Memorias de guerra de un sacerdote - Bernhard Haring.pdf

April 5, 2017 | Author: Claudiberto Fagundes | Category: N/A
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BERN H A RD H Á R IN G

MEMORIAS DE GUERRA DE UN SACERDOTE

BARCELONA

E D IT O R IA L H ERDER 1978

Versión castellana de M

a r c ia n o

V il l a n u e v a , de la obra d e

B e r n h a r d H á r i n g , Kriegserlebnisse, Verlag Styria

G raz - Viena - C olonia 1978

(g) 1978 Editorial Herder S .A ., Provenza 388, Barcelona (España)

IS B N 84-254-0736-2

Es

p r o p ie d a d

D

e p ó s it o

leg al:

B.

23.832-1978

G r a f e s a - N ápoles, 2 4 9 - Barcelona

P r in t e d

in

S p a in

A mis amigos polacos de Jastarnia en prenda de gratitud

PRÓLOGO

Tal vez el lector se pregunte: ¿A qué, después de tan­ tas Memorias de guerra, que nos traen el recuerdo de toda aquella maldad y aquellos horrores, ahora un libro más? No me guía la intención de enriquecer la crónica de las monstruosidades cometidas bajo el dominio de Hitler y Stalin. Aunque tengo la convicción de que no es bueno, ni para nosotros ni para las futuras generaciones, intentar relegarlas al olvido del pasado. De cualquier forma, el ob­ jetivo básico de este libro es recordar que en medio de la destrucción y de los crímenes multiplicados también ocu­ rrían cosas buenas. Este libro expresa mi fe en la bondad que se oculta en todos los hombres, una fe apoyada en la experiencia. Quisiera también que estas páginas fueran un testimo­ nio de agradecimiento por las innumerables muestras de amor y de bondad recibidas de numerosas personas de las más distintas nacionalidades. Pero sé muy bien que no hay palabras bastantes para pagar esta deuda de gratitud. Es la vida entera la que debe convertirse en alabanza y acción de gracias a Dios al servicio de los hombres, con la espe­ ranza de que nadie pierda la fe en el bien. El lector encontrará en estas páginas la historia de la 7

experiencia de la providencia de Dios. A veces me siento incluso tentado a decir que no necesito creer en la provi­ dencia divina, porque pude experimentarla y sentirla. La he visto, la he comprobado, la he tocado en mi propia vida. A los innumerables lectores de mis escritos teológicos y espirituales, que conocen y han podido seguir mi empeño por una renovación de la Iglesia y por la unión de la cris­ tiandad, podrá tal vez este libro hacerles ver cómo la divina providencia me fue preparando para esta tarea a través de duras y maravillosas experiencias. Tanto los estremecedores ejemplos de obediencia insensata frente a los tiranos como los gozosos ejemplos — y de manera espe­ cial estos gozosos ejemplos — me han llevado a tomar po­ sición contra una moral unilateral de la obediencia y a convertirme en portavoz de una ética de la intención y de la responsabilidad. Mi personal experiencia de conciencia me ha confirmado en la fe de que no podemos hablar del reino de Dios ni podemos servir a esta causa sin profesar un absoluto respeto a la conciencia de nuestros hermanos, los hombres, y sin una honrada búsqueda en nuestra pro­ pia conciencia de más luz y más verdad.

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1 TIEM PO D E SALVACIÓN

El lector me permitirá dedicar, al principio, unas pala­ bras al telón de fondo en que se mueven estas experiencias de guerra en Francia, Rusia y Polonia, para mejor com­ prender mi postura en el ejército alemán, es decir, en el ejército de Hitler. Me tocó ser uno de los primeros sacerdotes católicos que, a principios de noviembre de 1939, fueron destinados al cuerpo de sanidad militar. Tras un cursillo de ocho se­ manas, mi destino inmediato me llevó al servicio de sani­ dad de una división de infantería. Sin embargo, ya en enero de 1940, el director del colegio mayor de nuestra orden en Gars del Inn consiguió, a través de los buenos oficios de un médico católico del estado mayor, que se me con­ cediera un permiso. Di clases de teología moral, durante el segundo semestre del año escolar, hasta septiembre de 1940, a los estudiantes de teología de los últimos cursos ya próximos a la ordenación sacerdotal. Aproveché también el tiempo para trazar el plan de mi futuro libro La ley de Cristo, al que puse término, tras siete años de trabajo, una vez acabada la guerra. En septiembre me matriculé en la facultad de teología de Tubinga, para hacer el doctora­ do, pero tuve que incorporarme de nuevo y sin pérdida 9

de tiempo al servicio de sanidad. Esta vez me trasladaron a Augsburgo, para un cursillo de instrucción sanitaria de nueve semanas. Desde allí fui destinado, a finales del año, a una división de infantería acantonada en Francia, cerca de Bayeux (Normandía). Tuve una suerte inesperada. Tanto el jefe de la compañía de sanidad como el médico, al que fui asignado en calidad de asistente, eran católicos practi­ cantes. El pater católico de la división era un hombre do­ tado de extraordinaria simpatía. Así pues, pude arriesgar­ me a ejercer mi ministerio sacerdotal de forma regular, al menos los domingos, aunque la ley prohibía estricta­ mente a los sacerdotes de sanidad militar desempeñar nin­ guna de las tareas de los capellanes castrenses. Se nos había informado que todo lo que podíamos hacer era ce­ lebrar la misa a puerta cerrada y siempre a condición de que no hubiera más de una sola persona presente. Ya el primer domingo celebré los oficios religiosos en presencia de la casi totalidad de la tropa de la compañía. Un cabo segundo, que era arquitecto, y otro cabo segundo estu­ diante de teología de la Compañía de Jesús, se cuidaron de formar un excelente coro y de todos los demás detalles. Al cabo de unas semanas, pude celebrar la misa dominical en la grandiosa catedral de Bayeux, para varios regimien­ tos. La asistencia era realmente muy elevada. Todos los domingos me trasladaba en bicicleta desde Somerville a Bayeux para celebrar la misa y predicar la buena nueva. Un día me llamó el jefe de la compañía de sanidad y me largó un discurso, porque aparecía en bicicleta, y además mientras los oficiales y la tropa iban a misa, a la vista de todo el mundo. Me obligó a utilizar su propio automóvil. Era para él cuestión de prestigio. Un día, cuando todavía hacía mis desplazamientos en bicicleta, me detuvo en medio de la ciudad el comandante 10

militar de Bayeux. Me sentí no poco preocupado, temien­ do que me echara una bronca. Sucedió todo lo contrario. Me saludó cordialmente y me dijo: «Estuve en su misa y me gustó. ¿Qué le parecería a usted si invitara a la mú­ sica del regimiento, para amenizar el acto? Sé que los hombres lo harían con mucho gusto.» Y así fue cómo la misa del domingo se convirtió también en un aconteci­ miento musical, que aumentó la alegría de los soldados durante los servicios divinos. Fueron también numerosos los civiles franceses que asistían a este culto. Como yo era el único hombre de la compañía que po­ día entenderme fácilmente en francés, fui comisionado mu­ chas veces durante el tiempo del servicio para llevar a cabo las transacciones, por ejemplo la compra de heno y paja para nuestros caballos. De este modo, surgió y se des­ arrolló pronto una viva amistad con la población civil. Más de una vez pude mantener interesantes diálogos de pastoral. También de cuando en cuando pude prestar ayuda en mi calidad de enfermero. Las familias francesas inqui­ rían mi opinión sobre los soldados que trababan amistad con sus hijas y sobre otros muchos temas similares. De parecida manera, tuve numerosas ocasiones, durante toda la guerra, tanto en Polonia como en Rusia, de enta­ blar relaciones con la población civil de las ciudades y lo­ calidades donde fijábamos nuestros cuarteles. Pero en los años siguientes ya no se podían mantener estos lazos de amistad con la misma cordialidad y despreocupación que en aquel rincón relativamente pacífico de Normandía. Ale­ mania estaba preparando la guerra contra Rusia, y esta guerra tuvo un perfil totalmente marcado por los dos ti­ ranos, que, en su afán de poder, combatían contra la hu­ manidad y contra sus creencias religiosas. A principios de mayo nuestra división de infantería fue 11

trasladada a Polonia, concretamente a las cercanías de la ciudad de Sokol, no lejos de la frontera rusa. Yo había alcanzado el grado de suboficial de sanidad y era directa­ mente responsable de los servicios de enfermería de los hombres de nuestra compañía. El lugar en que estábamos acantonados no tenía iglesia. Apenas llegamos allí, mis amigos construyeron un altar adecuado en un gran granero vacío. Allí celebraba la santa misa, los domingos, para los soldados de nuestra compañía y para las unidades cerca­ nas. Las relaciones de nuestros hombres con la población polaca eran muy buenas. Así, muchos polacos asistieron, ya espontáneamente o invitados por nuestros soldados, a nuestra misa, que en aquel tiempo se decía todavía en latín. Mientras tanto, adquirí suficientes conocimientos de polaco para entenderme con la gente, de modo que no tuve inconveniente en participar con los católicos polacos en un acto piadoso del mes de mayo. Había violado tan despreocupadamente las leyes de Hitler que me quedé sorprendido cuando el jefe me llamó para pedirme cuentas de mis actos. Era un hombre abso­ lutamente honesto, pero no podía pasar por alto una acu­ sación. Me preguntó si era cierto lo que había oído, es decir, que había tomado parte por tres veces en actos religiosos con la población polaca. Respondí que más de tres veces. Me siguió preguntando si sabía que estaba pro­ hibido por la ley. Respondí con un sencillo sí. Lo sabía. Me preguntó si tenía algo que decir en mi defensa. Res­ pondí: «No, gracias.» Pero añadí que me gustaría pedirle un favor, a saber que mi caso fuera juzgado juntamente con el caso, tal vez más grave, del teniente de primera X. Dicho teniente asistía al interrogatorio y enrojeció visible­ mente, porque era el que me había denunciado. El jefe me preguntó a qué caso me refería, y yo le respondí lisa 12

y llanamente que el mencionado oficial había bebido y bai­ lado con mujeres polacas de dudosa conducta y que tal vez aquello podría ser mucho más peligroso para la segu­ ridad del ejército que rezar en compañía de honrados ciu­ dadanos polacos. E l comandante me despidió con unas duras palabras. El teniente que me había causado aquella dificultad se hallaba ahora en una situación mucho más dificultosa. Todavía hoy me maravillo de cómo pudo ocurrírseme, tan de repente, aquella petición. No fue una acción pre­ meditada. Tampoco entonces me pregunté si aquella acción era muy cristiana. Pero ya de muchacho, cuando vivía en una granja, aprendí que al toro hay que cogerle por los cuernos y debo confesar que era una cosa que a veces me causaba placer. Durante todos los años que estuve en el ejército alemán empleé, si así puede decirse, la misma táctica. En vez de defenderme, cuando era inocente, pro­ curaba siempre desenmascarar la falsedad del acusador. Cada vez vi más claro que la pusilanimidad y la cobardía no sólo contradicen la propia dignidad, sino que además son una tentación para los que carecen de convicciones sólidas y se mueven al viento que sopla. En general, se me dejaba en paz, si no por amistad sí al menos porque sabían que no sería tarea fácil propasarse conmigo. En cuanto estaba de mi parte, era amigo de todos y pude entablar muchas y excelentes relaciones humanas. La víspera del estallido de la guerra con Rusia cono­ cíamos muy bien nuestra situación. Desde las últimas horas de la tarde y durante toda la noche estuve oyendo con­ fesiones en una iglesia católica de rito ruteno,. Los solda­ dos se agolpaban para confesarse. De vuelta a la unidad, me acompañaba en el camino el jesuíta Fichter. En los seis meses que estuvimos en servicio en la misma unidad 13

habíamos trabado una profunda amistad. Mientras nos en­ tregábamos a nuestros pensamientos, oímos los destempla­ dos gritos de mando de un teniente, que insultaba y mal­ decía a los soldados. Le reconocí como un antiguo com­ pañero de escuela, con el que había asistido al instituto. En aquella época era un joven sumamente cordial y agra­ dable. Mi reacción fue exactamente la del sacerdote y el levita de la parábola del samaritano, que pasaron de largo y se desentendieron por completo de aquel pobre hombre que había caído en manos de los salteadores. Porque esto es lo que le había ocurrido a mi antiguo compañero de estudios. Que el sistema pueda convertir a hombres de las mejores familias y con la más exquisita educación en pe­ queños tiranos, es uno de los aspectos más espantosos de la guerra y del absolutismo. El que quiera prosperar, tiene que acomodarse al tono dominante. Algunos meses más tarde volví a encontrarme con este teniente, tras duras semanas de privaciones. Vi entonces claramente el conflicto que se libraba en su corazón y creí volver a descubrir al excelente muchacho de otro tiempo. Pero en aquella noche anterior al estallido de la guerra, este encuentro, o por mejor decir la evitación del encuen­ tro, añadió pesadumbre a mi corazón. Hablé con absoluta franqueza a mi amigo Fichter y le dije que estaba dis­ puesto a ser la primera víctima de aquella guerra si ello podía ser una oración a Dios, para que pusiera fin al ase­ sinato masivo y al despotismo. Y, en mi estado de depre­ sión, añadí: «Por lo demás, apenas veo luz para el futuro.» Pero mi amigo tenía una opinión muy diferente. Contestó: «En esta guerra insensata no quiero perder ni una gota de sangre. Hay una gran tarea ante nosotros. Cuando la guerra haya acabado y el régimen se haya hundido, podremos em­ plear todas nuestras energías para un mundo mejor.» 14

Nos hallábamos en una extensa región de busques. Poco después de la media noche celebré la misa, sin altar. Se ha­ bían reunido allí todos mis amigos, católicos y protestan­ tes. Di la absolución general, después de que todos con­ fesamos nuestros pecados ante Dios, y casi todos comul­ garon. En aquel momento, habría sido insensato querer trazar una línea divisoria entre católicos y protestantes. Aquella celebración fue para mí y para muchos de mis amigos una experiencia profunda e inolvidable. Todos nos­ otros sabíamos en la raíz misma de nuestro ser lo que significaba la seguridad de la paz y de la amistad con el Señor y la esperanza en la vida eterna. En las primeras horas de la mañana, tras una intensa preparación artillera, cruzamos la frontera, un riachuelo. Caímos bajo el fuego graneado del enemigo. El primero que necesitó mis auxilios espirituales fue mi amigo Fichter. Una granada, al estallar, había destrozado el casco de acero, y le había fracturado el cráneo. Era un hombre de una salud y una vitalidad extraordinarias. Todo su cuerpo luchaba contra la muerte, se negaba a morir. Le di el último con­ suelo de la santa unción y lloré sin consuelo. No podía comprender cómo precisamente aquel hombre, que miraba con tanta confianza y seguridad hacia su actividad en el futuro, podía haber sido destruido de forma tan insensata. Tras haber hecho esta declaración de desconsuelo, debo añadir que no hubiera podido salir de aquella guerra con la mente sana y equilibrada, de no haber puesto un dique a mi dolor. Se endureció mi rostro, para poder enfrentar­ me con los inmensos sufrimientos de tantos amigos y de tantos desconocidos. La siguiente persona a la que ayudé como enfermero y como sacerdote fue un soldado ruso, tendido en un charco de su propia sangre. Limpié cuidadosamente sus 15

heridas y se las vendé. Luego intenté, en ruso y en polaco, susurrarles las últimas palabras de la paz de Cristo. Pero no me entendió. Los rasgos de su rostro me indicaron que era de origen asiático. Probablemente no entendía el ruso. Sin saber qué hacer, saqué de mi bolsillo el crucifijo que siempre llevaba conmigo, con la esperanza de que captara mi mensaje. Comprendió que yo era un verdadero amigo y lo tomó con agradecimiento. Pero respecto de la cruz no entendía lo que yo le quería decir y murmuró: «¿Qué es esta cosa?» Todavía siguen resonando estas palabras en mis oídos. Me impresionaron profundamente. A la tristeza por la muerte de mi amigo Fichter se añadió ahora la tris­ teza de no poder dar el último consuelo a un hermano en Cristo, que había caído también bajo las terribles ruedas del carro de la guerra. La batalla proseguía. Nos vimos obligados a ponernos en marcha. No tuve ni siquiera tiempo de enterrar a mi amigo. Nunca antes en mi vida me había sentido tan im­ presionado y desamparado. Pero, al mismo tiempo, ahora comprendía mejor el sentido de mi presente. Me sentía invadido de un hondo deseo de salvar, de consolar, de hablar de la paz que el mundo no nos puede dar.

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II ENFERM ERO Y SACERDOTE EN EL EJÉR C IT O D E H ITLER

Durante los tres decenios transcurridos desde mi re­ greso del este, he prestado particular atención a los pro­ blemas de la ética médica. Mis experiencias en el servicio de sanidad me han proporcionado un profundo conocimien­ to de la función terapéutica. Cuando elegí mi profesión, sólo se me ofrecían dos alternativas, la de sacerdote y la de médico. En cuanto sacerdote, soy de todo corazón un servidor de la palabra de Dios y del mensaje de la recon­ ciliación. Estuve también entregado de todo corazón al servicio de sanar los cuerpos. Veo en Cristo, sobre todo, al médico divino, que no ha venido a condenar, sino a curar. En los cinco años pasados durante la guerra en el servicio de sanidad, estas dos profesiones estaban unidas de forma inseparable. No hice la más mínima distinción entre alemanes y rusos. Y también para mis amigos fui las dos cosas a la vez. En cierta ocasión se produjo una humorística confusión. Vino a confesarse un soldado y co­ menzó así: «Sargento, confieso mis pecados.» No pude con­ tener la risa y le dije: «Y o me guardaría muy mucho de confesar mis pecados a un sargento.» Los dos sabíamos perfectamente que nuestro encuentro no tenía nada que ver con grados militares o con la sumisión de la milicia. 17

Nos encontrábamos como hermanos en la paz de Cristo. Cuando se iniciaron las hostilidades contra Rusia, yo seguía en el cuerpo de sanidad militar al que me había incorporado en los últimos días del otoño de 1940. Pero me presenté voluntario para desempeñar mis servicios en un regimiento de infantería, convencido de que allí era más necesaria que en ninguna otra parte mi presencia como sacer­ dote y enfermero. Durante la primera semana de guerra quedé adscrito al estado mayor de un batallón de infan­ tería, donde asumí la responsabilidad — bajo las órdenes de un médico — del estado de salud de la tropa y de la instrucción de los camilleros. En ausencia del médico, yo era el principal responsable de la sanidad y la vida de mis camaradas. El regimiento a que fui destinado se llamaba regimiento List. La mayoría de los soldados eran de Baviera y Silesia. El médico del batallón no gozaba de la más mínima sim­ patía. Los hombres le llamaban veterinario. En consecuen­ cia, la mayoría de los soldados preferían visitarme cuando el médico se hallaba ausente; sabían, además, que estaba a su disposición noche y día. Yo sólo podía ejercer el mi­ nisterio sacerdotal partiendo del supuesto de que mis ami­ gos podían tener la seguridad de que, si caían heridos, contarían siempre con mis servicios como enfermero. En ocasiones especiales, impartía la absolución general junto con la celebración de la eucaristía. La asistencia era siempre extraordinariamente numerosa y animada. La le­ gislación eclesiástica prescribe que todo aquel que tiene conciencia de pecado mortal debe confesarse después indi­ vidualmente con un sacerdote, aunque haya recibido la ab­ solución general. En estos años ocurrió muchas veces que venían a confesarse conmigo hombres que hacía diez o vein­ te años que no habían recibido ningún sacramento de la 18

Iglesia. Esto fue para todos, desde múltiples aspectos, una gran experiencia de fe. Siempre llevaba conmigo las sagradas formas, de modo que cuando alguien caía mortalmente herido, podía admi­ nistrarle la comunión, junto con la unción de los enfermos. El agradecimiento de los heridos era con frecuencia tan grande que casi llegaban a olvidarse de la miseria y de la angustia ante la muerte. Tal vez la experiencia de un solo día en el campo de batalla sea el mejor modo de describir las tareas de un sargento de sanidad que al mismo tiempo era sacerdote. En octubre de 1941 nuestro regimiento de infantería fue lanzado a uno de los puntos neurálgicos de la dura batalla de Jarkov. A nuestro batallón se le asignó la mi­ sión de atacar durante la noche un lugar ocupado por fuerzas rusas muy superiores a nosotros. Fuimos rechaza­ dos con gravísimas pérdidas y nos atrincheramos no lejos del lugar. El hombre que había cavado su hoyo junto a mí era un excelente joven católico, a cuya familia conocía yo desde los días de mi estancia en el seminario. Había regresado al frente justamente el día anterior, después de disfrutar de un permiso concedido por heridas graves. En aquella obscura noche, fue uno de los que necesitaron mis auxilios. Murió en mis brazos, después de haberle adminis­ trado los últimos consuelos de la Iglesia. A la mañana siguiente, las fuerzas acorazadas rusas pa­ saron al contraataque. Frente a la evidente superioridad enemiga, nuestros hombres abandonaron sus refugios y hu­ yeron a la desbandada. Yo estaba convencido de que aquella fuga era suicida y fui uno de los últimos que se mantuvie­ ron en los hoyos antitanque. Pero cuando vi que estaba casi solo, también empecé a retroceder, y sólo me salvó el hecho de que era un corredor muy rápido. Es todo un 19

arte mantenerse tan cerca de los tanques que no te puedan disparar y tan lejos que no puedan pasarte por encima. Fueron muchos los que no supieron ejecutar con acierto esta maniobra. Finalmente, alcanzamos las casas de la próxi­ ma aldea, bajo las que poder buscar protección. En dos ocasiones durante la campaña rusa tuve que confiar mi vida a esta competición pedestre. No es fácil describir cuántas veces vuelven después, en sueños, estas terribles experiencias. Todavía no me había recuperado del terror y el can­ sancio, cuando se dejaron oír los gritos de auxilio de algu­ nos soldados de una unidad vecina. Estaban gravemente heridos. Corrí en su ayuda. Cuando aparté la ropa del primero, que había recibido un tiro en el vientre, para examinar la herida, se le salieron los intestinos... Volví a taparle cuidadosamente y con mi más profundo senti­ miento le dije que no podía curarle, pero que le ofrecía mis servicios como sacerdote católico. El hombre respondió: «Soy protestante, pero si sabes decirme una palabra de fe, te quedo agradecido.» No había tiempo que perder, por­ que se seguían oyendo más llamadas de auxilio. Así, le dije sencillamente: «Dios te llama; te llama al hogar como Padre. Di sí.» Y en aquella espantosa situación, aquel hombre respondió con fe interior: «Si Dios llama, estamos siempre preparados.» También de otro de los cuatro he­ ridos del grupo recibí el último adiós a la vida. La tarde de aquel mismo día recibimos refuerzos y tu­ vimos que lanzar un contraataque. Una acción insensata. Bajo el fuego de los tanques y de la infantería rusa perdi­ mos, entre muertos y heridos, casi la mitad de nuestros efectivos. Mis cuatro ayudantes (camilleros) pagaron con la vida su constante abnegación y su prontitud para acudir en ayuda de los heridos. Me hallaba solo en la compañía 20

a la que estaba asignado y tuve que correr sin descanso de un extremo a otro. Las compañías cercanas se hallaban en una situación parecida. El combate se desarrollaba en campo abierto y llano. Éramos un blanco fácil para los ti­ radores rusos. Cuando finalmente me sepulté en uno de los hoyos de protección, me dije a mí mismo que estaba agotado, y que verdaderamente no tenía ninguna obligación de seguir corriendo de un lugar a otro. Estaba convenci­ do de que no podía más. Y entonces oí gritos desesperados de un batallón vecino: «¡Enfermero, enfermero!» Nadie podía obligarme a salir de los límites de nuestro propio batallón. Pero en aquel grito yo oía algo más que una llamada al enfermero, y decidí correr a campo través adon­ de sonaba el grito de socorro. Encontré a un hombre de avanzada edad, del Tirol meridional, con graves heridas en el vientre. Le retiré inmediatamente a lugar cubierto y ven­ dé sus heridas. No tenía muchas posibilidades de sobrevi­ vir, de modo que le pregunté si deseaba mis servicios como sacerdote católico. Al oír que traía conmigo el Cuerpo del Señor, sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo asombrado: «¡Q ué bueno es Dios conmigo! ¡Soy yo precisamente quien menos lo merece!» Su admiración y su agradecimiento eran tan grandes que, evidentemente, había desaparecido todo temor a la muerte. Me hallaba todavía a su lado cuando exhaló el último aliento. Como hacía siempre en estos casos, anoté la dirección de sus familiares y les envié el último saludo. Años más tarde, con ocasión de pronunciar algunas conferencias en el Tirol, encontré un sacerdote que era primo de aquel hombre. Él sabía que era yo quien había comunicado la noticia de sus postreros instantes. Me contó que su difunto primo se había separado de la Iglesia con ocasión de un agrio conflicto con el párroco de su parro­ 21

quia, que le había tratado injustamente. Su madre había llorado hasta secársele los ojos y había rezado mucho por él. Sabía también que el joven había lamentado mucho aquel paso, pero carecía del valor suficiente para volverse atrás. Todo el mundo se hacía lenguas de él, porque estaba siempre dispuesto a echar una mano amiga a los ancianos. Dios había escuchado las oraciones de su madre y la con­ fianza de aquel hombre en la misericordia divina. Los ojos agradecidos de aquel herido que miraban cara a cara a la muerte fueron aquel día suficiente recompensa de todas mis fatigas y peligros. Fue para mí una gran escuela de la vida llevar conmigo el santo sacramento, que me hacía recordar constantemente que Cristo está siempre dispuesto a ayudar a sus amigos, cuando le invocan. Comprendí que no era digno de la pre­ sencia de Cristo, si no estaba también por mi parte siem­ pre dispuesto a correr en ayuda de todo hombre en peligro. En cuanto enfermero tenía una gran ventaja sobre el «pater» de la división. En primer lugar, no era sospechoso de servir al régimen. En segundo lugar, participaba direc­ tamente en la vida diaria, los sufrimientos, las alegrías y los peligros de aquellos hombres. Esta experiencia me per­ mitió más tarde tomar partido repetidas veces en favor de los sacerdotes obreros y reflexionar cómo puede asegurarse que el sacerdote es siempre, en el terreno de la realidad, un hombre para los otros y con los otros, capaz de com­ partir sus alegrías y sus esperanzas, sus sufrimientos y sus angustias. En cierta ocasión encontré tendido en el campo, gra­ vemente herido, a un soldado ruso, solo, abandonado y desamparado, en una zona que el ejército ruso se había visto obligado a evacuar. Le cuidé lo mejor que pude. De pronto aquel hombre echó mano a su cartera y, en 22

señal de agradecimiento, me ofreció el dinero que llevaba encima. Aún recuerdo cuán afectado se sintió cuando re­ chacé su gesto. Lo había hecho con absoluta sinceridad y ahora se sentía turbado porque tal vez me había herido. Pero muy pronto nos entendimos como hermanos que cree­ mos en el mismo Dios y contemplamos unidos al Cristo, médico divino. Comprendió que para mí la mayor recom­ pensa consistía en poder ofrecer fraternal ayuda a un hom­ bre que en aquella guerra insensata y criminal militaba en el campo contrario. Siempre y en todas partes he hallado en los rusos, tanto soldados como población civil, un asombroso agradecimien­ to por los servicios que se les prestaban y que no sólo les eran absolutamente debidos sino que incluso deberían con­ siderarse como la cosa más obvia del mundo. Por mi parte, intentaba expresar mi absoluto repudio de aquella guerra adoptando respecto de los heridos rusos exactamen­ te el mismo comportamiento que con los de mi propio pueblo. En octubre nuestro regimiento fue el primero en en­ trar en la conquistada Jarkov. Acampamos allí hasta poco antes de las navidades de 1941. Fue una época de relativa tranquilidad. Pero el estado de salud de la tropa no era precisamente óptimo. Por eso, en mi calidad de enfermero tuve más que suficiente trabajo. También aquí viví agrada­ bles experiencias. Tenía que preocuparme de que la tropa tomara cada día una cucharada de aceite de hígado de ba­ calao. Pero no parecían muy dispuestos a hacerlo. En con­ secuencia, decidí ponerme de acuerdo con el servicio de cocina para que aliñaran con aquel aceite la ensalada de patatas. Gozamos de una buena ración de alegría al com­ probar que la ensalada les sabía a todos estupendamente. Nadie sospechó la clase de condimento que llevaba. 23

Durante algunas semanas el servicio de avituallamiento dejó mucho que desear, de modo que decidimos sacrificar un caballo. Pero tuvimos que proceder bajo el más alto secreto, para que ninguno de los soldados sospechara qué clase de carne les servíamos. La cocina se mostró absolu­ tamente a la altura de las circunstancias, y todo el mundo quiso repetir. Pero cuando, por la tarde, se descubrió el secreto, llegaron uno tras otro los músicos del regi­ miento, que por entonces estaban adscritos a nuestra uni­ dad. Todos se quejaban de fuertes dolores de estómago. Dato curioso, eran sólo los músicos los que sentían súbi­ tamente los dolores, apenas se enteraban de que habían comido carne de caballo. Lo cual, naturalmente, fue motivo de numerosas bromas. Pero poco antes de las navidades se vio interrumpida nuestra paz. Los rusos habían montado un contraataque. A toda prisa, nos hicieron subir a vagones de mercancías, para trasladarnos a un punto del frente por el que había penetrado el ejército ruso. Cuando nos apelotonábamos unos junto a otros en los vagones, ateridos de frío, no teníamos ni la menor idea de la gravedad de la situación. En el vagón me encontré con un buen soldado católico, que tenía dos hermanos sacerdotes. Mostró su profundo sentimiento porque, a consecuencia de una enfermedad, nunca había podido asistir a misa. Me preguntó cómo po­ dría informarse si al domingo siguiente se celebraba la misa. Cuando llegamos a nuestro destino y las unidades tomaron posición en los puestos designados, me dijo el joven, en presencia de otros: «¿Podría confesarme ahora? Porque tengo el claro presentimiento de que me ha llegado la última hora.» Nos retiramos un poco aparte y escuché su confesión. Recuerdo aún vivamente la profunda impre­ sión que me produjo la honestidad y la pureza de concien­ 24

cia de aquel hombre. Algunos días más tarde oí decir que había muerto mientras intentaba socorrer a un amigo he­ rido. En la guerra se crean fuertes lazos de amistad entre los camaradas. Éste es, para muchos veteranos, el más impor­ tante de sus recuerdos. También para mí es algo inolvida­ ble. Esta amistad se manifestaba en numerosos detalles, en la confianza mutua, en la prontitud para ayudarse y en el valor que se prestaban unos a otros. Algunas de estas muestras de amistad no son en sí muy importantes, pero sí muy significativas. Un día estaba yo despeinado. Cuando uno de mis amigos supo que había perdido mi peine, sacó con la mayor naturalidad del mundo el suyo del bolsillo, lo partió en dos y me ofreció la mitad. Era algo más que un símbolo. Pero, aun como símbolo, era también algo más que un útil peine. Dado que en mi condición de enfermero estaba siem­ pre a disposición de mis amigos, mi enfermería era un excelente lugar de reunión. Más de un secreto me fue confiado en ella. Desde la primera semana de la campaña de Rusia, hasta caer herido en mayo de 1942, serví en la misma unidad de infantería. Los hombres más allegados a mí eran los del parque de automóviles y la sección de zapadores. Tenía yo la completa seguridad de que no me negarían ningún favor que estuviera a su alcance. Tras haber sido herido en mayo de 1942, y al cabo de una curación relativamente rápida, tenía la esperanza de ser destinado a la misma unidad. De ahí que me sintiera contento cuando el médico en funciones del hospital me declaró apto para el servicio antes de lo esperado. Pero, en contra de mis deseos, fui destinado a una sección de exploración recién constituida. Había en ella muchos hom­ 25

bres altamente cualificados. La mayoría de ellos eran bue­ nos cristianos. Sólo un número muy pequeño eran partida­ rios fanáticos del régimen. Además, durante mucho tiempo tuvimos un excelente comandante. También en esta sección fui bien recibido por casi todos, como sargento de sanidad y como sacerdote. Las amistades que aquí se desarrollaban eran quizás más íntimas que en el batallón de infantería al que estuve adscrito anteriormente. Ahora quería a toda costa quedarme con aquellos hombres. Cuando el médico de la sección, no muy apreciado y, además tampoco demasiado entendido en su profesión, cayó enfermo y tuvo que marcharse, el comandante decidió no pedir un sustituto, con la observación: «Seguro que el sar­ gento de sanidad Háring nos presta mejores servicios.» Pero aunque por mi parte supe apreciar esta confianza, no me sentía muy feliz en la nueva situación, que ponía sobre mis hombros una enorme responsabilidad. Al cabo de algunos meses, entré en contacto directo con el médico jefe de la división y le pedí con insistencia que cubriera el puesto vacante. Así lo hizo. El nuevo médico era un hombre recién salido de la Universidad, dotado de talento y muy simpático y, además, cristiano creyente. Nuestra colaboración fue, en términos generales, muy buena. En los casos en que yo tenía más experiencia, no sólo me daba plena libertad, sino que no tenía el menor inconveniente en solicitar mi consejo. Una vez, sin embargo, pasó por alto mi opinión, con consecuencias harto graves para mí. Llevó a la enfermería, que al mismo tiempo era mi dormitorio, a un soldado cuya enfermedad diagnosticó como indisposición pasajera. Pero advertí inmediatamente que era un caso de tifus. En lo referente a enfermedades contagio­ sas estaba yo muy al tanto. El médico se sintió molesto por la rapidez y seguridad con que emití mi diagnóstico 26

y se aferró a su opinión. Así que no hubo más remedio que trasladar al enfermo a mi habitación para cuidarle. Ya al día siguiente la enfermedad había progresado tanto que no había ni que pensar en enviarle al hospital de campaña. Tuve al hombre conmigo en la enfermería, hasta que superó el momento más grave de la crisis. Cuando por fin pudimos trasladarle al hospital de campaña, el médico de nuestra sección emitió un diagnóstico inadecuado. Llevé personalmente al enfermo hasta la compañía de sanidad y comuniqué al médico en funciones mi propio diagnóstico. Cuando comprobó la fecha de mi última inyección contra el tifus, me rogó con insistencia que me quedara bajo ob­ servación en calidad de enfermo. Pero rechacé riendo su invitación y me puse en camino de vuelta a mi unidad. Ya al día siguiente apareció el tifus. Me sentía tan débil que también en mi caso había que renunciar a la idea de trasladarme a la compañía de sanidad. Decidí quedarme donde estaba y curarme con mis propios recursos. El mé­ dico de la sección se mostró extraordinariamente preocu­ pado. Estaba dispuesto a hacer por mí cuanto fuera pre­ ciso. Pero tampoco entonces quise pedir permiso de con­ valecencia. Prefería quedarme junto a mis amigos.

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III SACERDOTE Y ENFERM ERO D E LA POBLACIÓN C IV IL RUSA

Donde quiera fijábamos nuestros cuarteles, mi dos pro­ fesiones, la de enfermero y la de sacerdote, formaban una unidad indisoluble, tanto para la población civil como para nuestros soldados y para los prisioneros rusos. Pero mien­ tras que para nuestros soldados primero era enfermero y luego sacerdote, para la población civil rusa era ante todo sacerdote y, adicionalmente, la única persona a la que po­ der acudir también en busca de remedio para sus heridas y enfermedades. De ordinario, entraba en contacto con la población ci­ vil poco después de nuestra llegada a un lugar, a través de mis amigos de nuestro propio ejército. Cuando veían grandes sufrimientos, fuera por enfermedad o por heridas, decían a la gente que fuera a verme, asegurándoles que, en cuanto sacerdote, también les ayudaría de muy buena gana en sus enfermedades. Así pues, no era trabajo lo que me faltaba ni ocasiones para ejercer mis servicios. En general, mi actividad de enfermero entre la pobla­ ción civil se desarrollaba durante mi tiempo libre y según mi propia elección. Pero durante la primavera y el verano de 1943, cuando estábamos acampados en la región pan­ tanosa del Pripet, recibí un encargo oficial, a través de la 28

Wehrmacht. Había en toda aquella región una terrible epi­ demia de tifus, tabardillo y otras enfermedades contagio­ sas. Y como todo aquello entrañaba un evidente peligro para las fuerzas armadas, se me comisionó, en atención a mis conocimientos del idioma ruso y a mi competencia en lo relacionado con enfermedades contagiosas, para que me dedicara de una manera especial a la población civil en todo el territorio donde acampaba nuestra división. Visité todas las aldeas y caseríos, inquirí por los en­ fermos, distribuí medicinas y administré inyecciones profi­ lácticas. Naturalmente, daba también instrucciones a la po­ blación sobre el modo de combatir la enfermedad. En lo referente a medidas higiénicas, me mostré estricto y enér­ gico. Pedí que se instalaran letrinas y que se estableciera una clara separación entre los pozos destinados a las fami­ lias enfermas y las sanas. En términos generales aquellas gentes daban extraordi­ narias muestras de su deseo de aprender y, por supuesto, eran muy agradecidas. Recuerdo aún muy bien que un día de junio, cuando llegan a sazón las fresas de huerta, las gentes de una aldea muy distante hicieron un largo camino para traerme los primeros frutos, en señal de gratitud. Si tenían gallinas, me regalaban grandes cantidades de hue­ vos. Era empresa inútil intentar rechazar estos regalos. Como, por razones de salud, no podía comer huevos, eran mis amigos quienes obtenían provecho de mis servicios sanitarios en favor de la población civil. A veces pude in­ cluso ayudar a las gentes más pobres de aquellos lugares a través de los regalos ajenos. Sólo en un lugar se produjo una confusión que, de todas formas, es interesante. Algunos viejos dijeron: «Evi­ dentemente, este sacerdote nos quiere, pero parece que no es ortodoxo.» Lo cual significaba que dudaban de la ver­ 29

dad de mi fe, pues ellos estaban convencidos de que todas las enfermedades son enviadas por Dios, mientras que yo les decía que la causa principal de la enfermedad era la contaminación del agua y la deplorable calidad higiénica de sus letrinas. Me costó mucha paciencia y muchas bue­ nas palabras explicarles que no es Dios quien envía direc­ tamente la enfermedad y que nos pide que alejemos todas las causas que estén en nuestra mano evitar. Por lo de­ más, la gente me aceptaba bien como sacerdote y tenía una confianza casi ilimitada en mis artes terapéuticas. Pero no todos los males procedían de enfermedades con­ tagiosas. No raras veces se debían a pasiones no menos contagiosas, tras haber ingerido dosis excesivas de «samojón», es decir, de un aguardiente de fabricación casera. La tarde de un domingo me solicitaron con toda ur­ gencia mis servicios. Yo creía que se trataba de algún enfermo. En realidad, me encontré con una buena trifulca, acompañada de denuestos y golpes. Un hombre había sido acusado de adulterio por los familiares de su mujer y, bajo la influencia del «samojón», le estaban golpeando sin pie­ dad. Las buenas palabras estaban allí de más. Tuve que adoptar una actitud amenazadora e increparles enérgica­ mente — Dios me ha dado una buena voz — para poner fin a aquella peligrosa pendencia. Al día siguiente se me presentaron las dos partes para expresarme su profundo agradecimiento. Se habían ya despejado los vapores del alcohol y ahora comprendían lo que hubiera podido pasar si no hubiera desempeñado con tanta energía mi papel de pacificador. En una situación no menos peligrosa se encontró, al­ gún tiempo después, el dueño de la casa en que me hos­ pedaba, un hombre de unos cincuenta años. El domingo por la tarde había ido a visitar a su hermano. Había que 30

capturar un caballo que se había escapado. Una vez con­ seguido, decidieron celebrar el éxito con un generoso trago de samojón. Pero el líquido no estaba bien destilado. El hombre regresó a casa con terribles dolores, como si se le abrasaran las entrañas. De nada sirvió un lavado de estó­ mago. Necesitaba aceite. Pero nadie en la vecindad tenía aceite. Recuerdo aún hoy día con toda nitidez cómo aquel pobre hombre, en su espantoso dolor, repetía una y otra vez: «¡M atka pomajai!» («Madre, ayúdame!). Por fortuna se me ocurrió pensar que el aceite de ricino es, de todas formas, aceite, y como contaba con suficiente provisión, hice tomar al hombre un par de cucharadas. El resultado fue excelente. Muy pronto se durmió y pasó la noche en relativa calma. A la mañana siguiente ni él ni su mujer encontraban suficientes palabras de agradecimiento. Querían saber qué podrían hacer por mí. No se me ocurría nada. Pero de todas formas hicieron algo. Entraron en contacto con los partisanos y les rogaron insistentemente que no nos atacaran ni a mí ni a mi unidad. Y lo cumplieron. Me en­ teré de ella por pura casualidad. Entrando una vez en una casa rusa para visitar enfermos, la gente, que no me cono­ cía, estaba hablando abiertamente de aquel caso, sin pensar que yo entendía bien el ruso. Recuerdo también otro caso que probablemente tuvo algo que ver con el samojón. Un día, que estaban ausentes el médico de la sección y mi cabo de sanidad, me trajo la gente a un hombre gravemente herido. Su compañero de trabajo le había abierto la cabeza con una horquilla. La corteza cerebral presentaba un corte de al menos 15 cm de longitud, a través del cual se veía perfectamente la masa encefálica. La gente que lo había traído estaba completa­ mente desesperada y yo no lo estaba menos. No tenía ni la menor idea de cómo afrontar la situación. Hasta el próxi­ 31

mo médico civil había al menos tres horas de camino y no existía ni la más remota esperanza de que el enfermo pu­ diera superar aquel viaje. Por otra parte, aquella gente era pobre y no podían confiar en ser atendidos por el mé­ dico. Recurrieron a mí porque algunos días antes me ha­ bía visto lavar y volver a coser las heridas que se había hecho un caballo en el pecho, al saltar contra una sierra circular. Por eso no dudaban que podrían hacer otro tanto, y aun con mayor facilidad, con la corteza cerebral. Tuvie­ ron que animarme mucho aquellas gentes, para que hiciera acopio de valor. Les pedí que me dejaran sólo con el en­ fermo. Como no tenía auxiliares, tuve que narcotizarlo mediante inyección intravenosa. Limpié cuidadosamente to­ do el campo de la herida y acometí a continuación la difícil tarea de coser. Por fortuna, tenía experiencia en este as­ pecto. El problema era sólo si podía curarse una herida tan sucia en un punto tan extremadamente delicado. La ver­ dad es que no creía que aquel muchacho tuviera muchas posibilidades de sobrevivir. Por suerte, disponía de una buena cantidad de antibióticos (sulfamidas). Durante los diez días siguientes le hice una visita diaria. Al cabo de cinco semanas le quité los puntos y pude comprobar que la herida cerraba bien. Aquel éxito acentuó aún más la confianza que la gente tenía en mí. El hombre que había causado aquella terrible herida vino a verme y me pre­ guntó por los gastos. Yo había conseguido convencer a la familia del herido que perdonaran al agresor y ellos se habían mostrado dispuestos a la reconciliación a condición de que corriera con los costes. Se quedó maravillado de que mi factura fuera tan baja. Para mí la fiesta de recon­ ciliación fue tan buen motivo de alegría como la inespe­ rada curación del enfermo. Viví también otra experiencia aún más desacostumbra32

da para un sacerdote. Una mañana temprano, cuando esta­ ba celebrando la misa en mi bunker, con asistencia de dos o tres amigos, apareció una muchacha de unos doce años, llamada Natacha. Había venido corriendo hasta perder el aliento y me interrumpió con el siguiente mensaje: «Mi madre me envía. Ven de prisa, porque si no mi hermana muere.» Conocía a la muchacha, porque no hacía aún mu­ cho tiempo había ayudado a su cuñado a superar la fase crítica del tifus. Creí que también su joven esposa se habría visto contagiada. Tomé mi maletín de enfermero y me dirigí apresuradamente, con la muchacha, hacia su casa. Cuando llegué la habitación estaba a rebosar de fa­ miliares y vecinos. Todos con la desesperación reflejada en el semblante. Pronto descubrí que lo que la mujer ne­ cesitaba no era un especialista en tifus, sino una coma­ drona o un ginecólogo. Mi primera reacción fue de cierta impaciencia. Expli­ qué a la abuela que debería saber muy bien que yo era un sacerdote, no una comadrona. Yo entendía algo de enfer­ medades contagiosas y sabía algo de curar heridas, pero no tenía la menor capacidad como ayudante en partos. Sin pensarlo mucho, le dije: «¿P or qué no llama a una comadrona?» La respuesta fue clara: «Entre nosotros no hay comadronas; de estas cosas se cuida la babuschka, la abuela.» Otra vez mi ilimitada perplejidad me hizo decir: «Pues entonces, babuschka, ¿porqué no te cuidas tú del asunto?» Pero, retorciéndose las manos, la gente me suplicaba que les ayudara. De nada sirvieron todas mis protestas de que era completamente incompetente. La abuela llegó in­ cluso a ponerse de rodillas ante mí y dijo: «Sólo con que quieras, puedes ayudar y tienes que ayudar.» Me informé de la situación y así me enteré de que hacía ya más de dos 33

días que le habían venido a la mujer los primeros dolores y que habían sido muy prolongados. Pero ahora estaba totalmente extenuada. Comprendí claramente que moriría si no se hacía algo. Pero me decía que era muy probable que se viniera abajo mi buena reputación en el arte mé­ dico. Por otra parte, si no intentaba algún remedio, las gentes dudarían de mí como sacerdote. Apenas comencé a inquirir más detalles sobre la mujer, sentí que se for­ maba una atmósfera de casi ilimitada confianza. Un mur­ mullo de alivio recorrió la habitación cuando abrí mi male­ tín. Estaba decidido a intentar lo que estuviera en mi mano. No llevaba demasiadas cosas conmigo y las fui alineando una tras otra. Por fin, decidí administrar dos inyecciones a la joven madre, la una de cardiazol, para activar la circu­ lación, y la otra de cafeína, para estimular sus últimas energías. Abandoné la habitación agotado, y salí fuera a respirar aire puro. La babuschka me siguió, y me preguntó cómo estaban las cosas. Le dije: «Recemos para que todo vaya bien. He hecho cuanto he podido.» Cuando comenzábamos a re­ zar, una voz llamó desde dentro a la babuschka. Habían re­ comenzado los dolores de parto y la mujer estaba a punto de dar a luz. Abandoné la casa cuando vi que ya no se me necesitaba. Poco después corría detrás de mí la pequeña Natacha, para darme la nueva de que había nacido un robusto niño y que todos se sentían felices. Pero lo prin­ cipal del mensaje consistía en que era yo quien debería celebrar el bautizo. El día indicado llegó la gente, con un carro de caballos, para llevarme con toda solemnidad. Al niño se le dio el nombre de Piotr (Pedro). Tengo la segu­ ridad de que le habrán contado muchas veces la historia de su nacimiento y de su bautizo y que le gustaría conocer al sacerdote que, en calidad de ayudante de partos, le salvó 34

la vida. Todavía hoy día me siento pasmado al recordar cómo pude acertar tan pronto con la mejor solución. Pero estoy convencido de que no fueron las medidas sino, sobre todo, la gran confianza de la gente, el elemento decisivo en el éxito de mis artes terapéuticas. En el invierno de 1944-45 tomamos posiciones al oeste del Narev. Aunque había tenido relativamente poco tiem­ po para entrar en contacto con la población civil, un buen día vino a visitarme una muchacha de unos veinte años, para rogarme que fuera a ver a su padre. Ella era la mayor de diez hermanos. Triste y preocupada, me dijo: «Aunque mi padre no lo merece, mi madre le ruega que le visite.» Me explicó que su padre había cometido evidentemente al­ gún pecado vergonzoso, porque tenía una enfermedad ve­ nérea. La muchacha había venido a caballo. Por aquel en­ tonces también yo disponía de cabalgadura. Ensillé y cabal­ gué durante una hora, hasta que llegamos a la casa. En­ contré a todos sus habitantes excitados. El hombre tenía fiebre alta y estaba desconsolado. Vi al momento que lo que padecía no tenía nada que ver con enfermedades vené­ reas. Simplemente, se había visto obligado a trabajar en el pantano durante un día frío de invierno y se le habían congelado los testículos. Una insensata cura a base de ba­ rro no habría hecho más que empeorar la situación. Los testículos se habían hinchado hasta adquirir el tamaño de la cabeza de un niño. Le administré sulfamidas y vitaminas y ordené que le pusieran vendas refrescantes y asépticas. Afortunadamente, pude visitar al paciente todos los días, porque algunos soldados de nuestra unidad estaban acuartelados en aquella misma región. En una de mis visi­ tas, encontré llorando a todos los miembros de la familia. Cuando pregunté qué había pasado, me mostraron la ma­ yor parte de los testículos, que se había desprendido. 35

Limpié la herida y eliminé todas las partes no sanas. En cuanto pude, hablé del caso con el médico de la sección y le pregunté si le gustaría hacer una visita conmigo, para intentar formar unos testículos artificiales con la piel del muslo. El médico se mostró muy interesado por aquel caso tan fuera de lo normal. Consultó a otros médicos y finalmente hicimos una visita juntos. Estábamos decididos a llevar a cabo la operación, apenas la herida estuviera totalmente limpia. Pero la naturaleza se nos anticipó. Po­ cos días después, los testículos habían vuelto a recuperar su forma y tamaño anteriores, comenzó a crecer la piel y podía cubrir al menos una parte de los órganos viriles. Por desgracia, no pude seguir el curso de esta extra­ ordinaria curación, ya que por entonces se había ya des­ encadenado la última fase de la batalla del Narev y tuvi­ mos que retroceder a toda prisa. De todas formas, pude girar una última visita de despedida a la familia. Mi pa­ ciente me dijo, con lágrimas en los ojos: «Eres dos veces mi padre. Mi padre me dio la vida corporal. Tú me has vuelto a dar la vida y además la vida en el seno de mi familia, pues he recobrado la confianza y el amor de mi mujer y de mis diez hijos. Para ellos yo era ya algo muerto y sin valor. Dios te envió en el momento en que ya no tenía ninguna esperanza y no deseaba otra cosa más que morir.»

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IV LOS VERDADEROS ADORADORES D E DIOS

En muy buena parte el agradecimiento que quiero ex­ presar aquí hacia el sencillo pueblo ruso se debe al hecho de que pude aprender de ellos muchas cosas sobre la ver­ dadera adoración de Dios. No me estoy refiriendo a los deberes de la oración de que con alguna frecuencia hablan los «especialistas en cuestiones religiosas», sino a la «ado­ ración de Dios en espíritu y en verdad». Amo la liturgia de la Iglesia ortodoxa rusa. Encontré algunos sacerdotes que dieron admirable testimonio de su fe. Pero de lo que quiero hablar aquí es, sobre todo, del pueblo sencillo, a veces de analfabetos, que fueron auténticos maestros para mí. Tuve repetidas ocasiones de asistir a la solemne liturgia de las comunidades ortodoxas rusas, sobre todo en las re­ giones que anteriormente habían pertenecido a Polonia. Me sentía impresionado por el espíritu de reposo y sosiego que flotaba en ellas. Sacerdotes y pueblo se tomaban su tiempo para cantar, para oír, para meditar. Me gustaba el diálogo litúrgico entre los sacerdotes, los diáconos y el pueblo. Se sentía entusiasmado ante los cantos de la Igle­ sia rusa. Todo esto contribuyó a hacer de mí un activo defensor y propugnador de la reforma litúrgica en nuestra 37

propia Iglesia. Pero lo que sobre todo me impresionaba profundamente era el espíritu de fe, que penetraba toda la vida. Y hallé este espíritu de fe en familias y comunida­ des que durante muchos años habían carecido de asistencia sacerdotal. A principios de febrero de 1943, cuando había llegado a su fin la batalla de Stalingrado, tuve que hacer, junto con otros 350 hombres y 18 heridos graves, una marcha casi desesperada, durante seis días y seis noches, a través de los campos nevados. Todos nosotros debemos la vida a la fe del pueblo sencillo. Vivimos aquella fe, la sentimos, día a día. Tras el primer día de marcha, de una dureza devastadora, y tras una noche aún más crítica, nos halla­ mos en las primeras horas del día siguiente en una aldea. Allí una familia rusa había salvado a un soldado alemán gravemente herido y le cuidaban en su propia casa. Dos días antes, las unidades blindadas rusas habían hecho pri­ sioneros a unos 150 hombres. Con la evidente intención de no tener que detener su avance a causa de los prisio­ neros, los habían matado a todos. Cuando la unidad blin­ dada desapareció, la mencionada familia encontró a un sol­ dado todavía con vida. Le vendaron y le alimentaron lo mejor que supieron y pudieron. La gente se alegró de mi llegada y me pidió que me llevara al herido. Y me dieron esta razón: «Su madre y su mujer rezan seguramente mu­ cho, para poder volver a verle.» Yo disponía de cuatro trineos arrastrados por cansados caballos y no veía posi­ bilidad de sobrecargar aún más uno de los transportes. Así se lo expliqué a aquellas gentes. Durante un rato, los hombres del poblado celebraron consejo. Luego vinieron y me dijeron: «Te damos otro trineo y dos caballos, para que puedas llevar a este hombre y a otro herido más.» Mientras estábamos todavía hablando y les expresaba mi 38

agradecimiento y mi admiración por su generosidad, surgió otra unidad de tanques rusos. Apenas hay palabras para describir la celeridad con que aquella gente preparó el trineo y enganchó los caballos. Nos indicaron un camino, por la falda de una colina, por donde tal vez pudiéramos evitar ser vistos por los tanquistas. No otra cosa sino la fe viva en un solo Dios y Padre inspiró esta generosa ac­ titud y esta acción que acarreaba sobre sus ejecutores un peligro nada desdeñable. Una de las noches siguientes mis amigos y yo fuimos acogidos por un matrimonio anciano con una cordialidad que apenas admite descripción. Pusieron sobre la mesa un enorme pan, humeantes patatas, sal y cebollas. Era todo lo que tenían. Pero el mejor regalo que nos hicieron fue su conmovedora preocupación por los hombres heridos y cansados. Antes de retirarnos a descansar, pregunté a aque­ llas buenas gentes: «Sois tan buenos con nosotros que nos dáis vuestro último trozo de pan, aunque pertenecemos a una nación que ha causado enormes injusticias y sufri­ mientos a vuestro país. ¿Puedo preguntar por qué nos habéis tratado con tanta generosidad?» Entonces, aquel buen hombre me narró la siguiente anécdota: Había sido minero en la cuenca del Donez, cuando vino una época de gran hambre. En su viaje de regreso a casa, de muchos días de duración, encontró todos los días en el camino gentes que compartían con él su último bocado de pan. Henchido del más grande agradecimiento, hizo entonces voto de tratar siempre a sus prójimos como le habían tra­ tado a él. Cumplía ahora con nosotros, y con la más ab­ soluta neutralidad, el gran mandamiento del amor, y ade­ más por gratitud. Aquellas dos personas habían tenido durante años ham­ bre del pan eucarístico. Pero seguían en íntimo contacto 39

con el pan de la vida, la palabra de Dios y la eucaristía, porque vivían convencidos de que no se puede compartir con otros el pan celeste si no se está dispuesto a compartir el pan cotidiano con los necesitados. Una de sus oraciones predilectas era la del ciego que pidió a Jesús poder ver. Sabían que aquel que no advierte en el pobre la llegada de Jesús, padece la peor de las cegueras. La sexta noche de nuestra arriesgada marcha, un fue­ go artillero cercano reanimó nuestra esperanza de que el ejército alemán no debía estar demasiado lejos. Pedí a mis amigos que me dejaran atrás con los heridos y que inten­ taran llegar por la noche al otro lado de las líneas. Tras algunas vacilaciones, decidieron seguir mi consejo. Al que­ darme ya solo con los heridos, hallamos cobijo en dos casas. Los dueños nos acogieron como si fuéramos Jesús en persona. No sólo cuidaron de los heridos, sino que se ocuparon también de nuestros caballos, fatigados hasta la extenuación. Corrieron a las casas vecinas para traer su­ ficiente leche fresca, se pasaron toda la noche en vigilia y ayudaron a los enfermos y heridos. A la mañana siguien­ te, nos prepararon el desayuno y nos despertaron. Nos expli­ caron con cariño que teníamos que seguir adelante, porque era muy probable que durante el día aparecieran por la aldea soldados del ejército rojo. Hasta aquel momento, no habíamos hablado entre nosotros de la fe. Ahora me pareció llegado el momento de preguntarles: «¿Cómo po­ demos explicarnos que nos hayáis tratado a nosotros, hom­ bres extraños, como a vuestros propios hijos?» Con enor­ me simplicidad, respondió la señora de la casa: «Cuatro de nuestros hijos están en el ejército ruso. Todos los días pedimos al Padre del Cielo que los devuelva sanos. ¿Cómo podríamos pedírselo hoy, si no hubiéramos pensado que 40

vuestros padres y vuestras madres, vuestras familias y vues­ tros amigos están pidiendo al mismo Padre el mismo don?» Finalmente, dije a aquellas buenas gentes que yo era sacerdote. Al oírlo, brotaron lágrimas de sus ojos, y asom­ brados, preguntaron: «¿P or qué no lo dijiste cuando lle­ gaste? ¿Por qué no nos has dado la bendición, cuando entraste en nuestra casa?» Bendije de todo corazón a aque­ lla casa y a sus habitantes. Les expliqué que no hubiera sido correcto comenzar por presentarme como sacerdote para sacar mejor partido de su fe. Además, sabía que en cualquier necesitado recibían a Jesús. «Nos habéis mostrado de una manera excepcional que sois ortodoxos en vuestra fe y en vuestra vida.» Tras aquel suceso, al que yo y otros conmigo debemos nuestra vida, no olvidaré tan fácilmente lo que significa rezar «Padre nuestro». Sólo le podemos llamar «Padre nuestro» si honramos a todos sus hijos, a todos los hom­ bres, y estamos dispuestos a compartir los dones del Padre del cielo y a ayudar a cuantos necesiten de nosotros. La oración que forma la vida, y la vida que se convierte en alabanza de Dios, es «la adoración de Dios en espíritu y en verdad». Sencillas gentes rusas me explicaron el sentido de la oración dirigida por el ciego a Jesús. Ellos rezaban para ser curados de la ceguera que no permite a tantos hom­ bres ver a Jesús y advertir su venida, cuando llama a nues­ tra puerta bajo el vestido del necesitado. Tengo un recuerdo inolvidable de las oraciones de la noche en casa de una bisabuela que, durante veinte años que habían pasado sin sacerdote, había inspirado a un grupo de oración de creyentes. Tras una marcha de cerca de 25 km, llegué a su casa, en la que el mando de mi uni­ dad había decidido instalar la enfermería. Llegaba sucio 41

y cubierto de sudor. La familia se componía de cuatro generaciones, la bisabuela, la abuela, la madre y un pequeñuelo. Fui cordialmente recibido y, tras un corto mo­ mento, me dijo la bisabuela: «Querido huésped, la sauna está preparada.» Después de haberme lavado y limpiado mis vestidos, me presenté como sacerdote. La respuesta fue: «Y a lo sabemos, batiuschka. Hemos oído que has aco­ gido a los heridos y enfermos en las aldeas.» Y luego vino la pregunta: «¿Podemos pedirte que estés con nosotros esta noche, cuando se reúnan los vecinos con nosotros para la oración? Querríamos hacerte algunas preguntas sobre el Evangelio.» Aquella noche, y las siguientes, me proporcionaron una excepcional experiencia de comunidad de fe. Era un diá­ logo de fe que giraba siempre en tomo a la oración; las preguntas que me hacían mostraban cuánto profundamente había enraizado la fe en ellos y cuánto habían avanzado en el conocimiento de Dios. En los decenios que he de­ dicado a la docencia, he dicho algunas veces a mis estu­ diantes de teología que los analfabetos de Rusia me hacían preguntas que tenían mucho más que ver con la vida que las cuestiones planteadas por sabios profesores y estudian­ tes deseos de aprender. Aquellas gentes sencillas y humildes, que con tanta humanidad y bondad nos recibían, mostraban sólo lo que significa en la vida cotidiana la auténtica adoración de Dios; estaban, además, dispuestos a llegar al martirio en testi­ monio de su fe. Durante el segundo invierno de la campaña de Rusia estuvimos algunas semanas en una gran población, llama­ da Nagolnoie. La oficina de sanidad estaba instalada en la casa de una viuda, con seis hijos, que vivían en la más estrecha penuria. Aquella familia constituye para mí un 42

recuerdo inolvidable. No he olvidado aún las bellas ora­ ciones rusas que aprendí de ellos. Me pusieron además en contacto con una admirable mujer, una maestra que, según todos decían, en la época de las mayores convul­ siones y amenazas, se mantuvo fiel a su fe y se negó ro­ tundamente a sonsacar a los niños de la escuela, para utilizarlos como espías contra sus propios padres y contra los creyentes. En mi opinión, el padre de aquellos seis niños era un auténtico mártir, al igual que casi los dos tercios de la población masculina de aquel lugar. Un día presentaron algunos individuos del movimiento ateo como represen­ tantes oficiales del partido y todos los hombres de la aldea tuvieron que escuchar sus discursos. Les pidieron que se pronunciaran «libremente» a favor de la destrucción de su iglesia, para expiar así el tiempo que habían robado a la sociedad por asistir a los servicios religiosos. Pero los hombres de la ciudad se negaron rotundamente a aprobar aquella determinación. Al día siguiente, había desaparecido un tercio de la población masculina. Fueron deportados y nadie volvió a saber una palabra sobre su destino. Entre ellos se encontraba el padre de aquellos seis niños, esposo de esta viuda. Era realmente un mártir y como a tal le veneraban la mujer y los niños. Algunos meses después de esta espantosa credulidad o, por mejor decir, de este increíble testimonio de fe, re­ gresaron de nuevo los representantes del movimiento ateo militante, con la misma petición. Los hombres dieron idén­ tica respuesta. Y los comunistas reaccionaron con los mis­ mos medios. Al día siguiente desapareció el segundo tercio de la población masculina. A continuación, los comunis­ tas mismos destruyeron la iglesia, sin esperar ya la «libre» determinación del último tercio. Yo mismo estuve, con 43

profundo dolor, ante las ruinas, que hablaban tanto de la mezquindad, como, y más aún, de la grandeza humana. La humanidad y la delicadeza de aquellas buenas gen­ tes superaron todo lo imaginable. Bastará con relatar un par de casos, para dar una ligera idea de ello. El sargento de una unidad que fue trasladada a otra parte, me dio un par de gallinas, de las que era propietario. Intenté re­ galárselas a mis anfitriones, pero no fue tarea fácil con­ vencerles para que aceptaran el obsequio, a pesar de que casi se morían de hambre. Cada vez que intentaba com­ partir mi comida con ellos, especialmente con los niños, mostraban una gran preocupación porque acaso yo me sa­ crificaba demasiado. Tampoco quiero desaprovechar esta oportunidad para decir aquí una palabra de admiración a favor de los re­ presentantes del clero ortodoxo con los que la divina pro­ videncia me puso en contacto. En la primavera de 1942 nuestra unidad se hallaba en una región bastante tranquila, cerca de Kursk. También aquí nació y se desarrolló muy pronto una cordial amistad con algunos sectores de la población. A través de ellos, trabé contacto con un sacerdote ortodoxo, con el que me veía regularmente. Junto a él y su exquisita familia me sentía como en mi propia casa. Una vez le pregunté cómo había podido sobrevivir todos aquellos difíciles años. Res­ pondió: «Dios ha sido muy bueno conmigo. Sólo he es­ tado tres veces en la cárcel, y cada vez por menos de un año.» Luego, tras una pausa, añadió con un profundo sus­ piro: «Pero algunas veces me obligaron allí a comer carne durante el tiempo de ayuno. Además, me raparon el pelo.» Antes de la revolución los sacerdotes rusos llevaban el pelo largo, como distintivo de su pertenencia al estado clerical. Quedarse calvos era para ellos una profunda humillación. 44

En el lugar donde vivía aquel sacerdote, hacía poco que el régimen comunista había convertido la iglesia or­ todoxa en bodega. Tras hablar con numerosos amigos y con mi comandante, que era un hombre bueno y honrado, le ofrecí al sacerdote nuestra ayuda. Estábamos dispuestos a Ümpiar la iglesia y repararla, si la quería abrir al culto. Su primera reacción fue de gran alegría y gratitud. Quiso aceptar el ofrecimiento. Pero, tras haber hablado con los más ancianos de su comunidad, regresó y nos declaró que no se atrevía a abrir la iglesia, porque dijo literalmente, «el Ejército de Hitler perderá la guerra y volverá el ré­ gimen de Stalin. Y todo el que haya aceptado vuestros favores tendrá que pagarlo.» A la vista del curso que pre­ sumiblemente iban a tomar los acontecimientos, prefería no aparecer en público como párroco, sino limitarse a se­ guir en contacto con las familias creyentes, para bautizar a los niños, instruirlos y asistir en la última hora a los moribundos. Más tarde, en Rusia Blanca, cerca de Mohilev, conocí a otro sacerdote ortodoxo que había optado por la decisión contraria. Actuaba a la vista de todo el mundo como párro­ co de una gran parroquia y eran numerosos los fieles que acudían a los oficios religiosos. Estuve poco tiempo en aquel lugar, pero nos hicimos pronto buenos amigos. Me pre­ sentó su familia. Tenía nueve hijos. Cuatro habían nacido antes de su consagración sacerdotal. Luego había una lagu­ na de más de cinco años. Inmediatamente después de su primera misa, celebrada ante un considerable número de fieles, fue encarcelado y condenado a varios años de tra­ bajos forzados, como transgresor de la ley sobre reuniones públicas. Tenía la conciencia intranquila, porque, antes de salir de la cárcel, había hecho la promesa de respetar las normas vigentes sobre dichas reuniones. Amé a este sacer­ 45

dote y a su familia desde el primer instante. Cuando se hizo ya evidente que el ejército alemán tenía que evacuar la región, el buen hombre me pidió consejo sobre si debía quedarse allí o huir con los alemanes. Desde luego, sabía bien lo que era el régimen de Hitler. Pero creía que Stalin era peor. Para hacerme mejor idea de su estado de ánimo le expuse, con cautelosas palabras, mi opinión de que tal vez en atención a los aliados, Stalin suavizaría su lucha contra la Iglesia. Su reacción fue extremadamente viva, casi diría que exaltada. Me preguntó si conocía el prover­ bio: «L a zorra muda de pelo, pero no de mañas.» Y con términos muy enérgicos me dijo que antes creería en la conversión de Satán en el infierno que en un cambio de sentimientos de Stalin. Estaba tan estupefacto ante mi in­ genuidad que casi desbordaba los límites de la cortesía. Me dijo: «Somos doce los sacerdotes ortodoxos de Rusia Blanca que nos reunimos a intervalos regulares. Nadie es tan crédulo como tú.» Pero, a pesar del miedo a posibles sanciones, se decidió — con pleno consentimiento de su mujer y de los hijos mayores— a permanecer en su pues­ to. Consideraba que su deber le obligaba a estar al lado de sus feligreses. Durante el primer invierno de guerra en Rusia, apenas hube llegado a una población se me presentó el antiguo sacristán. Acababa de enterarse que yo era sacerdote. Cuan­ do el párroco de aquel lugar fue desterrado a Siberia hacía ya muchos años, el sacristán escondió los vasos y vestidos sagrados en una cueva oculta detrás de su casa, que ahora me mostró. Nuestro primer encuentro parecía ser extrema­ damente amistoso. Pero al final el buen hombre me pre­ guntó: «¿ E s usted de esos sacerdotes que siempre llevan el rosario?» Como respuesta le mostré el mío. Quedó muy desilusionado. Le pregunté por qué esta señal de amor 46

a la Madre de Dios le había dejado tan perplejo. Al hacer la pregunta, utilicé la palabra, muy usual en la región, boschematusschka, que al pie de la letra significa «la amada madre de D ios». Respondió: «Seguramente estás de acuer­ do con nuestra fe, cuando veneras y amas a María como boschematusschka. Pero cuando nuestro párroco fue des­ terrado a Siberia, nos advirtió al despedirse de nosotros que vendrían sacerdotes del oeste que rezan el rosario, y que no debíamos recibirlos, porque su fe no era orto­ doxa.» Se necesitaron pacientes y largas conversaciones, para tranquilizar a aquel buen hombre y convencerle de que profesábamos la misma fe. Fue para mí un excelente amigo. Casi todas las mañanas me ayudaba a misa y no me mo­ lestaba lo más mínimo que, siguiendo la costumbre orto­ doxa rusa, se santiguara al menos veinte veces. Estando en aquel lugar vinieron un día tres muchachas para rogarme que fuera a visitar a su padre, gravemente enfermo. No advertí que me decían también que su padre era diácono. Así pues, le visité en mi calidad de terapeuta. Le exploré a fondo y le di las mejores medicinas de que disponía. Pero en este primer encuentro no abordé el tema de la fe. Al día siguiente vinieron otra vez las tres hijas para verme. Me dijeron que su padre estaba muy turbado, por­ que yo sólo me había preocupado de su bienestar corpo­ ral, pero no había iniciado ningún diálogo de fe con él ni le había ofrecido los sacramentos de los enfermos. In­ mediatamente pasé a visitarle de nuevo y esta vez como sacerdote y hermano en Cristo, con gozo de toda la familia. Durante los duros años de Stalin aquel valeroso diácono había desempeñado la función de jefe de contabilidad en el koljos. Esto le había proporcionado numerosas oportu­ 47

nidades de entrar en contacto con los creyentes y fortale­ cerlos en la fe. Mi recuerdo de aquella magnífica familia ortodoxa se renueva cada vez que me encuentro con ca­ tequistas de África o con grupos de diáconos casados y de sus familias del mundo occidental.

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V E L BUEN SAMARITANO Y E L FARISEO

Cuando me encuentro con hombres que confiesan su miseria y su condición de pecadores, o que por culpa de otros se han apartado del buen camino, me resulta fácil recordar el mensaje central del Evangelio: «Sed misericor­ diosos, como misericordioso es vuestro Padre» (Le 6,36). Pero cuando me encuentro con ateos autojustificados, o incluso con cristianos militantes que también se autojustifican y con sacerdotes de duro corazón, entonces se alza ante mi imaginación el terrible fantasma del fariseo eterno. De todas formas, también he aprendido a precaverme de calificar a nadie de fariseo. Porque en mi propio interior he tenido que librar muchas veces un conflicto entre el buen samaritano y el fariseo autojustificado que habita en cada uno de nosotros. De este conflicto hablan las líneas que siguen. Cuando el ejército alemán conquistó Jarkov, en el otoño de 1941, se me señaló como alojamiento una habitación bella y espaciosa, en la casa de una mujer a todas luces pudiente. Su marido estaba ausente. A cuanto pude saber, aquel hombre disfrutaba de un puesto importante dentro del partido comunista. Ya desde los primeros días la dama intentó seducir 49

a mi joven ayudante, cabo de sanidad de apuesta figura. Pero no tuvo éxito. Al contrario, el muchacho se irritó y la llamaba la «bruja». Entonces la mujer convenció a una atractiva y joven prostituta de la vecindad, para que fuera a visitarnos y se ofreciera a nosotros. Al intentar abordar a mi ayudante, éste la arrojó con grandes insultos. Enton­ ces la joven se dirigió a mí, pero le dije tranquila y amis­ tosamente que se había equivocado de puerta. La reacción de nuestra vecina la «bruja», fue: «¡Vosotros dos sois monjes!» Pero no se le ocurrió pensar en serio que los dos, o uno de los dos, hubiéramos elegido el ceÜbato vo­ luntario. Pronto descubrimos que esta mujer era una hábil y astuta echadora de cartas. Las sesiones tenían lugar en un cuarto próximo a mi oficina y, con gran desilusión por mi parte, descubrí que también algunos católicos y pro­ testantes, a los que había visto de cuando en cuando en la misa, recurrían a los servicios de la adivinadora. Los ojos y los oídos de nuestra bruja estaban en todas partes. Tenía a todas luces una gran habilidad para hacer acopio de datos y noticias relativos a sus parroquianos. Y utilizaba con gran astucia estos conocimientos al leer en las cartas y «revelar la verdad» a aquellos ingenuos. Se fue corriendo y difundiendo la fama de que aquella mujer sabía descrifrar los secretos y era cada vez mayor el nú­ mero de hombres dispuestos a dejar en manos de la echa­ dora una parte de su magra soldada. Me pareció descubrir que los reducidos conocimientos del ruso de mis camara­ das, y el poco alemán que la adivina hablaba, era un ele­ mento esencial que contribuía a aumentar la confusión. Y así, un día tomé la decisión de ofrecer mis servicios de intérprete para las sesiones de todo un grupo. La dama se sintió no poco halagada por este ofrecimiento. En mi nuevo papel recurrí a los mismos trucos que la «bruja», 50

porque al traducir las preguntas de mis camaradas dejaba deslizar, con mucha precaución, algunas insinuaciones. Ella cayó en casi todas las pequeñas trampas. Pero los crédulos parroquianos no acertaron a descubrir el astuto juego. Al final, pregunté si yo también podía esperar respuesta a una cuestión que me preocupaba. Fue, para la dama, el glorioso momento del triunfo. Le dije que desde mi llegada a Jarkov no había re­ cibido ninguna carta de mi mujer y que me estaba pre­ guntando si es que tan siquiera me había escrito. Puesta en jarras, echó las cartas y estudió astutamente la respues­ ta, para que no se pudiera descubrir en ella ningún error. Y así, llegó finalmente el oráculo: «Las cartas no dicen si llegarán cartas ni cuando llegarán. Pero me dicen que tu mujer te ha escrito con regularidad.» Al llegar a este punto, descubrí mi juego. Le espeté que no estaba casado sino que, tal como ella había estado a punto de sospechar, era monje. Estas palabras ejercieron sobre mis camaradas el efecto de un exorcismo. La mujer se alejó furiosa y se aca­ bó su negocio. Durante nuestro segundo invierno en Rusia, hallándo­ nos en un peligroso puesto avanzado, descubrí que uno de los soldados había contraído la sífilis. Se trataba de un joven de excelentes cualidades, pero engreído, escritor de profe­ sión. Como sargento de sanidad, tenía la obligación de in­ formar de estos casos al comandante, para descubrir a la persona que había originado el contenido. Contraer la sí­ filis era para la tropa un crimen punible, porque podía ser expresión del deseo de sustraerse al servicio militar. Pero más punible aún era para la población civil contagiar de sífilis a los soldados, porque equivalía a debilitar al ejér­ cito. Los soldados contagiados estaban estrictamente obli­ gados a denunciar a la persona con la que había tenido con­ 51

tacto sexual sin garantías higiénicas. Me quedé no poco sorprendido cuando aquel vanidoso muchacho señaló como fuente de su dolencia a una mujer de unos cuarenta años, madre de tres muchachos ya mayores. Su marido la había abandonado hacía varios años y, como otras muchas, en los días duros había ofrecido su cuerpo para poder dar de comer a sus hijos. Se trataba en el fondo de una buena mujer, víctima de crueles circunstancias. Menos simpatía me inspiraba el soldado y lo que más me hubiera gustado habría sido echarle un buen sermón sobre el fuego del infierno, pero nos estaba prohibido y, además sabía que era inútil. No me quedaba, por tanto, otra cosa que hacer sino tratarle con objetividad. Pero, en el fondo me sentía más samaritano furioso que samaritano compasivo, aunque no dejé traslucir mis sentimientos al exterior. En cambio, respecto de la mujer sentía profunda y auténtica compasión. Apenas el comandante recibió mi informe, me mandó llamar y me dio la orden estricta de «quitar a la mujer de en medio». Lo cual significaba, ni más ni menos, que tenía que matarla o mandar a otro que lo hiciera. El co­ mandante fundamentaba su desacostumbrada decisión en que, dadas las circunstancias, no había otro camino para proteger la salud de los soldados frente a aquella prosti­ tuta. De hecho, no teníamos la posibilidad de mandarla a un hospital. No repliqué a la orden, pues me dije que en el caso de que me negara aduciendo razones de con­ ciencia, el comandante buscaría a cualquier otro para que la ejecutara. Y, por otro lado, esperaba que si no le con­ tradecía, la cosa no iría más lejos. Pero no podía estar seguro. Veía perfectamente que mi situación sería más que delicada si el contagio se extendía a otros. Visité, pues, a aquella mujer y le expliqué, con muchí­ 52

simas precauciones y poco a poco, lo que había sucedido. Le aseguré, sin embargo, que en cuanto ser humano, en cuanto enfermero y en cuanto sacerdote no ejecutaría aquella orden ni dejaría que la ejecutara ningún otro, y que no se le haría el menor daño si seguía al pie de la letra mis instrucciones. Le entregué los medicamentos precisos y vigilé para que los tomara a tiempos regulares. Le tuve que explicar, por supuesto, que estaba en juego no sólo su vida, sino también la mía. La mujer se mostró profundamente conmovida y se apresuró a asegurarme que no me causaría dificultades. Sabía que podía fiarme de sus palabras. Casi siempre que me encontraba con ella, me gritaba desde alguna distancia: «Nunca más». Por mi parte la vi­ sitaba de vez en cuando para asegurarme de que a sus hijos no les faltaba el sustento cotidiano. A finales de febrero de 1943 nuestra unidad fue tras­ ladada a Orel, ciudad situada al sudoeste de Moscú. Junto con mis dos cabos de sanidad, se me señaló alojamiento en una casa bastante espaciosa, en la que vivían tres familias. Nos reservaron la habitación más amplia. El cuarto más pequeño, junto a la entrada, estaba ocupado por Natacha y sus tres hijos. Era una fugitiva y vivía en la más extra­ ña pobreza. Para poder ganarse la vida para sí y sus hijos ofrecía lo único que ya le quedaba por vender: su cuerpo. Mis dos ayudantes, incrédulos pero de estrictas convic­ ciones morales, me hicieron una propuesta muy concreta del modo cómo habían pensado poner fin al negocio de Natacha: en nuestra amplia habitación había un depósito de agua. Habían pensado convertirse en porteros y cada vez que un hombre, fuera alemán o ruso, fuera a visitar a Natacha, le arrojarían un cubo de agua a la cabeza. Les repliqué enérgicamente que aquella actitud era inconcilia­ 53

ble con nuestra ética profesional, porque nosotros estába­ mos en el servicio de sanidad y en aquel terrible frío del invierno sus métodos podrían acarrear males imprevisibles. Su reacción fue: «Si consideras nuestro método inhumano, busca tú una solución más elegante.» Hablé francamente con Natacha y le expliqué que, si­ quiera fuera para conservar nuestro buen nombre, no po­ díamos tolerar aquel escándalo. Le prometí que nosotros cuidaríamos de que no le faltara ni a ella ni a sus hijos el alimento diario. Aceptó mi ofrecimiento agradecida, pero los hombres seguían llamando a la puerta para «visitarla». Ella intentó rechazarlos, pero algunos se mostraban muy insistentes. Decidí, por tanto, asumir durante algunos días el oficio de portero. Recuerdo vivamente a un «auxiliar voluntario» ruso que servía en la Wehrmacht, vistiendo incluso uniforme oficial. Le declaré amigablemente que Natacha no se hallaba ya sumida en aquella necesidad que le había obligado en fechas anteriores a admitir parroquia­ nos de su tipo. Pero él insistió en su derecho de dormir con ella. Recurrí entonces a palabras más fuertes, pero sin resultado. Finalmente, perdí la paciencia y comencé a hablar en dialecto bávaro en vez de en ruso. De mis camaradas bávaros había recibido yo un vocabulario bastante expre­ sivo. Mis gritos y la lengua ininteligible consiguieron el objetivo mejor que los buenos argumentos. Presa de terror, el hombre escapó como alma que lleva el diablo. Cuanto más desprecio mostraban mis ayudantes respec­ to de Natacha, más me esforzaba yo por mostrarle mi res­ peto y mi amistad. Al cabo de algún tiempo, me sentía muy a gusto en mi papel de buen samaritano. Pero el or­ gullo precede a la caída. Tras fundirse la nieve, poco antes de pascua, rogué a Natacha que se cuidara de la limpieza en torno a la casa, 54

No era precisamente un hermoso trabajo. En aquella épo­ ca las casas de los arrabales no tenían retrete. Incluso en lo más crudo del invierno, había que buscarse un rincón, fuera de la casa, para evacuar las necesidades. Sencilla­ mente, las heces se tapaban con nieve. Podía desde luego, haber pedido a mis dos ayudantes o a las otras dos fami­ lias de la casa que hicieran el trabajo. Pero resultaba evi­ dente que todo el mundo esperaba que fuera el otro el que lo hiciera. Como yo daba alimentos a Natacha, me creía autorizado a pedirle que hiciera esta tarea, poco agradable. Pero la mujer se excusó, con mucha cortesía y con cierta excesiva confianza. Me dijo que ahora necesitaba todo su tiempo para hacerse zapatos para ella y los niños, por­ que quería ir a la iglesia la vigilia de pascua. Creí ver en la respuesta un producto de la holgazanería y sospeché que Natacha se consideraba demasido buena para aquel sucio trabajo. Mi poco meditada reacción fue: «¿Q ué hace en la iglesia gente como usted, que no quiere trabajar?» Resulta difícil decir a quién aterraron más aquellas duras palabras, si a Natacha o a mí. Aquella mujer, a quien la necesidad había humillado tanto, creía haber encontrado en mí a alguien que la respetaba absolutamente. ¿Y ahora? Un diluvio de lágrimas respondía a aquellas palabras del fariseo y comprendí inmediatamente, que acababa de des­ truir lo que había intentado construir. Me apresuré a pedir perdón a Natacha. ¿No podría haberme ella replicado con mis propias palabras: «Qué hace gente como usted en la iglesia?» Natacha fue efectivamente a la iglesia el día de pascua, y me trajo pan bendito, sal y un huevo pascual, señal de la reconciliación. ¿Hay pecadores sin esperanza? Muchos lo piensan así y yo mismo me he visto tentado algunas veces en mi vida a calificar a algunas personas como casos desesperados. Pero 55

a medida que han ido avanzando mis años, he podido com­ prender cada vez con mayor claridad aquella luminosa en­ señanza del Evangelio: Cristo no rechaza a nadie como un caso sin remedio. En íntima convivencia con los soldados, tuve ocasiones más que sobradas para conocer defectos, conductas equivo­ cadas y muestras de mal carácter. Pero cuando los hom­ bres se hallan suspendidos entre la vida y la muerte, es cuando se descubre muchas veces su verdadera personalidad: fe humilde en el perdón divino, dolor profundo por los pecados y capacidad para aceptar con confianza el sufri­ miento y la muerte. Durante los últimos treinta años me he aplicado con creciente esfuerzo, en mi calidad de teólogo moralista, a la tarea de analizar la significación del medio en que nos movemos y de proclamar nuestra responsabilidad por cons­ truir un medio ambiente sano. Esta idea puede documentar­ se fácilmente con numerosas investigaciones y resultados de las ciencias humanas. Pero hacía falta la experiencia existencial, para valorar en sus justos términos la impor­ tancia de esta verdad. Una de las experiencias más sor­ prendentes de la época de guerra fue, para mí, compro­ bar que por un lado hay muchas personas que aceptan con pasividad el influjo del medio ambiente al que están expuestas, mientras que por otra parte una sola persona­ lidad vigorosa o un puñado de hombres buenos y enten­ didos pueden ejercer una influencia enorme sobre su me­ dio ambiente y sobre las personas de su entorno. Com­ prendí cada vez mejor que se necesita la amistad con hom­ bres de buena voluntad, para poder resistir la resaca ne­ gativa del medio ambiente. Estoy pensando ahora concretamente en una situación que demuestra de forma palpable la influencia de una 56

fuerte personalidad. En mayo de 1942 fui herido en la segunda batalla de Jarkov, tras haber caído ya cinco ca­ milleros de mi unidad. El médico del hospital de campaña juzgó que mi situación era crítica y así, al día siguiente me trasladaron a Alemania en un tren hospital. No fue ninguna agradable sorpresa comprobar que la mayoría de los heridos que se amontonaban a mi alrededor procedían de un regimiento de SS, muchachos superficiales y endu­ recidos. A pesar de sus graves heridas, sus conversaciones giraban en torno a las guapas enfermeras de la Cruz Roja y otras muchachas que esperaban encontrar en el hospital militar. Cuando, por fin, nos acomodaron en el hospital de Dillingen, pequeña ciudad de Baviera, aquellos hombres se sintieron muy desilusionados. Todas las enfermeras que había en aquella gran habitación, en la que se hallaban alojados unos 25 hombres, eran religiosas de una Orden católica. Oí que mi vecino profería algunas maldiciones y se daba a todos los diablos. Pero al cabo de unos pocos días la atmósfera había sufrido una radical transformación. Todo el mundo, incluidos los hombres de las SS, admira­ ban y querían a las hermanas, que nos servían con abne­ gación y competencia. Si alguien lanzaba una maldición o una palabra sucia, y observaba que la hermana lo había oído, se disculpaba. O un vecino le llamaba la atención: «Espero que la hermana no lo haya oído.» El tono del lenguaje y las relaciones mutuas cambiaron visiblemente a mejor. Las hermanas realizaban sus tareas con amabilidad y cordialidad, no moralizaban y actuaban como si hubieran sabido desde siempre que aquellos hom­ bres eran en el fondo buenas personas.

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VI TODOS SOMOS PECADORES

En el decurso de mi vida he debido adaptarme a una serie de diversas culturas. Nunca me ha sido especialmente difícil. Me he sentido muy pronto como en mi propia casa entre los amistosos habitantes de Filipinas, Thailandia o Hong Kong. He descubierto tantas cosas buenas en los sacerdotes, seminaristas, hermanas y catequistas de África que para mi diversidad cultural equivale a enriquecimiento. Pero no fue en cambio nada fácil el paso desde la at­ mósfera protegida de un seminario religioso, en el que había vivido siete años antes de mi incorporación al ser­ vicio militar, al duro clima de la Wehrmacht alemana. Es muy bello describir, en teoría, el ser cristiano, pero ser cristiano en un medio ambiente que tenía muy poco de cristianismo es algo completamente diferente. Mi educación, iniciada ya en casa de mis padres y con­ tinuada en el seminario sacerdotal, me ha dado una clara idea de cuál es la misión de todo cristiano, y en especial la del sacerdote, a saber, defender con firmeza sus con­ vicciones religiosas y dar testimonio de la libertad de los hijos de Dios. De mis reflexiones sobre la palabra de Dios y de mi especial admiración por Mahatma Ghandi brotó muy pronto en mí un singular aprecio por la libertad frente 58

a la violencia y por la amabilidad, dos acdtudes de espí­ ritu que indudablemente no tienen nada que ver con de­ bilidad de carácter. Al entrar en el enrarecido aire de la Wehrmacht, de­ cidí atenerme al siguiente principio: ser amable con las personas amables, en la medida de lo posible ser amigo de todos y estar dispuesto a prestar ayuda a todos, fue­ ran creyentes o incrédulos. Pero responder con inequí­ voca contundencia a cuantos intentaron burlarse de mis más sagradas convicciones. Volviendo ahora la vista atrás, y repasando todos aquellos años, me pregunto naturalmente si todas mis respuestas o mis reacciones estuvieron siem­ pre acordes con el ser cristiano. ¿Hasta qué punto no se mezclaron el honroso sentimiento de ser cristiano y el testimonio a favor de la fe con la ofensa y la ira? Ya durante el cursillo de formación en la escuela de sanidad de Augsburgo se produjo un primer duro enfren­ tamiento. Muchos de aquellos camaradas eran hombres exce­ lentes, pero no todos. Uno de los que presentaban siempre el lado más desagradable era un carnicero, rudo y ro­ busto, llamado Haggemeyer. Un día me pidió que le pres­ tara dinero por una semana, porque de lo contrario tenía que ir a pie hasta el hospital donde prestaba servicio y don­ de tenía su dormitorio, y esto suponía una caminata de varios kilómetros. Sin más formalidades, le di el dinero. Uno o dos días más tarde me acerqué por casualidad a un grupo de soldados que tenía a todas luces alguna exce­ lente razón para prorrumpir en estruendosas carcajadas. No advirtieron mi presencia. Haggemeyer les estaba con­ tando la historia de cómo había sabido sacar dinero a un cura, lo que le permitió hacer una visita a la Hasengasse. Todo el mundo sabía que la Hasengasse era el punto de reunión con prostitutas. Aquellos hombres encontraban par­ 59

ticularmente gracioso que aquella visita hubiera sido finan­ ciada por un cura. Cuando supe lo que había hecho el cor­ pulento carnicero con mi dinero y que además se estaba jactando de ello ante los demás, me acometió una ira sin límites. Salté sobre el hombre, le sacudí y le grité: «¡Tú, miserable; devuélveme el dinero ahora mismo! Deberían darte vergüenza estas sucias historias!» Se hizo un helado silencio. El hombre estaba realmente impresionado. Pidió a los camaradas, que estaban cele­ brando con él tan extraña victoria, que le prestaran dinero para poder devolvérmelo. Me alejé, lleno de cólera. Todos estaban abochornados. Durante el tiempo que estuve destinado como enfer­ mero en una unidad de infantería, había un soldado que se mofaba de la fe cristiana con lenguaje hiriente y bajo. Un día le llamé la atención con palabras enérgicas y le invité a elegir algún otro objeto como blanco de su estu­ pidez. En respuesta, se lanzó contra mí. Pero había echado mal las cuentas. En mis años jóvenes habían ejercitado bien mis músculos en los duros trabajos de la granja de mis padres. Los entrenamientos en el servicio de sanidad tam­ bién habían puesto su parte. Con un fuerte empellón arrojé al hombre al suelo. Luego le invité, no sin sarcasmo, a le­ vantarse, porque desde luego no iba a profanar su ca­ dáver. Cosa extraña, desde aquel día nos hicimos amigos. Con el correr de los años fuimos destinados a distintas unida­ des y no volvimos a vernos. El día que caímos prisione­ ros de los rusos, me encontró de una manera enteramente casual. Corrió hacia mí y me saludó como a un viejo amigo. Y otra vez me dio las gracias por la dura lección que le había dado en aquel incidente. En otra ocasión el factor principal no fue la ira, sino 60

una comedia consciente de representación de la ira. Tras el fracasado atentado contra Hitler, se nos convocó a to­ dos ante el comandante y recibimos la orden de que, de allí en adelante, el saludo sería «Heil H itler!». Cuando regresé a mi alojamiento, había ante la puerta un grupo de soldados sentados. Al verme, uno de los más jóvenes dijo en voz alta: «Mirad al sargento Háring. Está lleno de desesperación, porque ha fracasado el atentado contra Hitler.» Conocía demasiado bien a aquel joven para sospechar que quisiera ponerme adrede en dificultades. Pero si acep­ taba en silencio aquellas palabras, me hubiera podido cos­ tar la vida. Así que le grité como un auténtico sargento prusiano, le ordené dar vueltas alrededor del campo y, finalmente, la mandé marchar sobre un blando montón de estiércol. Cuando nos quedamos solos, le pregunté si com­ prendía que no había tenido más remedio que hacer aque­ llo. Lo había entendido y admitió que la comedia era un castigo que tenía bien merecido. Se sentía además agra­ decido, porque yo no actuaba movido por la ira contra él, sino que había representado una comedia. Más problemático resultó otro sainete que representé, también a ciencia y conciencia, en otra ocasión. Se tra­ taba de pasar una velada juntos los oficiales y sargentos de nuestra sección. Supe a través de un amigo que dos oficiales y un sargento mayor se habían puesto de acuerdo entre sí para mezclar en mi bebida alcohol concentrado y emborracharme. Sabían que yo me inclinaba siempre del lado de la sobriedad. Cuando me enteré de aquellas intenciones, decidí comer abundantemente para tener una buena base y poder luego beber sin preocupación. Llegado el momento, comencé a fingir que estaba borracho, tal como ellos habían deseado. Me dirigí a uno de los tenientes 61

que habían maquinado la operación y le pedí que repi­ tiera conmigo lo que le iba a decir. Y tracé un duro re­ trato de un capitán, presente en la reunión, conocido de todos como fanático partidario de Hitler. El teniente, que estaba bebido como una cuba, repitió fielmente cuanto le iba diciendo. Cabalmente aquel capitán era el otro oficial que había planeado emborracharme, de modo que no podía quejarse si ahora tenía que escuchar aquellas duras pala­ bras de un beodo. Representé bien mi comedia. Todo dis­ currió de acuerdo con lo que había calculado, llevado de mi irritación ante aquellos hombres sin carácter. Pero cuan­ do abandoné la reunión, me observaron algunos de mis amigos y pudieron comprobar que caminaba derecho como un huso y con paso firme. Supieron así que había fingido la borrachera. Con mirada retrospectiva, ahora opino que no debería haberme permitido aquella comedia. Pero entonces me ayu­ dó a soportar y superar las frustraciones. Era en parte valor y en parte cierta venganza. Mi cólera se mantuvo, pues, bastante dentro de los límites de la razón política. Recuerdo también otras dos ocasiones, en las que mi cólera fue espontánea y plenamente justificada. Uno de los más espantosos períodos de la campaña fue nuestra retirada del Narev, a comienzos de 1945. Nuestra sección de exploradores, en buena parte motorizada, tenía averiados la mayoría de sus vehículos. La retirada se ha­ cía a marchas forzadas. Nuestros caballos estaban agota­ dos y con mucha frecuencia quedaba bloqueado el paso de arroyos y ríos. Aunque nos detuvimos de vez en cuando para tratar de ofrecer alguna resistencia, en menos de un mes retrocedimos más de cuatrocientos kilómetros. Las pérdidas por heridas y congelación eran elevadas. Desde todas partes se solicitaban los servicios del enfermero. Mis 62

nervios estaban deshechos por el excesivo trabajo y el peso de las preocupaciones. Por otra parte, las carreteras por donde discurría la retirada estaban abarrotadas por numerosas familias ger­ mano parlantes o de origen alemán que, temerosas de ser asesinadas por los rusos, o ante el temor de que sus mu­ jeres y sus hijas fueran violadas, se unían a la corriente en retroceso del ejército alemán. En el duro frío del in­ vierno, habían cargado sobre sus carros todo cuanto pu­ dieron. Los caballos no podían avanzar en las heladas y resbaladizas carreteras. El resultado era que los impacien­ tes soldados o les desenganchaban los caballos y se los robaban o bien hacían salir a los carros fuera de la carre­ tera. Les veíamos entonces gritar retorciéndose con des­ esperación. Una vez intenté ayudar a una familia, con numerosos niños pequeños, a situar de nuevo su carro en la carre­ tera. Pedí a uno de los soldados alemanes con palabras apremiantes y al final algo ásperas que hiciera sitio al carro. Replicó con una explosión de injurias sobre mi persona. Furioso, salté sobre su carro y le apreté el cuello con las manos. Apenas podía respirar y susurraba en un soplo: «¡Auxilio, auxilio!». No le solté hasta que el otro carro, con los niños pequeños, se situó de nuevo en la fila; a continuación le lancé una dura y colérica advertencia sobre su villano proceder. Cuando, ya al final de la guerra, nuestro ejército fue desalojado de Oliva y Danzig, acampamos en un gran bos­ que, entre Danzig y Prusia Oriental. El médico de nuestra sección y yo mismo estábamos sumamente atareados con el gran número de soldados enfermos y heridos. Apareció entonces un coronel y comenzó a despotricar coléricamen­ te sobre los «cobardes» que se negaban a combatir. Yo 63

sabía que era uno de los hombres más peligrosos del tri­ bunal de juicios sumarios, que en los días anteriores había condenado a muerte a cientos de soldados, sólo porque habían perdido su unidad, o porque habían pronunciado algunas palabras imprudentes contra aquella insensata pro­ longación de la guerra. Cuando oí a aquel hombre y vi su arrogancia, perdí por completo mi autodominio. Le grité en su cara, le llamé criminal y otras muchas cosas. El mé­ dico y los soldados presentes estaban atónitos y mudos. Debían estar pensando que yo sería el siguiente a quien el coronel mandaría colgar. Pero frente a mi cólera sin lí­ mites, dio media vuelta y siguió su camino. Todavía hoy me estoy preguntando cómo es que no echó mano a su arma, ni se vengó después. Tal vez advir­ tió la ira de los hombres que le rodeaban y comenzó a te­ mer por su propia vida. Pero con mi estallido de cólera me había expuesto innecesaria y estúpidamente a un peli­ gro mortal. Y, no obstante, en lo más profundo de mi corazón, no siento ningún remordimiento por mi conducta. Sólo de­ searía que, de repetirse estas ocasiones, supiera mantener mejor el control de mi ira. En los años pasados he hablado repetidas veces, en los países que se encuentran bajo la opresión y la sublevación, por ejemplo en Sudáfrica, Rodesia, Filipinas, Brasil y otras partes, sobre la acción no violenta y el triunfo de la ama­ bilidad. En tales casos, los cristianos me han recordado con frecuencia el ejemplo de la ira de Jesús en el templo y las duras palabras con que arrojó del templo a los mer­ caderes. Solía responderles que comprendía muy bien aque­ lla ira de Jesús. Pero que no podíamos olvidar que nos­ otros no somos capaces de mantener nuestra ira bajo control como Jesús, y que no podemos juzgar los corazones y 64

las intenciones de los hombres como él podía hacerlo. Y, finalmente, que tampoco tenemos el poder y la autori­ dad que él tenía para castigar a los injustos. De ordinario los enfrentamientos no tenían la dureza y el carácter combativo de los que he mencionado. Cuando al inicio de la campaña de Rusia fui trasladado de la com­ pañía de sanidad a un regimiento de infantería, comencé por presentarme al comandante del batallón. Cuando estaba a punto de llamar a las puertas de la casa rusa en que esta­ ba instalado el mando, oí fuertes risas. El comandante estaba explicando a su Estado mayor que el nuevo enfer­ mero era un sacerdote, y a todos les pareció aquello una gran ocasión para bromas y un buen motivo de burlas. Llamé y, sin esperar la respuesta, entré. El comandan­ te, un joven capitán, me saludó afablemente y me aseguró que consideraba un verdadero honor que el nuevo sub­ oficial de sanidad fuera un sacerdote y más aún, profesor de teología. Veía en estas cualidades una especial garan­ tía de que la gente gozaría de los mejores servicios. Le res­ pondí fríamente y dije que sólo el futuro podría desvelar cuál de su doble lenguaje sería el acertado, si las palabras que contra mi voluntad había escuchado cuando esperaba a la puerta o las que me dirigía ahora. Expresé mi espe­ ranza de que, en el terreno de la mutua sinceridad, podría­ mos trabajar en excelente colaboración. El capitán se quedó sin palabras ante mi franqueza y mi valor. En el futuro me dejó en paz, no porque tuviera especial simpatía hacia los sacerdotes católicos, sino por­ que sabía ya a qué atenerse respecto de mis puntos de vista y mi sólido modo de replicar. Con el tiempo, nues­ tras relaciones llegaron a ser amistosas. Admitió de buen grado el buen servicio que hacía en mi puesto de suboficial de sanidad, que trataba bien a sus hombres y que era com­ 65

petente. No tomó a mal que, frente a su optimismo res­ pecto de las noticias del primer tiempo de la campaña, le recordara tranquila y objetivamente la inmensidad del te­ rritorio ruso. Muy pronto compartió también mis puntos de vista, más acordes con la realidad. Había otro oficial en el batallón, antiguo maestro de escuela y ateo agresivo, siempre malhumorado, que intentó repetidas veces mofarse de mí por mis convicciones reli­ giosas. En cada intento recibió la respuesta adecuada. Un día me envió un mensajero, rogándome que fuera inme­ diatamente a visitarle, porque se sentía mal. Hice que le respondiera: «Si alguien está gravemente enfermo, enton­ ces acudo de inmediato. En otro caso, sea oficial o soldado raso, tiene que venir a la enfermería.» El oficial presentó de inmediato una queja ante el comandante por negativa a prestar un servicio. Por fortuna, el comandante no lo tomó en serio. No mucho más tarde, este oficial cayó he­ rido en un duro combate y, como todo el mundo en su situación, gritó llamando al enfermero. A pesar del vivo fuego de granadas, corrí y le saqué de la línea batida. El oficial estaba asombrado y evidentemente conmovido al verme realizar aquel servicio con absoluta naturalidad, como si nada hubiera sucedido entre nosotros. Procuré siempre respetar las convicciones de los de­ más. La conciencia de un hombre es para mí un santuario. Pero tampoco consentía nunca que en mi presencia se mo­ fara nadie de mi fe, sobre todo cuando era patente que tras aquellos ataques había intolerancia e intención de mo­ lestar. En cierta ocasión, un soldado ateo se estaba burlan­ do, en presencia de un oficial también ateo, de la Iglesia católica y de sus sacerdotes. Entonces me dirigí no al sol­ dado, sino al oficial, y le pregunté cómo podía tolerar aquellas palabras. ¿No estaba obligado, como hombre de 66

honor, a condenar aquel incorrecto comportamiento? «Todo el mundo puede esperar de mí que respete sus conviccio­ nes. Todos saben también que corro en ayuda de todos, sin diferencia de grado o de religión. Yo espero que dé usted a este hombre la orden de disculparse antes de ale­ jarse, si él no lo hace por su propia voluntad.» Mi enér­ gico tono le sorprendió y, de hecho, pidió al soldado que se excusara oficialmente y no volviera a incurrir en aquella incorrección. Como enfermero del ejército de Hider aprendí lo si­ guiente: las gentes cuya sensibilidad moral ha quedado subdesarrollada y no han aprendido a respetar las honradas convicciones de los demás, están siempre dispuestas a in­ juriar e incluso a perseguir a aquellos que no tienen el valor de resistirles con presteza. Pero en cuanto chocan con la resistencia inmediata que brota de la sana confianza en sí mismo y del propio respeto, aprenden al menos a callarse. Y no raras veces llegan incluso a revisar su propia posición o al menos su conducta exterior. En términos generales, sólo tuve dificultades del tipo de las reseñadas en los primeros momentos cuando llegaba a una nueva unidad, o cuando nuestra unidad se comple­ taba con nuevos grupos. Pero en cuanto nos conocíamos mejor y todo el mundo sabía que defendía con firmeza mis convicciones, nadie se atrevía a molestarme a causa de mi fe. Estas experiencias me sirvieron de mucho, más ade­ lante, cuando en mis esfuerzos por una renovación de la teología moral católica o de las estructuras de la Iglesia, tenía que enfrentarme con fanáticos o con personas que se sentían muy poderosas dentro del sistema. Cuando, in­ mediatamente antes de la apertura del Concilio, se nos tomó juramento a los teólogos conciliares, se sentaba a mi lado 67

un monsignore muy conocido por su lucha contra el Insti­ tuto bíblico. Me saludó con la siguiente observación: «Pa­ dre Háring, ¡usted no es romano!» Yo le respondí: « ¿ Y us­ ted sí lo es?» Y cuando replicó: «Usted sabe bien a qué me refiero», le pregunté suavemente: «¿Puedo rogarle que me lo explique un poco mejor?» Cuanto más claras se hacían sus amenazas, más tranquilamente le iba pidiendo yo nuevas explicaciones. Él interpretó mi suavidad como temor. Con contenida energía, le dije al final: «Deje usted a un lado este tipo de ocultas amenazas. Respóndame con claridad y sin rodeos. ¿E s usted mejor cristiano que yo? ¿Tiene usted algún derecho a juzgar la rectitud de fe de los demás y convertir a la Iglesia en un campo de batalla?» Por una vez, el monsignore se achicó y pidió disculpas. Por lo demás, el estudio de la psicología, y en mayor medida aún la experiencia, me han enseñado que algunas personas se muestran impacientes y belicosas sólo porque son profundamente desdichadas. No siempre se trata de un pecado, pero sí, con frecuencia, de autocompasión. Un enérgico comportamiento frente a tales gentes exige, por tanto, al mismo tiempo un amor salvador.

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V II SENDERO D E LA PAZ Y CAMINO DE LA CORRUPCIÓN

No existe ninguna otra tarea más importante para la sociedad y la Iglesia, y por ende también para los repre­ sentantes de la ética y de la teología moral, que la de la paz en todas sus dimensiones. Volviendo la vista atrás, veo en las experiencias de los horrores y sufrimientos de la segunda guerra mundial un aviso de la divina providencia para aceptar el evangelio de Nuestro Señor Jesucristo como un mensaje de paz, como un don de paz, al que es preciso responder con un sólido compromiso en favor de la paz sobre la tierra. En un discípulo de Cristo veo ante todo a una persona que acepta con gratitud el don de la paz divina, que reconoce en la paz un don que el único Dios y Padre hace a todos los hombres y se sabe, por consiguiente, enviado a trabajar en pro de la reconciliación y de la paz a todos los niveles y, llegado el caso, a padecer por su causa. Los duros años de aprendizaje de la guerra me dieron algunas experiencias personales de cómo podemos servir a la paz. Todos pueden extraer de esta guerra algunas lec­ ciones acerca de las causas de los conflictos y de la corrup­ ción que amenazan constantemente la paz de los hombres. Cuando avanzábamos victoriosos, en junio de 1941, por 69

los campos de Ucrania, la población de diversas poblacio­ nes nos recibía con alegría triunfal, como si fuéramos sus libertadores. La gente nos acogía en sus aldeas con la ma­ yor cordialidad. Ofrecían a nuestros soldados sedientos y hambrientos leche, pan, miel y fruta. Su optimismo y su amistosa actitud se debía sobre todo a las afirmaciones de aquellos de sus conciudadanos que habían caído prisione­ ros de los alemanes durante la primera guerra mundial o que habían pasado los años de la revolución rusa en Ale­ mania, generalmente como obreros agrícolas. Aquellos ex­ prisioneros de guerra contaban muchas cosas buenas de Alemania. Creían que todos los alemanes eran amables y humanitarios, como aquellos campesinos alemanes en cu­ yas granjas habían trabajado y que les habían tratado como a hijos y hermanos. Durante las primeras semanas nuestra división había sufrido pérdidas relativamente pequeñas aunque, por su­ puesto, toda pérdida de vidas humanas es siempre espan­ tosa. Los oficiales y la tropa de nuestra división dispen­ saban, en general, buen trato a los prisioneros rusos de guerra, lo que aumentaba las esperanzas de la población civil. Oí con frecuencia a los prisioneros o a los paisanos hablar entre sí de estos asuntos. La gente no sabía que yo les entendía. Las buenas noticias corrían de boca en boca. Durante aquellas primeras semanas tratábamos a los prisioneros heridos de acuerdo con nuestra conciencia y respetando los tratados internacionales sobre la materia. Cuidábamos a los heridos lo mejor que podíamos, aten­ dido el rápido avance de las tropas. De ordinario se per­ mitía con relativa facilidad que la población civil se hiciera cargo de los heridos, ya que nadie ténía interés en man­ tenerlos bajo vigilancia o en trasportarlos a otros lugares. Al cabo de unas cuatro semanas, se incorporaron a nues­ 70

tro frente dos regimientos de las SS. Algunos elementos estúpidos y criminales de aquellas tropas comenzaron a ma­ tar prisioneros. Negaban toda ayuda a los soldados rusos heridos y a los paisanos. De golpe, la actitud y el compor­ tamiento de la población frente a nosotros experimentó una transformación radical. En adelante, sólo recibían amis­ tosamente a aquellos soldados alemanes a los que podían considerar como hombres buenos y honrados. La noticia se debió difundir también con gran rapidez entre los soldados rusos que combatían en primera línea, porque desde entonces se endureció su resistencia. En sólo una semana nuestras pérdidas en muertos y heridos fueron mucho más elevadas que en las cuatro semanas anteriores. El número de rusos que se entregaban como prisioneros sufrió un considerable descenso. Y como hice más de una vez el oficio de intérprete con los ya capturados, pude comprobar el gran temor que sentían a ser pasados por las armas. No pocas veces necesité emplear muchas y bue­ nas palabras para lograr convencerles de que serían trata­ dos como seres humanos. Y en lo que se refería a nues­ tro regimiento, así lo hacíamos. Fue una gran desgracia que fuera tan escaso el número de soldados alemanes que hablaban o entendían el ruso. En todo nuestro regimiento, yo era la única persona que dominaba algo este idioma. Como mis servicios de intér­ prete eran reclamados en todas partes, pude hacer rápidos conocimientos lingüísticos. Donde quiera los hombres pue­ den entenderse, pueden comunicarse de forma clara sus alegrías, esperanzas, sufrimientos y temores, mejoran con rapidez las relaciones interhumanas. Se supera con facilidad la peligrosa tentación de generalizaciones injustificadas, de ideas y palabras despreciativas y de actuaciones ofensivas. En las diversas unidades a que estuve adscrito durante 71

la guerra como enfermero, me encontré con todo tipo de actitudes y de conductas complejas. En general, tengo que rendir un alto tributo de alabanza a mis camaradas, sobre todo a los que se declaraban creyentes. Pero a veces me sentía terriblemente desilusionado por la conducta de al­ gunos de mis amigos, incluso de los que asistían a la misa. Casi en todas partes fui muy bien acogido por la pobla­ ción rusa, debido a la gratitud que sentían por mi buena disposición para ayudarles y en atención al hecho de que era sacerdote. Esta amabilidad y este afecto redundaban también en beneficio de los que me rodeaban. Y, sin em­ bargo, ocurría a veces que, al abandonar un lugar, algunos no podían resistir la tentación de robar algo a aquellas pobres gentes. Cada vez que esto sucedía me sentía muy afectado y nunca dejé de reprochárselo. No pocas veces los soldados alemanes que tomaban en serio su fe cristiana venían a exponerme sus graves y an­ gustiadas dudas de conciencia sobre si podían participar en aquella guerra injusta. Algunos habían resuelto ya el pro­ blema por su propia cuenta. Recuerdo un joven simpático, de profundas convicciones religiosas. Decía muchas veces a sus amigos: «A mí no me puede pasar nada en esta guerra impía, porque me guardo de hacer mal a nadie. No mataré ni heriré a un solo ruso.» Sus amigos y yo queda­ mos profundamente afectados al enterarnos de que recibió una herida mortal. Cuando llegábamos a conocernos bien, hablábamos con toda franqueza entre nosotros acerca de la insensatez de la guerra. La mayoría no éramos tan inge­ nuos como para creer que en el bando contrario todos eran ángeles y en el nuestro declarados demonios. Nos decíamos muchas veces que en la archicofradía del mal, Hitler, Stalin, Mussolini y Roosevelt tenían bien ganado un puesto en la presidencia. Muchos estaban dispuestos a 72

luchar contra el comunismo, porque creían que aunque el nacionalsocialismo de Hitler era un gran mal, era de todas formas el mal menor. Otros muchos opinábamos, en cam­ bio, que no había diferencias esenciales entre los dos siste­ mas. Mi consejo constante a mis amigos era: no mates ni hieras, no robes ni saquees, protege a la población civil y muestra a los prisioneros de guerra cordial hermandad y amabilidad. Pero para los soldados de infantería mi imperativo de no matar en aquella guerra injusta era mucho más difícil que cumplir que para mí. Varias veces, cuando lanzábamos algún ataque, me pidió nuestro comandante que ayudara a transportar una ametralladora. Siempre pude negarme categóricamente, citando las convenciones de Ginebra. Cuan­ do durante el primer invierno de guerra, el comandante del regimiento propuso mi traslado a la escuela de oficia­ les, le indiqué que yo había sido llamado a filas en calidad de enfermero. Sabía yo muy bien que una negativa clara y abierta a tomar parte activa, por razones de conciencia, en aquella guerra insensata e injusta, suponía una auténtica e impor­ tante alternativa humana. Y admiraba a los que así lo ha­ cían. Pero por lo que hacía a mi propia conducta, estaba firmemente convencido de que la mejor solución era per­ manecer en medio de todos aquellos horrores, para curar las heridas físicas y fortalecer las conciencias de los hom­ bres. En cambio, para los que estaban encuadrados en las unidades de combate, el conflicto de conciencia era incom­ parablemente más angustioso. Y vi cómo a algunos de nuestros soldados aquel dilema les causaba terribles su­ frimientos. Durante el primer invierno de guerra en Rusia una parte de nuestro regimiento se acuarteló durante varias 73

semanas en una gran población, llamada Mal Psinka. Du­ rante más de dos semanas quedaron cortadas todas nues­ tras comunicaciones con el resto del ejército. Mis hombres se cuidaron de los prisioneros de guerra heridos y me los traían. Casi todas las familias estaban dispuestas a acoger en sus casas a alguno de estos prisioneros heridos. Yo gi­ raba mi ronda diaria para visitar a estos soldados y a la población civil enferma y hacer lo que estuviera en mi mano por su salud. Gracias a Dios, disponía de abundan­ tes reservas de vendajes y medicinas. La robusta constitu­ ción de los rusos y las excelentes relaciones de confianza contribuían mucho al proceso de curación. En todas partes me saludaban como doctor, aunque les expÜqué repetidas veces que era sólo enfermero, con conocimientos médicos limitados. Mucha gente llegó incluso a considerarme como un doctor taumatúrgico. Por aquel entonces teníamos ya antibióticos, que han significado un giro decisivo en la historia de la medicina. Una y otra vez expÜcaba a la gente que yo no era ningún médico milagroso, sino que su curación se debía a las buenas cualidades de los medi­ camentos y a su extraordinaria resistencia. Apenas restablecimos el contacto con el resto del ejér­ cito, tuve que presentarme ante el comandante del regi­ miento para rendir cuentas. Se me había acusado de dila­ pidar vendajes y medicamentos. Era evidente que los acu­ sadores consideraban dilapidación el material médico em­ pleado para curar a los prisioneros y a la población civil. Era la primera vez que me hallaba ante el nuevo coman­ dante. Me sentía algo preocupado, porque habíamos oído decir que el coronel había servido con anterioridad en un regimiento de las SS. Y este hecho no hacía presagiar nada bueno. El comandante me escuchó con calma. Aduje en mi defensa, en primer lugar que de ninguna manera había 74

dilapidado las cosas, sino que en cada caso había utilizado lo que era necesario y útil. Mi segunda afirmación era que había actuado según la convención de Ginebra y que había considerado como deber de humanidad cuidar a los rusos lo mismo que a los alistados en el ejército alemán. Pero mi triunfo decisivo era mi tercera indicación: tanto para los soldados de la Wehrmacht como para los rusos había utilizado básicamente material ruso. Le invité a inspeccio­ nar por sí mismo mis existencias. De hecho, algunos amigos rusos me habían hecho saber que, al retirarse, el ejército rojo había abandonado un depósito de vendajes y medi­ camentos. E l comandante no sólo me declaró libre de las acusa­ ciones, sino que me dio abiertamente las gracias, porque debido a mis servicios a la población civil y a los prisione­ ros de guerra rusos, había prestado un auténtico servicio al buen nombre del ejército alemán. Tras los duros combates en torno a Mal Psinka, nues­ tro batallón fue retirado a una ciudad distante unos treinta kilómetros. Allí volvieron a completarse los cuadros de nuestras unidades. Se me asignó alojamiento en la espa­ ciosa casa del alcalde de la ciudad. Nos hicimos pronto buenos amigos, hasta el punto de que intercambiábamos francamente nuestros mutuos puntos de vista sobre la situación. Él no era en absoluto comu­ nista. Y precisamente por eso estaba aterrado con el com­ portamiento de una parte del ejército alemán. Me afirmó algo que yo sabía ya muy bien, a saber, que muchos rusos hubieran saludado al ejército alemán como a libertadores del despotismo, pero que habían quedado profundamente desilusionados. Condenaba el fusilamiento de prisioneros de guerra y el ahorcamiento de sospechosos no sólo como un acto criminal, sino como una inaudita estupidez. Me 75

dijo con toda franqueza: «Si tenemos que elegir entre dos tiranos, entonces mejor tiranos rusos que una potencia colonial.» Al final de una conversación muy sincera, me hizo la siguiente observación: «Si todos los soldados y la tropa hubieran tratado a nuestra gente como vuestro médico de Mal Psinka, es seguro que la guerra hubiera tomado otro rumbo.» La alusión al médico de Mal Psinka me sorprendió y pregunté a mi interlocutor: «¿Conoce usted personalmente al médico de Mal Psinka?» Respondió: «Por desgracia no. Pero todo el mundo en esta región ha oído decir que cuida con abnegación a los prisioneros de guerra rusos y a los habitantes del lugar.» Algo perplejo, me presenté como el enfermero a quien las gentes equivocadamente conside­ raban y trataban como médico. Le declaré que aquel reco­ nocimiento me era muy lisonjero, pero que no merecía de ningún modo aquel extraordinario agradecimiento, porque sólo había hecho lo que me mandaban hacer los acuerdos de Ginebra y los deberes de la justicia humana. Él añadió: «Y como cristiano.» Se me ha grabado profundamente en la memoria la afir­ mación de aquel hombre avisado y valeroso. «L a guerra hubiera tomado otro rumbo.» Recordaba una y otra vez las palabras de la Escritura: «Dios cegó el corazón del faraón, para que no viera.» Para nuestra exégesis teológica es claro que Dios no cegó al faraón mediante una inter­ vención directa. Lo que ocurre es que la naturaleza hu­ mana ha sido creada de tal modo por Dios que los pode­ rosos altivos y crueles se ciegan a sí mismos y cavan su propia tumba. Un terrible suceso, acaecido apenas dos semanas antes de las predicciones del alcalde ruso sobre el desenlace fatal 76

de la guerra, constituye la mejor explicación de la situa­ ción. Fue un suceso que, además, ponía muy en claro las diferentes posturas existentes dentro del ejército alemán y los conflictos que se agitaban en los corazones de muchos hombres. Antes de la llegada del nuevo comandante, no sometí a ningún tipo de vigilancia especial a los heridos rusos de Mal Psinka. Si algunos de ellos conseguía hacerse con ropas civiles y desaparecía, yo hacía la vista gorda. Como me cuidaba de estos hombres heridos, se habían desarrollado entre nosotros buenas relaciones personales. Ellos me ha­ blaban de sus familias y en el fondo sabían que lo que yo más deseaba era que encontraran el camino de regreso a sus hogares. Pero con la llegada del nuevo comandante cambió la situación. Era un hombre de orden y disciplina y exigió informes sobre los prisioneros de guerra. Cuando se formó un grupo de unos veinte prisioneros heridos, el comandante dio orden de tenerlos dispuestos para transportarlos a un campo de concentración. Los hom­ bres de nuestro regimiento, que habían hecho amistad con los prisioneros, los reunieron y se presentaron ante el ofi­ cial responsable del traslado. El joven oficial los acogió con desprecio: «¡Becerros estúpidos! ¿Para qué vais a ha­ cer esta larga marcha? ¿No tenéis valor para acabar de una vez con estos tipos?» Y ante los ojos de nuestros hom­ bres, él y otro de su grupo comenzaron a abatir a tiros a los prisioneros. Cuando nuestros soldados, aterrados y llenos de cólera, informaron al coronel de lo sucedido, le acometió una ira sin límites. En adelante no pidió ya informes sobre los prisioneros de guerra rusos. Entonces tomé la iniciativa de aconsejarles ya sin rodeos que se procuraran ropas de pai­ sano y se marcharan a casa. El consejo fue bien acogido. 77

Nuestra unidad había tenido algunas pérdidas ocasiona­ das por comandos rusos. Ya entonces comenzaba a hablarse de los partisanos. Fueron capturados tres hombres a los que se les acusó de ser guerrilleros. El coronel preguntó a uno de nuestros sargentos si tenía soldados dispuestos a abatir de un tiro en la nuca a los prisioneros. Cuando el sargento respondió con un pronto sí, el coronel se mostró desilusionado y furioso. Aunque era un duro soldado, ha­ bía esperado que nadie estaría dispuesto a ejecutar aquella orden, incluso aunque la diera. Desde el día en que llegó el nuevo comandante, ya no me atreví a celebrar la misa en público para los soldados, porque se le tenía por un hombre no sólo no cristiano, sino partidario fanático de la disciplina y la ley. Pero, no obs­ tante, fueron a visitarle algunos soldados y se quejaron de que el regimiento nunca había podido ver al paler de la división. Entonces el coronel me hizo llamar y me animó a preocuparme por lo referente a las necesidades religiosas de los creyentes. Tengo la absoluta seguridad de que él sa­ bía que estaba prohibido por la ley. Las líneas que siguen son sólo una pequeña parte de los increíbles crímenes de guerra, el asesinato de millones de judíos, gitanos y otros hombres odiados e «indignos de la vida» cometidos en los campos de aniquilación de Hitler, los bombardeos planificados por ambos bandos contra nú­ cleos de población, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Sólo una pequeña parte de los relatos de críme­ nes de guerra que se amontonaron en el proceso de Nuremberg. Si todos los responsables de la dirección de la guerra hubieran sido juzgados de acuerdo con las estrictas normas de la justicia humana, el proceso de Nuremberg habría sido interminable. Narro aquí algunos de los más espantosos recuerdos de aquellos años, no sólo porque no 78

quiero mantenerlos aherrojados en el subconsciente, sino sobre todo porque contemplando el camino de la perdición nos sentiremos más empujados a buscar los senderos de la paz. Cuando redactaba estas líneas, el mundo civilizado seguía con preocupación y angustia el destino de más de cien israelitas que se hallaban en el aeropuerto de Entebbe, en Uganda, prisioneros de los palestinos y amenazados de muerte. ¿No recordaban estos secuestra­ dores el asesinato de cerca de seis millones de judíos bajo la dic­ tadura de Hitler? ¿No se daban cuenta de que casi todas sus vícti­ mas habían perdido uno o varios familiares en los campos de aniqui­ lación?

En la tarde de un domingo de noviembre de 1941 nos habíamos dado cita en Kharkov una serie de amigos, sacerdotes y religiosos. Cuando regresábamos a nuestros alojamientos en las distintas partes de la ciudad, vimos carteles y oímos altavoces que ordenaban a los judíos re­ unirse a la mañana siguiente en una parte determinada de la ciudad, porque se les iba a asignar nuevos alojamientos. Deberían llevar consigo todos sus bienes. Inmediatamente aconsejé a mis amigos que previnieran al mayor número posible de judíos que no se fiaran de promesas y procura­ ran ocultarse. Por mi parte, aquella misma noche pude visitar a varias familias judías, que me agradecieron el consejo. A la noche siguiente se me presentó un soldado católico de nuestro regimiento. Estaba completamente fuera de sí, decía cosas disparatadas, luego comenzó a gritar y estalló en llanto convulsivo. Pasó un buen rato antes de que pudiera enterarme de lo que había sucedido. Era uno de los hombres a quienes se les había ordenado ir matando uno por uno a los judíos, después de haberles obligado a cavar sus propias tumbas. Como otros muchos, también 79

este hombre estaba mal preparado para afrontar aquella increíble situación... y obedeció. Sólo cuando desaparecie­ ron los últimos cadáveres en la fosa, recuperó el sentido, o por mejor decir, le acometió la locura. De cualquier forma, su reacción me pareció mucho más normal y sana que la de aquellos que, tras una ejecución tan desalmada, se fueron a echar un «tranquilo» sueño. Algunos días más tarde se me presentó mi ayudante muy alterado. No había participado directamente en la eje­ cución, pero había visto cómo cargaban cadáveres de ju­ díos en carros, como si fueran animales de matadero. H as­ ta entonces no había oído nada sobre los horrores del régimen contra los judíos. Al parecer, tras el asesinato de miles de judíos llevado a cabo pocos días antes, casi nadie hablaba de ello. A los soldados que tomaron parte en la matanza se les exigió, bajo las más grandes amenazas, guardar silencio absoluto. Yo mismo sólo me atrevía a tocar estos temas en presencia de personas de cuya discre­ ción podía tener absoluta seguridad. Los soldados que llegaban a enterarse del asesinato en masa de judíos, debían estar sumergidos en un mar de du­ das sobre el modo de conciliar su servicio militar con aque­ llos crímenes. El siguiente episodio ocurrió a principios del año 1942, antes de que llegáramos a Mal Psinka. Habíamos recon­ quistado, con graves pérdidas, una gran localidad rusa y quedamos sometidos a un vivo fuego artillero. Con fre­ cuencia nuestros soldados se vieron obligados a combatir cuerpo a cuerpo para defender sus cálidos cuarteles. Los hombres luchaban con tanta tenacidad porque sabían que de otra forma encontrarían con toda seguridad la muerte en los anchos campos nevados. Nuestras bajas fueron extra­ ordinariamente elevadas. No teníamos médico, de modo 80

que toda la responsabilidad de los numerosos heridos y en­ fermos recaía prácticamente sobre mí. Eran muchos los he­ ridos que necesitaban con toda urgencia amputaciones qui­ rúrgicas que yo no podía realizar. Los lugares próximos estaban en manos del ejército ruso. El hospital de cam­ paña alemán más próximo se hallaba al menos a treinta kilómetros de distancia. Como quiera que también tenía que atender a un buen número de heridos rusos, tomé contacto con los hombres y mujeres más importantes de la población civil. Me dis­ tinguieron con su confianza y compartieron conmigo la ur­ gente preocupación de tener que trasladar al hospital a los hombres heridos. Por propia iniciativa, me dijeron que te­ nían escondidos caballos y trineos — los rusos han sido desde siempre magníficos especialistas en el arte de ocultar los bienes de importancia vital— y estaban totalmente dispuestos a prestármelos para transportar a mis pacientes al hospital de campaña, a condición de tener la seguridad de que no se les confiscarían los caballos. Conocían muy bien todos los atajos y veredas, de modo que creían que podríamos llegar hasta el hospital sin grandes peligros para los heridos graves. Fui a visitar al comandante del batallón, para expo­ nerle cautelosamente el caso. Como ya me había dicho en ocasiones anteriores, volvió a repetirme una vez más que le era del todo imposible poner a mi disposición los pocos caballos y el par de trineos con que contaba, ya que eran vitalmente necesarios para transportar munición de un lu­ gar al otro del poblado. También juzgaba insensato conce­ derme uno de los pocos vehículos a motor, porque nos sería imposible cruzar con él los campos nevados. Le pre­ gunté, hablando en términos absolutamente hipotéticos, cuál sería su reacción en el caso de que los civiles rusos 81

me proporcionaran trineos y caballos escondidos, pero siem­ pre a condición, por supuesto, de poder contar con la se­ guridad de que el ejército no se los confiscaría. El coman­ dante me dio su palabra de honor de que, en un tal caso, no recurriría a la confiscación. Creo que empeñó su pala­ bra porque pensaba, evidentemente, que se trataba de un caso irreal. Pero, yo me fié de su palabra y decidí ponerme de acuerdo con los ancianos del lugar para llevar a cabo el proyecto. Prepararon una caravana de unos ocho trineos con los correspondientes caballos. Los propietarios estaban incluso dispuestos a tomar parte en la aventura para ayu­ darme. Hicimos el viaje en silencio, en la helada noche, a través de los campos nevados. Cuando a la mañana si­ guiente llegamos al hospital de campaña con nuestros he­ ridos, los médicos apenas acertaban a creer que hubiéra­ mos podido llevar a cabo tamaña empresa. Tomaron inmediatamente bajo su cuidado a los heridos, rusos inclui­ dos. También a los propietarios de los caballos y a los animales mismos se les cuidó del mejor modo posible. A la noche siguiente emprendimos el camino de regreso, también en el más profundo silencio, hasta nuestro lugar. Mi corazón rebosaba de gratitud hacia Dios y hacia aque­ llos buenos campesinos rusos. Pero con gran consternación tuve que ver cómo el co­ mandante, faltando a su palabra, confiscaba los caballos y los trineos. «Los necesitamos.» Y añadió una palabra de condolencia. Pero no había modo de consolarme. Era un inaudito quebrantamiento de confianza. Beneficios a corto plazo desprestigiaban al ejército alemán de una forma irre­ parable. Me sentía avergonzado y humillado ante mis amigos rusos, al pensar cómo se había abusado de aquella increí­ ble manera de su bondad y su hidalguía. Por eso me sentí 82

aliviado cuando unos pocos días más tarde abandonamos aquel lugar. Todavía hoy día no puedo recordar sin an­ gustia y opresión aquella traición villana. Y no es más que una pequeña muestra de un inmenso cuadro, que ad­ vierte al mundo que no entierre las posibilidades de paz destruyendo la mutua confianza. Tras una inicial ofensiva vistoriosa en los últimos días del verano de 1943, Hitler se vio obligado, a consecuen­ cia del giro radical de la situación en Italia, a reorganizar el ejército de Rusia. Concibió entonces el plan de crear un desierto entre las fuerzas rusas y la Wehrmacht alemana. Todo debía ser arrasado y devastado a dinamita y fue­ go. Todos los rusos capaces de trabajar o de empuñar las armas temían ser deportados o fusilados. No se mencionaba el destino de las mujeres y los niños. A veces fueron tam­ bién evacuados. Nuestra sección de exploración se hallaba por entonces en la gran población de Kurganie. En medio del lugar, sobre una colina, se alzaba una hermosa y grande iglesia. Las gentes me habían contado varias veces la historia de cómo les fue posible conservarla. Cuando se endureció la lucha de Stalin contra la religión, el año 1929, y con mayor rigor aún el año 1933, sólo se permitía conservar las igle­ sias a condición de que un determinado número de ciuda­ danos se inscribieran en el registro y salieran fiadores de los elevados impuestos. Casi todos los habitantes de Kur­ ganie se apuntaron en el registro para responder de su iglesia. Hubo quienes vendieron hasta su única vaca para cumplir el requisito, y esto incluso después de haber per­ dido a su párroco, desterrado a Siberia. La iglesia era para ellos un símbolo de su testimonio de fe. Un día llegó una sección de tropas de zapadores alemanes y comenzaron a poner cargas de dinamita en la iglesia. Todos los soldados 83

y civiles recibieron orden estricta de alejarse a toda velo­ cidad, en un momento dado, del lugar. Todos pudimos contemplar el horrible espectáculo, cuando la iglesia saltó por los aires. La gente gritaba sin consuelo, muchos se abrazaban llorando. Sus lamentos no tenían nada que de­ sear a los del libro de Job. Nuestro propio comandante juraba y renegaba a voz en cuello. Lo que Stalin no pudo hacer, lo hicieron los nacionalsocialistas. La tarde siguiente me llamó nuestro comandante, hom­ bre valeroso y honrado, so pretexto de que tenía dolor de cabeza. En realidad, necesitaba alguien con quien hablar, para desahogar su ira y su dolor. Tras la destrucción de la iglesia, tuvo que presentarse personalmente ante el co­ mandante de la división. En la entrevista se le comunica­ ron nuevas instrucciones relativas a la táctica de crear un desierto entre los dos ejércitos combatientes. Me contó que se expresó con toda franqueza ante el general y que le preguntó: «¿Som os soldados o criminales?» Me aseguró además que el general había llorado de dolor y de tristeza, pero que no había tenido el valor suficiente para negarse a cumplir las órdenes de las instancias superiores. En los pantanos del Pripet, donde estábamos acanto­ nados en la primavera de 1944, era tan grande la miseria de la población que a veces la vida de varias personas de­ pendía de la leche de una sola vaca. Y sin embargo, algu­ nos de nuestros soldados, cuyo cabecilla era un cierto te­ niente W., no se avergonzaban de robar dos o tres veces cada semana en las granjas vecinas. Y no lo hacían por­ que el hambre les empujara, sino sólo por el placer de tener una ración extra. La cosa llegó a tal extremo que, al fin, los granjeros decidieron defender sus bienes vitales. Mataron a tres soldados, que habían sido enviados por aquel miserable impío. A las familias de estos tres soldados se 84

les comunicó la noticia de que batían muerto en el campo del honor, por el Führer, el pueblo y la patria. A nos­ otros se nos dijo que habían muerto en un encuentro con partisanos. Yo tenía amigos en la ciudad natal de diclo teniente, que me informaron que procedía de una buena familia cristiana. Pero al entrar en contacto con la. juventud hitle­ riana, había perdido la fe. Cuando supe, en 13-46, que se había matriculado como alumno de una facultad de dere­ cho, hice que le pasaran una nota mía, para
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