nos descubre que tenemos mucho más tiempo para orar del que suponemos: al andar por la calle, al tomar el metro o el autobús, al realizar cualquier trabajo manual, al esperar en una cola, al velar el sueño de un niño, al acompañar a un enfermo... Podemos perforar cada instante, cada rostro, con el recuerdo del Nombre y del amor ofrecido, para poder acogerlo nuevo en la estancia secreta del corazón. Las dos grandes palabras del Oriente cristiano son nepsis, alerta, y katanixis, ternura. La atención a la respiración hace de nosotros seres vigilantes y receptivos. A través de la respiración, el nombre de Jesús se filtra en el corazón como un bálsamo, un perfume de misericordia, una luz suave que despierta la ternura esencial guardada en nosotros. El secreto de una paz adentro Si miramos el mundo, si escuchamos su clamor, más adentro de la opacidad de su superficie, podemos reconocer ese hilo de ternura como un pábilo vacilante oculto en la dureza de los rostros y en las defensas personales y colectivas que activamos. Los estallidos exteriores que recorren el mundo nos muestran como en un espejo el germen de nuestra violencia interior. La contaminación que hace estragos en el aire, en las aguas y en la tierra, es el resultado de la contaminación interior. También los rostros se quiebran como la naturaleza. Nos vamos blindando por fuera y por dentro, las manos, en lugar de acariciar, aferran, y los ojos no reconocen más que a aquellos que les son afines. Pero no estamos hechos para eso. No somos separados ni divididos. Nuestro destino es comulgar, sabernos uno, volver a encontrarnos.

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Dice Olivier Clément que «nos hemos convertido en una civilización en la que ya no se llora, y por eso se grita tanto. Se grita en la calle y en el arte. Se grita ciegamente. Los jóvenes gritan como si quisieran liberar en ellos el gemido del Espíritu, sin saber cómo hacerlo»8. Tenemos obturada nuestra Fuente interior. Cuando se persevera en la oración de Jesús, poco a poco se va rompiendo la cáscara del corazón, se ablandan las corazas que obstaculizan el manantial, y el brotar de las lágrimas es el signo de la liberación de la Fuente. Unas lágrimas dolorosas y buenas, de las que curan, de las que dejan el rostro como queda la tierra después de la lluvia. Esas lágrimas nos enseñan, por unos instantes, que la paz de Jesús es bien distinta. No es una paz sin dolor, sin preocupaciones, sin temores, una paz individual. Es una paz dentro del miedo y de todo lo que acecha, como el océano mantiene la calma en medio de la agitación de las olas. Reconocemos la presencia honda del Señor en medio de las tormentas. Es la paz que abraza a todos y no se cierra a nada. Pero nos cuesta permanecer quietos en medio de la agitación; por eso con frecuencia nos movemos y también reaccionamos ante lo que vivimos. En nuestras relaciones, en nuestras tareas, intentamos cambiar el curso de las cosas, a veces con movimientos precipitados, poco discernidos. La oración del corazón nos llama a la hesyquía, a la quietud interior, al abandono, a permanecer inmóviles, para dejar que la vida nos mueva en la dirección adecuada. Como expresa un dicho zen: «Cuando llega, le damos la bienvenida; cuando se va, no corremos tras él». Al evitar con la respiración y la invocación del Nombre de Jesús el desbocamiento de nuestros pensamientos y compulsiones, al mantener nuestro cuerpo en calma, al no movernos, dejamos de desear tener el control sobre las situaciones y las relaciones y damos la oportunidad de que las cosas sean y se manifiesten tal como son, abandonando así la necesidad de estar controlándolo todo constantemente. Necesitamos hombres y mujeres con un corazón pacificado, con un corazón humilde, reconciliado con sus propias aristas y agresividades, en quienes podamos apaciguar y remansar nuestro propio corazón, en esas ondas expansivas de profunda comprensión, de respeto y de ternura, en ese lugar interior de Presencia donde todo está bien, donde todo encuentra inexplicablemente su sentido... «En mí una gran dulzura y una gran aceptación. Una secreta paz interior que supera todos los esfuerzos de la razón» (E.Hillesum). Embellecer el mundo con la gratitud Una de las cosas que más me emocionaron al ir recorriendo este modo de orar fue 76

descubrir que estamos hechos para la ofrenda y para la alabanza. Con la mente lo he recogido muchas veces, lo he leído, lo he escuchado...; pero ¿y con todas las células de mi cuerpo'?; ¿sabe mi carne de esto'? «Si supierais lo profunda que es la piel...», escribía Paul Valéry. Alzar y ofrecer. Mirar a Jesús tendiendo sus manos y levantando: alzando al hombre ciego, a la hija de Jairo, a la mujer encorvada, al que no podía caminar... Levantando y agradeciendo al Padre sus vidas. Levantando y ofreciendo en toda su inocencia cada rostro, cada montaña, cada árbol, cada hierba, el pan y su propia vida alzada en la cruz. Me preguntaba una compañera: «¿Por qué crees tú que se produce la multiplicación de los panes?». Y le dije espontáneamente: «Por el niño que entregó los pocos que tenía...». Ella me contestó: «Y por Jesús que los agradece». ¡Qué bien dicho! Hay abundancia cuando hay agradecimiento. Agradecer nuestra vida tan amada en su ambigüedad, agradecer los rostros que portamos y los que nos cuesta aceptar en su totalidad. Agradecer el trabajo y el descanso, las frustraciones y las alegrías, las pérdidas, los frutos. Agradecer el estar vivos para poder ofrecernos. Respirar para ofrecer el mundo a su origen y a su hontanar. La oración continua emerge de este ofrecimiento. ¿Cómo recibir la vida y todo lo que ocurre en ella como una bendición a veces disfrazada`? ¿Cómo agradecer lo que viene y tal como viene`? ¿Cómo volver a entregarlo, después de su paso en nosotros, sin quedarnos con nada? A través de la repetición de la oración del corazón, ésta desciende a lo profundo del ser, y el Nombre de Jesús libera la dynamis, la potencia, la energía del Espíritu aprisionado y contenido en nosotros. Los Padres y las Madres describen esta experiencia como un fuego, un calor interior, una luz nueva, una dulzura que quema y que inflama nuestro cuerpo con la gratitud. Sólo cuando somos capaces de agradecer la realidad, sea la que sea, ésta nos muestra su secreto y nos regala su bondad. Nos resucita. No se puede estar agradecido y descontento a la vez. Es la gratitud la que embellece el mundo. Etty Hillesum exclamaba en medio de los horrores del campo de concentración: «Te doy las gracias, Dios mío, por hacerme la vida tan hermosa en cualquier lugar en que me encuentre» 9. En el contexto de una vida hecha Eucaristía, constante gratitud, nace la oración de Jesús, la oración de aquellos hombres y mujeres que no se sienten dueños, sino ofrecedores de la creación y, por ello, conocedores de la gran alegría y del pequeño 77

humor de cada día. La bienaventuranza de los otros Sabemos que no hay medidas para tasar la oración. El fariseo del Evangelio tasaba la suya con balance positivo, y ya vemos cómo le fue. Los únicos que pueden dar cuenta de los modos de orar de una persona son los otros, y, aun así, es difícil describirlo. Cierta calidad de presencia, una irradiación silenciosa que nos hace anhelar nuestro propio hogar de silencio, un interés por todo lo de los demás y, sobre todo, la sensación de una ternura personal que alienta en nosotros lo mejor. Nos sentimos más preciosos, más amables, en su presencia. Refiriéndose a una hermana cuya vida lleva muchos años vinculada a la de la gente más olvidada en Uganda, me decían: «Se sienten personas ante ella. Se sienten tratados con dignidad y se abren en su presencia como una flor». Una anciana ciega le puso el nombre de Lluvia. Es una de las descripciones más hermosas que he encontrado acerca de cómo se reconoce a una mujer de oración: «Los otros se abren en su presencia como una flor». ¿Cómo saber si nuestra oración ha sido recibida por el Señor'?, se pregunta Silvano del Monte Athos; y él mismo responde: «El Espíritu Santo nos lo indica en el alma. Lo reconocemos por la dulzura y la paz que infunde en nosotros. No una dulzura mezclada de vanidad, de autosatisfacción y de goce confuso, que procede del Enemigo, sino la dulzura de la gracia que inspira un sentimiento de humilde enternecimiento por Dios, el amor por todos los hombres - incluidos los enemigos-, el gozo hasta las lágrimas, el reposo perfecto, una admiración incesante ante la misericordia de Dios». Llega el día en que a Silvano le invade la tristeza por haber arrancado una hoja de un árbol sin necesidad y por haber dañado a algunos pequeños animales. «Desde entonces no he hecho sufrir a ninguna criatura... El Espíritu de Dios enseña al alma a amar todo cuanto vive»10 «Una señal evidente de que el alma no está todavía purificada es que no tiene compasión con los pecados del prójimo, sino que lo juzga severamente». Es preciso llegar a ser personas desarmadas, sin miedos, capaces, como Bartimeo, de soltar el manto que nos tiene ciegos y avanzar con las manos abiertas por el camino de un amor sin límites. Despertar el propio corazón, como el publicano justificado por Jesús, para poder auscultar con reverencia y asombro el corazón de los demás. A los primeros cristianos se les conocía como «los que invocan el Nombre». El Nombre de Jesús era su única posesión y su fuerza sanadora. Un Nombre expropiado que se revela en el vaciamiento, en la kénosis, en el don de sí; un Nombre que se recibe dándolo. Cuanto más invadida está una persona por este Nombre, cuanto más ha sido liberada la misericordia en ella, tanto más adora e intercede por los otros, tomándolos en 78

su totalidad, sin rechazar nada. «Bienaventurada el alma que ama a su hermano, pues nuestro hermano es nuestra propia vida». Una mujer muy sencilla, que vive sola, me contaba: «Conocí a una mujer africana inmigrante que venía a Cáritas a la parroquia. Por entonces, yo había perdido a mi hermano, con quien vivía, y ella lo estaba pasando muy mal; no nos entendíamos, a causa del idioma, pero allí estábamos las dos... y un día lloramos juntas. Y entonces me dijo, cuando pudo buscar a alguien que le tradujera: "Me han dado mucho desde que llegué a Canarias, pero eres la primera persona que ha llorado conmigo"». De amor desbordados Volvamos a la historia con la que iniciamos nuestro recorrido. En otra de las conversaciones que tienen Paul y Elizabeth acerca de Marijana, la cuidadora croata, ella le dice: «Está usted cautivado por algo, ¿verdad? Hay una cualidad en ella que lo atrae. Tal como yo lo veo, esa cualidad es su plenitud, la plenitud de la fruta en su espléndida madurez. Déjeme que le diga por qué Marijana produce esa impresión... Está plena porque es amada, tan amada como se puede ser amada en este mundo... La razón de que los niños también causen esa impresión en usted, el muchacho y la pequeña, es que han crecido inundados de amor. Están a gusto en el mundo, para ellos es un buen lugar»" Crecer inundados de amor. Estar a gusto en el mundo... En la medida en que se ensancha el fondo del corazón con el peso del amor, en esa misma medida nuestra vida se va haciendo más plena. No sabemos nombrarlo bien. Es una sensación de desbordamiento, como cuando rebosa un cauce y no cuesta sacar el agua, porque la misma corriente la va entregando; como tampoco hay esfuerzo en entregar el fruto cuando todo el árbol lo ha ido madurando en el silencio, en la sencillez. ¡Mirad los lirios del campo!, dice Jesús. ¡Mirad cómo la Vida desborda en ellos! «Caminar, respirar, trabajar... mirar las cosas más humildes en el recuerdo del rostro del hermano, da un sentimiento de plenitud, una capacidad de hacerse presente a cada instante que pasa»'2. Cuando el ser humano experimenta esta plenitud, en la medida en que la oración se filtra en toda su vida y la va conduciendo de la opacidad a la transparencia, los espirituales de Oriente hablan de pleroforía, de la alegría de existir, del gusto tremendo de estar vivos y de lo hermosa y radiante que la vida se muestra, aun en medio de todo su dolor.

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Nicolás Cabasilas dice a quienes viven en medio del fragor del mundo y no pueden practicar técnicas complicadas: «Mientras camináis por la calle como autómatas o hacéis cualquier cosa, no se os pide que améis a Dios primero, sino que recordéis que él os ama con un amor loco». La oración del corazón quiere activar en nosotros el recuerdo, el desbordamiento de ese amor ofrecido y desarmado de Jesús. Me decía un amigo que el mundo está necesitado de hombres y mujeres de oración; no que sepan mucho sobre oración ni que hablen atinadamente acerca de ella, sino que lleguen a incendiarnos con su presencia. ¡Nos hemos alejado tanto del fuego interior que somos...! «Señor Jesús, ten compasión de nosotros».

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LA madre de Sonia se fue de casa cuando ésta nació. Ilenia no conoce a su padre, y Fran sólo lo vio una vez. Ellos son algunos de mis chavales del instituto, un centro de atención preferente en un entorno social con una gran inestabilidad familiar y deteriorado por las drogas. Aunque están en cuarto de la ESO, tienen ya diecisiete años y están a punto de cumplir los dieciocho. Son pocos en clase de religión, y puedo tener una relación más cercana con ellos. Un día me preguntaron qué hacíamos en la casa, cómo vivíamos en la comunidad. Entre otras cosas, les conté que por la noche nos juntábamos para rezar y que, a veces, en esas noches me acordaba de ellos y los ponía con Jesús. Esto les sorprendió y les gustó. Una chica me dijo: «¿Y cómo rezas por nosotros?». «Os traigo al corazón y le pido a Jesús que os cuide, que la vida sea hermosa para vosotros, que encontréis gente que os quiera y a la que querer...». De pronto, Ilenia comentó que la única oración que antes se sabía era el Padrenuestro, pero que ya se le había olvidado; otro nombró a su abuela, y Sonia me dijo, para mi sorpresa, que por qué no rezábamos allí. Les dije que sí, que el próximo día lo haríamos al final de la clase. Cuando llegó el día, me había llevado una música tranquila y pensé hacerles una pequeña meditación, que cerraran los ojos, respiraran...; pero, a pesar de varios in tentos, no pudimos pasar de ahí, porque a un par de chicos les daba la risa. No quería desaprovechar la ocasión y se me ocurrió que empezáramos a orar con el cuerpo. Nos pusimos de pie en círculo, hicimos varios gestos de oración, nos pasamos de mano en mano un plato de luz, y al final les dije que nos íbamos a entregar esa luz de Dios unos a otros, a bendecimos. Las chicas lo aceptaron muy bien, a los chicos les daba más vergüenza. El mayor regalo me lo hizo Sonia cuando escuché que le decía a una compañera: «Déjame que te bendiga». Ni siquiera sé si sabe lo que eso significa. ¡Qué difícil es hablar de oración a los jóvenes, enseñarles a orar, y más cuando a nosotros nos cuesta tanto en este tiempo de altas velocidades...! Voy a hacer el intento de traducirla para ellos, aunque no estoy segura de poder lograrlo; por eso voy a pedirle ayuda a Sonia, la muchacha que quería aprender a bendecir. Ella será mi interlocutora y mi guía. Cuestión de química ¿Has visto, Sonia, «Física o química»? Estoy segurísima de que sí. Es esa serie que espanta a los padres y adultos y os encanta a los jóvenes, donde se cuenta con cierta 82

exageración las relaciones en un instituto entre los chavales y los profesores, la mayoría novatos, y donde hacen de todo lo imaginable. Por supuesto que no vemos a nadie rezar (¡vaya locura!). Incluso nos extrañaríamos si apareciera una escena así. Y, sin embargo, también la oración es cuestión de «química», como el primer beso. Sólo que hay que probarla. Si en una semana, en las series que sueles ver, en las películas, en los programas de la televisión, buscaras algo que hablara de oración, probablemente no lo encontrarías. No aparece, al menos expresamente. Tampoco en las canciones es común, ni en las novelas. Por eso os parece algo que no existe o, al menos, algo que no tiene nada que ver con este mundo ni con vosotros. Y, sin embargo, hay en ti, Sonia, y en cada persona, un anhelo grande, algo más profundo y más hondo que lo que vemos. ¿Te acuerdas de aquel joven rico que se acercó a Jesús? Es el único personaje del Evangelio, que después de encontrarse con él se marcha entristecido, a pesar de que Jesús lo quiso mucho; pero él no se atrevió, no se arriesgó a dejar sus riquezas para hacer espacio a una riqueza mayor: la de Dios y los demás en el centro de la vida. Jesús lo dejó partir, con dolor y con pena, pero lo dejó partir, porque uno sólo puede mostrarlo y esperar que el otro lo tome. Recuerda siempre que todo lo que tiene que ver con Dios en tu vida será una invitación, una atracción, una propuesta, pero nunca una imposición; tampoco la oración: eso sería no haberla descubierto. ¿Te has preguntado alguna vez a quién perteneces? Cuando descubrimos la oración en nuestra vida, es cuando empezamos a presentir que le importamos a alguien, que hay una Presencia mayor que nos habita mucho antes de que empecemos a darnos cuenta, que nos acompaña sin que lo sepamos y que nos espera allá dentro, en el fondo de nuestra alma, y aquí fuera, en los encuentros y las vivencias de cada día ¿Sabes que es lo que más me cuesta? Saber que tenemos en nosotros y sobre nosotros, que nos envuelve por detrás y por delante, una fuerza de amor poderosa, y que apenas sabemos cómo conectar con ella. No conocemos su «nick» para chatear, ni su móvil para mandarle un sms. Como te decía, también la oración es cuestión de química, de verla en otros ojos, de saber que hay un «Tú» que te espera y decirle: «aquí estoy también yo», y acercarnos poco a poco, como cuando estrenamos un amigo y cuidamos cada cita. Pero la mayoría de las cosas que vivimos nos ocultan ese «Tú» o apenas dicen nada de él, aunque eso es sólo en apariencia, ya lo irás descubriendo. Una cosa que nos da la oración son ojos: de pronto, las cosas y la propia vida se ven con otra luz, de otra manera. ¡Es tan hermoso poder llevar a otros allí, como una cita compartida de Messenger...!; sólo que las cosas que se dicen son de corazón a corazón y quedan grabadas en el disco duro de nuestra 83

memoria. Esos mensajes no se borran ni ocupan espacio. Y no sólo ves y oyes, sino que puedes tocar y ser tocada. ¿Voy demasiado deprisa`? Es que deseo tanto que te den ganas de probarla... El gimnasio del corazón ¿Practicas algún deporte`? Ahora recuerdo que jugabas al baloncesto. Ya sabes cuánto hay que entrenar para jugar bien, y lo importante que es la disciplina de cada día. No correr un día, de pronto, dos horas, sino cada día un poco, para que el cuerpo tenga su tono y no te tiren los músculos. Me impresiona la cantidad de gente que va a los gimnasios, las actuales catedrales del cuerpo; el ejercicio es bueno, siempre que no se sobredimensione. Nada me impresiona más cuando vemos unos juegos olímpicos por televisión que pensar en todo el sacrificio que han te nido que hacer los atletas, las horas y horas que han dedicado. Su tiempo, su atención y sus mejores energías giran en torno a esa práctica. ¿Te has fijado tú? Es increíble. Imagina los corredores de fondo. Y todo para triunfar en una actividad que dura sólo unos años... ¡Cuánto más nosotros, para atinar con la carrera de la vida, tendríamos que entrenarnos bien...! En general, creo que los jóvenes cuidáis bastante vuestra dimensión corporal y necesitáis cultivar también las dimensiones mentales y emocionales; pero hay una que está aún más adentro: es la dimensión trascendente de nuestra vida ¿Te suena esa palabra? Significa algo así como que no estamos cerrados en nosotros mismos, que estamos abiertos a una Realidad mayor que nos trasciende, que tenemos en el corazón un hueco que está hecho a la medida de Dios. Pues fíjate que, siendo ésta una de las dimensiones más importantes de la vida, es la que menos nos enseñan a despertar y a cultivar. La dimensión de profundidad es la más descuidada; y, sin embargo, es la que nos hace sentir plena la vida. ¿Por qué lo aprenderemos tan tarde? Lo que sentiría mucho es que se te pasaran los años, te liaras con otras cosas y no te dieras cuenta. ¡Intuyo un pozo tan precioso dentro de ti, una fuente tan honda...! ¡Y tú sin enterarte...! Nos pasamos la vida buscando agua en pozos ajenos, y apenas descubrimos nuestro manantial. La oración nos ayuda a encontrarlo y ensancharlo (también nos ayuda a sanar las heridas, pero eso lo dejaremos para otra ocasión). ¡Cómo nos cambiarían las cosas si cada día pasáramos un rato en el gimnasio del corazón con Aquel que amorosamente nos espera...! ¡Cómo se nos moldearía la vida, qué distintos veríamos los rostros al recibirlos ahí...! Para ello necesitamos detenernos, entrar dentro, buscar en Otro nuestro centro, liberarnos de tantos ruidos como nos acompañan y, si queremos ahondar la relación, tener un ritmo, una cierta disciplina, practicar un poco cada día, como hace el deportista para ejercitar sus músculos.

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Y ahora que todos buscan tener su «coach», su entrenador personal, ¿sabes que allá dentro tenemos uno`? Los cristianos lo llamamos Espíritu. Ruah. Aliento de Dios. Fuente de todo amor. Es nuestro maestro para aprender a orar. Él nos va enseñando qué decir y cómo hacerlo, y con él nos vienen las lágrimas y la alegría. Si lo frecuentamos, podremos luego reconocerlo cuando se cuele en nuestra vida cotidiana; si no lo conocemos, está igual a nuestro lado, dentro de nosotros y dentro de los otros, sólo que no lo sabemos y no contamos con él. Ojalá puedas sentirlo. Estoy segura de que sí; es más, lo has experimentado ya, pero aún no sabes que es él. El día que lo sepas y te queme su fuego, ya no podrás olvidarlo. En algunos gimnasios preparan una tabla personal, le dan a cada uno su manual de ejercicios. Nuestro manual en ese gimnasio del corazón es el Evangelio: no busques otros si te quieres entrenar de verdad. Hay cosas preciosísimas sobre la oración, y está bien que las conozcas y te sirvas de ellas; pero tú vuelve siempre al Evangelio, mira a Jesús allí, contémplalo, identifícate con sus personajes..., hasta que llegue a ser buena noticia también en ti para otros. Hacernos un cine ¿Te gusta el cine? A mí muchísimo: metemos en las historias, conocer otras visiones y otros mundos, emocionarnos... Pienso que Jesús contaba parábolas porque aún no existía el cine. También detrás de cada película hay horas y horas de trabajo. Algunas tardan años en rodarse: de cien tomas, a lo mejor sólo se aprovechan diez. La luz es muy importante en las películas, por eso para mí la oración tiene que ver con el cine, porque también es cuestión de luz. Pones lo vivido bajo otros ojos, lo miras desde otro ángulo, no lo contemplas sola. Es como si pudiéramos bañar la realidad en esa luz que descubre lo verdadero, lo que cuenta, lo que merece la pena. ¡Y cuánto cambian las imágenes cuando las recibimos ahí...! Entonces se ven las cosas en versión original. ¿Y sabes qué es lo más emocionante'?: que apenas sabemos nada de nuestra propia película ni de nuestro papel en ella; que al principio somos meros espectadores; y que, en la medida en que nos vamos adentrando en la oración, vamos siendo protagonistas, señores de nuestra vida, dejando que el guión nos lo vaya haciendo Otro, el que sabe, el que conoce el entramado de la historia y la belleza escondida de cada plano. ¡Cómo disfrutan los actores cuando los dirigen buenos directores...!; se dejan llevar, se abandonan. Nosotros contamos con el mejor, pues sólo en Él podemos conocernos y ser lo que somos y desplegar el amor. Encontrarnos con Jesús y vivir con él nos embellece la vida, y es en la oración donde lo vamos descubriendo, donde nos dejamos mirar y querer. ¿Recuerdas su mirada a la mujer adúltera, la que lo acarició y lo ungió con el perfume...`? Ésos son los ojos que buscan los tuyos. Por favor, no te los pierdas. El día que los sientas, no podrás olvidarlos. En cada oración nos volvemos hacia esos ojos que 85

nos bendicen, que nos embellecen, que nos llevan. No te encontrarás en otro lugar como en ellos. No te verás en otro lugar como te ves allí. Sólo ellos muestran nuestra verdad desnuda, y llegarás a amar tu pobreza como nunca podrías haber imaginado. Mira desde Él a los demás, mira con Él lo que vives, lo que bloquea tu corazón, lo que te da vida y lo que te hace sufrir, tus miedos y tus sueños, las personas que forman parte de ti... Mira también el dolor de los otros, sus anhelos, su bondad... No dejes nada fuera de esos Ojos que «ruedan» para ti. Si te dicen que no existen, es porque no los han descubierto. Cuando tú los veas, lo sabrás, y sólo en la oración se muestran. Se van tatuando poco a poco en lo más hondo de ti. Otro tema importante en el cine, y también en la oración, son las imágenes. Según sea Dios para ti, según como lo veas, así orarás. A veces se nos introyectan imágenes falsas de Dios, fetiches que tienen más que ver con nosotros, con nuestras compulsiones y miedos, que con Él. Necesitamos frecuentar el Evangelio en la oración para que esas imágenes se nos vayan cayendo, y poco a poco se muestre ante nosotros, y dentro de nosotros, el Rostro de Dios que Jesús reveló. Siempre nuevo. Cuando ya creemos conocerlo o saber de él, nos lleva más adentro y más lejos. Un Dios que no se deja contener. Lo que más lo identifica es su amor incondicional y el gusto tremendo que provoca en nosotros por la vida y por su diversidad, el cariño por todos y por todo. Vivimos tan rápidamente que apenas nos tomamos tiempo para asimilar las experiencias que tenemos. La oración nos permite disfrutar de las mejores escenas del día y nos hace desear reparar las que nos han gustado menos. Aprovecha un rato cuando mejor te venga (por la mañana, por la tarde o por la noche) y recorre el día y los rostros, lo vivido, lo expresado, lo callado, lo recibido. Igual que después de una buena película te quedas pegada al asiento del cine y necesitas un tiempo antes de salir a la calle, así nos pasa en la oración: no podemos terminarla de repente. Requiere su momento de despedida, de poso, de reverencia. Nuestro «blog» interior ¿Sabes que, sin darnos cuenta, nos vamos haciendo cada vez más individualistas en esta sociedad nuestra del bienestar? No sé si tú eres de los jóvenes con tele propia en el cuarto y conexión a Internet que se pasan todo el día relacionándose virtualmente. La otra tarde fui a un «cíber»; a mi lado, un chico marroquí «chateaba» mientras veía la imagen de la chica que tenía al otro lado. Por supuesto que no entendía lo que le decía, pero sí podía ver sus ojos y su sonrisa. Creo que ese mismo chico delante de esa joven, en vivo, no le diría ni la mitad de las cosas que le comunica por el «chat». Me hace pensar en la necesidad honda que tenemos de vivir conectados con los otros, de entrar en 86

relación y, al mismo tiempo, en nuestras dificultades para ello. La oración es también un modo vital de relacionarnos que necesitamos aprender. Cada vez hay más páginas web sobre temas de oración, y seguro que hay algunas muy buenas que te podrán ayudar en distintos momentos. Pero te confieso un secre to: para conectarnos por dentro es mejor apagar el ordenador; si no, serán más imágenes, más palabras, pero no calarán en nosotros, sino que se quedaran en la epidermis de la información recibida durante el día. Porque la oración no consiste en saber ni en decir cosas, sino en sentir y gustar internamente, que decía Ignacio de Loyola, un buen compañero de camino para descubrir a Dios en la vida. Un Dios que conoce tu nombre y que necesita de ti para hacer este mundo más humano. Sí, aunque te parezca increíble. Estamos amenazados de individualismo, y la oración cristiana es un gran correctivo, una invitación a sabernos con otros, a vivir en comunidad. En ella decimos que nuestro origen es común y pedimos juntos el perdón y el advenimiento del Reino. No tiene nada que ver con una oración solitaria. Es una soledad acompañada, llena de rostros; «sonora» la llamaba el maestro Juan de la Cruz, otro gran buscador de Dios en la noche. A vosotros os atrae mucho la noche: en ella os encontráis y os queréis; a veces pasáis peligros y malos ratos; en la noche están vuestros amigos y vuestro mundo. Ojalá que podáis descubrirla también como un tiempo de salvación. ¿Sabías que Jesús se retiraba de noche a orar? Eso tiene en común con vosotros, entre otras cosas: que le gustaba la noche para entrar en relación. ¿Tienes un «blog»? Seguro que conoces algunos. Los hay de una sola persona y los hay compartidos. El «blog» de la oración cristiana es con otros, junto a otros, para otros. En los «blogs» se narran experiencias, modos de ver, anécdotas, cosas que uno quiere compartir, conversaciones...; es como un diario colgado en la red. Normalmente tenemos un «blog» exterior, que es el que mostra mos; pero tenemos también un «blog» interior que nos es más desconocido aun para nosotros mismos. Hemos inflado la exterioridad; ¡cuánto nos importa a todos nuestra imagen, y cómo se aprovechan de ello los medios de comunicación...! Pero lo interior apenas lo vislumbramos, pues es aquello que no vemos directamente. Podemos conocer y hasta sentirnos deslumbrados por el exterior de una persona, por su belleza, su simpatía, su inteligencia...; pero para conocerla de verdad necesitamos considerar su interior, su modo de ser, su corazón y su visión del mundo. Somos un iceberg para nosotros mismos, y así vemos también a los otros; nuestra parte mejor permanece oculta, y la oración nos ayuda a descubrirla, nos da ojos interiores para mirar lo profundo en las personas, la dimensión más verdadera de nuestras vidas. Si algún día tienes tu pareja, prueba a orar por ella, a 87

llevarla junto a Dios, y también a rezar juntos, a tener un «blog» interior. Prueba también con los amigos y con las personas con las que más te cuesta relacionarte. Te sorprenderás. La oración se ve en las manos A veces, según en qué ambientes, nos da cierto pudor decir que rezamos. Quiero contarte una anécdota que me pasó con mi madre. He estado bastante tiempo en casa con ella, y le dije que por las tardes, mientras ella echaba la siesta, yo me iba a ir a la habitación a rezar un rato (no creas que no me costó también decírselo). Una de esas tardes, vino una tía mía a verla, preguntó por mí, y mi madre le dijo: «Está por ahí adentro, en la habitación, haciendo gimnasia para su espalda». Me dio la risa escucharle eso, pero entendí que le daba vergüenza decirle a mi tía que estaba rezando. Y es que no tenemos costumbre de expresarlo, de integrarlo en la vida de cada día como algo normal. Quiero hablarte ahora de hombres y mujeres que supieron decirnos de su experiencia de oración, para que puedas ver lo que significaba para ellos. La más conocida es nuestra Teresa de Jesús, que decía: «La oración es tratar de amistad con quien sabemos nos ama». Porque oró mucho, pudo arriesgar y amar mucho. Ya irás viendo lo que la oración tiene que ver con el amor y con la libertad. Muchísimo más de lo que puedas imaginar. Etty Hillesum, una joven judía de veintitantos años, dio un giro tremendo a su existencia el día en que aprendió a arrodillarse y el orar se convirtió para ella en el refugio y la paz de su vida, en medio del sufrimiento atroz durante la persecución nazi. Mahatma Gandhi decía algo así: «Puedo pasar un día sin comer, pero no puedo pasar un día sin orar». Las personas que se han comprometido por los demás, que han trabajado por la justicia, que han sido capaces de dar su vida por otros, han sido también personas de oración, de una relación viva con Aquel a quien presentían en todas las cosas. Sacaban su coraje, su humildad y su transparencia de esos tiempos prolongados en su Presencia. Hay mucha gente que busca y ora a su modo, aunque no lo diga. Me dio gusto encontrar esto en la última novela de Isabel Allende, La suma de los días, donde dice: «Lo que pretendo en mi tambaleante práctica espiritual es deshacerme de los sentimientos negativos que me im piden caminar con soltura... No me hago ilusiones, nunca alcanzaré el desprendimiento absoluto, la auténtica compasión o el estado de los iluminados, parece que no tengo huesos de santa, pero puedo aspirar a las migas: menos ataduras, algo de cariño hacia los demás, la alegría de una conciencia limpia» (p. 119). La oración nos hace amigos de Dios, de los otros y, en última instancia, de nosotros mismos. Nos va dando un tono amistoso con la vida, con los acontecimientos. Vamos perdiendo temores y sentimos una confianza casi de niño que nos hace presentir que, 88

pase lo que pase, «todo acabará bien». Otra cosa importante es que la oración no podemos medirla, no podemos llevar cuenta de ella. En el deporte, en la interpretación musical, en otras artes, puedes medir los logros. En el arte de orar, siempre sientes que no sabes; incluso, con el tiempo, en vez de avanzar, tienes la sensación de que vas para atrás. Uno no puede medirla; son los demás los que la ven. Dicen que irradia a través de los ojos y de las manos. La oración transforma la vida; no nos hace sentirnos mejores que otros, sino que, por el contrario, nos hace capaces de vernos iguales: igual de necesitados e igual de provistos para amar. Desbloquea lo que nos separa de los demás y libera un amor que nos conecta con cada criatura del universo. La oración nos da manos buenas para los otros, nos hace seres compasivos y nos llena de gratitud. ¿Sabes en qué se le notaba a Jesús que oraba`? En que pasó haciendo el bien y en que amaba a los que nadie quería; y seguro que era mucho, pero mucho más alegre de como nos lo muestran. Regalarte un poema No sé si te habrá movido algo todo este rollo ni si te animarás a descubrir la oración. Al menos, tómalo como lo mejor que tengo para darte. Disculpa si algunas palabras no acabas de entenderlas. Hay cosas que pueden decirse, y otras que necesitamos descubrir por nosotros mismos, y tú tienes toda la vida por delante. Aprovéchala y, pase lo que pase, siente que no estás sola, que Alguien vela con inmenso amor por ti. Hay un poema delicioso de Mijal Snunit, una escritora hebrea de cuentos para niños y jóvenes, que me encantaría reproducirte entero, pero es muy largo; te regalo un trozo como despedida. Cuando acabes de leerlo, no digas nada, respira y permanece ahí, por si el pájaro del alma estuviera silenciosamente buscándote:

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UN día comentábamos en un grupo acerca del modo en que mira Jesús, y yo no sabía que entre aquellas personas había una mujer ciega. Casualmente, empecé contando un relato que había leído recientemente y que trataba de dos enfermos que compartían habitación en un hospital. Uno de ellos apenas podía inclinarse en la cama, y el otro le relataba todas las tardes lo que podía ver desde la ventana: cómo el paisaje iba cambiando con la luz; cómo jugaban alegremente los niños; cómo paseaban las personas mayores, solas o acompañadas... Y así, un día tras otro, ambos esperaban ese momento. Tristemente, una mañana, el que dormía junto a la ventana amaneció sin vida, y el otro hombre pidió a la enfermera que le trasladase a la cama de su compañero. ¡Y cuál no sería su sorpresa al ver que la ventana daba a una pared interior...! «¿Por qué me ha estado contando todo eso si no se ve nada desde aquí?» - le dijo a la enfermera. «Sería para animarle - le respondió ésta-, pues ese hombre era ciego». Al terminar de contar la historia fue cuando vi a la mujer ciega. No tendría más de sesenta años. Supe después que nació ciega y que toda la luz que conoce la ha ido descubriendo dentro. Rosa es su nombre, y es la primera ciega que conozco que estudia teología, la que me ha enseñado que ver es un regalo que se abre dentro, y que ciegos lo somos todos hasta que nos cura el amor. Las experiencias y pequeñas historias que vienen a continuación brotan de esos encuentros inesperados y sanadores. Preciosa señal «A los que crean les acompañarán estas señales: expulsarán demonios en mi nombre, hablarán en lenguas nuevas. Agarrarán serpientes con las manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y se curarán» (Mc 16,15-20). Rabía es marroquí, lleva veinte años en España, tiene un niño de diez años y consiguió separarse de un marido que nos los trataba bien. Rabía vive en el mismo hostal donde trabaja en esas largas semanas sin domingos ni fiestas. Nos hemos conocido casualmente. La otra tarde me invitó a tomar algo. Las dos hemos pasado ya de los cuarenta años, y nuestras vidas son bien diferentes. Rabía me dijo que hacía tiempo que 92

se había alejado de su fe musulmana, que ya no creía; yo le dije que era religiosa y que vivía en comunidad. Poco a poco, fuimos contándonos cosas sobre nosotras, y en medio de la diversidad de nuestros mundos hay algo cálido en lo que nos regalamos que nos hace bien a las dos. Es como practicar una lengua nueva que alegra y aligera el corazón. Un día me presentó a uno de sus amigos, también marroquí; me contó que lo conoció en la calle y que lo recogió en el hostal donde ella trabajaba, sin que su jefe lo supiera. Allí lo escondía cada noche para que no andu viera tirado por ahí. Impondrán las manos para curar a otros, decía Jesús de los suyos; y las manos de Rabía conocían y obedecían esta voz, aun sin saberlo. En aquel local, y con ese café compartido, fui invitada a pasar al otro lado de la vida: el lado de la marginalidad, de la solidaridad entre los pequeños, de la calidez de unos rostros que han sufrido mucho. Y allí escuchaba como por primera vez: «Id por todos el mundo y proclamad la buena noticia a cada criatura». En ese instante, ellos me la entregaban a mí, gratuita y silenciosa. En el cariño, en la compañía, en la amistad que no busca nada. Más adentro de todo aquello que separa a unos seres humanos de otros, allí estábamos, atraídos por Él, imantados por un amor mayor que llenaba de luz aquel bar en la tarde. Al recordarlos rememoro sus rostros, casi transfigurados en ese misterio de los encuentros, allí donde se expulsan demonios y se agarran serpientes, donde se tejen espacios de sanación. Rabía, Jamid y yo, y ese amor contenido que nos envolvía. Preciosa señal de su discreta Presencia. Ojos de niña «Como era bajo de estatura, no podía verlo a causa del gentío. Así que echó a correr hacia adelante y se subió a una higuera para verlo, porque iba a pasar por allí» (Lc 19,1-9). Iba en un vuelo hacia Madrid cuando aconteció en el avión una escena deliciosa. Un padre pone a su pequeña de tres años sobre sus pies y la lleva caminando a gran des zancadas por el pasillo. Ella alcanza a mirarme con sus ojillos claros, como diciéndome en silencio: «¿Ves que bien voy?». Yo le sonrío y siento que así nos llevas tú, Dios mío, subidos sobre ti y hacia delante. 93

Me viene a la memoria esta imagen ante el relato de Zaqueo, un hombre que no da la talla para ver a Jesús. El currículum de Zaqueo es claro, son contundentes las voces que definen su vida: publicano, jefe de recaudadores, de los que medran a costa de otros, de los que velan por su interés sin mirar cómo viven los que van quedando por el camino. Pero, a pesar de todo, quiere ver; se sube a un árbol y escucha: «Zaqueo, baja aprisa» y vuelve a tu realidad. -«¿Quién me conoce por mi nombre y me llama así`? ¿Quién, sabiendo lo que esconde mi vida, quiere cenar conmigo?». -«Baja, que hoy, tal como estás: estresado, disperso, cansado de ti mismo..., quiero alojarme contigo. Quiero que entres en tu casa para recibirme allí». ¿Quién se haría amigo público de un hombre de tan mala reputación`? Sólo aquel que conoce hasta el fondo lo que hay en nuestro corazón. Cuentan de Zaqueo que lo recibió muy contento, con una alegría que no había experimentado en muchos años. El deseo de Jesús vino a despertar lo mejor que había en él. Por primera vez, eran otras voces las que se acercaban a su vida. «Quiero hospedarme en tu casa», quiero tener que ver contigo, quiero compartir hasta el cuarto trastero del lugar donde vives. ¡Qué sorpresa...! El saberse aceptado lo levantó y le devolvió su verdad. De repente se había hecho un anfitrión capaz de amar y de ofrecer lo suyo: dar lo que había robado, com partir, abrir su casa, no sólo a Jesús, sino, con él, a tanta gente necesitada... Y por primera vez en su vida se sentía bien en su piel. No quería ser otra persona ni estar en otro lugar. Se sabía aceptado y querido con toda su realidad. Frente a aquellos que murmuran que no podemos cambiar, que tenemos que cargar para siempre con el peso de nuestra historia, de nuestra confusión o de nuestro mal, hay un Zaqueo esperando a ser despertado dentro de nuestro corazón, y una pobreza que nos vincula a otros y nos trae felicidad. En adelante, ya no sería un colaborador de los opresores romanos, sino un hijo y, por ello, un hermano capaz de experimentar la salvación. Y ya no necesitará subirse a un árbol, pues Aquel que le había descubierto su identidad lo llevará en adelante sobre sus pies para acercarlo a todos los perdidos y necesitados del camino. ¿Irá como aquella niña con su padre, contento y confiado, dejándose conducir suavemente`? Chavales

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«Sus padres iban cada año a Jerusalén por la fiesta de Pascua... Su madre guardaba todos estos recuerdos» (Lc 2,41-52). Se llama Fernando y tiene trece años. Cuando le pregunté por escrito con quién vivía, anotó con letra desigual: «Una semana con uno, y otra con el otro». Rubén es su compañero, y en menos de un mes de instituto ya llevan ambos dos expulsiones. Rubén escribió: «Vivo con mis abuelos». Laura comparte con ellos la misma clase de primero de la ESO. El otro día se escapó del instituto y también del centro de acogida en el que vive. El libro de religión les pregunta: «¿Qué haces con tus padres los fines de semana?», y les invita a descubrir cómo Dios, igual que sus padres, les ha cuidado desde niños. Por supuesto que no vimos esa parte. Jesús tuvo más suerte que ellos: con doce años iba con sus padres a la fiesta de Pascua. Me pregunto si, en vez de hablar a los doctores del templo, les hubiera hablado a estos chiquillos. ¿Qué les habría dicho y cómo les habría hecho gustar y sentir a su Padre llamándolo de otros modos? Cuando en grupos de adultos en alguna parroquia comento que Jesús pasó por los procesos de crecimiento humano igual que nosotros, y el tiempo que necesitó para que madurara en su vida la mirada y el proyecto de Dios (¡treinta años era mucho cuando la esperanza de vida era de poco más de cuarenta!), suele haber alguien que me recuerda este pasaje y me dice que Jesús era un «niño especial», porque ya los doctores en el templo quedaban sorprendidos de su inteligencia y de sus respuestas. No me pongo a contar lo de la construcción del evangelista Lucas sobre los relatos de la infancia, sino que fijo la mirada en lo que viene después: «Bajó a Nazaret, les estuvo sujeto... Crecía ante Dios y ante los hombres». ¡Cuánto nos cuesta asumir los lentos procesos en que nos vamos haciendo humanos, el estar sujetos a otros y el saber que es en esos momentos en los que no pasa nada digno de contar cuando misteriosamente vamos creciendo como la semilla en la humedad oscura de la tierra...! Laura, Rubén y Fernando van desplegando sus vidas en una realidad hostil ¿Darán con personas que los vean con buenos ojos, que se preocupen por ellos, que los busquen angustiados en todas sus pérdidas...`? ¿Encontrarán una madre (en sus cuidadores, en sus abuelos, en sus maestros...) que guarde en su corazón su infancia y el despuntar de sus vidas, para que también ellos puedan, sin ser más lastimados, ir creciendo en el amor, la belleza y la sabiduría con que Dios los soñó y los aguarda`? Vendrán desiertos «Entonces el Espíritu llevó a Jesús al desierto» (Mi 4,1-11). 95

El desierto es un lugar ambivalente en toda vida humana. Se presenta como el lugar de la prueba y también como el lugar donde se nos habla al corazón. El alma no crece sin periodos de desierto. Los hay buscados, y hay también los que la vida nos trae sorprendiéndonos. Siempre ahondan en nosotros una dimensión del amor que el tentador quiere robarnos. La tarea principal del manipulador, del adversario, es arrancarnos de las condiciones de nuestra humanidad, encumbrarnos o devaluamos, ponernos por encima de los demás o hacemos idolatrar a otros sintiéndonos por debajo de ellos. No le gusta al tentador que amemos la humildad de nuestra vida pegada a la tierra. S esfuerza en hacernos buscar cualquier tipo de poder o en que entreguemos a otros el poder sobre nuestra vida. No quiere que nos hagamos responsables de nosotros mismos. Nos hace creernos mejores o peores... y, sobre todo, viene a apartarnos de nuestra condición de criaturas limitadas e interconec tadas unas con otras. No quiere que reconozcamos al Creador, y mucho menos que le honremos en los demás. Le gustan los verbos que afirman el ego: poseer, conquistar, adular, mandar, competir, destacar, imponer.. Y le repugnan aquellos que nos hacen sintonizar con otros: entregar, servir, colaborar, agradecer, suscitar, ofrecer.. Necesitamos atravesar los desiertos para poder, como Jesús, mirar de frente a los ojos, no por encima ni de reojo, no sirviéndonos de otros para causas propias, no acumulando nada, no reteniendo, no apropiándonos de nada. Los pesos que llevamos impiden que podamos caminar con holgura y ligereza. La vida se aligera al cruzar los desiertos y toca su fondo y su verdad. Nos enseña de dónde venimos y adónde vamos. Nos revela que nada es nuestro. Nos hace remitimos enteramente al Dador de la vida, al Sustentador. Todo lo demás es poco para la sed del corazón. Sólo Dios, sólo Dios, nos susurra el desierto. No lo temamos. Pasaremos temores y dolores, como los pasó Jesús, pero saldremos de él con más posibilidades, más humanos y más amantes, pues, como dice un proverbio árabe: «Sólo en caravana puede llegar a cruzarse». Miradas que salvan «Su rostro brillaba como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17,1-13). No son los rostros, ni los acontecimientos, ni las acciones, ni las cosas; es la profundidad de un rostro, de un acontecimiento o de un acto lo que puede llegar a trans figurar 96

nuestras vidas. Es cuestión de una mirada que se va ahondando, una mirada que se nos regala y que, a la vez, vamos aprendiendo con paciencia. Es la mirada de un amor no condicionado la que transfigura la vida de Jesús y la que irrumpe en su cuerpo y en sus ojos en forma de una luz suave e intensa que impacta a sus discípulos. Es recibirse de esta mirada lo que hace que Jesús pueda irradiar y atraer a otros a ese espacio sin temor, sin juicios que enturbien la realidad y la deformen. Una mirada que nos revela nuestra verdad más honda: «Somos criaturas profundamente amadas», más adentro de mi trajín, de mis miedos, de las imágenes que tengo o que otros tienen de mí. Ésa es la mirada verdadera sobre nuestras vidas, la que despierta las fuentes de amor dormidas en nosotros. Ésa es la mirada de aceptación que nos cura de nuestro desasosiego y nos lleva a decir con Pedro «¡Qué bien se está aquí...!». La otra noche, un hombre que también se llama Pedro me llevó por sorpresa a un espacio transfigurado. Perico, como es conocido en el barrio, vive solo desde que murió su madre, y desde hace años (debe de tener unos cincuenta) se ha dejado devorar la vida por el alcohol. Lo encontré descalzo por la calle y bebido; aun así, se acercó a mí con respeto, me contó que se había quedado dormido con un cigarrillo en la boca y que se le habían quemado unas mantas, y me invitó a su casa para que lo viera. Confieso que al principio sentí miedo, pero luego agradecí el no haberme dejado paralizar por él. Me mostró su pequeña casa, desatendida desde que su madre no está, sucia y con olor a vino y a restos de comida; luego me llevo a otra estancia, y allí fue donde se hizo la luz: tenía cuatro colchones tirados por el suelo, y me contó que en ellos acoge cada noche a chicos toxicómanos que no tienen adónde ir, les deja dormir allí y que puedan ducharse y lavar su ropa. El rostro de Perico se iluminó en aquellos instantes para mí. El borracho de nuestro barrio había hecho de su casa un lugar donde otra gente muy herida podía «poner su tienda», descansar un rato, comer algo y compartir un poco de compañía y calor. Allí recibí el regalo de este hombre que, en su fragilidad y en su enfermedad, tenía para otros una mirada que los salvaba. Así de inesperados son los misterios de la vida y del corazón humano. ¡Quién nos diera ojos para llegar a verlos...! Vida en un hospital «Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51-58).

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Cuando leo este evangelio, estoy en un hospital acompañando a mi hermano junto a mi familia. Intento recibir estas palabras como noticia buena en este lugar, en la quinta centro de oncología y hematología. Las voy recordando en silencio, «Yo soy el pan de la vida», mientras cruzo el pasillo y veo a una niña de doce años, a un hombre todavía joven con su mujer y a unas enfermeras que hacen todo lo que pueden. No hay palabras que decir; sólo miradas, pequeños saludos, rostros de madres que irradian a los pies de las camas... y esa solidaridad callada de los que nos encontramos aquí y sabemos que tenemos a alguien muy querido y bastante enfermo. La vida emerge misteriosamente luminosa desde los dolores del hospital, mientras los cuerpos se deterioran y van siendo convocados hacia el cuerpo herido y entregado de Jesús como un imán que atrae todo sufrimiento y toda impotencia. Hay que agradecerle que las únicas palabras que confortan el corazón, que llegan donde ya nada consuela, se han hecho carne de su carne y vienen a tocar nuestra vida desde dentro, en forma de alimento cotidiano, de pan básico y universal: «Quien coma de este pan vivirá para siempre». Danos de ese pan, Señor, que tenemos hambre de salud y de sentido. El pan de tu vida vulnerable y expuesta, accesible desde todos los pequeños y lastimados con los que has querido identificarte y hacerlos cuerpo tuyo. Ellos son el pan que nos das para que tengamos una vida honda y verdadera. ¡Es tan grande tu deseo de que queramos comerlo...! En cada Eucaristía, donde te recibimos y donde te quedas sin condiciones a merced de nuestras manos, eres tú el que viene descendiendo, el que se da exponiéndose, el que ama desarmándose. ¿Cómo recibir tu Cuerpo en estos cuerpos que van abandonándose? ¿Cómo adorarte ahí sin que el corazón estalle de pena`? Danos de ese pan, Señor, que cura el hambre de respuestas; el pan que no quita el miedo, pero sí nos permite atravesarlo sin perdernos; el pan que no ahorra el sufrimiento, pero nos deja más humanos y compasivos. En medio de todo lo que se despide y muere, algo llega y sabe a Ti, aunque no podamos nombrarlo. Nada se nos da donde Tú no estés presente. Nada acontece que no esté atravesado por tu Cuerpo. En un hospital, heridos y a la espera, danos del pan de tu amor y vívenos allí donde nosotros ya no sabemos cómo hacerlo. Herederos de dicha «Bienaventurados los humildes, porque heredarán la tierra...» (Mi 5,1-12). En la Fiesta de Todos los Santos somos invitados a dejar sembrar en la tierra de nuestra 98

vida el anuncio más impresionante de felicidad que nos hace Jesús. ¿Cómo no callar ante las bienaventuranzas y dejar que cada una de ellas se nos muestre y nos hable de él? Hoy nos unimos a todos aquellos hombres y mujeres cuyos rostros nos han dejado huella. Personas cuya presencia nos ha confortado, animado, empujado... y a las que, al modo de Jesús, hemos podido presentir pobres, libres y felices. Es la fiesta de la dicha compartida, de haber llegado a experimentar, a intuir al menos, que la pobreza, el sufrimiento, la inocencia, la ternura ante la debilidad, el deseo de justicia y de ayudar a vivir y el trabajo por la reconciliación y la paz son camino seguro a la vida de Dios. Y podemos albergar la confianza honda de que, pase lo que pase, todo va a acabar bien, de que la vida es conducida secretamente a un Puerto de Amor definitivo, y todo llanto, toda impotencia, toda injusticia serán abrazados y sanados en Él. Ser consolados en lo profundo del corazón; heredar la tierra que se nos da a manos llenas; saciarnos de humanidad; acoger toda vida y la nuestra propia en la casa de la Misericordia; ver a Dios allí donde aparece un rostro; sabernos amados con todo, y que nuestro cuerpo lo exprese; entrar en el Banquete del Reino y comer con otros... ¿Nos creemos de verdad que éste es nuestro des tino, no sólo último, sino de cada día'?, ¿que es el regalo que está aún por abrir? Nuestra mirada es orientada allí donde la realidad se nos muestra necesitada de salvación: en el hambre de tanta gente, en la dignidad violentada de las mujeres y los niños, en todos aquellos que han perdido su vida, ganándola, por las causas de los otros más desfavorecidos... ¡Hay tanto que agradecer a estos hombres y mujeres que, como callada levadura, están haciendo en el abajo con Dios la historia...! Dichosos ellos, y dichosos también nosotros, porque nos tienden la mano para seguirles por el camino, para ser dispensadores humildes de dicha y compasión. Vela por tu corazón «Estad alerta, porque no sabéis cuando llegará el dueño de la casa» (Mc 13,33-37). Había quedado con un amigo para vernos después del verano, pero dos días antes tuve que llamarle para aplazar la cita, pues me había surgido un contratiempo. ¡Y cuál no sería mi sorpresa cuando me dicen que está ingresado en el hospital con un pre-infarto! Cuando fui a verlo, lo encontré muy vulnerable; de pronto, un dolor en el pecho le había hecho detener su vida: sus proyectos, los planes para este año, el trabajo...; todo se 99

detiene. Y el médico le dice: «A partir de este momento tiene que estar vigilante, tomarse la tensión tres veces al día y cuidar su ritmo de vida». Él es un hombre que tiene costumbre de leer desde la fe todo cuanto le va ocurriendo, y ahora se sabe más abandonado y más alerta que nunca. «Este aviso - me dice - es una bendición; ha evitado que me sobreviniera de pronto un infarto». Avisos que nos llevan aflojar el paso, a mirar la vida y la muerte de frente, a caminar a otro ritmo, a ir a lo esencial. Me he acordado de él ante la invitación del Evangelio: ¡Estad despiertos, velad!.... porque no sabéis el día ni la hora. Porque la vida os está hablando desde vuestro cuerpo, desde los cuerpos de los otros, desde los acontecimientos. Velad por el corazón como quien lo acaricia, para descubrir en él esa presencia suave del Dueño silencioso de la casa; velad para que no se os escape el fluir hondo del amor que os ronda, los gestos pequeños cargados de sentido; velad para que no os perdáis la luz repentina en los ojos de una anciana; velad para que no os crezcan los hijos sin aprender a dejarlos marchar; velad para agradecer lo que vivís y lo que viene... Hay días que se nos pasan sin que ocurra nada; vamos de un lado a otro, apurando el tiempo y los encuentros. Aún no hemos terminado una cosa, y ya andamos empezando otra; y entramos en un ritmo y un estrés que nos cierran los sentidos y hacen que la realidad se vuelva opaca. La invitación a acoger lo nuevo que viene es clara: ¡Despertad, abrid los ojos, los oídos, las manos! Pues en todo lo que vivimos, en el transcurrir del tiempo cada día, asoma un Misterio mayor que nosotros. ¡Cuida tu corazón!, le decía el doctor a mi amigo; ¡vela por tu corazón!, nos susurra la Palabra, para que no se nos duerma cuando nos busque sorpresivamente la Vida. Tabita y su abuelo «Mis ojos han visto al Salvador» (Lc 2,22-40). ¿Hemos visto la ternura y el cuidado con que los abuelos pasean a sus nietos`? El otro día vi a un anciano con una preciosa niña de pelo ensortijado y unos ojos negros que prometían y que no tendría más de tres años. La niña era tímida, apenas respondía a mi saludo. El anciano me dijo que se llamaba Tabita, lo que me hizo sonreír, porque era la primera niña que conocía con ese nombre. Imagino que una escena parecida nos evoca el Evangelio con el viejo Simeón y el Niño en sus brazos. La familia es sencilla, su ofrenda no es la de los ricos, sino la de la gente humilde: un 100

par de tórtolas o dos pichones. Y el gesto de Simeón nos es propuesto a todos algún día: bendecir la vida nueva en otros. Acoger, celebrar, proclamar y dar gracias por el acontecer secreto de Aquel que emerge a través de cada rostro, imperceptible cuando el ego nos opaca los ojos, diáfano cuando nos adentramos en el templo del corazón para mirar desde allí. Necesitamos hombres como Simeón y mujeres como Ana, de la tribu de los que están reconciliados con su propia vida; personas con una presencia benevolente y cariñosa hacia todo lo que les rodea. Con sus ojos agrandados por dentro, ellos pudieron percibir la salvación de un modo muy diferente del que habrían imaginado. Abrazar y contemplar lo vulnerable y frágil del mundo: ¿será éste el gesto necesario para la fecundidad`? Nacemos con dos temores básicos: el miedo a la separación y el miedo a la desaparición. Simeón va ser curado de es te miedo en la mirada del Niño. Tiene sentido todo lo que ha vivido, y por eso puede soltarse y abandonarse en paz. ¡Quién pudiera mirar los ojos llenos de luz de Ana y de Simeón ante el Niño que les abre al futuro y les ensancha los sueños...! Como los de aquel anciano feliz con su pequeña Tabita. ¿Conoceremos sus nombres? «¿Cuándo te vimos extranjero y te alojamos, o desnudo y te vestimos...? (Mi 25,31-46). Si se nos perdieran los evangelios, ¿qué texto rescataríamos? Mateo 25,31-46 es una de esas historias en las que engancharnos de por vida, y tiene que ver con el lugar donde nos ubicamos. Por si acaso se nos ocurriera poner a Jesús junto a los poderes y celebridades de este mundo, él deja bien claro dónde está su sitio: «Lo que no hicisteis a uno de estos más pequeños no me lo hicisteis a mi». Y no es que por ello se nos vaya a cerrar el paso a la vida; es que somos nosotros mismos quienes frustramos esa vida cuando no sabemos situarnos del lado de aquellos que nos señala Jesús. Por nuestras relaciones nos conocerán. Por las suyas lo hemos conocido. Poner a Jesús en el centro es poner entre las prioridades del corazón a aquellos con quienes él ha querido identificarse. Esto podemos decirlo de palabra y reconocerlo con la cabeza; pero ¿y llegar a vivirlo? Me siento en el lado izquierdo del relato, por miedo a veces, por impotencia, por no saber cómo hacer, por estar liada con otras co sas 101

«buenas», y también pregunto: «¿Cuándo te vi... y no te socorrí?». Y yo misma tengo que reconocer que en la mayoría de las ocasiones ha sido así. Al principio de la vida crees que todo lo que sueñas llega algún día, también el poder dar de comer y de beber, el acoger, el consolar... Cuando entras en los cuarenta, sientes que aquello que sueñas lo tienes que empezar a vivir, o ya no llegará. Ojalá que la vida nos ponga junto a esas personas que nos bendicen sin saberlo: personas que han tenido que dejar con dolor sus raíces, su país, su gente querida, para poder sobrevivir; personas a las que tal vez las heridas, la violencia o la droga han arrastrado hasta la cárcel; niños que han nacido en países de hambre y desnudez... ¿Tendremos la suerte de encontrarnos con ellos, de dejarnos querer, de conocer sus nombres y sus historias, de llamarles con cariño`? Que ellos nos ayuden a poner del lado del corazón este tesoro que nos descubre Jesús: «Venid benditos de mi Padre..., porque lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños me lo hicisteis a mi». Ver sus vidas «Jesús volvió a poner las manos sobre sus ojos; entonces el ciego comenzó a ver con claridad» (Mc 8,22-26). ¡Cómo admiro a los profesores que enseñan a adolescentes...! Los adolescentes están a veces tan heridos por sus realidades sociales y familiares que es bien difícil estar con ellos. Para mí está siendo todo un aprendizaje. Lo que está siendo un regalo inesperado es ir abriéndome a sus vidas. Una chiquilla que era la que más distraía a los compañeros en clase y no quería trabajar me confiesa, un día que la encuentro llorando, que su padre lleva tiempo en la cárcel y que ella, con catorce años, no se entiende con su madre. Desde entonces empecé a mirarla, y creo que también que a tratarla, de otra manera. Con Borja, que todo el tiempo se levantaba y llamaba la atención, nos cambió a los dos la relación cuando me enteré de que vivía en un hogar con educadores, porque sus padres lo abandonaron. De otra chiquilla que molestaba a los compañeros descubro que su padre murió a causa de una sobredosis, que la madre también consume, y que ella vive como puede con los abuelos. ¡Con cuánta ternura y atención la miro ahora...!

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Ellos me han enseñado que detrás de cada comportamiento hay una realidad humana que, si llegáramos a conocerla, nos permitiría comprender muchas cosas. Hoy me preguntaba: «¿Y si pudiera mirarles a todos así?». Si detrás de los chiquillos más inquietos y difíciles, los que más me cuesta soportar en clase, pudiera ver lo que han llegado a vivir, el miedo, la violencia y las carencias que han sufrido..... seguro que me situaría de manera distinta con ellos. ¡Qué lejos estoy de parecerme al maestro de Nazaret...! Allí donde yo veo un niño conflictivo, él ve un chaval herido y más necesitado aún de cariño, cercanía y atención. Inmigrantes amigos «Deseaba saciar su hambre con lo que tiraban de la mesa del rico» (Lc 16,19-31). Los lázaros de nuestro mundo se acercan en caravana a tocar a las puertas de los países ricos buscando nuestros trabajos sobrantes, las migajas que caen de nuestras mesas. Los vemos venir del sur. La televisión nos muestra los cayucos en las costas y la espera y el sufrimiento que hay detrás. Cuando llegan, nos dicen el número, pero no sus nombres. El evangelio no es como la tele, porque en esta historia es al revés: el hombre rico no tiene nombre, mientras que el pobre sí. Tengo la suerte de vivir en un lugar donde muchos inmigrantes son también amigos. Entonces conoces sus nombres y sus historias, y la cosa cambia. Y he aprendido que mucho peor que la falta de trabajo o el no tener para pasar la semana, más doloroso aún, son las humillaciones que sufren: cómo les tratan en ocasiones, cómo tienen que callar y no pueden decir nada mientras las lágrimas asoman a sus ojos. Necesitamos aprender a acoger lo que ellos nos traen de parte de Otro. Si ahora siguen nuestros ojos y nuestros oídos embotados, después, como el rico de la historia, nos vamos a arrepentir por los que vienen detrás, por el mundo que entregamos a las siguientes generaciones. Conocí a una joven peruana que tuvo el coraje de alejarse de su compañero porque la maltrataba constantemente y, poco a poco, va saliendo adelante. Es madre de una pequeña, a la que cuida con un amor tremendo, y ahora comparte vivienda de alquiler con una chica de Camerún que también está sola con su niño. Emociona constatar cómo hermana la fragilidad y cómo se sostienen la una a la otra. Dice mi madre - que no tuvo ocasión de estudiar, pero a la que las experiencias de la vida han hecho una mujer sabia - que el amor que nos pide Jesús es bien difícil. Y siento 103

que tiene razón, que por nosotros solos no podemos amar así, que necesitamos la ayuda del Espíritu para poder hacerlo, para escuchar su misma voz en estos rostros que nos acontecen y claman desde su pobreza, y para saber, por paradójico que parezca, que en ellos está nuestra alegría y nuestra salvación. ¿Qué habría podido suceder si aquel hombre opulento hubiese abierto su mesa a la riqueza inmensa que, sin saberlo, Lázaro le traía`? Un desconocido en la orilla «Al saltar a tierra, vieron unas brasas con peces colocados sobre ellas y pan» (Jn 21,1-14). En la playa del Castillo del Romeral es frecuente ver pequeñas barcas de pescadores. Me gusta caminar hasta el final del embarcadero y, desde allí, mirar el mar hacia la orilla y las montañas peinadas de verde. Es un paisaje todavía sencillo, no alterado por grandes edificios y que serena el alma; se ven algunos niños correteando y hombres que pescan. Rememoro este paisaje al leer el Evangelio. En un lugar así, Jesús se hace el encontradizo con sus discípulos y se les muestra como a él le gusta aparecer, haciéndonos valiosos, pidiéndonos él a nosotros: «¿Tenéis algo que comer?». Pero ellos llevaban toda la noche sin pescar nada. También nosotros, en muchas de las situaciones que atravesamos tenemos la sensación de no sacar nada, de quedarnos vacíos y de caer en la tentación de desesperanzamos. Desde la orilla, un desconocido que les pide de comer les dice que echen las redes de nuevo. He tenido la experiencia de echar las redes con una persona con la que no me llevaba bien, de volver a intentarlo tiempo después... y quedar asombrada por el resultado ¡Cómo pueden llegar a transformarse las relaciones cuando no las damos del todo por perdidas...! Creo que en lo que más nos cuesta reconocer al Señor Resucitado es en la normalidad con que se acerca a nuestra vida, en los gestos cotidianos en los que se hace presente, en el modo tan discreto de venir. El día que pasamos en la playa, al marcharnos vimos a una pareja que había estado pescando. Tenían una pequeña «roulotte» y allí mismo se disponían a asar los peces que sacaron. Nos invitaron a comer; pero, como no los conocíamos, no nos atrevimos a 104

aceptar. Ahora me arrepiento, pues es en esos gestos sencillos e inesperados donde nos vamos encontrando con el Señor de la vida, al que le encanta sorprendernos para bien. La conversión de Jesús «Dios me ha enviado sólo a las ovejas perdidas del pueblo de Israel» (Mi 15,21-28). Ella es una mujer cualquiera de origen extranjero, sin papeles que la identifiquen ni protejan, y busca desespera damente a Jesús porque tiene enferma a su pequeña. Su historia me recuerda la de Aida. La conocí una tarde, cuando venía caminando más de tres kilómetros bajo una fuerte lluvia con su niña de cuatro años sobre los hombros, buscando un lugar donde pudieran darle algo de comer. Era la primera vez que tenía que pedir para poder comer. «Si no fuera por mis hijas - decía-, no vendría a pedirles». Aida es extranjera y está sin papeles, porque no cumplió los requisitos de la última regularización. Pero sigue aquí, trabajando, sin un solo día de descanso a la semana, a pesar del dolor cada vez mayor de sus rodillas, porque no quiere que a sus hijas les falte la comida ni un techo. También la mujer del relato pide a Jesús que cure a su hija. La respuesta que le da Jesús nos sorprende, pues estamos acostumbrados a creer que él lo tenía todo claro y resuelto en su corazón, y vemos cómo aplaza lo que le solicita la mujer. A Jairo, que era un distinguido jefe de la sinagoga, sí que va Jesús a curarle a su hija, mientras que con esta mujer pagana no siente que tenga nada que ver; también él tenía prejuicios culturales y étnicos: «Dios me ha enviado sólo a las ovejas perdidas de Is- rael», le dice para disuadirla. La mujer es tenaz y sabia y no se da por vencida. Viene a decirle algo así: «Eso que tú traes es tan bueno que sólo con las migajas nos bastará». Jesús aún no la ha reconocido en su dignidad, mientras que ella le llama «Señor» y le invita a abrirse a un Dios mayor, a Aquel que está ahí para todos. Ella le descubre a Jesús una buena noticia: hasta dónde iba a dilatarse la fecundidad de su vida entregada. Y seguramente él la recordó la última vez que compartió noche y cena con sus amigos y les dijo: «Ésto es mi cuerpo, que se entrega por todos». Pues había sido esta mujer cananea la que se lo había dado a entender. Jesús aprendió aquel día no sólo el gusto de poder ayudar a una mujer necesitada y a su pequeña, sino la alegría de experimentar hasta el fondo de su vida el don que ellas, en su pobreza, le daban a él. Aquella mujer extranjera y pagana - ¡quién lo hubiera dicho...! 105

- había enseñado a Jesús a volverse un poco más hacia la novedad de Dios y hacia el misterio de los otros. Sanar la mirada «Jesús, compadecido, extendió la mano y lo tocó» (Mc 1,40-45). La otra tarde me senté una plaza. A mi alrededor había algunos ancianos, madres con niños y, en un banco cercano, un chico que me miraba demasiado fijamente. Saqué mi cuaderno y me puse a escribir cosas que quería retener. De vez en cuando, levantaba los ojos, y allí estaba él, observándome pestañear siquiera. Entonces decidí no volver a mirar, por esos pequeños miedos que de repente nos entran ante los desconocidos. No habían pasado ni diez minutos cuando él se levantó y se acercó a mí y me pidió permiso para sentarse a mi lado. Fue entonces cuando me di cuenta de que, a pesar de su aspecto masculino y de su corte de pelo, no era un hombre, sino una mujer. Me pidió un trozo de papel y un bolígrafo, y se los presté; la vi escribir su número de mó vil, y me entregó una nota donde con letras grandes decía: «Aquí tienes una nueva amiga. Tu María». De pronto, el temor dio paso a una dulzura amable ante aquella mujer herida en busca de compañía. Me conmovió que firmara «tu María». ¡Qué necesidad de pertenencia tenemos todos...!, pensé; ¡qué necesidad de ser para alguien, de importar a alguien, de pertenecer a alguien...! Me habló de su madre y de un bar que conocía; yo la escuché con atención, regalándole unos minutos de confianza y de cariño, y le dije que, si podía, la llamaría, aunque sabía que no iba a hacerlo, pero quería ver emerger una sonrisa en su rostro. Y sus ojos idos y melancólicos se cubrieron de luz. Sentí que ella también me embellecía a mí: «Te vi sola y tan bonita...», me dijo. Al despedirla le tendí la mano, y ella me pidió un beso, que también me devolvió. Fueron sólo unos minutos, y probablemente no vuelva a encontrarla; tenía signos de dolor y de locura en su cara, pero en aquellos instantes sólo era una mujer herida buscando un rostro donde poder mirarse. Me viene el recuerdo de María ante el relato de hoy. No fue un «milagro» lo que curó al leproso, a no ser que al afecto, la ternura y la compasión por el otro lo llamemos así. Al leproso lo curó el que Jesús lo mirara, reparara en lo que le decía y lo tocara. Sobre todo, que posara sus manos buenas sobre su piel herida y sobre su vida marginada. El toque sanador de Dios a través de las manos de Jesús fue lo que devolvió a aquel hombre su dignidad y su belleza. ¡Y qué necesitados estamos todos de toques así...!

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María me tocó aquella tarde al regalarme su compañía y su atención. Ella curó mis ojos ciegos y mi estrecho amor. 1. E.GALEANO, Bocas del tiempo, Pehuén, Santiago de Chile 2005. 2. Algunos de los textos que aparecen han sido publicados en la Revista Sal Terrae y Ictys, a las que quiero agradecer que me permitan recogerlos aquí. Otros son fruto intercambios y de charlas. Expreso también mi agradecimiento a Cáritas Diocesana Canarias y a la Asociación Maestro Eckhart de Las Palmas por el regalo que supuesto para mí el poder compartir con ellos.

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1. Joan OHANNESON, Una luz tan intensa, Ediciones Folio, Barcelona 2001,p.275. 2. A.NOLAN, Jesús hoy. Una espiritualidad de libertad radical, Sal Teirae, Santander 2007, p. 44. 3. J.CAMARENO, La chica que no sabía arrodillarse, Monte Carmelo, Burgos 2002, p. 66. 4. Evelyne FRANK, Con Etty Hillesum en busca de la felicidad. Sal Teirae, Santander 2006, p.73. 5. J.M.RAMBLA, Dios, la amistad y los pobres. La mística de Egide van Broeckhoven, jesuita obrero, Sal Teirae, Santander 2007, p. 227. 6. A.GRÜN - L.JAROSCH, La mujer: reina e indomable, Sal Teirae, Santander 2006. 7. El País Semanal (domingo 30 de noviembre de 2008), p. 16. 8. W.JAGER, Adonde nos lleva nuestro anhelo. La mística del siglo XXI, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005, p. 56. 1. E.GALEANO, Bocas del tiempo, Pehuén, Santiago de Chile 2005, p. 2. 3. F.RIERA, Los últimos y los primeros días de Jesús, el Señor, Sal Tenae, Santander 2006, p. 170. 2. E.STEIN, El misterio de la Navidad, en Obras selectas, Burgos 1997. 4. A.OLIVER, Teología del gozo, Fundación Antonio Oliver, Montseirat 2007, p. 57. 5. A.GRÜN, La Navidad, celebración de un nuevo comienzo, Sal Teirae, Santander 107

2005, p.72. 6. W.JÁGER, Adonde nos lleva nuestro anhelo, Desclée de Brouwer, Bilbao 2005, p. 92. 7. Agnés AGBOTON, Más allá del mar de arena. Una mujer africana en España, Lumen, Barcelona 2005. 8. Citado en: Katherina LACHMANOVA, Compasión, Sígueme, Salamanca 2005, p. 90. 9. HTA. MAGDEL,ED E DE JESÚS, Jesús es el Señor de lo imposible, Artes Gráficas «Hogares la Paz», Argentina 1993, p. 55. 10. Irina GORAIlVOFF, Serafin de Sarov, Sígueme, Salamanca 2001, p.65. 13. A.OLIVER, op. cit., p. 48. 11. Cf. B.UsLSAIVtER, Sin raíces no hay alas, Luciérnaga, Barcelona 2006. 12. W.JAGER, op. Cit., p. 99. 14. D.PONS-FÓLLML - O.FÓLLML, Orígenes: 365 pensamientos de maestros africanos, Lunwerg, Barcelona 2005. 1. J.CHITTISTER, Doce pasos hacia la libertad interior, Sal Teirae, Santander 2005, p. 12. 2. Mi vida sin mí (2002), de la directora catalana Isabel Coixet. Es la historia de Ann (Sarah Polley), una mujer joven que vive con su marido (Scott Speedman) y con sus dos hijas en una caravana, mientras trabaja de limpiadora en la universidad. Su vida da un giro cuando le descubren un tumor irreversible. Lo mantiene en secreto, y desde ese momento hace una lista con las cosas que le gustaría hacer antes de morir. Quiere despedirse conscientemente e intenta disponerlo todo para que las personas que ama puedan seguir viviendo sin ella. Ann llega a desarrollar una pasión y un amor por la vida que no había experimentado antes. 4. Monseñor Óscar ROMERO, La violencia del amor, Sal Terrae, Santander 2002, p. 141. 3. R.PANIKKAR, De la mística. Experiencia plena de la Vida, Herder, Barcelona 2005, p. 253. 5. G.WEBER (ed.), Felicidad dual. Bert Hellinger y su psicoterapia sistémica, Herder, 108

Barcelona 2001, p. 25. 6. B.GONZÁLEZ BUELTA, Orar en un mundo roto. Tiempo de transfiguración, Sal TeiTae, Santander 2002, p. 166. 7. R.PANIKKAR, op. cit., p. 114. 1. Abraham J.HESCHEL, El Shabbat, su significado para el hombre de hoy, Desclée de Brouwer, Bilbao 1998, p. 29. Tomo de este pequeño libro, sugerente y hermoso, lo referente a la comprensión del sábado. 2. M.ZUNDEL, Qué hombre y qué Dios, PPC, Madrid 2002, p. 23. 3. E.STEIN, Escritos esenciales, Sal Teirae, Santander 2003, pp. 83-84. 4. Javier BAEZA, Itinerario para la espiritualidad de la ternura. Conferencia pronunciada en unas Jornadas de Teología de Cáritas Diocesana, Las Palmas de Gran Canaria, marzo 2006. 1. J.M.RAMBLA, Dios, la amistad y los pobres. La mística de Egide van Broeckhoven, jesuita obrero, Sal Teirae, Santander 2007, p. 119. 1. J.M.COETZEE, Hombre lento, Mondadori, Barcelona 2005, p. 257. 3. T.SPIDLIK, La oración según la tradición del Oriente cristiano, Monte Carmelo, Burgos 2004, p. 396. 2. J.LAFRANCE, La oración del corazón, Narcea, Madrid 1980, p. 33. 4. Cf. O.CLÉMENT, La oración de Jesús, en (AA.Vv.) La oración del corazón, Descleé de Brouwer, Bilbao 1987, p. 130. 5. Lafilocalía de la oración de Jesús es una pequeña selección de textos de la Gran Filocalía elegidos a partir del interés de la técnica de la oración del corazón. Cf. J.MELLONI, Los caminos del corazón. El conocimiento espiritual en la Filocalía, Sal Terrae, Santander 1995, p. 15. 6. La filocalía de la oración de Jesús, Sígueme, Salamanca 1990, p. 12. 7. J.MauoNI, op.cit., p. 78. 8. 0. CLÉMENT, Op.cit., p. 109. 109

9. Evelyne FRANK, Con Etty Hillesum en busca de la felicidad, Sal Teme, Santander 2006, p. 61. 10. M.EGGER, Silvano del Monte Athos, Ciudad Nueva, Madrid 2005. 11. J.M.CoETZEE, op.cit., p.88. 12. J.LAFRANCE, Op.Cit.

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Índice Prologo Introduccion: A modo de un tapiz de miradas 1. Mujeres de sabiduría Curvados sobre nosotros mismos Ojos que ven Voces que tocan Manos que conocen el silencio La vida como ofrenda Reencender la compasión y la alegría 2. Humilde encarnación En tiempos de desplazamientos La vida entera se hace pesebre Las puertas de la humildad Pacificados en nuestras ansias Solamente es un niño Como ciegos tocados por la luz 3. La entrega que libera Anhelamos algo más Las puertas de los rostros Cuando perder es ganar Aprender a recibir de balde Tomar la vida para entregarla Tremendamente humanos 4. Cansancios habitados «Fatigado de la caminata, se sentó junto al pozo» La seducción del descanso que se puede comprar El descanso que honra la vida Recibir de los que son mansos 111

14 17 21 23 25 25 26 27 29 32 34 35 37 38 39 41 43 45 46 47 49 50 51 52 54 55 56 57

El yugo de lo humano Rostros humildes que alivian 5. El poder sanador de la amistad Crecer en el amor Bendiciones disfrazadas Cuidado y ternura 6. La oración del corazón Un corazón escondido El latido del Oriente cristiano Respirar el Nombre de Jesús El secreto de una paz adentro Embellecer el mundo con la gratitud La bienaventuranza de los otros De amor desbordados 7. «El pájaro del alma» Cuestión de química El gimnasio del corazón Hacernos un cine Nuestro «blog» interior La oración se ve en las manos Regalar un poema 8. Historias de sanación

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