Download Memorial de Cocinas y Batallas - Francisco Perez de Anton...
Índice Cubierta Portadilla Índice Dedicatoria I. El mito fundacional y un artículo de Vargas Llosa II. Tómese en primer lugar un pollo tierno III. Al freír, será el reír IV. De cómo la ley de Malthus se ensañó con Pollo Campero V. Acerca de una esquina de mujeres malas y otras prisas VI. El año que vivimos peligrosamente VII. Teoría y práctica del despegue VIII. Tan guatemalteco como tú IX. Cuando la mentira se disfraza con el vestido de la verdad X. Historia de dos ciudades XI. La última última batalla XII. Tributo Tributo Créditos Grupo Santillana Santillana
A mi esposa, María Consuelo, que vivió todo esto a mi lado. A Eulogio, Javier, Andrés, Eduardo y Florentino, que me ayudaron a recordar. A Dionisio Gutiérrez, padre, donde quiera que esté, con mi sempiterno afecto.
I EL MITO FUNDACIONAL Y UN ARTÍCULO DE VARGAS LLOSA
Todo mito fundacional se teje alrededor de una alegoría o una leyenda capaz de explicar desde la creación del Universo y el hombre hasta las de una ciudad o una nación. La historia de Rómulo y Remo es uno de ellos. El de los hombres de maíz, primeros padres del pueblo maya-quiché, otro. Y el de Adán y Eva, pareja procreadora de nuestra cultura, uno de los más acreditados y admitidos. El mito mistifica la historia y acomoda ésta a las necesidades de los hombres quienes lo utilizan para forjar y fijar la identidad de las culturas y los pueblos. Con las empresas ocurre otro tanto, en especial aquéllas que han logrado alcanzar una vida prolongada y exitosa. Los mitos fundacionales de Ford, pple et orbe o McDonald’s son es divulgados hoy urbi y el público los repite con gozo, porque gozoso leer la historia de toda aventura empresarial que partiendo prácticamente de la nada alcanza alturas que nadie hubiera esperado. Pollo Campero es una de esas empresas, con la sola diferencia respecto de otras que las leyendas en torno a su génesis son quizás más variopintas y numerosas. Pero acaso por la resonancia que tuvo en numerosas publicaciones de habla hispana, y por haber sido recogida más tarde en un libro de uno de los autores más leídos de nuestra lengua, la que reproduzco a continuación es una de las más simpáticas y curiosas. En 1993, Mario Vargas Llosa visitó Guatemala para ser honrado con un
doctorado honoris causa de la Universidad Francisco Marroquín. Acababa de publicar su obra El pez en el agua, unas memorias de infancia y adolescencia, entreveradas con otras de carácter político que habían provocado en Perú un encendido debate. Vargas Llosa tuvo a bien concederme una entrevista para la revista Crónica, de la cual yo era editor, y debo decir que hablar con él fue una experiencia inolvidable. El autor de La Fiesta del Chivo domina el arte de la conversación con la misma maestría que el arte de la escritura. No le traté con la profundidad y amplitud que yo hubiera deseado, pero sí puedo decir que me sentí muy próximo a él y que entre ambos se estableció una mutua corriente de simpatía que sólo podríamos nutrir un par de veces mientras duró su estancia en Guatemala. Le regalé un libro mío, aunque sin
ninguna esperanza de que lo leyera, y poco después abandonaba Guatemala encantado de un país y de unas gentes que antes no conocía. Un par de semanas después, aparecía en el diario español El País, así como en numerosos periódicos y revistas de América latina, un artículo suyo sobre Guatemala, la Universidad Francisco Marroquín y las personas que había conocido aquí. Y cuál no sería mi sorpresa descubrir que en él se refería a mí y a mi libro en términos muy elogiosos. Supe entonces que su natural curiosidad como periodista y escritor le había llevado a indagar algunos de los avatares de mi vida a fin de incorporar al artículo una minibiografía de urgencia sobre mi persona, en la cual hacía una breve referencia a Pollo Campero y de la cual extraigo el párrafo siguiente: En España había estudiado agronomía, o alguna extravagancia parecida, pero, era, en realidad un genio en los negocios. Me aseguran que, empezando literalmente de la nada, llegó a hacerse de una próspera situación con “El Pollo Campero”, que empezó siendo un pequeño cuchitril donde don Paco y su mujer atendían atendían ellos mismos a sus clientes y fue poco después una cadena de restaurantes tan exitosa que, cuando vino a Guatemala a competir con ella la multinacional Kentucky Fried Chicken, fue desbaratada en toda la línea y acabó por marcharse marcharse cacareando. cacareando.
Reí de buena gana, y estoy seguro de que Vargas Llosa lo hubiera hecho también de haber sabido que la historia que le contaron sobre mí no era sino uno más del rosario de mitos que se han venido tejiendo en torno a Pollo Campero. Al igual que otras leyendas parecidas que yo había oído, donde los protagonistas del invento eran siempre otras parejas fundadoras, la historia tenía partes de verdad, pero en su conjunto era tan falsa como las que desde hacía muchos años circulaban en Guatemala. Y sin embargo era creíble. No sólo porque la había contado Mario Vargas Llosa, razón más que suficiente para creerla, sino porque en Guatemala todavía hoy es difícil asociar al hombre con la cocina. La lógica cultural exige que sea la mujer la de la receta y el fogón, y el hombre, el de la dirección y los números. El mito fundacional de Campero retomaba así las figuras fundacionales de Adán y Eva, sumidas en febril actividad creadora, y las convertía en protagonistas de una historia plausible, presidida por una división del trabajo muy al gusto de nuestra cultura. ¿Qué mejor origen puede haber para una empresa de éxito que el de la modestia y la sencillez propias del Paraíso, encarnadas ambas en un joven matrimonio, ayudándose el uno al
otro y saliendo adelante por su propio esfuerzo? Sería una obviedad decir que las leyendas, como los cuentos de hadas, suelen hacer más bien que mal y que los mitos fundacionales han contribuido en todo lugar y tiempo a fortalecer la ética del trabajo y a servir de ejemplo a otros. Hay que ver a don Gerónimo Gálvez, decimos, empezó repartiendo verduras en bicicleta y hoy es el rey del tomate. Y si don Gerónimo pudo hacerlo, ¿por qué no puedo hacerlo yo? En el ramo de la hostelería, empero, se tiende a enriquecer el éxito con algún ingrediente exótico, como la receta de la abuela Inés, las habilidades culinarias de un cocinero oriental o bien una arcana fórmula recibida de alguna cultura remota, como podría ser la maya, y de la que es paradigma la utilizada por Juliette Binoche en la película Chocolat . A la buena hostelería le gusta envolverse en el aura de la magia y del secreto, cual es el caso de esta preciosa película, donde la receta del chocolate es puro artificio, ya que los mayas no tomaban chocolate, sino cacao disuelto en agua, una bebida amarga y picante, pues se le agregaba chile, y no esa golosina sedosa y aromática, enriquecida con ingredientes como la leche, la vainilla y el azúcar que serían incorporados más tarde. Con Pollo Campero sucedió algo parecido, pese a que el arte para elaborarlo sería mucho más modesto. Y su éxito le convertiría en objeto de este tipo de leyendas, incluso una muy parecida a la de Chocolat , donde la receta de Juliette Binoche tenía poderes afrodisíacos. También Pollo Campero fue agraciado con esa misma leyenda, que nunca me preocupé en desmentir, claro está, y no muy alejada de otra según la cual nuestra fórmula tenía algún tipo de yerba exótica que provocaba adicción, motivo por el cual el público no podía pasar sin comer nuestro pollo una o dos veces por semana. Leyendas como éstas circularon a menudo en Guatemala, pero siempre pensé que eran parte del marketing espontáneo, ése que surge del rumor y el boca a boca y contribuye a la difusión del producto sin que por eso se cause mal a nadie. De ahí que lo más saludable y natural fuera dejarlas correr y que la gente se divirtiera con ellas. El mito fundacional, no obstante, es necesario ponerlo al descubierto cuando personas sin escrúpulos pretenden utilizarlo para atribuirse virtudes de las quecon carecen, méritos que nunca tuvieron o crearse una imagen públicaa artificial fines inconfesables. De ahí que me haya parecido necesario,
más de treinta años de su nacimiento, poner la historia de Pollo Campero en su debida dimensión y los mitos en su justo lugar. Se dice que fray Modesto nunca llegó a prior, pero aunque yo nunca aspiré a priorato alguno, ni dentro ni fuera del Grupo Gutiérrez, pues mi entusiasmo fue siempre bastante mayor que mi ambición, creo necesario hacerlo ahora por las razones apuntadas. El exceso de discreción o de modestia es a veces tan malo como el exceso de vanidad, pues el que calla otorga. Y si lo que se calla es una mentira que otros pretenden utilizar para hacer daño moral o material a otras personas, la discreción y la modestia no sólo se vuelven cómplices del que miente, sino, además, vergüenza de quien otorga. Diré algo más. Cuando el mito se apodera de la historia y no hace daño a nadie, sino que, por el contrario, contribuye a ensalzarla y a sentirnos orgullosos de ella, bienvenido sea el mito y bienaventurada sea por ello la historia. Pero cuando el mito se usa como arma, como ocurrió en su día con el de la superioridad racial, o bien para destruir a otros, es preciso salir al paso del mismo para corregirlo y repudiarlo. Los mitos sobre la fundación y desarrollo de Pollo Campero han dejado de ser, por desgracia, una cuestión de mérito que nadie pretendía atribuirse hasta ahora. Pero resulta que, andando los años, esos méritos han devenido el argumento de otros para demandar y calumniar. Y justamente porque el mito ha dejado de ser divertido, y porque se pretende usar con fines inmorales e indignos, atribuyendo sus virtudes a quien carece de ellas, es que me ha parecido necesario reseñar la historia real con todos sus pelos y señales. Los orígenes y desarrollo de Pollo Campero, de otra parte, constituyen una fascinante historia que sin duda será útil a jóvenes empresarios que empiezan a abrirse camino en este difícil menester, a estudiosos y especialistas en empresas familiares que quieran utilizarla como un “caso de estudio” y, en general, a todas aquellas personas que deseen conocer los entresijos del parto de una empresa y un producto que hoy está en boca de todos, y nunca mejor dicho. Subrayar que Pollo Campero tuvo orígenes muy modestos deviene hoy timbre de honor para quienes desarrollamos una empresa que hoy empieza a pasear por el mundo su pujanza y su prestigio. Ningún velo, ninguna mancha debe este mérito. En cambio decir, poratendíamos ejemplo, quea no nacióponerse en un acuchitril urbano, y que es ni obligado mi esposa ni yo la
clientela. No porque haya demérito en ello, sino porque simplemente no es verdad. Tampoco hubo de por medio otras parejas fundadoras al estilo de Adán y Eva. Pollo Campero nació con una ambición mayor: la de ser una cadena semejante a alguna de las que, a fines de los años sesenta, habían alzado ya el vuelo en los Estados Unidos. A toro pasado todo parece siempre más bonito, pero éste no fue nuestro caso. El nacimiento de Pollo Campero fue un parto con fórceps y toda clase de traspiés, complicaciones y dolores para los cuales no había anestesia. Los motivos de tanta dificultad fueron muchos y variados, pero el principal de todos fue el querer hacer algo genuino, algo propio, lo que para algunos puede ser muy meritorio, pero que para nosotros tuvo un costo altísimo. Y ésa es la razón de que este libro lleve un título tan extraño. La historia de Pollo Campero no es más que el relato de las batallas que fue necesario librar para evitar que, a pesar de su éxito, se desmoronara, y de lo que costó construir sus primeras veinticinco cocinas. Ninguno de los hombres que me ayudaron a consolidar el invento, y menos yo, habíamos frito jamás un pollo ni conocíamos el negocio de hostelería ni teníamos secretos culinarios que poner en venta. De ahí que nadie pudiera prever que el producto alcanzara una proyección tan amplia y en tantos países. Pero como la experiencia demuestra en otros órdenes de la vida, es actuando en el plano de lo particular como se salta a menudo al plano de lo universal. Y aquí debo recurrir nuevamente a Vargas Llosa. La mayoría de las obras de este peruano sin fronteras tienen a menudo por escenario el Perú, y por protagonistas, a los peruanos. Pero si sus novelas se leen con fruición en todo el mundo es porque contienen esa sustancia común de la que estamos hechos los hombres, ya de arriba, ya de abajo, ya grandes o ya pequeños. Y haciendo todas las salvedades y distingos que sin duda es preciso hacer entre literatura y gastronomía, algo semejante podría decirse hoy de esa universalidad que ha venido adquiriendo Campero. A todo lo cual quisiera agregar que eso de que el autor de estas páginas fuera “un genio en los negocios” tiene menos de verdad que los famosos cerros de Úbeda, los cuales, como todo el mundo sabe, son una invención de Cervantes, pues en Úbeda no hay cerros. No hubo ciencia infusa en el diseño ni en el desarrollo de Pollo Campero. No hubo big bang creador, ni magia, ni milagros, leyendas. que hubo fue un trabajo agotador. Habrá nigente que, Lo trasúnico el éxito, se envanezca con el título de genio. Y
muchos quisiéramos serlo, más que nada porque la genialidad es un don que no cuesta trabajo ejercer. Pero ése no es mi caso. Tampoco lo es el de todo empresario experimentado que sabe que, en el mundo de los negocios, los genios duran muy poco, ya que, por lo común, son éstos quienes llevan las empresas a la quiebra. Nuestro Grupo tuvo uno de ellos tiempo atrás y por poco nos estrella a todos. No hubo, pues, genialidades a la hora de diseñar y construir Pollo Campero. Muy al contrario. Lo que hubo fueron errores y patinazos a diestro y siniestro, obstáculos que a menudo parecían insalvables, atentados, difamaciones, acusaciones malévolas y un largo y costoso ascenso. Todo ello será relatado en estas páginas que tienen, entre otros, el propósito de desmitificar los orígenes de la empresa y evitar que otros los utilicen de manera interesada y espuria, sin haber derramado por ella ni una gota de sudor. El éxito empresarial no se debe a una idea luminosa ni a un feliz encuentro de neuronas ni a un Robinson genial ni a un profético Nostradamus. Al menos en lo que a mí respecta, no conozco otra fórmula para alcanzarlo que el trabajo, la constancia, el estudio y la vocación por la obra bien hecha. Las personas que participaron en este emocionante proceso saben que el ascenso de Pollo Campero no se hizo flotando sobre algodones ni volando sobre alfombras. También saben que no lo inspiró ningún genio, sino que obedeció a un imperativo empresarial mucho más prosaico y pragmático: ampliar el consumo de carne de pollo en Guatemala. Ésta es la verdad pura y simple. Lo sé, no sólo porque “yo estuve allí”, como dijo Goethe en Waterloo, tras la derrota de Napoleón, sino porque fui yo quien dispuso hacerlo, lo que dicho sea en un inciso, tampoco significó ninguna genialidad. Soy consciente de que, a la hora de hacer memoria, las cosas no son como son, sino como se recuerdan. Pero la historia que sigue ha sido compulsada por testigos. Y no testigos menores, sino mis ejecutivos, un grupo de hombres de bien y de trabajo, y extraordinariamente capaces, que me ayudaron a construir el invento. El testimonio de Goethe fue el de un día. El mío, en cambio, abarca quince años y transcurre desde la gestación de Pollo Campero, en 1969, hasta 1984, fecha en que los negocios dejaron de ser para mí un estímulo o un reto yy pude dedicarme a lo quedeseaba me atraía desde que adolescente, periodismo la literatura. También encontrar un era nuevo estilo de el vida, que me
permitiera estar más tiempo y más cerca de mi esposa y de mis hijos. Mas no por ello dejaré de decir que, de todas las empresas que fundé y dirigí en la rama no tradicional del Grupo Gutiérrez, Campero fue siempre mi niña bonita, no sólo porque le di lo mejor de mí, sino por los trabajos y dolores que supuso levantarla, desarrollarla y llevarla a puerto. Pollo Campero es hoy día una empresa sólida, próspera, madura, de dimensión internacional, pero, sobre todo, orgullosamente guatemalteca. Con 157 restaurantes en Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá, Ecuador, Costa Rica, Nicaragua, México y Estados Unidos, y muy pronto en Europa, asociada a la firma española Tele Pizza, Pollo Campero es el sueño realizado, la quimera conseguida y la prueba palpable de que lo posible está siempre más cerca de lo que pensamos. Menudo orgullo, habiendo nacido como nació en un país del Tercer Mundo, y no precisamente de los más ricos, y en una de las épocas más violentas y desgarradoras de su historia. No es frecuente en Guatemala escribir historias de empresas. Los empresarios hemos sido amenazados, vapuleados, heridos, secuestrados o asesinados con tanta frecuencia que son pocos los que tienen ganas de contar su aventura empresarial. Uno envidia a esos hombres de negocios de otros países que pueden dedicarse a este quehacer sin tener que ocultarse, protegerse o avergonzarse, y sin que nadie intente destruir lo que con tanto esfuerzo levantaron. Campero pasó por todas las estaciones de ese vía crucis y, a decir verdad, a estas alturas no sabría yo explicar cómo pudo sobrevivir al terrorismo, las amenazas, los atentados y la guerra. Pero el hecho es que Campero está ahí. Y más sólido que nunca. Este memorial, sin embargo, sólo abarca el nacimiento y ascenso de la empresa más emblemática y popular del Grupo Gutiérrez. Un memorial no son unas memorias, sino sólo un breve fragmento de tiempo: el que dediqué a la creación y desarrollo de la que siempre será mi empresa favorita. Ésta es la descripción de su dramática andadura, tal y como yo la viví. Éstos son sus dolores y sus gozos. Ésta es la verdadera historia de Pollo Campero.
II TÓMESE EN PRIMER LUGAR UN POLLO TIERNO
Cuando en 1960, las fuerzas de Fidel Castro derrocan el régimen de Batista y llegan al poder en Cuba, un impresionante éxodo de profesionales y hombres de empresa parte de la hermosa isla antillana en busca de libertad y mejores horizontes. Miami es su destino primero, pero muchos de ellos encuentran oportunidades y refugio en México y Centroamérica. A Guatemala, en concreto, arriba un numeroso contingente de cubanos que muy pronto empieza a desarrollar todo tipo de empresas. Entre ellos cabe destacar un notable emprendedor que habría de constituirse en el pionero de la industria de la carne de pollo, hasta entonces inexistente en Guatemala. Se llamaba Domingo Moreira y su nombre irá siempre unido, no sólo a la avicultura nacional, sinoelanombre la primera “cadena” de pollo frito quede se laabría Guatemala, a la cual dio de Pollo Caporal en memoria queen había vendido en Cuba cuando reparó que la llegada de Castro era un hecho insoslayable. Moreira era un hombre locuaz y de sonrisa un tanto bribona, sumamente inteligente y muy hábil para los negocios. Y muy poco sentimental con ellos, pues, como me dijo alguna vez, “a mí, chico, si me compran, vendo, y si me venden, compro”. De manera que cuando Ralston Purina le ofreció adquirir su operación avícola, así como la “cadena” de pollo frito, Domingo las vendió sin parpadear. Había puesto su mirada en otros intereses, entre ellos la comercialización del camarón, y traspasó su negocio de pollos a la multinacional de Saint Louis, Missouri. He escrito “cadena” entre comillas porque sólo tenía dos eslabones: uno en la Plazuela España y el otro en la Sexta Avenida de la Zona 1. Pero con sólo dos restaurantes, Domingo había abierto una importante brecha gastronómica. Cómo sería de profunda esa huella, que aún después de ser rebautizados con el nuevo y rebuscado nombre de Pollos NutRicos, el público los seguía conociendo por el viejo de Pollo Caporal. Así de populares eran. Ralston Purina, sin embargo, haría muy poco por agregar nuevas unidades a aquel conato de cadena. La multinacional era por entonces uno de los mayores productores de carne de pollo en el mundo, y el más importante en Guatemala, pero debió de considerar el país un lugar inseguro o poco
interesante para crecer y se dedicó a mantener un desarrollo vegetativo. Lo cual no tenía nada de extraño. A principios de los años 60, Guatemala era un país extremadamente pobre, volcado a la agricultura, con un ingreso per cápita de apenas $400 (hoy está cercano a los $2,000), turismo escaso, un desarrollo industrial de primera generación muy incipiente y una ciudad capital provinciana (si tenía tres edificios altos eran muchos) que no rebasaba los 450 mil habitantes. A casi cuarenta años de distancia, empero, no puedo por menos de recordar aquellos días con nostalgia. El tráfico en la capital era aún escaso, y la contaminación, inexistente. Abundaban los cateos en las casas, los estados de sitio eran habituales y a cada poco se nos ordenaba llevar encendida la luz interior del automóvil. Aquéllos fueron los años de la “pollera colorá”, “la gallinita Josefina” y los boleros de Javier Solís. Años en que podían aparecer frente a tu casa —y puedo dar fe de ello— una docena de cadáveres en fila, cada uno con un balazo en la frente. Pero también serían los años de Lawrence de Arabia, la Coca-Cola a cinco centavos, los aviones transatlánticos de hélice y los relojes de cuerda. La Sexta era una avenida elegante, la Séptima tenía aún doble vía y la Avenida de la Reforma era casi un desierto verde en el que sólo destacaba un gran edificio de cuatro plantas que respondía al nombre de hotel Biltmore. Los bares se agrupaban en las cercanías de la Torre del Reformador y la vida era tan estrecha como las corbatas. Aquellos fueron los años en que la televisión —un solo canal, en blanco y negro— exhibía las andanzas de El fugitivo y las aventuras de Juan del Diablo, y en los que otro cubano, éste de apellido Pumarejo, hacía las delicias de las amas de casa con su Casino de la Alegría. El Lido era el cine de moda y a muy pocos les importaba entonces la ecología o la teología de la liberación. Años en los que Madonna y Maradona aún no habían nacido, el boom latinoamericano estaba por producirse, la guerra fría empezaba a calentarse, las guerrillas marxistas iniciaban un ciclo sangriento de secuestros, asesinatos y atentados que acabarían por sumir en sendas guerras a Guatemala, El Salvador y Nicaragua, en tanto un coronel insurrecto, Enrique Peralta Azurdia, llegaba en Guatemala al poder tras un incruento golpe de Estado. En aquella ciudad no muy feliz, pero sí alegre y confiada, los sitios donde comer abundantes. Tanto selainclinaba comida por rápida comoasada la alta cocina estabanno poreran desarrollar y el público la carne en lugares
como “La Parrillita” o en el célebre y celebrado “Churrasco” del centro de la ciudad. Había también un local pequeño, pero muy concurrido, “La casa de las hamburguesas”, una cafetería de tipo americano, “Pecos Bill”, que aún existe, y otras tres o cuatro de menú sencillo que respondían al nombre de “Cafesa”. En el centro podían encontrarse restaurantes de comida china, como “Fu Lu Sho”, o española, como “Altuna”. Pero, en términos generales, el negocio de hostelería era aún pobre e incipiente. De ahí el impacto de Moreira con sus celebrados “caporales”. En 1964, yo tenía 24 años y empezaba a construir una empresa avícola promovida por don Juan Bautista Gutiérrez, fundador y patriarca del Grupo Gutiérrez, de la cual eran propietarias su esposa y la mía. Se llamaba Granja Villalobos y yo fungía como socio industrial, rara figura jurídica, pero que entonces se llevaba mucho, con la cual se describía al que operaba el negocio en nombre de los socios capitalistas. El propósito de aquella empresa era vender pollitos de un día a los clientes de una fábrica de alimentos para animales que don Juan había comprado a Pillsbury’s de Guatemala, una multinacional que había abandonado el país recientemente. En el predio de la fábrica (Alimentos Mariscal era su nombre), había una nave cerrada y en su interior una incubadora que llevaba abandonada dos años a causa de un socio incumplido que dejó a don Juan en el aire. Don Juan me propuso echarla a andar, sin sueldo, a cambio de un porcentaje en los beneficios. Y así fue como el Grupo Gutiérrez, que entonces sólo era una industria molinera fundada treinta años antes, se implicó en la avicultura. No era un negocio sencillo. Los productores de huevos y carne importaban por avión los pollitos de Miami y era muy difícil competir con las incubadoras de la Florida. Pero no había muchas opciones para atraer clientes a la fábrica de alimentos, salvo ofrecerles en un mismo punto de venta, concentrado y pollitos de un día. Ésta era toda la idea de don Juan cuando me propuso trabajar con él. En 1965 absorbimos una pequeña operación de carne de pollo, propiedad de otros cubanos, éstos de apellido Menéndez, exiliados también en Guatemala. No fue necesario invertir. Los Menéndez entregaron la operación avícola (cuyo nombre era Pollo Rey ) a cambio de la deuda que tenían con la fábrica, y Granja absorbió la operación y la deuda con el compromiso de pagarVillalobos ambas a plazos.
Aquella aventura incierta habría de volverse con los años la industria cárnica más importante de Centroamérica y el Caribe, pero en 1965 era un negocio pacato y estrecho. Nos las veíamos y nos las deseábamos para vender cinco mil pollos frescos cada semana. Y el más leve aumento de la oferta derrumbaba los precios al extremo de generar quiebras a troche y moche, debido a la minúscula dimensión de las empresas. A fines de los sesenta, la situación se había vuelto aún más difícil. Ralston Purina seguía dominando el mercado y era muy difícil crecer. Para entonces producíamos ya alrededor de treinta mil pollos por semana, pero el crecimiento, en su mayor parte, se había debido a la absorción de empresas pequeñas. La economía de Guatemala estaba inmersa en un largo estancamiento y el mercado simplemente no crecía. Del pollo a la sidra al pollo a la orange orange
Así las cosas, empecé a plantearme la posibilidad de vender pollo en otras formas que no fuera crudo. Yo era sólo un ingeniero y de cocina sabía muy poco. Mejor dicho, era un ignorante absoluto. Pero eso no habría de ser ningún óbice. Y con más atolondramiento que saber, me dediqué a trastear en cocinas y fogones sin tener la menor noción del lío en que me metía. En todo caso, busqué una receta, la arreglé a mi gusto y dispuse que, en lugar de pollo frito, haría pollo a la parrilla. De aquella primera fórmula sólo recuerdo que tenía vinagre de sidra y pimienta de Cayena. El procedimiento era, sin embargo, muy sencillo. Se cortaba el pollo en ocho pedazos, se sumergían éstos en el mejunje, se asaban al carbón y, voilà, pollo a la sidra. Guardo admiración y respeto por todos los familiares y amigos que se prestan a padecer, callada y resignadamente, cual conejillos de Indias, los experimentos culinarios de tanto cocinero in fieri y tanto chef de de bachillerato que se aprestan a abrir un restaurante o una venta de ceviche. Pero en mi caso no serían mis familiares, sino mis amigos más queridos los que habrían de someterse a la prueba del novedoso pollo a la sidra. Los fabricantes de antiácidos les habrán bendecido por sus compras, y el santo Job por su paciencia, pues, frente a aquel pollo picante y vinagroso, mostraron siempre los más comprensivos comentarios y las másaquellos expresivas muestras depero placer. No sé cuántos alka-seltzers les costaron experimentos, en lo
que a mí respecta, siempre juzgué que aquel pollo estaba muy rico (uno es así de necio y de engreído) y si abandoné el proyecto fue porque asándolo a la parrilla no se podía ir muy lejos. El proceso de cocinado era lentísimo y así no había manera de levantar ningún volumen. Mi ignorancia y mi precipitación se habían hecho patentes. Y en ninguna biblioteca pude hallar, como imaginé alguna vez, un Tratado técnicoculinario acerca del pollo frito y sus virtudes. Pero entonces acaeció que otro exilado cubano hubo de venir en mi ayuda. Su nombre era Servando Benavides y era el jefe de nuestro pequeño matadero de pollos. Le recuerdo con mucho afecto. Tenía aire bonachón, un gran bigote, algunas libras de más y llevaba siempre puesto un sombrero de ala ancha que no se quitaba a sol ni a sombra. Viendo mi interés por el pollo frito, me dijo un día que él sabía hacer uno parecido al Caporal y que, en realidad, era cosa sencilla. No recuerdo si Servando había trabajado con Moreira, pero sí estoy en condiciones de afirmar que lo que decía era cierto. El pollo que preparó Benavides me encantó. Y animado por la prueba, mandé construir una caseta metálica con ruedas, instalamos en ella un freidor de gas y la aparcamos frente al cine Trébol, cuando todavía se podían hacer estas cosas. No es que pasara demasiada gente por el lugar, ni que fuera el punto más idóneo, pero tenía cerca varios comercios, entre ellos un club nocturno que tenía una pinta horrible. La verdad es así de miserable. Y bien que lamento decirlo. Pero el primer paso de lo que andando los años sería Pollo Campero fue una cocina ambulante, aunque el producto era bueno, cosa que me apresuro a decir, si eso ayuda a mi absolución y alivia mi penitencia. La receta, de otra parte, era también muy sencilla. Servando exprimía naranjas agrias, hacía una salmuera con ellas, le agregaba pimienta y sal, cebolla, unos dientes de ajo, algo de orégano, sumergía el pollo en aquel mejunje, lo freía y, voilà, pollo “a la orange”. En su primera semana, aquel chiringuito vendió setecientos pollos y, cuando tal cosa ocurre, uno se pone a multiplicar. Y si a todo lo anterior se agrega que, un mes después, habíamos recuperado la inversión de la caseta rodante, el freidor, la espumadera, los cazos y demás instrumental, era como para que se le pusieran a uno los ojos como al tío Mac Pato. Así que cuando quedó disponible un local el cine y el siniestro club nocturno, lo tomamos en alquiler para entre instalar allí Trébol una cafetería en condiciones, la cual
habría de redimirnos de nuestros ambulantes orígenes. Aquella cafetería sería la primera de una cadena de pollo frito del tipo tradicional, vale decir, de freidor abierto, fritura lenta y alto contenido en grasa del producto. Se llamaría Los Pollos y sus socios fundadores fueron Servando Benavides y Alfonso Bosch, padre este último de Juan Luis Bosch, actual copresidente del Grupo Gutiérrez. Todo lo cual me liberaría por un tiempo del lío del pollo frito para dedicarme en cuerpo y alma al desarrollo de Avícola Villalobos. El problema fue que Los Pollos creció y que el matadero se volvió naranjal, alacena de papas y depósito de cebollas. Las redes de estos productos ocupaban cada vez más espacio seco, y los contenedores con el pollo “a la orange”, más espacio frigorífico. Las empleadas distraían mucho tiempo en cortar y exprimir naranjas, y los fines de semana no se podía dar un paso entre aquel laberinto de recipientes metálicos con pollos en salmuera, por más que todo aquel caos tuviera la virtud de encubrir con un delicioso aroma a cítricos los olores propios de un matadero. Sólo en una empresa artesanal pueden suceder estas cosas. Pero no éramos otra cosa entonces: una industria menuda y pequeñita donde creíamos que se podía hacer de todo. El resultado de aquella experiencia fue separar Avícola Villalobos de Los Pollos. La cadena tomó su dinámica, Avícola Villalobos la suya y todo volvió a su lugar como al principio. Así las cosas, un día de enero de 1970, mientras asistía a una convención avícola en Atlanta, Georgia, entré en un pequeño restaurante de pollo frito. Su nombre lo he olvidado, aunque sé que no era Kentucky Fried Chicken, ya por entonces la empresa líder en Estados Unidos. Pero sí recuerdo el efecto que obró en mí aquel pollo empanizado y con especias, servido con increíble rapidez, y de sabor agradable, aunque no espectacular. Aquel día tuve la impresión de que había dado con algo importante. Igual que los cautivos de la caverna de Platón, había visto las sombras de una realidad huidiza y lejana, algo así como el negativo de una foto que era preciso revelar y cuya imagen definitiva, por más borrosa y oscura que aún fuese, se me antojaba no muy distinta a la que yo había estado buscando.
La conexión sureña
Dicen en Luisiana y en Texas que ellos fueron los primeros en hacer pollo frito y que, no obstante haber sido Kentucky Fried Chicken la primera cadena comercial que vendió un producto así, dos de las más grandes del mundo, Church’s y Popeye’s, nacieron en esos dos estados: Church’s en la ciudad de San Antonio, frente al histórico fuerte de El Álamo, y Popeye’s, en Nueva Orleáns. Con todo y eso, debo decir que Pollo Campero es más antiguo que Popeye’s, una cadena nacida en 1972, lo que da idea de cuán relativos pueden ser estos reclamos. En lo que no parece haber dudas es respecto a que fueron los primeros colonos venidos de Escocia quienes introdujeron en el sur de Estados Unidos el pollo frito como alternativa al pollo cocido u horneado. No sería, sin embargo, hasta principios del siglo XX que empezaron a circular en esa región las recetas de pollo a la sureña, la mayoría de las cuales consistía en rebozar con harina, sal y pimienta las piezas y freírlas hasta que el producto final adquiría un apetitoso color dorado. Pero si bien es verdad que el pollo frito es hoy una importante tradición gastronómica del sur de Estados Unidos, por mucho tiempo fue una tradición de dimensiones reducidas. El motivo se debió a que, hasta mediado el siglo XX, la carne de pollo no abundaba. Ni en Estados Unidos ni en ninguna parte del mundo. El pollo de asar, esa carne que hoy está al alcance de las grandes mayorías, fue por mucho tiempo un artículo de lujo. Y al decir esto no pretendo descubrir la rueda, sino subrayar un hecho que mi generación y todas las anteriores han vivido. Al igual que el “pollo a la sureña”, existía en otras partes del mundo una a la cacciatora gastronomía quepollo. iba del “coq au vinlos ” alplatos “ pollo ”, pasando por larefinada paella de En Guatemala, nacionales a base de esta carne eran, siguen siendo, el pollo en jocón o en pepián y el gallo en chicha (variante guatemalteca del “coq au vin”), pero al igual que en Francia, Italia o España, sólo disfrutaban de ellos una minoría. Tampoco el pollo frito era común. Lo era mucho más el pollo en salsa o al horno. La materia prima de estos platos era el pollo de campo, de corral, de patio o de finca, el cual los campesinos vendían a buen precio para adquirir con el producto de esa venta otros alimentos más baratos. Ese pollo o gallo de campo necesitaba casi un año para alcanzar un peso apropiado. Y era, excuso
decir, más sabroso de lo que más tarde se dio en llamar pollo de granja o
industrializado, pero también más seco y fibroso. El pollo tierno es un producto del siglo XX, un fruto de la genética, los avances en la nutrición animal y el control de las enfermedades. Y su terneza es un rasgo propio de un ave con no más de ocho semanas de vida. Puesto en términos más sencillos: el pollo industrializado es al pollo de campo lo que la carne de ternera es a la carne de vaca vieja. Pero producir esa carne suave y esponjosa no es una tarea fácil, debido a los cientos de variables que es preciso tener bajo control. Y llevarlo fresco y limpio a la mesa del consumidor es una tarea aún más compleja. Lo que quiero decir con todo esto es que no habría habido un producto ni una cadena como Pollo Campero de no haber existido en Guatemala una industria avícola desarrollada, capaz de producir pollo tierno en forma masiva y a bajo precio. Pero ésa no sería la tarea de Pollo Campero, sino la de Avícola Villalobos, una empresa que se subió al tren del desarrollo avícola a principios de los años sesenta. Nuestro mérito fue investigar, traer a Guatemala tecnologías nuevas y llevar lo aprendido a la práctica. Pero no inventamos nada. Sólo nos limitamos a hacer lo que ya se hacía en Estados Unidos. De allí vendría la genética, la prevención y el control de enfermedades, las técnicas de nutrición animal, la maquinaria industrial y de granjas y un know how que fuimos absorbiendo, aclimatando a Guatemala y engrosando a medida que la empresa crecía. Avícola Villalobos llevó la carne de pollo hasta el borde del último barranco de la ciudad y hasta la última aldea del país a través de una vasta organización de mercadeo y una compleja red de frío. No fuimos los únicos, claro está, pero sí los primeros en hacerlo. La gastronomía del producto, así de y pollo todo, abundante estaba aúnyen pañales. guatemaltecos empezaban a disponer barato, peroLos no pasaban de cocinarlo con métodos muy simples: cocido, con arroz blanco, frito únicamente con sal. Las recetas tradicionales las sabían elaborar sólo unos pocos y, en consecuencia, no había muchos sitios donde degustarlas. Algunas tiendas empezaban a ofrecer pollo rostizado, pero el despacho era lento. Y estaban, desde luego, Los Pollos y NutRicos, pero la masificación no llegaba al consumidor debido, entre otras razones, al uso generalizado del freidor abierto, una tecnología parsimoniosa e incapaz de levantar grandes volúmenes de ventas.
Es la búsqueda, no el hallazgo
Todo el que haya vivido la experiencia de trabajar en la sala de redacción de algún diario sabe la cantidad de información inútil que es preciso filtrar antes de tener a mano lo que podríamos llamar la información relevante, aquélla que en verdad cuenta y con la cual se va armando el periódico. Lo mismo habría de ocurrirme a mí durante el año que dediqué a investigar algo en apariencia tan vulgar como hacer un pollo frito. No sé cuánta materia inútil absorbí ni cuanta paja hube de trasegar. Aprendí, eso sí, que todo saber es siempre una ciencia a posteriori y que, antes de que el conocimiento se adquiera, sólo existen unos datos desordenados y a menudo incomprensibles. Más aún, mientras los datos se obtienen, el saber no es otra cosa que el despiste universal. Tal es el costo de buscar a oscuras. Uno no sabe cuándo ni cómo llegará la información relevante, ni dónde yace ese dato que hilvana de golpe un conjunto de ideas sueltas y que vuelve coherente el caos. A Ray Kroc, vendedor de una máquina para hacer milkshakes, llamada multimixer porque podía hacer cinco batidos a la vez, le llegó el día en que decidió visitar una tienda de hamburguesas en California, atraído por el fuerte pedido de batidoras que le habían hecho los dueños. Era 1954 y Kroc tenía 52 años. Él mismo contaría más tarde que cuando vio el tráfico de gente y la rapidez con que se servían allí hamburguesas, papas fritas y batidos quiso ser parte de aquel negocio que llevaba el nombre de sus propietarios. Y fue aquel descubrimiento inesperado, tengo por cierto, la información relevante con la cual Ray Kroc empezaría a construir ese imperio hoy conocido con el nombre de McDonald’s . Mi información relevante no me llegó como a Kroc, entre otras razones porque no soy un Kroc, aunque siempre vi en él y a su primer socio, un joven llamado Fred L. Turner, y hoy chairman de la corporación, un ejemplo a imitar. Simplemente descubrí, pues nunca me he preciado de inventar nada, un pollo frito diferente, hecho al estilo del sur, un día de enero de 1970, en Atlanta, Georgia, fecha de la que si me acuerdo es porque la convención avícola del sureste de Estados Unidos se celebraba siempre en enero. La información que habría de llevar al diseño de Pollo Campero no fue, en definitiva, una revelación, ni un chispazo genial. Fue sencillamente el
hallazgo de un empresario. Y un empresario no es más que ese personaje capaz de reunir recursos humanos, financieros y tecnológicos y de crear con ellos un producto nuevo que luego tratará de vender en el mercado. Ésa es su virtud y su función, diseñar nuevos productos, abrir nuevos espacios y correr riesgos no asegurables. Y tener siempre los ojos abiertos. Estar dentro de una industria o una empresa, permite ver otras que le son colaterales y cercanas. Colón encontró unas islas yendo a la busca de especias, y Vasco Núñez de Balboa descubrió que estaba en un continente, y no en unas islas, cuando se encontró con el Pacífico. Así opera el hallazgo de la información relevante, la que crea procesos y redes de saberes más complejos. No hay genialidad, sólo búsqueda. Y de vez en cuando, un hallazgo. Aquel pollo “a la sureña” me pareció el modelo de producto idóneo para reproducir en un mercado que, según yo, pedía a gritos algo parecido. Contábamos ya con lo básico: un pollo tierno en cantidad abundante y una empresa agroindustrial, Avícola Villalobos, que necesitaba distinguir su producto (los pollos, a diferencia de los automóviles, son todos iguales y tienen un sabor muy parecido) y obtener de paso un valor agregado. De modo que la solución era sencilla: sólo había que revelar el negativo de la foto, desarrollar algo parecido a aquel pollo frito sureño y venderlo en forma masiva. Sólo eso.
III AL FREÍR, SERÁ EL REÍR
La comida y el amor rigen el mundo. Dime lo que comes o dime cómo haces el amor y te diré quién eres es un antiguo saber que el paso del tiempo certifica. Comer y amar engendran dos felicidades distintas, pero unidas por algún mecanismo secreto. Se come y se hace el amor, se hace el amor y se come, y ambas cosas nos hacen felices. Hay platos que son por naturaleza afrodisíacos. Y cuando una obra de ficción tiene cierto contenido erótico, se dice de ella que es picante o que tiene sal y pimienta. Los placeres, como los extremos, se tocan. Y el buen amor y el buen comer son sin duda dos de ellos. Pero no sólo el comer y el amar causan gozo. También el freír es risueño. Yo desde niño la una frasetarea según la cual “al freír, seráalel menos reír” y vengo que yoescuchando interpreté siempre como gozosa derivada de anticipar, por el aroma, el sabor de lo que se fríe. Sólo andando el tiempo descubrí que lo que la frase implicaba era una mordacidad semejante a la que se emplea cuando decimos a alguien “vas a ver lo que es bueno” o “no sabes lo que te espera”. Y eso sería a la postre lo que habría de ocurrirme con la fritura, una de las formas más simples de cocinar alimentos, pero una de las más delicadas, si es que se quiere hacer bien. En 1970, poco sabía yo del aceite, menos aún de su vida en el freidor, la necesidad de filtrarlo a menudo o su tendencia a degradarse y oxidarse y a producir mal sabor con el uso. Todo es nuevo para quien lo hace por primera vez, pero, en realidad, sólo es nuevo aquello que se ha olvidado. La fritura, por ejemplo, es una práctica vieja. Cinco siglos antes de Cristo el aceite ya se usaba para cocinar y freír el pan, dice el Levítico. De Roma se sabe que, en el siglo I a.C. se freían huevos en aceite. Los clásicos españoles mencionan con frecuencia el uso del mismo en la cocina. Y Velázquez puso ante nuestros ojos esta antigua práctica culinaria en su famosa pintura de una vieja friendo huevos en un plato de barro vidriado. En última instancia, freír consiste sencillamente en una transferencia de calor desde el aceite hirviendo al producto que se pretende cocinar. Pero sus variantes serían hasta el pasado siglo procesos muy lentos en los que la
corteza protectora de la fritura tardaba mucho en formarse y daba pie a que el pollo, la carne o los huevos salieran de la sartén empapados en grasa. La técnica de freír a cielo abierto tuvo estas limitaciones hasta el día que a alguien se le ocurrió tapar la sartén en forma hermética. Uno de los primeros en hacerlo sería el coronel Sanders, un cocinero de Kentucky (lo de coronel era sólo un título honorario) que empezó a freír pollos en pequeñas ollas de presión dispuestas en batería. El producto final era menos graso que sus antecesores, pero si bien el salto tecnológico era notable, freír rápido era otra cosa. No encontraba yo ágil ni práctico freír pollo en cinco o seis ollas. Además, dicho sea con perdón, el pollo del coronel me pareció siempre muy insípido. A lo largo de 1969, hice varios contactos con algunas cadenas norteamericanas de pollo frito, como Maryland Fried Chicken, The Golden Skillet y y otras franquicias pequeñas, hoy desaparecidas. Viajé a sus lugares de origen, me enseñaron sus restaurantes y me mostraron muy por encima sus métodos de freír. No saqué demasiado en limpio y las franquicias me parecieron muy caras. La tarifa oscilaba entre $10,000 y $15,000 por cada restaurante, además de un 5 por ciento de la venta bruta. El mucho hablar y mucho ver, no obstante, me permitieron familiarizarme con refrigeradoras verticales de bandejas, armarios calientes y otros equipos extraños, así como una jerga profesional que hasta entonces había sido para mí un misterio. En una de aquellas visitas descubrí un freidor de presión del tamaño de una mesita de noche, capaz de freír hasta seis pollos en cosa de diez minutos. Eso significaba la mitad o menos del tiempo que se requería para freír pollo y medio en un freidor tradicional. Había encontrado una clave. Aquella pequeña máquina, recién salida al mercado, podía llevar al restaurante la productividad de una cocina industrial y producir hasta cuatro veces lo que los otros freidores producían en el mismo tiempo. Compacto, de acero inoxidable, con termostato y reloj incorporados, el freidor cantaba tecnología por los cuatros costados. Fue un amor a primera vista y, si se me permite la metáfora de Borges, el aleph de Pollo Campero, el lugar donde confluían y desde el cual se veían todos los puntos del universo de la fritura. Es una regla sabida de la industria hostelera que un restaurante se arma alrededor del menú, pero, en nuestro caso, la construcción empezaría por el freidor, ese momento, Campero una no había sido mí otra cosa que una pues, simplehasta freiduría. Así que siguiendo política quepara se iba haciendo
carne en el Grupo (la política de Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como), concluí que ya sabía bastante del asunto, me olvidé de las franquicias y me apresté a desarrollar nuestro propio producto para no tener que pagar a terceros honorarios ni royalties ni estar sometido a otras músicas por el estilo. Decía mi abuela que no hay nada en este mundo más atrevido que la ignorancia, pero yo había olvidado la advertencia. Y con esa osadía de quien no sabe de la misa la media empecé a armar pieza a pieza aquel rompecabezas “tan sencillo”. Compré un archivador de tres gavetas y en ellas fui metiendo toda clase de catálogos de equipos de cocina y libros de tecnología de alimentos. Invertí buen número de horas en la biblioteca de la Embajada de Estados Unidos, buscando direcciones y leyendo procesos. Hice planos, elaboré presupuestos, estimé costos y finalmente logré reunir una cantidad sustancial de información. Pero el proyecto no progresaba pues la carta que había enviado al fabricante del freidor solicitando información y precios no había tenido respuesta. Y el freidor era, según yo, la clave de todo el asunto. Hoy día, existen decenas de miles de establecimientos en el mundo que utilizan el freidor Henny Penny, pues ésta era su marca, para todo tipo de productos, pero entonces freír a presión era aún una rareza, por más que la teoría fuera sencilla. La humedad natural de la carne de pollo levantaba en la cámara cerrada una fuerte presión de vapor que sellaba por fuera el producto y permitía que se cocinara en sus jugos naturales. Al perder menos humedad que el freidor abierto, el pollo absorbía menos grasa y tenía más volumen que el de los otros freidores. Y aparte de su enorme productividad, el consumo de energía eléctrica de aceiteque erantoda másmibajos. Contado así, ypareciera actividad hubiera estado volcada esos días hacia el desarrollo de un producto del que nadie tenía aún noticia en la empresa. Pero lo cierto es que casi todo ese trabajo lo hacía en mi casa de noche, pues de día me era imposible. Avícola Villalobos crecía sin parar y, para más complicación, don Juan Bautista Gutiérrez me había dejado el “encargo” de tomar una pequeña crianza de cerdos que tenía en la finca Melrose, cerca de La Democracia, Escuintla, desarrollarla y construir una planta empacadora de carnes porque, sin ésta, “los cerdos no eran negocio”. Y en ésas andaba yo a principios de 1970, planeando una operación porcícola, habría de administrar Mario Brol,en y diseñando una fábrica de que embutidos queconstruir un año ymás tarde se convertiría lo que es hoy
Empacadora Toledo, otra cocina de cuyos productos, dicho sea de paso, no tenía yo la más remota idea de su fabricación. Cierto día, a fines de ese año, recibí una carta de Griffith Laboratories de México, empresa establecida en Monterrey. En ella me decían que eran los representantes exclusivos de Henny Penny para Centroamérica y que me invitaban a ver funcionar el freidor, aprovechando un curso de fabricación de embutidos y carnes procesadas que impartían. Había llegado el momento de freír, y acaso también de reír. Pero a lo que íbamos a Monterrey, en realidad, era a aprender a hacer salchichas. Con todo lo cual sólo quiero hacer ver que Campero no fue nunca una idea importante y obsesiva, sino un proyecto que se fue armando conforme yo iba teniendo tiempo. Debo admitir, así y todo, que el viaje a Monterrey resultaría decisivo y que de aquella experiencia habría de salir finalmente un pollo a la sureña, sólo que bastante más al sur de lo que nadie hubiera imaginado. Intermedio sobre especias y fast food
Hay una estrecha relación entre desarrollo humano y alimentos. La historia del homo sapiens es la historia de su dieta y de sus esfuerzos por comer mejor. La caza, la pesca, el desarrollo de la agricultura, el paso de los alimentos europeos a las Indias, y el de los alimentos de las Indias a Europa, son otras tantas revoluciones que cambiaron nuestros hábitos alimentarios. El gusto es nuestro sentido con más propensión a aburrirse, de ahí su curiosidad por buscar experiencias palatales nuevas. Pero de todas las revoluciones citadas, acaso la más importante haya sido la de las especias. Los gastrónomos medievales decían que nadie podía tener una intuición del Paraíso si antes no había olido o saboreado los intoxicantes aromas de la canela, la nuez moscada, el jengibre o el clavo de olor. Tal vez por eso las especias se convirtieron rápidamente en un símbolo de status y en el placer de los pocos: cuanto más pimienta o comino se aplicaba a las comidas, más respeto infundía el anfitrión. Especiar en abundancia era signo de prosperidad, pues sólo los más adinerados podían acceder a aquellos maravillosos, si bien carísimos, condimentos precios alcanzaron talesy alturas que dieron lugar a sangrientas guerras,cuyos generaron grandes fortunas
hasta provocaron el hallazgo de un nuevo continente. La historia del hombre, en definitiva, ha estado determinada no sólo por la necesidad de comer, sino por otra aún más intensa: la de comer bien. De ahí que los condimentos llegaran a ser tan importantes o más que los mismos alimentos. Nuestro caso no sería muy distinto. Páginas atrás refería que en alguna ocasión corrió el rumor de que Pollo Campero tenía una sustancia que provocaba adicción. Por supuesto, no era verdad, pero sí había algo de cierto en la sospecha. Pollo Campero creó en Guatemala una adicción gastronómica semejante a la que los europeos de la cuenca mediterránea “padecen” por el aceite de oliva, los chinos, por la salsa de soya, los alemanes, por la salchicha con repollo, y los franceses, por la mantequilla. Todos los pueblos tienen su catálogo de sabores preferidos, basados en los condimentos que utilizan. Y el sabor de Pollo Campero se acabaría convirtiendo en uno de los favoritos de Guatemala. Tal sería la revolución alimentaria que, sin anticiparla ni habérnosla propuesto, iniciamos hace poco más de treinta años. Hoy existen en Guatemala toda clase de franquicias, toda clase de sabores, toda clase de comidas rápidas, toda clase de cadenas, pero todas vendrían más tarde. Campero fue la primera en ofrecer un producto barato y popular que, como valor añadido, llevaba adherida a la piel una mezcla de especias que, al unirse a los jugos de la carne, creaba en el paladar un placer desconocido. Haber logrado incorporar ese placer al paladar nacional, y ahora al de otros países, será siempre motivo de gozo, pero más allá de esta revolución en los registros del gusto, Campero contribuyó cambio de orden no menos importante: la proliferación y desarrollo de laa otro comida rápida. Todas las revoluciones dietéticas citadas líneas arriba cambiaron los hábitos gastronómicos del ser humano en diferentes tramos de su historia, pero la revolución alimentaria por antonomasia del siglo XX ha sido la comida rápida, tan denostada por unos y tan exigida por otros. El fast food es uno de los muchos vástagos de la división del trabajo y la revolución industrial. Y quien haya vivido como alguna vez yo lo hice en un área rural no puede por menos de apreciar lo que la comida rápida supone. En la aldea de mi infancia, mi familia ocupaba buena parte de su tiempo en alguna actividad que tenía que ver con la comida: éste ordeñaba la vaca, aquél recogía los huevos,
alguien hervía la leche, otro cortaba la leña, éstos desgranaban el maíz, las tías amasaban la harina y la abuela cocinaba junto al fuego. Todo muy poético y bucólico, pero el esfuerzo era agotador. Hoy en día, cualquier restaurante de fast food puede servir un almuerzo en diez minutos. La revolución industrial ha permitido utilizar el tiempo con más eficiencia. Y esa revolución aplicada a la alimentación es lo que conocemos por comida rápida. La cual, sobra decir, ha existido siempre. Baste mencionar la carne cruda o las moras silvestres. Comida más rápida, imposible. Pero no porque la comida se elabore deprisa ha de ser un alimento inferior. La calidad de un buen plato depende de sus ingredientes, la habilidad con que éstos se mezclan o la temperatura de servicio, no del tiempo que se necesita para cocinarlo. Tal es el principio en el que se basa esta industria formidable. El fast food no es cocina casera. Tampoco es gran cocina. Es una renovación en la forma de preparar la comida con el auxilio de la tecnología moderna. En los países pobres, no obstante, donde la revolución industrial apenas acaba de dar comienzo, la comida rápida cumple otro cometido no menos revolucionario e importante, y es dar acceso a las mayorías a una comida económica e ilustrar y enriquecer su paladar con una explosión de sabores distintos a los tradicionales. Hoy pienso que esto fue lo que hizo Campero en su primera etapa: sorprender al público con nuevos registros en su sentido del gusto. Fuimos los primeros en hacerlo y creamos una experiencia gustativa que nuestros mercadólogos hangusta llamado “sabor Campero”, pero que quienes desarrollamos el producto nos llamar “el sabor de Guatemala”, ése que se aspira a veces en las aceras de las calles o impregna el interior de los aviones repletos de emigrantes que se llevan a California o a Texas uno de los sabores más queridos del país. ventura en el Paraíso
Los gastrónomos medievales tenían, pues, razón: paladear y aspirar el olor de las especias crea la ilusión estar muy cerca delinsípidas Paraíso. yLas comidas tradicionales de los pueblosdesuelen ser bastante el
encuentro con estos sabores crea hábitos y placeres nuevos. Pero también permite descubrir teclas en el paladar que uno no ha tocado nunca, experiencia de la que yo no había sido consciente hasta que visité Griffith Laboratories de México, en noviembre de 1970. La fábrica no era sofisticada, ya que se trataba de una planta mezcladora de especias, pero los almacenes desprendían una intensidad y variedad de fragancias que envolvía oficinas y laboratorios. Nunca antes había estado en un lugar así. Y el efecto de aquella impresión permanece en mi memoria olfativa como el de la primera vez que respiré el aroma del azúcar quemada que mi madre batía para hacer un flan. Me acompañaba en aquel viaje Javier Iraizoz, nuestro gerente industrial, título que cito aquí por puro formalismo, ya que Javier, treinta años después de aquella aventura, sigue siendo uno de mis amigos más queridos. Pienso que esa gran amistad se fraguó allí, en Monterrey, donde a lo largo de diez días, no sólo aprendimos a fabricar hot dogs, salchichas polacas, salchichones, mortadelas e incluso hilachas a la mexicana, sino sobre todo a explorar y decidir la mezcla de especias de Pollo Campero. Lo haríamos con la ayuda de Juan Carlos Eisen, un chileno brillante y encantador que llegaría a los más altos puestos de la compañía en Chicago y por quien ambos, Javier y yo, guardaríamos siempre un gran afecto. Pero no recuerdo aquellos días con demasiado entusiasmo. Dormíamos en un hotel vulgar y la comida era un desastre, cosa rara para un país de tan buen comer como es México. El programa de Griffith, sin embargo, estaba diseñado para técnicos de fábricas de embutidos y el alojamiento tenía que ser modesto. El horario de trabajo, a su vez, no permitía el descanso. Salíamos muy temprano del hotel e íbamos a pie hasta la planta donde recibíamos clases teóricas y prácticas. Javier era el de las prácticas, en tanto yo tomaba notas de tiempos, temperaturas, mezclas y procesos. El motivo de esta división del trabajo era muy simple: tengo unas manos que parecen pies. Soy incapaz de apretar un tornillo sin provocar un derrumbe. Javier, en cambio, posee esa habilidad natural de quienes arreglan cerraduras o enchufes en un tris donde otros destrozaríamos la puerta o pereceríamos electrocutados. Cada uno estaba, pues, a lo suyo y, de regreso al hotel, invertíamos todavía algunas horas en sacar en limpio las notas y reforzar lo que habíamos aprendido. Uno de esos días, Juan Carlos Eisen nos llevó a la cocina-laboratorio
donde estaban instalados diversos equipos, entre ellos un freidor Henny Penny. También había preparado varias combinaciones de especias para mezclar con harina. Aquélla sería la primera de una serie de experimentos en comer y freír, aunque no tanto en reír, y de las que poco faltó para salir de Monterrey odiando todo lo que oliera a Paraíso. En alguna ocasión he visto documentales en televisión que muestran a perfumistas con unas tiras o varillas muy delgadas que introducen en probetas y pasan por la nariz rápidamente para probar las fragancias. Algo parecido suelen hacer los catadores de vino. Y también los mezcladores de especias. Pero mucho me temo que yo no tuviera entonces la finesse necesaria para esas cosas. Me faltaba la fuerza de voluntad, que tanto admiro en los catadores, para comer un pedacito de este pollo o aquella salchicha y anotar sus rasgos organolépticos, que es un término algo raro, pero que describe muy bien los efectos sensoriales de unos chilaquiles o una copa de vino de Rioja. Comía, creo yo, más de la cuenta, y de resultas terminaba el día con el paladar devastado. Por suerte, la comida del hotel era tan mala que su insipidez contribuía a aliviar la saturación de especias con que las papilas concluían su jornada. Pero nunca dejaré de agradecer a Juan Carlos lo que nos ayudó y enseñó en aquellos días augurales. Griffith Laboratories se precia de vender sabores, no especias. Y sus técnicos son personas de tan delicado paladar como delicada es la nariz del perfumista. Unas notas más de comino aquí o unos gramos más de clavo allá y el producto final puede diferir tanto como el Chanel n° 5 difiere del Anís del Mono. de mucho freír, llegué a una decisión. No vinoFinalmente, bajada delcierto cielo,día, ni después me inspiró San Catocho, ni fue fruto de algún éxtasis. Sencillamente elegí una de aquellas mezclas, convencido de que era la que mejor se adaptaba al paladar guatemalteco. Y lo cuento así, a la pata la llana, porque, como decía al principio de este libro, quiero desmitificar el origen de lo que muchos creen es el secreto de Campero: su sabor. El tiempo y la experiencia me vendrían a decir que contar con un buen producto es una condición necesaria, pero en modo alguno suficiente para tener éxito en la industria hostelera. He visto productos muy buenos desplomarse por razones distintas a su buen sabor. Y he visto productos mediocres sostenerse y sobrevivir merced a la capacidad de ladeempresa que lo promueve y lo vende. El secreto de Campero proviene otras virtudes que, paradójicamente,
no son para nadie un secreto. Y todo profesional de este oficio ratificaría sin dudar lo que digo. El secreto de Campero es su equipo humano, su organización, sus procesos industriales, su logística, sus programas de entrenamiento, sus métodos de supervisión y auditoría, pero sobre todo su energía empresarial para movilizar una compleja estructura de aprovisionamiento, elaboración, transporte y ventas. El sabor importa, qué duda cabe, pero, sin todos los demás apoyos, hace tiempo que Campero habría dejado de existir. Tierno, jugoso y crujiente
El resultado de aquel viaje al Paraíso y sus embriagantes especias fue que Javier se volvió un experto en freidores y fritangas, y yo un convencido de que, finalmente, teníamos un pollo tierno y crujiente. Pero no estaba aún ugoso. O no tanto como yo quería, sobre todo la pechuga, que es la parte del pollo que más tiende a resecarse cuando se fríe. Pero el azar, que nunca se sabe cuándo vamos a encontrarnos con él, se cruzó una vez más en mi camino para propiciar otro hallazgo. Entre los libros de tecnología de alimentos que había ido acumulando había uno de aspecto vulgar y pastas de cartulina verde que había adquirido en la oficina nacional de patentes de los Estados Unidos. El texto estaba escrito a máquina y los diagramas habían sido hechos a mano. Y fue hojeando uno de aquellos “inventos” que encontré un proceso para aumentar la jugosidad de cualquier tipo de carne cuandopero eraelcocinada. registrado a nombre de una corporación de Chicago, responsableEstaba de la patente era un Ph. D. en tecnología de alimentos. Llamé a la Embajada de Estados Unidos en Guatemala, conseguí el teléfono de la corporación y, sin muchas esperanzas, pregunté por el especialista. Y cuál no sería mi sorpresa cuando supe que el personaje existía y que medio minuto más tarde estaba hablando con él. Nunca conocí a aquel sabio, pues en efecto lo era, pero en cosa de cinco minutos aprendí de salmueras y frituras lo que no había aprendido en un año. Su entusiasmo era contagioso, y su voz, diáfana y encantadora. Le dije que había leído el contenido de su patente interesado utilizar de el proceso en forma experimental. Se pusoy que feliz.estaba Me comentó que,endespués
varios años patentado, yo era el primero en interesarme por el bendito proceso. Lo imaginé dando saltos: su invento tenía un cliente. Y entre plácemes y fiestas me dijo que la patente era un puro formalismo, que no me cobraba por ella y que me enviaba al día siguiente por avión unas muestras del producto para experimentarlo con la carne de pollo. No volví a hablar con él, pero si la magia o la casualidad intervinieron alguna vez en el desarrollo de Pollo Campero, tal cosa ocurrió aquel día durante una breve conversación telefónica con un sabio desconocido. Un par de semanas después recibíamos el producto y de inmediato hicimos el experimento. No recuerdo qué cara pusimos Javier y yo cuando probamos el producto final, pero debió de ser muy feliz. El pollo se derramaba en mil fuentes cuando entraba en la boca. Y el freír fue, en efecto, el reír. Teníamos un producto tierno, jugoso y crujiente. Ahora todo consistía en saber si también les gustaba a los demás. Y así vino a suceder que un 9 de enero de 1971, reunimos a un centenar de personas, resignadas y comprensivas (e imagino que provistas de sus antiácidos respectivos), que se prestaron a ser nuestros conejillos de Indias. Javier y yo empezamos a freír, y a mover piezas de pollo de allá para acá, y a operar el freidor, y a abrir y cerrar su vistosa tapadera coronada con un molinillo de pequeñas esferas rojas y negras. Habíamos llevado un horno para mantener el pollo caliente en el caso de que los invitados comieran más despacio de lo que nosotros freíamos. Nunca lo estrenamos. Durante cosa de dos horas, Javier y yo viviríamos una experiencia semejante a la que debieron de vivir feliz los apóstoles el día de de losmilagroso panes y freidor los peces. Aquella multitud volvía unalay multiplicación otra vez ante aquel del que surgían como por ensalmo decenas de piezas de un producto que los invitados devoraban como si no hubieran comido pollo en su vida y para el cual sólo tenían elogios encendidos. A medida que fue cayendo la tarde y en el cielo se encendieron las estrellas, la euforia se fue apoderando de los dos cocineros. Javier y yo nos mirábamos y reíamos. Reíamos y freíamos. Pero nuestro gozo iba más allá del placer que da servir un buen plato a los amigos. Teníamos el producto. Había nacido pollo campero, así escrito, con minúsculas. Pero ni Javier ni yo ni ninguno de los presentes tenía idea de lo que iba a costar escribirlo con mayúsculas.
IV DE CÓMO LA LEY DE MALTHUS SE ENSAÑÓ CON POLLO CAMPERO
Entre las memorias escribía para losera socios del grupoo de empresas que de yolabores dirigíaquey cada de año cuyas directivas presidente vicepresidente, no aparece, excuso decir, ninguna de las historias que aquí cuento. Las memorias de labores suelen ser grandes depósitos de arena y grava adornados con toda clase de cifras. Pero hay un preámbulo en la memoria distribuida a los socios en agosto de 1976 que, a pesar de su aridez, reseña lo que habrían de ser cinco años trascendentales para el futuro del Grupo Gutiérrez, los cinco años más agitados de mi vida profesional y sin duda los mejores, pues sobre ellos quedarían asentadas las bases de su presente.
Los párrafos en cuestión de la memoria decían así: “Entre 1972 y 1973 desarrollamos una febril actividad inversora que daría no pocos problemas de organización, coordinación y control. Durante ese breve período, Pollo Campero inició su expansión, se amplió el rastro de aves, se construyó la fábrica de subproductos, una moderna planta de incubación, las oficinas centrales y la granja de cerdos (la más grande y moderna de Centroamérica). Se inauguró Empacadora Toledo y se dio el salto a El Salvador, donde se fundaron Avícola Salvadoreña y Pollo Campero de El Salvador… Los efectos financieros y humanos de tan violento crecimiento empezaron a notarse desde el principio. Pero en los dos últimos años (1975 y 1976), el desarrollo ejecutivo y la puesta en práctica de métodos organizativos modernos han logrado dar firmeza a ese crecimiento. El concepto de grupo de empresas está ya desarrollado y su organización concluida. Este año, las utilidades serán el triple de hace dos años y el pronóstico para 1977 es que esa cifra será cuatro veces mayor. El Grupo Villalobos y filiales, en fin, se ha consolidado en todos sus aspectos. Y la venta de una parte de sus acciones a los ejecutivos significa un paso más hacia su fortalecimiento. El Grupo inicia ahora una fuerte expansión que será visible en los próximos años, tanto en Guatemala como en El Salvador. Y nuestras empresas saldrán al encuentro de esa expansión con la seguridad de ser, hoy por hoy, las más profesionales y capacitadas del sector”.
Mis memorias de labores solían ir siempre sin firma, pero ésta sí la firmé. No podía dejar de sentirme orgulloso de todo lo que habíamos hecho en esos cinco años de trabajo. Pero hay una razón más que me ha inclinado a incluir en este memorial los párrafos citados más arriba. Y es que, sin yo ser consciente de ello, la nueva línea de negocios familiares superaba en esos
días de 1976, tanto en ventas como utilidades, los negocios tradicionales de la familia. Todo lo cual no significaba otra cosa que la intuición del patriarca del Grupo había sido profética y que lo que hasta entonces muchos habían considerado juguetes más que negocios (los “pollitos”, los “cerditos”, los “entretenimientos” del viejo, decían), resultaban ahora las empresas de mayor crecimiento y rentabilidad. Su estrategia de diversificación había dado fruto. Y su orgullo personal rezumaba en su sonrisa y en sus ojos cada vez que traía a alguien a mi oficina para mostrarle la revolución que él había impulsado. Todo esto, sin embargo, me era ajeno todavía aquel año de 1971, cuando las empresas agroindustriales del Grupo despegaron y Pollo Campero abrió sus puertas al público, un año que fue ciertamente un parteaguas y a la vez un trampolín y que lanzaría al Grupo a alturas inesperadas. De ahí ese mal escondido orgullo que, en 1976, reseñaba la memoria de labores. 1971 fue el año en que se inauguró Disney World y empezaron a cruzar los aires los 747s, el mismo en que murió Louis Amstrong y en el que un tal Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, alias Pablo Neruda, era galardonado con el Nobel de literatura. Jesús Christ Superstar triunfaba en Broadway, French Connection ganaba el Oscar en Hollywood, una hamburguesa costaba 25 centavos de dólar y la Cámara de Industria de Guatemala iniciaba la construcción de un emblemático edificio que daba a conocer el progreso de la industria nacional. Guatemala tenía entonces cinco millones de habitantes de los cuales el 78 por ciento vivía en el campo, en tanto la capital tenía sólo setecientos mil. Y si hoy día, es conconsiderado un producto interno de 20,000 millones de sería dólares, Guatemala todavía un bruto país pobre, imagínese cómo en 1971, cuando apenas alcanzaba los 2,000. Al gobierno había llegado el general Carlos Manuel Arana y la violencia política parecía incontenible. El asesinato de varios diputados, entre ellos Adolfo Mijangos, y el secuestro de cuatro empresarios, Guillermo Ibargüen, Roberto Alejos, Víctor Kairé y Roberto Quevedo, conmovían la opinión pública. El Apolo 14 había llegado a la Luna, pero Honduras se había salido del Mercado Común, en Centroamérica empezaban a soplar vientos de guerra y la canción más premiada y famosa del año, Bridge over troubled waters, de Simon y Garfunkel, inspirado mensajeaguas que poco de servirnos en los años porenunciaba venir paraun vadear las revueltas en quehabría nos movíamos.
El dinero aún no abundaba en las empresas, pero Eulogio Pérez, tesorero del grupo, y una de las personas más ordenadas y sensatas que yo haya conocido, logró apartar dos mil quetzales (siempre tenía algún dinero escondido en algún cajón para estos casos) con los cuales pagamos el enganche de un local comercial en la recién inaugurada colonia Granai & Townson. Eulogio fue siempre mi mano derecha, mi equilibrio y mi conciencia. Y un amigo muy querido y muy leal. Y sobre todo muy previsor. Gracias a ese dinero pudimos adquirir aquel local que estaba a tres minutos de nuestra oficina y que, por lo cercano, nos sería más fácil monitorizar. No sería la única vez que echaríamos mano del dinero de Villalobos para financiar empresas del grupo avícola. De hecho, todas ellas se construyeron gracias a “la mamá de los pollitos” como la llamaríamos siempre. Nunca fue necesario recurrir a fondos de la familia, ni de las empresas no tradicionales, como leí en una carta escrita recientemente por Arturo Gutiérrez, el primogénito de don Juan. Arturo nunca tuvo fe en los nuevos negocios y nunca puso un centavo para ellos. El Grupo Avícola fue un regalo de don Juan y de su esposa, doña Felipa, a sus tres hijos. Y Pollo Campero nació y creció, y se financió con recursos del Grupo Avícola. Así que la apelación de Arturo es del todo gratuita. Con esto más: sólo tres años más tarde, Avícola Villalobos debía acudir con todo su apoyo humano y financiero para salvar de la quiebra las empresas que dirigía Arturo. A este préstamo inicial de Avícola Villalobos a Campero seguirían otros para importar equipos, acondicionar el local y adquirir el rosario de menudencias, utensilios y trastos quecien todometros restaurante necesita. En aquel pequeño espacio de dos pisos y unos cuadrados guardamos esa parafernalia por un tiempo. Pero, algo avanzado el año, y antes de que abriéramos la tienda, Dionisio Gutiérrez, padre, decidió venirse a vivir a Guatemala. Y así fue como, en los últimos días de la gestación de la empresa, entró a formar parte de la misma uno de sus hombres más recordados y queridos. Tener hijos para darlos en adopción
Hasta 1971, Dionisio había residido en Quetzaltenango, desde donde
atendía negocios agrícolas de la Costa Sur, los cuales tenía en sociedad con su hermano Arturo. La familia de Dionisio era aún muy joven y él deseaba para sus hijos una educación mejor, cosa que en aquellos días no podía obtener en Quetzaltenango. Así que ambos hermanos liquidaron las empresas de la Costa Sur, al tiempo que Dionisio expresaba su interés por unirse a las que la familia tenía en la capital. Tal fue la simple razón de que se incorporara a Pollo Campero, una empresa todavía inexistente y sin nombre y que hasta ese momento contaba sólo con un freidor, dos armarios calientes, unos cuantos trastos de cocina y un método para hacer pollo frito. Ahora bien, ¿por qué Dionisio aceptó adherirse a un proyecto inseguro, el cual, viniendo como venía él de la agricultura, le era totalmente extraño? ¿Por qué no lo hizo en alguno de los otros negocios tradicionales de la familia? ¿Por qué optó por venirse a las empresas no tradicionales del Grupo? He ahí unas preguntas que yo tardaría algún tiempo en responderme y que sólo pude entender cuando, ese mismo año, Arturo empezó a maniobrar como lo hizo. Dionisio, a decir verdad, no optó por venir a Pollo Campero, sino que le optó su hermano. Y esa opción forzosa tenía el propósito de que nadie hiciera sombra a Arturo en los negocios fundados por don Juan y que hasta ese momento habían dado lustre a la familia. Arturo había creado una barrera en torno a las empresas tradicionales del Grupo sobre la que ni su hermano Dionisio ni su cuñado Alfonso podían saltar. Y de los hechos ocurridos aquel año no puede deducirse otra cosa que un plan diseñado por Arturo, el cual, de haberse llevado a cabo en su integridad, habría dado al traste con aquella criatura que andando el tiempo Pollo Campero. Dicknonata Tarling, un periodista delsería londinense The Evening Standard especializado en el mundo empresarial, escribió en cierta ocasión que “algunas veces, cuando ya lo hemos hecho todo, decidimos vender la empresa, lo cual es algo parecido a tener hijos y darlos en adopción” . Y esto
era sencillamente lo que había dispuesto hacer Arturo con las nuevas empresas en las cuales don Juan había puesto tantas esperanzas y que, por las razones apuntadas, y acaso por otras que ignoro, pero que me resultan difíciles de entender, no le convenía a Arturo que crecieran. Su primera maniobra consistió en vender Alimentos Mariscal, la fábrica de concentrados para animales que dirigía Alfonso Bosch. Una multinacional de Estados Unidos, Central Soya, compró el 75% de las acciones, en tanto
Arturo quedaba en la directiva como representante de la familia, la cual había retenido el 25%. Ignoro de qué medios se valió para forzar esa venta, pero lo cierto es que Alfonso Bosch quedó al margen de los negocios familiares. Aquél sería el primer paso de una operación que, de común acuerdo con Central Soya, habría de completarse con la venta de Avícola Villalobos, empresa que poco tenía que hacer sin una fábrica de concentrados detrás. Arturo no tenía ninguna fe, insisto, en los negocios no tradicionales de la familia, así que, luego de vender Alimentos Mariscal, inició el proceso de venta de toda la operación avícola. Uno de los primeros en indignarse por el paso que intentaba dar Arturo fue Eulogio Pérez y así me lo hizo saber. ¿Cómo era posible, argüía, que Arturo vendiera un negocio tan próspero como Avícola Villalobos? Los motivos quedan dichos: dejar fuera de los negocios familiares las dos ramas familiares que representaban Alfonso y Dionisio y dirigir y administrar él solo todas las inversiones de la familia. Pero éste era un razonamiento que sólo podría hacerme a posteriori. Había otro motivo, además, que a Eulogio y a mí se nos escapaba. Y era la incredulidad de Arturo ante el hecho de que el Grupo Avícola generara unas ganancias más altas que las de los molinos de trigo. Eso no era posible, nosotros debíamos estar alterando los números. Y ésta era la consideración que más indignaba a nuestro tesorero. Arturo, en pocas palabras, confiaba más en Central Soya que en nosotros, uno de los rasgos personales de un hombre que siempre tuvo más fe en los extraños que en la gente que trabajaba para él. Y en este caso, prefería ser socio minoritario de una multinacional a desarrollar una operación avícola que no creía Arturo pudiéramos nosotros. comentario de DickélTarling, daba desarrollar en adopción a otrosSiguiendo los hijosel que con tanta dedicación y esfuerzo habíamos los demás dado a luz. Y ni a derechas ni a izquierdas hubo manera de hacerle cambiar de opinión. Con esta nota chusca además: Arturo me ofreció, en nombre de la multinacional norteamericana, empleo como gerente general de la operación avícola, una vez adquirida por Central Soya. De esa forma salía de su cuñado y de su hermano, y a mí me retenía en tanto duraba la transición y Central Soya traía sus ejecutivos de Estados Unidos. Arturo se comportó siempre como un socio minoritario que se creía mayoritario y con el derecho a imponer sin más su criterio a su hermano y a su cuñado. Se creía investido de unas virtudes y un talento excepcionales y
con el derecho genético a administrar los bienes de la familia sin dar participación a nadie. Tenía el poder formal, pero no la representación, como ocurre en ciertas democracias. Nunca pedía permiso por lo que hacía con la herencia empresarial que don Juan iba cediendo paulatinamente a sus hijos. Y no aceptaba otra opinión que no fuera la suya. Arturo hacía y deshacía sin consultar, lo cual, me apresuro a decir, no habría sido ningún óbice si lo hubiera hecho bien, cosa que, como se vería muy pronto, no era el caso. Intenté entonces convencer a don Juan del mal negocio que era vender Avícola Villalobos y que hacerlo sería cometer un error semejante al que se había cometido vendiendo Alimentos Mariscal. Pero don Juan no quería imponer esta decisión a su hijo. Hubiera significado restarle autoridad ante los demás. Y aunque le vigilaba aún de cerca, prefería dejarle hacer, pese a los numerosos fracasos de Arturo en negocios que don Juan siempre tapó con su dinero y su crédito. En diversas ocasiones fui testigo del malestar que don Juan le expresaba a su hijo a causa de una mala decisión, cosa que éste resentía muchísimo. Y no fue una, sino muchas las veces que don Juan me confesó en privado su pesar por la incompetencia de Arturo para los negocios. Pero eso no significaba que no fuera, por sobre todas las cosas, leal con su hijo. Yo sabía, sin embargo, que si bien don Juan guardaba a Arturo ese respeto en público, en privado le presionaba y corregía. Y a esa última esperanza me acogí para reiterarle la equivocación que era vender Avícola Villalobos. Estábamos ya en plena auditoría con propósitos de venta, cuando Price Waterhouse certificó la certeza de mis argumentos y mis números. Durante dos meses consecutivos, el estado de Pérdidas y Ganancias reiteróy las cifras que la empresa venía arrojando desde hacía varios meses quemismas Arturo se resistía a creer. Avícola Villalobos se había convertido en el mejor negocio del grupo familiar. Y si bien yo no sabría decir a ciencia cierta si, al cabo, fue la certificación de aquellas cifras, realizada por auditores venidos de Estados Unidos, o fue la decisiva intervención de don Juan, el hecho es que Avícola Villalobos no se vendió. Recuerdo el malestar de Calvin Shields, gerente general de Central Soya, quien ya creía cerrado el negocio, al ver que éste se le había ido de las manos. Y recuerdo una plática en el automóvil de Arturo, a la puerta de su casa, en la que me comunicaba su decisión de no vender Villalobos. Escuchar sus argumentos para retener la compañía, después de haberle oído tantas y
reiteradas veces sus motivos para venderla, fue como oír las razones del converso. De repente, él tenía más fe que nadie en Avícola Villalobos. De repente, nadie como él estaba convencido de las cualidades de un negocio del cual había renegado tan sólo unos meses antes. Tal era en 1971 la “visión” que Arturo Gutiérrez tenía del Grupo Avícola, no digamos de aquel producto menor, aquel negocio para cocinillas que Pollo Campero todavía no era. A decir verdad, nunca lo “vio” ni dio un centavo por él ni por los otros negocios. Siempre los consideró actividades de segundo orden, quizá porque los negocios que don Juan sugería o ponía en marcha le parecieron siempre infantiles. Es algo que puedo afirmar con total certeza porque en eso, como en tantas otras cosas, yo también estuve allí. Arturo carecía de dotes de mando y de ese íntimo vigor que poseen las personas capaces de ganarse la mente y el afecto de los demás. De ahí que buscara poder e influencia por caminos diferentes a los habituales. Y es llegados a este punto que los párrafos de la Memoria de Labores citada más arriba adquieren un sentido más cabal. En 1976, las empresas que Arturo había querido vender duplicaban en utilidades y ventas aquéllas que él dirigía. Pero de lo único que podía presumir era de no haberlas vendido. Ésa fue, tengo por cierto, su única contribución al grupo de empresas agropecuarias, haberlas dejado con vida. Y para más paradoja y escarnio, la empresa que se habría de convertir en buque insignia del grupo, no tanto por su tamaño, cuanto por su popularidad, sería encabezada por su hermano Dionisio, un hombre bueno y cabal por quien, en mi presencia cuando menos, Arturo mostró siempre un desdén semejante quedemostraba Bosch, su cuñado, y mostraría más tarde por losalhijos ambos. por Alfonso Arturo nunca entendió el negocio avícola (la tecnología era para él lo que para otros el griego). Pero eso no sería obstáculo para que, en 1982, cuando la mayoría de los accionistas, temerosos de que Arturo volviera a llevar una vez más a la bancarrota al Grupo Gutiérrez, puso un alto a sus decisiones inconsultas, se llevara la tecnología de Campero al exterior para iniciar un negocio análogo, mejor dicho, una vulgar imitación, en Canadá y Venezuela, violando las normas más elementales de la ética empresarial y familiar. Elogio de un hombre bueno
Tal era la situación el año en que Dionisio, un hombre bondadoso como pocos, se incorporó al grupo avícola. Jamás pude verle enfadado. Y entre ambos habría siempre una honda corriente de afecto. Es difícil que un grupo de trabajo acepte a la primera a un nuevo compañero. Pero él lo haría muy fácil. Dionisio era como todos nosotros. Nunca se le cayeron los anillos ante un trabajo que no considerara digno de él, por duro y áspero que fuese. Muy al contrario. Siempre estaba dispuesto a remangarse la camisa para hacer lo que hubiera qué hacer. Nunca perdía el humor. Era modesto, franco, dedicado. Y no tengo memoria de nadie que no le recuerde con cariño. Desde el día que llegó a Villalobos, nuestra cercanía fue tanta como la que existe de un lado a otro de un escritorio. Y no es ninguna metáfora. En 1971, las oficinas de Avícola Villalobos eran solamente dos cuartos que ocupaban unos cincuenta metros cuadrados, y puede que aún exagere. Estábamos tan apretados que no cabía un alfiler de punta. En aquel camarote de los hermanos Marx, Dionisio y yo compartimos varios meses el teléfono, un escritorio de segunda mano y la secretaria, dicho sea en el mejor sentido y con perdón. Dionisio absorbió en ese tiempo los porqués, los cómos y los porcuántos de Pollo Campero y se sumergió en el proyecto con el mismo entusiasmo que Javier, Eulogio y yo compartíamos. Fue también su primer presidente, pero nunca actuó como tal. Siempre fue uno más entre aquel equipo de hombres acostumbrados a trabajar con niveles jerárquicos muy bajos. Poco podía yo imaginar en aquellos primeros meses de 1971 que la tragedia acechaba su vida y que sólo tres años después le perderíamos. tengo la yconvicción de que hombríaArturo. de bien se habría impuesto aYlashoy asechanzas maledicencias de susuhermano No pudo ser, por desdicha. Con Dionisio se perdió buena parte del equilibrio que toda empresa familiar requiere, así como la honradez y la decencia heredadas de don Juan y que siempre practicó con todos los que le conocieron. Padre y esposo ejemplar, su pasión eran sus hijos, en especial Alejandro, cuya enfermedad congénita vigilaba con un amor y una abnegación que admiraban propios y extraños. Ésta es la memoria que Dionisio dejó en todos nosotros, la de la bondad y la hombría de bien. Nadie en nuestro grupo podría hoy mencionar una sola fricción ni un mal gesto de su parte. Era un hombre de sangre dulce, sin
petulancias ni tufos de ninguna especie, y a quien todos seguimos recordando
hoy con aquella su sonrisa bonachona y cordial que tenía siempre a flor de labio. Una marca a la carrera y el sombrero de un cowboy
Cuando en alguna ocasión me han preguntado cómo surgió la marca de Campero, he creído adivinar en el interrogante, no tanto curiosidad, cuanto esperanza de que la respuesta dé paso a una historia fascinante o inefable. Tal historia no existe, sino otra más prosaica. De hecho, tres meses antes de abrirse el primer restaurante, Pollo Campero era todavía una marca inexistente. Lo que me recuerda la anécdota de cierto humorista que, luego de fundar una revista, hacer toda suerte de preparativos, elegir a sus colaboradores y contratar la imprenta, no había puesto aún nombre a la publicación. Un día decidió reunirlos a todos y, en tono beatífico e ilusionado, les dijo: “Qué ganas tengo de que nazca nuestro hijo para saber cómo se llama”. Creo que fue Voltaire quien dijo que es fácil ponerse de acuerdo en las dos o tres cosas que entendemos y que el origen de nuestras discrepancias son las dos o tres mil que no entendemos. Tenía toda la razón. Recuerdo un largo debate sobre las cortinas del restaurante. Yo las quería blancas y azules, los colores que al cabo tendrían, pero el decorador, Geminiano Gamazo (más tarde primer gerente de Pollo Campero), insistía en otros. Perdimos media mañana discutiendo. Y otro tanto ocurriría con la marca, a cuya elección alguna podría llegarse mediante un y democrático. Convez tal pensé fin, pedí a todos los ejecutivos unaproceso lista deracional diez nombres entre los cuales sería elegido el más votado por todos. Y así se hizo. Pero, una vez más, volvió a ocurrir lo de las cortinas. No hubo unanimidad. Lo que es más, ni uno solo de los nombres propuestos logró obtener más de un voto. De manera que, hasta de un asunto tan crucial, como fue bautizar a la criatura, me es imposible contar algo digno de figurar en los anales del pasmo y el ingenio. La fecha de la apertura se acercaba y la escrituración de la sociedad era urgente. Así que cuando nuestro abogado me insistió en la necesidad de tener un nombre, le dije Pollo sin pensarlo dos Aun queriendo decir Campero lo que decía, el término noveces. era común en Guatemala.
En México se usa el término campirano. En cambio, en Andalucía es palabra muy corriente: una fiesta campera, unas botas camperas, un sombrero campero, son términos de todos los días. Y ésa sería la idea que estaba detrás de aquel nombre que había propuesto como candidato en mi lista, pero que había perdido las elecciones: un pollo de campo, un producto de la tierra traído al seno de la ciudad. Pero faltaba otro par de detalles, el rótulo y el logo de Campero, los cuales eran necesarios para registrar la marca. Y una vez más, la premura sería la encargada de hacer el diseño. Para el rótulo elegí un tipo de letra western que simulaba haber sido grabada en un rústico tablón. En cuanto al pollito, lo tenía ya dibujado, pero no daba impresión de proceder del campo, ya que cubría su cabeza con un gorro de cocinero. Fue entonces que un antiguo hábito acudió a mi mano derecha. De niño dibujaba comics en casa que luego vendía en el colegio a dos o tres “suscriptores” que esperaban cada día el siguiente capítulo de las aventuras de unos personajes que yo había inventado. Entre ellos había un cowboy que aparecía en las viñetas con un gran sombrero, botas altas y pistolas. Mis dibujos eran malos, pero las aventuras debían de ser buenas porque las vendía muy bien. Así que, invocando a aquel dibujante, le quité al pollito el gorro de cocina y le dibujé encima el sombrero del cowboy. No había tiempo para más. Y así quedaría para siempre. Admiro la habilidad que a lo largo de los años mostrarían los ilustradores para “mover” aquel pollito, un tanto rígido y estático, y no demasiado bonito, hasta hacer de él lo que es hoy: una encantadora mascota. Pero siempre que reparo en élese mesombrero digo que de fueala la ancha mano que de un de doce eaños, y no la mía, la que dibujó le niño da identidad idiosincrasia. Imponderables, improvisaciones y errores de bulto
También faltaba el menú, pero eso sería mucho más fácil. Ni siquiera tuvimos que imprimirlo. Teníamos en la oficina un mimeógrafo y con él hicimos unos cuantos menús en blanco y negro, hechos con máquina de escribir. No eran además menús complicados, pues sólo ofrecíamos dos platos: menú Campero (dos piezas de pollo, pan y papas fritas, Q0.85= $0.85) y menú Súper Campero (tres piezas de pollo, ensalada, pan y papas fritas,
Q1.25= $1.25). El café o la Coca-Cola eran gratis. El restaurante había sido concebido para comer barato y salir corriendo. Punto. Ofrecíamos helados y un pastel de higo artesanal que nos hacía una señora. Pero eso era todo: equipos indispensables, bártulos elementales, menú minúsculo, lugar diminuto. Incluso el rótulo exterior era bajito, aunque eso sí, daba vueltas sobre sí mismo, lo que era una innovación no poco fastuosa en aquellos días. La improvisación, de la cual siempre asumí toda la culpa, planeó desde el principio sobre aquel primer experimento. Por no tener, no teníamos ni ensalada. Estaba registrada en el menú y pensábamos servirla, pero a mí se me había ido el santo al cielo. Pocos días antes de abrir, Dionisio me preguntó por ella. Y fueron las prisas, y no un cuidadoso plan, las que precipitaron “la investigación y el desarrollo”, como dirían hoy los MBA, de la ensalada Campero. Eché mano de una revista de alimentación a la que estaba suscrito, Institutions Volume Feeding, busqué una receta de ensalada de repollo (la ensalada que servían la mayoría de las cadenas de pollo frito en Estados Unidos) y nos fuimos a un supermercado. Compramos un par de repollos, dos o tres zanahorias, un frasco de mayonesa y el resto de los ingredientes. Con la ayuda de Javier, picamos las verduras, las mezclamos con la mayonesa y, voilà, cole slaw tipo Campero, la misma que hoy viste y calza en la cadena, sin modificar un ápice, y que se sigue sirviendo con el mismo éxito del primer día. No tengo por la ensalada de repollo una pasión desmedida. Más aún: nunca creí que un producto así fuera a gustar en Guatemala. La servimos por necesidad y porque había repollo disponible todo el año, pero lo cierto fue que, desde el tampoco primer día, el público la pedía incluso para llevar, cosa que, excuso decir, habíamos previsto. La ensalada se servía directamente en los platos y jamás imaginé que llegara a tener tanta demanda. Por todo ello, vaya desde aquí mi homenaje a aquella estupenda revista que nos salvó del apuro. No todas las recetas suelen ser así de acertadas y precisas. Improvisaciones como éstas y un cúmulo exagerado de imponderables plagarían las aperturas de los cinco primeros Camperos, pero sobre todo la del inaugural que, por cierto, ya no existe. Abrimos sin hacer ruido, casi con miedo, esperando, como suele ocurrir en otros casos, que los clientes fueran llegando poco a poco. Pero el público nos desbordó desde el primer día, un 1 de mayo de 1971. Don Juan Bautista Gutiérrez fue su primer cliente y, pocos
minutos después, empezaban los dolores del parto. La gente bloqueaba la puerta de entrada y se agolpaba en la barra y alrededor de las mesas. Pocas cosas funcionaban bien. Mejor dicho, sí funcionaban, pero todo era insuficiente. Nada ni nadie se daba allí abasto. Ni los freidores ni las camareras ni el cajero ni el horno. Mis estimaciones de ventas se habían quedado cortas y el local era demasiado pequeño. Gemi Gamazo había hecho una decoración muy digna con los escasos recursos que contó. Eligió colores calientes en la azulejería artesanal, los muebles y el papel tapiz, y yo diseñé la cocina, expresión que refleja lo pomposo que es a veces el lenguaje, pues “la cocina” eran un freidor de presión y otro abierto para papas, puestos uno al lado del otro. Pero el espacio era tan estrecho que, en realidad, no había cocina, sino una barra muy larga detrás de la cual estaban los equipos a una distancia cortísima. En su sentido más abstracto y metafórico, una cocina es una especie de hall sinfónico donde cada ingrediente y cada condimento aportan sus notas, agudas o graves, a la melodía. Y es preciso ser un gran maestro para lograr esas armonías que los grandes chefs logran alcanzar en un equilibrado carpaccio o una delicada sopa de cebolla. Pero todo en aquel pequeño local estaba reducido a su mínima expresión, pues yo había diseñado la cocina para interpretar un solo de flauta. O mejor dicho, de pollo. El primer Campero no tenía en realidad cocina porque no era un restaurante. Era una freiduría sencillita, concebida como algo cercano a una cocina industrial, donde la productividad y la rapidez debían ser sus virtudes más visibles. Teníamos cocineros, sí, pero eran –siguen siendo– operadores de máquinas. Únicamente tenían enqueel seguir muy sencillosy respecto a cómo meter el pollo freidor movimientos y controlar temperaturas tiempos. El problema fue que aquella cocina industrial había sido concebida con una capacidad de producción muy limitada. Durante todo aquel atosigante mes de mayo de 1971, el público se agolpó en aquel primer restaurante y nos sometió a todos a un agotador stress. Y del agobio habría de surgir otro imponderable inesperado: las ayudas familiares, sobre todo las de las señoras. Creo que de ellas nació el mito de Adán y Eva, la pareja fundadora. Todas querían echar una mano a aquellos hombres que, de plano, no tenían idea de cómo manejar una cocina. Dios las habrá bendecido por ello, pero para nosotros fueron más bien un estorbo. Pues el problema no era de brazos, sino de diseño. La barra era tan estrecha que
todos se estorbaban a todos. Y ninguna ayuda adicional podía resolver aquellas aglomeraciones, ya que generaba rendimientos decrecientes. Campero había sido víctima de una variante de la ley de Malthus según la cual si el crecimiento de la población excede el crecimiento de la producción de alimentos, la población empieza a decrecer. Y tal fue lo que ocurrió. Tan fuerte era la demanda que no pudimos sostener la oferta. Y así vino a suceder que un mes más tarde, la clientela y las ventas se reducían, pues, no importando cuánto hiciésemos para producir más pollo, éste era siempre insuficiente y el público se iba frustrado. Yo había imaginado un venta ordenada y cronométrica, nunca tales apreturas. Pero estaba claro que la realidad era otra y que había que tomar medidas de inmediato. Algunos han llamado a este fenómeno “morir de éxito”. Es una frase petulante, pero muy certera. Nada hay tan humillante como ver el éxito asomar y, al mismo tiempo, reparar que, en el fondo, se trata de un fracaso en toda regla. Pero así fue como nació Campero, agobiado por una paradoja que nos costó desparadojar, si se me permite el barbarismo, casi dos años. Y todo sobre la marcha, todo a la carrera, todo con aquel signo de improvisación que caracteriza lo que se hace sin pericia ni experiencia. A lo largo de los siguientes dos años, en el curso de los cuales abrimos cuatro restaurantes en Guatemala y uno en El Salvador, vivimos bajo la impresión de que nada de lo que hacíamos para ampliar la oferta era bastante. Con cada mejora o ampliación, el aluvión de gente se duplicaba. Todos querían probar aquel pollo especiado, tierno, jugoso y crujiente, del que tanto se hablaba en la ciudad. Años más del tarde, leyendo la historia de abrirlo Disney en World, supecuando que los planificadores parque habían proyectado octubre, la afluencia fuera menor, y que habían estimado en cien mil el número de personas que asistirían a la inauguración. Sólo llegaron diez mil. Lo cual me confortó bastante. La distancia entre Disney World y aquel minúsculo restaurante de la calzada Aguilar Batres no podía ser mayor, pero me consolaba saber que mi error había sido parecido al de los ejecutivos de Disney y que, si yo me había equivocado por defecto, ellos lo habían hecho por exceso. Uno es así de vanidoso y, además, el que no se consuela es porque no quiere.
Dos parejas fundadoras. La de la derecha, Pollo modesta y anónima, prohijaría la estirpe de la cual surgió Campero.
Don Juan B. Gutiérrez, promotor de Avícola Villalobos, en febrero de 1974.
Las tres primeras galeras de Avícola Villalobos, en 1964, año de su fundación.
La primera incubadora.
Vista aérea de Alimentos Mariscal, primera fábrica de concentrados para animales adquirida por el Grupo.
Velázquez puso ante nuestros ojos una de las primeras escenas de fritura que se conocen: su famoso cuadro Vieja friendo huevos.
La olla original del coronel Sanders, auténtica innovación en el proceso de freír, pero de baja productividad debido a su pequeño tamaño.
El autor de estas páginas en 1970, cuando descubrió el verdadero significado del refrán “al freír, será el reír”.
Menú principal de Pollo Campero, llamado también Súper Campero. Su precio en 1971: Q1.25 (equivalente a $1.25).
Cuatro freidores Henny Penny funcionando a todo vapor en Pollo Campero. (1974)
El primer Pollo Campero, visto por dentro (arriba) y por fuera (abajo). Obsérvese el tamaño de los rótulos y la estrechez de la cocina.
Javier Iraizoz, primer cómplice del secreto y Cocinero Mayor de Pollo Campero. (Diciembre de 1970)
Eulogio Pérez, tesorero del Grupo Avícola y uno de los socios fundadores de Pollo Campero.
legría de comer... es alegría de vivir, primer lema de Pollo Campero que apareció en la prensa. (1971)
La maldición de Malthus persiguió a Campero desde el primer día. La población que acudía a los restaurantes crecía más de prisa que la producción de pollo frito.
Primera inauguración oficial de un Pollo Campero (el segundo), un 3 de septiembre de 1971. De izquierda a derecha, Santos Pérez, S.J., rector de la Universidad Rafael Landívar y bendecidor oficial de todos los Camperos; Francisco Pérez de Antón; Geminiano Gamazo; Javier Iraizoz; Dionisio Gutiérrez; Alfredo Gamazo y Eulogio Pérez.
Los niños fueron siempre nuestros mejores aliados y Pollo Campero sería el primero en instalar juegos infantiles en los restaurantes.
El tercer Campero de la historia, sobre la Calzada Roosevelt. (1972)
El cuarto Campero, un remanso de paz y verdor sobre la Séptima Avenida, a unos pasos de la Plazuela España. (1972)
El quinto Campero: la simplicidad y, finalmente, la eficiencia. (1974)
Isabel Gutiérrez de Bosch (izq.) y Esperanza Mayorga de Gutiérrez (der.), tras la muerte de sus respectivos esposos, en 1974.
Dionisio Gutiérrez, padre.
Alfonso Bosch.
La avioneta en que viajaban Dionisio y Alfonso el 3 de octubre de 1974 para llevar asistencia médica a los damnificados del huracán Fifi, en Honduras.
Medallones Campero, uno de los pocos productos nuevos que se lanzaron en los primeros quince años de vida de la cadena.
Cocinero friendo papas en un freidor abierto. La “patatitis” fue una obsesión que tardaría en curarse debido a la falta de uniformidad en las variedades producidas en el país.
Mauricio Bonifasi, hoy director general del Grupo Avícola, en los días que, junto con Juan José Gutiérrez, desarrolló los Medallones Campero.
Juan José Gutiérrez, actual presidente de Pollo Campero, el día que se inauguró el restaurante número 9.
Titular de diario El Gráfico del 9 de octubre de 1978, desmintiendo la noticia publicada una semana antes en la que se afirmaba que Anastasio Somoza era el dueño de Pollo Campero.
Campo pagado por los trabajadores de Pollo Campero, pidiendo a los terroristas no destruir los restaurantes.
Las memorias de Sergio Ramírez Mercado, ex vicepresidente de Nicaragua, en las que narra la historia de la famosa lista de bienes de Somoza. No incluía a Pollo Campero, pero el FSLN asoció en forma malévola nuestra compañía a esa lista.
El primer Pollo Campero abierto en San Salvador, en el Bulevar de los Héroes. (1972)
Portada de Industria Avícola Avícola, la revista de avicultura de mayor circulación en los países de habla hispana, con el Campero de la salida a Santa Tecla, en San Salvador. “No sólo derrotó al Coronel en su propio negocio —decía el artículo central— sino que en el proceso ha desarrollado un interesante modelo para toda América Latina”.
Eduardo Valiente, gerente general de Avícola Salvadoreña y Pollo Campero de El Salvador, en 1976.
Andrés Sedano, hombre clave del Grupo Gutiérrez y director de las operaciones tradicionales de la familia relacionadas con harinas, pastas y galletas. (1982)
Dionisio Gutiérrez, hijo, actual copresidente del Grupo Gutiérrez. (1984)
Juan Luis Bosch, actual copresidente del Grupo Gutiérrez. (1985)
Juan José Gutiérrez, actual presidente de Pollo Campero. (1982)
Dos imágenes de la inauguración de Pollo Campero en Los Ángeles, California, el día 23 de abril de 2002.
V ACERCA DE UNA ESQUINA DE MUJERES MALAS Y OTRAS PRISAS
En 1971, laera esquina de la Quinta Avenida y Novena Calle de la pero capital de Guatemala un predio dedicado a parqueo de automóviles, cuyo aspecto nocturno no podía ser más deprimente. Paralela a la Sexta, por aquellos días la avenida más chic de la ciudad, la Quinta era casi toda ella oscuridad y desolación. Y en las sombras de esta esquina en concreto se agazapaba de noche el lumpen de la prostitución capitalina. Dionisio llevaba tiempo buscando un local en la Sexta para hacer un gran splash, pero nadie estaba dispuesto a ceder allí ni un solo metro cuadrado. En vista de ello, alquilamos la esquina a diez años plazo y edificamos en él un pequeño edificio de trescientos metros cuadrados. En los meses que duraron los trabajos, todos los hombres de la organización nos dedicamos a corregir los defectos y vacíos que habíamos detectado en el restaurante experimental de la Calzada Aguilar Batres, a fin de que la ley de Malthus no volviera a sorprendernos. Adquirimos más equipos, entrenamos con dedicación el personal, desarrollamos métodos de control. Estábamos ahora tan seguros de lo que hacíamos que incluso nos atrevimos a poner un anuncio en el periódico, por si acaso la gente no llegaba a la apertura. Más que un anuncio era un pasquín, pero ése, y no otro, era el grado de refinamiento publicitario que existía entonces. Todo, en fin, estaba medido y calculado, y la felicidad asomaba ya al rostro de todos cuando, un día en que Dionisio estaba ausente, me llaman del restaurante diciéndome que estaba allí el funcionario de Salud Pública encargado de emitir la licencia de operación y que deseaba hablar con el responsable del negocio. El personaje en cuestión era un individuo de aire petulante y mirada altiva que llevaba el cinturón bajo el vientre y no se había afeitado ese día. Me dijo que no podía darme la licencia porque el piso del restaurante era de losas de barro cocido. Si digo que la mitad de los “comedores” del país tenían entonces ese piso tal vez me quede corto, pero era evidente que el inspector quería otra cosa que yo no estaba a dar. Le sugerí queque podíamos el piso con polietileno líquidodispuesto a fin de evitar la porosidad tanto lerecubrir molestaba. Aceptó
a regañadientes y una semana después reaparecía para dar el visto bueno. Pero entonces sacó una navajita del bolsillo y, raspando la capa de polietileno, arguyó: “¿Lo ve? No sirve”. Tuvimos que levantar el piso, poner otro nuevo y hasta comprar un autoclave casi de juguete, pues, al buen señor se le había metido en la cabeza que esterilizáramos los cubiertos como se esterilizan los instrumentos de cirugía. Por último, no le quedó más remedio que firmar a regañadientes la licencia e irse mascullando amenazas, pero sin recibir lo que evidentemente quería. Algunos años más tarde, al término de un acto público que se celebraba en la Cámara de Comercio, y cuando ya Campero se había convertido en un auténtico boom urbano, un alto funcionario de Salud Pública se me acercó y me saludó del modo más efusivo. “¿Se acuerda de mí?”, me dijo con una sonrisa y en voz alta para que quienes estaban alrededor le oyeran. “Yo autoricé de Campero”. acordaba de él, pero la noprimera le echélicencia en carasanitaria sus argucias. El éxitoClaro llamaque al me éxito. Y aquel funcionario formaba ahora parte de la historia de Pollo Campero. La anécdota resume uno de los tantos efectos que la empresa había generado en la cultura urbana de Guatemala. Por aquellas fechas, no había amigo o conocido que, tras los saludos de rigor, no sacara a colación algún comentario sobre Pollo Campero. Por lo común eran positivos, pero, también por lo común, todos tenían algo que decir sobre las papas o la diferencia de sabor que existía entre el pollo de éste o aquel punto de venta. Uno salía del trabajo en busca de otro tipo de conversaciones, pero acababa siempre hablando los mismos que se si los que si lasencolas, que si las cajas de de cartón. Pollo temas, Campero ibabaños, convirtiendo un fenómeno sociológico de grandes proporciones, pero sin que nosotros nos diéramos cuenta de ello. La invasión de los gremlins
La ley de Malthus, no obstante, había llegado a Campero para quedarse y tornaba a repetirse como una maldición bíblica. La clientela crecía más rápidamente que la producción de pollo frito. Y en cada inauguración de las cinco que haríamos entre 1971 y 1972, siempre habría algún fallo. Si no se
iba la luz, se iba el agua. O se fundían los plomos. O al aceite le daba por espumarajear como si le hubieran echado bicarbonato, hecho que sucedería en el primer Campero que abrimos en El Salvador. O se agotaba el pastel de higo porque la señora que lo hacía estaba agotada. Los gremlins parecían invadir cada restaurante la víspera de la apertura para, luego de meterse en cada enchufe, en cada freidor o en cada botella de salsa de tomate, hacer toda clase de fechorías. El restaurante de la Quinta Avenida, el de las mujeres malas, era ahora un lugar limpio y luminoso, y las prostitutas se habían retirado a un callejón. Pero el día de la apertura se fue el agua y no pudimos servir bebidas frías. En el que abrimos en la Séptima Avenida, a una cuadra de la Plazuela España, nos quedamos sin pollo un par de horas. ¿Puede haber algo más vergonzoso que abrir un restaurante y tener que decir al público que no hay comida? Y en el de la Calzada Roosevelt, se fue la luz por la noche. No puedo olvidar la escena de un de grupo de ejecutivos sentados en torno a una mesa, con una velay en el centro la misma, mirándonos como tontos, mientras empleados empleadas rechazaban al público porque no podíamos atenderles. ¿Y qué decir de El Salvador, donde agotamos la existencia nacional de unos fusibles del tamaño de una botella de ron, debido a que la instalación eléctrica había sido mal calculada? Hubo que prescindir del aire acondicionado y la apertura se llevó a cabo en medio de un calor asfixiante. Años febriles, sin duda. Era tan grande el trajín que decidí hacer un alto y no construir un solo restaurante más durante 1973 y casi todo 1974, hasta tanto la organización no se asentara y fluyera como el viento. No sólo en Pollo Campero, sinotenía en todas lasen demás empresas el crecimiento había sidoy tan rápido que nos a todos la lona. Los síntomas de inestabilidad desajuste eran cada vez más frecuentes. Y el mejor termómetro eran los ejecutivos. Éste había ganado peso en forma ostensible, a aquél no se le iban las ojeras, alguno confesaba tener alto el colesterol y allí donde la armonía había sido la regla comenzaban a aparecer desavenencias o respuestas desabridas. Aquella fue la primera de una serie de crisis que el crecimiento se encargaría de poner de vez en cuando en evidencia. Cuando en 1984 dejé el Grupo Gutiérrez, las empresas que yo dirigía tenían más de 5,000 empleados, después de haber empezado con uno solo: el que suscribe estas líneas. Y un desarrollo así tiene siempre un elevado costo humano. De manera que, si no
otra cosa, aquel primer y necesario frenazo vino a enseñarme que no se puede correr a tontas y a locas, como hacía Forrest Gump, del Atlántico al Pacífico, sólo por el hecho de correr. Lo cual puede parecer una verdad de Perogrullo al director de empresas avezado e instalado en una organización madura, pero no a quienes, como nosotros, nos teníamos que inventar cada día el día siguiente. La pausa fue mucho más útil de lo que pude haber imaginado. Tuvimos tiempo para diseñar controles de calidad, rutinas, supervisiones, auditorías. Había que desterrar la ley de Malthus como fuese, ampliando la capacidad de los restaurantes. Campero debía funcionar como un reloj. Y si bien la actividad seguía siendo intensa, la sensación de agobio fue poco a poco cediendo hasta alcanzar un nivel más manejable.
Teoría de las organizaciones y un dicho de Harry el sucio Entre el grupo de ejecutivos había uno que, a semejanza de los demás, había empezado a dar muestras de irritabilidad y desasosiego. No dormía bien, sufría leves mareos de vez en cuando y se le veía ansioso si las cosas no marchaban. Un día tuvo un problema menudo con el jefe de una de las plantas y abandonó el lugar muy molesto. Al salir al muelle de despachos, empero, tuvo un extraño incidente. En lugar de ir en dirección a su automóvil, tomó la dirección opuesta. Probablemente lo hizo afectado por la discusión que acababa de tener, pero lo cierto es que, cuando vino a darse
cuenta, se encontró detenido frente sin saber haciapero dónde dirigir sus pasos. Fue un lapsus mental quea una durópared sólo yunos segundos, mientras transcurrieron se percató de que, no sólo se le habían detenido las piernas, sino también el cerebro. El estrés había podido conmigo, pero al cabo logré reaccionar, caminé hacia mi automóvil y me dirigí a mi casa. El trayecto fue un vía crucis, pues, a cada instante me asaltaba la duda de si sabría llegar. Finalmente pude hacerlo y esa tarde no fui a la oficina. Era la primera vez que lo hacía en siete años durante los cuales no me había tomado un solo respiro. Confiado en la energía que se siente a esa edad en que la fatiga es pasajera y el organismo se recupera fácilmente, ignoraba que la energía mental también se gasta y que la naturaleza me venía
exigiendo desde hacía algún tiempo sus derechos y ahora me pasaba la factura. Por aquellos días hacía furor en las pantallas una película de Clint Eastwood titulada Harry el sucio. Muchos recordarán este personaje y la forma irregular con que trataba a los malhechores, pero sobre todo por la frase mordaz que les espetaba, luego de haber caído bajo las balas de su Mágnum 44: “Todo hombre debe conocer sus limitaciones”. También yo había llegado a mi límite. Aquellos años de tanto trajín me habrían de enseñar esta lección: ni la voluntad y ni las ganas de trabajar sustituyen el conocimiento. Lo digo como un consejo a tanto hombre y mujer oven que se suben muy pronto al caballo del éxito y, también pronto, el caballo les derriba sin contemplaciones. A menudo ello se debe a que han caído en la telaraña de actividades que, inconscientemente, han ido tejiendo a su alrededor y no saben cómo escapar de ella. Creo que eso me ocurrió a mí y, enTengo mayoruna o menor a quienes conmigo. teoría medida, organizacional que,trabajaban a la menor oportunidad que me dan, la cuento. No sé si habré conseguido impresionar o inducir a la gente a seguirla, pero estoy persuadido de que es real por la simple razón de que me ayudó a entender los motivos por los cuales me vi un día detenido frente a una pared y sin saber qué dirección tomar. La teoría es muy sencilla. Las organizaciones humanas se dividen en dos tipos: unas de orden simple y otras de orden complejo. Entre las primeras se encuentran las empresas familiares (el 80 por ciento de los negocios del mundo tienen esta estructura). La mayoría de ellas son organizaciones eficientes, debido a una jerarquía sencilla a una relación que permite ejecución de decisionesy en forma rápida personal y eficaz. directa En su seno no hace la falta desarrollar políticas complicadas ni planes a cinco años ni siquiera hacer presupuestos. Todo se mueve con la fluidez que emana de una estructura elemental donde la autoridad gira en torno a una sola persona, el fundador. Pero este tipo de organización tiene una limitación importante, que diría Harry el sucio. Y es que no puede crecer más allá de ciertos niveles. O si lo hace, debe hacerlo a costa de cambiar su naturaleza. La organización de orden complejo, en cambio, no funciona tanto en términos de personas, como de grupos, y exige desmontar esa estructura sencilla de relaciones cercanas y directas. Esos grupos se dividen a su vez en dos: los que piensan y dirigen, por un lado, y los que ejecutan, por otro. Los
primeros tienen a su cargo la tarea de planificar, organizar, coordinar y controlar, auxiliados por sus staffs respectivos. Los segundos, llevar a buen fin lo que los primeros piensan. A vista de pájaro, una organización de orden complejo es una red en perpetua actividad, con sus nudos y sus circuitos secundarios, que traducen lo abstracto en concreto mediante flujos nacidos de una poderosa fuente de energía que corre por toda la red y se mueve en todas direcciones. Mucho me temo que Woody Allen la habría explicado mejor, pero, en fin, ésta es la teoría. Nada nuevo para quienes han operado alguna vez una organización compleja. Sí lo era en cambio para mí en 1972. Yo estaba armando un edificio muy complicado sin tener mucha idea de estructuras, resistencia de materiales o aparejos. Y esa falta de información, ese vacío de conocimientos, había sido la causa del conato de break down que había sufrido. No me había percatado de que nuestra organización había dejado de ser simple, ni de algomás peorgráficos, aún: queelyoproblema pretendíaera dirigirla como asipretender lo fuese. Puesto en términos semejante manejar un 747 cuando sólo se sabe manejar un automóvil. La pausa me dio tiempo para pensar en todo esto. Y aproveché aquel reposo para volver a la universidad y hacer un máster. Aquella educación paralela al trabajo me permitiría crear una armazón organizativa, unas técnicas de administración y una filosofía empresarial que habrían de ser la clave del futuro desarrollo del Grupo. La centralización en las previsiones, la coordinación y el control, por un lado, y la descentralización en la ejecución de los planes, por otro, se convirtieron en las ruedas de una organización que día a día se renovaba a medida que se hacía más grande. Si cuento todo lo anterior es por el mismo motivo desmitificador que anticipaba al principio de estas páginas. Fue un accidente, no un chispazo, lo que me hizo darme cuenta de las limitaciones que teníamos para seguir creciendo y de la necesidad de rectificar el rumbo y la estructura de la organización. Pero en 1975, lo fundamental estaba ya hecho. Las empresas del Grupo Avícola habían alcanzado por esas fechas sus respectivas masas críticas, tanto en Guatemala como en El Salvador, y se hallaban en una posición envidiable para alcanzar alturas mayores. En el caso de Pollo Campero, la ley de Malthus empezó a ceder. El orden y los controles engrasaron los procedimientos, aprendimos a fabricar pan, así
como nuestros propios postres (unas tartaletas que nos enseñó a fabricar un cocinero francés del hotel Camino Real de El Salvador) y, lo más importante de todo, empezamos a manejar restaurantes en forma profesional. Viaje al futuro
Tiene la memoria más lagunas que registros, lagunas que, pese a todo, guardan en sus profundidades enormes bancos de vida, y en la superficie de sus aguas un denso tráfico de barcas y pescadores. Uno se detiene a mirar ese paisaje, y salvo el ir y venir de recuerdos tan borrosos, sólo acierta a detectar sus atareados vaivenes. El tiempo, por si fuera poco, tiende a comprimir esos paisajes y a borrar los infinitos detalles que antes le daban vida y color. La etapa primeriza de Campero, sus primeros tres años de vida que concluyen el 3y de 1974,algo una de fechas más tristes historia de la familia deloctubre Grupo,defueron así,las años intensos en quedelalaprisa del correr de un lado para otro no permite recordar muchos detalles. No mirábamos al fondo del lago ni a sus riberas ni orillas, sólo al frente. Y no porque fuéramos así de angélicos. Sencillamente no teníamos tiempo para detenernos a contemplar el tul ni a fijarnos en los peces de colores. Temíamos que si lo hacíamos, se nos hundiría el barco. Había que remar a todo tren. La competencia ponía mucha presión (Moreira había regresado al negocio y abierto una cadena de pollo asado con el nombre de Rostipollo Chapín ), las exportadoras de carne de res no dejaban crecer a Empacadora Toledo, y Kentucky Fried Chicken aterrizaba en Guatemala, sorprendiendo a Pollo
Campero todavía en pañales. De aquellas lagunas, no obstante, y de sus orillas borrosas, hay una que creo poder reconstruir con propiedad, no tanto por los detalles, cuanto por la impresión que me causó. Fue el primer viaje que Dionisio y yo hicimos a la convención anual de la National Restaurant Association de Estados Unidos en el McCormick Place de Chicago, un bellísimo edificio situado a la orilla del lago Michigan. Pues si entrar en Griffith Laboratories, con sus aromas embriagantes, había sido como entrar al Paraíso, traspasar las puertas de McCormick Place fue como adentrarse en el túnel del tiempo e ingresar sorpresivamente en el futuro. No hay que dejar, dice Leopoldo Panero, que las ideas se te metan en la
cabeza, sino que, por el contrario, hay que dejarlas libres y que corran. Panero las llama ideas liebres y, en efecto, como liebres corrían en el McCormick Place, todo un universo de inspiración que la industria hostelera nos mostraba, sueños para nosotros imposibles en aquel entonces, desde las cocinas montadas en la carrocería de un autobús hasta los extractores de humo de acero inoxidable. Todo lo que habíamos instalado era tan artesano, tan elemental, que uno no podía sentir sino rubor por la distancia, la enorme distancia, que nos separaba del futuro. Descubrir la industria hostelera fue descubrir nuestra osadía y nuestra ignorancia. Fue también una lección de humildad. Pero sobre todo fue entender que tener un producto y un método de producción era disponer tan sólo de una de las muchas piezas del puzzle. En Chicago descubrimos, por ejemplo, la importancia y prioridad de la higiene, como rasgo esencial de las cadenas de fast food. Yo había leído algo al respectohasta en una con Ray Kroc, el fundador de McDonald´s , pero ignoraba quéentrevista punto la industria le concedía relevancia. La limpieza era una de las claves del negocio, y la apabullante variedad de lavadoras, aspiradoras, calderas de vapor, detergentes y otros cientos de productos daban fe de los recursos que la industria asignaba a este renglón. Nuestro Grupo ha mostrado siempre una vocación natural hacia la producción de alimentos, desde la harina de trigo a las pastas, pasando por las galletas, los embutidos y, desde luego, la carne de cerdo y de pollo. Es un rasgo del que todos estamos orgullosos, pues, en un mundo donde todavía existen la desnutrición y el hambre, no puede haber oficio más noble que éste. Pero lo que vimos en Chicago era el último eslabón del food chain, la cadena alimentaria. Ante nuestros ojos se exponía la fase más refinada de la ciencia y el arte de la alimentación, o si se quiere, la culminación de un proceso histórico que había comenzado con un homínido hambriento que comía bayas y raíces, y concluía en personajes como Alessandro Giuntoli (Ostería del Circo, en Nueva York), Paul Bocuse y su restaurante de Lyon, Juan Mari Arzak, aclamado restaurador del País Vasco, y otros popes venerables y admirados del arte de la buena mesa. La evolución del buen comer es un rasgo inseparable de la evolución científica, económica y cultural, un raro y, hasta cierto punto, poco natural proceso por el cual el paladar se ha venido haciendo más exigente que el estómago. Aquel viaje a Chicago nos causó una fuerte impresión que habríamos de
renovar con frecuencia. Todo un hallazgo. Pues sólo en lugares así puede entenderse el fenomenal progreso de esta industria intermedia del fast food que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, empezó a cerrar el casi inabarcable espacio que existe entre unas papas cocidas y un plato de fettuccine con salmón. diós multinacional, adiós
Decía que hay paisajes borrosos que la memoria se resiste a enfocar, pero hay otros en cambio muy nítidos, acaso porque su huella en el corazón fue más profunda. Son esas escenas vívidas, la mayoría de ellas ornadas de grandes satisfacciones, las que cuentan. Y de ellas quisiera ofrecer aquí algunas de las más gozosas. Entre 1971 y años 1974envivimos cualquiery número problemas. Fueron que competimos luchamosdeporcomplicaciones sobrevivir en uny mercado dominado por las multinacionales y las guerras de precios (llegamos a vender la libra de pollo a 19 centavos de dólar, cuando costaba producirlo 34). Mi obsesión durante ese tiempo no fue mercadear mejor que los rivales, sino producir más barato. Estaba sesgado más hacia la producción y los aspectos técnicos que hacia el mercadeo propiamente dicho. Deformación profesional, supongo. También pensaba que una empresa no es una máquina de generar utilidades, sino un gran centro de costos, y que era del control de éstos de donde podían brotar aquéllas. Era una filosofía de austeridad que privaría siempre en el desarrollo del Grupo. Habíamos sido empresas pequeñas a las que había costado mucho salir a flote y, aunque ahora podíamos permitirnos ciertos lujos, no era el lujo precisamente la inercia que nos movía. Con todo, esta política de sobriedad administrativa habría de producir muy pronto inesperados dividendos. En 1972, Ralston Purina se acercó a nosotros para proponernos la venta de sus activos avícolas en Guatemala: granjas, matadero, incubadoras. No podíamos creerlo. Todo un líder mundial en la producción de carne de pollo se rendía ante una empresa guatemalteca. Los compramos, naturalmente. Y aquel triunfo vino a generar en el Grupo un efecto compensatorio muy saludable. No sólo habíamos derrotado a nuestro mayor competidor en
Guatemala, sino que la compra de Ralston Purina era la refutación del mito de las poderosas multinacionales frente a las modestas empresas del país. Purina fue la primera, pero no sería la única. En los años que siguieron absorberíamos a la sucursal de Cargill, la mayor comercializadora de granos del mundo, que operaba en Guatemala una fábrica de alimentos para animales. Y derrotaríamos a Kentucky Fried Chicken, la franquicia de pollo frito más importante de Estados Unidos. Por último, Central Soya, la compañía de Fort Wayne, Indiana, en la que Arturo Gutiérrez había puesto todas sus esperanzas, se veía obligada a abandonar el país cuando Avícola Villalobos dejó de comprarle alimento para aves. Es verdad que sacar a cuatro multinacionales del mercado no resulta sencillo, más aún cuando la empresa que lo hace es modesta y pequeña como era el caso de la nuestra. Pero no dejaré que la vanidad encubra motivos que tuvieron tanto que ver como nuestra competitividad. No siempre el éxito se debió a nuestraselvirtudes, inteligentes. En buen número de circunstancias, fracasonodeéramos estastancuatro multinacionales se debió sencillamente a sus propios errores. En el caso de Purina de Guatemala, jamás, y sé bien lo que significa este adverbio de tiempo, movió un dedo por innovar la industria avícola, ni renovar su equipo, ni ponerse al día. Estrujó su inversión en el país hasta extraer la última gota de su zumo, al punto de que, cuando tomamos posesión de ella, ordené quemar sus incubadoras, no en un gesto parecido al de Cortés con sus naves, sino porque eran unos activos inservibles. De su matadero sólo era aprovechable una parte de un equipo muy primitivo que usamos provisionalmente en El Salvador. Y en cuanto a las granjas, la mayoría aún tenían techos de pajón. Buen número de comederos y bebederos estaban oxidados y hubo de reparar las galeras porque estaban hechas de lepa, esas cortezas que salen de los aserraderos cuando se les hace el primer corte a los troncos. Todo era material de desecho, incluso los dos restaurantes, los famosos Pollos NutRicos, los cuales acabaron cerrando y se extinguieron para siempre. En cuanto a Cargill, una compañía que admiro y respeto mucho, la causa de su salida del país no sería la desidia, sino la trampa financiera en la que toda fábrica de concentrados debía caer para vender alimento a Avícola Villalobos. No había otra manera de crecer, no me quedó otra alternativa después de que Arturo Gutiérrez vendió Alimentos Mariscal y nos quedamos
sin nuestra propia fuente de suministro de alimentos. La mecánica era por demás muy simple: la fábrica de concentrados nos proporcionaba sesenta días de crédito, tiempo durante el cual engordábamos las aves, las procesábamos, las vendíamos o las freíamos y las cobrábamos. Total: cero financiamiento. Aliansa, nombre comercial de Cargill en Guatemala, corría con ese gasto. A medida que Villalobos fue creciendo, la trampa en que había caído Cargill se fue volviendo inescapable. Los costos de financiamiento empezaron a pesar de tal manera en sus cuentas que, al cabo, comenzó a asfixiarse. Yo sabía que tal situación no podía durar mucho tiempo, pero prolongaba la agonía con la amenaza de pasarnos a otro proveedor. Recuerdo varias reuniones con Konrad Losen, entonces ejecutivo de Cargill, y más tarde de Villalobos, pidiéndome que corriéramos con parte del financiamiento en la compra de granos y materias primas. Siempre se encontró con un muro. Villalobos era su principal cliente (comprábamos el 70 por ciento de la producción de laalfábrica) sinserie Villalobos, la compañía quebraba. Por último, cabo dey,una de durísimas negociaciones que no puedo recordar sin angustia (Cargill estaba molesta y quería vender la fábrica a terceros, o eso decía), Aliansa pasó a formar parte de las empresas del Grupo. Fue una operación limpia y feliz. Años después de que Arturo Gutiérrez hubiera vendido a Central Soya la fábrica del grupo familiar, comprábamos otra más grande y moderna. Aliansa no estaba en tan malas condiciones como Purina, pero fue necesario hacer una elevada inversión en ella para hacerla funcional con vistas al futuro. Lo que revela el rasgo más común de las multinacionales que operan en América latina: su mezquindad a la hora de invertir en activos fijos. Nunca he visto miseria más grande que la suya. De modo que, en lo que a mí respecta, debo decir que la mala imagen que arrastran en la región la tienen bien merecida. Por qué se pillaron los dedos
Pero quizá sea el caso de Kentucky Fried Chicken (KFC) el más emblemático en lo referente a los errores que las multinacionales cometen en América latina. Su derrota fue mucho más sonora y divulgada, como Vargas
Llosa pudo comprobar. Pero no toda la culpa fue de las personas que tenían la franquicia para Guatemala y El Salvador, sino más bien de una compañía matriz inflexible que nunca supo ver las necesidades del mercado centroamericano. Debo admitir, así y todo, que Pollo Campero hizo cuanto estuvo a su alcance para desplazar a KFC. Aprovechar las debilidades del contrario fue siempre nuestra mayor fortaleza, pero en el caso de esta multinacional sus errores fueron casi siempre mayores que nuestras virtudes. Y a las pruebas me remito. En enero de 1976, algunos meses después de haber quebrado, su representante legal, Eduardo Yanelli, hacía estas declaraciones a la revista Competencia: Hemos resuelto liquidar Kentucky Fried Chicken porque los costos estándar de calidad no permiten adaptarnos al mercado. Existen cadenas comerciales similares en el país, pero sus operaciones son de tal naturaleza que pueden competir ventajosamente en el mercado local… Hubo incrementos de precios en los principales rubros de importación que no permiten ahora sostener sostener el negocio. Casi todos los ing ingredientes redientes se compran a la corp corporación oración y no se nos permite incluir otros ingredientes o sustituirlos por otros similares. Mientras otras cadenas operan con más flexibilidad en el uso de insumos y tienen, por esto, más capacidad de adaptación al mercado en el que operan, nosotros estábamos sujetos a normas extremadamente rígidas.
Lo de las “otras cadenas” era un eufemismo. Sólo había una y ésa era Pollo Campero. En cuanto a Avícola Villalobos, que suplía a KFC con pollo, el propio Yanelli se encargaría de aclarar en esa misma entrevista que la empresa cadena: suplidora de pollo nunca fue un obstáculo para el desarrollo de la Debíamos obtener un pollo con un peso entre 2.25 y 2.50 libras. En esta tarea nos ayudó bastante Avícola Villalobos, que nunca falló en la entrega de pollo con el peso deseado, lo cual era muy difícil de lograr.
Sin la existencia de Avícola Villalobos, a KFC ni se le hubiera pasado por la cabeza entrar en un mercado donde no hubiera podido adquirir con regularidad un pollo fresco de peso estándar. Pero esa industria estaba ya desarrollada. En 1974, Avícola Villalobos llegaba a su décimo año consecutivo de cifras récord en ventas. Ahora éramos el primer productor nacional. En Guatemala y en El Salvador. Y los cinco mil pollos semanales
que una vez producíamos, se habían convertido ahora en 125,000. La verdad, en definitiva, fue que KFC no supo adaptarse a Guatemala ni a El Salvador. El lema de esta empresa en aquellos años era “como para chuparse los dedos”, pero aquí se los pillaron, y no tanto por culpa nuestra cuanto por los errores en que la multinacional incurrió. La inflexibilidad fue sin duda una de las razones del fracaso, pero no lo fue menos el intento de insertar unos gustos que no iban con la cultura local. KFC servía puré de papa en lugar de papas fritas, no tenían servicio de mesas y tampoco servían cerveza. Para el guatemalteco y el salvadoreño, y yo diría que, en general, para el latino, no existe tal cosa como un restaurante regido por la ley seca. Campero servía cerveza, pero con un límite: dos cervezas por adulto, y no se vendía cerveza sin comida. De esta forma complacíamos a quienes preferían esta bebida a un refresco y conseguíamos que los restaurantes siguieran siendo un lugar para toda la familia. Nuestra con de laslacuatro multinacionales demostraba que las teorías de la experiencia “dependencia”, “dominación” o del “centro y la periferia”, tan en boga por aquellos días en lo cenáculos de la izquierda, eran sólo pura filfa. En todo mercado hay empresas mejores y peores y, en tanto los gobiernos no intervengan, la competencia se encarga de sacar del palenque a las malas. Nosotros no “dependíamos” de nadie, ni estábamos sujetos de la “dominación” de nadie y, ni aun operando en la periferia, el centro nos tenía sometidos a ningún chantaje. La tecnología es lo que es: capital, tiempo y saber acumulados. Y nadie nos había negado adquirirla y adaptarla a Guatemala. Pollo Campero, en concreto, era el caso más patente. No pagábamos a nadie royalties ni derechos de franquicia. Lo que significaba que las ideas económicas de Prebisch, de Pinto, de Cardoso —hoy presidente del Brasil, pero en aquel tiempo un economista que no ponía los pies en el suelo— valían muy poco. No éramos, en una palabra, superiores a las multinacionales que absorbimos o derrotamos, pero tampoco éramos muy diferentes a los miles y miles de empresarios guatemaltecos que estaban comprometidos con el país a pesar de las sombras que se han cernido siempre sobre él. Simple y llanamente habíamos usado mejor los recursos y la información con que contábamos.
Habíamos ganado, en fin, cuatro grandes batallas, y derribado el mito del poder multinacional. Pero estábamos lejos de cantar victoria. Un mortífero huracán, dos terremotos y dos guerras fratricidas iban a marcar en forma decisiva la apenas iniciada peripecia de Pollo Campero.
VI EL AÑO QUE VIVIMOS PELIGROSAMENTE
Existe en la literatura precolombina de México un bellísimo repertorio de elegías y doloras de un lirismo conmovedor. Las tengo por las más tristes de la literatura universal y siempre que las leo experimento una desazón parecida a la que me han causado desde niño los atribulados cantos de Leopardi. Son unos poemas que invocan la amistad y la hermandad entre los hombres y la fugacidad de nuestro paso por la vida. Sólo venimos a dormir, susurran en tono fúnebre, sólo a soñar, no es verdad que vengamos a vivir a la tierra. De esos cantos llevo siempre en la memoria dos estrofas de un poeta anónimo de Huexotzinco que expresan de forma admirable el hecho inevitable de la muerte: Sólo por breve tiempo, cual flor de la magnolia, Hemos venido al mundo mundo a abrir nuestra corola. corola.
La muerte es una intuición que se tiene desde la infancia, pero cuya certeza se acentúa a medida que pasan los años, junto con la también creciente pesadumbre de la brevedad de la vida. A cierta edad, sin embargo, la muerte aún la vemos muy lejos. Así al menos la tenía yo de ignorada aquel 3 de octubre de 1974, cuando, algo después del mediodía, Eulogio Pérez me comunicaba unaJosé avioneta tierra llevaba en las inmediacionesque de San Pinula yse quehabía una deprecipitado las personas afallecidas una alianza en cuyo interior estaban escritos el nombre de Esperanza y una fecha. Esperanza era, es, el nombre de la esposa de Dionisio Gutiérrez, padre. Y enseguida me temí lo peor. Uno asume siempre que estas cosas no sucedan en su casa o su familia, pero, a lo largo de aquella tarde, la información que nos fue llegando habría de confirmar, no sólo la muerte de Dionisio, sino también la de Alfonso Bosch, su cuñado. Por aquellos días, Dionisio y yo nos habíamos, finalmente, separado del escritorio de segunda mano que habíamos compartido. Teníamos oficinas nuevas donde cada uno disponía del suyo, pero ni el día anterior ni esa
mañana le había visto. Sólo cuando se produjo el accidente supe que ambos, Dionisio y Alfonso, se dirigían a Honduras con la avioneta cargada de medicinas para los damnificados por el huracán Fifi. Honduras ha sido un país al que los huracanes han castigado con crueldad singular a lo largo de su historia. Y éste en concreto, de nombre frívolo y parisién, había causado alrededor de diez mil muertos, destruido casi por completo la flota pesquera hondureña, el ochenta por ciento de la cosecha de banano y dejado a unas cien mil personas sin hogar. Con su generosidad habitual y su entrega a las causas más nobles, Dionisio y Alfonso se ofrecieron a llevar las medicinas que el Club Rotario Guatemala había reunido para los hondureños afectados por el huracán y habían despegado esa mañana del Aeropuerto de La Aurora en el Cessna TG-ALE monomotor que Dionisio había conservado de sus días en el negocio del algodón. Pero acaso por las condiciones climáticas (el Fifi también había afectado a Guatemala), la carga debió al de aeropuerto deslizarse hacia la cola de lapor avioneta Dionisio quiso regresar no pudo elevarse encimay cuando de las arboladas alturas cercanas a la aldea Las Nubes. La Alfa/Lima/Eco, como Dionisio identificaba por radio la matrícula de aquella avioneta en la que tantas veces habíamos viajado juntos, yacía ahora descoyuntada entre los árboles de una empinada ladera. No estuve allí, pero alguien tuvo la idea macabra, por más benevolente que fuese, de enviarme las fotos de la tragedia para que se las entregara “algún día” a los hijos de Dionisio y Alfonso. Las rompí de inmediato, no sé si con derecho o no a hacerlo, pero en ese momento pensé que, de nuestros seres queridos, la mejor memoria que puede quedarnos es justamente la de sus momentos mejores. La fatalidad se había cruzado para vestir de luto a la familia Gutiérrez y crear un vacío generacional que ahora ocupaba únicamente Arturo. Los diez hijos de Dionisio y Alfonso eran muy jóvenes y no estaban aún en condiciones de reemplazar a sus padres ni de asumir responsabilidades ejecutivas en los negocios. De ahí que al dolor se uniera ahora un problema de estructura familiar que, al cabo, habría de agudizar el desequilibrio ya citado entre un poder sin mayoría (el de Arturo Gutiérrez) y una mayoría sin poder (el de las otras dos ramas de la familia). Lo que ocurrió la tarde de autos es difícil de contar. La perplejidad, la estupefacción y las lágrimas estaban en los rostros de una familia que no esperaba un cambio tan brutal en sus vidas. Recuerdo que visité ambas casas,
así como a don Juan Bautista Gutiérrez. Me pareció el más afectado de todos. Cuando era niño escuché alguna vez que un padre no debería sobrevivir a un hijo. Y ese debería expresaba el dolor que todo padre ha de sentir cuando algo tan querido se pierde. Su hija Isabel quedaba viuda con cinco hijos, y su nuera Esperanza, con otros cinco, lo que agregaba aún más duelo a su corazón, pues no hay imagen que más desamparo inspire que el de dos mujeres de luto rodeadas de adolescentes y niños. Para don Juan, la vida sólo había tenido dos propósitos, trabajar y crear un patrimonio para sus descendientes. No lo digo como referencia ni lo invento. Lo sé porque también lo vi y porque él me lo dijo muchas veces. Que en casa no falte nada, era su lema. Y lo que en las empresas sobraba, se reinvertía en las empresas. Don Juan tenía el olfato propio de los grandes. Y había levantado un imperio que a su edad, 78 años, contemplaba con orgullo. Ahora veía esa herencia truncada e insegura y, aunque era un hombre estoico ydesencajado fuerte, esesudía en su casaojos, le vi postrado y muy débil. La noticia rostro, y sus siempre vivaces, apenas si tenían vida. había La familia me pidió adquirir un mausoleo. También ellos, como yo, se habían olvidado de la muerte. Y he de confesar que nunca en mi vida me sentí tan inútil. Entre las seis y las nueve de la noche no pude conseguir ni uno solo. Algo tan trivial como comprar cuatro o cinco metros cuadrados de tierra me resultaba imposible. En ninguno de los cementerios de la ciudad había sitio. Finalmente, ya entrada la noche, logré adquirir uno en Los Cipreses, y de reventa, si la memoria no me es infiel, por más macabro que esto parezca. El día siguiente, 4 de octubre, amaneció lloviendo. Un oscuro manto de nubes cubría el Valle de la Ermita y, bajo esa grisura húmeda y fúnebre, dimos tierra a Alfonso y a Dionisio. Un par de avionetas les rindieron postrer homenaje sobrevolando el entierro, gesto frecuente entre los aviadores, pero que a mí me pareció de mal gusto, pues nos recordaba a todos las terribles circunstancias del accidente. Así se abría uno de los períodos más inciertos y amenazadores de la historia del Grupo Gutiérrez, así como de Pollo Campero. Y siempre que vuelvo la mirada hacia aquel 1974, a sus angustias y tribulaciones, no dudo en calificarlo como “el año que vivimos peligrosamente”, como el título del famoso film de Peter Wier que retrataba la brutal Indonesia de Sukarno. En Estados Unidos, Nixon había sido forzado a dimitir, lo que hacía temblar el
precario balance que la Guerra Fría había creado entre el mundo libre y la URSS. Y en Guatemala, otro general, Kjell Laugerud, ex ministro de la Defensa, llegaba al poder por los caminos del fraude electoral. A causa de las fuertes lluvias, los ríos se desbordaron, inundaron grandes extensiones de cultivos y destruyeron carreteras del y viviendas. Y aenlaloviolencia, político,los el país se parecía más cadapuentes, día a la Indonesia film, debido asesinatos y los secuestros. 1974 sería un año que siempre recordaré en blanco y negro, no sólo por el luto familiar, sino también por la tiniebla política que empezaba a encapotar el país. Vivir peligrosamente, nunca mejor dicho. El peligro sería la muesca que en la memoria habría de dejarnos aquel tiempo plagado de alarmas y de sorpresas nefastas.
Jugando en la máquina traganíqueles
No saltes barranco ni firmes en blanco es un viejo proverbio que sugiere cautela y prudencia, sobre todo en los negocios. Es tan fácil dejarse llevar por el entusiasmo, la vanidad, una idea feliz o alguna “genialidad” propia o ajena. Y es tan abundante el número de personas que se acercan a venderte sus quimeras y sus sueños. Muchos empresarios caen con frecuencia en estas trampas debido a que se arrojan, sin la meditación y el cuidado que requieren, al vacío de proyectos fantasiosos, fabricados con falsos decorados y engañosas tramoyas. Son por lo común individuos que, a falta de ideas propias, necesitan recurrir a las ajenas. Pero ojalá las usaran de manera inteligente, como hace el empresario experto. Por el contrario, cada idea que les ofrecen no es algo que deba ser medido y sopesado, sino una atractiva máquina traganíqueles en la cual entierran su dinero, y a menudo el de los demás, a la espera de un jackpot que no llegará nunca y que, al cabo de insensato y obsesivo juego, deja al jugador sin un centavo. Fue algo que vine a descubrir poco después de la tragedia aérea que terminó con las vidas de Dionisio y Alfonso. La muerte de ambos no sólo trajo la natural aflicción a la familia, sino que además revelaría la existencia de un descomunal hoyo financiero, cavado por Arturo Gutiérrez, y del que nadie tenía noticia hasta esa fecha.
En los meses anteriores al accidente, Arturo me había estado pidiendo fuertes cantidades de dinero que invertía en una empresa llamada Sidenica, radicada en Managua. Pero ni Isabel, ni Dionisio, ni Alfonso, ni yo, teníamos conciencia de la magnitud del problema en que Arturo se había metido y que era fruto de una de esas ideas geniales de que hablo, no sé si nacida de él o sugerida por algún vendedor de proyectos. La historia es tan importante, y sus efectos colaterales habrían de ser tan costosos, que tal vez sea necesario hacer aquí una breve síntesis. El 23 de diciembre de 1972, un devastador terremoto había destruido Managua y causado allí más de 10,000 muertos. Y a Arturo, o a sus adláteres, se les ocurrió que una ciudad tan dañada (Managua había quedado por los suelos) iba a necesitar grandes cantidades de hierro para su reconstrucción. Arturo visitó al general Somoza, según me contó una vez, para pedirle permiso (en aquellos años, todos los negocios que se hacían en Nicaragua obstat , necesitaban el visto bueno del planta general) una vez de obtenido el nihil inició la construcción de una dey,fundición chatarra para la que ningún dinero sería suficiente. Además de drenar liquidez de las empresas de Guatemala, Arturo obtuvo préstamos de cuanto banco y entidad pudo echar mano, aprovechando el crédito que tenía el Grupo, para financiar la compra de chatarra y la construcción de la fábrica. De resultas, tanto nuestra liquidez como la obtenida de otros se irían convirtiendo en monedas que Arturo introducía sin pausa en aquella insaciable traganíqueles. Arturo me había insistido varias veces en que viajara con él a Nicaragua para enseñarme la planta, así como la
descomunal pila de chatarra de automóviles que habían acumulado para fundir y que alguna vez llegué a ver en fotografía. Pero aquél me pareció siempre un negocio especulativo y peligroso y no quise refrendar con mi presencia la tácita aprobación de lo que acabaría siendo un descomunal desastre. El juego ante la máquina de azar, empero, no tenía sólo lugar en Nicaragua. También en Guatemala había otras traganíqueles, éstas ocultas a los ojos de la familia, donde Arturo introducía monedas sin obtener nunca premio. Una se llamaba Panadería Modelo. Otra era una cadena de tiendas que llevaba el nombre de Pan Baguette Bagu ette. Y la tercera, una fábrica de pasteles congelados que respondía al nombre comercial de Sabrosela. Dos socios ajenos al Grupo, con los que Arturo había hecho una especie
de private partnership a espaldas de la familia, manejaban estos tres negocios. Los créditos de las tres firmas habían sido avalados personalmente por Arturo y, por si esto fuera poco, les proporcionaba fuertes cantidades de harina que los socios no pagaban. Arturo había violado el principio elemental de no implicarse en negocios por su cuenta y ajenos al Grupo. Y ahora iba a hacer pagar a éste y a la familia todo el dinero que había perdido en las máquinas. Mis relaciones con Arturo estaban en esos días muy tensas, debido al proceso de descapitalización a que estaba sometiendo al Grupo Avícola. Pero en eso tuvo lugar el accidente aéreo del 3 de octubre de 1974 y, pocos días después, recibía una llamada de Arturo pidiéndome que fuera de urgencia a su casa. Cuando llegué, me llevó sin más preámbulos a su escritorio y lo cerró por dentro. Luego se me echó encima, me abrazó, se echó a llorar y, presa de una fuerte agitación emocional, me dijo que estábamos en la quiebra. Bancarrota sin apelación
Mi primera reacción fue de incredulidad. Estábamos al borde de la iliquidez, pero eso no significaba que las empresas avícolas no fueran rentables y sólidas, lo mismo que los molinos de trigo. No podía creer que la situación fuera tan grave. Pero por más que procuraba averiguar a qué se debía aquella conclusión tan radical, menos respuestas tenía. Arturo no podía contestar. O no deseaba hacerlo. El estado emocional en que se encontraba le tenía aturdido y confuso. A Arturo se le habían agotado las monedas ante la máquina traganíqueles, pero, además, era tanto el dinero que debía que consideraba la crisis irresoluble. Había caído en un pozo muy profundo y no sabía cómo salir de él. Y por razones que todavía ignoro, ya que nunca me las dijo, yo fui el primero en saberlo. Quizá quiso desahogarse, quizá esperaba recibir mi ayuda, pero su única reacción esa noche fueron el llanto y el lamento. Traté de insuflarle fuerzas, diciéndole lo que se dice en estos casos, no te preocupes, todo tiene arreglo menos la muerte, ya verás cómo salimos. Pero él negaba, tenaz, con la cabeza. Se había sentado en un sillón y tenía la vista en el suelo. “No, no, estamos quebrados”, insistía. Le pedí que me diera detalles y me aclarara por qué había llegado a esa
conclusión, pero no supo darme explicación alguna. Simplemente no sabía lo que debía. Tenía una vaga idea de la deuda y otra no menos vaga de los vencimientos a corto plazo con bancos nacionales y extranjeros, pero nada más. Todo, absolutamente todo, estaba ahora pendiente de un hilo. El trabajo de una vida por parte de don Juan y el desarrollo de un grupo floreciente de nuevas empresas, entre ellas Pollo Campero, tenían por delante un lobo y por detrás un precipicio. Aquello parecía una maldición. A caballo entre el terremoto de Managua y el huracán Fifi, Arturo había desatado otro cataclismo, éste de naturaleza financiera. Dos años le habían bastado para cortar la grama bajo los pies a uno de los grupos más sólidos y solventes de Centroamérica. Ahora sí el peligro era real, ahora empezábamos a vivir peligrosamente. Y no sólo por la violencia política que se enseñoreaba ya en la región, sino por la posibilidad más que probable de que el Grupo tuviera que liquidar sus activos. Al menos esa fue la impresión que yo recibí aquella noche. Arturo arrojaba la toalla y caía en una honda depresión de la que le costaría salir varios meses. Y en las semanas que siguieron, apenas diría unas pocas palabras. Recuerdo haberle llevado libros de autoayuda, aunque leía muy poco, haberle visitado con mi esposa para sacarle de casa y distraerle. Creo que no sirvió de mucho. La depresión era profunda y en ella siguió sumido largo tiempo sin que de sus labios salieran mayores explicaciones acerca del atasco financiero en que había sumido al Grupo. Cuando don Juan B. Gutiérrez tuvo conocimiento de esta nueva crisis, casi simultánea a la muerte de Dionisio y Alfonso, su estado de salud se agravó. Don Juan estaba tan disgustado con Arturo, que le pidió a Juan Luis Bosch, como representante de una de las otras dos ramas familiares, quitarle las firmas de las cuentas bancarias. Pero Juan Luis, el nieto mayor de don Juan, era demasiado joven entonces (tenía apenas 21 años) para exigir tal cosa al mito que hasta esa fecha había sido para él su tío y así se lo hizo saber a su abuelo. “Tienes que hacerlo tú y no yo”, le respondió don Juan. “Un padre no puede hacer una cosa así a su hijo”. La noble actitud de don Juan, su bondad, su hombría de bien, su compromiso de padre incondicional, a pesar de los errores de su hijo, quedaban reflejados en estas palabras. Llegado a la edad provecta, en la cual
se supone que un hombre ha pasado lo peor y se dispone a navegar serenamente los últimos años de su vida, don Juan perdía un hijo varón en forma trágica y debía enfrentar ahora la incompetencia del otro. De ahí que llegara cada día a mi oficina, acompañado de Juan Luis, constituido en su chofer, caminando con el precario equilibrio derivado de la agravación de la diabetes que padecía. El futuro y la seguridad económica de toda la familia estaban ahora en el alero. Y al igual que los demás, yo no tenía aún conocimiento del monto del estropicio, pero sospechaba que lo peor estaba por saberse y que no sería fácil resolver aquella grave situación, marcada por la presión de los acreedores, la negativa de los bancos a renovarnos los créditos y la falta de recursos para comprar el trigo necesario con el cual mover todo un año los molinos.
Operación salvamento
Nunca me he considerado salvador de nada ni de nadie, entre otros motivos por el carácter secular de mis convicciones. Pero sí me gusta pensar que encabecé y dirigí entonces una exitosa operación de salvamento. No negaré que quería hacerlo. Era una deuda que tenía con don Juan, un hombre que me dio en todo momento su mano y su confianza. Aquella era además una tarea de las que siempre me ha gustado emprender, un caminar por la cornisa con la probabilidad a cara o cruz de caer al suelo, pero con el supremo gozo ulterior de poder decir lo hice. Contaba además con lo mejor que puede contar un director de empresas: sus hombres. Alguien dijo una vez que no le importaba que le quitaran sus negocios, pues, en tanto no le quitaran su equipo de dirección, podría reconstruirlos. Y esto fue lo que ocurrió en esta ocasión, gracias a mis ejecutivos. Su extraordinario y meritorio esfuerzo en unos días que no fueron especialmente felices nunca será lo bastante alabado, especialmente en los casos de Eulogio Pérez y de Andrés Sedano, dos hombres a carta cabal y de gran talento que de inmediato captaron la necesidad de coordinar esfuerzos entre los dos grupos de empresas, conformar un cash flow común y asignar prioridades de pago. Arturo no me dijo nunca ayúdame. Creo que era demasiado orgulloso para hacerlo. Fui yo quien me ofrecí a don Juan, que era a quien debía el
afecto y la lealtad. Le expliqué mi plan en dos palabras y la condición de contar con toda la autoridad y el respaldo familiar en asuntos financieros y administrativos para tomar las brutales decisiones que era necesario tomar. Don Juan aceptó de inmediato y al día siguiente nos pusimos a reparar el entuerto. Sólo quienes me asistieron día a día, semana a semana, a salir de aquel túnel saben lo que tuvimos que sudar para lograrlo. Cada mañana, al principio, y con menos frecuencia después, hacíamos un estimado de los ingresos y egresos del día. Así de ajustados estábamos. No contábamos con otro dinero que el que nos entraba a diario. Pero no sería rara la sesión en que, tras respirar aliviados de haber sobrevivido otras 24 horas, Arturo nos informara que había otro vencimiento al día siguiente de un préstamo que desconocíamos. Era lo único que hablaba y, si no otra cosa, esto implicaba que su mente funcionaba bien, pero que se sentía demasiado humillado como paraAdemás participar en la solución de la crisis. de activamente aquellas reuniones para ordenar el flujo de tesorería, hubo que recurrir a otros métodos menos agradables. En primer lugar, era preciso reducir los gastos en las empresas solventes, a fin de generar efectivo para pagar las deudas. Y en segundo, había que cerrar sin más las empresas en quiebra. Hubo resistencias, como es natural, sobre todo de parte de los socios de Arturo, pero al cabo se cerraron la Panadería Modelo, Sabrosela y las tiendas de Pan Baguette, en tanto los gastos de la planta de Nicaragua quedaban reducidos a la mínima expresión. Por parte del Grupo Avícola, se detuvieron las inversiones en marcha, entre ellas las de dos Camperos, se hicieron fuertes traslados de fondos a Guatemala de las operaciones de El Salvador y puse en marcha un drástico programa de austeridad en toda la corporación. Fue necesario apretar tuercas por todos lados, suplicar prórrogas e hipotecar los bienes más inverosímiles, como, por ejemplo, un automóvil deportivo de Arturo y el terreno de su futura casa, para que no se nos cayera el circo. Eso por no mencionar el dinero procedente de las pólizas de los seguros de vida de Dionisio y Alfonso, a los cuales fue también necesario recurrir. Pero por más que los planes se hagan con prontitud, los efectos tardan en llegar. Las necesidades de dinero para comprar trigo eran enormes y los vencimientos de las deudas contraídas por Arturo perentorias. En el
estamento bancario, se había corrido la voz y era muy difícil renovar los viejos créditos, no digamos obtener otros nuevos. En vista de tanto apuro, reuní un día los estados financieros del Grupo y, sin decir palabra a nadie, fui a ver a Luis Canella, primo hermano de Arturo. Luis presidía una financiera, FIASA, y era por aquel entonces uno de los hombres de negocios más calificados y respetados del país. Había logrado que las empresas familiares de su padre dieran un gran salto cualitativo y gozaba a la sazón de un merecidísimo prestigio en Guatemala. Le mostré los estados financieros del Grupo, le pedí que los leyeran sus expertos y le aseguré que nuestras proyecciones indicaban que podíamos salir de la crisis, pero que el flujo de caja tendría algunos bajones en los meses por venir y quería saber si FIASA podía ayudarnos en esa asistencia financiera complementaria. Luis sólo me contestó lo que sigue: “No es necesario examinar los documentos. Tú sólo dime cuándo necesitas que te ayude”. Luis, quien no tenía la mejor opinión de Arturo, aunque no la expresaba nunca en público, me dio ese día un respaldo que no olvidaré mientras viva. Nunca necesitaríamos su ayuda, pero recuerdo sus palabras con emoción, pese a que era un hombre muy parco en ellas, pues no esperaba una respuesta así. Luis Canella era la primera persona de la comunidad financiera que extendía su total confianza al Grupo y a la familia y eso me motivó muchísimo. A medida que fueron pasando los días y me lo encontraba en algún lugar o ante algún grupo me decía con su parquedad y su discreción habituales: “¿Cómo va aquello?”. Yo le decía que bien y él desviaba la conversación hacia otra cosa. Algún tiempo después, seríamos compañeros de “banca”, sólo que de naturaleza no financiera, en el Consejo Directivo de la Universidad Francisco Marroquín. Allí nos conocimos mejor, estrechamos nuestra amistad y siempre profesé por él una gran admiración. En diciembre de 1977, Luis fue secuestrado a unos pasos de su oficina. Había sido un consumado atleta y se resistió a los secuestradores, quienes le dieron un balazo en una pierna. Probablemente murió desangrado. Luis se convirtió así en una de las muchas víctimas de aquel tiempo peligroso que nos había tocado vivir. Y sus asesinos no encontraron otra forma de ocultar su crimen que deformándole el rostro. Cuando apareció su cadáver, acudí al cementerio La Verbena a
identificarlo. Era imposible hacerlo. Y siempre que recuerdo aquella experiencia, la indignación puede conmigo al pensar en el número de personas brillantes y buenas que perdió Guatemala en aquellos años de violencia y de sangre. La gratitud toma a menudo el aspecto de una fórmula ligera y efímera. No es el caso de la mía, por más que sólo pueda expresarla con palabras. El recuerdo de aquel gesto que Luis tuvo con nosotros no se borrará de mi memoria, justamente porque lo hizo cuando la mayoría nos daba la espalda. Por eso he querido traerlo aquí, para que quede escrito y no se olvide. Una victoria agridulce
La crisis habría de durar más de un año, pero seis meses después de aquel octubre estaba casia resuelta. El Comité de Emergencia el Grupofatídico, se repuso gracias la capacidad de un magnífico equiposededisolvió hombresy preparados para ésta y otras dificultades. Ahora bien, impedir que algo se caiga no asegura en modo alguno que ascienda. Y sin embargo eso fue lo que habría de ocurrir en los siguientes diez años durante los cuales recuperamos nuestro prestigio y nuestro crédito y llevamos el Grupo a alturas insospechadas. Y no por casualidad. La crisis me había enseñado muchas cosas, entre ellas que no podíamos seguir como estábamos —las empresas tradicionales por un lado y las no tradicionales por otro—, y menos aún atenernos al albur de decisiones personales e inconsultas como las que había tomado Arturo. La fusión temporal de los flujos de caja mientras salíamos del apuro me había persuadido asimismo de la necesidad de sistematizar la información, de consolidar balances, elaborar presupuestos y llevar una política ordenada de dividendos e inversiones. Había que cambiar radicalmente las prácticas administrativas y la forma desordenada con que Arturo manejaba las cosas. Era imprescindible establecer un sistema integrado de planificación, coordinación y control, semejante al que ya existía en Villalobos, pero manejado desde una entidad cúpula. Y en unas cuartillas escritas a lápiz, para que no se enteraran ni las secretarias, le hice a Arturo un inventario de ideas sobre lo que acabaría siendo Multi Inversiones, hoy la firma insignia del Grupo.
Arturo debía salir de los molinos —así decía aquel documento— y delegar toda la operación en Andrés Sedano, tanto ayer como hoy, un hombre a carta cabal y un profesional de primer orden. De otra parte, era esencial que las tres ramas de la familia se integraran en el proceso de toma de decisiones. Por último, me imprescindible incorporar un factor adicional quey racionalizara esaspareció decisiones y que redujera en lo posible la emocionalidad la arbitrariedad con que éstas se tomaban en el grupo familiar. Y ese factor era el grupo de ejecutivos. Mi idea era que su participación sumara hasta un 25 por ciento del Grupo Avícola, cifra que había de quedar como lo que es en la actualidad: una fuerza equilibrante y racionalizadora de las decisiones corporativas. El grupo familiar se guiaría ahora por un Comité Directivo del que Arturo sería presidente. Pero toda esta operación tenía por objeto un propósito que Arturo no sospechaba. Y era frenar sus decisiones personales y evitar que volviera a repetirse unaycrisis comoque la que habíamos vivido. Con la perspicacia la visión le caracterizaron siempre, don Juan se entusiasmó con esa idea. No así Arturo, quien alargaba y ponía toda suerte de excusas y trabas a la admisión de los ejecutivos como socios del Grupo. Sólo mi terquedad y mis presiones personales (tardé dos años en lograr que se llevara a cabo el plan) acabarían forzándole a aceptar, si bien a regañadientes, una iniciativa que siempre he considerado esencial para el desarrollo del Grupo Gutiérrez, el cual se llevaría a cabo no precisamente gracias a Arturo, sino muy a su pesar. Los hombres a su alrededor le habíamos salvado la piel, pero nunca tuvo una palabra de gratitud ni de reconocimiento. Su ignorancia de las finanzas del Grupo le llevó a pensar que estaba en quiebra. Pero las únicas que estaban quebradas, en realidad, eran las empresas que había fundado fuera del Grupo, las máquinas traganíqueles en las que había ido enterrando buena parte de nuestra liquidez. Por eso salimos de la crisis y por eso el grupo de empresas quedó intacto. Pero nunca reconocería sus errores y, como el tiempo habría de demostrar años más tarde, tampoco aprendería de ellos. El año que vivimos peligrosamente había pasado, mas no por ello dejamos de vivir en peligro. Algo habíamos ganado, sin embargo. Y fue aquella incipiente estructura corporativa que le había sugerido en un papel a Arturo. En los años que siguieron, el Grupo creció de forma ostensible, pero nunca funcionó como se suponía. Arturo se dedicó a bloquear las otras dos
ramas de la familia, siguió actuando en forma arbitraria e inconsulta y, al cabo, el éxito de las empresas, que no era por supuesto el suyo, le llevaría a creerse su propio mito. Páginas atrás decía que, tras la batalla de Waterloo, Goethe había exclamadono“yo estuve allí”. Era sólo la frase de un poeta que, adediferencia del guerrero, sabe lo que significa librar una batalla. El Duque Wellington, en cambio, que libró el choque de Waterloo desde dentro, escribió en su informe oficial sobre el mismo que “sólo una batalla perdida puede ser algo tan melancólico y triste como una batalla ganada”. Tenía mucha razón. En toda batalla de verdad, siempre hay algo que se pierde, aunque se haya triunfado. Y en nuestro caso, habíamos ganado la batalla a las traganíqueles y a la ruina económica, pero habíamos perdido a Dionisio, primer presidente de Pollo Campero, un hombre bueno, leal y muy querido por todos los que tuvimos un día la fortuna de conocerle.
VII TEORÍA Y PRÁCTICA DEL DESPEGUE
Fue Walt Whitman Rostow un celebrado profesor de historia económica que a principios de los años sesenta del pasado siglo (una referencia, dicho sea de paso, a la que todavía no he logrado acostumbrarme) impartía sus saberes en el no menos famoso Instituto de Tecnología de Massachusetts ( MIT). Rostow publicó un buen número de libros sobre el desarrollo de los pueblos, pero sería Las etapas del crecimiento económico el que habría de darle fama universal, si no por la aceptación de sus tesis, por la metáfora que usó y su general aplicación en los países pobres. Decía este profesor que el tránsito de una sociedad tradicional, como la de Guatemala o la India, a otra con altos niveles de consumo requería los medios y recursos que un avión necesita para elevarse del suelo. Ante todo era imprescindible una pista (el capital social básico), unos motores lo bastante potentes como para alcanzar la velocidad del despegue (Rostow los llamaba sectores-guía) y finalmente una fase de elevación o crecimiento en la que el avión iría alcanzando cotas cada vez más altas hasta lograr un vuelo sostenido, dentro de un marco de normas jurídicas estables que dieran continuidad al vuelo. La metáfora creó una acalorada polémica entre los economistas de su tiempo. Los economistas, como se sabe, somos unos seres que a menudo nos parecemos a los teólogos, dadatenía nuestra inclinación a tomar los caminos de mucho la metafísica. Pero el símil sus méritos, al punto de que todavía hoy se sigue usando para describir el esfuerzo desarrollista que tiene lugar en los países pobres. Pues bien, otro tanto viene a suceder cuando el símil se aplicaba a las empresas, donde las etapas de Rostow resultan más evidentes, por lo breves, como fue el caso de Pollo Campero. En 1974, año en que fallecieron Alfonso y Dionisio, teníamos cuatro puntos de venta. Año y medio después teníamos trece. Parece un crecimiento fuerte, pero todo lo que estábamos haciendo era correr por la pista, intentando alcanzar la velocidad de despegue. Nuestro avión era un modesto aparato de un solo motor (el pollo frito), si bien de tecnología muy moderna. Era sólido y confiable, pero de potencia limitada y
de escasa autonomía de vuelo. Y yo me concentré en ese motor a lo largo de los años que siguieron y me resistí a ponerle más carga de la que a mi juicio podía soportar, no fuera que se nos desplomara. Digo esto porque no había día que alguien, propio o ajeno, quisiera echar al avioncito toda clase bultos yquería vender en él desde sandwiches cereales para el desayuno. Todo de el mundo meterse en el avión y hacera las cosas a su modo. De repente, todos sabían cómo hacer las cosas mejor. De repente, todos tenían una idea que no se nos había ocurrido a nosotros. De repente, estábamos perdiendo el tiempo haciendo las cosas como las hacíamos cuando, en realidad, había formas mejor de hacerlas. Fue una constante que duró muchos años. ¿Cómo podíamos, se nos decía, desperdiciar de esa manera un mercado potencial tan grande? ¿Cómo después de descubrir esa mina no la explotábamos como debíamos? La gente suele ser muy creativa con los inventos de otros. Y a Campero le salían todos los días consejeros, y padres adoptivos toda claseuna de sugerencias. Habíamos abierto sabios un nuevo mercado y con descubierto necesidad insatisfecha. Pero cada quién tenía una idea superior o más brillante acerca de los decorados, los edificios, el logo, los muebles o la salsa de tomate. Todos, en fin, querían recargar el avioncito, sin tener la menor idea de cuánta carga podía soportar y sin ni siquiera saber si podría alzar el vuelo o desplomarse metros después. Pollo Campero era el primer paso a la diversificación del Grupo Avícola y muchos, tal vez emocionados por este primer logro, sugerían ahora la diversificación de la diversificación. No lo permití. El despegue de Campero vendría marcado por una sola política: keep it simple, no complicar las cosas, no enredarnos en el punto de partida. Conocía de primera mano los problemas de la expansión a toda prisa y había quedado marcado por la experiencia de que quien mucho abarca poco aprieta. En Estados Unidos, Kentucky Fried Chicken y McDonald´s iniciaban un proceso de recompra de franquicias, debido a la pérdida de control que sobre las mismas padecían. Y todo parecía apuntar a mantener tensas las riendas. No se trataba de inventar más cosas, sino de multiplicar el invento que teníamos. Y a eso me atuve siempre. O casi siempre. lgo tan sencillo como freír unas papas
Dicho así, de modo incompleto y aprisa, la teoría del despegue de Campero podría parecer de una simpleza apabullante. Pero, para ser sinceros, lo único que sabíamos hacer bien era freír pollo, ya que, por no saber, no sabíamos ni freír papas. Y éste es quizá el mejor ejemplo de nuestras muchas debilidades, cosa que quienes veían el juego desde la grada no podían entender. A medida que crecía la cadena, resultaba cada día más difícil encontrar papas de una misma variedad. A causa de ello, Pollo Campero fue derivando hacia una “patatitis” incurable. El pollo está muy bueno, te decían, pero las papas… ay, las papas son un desastre. Algo entendía yo de este errático tubérculo. En el curso de mi carrera, estudié y viví interno un mes en un centro de desarrollo de cultivo de la patata en Vitoria (Álava), España. Y allí conocí a todas ellas: patatas para cocer, freír, patatas paraallífabricar patatas patatas patatas enanas. para Lo que nunca aprendí fueron alcohol, las trampas que gigantes, escondía freír ciertas variedades con demasiado almidón. El corte del tubérculo libera grandes cantidades de este hidrato de carbono que el aceite se encarga de caramelizar y oscurecer. El resultado suele ser papas fritas muy oscuras, poco atrayentes y mezcladas con otras más claras y amarillas. Qué no hicimos para resolver un problema tan miserable, tan vulgar. El excesivo lavado de la papa para arrastrar el almidón causaba cárcavas. O si las sancochábamos antes, dábamos pie a diversos grados de oxidación y de “blandura”. En resumen, un fracaso. No había nada más irregular en el mercado que las french fries de Campero. No faltaban soluciones, desde luego, como importar harina de papa, hacer una masa, preformarlas y freírlas. También se podían importar congeladas. Pero los aranceles eran entonces altísimos y éstos más que duplicaban su costo. Pensé entonces en crear una integración agrícola, a imagen y semejanza del modelo de los productores de tabaco y de tomate. Se hacía un contrato con los agricultores, se les daba la semilla, se supervisaba el cultivo y se les garantizaba un precio. Nosotros procesábamos la papa, la congelábamos, la colocábamos en cajas y la enviábamos a los restaurantes de Guatemala y El Salvador, así como a hoteles y otros centros de consumo. Me puse en contacto con una compañía suministradora de estos equipos,
pero cuando supe del costo mínimo que la inversión requería, deseché la idea. Según mis cuentas, se necesitaban no menos de cien restaurantes para ustificar el proyecto y nosotros teníamos sólo trece. El de las papas, un producto de calidad y precio más variable que el clima, menos en aquellos días,lasería unoElde los muchos de corría aquel parto. Yal muy pronto detectamos causa. avión de Pollodolores Campero por la pista de una sociedad aún sin industrializar donde casi todo lo que se producía tenía la impronta de lo artesanal, el bajo volumen y la falta de uniformidad. Y salvo que los proveedores de materias primas cambiaran estándares y volúmenes, iba a ser en extremo difícil que Campero alcanzara la velocidad que requería. Suministros, la otra industria
En los primeros años de su andadura, aún con un menú tan simple como el que ofrecía, Campero manejaba alrededor de ochenta productos, desde sal a servilletas, los cuales era preciso almacenar junto con las benditas papas. Todos estos materiales fueron ocupando un espacio cada vez mayor en la planta procesadora de aves y, al cabo, no quedó más remedio que descentralizar la operación. Y así fue como, de la manera más natural, nació una industria paralela a Campero a la cual daríamos el nombre de Suministros. Una de las propiedades absorbidas tiempo antes a una empresa llamada Avícola El Milagro, consistía en un terreno situado en la 50 Calle Final y Avenida Petapa. El lugar era bellísimo, pues daba a un vistoso barranco poblado de árboles, pero las dos galeras de pollos que allí había se encontraban en estado calamitoso. Así que dispuse reconstruirlas y acondicionarlas para que acogieran todas las operaciones preparatorias de los restaurantes. Buena parte de su espacio se destinó a almacén de materias primas, pero el resto se transformó en una planta industrial de procesamiento de alimentos, con toda clase de maquinaria, cámaras de frío, hornos para pan y áreas de corte y tratamiento del pollo. La planta de suministros era una cocina más, aunque pocos se percataran de ello. No se cocinaba allí el producto terminado, pero se preparaban materias primas e insumos para los restaurantes. Suministros era sólo una
sección de la enorme, pero dispersa, cocina en que se iba convirtiendo Pollo Campero, y donde “cocinar” significaba adquirir materias primas, mezclar, cortar, amasar, hornear, enfriar, envasar, emulsionar, batir, picar o lavar. Cada nuevo producto que se ponía a la venta implicaba un nuevo proceso industrial que era preciso desarrollar y una inversión nuevosdeequipos líneas de producción. La ausencia en Guatemala de una en industria servicioso a restaurantes, o food service, como se llama en Estados Unidos, nos obligó a hacer de Suministros un centro con ese fin que pronto absorbería un centenar de empleados. Y a la par de él desarrollamos una técnica que habíamos venido usando en la distribución de la carne de pollo, la logística, la cual, más que una técnica, es el arte de llevar a tiempo muchas cosas a muchos sitios. Suministros fue una industria que siempre se quedó pequeña. A poco de haber sido acondicionadas, las galeras originales fueron derribadas y en su lugar construimos una planta industrial en toda regla que, a su vez, al cabo de unos años, volvió a quedarse lo cual significaba más entonces carga, y por cierto, muy pesada, para pequeña. un aviónTodo tan pequeño, ya que hasta esos costos habían corrido por cuenta de Avícola Villalobos. Pero había otros factores que, aun siendo invisibles como eran, pesaban tanto o más que los visibles, como el entorno político y los tambores de guerra que sonaban en El Salvador y Guatemala. Y siendo como son los restaurantes negocios asustadizos, y los primeros que sufren los efectos de las manifestaciones violentas, las bombas o los atentados, querer alzar el vuelo en ese ambiente resultaba todavía más difícil. No quiero dramatizar más de la cuenta, pero quienquiera que haya estado implicado por aquellos años en la industria de la hostelería sabe a lo que me refiero. Ni Guatemala ni San Salvador eran Beirut, la ciudad mártir, pero hubo muchos días en que llegamos a creer que podrían serlo. El lado humano de la organización organización
Los lastres del despegue eran, pues, numerosos. Por eso no quería complicarlo. Y quizá fue una buena medida partir ligeros de equipaje, pues ello nos permitió manejar el aparato con destreza, vale decir, nos sirvió para conocer a fondo el negocio y desarrollar lo que habría de ser una organización eficiente y sólida.
Campero despegó con sus engranajes ajustados, sus fajas de transmisión tensas y veloces, y sus controles de calidad, sus auditorías internas y externas fiables, y sus cinturones de seguridad revisados. Antes de elevarnos, diseñamos toda suerte de rutinas, entrenamos el personal a todo nivel de la organización creamos una agrupación humana más altas prestaciones noy obligatorias que se impartían en el país.con Los las sindicatos más radicales quisieron penetrar en ella. Nunca lo consiguieron. Los empleados de Campero rechazaron siempre sindicalizarse por la simple y sencilla razón de que la empresa les daba unas prestaciones que ni siquiera se les habían ocurrido a los líderes sindicales. El avión se preparaba para alzar el vuelo poniendo el énfasis mayor donde siempre se ha puesto: su gente. Lo mismo que en las demás empresas del grupo. El lado humano de la organización estuvo siempre presente en la nuestra. Yo admiraba los trabajos de Douglas McGregor y Frederick Herzberg, dos ygurús organizaciones y las motivaciones de aquel tiempo, hoy de doslasclásicos de la dirección de empresas,humanas y puse en práctica sus, para aquellos días, anómalos métodos de influencia y de control. Fue un experimento que funcionó, pero que sobre todo permitió construir una organización compleja a partir de organizaciones planas y grupos de trabajo muy motivados. El hallazgo fue sorprendente. Poco a poco nos fuimos percatando de algo que he repetido varias veces en estas páginas: el secreto de Campero estaba en su personal y en su organización. Y ésa habría de ser siempre la verdadera fuerza de la empresa. Pero, al margen de objetivos, motivaciones y métodos, había una ética ejecutiva que yo había resumido en un breve decálogo y que, para mi sorpresa, los ejecutivos habrían de conservar muchos años en su poder y todavía hoy practican como norte de su conducta. Y digo que me sorprende porque es difícil creer que ciertas normas éticas se perpetúen, como se han perpetuado en el Grupo, a lo largo de más de treinta años, al punto de constituir hoy su orgullo y su mayor honra. Y no tanto por su mejor o peor descripción, sino porque se practican a diario. Aquel decálogo decía así:
Creemos, 1. En la decencia y la honradez, virtudes con las que debemos esforzarnos siempre a la hora de desempeñar nuestras tareas. 2. En la necesidad de mantener la imagen que hemos logrado proyectar de honestidad y altura en nuestras relaciones con terceros. 3. En el deber de perfeccionar nuestra organización y hacer de ella un núcleo capaz, versátil e influyente en la economía nacional. 4. En que el uso de la verdad es el principal elemento para resolver los problemas de la organización y nuestra mayor prueba de lealtad a la misma. 5. En que la iniciativa personal y la crítica constructiva son aceptadas y necesarias en todos los niveles de la organización. 6. En que nuestros subalternos son la causa de nuestros éxitos personales y que es, por tanto, nuestro deber proporcionarles los mejores medios para que se desarrollen como personas, dándoles oportunidades de promoción, motivándoles, otorgándoles el mejor pago posible por sus servicios y manteniendo con ellos las mejores relaciones. 7. En el espíritu de equipo, causa y origen del éxito de las empresas para las que trabajamos, así como en la humildad de reconocer que el valor de lo que aportamos a las mismas sólo es válido en la medida que contribuye a las aportaciones de los demás. 8. En que el amor propio no debe prevalecer sobre el sentido común ni sobre la racionalidad que debe estar presente a toda hora en el proceso de toma de decisiones.
9. En que la actividad en que el Grupo está implicado, la producción de alimentos, tiene proyección a muy largo plazo y que, en consecuencia, siempre habrá nuevas ideas, nuevos mercados, nuevas oportunidades y nuevas formas de seguir superándonos. 0. En que antes de tomar una decisión importante es bueno releer estos 110. principios, pues ellos constituyen el espíritu básico que priva en nuestra organización.
Nosotros y los demás
Hoy todo lo anterior —objetivos, ética, principios— es obligado hacerlo en cualquier empresa, si se desea tener éxito. Pero entonces no lo era. La concentración en el pollo frito, de otra parte, fijó el producto y la marca, y en ello residió, a mi juicio, la clave del despegue. Seguir el camino de la simplicidad fue lo correcto. No hubiéramos podido despegar con tanto fardo como el que se quería agregar a un monomotor tan frágil y pequeño. Crecimos con un solo producto, sin desviar esfuerzos ni energía, con una sola cosa, pero bien hecha. Y la presencia de las primeras cadenas norteamericanas de fast food en Guatemala me habrían de convencer aún más de ello. A mis ojos, McDonald´s, Pizza Hut y Hardee’s, los primeros en llegar, eran el compendio de la sofisticación y el savoir faire. Observándolos me daba cuenta de nuestras grandes carencias, de nuestra ignorancia, de nuestra falta de experiencia y conocimientos. Las multinacionales tenían una veteranía y un know how muy sazonados y, a cada problema que se les planteaba, la corporación les suministraba una respuesta inmediata. Nosotros, en cambio, teníamos que inventarla. Estudiábamos, leíamos, viajábamos, experimentábamos, pero siempre nos sentíamos atrás de ellos. Era natural: nos llevaban veinte años de distancia. Mantener la simplicidad nos salvó. Todo mercadólogo sabe que la curva de producto una especieladedelS inclinada enylalacual identificarse tresun etapas: la delesnacimiento, crecimiento de lapueden madurez. La curva
de Campero sería algo así hasta 1984, un año en el que ya habíamos alzado el vuelo, pero en el que la madurez aún estaba lejos. En los cinco primeros años de vida, Campero tuvo una tasa de crecimiento del 100% anual, la misma que mantendría en los cinco años siguientes. La aceleración era fortísima y no cedía. en esas circunstancias, las necesidades organizacionales me parecieron másYimportantes que las del crecimiento por sí mismo. Sólo teníamos un bien: nuestro producto. El resto, desde las papas a las tartaletas, no marcaban diferencia alguna. A lo sumo eran iguales a las de los demás, no superiores. Lo que nos distinguía era el pollo frito y a él nos aferramos mientras crecíamos. Que la excepción confirma la regla no es menos verdad que la regla permite excepciones. Y no me duelen prendas decir que yo también cedí a la tentación de ampliar el menú. Estando ya en marcha Empacadora Toledo, teníamos abundante materia prima como para fabricar chicharrones. Y Mauricio Bonifasi, jefe de entonces de la planta, y ahora nuestro de segundo Cocinero Mayor al lado Javier Iraizoz, desarrolló un chicharrón sabor muy agradable y el tamaño de un crouton. Y siendo un producto que no era necesario cocinar en los restaurantes, pensé que podía ser un boom de ventas los sábados. El chicharrón con tortilla es uno de los platos favoritos del guatemalteco y —listo de mí—, me dije, esto va a ser un tiro. Y fue un tiro, es verdad, pero de los que salen por la culata. Los chicharrones nunca despegaron. Sólo alcanzamos a vender la mitad de lo que habíamos previsto. El producto se estancó, vegetó en los restaurantes algún tiempo y al cabo se retiró de los menús. Los chicharrones fueron la prueba palpable de que el tráfico de público no generaba necesariamente ventas de otros productos y que, no por recargar el avión de fardos, el vuelo iba a ser más seguro y lucrativo. Las cocinas se empezaban a quedar pequeñas a causa del volumen creciente que iba generando el pollo, y las ventas de éste desbordaban sin piedad todas nuestras previsiones. Había que decidir entre ampliar los edificios que habíamos construido, cosa que en muchos casos era prácticamente imposible, y distraer recursos para otras líneas de productos, o seguir abriendo restaurantes. Lo primero nos hacía perder velocidad. Lo segundo nos permitía consolidar el desarrollo de Campero, por más que nuestro menú no fuera demasiado complejo. La relación costo/beneficio entre crecer o hacer más grande el menú no
siempre era aparente, pero entre ampliar la línea de productos y aumentar el número de restaurantes, siempre opté por esto último. Lo nuestro era el pollo frito y sus derivados, nada más. Prueba de ello fue que cuando Mauricio Bonifasi desarrolló junto con Juan José Gutiérrez, por entonces ya gerente general de Campero, un para nuevo producto al los quechicken bautizamos con de el McDonald nombre de “Medallones de Pollo”, competir con nuggets ´s, el éxito fue inmediato. La cifra inicial que se había previsto vender era de 20,000 medallones a la semana, pero la cifra final sería de 38,000 medallones diarios. Otro tanto sucedería con el flan Campero, un producto que, desde el primer día, tuvo también un éxito espectacular. Durante los diez años que transcurren de 1972 a 1981, las multinacionales terminarían por convertirse en nuestra competencia directa. No había otras cadenas de pollo frito. Ni en Guatemala ni en El Salvador. Pero la hamburguesa, la pizza y los sandwiches en general se volvieron una creciente opción de compra respecto de Campero y una competencia muy fuerte. Ofrecían pollo frito en sus menús, pero siempre como línea menor, como una presencia simbólica. Nunca pudieron suplantar al nuestro. El paladar nacional estaba hecho a Pollo Campero y nada ni nadie pudo desplazarlo ya del privilegiado lugar en que el público lo había situado. Punto de encuentro de todas las clases sociales
Todo esto parece hoy tan obvio que hasta resulta anodino contarlo, mas para nosotros constituyó en su día un descubrimiento tras otro. Creo que la vida es también algo parecido: un proceso de descubrimiento y aprendizaje. Nadie nace sabido de nada. El saber es una combinación de conocimientos y experiencias que se van acumulando con los años y que, una vez se dominan, da la impresión de que siempre estuvieron ahí. No es así, por supuesto. En 1971, por poner un caso, la comida para llevar era prácticamente inexistente. Había en la ciudad uno o dos lugares especializados en asar piernas de cerdo, cordero o lechón que podían pedirse por encargo, pero eran productos muy caros. Nuestro descubrimiento fue que el pollo para llevar alcanzaba la mitad de las ventas y que nuestro producto se convertía rápidamente en una comida de conveniencia que el público se llevaba a todas partes, pues incluso frío sabía a gloria. Para nosotros fue un
auténtico hallazgo, y para Guatemala, una revolución sociológica. Ni en mis sueños más febriles pude imaginar que iríamos a desencadenar un hábito de comer que hoy nos parece tan común. Campero se llevaba a casa, a las fiestas infantiles y sociales, a la oficina, a la finca, al mar, en pequeñas de ydos piezas (nuestro best-séller desde de el primer día) yhabían otras de nueve, cajas quince veintiuna. Las primeras campañas publicidad tenido como propósito sugerir al público diversas situaciones de consumo, pero el público se inventó otras. Pollo Campero estaba ahora en todas partes y nosotros descubríamos que eran muchas más de las que habíamos imaginado. Campero se convirtió, además, en punto de encuentro de todas las clases sociales. Nuestro producto estaba en todas las mesas porque lo habíamos puesto al alcance de todos, lo que daba lugar a conductas sorprendentes. Recuerdo haber visto a un comensal que, luego de terminar su pollo, tomó la toallita perfumada que proporcionábamos entonces para que el público se aseara las manos, abrió con delicadeza suma el sobrecito, extrajo la toalla de papel empapada en agua de lavanda, la introdujo con no menos finura en la taza de café, como si de una bolsa de té se tratara, la escurrió con la cucharilla y luego se bebió el café con sucesivos y aquiescentes gestos de agrado. No sería la única anécdota curiosa en un país como Guatemala donde un campesino con sombrero podía llegar a alguno de los restaurantes que teníamos en el mercado de la Terminal, comer Pollo Campero, un producto de tecnología muy avanzada, pero en cambio no sabía usar el inodoro, lo que daba lugar a tareas extras de limpieza que no estaban contempladas en los manuales. Pero acaso lo más emocionante de toda aquella experiencia inicial eran los mensajes que el público nos escribía en las servilletas. Mensajes sencillos, de gentes sencillas, con los cuales nos felicitaban y, en ese lenguaje amable y dulce del chapín, nos daban sus bendiciones. Nunca la satisfacción del consumidor la había sentido tan cerca. Y nunca esa satisfacción estuvo tan lejos del doy para que me des y del te pago por lo que me vendes. Me ocurrió más de una vez, pero recuerdo especialmente una ocasión en que me puse ante una caja registradora para cubrir una emergencia. Un hombre de ropa modesta y mirada humilde se acercó a la barra y deslizó sobre la superficie de formica una servilleta de papel doblada. La tomé, la abrí y leí uno de aquellos emotivos mensajes que, con absoluta
sencillez de palabras, nos daba, las gracias por una “cosa tan buena” como la que estábamos haciendo. Cuando alcé los ojos, aquel hombre se había ido, pero la humedad aún regresa a ellos siempre que recuerdo la anécdota. velocidad de crucero
Aferrados a lo único que de valor teníamos, el pollo frito, procuramos hacer de Campero un espacio familiar donde, además de comer bien y barato, ofrecíamos un ambiente limpísimo, con un servicio en mesa rápido, áreas de uegos infantiles para celebrar piñatas y un entorno donde nos esmerábamos en dar algo más al comensal: una rosa a las madres en su día, útiles escolares al costo, pequeños regalos en Navidad, almanaques en enero, juguetes, muñecos y todo desde lo queelsignificara a la familia y a los mayores aliados primer díaatraer y a quienes habríamos de niños, dirigir nuestros nuestros mejores esfuerzos de mercadeo. Campero se convirtió así en el lugar donde todos podían disfrutar “un banquete informal”, como rezaba uno de nuestros primeros lemas publicitarios. Y el público reaccionó con una lealtad y una paciencia que todavía hoy me asombra. Nuestro producto se convirtió en parte de la dieta y el paladar nacionales. Y ahí sigue todavía, creciendo con el país y entregando siempre algo más. En 1984, Campero estaba listo para alcanzar mayores alturas. La organización, la planificación, la coordinación y los controles se habían institucionalizado, lo mismo que un centro de formación de personal al que bautizamos con el nombre de Universidad Campero. A los empleados se les instruía no sólo en sus tareas y oficios, sino también en mantenerse limpios y bien presentados. Y no sería cosa infrecuente que el público o los amigos nos preguntaran que de dónde sacábamos unas camareras tan lindas. Eran las mismas de otros lugares, sólo que arregladas, aseadas, entrenadas y bien vestidas. Quince años después de haber empezado a darle vueltas, el sueño se volvía realidad en Campero, un negocio en el que empezamos como novicios y ahora éramos maestros. Para entonces teníamos manuales de operaciones, descripciones de métodos y procedimientos, programas de entrenamiento (y
también de reentrenamiento) y lo que era más importante, teníamos un gran equipo humano, orden, estructura y una filosofía empresarial que dignificaba por igual a empleados y accionistas. No éramos un McDonald´s o un Pizza Hut , pero no estábamos muy lejos. De hecho, nunca cedimos el liderazgo, y hoy día, más de treinta de haber sido fundada, seguimos siendo la primera cadena de fastaños fooddespués en Centroamérica. Campero era en 1984 la prueba de que en Guatemala se podían hacer cosas grandes con su gente y sus recursos. Ahora no era tan sólo una marca nacional. Su nombre atraía empresarios de Norte, Centro y Suramérica. Teníamos solicitudes de franquicias de Chile, Argentina, Panamá, Florida, Texas, México y Nuevo México. Aún así, seguí rechazando las presiones para recargar el avión. Ahora volábamos con comodidad y a velocidad de crucero. Las franquicias, en cambio, iban a necesitar un avión mucho más grande y una nueva tripulación. Pero más allá de toda la vanidad que pudiera engendrar una historia como la de Pollo Campero, había un propósito cumplido: el de la diversificación del producto. Campero era ahora una empresa con nombre propio y una marca nacional de prestigio, pero, más que ninguna otra cosa, era el último eslabón de una compleja integración avícola que se iniciaba con maíz y soya y terminaba en la mesa del consumidor con un pollo tierno, jugoso y crujiente.
VIII TAN GUATEMALTECO COMO TÚ
Decía Talleyrand que no se puede hacer política sin una buena cocina y, salvando fogones y distancias, pues nuestra cocina era bien modesta, eso fue lo que habrían de hacer los grupos revolucionarios de Nicaragua, El Salvador y Guatemala con Pollo Campero a fines de los años setenta, hacer política con la nuestra y convertir la cadena de restaurantes en el blanco de sus difamaciones y sus fechorías. Tomaron nuestra empresa como víctima propiciatoria, la ensuciaron con maledicencias, la atacaron, la dañaron, la quemaron y la volvieron el centro de atención de sus actividades terroristas. De dónde o de quién surgió idea tan noble, nunca lo supe a ciencia cierta, pero, a fines de 1975, empezó a correr el rumor de que Pollo Campero era propiedad de Anastasio Somoza. La dictadura hereditaria que encabezaba el general, junto a la corrupción y el latrocinio por parte de los guardias somocistas de la ayuda humanitaria recibida con motivo del terremoto de Managua, dos años atrás, lo habían convertido en el gobernante más detestado de Centroamérica. Es probable que los negocios de Arturo Gutiérrez en Nicaragua hayan dado lugar a esa asociación. Sidenica, la fundidora de chatarra que Arturo había querido echar a andar allí, aunque sin nunca lograrlo, era una empresa conspicua en Managua, dado el tamaño de la planta y la montaña de vehículos que se acumulaban el patio de la firma. De manera quepara nadadesguace habría tenido de extraño que elensandinismo hubiera querido utilizar esta arma contra Somoza, asociando a éste con Arturo y con Campero. Sergio Ramírez Mercado, ex vicepresidente de Nicaragua, cuenta en sus memorias que “Somoza se había adueñado del negocio de la reconstrucción en todos sus extremos”. Y siendo la varilla de hierro un producto esencial para tal propósito, los sandinistas quizá especularon que Sidenica era también de Somoza. De ahí a unirlo con los negocios de la familia Gutiérrez no había más que un paso. Y tengo buenas razones para pensar que así haya podido ser.
A mediados de 1975, durante una breve estancia en Berlín, Ramírez
Mercado elaboró un documento titulado Somoza de la A la Z , en el que, bajo el acápite de cada letra del alfabeto, fue escribiendo las actividades comerciales e industriales en que Somoza tenía intereses, tanto en Nicaragua como fuera del país. La lista fue publicada a través de la columna “The Washington Merry-Go-Round”, delentre famoso Jack Post Anderson, en trescientos diarios norteamericanos, ellosperiodista el Washington , e incluía, según palabras textuales del propio Ramírez, “desde adoquines a zapatos, pasando por alcohol, algodón, aviación, azúcar, bancos, cabotaje, café, camarones, casas de alquiler, casas de empeño, casas de juego, casas de prostitución, cemento, cerdos, cerillos, cueros, hoteles, jabonerías, madera, minas, moteles, periódicos, radiodifusoras, taxis, televisores, tenerías, textiles, sal, vacunas y veladoras”. Ni acero ni varillas de hierro figuraban en la lista, pero poco hubiera costado ampliarla con otras empresas privadas, entre ellas algunas de las que era socio Arturo Gutiérrez. ¿Quién iba a rebatir los infundios de aquéllos para quienes el fin justificaba todos los medios? ¿Qué les importaban los daños que pudieran causar a una empresa totalmente ajena a sus conspiraciones? A raíz de aquella publicación en los diarios de Estados Unidos, parece ser que Somoza ordenó a su cuñado, Sevilla Sacasa, embajador de Nicaragua en Washington, demandar a Jack Anderson por la suma de cien millones de dólares. Pero Anderson, según cuenta Ramírez, le contestó con mucha calma al diplomático que la lista apenas estaba empezando a ser publicada y que todavía faltaba lo peor. Somoza retiró entonces la demanda. Y Ramírez no aclara en sus memorias qué “otras empresas” incluía esa expresión de “lo peor” o si era simplemente un bluff del del periodista norteamericano. Como fuese, lo cierto es que la calumnia, ese venticello, como lo llama uno de los personajes de El barbero de Sevilla, empezó a correr y a rozar los oídos de la gente y a tomar fuerza y, más que ninguna otra cosa, a herir nuestro orgullo. ¿Cómo era posible que se atribuyese a Anastasio Somoza lo que tanto nos estaba costando levantar a nosotros? La ingenuidad con que yo empezaba a reconocer el problema no me permitía ver que lo que la calumnia pretende es promover la hostilidad contra el calumniado, dando por sentado que la gente encuentra gratificante creer lo que quiere creer y ver confirmados sus prejuicios en el rumor perverso. La malignidad, el resentimiento, la envidia y otros bajos sentimientos suelen ser el combustible de estos ataques a la buena fama y el honor de las personas.
En su acepción más genuina, la fama verdadera es la buena. Pero cuando la calumnia o la difamación invaden la arena política, además de imputar falsamente al prójimo un daño o un delito que no ha cometido, busca un chivo expiatorio a quien culpar de los males que aquejan a la sociedad. Un defecto lo general, causael una detracción leve, pero una calumnialeve, grave,por como la que nossólo atribuía sandinismo, implicaba una falta grave que la izquierda radical de Guatemala y El Salvador elegirían para hacer de Pollo Campero su víctima propiciatoria. Fue así como la denuncia contra uno, Anastasio Somoza, se convirtió en difamación contra quienes nada teníamos que ver con la política ni los negocios del dictador nicaragüense. Un venticello in crescendo
Aquella mentira injusta corrió pronto de boca en boca debido a que la calumnia tiene siempre más historiadores que la verdad. Y como en el famoso aria de El barbero de Sevilla, el venticello se fue trocando en un molesto crescendo. Rara vez, debo decir, saltó a los medios de comunicación. Llegaba hasta nosotros por el tradicional “me dijeron” o “escuché”. Y sólo una vez el rumor encontró un micrófono: el de la emisora de Roberto Bocaletti de León. Bocaletti era un hombre muy popular a causa de un famoso programa que presentaba por televisión. Le llamé y le pedí que me recibiera. Roberto lo hizo con una atención exquisita, escuchó mis argumentos, leyó las escrituras constitutivas y los libros de actas de Pollo Campero y desmintió de inmediato la noticia. Pero el bulo había echado a rodar y la rectificación de Roberto no evitaría que la gente le siguiera dando pábulo. La sospecha de por sí ya era dañina, pero como tal siguió circulando a lo largo y a lo ancho de Centroamérica. Por esos días era Florentino Fernández, gerente general de Publicentro, nuestro publicista y asesor de Relaciones Públicas. Así que me reuní con él y le expuse la necesidad de crear una campaña de imagen en la cual debía remarcarse la identidad de Pollo Campero como una empresa nacional. Publicentro era entonces una agencia joven, recién venida de El Salvador, y carecía del brillo de las grandes multinacionales, pero pocas veces una
relación agencia/cliente llegaría a ser tan fructífera y cordial durante tantos años. Florentino me consintió intromisiones que iban más allá de lo que a un cliente le debe consentir una agencia. Pero si me entrometía en las campañas de Pollo Campero era debido a mi fijación respecto al posicionamiento y la imagen que,tenía a mila modo debían acompañar la marca y al producto. Florentino virtudde dever, la paciencia y el don dea saber escuchar. Y de mi terquedad supo extraer y construir una serie de extraordinarias campañas que hicieron historia en el país y acabarían por fijar la imagen de Pollo Campero en el consumidor. Pero de todas las iniciativas publicitarias sometidas a debate, el cual yo disfrutaba muchísimo, no sólo por el juego creativo que implicaba, sino por el afecto y la admiración que sentía por Florentino, aquella sobre la “guatemalidad” de Campero fue la menos debatida. Salió redonda desde el momento de su concepción, de la mano de Guillermo Penagos, subgerente de Publicentro. Se bendijo, se aprobó y yo quedé a la espera de que nos fuera entregada en noviembre o diciembre de 1975. Cabracán, el que mueve los montes
La maledicencia que dañaba nuestra imagen venía a ocurrir un año que no había sido precisamente un lecho de rosas. Pues si 1974 había sido peligroso, 1975 no le había ido a la zaga. Los ríos se habían desbordado de nuevo y grandes extensiones de cultivos, puentes, carreteras y viviendas habían sido destruidas por los temporales. El desfile laboral del 1 de mayo había dejado tres muertos, cifra que habría de sumarse al casi centenar de asesinatos que se producirían a lo largo del año. Los secuestros continuaban en ascenso. Y para agregar más leña al fuego, Inglaterra declaraba unilateralmente en octubre la independencia de Belice, hecho al que el presidente Laugerud respondió diciendo que eso obligaría a Guatemala a tomar militarmente el territorio en disputa. Campero, mientras tanto, continuaba creciendo. Entre noviembre y diciembre de 1975 absorbimos dos cafeterías de Los Pollos, aquellas que habían nacido del primigenio “pollo a la orange” y de los cuales había sido dueño hasta entonces el fallecido Alfonso Bosch. Transformamos ambas en sendos Camperos, uno en la Calle Martí y el otro en la Octava Calle, cerca
del viejo Mercado Central, y construimos otro de gran éxito en la Sexta Avenida, frente al Parque Gómez Carrillo. Pero la vida pública seguía torciéndose. El general Laugerud carecía de respaldo popular, por haber llegado al poder a través del fraude, y de ese estado vendríacadena a rescatarle, si bien naturales de maneraque provisoria, el sucesocon más trágico sólo de aquella de catástrofes había empezado el huracán Fifi y el terremoto de Managua. En la madrugada del 4 de febrero de 1976, un terremoto de 7.6 grados, que la escala de Mercalli describe como cercano a la “sacudida ruinosa”, estremecía Guatemala. Sería una fecha que hollaría la memoria de varias generaciones de guatemaltecos con el espanto del estremezón y el horror de la tragedia, y marcaría a su vez uno de los momentos más señalados de la historia de Pollo Campero. Durante todo ese mes de febrero, el país sería zarandeado por otros 1,150 sismos, de los cuales, más de 200 ocurrieron el mismo día 4. El número de muertos llegó a 23,000, el de heridos, a 76,000, y el de viviendas destruidas, a 222,000. El terremoto de Guatemala había causado el doble de víctimas que el de Managua, poco más de tres años antes, pero no había sido tan dañino con la estructura productiva, al menos la de la capital. La destrucción había afectado casas viejas y construcciones de adobe. En cuanto a Pollo Campero, los restaurantes sólo tenían daños menores, como pude constatar esa misma mañana. Todos mis esfuerzos en aquellas primeras horas se centraron en motivar a la gente y en restar importancia al siniestro y a los reiterados sismos que se encargaban de recordarnos a cada poco la horrorosa experiencia de la noche anterior. Mi miedo no era menor al de los demás, pero con las horas fui descubriendo que la mejor manera de espantarnos el espanto era manteniéndonos activos y cerca unos de otros. Y avanzada la mañana, le dije a Carlos Campo, nuestro gerente de Operaciones, que quería reunirme con los gerentes de los restaurantes en el Campero de la Calzada Roosevelt. Mientras sosteníamos la reunión, tembló fuerte un par de veces y todos saltamos de las sillas. Fue una experiencia muy incómoda. Cuán difícil resulta en tales circunstancias hacer acopio de racionalidad y de valor para instilárselos a los demás. Uno tiene la misma angustia, las mismas mariposas en el estómago, así como una familia en casa que, en ese preciso instante,
acaba de sufrir el mismo susto y quisiera consolar estando cerca de ella. Y sin
embargo era preciso hacer de tripas corazón y alguna que otra broma para no bajar las defensas. Aquellos hombres, empero, dieron muestras aquella mañana de una reciedumbre de carácter admirable. Aguantaron a pie firme los estremezones yaciagos se transformaron del ánimoLes y ladije esperanza que,dispuesto en esos momentos, en yomultiplicadores intentaba transmitirles. que había abrir los restaurantes seis horas, del mediodía a la tarde, sólo con servicio para llevar. Y les pedí que visitaran a empleados y empleadas en sus casas para ver qué urgencias y necesidades tenían. Les estimulé a que animaran al público y le mostraran su mejor sonrisa. El país necesitaba en esos momentos comida, les dije, sobre todo quienes se esforzaban entre los escombros por rescatar personas que aún seguían vivas. Carlos Campo, uno de los hombres más ordenados que conozco, además de honrado y cabal, tenía en la mano un bloc en el cual tomaba notas. Se lo pedí, arranqué una hoja y con un marcador escribí un lema, el primero que se me ocurrió, y les dije que lo fijaran a las cajas registradoras, de manera que todo el que llegara a Campero lo leyera. Y vaya si lo leyó. Aquel lema era Guatemala en pie y horas más tarde corría, animoso y entusiasta, por toda la ciudad. Fue lo primero en que se fijaría el corresponsal de la revista Time, así como la frase que usaría para abrir el reportaje que escribió sobre el sismo. Otro tanto haría la revista Visión. Y ambas destacarían en sus reportajes aquella actitud que nacía de entre los escombros y que tanto habría de influir en el ánimo de los guatemaltecos en aquellos trágicos días de febrero. Pollo Campero fue la primera empresa que proporcionó ese día alimentos cocinados al público. Los supermercados tardarían uno o dos días en abrir, debido a que estaban ocupados en ordenar estanterías y limpiar los locales de vidrios, salsas y líquidos esparcidos por el suelo. Abrimos a pesar de las restricciones de agua y luz. Y sería aquella docena de hombres quienes, con su liderazgo y su ejemplo, lograron insuflar ánimo a nuestro público en horas tan amargas y difíciles, y los que habrían de divulgar un lema que, veinticuatro horas más tarde, el presidente Laugerud convertía en el eslogan de la Reconstrucción Nacional. Nunca tres palabras habrían de significar tanto para tantos. Aquel Guatemala en pie fijado en las cajas registradoras de Pollo Campero, elevaría
el espíritu y haría sacar la garra de millones de guatemaltecos afligidos por la
muerte de un ser querido o la carencia de un techo. Por primera vez en su corta historia, nuestro pollito se despojaba de su sombrero y su uniforme. Florentino le puso un casco de ingeniero y le armó con un pico y una pala, imagen que reproduciríamos en grandes rótulos, colocados en los jardines de los restaurantes juntoimpresa con el ylema original, y multiplicaríamos en carteras de fósforos, publicidad manteles de papel. Pero no todo marchaba bien. Los daños en algunas instalaciones del Grupo Avícola, como el matadero, las cámaras frías y algunas granjas, habían sido severos. El Grupo no había sufrido ninguna baja personal, pero las perspectivas a corto plazo no eran buenas. Nada tan desolador, por ejemplo, que el espectáculo que ofrecían las incubadoras la mañana del 4 de febrero: más de medio millón de huevos fértiles se habían “estrellado” contra el piso, lo que en dos meses más provocaría una severa reducción en la oferta de carne de pollo. Y el temor de que un nuevo estremezón colapsara alguna estructura dañada no se me podía quitar de la cabeza. La ciudad, el país entero, se empezaba a llenar de carpas y viviendas provisionales. La gente dormía en los automóviles y en tembloreras de urgencia. Y el espectáculo que ofrecían algunos pueblos del altiplano central de Guatemala era ciertamente dantesco. Chimaltenango, El Tejar, Patzún, estaban prácticamente destruidos y sus calles eran intransitables debido al masivo desplome de las paredes de las casas, la mayoría construidas con adobes. Las iglesias estaban muy dañadas, pese a que en muchas sus muros tenían más de un metro de espesor, en tanto aquí y allá numerosos cerros desgajados mostraban la ira irracional de ese monstruo mitológico de nombre Cabracán y que el Popol Vuh describe como “el que mueve los montes y por el que tiemblan las montañas grandes y pequeñas”. La ayuda internacional empezó a fluir y el gobierno de Laugerud fue ejemplar en distribuirla. Los cielos de Guatemala se poblaron de helicópteros y avionetas que llevaban a los lugares más remotos agua, medicinas y alimentos. Guatemala se movilizaba como quizás nunca se había movilizado en su historia. Nadie quería quedarse atrás en aquella tarea común de curar heridas y reconstruir. Y nadie, mucho menos yo, se acordaba ya de Somoza, ni de la difamación que meses antes habían echado a correr en contra nuestra, cuando, algunos días después de la tragedia, Alfredo Gamazo, nuestro gerente de Mercadeo, me llamó para decirme que los comerciales de la
campaña para desvirtuar la calumnia habían llegado finalmente de Miami y
que Florentino insistía en que los viéramos. Un himno para Guatemala
A pesar del correcorre en que andábamos unos y otros, dispusimos reunirnos algunos ejecutivos junto con los de Publicentro en el cine Lido para ver en pantalla grande la campaña. No pudimos sentarnos. La mayoría de las butacas estaban cubiertas de polvo, pedazos de yeso desprendido y cascotes de repello a causa del terremoto. Así que nos quedamos de pie en el pasillo, mientras el elegante telón rojo del Lido se abría y en su pantalla comenzaban a aparecer uno tras otro los comerciales que integraban la campaña publicitaria. Constaba de cuatro anuncios, de los cuales eran protagonistas, respectivamente, un niño, una joven, un estudiante y un trabajador. “Tú eres Guatemala”, rezaban los textos, tú eres el futuro, el progreso, los ideales, la ilusión. Pero el final de todos los comerciales era siempre el mismo: una toma espectacular del Valle Central de Guatemala, el histórico Valle de la Ermita, con los volcanes a lo lejos, y unos espléndidos planos de la ciudad tras los cuales se escuchaba un coro de voces entonando este inspiradísimo himno: Cantemos a Guatemala, linda y amada tierra que nos vio nacer, porque juntos hacemos una gran nación.
Al segundo comercial, teníamos el corazón en la garganta. En medio de la catástrofe que azotaba esos días el país y de la tensión a que todo guatemalteco estaba sometido, aquella música y aquella letra eran un bálsamo que suavizaba penas y dolores. Y la rúbrica y el lema de cada uno de los cuatro mensajes reforzaban aquel espíritu que Campero transmitía: Presente en tus anhelos, formando formando parte de ti, también está Pollo Campero, un pedazo de Guatemala, amable y cordial, que acompaña tus momentos felices. Pollo Campero, Campero,
tan guatemalteco como tú.
Visionamos los comerciales varias veces. No nos cansábamos de verlos. La campaña parecía haber sido diseñada a propósito para levantar el ánimo y enviar al país el mensaje de unidad y de apoyo mutuo que en aquellos momentos tan difíciles precisaba. A medida que pasaban una y otra vez ante nuestros ojos, la emoción se fue transformando en euforia. Y a la salida del cine tomé la decisión de saturar durante las horas de la noche la televisión, cuando, todavía atemorizados por el ruidoso y destructivo Cabracán, los guatemaltecos se recogían en sus casas. Lo que siguió forma parte de la historia de aquellos días terribles. Sólo funcionaba un canal de televisión y, excuso decir, no existía el cable. Las imágenes que recibíamos eran en blanco y negro y sólo se transmitían noticias de la ayuda internacional, de la actividad del presidente en el interior de la coronaban República, montañas de pueblosde caídos o de iglesias desplomadas, de campanas que escombros, del muelle de Puerto Barrios semihundido en el mar, de vías de ferrocarril convertidas en serpientes de acero, de rescates de cuerpos aplastados por paredes que se habían derrumbado, de niños solos y semidesnudos que lloraban, de edificios agrietados desde la acera al penthouse, de tractores que abrían brecha en caminos y carreteras, de hombres que apuntalaban casas, de hospitales que acomodaban heridos en los pasillos, de patios donde se alineaban muertos tapados con sábanas, de aviones que llegaban al Aeropuerto de La Aurora procedentes de todas partes del mundo. La épica y la tragedia del sismo se mostraban ante nuestros ojos con toda su crudeza. Pero entre todas aquellas estremecedoras imágenes de destrucción y de muerte, aparecían una y otra vez los inspirados mensajes de Pollo Campero y, con ellos, aquel canto que nos devolvía a todos la ilusión y la esperanza. La campaña había rebasado las fronteras de la comunicación comercial para transformarse en palabra de aliento y reacción positiva ante la adversidad, la inseguridad y el miedo. Habíamos elaborado unas frases para rechazar una calumnia, pero el azar quiso que fueran usadas como fuente de inspiración. Y aquella emotiva experiencia marcaría todas las campañas de Campero en los años por venir. Cada una de las mismas tendría siempre un mensaje ético, de solidaridad,
de espíritu de trabajo o de reforzamiento de valores cívicos y familiares. Y todas llevarían implícita una filosofía de comunicación que nunca habríamos de abandonar mientras dirigí la compañía. Campero se había convertido en el buque insignia del Grupo Gutiérrez, pese a no ser la más grande ni la más importante, queda proyectaba lacomo imagen de dicho, aquél. pero sí la más popular, y la que, en definitiva, A raíz de “Tan guatemalteco como tú”, la publicidad de Campero tendría un matiz más institucional que comercial. Buscábamos el good will del público más que el consumo, el cual promovíamos por otros medios. Los anuncios de Campero transmitían emoción y un gratificante mensaje ulterior. Y pronto se volvieron clásicos. “Pollo Campero es excelente”, decían, “y además tiene unos anuncios tan bonitos…”. Era un fenómeno, si no extraño, nuevo y diferente. El público no asociaba la publicidad con el consumo, sino con un mensaje que iba más allá de la promoción de una marca. La publicidad de Pollo Campero iba directa al corazón de los guatemaltecos. Y buscando ese recodo ético y emotivo, habríamos de trabajar con Florentino, tratando de detectar en cada diseño de campaña y cada lema el mensaje que, según la coyuntura, necesitaba el país. De resultas, la publicidad por televisión imprimió altura y carácter a Campero y dotó a nuestra marca de un sello impar e inconfundible. Algunos meses después del terremoto, un 7 de julio de 1976, la Asociación General de Publicistas de Guatemala nos concedía el “Kin de Oro”, el Premio Nacional de la Publicidad. La nota del acto, escrita por la periodista María Antonieta Somoza en el diario El Gráfico, decía que nuestra campaña se caracterizaba entre otras cosas, “por el mensaje altamente humano que conlleva”, así como “la belleza y la armonía de sus imágenes”, en tanto el entonces presidente de la Asociación, Julio Estrada de la Hoz, agregaba que el mensaje de la campaña era en realidad “todo un himno a Guatemala”. Pollo Campero, marca fuerte
Campero acababa de cumplir cinco años de vida. No se le podía pedir más. Era la segunda campaña de televisión que hacíamos y, todavía hoy, una
de las más recordadas.
La primera había tenido un carácter más bien consumista y salsero, con el propósito de describir diversas situaciones de consumo. La hizo un publicista muy simpático, Alejandro Coto, gran conoisseur de vinos, con quien trabé una gran amistad precisamente por eso. Alejandro había creado unos mensajes con propios de enlatono Sonora Matancera o algo parecido, en losmúsica que una yvozritmo masculina decía machista: Yo sí soy muy exigente sírveme sabrosamente. sabrosamente.
A lo cual otra voz, ésta femenina, contestaba: Te daré Pollo Campero, tierno, jugoso y crujiente.
Eran mensajes breves de muchoconimpacto, que seguiría campaña, ya diseñada por yFlorentino el lemaadelos“Pollo Campero,otra el banquete informal”. Pero no existía aún en ellos el matiz diferencial que nos habría de distinguir en lo sucesivo. Después de aquel febrero del 76, Campero sería algo más que una marca de fast food. Y ese algo fue la imagen de “una gran familia que trabaja duro para hacer las cosas bien”. Es un lema del que todavía me precio, pues le pedí a Florentino que lo usara como lema de la siguiente campaña. Yo quería esa frase por el doble sentido, nunca revelado, ni siquiera a Florentino. Pues detrás de aquella “gran familia” que la gente identificaba con Campero había “otra” que igualmente trabajaba duro para hacer la cosas bien y muy alejada de los intereses y los negocios sucios de Somoza. Ni sé si me pasé de listo, ni si el mensaje subliminal fue demasiado sublímine. Tal vez fue así. Pero si lo cuento es porque ése habría de ser por muchos años el atributo distintivo de la publicidad de Campero. Y lo más curioso de todo sería que, sin necesidad de glorificar el producto, nuestra publicidad lo vendía de maravilla, tal vez por la altura y la elegancia con que lo ofrecíamos. Campero era, en definitiva, diferente. Y desde esa posición de privilegio, logo y nombre se fueron fijando hasta convertirse, como a Florentino le gusta decir, en “marca fuerte”. Sería impropio, no obstante, dejar de mencionar que también
practicábamos otros recursos de marketing, desde concursos de pintura para niños, que luego exponíamos en los restaurantes, a la publicidad escrita y radial pura y dura. Pero el público asociaba Campero con las campañas institucionales, así como con una tradición que iniciamos ese mismo año de ad hoc, 1976, diciembre. Campero felicitabauno las Pascuas con comerciales de losenque recuerdo especialmente de la Chilindrina, carismático personaje de la serie de televisión El Chavo del Ocho. Otras veces reforzábamos el good will del público con iniciativas insólitas, como cierta Semana Santa en que patrocinamos el estreno por televisión de una extraordinaria película de tres horas titulada La vida de Jesús. Anunciamos en la prensa que el film sería transmitido sin cortes ni anuncios publicitarios, por cortesía de Pollo Campero, salvo al principio y al final. Y el pase de la película batió todos los ratings de audiencia.
La huella de un hermoso recuerdo
Aquella calamidad que fue el terremoto de 1976 dejó huellas imborrables en nuestros hábitos y nuestra forma de ser, condicionó nuestros reflejos ante el peligro y nos hizo más sensibles ante el prójimo. Pero el tiempo, esa gran piedra de moler, se iría encargando de limar los recuerdos hasta hacer de ellos algo semejante a ese sello de agua, diluido y borroso, de los billetes de banco. Y así se irían difuminando los que yo guardaba sobre aquellos días catastróficos. Muchos años después, fui invitado a un acto público de Pollo Campero. Se trataba de la presentación de una nueva campaña, la cual tendría lugar en un salón del hotel Camino Real. Los tiempos habían cambiado y la agencia de publicidad era otra. Pero, desde que apareció la primera imagen en pantalla y escuché los primeros compases de la música, supe de inmediato de qué se trataba. La directiva de la empresa había decidido actualizar “el comercial del terremoto” con el objeto de relanzar la imagen institucional de Pollo Campero. El salón del hotel estaba lleno de gente, pero yo sentí que me encontraba otra vez, de pie, como aquel día de febrero de 1976, junto a Florentino y un grupo de amigos, en la sala de butacas del cine Lido. Las imágenes eran
otras, pero el mensaje, la música y el himno eran los mismos. Y el espíritu
que campeaba por ellas, también. Y la motivación. Y la emoción que impartían. Todo esto, desde luego, lo razonaría después, ya que en aquel largo y emotivo minuto, no sólo vi unas fotografías bellísimas de la Guatemala y los guatemaltecos sino abatidos, también otras imágenes, éstas en blanco y negro, de un país con de sushoy, pueblos sus iglesias desplomadas, sus campanas sobre montañas de escombros, vías férreas convertidas en serpientes, cuerpos aplastados, niños que lloraban en soledad, edificios agrietados, tractores que abrían caminos, hombres que apuntalaban paredes, hospitales atestados de heridos, patios llenos de cadáveres, camiones, carretones, avionetas y helicópteros que iban de aquí para allá, llevando agua, medicinas y comida a los afectados por los temibles pateos de Cabracán. Y cuando finalmente un coro de bellísimas voces entonó aquel himno sencillo, pero hermoso, que cantaba a Guatemala y llamaba a los guatemaltecos a la unidad y a la concordia, mis ojos se humedecieron y, perdido en la oscuridad del salón, no pude contener la emoción y se me saltaron las lágrimas.
IX CUANDO LA MENTIRA SE DISFRAZA CON EL VESTIDO DE LA VERDAD
Todo país en desarrollo abre sus puertas a la prosperidad cuando su tasa de crecimiento económico deja de regirse por el mecanismo del interés simple y comienza a utilizar la dinámica del interés compuesto. No es un fenómeno que se diseñe a propósito ni que surja de manera inesperada. Es raro que un crecimiento así se asiente de golpe en una sociedad tradicional, donde se crece a tasas muy lentas. Pero cuando alguna contingencia imprevista lo provoca, suelen generarse desajustes económicos que, por razones culturales o de otra índole, algunas naciones no puedan soportar. Tal sería el caso de Irán en los setenta, donde el Sha Reza Pahlevi, empeñado en modernizar su país a cualquier costo, se encontró con la resistencia de unas estructuras demasiado arcaicas como para responder al fuerte crecimiento económico que pretendía imponer utilizando las repentinas y elevadas rentas del petróleo. El terremoto trajo a Guatemala una tensión parecida que las autoridades económicas y monetarias del país no pudieron someter a control. Entre 1976 y 1978, la inflación se disparó, en tanto Guatemala entraba en una actividad económica muy difícil de equilibrar en lo político y lo social. La inyección de liquidez debida a las indemnizaciones de daños y los créditos otorgados por las organizaciones internacionales crearon una súbita alza de la demanda a la que Nuestro era casi imposible responder conpudo la celeridad deseable. Grupo, sin embargo, reaccionar a tiempo debido a la preparación y los ajustes que por razones ajenas al terremoto habíamos venido haciendo en todos los niveles de la organización. En dos años duplicamos la producción de carne de pollo y abrimos otros seis restaurantes de Pollo Campero. A diferencia de otros sectores más rígidos, las cosas no podían irnos mejor. Pero la política era otra cosa. 1978 sería uno de los años más violentos de la historia de Guatemala. Las elecciones de marzo habían llevado de nuevo al poder a un general, Fernando Romeo Lucas, y a un civil, Francisco Villagrán Kramer, por la vía del fraude. Fue el binomio menos votado de los gobiernos militares, y su gobierno, el más represivo y sangriento. Miles de ejecuciones extrajudiciales y cientos de
desaparecidos fue su saldo. También fue uno de los más corruptos. Pero la constante que habría de socavarlo y llevarlo a la larga a su caída fue la inflación. Las alzas de precios causadas por la liquidez de la economía dieron pie a toda clase de manifestaciones de rechazo por parte de la población. Y cuando, de octubre ese año, el las sector del transporte público elevó el llegado precio el delmes pasaje de las de camionetas, turbas se lanzaron a las calles. La intensa movilización dio muestra del alto grado de organización que habían alcanzado los sectores populares, pero la represión fue brutal. Más de cuarenta muertos, trescientos heridos y mil quinientos detenidos fue su cauda. Guatemala se deslizaba por una pendiente de terror y terrorismo, de represión oficial y atentados guerrilleros, que no es posible recordar hoy sin repugnancia. De nuestra parte, preocupados como estábamos con lo que acontecía en el país, no fuimos capaces de valorar en su debida dimensión la intensa ofensiva que en agosto de ese mismo año los sandinistas lanzaban contra Somoza. El 22 de ese mes, Edén Pastora, el Comandante Cero, tomaba el Congreso de Nicaragua, secuestraba a los diputados, humillaba al gobierno y le obligaba a pagar una fuerte suma por el rescate de los rehenes. Dos semanas más tarde, el 9 de septiembre, se declaraba la huelga general en todo el país. De manera simultánea, la guerrilla sandinista iniciaba otra fuerte ofensiva militar. Y en represalia, Somoza ordenaba una despiadada represión e imponía la ley marcial en Nicaragua. El sandinismo había encendido la mecha y muy pronto el fuego llegaría a Guatemala y El Salvador, dos países donde Pollo Campero tenía ya diecisiete restaurantes. El domingo 1 de octubre de 1978, el ya desaparecido diario El Gráfico publicaba en lugar preferente un documento de una página con la firma y el sello del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). No era una proclama política, ni un relato de las negociaciones que en esos días tenían lugar entre los sandinistas y el gobierno nicaragüense a través de una comisión negociadora. El documento en cuestión era la famosa lista de Sergio Ramírez Mercado (Somoza de la A a la Z ), ), corregida y aumentada. Con un agregado importante: uno de los párrafos conducentes, el FSLN declaraba sin empacho que PolloenCampero era propiedad del general Somoza.
Los sandinistas podían haber dicho también que habían visto a un buey volar o que el presidente Carter era en realidad Nostradamus. Su credibilidad estaba más allá de toda duda a causa del rechazo y el odio que el solo nombre de Somoza generaba. Y asociado a ese rechazo, la calumnia volvió por sus fueros para arrojar su lodo y su pestilencia sobre la imagen de nuestra empresa. Cuando el lunes siguiente, 2 de octubre, llegué a primera hora a la oficina, supe que una densa multitud se había empezado a congregar en las proximidades del Parque Central y que los líderes de la misma llevaban en la mano El Gráfico del día anterior y lo agitaban haciendo alusiones que vinculaban a Somoza y a Campero. Era evidente que los movimientos guerrilleros centroamericanos estaban conectados entre sí y que la ofensiva del sandinismo en Nicaragua deseaba acelerar el “efecto dominó” que Kissinger había pronosticado alguna vez para las dictaduras militares de la región. Así fue como dio principio la semana más aciaga de la historia de Pollo Campero. Poco después de las 9 de la mañana de ese mismo 2 de octubre, los manifestantes se encaminaron desde el Parque Central hacia la Plaza Bolívar, tomaron luego la avenida de ese mismo nombre y dando gritos y mueras a Somoza se dirigieron al Pollo Campero que en fechas recientes habíamos inaugurado en aquella arteria capitalina. Alguien me avisó por teléfono y salí de urgencia hacia el restaurante. Mas cuando llegué allí, todo estaba consumado. La multitud se había dispersado y pequeños grupos de gente observaban en silencio los efectos del destrozo. Del restaurante no quedaba un vidrio sano. La turba había entrado como una exhalación, destrozando marcos y vidrios, y se habían llevado consigo cuanto podían llevarse. Más que un restaurante parecía una casa abandonada. Las cortinas habían desaparecido y sólo alcancé a ver la pata de una silla tirada en un rincón. La caja registradora no estaba, ni tampoco las cafeteras, las batidoras y otros equipos menores. Los freidores estaban destrozados, y los armarios refrigerados y los hornos, abiertos de par en par y vacíos. La bodega había sido también saqueada. No quedaba en ella rastro de un solo producto: ni una servilleta, ni un mantel, ni una botella de salsa de tomate. Paredes dañadas, vidrios baños (hasta llevado), tal era elrotos, panorama quedestrozados tenía ante mis ojos.un mingitorio se habían
Ordené cubrir los ventanales con tableros y limpiar el lugar de cascotes y
vidrios pensando que sólo había sido una acción aislada debida a la situación que vivía el país. No podía yo imaginar que aquella destrucción sería sólo el comienzo de una agresión premeditada y sistemática que habría de durar toda la semana y que casi habría de llevar la cadena de restaurantes a la sepultura. Las turbas habían calles yy su se agilidad movían ridiculizaban por ellas como bancos de peces en tomado el agua. las Su astucia a lagrandes policía y nada ni nadie parecía ser capaz de detenerlas. Líderes con falsa indumentaria de la Cruz Roja se desplazaban de un sitio a otro en motocicletas, transmitiendo información y consignas sobre la cercanía de los cuerpos policiales, lo que permitía a las turbas seguir destruyendo cuanto encontraban a su paso con absoluta impunidad. Y setenta y dos horas después, no menos de siete restaurantes estaban prácticamente fuera de operación. Si no habían sido arrasados, como el de la Avenida Bolívar, estaban sin muebles o les faltaban los vidrios. La agresión era tan puntual y estaba tan localizada que intenté por todos los medios hablar con Jorge Carpio Nicolle, director general de diario El Gráfico, para que desmintiera públicamente que Pollo Campero era propiedad del general Somoza. Mi argumento se fundaba en que el periódico había publicado un pasquín político, de los muchos que circulaban en aquellos días, y no una noticia, con el fin de desinformar, alterar el orden público y dañar nuestra cadena de restaurantes, pero Jorge no devolvió ninguna de mis llamadas. Los atentados contra Campero se habían extendido ahora a los vehículos de reparto. La oleada de vandalismo y destrucción que se abatía sobre nosotros no parecía tener fin. Y durante aquellas jornadas, que hoy no puedo sino recordar con la misma impotencia de entonces, me cuestioné muchas veces la eficacia del lema que impulsamos tras el terremoto, “tan guatemalteco como tú”, y su emotiva campaña. Había bastado que la maledicencia y la insidia hubieran dicho lo contrario para que nuestra imagen fuera emporcada por el sandinismo y para que nuestra credibilidad cayera a niveles infinitamente más bajos de la de quienes habían divulgado la insidia. La mentira, en fin, había desplazado a la verdad en pocas horas y, de la noche a la mañana, Pollo Campero había dejado de ser una empresa honorable merced a aquella difamación interesada y canalla.
La mentira, disfrazada de verdad
Entre las docenas de decisiones a la carrera que hube de tomar aquellos días para salir al paso del infundio, recuerdo una de la que me sentí tontamente orgulloso, pues su utilidad resultó casi nula. Utilizando como sustancia una parábola de Gibran Jalil titulada “Los vestidos”, escribí una historia sobre la mentira y la verdad, imprimí millares de octavillas y la mandé distribuir. La historia, a la que agregué apología y moraleja, iba más o menos como sigue. Paseando cierto día la Mentira y la Verdad por una playa, decidieron darse un baño. Se quitaron la ropa y nadaron desnudas en el mar. La Mentira salió primero del agua y, quién sabe si a propósito o por descuido, se puso el vestido de la Verdad y se alejó de la playa. Poco después salió la Verdad y no encontró su vestido. Pero siendo demasiado tímida para andar desnuda por el mundo, no le quedó más remedio que vestirse con el atuendo de la Mentira. Y desde entonces, concluía la parábola, los hombres han sido incapaces de distinguir a la una de la otra. El efecto de tan candorosa idea —pretender que se creyera nuestra verdad en lugar de la mentira sandinista— fue imperceptible, si no nulo. Imaginando que la parábola derrotaría el infundio, debido a que la verdad estaba de nuestro lado, no me llegué a percatar de que la gente cree tan sólo aquello que quiere creer y que de poco sirve ir con la verdad por delante cuando la mentira se utiliza de manera tan aviesa. Creo que también fue entonces cuando aprendí que opinión pública y opinión publicada son dos cosas diferentes, y que un medio de comunicación, como lo eran aquellas octavillas, puede modificar muy poco una convicción arraigada en el público. Lo que me llevó a concluir que la verdad y la mentira no dependen tanto de su aspecto formal o su intención como de que quien nos escucha esté predispuesto a creer o no lo que decimos. La sospecha de que Campero podía ser de Somoza era ahora general y nada de lo que hiciéramos o dijéramos sería suficiente para disuadir de lo contrario a quienes habían creído la patraña. No sería aquélla la última vez que el Grupo Gutiérrez habría de ser objeto de tan siniestras maniobras. Hoy ocurre de nuevo, aunque por motivos diferentes, pero, lo mismo que entonces, la técnica es parecida: difundirmuy una
mentira disfrazada de verdad con el fin de confundir al público y arrojar contra el Grupo los perros de la maledicencia y de la insidia. De ahí mi escepticismo sobre las presuntas verdades que a menudo se publican. Por deseable que sea, la verdad no es fácil de identificar ni distinguir a causa del engañoso disfrazdónde con que No recuerdo leílas unapersonas vez que indignas la vida eslaelrevisten. arte de sacar conclusiones suficientes a partir de datos insuficientes. Pero en el caso de verse uno obligado a tener que distinguir entre la mentira y la verdad, con los insuficientes datos que a menudo se cuenta, mis conclusiones suelen ser muy simples. Aquél que más grita y más ensucia, y dice tener pruebas fehacientes, aquél que más escándalos provoca y más hace enrojecer de vergüenza a quienes sabemos que miente, aquél, en fin, que más apela a su honradez y a la justicia, ése es el impostor. Quien dice la verdad, en cambio, se ve forzado a recurrir a la ley, que es lenta y no siempre reivindica, y a esperar a que el tiempo le acabe redimiendo de la maledicencia. Sólo los hechos y la reiterada repetición de la verdad devuelven a ésta su ropaje, como habría de ocurrir con Campero. Los años terminarían por decir quién faltaba a la verdad y quién usó la mentira como arma para destruir y hacer daño. Pero el triste saldo de aquella experiencia sería descubrir que uno empieza a madurar y a entender la condición humana cuando dedica menos tiempo a indagar la naturaleza de la verdad que a protegerse de las asechanzas de la mentira. No obstante, también habríamos de hallar una moraleja alentadora: la verdad puede enfermar, pero no morir del todo, como decía Cervantes. Y ése es el único consuelo que le queda al afectado por la difamación. Todo lo demás se reduce a armarse de valor y de paciencia. Lo digo porque, en nuestro caso, no era sólo la mentira la que nos destruía y embarraba, sino también una estrategia de terror que se traducía en llamadas a mi oficina y a mi casa con reiteradas amenazas de muerte. La batalla contra aquella mentira era contra un enemigo perverso e invisible que nos agredía desde las sombras y que con sus acciones ratificaba que la calumnia no se conforma con difamar al inocente. También trata de destruirlo por la simple y sencilla razón de que éste sabe la verdad y puede constituirse en testigo de cargo. No querían queelnos defendiéramos. Querían que agacháramos la cabeza y que, mediante chantaje y las amenazas,
acatáramos la agresión sin defendernos.
Obligados a cerrar
En vista mi impotencia paraelconseguir que El Gráfico descalificara el pasquín que de le había suministrado FSLN, pero publicado en el diario como información fehaciente, le hice llegar a Jorge Carpio un mensaje en el que le planteaba la disyuntiva de desmentir lo que había publicado respecto a Pollo Campero o afrontar una demanda en toda regla por los daños y perjuicios que nos habían ocasionado las turbas. Al mismo tiempo, le dirigí una carta de protesta que sería publicada en todos los diarios del país, incluso el suyo. Arturo se opuso al principio y sólo pude convencerle de que la publicáramos tras decirle que, para cuando aquella turbulencia concluyera, Pollo Campero habría dejado de existir, y lo peor de todo, sin decir ni pío. No sólo era un mal chiste. Las calles estaban tomadas por las turbas. Nunca había visto yo Guatemala, ni nunca volvería a verla, tan cerca del caos total. Y si digo que la vi es porque esos días anduve de la ceca a la meca a bordo de un microbús, en compañía de Carlos Campo, nuestro gerente de Operaciones, y los supervisores de restaurantes, recorriendo los puntos de venta y tratando de contrarrestar el miedo que gradualmente se iba apoderando de nuestros empleados. Estábamos sin gerente (Gemi Gamazo había tenido un problema personal con Arturo y se había ido de la empresa) y tuve que asumir esa posición. Al término de uno de esos días, llevé a Carlos y a sus hombres (Carlos Jiménez, Arnoldo Gaitán, Edgar Klee y alguno más) a mi casa. Había sido una jornada agotadora, llena de peligros e incidentes, pues más de una vez nos habíamos topado con grupos sin control armados de hierros y palos. Llevaríamos sentados cosa de media hora cuando recibí una llamada telefónica. La radio había dado la noticia de que el Campero de la Calzada San Juan estaba en llamas. Este restaurante, recién inaugurado por aquellos días, llegaría a ser uno de los líderes en ventas y personalmente sentía por él un especial afecto por ser el más alejado de todos y haberse constituido en avanzada de la cadena dentro unsubimos barrio sumamente popular. Así que, con la cena todavía en el esófago,denos otra vez al microbús y nos dirigimos al lugar.
La Calzada San Juan estaba prácticamente vacía y, poco antes de llegar a la Colonia Montserrat, la radio advirtió que todos los vehículos que iban en esa dirección se desviaran pues había barreras de fuego que impedían el paso. Y en efecto, uno o dos kilómetros adelante, un rosario de neumáticos en llamas cortado el un tráfico No obstante, conseguimos eludir elhabían obstáculo tras dar rodeodeporvehículos. las calles laterales. Cuando llegamos al Campero siniestrado, todas las luces estaban apagadas. El barrio estaba también casi a oscuras y dos policías custodiaban el restaurante. Las turbas se encontraban muy cerca, nos dijeron, escondidas y al acecho, listas para asaltar el restaurante, ya que no habían podido quemarlo del todo. Los muebles habían sido apilados en el centro del local y rociados con gasolina, pero cuando todo comenzó a arder, los bomberos habían llegado al lugar, avisados por una vecina, y lograron detener el incendio. Me dirigí a la casa de la señora para darle las gracias. El susto no le había pasado todavía y entre sollozos empezó a contarme el incidente. Llevaría con ella cosa de dos o tres minutos cuando escuché varios disparos en la calle. Salí corriendo de la vivienda y cuando llegué al restaurante pude ver a los dos policías que, desde una moto en marcha, disparaban sus armas a una multitud salida de Dios sabe dónde. El griterío, más que tal, era un aullido que a esas horas de la noche magnificaba el terror. Debían de ser varios cientos de personas y se dirigían al restaurante armados con palos o con algunas patas de los muebles de Campero. Corrimos al microbús y escapamos del lugar, en tanto los dos policías seguían disparando al aire, si bien listos para escapar en la moto, en el caso de no lograr disuadir a la multitud con las armas. Aquel suceso me convenció de que no había más qué hacer. Ese día, 6 de octubre, los trabajadores de Pollo Campero habían sacado un comunicado a toda página pidiendo que no se destruyeran sus puestos de trabajo. “Dirigente obrero, dirigente estudiantil”, decía el texto, “respeten nuestros centros de labores, piensen en nosotros, en nuestras familias, háganlo por Guatemala”. La apelación, como todos los demás esfuerzos, había sido inútil. La destrucción de los Camperos era una consigna que iba más allá del derecho al trabajo y al bienestar de nuestros empleados. Y esa misma noche decidí cerrar hasta nueva orden. No teníamos ni la Policía era capaz la de cadena proporcionárnosla. La mayoría de las protección unidades, además, estaban
fuera de operación. Sólo quedaba esperar a que las aguas se calmaran,
mientras reparábamos los restaurantes y volvíamos a empezar. El peaje de la mentira
La reseña de las muestras de solidaridad que recibimos a lo largo de aquella aciaga semana no cabrían en este libro, pero sí en nuestra memoria donde quedaron registradas con la misma emotividad con que las recibimos entonces. Pero no quisiera dejar de citar una que revela hasta qué grado puede llegar la solidaridad de los trabajadores con una empresa casi destruida por la difamación y el terrorismo. Se trata de una carta de los empleados de las Oficinas Centrales, desde donde se administraban conjuntamente Avícola Villalobos, Empacadora Toledo y Pollo Campero, y en la que me decían lo que sigue:
Estimado don Francisco: Francisco: Los abajo firmantes nos dirigimos a usted con todo respeto, manifestándole que dadas las circunstancias actuales por las que atraviesa Pollo Campero, S.A., estamos dispuestos a colaborar prestando nuestros nuestros servicios en las cafeterías que estén en condiciones de atender al público. Para lo cual se podría elaborar un plan de trabajo conjunto, en caso de contar con su aprobación. Sugerimos prestar un servicio para llevar, ya que consideramos que son menores los riesgos.
Seguían las firmas de docenas de hombres y mujeres, secretarias, contadores, auditores y demás personal de oficina que se ofrecían a correr graves riesgos sin que nadie se lo pidiera. Campero era entonces, todavía lo es, una de las empresas que mejores salarios pagaba y más y mejores prestaciones otorgaba a sus empleados. Pero aquel gesto me conmovió sobremanera, lo mismo que el de tantos otros trabajadores, cocineros, mecánicos, personal de suministros, que se ofrecieron en forma voluntaria para vigilar de noche los restaurantes, escondidos tras un árbol o el dintel de alguna puerta, a fin de avisar de inmediato en caso de que las turbas intentaran destruirlos. Cuánto afecto y cuánta grandeza. Y qué energía tan grande puede uno extraer de sí mismo cuando, sin jefe que a uno le motive, lo hacen los subalternos. No creo haber sido capaz de expresar del todo lo que sentía en la nota que
les envié como respuesta, pero me gustaría reproducir aquí algunos párrafos de la misma como una muestra del grado de cercanía que existió siempre entre Pollo Campero y su gente: Su carta me ha emocionado muchísimo. Y con la misma emoción que la recibo, la agradezco. Gracias al apoyo de ustedes, seguimos acumulando fuerzas contra la desgracia y tengan la seguridad de que habremos de salir adelante. Podrán destruirnos las cafeterías, pero no la moral ni la empresa. Pues una empresa no la conforman sus bienes materiales, sino sus valores humanos. Y en eso nuestras compañías son multimillonarias. Ustedes y los muchachos de Campero lo han demostrado con creces. No se preocupen. Abriremos las cafeterías cuando pase la marejada. Y lo haremos con la frente muy alta, pasando por encima de la mentira y el odio. Y ese día, ustedes se sentirán tan orgullosos de su empresa, como yo hoy me siento de ustedes.
La mentira había cobrado su peaje, pero la verdad, aunque dañada, seguía viva. Una verdad que toda la comunidad empresarial conocía y a la que Gráfico indignó la maniobra ade divulgar la izquierda Y considerando había contribuido un radical. infundio tan dañino, que las ElCámaras empresariales iniciaron una campaña para retirar la publicidad al diario. Años más tarde, siendo editor de la revista Crónica, fui objeto de una acción semejante, pero no por parte de las entidades empresariales, sino del presidente Álvaro Arzú, quien se dejó decir en privado que yo había hecho lo mismo con El Gráfico. La desfachatez y la torpeza fueron impulsos que en Arzú no encontraron nunca límites, no digamos su ignorancia, la cual, un querido amigo y diputado, calificó en su día de enciclopédica. Arzú admitía con esa expresión
que, violando la Constitución y el derecho a la libertad de expresión que aquélla garantiza, un presidente “democrático” había decidido quebrar un medio de información. Pero, aparte de estas consideraciones, Arzú estaba equivocado y su afirmación era del todo perversa. La iniciativa contra El Gráfico partió de unas entidades empresariales indignadas por una publicación injusta, y no de mí, y nunca constituyó una acción inconstitucional como la que llevaría a cabo Arzú contra Crónica y por la cual sería condenado en su día por el procurador de los Derechos Humanos. Tampoco la presión sobre El Gráfico duró mucho. El 8 de octubre de 1978, Jorge Carpio accedía a consultar las escrituras constitutivas de Pollo Campero, así como sus libros de actas. Y el 9 de ese mismo mes, siete días
más tarde de haber publicado el infame documento del
FSLN, El Gráfico
circulaba con este titular en primera plana, “POLLO CAMPERO, S.A. NO ES PROPIEDAD DE SOMOZA”, y este subtitular, “ DOCUMENTOS CONSTITUTIVOS DEMUESTRAN QUE SUS PROPIETARI PROPIETARIOS OS SON GUATEMALTECOS”. Nunca busqué otra cosa que esta aclaración pública, pero, por desgracia, la nota llegaba demasiado tarde. Jorge se excusó diciendo que en los diarios suelen suceder hechos así sin que esté en el ánimo de su director suscitarlos. Es algo que yo no llegaría a entender sino quince años más tarde, cuando Crónica publicó un artículo, escrito por una redactora, que en realidad era un parte militar del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). Jorge y yo guardaríamos una grata amistad por muchos años y cuando fue asesinado escribí una necrológica muy sentida y genuina. Con Jorge perdía Guatemala uno de los hombres que más habían contribuido a la transición democrática. Nunca más hablaríamos del asunto que nos había enfrentado, pero estoy seguro de que si lo hubiéramos hecho habríamos llegado a la conclusión de que, tanto él como Pollo Campero, habíamos sido instrumentos de unas fuerzas que rebasaban las nuestras y que ni él ni nosotros pudimos en su día controlar. Los trabajos de Sísifo
La cadena permaneció cerrada más de dos semanas, tiempo que aprovechamos para reparar daños materiales y morales. Por fortuna teníamos ya un unos taller suplidores de carpintería donde fabricábamos y reparábamos muebles, sin así como de equipo eficientes y rápidos. Las agresiones, embargo, no habrían de cesar. Hasta 1985, Campero sería el juguete de turbas y guerrilleros. En concreto, hubo un restaurante, el situado en la Avenida Petapa, cerca de la Universidad de San Carlos, que no sólo fue carbonizado en cierta ocasión con un combustible de alto poder, sino que cada vez que había problemas en la universidad, los estudiantes lo dañaban. Aquellas semanas en blanco me traerían un pesar que aún conservo. Tener que cerrar la cadena en pleno desarrollo de la misma, a pesar del éxito y la aceptación del público, era una paradoja muy difícil de aceptar. La experiencia había el hombre no es racional por naturaleza que no es lame razón la enseñado fuerza queque guía a la humanidad. También aprendí quey
no es la verdad la energía que mueve a los hombres, sino la mentira más atrayente, cuando no la más abyecta. Y todo ello me habría de dejar un sabor a arena y sal que aún perdura. No sentía ilusión alguna por reanudar un negocio en el que había puesto tanta pasión y energía, sino el resignado esfuerzo de Sísifo para volver a subir sobre los hombros la piedra caída de la cumbre. La cadena se reabrió un 20 de octubre, imprudencia de la que nunca dejaré de arrepentirme por un hecho que a punto estuvo de costarme la vida. La mañana de ese día llamé a Mario Brol, gerente de la operación porcícola del Grupo y concuño mío, y le invité a visitar los restaurantes. Quería observar de primera mano qué ocurría en ellos después de tantos días cerrados y cuáles eran las reacciones del público. La turbulencia callejera había remitido y aunque en ese día se conmemoraba la Revolución de Octubre de 1944, pensé que los desfiles y discursos tendrían lugar, como tantas otras veces, sin violencia. A eso de la una de la tarde, y tras recorrer la mayoría de los restaurantes, dispusimos regresar a mi casa para almorzar con nuestras familias. Salimos por el costado de la catedral a lo que hoy se llama Plaza de la Constitución y detuvimos el automóvil frente al semáforo en rojo situado en la esquina de la Sexta Avenida y el Palacio Nacional. Los manifestantes se habían ido del parque y, salvo dos o tres soldados que vigilaban el área, el lugar estaba callado y vacío. Si hubo alguna vez en el Universo un silencio de media hora, como dice el Apocalipsis, ése fue el de aquel 20 de octubre, en el Parque Central, justo antes de que el semáforo cambiara a verde y una serie de ráfagas de ametralladora comenzaran a escucharse desde la Sexta Avenida y enfilar en dirección a nosotros. Los soldados se tiraron cuerpo a tierra y yo oprimí el acelerador para salir cuanto antes de la línea de fuego en que estábamos. Los silbidos de las balas sonaban muy cerca y todavía alcancé a escuchar dos chasquidos en la carrocería del automóvil en que Mario y yo nos movíamos. Nos detuvimos dos o tres cuadras adelante, sin recuperarnos del susto. Nos bajamos del vehículo, lo examinamos. Había dos balazos en mi portezuela, a la altura del pecho, pero, por suerte, el ángulo de tiro había sido lo bastante oblicuo como para evitar que perforara la chapa. Nos habíamos salvado de milagro.
Quien no tendría esa suerte fue Oliverio Castañeda, conocido dirigente
estudiantil, asesinado ese día junto al Pasaje Rubio. El sobrante de las balas que le mataron a él fueron las que nos llegaron a nosotros, y su muerte marcaría uno de los puntos más altos de la violencia de aquellos años, junto con los asesinatos de Colom Argueta y Fuentes Möhr. Camperohabía reabríacedido sus puertas en una mi suposición de yque la violencia no había sidofecha más nefasta. que unaYilusión. El terror el terrorismo se volvieron a partir de aquel octubre más agresivos y, en adelante, nada ni nadie les impediría convertir a Guatemala y Centroamérica en campo de batalla y cementerio.
X HISTORIA DE DOS CIUDADES
Si Dickens hubiera escrito este libro, acaso le hubiera puesto el mismo título que a su célebre novela sobre la Revolución Francesa, Historia de dos ciudades, pues tanto el nacimiento como el desarrollo de Pollo Campero tuvieron simultáneamente lugar en otras dos urbes, San Salvador y Guatemala, y en medio de otra revolución. La cadena de restaurantes saldría muy pronto de ambas y se extendería a otras ciudades, como Santa Ana y Escuintla, pero fue en estas dos capitales donde Campero creció, los dos centros urbanos más importantes de dos naciones hermanas que se necesitan mutuamente, pero que, tal y como ocurre en las mejores familias, guardan entreGuatemala sí una prudente distancia. se separaron de España en 1821 y ya no se y El Salvador volvieron a unir, luego de haber permanecido casi tres siglos juntas. El Salvador prefirió incluso solicitar el ingreso a la Unión Americana antes que reintegrarse a Guatemala y formar parte del imperio mexicano de Iturbide. El período colonial había creado entre ambas provincias, como se llamaban entonces, diferencias irreconciliables. Y desde esos días, el salvadoreño llama al guatemalteco chapín en el tono de quien se dirige a una persona engreída, y el guatemalteco llama al salvadoreño chero, en el tono que un andino se dirigiría a un caribeño. Trabajadores e industriosos, a causa del estrecho territorio en que viven y la escasez de recursos naturales, los salvadoreños gustan llamarse “los fenicios de América Central”. Orgullosos de su historia y su pasado, tanto en la era de los mayas como cuando Guatemala fue Capitanía General de Centroamérica, los guatemaltecos tienen a bien llevar estos dos señoríos por bandera. De modo que, a ojos de extraños, no pareciera que siendo pueblos vecinos, ni estando sus capitales a media hora de distancia por avión, y a poco más de tres por carretera, tengan personalidades tan distintas. Mas no hay animosidad entre ellos. La distancia es siempre verbal. Y ya se lancen puyas mordaces o algún que otro dardo irónico, guatemaltecos y salvadoreños guardan en el fondo una hermandad que está más allá de climas,
alturas y menudencias históricas.
Tienen buenos motivos para ello. Guatemala y El Salvador constituyen el espinazo económico de la América Central y conforman el espacio donde se asienta más del 60 por ciento del mercado, la industria y el comercio de la región. De ahí que lo más natural fuera que Pollo Campero, un producto que los salvadoreños tienen por propio tanto como los guatemaltecos, se afincara desde muy temprana hora en El Salvador. Mis primeros contactos allí comenzaron a principios de los años 70. Yo era entonces presidente de la Asociación Nacional de Avicultores de Guatemala y, siendo productor de pollo, hacía las veces de árbitro entre los productores de huevos de uno y otro país. Eran los días del Mercado Común Centro Americano, una institución donde lo menos común era el mercado, pues no había día que no hubiese problemas en las fronteras. Las tensiones eran constantes, sobre todo entre los hueveros, y a cada poco manteníamos reuniones conciliatorias en las capitales de ambas naciones. Uno de los principales productores de huevos de El Salvador, Ricardo González, propietario entonces de Granja Monserrat, me propuso un día asociarnos para producir pollo allí. Y en 1971 fundamos una sociedad que se llamó Avícola Salvadoreña y que desde los primeros días habría de funcionar muy mal. Ricardo y yo no nos entendíamos. Y el gerente de la operación, Eduardo Valiente, un joven salvadoreño, brillante, de gran energía y talento, educado en la Universidad de Texas A&M, a quien yo había contratado en Guatemala, no se entendía tampoco con Ricardo. No sólo había diferencias de personalidad, sino también de conocimientos de una industria de la que González lo ignoraba todo. Así que un año después le comprábamos su parte. Fue así como Avícola Salvadoreña inició su espectacular andadura por la antigua Cuscatlán. Adquirimos tierras en Cojutepeque, construimos granjas, oficinas, rastro, incubadoras. Y en 1972 abríamos el primer Pollo Campero en el Bulevar de los Héroes, a pocos pasos del hotel Camino Real. Lo que sucedió el día de su apertura —el aceite espumarajeando como si tuviera Alka-Seltzer, el drama de los fusibles y otras averías causadas por los gremlins habituales de Campero— ha quedado reseñado páginas atrás. Pero su éxito se debería, lo mismo que en Guatemala, a que contábamos con lo más importante: un pollo tierno, higiénico y con un peso estándar. Algunos años principal después, competidor Eduardo Lemus, presidente de la firmaen El Granjero , nuestro allí, y figura muy importante la
historia empresarial de El Salvador, me dijo que había que adjudicar a los
chapines el mérito de haber desarrollado en aquel país la industria de la carne de pollo, lo que era un halago doble viniendo como venía de salvadoreños a guatemaltecos. Pero el traslado de nuestro know how a El Salvador no había sido tan difícil. Teníamos la experiencia, de un lado, y a Eduardo Valiente, de otro. Por su formación (era ingeniero agrónomo), Eduardo absorbía técnicas y conocimientos como una esponja. Fue durante veinticuatro años nuestro hombre de confianza allí y, junto con el equipo ejecutivo que armó, entre los que se contaba Francisco Flores, su gerente general hoy, se haría acreedor a mis ojos de buena parte de los méritos que Guayo Lemus nos atribuía en exclusiva a nosotros. Eduardo Valiente no era sólo un ejecutivo sagaz y trabajador, sino un hombre que haría muchas veces honor a su apellido cuando los atentados, las amenazas de muerte y la guerra comenzaron a cobrar allí su derecho de paso. El éxito de nuestras operaciones en El Salvador demostraba así que las afinidades entre ambos países eran mayores que sus diferencias, al extremo de que, incluso en sus conflictos bélicos, llegaron a parecerse. Guatemala y El Salvador serían los dos vasos comunicantes, unidos a un tercero, Nicaragua, por los cuales se transmitirían los horrores de una guerra bárbara y cruenta. En tal sentido, y a diferencia de las dos ciudades de Dickens, París y Londres, la una revuelta, la otra en calma, una confiada y tranquila, la otra violenta y peligrosa, la historia de San Salvador y Guatemala en aquellos años sería en realidad una sola. Pollo Campero nació y se desarrolló en ambas bajo la atmósfera de un conflicto sangriento plagado de secuestros, asesinatos, atentados, destrucción de puentes, fábricas y comercios, por si no hubieran bastado los daños causados por los huracanes, las erupciones y los terremotos acaecidos años antes. Construir empresas y crear empleo en estas circunstancias no resulta sencillo. De ahí que la historia de ambas ciudades sea también la historia de los dos equipos de hombres que me ayudaron a construir dos grupos de empresas y dos organizaciones admirables en medio de tanta destrucción. Sus nombres y fotografías están dispersos en estas páginas y siempre sentí por ellos una admiración y un respeto muy grandes. Siempre los consideré amigos míos, más que trabajaran ejecutivossiempre de la empresa, y creo que ésa fue razón de que ambos equipos con el profesionalismo y la laeficacia
que lo hicieron.
Pero de todas sus habilidades y virtudes, ninguna valoré en su día tanto como la entereza y el coraje que mostraron en los años en que ambas ciudades se vieron sometidas al flagelo del terror. Sólo ellos y yo sabemos cuántas veces estuvimos tentados de mandar todo al diablo, cuán precario llegó a ser nuestro equilibrio emocional y cuántas veces hubo que sobreponerse al vómito y al espanto para mostrarnos entusiastas cuando en nuestro interior sólo existía el desaliento. Es común que empresarios narcisistas saturen a los demás con el mensaje de “todo se me debe”. Por lo común son personas que no se han esforzado ni movido un dedo, pero que se creen con derecho a una estatua. Son los que reclaman para sí toda la gloria, sin haber asumido compromisos, sacrificios, ni riesgos. Los que por no admitir sus errores se los atribuyen siempre a otros. Los que no tienen temple ni tiempo para entregarse a sentimientos de compañerismo y solidaridad con quienes trabajan a su lado. Los que tienen al ser humano por una cosa o una pieza de una máquina, y nunca como un semejante. Los que, en fin, sólo existen para sí mismos y valoran el esfuerzo de quienes les ayudan en la medida que éstos contribuyen a satisfacer su ambición y dan prestigio a su nombre. Que yo sepa, todavía no se ha escrito en Centroamérica la historia de los hombres que mantuvieron empresas y compañías a flote cuando las elites escapaban de la guerra o guardaban respecto a ellas un ausentismo negligente e irresoluto. Estos hombres, en cambio, resistieron y aguantaron a pie firme aquella oleada de muerte. Y fue su entereza y su valor lo que permitió seguir conservando empleos y, con su entrega, impedir que Guatemala y El Salvador cayeran en el estado de postración en que, con los días, habría de caer Nicaragua. Justo por esta razón, no dejaré nunca de sentir por ellos una gran admiración ni de expresarles el homenaje y el encomio que merecen. El señor de las moscas
Hoy Centroamérica vive en paz. Pero en los días en que Campero nació y creció, tuvimos que vivir entre el terrorismo guerrillero y el terrorismo de Estado, entre las acciones asesinas de EGPs, FSLNs, y FMLNs, y la represión no
menos sangrienta de los gobiernos militares. Unos y otros fueron los
causantes de no menos de 200,000 mil muertos. Y siempre que recuerdo los cadáveres tirados en las calles, las explosiones nocturnas, los atentados criminales, los inquietantes tableteos de las ametralladoras, los silbidos de los proyectiles, incluso subido en alguna avioneta, no consigo explicarme cómo pudimos sostener aquel circo. El único razonamiento válido que encuentro es el de habernos acostumbrado poco a poco a aquel muestrario cotidiano de horrores. El miedo indiscriminado se enseñoreó de ambas ciudades de mi historia. Y ya fuera por la agresión, el atentado o el crimen, el terror fue el inevitable tributo que hubimos de pagar para sobrevivir. El terror paralizó iniciativas, creó prioridades anómalas y generó una neurosis colectiva que nos impedía actuar con normalidad. En una estupenda fábula, titulada El señor de las moscas, el premio Nobel de literatura William Golding reproduce esta desigual batalla entre el terror y la civilización. Un grupo de adolescentes sufre un accidente aéreo cerca de una isla desierta, en la cual se aprestan a sobrevivir sin más ayuda que su ingenio y su buen juicio. Pero pronto se dividen en dos bandos. El líder del primero propone un pacto social fundado en unas normas aceptadas por todos, hasta que alguien los encuentre y rescate. El líder del segundo, en cambio, se resiste a esa preceptiva y logra atraer hacia sí a unos pocos inconformes. Entretanto, uno de los jóvenes ha escuchado unos gemidos en el interior de una caverna. Y un terror primario y esencial se apodera de todos. El líder de la minoría bárbara y violenta, quien ha logrado construir unas armas elementales y cazado un jabalí, corta la cabeza del animal, la inserta en una estaca y la coloca a la entrada de la gruta, a modo de tótem protector para evitar la salida de la bestia que gime adentro. A medida que pasen los días, los vidriosos ojos del jabalí, su morro porcino y peludo, se irán cubriendo de moscas. Su apestosa y repugnante imagen recordará a todos la amenaza del fantasma que mora en la cueva. Y en lo sucesivo, el terror se convertirá en el instrumento de sumisión que el líder despótico usará para someter las voluntades más débiles. La minoría supersticiosa y violenta se vuelve rápidamente mayoría, a causa de las deserciones en el grupo que pretende imponer unas normas civilizadas. Y como en tantos otros casos reales, el sacrificio humano deviene la catarsis inevitable: uno a uno, los jóvenes que se
resisten al grupo terrorista son asesinados. La parábola de Golding, cruel, pues los protagonistas son adolescentes,
es el vivo retrato de la situación que viviría Centroamérica. En la novela, la barbarie termina derrotando a la civilización. Y en nuestro caso, estuvimos muy cerca de eso. Nadie parecía dispuesto a adoptar soluciones civilizadas. Y habría que llegar al stalemate, como se llamó en El Salvador al virtual empate que se produjo entre la minoría terrorista y la mayoría que deseaba una salida democrática, o bien al envejecimiento de los guerrilleros, como ocurrió en Guatemala, para que ambos conflictos concluyeran. Pero como ocurre a menudo, es esa minoría la que hoy más se lamenta, como si hubieran sido los únicos que padecieran el infierno que ellos mismos desataron, y no quienes, indefensos ante la barbarie, hubimos de padecer los demoledores y criminales ataques de aquel “señor de las moscas”. La década perdida
En las postrimerías del siglo XX, comenzó a circular en los cenáculos políticos y económicos de América latina uno de esos términos ambiguos que, como el Renacimiento o el Barroco, nadie sabría decir cuándo empezaron ni menos aún cuando cerraron currículum. Su nombre era “la década perdida” y cada país parecía haber tenido la suya. Era la primera vez en la historia del subcontinente americano que perder el tiempo tenía una connotación de pesadumbre. Y si en Perú o Brasil se utilizó para describir un período de crisis económica y política, en Centroamérica tuvo el matiz agregado de una guerra tan sangrienta como inútil. Dada la frágil memoria económica del público, el cual apenas recuerda lo que ocurrió más allá de hace cinco o diez años, es posible que a alguien se le ocurriera llamar “década perdida” a un período sin confines muy precisos y escondido entre dos fechas evasivas. Pero en nuestro caso está claro que la fecha de entrada a ese túnel fue un 19 de julio de 1979, el día en que las columnas sandinistas entraron en la Plaza de la República, de Managua, y Somoza partió hacia el exilio. Nadie en Centroamérica quería a Anastasio Somoza, pero para quienes pensábamos que podía encontrarse una solución más civilizada que el marxismo-leninismo, y desde luego más justa y democrática, el ascenso del sandinismo significó, en todos los órdenes de la
vida pública y privada, un trágico retroceso.
A poco de llegar al poder, los sandinistas comenzaron a despachar cientos de toneladas de armamento cubano y soviético a las guerrillas de El Salvador y Guatemala. Poco después, el 15 de octubre de ese mismo año, una Junta Revolucionaria derrocaba al régimen militar de El Salvador. Y, a partir de esas fechas, el terror y la guerra se hicieron carne y habitaron entre nosotros. Las dos ciudades se verían asediadas día y noche por aquel particular “señor de las moscas”. Pero, a pesar de los indicios, pocos de nosotros sospechábamos entonces que la hoy famosa “década perdida” había dado comienzo, de la misma forma que Miguel Ángel ni Rafael supieron nunca que habían vivido en el Renacimiento, un proceso cultural que no habría de llamarse así hasta bien avanzado el siglo XIX. Digo todo lo anterior con el afán, varias veces reiterado en estas páginas, de desmitificar la historia y de erradicar la creencia según la cual el desarrollo de Pollo Campero fue el fruto genial de algún personaje visionario y profético. Tal aserto es del todo falso. El hombre, ha escrito Hayek, no es ni nunca será el dueño de su destino, y su progreso se debe únicamente al hecho de que su razón, imperfecta y a menudo errada, le conduce hacia espacios desconocidos e imprevistos donde aprende nuevos saberes y adquiere nuevas experiencias. Lo que sugiere que sólo podemos hablar con alguna propiedad de las cosas después de que éstas han ocurrido y que, cuando uno mira hacia atrás y se detiene en aquella década, no le queda sino subrayar con humildad lo perdidos que andábamos en ella. En junio de 1972, pongo por caso, inauguramos el primer Pollo Campero en San Salvador, justo cuando empezaban allí los secuestros, así como los atentados a los edificios e instalaciones del Gobierno. Dos grupos radicales desgajados del Partido Comunista de El Salvador habían empezado a operar desde la clandestinidad. El terrorismo urbano hacía acto de presencia y se quedaba en El Salvador por la friolera de veinte años, justo cuando nosotros abríamos allí una cadena de restaurantes y una operación avícola. Tal era la precisión con que estimábamos nuestras profecías políticas y nuestros pronósticos económicos. Dickens hubiera dicho que aquél habría de ser el peor y el mejor de los tiempos. Y también en nuestro caso fue así. Las dos ciudades de nuestra historia se convertirían muy pronto en parte de un info-espectáculo parecido
al que había tenido lugar en Vietnam. El morbo de la guerra desplazó hasta
aquí las cámaras de la televisión de todo el mundo. Y a partir de 1978, estuvimos a diario, en vivo y a todo color, en millones de pantallas del planeta. Cómo se puede llamar a la guerra un arte es algo que nunca he podido entender. Para quienes la hemos padecido, la guerra es lo más parecido que hay al retorno de los dinosaurios. De aquel tiempo de luto y de barbarie, guardo imágenes que con los días van tomando color sepia y que, si las traigo a colación, no es con ningún propósito de morbo, sino con el fin de librarme siquiera parcialmente de ellas. Como las escuadras de helicópteros artillados, despegando a hora temprana a ras del suelo del aeropuerto salvadoreño de Ilopango en dirección a los frentes de combate. Como las explosiones sin pausa, cada noche, durante muchas noches, en Guatemala contra edificios y comercios. Como el ametrallamiento del que fuimos objeto mi esposa y yo y del que salimos ilesos merced al blindaje del vehículo. Como la llamada “ofensiva final” de la guerrilla salvadoreña, en enero de 1981, cuando todo el mundo pensó que se repetirían allí las escenas de la toma del poder ocurridas años antes en Managua. O como, en fin, los numerosos y ensordecedores combates que tendrían lugar en la ciudad de Guatemala, a fines de ese mismo año, tras el hallazgo de casi una veintena de reductos y casas donde se refugiaban guerrilleros y se guardaban explosivos y armamento para otra ofensiva final destinada a provocar la caída del régimen de Romeo Lucas. Malos tiempos, qué duda cabe. O quizá deba decir, con Dickens, los peores. Pero también los mejores, pues, con todo y estos obstáculos, operábamos bastante ajenos al tiempo político que nos había tocado vivir. Nos dedicábamos a trabajar, casi exclusivamente a trabajar, en el espacio de lo desconocido y lo imprevisto. Y hoy no sabría decir si fue el entusiasmo, o tal vez la falta de cordura, lo que nos permitió eludir la década perdida y convertir un tiempo de destrucción en otro de construcción y de aliento. Durante ese período, las reservas internacionales de Guatemala y El Salvador se esfumaron, los ingresos reales de la población se redujeron, el valor real de las monedas se desplomó y el crecimiento económico comenzó a mostrar cifras en rojo. Pero cuando al cabo salimos del túnel, el Grupo era más fuerte y más sólido que cuando había entrado en él. En 1981, abríamos el restaurante número 18 en Guatemala y, un año
después, el séptimo en El Salvador. Pollo Campero y las empresas avícolas de ambos países, mostraban una vez más cifras récord, después de haberlo
hecho durante cada año a lo largo de una década. La guerra sólo les había restado vigor de crecimiento. Prueba de ello es que, cuando las condiciones políticas cambiaron, volvieron a hacerlo con energía redoblada. Y a título de broche gozoso, Pollo Campero de El Salvador ocupaba la portada de Industria Avícola, la revista de mayor circulación gremial en las Américas, y
lo mostraba como un modelo a ser imitado en América latina. Hoy estoy convencido de que haber pasado por sobre aquellos tizones sin demasiadas quemaduras se debió a que el éxito no consiste tanto en hacer lo que uno quiere, como decía Von Braun, cuanto en querer lo que uno hace. Y que fue la entrega y el profesionalismo de los grupos ejecutivos de El Salvador y Guatemala lo que nos permitió salir de aquel túnel sin el desgaste y la fatiga de quienes, por comodidad, cobardía o ausencia, nunca se atrevieron a entrar en él. Una economía de guerra
No queríamos admitirlo o tal vez no estaba en nuestra actitud detenernos a pensarlo, pero durante más de cinco años vivimos una economía de guerra que frenaba y dificultaba nuestros mejores esfuerzos. Los cortes de energía eléctrica, por ejemplo, llegaron a ser una pesadilla. En solo un año, 1982, El Salvador padeció cortes de fluido por un total de 800 horas, lo que nos obligó a invertir fuertes sumas en generadores de emergencia. Eduardo Valiente tuvo que contar incluso con generadores portátiles que se desplazaban con rapidez a las distintas zonas de la ciudad para proporcionar energía al restaurante afectado por el corte. Otro tanto tuvo que hacer en las granjas, donde la falta de energía dejaba a las aves sin agua. Pero ninguna de estas soluciones evitaría los constantes daños en equipo, instalaciones y motores debido a las fluctuaciones del voltaje. Como en un espejo, el problema se reproducía en Guatemala, pues las guerrillas habían elegido como objetivos militares las torres de conducción eléctrica para minar la actividad económica y acelerar el colapso del gobierno. Pero la falta de energía no lo era todo. La aguda escasez de divisas elevó los costos de equipos y materias primas. Y la falta de teléfonos llegó a
ser tan grave que llegamos a pagar cuatro mil dólares por una línea. El terror y la fuga de capitales acentuaban éstos y otros problemas que sería tedioso
referir. Y nosotros nos movíamos en aquel túnel cada vez con mayor dificultad, a menudo a ciegas, y con menos libertades y menos espacio de maniobra. Bajo una economía de guerra, empero, no son lo peor la escasez o las restricciones, sino el estado anímico de las personas, sobre todo cuando éstas reparan que, no importando cuánta voluntad y esfuerzo se pongan, todo empeora paulatinamente y sin visos de que el proceso se revierta. Como ocurrió en El Salvador, cuando el aceite comenzó a escasear y fue preciso filtrarlo con menos frecuencia, lo que oscurecía el pollo frito y alteraba su sabor. Tras los incidentes de Guatemala y el cierre temporal de la cadena, la guerrilla urbana nos había elegido como blanco sistemático también en aquel país. Pollo Campero se había convertido en “el que recibe las bofetadas”. Y si los daños en Guatemala habían sido cuantiosos, en El Salvador no les irían atrás. Los ataques con explosivos a los restaurantes comenzaron a volverse rutina, así como las amenazas de bombas por teléfono. Ocho atentados sufrimos en San Salvador a lo largo de 1980, de los cuales el más trágico sería el de un restaurante situado en el popular barrio de Mejicanos. Llevaba cosa de un mes abierto cuando un comando guerrillero lo redujo a cenizas. Y no conforme con eso, fusiló ante un público aterrado a los dos guardianes del restaurante. El caso más extremo, sin embargo, sería el de otro situado en la Avenida Peralta de San Salvador, frente al colegio de los salesianos, un restaurante que en ese año de 1980, sufriría cuatro atentados con explosivos en menos de tres meses. Cuando lo vi semidestruido la primera vez, los equipos dañados, los muebles convertidos en astillas, me hice el propósito de no repetir en El Salvador lo que había tenido que hacer en Guatemala: cerrar la cadena. Le dije a Eduardo Valiente que, cuando menos para mí, resistir se había vuelto una cuestión de honor. Reconstruiríamos el restaurante cuantas veces hiciera falta y repondríamos sus equipos, pero no le daríamos al Frente Farabundo Martí el gusto de cerrarlo. Ni aquel restaurante ni ninguno. También le dije que íbamos a ver quién se cansaba antes, si ellos o nosotros. Costó tres meses, como digo, y tres atentados más, pero al final desistieron, se cansaron o buscaron otros objetivos. ¿Cómo entonces no
resaltar el coraje de Eduardo y de sus hombres, quienes al cabo serían los que tuvieron que soportar éstos y otros peligros desde la primera línea de fuego?
Algo parecido sucedió en Aguilares, pueblecito situado a unos treinta kilómetros al norte de San Salvador, en cuyas cercanías habíamos construido la planta que procesaba los subproductos del matadero de aves. Aguilares se había convertido en un laboratorio revolucionario y un centro de adoctrinamiento de guerrilleros. Y la planta sería objeto de varios atentados con explosivos que sólo por tratarse de maquinaria pesada pudo resistir. Los daños periféricos, en cambio, como la caldera o los transformadores, serían tan elevados que en 1983 nos cansamos y decidimos trasladarla a un lugar más tranquilo. Por las aguas que revuelve, toda guerra suele generar la aparición de numerosos pescadores. Y ése fue el caso de los asaltantes a mano armada de restaurantes y vehículos de transporte. La cauda sería a veces trágica, como el asesinato de un gerente en el Campero de la Calle Martí y de un chofer de reparto. En El Salvador no sufrimos ninguna baja personal, pero sí un buen número de camiones quemados. Fue una pesada rutina que sufrirían por igual las dos operaciones gemelas, al punto que las compañías de seguros se negaron a ampararnos contra este tipo de siniestros o elevaron el deducible a cifras impagables para que la cobertura la hiciéramos nosotros. Tiempos recios, como decía Teresa de Jesús, tiempos ásperos y desoladores que sólo empezarían a cambiar en 1982, cuando el gobierno de Estados Unidos decidió apoyar en El Salvador al gobierno de Napoleón Duarte, y un grupo de oficiales jóvenes, a su vez, deponía en Guatemala al general Romeo Lucas y, algo más tarde, al general Ríos Montt. La apertura política daba comienzo y la guerra empezaba a ceder. La democracia y la civilidad parecían empezar a abrirse paso tras largos años de “democracias” militares que se sostuvieron a base de fraudes, represiones y terrorismo de Estado, y de gobiernos que, en vez de resolver problemas, perseguían a quienes se atrevían a plantear u ofrecer soluciones diferentes. Durante todos aquellos años, reiteré estas ideas en cuanto foro y conferencia fui invitado. Y esto sí es algo que no digo de memoria, sino examinando hoy viejos recortes de prensa donde destacaban el contenido de mis disertaciones en Cámaras y asambleas empresariales. Los empresarios, solía repetir entonces, creamos bienestar y riqueza, no hacemos revoluciones, y mucho menos las detenemos. Era otra manera de decir que no podíamos ser
cómplices de lo que hacían aquellos gobiernos nefastos. De aquel museo de horrores, de aquel túnel que era entonces Centroamérica, sólo podíamos salir
por la senda del Estado de Derecho, la democracia y los valores de la sociedad libre. Pero las palabras suelen valer poco cuando están de por medio las balas. Así y todo, en 1983, El Salvador aprobaba y adoptaba una Constitución democrática y, en 1984, Guatemala elegía una Asamblea Constituyente con el mismo fin. El humo de las batallas se extinguía, lo peor de la guerra había pasado. El espinazo económico y político de América Central se enderezaba y cambiaba de rumbo. Y la vida de sus dos naciones y ciudades más conspicuas, y para mí más queridas, comenzaban a tomar los caminos de la conciliación y la paz.
XI LA ÚLTIMA BATALLA
La historia de cómo nació y creció Pollo Campero debería concluir aquí. Y con un final feliz, si se me permite expresarlo de esta forma. El año que dejé de ser su presidente, la cadena había alzado el vuelo, el producto se había convertido en una referencia centroamericana y, tirando de él, volaba la compañía que siempre lo apoyó y sustentó, una pequeña empresa nacida en 1964 con el nombre de Granja Villalobos que, de incubar tres mil pollitos de un día a la semana, se transformó en una industria cárnica binacional que producía casi medio millón de pollos semanales, de los que el 15% se vendían fritos en 25 restaurantes. No sólo éramos la integración avícola más importante Centroamérica y el Caribe, sino que habíamos diversificado y diferenciadodebuena parte del producto. El final no podía ser, pues, más feliz, a pesar de las batallas. Pero parte de mi ciclo vital se había agotado. Alguna vez, durante mi adolescencia, me había planteado la disyuntiva de escribir para ganarme la vida o de ganarme la vida para escribir. Lo primero me pareció una quimera, no creía tener las dotes. Pero lo segundo era factible, pues hacerlo nunca dejó de gustarme. De manera que, ahora que me había ganado la vida, me dedicaría a hacer lo que había querido hacer siempre, cerca de mi esposa y de mis hijos. Pero no podía irme del Grupo en forma precipitada. Antes era preciso delegar muchas funciones y, sobre todo, resolver un problema que habría de dar a esta verídica historia el toque de acíbar con el que suelen adornarse casi siempre las sagas y las empresas familiares. El Grupo Gutiérrez es hoy un sólido conjunto de empresas diversificadas, manejado con un éxito sin precedentes por la tercera generación familiar. El singular proceso por el cual, en lugar de estancarse o quebrar, como suele ser lo común, crecieron de manera portentosa, dirigidas por los nietos de su fundador, es una excepción difícil de encontrar en el entorno de las empresas de esta índole. Y es esta particularidad la que justifica un capítulo más de la historia de Pollo Campero y la hace digna de ser referida como colofón de la
misma. En una investigación reciente, Miguel Ángel Gallo, profesor del Instituto
de Estudios Superiores de la Empresa ( IESE) de Barcelona, España, y uno de los expertos más reconocidos en este tipo de problemas, daba a conocer los siguientes datos: de cada 100 empresas familiares que existen hoy en el mundo, 75 están en manos de la primera generación, 16 en las de la segunda, 8 han logrado llegar a la tercera y sólo una ha alcanzado la cuarta. Lo que traducido a otros términos significa que el 92 por ciento de las empresas familiares desaparece en la segunda generación, y el 99 por ciento, en la tercera. Estos datos ratifican la vieja sabiduría según la cual “de padre panadero, hijo millonario y nieto pordiosero” y que otros expresan diciendo que los hijos funden aquello que los padres fundan. Pero ya sean los hijos o los nietos los causantes, lo cierto es que unos u otros acaban por vender o perder o dilapidar la empresa familiar que fundó el abuelo. Y ésta es la pregunta a la cual quieren dar respuesta estas últimas páginas de mi historia: ¿cómo y por qué la tercera generación del Grupo Gutiérrez, propietaria de Pollo Campero, logró evadir la ley fatídica de las empresas familiares, y lejos de retroceder o estancarse, multiplicó e hizo florecer en forma espectacular la herencia empresarial que recibió en 1984?
Si una foto vale más que mil palabras, ésta que incluyo aquí revela en
forma gráfica el estado en que quedaron las dos ramas de la familia que encabezaban Dionisio y Alfonso tras la muerte prematura de ambos en octubre de 1974. A mi derecha, Juan José y Alejandro, ambos hijos de Dionisio, todavía adolescentes. Frente a mí, de espaldas, Juan Luis Bosch, de veintiún años (el que está a mi izquierda es Florentino Fernández, publicista de Pollo Campero). Entre los hijos de Dionisio y Alfonso y su tío Arturo, entonces de 46 años, se había abierto un vacío que, a la edad que los jóvenes contaban, no podían aún llenar. Arturo se había erigido como patriarca del Grupo, justo en los días en que casi lo llevó a la quiebra. Y en mi ánimo había quedado una gran desconfianza hacia él, aunque no hubiera perdido mi respeto. Esto unido a un inevitable sentimiento protector hacia los huérfanos, y que esta foto de algún modo revela, habría de despertar en mí un estado de vigilia permanente por todo lo que Arturo hiciera como presidente de la organización. No obstante, y a primera vista, el espinoso asunto de la sucesión familiar estaba resuelto. O al menos así lo supuse. A medida que los jóvenes fueran creciendo y madurando en experiencia, irían formando parte del equipo directivo en torno a Arturo, lo que me hacía pensar que la dirección estratégica del Grupo sería cosa de coser y cantar. Con una administración descentralizada, una empresa insignia dedicada a la generación de nuevos negocios (Multi Inversiones), un Comité Ejecutivo del que formábamos parte Andrés Sedano y yo, los dos hombres de confianza de la familia, una filosofía corporativa bastante desarrollada y unos cuadros ejecutivos de primer orden, tanto en Guatemala como en El Salvador, nada parecía nublar el futuro de un grupo familiar que, a todas luces, estaba a punto de evadir la inexorable y fatídica ley de su muerte en el curso de la tercera generación. El único problema era que el Grupo continuaba todavía expuesto a esa misma ley, no tanto por parte de la tercera generación, aún en ciernes, cuanto por el elemento que aún quedaba de la segunda y que no era precisamente el más indicado. El fantasma de la bancarrota, surgido en 1974, nos había dejado a todos, familia y ejecutivos, muy sensibilizados. Arturo no era una garantía ni menos aún un líder en el que pudiéramos confiar plenamente. Y el temor o la sospecha de que la crisis pudiera algún día repetirse estuvo desde
entonces presente la memoria de todos los que ladehabíamos vivido. Si digo esto esen porque una tarde de noviembre 1978, dos días antes de morir, don Juan Bautista Gutiérrez quiso hablar conmigo. Le encontré
sentado en el sillón reclinable de su biblioteca, donde habíamos departido y discutido tantas veces y jugado al ajedrez. Estaba muy demacrado. El cáncer le había hecho perder peso y había apagado un tanto su voz. Me pidió que cerrara la puerta y, una vez a solas, me dijo con los ojos húmedos que había llegado su hora. Después agregó: “Quiero pedirte algo importante. Haz todo lo que puedas por Isabel, Esperanza y mis nietos. Ayúdales cuando te lo idan o lo necesiten”. Traté de consolarle y animarle, pero temo que no me escuchó. Se había sumido en un largo silencio y, poco después, se quedaba dormido. Fue la última vez que hablé con él. Y no quise traducir ni interpretar esa tarde lo que había querido decirme. Sólo cuando supe por boca de Isabel que a ella le había dicho algo parecido, me percaté de que don Juan no estaba seguro del futuro de sus nietos. El patriarca intuía que la sucesión familiar estaba incompleta, o que no era la mejor, y no descartaba que Arturo volviera a cometer errores financieros de bulto como los que había cometido años antes en Nicaragua y Guatemala. Y al cabo me dije que, si lo que quería don Juan era que yo fuese el valedor de su hija y de su nuera y de los diez nietos de ambas ramas familiares, así como una especie de árbitro en el caso de que se planteara alguna disputa familiar, así sería. Don Juan no sólo había sido mi mentor, sino una persona que había mostrado por mí una paciencia y un afecto sin límites. Decía que yo era más terco que un aragonés y que era muy difícil hacerme cambiar de opinión, pero también sabía que yo le era leal y que lo sería siempre, virtud ésta que él valoraba muchísimo. Lealtad en el sentido de transparencia, de no esconder nada, de no hacer trampas, de ser honrado, y que sólo cuando se llega a posiciones de poder y de influencia uno entiende cuán importante es esta virtud en nuestros subalternos. Y como conclusión de todo lo cual, me prometí que haría cuanto estuviese en mi mano para cumplir aquel arbitraje que me pedía don Juan en el caso de que fuese necesario. La tercera generación de la familia comenzó a trabajar poco a poco en las
empresas del Grupo, y dos de sus miembros más conspicuos, Luis Bosch y Dionisio Gutiérrez, se empezaron a implicar con mayorJuan o menor intensidad en las actividades de Multi Inversiones, la entidad insignia
presidida por Arturo. Pero las relaciones entre los dos jóvenes y su tío fueron desde el primer momento difíciles. Arturo escondía sus cartas, no les daba participación, no les dejaba crecer, no respetaba el pacto familiar ni la filosofía corporativa. Repuesto de la depresión y de la crisis, daba la impresión de que volvía a las andadas y que, como en 1971, cuando quiso vender la operación avícola a Central Soya, pretendía decidir por sí solo las inversiones y los negocios del Grupo, marginando o subordinando a las otras dos ramas familiares. Arturo quería ser el socio “alfa” y que todos los demás fueran socios “beta”. Y una vez más volvió a hacer negocios inconsultos con personas ajenas a la familia, así como a tropezar y a trastabillar en ellos como había hecho siempre. Con los días me fui percatando de que, en realidad, el problema de la sucesión no estaba resuelto. Dionisio, Juan Luis, Juan José, estaban profesionalmente preparados para tomar responsabilidades de dirección, pero Arturo ejercía sobre ellos la autoridad de un padre crítico, como dicen los sicólogos, una actitud que se traducía en fricciones, estáticas y tensiones perceptibles por quienes estábamos alrededor. Lejos de ganarse a los sobrinos, como se supone debe hacer un líder, Arturo los rechazaba. Su política era ejercer sobre ellos un tipo de jerarquía más familiar que profesional, sin percatarse ni entender que la pretensión de imponer tal cosa a profesionales ya formados era absurda. En 1982, Juan Luis tenía 30 años, Juan José 25, Dionisio 23, pero, por más jóvenes que fuesen, representaban los intereses mayoritarios de la familia y tenían todo el derecho a ejercer en Multi Inversiones la autoridad derivada de aquéllos. Una brecha generacional se abrió entonces en lo que, al menos sobre el papel, debía ser el centro de planificación estratégica del Grupo, o lo que es lo mismo, el espacio donde debía dirimirse su futuro. Y la impresión de que la unidad del mismo estaba lejos de producirse, no digamos la de criterio en materia de inversiones y finanzas, pronto se hizo patente. De manera que cuando surgió la oportunidad de asistir a un curso de alto nivel sobre Planificación Estratégica en Nueva York, sugerí que lo tomáramos todos los miembros del Comité Ejecutivo. Aquel curso fue una experiencia que, en lo personal, me abrió un sinfín
de ventanas y me proporcionó ideas. Y con aquel material y otras lecturas, elaboréununmagnífico modelo decatálogo toma dededecisiones, ordenado y racional, para un periodo de cinco años. Era un documento muy elemental,
pero lo suficientemente explícito en políticas, evaluaciones y métodos como para dar respuesta a las dos funciones claves de Multi Inversiones: dónde invertir y cómo hacerlo. No creo haber hecho en mi vida un escrito más efímero. Pasó ante el Comité Ejecutivo lo mismo que el cometa Halley y nunca lo volvimos a ver. La razón era sencilla: Arturo no estaba dispuesto a actuar siguiendo plan racional alguno ni, menos aún, tomar decisiones por consenso. No deseaba que nadie le pusiera cauces ni límites. La falta de claridad y de orden, la negativa a que los sobrinos aprendieran o se implicaran a fondo en las decisiones familiares, y el secretismo con el que llevaba a cabo algunos de sus negocios me hicieron sospechar finalmente que había empezado a fraguarse una crisis semejante a la de 1974. Recuerdo haber confesado esta preocupación a los ejecutivos del Grupo, así como a Andrés Sedano, quien, como queda dicho, era miembro del Comité Ejecutivo. Andrés había vivido aquella crisis en primera fila y, tras haber sido liberado de la tutela de Arturo, dirigía ahora los negocios tradicionales de la familia con el profesionalismo, la sabiduría y la serenidad que han honrado siempre su vida. Andrés revitalizó y diversificó las actividades de molinería, galletas y pastas y las proyectó a Centroamérica. Y de su mano, los negocios fundados por don Juan se convirtieron en empresas ultramodernas de tecnología punta que hoy constituyen un orgullo, no sólo para la familia, sino también para el país. Como yo, Andrés estaba también preocupado. Y a ninguno de los dos nos gustaba el cariz que, una vez más, volvían a tomar las cosas. La situación vendría a agravarse con el ascenso al poder del general Ríos Montt mediante un golpe de Estado. El régimen del general Romeo Lucas había dejado al país con lo puesto. Por primera vez en la historia contemporánea de Guatemala, las reservas monetarias del país bajaron exactamente a cero (al año siguiente se volverían negativas) y todos los indicadores mostraban signos de grave deterioro. Por primera vez en su historia también, el crecimiento de las empresas se estancó. También el de Pollo Campero. Y la única virtud que a la postre tuvo aquel triste año de 1982 fue permitirnos descubrir que las inversiones de Arturo estaban en sintonía
con la situación económica país. Pero grave económica de todo erani su insistencia en seguir haciendodel negocios que nilolamás coyuntura la situación política aconsejaban.
Todo lo anterior me parecieron motivos suficientes para que un día de ese mismo año decidiera tomar la iniciativa y ejercer el arbitraje que don Juan había supuesto sería necesario algún día. Tenía la fuerza moral para hacerlo, aunque no la del voto, pero a veces la primera pesa más que la segunda. Y tenía la total confianza de las otras dos ramas de la familia. El poder corporativo debía ser balanceado. Y era imperativo hacerlo antes de volver a caer en otra crisis semejante a la de 1974. Arturo debía atenerse a las reglas de la racionalidad empresarial y financiera y respetar los legítimos derechos de los otros dos grupos familiares. Y el del grupo ejecutivo, desde luego, que era socio de las empresas desde 1976 y que, en forma indirecta, dependía de las decisiones financieras de Arturo. Así que reuní en mi casa a Juan Luis y Jorge Bosch, y a Dionisio y a Juan José Gutiérrez, y les expuse mi plan. Del lado profesional, les dije, era inaceptable lo que en círculos de dirección se ha llamado “la gran falacia del cerebro único”. Nadie puede hacer las cosas bien por sí y ante sí cuando dirige una organización compleja. El mejor cerebro es aquél que utiliza inteligentemente los cerebros de los demás. De manera que, les dije, me parecía un grave retroceso volver al preterido modelo del gran gurú que todo lo sabe y toma decisiones consultando en secreto a la esfinge. Las empresas de la familia operaban a base de grupos de trabajo íntimamente engranados unos a otros y la organización se había construido a base de estructuras muy planas para que los ejecutivos no perdieran el contacto con las realidades ni los hombres. En tal sentido, la pretensión de que el organismo cúpula se atuviera a las decisiones de una sola persona no sólo era una contradicción, sino que con ello el Grupo tomaba un rumbo muy peligroso. Del lado familiar, por otra parte, era necesario dar un quantum leap, un salto en el tiempo, a fin de que la tercera generación familiar ocupara el vacío que la segunda no había podido llenar. Así de crudo y de duro era el caso. No podíamos correr más riesgos y menos en un año de apreturas políticas y económicas. Había que someter a control inmediato las finanzas del grupo familiar, así como imponer a Arturo el derecho que les asistía a las otras dos ramas familiares a aprobar o improbar las decisiones del presidente. En diversas ocasiones había exteriorizado yo mi deseo de que las
decisiones delen Grupo se tomaran siempre por Pero, consenso. llegara el día que fuera necesario el voto. muy Me a mipreocupaba pesar, ese que día había llegado y no quedaba más opción que poner frenos a Arturo. Aunque la
iniciativa creara fricciones, era impostergable, era legal y era justa. No era admisible que un socio minoritario impusiera su criterio a la mayoría, siendo como había sido en el pasado tan erróneo y desastroso. Ninguna inversión, en definitiva, debería hacerse sin el consenso o la aprobación de las otras dos ramas familiares. Pero esto era algo que yo no podía hacer personalmente. Tenían que hacerlo ellos. Y así se lo dije. Yo les daría todo mi apoyo y estaría siempre detrás. Pero ellos debían alterar el orden sucesorio que se había arrogado Arturo tras el vacío dejado por Dionisio y Alfonso. Arturo seguiría siendo el presidente y la cabeza visible del Grupo, pero con facultades limitadas, como ocurre en todo directorio. Y esto era algo que debían decirle con prudencia y con respeto, pero también con toda firmeza. Nunca en mis días dejaré de admirar la determinación de aquellos jóvenes en los días cruciales que siguieron y en los cuales pusieron a Arturo las cartas sobre la mesa. Y bien poco fue lo que necesitaron de mí para sostener la postura que habían tomado. Con una solvencia y un carácter impropios de su edad llevaron a cabo una negociación tensa y en extremo difícil, dada la iracundia que se apoderó de Arturo desde el primer día, al ver que su modelo de dirección se frustraba. Nos reuníamos casi a diario y juntos preparábamos las sesiones, pero su fuerza emanó siempre de los legítimos derechos que les asistían. Y sólo el día en que Arturo les propuso dividir el Grupo en dos, tomé una posición personal. Recuerdo haber respondido a esa propuesta: “por encima de mi cadáver”. Si Arturo no estaba dispuesto a dirigir el Grupo como la ley y las escrituras ordenaban, y en lugar de compartir el espacio, había decidido partirlo, ellos debían oponerse a tal solución. Don Juan no lo habría consentido. Y así se lo plantearon a Arturo. La ruptura del Grupo no era una opción. Y sería a raíz de este rechazo que habría de producirse lo que con los días iba pareciendo inevitable: la ruptura familiar. Arturo se negó en redondo a compartir con sus sobrinos el liderazgo del Grupo. Por eso se fue. Nadie le echó. Y yo tengo la conciencia tranquila,
pues fui tuvo leal confianza a la palabra empeñada siempre en mi criterio. ante un hombre que, como don Juan, Fue el arbitraje más justo que podía hacerse y, a la larga, también el
mejor. La estructura de Multi Inversiones, la entidad insignia, diseñada en 1974, pero que hasta 1982 sólo había sido teoría, se llevaba ahora a la práctica. Con un plus adicional: esta vez, habíamos llegado a tiempo. Fue necesario cerrar dos empresas, pero se pudo rescatar una tercera de la quiebra. Reestructuramos algunas deudas bancarias y llevamos a cabo otras tareas de limpieza. Y sin traumas ni apreturas, el Grupo se aprestó a abrir un nuevo capítulo de su azarosa historia. Tal es, muy resumido, el episodio acerca de cómo un grupo familiar de empresas pasó de la primera generación a la tercera, sin casi aterrizar en la segunda. Con la marcha voluntaria de Arturo, se llenaba el vacío generacional producido a causa de un trágico accidente aéreo. El único sobreviviente de la segunda generación se marchó de Guatemala, se hizo ciudadano canadiense y desde su exilio no dejó de destilar hieles contra sus sobrinos en toda clase de cartas y documentos que he tenido a la vista. Y la razón se me antoja hoy obvia: Arturo jamás llegaría a alcanzar el éxito empresarial que alcanzarían sus sobrinos. Pero más allá de todo eso, el primogénito del fundador había fallado en lo principal: tomar el timón de las empresas familiares. No supo hacerlo porque carecía del liderazgo y las dotes. Sus métodos de dirección no eran acordes al estilo, la estructura y las dimensiones que había venido adquiriendo el Grupo. Tampoco supo tratar a unos socios que estaban dispuestos a seguirle, pero no en forma ovejuna. De resultas, y a lo largo de los siguientes diecisiete años, Arturo se iría desprendiendo de su participación en las empresas familiares y vendiéndoselas a los sobrinos. Sólo retuvo las acciones de Avícola Villalobos, la empresa en la que treinta años atrás no veía ningún futuro y de la que había querido desprenderse, vendiéndola a una multinacional. Pero lo más bochornoso de todo, al menos en lo que a este memorial respecta, fue que abriese una cadena de restaurantes a imagen y semejanza de Pollo Campero, aquel proyecto por el que nunca mostró ningún interés, y también quiso vender antes de que hubiera nacido. Arturo se llevó la tecnología desarrollada en el Grupo (de lo cual puedo dar fe, pues a un hijo
suyo le empresa había nombrado Campero), la utilizó del. país yyoa la que fundógerente le pusodeelPollo nombre de Arturo’s Fried fuera Chicken Fue una copia vulgar del original y que fracasaría en México, Canadá,
República Dominicana, Brasil y hoy se sostiene de manera precaria en Venezuela. Si conozco bien a Arturo, no me extraña su amargura. Sus sobrinos han demostrado una gran destreza en los negocios y una rara habilidad para retener sus equipos directivos, formados por profesionales muy capaces y sobre los cuales Arturo hoy escupe, después de haber sido ellos, sobrinos y ejecutivos, quienes le salvaron de la quiebra y le hicieron rico. La vida suele traer estos acíbares, pero ninguno de los escupitajos y difamaciones que Arturo arroja hoy sobre sus sobrinos y sus ex ejecutivos para ocultar sus fracasos pueden ocultar el hecho, pues existen docenas de testigos, de que no fue él precisamente el constructor, ni el motor, ni el gran cerebro de un grupo de empresas nacido de las ideas de su padre y llevadas a la práctica por un grupo de hombres dedicados y leales que pasarían en su momento el testigo a la tercera generación de la familia. De los ingleses se dice que pierden todas las batallas, menos la última, tal vez porque es la que cuenta. Para mí aquella batalla por lograr la equidad y el equilibrio del Grupo sería ciertamente la postrera. Pero la solución no había sido la que yo hubiera deseado. Recuerdo haber tratado de disuadir a Juan Guillermo, el hijo mayor de Arturo, para que permaneciera en Guatemala como miembro del Comité Ejecutivo y representante de los intereses de la rama familiar que encabezaba su padre. No quiso. Y hoy para mí es evidente que padre e hijo tenían ya planes para, sin dejar de ser socios de Pollo Campero, reproducir la cadena en otra parte. En vista de ello, sólo me quedaba ayudar a construir y fortalecer la nueva dirigencia familiar. Y a eso dediqué los dos últimos años que permanecí en el Grupo. De todas las decisiones, sin embargo, que tomaríamos juntos aquellos días, hay una que me gusta atribuirme, por lo rara y lo curiosa. Y esa decisión fue la de la nueva presidencia del Grupo. Dos líderes destacaban en la tercera generación familiar, Dionisio y Juan Luis, los dos muy inteligentes, los dos preparados y con muchas ganas de hacer cosas. ¿Cuál de los dos debía ser el nuevo presidente? ¿Crearía eso un problema semejante al vivido ya con
Arturo? Quizá un experto en resolver problemas de sucesión familiar hubiera optado por dar un consejo distinto a lo que a mí me pareció entonces la mejor
solución: una presidencia compartida en la que cada uno de los copresidentes se dedicara a la actividad que más le atrajera dentro del Grupo. No caben dos soles en un cielo, hubiera dicho el experto. O la bicefalia sólo trae conflictos. Mi opinión, sin embargo, era otra. Primero por una razón cultural que no es la mejor de las razones, pero que me gusta referir. Durante siglos, las culturas quiché y cakchiquel de Guatemala fueron gobernadas por un régimen dual integrado por dos reyes o señores. Uno se dedicaba a los asuntos domésticos, el otro, a los problemas de la guerra. Era un sistema que, por lo que duró, debió de ser equilibrante y estable. Hoy estoy seguro que lo fue. Dionisio y Juan Luis lo han experimentado durante casi veinte años y su éxito es hoy inapelable. Entre ambos han sabido multiplicar y hacer crecer las empresas del Grupo y han situado a éste en el primer plano de la vida económica nacional. Pero sobre todas sus habilidades y aptitudes, han logrado el milagro de evadir la ley fatal de las empresas familiares. El Grupo Gutiérrez pertenece hoy a ese privilegiado uno por ciento de empresas en el mundo que pasará, sólido y fortalecido, a la cuarta generación. Dionisio y Juan Luis han conseguido rejuvenecer la estructura del Grupo y proyectar su potencial a otros países de Centroamérica. Y no sólo eso. En estos casi veinte años de dirigirlo con gran éxito, han devenido también dos líderes de la comunidad implicados en actividades cívicas y bienhechoras y comprometidos con el futuro de Guatemala y de los guatemaltecos. En cuanto a Juan José, gerente de Pollo Campero desde 1982 y hoy presidente de la compañía, ¿qué ilusión, mayor orgullo parael éldestino que dirigir la empresa en la que su padre puso tanta pero que frustró cuando, hombro con hombro, empezábamos a construirla? Juan José dirige hoy una corporación en toda regla y una de las pocas multinacionales nacidas en Centroamérica. Un magnífico equipo ejecutivo le auxilia en esta operación que hoy se extiende por nueve países, el último de los cuales, Estados Unidos, ha visto cómo la ley de Malthus se ensañaba, felizmente y una vez más, con Pollo Campero. El 23 de abril de 2002, día en que se inauguró la franquicia de Los Ángeles, cientos de personas hicieron cola desde hora temprana ante la puerta
del primer Pollo Camperoelque abría cliente en la patria del fast food . Por uno de esos caprichos del destino, primer se llamaba Juan Gutiérrez, un modesto emigrante salvadoreño que, en compañía de su esposa, quería
saborear antes que nadie un pedazo de su país en tierra extraña. Desde esa fecha, el público no ha dejado de acudir en forma masiva, las aglomeraciones son cosa diaria y la industria hostelera norteamericana no da crédito a lo que ve, ni pienso que lo siga dando en la medida que la franquicia se extienda. De hecho, ningún restaurante de Estados Unidos en el área de fast food había vendido hasta la fecha un millón de dólares en 48 días, todo un récord que nos llena de júbilo y regocijo. Éste es el gran mérito de Juan José y de su equipo: haber sabido reproducir la idea original sin perder un ápice de su mística, de su calidad y de su afán de servir al público con lo mejor que se tiene. Todo un orgullo, como digo, para él, para sus hombres y para Guatemala. Dionisio le miraría hoy con la complacencia de esos padres que ven a sus hijos superarles. Y nadie estaría más feliz que él al contemplar la extraordinaria organización hostelera que ha surgido de aquel modesto espacio donde abrimos el primer Campero, y que, para gozo aún mayor, dicha organización la dirige con gran éxito un hijo suyo. En junio de 1984, pocos días antes de que yo dejara el grupo de empresas, Isabel, Esperanza y sus diez hijos me nombraron presidente honorario del Grupo Gutiérrez. También me regalaron una placa que guardo como oro en paño, firmada por todos ellos y donde, al final de unas palabras muy hermosas que por rubor no reproduzco, decía: “Tu familia”. Siempre que la leo me emociono. Gracias a esa placa disfruto ese sentido de logro que las personas le pedimos a la vida. Pero sobre todo sirve para recordarme que el éxito del Grupo Gutiérrez prueba que el subdesarrollo es sólo un estado mental y que no existen limitaciones cuando se quiere en verdad volar alto y se está dispuesto a “trabajar duro para hacer las cosas bien”, como rezaba uno de los lemas más queridos y recordados de Pollo Campero.
XII TRIBUTO
Dicen que para alcanzar su plenitud, el varón debe ser parido dos veces, la segunda de ellas por un hombre. Y que del mismo modo que un padre no puede dar a su hija el sello de la feminidad, una madre no puede dar a su hijo la esencia de la varonía. Todo joven necesita a su lado ese guía masculino, ese padre compañero y cómplice que le ayude a construir su personalidad y a rematar su carácter. Y vaya si esto es verdad. Muchos salimos de casa creyendo poder encender un fósforo con la barba, sólo para descubrir que la vida es un enclave hostil, poblado de trampas y gente canalla. Y es en tales circunstancias echamos menosque esaelfigura paterna nos dé el saber que noscuando falta ymás el ánimo parade aceptar camino hacia que la hombría es irreversible y que nunca podremos volver a la bienaventurada edad de la infancia. Hombría como sinónimo de firmeza moral, como rostro de la dignidad y la decencia, hombría para optar por la honradez y la conciencia tranquila, para renunciar cuando hay que hacerlo, sea por pudor o sacrificio, para soportar humillaciones y resistir atropellos, hombría para coser nuestras llagas y esconder las cicatrices, hombría, en fin, para luchar por aquello que se quiere: una mujer, una familia, un buen nombre. Por todo ello, la historia que he contado aquí quedaría trunca sin este tributo a un hombre que tanto hizo por un joven para que éste alcanzara su hombría. El día que se conocieron, el hombre tenía ya setenta años, y el oven, apenas veintitrés. Pero desde el primer momento supieron que estaban hechos para entenderse. El joven tenía las ganas. El viejo, la experiencia y el método. Y la simpatía brotó entre ambos como de un surtidor. El viejo se convirtió en el alter ego del joven, y el joven, en lo más cercano a un hijo adoptivo del viejo. Y el resultado de esa afinidad sería el impagable trasvase de una vida rica en frutos a otra en plena floración. El viejo se llamaba Juan Bautista Gutiérrez y, al igual que el chamán de
Castaneda, era un hombre sin rutinas, libre, fluido, imprevisible. Nada de lo que tenía le había llegado sin costo. Pero había nacido en la alta montaña
asturiana, donde los hombres labran su carácter en la austeridad y el esfuerzo. Tenía siempre la sonrisa a flor de labio y bajo sus cejas espesas brillaban dos ascuas azules, repletas de entusiasmo vital. A veces, y pese a la edad, parecía más un niño que un anciano. Era inquieto, goloso, espontáneo, creativo, soñador. Y aunque decía que todo lo había aprendido en la universidad de la vida, tuvo siempre la apetencia del saber y nunca dejó de asombrarse por las cosas grandes y pequeñas. Más allá de estos rasgos, don Juan se le antojaba al joven uno de esos personajes de los cuentos infantiles que aparecen en el momento menos pensado, dan el consejo preciso y se esfuman. Es barato sólo aquello que cuesta dinero, decía con gesto burlón. Confía más en tu trabajo que en la suerte. Sé honrado y serás honrado. Y entre pagar dividendos y deudas, elige siempre pagar deudas. Nunca aceptes la derrota y sigue terco en la lucha, el que persevera, gana. Y no porque sea más listo que los demás, concluía con un guiño burlón, sino porque los demás se cansan antes. El joven aprendió del viejo estas cosas. Y de resultas, la relación entre ambos acabó por esmaltarse en una profunda estima. El viejo era para el oven un depósito inagotable de consejos, confianza y estímulos, que es otra manera de hacer hombres. Y merced a este respaldo, sin auditorías ni límites, el joven pudo crear miles de empleos y erigir una gran organización. Vinieron años y pasaron fechas. El viejo, cuesta abajo de la vida; el oven, aprendiendo a subirla. Hasta que un día, quince años más tarde, el viejo llamó al joven y le dijo: “Don Juan se acabó”. Y apenas dos días después fallecía emprendedor natoAtrás que gustaba al brocal de de lo desconocido sin aquel importarle los riesgos. dejaba asomarse un formidable grupo empresas, un buen nombre y una gran familia. Y también un hijo adoptivo que, llorando a su mentor, descubría que su iniciación en la aventura de la vida había concluido. Muchos años después, la Universidad Francisco Marroquín honraba la memoria del anciano dando el nombre de éste a un moderno auditorio. Y mientras por el aire volaban las notas del primer concierto, el joven recordó la huella que don Juan le había dejado y el gozo de haber sido fiel al designio y al espíritu de quien le ayudó a hacerse un hombre. Pero, más que ninguna
otra cosa, el joven recordó una noche un de enero 1971, luego andara investigando, diseñando y cocinando nuevo deproyecto. Para dedarlo conocer, había invitado a cenar a cien personas. La idea era muy simple: se
trataba de que todos probaran un producto que, a juicio del joven, era tierno, ugoso y crujiente. El éxito entre los invitados fue inmediato. Y el joven vio polvo de estrellas. Pero lo que nunca olvidaría de esa noche fue la expresión emocionada del anciano —aquellos ojos brillantes y azules y aquella sonrisa de compañero y cómplice— al decirle estas palabras: “Esto va a ser un éxito tremendo”. Acababa de nacer lo que andando el tiempo sería una popular cadena de restaurantes con un pollito a la puerta. Y el regocijo, claro, fue mutuo. Como lo había sido siempre que ambos espumaban ideas o celebraban el éxito de alguna nueva empresa. Pero, esta vez, el joven había percibido en el viejo algo mucho más hondo. Y era el íntimo y secreto orgullo del creador ante su criatura.
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