METODOLOGÍA DE LA ECONOMÍA-MARK BLAUG

June 22, 2020 | Author: Anonymous | Category: Ciencia, Razonamiento inductivo, Teoría, Lógica, Filosofía de la Ciencia
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Después de largos años de complacencia general respecto al status científico de su disciplina, los economistas empiezan a sospechar la existencia de serias imperfecciones en la construcción de su edificio metodológico. M ARK BLAUG examina los fundamentos de LA METODOLOGIA DE LA ECONOM IA, que se ocupa de los conceptos y de los principios básicos de razonam iento en esa parcela del conocimiento. La pregunta acerca de COMO EX PLI­ CAN LOS ECONOMISTAS —subtítulo del volumen— remite a la naturaleza, la estructura, los procedimientos de validación y las implicaciones predictivas de sus teorías, así como a las relaciones existentes entre la economía como ciencia y la economía política como arte. Las dos primeras secciones resumen la evolución de la nueva filosofía de la ciencia («Lo que usted siempre quiso saber, y nunca se atrevió a preguntar, sobre la filosofía de la ciencia») y la historia específica de la metodología económica (los verificacionistas, los falsacionistas y la distinción entre economía positiva y economía normativa). La tercera parte lleva a cabo una evalua­ ción metodológica del program a de investigación neo-clásico: la teoría del com portam iento del consum idor, la teoría de la empresa, la teoría del equilibrio general, la teoría de la producti­ vidad m arginal, la teoría de Heckscher-Ohlin del comercio internacional, la polémica entre keynesianos y m onetaristas, la teoría del capital hum ano y la teoría de la nueva economía de la familia. Cierran la obra un capítulo de conclusiones («¿Qué es lo que hemos aprendido hasta aquí sobre la economía?») y un útil apéndice.

Cubierta Daniel Gil

Mark Blaug La metodología de la economía A lianza Universidad

Alianza Universidad

Mark Blaug

La metodología de la economía o cómo explican los economistas

Versión española de Ana Martínez Pujana

Alianza Editorial

INDICE

P refacio..............................................................................................

11

Lo que usted siempre quiso saber, y nunca se atre­ vió a preguntar, sobre la filosofía de la ciencia.

P a r t e . I.

1. De las ideas recibidas a las de P o p p e r.......................

19

L as ideas recibidas, 19.— E l modelo hipotético-deductivo, 20. L as tesis de la simetría, 22.— Normas «versus» práctica efec­ tiva, 27.— E l falsacionism o de Popper, 29.— Una falacia lógi­ ca, 31.— E l problema de la inducción, 33.— Estratagem as inmunizadoras, 36.— La inferencia estadística, 40.— Grados de corro­ boración, 43.— Conclusión fundamental, 46.

2. De Popper a la nueva heterodoxia.............................

48

L os paradigmas de Kuhn, 48.— M etodología «versus» historia, 52.— Programas científicos de investigación, 54.— E l anarquis­ mo de Feyerabend, 60.— D e vuelta a los prim eros principios, 64.— E n defensa del monismo metodológico, 66. P a r t e I I .-

Historia de la metodología económica.

3. Los verificacionistas: una historia del siglo xx en gran p a r t e ................................................................................... L a prehistoria de la metodología económica, 75.— E l ensayo de Mili, 79.— Las leyes de tendencia, 85.— L a lógica de Mili, 89. L as ideas económicas de Mill en la práctica, 92.— E l método lógico de Cairnes, 97.— N eville Keynes resume la cuestión, 7

75

8

Indice 101.— E l ensayo de Robbins, 106.— L os modernos austríacos,

114

¿Ultraem pirism o?, 114.— D e nuevo los apriorism os, 117.— E l operacionalismo, 119.— L a tesis de la irrelevancia-de-lossupuestos, 124.— L a característica-F, 131.— E l mecanismo dar­ winiano de supervivencia, 134.— Falsacionismo ingenuo «ver­ su s» falsacionismo sofisticado, 141.— Vuelta al esencialismo, 143.— E l institucionalismo y los modelos esquemáticos, 147. L a corriente principal, 148.

5. La distinción entre economía positiva y economía nor­ mativa .................................................................................

150

¿Qué es lo que hemos aprendido hasta aquí so­ bre la economía?

183

La teoría de la productividad m argin al.......................

199

212

218

Las funciones de producción, 218.— L a teoría hicksiana de las participaciones relativas, 221.— Contrastaciones de la teoría de la productividad marginal, 224.

10.

El retorno de las técnicas y todo e s o ............................ La medición del capital, 227.— L a existencia de una función de demanda de capital, 228.— L a significación empírica del re­ tom o de las técnicas, 230.

15. Conclusiones.......................................................................

281

L a crisis de la economía moderna, 281.— Medición sin teoría, 285.— E l falsacionismo una vez más, 288.— L a economía apli­ cada, 288.— E l mejor camino hacia adelante, 291.

L a contrastación de la teoría del E G , 212.— ¿U na teoría o un marco de referencia?, 214.— Relevancia práctica, 216.

9.

267

P a r t e IV.

La defensa clásica, 199.— E l determinismo situacional, 203.— Implicaciones competitivas a pesar del oligopolio, 207.

La teoría del equilibrio gen eral.....................................

250

Núcleo «versus» cinturón protector, 250.— Individualism o me­ todológico, 254.— Contenido del programa, 257.— L a hipótesis del mecanismo-espejo («screening hypothesis»), 259.— Evalua­ ción final, 264.

Funciones de producción de la unidad familiar, 267.-—L a adhocicidad, 270.— Algunas implicaciones, 271.— E l verificacionismo de nuevo, 275.

Introducción, 183.— L a ley de la demanda ¿es una ley?, 185. D e las curvas de inferencia a la preferencia revelada, 188.— Trabajos empíricos sobre la demanda, 192.— La importancia de los bienes G iffen, 194.— L a teoría de las características de Lancaster, 196.

8.

13. La teoría del capital hum ano........................................

14. La nueva economía de la fam ilia..................................

Evaluación metodológica del programa de inves­ tigación neo-clásico.

La teoría de la em presa....................................................

242

¿U n debate inútil?, 242.— L as sucesivas versiones del monetarismo de Friedm an, 244.— L a teoría de Friedman, 245.— La fase I I I del monetarismo, 247.— Recuperación del mensaje de Keynes, 248.

P a r t e III.

7.

235

E l teorema Heckscher-Ohlin, 235.— E l teorema de igualación de los precios de los factores de Samuelson, 236.— La para­ doja de Leontief, 237.— E l programa de investigación de OhlinSamuelson, 239.— Contrastaciones adicionales, 240.

12. Keynesianos «versus» m onetaristas.............................

La guillotina de H um e, 150.—-Juicios metodológicos «versus» juicios de valor, 152.— ¿U na ciencia social libre de juicios de valor?, 155.—U n ejemplo de ataque contra el wertfreiheit, 161. Breve bosquejo histórico, 162.— L a economía positiva paretina del bienestar, 165.— E l teorema de la mano invisible, 168.— La dictadura de la economía paretina del bienestar, 170.— E l economista como tecnócrata, 171.— L os prejuicios y la eva­ luación de la evidencia empírica, 175.

6. La teoría del comportamiento del consum idor.........

9

11. La teoría Heckscher-Ohlin del comercio internacional

111.

4. Los falsacionistas: una historia totalmente del siglo xx

Indice

227

Apéndice terminológico..................................................................

294

Indice de nombres............................................................................

299

Indice de m aterias............................................................................

305

PREFACIO

E n la elección de tema (contenido y método de la Economía) temo haber incurrido en dos faltas: la del aburrimiento y la de la presunción. L as especu­ laciones en el campo de la m etodología son fam osas por su trivialidad y su prolijidad, y ofrecen además campo abonado para toda clase de luchas intesti­ nas; no es posible llegar a una comprobación generalmente aceptada de las posi­ ciones contendientes, y se considera que una victoria en este terreno, aunque fuese alcanzable, no beneficiaría a la ciencia en sí. L a esterilidad de las conclu­ siones metodológicas constituye con frecuencia adecuado complemento del tedio que provoca el proceso seguido para alcanzarlas. Acusado de fastidioso y aburrido, el m etodólogo no puede refugiarse bajo un manto de modestia, ya que, muy al contrario, su figura se'yergue y se ade­ lanta, lista siempre, en consonancia con sus pretensiones, a aconsejar a diestro y siniestro, a criticar el trabajo de los demás, trabajo que, sea cual sea su valor, trata al menos de ser constructivo; se erige a sí mismo, en suma, como intér­ prete último del pasado y dictador de los esfuerzos futuros. Roy H arrod: Economic Journal, 48, 1938

10

La expresión «la metodología d e ...» suele aparecer rodeada de funesta ambigüedad. Se considera a veces que con el término meto­ dología designamos los procedimientos técnicos de una disciplina, y que se trata simplemente de un sinónimo algo rimbombante de la palabra método. Con frecuencia, sin embargo, se utiliza esta palabra para designar la investigación de los conceptos, teorías y principios básicos de razonamiento utilizados en una determinada parcela del saber, y es precisamente a este sentido más amplio del término al que nos referiremos en el presente libro. Para evitar malentendidos, he añadido el subtítulo Cómo explican los economistas, sugiriendo que «la metodología de la Economía» debe entenderse simplemente como la aplicación a la Economía de la filosofía de la ciencia en general. El preguntarse acerca de cómo explican los economistas los fenó­ menos de cuyo estudio se ocupan es, en realidad, preguntar en que sentido la Economía es una ciencia. En palabras de un eminente filó­ sofo de la ciencia de nuestros días: «E s el deseo de explicaciones que sean al mismo tiempo sistemáticas y controladas por la evidencia empírica, lo que genera la ciencia; y el objetivo característico de las ciencias consiste en la organización y clasificación del conocimiento adquirido sobre la base de principios explicativos» (Nagel, 1961, pá­ gina 4). Sin duda, la Economía proporciona multitud de ejemplos de «explicaciones que son a la vez sistemáticas y controladas por la evidencia fáctica», y, por consiguiente, no perderemos el tiempo aquí tratando de defender la idea de que la Economía es una ciencia. La 11

12

L a metodología de la economía

E c o n o m ía ta m b ié n e s, sin e m b a r g o , unacienciapeculiar,distintaporejm plo de la física, porque se dedica al estudio del comportamiento humano y, por tanto, invoca como «causas de las cosas» a las razones y m otivos que m ueven a los agentes humanos; se diferencia igual­ mente de la sociología o la ciencia política, por ejemplo, porque, en cierta medida, logra proporcionar teorías deductivas rigurosas sobre las acciones humanas, cosa que prácticamente no ocurre en esas otras ciencias del comportamiento. En resumen, las explicaciones del eco­ nomista constituyen una especie concreta de un género más amplio

de explicaciones científicas, y como tales presentan ciertos rasgos pro ­blem áticos. ¿ C u á l e s , p u e s , lanaturaleza de las explicaciones económicas? En la medida en que dichas exp icaciones consisten en teorías definidas, ¿cuál es la estructura de dichas teorías?, y, en especial, ¿cuál es la relación existente entre los supuestos y las implicaciones predictivas de las teorías económicas? Si los economistas validan sus teorías in­ vocando a la evidencia fáctica, ¿resulta tal evidencia pertinente tan solo respecto de las implicaciones predictivas de las teorías, o respecto de los supuestos en que dichas teorías se basan, o respecto de ambos? Ademas, ¿que es lo que cuenta como evidencia fáctica para los eco­ nomistas? ¿Cómo es que teorías económicas que intentan explicar o que es, son utilizadas también en forma prácticamente idéntica para dem ostrar/o que debe ser? En otras palabras, ¿cuál es exacta­ mente la relación existente entre la Economía Positiva y la Economía Normativa, o en lenguaje ya pasado de moda, cuál es la relación exis­ tente entre la Economía como ciencia y la Economía Política como arte? hste es el tipo de pregunta de que nos ocuparemos en lo que sigue. Los economistas se han interesado por estas cuestiones desde los tiempos de Nassau William Sénior y John Stuart Mili, y una vuelta a estos autores del siglo xix para ver qué es lo que los economistas creían, correcta o equivocadamente, que estaban haciendo al practicar su disciplina, puede ser de un gran provecho para todos nosotros. Ya en 1891 John Neville Keynes consiguió recoger todo el pensamiento metodologico de los economistas de su generación, en su me­ recidamente famoso Scope and Method of Political Economy (Contenido y método de la Economía Política), que puede considerarse como el punto de referencia obligado en la historia de la metodo­ logía económica. El siglo xx fue testigo de una compilación similar contenida en The Nature and Significance of Economic Science (Natu­ raleza y significación de la Ciencia Económica) (1932) de Lionel Robbins, seguida unos años más tarde por un libro que obtuvo gran difusión y que mantiene tesis diametralmente opuestas a las de Rob-

Prefacio

13

bins: The Significance and Basic Postulates of Economic Theory (1938) (Significación y postulados básicos de la teoría económica) de Terence Hutchinson. Más recientemente, Milton Friedman, Paul Sa­ muelson, Fritz Machlup y Ludwig von Mises han realizado impor­ tantes contribuciones a la metodología de la Economía. Resumiendo, pues, los economistas han sido desde hace tiempo conscientes de la necesidad de defender los principios «correctos» de razonamiento en su campo, y, aunque la práctica real puede tener muy poca relación con lo que se predica, la consideración de qué es lo que se predica puede tener interés en sí misma. Esta es la tarea a que se dedica la Parte II de este libro. La parte I es una introducción breve al pen­ samiento actual en el terreno de la filosofía de la ciencia; en ella se exponen una serie de distinciones que serán utilizadas a lo largo del resto del libro. Después de pasar revista a la literatura existente sobre metodo­ logía económica, en los capítulos 3 y 4 de la Parte II, en el capí­ tulo 5 revisamos la espinosa cuestión del estatus lógico de la Eco­ nomía del Bienestar. Al final de dicho capítulo, habiendo ya obtenido una visión más o menos completa de las cuestiones candentes en la Metodología de la Economía, estaremos en disposición de aplicar las conclusiones obtenidas a algunas de las principales controversias que se han dado en el campo de la Economía. En consecuencia, la Parte III proporciona una serie de casos de estudio, con los que no se pretende zanjar cuestiones controvertidas respecto de las cuales los economistas aún no se han puesto de acuerdo, sino que consiste más bien en un intento de mostrar cómo cada controversia econó­ mica implica cuestiones de metodología económica. El último capítulo (Parte IV) reúne los distintos cabos expuestos en un intento de al­ canzar unas conclusiones finales; éste es quizás el capítulo más per­ sonal del libro. Posiblemente haya habido demasiados autores en el campo de la metodología económica que no han considerado que su tarea consis­ tiese en ir más allá de la simple racionalización de las formas tradi­ cionales de argumentación de los economistas, y acaso sea por esta razón por la que los economistas de hoy consideran en general la investigación metodológica de poca utilidad. Hablando francamente, lo cierto es que la metodología económica ocupa poco espacio en la formación de los economistas de hoy día, pero es posible que esto esté cambiando. Después de muchos años de complacencia general respecto del estatus científico de su disciplina, un creciente número de economistas empieza a plantearse en profundidad una serie de cuestiones acerca de lo que están haciendo. En cualquier caso, un número cada vez mayor de ellos empieza a sospechar que no todo

14

L a metodología de la economía

es perfecto en el edificio construido por la disciplina económica. No es mi intención enseñarles a ser mejores economistas, pero, por otro lado, la mera descripción de lo que los economistas hacen, sin implicación alguna sobre lecciones objetivas al respecto no tiene de­ masiado interés; en un determinado momento incluso el espectador más imparcial se sentirá dispuesto a adoptar el papel de árbitro. Al igual que otros de mis colegas, yo también tengo mis ideas acerca de ¿Qué le ocurre a la Teoría Económica?, por citar el título del libro de Benjamín Ward * , pero mi discusión no se referirá tanto al contenido de lo que hoy entendemos por Economía, sino a la forma en que los economistas tratan de validar sus teorías. Sostendré en lo que sigue que no hay nada fundamentalmente erróneo en la meto­ dología económica normal, tal como la encontramos en los primeros capítulos de casi todos los libros de texto de Teoría Económica; el problema es que los economistas no practican lo que predican. Cuando Laertes le dice a Ofelia que no se rinda a los avances de Hamlet, ella replica: «No hagas tú como algunos enfadosos pre­ dicadores/ mostrarme el empinado y espinoso camino de los cielos/ mientras como inflado y vano libertino/ él mismo se engolfa con regodeo por los caminos de la sensualidad.» En mi opinión, los eco­ nomistas del siglo xx se parecen bastante a esos «enfadosos predi­ cadores». Mis lectores podrán decidir por sí mismos si esta opinión mía queda bien defendida en este libro, pero en cualquier caso, el deseo de plantear correctamente esa defensa ha sido la razón prin­ cipal que me ha impulsado a escribirlo. Este libro se dirige principalmente a los estudiantes de Economía, es decir, a aquellos que han asimilado lo fundamental de la teoría económica básica, pero que encuentran difícil, si no imposible, la ta­ rea de elegir entre teorías económicas alternativas. Pero el interés de los economistas profesionales en los problemas metodológicos es tal, que me atrevería a esperar que incluso algunos de mis colegas llegasen a encontrar el libro interesante. Muchos otros estudiosos de las ciencias sociales — sociólogos, antropólogos, profesionales de la ciencia política e historiadores— suelen tender, o bien a envidiar a los economistas por su aparente rigor científico, o bien a despre­ ciarlos por considerarlos como los lacayos de los gobiernos. Posible­ mente no encuentren en este libro un antídoto contra la envidia, sino más bien un recordatorio de los beneficios que la economía obtiene, y siempre ha obtenido, de su orientación política. La elaboración de este libro se ha prolongado demasiado. El pri­ mer capítulo quedó esbozado en la Villa SerbeUoni, en Bellagio, Italia, * Alianza Universidad (A U ), 19.

Prefacio

^

donde pasé el mes de noviembre de 1976, gracias a la generosidad de la Fundación Rockefeller. Cuando dejé la idílica atmósfera del Centro de Estudios y Conferencias de Bellagio, mis compromisos do­ centes e investigadores me impidieron volver a trabajar sobre el manuscrito durante todo el curso 1976-77, y aún después me llevo todo el año 1978 el terminarlo. Obtuve valiosos comentarios, dema­ siado numerosos para mi comodidad, sobre este primer esbozo de Kurt Kappholz y Thanos Skouras. Además, Ruth Towse leyó todo el manuscrito eliminando la mayor parte, si no todos, mis lapsus gra­ maticales. Por esta ingrata tarea le debo una gratitud mayor de la que puede pagarse con moneda al uso. M

Londres, agosto de 1980

ark

B lau g

Parte I LO QUE UD. SIEMPRE QUISO SABER, Y NUNCA SE ATREVIO A PREGUNTAR, SOBRE LA FILOSOFIA DE LA CIENCIA

Capítulo 1 DE LAS IDEAS RECIBIDAS A LAS DE POPPER

Las ideas recibidas Cualquiera que consulte unos cuantos libros de texto de uso corriente en el campo de la filosofía de la ciencia, descubrirá pronto que se encuentra ante una extraña disciplina: no se trata, como podía esperarse, del estudio de los factores sicológicos y sociológicos que promueven y estimulan el descubrimiento de hipótesis científicas; ni siquiera se trata de una reflexión sobre los principios, métodos y resultados de las ciencias físicas y sociales que intente describir, al más alto nivel de generalidad, los logros científicos más sobresalientes. En vez de ello parece consistir básicamente en un análisis pura­ mente lógico de la estructura formal de las teorías científicas, un análisis que parece adecuarse más a la prescripción de la práctica cien­ tífica correcta que a la descripción de lo que en la actualidad enten­ demos por ciencia; y cuando se menciona la historia de la ciencia se escribe sobre ella como si la física clásica fuese el prototipo de toda ciencia, a la que tarde o temprano habrán de conformarse todas las demás si es que quieren merecer el título de «ciencia». Esta caracterización de la filosofía de la ciencia resulta hoy un poco anacrónica, puesto que refleja las ideas de los años dorados del positivismo lógico, los que separan a las dos guerras mundiales. En el período comprendido entre la década de 1920 y la de 1950 los filó­ sofos de la ciencia se mostraban en general de acuerdo con lo que Frederick Suppe (1974) ha denominado «Las ideas recibidas acerca 19

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L a m etodología de la economía

de las teorías» Pero los trabajos de Popper, Polianyi, Hanson, Toulmin, Kuhn, Lakatos y Feyerabend, para mencionar solamente a los amores mas importantes, han destruido en gran parte esas ideas recibidas sin llegar a construir, sin embargo, una alternativa gene­ ralmente aceptada que las sustituya. En resumen, la filosofía de la ciencia es un campo en el que ha reinado una gran agitación a par­ tir de 1960, lo que complica la tarea de proporcionar una guía clara y simple del mismo en el espacio de sólo dos capítulos. En principio lo mas conveniente parece ser empezar con algunos de los rasgos prin­ cipales de las ideas recibidas, y sólo después pasar a estudiar la nueva heterodoxia, utilizando la obra de Karl Popper como puente de en­ lace entre las ideas antiguas y las nuevas, dentro del campo de la nlosoria de la ciencia. El modelo hipotético-deductivo Las ideas generalmente aceptadas acerca de la filosofía de la cien­ cia a mediados del siglo xix postulaban que las investigaciones cientí­ ficas se inician a partir de una observación de los hechos, libre y carente de prejuicios; siguen con la formulación de leyes universales acerca de esos hechos por inferencia inductiva, y finalmente llegan, de nuevo por medio de la inducción, a afirmaciones de generalidad aun mayor, conocidas como teorías. Tanto las leyes como las teorías son sometidas a un proceso de comprobación de los elementos de verdad que contienen por medio de la comparación de sus implica­ ciones empíricas con todos los hechos observados, incluyendo aqueUos a partir de los cuales se inició el proceso. Este enfoque inductivo de la ciencia, perfectamente resumido por John Stuart Mili en su System of Logic, Ractocinative and Inductive (1843) (Sistema de lógica deductiva e inductiva), y que sigue siendo hoy en día la idea que el hombre de la calle tiene de la ciencia, empezó a derrumbarse gradualmente en la segunda mitad del siglo xix bajo la influencia de los escritos de Ernst Mach, Henri Poincaré y Pierre Duhem, y a principios de nuestro siglo empezó a tomar una visión prácticamente opuesta en los trabajos del Círculo de Viena y de los pragmáticos americanos (véanse: Alexander, 1964; 19 Harré, 1967; y también Losee, 72, capítulos 10 y 11), de lo que surgió el modelo hipotéticodeductivo de explicación científica. De todos modos, no fue hasta 1948 cuando este modelo hipotético-deductivo fue formalizado y propuesto como el único tipo válido de explicación en el campo de la ciencia. Esta autorizada ver­ sión apareció en primer lugar en un famoso artículo de Cari Hempel

Parte I. L o que usted siempre quiso saber

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y Peter Oppenheim (1965) *, en el que se argüía que toda explica­ ción verdaderamente científica tiene la misma estructura lógica: in­ cluye al menos una ley universal, más una delimitación de los con­ dicionantes iniciales relevantes que en conjunto constituyen el explanans, o premisas, de las cuales se deduce el explanandum, o afirma­ ciones acerca del fenómeno que se trata de explicar con la única ayuda de las reglas de la lógica deductiva. Por ley universal enten­ demos una proposición del tipo: «en todos los casos en los que se da el fenómeno A, se da también el fenomeno B», y tales leyes uni­ versales pueden ser determinadas, cuando se refieren a fenómenos individuales B, o estadísticas, cuando se refieren a clases de fenóme­ nos B (así pues, las leyes estadísticas toman la forma: «en todos los casos en los que se da el fenómeno A, se dará también el fenómeno B con una probabilidad de p, siendo 0 < p < l » ) . Por leyes de la 1» gica deductiva entendemos el razonamiento por silogismos infalibles del tipo «si A es cierto, entonces, B es cierto también; A es cierto, luego B también lo es» (éste es un ejemplo de lo que los logicos denominan silogismo hipotético). Excuso decir que la lógica deduc­ tiva es un cálculo abstracto y que la verdad lógica del razonamiento deductivo no depende en modo alguno de la verdad fáctica c° nt^' nida en la premisa mayor «si A es cierto, B también lo es», ni de la contenida en la premisa menor «A es cierto». De la estructura lógica común a todas las explicaciones verda­ deramente científicas se sigue, como señalaron a continuación Hem­ pel y Oppenheim, que la operación denominada explicación implica las mismas reglas de inferencia lógica que la operación denominada predicción, con la única diferencia de que la explicación se produce después de ocurridos los acontecimientos en cuestión, mientras que la predicción se produce a priori. En el caso de la explicación parti­ mos de un fenómeno que deseamos explicar y descubrimos al menos una ley universal más un conjunto de condiciones iniciales que el fenómeno en cuestión implica lógicamente. E n otras palabras, para citar una causa determinada como explicación de u n fenomeno con­ creto hemos de someter al fenómeno en cuestión a u n a ley univer1 Se trata de una versión más cauta de la misma tesis anunciada por Hempel en 1 9 4 2 ( 1 9 4 9 ) , y que generó un gran debate entre los historiadores respecto del significado de las explicaciones históricas (véase nota 5). E n La lógica de la investigación científica de Popper, publicada por primera vez en aleman en 1 9 3 4 y después en inglés en 1 9 5 9 , pueden encontrarse fo r m u k c .Q n e s anteriores, y formalmente menos precisas, del modelo h i p o t é t ic ( > d e d u c t iv o ( 1 9 6 5 pági­ nas 5 9 y 6 8 - 9 ; véase también Popper, 1 9 6 2 , I I , pags. 262-63 y 3 6 2 - 6 4 y Popper, 1 9 7 6 , pág. 1 1 7 ) , y ya en 1 8 4 3 lo encontramos también en Mili ( 1 9 7 3 , páginas 4 7 1 - 7 2 ) .

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L a m etodología de la economía

sal o a un conjunto de leyes universales; por esta razón, un crítico de la tesis de Hempel-Oppenheim la ha denominado «el modelo de explicación de la ley de cobertura» (Dray, 1957, cap. 1). En el caso de la predicción, por otro lado, partimos de una ley universal y de un conjunto de condiciones iniciales y deducimos de ellos proposi­ ciones acerca del fenómeno que desconocemos; las predicciones se utilizan generalmente para comprobar si la ley universal se mantiene en la práctica. En definitiva, la explicación es simplemente «una pre­ dicción proyectada hacia el pasado». Esta idea de que existe una simetría lógica perfecta entre la na­ turaleza de las explicaciones y la de las predicciones ha sido deno­ minada tesis de la simetría, y constituye el centro neurálgico del modelo hipotético-deductivo, o modelo de la ley de cobertura, de la explicación científica. Lo característico de este modelo es que no emplea otras reglas de inferencia lógica que las de la deducción (la importancia de esta característica se verá claramente en seguida). Las leyes universales implicadas en las explicaciones no se obtienen por generalización inductiva a partir de casos particulares; se trata de meras hipótesis, conjeturas inspiradas, si se quiere, que pueden contrastarse al utilizarlas para hacer predicciones acerca de fenómenos concretos, pero que no son reducibles en sí mismas a la pura obser­ vación de los fenómenos. La tesis de la simetría El modelo de explicación científica de la ley de cobertura ha sido atacado desde diversos ángulos, e incluso el propio Hempel, su más acendrado defensor, se ha retractado hasta cierto punto a lo largo de los años en respuesta a dichos ataques (Suppe, 1974, pág. 28n). La mayoría de los críticos han tomado la tesis de simetría como blanco de sus ataques. Se argumenta que la predicción no tiene por qué implicar explicación, e incluso que la explicación no tiene por qué impilcar predicción alguna. La primera proposición resulta clara, en cualquier caso: la predicción tan sólo exige correlación, mientras que la explicación requiere algo más. Así pues, cualquier extrapolación lineal de una regresión normal por mínimos cuadrados es una pre­ dicción, sin que la propia regresión tenga necesariamente que estar basada en teoría alguna acerca de las relaciones existentes entre las variables relevantes, y mucho menos en ideas acerca de cuáles de ellas son causas y cuáles efectos. Los economistas saben muy bien que al igual que ocurre con las previsiones meteorológicas a corto

Parte I. L o que usted siempre quiso saber

plazo, pueden obtenerse previsiones económicas bastante fiables a corto plazo recurriendo a reglas empíricas que producen satisfacto­ rios resultados, aunque no tengamos ni idea de los por ques. En re­ sumen, es perfectamente obvio que se puede predecir bien sin expli­ car nada. . .. No queremos decir con ello, sin embargo, que sea siempre taca decidir si una determinada teoría científica, que ha demostrado una apreciable capacidad predictiva, debe dicha capacidad a la pura suerte o* a sus características intrínsecas como tal teoría. Algunos críticos de las ideas recibidas han sostenido que el modelo^ de explicación científica de la ley de cobertura se basa en ultimo termino sobre el análisis de causación de David Hume. Para Hume, lo que denomi­ namos causación no es sino la conjunción constante de dos aconte­ cimientos que aparecen uno detrás del otro en tiempo y espacio, y de los que denominamos «causa» al que aparece primero en el tiem­ po, y «efecto» al que aparece después, aunque no necesariamente existirá tal conexión entre ellos (ver Losee, 1972, págs. 104-6). Los críticos han rechazado este «modelo de causación de la bola de bi­ llar» de Hume, y han insistido en que las genuinas explicaciones científicas deben incluir un mecanismo que conecte la causa con el efecto, lo cual garantizará que la relación existente entre los dos fenómenos es realmente «necesaria» (ver, por ejemplo, Harré, 1970, páginas 104-26; Harré, 1972, págs. 92-5 y 114-32; y Harré y Secord, 1972, cap. 2). El caso de la teoría de la gravitación de Newton nos muestra, sin embargo, que la insistente exigencia de un verdadero mecanismo causaf en las explicaciones científicas, tomada al pie de la letra, puede muy bien ser perjudicial para el progreso científico. Dejemos a un lado todo lo referente a los cuerpos en movimiento, dijo Newton, excepto sus posiciones, masas y velocidades, y obtengamos una defi­ nición operativa de estos términos; la teoría de la gravedad resul­ tante, que incorpora la ley universal de que los cuerpos se atraen con una fuerza que varía inversamente con el cuadrado de sus dis­ tancias, nos permite predecir el comportamiento de fenómenos tan diversos como la órbita de los planetas, las fases de la luna, el flujo y reflujo de las mareas, e incluso la causa por la que las manzanas se caen de los árboles. Y sin embargo, Newton no proporcionó meca­ nismo causa-efecto alguno que explicase la acción de la gravedad y hasta la fecha no se ha descubierto tal mecanismo— , por lo que fue incapaz de responder a la objeción de muchos de sus contem­ poráneos que argumentaban que la misma idea de la gravedad ac­ tuando instantáneamente a distancia, sin medio material alguno que

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arrastre la fuerza — ¿dedos fantasmales moviéndose a través del va­ cio, quizás?— es completamente metafísica 2. Pero, por otra parte, nadie negará hoy el Extraordinario poder predictivo de la teoría newtoniana, especialmente después del uso por Leverrier de la ley de la inversa de los cuadrados en 1864 para predecir la existencia de un planeta hasta entonces desconocido, Neptuno, a partir de las aberraciones observadas en la órbita de Urano; el hecho de que la teoría de Newton hubiese cosechado tantos fra­ casos como éxitos (recuérdense las infructuosas investigaciones de Leverrier en busca de otro planeta desconocido, Vulcano, que explicase las irregularidades observadas en los movimientos de Mercurio), fue convenientemente olvidado. Por tanto, pues, puede afirmarse que la teoría de la gravedad de Newton es solamente un instrumento altamente eficiente para generar predicciones que son aproximada­ mente correctas para virtualmente todos los propósitos prácticos den­ tro de nuestro sistema solar, pero que, sin embargo, no consigue realmente «explicar» el movimiento de los cuerpos. En realidad, fueron consideraciones de este tipo las que llevaron a Mach y Poincaré a afirmar en el siglo xix que todas las teorías e hipótesis cien­ tíficas son meramente descripciones condensadas de unos fenómenos naturales que, en sí mismos, no son verdaderos ni falsos, sino simpies convenciones que nos permiten almacenar información empírica, y cuyo valor ha de venir exclusivamente determinado por el prin­ cipio de economía del conocimiento — esto es lo que se denomina la metodología del convencionalismo. Baste dejar sentado, pues, que la predicción, aun cuando proven­ ga de teorías altamente sistematizadas y rigurosamente axiomatizadas, no tiene por qué implicar explicación alguna. Pero, ¿qué decir de la afirmación opuesta? ¿Es posible obtener explicaciones sin hacer predicciones? La respuesta a esta pregunta depende claramente de qué sea lo que entendamos^exactamente por explicación, cuestión que hasta el momento hemos soslayado cuidadosamente. En el sentido más amplio de la palabra, explicar es responder a la pregunta de: 2 Sabemos que Newton era perfectamente consciente de esta objeción; en una carta a un amigo decía: « L a gravedad puede tener por origen algún agente que actúa constantemente de acuerdo con ciertas leyes, pero he dejado a la consideración de mis lectores la cuestión de si dicho agente es material o inma­ terial» (citado por Toulmin y Goodfield, 1963, págs. 281-82; véase también Toulmm y Goodfield, 1965, págs. 217-20; y H anson, 1965, págs. 90-1; Losee, 1972, págs. 90-3). Igualmente, la historia del concepto de hipnosis (desde el «magnetismo animal», pasando por el «m esm erism o», hasta la «h ipnosis») de­ muestra cómo fenómenos naturales bien contrastados, como, por ejemplo, el uso de la hipnosis como anestésico en medicina, no tienen explicación, incluso hoy en día, en términos del mecanismo causal que opera en á proceso.

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¿por qué?; es reducir lo misterioso y poco conocido a algo conocido generando así la exclamación: ¡Ah, o sea que es así! Si se acepta este uso deliberadamente impreciso del lenguaje, pare­ cerá claro que sí que existen teorías científicas que generan esos ¡Ah! Sin que esto signifique gran cosa en cuanto a su capacidad de predicción del tipo de fenómenos de que se trate. Un ejemplo im­ portante de esto, frecuentemente citado por los críticos de las ideas recibidas (por ejemplo, Kaplan, 1964, págs. 346-51; Harre, 1972, páginas 56, 176-77), es la teoría de la evolución de Darwin, que trata de explicar cómo las formas biológicas más especializadas se desarrollan a partir de una sucesión de formas menos especializadas por un proceso de selección natural, teoría que, sin embargo, no es capaz de predecir de antemano con precisión qué formas específicas más especializadas surgirán bajo ciertas condiciones ambientales de­ terminadas. La teoría darwiniana puede decirnos muchas cosas acerca del pro­ ceso evolutivo una vez que éste se ha producido, pero no nos dice casi nada acerca de dicho proceso a priori. Y no es solamente que la teoría darwiniana no sea capaz de especificar las condiciones iniciales requeridas para que opere la selección natural, sino que tampoco proporciona leyes universales definidas acerca de las tasas de super­ vivencia de las distintas especies bajo diferentes condiciones ambien­ tales. En la medida en que la teoría es capaz de predecir algo, pre­ dice la posibilidad de un cierto resultado, dependiendo de que otros fenómenos se den también, y no predice la probabilidad de tal resul­ tado en el caso en que esos otros fenómenos estén presentes de he­ cho. Por ejemplo, la teoría conjetura que una cierta proporción de las especies con capacidad natatoria que vivían en un medio árido sobrevivirán a la repentina inundación de su hábitat, pero no puede predecir qué proporción sobrevivirá ante una inundación real y ni siquiera puede predecir si esa proporción será mayor que cero (Scriven, 1959). _ Sería erróneo concluir que la teoría darwiniana incluye la ramosa falacia de post hoc, ergo proper hoc, es decir, la falacia consistente en inferir causación de la mera conjunción casual, porque Darwin sí que elaboró un mecanismo causal para el proceso evolutivo. La causa de la evolución de las especies es, según Darwin, el proceso de selección natural, y la selección natural se manifiesta a través de la lucha por la existencia que opera a través de la reproducción y de las variaciones aleatorias de lo que él denominó «gémulas», pro­ ceso muy parecido al de la selección que practican los que se dedi­ can a la cría de ganado. El mecanismo de la herencia en Darwin era esencialmente un sistema por el cual los rasgos provenientes de los

y f a m ilia r ,

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padres iban mezclándose en los hijos, quedando dichos rasgos gra­ dualmente diluidos en sucesivas generaciones. Desgraciadamente, este mecanismo es defectuoso, ya que según él no podrían aparecer espe­ cies nuevas, puesto que cualquier mutación iría perdiendo fuerza al mezclarse con otras características y, después de varias generacio­ nes, acabaría por perder todo valor selectivo. El propio Darwin llegó a reconocer esta objeción y, en la última edición de su El origen de las especies, hizo crecientes concesiones al desacreditado concepto lamarckiano de la herencia directa de las características adquiridas, en un esfuerzo por encontrar una explicación convincente de la evo­ lución 3. Lo irónico del caso es que, para esa época, Mendel, desconocido para Darwin y para todo el mundo, había descubierto ya el concepto de gene, es decir, las unidades hereditarias discretas que se transmi­ ten de generación en generación sin mezcla ni disolución. La genética mendeliana proporciono a la teoría de Darwin un mecanismo causal convincente, pero desde nuestra perspectiva actual no afectó apreciablemente al estatus de la teoría de la evolución, que siguió siendo una teoría que explica lo que no puede predecir, cuya argumentación se sostiene únicamente sobre apoyos indirectos y a posteriori. El pro­ pio Darwin fue un defensor declarado del modelo hipotético-deduc­ tivo de explicación científica (Ghiseün, 1969, págs. 27-31, 59-76), pero el hecho es que hoy sigue representando para nosotros «el pa­ radigma de científico que explica pero no predice» (Scriben, 1959, página 477) 4. Sin duda alguna, por tanto, el modelo de explicación científica de la ley de cobertura, que afirma que tendremos una ex­ plicación científica de un fenómeno si, y sólo si, somos capaces de 3 Subrayamos con cierta satisfacción que Darw in se inspiró en las ideas de un economista, Thomas M althus, y fue decisivamente criticado por otro, Fleeming Jenkin, profesor de ingeniería de la Universidad de Edim burgo (incidental­ mente, Jenkin fue el primer economista británico en dibujar las curvas de oferta y demanda). En efecto, fue Jenkin el que dem ostró en una recensión de El origen de las especies (1859), escrita en 1867, que la teoría de Darw in, tal como éste la formuló, era incorrecta. Puede que fuese esta objeción la que impulsó a Darwin a incluir un capítulo nuevo en la sexta edición de E l origen de las especies, en el cual resucitaba las ideas de Lam arck (véase Jenkin, 1973, especialmente las páginas 344-45; Toulmin y Goodfield, 1967, capítulo 9; Ghiselin, 1969, págs. 173-74; y Lee, 1969). 4 Vale la pena recoger completa la cita de Scriven: «E n lugar de el Mito de la Segunda Venida (de Newton), favorito de los científicos, deberíamos reconocer la Realidad del Ya-Llegado (D arw in), que es el paradigma de los científicos que explican pero no predicen.» Teniendo in mente consideraciones semejantes, Popper (1976, págs. 168 y 171-80; y también 1972a, págs. 69 y 141142, 267-68) concluye que la teoría darwiniana de la evolución no es una teoría científica contrastable, sino más bien «un program a de investigación metafísico, un marco posible de teorías científicas contrastadles».

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predecir con la ayuda de leyes universales, no puede aplicarse a la teoría darwiniana de la evolución. Así pues, o bien el modelo de ley de cobertura es inadecuado, o bien la teoría de la evolución no será una teoría científica. Existen también otros ejemplos de teorías que parecen proporcio­ nar explicaciones sin hacer predicciones definidas, tales como la sico­ logía freudiana y la teoría del suicidio de Durkheim, aunque puede objetarse que éstas no son teorías verdaderamente científicas. Pero podemos citar un conjunto aún más amplio de ejemplos de este tipo en las numerosas y variadas explicaciones históricas que, en el mejor de los casos, proporcionan condiciones necesarias pero no suficientes >ara que ciertos acontecimientos ocurran o hayan ocurrido; lo que os historiadores explican, casi nunca es estrictamente deducible a partir de sus explanatts y, por consiguiente, no generan predicciones precisas. Existe el peligro, sin embargo, de llevar demasiado lejos esta tesis de la explicación-sin-predicción. Existen buenas razones para no fiarse plenamente de dicha tesis, y quizás la pregunta rele­ vante a plantear sería: cuando se ofrece una explicación que no per­ mite predecir, ¿ocurre esto porque no podemos obtener toda la infor­ mación relevante acerca de las condiciones iniciales, u ocurre porque la explicación no incluye leyes, o incluso generalizaciones amplias de algún tipo? (en cuyo caso nos están dando realmente gato por liebre).

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Normas «versus» práctica efectiva En último término, es difícil resistirse a la conclusión de que el modelo de explicación científica de la ley de cobertura excluye una gran parte de lo que algunos al menos han considerado siempre como ciencia. Pero esto es precisamente su objetivo: «decirnos lo que debe ser», y no «decirnos lo que es». Es esta función prescriptiva, nor­ mativa, del modelo de la ley de cobertura, lo que sus críticos en­ cuentran más objetable. Argumentan estos críticos que, en vez de es­ tablecer los requerimientos lógicos de una explicación científica, o las condiciones mínimas que las teorías científicas habrían de cumplir idealmente, aprovecharíamos mejor nuestro tiempo dedicándonos a la clasificación y caracterización de las teorías efectivamente utiliza­ das en el discurso científico 5. Al hacerlo así, prosiguen estos autores, 5 E n el mismo sentido, los historiadores han argumentado que el modelo de explicación histórica de la ley de cobertura, malinterpreta lo que los histo­ riadores realmente hacen; la H istoria es una disciplina «ideográfica» y no «nom otética», que se ocupa del estudio de acontecimientos y personajes concretos,

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nos encontraremos con que su diversidad es más patente que su si­ militud: no parece haber propiedades comunes presentes en todas las teorías científicas. En efecto, además de las explicaciones deductivas, tipo leyes es­ tadísticas e históricas que ya hemos mencionado, la biología y las ciencias sociales en general proporcionan abundantes ejemplos de ex­ plicaciones funcionales o ideológicas, que toman la forma de indi­ caciones acerca del papel instrumental que cumple un determinado elemento de un organismo en la tarea de mantener a dicho organismo en un cierto estado, o acerca del papel que la acción humana indi­ vidual juega en la consecución de un cierto objetivo colectivo (ver Nagel, 1961, págs. 20-6). Estos cuatro o cinco tipos de explicación aparecen en las diferentes teorías científicas, pudiendo clasificarse a su vez dichas teorías según diferentes dimensiones (por ejemplo, Suppe, 1974, págs. 120-25; Kaplan, 1964, págs. 298-302). Pero in­ cluso unas tipologías tan detalladas de las teorías científicas como las citadas presentan ciertas dificultades, ya que muchas teorías combi­ nan distintas formas de explicación, de forma que ni siquiera es cierto que todas las teorías científicas clasificadas dentro de un mismo grupo y bajo una misma denominación vayan a presentar las mismas pro­ piedades estructurales. En otras palabras, tan pronto como adopta­ mos una visión amplia de la práctica científica, nos encontramos con la dificultad de que el material existente es excesivo para permitir una única «reconstrucción racional» de las teorías, de la que cabría derivar las normas metodológicas a las que se supone han de obede­ cer todas las teorías verdaderamente científicas. Esta tensión entre descripción y prescripción, entre la historia de la ciencia y la metodología científica, dentro de la filosofía de la ciencia, ha sido el factor primordial causante del virtual derrocamiento de las ideas recibidas durante la década de 1960 (ver Toulmin, 1977). Esta tensión se hace también sentir en el tratamiento que Popper da a la falsabilidad y su papel en el progreso científico, tratamiento que ha demostrado ser una de las fuentes principales de la que ha y no de las leyes generales de la evolución (véase D ray, 1957; 1966). Pero la esencia del argumento inicial de Hem pel era que ni siquiera los acontecimien­ tos concretos pueden explicarse sin referencia a generalizaciones de algún tipo, por triviales que éstas sean, y que los historiadores normalmente proporcionan tan sólo un «esbozo de explicación», bien porque fallan en cuanto a la especi­ ficación de sus generalizaciones, bien porque dan por sentado, sin justificación suficiente, que aquéllas han sido ya satisfactoriamente contrastadas. E l debate respecto de las ideas recibidas entre los filósofos de la ciencia tiene, por tanto, su réplica exacta en el debate Hempel-Dray entre los filósofos de la H istoria (véase McClelland, 1975, capítulo 2, en el que puede encontrarse un resumen juicioso y puntual del tema).

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emanado la oposición a las ideas recibidas. La discusión de las ideas de Popper nos permitirá volver a la cuestión de la simetría con más elementos de juicio. El falsacionismo de Popper Popper parte de la distinción entre la ciencia y la no-ciencia, a la que él denomina criterio de demarcación, y termina con un intento de establecer normas que permitan evaluar las hipótesis científicas en términos de su diferente grado de verosimilitud. Al hacer esto, Popper se aleja gradualmente de las ideas recibidas, según las cuales el objetivo de la filosofía de la ciencia consiste en reconstruir racio­ nalmente las teorías imperfectamente formuladas del pasado, de for­ ma que éstas lleguen a adecuarse a ciertos cánones de explicación científica. Con Popper, la filosofía de la ciencia pasa a ser una disci­ plina dedicada a la búsqueda de métodos de evaluación de las teorías científicas, una vez que éstas han sido ya propuestas. El punto de partida de Popper es la crítica de la filosofía del Positivismo Lógico, encarnada en lo que se ha denominado el princi­ pio de verificabilidad del significado. Este principio estipula que to­ das las proposiciones pueden clasificarse en analíticas y sintéticas — o bien son ciertas en virtud de las definiciones incluidas en las mis­ mas, o bien son ciertas, si es que lo son, en virtud de la experiencia práctica— y a continuación declara que todas las afirmaciones sin­ téticas son significativas si, y sólo si, son susceptibles, al menos en principio, de contrastación empírica (ver Losee, 1972, págs. 184-90). Históricamente, los miembros del Círculo de Viena (Wittgenstein, Schelick y Carnap) emplearon el principio de verificabilidad de la significación principalmente como un aguijón con el que desinflar las pretensiones metafísicas, tanto dentro como fuera de las ciencias, sos­ teniendo que, incluso ciertas proposiciones que pasan por científicas, y, por supuesto, todas las proposiciones que no pretenden serlo, pue­ den descartarse como carentes de significación. En la práctica, el prin­ cipio de verificabilidad generó una profunda desconfianza respecto del uso en las teorías científicas de conceptos no-observables, tales como el espacio absoluto y el tiempo absoluto de la mecánica newtoniana, los electrones de la física de partículas, los límites de las va­ lencias de la química y la selección natural de la teoría de la evo­ lución. La metodología del operacionalismo constituye el producto típico de este prejuicio antimetafísico del Positivismo Lógico; esta teoría fue propuesta por primera vez en 1927, y alcanzó posterior­ mente una amplia difusión por medio de la influyente obra de Percy

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Bridgman. Para descubrir la significación de cualquier concepto cien­ tífico, reconoce Bridgman, tan sólo necesitamos especificar las ope­ raciones físicas realizadas para asignarle valores: la longitud es la medición de objetos en una única dimensión y la inteligencia es lo que se mide en los tests de inteligencia (ver Losee, 1972, págs. 181-84). Popper rechaza tales intentos de demarcación entre lo significante y lo que carece de significación, y los sustituye por un nuevo criterio de demarcación que divide el conocimiento humano en dos clases mutuamente excluyentes, denominadas «ciencia» y «no-ciencia». Aho­ ra bien, la respuesta tradicional del siglo xix a este problema de la demarcación afirmaba que la ciencia difiere de la no-ciencia en virtud de la utilización por la primera del método de inducción: la ciencia parte de la experiencia y procede, a través de la observación y la experimentación, a establecer leyes generales con la ayuda de las reglas de la inducción. Desgraciadamente, la justificación de la induc­ ción entraña un problema lógico que ha preocupado a los filósofos desde los tiempos de Hume. Para citar un ejemplo concreto: los hombres infieren la ley general de que el sol sale siempre por las mañanas de la experiencia pasada, en la que el sol ha salido cada día por la mañana; sin embargo, ésta no puede ser una inferencia lógicamente concluyente, en el sentido de que premisas verdaderas necesariamente implican conclusiones verdaderas, porque no existe garantía absoluta alguna de que lo que hemos experimentado hasta el momento persistirá en el futuro. Argumentar que la ley de la sa­ lida del sol por las mañanas está basada en la experiencia invariable es, en palabras de Hume, eludir la cuestión, porque lo único que hacemos con ello es trasladar el problema de la inducción del caso de que se trate, a otro caso; el problema consiste en cómo podemos inferir lógicamente algo referente a la experiencia futura, sobre la única base de la experiencia pasada. En algún momento de la argu­ mentación, la inducción desde casos particulares hasta la formulación de una ley universal exigirá un salto ilógico de pensamiento, elemen­ to que muy bien puede llevarnos a conclusiones falsas, aunque nues­ tras premisas fuesen ciertas. Hume no negó el hecho de que todos generalizamos constantemente a partir de los casos particulares de nuestra experiencia por costumbre y por asociación de ideas espon­ tánea, pero lo que negó fue que tales inferencias tuviesen una justi­ ficación lógica. Este es el famoso problema de la inducción. De la argumentación de Hume se sigue que existe una asimetría fundamental entre inducción y deducción, entre demostrar y no-de­ mostrar, entre verificación y falsación, entre afirmar la verdad y ne­ garla. No es posible derivar, o establecer de forma concluyente, afir­ maciones universales a partir de afirmaciones particulares, por muchas

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que sean éstas, mientras que cualquier afirmación universal puede ser refutada, o lógicamente contradicha, por medio de la lógica de­ ductiva, por una sola afirmación particular. Utilizaremos el ejemplo popperiano favorito (que en realidad tiene su origen en John Stuart Mili): ningún número de observaciones acerca de que los cisnes son blancos nos permitirá inferir que todos los cisnes son blancos, pero la observación de un único dsne negro, nos permite refutar aquella conclusión. En resumen, no es posible demostrar que algo es mate­ rialmente cierto, pero siempre es posible demostrar que algo es ma­ terialmente falso, y esta es la afirmación que constituye el primer mandamiento de la metodología científica. Popper utiliza esta asi­ metría fundamental en la formulación de su criterio de demarcación: ciencia es el cuerpo de proposiciones sintéticas acerca del mundo real, que es susceptible, al menos en principio, de falsación por me­ dio de la observación empírica, ya que excluye la posibilidad de que ciertos acontecimientos se produzcan. Así pues, la ciencia se carac­ teriza por su método de formulación de proposiciones contrastables, y no por su contenido, ni por su pretensión de certeza en el cono­ cimiento; si alguna certeza proporciona la ciencia, ésta será más bien la certeza de nuestra ignorancia. La línea que queda trazada en consecuencia entre la ciencia y la no-ciencia no es, sin embargo, absoluta; tanto la falsabilidad como la contrastabilidad son cuestiones de grado (Popper, 1965, pág. 113; 1972b, pág. 257; 1976, pág. 42). En otras palabras, hemos de pensar en el criterio de demarcación como caracterizador de un espectro más o menos continuo de conocimientos, en uno de cuyos extremos encontraremos ciertas ciencias naturales «fuertes», como la física y la química (a las que seguirán a continuación un conjunto de cien­ cias más «débiles», como la biología evolucionista, la geología y la cosmología) y en cuyo extremo opuesto encontraremos a la poesía, las artes, la crítica literaria, etc., encontrándose la historia y todas las ciencias sociales en algún punto intermedio, que esperamos esté más cerca del extremo científico que del no-científico del espectro. Una falacia lógica Insistamos ahora sobre la distinción entre verificabilidad y falsa­ bilidad por medio de una breve disgresión referente al fascinante tema de las falacias lógicas. Dado el silogismo hipotético: «Si A es cierto, entonces B también es cierto; A es cierto, luego B también es cierto», la afirmación hipotética de la premisa mayor puede divi­ dirse en un antecedente «A es cierto» y un consecuente «entonces,

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B es cierto». Para llegar a la conclusión «B es cierto», debemos ser capaces de afirmar que realmente A es cierto; en el lenguaje técnico de la lógica, hemos de «establecer el antecedente» de la premisa ma­ yor de la afirmación hipotética, para que la conclusión de que «B es cierto» se siga como necesidad lógica. Recuérdese que el término cierto utilizado en la argumentación se refiere a certeza lógica, y no a certeza fáctica. Consideremos lo que pasa, sin embargo, si alteramos ligeramente la premisa menor de nuestro silogismo hipotético como sigue: «Si A es cierto, entonces, B es cierto; B es cierto, luego A es cierto». En vez de establecer la certeza del antecedente, establecemos ahora la del consecuente, y tratamos de obtener, a partir de la certeza del consecuente, «B es cierto», la certeza del antecedente «A es cierto». Pero este es un razonamiento falaz porque ya no estamos en el caso de que nuestra conclusión ha de seguirse con necesidad lógica de nuestras premisas. Un ejemplo puede ilustrar este punto: si Blaug es un experto filósofo, sabrá cómo usar correctamente las reglas de la lógica; Blaug sabe cómo usar correctamente las reglas de la lógica, luego Blaug es un experto filósofo (cosa que no es cierta). Así pues, es lógicamente correcto «establecer el antecedente» (al­ gunas veces denominado modus ponens), pero «establecer el conse­ cuente» es una falacia lógica. Lo que podemos hacer, sin embargo, es «negar el consecuente» (modus tollens), y esto sí que es siempre lógicamente correcto. Si expresamos nuestro silogismo hipotético en forma negativa, tendremos: «Si A es cierto, entonces B es cierto; B no es cierto; luego A no es cierto». Siguiendo con nuestro ejemplo anterior: si Blaug no usa correctamente las reglas de la lógica, esta­ remos lógicamente justificados para concluir que no es un experto filósofo. Esta es una de las razones por las que Popper subraya la idea de que existe una asimetría entre verificación y falsación. Desde un punto de vista estrictamente lógico, nunca podemos afirmar que una hipótesis es necesariamente cierta porque esté de acuerdo con los hechos; al pasar en nuestro razonamiento de la verdad de los hechos a la verdad de la hipótesis, cometemos implícitamente la falacia ló­ gica de «afirmar el consecuente». Por otra parte, podemos negar la verdad de una hipótesis en relación con los hechos, porque, al pasar en nuestro razonamiento de la falsedad de los hechos a la false­ dad de la hipótesis, invocamos el proceso de razonamiento, lógica­ mente correcto, denominado «negar el consecuente». Para resumir la anterior argumentación en una fórmula mnemotécnica, podríamos decir: no existe lógica de la verificación, pero sí existe lógica de la refutación.

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El problema de la inducción Si la ciencia ha de caracterizarse por un continuo intento de fal­ sación de las hipótesis existentes, con objeto de reemplazarlas por otras que resistan la falsación con éxito, parece lógico preguntarse de dónde vienen tales hipótesis. Popper sigue las ideas recibidas al negar todo interés al llamado «contexto del descubrimiento», como distinto del «contexto de justificación» — el problema de la génesis del conocimiento científico queda así relegado al campo de la sico­ logía o de la sociología del conocimiento (1965, págs. 31-2)— y el insistir en que, en cualquier caso, y sea cual sea el origen de las generalizaciones científicas, dicho origen no se encuentra en la induc­ ción a partir de casos particulares. La inducción es, para Popper, un mito: las inferencias inductivas no sólo no son válidas, como demos­ tró Hume hace ya mucho tiempo, sino que son prácticamente impo­ sibles (Popper, 1972a, págs. 23-9; 1972b, pág. 53). La obtención de generalizaciones inductivas no es posible porque, en el momento en que hayamos seleccionado un conjunto de observaciones de entre el infinito número de observaciones posibles, habremos establecido ya un cierto punto de vista y ese punto de vista es en sí mismo una teoría, aunque en estado burdo y poco sofisticado. En otras palabras, no existen los «hechos en bruto» y todos los hechos están cargados de teoría — fundamental idea, a la que volveremos más adelante— . Popper, al igual que Hume, no niega que la vida diaria esté llena de ejemplos que parecen inducciones, pero, a diferencia de aquél, llega hasta a negar que éstas sean realmente generalizaciones libres de la influencia de intuiciones anteriores. En la vida ordinaria, al igual que en la ciencia, adquirimos conocimientos y los mejoramos utilizándolos a través de una constante sucesión de conjeturas y refu­ taciones, para lo cual utilizamos el familiar método de prueba y error. En este sentido, podríamos decir que Popper no ha resuelto real­ mente el problema de la inducción, una de sus pretensiones favori­ tas, sino que más bien lo ha disuelto 6. Para evitar malentendidos, tendremos que dedicar un momento a examinar el doble sentido que puede atribuirse en el lenguaje co­ 6 L a historia de la filosofía está simplemente plagada de intentos fracasados de resolver «el problema de la inducción». N i siquiera los economistas han podido resistir la tentación de entrar en el juego de tratar de refutar a Hume. Por ejemplo, Roy H arrod (1956) escribió todo un libro tratando de justificar la inducción como una form a de razonamiento probabilístico, en el que se con­ sideraba la probabilidad como una relación lógica y no como una característica objetiva de los acontecimientos. L a cuestión a que nos referimos incluye una serie de complicadas paradojas referentes al propio concepto de probabilidad, en las que no podemos entrar aquí (pero véase Ayer, 1970, al respecto).

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rriente al término inducción. Hasta aquí hemos venido utilizando el término inducción en su sentido lógico estricto, como aquella argu­ mentación que emplea premisas que contienen información acerca de algunos elementos de una cierta clase de fenómenos, con objeto de apoyar una generalización referente a dicha clase en su conjunto que sea, por tanto, aplicable a elementos no-examinados del conjunto. En Popper, lo mismo que en Hume, la inducción en este sentido no constituye argumento lógico válido; tan sólo la lógica deductiva pro­ porciona lo que los lógicos denominan argumentos «demostrativos» o compelentes, a través de los cuales las premisas verdaderas llevan siempre a conclusiones verdaderas. Pero en el campo de las ciencias, al igual, por otra parte, que en las formas cotidianas de pensamiento, nos vemos continuamente enfrentados a argumentos denominados también «inductivos» y que tratan de demostrar que una determi­ nada hipótesis se ve apoyada por determinados hechos. Tales argu­ mentos pueden denominarse «no-demostrativos», en el sentido de que las conclusiones, aunque de algún modo vengan «apoyadas» por las premisas, no están lógicamente «ligadas» a aquéllas (Barker, 1957, páginas 3-4); incluso si las premisas son ciertas, una inferencia in­ ductiva no-demostrativa no puede excluir lógicamente la posibilidad de que la conclusión sea falsa. Así pues, la argumentación: «H e visto un gran número de cisnes blancos; nunca he visto un cisne negro; por tanto, todos los cisnes son blancos», es una inferencia inductiva no-demostrativa que no se deduce de las premisas mayor y menor, con lo que ambas premisas pueden ser verdaderas sin que la conclu­ sión se siga de ellas lógicamente. En resumen, un argumento no^demostrativo puede, en el mejor de los casos, persuadir a una persona ya convencida, mientras que un argumento demostrativo debe con­ vencer incluso a sus más obstinados oponentes. La afirmación de Popper de que «la inducción es un mito» se refiere a la inducción como argumento lógico demostrativo, y no a la inducción como intento no-demostrativo de confirmar ciertas hipó­ tesis, intento que con frecuencia lleva consigo ejercicios de inferencia estadística 7. Por el contrario, y como veremos más adelante, Popper tiene mucho que decir acerca de la inducción no-demostrativa, o lo que a veces se denomina la lógica de la confirmación. Por todo lo di­ cho, quedará claro que difícilmente podremos encontrar concepto más 1 La tendencia a perder de vista el doble significado del término «induc­ ción» es responsable de algunos de los ataques que se han lanzado contra lo escrito por Popper en detrimento del inductivismo (véase, por ejemplo, Grunbaum, 1976). Barker (1957) nos proporciona un buen tratamiento de estas cues­ tiones, aunque su discusión de las ideas de Popper deja bastante que desear; véase también Braithwaite (1960, capítulo 8).

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equivoco que la idea corriente de que la inducción y la deducción son operaciones mentales opuestas, siendo la deducción la operación que nos lleva de lo general a lo particular y la inducción la que va de lo particular a lo general. La dicotomía relevante no se plantea nunca entre inducción y deducción, sino entre inferencias demostrativas que son ciertas, e inferencias no-demostrativas que son dudosas (ver Co­ hén, 1931, págs. 76-82; Cohén y Nagel, 1934, págs. 173-84). Sólo con que consiguiésemos garantizar la utilización lingüística del termino «aducción» para las formas de razonamiento no-demostrativas, y a las que vulgarmente se aplica el término «inducción», podríamos evitar una gran cantidad de malentendidos (Black, 1970, página 137). Por ejemplo, con frecuencia nos encontramos con afir­ maciones del tipo: toda la ciencia se basa sobre la inducción; la de­ ducción no es más que un instrumento de pensamiento que no puede servir como medio de adquisición de nuevos conocimientos, ya que es como una especie de máquina de hacer salchichas que tan sólo genera por un extremo lo que previamente se haya introducido por el otro; sólo por medio de la inducción podemos aprender algo nue­ vo sobre el mundo y, después de todo, la ciencia no es sino la acu­ mulación de conocimientos sobre el mundo que nos rodea. Este punto de vista, que prácticamente repite literalmente la argumentación de John Stuart Mili en su Lógica, es simplemente un espantoso embrollo de palabras, en el que se supone que la inducción es lo opuesto de la deducción, y que ambos son los únicos métodos de pensamiento lógico existentes. Pero la inducción demostrativa no existe, y la aduc­ ción no es en absoluto lo opuesto de la deducción, sino que, de he­ cho, constituye otro tipo de operación mental completamente dife­ rente; la aducción es la operación no-lógica que nos permite saltar desde el caos que es el mundo real a la corazonada que supone una conjetura tentativa respecto de la relación que realmente existe entre un conjunto de variables relevantes. La cuestión de cómo se produce dicho salto pertenece al contexto de la lógica del descubrimiento, y puede que no sea conveniente dejar de lado despectivamente este tipo de contexto, como los positivistas, e incluso los popperianos, desean, pero lo cierto es que la filosofía de la ciencia se ocupa, y se ha ocupado siempre, de forma exclusiva, del paso siguiente del pro­ ceso, es decir, de cómo esas conjeturas iniciales se convierten en teorías científicas por medio de su inserción y articulación dentro de una estructura deductiva más o menos coherente y completa, y de cómo esas teorías son posteriormente contrastadas con las observa­ ciones. En definitiva, no debemos decir que la ciencia se basa en la inducción: se basa en la aducción seguida de deducción.

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Estratagemas inmunizadoras Pero volvamos a Popper. Este autor hace frecuentes referencias, especialmente en sus primeros escritos, al modelo de ley de cober­ tura de las explicaciones científicas, pero se detecta también en él desde el principio una creciente desconfianza hacia la tesis de la si­ metría. Las predicciones tienen una importancia fundamental para Popper respecto de la contrastación de las teorías explicativas, pero esto no significa que considere el explanans de una teoría exclusiva­ mente como una máquina de producción de predicciones: «Considero el interés del teórico en la explicación — es decir, en el descubri­ miento de teorías explicativas— como irreducible a su interés pura­ mente técnico en la obtención de predicciones» (1965, pág. 61n; también, 1972a, págs. 191-95; Popper y Eccles, 1977, págs. 554-55; y ver la nota 1 anterior). Los científicos quieren ser capaces de expli­ car y por ello deducen las predicciones lógicas inherentes a sus expli­ caciones, con objeto de contrastar sus teorías; todas las teorías «ver­ daderas» lo son tan sólo provisionalmente, ya que hasta el momento han hecho frente con éxito a la falsación; dicho de otro modo, toda la verdad que conocemos se encuentra incluida en aquellas teorías que aún no han sido falsadas. Todo dependerá, por tanto, de si, de hecho, es posible o no falsar las teorías y de si, caso de que dicha falsación fuera posible, el proceso de falsación es concluyente. Hace ya tiempo, Durhem argu­ mentó que es imposible falsar de forma concluyente las hipótesis científicas concretas, porque siempre estamos contrastando el expla­ nans en su totalidad, es decir, la hipótesis concreta junto con propo­ siciones auxiliares, y, por consiguiente, nunca podremos estar seguros de si lo que hemos confirmado o refutado es la hipótesis en sL Así pues, cabe siempre la posibilidad de defender cualquier hipótesis frente a la evidencia empírica contraria a la misma, con lo que su aceptación o rechazo será, hasta cierto punto, una cuestión arbitraria. Pongamos un ejemplo: si quisiéramos contrastar la ley de la caída libre de los cuerpos de Galileo, terminaríamos necesariamente con­ trastando la ley de Galileo junto con una hipótesis auxiliar acerca del efecto de la resistencia del aire, ya que la ley de Galileo se aplica a la caída de los cuerpos en el vacío, y el vacío perfecto es imposible de obtener en la práctica; nada nos impediría entonces rechazar cual­ quier refutación de la ley de Galileo sobre la base de que los ins­ trumentos de medición no han logrado eliminar los efectos de la resistencia del aire. En resumen, concluye Durhem, los llamados «ex­ perimentos cruciales» no existen (ver Harding, 1976). Se dijo de Herbert Spencer que su idea de la tragedia fue una bella teoría ase­

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sinada por un único hecho discordante. En realidad, no tenía por qué preocuparse: tales tragedias no ocurren jamás. Popper no sólo es consciente de este argumento de Durhem, sino que, en realidad, toda su metodología está concebida como un in­ tento de evitar el problema expuesto por Durhem. Puesto que Popper es considerado todavía en ciertos círculos como un falsacionista inge­ nuo, es decir, como alguien que cree que una única refutación basta para derrocar un teoría científica, quizas valga la pena citar su propia respuesta a la tesis de la irrefutabilidad de Durhem: D e hecho, no es posible conseguir una refutación concluyente de ninguna teoría, ya que siempre es posible decir que los resultados experimentales no son fiables, o que las discrepancias que se afirma existen entre los resultados expe­ rimentales y la teoría son tan sólo aparentes y que desaparecerán con el avance de nuestros conocimientos [P opper, 1965, pág. 50; ver también págs. 42, 82-3 y 108].

Es precisamente porque «no es posible conseguir una refutación concluyente de ninguna teoría» por lo que necesitamos poner límites metodológicos a las estratagemas que los científicos pueden adoptar en defensa de sus teorías, frente a los intentos de refutación de las mismas. Estos limites metodológicos no son añadidos sin importancia a la filosofía popperiana de la ciencia, sino que son absolutamente esenciales a la misma. No siempre se aprecia debidamente el hecho de que no es la falsabilidad en sí lo que distingue en Popper lo que es ciencia de lo que no lo es; el verdadero criterio de demarcación entre la ciencia y la no-ciencia en este autor es la falsabilidad más las reglas metodológicas que prohíben lo que él llamó inicialmente «supuestos auxiliares ad-hoc», denominación que posteriormente cam­ bió por la de «estratagemas convencionalistas», y que aparece en sus últimos escritos como «estratagemas inmunizadoras» (Popper, 1972a, páginas 15-16 y 30; 1976, págs. 42 y 44). Si leemos La lógica de la investigación científica de Popper bus­ cando frases del tipo: «Propongo la regla...», «adoptaremos la regla metodológica...», o semejantes, encontraremos más de veinte frases de este tipo. Nos parece instructivo incluir a continuación una mues­ tra de las m ism as8: 8 Para una lista completa de normas, véase Johannson (1957, capítulos 2-4 y 4-11); es éste un libro muy útil escrito por alguien que no demuestra, sin embargo, ninguna simpatía por lo que hoy en día pasa por ser filosofía de la ciencia.

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1)

. . . adoptar las reglas que aseguren la contrastabilidad de las proposiciones científicas, es decir, que aseguren su falsabilidad [1965, pág. 4 9 ]. 2) . . . sólo pueden incluirse en la ciencia aquellas proposiciones que sean contrastables intersubjetivamente [1965, pág. 5 6 ]. 3) . . . en caso de que nuestro sistema se vea amenazado, no lo salvaremos por medio de la utilización de ningún tipo de estratagema convenáonalista [1965, pág. 8 2 ]. _ , 4) . . . sólo son aceptables aquellas [hipótesis auxiliares] cuya introducción no disminuya el grado de falsabilidad o contrastabilidad del sistema en cues­ tión, sino que, por el contrario, lo aumenten [1965, pág. 83]. 5) Los experimentos contrastados intersubjetivamente serán, o bien aceptados, o bien rechazados, a la luz de otros contraexperimentos. Se rechazará la mera apelación a derivaciones lógicas que supuestamente habrán de ser des­ cubiertas en el futuro [1965, pág. 8 4 ]. 6) Sólo consideraremos una teoría como falsada si descubrimos un efecto repro­ d ú c e le que la refute. E n otras palabras, sólo aceptaremos la falsación si se propone y corrobora una hipótesis empírica de bajo nivel que describa tal efecto [1965, pág. 86]. 7) . . . debe atribuirse prioridad a aquellas teorías que admitan las contrasta­ ciones más severas [1965, pág. 121]. 8) . . . las hipótesis auxiliares deben utilizarse con la menor frecuencia posible [1965, pág. 2 7 3 ]. 9) . . . cualquier sistema nuevo de hipótesis habrá de implicar o explicar las regularidades corroboradas del antiguo [1965, pág. 2 5 3 ].

Este es el conjunto de reglas, incluyendo la propia regla de fal­ sabilidad, que constituye el criterio de demarcación entre ciencia y no-ciencia en Popper. Pero, ¿por qué habríamos de adoptar tal cri­ terio de demarcación? «L a única razón que me guía al proponer un criterio de demarcación», declara Popper, «es que resulta útil y fruc­ tífero, ya que con su ayuda pueden aclararse y explicarse un gran número de cuestiones» (1965, pág. 55). Pero, fructífero ¿para qué? ¿Para la ciencia? La aparente circularidad del argumento sólo desapa­ rece si recordamos que la dedicación a la ciencia tan solo puede jus­ tificarse en términos no-científicos. Queremos adquirir conocimientos sobre el mundo que nos rodea, aun cuando sólo sea un conocimien­ to falible, pero la cuestión de por qué una persona^ quiere adquirir tales conocimientos sigue siendo una cuestión metafísica profunda, y hasta el momento no contestada, referente a la naturaleza humana (ver Maxwell, 1972). «Las reglas metodológicas», nos dice Popper (1965, pág. 59), «son consideradas aquí como convenciones». Nótese que no trata de justificar sus reglas apelando a la historia de la ciencia, y que, en realidad, rechaza explícitamente la idea de la metodología como una

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disciplina que se ocupa del comportamiento de los científicos en ejer­ cicio (1965, pág. 52). Es cierto que hace frecuentes referencias a la historia de la ciencia — Einstein es para él una fuente destacada de inspiración (1965, págs. 35-6)— , pero no pretende haber proporcio­ nado una racionalización de qué es lo que los científicos hacen cons­ ciente o inconscientemente 9. Su objetivo parece ser el de aconsejar a. ,£Clen cos cómo han de proceder para estimular el progreso científico y sus reglas metodológicas son explícitamente normativas, al igual que aquella famosa norma del escolástico medieval Occam Razor, que puede ser racionalmente discutida, pero no puede ser derrocada por medio de contraejemplos históricos. En este sentido, el titulo de la obra magna de Popper, La lógica de los descubrimien­ tos científicos, induce a confusión en dos aspectos I0. La lógica de los descubrimientos científicos no es una lógica pura, es decir, una serie de proposiciones analíticas; en sus propias palabras «la lógica de los descubrimientos científicos debería identificarse con la teoría del mé­ todo científico» (1965, pag. 49) y tal teoría consiste, como hemos visto, en el principio de falsabilidad más un conjunto de reglas meto­ dológicas negativas repartidas por sus escritos u . Además, la teoría del método científico, incluso descrita en términos generales como una especie de lógica, no es una lógica de los descubrimientos cientí­ ficos, sino mas bien una lógica de la justificación, porque el problema de como se descubren hipótesis científicas nuevas y fructíferas ha sido considerado desde el principio por Popper como un tema sico­ lógico y, como tal, dejado de lado *. 9 A sí pues, señala Popper, N ewton creía haber estado utilizando el método baconiano de inducción, lo cual hace que sus logros sean «aún más admirables, ya que los alcanzó a pesar del inconveniente que supone el profesar unas creen­ cias metodológicas falsas» (Popper y Eccles, 1977, pág. 190; véase también Popper, 1972b, pags. 106-07). Incluso Einstein, asegura Popper (1976, págs. 96-7) fue durante años un positivista dogmático y un operacionista. 10 Puede que esto sea solamente una cuestión de mala traducción, ya que el título original en alemán L ogik der Forscbung quiere decir más bien Lógica de la investigación. 11 Sigue siendo normal encontrar exposiciones de las ideas de Popper que excluyen este elemento fundamental constituido por las reglas metodológicas que prohíben las «estratagem as inmunizadoras». Véase, por ejemplo Aver (1976 p ap u as 157-9); Harré (1972, págs. 48-52); Williams (1975); e incluso Mageé * E sta segunda parte de la argumentación de Blaug se refiere al título de la traducción de la obra de Popper al inglés: The Logic of Scientific Discovery (Lógica de los descubrimientos científicos), título de discutible traducción como indica la nota 10 antenor. L a versión española tradujo dicho título por L a ló­ gica de la investigación científica, con lo que no se plantea la confusión termi­ nológica a la que Blaug se refiere. (N ota del traductor.)

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La inferencia estadística Muchos comentaristas se han sentido profundamente incómodos con una concepción de las reglas metodológicas que no es, de algún, modo, una generalización basada en los logros científicos del pasado. Pero los economistas están admirablemente equipados para apreciar el valor de las reglas metodológicas puramente normativas, ya que se encuentran con ellas cada vez que estiman una relación estadística. Como nos dicen todos los textos elementales de Estadística, la infe­ rencia estadística supone el uso de observaciones muéstrales para in­ ferir algo acerca de las características desconocidas de la población en su conjunto, y al realizar tales inferencias podemos muy bien ser, o bien demasiado estrictos, o demasiado permisivos: corremos siempre el riesgo de incurrir en lo que se ha denominado error Tipo I, la decisión de rechazar una proposición que en realidad es cierta, pero también corremos el riesgo de incurrir en el error Tipo II, la decisión de aceptar una proposición que en realidad es falsa, y, en general, no hay forma de establecer una contrastación estadística que no impli­ que la asunción de ambos riesgos a la vez: se nos instruye para que contrastemos las hipótesis estadísticas indirectamente, por medio de una versión negativa de la hipótesis a contrastar, es decir, por medio de la hipótesis nula, H». El error Tipo I, o «tamaño» del test, con­ siste entonces en rechazar indebidamente Ho, y el error Tipo II, o «potencia» del test, consiste en aceptarla indebidamente. Se nos enseña además a elegir un tamaño pequeño, digamos 0,01 ó 0,05, y a maximizar la potencia consistente con dicho tamaño o, alternativa­ mente, fijar el error Tipo I en alguna cifra arbitrariamente pequeña y maximizar después el error Tipo II para un error Tipo I dado. Esto nos lleva finalmente a una conclusión, tal como la de que la hipótesis dada queda establecida a un nivel del 5 por 100 de signi­ ficación, lo cual quiere decir que estamos dispuestos a asumir el riesgo de aceptar la hipótesis en cuestión como cierta, aunque exista al menos una posibilidad de cada veinte de que sea falsa. El objeto de esta sencilla disertación en lo que se ha denominado la Teoría Neyman-Parson de la inferencia estadística consiste en de­ mostrar que cualquier test estadístico de una hipótesis dependerá siempre, de forma importante, de una hipótesis alternativa con la cual se compara, incluso si dicha comparación no es sino un artificio, nuestro H». Pero esto es cierto, no sólo respecto de las contrastaciones estadísticas de las hipótesis, sino de todas las contrastaciones de «aducciones». ¿Es Pérez culpable de asesinato? Bueno, depende de si el jurado le supone inocente hasta que se demuestre su culpabi­ lidad o le supone culpable hasta que él mismo pueda demostrar que

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es inocente. La evidencia en sí misma, siendo típicamente «circuns­ tancial», como se dice, no puede ser evaluada a menos que el jurado decida primero si el riesgo de cometer el error Tipo I ha de ser menor o mayor que el de cometer el error Tipo II. ¿Queremos un sistema legal en el que nunca condenemos a personas inocentes, lo cual lleva aparejado el coste de permitir ocasionalmente que queden en libertad individuos culpables, o nos aseguramos de que los culpa­ bles siempre serán castigados, a consecuencia de lo cual habremos de condenar ocasionalmente a algún inocente? Pues bien, generalmente los científicos temen más la aceptación de la falsedad que la falta de reconocimiento de la verdad; es decir, se comportan como si el coste de los errores Tipo II fuese mayor que el de los errores Tipo I. Podemos deplorar esta actitud por con­ siderarla indicio de un conservadurismo retrógrado, manifestación típica de la poca predisposición a aceptar ideas nuevas por parte de aquellos que tienen intereses Aeados en las doctrinas recibidas, o podemos saludarla como muestra de un sano escepticismo, la piedra de toque de lo mejor de la actitud científica. Pero cualquiera que sea nuestro punto de vista al respecto, necesariamente habremos de concluir que, de esta forma, lo que consideramos como reglas meto­ dológicas entra en la propia cuestión de si un hecho estadístico es aceptado como tal. Siempre que digamos que una relación es estadís­ ticamente significativa a un nivel de significación bajo, como el 5 o el 1 por 100, nos comprometemos con la decisión de que el riesgo de aceptar una hipótesis falsa es mayor que el riesgo de rechazar una verdadera, y esta decisión no es en sí misma una cuestión lógica, ni puede ser justificada simplemente con referencia a la historia de los logros científicos del pasado (ver Braithwaite, 1960, págs. 174 y 251; Kaplan, 1964, capítulo 6). En vista del carácter estadístico inherente de la moderna física cuántica (Nagel, 1961, págs. 295 y 312), las anteriores observacio­ nes no son únicamente pertinentes para una ciencia social como la Economía. Siempre que las predicciones de una ciencia sean de natu­ raleza probabilística (¿y qué predicciones no lo son?, incluso un experimento de laboratorio destinado a confirmar una relación tan simple como la ley de Boyle tendrá que contar con que el producto de la presión por el volumen nunca es una constante exacta), la idea de establecer evidencias que no necesiten invocar los principios de la metodología normativa, es simplemente absurda. La filosofía de la ciencia de Popper hubiese sido mucho mejor comprendida, la lite­ ratura que ha suscitado estaría mucho menos plagada de los malen­ tendidos que tanto abundan en ella, si hubiese hecho referencia

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explícita desde el principio a la teoría de Neyman-Pearson sobre la inferencia estadística. Por supuesto, es cierto que esta teoría de la contrastación de hipótesis no surgió de los escritos de Jerzy Neyman y Egon Pearson hasta el período 1928-1935, convirtiéndose en parte de la práctica normal durante la década de 1940 (Kendall, 1968), mientras que La lógica de Popper fue publicada por primera vez en alemán en 1934, fecha posiblemente demasiado temprana para que hubiera po­ dido aprovechar las ideas nuevas contenidas en dicha teoría. Pero Ronald Fisher, en un famoso artículo publicado en 1930, había de­ sarrollado ya el concepto de inferencia fiduciaria, que es virtualmente idéntico a la moderna teoría Neyman-Pearson de la contrastación de hipótesis (Barlett, 1968), y, además, Popper ha escrito mucho sobre filosofía de la ciencia con posterioridad a 1934. El olvido por parte de Popper de las implicaciones que la moderna teoría de la inferencia estadística tiene para la filosofía de la ciencia resulta tanto más sorprendente cuanto que dicho autor inicia su discusión sobre la probabilidad en La lógica con la sugerencia de que las proposiciones estadísticas son inherentemente no-falsables, ya que «no excluyen ningún fenómeno observable» (1965, págs. 189-90). «E s claro», sigue diciendo Popper «que la “ falsación práctica” sólo puede obtenerse a través de la decisión metodológica de considerar los acontecimien­ tos altamente improbables como imposibles» (1965, pág. 191). Aquí está el punto central de la teoría de Neyman-Pearson y, cuando lo consideramos desde este punto de vista, resulta obvio que el princi­ pio de falsación exige normas metodológicas que lo hagan efectivo. La falta de utilización de la teoría de Neyman-Pearson por parte de Popper, y particularmente su reluctancia aparente a mencionarla, quedará como uno de esos misterios irresueltos de la historia de las ideas n . Supongo que tendrá algo que ver con la oposición que 12 Lakatos (1978, I , pág. 25n) señala que «el falsadonism o de Popper es la base filosófica de algunos de los desarrollos más interesantes en el campo de la estática moderna». E l enfoque Neyman-Pearson se basa totalmente sobre el falsacionismo metodológico, pero Lakatos no comenta el hecho de que Popper ignora siempre la teoría Neyman-Pearson, que se desarrolló independientemente de la teoría de la falsación de Popper, y que en gran parte es anterior a ella. Véase también Ackerman (1976, págs. 84-5). Braithw aite (1960, pág. 199n), después de señalar la íntima conexión existente entre el «problem a de la induc­ ción» y los trabajos anteriores de Fisher sobre la significación de las contrastadones, que culminaron en la teoría de la inferencia de Neyman-Pearson, y que dieron lugar posteriormente a la teoría de la decisión estadística de Abraham W ald, incluye una nota a pie de página, extremadamente reveladora, en la que dice: «A unque varios autores dedicados al campo de la lógica se refieren al método de “ máxima probabilidad” de Fisher, tan sólo conozco dos trabajos en este campo: el de C. W. Churchman: The Theory of Experim ental Injerence

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Popper mantuvo toda su vida en contra de la utilización de la teoría de la probabilidad en la tarea de evaluar la verosimilitud de una hi­ pótesis — cuestión demasiado embrollada como para introducirla aquí— , pero sólo se trata de una suposición por mi parte. Grados de corroboración Aunque Popper niega la idea de que las explicaciones científicas sean simplemente «pases» que nos permiten inferir predicciones, in­ siste de todos modos en que las explicaciones científicas sólo pueden evaluarse en términos de las implicaciones que proporcionan. La veri­ ficación de las predicciones de una explicación teórica, es decir, la demostración de que existen fenómenos observables que son compa­ tibles con la explicación en cuestión, es tarea fácil: por absurda que sea una teoría, raro será que no encuentre alguna observación que la verifique. Una teoría científica sólo es puesta realmente a prueba cuando el científico especifica de antemano las condiciones observa­ bles que pueden falsar la teoría 13. Cuanto más exacta sea la espe­ cificación de dichas condiciones de falsación, y cuanto más probable sea que éstas se den, mayores serán los riesgos que corre la teoría. Si tan temeraria teoría resiste repetidamente la falsación con éxito y si, además, predice con éxito resultados que no se siguen de las demás explicaciones teóricas alternativas, se dirá que la teoría está ampliamente confirmada o, como Popper prefiere decir, que está «bien corroborada» (1965, capítulo 10). En definitiva, una teoría estará bien corroborada, no cuando esté de acuerdo con un gran número de hechos, sino cuando seamos incapaces de encontrar hechos que la refuten. En la filosofía de la ciencia tradicional del siglo xix, las teorías científicas aceptables habían de cumplir toda una lista de condicio­ (Nueva Y ork, 1948), y el de R udolf Carnap: Logical Foundations of Probability, que hagan referencia al trabajo de W ald o al trabajo de Neyman y Pearson, que data de 1933.» 13 Resulta interesante encontrar en un determinado momento en Darwin (1968, págs. 228-29) una puntualización tan popperiana: «S i pudiese probarse que una parte cualquiera de la estructura de cualquier especie se hubiese cons­ tituido exclusivamente en beneficio de otra especie, mi teoría quedaría aniqui­ lada, ya que tal cosa no podría haberse producido a través de la selección na­ tural»; cita el caso del cascabel de la serpiente de cascabel como ejemplo, pero inmediatamente elude la cuestión del comportamiento altruista, añadiendo: «N o dispongo de espacio aquí para la discusión de casos como éste.» E l problema de como explicar el altruismo en los animales sigue siendo una constante pre­ ocupación de los modernos sociobiólogos.

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nes, tales como la consistencia interna, la simplicidad, integridad, economía de supuestos, generalidad de explicación, y quizás incluso la relevancia práctica de sus implicaciones. Es interesante señalar que Popper lucha por reducir al máximo estos criterios tradicionales a su exigencia general de predicciones falsables. Obviamente, la con­ sistencia lógica es «la exigencia más general» para cualquier teoría, porque una explicación que se contradiga a sí misma será compatible con cualquier acontecimiento y, por consiguiente, nunca podrá ser refutada (Popper, 1965, pág. 92). Igualmente, es obvio que cuanto mayor sea la generalidad de una teoría, más amplio será el campo de sus implicaciones y, por tanto, más fácil será refutarla; en este sentido, la extendida preferencia por teorías científicas de creciente amplitud puede interpretarse como un reconocimiento implícito del hecho de que el progreso científico se caracteriza por la acumulación de teorías que han sido capaces de hacer frente a severas contrasta­ ciones. Popper arguye también, y esta es una cuestión más contro­ vertida, que la simplicidad de una teoría puede equipararse a su grado de falsabilidad, en el sentido de que cuanto más simple sea una teoría más estrictas serán sus implicaciones observables, y por consiguiente mayor su contrastabilidad; y que es por esta característica de las teorías más simples por lo que la ciencia busca la simplicidad en sus formulaciones (Popper, 1965, capítulo 7). No está claro que este sea un argumento convincente, puesto que el propio concepto de simplicidad de una teoría viene muy condicionado por la pers­ pectiva histórica en que los científicos se sitúen. Más de un historia­ dor de la ciencia ha señalado que la elegante simplicidad de la teoría de la gravitación de Newton, que tanto impresionó a los pensado­ res del siglo xix, no conmovió especialmente a sus contemporáneos del siglo xvn, y si las modernas teorías de la mecánica cuántica y de la relatividad son ciertas, hemos de reconocer que no son teorías precisamente simples 14. Los intentos de definir qué es lo que enten­ demos exactamente por simplicidad de las teorías han fracasado hasta el momento (Hempel, 1966, págs. 40-5), y puede que Oscar Wilde tuviera razón cuando decía, en son de mofa, que la verdad raramente es pura y nunca es simple. Pero sea como fuere, el caso es que la referencia de Popper a los «grados de corroboración» de una teoría puede sugerir la idea 14 Como ha observado Polanyi (1958, pág. 16): «L a s grandes teorías rara­ mente son simples en el sentido ordinario del término. Tanto la mecánica cuán­ tica como la teoría de la relatividad son muy difíciles de entender; tan sólo nos lleva unos cinco minutos el memorizar los hechos que la relatividad explica, pero son necesarios años de estudio para dominar la teoría y ver dichos hechos en su adecuado contexto.»

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de comparación métrica entre teorías, cuando, de hecho, este autor niega explícitamente la posibilidad de atribuir expresión numérica al grado de falsabilidad de un sistema teórico. Ante todo, no es posible falsar teoría alguna por medio de un único experimento — la tesis de irrefutabilidad de Durhem. En segundo lugar, aunque podemos exigir de los científicos que no traten de evitar la refutación de sus teorías por medio de «estratagemas inmunizadoras», debemos reco­ nocer el valor funcional que, en ciertas circunstancias, puede tener el seguir confiando tenazmente en una teoría refutada, en la espe­ ranza de que sea posible corregirla hasta capacitarla para hacer frente a las anomalías descubiertas (Popper, 1972a, pág. 30); en otras pala­ bras, el consejo que el popperianismo ofrece a los científicos no ca­ rece de ambigüedades. En tercer lugar, la mayor parte de los proble­ mas de evaluación de teorías suponen, no solamente un duelo entre una teoría y un conjunto de observaciones, sino una lucha a tres bandas entre dos o más teorías rivales y un cuerpo de evidencia empírica que ambas teorías explican de forma más o menos satisfac­ toria (Popper, 1965, págs. 32-3, 53-4 y 108). Estas tres considera­ ciones relegan el concepto de grados de corroboración de una teoría al papel de comparación original ex-post, que será inherentemente cualitativa (Popper, 1972a, págs. 18 y 59): Denomino grado de corroboración de una teoría al conciso informe que eva­ lúa el estado de la discusión crítica respecto de dicha teoría en un momento dado t, en cuanto a la forma en que ésta resuelve sus problem as; en cuanto a su grado de contrastabilidad; en cuanto a la severidad de las contrastaciones a que ha sido sometida; y en cuanto a la forma en que ha enfrentado tales con­ trastaciones. La corroboración (o grado de corroboración) de una teoría será, por tanto, el informe evaluador del comportamiento pasado de la misma. Al igual que la preferencia, la corroboración es esencialmente comparativa: en ge­ neral, lo único que podemos decir es que la teoría A posee un grado de corro­ boración mayor (o menor) que el de la teoría alternativa B, a la luz de la dis­ cusión crítica de ambas, lo cual incluye las contrastaciones realizadas hasta un cierto momento de tiempo, t. A l tratarse tan sólo de un informe sobre el com­ portamiento pasado, tendrá alguna influencia respecto de nuestra preferencia de una teoría sobre otras, pero no nos dice nada en absoluto respecto de su futuro comportamiento, ni respecto de la « fiabilidad» de una teoría... N o creo que los grados de verosimilitud, o la medición del contenido de verdad, o del contenido de falsedad (o, digamos, el grado de corroboración, o incluso la pro­ babilidad lógica) puedan llegar a determinarse numéricamente nunca, excepto en ciertos casos-límite (tales como los casos 0 y 1).

El problema de dotar de alguna precisión al concepto de corrobo­ ración se agrava aún más por el hecho de que las teorías rivales pue­ den referirse en la práctica a campos ligeramente diferentes, en cuyo

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caso ni siquiera serán conmensurables, estrictamente hablando. Si, además, cada una de ellas forma parte de un sistema de teorías más amplio, la tarea de compararlas en términos de su grado de corro­ boración o verosimilitud se hace casi imposible. Esta dificultad bá­ sica de la metodología popperiana viene muy bien expresada en la «reconstrucción racional», algo malintencionada, que de su trabajo hace uno de sus discípulos, Imre Lakatos (1978, I, págs. 93-4): Popper es el falsacionista dogmático que jam ás publicó una página: fue inventado — y «criticado»— primero por Ayer y después por muchos otros... Popperi es el falsacionista ingenuo, P o ppen el falsacionista sofisticado. E l verda­ dero Popper pasó de una versión dogmática del falsacionismo metodológico a una versión ingenua del mismo durante la década de 1920, y llegó a las «reglas de aceptación» del falsacionismo sofisticado en la década de 1950... Pero el Popper real nunca abandonó por completo sus reglas de falsación anteriores (ingenuas). H asta el presente ha venido exigiendo que .se establezcan de ante­ mano los « criterios de refutación» ; debe decidirse qué situaciones observables, caso de ser efectivamente observadas, supondrían la refutación de una teoría. Sigue considerando la «falsación » como un duelo entre la teoría y la observa­ ción, sin que necesariamente se vea implicada en el proceso ninguna otra teoría considerada como mejor que aquélla... A sí pues, el Popper real está consti­ tuido por una mezcla del Popperi junto con algunos elementos del Poppen.

La caracterización que Lakatos hace de Popper puede parecer, quizás, algo injusta, pero de lo que no cabe duda es de que, como veremos, su intento de diferenciar su propia producción de la de Popper (Lakatos = Poppers) sí que está justificada, ya que Popper concede que los científicos suelen tener una nueva teoría escondida en la manga cuando concluyen que la teoría antigua está falsada, pero no insiste en que tengan que tener tal teoría escondida en la manga o en que deberían tenerla, que es el punto central de la argumenta­ ción de Lakatos (Lakatos, 1978, II, págs. 184-85, 193-200; ver tam­ bién Ackerman, 1976, capítulo 5). Conclusión fundamental Hemos llegado así a una de nuestras conclusiones fundamentales: al igual que la lógica del descubrimiento no existe, tampoco existe una lógica demostrativa de la justificación; no existe algoritmo for­ mal ni procedimiento mecánico alguno de verificación, falsación, con­ firmación, corroboración, o llámeselo como se lo llame. A la pre­ gunta filosófica de: «¿Cóm o podemos adquirir un conocimiento apodíctico sobre el mundo, cuando en lo único en que podemos basarnos

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es en nuestra propia experiencia?», Popper responde que el conoci­ miento empírico verdadero no existe, ya se base en nuestra propia experiencia o en la experiencia de toda la Humanidad. Y aún más: no existe método seguro alguno que nos garantice que el conoci­ miento falible que poseemos sobre el mundo es positivamente el me­ jor que podemos poseer, dadas las circunstancias. El estudio de la filosofía de la ciencia puede agudizar nuestra capacidad de evaluar qué es lo que constituye el conocimiento empírico aceptable, pero esa evaluación seguirá siendo provisional en cualquier caso. Podemos pedir a los demás que critiquen nuestra evaluación de la forma más severa posible, pero lo que no podemos pretender es que exista de­ positado en algún lugar un método perfectamente objetivo, es decir, un método intersubjetivamente demostrativo, que pueda convencer de forma concluyente a cualquiera acerca de lo que es, o no es, una teoría científica aceptable.

Capítulo 2

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DE POPPER A LA NUEVA HETERODOXIA

Los paradigmas de Kuhn Hemos visto que la teoría de Popper es claramente normativa, generadora de unas prescripciones para la sana práctica de la ciencia que, posiblemente pero no necesariamente, surgen a la luz de los mejores logros de la ciencia en el pasado. En este sentido, la meto­ dología popperiana de la falsación se mantiene en línea con las ideas recibidas, aunque en muchos otros aspectos se separa de ellas. En La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn (1962), sin em­ bargo, la ruptura con las ideas recibidas es casi total, ya que su énfa­ sis no recae sobre las prescripciones normativas, sino sobre las pres­ cripciones positivas. Además, la inclinación a preservar las teorías y a inmunizarlas contra la crítica, que Popper acepta de mala gana como punto de partida de la adecuada práctica de la ciencia, se con­ vierte en el tema central de la explicación del comportamiento cien­ tífico que Kuhn nos proporciona. Kuhn considera a la ciencia normal, es decir, la actividad dedicada a resolver problemas en el contexto de un marco teórico ortodoxo, como la norma, mientras que la cien­ cia revolucionaria, o derrocamiento de un marco teórico por otro a consecuencia de repetidas refutaciones y acumulación de anomalías, sería lo excepcional en la historia de las ciencias. Resulta tentador hacer la frase de que, para Popper, la ciencia se encuentra en un estado de revolución permanente, ya que para él la historia de la ciencia es la historia de una sucesión de conjeturas y refutaciones; 48

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mientras que para Kuhn, la historia de la ciencia se caracteriza por largos períodos en los que se preserva el status quo, y que sólo en ocasiones se ven interrumpidos por saltos discontinuos de un para­ digma vigente a otro, sin puente conceptual alguno de comunicación entre ellos. Para centrar el tema, empecemos definiendo los términos a em­ plear. En la primera edición de su libro, Kuhn emplea frecuente­ mente el término paradigma en el sentido que indica el diccionario, y que designa ciertos componentes ejemplares de los logros cientí­ ficos del pasado que siguen sirviendo como modelo para los científi­ cos de hoy. Pero emplea también el término en un sentido bastante distinto, que designa tanto la elección de problemas como la selec­ ción de las técnicas con que analizarlos, llegando incluso a veces a atribuir al término paradigma el sentido, mucho más amplio, de vi­ sión general del mundo; y es esta última acepción del término la que, de hecho, retienen la mayoría de los lectores del libro. En la se­ gunda edición de La estructura de las revoluciones científicas (1970), Kuhn admite la imprecisión terminológica de la versión anterior del mismo 15, y sugiere que se sustituya el término paradigma por el de matriz disciplinaria: «disciplinaria», porque se refiere al patrimonio común de los que practican una determinada disciplina; y «matriz», porque se compone de un conjunto ordenado de elementos de variada naturaleza, cada uno de los cuales exige ulterior especificación (Kuhn, 1970a, pág. 182). Pero sea cual sea el lenguaje empleado, el con­ cepto central de su argumentación sigue siendo «toda esa variada constelación de creencias, valores, técnicas y demás, compartidas por los miembros de una determinada comunidad», y sigue diciendo que si tuviese que escribir el libro de nuevo, empezaría con una discu­ sión sobre la profesionalización de la ciencia, antes de pasar a exa­ minar los «paradigmas» compartidos, o «matrices disciplinarias», de los científicos (1970a, pág. 173). Y no es que lo anterior suponga una concesión fundamental por parte de Kuhn, por la sencilla razón de que el rasgo distintivo de las ideas de Kuhn no es el concepto de paradigma compartido, sino más bien el de «revoluciones científicas», como claras rupturas en el de­ sarrollo de la ciencia, y especialmente la idea de la existencia de drás­ ticos cortocircuitos de comunicación en los períodos de «crisis revo­ lucionaria». Recordemos los elementos principales con los que Kuhn construye su teoría: los practicantes de la ciencia normal forman un colegio invisible, en el sentido de que están de acuerdo tanto sobre 15 M asterm an (1970, págs. 60-5) ha identificado, de hecho, 21 definiciones diferentes del término paradigm a en la prim era edición del libro de Kuhn.

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los problemas que requieren solución como sobre la forma general que tomará la solución de los mismos; además, tan sólo el juicio de los colegas es considerado como relevante a la hora de definir pro­ blemas y soluciones, a consecuencia de lo cual la ciencia normal es un proceso autosostenido y acumulativo de resolución de problemas concretos dentro del contexto de un marco analítico común; la inte­ rrupción de la ciencia normal, cuando ésta se interrumpe, viene anun­ ciada por la proliferación de teorías y por la aparición de contro­ versias metodológicas; el nuevo marco ofrece solución definitiva a problemas anteriormente no resueltos, y esta solución resulta ser re­ trospectivamente reconocida, aunque previamente fuese ignorada; la generación antigua y la nueva encuentran terreno común a medida que los problemas no resueltos del antiguo marco conceptual se con­ vierten en ejemplos corroboradores en el seno del marco nuevo; y como junto a las ganancias se produce siempre alguna pérdida de contenido, la conversión al nuevo enfoque participa de la naturaleza de una conversión religiosa, que supone un cambio de Gestalt; y a medida que el nuevo marco conquista terreno, se va convirtiendo a su vez en ciencia normal para la generación siguiente. El lector familiarizado con la historia de la ciencia pensará inme­ diatamente en la revolución copernicana, la revolución newtoniana o la revolución protagonizada por Einstein y Plank. La llamada revo­ lución copernicana, sin embargo, tardó ciento cincuenta años en com­ pletarse y encontró a cada paso una fuerte resistencia 16; incluso la revolución newtoniana tardó más de una generación en lograr la acep­ tación total en los círculos científicos europeos, y durante ese tiempo los cartesianos, leibnizianos y newtonianos se enzarzaron en agrias disputas respecto de todos y cada uno de los puntos innovadores de la teoría 17; igualmente, el paso de la física clásica a la física relati­ vista y cuántica en el siglo xx no supuso incomprensión mutua alg u n a ni conversiones cuasireligiosas, es decir, cambios de Gestalt, si es que hemos de creer los testimonios de los directamente implicados en 16 La teoría eliocéntrica copernicana es, por cierto, el mejor ejem plo que encon tramos en la historia de la ciencia del persistente atractivo que se ha atribuido a la simplicidad como criterio de progreso científico: la Revolutionibus Orbium Caelestium de Copérnico no llegaba a la fiabilidad predictiva del Almagesto de Ptolomeo, y tampoco se libraba de todos los epiciclos y excéntricos que plagaban la teoría geocéntrica de Ptolomeo, pero sí que era la explicación más simple disponible de la mayoría, si no de todos, los fenómenos referentes al movimiento de los planetas conocidos en la época (Kuhn, 1957, págs. 168-71). 17 Como señaló el propio Kuhn en su prim er trabajo sobre la revolución copernicana (Kuhn, 1957, pág. 259): «hubieron de transcurrir cuarenta años para que la física newtoniana llegase a sustituir por completo a la física carte­ siana, incluso en las universidades británicas.»

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esta «crisis de la física moderna» (Toulmin, 1972, págs. 103-5) 18. No tenemos necesidad, sin embargo, de detenernos a discutir estos puntos, ya que, en la segunda edición de su libro, Kuhn admite fran­ camente que su previa descripción de las revoluciones científicas adolecía de una cierta exageración retórica; los cambios de paradigma durante las revoluciones científicas no implican discontinuidades en el debate científico, es decir, no suponen elección entre teorías alter­ nativas pero totalmente inconmensurables; la incomprensión mutua que es de esperar entre los científicos en períodos de crisis intelec­ tual es sólo una cuestión de grado; y la única razón que justifica la denominación de «revoluciones» para los cambios de paradigma es la conveniencia de subrayar el hecho de que los argumentos que se utilizan para defender el paradigma nuevo contienen siempre elemen­ tos no-racionales que van más allá de las demostraciones lógicas o matemáticas (Kuhn, 1970a, págs. 199-200). Y, por si esto fuera poco, Kuhn sigue diciendo que su teoría de las revoluciones científicas ha sido malinterpretada como si únicamente se refiriese a las revolucio­ nes mayores, como la copernicana, la newtoniana, la darwiniana o la einsteniana, insistiendo en que su esquema estaba igualmente dirigido a cambios de menor importancia en campos científicos concretos, cambios que pueden no parecer en absoluto revolucionarios para los situados fuera «de cada comunidad, consistente quizás en menos de veinticinco personas como miembros directos» (1970a, págs. 180-81). En otras palabras, en su última versión Kuhn presenta cualquier período de progreso científico como marcado por un gran número de paradigmas superpuestos y entremezclados, algunos de los cuales pueden ser inconmensurables aunque, ciertamente, no todos ellos lo serán; los paradigmas no se sustituyen unos a otros repentinamente y, en cualquier caso, los paradigmas nuevos no surgen y se asientan de repente, sino que obtienen la victoria después de un largo pro­ ceso de competencia intelectual19. Es evidente que estas concesiones 18 Entre las muchas críticas de que el libro de Kuhn ha sido objeto, nin­ guna tan devastadora como la de Toulmin (1972, págs. 98-117), que sigue la historia de las ideas de Kuhn desde su primera versión en 1961 hasta su ver­ sión final en 1970. Para una visión bastante favorable, aunque en muchos pun­ tos igualmente crítica, véase también Suppe (1974, págs. 135-51). 19 E n resumen, Kuhn fue abandonando, una por una, las cuatro tesis que W atkins (1970, págs. 34-5) encontró enunciadas en su libro, a saber: a) la tesis del m onopolio paradigmático: un paradigma no tolera rivales; b) la tesis de incompatibilidad: los paradigm as nuevos son incomparables e inconmensurables con los antiguos; c) la tesis del no-interregno: no hay período de indecisión por parte de los científicos entre el abandono de un paradigma y la adhesión a otro, y d) la tesis del cambio instantáneo de visión del mundo: cuando los cien­ tíficos se pasan a un paradigm a nuevo lo hacen instantánea y totalmente.

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diluyen considerablemente la dramática importancia del mensaje ori­ ginal de Kuhn. Lo que queda, sin embargo, es su énfasis sobre el papel que juegan los juicios normativos en las controversias cientí­ ficas, especialmente las que se centran en la comparación de enfo­ ques científicos alternativos, junto con una desconfianza, vagamente formulada pero profundamente sentida, hacia los factores cognosci­ tivos, como la racionalidad epistemológica, en comparación con los factores sociológicos como la autoridad, la jerarquía y la identificación con un grupo, como determinantes del comportamiento científico. Lo que Kuhn parece haber hecho es fundir prescripción y descrip­ ción, deduciendo su metodología de la ciencia de la historia de la ciencia. En cierto sentido, La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn no es una contribución a la metodología, sino a la sociología de la ciencia. No es, por tanto, de extrañar que la confrontación entre kuhnianos y poperianos nos lleve más bien a un impasse. En efecto, el propio Kuhn (1970b, págs. 1-4, 19-21, 205-07, 238, 252-53) sub­ raya las similitudes entre su enfoque y el de Popper, insistiendo en que él es al igual que Popper «un creyente convencido en el pro­ greso científico», aunque admite la naturaleza inherentemente socio­ lógica de su propio trabajo. Igualmente, los popperianos admiten como una cuestión de hecho el que «hay mucha más ciencia normal, medida en hombres-hora, que ciencia extraordinaria» (Watkins, 1970, página 32; también Ackerman, 1976, págs. 50-3), pero consideran tales concesiones al realismo como irrelevantes respecto del enfoque esencialmente normativo de la filosofía de la ciencia; en palabras del propio Popper: «Para mí, la idea de volverse hacia la sociología o la sicología (o ... la historia de la ciencia) en busca de ilustración res­ pecto de los objetivos de la ciencia y de su posible progreso, resulta sorprendente y decepcionante» (Popper, 1970, pág. 57).

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decir, sin ninguna noción previa de lo que es la práctica científica sana, supone cometer la falacia inductiva en el estudio de la historia del pensamiento. Si Popper tiene razón respecto del mito de la induc­ ción, aquellos que desean «decir las cosas como son» se encontrarán arrastrados a «decir las cosas como debieran ser», ya que, al contar la historia de la evolución pasada de una forma y no de otra, estarán necesariamente revelando sus puntos de vista implícitos sobre la na­ turaleza de la explicación científica. En resumen, todas las proposi­ ciones de la historia de la ciencia están cargadas de metodología. Por otro lado, parecería lógico que todas las proposiciones acerca de la metodología de la ciencia estuviesen también cargadas de his­ toria. En efecto, el predicar las virtudes del método científico igno­ rando completamente la cuestión de si los científicos actuales o del pasado han practicado efectivamente tal método, resultaría cierta­ mente arbitrario; además, en la práctica, ni el mismo Popper puede resistirse a hacer ciertas referencias a la historia de la ciencia, como justificación parcial de sus ideas metodológicas. Parece ser, por tanto, que nos encontramos cogidos en un círculo vicioso, que implica tan­ to la imposibilidad de una historiografía de la ciencia libre de cargas metodológicas y totalmente descriptiva como la de una metodología de la ciencia ahistórica y puramente prescriptiva 20. No existe, en mi opinión, salida efectiva a este círculo vicioso. Para justificar esta afir­ mación hemos de considerar la obra de Imre Lakatos, obra diseñada expresamente para convertir este círculo vicioso en un círculo de virtudes. En una serie de artículos, publicados en su mayor parte entre 1968 y 1971, Lakatos desarrolla y amplía la filosofía de la ciencia de Popper como herramienta crítica de la investigación his­ tórica, adoptando como máxima un párrafo de uno de los dictat de Kant: «L a filosofía de la ciencia sin historia de la ciencia es algo vacío; la historia de la ciencia sin filosofía de la ciencia es la ceguera» (Lakatos, 1-78, I, pág. 102). Esta máxima expresa perfectamente el círculo vicioso a que nos hemos referido.

Metodología «versus» historia Nuestra discusión del libro de Kuhn nos ha devuelto, comple­ tando el círculo, al viejo problema que plantea la relación entre la metodología normativa de la ciencia y la historia positiva de la cien­ cia, un problema que se ha alzado una y otra vez ante las ideas reci­ bidas sobre las teorías científicas a lo largo de toda una generación. El problema es el siguiente: la pretensión de que es posible escribir una historia de la ciencia «tal como realmente ocurrió», sin prejuzgar en modo alguno la distinción entre ciencia «buena» y «mala», es

20 E ste círculo vicioso viene perfectamente expresado en palabras de un dentífico que con frecuencia ha reconocido estar en deuda con Popper. Al dis­ cutir la paradoja que supone el tratar de contrastar la metodología científica a través de la práctica de los científicos, Peter M edaw ar (1967, pág. 169) se­ ñala: «S i suponemos que la m etodología no es correcta, entonces tampoco nues­ tra contrastación de su validez será correcta. Si suponemos que es correcta, entonces no hay razón para someterla a contrastación, ya que ésta no podrá invalidarla.» E n Lakatos y M usgrave (1970, págs. 46, 50, 198, 233, 236-38), así como en Achinstein (1974), H esse (1973) y Laudan (1977, capítulo 5) puede encontrarse evidencia adicional sobre el reconocimiento generalizado de este círculo vicioso, tanto entre los filósofos de la ciencia como entre sus historiadores.

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Programas científicos de investigación La metodología de la ciencia de Popper es una metodología agre­ siva en el sentido de que, según sus criterios, una gran parte de lo que denominamos «ciencia» puede desecharse como metodológica­ mente incorrecta. La metodología de Kuhn, por el contrario, es una metodología defensiva, ya que trata de reivindicar, en vez de censu­ rar, la práctica real de la ciencia21. Por otro lado, la obra de Lakatos puede considerarse como un curioso compromiso entre la ahistórica, si no antihistórica, metodología agresiva de Popper y la metodología relativista, defensiva, de Kuhn, compromiso que, en cualquier caso, se mantiene plenamente dentro del campo considerado como popperiano22. Lakatos es «menos duro» con la ciencia que Popper, pero mucho más «duro» que Kuhn, y se siente siempre más inclinado a criticar la mala ciencia con la ayuda de una buena metodología que a evaluar las especulaciones metodológicas recurriendo a la práctica científica. Para Lakatos, como para Popper, la metodología en sí no pro­ porciona a los científicos un formulario de reglas para resolver los problemas científicos; su. campo es el del enfoque lógico, y su conte­ nido un conjunto de reglas no-mecánicas destinadas a la evaluación de teorías ya plenamente articuladas. Donde Lakatos difiere clara­ mente de Popper, sin embargo, es en que para él la lógica de la eva­ luación que utiliza es al mismo tiempo una teoría histórica que in­ tenta explicar retrospectivamente el desarrollo de la ciencia. En su calidad de metodología normativa de la ciencia, ésta será irrefutable, ya que ha sido deducida a partir de una determinada epistemología, pero como teoría histórica, que afirma que los científicos del pasado se comportaron de hecho de acuerdo con la metodología de la falsa­ bilidad, es perfectamente refutable. Si la historia de la ciencia se adecúa a la metodología normativa, parece decirnos Lakatos, tendre­ mos razones que añadir a las puramente filosóficas en favor del fal­ sacionismo; y si no lo hace, tendremos razones que justifiquen nues­ tro abandono de los principios normativos. En otras palabras, Lakatos insiste en que, en último término, no podemos eludir la tarea de 21 Fue L atsis (1974) quien me sugirió esta distinción entre metodologías agresivas y defensivas. 22 Bloor (1971, pág. 104) sostiene, como veremos, una postura extrema al respecto, al caracterizar la obra de Lakatos como «un acto de revisión masiva, que supone una traición a lo esencial del enfoque popperiano, y una absorción total de algunas de las posiciones más características de Kuhn». Y no es sólo este autor quien ve poca diferencia entre las ideas de Kuhn y las de Lakatos (véase, por ejemplo, Green, 1977, págs. 6-7), adoptando una actitud que pres­ cinde del objetivo básico de la argumentación de Lakatos.

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examinar la historia de la ciencia con la ayuda de una metodología explícitamente falsacionista, con objeto de ver cuál es la amplitud real del área de conflicto 23. Lakatos empieza negando que las teorías concretas sean las uni­ dades adecuadas para realizar evaluaciones científicas; lo que debería­ mos evaluar, y lo que inevitablemente evaluamos de hecho, son gru­ pos de teorías más o menos interrelacionadas, o programas científicos de investigación (PCI) 24. A medida que una determinada estrategia de investigación, o PCI, se enfrenta con falsaciones, experimentará va­ riaciones en sus supuestos auxiliares, las cuales, como Popper ha señalado, podrán suponer un aumento o una disminución de conte­ nido, o como Lakatos prefiere decir, representarán un «cambio temá­ tico progresivo o degenerador». Un PCI será calificado de teorética­ mente progresivo si las sucesivas formulaciones del programa suponen un «aumento de contenido empírico» respecto de cada formulación precedente, es decir, si aquél predice algún «acontecimiento nuevo, hasta entonces inesperado»; será empíricamente progresivo si «dicho aumento de contenido empírico resulta corroborado» (Lakatos, 1978, I, págs. 33-4). Y a la inversa, si el PCI se caracteriza por la continua adición al mismo de ajustes ad-hoc que tratan simplemente de aco­ modar cualesquiera hechos observados, recibirá la denominación de «degenerado». Estas distinciones son relativas, y no absolutas. Además, son apli­ cables sobre un período de tiempo y no en un momento determi­ nado. El carácter vuelto hacia el futuro de una estrategia de inves­ tigación, como distinta de una teoría aislada, desafía la evaluación instantánea. Para Lakatos, por tanto, un PCI no será «científico» de una vez por todas y para siempre; puede dejar de serlo con el transcurso del tiempo, al ir gradualmente pasando del estatus de pro­ grama «progresivo» al de «degenerado» (la astrología constituye un ejemplo de esto), pero igualmente puede ocurrir lo contrario (¿la 23 A sí es, en cualquier caso, como yo leí a Lakatos. Hay que advertir que no es éste un autor que se preste fácilmente a interpretaciones precisas. Su tendencia a tratar puntos vitales en notas a pie de página, su prolijidad en cuanto a poner etiquetas a las diferentes posiciones intelectuales y a acuñar frases y expresiones nuevas, así como sus continuas referencias atrás y adelante en sus propios escritos — como si fuese imposible entender cualquier parte de los mismos sin entenderlos en su totalidad— no facilita precisamente la com­ prensión. 24 Si el concepto de programas científicos de investigación sorprende a algún lector por su vaguedad, recuérdese que el concepto de teoría es igualmente vago. D e hecho, es difícil definir el concepto de teoría incluso cuando emplea­ mos el término en un sentido restringido, puramente técnico (Achinstein, 1968, capítulo 4).

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parapsicología?). Tenemos así un criterio de demarcación entre cien­ cia y no-ciencia que en sí mismo es histórico, puesto que incluye la evolución de las ideas en el tiempo como uno de sus elementos cons­ titutivos. La argumentación de Lakatos prosigue, dividiendo los componen­ tes de un PCI en partes rígidas y flexibles. «L a historia de la cien­ cia», observa Lakatos, «es la historia de los programas de investiga­ ción, más que la historia de las teorías», y cada programa científico de investigación puede caracterizarse por su «núcleo», que estará ro­ deado de un cinturón protector de hipótesis auxiliares que han de hacer frente a la contrastación. «E l núcleo es considerado como irre­ futable por "la decisión metodológica de sus protagonistas” , y con­ tiene, además de creencias puramente metafísicas, una “heurística positiva” y una “ heurística negativa” , consistentes de hecho en una lista de lo que hay que hacer y otra de lo que no hay que hacer» (páginas 49-52). Él cinturón protector contiene las partes flexibles de un PCI y es en él donde el núcleo se combina con las hipótesis auxiliares para formar las teorías concretas y contrastables en las que se basa la reputación científica del PCI. Los términos núcleo y cinturón protector han sido claramente elegidos en un sentido irónico. Nótese, sin embargo, que en el es­ quema de Lakatos no está presente la obsesión positivista que ansia librarse de la metafísica de una vez por todas. Al igual que Popper (1965, pág. 38), Lakatos está convencido de que los descubrimientos científicos son imposibles sin algún tipo de recurso a la metafísica; lo único que ocurre es que la metafísica de la ciencia se mantiene deliberadamente oculta en el núcleo, de forma parecida a como las cartas de que disponen los jugadores en el juego del poker se man­ tienen ocultas en manos del que da las cartas, mientras que el juego real de las ciencias tiene lugar en términos de las cartas que están en manos de los jugadores,, es decir, en términos de las teorías falsables contenidas en el cinturón protector 25. 25 E l «núcleo» de Lakatos expresa una idea virtualm ente idéntica a la suge­ rida por Schumpeter con el concepto de «visión» en la H istoria de la Economía — «el acto cognoscitivo preanalítico que proporciona las prim eras materias para el esfuerzo analítico» (Schumpeter, 1954, págs. 41-3)— o el de «hipótesis so­ bre el mundo» de Gouldner, que pesa considerablemente en su explicación de por qué los sociólogos adoptan ciertas teorías y rechazan otras (Gouldner, 1971, capítulo 2). L a teoría de M arx sobre las ideologías puede interpretarse como una teoría concreta respecto de la naturaleza del «núcleo» de Lakatos; Marx tenía mucha razón al creer que la «ideología» juega un papel importante en las teorías científicas, pero estaba muy equivocado al suponer que el carácter de clase de las ideologías era decisivo para su aceptación o rechazo por parte de los científicos (véase Seliger, 1977, especialmente págs. 26-45 y 87-94).

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Lakatos argumenta que el criterio de falsabilidad de Popper no sólo exige que las teorías científicas sean contrastables, sino también que cada una de ellas sea independientemente contrastable, es decir, susceptible de predecir resultados no predichos por las teorías rivales. En tal caso, la «corroboración» popperiana requiere al menos dos teorías, y lo mismo puede decirse de los PCI. Un PCI concreto será considerado superior a otro si explica todos los fenómenos predi­ chos por su PCI rival y, además, hace predicciones confirmadas (La­ katos, 1978, I, págs. 69, 116-17). Lakatos ilustra su argumentación por medio del análisis de la teoría newtoniana de la gravitación — «posiblemente el programa de investigación de mayor éxito de la historia»— y describe entonces la evolución de los físicos que, a par­ tir de 1905, fueron engrosando el campo de la teoría de la relati­ vidad, que incluye la teoría de Newton como un caso especial, y califica de «objetivo» este paso del PCI newtoniano al einsteniano, porque la mayoría de los físicos actuaron como si creyeran en su metodología de los programas de investigación científica (MPIC). Ocurre, por supuesto, que este incidente concreto de la historia de la ciencia no supuso prácticamente pérdida kuhniana alguna de contenido en su proceso de sustitución de un PCI degenerado por otro progresivo, ya que el sistema newtoniano puede considerarse como un caso particular de la teoría einsteniana más general. Pero no toda la historia de la ciencia se adecúa tan nítidamente al con­ cepto de un progreso científico gradual y acumulativo en el que las viejas teorías se ven constantemente superadas por teorías nuevas, más generales. Con frecuencia, por el contrario, los aumentos de con­ tenido logrados por el progreso científico se producen a costa de pér­ didas de contenido en otras áreas, en cuyo caso nos enfrentamos de nuevo con el familiar problema kuhniano de la inconmensurabilidad de las sucesivas estrategias de investigación. En cualquier caso, Laka­ tos prosigue haciendo la sorprendente proposición de que toda la historia de la ciencia puede ser descrita en este mismo sentido, como la preferencia «racional» de los científicos por programas progresivos en vez de degenerados, y ello porque piensan que las ganancias de contenido exceden siempre a las pérdidas, y define los intentos de ha­ cerlo así como la historia interna de la ciencia (pág. 102). Por el contrario, la historia externa de la ciencia estará consti­ tuida, no solamente por las presiones normales del medio social y político que solemos asociar con la palabra externo, sino también por cualquier actuación de los científicos que no esté de acuerdo con la M PIC; como, por ejemplo, la preferencia de un PCI degenerado sobre uno progresivo en base a que el primero es más simple que el segundo. Lakatos no pretende decirnos ni por un momento que la

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historia interna sea toda la historia: el hacerlo implicaría suponer que los científicos son siempre perfectamente «racionales», proposición demasiado kuhniana para que Lakatos la adopte (págs. 130 y 133). Afirma, por el contrario, que la pretensión de que toda la historia de la ciencia puede explicarse como una reconstrucción racional pu­ ramente «interna» no se sostendrá a la luz de la evidencia histórica, pero recomienda que se dé prioridad a la historia interna, antes de ocuparnos de la externa. Lo que habría que hacer, según este autor, es «relatar Ja historia interna en el texto e indicar en notas a pie de pagina los malos pasos” de la historia real, a la luz de dicha recons­ trucción racional» (pág. 120), consejo que él mismo sigue en su fa­ mosa historia de los teoremas matemáticos de Euler sobre los po­ liedros (Lakatos, 1976)26. Una historia de la ciencia escrita sobre estas líneas, aventura La­ katos, exigiría en realidad pocas notas a pie de página dedicadas a la historia externa. En respuesta a los sermones de Lakatos basados en su propia teoría sociopsicológica, Kuhn (1970b, pág. 256) minimiza las dife­ rencias existentes entre ellos: «Aunque su terminología es diferente, su aparato analítico es tan próximo al mío como pudiera desearse: núcleo, trabajo dentro del cinturón protector y fase de degeneración son términos paralelos de mis conceptos de paradigma, ciencia nor­ mal y crisis.» Insiste, sin embargo, en que «lo que Lakatos considera historia no es historia en absoluto, sino filosofía que inventa ejem­ plos. Tal como él argumenta, la historia no podría tener, en prin­ cipio, el menor efecto sobre la posición filosófica previa que de forma exclusiva la conforma» (Kuhn, 1971, pág. 143). Lakatos responde a estos argumentos diciendo que el enfoque que él da a la historio­ grafía de la ciencia es perfectamente capaz de explicar a posteriori hechos históricos nuevos, es decir, hechos que resultan inesperados a la luz de los enfoques vigentes entre los historiadores de la ciencia. En este sentido «la metodología de los programas de investigación historiográficos» puede ser defendida con base a la propia MPIC, ya que demostrará ser progresiva si, y sólo si, promueve el descubri­ miento de hechos históricos nuevos (Lakatos, 1978, I, págs. 131-36). 26 Sería más exacto decir que este consejo era una racionalización de su historia de los teoremas de Euler, publicada por primera vez en 1964. Este chispeante trabajo, escrito en form a de diálogo platónico, así como todas sus referencias a la historia de las matemáticas, se consignan en notas a pie de página, y en ellas se demuestra que todos esos conceptos tan antiguos como «rigor», «elegancia» y «prueba», que por mucho tiempo han sido considerados como pertenecientes a la lógica pura, se han visto sujetos a una evolución his­ tórica tan compleja como sus conceptos científicos correspondientes de «cogitación», «sim plicidad», «necesidad deductiva», etc.

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La prueba, por tanto, nos la dará la práctica: queda por ver si la historia de la ciencia, sea natural o social, es más fructífera cuando se la concibe como una sucesión de programas de investigación pro­ gresivos lakatosianos que se superan constantemente unos a otros con teorías de contenido empírico creciente, en vez de cuando se la concibe como una serie continua de refinamientos paradigmáticos puntuados cada varios siglos por una revolución científica kuhniana. Los conceptos de PCI y de M PIC de Lakatos han inspirado ya toda una serie de reinterpretaciones, tanto de episodios conocidos como de otros menos conocidos, de la historia de la ciencia (ver Urbach, 1-74; Howson, 1976), incluyendo una o dos aplicaciones al campo de la Economía que examinaremos con más detenimiento en un capítulo posterior de este libro. Otros más competentes que este autor tendrán que juzgar si estos estudios demuestran o no el poder heurístico del programa de investigación metahistórico de Lakatos, pero en justicia hemos de señalar que, en último término, Lakatos se encuentra con la misma dificultad que acosó a Popper en su búsqueda de una posición intermedia entre la arrogancia prescriptiva y la hu­ mildad descriptiva. Como vimos anteriormente, Popper parece aconsejar a los cien­ tíficos lo que tienen que hacer — sin descartar, sin embargo, la posi­ bilidad de que puede conseguirse el progreso científico ignorando sus consejos. Igualmente, Lakatos caracteriza su M PIC como un enfoque ex-post de los programas de investigación del pasado que no puede equipararse directamente con un consejo heurístico a los científicos de hoy para que abandonen los programas degenerados y se unan a un PCI progresivo. Lakatos predica la tolerancia respecto de los PCI nacientes que hasta el momento no han logrado predecir hechos nuevos, y rehúsa la condena de los científicos que mantienen su adhe­ sión a PCI degenerados, siempre que admitan con honradez que su programa está, de hecho, degenerado. Añade, sin embargo, que los editores de revistas científicas estarán perfectamente justificados al rehusar la publicación de trabajos basados en PCI degenerados, y lo mismo ocurrirá con las instituciones dedicadas a promover y finan­ ciar la investigación, en cuanto a la dedicación de sus fondos (La­ katos, 1978, I, pág. 117). No resulta difícil comprender que tales distinciones equivalen a una especie de esquizofrenia intelectual, es­ pecialmente cuando no se fijan límites de tiempo para la actuación de los científicos, editores de revistas especializadas o instituciones de investigación. Feyerabend (1976, pág. 324 n) señala maliciosamente que «habría mucho que comentar sobre la idea de que un ladrón puede robar todo lo que quiera, y ser alabado como un hombre ho­

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nesto por la policía y el hombre de la calle, siempre que reconozca ante todos que es un ladrón». Es claro que el esfuerzo de Lakatos en cuanto a separar la eva­ luación de la recomendación y a retener una metodología de la cien­ cia que sea francamente normativa, pero que sea al mismo tiempo capaz de servir de base para un programa de investigación en el cam­ po de la historia de la ciencia, ha de juzgarse o bien como un éxito con severas cualificaciones o bien como un fracaso, aunque sea un fracaso magnífico 27. El anarquismo de Feyerabend Muchas de las líneas tendenciales de la obra de Lakatos hacia la suavización de los rasgos «agresivos» del popperianismo y la amplia­ ción de los límites de lo permitido han sido seguidas y ampliadas por otros críticos recientes de las ideas recibidas, tales como Hanson, Polianyi y Toulmin, pero quien más lejos ha llegado por este camino ha sido Feyerabend 28. Todos estos escritores niegan la distinción positivista entre «el contexto de descubrimiento» y el «contexto de justificación» (véase, especialmente, Toulmin, 1972, págs. 478-84, y Feyerabend, 1975, capítulos 5 y 14). Por supuesto, todos ellos están de acuerdo en que la justificación lógica y empírica no puede reducirse a una exposición de sus orígenes históricos, pero se niegan rotundamente, a pesar de ello, a separar los enfoques ex-post de validez del estudio de la géne­ sis de las teorías. En otras palabras, todos ellos siguen a Kuhn y a Lakatos en su rechazo del programa popperiano que postula una filo­ sofía de la ciencia completamente ahistórica, tanto más cuanto que todos subrayan repetidamente el carácter esencialmente colectivo y cooperativo del conocimiento científico: es su contrastabilidad inter­ personal, incorporada en el concepto de resultados repetibles en for­ ma definida, lo que constituye el distintivo de la ciencia, siendo este distintivo el que realmente la diferencia de otras actividades del inte­ lecto humano. Incluso en el libro de Michael Polianyi, con su carac­ 27 Este fallo queda confirmado por el intento valiente, aunque poco convin­ cente, de reformular el concepto de M P IC en Lakatos, realizado por uno de sus discípulos: véase W orrall (1976, págs. 161-76). Berkson (1976) y Toulmin (1976) nos proporcionan otras críticas a la obra de Lakatos. 28 Hay que citar a G astón Bachelard, un filósofo francés de la ciencia poco conocido fuera de Francia, junto con los críticos ingleses y americanos de las ideas recibidas. Para comentarios sobre las ideas de Bachelard, véase Bhaskar (1975).

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terístico título Personal Knowledge (Conocimiento personal), la argu­ mentación basica referente al carácter de la ciencia contradice el título, al sostener que sea lo que sea lo que entendemos por cono­ cimiento científico, ciertamente no es un conocimiento puramente personal que no puede ser transmitido a otros (véase, por ejemplo, Polianyi, 1958, págs. 21, 153, 164, 183 y 292-94; véase también Ziman, 1967, 1978). Puede que el acuerdo no sea completo respecto de qué es lo que puede ser transmitido compulsivamente a otros, pero no existe desacuerdo en cuanto a la idea de que las teorías cien­ tíficas han de establecerse en términos de observaciones accesibles, en principio, a cualquier observador. Una vez que admitimos esto, sin embargo, parece obvio que las observaciones nuevas alterarán las formulaciones de las teorías, y, en consecuencia, estaremos introdu­ ciendo un inevitable elemento evolucionista en la evaluación de las teorías científicas. Así pues, el ataque popperiano contra «la falacia genética» que surge al mezclar los orígenes históricos con la validez empírica, se derrumba sin remedio. Otra característica persistente del nuevo enfoque sobre las teorías científicas es la idea de que todas las observaciones empíricas están necesariamente cargadas de teoría y que incluso los actos ordinarios de percepción, tales como el acto de ver, de tocar, de oír, están pro­ fundamente condicionados por nuestras conceptualizaciones previas; en palabras de Hanson (1965, pág. 7), para quien esta cuestión cons­ tituye prácticamente una idea fija: «hay mucho más que ver que lo que entra por el ojo» 29. En esta cuestión concreta, el nuevo enfoque se acerca a Popper, que señaló hace tiempo la paradoja que supone la exigencia de que las teorías sean severamente contrastadas en tér­ minos de sus predicciones observables, mientras que, al mismo tiem­ po, se sostiene que todas las observaciones son en realidad inter­ pretaciones que hacemos a la luz de alguna teoría. Lejos de evitar esta aparente contradicción, Popper rehúsa inteligentemente definir el término observable: «Creo que deberíamos considerarlo como un término-definido que resulta suficientemente preciso para su uso» (Popper, 1965, pág. 103, y también pág. 107n). Para algunos, esto resulta decepcionante: es como si, para cubrirnos, se nos ofreciesen ropas transparentes 30. Pero aquellos que han asimilado la tesis de irrefutabilidad de Durhem con todas sus consecuencias, y que han 29 Los economistas estarán probablemente familiarizados con los argumentos esgrimidos por Hanson, ya que vienen citados en el prim er capítulo de Samuelson: Economía (1976, págs. 10-12). ^ 30 Un escritor marxista, H indess (1977, capítulo 6), nos proporciona una critica de Popper bastante ingeniosa y nihilista, aunque variable en cuanto a su aplicación de la lógica, y que discurre sobre estas mismas líneas.

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aprendido la lección lakatosiana de que toda contrastación implica una lucha a tres bandas entre los hechos y al menos dos teorías riva­ les, podrán aceptar fácilmente la naturaleza necesariamente cargada de teoría de las observaciones empíricas. Pues sí, hay que reconocer que los hechos llevan en sí una carga teórica mayor o menor, pero dicha carga no provendrá necesaria­ mente de aquellas teorías que intentan corroborarse con su concurso. En este sentido, cabe la posibilidad de dividir los hechos en tres categorías: en primer lugar tenemos los hechos que son observaciones de acontecimientos, en los que dichas observaciones son tan nume­ rosas o evidentes por sí mismas que el hecho en cuestión es univer­ salmente aceptado como concluyente. Pero hay también muchos in­ feridos, tales como la existencia de átomos y genes, que no son datos de nuestra experiencia diaria, pero a los que se atribuye de todos modos el estatus de hechos incontrovertibles. Finalmente, tenemos otros hechos aún más hipotéticos, respecto de los cuales la evidencia deja que desear, o se ve sujeta a interpretaciones incompatibles (como, por ejemplo, la telepatía); el mundo está ciertamente lleno de «he­ chos» misteriosos, que siguen en espera de una interpretación racional (ver Mitchell, 1974). En resumen, los hechos tendrán algún tipo de independencia respecto de las teorías, aunque sólo sea porque pue­ den ser ciertos, aunque la teoría concreta en cuestión sea falsa; pueden también ser consistentes a bajo nivel con un cierto número de teorías cuyas proposiciones entran en conflicto a nivel más alto; y el proceso de escrutinio de los hechos supone siempre una comparación entre teorías más o menos falibles. Una vez que admitimos que el conoci­ miento plenamente cierto nos está negado, dejará de desasosegarnos la idea de que la forma misma en que observamos los hechos que ocurren en el mundo que nos rodea tiene un carácter teorético por naturaleza. Sin embargo, si consideramos la idea de que los hechos están car­ gados de teoría junto con la idea kuhniana de la pérdida de contenido entre teorías, paradigmas o PCI sucesivos, de forma que encontramos dificultades a la hora de realizar comparaciones entre dos sistemas teóricos rivales, si es que no nos encontramos con que aquéllos son literalmente inconmensurables, llegaremos a una situación en la que parecen cerrarse ante nosotros todas las posibilidades de elegir racio­ nalmente entre teorías científicas cuando éstas entran en conflicto. Y es esta posición de anarquismo teorético la que Feyerabend sos­ tiene con gran ingenio y elocuencia en su libro Contra el método, en el que llega a decir que sería más exacto describir su posición como la de un «dadaísmo petulante», en vez de calificarla de «anarquismo serio» (Feyerabend, 1975, págs. 21 y 189-96). La evolución intelec­

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tual de Feyerabend como filósofo de la ciencia ha sido adecuadamente calificada como «un viaje desde un Popper ultrapopperiano hasta un Kuhn ultrakuhniano» (Bhaskar, 1975, pág. 39). En Contra el Método, Feyerabend arguye, ante todo, que no existe canon alguno de metodología científica, por plausible que sea y por firmemente basado que esté en la epistemología, que no haya sido violado impunemente en algún momento de la historia de la ciencia; además, algunos de los científicos más importantes lograron el éxito precisamente porque incumplieron deliberadamente todas las reglas convencionales de comportamiento (Feyerabend, 1975, pág. 23; véase también capítulo 9). En segundo lugar, la tesis de que la ciencia crece por medio de la incorporación de las antiguas teorías como casos particulares de las nuevas y más generales es un mito: la su­ perposición de teorías rivales es en la realidad tan rara que incluso el falsacionismo sofisticado se ve privado de anclaje racional (pági­ nas 177-78). En tercer lugar, el progreso científico, sea cual sea el procedimiento que adoptemos para concebirlo o medirlo, se ha pro­ ducido en el pasado, precisamente, porque los científicos nunca se vieron constreñidos por compromiso alguno con la filosofía de la ciencia: la filosofía de la ciencia es una de esas «espúreas discipli­ nas... que no tienen ni un solo descubrimiento en su haber», y «el único principio que no tiene un efecto inhibitorio sobre el progreso es el de todo vale» (págs. 302 y 323). La ciencia, insiste Feyerabend, es «mucho más “ chapucera” e “ irracional” que su imagen metodo­ lógica»; más aún, no existe criterio de demarcación que pueda sepa­ rarla adecuadamente de la no-ciencia, de la ideología o incluso del mito (págs. 179 y 297). «Todo vale», explica Feyerabend, «no sig­ nifica que no existan principios metodológicos racionales; lo que significa es que, si hemos de tener principios metodológicos univer­ sales, tendrán que ser tan vacíos de contenido y tan indefinidos como ese de “ todo vale” ; el “ todo vale” no expresa, por tanto, una con­ vicción más personal, sino que es una forma de resumir en broma los argumentos de los racionalistas» (1978, pág. 188; también pági­ nas 127-28, 142-43 y 186-87). En resumen, Feyerabend no está en contra del método en las ciencias, sino que más bien está en contra del método en general, incluyendo su propio consejo de ignorar todo método («para ser un verdadero dadaísta hay que ser también antidadaísta»). Pero no es sólo la metodología lo que Feyerabend quiere poner en su sitio; el verdadero blanco de su escéptica elocuencia es la in­ fluencia represiva que ejerce la propia ciencia, y especialmente la pretensión mantenida por los órganos científicos establecidos de que sólo ellos conocen los métodos correctos con los que descubrir la

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verdad: el poder público y la ciencia deben mantenerse separados, de forma que los padres puedan ejercer su derecho a que sus hijos aprendan magia en vez de ciencia en las escuelas estatales, si eso es lo que desean (1975, pág. 299). El único valor último, el de más alta prioridad, es la libertad, y no la ciencia. En palabras de uno de sus críticos: «Para Feyerabend, la única libertad que merece tal nom­ bre es la de hacer lo que a uno le salga de dentro y de la forma en que le salga de dentro» (Bhakasar, 1975, pág. 42). En definitiva, el libro de Feyerabend supone una propuesta de sustitución de la filosofía de la ciencia por la filosofía de «la imaginación al poder» 31.

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¿Qué podemos hacer con un escepticismo, relativismo y volunta­ rismo tan extremos que, como los de Feyerabend, consiguen aniqui­ lar, no sólo su propio análisis y recomendaciones, sino la propia disciplina a la que se supone estar haciendo una contribución? ¿De­ bemos concluir realmente, después de siglos de sistemático filosofar sobre la ciencia, que ésta es igual que el mito y que en la ciencia todo vale, lo mismo que todo vale en los sueños? Si lo hacemos así, la astrología no será ni mejor ni peor que la física nuclear; después de todo, alguna evidencia corroboradora hay que confirma la astro­ logía genética, y que predice las elecciones vocacionales de los indi­ viduos a partir de las posiciones de ciertos planetas en el momento de su nacimiento32; las brujas podrán ser tan reales como los elec-

trones — el hecho es que la gente más educada creyó durante dos siglos en la brujería (Trevor-Ropper, 1969); habremos recibido real­ mente la visita de supermanes procedentes del espacio exterior, por­ que así nos lo asegura von Dániken, utilizando el viejo truco de la verificación sin referencia a explicaciones alternativas bien contrasta­ das; el planeta Venus habrá salido proyectado de Júpiter alrededor del año 1500 antes de Jesucristo, habría llegado casi a chocar con la Tierra, y sólo alrededor del año 800 antes de Jesucristo se habrá asentado en su presente órbita, como Emmanuel Velikovsky quisiera hacernos creer, reivindicando así la Biblia como relación más o menos fiable de las catástrofes contemporáneas33; las plantas tendrán emo­ ciones y podrán recibir mensajes de los seres humanos34; las curacio­ nes por la fe estarán a la par con la medicina moderna; y el espiritualismo cabalgará de nuevo, como respuesta al ateísmo. Si nos resistimos a aceptar tan radicales implicaciones, hemos de tener bien claro que nuestra resistencia no puede apoyarse sobre los sólidos fundamentos de la epistemología, ni puede tampoco apoyarse en la praxis como suelen decir los leninistas, es decir, en la experien­ cia práctica de grupos sociales que actúan con base a ciertas ideas; en efecto, la praxis podría justificar el anticomunismo de McCarthy y el antisemitismo de los Protocolos de Sión con la misma facilidad con que justifica la creencia en una conspiración trotskista en los juicios de Moscú, ya que en realidad tan sólo es un nombre atractivo para designar a la opinión mayoritaria 35. La única respuesta que po­ demos dar a la filosofía del todo vale es la disciplina que proporcio­ nan los ideales de la ciencia. La ciencia, con todos sus fallos, es el

31 Ninguna de las críticas hechas al libro de Feyerabend Contra el Método ha podido, sin embargo, empañar su enorme «encanto», en el mejor sentido de esta palabra; es un libro que presenta una divertida falta de respeto hacia la ciencia institucionalizada, un enamoramiento de todos los marginados, incluyendo marxistas, astrólogos y Testigos de Jehová, y que se ríe tanto de sí mismo como de los demás; en realidad, resulta difícil estar seguro de si el autor nos está o no tomando el pelo todo el tiempo. Contra el M étodo mereció una gran can­ tidad de comentarios, y en un libro reciente Feyerabend (1978) reacciona en su forma característica contestando a sus comentaristas con el doble de páginas que aquéllos emplearon en sus comentarios, acusándoles de falta de compren­ sión, malinterpretación, distorsión pura, evasión de cuestiones y, lo peor de todo, acusándoles de falta de sentido del humor. Feyerabend nos asegura que existen otros métodos, diferentes de los defendidos por los científicos, que pue­ den complementar los procesos científicos racionales, pero cuáles sean estos mé­ todos, eso no nos lo dice; su contraevidencia consiste principalmente en anéc­ dotas personales sobre satisfactorias experiencias personales con la medicina no-ortodoxa. 32 Véase West y Toonder (1973, págs. 158 y 162-74). Kuhn (1970b, pági­ nas 7-10) ha sido uno de los que han argumentado que la «astrología genética» (que predice el futuro de naciones y razas enteras) debe ser admitida, según

el criterio de demarcación de Popper, como una ciencia genuina, aunque refu­ tada. Véase también Eyseneck (1979). 33 E l argumento de Velikovsky sería más plausible si se retrotrajese a alre­ dedor de un millón de años, y constituye un espléndido ejemplo de una teoría realmente erizada de predicciones, casi todas las cuales son ad-hoc\ además, ha cosechado tanto fracasos como éxitos (Goldsm ith, 1977). 34 E sta conjetura concreta carece de una teoría que la apoye y únicamente cuenta en su favor con unos pocos y sugestivos resultados experimentales, jun­ to, por supuesto, con su profundo atractivo psicológico (véase Tompkins y Bird, 1973). 35 Como observa Polianyi (1958, pág. 183): «C asi todos los errores siste­ máticos que han confundido a los hombres durante miles de años se basaban en la experiencia práctica. Los horóscopos, las incantaciones, los oráculos, la magia y la brujería, las curaciones de los curanderos y de los que practicaban la medicina antes del advenimiento de la medicina moderna, se encontraron todos ellos firmemente establecidos durante siglos a los ojos del público, preci­ samente por su supuesto éxito práctico. E l método científico fue creado pre­ cisamente con el propósito de dilucidar la naturaleza de las cosas en condiciones de mayor control, y por criterios más rigurosos, que los presentes en las situacio­ nes que los problem as prácticos generan.»

De vuelta a los primeros principios

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único sistema ideológico autocrítico y autocorrector que el hombre ha inventado en toda su historia; a pesar de la inercia intelectual, a pesar de su conservadurismo inherente y a pesar de la tendencia a cerrar filas para mantener a raya a los heréticos, la comunidad cien­ tífica sigue siendo leal al ideal de competencia intelectual en el que no se permiten otras armas que la evidencia y la argumentación. Puede ser que a veces un científico determinado no esté a la altura de estos ideales, pero de todos modos la comunidad científica en su conjunto constituye el caso paradigmático de una sociedad abierta. En defensa del monismo metodológico Hasta el momento, al hablar de la ciencia, nos hemos referido muy poco a las ciencias sociales, y aún menos a la Economía. Sin em­ bargo, para completar las bases de nuestra discusión posterior sobre el análisis de la metodología económica, hemos de plantearnos ahora la famosa pregunta referente a las ciencias sociales: ¿existe un mé­ todo científico aplicable a todas las ciencias, sea cual sea el tema de que se ocupen, o deben las ciencias sociales emplear una lógica de investigación especial y propia? Hay muchos científicos de las cien­ cias sociales que miran hacia la filosofía de la ciencia para saber cómo pueden imitar mejor a la Física, la Química y la Biología, pero hay también algunos que están convencidos de que las ciencias sociales poseen una comprensión intuitiva de sus temas centrales de la que de alguna forma carecen los científicos de las ciencias físicas. Incluso los filósofos de la ciencia que insisten categóricamente en que todas las ciencias deben seguir la misma metodología, establecen a veces reque­ rimientos especiales para la validez de las explicaciones en ciencias sociales. Así, Popper, en La pobreza del historicismo, enuncia pri­ mero la doctrina del monismo metodológico — «todas las ciencias teoréticas o generalizadores, (deberían) hacer uso del mismo método, tanto si se trata de ciencias naturales como de ciencias sociales»— para prescribir después un principio de individualismo metodológico para las ciencias sociales: «L a tarea de las ciencias sociales consiste en construir y analizar nuestros modelos sociológicos con todo cui­ dado en términos descriptivos o nominalistas, es decir, en términos de los individuos, de sus actitudes, expectativas, relaciones, etc.» (Popper, 1957, págs. 130 y 136). Todo lo cual resultará, al menos, algo confuso para el principiante. Empecemos con la argumentación de la doctrina de la unidad de las ciencias, que es lo que aquí denominamos monismo metodo­ lógico. Nadie niega que las ciencias sociales emplean con frecuencia

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técnicas de investigación que son diferentes de las empleadas común­ mente en las ciencias naturales, como, por ejemplo, técnicas de participante-observador en Antropología, técnicas de encuesta social en la Sociología, y el análisis estadístico multivariante en Psicología, Sociología y Economía, en contraste con la técnica de experimentos controlados de laboratorio utilizada en la mayor parte de las ciencias físicas. Nótese, sin embargo, que quizás las técnicas de investigación no difieran más entre las ciencias sociales y las naturales tomadas en su conjunto que entre cada una de ellas tomadas separadamente. Pero el monismo metodológico no tiene nada que ver con las técnicas de investigación, sino más bien con «el contexto de justificación» de las teorías. La metodología de una ciencia es su rationale para aceptar o rechazar sus teorías o hipótesis. Así pues, mantener que las cien­ cias sociales deberían emplear una metodología distinta de la de las ciencias naturales equivale a defender la sorprendente proposición de que las teorías o hipótesis referentes a cuestiones sociales debe­ rían validarse por medios radicalmente diferentes de los que validan las teorías o hipótesis referentes a los fenómenos naturales. La nega­ ción categórica de ja l dualismo metodológico es lo que constituye lo que denominamos monismo metodológico. En contra de esta doctrina se alza una antigua objeción y una objeción nueva. La objeción antigua es la sostenida por algunos filó­ sofos alemanes del siglo xix, miembros de la escuela neokantiana, y gira en torno del concepto de Verstehen, o «comprensión». La obje­ ción nueva emana de algunos de los últimos trabajos filosóficos de Wittgenstein y se relaciona con el significado de las acciones huma­ nas, regidas como siempre lo están por normas sociales. Considere­ mos cada una de ellas. El término alemán Verstehen denota comprensión desde dentro por medio de la intuición y la empatia, como opuesta al conoci­ miento desde fuera, a través de la observación y el cálculo; en otras palabras, el conocimiento en primera persona que es inteligible para nosotros por ser hombres, en vez del conocimiento en tercera per­ sona que puede no tener correspondencia alguna con lo que hayamos podido asimilar en tanto que seres humanos. Es claro que los cien­ tíficos de las ciencias naturales carecen de este tipo de conocimiento de participante, de conocimiento de primera mano, porque les es im­ posible imaginar lo que es ser átomo o molécula 36. Pero los cientí­ ficos de las ciencias sociales, interesados como están en el comporta­ miento humano, pueden colocarse por simpatía en la posición de los Véase una divertida defensa de la doctrina del Verstehen por Marchlup en su «S i la materia pudiese hablar» (1978, págs. 315-32).

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agentes humanos que están analizando, pueden recurrir a la intros­ pección como fuente de conocimiento del comportamiento de dichos agentes, y de esta forma hacen uso de una ventaja inherente que poseen sobre los estudiosos de los fenómenos naturales. El Verstehen no será sólo, pues, una característica necesaria de las explicaciones proporcionadas por las ciencias sociales, con lo que se descalifican algunas ramas de la psicología como el behaviorismo de Skinner, sino que constituye también una fuente única de capacidad de compren­ sión que no existirá para el conocimiento necesariamente externo de los científicos de las ciencias físicas. La dificultad metodológica que plantea la doctrina del Verstehen es la misma que encontramos en cuanto al uso de la introspección como fuente de evidencia respecto del comportamiento humano: ¿cómo sabremos si un determinado uso del Verstehen es fiable? Si rechazamos un determinado acto de empatia, ¿cómo podra el que lo realiza validar su método? Si la validez del método empatico pu­ diese establecerse de forma independiente, aquél resultaría normal­ mente redundante. Además, podemos dudar de si la información extra obtenida por medio de la introspección y la empatia será real­ mente una ayuda para los científicos sociales, ya que el conocimiento de primera mano genera el molesto problema de cómo manejar aquella información que deliberada o inconscientemente, distorsiona la reali­ dad. En consecuencia, resulta fácil montar una defensa de la intuición y la empatia como fuente adicional de conocimiento disponible para los científicos sociales, y que pueden ser de ayuda a la hora de inven­ tar hipótesis acerca del comportamiento humano, pero no resulta tan fácil mantener la defensa de una ciencia social basada en el verstehen, dentro del «contexto de justificación» (ver Nagel, 1961, páginas 473-76 y 480-85; también Rudner, 1966, págs. 72-3; Les­ noff, 1974, págs. 99-104). Esta objeción reciente al monismo metodológico ha sido sostenida enérgicamente, e incluso de forma algo fatua, por Peter Winch, en su polémico libro The Idea of a Social Science (1958), y se relaciona con algunas de las ideas de Max Weber sobre metodología, especial­ mente con el concepto de tipos ideales que incorporan el significado que los agentes sociales atribuyen a sus propias acciones 37. El punto 37 L o s tipos ideales de W eber no son exactamente concepciones abstractas, sino elaboraciones concretas relacionadas específicamente con el proceso de pen­ samiento, con los sentimientos de los agentes humanos y con los acontecimientos resultantes de las acciones de dichos agentes (por ejemplo, el homo economicus, el capitalismo, la burocracia, etc.). E n resumen, la definición que W eber hace de sus tipos ideales incluye el Verstehen como uno de sus elementos princi­ pales. En parte las ideas de W eber fueron m alinterpretadas porque su expo-

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central de esta corriente de pensamiento considera que el significado no es una categoría abierta al análisis causal y que, en la medida en la cual las acciones humanas gobernadas por reglas sean el tema de estudio de la investigación social, la explicación en ciencias sociales deberá discurrir, no en términos de una concatenación física causa• ' S*n° Cn t^rm*nos ^e las motivaciones e intenciones de los individuos. En otras palabras, el conocimiento propio de las ciencias sociales sólo podrá adquirirse si se llega a «aprender las reglas», y para llegar a aprender las reglas habrá que conocer a su vez los fenó­ menos desde dentro, es decir, adquiriendo la experiencia que supone el actuar conforme a dichas reglas. Así pues, la reciente objeción aducida contra el monismo metodológico nos lleva, en último térmi­ no, a la antigua objeción en contra de la doctrina del Verstehen; ambas están sujetas a las mismas criticas, ya que no ofrecen método alguno de contrastación interpersonal con el que validar las propo­ siciones referentes al comportamiento gobernado por normas (Rud­ ner, 1966, págs. 81-3; Lesnoff, 1974, págs. 83-95; Ryan, 1970, capítulos 1 y 6). La cuestión del Verstehen y de la significación del comporta­ miento gobernado por normas se encuentra a la vez íntima y conrusamente ligada al principio popperiano del individualismo metodológico. Este principio afirma que las explicaciones de los fenómenos sociales, políticos o económicos podrán considerarse adecuadas tan sólo si se establecen en términos de las creencias, actitudes y decisiones de los individuos. Este principio se opone al principio de la metodo­ logía totalizadora, considerada por los proponentes de aquél como insostenible, y según la cual se postula que los «todos» sociales tie­ nen objetivos o funciones que no pueden ser reducidos a las creen­ cias, actitudes y acciones de los individuos que los forman. La fuerte insistencia de Popper en defender el individualismo metodológico no tiene explicación clara en sus propios escritos (Ackerman, 1976, pá­ gina 166), y los últimos años de la década de 1950 vieron desarro­ llarse un gran debate sobre esta cuestión, debate en el que Popper no participó directamente 38. Este debate consiguió aclarar ciertas confusiones que inevitable­ mente rodean la recomendación imperativa del individualismo meto­ dológico. La expresión «individualismo metodológico» fue inventada sición de las mismas no era clara: sus tipos ideales, ni son «tipos» ni son «ideales». Tanto Burger (1976) como Machlup (1978, capítulos 8 y 9) tratan ™ c 3 adecuada y experta la maltratada teoría de los tipos ideales de Weber. /m /n \ debate queda reproducido casi en su integridad tanto en Krimerman (1969) como en O ’N eill (1973); pero véase también Nagel (1961, págs. 535-44), Lukes (1973), Ryan (1970, capítulo 8) y Lesnoff (1974, capítulo 4).

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al parecer por Schumpeter, que, ya en 1908, fue el primero en dis­ tinguir entre individualismo metodológico e «individualismo polí­ tico»; el primero prescribe una forma de análisis económico que se inicia siempre a partir del comportamiento de los individuos, mien­ tras que el segundo expresa un programa político en el que la pre­ servación de la libertad individual es considerada como la piedra angular de toda acción gubernamental (Machlup, 1978, pág. 472). Popper no hace esta distinción de forma tan clara como Schumpeter la hizo, y, por consiguiente, su defensa del individualismo metodo­ lógico, o más bien su crítica de la metodología totalizadora, se uti­ liza a veces ilegítimamente como defensa del individualismo político (Popper, 1957, págs. 76-93); una tendencia similar a ésta resulta también detectable en la primera crítica hecha por Friedrich Hayek (1973) al «cientifismo», la servil imitación de los métodos de las ciencias físicas (Machlup, 1978, págs. 514-16) que parece haber ins­ pirado a Popper a la hora de formular el principio del individualismo metodológico 39. Igualmente, muchos de los seguidores de Popper, si no el propio Popper, deducen el individualismo metodológico de lo que se ha denominado el «individualismo ontológico», es decir, de la proposición de que los individuos crean todas las instituciones sociales y que, por consiguiente, los fenómenos colectivos son sim­ plemente abstracciones hipotéticas derivadas de las decisiones de los individuos. Pero aunque el individualismo ontológico es trivialmente cierto, no tiene necesariamente relación con la forma en que debería­ mos o no deberíamos investigar los fenómenos colectivos, es decir, no tiene por qué relacionarse con el individualismo metodológico. Una interpretación obvia de lo que el individualismo metodoló­ gico quiere decir consiste en equipararlo con la proposicion de que lodos los conceptos de la sociología son reducibles, y deberían ser reducidos, a los de la psicología. Pero Popper denuncia esta inter­ pretación como psicologismo, aunque su ataque al mismo no ha re­ sultado muy convincente, y una gran parte del debate sobre esta cuestión se ha centrado en la práctica sobre la distinción entre «he­ chos o instituciones societarios» irreducibles y «leyes societarias» posiblemente reducibles, a la luz de la cual puede interpretarse que Popper insiste sobre la conveniencia de reducir las leyes sociales a los individuos y a las relaciones existentes entre ellos. Desgraciada­ mente, Popper argumenta también en el sentido de que «la tarea fundamental de las ciencias sociales teoréticas... consiste en trazar 39 H ayek se ha retractado en gran parte de sus posiciones anteriores res­ pecto del monismo metodológico y adopta ahora una actitud que puede califi­ carse de popperiana-con-una-diferencia: véase Barry (1979, capítulo 2).

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las repercusiones involuntarias de las acciones humanas» (1972b pá­ gina 342; también págs. 124-25; y 1962, II, pág. 95; 1972a, pági­ na 160n). Pero, ¿cómo será esto posible si las leyes sociales no exis­ ten, es decir, si no existen proposiciones referentes a «todos» que sean algo más que sus partes constituyentes? Sin duda, el individua­ lismo teórico de la Economía y la Política en tiempos de Hobbes y Locke culmino de forma no-intencionada en la doctrina de los filó­ sofos escoceses del siglo xvm , pero esta no es razón para que el estudio de las consecuencias no-intencionadas de las acciones indivi­ duales se convierta ahora en el rasgo necesario y fundamental de las ciencias sociales. Si así fuese, ¿qué ocurriría con el imperativo del individualismo metodológico? En este punto, resultará útil señalar lo que el individualismo metodologico estrictamente interpretado (o para el caso la doctrina del Verstehen) implicarían para la Economía. En efecto, dicha meto­ dología excluirla todas las proposiciones macroeconómicas que no puedan ser reducidas a proposiciones microeconómicas, y puesto que pocas de ellas han sentado sus fundamentos microeconómicos, esto supondría a su vez el decir adiós a casi toda la macroeconomía reci­ bida. Algo erróneo tendrá que haber en un principio metodológico que tiene implicaciones tan devastadoras. La referencia a la Econo­ mía no resulta en absoluto ociosa, ya que el propio Popper nos ex­ plica que el individualismo metodológico debe interpretarse como la aplicación a las cuestiones sociales del «principio de racionalidad», o del «método cero» aplicado a la «lógica de una situación». Este método de análisis situacional, explica en su biografía intelectual, . . . era un intento de generalizar el método de la Teoría Económica (la teoría de la utilidad marginal) de form a que resultase aplicable a otras ciencias so­ ciales. .. este método consiste en construir un modelo de la situación social, incluyendo especialmente la situación institucional en el cual el agente actúa, de form a que quede explicada la racionalidad (el carácter cero) de su acción. Tales modelos son, por tanto, hipótesis contrastables de las ciencias sociales (Popper, 1976, págs. 117-18; también 1957, págs. 140-41; y 1972a, págs. 178-79 y 188).

Recomendaremos, en cualquier caso, el individualismo metodo­ lógico como postulado heurístico, ya que, en principio, resulta alta­ mente deseable el definir todos los conceptos totalizadores, factores macroscópicos, variables agregadas, o como quiera que las llamemos, en términos del comportamiento individual, siempre que esto sea posible. Pero cuando no sea posible, no enmudezcamos basándonos en que no podemos desafiar el principio del individualismo metodo­ lógico. En palabras de uno de los participantes en este debate:

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L o más que podemos pedir a un científico s o c ia l. . . es que mantenga el principio del individualismo metodológico firmemente asentado en su mente, como un ideal al que es bueno aproximarse todo lo posible. E sto nos garanti­ zaría al menos que ya nunca perderá el tiempo con conceptos tales como «mente de grupo» y «fuerzas im personales», económicas o de otra naturaleza; que nunca más ocurrirá que las propiedades no-observables de los fenómenos sean atribui­ das a entes colectivos igualmente no-observables; y que, al mismo tiempo, el científico social no se quedará con la boca abierta por razones metodológicas ante cuestiones sobre las que, con mayor o menor precisión, se pueden decir muchas cosas (Brodbeck, 1973, pág. 293).

Habiendo, pues, reafirmado el monismo metodológico, incluso en contra de la aparente disolución del tema por parte de Popper, queda claro, sin embargo, que no pretendemos negar la relativa inmadurez de todas las ciencias sociales, incluida la Economía, en relación con al menos algunas de las ciencias físicas. Incluso admitiendo que la distinción entre ciencias físicas «fuertes» y ciencias sociales «débiles» es tan sólo una cuestión de grado, hay que reconocer que tales dife­ rencias de grado pueden ser de considerable importancia. Ninguna ciencia social puede envanecerse de haber creado nada parecido a las leyes universales de la Química moderna, o a las constantes numé­ ricas de la Física de partículas, o a la fiabilidad de predicciones de la mecánica newtoniana. La comparación entre ciencias físicas y socia­ les resulta algo más favorable para aquéllas cuando las comparamos con la Biología, la Geología, la Fisiología o la Meteorología, pero incluso en estos casos sigue existiendo una gran distancia entre nues­ tros conocimientos del comportamiento humano y nuestros conoci­ mientos sobre los fenómenos naturales40. Puede ser que, en prin­ cipio, no encontremos grandes diferencias entre los métodos de las ciencias físicas y los de las ciencias sociales, pero en la práctica las di­ ferencias entre ellos pueden ser casi tan drásticas como las existentes entre los métodos de las ciencias sociales y los principios de la crítica literaria, por poner un ejemplo.

40 Véase Machlup (1978, págs. 345-67), que contiene un juicioso intento de abordar la importante pregunta de: ¿Son inferiores las ciencias sociales? Su respuesta es: sí, pero no tanto como parece pensar la mayoría de la gente.

Parte II HISTORIA DE LA METODOLOGIA ECONOMICA

Capítulo 3 LOS VERIFICACIONISTAS: UNA HISTORIA DEL SIGLO XIX EN GRAN PARTE

La prehistoria de la metodología económica Una diferencia sutil, aunque significativa, separa los escritos sobre metodología de los economistas del siglo xix de los del siglo xx, o más bien de los escritos aparecidos en los últimos cuarenta años. Los grandes economistas-metodólogos del siglo xix centraron su aten­ ción sobre las premisas de las teorías económicas, y advirtieron in­ sistentemente a sus lectores que la verificación de las predicciones económicas era, en el mejor de los casos, tarea harto azarosa. Se con­ sideraba que las premisas habían de derivarse de la introspección o de la observación casual de lo que hacen nuestros semejantes, y que, en este sentido, aquéllas podían considerarse como verdades a priori, conocidas, por así decirlo, previamente a la experiencia; un proceso puramente deductivo llevaba de las premisas a las implica­ ciones, pero dichas implicaciones serían ciertas a posteriori tan sólo en ausencia de causas perturbadoras. Por consiguiente, el objetivo de la verificación de las implicaciones consistía en determinar el campo de aplicación de las teorías económicas, y no en evaluar su validez. Estos autores del siglo xix desplegaron un ingenio sin límites a la hora de proporcionar razones que les permitiesen ignorar lo que parecían ser claras refutaciones de las teorías, pero nunca llegaron a establecer las bases, empíricas o de otro tipo, sobre las que hubiese sido posible rechazar una determinada teoría económica. En resumen, los grandes metodólogos británicos del siglo xix eran verificacionis75

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tas, y no falsacionistas, y predicaban una metodología defensiva des­ tinada a proteger a la joven ciencia frente a cualquier ataque. Si tomamos la publicación de La riqueza de las naciones en 1776 como la fecha de «nacimiento» de la Economía como disciplina inde­ pendiente, la naciente ciencia de la Economía Política tenía unos cincuenta años cuando Nassau Sénior publicó su Introductory Lecture on Political Economy (Conferencia introductoria a la Economía Po­ lítica) en 1827; se trata de la primera discusión explícita de este autor sobre los problemas de la metodología económica, discusión que elaboró y amplió una década después en su Outline of the Science of Political Economy (La ciencia de la Economía Política en líneas generales) (1836). El año de 1836 vio también la publicación del famoso ensayo de John Stuart Mili On the Definition of Political Economy and on the Method of Investigation Proper to It (Sobre la definición de Economía Política y el método de investigación adecuado a la misma) (1836), con el que dejó bien sentada su reputación como destacado comentarista de temas económicos, una reputación que se vio considerablemente reforzada con la publicación de un trabajo importante en el campo de la filosofía de la ciencia, como es su System of Logic (1844), seguido del magistral Principies of Political Economy (Principios de Economía Política) (1848). Los siguientes hitos im­ portantes son la obra Character and Logical Method of Political Economy (Carácter y método lógico de la Economía Política) de John Elliot Cairnes (1875) y el indiscutiblemente autorizado resumen de toda la metodología de la era clásica que John Neville Keynes nos proporciona en su The Scope and Method of Political Economy (Contenido y método de la Economía Política) (1890), un libro apa­ recido en el mismo año de la primera publicación de los Principies of Economics (Principios de Economía) de Alfred Marshall, y con el que comparte un enfoque metodológico conciliatorio. No queremos decir con esto que Adam Smith, David Ricardo y Thomas Malthus careciesen de principios metodológicos, sino sim­ plemente que no vieron la necesidad de expresarlos explícitamente, considerándolos quizás tan obvios que no necesitaban defensa alguna. Adam Smith resulta ser un caso especialmente sorprendente, ya que, de hecho, empleó formas de razonamiento radicalmente diferentes en las distintas partes de su obra. Los libros I y II de La riqueza de las naciones utilizan con profusión el método de estática compa­ rativa, asociado posteriormente con la obra de Ricardo, mientras que los libros III, IV y V de La riqueza de las naciones, así como la mayor parte de su Teoría de los sentimientos morales, constituyen ejemplos de utilización de la metodología característica de la llamada Escuela Histórica Escocesa.

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^ _No resulta fácil caracterizar esta metodología de la Escuela His­ tórica Escocesa, porque ni Adam Smith ni ninguno de los demás miembros de la Escuela emplearon nunca muchas palabras para defi­ nirla. En cualquier caso, tal método parece consistir, por un lado, en una firme creencia en las etapas históricas, basada en la relación entre «modos» o tipos definidos de producción económica y ciertos prin­ cipios de la naturaleza humana, y por otro lado, sobre un profundo compromiso con la simplicidad y la elegancia como criterios absolu­ tamente prioritarios de una adecuada explicación, tanto en el campo de las ciencias físicas como en el de las ciencias sociales (ver Skinner, 1865; Macfie, 1967, capítulo 2; y Smith, 1970, págs. 15-43). Adam Smith hizo en realidad una importante contribución a la filosofía de la ciencia en este campo con su trabajo, de enorme erudición, The Principies which Lead and Direct Philosophical Enquiries, Illustrated by the History of Astronomy (Principios que dirigen y encauzan la investigación filosófica: el caso de la Historia de la Astronomía), es­ crito alrededor de 1750, pero que sólo llegó a publicarse después de su muerte, en 1799 *. Escribiendo tan sólo sesenta años después de la aparición de los Principios de Newton, Smith describe el método newtoniano como aquel según el cual se establecen «ciertos princi­ pios, primarios o demostrados, en un primer momento, a partir de los cuales se explican diversos fenómenos, relacionándolos todos en una misma cadena». Dado el papel de piedra angular que juegan los sentimientos de simpatía por otros seres humanos en La teoría de los sentimientos morales, y el comportamiento que persigue ante todo el propio interés en La riqueza de las naciones, ambos libros pueden considerarse como intentos deliberados por parte de Smith de aplicar el método newtoniano, primero a la Etica y después a la Economía (Skinner, 1974, págs. 180-81). Es curioso que Smith atribuya en su ensayo sobre la Astronomía el origen de la ciencia no a la curiosidad ociosa de los hombres o a su deseo de dominar la naturaleza, sino al simple deseo de maximizar «lo maravilloso, lo sorprendente, lo admirable». Incluso su patrón para juzgar las ideas científicas era más o menudo de tipo estético que de tipo cognoscitivo, y subrayaba la ventaja que supone el ser capaces de explicar diversos fenómenos por el único y familiar principio de la gravedad casi tanto, si no más, que las ventajas que puedan proporcionar nuestra capacidad de hacer predicciones fiables. Existe una gran dosis de convencionalismo en las explicaciones que Smith elabora para la revolución copernicana 1 E l trabajo de Smith sobre Astronom ía se encuentra ahora disponible como volumen I I I de la Edición de Glasgow de: W orks and Correspondence of Adam Smith (O bra y Correspondencia de Adam Smith) (1980).

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y para la newtoniana, inspirado probablemente en el igualmente inci­ piente convencionalismo de Hume; es decir, Smith rehúsa describir la mecánica newtoniana como «la verdad», contrastando radicalmente con la actitud general de su época (Thompson, 1965, págs. 223-33; Lindgren, 1969, pág. 901; Hollander, 1977, págs. 134-37 y 151-52; y Skinner, 1974). Sin embargo, no tiene mucho sentido el preocu­ parse ahora de lo que Smith quería realmente decir con su concep­ ción de las teorías científicas como «máquinas imaginarias», porque su ensayo pasó totalmente desapercibido entre los economistas clásicos ingleses que le sucedieron y, en realidad, parece no haber ejercido influencia alguna sobre la filosofía de la ciencia del siglo xxx. En Ricardo, lo histórico, lo institucional y lo fáctico, que habían figurado de forma tan prominente en los escritos de Adam Smith, quedaron como telón de fondo, e incluso su filosofía social es discernible tan sólo en forma de alusiones (Hutchinson, 1978, págs. 7-10, y capítulo 2). Aunque sus ideas metodológicas hay que leerlas entre líneas, Ricardo era un claro defensor de lo que hoy denominamos «el modelo de explicación hipotético-deductivo», según el cual se niega categóricamente que los hechos puedan nunca hablar por sí mismos. No resulta fácil saber si Ricardo consideraba las predicciones de su sistema — el coste creciente del cultivo de alimentos, la pre­ sión de la población sobre la oferta de los mismos, la creciente parti­ cipación de los terratenientes en la distribución de la renta, y la desaparición gradual de las oportunidades de inversión— como ten­ dencias puramente condicionales o como previsiones históricas incon­ dicionales, ya que la piedra angular de su forma de escribir es la minimización de la distinción entre las conclusiones abstractas y las aplicaciones concretas. En realidad, Schumpeter (1954, págs. 472-73) ha denominado esta predisposición de Ricardo a aplicar modelos de un alto grado de abstracción directamente a la complejidad del mundo real «el vicio ricardiano». Por un lado, Ricardo le dijo a Malthus que su objetivo consistía en dilucidar principios y que, por tanto, «imaginaba casos extremos... capaces de mostrar el funcionamiento operativo de dichos principios»; por otro lado, estaba siempre diciéndole al Parlamento que algunas de las conclusiones de la Economía eran «tan ciertas como el principio de gravitación» 2. En cualquier caso, no hay duda de que el mensaje que sus seguidores asimilaron a partir de sus escritos fue el de que la Economía es una ciencia, no a causa de su método de investigación, sino a causa de la certeza de sus resultados. 2 Como recopilación de comentarios ocasionales de Ricardo sobre metodo­ logía, véase de Marchi (1970, págs. 258-59) y Sowell (1974, págs. 118-20).

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Malthus abrigaba serias dudas acerca de la metodología de Ricar­ do, especialmente en lo que se refiere a la costumbre de éste de diri­ gir la atención exclusivamente hacia las implicaciones de equilibrio a largo plazo de las fuerzas económicas, y sospechaba, aunque nunca fue capaz de expresar de forma clara esta sospecha, que había en Smith un método inductivo que era diametralmente opuesto al enfo­ que deductivo de Ricardo. En la práctica, sin embargo, el estilo de razonamiento de Malthus era idéntico al de Ricardo, y sus amplias diferencias en cuanto a la cuestión del valor y a la posibilidad de que se produjesen situaciones de «superproducción generalizada» no supo­ nían diferencias metodológicas sustanciales entre ellos. El ensayo de Mili Ricardo murió en 1823, y la década siguiente fue testigo de un vigoroso debate sobre la validez del sistema ricardiano, acompañada de un intento por parte de sus principales discípulos, James Mili y John Ramsay McCulloch, tendente a la identificación- del ricardianismo con la Ciencia Económica. Con frecuencia los períodos de con­ troversia intelectual engendran clarificaciones metodológicas, y esto fue lo que ocurrió durante esta fase crítica de la Economía Política clásica inglesa. Tanto Sénior como John Stuart Mili vieron ahora la necesidad de formular los principios que gobernaban los métodos de investigación de los dedicados a la Economía Política. Debemos a Sénior la primera formulación de la hoy familiar dis­ tinción entre una ciencia pura y estrictamente positiva y el arte im­ puro e inherentemente normativo de la Economía (una cuestión cuyo examen dejaremos para el capítulo 5), así como la primera formula­ ción explícita de la idea de que una Economía científica se basa esencialmente sobre «unas pocas proposiciones muy generales, pro­ venientes de la observación, o de la introspección, y que cualquier hombre, tan pronto las oye, las admite como parte de su propio pensamiento», de los cuales se deducen una serie de conclusiones que serán ciertas tan sólo en ausencia de «causas perturbadoras concre­ tas» (citado por Bowley, 1949, pág. 43). Sénior llegó hasta a reducir estas «pocas proposiciones muy generales» a cuatro, a saber: 1) que cada persona desea maximizar su riqueza con el menor sacrificio po­ sible; 2) que la población tiende a crecer con mayor rapidez que los medios de subsistencia; 3) que el trabajo, mediante la utilización de máquinas, es capaz de generar un producto neto positivo; y 4) que la agricultura está sujeta a rendimientos decrecientes (ver Bowley, 1949, págs. 46-8). Aquí, al igual que en el resto de sus escritos,

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Sénior se muestra como uno de los escritores más originales entre los economistas clásicos. De todos modos, la discusión que Mili hace de estas mismas cuestiones es a la vez más cuidadosa y más penetrante que la de Sénior y además presta mucha más atención que Sénior al problema de la verificación de las conclusiones de la teoría pura. El ensayo de Mili On the Definition of Political Economy (Sobre la definición de la Economía Política), de 1836, parte de la distin­ ción de Sénior entre la ciencia y el arte de la Economía Política, que es la distinción entre una colección de verdades materiales y un cuerpo de reglas normativas, para seguir luego caracterizando el objeto de la Economía, de nuevo al igual que Sénior, como una «ciencia men­ tal», fundamentalmente referida a las motivaciones humanas y formas de conducta de la vida económica (Mili, 1967, págs. 312 y 317-18). Esto nos lleva directamente al famoso pasaje en el que nació el denos­ tado concepto del homo economicus. Aunque es algo largo, vale la pena citar este pasaje casi completo, y vale la pena leerlo y releerlo: L o que hoy entendemos comúnmente por el término «Econom ía Política» . . . hace abstracción de todas las pasiones o motivaciones humanas, excepto aquellas que pueden considerarse como principios antagonistas perpetuos del deseo de riquezas, es decir, la aversión al trabajo y el deseo de goce presente de costosos placeres. E stos principios entran hasta cierto punto en sus cálculos porque no solamente entran ocasionalmente en conflicto, al igual que otros deseos, con la búsqueda de riquezas, sino que la acompañan como una especie de rémora, o impedimento, encontrándose por tanto inseparablemente unidos a aquélla. L a Economía Política considera a la H um anidad como ocupada sola­ mente en la adquisición y consumo de riquezas; y su objetivo consiste en mos­ trar cuál es la línea de acción que se vería la Hum anidad impelida a adoptar, viviendo en sociedad, si tal motivo, excepto en la m edida en la cual quede contrarrestado por las dos motivaciones antes citadas y que son sus oponentes, fuese la única consideración que influyese en sus acciones . . . L a ciencia . . . pro­ cede . . . bajo el supuesto de que el hombre es un ser destinado, por naturaleza, a preferir en todos los casos más riqueza a menos riqueza, sin otra excepción que la que constituyen las dos contramotivaciones ya mencionadas. Y no es que economista alguno haya sido nunca tan absurdo como para suponer que la Hu­ manidad está realmente constituida por tales seres, sino porque ésta es la forma en que la ciencia ha de proceder necesariamente. Cuando un efecto procede de una concurrencia de causas, aquellas causas deben estudiarse una por una, y sus lryes deben investigarse separadamente, si es que deseamos obtener, a través de las causas, el poder de predecir o controlar sus efectos . . . N o existe, quizás, acción alguna en la vida del hombre en la que éste no se encuentre bajo la influencia, directa o remota, de algún im pulso distinto al del deseo de riquezas. I,a Economía Política no pretende que sus conclusiones sean aplicables a estos aspectos de la conducta humana en los que el deseo de riquezas no constituye la motivación principal. Pero existen ciertamente algunos aspectos de los asun­ to» humanos en los que la adquisición de riquezas es el objetivo principal y

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explícito. Y es tan sólo de estos aspectos de los que se ocupa la Economía Política. L a form a en que ésta necesariamente procede consiste en tratar este objetivo principal y explícito como si fuese el único; lo cual constituye la hipó­ tesis más cercana a la verdad de todas las posibles, y que serán igualmente simplificadoras. E l economista se pregunta cuáles son las acciones que tal deseo generaría si, dentro de las áreas en cuestión, no fuese impedido por ninguna otra motivación. D e esta form a se obtiene una aproximación más cercana al orden real de los asuntos humanos en dichas áreas de la que de otro modo sería posible. E sta aproximación debe, por tanto, corregirse de forma que tenga en cuenta los efectos de cualesquiera impulsos de otro tipo, cuya interferencia con los resultados obtenidos pueda demostrarse en cada caso particular. Sola­ mente en unos pocos de los casos más conspicuos (tal como el importante papel que juega el principio de crecimiento de la población) se interpolarán estas correcciones en la exposición de la Economía Política; habiéndonos alejado, pues, en cierta medida en estos casos de los estrictos procedimientos puramente científicos, en beneficio de la utilidad práctica. E n la medida en la cual se sabe, o se supone, que la conducta de la Hum anidad en la búsqueda del incremento de sus riquezas se encuentra bajo la influencia colateral de cualesquiera propie­ dades de nuestra naturaleza distintas de la del deseo de obtener la mayor can­ tidad posible de riquezas con el menor esfuerzo y autonegación posibles, las conclusiones de la Economía Política dejarán de ser aplicables a la explicación o predicción de los acontecimientos reales, hasta que sean modificadas de forma que puedan tener en cuenta el grado de influencia ejercido por esas otras causas [páginas 321-23].

La definición que Mili nos proporciona del homo economicus presenta rasgos que vale la pena destacar. Mili no nos dice que de­ beríamos tomar al hombre en su integridad, fijando nuestras preten­ siones en la correcta predicción de cómo se comportará de hecho en sus actuaciones económicas. Esta es la teoría del «hombre real» que Sénior mantuvo durante toda su vida a pesar del ensayo de Mili (ver Bowley, 1949, págs. 47-8 y 61-2) y que es también el punto de vista adoptado posteriormente por Alfred Marshall y nos atrevería­ mos a decir que el adoptado por todos los economistas contemporá­ neos (ver Wbitaker, 1975, págs. 1043 y 1045n; Machlup, 1978, capítulo 1 1 )3. Lo que Mili nos dice es que hemos de abstraer ciertas motivaciones económicas, a saber, la de la maximización de la riqueza sujeta a las restricciones que suponen la renta de subsistencia y el 3 Vale la pena recordar que en la obra de Adam Smith no encontramos nada que se parezca al homo economicus construido por Mili. En Smith, los hombres ciertamente actúan según lo que para ellos constituye su propio inte­ rés, pero este interés nunca se concibe como dirigido únicamente a fines pecu­ niarios, y con frecuencia aquél es concebido como una cuestión de honor, de ambición, de estima social o de pasión de dominio, en vez de sólo como un deseo de riquezas (véase Hollander, 1977, págs. 139-43; Winch, 1978, pági­ nas 167-68).

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deseo de ocio, al tiempo que hemos de tener en cuenta la presencia de motivaciones no-económicas (tales como las costumbres y hábitos) incluso en aquellas esferas de la vida que entran dentro del campo normal de la Economía. En definitiva, Mili opera con una teoría del «hombre ficticio». Además, subraya también el hecho de que la es­ fera económica es tan sólo una parte del área total de la conducta humana. En este sentido, la Economía Política trabaja sobre dos abs­ tracciones: una, la conducta realmente motivada por la renta mone­ taria, y otra, la conducta que supone «impulsos de otro tipo». Nótese también que la teoría malthusiana de la población es ad­ mitida como uno de esos «impulsos de otro tipo». Con frecuencia se olvida que la presión de la población sobre los medios de subsis­ tencia se basa fundamentalmente, en Malthus, sobre lo que él llamaba «la pasión irracional» que lleva al hombre a tratar de reproducirse, lo cual difícilmente se compagina con la idea clásica del hombre como agente dedicado al cálculo económico. Como es bien sabido, Malthus no admitió otras limitaciones a la presión de la población que las positivas de la «miseria y el vicio» y la preventiva de la «restricción moral», que suponía posponer los matrimonios junto con la prác­ tica de una estricta continencia antes del matrimonio, y que Malthus nunca llegó a considerar limitación voluntaria alguna al tamaño de las familias después del matrimonio. En ediciones posteriores de su Ensayo sobre la población, Malthus concedía que la restricción moral se había convertido, de hecho, en una limitación automática en la Gran Bretaña de su época, estimulada a su vez por el propio creci­ miento de la población; en otras palabras, contrapuso «la pasión na­ tural por la procreación» a la igualmente natural tendencia smithiana que lleva a cada individuo a «preocuparse por la mejora de sus con­ diciones de vida» (ver Blaug, 1978, págs. 74-5). Así pues, puede considerarse que el gran problema malthusiano revierte en la cues­ tión empírica de hasta qué punto los matrimonios realizan de hecho cálculos económicos correctos respecto del número de hijos que debe­ rían traer al mundo. Es clarc, por tanto, que el concepto de homo economicus viene íntimamente asociado con la cuestión de la validez de la doctrina malthusiana, punto básico de la versión ricardiana de la Economía clásica. Hay que subrayar también que ni Mili ni Sénior relacionaron la discusión en torno al homo economicus con el papel de los motivos no-pecuniarios en la elección de ocupación por parte de los trabajado­ res, relación que Adam Smith señaló en el importante capítulo 10 del libro I de La riqueza de las naciones, como elemento decisivo en la determinación de los salarios (véase Blaug, 1978, págs. 48-50). Cuan­ do tenemos en cuenta que estos motivos no-pecuniarios suponen mu­

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chas más cosas que «la aversión al trabajo y el deseo de goce presente de costosos placeres», ya que de hecho incluyen el deseo de maximi­ zar todo tipo de riqueza física incluso a costa de la renta monetaria, y minimizar la varianza de la renta incierta, y no sólo su valor medio, resulta claro que el problema de especificar las motivaciones que im­ pulsan al homo economicus es tarea algo más difícil que la planteada por Mili. En lenguaje de nuestros días, ni siquiera hoy resulta fácil decidir qué argumentos deberían entrar en las funciones de utilidad que los agentes económicos tratan de maximizar, y cuáles son lícitos dejar fuera. Las páginas dedicadas al homo economicus en el ensayo de Mili vienen seguidas inmediatamente de la caracterización de la Economía Política como «una ciencia esencialmente abstracta» que emplea «el método a-priori» (1976, pág. 325). El método a-priori se contrasta con «el método a posteriori», y Mili admite que el primero de estos términos resulta poco afortunado, ya que se utiliza a veces para de­ signar una forma de filosofar que no está fundada en absoluto en la experiencia: «por método a priori entendemos aquel que requiere, como base de sus conclusiones, no solamente la experiencia, sino una experiencia específica. Por método a priori entendemos (lo que normalmente se ha entendido) el razonamiento a partir de una hipó­ tesis» (págs. 324-25). Por tanto, la hipótesis del homo economicus está basada sobre un tipo de experiencia, a saber, la introspección y la observación de nuestro prójimo, pero no se deriva de observa­ ciones específicas de hechos concretos. Puesto que la hipótesis es un supuesto, puede «carecer de fundamentación alguna en cuanto a los hechos», y en este sentido puede decirse que «las conclusiones de la Economía Política, al igual que las de la Geometría, sólo serán ciertas, por tanto, en abstracto como suele decirse, es decir, sólo serán ciertas bajo determinados supuestos» (págs. 325-26). Así pues, Mili denomina ciencia de la Economía Política a un cuerpo de análisis deductivo basado sobre premisas psicológicas su­ puestas, y que abstrae, incluso respecto de dichas premisas, todos los aspectos no-económicos de la conducta humana: Cuando los principios de la Economía Política han de ser aplicados a un caso particular, será necesario tener en cuenta todas las circunstancias concretas pertinentes a dicho caso; no sólo examinando las circunstancias del caso general al que el caso particular en cuestión corresponde, sino también aquellas cir­ cunstancias que puedan darse en este caso concreto y que, por no ser comunes con las de una clase más amplia y conocida de casos, no han sido estudiadas o reconocidas por la ciencia. E stas circunstancias pueden denominarse causas perturbadoras.

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E sta es la única incertidumbre con que se enfrenta la Economía Política; y no sólo ella, sino también las ciencias morales en general. Cuando las causas perturbadoras son conocidas, los arreglos necesarios para tenerlas en cuenta no van en m odo alguno en contra de la precisión científica, ni constituyen desviaciones respecto del método a priori. L as causas perturba­ doras no deben ser desconsideradamente tratadas como meras conjeturas. Al igual que las fricciones en el campo de la mecánica, a las que han sido compa­ radas con frecuencia, fueron quizás consideradas en un principio como meras consecuencias poco conocidas, cuya presencia habría de adivinarse con ayuda de los principios generales de la ciencia; pero, con el tiempo, muchas de ellas son introducidas dentro del dominio de la propia ciencia abstracta, y se admite que sus efectos pueden estimarse por procedimientos fiables como los que se utilizan para estimar las variables que dichas causas perturbadoras vienen a modificar. Porque estas causas tienen sus leyes, al igual que las variables que vienen a modificar tienen las suyas; y a partir de las leyes de las causas pertur­ badoras, es posible predecir a priori su naturaleza y dimensiones, por medio de procesos semejantes a los empleados para estudiar las leyes más generales que se dice aquéllas vienen a modificar o perturbar, pero con las cuales, hablando con propiedad, habría que decir que son concurrentes. E stos efectos de las causas especiales deben, pues, añadirse o restarse al efecto general de las leyes generales [pág. 330],

Y es por esta causa, la influencia de causas perturbadoras, por lo que «el economista que no haya estudiado ciencia, sino sólo Eco­ nomía Política, fracasará en su intento de aplicar su ciencia a la práctica» (pág. 331). Debido a la imposibilidad de realizar experimentos controlados en los temas que implican acciones humanas, el método mixto inductivo-deductivo a priori es «la única forma legítima de investigación filosófica en el campo de las ciencias morales» (pág. 327). Y el mé­ todo específicamente inductivo a posteriori entra en escena «no como medio de descubrir la verdad, sino de verificarla». Nunca será, por tanto, excesivo el cuidado que pongamos en la verificación de nuestras teorías, proceso por el cual compararemos, con referencia a los casos concretos a los que tenemos acceso, los resultados que la teoría nos lleva a esperar y predecir, con la recolección más fiable posible de los hechos que real­ mente han ocurrido. L as discrepancias que podam os encontrar entre nuestras anticipaciones y los hechos efectivamente sucedidos es a menudo lo que dirige nuestra atención hacia causas perturbadoras de importancia que hasta el mo­ mento no habíamos tenido en cuenta. En realidad, con frecuencia nos descubren también errores de pensamiento, aún más serios que la omisión de las que pue­ den denominarse causas perturbadoras; con frecuencia nos revelan que la base misma de nuestra argumentación es insuficiente; que los datos a partir de los cuales hemos construido nuestro razonamiento incluyen tan sólo una parte, y no siempre la más importante, de las circunstancias que realmente determinan el resultado en cuestión [pág. 3 3 2 ],

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Aunque lo anterior constituye en muchos aspectos una impecable exposición del verificacionismo, Mili no llega a igualar el fracaso en la verificación de una predicción con la refutación de la teoría que la generó; para él, «una discrepancia entre nuestras anticipaciones y los hechos reales» mostrará, no que la proposición original es errónea y debe por tanto ser descartada, sino tan sólo que aquella proposi­ ción es «insuficiente». Los pasajes que tratan de la necesidad de verificar nuestras teo­ rías terminan con una soberbia formulación de las leyes de tendencia-, t

Sin duda, el hombre afirma con frecuencia, respecto de toda una clase de fenómenos, cosas que sólo son ciertas para una parte de los mismos; pero el error en estos casos consiste generalmente no en que la proposición ha sido enunciada de forma demasiado amplia, sino en que el tipo de proposición enun­ ciada no es correcto; se predice un cierto resultado, cuando debería haberse predicho solamente una cierta tendencia a dicho resultado: una fuerza que actúa con una cierta intensidad en dicha dirección. En relación con las excep­ ciones hay que decir que, en cualquier ciencia tolerablemente avanzada, no deben existir excepciones. L o que se supone una excepción a un determinado principio es siempre otro principio distinto que interfiere con el primero: otra fuerza que actúa en contra de la primera fuerza y que la desvía de su camino. No existen las leyes y las excepciones a las leyes — las leyes que actúan en el 99 por 100 de los casos, y las excepciones que lo hacen en el 1 por 100— , sino que existen dos leyes, cada una de las cuales actuando posiblemente en el 100 por 100 de los casos, y que generan un efecto conjunto al operar simul­ táneamente. Cuando existe una fuerza que, por ser menos importante de las dos, denominamos fuerza perturbadora, y que prevalece en un caso determinado sobre la otra fuerza, de form a que dicho caso constituye lo que comúnmente denominamos una excepción, esa misma fuerza perturbadora actuará probable­ mente como causa modificadora en muchos otros casos a los que nadie califi­ caría de excepciones [pág. 333].

Las leyes de tendencia Hemos encontrado ya leyes de tendencia en Ricardo y en Malthus, y bueno será que nos detengamos por un momento a considerar su justificación en un trabajo científico. La referencia de los economistas clásicos a causas perturbadoras de las que se decía eran capaces de contradecir las conclusiones de las teorías económicas tiene su eco en la apelación de los economistas actuales a las cláusulas ceteris paribus, que van invariablemente unidas a las proposiciones económi­ cas generales, o formulaciones de las «leyes» económicas 4. Existe, tanto entre el hombre de la calle como entre los estudiosos de la 4 Para una historia del uso hecho por los economistas de la frase ceteris paribus, véase Rivett (1970, págs. 144-48).

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ciencia, la extendida impresión de que las cláusulas ceteris paribus abundan en las ciencias sociales, mientras que raramente las encon­ tramos en la Física, la Química y la Biología. Nada más lejos de la realidad. Una teoría científica que pudiese prescindir enteramente de las cláusulas ceteris paribus habría logrado, en efecto, ser perfecta­ mente cerrada: ninguna variable de efectos importantes sobre el fe­ nómeno en cuestión habría sido omitida de la teoría, y las variables incluidas en la misma mantendrían en efecto una cierta relación entre ellas y ninguna con variables exógenas a la misma. Quizás solamente la mecánica de los cielos y la termodinámica no-atómica han llegado a aproximarse a una integridad tan perfecta (Brodbeck, 1973, pági­ nas 296-98). Pero incluso en el campo de la Física, las teorías tan cerradas y completas son una excepción, y fuera de la Física existen pocos ejemplos dentro de las ciencias naturales en los que el cetera relevante, en vez de quedar sometido a una condición de constancia, se encuentre, de hecho, formando parte de la teoría5. Normalmente la cláusula ceteris paribus aparece en las ciencias naturales con tanta frecuencia como en las ciencias sociales, a la hora de contrastar una relación causal; generalmente estas cláusulas toman la forma de afir­ maciones en el sentido de que se ignoran los efectos de todas las demás condiciones iniciales y relaciones causales relevantes que pue­ dan existir, aparte de las que van a ser contrastadas. En resumen, las ciencias naturales hablan de hipótesis auxiliares que aparecen en cada contrastación de una ley científica — recordemos la tesis de irrefutabilidad de Durhem— , mientras que las ciencias sociales hablan de leyes o hipótesis que se mantienen si se cumple la condición cete­ ris paribus. Pero el objetivo perseguido es el mismo en ambos casos, es decir, excluir del análisis todas las variables a excepción de aque­ llas que están específicamente incluidas en la teoría. Puede argüirse, por tanto, que casi todas las proposiciones teo­ réticas son leyes de tendencia, tanto en las ciencias naturales como en las ciencias físicas. Pero es cierto que existe una gran diferencia entre la mayoría de las proposiciones tendenciales de la Física y la Química, y virtualmente todas las proposiciones que se hacen en Economía y Sociología. Por ejemplo, la ley cuantitativa de caída de los cuerpos de Galileo lleva en sí ciertamente una cláusula ceteris paribus implícita, porque todos los casos de caída libre suponen la existencia de resistencias del aire en cuyo seno se produce la caída del cuerpo. Galileo empleó de hecho el concepto ideal de «vacío perfecto» para librarse del efecto de lo que él llamó «accidentes», 5 «Puede fácilmente aducirse», observa Lakatos (1978, I, pág. 18), «que las cláusulas ceteris paribus son más la regla que la excepción en la ciencia» (véase también Nagel, 1961, págs. 560-61).

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pero proporcionó estimaciones de la magnitud de la distorsión que puede resultar de los factores que, como la fricción, eran ignorados por la ley. Como acabamos de ver, Mili era perfectamente consciente de estas características de las cláusulas ceteris paribus en la mecánica clásica: «Al igual que la fricción dentro de la mecánica... las causas perturbadoras tienen sus leyes, como las causas perturbadas por ellas tienen las suyas» (Mili, 1976, pág. 330). En las ciencias sociales, sin embargo, y en la Economía en particular, es muy corriente encon­ trarse con afirmaciones tendenciales que carecen de cláusula ceteris paribus específica — una especie de cajón de sastre donde se mete todo lo que desconocemos— , o si existe tal especificación, ésta está expresada tan sólo en términos cualitativos, y no cuantitativos. Así, se dice que la «ley» marxista de la tendencia a la disminución de la tasa de beneficios está sujeta a ciertas «causas contrarrestadoras» y, aunque dichas causas se nombran, se mantiene que son estimuladas por la propia caía de la tasa de beneficios a la que se supone vienen a contrarrestar (Blaug, 1978, págs. 294-96). Lo que tenemos es, pues, una tasa de variación negativa, que aparece a la luz de la ley básica, y varias tasas de variación positiva que contrarrestan los efectos de aquélla; es claro que el resultado conjunto de todas estas fuerzas puede ser tanto positivo como negativo 6. En resumen, a menos que encontremos la forma de restringir de algún modo la significación de la cláusula ceteris paribus, y que pongamos límites definidos al comportamiento de las causas «perturbadoras» o «contrarrestadoras», toda la argumentación se verá incapaz de generar una sola predicción refutable, ni siquiera en términos de la dirección total de la variación en cuestión, y mucho menos seremos capaces de tener predicciones en términos de la magnitud de dicho cambio. Mili aprovechó la útil distinción hecha por Bishop Whately en 1831, entre las proposiciones tendenciales en el sentido de: 1) «la existencia de una causa que, de operar sin impedimentos, generaría un cierto resultado», y en el sentido de 2) «la existencia de tal estado de cosas, que en él puede esperarse que un cierto resultado se pro­ duzca», a pesar del impedimento que pueda suponer la existencia de hecho de ciertas causas perturbadoras (citado por Sowell, 1974, páginas 132-33). En palabras del propio Mili: «Con frecuencia enun­ ciamos un cierto resultado, cuando lo que queremos enunciar es una tendencia hacia tal resultado — una fuerza que actúa en tal dirección con una cierta intensidad. En lo que se refiere a las excepciones hay que dejar sentado que no existirán excepciones propiamente dichas 6 H e vuelto a examinar este debate marxista en Blaug (1980, capítulo 2) a la luz de las propias ideas de M arx sobre metodología económica.

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en ninguna ciencia tolerablemente avanzada» (Mili, 1976, pág. 333). Puede decirse que la distinción de Whately presenta las condiciones mínimas que ha de cumplir una ley de tendencia aceptable: tiene que ser posible decidir si cualquier proposición tendencial legítima se adecúa a la primera o a la segunda definición de Whately; de otro modo, no habremos conseguido deducir una implicación que sea falsable, ni siquiera en principio. Es evidente que ni la «ley» de la caída de beneficios de Marx ni la «ley» de la población de Malthus cumplen esta condición, y que en ambos casos las cosas empeoran aún más, porque sus proponentes sugirieron que las causas «pertur­ badoras» o «contrarrestadores» de la tendencia básica vienen a su vez inducidas por la propia tendencia, con lo que el primer sentido de término utilizado por Whately, la proposición tendencial, nunca podría observarse de hecho bajo ningún conjunto de circunstancias concebibles. Las proposiciones tendenciales en Economía deben ser conside­ radas, por tanto, como promesas que sólo quedarán redimidas cuando se haya tenido debidamente en cuenta la correspondiente cláusula ceteris paribus 7, y cuando ésta haya sido especificada, preferiblemente en términos cuantitativos. Después de la claridad extrema desplegada por Mili en su tratamiento de estas cuestiones en su ensayo meto­ dológico, difícilmente podemos evitar el plantearnos la pregunta de si mostró la misma claridad en su análisis de los problemas econó­ micos. Schumpeter (1954, pág. 537n) dijo una vez: «E l significado literal de una profesión de fe metodológica carece de interés, excepto para el filósofo... cualquier elemento criticable de una metodología carecerá de importancia siempre que podamos abandonarlo sin que ello nos fuerce a abandonar cualquier implicación del análisis asociado con el mismo», y lo mismo puede decirse de cualquier elemento recomendable de una metodología. Pero antes de volvernos a la Eco­ nomía de Mili para ver si ..responde a este enfoque metodológico, será útil echar un rápido vistazo a la Lógica de Mili, por ser la obra que primero atrajo la atención del público hacia este autor. Y lo haremos porque al evaluar su obra económica es importante recordar 7 En esta cuestión sigo a K aplan (1964, págs. 97-8); en sus propias pala­ bras: «U na ley de tendencia es aquella que se presenta como una ley en sentido estricto, a la que se llegará cuando hayan sido identificadas y tenidas en cuenta las fuerzas contrarrestadoras. Por tanto, el valor científico de una ley de ten­ dencia dependerá de su efectividad para servir de estímulo y guía en la investi­ gación de esas otras fuerzas determinantes. En sí misma, sólo será una carta de pago que circulará libremente en el mundo científico mientras pueda mante­ nerse la confianza del público en que eventualmente será redimida por algo equivalente a su valor nominal, y en este sentido, la cláusula de “ todo lo demás se contiene constante” no es una redención, sino otra parte de la prom esa.» [ ...]

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que Mili no fue sólo un importante filósofo de la ciencia, sino tam­ bién un experto lógico (por no mencionar que también era psicólogo, experto en ciencia política y filósofo social). La lógica de Mili El Sistema de Lógica de Mili no es un libro de fácil comprensión para los lectores de hoy. Como hemos visto, este libro trata con desprecio la lógica deductiva (denominada en el mismo raciocinación) a la que considera como una especie de máquina intelectual de hacer salchichas, mientras que hace apología de la lógica de la inducción, a la que considera como el único camino que nos proporciona cono­ cimientos nuevos. Subyacente a gran parte de su argumentación, en­ contramos en Mili aquí un intento de demoler todas las creencias que Kant denominó proposiciones sintéticas a priori, es decir, el intuicionismo entronizado en el área de las creencias morales primero y, posteriormente, en el área de la lógica y las matemáticas; la idea de Mili de que las matemáticas son una especie de ciencia cuasiexperimental está claramente pasada de moda. Finalmente, después de dedi­ car la casi totalidad del libro a la defensa del método inductivo en la ciencia y las matemáticas, Mili se vuelve en su sección final hacia la metodología de lo que él denominó las «ciencias morales» (ciencias sociales) y aquí, sorprendentemente, sí que reconoce la improceden­ cia de los métodos inductivos, debido a la concurrencia de causas compuestas de muchas fuerzas. Estos tres rasgos del libro que co­ mentamos, tomados en su conjunto, contribuyen a dificultar tanto la colocación del libro dentro de contexto como su relación con los aná­ lisis previos del autor dedicados a la metodología de la Economía 8. Lo que Mili tenía que decir respecto de la lógica formal queda desfigurado en gran parte por la forma indiscriminada en que juega a un tira y afloja continuo con el doble sentido del término induc­ ción, tratándolo a veces como una forma lógicamente demostrativa de contrastación causal, y otras como un método no-demostrativo de confirmar y corroborar las generalizaciones causales — la aducción, en nuestro lenguaje— , confundiéndose, a su vez, esta segunda acep­ ción con el problema del descubrimiento de leyes causales nuevas9. 8 Existen numerosos comentarios a la Lógica de Mili. En mi opinión, los más útiles son los de N agel (1950), Anschutz (1953), la introducción de McRae a Mili (1973) y Ryan (1974, capítulo 3). 9 Gamo señala Medawar (1967, pág. 133): «Desgraciadam ente, en Inglaterra se nos ha educado en la creencia de que los descubrimientos científicos recurren a un método análogo, y de naturaleza semejante, al método deductivo, es decir, el método de la Inducción — un proceso lógico de pensamiento que, a partir de simples declaraciones de hecho que surgen de la evidencia que nos propor-

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Pero aunque Mili está mezclando constantemente el origen de las ideas con cuestiones referentes a su justificación lógica, la teoría de la lógica se convierte en él esencialmente en un análisis del método científico destinado a evaluar la evidencia, y su libro se entiende mucho mejor cuando lo consideramos como un trabajo sobre mode­ los y métodos que cuando lo leemos como un estudio sobre lógica simbólica, entendida ésta en la acepción que atribuimos al término en el siglo xx. Los dos rasgos por los que Mili es recordado entre los filósofos de la ciencia son: su tratamiento de los cánones de la inducción, interpretados como un conjunto de reglas no-demostrativas de confirmación — los cuatro métodos de acuerdo, diferencia, resi­ duos y variaciones concomitantes— y su análisis de la causación, con el que trataba de resolver el «problema de la inducción» de Hume, por medio de la introducción del principio de uniformidad de la na­ turaleza como premisa fundamental de cualquier explicación causal. Los cuatro métodos de Mili siguen mencionándose hoy en día como un esquema elemental de la lógica del diseño de la investigación experimental, pero su tratamiento de la causación se discute hoy tan sólo con objeto de mostrar lo difícil que es contradecir la prueba proporcionada por Hume en cuanto a la imposibilidad de la certi­ dumbre inductiva 10. donan nuestros sentidos, puede llevarnos con certeza a descubrir leyes generales verdaderas. E sta sería ciertamente una creencia que nos incapacitaría intelec­ tualmente, si es que alguien creyese en ella realmente, y de ella hay que culpar principalmente a la metodología de la ciencia de Jo h n Suart Mili. L a principal debilidad de la inducción milliana era su falta de separación entre los actos mentales que supone el descubrimiento y los correspondientes a la contras­ tación.» 10 E l método de acuerdo afirma que «si dos o más ejemplos del fenómeno que se investiga tienen una única circunstancia en común, esta circunstancia de acuerdo entre todos los ejem plos es la causa (o el efecto) del fenómeno en cuestión»; el método de la diferencia afirma que «si un caso en el que se pro­ duce el fenómeno que estamos investigando, y un caso en el que aquél no se produce, tienen todas sus circunstancias en común excepto una, que se produce tan sólo en el primer caso, esta circunstancia, que es la única en que difieren los dos casos, será el efecto o la causa, o un componente esencial de la causa, de dicho fenómeno». E l método de los residuos afirma que «si separamos de cada fenómeno aquellas partes que por inducciones previas sabemos que son el efecto de ciertos antecedentes, el residuo del fenómeno será efecto de los antecedentes que quedan». Finalmente, el método de las variaciones concomi­ tantes afirma que «siem pre que un fenómeno varíe de una forma concreta cuando otro fenómeno varía en otra forma concreta, aquél será o bien la causa o bien el efecto de dicho fenómeno, o estará conectado con él por medio de algún tipo de causación» (M ili, 1973, V I I, págs. 390, 391, 398 y 401). A pesar de la plétora de comentarios sobre los cuatro «m étodos» de Mili, no es fácil mejorar el tratamiento que le dieron Cohén y N agel (1934, págs. 249-72); véase también Losee (1972, págs. 148-58).

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Habiendo propuesto sus cuatro métodos, tanto como ayudas al descubrimiento de leyes causales como medios para probar que aqué­ llas se mantienen universalmente, Mili dedica la última sección de su Lógica a las ciencias sociales, campo en el que admite francamente que dichos cuatro métodos no son aplicables. Y no son aplicables por la pluralidad de causas que operan, por la mezcla de efectos dife­ rentes y por la imposibilidad de realizar experimentos controlados. Por consiguiente, para las ciencias sociales Mili recomienda: 1) el «método geométrico o abstracto»; 2) el «método físico o deductivo concreto», y 3) el «método histórico o deductivo inverso». Se dice que el primero de estos métodos es de uso limitado, ya que tan sólo es aplicable allí donde una única causa produce todos los efectos. El tercero se ocupa, según Augusto Comte, de establecer las genuinas leyes del cambio histórico, basadas sobre ciertos principios uni­ versales de la naturaleza humana. Es el segundo método, el físico o deductivo concreto, al que se supone responde la Economía Polí­ tica. Se nos dice también que este es el método utilizado en astro­ nomía siempre que las leyes de las diferentes causas que actúan aditivamente hayan sido determinadas primero con la ayuda de los cuatro métodos, después de lo cual serán verificadas en relación con las observaciones empíricas las implicaciones deducidas de dichas le­ yes (Mili, 1973, págs. 895-96). En este punto, Mili inserta los pasa­ jes sobre el homo economicus procedentes de su ensayo de 1836 y que anteriormente hemos citado, y pasa a discutir la etiología polí­ tica, la anunciada aunque aún no-nacida ciencia deductiva de la for­ mación del carácter nacional, que se convertiría algún día, y en ello creía Mili firmemente, en el fundamento de todas las ciencias sociales. Y aún hay más en esta última sección de la Lógica de Mili: una decidida defensa del monismo metodológico; una firme adopción del principio del individualismo metodológico; y una insistencia en que el análisis positivo, y no el normativo, es la clave de la ciencia, in­ cluso en las ciencias sociales. Pero el repentino apoyo al método deductivo que aquí encontramos, después de cientos de páginas en las que se defiende el inductivo, por no mencionar el hecho de que la mayor parte de la discusión en esta última sección se refiere a la en­ tonces naciente ciencia de la Sociología y que sólo incidentalmente toca la ya madura ciencia de la Economía, parece pensado para dejar al lector totalmente confuso respecto de las ideas de Mili sobre la filosofía de las ciencias sociales. Cinco años después de terminar su Sistema de Lógica, Mili pu­ blicó su importante obra Principios de Economía Política, que no contiene discusión explícita alguna sobre metodología ni tampoco hace referencia retrospectiva alguna a la Lógica para mostrar que los

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Principios constituyen un ejemplo de sana metodología. No es de extrañar, por tanto, que los que criticaron las ideas de Mili en el campo de la Lógica omitiesen todo intento de averiguar si este autor practicaba en Economía lo que predicaba para la ciencia en general. Tanto William Whewell como Stanley Jevons fueron los campeones del método hipotético-deductivo de explicación científica, en directa oposición a las ideas de Mili. Whewell escribió una larga respuesta a la Lógica de Mili, en la que intentaba enfocar la filosofía de los descubrimientos científicos desde la historia de la ciencia, inspirán­ dose en Kant más que en Hume (Losee, 1972, págs. 120-28); y Jevons, en su contribución más importante a la filosofía de la cien­ cia, The Principies of Science: A Treatise on Logic and Scientific Method (1873), criticaba continuamente «las innovaciones introduci­ das por Mili en la lógica de la ciencia, y especialmente su doctrina del razonamiento que va de lo particular a lo particular», añadiendo que la inducción no pertenece a la inferencia lógica, sino que es sim­ plemente «la conjunción de hipótesis y experimentación (véase Harré, 1967, págs. 289-90; Medawar, 1967, págs. 149ff; Losee, 1972, pá­ gina 158; y MacLennan, 1972). Pero ninguno de ellos relacionó sus críticas a la Lógica de Mili con sus Principios, a pesar de que Whe­ well fue un pionero en la matematización de la economía ricardiana, mientras que Jevons fue ciertamente uno de los tres fundadores del marginalismo, que se opuso a la influencia de Mili en el campo de la Economía con tanta firmeza como se opuso a él en el campo de la Lógica. Quizás podríamos encontrar explicación a este curioso fenómeno por el que se trata a los dos Mili como si fuesen dos escritores dife­ rentes, en el hecho de que ni Mili ni sus críticos vieron relación al­ guna entre la Lógica y los Principios; para todos los propósitos prác­ ticos, es como si ambos libros hubiesen sido escritos por autores diferentes. Como Jacob Viner dijo una vez (1958, pág. 329): «Los Principios carecen de características metodológicas definidas. Al igual que en el caso de La riqueza de las naciones de Adam Smith, algunas de sus partes son predominantemente abstractas a priori, mientras que en otras encontramos una gran cantidad de datos fácticos y de inferencias tomadas de la Historia.» Las ideas económicas de Mili en la práctica Dediquemos ahora un momento a examinar lo que Mili hizo real­ mente en el terreno de la verificación de las implicaciones de sus premisas ricardianas, hipotéticas y abstractas. La doctrina que Ricardo

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legó a sus seguidores (ver 1815, 1817 y 1819) dio lugar a un buen número de proposiciones contrastables — un precio creciente del grano, una creciente participación de las rentas de la tierra en la Renta Nacional, un nivel constante de los salarios y una tasa descen­ dente de beneficios sobre el capital— y a su vez dependía de otras proposiciones también contrastables, y especialmente de la del cre­ cimiento de la población a una tasa al menos tan rápida como la de crecimiento de la producción de alimentos. Además, dada la ausen­ cia de libertad de importación de grano en la Inglaterra de la época, todas ellas eran proposiciones positivas, y no hipotéticas, porque Ricardo negaba drásticamente que pudiesen existir fuerzas «contrarestadoras» capaces de anular tales proposiciones, excepto «por algún tiempo» (ver Blaug, 1973, págs. 31-3). La Ley del Trigo no fue derogada hasta 1946 y los datos estadísticos disponibles para las dé­ cadas de 1830 y 1840 falsaron cada una de estas predicciones ricar­ dianas. Por ejemplo, los rendimientos decrecientes se vieron sobra­ damente compensados en la agricultura británica por el progreso técnico, como lo demuestra la regular caída de los precios del trigo desde los altos niveles que alcanzó en 1818; las rentas de la tierra, por su parte, no subieron probablemente en los veinticinco años que mediaron entre la muerte de Ricardo en 1823 y la aparición de los Principios de Mili en 1848, manteniéndose invariables en este pe­ ríodo tanto la renta por acre como su participación relativa en la Renta; a su vez, los salarios reales ciertamente aumentaron durante el período, y la población aumentó más lentamente en Gran Bretaña entre 1815 y 1848 que entre 1793 y 1815. Todos estos hechos, con la posible excepción del proporcionado por la evolución de la renta de la tierra, fueron reconocidos por Mili en sus Principios, y, sin embargo, este libro mantiene los principios del sistema ricardiano sin cualificación alguna. Mili siguió siendo un fiel defensor de la Economía ricardiana, no tanto por ignorancia de la distancia que separaba la teoría de los hechos como por el recurso continuo a diversas «estratagemas inmunizadoras», la principal de las cuales con­ sistía en vaciar las correspondientes cláusulas ceteris paribus de cual­ quier contenido objetivo que hubiesen podido tener. Una gran parte de las dificultades en este terreno pueden retro­ traerse a la ambigua actitud mantenida por el propio Ricardo res­ pecto del período temporal requerido para que las fuerzas básicas a largo plazo presentes en su sistema asegurasen su dominio sobre ciertas fuerzas contrarrestadoras a corto plazo. Se decía que la agri­ cultura estaba sujeta a rendimientos decrecientes históricos, porque lo más que podía esperarse del progreso técnico es que retrasase los efectos del crecimiento de los costes de producción de los alimentos,

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sin que fuese posible, sin embargo, la compensación permanente de la escasez de suelo fértil; Ricardo llegó incluso a decir que los terra­ tenientes carecerían de incentivos privados para introducir mejoras técnicas en la producción de alimentos. En forma similar, Ricardo reconocía que eventualmente los trabajadores podrían llegar a con­ sumir más productos manufacturados en vez de productos agrícolas, en cuyo caso el crecimiento de los costes de la producción agrícola no elevaría necesariamente los salarios reales ni comprimiría por tan­ to los beneficios. Por último, cabía también dentro de lo posible que los trabajadores empezasen a practicar la «contención moral», permi­ tiendo en consecuencia que el capital se acumulase a una tasa más alta que la del crecimiento de la población, lo cual alejaría de nuevo el fantasma del «estado estacionario». Pero todas estas eran meras concesiones al realismo: Ricardo carecía de teoría que pudiese expli­ car el progreso técnico, o las variaciones en la composición del pre­ supuesto familiar de los trabajadores, o la actitud de los matrimonios hacia el control del tamaño de las familias. De todos modos, es justo reconocer que Ricardo enunció sus proposiciones tendenciales en for­ ma de predicciones condicionales, cuya falsación por los aconteci­ mientos era perfectamente concebible. Por otro lado, Ricardo pensaba sin duda que sus teorías resul­ taban de ayuda para los legisladores, porque las distintas fuerzas contrarrestadoras eran transitorias y no lograrían de hecho contrarres­ tar las fuerzas básicas del sistema en un futuro previsible. Al ser presionado, tuvo que comprometerse a fijar el «corto plazo» como un período de unos veinticinco años, con objeto de poner ejemplos de los efectos a largo plazo de las variables postuladas (de Marchi, 1970, págs. 255-56 y 263), lo cual no quiere decir, sin embargo, que hubiese recomendado una espera de veinticinco años para com­ probar si sus teorías eran o no ciertas. El carácter general de su enfo­ que se oponía a la verificación, al menos si por verificación enten­ demos la comprobación de si una teoría resulta confirmada por la evidencia, en vez de esperar simplemente para ver si alguna circuns­ tan cia compensadora ha sido dejada de lado (véase O ’Brien, 1975, páginas 69-70). Se ha dicho con razón que «la posición metodológica de J. S. Mili no era diferente de la de Ricardo: la única diferencia es que Mili enunció formalmente las “ reglas” que Ricardo adoptara implícita­ mente» (de Marchi, 1970, pág. 266). Como hemos visto, Mili era un verificacionista, no un prediccionista: la prueba de una teoría en ciencias sociales no se centra en su fiabilidad predictiva ex-ante, sino en su potencia explicativa ex-post; Mili no creía en la tesis de si­ metría. Si una teoría no consigue predicciones fiables, hubiera dicho

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Mili, debería investigarse en busca de variables suplementarias con las que cubrir la distancia existente entre los hechos y los antece­ dentes causales establecidos en la teoría, ya que ésta será verdadera en cualquier caso en sus propios términos, a causa de la verdad con­ tenida en sus supuestos. Y, desde luego, esta actitud es perfecta­ mente reconocible en las páginas de sus Principios. Cuando se pu­ blicó este libro habían transcurrido ya veinticinco años desde la muerte de Ricardo, y hacía dos años que las Leyes del Trigo habían sido por fin derogadas; durante los veintitrés años siguientes Mili publicó hasta seis ediciones de los Principios, y en cada sucesiva edición se hacía más difícil negar la refutación por la práctica de virtualmente cada una de las predicciones históricas ricardianas, con­ dicionadas como estaban a la falta de libertad de comercio (Blaug, 1973, págs. 179-82). La teoría malthusiana de la población, en espe­ cial, había sido categóricamente contradicha por la evidencia fáctica, cosa aceptada por la mayoría de los economistas de la época (Blaug, 1973, págs. 111-20). Pero el problema malthusiano pesó largamente en la filosofía social de Mili, y de algún modo se las arregló para retenerlo en los Principios, como una proposición de estática-com­ parativa — si la población fuese menor los salarios serían más altos— al tiempo que se mostraba de acuerdo con la apreciación de que la tendencia de la población a sobrepasar con su crecimiento la produc­ ción de medios de subsistencia no se había manifestado de hecho en la práctica (de Marchi, 1970, págs. 267-71). La doctrina ricardiana que afirma que la protección tenderá a aumentar el precio del grano y la proporción de la renta nacional percibida por los terra­ tenientes recibió un tratamiento semejante (Blaug, 1973, págs. 181182 y 208), lo cual hizo virtualmente imposible la consideración de la derogación de las Leyes del Trigo como un experimento social utilizable para contrastar el sistema ricardiano. Incluso los que más simpatía sienten hacia la Economía de Mili reconocen que éste fue, como mucho, un tibio verificacionista n . La verdadera cuestión es si Mili, habiendo reconocido la creciente irrelevancia de la teoría ricardiana con el paso del tiempo, debería haber admitido, no sólo su irrelevancia, sino su falta de validez. En las sucesivas ediciones de los Principios durante el período 1848-71, 11 Como dice de Marchi (1970, págs. 272-73) en su defensa de Mili: «N o puede decirse que M ili tratase siempre de contrastar sus teorías con los he­ chos . . . M ili estaba a veces dispuesto a vivir con una amplia separación entre su teoría deductiva y los hechos . . . E staba dispuesto a utilizar la información fáctica en la confirmación de su teoría; pero nunca se permitía que los hechos históricos . . . se elevasen por encima de la teoría hasta un estatus propio de validez.»

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Mili fue aumentando con regularidad la longitud del período en el que se permitía al progreso técnico posponer los efectos de la ley de los rendimientos decrecientes en la agricultura, y, por consiguien­ te, los de la tendencia subyacente a que el crecimiento de la pobla­ ción excediese el crecimiento de los medios de subsistencia. En cualquir caso, si nos atenemos a la primera edición de los Principios, puede siempre argumentarse que «el período comprendido entre la muerte de Ricardo y los Principios de Mili era demasiado corto para constituir una prueba concluyente respecto de las predicciones de Ricardo», especialmente si estamos de acuerdo en que «la contras­ tación de predicciones no era, en cualquier caso, la piedra de toque sobre la que ni Mili ni Ricardo hubiesen estado dispuestos a rechazar sus análisis» (de Marchi, 1970, pág. 273). En cuanto a las ediciones posteriores de los Principios, ¿no sería mucho pedir de cualquier pensador, dirían algunos, el exigirle el abandono de un cuerpo de pensamiento a cuya defensa ha dedicado su vida entera? Después de todo, Mili se retractó de la doctrina del fondo de salarios, y esto es mucho más de lo que hicieron sus inmediatos discípulos, como Henry Fawcett o John Elliot Cairnes. La cuestión, sin embargo, no consiste en decidir si Condenamos o absolvemos a Mili, sino más bien en describir correctamente sus ideas metodológicas, así como la for­ ma en que llegó a aplicarlas en la práctica. Mili, junto con todos los demás escritores de la tradición clásica, apelaba fundamentalmente a los supuestos para juzgar la validez de las teorías, mientras que, como veremos, los economistas modernos apelan básicamente a las predicciones. Esto no significa que los auto­ res clásicos se desinteresasen de las predicciones; obviamente, estando como estaban implicados en la política, no podían evitar el hacer redicciones. Más bien creían que, así como los supuestos verdaderos an de generar conclusiones verdaderas, los supuestos supersimplificados, como los del homo economicus, los rendimientos decrecien­ tes para un estado invariable de la tecnología, una oferta de trabajo infinitamente elástica para una tasa salarial determinada, etc., han de llevar necesariamente a predicciones supersimplificadas, que nunca se adecuarán exactamente al curso real de los acontecimientos, aun cuan­ do hagamos serios esfuerzos para tener en cuenta las causas pertur­ badoras relevantes. Las causas perturbadoras omitidas de la explica­ ción de los acontecimientos no incluyen, después de todo, únicamente las causas perturbadoras de menor importancia relativa dentro del campo económico, sino que incluyen también causas no-económicas de mayor importancia. Así, en Economía, como explicaba Mili, con­ trastamos las aplicaciones de las teorías para decidir si hemos tenido en cuenta suficientes causas perturbadoras de tipo económico como

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para explicar lo que realmente sucede en el mundo real, teniendo en cuenta, además, los efectos de las causas no-económicas. Nunca contrastamos la validez de una teoría, porque las conclusiones son ciertas, son un aspecto del comportamiento humano, en virtud de los supuestos en que se basan, supuestos que, a su vez, son ciertos, en virtud de estar basados sobre hechos obvios de la experiencia humana pasada. Estamos a mil leguas, por tanto, de la generalizada idea actual de que los supuestos no han de ser contrastados direc­ tamente, aunque su contrastación podría ser útil de ser posible, por­ que, en último término, lo único que importa son las predicciones, y porque la validez de una teoría económica queda establecida siempre que las predicciones que genera se vean repetidamente corroboradas por la evidencia n . El método lógico de Cairnes Si nos quedase alguna duda acerca de cuál es realmente la meto­ dología clásica, un examen de la obra Character and Logical Method of Political Economy (Carácter y método lógico de la Economía Po­ lítica) de John Elliot Cairnes contribuiría a disiparlas; esta obra fue publicada por primera vez en 1875, y revisada en 1888, cuando la revolución marginalista estaba en su pleno apogeo y habían trans­ currido más de cincuenta años desde la muerte de Ricardo; sin em­ bargo, se hace escasa referencia en ella al marginalismo, mientras que muestra, como veremos, una creencia de Cairnes en la validez fundamental de las tendencias ricardianas, tan firme como la profe­ sada por Mili en su día. Si entre Mili y Cairnes observamos alguna diferencia — y se trata de una diferencia mínima— es que Cairnes se muestra más estridente y dogmático al negar que las teorías eco­ nómicas puedan ser refutadas por simple comparación de sus impli­ caciones con los hechos, matiz que puede explicarse por las diferen­ cias de personalidad entre estos dos autores y porque, además, Cairnes había vivido toda la época de ascenso de la Escuela Histórica Inglesa y se sentía claramente irritado por el profundo desprecio con que 12 V éase Hirsch (1980), quien, con toda la razón, reparte capones entre varios comentaristas actuales, incluido yo mismo, por nuestros comentarios sobre la diferencia entre el verificacionismo clásico y el falsacionismo moderno. Ahora me doy cuenta de que mi anterior caracterización de la metodología clásica (Blaug, 1978, págs. 697-99) estaba equivocada en este aspecto. Hirsch mantiene también que la metodología clásica es una metodología defendible, lo cual es, por supuesto, otra cuestión.

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los miembros de dicha escuela desechaban por irrealistas los postu­ lados de la Economía clásica (ver Coats, 1954, y Koot, 1975). ^• Cairnes parte de la conocida proposición de que la Economía Política es una ciencia hipotética, deductiva; sus conclusiones «se corresponderán con los hechos tan sólo en ausencia de causas per­ turbadoras, o en otras palabras, aquéllas no deben ser consideradas como verdades positivas, sino hipotéticas» (Cairnes, 1965, pág. 64). Cita a Sénior cuando dice que la Economía Política no debe ser con­ siderada como una ciencia hipotética, sino como una ciencia basada en premisas reales. No hay nada de hipotético en las premisas de la Economía Política, replica Cairnes, porque están basadas sobre «he­ chos indudables de la naturaleza humana y del mundo»; «el deseo de obtener riquezas con el menor sacrificio posible», y «las cualidades físicas de los agentes naturales, especialmente la tierra, sobre los que se ejerce la industria humana», son ambos hechos «cuya existencia y carácter pueden fácilmente comprobarse» (págs. 68 y 73). En este sentido, la Economía presenta realmente una ventaja en relación con las ciencias naturales: «E l economista parte de un conocimiento de las causas últimas. Se encuentra al inicio de su tarea en la posición que los físicos sólo alcanzan después de larga y laboriosa investigación» (página 87). Es cierto que el economista no puede en general realizar experimentos, pero puede realizar experimentos mentales, e incluso puede realizar «experimentos físicos directos sobre el suelo» (pági­ nas 88-93). Así pues, sus supuestos no son «conjeturas», sino que provienen de observaciones que pueden probarse «directamente y con facilidad» (pág. 95, y también pág. 100). Cairnes procede entonces a explicar qué se quiere decir cuando se afirma que la Economía Política es una ciencia hipotética, a saber, que es una ciencia que hace predicciones condicionales acerca de acontecimientos que están siempre sujetos a una cláusula ceteris paribus; en sus propias pala­ bras: «Las doctrinas de la Economía Política deben entenderse en el sentido de que afirman, no lo que ocurrirá, sino lo que debería o tendería a ocurrir, y sólo en este sentido sus proposiciones serán ciertas» (pág. 69, y también pág. 110). _ _ Siguen unas cuantas páginas excelentes sobre los múltiples sig­ nificados de la palabra inducción, incluyendo los dos sentidos del término que anteriormente hemos mencionado, en las que Cairnes afirma que el Uso del método hipotético-deductivo, como distinto del método inductivo-clasificador, es un signo inequívoco de la ma­ durez alcanzada por una disciplina (págs. 74-6 y 83-7). Debido a la multiplicidad de factores que influyen en la vida económica, las ver­ dades hipotéticas de la Economía han de ir siempre acompañadas de «aquellas formas de verificación que la investigación económica

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permite»; «la verificación sólo puede realizarse en las investigaciones económicas de forma muy imperfecta; pero si aquélla se realiza cui­ dadosamente, frecuentemente nos permite, de todos modos, obtener una corroboración de los procesos de razonamiento deductivo sufi­ ciente como para justificar un alto grado de confianza en las conclu­ siones obtenidas», consideración cuyo impacto queda desgraciada­ mente diluido cuando cita a Ricardo como «el autor que ha utilizado este recurso de la forma más libre y efectiva» (págs. 92-3). Los economistas están siempre dispuestos a considerar «la influen­ cia de principios subordinados que modifican los efectos de causas más poderosas», afirma Cairnes, siempre que éstos puedan estable­ cerse fuera de toda duda. Como ejemplos, cita el análisis de Smith sobre los salarios diferenciales para idéntico trabajo en mercados de trabajo gráficamente contiguos y la teoría de los precios internacio­ nales de Ricardo y Mili, como casos de teorías que nacen de los efec­ tos de un «principio subordinado», el de que la movilidad del trabajo es imperfecta (pág. 101). Como un ejemplo aún más claro de esto, recurre a la demostración que Tooke incluye en su Historia de los precios, respecto de que el nivel de precios en Gran Bretaña no había variado en las décadas precedentes en la misma dirección que la cantidad de dinero. Cairnes arguye que la explicación de este fenó­ meno reside en el aumento de los depósitos, que llegó a invertir la relación causal entre la circulación de dinero bancario y el nivel general de precios (págs. 101-04). Para remachar su argumentación añade: N o hay que suponer que la discrepancia a que hemos aludido (entre los precios y la circulación de dinero bancario) pueda llegar a invalidar la ley ele­ mental que afirma que, ceteris paribus, el valor del dinero varía inversamente con su cantidad. E ste principio sigue descansando sobre las mismas bases de hechos físicos y mentales que subyacen a todas las doctrinas de la Economía Política, y siempre constituirá el principio fundamental de la teoría monetaria. Lo único que aquella discrepancia nos muestra es que en el caso práctico en cuestión no se cumplió la condición ceteris paribus, y, por tanto, el hecho dis­ crepante no será más inconsistente con la ley económica de lo que pueda serlo la no-correspondencia de un complejo fenómeno mecánico con lo que un novato que sólo conoce las leyes más elementales de la mecánica pueda considerar con­ sistente con aquéllas. Una moneda que cae desde una altura llega al suelo antes que una pluma, y, sin embargo, nadie negará por ello la doctrina de que la ^ aceleración generada por la gravedad es la misma para todos los cuerpos [Cair­ nes, pág. 103n],

Difícilmente encontraremos un ejemplo más claro del abuso que puede hacerse de la cláusula ceteris paribus, cuando ninguno de los cetera han sido especificados y mucho menos cuantificados.

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Las leyes económicas, concluye Cairnes, «pueden ser refutadas únicamente si se demuestra, o bien que los principios y condiciones supuestos no existen, o bien si las tendencias que la ley deduce no se siguen como consecuencia necesaria de los supuestos de la misma» (página 110; y también pág. 118). En resumen, demuéstrese que los supuestos son poco realistas, o bien que existen inconsistencias lógi­ cas, pero no se tome nunca la refutación de las predicciones como causa del abandono de una teoría económica, especialmente porque en Economía sólo es posible deducir predicciones cualitativas (pági­ nas 119 y siguientes) 13. Como comprobación de que ésta no es una interpretación indebida de lo que Cairnes quería decir, consideremos su posición respecto de la teoría malthusiana de la población: la teoría malthusiana es una ley tendencial y, por consiguiente, «no es incon­ sistente con la doctrina de que los medios de subsistencia puedan aumentar, de hecho, con mayor rapidez que la población»; en reali­ dad, estaba perfectamente dispuesto a admitir que «las investigacio­ nes posteriores demostraron que los medios de subsistencia habían aumentado, de hecho, con mayor rapidez que la población, en la mayoría de los países y especialmente en todos los países en creci­ miento» (págs. 158 y 164). Y, sin embargo, la teoría malthusiana es cierta. Además, añadía, sin ella no sería posible comprender los teoremas ricardianos (págs. 176-77), comentario que, por supuesto, nos proporciona la clave de su actitud metodológica defensiva res­ pecto de las predicciones económicas. En otras palabras, Cairnes adoptó el programa ricardiano de investigación y, por tanto, defendía la teoría malthusiana como elemento indispensable de tal programa. Un ejemplo más redondeará la argumentación. La teoría ricar­ diana de la renta de la tierra no parece adecuada para predecir correc­ tamente lo que ocurrirá en el cultivo de las tierras nuevas de las colonias, y Cairnes reconocía este hecho. Este tipo de «fenómenos residuales» puede ser fatal para las ciencias físicas, pero no para la Economía. Cuando una doctrina de las ciencias físicas consigue explicar hechos que «parecen inesperadamente en el curso de la investigación, esto se considera siempre como una poderosa confirmación de la veracidad de dicha doctrina. Prro los principios últimos de la Economía Política, al no haber sido establei idos con base a este tipo de evidencia circunstancial, sino con base a la apela13 Cairnes negó su propia afirmación sobre la im posibilidad de hacer pre­ dicciones cuantitativas exactas en Economía, con su trabajo empírico sobre los efectos de los descubrimientos de oro en A ustralia; véase Bordo (1975), un trabajo que, sin embargo, trata casi desesperadamente de asimilar la metodolKÍa de Cairnes a la posición falsacionista moderna (Hirsch, 1978; Bordo, 1978).

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ción directa a nuestra consciencia o nuestros sentidos, no podrán verse afectados por cualesquiera fenómenos que puedan aparecer durante nuestras posteriores investigaciones . . . ni se verá afectada tampoco la teoría que está fundamentada sobre este tipo de supuestos, siempre que el proceso de razonamiento utilizado sea correcto. L a vínica alternativa que nos queda en este caso es suponer la existencia de una causa perturbadora. E n el caso que nos ocupa, es decir, el de bajo qué circunstancias podemos suponer que existirá la renta de la tierra, la consideración de dichas circunstancias no podrá afectar a nuestra fe en el hecho de que el suelo de cualquier país no será todo él igualmente fértil, y que la capacidad productiva . del suelo m ejor será limitada, ni debilitará, por tanto, nuestra confianza en las conclusiones que se deducen de dicho hecho [páginas 202-03n],

Una y otra vez, hemos encontrado en Sénior, en Mili, en Cairnes, e incluso en Jevons, la idea de que la «verificación» no es una con­ trastación adecuada de la validez de las teorías económicas, de su verdad o falsedad, sino que será tan sólo un método que nos permita establecer las fronteras de aplicabilidad de una teoría que es, en sí, obviamente cierta. Verificamos con objeto de descubrir si las «causas perturbadoras» pueden explicar las discrepancias que observamos en­ tre los obstinados hechos reales y los correctos razonamientos’ teóri­ cos; si observamos discrepancias ha de ser porque la teoría ha sido erróneamente aplicada, pero la teoría en sí seguirá siendo válida. Y nunca se considera la cuestión de si existe alguna forma de demos­ trar que una teoría es falsa 14. Neville Keynes resume la cuestión La década de 1880 ha pasado a la historia del pensamiento eco­ nómico como la década del famoso Methodenstreit entre Cari Menger y Gustav Schmoller, cuando la influencia de la Escuela Histórica Alemana alcanzó las costas británicas y proporcionó argumentos a Cliff Leslie y John Ingram, los más vociferantes de los historiadores nativos. El objetivo perseguido por John Neville Keynes en su The Scope and Method of Political Economy (Contenido y método de la Economía Política) (1891) era el de reconciliar la tradición de SeniorMill-Cairnes con las nuevas ideas de la Escuela Histórica, a partir de las sugerencias contenidas en la tolerante discusión metodológica expuesta por Henry Sidgwicfe en su obra Principies of Political Eco­ nomy (Principios de Economía Política) (1883). Pero aunque Keynes 14 E sta consideración es tan aplicable a M arx como a la corriente principal de la economía clásica (véase Blaug, 1980, capítulo 2).

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recomendaba a Adam Smith como el economista ideal por la forma en que logró combinar el razonamiento abstracto-deductivo con el histórico-inductivo, su libro revela un intento sutilmente disfrazado de defensa del método abstracto-deductivo en Economía 15. Keynes hace esfuerzos para lograr que sus ideas resulten aceptables, subra­ yando de continuo el hecho de que, incluso el método a priori de la Economía Política clásica, empieza y termina con la observación em­ pírica, mientras recuerda a sus lectores que esos verdaderos pilares del método abstracto-deductivo que fueron Mili y Cairnes hicieron ambos contribuciones importantes al análisis histérico-deductivo en sus estudios sobre la propiedad agrícola el primero y sobre el^ trabajo esclavo el segundo. Keynes pudo haber destacado la tradición hete­ rodoxa británica que se había mantenido en contra de las ideas de Senior-Miü-Cairnes sobre la Economía, pero en vez de ello prefirió enfrentar a Smith y Mili con Ricardo, como modelos de cómo aplicar adecuadamente las reglas del método hipotético-deductivo. El libro se inicia con un resumen perfecto de la tradición de Senior-Miü-Cairnes, que Keynes 16 (1955, págs. 12-20) consideraba constituida por cinco tesis: 1) que es posible distinguir entre una cien­ cia positiva y un arte normativo de la Economía Política; 2) que los acontecimientos económicos pueden ser aislados, al menos hasta cierto punto, de otros fenómenos sociales; 3) que la inducción directa a partir de hechos concretos, o el método a posteriori, resulta inade­ cuado como punto de partida en Economía; 4) que el procedimiento correcto es el método a priori, que parte de «unos pocos hechos fundamentales referentes a la naturaleza humana... tomados en reía, 15 E sto puede explicar el comentario un tanto enigmático hecho por Marshall en una carta a Foxwell: «E n cuanto al método, me considero a medio camino entre Keynes + Sidwick 4- Cairnes y Schmoller + Ashley» (citado por Coase, 1975, págs. 27-8). Pero M arshall fue un caso de teórico habilidoso que en todos sus escritos sobre m etodología subrayó la necesidad de recoger y ordenar los hechos, y que continuamente matizó el papel de la teoría abstracta (véase Coase, O ’Brien (1975, págs. 66-8; y también 1970, págs. 96-8) pone a Hume, Smith, Say y McCulloch en el mismo saco como grupo de inductivistas y los contrasta con el grupo de los deductivistas ortodoxos, es decir, Ricardo, Sénior, Torrens, Mili y Cairnes. Pero es dudoso que esta clasificación resista un examen a fondo. H ay que subrayar también que Keynes tan sólo hace una referencia de pasada a las protestas metodológicas que Richard Jon es realizó en solitario en la década de 1830. Quizás en esta cuestión su instinto fue más acertado que el de los miembros de la Escuela H istórica Inglesa, que tenían a Richard Jones como un pionero; en efecto, en su trabajo sobre la renta de la tierra, Jones, a diferen­ cia de en sus pronunciamientos programáticos, no mantiene un enfoque induc­ tivo general de las cuestiones económicas, sino más bien una negación explícita del supuesto ricardiano de competencia perfecta entre terratenientes (véase Miller, 1971).

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ción con las propiedades físicas del suelo y la constitución fisiológica del hombre»;^ y 5) que el homo economicus es una abstracción y que, por consiguiente, la «Economía Política es tan sólo una ciencia de tendencias, y no de hechos consumados». Finalmente, añade — lo que puede casi considerarse como una sexta tesis: M ili, Cairnes y Bagehot insisten todos ellos, sin embargo, en que debemos incluir la apelación a la observación y la experiencia, antes de que las leyes hipotéticas de la ciencia puedan ser aplicadas a la interpretación y explicación de los hechos concretos. Y a que en este momento debemos dilucidar hasta qué punto . . . se ha de tener en cuenta el efecto de causas perturbadoras. La com­ paración con los hechos observados proporciona una contrastación de las conclu­ y e s deductivamente obtenidas y permite establecer los límites de su aplicabilidad [pág. 17; el subrayado es m ío].

Su referencia a la Escuela Histórica, a la que caracteriza por man­ tener una visión de la Economía «ética, realista e inductiva», es igual­ mente sucinta: la Escuela Histórica niega todas y cada una de las cinco tesis de Senior-Mill-Cairnes y, además su actitud respecto de la intervención gubernamental en los asuntos económicos es aproba­ toria en vez de condenatoria (págs. 20-5) 17. A Keynes le agradaba subrayar, como anteriormente dijimos, que la Economía «empieza en la observación y termina con la observa­ ción» (pág. 227), y veía claramente el doble significado del término inducción, según el cual «la determinación inductiva de las premisas» al inicio de la argumentación supone una operación lógica diferente de «la verificación inductiva de las conclusiones» al final de la misma (páginas 203-04n y 227). Aunque en ocasiones hizo la observación de que las premisas en Economía «suponen poco más que la refle­ xiva contemplación de ciertos hechos entre los más familiares y co­ tidianos» (pág. 229), su libro nos sirve para recordar una vez más que, como dijo Viner (1958, pág. 328), «la introspección... era um­ versalmente considerada en el pasado, sea cual sea la moda vigente hoy en día, como una técnica “ empírica” de investigación, que se distinguía claramente de la intuición o de las ideas innatas». Para Keynes la introspección no es sólo una fuente de premisas económi­ 17 Sobre la Escuela H istórica en general, véase Schumpeter (1954, págs. 107124) y Hutchison (1953, págs. 145-52). Sobre el M ethodenstreit en particular, véase Hutchison (1973), quien concluye: «D e hecho, el M ethodenstreit no era básicamente una lucha entre dos métodos, sino más bien un choque de intereses respecto de cuál era el tema de estudio más interesante: los precios y el aná­ lisis de asignación de recursos o el desarrollo y cambio general de las economías e industrias nacionales» (págs. 34-5).

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cas empíricamente fundada (págs. 173 y 223), sino que «la ley de los rendimientos decrecientes puede también ser contrastada por me­ dio de la experimentación» (pág. 181). Sin duda es cierto que Keynes nunca se planteó la cuestión de cómo la introspección, siendo por definición una fuente de conocimiento imposible de contrastar in­ tersubjetivamente, puede llegar a constituir un verdadero punto de partida empírico para el razonamiento económico. Ni tampoco citó ejemplo alguno de contrastación real de la ley de los rendimientos decrecientes a través de la aplicación de una cantidad variable de factores a una cantidad fija de tierra, aunque tal contrastación había sido intentada ya tiempo atrás por Heinrich von Thünen y varios otros agrónomos alemanes. En cualquier caso, no se puede acusar a Keynes, como se acusa a los economistas clásicos, de haberse in­ ventado sus supuestos sin otra consideración que la de su convenien­ cia analítica y de dar muy poca importancia al mayor o menor rea­ lismo de aquéllos (véase Rotwein, 1973, pág. 365). Keynes nos proporciona también evidencia adicional respecto del tema de que el homo economicus era, en la economía clásica y neo­ clásica, una abstracción del «hombre real» y no del «hombre fic­ ticio». Como hemos visto, Mili insistió sobre la idea de que el homo economicus era una simplificación hipotética que aislaba un conjunto seleccionado de motivaciones que de hecho influyen sobre la conducta económica. Sénior estaba en esta cuestión más cerca de la idea mo­ derna de que se trata simplemente de un postulado de racionalidad, un supuesto de comportamiento maximizador sujeto a ciertas restric­ ciones. Cairnes, por su parte, retomó la posición de Mili, al subrayar que la hipótesis del homo economicus está muy lejos de ser arbitra­ ria, y posteriormente el homo economicus ha sido considerado de formas diversas: como un axioma, como una verdad apriorística, como una proposición obvia, como una ficción útil, como un tipo ideal, como una construcción heurística, como un hecho indiscutible de nuestra experiencia y como el esquema típico de comportamiento humano bajo el capitalismo (Machlup, 1978, capítulo 11). Ahora bien, Keynes defiende con denuedo el realismo de la concepción del homo economicus, en el sentido de que se supone que, en las condi­ ciones de nuestro mundo moderno, el comportamiento económico tendente a defender los propios intereses predomina sobre las moti­ vaciones altruistas y benevolentes (págs. 119-25). Las premisas de que la Economía parte, argumenta este autor, no se eligen en térmi­ nos de «como-si»: «aunque la teoría pura supone el funcionamiento de ciertas fuerzas bajo condiciones artificialmente simplificadas, no por ello deja de sostener que las fuerzas cuyos efectos investiga son la verae causae, en el sentido de que operan de hecho, y ciertamente

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operan de una forma predominante, en el mundo económico real» (páginas 223-24; también 228-31 y 240n). Sin embargo, no se nos ofrece evidencia alguna, fuera de un em­ pirismo casual, en defensa de dicha proposición. Así pues, los fenó­ menos que parecen contradecir la hipótesis del homo economicus son simplemente considerados como excepciones de la regla. En efec­ to, «el amor a un cierto país o a una cierta localidad, la inercia, la costumbre, el deseo de estima personal, el amor a la independencia o al poder, la preferencia por la vida campestre... se encuentran entre las fuerzas que ejercen su influencia sobre la distribución de la renta y que el economista puede sentir la necesidad de tener en cuenta» (pags. 129-31), y la doctrina de Mill-Cairnes referente a la existencia de categorías no-competitivas de trabajo, es recomendada «como una modificación de la teoría del valor recibida... que pro­ viene de la observación y que tiene por objeto poner las teorías eco­ nómicas en contacto más estrecho con los hechos del mundo real» (página 227n). Ciertamente, sólo cuando lleguemos a verificar las predicciones de una teoría económica seremos capaces de juzgar el grado de rea­ lismo de un conjunto concreto de supuestos, y en este punto Keynes cita la Lógica de Mili: «L a base de la confianza que se tiene en una ciencia deductiva concreta no está en el propio razonamiento a priori, sino en el acuerdo que pueda existir entre sus conclusiones y la ob­ servación a posteriori» (pág. 321). Pero, incluso aquí, cubre su apues­ ta: «Podemos tener razones independientes para creer que nuestras premisas se corresponden con los hechos... a pesar del hecho de que sea difícil obtener una verificación explícita de las mismas» (pág. 233). Además, puesto que «en todos los casos en los que se utiliza el mé­ todo deductivo la cualificación ceteris paribus se encuentra presente en mayor o menor medida», no debemos «suponer que una teoría ha sido derrocada porque los ejemplos de su operatividad no aparez­ can de forma patente ante el observador (págs. 218 y 233). Para ilustrar la perversa influencia de las «causas perturbadoras», discute Keynes el fracaso de la derogación de las Leyes del Trigo, que no consiguió generar la inmediata caída de los precios del mismo predicha por Ricardo, y redondea su argumentación con una condena a Ricardo por desplegar una «indebida confianza en la absoluta y uniforme validez de las conclusiones por él alcanzadas», y por no tener en cuenta «el elemento tiempo» y «los períodos de transición, durante los cuales se están desarrollando los efectos últimos de las causas económicas en juego» (págs. 235-36 y 238). A lo largo de estas páginas cruciales dedicadas a las «Funciones de la observación en la utilización del método deductivo» en el li­

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bro de Keynes se nos hace la sugerencia, indudablemente debida a la influencia de Marshall, de que no puede esperarse que la teoría económica como tal genere predicciones directas, ya que es en reali­ dad «una máquina que produce análisis» y que debe ser utilizada en conjunción con una detallada investigación de las «causas pertur­ badoras» relevantes en cada caso (ver Hutchison, 1953, págs. 71-4; Hirsch y Hirsch, 1975). Keynes nos asegura que «la hipótesis de la libre competencia... es aproximadamente válida para un gran nú­ mero de fenómenos económicos» (págs. 240-41), pero no nos propor­ ciona guía alguna respecto de cómo hemos de determinar lo que se considera una aproximación válida en cualquier caso concreto. Su capítulo sobre «Economía Política y Estadística» resulta algo sim­ plista, y no menciona más técnica estadística que los diagramas. Por supuesto, la fase moderna de la historia de la Estadística, asociada con nombres como los de Karl Pearson, George Yule, William Grosset y Ronald Fisher estaba aún en sus comienzos en 1891 (Kendall, 1968). Keynes asegura que la Estadística es esencial para la contras­ tación y verificación de las teorías económicas, pero no proporciona un solo ejemplo de controversia económica que se hubiese resuelto recurriendo a la contrastación estadística, aunque no le hubiera sido difícil encontrar ejemplos adecuados en la obra de Jevons, Cairnes y Marshall. En consecuencia, sus lectores se quedan con la impresión general de que, puesto que los supuestos en Economía son ciertos normalmente, sus predicciones también serán normalmente ciertas, y que siempre que no lo sean, una investigación diligente de los he­ chos nos revelará en cada caso las causas perturbadoras ad-hoc a las que podemos atribuir la discrepancia observada. El ensayo de Robbins La esperanza expresada por Keynes y Marshall de que pudiese producirse una reconciliación entre los defensores de posturas meto­ dológicas diferentes no habría de tener larga vida. El nuevo siglo acababa de empezar cuando empezó a oírse en la lejanía el estruendo sordo del Institucionalismo Americano, y hacia 1914 los escritos de Thorstein Veblen, Mitchell y Commons habían generado toda una escuela de inductivismo heterodoxo que cruzó el Atlántico; el insti­ tucionalismo creció y se afianzó durante la década de 1920, amena­ zando en un determinado momento con convertirse en la corriente principal del pensamiento económico americano. Y , sin embargo, para la década de 1930 había prácticamente desaparecido ya, aunque re­ cientemente ha experimentado una cierta revitalización.

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Fue en este momento cuando Lionel Robbins decidió que era hora de reformular en terminología moderna las ideas de SeniorMill-Cairnes, con objeto de demostrar que lo que los economistas ortodoxos habían hecho y estaban aún haciendo tenía sentido. Había, sin embargo, en la argumentación de Robbins elementos tales como la famosa definición de la Economía en términos de medios-fines, y la afirmación del carácter no-científico de toda comparación interperso­ nal de utilidad, que provenían de la tradición económica austríaca, más que de la angloamericana w. En una década que se destaca por las grandes controversias eco­ nómicas que en ella se desarrollaron, el Ensayo sobre la naturaleza y significación de la Ciencia Económica de Robbins (1932) aparece como una obra maestra polémica que hizo furor. Como deja bien claro el Prefacio a su segunda edición de 1935, el grueso de las reac­ ciones que en su momento generó el Ensayo de Robbins se centró en el capítulo seis, con su insistencia en el carácter puramente con­ vencional de las comparaciones interpersonales de bienestar. Igual­ mente, en su argumentación en defensa de la neutralidad de la ciencia económica respecto de los objetivos de la Política Económica, Robbins fue ampliamente malinterpretado como detractor de las discusiones sobre política entre economistas. Por otro lado, su definición de la Economía, de tipo austríaco — «L a Economía es la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre (una jerarquía dada de) fines y medios escasos susceptibles de usos alternativos»— , y que se refería a un aspecto, más que a un tipo, del comportamiento humano (Robbins, 1935, págs. 16-7; Fraser, 1937, capítulo 2; Kirzner, 1960, capítulo 6), pronto ganó terreno y encuentra eco hoy en día en todos los libros de texto sobre teoría de los precios. «E l principal postulado de la teoría del valor», enunció Robbins (1935, págs. 78-9), «establece el hecho de que los individuos pueden ordenar sus preferencias en una cierta escala y que, de hecho, esto es lo que hacen». Este fundamental postulado es, al mismo tiempo, una verdad analítica apriorística, «un elemento esencial de nuestra concepción de la conducta en el terreno económico», y un «hecho elemental de la experiencia» (págs. 75 y 76). Igualmente, el princi­ pio de decrecimiento de la productividad marginal, otra proposición fundamental de la teoría del valor, se sigue tanto del supuesto de i® Robbins se distinguió entre los economistas de su época por citar con más frecuencia a autores austríacos y alemanes que ingleses o americanos. Sin embargo, estaba profundamente influido por la obra de Wicksteed: Common Setise of Political Economy (E l sentido común en Economía Política) (1910), un intento pionero de incorporar las ideas de los austríacos a la teoría econó­ mica británica.

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que existe más de un factor de producción escaso como de la «simple e indiscutible experiencia» (págs. 77-8). Así pues, ambos son «pos­ tulados cuya contrapartida real existe y nadie discute dicha existen­ cia... No necesitamos experimentos controlados para establecer su validez: de tal modo forman parte de nuestra experiencia diaria, que basta con enunciarlos para que sean reconocidos como obvios» (pá­ gina 79; también págs. 68-9, 99-100 y 104). En realidad, como Cair­ nes había dicho ya tiempo atrás, en este aspecto la Economía pre­ senta una ventaja sobre la Física: «En Economía, como hemos visto, los componentes básicos de nuestras generalizaciones fundamentales nos resultan conocidos por comprensión inmediata, mientras que en las ciencias naturales sólo son conocidos por inferencia. Hay muchas menos razones para dudar de la contrapartida real del supuesto de preferencias individuales de las que hay para hacerlo del supuesto del electrón» (pág. 105). Esto no es, por supuesto, sino la familiar doctrina del Verstehen, que siempre fue un ingrediente fundamental de las ideas económicas de la Escuela Austríaca. La doctrina del Verstehen siempre va de la mano de la desconfianza hacia el mo­ nismo metodológico, y también encontramos esta característica en Robbins: «Probablemente es de esperar un daño menor de la insis­ tencia en las diferencias existentes entre las ciencias sociales y las naturales que de la insistencia en sus semejanzas» (págs. 111-12). Igualmente, siguiendo a Cairnes, Robbins niega que puedan pre­ decirse los fenómenos económicos en términos cuantitativos; incluso las estimaciones de la elasticidad de la demanda, que parecen sugerir lo contrario, son en realidad muy inestables (págs. 106-12). Lo que el economista puede utilizar es el mero cálculo cualitativo, que, por supuesto, puede ser aplicable o puede no serlo en cada caso concreto (páginas 79-80). Rechaza categóricamente la contención de la Escuela Austríaca de que todas las verdades económicas son relativas respecto del tiempo y el espacio, derrama abundante desprecio sobre los institucionalistas americanos — «ni una sola “ley” merecedora de tal nombre, ni una generalización cuantitativa de validez permanente, ha surgido de sus esfuerzos»— y decididamente se adhiere a lo que desde los tiempos de Sénior y Cairnes se ha considerado como la concepción «ortodoxa» de la ciencia económica (págs. 114 y 82). A continuación, Robbins contrasta los «estudios realistas» que «contrastan la aplicabilidad de una respuesta cuando ésta se produce» y las teorías «que son las únicas capaces de proporcionar soluciones» (página 120), y concluye así: «L a validez de una determinada teoría depende de su derivación lógica de los supuestos generales de los que parte. Pero su aplicabilidad a una situación dada dependerá de la medida en la cual sus conceptos reflejen de hecho las fuerzas que

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operan en dicha situación», conclusión que ilustra después en tér­ minos de la teoría cuantitativa del dinero y de la teoría del ciclo económico (págs. 116-19). E incluye a continuación, como era de esperar, unas cuantas páginas sobre los peligros inherentes a toda contrastación empírica de las predicciones económicas (págs. 123-27). En su famoso y controvertido capítulo sexto, Robbins niega la posibilidad de hacer comparaciones interpersonales de utilidad que sean objetivas, porque éstas «nunca podrán ser verificadas por obser­ vación o introspección» (págs. 136 y 139-41). En una crítica devas­ tadora al uso de la introspección como fuente empírica de conoci­ miento económico publicada unos años después, en 1938, Hutchison (1965, pags. 138-9) señala la contradicción lógica existente entre la adopción de comparaciones /«/rapersonales de utilidad como base justificada de la teoría del consumidor y el rechazo de las compara­ ciones /«terpersonales de utilidad como base de la Economía del Bienestar. Y ciertamente, es curioso que Robbins esté dispuesto a confiar tanto en el supuesto de que los demás tendrán aproximada­ mente la misma psicología que uno mismo como base de la teoría del valor, mientras que rechaza el mismo tipo de supuestos cuando se trata del bienestar de los demás. Dicho de otro modo, si no existe método objetivo alguno para inferir nada acerca del bienestar de los demás. Dicho de otro modo, si no existe método objetivo alguno para inferir nada acerca del bienestar de los distintos agentes económicos, tampoco existirá método objetivo alguno que nos permita hacer infe­ rencias acerca de las preferencias de los distintos agentes económicos. Así, el supuesto de que «los individuos pueden ordenar sus prefe­ rencias en una cierta escala y, de hecho, eso es lo que hacen», es sin duda «parte de nuestra experiencia cotidiana», pero también es cierto que ciertos comportamientos que también «forman parte de nuestra experiencia cotidiana» vienen a contradecir aquel supuesto: esque­ mas de consumo mantenidos rígidamente por costumbre, a pesar de las cambiantes circunstancias; compras orgiásticas o impulsivas que pueden ser totalmente inconsistentes con cualquier ordenación previa de preferencias; consumos motivados únicamente por el deseo de aprender sobre los propios gustos por experiencia, por no mencionar el consumo motivado, no por las propias preferencias, sino por nues­ tra percepción de las preferencias de otros, como en el consumo que se hace por seguir la corriente, la moda, o por esnobismo (Koopmans, 1957, págs. 136-37). Los apriorismos no son ciertamente menos peli­ grosos en la teoría de la demanda que en la teoría de la economía del bienestar. Afortunadamente, en el caso de Robbins, disponemos por fin de las reflexiones posteriores de un metodólogo acerca de sus pronun­

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ciamientos en la materia. Casi cuarenta años después de la publica­ ción de su Ensayo publica Robbins su autobiografía, y en ella con­ sidera retrospectivamente la acogida que tuvo su Ensayo sobre la naturaleza y significación de la Ciencia Económica. Se muestra poco convencido por las críticas que recibió, pero en perspectiva concede que había prestado poca atención al problema de la contrastación, tanto de los supuestos como de las implicaciones de la teoría econó­ mica: «E l capítulo dedicado a la naturaleza de las generalizaciones económicas adolece demasiado de lo que hoy en día se denomina esencialismo... fue escrito antes de que la estrella de Karl Popper se elevase en nuestro horizonte. Si entonces hubiese conocido su pio­ nera exposición del método científico... esta parte del libro hubiese sido escrita de forma muy diferente» (Robbins, 1971, págs. 149-50; también 1979). En realidad, esta primera hostilidad de Robbins hacia la investi­ gación cuantitativa no era un rasgo distintivo suyo, sino que era ampliamente compartida por muchos de los principales economistas de la década de 1930; consideremos al respecto las observaciones hechas por John Maynard Keynes (1973, págs. 296-7) en una carta a Roy Harrod, escrita en 1938 (las referencias a Schultz se refieren a Henry Schultz, cuya Theory and Measurement of Demand [Teoría y medición de la demanda], [ 1938] constituyó la piedra angular de la naciente Econometría): En mi opinión, la Econom ía es una rama de la Lógica, un método de pen­ samiento; y creo que tú no rechazas con suficiente firmeza los intentos «a lo Schultz» de convertirla en una ciencia pseudonatural. Se pueden hacer progresos útiles simplemente utilizando nuestros axiomas y máximas, pero no iremos muy lejos a menos que construyamos modelos nuevos y mejores. E sto exige, como tú dices, «una observación vigilante del funcionamiento real de nuestro sis­ tema». E l progreso en Econom ía consiste casi exclusivamente en la progresiva mejora lograda en la elección de m odelos... Pero en la esencia de un modelo está el que no sea posible atribuir valores reales a las variables de las funciones, ya que de hacerlo así lo inutilizaríamos como tal modelo, al hacerlo perder generalidad y su valor como método de pensamiento. Por eso es por lo que creo que Clapham con sus cajas vacías está llamando a una puerta equivocada, y creo también que los resultados que ob­ tenga Schultz, si es que obtiene alguno, no serán muy interesantes (ya que de antemano sabemos que no serán aplicables a otros casos que puedan surgir en el futuro). E l objetivo de los estudios estadísticos no será tanto el tratar de encontrar las variables que faltan desde el punto de vista de la predicción, sino el de contrastar la relevancia y validez del modelo. L a Economía está constituida por una ciencia que piensa en términos de modelos, junto con el arte de elegir los modelos que son relevantes para nuestro mundo contemporáneo. Y tiene que ser una mezcla de estas dos cosas porque,

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a diferencia de la típica ciencia natural, el material al que ha de aplicarse no resulta homogéneo en el tiempo en m ultiplicidad de aspectos. E l objetivo de un modelo consiste en segregar los factores relativamente constantes o semipermanentes de aquellos que son transitorios o fluctuantes, con objeto de desarrollar una forma lógica de pensamiento respecto de estos últimos, y de com­ prender la secuencia tem poral a que darán lugar en casos concretos. L os buenos economistas son escasos porque el don de utilizar la «observa­ ción vigilante» para elegir buenos modelos, aun siendo algo que no requiere técnicas intelectuales muy especializadas, parece ser bastante escaso. En segundo lugar, y en contra de Robbins, creo que la Economía es esen­ cialmente una ciencia m oral y no una ciencia natural. E s decir, que emplea la introspección y los juicios de valor.

Los modernos austríacos La idea de que las verdades económicas — basadas como están en postulados tan inocentes y plausibles como el consumidor maximizador con una escala consistente de preferencias, el empresario maximizador que se enfrenta con funciones de producción que tienen toda la forma y comportamiento que se les atribuye en los libros de texto, y la existencia de una competencia activa tanto en los mercados de bienes de consumo como en los de factores producti­ vos— exigen verificación tan sólo para comprobar que son en efecto aplicables a cada caso particular, nunca fue defendida con tanta dedi­ cación y elocuencia como en el Ensayo de Robbins. Pero, en cualquier caso, ésta iba a ser también la última vez en la historia del pensa­ miento económico en que las tesis verificacionistas serían defendidas en estos términos. En unos pocos años los nuevos vientos del falsa­ cionismo, e incluso del operacionalismo, empezarían a soplar en el campo de la Economía, estimulados por el desarrollo de la Econo­ metría y por el avance de la economía keynesiana (a pesar de la poca simpatía con que Keynes veía las investigaciones cuantitativas). Por supuesto, los viejos principios metodológicos, como los viejos solda­ dos, nunca mueren: tan sólo desaparecen. Y así, mientras que el resto de los economistas profesionales rechazaron, a partir de la Segunda Guerra Mundial, la complacencia en las posturas verifica­ cionistas, un pequeño grupo de los últimos economistas de la tradi­ ción austríaca han protagonizado una vuelta a una versión más ex­ trema de la tradición de Senior-Mill-Cairnes. Esta escuela, la llamada Economía Austríaca Moderna, toma como modelos, no a Cari Menger o Eugen Bohm-Bawerk, sino a Ludwig von Mises y Friedrich Hayek. Estos autores se inspiraron en el ata­ que de Hayek en contra del «cientifismo», o monismo metodológico,

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con su énfasis en el principio del individualismo metodológico, pero su inspiración más directa provino de la obra de von Mises: Human Action: A Treatise on Economics (1949), con su defensa de la praxeología, la teoría general de la acción racional, según la cual el su­ puesto de una acción individual consciente es un prerrequisito abso­ luto para la explicación de cualquier tipo de comportamiento, inclu­ yendo el comportamiento económico, que constituye en realidad un principio sintético a priori que habla por sí mismo 19. Von Mises adopta un apriorismo radical tan sin concesiones, que hay que leerlo para creerlo: «Lo que concede a la Economía su posición peculiar y única en la órbita del conocimiento puro y de la utilización prác­ tica de dicho conocimiento es el hecho de que sus teoremas concretos no son susceptibles de verificación o falsación alguna en el terreno de la experiencia... la medida última de la corrección o falta de ella de un teorema económico es únicamente la razón, sin ayuda alguna de la experiencia» (von Mises, 1949, pág. 858; véase también páginas 32-41 y 237-38; Tothbard, 1957; Mises, 1978; Rizzo, 1978). Junto con su apriorismo radical, Mises insiste en lo que él deno­ mina el dualismo metodológico, la disparidad esencial de enfoque entre las ciencias sociales y las naturales, basado en la doctrina del Verstehen y en el rechazo radical de cualquier tipo de cuantificación, ya sea de las premisas, ya sea de las implicaciones, de las teorías económicas (Mises, 1949, págs. 55-6 y 347-49, y 863-64). Aunque se dice que todo esto no es sino una continuación del enfoque de Sénior, Mili y Cairnes, la idea de que incluso la verificación de los supuestos resulta innecesaria en Economía es, como hemos visto, una mixtificación y no una reformulación de la metodología clásica. En resumen, los ingredientes esenciales de la metodología de esta nueva rama de la economía austríaca, que cuenta entre sus adherentes ( on nombres como los de Murray Rothbard. Israel Kirzner y Ludwig l.achmann, parecen ser los siguientes: 1) una insistencia absoluta en el individualismo metodológico como un postulado heurístico a priori-, 2) una profunda desconfianza hacia todos los agregados macroeconómicos, tales como la Renta Nacional o el Nivel General de Precios; 3) una firme desaprobación de toda contrastación cuantitativa de las predicciones económicas y, en especial, el categórico rechazo de todo lo que suene de lejos a Economía Matemática y Econometría; y, por último, 4) la creencia de que hay mucho más que aprender del estu­ dio de cómo los procesos de mercado convergen hacia el equilibrio (tulo 14.

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plicación de que esta demanda de consumo suponía también una «capacidad» para consumir el bien en cuestión, pero la mayoría de los economistas se sentían satisfechos con dejar a los sociólogos y psicólogos sociales la tarea de demostrar que tal «capacidad» depen­ día a su vez de la clase social de la que los estudiantes provenían y, en especial, del nivel educacional alcanzado por sus padres. Puesto que esta teoría de la demanda de consumo de educación anterior a 1960 nunca fue utilizada para explicar las tasas de asistencia a es­ cuelas y universidades en el mundo real, no importa la formulación concreta que adoptemos de la misma. La cuestión está en que la idea de que las ganancias no-obtenidas constituye un elemento importante del coste privado de la escolari­ dad y que los estudiantes adoptan una visión de futuro respecto de sus perspectivas de ganancias en el mercado de trabajo, hubiese sido rechazada como poco plausible en el período anterior a 1960, sobre la base de que los estudiantes carecen de la información necesaria para hacer tales predicciones y de que se sabe que, en cualquier caso, la información disponible no es muy fiable. El programa de investi­ gación del capital humano, por otro lado, al tiempo que considera también como dados los «gustos» y «capacidades» a que antes nos hemos referido, subraya el papel de los ingresos presentes y futuros, argumentando además que estos ingresos mostrarán variaciones a cor­ to plazo mucho más amplias de lo que podría justificar la distribu­ ción de los antecedentes familiares entre las sucesivas cohortes de estudiantes. La diferencia entre la visión antigua y la nueva es, pues, funda­ mental, y los supuestos auxiliares que transforman el «núcleo» del programa de investigación del capital humano en una teoría contrastable de la demanda de educación adicional a la obligatoria son tan obvios que no requieren elaboración alguna; en efecto, a causa de las imperfecciones del mercado de capital los estudiantes no pueden financiar con facilidad los costes presentes de la escolaridad adicional con cargo a sus ingresos futuros; son perfectamente conscientes de los ingresos que dejan de obtener mientras están estudiando, y por consiguiente demandan más escolaridad cuando se produce una ele­ vación de las tasas de empleo de los jóvenes; las diferencias salariales corrientes por años de escolaridad les proporcionan estimaciones bas­ tante fiables de las diferencias salariales que prevalecerán cuando entren en el mercado de trabajo unos años después; etcétera. Además, la teoría presenta dos versiones: pretende modestamente predecir la matrícula total de escolaridad no-obligatoria y, más ambiciosamente, predecir la matrícula en campos específicos de estudio dentro de la

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educación superior, e incluso la asistencia a diferentes tipos de insti-» iliciones a nivel terciario. Individualismo metodológico Tal como fue formulado inicialmente por Schultz, Becker y Mincer, el programa de investigación del capital humano estaba caracte­ rizado por un individualismo metodológico, es decir, por la idea de que todos los fenómenos sociales pueden y deben retrotraerse a sus fundamentos de comportamiento individual. Para Schultz, Becker y Mincer, la formación de capital humano se concibe típicamente como realizada por individuos que actúan en defensa de sus propios inte­ reses 21. Esta es la forma natural de abordar fenómenos como la bús­ queda de empleo y la emigración, pero tanto la sanidad como la educación, la recogida de información y la formación profesional, se encuentran hoy total o parcialmente bajo la responsabilidad de los gobiernos en muchos países. La familiaridad con la educación y la medicina privadas, así como la casi total ausencia de sistemas gubernamentales de formación pro­ fesional en el contexto norteamericano (al menos hasta 1968), sir­ vieron de apoyo al razonamiento en términos del cálculo privado. Allí donde, por el contrario, la sanidad y la educación están en gran parte en manos del sector público, como ocurre en la mayor parte de los países de Europa y del Tercer Mundo, nos sentimos tentados a preguntar si el nuevo programa de investigación del capital humano es también capaz de proporcionar una nueva normativa para la actua­ ción gubernamental. En el terreno de la educación, en cualquier caso, el programa de investigación del capital humano sí que proporcionó un nuevo criterio de inversión social: los recursos han de ser asigna­ dos a años de escolaridad y niveles de educación de forma que se iguale la tasa marginal de rendimiento «social» de la inversión en educación, y yendo un paso más adelante, este rendimiento igualado de la inversión en educación no debería ser menor que el rendimiento que proporcionan las inversiones privadas alternativas. Sin embargo, 21 N ótese que el énfasis que se hace sobre las elecciones individuales es la quintaesencia del programa de investigación del capital humano. Se ha dicho que la educación mejora la eficiencia de la asignación de recursos, tanto en el campo de la producción como en el del consumo, que acelera el progreso téc­ nico, que eleva la tasa de ahorro, que reduce la tasa de natalidad y que afecta tanto al nivel como a la naturaleza de la criminalidad (véase Ju ster, 1975, capítulos 9-14). Pero a menos que estos efectos estimulen a los individuos a demandar educación adicional, no tendrán nada en absoluto que ver con el programa de investigación del capital humano.

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este criterio normativo no fue defendido con el mismo grado de con­ vicción por todos los defensores del programa de investigcación del capital humano. Además, la llamada tasa social de rendimiento de la inversión en educación ha de calcularse por fuerza exclusivamente con base a los valores pecuniarios observables; los rendimientos no-pecuniarios de la educación, tales como las externalidades asocia­ das con la escolaridad, vienen invariablemente asociados a juicios de valor cualitativos, y estos difieren de unos autores a otros (Blaug, 1972, págs. 202-05). Así pues, ocurría que las mismas tasas sociales de rendimiento de la inversión en educación generaban con frecuencia conclusiones diferentes respecto de la estrategia educacional óptima. Por su carácter normativo, la exigencia de igualación de las tasas de rendimiento de la educación no genera problemas de contrastación empírica. Desde el punto de vista de la Economía Positiva puede resultar interesante preguntarse si los gobiernos asignan de hecho los recursos de que el sistema educativo dispone de forma que se igualen los rendimientos sociales a todos los niveles y tipos de edu­ cación, pero pocos estudiosos del capital humano se comprometerían con una predicción precisa de resultados basada en dicho cálculo 72. En ausencia de una teoría del comportamiento del gobierno que sea generalmente aceptada, puede excusarse a los defensores del progra­ ma de investigación del capital humano por su menosprecio de las implicaciones normativas de sus doctrinas. Desgraciadamente, parece bastante difícil la contrastación de cualquier predicción positiva res­ pecto de la demanda de educación no-obligatoria, a menos que se tengan opiniones definidas acerca de las normas que guían el compor­ tamiento gubernamental en el campo de la educación. El mundo real nos proporciona pocos ejemplos de países en los que la demanda de educación no-obligatoria no se vea limitada por el número de plazas que los gobiernos deciden proporcionar. Al contrastar las predicciones respecto de la demanda privada nos encontramos, por tanto, con­ trastando al mismo tiempo predicciones acerca de la función de oferta. ® Igualmente, resulta interesante preguntarnos qué impacto tiene la educa­ ción sobre el crecimiento económico, independientemente de las motivaciones que subyacen a la provisión de escolaridad formal. E l intento de dar respuesta a esta pregunta constituyó el centro motivacional de la literatura que brotó en los prim eros años de la década de 1960 en torno a la contabilidad del creci­ miento, pero recientes dudas surgidas acerca del concepto de función de pro­ ducción agregada han acabado virtualmente con el interés de los economistas por esta cuestión: véase N elson (1973), pero también Denison (1974). Retros­ pectivamente, parece dudoso, en cualquier caso, si el tipo de contabilización del crecimiento emprendido por Denison tiene en realidad algo que ver con las cuestiones cruciales que la teoría del capital humano se plantea (Blaug, 1972, págs. 99-100).

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Para conceder realmente su oportunidad al programa de investiga­ ción del capital humano tendríamos que referirnos a sistemas abiertos de educación superior, como los que existen únicamente en los Esta­ dos Unidos, Japón, la India y Filipinas. Estos comentarios ayudarán sin duda a explicar por qué casi la totalidad del trabajo empírico referente a la demanda de educación se ve confinado a los Estados Unidos. De todos modos, incluso res­ pecto de este país, resulta sorprendente la poca atención que se ha dedicado de hecho a la explicación de la demanda privada de educa­ ción. Casi nada estimulante se hizo en este terreno hasta 1970, e incluso hoy la demanda de educación sigue siendo un tema que sor­ prende por el abandono en que ha quedado dentro de la vasta litera­ tura empírica que ilustra «1 enfoque del capital humano. Pasemos ahora de la educación escolar formal a la formación profesional. Casi desde el principio, el programa de investigación del capital humano se preocupó del fenómeno de la formación profesional tanto como del de la educación general. La distinción fundamental de Becker entre formación profesional específica y generalizada ge­ neró la sorprendente predicción de que los propios trabajadores se pagan su formación profesional vía unos ingresos reducidos durante el período de aprendizaje (véase capítulo 9), contradiciendo así la anti­ gua idea marshalliana de que el mercado competitivo no proporciona estímulos adecuados para que los patronos ofrezcan niveles óptimos de formación en el propio puesto de trabajo. Las predicciones sobre la demanda de formación profesional se adecuaban perfectamente a las predicciones referentes a la demanda de educación, ya que la educa­ ción escolar es un ejemplo perfecto de formación profesional general; en realidad, el modelo de Becker tiene la virtud de que predice correc­ tamente que los patronos rara vez pagarán directamente la educación escolar adquirida por sus empleados, un fenómeno observado con generalidad en el mundo real y que no había sido explicado por nin­ gún programa de investigación alternativo (excepto, quizás, por el marxista). La distinción entre dos tipos de aprendizaje adicional al obliga­ torio llevó pronto a una fructífera discusión en torno a la medida en la cual la formación revierte o no totalmente en los trabajadores individuales, pero en general no logró inspirar trabajos empíricos nuevos sobre la formación de la mano de obra en la industria (Blaug, 1972, págs. 191-99). En parte, esto podía explicarse por las dificul­ tades inherentes que encontramos al tratar de distinguir el aprendi­ zaje sin costes en el propio puesto de trabajo, tanto del aprendizaje informal en el propio puesto de trabajo como del aprendizaje formal fuera del propio puesto de trabajo pero en la propia fábrica (el apren­

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dizaje fuera del propio puesto de trabajo y fuera de la fábrica es otra categoría de la «formación profesional»). Por lo demás, el énfa­ sis de Becker sobre la formación profesional como resultado de una elección ocupacional por parte de los trabajadores parecía ignorar complejas cuestiones referentes a la oferta de formación profesional por parte de las empresas que disponen de «mercados de trabajo internos» bien desarrollados. Con todo, difícilmente podrá sostenerse que el enfoque del capital humano en cuanto a la formación profe­ sional haya sido sometido alguna vez a una contrastación empírica decisiva. El tema de las migraciones genera dificultades similares en cuanto a la evaluación de su grado de éxito o fracaso. Existe una rica litera­ tura económica y sociológica acerca de las migraciones geográficas que nos viene desde el siglo xxx, e incluso del xvm , a la que el en­ foque del capital humano añade bien poco excepto un pronunciado énfasis en el papel de las disparidades geográficas de las rentas reales. No hay duda de que los trabajos empíricos recientes sobre las migra­ ciones se han visto profundamente influidos por consideraciones de capital humano, pero no se puede hacer una evaluación clara y pre­ cisa del estatus empírico del programa de investigación del capital humano en el campo de la migración (véase, sin embargo, Greenwood, 1975). Nos queda, pues, por examinar la sanidad, la búsqueda de em­ pleo y las redes de información laboral. La virtual explosión de la economía de la sanidad en años recientes y los desarrollos consegui­ dos en la teoría de la búsqueda de empleo en los mercados de tra­ bajo, o «los fundamentos microeconómicos de la teoría del empleo», tienen ambos sus raíces en el programa de investigación del capital humano. En cualquier caso, éstas se convirtieron pronto en áreas independientes de investigación que hoy no mantienen gran relación con «la revolución que la inversión en capital humano generó en el pensamiento económico». Por tanto, no examinaremos estas áreas aquí (pero ver Culyer, Wiseman y Walker, 1977; Santomero y Seater, 1978, págs. 518-25). Contenido del programa

Si tomamos todos estos temas conjuntamente, el programa apa­ rece como una explicación casi total de los determinantes de los ingresos provenientes del empleo, que predice inversiones en forma­ ción de capital humano decrecientes con la edad y, por consiguiente, perfiles de ingresos a lo largo de la vida que son cóncavos hacia

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abajo. Sin duda el grueso de los trabajos empíricos inspirados en el i marco conceptual del capital humano ha adoptado la forma de regre­ siones de los ingresos de los individuos sobre variables tales como; las capacidades innatas, el sustrato familiar, el lugar de residencia, los años de escolaridad, los años de experiencia profesional, el estatus ocupacional y similares — la llamada función de ingresos. Resulta a veces difícil saber exactamente qué hipótesis es la que se está contrastando en todas estas investigaciones, aparte de la de que la escolaridad y la experiencia profesional son factores más im­ portantes que las capacidades innatas y el sustrato familiar. La expe­ riencia profesional ha quedado a su vez reducida a la formación de capital humano, argumentando que los individuos tienden a invertir en sí mismos después de terminar sus años escolares por medio de la elección de ocupaciones que prometen una formación de tipo gene­ ral; al hacerlo así, aceptan una reducción de sus ingresos de partida por debajo de las oportunidades alternativas que se les ofrecen, a cambio de ingresos futuros más elevados a medida que su formación empieza a rendirles. En resumen, la tasa a la que los ingresos se elevan con los años de experiencia profesional es, en sí misma, una cuestión de elección individual. Desgraciadamente, resulta imposible en la práctica separar los efectos de tales inversiones posescolares de la inversión normal en escolaridad formal, a menos que se suponga que todas las tasas de rendimiento de las inversiones escolares y posescolares se igualan en el margen. La evidencia es aplastante, sin embargo, en el sentido de que las tasas de rendimiento de los dife­ rentes tipos de capital humano no se igualan de hecho, o dicho de otro modo, en el sentido de que nunca se alcanza en la práctica el equilibrio en los mercados de capital humano. Con todo, sigue siendo cierto que, hasta hoy, hemos tenido que conformarnos con tasas de rendimiento de la formación de capital humano que son en realidad una media de las tasas de rendimiento de la escolaridad formal y de Ins tasas de rendimiento de diferentes modalidades de formación profesional. F.n resumen, podemos decir que el programa de investigación del 75, pág. 65) ha observado que «la idea fundamental del capital humano, que es la de la renta corriente que deja de percibirse a cam­

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bio de la perspectiva de unos ingresos futuros más elevados, supone tan sólo que la asociación escolaridad-renta no es una asociación espúrea. Como tal, ésta es plenamente consistente con el enfoque del mecanismo-espejo, que afirma que las escuelas no hacen sino identificar habilidades preexistentes y que las habilidades que el mer­ cado valora son producidas en las escuelas». Si la diferencia entre ambas explicaciones consiste, en realidad, en averiguar si las escuelas producen aquellos atributos que los patronos valoran o si meramente los identifican, la evidencia empírica que podría distinguir entre am­ bas sera posiblemente evidencia referida a lo que realmente ocurre dentro de las aulas. Sin embargo, los dos bandos ie han dedicado a investigar con datos de mercado que permitiesen derrotar al adver­ sario, cuando, con toda probabilidad, ninguna contrastación sobre la que ocurre en el mercado podrá discriminar entre la explicación del mecanismo-espejo y la del capital humano, porque la cuestión no está en si la escolaridad explica los ingresos o no, sino en por qué los explica. Sería difícil encontrar un ejemplo mejor de la diferencia existente entre la mera predicción de un resultado y su explicación por medio de un mecanismo causal convincente. Para ciertos propósitos, esta diferencia carece de importancia, pero para otros resulta vital. Ade­ mas, la extendida creencia de que el examen del funcionamiento interno de instituciones económicas tales como las empresas y los sistemas educativos no es asunto del economista, combinada con los escrúpulos que con frecuencia se sienten ante la posibilidad de excederse de lo que es el campo propio de la Economía, pueden resultar decisivas para cortar el camino hacia la genuina explicación de una correlación observable como la examinada aquí entre la edu­ cación y los ingresos profesionales. Entre tanto, nos quedamos con la incómoda sensación de que los defensores del credencialismo se contentan en gran medida con veri­ ficar su teoría apuntando a la «inflación educacional», sin compro­ meterse en absoluto con predicción alguna que pudiese falsearla. Lo fundamental de una teoría contrastadle es que defina estados de cosas que no puedan darse si la teoría es cierta. Resulta a veces difí­ cil imaginar qué estados de cosas son los que el credencialismo ex­ cluye, especialmente cuando los credencialistas han evitado cuidadosa­ mente hasta el momento cualquier investigación sobre las «funciones de producción de educación». Pero esto no significa que el debate se reduzca simplemente a una tempestad en un vaso de agua. Lo que está en juego es la cuestión de si el mercado de trabajo genera o no señales privadas percibibles por los individuos, que sean totalmente diferentes de las señales sociales. El debate se centra sobre el signi­

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ficado de la tasa social, más que privada, de rendimiento de la inver­ sión en capital humano. En este sentido, la argumentación se refiere a valores normativos: ¿Queremos seleccionar a los individuos en el mundo del trabajo por medio de sus credenciales educativas? De no ser así, por supuesto que la tarea de establecer otros mecanismos para la selección de trabajadores y su asignación a los diferentes puestos de trabajo no se encontrará más allá de las posibilidades del ingenio humano, pero, como ocurre con tanta frecuencia con los pro­ blemas normativos, nos encontramos aquí con una cuestión positiva que resolver previamente, a saber: ¿Cuál es el grado de eficiencia del sistema educativo en la asignación de trabajadores a los diferentes puestos de trabajo? Antes de unirnos a Ivan Illich en su Deschooling Society (1971) (Desescolarizar la sociedad), deberíamos tratar de res­ ponder a dicha cuestión. Evaluación final El propósito de nuestra discusión consistía en preguntarnos: ¿Es «progresivo» o «degenerado» el programa de investigación del capi­ tal humano? Ahora que hemos realizado una breve revisión de la evolución de dicho programa durante la ultima década, ¿nos encon­ tramos o no más cerca de poder responder a aquella pregunta? La evaluación de un PCI nunca puede ser absoluta, ya que los programas de investigación sólo pueden ser juzgados en relación con sus programas rivales que tratan de explicar el mismo conjunto de problemas. Sin embargo, el programa de investigación del capital humano carece de verdaderos rivales que abarquen un campo apro­ ximadamente similar al suyo. Las teorías al uso, estáticas, del com­ portamiento del consumidor y de la empresa maximizadora de bene­ ficios proporcionan alguna explicación de fenómenos tales como la matriculación en escuelas y la formación profesional en el propio puesto de trabajo, pero son totalmente incapaces de explicar la par­ ticipación conjunta de patronos y trabajadores en los costes de adqui­ sición de la formación profesional. La sociología clásica proporciona ciertamente explicaciones alternativas de la correlación existente en­ tre educación e ingresos; y las teorías cuasipsicológicas de los merca­ dos de trabajo duales o segmentados pisan, sin duda, terreno acotado por los teóricos del capital humano. La dificultad con que nos en­ contramos aquí es la falta de precisión en la formulación de hipótesis y, en especial, la falta de compromisos con hipótesis falsables dife­ rentes de las incluidas en el programa del capital humano. El pro­ grama marxista de investigación, por otro lado, justamente ha empe­

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zado a atacar la cuestión de las diferencias de ingresos entre trabaja­ dores y no consigue por tanto competir con la teoría del capital humano en su propio terreno. Quedamos, pues, condenados a juzgar el programa de investiga­ ción del capital humano fundamentalmente en sus propios términos, lo cual es imposible estrictamente hablando — incluso el programa de investigación basado en la idea de que la tierra es plana no sal­ dría tan mal parado, caso de ser juzgado únicamente en sus propios términos— . Existen razones para pensar que el programa de investi­ gación del capital humano se encuentra hoy en una situación bastante crítica: a) porque su explicación de la demanda privada de educación aún está en espera de ser adecuadamente corroborada; b) porque ofrece consejo sobre la oferta de educación, pero ni siquiera aborda una explicación del esquema de financiación de la educación, ni tam­ poco de la propiedad pública de escuelas y universidades que obser­ vamos en la realidad; c) porque su explicación de la formación adi­ cional posescolar sigue prestando menor atención de la debida al papel del aprendizaje gratuito por la práctica conseguido por el sim­ ple paso del tiempo, por no mencionar los estímulos organizativos de los «mercados internos de trabajo»; d) porque sus cálculos sobre tasas de rendimiento muestran una y otra vez amplias diferencias de rendimiento entre los diferentes tipos de inversiones en capital hu­ mano, mientras que su explicación de la distribución de ingresos sigue suponiendo, no obstante, que todas las tasas de rendimiento de la formación de capital humano se igualan en el margen. Y, por último, peor aún, es su persistente recurso a supuestos auxiliares ad hoc para explicar cada resultado «perverso» que se observa, re­ curso que culmina en una cierta tendencia a volver una y otra vez sobre los mismos cálculos con nuevos conjuntos de datos, cosa que resulta un signo típico de degeneración en cualquier programa cien­ tífico de investigación. Al mismo tiempo, hemos de reconocer los méritos cuando éstos existen. El programa de investigación del capital humano se ha ale­ jado gradualmente de algunas de sus formulaciones primeras e inge­ nuas, y ha atacado con denuedo el estudio de ciertos temas tradi­ cionalmente poco tratados en Economía, tales como el tamaño y la distribución de la renta personal. Además, este programa nunca ha perdido completamente de vista su propósito original de demostrar que existe una amplia gama de fenómenos del mundo real aparen­ temente desconectados entre sí, pero que son resultado de un es­ quema definido de decisiones individuales, que tienen en común el rasgo de renunciar a ingresos en el presente en favor de la expectativa de unos ingresos futuros. Al hacerlo así, este programa descubrió

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hechos nuevos, tales como la correlación existente entre la educación y los ingresos de edades concretas, que han abierto ante nosotros áreas totalmente nuevas de investigación en Economía. El que este ritmo pueda o no mantenerse en el futuro es por supuesto algo hipo­ tético, pero hay que destacar que la hipótesis del mecanismo-espejo surgió primeramente en los escritos de los dedicados al programa de investigación del capital humano, y que hasta el momento los traba­ jos empíricos más fructíferos de que disponemos para la contrasta­ ción de las hipótesis credencialistas siguen surgiendo de entre las filas de los simpatizantes de la teoría del capital humano, y no de las de sus enemigos. Nada más fácil que predecir la evolución futura de la investiga­ ción científica — y nada más fácil también que equivocarse en dicha predicción— . En cualquier caso, permítaseme arriesgarme en este terreno. Con toda probabilidad, el programa de investigación del ca­ pital humano nunca llegará a morir del todo, pero irá desapareciendo gradualmente al ser absorbido por una nueva teoría de la señalización, la teoría de cómo profesores y estudiantes, patronos y empleados, y en realidad compradores y vendedores de todo tipo, se seleccionan mutuamente cuando sus atributos personales tienen importancia res­ pecto del objetivo de completar una transacción, y en el caso en que la información sobre esos atributos que cuentan esté sujeta a incertidumbre. Con el tiempo, la hipótesis del mecanismo-espejo será con­ siderada como la que marcó el punto de inflexión en la «revolución del capital humano en el pensamiento económico», un punto de in­ flexión hacia un enfoque más rico y aún más completo de las elec­ ciones secuenciales de los individuos durante su ciclo vital.

Capítulo 14 LA NUEVA ECONOMIA DE LA FAMILIA

Funciones de producción de la unidad familiar La teoría de Chicago sobre la familia maximizadora, denominada a veces nueva economía de la- familia, nos proporciona nuestro último ejemplo específico de la aplicación de los principios metodológicos en Economía. A partir del artículo que Gary Becker dedicó en 1965 a la asignación del tiempo, y de un trabajo anterior de Jacob Mincer y Becker sobre las tasas de fertilidad, formación de capital humano y tasas de participación de las mujeres casadas en la fuerza de trabajo, se ha ido desarrollando un amplio programa de investigación que proporciona una interpretación unitaria a la totalidad de las diversas actividades, de mercado y ajenas a él, de las familias: la decisión inicial de casarse, la decisión de tener hijos, la división de las tareas caseras entre el esposo y la esposa, la medida de su participación en el mercado de trabajo, e incluso la decisión final de disolver el vínculo matrimonial por medio del divorcio. La teoría tradicional considera a la familia como una unidad de consumo individual que maximiza una función de utilidad definida en términos de los bienes y servicios que se intercambian en el mer­ cado. La nueva economía de la familia, por el contrario, considera a la familia como una unidad multipersonal de producción, que ma­ ximiza una función de producción cuyos factores de producción son Jas mercancías que el mercado ofrece y el tiempo, las habilidades y los conocimientos de los diferentes miembros de la familia. El re­ 267

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sultado de este nuevo enfoque no consiste solamente en una amplia­ ción de los instrumentos normales de la Microeconomía a problemas normalmente asignados al dominio de la sociología, la psicología so­ cial y la antropología social, sino que implica también la transforma­ ción de la explicación tradicional del comportamiento del consumi­ do r23. Al igual que en la teoría de las características de Lancaster (véase capítulo 6), esta nueva teoría postula que los consumidores maximizan la utilidad atribuible a los bienes, y que dicha utilidad depende de muchas más cosas que las cantidades consumidas de los bienes; así, los consumidores no maximizarán, por ejemplo, la can­ tidad de viajes que hacen, sino que considerarán más bien los distin­ tos atributos de la actividad de viajar (rapidez, costes, comodidad, etcétera), de forma que las diferentes formas de viajar se convertirán en factores de la producción por parte de la familia del bien deseable «viajes». En realidad, habrá que introducir ahora el tamaño, estruc­ tura de edad, educación, raza, ocupación y otras medidas del estatus socioeconómico familiar como variables explicativas del consumo de la familia, además de las variables tradicionales tales como el precio y la renta, y dicha introducción se hará vía sus efectos sobre los precios-sombra de los servicios producidos por la familia. Este nuevo programa de investigación vendrá equipado con un nuevo «núcleo». No hay nada de nuevo en la adhesión de este pro­ grama al individualismo metodológico, o a la idea racionalista de que todas las decisiones familiares, incluida la decisión misma de cons­ tituir una familia, son el resultado de una ponderación consciente de alternativas. Pero lo que sí es nuevo es la exclusión del uso de las hipótesis generales que afirman que los gustos cambian con el tiem­ po y que éstos difieren entre las distintas personas. Las variaciones 23 E n palabras de Becker (1976, pág. 169): « L a teoría tradicional del con­ sumidor es esencialmente una teoría del consumidor individual, y es casi estéril, aunque no lo sea totalmente (el importante teorema [sic] de las curvas de demanda de pendiente negativa lo salva de la esterilidad total). E n contraste, la nueva teoría del consumidor es una teoría referente a una familia de varios miembros con funciones de utilidad interdependientes, y se centra sobre la coordinación e interacción entre los miembros respecto de las decisiones refe­ rentes a los hijos, el matrimonio, la división del trabajo relativa a las horas trabajadas y a las inversiones en capacitación para actividades de mercado ajenas al mercado, la protección de sus miembros contra el azar, las transferencias intergeneracionales entre sus miembros, etc. . . . L os economistas se encuentran, por tanto, en el inicio de su tarea de atribuir a la familia ese papel dominante en la sociedad que tradicionalmente le han atribuido los sociólogos, antropólo­ gos y psicólogos. Mientras que la teoría de la empresa no es hoy básicamente diferente de lo que era hace treinta años, la teoría del consumidor ha dejado de ser un campo estéril dentro de la Economía para transformarse en una de sus áreas más estimulantes y prom etedoras.»

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no-especificadas de los gustos en el tiempo y las diferencias no-especificadas de gustos entre los individuos pueden explicar, como sabe­ mos, casi cualquier comportamiento que podamos observar en la práctica. Por consiguiente, el nuevo programa de investigación de la Economía de la Familia toma su punto de partida en una «heurís­ tica negativa»: de gustibus non est disputandum (sobre gustos no hay nada escrito). Expresándola positivamente, esta heurística afirma que «el comportamiento humano generalizado y/o persistente puede ser explicado por medio del cálculo general del comportamiento ma­ ximizador de la utilidad, sin necesidad de introducir la cualificación de que “ los gustos permanecen constantes” (Stigler y Becker, 1977, página 76; también Becker, 1976, págs. 5, 7, 11-12, 133 y 144). La razón por la que se postula el supuesto de funciones de prefe­ rencias estables y uniformes es, por tanto, francamente metodológica, y está destinada a generar predicciones falsables definidas respecto del comportamiento así como a evitar, siempre que ello sea posible, explicaciones ad hoc basadas en variaciones de los gustos, diferencias en los mismos, ignorancia y comportamientos neuróticos o impulsi­ vos. Podría parecer, por tanto, que el programa de investigación de Chicago está firmemente comprometido, en una medida en que pocos programas de investigación económica lo están, con las normas me­ todológicas establecidas por Karl Popper. Aunque sólo fuese por esta razón, el programa merece nuestra atención. Sin embargo, este no es el momento ni el lugar para emprender una evaluación a fondo del modelo de producción familiar de Chicago. Sus líneas generales están claras, pero gran parte de sus detalles requieren mayor elaboración; la crítica del mismo acaba de empe­ zar24, y, sin discusión crítica, no es posible juzgar adecuadamente los puntos fuertes y las debilidades de un programa de investigación incipiente; además, una evaluación adecuada del mismo requeriría la consideración de explicaciones sociológicas y antropológicas alter­ nativas del comportamiento familiar, lo cual nos llevaría a adentrar­ nos demasiado en territorio poco explorado. Me limitaré, por tanto, a hacer algunos comentarios polémicos sobre el trabajo de Becker, que quizás resulten estimulantes para el lector y le empujen a estudiar 24 Pero véase Leibenstein (1974; 1975), Keeley (1975) y Fulop (1977), todos los cuales tratan únicamente la teoría del comportamiento relativo a la fertilidad, como una rama del nuevo programa de investigación. Leibenstein (1974, pági­ nas 463, 466 y 468-69) hace algunos comentarios interesantes sobre las diversas posiciones metodológicas de los diferentes miembros de la Escuela de Chicago, pero pierde la razón que podía tener al negar que la capacidad predictiva sea la contrastación decisiva de la validez de una teoría (1975, pág. 471). Véase también Ferber y Birnbaum (1977), la única crítica hasta la fecha que trata de considerar la totalidad de la nueva Economía de la Familia.

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Im nueva Economía de la Familia y a formarse su propio juicio al rr«pecto. I n ndhocicidad ( .orno hemos dicho, Becker se manifiesta decidido a minimizar Iiin estratagemas inmunizadoras, como las denomina Popper, y en «••.pedal a evitar el recurso a explicaciones ad hoc cada vez que la teoría queda contradicha por las observaciones. En cualquier caso, es torprendente la frecuencia con que, de hecho, recurre a supuestos ■i.l hoc, con objeto de obtener implicaciones contrastables. Por ejem­ plo, la formación de capital humano aparece en el modelo de pro­ ducción familiar disfrazada de inversión en la «calidad» de los hi­ lo s , mientras que la decisión de tener hijos se considera como una inversión en la «cantidad» de los mismos; los hijos son considerados, pues, como si fuesen bienes de consumo duradero cuyos servicios ilesean consumir los padres. El modelo predice que la renta familiar estará positivamente correlacionada, no con el número de hijos de In familia, sino con la utilidad derivada de los servicios que los hijos pioporcionan; la cantidad y calidad de los hijos son consideradas como sustitutivos en la función de producción familiar. Además, la existencia de costes de oportunidad del tiempo que la madre dedica il cuidado de los hijos hace que el aumento de la renta familiar ge­ nere una tendencia ahorradora de tiempo a sustituir la cantidad de hijos por su calidad; en pocas palabras, los ricos tendrán menos hijos mejor educados, mientras que los pobres tendrán más hijos peor educados. Pero esta conclusión básica del modelo respecto de la fer­ tilidad — una relación negativa entre renta y fertilidad, entre las dis­ tintas familias en un momento dado de tiempo y entre todas las familias en el tiempo— queda explicada, no por el propio modelo, ■ino por un supuesto auxiliar plausible (a saber, que la elasticidadrenta de la demanda de calidad de los hijos es sustancialmente mayor que la de la cantidad de los mismos) que se introduce para ayudar i solventar el problema original de maximización (Becker, 1976, páginas 197 y 199; véase también págs. 105-06). Igualmente, en la teoría de Becker sobre la economía del al­ truismo, este autor concluye que un aumento de la renta del donante uimentará desproporcionadamente sus donaciones caritativas, mien­ tras que un aumento de la renta de los beneficiarios de dicha caridad tendrá exactamente el efecto opuesto (pág. 275), y aquí Becker derra­ ma su desprecio sobre «la considerable adhocicidad» que necesita desplegar el enfoque convencional de la economía de la caridad, para

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generar esta implicación conocida y contrastada. De nuevo, esta con­ clusión depende críticamente de lo que supongamos, tanto respecto de la forma que adopte la función de utilidad del donante como de la forma en que el bienestar del beneficiario entre como argumento a formar parte de dicha función. Asimismo, por mencionar un último punto, Becker no puede obtener algunas de las implicaciones de su teoría del crimen, por ejemplo, la de que la fuerza disuasoria de la posibilidad de ser des­ cubiertos es mayor para los criminales que la de la severidad del castigo una vez convictos, sin necesidad de recurrir a supuestos arbi­ trarios respecto de la preferencia que los criminales muestran por el riesgo (págs. 48-9). En otras palabras, el propio método de análi­ sis utilizado por Becker es casi tan ad hoc como el método conven­ cional; el cálculo cualitativo del modelo de producción familiar está­ tico para un solo período se muestra sencillamente incapaz de generar conclusiones cuantitativas definidas respecto de diversos aspectos del comportamiento humano, sin la adición arbitraria de información extra. Algunas implicaciones Los propios escritos de Becker se prestan demasiado fácilmente a la caricatura, ya que emplean un complicadísimo aparato para ge­ nerar implicaciones muchas veces obvias, si no banales25. Su teoría del matrimonio comienza con la observación de que «puesto que los hombres y las mujeres compiten en la búsqueda de pareja, puede suponerse que existe un mercado de matrimonios» (pág. 206). Una persona decidirá casarse «cuando la utilidad esperada del matrimonio exceda a la obtenida por permanecer soltero, o a la esperada de la búsqueda adicional de una pareja más adecuada» (pág. 10). Las ven­ tajas del matrimonio se derivarán de las complementariedades exis­ tentes entre hombres y mujeres en relación con la productividad del tiempo invertido en actividades ajenas al mercado y de su capacidad de adquisición de bienes de mercado (pág. 211). Para explicar el esquema de matrimonios efectivamente realizados, Becker aplica la teoría de Edgeworth del «núcleo» de una economía de intercambios voluntarios26 para demostrar que los hombres y las mujeres se repar25 Véase la «sal gorda» con que nos obsequian Blinder (1974) y Bergstrom (1976) al bromear sobre la economía del cepillado de los dientes el primero y sobre la economía del sueño el segundo. 26 L a teoría del «núcleo» de Edgew orth considera el caso de un conjunto de agentes que poseen inicialmente una cierta cantidad de bienes en ausencia de

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tírán formando familias de tal forma que se maximice para el con­ junto de matrimonios la producción de «bienes», de mercado y ajenos al mercado, producidos por las familias: «Se dice que el reparto de personas entre diferentes matrimonios es un reparto de equilibrio, si no resulta posible que las personas que no están casadas entre sí en dicho reparto contraigan matrimonio y mejoren con ello» (pá­ gina 10). Habiendo analmdo las ventajas del «matrimonio de con­ veniencia» en términos de las ventajas comparativas de hombres y mujeres en cuanto a las diferentes tareas, Becker añade el siguiente comentario: L as ganancias provenientes del matrimonio dependerán también de rasgos tales como la belleza, la inteligencia, la educación, que afectan a la productividad ° 7 también> Probablemente, a la productividad de mer­ cado. E l análisis del re p a rto . . . implica que un aumento en el valor de los ras* “ ntq ” t’enen. 1111 e,f ecto .positivo sobre la productividad ajena al mercado, manteniéndose la productividad de mercado constante, aumentarán normalmente las ganancias obtenibles por medio del matrimonio. Seguram ente esto contribuye a explicar por qué, por ejemplo, las personas menos atractivas o menos intelir r v r r men° s P r o b ® ^ 8^ o más inteligentes [pág. 214] 27,

de casarse que las personas más atractivas

Difícilmente encontraremos en la literatura un ejemplo mejor de lo que es matar una pulga con un martillo pilón. programa de investigación de Becker presenta, sin embargo, una dificultad más seria, consistente en que el modelo de producción nada que se parezca a un sistema de precios; estos agentes son libres de for­ mar bloques y coaliciones que les perm itan m ejorar su situación por medio del comercio y no se permite redistribución alguna de bienes vía la actividad comer? ’u j mef i ° Si qiÍe y a , uno de los agentes estén de acuerdo con el resultado final. A m edida que el número de agentes aumenta, puede demos­ trarse, cosa que resulta bastante sorprendente, que: 1) el «núcleo» que contiene a todos los agentes que están de acuerdo con la distribución final de bienes j asignación de equilibrio de los bienes que resultaría del funciona^ rr!n;,,nt^V ema PTeclos en competencia perfecta, y que 2) en el límite, el conjunto de asignaciones de equilibrio com petitivo contendrá los únicos resultados que satisfarán las exigencias de la estabilidad del «núcleo». Para una (1978) SUnpllficada de este tema considerablemente difícil, véase Johansen „n
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