Miguel.mihura.un.Anarquista.burgues

August 6, 2017 | Author: Coco Cocolandia | Category: Humour, Theatre, Comedy
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Miguel Mihura, un anarquista burgués Para muchos, Miguel Mihura fue el autor de una sola obra, Tres sombreros de copa, que revolucionó el teatro español de su tiempo, y después “se vendió”. Se vendió, según ese cliché, al público burgués, cocinando para ellos una serie de comedias de evasión complacientes y conformistas. Siguen, en bandada, porque los clichés siempre viajan juntos, los calificativos de frívolo, descomprometido, misántropo y misógino. Como ya hemos visto en el caso de Jardiel, la realidad es mucho más complicada. Como Jardiel, Mihura era un hombre que abrazó la causa franquista porque, siguiendo el precepto de Goethe, prefería la injusticia al desorden, aunque nunca lo explicitara así, y que quiso convencerse de que vivía en el mejor de los mundos posibles. Pero, al igual que Jardiel, como esa pintoresca creencia no aflora en su arte con la frecuencia debida, los gerifaltes del régimen siempre le miraron con una mezcla de sospecha y desdén, porque, como iremos viendo, sus obras distan mucho de abrazar la ideología conservadora. Miguel Mihura se definió en una ocasión de esta sensatísima manera: ”Soy bueno y malo, perezoso y activo, simpático y antipático, triste y alegro, francófilo y germanófilo, modesto y vanidoso, tonto y listo. Soy, pues, como esos discos que por una cara tienen grabada una dulce melodía y por la otra una tabarra. Todo depende de que se acierte a colocarme de un lado o de otro en el tocadiscos”. Según los estudiosos del teatro español, Mihura ha sido encuadrado en lo que llaman “la otra generación del 27”, la menos considerada, la que estaba integrada no por poetas sino por humoristas, por escritores de humor. En esa generación, aglutinada en torno a las revistas Buen Humor y Gutiérrez, encontramos a los “hermanos mayores”, Antonio de Lara “Tono” (nacido en 1896), Edgar Neville (1899), a los “intermedios”, Jardiel (de 1901) y José López Rubio (1903) y el “pequeño”, Miguel Mihura, que nace en 1905. Todos son de extracción burguesa, aunque López Rubio y, sobre todo, el aristócrata Neville, conde de Berlanga, son quienes proceden de clase más elevada. Quizás Mihura y Jardiel eran los más bohemios. Y Tono, el más

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inclasificable. Aunque se sentían de derechas apenas hablaban de política y no se significaron el el Madrid de preguerra, donde hasta última hora la convivencia entre artistas e intelectuales estuvo por encima de las ideologías. Los humoristas del 27, escribe Julian Moreiro en Humor y melancolía, su espléndida biografía de Mihura, “fueron hombres de cultura urbana, viajeros por Europa y por América. Muchos de ellos viajaron a Hollywood en los años treinta, cuando las necesidades de hacer versiones en castellano aconsejaron a la industria contratar escritores. Allí estuvieron todos menos Mihura, cuyos graves problemas de salud le forzaron a ser bastante más sedentario que los otros”. Edgar Neville fue uno de los primeros en desembarcar en Hollywood. destinado como agregado a la embajada de Washington en 1927, tomó posesión de su cargo en marzo del 28 y aprovechó sus primeras vacaciones para viajar a la meca del cine. Allí estableció buenas relaciones, y poco después lo llamaron para trabajar en los doblajes. Una vez colocado, se ocupó de que otros escritores, desde Gregorio Martínez Sierra a López Rubio, y luego Jardiel y Tono, participaran en la aventura americana. El padre y maestro de todos ellos, su mayor influencia, era Ramón Gómez de la Serna, un escritor sin género, profundamente excéntrico e imprevisible, novelista, articulista, ensayista, ocasional autor de teatro – en 1929 provocó una gran polémica su obra Los medios seres - y, sobre todo, creador de las “greguerías” o aforismos de un humor centelleante, del que diría Edgar Neville: “Ramón nos abrió el mundo, inédito hasta su llegada, del verdadero humor, aquel en que a la sátira y la pirueta imaginativa se une una fuerte dosis de poesía. Nos colocó en las narices las gafas del cine en relieve y nos hizo ver las cosas y los hombres de un modo distinto a como los veíamos anteriormente”. Gómez de la Serna les enseñó a escribir aunando inventiva surreal y aliento poético en una prosa directa y antirretórica: todos acabarían sembrando sus textos de greguerías, a veces de manera deliberada y a veces sin pretenderlo. En 1928, Ramón Gómez de la Serna publicó en la Revista de Occidente fundada por Ortega un artículo, Gravedad e importancia del humorismo,

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que se convirtió en un verdadero manifiesto para Mihura y compañía, donde, entre otras cosas, decía: ”En el humorista se mezclan el excéntrico, el payaso y el hombre triste, que los contempla a los dos. Casi no se trata de un género literario sino de un género de vida, o, mejor dicho, de una actitud ante la vida”. También reconocieron las influencias del articulista Julio Camba y el novelista Wenceslao Fernández Florez, cultivadores de un humor filosófico y escéptico, amable, sólo a ratos suavemente ácido. Mihura califica a Camba de “humorista químicamente puro, que sabía descubrir las grandes tonterías y señalarlas burlonamente con el dedo”. En cuanto a Fernández Florez, para quien el humor era “la sonrisa de una desilusión”, Mihura escribió: “Nos enseñó a reírnos, humilde y dulcemente, de nosotros mismos”. El humor de la “otra generación del 27” era blanco, absurdo, con una marcada tendencia por lo inverosímil. Cuando llegó la guerra, sin embargo, las cosas cambiaron, y Tono y Mihura, como luego veremos, pasaron a dirigir desde San Sebastián La Ametralladora, una revista de propaganda política del bando nacional, que se distribuía en el frente y satirizaba con pocas contemplaciones – y escasa sutileza – a los izquierdistas. No deja de ser curioso que el humor español estuviera situado a la derecha “cuando se produjo en España”, escribe Jose Carlos Mainer, “el gran encuentro colectivo con la responsabilidad histórica del 36”. Y sigue diciendo Mainer, con gran perspicacia: “Quizás esa tendencia sea explicable, porque el mecanismo original que dispara la recreación humorística es la perplejidad, y, al cabo, el miedo. Es la desazón la que magnifica el absurdo y hace que nos refugiemos en una puerilización de nuestra conciencia. Por eso, el humorista busca en último término una forma de inocencia, y, a la larga, pretende salvarse solo. La gente de izquierda siente más el vértigo de la razón, que nunca es humorístico y puede ser absolutista”. Desde luego, las palabras de Mainer no pueden aplicarse al humor en general, pues siempre ha habido también un humor rebelde y subversivo, pero encajan como un guante en el perfil colectivo de la “otra generación del 27”.

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Mihura comienza como humorista gráfico, pero viene de una familia teatral. Su padre, Miguel Mihura Álvarez, fue actor en el teatro Apolo y en la compañía de Emilio Thuillier, en el Lara, y autor de zarzuelas, sainetes y comedias breves, hasta que decidió convertirse en empresario. Su compañía llevaba un repertorio compuesto por obras de los autores cómicos más famosos del momento: Arniches, Muñoz Seca, y García Alvarez. “Mi verdadera escuela”, cuenta el dramaturgo, “fueron los teatros, los camerinos, las tramoyas, los escenarios. Mi privilegiada experiencia como hijo de cómico me marcó para siempre: hizo soñar al niño y alimentó la nostalgia del adulto. Yo aprendí a jugar con pelucas de teatro antes que con soldados de plomo”. Cuando Miguel Mihura hijo termina el bachillerato se niega a seguir una carrera universitaria y encuentra trabajo como decorador de abanicos y jarrones en una tienda de la Puerta del Sol. En 1921, su padre lo coloca de gerente en la contaduría del teatro Rey Alfonso, ya desaparecido, en la calle de Cedaceros. Con la compañía del actor cómico Pedro Zorrilla, de la que era empresario su padre, se ve obligado a salir de Madrid. Conoce así las giras de provincia, las largas horas de espera en las estaciones, todos los oficios y las categorías de la profesión. Pero, aunque adora el teatro, lo encuentra demasiado duro como para dedicarse a él. Cuando muere su padre, en 1925, se niega a seguir sus pasos y hacerse cargo de la exitosa compañía de Aurora Redondo y Valeriano León, la pareja arnichesca por excelencia. Un año antes, Mihura había comenzado a publicar dibujos y artículos en la revista Buen Humor. Sus colaboradores frecuentaban la tertulia de la Granja del Henar, en la calle Alcalá, y allí conocerá, como decía al principio, a Jardiel, Neville, López Rubio y Tono. López Rubio recuerda el fulminante efecto de un chiste que fue para todos como una mágica revelación. “Una lejana noche – escribe – llegamos todos al café deslumbrados por una caricatura extranjera, escandinava por más señas, que publicaba La Voz. Era bien sencilla. Una pareja un poco tonta paseaba por un parque. El texto era el siguiente: “Yo me llamo Etelvina ¿y usted?” “Yo no”. Añade López Rubio que aquel chiste fue como un Hernani para los contertulios, pues ejerció sobre ellos el mismo efecto que el drama de Victor Hugo sobre la naciente sensibilidad romántica.

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1926 es un año fundamental para el grupo. Edgar Neville publica ese mismo año una colección de cuentos paródicos y desmitificadores, Eva y Adán y la novela Don Clorato de Potasa. López Rubio acababa de publicar Cuentos inverosímiles y comenzaba a escribir su única y muy ramoniana novela, Roque Six, que publicaría dos años más tarde, y en la que un mismo hombre se desdobla en seis personalidades diferentes. Tono publicaba dibujos y artículos en los principales periódicos del país. El más prolífico de todos era Jardiel, que había entrado en Buen Humor en 1922 y ya había escrito la novela El plano astral e innumerables relatos y novelas cortas. Siempre hubo una fuerte rivalidad entre Jardiel y Mihura, a quien el primero acusó públicamente de plagiarle sus procedimientos humorísticos. Ya sabemos que Jardiel tenía un lado paranoico muy pronunciado, pero no le faltaba razón, y el tiempo lo demostró, al menos en parte: Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, la obra teatral que firmarán Tono y Mihura en 1943, tiene muchos elementos jardielescos, y su película Un bigote para dos, estrenada en 1940, en la que crearon unos diálogos disparatados que nada tenían que ver con las imágenes, seguía la fórmula inventada por Jardiel diez años antes bajo el título de Celuloides rancios. Por lo demás, a medida que avance su carrera como dramaturgo, Mihura dejará atrás la influencia jardieliana para encontrar su propia e indefinible voz. Los escritos y dibujos de Mihura en Buen Humor y luego en Gutiérrez, revista fundada en 1927 y que acabará convirtiéndose en el “órgano de agitación” del grupo, destacan por la conversión de lo cotidiano en insólito, la ridiculización de los convencionalismos sociales, la brillantez de los diálogos, la sátira amable, los razonamientos absurdos y los apuntes irónicos. Sustancialmente, se puede decir lo mismo de su teatro, que no comenzará, y casi por azar, hasta 1933. Una infección tuberculosa, que le corroe el cartílago de la rodilla, le lleva a ingresar en diversos balnearios. En uno de ellos, La Toja, en Pontevedra, vivirá, durante el verano de 1929, una historia de amor que acaba en ruptura y le sume, unida al avance de la enfermedad, en una larga depresión. Entre 1930 y 1932 sus problemas de salud fueron constantes: desciende el ritmo de sus colaboraciones en Gutiérrez y acaba interrumpiéndolas para someterse a una operación de rodilla cuya convalescencia, sin poder

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levantarse de la cama, durará tres años, desde 1933 hasta 1935. Tres años prácticamente inmóvil, atendido por su madre, en su chalet de Chamartín de la Rosa, en las afueras de Madrid. Tres años que acrecientan su melancolía, su tendencia al aislamiento y al pesimismo. Mihura tiene entonces 27 años y siente que se le escapan los mejores años de su vida. Y como una especie de elegía o requiem por esa vitalidad perdida escribe, en la cama, su primera obra teatral, Tres sombreros de copa, una función aparentemente disparatada pero mucho más autobiográfica de lo que parece, en la que Mihura evoca un episodio vivido en 1929, en la compañía de variedades del cómico catalán Carles Saldaña “Alady”. Alady, uno de los reyes del Paralelo barcelonés, frecuentó la peña de humoristas de La Granja del Henar y le pidió a Mihura letras de canciones para su nuevo espectáculo. La colaboración fue a más y Mihura dibujó bocetos de los decorados y escribió el guión para uno de los ballets. La compañía de Alady, que fascinó a Mihura por su exotismo, estaba compuesta por una banda de jazz, liderada por el músico negro Bobby Curry, antiguo bailarín de charlestón, así como un grupo de bailarinas vienesas que se hacían llamar “las seis princesas Rieddjiech”, cuya jefa, que había sido domadora de serpientes, viajaba siempre con dos boas a guisa de mascotas. Mihura se enamoró locamente de las bailarinas, una tras otra, y Alady le propuso que les acompañara durante la gira, en calidad de representante y autor, para ensayar con ellos los nuevos sketches. Esa gira, que Mihura hubo de abandonar cuando comenzaron sus problemas con la pierna, ocuparía un lugar muy importante en la educación sentimental del dramaturgo, y habría de recordarla como el verdadero final de su juventud. Así, encerrado en el chalet familiar de Chamartín, hasta donde le llgan las cartas que sus amigos le escriben desde Hollywood, Mihura se lanza a escribir su primera comedia durante el verano y el otoño de 1932. Julian Moreiro resume muy bien la trama y el espíritu de la obra. “Dionisio, un joven abúlico y de costumbres rutinarias, se aloja en un pequeño hotel de una capital de provincias de segundo orden dispuesto a pasar su última noche como soltero. A la mañana siguiente ha de casarse con Margarita, una muchacha parecida a todas las jóvenes y aburridas muchachas burguesas, aunque no tiene razones fundadas para cambiar de

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estado: “Todos se casan”, dice, “a los veintisiete años”. Dionisio vive sin sospechar siquiera que la vida pueda tener algún sentido, algún aliciente. En el mismo hotel se aloja una compañía de variedades que debuta al día siguiente en la localidad, y el muchacho entra en contacto, a través de las bailarinas del ballet de Buby Burton y, sobre todo, gracias a la encantadora Paula, con un mundo ajeno a normas y convencionalismo, capaz de hacerle soñar por vez primera. Deslumbrado por Paula, piensa en escapar con ella, quien, a su vez, ve en Dionisio, a diferencia de las gentes con las que trabaja, un rastro de ingenua pureza. La posibilidad de perseguir la felicidad haciendo un quiebro a los formulismos es sólo un sueño fugaz. Paula, enterada del verdadero destino del joven, le convence de que pertenecen a mundos distintos y que hay barreras infranqueables incluso para la fantasía y la imaginación”. Era su primera obra teatral. La había escrito, pues, casi sin querer, para aliviar su soledad y su encierro, sin proponese jugar el juego del vanguardismo, por mucho que así lo vieran con el tiempo los críticos, y presentaba una madurez extraordinaria para ser la obra de un primerizo. “La escribí”, cuenta, “con facilidad, con alegría, con sentimiento. De golpe me encontré a mí mismo, lo contrario que me había ocurrido con el dibujo y la literatura de humor, géneros en los que había sufrido mil influencias. En esta obra no. Aquel estilo era el mío propio, y yo sabía muy bien que no estaba influido por nadie, que escribía lo que sentía, que las palabras necesarias para expresar aquello que sentía fluyeron de mi pluma espontáneas, con vida propia, con ritmo y hasta con una cadencia especial que sonaba a verso”. Los acontecimientos posteriores convertirían la comedia primero en un título maldito, en una pesadilla que a punto estuvo de alejar para siempre a su autor del teatro, y después, ya demasiado tarde, en una pieza fundamental del teatro español del siglo XX: de hecho, Tres sombreros de copa fue lo que los franceses llaman un rendez-vous manqué, una cita frustrada, porque tardó nada menos que veinte años en estrenarse. Mihura leyó en primer lugar su comedia a algunos compañeros de Gutiérrez, a quienes les pareció digna de su ingenio, pero irrepresentable. Se la llevó luego al actor cómico Valeriano León, a quien le pareció la obra de un demente. El empresario del teatro Alcázar, José Juan Cadenas, le dijo si la estrenaba en su teatro el público podría quemar las butacas, y le

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aconsejó que la publicase primero en libro. Después llegó la guerra, y cuando acabó, Tres sombreros fue a parar a manos de Arturo Serrano, el empresario del Infanta Isabel, que en 1940 todavía no se había decidido, ni se decidió nunca. Para mi gusto, Tres sombreros de copa es una obra importante pero sobrevalorada. Vale la pena verla por lo que supuso en su momento – en su doble momento: cuando se escribió y cuando se estrenó, veinte años más tarde – pero, de entrada, poco tiene de “antecedente de teatro del absurdo”, como tantos críticos se han empeñado en proclamar. No me parece a mí una pieza del absurdo sino comedia antisentimental con gente estrafalaria, que no es lo mismo. Antisentimental en su conclusión pero demasiado ternurista y blanda en otros pasajes, y con un aspecto que pocos mencionan, quizás por miedo a incurrir en lo “políticamente correcto”: Tres sombreros de copa es racista. Un racismo amable, si se quiere; un racismo “sin mala intención”, también, pero racismo a fin de cuentas. El personaje de Buby, el amante negro de Paula, es el malo de la función. Mihura podría objetar a esto, y no sin razón, que Buby tiene tanto derecho a ser el malo como cualquier otro personaje, y que lo racista sería presentarle angélico o almibarado, pero no es ese el problema: el problema es el enfoque del personaje, una acumulación de clichés (primitivo, brutal, etc), los chistes que genera (“¿Y desde cuando es usted negro?”, le pregunta Dionisio) o las siniestras réplicas que suscita, como ese “Eres un negro insoportable, como todos los negros” que le suelta Paula, una criatura que, por cierto, no es ninguna lumbrera. El racismo nace de la ignorancia, y la visión que Mihura tiene de Buby es la de un español provinciano de los años veinte, un señorito ignorante: para él, como para tanta otra gente de su época, un negro es una especie de muñeco extraño, un ser exótico, un perfil escasamente humano. De poco le sirvió haber viajado con el ballet de Buby Curry: su mirada no fue capaz de atravesar el prejuicio racista, de

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rastrear la persona tras el personaje. Nunca se habla de ese aspecto de Tres sombreros de copa, pero yo no puedo evitar sentir un profundo disgusto ante los pasajes en los que interviene Buby, malestar que se amplifica por el hecho de que rara vez lo interpreta un actor negro sino un cómico con la cara pintada, como en los vergonzosos minstrel shows de la América de principios de siglo. De nuevo en Madrid, en 1939, Mihura colabora con su amigos Joaquín Calvo Sotelo y Tono en dos comedias. La primera es Viva lo imposible o el contable de estrellas y la segunda, a la que ya nos hemos referido, Ni pobre ni rico sino todo lo contrario. La primera se convertiría, en el mismo año en que fue escrita, en su primer estreno. La colaboración con Calvo Sotelo no dio los resultados que ambos escritores pretendían ni resultó satisfactoria para ninguno. La obra parece una especie de continuación de Tres sombreros de copa, pero en un estilo mucho más blando y convencional. El asunto es mihuriano, pero el lenguaje, la dramaturgia y el desarrollo de la acción no lo parecen. Don Sabino y sus dos hijos, Eusebio y Palmira, hartos de la rutina diaria, deciden cambiar de vida lanzando un grito entre subversivo e ingenuo: “¡Abajo la norma, la medida, lo previsto! ¡Viva lo imposible, lo soñado, lo utópico!”. El segundo acto transcurre entre los artistas de un circo ambulante en cuyo ambiente tampoco acaban de encajar. Los jóvenes regresan a su mundo, pero ella es infeliz y él enloquece, mientras que Don Sabino triunfa, irónicamente, como gerente del circo. Como Dionisio, el protagonista de Tres sombreros, los personajes de Viva lo imposible no logran escapar de sus ataduras por flaqueza de espíritu. Años más tarde, Mihura diría: “Escribimos la comedia por separado. Apenas hubo colaboración. Él ve el teatro de una manera y yo de otra. Somos muy buenos amigos y nos queremos mucho, pero ni como amigos ni como colaboradores nos podemos aguantar más de media hora”. Viva lo imposible se estrenó el 24 de noviembre de 1939 en el teatro Cómico. Recibió elogios unánimes de la crítica, pero sólo se mantuvo en cartel hasta el 10 de diciembre. la obra sólo proporcionó unso derechos de 1.500 pesetas a cada autor, persuadiendo a Mihura de que debía ganarse la vida de otra forma. Así, trabajó durante unos meses como jefe de publicidad

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de Ufisa, productora cinematografica de Saturnino Ulargui, y continuó escribiendo para el cine. En noviembre del 40 se estrena, producida por Cifesa, la película Un bigote para dos, antes mencionada, en la que Tono y Mihura inventan un argumento y unos diálogos disparatados para una cinta vienesa de 1935, Melodías inmortales. En 1942, Mihura fundó el semanario humorístico La Codorniz, cuyo equipo de redacción estará compuesto por Tono, el dibujante Enrique Herreros, Edgar Neville, y Álvaro de la Iglesia como redactor jefe, que ya había estado sus órdenes, siendo apenas un adolescente, en La Ametralladora. La revista tuvo un éxito extraordinario en la España de la época, llegando a acuñarse el adjetivo codornizesco para definir una forma de ver el mundo absurda y dislocada, que en realidad no estaba muy lejos – en el tiempo sí, pero no en el espíritu – de lo que los humoristas del 27 habían realizado en Buen Humor y Gutiérrez. Para la escritora Carmen Martín Gaite, “por la ventana de La Codorniz entró el aire saludable y desmitificador que poco a poco iría limpiando de telarañas trascendentales la mente de los jóvenes de posguerra. Aparentemente inocua e intrascendente, atacaba el engolamiento y la cursilería desde el único terreno que la censura podía considerar menos peligroso: el humor ligero y un poco absurdo”. Para otros, en cambio, La Codorniz fue una publicación calculadamente escapista, que se situó deliberadamente al margen de la realidad del momento. El propio Wenceslao Fernández Florez, nada sospechoso de progresismo, acabó dándose cuenta de que “esta revista para la que escribo ahora produce la impresión de estar consagrada a combatir las costumbres y las generalidades de los últimos veinte años del siglo pasado y los primeros veinte del nuestro, un mundo que ya murió y que no puede volver”. Aún así, la popularidad del semanario fue tal que llegó a convertirse en un fenómeno sociológico, y el adjetivo acabó pesándole a Mihura como una losa, porque se le convirtió a ojos del público en “el humorista de La Codorniz”. Las obras que estrena a continuación, Ni pobre ni rico sino todo lo contrario, en el 43, con Tono, y en el 46, El caso de la mujer asesinadita, con el joven Álvaro de la Iglesia, siendo ambas absolutamente diferentes en tono e intención reciben, por parte de la prensa, la calificación de “codornicescas”. De hecho, como hemos visto, Ni pobre ni rico se había

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escrito cuatro años antes de ponerse a la venta el primer número de la revista. ”Lo inverosímil, lo desorbitado, lo incongruente”, escribió Mihura en el prólogo a sus comedias, “la guerra al lugar común y al tópico estaban ya patentes en mi primera obra, escrita en 1932, unidos a lo lírico, lo poético, lo escéptico. Pero cuando se estrenó Ni pobre ni rico me acusaron de haberme aprovechado de una moda, la moda de La Codorniz. Yo no quería hacer un teatro “codornicesco”, y por eso me alejé de la revista y dejé, por un buen tiempo, de escribir teatro”. Ni pobre ni rico se estrenó en el María Guerrero, bajo la dirección de Luis Escobar. Era una obra costosa para las compañías al uso, por su abundancia de decorados y personajes. Era, fundamentalmente, una obra excesiva, sobrecargada de situaciones cómicas, de chistes verbales y de disparates. Su protagonista, Abelardo, es un multimillonario que recurre a las ideas más peregrinas para perder su patrimonio y merecer así el amor de Margarita, una niña caprichosa e inconsciente: contrata a ladrones para que vacíen su casa, compra a precios exorbitantes inventos inútiles y permite que Mercedes, una baronesa que está enamorada de él, haga trampas en el juego. Cuando Margarita le ve convertido en un pobre de solemnidad, vuelve a rechazarle. Abelardo empieza una nueva vida en compañái de Gurripato, vagabundo por vocación de libertad, y otros mendigos, a los que organiza en una sociedad comercial, la Pobre Trust Company, con la que rehace su fortuna. Decepcionado por la mezquindad de la gente y agobiado por el acoso de su antigua novia, elige la libertad y, siguiendo el consejo de Gurripato, se marcha a vivir a la orilla de un río, a coger peces y tomar el sol. Por encima de la sátira social, Tono y Mihura exaltan la bohemia, la vida libre, espontánea y despreocupada, lo que no dejaba de ser considerablemente atrevido para la época. Ni pobre ni rico sino todo lo contrario se estrenó el 17 de diciembre de 1943. La mayoría del público era codornicesco, y aclamó la representación, pero hubo un sector que la pateó furiosamente, cosa que se repetiría en los días sucesivos. En todo caso, Ni pobre ni rico no dejó a nadie indiferente, sobrepasando las cien representaciones. Mihura calificó el éxito de “circunstancial” y aseguró que la obra era un

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“experimento” que no debía tener continuidad. Sin duda no se encontraba a gusto en un tipo de humor que estaba más cerca del de Tono que del suyo y, pese a recibir ofertas para escribir nuevas obras, decidió no hacerlo hasta que no dejaran de asociarle con La Codorniz. Para ello, en 1944 decide vender la revista – harto también de trabas burocráticas - y deja de colaborar en ella. A finales del 45, y arruinado tras unas largas vacaciones en Tánger en las que se patea buena parte del dinero conseguido por la venta de la revista, decide que ya ha llegado la hora de volver a probar suerte en el teatro. Con la colaboración de Álvaro de Laiglesia escribe una pieza radicalmente distinta, muy en la línea de Noel Coward, en la que los fantasmas, nunca mejor dicho, de Un espíritu burlón flotan sobre esta extraña e inspiradísima comedia romántica de tono fantástico, para mi gusto su primera obra maestra. El protagonista, Lorenzo, hastiado de la vida conyugal, decide asesinar a su mujer, Mercedes, para poder casarse con su amante, la mecanógrafa Raquel. A su vez, Mercedes, que tiene continuos sueños premonitorios, se ha enamorado del norteamericano Norton, con el que comparte su pasión por el espiritismo, y que resulta ser el jefe de la multinacional para la que trabaja Lorenzo. Mercedes, que ha soñado su propia muerte y la de Norton, acepta ser envenada por Lorenzo, y cuando Norton muere poco después, en un accidente de coche, se reencuentra con él en el otro mundo, hallando ambos la la felicidad que no tuvieron en éste. Lorenzo vive sin remordimientos por su crimen, pero vuelve a sentir el hastío y la rutina una vez se ha estabilizado su relación con Raquel, convirtiéndose en un matrimonio burgués. Receloso de que volvieran a asociarle con el humor codornicesco, Mihura advirtió al público en la antecrítica que los autores solían escribir en esa época: “Es muy importante que ustedes sepan que El caso de la mujer asesinadita no tiene nada que ver con La Codorniz ni con Ni pobre ni rico sino todo lo contrario. Es una comedia escrita con sarcasmo y amargura, en la cual el humor, lo disparatado y lo poético es tan sólo el ropaje”. La obra, misteriosa y delicadísima, con una creciente tensión dramática y una protagonista femenina muy bien dibujada, quedó terminada en veinte días: la colaboración de Álvaro de la Iglesia consistió, fundamentalmente, en imponer un plan ordenado y riguroso de trabajo.

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El estreno tuvo lugar el 20 de febrero de 1946, de nuevo en el María Guerrero, y de nuevo bajo la dirección de Luis Escobar y Pérez de la Ossa, protagonizada por la compañía titular, que encabezaban Elvira Noriega, Guillermo Marín y Mari Carmen Díaz de Mendoza. La crítica se mostró respetuosa pero fría, aunque el público recibió la obra con un entusiasmo que hacía presagiar un gran éxito, si bien no superó la cota de Ni pobre ni rico: cien representaciones. Mayor fortuna tuvo en Sudamérica, donde se representó muchas veces, sobre todo en Argentina y México. En Argentina se realizó una versión cinematográfica en 1949, con guión de Alejandro Casona, muy alabada por Mihura. Durante el verano del 46, Mihura y Álvaro de la Iglesia proyectaron una nueva comedia, que iba a titularse El caso del señor que murió un poquito, pero acabaron enfrentados por la nueva línea, más crítica, que De la Iglesia había imprimido a La Codorniz. Mihura, hombre con fama de gruñón y de trato difícil, rompió con su discípulo y decidió que nunca más volvería a trabajar en colaboración. En esa época, Mihura parece dispuesto a dejar el teatro. Sin grandes dramatismos, sin declaraciones públicas ni nada por el estilo. Siente que su teatro no conecta con el gran público, que no le da suficiente dinero, y opta por dedicarse a otras cosas. A lo codornicesco, de entrada, porque así de contradictorio es el personaje. Recuperando artículos que había publicado en Gutiérrez y La ametralladora, y publicado de nuevo, con algunos retoques, en La Codorniz durante los años 45 y 46, compone en el 48 Mis memorias, un libro que comienza diciendo “Hoy por la mañana he cumplido sesenta y dos años y ahora, por la tarde, tengo ya sesenta y cuatro. ¡Cómo pasa el tiempo!”. Naturalmente, nada hay de estrictamente autobiográfico en el libro, aunque ofrece su mirada, en apariencia disparatada pero llena de ironía crítica, sobre la familia, la educación, el oficio de escribir, el teatro y los ritos de la vida social. Vuelve a poner sus ojos en el cine: su hermano Jerónimo ha dirigido ya cuatro películas, y gracias a él consigue trabajo como guionista y director de actores. Según Antonio Isasi, montador de varias de sus películas, “el que colocaba la cámara era Jerónimo, pero el que escribía y dirigía a los actores era Miguel”. Películas de intriga, como Confidencia, del 47, o Siempre vuelven de madrugada, del 49; melodramas realistas, como La calle sin sol, del 48; o desaforados, como Una mujer

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cualquiera, del 49, confeccionado a la medida para la diva mexicana María Felix, o, siempre por encargo de las productoras, comedias como Mi adorado Juan (49) y Me quiero casar contigo, de 1950. Ese año escribe los diálogos de una de las películas más extrañas del cine español, el melodrama onírico La corona negra, en el que coincidieron Jean Cocteau, autor del argumento, el director argentino Luis Saslavsky y un trío protagonista compuesto por María Félix, Vittorio Gassman y Rosano Brazzi. También colaboró en los diálogos de una de las mejores comedias del cine español: Bienvenido mister Marshall, escrita y dirigida por Bardem y Berlanga en 1952. Antes de continuar con la trayectoria de Mihura, haré aquí un pequeño inciso porque en 1950 su compañero y amigo José López Rubio estrena su mejor obra, Celos del aire, una comedia magistral que tiene muchos puntos en común con su universo, y que Mihura siempre reconoció que le gustaría haber escrito. La situación inicial es netamente mihuriana, por no decir jardielesca: Don Pedro y doña Aurelia, un matrimonio de aristócratas venidos a menos, se ven obligados a alquilar habitaciones en su castillo a un autor de teatro, Enrique y a Isabel, su esposa, pero a condición de que estos se comporten como si “no existieran”, porque sus dueños, por orgullo, se niegan a reconocer su presencia allí. Llega poco más tarde otro matrimonio, Bernardo y Cristina, amigos de la joven pareja. Para combatir los celos patológicos de Cristina, Enrique trama una relación adúltera entre Isabel y Bernardo como si se tratara de la puesta en escena de una de sus comedias, de la que los viejos dueños del castillo se convertirán en espectadores, recordando la situación por la que pasaron en su juventud. La sorpresa final es que el enredo resulta ser cierto: Isabel es la amante de Bernardo, y Enrique se ha engañado a sí mismo con la auténtica verdad de los hechos. La carrera posterior de López Rubio corre paralela, en tonalidad y temática, a la de su amigo Mihura, con títulos como La venda en los ojos (1954), un juego sobre la ilusión y la capacidad de autoengaño, cercano a La grande magia del italiano Eduardo de Filippo, o La otra orilla (1954), en el que una serie de personajes mueren y se reencuentran en el más allá sin que su vida, aparentemente, cambie en lo más mínimo.

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Sigamos con la trayectoria de Mihura, que probablemente no hubiera vuelto al teatro de no ser por un joven director llamado Gustavo Pérez Puig. Estudiaba derecho, y tras montar con éxito Cuatro corazones con freno y marcha atrás,de Jardiel, al frente del TEU de su facultad, se había hecho cargo de la dirección del TEU de Madrid. Las siglas corresponden al Teatro Español Universitario, una iniciativa del departamento de actividades culturales del falangista Sindicato Español Universitario o SEU, que funcionaba en muchas ciudades españolas. Sus iniciativas permitieron el estreno de obras minoritarias, rechazadas por los teatros comerciales, tanto de autores clásicos como contemporáneos. El peso político que aún tenía el SEU a principios de los años cincuenta explica que los grupos universitarios consiguieran salas importantes para estrenar sus montajes, que habitualmente se mostraban en función única. Gustavo Pérez Puig descubrió Tres sombreros de copa gracias a los actores Miguel Gila y José Luis Ozores, que le recomendaron su lectura. Así cuenta Pérez Puig su visita a Mihura: “Fui a verle y le dije que me gustaría estrenar Tres sombreros. Me dijo que estaba loco, que la obra llevaba veinte años en un cajón y que todo el mundo decía que era una mierda, y que nos iban a dar un palo terrible. No tenía ningunas ganas, pues, de resucitar la comedia, pero insistí muchísimo, le dije que me parecía una maravilla y que, al fin y al cabo, sólo se haría una función. Se encogió de hombros y me dijo que si sólo era una función, adelante”. Lo que no le dijo Pérez Puig a Mihura fue que el estreno tendría lugar en el teatro Español y que la sala estaría llena, gracias al poder de convocatoria del TEU, de jóvenes universitarios... y de escritores, intelectuales y la crítica madrileña en pleno, invitados personalmente por Pérez Puig. El lunes 24 de noviembre de 1952, a las once de la noche, aprovechando un hueco en la representación de La moza del cántaro, de Lope de Vega, Tres sombreros de copa ocupó el escenario del Español. Entre los actores, entonces aún no profesionales, estaban Juanjo Menéndez, Agustín González o Fernando Guillén, que luego se convertirían en intérpretes destacadísimos. La música (un único foxtrot que sonaba con ritmos diversos) la interpretó al piano, en directo y desde fuera del escenario, la propia madre de Pérez Puig. Mihura estaba aterrado y se quedó absolutamente sorprendido del éxito de

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la función. Las críticas fueron espléndidas, y el montaje hubo de repetirse al lunes siguiente para acoger a todo el público que se había quedado en la calle. La posibilidad de explotar la obra comercialmente fue sugerida por periodistas, actores y amigos del abrumado autor apenas cayó el telón. ”Lo más extraño de todo”, escribiría Mihura, “es que me encontré viejo. Enormemente viejo. Y cansado. Sin ganas ya de nada. Sin importarme, en el fondo de mi conciencia, este éxito que me consagraba como autor, pero que había llegado ya demasiado tarde. Cuando ya tenía yo cien años”. Resulta muy comprensible que se sintiera feliz y amargo al mismo tiempo: aquel triunfo abría caminos pero también los cerraba. No podía aspirar a ser un comediógrafo de éxito si seguía el rumbo marcado por una obra escrita hacía veinte años y condenada a ser apta sólo para minorías. Días después, el actor Luis Prendes, que vió la oportunidad de relanzar su temporada en el teatro Beatriz, pidió a Pérez Puig que convenciera a Mihura para la cesión de derechos. El crítico de ABC, Luis Calvo, intervino para vencer sus últimas resistencias. Mihura estaba convencido de que Tres sombreros funcionaría de manera muy distinta en el teatro comercial, pero acabó aceptando. No se equivocaba. Por un lado, aquel año le concedieron el Premio Nacional de teatro por la función. Por otro, nunca acabó de funcionar para públicos mayoritarios que, según Mihura, “se quedaban desconcertados, sin saber cuándo tenían que reirse y cuándo emocionarse”. Entre la crítica más avanzada, Tres sombreros de copa enturbió la recepción de la obra posterior de Mihura, a mi juicio mucho más sólida, compleja y diversa. También es cierto que Mihura contribuyó a esa etiqueta, declarando en varias ocasiones que “había decidido prostituirse” como autor, buscando la comercialidad por encima de todo. Pero si bien encontramos en esa obra posterior títulos mediocres o mal resueltos, como El caso de la señora estupenda, El chalet de madame Renard, Las entretenidas o Milagro en casa de los López, es a partir de 1953 cuando Mihura va a darnos sus mejores comedias: A media luz los tres, Sublime decisión, Ninette y un señor de Murcia, La tetera, Maribel y la extraña familia y La bella Dorotea, entre otras. La trayectoria posterior de Tres sombreros es conocida. Fue traducida a

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cerca de veinte idiomas y representada en muchos países con parecidos resultados: mientras los jóvenes la aclamaban, el público burgués le daba la espalda. Y Mihura sabía que quien iba a darle de comer era el público burgués. Como solía decir, “los burgueses tienen su deporte, que es el teatro”. Se trataba, pues, de encontrar un equilibrio, un pacto entre su propia visión del mundo y la del público burgués. Se propone, fundamentalmente, entretener, divertir y emocionar. ”No creo”, diría, “que el teatro pueda solucionar ningún problema material. Plantearlos, sí. ¿Pero de qué sirve plantearlos si no los puede resolver? Los que sí plantea y resuelve el autor son los problemas de la ilusión y la fantasía, que es, en definitiva, la misión del verdadero artista. Una comedia es buena si deja alguna huella en el espíritu después de caer el telón”. Su proceso de escritura era absolutamente anómalo. Cuando tenía que escribir una comedia – cosa que aplazaba cuanto le era posible y terminaba haciendo a última hora, con todos los plazos vencidos y con empresarios y actores inquietos o al borde de la desesperación – se recluía en un hotel: el Manila de Barcelona, el Londres de San Sebastián o el Moderno de San Juan de Luz. Al parecer, no sabía trabajar más que en esas condiciones, insoportables para un escritor más metódico y disciplinado y, sobre todo, menos perezoso. “Yo sólo trabajo”, dijo, “entre mayo y agosto”. Se planteaba las comedias como un juego, en el que trataba de resolver, apoyado en unos diálogos magistrales, una situación inicial sorprendente o insólita. “Me gusta”, dijo también, “que haya sorpresa para mí mismo en lo que escribo. A veces tiene uno escritos los dos primeros actos, montada y anunciada la obra, y sin hacer el tercero. Eso ocurrió con Maribel y la extraña familia. De pronto, un personaje toma fuerza y, sin saber bien porqué, le lleva a uno de la mano. Esto es lo más bonito del teatro”. Tirso García Escudero recuerda que Mihura barajó tres finales diferentes para La bella Dorotea¸ y no resolvió sus dudas hasta pocos días antes del estreno. Aunque su estilo es siempre directo y sencillo, Mihura concibe la escritura teatral como autor, espectador y director al mismo tiempo. Dibuja bocetos del decorado, imagina la situación de los personajes en el escenario, y a cada uno presta una voz, un estilo de decir, y hasta el rostro de un actor

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determinado. El proceso de creación descrito, escribe Moreiro, “es resposnable a la vez de las virtudes y defectos de sus comedias. Tienen la frescura de su intuición inicial, nos sorprenden por su tendencia a discurrir por terrenos peligrosos, al borde del melodrama, la farsa o el ternurismo, y nos seducen cuando Mihura es capaz de mantener el equilibrio para que luzca lo mejor de su humorismo melancólico, pero también se abocan a la nadería cuando no logra compensar a fuerza de talento la insuficiencia de la anécdota”. 1953, pues, es el año en el que Mihura regresa al teatro. Y el año en el que su compañero Edgar Neville obtiene un enorme éxito con su obra maestra, El baile, que protagoniza su esposa, la actriz Conchita Montes: una comedia que narra, con extrema sutileza, el dilatado triángulo, desde la adolescencia hasta la vejez, formado por dos hombres enamorados de una misma mujer. Es también el año en el que Gustavo Pérez Puig, al frente del Teatro Popular Universitario, estrena en el María Guerrero el drama de Alfonso Sastre Escuadra hacia la muerte, un melodrama antibélico que saltaría de cartel por presiones de la cúpula militar, pero que habría de convertirse en una de las obras más representadas por los universitarios de los años sesenta. En 1953, Mihura va a estrenar tres funciones que ya tenía medio escritas y que concluye rápidamente; tres disparos hacia distintos blancos, de los cuales sólo hará diana el tercero. El primero, El caso de la señora estupenda, es una trama a medias entre la farsa y la comedia de “intriga internacional”, en la que una Mata-Hari balcánica busca un marido para conseguir un pasaporte. Es una función moderadamente divertida y sin un excesivo interés, inicialmente concebida como guión cinematográfico, y que Mihura adaptó para la actriz Lilí Murati, que acabó rechazándola. Se estrenó el 6 de febrero, interpretada por la compañía La Máscara, a las órdenes de Cayetano Luca de Tena. La segunda, Una mujer cualquiera, se estrenó el 6 de abril en el Reina Victoria, con dirección de Luis Escobar y protagonizada por Amparo Rivelles: se trata, directamente, de la versión teatral de la película de María Félix, es decir, un absoluto cambio de registro que no entusiasmó a los espectadores porque no esperaban un Mihura melodramático. Tampoco tiene un gran interés, pero se mantuvo en cartel cerca de dos meses, y la gira por provincias hizo que se sintiera

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económicamente compensado. La tercera obra, A media luz los tres, fue su primer gran éxito y es, sin duda, su mejor y más personal trabajo desde El caso de la mujer asesinadita. La protagonista fue Conchita Montes, que interpretó a los cuatro personajes femeninos de la función. Alfredo, un soltero con pretensiones de gran seductor – a cargo de Pedro Porcel, que había protagonizado El baile junto a Conchita Montes – intenta conquistar a tres mujeres diferentes, pero acaba seducido por su asistenta, con la que se casa. Estamos ante uno de los tipos clásicos de Mihura: el hombre que presume de conocer a las mujeres y, sin embargo, lo ignora casi todo de ellas. En su obra dramática, afirma Julián Moreiro, hay dos asuntos recurrentes: la defensa del individualismo y la indagación sobre la esencia femenina. Los personajes femeninos le interesan y le atrane más que los masculinos, porque presentan mayor complejidad. La visión que tiene Mihura de la mujer no es muy distinta de la de Jardiel: está a caballo entre una misoginia quizás más amable y un respeto teñido de admiración, cercano a la mirada del niño ante un misterio que le supera. “Mi teatro”, escribirá, “soy yo y una mujer enfrente. La mujer ha representado para mí un ser excepcional, que en vano he tratado de comprender. En esto ha consistido toda mi vida”. El planteamiento de A media luz los tres es muy jardielesco, cercana a Usted tiene ojos de mujer fatal, pero el tono, por su melancolía, por su ironía suave y comprensiva, es decididamente mihuriano. Mihura afirmó que con esta comedia había encontrado el estilo que buscaba. A media luz los tres se mantuvo en cartel cerca de dos meses y medio y regresó de nuevo al teatro de la Comedia en octubre de 1954, tras una gira casi triunfal por provincias. También tuvo la satisfacción de poder dirigir por primera vez una obra suya porque su amigo Edgar Neville, habitual director de los montajes de Conchita Montes, se lo permitió. Envalentonado y reafirmado por el éxito, Mihura decide poner sus propias condiciones y controlar al máximo el producto: él sería el director de sus obras y participaría en el negocio, como patrón de la compañía, con los empresarios de los dos teatros madrileños donde estrenó la mayor parte de su producción: Arturo Serrano, del Infanta Isabel, y Tirso García-Escudero, de la Comedia. Eso le permitiría, además, elegir el reparto, algo que siempre

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consideró fundamental para la buena marcha de sus obras, y que tenía muy presente en el momento de escribirlas: pasó de hacer teatro a la medida de un intérprete, como era usual en la época, a buscar intérpretes a la medida de su teatro. Varias actrices que trabajaron con él, como Paula Martel o María Luisa Ponte, confirman su aversión por los actores que sobreactuaban para hacer reir más al público. “Como buen humorista”, escribió, “ cuando el público se ríe a carcajadas yo me entristezco. No es la risa lo que yo busco en mi trabajo. Con la simple sonrisa me conformo”. Mihura, minucioso hasta el extremo en su trabajo, dirigía en Madrid los ensayos de las compañías que iban de gira, asistía de repente a alguna representación en cualquier ciudad de España y contaba con “informantes” que le daban noticias de la fidelidad con que se representaba la obra. Premiaba a los actores que se adecuaban a su manera de entender el teatro y les premiaba con papeles escritos especialmente para ellos. Mihura estrena luego dos obras menores, agradables y divertidas pero sin especial relevancia: El caso del señor vestido de violeta, escrita a medida para el actor Fernando Fernán Gómez, y Mi adorado Juan, una adaptación de su propio guión cinematográfico, por el que sentía un cariño especial. El protagonista de El señor vestido de violeta es un torero que se esfuerza por escapar de los clichés del andalucismo y acaba convertido en un “torero intelectual”, adorado por los snobs y las clases adineradas, antes de refugiarse de nuevo en su cliché original. Una idea que daba, como mucho, para un sketch, y de hecho nació como un relato corto publicado en Gutiérrez, y que se sostiene, casi exclusivamente, por la gracia de sus diálogos. Se estrenó en la Comedia el 17 de abril de 1954 y se mantuvo dos meses en cartel debido, sobre todo, a la popularidad de Fernán Gómez. El 9 de abril de 1955, Mihura comenzó una larga y fructífera relación con Arturo Serrano e Isabel Garcés, empresario y primera actriz de la compañía titular del Infanta Isabel. Sublime decisión, la primera comedia que Mihura escribió para Isabel Garcés, fue una de sus creaciones más celebradas y más veces representada, gracias a la afortunada combinación del tono sainetesco, en la línea del mejor Arniches, y su denuncia de la hipocresía burguesa y la

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defensa de la independencia de la mujer. La acción se sitúa a finales del siglo XIX, y la “sublime decisión” de Florita, su protagonista, que escandaliza a todo su entorno, es la de lanzarse a trabajar en vez de resignarse a esperar marido. Florita consigue un trabajo en el negociado de Obras Públicas del Ministerio de Fomento y, pese a que demuestra una gran eficiencia, los problemas se suceden. El jefe de Negociado, el oficial, el escribiente y el ordenanza, para quien resulta inconcebile la convivencia con una mujer sin que interfiera el juego erótico, intentan conseguir sus favores, y la muchacha es despedida por “alterar el orden” del despacho. Pero estamos en una comedia y se impone el final feliz, aunque sea muy forzado: Florita encuentra el amor y un oportuno cambio de gobierno la convierte en jefa de un nuevo negociado en el que, sin embargo, sólo trabajarán mujeres. Sublime decisión se estrenó en marzo del 55 y llegó, con la gira de verano, a las seiscientas representaciones: el mayor éxito obtenido por Mihura hasta entonces. En diciembre del 55 – año y mes, por cierto, en que España ingresó en la ONU – Mihura estrenó la segunda comedia que había escrito para Isabel Garcés, La canasta, una de las piezas más feroces de un autor tildado de conformista: un ataque en toda regla al matrimonio, la familia y los ritos sociales de la alta burguesía, que recubre con azúcar humorístico la píldora de una atmósfera de estupidez asfixiante. Todo comienza cuando Ramón pide a Laura que se case con él, tras quince años de convivencia, y la mujer se entristece, pues interpreta que si le propone matrimonio es porque ya no la quiere. Una vez casados, su vida se convierte en un infierno de visitas y reuniones vacías. Al final, Ramón y Laura venden su casa, abandonan a su círculo de falsos amigos y vuelven al hotel en el que vivían cuando eran solteros. Naturalmente, Mihura no puede abogar por un divorcio inexistente en España, pero su postura acerca del matrimonio como tumba del amor ha quedado clara. Tan clara que la censura ordenó suprimir pasajes “demasiado explícitos” o bromas, que consideraron intolerables, sobre el adulterio. Uno de los censores llegó a pedir la introducción de un personaje “positivo y moralizador”. En el estreno hubo pateos y la crítica fue desfavorable, lo que llevó a Mihura a rehacer la función, y una Canasta notablemente maquillada se estrenó en Barcelona en septiembre del 56. La mala acogida de la función llevó al dramaturgo a no editar la obra, que no aparecería hasta la

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publicación de sus obras completas. Mihura vuelve el 11 de enero de 1956 al teatro de la Comedia, donde el joven galán Alberto Closas estrena Mi adorado Juan, cuyo espíritu, esta vez en clave de comedia amable y sentimental, no está lejos de Ni pobre ni rico. Juan es un médico que, en lo más alto de su prestigio, abandona su consultorio para entregarse a una vida libre de compromisos y ataduras sociales, ante la incomprensión de su novia, Irene, y su padre, el doctor Palacios, que ha inventado uan droga para que las personas no tengan necesidad de dormir y puedan entregarse sin interrupción al trabajo. Naturalmente, padre e hija acabarán renunciando a sus ambiciones sociales y viviendo con Juan en un bullicioso barrio a orillas del puerto, y trabajando juntos en un consultorio para la gente humilde. Con Mi adorado Juan, obra de un ternurismo populista muy de la época, Mihura recibió su segundo premio Nacional de teatro. El 12 de abril de 1957 volvió al teatro de Arturo Serrano con otra comedia escrita a la medida para Isabel Garcés. En este caso se trataba de una pieza policiaca, Carlota, una de las más elaboradas de su carrera, que parte de uno de sus temas favoritos – la rutina matrimonial – para proponer una intriga sugestiva pero excesivamente inverosímil. Situada en el Londres de principios de siglo, Carlota es una mujer aficionada a los relatos detectivescos que, para huir del tedio, provoca en su marido la sospecha de que ella es una asesina, desencadenando fatalmente una serie de crímenes que acaban con su propia muerte. Por no ser una pieza claramente humorística y, desde luego, por la negritud de su final, Carlota tuvo un éxito discreto, pero fue recibida en París, donde se estrenó al año siguiente, con críticas elogiosas. Siempre atento a complacer a su público, en 1958 vuelve Mihura a la comedia policiaca pero en un tono infinitamente más suave: Sor María, la monja protagonista de Melocotón en almíbar, uno de los personajes más aplaudidos de Isabel Garcés, es una especie de anticipación del teniente Colombo con hábito, es decir, una falsa ingenua que, tras su aparente inocencia, posee unas sorprendentes dotes detectivescas. Llamada para atender a un enfermo, se topa con una banda de ladrones que tratan de ocultar el botín de un robo, cuyos planes desbaratará sin apenas

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proponérselo. Los años que median entre 1959 y 1968 constituyen la “década prodigiosa” de Miguel Mihura. Arranca en septiembre del 59 con Maribel y la extraña familia, su obra más popular, que alcanzaría más de mil representaciones y le valdría, por tercera vez, el premio Nacional de Teatro. También se presentaría con éxito en Bruselas, bajo la dirección del autor, o en Viena, donde en noviembre de 1966 fue convertida en una opereta. Se llevó en un par de ocasiones al cine, y hará unos meses volvió a la escena madrileña como comedia musical, a partir de un viejo proyecto de Angel Fernández Montesinos. Mihura la escribió para una actriz venezolana, Maritza Caballero, que había protagonizado la lejana gira veraniega de Tres sombreros de copa en el 53. Cuando la actriz volvió a España para presentarse en Madrid con su propia compañía, le pidió una comedia a Mihura, y esa comedia fue Maribel. El hecho de haber elegido para su nuevo estreno, tras los éxitos conseguidos por Isabel Garcés, a una actriz tan poco conocida y un teatro de segundo orden, alejado del centro, como el Beatriz, despertó todo tipo de rumores, basados en la fama de mujeriego del dramaturgo. El proceso de escritura, como ya hemos contado antes, fue muy laborioso, y quizás sea la obra más ceñida, sin tiempos muertos ni anécdotas innecesarias, de toda su producción. La trama puede resumirse en unas pocas frases: Marcelino, un joven pueblerino recién llegado a Madrid, elige como novia a Maribel, una prostituta a la que ha conocido en un club. Mihura, astutamente, juega con la ambiguedad del personaje masculino, sin revelar nunca si se trata de un ingenuo o de un puro de corazón, al que poco le importa la profesión de la mujer de la que se ha enamorado. Marcelino y su “extraña familia”, su madre y su tía, empeñadas en casarlo con una chica “moderna”, son tres seres maravillosos, tolerantes, sin prejucios, incapaces de la menor malicia: probablemente, los personajes más encantadores de todo el teatro de Mihura. Tanto, que la pobre Maribel creerá encontrarse en un nido de perturbados, víctima de una conspiración secreta. Tras ese impulso inicial de rechazo, la muchacha acaba conquistada por su bondad: somos como nos ven los demás, nos dice Mihura, y al ser contemplada con ojos limpios, Maribel puede llegar a convertirse en algo muy distinto de lo que todos ven

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en ella y de lo que ella misma cree ser. Se trata, pues, de un material que bordea peligrosísimamente el melodrama ternurista, cuando no el folletín de redención, pero Mihura esquiva todos los escollos para ofrecer una comedia magníficamente dialogada, con personajes tan espléndidos como esa pareja de ancianas fascinadas por Elvis Presley y que alquilan visitas para poder hablar de lo que a ellas se les antoje, o el trío de prostitutas, amigas de Maribel, contempladas por el dramaturgo con un cariño y una simpatía infinitas. Maribel es lo que los ingleses llaman un crowd-pleaser, una obra destinada a gustar a todos los públicos, pero planteada con una enorme honestidad dramática, sin apenas forzar la maquinaria de la emoción. Al éxito de Maribel le siguen dos comedias menores. El chalet de madame Renard, estrenada en el Infanta Isabel en noviembre de 1961, es un encargo que Mihura ha procurado retrasar por todos los medios. Las circunstancias familiares (la demencia senil de su madre) y la presión de los empresarios para que les sirva en bandeja un nuevo éxito motivan que Mihura, fatigado, retrase al máximo la entrega de la comedia que insistentemente le piden Arturo Serrano e Isabel Garcés. Hasta que esa insistencia, según declaró, se le hace insoportable y escribe, en muy poco tiempo, la pieza citada, un enredo sobre las apariencias en el que Monique Renard, una dama de aspecto elegante que vive en Niza, pone un anuncio en el periódico buscando marido con el que compartir su capital para emprender un negocio. Monique resulta ser una española arruinada y sus pretendientes, Michel y René, unos estafadores de tres al cuarto. La crítica habló, con justicia, de ausencia de conflicto dramático, inconsistencia de los personajes y falta de progreso en la acción, y El chalet de madame Renard desapareció de cartel al mes de su estreno. Al año siguiente cumplió otro compromiso, esta vez con “su otro teatro”, el de la Comedia, escribiendo un texto a la medida de una fantástica actriz, Julia Gutiérrez Caba, que hasta entonces había trabajado como secundaria de lujo en cinco de sus obras. Las entretenidas, estrenada el septiembre de 1962, es una nueva variante de otro de sus temas eternos, la guerra de sexos, en clave excesivamente ligera, a través de la relación entre un burgués maduro, Don José, y su eterna amante, Fany, a la que pretende abandonar

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sin conseguirlo. Una trivialidad de boulevard, que funcionó bien en taquilla (tres meses en la Comedia y otros tantos en gira) pero pasó inadvertida ante los grandes estrenos de aquel año: El concierto de San Ovidio, de Buero Vallejo, y La camisa, de Lauro Olmo, el debut de un nuevo dramaturgo realista, que ambienta su obra en el mundo de las chabolas. Tras este impasse, van a llegar tres piezas mayores: La bella Dorotea, del 63, Ninette y un señor de Murcia, del 64, y La tetera, del 65. Dejo Ninette para el final, por ser la obra elegida para ver durante la próxima clase. La bella Dorotea, estrenada en el teatro de la Comedia, es casi una tragedia grotesca, en la línea de La señorita de Trevelez, de Arniches. Transcurre en un pequeño pueblo del norte de España, poco antes de la primera guerra europea. Dorotea es la hija del cacique local y ha sido abandonada en el altar por su novio, un joven forastero, lo que desata las burlas y murmuraciones de todo el pueblo. En realidad, el novio ha huído al sentirse asfixiado por las habladurías de la gente, ya que todos le consideran un advenedizo que sólo busca la fortuna familiar. Mihura retrata sin piedad ese universo cerrado donde crece la malediencia, la envidia y la hipocresía. Pero Dorotea no es una mujer convencional. Como advierte su padre, “tiene sus ideas, ha viajado, es independiente y rebelde”. En vez de quedarse oculta en su casa, como parece exigir la tradición, Dorotea se enfrenta a todo el pueblo llevando al extremo su patética situación: decide quedarse vestida de novia y pasear así por todas partes, a la caza de un improbable sustituto. Así, con su uniforme cada vez más sucio y destrozado, desafía durante meses, en sus paseos por la calle mayor, los convencionalismos sociales. Llega entonces al pueblo un nuevo forastero, José Rivadavia, un barítono de zarzuela que en tiempos dirigió una compañía pero ahora se encuentra arruinado. Su representante, Bermúdez, le ha hecho ir hasta allí para que conquiste a Dorotea y se case con ella. El plan, naturalmente, es sacarle todo el dinero posible y luego abandonarla. Rivadavia, tomándola por loca, urde un plan descabellado: presentarse ante ella con chaqué y sombrero de copa, como un novio abandonado, y proponerla que unan sus destinos. Naturalmente, Dorotea, que no está loca, descubre el plan en el acto, pero acepta: “No me importa que haya venido usted a hacer una comedia”, le dice, “porque es una comedia maravillosa y usted es un guapo comediante. Tiene usted que prometerme que, aunque al final me engañe y se vaya, no

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me hará demasiado desgraciada durante el tiempo que esté conmigo”. Toda la tensión del último acto está basada en la posible duración de esa felicidad impostada: tanto el público como los vecinos del pueblo (y, desde luego, la propia Dorotea) se preguntan cuánto tardará el falso pretendiente en escapar con el dinero. Pero Mihura se ha encariñado demasiado con su heroína y no quiere condenarla al fracaso: Rivadavia se queda con Dorotea porque también ha comprendido que ella es su última oportunidad de ser feliz. Los dos saben que quizás su historia no dure demasiado, pero quieren aprovecharla. Y así, con ese acorde entre esperanzado y melancólico, acaba la función, una de las más personales que escribió Mihura en su última época. La bella Dorotea no sobrepasó las ciento cincuenta representaciones, aunque luego tendría un largo recorrido en provincias. “Una vez más”, señala Julián Moreiro, “se producía el desencuentro que persiguió al autor desde sus comienzos: cada vez que la crítica aplaudía, los espectadores se mostraban remisos a confirmar su juicio”. El anverso, feroz y esperpéntico, de La bella Dorotea es La tetera, una comedia negrísima y sin esperanza, también ambientada en el mundo de la provincia española, que resulta ser la pieza más inesperadamente amarga de su autor. La tetera se estrenó en el Infanta Isabel en marzo del 65. Carlos y Mary, su amante, llegan a una ciudad de provincias porque él quiere presentarle a su viejo amigo y compañero de juergas Juanito Maldonado, al que no ve desde hace tiempo, desde que abandonó Madrid para casarse. Todas las historias maravillosas que Carlos le ha contado a Mary acerca de Juanito se derrumban cuando conocen a su mujer, Julieta, una muchacha incomprensiblemente fea, gorda, anodina, sin el menor encanto. Con ellos vive Alicia, la hermana de Julieta, mucho más atractiva, y Fabiana, la vieja criada de la familia. Cuando se quedan a solas con Julieta, ella les ruega que no se vayan, que no la dejen sola, porque teme ser asesinada. Poco más tarde, Carlos y Mary descubren que Ricardo, el novio de Alicia murió en extrañas circunstancias. Empieza a tejerse un entramado de sospechas, que apuntan a una realidad horrible: Maldonado se casó con Julieta porque no podía casarse con Alicia; ambos asesinaron a Ricardo y ahora planean hacer lo mismo con Julieta para escapar juntos. Todo es tan siniestro y tan desaforado que Carlos se niega a creerlo: ni su viejo amigo Juanito puede

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ser un asesino ni “cosas así” pueden ocurrir en una pacífica ciudad española de provincias. Pero esa misma noche, Julieta es encontrada inconsciente en su habitación, al parecer intoxicada por un escape de su nueva estufa de gas. Toda la obra está estructurada como una serie de capas de información, cada una de las cuales parece desmentir la anterior. En un largo careo final, Juanito Maldonado proclama su amor por Julieta y la felicidad de su nueva vida, convenciendo a Carlos y Mery, pero justo antes de que caiga el telón, Mihura hace que Juanito y Alicia intercambien una mirada de amor y complicidad que hace pensar que el siguiente accidente que sufra Julieta, ya sin presencia de testigos, será absolutamente definitivo. El tono de La tetera, su juego sobre la verdad y la apariencia y su retrato inmisericorde de los oscuros secretos de la vida provinciana parece anticipar las películas más amargas y sarcásticas de Claude Chabrol, como Doctor Popaul o Inocentes con manos sucias: sin duda se trata de la obra más injustamente valorada de Mihura, que la crítica recibió como un nuevo intento de comedia policial que no llegaba a alcanzar la perfección formal de Carlota. Es también una de sus piezas menos representadas, y merecería una atenta revisión. Hablemos ahora de Ninette y un señor de Murcia, el mayor éxito popular de Mihura desde Maribel y un verdadero alarde de técnica teatral, equiparable a los mejores trabajos de Alan Ayckbourn. Andrés, el “señor de Murcia”, es un prototipo del español medio de la época, reprimido, conservador y, en el fondo, terriblemente ingenuo, que viaja a París deseoso de tener una aventura sentimental y acaba atrapado en las redes de Ninette, una muchacha coqueta, caprichosa, imprevisible e irresistible. La historia transcurre en un escenario único, el domicilio de los padres de Ninette, Pierre y Bernarda, una pareja de asturianos exiliados, donde Andrés llega enviado por Armando, un amigo de Murcia que lleva cuatro años viviendo en París. Un París que Andrés no llegará a conocer, porque desde el primer momento es seducido y virtualmente “secuestrado” por la muchacha, debiendo fingir una enfermedad para poder quedarse con ella sin que sospechen ni sus padres ni Armando. La mecánica de la comedia es perfecta: un personaje central, Ninette, que parece ser para Mihura la

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esencia de lo femenino, es decir, alternativamente maravillosa y devoradora; y su presa, Andrés, que se enamora de ella y es consciente, al mismo tiempo, de que no podrá escapar nunca de sus redes. Armando, el amigo, perpetua y cómicamente malhumorado, es un alter ego del propio Mihura, que el dramaturgo escribió a la medida del entonces joven actor Alfredo Landa, al que había descubierto en la compañía del María Guerrero y que pronto habría de convertirse en uno de los cómicos más populares de España. Para los personajes de Pierre y Bernarda eligió a dos reyes del sainete: Rafael López Somoza y Aurora Redondo, la viuda de Valeriano León, cuya compañía había formado parte de la empresa de Mihura padre, y a quien llevó, casi cuarenta años antes, el manuscrito de Tres sombreros de copa. El tratamiento de este matrimonio de exiliados, que tienen colgados en el comedor los retratos de Lenin, Pablo Iglesias y Alejandro Lerroux pero se mueren de ganas de volver a España y al final resultan tener un sentido del honor casi calderoniano provocó las iras de la crítica progresista. Es cierto que Mihura, hombre de derechas, se toma a guasa la ideología de sus personajes e incluso les hace soltar frases tan indefendibles como “Somos de izquierdas, pero honrados y trabajadores”, aunque en términos generales la sátira es muy amable y tanto Pierre como Bernarda están contemplados con una absoluta simpatía. Para el personaje de Ninette, Mihura eligió a Paula Martel, una joven actriz que había vivido en Francia y, por tanto, dominaba el acento requerido por el personaje, además de dar a la perfección el tipo físico y la capacidad de seducción necesarios. Andrés fue Juanjo Menéndez, que había encarnado a Dionisio en el montaje de Tres sombreros de copa dirigido por Pérez Puig, y que ya se había convertido en un cómico muy conocido. Cuando Menéndez abandonó la función después de casi doscientas representaciones le sustituyó José María Mompín, que era, precisamente, el compañero sentimental y profesional de Paula Martel. Ninette fue uno de los mayores éxitos de la historia del teatro español. Se estrenó el 3 de septiembre de 1964 en el teatro de la Comedia y alcanzó las tres mil representaciones, a cargo de la compañía titular en Madrid, Barcelona y las principales capitales, y por una segunda formación encabezada por Mercedes Alonso. Tan sólo un año después, a primeros de julio del 65, la recaudación obtenida en el teatro de la Comedia superaba los

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doce millones de pesetas. Ese mismo año, Fernando Fernán Gómez dirigió y protagonizó la versión cinematográfica que veremos la próxima semana. He elegido, como en el caso de Jardiel, una adaptación al cine porque, además de ser una muy buena versión, prácticamente la obra completa, nos permitirá ver cómo se representaba en su época el teatro de Mihura: salvo sus dos protagonistas, Fernán Gómez y la actriz mexicana Rosenda Monteros, el resto del reparto está compuesto por los mismos actores que la estrenaron, es decir, Landa, Somoza, y Aurora Redondo. Advertireis, leyendo la traducción inglesa, que Fernán Gómez redujo al máximo los monólogos informativos que el personaje de Andrés dirigía al público, y también, como cuenta en sus memorias, suavizó en el guión “las aristas de la burla hacia los exiliados, aún en detrimento de la comicidad, y Mihura estuvo totalmente de acuerdo con las correcciones”. El pasado verano, el director José Luis Garci realizó una nueva adaptación de Ninette, que fusiona con gran habilidad el texto original y una buena parte de su secuela, Ninette, modas de París, que Mihura escribió “porque se había enamorado de Ninette y quería seguir con ella”, y en la que se narra las aventuras de los personajes, ya definitivamente afincados en Murcia. La segunda parte de Ninette viene a ser lo que fue Domicilio conyugal, de Truffaut, respecto a Besos robados: una pieza tan esperada como insatisfactoria, aunque con partes muy aprovechables. Contiene, entre otras, una idea deliciosa que es puro Mihura: la relación entre Pierre, el viejo republicano, y don Cosme, un cura franquista, que casi mantienen una relación adúltera: se han de ver a escondidas porque no quieren que sus respectivos amigos les vean juntos. Estrenada en septiembre de 1966 cosechó un notable éxito de público, pero con ella comienza su decadencia. La última parte de la producción teatral de Mihura revela un cierto agotamiento de su sistema dramático y una excesiva reiteración de tipos y situaciones. Su público se ha hecho mayor, como él, y la nueva generación de burgueses prefiere, con mucho, las piezas del prolífico Alfonso Paso, mucho más burdo y directo, que en esos años se convierte en el comediógrafo por escelencia del teatro español, copando las carteleras y llegando a estrenar seis comedias en una sola temporada. Las últimas piezas de Mihura son Milagro en casa de los López (1964), una fantasía excesivamente dulzona y moralista, en la que un ángel de la guarda

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encarnado en un taxista salva a una familia en crisis; La decente (1967), una comedia policíaca en clave cínica, donde la protagonista prefiere el crimen al adulterio, y, en 1968, un regalo de boda para la pareja formada por Paula Martel y José María Mompín, Sólo el amor y la luna traen fortuna. Su protagonista es un seductor maduro, como el de A media luz los tres, a cuya vida llega, en forma de nuevo ángel de la guarda, una muchacha cuya sola presencia trae suerte a quienes se cruzan con ella. Las críticas se mostraron condescendientes con una comedia que parecía pertenecer a una época anterior. Es el mutis de un Mihura ya fatigado del teatro, que ha abandonado Madrid y vive en su retiro de Fuenterrabía, que define como “una tumba fantástica con vistas al mar”. Por aquellos días declaró que ya no comprendía el mundo moderno, que todo estaba sucediendo demasiado aprisa, y que ya no le apetecía escribir nada más. No le interesa el teatro en boga, apenas sale de casa y poco a poco la inactividad va convirtiéndose en un confortable refugio. En 1972, el diario Pueblo le concede una curiosa distinción, la de “Gran Ausente del Teatro Español”. Le proponen escribir para televisión, teatros y compañías solicitan nuevas comedias, y siempre se niega, diciendo que ya se ha jubilado. En 1976, justo un año después de la muerte de Franco y un día después de que los españoles aprobaran la reforma democrática impulsada por Adolfo Suárez, Mihura fue elegido miembro de la Real Academia, homenaje que pareció no importarle demasiado. En el verano del 77 comenzó a sufrir problemas de hígado y fue trasladado a Madrid en ambulancia, donde moriría repentinamente un mes más tarde de un coma hepático. Pocos días antes, el periodista Cortés Cavanillas le había preguntado qué epitafio desearía sobre su tumba. Mihura contestó con una frase muy del estilo de La Codorniz: “Ya decía yo que este médico no era bueno”. Desde entonces, sus obras se han traducido a más de quince idiomas y se reponen con frecuencia en la cartelera de Madrid.

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