Mente y Cerebro: Una Comprensión Biofilosófica Del Viviente Animal - Alejandro Serani Merlo

September 13, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Essence, Knowledge, Reality, Existence, Earth & Life Sciences
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Descripción: Mente y Cerebro: Una Comprensión Biofilosófica Del Viviente Animal - Alejandro Serani Merlo...

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Mente y cerebro Una comprensión biofilosófica del viviente animal Alejandro Serani Merlo

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Advertencia Este libro forma parte de la colección Argumentos para el s. XXI Director de la colección: Emilio Chuvieco Copyright: Alejandro Serani Merlo (http://www.digitalreasons.es/) ISBN: 978-84-943775-2-5 Ficha bibliográfica:. Serani Merlo, Alejandro (2015): Mente y cerebro. Una comprensión biofilosófica del viviente animal. Madrid, Digital Reasons. Diseño de cubierta: Enrique Chuvieco. foto del autor. Los compradores de este libro tienen acceso a un espacio privado en la web de la editorial: http://www.digitalreasons.es/index.php?do=tuEspacio, donde podrán acceder a la última versión. Es un espacio para interaccionar con el autor y con otros lectores, y permite generar una comunidad cultural en torno al libro. Este archivo digital no está protegido de copia, pero se ruega no distribuir su contenido a terceros. Copiar este archivo supone atentar contra los derechos del autor, que recibe el 35% del coste de su obra (frente al 10% que habitualmente se recibe en otras editoriales). Para mantener vivo este proyecto cultural necesitamos tu colaboración. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Para más información: [email protected] Las afirmaciones incluidas en el libro son responsabilidad exclusiva del autor.

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Breve curriculum del autor Alejandro Serani Merlo (Santiago de Chile, 1955) se tituló de médico en la Universidad de Chile y trabajó inicialmente como neurofisiólogo. Se especializó en neurología clínica de adultos orientándose hacia la neuropsiquiatría. Posteriormente estudió filosofía y teología en Toulouse, Francia, donde obtuvo el doctorado en filosofía con una tesis sobre biofilosofía. En diversas universidades chilenas y extranjeras ha enseñado filosofía de la naturaleza, filosofía de la ciencia, antropología filosófica, antropología médica y bioética. Actualmente es director del Centro de Bioética de la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica de Chile y es miembro ordinario de la Academia Pontificia por la vida. Ha publicado artículos en temas científicos y filosóficos, además de los libros: Ética Clínica (1993), Problemas contemporáneos en Bioética (1990) El viviente humano (2000), Naturaleza, sabiduría y enfermedad (2014).

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1. Introducción En el momento de sentarme a escribir, y recomenzar por enésima vez este manuscrito, entra en mi jardín una gata parda, enviada por las Musas para socorrerme. Me mira desde lejos con precaución, limpia sus patas con su lengua áspera, y se acerca lentamente a beber agua en un charco —a una prudente distancia mía— para luego internarse en el follaje en busca de alguna presa. Suele pasear entre los arbustos en busca de un pajarillo incauto. Hasta hace un par de semanas se la veía todavía con su última camada, que la seguía torpemente por entre los arbustos. Me mira, quizá también me huele, mientras yo la contemplo y permanezco inmóvil para no perturbarla. Poco más tarde, ahora que una tórtola ingresa en el jardín en busca de algunas semillas, la gata reaparece en franca disposición de cacería, con su cuerpo tenso y estilizado; la tórtola emprende el vuelo y la gata se recuesta despreocupadamente a descansar bajo el quitasol... ¡Toda una lección de comportamiento animal! Han pasado ya cuarenta años desde que, cautivado por los estudios de biología molecular y de fisiología, me sumergí con pasión en los laboratorios de experimentación, con la ilusión de encontrar allí una respuesta a los misterios de la vida. La infancia en el campo y el contacto con la naturaleza me habían familiarizado con las plantas y los animales. La biología moderna ha realizado avances portentosos, llevando hasta el extremo las posibilidades del método analítico. Pero este método no permite por sí mismo comprender la realidad sintética de los seres vivos, como es el caso de esa gata y de esa tórtola que, ahora, alejada del peligro del felino, vuelve a picotear el césped húmedo en busca de lombrices. El método analítico ciertamente presupone la existencia de la realidad sintética; sin embargo, pareciera que el que usa ese método no puede llegar a sus conclusiones más que pagando un precio: la fragmentación de esa realidad. Después de casi ocho años dedicados de lleno a los estudios fisiológicos, y de haberme instruido y maravillado con los descubrimientos científicos, sentí la necesidad de complementar esta mirada científica con una mirada filosófica. Poco a poco había ido tomando conciencia de que las ideas que el científico puede tener de la realidad, como científico, no son las mismas que las ideas que ese mismo científico puede tener de la realidad como persona. Además, las ideas que la persona, como tal persona, busca hacerse de las cosas, coinciden con las que busca el filósofo, como filósofo. Por eso toda persona -a su medida, quiéralo o no- es también un filósofo. Dice el filósofo Etienne Gilson (1974), que el más apto para hacer filosofía acerca de lo que se descubre científicamente es el mismo científico, pero, a condición de que acepte filosofar. Ese fue el desafío que en un momento de la vida decidí aceptar. Con sincero dolor hube de alejarme de los laboratorios, pero aunque me alejé de la ciencia en su materialidad, no me he alejado de «su mirada» en lo que atañe a la historia de sus 5

preguntas, sus vicisitudes y sus anhelos, como tampoco me he alejado de mis amigos científicos. ¡Qué pertinente expresión la de «mirada» para señalar las diversas aprehensiones intelectuales que se pueden tener de una misma realidad! Miradas, visiones, o aprehensiones, ciertamente adecuadas, pero distintas y a la vez complementarias. La inteligencia filosófica, que toma como punto de partida la realidad existencial concreta, asciende inevitablemente en su discurrir hasta elevadas abstracciones. No obstante, para que ese ejercicio de abstracción sea verdadera filosofía, debe descender nuevamente al punto donde se originó: la realidad concreta. La necesidad de concreción existencial y de síntesis, y en definitiva de unidad, es para la filosofía, un requerimiento vital. La intención de este estudio no es discutir detalladamente las diversas posturas que se plantean hoy en día frente al problema mente-cerebro, sino predisponer al lector para que experimente «una mirada filosófica» sobre las realidades que atañen a estos temas. Estoy persuadido de que la mirada filosófica, cuando no se la interfiere excesivamente con discusiones abstractas, es más accesible a la inteligencia espontánea del ciudadano común, que la mirada científica especializada. Las explicaciones científicas, derivadas del método científico-experimental, cuando se divulgan, buscan revestirse de componentes imaginativos de fácil comprensión, con la intención de hacerlas accesibles al inexperto. Estos aditamentos contribuyen más a falsearlas que a comunicarlas. Todo indica, en realidad, que la ciencia especializada casi no se puede divulgar, sin a la vez tergiversarla. La filosofía, en cambio, encuentra puntos de apoyo, ya sea en la experiencia sensorial concreta, ya sea en la propia experiencia subjetiva, más fácilmente verificables por uno mismo que los que aporta la ciencia, que suele demandar sofisticados procedimientos y costosos instrumentos. Por ello, la filosofía se encuentra en continuidad natural con el sentido común, sobre todo cuando éste no ha sido culturalmente deformado. Si la mirada filosófica no requiere de instrumentos, es porque el «lugar» donde ella últimamente se verifica, es el propio sujeto pensante; es decir, un sujeto pensante no en estado bruto, sino «intelectualmente habilitado». Parte de estas habilitaciones o disposiciones adquiridas tienen que ver con el razonamiento abstracto; sin embargo, esto no es lo único, y ni siquiera lo esencial. Lo esencial es la «mirada» que la filosofía dirige hacia la realidad concreta, que es desde donde se abstrae. La mirada filosófica tiene que ver con la sorpresa ante el existir de las cosas, ante la admiración de que ellas sean, y de que sean como son, pudiendo ser de otra manera o simplemente no ser. Si ya es admirable el colorido plumaje de un ave del paraíso, más admirable aún es que exista un ave con ese plumaje. Son dos aspectos conexos, inclusive inseparables, pero distintos. Ahora bien, si para los otros saberes el existir de las cosas es un presupuesto, para la filosofía este es «su tema». Si en el resto de los saberes la 6

prioridad viene dada por «lo que» las cosas son, desde su perspectiva particular, para la filosofía la primacía la tiene «el ser de las cosas» o «el que las cosas sean», en su sentido más radical. Ciertamente, vendrán después preguntas más abstractas y arduas: ¿Por qué existen? ¿Qué las hace ser lo que son? ¿Qué son ellas últimamente? Pero todas esas preguntas se encuentran subordinadas a un acto previo de contemplación admirativa frente a la existencia: admiración frente al existir concreto del mundo que nos rodea, y de nuestra propia existencia en el mundo. Antes de intentar determinar qué distingue a los seres vivos de las máquinas, hay que haberse admirado de que existan seres vivos; de otro modo no tendría sentido intentar una distinción. Para el lego, la existencia de seres vivos es trivial, para el filósofo, por el contrario es lo fundamental. Varias veces, a lo largo de estas reflexiones, remitiremos, en consecuencia, a la realidad concreta (nuestra gata callejera), entendida esta realidad como dándosenos en un momento de contemplación admirativa; de ahí el uso abundante y constante que haremos de las comillas, para denotar justamente estos «momentos». Estos «momentos contemplativos» son como las «instancias verificadoras» del filósofo realista, que operan de modo análogo a como opera para el científico la verificación empírica, sea ésta espontánea o experimental. Pensamos que este criterio verificador es accesible a cualquier persona en la medida que se disponga a «mirar» la realidad con disposición contemplativa. Por eso, las referencias a autores y obras han sido restringidas a su mínima expresión, conscientes que en un trabajo de este tipo, es prioritaria la realidad por encima de los argumentos. En realidad, el tema que nos convoca es el de las relaciones mente-cerebro. Lo corporal y lo mental no son dos cosas que se puedan poner la una frente a la otra: como si ellas fuesen dos cosas que coexisten en un mismo plano, y que tuviesen que interactuar entre sí. Lo que hay en la realidad natural, los unos frente a los otros, son seres inertes y seres vivos; y de entre los vivos, unos tienen un comportamiento que remite a una «mente» y otros no. El conocer y el apetecer del animal son actos de una naturaleza distinta a la de los actos meramente corporales y son sólo los primeros los que remitimos a una mente. Lo mental, en consecuencia, es algo que vemos surgir en el operar de algunos vivientes, los que presentan un comportamiento o conducta «mentalmente condicionada», esto es, los animales. Por lo tanto, el verdadero problema está en entender cómo un ser vivo orgánico tiene operaciones mentales, y en reconocer que las realidades mentales son actos de un viviente. Lo mental no es en primer lugar algo que se sume o que se oponga a lo corpóreo, o que exista «en paralelo» a lo corpóreo, o que interaccione con él; lo mental remite a un acto del viviente, de modo análogo a como en el orden meramente biológico el nutrirse o el crecer remite a un ser vivo. Pero analogía no es igualdad, por lo que la relación entre unos y otros es solamente de semejanza, aunque de semejanza real, o, en el decir de los lógicos, «proporcional». Entre lo unívoco y lo equívoco, existe lo análogo, 7

esto es, «lo semejante proporcional». Ambas operaciones, las biológicas y las mentales, proceden del viviente pero no del mismo modo, siendo semejantes entre ellas, no de un modo unívoco sino proporcional. Dicho de otra manera, la proporción que existe entre la planta y su nutrición, guarda «semejanza» con la proporción que existe entre el animal y su conocimiento; de modo semejante a como 2/4 es proporcional a 800/1600, aunque se trate de cantidades muy distintas. Los actos mentales del viviente, a diferencia de los meramente vegetativos, no se cierran sobre el mismo viviente, separándolo de su entorno, sino que tienen la virtud de poner en relación al viviente «con» su entorno. Según lo anterior, distinguiremos en nuestro estudio una mirada sobre la realidad de los vivientes corpóreos en general, de otra más focalizada al estudio de los fenómenos mentales. No se trata de separar estas realidades sino de intentar a la postre una mirada sintética o unitaria. Esperamos de esta manera aportar algo al conocimiento de nosotros mismos, haciendo que el problema mente-cerebro se nos aparezca, no como una discusión intrincada, sino como «una realidad que se muestra», una realidad unitaria e inagotable, digna de ser pensada y valorada.

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2. Existencia y naturaleza de los seres vivos 2.1 Evidencias y principios Las afirmaciones inmemoriales de que existen seres vivos, y que se caracterizan porque «nacen, crecen y se reproducen», o porque son aquellos que «viven, perciben o piensan», expresan, en su elemental sencillez, evidencias de la razón humana. Estas afirmaciones espontáneas y universalmente compartidas, no son la expresión de una observación, ni de una conclusión; son fruto de una aprehensión, o intuición intelectual «primaria». Una aprehensión intelectual primaria, que puede también se llamada «intuición», no es algo que se dé sin algo preliminar; suele surgir tras una larga y detenida observación y experimentación. Estas observaciones han sido llevadas a cabo por cada uno de nosotros individualmente y son confirmadas por la humanidad en su conjunto desde los tiempos más remotos. Las intuiciones intelectuales primarias, cuando se trata de evidencias universalmente compartidas, constituyen las bases sobre las que se asientan todos los razonamientos, conclusiones o demostraciones, y son las que subyacen a la posibilidad de comunicarse. Pero las intuiciones intelectuales, por ser primarias, si bien suponen conocimientos previos, no derivan lógicamente de ellos. En ese sentido, son «inaugurales», es decir, cuando surgen, abren un nuevo campo de conocimiento. A lo conocido en la intuición le llamaron los griegos «principio» (arjé), no porque su conocimiento se nos dé «desde un principio» (en el tiempo), sino porque ese conocimiento «principial», es aquello «de donde» derivan, y «en lo que» se resuelven todos los otros conocimientos en un campo dado. Estos «conocimientos principiales» (arquitectónicos o arquetípicos) no deben confundirse con postulados, teorías o hipótesis, que son «entes de razón», que «hacen conocer», pero que no son conocimiento, en sentido primario. Los entes de razón son relaciones instrumentales que establece la inteligencia en orden a conocer, relaciones que como actos mentales que son, son verdaderos, pero que no son «verdadero conocimiento» de la realidad natural. De lo anterior se sigue la importancia que tiene el discernir las teorías de lo que es conocimiento primario de la naturaleza de las cosas. Las teorías estarán siempre subordinadas a las aprehensiones primarias de la inteligencia, y no ellas a las teorías. De las aprehensiones primarias se dice también que son principios «primeros» y «evidentes». Primeros en cuanto lo son en un determinado orden de conocimientos, y evidentes, no porque sean inmediatamente asequibles a cualquiera, sino porque no derivan lógicamente de algo previo. Un escolar o un estudiante universitario no debiera esperar que se le explique que existen seres vivos, o que se le demuestre la verdad de esta afirmación; él «ya sabe» que esto es así. Lo que el estudiante busca es que se le muestre, por ejemplo, cómo es esto posible, 9

de qué maneras concretas se lleva a cabo, y qué lugar ocupa lo viviente en el conjunto de la realidad. Un joven que, hipotéticamente, no conociese seres vivos jamás estudiaría biología, por lo que no necesita que le demuestren su existencia. Si desde el comienzo al joven se le pone en duda la justeza de su aprehensión, entra en perplejidad. Como consecuencia de esto, pone en duda la capacidad aprehensiva de su inteligencia, se inhibe de emitir nuevos juicios, y en vez de aprender, ‘desaprende’; esto es, da un paso atrás en el progreso de su inteligencia. Si se le dice, por ejemplo, que los seres vivos son un tipo de máquinas, se le confunde, y desaprende en lugar de aprender. Y es porque las realidades artificiales son derivadas de las naturales y por lo tanto no tiene sentido pretender explicar algo anterior por algo posterior. Si se le dice que los seres vivos son un tipo particular de seres naturales, se le orienta y se le confirma en su saber, porque eso él ya lo sabe, de una manera quizá todavía vaga e insegura pero real. No hay riesgo en concebir la organización orgánica del ser vivo «como si fuera una máquina», mientras se tenga claro que se trata de una ficción y no de la realidad. Y no se le debe temer tampoco a las ficciones, porque cuando tienen fundamento real, operan como «ficciones útiles», como es el caso de la mayor parte de las teorías científicas. En realidad, el uso de entes de razón, con grados diversos de fundamento en la realidad, es algo omnipresente en el lenguaje. Conceptos de uso cotidiano como el de «enfermedad», «nada», «agujero», «tiempo» y «espacio», se constituyen sobre la base de relaciones instrumentales que establece la razón, con grados variables de fundamento directo en la realidad natural. No se trata de que, una vez consolidado en su saber, el ser humano no pueda hacer una reflexión crítica sobre el valor de verdad de sus conocimientos, y que fuese mejor dejarlo «en su ingenuidad». De hecho, la reflexión crítica es algo muy deseable, y es lo que estamos haciendo en este momento. Pero esta tarea no puede hacerse sino una vez adquirido algún conocimiento. Es justamente por haberlo adquirido que el que conoce algo quiere saber más y mejor. La pretensión de tener que probar que la inteligencia es capaz de conocer, antes de haber conocido, es una ilusión. Este «criticismo», del cual todavía somos herederos, surge en la historia del pensamiento por una insuficiente reflexión crítica sobre los fundamentos del conocimiento. Que existen unos seres particulares a los que llamamos seres vivos, a los que caracterizamos fenomenológicamente, ya sea porque se nutren, crecen y se reproducen, ya sea porque perciben o porque piensan, es algo de suyo evidente. De hecho, como bien ha subrayado Hans Jonas (1966) en nuestros días, esta es probablemente una de las realidades que con mayor evidencia podamos los seres humanos afirmar. Y esto es así porque lo afirmamos «desde» nuestra existencia vivida e intuida, de seres nutrientes, percipientes y pensantes. Por ello, la existencia de seres «no-vivos», es mucho menos evidente que la existencia de seres vivos. Y es por esa razón que los denominamos de 10

modo negativo: «no-vivos», «inanimados», «inorgánicos». Y lo que sabemos de ellos, si bien no es poco en cuanto a su operar, es sumamente confuso y pobre en lo que se refiere a su esencia última. Contrariamente a lo que se suele decir, el que conozcamos lo no-vivo, por lo vivo, no es «antropomorfismo». A lo más, es «antropocentrismo». Pero el antropocentrismo es una inevitabilidad, porque el conocimiento humano no puede sino ser originado desde el ser humano. Esto no significa que el conocimiento humano tenga que estar forzosamente centrado en el ser humano y que no pueda acceder más que a lo humano. Esto último sería una muy mala comprensión del inevitable antropocentrismo (que no «antropomorfismo») del conocimiento humano. En realidad, desde nuestra perspectiva, el «conocimiento humano», es y será siempre, conocimiento «humano», es decir, condicionado y limitado, pero no por ello deja de ser conocimiento (no disponemos de otro). Que existan seres que se nutren, perciben o piensan, es por lo tanto, a la vez obvio y admirable. Ya habían visto los primeros filósofos griegos que el saber comienza cuando uno se admira de lo obvio, es decir, de lo real en cuanto real; aspecto que el vulgo suele dar por descontado. Pero es justamente desde ahí que comienza el conocimiento, porque uno se admira cuando toma conocimiento de todo lo que ignora acerca de aquello que acaba de descubrir; o quizá, redescubrir, pero ahora «con otros ojos». Cuando reflexionamos acerca de la existencia de seres vivos, y descubrimos que el nutrirse, percibir o pensar es una evidencia primera, no sólo en el sentido natural sino también en el sentido filosófico, es decir algo que en algún momento ignorábamos y que en algún momento comenzamos a saber, pasamos de la completa ignorancia al comienzo del conocer. Ese descubrimiento de una nueva realidad o de un aspecto de la realidad que no habíamos visto, nos hace pasar de tener algo por trivial, a tenerlo por asombroso, esto es, que «exige una explicación». Algo que en algún momento de nuestra vida comenzamos a saber, y que desde ese momento nos abrió a todo un universo nuevo, sorprendente, interesante, enigmático; lo que hasta hacía un instante nos era banal, nos parece ahora «inquietante». Inquietante en el sentido que nos saca de nuestra cómoda y perezosa «quietud», y nos invita a explorar. En efecto, cuando tomamos conciencia de nuestras evidencias primeras, ya no nos podemos hacer los «desentendidos». A menos de ser deshonestos con nosotros mismos, percibimos que ya no podemos «desinquietarnos», más que aventurándonos en busca de respuestas, por el camino de la admiración. Y el camino que se abre con la admiración, con su atractivo y su misterio, no es otra cosa que el intento por superar la propia ignorancia. No en vano decía Sócrates que el principio del conocimiento es la ignorancia, no en el sentido que el conocimiento proceda de la ignorancia, sino al revés; la conciencia de ignorancia surge cuando se toma nota de algo como existente, pero de algo acerca de lo cual lo ignoramos casi todo. Por ello también se dice que el conocimiento va «de admiración en admiración»; de la 11

admiración inicial de no saber, a la admiración que se tiene cuando después de aprender algo, no nos explicamos cómo era posible que algo tan evidente lo hubiésemos ignorado.

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2.2 La naturaleza «automoviente» de los seres vivos Más allá de la caracterización fenomenológica, a través de la cual accedemos al reconocimiento de la existencia de un grupo de seres originales llamados «vivos», el ser humano se interrogó desde muy temprano acerca de «su naturaleza» (physis/natura = aquello desde donde «nacen» las acciones). En efecto, más allá de lo que ellos hacen, o del modo como se nos aparecen, surge la pregunta acerca de «lo que» «son» los seres vivos. Queremos saber lo que ellos son, «esencialmente». La palabra castellana «esencia» (essentia), deriva del infinitivo «ser» (esse, en latín), y si la tradujésemos literalmente deberíamos decir «ser-encia», es decir, el ser en cuanto «siendo ejercido». De ahí que se dice que la esencia, apunta a «lo que la cosa es», ni más ni menos; y el intento de expresar la esencia es lo que llamamos definición. La esencia de algo no es por tanto algo «estático», como se le ha reprochado injustamente, al menos cuando se refiere a seres naturales que son intrínsecamente dinámicos. Y es que la esencia no remite a algo así como un extracto o residuo de la cosa, sino a la misma cosa que es en su totalidad. La «serencia» no es una parte de lo que la cosa es, sino que es todo lo que es la cosa. Es la «esencia primera» de los antiguos filósofos. La definición intenta expresar esto pero lo hace en carácter de universal ya que nuestros conceptos son universales. Pero lo que la definición intenta expresar de modo universal es el ser de lo singular existente, no de una entidad abstracta. Así y todo, el término «naturaleza» es aún más dinámico ya que atiende al cómo surge («nace») desde esa «serencia», el operar que constatamos fenomenológicamente (nutrirse, percibir y pensar). En efecto, «la naturaleza», que en la realidad se identifica con la esencia, designa el ser de las cosas, en cuanto que desde él «nace» el acontecer fenoménico. La esencia apunta, sobre todo, a aquello de más permanente que se da en la cosa. La naturaleza de algo es, entonces, «el de donde surge su operar», el origen del dinamismo de cada cosa, no como punto estático de partida, sino como raíz tendencial desde dónde todo operar deriva. Operar, éste, que no es la naturaleza sino su manifestación. De ahí la expresión del gran Heráclito: «La naturaleza ama ocultarse». Sin todavía poder llegar a precisar la naturaleza específica de cada tipo de viviente, los primeros filósofos llegaron al menos a explicitar el rasgo común a todos ellos: «automatós», automoviente, espontáneo. Los vivientes son aquellos seres que «se automueven». Con el concepto de «automovimiento» se quería expresar que las manifestaciones específicamente vitales son aquellas que surgen «desde» el viviente, en virtud de su propia especificidad y espontaneidad; que las actividades vitales no son aquellas que meramente se padecen en virtud de la acción de un agente exterior, como el ser calentado, desplazado, irradiado o atraído por un fuerza física. Las acciones vitales, por el contrario, en lo que tienen de específicamente vitales, deben ser atribuidas al propio sujeto concreto del cual derivan y en el que se manifiestan. 13

En ese sentido, por ejemplo, cuando las hojas de una planta son calentadas por el sol, estaríamos asistiendo a un mero padecimiento por parte de la planta en virtud de la acción de un agente calorífico externo; mientras que, cuando nos referimos a la fotosíntesis, o al crecer y florecer de la planta, nos referimos a manifestaciones de un operar atribuible, en cuanto específicamente vital, al propio viviente en el que las constatamos, en virtud de su particular naturaleza. El copihue, por caso, en tanto que «enredadera», tiene un modo de «trepar» entre las plantas, que le es característico, y que lo hace inconfundible. Su modo propio de crecer es algo que surge desde sí mismo. Análogamente, el desplazamiento de un gato por los aires después de recibir el impacto de una motocicleta, no es una acción vital del gato, mientras que sí lo eran la carrera y el salto que el animal realizó previamente, para tratar de evitar el golpe. En el caso nuestro, cuando una pluma recorre nuestra piel, la piel es físicamente (pasivamente) afectada, pero la suavidad que percibimos es posible gracias a la capacidad perceptiva del animal; capacidad perceptiva que no surge de la pluma sino del propio animal. En este ejemplo vemos que no sólo las acciones vitales corpóreas son automovimiento, sino también sus operaciones mentales. El conocimiento, como operación que surge desde el propio cognoscente, es por tanto también «automovimiento», de ahí que el percibir y el pensar sean también reconocidos universalmente como manifestaciones del «vivir». En el caso de la acción física de la pluma sobre la piel, esta inmutación física es ciertamente desencadenante de la acción perceptiva, pero la acción física no es «causa» propia, formal y próxima, del percibir como percibir. De modo análogo a como la petición del mendigo no es la causa de la propina, sino su «ocasión», y la generosidad del hombre generoso, cuando existe, sí lo es.

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2.3 Las acciones son del viviente como totalidad Las acciones vitales, en sentido primario, son aquellas que el organismo vivo realiza como totalidad. Al viviente como totalidad se lo llama «organismo», en cuanto compuesto de partes activas u «órganos». La palabra órgano deriva de «instrumento», pero el órgano del viviente no es un instrumento. El instrumento artificial es algo ajeno al agente, y el órgano natural no lo es. En sentido más propio, los órganos tienen que ver con aquello de lo cual el animal es capaz («capacidades» o «facultades»). Cuando la planta se nutre, por la raíz y por las hojas, o el animal lo hace por la acción masticatoria, deglutoria y asimiladora, lo que se nutre en la planta no es la raíz, sino la planta toda entera por medio de la raíz; así mismo, en el animal no es el intestino el que se nutre, sino el animal, por el intestino. Esto se expresa diciendo que es el viviente «entero» el que actúa por la parte (queriendo designar por entero al sujeto en su unidad). De modo análogo, no es el ojo el que percibe, sino el animal por el ojo, como no es la inteligencia la que piensa, sino el hombre por su inteligencia. Por eso decimos en este caso que el hombre es «sujeto pensante». De modo análogo podría decirse «sujeto percipiente» o «sujeto nutriente». Lo anterior nos lleva a reconocer la existencia en los vivientes de actividades ‘intermedias’, que no son ni puramente físicas ni puramente vitales. Por ejemplo, el ventrículo izquierdo al contraerse expulsa la sangre hacia el sistema arterial, pero no decimos que es «todo el organismo» el que expulsa la sangre, sino sólo el ventrículo izquierdo. La expulsión de sangre por el ventrículo izquierdo, en consecuencia, no es una acción vital en sentido propio, pero es «parte» de una acción vital. También podríamos decirlo análogamente respecto de la circulación y la respiración, que serían partes integrantes o «subfunciones» de la función nutritiva o metabólica general. Esta constatación, que no siempre se ha explicitado, se encuentra en la base de la distinción en el organismo de, órganos, aparatos, sub-sistemas y sistemas. Se puede así decir que el corazón es un órgano perteneciente al «aparato» circulatorio, que es la base material del «sistema cardiovascular», el que a su vez es un sub-sistema del gran sistema metabólico general. En este sentido, la conceptualización del viviente ya sea como «organismo», o como un gran «sistema metabólico», viene a ser prácticamente equivalente. Así y todo, la noción de organismo parece ser que atiende a lo morfológico, mientras que la de «sistema» lo es a lo funcional. De hecho, en biología moderna la noción de sistema aplicada al viviente parece proceder del ámbito de las modelaciones eléctricas y de la cibernética, y de ahí haberse extendido a la comprensión de los seres vivos y de las instituciones sociales. En efecto tendemos a usar la palabra sistema para referirnos a las máquinas, y no al organismo. Lo considerado permite entender que cuando se tiene en la mano, por ejemplo, el corazón latiente de una rana, decimos que está vivo, pero no decimos que en la mano tenemos a un viviente. La inteligencia humana percibe que un corazón latiendo fuera del 15

organismo no es un ser vivo, sino que se trata de una parte de un ser vivo que todavía mantiene una cierta vitalidad. Pero el hecho de que esa parte no sea «un vivo», no la transforma ipso facto en una realidad meramente inerte o «muerta». Algo semejante ocurre con los gametos masculinos o femeninos que manifiestan, respecto del organismo del que proceden, una autonomía todavía más notable que la del corazón latiendo en la mano. Tampoco decimos que en este caso se trate de «vivientes» sino de gametos «vivos». Y cuando uno de ellos «muere» no decimos que muere un ser vivo. A partir de estos ejemplos queda claro que los términos vivo y muerto son expresiones que usamos de modo analógico. En este caso se trata de un caso particular de analogía, en la cual sólo el primer analogado realiza propiamente la noción, y el resto lo hace solamente de un modo derivado. Vida y muerte son expresiones que sólo se predican de modo plenamente adecuado cuando hacen referencia al viviente como un todo. En sentido propio las partes no viven ni mueren, sino que sólo «participan» la vida del todo en grados variables. Se deduce claramente de este ejemplo lo equívoca que puede llegar a ser una expresión, utilizada hoy en día corrientemente, como la de «muerte cerebral». Es claro que el cerebro en sí mismo no muere. Si acaso es el individuo como totalidad el que muere, cuando muere su cerebro; es un tema que habrá que examinar con detención.

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2.4 Un ser sustantivamente «uno» La Organización de los Estados Americanos (OEA), es una realidad social colectiva, que puede ser llamada «organismo» en la medida que se concibe como una totalidad compuesta de miembros activos, que son los países integrantes. Se trata de una unidad colectiva, en la cual los miembros o «partes» siguen siendo totalidades independientes y autónomas en sí mismas. Algo semejante ocurre en unidades colectivas naturales como la colmena, la colonia, el cardumen, la bandada, el enjambre o la manada, aunque el vínculo de unificación, en estos casos sea el instinto, y no la adhesión libre como ocurre en las instituciones humanas. La unidad de las partes del organismo vivo no es de tipo colectivo, sino individual o «sustantiva». El vínculo de unificación es «fuerte» y no «débil», como ocurre en el caso de las unidades colectivas. Diremos que las unidades débiles o colectivas son «más múltiples que unas», mientras que las sustantivas son «más unas que múltiples». El organismo viviente es una realidad organizada, pero no es una organización, el viviente es más bien un organismo individual sustantivamente unificado. Más precisamente, las partes en el organismo viviente están intrínsecamente unidas, pero no extrínsecamente unificadas. El organismo viviente no requiere de una fuerza mecánica, instintiva o moral para encontrarse unificado; el ser vivo es por antonomasia una unidad natural, fuerte y sustantiva. Podríamos decir que el organismo no es una realidad unificada, sino que es una realidad «una». Pero no por ser «uno», deja el organismo de ser una «unidad de lo múltiple». Esto último se expresa diciendo que el organismo no es una unidad simple sino una unidad compleja. De todas las unidades que se nos presentan en la experiencia, los seres vivos son los que se nos manifiestan de modo más evidente como constituyendo unidades fuertes, «unas», naturales y sustantivas. Y mientras más complejo es el viviente y más cercano a nosotros, más evidente resulta su unidad. Para nosotros, el paradigma de «unidad sustantiva en la complejidad» es el ser humano, de cuya unidad tenemos, en nosotros mismos, experiencia directa aunque parcial. Nuestra unidad e identidad de sujetos pensantes es más evidente para nosotros que nuestra unidad de seres percipientes, y nuestra unidad de seres percipientes es para nosotros más evidente que la unidad que podamos experimentar como seres «metabolizantes». Pero no porque sea menos evidente podemos negar el carácter de sujeto que realizan los seres de vida puramente vegetativa como las plantas. Quizá el sujeto sea menos «uno» que el del animal superior, como se deja ver por la mayor divisibilidad de las plantas; pero en muchas funciones de las plantas se manifiesta claramente el operar unitario desde un sujeto. De hecho es interesante constatar que en las etapas iniciales de la existencia del viviente humano este parece ser más «divisible». En todo caso, no por ser más divisible, el ser humano es menos «individuado». La «individuación» en efecto, tiene que ver con la indivisión actual y no con la «divisibilidad». Por eso un ser ya individuado puede ser divisible sin 17

que ello atente contra su individualidad. Si así fuese, habría que negar la individualidad de todos los seres vivos que se reproducen por división binaria. Los mismos seres vivos que se reproducen sexuadamente, que son los menos, operan también una suerte de división de sí mismos a través de la producción de gametos. Ahora bien, por muy paradigmática que resulte para nosotros, la unidad sustantiva humana, en comparación con el resto de las realidades naturales que nos rodean, no por eso la experiencia de nuestra identidad deja de ser la experiencia de una unidad compleja. Buena parte de las decepciones que experimentamos en nuestra vida psicológica vienen de la ilusión de pensarnos como unidades simples. Una y otra vez pretendemos que conocemos completamente, desconociendo nuestra complejidad, y la realidad se encarga de desmentirnos. Siendo hombres creemos ser espíritus puros.

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2.5 Un accionar intrínsecamente unificado En el organismo viviente todas las acciones de las partes «convergen» hacia la unidad. Esto se da espontáneamente, y no en virtud de una acción extrínseca unificadora. Por esa razón, la unidad del accionar del viviente no exige una acción física o biológica unificante -que siempre sería extrínseca-, ni tampoco la existencia de una «fuerza vital». Por supuesto, todas las acciones que ocurren en el viviente pueden ser físicamente obstaculizadas, de modo directo o indirecto. Mientras menos puramente vitales sean las acciones, mayor es la posibilidad de interferir físicamente de modo directo en ellas. Así, en el ejemplo del aparato cardiovascular, una ligadura de la arteria aorta impide directamente la expulsión de sangre por el ventrículo izquierdo, pero la función cardiovascular podría ser mantenida con una bomba de circulación extracorpórea. En ese sentido, la desaparición de un órgano no destruye necesariamente la función, y la suplantación de ella por medios físicos podría no afectar la supervivencia del animal. Esto es más claro aún en el caso de los implantes cardíacos electrónicos conocidos como «marcapasos». La vida «depende de ellos» en el plano físico-biológico, pero la vida del sujeto que lo utiliza no surge desde el marcapasos. Las funciones que comprometen la vida mental son más difícilmente reemplazables por medios físicos, y ello es cada vez más cierto, mientras más elevadas sean estas funciones: Como cuando se pretende golpear a alguien para que no siga hablando. En ese caso no se está pensando en incidir directamente en el lenguaje, sino en las condiciones materiales que lo posibilitan. Una inyección de cianuro, en cambio, que afecta de modo difuso y estratégico la función nutritiva/metabólica, produce rápidamente la muerte. Todo esto nos indica que, el hecho de que la unidad a la que tiende espontáneamente el operar de las partes en el todo viviente, pueda ser obstaculizada extrínsecamente, no demuestra que exista una fuerza responsable de la unificación del operar orgánico. Insistamos, la unidad de las partes le viene al organismo «desde dentro», porque las partes son constitutivamente, partes de un todo uno y sustantivo. En las discusiones actuales acerca del estatuto ontológico de los pacientes en muerte encefálica, ciertos autores han pretendido que el sistema nervioso lleva a cabo en el organismo animal, la tarea de unificar el funcionamiento orgánico como un todo. Esto no es así. De hecho, el organismo opera como un todo unificado desde la fecundación, mucho antes de que exista sistema nervioso. Existe ciertamente una parte del sistema nervioso, denominada Sistema Nervioso Autónomo, y que así se lo llama no porque opere de manera autónoma del resto del organismo, sino porque actúa prescindiendo del control voluntario. La función del sistema nervioso autónomo tiene en realidad por tarea «modular» la operación de ciertas funciones estratégicas en función de los requerimientos cambiantes del todo. A mayor 19

consumo energético por parte del sistema muscular, mayor debe ser la provisión de nutrientes a través del flujo sanguíneo. Toda modulación supone la existencia previa de lo modulable, por lo que es claro que la modulación extrínseca del sistema cardiovascular, llevada a cabo por el sistema nervioso autónomo, requiere previamente un sistema cardiovascular intrínsecamente unificado. Sin lugar a dudas que en el ordenamiento jerárquico de funciones biológicas de la vida animal, el sistema nervioso autónomo ocupa un rol superior en relación a las demás funciones. Hablando imaginativamente, podría pensarse que el Sistema Nervioso Autónomo está como «más cerca» del origen de toda la actividad vital. Pero, así y todo, esa mayor cercanía no permite identificar el origen de la vida con el sistema nervioso. Aristóteles en su Tratado sobre el movimiento de los animales hacía bien en distinguir un primer motor físico, por una parte, que él pensaba era el corazón, del principio vital, por otra, que no era ni una realidad física, ni una realidad inmaterial extrínseca, sino una causalidad intrínseca. Esta causalidad, Aristóteles la concebía además de modo triple como formal, eficiente y final. Un aristotélico contemporáneo como Leonardo Polo (2008) ha desarrollado ampliamente esta temática.

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2.6 Los grados de la vida La multiplicidad y diversidad que exhiben los seres vivos, lo percibe el conocimiento espontáneo, y se advierte de modo más elaborado si se tiene en cuenta la pluralidad de ramos, clases, familias, géneros, especies y variedades que proporciona la descripción metódica de las diversas disciplinas biológicas y que intenta ordenar la taxonomía o sistemática. En esta descripción lo que se busca hoy en día es contrastar la diversidad de esquemas estructurales arquitectónicos o «planes de organización», con la historia genética y genealógica de estos planes, intentando establecer líneas de filiación (enfoque sistemático «cladista»). Este ordenamiento «empiriológico», de suyo siempre perfectible, debe contrastarse y complementarse con otro ordenamiento más fundamental, que divide a los seres vivos en reinos. Es decir, reinos vegetal, animal y «hominal». Este ordenamiento, de raíz más «ontológica», más básico y permanente, es más cercano al sentido común, y se encuentra, implícito en las clasificaciones empiriológicas. Entendemos por empiriológica, siguiendo a Maritain (1980), una consideración que unifica y ordena los datos empíricos bajo conceptualizaciones esquemáticas o matemáticas (empírico-esquemáticas o empiriométricas) cuya validez se juzga por su verificabilidad. Es decir, si un modelo conceptual o matemático permite unificar y ordenar las observaciones empíricas, será empiriológicamente válido, y lo será hasta que aparezca un número significativo de nuevos datos empíricos que no sean integrables en ese modelo. A diferencia, entonces, de las clasificaciones empiriológica, que subrayan sobre todo la diversidad accidental y el incremento de complejidad, en la clasificación ontológica se enfatizan más bien los aspectos unificadores esenciales y la diversificación jerárquica en niveles de perfección. De ahí que en esta clasificación surjan espontáneamente «niveles» o «grados» de vida, con sub-gradaciones jerárquicas en el interior de estos niveles. Se habla así, ontológicamente, de animales «superiores» y de animales «inferiores», distinción que en las clasificaciones empiriológicas es menos evidente. En realidad las clasificaciones empiriológicas nunca pueden prescindir de estas jerarquías, por lo que esos ordenamientos conceptuales o no las justifican o intentan justificarlas con criterios empiriológicos, como por ejemplo, la complejidad estructural, el tamaño, la eficacia o la cronología (antiguo-reciente). La insuficiente distinción de estos dos tipos de clasificaciones lleva a que frecuentemente ellas se confundan. Es el caso, por ejemplo, de expresiones como: «más evolucionado» o «menos evolucionado», de amplio uso coloquial entre biólogos, en la que se encuentran fusionados, en dosis variables, ambos aspectos. En efecto, el sentido común tiende a asignarle un valor ontológico y jerárquico a esa expresión, que no necesariamente está explícita en la intención del biólogo sistemático. Por otra parte, el biólogo sistemático, por un comprensible afán de rigorismo científico quisiera muchas veces expurgar completamente de estas expresiones su sentido ontológico, lo cual en realidad es 21

difícilmente realizable. Por muy loable que sea la exigencia metodológica de hacer abstracción de todo juicio de valor jerárquico, al comparar grupos taxonómicos, no hay duda que entre un procarionte unicelular y un animal multicelular se intuye una diferencia de grado de perfección; teniendo claro que no le pertenece al científico el intentar precisar cómo debería conceptualizarse concretamente esa mayor perfección. Buena parte de las discusiones en torno al darwinismo, y entre darwinistas y antidarwinistas, proceden de no percibir estas distinciones. En la clasificación gradual, de tipo ontológico, deben reconocerse dos jerarquías inversas y complementarias. Desde un punto de vista material, a título de condición de existencia, la vida vegetativa es más «básica», y por ende la existencia de la vida, tanto animal como humana, «depende» de ella. Desde un punto de vista formal, la vida animal es más «una» y más «autónoma» que la vida vegetativa, a lo que se alude cuando se la califica de «más perfecta». Si es cierto que la autonomía puede constituir un criterio ontológico de perfección, debe tenerse en cuenta que, en sentido material, ni la vida vegetativa, ni la vida animal, ni la vida humana son autónomas en sentido absoluto, porque todas ellas dependen de condiciones físicas acotadas, que se dan de modo escaso en el universo cósmico. En ese sentido se puede decir, desde el punto de vista operativo, que la autonomía conductual de los seres humanos es muy superior, por comparación con la de los animales, sin que por eso deje de ser dependiente de condicionamientos físicos. En definitiva, todo criterio ontológico de perfección tendrá siempre esas características de dependencia, porque no hay nada en el universo material que satisfaga los criterios absolutos de autonomía y de perfección. Las operaciones de la vida vegetativa, en el interior de las cuales también es posible discernir una gradación, están fundamentalmente orientadas a la supervivencia física de la unidad orgánica. Supervivencia que puede ser tanto individual como específica. La nutrición y el crecimiento son como dos caras de una misma realidad, y están fundamentalmente ordenadas a la supervivencia individual. La función generatriz o de autoreproducción vital, ordenada a la generación de nuevas unidades orgánicas, es como una extensión de las funciones de nutrición o crecimiento. En la función generatriz, a la diferencia de la mera nutrición y crecimiento, sus acciones se encuentran «direccionalizadas» en el sentido de generar un nuevo organismo de la misma especie. En la gametogénesis, por ejemplo, tanto los órganos reproductores como sus gametos deben «crecer y nutrirse», pero es obvio que en ello no se agota su funcionalidad específica. En realidad sólo establecemos que una acción orgánica forma parte del «sistema reproductivo» cuando detectamos esa específica ordenación. Denominamos «nutritivos» a los procesos que proveen de los elementos necesarios para mantener el dinamismo de las acciones corpóreas involucradas en la automantención del viviente. Desde la «mirada biofilosófica», proponemos denominar a esta función 22

«autodinamogénesis». En la conceptualización o «mirada empiriológica» contemporánea, correspondería a lo que se conoce como el operar físico-químico del metabolismo intermediario. Estos procesos son estudiados hoy en día, de modo predominante, por las disciplinas científico-empiriológicas conocidas como bioquímica, biofísica o de modo más global, como biología molecular. Llamamos crecimiento, o mejor: «morfogénesis», a los procesos involucrados en el desarrollo plástico de la arquitectura corporal global del viviente, y en su mantención. De modo biofilosóficamente más preciso correspondería denominar a esta función: «automorfogénesis». En la conceptualización actual, estos procesos son estudiados por diversas disciplinas empiriológicas, como la morfología, la biología del desarrollo y la genética molecular. Para los fines de este estudio nos interesa subrayar el carácter «automoviente» de estas funciones y su carácter unitario global. En efecto, cada metabolismo y cada plan arquitectónico de un viviente, es específico e intrínseco, y aunque depende para su realización de condiciones físicas del entorno, desde un punto de vista formal es propio para cada individuo de cada especie. Cada viviente recibe su plan morfo-genético en la generación, y lo mantiene y desarrolla en términos materiales en función de las condiciones del ambiente, y en términos formales, en función de sí mismo. El carácter unitario del operar vegetativo se muestra, por ejemplo, en que las múltiples acciones del operar autodinamogenético y automorfogenético concurren a un mismo y único resultado: la preservación arquitectural y dinámica del organismo. Debe reconocerse que esta unidad es «difusa», «extendida» o «distendida», ya que no está localizada de modo exclusivo en un sector del organismo, sino más bien en todo él. No obstante, hay estructuras que participan de diversos modos e intensidades en cada función, como podría ser, por ejemplo, la mayor participación de las mitocondrias o del hígado en la función autodinamogenética; o del material cromosómico, por otro lado, en la función automorfogenética. Por ello es cierto que el viviente vegetativo realiza una unidad extendida o difusa; no se trata de una «distensión» homogénea sino más bien «inhomogénea». Un segundo aspecto que resalta el carácter unitario del operar vegetativo, tiene que ver con el hecho que la autodinamogénesis y la automorfogénesis, como se mencionó, no son dos funciones separadas sino dos aspectos de una misma realidad. Toda acción dinámica es la acción de un cuerpo sobre otro cuerpo, por lo que no sólo tiene significación energo-motriz, sino también significación morfológica o arquitectural. La nutrición y el crecimiento son una y la misma realidad pero observadas bajo dos consideraciones intelectualmente distintas. Cuando se atiende a «lo energo-motriz», hablamos de autodinamogénesis o nutrición, y cuando se atiende a lo orgánico «arquitectural», hablamos de automorfogénesis o crecimiento. Esta consideración no 23

hace sino confirmar el carácter de unificación intrínseca de los procesos vitales. En el viviente, a diferencia de lo que ocurre en las máquinas, no se realizan múltiples tareas para lograr un solo objetivo; en realidad el operar vegetativo orgánico es una y sola gran tarea que se lleva permanentemente a cabo, a través de una diversidad innumerable de subfunciones y suboperaciones. Toda estructura orgánica puede ser asiento de una o de muchas acciones y sub-acciones, pero ninguna estructura orgánica es, en definitiva, «ajena» al todo. No hay en el organismo acciones o estructuras «sobrantes», como puede ocurrir en las máquinas. Los llamados «órganos vestigiales», de la anatomía comparada, se denominan así por la referencia que se hace a una función ejercida previamente por ese órgano en la filogenia de esa especie. Nuestro apéndice del intestino grueso es «vestigial» por relación a la importante función inmunológica que tiene la «Bursa de Fabrizio» en las aves, pero no «está demás» en el organismo de los mamíferos. La prueba es que no podemos ignorarlo. En el viviente, «todo está en todo», aunque de un modo extendidamente inhomogéneo. El viviente vegetativo «está presente» a su acción, no como si la controlara desde fuera, sino como operando «desde dentro». Lo que para la nutrición podría ser considerado accidental, para el crecimiento podría ser esencial, y viceversa; en el operar vegetativo no parecen quedar cabos sueltos. Los órganos vestigiales no son sobrantes inertes. De un modo figurado podríamos decir que el viviente orgánico «sabe» o «se hace cargo» de todo lo que está ocurriendo en sí mismo, porque en realidad él «lo es»; su unidad está difundida realmente en todo el organismo.

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3. La mente, el cerebro y sus problemas 3.1 Las preguntas, los problemas y las respuestas ¿Estoy despierto o estoy soñando? ¿Tengo verdaderamente una serpiente en el cuello o me la estoy imaginando? ¿Por qué me he levantado triste esta mañana? O: ¿por qué siento hoy mi cuerpo con tanta energía? Son interrogantes relativas a los temas que vamos a tratar en este capítulo, que más de alguna vez todos nos hemos planteado, a partir de una experiencia concreta. En general, a partir de estas y otras muchas experiencias concretas, surgen espontáneamente en nosotros preguntas, y algunas de ellas conducen a explicaciones. De hecho, una forma quizá poco respetuosa, pero nada trivial, de definir al ser humano, podría ser la de caracterizarlo como «un animal preguntón». Algunos animales no humanos más desarrollados son curiosos o «novedosos», pero no se hacen preguntas. La curiosidad animal tiene que ver con los instintos, y gira por lo tanto en torno a «sobrevivir». La curiosidad específicamente humana gira en torno a «comprender». Por lo pronto, y a propósito de nuestra «manía» de buscar definiciones, las definiciones que intentamos de las cosas, ya son un intento de respuesta a una pregunta. Las respuestas que damos a las preguntas que se nos hacen, son de muy diversa índole, dependiendo de su naturaleza y del contexto. Preguntas prácticas y factuales como: ¿dónde está la escoba? Y su respuesta: «Ahí detrás de la puerta», aparecen como algo banal, y, sin embargo, ya suponen la existencia del lenguaje y la capacidad de elaborar artefactos complejos, como la casa, la puerta y la escoba. Cuando al experimentar la percepción como de una araña venenosa que recorre nuestra espalda, surge de esta experiencia la pregunta: ¿será real o sólo me la estoy imaginando? lo que esperamos de todo esto es una respuesta. Pero de la respuesta puede surgir otra pregunta. Si la repuesta es: «Sí, efectivamente, tienes una araña venenosa recorriéndote la espalda», lo que se sigue es una acción, y no una nueva pregunta, a menos que esta sea: «¿Y ahora qué hago?». En todo caso, por esa vía, seguimos en el orden práctico, donde lo que se espera de uno es una acción. Si por el contrario, nuestra primera respuesta fuese: «No, no tienes ninguna araña recorriendo tu cuerpo», lo que podría surgir es otra pregunta, no ya práctica, sino teórica: «¿Cómo es posible que perciba arañas venenosas inexistentes que recorren mi cuerpo?». Frente a esto, lo que se busca no es ya una respuesta que conduzca a una acción, sino una respuesta que sea una explicación; y se busca una explicación cuando hay algo que se ignora y que se quiere saber. A diferencia entonces de las preguntas prácticas que buscan concluir en una acción, las preguntas teóricas buscan concluir en un saber, y un saber que supere el estado previo de ignorancia. Podríamos decir que lo que nos sosiega 25

en el orden práctico es la buena acción, mientras que lo que nos aquieta en el orden teórico es una buena explicación. De entre las preguntas teóricas que nos podemos hacer, hay algunas que buscan últimamente una finalidad práctica, como cuando indago por qué tengo la ilusión de arañas venenosas que recorren mi cuerpo, y lo hago para determinar si acaso me estoy volviendo loco. Otras, no obstante, tienen una finalidad puramente teórica, como cuando me interrogo: ¿Cómo entender que alguien pueda tener la experiencia de percibir arañas venenosas inexistentes que recorren su cuerpo? Nótese, por lo pronto, que las respuestas prácticas remiten a un aquí y un ahora: ¿soy yo el que tengo ahora una araña? O: ¿soy yo el que padece una enfermedad mental? Las respuestas teóricas, por su parte, remiten a una generalidad y a una intemporalidad: ¿Cómo es posible que alguien, (en algún lugar o en algún tiempo)…? En efecto, las respuestas teóricas son universales y abstractas, y las prácticas, singulares y concretas. Las preguntas acerca de las que vamos a tratar son interrogantes de carácter teórico, que buscan explicaciones que redunden en un saber, y no en vistas de una finalidad práctica. Veremos que una misma experiencia puede dar origen a diversas interrogaciones teóricas, y que a cada una de esas interrogaciones hay diversos modos de responder. No será suficiente decir que nos interesarán sólo las respuestas teóricas racionales, pues, como veremos, en casi toda respuesta humana siempre hay algo de racionalidad. Esperamos poder mostrar que entre los variados tipos de respuestas teóricas racionales hay un tipo a las que solemos llamar «rigurosamente racionales» o «científicas», y que las mismas respuestas rigurosamente racionales, pueden también ser de órdenes variados. De entre ellas hay dos géneros que nos interesarán más en particular, y estas son: las llamadas «filosóficas» y las llamadas «científicas». Conviene finalmente, al interrogarse sobre el problema mente-cerebro, reflexionar brevemente acerca de lo que sea un problema. Cada vez que al intentar un objetivo, nos topamos con un obstáculo que no logramos superar, decimos que estamos en un problema. Aquí también parece posible distinguir los problemas teóricos de los problemas prácticos. Cuando el objetivo que buscamos es la respuesta a una pregunta, y nos encontramos con un obstáculo a su resolución, hablamos también de un problema o quizá, de modo más específico, de un dilema. Las preguntas a las que nos vamos a enfrentar no sólo son muy antiguas sino también el responder a ellas ha sido siempre problemático o «dilemático», que es otra manera de indicar que nos encontramos frente a preguntas difíciles. Y si las preguntas son difíciles puede ser igualmente difícil proporcionar respuestas. En ocasiones, encontrarse con una respuesta difícil puede ser signo de una mala respuesta. Por lo general, las buenas respuestas son simples, o al menos más simples de lo que solemos sospechar. 26

Después de pasar una buena parte de la vida indagando en torno a estas preguntas sobre el problema mente-cerebro, pienso que la mayor dificultad no se sitúa tanto en comprender las respuestas (que por lo demás, muchas veces no las tendremos), sino en entender las preguntas, y los problemas que de ellas derivan. Es experiencia común que muchas veces no sabemos bien lo que estamos buscando, o no lo sabemos manifestar de la forma adecuada. Y es también frecuente el experimentar cómo se nos aclaran las cosas cuando las sabemos preguntar. No esperamos que al final de nuestro recorrido tengamos demasiadas respuestas, nos conformaríamos con que hubiésemos tomado conciencia de que muchas de nuestras respuestas no eran verdaderas respuestas, y de que algunas de nuestras preguntas no eran pertinentes. Esto ya es saber más que antes. Pienso que a eso se refiere la expresión «docta ignorancia», que remite a un estado de conciencia en el que nos damos cuenta de que ahora sabemos realmente lo que estamos preguntando, y qué lugar ocupa esa pregunta en la geografía de nuestro poco saber y de nuestra mucha ignorancia. Las realidades, las preguntas, los dilemas y las respuestas que vamos a abordar, por su naturaleza misma, no son fáciles de ver. Por ello, dedicaremos más tiempo a intentar mostrar que a demostrar, a interrogarnos más que a respondernos, a admirarnos frente a lo poco que sabemos y a lo mucho que nos resta por averiguar.

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3.2 El problema mente-cerebro y sus teorías explicativas Las descripciones metódicas y los hallazgos experimentales de las neurociencias modernas, junto con los esquemas interpretativos que intentan darles unidad y sentido, han configurado para nosotros una cierta idea de la estructura y de la función del sistema nervioso en el organismo animal y humano. Históricamente, la idea misma de «sistema nervioso» es bastante reciente. A partir de estas interpretaciones e ideas surgidas, se han desarrollado diversas especulaciones ideológicas y teorías filosóficas acerca de las relaciones que es posible establecer entre las actividades del sistema nervioso central y las operaciones cognitivas y afectivas. No obstante la complejidad de estas concepciones científicas y filosóficas, las preguntas acerca de este asunto pueden seguir enunciándose de modo relativamente simple: ¿Qué relación hay entre la actividad electro-fisiológica del encéfalo y nuestra vida mental? ¿Son lo mismo? Y si no son lo mismo: ¿Qué relación hay entre ellas? ¿Se puede decir que el encéfalo produce la vida mental? ¿O no se podría pensar acaso que el encéfalo, el organismo y el mundo físico en general, son realidades creadas por nuestra mente? 3.2.1 Lo mental y lo corpóreo; una primera versión insoluble del problema Todo parece indicar que el problema mente-cerebro, que tanto interroga a nuestros contemporáneos, no es más que una nueva forma de plantearse una interrogante multisecular. Esta interrogación puede plantearse disyuntivamente de varios modos: mente y cerebro, cuerpo y alma, carne y espíritu, sujeto y objeto, o res extensa y res cogitans. Siempre el problema de fondo parece radicar en cómo comprender de una manera unificada y unitaria, la coexistencia de dos órdenes de realidades que aparecen, no sólo como siendo distintas, sino además como siendo opuestas y mutuamente irreductibles. En efecto, el universo de lo mental, lo anímico, lo psíquico, lo espiritual, aparece a primera vista como algo interno, abstracto, subjetivo, intangible, incorpóreo, mientras que lo cerebral, lo carnal, lo material y lo corpóreo aparece como lo externo, lo concreto, lo objetivo, lo palpable. ¿Cómo esos dos tipos de realidades tan distintas podrían relacionarse entre sí, cuando nada parece serles común, y más bien todo indica que lo mismo que los caracteriza es lo que los opone? Y, por otra parte: ¿Cómo podrían no relacionarse entre ellas, si ambas realidades están en nuestro propio ser, y constatamos de modo permanente su mutua coexistencia? Vemos, tocamos, olemos y gustamos una manzana, y afirmamos que nuestra visión de la manzana no es la manzana, ni tampoco nuestra percepción táctil, olfativa o gustativa, y que ni la manzana percibida, recordada o imaginada, es lo mismo que la manzana masticada. ¿Cómo esos dos ámbitos de la realidad entran en contacto? ¿No es acaso la misma noción de contacto, válida inicialmente referida a realidades que tienen límites corpóreos, lógicamente inutilizable, 28

ya que jamás una realidad mental podría entrar «en contacto» con lo corpóreo? 3.2.2 Un «trilema» insoluble La interrogante es clara y genera un problema. Problema que, a nuestro juicio, planteado así, resulta insoluble. Y es insoluble porque las preguntas están mal planteadas, porque, como veremos, ambos términos de la comparación son imaginativamente conceptualizados como existiendo en un mismo plano, cuando en realidad no lo están. Pero antes de examinar por qué este es un falso problema, que deriva de una pregunta mal planteada, examinemos muy esquemáticamente, qué pasa cuando se insiste en dar solución a este problema, así planteado. Nuestra impresión es que esto no puede lograrse más que forzando la realidad. Cuando no se toma conciencia del mal planteamiento del problema, lo que se intenta es darle una solución, literalmente, «a toda costa». Y la solución a un dilema así planteado parece admitir sólo tres respuestas posibles: la respuesta animista o vitalista; la respuesta materialista y la respuesta dualista. Más que un dilema sería un «trilema», en el que ya sea se afirma que lo único real es lo objetivo, lo material o lo corpóreo, ya sea se afirma que lo único real es lo vital, lo mental o lo incorpóreo; o se sostiene dualísticamente que ambos términos de la disyuntiva son igualmente reales y que coexisten «en paralelo». 3.2.3 El vitalismo animista y el vitalismo espiritualista Como bien ha hecho notar Hans Jonas (1966, Cap.1), es posible percibir en la conducta de las primeras culturas humanas una tendencia a resolver este problema en la dirección animista, o, como él la llama, vitalista o panvitalista. Es claro que las culturas primigenias no se cuestionaron la relación mente-cerebro al modo nuestro, pero también es claro que no podrían haber dejado de planteárselo de alguna manera. Y ello se manifiesta, —como lo han hecho ver diversos investigadores contemporáneos—, cuando se estudia su modo de comportarse, es decir, sus relatos, su arte, su vida familiar, su medicina, su religión. De hecho, algunas de estas culturas se han perpetuado hasta hoy, y a pesar de las muchas influencias recibidas, sus tradiciones pueden todavía ser rastreadas e identificadas. Para nuestros primeros ancestros, según Jonas, lo primeramente evidente era la vida, y sería en función de ella que habrían tendido a interpretar los fenómenos complejos de la naturaleza (Jonas, 1966). Es por eso que muchas realidades que hoy nos parecen claramente inanimadas, para ellos habrían estado vivas: las «aguas vivas», la vida en los fenómenos de la naturaleza, la presencia de alma en los minerales (pan-psiquismo, hilozoísmo), la vida de ultratumba o «la otra vida». Además, nos parece que la atribución de propiedades cognoscitivas a las plantas, o de pensamiento intelectual a los animales, iría en la misma dirección planteada por Jonas. Esta tendencia explicativa, que no carece de base real, no da cuenta adecuada, sin 29

embargo, del modo real de operación de una porción inmensa de la realidad natural, que a todas luces carece de vida. En efecto, los minerales, el aire, el fuego, el agua, por muy activos que a veces nos aparezcan, no parecen estar dotados de vida, y la evidencia científica, por más rudimentaria que sea, no hace sino concordar en ello. No hemos encontrado hasta el momento ejemplos claros de una interpretación racional espiritualista de los fenómenos mentales y corporales en culturas primigenias. Probablemente debido a que estas posturas exigen un grado más elevado de abstracción para la explicación de fenómenos naturales, lo que no parece ser el caso en culturas todavía no intelectualmente sofisticadas. El pitagorismo, el platonismo y el neoplatonismo filosóficos son quizá las primeras manifestaciones históricas de tendencias de pensamiento, en la dirección espiritualista. Esta modalidad de pensamiento tendrá su punto culminante más tarde en autores como Berkeley, bajo influencia empirista, o Hegel, en la línea idealista. También sería posible verla, nos parece, en algunas corrientes actuales derivadas del existencialismo fenomenológico. En todos ellos, y en grados diversos, lo material o corporal parece no tener verdadera consistencia; lo verdaderamente real sería la mente o la conciencia. 3.2.4 El dualismo A diferencia de lo que piensa Jonas, nos parece que es posible asimismo vislumbrar en las culturas primigenias una tendencia a la explicación dualista de la naturaleza. Pensamos que la interpretación mágica de la realidad sería una manifestación de ello. En el pensamiento mágico se atribuyen acciones a realidades físicas que no derivan de lo que conocemos de su naturaleza. Generalmente la aparición más o menos esporádica de este tipo de efectos se atribuye a la acción de mentes exógenas que controlan el operar de las realidades físicas. Por ejemplo, en el ámbito supersticioso-mágico, el efecto maléfico o benéfico de ciertos objetos, como fetiches, talismanes o amuletos, derivaría de atribuir a una realidad inerte poderes que esta realidad por su propia naturaleza no posee. Esos poderes los adquiriría esta realidad inerte en virtud de la acción de un chamán o brujo que a su vez estaría en relación con espíritus, o por una interacción directa del eventual beneficiario, con los espíritus maléficos o benéficos en cuestión. Estamos aquí frente a un dualismo supersticioso-mágico ya no «paralelista», sino netamente interaccionista. Se podrá discutir la validez de los puntos de partida, pero en una cosmovisión de este tipo nos situamos ciertamente frente a una explicación de fenómenos físicos y psíquicos que tiene una lógica, y por lo tanto una racionalidad. Lógica de carácter racional-mágico, ciertamente, pero indudablemente racional. Por lo demás, la interpretación mágica sigue siendo un componente real de nuestra cosmovisión en sociedades actuales llamadas «avanzadas». Ni antes ni ahora, la ingenuidad o arbitrariedad de las explicaciones, ha sido argumento eficaz para desmontar la validez del argumento imaginativo-mágico. La «verdad» o «falsedad» verificable de las explicaciones en el acontecer fenoménico no es 30

un tema que dirima la confrontación entre el pensamiento racional riguroso y el pensamiento mágico. Sólo la conciencia de la verdad o de la falsedad de los principios en los que se funda cada una de estas lógicas puede tener fuerza de convicción. Ahora bien, una cultura intelectual que desconoce el valor de los primeros principios evidentes aprehensibles por la razón, se encuentra mal armada frente al pensamiento mágico. De aquí deriva la comprensión fuertemente mágica que tiene hoy en día «el hombre de la calle» en relación a muchas cosas, entre ellas los hallazgos de la ciencia natural. Sin ánimo de generar polémicas por el sólo afán de generarlas, debemos hacer notar que buena parte de las explicaciones que nos damos en nuestra cultura con respecto a muchos fenómenos son variantes de grado de esta modalidad mágica arcaica. Cuando utilizamos, por ejemplo, un aparato de resonancia nuclear magnética para obtener una imagen cerebral: ¿qué relación puede haber en la mente de la mayoría de los usuarios, entre las propiedades que ellos conocen de los cuerpos y la aparición de una imagen de su cerebro en una pantalla? Nos introducimos en un tubo metálico y en otro sector aparece una imagen en la pantalla de un ordenador, en virtud de la acción de un «técnico-chamán» que es el único que sabe de qué modo producir el efecto. En realidad el «técnico-chamán» principal es el ingeniero diseñador de la máquina, y todos los que seguimos en sentido descendente, incluyendo al fabricante, a los técnicos subordinados, a los vendedores, a los médicos y a los pacientes, funcionamos como meros partícipes pasivos del «ritual». Además, en la parte médica, la cadena se complica porque se intersecta con otra cadena de «médicos-oráculos» que interpretan las imágenes en términos de salud y enfermedad. Ellos, en virtud de otro ritual paralelo, concluyen en un «juicio oracular» o diagnóstico, que el receptor está llamado a acatar, ignorando completamente de dónde procede. Sin una «fe científico-técnica», alimentada fuertemente por un componente imaginativo-mágico, no habría forma de entender que confiásemos en los juicios que los neuroradiólogos emiten acerca de nuestro estado de salud y enfermedad cerebral. Los ejemplos de nuestra vida cotidiana que cumplen parcial o totalmente con el esquema general de la racionalidad imaginativo-mágica son innumerables y en todos los dominios de nuestra vida, desde la religión a la ciencia, pasando por la vida colectiva social y política, campo —este último— fertilísimo en instancias operativas de orden simbólicomágico. En realidad, sin un apoyo importante en la racionalidad imaginativo-mágica no podríamos vivir, justamente por el hecho de ser animales racionales y no «mentes puras». Una cultura madura no consistiría en tratar de negar esta realidad de hecho, sino en alcanzar una razonable distancia crítica respecto de ella, poniendo la imaginación al servicio de la inteligencia, y no sometiendo la inteligencia a los avatares de la imaginación. Las versiones más elaboradas del dualismo, presentes en el pensamiento filosófico occidental moderno, a partir de Descartes, suponen el desarrollo previo de un 31

espiritualismo y de un materialismo conceptualmente más elaborados, y es, probablemente, en el pensamiento indio donde pueda encontrarse un dualismo espiritualista menos abstracto y más impregnado en la cultura. 3.2.5 El materialismo Mientras que el animismo y el dualismo mágicos parecen ser tendencias más espontáneas en la búsqueda de explicaciones racionales acerca del operar de la naturaleza, el materialismo parece responder a una dirección intelectual menos espontánea y más abstracta, pero todavía sumergida en el ámbito imaginativo. Por ello, sería más frecuente encontrar explicaciones animistas o dualistas en las culturas primigenias, y no tanto así, explicaciones de tipo materialista, que son más propias de ambientes intelectualmente sofisticados. Por lo anterior nos parece que los ejemplos más claros de lo que hoy llamamos planteamientos materialistas, los encontramos en la antigua Grecia, cuando ya la búsqueda de explicaciones racionales rigurosas estaba iniciada. La conceptualización del aire o pneuma como principio de vida de los organismos y del mundo en su totalidad, por parte de Anaxímenes, es por ello ejemplar. La búsqueda de una explicación a los fenómenos vitales y mentales en virtud de una materia sutil, (el pneuma), será recurrente en el pensamiento occidental. Anaxágoras, en esa misma línea, propondrá la existencia de partes físicas, cualitativamente originales, que él denominará spérmatas de nous o «partículas de pensamiento», las que al reunirse con otras del mismo tipo formarán el alma de los vivientes o la mente de los vivos con conocimiento. Algo semejante, aunque más clara y radicalmente materialista encontramos en los atomistas Leucipo y Demócrito, que reducen toda la fenomenología vital y mental al movimiento local azaroso en el vacío, de átomos de formas distintas. Toda la vida y los fenómenos mentales quedan explicados en esta visión atomista como una resultante final de los desplazamientos atómicos en el espacio (vacío). El atomismo es, entonces, la segunda gran tentativa mecanicista, —que será recurrente a lo largo de la historia—, de reducir toda la fenomenología natural, al movimiento local y al choque de átomos en el espacio. Así como veíamos que el animismo termina por eliminar del cosmos la realidad de lo inerte, el mecanicismo conduce al polo opuesto, llegando a negar la realidad original de lo vital y lo mental, pretendiendo explicar todo a través fenómenos físico-mecánicos.

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3.3 Primer balance Hemos afirmado que los planteamientos vitalistas, mecanicistas y dualistas, son la consecuencia de intentar responder a un pseudo problema, generado por una pregunta mal planteada; y la pregunta tiene que ver con el modo de relacionarse lo corporal y lo mental. Ahora bien, como adelantábamos al comenzar, lo corporal y lo mental, no son dos realidades sustantivas que puedan ponerse, una frente a la otra, para que interactúen entre ellas. Eso no es real. Una manera atenuada de esta tesis consistiría en afirmar que lo corpóreo es sustantivo y lo mental adjetivo, es decir, que lo mental es un aspecto, un efecto, o un producto de lo corpóreo. En esta forma de conceptualizar, se concibe a lo corpóreo como formando parte de la naturaleza del viviente, mientras que lo mental se lo piensa como haciendo parte del obrar de esa naturaleza, o como un subproducto de ese operar. En esta variante no se salva tampoco lo que podemos observar en nuestra experiencia del conocer y del amar. En efecto, la corporeidad tiene que ver con el modo como experimentamos sensiblemente nuestra relación con las cosas sustantivas que existen en el mundo. Pero la percepción sensible no nos abre directamente a la realidad como tal, sino sólo a sus apariencias. Por ejemplo: el color que percibimos como existente en las cosas, varía si modificamos la luz incidente, o si ingerimos una sustancia que afecte la retina. Esto muestra que si bien el color de las cosas parece ser algo absolutamente real, nuestra experiencia de la realidad misma del color parece ser algo relativo. Un daltónico ve colores, pero no ve los mismos que una persona sana, y entre los mismos «sanos», la variación es bastante considerable. En conclusión, experimentamos el color, tenemos la experiencia de que por la vista podemos acceder a algo estable, sustantivo, absoluto, independiente de nosotros, pero el modo en que lo experimentamos es variable y relativo. Algo del color tiene que ver con la realidad (lo estable, lo invariable, lo incondicionado) y algo del color tiene que ver con nuestra propia subjetividad (lo inconstante, lo relativo, lo condicionado). En consecuencia, todo indica que por el conocimiento sensible accedemos a algo real, común, estable, incondicionado, pero de un modo variable, condicionado, subjetivo. Lo mismo, analógicamente, ocurre con el tacto. Lo que llamamos corpóreo tiene algo de relativo, y corresponde al modo como nosotros los humanos accedemos a las realidades sustantivas que llamamos «táctiles». Podemos suponer que un animal, con órganos sensoriales diversos y con otro desarrollo del sistema nervioso central, debiese tener experiencias táctiles muy diversas a las nuestras. Sin embargo, ambos accedemos a ciertos aspectos que son comunes, incondicionados y estables, que nosotros estimamos configuran «lo real», independientemente de nosotros, y que nos permite interactuar 33

adecuadamente con un animal, sin que el animal parezca tener la menor conciencia de «lo real». Lo anterior implica que buena parte de lo que experimentamos en nuestra percepción acerca de lo corpóreo, lo material o lo físico, pertenece al ámbito de nuestra experiencia subjetiva, y no a algo existente independientemente de nosotros. En efecto, y como decíamos más arriba: ¿Cuánto de la suavidad de la pluma le pertenece realmente a la pluma? La separación, entonces, entre lo mental y lo corpóreo se nos comienza a difuminar. La suavidad, la dureza, lo caliente y lo frío, pensamos que corresponden usualmente a «algo» existente con independencia de nosotros (a menos de estar delirando o sufriendo una crisis epiléptica), pero es claro que «la suavidad» no es una propiedad que esté como tal en los cuerpos. Sentimos claramente calientes a ciertos cuerpos, y sin embargo no sabemos qué es realmente el calor, aunque afirmamos que existe y hasta lo intentamos medir. Creemos saber cuándo hay luz y cuando no la hay, pero «no tenemos idea» de lo que es realmente la luz. Tenemos «sensación» de la luz pero no tenemos su «idea». Todo esto que venimos de ilustrar subraya el hecho de que el conocimiento intelectual no es el conocimiento sensible, y que el conocimiento sensible «casi no es conocimiento». Pero aun cuando fuese cierto que el conocimiento sensible no nos permite acceder a lo real como real, sino sólo a partir de sus manifestaciones «corpóreas», seguiría siendo cierto que, analógicamente, el conocimiento sensible «es» verdadero conocimiento, ya que por su intermediación accedemos a la común realidad. De modo oscuro y enigmático, es cierto, pero «verdaderamente». Por ello, no podemos responder de modo absoluto que todos estemos viendo el mismo color, cuando miramos una misma corbata; empero, todos podemos convenir en que estamos mirando una corbata. Y esto porque «la idea» de corbata no tiene color, ni suavidad, ni temperatura, aunque las corbatas reales y concretas sí la tengan. Sin necesidad, entonces, de caer en el subjetivismo de filósofos como Locke, Berkeley y Hume, podemos reconocer con ellos que, buena parte del modo concreto como experimentamos las «propiedades» que llamamos corpóreas o materiales, son productos de nuestra mente. En consecuencia, la realidad de «lo que se ve y lo que se toca», no es tan «sustantiva» y la realidad mental no es tan «adjetiva» como a veces a uno le parece. Pensar que puede haber tanta, o más, «sustantividad» en lo mental que en lo corpóreo, no significa desconocer la realidad de lo corpóreo. Por lo tanto, más que enfrentar lo corporal a lo mental, como si fuesen realidades ajenas la una a la otra (que sería la alternativa «paralelista»), el verdadero problema está en entender cómo es que los seres vivos orgánicos conocen y apetecen, y en reconocer que las realidades mentales son actos de ese mismo viviente. En síntesis, lo mental no sería algo que se suma o que se opone a lo corpóreo, o que 34

existiría «al lado» de lo corpóreo, o que interaccionaría con él; lo mental nos aparece como el acto de un viviente, de modo análogo a como se nos aparece el nutrirse o el crecer. Pero lo mental es un modo de operar de un viviente, que supera con mucho la clausura física de los actos de la vida vegetativa, porque a diferencia de esas acciones, que «se clausuran» en la interioridad física, el operar mental «abre» al animal a su entorno, generando un nuevo universo existencial, en el que se despliega la conducta. Porque nutrirse no es ni conocer, ni desear, aunque sean todos actos del viviente. Todos ellos son actos de un viviente, pero no son actos del mismo género. Dicho de otra manera, esta diversidad genérica de actos, nos está señalando que son dos géneros distintos de vivientes los que están «detrás» de esos dos géneros de actos. Esta última afirmación puede parecer escandalosa, a una «mirada cultural» excesivamente influenciada por el pensamiento empiriológico. Nuestra permanente inmersión cultural en esta perspectiva ideológica reduccionista nos ha acostumbrado a mirar plantas y animales bajo un concepto unívoco, y no análogo, como es el que corresponde en este caso. Aquello que hoy es una dificultad para el «pensamiento univocante», no es en el fondo otra cosa que lo que la sabiduría atesorada en el sentido común reconoce, cuando distingue a los animales de las plantas. Lo que plantea dificultad a nuestra mentalidad contemporánea, es la comprensión de la particular naturaleza de los actos de conocimiento y de amor, y eso es lo que es necesario examinar con más detención. En consecuencia, antes de seguir preguntándonos acerca de cómo se relaciona lo mental con lo corpóreo, o lo cerebral con lo mental, es necesario aclararse, con un poco más de profundidad, acerca de lo que entendemos por “mental”.

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4. Naturaleza de los actos mentales «Para decir lo que es sería preciso una ciencia divina y un sinnúmero de digresiones; para presentar su naturaleza en una comparación, basta una ciencia humana y algunas palabras» Fedro, Platón.

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4.1 Los actos mentales Una primera respuesta podría ser: lo mental es lo que surge de la mente, y lo que surge de la mente son los actos mentales. Ahora bien, la mente no es una cosa que se pueda ver y tocar. «La mente» es una realidad del viviente que afirmamos como existente, por inferencia, como otras muchas cosas en la vida diaria. La mente es lo que designamos como el origen de algo que experimentamos directamente; y lo que experimentamos directamente son los actos mentales. Pero no experimentamos nuestros actos mentales como procediendo de una parte anatómica del organismo, como podría ser el hígado, el corazón o el cerebro, sino que los experimentamos como procediendo del viviente mismo, y este «proceder» lo concebimos en analogía con una parte orgánica, como si se tratara del hígado, el corazón o incluso el cerebro. Y a esta «parte», «potencia», «capacidad» o «facultad», que no es anatómica, pero que «está en» el viviente, la llamamos «mente». Y si decimos que la mente es una «parte especial» del viviente es porque los actos mentales tienen algo de especial por relación a los otros actos propios del viviente, como nutrirse, crecer y reproducirse. Hemos dicho que no todos los actos mentales son actos de conocimiento y que no todos los actos de conocimiento son iguales. En efecto, además de las cogniciones, existen los afectos. Del mismo modo como yo imagino, recuerdo, conceptualizo, razono o juzgo, también deseo, temo, me enojo, espero y desespero. Además, conductas animales como cazar, aparearse, huir, que a primera vista nadie catalogaría de «acciones mentales», están de tal modo «empapadas» de la vida mental del animal que sin actividad mental esos actos físicos no serían verdaderas conductas. Una ilustración de lo anterior es la distinción que se hace en medicina entre los «movimientos anormales», que son objeto de la neurología, como los tics, los temblores o las distonías, de las «conductas anormales», que son objeto de la psiquiatría, como las compulsiones, las disociaciones mentales o las automutilaciones. En efecto, en el trastorno obesisvo-compulsivo, por ejemplo, la compenetración entre mente y conducta es manifiesta. Si, en lo que sigue, atenderemos prioritariamente al conocimiento, como forma ejemplar de acto mental, tendremos siempre también que los actos mentales no se agotan en los actos de conocimiento. Más aún, en toda conducta, conocimiento y afecto nunca están desvinculados el uno del otro. Dado entonces que los actos de conocimiento son como el prototipo y el origen de todos los otros actos mentales, pasemos a su consideración, — siguiendo los consejos de Platón—, por medio de aproximaciones sucesivas, esto es, a través de comparaciones analógicas.

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4.2 Aproximaciones al conocer y al amar 4.2.1 El conocer como acto Pasar del hambre a la saciedad, es algo que se realiza de modo progresivo por la acción de alimentación, acción que es sucesiva, progresiva o procesual. Decimos que «nos estamos» alimentando o que «hemos interrumpido» la alimentación. En esos casos, no hemos completado la alimentación, pero ya nos hemos alimentado un poco; y todo eso es porque concebimos la alimentación como un operar que se da en el tiempo, y que se realiza de modo progresivo. Sabemos que a causa de una enfermedad puede detenerse el crecimiento normal de un niño, y quedar «enano»; pero «el enanismo» no es una entidad en sí, es simplemente la situación de un ser humano que no llegó a su plenitud, que quedó «a medio camino». Las acciones procesuales o progresivas pueden quedar a medias, quedar interrumpidas o simplemente fracasar. En realidad, en muchos de estos casos hablamos de «procesos» más que de actos, procesos que además están constituidos por multitud de acciones componentes. Pero no parece que todos los actos del viviente sean procesos, tanto porque es un hecho de observación, como porque se necesitan actos no procesuales para que existan procesos, de otro modo jamás ningún proceso comenzaría ni terminaría. Si, por ejemplo, el comienzo de la vida fuese un proceso, el proceso del comienzo de la vida tendría un comienzo, que sería un proceso; este proceso del comienzo del comienzo de la vida también lo tendría, y este comienzo del comienzo del comienzo de la vida también, y así sucesivamente hasta el infinito, con lo que jamás podría iniciarse ningún proceso. Por tanto, el comienzo de la vida no es un proceso, sino un acto, que se encuentra al fin de un proceso y al comienzo de otro. La acción procesual no es el proceso del inicio de la vida, sino el proceso generador que «conduce a la vida». El comienzo de la vida, no es vida en sentido incipiente, ya es vida en sentido pleno. El surgimiento o «generación» de la vida, en consecuencia, es un acto no procesual que se encuentra al término del proceso generativo, pero se distingue claramente de él. En efecto, si se interrumpe ese proceso, simplemente no hay vida; no queda una «vida disminuida» como en el caso de la interrupción del proceso de crecimiento de un niño que da lugar a un enano. Algo análogo ocurre con la muerte, que es una suerte de «no-acto» que se encuentra al término de un proceso; proceso que sucede mientras el viviente todavía está en vida. La persona que se está muriendo todavía está viva, y la muerte como tal todavía no «está» en absoluto. Queda claro entonces que ni la generación de un ser humano ni la muerte son procesos, por más que se encuentren al término de un proceso; proceso del morir o de engendramiento, según sea el caso. Estas consideraciones acerca de procesos biológicos que se dan en la realidad física, nos preparan para la comprensión de la peculiar naturaleza de los actos mentales. Actos que tampoco son procesos, aunque a veces puedan encontrarse relacionados con procesos. 38

Pongamos por caso el pasar de ignorar a saber. Sabemos que ignoramos, y sabemos que sabemos, pero no experimentamos el paso del ignorar al saber, por medio de una acción procesual. Cuando vemos rojo ya hemos visto rojo, aunque todavía nos falte mucho rojo por ver. No existe un proceso paulatino que conduzca a la percepción del rojo, en una de cuyas fases uno viese algo como un rojo «haciéndose». Lo mismo en otros modos del conocimiento: cuando empezamos a recordar ya estamos recordando, de otro modo decimos: «no recuerdo nada». Cuando empezamos a recordar ya recordamos, aunque todavía nos falten muchas cosas por recordar. Además, por el conocer conocemos las cosas y nos conocemos como conociendo, pero no conocemos el acto de conocer. La visión, por ejemplo, que es un acto de conocimiento, no se ve, el tocar no se toca, el oír no se oye, el oler no se huele. Dada la imposibilidad que tenemos para percibir nuestros actos de percepción, y para conocer intelectualmente nuestros actos de conocimiento intelectual, el sentido común y la filosofía han desarrollado una gran cantidad de analogías o de metáforas que intentan expresar aquello para lo cual no tenemos los conceptos unívocos adecuados. En realidad el solo hecho de decir que pasamos del no conocer al conocer por un acto, es ya una comparación. No se alcanza el conocer, como se alcanza la cima de una montaña, por la acción procesual de escalar. Pasamos de no conocer a conocer, eso es lo que sabemos; que sea por un acto, eso es ya una comparación. En realidad, en el conocer no parece existir un acto que haya que conocer, distinto de lo que se conoce cuando se conoce. Hablar de acto de conocimiento tiene un sentido, pero un sentido analógico. 4.2.2 La inmaterialidad del conocer Si, como hemos visto, el conocer es un acto, pero no una realidad procesual, reconocemos que no hay paso progresivo de una cosa a otra. En todo proceso progresivo, en el espacio físico, es posible reconocer un antes y un después temporal. Cuando decimos reconocer, en la extensión, una parte anterior y otra posterior, lo hacemos comparando con el antes y después de un movimiento sucesivo de exploración. Comparativamente, porque en la realidad física la parte anterior y la parte posterior de un mueble, por ejemplo, coexisten en un momento determinado, es decir, son simultáneas. Pero esta simultaneidad repugna a la noción de antes y después temporal. El antes y el después nunca son simultáneos. A lo que queremos apuntar es al hecho de que, si el acto de conocimiento no es procesual, no está medido por un antes y un después temporal, y por lo tanto está «fuera del tiempo». Los físicos contemporáneos, desde su perspectiva, se han dado cuenta, de modo negativo, de algo que los filósofos, a su manera, habían visto antes que ellos, pero de modo positivo: que si existiesen fenómenos con velocidad infinita, serían fenómenos fuera del tiempo, y no serían fenómenos físicos. Como los actos mentales no necesitan «enfrentarse» a la superación de una extensión física, entonces los actos mentales no 39

necesitan ser procesuales, y al no ser procesos, están «fuera del tiempo»; o, más precisamente no son temporales. En su esencia y por sí mismos, los actos mentales no transcurren en una extensión física, y, por lo tanto, no son actos materiales y por ello para los físicos modernos no serían actos físicos. No son actos físicos, ciertamente, pero sólo en el sentido restringido que tiene esta expresión en el ámbito empiriológico. En sentido más amplio y propio, diríamos que son fenómenos naturales, pero no materiales; son fenómenos mentales. Constatemos por el momento, fenomenológicamente, que los actos mentales aparecen como actos que no son «medibles por el tiempo». Por supuesto, el animal que conoce está inserto en el tiempo y en la materialidad, pero como ahora vemos ello se aplica en propio sólo a una parte de él. 4.2.3 El conocer como superación de límites Por el conocimiento el viviente cognoscente «se abre» a realidades que están más allá de sus límites físicos. Las otras funciones vitales, como el nutrirse y el crecer, podríamos decir que las realiza el viviente en el interior de sus propios límites corporales. Por el conocimiento el animal supera, rompe o trasciende sus límites. Lo conocido es «lo otro», y cuando el cognoscente, al conocer, se conoce a sí mismo como «sí mismo», conoce simultáneamente también «lo otro» que no es él. El ser humano no se conoce directamente sino que se conoce a sí mismo conociendo otras cosas, y se conoce como conociéndolas. Es cierto que el conocimiento sensible todavía no es un conocer «del otro como otro». Esto último es propio del conocimiento intelectual. De hecho, el conocimiento de algo otro, «como otro», supone el simultáneo conocimiento del «yo como yo», distinto de «otro». En el conocimiento, el surgir de la realidad objetivada, es simultáneo con el surgir del sujeto objetivante. Esto que es claro para el análisis, no es tan evidente en la experiencia concreta, porque el viviente humano, por su raíz animal, orientada a la supervivencia, nace a la vida consciente proyectado «hacia afuera». La psicología del desarrollo ha mostrado bien cómo las primeras etapas del conocer en el niño, son más concretas y con poca conciencia de la propia subjetividad; y a medida que se avanza en el desarrollo, el niño toma progresiva conciencia de su «yo» y se distancia del concretismo de sus primeros conocimientos (Piaget, 2001). Pero una cosa es «atender a lo otro», que es lo propio del animal, y otra cosa es la aprehensión de lo otro «como otro». Ese «como otro», es necesariamente un «otro de mí», por lo que sin aprehensión simultánea del «mí como mí» o mejor del «yo como yo», no puede haber aprehensión del «otro como otro». Sea como fuere, está claro que el conocer «rompe los límites de la propia subjetividad». Por el conocer, el cognoscente «se abre al mundo». Esto no es ni una conclusión, ni un postulado arbitrario, es la afirmación de una evidencia primera. Tan primera que quien pretendiera negarla tendría que hacer uso de ella. En efecto, si niego que la experiencia 40

de conocimiento me abra al mundo, debo afirmar que eso «no es así». Y afirmar que algo «no es así», supone que sé de la existencia de cosas que «sí son así». Sin apertura alguna a la realidad, jamás podría uno tener idea de lo que es «ser así» y «no ser así», aun cuando esta realidad afirmada sea mi propia subjetividad. En realidad, como nos enseña la psicología del desarrollo, nuestra propia subjetividad surge proyectada hacia la realidad física concreta, y sin experiencia del «otro físico» jamás tendría noción de mi subjetividad ontológica. Además, sin experiencia de mi «yo psicológico», jamás afirmaría la existencia de seres con un «tú psicológico». En definitiva, sin apertura a la realidad no podríamos efectuar ninguna acción, ni emitir ninguna palabra. Que la apertura del viviente humano a la realidad, con su concomitante superación de límites físicos, sea constitutiva, no quiere decir en absoluto que esta apertura no sea problemática (¡y sí que lo es!). Pero esta problematicidad no lleva a que se ponga en duda la apertura radical de la inteligencia a la realidad, por el contrario, la supone. Sobre lo que sí será necesario estar atentos, es, por ejemplo, acerca de la necesidad de ampliar nuestros limitados conocimientos, de no confundir apariencia y realidad, de no dar por evidente lo que no lo es, ni por no-evidente lo que es evidente, y todos los otros temas que estudia la filosofía del conocimiento. 4.2.4 Conocer es aprehender Cuando entendemos algo decimos «lo tengo». La idea de «captura», «aprehensión», nos viene fácilmente al espíritu para referirnos a ese aspecto del conocer que implica no ya una trascendencia o un éxtasis del sujeto cognoscente al sujeto conocido, un salir de sí mismo en el conocimiento, sino una interiorización, una «inmanentización» de lo conocido en el cognoscente. Paradójicamente esos dos aspectos que aparecen como contradictorios en el mundo físico, no lo son en el mundo del conocimiento. El «salir de sí» se da «en la intimidad» del sujeto. Y no solo eso, pues lo que se conoce en la interioridad, ahí permanece, ahí se queda. Esta aparente contradicción nos da una idea de la originalidad de esa presencia de lo conocido en el cognoscente. Lo que está presente «fuera», físicamente, está también dentro, de modo real pero no físico. En el caso del afecto, se da lo mismo pero en sentido inverso, lo amado está presente en el amante, pero no como poseído sino como «inclinando» o «motivando» al sujeto para realizar la unión de lo amado con el amante. Es decir, concretar la posesión del amado por el amante; siendo ‘el amado’, el bien por el que el amante languidece. La unión psíquica que revela el deseo, aspira entonces a culminar en la unión real del amante con lo amado. En ambos, no obstante, en el conocimiento y en el amor, hay una presencia del «otro» a la intimidad. Pero mientras que la presencia cognoscitiva parece «traer» lo conocido al cognoscente, la presencia de amor parece «llevar» al amante hacia lo amado. Tanto en uno como en otro caso, empero, hablamos de «presencia de conocimiento» o «presencia 41

de amor». En los dos casos se trata de una presencia real pero no física. Aparece nuevamente con claridad la diferencia de orden de la realidad en la que se realizan los actos de conocimiento y amor, en contraste con el mundo de la exterioridad físicocorpórea. El viviente vegetativo tiene solamente «interioridad corporal», y el animal agrega a ello la «interioridad psíquica» perceptiva. Sorprendentemente, no obstante, esta aparición de «interioridad psíquica» en los animales, lejos de encerrarlos en ellos mismos les permite trascender a un universo de presencialidad psíquica que amplía inconmensurablemente su ámbito de operatividad. Y ello ha sido posible porque la meta del comportamiento, antes de ser alcanzada físicamente, ha existido con anterioridad en la mente: primero como conocida y luego como deseada. Si el viajero es capaz de transportarse desde Sudamérica al Nepal, es porque antes el Nepal ha estado presente psíquicamente en su imaginación y en sus ideas, y luego ha sido querido y deseado como término de su expedición. Si el ser humano es el único animal que ha podido ocupar todos los hábitats posibles del planeta, es porque por su conocimiento y su querer ha estado previamente abierto al mundo para conocerlo y desearlo. Por el conocimiento y el amor, y gracias justamente a ellos, el cognoscente y amante, «se abre al mundo», y puede desplegar su comportamiento, en extensiones inéditas y de modos inéditos. 4.2.5 El conocer como presencia de lo conocido en el cognoscente, y el amar como presencia de lo amado en el amante Como lo conocido se hace presente en el cognoscente por medio del conocer, y lo amado en el amante por medio del amor, hablamos del surgimiento de una representación de lo conocido en el cognoscente, o de una «presencia de amor», de lo amado en el amante. Esa «presencia» de conocimiento o de amor, no es ni una presencia física, ni una imagen física, y no obstante es una presencia real. Se ha pretendido que esta representación cognoscitiva pudiese ser algo así como un ícono físico producido por el cerebro, ícono que a su vez sería necesario conocer. Conocer consistiría entonces, en generar una representación. Esta pretensión es doblemente imposible. Primero porque si conocer consistiese en generar una representación, para conocer la representación sería necesario generar una representación de la representación, y así sucesivamente hasta el infinito, con lo cual jamás se conocería. Segundo, porque la imagen o la idea que nos hacemos de las cosas, no es «lo que conocemos» sino aquello «por lo que conocemos». Cuando conocemos que estamos frente a un cocodrilo no pensamos estar frente a una idea de cocodrilo, sino frente a un cocodrilo real, y no arrancamos de la idea de cocodrilo sino de un cocodrilo «de verdad». Análogamente, cuando amamos no amamos nuestro amor, sino lo amado en el amor, y por eso decimos «te amo» y no «me amo». 42

4.2.6 El conocer como asimilación Decimos que asimilamos una materia cuando la aprehendemos. Pero a diferencia de la asimilación nutritiva, la asimilación cognoscitiva es conservadora. Lo conocido al conocerse no se destruye, se conserva. Cuando decimos que el alumno ha «asimilado» la lección de biología, no lo decimos porque el alumno haya «consumido» la lección, sino porque la biología, en tanto que conocida, pasa a ser parte del sí mismo que conoce (se ha hecho «símil» a sí mismo). Paradójicamente además, en esta «asimilación cognoscitiva», es más bien el cognoscente el que pasa a asemejarse a lo conocido, que lo conocido al cognoscente. Es lo que expresa el lenguaje común, cuando se refiere a alguien sabio como siendo «la sabiduría en persona» o «la sabiduría personificada». 4.2.7 Conocer es perfeccionarse Cuando pasamos de ignorar a conocer, lo experimentamos como una promoción. Al menos en el orden teórico, consideramos que siempre es mejor saber que ignorar. Cuando hablamos de alguien «que sabe» en contraste con aquel que sólo aparenta saber, tenemos «en más», al que sabe que al que no sabe. No somos los mismos antes que después de saber, nos hemos transformado, y nos hemos transformado para mejor. 4.2.8 La fecundidad del conocer El saber implica un surgir, un nacer de lo conocido en el cognoscente. De ahí que a las ideas se les llame también «conceptos», como si nuestras ideas fuesen nuestros hijos. La aplicación de la idea de fecundidad al conocimiento no es fantasiosa, porque en un caso como en el otro, lo que se genera es semejante al que lo genera, y porque en ambos casos los frutos surgen como el término espontáneo de una acción natural. Ni los hijos, ni nuestros conceptos, son «productos», sino «frutos» de nuestro obrar. Y también, así como los hijos «concebidos», pasan luego a tener una vida autónoma, nuestros conceptos y conocimientos, pasan a formar parte de nuestra «vida intelectual». Estas consideraciones muestran bien cómo los actos mentales son «vida», aunque vida en un sentido analógico. 4.2.9 El conocimiento como luz Por último, mencionemos las innumerables analogías que es posible establecer entre el conocimiento y la luz. Nos referimos al hecho de no saber, como un «andar en penumbras», y por eso hablamos de la «luz» del conocimiento, y valoramos en el conocimiento su «claridad». Hablamos de «nitidez» y de «transparencia» para denotar la evidencia primaria y la perfección del conocimiento, y nos referimos a una persona inteligente como «una mente brillante». Resulta interesante constatar que estas analogías «lumínicas» las aplicamos casi exclusivamente al conocimiento intelectual, para distinguirlo de otros actos mentales como los de sensación, percepción, imaginación o memoria. 43

En el ámbito de la afectividad las referencias se hacen más bien a la llama, al calor o al fuego que inflama, que consume o que se apaga, más que a la luz. En el afecto las realidades amadas, valga la redundancia, nos afectan, físicamente como lo hacen el calor y el fuego, aunque no veamos su luz.

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5. Mente y cerebro 5.1 Recapitulación A partir de lo examinado, podemos tener ahora una idea, si no más precisa, al menos más adecuada, acerca de la realidad de los actos mentales, y en particular de los actos cognoscitivos. Queda pendiente un análisis semejante de los actos afectivos. Nuestro propósito es abordar el problema de las relaciones entre mente y cerebro, desde una perspectiva que asuma la vida mental en su contexto, es decir, en el sentido de ser los actos de un viviente. Para ello, hemos planteado una reflexión acerca de la naturaleza peculiar de los seres vivos, en contraste con lo que manifiestan los seres naturales inanimados y las máquinas. Llegamos así a considerar el modo especial de unidad que manifiestan los vivientes. Esto es, su carácter de unidades substantivas, en las cuales su realidad unitaria se encuentra inhomogéneamente distendida en sus partes. De ahí que, en el ser vivo, en sus operaciones propias, no es la parte la que actúa, sino el todo «por» la parte. Por ello se puede decir, de modo paradójico, que el viviente está «todo entero» en cada una de sus partes. Esto lo confirma la experiencia común, ya que estimamos que cuando alguien nos besa en la mejilla, nos besa a nosotros y no sólo a la mejilla, y que lo realmente significativo, no es el beso dado a la mejilla, sino el beso dado a nosotros como totalidad. Así y todo, como somos unidades extensas inhomogéneas, no parece ser lo mismo que nos besen en el codo, que en la mejilla. Visto también, que los seres vivos son unidades «fuertes» pero complejas, hemos visto cómo en la compleja pero intrínseca unidad del viviente, es posible distinguir un orden jerárquico de operaciones, desde lo más propiamente vital hasta meras subfunciones inorgánicas presentes en el viviente e integradas a su compleja unidad. De ese modo aparece como evidente que las operaciones vitales propiamente tales son sólo las operaciones del todo como unidad, y que otras son en realidad «subfunciones», o «subfunciones de subfunciones». Así, por ejemplo, el transporte de electrones en el interior de las mitocondrias, puede ser examinado «mentalmente» desde un punto de vista meramente biofísico o bioquímico, porque eso es efectivamente «en su materialidad». No obstante, lo anterior, se trata «en la realidad», de «una subfunción de subfunción», integrada en el gran proceso de nutrirse del viviente. Es por lo tanto «formalmente» una parte de un proceso «vital». Lo «real-real» es que cuando la mitocondria opera en el viviente entero, es parte de un ser vivo, y cuando lo hace en un tubo de ensayo es el mero operar químico de un fragmento de un viviente. Cuando la mitocondria es parte de un viviente, unicelular o multicelular, es todo el animal el que se nutre a través del operar mitocondrial, en algún grado, aun cuando el operar mitocondrial no sea, en su materialidad, un operar vital. 45

¿Cómo iluminar con estas nociones nuestra comprensión del operar del viviente en sus «funciones vegetativas», y el operar del viviente en sus funciones de comportamiento o «funciones de carácter mental»? La primera tarea ha sido la de intentar mostrar el carácter distintivo de las operaciones que llamamos «mentales», operaciones cognoscitivas y afectivas, en las cuales, entre otras cosas, estas interrelaciones entre parte y todo aparecen todavía con más claridad. La esquemática caracterización que hemos realizado acerca de algunos aspectos de la vida mental, tiene por objeto llamar la atención acerca de la originalidad de los actos del conocimiento y de la afectividad, en contraste con las acciones de la vida vegetativa, subrayando no sólo las diferencias entre unos y otros sino también sus semejanzas. En particular, intentamos subrayar el carácter no-físico de los actos mentales. Este énfasis, en la inmaterialidad o «no-fisicidad» de los actos mentales, no obstante, no podría oscurecer en ningún caso la estricta dependencia de lo mental por relación a lo físico, en el animal y en el hombre, ya que tanto el conocimiento como el amor surgen desde lo físico y en buena medida vuelven a él. El conocimiento a distancia que el animal tiene de su presa, existente en la realidad física, y la atracción que ésta le evoca, si no se frustran, están destinados a consumarse en una conducta concreta en la realidad concreta. Lo físico y lo mental no son dos mundos aparte, son dos «registros», «esferas», «dimensiones» o «niveles» de la realidad natural, con mutuas interdependencias. Lo biológico ciertamente puede existir sin lo psicológico, como ocurre en las plantas, pero lo psicológico no parece poder existir sin lo biológico. Por otra parte, lo psicológico es irreductible a lo biológico, y por lo tanto las explicaciones biológicas que intentan explicar los fenómenos psicológicos basándose en los fenómenos físicos que los acompañan son de una pobreza total, porque la «mirada» puramente biológica «no ve» los fenómenos psicológicos por ellos mismos, y menos aún puede entonces reconocerlos en su realidad y originalidad. La evidencia de sentido común muestra que existen vivientes que están habilitados para funcionar en uno sólo de tales registros, y hay vivientes que operan en los dos. A unos, el conocimiento espontáneo les ha llamado «plantas» (porque están «plantadas» en su «locus») y a otros «animales» (que tienen capacidad «locomotiva»). Más precisa y profundamente, la filosofía distingue a los vivientes vegetativos, como seres «automovientes» sin conocimiento, de aquellos que tienen un comportamiento mentalmente gobernado (animales). Así como por vía de comparación y contraste hemos ido descubriendo algunas propiedades específicas de los actos mentales, eso nos permitió precisar, por ejemplo, en qué sentido se debe comprender, o al menos no comprender, el conocer como «acto». Vimos luego cómo el conocer supone una superación de límites físicos, y una apertura al entorno perceptivo, en el caso del animal, o al «mundo real» en el caso del viviente 46

humano. Examinamos también otras propiedades del conocer, como su poder «asimilativo», su interioridad, su carácter «luminoso», su «fecundidad». Ahora nos corresponde entrar de lleno en el objeto de nuestro estudio: considerar la relación existente en el viviente animal entre las operaciones mentales y las operaciones vegetativas, y en particular las operaciones del sistema nervioso central, designado en sentido genérico y vago por la expresión de «cerebro». Para aclararnos comenzaremos con una pregunta provocativa, que, sorprendentemente, raras veces aparece en los libros de texto.

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5.2 ¿Para qué sirve el sistema nervioso? La pregunta parece obvia, pero su respuesta no lo es tanto. Veamos primero qué debemos entender por «sistema nervioso» y luego trataremos de saber «para qué sirve». Con la expresión «sistema nervioso» apuntamos en primer lugar a un determinado conjunto de estructuras caracterizables macroscópica y microscópicamente, que en los animales superiores comprende macroscópicamente a la llamada «masa encefálica», la médula espinal, y los ganglios y nervios periféricos, hasta sus contactos con «receptores» y «efectores». Desde un punto de vista microscópico asociamos el sistema nervioso con las «neuronas» y sus prolongaciones dendríticas y axonales, con sus células asociadas. Células denominadas como microglía, en el sistema nervioso central, o células de Schwann en el sistema nervioso periférico. A ello deben agregarse las células nueroendocrinas distribuidas en diversos puntos del organismo. Dentro de la masa encefálica se distingue propiamente al cerebro, integrado por los hemisferios cerebrales y los núcleos de la base, del troncoencéfalo y el cerebelo. Se suelen asociar, y hasta identificar, las funciones mentales (cognitivas, afectivas y ejecutivas) al operar bio-físico-químico de las neuronas de la corteza cerebral; de ahí la expresión «cerebro», para designar el sustrato material de las operaciones mentales. Desde el punto de vista de las funciones vegetativas básicas del viviente, como la nutrición, el crecimiento y la reproducción, el sistema nervioso, abstractamente considerado, no aparece como un «órgano vital». Distinto es el caso de la vida animal, donde el sistema nervioso aparece casi como su característica definitoria. En realidad, lo propiamente definitorio es el comportamiento, testimonio de ello es que a ciertos organismos microscópicos unicelulares, sin sistema nervioso, se los llama protozoos (animales primarios o primeros). En efecto, ellos manifiestan tener conducta, sin que tengan todavía, en propiedad, un sistema nervioso. Podría decirse que en ellos hay ciertas partes o especializaciones de la célula que, proveyendo la base material de las funciones de comportamiento, operan en la práctica como un «proto-sistema-nervioso». En el caso de los metazoarios o animales multicelulares o pluricelulares, se da una situación especial. En el caso los protozoos, que se generan por reproducción binaria o partenogénesis (reproducción virginal), podría decirse de ellos que nacen en su estado adulto. En el caso de los metazoarios, que se generan en un estado muy alejado de su forma adulta, hay ausencia completa de sistema nervioso, durante buena parte de su desarrollo. En los protozoos, entonces, podría decirse que no tienen «desarrollo» (aunque si opere en ellos la función automorfogenética). En los animales pluricelulares o metazoarios, sí hay un proceso claramente discernible de desarrollo embrionario, ya que, desde un punto de vista estructural-arquitectónico, la forma inicial difiere bastante de la forma adulta. Ahora bien, durante un buen momento de la parte inicial del desarrollo, los metazoarios carecen completamente de conducta, y de las estructuras que subyacen a ella. En otras palabras, no tienen sistema nervioso. Esto muestra que, al menos en las 48

fases iniciales del desarrollo, el sistema nervioso no es un órgano «vital», en el sentido de que este sea condición necesaria para la sobrevida biológica. ¿Para qué sirve entonces el sistema nervioso, si hemos visto que ni siquiera aparece, al menos durante una parte de la vida, como un órgano vital? Ya hemos afirmado que lo definitorio de la vida animal es la conducta o comportamiento, y que es en función de ella que se determinan las estructuras subyacentes; estructuras a las que se conoce de forma genérica como «sistema nervioso». La tesis subyacente es que el sistema nervioso aparece en la historia de los seres vivos como la base estructural del comportamiento animal. Ahora bien: ¿qué entendemos por comportamiento animal?

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5.3 Fenomenología del comportamiento animal Un niño juega con tierra en la plaza de su barrio, recuperando piedrecillas y traspasándolas de una mano a otra. De pronto una piedrita negra de forma esférica, se abre inopinadamente y se despliega como un acordeón, agitando sus patitas a cada lado del cuerpo; acto seguido se endereza y se pone a caminar. Se ha colado entre las piedrecillas un marranito, chanchito de tierra, cochinillo de humedad o bicho bola (Armadilidium vulgare). El niño detecta inmediatamente la presencia de algo distinto, abandona los guijarros, y, para desgracia del artrópodo, se dispone a jugar con él. ¿Qué ha visto el niño que le ha permitido discernir certeramente la presencia de un viviente especial? En primer lugar, movimiento. Un movimiento que no es un pasivo dejarse llevar, como los cantos en su mano, sino un movimiento activo, pero que no es impuesto «desde fuera», sino que procede «desde dentro». Se trata de un «automovimiento». No obstante, éste no es sólo auto-movimiento, sino, más aún, «movimiento direccionado» u «orientado»: hacia adelante, hacia atrás, hacia la derecha o hacia la izquierda, direccionado al fin. Pero inclusive esos dos elementos, automovimiento y orientación, no son todavía suficientes para proporcionar al niño la plena convicción de estar frente a un animal. El crío crea situaciones para atraerlo o para hacerlo huir. Y esto porque sabe que el movimiento animal no es sólo «automovimiento direccionado», sino también automovimiento «con sentido», con «significado» para el animal. El movimiento animal no es neutro por relación a sí mismo, se ve «atraído» hacia lo que le conviene o «repelido» por lo que lo daña. En una primera aproximación, la conducta del viviente aparece entonces como un automovimiento orientado y autosignificativo. De lo que no cabe duda es que las acciones vitales son «autoreferentes». Todos estos elementos o «momentos» de la conducta que hemos intentado «desplegar» conceptualmente, el niño no los descubre en un instante, sino que los ha ido asimilando lenta y progresivamente en su primera infancia, y es lo que le permite, a partir de una cierta edad, reconocer con prontitud la presencia de un animal.

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5.4 Ontología del comportamiento Avanzando desde lo fenomenológico a lo ontológico, preguntémonos ahora qué es lo que permite al animal exhibir lo que hemos designado como: «automovimiento orientado y auto-significativo». En primer lugar, lo más evidente, es decir, el autodesplazamiento activo en el espacio físico, que requiere contar con estructuras «desplazantes» o «locomotrices»: patas, alas, cuerpo retráctil, aletas; la naturaleza no escatima en ingeniosidad. En lo que respecta a nuestro marranito, él cuenta con siete pares de patas, y con las respectivas estructuras retráctiles que llamamos «músculos». Los músculos y las estructuras locomotoras son los «ejecutores» de la conducta animal. Los ejecutores no hacen o no agotan toda la realidad de la conducta; la ejecución es una «parte», una «fase» o un «momento» de la conducta, pero no es la conducta en sentido pleno. La «orientación» o «direccionalidad» del movimiento tiene que ver con la fijación de un punto de referencia extrínseco (un «oriente» a donde dirigirse). Supone, por lo tanto, una capacidad del animal para «salir» de sus propios límites corpóreos, para ingresar en y explorar su «mundo circundante», su «entorno operativo». Supone, en definitiva, por muy rudimentaria que esta sea, una «capacidad de conocer». Toda conducta animal tiene entonces, en su raíz, una aprehensión cognoscitiva que crea en torno al viviente un entorno operativo. Como lo viera con claridad Jakob von Uexküll (1922/1965), este entorno es distinto para cada especie, y es tributario de las características perceptivas y apetitivas propias del animal. Por esta razón, diversos animales, a pesar de estar viviendo en «un mismo medio-ambiente», no tienen un medio ambiente «común». Por decirlo figuradamente, cada uno de ellos vive en «su mundo». Por último, y lo más importante, y lo más difícil de ver: ¿Qué hace que este automovimiento orientado, sea auto-significativo, es decir, que no sea ajeno al viviente, que no le sea neutro o indiferente, sino que sea parte integrante de su ser y de su operar? Se podría intentar responder a este interrogante diciendo que «es útil para la supervivenica». Pero esto, que es cierto, no responde a la pregunta sino que la replantea. En efecto: ¿por qué el operar de los seres vivos orgánicos no tiene sentido sino en orden a la supervivencia? ¿Por qué ocurre que justamente todas las acciones del viviente son útiles? ¿Cómo distingue el animal lo que le es propicio en el ambiente, de lo que no lo es? Comencemos por una evidencia general: «Todo ser natural, orgánico o inorgánico, reconoce espontáneamente lo que le conviene». Si no fuese así, no habría movimiento, o el movimiento sería completamente caótico. En efecto, el fuego no delibera antes de quemar; más bien diríamos que el fuego y el combustible, «se reconocen espontáneamente», y por eso mantenemos a distancia el uno del otro. La sal no solicita permiso para salar, hace «lo que sabe hacer», espontáneamente, y es por eso que la 51

reconocemos; es decir, reconocemos a las cosas por lo que espontáneamente hacen, y «saben hacer». Este principio es tan obvio y ha sido tan insistentemente oscurecido por el materialismo cultural que ya se nos hace difícil de ver. Es todo lo contrario de lo que ocurre en una máquina: La máquina, como máquina, no tiene nada en ella que reconozca espontáneamente «lo que tiene que hacer». Todo en ella es unificación extrínseca de materiales, ordenados para conseguir un fin útil, que es ajeno a la máquina y ajeno a sus componentes. Ni el conjunto de materiales que llamamos «avión» tiene interés alguno por volar, ni ninguna de sus partes; somos nosotros los que queremos volar. El volar le es «ajeno» al avión, como el realizar operaciones al computador, o el comunicarse con respecto al teléfono. Como dice una gráfica expresión, hoy de moda entre los jóvenes de mi país, las máquinas «no están ni ahí» con hacer lo que hacen. Y esto es efectivamente así, porque en la máquina el sujeto «está ausente», o dicho positivamente, las máquinas no tienen «sujeto», carecen por completo de «subjetividad ontológica». Las máquinas existen, como máquinas, en la mente humana, no en la naturaleza. Lo que existe realmente en la naturaleza son los componentes forzosamente unidos por el ser humano en vistas a su utilidad. A diferencia de la máquinas, los seres vivos son sujetos ontológicos, y manifiestan lo que son, —cada uno según su especie—, por medio de su operar. Pero los seres vivos operan de diverso modo, y no obran todo el tiempo, ni todo lo que pueden obrar. Con esto manifiestan que en la raíz del obrar hay algo más que el mero obrar. «Detrás» del operar, está el sujeto con sus tendencias o inclinaciones fundamentales. En las plantas esta tendencia preside y penetra todo el accionar vital, orientándolo a su conservación en el ser y a su perfeccionamiento. En el caso del animal, esta inclinación fundamental «se expande», presidiendo y empapando todo el ámbito del comportamiento. El hombre de la calle se refiere a ella como «instinto», «apetito» o «deseo» de «conservación». Sin apetito de conservación o instinto de supervivencia, ningún comportamiento animal se llevaría a cabo. En el animal, la tendencia a la autoconservación existente en los vivientes vegetativos, no sólo se expande sino que adquiere «dimensión psicológica». Si el perro busca desesperadamente alimentarse decimos que tiene hambre, y decimos que este apetito, tendencia u orientación activa, es la «causa» de la conducta. Por la conducta sabemos que el perro tiene hambre, pero no es la conducta la que explica el hambre sino que el hambre explica la conducta. El hambre, la sed, la libido, son expresiones particularizadas del instinto radical de conservación a través de la conducta. Y el placer y el dolor, por su parte, son las manifestaciones experienciales afectivas del ajuste o desajuste de la conducta animal con su tendencia radical a la autoconservación. Si el placer, como se ha bien dicho, «es lo que sigue a la acción bien hecha» (es decir a la acción que mantiene y perfecciona al animal en su existencia), el dolor es su contrario, es decir, la expresión afectiva de que «algo anda mal». 52

Que todas las actividades del ser vivo están «ordenadas» a la mantención de la unidad vital es algo manifiesto, y por ello, en la vida vegetativa, tanto la autodinamogénesis, como la automorfogénesis y la autoreproducción, no solo son «auto» porque surgen del mismo viviente, sino que además son «auto» porque están «auto-orientadas» hacia sí mismo. Y esto es universal: toda unidad natural «sustantiva», viva o no, tiende, por activa o por pasiva, a la mantención de lo que es. Todo ser natural, tiende por su operar a la mantención, recuperación o ampliación de su ser. El «sentido» o «significado» de la conducta animal, que el niño es capaz de discernir concretamente en el comportamiento del chanchito de tierra, viene dado por el instinto de supervivencia del animal, que lo hace huir de lo que lo daña o lo puede dañar, y aproximarse a lo que lo beneficia o lo puede beneficiar. Placer y dolor en el animal, no son sino la repercusión en su subjetividad, del acuerdo o del desacuerdo del resultado de su conducta con el «instinto de supervivencia». Cuando el animal detecta la sintonía, experimenta placer, y persiste en la conducta; cuando experimenta la discordancia, tiene dolor e inhibe la conducta o se aleja. El tercer elemento o momento fundamental de la conducta, es, pues, la inclinación, el apetito, la tendencia, el afecto, el deseo. Cronológicamente, lo primero es el conocimiento, lo segundo es el afecto, lo tercero la ejecución motriz. Ninguna conducta es comprensible mientras no se logren descubrir esos tres «momentos»: «cognición, afección y ejecución». «Veo» una conducta extraña en un animal, «describo» su objetivo inmediato, «entiendo» que está tratando de alimentarse. Uno «cree entender» cuando cree saber qué es lo que «mueve» al animal a hacer lo que hace. Lo que aparece a primera vista es lo «motriz», en segundo lugar «la idea», el «esquema» o «el plan» de lo que está haciendo, en tercer lugar «el motivo». El «motor psíquico» de una conducta es lo último que se descubre, pero es lo primero en la realidad. Sin motivación no hay movimiento. Lo motriz es lo que mueve físicamente, mientras que lo que «motiva», es lo que «mueve» psicológicamente. Muy poco se puede hacer con alguien que no está psicológicamente «motivado».

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5.5 Sistema nervioso y conducta Ahora bien: ¿qué papel juega el sistema nervioso en la conducta? Partamos como siempre, de lo más evidente: en este caso, la ejecución motriz. La realización de cualquier movimiento en el espacio físico supone la activación de músculos, ligados a estructuras desplazables, que interactúan con puntos de apoyo en el medio circundante, y que le permiten moverse al animal, en totalidad o en parte. Los estudios macroscópicos y microscópicos, junto con las investigaciones fisiológicas pertinentes, llevados a cabo en los últimos siglos, permiten dibujar con bastante aproximación la participación de las estructuras nerviosas en la ejecución de los movimientos animales. Estas estructuras no están dispersas en el cuerpo sino reunidas en torno a un plan radial o central, dependiendo del tipo de animal, y con una reunión en estructuras centrales llamados ganglios. De hecho, en los cordados, el encéfalo puede ser conceptualizado como una suerte de ganglio gigantesco y único. Los cordados superiores cuentan con estructuras encefálicas precisas que están ligadas directa o indirectamente, a las instancias motoras, ejecutoras o «eferentes». La neurofisiología reúne conceptualmente buena parte de estas estructuras bajo el apelativo de «sistema motor». En segundo lugar, desde el punto de vista cognitivo, está bastante clara también la relación existente entre los órganos de los sentidos y de la sensibilidad somática con las estructuras neurológicas, tanto en el llamado sistema nervioso periférico como en el sistema nervioso central. En el cuadro actual de nuestros conocimientos, por ende, podemos afirmar que en los vertebrados superiores, el órgano de la visión no es sólo el ojo, sino que debería incluir además al nervio óptico, los núcleos geniculados laterales del tálamo, la corteza visual primaria, la corteza visual secundaria, y las otras partes corticales asociadas a la visión (cortezas terciarias). Lo propio ocurre con el oído, el gusto, el olfato y el tacto. A partir de esta descripción, podríamos decir que, en los animales con un encéfalo desarrollado, la mayor parte de las estructuras neurológicas tienen que ver, ya sea con los órganos de los sentidos, sus vías, sus estructuras corticales y sus centros, ya sea con las estructuras motoras o eferentes, sus vías, sus núcleos y sus correspondientes centros corticales. ¿Qué podemos decir de las relaciones entre comportamiento y cerebro, referidas al momento afectivo de la conducta? Las investigaciones neuroanatómicas y neurofisiológicas modernas revelan un interesante y complejo panorama. En primer lugar, destaca la estrecha vinculación que existe entre las estructuras encefálicas relacionadas con los afectos, (como por ejemplo la corteza hipocámpica, los núcleos amigdalianos, talámicos e hipotalámicos) con las estructuras del sistema nervioso autónomo y del sistema neuroendocrino. Si es cierto que la vida animal es como una «expansión» de la vida vegetativa, que se vierte hacia la exploración y ocupación del entorno, no es menos claro que esta posibilidad le es dada al viviente en la medida que la vida vegetativa sea 54

capaz de proveer las inmensas cantidades de energía físico-química que se requieren para el desempeño de esa nueva «aventura». Las nuevas necesidades de la vida animal tienen que estar, por lo tanto, en estrecha sintonía con las posibilidades de «financiamiento energético» por parte del metabolismo vegetativo. Por otra parte, no es menos cierto que las finalidades del comportamiento animal no son otras que las de incorporar nuevas posibilidades de satisfacción de las mismas necesidades biológicas, accediendo a más y mejores fuentes energéticas. En ese sentido, diríamos que la necesidad sigue siendo la misma, pero el modo de su satisfacción se ha hecho enormemente más complejo. Por tanto, no es de extrañar que las estructuras neurológicas vinculadas al apetito y al deseo animal, se encuentren en estrecha relación con un sistema nervioso (autónomo), cuya función es justamente la de modular los niveles de funcionamiento metabólico en respuesta a las demandas de la conducta animal. En definitiva, el apetito radical del viviente por automantenerse y perfeccionarse es el mismo en el orden vegetativo y en el orden animal, sólo que en el comportamiento animal aparece una dimensión psicológica y comportamental del apetito natural de conservación, anteriormente inexistente. Pensamos que todo lo que muy someramente hemos bosquejado nos permite afirmar que el sistema nervioso es «el órgano de la conducta animal». Entendiendo por «órgano» la base estructural que posibilita y condiciona el comportamiento, y entendiendo por animal aquel comportamiento que se sigue y que se guía por el operar de los sentidos. Lo anterior incluye, en el plano cognitivo, las operaciones aprehensivas internas como la percepción compleja, la imaginación, la memoria sensible y el instinto; en el plano de la afectividad, las emociones básicas de placer y dolor, deseo y aversión, junto a las emociones llamadas del «apetito de lucha», dirigidas a la superación de obstáculos y a la mantención perseverante de las conductas. Finalmente, en el plano ejecutivo, la conducta es completada por la compleja puesta en marcha de los patrones conductuales. No obstante todo lo anterior, afirmando que el sistema nervioso es el «órgano» o «base material» que posibilita y condiciona la conducta animal, no hemos contestado todavía adecuadamente a la pregunta: ¿para qué sirve el sistema nervioso? Hemos visto que el sistema nervioso sirve materialmente a la conducta, y hemos determinado, desde un punto de vista práctico, que la conducta «sirve» a la conservación del animal. Nos falta sin embargo explicitar el significado o aporte objetivo del comportamiento animal al mundo de la vida para poder precisar mejor el papel que le cabe al sistema nervioso en ese marco. Más allá de la mayor o menor eficacia nutritiva o defensiva, nos falta responder: ¿qué gana el animal con el comportamiento? Más allá de conservarse en el ser: ¿hay «algo más» que aparece en la naturaleza con la aparición de la conducta animal?

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5.6 Novedad de la conducta animal La aparición del comportamiento en la historia de los seres vivos supuso, como condición de existencia, la aparición de dos nuevas operaciones, sin parangón en el universo monótono de la vida vegetativa: el conocimiento y la afectividad. Hemos visto que, por el conocimiento, el viviente supera los límites de su existencia físico-corpórea y se abre al universo de las realidades psíquicas o intencionales. El agua que está físicamente «allá» en el espacio físico, está también psíquicamente «acá» para el cognoscente. Y la bebida que «todavía no» está siendo bebida, está ya «motivando» la conducta que conducirá a su posesión física. Como propone Jonas, la percepción sensible con su aquí y allá psíquicos, crea «el espacio», y el apetito, con su «aún no, pero pronto sí», genera el tiempo (Jonas, 1966 y 2000). Es porque el animal «se mueve» en el interior de un espacio-tiempo que él mismo genera, que se hace posible el surgimiento en la existencia de un movimiento físico, psíquicamente motivado y cognoscitivamente orientado. La vida animal, por tanto, gracias a la superación del ámbito operativo de la vida vegetativa, al trascender psíquicamente los meros límites corpóreos, se autonomiza del aquí y del ahora del viviente vegetativo, para salir en busca de lo que está «más allá» en el tiempo y en el espacio. Este solo recurso le permite, por ejemplo, a un ave migratoria, trasladarse todos los años a 22.000 kilómetros de distancia para conseguir condiciones favorables para alimentarse o reproducirse. Todo esto nos permite pensar que la vida animal no es una mera variante estratégica de la vida vegetativa, sino otro género de vida, más rico, más diversificado, más individuado y más autónomo. La vida animal, por comparación con la vida vegetativa no es más de lo mismo, sino «otra cosa» en el interior de la vida, otro «nivel» o «grado del vivir».

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5.7 Nuevamente sistema nervioso y conducta La «generación» del espacio y del tiempo, llevada a cabo por el surgimiento de la conducta «mentalmente gobernada», no puede ser tenida en ningún caso como una «ficción». Tiempo y espacio son «entes mentales», pero «entes mentales fundados en la realidad». De otro modo, los animales no sobrevivirían en un mundo físico (No en vano uno de los primeros signos de la enfermedad mental es su inadaptación, su estar «fuera de la realidad»). En esta conciliación entre la realidad psíquica y la realidad física, el sistema nervioso juega un rol fundamental. Como hemos afirmado anteriormente, todo conocimiento supone algún grado de inmaterialidad, y en este asunto, el sistema nervioso, como realidad material que es, no parece tener mucha parte, y sin embargo, la inmaterialidad del conocimiento animal no se encuentra «emancipada» de la realidad material. Esta aparente emancipación podría llegar a darse en el ser humano: alguien puede llegar a morir por algo tan abstracto como «la libertad», pero en el animal esto no es así. El animal percibe colores, olores, texturas, temperatura, ruidos, experiencias todas que, aun siendo «subjetivas», responden a una objetividad concreta del entorno. La dureza que se experimenta «subjetivamente» al golpear la cabeza con la muralla, se corresponde «objetivamente» con una imposibilidad física de atravesar la muralla con la cabeza. La solidez y consistencia percibida de la muralla no es una mera «experiencia subjetiva». De modo análogo, en el orden afectivo, la sed que se aplaca al beber agua, se corresponde con una incorporación real del líquido en el estómago. Sabemos hoy que estos dos polos de la experiencia, eventualmente, pueden disociarse por una patología o experimentalmente. Una estimulación eléctrica, o una descarga epiléptica en el cerebro pueden resultar en una experiencia sensorial «meramente subjetiva», o una destrucción de las «neuronas de la sed», conducir a una supresión de la experiencia de sed. Ambas situaciones son manifiestamente «anormales» y pueden conducir a la muerte del animal. Estas experiencias muestran dos cosas: 1) la estrecha armonía normalmente existente entre la vida mental animal y la realidad física, conformidad mediada fundamentalmente por el sistema nervioso; 2) la disociación posible entre experiencia subjetiva y realidad física, cuando el funcionamiento del sistema nervioso se ve afectado. En síntesis, por un lado, sin operatividad del sistema nervioso, no se da vida mental «normal» en el animal, y por otro, la conciencia subjetiva es una experiencia vivida por el sujeto, y no se identifica con la actividad biofísica del sistema nervioso. Vuelve a quedar en evidencia, que no es el sistema nervioso el que conoce, sino el viviente con sistema nervioso. Pero la actividad del sistema nervioso no es el conocimiento, por más que su actividad sea indispensable para que lo haya. Y lo mismo puede decirse para la afectividad. 57

El sistema nervioso, como sistema nervioso, —es decir, como estructura orgánica, y capaz de acciones físicas— no «produce», ni «causa», ni «genera», acciones mentales. Y esto es porque un sistema orgánico, es decir físico-corpóreo, sólo produce acciones físico-corpóreas. Un viviente orgánico, con sistema nervioso, es capaz de «producir» operaciones mentales, y sin sistema nervioso no sería capaz de producirlas. Así pues, el sistema nervioso es condición sine-qua-non, para que un viviente orgánico pueda generar acciones mentales. Y para que se puedan generar acciones mentales se necesita un sujeto capaz de generarlas, y el sujeto capaz de generarlas es el viviente animal. Dado que los actos mentales son de suyo, no-procesuales, intemporales, y en definitiva, inmateriales, el viviente animal, que es un viviente orgánico debe «realizar», «contener» o «poseer» en su estructura ontológica una dimensión de «inmaterilidad». Dicho en otras palabras, un viviente, incluso un viviente puramente vegetativo, no es un ser puramente físico corpóreo. Un viviente es «otra cosa», distinta de un mero cuerpo físico. Que un viviente, —todo viviente en realidad—, sea «otra cosa», no es sólo una deducción filosófica, sino que es lo que espontáneamente admite el conocer espontáneo de todo ser humano. Que un químico o un físico estudian otro género de realidades que las que estudia un biólogo, no es algo que requiera demostración, es algo que reclama solamente «constatación». La filosofía, al menos con respecto a estas constataciones primeras, no hace sino confirmar, precisar y consolidar lo que la inteligencia espontánea del ser humano ya conoce. ¿Qué podemos decir entonces, acerca de la relación existente entre, por una parte, el sistema nervioso, como condición sine-qua-non para que un animal genere estados mentales, y, por otra, «su ser» animal, como sujeto capaz de generarlos? Convengamos, en primer lugar, que el sólo hecho de poder plantearse esta pregunta, —y de esta manera—, significaría hoy en día haber superado un cúmulo tan grande de prejuicios —materialistas, cientificistas, dualistas y espiritualistas, entre otros—, que, al menos nosotros, como autores de este trabajo, podríamos considerar ya realizado lo que nos propusimos al comenzar, es decir, plantearnos un verdadero problema. Por una parte, la filosofía realista ha gastado en las últimas centurias energías tan grandes en refutar teorías imposibles, sobre las relaciones entre el cuerpo y la mente, que no se ha generado un espacio razonable y sereno para profundizar en las verdaderas e interesantes cuestiones que plantean a la teoría del conocimiento los nuevos hallazgos científicos de la biología. Por otra parte, no pocos científicos se esfuerzan de tal modo en convencernos de que los hallazgos de la biología, por sí mismos, son capaces de explicar los fenómenos mentales, que no se han dado el tiempo ni siquiera para ordenar de una manera mínimamente inteligible, el cúmulo de datos que han obtenido. Urge avanzar en estas tareas, para así contribuir a una idea más sana y equilibrada del ser humano, y a un mejor progreso de la cultura. 58

A partir de lo que hemos indagado en este trabajo, apuntemos, al menos algunas sugerencias de exploración: Es patente, como ya lo adelantamos, que el sistema nervioso de los animales, permite y condiciona que sus actos mentales, tengan por objeto la realidad física en la cual vive. Los actos mentales del animal no son «un lujo inútil», como desde una visión materialista se ha llegado a decir; por el contrario, son, ni más ni menos, que una condición de la supervivencia y del perfeccionamiento del animal en su entorno. Por su parte, los órganos de los sentidos, en su riqueza y diversidad, permiten al animal acceder al entorno físico, no en su realidad, sino en su «aparecer». Tenemos percepción sensible de la luz, del calor y del color, pero no tenemos noción intelectual de lo que esas realidades físicas son «en realidad». Sabemos que responden a algo real pero no sabemos cómo conceptualizarlo. Por otra parte, la dimensión «efectora» o «ejecutiva» de la conducta animal, mediada por el sistema nervioso en su dimensión somato-motora, tiene que ver con el desencadenamiento de los patrones motores de comportamiento y de su ejecución plástica concreta, adaptada a las circunstancias del «aquí» y del «ahora», por medio del control mental cognitivo y afectivo. La participación del sistema de estructuras neurológicas, esqueléticas, musculares, es también esencial. Queda claro, por tanto, que la percepción sensible es un conocimiento práctico y no un conocimiento «teórico» de la realidad, y que las respuestas motoras son adaptaciones concretas al medio circundante. El animal vive operativamente en la realidad, pero no aprehende la realidad como realidad. Elocuentemente se ha dicho que el animal vive «sonambúlicamente», mientras que el viviente humano es «como un animal despertado». Todo indica, pues, que el sistema nervioso permite al animal sobrevivir pragmáticamente en la realidad física, conociéndola y deseándola, pero en modalidad «apariencial», «enigmática», «sonambúlica». En este sentido, el sistema nervioso como estructura orgánica, al tiempo que permite al animal sobrevivir en un entorno físico, le impide a la vez, justamente por ser orgánico, intentar un conocimiento «real» de la realidad física. Y el viviente humano, por lo tanto, tendrá mayores posibilidades que el puro animal de acceder a lo real como real, sin poder superar ni poder desprenderse de modo completo de su condición animal. De lo brevemente esbozado nos parece que se desprende que, una mayor profundización en estos temas exige prestar una mayor atención, no tanto a los mecanismos neurológicos, sino a las características peculiares de un sujeto que se nutre, crece y se reproduce, y a la vez opera en una dimensión comportamental a la que lo abren sus posibilidades de vida mental. Como una manera de avanzar en esta dirección, concluiremos este estudio haciendo una incursión en torno al «origen» de la vida mental en el animal. Esta indagación nos 59

permitirá insistir y consolidar los planteamientos previos, en relación a la subjetividad ontológica del viviente animal, dejando abiertas algunas vías nuevas de investigación.

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6. El origen de la vida mental 6.1 El origen y la causa La interrogante sobre la vida mental, rendimiento sorprendente, prerrogativa de un grupo acotado de seres vivos, los animales, remite a la pregunta sobre el origen. Hoy en día se tiende a afirmar con demasiada rapidez que la vida mental se origina en el sistema nervioso central. La palabra ‘origen’ procede del latín origo que significa: principio, comienzo, nacimiento. La pregunta por el origen remite a la causa, es decir, «aquello desde donde surge, se genera o nace, aquello acerca de lo cual nos preguntamos su origen». Así pues, debemos preguntarnos si el sistema nervioso central de los animales es «origen» de la vida mental «como causa», y si es así, desde qué modalidad causal. La causa, para ser causa no puede sino contener en sí misma de algún modo su efecto, o dicho de otro modo, debe estar a «la altura» del efecto. La remitencia actual a una supuesta «emergencia», no es sino un expediente para permanecer en el ámbito fenoménico y eludir la pregunta ontológica acerca de la causalidad. Con la pseudoexplicación emergentista no superamos el plano de las apariencias. La vida no «emerge» de la materia, como la música no «emerge» del violín. La materia es necesaria para la vida, como materia, como también el violín para la música; pero son los progenitores los que en sentido más propio y próximo «causan» la vida en la prole, como el artista «causa» la música desde el violín. Si la causa, en sentido filosófico, es aquello de lo cual una cosa depende en su ser o en su devenir, es claro que no puede haber más en el efecto que en la causa, porque, como bien viera Parménides, del «no-ser nada procede». De la «no-vida» no emerge la vida, como del «no-ser» no emerge «el ser». El principio físico «nada se crea, nada se destruye» viene a ser como una realización analógica del principio metafísico parmenídeo, en el ámbito del acontecer fenoménico.

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6.2 Procesos neurobiológicos y presencia del animal en su acto Pasemos a la indagación, partiendo desde el fenómeno de la conciencia. Si la acción consciente es un acto del animal, supone en consecuencia un conocimiento y un «estar presente» de lo conocido en el animal, y una presencia del animal en su acto de conocimiento. ¿Cómo puede esto ser posible? Aproximémonos por vía de comparación. Comparémoslo con lo que ocurre con las acciones a las que accedemos por vía de sensación, que son las acciones de un cuerpo sobre otro cuerpo. Estrictamente, en la acción físico-corpórea no presenciamos la acción del cuerpo que actúa sino que aprehendemos los efectos en el cuerpo que padece la acción. Percibimos que el metal se calienta en contacto con el fuego, porque vemos un cambio en el metal, no en el fuego. La acción físico-corpórea es la acción de un cuerpo sobre otro cuerpo, un cuerpo agente sobre un cuerpo paciente. Pero la acción del agente se comprueba en el paciente. Es como si la acción «transitara» del agente al paciente. Lo claro es que, en el caso de la acción corpórea, ni el agente parece estar presente en su acción ni la acción estarle presente a su agente. El cuerpo agente está como ajeno a lo que ocurre con su acción. Su acción parece ocurrir, no en él, sino en otro. Tomemos un ejemplo imperfecto, como todo ejemplo, pero ilustrativo. El sol calienta a 150 millones de kilómetros de distancia de nuestro planeta, pero de eso el sol «ni se entera», por más que el sol que «está allá» esté actuando «acá». Algo completamente distinto es lo que vemos en la acción cognoscitiva, en la que el agente está presente en su acción. La acción cognoscitiva consciente surge del agente y permanece o termina en él. Se conoce lo que está «allá afuera», pero se lo conoce «aquí», en la interioridad, estando además el agente presente con relación su acción. ¿Cómo puede ser esto posible? A diferencia de lo que ocurre en la acción física que transita del agente al paciente, la acción mental se da toda entera en ella misma. El que comienza a ver ya ha visto, no hay un acto del comenzar a ver y un acto del terminar de ver. Se ve o no se ve, se piensa o no se piensa. En la acción cognoscitiva misma, como ya vimos, no hay ni progresión ni tiempo. Es cierto que hay procesos lógicos, pero los componentes de los procesos lógicos no son actos procesuales. Esta es otra más entre las muchas razones que muestran que los procesos mentales no son procesos físico químicos, o electro-químicos, ni ningún otro tipo de fenómeno físico-corpóreo. Está claro que los procesos neurobiológicos son condición de manifestación de los fenómenos de orden sensorial, pero estos procesos no pasan de ser su base material. Por lo pronto, insistamos en algo que para el ciudadano de a pie es de suyo obvio, que los procesos cognoscitivos no son actos de un órgano, sino actos de un viviente. Lo conocido le está presente al sujeto que conoce, no al encéfalo. Si fuese el encéfalo el que piensa se daría el absurdo que para conocer lo que el cerebro conoce tendríamos que nosotros conocer al cerebro conociendo, y no se ve con qué lo podríamos conocer. 62

Tendríamos que tener un segundo cerebro que conociese lo que el primero conoce y luego un tercero para que conociese lo que conoce el segundo, y así sucesivamente. Concebir un encéfalo pensante es como concebir a un homúnculo introducido en nuestra bóveda craneana, al cual habría que preguntarle lo que conoce. Pero esta hipótesis supone que ya conocemos sin el encéfalo, con lo que la hipótesis se destruye a sí misma. Ya Platón lo había visto con claridad, como lo expresa en el Teetetos: «No es con el ojo que vemos –decía—, sino por el ojo». Nuevamente no es el ojo el que ve sino el viviente que tiene ojos. Y lo que vale para el ojo vale para el encéfalo, que no es sino una prolongación del ojo, del oído, del gusto, del tacto y del olfato. Agreguemos a esto los elementos orgánicos que constituyen el sustrato material de la imaginación, de la memoria sensitiva y de los afectos sensibles y de las funciones asociativas, y ya tendremos una idea bastante aproximada de lo que es el encéfalo como órgano. El cerebro, en definitiva, no es sino la base material de la vida animal, por muy sofisticada que ella sea, como ocurre con la vida animal del viviente humano. El cerebro no es de ningún modo causa del conocimiento intelectual, ni siquiera en sentido material. Por consiguiente, la facultad de la visión, de la imaginación, de la memoria y del instinto no radica en el encéfalo sino en el animal, como totalidad y como sujeto ontológico. Es el animal el que ve y el que imagina; por ello, la filosofía clásica distinguía entre órgano y facultad. La verdadera pregunta en definitiva no es acerca de las características del órgano, por más que no deje de ser útil y pertinente su estudio, sino que la verdadera pregunta es acerca de la real naturaleza de un sujeto que conoce y que apetece. El sujeto cognoscente y apetente no es ajeno a la acción que en él surge, o que en él y desde él se desencadena. Además, el sujeto no es el mismo antes que después de conocer o de desear. La acción cognoscitiva o afectiva del sujeto lo transforma, no lo deja indiferente, no es ajena a él, como ocurre en la acción física, procesual o temporal. No puede haber diferencia más radical entre un tipo de accionar y otro. Se entiende que estas constataciones, intelectualmente mal equilibradas, hayan dado lugar a todo tipo de separaciones extremosas. En efecto, la historia del pensamiento científico y filosófico se encuentra plagada de dualismos, o de monismos reduccionistas, sean estos materialistas o espiritualistas. Sobre todo, como hace notar Hans Jonas, después de la disolución del sujeto vivo operada por el maquinismo cartesiano (Jonas, 1966). Entre uno y otro extremo, el materialismo maquinista y el espiritualismo de la conciencia pura, se sitúa la biología filosófica que aborda la vida mental como una función de un viviente. El equilibrio procede de reconocer la originalidad y la diversificación gradual y creciente de los seres vivos. De esa evidencia, de sentido común, confirmada y precisada por la filosofía, hay que sacar las consecuencias: que un ser vivo es «otra cosa», distinta que una máquina, o un mero conglomerado de realidades inorgánicas.

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6.3 De nuevo el viviente El viviente corpóreo, desde sus realizaciones más primarias, depende operativamente de sus componentes corpóreos, pero no se identifica con ellos. Una cosa son los cuerpos que se integran en el viviente, a título de partes elementales, y otra cosa es el viviente como totalidad unificada. El viviente, cuando se nutre, su nutrición no queda fuera, la alimentación no ocurre en otro viviente, como la acción corpórea que se despliega en otro cuerpo. La nutrición queda en el viviente y lo transforma. Además, a pesar de que la acción nutritiva se realiza con la participación de órganos, la nutrición no es la acción de un grupo de órganos sino que es una acción del organismo como totalidad. La acciones del viviente, que son acciones vitales propiamente tales, son aquellas que son acciones del todo y no sólo de una parte de él. Vuelve aparecer, por tanto, la distinción inclusiva entre la parte y el todo. No es el pulmón el que respira sino el viviente por el pulmón, y no es sólo la pata del perro a la que se toca sino también se toca al perro por su pata. Las partes del perro no son como las partes de una máquina que constituyen un mero conglomerado colectivo ingeniosamente articulado; por el contrario, las partes del viviente se encuentran ontológicamente unificadas. Consiguientemente, se produce en el paso de lo corpóreo a lo vivo, algo que se separa radicalmente de lo que ocurre en el mundo inorgánico. En el ámbito de lo vivo aparecen acciones que quedan en el sujeto y que lo perfeccionan. Como dice Jonas, el vivo establece por su operar un límite, o una mediatez, entre él y su entorno (Serani & Lailhacar, 2014). En realidad, no hay medio o entorno propiamente tales si no hay viviente; el viviente y su entorno aparecen simultáneamente.

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6.4 Un modo original de «quedar» la acción en el viviente Pero en la vida meramente biológica, la de las plantas, los hongos y la de buena parte de los unicelulares, si bien es cierto que la acción del viviente queda en el viviente, el sujeto vivo sólo está físicamente presente en su acción. La acción de la parte, decíamos, es a la vez la acción del todo. La planta se nutre en su raíz y por su raíz. Pero el sujeto planta no tiene autopresencia cognoscitiva. El individuo planta responde ciertamente como una realidad totalizada y unificada, pero «como no tiene ciencia no tiene consciencia». No es el caso del animal, que, teniendo conocimiento perceptivo, tiene también autopercepción. Los complejos comportamientos de autopercepción observados en primates homínidos son testimonio del grado de complejidad perceptiva alcanzado por este linaje, con el que nos encontramos, por lo demás, biológicamente emparentados. El grado de unificación alcanzado por el animal, gracias al desarrollo de la conducta, le abre posibilidades de adaptación imposibles para la vida meramente biológica. Como decíamos, con la vida animal se alcanza un primer nivel de autopresencia del sujeto a sí mismo, por mucho que esta autoconciencia no sea reflexiva. El animal se aprehende a sí mismo en un nivel puramente fenoménico: ve pero no sabe que ve, siente sin saber que siente, disfruta pero no sabe que disfruta. La conciencia del viviente humano es capaz de alcanzar el nivel reflexivo porque hace presente el sujeto a sí mismo, no sólo en su aparecer sino en su realidad. Con lo que la pregunta acerca del ser de las cosas, consubstancial al viviente humano, es también y de modo simultáneo una pregunta acerca de sí mismo. El viviente humano interroga a la realidad y se interroga acerca de sí mismo, en virtud de la autopresencia afectiva y cognoscitiva. Autopresencia afectiva y cognoscitiva, todavía oscura en el niño y en el hombre primitivo, y cada vez más nítida con el progresar de la cultura.

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6.5 Un tipo especial de viviente ¿Cuál es entonces el origen, la causa, la facultad de la vida consciente humana?, pregunta de proporciones mayores, frente a la cual muchas filosofías han sucumbido. Respondamos al menos, no en un nivel metafísico, que exigiría otro tipo de desarrollos, pero sí al menos en un nivel biofilosófico, que es el que nos compete: La vida consciente procede, en términos próximos, de un viviente original, que no se reduce ni a lo físico-corpóreo, ni a lo meramente biológico, ni siquiera a lo meramente animal. La actividad consciente procede de un viviente corpóreo y a la vez consciente, ser de suyo admirable, cuya verdadera naturaleza sigue siendo un misterio. Misterio inteligible frente al cual la filosofía tiene mucho que decir. La tarea de la filosofía no consiste en encasillar la realidad a la fuerza en un problema al cual se pueda dar fácil solución; más bien diríamos lo contrario: la tarea de la filosofía es mantener abierta la realidad y la mente en toda su inabarcable extensión. Volvamos al terminar a nuestro punto de partida: la relación de un observador con un animal observado, o si también se quiere, la de un niño con su mascota. Se trata de una relación entre sujetos, no entre cerebros. Cuando el niño pone un nombre a su mascota, realiza un acto de alto valor filosófico, porque el nombre es lo que designa al sujeto. Cachupín es, en efecto, «todo el perro», y aunque ninguna parte de Cachupín es el perro, cuando el niño acaricia las orejas de Cachupín, acaricia realmente a su perro. La filosofía, que no es un conocimiento en estado infantil, coincide en esto con el conocimiento del niño, porque ambos van a lo esencial. Uno con ingenuidad no deformada, la otra de modo reflexivo y crítico, sin perder simplicidad. El conocimiento humano especializado, al avanzar acota, pero al acotar deforma, y a veces pierde lo esencial. Se cuenta de Heráclito que, decepcionado de sus conciudadanos, decidió vivir deambulando por las afueras de su ciudad, y que cuando volvía a Éfeso, sólo hablaba con los niños, porque sólo en ellos encontraba verdad. Análogamente, a buena parte de la filosofía de la mente contemporánea parece habérsele extraviado el viviente acerca del cual el niño no tiene duda alguna de su existencia y de su originalidad. Conocer no es para el viviente un lujo inútil, y tampoco la emoción una mera repercusión subjetiva. La conducta entera del animal está traspasada de conocimiento y de afecto, y su vida no se entiende sin ellos. Conocer y apetecer, sin embargo, no son realidades procesuales de orden material, por más que algunas de sus modalidades supongan una base procesual. Tampoco estos actos son propiedades físicas emergentes contenidas en la materia, como el genio en la botella de Aladín. La ciencia no es filosofía, pero el científico no puede dejar de pensar. Hoy la mente de muchos científicos se encuentra inconscientemente impregnada de ideas materialistas y de explicaciones que en definitiva no dan cuenta de la realidad esencial del viviente. 66

Sócrates, que se vanagloriaba de ejercer, en el plano del espíritu, el mismo oficio de su madre, la partera Fenareta, se reconocía estéril, como las que ejercían ese oficio en su época, pero, en cambio, capaz de ayudar a concebir. Esta capacidad suponía el discernimiento de lo normal y lo monstruoso, de la preñez fecunda y de la anormal. No es fácil ni grato para los que hemos trabajado en neurociencias, tomar conciencia de que nuestro pensamiento podría contener desarrollos estériles. Hoy en día, una mal llamada literatura científica sobre las neurociencias, se encuentra plagada de afirmaciones, supuestamente científicas, pero que descansan en realidad en presupuestos filosóficos no asumidos ni criticados. No se trata de una enfermedad del pensamiento científico como científico, sino del pensamiento de algunos científicos como filósofos; porque todo científico, lo quiera o no, tiene también ideas como filósofo. Cuando esas ideas filosóficas son sanas, el mismo pensamiento científico indirectamente se enriquece y se potencia; cuando son débiles, el pensamiento científico se hace rígido y se empobrece. La actividad de la mente y la del sistema nervioso central, en definitiva, no son dos realidades separadas que haya que tratar de juntar, ambas surgen de un mismo sujeto: el viviente animal. La actividad propia del animal es la conducta, y es en orden a ella que el resto de las operaciones vitales se subordinan. Cognición, afecto y ejecución motriz se conjugan en la realización de la conducta en la que los elementos corpóreos y mentales se conjugan en síntesis admirable. ¿Cómo comprender e integrar la conducta animal en la conducta humana? Ello es tema de una Antropología filosófica, para lo que el tratamiento de la Biofilosofía de la mente, que es lo que hemos intentado esbozar en este trabajo, nos ha dejado en el umbral.

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7. Referencias Aristóteles, «Acerca del alma», traducción de Marcelo Boeri, Colihue Clásica (Buenos Aires) 2010. Besio M. & Serani A., «Sabiduría, naturaleza y enfermedad, una comprensión filosófica de las profesiones de la salud», Ediciones Universidad Católica (Santiago de Chile) 2014. Bernard C., «Leçons sur les phénomènes de la vie, communs aux animaux et aux végétaux», Baillière (Paris) 1878 / Vrin (Paris) 1966. Canguilhem G., «La connaissance de la vie», Vrin (Paris) 1980. Finger S., «Origins of Neuroscience, origins of explorations into brain function», Oxford University Press (Oxford-New York) 1994. Gilson E., «Linguística y filosofía», Gredos (Madrid) 1974 Gilson E., «De Aristóteles a Darwin (y vuelta)», Eunsa (Pamplona) 1976 Jonas H., «The phenomenon of life, toward a philosophical biology», Harper & Row (New York) 1966 / The University of Chicago Press (Chicago & London) 1982. Jonas H., «Philosophical Essays», Englewood Cliffs, Prentice-Hall (N.J.) 1974. Jonas H., «Évolution et liberté», Payot & Rivages (Paris) 2000. Maritain J., «Filosofía de la Naturaleza; ensayo crítico acerca de sus límites y su objeto», Club de Lectores (Buenos Aires) 1980 Margulis L. & Sagan D., «What is life?», Simon & Schuster (New York) 1995. Maturana H. & Varela F., «De máquinas y seres vivos, una teoría sobre la organización biológica», Editorial Universitaria (Santiago de Chile) 1972. Maturana H. & Varela F., «El árbol del conocimiento», Editorial Universitaria (Santiago de Chile) 1984. Murillo, J.I., «El organismo inteligente: malentendidos en torno a una paradoja», In: Borobia, J.J., Lluch M., Murillo, J.I., Terrasa, E. (editores), «Idea cristiana del hombre», Eunsa (Pamplona) 2002, pp. 83-103. Piaget J., «La representación del mundo en el niño», Morata (Madrid) 2001. Pithod A., «El alma y su cuerpo, una síntesis psicológico-antropológica», Grupo Editor Latinoamericano (Buenos Aires) 1994. Polo L., «El conocimiento del universo físico», Eunsa (Pamplona) 2008. Pradines M., «La fonction perceptive, les racines de la psychologie», Denoël/Gonthier (Paris) 1981 Serani A., «L’Être vivant selon la perspective réaliste, propos pour les fondements d’une biophilosophie» Thèse de Doctorat de Troisième Cycle», Université de Toulouse Le Mirail, Toulouse, 1986. Serani A., «El viviente humano, estudios biofilosóficos y antropológicos», Eunsa (Pamplona) 2000. Serani A. Lailhacar Y., «La conducta animal y lo transanimal en el hombre en la biología filosófica de Hans Jonas», Intus Legere 8 (2): 9-22, 2014. Von Bertalanffy L., «Concepción biológica del cosmos», Ediciones de la Universidad de Chile (Santiago de Chile) 1963. Von Uexküll J., «Ideas para una concepción biológica del mundo», Calpe (Madrid) 1922. Von Uexküll J., «Mondes animaux et monde humain», Denoël (Paris) 1965.

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Índice Advertencia Breve curriculum del autor 1. Introducción 2. Existencia y naturaleza de los seres vivos 2.1 Evidencias y principios 2.2 La naturaleza «automoviente» de los seres vivos 2.3 Las acciones son del viviente como totalidad 2.4 Un ser sustantivamente «uno» 2.5 Un accionar intrínsecamente unificado 2.6 Los grados de la vida 3. La mente, el cerebro y sus problemas 3.1 Las preguntas, los problemas y las respuestas 3.2 El problema mente-cerebro y sus teorías explicativas 3.2.1 Lo mental y lo corpóreo; una primera versión insoluble del problema 3.2.2 Un «trilema» insoluble 3.2.3 El vitalismo animista y el vitalismo espiritualista 3.2.4 El dualismo 3.2.5 El materialismo 3.3 Primer balance 4. Naturaleza de los actos mentales 4.1 Los actos mentales 4.2 Aproximaciones al conocer y al amar 4.2.1 El conocer como acto 4.2.2 La inmaterialidad del conocer 4.2.3 El conocer como superación de límites 4.2.4 Conocer es aprehender 4.2.5 El conocer como presencia de lo conocido en el cognoscente, y el amar como presencia de lo amado en el amante 4.2.6 El conocer como asimilación 4.2.7 Conocer es perfeccionarse 4.2.8 La fecundidad del conocer 4.2.9 El conocimiento como luz 5. Mente y cerebro 5.1 Recapitulación 5.2 ¿Para qué sirve el sistema nervioso? 5.3 Fenomenología del comportamiento animal 5.4 Ontología del comportamiento 5.5 Sistema nervioso y conducta 70

5.6 Novedad de la conducta animal 5.7 Nuevamente sistema nervioso y conducta 6. El origen de la vida mental 6.1 El origen y la causa 6.2 Procesos neurobiológicos y presencia del animal en su acto 6.3 De nuevo el viviente 6.4 Un modo original de «quedar» la acción en el viviente 6.5 Un tipo especial de viviente 7. Referencias

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Índice Advertencia Breve curriculum del autor 1. Introducción 2. Existencia y naturaleza de los seres vivos 2.1 Evidencias y principios 2.2 La naturaleza «automoviente» de los seres vivos 2.3 Las acciones son del viviente como totalidad 2.4 Un ser sustantivamente «uno» 2.5 Un accionar intrínsecamente unificado 2.6 Los grados de la vida

3. La mente, el cerebro y sus problemas 3.1 Las preguntas, los problemas y las respuestas 3.2 El problema mente-cerebro y sus teorías explicativas 3.2.1 Lo mental y lo corpóreo; una primera versión insoluble del problema 3.2.2 Un «trilema» insoluble 3.2.3 El vitalismo animista y el vitalismo espiritualista 3.2.4 El dualismo 3.2.5 El materialismo 3.3 Primer balance

4. Naturaleza de los actos mentales 4.1 Los actos mentales 4.2 Aproximaciones al conocer y al amar 4.2.1 El conocer como acto 4.2.2 La inmaterialidad del conocer 4.2.3 El conocer como superación de límites 4.2.4 Conocer es aprehender 4.2.5 El conocer como presencia de lo conocido en el cognoscente, y el amar como presencia de lo amado en el amante 4.2.6 El conocer como asimilación 4.2.7 Conocer es perfeccionarse 4.2.8 La fecundidad del conocer 4.2.9 El conocimiento como luz 72

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5. Mente y cerebro

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5.1 Recapitulación 5.2 ¿Para qué sirve el sistema nervioso? 5.3 Fenomenología del comportamiento animal 5.4 Ontología del comportamiento 5.5 Sistema nervioso y conducta 5.6 Novedad de la conducta animal 5.7 Nuevamente sistema nervioso y conducta

6. El origen de la vida mental

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6.1 El origen y la causa 6.2 Procesos neurobiológicos y presencia del animal en su acto 6.3 De nuevo el viviente 6.4 Un modo original de «quedar» la acción en el viviente 6.5 Un tipo especial de viviente

7. Referencias

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