Melissa Good Un Viaje de Almas Gemelas 03 - El h
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Descripción: tercera parte de la saga...
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El hogar está donde está el corazón Melissa Good Renuncia estándar: Estos personajes, en su mayoría, pertenecen a Universal y a Renaissance Pictures, y a cualquier otra persona que tenga intereses económicos en Xena, la Princesa Guerrera. Esto está escrito por diversión y no se pretende infringir ningún derecho de autor. Avisos específicos sobre la historia: Violencia: Hay cierta violencia. Si no, Xena se aburre y se pone a jugar con el chakram y ya sabéis lo peligroso que puede ser eso. También se hace referencia, aunque no se describe gráficamente, a malos tratos familiares. Si esto os inquieta, quedáis advertidos. Subtexto: Esta historia se basa en la premisa de que trata de dos mujeres muy enamoradas la una de la otra. Aunque no aparecen escenas gráficas, el tema está presente en toda la historia y si os molesta, haced clic en Atrás y pasad a leer otra cosa. Además, lo digo de nuevo, si el amor os ofende, mandadme unas líneas con vuestra dirección de correo normal. Esta vez he decidido enviar brownies, porque me dais mucha pena. Hasta les pondré virutas de chocolate, pero si vivís en Florida, venid a verme. Os mancharéis menos. Esto es una secuela directa de A distancia y empieza justo donde termina esa historia. Siempre se agradecen comentarios de todo tipo. Melissa Good Título original: Home Is Where the Heart Is. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2006
1
Un viento fresco soplaba entre los altos árboles que rodeaban el aislado campamento, levantaba suavemente la crin de color crema del caballo que pastaba la hierba y lanzaba caprichosamente alguna que otra chispa a la tierra prensada que rodeaba la hoguera. Tirada sobre una gruesa piel negra, una mujer rubia trabajaba esforzadamente, garabateando dubitativa en una serie de pergaminos extendidos ante ella. —Maldición. No puedo hacerlo —suspiró Gabrielle—. Es que no puedo. — Mordisqueó el extremo de la pluma que estaba usando y de repente ladeó la cabeza—.
Oye. —En su cara apareció una gran sonrisa—. Ya no puedes acercarte a mí por sorpresa. —Se volvió de lado y observó a una alta figura de pelo oscuro que pasó por encima del tronco y se acomodó en la piel al lado de la bardo. Un revoltoso lobezno correteó tras ella y trató de saltar por encima del tronco, sin el menor éxito. —¡Ruu! —protestó, hasta que la guerrera lo cogió y lo depositó en las pieles, donde se hizo un ovillo todo contento. —¿Quién ha dicho que lo estuviera intentando? —preguntó Xena, escurriéndose el agua del pelo—. ¿Mmm? —Oh, pequeños detalles, como que caminabas de puntillas fuera de mi campo visual —contestó la bardo con una sonrisa pícara—. Ya no funciona... te he sentido. —Sus ojos soltaban destellos alegres. —Ya —respondió Xena—. En realidad, el río está por ahí, ¿y cuándo fue la última vez que entré en el campamento haciendo ruido? Gabrielle la miró. —Mm... cierto —reconoció, riendo—. Vale, está bien. —Alargó la mano y la puso en la rodilla de la guerrera—. Caray... has estado nadando. Brr. Xena le dio un golpecito con la toalla. —Sí. —Se deslizó hacia abajo y apoyó la cabeza en un codo—. ¿Qué tal va la historia? La bardo tiró la pluma con asco.
—No puedo hacerlo, Xena. —Miró cohibida a Xena—. No puedo escribir una historia sobre mí misma. Es que no puedo. —Apartó los pergaminos y se puso boca abajo, apoyando la barbilla en las manos. Xena la miró pensativa. —¿Por qué? —preguntó, alargando la mano y rascando la cercana espalda de la bardo—. Esas cosas las hiciste de verdad. —Ya lo sé —fue la respuesta—. Es que... no sé, Xena. Es que no me salen las palabras. —Miró a la guerrera—. No como cuando escribo sobre ti. Xena entrecerró los ojos concentrada. —Prueba a escribir sobre la reina amazona como si fuera otra persona —propuso, inclinando la cabeza para mirar a la bardo—. Haz como que es alguien que no conoces. Gabrielle se lo pensó un rato. —Mmm... tal vez —murmuró—. Sí... eso podría funcionar. —Sus ojos verdes se posaron en Xena—. ¿Cómo se te ha ocurrido? —preguntó, con curiosidad. Xena enarcó las cejas y en su cara se formó una sonrisa guasona. —Porque eso es lo que tengo que hacer yo cuando escucho lo que escribes sobre mí. —Se echó a reír al ver la expresión de la bardo y le revolvió el pelo claro—. Finjo que estás hablando de otra persona. —Se encogió de hombros—. Claro, que los argumentos me suenan un poco... Y entonces Gabrielle también se echó a reír. Meneó la cabeza.
—Otra lección de la Princesa Guerrera. —Luego suspiró—. Una de tantas. —Pero sonrió a Xena—. Deja que guarde todo esto. Estoy muy cansada y mañana llegaremos a Potedaia. —Una mueca—. Creo que esta noche me va a hacer falta dormir. Xena la observó mientras recogía sus cosas de escribir y las guardaba en su zurrón. Estaba un poco preocupada por su compañera y no sabía muy bien por qué. La bardo había guardado un silencio más que inusitado en el corto viaje desde Anfípolis y parecía retraída a medida que se acercaban a su aldea natal, pero esquivaba las preguntas diciendo que no le apetecía enfrentarse a los momentos sin duda desagradables que las aguardaban. Lo cual podría ser cierto, pensó la guerrera. Pero ya se ha enfrentado a muchas cosas desagradables y normalmente lo hace con mucho ánimo. Tal vez es porque es... más personal esta vez. Se planteó el problema seriamente, mientras Gabrielle guardaba sus cosas, tras lo cual regresó a la piel de dormir, se sentó de nuevo y se quedó contemplando el fuego con los brazos alrededor de las rodillas. Xena suspiró por dentro y también se sentó, colocándose con las piernas cruzadas al lado de la bardo, y esperó. Por fin, Gabrielle notó su intensa mirada y volvió la cabeza para mirarla a su vez. —Hola —dijo la mujer más joven suavemente. —Hola —respondió Xena, echándose un poco hacia delante—. Escucha, esto no es lo que se me da mejor, pero cuando quieras hablar de lo que te tiene preocupada, ya sabes dónde encontrarme, ¿vale? Soy esa morena alta que lleva espada.
—¡Xena! —Gabrielle soltó una carcajada. Entonces cometió el error de mirar de cerca a esos ojos azules. Acabaron con su resolución como si fueran una ola del mar y ella un castillo de arena en la orilla—. Cuando estuve en casa... la última vez... —Posó la mirada en la piel y la toqueteó distraída—. Después de... bueno, ya sabes. —Pérdicas —. Tuve una pelea tremenda con ellos. Xena enarcó las cejas. —¿Sobre? —Sobre mí, probablemente. Suspiró por dentro. —Lo que estaba haciendo —contestó Gabrielle escuetamente—. Querían que me quedara allí, que superara lo de Pérdicas. Papá iba a acordar... otra cosa. —Al mencionar a su difunto marido hizo una mínima pausa, pero sin dolor aparente. —¿Tú crees que esto se trata de esa "otra cosa"? —supuso Xena, con tono tranquilo. Muy propio de su padre. No me cae muy bien. Pero por otro lado, ellos me odian, así que no soy quién para juzgar. Gabrielle asintió. —Eso creo. —Posó la mirada en el fuego, sonrojándose un poco—. Creo que está decidido a obtener... Xena asintió bruscamente. —La dote que te corresponde —dijo, con tono práctico—. ¿Cuánto quiere? La pregunta sorprendió a la bardo.
—Mm... no tengo... ni idea —dijo con la voz algo ronca—. De eso nunca ha hablado con nosotras. —Hizo una pausa—. Con mi madre o con Lila o conmigo. La guerrera estrechó los ojos, pensativa. —¿Qué haría si me ofreciera yo a pagarla? —dijo despacio, dejando asomar una sonrisa taimada. Vio que la expresión de Gabrielle pasaba de la preocupación a la sorpresa, de ahí a la esperanza y por fin a la severidad. —No le vas a dar ni un cuarto de dinar, Xena —susurró la bardo, agarrándole el brazo—. No voy a ser comprada. —Entonces se le pusieron los ojos tímidos—. No es que... o sea... mm... lo que quiero decir es que... —Miró a Xena—. No hay nadie... Xena se apiadó de ella y sonrió. —Vale... vale... tranquila. Escucha, puedes ocuparte de esto como quieras, bardo mía, pero si crees que me voy a quedar a un lado y dejar que te casen contra tu voluntad... — Movió las cejas—. Es que te has dado demasiadas veces en la cabeza entrenando con la vara. Gabrielle sonrió. —Eso ya lo sé —dijo, riendo por lo bajo—. Supongo que me gustaría arreglarlo todo y poder seguir considerándolos. —Se encogió ligeramente de hombros—. Y será agradable volver a ver a Lila. A lo mejor esta vez consigo convencerla para que te diga algo de verdad. —Miró cohibida a la guerrera—. Siento no poder decir que mi familia vaya a ser tan simpática contigo como la tuya conmigo. La guerrera la miró.
—No pasa nada. Estoy acostumbrada —comentó, echándose hacia atrás y estirando las piernas—. Intentaré no asustar a nadie. —Una pausa—. Demasiado —se corrigió—. Ven aquí. —Abrió el brazo y Gabrielle obedeció de buen grado y se pegó a ella. Xena alcanzó una manta y la echó por encima de las dos, sonriendo cuando la bardo se arrimó aún más a ella y le pasó un brazo por el estómago. Tras haberlo hablado muy a fondo, tenían una norma aquí fuera, en plena naturaleza, donde los sentidos sobrenaturales de Xena las protegían e impedían que sufrieran daño, sentidos que no podían permitirse embotar de ninguna manera, y eso quería decir que no podían mantener relaciones íntimas. Era demasiado peligroso. Pero la naturaleza física de su relación permitía darse muchos mimos y eso lo hacían siempre que no estaban ocupadas con sus tareas o con las necesidades resultantes de vivir al aire libre. Eso creaba un lugar cálido donde refugiarse, mientras el viento frío cruzaba su campamento y avivaba el fuego bajo. —Mmm —murmuró Gabrielle—. No van a poder aceptar esto. —Sus ojos se alzaron pesarosos hacia los de Xena. —Me lo he imaginado —dijo la guerrera pensativa—. ¿Es por ser quien soy, o por ser lo que soy? —preguntó, mirando a la bardo con curiosidad. Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensándoselo. Oía los latidos regulares del corazón de Xena bajo su oído y el ritmo apacible no había cambiado, por lo que sabía que la pregunta no preocupaba demasiado a su compañera, pero quería hallar una respuesta que al menos tuviera sentido. —Pues... —dijo por fin—. Son muy tradicionales. Así que... lo que eres no les haría gracia. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Pero creo que acabarían aceptándolo, si
no fuera porque eres... mm... quien eres. —No pudo contener una risita—. Lo siento. Es que te tienen mucho miedo. —Bien. —Xena bostezó—. Entonces, si la cosa se desmanda, sólo tengo que hacer esto. —Levantó la barbilla de la bardo, bajó la cabeza y la besó—. Así se distraerán el tiempo suficiente para que escapemos a lomos de Argo. La bardo volvió a reír. —Oh, dioses... me estoy imaginando su cara. —Bajó de nuevo la cabeza y suspiró—. No va a ser nada divertido. —Y cerró los ojos con firmeza.
Al día siguiente pasaron por las onduladas colinas, cruzaron antiguos bosques de tala y se adentraron en una zona más domesticada, a las afueras de Potedaia. Xena echó un vistazo al sol y llevó a Argo hasta un lugar sombreado, tiró de una alforja y se volvió para mirar a Gabrielle, que contemplaba pensativa el camino, rodeando la vara con las manos. —Eh —la llamó la guerrera, al tiempo que sacaba pan de viaje, queso y carne ahumada de la alforja y desataba la bolsa donde viajaba Ares, que olisqueaba muy entusiasmado—. Venga, chico. Baja ya. —Dejó al lobezno en el suelo y le dio un empujoncito—. Ve a llamarla. Ares la miró, luego contempló parpadeando el lugar que le señalaba, vio a la bardo y se puso en marcha a trompicones, muy decidido. Llegó donde estaba Gabrielle y le clavó los dientes en la bota, tirando con fuerza. —¡Grr!
—¡Ares! —exclamó la bardo riendo, al bajar la mirada y ver a su atacante. Se agachó y lo cogió—. ¿Te han enviado a buscarme? —Se volvió para mirar a Xena, que estaba tranquilamente apoyada en Argo, mirándola—. Eso parece. —Se acercó y aceptó el bocadillo bien hecho que le ofrecía Xena—. Gracias. Se sentaron a la sombra la una al lado de la otra y Ares se tumbó en el regazo de Xena, donde podía alcanzar los trocitos que le daba de su bocadillo. —Grr. —La empujó con el morro y recibió un trozo de carne. Gabrielle le sonrió con aire ufano. —Lo tienes absolutamente mimado, que lo sepas —comentó—. Te tiene atrapada en sus lindas zarpitas. —Miró a Xena, quien la miró a su vez enarcando una expresiva ceja. —Parece que tiendo a tener ese problema —contestó la guerrera con humor—. ¿Te dedicas a darle lecciones cuando estoy entrenando con la espada por las noches? —¿Quién, yo? —contestó Gabrielle, con aire inocente—. ¿De qué hablas? —Miró a Xena parpadeando, con aire de apacible curiosidad. —Ya —fue la intencionada respuesta y entonces la bardo se agitó intentando escapar, cuando Xena alargó la mano y se puso a hacerle cosquillas—. No sabes de qué hablo, ¿eh? —¡Xena! —rezongó Gabrielle entre risas—. Está bien... está bien... me rindo... — Suspiró y aguantó la respiración cuando Xena dejó de torturarla y siguió comiéndose su bocadillo—. Algún día aprenderé.
—Qué va —farfulló Xena con la boca llena. Bajó la mirada y le dio al expectante Ares otro trozo de carne. Gabrielle se rió en silencio y se acercó más, apoyando la cabeza en el hombro de la guerrera. —Ni te cuento la de veces que quise hacer esto cuando estaba con las amazonas. — Suspiró, cerró los ojos y sonrió. —¿El qué, lo de las cosquillas? —preguntó Xena, pero su tono era tierno y apoyó la mejilla en la cabeza de Gabrielle—. Es broma. —Una pausa—. Yo también —confesó, dejando que la oleada de calor le dibujara una sonrisa en la cara. Se quedaron sentadas en silencio un rato cuando terminaron de comer, contemplando el valle y dejando que la fresca brisa de la tarde las acariciara apaciblemente. Por fin, Xena volvió a su ser con un pequeño respingo y le dio un empujoncito a su compañera. —¿Lista? —preguntó y se fijó en la expresión distante de los brumosos ojos verdes que se volvieron hacia los suyos—. ¿Gabrielle? —Sí —respondió la bardo—. Lo siento... me he quedado un poco traspuesta. —Se sacudió las manos, se levantó y se estiró, pasándose los dedos por el pelo—. Vamos. — Se volvió y le ofreció una mano a la guerrera aún sentada—. ¿Te ayudo? —Y vio el tierno brillo risueño de esos ojos azules, sabiendo que su compañera no sólo podía levantarse sin ayuda, sino que seguramente sería capaz de pegar un salto y pasar por encima de su cabeza desde donde estaba cómodamente sentada.
—Claro —dijo Xena con tono de guasa y cogió la mano tendida, dejándose levantar de un tirón—. Gracias. —Cogió al lobezno y lo llevó a la alforja de Argo, donde volvió a quedar instalado y a salvo—. Bueno, tú decides. ¿Quieres llegar a caballo o a pie? La bardo ladeó la rubia cabeza y se lo pensó. —Aunque deteste decirlo, a caballo —confesó, con una sonrisa irónica. —Tú misma —respondió Xena, que se montó en la silla de Argo y le ofreció la mano —. Vamos. Gabrielle se agarró al brazo que se le ofrecía y fue izada y colocada sobre el alto lomo de Argo con desenvoltura. Se rió por lo bajo y pasó los dedos por la espalda y los hombros de Xena. —Los has ejercitado en casa, ¿verdad? Xena sofocó una risa con un resoplido. —O eso, o tú pesas menos. Sí... creo que sí. —Se encogió de hombros para colocarse bien la armadura—. Ya he tenido que ajustar dos veces las hombreras. La bardo se echó a reír. —Tiene que ser eso, porque después de los tiernos cuidados de tu madre, te aseguro que no peso menos. —Deslizó las dos manos alrededor de la cintura de la guerrera—. Ya que estamos en ello, creo que hasta ha conseguido cebarte a ti un poco —bromeó, estrujándola y dándole una palmadita en la tripa. Xena resopló.
—Más que un poco —reconoció—. Tampoco es que tú me hayas ayudado mucho. — Dirigió una mirada risueña a la bardo. Y oyó una risa sofocada como respuesta. —Sí, ya lo sé. Pero a las dos nos hacía falta y no te ha hecho ningún mal. La guerrera se encogió de hombros. —Eso es cierto. Además, con todo lo que nos movemos aquí fuera, no durará mucho. Gabrielle suspiró. —Tienes razón. ¿Cuántas veces conseguimos descansar dos semanas seguidas? Xena no contestó, sino que puso a Argo al trote y emprendieron la bajada al valle, cruzando un riachuelo hasta entrar en un camino bien transitado y polvoriento entre largas parcelas de campos de cultivo. Vieron a los trabajadores de los campos que volvían a casa y que se detenían para mirarlas y luego volvían la cabeza. Se me había olvidado cuánto me gusta Potedaia. Xena suspiró por dentro. Y cuánto le gusto yo a ella. —¿Estás bien? —miró por encima del hombro—. ¿Oye? Gabrielle dejó de contemplar los campos y pegó la mejilla a la espalda de la guerrera. —Estoy bien. —Intentaba no hacer caso del martilleo de su corazón y de la sensación de náusea en la boca del estómago—. En serio. —Maldición, pensó al notar que los dedos de Xena le tocaban la muñeca y advertir que Argo aflojaba el paso. Xena se volvió a medias en la silla y miró a su compañera a los ojos.
—Gabrielle, sea lo que sea lo que esté pasando, podemos con ello —dijo, muy seria. —Sí. —La bardo soltó un largo suspiro—. Tú puedes con cualquier cosa. Xena se quedó quieta y ladeó la cabeza. —Nosotras, Gabrielle. Eres más que capaz de hacer frente a lo que plantee esta situación. Lo sabes. Acabas de vencer a una amazona el doble de grande que tú a fuerza de personalidad. Estoy convencida de que puedes con cualquier cosa. Gabrielle se quedó mirándola. Tiene razón. ¿Por qué estoy tan asustada por esto? La costumbre, supongo. —Lo siento. Es... es una larga historia. —Sonrió a Xena—. Pero gracias... necesitaba oír eso. —Una pausa—. De ti. Y recibió a cambio una larga e profunda mirada. Por fin, Xena asintió. —Está bien. Pero vas a tener que sacar tiempo, pronto, para contarme esa larga historia, ¿vale? —Trato hecho —asintió la bardo, suspirando de alivio cuando Argo emprendió la marcha de nuevo. No... no va a ser pronto, Xena. Esta historia es mejor dejarla donde está. En la oscuridad. Xena refrenó a la yegua de nuevo cuando se acercaron a los primeros edificios de la pequeña aldea. Las miradas huidizas se hicieron ahora más directas y notó que iba adoptando su personalidad pública, pensada para transmitir el grado máximo de fría amenaza. Funcionaba, la mayoría de las veces. Dirigió a Argo hacia la granja de la familia de Gabrielle y no hizo caso de las miradas. Cuando ya casi habían llegado, los
oídos de Xena captaron una voz vagamente conocida y volvió la cabeza, apretándole el brazo a Gabrielle. —Lila —dijo por lo bajo y en ese momento apareció la hermana de Gabrielle, que echó a correr hacia ellas. La bardo aflojó los brazos y soltó a Xena y la mujer más alta echó la pierna por encima del cuello de Argo, saltó al suelo, se volvió y estuvo a punto de coger a Gabrielle por la cintura y bajarla. Ahora tengo que andarme con cuidado con eso, pensó desconcertada. Se ha convertido en costumbre. Y eso cuesta mucho superarlo de un momento para otro. Gabrielle se dio cuenta y le dirigió una fugaz sonrisa, luego saltó al suelo y salió trotando para reunirse con su hermana. —¡Lila! —exclamó cuando la muchacha morena la abrazó—. Cómo me alegro de verte. —La abrazó a su vez con entusiasmo. Lila asintió, se echó hacia atrás, agarró a su hermana por los hombros y la miró atentamente. —Yo también me alegro de verte, Bri. —Miró con desconfianza por encima del hombro de Gabrielle—. Hola, Xena. Xena contestó suavizando el tono de forma consciente. —Hola, Lila. Tienes buen aspecto. —Y hasta consiguió medio sonreír a la hermana más alta y morena de su compañera. Ni siquiera parecen tener los mismos padres,
pensó, como siempre hacía. A lo mejor a Gab la cambiaron por otro bebé. La idea le iluminó la cara con una sonrisa auténtica. Lila le dirigió una larga mirada de aprensión. —Gracias. —Luego se volvió de nuevo hacia su hermana—. Bri, habíamos oído que estabas cerca. —Otra mirada a Xena. Gabrielle asintió. —Estábamos en Anfípolis. —Dirigió una mirada a su granja—. ¿Está él ahí? Lila negó con la cabeza. —En el mercado. Volverá antes de que se ponga el sol. La bardo soltó aliento. —Vale... pues entonces... —Escuchad —interrumpió Xena, captando la mirada de Gabrielle y guiñándole apenas un ojo—. Yo voy a instalar a Argo en las cuadras cerca de la posada. ¿Qué tal si vosotras os quedáis charlando? Gabrielle sonrió. —Buena idea. —Intercambió una cálida mirada con ella—. Nos vemos aquí más tarde. La guerrera las saludó agitando la mano y se llevó a la yegua hacia el centro de la aldea, donde había visto unas cuadras públicas. Podía, pensó, ver si los padres de
Gabrielle querrían alojarlas a ella y a la yegua... y al pensarlo sonrió con sorna. No, supongo que no. Lila se volvió hacia Gabrielle en cuanto pensó que la guerrera ya no podía oírla. —No se va a quedar, ¿verdad, Bri? —dijo con voz tensa—. Tú no... Gabrielle retrocedió un paso y la miró fijamente. —Sí que se va a quedar —contestó en voz baja—. ¿Qué está pasando, Lila? —La cogió del codo y empezó a conducirla hacia la casa. —Dioses —bufó Lila—. A padre le va a dar un ataque. —Miró hacia atrás—. No lo comprendes. La bardo se encogió de hombros. —Padre envió una nota pidiéndole que me trajera aquí. No pensarás que me va a dejar y marcharse sin más, ¿no? —¿Pero qué le pasa?—. Además, yo no me voy a quedar. Lila se detuvo en seco y la agarró del brazo. —No digas eso. —Miró a su alrededor—. Tienes que quedarte, Bri, por favor. —Está bien. ¿Qué está pasando aquí? —La voz de Gabrielle adoptó un tono drástico que se le había pegado sin darse cuenta de su compañera—. Suéltalo. —Clavó la mirada en su hermana y se cruzó de brazos. Lila titubeó y tomó aliento.
—Vamos. Creo que te vendría bien un baño caliente. —Era su antiguo código para indicar un lugar privado donde hablar, donde sabían que nadie las oiría. —Está bien —cedió Gabrielle—. Pero primero deja que salude a madre. —La tensión de Lila le estaba dando dolor de cabeza por los nervios y se dijo mentalmente que debía relajarse. Una voz entró flotando de repente en su mente. Estoy convencida de que puedes con cualquier cosa. Oh, Xena... ¿sabías lo importante que era para mí oírte decir eso? ¿Sobre todo ahora? Siguió a Lila hasta el pequeño porche y entró por la puerta. Su casa. Sintió una oleada de rabia. Contempló los familiares muebles de madera y las polvorientas cortinas y alfombras de colores. Obra de su madre. La pequeña habitación, con su chimenea incorporada. La mesa de madera donde había comido todos los días de su infancia. Sillas, hechas por su padre. El hueco de la derecha que llevaba a la habitación minúscula que habían compartido Lila y ella. Su casa. Sintió la extrañeza, que eclipsaba a la familiaridad. Igual que en su último viaje a casa, cuando se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con Potedaia. Un ruido a la derecha. Se volvió para mirar y vio a su madre en la puerta que daba a la cocina. —Gabrielle —dijo la mujer mayor, despacio. Y fue hasta ella. —Hola, madre —contestó la bardo con tono apagado y aceptó el abrazo algo rígido. Intentó no comparar este saludo con el recibimiento que le había hecho Cirene. Hécuba la soltó y la miró con aire crítico.
—Ve a lavarte antes de que llegue tu padre. Y ponte ropa decente. —Una mirada malhumorada a Lila—. ¿Has fregado ya? —Sí, madre —contestó Lila y cogió a Gabrielle del brazo—. Vamos, Bri. —Echó a andar y se paró en seco porque su hermana ni se movió. Se volvió y vio las primeras chispas de rabia en los ojos de Gabrielle—. Ahora no —dijo por lo bajo y le tiró de la falda—. ¿Por favor? La bardo se calmó y se puso en jarras. —Voy a bañarme, Lila, pero ésta es la ropa que uso. —Dejó que sus ojos se posaran en los de Hécuba—. Estoy segura de que lo entenderá. Hécuba hizo una mueca de disgusto. —Ya veo que tu actitud no ha cambiado. —Meneó la cabeza y le dio la espalda—. Habrá que ocuparse de eso. —Y entró de nuevo en la cocina. —¿Quieres dejarlo? —dijo Lila con rabia, agarrándola del brazo—. ¡Vamos! — Entonces se detuvo y se fijó en su hermana. En los músculos fuertes y tensos que tenía bajo los dedos. En los firmes ojos verdes. La miró de verdad. Entonces...—. Puede que tu actitud no haya cambiado —dijo, en voz baja—. Pero tú sí, ¿verdad? —Sí —dijo la bardo suavemente—. Yo sí. —Y por fin se dejó llevar a la habitación del baño. Lo que espero es haber cambiado lo suficiente. Lila no dejó de parlotear alegremente mientras llenaban la gran bañera de agua que habían puesto a calentar, comentándole más que nada los cotilleos del pueblo y cosas así.
Gabrielle le correspondía con cosas que había visto al llegar y en Anfípolis, que estaba lo bastante cerca para que Lila pudiera encontrar elementos en común. Probó el agua con un dedo y sonrió. —Qué gusto me va a dar. —Y se quitó la ropa del viaje, se agarró al borde, saltó por encima y se metió en el agua con un suspiro. Lila la siguió más despacio y se metió en el otro lado, lanzando una mirada rápida a su hermana. —Estás... distinta —dijo Lila, observándola—. Has perdido mucho peso. Gabrielle bostezó y se miró. —Tendrías que haberme visto hace quince días —dijo riendo—. Esto es después de haberme atiborrado con los platos de la madre de Xena. Cocina genial. —Miró a Lila y captó su inquietud—. Tranquila. No estoy enferma ni nada. —Se encogió de hombros —. Es lo que pasa, supongo, cuando haces lo que hacemos nosotras. Lila se permitió relajarse un poco. Gabrielle empezaba a sonar más como la hermana que recordaba. —Pareces... —Hizo una pausa—. Más fuerte —dijo sin mirarse a sí misma, a las amplias curvas que tenía donde Gabrielle tenía sobre todo músculos perfectamente definidos. —Mmm... bueno, eso forma parte de ello —reconoció la bardo, girando un brazo y contemplándoselo—. La verdad es que nunca lo he pensado. —Sonrió un poco—. Supongo que es todo ese entrenamiento. —Una visión repentina—. Deberías ver a Xena. Eso sí que son músculos. —Al ver la mueca de Lila, suspiró—. Vamos, Lila, dale una oportunidad, ¿quieres?
—Lo siento, Bri. —Lila se acercó un poco y le miró el cuello—. Es que no me cae bien y lo sabes. —Alargó una mano y tocó la cicatriz que tenía la bardo en el cuello—. No puedo perdonarla por apartarte de mí. Y casi te pierdo. La bardo echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo. Esta conversación ya la habían tenido la última vez. —Lila, por última vez, ella no me arrastró a ninguna parte. Yo... la seguí. Y no quise dejar de seguirla. Seguro que la saqué de quicio durante mucho tiempo hasta que se acostumbró. —Bajó de nuevo la cabeza y miró a Lila a los ojos—. Y pareces olvidar que las dos seríamos esclavas, o estaríamos muertas, de no haber sido por ella, para empezar. Lila se echó hacia atrás, con aire perplejo. —Ya lo sé, Bri. Es que no entiendo por qué lo haces. Sí, querías irte, pero fue ella la que te sacó de aquí. ¿Qué Hades sigues haciendo con alguien como ella? ¿Es que te sientes obligada porque acabó con esos soldados, incluso después de tanto tiempo? Por qué, efectivamente, pensó la bardo, mientras se relajaba en el agua caliente. ¿Qué le puedo decir a mi hermana que tenga sentido para ella? ¿Puedo hablarle de estar tumbadas bajo las estrellas por la noche, descubriendo cerdos y ovejas en ellas? ¿Puedo hablarle de una persona a la que le puedo contar cualquier cosa? ¿Que siempre me escucha? ¿Cuya sonrisa me calienta de la cabeza a los pies? No. No puedo. —Es lo que siempre he soñado, Lila. Tú lo sabes. Quería contar historias, ver el mundo. Pues eso es lo que estoy haciendo. —Se incorporó—. He conocido a reyes y príncipes y héroes... ¿sabías que conozco a Hércules?
—¿De verdad? —preguntó Lila, intrigada a su pesar. —Sí... Iolaus y él son buenos amigos nuestros —confirmó Gabrielle—. Cuento historias a toda clase de gente. Hasta participo un poco en las historias, a veces, porque siempre ocurren cosas cuando Xena anda cerca. —Eso ya lo sé —dijo Lila, poniéndose seria—. Ése es el meollo de todo esto. —Se echó hacia delante—. Metrus, ¿te acuerdas de él? La bardo asintió despacio. —El comerciante. Sí, un poco pirata, en plan jovial. —Ése es —confirmó Lila—. Te quiere. Porque cuentas historias. Cree que puede ganar muchos dinares gracias a eso. —Bajó los ojos—. Padre ha aceptado. Gabrielle la miró parpadeando y se incorporó del todo. —¿¿Qué?? —Soltó un resoplido—. Debe de estar chiflado si se cree que voy a aceptarlo. Lila se acercó más y la agarró del brazo. —¡No tienes más remedio, Bri! Está en su derecho, ¿recuerdas? Se ha quedado sin dinero por... ya sabes. —Hizo una pausa—. Y... ha dicho... que no queda nada para mí —terminó con un susurro—. Y el hermano de Metrus... estamos... —Sus ojos se encontraron con los de Gabrielle, que se habían puesto muy fríos—. Dijo que me aceptaría como parte del trato. Es mi única oportunidad. —Tenía los ojos desolados—. Yo no soy guapa, como tú. Y no soy lista.
Gabrielle se obligó a mantener la calma, a respirar hondo y a no reaccionar por lo que decía Lila. Por un lado, quería saltar indignada de la bañera, y por otro, sentía una profunda compasión por su hermana. Conocía, qué bien conocía, la desesperación por salir de esta casa. Céntrate, Gabrielle. No pierdas la calma. Tiene que haber una forma de solucionar esto, para las dos. Dobló las rodillas despacio y se las rodeó con los brazos. Luego miró a Lila. —No puede obligarme a hacer esto —dijo con firmeza—. Tiene que haber otro modo. Lila pegó una palmada rabiosa en el agua. —¿Pero qué te pasa? Metrus te dejaría contar tus malditas historias y te mantendría muy bien. No puedes decirme que prefieres vagabundear por ahí fuera y que probablemente te maten, siguiendo a esa loca por todas partes. ¿Qué te pasa? Ni que fueras una amazona o algo así. Gabrielle no pudo evitar la sonrisa que le inundó la cara. —Bueno, podríamos decir... —empezó y entonces sintió un cálido placer cuyo origen conocía—. Verás, es que... —Es la reina de las amazonas —dijo la voz grave y risueña detrás de ellas. El rostro de Lila se nubló de rabia y sorpresa cuando Xena entró, todavía con la armadura completa, y apoyó los brazales en el borde de la bañera—. ¿No es cierto, majestad? —¿En serio? —bufó Lila, sin creérselo. Gabrielle se encogió de hombros.
—Sí —confirmó—. Es cierto. —Dejó que su hermana se debatiera con eso y volcó su atención
en
su
compañera,
sacando
un
brazo
del
agua
y
apoyándolo
despreocupadamente en el brazal de la guerrera—. Bueno... ¿Argo está bien? —Mmm... sí —asintió Xena—. Acabo de hablar con tu padre. —Dirigió una mirada a Lila—. No se alegra nada de verme. —Ni nadie —soltó Lila, trasladándose al otro extremo de la bañera. —¿Y? —preguntó Gabrielle, dándose el lujo de contemplar esos ojos azules y flotar en esa mirada un largo momento. —Pues, resumiendo, le dije que me iba a quedar por aquí hasta que tú me dijeras que me marchara —respondió la guerrera con calma. Recordó la escena, en la habitación principal de esta casa. Anochecía y la casa estaba iluminada por el fuego y las antorchas. Entró, sorprendiéndolo. Él se volvió y se enfureció. —¿Qué haces aquí? —le gruñó—. Podías dejar a mi hija y marcharte. No te queremos aquí. Xena siguió avanzando hasta pegar la nariz a la de él. Y él se dio cuenta de que tenía que levantar un poco la cabeza para poder mirarla a los ojos. Era su mejor pose de señora glacial de la guerra. —Tú me enviaste una invitación. —Se sacó la misiva del brazal—. Y me importa un soberano bledo lo que quieras.
—Lárgate —gruñó—. Ya le has hecho bastante. —Retrocedió un poco—. Nosotros podemos cuidar ahora de ella, Xena. Es mi hija y por fin le he encontrado un buen sitio, después de que mataran a su anterior marido por tu culpa. Y eso la dejó helada, porque era cierto. —Te voy a decir una cosa —dijo—. Si consigues que Gabrielle me diga que me marche, lo haré. —Una pausa—. Y te garantizo que jamás volveréis a verme. Él la miró largamente y luego se echó a reír. —¿Eso es lo único que hace falta? Muy bien. Lo tendrás. Ahora sal de mi casa. Gabrielle resopló. —No hay muchas posibilidades de que eso vaya a suceder —sonrió a Xena—. A menos que primero aceptes llevarme contigo —dijo sin hacer caso de Lila, porque percibió, de repente, que Xena estaba más alterada de lo que parecía. Había un ligero brillo atormentado en esos ojos transparentes que dejó a la bardo muy inquieta. ¿Qué puede haber dicho...? Oh. Pérdicas. Ya. Se me olvida que se culpa a sí misma por eso. Y así, sabiendo que su hermana las observaba con inquieta fascinación, bajó la mano por el brazal de Xena, hasta que sus manos se tocaron, y miró profundamente a la guerrera a los ojos—. Jamás. —Una palabra. Una promesa. Y su recompensa fue ver cómo la expresión atormentada desaparecía poco a poco, sustituida por un tierno afecto. Soltando la mano de Xena, le contó lo que le había explicado Lila. —Así que... —terminó, sacando un poco las manos del agua, sin hacer caso de las miradas furiosas de su hermana. Con ese pequeño gesto dejó el problema en las capaces manos de Xena, sabiendo que la guerrera aplicaría su experiencia a la búsqueda de una
solución. Ah... ahí estaba ese ceño ligeramente fruncido, esa inclinación de la morena cabeza, esa mirada atenta volcada de repente hacia dentro. —Lila... —Gabrielle se volvió hacia su hermana, que estaba acurrucada al otro lado de la bañera, clavándole cuchillos con la mirada. Xena le dio un golpecito en el hombro. —Me voy a instalar en la posada, antes de que tu padre se dé cuenta de que no me he ido. —Clavó en la bardo una mirada directa—. ¿Vas a estar bien? Gabrielle asintió. —Sí, más o menos. Duerme un poco —añadió, dándole un empujón a la mujer más alta. —Tú también —dijo Xena medio riendo, revolviéndole el pelo—. Y sal de ahí antes de que te disuelvas. —Levantó la mirada de golpe cuando Lila se levantó y salió del agua, con movimientos bruscos y espasmódicos. Entonces su pie pisó una parte mojada del suelo, cuando estaba a medio salir, y se resbaló de tal forma que su cabeza habría entrado en doloroso contacto con el borde de la bañera. La reacción de Xena fue puramente instintiva al saltar hacia delante y agarrar a la muchacha morena por los hombros, deteniendo su caída. Luego la sujetó bien, la levantó y colocó a Lila sobre sus dos pies. —Ten cuidado —dijo la guerrera, apaciblemente, al tiempo que le daba a la pasmada Lila una toalla de lino. Y eso la sorprendió de tal modo que se encontró con la intensa mirada de Xena, muy de cerca.
—Gracias —logró decir Lila cuando consiguió apartar los ojos de los de Xena. Se envolvió despacio con la toalla y miró a Gabrielle, que suspiró, se levantó y salió del agua, atrapando la toalla que le lanzó Xena. —Adiós —dijo Xena, saludándolas con la mano de pasada, y salió por la puerta fundiéndose con la oscuridad. Gabrielle se secó esmeradamente y luego miró a su hermana, que tenía una expresión rara. La bardo reflexionó, luego sonrió de repente, fue hasta Lila y se apoyó en la pared a su lado, cruzándose de brazos. Había tomado una decisión muy rápida y esperaba contra toda esperanza no equivocarse. Lila alzó los ojos y se miraron un momento. —Son de un azul increíble, ¿verdad? —preguntó Gabrielle, arreglándoselas para que no se le viera la picardía en sus propios ojos. Lila se puso colorada como un tomate. —No sé de qué hablas —dijo con desdén, pero parecía que se le había pasado el enfado. Justo en el blanco. Dioses, Gabrielle, pero qué buena eres. —Ya —dijo, sofocando la risa—. Mira, Lila... —Se puso seria—. Ya se nos ocurrirá algo. —Se acercó más y se abrió un poco a esta mujer, con la que había crecido y a la que había dejado atrás—. Haré lo que pueda por ti, eso ya lo sabes. —Alargó la mano y tocó el brazo de Lila, donde se veía un viejo cardenal que ya estaba desapareciendo—. Ya veo que sigue como siempre. —Ahora su expresión era muy severa.
Lila bajó la vista y luego volvió a mirarla. —Tropecé cuando le estaba sirviendo un plato. Fue culpa mía. —Se le hundieron los hombros—. Yo me lo busqué. Ahora, en la mente de Gabrielle surgió una infancia entera sometida a ese mismo convencimiento y sintió la antigua y conocida náusea en el estómago. Basta. No soy esa persona. Durante dos años me han enseñado que no soy esa persona. —¿Madre ayuda en algo? —Sabía la respuesta antes incluso de hacer la pregunta. Lila se encogió de hombros. —Lo intenta, ya sabes. Intenta tenerlo todo lo contento que puede. —Miró abatida a Gabrielle—. Últimamente está peor. Más cerveza, supongo. —Bajó los ojos. —Lila, lo siento —dijo la bardo, en voz muy baja, y la rodeó con el brazo—. Intentaré sacarte de aquí. Tendría que haberlo hecho antes. Su hermana la miró de modo apagado. —Sólo puedes hacer una cosa y... —Sus ojos oscuros contemplaron los verdes de Gabrielle—. Eso no lo vas a hacer. —Su mirada se posó en el umbral vacío. —No la odies —fue la suave súplica—. Por favor, Lila, me haces daño cuando la odias. Su hermana la miró largamente. —No te lo prometo, Bri. No te prometo nada. Pero lo intentaré.
Gabrielle asintió despacio. —Está bien —replicó—. Será mejor que vaya a hablar con él. Para quitármelo de encima. —Se sujetó bien la toalla y cogió su ropa. —Ten cuidado —dijo Lila, poniéndole una mano en el brazo—. ¿Por favor, Bri? Ya sabes cómo se pone. La bardo se mordisqueó el labio pensativa. —Lo sé. Tendré cuidado. Entraron en el cuartito que las dos habían compartido de pequeñas y Gabrielle sonrió cuando vio sus morrales pulcramente colocados encima de la cama libre. Sacó ropa limpia y se la puso rápidamente. —¿Cómo ha...? —empezó Lila y entonces se detuvo, al establecer la evidente conexión. Contempló pensativa a su hermana, pero no dijo nada. Gabrielle le sonrió para tranquilizarla, luego se pasó los dedos por el pelo aún mojado y se dirigió a la zona principal de la casa. Cruzó por el umbral y vio a su padre sentado a la mesa, inclinado sobre su plato. Herodoto era un hombre grande, cuyo pelo canoso podría haber sido en otra época de la misma tonalidad dorada rojiza que el suyo y cuyos ojos recordaban a los de ella, sólo que eran más turbios de color. Levantó la vista cuando se acercó, la miró de arriba abajo y meneó la cabeza. —Siéntate —murmuró, empujando un poco la silla que tenía enfrente.
La bardo sacó la silla y se sentó, cruzó las manos encima de la mesa y esperó en silencio. Recordó que así se hacían las cosas aquí. En casa de su padre. Miró hacia la izquierda de reojo cuando su madre salió de la cocina y le puso un plato delante, posando un momento la mano ajada en el hombro de Gabrielle. La bardo la miró y consiguió sonreír. —Gracias —dijo apagadamente. La mano le apretó el hombro un instante, luego Hécuba dirigió una mirada a su marido y volvió a entrar en la cocina. Herodoto dio un bocado al pan, masticó y luego la miró. —Quiero que vayas a decirle a esa mujer que se marche —dio la orden sin levantar la voz y se aseguró de sostenerle la mirada mientras hablaba—. Te he conseguido una colocación muy buena aquí y ya es hora de que vuelvas y ocupes el lugar que te corresponde en esta familia. —Tragó un sorbo de cerveza—. Ésa es peligrosa y no quiero problemas con ella. Ha dicho que con tu palabra bastaría. Así que hazlo. Gabrielle respiró hondo, contemplando el plato que no había tocado. —¿Qué dijo exactamente? —preguntó, mirándolo. —¿Y eso qué importa? —preguntó Herodoto, secamente. —Importa —replicó la bardo. Xena era siempre muy precisa con sus palabras y eso podría indicarle si la guerrera se estaba marcando un farol o... —Está bien. —Su padre se encogió de hombros—. Dijo... —Entrecerró los ojos. Su memoria era tan buena como la de ella, aunque la usaba para otros fines—. Te voy a decir una cosa. Consigue que Gabrielle me diga que me marche. Te garantizo que jamás
volveréis a verme. —Abrió los ojos y la miró—. ¿Satisfecha? Ahora ve. —Bajó la mirada y cogió un poco de verdura, que se metió en la boca. Así pues, no era un farol. Era la pura verdad. —No lo voy a hacer —contestó, controlando el viejo y conocido temor nervioso que sentía en el estómago. Jamás, le he dicho. Que me ahorquen si voy a romper esa promesa. Herodoto dejó de masticar y la miró con frialdad. —No, ¿eh? —Asintió—. Ya veremos. —Volvió a su cena—. Metrus, el comerciante, te ha ofrecido un lugar. Cree que le conseguirás una bonita suma con tus... —Una pausa —. Historietas. —Le dirigió una mirada divertida—. Y hasta se ha ofrecido a aceptar a Lila para su hermano Lennat. No tengo dote para ella, así que es la mejor oportunidad que va a tener, y parece un buen muchacho. —Le clavó la mirada—. Eso haría muy feliz a Lila. Tú quieres verla feliz, ¿verdad, Gabrielle? Sé que eres buena chica. Gabrielle suspiró. Conocía todos sus resortes. Sabía que su mayor debilidad era su carácter bondadoso y siempre lo había usado para presionarla. —Sabes que quiero verla feliz —contestó, con tranquilidad—. Pero no a ese precio. Su padre se quedó mirándola. —No pareces entender que no te queda más remedio, hija mía. —Se rió ligeramente —. Hemos hecho un contrato y lo he firmado. Tú eres mi garantía. Es definitivo. — Señaló su plato con el tenedor—. Come. No quiero que Metrus piense que estás enferma.
La bardo posó la mirada en su plato. —No, gracias —contestó apagadamente—. No tengo hambre. —Se levantó y rodeó la mesa hacia la puerta—. Buenas noches. Herodoto se levantó con pesada rapidez y quiso agarrarla del brazo, sorprendido cuando falló. —Espera un momento, niña. No he terminado. —Se irguió ante ella—. Te vas a comportar como es debido. Te vas a alejar de esa maldita mujer, si no quieres decirle que se vaya, y te vas a poner ropa decente. O... —La miró estrechando los ojos—. Bueno, no hace falta que entremos en detalles, ¿verdad? Gabrielle se puso derecha y controló el impulso de apartarse de él. Acudió a ese núcleo de seguridad en sí misma que llevaba dos años esforzándose por construir y respiró hondo, sabiendo que a él le faltaba muy poco para ponerse de ese humor. —Escucha —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. No soy la misma persona que se fue de aquí hace dos años. Y tú no eres mi dueño. —Se echó hacia delante y le sostuvo la mirada. Rezando—. A lo mejor podemos encontrar una forma para que los dos consigamos lo que queremos, padre. No quiero pelearme contigo... ni con madre, ni hacer daño a Lila. —Dejó asomar a los ojos parte de su angustia y vio el levísimo cambio en los de él cuando lo captó. Herodoto se quedó mirándola pensativo. Su irritación ante su terquedad tapaba, en realidad, un diminuto asomo de orgullo por ésta que era era su hija primogénita. Y que por fin daba muestras de coraje, en el momento más inoportuno. Bueno, había más de un modo de curtir el cuero.
—Está bien, Bri —dijo, relajándose un poco—. Mañana hablamos de ello. —La despidió con un gesto—. Ve a descansar. Y Bri. —La señaló con la mano—. Por favor. No puedes ir por ahí medio desnuda. Gabrielle se detuvo y luego hizo un leve gesto con la cabeza. —Vale —asintió. Bueno, eso es mejor, al menos—. Veré qué puedo hacer. —Regresó por el corto pasillo a la habitación de Lila donde ésta esperaba su hermana, abrazada a sí misma—. Bueno, ya está —suspiró la bardo, tirándose en la cama y frotándose las sienes—. Pero no ha terminado. Ahora se está haciendo el comprensivo. Lila soltó un resoplido y se sentó en su cama. —Bueno, eso es algo mejor. —Alargó la mano y tocó la rodilla de Gabrielle—. No me puedo creer que le hayas plantado cara. —Sonrió levemente a su hermana, con picardía—. Sí que has cambiado. Gabrielle hizo una mueca. —Los he visto peores que él. —Sonrió tensa a Lila—. Y te olvidas de que viajo con una persona que es una maestra en el tema de la intimidación. —Soltó una breve carcajada—. No has visto nada hasta que ves a Xena achantar con la mirada a un monstruo de dos metros con colmillos y espada. —Miró un momento a Lila, al no oír la habitual andanada de ataques contra su compañera, y se sonrió por dentro—. Me ha enseñado muchas cosas. Entonces se incorporó en la cama y cogió sus morrales.
—Mira, te voy a enseñar algunas de las cosas que guardo como recuerdo. —Y se puso a sacarlas. Lila se relajó, sonriendo, y fue a sentarse a su lado. —Oooh... ¿qué es esto? —dijo la muchacha morena, cogiendo un objeto pequeño y sosteniéndolo a la luz—. Qué bonito es. Gabrielle se echó a reír. —Es ámbar. —Hurgó en su colección—. Y esto es una concha de la playa que hay justo fuera de Atenas. —Se la pasó. —¿Esto qué es? —preguntó Lila, mostrándole un sello. —Mi sello —replicó Gabrielle, reprimiendo una sonrisa—. Para eso de las amazonas. Lila se la quedó mirando. —¿De verdad eres...? Su hermana asintió. —Sí. De verdad soy. —Se encogió de hombros—. De hecho, casi acabamos de venir de ahí. Estuve más de un mes trabajando en unos tratados con los centauros y las aldeas de alrededor. —Entonces... ¿por qué no te quedas con ellas, si eres la reina? —preguntó Lila, arrugando el entrejo, consternada—. No lo entiendo. Gabrielle suspiró.
—Es complicado. Tiene mucho que ver con lo que es mejor para ellas y lo que es mejor para mí. —Se quedó pensando—. Tenemos puntos de vista totalmente distintos, así que sólo podemos aguantarnos a pequeñas dosis. —Ah —replicó Lila—. Bueno, da igual. —Toqueteó un pergamino—. ¿Estos son tus pergaminos? —Pues sí —confirmó la bardo—. Ahora estoy trabajando en unos cuantos. Me gusta escribir las cosas justo cuando... —Oh. De repente comprendió mejor por qué Xena le pedía que suavizara las historias para su familia—. Justo cuando acaban de ocurrir — terminó. —Cuéntame una historia —le pidió Lila, cogiendo un pergamino—. ¿Me cuentas ésta? Echo de menos tus historias, Bri. Ah, ésa. Gabrielle la cogió de entre sus dedos y la desenrolló. —Vale, pues estábamos... —Y se lanzó. Lila escuchó, hechizada mientras su hermana se zambullía en una de sus aventuras más recientes y tejía el relato. Observó el rostro de Gabrielle cuando ésta se dejó arrastrar por la narración y empezó a reaccionar a los acontencimientos que estaban en su propia memoria y no sólo en el pergamino. Había estado allí de verdad, pensó Lila. Había visto a Poseidón de verdad. Había conocido a Cecrops de verdad. Había naufragado de verdad y el Marinero Errante la había recogido. Se identificó con su horror por el marinero que saltó por la borda. Se rió con ella por Aldric y su encandilamiento. Se le pusieron los ojos como platos cuando Gabrielle habló de los tesoros de Cecrops y de que había visto la legendaria estatua de Atenea. Y observó
cómo su rostro adquiría un resplandor interno al describir la determinación irresistible e imparable de Xena de llegar a ese barco, a sabiendas de quién era dicho barco, sólo por estar con su amiga. —Eso sí que debió de ser un salto —comentó Lila en voz baja, observando los ojos de Gabrielle, iluminados por los recuerdos. —Oh, ya lo creo. —Su hermana se echó a reír—. Lo fue. Todos pensaron que estaba loca por saltar así desde el acantilado y lograr aterrizar en el barco —dijo, rememorando —. A Cecrops casi le da algo. Lila sonrió. —¿Qué le dijo ella? —Mmm... que no estaba dispuesta a dejar que se marchara con su mejor amiga — contestó Gabrielle, mirando a su hermana directamente a los ojos—. Pero es que ella es así. Se quedaron mirándose en silencio. Por fin, Lila suspiró. —Así que... no te quedas con ella sólo por las historias, ¿verdad? Gabrielle tardó bastante en contestar. ¿Le va a dar algo? Seguramente. Pero creo que de todas formas ya medio se lo imagina. Por fin, soltó el aliento que había estado aguantando. —No. —Le daba miedo, porque de toda su familia, Lila era a la que más echaba de menos. A la que más quería. Y odiaba a Xena y todo lo que ésta representaba.
Lila fue hasta la pequeña ventana y miró fuera. Habló sin volverse. —¿Alguna vez te ha hecho daño, Gabrielle? La bardo se atragantó. —¿Qué? —Sacudió la cabeza—. Jamás. Lila se volvió y se abrazó a sí misma. —¿Jamás? ¿Nunca se ha enfadado contigo y te ha pegado? ¿No te ha dado una paliza? ¿No te ha golpeado en sitios que no se ven? Gabrielle tomó aliento varias veces antes de poder hablar. Nunca se me ha ocurrido una cosa así. En todo el tiempo que llevamos viajando juntas, eso ni se me ha pasado por la mente. —No, Lila. Entrenamos, claro. Practicamos lucha libre juntas y creo que una vez, bajo la influencia de Ares, me dio un tortazo, pero yo le pegué un golpe con un bieldo, así que supongo que estamos en paz. —Meneó la cabeza—. No. De hecho, cuando entrenamos, ella se lleva muchos más golpes que yo, porque frena sus golpes y me da un toquecito y yo no sé hacer eso. A veces le doy le lo lindo. Lila asintió. Y miró al suelo. Y volvió a mirar a su hermana. —¿Te fías de ella? —Le confiaría mi vida —fue la respuesta instantánea—. Y lo he hecho. Muchas veces. Lila se dio la vuelta, se acercó a ella y le agarró los hombros con las manos.
—Te envidio. —Tomó aliento temblorosa—. Antes creía que estabas loca por tener tantas ganas de salir de aquí. Ahora lo comprendo. Y no puedo irme a ninguna parte. —Oh, Lila —susurró la bardo y la abrazó.
Xena se había escabullido de la granja y regresó en silencio a la posada, todavía vagamente intranquila por Gabrielle. La bardo parecía estar bien, pero la guerrera percibía una corriente soterrada que no era... Le recordaba a cómo era Gabrielle cuando empezaron a viajar juntas. A veces toda alegre, a veces temerosa del más mínimo ruido. Notaba una molestia en la boca del estómago que estaba convencida de que no tenía nada que ver con ella, puesto que el único motivo de preocupación que tenía era que en Potedaia no caía bien. Xena resopló por lo bajo. Hacía falta una aldea más grande y más desagradable que la pequeña Potedaia para asustar a ex señora de la guerra como ella. Giró por el sendero y se dirigió a las cuadras comunes. Tal vez se calmaría cepillando a Argo... Abrió la puerta de un empujón y se encontró con cuatro chicos del pueblo que rodeaban a una bolita peluda que gruñía. Pinchaban a Ares con las púas de un bieldo y se reían. El lobezno les mostraba los colmillitos y gruñía haciendo un esfuerzo infantil y patético por parecer feroz. Xena echó la mano hacia atrás y agarró la herramienta más próxima, un rastrillo para estiércol. El siguiente chico que pinchó al lobezno acabó recibiendo un golpe en el trasero que lo lanzó por encima del animal para aterrizar en la paja cenagosa. —¿Os apetece meteros con alguien de vuestro tamaño? —se oyó esa voz que era terciopelo sobre acero. Se colocó en medio del grupo ahora silencioso y miró a Ares—. ¿Estás bien, chico?
—¡Ruu! —contestó el animal, que se acercó trotando y se sentó encima de su bota, mirando a los que lo habían atormentado—. ¡Ruu! —¿Y bien? —preguntó Xena, recorriendo con los ojos el círculo petrificado. La luz de las antorchas destacaba los tonos cobrizos de su armadura y hacía que sus ojos claros soltaran destellos al ir girando para mirarlos a todos—. ¿Alguien me quiere pinchar a mí con un bieldo? —Una pausa—. ¿No? Pues largaos. No me gusta compartir aire limpio con una panda de cobardicas. —Entornó los ojos y avanzó un paso hacia el más cercano de ellos. Despidiendo paja en todas direcciones, salieron corriendo sin mirar atrás. Xena suspiró y meneó la cabeza. Luego se quedó rígida, al darse cuenta de que no estaba sola. Sus ojos se movieron hacia el rincón más oscuro del establo y se posaron allí, inmóviles, hasta que un roce de paja indicó que el que observaba sabía que estaba siendo observado. Unos cuantos segundos más de tensión y entonces de la oscuridad salió una figura pequeña y renqueante, que se acercó con cautela, hasta que la luz de las antorchas reveló sus rasgos. Era un chico, supuso Xena, de pelo rubio, abundante y revuelto, y hombros encorvados. Se acercó cojeando y entonces Xena supo por qué, al descubrir la deformidad de su espalda. Enarcó una ceja ligeramente. Ares gruñó. —¿Es tuyo? —preguntó el chico, deteniéndose fuera del alcance del rastrillo que sostenía ella, según advirtió. Indicó al lobezno con la cabeza. —Sí —contestó Xena, bajando un largo brazo y recogiendo a Ares, tras lo cual se dio la vuelta y dejó el rastrillo apoyado en la pared donde lo había encontrado.
—¿Cómo se llama? —se oyó la pregunta curiosa, al tiempo que el chico se acercaba renqueando, ahora que ella ya no sujetaba la herramienta. —¿Cómo te llamas tú? —contraatacó Xena, girándose ágilmente con el lobezno en el pliegue del brazo y mirándolo interrogante. —Alain —contestó el chico, sin ofenderse, y ahora ya estaba lo bastante cerca como para tocar. Miró a Xena pidiendo permiso. La guerrera asintió y alargó un poco el brazo. —Pon primero los dedos, para que te los huela —le aconsejó—. Se llama Ares. — Observó divertida cómo reaccionaba sobresaltado. —Igual que... —susurró Alain, dejando que el cachorro le olisqueara los dedos—. ¿Eso no es peligroso? Xena se encogió de hombros. —No le ha importado. Entonces el chico se quedó paralizado y la miró asombrado y con los ojos como platos. Al cabo de un momento, parpadeó y sus labios se curvaron con una sonrisa. —Tú eres Xena, ¿a que sí? —Rascó distraído a Ares debajo de la barbilla. La guerrera se rió suavemente. —¿Cómo lo has sabido? —Enarcó las cejas con gesto interrogante.
—Pues... —dijo Alain con timidez—. Eres guerrera, eso es evidente, y una señora... —Sus propios labios sonrieron al ver la expresión sardónica de Xena ante ese comentario—. Bueno, da igual. Y encajas con la descripción. —Otra mirada irónica—. Y has llamado a tu perro como al dios de la guerra. —Se encogió de hombros desigualmente—. Son pistas muy grandes. —Le lanzó una mirada rápida, sin posar los ojos mucho rato en ningún punto, intentando que no pareciera que la estaba mirando. Jo... Xena. Aquí mismo, en mi establo... pensó. Era... más alta de lo que se esperaba, aunque él mismo no era alto. Y sus ojos... decían que tenía los ojos muy azules, pero eso no los describía ni de cerca. Y hasta tenía algo de agradable. Eso no lo decían nunca. —Ya —replicó Xena, aguantando con paciencia el escrutinio—. Bueno, Alain. ¿Tú vives aquí? —Mm. Sí —contestó, agachando la cabeza—. Trabajo por la manutención. —Se giró con dificultad e hizo un gesto—. Limpiando, quitando estiércol, ya sabes. —Levantó la mirada—. ¿Esa yegua dorada es tuya? —Se le iluminaron los ojos—. Es preciosa. —Y se quedó embelesado por la sonrisa que obtuvo a cambio. —Gracias. Se llama Argo —replicó Xena y echó a andar hacia la yegua, que había vuelto la cabeza para mirarlos—. ¿Quiénes eran esos chicos tan encantadores? — Observó cómo intentaba apartar la cara—. ¿También se meten contigo? —preguntó con un tono mucho más amable. Calculaba que era un poco más joven que Gabrielle y se le ocurrió pensar que tal vez aquí podría obtener algunas respuestas sobre lo que le ocurría a su compañera. Era un pueblo pequeño y se habrían criado al mismo tiempo. Alain agachó la cabeza como asintiendo.
—A veces. A la gente de aquí no le gustan los diversos. —Levantó la mirada hacia ella—. No creo que tú les gustes mucho. —Se encogió de hombros como para disculparse—. Eres muy diversa. Xena prestó atención a la palabra que usaba. —¿Diversa? —preguntó, mientras sacaba la almohaza y el cepillo de Argo—. Sí, supongo que lo soy. Y no, no les gusto nada. —Se acercó a él—. ¿Tú no les gustas por esto? —Sus dedos rozaron su espalda deforme. Él se encogió, pero se quedó quieto, mirándola a los ojos. Los suyos eran de un gris sorprendentemente profundo, casi morado a la luz de las antorchas—. Eso no es culpa tuya. —No —suspiró Alain—. Pero da igual. —Cogió la almohaza que se le ofrecía y se puso a trabajar en las patas delanteras de Argo con pases cortos y suaves—. Es diverso. Xena asintió en silencio. —Yo tengo una amiga, Alain, que creció aquí. Puede que la conozcas. Se llama Gabrielle. —Vio cómo levantaba la cabeza de golpe y se quedaba mirándola sorprendido—. Parece que sí. —Sonrió levemente. —Oh... Bri. Sí, me acuerdo de ella —reconoció el chico, curioso—. Se marchó. —¿Ella era diversa, Alain? —preguntó Xena, con aparente indiferencia, mientras peinaba la crin de Argo. Levantó los ojos azules para atrapar los grises de él. Alain tomó aliento y asintió despacio. —Sí. —Se le entristeció la mirada—. Pero era diversa por dentro. Al cabo de un tiempo, empezó a ocultar lo diverso.
En la mente de Xena se empezó a formar una difusa teoría. —Mmm... ¿cómo? ¿Cómo era diversa? El chico se encogió un poco de hombros. —Veía imágenes por dentro. Y se inventaba historias sobre ellas. —Le sonrió—. Eran historias muy buenas. Xena le sonrió a su vez. —Seguro que sí. Alain se puso serio. —Pero a su padre no le gustaban. La zurraba con el cinturón, sabes, cuando la pillaba haciéndolo. —Frunció el ceño—. Así que dejó de contárnoslas, al cabo de un tiempo. Después de que una vez, me acuerdo muy bien, le diera con la hebilla hasta que la hizo sangrar. —Meneó la cabeza rubia—. Estuvo muy mal. Pero... aunque dejó de contárnoslas, no creo que dejara de ver las imágenes. —Ahora, por fin, miró a Xena, percibiendo su inmovilidad silenciosa. Y se apartó de Argo, dejando caer la almohaza al ver su expresión. Aferraba la crin de la yegua con las manos y sus ojos eran como bloques de hielo al mirarlo. —No fui yo. Yo no lo hice. No fui yo —balbuceó, levantando las manos atemorizado. Xena dejó caer la cabeza sobre el lomo de Argo y aspiró una bocanada de aire prolongada y temblorosa. Obligándose a calmarse. Haciéndose con el control de la furia que le erizaba los pelos de la nuca y hacía que le temblaran los brazos como reacción.
Eso explicaba... tantas cosas. Era una pieza crucial del rompecabezas que era su compañera y no sabía si se alegraba o no de haberla conseguido. Esto era algo que Gabrielle habría preferido contarle, a su ritmo, a su manera. Como ella había revelado lo de Solan. Y lo de Toris. Y toda una serie de cosas sobre su propio pasado que le había contado a Gabrielle. Despacio, alzó la cabeza y miró al asustado muchacho. —Tranquilo, Alain. Ya sé que tú no tuviste nada que ver con esto. Lo sé. Siento haberte asustado. Es que Gabrielle es muy buena amiga mía y me da mucha rabia que le pegaran por contar historias. Alain se relajó y se acercó de nuevo, sonriéndole levemente. —Vale... vale... te entiendo. —Recogió la almohaza y se puso a cepillar a la yegua otra vez—. Sé que le habría gustado tener una amiga como tú en aquella época. Cuando era diversa. —Estuvo cepillando un ratito en silencio y luego dijo—: ¿Qué hace ahora? Se marchó, hace dos estaciones. Xena le sonrió, relegando la rabia y la angustia al fondo de su mente para estudiarlas más tarde. —Cuenta historias, Alain. Muy buenas. Él sonrió de oreja a oreja, muy contento. —¿En serio? Así que yo tenía razón... no llegó a perder las imágenes. —Arrugó el entrecejo—. ¿Pero por qué ha vuelto? Aquí sigue siendo diversa. Su padre no le va a dejar que siga creando imágenes.
Xena dejó lo que estaba haciendo y cubrió delicadamente las manos del chico con las suyas. Se apoyó en el lomo de Argo y lo miró a los ojos. —Te prometo, Alain, que mientras yo esté cerca, nadie le va a impedir crear imágenes. —Una pausa—. Nadie. Se la quedó mirando. —Te creo —susurró. Hubo una larga pausa—. Ojalá yo tuviera una amiga como tú. —Se le quebró la voz—. Es duro ser diverso. —Lo sé —dijo Xena, con expresión compasiva—. Hay que ser muy fuerte. Alain asintió. —Sí. Bri no lo era. Lloraba mucho. —Se le pusieron los ojos muy tristes—. Le dolía. A mí me daba mucha pena... a veces nos íbamos a buscar moras juntos y yo intentaba que me contara sus historias. A veces lo hacía, pero siempre tenía miedo. —Miró a Xena a la cara y vio la tristeza reflejada en ella—. Me caía bien. Me alegré de que se escapara. —Echó la cabeza a un lado—. ¡Te la llevaste tú, a que sí! Ahora me acuerdo... les diste una paliza a los tratantes de esclavos y luego ella desapareció. ¡Se fue contigo! —Sí —dijo Xena, tragando con dificultad. Yo no encajo aquí, ¿no fue eso lo que me dijo? Oh, Gabrielle...—. Se fue conmigo. —Me alegro un montón —dijo Alain, con una dulce sonrisa—. Seguro que eres una buena amiga. Xena le dio una palmadita en la mano.
—Yo también me alegro un montón, Alain. —Ahora tengo que enterrar ese conocimiento en lo más hondo, hasta que esté preparada para contármelo. Menos mal que guardar secretos se me da mejor a mí que a ella. Maldición. Maldición, Gabrielle, ¿por qué no me lo dijiste? Su mente se burló de ella: Porque, Xena, si te lo hubiera dicho, habrías entrado en esa casa y le habrías cortado la cabeza a ese hombre por ponerle la mano encima. Reconócelo. Sin dudarlo un momento. Sí. Así soy yo, señora de la guerra hasta la médula, y ella lo sabe. Me conoce, demasiado bien—. Gracias por contarme todo esto, Alain. Necesitaba saberlo. —Sonrió levemente al chico. Alain la miró. —Sigues enfadada. Es un buen enfado. —Asintió con la cabeza—. No dejarás que le vuelvan a hacer daño. —Así no, Alain. No —dijo Xena, terminando con la crin de Argo—. Con eso puedes contar.
Tras despertarse al día siguiente, Xena salió temprano y se desentumeció con una larga carrera y unos buenos ejercicios con la espada, luego regresó y desayunó tranquilamente en la sala común de la posada. Bajo la mirada desaprobadora del posadero y las miradas inquietas de su mujer. Empezó a sentir una creciente irritación, en parte por la información que había obtenido la noche anterior y en parte por el puro sentido común que dictaba que uno no debía ofender a los clientes de pago. Madre jamás cometería esta clase de error, advirtió su mente distraída, mientras jugueteaba con la comida algo sosa que le habían servido. Y creo que madre me ha tenido muy mimada, se burló de sí misma. Vamos, Xena, cómetelo de una vez. Con un poco de
suerte, no estará envenenado. Se terminó lo que tenía en el plato, luego subió a su pequeña habitación, que odiaba cordialmente, y se sentó apoyada en la pared debajo de la ventana, para reparar una hebilla atascada de su armadura. Sus sentidos la avisaron mucho antes de que oyera el leve crujido de las tablas de las escaleras, y dejó la armadura y se levantó, en el momento en que se abría la puerta y entraba Gabrielle. Xena la observó, fijándose en la túnica de lino con una ceja enarcada. Los ojos de la bardo se encontraron con los suyos. —Buenos días —dijo con tono apagado—. Espero que hayas dormido mejor que yo. Xena se acercó despacio hasta ella y le cogió la barbilla delicadamente con una mano, luego la rodeó con los brazos y se la acercó. —Me parece que necesitas un abrazo —dijo y notó que a Gabrielle se le entrecortaba la respiración. Siempre se le pone esta expresión perdida en los ojos cuando necesita esto, fácil de reconocer, cuando por fin me enteré, pensó, mientras se quedaban allí abrazadas en un silencio atemporal. —Has acertado —dijo Gabrielle por fin, pero sin soltarla—. Sabes, podría quedarme así para siempre. —En el rico calor dorado que siempre sentía a su alrededor y que se daba cuenta de que era parte de la conexión que tenían la una con la otra—. Creo que anoche le pegué un buen susto a Lila. —Ladeó la cabeza y miró a Xena a los ojos. —¿La misma historia de siempre? —preguntó Xena, frotándole la espalda ligeramente. La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No... no, ésta era una muy antigua. De antes de que te conociera. Supongo que el entorno la sacó a la luz. —Sonrió fugazmente a la guerrera—. Cosas del pasado. Xena tomó aliento y entrelazó los dedos por detrás de la cabeza de Gabrielle, apoyando los antebrazos en los hombros de la bardo. —Sabes que estás haciendo que me suba por las paredes, ¿verdad? —¿Yo? —preguntó Gabrielle, observando su rostro—. ¿Por qué? Xena soltó una mano, retrocedió un paso, bajó la mano y la puso sobre el estómago de Gabrielle. —Porque lo que sientes aquí... —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Lo siento yo también. Y no sé por qué, y no saberlo me está desquiciando. —Sonrió a Gabrielle de medio lado—. Ya sabes lo que me encanta sentirme descontrolada e impotente, ¿verdad? La bardo bajó la mirada y suspiró. —Me están presionando mucho —reconoció—. Y más que nada... es Lila. —Se dejó caer de nuevo hacia delante sobre el pecho de Xena—. Quiere a Lennat de verdad, Xena. —Su pecho se alzó y bajó con un largo suspiro—. Y necesita salir de ahí. —Una pausa—. Y Xena, padre dice que puede hacerlo, legalmente. ¿Eso es cierto? —Sus ojos se clavaron en el rostro de la guerrera—. ¿De verdad le pertenezco, de esa forma? —Mmm... en circunstancias normales, sí —contestó Xena, que se sentía un poquito ufana. Se había pasado la mitad de la noche investigando ese mismo tema—. Pero en tu caso, no. —Acarició la mejilla de Gabrielle con ternura—. Así que no te preocupes,
bardo mía. Aunque tenga que sacarte de aquí sobre los cuartos traseros de Argo, la ley no te perseguirá. —Llevó a Gabrielle hasta una silla junto a la mesita de la habitación e hizo que se sentara—. Mira. —Cogió un pergamino y se inclinó sobre la mesa, apoyando encima los codos—. El derecho consuetudinario establece que un labriego libre, como lo es tu padre, tiene derecho a casar a sus hijas como le parezca adecuado, por el precio que considere adecuado. Gabrielle miró el pergamino y luego a Xena. —Entonces... —Se le cayó el alma a los pies. —Ah —interrumpió Xena—. Pero mira aquí. —Sacó otro pergamino y señaló una línea con un fuerte dedo—. Un padre no puede decidir cómo disponer de su hija si se cumple una condición: que haya una reclamación previa por parte de un poder soberano. —Sonrió al ver la cara confusa de Gabrielle—. Tú eres la reina de las amazonas, Gabrielle. Son una nación soberana y tienen precedencia legal sobre lo que diga un labriego. Gabrielle soltó una risa breve. —Oh. —Miró a Xena con respeto—. ¿Cómo lo has encontrado? —Buscando —contestó Xena, encogiéndose de hombros. —No... quiero decir, ¿cómo has sabido dónde encontrarlo? —insistió la bardo, posando una mano sobre el cálido antebrazo apoyado en la mesa a su lado. —Otra de las muchas cosas que sé hacer —sonrió la guerrera—. En realidad, los señores de la guerra tienen que mantenerse al día con las leyes, Gabrielle, aunque sólo
sea para saber cuáles estamos violando. —Ooh... mira qué graciosa, Xena. ¿Estamos llegando al punto en que podemos incluso hacer chistes? La bardo se echó a reír, mirando a Xena mientras meneaba la cabeza. —¿Sabes una cosa? —Sus ojos observaron el rostro de la guerrera atentamente. —No, ¿qué? —respondió Xena, notando que el nudo tenso que tenía en el estómago se aflojaba un poco. Vio que la expresión de los ojos de la bardo se suavizaba hasta adquirir una apacible intensidad. Supo que los suyos respondían de igual modo, cuando sus almas estaban en contacto como ahora. —Que te quiero —fue la dulce respuesta, al tiempo que Gabrielle subía con la mano y tocaba la sonrisa que se iba formando en el rostro de Xena—. No es que sea un gran secreto, ¿verdad? Creo que hasta Lila lo ha captado. Xena se echó a reír. —¿En serio? —Se echó hacia delante y besó a la bardo—. ¿Cómo se ha enterado? Gabrielle le deslizó un brazo alrededor del cuello y Xena se enderezó, tirando de la bardo hasta abrazarla. —Mmm... —Se rió suavemente, cuando se separaron—. Pues anoche me convenció para que le contara algunas historias y dijo que era evidente por la... —Se detuvo y soltó una risita—. Perdona, esto lo dijo ella, no yo. Por la cara de boba que se me ponía cada vez que mencionaba tu nombre. —Miró a Xena, que se estaba riendo por lo bajo—. Cosa que ocurría muy a menudo, supongo, dado que las historias trataban de ti.
—Ah. Ya —respondió Xena y luego sonrió cohibida a la bardo—. Si te sirve de consuelo, mi madre dijo lo mismo de mí. Gabrielle se echó a reír. —¿En serio? —Dejó que sus dedos siguieran el leve rubor que subía por el cuello de Xena hasta su cara—. Entonces, así es como lo averiguó. —Sí. —Xena se encogió de hombros—. Nunca me lo ha comentado nadie más, así que a lo mejor es porque es mi familia. La bardo contuvo una carcajada. —Xena, ¿quién en este mundo aparte de tu madre se atrevería a decirte una cosa así? —Sus ojos chispeaban de risa reprimida. Xena reflexionó un momento. Entonces se echó a reír. —En eso tienes razón —reconoció, luego volvió a estrechar a Gabrielle entre sus brazos y se permitió recrearse en otro largo beso, al final del cual notó que el corazón de la bardo empezaba a acelerarse y que ella misma estaba un poco jadeante. Se apartaron lo suficiente para mirarse a los ojos—. Sabes, cualquiera que tenga dos dedos de frente podría imaginarse dónde estás —comentó Xena, con la respiración entrecortada. —Que lo hagan —replicó la bardo, con una sonrisa. Y le bajó la cabeza—. Les he dicho que no volvería hasta la hora de comer. —Soltó una carcajada profunda—. Se supone que estoy comprando ropa adecuada. —Se encogió ligeramente de hombros—. Me han dicho que no puedo ir por ahí medio desnuda, como una salvaje.
—Mmmm... —comentó Xena—, a mí me gusta la ropa que llevas. —Bajó los brazos y levantó a la mujer más menuda, acunándola como a una niña, y fue hasta la cama—. Diles que se vayan a paseo y si no les gusta, que vengan a mí a quejarse. Gabrielle soltó una risita. —Oh, eso sí que causaría escándalo. —Entonces se entregó con ganas a la tarea más inmediata.
—Bueno —dijo Xena con indolencia, un rato después—. ¿Qué consideran ellos ropa adecuada? —Miró a la bardo, que estaba pegada a ella tan contenta, con los ojos medio cerrados—. No me digas que son esas faldas largas. Gabrielle soltó un gorgoteo desde el fondo de la garganta. —Probablemente. —Suspiró y echó la cabeza hacia atrás para mirar a su compañera —. Parece que a ti no te gusta ese estilo, ¿eh? La guerrera se encogió levemente de hombros. —No te sienta nada bien. —Entonces sus labios se curvaron con una sonrisa—. A lo mejor deberías enviar a buscar a una delegación de amazonas como asistentes. Eso sí que sería interesante de ver. La bardo reprimió una carcajada. —¡Xena! —Meneó la cabeza y luego se puso seria—. No tiene gracia, la verdad. Siento que... —Se detuvo—. Que están intentando hacerme encajar aquí de nuevo.
Xena vaciló, debatiéndose entre la necesidad de responder a la tensión que notaba que volvía al cuerpo de Gabrielle y la necesidad de fingir que no conocía la causa. —¿Tú quieres volver a encajar aquí? —preguntó por fin, con tono despreocupado y tranquilo. Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensando. En cierta época, habría dado lo que fuera con tal de encajar aquí. Y estuve a punto de hacerlo. Ahora... —No creo que pueda, Xena —reconoció—. ¿Pero cómo puedo hacerle eso a Lila? No puedo... dejarla aquí. —Notó que se le encogía la garganta—. Haría cualquier cosa por ayudarla. —Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se le cortó la respiración. ¿Cualquier cosa? ¿Podría renunciar a esto y convertirme en una hija obediente, irme sin rechistar con este comerciante y ver a Lila feliz con alguien a quien quiere? Podría cambiar su vida. Igual que Xena ha cambiado la mía. ¿Eso es justo? Se le encogió el corazón. ¿Qué precio estoy dispuesta a pagar por mi hermana? Sus ojos se alzaron, se posaron en los de Xena y reconoció el sutil velo de retraimiento sombrío que había tras el familiar color azul, un retraimiento que ahora identificaba como el intento instintivo de la guerra de levantar una barrera contra algo que sabía que le iba a doler. Una barrera que era fragilísima a la hora de protegerla de esta terrible vulnerabilidad a la que se había abierto voluntariamente. Era una expresión que Gabrielle vio por primera vez, sin reconocerla, la noche en que se casó con Pérdicas. Y Gabrielle sintió un fuerte y doloroso impacto al verla, en un punto tan hondo de su interior que no lograba ver el fondo, y supo que si se trataba de elegir entre lo que su
corazón abnegado anhelaba darle a Lila y lo que su alma exigía como propio, la elección ya estaba hecha. —Es decir, casi cualquier cosa —se corrigió en voz baja, con una sonrisa fugaz, estrechando a Xena con el brazo con que rodeaba a la guerrera, y tuvo la satisfacción de ver una sonrisa como respuesta que llenaba de calor la frialdad inquieta de su mirada—. Pero tiene que haber algo que pueda hacer. —Y su expresión se hizo implorante al mirar a Xena a la cara. ¿No prometí que no iba a volver a hacer esto? ¿A depositar tantas esperanzas en ella? Para que lo arregle todo... pero yo estoy demasiado implicada en esto. No veo una salida. A lo mejor ella sí. —Mmm... —murmuró Xena—. Podríamos llevárnosla de aquí, llevarla a Anfípolis, o con las amazonas —comentó, tanteando el terreno. —No querrá irse sin Lennat. —La bardo suspiró, dejando asomar una sonrisa desganada—. Tampoco es que yo tenga base moral alguna para discutir con ella — reconoció, regodeándose en el bienestar cálido en el que estaba acurrucada. Sus dedos trazaron distraídos una cicatriz desvaída que tenía Xena en el tórax, una que tenía una textura desigual. Una flecha, supuso—. Y él está contratado como aprendiz para cinco años más. —Hizo una pausa—. E incluso después, no creo que quisiera marcharse de aquí. Está a gusto y su hermano lo mantiene. —Mm —respondió Xena. ¿Cómo salimos de ésta, aparte de la manera obvia? Podría presentarme allí y... sí, por los dioses, y después de lo de anoche, menudas ganas tengo. Pero eso no resuelve el problema. Simplemente hace que yo me sienta mejor. ¿Hay alguna solución para esto sin que corra la sangre? Esos ojos que me miran... no se le ocurre una salida y confía en mí para que la encuentre. Bueno. Pues
supongo que la encontraré—. A ver qué se me ocurre —añadió la guerrera, acariciando suavemente el pelo de Gabrielle, y la bardo la recompensó con una mirada de fe absoluta. Por los dioses. Ojalá fuera un cuarto de la persona que ve cuando me mira así. —Por cierto. —Gabrielle la miró parpadeando—. ¿Por qué te enfadaste tanto anoche? Xena sintió que se le paralizaba el cerebro. —Mm. ¿Qué? —Maldición. Se me había olvidado. No estoy acostumbrada...—. Ah... es que entré a cepillar a Argo y me encontré a unos chicos del pueblo pinchando a Ares con un palo. —Se encogió de hombros—. Me afectó, supongo. Gabrielle se incorporó sobre un codo, preocupada. —¿Está bien? —En su voz se advertía la rabia—. ¿Cómo han podido hacerle eso a un cachorrito inofensivo? —Era div...ferente. —Le tembló la voz en mitad de la palabra y volvió a oír la voz suave de Alain—. No creo que aquí vean mucho de eso. —Observó antentamente el rostro de Gabrielle—. Supongo que por eso yo no les hago mucha gracia, aparte de lo que ocurrió en el pasado —dijo con tono ecuánime—. No soy... la típica chica de pueblo. La bardo la miró a la cara largamente y luego sonrió. —No, no lo eres. Xena asintió.
—Y tú tampoco, bardo mía. —Tocó la nariz de Gabrielle con la punta del dedo—. No lo olvides. Gabrielle notó que una sonrisa tonta se apoderaba de su rostro y no pudo hacer nada para impedirlo. Cuando estaba a punto de contestar, los ojos de Xena se pusieron alerta y su cabeza se ladeó con un aire de estar a la escucha que la bardo conocía muy bien. Esperó en silencio, mientras Xena entornaba los ojos concentrándose. Vio que alzaba una ceja y que en el rostro de la guerrera aparecía una expresión vagamente risueña. —Tu hermana viene para acá —le informó Xena—. A lo mejor te convendría... Gabrielle soltó una risita. —Ah, sí. —Y volvió a ponerse la túnica, captando ahora de forma muy débil el ruido de alguien que subía las escaleras. Se pasó los dedos por el pelo y se sentó en una esquina de la mesa pequeña que había en la habitación. La guerrera, tras vestirse a su vez, se quedó tumbada, con las piernas cruzadas y las manos detrás de la cabeza. Alguien llamó a la puerta con un golpe ligero e inseguro. —Sí —contestó Xena, adoptando un tono grave y ronco. La puerta se abrió con cuidado y Lila asomó la cabeza, mirando primero a Xena y luego a Gabrielle con algo cercano al alivio. —Bri, tienes que venir deprisa. Quiere que vayas —dijo, un poco jadeante—. Metrus está casa y quiere verte. La expresión de Gabrielle se hizo cauta. —¿Por qué? —preguntó, cruzándose de brazos.
Lila abrió la puerta del todo y entró en la habitación, fue hasta Gabrielle y la agarró del brazo. —Escucha... no hagas que se enfade, Bri. No me ha explicado por qué, sólo me ha enviado a buscarte. —Lanzó una mirada a Xena y luego volvió a concentrarse en su hermana—. Estaba vociferando y hoy ha empezado a darle a la cerveza un poco temprano. Así que, por el amor de los dioses, ve de una vez. Gabrielle notó que se le acaloraba la cara y era consciente de la intensa mirada de Xena por el rabillo del ojo. —Está bien —replicó y se bajó de la mesa y, cuando apenas había avanzado un paso hacia la puerta, algo les bloqueó el paso a Lila y a ella. Lila parpadeó, pues ni había visto a Xena pasar de su postura relajada en la cama a aparecer plantada como ahora, delante de ellas, con una mano en alto para detenerlas. —Un momento. —Miró directamente a Gabrielle—. No suena muy amable. La bardo avanzó, alzando su propia mano para tocar la de Xena. —No pasa nada. Es que... se pone un poco... —Bajó la mirada al suelo y luego volvió a levantarla—. Ya sabes. —Recordó de repente la última conversación que había tenido con Xena sobre ese tema precisamente. Ah, vamos, Xena, ¿no puedes soltarte la melena por una vez? Animándola a sobrepasar los límites que se había impuesto a sí misma. No, replicó la guerrera, con la misma mirada directa que ahora. Piensa en lo que soy, Gabrielle. Piénsalo bien. Ahora, ¿de verdad quieres que eso se descontrole? Eso la detuvo en seco. Y Xena vio que la comprensión se apoderaba de su rostro. Exacto. Cuanto más fuerte eres, más responsable tienes que ser. No es divertido, Gabrielle. No
soy amable cuando me emborracho. Podría morir gente. Algunos ya lo han hecho. Y la bardo le pidió disculpas en voz baja y reflexionó sobre lo que le había pedido. Y luego, durante largo rato, estuvo pensando en por qué se lo había pedido. —¿Hay algún problema? —preguntó Xena, en voz baja. Lila se agitó. —Lo habrá si no se da prisa —dijo, con tono apremiante—. Madre la está buscando por el resto del pueblo. Yo he venido directa aquí. —Lanzó una mirada inquieta a Xena —. Por favor... Xena no le hizo ni caso. —¿Hay algún problema? —preguntó de nuevo, bajando un poco más la voz y acercándose más a la bardo. Gabrielle suspiró. —No lo sé. No creo. Todo debería ir bien. Seguro que sólo quiere lucir la... —Hizo una leve mueca—. La mercancía. —Notó el temblor de rabia que sacudía el cuerpo de Xena a través de sus dedos en contacto—. No pasará nada. La larga y penetrante mirada de esos ojos azules la dejó algo temblorosa e intentó con todas sus fuerzas tranquilizar su mente y no dejar que la idea de enfrentarse a su padre, en esa casa, con una buena dosis de cerveza en el cuerpo, y a su posible marido le produjera un miedo muy irracional e infantil. Le entraron unas ganas casi abrumadoras de dejarse caer de nuevo en ese sitio cálido y contarle a Xena... todo. Y mirarla y decir: No quiero que siga haciéndome daño.
Porque sabía que eso era lo único que haría falta y sería tan fácil... y por un mero instante, le temblaron las palabras en los labios. Pero entonces la vieja culpabilidad acalló su voz y se sintió incapaz de traicionarlo. Incluso ante alguien que compartía su alma. Tiene miedo. Xena lo captó sin intentarlo siquiera. Y está tratando de que yo no me dé cuenta. Supongo que le seguiré la corriente por ahora, y confío y espero que si de verdad ocurre algo, pueda llegar a tiempo de intervenir antes de que ocurra demasiado. —Está bien —respondió Xena a regañadientes, al tiempo que se echaba hacia atrás y se apartaba—. Pero... —Lo sé —confirmó Gabrielle—. Lo sé. —Salió por la puerta detrás de Lila y bajó las escaleras, volviendo la mirada cuando llegó al rellano, y vio la cara tensa de preocupación de la guerrera. Le dio un poco de calor en medio del frío que se había apoderado de su pecho y logró saludarla agitando levemente la mano mientras terminaban de bajar las escaleras para dirigirse a la puerta de la posada. Lila miraba nerviosa de un lado a otro mientras caminaban. —Tenemos que darnos prisa. —Luego lanzó una mirada a Gabrielle—. No le has contado nada de... él. De nosotras. Lo que sea. ¿Verdad? La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza. —No.
—¿Por qué? —preguntó Lila con curiosidad—. Se supone que es amiga tuya. Menuda amiga, si no puedes contarle algo que te angustia tanto. Hasta yo me doy cuenta, Bri. Gabrielle se paró en medio de la calle y agarró a su hermana del brazo, deteniéndola de un tirón. —Escúchame bien —dijo, con la voz ronca de rabia—. Puedo contarle lo que sea. Lo que sea, Lila. Cosas que no podría contarte a ti, ni a madre, ni a nadie más, a ella se las he contado. —Una pausa—. Pero esto no puedo contárselo. Lila se quedó mirándola. —¿Por lo que pensaría? La bardo cerró los ojos y soltó aliento con fuerza. —Por lo que haría. —Tenía entendido que ya no hacía esas cosas. ¿No es eso lo que me dijiste, Bri? — contraatacó Lila—. ¿O es sólo lo que a ti te gustaría creer? Gabrielle la miró a los ojos. —No, no lo es, y efectivamente, ya no lo hace. Pero esto es distinto. —Echó a andar de nuevo—. Porque se trata de mí. Lila guardó silencio y adaptó su paso al de ella mientras subían por el camino que llevaba a la granja. Se detuvieron en la puerta y Gabrielle le puso una mano en el brazo a Lila.
—Tú no tienes por qué entrar —dijo en voz baja—. No tiene sentido que las dos pasemos por esto. Lila la miró, asustada. —Por favor, ten cuidado, Bri —susurró—. ¿Por favor? Hoy está fatal. La bardo irguió los hombros y asintió. —Lo tendré. —Y posó la mano sobre el cerrojo para abrir la puerta y lo echó a un lado. Herodoto levantó la mirada cuando se abrió la puerta y dejó de golpe la copa en la mesa. —¡Ya era hora! —gruñó—. ¿Dónde Hades te habías metido? —Esperó a que Gabrielle se volviera y cerrara la puerta y luego se volviera de nuevo hacia él. No contestó—. Ven, ha venido a verte tu futuro marido. —Indicó con la mano a una figura repantingada en la silla frente a él. Metrus, como recordó Gabrielle de repente, siempre le había recordado a un animal de granja. Su estatura era superior a la media y era muy rechoncho. Llevaba el pelo, de un tono pajizo desvaído, muy corto, lo cual acentuaba la forma cuadrada de su cabeza y su rostro. Gabrielle cruzó la estancia y se detuvo fuera del alcance de su padre, mirándolos a los dos. Sintió que ese miedo antiguo crecía en su interior y respiró hondo varias veces para calmarse, intentando ahuyentar el pánico de su mente. Y del vínculo que tenía con Xena. Sus ojos se encontraron con los de Metrus, que le sonrió con indolencia.
—Vaya, vaya. La pequeña Bri. Deja que te vea. —Se echó hacia delante y la miró—. Nada mal, pero que nada mal, Herodoto. Creo que me la quedaría aunque no se le dieran bien las historias. —Se echó a reír mirando a la bardo—. Tú y yo nos vamos a conocer muy bien, niña. Dioses, dadme fuerzas para hacer esto, rezó mentalmente a toda prisa. —Metrus. Hacía tiempo que no te veía. —Respiró hondo—. Y es una lástima, pero no voy a poder cumplir el contrato que tiene mi padre contigo. —Oyó la tos atragantada de Herodoto. —No digas tonterías, niña. No es decisión tuya. Es mía —dijo su padre, farfullando un poco—. ¿O es que has olvidado la ley? —No —respondió apagadamente. Y le citó la ley que le otorgaba jurisdicción sobre ella. —De tus propios labios —dijo Metrus, encantado—. Y qué labios tan bonitos son. — Se echó a reír y se levantó, rodeó la mesa y se acercó a ella. Le sujetó la mandíbula con la mano y le volvió la cara de un lado a otro—. Una preciosidad, Herodoto. No pensé que fueras capaz. ¿Estás seguro de que es tuya? Su padre soltó una risotada desagradable. —Oh, sí. Estoy seguro. —Bebió un gran trago de cerveza y bajó la copa de golpe—. ¡Hécuba! ¡Más cerveza! Tranquila, Gabrielle. Tranquila. Puedes hacerlo. Puedes con esto. Xena ha dicho que puedes. Y ella es la autoridad máxima al respecto.
—Existe otra ley que puedo citar que me exime de esta... obligación —dijo con tono apagado, pero frío. Y la citó. Y los dos hombres se quedaron en silencio. —¿Cómo que un poder soberano? ¿Es que alguien ha muerto y te ha hecho reina? — Metrus estalló en carcajadas, por fin. —Pues sí, la reina Melosa de las amazonas, de hecho. —La declaración de Gabrielle cayó en otro frío silencio—. Así que lo siento, pero no. No puedo seguir adelante con esto. Tengo otras obligaciones. —Y vio los ojos horrorizados de su madre al otro lado de la habitación. Metrus se echó hacia atrás y se quedó mirándola. —¿Dices que eres reina de las amazonas? —Alzó las cejas y sus labios esbozaron una ligera sonrisa. —No —respondió Gabrielle—. Lo dicen ellas. —Sintió que se le aceleraba el corazón cuando su padre echó la silla hacia atrás y se levantó. Sintió la sensación enervante del aire frío al acariciarle el cuello y se le erizó el pelo de la nuca como respuesta a una amenaza que no se veía ni se oía. —Es culpa suya —dijo Herodoto con dificultad—. De esa maldita mujer antinatural. —De repente, se lanzó hacia delante y golpeó a Gabrielle en la cara con los nudillos de la mano izquierda. Ella lo había visto venir, le había indicado su intención de un modo que ahora era capaz de interpretar sin dificultad, pero el cuerpo se le quedó paralizado y se negó a
apartarse. En cambio, empezó a meterse hacia dentro, a encerrarse, para no estar ahí. Como en otra época. En otro tiempo, cuando ésa era la única manera que tenía de superar estos incidentes. Era consciente de que la estaba levantando y golpeando en el estómago, ese viejo truco para que no se vieran las marcas. Una vez, y otra, y ahora la tiró contra la pared y ella cayó al suelo, sin resistirse, esforzándose aún por no estar ahí. Por hacerse pequeña, y a lo mejor, si se hacía lo bastante pequeña, se olvidaría de ella y pasaría a otra cosa. Y entonces su mano se deslizó a un lado y se posó sobre un trozo de madera redondo. Una firmeza lisa que su cuerpo conocía, aunque su mente le estuviera diciendo que no se moviera, que no rechistara. Que no estuviera ahí. Oyó sus pasos y supo que lo siguiente sería una patada. Quería quedarse allí tumbada. En serio, lo quería... pero su cuerpo la traicionó y cobró vida de repente, como si lo animara un espíritu que no era el suyo. Él se acercó a trompicones, buscando un blanco, y cuando lo tuvo casi encima, se levantó del suelo y le golpeó la cabeza con la vara, con un crujido que resonó por la pequeña estancia. Y él se desplomó con estrépito y entonces ella volvió a su ser y se quedó mirando la vara como si nunca la hubiera visto. Metrus se apartó de ella y alzó las manos. —Está bien, bonita. Tranquilízate. Gabrielle tomó aliento jadeante y se apoyó en la pared, temblando. Su madre se adelantó corriendo y se arrodilló al lado de su marido, tocándole la cabeza con cuidado. Entonces se volvió y miró a su hija.
Fue demasiado. Soltó la vara y fue tropezando hasta la puerta, consiguió abrir el cerrojo y bajó al camino, aunque las piernas apenas lograban sostenerla. Cuando apenas había dado diez pasos, se chocó con alguien que se movía a toda velocidad, alguien a quien su cuerpo reconoció y con el que se fundió con un alivio total. —Oh, dioses —soltó con un susurro ronco—. Creo que lo he matado. Xena se quedó paralizada y notó que se le aceleraba el corazón. Dioses, no... Levantó la mirada al oír que Lila llegaba a la carrera, con la cara blanca como una sábana. Si lo ha hecho, será mejor que lo averigüe ahora. —Gabrielle —dijo suavemente, agarrándola por los hombros—. Quédate aquí un momento. Siéntate. —La bardo se dejó llevar hasta una peña que había al borde del camino y se sentó allí, muda de horror—. Lila, quédate con ella —dijo la guerrera roncamente—. Ahora mismo vuelvo. Lila asintió y puso una mano sobre el hombro de Gabrielle. La bardo ni siquiera levantó la vista y siquió contemplando el vacío. —¿Bri? —dijo la mujer morena suavemente—. ¿Bri? ¿Qué ha pasado? —No hubo respuesta. Xena subió a largas zancadas por el camino y abrió la puerta de un tirón, pasando al interior. Metrus se colocó delante de ella, con los brazos extendidos, pero lo apartó con impaciencia de un empujón. —Quita —le gruñó y luego se arrodilló junto a la figura tirada en el suelo, sin hacer caso de las frenéticas protestas de Hécuba. Examinó al hombre y advirtió que aún respiraba, aunque con un poco de dificultad.
Le puso los dedos en el punto del pulso y notó unos latidos firmes, si bien algo acelerados. Le colocó la cabeza de lado y examinó la herida sangrante, donde la vara lo había golpeado con fuerza suficiente para romper la piel del cráneo. Palpó suavemente con dedos conocedores y notó sólo un leve hundimiento del hueso que había debajo. Y sintió una acometida de alivio tan intensa que casi se mareó. Miró a Hécuba, que se había quedado sin protestas. —Es una ligera fractura —dijo, con tono tranquilo y seguro—. Si lo acuestas, mantenle la cabeza en alto y que no se agite. Seguro que se recupera. Hécuba se quedó mirándola largamente estrechando los ojos. —¿Eres sanadora? —preguntó por fin, con tono incrédulo. Xena se levantó y de repente se sintió muy harta de este lugar y de esta gente. —Sí. Me viene bien, dado mi trabajo. —Se volvió hacia la puerta, pero Metrus la detuvo en seco—. Quita de en medio —le gruñó. —Espera un momento, Xena —protestó Metrus—. Tenemos que dar aviso al alguacil. Yo soy testigo... la chica se ha puesto como loca y lo ha atacado. —Se le puso cara de satisfacción—. No podemos permitir que una persona así de... inestable... ande por ahí suelta, seguro que lo comprendes. La guerrera se dejó arrebatar por una ola de frío gélido. —He visto las marcas que tiene en la cara, Metrus. —Bueno —ronroneó el comerciante—. Aquí todo el mundo dirá otra cosa. —Sonrió —. Y si está loca, no tiene derechos... pero yo estoy dispuesto a hacerme cargo de la
pobrecilla... —Su voz se ahogó de golpe por una mano que lo agarró de la garganta y le cortó la respiración, al tiempo que lo levantaba por el aire y lo estampaba contra el suelo. —Ah, no —dijo una voz grave y ronca—. Ni mucho menos, Metrus. —Xena apretó más y se arrodilló sobre su pecho—. Verás, Gabrielle... es buena persona. Incluso provocada por alguien que quería hacerle daño, no ha sido capaz de darle un golpe mortal. Ni por asomo. Físicamente, es capaz de ello, ¿pero mentalmente...? No. Gabrielle no. Al hombre se le estaba poniendo la cara morada y tenía los ojos desorbitados. —Pero yo sí, Metrus. La verdad es que yo no soy buena persona. Y para proteger a Gabrielle, soy capaz de hacer prácticamente cualquier cosa. —Su voz se convirtió en un ronroneo ronco—. Podría matarte con tal facilidad... —Volvió a apretar la mano y él empezó a ahogarse. Se inclinó más sobre él—. Ése tiene suerte de que fuera ella la que tenía la vara y no yo. Tiene suerte de que yo no haya visto cómo la golpeaba, porque si no, estaríais recogiendo sus pedazos por toda la habitación. Entonces aflojó un poco la mano y le permitió aspirar aire unas cuantas veces entrecortadamente. —Así que piénsatelo muy bien antes de seguir por ese camino, amigo. Cerciórate de que comprendes las consecuencias que eso tendría. —Una pausa—. ¿Me entiendes? Metrus se quedó mirándola, intentando permanecer totalmente inmóvil. Ella seguía con la mano tensa alrededor de su cuello, oprimiéndole el pecho con su peso, y cuando la miró a los ojos, no le cupo duda alguna de que una sola palabra equivocada, un solo
gesto equivocado por su parte sería lo último que haría en su vida. De modo que ésta era la Xena de las leyendas. No estaba tan enterrada, después de todo. —Sí —graznó. —Bien —replicó Xena suavemente, y lo soltó. Y al levantarse y volverse, se encontró con los ojos de Hécuba y en ellos descubrió una inesperada calidez. Se quedaron mirándose largos instantes. Y entonces: —Mantenle la cabeza en alto —le aconsejó Xena, tras lo cual se dirigió hacia la puerta, deteniéndose sólo para recoger la vara tirada de Gabrielle y llevársela consigo. El sol bajo de la tarde la deslumbró un momento y cuando se le despejó la vista, distinguió a Lila, claramente agitada, que tenía agarrada a Gabrielle por los hombros y la zarandeaba. Entonces los ojos de Xena se posaron sobre la figura inmóvil sentada en la roca y se olvidó de todo lo demás. Había visto a Gabrielle con toda clase de humores, presa de numerosas emociones, tanto buenas como malas, pero nunca había visto así a la bardo. Había una expresión terrible de horror vacío en sus ojos, una expresión perdida que golpeó a Xena de lleno en el estómago e hizo que se le cayera el alma a los pies. Porque esa expresión ya la había visto en otras ocasiones. En las aldeas que su ejército había arrasado. En los ojos de los supervivientes que habían perdido parte de su humanidad por su culpa. Recorrió los últimos metros medio aturdida, sin oír la pregunta repetida de Lila, consciente tan sólo de esos mortecinos ojos verdes que no se posaban en los suyos. Xena se arrodilló y con mucho cuidado cubrió las manos apretadas de Gabrielle con las suyas. Y esperó. Hasta que la cabeza rubia se alzó mínimamente y, como de muy
lejos, apareció una chispa diminuta que parecía reconocer el rostro impasible que la miraba. —Gabrielle —dijo, suavemente, al ver aquello—. No pasa nada. Se pondrá bien. Gabrielle había seguido sin estar ahí todo el tiempo que Xena había estado lejos de ella, hundiéndose cada vez más dentro de sí misma, tanto para escapar del dolor que le machacaba la cabeza como para huir del vívido recuerdo de lo que había sentido cuando su vara golpeó a su padre en la cabeza. Lila la había zarandeado y le había hablado, pero su mente se negaba a oír las palabras o a reaccionar al zarandeo. Simplemente... no estaba ahí. Era más apacible. Más fácil simplemente... ser. Pero ahora, había unas manos encima de las suyas, un tacto que reconocía, y sentía un tirón cálido contra el que sus desesperados intentos de escapar no surtían efecto. Era una cuerda salvavidas y, por mucho que intentara no hacer caso, la cuerda se enrolló alrededor de su alma y la atrajo de nuevo al aquí y ahora, donde unos conocidos ojos azules esperaban para reunirse con los suyos. Entonces las palabras hicieron mella en su entendimiento y Gabrielle sintió que se le quitaba de encima una losa que la había estado aplastando. —¿No he...? —Su voz sonaba ronca, incluso para ella misma. —No —fue la tranquila respuesta, acompañada de una sonrisa, una sonrisa que se metió dentro de ella y le capturó el corazón y la apartó aún más del entumecimiento que amenazaba con apoderarse de nuevo de ella—. Le va a doler mucho la cabeza durante unos días, pero eso es todo. —Xena hizo una pausa—. Te lo prometo.
Gabrielle dejó caer la cabeza y posó la vista en el suelo, dejándose arrastrar por una ola de alivio intranquilo. Todavía se sentía a punto de desmoronarse, pero notaba que se estaba calmando y enfrentándose al presente. No muy bien, pensó, pero era un comienzo. Levantó los ojos y se encontró con los de Xena, llenos de una intensa preocupación. —Gracias. —Incluso consiguió amagar apenas una sonrisa, que le fue correspondida de inmediato. Xena le soltó las manos y echó la cabeza de la bardo a un lado con delicadeza, examinándole la cara. —Hay que ponerte unos paños fríos ahí —comentó, reprimiendo la rabia hirviente que no paraba de amenazar con lanzarla de nuevo por ese camino para entrar en la casa, aunque el hombre estuviera inconsciente—. Vamos. —Se levantó y le ofreció la mano a Gabrielle, quien la cogió y dejó que la guerrera la pusiera en pie. —Lila... —dijo la bardo, volviendo la cabeza—. ¿Podrías...? Su hermana asintió despacio. —Te llevo tus cosas. —Sin preguntas, sin comentarios, así sin más. —Le dije... —Gabrielle tomó aliento y notó que Xena le estrechaba la mano—. Le dije que no me iba a ir con Metrus. Le dije por qué no tenía obligación de hacerlo. — Dirigió una mirada atormentada a Xena—. Dijo... te echó a ti la culpa. —Un largo silencio—. Y entonces... —Dejó de hablar y se quedó mirando el vacío—. No sé qué me pasó —continuó por fin, con tono apagado y desconcertado—. Sólo intentaba... escapar. Y entonces... —Sus ojos se posaron en la vara que estaba tirada en el suelo donde la
había dejado Xena—. Supongo que me caí encima de eso... y de repente la tenía en las manos... y... —Se calló de nuevo y esta vez no continuó. —Y entonces hiciste lo que tu cuerpo está entrenado para hacer cuando alguien lo ataca —dijo Xena, con tono pragmático. —No... no... no era eso... él no estaba... —La bardo dudó y entonces se volvió a callar. —Vamos —suspiró Xena, pasando la mano al hombro de Gabrielle. Miró a Lila, que tenía la vista clavada en el suelo—. A tu madre seguro que le vendría bien ver una cara amiga —dijo, en voz baja—. Yo me ocupo de tu hermana. Lila la miró, por una vez sin rencor. En sus oscuros ojos garzos sólo había cansancio. —Lo sé —contestó con tono apagado—. Más tarde os llevo sus cosas. —Inclinó levemente la cabeza, luego se dio la vuelta y subió despacio por el camino hacia la granja. Xena dejó la mano apoyada en la espalda de Gabrielle durante el silencioso trayecto de vuelta a la posada, manteniendo el contacto con la bardo, cuyo rostro había adoptado una expresión impasible. No hicieron caso de las miradas de la gente que almorzaba en la posada, subieron las escaleras y cerraron la puerta de la pequeña habitación al pasar. Una vez dentro, Xena dejó la vara que aún llevaba apoyada en la pared y se quedó mirando con ojos preocupados a Gabrielle, que bajó la mirada al recibir el saludo entusiasta del encantado Ares. La bardo se agachó despacio, cogió al lobezno, lo acunó entre sus brazos y hundió la cara en su pelo suave.
—¿Ruu? —gorjeó él, mordisqueándole la oreja que tenía a tiro. —Oh, Ares... —susurró ella entrecortadamente—. Con lo dulce y cariñoso que eres... ¿cómo ha podido alguien hacerte daño? A Xena se le cortó el aliento. Maldición... ¿qué le digo? ¿Qué podría decir nadie? Esto no es... una de las muchas cosas que sé hacer y me siento perdida. —¿Gabrielle? —dijo por fin, titubeando. La bardo la miró con ojos ensombrecidos—. Mm... deja que te vea ese arañazo. —Hurgó en una alforja en busca de su botiquín, consciente de que Gabrielle se había acercado y ahora estaba parada junto a su hombro. Levantó la vista hacia la bardo y trató de sonreírle tranquilizadora. —Te lo tendría que haber contado —murmuró Gabrielle, con ojos torturados—. Tendría que... quería hacerlo... oh, dioses... —Se le doblaron las rodillas y Xena la agarró, acunándola y deslizándose por la pared hasta que las dos acabaron en el suelo y la guerrera abrazó estrechamente a su compañera, cuyo cuerpo se estremecía presa de sollozos incontrolables e histéricos. Xena cerró los ojos y aguantó. Maldición... ¿qué hago? Vale... vale... cálmate, Xena. Vas a poner las cosas peor. Respira y relájate, respira... eso es... —Te tengo —susurró—. Gabrielle, tranquila. Te tengo. Por fin el llanto de la bardo se fue calmando y cerró los ojos y se quedó tranquila en brazos de Xena. Seguro que la he medio matado del susto, pensó vagamente la mente cansada de Gabrielle. Odia esta clase de cosas... pero me hacía falta... y no podía acudir a nadie más. Ni querría, a decir verdad. No puedo creer que haya sido capaz de
hacerle eso, a él. Miró a Xena a la cara, iluminada a medias por el sol de la tarde que entraba por el ventanuco. —Te he mojado toda —dijo, con una mueca por la ronquera de su voz. Xena la miró y sonrió levemente. —No pasa nada —comentó, al tiempo que soltaba una mano y hurgaba en su botiquín, que se había caído cuando agarró a la bardo. Sacó un trapo de lino y le secó con cuidado las lágrimas de la cara—. ¿Mejor? —preguntó, y sonrió más a Gabrielle cuando la bardo asintió. —Sí. —Gabrielle carraspeó—. Ay. La guerrera sintió una acometida de alivio. Gabrielle estaba muy alterada, sí, pero esa expresión de horror tenso y distante había desaparecido y parecía más en su ser. —Aguanta —contestó y alargó la mano hacia la pequeña chimenea, puso la olla de agua a calentar, luego sacó un par de frasquitos de su botiquín y agarró una taza de la mesa situada por encima de su morena cabeza. Gabrielle observaba distraída, demasiado cansada para moverse o hablar, mientras Xena mezclaba eficazmente los ingredientes en la taza y los cubría con el agua ya caliente. Un agradable y vaporoso aroma se elevó de la taza y la bardo sonrió. —Mmm... tus remedios deberían oler así más a menudo —bromeó suavemente mientras la guerrera le pasaba la taza con una sonrisa. Metió casi la nariz en el líquido y dejó que el dulce aroma a menta le invadiera los pulmones—. ¿De verdad es bueno para mí? No me lo puedo creer. —Miró rápidamente a Xena, que se limitó a asentir. Bebió
un sorbito, lo dejó caer por la garganta dolorida con placer y luego volvió a apoyar la cabeza en el pecho de la guerrera—. Es maravilloso —suspiró. —Para que te mejore la cabeza —replicó Xena, apartándole delicadamente el pelo de los ojos—. Y... he pensado que también te vendrían bien unos mimos por dentro. Gabrielle se sonrió y bebió un gran sorbo de su taza. —Tienes razón —reconoció—. Y también sobre lo de que me duele la cabeza. — Apoyó la cabeza en el brazo de Xena y se puso seria de nuevo—. Lo siento. Xena arrugó en entrecejo. —¿El qué? La bardo cerró los ojos y se encogió de hombros. —Esto... todo. Arrastrarte hasta aquí. —Abrió los ojos parpadeando y miró por la ventana—. Sé que odias esta clase de cosas. Tendría que haberte convencido para que fueras a la fiesta. —Gabrielle. —El tono de Xena, frío y directo, detuvo el discurso inconexo de la bardo—. Corta ese rollo, ahora mismo. Gabrielle se paró en seco y la miró sorprendida. —No, en serio... creo que... —Basta —fue la firme respuesta—. Lo digo en serio. No hay otro lugar donde quiera estar en estos momentos más que éste. —Clavó en Gabrielle su mirada más intensa—.
No te vas a disculpar por esto. No ha sido culpa tuya. Nada de todo ello. Tú no has hecho nada para que ocurra esto, ¿está claro? —Algo debo de haber hecho —fue la lúgubre respuesta. Tenía los ojos desenfocados —. Siempre intentaba averiguar qué era lo que había hecho... para no volver a hacerlo. Con el tiempo, perdí la cuenta. —Se le quebró la voz—. Había tantas razones... — Levantó la mirada y vio la expresión angustiada de Xena. Notó la rabia rebosante que bullía bajo la superficie, rabia que no era contra ella, sino por ella. Mi protectora... Sintió un calor que le empezó en la boca del estómago y se fue extendiendo hacia fuera. ¿Es consciente de la sensación tan maravillosa que es en estos momentos? No... seguro que no... a lo mejor ya va siendo hora de decírselo... y de decirle por qué esta aldeana tan irritantemente terca se pegó a ella como una garrapata para seguirla por media Grecia. —Xena... —¿Sí? —fue la respuesta levemente ronca. Gabrielle tomó una profunda bocanada de aire. —¿Tú siempre has querido ser guerrera? Xena la miró sorprendida un momento. —Sí. Creo que sí. —Se rió un poco por lo bajo—. Liceus y yo... jugábamos con palos como si fueran espadas y hacíamos como que librábamos batallas desde que tengo uso de memoria. La bardo asintió despacio.
—Eso pensaba. ¿A tu madre le gustaba? La guerrera se lo pensó un momento. —Bueno, estoy segura de que habría preferido que me dedicara a un oficio más apacible, pero nunca me dijo que no podía hacerlo. —¿Alguna vez te lo dijo alguien? —insistió Gabrielle, satisfaciendo de paso una curiosidad que sentía desde hacía mucho tiempo. —No —fue la previsible respuesta—. No, nunca. Mm... bueno, una persona lo intentó. Una vez. —¿Y? —Que le di una paliza. —La respuesta abochornada de Xena hizo reír a la bardo. Gabrielle suspiró. —¿Qué habrías hecho si alguien... a quien quisieras... hubiera intentado impedir que fueras guerrera? —Ahora su mirada era seria y al levantarla, vio que la de Xena también lo era, pues había entendido por dónde iba la conversación. Xena dudó largo rato antes de contestar, porque sabía dónde quería ir a parar Gabrielle y porque su respuesta revelaría mucho sobre su forma de ser. —¿Qué habría hecho? —Una pausa, porque se detuvo a mirar en su interior, y dio una respuesta sincera—. No lo habría dejado. Forma parte de mí de tal manera... que no lo habría dejado. Me habría opuesto.
—Eso es lo que pensaba —contestó la bardo suavemente—. Porque es una de las cosas que más quiero de ti. Nunca lo dejas. —Sonrió a su compañera con dulzura—. Siempre me dices cómo te inspiro para hacer las cosas... Me pregunto si te das cuenta de hasta qué punto es mutuo. Observó el rostro de Xena, vio su expresión de sorpresa y su mente de bardo se puso de inmediato a buscar formas de describir ese momento, de describir el sol dorado que iluminaba la mitad de su perfil y dejaba la otra mitad en sombra, salvo por el brillo reluciente de sus ojos. —Yo siempre he sido capaz de inventarme historias —empezó, apartando los ojos de los de Xena y posándolos en la cabeza peluda de Ares, acurrucado junto al muslo de Xena—. Me encantaba hacerlo... y se las contaba a todo el mundo. Incluso las que eran una tontería. Apoyó la cabeza sobre el hombro de la guerrera silenciosa. —Mis primeros recuerdos de mi padre eran... Me sentaba sobre su rodilla para hacerme botar, cuando era muy pequeña. Iba a los sitios con él. —Miró a Xena—. Él era mi mundo. Un largo silencio esta vez, mientras volvía a armarse de valor. —No sé cuándo cambió aquello... pero fue como si un día simplemente... —Cerró los ojos—. Se enfadó. Y se quedó así. —Respiró hondo—. A lo mejor sólo era la cerveza, a lo mejor era... que en realidad quería un hijo. No lo sé. —Se frotó los ojos—. Cuando me quedaba con mis tíos, era estupendo. Podía jugar por todas partes, ya sabes, y contar
historias y ser... normal, supongo. —Tragó con dificultad. Y casi perdió la serenidad cuando Xena se echó hacia delante y la besó suavemente en la frente. —No tienes que... —empezó a decir la guerrera, pero se detuvo cuando Gabrielle le posó ligeramente los dedos en los labios. —Sí... tengo que hacerlo. Quiero que lo sepas. —Sonrió sin ganas—. En casa, era otra cosa. No le gustaba que contara historias, decía que era un juego estúpido y... — Hizo una pausa—. Y con el tiempo, cuando me pillaba, me... —Un largo silencio—. Hacía algo para convencerme de que no lo volviera a hacer. —Se le cortó el aliento—. Recuerdo la primera vez que lo hizo... yo... yo... —Se le apagó la voz y se quedó inmóvil, tragando e intentando no venirse abajo. Entonces los brazos de Xena la ciñeron con fuerza, llenándola de una sensación de seguridad que le permitió recuperar la serenidad después de tomar aliento estremecida varias veces. —Bueno, el caso es —prosiguió por fin—, que al cabo de un tiempo, me resultó mucho más fácil... olvidarme de las historias. Me dolía demasiado... y me tenían muy ocupada, convirtiéndome en la aldeana modelo, lista para el matrimonio. —Sus ojos se encontraron con los de Xena y leyeron en ellos la mezcla de tristeza y dolor y rabia absoluta—. Me sentía como si me estuvieran embutiendo en una caja. Y no tenía forma de salir. Cada ejemplo que recibía era para ilustrar su manera de hacer las cosas. La chicas no pueden ser bardos. Las chicas no pueden ser fuertes. Sólo podía quedarme ahí sentada, en silencio, haciendo las tareas que debía hacer. —Se le puso la voz un poco ronca—. Y lo hacía. Porque no veía otra posibilidad. Pero sufría. —Cerró los ojos un momento—. Y me sentía tan... perdida. Bebió un sorbo de la infusión ya fría de su taza.
—Y entonces, un día, bajé al río con mi hermana y las demás chicas del pueblo para recoger agua. —Se le empezó a formar una leve sonrisa en la cara—. Nos detuvieron unos tratantes de esclavos. Recuerdo que pensé: "Oye, Gabrielle, fíjate. Éste es el momento en que, en una de tus historias, aparece el héroe y nos salva". —Bajó la voz —. Pero yo sabía que en la vida real no había héroes y que no me iban a salvar y... no sé si me habría importado. —Se quedó mirando por la ventana, recordando aquel día, que había empezado mal, con una paliza después del desayuno, cuando rompió un plato ante sus ojos críticos, y que fue a peor, cuando las atacaron los tratantes. Entonces su sonrisa se hizo más amplia, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y miraba a Xena, cuyo rostro estaba ahora casi totalmente envuelto en sombras. Salvo los ojos, que reflejaban los tenues destellos del sol. —Entonces me llevé la sorpresa de mi vida. —Meneó la cabeza—. Apareció una heroína que nos salvó. Igualito que en una historia. Y no sólo eras una heroína, sino que hiciste añicos todas las normas que me habían enseñado sobre lo que es la gente y lo que se puede ser. Xena, ahí estabas plantada, sin armas, sin miedo, y machacaste a aquellos soldados como si no fueran nada. Eras más fuerte que ellos y más inteligente que ellos y, lo que es más, te daba igual quién lo supiera. —Cerró los ojos y dio una palmadita a la guerrera en la tripa—. Ese día cambiaste todo mi mundo. Xena seguía en silencio, escuchando, observando, adquiriendo un punto de vista sobre Gabrielle que nunca se había esperado. Una explicación, por fin, de por qué se había marchado de casa, dejado a su familia, abandonado todo lo que conocía para seguir a una ex señora de la guerra medio loca y adentrarse en la intemperie, directa a las penalidades y a una probable muerte prematura.
—Decidí, en ese mismo momento, que ésta era mi única oportunidad. Te iba a seguir, tanto si querías como si no, hasta donde tuviera que llegar porque tenía esta única posibilidad de ser más de lo que Potedaia me iba a permitir ser —continuó Gabrielle, tomando aliento de nuevo—. Y eso hice. Y rezaba todas las noches a los dioses para que no me enviaras de vuelta antes de que hubiera aprendido lo suficiente de ti para poder valerme por mí misma. —Sonrió levemente—. Entonces, un día, me di cuenta de que había empezado a rezar para que no me enviaras de vuelta en cualquier caso, porque... no quería dejarte. Se miraron en momentáneo silencio. —Entonces pensé que eso era muy egoísta por mi parte. Y traté... de volver a casa... porque pensaba que debías de estar harta de mí —continuó Gabrielle, mirando hacia la ventana—. Y porque no creía que... bueno, da igual. —No me soprendió en absoluto que te marcharas —intervino Xena por primera vez desde hacía mucho rato—. Sólo que no me esperaba para nada que fueras a volver. Yo... nunca comprendí muy bien por qué lo hiciste... bueno, tardé mucho. Pensaba que había sitios mucho mejores en los que podías estar, en lugar de estar conmigo. —Había una dulce tristeza en sus ojos que conmovió a Gabrielle profundamente. —Sé que eso pensabas —susurró la bardo—. Pero entonces, durante mi noche de bodas, me quedé tumbada en la oscuridad. Pérdicas estaba dormido, pero yo no podía... sólo podía pensar en ti y en lo que había visto en tus ojos cuando nos dijimos adiós. — Levantó la vista—. Porque era un adiós, ¿verdad? Nunca te habría vuelto a ver, ¿no? Xena tomó aire una vez, y luego otra. Y tragó saliva.
—Habría sido un adiós. Yo... Gabrielle, lo que te dije, lo dije en serio, pero es que... no podía. —Ya tenías mi corazon, amiga mía, y la idea de perder tu amistad hizo que esa noche fuera la peor que había pasado desde hacía mucho tiempo. Sólo que la noche siguiente fue peor, cuando pensé que había perdido tu alma por Calisto después de todo lo demás. —Lo sabía —respondió Gabrielle—. Lo noté... y eso me causó tal dolor que casi no podía respirar. —Suspiró—. Pero tenía la esperanza de que, al hacer eso, podría hacer por madre y por Lila lo que tú habías hecho por mí. Marcar una diferencia. —Meneó la cabeza—. Pero no habría sido así. No estaba preparada para eso, Xena. No tengo tu fuerza. Apuró la taza casi vacía y se quedó mirándola. —No me gustaba quién era yo en aquel entonces, Xena. —Miró a la guerrera directamente a los ojos—. Pero sí que me gusta quién soy ahora. Y jamás me habría convertido en esa persona si tú no me hubieras mostrado el camino. —Una pausa—. Así que, incluso si no estuviera... —sonrió dulcemente—, perdidamente enamorada de ti, e incluso si no fuéramos amigas íntimas... seguirías siendo la persona más importante de mi vida. Porque me devolviste mis sueños. Suspiró y apoyó la cabeza en el pecho de Xena, notando los fuertes brazos que la estrechaban con una intensidad fiera, y oyó que la guerrera tragaba varias veces sin intentar hablar. —Llevo mucho tiempo queriendo decírtelo —murmuró—. Pero mi padre... es que... no podía... lo siento, Xena. Siento haber... querido intentar ayudarlas.
—Sshh. No pasa nada —dijo la guerrera, con voz ronca—. No pasa nada. —No —replicó Gabrielle—. Sí que pasa. —Sus manos aferraron convulsas la túnica de cuero de Xena—. Tendría que haber... Pérdicas me amaba, eso lo sé. Y, en cierto modo, yo también lo quería a él. Era bueno y me necesitaba y... —Se quedó callada un momento—. Pero lo que sentía por ti era muchísimo más profundo, y tocaba puntos que él ni siquiera podía imaginar y mucho menos intentar alcanzar. Y esa noche me quedé allí tumbada y lo supe y sentí un gran dolor... y me di cuenta de que uno de los motivos por los que de verdad estaba haciendo esto era... que creía que si volvía a casa y era buena, a lo mejor... a lo mejor mi padre me sonreiría. —Se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas de nuevo—. Xena, no puedo evitarlo. Es mi padre y lo quiero. Aunque él no... —No pudo terminar esa idea—. Y... deseaba tanto recuperar su aprobación que casi... no, sin casi... sacrifiqué lo más importante de mi vida. —Tragó con dificultad—. A la persona más importante. Y me siento tan... me odio cuando lo pienso. —Oh, Gabrielle —susurró Xena, acariciéndole el pelo con ternura, al ver las lágrimas que oscurecían más su túnica de cuero—. No es culpa tuya. —Sí que lo es —dijo la bardo con voz ronca—. Es culpa mía que Pérdicas muriera. Es culpa mía. —No —fue la rápida y firme respuesta—. No, mírame. —Xena soltó una mano y obligó a Gabrielle a levantar la cabeza, mirándola a los ojos. Intentó dejar de lado sus propias emociones casi descontroladas cuando vio la necesidad desesperada que había en ellos—. Escúchame, bardo mía... eso no fue culpa tuya. —Gabrielle guardó silencio, mirándola a la cara—. La única que tiene la culpa de aquello es Calisto, Gabrielle. No
tú, no yo. —He tardado lo mío en aceptarlo, ¿no?—. Y... yo no te culpo por haber decidido vivir con él. De verdad que tenías mi bendición... quiero que lo creas. La bardo la miró parpadeando. —Dime que aquello no te hizo daño —fue el leve susurro, con el rostro paralizado. Xena tomó aliento y se quedó mirándola. Supo al ver que Gabrielle cerraba de golpe los ojos que su respuesta era evidente incluso antes de hablar. —No puedo decirte eso —confesó—. Sabes que no puedo... —Dejó de hablar cuando el doloroso recuerdo de todo aquello se volcó sobre su consciencia—. Sí, me hizo daño —dijo por fin, encontrándose con la mirada torturada de la bardo—. Dejarte allí fue... fue duro para mí. —Hizo una pausa—. Pero habría merecido la pena, para mí, por verte feliz. Y, Gabrielle, ésa es la única verdad que importa. Gabrielle tragó convulsivamente. —No se debería hacer daño a las personas que se quiere, Xena. No está bien. —Su mirada se dirigió hacia la ventana—. Así que supongo que mi padre... Ojalá supiera qué he hecho para que me odie tanto. Y ahí estaba el problema central, pensó Xena, porque no lograba imaginar cómo alguien... cómo nadie... podía hacer daño a una persona como... Vale... vale... respira hondo, Xena. No puedes ayudarla si te hundes. Está hecha trizas... depende de ti para encontrar sentido a todo esto. Por los dioses. ¿Qué le digo? Me imagino como se debía de sentir, tan pequeña, tan inocente, y que alguien... ¿cómo consiguió confiar en nadie después de eso?
Lo consiguió... La idea llegó inexorable a su conclusión lógica, mientras ella susurraba palabras tranquilizadoras a la figura callada e inmóvil. Lo consiguió porque su necesidad de querer y ser querida es más fuerte que su necesidad de odiar y eso tiene el poder suficiente. Es a lo que se agarra. Por los dioses. Y conozco la respuesta a por lo menos una pregunta que tiene. —Gabrielle —Xena dio un tono grave y urgente a su voz, lo cual hizo que la bardo levantara la vista—. Quiero que me escuches. Gabrielle echó la cabeza a un lado y la miró, esperando. —Aquí estoy —dijo, con voz cansada. —Bien —contestó Xena—. Creo que te das cuenta de que estoy muy alterada, ¿no? —Sí —replicó la bardo. —Vale. No puedo... Gabrielle, apenas me comprendo a mí misma, y mucho menos a otras personas, pero sí que sé esto... y quiero que tú lo sepas: cuando alguien hace daño a otra persona, a alguien como tú, que no le ha hecho nada malo a nadie, pues... esa persona no te odia, Gabrielle. Esa persona odia algo de sí misma. Y... es esa parte de sí misma a la que ataca. No a ti. Jamás a ti... tú sólo eras una niña, Gabrielle. Sólo eras una niña pequeña y preciosa, que veía cosas que otros no veían. Tú nunca hiciste nada. Gabrielle se quedó mirándola largos instantes. Mirándola a la cara. Respirando. —Eso no puede ser cierto —susurró por fin, pero su tono rogaba a Xena que la convenciera. La guerrera le puso una mano en la mejilla y sonrió con tristeza.
—Es cierto, bardo mía. —Hizo una pausa y observó los pensamientos que cruzaban por esos ojos verdes—. No soy yo quién para dar definiciones del bien y del mal, pero para mí... para mí, Gabrielle, tú eres todo lo que es bueno. —Vaciló—. Porque yo sé lo que es odiarte a ti misma, tanto que lo pagas con cualquiera. Con todo el mundo. Quieres que sufran tanto como sufres tú. La bardo se lo pensó largamente, apoyada allí apaciblemente, mientras el vivo ocaso carmesí se derramaba dentro de la habitación, tiñéndola de una luz que cubría casi todo su cuerpo y parte del de Xena. Escuchaba los ruidos sordos del martillo del herrero allí fuera. Olía el aroma a madera polvorienta de la habitación y las repentinas vaharadas de carne asada procedentes del interior de la posada. Notaba la cuna firme y segura de los brazos de Xena y el leve cosquilleo de la respiración regular de la guerrera sobre la oreja, mientras ella apoyaba la cabeza en un ancho hombro. —Voy a... tardar un tiempo en asimilar esa idea —dijo por fin, enunciando despacio, como si saboreara las palabras—. Voy a tardar. —Y alzó los ojos hacia los de Xena, inquisitiva. Xena se encogió de hombros y sonrió. —Tenemos una vida entera. Por fin, obtuvo una sonrisa auténtica de la joven. —Sigue recordándomelo, ¿vale? —contestó Gabrielle suavemente, alargando la mano y frotando el brazo de Xena. Poco a poco, muy despacio, su mundo volvía a enderezarse, afirmado por el calor que notaba a su alrededor. Creo... que voy a estar bien, se dijo a sí misma.
—Además, no es posible que hubieras renunciado a tus sueños tan deprisa, bardo mía —añadió Xena, ladeando la cabeza y mirando hacia abajo—. Te ofreciste a ti misma en lugar de Lila, si mal no recuerdo... es lo primero que me llamó la atención. —En su cara se formó una lenta sonrisa—. Me quedé impresionada por el heroísmo de esta aldeana enfrentada a todos esos tratantes de esclavos. Gabrielle se echó a reír suavemente. —Fue una idiotez. —Se sonrojó ligeramente—. ¿De verdad te quedaste impresionada? —Pues sí —reconoció Xena, abrazándola con más fuerza—. De verdad. —Se puso seria—. Estaba a punto de rendirme, Gabrielle. Estaba harta de luchar... pero tú me recordaste que siempre hay algo por lo que vale la pena luchar. La bardo no contestó, pero sus ojos recuperaron parte de su brillo natural y en sus labios se dibujó una pequeña sonrisa. Xena bajó la cabeza y miró la taza que seguía sujetando. —¿Eso está vacío? —Mm... sí —contestó Gabrielle, levantando la mirada. —Ah, bien —replicó Xena y la miró a los ojos—. Porque quería decirte que te quiero y la última vez me mojaste entera. Gabrielle no pudo reprimir una breve carcajada. —Ay. —Hizo una mueva de dolor—. No me hagas reír.
La preocupación asomó a los ojos de Xena. —¿Por qué? ¿Es que te ha...? —Su mano tocó la parte superior del pecho de la bardo y ésta se encogió—. Maldición —soltó—. Aguanta. —Dicho lo cual, se levantó, levantando a la vez a Gabrielle, fue hasta la cama y depositó a la bardo con delicadeza —. Tendrías que habérmelo dicho... —¿Y perderme cómo me decías que me quieres? —Gabrielle sonrió con cansancio —. Ni hablar. —Se relajó mientras Xena le abría la túnica y la tocaba con mucho cuidado con la yema de los dedos—. Ay —bufó la bardo cuando le tocó un punto especialmente dolorido. —Perdona —murmuró Xena—. Has tenido suerte. Sólo son contusiones, creo. No tienes nada roto. —Miró a Gabrielle a la cara—. Te voy a vendar, luego te vas a tomar una cosa y vas a dormir un rato. —Me parece buena idea —reconoció la bardo—. Ni te imaginas el dolor de cabeza que tengo. Xena le apartó el pelo dorado rojizo de los ojos. —Sí, lo sé. —Suspiró disgustada—. Lo sé. —Fue a su botiquín y regresó con unos vendajes de lino, que extendió con cuidado y untó con aceite de un tarro que también había sacado. Luego ayudó a la bardo a sentarse, le puso los vendajes con pericia y se los ató con un ligero tirón—. Hala. —Oye... da calor —comentó Gabrielle, tocando la tela—. ¿Qué es eso? Xena cogió el aceite que quedaba y lo miró.
—Es una mezcla de aceites... hace que circule la sangre cuando estás lesionada. Ayuda a que te cures más rápido. —¿En serio? —preguntó Gabrielle, intrigada a su pesar—. ¿Ése es tu secreto? —Le dio un leve codazo a la guerrera. Xena se rió por lo bajo. —No, lo mío es natural. Pero nunca viene mal usarlo. —Volvió a la mesa, preparó otra mezcla en la taza olvidada de Gabrielle, dudó, luego meneó la cabeza y añadió algunos ingredientes más que no solía incluir en esta mezcla. Echó el agua caliente, lo removió un poco y luego lo llevó donde la bardo aguardaba en silencio—. Toma —dijo y se lo pasó—. Bébetelo todo. Gabrielle asintió y bebió un sorbito. —Espera... ¿dos veces en un mismo día me das algo que sabe bien sacado de esa bolsa? Debo de estar soñando. —Miró a Xena con falsa expresión de pasmo. —Sí —dijo Xena, perdiendo el aire de buen humor—. Supongo que he querido mejorar un poco un día muy malo. —Se volvió hacia la mesa, pero notó una mano que salía disparada y le agarraba la túnica de cuero, y se detuvo. E intentó controlar sus emociones antes de volverse de nuevo. Lo consiguió sólo en parte, a juzgar por la reacción de los ojos verdes de Gabrielle. La bardo dejó la taza en la mesilla de noche, se levantó de la cama y rodeó a la mujer más alta con los brazos de un solo movimiento repentino. Notó que la guerrera le devolvía el abrazo, aunque con más delicadeza.
—Gracias —dijo con sencillez. Xena tomó aliento entrecortadamente. —Verte herida y no poder... hacer algo con... me cuesta mucho, Gabrielle —logró decir. La bardo asintió contra su pecho. —Lo sé. Pero... me alegro mucho de que estés aquí. Te... te necesito. —Una sencilla verdad. Se quedaron así un rato más, luego Xena alzó la cabeza y soltó un largo suspiro. —Vale, a la cama otra vez —aconsejó, soltando a la bardo, que se sentó, levantó las piernas y volvió a tumbarse con un suspiro. Xena le pasó la taza, con una ceja enarcada, y vigiló severa hasta que se lo terminó todo y le devolvió la taza. —No tenías por qué vigilar —comentó la bardo con humor—. Estaba bueno. —Se le cerraron los ojos—. Oye. —Sí. Oye —dijo Xena riendo y la empujó hacia la almohada—. A dormir, majestad. La bardo intentó enfocarla con la mirada, pero renunció al esfuerzo y dejó que se le cerraran los ojos. Xena se quedó mirándola hasta que los músculos tensos de su cuerpo se relajaron y su respiración se hizo más lenta y profunda, y entonces alargó una mano y tocó con delicadeza la mejilla de la bardo, en la que los moratones marcaban un fuerte
contraste con su piel clara. Luego dejó caer la mano al costado y fue hasta la mesa, se desplomó en la silla y apoyó los codos en las rodillas. Oh, dioses... La rabia y la frustración eran casi excesivas para soportarlas. Pero lo hizo, se recostó en la silla y echó la cabeza hacia atrás para contemplar el techo largo rato. Luchó contra su ira por la injusticia, el horror que se había prolongado a lo largo de los años y había afectado a su compañera. Quiso dar marcha atrás y estar allí, en esa época, en este lugar, para protegerla y evitar que sucediera en absoluto. No se merecía esto. De todas las personas que he conocido a lo largo de mi vida, ella es la única que menos se lo merecía. Se imaginó a la dulce niña que debió de ser Gabrielle, toda rubia y con grandes ojos verdes. Contando sus historias a sus amigos, todos con los ojos tan redondos como ella. Y recibiendo palizas por ello. Era demasiado. Xena hundió la cara entre las manos y rechinó los dientes. Maldito sea. Se le escapó un gruñido grave desde el fondo del pecho y, como en contrapunto, Ares contestó, acercándose a su bota y mirándola con ojos parpadeantes. Xena lo miró, a este animal al que había salvado de las garras de una pantera. Y luego miró a su compañera dormida, que, con los últimos rayos moribundos del ocaso, apenas parecía mayor que una niña. Tal vez... Poco a poco se le fue formando la idea, hasta surgir irresistible en su consciencia. Tal vez el mundo sí que necesita a gente como yo. Como soy yo ahora. Dispuesta a proteger a gente como ella. Y a animalitos como él. Me pregunto... Notó que la ira se iba disolviendo despacio, dejando a cambio un agotamiento emocional. Cogió al lobezno y, tras recostarse y echarse hacia atrás en la silla, se lo colocó encima del pecho, donde se acomodó con un suspiro de felicidad.
—Hola, chico —murmuró, acariciando su suave pelaje—. Estás creciendo, ¿verdad? —Cogió una pata y la examinó, enarcando una ceja. Iba a ser grande, eso sin duda. La guerrera apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos, agotada mentalmente. Se despertó de golpe, unos horas más tardes, en la oscuridad casi total de la habitación, con la forma dormida de Ares aún acurrucada sobre sus costillas. —Dioses. —Hizo una mueca, frotándose el cuello—. Qué estupidez. —Se quitó al lobezno dormido del pecho y lo dejó en el suelo, se levantó y se estiró bostezando—. Será mejor que encienda alguna luz —le murmuró bajito al lobezno, que la miró ladeando la cabeza. Atizó el fuego y encendió las dos antorchas de la habitación, que la bañaron en un suave resplandor anaranjado, y se acercó para mirar a Gabrielle, que seguía durmiendo. Satisfecha, echó un vistazo por la habitación, luego recogió su botiquín y cuando se preparaba para bajar a buscar algo de cenar, detectó una voz vagamente conocida que subía por las escaleras. —Oh, genial —dijo en voz alta y Ares la miró. Xena suspiró y volvió a sentarse en la silla, apoyando una bota en la chimenea. Se oyó un golpe suave en la puerta—. Adelante —dijo, sin subir la voz. La puerta se abrió y apareció la cabeza de Lila, que parpadeó a la escasa luz y por fin la vio junto a la mesa. Se retiró, luego la puerta se abrió de nuevo y entró, seguida de Hécuba. Las dos se quedaron mirándola largamente. Ella las miró a su vez, sin resultar acogedora ni amenazadora. Por fin, Lila rompió el cuadro y se adentró en la habitación, alzando los zurrones que llevaba y mirando a Xena con una pregunta tácita.
—Ahí —contestó Xena, indicando el sitio donde estaban amontonadas todas sus demás cosas. Un movimiento le llamó la atención y volvió la cabeza para ver cómo Hécuba se acercaba en silencio a la cama y se quedaba contemplando a su hija. Alargó una mano hacia la bardo dormida y se detuvo en seco al oír un gruñido a sus pies. Bajó la mirada y vio a un lobezno despatarrado delante de ella, mostrando los dientes con infantil amenaza. Se quedó mirando al animal sorprendida, luego volvió la cabeza para mirar a Xena. Y en sus ojos, algo se descongeló. —Ya veo que tiene más de un protector —comentó la mujer mayor. Eso hizo sonreír a medias a Xena. —Sí. Los colecciona. —La guerrera advirtió que los hombros de Lila se relajaban ligeramente—. Siéntate, Lila. —Le indicó a la chica una silla frente a la suya—. Ha sido un día muy largo. —No puedo cambiar el pasado, pero si consigo que su familia me hable, eso debería animarla, ¿no? —Sí que lo ha sido —contestó Lila, que aceptó la silla que se le ofrecía y se sentó, observando a la mujer morena que tenía delante. —Ven aquí, chico —llamó Xena y el lobezno corrió hasta ella—. Adelante. —Le hizo a Hécuba un gesto con la cabeza, indicando a Gabrielle. Hécuba asintió, se volvió de nuevo hacia su hija y le apartó el pelo de la cara, observando a la figura inmóvil en silencio. —¿Cómo se llama? —preguntó Lila, mirando al lobezno por debajo de la mesa—. Es una monada. —Sonrió dubitativa a Xena.
Xena suspiró y se encogió de hombros un poco cohibida. —Ares. —Y alzó las manos al ver la cara de pasmo de Lila—. Lo sé, lo sé. Mala idea. Lila sonrió de verdad. —Seguro que se enfadaría si lo supiera. Xena enarcó una ceja. —Lo sabe. No pasa nada. Si hubiera sido un perro, bueno... me la podría haber cargado. Pero... La muchacha morena soltó una brusca carcajada. —¿Lo dices en serio? —preguntó, inclinándose hacia delante—. ¿De verdad lo conoces? La guerrera asintió. —Y Gabrielle también. —Ahora contaba con la atención de Hécuba—. También conoce a Cupido y a Afrodita. Hécuba se acercó y se sentó en la tercera silla, más cerca de Xena que de su hija. Observó a la guerrera despacio, de la cabeza a los pies con una lenta y estudiada mirada. —Metrus está que trina —dijo por fin, con cautela—. No le hace gracia que lo tumben como a un ternero en el campo. —Hizo una pausa—. ¿De verdad habrías matado a mi marido, si hubieras llegado cuando le estaba pegando? —Sus ojos
apagados se clavaron en los de Xena con urgente intensidad—. Es su padre. A pesar de todo. Xena tomó aliento y bajó la barbilla, reflexionando. —No —contestó en voz baja—. Porque es su padre. Y ella no podría soportarlo. — Sus ojos soltaron un destello a la luz del fuego—. Pero habría hecho que lamentara haberla tocado. Eso sí. Hécuba asintió despacio. —Hace tanto tiempo que nadie defiende a una de nosotras, que se me había olvidado la sensación. —Se levantó con cansancio y, vacilante, posó una mano en el musculoso antebrazo de Xena que estaba apoyado en la mesa—. Me... alegro de que Gabrielle haya encontrado a alguien dispuesto a hacer eso por ella. —Entonces recuperó su talante brusco e hizo un gesto con la cabeza indicando la cesta que había dejado encima de la mesa—. Le he traído algo de cena. Xena sonrió. —Lo agradecerá. Hécuba gruñó y fue hacia la puerta, luego se volvió para mirar a la guerrera. —Hay de sobra, si te apetece. —Y salió por la puerta, sin ver la ceja que Xena enarcó al instante. Lila suspiró.
—Le ha costado hacerse a la idea —comentó, como si le resultara comodísimo hablar con Xena—. Creo que es una oferta de paz. —Ya —respondió Xena, permitiéndose relajarse un poco y sonriendo ligeramente a Lila—. ¿Estamos en paz, pues? Lila posó la mirada en la mesa y luega la volvió a alzar. —No paraba de hablar de cómo habías puesto en su sitio a Metrus. Y el sanador del pueblo vino y dijo prácticamente lo mismo que le habías dicho tú y entonces no dejó de hablar de eso durante un rato. —Se encogió de hombros—. Así que, sí, creo que estamos en paz. —Carraspeó—. Escucha... —Tranquila —dijo Xena, alzando una mano—. Lo sé. Lila asintió, como si fuera normal decir una cosa así. —¿Cómo está? —preguntó bajando la voz y dirigió la mirada hacia su hermana—. ¿Está...? Xena suspiró. —Está bien. Un poco magullada, pero bien por lo demás. —Sus ojos se encontraron con los de Lila—. Le ha hecho más daño aquí —se dio un golpecito en la frente—, que en cualquier otra parte, creo. —Sí —susurró la chica—. Es lo que pasa. Xena la miró compasiva. —Lila... lamento que hayáis tenido que pasar por... eso.
La muchacha morena la miró. —Para ella era peor que para mí. —Otra mirada a Gabrielle—. Era la mayor. Padre pensaba que tenía que ser más práctica... no pasarse el tiempo inventándose cosas. —Se encogió de hombros—. Yo sólo quería hacerme mayor, casarme, tener hijos, ya sabes. Lo normal. —Levantó la mirada—. Lennat y yo... hemos hablado de fugarnos. Él no quiere, en realidad. —Hizo una pausa—. Yo tampoco quiero. Pero... —Será duro para tu madre —comentó Xena. Mira quién fue a hablar, ¿eh? Lila asintió abatida. —Lo sé. —Apoyó las manos en la mesa y empujó para levantarse—. Al menos la noche será tranquila —comentó—. Da igual el motivo. —Indicó la cesta con la cabeza —. Ahí hay de sobra. Me pasaré mañana a verla. Xena agitó la mano levemente. —Le diré que habéis venido. Ten cuidado ahora al volver. Lila dejó que se le formara una sonrisa en los labios, al permitirse ver por primera vez a la compañera de su hermana como algo más que una señora de la guerra sedienta de sangre. —Gracias —contestó—. Sabes, no eres tan mala, Xena. La reacción fue una ceja enarcada.
—Puedo ser muy mala si es necesario —replicó la guerrera, pero añadió una fugaz sonrisa, que restó seriedad al comentario—. Pero intento ser buena, por darle gusto a tu hermana. —No me digas —dijo Lila, intentando no reírse—. Así que eso de que sacrificas bebés... —Sólo en los meses de tres lunas llenas —le aseguró Xena, dejando que la sonrisa subiera hasta sus ojos y mirando a los de Lila—. A menos que Gabrielle se quede sin material para historias. Ya sabes. —Y guiñó un ojo. —Ya. —Las dos se quedaron mirándose un instante y luego se echaron a reír. Creo... que podría estar empezando a ver lo que Bri ve en ella, pensó Lila en silencio. Entonces una idea se le pasó de refilón por la mente. Y Bri tiene razón: son de un color azul impresionante—. Bueno, me voy. —Pero seguía sonriendo al bajar las escaleras y dirigirse hacia su casa. Xena se quedó mirando la puerta ahora cerrada con cierta diversión. Luego se levantó, se estiró y fue a la ventana, donde se quedó un rato, mirando pensativa y disfrutando de la fresca noche iluminada por la luna. Por fin, volvió a la mesa y levantó distraída la servilleta que cubría la cesta para examinar el contenido. Aguantará hasta mañana, decidió, y echó un vistazo a la bardo dormida. Debería salir a ejercitarme un poco. Sí, debería. Ya. Justo, se burló de sí misma. Salvo que no me apetece hacer nada más que meterme en esa cama con ella. Por los dioses... qué blandengue estoy hecha. Sonrió con sorna y luego suspiró. Por otro lado, la verdad es que no quiero que se despierte sola. Sí, buena excusa, Xena. Al menos es cierta, ¿no? Pues eso.
Riendo por lo bajo, se puso una larga camisa de lino y guardó su armadura con cuidado. Luego apagó las dos antorchas y se metió en la cama sin hacer ruido junto a Gabrielle. Pero incluso profundamente dormida, parecía que la bardo notaba su presencia, porque poco después de que Xena se acomodara con cuidado a su lado, los brumosos ojos verdes de Gabrielle se abrieron adormilados y la miraron. —Hola. —Los labios de la bardo esbozaron una sonrisa. —No quería despertarte —se disculpó Xena, devolviéndole la sonrisa. —No importa. Me alegro —fue la respuesta, levemente indistinta. Xena se rió ligeramente. —¿Cómo te encuentras? Gabrielle tuvo que pensárselo un momento. —Cansada —confesó, volviéndose con dificultad y pegándose al cuerpo de la guerrera—. Dolorida. —Y soltó un suspiro de satisfacción cuando Xena la rodeó con sus largos brazos—. Mmmm... así está mucho mejor. —¿Sí? —inquirió Xena—. Han venido tu madre y tu hermana. Gabrielle la miró parpadeando atontada. —¿Ah, sí? ¿Están bien? —Sí —le aseguró la guerrera—. Tu madre ha dejado algo de cena para... nosotras, la verdad.
Luchando con los efectos de las hierbas, la bardo abrió ahora los ojos del todo y se quedó mirando atónita a Xena. —¿Mi madre te ha traído la cena? Xena asintió. —Y tu hermana ha dicho que no soy tan mala, a fin de cuentas. Gabrielle echó la cabeza un poco hacia atrás y levantó despacio una mano, enganchando los dedos en la camisa de Xena. —¿Y has dejado que siguiera durmiendo mientras ocurría todo eso? —Lo siento —sonrió la guerrera—. No estaba planeado. —Te voy a dar —amenazó Gabrielle, con un murmullo adormilado, dejándose caer en el delicioso calor de su vínculo—. Luego. El dolor seguía allí, pero se estaba desvaneciendo, hundiéndose en los rincones oscuros donde solía vivir. No tenía nada que hacer contra la dulce paz de este sentimiento que compartían, pensó Gabrielle, y permitió que su corazón se abriera a él. —Mmmm —murmuró, dejando que la emoción la embargara, acompañada del olor a lino secado al sol, cuero y la esencia indefinible de la propia Xena. Tomó aliento profundamente y lo soltó—. Mucho mejor. —Y los labios de Xena, al rozar los suyos con la levedad de un fantasma, relajaron su alma atormentada—. Me siento a salvo — suspiró, y volvió a quedarse dormida.
Xena sonrió, notando que el sueño también tironeaba de ella, pero se dio cuenta de que sentía la paz con la misma fuerza y dedicó un momento a regodearse en ella. Una calidez vertiginosa se apoderó de ella, provocándole una sonrisa que no pudo controlar. Pase lo que pase, a ella, a nosotras... me alegro de haber tenido la oportunidad de conocer esto, decidió, en la oscuridad, lanzando por fin sus últimas reservas a los cuatro vientos. Jessan, tenías razón después de todo. Esto es un regalo que no tiene precio. Y con esta idea, se quedó dormida.
2
—Por los dioses —dijo Gabrielle, con la boca llena de bizcocho—. Ha traído suficiente para media docena de personas. —Le lanzó un bizcocho a Xena—. Toma. — Luego se recostó y sonrió a la guerrera, que estaba recostada en la silla de enfrente, arreglando una bisagra de la armadura a la luz de la mañana ya avanzada. Xena examinó el bizcocho que había atrapado en el aire y, encogiéndose de hombros, le dio un bocado. —Mejor que lo que sirven aquí, eso seguro. —Volvió a concentrarse en la armadura, mirando ceñuda la bisagra—. Creo que voy a tener que decirle al herrero que me arregle esto —refunfuñó. Y levantó la mirada, al darse cuenta de que los ojos de Gabrielle estaban clavados en ella—. ¿Qué? La bardo se rió por lo bajo. —Nada. —Se tocó las costillas con cuidado—. No está mal. —Luego se echó hacia delante y le tocó el brazo a Xena—. Xena...
—¿Mmm? —contestó la guerrera, levantando la vista—. ¿Qué pasa? —Me gustaría... —dudó—. ¿Querrías entrenar un poco conmigo, hoy? Xena dejó la armadura en la mesa y observó su rostro. —¿Estás segura? Gabrielle tomó aliento y la miró de frente a los ojos. —Estoy segura. —Y es cierto. Lo que ocurrió ayer... voy a tardar mucho tiempo en... asimilarlo. Pero no puedo permitirme tener miedo de utilizar un instrumento que acaba salvándome la vida en ocasiones. —Vale —asintió la guerrera apaciblemente—. Pero con cuidado, no quiero que se te pongan peor esas contusiones. —Fiuu. Tenía miedo de que tuviera problemas con la vara durante un tiempo... supongo que no tenía por qué preocuparme—. Voy a ocuparme ahora de esto. ¿Te vas a quedar aquí holgazaneando? —Sonrió burlona a la bardo. —Mira quién fue a hablar —contestó Gabrielle, tirando de la manga de la camisa de dormir de Xena—. Y ni siquiera he tenido que engatusarte para que te quedaras durmiendo hasta tarde. —Aunque no se quejaba, ojo. Despertarse bajo la suave luz del sol con Xena todavía profundamente dormida abrazada a ella había sido estupendo, muchas gracias. Había aprovechado la rara oportunidad de despertar a su compañera de la forma más tierna posible, con un beso, lo cual funcionó estupendamente, pero hizo que Xena la besara a su vez y eso desembocó en una larga y cauta exploración, durante la cual Xena tuvo mucho cuidado de no hacerle daño en el magullado tórax. Luego se quedaron descansando apaciblemente la una en brazos de la otra durante un rato, hasta
que Gabrielle decidió, pues no había comido el día anterior, que tenía hambre. De ahí la actual conversación. —Ya, bueno —suspiró Xena—. Es que me desperté y decidí... que no quería despertarme. —Y eso era más o menos lo que había ocurrido de verdad, lo cual le resultaba mortificante. Antes tenía más fuerza de voluntad—. Ya he dicho que eres una mala influencia. —Se levantó y fue hasta sus cosas—. Vamos a entretener a los nativos. —Podías probar con el mismo truco que usaste en Anfípolis —comentó Gabrielle, dando unos golpecitos en la pieza de armadura—. No te pongas esto. —Mmm... la situación es distinta, Gabrielle. —Xena dudó—. Pero... por Hades. Merece la pena intentarlo. ¿Verdad, Ares? —Ruu —asintió el lobezno, apartando la mirada del trozo de desayuno de Xena que se estaba comiendo—. Grr —añadió y volvió a lo suyo. Xena sofocó la risa y se puso una sencilla túnica, con cinturón, y se sentó para ponerse las botas mientras Gabrielle se levantaba y se colocaba detrás del respaldo de su silla, para rodearle el cuello a Xena con los brazos y apoyar la cabeza en la de la guerrera. Sin decir nada. Xena terminó de ponerse la segunda bota y luego apoyó la cabeza en el pecho de Gabrielle, dedicando un momento a permitir que esa cálida sensación volviera a inundarla. Oh oh... creo que me estoy haciendo adicta a esto... me pregunto si será peligroso... pero, ¿me importa? No, me parece que no... Por los dioses, qué gusto da esto... Cerró los ojos y sonrió cuando la bardo le mordisqueó juguetona el borde de la oreja. Vamos, vamos, Xena... tienes cosas que hacer, gente a la que intimidar... Pero a su
cuerpo perezosamente rebelde le gustaba mucho el lugar donde se encontraba, por lo que volvió la cabeza para atrapar los labios de la bardo y pasó unos apacibles minutos besándola. Por fin, carraspeó. —Bueno, ¿qué planes tienes? —le preguntó a Gabrielle por encima del hombro. —¿Mmm? ¿Es que tengo que tener un plan? —replicó la bardo, con voz soñadora—. Oh. Vale... Mm... Creo que voy a ver si puedo contar alguna historia aquí en la posada. —No es mala idea —murmuró Xena—. ¿Vas a pasarte por...? —No —contestó Gabrielle con tono apagado—. Hoy no. Xena asintió aceptándolo. —¿Me haces un favor? La bardo sonrió con indolencia. —¿Que me limite a Hércules? —Se echó a reír al ver la expresión cohibida de la guerrera—. Ni hablar, Princesa Guerrera. Xena suspiró melodramáticamente, pero por dentro estaba muy contenta por las bromas. —Lo que tengo que aguantar —masculló, levantándose—. Ten cuidado o cuento nuestra última aventurilla. —Vio el destello de sorpresa en los ojos de Gabrielle—. Se te había olvidado, ¿eh?
La bardo le sacó la lengua. —No vale. Eso no está bien. —Ya —asintió Xena alegremente—. Adiós. —Se encaminó hacia la puerta, se volvió al abrirla, captó algo en la expresión de Gabrielle y regresó—. Oye. —Le puso una mano a la bardo en el hombro—. ¿Estás bien? —La miró atentamente. Gabrielle sacudió la cabeza como para despejársela y asintió. —Sí... sí... estoy bien. —Vamos, Gabrielle, ya no eres una cría. Contrólate—. Estoy bien. Xena la observó con atención. —Estás mintiendo. —Enarcó ambas cejas y aguardó una explicación. La bardo torció el gesto. —Xena, de verdad... es que estoy... es que... no... —¿No quieres estar sola? —terminó la guerrera suavemente, dulcificando la expresión y el tono—. Gabrielle, ayer te ocurrió algo muy traumático. Se tarda en superar una cosa asi. No pasa nada. Te espero. Gabrielle la miró, sonriendo sin ganas. —Gracias. Pero... vete. Si cedo ante esto, la cosa jamás terminará. Estaré bien... Hablaré con el posadero y luego me reuniré contigo en la plaza del mercado. ¿Vale?
—Mmm... está bien —asintió Xena a regañadientes, apretándole el hombro—. Tómatelo con calma. —Soltó a la bardo y volvió a la puerta, abriéndola esta vez y cruzándola, no sin echar un último vistazo atrás, moviendo una ceja. Gabrielle sonrió y meneó un poco la cabeza. —Además, te tengo a ti, Ares, ¿verdad? —le dijo al atento lobezno, que estaba hecho un ovillo en la estera delante de la pequeña chimenea. —Grr —contestó Ares, con un bostezo. Gabrielle se sentó a su lado y jugó un buen rato con él, tranquilizándose con el suave tacto de su pelo, y sus payasadas infantiles la hicieron sonreír espontáneamente. Por fin, se levantó, se estiró con cuidado y se planteó cómo quería vestirse. Acabó tomando una decisión y se cambió de ropa, guardó la otra en su zurrón y eligió una túnica blanca sin mangas que había adquirido en Anfípolis. Con las vendas, pensó, su atuendo habitual sería una declaración que no estaba segura de querer hacer. Contempló su imagen en el espejo y alzó una mano por instinto para tocarse las contusiones de la cara. —Maldición —suspiró—. No me ha dicho que tengo aspecto de que me haya atropellado un carro. —Pero por supuesto, Xena no le diría eso, pensó. Distraída, cogió la camisa de dormir pulcramente doblada de la guerrera y la examinó, lo cual la hizo sonreír. Era la misma que se había puesto ella durante el mes que pasó en la aldea amazona. ¿La ha escogido al azar? Su mente se echó a reír. ¿Al azar? Xena no elegía ni una cuchara al azar. Se abrazó a la camisa y percibió el olor
familiar que la impregnaba. Es tan... pragmática y... directa... y luego, sin venir a cuento, tiene estos pequeños detalles... me encanta. Más alegre, guardó la camisa, acarició a Ares y dedicó un momento a serenarse. Cuando estaba a punto de dirigirse hacia la puerta, se oyó un golpe que resonó por la habitación. Cautelosa, se movió hasta tener la vara al alcance de la mano. —Adelante —dijo, cruzándose de brazos con aire indiferente. La puerta se abrió hacia dentro y el posadero asomó la cabeza canosa. La miró y luego asintió para sí mismo. —Tu... amiga me ha dicho que ahora eres bardo —afirmó, entrando más en la habitación. —Así es —dijo Gabrielle, con más cordialidad, y se relajó un poco—. ¿Necesitas que te escriba algo? —Muy propio de Xena no dejar nada al azar. El posadero hizo un gesto negativo con la cabeza. —No. ¿Podrías venir, más o menos durante la cena, y contar algunas historias buenas? —contestó, con cierta brusquedad—. Puedes quedarte con los donativos. Es que lo necesito para el negocio. —Sus ojos grises la recorrieron veloces y luego se pasearon por la habitación. Volvieron a ella y luego se fijaron en las armas y la armadura cuidadosamente apiladas. Gabrielle parpadeó sorprendida.
—Claro —contestó, con una sonrisa—. Te lo iba a preguntar yo misma. —Bien —respondió el hombre y luego retrocedió por la puerta—. Esta noche, entonces. —Y ella oyó cómo sus pasos se apagaban escaleras abajo. La bardo se rió por lo bajo. —Pues qué fácil —comentó y fue a la ventana, para asomarse. Divisó a Xena inmediatamente, conversando con un hombre alto y fornido que llevaba delantal de herrero, y observó desde su atalaya la forma en que la gente del pueblo encontraba lugares poco llamativos donde pararse a mirar a la guerrera. La verdad es que tenía su gracia. No es que Xena no fuera digna de recibir largas miradas, pensó, contemplando a su compañera desde el otro lado del patio. Incluso sin armadura, se movía con un aire ágil y peligroso que hacía que se le abriera camino sin comentarios, una ligereza musculosa que ya era una advertencia de por sí, junto con una seguridad en sí misma que portaba como un buen manto. Si a eso se unía su estatura y su llamativa belleza, pues... se había acostumbrado a que la gente la mirara, o eso decía. Gabrielle pensaba en privado que su compañera se quedaba a menudo un poco desconcertada por las reacciones que provocaba en la gente. A la bardo no le desconcertaba en absoluto, desde hacía mucho tiempo. Llamaron de nuevo a la puerta y se volvió de cara a ella. —¿Sí? —dijo y vio cómo aparecía la cabeza de su hermana en el umbral—. Lila — dijo, sonriendo—. Hola. —Hola, tú —dijo su hermana, cruzando la habitación para mirarla de cerca—. Ay. Eso debe de doler —comentó, haciendo una mueca al ver las contusiones de Gabrielle.
La bardo se encogió de hombros. —No demasiado. ¿Cómo van las cosas allí? —No en casa. Ya no—. ¿Madre está bien? Lila asintió. —Mamá está bien. —Hizo una pausa—. Él está bien, maldiciendo de lo lindo. Pero Metrus... —Bajó la vista al suelo—. Ha dicho que no quiere saber nada de ti. Gabrielle pareció aliviada. —Supongo que le di un susto —rezongó, poniendo los ojos en blanco. —Mm. —Lila hizo otra mueca—. Bueno, la verdad, creo que fue Xena. —Se echó a reír al ver la cara de Gabrielle—. Ah... eso no te lo ha contado, ¿verdad? —Mmm... no hablamos mucho... mm... o sea... sobre eso —explicó Gabrielle, intentando no hacer caso del rubor que sabía que le estaba subiendo por el cuello—. ¿Qué hizo? Lila la cogió del brazo. —Te lo cuento mientras nos ponemos en marcha. Hoy ha llegado una nueva caravana de comerciantes. —Echó un vistazo a la corta túnica de Gabrielle—. ¿Crees que podrías haber elegido algo un poco menos atrevido? Gabrielle la miró parpadeando con inocencia.
—Claro. Podría haberme puesto mi ropa ceremonial de amazona. —Gozó de la cara de exasperación de Lila—. Escucha... esto lo llevaba en Anfípolis, de hecho, me lo compré allí, y nadie se escandalizaba, así que haz el favor de calmarte. Lila suspiró. —Bueno, así luces el bronceado. —Apartó la manga y enarcó una ceja—. ¿Me conviene saber si tienes alguna marca blanca? —Vaciló. Se fijó en el repentino y evidente rubor de Gabrielle—. Mm... me parece que no. Bajaron juntas las escaleras y salieron por la puerta de la posada. Gabrielle se volvió hacia ella cuando se alejaban del edificio y la agarró suavemente del brazo. —¿Qué pasa contigo y con Lennat? Lila se quedó mirando a lo lejos y siguió caminando. Por fin, miró a su hermana. —No lo sé. Todavía no hemos decidido qué hacer. —Suspiró—. Y después de lo de ayer... —Oh, sí. ¿Qué pasó? —preguntó la bardo. —Mamá dice... que estaba diciendo cosas como que iba a denunciarte al alguacil — dijo Lila, hablando en voz baja. Gabrielle se quedó mirándola. —Por... pero...
—Lo sé... lo sé... —dijo Lila, con tono tranquilizador—. Bueno, mamá dice que soltó como una frase al respecto y luego... no puedo creerlo... Metrus es enorme... pero... ella dice que Xena lo agarró del cuello y lo tiró al suelo y... se arrodilló encima de él. —Créetelo —susurró Gabrielle—. Es... tan fuerte que... a veces da verdadero miedo. —Captó la mirada sobresaltada de Lila—. No te haces idea. —¿En serio? —preguntó la muchacha morena, intrigada—. Bueno, el caso es que mamá dice que le vino a decir a Metrus que si hacía algo para fastidiarte, lo iba a matar. —Tragó saliva—. Y dijo que habían tenido suerte de que la vara estuviera en tus manos y no en las suyas, y que si hubiera visto a papá pegándote, lo habría hecho pedazos. Gabrielle se encogió. —Ah... —Reconoció que todo eso era cierto—. Ahora ves por qué no quería contárselo, supongo —contestó con tono apagado. Pero no pudo evitar sentir un calor en la boca del estómago, a pesar de todo. —Sí —asintió Lila—. ¿Tienes miedo de ella, Bri? —No —respondió Gabrielle distraída, sin tener que pensárselo siquiera—. En absoluto. Se quedaron calladas mientras se dirigían hacia el gentío congregado en torno a la caravana de comerciantes.
Xena había salido de la habitación de relativo buen humor y ni siquiera le importó la dosis habitual de miradas hostiles cuando cruzó el crujiente suelo de madera de la
posada. Me apetece... enredar. Con este sitio. Sacudir un poco a esta gente, tan estrecha de miras. Con esa idea, se detuvo en medio de la posada, giró en redondo y buscó al posadero. Lo vio al lado de los grandes barriles de cerveza, mirándola con cara de pocos amigos. Sonrió. —Tú —dijo con indolencia, acercándose a él—. ¿Qué tal va el negocio? El posadero se quedó mirándola. —Mal —respondió de malos modos, con tono hostil—. ¿A ti qué te importa? Xena apoyó los antebrazos en el mostrador tras el cual se encontraba él y lo miró un momento en silencio. —Sólo intento ayudar —ronroneó—. Sabes, podrías animar este local por las noches con un poco de entretenimiento. El posadero bajó la vista y escupió a un rincón. —Ya. Puedo hacer que mi mujer baile la danza de los siete velos. Xena rememoró a su mujer, que hacía de cocinera de la posada. Se encogió por dentro ante la imagen mental. —Mmm... no. Pero un buen bardo estaría bien —sugirió, mirándolo con una ceja enarcada. El posadero volvió a escupir.
—Claro. Silbaré para llamar a uno. —La miró a regañadientes—. Aunque no es mala idea. Xena asintió bruscamente. —Pues hay una arriba, en mi habitación. Ve a pedírselo. —Ah. La pequeña Bri, ¿no? —preguntó el posadero, con desconfianza—. Me he enterado de lo que ha ocurrido. —Ésa es —confirmó Xena—. Bardos peores podrás encontrar. El posadero gruñó. —Gracias. —Miró hacia las escaleras—. Tal vez lo haga. —Bien —afirmó Xena—. Hazlo. —Lo miró por última vez, luego se volvió y se dirigió hacia la puerta. Una vez fuera, se sonrió y fue hacia las cuadras para comprobar rápidamente cómo estaba Argo. Cuando ya casi había llegado, oyó unas voces jóvenes y se detuvo a escuchar. Se le nubló la cara, se deslizó por la puerta entreabierta del gran edificio y cruzó en silencio la paja esparcida por el suelo. Una rápida señal con la mano a Argo, para acallar el relincho de bienvenida de la yegua, y luego atravesó el espacio nublado de polvo y se acercó a las voces. Jóvenes, pensó. Tal vez cuatro, no, cinco en total. Rodeó la pared de la última caballeriza y se quedó inmóvil, observando.
Cinco chicos, efectivamente, aldeanos, vestidos con camisas de tejido tosco y calzones metidos por dentro de las pesadas botas de trabajo. Rodeaban al patético y asustado Alain, que se tapaba la cabeza con los brazos para protegerse. Los chicos se turnaban para acercarse por todas partes y pellizcar y abofetear al chico rubio y, mientras observaba, le tocó al más grande, que le dio un fuerte golpe a Alain en el hombro contrahecho, tirando al chico de lado contra la pared de la caballeriza. Xena cruzó por la paja a tal velocidad que ni siquiera la vio venir. No vio el puño que lo estampó contra la pared de enfrente. Se puso de pie a toda prisa, enjugándose un hilo de sangre de la comisura de la boca, y la miró furibundo. —Vamos, tío duro —dijo Xena, deteniéndose a pocos pasos de él y clavándole una mirada—. A ver si tienes agallas. Las tuvo. Se abalanzó sobre ella, lanzando un puñetazo a lo loco que le dio en el pecho, y resbaló cuando ella le devolvió el golpe y lo envió volando por el aire hasta que se estrelló de nuevo con la pared de madera. Luego se tiró sobre él, lo levantó por la culera de los pantalones y el cuello y, tomando aliento, lo levantó y lo lanzó por encima de la pared, para que cayera en la pila de estiércol del otro lado. Se hizo un silencio, pues sus compinches se quedaron paralizados, demasiado asustados para huir o atacar. Xena los miró a todos con asco, luego fue hasta donde estaba acurrucado Alain, que la miraba, y le ofreció una mano para levantarlo. —Hola —dijo, como si tal cosa. Alain la miró con una dulce sonrisa.
—Hola, Xena. —Cogió su mano y ella lo izó, quitándole un poco el polvo. Luego le revolvió el pelo y se volvió hacia los chicos que quedaban. —¿Pero qué os pasa? —les gruñó, con el tono más amenazador que pudo—. ¿Es que no tenéis cosa mejor que hacer que portaros como una panda de cobardes medio enanos? —Les clavó una mirada gélida—. Dejad que os diga algo sobre los matones, niños. —Se acercó a ellos, con cara de desprecio—. Siempre... siempre hay alguien más grande y más duro y más malintencionado que vosotros. —Bajó el tono hasta convertirlo en un ronroneo aterciopelado—. Y ese alguien se presentará, tal y como acabo de hacer yo, y os aplastará como a un bicho. —Recalcó lo que decía lanzando una mano y atizándole un buen golpe al más cercano, que se dobló por la mitad y acabó tirado en la paja—. Así que seguid mi consejo, niños. Sed buenos. Echó un vistazo hacia atrás a Alain, que observaba fascinado. —Sed buenos especialmente con mi amigo Alain. —Volvió a su lado y le pasó un brazo por los hombros desiguales—. Porque ya ha tenido que demostrar más valor en su vida del que tendréis todos vosotros jamás. —Una larga pausa, mientras contemplaba sus rostros inseguros—. ¿Me entendéis? Dejadlo en paz, o vuelvo y os corto a todos en pedazos. —Esto último fue un gruñido grave y vibrante que le hizo retumbar el pecho y reverberó por el establo, de repente demasiado pequeño—. Así que sacad a vuestro amigo de esa pila y largaos de aquí. Antes de que me... enfade. —Entrecerró los ojos—. No querréis que ocurra eso, ¿verdad? Silencio. —¿Verdad?
Un coro de gestos negativos. —Bien. Pues no sois todos idiotas. Moveos —terminó, bruscamente, y tuvo la satisfacción de ver cómo salían a trompicones, dirigiéndole miradas de terror. Meneando la cabeza, miró a Alain y lo observó atentamente—. ¿Estás bien? —Oh, sí —dijo Alain con voz aguda—. Caray. Los dos se volvieron al oír un quejido grave y Alain soltó una exclamación y se dejó caer de rodillas en la paja junto a una figura tumbada. —Oye... ¡oye! —insistió, muy preocupado. Xena se arrodilló en la paja a su lado y dio la vuelta a la esbelta figura con cuidado. Tenía un gran chichón en la cabeza, pero por lo demás parecía ileso. —¿Quién es éste? —le preguntó Xena a Alain, que estaba muy alterado. —Lennat —gimió Alain—. Es... un amigo. Mío, supongo. Vaya, pensó Xena. Éste era Lennat, que había decidido ser amigo de un paria como Alain. Subió un punto en su estima. Alto y rubio como Alain, tampoco era nada feo, y la estima de Xena por Lila subió también un punto. Le dio palmaditas en la cara. —Eh. Otro quejido y entonces sus ojos se abrieron parpadeando y se posaron confusos primero en Alain y luego en ella. —Aah... —Se estremeció cuando su mirada se posó en los vívidos ojos azules de Xena—. Qu...
—Tranquilo. —Xena alzó una mano para detenerlo—. No te voy a hacer daño. — Puesto que todo el mundo daba por supuesto que lo iba a hacer, pensó con dureza, y este chico ya debía de haber oído lo ocurrido el día anterior de boca de su hermano. Le tocó con cuidado el chichón que tenía en la cabeza—. Te pondrás bien, sólo te va a doler la cabeza. —Y se volvió hacia Alain—. ¿Qué ha pasado? Alain torció el gesto. —Intentó detenerlos. —Fulminó a su amigo con la mirada—. Te dije que no lo hicieras. —¿Qué... cómo he...? —farfulló Lennat, volviendo la cabeza con una mueca de dolor y mirando a su alrededor—. ¿Dónde...? —Ella los ha detenido —le informó Alain, mirando a Xena con admiración—. Y bien. ¡Bam bam! Y ha tirado a Agtes a la pila de boñigas. Xena lo miró risueña. —Se lo merecían. —Les sonrió de medio lado—. Alain, ¿puedes traerle un poco de agua a tu amigo? Parece que lo necesita. —Claro. —Alain se levantó deprisa y se alejó corriendo. Xena y Lennat se quedaron mirándose. —Así que... tú eres lo que le dio tal susto a mi hermano que tuvo que emborracharse para dormir por primera vez desde hace una década —comentó Lennat, pensativo—. Por lo que cuenta, se diría que tienes dos cabezas.
Xena se rió por lo bajo. —Tienes sentido del humor. Eso es buena señal. —Se levantó y le ofreció una mano para ayudarlo—. Te prometo que no te lanzaré a la... ¿cómo la ha llamado? La pila de boñigas. Lennat le agarró la mano y se puso en pie con muy poco esfuerzo por su parte. La miró con respeto. —Lila me ha hablado de ti. Xena enarcó una ceja. —¿Y así y todo me has cogido la mano? Eres un valiente. Lennat se rió un poco, con timidez. —No, no... me ha hablado de... Bri y todo eso. Y de ti. —Ya —dijo la guerrera despacio—. ¿Qué vais a hacer vosotros dos? Lennat suspiró y se contempló los pies. —Nada, probablemente. Ella está atada aquí, yo también estoy atado, ya sabes cómo son las cosas. Metrus no la va a aceptar, aunque sólo sea por despecho, y yo estoy sujeto a él como aprendiz para otros cinco malditos años. Aunque nunca seré comerciante... Lo que tiene es mano de obra gratis, más que nada. Xena lo miró pensativa. Creo que este chico me cae bien. Pero tiene problemas. —¿No te gusta su oficio?
El chico se encogió de hombros. —No se me da bien. —¿Qué se te da bien? —preguntó Xena. Como respuesta, él sacó una intrincada pieza de forja, creada con el martillo y las herramientas finas de un herrero. Era parte de la quijera para un caballo y Xena enarcó las cejas. —¿Lo has hecho tú? Él asintió y se lo pasó. —Sí, para lo que me vale. La guerrera examinó la pieza. —¿Por qué no eres aprendiz del herrero? —preguntó, confusa. —Una vieja historia —dijo Lennat, secamente—. Nuestra madre, de Metrus y mía, dejó a nuestro padre cuando yo era pequeño. Se fue con el herrero. —Ah —dijo Xena, haciendo una mueca de compasión. —Murió. Al dar a luz a un hijo suyo, que iba a ser su aprendiz. Ya sabes. —La miró, con secretos ocultos tras sus ojos de color gris pizarra. Y Xena, al contemplar esos ojos, supo la respuesta. —Alain —murmuró, comprendiendo—. Es tu hermano.
—Él no lo sabe —dijo Lennat en voz baja, cuando Alain volvió a entrar corriendo y le pasó una taza de madera llena de agua—. Gracias, Ali. Alain le sonrió y luego sonrió a Xena. —Gracias. No te las he dado antes. —Ha sido un placer, Alain —dijo Xena, suavemente—. Creo que te dejarán en paz, al menos durante un tiempo. El chico asintió. —Creo que sí. Los dejó hablando del emocionante enfrentamiento y fue hasta Argo, pasando los dedos por la despeinada crin de la yegua. —Luego tengo que sacarte a correr un rato, chica —dijo distraída, mientras reflexionaba sobre la situación cuya solución tenía el encargo de encontrar. Maldición, esto se está complicando. Pero... todas las piezas estaban ahí... sólo tenía que encontrar una forma de colocarlas en su sitio. Yo llegué a dominar la mitad de Grecia, suspiró mentalmente. Tendría que ser capaz de arreglar un problemilla como éste, por mi mejor amiga, ¿no? La parte difícil... sí. Y mejor no le digo a Gabrielle lo que estoy haciendo... se pondrá furiosa conmigo. Y además sólo ha dicho... sí. Creo que puedo hacerlo... Sé que puedo hacerlo. Argo le soltó un relincho, empujándola con el suave hocico. —Sí, he dicho que luego te saco a correr, chica, después de cenar. ¿Qué te parece? — Acarició el hombro dorado—. ¿O te estás volviendo tan holgazana como yo? ¿Eh? —Se
rió por lo bajo y fue hacia la puerta de las cuadras, planificando su estrategia. Primero, el herrero.
—Bueno, ¿vas a contar historias en la posada esta noche? —preguntó Lila cuando se acercaban a la caravana, algo sorprendida. —Pues sí —confirmó Gabrielle, observando a los recién llegados con el entrecejo fruncido—. Discúlpame un momento, Lila. —Y se acercó a uno de los comerciantes, que la miraba a su vez con una dulce sonrisa—. ¿Johan? —Hola, muchacha. —Sus ojos se arrugaron risueños—. No te esperabas verme aquí, ¿verdad? —La observó atentamente, fijándose en sus contusiones al tiempo que la expresión jovial de su cara se iba disipando—. ¿Qué te ha pasado? Gabrielle aspiró una bocanada de aire, luego otra. —Primero, dime tú por qué estás aquí —contraatacó, mirándolo a la cara, intentando inventarse algo que decirle. Johan sonrió abochornado. —Pues es que... se trata de Cirene, muchacha. Creo que le has gustado. —Sus ojos chispearon risueños—. Y no ha tenido descanso hasta que me ha enviado aquí para cerciorarse... bueno, de que todo iba bien. —Se le pusieron entonces el tono y la cara serios—. Y me parece a mí que no. La bardo suspiró y asintió ligeramente. —Ahora va mejor —le aseguró—. Es... complicado. Pero Xena se está ocupando.
Como si esto lo contestara todo. Y para Johan, al parecer, así fue, porque se relajó y le dio una palmadita en el hombro. —Bien, entonces, muchacha. —Levantó la mirada—. ¿Y dónde la puedo encontrar? Cirene ha enviado unos paquetes para las dos. Lila se había acercado y escuchaba la conversación con interés. No tenía ni idea de quién era el comerciante, aunque le sonaba un poco, pero era evidente que su hermana lo conocía bien. Pero, ¿quién era Cirene y por qué enviaba unos paquetes? —Mmm... seguro que anda por la herrería —contestó Gabrielle, con una sonrisa—. ¿Puedo adivinar lo que hay en esos paquetes? —Le chispearon los ojos—. Seguro que puedo. —Se volvió hacia Lila—. Lila, éste es Johan. Ayuda a la madre de Xena en Anfípolis. Lila le sonrió con timidez. —Hola. —Y le preguntó a Gabrielle—: ¿Ésa es Cirene? ¿La madre de Xena? Tanto Johan como Gabrielle asintieron a la vez. —Seguro que ha enviado empanadas —predijo Gabrielle, con ojos risueños—. ¿Tengo razón? Johan se echó a reír. —Claro que la tienes, muchacha. Y lamento encontrarte aquí, porque me las habría comido yo todas si ya te hubieras ido. —Se volvió hacia su montura—. Ah, bueno, deja que descargue la mercancía. —Miró a Gabrielle sorprendido—. Ah, ¿no sabías que yo era comerciante antes de plantar las botas en Anfípolis? No iba a desperdiciar un viaje
por la ruta comercial, no, señora. Les dije a tres o cuatro de los artesanos que metieran cosas en los paquetes para vender y eso es lo que pretendo hacer. —Le dio unas palmaditas en la mejilla—. Os encontraré a las dos más tarde, no temas. Gabrielle lo abrazó y se echó a reír. —Más te vale —le advirtió y lo dejó descargando mientras Lila y ella seguían adelante—. Bueno, qué sorpresa —dijo, despacio, pero llena de una cálida gratitud. —No lo entiendo, Bri. ¿Qué hace aquí? ¿Es comerciante o no? Creía que lo era, pero por lo que ha dicho... —Lila parecía confusa. Su hermana soltó una risita. —Mm... no lo es. La verdad es que Cirene lo ha enviado aquí para asegurarse de que estábamos bien. Vio... la nota que envió padre. —Miró a Lila de reojo—. Es un encanto. —Se le pasó una idea sin control por la mente. Ella nunca habría permitido... no, Gabrielle, no pienses eso. Es agua más que pasada y no puedes cambiarlo. Pero la triste idea persistió—. Lo pasé muy bien cuando estuvimos allí. Fue agradable — añadió, obligándose a sonreír de cara a Lila—. Cocina estupendamente... y... —Levantó un poco las manos—. Me acogió totalmente, supongo... me considera parte de su familia. Lila se lo pensó largamente. —Caray —comentó, a punto de añadir algo más, pero entonces levantó la mirada y vio a Lennat, que se acercaba a ellas—. ¡Lennat! —exclamó, sobresaltada al ver el estado lamentable de su ropa—. ¿Qué te ha pasado? —Tomó aliento bruscamente cuando se fijó en el chichón que tenía en la cabeza.
El alto chico rubio se pasó los dedos por el pelo e hizo una mueca de dolor al rozarse el chichón sin querer. —Agtes y su panda —murmuró, dirigiéndole una mirada—. Lo de siempre. Gabrielle los observó en silencio. Lennat le traía recuerdos de... de una tarde lluviosa en las cuadras... y ella contando al círculo de sus amigos la cosa más reciente que se le había ocurrido. Aún oía el tamborileo de las gotas y olía la humedad del aire si se empeñaba. Pero no lo hizo, porque ese recuerdo siempre acababa con el golpe seco de la puerta de la cuadra al abrirse y la cara furiosa de su padre mirándola desde arriba. Con una mano que bajaba y la levantaba de un tirón y la estampaba contra las paredes de tablas y aún notaba las astillas de la madera basta clavándosele en la espalda... No. Cortó el pensamiento y se obligó a prestar atención a lo que decía Lennat. —No, porque Agtes me pegó en la cabeza con el mango del bieldo. —Suspiró—. Y me caí redondo. —Miró a Gabrielle con una leve sonrisa—. Lo siguiente que sé es que abrí los ojos y vi a Alain y a Xena arrodillados a mi lado. —Le guiñó un ojo a Gabrielle —. Debo decir, Bri... que es única. —Sí que lo es —respondió la bardo, con una risa forzada—. ¿Ahuyentó a Agtes y compañía? —Agtes. Otro mal recuerdo. —Yo no lo vi —dijo Lennat, pesaroso—. Pero Alain, cuando logré que hablara con coherencia, dijo que le dio una zurra a Agtes y lo tiró a la pila del estiércol. —Se echó a reír—. Luego insultó a los demás y los hizo huir. Gabrielle se echó a reír sin poder remediarlo. —Oh, habría pagado por verlo.
—Sí, Alain asegura que les dijo a todos que era amigo suyo y que si volvían a incordiarlo, volvería y los cortaría a todos en pedacitos —terminó, riendo—. Yo ni siquiera sabía que se conocían. La bardo se quedó pensando. —Yo tampoco, pero es muy propio de Xena. —Alain. Su amigo de infancia, que, según había pensado ella siempre, estaba peor que la propia Gabrielle. Que era objeto de burlas y golpes a causa de un defecto que no podía controlar. Al menos, yo podía callarme, pensó. Alain no—. Me pregunto... ah, todavía trabaja en las cuadras, ¿no? Argo. Ahora lo entiendo. —Ahora entendía cómo Xena conocía... Y se quedó paralizada. Alain sabía... todo. Todo lo que le había pasado a ella, y era un chico sencillo, afable a pesar de la dura vida que tenía, y con tendencia a confiar en la gente. ¿Se lo ha contado a Xena? ¿Se lo habrá preguntado ella, al saber que me ocurría algo...? Sí, se lo habrá preguntado. Ese frío estallido de ira, la otra noche. Su mente se concentró de golpe y recordó. Habían estado torturando a Ares, me dijo, pero... no. Ares no fue la causa de eso. Gabrielle sintió que se le caía el alma a los pies. Fui yo. Lo sabía... y en lugar de ir a buscarme para interrogarme, se lo guardó todo dentro y esperó a que yo se lo contara. Por los dioses. La he subestimado. Qué error más estúpido. Y ahora seguro que piensa que no he confiado lo suficiente en ella para contárselo... ¿Qué habría hecho yo? Soltó un leve resoplido interno, dejando que la conversación de Lila y Lennat pasara por encima de ella sin prestarle atención. Le habría echado una bronca inmensa por no contarme lo que estaba pasando. Sí, eso habría hecho... y ella me habría echado esa mirada tolerante y habría puesto los ojos en blanco y tal vez se
habría disculpado. Tal vez. ¿Acaso tengo derecho a saberlo todo acerca de ella? Qué hipócrita soy. —¿Bri? —La voz de Lila interrumpió sus reflexiones—. Oye, ¿estás ahí? Gabrielle les sonrió fugazmente. —Sí, estoy aquí. Es que estoy pensando... en las historias que voy a contar esta noche. Lennat se echó a reír. —Bri y sus historias. Será divertido. Iremos, ¿verdad, Lila? Lila dudó. —Lo intentaré. —Miró a Gabrielle como disculpándose—. O mamá o yo... tendremos que quedarnos en casa. —Se encogió de hombros ligeramente—. Me gustaría que ella tuviera la oportunidad de escucharte. Gabrielle bajó la mirada y se cruzó de brazos. —¿Cómo está? —preguntó con tono apagado. Su hermana se encogió de hombros. —Como dijo Xena. Le duele mucho la cabeza, pero finge que está peor. Creo... — Sus labios se curvaron ligeramente—. Creo que le da vergüenza reconocer que lo tumbaste tú. Dice que tropezó y se golpeó la cabeza con un banco.
—A veces es más fácil creer una mentira —contestó la bardo. Sí, ¿verdad?—. Bueno, ¿vamos a ver qué tienen los comerciantes o qué? —Con firmeza, agarró a Lila del brazo y echó a andar.
La forja del herrero se encontraba en un edificio con tres esquinas, cuya parte frontal estaba abierta para dejar salir el calor al aire. En la parte de detrás estaba la gran chimenea, donde ardía el fuego noche y día, y delante estaban los yunques, en los que se apoyaban pilas de herramientas forjadas. Tectdus, el herrero, estaba detrás del yunque más grande, golpeando una punta de arado, cuando notó unos ojos posados en su espalda. Se volvió y vio a una mujer alta y morena apoyada en la pared, cruzada de brazos, mirándolo. Incluso sin armas o su característica armadura, supo que sólo podía tratarse de una persona y dejó el martillo y se secó las manos en el delantal antes de acercarse a ella. Las dos personas, taciturnas por naturaleza, intercambiaron miradas y se tomaron la medida, en un silencio roto únicamente por el roce de las llamas en la chimenea. —Tú eres Xena —dijo Tectdus por fin, ofreciéndole el antebrazo—. Mi hijo me ha hablado de ti. Xena aceptó el brazo y se lo estrechó. —Es un buen chico —reconoció—. No se merece esa tortura. Tectdus gruñó.
—No hay forma de evitarlo. —Le soltó el brazo e indicó su zona de trabajo—. ¿Te puedo ofrecer agua fresca? —Paseó la mirada por la estancia—. Aquí hace calor. —Sus ojos se posaron inquietos en su cara y luego se escabulleron. Xena se miró a sí misma y dejó asomar una leve sonrisa a los labios. —No, gracias. He venido a ver si podías arreglarme esto. —Le pasó la bisagra de la armadura y observó mientras él la examinaba. Era un hombre de mediana edad, alto, con la recia constitución de un herrero, pero en sus movimientos se percibía el comienzo de la vejez, el dolor de las articulaciones al moverse que convertía en una agonía el hecho de pasarse horas de pie ante el yunque. Se compadeció de él en silencio. —Se puede hacer —gruñó Tectdus y se trasladó al yunque más pequeño, seleccionó unas tenazas, agarró la pieza con ellas y luego metió ambas cosas en la chimenea llena de cenizas. Fue hasta su banco de trabajo y cogió un martillo mucho más fino que el que había estado usando para la pieza del arado y se sentó un momento, esperando a que se calentara el metal. —¿No tienes ayudante? —preguntó Xena como quien no quiere la cosa, apoyándose en la pared y mirándolo con apacible interés. El herrero hizo un gesto negativo con la cabeza. —Alain no puede. A nadie más le interesa. —Se calló y giró un poco las tenazas, para calentar el metal por igual. Xena tomó aliento y se lanzó a esta batalla con la misma habilidad con que lo hacía con la espada.
—A su hermano sí —dijo, simplemente—. Y tiene talento para ello. Tectdus la miró fijamente. —Medio hermano —dijo roncamente, tras lo cual sacó de un tirón las tenazas del fuego y pasó al yunque, más cerca de ella—. Ahí hay mala sangre. La guerrera se apartó de la pared y se acercó al yunque donde él acababa de colocar la pieza, capturando sus ojos casi incoloros con los suyos. —Eso no es culpa suya. —Mostró un poco de su rabia contenida—. Dime, Tectdus, ¿por qué toda la gente de este pueblo carga la culpa de las cosas sobre los hombros de sus hijos? El herrero no respondió, sino que bajó la cabeza para concentrarse en su trabajo, golpeando con cuidado el metal caliente con mano hábil. Terminó el delicado ajuste y metió las tenazas en el cubo de agua que estaba junto al yunque, donde sisearon soltando vapor, emanando jirones de humo que se interpusieron entre él y los ojos de color azul celeste que no se apartaban de su cara. Por fin, la miró. —¿Qué quieres de mí? —¿Qué quiero? —dijo Xena, acercándose más a él, pero hablando sin amenaza—. No quiero nada. Éste no es mi pueblo y tú no eres asunto mío. —Hizo una pausa y suavizó su expresión—. Sólo intento hacer algo por una amiga. Tectdus la miró atentamente, esta vez sin desviar los ojos. —La pequeña Bri... ¿entonces es amiga tuya, de verdad? —preguntó—. Era buena amiga de Alain, cuando eran pequeños.
—Lo sé —respondió Xena—. Y sí, de verdad es amiga mía. —Una larga pausa—. Una amiga que tiene un problema... que yo estoy haciendo todo lo posible por resolver. —Cogió su martillo y lo examinó, probando su peso. Tectdus le agarró la mano con delicadeza y le dio la vuelta, examinándole el brazo. —Tú también podrías tener talento para esto, con esas muñecas —dijo con calma, encontrándose con su mirada con franco candor. —No —suspiró Xena—. Yo no hago cosas, Tectdus. Éstas se han creado gracias a una espada. —Lo miró ladeando la cabeza—. Pero Lennat sí hace cosas. Los dos sabemos... que el talento para la forja es muy, muy poco común... ¿es justo desperdiciarlo? —Alargó la mano y cogió la de él y le dio la vuelta—. ¿Cuánto te queda, Tectdus? ¿Hasta que ya no puedas enseñar a nadie? —Sus dedos siguieron la articulación hinchada con el tacto experto de una sanadora. El herrero cerró los ojos reconociéndolo. —No importa, Xena. Le quedan cinco años más. Para entonces... —Meneó la cabeza —. El oficio muere aquí y espera a que llegue otro como yo. Los ojos azules se clavaron en los suyos, borrando por un momento el calor que emanaba de la chimenea. —Si fuera libre, ¿lo aceptarías? Tectdus dudó. —Pero está... —Era incapaz de apartar los ojos de ella.
—Si no estuviera —repitió Xena, bajando más la voz, haciéndola más profunda. —Sí —dijo el herrero, con apacible convicción—. Lo haría. —Suspiró—. Lo cierto, Xena, es que lo intenté, hace años. Pero Metrus no quiso saber nada de mí. Me tiene mucho rencor, por su madre. Xena asintió despacio. —Eso me parecía. —¿Qué vas a hacer? —susurró Tectdus, convencido de que podía hacer cualquier cosa. La guerrera sacó su pieza de armadura del cubo de enfriar y soltó las tenazas con mano experta. —Lo que pueda. —Y dejó una moneda en el yunque—. Gracias.
Xena dejó la forja del herrero, recorrió con la mirada la ajetreada plaza del mercado y tuvo que rastrear un momento hasta que divisó a Gabrielle con Lila y Lennat cerca de un pequeño cobertizo. Los tres estaban comiendo algo y la guerrera meneó la cabeza riendo por lo bajo. Muy propio de Gabrielle encontrar comida en algún sitio. Avanzó hacia ellos, sin dejar de observar el rostro de Gabrielle con cierta curiosidad. ¿Notará que me acerco? Vio que la bardo, cuando se acercaba a ellos, se erguía y volvía la cabeza para ver cómo llegaba Xena y saludaba a la guerrera con una sonrisa. —Hola —dijo Gabrielle—. ¿Te han arreglado la armadura?
Xena le mostró la pieza en cuestión. —Sí. —Saludó a Lila y a Lennat con una amable inclinación de cabeza. Gabrielle dio otro bocado a su kebab y señaló en una dirección con la barbilla. —¿Has visto quién está ahí? —Sus ojos chispeaban risueños. La guerrera se volvió para mirar, vio a la persona de quien hablaba la bardo y soltó una breve carcajada. —Jo. ¿Qué hace aquí? No me digas... —Miró a Gabrielle—. No es posible. —Mi madre. Durante diez años, no quiso hablar conmigo. Y ahora... La bardo sonrió. —Sí que lo es. Pero nos ha traído empanadas. Así que la perdono. —Ya —suspiró Xena, poniendo los ojos en blanco. Luego se echó a reír—. Me lo tendría que haber imaginado. —Miró a Lennat—. ¿Cómo va esa cabeza? —Lo observó con frialdad. Advirtió el vacilante lenguaje corporal entre Lila y él y el frecuente intercambio de miradas y caricias entre los dos, y sonrió por dentro al reconocerse en ellos. El chico meneó la mano. —Así, así. Me duele. —Oye. —Gabrielle le dio un codazo—. ¿Quieres uno de estos? Están muy buenos. —Indicó lo que estaba comiendo.
Xena la miró enarcando una ceja. —No, gracias. He desayunado mucho. —Aunque, de hecho, había desayunado menos que la bardo y encima le había dado parte a Ares—. ¿Qué es? Como respuesta, Gabrielle le ofreció el último trozo y, sin pararse a pensar en lo que hacía, Xena se lo cogió hábilmente de los dedos con los dientes, lo masticó y se lo tragó antes de darse cuenta de lo que había hecho. —No está mal —logró decir, observando el rubor que teñía el cuello de Gabrielle al tiempo que advertía la mirada sorprendida de que era objeto por parte de Lila y Lennat —. ¿Hay algo que merezca la pena en los carros de los comerciantes? —Volcó la atención sobre Lila, dirigiendo una mirada inquisitiva a la muchacha morena. Eso es, Xena... haz como si no hubiera pasado nada, ¿vale? Totalmente normal. Las amigas íntimas siempre se dan de comer con la mano. ¿No? Pues claro. —Aahm... —Lila carraspeó y dirigió la mirada hacia los carros—. Bueno, la verdad es que tenían unas telas muy bonitas. Y el ollero tenía unas cazuelas con muy buena pinta. —Echó a andar de nuevo hacia los comerciantes—. Y he visto un cuero precioso donde el zapatero... Intercambiaron miradas risueñas y la siguieron, Lennat adelantándose unos pasos para alcanzar a Lila, y Xena y Gabrielle siguiéndolos a paso más lento. —Lo siento —murmuró Gabrielle, lanzando una mirada hacia el rostro de Xena, que lucía una expresión de moderado interés mientras contemplaba la plaza—. Ni me lo he pensado... o sea... —Suspiró—. Dioses. Xena le dio unas palmaditas en la espalda.
—Tranquila. De todas formas, has dicho que tu hermana prácticamente lo ha adivinado, ¿no? —Se echó a reír suavemente—. Además, yo tampoco he caído en la cuenta, hasta que he visto cómo te has puesto colorada. —Miró a la silenciosa bardo con una sonrisa—. Y en cualquier caso, lo cierto es que, si buscan señales de ese tipo, ya estamos marcadas. Observa a Lila y Lennat. Se quedaron mirando un momento a la pareja que iba por delante de ellas. —¿Ves lo pegados que caminan? —preguntó Xena, en voz baja. —Sí —contestó la bardo, alargando la palabra. —¿Y ves cómo se tocan todo el rato? Fíjate... ¿lo ves? Ahora observa cómo se miran. Ahí está —siguió Xena, con tono didáctico. —Aah... sí —replicó Gabrielle, que ya veía por dónde iban los tiros—. Todo eso me suena. —Efectivamente —asintió Xena con sorna, observando su cara para ver la reacción. Gabrielle se lo pensó un momento antes de responder a la pregunta implícita. Pensó en su familia y en las tradiciones de este pueblo y en cómo se había esperado siempre de ella que diera ejemplo a Lila y a las niñas más pequeñas, pues había pocas chicas de su edad cuando era más jovencita. Sonrió. —Pues espero que tengan celos. Ephiny dijo que yo era la envidia de la aldea. —Se acercó más a Xena y le dio un codazo. —Ah, eso dijo, ¿eh? —fue la sorprendida respuesta.
La bardo la miró con cariñosa exasperación. —Vamos, Xena... —Se interrumpió porque habían llegado al puesto del zapatero, donde Lila estaba toqueteando una pieza de cuero de un precioso y vivo color rojizo—. Caray... ¡qué bonito! Lila las miró entristecida. —Ya lo creo. —Intercambió una mirada apesadumbrada con Lennat—. Este año no. —Suspiró—. El dinero extra de la cosecha ha sido para... —vaciló—, otras cosas. Cerveza, lo más probable, pensó Xena, y se acercó para examinar el cuero teñido. Enarcó las cejas y llamó la atención del zapatero. —Esto parece obra de Beldan —comentó, acariciando el fino cuero con las yemas de sus dedos expertos. El comerciante la saludó respetuoso inclinando la rubia cabeza. —Lo es, efectivamente, señora. Y es muy buen cuero. —La miró con interés y ella lo miró a su vez y le hizo un leve guiño. Él sonrió levemente como respuesta e inclinó la cabeza ligeramente hacia ella. Si todo sale como yo quiero, será un buen regalo de bodas, pensó Xena. Y que me ahorquen si no consigo que todo salga bien. Lila suspiró de nuevo y dirigió la mirada hacia su casa. —Tengo que irme —dijo, mirándolos a todos con aire de disculpa—. Bri, intentaré pasarme esta noche un ratito, pero madre sí que estará. —Apretó el brazo de Gabrielle —. Cuenta alguna buena, ¿vale?
La bardo la abrazó rápidamente. —Lo haré. A lo mejor me paso después y te cuento algunas en exclusiva. —Es decir, si consigo cruzar esa puerta. Ya veremos—. Lennat, espero que se te mejore la cabeza. El chico rubio le hizo un gesto para restarle importancia. —Estoy bien. Tómatelo con calma, Bri. Te veo esta noche. —Saludó amablemente a Xena con la cabeza y cogió a Lila del brazo para acompañarla hasta casa. Se quedaron mirando cómo se alejaban en silencio. Luego... —Bueno. Así que vas a contar historias esta noche, ¿eh? —preguntó Xena, con una sonrisa. —Sí —fue la respuesta—. Mi amiga superprotectora... ¿es que tenías que asustar al posadero? —Gabrielle echó a andar hacia la posada—. Me prometiste entrenar con la vara, si mal no recuerdo. —Hizo una pausa—. Y, ya que parece que te apetece andar enredando, ¿qué has estado haciendo hoy? Xena la miró ofendida. —¿Yo? Gabrielle le clavó un dedo en las costillas. —No creas que no me he fijado en esa mirada que has intercambiado con el zapatero, oh taimada Princesa Guerrera. ¿Qué estás tramando? —Sólo hago lo me pediste, majestad —replicó Xena, mirando alrededor—. Intentar encontrar una solución para este problema tan complejo.
—¿Y? —insistió la bardo. —Que estoy en ello —fue la fría respuesta. Cuando Gabrielle se disponía a lanzar su siguiente ataque, el recuerdo del secreto que había guardado inundó su consciencia. Cerró los labios de golpe y siguió caminando. —¿Te parece que deberíamos buscar a Johan? —preguntó, mirando a Xena—. Creo que está por ahí. —No —fue la suave respuesta—. Vamos a recoger tu vara. Te lo he prometido —le recordó Xena, dirigiéndose a la posada. Había notado el súbito cambio de humor y se preguntaba cuál sería la causa—. Venga. Subieron las escaleras, entraron en la habitación y Xena cerró la puerta al pasar. —Oye. —¿Sí? —contestó Gabrielle, acercándose a la vara y agarrándola con manos repentinamente vacilantes. Miró a Xena al ver que la guerrera no respondía. —Escucha... el plan sólo está a medias. —La mujer más alta suspiró—. Es complicado. La bardo se acercó a ella y le puso una mano en el pecho. —No pasa nada. No necesito saberlo. —Puedo practicar lo que predico. Además, normalmente es mejor no saber lo que hace. Porque me asusto. O me enfado. O las dos cosas—. Te he pedido que... busques una manera de salir de esto. Tengo... que dejarte hacer lo que tengas que hacer.
—Gabrielle. —Había una profunda preocupación en esa voz grave. —No. No pasa nada —fue la respuesta, acompañada de un gran suspiro, que se cortó de repente cuando las manos de Xena le sujetaron la cara con delicadeza y sus ojos se encontraron. Y su resolución se tambaleó al ver el desconcierto que había en ellos—. Has... hablado con Alain. —Sí —replicó Xena, empezando a comprender—. Hace dos noches. Lo sabía. — Confiaba en mí. Y yo le he mentido sobre lo que sabía. Maldición—. Lo siento, Gabrielle. Yo... tendría que habértelo dicho. A lo mejor lo que pasó con tu padre no habría... Sólo quería darte la oportunidad de... —No. —Gabrielle enganchó las manos en la túnica de Xena y tiró con fuerza—. No te atrevas a disculparte por eso. —Tragó con dificultad—. Tenía miedo de decírtelo. Xena bajó la mirada al suelo y soltó las manos, que dejó caer y se quedó mirándolas. —Sí. Lo entiendo. Las tengo llenas de sangre —dijo, burlándose de sí misma y soltándose de las manos de Gabrielle—. Ya me parecía que era eso. La bardo notó el dolor que llevaba dentro. La siguió mientras retrocedía y agarró a Xena de las manos, tirando hasta detenerla. Se las levantó y las rozó con los labios, sin apartar los ojos de los de la guerrera. —Perdóname —dijo, al ver la tristeza que tenía delante—. ¿Por favor? —Dioses... quitad esa expresión de sus ojos... no puedo haber causado eso... no... por favor...—. ¿Xena? —Se le aceleró la respiración y notó que se le acumulaban las lágrimas.
—No pasa nada —fue la respuesta en voz baja—. No hace falta que te disculpes. Tenías motivos para tener miedo. —Xena cerró los ojos, reconociéndolo con cansancio —. Una persona puede cambiar hasta cierto punto, Gabrielle. —Y yo sólo puedo engañarme a mí misma durante cierto tiempo, o hasta cierto punto. Incluso por ella. Notó el tacto vacilante de la bardo sobre ella y no respondió, intentando tapar los agujeros sangrantes que se le habían formado al darse cuenta de la falta de confianza de Gabrielle hacia ella. —No me dejes fuera. —La voz estaba tan tensa que casi era irreconocible—. Por favor... Y Xena supo que no podía pasar por alto ese ruego. Abrió los ojos y respiró hondo. Reprimió profundamente su propia agonía, para otro momento, otro lugar, y se concentró en los ojos verdes llenos de lágrimas que la miraban —Nunca. —Abrió los brazos y estrechó a Gabrielle entre ellos, notando cómo se iba relajando el tenso cuerpo de la bardo—. Tranquila. Gabrielle tomó aliento varias veces sin hablar y luego suspiró. —Lo siento. —Se pegó más a ella y abrazó a Xena con una intensidad casi desesperada—. No sé qué me daba más miedo, Xena —medio susurró—. Lo que harías tú o el hecho de que yo... quería de verdad que lo hicieras. Xena sintió un estremeciemiento de espanto al oír eso y abrazó a la bardo con más fuerza. ¿Lo quería? Por los dioses. Aquí hay algo muy profundo que no entiendo. Espero no empeorar las cosas.
—Gabrielle... lo estás pasando mal, lo sé. —Notó que tragaba con fuerza—. Estás furiosa con tu padre por hacerte daño, y también a Lila... y a tu madre... Sé que lo estás. —Sí —fue la apagada respuesta. —Pero también lo quieres —continuó la guerrera suavemente—. Y no harías nada a propósito para hacerle daño. Eso lo sé. —¿Cómo lo sabes? —contestó Gabrielle, levantando la cabeza para mirarla. Xena sonrió fugazmente. —Porque te conozco. Igual que tú me conoces a mí. Gabrielle se quedó mirándola largos instantes. Luego asintió ligeramente. Y supo, en lo más profundo de su corazón, que Xena tenía razón. —Estoy... —Volvió a apoyar la cabeza en el hombro de Xena y suspiró—. Gracias. Xena sonrió. Debo de estar mejorando con estas cosas, pensó. —Mm... ¿sabías que Lennat tiene talento para ser herrero? —le preguntó a la bardo, al tiempo que retrocedía dos pasos, trasladando a la bardo consigo, y se sentaba en la cama, apoyándose en el cabecero. Gabrielle la miró parpadeando. —No... no lo sabía. ¿Es cierto? —Pues sí —dijo Xena despacio—. ¿Sabías que Alain y él son medio hermanos? La bardo volvió la cabeza y se quedó mirando a su compañera.
—¿Qué? ¿De verdad? —Sí. ¿Sabías que Tectdus está muy necesitado de un aprendiz y que aceptaría a Lennat si Metrus lo dejara libre? —Xena sonrió tiernamente a la bardo. La bardo arrugó la frente muy concentrada. —Entonces... si Lennat fuera aprendiz del herrero, podría... —Sus ojos se encontraron veloces con los de Xena. —Tomar a Lila como esposa, sí —dijo Xena, con tono tranquilo—. Y lo haría. A Gabrielle se le iluminaron los ojos. —Sabía que encontrarías una solución. Xena alzó una mano. —Todavía hay que convencer a Metrus. Él es la parte difícil. Tiene un gran rencor a Tectdus y no es probable que coopere conmigo. —Sonrió y acarició suavemente la mejilla de Gabrielle—. Pero estoy trabajando en eso. —Gracias por contármelo —respondió la bardo, con una sonrisa—. ¿Cómo has averiguado todo eso en una sola mañana? —Preguntando. —Xena se encogió de hombros—. En realidad, tampoco es tan increíb... —Y se detuvo, porque Gabrielle le tapó la boca con la mano—. ¿Mmm? —No me lo digas —susurró la bardo—. A veces me gusta pensar que las cosas que haces son una especie de magia. —Sonrió con timidez—. Una vez, escribí un poema sobre eso. Pero nunca se lo he leído a nadie.
—¿Por qué? —preguntó Xena, maravillada. —Era... no sé... demasiado... era para ti. Y para mí era muy personal. —Hizo una pausa, pensativa—. Fue la noche en que me... me paré a pensar de verdad y me confesé a mí misma que estaba enamorada de ti. —Ah —replicó Xena, con un ligero rubor—. ¿Me lo leerás más tarde? Gabrielle se rió suavemente. —No me hace falta leerlo. Me lo sé de memoria desde hace mucho tiempo. Pero sí... lo haré. —Le dio a la guerrera un leve codazo en las costillas—. Después de entrenar con la vara. Vamos, tú. —Tal vez, con eso, pueda... librarme de esta sensación... Por los dioses... es como si me ahogara. —Vale, vale —asintió Xena, pero no le gustó lo que vio en el rostro de la bardo—. ¿Estás segura de que...? —empezó y entonces vio cómo desaparecía la máscara de buen humor deliberado—. No lo estás. Gabrielle notó que volvía a perder el control y hundió la cara, irritada y confusa, en el hombro cubierto de lino de Xena. —Dioses... lo siento mucho... no sé qué me pasa... —Sshh. No te disculpes. Me tienes aquí —la tranquilizó Xena, frotándole la espalda. ¿Es eso cierto? Ella es la cosa más estable de mi vida desde hace ya mucho tiempo, y ahora está hecha trizas. Me adentro en terreno peligroso... para las dos—. ¿Quieres... quieres decirme qué te preocupa? La bardo se quedó callada un rato, ordenando sus ideas.
—Pues... no lo sé. Creo que nunca me había planteado lo que haría... lo que he hecho. Y eso ha cambiado mi forma de... verme a mí misma. —Su mano jugueteó distraída con el cinturón de la túnica de Xena—. Y... no quiero pensar que podría... atacar de esa manera sin más... me da miedo. Mucho. Temo... —Se calló. Xena se encontró de repente cara a cara con su peor miedo. Sabía, desde hacía mucho tiempo, que Gabrielle surtía un efecto sobre ella, y en momentos especialmente oscuros, se preguntaba si ella estaba surtiendo algún efecto a su vez. Esperaba con todas sus fuerzas que no fuera así. Pero había que hacer la pregunta. —¿Temes estar... convirtiéndote en alguien como yo? —Y si la respuesta es sí, Xena, esto acaba aquí. No va a ir más lejos, cueste lo que cueste. No voy a pagar ese precio. Esperó, respirando acompasadamente, intentando no mostrar la desesperación con que necesitaba oír la respuesta. Notó la repentina presión de la mano de Gabrielle sobre su estómago, al darle una palmadita tranquilizadora. —No —fue la respuesta, con voz ronca—. Temo estar convirtiéndome... en alguien como él... y... me da un miedo espantoso, Xena. ¿Cuánto de mi ser... procede de él? Xena soltó aliento, pensándoselo. —No creo que tengas mucho motivo de preocupación —comentó, con tono tranquilo —. Creo... que todos somos responsables de lo que hacemos, Gabrielle. Yo no puedo... no voy a echarle la culpa a... nadie... por lo que soy. —Notó que Gabrielle se quedaba absolutamente inmóvil, esperando a que terminara—. No deberías dejar que otros se lleven el mérito... —y sonrió dulcemente—, de lo que tú eres. Y lo que tú eres, amiga mía, es una de las personas más buenas, más generosas que he conocido en mi vida. No
eres como tu padre. No atacas movida por la rabia... si vamos a eso, te enfadas más contigo misma que con nadie. Eso es cierto, ¿no? Hubo un larguísimo silencio mientras Gabrielle permitía poco a poco que esa idea calara en la terca resistencia que había levantado con los años, planteándose la posibilidad de un punto de vista sobre sí misma que nunca hasta ahora había tenido en cuenta. —Sabes... eso es cierto —reconoció por fin, con tono maravillado, sintiendo que su mundo empezaba a recuperar de nuevo una forma conocida—. Una vez sí que pegué una paliza a un árbol. Pero no creo que eso cuente, ¿verdad? Notó la risa sorprendida de Xena. —No me acuerdo de eso. La bardo sonrió un poco y movió la cabeza para mirarla. —No, no podrías acordarte. —Contempló el rostro de Xena—. Gracias... de nuevo. Siento haber estado tan... rara. —Es un proceso curativo —replicó la guerrera, sintiendo que se le aflojaba la opresión del pecho—. Me alegro de que lo que te he dicho te haya ayudado en algo. — Dejó que sus dedos trazaran el contorno de los pómulos de la bardo y le secaran las lágrimas de la cara. Caray. He vuelto a tener suerte. Gabrielle cerró los ojos y se pegó a la caricia. —Gracias por estar aquí. —Sonrió vacilante—. No sé qué habría hecho si no estuvieras.
—¿Te sientes ya mejor? —preguntó Xena, apartándole el pelo—. Me parece recordar que alguien me pidió entrenar. La bardo respiró hondo y asintió. —Sí. Estoy mejor... aunque si estoy o no en condiciones de enfrentarme a la Princesa Guerrera es otro tema —dijo sonriendo a Xena, que enarcó ambas cejas. —Oh, yo no me preocuparía por eso, bardo mía. Entre mi falta de ambición últimamente y el grado de holgazanería que pareces infundirme, no deberías tener ningún problema —fue la guasona respuesta. Gabrielle se echó a reír. —Oh, sí, seguro que noto una gran diferencia. —Hizo una pausa—. Como que a lo mejor aguanto tres bloqueos en lugar de dos antes de acabar de posaderas en el suelo. — Se incorporó sobre un codo y miró a Xena—. Y no te atrevas a dejar que te alcance sólo para impresionar a la gente. —Vio la sonrisa de Xena—. ¡Ajá! Xena se echó a reír. —Me has pillado. —Alzó las manos rindiéndose—. Está bien, pues vamos. —Se levantó y se sacudió la túnica—. Tengo que recoger mi vara de las cuadras —comentó, esperando a que Gabrielle se uniera a ella.
La sesión de entrenamiento atrajo a más gente de la que ninguna de las dos se esperaba, pensó Xena ásperamente, gente en su mayoría hostil, pero captó algunas sonrisas, más que nada del sector más joven.
—Ojo ahora —advirtió la guerrera—. Dime si las defensas por alto te hacen daño en las costillas, ¿vale? —Vigilaba atentamente las reacciones de la bardo, pues sabía que su compañera tenía ganas de exigirse más de lo que debía debido a su inesperado público. —Estoy bien —insistió Gabrielle. A lo mejor esa combinación doble funciona... está algo distraída. Y lo intentó, atacando con un extremo de la vara al nivel de las rodillas y levantando luego el extremo superior contra la cabeza de Xena. La guerrera bloqueó ambos ataques, pero sonrió. —Muy bien. —Asintió con aprobación—. La próxima vez, intenta apuntar un poco más alto. —A pesar de la advertencia de la bardo en sentido contrario, sus propios ataques eran ligeros, lo suficiente para que se notara el contacto en las manos, pero sin sus habituales tácticas agresivas. Hasta que vio, por encima del hombro de Gabrielle, un par de turbios ojos verdosos que no se apartaban de la figura esbelta de la bardo. —Está bien... vamos a hacer una cosa un poco más complicada —dijo Xena, con calma, y guió a la bardo por una serie creciente de ataques y contraataques, manteniendo un sentido del ritmo dentro de las capacidades de Gabrielle. El ritmo se fue acelerando y advirtió esa pequeña sonrisa de concentración que asomaba al rostro de la bardo, lo cual quería decir que estaba totalmente metida en el ejercicio, sonrisa que ella misma reflejó, mientras hacía delicados equilibrios entre dar un espectáculo verdaderamente impresionante y evitar el peligro de que cualquiera de las dos perdiera el control. Vio el gesto de dolor, cuando Gabrielle se estiró para bloquear uno de sus ataques por lo alto, y se dejó caer sobre una rodilla, para continuar el ejercicio con experta precisión, pero desde un ángulo más bajo.
—Vamos, vamos... —dijo, instando a su compañera a realizar la serie final del intercambio de golpes, que dejó sus varas cruzadas, a meros centímetros la una de la otra. Las dos sonrieron. —Muy bien —repitió Xena, cuando retrocedieron y ella se irguió del todo, alargando la mano y dándole una palmadita en el costado—. Me habría encantado ver cómo combatías con Eponin y ver la cara que se le ponía. —Sus ojos relucían de orgullo—. Eres buenísima. Gabrielle sonrió muy contenta, absorbiendo la inesperada alabanza. —¿Aunque no me has forzado? —bromeó, dándole a Xena un golpecito en el hombro con el extremo de la vara—. Creía que te había dicho que no lo hicieras. —Mmm... —Xena meneó la mano de lado a lado—. Quería asegurarme de que no te hacía daño. He visto cómo te encogías con algunos de los movimientos de extensión. — Le dirigió una mirada—. Y yo creía que te había dicho que me lo dijeras si te dolía algo. —Vio la expresión de culpabilidad—. Así que estamos en paz. —Se acercó más y agachó la cabeza—. Además... tu padre estaba mirando. Gabrielle abrió mucho los ojos y se puso rígida como reacción, observando el rostro de Xena atentamente. —¿Ha visto...? —Vio el gesto de asentimiento—. ¿Sigue aquí? —Un gesto negativo —. Bien —dijo, con una sonrisa arisca—. Me alegro de que no me lo dijeras antes. Sé que me habría dado en la cabeza de haber sabido que estaba ahí. —Se relajó un poco—. ¿Ha... mirado?
Xena frunció los labios pensativa. ¿Cómo interpreto la mirada que le estaba echando? —Ha mirado. —En esos ojos había visto una mezcla de desaprobación, miedo y una extraña e incómoda fascinación. Hasta que acabó el ejercicio y ella se irguió y se encontró con sus ojos por encima de la cabeza de la bardo. Entonces la expresión se transformó en odio y la de ella en puro hielo—. No creo que todo esto haya hecho que le caiga mejor —comentó Xena, sonriendo a la bardo con sorna. —Eh, vosotras. —Lennat les sonrió vacilante—. Menudo espectáculo. —Se acercó más, seguido de un pequeño grupo de jóvenes del pueblo, la mayoría de los cuales saludaron a Gabrielle con simpatía. Ella correspondió a los saludos con una sonrisa y les presentó a Xena, que consiguió responder con cierta amabilidad. —Bri, ¿dónde has aprendido a hacer eso? —preguntó una chica delgada y morena que a Xena le recordaba vagamente a Lila—. ¿De...? —Sus ojos se posaron fugazmente en Xena y se retiraron. —En su mayor parte —confirmó Gabrielle, sonriendo a Xena—. Pero empecé a aprender con las amazonas. La chica le dio un codazo al chico que estaba a su lado. —¿Lo ves? Ya te dije que era cierto. —Sonrió a Gabrielle—. ¿Es cierto que las diriges tú? La bardo se echó a reír.
—Bueno, más o menos. No es exactamente así... —Y se lanzó a dar una breve explicación, lo cual la llevó a contar toda la historia al fascinado grupo. Xena se mantenía aparte, apoyada en su vara, y observaba a Gabrielle mientras ésta se apoderaba de ellos con su talento, presa de una intensa sensación de placer mientras observaba. Captó un leve movimiento por el rabillo del ojo, se volvió y vio a Alain entre las sombras del edificio, escuchando embelesado. —Eh... ven aquí —lo llamó la guerrera en voz baja—. Oirás mejor. El chico se acercó despacio, hasta pegarse casi a la alta figura de Xena, dirigiéndole una mirada de agradecimiento y disponiéndose a absorber el relato. —Qué historia tan buena —le susurró, hacia la mitad. —Mmm —asintió Xena, con una sonrisa irónica—. Es cierta, que lo sepas. —¿De verdad? —susurró Alain, con los ojos relucientes—. Oye... ¡está hablando de ti! —exclamó al caer en la cuenta. Xena se encogió de hombros. —Ya. —Jo. —Se rió por lo bajo, concentrándose en la clara enunciación de la bardo. —Espera, Bri —interrumpió Lennat, agitando una mano—. ¿Cómo que tenías que luchar a muerte con alguien? —Todos intercambiaron miradas. Gabrielle sonrió.
—Bueno, así es como funciona el desafío —respondió—. Pero no, no tuve que hacerlo, porque las normas también dicen que puedo nombrar a una campeona, para que luche en mi lugar. —Se volvió y miró a Xena, y todos hicieron lo mismo—. Y tuve suerte, porque resulta que mi mejor amiga es también la mejor guerrera que existe. Xena le lanzó una risueña mirada de exasperación y meneó la cabeza, pero guardó silencio, mientras la bardo continuaba su historia. Le pidieron otra clamorosamente cuando terminó y ella les dijo que no riendo. —Me voy a quedar sin voz antes de que llegue la noche si sigo así —explicó—. Y tengo que lavarme y cenar algo antes. —Retrocedió y fue donde estaba Xena apoyada en la pared de la cuadra—. Hola, Alain —dijo Gabrielle, sonriéndole—. ¿Te ha gustado la historia? El chico asintió enérgicamente. —Sí, ya lo creo. —Bajó la mirada con timidez—. Me alegro de verte, Bri. Gabrielle le dio un rápido abrazo. —Y yo de verte a ti. Él se sonrojó. —Me tengo que ir —farfulló y se escabulló, después de echar una última mirada a Xena con los ojos muy redondos, y desapareció en la oscuridad de la cuadra. Se miraron la una a la otra durante unos instantes.
—Creo que te ha gustado contar esa historia —comentó Xena, advirtiendo el brillo chispeante de sus ojos. Ah... hacía días que no veía eso. Me alegro de volver a verlo. —Pues sí —confesó la bardo, con una sonrisa—. Lo siento si te he puesto incómoda. Xena se echó a reír. —No, no lo sientes. Te encanta hacerlo. —Se apartó de la cuadra y echó a andar hacia la posada, atrapando a la bardo con un brazo y tirando de ella—. Vamos... me ha parecido oírte decir algo sobre un baño y la cena... Gabrielle se sonrió y le pasó el brazo a Xena por la cintura. —Tienes razón. Me encanta hacer eso —reconoció alegremente—. Y lo mejor es que, contigo, nunca tengo que exagerar los detalles. Sólo tengo que contar lo que ocurrió. — Estrujó un poco a la guerrera—. Haces que ser bardo resulte facilísimo. —Ah, ¿no me digas? —respondió Xena—. Bueno, cualquier cosa con tal de hacerte la vida más fácil, majestad. La bardo le dirigió una mirada. —Corta el rollo o te doy —gruñó con tono amenazador. —Bueno —dijo Xena con tono de guasa y los ojos chispeantes de picardía—. Puedes intentarlo. —¿Eso es una promesa? —contestó Gabrielle, absorbiendo las familiares bromas como una esponja. —¿Eso es una amenaza? —fue la esperada respuesta.
Se echaron a reír y entraron en la posada y cuando ya habían alcanzado las escaleras, el posadero se adelantó apresuradamente para detenerlas. —Ah... —dijo, saludando a Xena con una brusca inclinación de cabeza—. Sólo quería decir... que parece que esta noche va estar esto muy lleno, Bri. Se ha corrido la voz... parece que la gente te quiere ver. La bardo enarcó las cejas. —Me alegro de oírlo —dijo, un poco desconcertada—. Espero que eso anime el negocio. El hombre soltó una breve risotada. —Seguro que sí. —Dudó y luego dijo—: Me llamo Boreneus, por cierto. —Le ofreció el antebrazo a Xena—. Siento haber estado un poco antipático esta mañana. Xena aceptó el brazo que se le ofrecía y lo estrechó. —No te preocupes —le dijo con un gesto afable—. Vamos a apoderarnos de tu habitación del baño ahora que podemos. El hombre asintió. —Pues os enviaré a alguien para que os eche una mano con los cubos. —Se volvió hacia Gabrielle—. A mí también me apetece mucho oír unas buenas historias, Bri. Las saludó con la mano y se alejó, dejando que continuaran escaleras arriba. —Bueno. Qué diferencia —murmuró Gabrielle, meneando la cabeza con desconcierto.
Xena le sonrió de medio lado, pero guardó silencio, pensando que Gabrielle todavía no estaba acostumbrada a que la gente alabara su indudable talento. Recogieron jabón y toallas de su cuarto y se metieron en la habitación del baño. Gabrielle comprobó el agua de la gran bañera, con una sonrisa. —Perfecto —declaró, y se quitó la túnica, que dejó a un lado, y empezó a quitarse las vendas que todavía le envolvían el pecho. —Espera, deja que lo haga yo —dijo Xena, que se acercó a ella y desenrolló la tela con pericia—. Hala. —Examinó los moratones de las costillas de la bardo y meneó la cabeza—. Has tenido suerte. Gabrielle se tocó un moratón con dedos cautos y suspiró. —Supongo. La guerrera le cogió la barbilla con una mano y la miró. —No lo pienses —dijo, con tono dulce en el que de todas formas se advertía una nota de hierro—. Adentro —añadió, levantando a la bardo en brazos, izándola por encima del borde de la bañera y depositándola en el agua. —Mmmm —suspiró Gabrielle, cuando el agua la cubrió—. Por los dioses, qué gusto. —Levantó la mirada y sonrió—. Gracias por el transporte. —De nada —dijo Xena riendo, y se metió al lado de la bardo sumergida. La bañera era lo bastante grande para que las dos pudieran sentarse la una al lado de la otra, cosa que hicieron, y era lo bastante larga para que hasta Xena pudiera estirar las piernas del todo—. Oye, eso me recuerda... ¿te puedo hacer una pregunta?
Gabrielle volvió la cabeza y se quedó mirándola. —Nunca me habías preguntado una cosa así. ¿Debería tener miedo? Xena puso los ojos en blanco. —No. —Salpicó de agua la cara de Gabrielle—. La forma en que te llaman los de aquí... ¿te gusta? —Por la cara de mortificación de la bardo, adivinó la respuesta—. No, ¿eh? —Ya me parecía a mí que no... y, jo, cómo me alegro. Gabrielle me gusta muchísimo más. —Pues... no —suspiró Gabrielle, haciendo una mueca—. La verdad es que no. Me he acostumbrado a que no me llamen... así. Es... No. No me gusta. —Fiuu. —Xena se echó a reír aliviada—. A mí tampoco me gusta mucho y tenía miedo de que quisieras que empezara a llamarte así. Gabrielle la salpicó. —Ni se te ocurra. —Hizo una pausa—. Me gusta mucho cómo me llamas, gracias. Xena echó la cabeza a un lado y la observó. —¿No me digas, bardo mía? —Sí —contestó Gabrielle, acercándose más y acurrucándose al lado de Xena en el agua caliente—. Me gustan las dos partes de ese apelativo —añadió y notó que el brazo de la guerrera se deslizaba a su alrededor como respuesta. Sonrió, cogió el jabón y se frotó a sí misma y a Xena indiscriminadamente, intentando escapar de los intentos de la guerrera de hacerle cosquillas—. Para ya o te hago una aguadilla —advirtió. La
respuesta fue una profunda risotada—. Lo digo en serio. —Le puso a Xena un montoncito de jabón en la nariz y soltó una risita al ver el resultado. Y yo que pensaba que no tenía sentido del humor. Se rió por dentro. Y me preocupaba que si cedíamos a lo que sentíamos la una por la otra, nuestra amistad se echara a perder. Qué equivocada estaba... sólo se ha hecho mucho más fuerte... más de lo que me podría haber imaginado. Xena puso los ojos en blanco y metió la cabeza en el agua hasta sumergirse del todo, luego volvió a aparecer y parpadeó para quitarse el agua de los ojos. —Vamos, mete la cabeza. Te lavo el pelo —se ofreció y se quedó mirando mientras la bardo desaparecía bajo el agua y volvía a aparecer espurreando—. No te ahogues, ¿vale? La bardo tosió. —Sí... jo. —Aspiró aire profundamente y carraspeó—. Mejor —murmuró. Xena meneó la cabeza y se puso a frotar el pelo de la bardo con el jabón, sonriendo al notar que Gabrielle se relajaba y se apoyaba en sus manos. —No te quedes dormida, majestad —dijo, echándose hacia delante y susurrándole a la bardo en el oído poco tiempo después. —¿Eh? —Gabrielle pegó un respingo y la miró cohibida por encima del hombro—. Mm... vale. —Parpadeó y metió la cabeza debajo del agua para aclararse el jabón—. Lo siento —murmuró al emerger.
—Ya —comentó Xena, que se recostó, estiró los brazos por el borde de la bañera y se relajó. Sonrió a la bardo, quien de inmediato se pegó a ella y apoyó la cabeza en el hombro de la guerrera. —Bueno. ¿Qué historias vas a contar esta noche? —preguntó la guerrera distraída, apoyando la cabeza en la pared inclinada. Gabrielle bostezó. —Mmm... un par sobre ti, un par de antiguas leyendas... —Tienes que contar por lo menos una de Herc. ¿No lo pone en alguna parte de nuestro contrato? —preguntó la guerrera, dándole un leve codazo. —Ay. Para ya. Sí... supongo. —Salpicó ligeramente a Xena—. Si cuento una en la que aparecéis los dos, ¿eso vale? —No. —Xena la salpicó a su vez. La bardo suspiró. —Oh, bueno, pues supongo que ya se me ocurrirá algo que soltar sobre ese pobre hombre. —Sonrió—. A ver cómo me pongo de espectacular contigo... —Se interrrumpió porque Xena se inclinó y la besó de repente y ella cerró los ojos y correspondió, deslizando las manos por el cuerpo de la guerrera y acercándosela más—. Oye... —murmuró, cuando Xena se detuvo, y abrió los ojos para descubrir a la mujer más alta sonriéndole—. ¿Por qué has parado? Xena la miró con sorna.
—Es que se me ha ocurrido darte la oportunidad de decidir en qué clase de situación comprometida querías estar cuando entrara tu hermana. —Indicó la puerta con la cabeza. Gabrielle suspiró. —Le estaría bien empleado por aparecer sin avisar. —Sonrió fugazmente—. Si con eso pretendías que esta noche no me pase con tus historias... no ha funcionado. —De mala gana, se soltó y se apartó un poco. Pero no mucho. —Qué va —replicó Xena, recostándose y cruzando las piernas en el momento en que empezaba a abrirse la puerta—. Es que estabas tan mona que no me he podido resistir. —Vio cómo se sonrojaba la bardo justo cuando Lila asomaba la cabeza con prudencia —. Hola, Lila —dijo la guerrera con indiferencia, haciéndole un gesto para que entrara. Observó cómo la muchacha morena intentaba encontrar un punto donde posar los ojos sin quedarse mirándolas. Los ojos de Xena se encontraron con el verde brumoso de los de la bardo y las dos intercambiaron un solemne guiño risueño. —¿Qué hay, Lila? —preguntó Gabrielle, haciendo un gran esfuerzo para no sonreír. Oh... quiere a Lennat, sí... pero, ¿quién sabe mejor que yo lo difícil que es apartar los ojos de mi mejor amiga?, se dijo la bardo por dentro. Recordó la primera vez que vio así a Xena, después de nadar hacia la puesta del sol, cuando la guerrera salió del lago a la luz dorada, toda elegancia poderosa y fuego, junto con el hielo de sus ojos. La afectó de lleno con una reacción repentina y primitiva que cambió para siempre lo que sus ojos consideraban bello. Volvió a sentirlo ahora, sólo de pensarlo. —Mm... —contestó Lila, que por fin encontró un equilibrio dejando la mirada clavada en el rostro de Gabrielle—. Sólo quería pasarme para decirte... que el pueblo
entero habla de... —dudó—, vosotras. —Con una rápida mirada a Xena, que alzó las cejas. Se miraron, a sabiendas de que sus pensamientos seguían los mismos derroteros. —Esa demostración con las varas... —aclaró Lila, desconcertada por su falta de reacción. —Ah... eso —dijeron las dos a la vez. Intercambiaron una mirada cómplice y se echaron a reír. —Sí, eso. —Lila frunció el ceño—. ¿De qué creíais que estaba hablando...? —Se calló y luego se ruborizó—. Oh. —Bueno, pues será mejor que nos pongamos en marcha —comentó Xena, que salió del agua haciendo fuerza con los brazos estirados y pasó las piernas por el borde de la bañera. Fue donde habían dejado sus toallas, cogió una con indiferencia y le lanzó la otra a Gabrielle, que se había puesto de pie—. Toma. La bardo atrapó la toalla en el aire y sonrió, observando a su hermana por el rabillo del ojo. Sí... no puede apartar los ojos. —Gracias. —Se echó la toalla sobre los hombros y cuando se disponía a salir, Xena fue hasta ella, con el cuerpo envuelto en su propia toalla. —Cuidado —advirtió la guerrera—. Te puedes resbalar. —Alargó la mano, agarró a Gabrielle del brazo, la sostuvo mientras ella saltaba por encima del borde de las altas paredes de la bañera y esperó a que estuviera bien plantada antes de soltarla y recoger su túnica—. Voy a ver cómo está Argo.
Gabrielle asintió y la saludó agitando la mano ligeramente, mientras se secaba, y se volvió hacia Lila. —Así que hemos causado impresión, ¿eh? —Sonrió a su hermana—. Pues eso era yo a pleno rendimiento y Xena durmiendo. —Se echó a reír—. Aunque ella diga lo contrario. Lila se rió un poco. —Las dos parecéis llevaros bien. —Suspiró—. Hablando de lo cual, papá te ha visto hoy cuando estabas en eso y no le ha hecho gracia. Gabrielle se encogió de hombros. —Lila, estoy harta de fingir. Por él, por ti... por Potedaia. —Se envolvió en la toalla metiéndose un extremo por dentro y se volvió de cara a su hermana—. Así es como soy y eso es lo que hago. Ese entrenamiento con vara es importante, me puede salvar la vida. Su hermana miró al suelo. —Lo sé, Bri. —Le puso a Gabrielle una mano en el brazo—. Lo sé. Pero él piensa que ella te ha convertido en... no sé qué. —¿Porque le he plantado cara? —preguntó Gabrielle, con tono apagado y frío. Lila asintió. —Sí. Gabrielle se mordisqueó el labio un momento.
—Tiene razón —reconoció—. Ella ha tenido mucho que ver con los cambios que ves... los cambios que yo misma me noto. —Sonrió—. La diferencia es que él los ve como algo malo y yo los veo como algo bueno. Lila le apretó el brazo. —Yo también creo que son buenos —dijo apagadamente—. Me alegro, Bri. Me alegro de que estés viendo todos esos sitios y conociendo a todas esas personas. —Hizo una pausa, bajó los ojos y luego volvió a mirar a su hermana—. Y me alegro de que hayas encontrado a alguien que cuidará muy, muy bien de ti. Eso lo veo... ahora. La bardo se quedó mirándola largamente, asimilándolo. —Lila... —dijo por fin—. Gracias. Para mí es muy importante oírte decir eso. —Se acercó más y miró a su hermana a los ojos—. Encontrará una solución también para Lennat y para ti. Tienes que creerlo. Lila tomó aliento una vez y luego otra. —No alimentes mi esperanza, Gabrielle. No es justo —susurró, abrazándose a sí misma. La bardo la agarró por los hombros. —Si hay un modo, lo encontrará. Créeme, Lila... será así. —Tengo que ir a preparar la cena —fue la respuesta—. Buena suerte para esta noche. —Lila amagó una sonrisa—. A lo mejor te veo más tarde.
Gabrielle la vio marchar y suspiró profundamente. Luego recogió sus cosas y bajó por el pasillo hasta la pequeña habitación que compartían. Al abrir la puerta, se sorprendió un poco de ver a Xena ante la ventana, contemplando la plaza teñida por la luz del ocaso, vestida con su túnica de cuero. —¿No ibas a ver cómo estaba Argo? —comentó, colocándose detrás de la guerrera y apoyando la mejilla en el hombro de Xena. —¿Mmm? —Xena pegó un respingo y bajó la mirada hacia ella—. Vaya. Lo siento... estaba un poco distraída. —Otra vez con la cabeza en las nubes. Esto empieza a ser ridículo—. ¿Lila está bien? La bardo suspiró. —No mucho. —Levantó la mirada—. ¿De verdad piensas que puedes arreglar todo esto? —Ya estoy otra vez... ¿por qué no la presionas un poco más, Gabrielle?—. Déjalo... olvida que he hecho esa pregunta. Xena se volvió de cara a ella, apoyando los antebrazos en los hombros de Gabrielle. —Sí, lo pienso —replicó, mirando a la bardo a los ojos fijamente—. Así que no te preocupes. —Vio el resplandor de la fe que brotaba en esos brumosos ojos verdes, al tiempo que la joven rodeaba la cintura de Xena con los brazos y se apoyaba en ella. Notó que sus propios brazos estrechaban a su vez a la bardo, sin su permiso consciente —. Las dos tenemos cosas que hacer —comentó, justo antes de que sus labios se juntaran y entonces se hizo un largo silencio, mientras se perdían la una en la otra. En el dorado resplandor de su vínculo que las envolvió a las dos con una paz sensual.
Por fin, de mala gana, Xena se echó hacia atrás, tomó aliento con fuerza y le apartó a Gabrielle de los ojos el fino pelo que se iba secando. —Tienes que comer algo y prepararte para contar historias, bardo mía. Le respondió una sonrisa indolente. —Y supongo que tú de verdad tienes que ir a ver cómo está Argo. —Le clavó un dedo en el estómago a la guerrera con mucha delicadeza—. Y también cenar algo. ¿Verdad? Xena asintió. —Verdad. —Bajó la mirada—. ¿Verdad, Ares? —Ruu —contestó el lobezno, muy serio, acercándose a trompicones, y se puso a roer la bota de Xena—. Ruu —repitió, mirándola con un trocito de cuero en la boca. Xena se echó a reír, se agachó, le revolvió el pelo y lo hizo rodar. —Sí, puedes comerte parte de mi cena, como siempre. —Le hizo cosquillas en la tripa y él agitó las cuatro patitas en el aire. —Grrr. —Está bien —suspiró Xena—. Ahora sí que me tengo que ir. —Se irguió y le dio a la bardo una palmadita en la mejilla—. Te veo en la taberna dentro de poco. Gabrielle sonrió. —Vale. Saluda a Argo de mi parte.
—Lo haré. —La guerrera hizo una pausa—. Le prometí dar un paseo, así que puede que tarde un poco. —Inclinó la cabeza de golpe y salió por la puerta, seguida por los ojos de la bardo.
La brisa fresca de fuera era agradable, pensó Xena mientras cruzaba el patio y entraba por las anchas puertas dobles de las cuadras. Dentro, por una vez, nadie era objeto de burlas y el gran espacio estaba inmerso en el silencio, interrumpido de vez en cuando por una pezuña que removía la paja y el crujido leve y constante del heno al ser masticado. Argo la oyó acercarse y alzó la cabeza, mirándola con apacible interés, sin dejar de mover las quijadas. —Hola, chica —dijo Xena suavemente, al llegar al lado de la yegua, y alargó una mano para rascarle las orejas—. Te han puesto una buena bolsa de pienso, ¿eh? — Sonrió cuando Argo resopló y le dio un empujón en la tripa, al notar el calor del aliento de la yegua a través del cuero—. Sí, sí... ya lo sé, te prometí salir a correr. ¿Estás lista? —El caballo la empujó de nuevo—. Vale... vale... no me lo restriegues. Vamos, pues. Le pasó a Argo la brida por la cabeza y ajustó las hebillas, metiendo el bocado por la quijada de la yegua, que seguía masticando. —Creo que hoy vamos a ir a pelo, chica, no tiene sentido ponerte todos los arreos. — Argo relinchó con aparente aprobación y siguió a Xena de buen grado hasta las puertas de la cuadra, mordisqueando el pelo oscuro de la guerrera por el camino—. Oye, para ya —riñó al caballo, y esperó hasta que las dos salieron por la puerta para montar de un
salto a lomos de la yegua y colocar las rodillas con firmeza tras los cálidos hombros dorados. —Vamos —dijo Xena, apretando las rodillas para hacer avanzar a la yegua. Salieron despacio del patio y bajaron por un largo sendero que Xena sabía que corría paralelo al río. Y pasaron ante cierto claro conocido, donde detuvo el rápido trote de Argo—. Alto, chica. —Se quedó sentada en silencio sobre la yegua, absorbiendo la puesta del sol, que lanzaba flechas rojas por la hierba y teñía las hojas, y aspirando el olor a pino del aire que en este atardecer fresco también olía un poco a la dulzura del jazmín. Y se sumió largo rato en los recuerdos de aquel día, hacía ya más de dos años, en que enterró sus armas y entró en este claro, en la que era una de las peores épocas de su vida. Y aquí encontró una razón para seguir adelante, en lo que consideraba uno de los lugares más inverosímiles, con la gente más inverosímil. —El lugar adecuado en el momento adecuado, Argo. —Suspiró, dando unas palmadas a la yegua en el cuello cubierto de sedoso pelaje—. Vámonos. Puso al caballo al galope para bajar por el sendero del río, saltando por encima de algún que otro tronco caído y haciendo que los pequeños animales corrieran a refugiarse bajo los arbustos. Luego subió con la yegua por los despejados campos en barbecho hasta el camino y dio un rodeo para regresar al pueblo, inclinada sobre el lomo dorado y dejando que su poderoso galope devorara la distancia. Sentía que su cuerpo se movía a un ritmo perfecto y en perfecto equilibrio con la veloz yegua y en su cara brotó una sonrisa feroz. Entonces pasó la última curva del camino, ya casi a la altura de los primeros edificios del pueblo, y fue frenando a la sudorosa Argo hasta ponerla a trote corto.
—Tranquila —murmuró, acariciando el húmedo cuello—. Mira cómo te cuesta respirar. Tenemos que hacer esto más a menudo, chica. —Oyó un resoplido como respuesta—. ¿Madre te ha estado mimando a ti también? Seguro que llevaba siempre los bolsillos llenos de zanahorias, ¿eh? —Un relincho jadeante. Xena se rió por lo bajo y la puso al paso tirando de las riendas cuando entraron en el patio. La guerrera elevó la vista hacia el cielo del ocaso y reflexionó—. Vamos bien de tiempo, Argo. Me voy a ocupar de ti y luego tengo que hacer una visita. Alain asomó la cabeza por la puerta cuando se acercó y le sonrió encantado. —Hola, Xena. —Salió trotando y agarró delicadamente la brida de Argo, sujetándola mientras Xena echaba la pierna por encima del cuello de la yegua y se dejaba caer de su lomo. —Muy buenas, Alain —sonrió la guerrera—. Gracias. —Alargó la mano para coger las riendas de la yegua, pero se detuvo al ver que el chico hacía un gesto negativo con la cabeza—. ¿Algún problema? —No... —Alain le sonrió dulcemente—. Yo me ocupo de ella, ¿te parece bien? —Dio unas palmaditas en el cuello de la yegua—. Le caigo bien, creo. —Y efectivamente, Argo volvió la gran cabeza y le resopló en la cara, echándole el pelo liso y rubio hacia atrás y apartándoselo de los ojos grises. Xena sonrió de medio lado. —Pues yo te lo agradecería mucho, y ella también. Alain asintió.
—Le voy a dar unas friegas y a caminar con ella para que se enfríe. —Echó a andar hacia el pequeño patio que había fuera de la cuadra, animando con voz suave a la yegua, que seguía sin dificultad su paso desigual. Xena asintió por dentro, luego entró en la cuadra, fue hasta las cosas de Argo y abrió un compartimento del faldón de la silla de montar. —Ha llegado el momento de cumplir esa promesa —se dijo a sí misma, al tiempo que sacaba una bolsita y volvía a cerrar el compartimento. Volvió a la puerta, salió y echó a andar en dirección opuesta a la posada. Fue hacia el centro del pueblo y pasó ante de la casa de la familia de Gabrielle. Pasó por delante de la forja del herrero. Y llegó a una pequeña cabaña cuya situación se había cerciorado de averiguar esa mañana, una casucha con una antorcha encendida fuera y la seguridad danzarina de la luz del fuego dentro. Se detuvo en la oscuridad ya casi total y se quedó inmóvil y en silencio mientras se abría la puerta y salía una figura rubia y desgarbada, que irradiaba rabia. Lennat, pensó, y no está contento. Apuesto a que Metrus le ha estado echando la bronca porque quiere ir a la posada. Esperó hasta que pasó a su lado sin percatarse de su presencia y luego fue a la puerta, con cuidado de no hacer el menor ruido para no alertar al hombre que sabía que estaba dentro. Una vez en la puerta, se detuvo. No llevo armas, efectivamente... pero, ¿a quién quiero engañar? Si de verdad quisiera encontrar un modo directo de ocuparme de este... problema... soy capaz de hacerlo sin nada salvo las manos. La idea le produjo un escalofrío por todo el cuerpo que le puso de punta los pelos de la nuca y toda la piel de gallina. Ya está ahí de nuevo ese viejo lobo... Se sonrió. No, no... Xena... tienes que hacerlo con diplomacia. Respiró hondo, se preparó y luego se detuvo. Pero un poco de
lobo nunca viene mal... Y dejó conscientemente que su lado más oscuro asomara un poco, notando cómo la inundaba el cosquilleo de energía nerviosa. Consciente de que se notaba en sus movimientos, en la expresión de su cara y el brillo de sus ojos. Metrus no levantó la mirada hasta que entró en la estancia y se plantó ante su mesa. Simplemente mirándolo. Se puso pálido y retrocedió, tirando la silla en la que estaba sentado y apartándose de ella a trompicones. Colocó las manos por delante con cautela. —Hola, Metrus. —Su voz grave cruzó la superficie de la mesa hasta él—. ¿Te importa si me siento? —No esperó a que respondiera, sino que sacó la silla situada frente a la de él, se sentó, recostándose con aire relajado, y esperó a que él recuperara la serenidad. —Te dije que no crearía problemas —dijo Metrus por fin, con voz ronca, palpando a ciegas por detrás en busca de la silla, para no apartar los ojos de ella—. Lo dije en serio. —Tranquilo —dijo Xena con indolencia, colocando una bota en la silla de al lado y apoyando el antebrazo en la rodilla—. Sólo quiero hablar. —Hablar —afirmó Metrus sin expresión—. ¿De qué? —Se sentó despacio en la silla ya enderezada y colocó con cuidado los brazos encima de la mesa—. ¿De qué tenemos que hablar? Xena hizo una pausa y lo observó. Debe de haber salido al padre, pensó, porque no se parece nada a Lennat, y Lennat y Alain sí que tienen un aire. —Lennat es buen chico —comentó, observando cómo sus ojos se llenaban de recelosa desconfianza.
—No está mal —asintió Metrus, ásperamente—. ¿Y a ti qué te importa? —Sus ojos soltaron un destello repentino—. ¿Estás disponible? Creía que ya tenías a alguien que te limpie las botas. —Lo lamentó cuando vio el fuego frío que de repente le iluminó los ojos—. Está bien... está bien... olvídalo. —Se echó hacia atrás, ahora más seguro de sí mismo. Quiere algo. Pues muy bien... soy un hombre de negocios—. ¿Qué es lo que quieres, Xena? —Vamos a ir al grano. —¿Qué es lo que quiero? —replicó la guerrera—. No sé. A lo mejor es que siento curiosidad. —Se echó hacia delante y apoyó la barbilla en una mano, observándolo—. ¿Por qué lo has tomado de aprendiz, Metrus? No sirve para comerciante. El rechoncho aldeano se encogió de hombros. —Sirve para trabajar... es de mi sangre... tiene que ganarse la vida de algún modo. Considéralo caridad por mi parte. —O mano de obra gratuita, teniendo en cuenta que no le estás enseñando nada — contraatacó Xena, con una sonrisa fiera—. Dime, Metrus, ¿odias a ese chico? Metrus frunció el ceño. —¿Estás tonta? Es mi hermano. —¿Y? —Xena se encogió de hombros—. Por lo que he visto en este pueblo... ¿eso qué más da? —Lo miró meneando despacio la cabeza—. Aquí he visto más intolerancia y odio que en los ejércitos de algunos señores de la guerra. El hombre la miró furioso.
—Nos gustan nuestras tradiciones. No nos gusta que llegue alguien y las pisotee, Xena, y menos alguien como tú. —¿Como yo? —repitió la guerrera, acercándose más—. ¿Como yo en qué sentido? ¿Qué es lo que te resulta ofensivo, Metrus? ¿Que soy más alta que tú? ¿Que te puedo dar una paliza? ¿El qué? Él no contestó la pregunta, pero se quedó mirándola largamente. —¿Qué quieres? —preguntó, con la voz algo ronca. Xena se echó hacia atrás de nuevo y lo miró con los ojos medio cerrados. —¿Cuánto vale tu hermano para ti? Sus ojos soltaron un destello de comprensión. —¿Lo quieres comprar? —Se le relajó la cara—. Tampoco es que me extrañe... es un chico guapo. Y tú... —Hizo un mohín con los labios—. En fin. Está sujeto a un contrato conmigo como aprendiz. No sé si me apetece venderlo. Ella se movió tan deprisa que a él no le dio tiempo de respirar, de pensar, de moverse. Estaba recostada en la silla frente a él y de repente, lo había levantado por el aire, sacándolo de su silla, y lo había estampado contra la pared con tal fuerza que las vigas se estremecieron. Se hizo el silencio, interrumpido por el jadeo áspero de su respiración. Xena estaba inmóvil como una estatua tallada en piedra, aferrándole la túnica con las manos, sosteniéndolo por encima del suelo con una facilidad que le congeló la sangre, clavándole la mirada de esos ojos azules más fríos que el invierno.
—Vamos a dejar sentadas unas normas básicas, Metrus. —Su voz adquirió un tono feroz que le provocó escalofríos por la espalda—. Podemos hablar de esto civilizadamente y yo puedo conseguir lo que quiero. O puedo arrancarte la columna por el cuello y matarte a golpes con ella. Y conseguir lo que quiero. Tú eliges. —Obligó a sus brazos con decisión a no temblar por el esfuerzo de levantar su gordo cuerpo y sostenerlo en vilo. —Es... es... está bien —resolló él, balbuceando. Y sofocó un grito cuando ella lo levantó en volandas, se giró y lo depositó de golpe en su silla con tal fuerza que le hizo daño. Intentó reprimir el miedo irracional que le tenía, pues sabía que lo que acababa de sentir era algo más que humano. Se quedó mirándola mientras rodeaba la mesa y volvía a instalarse en su silla, colocando ambos antebrazos sobre la mesa y entrelazando los dedos. —¿Cuánto vale para ti? —repitió su pregunta con tono tajante. Él dijo el precio del contrato, lo normal para un aprendiz. Con ella no valía intentar obtener algo de más. Ahora sólo se oía el crepitar del fuego y los delicados ruidos nocturnos fuera de la ventana, mientras él veía cómo lo observaba ella con ojos pensativos. Entonces se movió rápida como el rayo y se oyó un apagado ruido metálico de monedas cuando una pequeña bolsa aterrizó delante de él. Tragando con dificultad, alargó una mano vacilante y abrió la bolsa con cuidado, derramando el contenido. Era su precio y un poco más. —Bueno, a mí no me sirve como aprendiz, en eso tienes razón. No tiene sentido alimentarlo por nada. Acepto. —Soltó un suspiro de alivio—. Aunque confieso que voy a echarlo de menos.
Xena se echó a reír por lo bajo y vio que Metrus se quedaba blanco al oírla. —No va a ir a ninguna parte, Metrus. No soy tratante de esclavos. El hombre la miró confuso. —¿Por qué? Ya he aceptado, Xena... no puedo volverme atrás, pero también... estoy pensando que tú no eres así. ¿Por qué? La guerrera se echó hacia atrás y se encogió de hombros. —¿Acaso importa? —Dejó que una lenta sonrisa le asomara a la cara—. Podría decirte que lo hago para cumplir una promesa que le he hecho a una amiga, pero nunca te lo creerías. Así que... digamos que... es un capricho mío. —Se levantó y le ofreció el brazo—. Séllalo. Él dudó, luchando contra el miedo irracional que le tenía. Se levantó despacio y, por fin, se obligó a estrecharle el brazo. Se sorprendió al notar la cálida suavidad de su piel, que cubría la flexible tensión de los músculos que notaba bajo los dedos. Como terciopelo sobre acero, pensó. —Está sellado —dijo, mirándola a los ojos de refilón—. Pero, ¿por qué lo vas a dejar aquí? —De repente, abrió mucho los ojos—. Esa chica. Xena sonrió. —Ella también es buena chica. —No le soltó el brazo—. Y él será un buen herrero. Metrus se quedó boquiabierto. —Pero... eres...
—Ahh... cuidado, Metrus —dijo la guerrera riendo—. Soy una cruel y despiadada señora de la guerra, ¿recuerdas? —Apretó los dedos y vio el sobresalto en sus ojos—. Déjalos en paz, ¿me oyes? —Hay mala sangre entre nosotros, maldita seas —bufó, con la cara enrojecida de rabia—. No, no lo voy a tolerar. Ese maldito... —Se calló de golpe cuando una sacudida de dolor le atravesó el brazo. Xena endureció la expresión y ahora sus ojos brillaban de rabia. —La cosa acaba aquí, Metrus. Lo que ocurrió no es culpa de Lennat. Tiene un don y se merece la oportunidad de perfeccionarlo. —Sus ojos se dilataron de golpe—. Es todo cuestión de elegir, Metrus: todos tenemos derecho a elegir cómo queremos vivir... y por eso todos vosotros odiáis tanto a la gente como yo, ¿verdad? —Le soltó el brazo, pero se echó hacia delante y atrapó sus ojos con los suyos—. Metéis a vuestros hijos en cajas, Metrus... nunca les dais la oportunidad de crecer... si dan muestras de algo diferente... los volvéis a meter en la caja a base de golpes, ¿verdad? No hubo respuesta. Metrus se limitó a mirarla. Por fin... —Nuestras tradiciones son la piedra angular de nuestra vida, Xena. Si nos las quitan, no nos queda nada. Si se deja que esas tradiciones sean destruidas, sólo se tiene... una serie de personas. Sin nada que las una. ¿Es eso lo que quieres? La guerrera suspiró. —Tenemos puntos de vista diferentes, Metrus. Tú deja a esos chicos en paz. El comerciante asintió con rigidez.
—Cumpliré el trato que he hecho. Pero no me gusta. No será bien recibido aquí si va a ese... sitio. Xena tomó aliento. —No dejes de decírselo, Metrus. Para que elija libremente —dijo, con suavidad. Y se volvió en redondo, deseosa de salir de ese lugar cerrado y alejarse de esa mente cerrada. Bajo las estrellas, donde levantó la mirada y aspiró el aire limpio con una sensación de alivio y dejó escapar la rabia y la frustración. Y se encontró cara a cara con Lennat, que estaba allí plantado, mirándola con expresión inescrutable, el pelo rubio incoloro bajo la luz de la luna creciente. —Ella dijo que hacías magia —susurró el chico, con los ojos relucientes. Xena resopló. —No es magia, Lennat. Lo he amenazado y luego lo he comprado. Ni magia, ni ideas románticas, ni nada. Simple negocio. Ahora tú cumple con tu parte del trato. —Hizo una pausa—. ¿Lo has oído? Lennat asintió. —Cada palabra. —Eso ahorrará tiempo —comentó Xena—. ¿Qué vas a hacer? El chico sonrió. —Hacerme herrero. Y casarme con Lila. —Se mordió el labio—. No necesariamente en ese orden. —Y se puso serio—. Y siempre... siempre... caer de rodillas y dar gracias
a los dioses por haberte enviado. —Tomó aliento—. Y te devolveré hasta el último dinar que le has dado, te lo juro. Xena lo miró, debatiéndose entre el bochorno y la admiración a su pesar. —No te molestes... estará bien conocer a un buen herrero por esta zona. —Le sonrió de medio lado—. Y no ha sido por ti. Así que no pienses que estas cosas se me ocurren a menudo. Lennat le sonrió. —Lo sé... No te preocupes, tu reputación está a salvo conmigo. —Bueno, pues está bien —dijo Xena, mirándolo de hito en hito—. A ver si nos entendemos. —Le dio una palmada en el hombro y echó a andar hacia la posada—. Tienes que ver a algunas personas, creo. Te dejo a ello. —Xena —la llamó, pero sin levantar la voz. —¿Sí? —contestó ella, deteniéndose y volviéndose para mirarlo. Se acercó a ella y le tocó el brazo. —Gracias. —En voz muy baja. Y mostrando en sus ojos grises todo lo que sentía su alma. Xena tomó aliento para hablar, con la intención de quitarle importancia, pero había algo en su tono que se lo impidió. —De nada —contestó por fin, alzando una mano y dándole una palmadita en el hombro—. Ahora vete.
Él asintió y sonrió. —¿A quién veo primero? A Metrus, creo. Luego... a Tectdus... y luego... —su voz se llenó de alegría—, a Lila. —Se mordió el labio, luego se dio la vuelta y se encaminó hacia la cabaña mal iluminada de donde había salido ella. La guerrera soltó un profundo suspiro y meneó la cabeza. Jo... qué chochez me está entrando. Reflexionando sobre su reciente sentimentalismo, cruzó la plaza del mercado y se detuvo ante la forja del herrero. Bueno, ya que esta noche estoy tan blanda, ¿por qué no llevarlo hasta el final? ¿No? Pues eso, Xena. Entró en la forja y la cruzó hasta la pequeña choza que había detrás, donde la luz brillante de las velas salía por las ventanas. Llamó ligeramente a la puerta y dentro oyó el roce de una silla al echarse hacia atrás y unos pasos pesados que se acercaban a ella. —¿Y quién llama a la puerta a esta...? Oh. Xena, hola. —La voz áspera de Tectdus se suavizó al ver quién era su visitante—. ¿Ocurre algo? ¿Se ha roto la pieza o...? —No —dijo la guerrera con una sonrisa—. El trabajo está muy bien. ¿Está Alain? Tectdus la miró ladeando la cabeza. —Sí —dijo alargando la palabra, evidentemente desconcertado—. ¿Se trata del caballo, pues? —No —dijo Xena de nuevo—. Tranquilo, Tectdus. No es nada malo. Es que me ha dado la sensación de que le gustaría ver cómo su antigua compañera de juegos cuenta unas historias. Y... he pensado que se meterían menos con él si entraba conmigo. El herrero se quedó algo boquiabierto, pero sonrió.
—Ah... eso es muy amable. Quería ir, sí... pero yo... Xena asintió. —Lo sé. Tectdus gruñó como respuesta. —¡Alain! —llamó—. Tienes visita. —¿Yo? —se oyó la voz sorprendida del chico, al tiempo que rodeaba cojeando el marco de la puerta y veía la alta figura de Xena—. Caray. ¡Hola! —Se le iluminaron los ojos. —Hola, tú —dijo Xena con humor—. ¿Quieres venir a oír unas buenas historias? Alain sonrió radiante y miró a Tectdus, quien asintió solemnemente. —Gracias, papá... —gorjeó el chico y salió apresurado por la puerta para unirse a la guerrera—. Gracias —le dijo a ella, en voz más baja. Chochez pura, se burló de sí misma. —Vamos. —Se dio la vuelta, pero luego se volvió de nuevo hacia Tectdus—. Ah... sí. No te sorprendas si esta noche recibes otra visita —le dijo, con un brillo risueño en los ojos que él captó. Se quedó mirándola desconcertado, luego vio su leve sonrisa y sintió curiosidad. Pero antes de poder preguntar, ya se había ido, llevándose a Alain a la posada.
—Pero bueno, ¿qué estará tramando? —se dijo a sí mismo—. Ésta sí que tiene mar de fondo, ya lo creo. —Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, oyó pasos dentro de la forja y volvió a asomar la cabeza. Y se quedó mirando a la figura alta y delgada cuyo pelo reflejaba la luz de la luna—. ¿Lennat? —Y entonces se acordó del brillo risueño de esos ojos tan azules. Que me ahorquen... entonces, ¿lo ha hecho? —Maestro Tectdus... —dijo Lennat, pasando de la luz de la luna a la de las velas de su umbral—. Me he enterado de que necesitas un aprendiz. El herrero se echó a reír y meneó la cabeza. —Pasa, muchacho. —Y cerró la puerta cuando entraron.
3
Xena guió a Alain por el patio hacia la posada, riendo por lo bajo. Cuando estaban a punto de pasar por la puerta, vio a una figura conocida que salía de la cuadra. —Johan —llamó—. Aquí. —Ah, muchacha. —El hombre mayor la saludó agitando la mano, al tiempo que agarraba mejor un paquete que llevaba sujeto bajo el otro brazo—. Ahí estás. —Fue hasta ellos y le entregó el paquete a Xena—. Esto es para ti, y para Gabrielle, por supuesto. —Le sonrió con picardía. Xena lo miró risueña al coger el paquete.
—¿Madre te ha enviado para ver cómo estábamos? —En su tono había un amago de fastidio, pero siguió sonriendo—. Me podría sentir insultada. Johan la miró chasqueando la lengua. —Vamos... tiene buena intención, tú lo sabes. —Sonrió y señaló la puerta con la barbilla—. ¿Vas a entrar? ¿Y quién es éste? —Miró inquisitivo al silencioso Alain. —Oh. Perdona —replicó Xena—. Alain, éste es Johan. —Hola —dijo el chico, casi susurrando. —Hola, muchacho —contestó el comerciante, con una sonrisa—. Hay empanadas en el paquete. —Dirigió una mirada intencionada a la guerrera—. Tu madre ha dicho que no dejes de compartir. Xena puso los ojos en blanco con fingida exasperación. —¿Que yo no deje de compartir? Vamos. —Suspiró y abrió la puerta. Dentro estaba todo agradablemente iluminado y muy lleno. Xena, que iba en cabeza, notó que los ojos se posaban en ella en cuanto pasó por el umbral y no hizo el menor caso, mientras cruzaba la estancia hacia su mesa preferida, en el rincón del fondo. Vio a Gabrielle sentada al lado de su madre, con una cara de tensión que se relajó cuando alzó los ojos y se encontró con la mirada sonriente de Xena. La bardo sonrió a su vez y hasta Hécuba, que se volvió para ver cuál era la causa de la reacción de su hija, amagó una sonrisa hacia la guerrera.
Lo cual, pensó Xena, era agradable, porque las miradas que recibía del resto de la gente sólo se podían describir como... hostiles. Como si no pasara nada, recorrió la estancia con los ojos y devolvió las miradas más desagradables con una de las suyas, inyectando un aire de amenaza tensa en la superficie de sus pensamientos, a sabiendas de que eso también se dejaría notar en su porte. Las miradas se apartaron de ella de repente, cuando sus dueños encontraron otras cosas que mirar. Cosas menos peligrosas, sonrió Xena por dentro, y llevó a sus acompañantes a través del gentío hasta la mesa vacía, donde ella misma ocupó el asiento más retirado, de espaldas a la pared. Uno de los mozos de la posada se acercó con cautela, pues ya estaba acostumbrado a Xena tras varios días de estar expuesto a ella. La guerrera lo miró enarcando una ceja y meneó la cabeza. —¿Acaso llevo armas encima? ¿Es que parece que me voy a liar a puñetazos con la gente? —se quejó a Johan—. ¿Qué es lo que me pasa? Johan se echó hacia atrás en la silla y la contempló con seriedad. Estaba sentada en una postura relajada, sí, con una bota apoyada en el soporte de la mesa y los antebrazos en la rodilla. Sin armadura, pero la túnica de cuero que llevaba era oscura y delineaba su figura esbelta y musculosa de una forma que dejaba poco juego a la imaginación. Su pelo oscuro estaba echado hacia atrás, dejando que la luz de las velas dibujara fuertes sombras sobre su rostro de rasgos cincelados. Y luego estaban los ojos, que recogían incluso esta luz floja y la reflejaban con destellos de fuego pálido. —Bueno, muchacha... —Le sonrió con ironía—. Llamas la atención, eso sin duda. — Levantó la vista hacia el camarero—. Cerveza para mí, muchacho. Y para aquí la
señora. —Señaló con la barbilla a Xena, que alzó una ceja sardónica al oír el apelativo —. ¿Qué servís de comer? El camarero miró nervioso a Xena y de nuevo a Johan. —Guiso en tajadas. Johan miró a Xena, quien se encogió de hombros sin comprometerse. —Trae tres —dijo—. Y una cerveza pequeña para él. —Indicó a Alain, que estaba sentado en su silla muy callado, mirando a su alrededor con ojos brillantes. —Bueno —dijo Johan, en voz baja, cuando el camarero se marchó—. ¿Me vas a contar qué ha ocurrido? ¿O tengo que volver con Cirene con las manos vacías? — Alargó la mano y la posó sobre la muñeca de Xena—. He visto las marcas que tiene en la cara. Xena respiró hondo y se lo contó. La historia completa, y vio la rabia que iba llenando sus ojos, como le había ocurrido a ella. Era consciente de que Alain escuchaba atentamente, con los ojos redondos al oír lo que su padre sólo le había contado al vecino en susurros. —Perro —bufó Johan, cuando terminó—. Mira que pegar a una como ella... ¡por los dioses, Xena! Xena meneó la cabeza y le tocó la mano para hacerlo callar al ver que Gabrielle se dirigía hacia ellos. La guerrera sonrió cuando la bardo llegó a la mesa y apoyó las manos en ella.
—Hola, Johan. Alain... —los saludó Gabrielle—. Hola —añadió, mirando a Xena a los ojos. Y se perdió en ellos por un largo instante que la llenó de un calor creciente. —Bonito atuendo —dijo Xena con indolencia, dejando asomar a los labios una sonrisa de aprecio—. Siempre me ha gustado ese color. La bardo iba vestida con una túnica de seda de color verde claro, que hacía un bonito contraste con su pelo dorado rojizo y era casi del color de sus ojos. A juego con un collar de plata con una piedra que sí que era del mismo color. —Gracias —contestó alegremente—. Creo que ya va siendo hora de que empiece. ¿Tienes... —sonrió a Xena suavemente—, alguna petición especial? Xena se rió por lo bajo. Pedirle que no cuente ninguna historia mía no me va a servir de nada, ¿verdad? No. —Me gustan todas, Gabrielle. Tú lo sabes. La bardo sonrió. —Lo sé. —Y vio la calidez que inundaba los ojos azules del otro lado de la mesa—. Deséame suerte —bromeó y su mirada quedó capturada de repente por la de Xena, que la atrajo al interior de su vínculo con una fuerza casi física. —No necesitas suerte, bardo mía —dijo la voz suave, que llenó sus oídos y se convirtió, por un instante, en el único sonido que oía—. Así de buena eres. Ahora demuéstraselo. Gabrielle asintió y les sonrió a todos ligeramente, luego se volvió y se dirigió a la parte delantera de la estancia, planeando ya con qué historias iba a empezar, para
romper el hielo de la sala de modo que sus relatos más intensos pudieran causar impresión. Empezó con una historia ligera y divertida sobre un estropicio causado por las flechas de Cupido, lo cual les llamó la atención e hizo que se concentraran en ella, y el humor desmoronó su fachada de desaprobación, dando paso a una aprobación a regañadientes. Tengo que conseguir que se olviden de que la que está aquí soy yo. Sólo soy una bardo... no soy de Potedaia... A continuación, la historia clásica de Helena de Troya... dejando fuera su punto de vista personal, pensó sonriendo por dentro. Ahora los estaba atrapando y empezaban a prestar más atención a la historia que a quien la estaba contando. Estupendo. Un vistazo rápido al fondo de la sala, donde una sonrisa correspondió a la suya. Concéntrate en la historia, Gabrielle... Pero su cara devolvió la sonrisa. Xena paseó la mirada por la sala, observando las expresiones embelesadas de los aldeanos que concentraban su atención sobre la bardo. Vio que sus rostros perdían la hostilidad y se relajaban con absorto interés mientras Gabrielle tejía sus relatos a su alrededor. Y de vez en cuando, la bardo la miraba, por un instante, un simple y rápido intercambio de calor entre las dos. Se dejó absorber por las historias, incluso cuando la siguiente que empezó Gabrielle resultó que trataba de ella, y sólo se dio cuenta periféricamente de las cabezas que se volvían y de las miradas ahora interesadas y no tan hostiles que se posaban sobre ella. A veces, pensó con seriedad, oigo estas historias y de verdad es como si trataran de otra persona... algunas de las cosas que le oigo decir... no es posible que yo haya hecho eso... ¿verdad? Parece tan imposible.
Gabrielle terminó esa última historia y bebió un largo sorbo de agua, observando a su público. Ahora estaban totalmente metidos en el asunto, se volvían y susurraban entre sí mientras ella reposaba la garganta y lanzaban miradas disimuladas al fondo de la sala donde Xena estaba apoyada en la pared, bebiendo su cerveza y observando a la gente con los ojos entornados. Era el momento de contar una más, decidió Gabrielle, puesto que la que tenía en mente era bastante larga. De modo que tomó aliento y empezó un relato sobre una reina amazona que intentó llevar la paz a su nación, enfrentándose a una dura oposición... A los pocos minutos, se atrevió a mirar hacia la mesa del fondo y se encontró con los atónitos ojos azules y la sonrisa de medio lado que la aguardaban allí. Sorpresa, rió su mente en un plano distinto a aquel desde el que contaba la historia. Ooh... cómo te he sorprendido, amiga mía. Xena escuchó, sonriendo cada vez más mientras Gabrielle tejía la intrincada historia en torno a sus oyentes, sin revelar en ningún momento que la reina amazona a quien les estaba enseñando a conocer era ella misma. Sólo lo sabían Johan y ella, puesto que Johan había oído la historia original en la mesa de su madre aquel día en Anfípolis. Le tocó el brazo y la miró a los ojos cuando ella lo miró. Ella asintió y luego meneó la cabeza. Y la gente se fue echando hacia delante cada vez más, a medida que el peligro se hacía más evidente, hasta que los tuvo sujetos en las delicadas garras de sus palabras y los condujo hasta un claro azotado por la lluvia y una ballesta centaura que disparaba contra un corazón indefenso pero valeroso.
Hasta Xena, que tenía excelentes motivos para saber la respuesta a la pregunta que pendía en el aire, se descubrió aguantando la respiración. Mira que eres tonta, Xena. Tú sabes lo que ocurre a continuación. Deberías... puesto que fue tu puñetera mano la que atrapó esa flecha. Y cuando Gabrielle continuó y relató aquel rescate en el último momento, todos los presentes en la sala se volvieron y miraron a Xena durante un largo y silencioso instante. —¿Cómo lo hiciste? —gorjeó Alain suavemente, tirándole de la mano—. Eso es cierto, ¿verdad? Xena apartó los ojos de los de Gabrielle y agachó la cabeza hacia Alain. —Sí. Es cierto. —Caray —susurró él, volviendo a prestar atención a Gabrielle. Ésta terminó la historia y ahora la gente era suya y empezaron las aclamaciones. Gabrielle pasó un rato deambulando por la sala, hablando con la gente y contestando varias preguntas sobre las historias. Hécuba le dirigió una sonrisa tensa y orgullosa cuando llegó a la mesa donde estaba sentada su madre. —Qué historias tan bonitas, Gabrielle —dijo la mujer mayor—. Y las cuentas de una forma maravillosa. La bardo sonrió y se arrodilló junto a la mesa.
—Gracias. Tengo mucha práctica. —Sus ojos se iluminaron suavemente—. Y ahí atrás tengo una amiga que me inspira. —Sus ojos flotaron hasta los de Xena y su sonrisa aumentó, luego volvió a mirar a Hécuba. —Esa última historia... —dijo Hécuba, bajando la voz—. ¿De verdad estuviste allí, durante todo eso? ¿Lo viste todo? Gabrielle hizo un gran esfuerzo, pero no pudo controlar la sonrisa irónica que se le formó. —Mm... sí. Podríamos decir que sí. Hécuba estaba a punto de seguir presionándola, pero un movimiento les llamó la atención y cuando se volvieron, vieron a Lila y a Lennat que entraban en la posada, con aire emocionado. —Mm... —murmuró Gabrielle—. ¿Qué les pasará? Xena observaba atentamente desde el otro lado de la sala y entonces vio a Lila avanzando muy decidida hacia la mesa donde estaban hablando su madre y su hermana. Lennat iba detrás de ella, con una gran sonrisa en la cara. Ahh... La guerrera se rió por dentro. He aquí mi recompensa por toda esta tediosa manipulación. Clavó los ojos en el rostro de Gabrielle y esperó. Se fijó en las mejillas arreboladas de Lila y en las miradas que lanzaba a Lennat, que se sentó a la mesa y explicó las cosas con timidez, usando las manos para expresarse. Lila le puso la mano en el hombro y lo miró con adoración. Luego él alzó su mano, cogió la de ella, la miró a los ojos y dijo algo que hizo que ella se ruborizara.
Algo que hizo que Hécuba se llevara las manos a las mejillas encantada. Y que hizo que Gabrielle se pusiera de pie, primero para abrazar a Lila, luego para apoyar las manos en la mesa y volver la cabeza despacio y encontrarse con los ojos a la espera de Xena. Xena notó una sonrisa que le inundaba la cara sin control, mientras absorbía la mirada indescriptible de adoración y gratitud que veía en los brumosos ojos verdes de la bardo. Sintió calor por todas partes. Eso... ha hecho que todo el esfuerzo valga la pena... esa expresión de sus ojos... Haría... dioses... lo que fuera por eso. Por ella. Y examinó esa inesperada idea con cuidado, descubriendo que era la verdad. Por los dioses... estoy colada perdida, ¿verdad? Y se rió de sí misma. Vio que Gabrielle abrazaba a Lila de nuevo, luego hacía un comentario, se volvía y se encaminaba hacia la mesa de Xena, apartando las manos ansiosas que intentaban cortarle el paso. Hasta que llegó a la mesa. —Parece que hemos tenido una noche llena de actividad —comentó, clavando la mirada en el rostro de Xena—. Lennat ha llegado a un acuerdo de aprendizaje con Tectdus y le ha pedido a Lila que se case con él. —Vaya, qué buena noticia —dijo Xena con guasa, sonriendo a la bardo con indolencia—. ¿Y ella ha aceptado? Gabrielle se limitó a sonreírle. Johan se levantó y alargó la mano hacia Alain por encima de la mesa. —Ven, muchacho, vamos a buscar más cerveza, ¿eh?
—Vale —respondió Alain alegremente, paseando la mirada entre Gabrielle y Xena—. Tengo sed. —Se levantó, cogió la mano de Johan y lo siguió hacia la parte delantera de la posada, donde había grupitos de aldeanos congregados, charlando. —Qué sutil es —sonrió Gabrielle, al tiempo que rodeaba la mesa y se acuclillaba junto a la silla de Xena, colocando una mano en el muslo de la guerrera para sujetarse. Durante unos momentos, observó en silencio el rostro de la mujer más alta. Luego—: Gracias —dijo suavemente. Xena levantó la mano que tenía apoyada en el brazo de la silla y rozó con los dedos la mejilla de la bardo. —Me alegro de que todo haya salido bien —fue su respuesta tranquila y como sin darle importancia—. La verdad es que no he hecho gran cosa —añadió, encogiéndose ligeramente de hombros. —No —respondió Gabrielle, mirándola con sorprendente intensidad—. No... no digas eso... Xena... acabas de cambiarles la vida... de un modo que es importantísimo para ellos. —Hizo una pausa y alzó la mano, entrelazando los dedos con los de Xena—. Y más que importantísimo para mí. Sus ojos se encontraron y por un instante, la sala desapareció, dejándolas aisladas la una en la otra. —No sé cómo te voy a compensar por esto —dijo Gabrielle medio en broma, luego se calló cuando la mano de Xena le tocó los labios, deteniéndolos.
—Oh, no, bardo mía —La voz de Xena se hizo más suave y profunda—. Lo he hecho libremente, eso ya lo sabes. Entre tú y yo, no se habla de deudas ni pagos, ni ahora ni nunca. Gabrielle cerró los ojos y sonrió y dejó que sus labios rozaran suavemente los dedos de la guerrera. —Lo sé. Xena soltó aliento. —Bonitas historias, por cierto. La última me ha encantado. —Sus ojos soltaron un destello risueño—. Menuda sorpresa... no sabía que la habías terminado. —Seguí tu idea... ¿tú crees que alguien se habrá dado cuenta? —preguntó la bardo, riendo ligeramente—. Ha funcionado muy bien... ¿te fijaste en sus caras cuando les conté lo de la flecha? —Mm... sí —respondió Xena con una sonrisa sardónica—. Me fijé en sus caras, porque todos se volvieron para mirarme. —Apretó los dedos que seguían entrelazados con los suyos—. Buen trabajo, Gabrielle. Creo que los has conmovido. Gabrielle asintió levemente. —Sí... creo que sí... me ha dado mucho gusto. —Se le quebró un poco la voz y carraspeó con una mueca—. Aunque creo que me va a pasar factura... ay. Normalmente intento utilizar la respiración cuando tengo que hablar así, pero... —Hizo una ligera mueca de dolor y se tocó las costillas con la mano—. Todavía me duele un poco, supongo.
—Oh... creo que puedo prepararte algo para eso —rió Xena—. Me parece recordar que el otro día te gustó esa mezcla de menta y miel. —Y añadió con más seriedad—: Y te volveré a vendar esas costillas. —Posó una mano cálida en el costado de la bardo. —Mmm... —asintió la bardo—. Vale... estoy de acuerdo. Deja que vaya a hablar un rato con madre y Lila... de hecho, ven, creo que Lila quería hablar contigo. —Sus ojos soltaron chispas risueñas—. ¿Prometes no poner caras raras si te abraza? La respuesta fue una ceja bruscamente enarcada. —Veré qué puedo hacer. —Su tono era levemente burlón, pero se levantó, izando a Gabrielle con ella aprovechando que tenían las manos entrelazadas—. Vamos. Fueron donde Gabrielle había dejado a su familia y Xena fue objeto de miradas de desconfianza, aunque no totalmente hostiles, mientras cruzaban la sala. Era una mejora, pensó, apoyando un antebrazo en el hombro de Gabrielle con informalidad cuando se detuvieron junto a la mesa. —Tengo entendido que hay que felicitar a alguien —dijo con guasa, sonriendo a Lila ligeramente. La muchacha morena le sonrió a su vez, pensativa. Lila había estado observando a Gabrielle por el rabillo del ojo desde que su hermana se dirigió al fondo de la sala, después de que ella impartiera su feliz noticia y viera la mirada que Gabrielle lanzó a la guerrera. Encontrará un modo, ¿no fue eso lo que dijo su hermana? Lila meneó la cabeza por dentro. Gabrielle no había albergado la más mínima duda... y ahora aquí estaba ella, prometida a Lennat y él a punto de convertirse en herrero. Ha sido magia, pensó, tal y como dijo Lennat cuando entró en su casa y, con seriedad, con
cortesía, cayó sobre una rodilla con gesto humilde y la pidió a su padre en matrimonio. Qué romántico... Lila suspiró. Su padre se negó de malos modos a darle una dote... y la respuesta de Lennat fue perfecta... ¡perfecta! Nada salvo su camisa, señor, dijo, y con eso no tiene precio. Y Herodoto asintió despacio con la cabeza, dando su acuerdo. Nunca había sentido un momento de dulzura mayor, y ahora contemplaba a la persona que, por medios que ella no comprendía, le había dado ese momento. Sin esperar nada a cambio, dada la hostilidad que la rodeaba y que mantenía a raya con el escudo de su mirada distante y fría que ahora los observaba a todos. Impulsivamente, Lila rodeó el borde de la mesa y la abrazó, esperando al hacerlo no estar a punto de recibir un golpe que la lanzara al otro lado de la sala. Medio se lo esperaba, en realidad, y se tensó preparándose para ello... pero Xena, con aire divertido, la rodeó con sus largos brazos y le devolvió el abrazo. No se parecía en nada a lo que se esperaba, pensó Lila más tarde. Era como ser una niña y que alguien mucho más grande y muchísimo más fuerte la sostuviera en sus brazos. Era esa clase de sensación, que la inundó con una acometida de calor que la atravesó de parte a parte, hasta que la guerrera le dio una palmadita y la soltó. —Sé lo que has hecho —logró susurrar Lila, antes de apartarse—. Jamás lo olvidaré. La respuesta fue una sonrisa de medio lado y un ligero encogimiento de hombros. —De nada —replicó Xena, intercambiando una breve mirada cómplice con Gabrielle —. Nos vemos dentro de nada —añadió, saludándolos a todos con la cabeza, tras lo cual se dirigió a las escaleras del fondo, deslizándose a través del gentío con sinuosa
agilidad, y subió las escaleras con un destello de cuero oscuro y hombros musculosos. Consciente, sin duda, de que los ojos de toda la sala la estaban mirando. No era nada evidente, pensó entonces Lila, lo que indicaba el afecto entre su hermana y Xena. Pero sí eran los pequeños detalles: la forma en que los ojos de Gabrielle la seguían casi inconscientemente, y el levísimo movimiento de sus labios cuando sus miradas se cruzaban, y las caricias casuales entre ellas que parecían totalmente normales entre dos amigas íntimas, hasta que uno advertía que Xena no permitía que nadie más, por muy bien que le cayera, insinuara siquiera tomarse semejantes libertades con su persona. O hasta que uno se fijaba en lo pegadas que estaban siempre la una a la otra, en marcado contraste con la distancia que ambas mantenían con el resto del mundo. No había barreras entre ellas, y Lila, que acababa de reconocer eso mismo en su propia relación con Lennat, se sonrió por dentro. Por los dioses... no me lo puedo creer... están enamoradas la una de la otra, igual que nosotros. Observó el rostro de Gabrielle y se fijó en el suave resplandor de sus brumosos ojos verdes. Por Zeus... ¿ése es el aspecto que tengo yo cuando miro a Lennat? —Lila, tenemos que organizar muchas cosas —comentó Hécuba, visiblemente encantada. Miró a Gabrielle, que estaba apoyada en la mesa—. Gabrielle... ¿te vas a quedar para la boda? —En sus ojos había una expresión esperanzada, contra la cual su hija no tenía defensa alguna. —Tienes que hacerlo. —Lila la agarró del brazo con entusiasmo—. Tienes que ser mi dama de honor... por favor, Gabrielle, di que sí. La bardo las miró con una sonrisa desconcertada. ¿Y cuándo he pasado de ser alguien a quien se le decía lo que tenía que hacer a alguien a quien se le piden las
cosas con cortesía? El repentino respeto le parecía fuera de lugar, viniendo de unas personas de las que había llegado a esperar mucho menos. —Claro que me quedo, Lila. ¿Cómo me iba a perder tu boda? Hécuba se levantó y le dio a Gabrielle una palmadita en el brazo. —Me ha gustado mucho escucharte, hija. —Sus ojos observaron su rostro con repentina severidad—. Pareces cansada, lo cual no me extraña después de esa actuación. Ve a descansar un poco. —Sí —prometió Gabrielle—. Os veo mañana —añadió, tras lo cual los abrazó a los tres y subió a su habitación. Xena estaba echando agua caliente en las aromáticas hierbas cuando ella abrió la puerta y eso inundó la estancia de un olor maravilloso, que Gabrielle aspiró con un suspiro de aprecio. —Por los dioses, eso huele fantástico —comentó la bardo, esperando a que la guerrera terminara de echar el agua y dejara la tetera, momento en el que se acercó y rodeó a la mujer más alta con los brazos, apretando con todas sus fuerzas. —Oye... —rió Xena—. ¿A qué viene esto? —Por nada... por todo... —Se le quebró la voz—. Porque sí. —Oh —replicó Xena, suavemente, acercándosela aún más, hasta que las dos notaron sus cuerpos totalmente pegados el uno al otro—. ¿Mejor?
—Sí —fue la apagada respuesta—. Si se nos ocurriera un modo de embotellar esta sensación... nos podríamos retirar a un palacio, ¿sabes? Xena miró a la bardo con cariño. —Esto no se puede comprar ni con todos los dinares del mundo, Gabrielle. —Oh... y además vale hasta el último de ellos—. Pero tú tienes que meterte esto por la garganta, o mañana lo vas a lamentar. De mala gana, la bardo la soltó y se sentó a la mesa, rodeando con las manos la taza que había preparado Xena. —Mm... vale. Al menos sabe bien. —Sonrió a Xena con aire ladino—. Hablando de lo cual, me he fijado en que no has tocado la cena. —Posó en Xena una mirada acusadora. —Pues no —confirmó la guerrera—. Le he dado un poquito a Ares. —Señaló al lobezno dormido—. A él parece que le ha gustado, pero yo lo probé... —Hizo una mueca—. Malísimo. —Entonces sonrió—. Sin embargo... —¿Sí? —la instó Gabrielle, ladeando la cabeza. Un ligero gesto indicó el paquete depositado en un extremo de la mesa. —Eso podría resultar más comestible. Con una sonrisa, la bardo se acercó el paquete envuelto, deshizo el envoltorio con cuidado y se echó a reír al ver el contenido.
—Oh, sí —asintió al instante, sacando una gran empanada y pasándosela a Xena—. La cena. Come. —Luego cogió una para sí misma y se recostó en la silla con expresión satisfecha. —Bueno... —farfulló Xena con la boca llena. Oh, dioses... qué rico está... será mejor que esconda el resto de lo que hay en ese paquete o voy a tener serios problemas—. Desde luego, está mejor que ese guiso. —Ya —asintió Gabrielle, alternando bocados con sorbos de su infusión—. Toma. — Le pasó a Xena una segunda empanada y cogió otra para sí misma. Miró a la guerrera con severidad al ver que dudaba—. Escucha, da la casualidad de que sé que lo único que has comido hoy para almorzar es un bocado de una empanadilla de carne y que la mayor parte de tu desayuno ha sido para esa maquinita de comer con patas que está ahí abajo. —Advirtió la sonrisa divertida de Xena que solía indicar que había ganado una discusión—. Y si yo no cuido de ti, ¿quién lo va a hacer? Xena se limitó a sonreír y se comió la segunda empanada. Tiene razón. Además, no me puedo resistir a estas malditas cosas y ella lo sabe. Se limpió los dedos cuando terminó y luego miró a la bardo enarcando una ceja. —Deja que me ocupe de esas costillas, ¿vale? Gabrielle asintió, se levantó, se quitó la túnica, que dejó encima de la silla, y se puso una amplia camisa de dormir que se dejó desabrochada, luego se volvió de cara a Xena mientras ésta sacaba un tarrito de aceite de su botiquín y lo abría.
—Maldición —suspiró la guerrera, frotando delicadamente con el aceite las contusiones que contrastaban llamativamente con la piel bronceada de la bardo—. Te debe de doler. Gabrielle le sonrió. —No cuando haces eso —comentó y la respuesta fue una ceja enarcada con indolencia. —Ah, ¿en serio? —fue la risueña pregunta. —Sí, en serio —contestó la bardo, acercándose más y moviendo las manos ligeramente por la figura cubierta de tela de Xena. —Fíjate qué cosas... —Tras una profunda carcajada que Gabrielle notó en la yema de los dedos. —Sí, sabes... —El murmullo de su respuesta quedó interrumpido eficazmente por los labios de Xena—. Olvídalo... —añadió con la respiración entrecortada, y volvió por más. Sintió que la levantaban en brazos como a una niña y entonces se acurrucó con Xena encima del blando edredón que cubría la cama, con las manos libres para explorar.
Gabrielle se permitió cobrar consciencia poco a poco, pasando del sueño a la cálida seguridad del abrazo de Xena con una sensación de placer exuberante. Mmm... no me extraña que últimamente no me haya importado despertarme. ¿A quién le importaría despertarse con esto? A mí no... para nada... no... bardo feliz. Siguió con los ojos cerrados y se quedó flotando un rato. Bueno... así que Lila se va a casar, reflexionó su mente adormilada. Es estupendo... ¿cuánto faltará para que me convierta en tía? Sonrió
por dentro. Seguro que no mucho... Lila siempre ha querido hijos. Su buen humor se disipó. Maldita sea... me quiero quedar para su boda... pero... no sé si puedo... tendré que entrar en esa casa y volver a verlo... y no creo que... Se estremeció sin querer y notó que los brazos de Xena la estrechaban al instante, pegándolas más la una a la otra. Gabrielle abrió los ojos y se encontró con la mirada bien despierta de la guerrera. —Hola... —dijo, parpadeando—. ¿Llevas mucho despierta? —preguntó, con una sonrisa burlona. Xena asintió y sonrió a su vez. —Sí —dijo riendo—. Despierta y recreándome en un vergonzoso ataque de pura holgazanería, de hecho. —Oh —respondió la bardo—. Podrías haberme despertado... no me habría importado. Xena se encogió de hombros. —Qué va... estabas muy dormida... pero, ¿y ese estremecimiento de ahora? Sé que para eso tenías que estar despierta. —Sus ojos se endurecieron y se fijaron atentos en el rostro de Gabrielle. Gabrielle bajó la mirada y se concentró en cambio en la clavícula de Xena, dejando que sus dedos dibujaran distraídos la amplia distancia de un hombro a otro. —Le prometí a Lila que me quedaría para la boda. —Suspiró. Y vio cómo los gruesos músculos de ambos lados del cuello de Xena se encogían levemente.
—Eso ya me lo imaginaba, Gabrielle. Así que, ¿cuál es el problema? —retumbó la voz de Xena en sus oídos. La bardo guardó silencio largo rato, intentando encontrar una forma de expresar lo que sentía. Por fin, miró a Xena, que aguardaba pacientemente. —Cada vez que pienso en... verlo... o hablar con él... Xena, me... —Tragó con dificultad—. No puedo. —Hundió la cara en el hombro de Xena—. Me entra una... sensación horrible y asquerosa cuando lo pienso. Xena soltó aliento al tiempo que fruncía el ceño pensativa. —¿Tienes... tienes miedo de que te vaya a volver a hacer daño? —preguntó, con cuidado, tanteando el terreno. Un largo silencio. —Pues... no... no sé de qué tengo miedo, Xena. Sólo que lo tengo —susurró por fin —. Quiero esconderme de él. —Ya le has hecho frente —dijo Xena, despacio, dando vueltas a mil ideas. —Sí, lo sé —fue la respuesta—. Pero ahora... me siento como cuando era pequeña... tal vez cuando él... no sé... me lo hizo recordar todo... Xena, he prometido ser la dama de honor de Lila... y no sé si puedo hacerlo. —Empezó a temblar—. Lo sssssiento — balbuceó—. No quería cargarte con todo esto. Ya has movido una montaña para llegar hasta aquí. Xena le acarició el pelo con ternura.
—Gabrielle, no me estás cargando con nada. Si tienes un problema... pues también es mi problema. ¿Te enteras? —Sí —fue la respuesta apagada y apenas audible. —¿Quieres que vaya allí... a la casa... contigo? —preguntó la guerrera. Gabrielle alzó la cabeza y la movió negativamente. —No... no... Xena... te odia... te... Xena cogió la cara de la bardo entre sus manos y la miró a los ojos. —¿Qué haría, Gabrielle? ¿Qué podría hacerme a mí? —Una mirada intensa—. A mí, Gabrielle... recuerda quién soy, ¿vale? Los brumosos ojos verdes la miraron parpadeando confusos. Las pesadillas de una niña combatían con su lógica de adulta mientras los crudos recuerdos de una figura alta y amenazadora que se cernía sobre ella empezaban a inundarle la mente. —Es... tan fuerte... y... te hará... te hará daño... no puedo... —No. —La voz de Xena encerraba una fuerte convicción—. Gabrielle... escúchame. Escucha —repitió—. Tú eras sólo una niña entonces... ahora mismo lo estás viendo a través de los ojos de una niña. —Una pausa—. No puede hacerme daño, Gabrielle... tú lo sabes. Me conoces. —Poco a poco, el raciocinio regresaba a los ojos de la bardo—. Y no voy a permitir... no voy a permitir que te haga daño. ¿Me oyes?
Por un instante, los ojos que la miraban fueron los de una niña pequeña y asustada, luego Gabrielle respiró hondo, cerró y volvió a abrir los párpados, al parecer con un gran esfuerzo, y tragó con dificultad. —Te oigo... —respondió con tono apagado—. Dioses. Lo siento... —Deja de disculparte —replicó Xena—. No es culpa tuya, Gabrielle. —Notó que su corazón empezaba a recuperar su ritmo normal tras el doloroso galope que había experimentado—. Todo va a ir bien. Te lo prometo... Gabrielle soltó un largo suspiro. —Gracias —replicó, apoyando de nuevo la cabeza en el hombro de Xena y rodeando una vez más a la guerrera con el brazo—. Lo siento... uuy... quiero decir... ni siquiera te he preguntado si querías quedarte para esto de la boda... —Dudó y siguió adelante—: Puedes... marcharte... si quieres. Xena soltó un resoplido. —¿Y perderme una gran fiesta donde nadie me soporta? Jamás en la vida, bardo mía. Aquí me tienes pegada y vas a tener que aguantarte. La bardo la miró y sonrió un poquito. —¿Te apetece una comida campestre? Xena se la quedó mirando desconcertada. —¿Cómo dices? Gabrielle bajó la mirada y la volvió a levantar.
—Me gustaría... ir al claro donde nos encontraron los tratantes de esclavos... y recordar ese día. Y me gustaría hacerlo contigo. Así que... ¿te apetece una comida campestre? —Oh —fue la respuesta—. Claro... me encantaría. Se miraron y sonrieron. —Será mejor que nos pongamos en marcha —suspiró Xena, azuzándose a sí misma —. ¿Cuándo es esta boda, por cierto? —Ahhhh... —La bardo frunció el ceño—. Mm... dentro de tres días. Con la luna de la cosecha. —Un buen augurio —rió Xena—. Lila quiere hijos, ¿eh?
Lila se pasó por allí cuando ya se habían vestido y comido algo que Xena le compró a un vendedor del mercado después de examinar lo que se estaba preparando en la cocina de la posada. —Ni se te ocurra entrar allí —le comentó a Gabrielle con un murmullo, cuando volvió a entrar por la ventana y sorprendió a la bardo con un par de empanadillas de carne de las que se había estado comiendo ella el día anterior. —¿Y tú qué? —preguntó Gabrielle, dando golpecitos con un pie y frunciendo el ceño.
—Ya he comido lo mío —replicó Xena, con una sonrisa—. He traído esto para Ares —añadió, sentándose en el suelo con las piernas cruzadas, y le dio al ansioso lobezno un puñado de tiras de carne cruda. —¡Ruu! —chilló él muy contento, y se puso a comer con entusiasmo. Xena se rió y se quedó mirándolo un momento, y luego miró a Gabrielle. —¿Qué? —preguntó, al ver la cara seria de la bardo. —Nada —respondió Gabrielle, sentándose a la mesa, donde se terminó las empanadillas de carne sin decir nada más, observando distraída mientras Xena jugaba con Ares. Lila llamó a la puerta poco después y asomó la cabeza, con la cara más animada que de costumbre. —¡Buenos días! —les sonrió. Ellas le sonrieron a su vez. —Supongo que lo son —dijo Xena con guasa, desde el suelo, donde estaba relajadamente estirada al lado del lobezno. —Siéntate. —Gabrielle le indicó una silla y luego siguió escribiendo en un pergamino que tenía delante—. ¿Cómo van los planes? Lila se sentó y suspiró.
—Bueno, van bien... padre se puso furioso al enterarse de que te había pedido que seas mi dama de honor. —Las dos hermanas se miraron—. Pero madre consiguió calmarlo por fin. —Echó un vistazo a Xena—. No he tenido agallas para preguntarle... La guerrera la miró enarcando una ceja. —Da igual... —contestó con seriedad—. Si Gabrielle va, ahí estaré. —Se va a... —Lila se calló y miró a Xena ladeando la cabeza—. En fin, le va a dar un ataque, pero tampoco es que te pueda hacer gran cosa, ¿no? —dijo pensativa—. Yo quiero que estés —terminó, mirando a la guerrera de frente. Xena la observó con cierta diversión. Vaya cambio, se dijo. Miró de refilón a Gabrielle, que guardaba silencio y había dejado de escribir por el momento. Mientras Xena la miraba, se recompuso visiblemente y, respirando hondo, continuó escribiendo. La guerrera sintió una súbita acometida de compasión por ella. —Gracias por invitarme —le dijo a Lila. Gabrielle intentaba conseguir que lo que decía Lila le resbalara y no escuchar. Respiró hondo y siguió anotando sus ideas sobre su última aventura, usando las palabras para mantener a raya su miedo intranquilo. Cuando se esforzaba por encontrar los términos descriptivos adecuados, sintió que la inundaba una sensación de calor. Volvió la cabeza, vio los ojos azules de Xena clavados en ella y cayó en la cuenta de dónde procedía ese calor. Caray... dijo su mente, distrayéndose. Eso funciona de verdad... Increíble... —Bueno —decía Lila—. Tienes que conseguir algo adecuado... no me mires así, Bri... recuerda que es una boda. Algo adecuado que ponerte... madre dice que te
acompañará a la costurera esta mañana. —Hizo una pausa—. Tenemos algunos de tus antiguos vestidos... pero te los van a tener que adaptar —dijo, con un brillo risueño en los ojos. Gabrielle soltó un leve suspiro. Maldición... Odio que me tomen medidas para hacerme vestidos. Ella lo sabe... Seguro que Xena me está mirando con sorna. Echó un vistazo. Pues sí. —Deja de sonreír —advirtió y dirigió una mirada aviesa a Lila—. Sólo por ti, Lila... quiero que lo sepas. La muchacha morena sonrió. —Sabía que podía contar contigo. La bardo sonrió de repente con picardía. —Oye... —Se volvió y miró a Xena con ojos traviesos—. Puedes acompañarnos. Al oír eso, ambas cejas se alzaron de golpe. —¿Para que la costurera se ponga tan nerviosa que te pinche por todas partes con los alfileres? —fue la respuesta—. No me parece buena idea. —¿Por favor? —dijo la bardo, inclinando la cabeza. Vio el ligero mohín que hacía Xena con la boca y que significaba que estaba a punto de ceder—. Si vas tú... seguro que no me echan un sermón. Ahora el mohín se transformó en una sonrisa plena.
—Bueno, está bien —contestó Xena con humor—. Venga... en marcha. —Se puso en pie con un movimiento ágil, se sacudió el polvo y fue hacia la puerta. Gabrielle y Lila se miraron y la siguieron. Hécuba se quedó... sorprendida por la persona que se había añadido a su expedición de compras, pero no dijo nada y se limitó a saludar a Xena con la cabeza. —Vamos pues —dijo—. Lila, tienes que ocuparte de... —Ya lo sé —suspiró Lila, y las saludó agitando la mano—. Os veo más tarde. Caminaron en silencio unos minutos y luego Hécuba indicó la tela que llevaba doblada sobre el brazo izquierdo. —He elegido dos que me parece recordar que te gustaban. Gabrielle examinó lo que había elegido y suspiró por dentro. En realidad no le gustaba ninguno de los dos... pero por otro lado, ninguno de los otros habría sido mejor. —Me sorprende que los hayas guardado —comentó, riendo ligeramente. —No conviene nunca tirar las cosas —replicó su madre—. Siempre hemos pensado... —Dejó de hablar y miró a Gabrielle de reojo—. Yo siempre he tenido la esperanza de que volvieras —terminó, posando los ojos en el horizonte. La bardo suspiró. —Lo sé —contestó y notó un levísimo roce de dedos en la espalda que la tranquilizó un poco—. Os echo de menos a ti y a Lila... pero... —Sonrió a Hécuba—. Me... encanta... la vida que llevo... —Y la persona que la comparte—. Y también las cosas
que veo y hago... —Y eso lo dijo tanto para la figura silenciosa que caminaba a su lado como para su madre—. Soy muy feliz. Hécuba frunció los labios y dirigió una sonrisa irónica a su hija. —Eso ya lo veo, Gabrielle. —Y ahora su mirada las abarcó a las dos—. No comprendo mucho de cómo es vuestra vida, pero... se me alegra el corazón al ver la felicidad que te produce. —Tomó aliento—. Ya hemos llegado —comentó, cuando llegaron a la casita que tenían delante—. ¿Hay alguno que prefieras...? —Le mostró la tela a Gabrielle. La bardo dudó, estudiando los dos colores. Entonces una voz grave le hizo cosquillas en la oreja. —El gris —fue el consejo de Xena, en un tono tan bajo que ni siquiera Hécuba logró oírlo. —Mmm... éste, creo —contestó Gabrielle, eligiendo el vestido de color gris oscuro en lugar del lavanda—. Seguro que hay que ajustarlo menos. Me estaba bastante estrecho antes de que me fuera. —Y recordó la última vez que se lo puso... el baile de la cosecha, cuando Agtes la llevó a la fuerza detrás del granero grande y Pérdicas los encontró. Lucharon... Gabrielle hizo una mueca al recordar la paliza que se llevó el bondadoso Pérdicas por ella. No se había puesto el vestido desde entonces... pero le quedaba bien, en aquella época, y tal vez ya iba siendo hora. Hécuba asintió mostrando su acuerdo. —Eso es cierto —dijo y abrió la puerta, haciéndoles un gesto para que pasaran delante de ella.
La costurera, una mujer bajita y nerviosa de pelo rojo y tristes ojos azules, se puso a hablar sin parar desde el momento en que entraron, aunque sí se detuvo varios segundos para mirar parpadeando a Xena, quien la miró a su vez y se puso cómoda en un pequeño banco del fondo de la estancia. —Oh, cielos —comentó—. Pero qué chica tan grande, ¿no? —Lo cual hizo reír a Gabrielle y resoplar con sorna a la guerrera. Gabrielle seguía riendo por lo bajo por el comentario cuando se puso el vestido por encima de la cabeza y dejó que los pliegues cayeran a su alrededor, tras lo cual enarcó una ceja al ver cómo le quedaba. —Vaya, vaya... —refunfuñó la costurera, juntando la tela que sobraba—. Vamos a tener que meter por aquí, ya lo creo, y también por aquí. La bardo se miró sin entusiasmo en el espejo e intentó pensar en otras cosas mientras las dos mujeres toqueteaban y se ajetreaban con la tela, hasta que por fin se quedaron satisfechas con el arreglo. Bueno... no está mal, pensó suspirando por dentro al observar el resultado en el espejo. El gris del vestido hacía un bonito contraste con el dorado rojizo de su pelo, al menos, y el corte bajo del escote estaba... bien, pero... Suspiró y volvió a mirarse en el espejo y esta vez vio en el reflejo la sonrisa encantada de Xena y la expresión de placer de sus relucientes ojos azules. Y sonrió, sintiendo el inicio de un rubor sobre el que no tenía el menor control. Por suerte, su madre y la costurera seguían demasiado ocupadas con los alfileres para advertirlo. Con timidez, levantó la mirada y se encontró con los ojos de Xena y sintió que se animaba al asimilar la admiración de esa mirada.
—Así está bien —le dijo a la costurera, que aguardaba expectante—. Está estupendo. Hécuba asintió. —Servirá —afirmó y ayudó a su hija a quitarse la prenda con cuidado para no hacer saltar todos los alfileres de hueso por la casa—. Bueno, no ha sido para tanto, ¿verdad? —Examinó a su hija mientras ésta se abrochaba la túnica. —No —contestó Gabrielle, riendo un poco—. En absoluto. —Para empezar, mi actitud hacia ese vestido ha cambiado por completo, reflexionó, con una sonrisa. —Te va a quedar muy bien. —Hécuba se volvió y miró a Xena—. ¿No te parece? Los labios de Xena esbozaron una sonrisa. —Muy bien —asintió solemnemente, al tiempo que se levantaba y se acercaba donde estaba Gabrielle, dirigiendo una mirada divertida a la costurera, que se apartó nerviosa de su camino. Hécuba se unió a la menuda mujer junto al banco de trabajo y las dos se pusieron a cuchichear, mientras Xena y Gabrielle se quedaban la una al lado de la otra esperando. —Sabes... —dijo Xena con tono de guasa, en voz baja—. Lila se va a enfadar mucho contigo. Gabrielle arrugó el entrecejo y se volvió para mirar a su compañera. —¿Qué? —susurró, lanzando una mirada rápida a su madre. —Sí... no está bien que la dama de honor eclipse a la novia. Es de mal gusto —fue la risueña respuesta.
—Oh, venga ya, Xena —resopló la bardo, dándole un manotazo en el estómago—. Haz el favor. Xena se quedó callada y la miró largamente. —Hazte un favor a ti misma, Gabrielle. Yo no hago cumplidos a la ligera. Estás preciosa con ese vestido. Gabrielle tomó aire para responder, luego lo volvió a tomar y por fin cerró la boca y se quedó mirando al suelo, con, estaba segura, la sonrisa más estúpida del mundo en la cara. Xena se echó a reír suavemente y le revolvió el pelo. —Bueno, aquí ya hemos terminado —dijo Hécuba, con un suspiro, y se reunió con ellas—. Gabrielle, ¿estás bien? —Bien, bien, gracias. Sí —dijo la bardo, asintiendo con la cabeza—. Vámonos. Una vez fuera, Hécuba se sacudió las manos y asintió con energía. —Eso ya está hecho. Ahora tengo que ocuparme de otras cosas... —Se quedó callada y las tres vieron a Herodoto, que venía en su dirección. Gabrielle sintió que se le ponía un nudo conocido en el estómago, al ver los tics de rabia en su rostro. Se le aceleró el corazón, con una reacción irracional que hizo que le temblaran las piernas y le faltara el aliento. Por los dioses... gritó su mente, al borde del pánico.
Y entonces ocurrieron dos cosas al mismo tiempo. Una mano se posó sobre su hombro y trajo consigo una sensación de seguridad que empezó a deshacer su pánico. Luego sus ojos, clavados en el rostro de su padre, vieron en él algo increíble. Miedo. Durante unos segundos de pasmo, lo miró parpadeando. ¿Qué...? ¿De qué puede tener miedo? ¿Qué ha...? —Ven —gruñó Herodoto, a varios pasos de distancia, haciéndole un gesto seco y furioso a Hécuba. Pero sus ojos se apartaron de ellas y no se volvió a mirar cuando cruzaron la plaza, mientras aferraba con la mano el brazo de Hécuba. —¿Estás bien? —murmuró Xena, mirándola a la cara con cierta preocupación. —Sí —respondió la bardo, un poco desconcertada—. Estoy... ¿Pero por qué tenía esa cara? —Siguió el leve tirón de Xena hacia la plaza—. Nunca he visto... ¿qué...? ¿Tú has visto qué era lo que estaba mirando? Xena dudó y luego se encogió de hombros. —A mí. —Menos mal, probablemente, que tampoco ha visto bien mi cara. Seguro que no era muy agradable. —¿A ti? —respondió Gabrielle pensativa, sintiendo que su miedo se iba disipando. Xena. Claro que tenía miedo de ella. ¿No se lo tiene todo el mundo? ¿Por qué iba a ser mi padre una excepción...? —Sí —confirmó Xena—. Escucha, voy a ver cómo está Argo. ¿Tú vas a conseguir... —sonrió—, provisiones para la comida campestre?
—Por supuesto —respondió la bardo con un brillo risueño en los ojos—. Te veo en la cuadra. —Se encaminó hacia la zona del mercado, elaborando una pequeña lista mental de las cosas que quería. No tardó mucho, sólo tres paradas, y ya tenía lo que quería, todo bien empaquetado en un fardo que llevaba debajo del brazo. De algo sirve pasar todos los días durante dos años con una persona, pensó. Desde luego, aprendes lo que le gusta y lo que no. Y los gustos de Xena y de ella eran sorprendentemente parecidos, en realidad. Lo cual, pensó con humor, venía muy bien, o el tema de las comidas habría podido ser espinoso. Rodeó el último edificio del borde de la plaza, de camino a la cuadra. Y se detuvo, al ver lo que tenía delante. Agtes y sus amigos. Sonrientes. —Vaya, vaya... ¿qué tenemos aquí? Es la pequeña Bri —dijo Agtes con una sonrisa burlona. —Hola, Agtes —contestó Gabrielle, con tono apagado. ¿Y ahora qué? Por los dioses... Pero Agtes no era su padre... y a cosas peores se había tenido que enfrentar en sus viajes. Ahora no sentía pánico... sólo una rabia en lenta ebullición que notaba cómo iba en aumento—. Disculpa —dijo, pasando a su lado. —Ah... no tan rápido —dijo Agtes riendo y la agarró del brazo—. Hace tiempo que no te veo, Bri... Tengo entendido que has estado dando tumbos por ahí con esa ex señora de la guerra... amiga... tuya. —Se acercó más a ella—. ¿Te hace... feliz... Bri? —Sus amigos se echaron a reír. Gabrielle consideró y descartó una serie de opciones distintas antes de decidirse por una respuesta.
—Mucho —dijo despacio, sonriéndole de forma inesperada—. Ahora, si me disculpas. —Gozó de su cara de pasmo cuando se escurrió a su lado y siguió caminando. —Oye... —gruñó él y se lanzó sobre ella, agarrándola del hombro y dándole un tirón para volverla de cara a él. La bardo dejó que el impulso le diera la vuelta del todo y entonces le atizó en la mandíbula con el codo, notó el impacto del contacto y vio cómo se le iba la cabeza hacia atrás. Él se tambaleó, parpadeando, y ella continuó con una patada en la entrepierna, que lo derribó con un grito brusco. Se hizo el silencio, mientras los demás chicos la miraban. Ella los miró a su vez y se sacudió el polvo. —Bueno, lo digo de nuevo. Si me disculpáis. —Pasó a su lado, luego se detuvo y se volvió—. ¿Es que no tenéis nada mejor que hacer que incordiar a la gente? A ver si os buscáis un trabajo. —Y siguió caminando, meneando la cabeza—. Cretinos. Abrió la puerta de la cuadra y se detuvo, al oír un murmullo de voces dentro. Entonces alguien la llamó por su nombre y se adentró en el edificio mal iluminado, donde vio a Xena al lado de Argo hablando con Lila. —¿Qué ocurre? —preguntó, al ver el rostro surcado de lágrimas de Lila y la ceñuda expresión de Xena. —Oh... Bri... —exclamó Lila, alargando una mano hacia ella—. Es madre... le ha... Xena le cogió el paquete a la bardo y lo dejó a un lado.
—Parece ser que le ha hecho pagar a tu madre parte de su frustración, Gabrielle — explicó la guerrera, con rabia contenida. —Le ha hecho daño, Bri... y no permite que entre el sanador —gimió Lila, desplomándose casi en brazos de Gabrielle. Xena fue muy decidida a las alforjas de Argo y sacó un pequeño paquete. —Vosotras quedaos aquí —dijo con tono tajante. —Espera un momento, Xena —protestó Gabrielle con aspereza—. Ni hablar. Yo voy contigo. La guerrera se giró y fue hasta Gabrielle, atrapando sus ojos con una intensa mirada. —No, Gabrielle. Lo digo en serio. La cosa ya se va a poner suficientemente tensa sin que tú estés ahí. —Hazme caso, sólo por esta vez, Gabrielle. No tengo tiempo para convencerte... por favor—. Confía en mí, ¿vale? —Y sintió el escozor que todavía le producían esas palabras, en este lugar. Gabrielle dudó, avergonzada de la sensación de alivio que la estaba inundando. Pero tenía que hacer honor a esa petición. —Vale. Pero ten cuidado, ¿por favor? —susurró, liberando una mano del abrazo frenético de Lila y entrelazando los dedos con los de Xena. Sintió un apretón en los dedos. —No te preocupes —fue la respuesta—. Entraré y saldré de allí antes de que te des cuenta. Tú ocúpate aquí de Lila. Creo que le vendría bien beber un poco de agua.
Y entonces Xena se fue y ella ayudó a Lila a sentarse en la paja. —Espera, deja que te traiga un poco de agua. —Observó mientras Lila tomaba un largo trago del cazo que le pasó—. Bueno... ¿qué ha pasado exactamente?
La grava crujía bajo las botas de Xena mientras subía por el sendero hacia la casa de la familia de Gabrielle. Allí delante, oía el vocerío de una discusión y cuando dobló la curva del camino, vio a Herodoto gritándole a un hombre más bajo y de constitución delgada. Al verlo, sintió que una ola de emoción brotaba de algún punto muy oscuro y muy profundo de su interior. Le costó aplacarla más de lo que pensaba, antes de que él levantara la vista y viera lo que ella sabía perfectamente que asomaba a su rostro. —He dicho que te largues de aquí —gruñó Herodoto, empujando al hombre. —Deja al menos que... —protestó el hombre, alzando las manos con gesto de súplica —. Herodoto, por favor... Los dos se volvieron al oír los pasos que se acercaban y vieron a Xena que venía hacia ellos. El sanador parpadeó sorprendido. —Cielos —murmuró, sin saber qué pensar de ella. —Maldita sea —gruñó Herodoto—. Vete de aquí —le gritó a la guerrera cada vez más próxima. La cual no aflojó el paso en absoluto y siguió adelante, subió los escalones hasta el porche y se plantó ante ellos. —Quita de en medio —ordenó Xena—. O te quito yo.
Por una fracción de segundo, pensó... deseó... quiso que Herodoto intentara detenerla. Oh, cómo lo deseó... porque entonces podría entregarse a su ansia desesperada de hacerlo picadillo. Con que le pusiera un dedo encima bastaría. Vamos, Herodoto... dame una razón que pueda justificar ante tu hija... por favor... vamos... sabes que quieres. Pégame. Una sola vez. Eso es todo. —He dicho que te apartes. —Su voz se había transformado en un profundo gruñido y notó que la rabia hirviente que bullía bajo la superficie estaba a punto... prácticamente a punto de apoderarse de ella. Pero no era estúpido. —Haré que la ley caiga sobre ti, Xena —fue su fría respuesta, al tiempo que se apartaba con rigidez. Xena se acercó más a él, con una expresión violenta y fiera en los ojos. —Vete de aquí —dijo en un susurro—. O te haré lamentar todos y cada uno de los golpes que les hayas dado en tu vida. —Eso no es asunto tuyo —dijo Herodoto con una apagada mueca de desdén—. La ley está de mi parte, pedazo de basura arrogante, y no puedes hacerme nada. El lobo salió a la superficie y Xena se lo permitió. Vio cómo se le dilataban los ojos cuando se dio cuenta del cambio. —Ohh... qué equivocado estás. —Se le escapó una carcajada grave y cruel—. Gabrielle es asunto mío... y en el nombre de Ares, pedazo de cerdo... si alguna vez, una sola vez... —su voz se deslizó por las palabras como una serpiente por la hierba—, la
vuelves a tocar, te... oh, sí... te haré sufrir tal agonía que lo único que desearás es que te hubiera matado. Entonces abrió la puerta de un empujón y entró en la casa pobremente iluminada. Se detuvo dentro y se quedó totalmente inmóvil y en silencio largo rato, para dejar que se le apagara el fuego de las entrañas y que su cuerpo dejara de temblar. Había faltado... muy poco. Poquísimo. Por fin, respiró hondo y avanzó por la casa, escuchando atentamente. Un leve gimoteo la condujo hasta la cocina, donde se detuvo y se quedó así un momento. Luego, meneando la cabeza, cruzó el espacio y se arrodilló al lado de Hécuba. —Tranquila... tranquila... —dijo suavemente, cuando la mujer se acurrucó más hecha un ovillo—. No pasa nada... tranquila. Bajó las manos, agarró a la mujer por los hombros y la puso boca arriba con delicadeza, encontrándose con los ojos llenos de dolor. —Tranquila... —Vio cómo la expresión de horror vacío se disipaba levemente y surgía una chispa de reconocimiento—. Sí, eso es... me conoces... relájate, no te voy a hacer daño. —Mmmi brazo —balbuceó Hécuba, con los ojos clavados en la cara medio en sombras que se cernía sobre ella. —Ya veo —dijo Xena, moviendo los ojos rápidamente al tiempo que sus manos desenvolvían los objetos de su botiquín—. Vale... te lo tengo que colocar. —Su mirada se posó en el rostro de Hécuba—. Te lo voy a bloquear con un punto de presión, ¿vale?
Un gesto temeroso de asentimiento. —Bien —dijo Xena, y apretó con dos dedos la unión del cuello y el hombro y oyó un brusco jadeo—. Vale... no pasa nada. —Le puso una mano a la mujer en el hombro—. No mires. Y agarró el codo con una mano fuerte y la muñeca con la otra y rotó el brazo roto hasta alinearlo. Notó que el hueso se rozaba al alinearse correctamente y se encogió un poco al ver la palidez de la cara de la mujer mayor. —Vale... ya casi está. —Xena entablilló y envolvió firmemente el brazo con vendas de lino que anudó bien antes de soltar el punto de presión. Hécuba gimió cuando regresó el dolor, pero no tan fuerte como antes. —Duele, lo sé. —Mejor —jadeó Hécuba—. Oh, dioses... ¿cómo has sabido...? Xena le dio una palmadita en el hombro. —Lila vino a buscarme. —Pasó un brazo por detrás de los hombros de la mujer—. Aguanta. —Le levantó las rodillas con el otro brazo, se puso de pie y transportó a la mujer desde la cocina hasta la zona de dormir, donde la depositó en un camastro cerca de la puerta—. Ya estás —dijo, acuclillándose al lado de la mujer mayor—. Te va a doler toda la noche, pero para mañana por la noche, debería empezar a mejorar. Hécuba se quedó mirándola. —No te entiendo.
Xena suspiró. —Es lo habitual. —¿Gabrielle lo sabe? —fue la débil respuesta. La guerrera asintió. —No dejes que venga aquí —advirtió Hécuba, parpadeando al intentar mantenerse despierta. —Deja que yo me preocupe por Gabrielle —respondió Xena, poniéndole una mano en el hombro—. Tú descansa. La mujer mayor cerró los ojos y asintió levemente. —Está en buenas manos. Xena se sonrió con ironía y se miró las manos. Mucha gente estaría en desacuerdo, Hécuba. Tu marido, para empezar. Y después de lo cerca que he estado de cometer un asesinato a sangre fría en tu porche, tal vez yo también estaría en desacuerdo. Suspirando, se levantó, fue en silencio hasta la puerta y pasó a la zona de estar. No había señales de Herodoto, advirtió. A lo mejor se ha ido a buscar al alguacil. Eso podría resultar interesante. Sin hacer ruido, abrió la puerta de entrada, salió y echó a andar por el camino de vuelta.
Herodoto se alejó de su porche, rumbo al centro del pueblo, en busca del alguacil. Tampoco es que ese maldito idiota vaya a hacer nada, pero... pensó. Pero al pasar ante la puerta de la cuadra, oyó un murmullo de voces. Voces que reconoció, y se detuvo y se quedó allí, pensando, un buen rato. Entonces sonrió y entró por la puerta de la cuadra. Lila sofocó un grito cuando reconoció la alta figura delineada en el umbral y su mano aferró la de Gabrielle con desesperada intensidad. —Dioses —susurró. La bardo tomó aliento temblorosa y se levantó, colocándose entre Lila y su padre. Se le aceleró el corazón, a pesar de sus intentos de calmarlo. Puedo hacerlo. Puedo con esto. Me lo ha dicho Xena, repetía su mente sin parar. Puedo. Y entonces su corazón escuchó y detuvo su galope desbocado, y ella lo miró con tensa expectación. —Vamos, vamos... Bri —dijo Herodoto, con tono tranquilizador, alzando las manos para demostrar que las tenía vacías—. No te precipites, chica. ¿Tan horrible es que un padre quiera hablar con su hija? Gabrielle observó su cara en silencio. —¿Es que no hablaste suficiente la otra noche? —preguntó por fin, con tono apagado. Dioses... ¿qué hago ahora? Esto no es lo que me esperaba. No... no sé si puedo luchar contra esto—. ¿Qué más tienes que decir? Su padre meneó la cabeza canosa con gesto solemne.
—Eso fue antes de que me diera cuenta de lo madura que te has vuelto, Gabrielle. — A la bardo no le pasó desapercibido su uso de su nombre completo—. Tú y yo... tenemos cosas de que hablar. No te pido mucho, sólo que te sientes a hablar conmigo, en la posada. Eso puedes hacerlo, ¿verdad? ¿Qué mal hay en hablar? Qué mal, efectivamente. Gabrielle notó que la idea se introducía en su consciencia. Yo soy de las que hablan, sí... él sólo quiere hablar. Sé... sé que no debería hacerlo... pero... —Está bien —replicó, notando que Lila le clavaba las uñas en el brazo. —No lo hagas —murmuró Lila, mirándola con desesperación—. Bri... —Tengo que hacerlo —contestó la bardo, con la voz ronca—. No puedo... Lila, tengo que hacerlo. Deja que vaya. —Y notó cómo Lila le quitaba la mano de encima, al tiempo que ella avanzaba un paso. Hacia él—. Vamos. —Se quedó mirándolo cuando se dio la vuelta y echó a andar delante de ella, hasta que los dos salieron por la puerta y entonces refrenó el paso para caminar a su lado. Guardaron silencio mientras cruzaban el pequeño patio y siguieron callados cuando él alargó la mano y le sostuvo la puerta abierta, indicándole con gesto amable que pasara. Sus ojos se encontraron y él esbozó una leve sonrisa, que despertó sus recuerdos como un atizador al rojo vivo. Recuerdos de sí misma, cuando era muy pequeña, cerca de la chimenea en invierno... y de él... contándole historias. La imagen llenó su mente y le bloqueó la garganta, y sintió el escozor de las lágrimas contenidas en los ojos. Se me había olvidado. Los recuerdos le hablaban en susurros. Oh, padre...
Herodoto la llevó hasta una mesa, apartó una silla para ella y esperó a que tomara asiento antes de ocupar la silla de enfrente. —Bueno, no es tan difícil, ¿no? —No —respondió Gabrielle, con la vista clavada en las manos, que había juntado encima de la mesa delante de ella. Ya no soy una niña. Y... a pesar de los buenos recuerdos que tengo de él... eso no cambia lo malo. ¿Verdad?—. ¿Qué quieres de mí? —preguntó suavemente, al tiempo que levantaba los ojos para encontrarse con los suyos. Herodoto se encogió ligeramente de hombros y jugueteó con una irregularidad de la superficie de la mesa. —Sé... que estás muy enfadada, Gabrielle, por cómo te he hecho volver y lo que ocurrió el otro día. No voy a disculparme por eso... no tendría sentido. Quería hacerlo y lo hice... porque pienso que tu auténtico sitio está aquí, con nosotros. ¿Lo comprendes? Gabrielle se quedó mirándolo. —Comprendo lo que tú quieres. ¿Comprendes tú que yo no quiero eso? —Bueno... —dijo, riendo un poco—. Eso lo has dejado muy claro, ¿no? —La miró ladeando la cabeza—. Pero he cometido un grave error, Gabrielle: te he tratado como a una niña, y ya no eres una niña. Eres una mujer fuerte y valiente, ¿verdad? La bardo se lo pensó. —No soy la misma persona que se marchó de aquí, si es a eso a lo que te refieres.
Herodoto asintió. —Exacto... y por eso necesito hablar contigo... porque, verás, Gabrielle, Lila se marcha ahora. Va a emprender su propia vida... y eso... plantea un problema. —¿Por qué? —fue la sencilla pregunta. Su padre se miró las manos. —Porque yo tengo un problema, Gabrielle. Como estoy seguro de que te das cuenta. No puedo... controlar lo que hago. Eso lo sabes, ¿verdad? Que en realidad nunca he querido hacerle daño a nadie... es algo que ocurre y no lo puedo evitar. ¿Era cierto? La mente de la bardo se torturó con esa idea. —Así que, ahora que Lila se va, tengo un problema... porque nos quedamos solos tu madre y yo... y tu madre y yo... pues, nos peleamos. —¿Como acabáis de hacer? —Gabrielle no reconoció su propia voz. Él asintió despacio. —Lila nunca podría detenerme... pero tú sí, Bri. Tú sabes que puedes. —Alargó la mano y le tocó la barbilla y ella se quedó demasiado atónita para impedírselo—. Sí... eres mi hija... ¿verdad? —La miró a los ojos—. Tú puedes conseguir que las cosas vayan mejor para tu madre, Gabrielle... ¿no le debes eso, al menos? Gabrielle sintió que se le quedaba la mente paralizada. ¿Le debía esto a su familia? Porque sabía que, por encima de cualquier otra cosa, lo que él había dicho era cierto. Pero había otra verdad que la ataba con tanta fuerza como sus lazos de sangre con este
hombre y esa mujer. Y romper eso... Gabrielle sintió que algo estaba a punto de hacerse añicos en el delicado equilibrio que tanto esfuerzo estaba haciendo por mantener. —Tendré que pensármelo —dijo, con tono tenso y cortante. —Está bien, Bri —dijo él, amablemente—. Piénsatelo... y... Bri... me gustaría... oír algunas de tus historias, ¿de acuerdo? Un seco gesto de asentimiento como respuesta y él le dio una palmadita en la mano y se levantó para marcharse, poniéndole la mano un momento en la cabeza. —Eres una buena hija. —Le sonrió con cariño y luego fue hasta la puerta y salió.
Xena había escuchado en silencio las noticias que Lila le susurró frenéticamente, y le puso una mano en el hombro. —Lila... —dijo, intentando no hacer caso de la intranquilidad que le revolvía el estómago—. No hará nada en la posada... demasiado público. Y... Gabrielle puede cuidar de sí misma. —No —insistió Lila, tirando a Xena de la manga—. Tienes... está tramando algo, Xena. Algo... que a ninguno de nosotros nos va a gustar, lo sé... lo noto. Está... obsesionado con Gabrielle... quiere que se quede aquí. Es lo que más desea. Xena suspiró. —¿Por qué? —Una simple pregunta. Lila meneó la cabeza.
—Sabrá Hades... pero, Xena... —Sus ojos se encontraron con los de la guerrera—. Ella quiere creerlo. —Lo sé —fue la apagada respuesta—. Escucha... Lila, vete a casa. Tu madre dormirá un rato... le he colocado bien el brazo. Yo esperaré aquí a Gabrielle y veré qué está pasando. Lila asintió sin mucho convencimiento. —Está bien... pero, Xena, no le dejes hacer algo que vaya a lamentar, ¿de acuerdo? —Sus ojos castaños se encontraron con los azules de Xena. Xena logró encogerse de hombros. —Lila, éste es su hogar. —No. —La muchacha morena meneó la cabeza y sonrió a Xena con timidez—. No... éste no es su hogar. —Se volvió y fue hacia la puerta, se detuvo en el umbral y miró hacia atrás—. Lo eres tú. —Y se marchó. Xena fue despacio a la pared y se dejó caer sobre una bala de heno cerca de la puerta, apoyando los codos en las rodillas y contemplando el suelo entre sus botas. Bueno... ya estamos otra vez, ¿no? Elecciones... por los dioses, cómo las detesto. Detesto... Maldición. Está bien... corta el rollo, Xena. Tienes que dominar esto. Sí. Meneó la cabeza en silencio. Sabía que me arriesgaba a esto cuando tomé la decisión de seguir adelante, ¿no? Sabía que no iba a ser... para siempre. Ni siquiera... por mucho tiempo... así que... ¿por qué...? Dejó de pensar y se quedó ahí sentada, mirándose las manos, estudiando las cicatrices que tenía en ellas como si no las hubiera visto nunca.
Aspiró una larga bocanada de aire y luego otra. Está bien... ya sabes cómo funciona la cosa. Es decisión suya... no mía... dioses... nunca mía, y no lo ha sido desde... Hubo un ruido en la puerta, levantó la mirada y vio a Gabrielle en el umbral, mirándola. La bardo cruzó despacio el suelo cubierto de baja y se arrodilló delante de Xena, poniéndole una mano en la rodilla. —Necesito hablar contigo. —Los ojos verdes se encontraron tranquilos con los suyos —. ¿Podemos dar un paseo... tal vez hasta el río? —Vio la barreras perfectamente delineadas que se alzaban en los inescrutables ojos azules. Oh... sí, Xena, por favor... levántalas todas—. ¿Por favor? —Claro —fue la tranquila respuesta, al tiempo que Xena se levantaba e indicaba la puerta con la cabeza, sin dar la menor señal de que le temblaban tanto las piernas que casi no podía andar. Gabrielle recogió las provisiones para la comida campestre y las miró, tras lo cual se las puso debajo del brazo. —Podemos aprovechar —dijo, con un intento de despreocupación. —Sí —asintió Xena. Bajaron la una al lado de la otra por el sendero del río, en silencio, escuchando simplemente los ruidos que las rodeaban... los grillos y el gorgoteo del río, y el movimiento de las hojas que salían disparadas bajo sus rítmicas pisadas. Y cerca del río, Gabrielle se apartó del sendero, se sentó en un repecho de pizarra y se quedó contemplando el agua mientras Xena se sentaba despacio en la hierba a su lado.
—Bueno —dijo la guerrera con cautela—. ¿Qué pasa? —Hizo acopio de todas sus emociones y las empujó hasta el fondo todo lo que pudo. Gabrielle no la miró, pero habló con tono tranquilo y le contó lo que había dicho su padre. —Xena... —dijo, cuando terminó—. Necesito hacerte unas preguntas... y... tengo que hacértelas a ti porque sé que tú no... me mentirás. —Sus ojos se posaron en los de la guerrera por un instante y luego se apartaron por lo que vio en ellos. Oh, dioses... ¿cómo puedo hacerle esto? —Está bien —contestó Xena, esperando—. Pregúntame. —¿Podría detenerlo? —fue la primera pregunta. —Sí —replicó la voz tranquila de Xena. —¿Puedo cambiar las cosas, para ella? —A Gabrielle le tembló la voz. —Sí. —Xena se contempló las manos y no levantó la mirada, aunque sabía que Gabrielle estaba esperando a que lo hiciera. Lo siento... amiga mía... verías demasiado... y me juré a mí misma que jamás influiría en tus decisiones. No cuando se trata de esto. ¿No? Pero, ¿puedo dejar que...? Oh, por los dioses del Olimpo... no creo que pueda... —Xena, ¿debería quedarme aquí? —A Gabrielle se le quebró la voz. Ahora... me dice lo de siempre, gritó su mente. "Sigue lo que te dicte el corazón, Gabrielle... tienes que hacer lo que tú creas correcto". Lo he oído ya media docena de veces. No sé ni por qué se lo pregunto...
—No. —Una sola y tajante palabra—. No lo hagas. —Esta vez con un tono más suave, más gutural. Y un largo momento de silencio entre las dos. —¿Estás diciendo...? —Una pregunta suave y maravillada por parte de la bardo. —Sí. —Un largo suspiro—. Juré que jamás... —Una pausa—. Pero no puedo... fingir... que lo que decidas... no me afecta a mí. —Xena tragó saliva y por fin levantó la mirada—. Porque sí que me afecta. —Adiós a mis promesas—. Lo siento. Sé que no es la respuesta que buscabas. Gabrielle cerró los ojos y dejó que la apacible ola dorada cayera sobre ella. —Es justamente la respuesta que buscaba —replicó—. Es la misma respuesta que me he dado yo... supongo que sólo quería asegurarme de que no estaba siendo... egoísta. Se miraron un rato, en silencio. —Escucha —dijo Gabrielle por fin, tomando aliento—. Sé... que siempre quieres que haga cosas que tú crees que van a ser buenas para mí. —Sí —logró decir Xena—. Me preocupa que estés aquí fuera... en esta... luchando todo el tiempo... resultando herida... yo... —Lo sé. —Gabrielle se bajó resbalando de la roca de pizarra y aterrizó al lado de Xena en la hierba—. Y yo quiero que tú estés en paz y seas feliz... y que no tengas que pasarte la vida en una batalla tras otra. —Hizo una pausa—. Pero, sabes... me da igual lo que hagas o dónde estés... quiero estar ahí. —Un largo silencio—. Necesito estar ahí.
Xena se quedó mirándola y notó que las bandas de hierro que le oprimían el pecho se aflojaban, tan deprisa que tuvo un momento de vértigo. —Yo necesito que estés ahí. —Y fue así de sencillo, pensó Xena más tarde. ¿Por qué había tardado tanto en decirlo? Porque... al decirlo, he cruzado esa última línea... y he derribado esa última barrera... ahora ya no hay vuelta atrás. Y eso era a la vez la cosa más terrorífica y más estimulante imaginable. —No sabes lo que significa para mí oír eso —confesó Gabrielle con tono bajo. Se quedaron sentadas en silencio un ratito, luego Xena se acercó más y le puso una mano a la bardo en la pantorrilla. —No quiero que... —Lo sé... —contestó Gabrielle, al final de un suspiro—. Lo... hice. Durante unos minutos, mientras me hablaba... quise creerlo. Pero luego, cuando se marchó, me quedé pensando en lo que había dicho y, sabes, Xena... me acordé de lo que dijiste sobre Pérdicas... y Calisto... y nosotras. —Hizo una pausa—. Que las personas tienen que responsabilizarse de sí mismas, no de todas las demás. Un largo silencio. —No puedo arreglarlo, Xena. Tienes razón... y eso también lo he pensado: podría estar ahí y ser una especie de... no sé... barrera, supongo. —Hizo una pausa y tomó aliento—. Y podría mejorar las cosas, a veces, durante un tiempo. Pero eso no cambiará su forma de ser... ni lo que ha hecho... a madre... o a Lila. —Hizo una pausa—. O a mí. Se miró las manos, entrelazadas y blancas de tensión.
—Cuando empezó a hablar conmigo... pensé en lo estupendo... que sería volver a como eran las cosas antes... al principio, cuando yo era pequeña. Quería recuperar esa sensación. —Tragó saliva y miró a Xena—. Pero... eso no va a ocurrir nunca, porque yo soy quien soy ahora, no la niña que era. —Sus dedos se entrelazaron con los de Xena—. Es sólo que he tardado un poco en recordarlo. Xena la rodeó con un brazo y se la acercó. —Sabía que lo harías —murmuró. —Con un poco de ayuda de mi mejor amiga —fue la respuesta, acompañada de una dulce sonrisa—. Sabes... ha sido un poco extraño... pero al verlo así de amable... de repente, dejé de tener miedo y empecé a sentir lástima por él. —Miró a la guerrera—. ¿Eso tiene sentido? —Un poco —replicó Xena, pensativa—. Es... muy propio de ti. —Se le dibujó una mínima sonrisa en la cara. Gabrielle soltó una leve carcajada. —Supongo que sí. —Luego suspiró—. Pero tengo miedo por mi madre, Xena. Yo le he plantado cara y me ha dado mucho gusto. —Una fugaz sonrisa—. Pero no sé si puedo enseñarle a ella a hacer eso... después de tanto tiempo. Xena reflexionó un momento. —Mmmm... yo tampoco creo que puedas. La bardo suspiró y se le hundieron los hombros.
—Pero... —continuó Xena, con una sonrisa cada vez más grande—. Creo que conozco a alguien que podría. Los claros ojos verdes se encontraron interrogantes con los suyos. —¿Mmm? —Mi madre. —Un destello pícaro en esos ojos azulísimos. —Oh... sí... —murmuró Gabrielle, tras tomar aire—. Pero, ¿estaría dispuesta...? O sea, Xena... Xena se recostó contra la roca donde había estado sentada la bardo y estiró las piernas. —Mmm... sí, estaría. —Se mordió el labio para controlar la risa. —Jo... lástima que Johan se haya marchado esta mañana —suspiró Gabrielle. —Sí... menos mal que le di una nota antes de que se marchara —dijo Xena, como sin darle importancia, mirando a la bardo con su aire más inocente. Que no lo era mucho, la verdad. —¡Xena! —rió Gabrielle, y le dio un manotazo en el hombro—. Ay... tengo que acordarme de no hacer eso... hoy estás llena de sorpresas, ¿no? La guerrera se encogió de hombros ligeramente. —Hago lo que puedo. —Cerró los ojos un momento por el sordo martilleo que tenía en la cabeza. Me alegro de que esto haya terminado...—. Sólo intento ayudar. —Y
espero no tener que volver a pasar por ello nunca más... me ha dejado más agotada que pasarme un día entero luchando en un campo de batalla. Dioses. No estoy equipada para esto. Y levantó la mirada para descubrir que Gabrielle la miraba atentamente. —¿Estás bien? —preguntó la bardo, leyendo las pequeñas indicaciones de su cara que ahora ya sabía que querían decir que a su compañera le dolía algo. Xena se planteó por un momento no hacer caso de la pregunta, pero luego se detuvo y reflexionó en serio sobre el tema. —Mmm... tengo un dolor de cabeza espantoso —confesó, sonriendo ligeramente a la bardo—. Nada grave. Gabrielle le puso una mano en la nuca y palpó con cuidado. —Jo... estás hecha un nudo... —murmuró, viendo cómo Xena cerraba los ojos al tocarla. Yo he sido la causa, reconoció sombríamente. Me pregunto cuántas veces lo he hecho y ella no lo ha reconocido. Muchas, probablemente—. Ven. —Se apartó un poco y se dio una palmadita en el regazo—. Échate. La guerrera dudó y luego obedeció. Se encontró contemplando el dosel de árboles, mientras notaba la blandura desigual del suelo debajo de ella y las fuertes manos de Gabrielle que le iban quitando la rigidez del cuello. Era... estupendo, y se entregó a la experiencia, cerró los ojos y dejó que la tensión fuera desapareciendo por completo de su cuerpo. —¿Mejor? —preguntó Gabrielle.
—Sí —fue la satisfecha respuesta, al tiempo que Xena volvía la cabeza ligeramente y abría los ojos para mirarla—. Gracias. —De nada —replicó la bardo, con una sonrisa encantada—. ¿Tienes hambre? Xena se lo pensó. —Sí —contestó y empezó a incorporarse, pero la bardo la agarró del hombro. —Oye... quédate ahí. Ya saco yo las cosas. —La bardo rió alegremente—. Vamos... no tengo esta oportunidad muy a menudo. ¿Debería? Jo... voy a tener problemas como siga así... pero... por Hades... ahora mismo me da igual. —Vale. —Y se tumbó de nuevo, recolocando la cabeza con una sonrisa indolente—. Me vas a echar a perder. —Cosa que como mucho era una protesta poco convincente. —Sí —asintió la bardo tan contenta—. Así que relájate y disfruta. —Sacó las cosas que había comprado por la mañana y se puso a preparar bocados, que entregaba por pares, uno para sí misma y otro para Xena, quien aceptó que le diera de comer a mano con risueña benevolencia, con las manos recogidas sobre el estómago y el cuerpo estirado con un suspiro satisfecho. —La vegetación ha crecido, pero este sitio no ha cambiado mucho, ¿verdad? — comentó Gabrielle, mirando a su alrededor—. Y estamos más o menos donde estaba yo... cuando vimos a los tratantes. —Yo estaba detrás de esos árboles —replicó Xena, sin mirar—. A la derecha. — Aceptó una empanadilla de carne de los dedos de Gabrielle y masticó, tragando antes de
continuar—. Acababa de enterrar mi armadura y mis armas... No sé qué me llevó a decidir bajar por este sendero del río, pero lo hice. La bardo asintió despacio. —Cuando te vi aparecer y atacarlos... sentí algo. —Su tono se volvió pensativo—. Siempre lo he achacado a la emoción del momento... a fin de cuentas, algo así no se ve con frecuencia, cuando se es de una aldea como lo era yo. Xena reflexionó sobre esto, cerrando los ojos para recordar, y luego los abrió con una expresión curiosa. —Yo también... ahora que lo pienso. En el momento... —Meneó la cabeza—. Estaba muy... confusa. No lo registré. —Pero ahora sí que registraba ese momento en que todo fue como si... se detuviera, cuando sus ojos se encontraron por primera vez. Eso la distrajo...—. Sí. Lo recuerdo. Se miraron fijamente. —Estoy empezando a pensar que te habría seguido en cualquier caso, sabes —dijo Gabrielle despacio, con una lenta sonrisa—. Aunque aquí hubiera tenido una vida perfecta. Xena se quedó mirándola. —Yo estoy empezando a pensar que habría acabado en ese sendero del río con independencia de lo que hubiera ocurrido con mi ejército. —A veces las cosas suceden porque tienen que suceder —observó Gabrielle, ofreciéndole otra empanadilla de carne.
—A veces es así —asintió la guerrera, agarrando el bocado entre los dientes, luego hizo un movimiento brusco con la cabeza, lanzó la empanadilla por el aire y la atrapó en la boca—. Qué comida tan buena, oh bardo mía. Gabrielle soltó una risita. —¿Es ésa una de las muchas cosas que sabes hacer? —Tal vez —sonrió Xena. Echó un vistazo al cielo—. Se está haciendo tarde... —El tono era levemente apesadumbrado. —¿Es que tienes que ir a algún sitio? —preguntó Gabrielle, enarcando una ceja. —Oh... gente que ver, sitios donde ir... bardos a las que hacer cosquillas —murmuró Xena con aire indiferente, y levantó el cuerpo de repente y con agilidad y se volvió de lado para agarrar bien a la sorprendida Gabrielle. —¡¡Oye!! —gritó, retorciéndose en vano—. ¡Ay! —La guerrera era implacable y al poco la tenía hecha un guiñapo estremecido por la risa—. ¡¡Aaahhh!! —chilló, y logró incorporarse y escapar, maldiciendo cuando Xena se levantó de la blanda hierba para perseguirla—. Oh, por Hades... —Y echó a correr y hasta consiguió una ventaja de varios pasos sobre la risueña guerrera, hasta que Xena alargó la zancada y la alcanzó, levantó a la bardo con delicadeza y la tiró sobre unas matas de vara de oro, lo cual lanzó una nube de polen por todas partes. —¡¡Aah!! —rió Gabrielle, parpadeando para quitarse el polvo dorado de los ojos—. Te voy a pillar... —Y lo hizo, pues se levantó y corrió hacia Xena a toda velocidad, sin ver la pendiente sobre cuyo borde estaba la guerrera. Se lanzó por el aire a un cuerpo de
distancia de su risueña compañera y la alcanzó de lleno de forma tal que pilló desprevenidos incluso los reflejos de Xena. —¡Eeh! —gritó Xena, con los ojos como platos cuando la bardo se abalanzó sobre ella. Alzó los brazos y preparó su cuerpo para el impacto. Atrapó a Gabrielle, como la bardo sabía sin duda, pero notó que perdía pie—. Ay, madre —murmuró, en el momento en que el impulso de Gabrielle las lanzó a las dos hacia atrás y cayeron por la empinada pendiente de hierba. Rodaron colina abajo, riendo. Xena afirmó los brazos para evitar que Gabrielle sufriera la parte peor de los golpes, al tiempo que notaba la risa descontrolada de la bardo que le sacudía todo el cuerpo. Pasaron por encima de un último montículo y entonces Xena sintió que caía y abrazó a Gabrielle con fuerza, envolviendo a su compañera con los brazos y las piernas para evitarle el impacto final. Que fue encima de una bandada de patos. Que montaron una algarabía que era como la llamada de un ejército a la batalla, pensó Xena, atontada, protegiéndose con un brazo de una nube de plumas y alas en movimiento. —Aah... —dijo y estalló en carcajadas—. Dioses. Gabrielle se bajó rodando de su pecho y se sentó, mirando a Xena, que estaba tirada boca arriba, con los brazos abiertos, en medio de un círculo de patos furiosos. Se cayó de lado por el ataque de risa, sujetándose el estómago. Xena levantó la mirada. —Cuac —protestó un ánade real, volviendo la cabeza para mirarla avieso.
Xena logró dejar de reír y fulminó a su vez al pato con la mirada. —Grr —gruñó. —Cuac —repitió el pato, cambiando el peso de un pie palmeado al otro—. Cuac. Xena entrecerró los ojos y gruñó de nuevo. —Podrías ser la cena, si no te andas con ojo —advirtió, con tono amenazador. —¡Cuac! —El pato captó el mensaje y se sentó, agitando las plumas de la cola muy preocupado. —Pip. Xena levantó la vista de golpe al oír este sonido diferente. Echó una mirada a Gabrielle. Oh... por favor... que no mire ahora... —Pip. —El patito diminuto se subió a su pierna de un salto y subió torpemente por su cuerpo hasta su pecho, donde se quedó parpadeando—. Pip. Xena alzó la cabeza y lo miró ceñuda. —Largo. Gabrielle se volvió para mirar y se arrastró hasta donde estaba Xena tumbada. —Sabes... la pena de esto, Xena... Fue objeto de una mirada de fingida indignación. —Como le cuentes esto a alguien, bardo, te convierto en cordones para botas.
—Es que nadie me creería —dijo Gabrielle, que consiguió mantener la cara seria durante unos segundos antes de que le diera un ataque de risa. —Pip —comentó el patito, y se sentó agitando la colita. —Cállate —le gruñó Xena. —¡Cuac! —la regañó el ánade real. Xena suspiró y dejó caer la cabeza hacia atrás. Gabrielle consiguió por fin dejar de reír y se pegó al costado derecho de Xena para recuperar el aliento. —Juujjuu —exclamó—. No me reía así desde... ni me acuerdo. —Dejó caer la cabeza sobre el brazo estirado de Xena y sonrió cuando el brazo se contrajo y la estrechó. Creo que es posible que haya conseguido que supere su manía a los abrazos. Al menos conmigo, pensó su mente distraída para entretenerse. Y eso está muy bien, porque ahora tendría que cortarme las manos para evitar ponérselas encima. Y... creo... que puede que para ella sea igual. ¿Qué sensación le produce? Seguro que le resulta muy raro. —Sí —reconoció Xena, con un profundo suspiro—. Me ha sentado muy bien... incluso con todos esos botes. —Le clavó un dedo a la bardo—. ¿Y ese salto por los aires, eh? ¿Y si te hubiera dejado caer o algo así? —Pero su cara se relajó con esa sonrisa plena que rara vez se veía en ella, que le iluminó los ojos mientras observaba el perfil de Gabrielle. —Qué va —fue la respuesta inmediata de Gabrielle, al tiempo que se volvía a medias y deslizaba la mano por el brazo de Xena, trazando con los dedos los músculos bien
definidos—. No es posible —declaró, mirando a la guerrera con picardía—. Eso no me preocupaba en absoluto. —Ah, ¿en serio? —dijo Xena, enarcando una ceja—. Eso va a acabar metiéndote en un lío un día de estos. —Sus labios sonrieron de repente—. Amor mío. Vio la sonrisa correspondiente y el repentino rubor que inundaron el rostro de Gabrielle. Me encanta cómo suena eso, pensó la bardo llena de felicidad, y agachó la cabeza y rozó con los labios el punto donde se unían el cuello y el hombro de Xena, aspirando el rico y cálido olor de la hierba aplastada, mezclado con el olor a lino y piel limpia. Creo que ahora soy más sensible a toda ella, pensó, sonriendo por dentro. Tomó una profunda bocanada de aire, llena de contento, miró a los cercanos ojos azules y una vez más se vio atrapada en el inconfundible calor de su conexión, al que se abandonó de buen grado, deslizando la mano por el cuello de Xena y deteniéndose encima del punto del pulso, donde advirtió que los fuertes latidos se aceleraban bajo su tierna caricia. Mmmm... parece que las dos somos más sensibles la una a la otra. Cerró los ojos por la reacción inmediata de su cuerpo al calor repentino de la mano de Xena sobre su costado. Ahhh... ya lo creo. Una dulce sonrisa iluminó el rostro de la bardo, al tiempo que se pegaba más al contacto y saboreaba la sensación del encuentro de sus labios, que le produjo un hormigueo por todo el cuerpo y le extrajo una ronca carcajada desde lo más hondo de su ser. —Eso te gusta, ¿eh? —dijo Xena con indolencia, dejando que sus manos se movieran despacio por el pecho de la bardo, que se agitaba entrecortadamente por las caricias.
Oyó el murmullo incoherente de la respuesta, que se derramó en torrente por encima de las débiles protestas de sus instintos defensivos. Espera... espera... Xena, idiota, es pleno día, en medio de un campo... ¿es que has perdido el poco sentido común que te queda?, protestó su parte racional, pero su cuerpo la traicionó alegremente al responder a las tiernas manos de Gabrielle con sensual entrega. No... no... esto tiene que parar... basta... lo digo en serio... La bardo descendió besándola y le metió una mano por dentro de la túnica. No... mm... oh, por Hades. Bueno, de todas formas cualquiera que nos ataque va a tener que pasar por entre esos malditos patos... Y dejó de pensar en todo salvo en el calor del sol y la dulzura de la brisa y las gratas caricias de su alma gemela.
—Eh —susurró Xena, bastante después, posando la mirada en el cuerpo totalmente lacio de Gabrielle tumbado encima del suyo. —Mmm —fue la perezosa respuesta, al tiempo que la bardo se acurrucaba mejor sobre su hombro—. Sshh... vas a despertar a los patos —murmuró, notando la risa consiguiente debajo del brazo con que la rodeaba. —Son buenos centinelas —comentó la guerrera, con una ceja enarcada, echando un vistazo a las aves, que seguían más o menos agrupadas en torno a ellas, mirándolas a las dos de vez en cuando con ojillos malévolos. No me puedo creer que acabe de hacer esto. Su mente hizo un gesto de renuncia riendo disgustada. Miró a su alrededor. Bueno, la hierba es muy alta... y esa pendiente ofrece un aviso, más o menos, y... Vamos, Xena. Corta el rollo... reconoce que has perdido la cabeza por completo. Que ya no tienes el menor control sobre nada. Cerró los ojos, absorbió el sol que ahora empezaba a bajar
hacia el oeste y dejó simplemente que la sensación de paz la inundara durante largos instantes. Y ni siquiera puedo fingir que querría cambiar esto... me está curando unas heridas que ni siquiera recordaba tener. —Se está haciendo tarde —suspiró por fin, frotando la espalda de Gabrielle ligeramente con la yema de los dedos—. Vamos, dormilona. Gabrielle echó la cabeza hacia atrás y miró a Xena a la cara. —Sí. Supongo que será mejor que volvamos antes de que envíen una partida de búsqueda. —Sonrió con aire pícaro—. Bueno... ¿lo de la comida campestre ha sido buena idea? Ambas cejas se alzaron al oír eso. —Una de las mejores que has tenido, creo. Tenemos que volver a hacerlo —dijo con la cara muy seria—. Vamos —añadió, desenredándose de la bardo y poniéndose en pie. —¡Cuac! —protestaron los patos, alarmados, al tiempo que desplegaban las alas y se alejaban caminando torpemente. Xena se puso en jarras y los contempló, con cara de pocos amigos. Entonces, de repente, dejó caer los brazos y soltó un salvaje alarido de combate, que lanzó plumas y patos y patitos en todas direcciones con un rugido atronador de alas, graznidos y gritos mientras toda la bandada elevaba el vuelo con esfuerzo por encima del río. Se hizo el silencio. Xena sonrió, se cruzó de brazos, se dio la vuelta y miró a Gabrielle con satisfacción. —Así está mejor. —Ofreció una mano a la bardo, que seguía sentada—. ¿Vamos?
Gabrielle meneó la cabeza y se echó a reír. —Mira que eres mala. —Hizo una pausa—. Pero ha tenido su gracia, en plan malvado. O a lo mejor ha sido una maldad en plan gracioso... o... —Se vio agarrada de la mano y levantada de un tirón—. O a lo mejor no —terminó, alegremente, al tiempo que abrochaba el cinturón de la túnica de Xena mientras la guerrera le sacudía algunos hierbajos de las mangas—. A ver si convencemos a Lila y a Lennat para que cenen con nosotras. Xena se echó a reír. —¿Ya estás pensando en la cena? —Nunca es demasiado temprano para empezar —fue la ufana respuesta, y emprendieron el camino por el sendero de regreso al pueblo.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó Lennat, inclinándose por encima de la mesa y cogiendo la mano de Lila—. ¿Se encuentra algo mejor? —La miró a la cara y vio su expresión preocupada. Lila suspiró. —Esta vez, tiene el brazo roto. Xena... se ha ocupado de ello. —Frotó los dedos de Lennat con los suyos—. Ahora le duele menos. Ha dormido un rato. Pero le sigue doliendo. —Miró hacia la puerta por enésima vez—. ¿Dónde Hades están? —masculló, pero se interrumpió cuando se abrió la puerta y entró Gabrielle.
—Hola —dijo su hermana mayor, al tiempo que tomaba asiento frente a ellos, dando vueltas distraída a algo entre los dedos—. ¿Qué hay? ¿Cómo está madre? —Bien —contestó Lila distraída—. ¿Qué es eso? —Señaló el objeto que giraba—. ¿Dónde has estado? —No esperó respuesta—. ¿Dónde está Xena? Gabrielle se echó hacia atrás y sonrió. —Una pluma de pato, en el río y en la cuadra visitando a Argo. Lennat se echó hacia delante y ladeó la cabeza. —¿Una pluma de pato? —Sí —contestó la bardo—. Un recuerdo. Los colecciono. Se quedaron mirándola. Ella los miró a su vez. —¿Qué?
—Estate quieta, Argo —murmuró Xena mientras examinaba las pezuñas de la yegua —. Muy bien —dijo con aprobación, dejando caer la última y dándole al caballo una palmada en los cuartos traseros—. Esta vez han hecho un buen trabajo, chica. —Pasó al otro lado del animal y le rascó debajo de la quijada. Y notó, en la atmósfera cerrada y caliente del establo, el leve movimiento de una brisa de fuera, y un cosquilleo en los sentidos que le puso de punta los pelos de la nuca.
Su relajado buen humor desapareció y se quedó en estado supremo de alerta, examinando la zona que tenía detrás atenta al más mínimo ruido. Roce de paja. Crujido de una tabla de la pared. Caballos respirando, moviéndose. En el rincón, un ratón que mordisqueaba el borde de su nido. El sonido inconfundible de la respiración de otro ser humano. El roce de su ropa al moverse con sigilo. Y el agudo y débil quejido de una cuerda de tripa trenzada al tensarse mientras alguien colocaba una flecha en un arco. Xena cerró los ojos y esperó, con una sonrisa fiera en la cara. Oyó cómo cesaba el quejido y el leve crujido de la madera que protestaba cuando el arco alcanzó su extensión plena y se mantuvo en esa posición. Un arco largo, pensó. Aquí hay alguien que no quiere dejar nada al azar. Entonces el tañido de la cuerda al disparar, que envió vibraciones por el aire que ella sintió literalmente, y el roce del aire sobre las plumas recortadas mientras la flecha volaba hacia ella. Se relajó, dejó que sus instintos se hicieran con el control y observó casi con indolencia cuando su cuerpo se giró y su mano derecha se alzó y se cerró alrededor del astil de la flecha en el momento en que la alcanzaba. La dejó caer y salió disparada hacia el punto donde sabía que estaba el arquero y vio el destello de luz cuando la puerta de detrás se abrió para dejarlo escapar. Oyó el repentino movimiento atronador por encima de su cabeza cuando llegó a ese punto y tuvo el tiempo justo de protegerse la cabeza con los brazos cuando el pesebre se desplomó encima de ella. Con una mueca de dolor, notó como las pesadas vigas le golpeaban los brazos y se apartó rodando de ellas, hacia la parte interna de la cuadra.
Se hizo el silencio, con un crujido inquietante de la madera que protestaba. Xena salió despacio de debajo de algunos de los soportes más ligeros, apartándoselos del cuerpo y rodando por encima. Maldición, suspiró su mente. Se dio un rápido repaso y se descubrió relativamente ilesa. Suerte... mucha suerte. Eso... Echó un vistazo al pesado pesebre de hierro. Podría haberme hecho mucho daño. Y cualquier pista sobre su atacante invisible estaba ahora sepultada bajo montones de paja, metal y trozos de madera. Sus ojos volvieron donde Argo la miraba nerviosa. —Salvo esto —murmuró, poniéndose en pie y acercándose a ese punto, donde recogió la flecha que había tirado y la examinó. La puerta de fuera se abrió y unas pisadas rápidas se transformaron en las manos de Gabrielle sobre su brazo y unos ojos verdes que examinaban su rostro con preocupación. —¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —Sí —replicó Xena, mostrándole la flecha—. Pero alguien se ha tomado muchas molestias para tratar de darme un susto. —Su rostro se relajó con una sonrisa, más por Gabrielle que por otra cosa—. Van a tener que esforzarse mucho más. —Alzó los ojos por encima del hombro de la bardo y se encontró con los de Lennat—. ¿Es de alguien que conozcas? Lennat cogió la flecha con cara lúgubre y la examinó, echando un vistazo a Lila, en cuyo rostro había una expresión de horror. —No —suspiró—. Es una flecha normal y corriente. Creo que de los campos de tiro.
—Da igual —intervino de repente la voz de Gabrielle, cortando el silencio que se había hecho—. Aquí no hay mucha gente que... —Se calló y miró a Xena a la cara, que se había quedado inmóvil e inexpresiva. Lo sabe, se dijo la bardo—. Tengo que ir a ocuparme de una cosa —terminó. —Gabrielle... —La voz de Xena le causó un escalofrío por la espalda—. Si ahora se trata de flechas... —La advertencia estaba clara—. Voy contigo. La bardo se debatió consigo misma. —Antes tienes que darme la oportunidad de decir lo que necesito decir, a solas. — Alzó una mano y detuvo las protestas de Xena posando la punta de los dedos sobre los labios de la guerrera—. Pero si estuvieras justo fuera de la puerta, me sentiría mucho mejor al hacerlo.
4
Xena observó el rostro de Gabrielle atentamente, advirtiendo la fría dureza que embargaba su cara normalmente abierta y confiada. —Hablaremos de esto más tarde —dijo la guerrera, en voz baja, y luego se dio la vuelta, fue hasta los restos del pesebre y se agachó sobre una rodilla—. Parece que han cortado los soportes —murmuró, levantando el extremo de uno y examinándolo. Lennat se unió a ella, asintiendo. —Sí, mira eso —afirmó, pasando un dedo por la madera mal cortada—. Y además, con prisas. —Una rápida mirada de reojo al rostro atento de Xena—. Estás... O sea...
Sus ojos se encontraron con los de él y enarcó un poco una ceja. —¿Qué? —preguntó. El chico le sonrió de medio lado. —Bueno, lo que quiero decir es que evidentemente estás bien... ¿no? Xena volvió la cabeza del todo para mirarlo. —Estoy bien —repitió. ¿Qué pasa aquí?—. Menudo estruendo debe de haber hecho, ¿eh? —Indicó el pesebre de hierro. Un largo momento de silencio. —No... bueno, no sé —replicó él—. Nosotros no lo hemos oído. —No ha sido un ruido lo que nos ha traído hasta aquí a la carrera, Xena. Pero no tengo ni idea de cómo explicar qué ha sido. —Ah —fue la apagada respuesta, con una ligera sonrisa y una mirada por encima del hombro a Gabrielle, que perdió su expresión pétrea cuando sus ojos se tocaron y avanzó para agacharse al lado de Xena, sujetándose con una mano a la espalda de la guerrera—. ¿Has...? —Xena titubeó, curiosa—. ¿Qué te ha...? Una sonrisa curiosa iluminó el rostro de la bardo. —Sí... he... —contestó meditabunda—. Ha sido... muy raro. —Estoy ahí sentada hablando y, de repente, tengo que estar... aquí—. Así que... supongo que funciona en ambos sentidos. —Me preguntaba si sería así... tenía la esperanza de que sí.
—¿Alguna de las dos me quiere explicar qué está pasando? —intervino Lila por fin, con tono evidentemente preocupado—. Lo único que sé es que, de repente, Bri se levanta de un salto como si le hubiera mordido algo y sale disparada por la puerta. — Hizo un gesto señalando los restos—. Y entramos y nos encontramos con esto. Y a ti... y... —Luego —le dijo Xena con un gesto y siguió estudiando los restos—. Lennat, échame una mano con esto. —Se levantó, agarró el pesebre de hierro y esperó a que él hiciera lo mismo—. Hay que ponerlo allí. —Indicó la pared del fondo con la cabeza—. ¿Listo? —Aahh... sí... —Lennat hizo una mueca, intentando agarrar bien el metal—. Claro, pero no sé... —Si tengo la más mínima posibilidad de levantar esto... ay, madre. —Adelante —dijo Xena e irguió la espalda, soportando el peso del pesebre con las piernas y los hombros, y se trasladó con ello hacia la pared. Oh... jo. Ahora tampoco lo puedo soltar, porque quedaré como una idiota. Xena... a veces... Pero sus músculos aguantaron, ante su sorpresa. Parece que un mes de ejercicio en casa me ha servido de algo. Lennat sintió el peso en los brazos que amenazaba con arrancárselos de los hombros y rezó para no dejar caer el extremo que llevaba antes de trasladarlo del todo. Por Zeus, maldijo su mente, al ver que Xena cargaba con su parte sin demasiado esfuerzo aparente. ¿Cómo lo hace? —A ver... deja que te ayude —sonrió Gabrielle, que cargó con parte de su extremo, al ver los tendones hinchados de su cuello. Consiguieron mover el enorme armatoste y se
quedaron en silencio mientras Xena regresaba por la paja y volvía a agacharse para examinar el suelo. —Eso pensaba —murmuró y les mostró un pequeño objeto. Se apiñaron corriendo a su alrededor y se quedaron mirando. Era una moneda de oro—. Me alegro de saber lo que valgo —dijo Xena con seco humor. —¡Eh! —exclamó una voz débil, detrás de ellos—. ¿Qué ha pasado? —Alain entró en el espacio abierto que rodeaba a las caballerizas con los ojos como platos. —Hola, Alain. —La voz de Xena impidió que los demás intervinieran—. Ha habido un pequeño accidente... me alegro que de no de haya pillado a ti. El chico se acercó y se detuvo junto a su hombro. —Yo también. —Bajó la mirada—. Ohh... ¡estás sangrando! —exclamó angustiado. —Sólo es un arañazo —le aseguró Xena—. Bueno... ¿dónde has ido esta tarde? Alain miraba dubitativo lo que Xena había descrito como un arañazo y ahora Gabrielle se unió a él, observó con más atención y cerró los ojos como reacción. —Xena, hay que curarte eso. —Su tono era suave, pero inflexible—. Tú y tus arañazos. —Luego —gruñó Xena—. ¿Alain? —Oh... mm... me fui a casa —afirmó el mozo de cuadra, agachándose a su lado y mirándola a los ojos—. Alguien me dijo que papá me estaba buscando, así que fui allí.
Pero no era cierto. —El chico rubio se encogió de hombros—. Me han vuelto a tomar el pelo, supongo. Lennat miró a Alain ladeando la cabeza. —¿Quién te dijo que fueras a casa? Alain se encogió de hombros. —Uno de ellos... ya sabes. Pasaba por aquí y gritó. —Volvió a posar sus ojos grises en la cara de Xena—. Oye... ¿puedo sacar a Argo a dar una vuelta? Le gusto... —dijo, un poco sin aliento—. ¿Por favor? Xena lo miró y sus labios se curvaron con una pequeña sonrisa. —Claro... le gustará. —Alzó los ojos y contempló a la yegua—. Además, le vendrá bien. Adelante. Alain sonrió, se levantó, fue cojeando hasta Argo, que los observaba, y acarició el alto hombro de la yegua. —Vamos... te voy a enseñar los nuevos terneros... a lo mejor vemos patos... —le dijo al caballo, mientras le pasaba la brida por la cabeza. Gabrielle sofocó una risita y al levantar la mirada, se encontró con los ojos de Xena. —¿Quién ha hecho esto? —preguntó la bardo, ya sin humor—. ¿De verdad querían...? Xena se encogió de hombros.
—Asustarme, más que nada, creo... a fin de cuentas... —Sus ojos soltaron un destello —. Te has asegurado de que toda la aldea sepa muy bien que soy capaz de atrapar flechas al vuelo cuando me hace falta. —Miró a su alrededor—. Pero no necesito decirte que estoy empezando a estar más que harta de todo esto. —Yo también —fue la inesperada respuesta de Gabrielle—. Ahora, vamos a ocuparnos de esos... mm... arañazos tuyos, ¿vale? Lo cual quiere decir, pensó Xena, que son más que arañazos, y seguro que tiene razón, porque me duelen como el Hades. —Está bien —asintió de mala gana y luego se detuvo—. Oye... —Al ver la expresión desenfocada de los ojos de Gabrielle—. ¿Gabrielle? Una de esas vigas le debe de haber caído justo encima, se estremeció la mente de la bardo. Si mi padre ha... organizado... esto... Se detuvo y se lo pensó bien. Madre. Lila. Yo... Siento una... especie de rabia sorda... tristeza... Su mente se centró, despejada y aguda. Pero ahora ha intentado hacer daño a algo que significa... más que la vida para mí. ¿Y ahora qué? ¿Por qué ahora es tan distinto, de repente? Noto... que es más que rabia... es una especie de ira. Qué miedo. —Sí —contestó la bardo, meneando un poco la cabeza—. Lo siento... estaba pensando. —Suspiró—. Supongo que será mejor que me quite de encima mi conversación con él. Lennat negó con la cabeza despacio.
—Esta noche no, Bri. —Todos lo miraron—. Metrus y él estaban antes en la posada... Supongo que no los viste, Bri. Estaban muy borrachos. —La miró encogiéndose de hombros como pidiéndole disculpas. Lila asintió. —Pues estará así toda la noche. Tengo una idea... —Miró a Xena y a Gabrielle—. Venid a casa a cenar. Sé... —En sus ojos apareció un pequeño brillo risueño—. Que os encanta la comida de la posada, pero... —Alargó la mano y tocó el brazo de Gabrielle —. ¿Por favor, Bri? A madre le dará una alegría... Sé que quiere verte. —Me parece buena idea —dijo Xena con calma. Gabrielle la miró algo sorprendida, pero asintió sin decir nada—. Gracias. Si no, iba a tener que salir a cazar algo para cenar —comentó la guerrera, con una sonrisa guasona que hizo reír a los otros tres—. A lo mejor hasta podemos convencer a Gabrielle para que nos ofrezca una actuación privada. La bardo soltó un resoplido. —Oh, sí... seguro que quieren oír más historias. —Pero sus ojos y su sonrisa para Xena relucían de silencioso agradecimiento—. Te vas a enterar... voy a contar algunas de las tuyas más locas. Lila se echó a reír. —Pues va a ser una velada divertida, ya lo creo. Voy a adelantarme para empezar a preparar las cosas. ¿Al anochecer, entonces? —Se volvió hacia Lennat—. Tú también vienes, por supuesto. El rubio se rió suavemente.
—Como que me lo iba a perder. Seguro. —Le guiñó un ojo a Gabrielle—. Además, me perdí las historias de anoche... estaba un poco... —una gran sonrisa—, ocupado. — Cogió a Lila del brazo y la llevó hacia la puerta, saludándolas con la mano—. Hasta luego —dijo por encima del hombro. Se hizo el silencio y las dos se miraron. —Bueno... ¿qué ha pasado en realidad? —preguntó Gabrielle, acercándose y abrazando a la guerrera, como había querido hacer desde que entró por la puerta—. Dioses... qué sensación tan extraña... era como si algo tirara de mí hacia aquí. Xena estuvo un rato sin contestar, limitándose a devolverle el abrazo a Gabrielle en silencio. Luego suspiró, le pasó a la bardo el brazo por los hombros y fue hasta donde había estado el pesebre. —Yo estaba al lado de Argo, comprobando las herraduras que había encargado que le pusieran hoy. —Carraspeó—. Oí... a alguien que tensaba un arco. Así que... hice lo de siempre. —Se encogió de hombros, restándole importancia—. Luego intenté alcanzarlo... y cuando llegué ahí... —Señaló con el brazo—. Los soportes se vencieron y se cayó todo encima de mí. —Una mueca—. Tuve el tiempo justo de taparme la cabeza con los brazos y apartarme rodando. Los más pequeños me rozaron los hombros. —Por poco —susurró Gabrielle, controlando férreamente su repentina furia—. No creo que pueda perdonárselo. Xena se quedó mirándola. —Vamos, Gabrielle. No sabemos si él ha tenido algo que ver, para empezar... y... ha sido un ataque muy poco serio, teniendo todo en cuenta.
—Podrías haber resultado gravemente herida, Xena —espetó la bardo, sintiendo que una rabia inusual crecía en su interior—. No puedo... ¡tú nunca le has hecho nada, Xena! —Tú tampoco —fue la respuesta en voz baja, controlada, al tiempo que Xena se volvía y atrapaba su mirada. —Es distinto —contestó Gabrielle, alzando la voz—. No tiene motivo... —Lo tiene —la interrumpió Xena. Una larga pausa. —¿A qué te refieres? —respondió la bardo, observando su cara—. Tú no has hecho nad... —Vio en el rostro de Xena que aquello no era cierto—. ¿Qué... has...? Xena tenía la cara en sombras, por la luz cada vez más débil de fuera, pero bastaba para que Gabrielle viera en ella el recuerdo de su furia. —Verás, Gabrielle —dijo Xena, despacio—. Le eché la bronca por lo que le había hecho a tu madre. No hubo respuesta por parte de Gabrielle, sólo una mirada intensa y atenta que parecía atravesarla de parte a parte. —Él dijo que eso no era asunto mío —continuó la guerrera. —Eso dijo, ¿eh? —fue la respuesta, en un susurro. —Sí. Y yo le dije que tú... eras asunto mío. —Gabrielle cerró los ojos y sus labios amagaron apenas una sonrisa—. Y entonces le dije que si alguna vez... una sola vez... volvía a tocarte... —Xena alargó las palabras, con un gruñido grave, controlado—. Le
haría tanto daño que sólo desearía que lo hubiera matado. —Miró a la bardo fijamente —. Mejor que piense que soy una amenaza, Gabrielle... Prefiero sufrir ataques tontos como éste que saber que te puede ocurrir algo a ti. De repente, Gabrielle sonrió, al tiempo que notaba cómo se le pasaba la rabia. —Bueno... eso lo debe de haber fastidiado. —Su voz volvía a tener un tono más normal—. Me parece que seguramente le gustó más cómo lo planteó Lennat, pero... — Detesto reconocerlo... incluso ante mí misma... pero tiene razón. Xena se quedó pensando en lo que había dicho. Maldición... prácticamente la reclamé como mía. Al menos, eso habrá pensado él. Se echó a reír. —Supongo que podría haberlo interpretado así. —Miró a Gabrielle—. ¿Te importa que haya hablado por ti? —preguntó, y observó mientras la bardo daba vueltas a la pregunta. —Dioses, no —rió Gabrielle—. O sea... —Se sonrojó y bajó los ojos. Y notó la mano de Xena en la barbilla, que le levantó la mirada para encontrarse con la suya—. De verdad que no me importa. —Tanto cacarear que me dejara librar mis propias batallas, que no se implicara en mis problemas y que me dejara enfrentarme a mi familia a mi modo. ¿Y sabes qué? Me encanta. Debería avergonzarme totalmente de mí misma. Pero... ahora hay algo dentro de mí que sólo quiere... entregarlo todo... a ella. Tengo que luchar contra esto... no es justo. Pero algunas cosas... algunas cosas creo que puede que esté bien si... las dejo correr...
—Escucha, sé que te lo tendría que haber dicho... —empezó Xena vacilante—. Pero ocurrió antes de que nos fuéramos al río y... —Un leve encogimiento de hombros—. Nos distrajimos un poco. —No... no pasa nada —sonrió Gabrielle—. Me alegro de que lo hicieras... hace que me sienta... muy bien. —¿De verdad? —preguntó Xena. Vaya cambio... normalmente detesta que haga eso. —Sí, de verdad —fue la respuesta—. Venga... vamos a curarte eso y a cenar. Me muero de hambre. —Cogió a Xena del brazo y se dirigió a la puerta de la cuadra—. Oye... ¿estás segura de que Alain está bien con Argo? Creía que odiaba a otros jinetes. Xena se rió suavemente. —Está bien... le gusta. Igual que le gustas tú, oh bardo mía. —Le dio a Gabrielle un ligero codazo—. Y le vendrá bien el ejercicio. Últimamente he tenido todo eso muy abandonado. —Hizo una pausa—. De hecho, creo que después de cenar puede que me dé el gusto de hacer unos ejercicios con la espada, que falta me hacen. Gabrielle la miró. —¿En el bosque? —No. —La cara de Xena se iluminó con una sonrisa taimada—. Aquí en el patio. — Sus ojos azules soltaron un destello—. Por si a alguien se le ocurre volver a probar conmigo... me gustaría que supiera la que lo espera. —Ohhh... —suspiró la bardo—. Entonces voy a ver un auténtico espectáculo.
Xena se echó a reír.
—Estate quieta, ¿quieres? —Gabrielle puso los ojos en blanco y reprimió un suspiro —. No es culpa mía que se te haya clavado media cuadra en la espalda. Lo hago con todo el cuidado que puedo. —Sacó una astilla más de madera rota de la piel bronceada que cubría los omóplatos de Xena. —Lo siento —murmuró Xena, cerrando los puños por el dolor. Se obligó a quedarse inmóvil bajo las manos de la bardo, sin duda delicadas, se apoyó en las rodillas y cerró los ojos, esperando a que Gabrielle terminara su tarea. Gabrielle se encogió al ver la siguiente astilla, de fácilmente cinco centímetros de longitud, la mitad de los cuales estaban debajo de la piel. —Oh, Xena... ésta te va a doler —advirtió, posando una mano compasiva en el tenso hombro que tenía al lado—. Pero es la última. Aguanta ahí. La guerrera asintió levemente y alargó las manos para agarrar dos de los soportes verticales de la silla que tenía al lado. —Adelante —dijo, con calma. La bardo respiró hondo, agarró bien la astilla y luego tiró de forma continua y regular. Xena no hizo el menor ruido, pero se sobresaltó al oír un fuerte crujido y casi se le cayeron la astilla y las pinzas que sujetaba. Bajó la mirada y vio a Xena, con aire un poco cohibido, examinando los soportes de la silla, que acababa de romper con las manos como si fueran trozos de leña menuda.
—Caray. Menuda fuerza tienes en las manos. Xena sofocó una leve carcajada. —Sí, a veces me sorprendo yo misma —reconoció, meneando la cabeza. Gabrielle le dio una palmadita en el hombro desnudo. —Deja que te ponga un poco de desinfectante aquí. No hay nada profundo, pero son muchas... y aquí tienes un gran golpe. —Sus dedos trazaron una línea por el omóplato izquierdo de Xena, que se movió cuando la guerrera probó a doblar el brazo. La bardo sonrió en silencio al notar los músculos que se movían bajo su mano—. Eso no me facilita las cosas —bromeó, captando el destello de una sonrisa equivalente en la cara medio vuelta de Xena—. Así está mejor —dijo cuando cesó el movimiento y pudo terminar su trabajo en paz, limpiando las heridas con un desinfectante, tras lo cual les aplicó una mezcla calmante de áloe. Xena se echó hacia atrás cuando acabó y respiró hondo. Tenía toda la espalda como en llamas y suspiró al tiempo que iniciaba el truco mental de convencerse a sí misma para no hacer caso, concentrándose hasta que el dolor pasó al plano de fondo de su consciencia y pudo pensar en otras cosas. —Gracias. —Sonrió a Gabrielle fugazmente, se levantó, cogió la túnica limpia que había sacado y se la puso. Gabrielle hizo una mueca.
—Diría que cuando quieras, pero preferiría no tener que hacerlo. ¿No te hartas de esto? —Meneó la rubia cabeza y volvió a meter los útiles médicos en el botiquín de Xena, sin ver que las manos de la guerrera se detenían y su rostro se ponía serio. —A veces —contestó Xena con un profundo suspiro—. Me harto de estar llena de dolores todo el tiempo, sí. —Oye... oye... que sólo era un comentario de pasada, Xena... no le des esa clase de respuesta, pensó al ver la repentina expresión de preocupación atemorizada de la bardo—. Pero se me pasa —se corrigió, dejando asomar una sonrisa. Y le guiñó un ojo a Gabrielle, acompañado de una palmada en el hombro, y se vio recompensada con la cara de alivio de su compañera. Así está mejor. Además, pedazo de idiota, tú elegiste esta vida, ¿recuerdas? Sabías cómo iba a ser... ¿te acuerdas de los golpes cuando entrenabas? Dioses... parece que fue hace muchísimo tiempo—. Ya casi no me duele. —Y, ante su desconcierto, era verdad: ya fuera por los cuidados de la bardo o por el ágil trabajo de su mente, el dolor se había desvanecido hasta ser un mero cosquilleo del que apenas era consciente. —¡Ruu! —Ares le tiró de la bota con entusiasmo—. ¡Grr! —añadió, y ella se rió y se sentó delante de él con las piernas cruzadas. —Está bien... está bien. —Alzó la vista hacia Gabrielle, que la observaba en silencio, con las manos apoyadas en el botiquín, iluminada por la luz de la puesta del sol que bruñía su pelo con la intensidad del fuego y hacía que sus ojos casi relucieran desde dentro—. ¿Te interesa entrenar un poco con la vara esta noche, por cierto? —Sus ojos adoptaron una expresión socarrona—. He notado que últimamente has estado vagueando.
—¿Vas a estar en condiciones? —preguntó Gabrielle, atenta a la mirada con ceja enarcada que se esperaba y que obtuvo—. No quiero que te exijas demasiado esfuerzo ni nada. —Vio aparecer el inconfundible brillo competitivo, lo cual le quitó cierta pesadumbre. Oh oh... creo que me acabo de meter en un lío... y tiene razón. He estado vagueando... y seguro que esta noche lo noto. Se rió de sí misma. Es que he estado un poco... distraída, supongo. —Vaya, vaya... pues tendremos que verlo, ¿no? —fue la guasona respuesta, mientras Xena jugaba con Ares y le frotaba la tripa al lobezno, usando un trozo de cuero sobrante como juguete para tironear—. Vamos, Ares... que puedes hacerlo mejor. Gabrielle se sonrió, se puso una túnica limpia y aspiró aire profundamente para probar. —Oye... ya casi no me duele —comentó, con cara complacida—. A lo mejor hasta consigo ponértelo difícil esta noche. —Esperó un instante, a que Xena levantara la vista —. Aguantando más de... bueno... tres bloqueos, en cualquier caso. —Con una mirada pícara. —Podría ser —replicó Xena, tirando una última vez del trozo de cuero, tras lo cual se puso en pie, se sacudió la ropa y fue donde la bardo estaba cepillándose el pelo rápidamente—. Ahh... ¿por eso me has tenido toda la tarde holgazaneando y dándome de comer? Es todo un plan, ya lo veo... para tener ventaja al entrenar. Gabrielle se echó a reír. —Oh... por supuesto... alguna ventaja tengo que tener. —Se levantó y le dio un empujón a Xena en broma—. Venga... vamos a cenar. Me muero de hambre.
—Todo está listo para la boda —dijo Hécuba, mientras Lila y ella trabajaban juntas en la pequeña cocina—. Ojalá... Lila suspiró. —Lo sé... ojalá no hubiera tanta tensión... ojalá papá no estuviera tan... —Miró a su madre—. Pero a estas alturas... simplemente me alegro de que se vaya a hacer. —Tomó aliento temblorosamente—. Nunca pensé que... yo... Hécuba la abrazó torpemente con un solo brazo. —Te voy a echar de menos, Lila —confesó la mujer mayor, con un suspiro—. Ojalá... —Mejor ni mencionarlo—. Me alegro de que todo se haya solucionado solo. Es curioso cómo se ha arreglado todo... deben de ser las lunas. —Soltó una ligera risa—. Ahora, si consiguiéramos que tu hermana se asiente. Ya sé que le gusta su vida errante, pero... Lila cortó las verduras que tenía delante y las puso sin pensar en el plato. A lo mejor podía devolverle a Gabrielle el favor... estaba segura de que su hermana mayor no quería tener que oír este sermón durante los próximos años, cuando para Lila era evidente que Gabrielle se había asentado exactamente como quería. —Bueno, en realidad, madre —empezó Lila—, no se ha... solucionado solo. Hécuba dejó de luchar con una mano con el gran queso que intentaba cortar y miró confusa a Lila. —¿Cómo dices?
Lila empezó con otra tanda de verduras y las añadió al guiso que borboteaba en el fuego. —La primera noche que Gabrielle pasó aquí... en cuanto se enteró de lo que la esperaba, se lo contó a Xena. Y... —Sus ojos se posaron rápidamente en el perfil de Hécuba—. Dijo, después, que Xena encontraría un modo... una forma... de arreglarlo todo. —Ahora volvió la cabeza hacia su madre y dejó de cortar—. Y lo ha hecho, madre. No sé cómo lo ha hecho, pero lo ha hecho. Hécuba respiró hondo y se sentó en una esquina de la mesa de preparaciones. —Vino... aquí. Esta mañana, y me ayudó. —Jugueteó distraída con el cuchillo del queso que tenía en la mano—. Es una persona muy extraña, muy violenta. Tengo miedo por Gabrielle, viajando así con ella. A pesar de lo que ha hecho por mí... y lo bien que parece cuidar de tu hermana. —Meneó la cabeza canosa—. Sigo queriendo que se quede en casa, Lila. Me niego a creer que no podamos encontrar la manera de que sea feliz aquí. —Se quieren, mamá —dijo Lila, sin mirarla. —Claro que no, Lila —la riñó Hécuba—. No te dejes llevar por tu imaginación romántica. Menuda tontería. Sé que a Gabrielle le preocupa la seguridad de Xena, y sé que Xena intenta asegurarse de que Gabrielle esté bien, pero eso es de esperar. Llevan viajando juntas bastante tiempo ya. Sin duda se han hecho... amigas... por mucho que me cueste creerlo. —Mamá. —Lila dejó de trabajar y se encaró con Hécuba, posando las manos sobre los hombros de su madre—. Se quieren. Igual que nos queremos Lennat y yo. —Se fijó
en la cara de incredulidad de su madre—. Yo he pasado tiempo con ellas en los últimos días, tú no. La mujer mayor se quedó mirándola, luego se abrazó a sí misma y bajó los ojos. —No me lo puedo creer. —Levantó la vista—. No me lo quiero creer. Lo siento, Lila... eso no es algo que yo pueda aceptar con la facilidad con que pareces hacerlo tú. —Carraspeó—. Le voy a pedir que se quede aquí, esta vez. Lila cerró los ojos. —Mamá, no lo hagas. Por favor —susurró, alargando una mano hacia la mujer mayor —. Escucha, yo pensaba lo mismo que tú... hace unos días. —Se volvió y se retorció las manos—. La odiaba... por llevarse a Gabrielle. Por mantenerla ahí fuera... con todo ese peligro... creía que no le importaba lo que le ocurriera. —¿Y ya no lo piensas? —preguntó Hécuba, con escepticismo. —No —contestó Lila, con una sonrisa—. Le importa. Su madre la miró con expresión fría. —Creo que te equivocas, Lila. Creo que Gabrielle es una compañera de viajes agradable. Es muy graciosa, y cuenta historias, y se ocupa de las cosas... y creo que puede tener una vida mejor. Lila siguió cortando verduras. Bueno, lo he intentado. Dioses... como si eso no hubiera sido tan difícil. —Tal vez... pero no creo que ella piense lo mismo.
El ocaso había caído sobre el pueblo, trayendo consigo una bruma morada que creaba sombras bajo los aleros de las casitas y apagaba los colores hasta hacerlos grisáceos. El humo flotante de los fuegos de la noche se mezclaba con una suave neblina fresca, que olía a madera quemada y al rico aroma de los pinos húmedos mientras Xena y Gabrielle caminaban hacia la casa de la familia de ésta. Era un momento apacible y ninguna de las dos habló mucho hasta que estuvieron a punto de llegar. —Bonita noche —comentó Xena, elevando los ojos hacia la esfera apenas visible que asomaba por encima de los árboles—. Hay luna llena. Gabrielle asintió y se acercó más, cogiéndose del brazo de Xena y sonriéndole. —Tu madre todavía no se fía de mí, sabes —añadió Xena, con una sonrisa irónica, alargando la mano y cogiendo la de Gabrielle. La bardo ladeó la cabeza. —Lo sé —suspiró—. Intentaré hablar con ella. —Tal vez debería hacerlo yo —bromeó Xena, con una sonrisa de medio lado—. Ese tema se me está dando muy bien últimamente. Gabrielle sofocó una risa y en ese momento llegaron al porche y subieron los escalones, moviendo las botas al unísono. —Puede que tengas razón. —Alargó la mano y empujó la puerta para abrirla—. Mucho mejor que a mí, de hecho —murmuró por lo bajo. Hécuba levantó la vista cuando entraron y les sonrió.
—Pasad... pasad —dijo con un gesto y vio que Xena iba directamente a ella, moviéndose con ese poder antinatural que ponía nerviosa a la mujer mayor. Tomó aliento cuando la guerrera se detuvo a un paso de ella y la miró enarcando una ceja. —¿Qué tal el brazo? —preguntó, con esa voz profunda que parecía atravesarla de parte a parte. Hécuba le mostró la extremidad en cuestión. —Me... duele. Como dijiste tú. Pero... se pondrá bien. —Hizo un gesto señalando la mesa, donde Lila y Lennat ya estaban sentados, cuchicheando—. Por favor... sentaos. — Abrazó a Gabrielle—. Me alegro de que hayas venido —le dijo a su hija, con una sonrisa—. A lo mejor te podemos sacar una historia o dos. La cena transcurrió sin incidentes y durante la misma Hécuba hizo muchas preguntas diversas sobre las historias que había oído la noche anterior. —Pero, querida, ¿de verdad estuviste en esa aldea centaura? Eso fue muy peligroso para ti... ¿no podrías haber conseguido descripciones de... alguien? —Su tono no dejaba lugar a dudas sobre quién era ese alguien. Xena se recostó, contempló a su compañera y decidió que ya estaba harta. —Bueno, Hécuba —dijo despacio—. La cosa es que... puede que yo sea una guerrera loca. Pero... —Sus dientes soltaron destellos con una sonrisa fiera—. No hay muchas personas por las que estaría dispuesta a lanzar mi cuerpo delante de una flecha. —Se detuvo, vio la cara de resignación de Gabrielle y sonrió por dentro—. La reina amazona que mi bardo describe tan bien es ella misma. Ella fue la heroína de esa historia.
Un silencio mortal en la habitación, mientras todos se quedaban mirando a Gabrielle, quien miró a Xena con cariñosa exasperación. —Esto me lo vas a pagar. —Gabrielle... —susurró su madre—. ¿Eso es cierto? ¿Eras tú? —Sí —contestó la bardo, como sin darle importancia—. Claro que sí. Y chica, cómo me alegré de ver a Xena, deja que te diga. —Sí, cómo. Tanto que la besé delante de una tribu entera de centauros y la mitad de la Nación Amazona, lo cual hizo que nos adentráramos en aguas desconocidas. Menos mal que nadar es algo que las dos sabemos hacer. Sus labios esbozaron una sonrisa. —Por los dioses —susurró Lila—. No tenía ni idea... debió de ser terrorífico... ¿eso es lo peor a lo que te has tenido que enfrentar? —No —contestó Gabrielle, con tono apagado—. Pero eso otro... salió bien. —Sintió unos dedos que se entrelazaban con los suyos debajo de la mesa. Y los apretó a su vez agradecida. —Que salió bien —repitió Hécuba—. Gabrielle, podrías haber muerto. —Podría —asintió la bardo—. Pero no fue así. —Vio la furia en los ojos de su madre —. Las amazonas son responsabilidad mía, madre. Y yo misma me metí en un lío allí... pero por suerte, como siempre, pude contar con Xena para que me sacara de él. — Dirigió a su compañera una mirada llena de agradecimiento—. Nada de qué preocuparse.
Hécuba se levantó y se trasladó a la cocina, con movimientos envarados y furiosos. Se volvió en la puerta y miró a Xena directamente. —¿Y a ti te parece bien dejar que mi hija arriesgue la vida? Es criminal... Gabrielle se levantó y sintió que en su interior crecía una furia que rara vez había sentido. —No te... —espetó con un tono claramente cortante, pero una mano la agarró del brazo y tiró de ella para sentarla, obligándola a detenerse en plena frase. Se volvió y miró furiosa a Xena, quien hizo frente a su mirada con tierna comprensión. Enarcó una ceja, le sonrió un poquito y ella sintió que su rabia se cortaba, se aplacaba y se suavizaba al caer en la cuenta de algo con humor. Ah, sí... supongo que puede cuidar de sí misma. ¿No? Pues sí. Xena se volvió para mirar a Hécuba, que seguía en la puerta de la cocina. —No. No me parece bien en absoluto —dijo, con un suspiro—. Pero es lo que ella elige hacer. —Y yo soy la persona con quien elige hacerlo. Aunque a mí me parezca imposible—. La vida es peligrosa, Hécuba. —Miró intencionadamente el brazo de la mujer—. Aquí, ahí fuera... ¿quién está de verdad a salvo? Un largo silencio, y Hécuba regresó despacio a la mesa, se sentó y colocó las manos delante de ella. —Tengo miedo por ella —dijo, como si Gabrielle no estuviera siquiera en la habitación. Se lo dijo a esta persona extrañísima y desconocida que, al parecer, había asumido la responsabilidad de su hija. Que, por increíble que le pareciera, era indudablemente una amiga, pues hasta Hécuba era capaz de percibir eso entre las dos.
Xena se echó hacia delante y le sonrió con tristeza. —Yo también. —Echó un vistazo a Gabrielle, que guardaba silencio por el momento —. Pero créeme cuando te digo que su seguridad en mi mayor prioridad. —Una prioridad mucho mayor que la mía... me pregunto si ella se ha llegado a dar cuenta. —¡Eh! —ladró Gabrielle de repente—. Un momento. ¿Es que creéis que yo soy la única que se mete en todos los líos? —Esperó a que se centraran en ella. Tengo que rebajar esta tensión... se supone que lo estamos pasando bien—. ¿Un par de amazonas? Ja... dejadme que os cuente algunos de los líos en los que se mete Xena. Y se lanzó a contar sus aventuras, y al cabo de tres o cuatro, consiguió que todos se concentraran en lo que estaba contando. Y por fin logró hacerlos reír a todos, de modo que se trasladaron de la mesa a la pequeña zona de la chimenea y se sentaron en las esteras de colores para seguir escuchando. Lennat se apoyó en la pared y dio unas palmaditas en el suelo a su lado, donde Lila se acomodó de buen grado y se apoyó en su hombro. Xena se estiró cuan larga era cerca de la chimenea, cruzándose de brazos y apoyando la cabeza en la piedra. Observaba la cara de Gabrielle mientras hablaba y cómo la luz del fuego destacaba los tonos claros de su pelo y delineaba sus gráciles manos cuando las usaba para describir la acción de la historia. Xena sentía que sus ojos se veían atraídos irresistiblemente por el perfil de la bardo, y sus labios esbozaron una dulce sonrisa mientras dejaba que las palabras de la historia pasaran por encima de ella sin oírlas. Hécuba pudo por fin dejarse llevar por la voz de su hija y dejó de angustiarse por la vida que iba siendo descrita con relatos a veces divertidos, a veces serios. Al cabo de un
rato, se dio cuenta de que Xena no estaba prestando atención en realidad a las historias, de modo que la observó, por el rabillo del ojo. Bueno, desde luego, ya las ha oído... las ha vivido... y por cómo habla Gabrielle de ella, se diría que es una especie de... heroína. La mujer mayor suspiró. Entonces se fijó en que la expresión de esos ojos claros y fieros cambiaba, haciéndose mucho más tierna, y que una sonrisa equivalente transformaba su cara, pasando de la dura vigilancia a una súbita y sorprendente adoración. Y Hécuba cayó en la cuenta de qué era lo que miraban esos ojos, y cerró los suyos ante la verdad que había descubierto. No... estoy equivocada, tengo que estarlo. Abrió los ojos, a tiempo de ver que su hija se volvía a medias, al notar la mirada de la guerrera, y le devolvía la sonrisa con una calidez sincera que en poco contribuyó a apaciguar su sensibilidad. Oh, por Hera, gimió Hécuba por dentro. ¿Cómo no me he dado cuenta antes? Me temo... que Lila tenía razón. Cielos. Su mente se adaptó poco a poco y ahora observó a Xena con disimulo y ojos que empezaban a comprender. Y vio, por primera vez, cualidades que por alguna razón... se le habían escapado hasta entonces. Como el cálido humor de su sonrisa. Y la chispa amistosa de sus ojos cuando intercambiaba miradas con Lennat y Lila. Y su expresión exasperada cuando Gabrielle se explayaba con extravagancia sobre alguna cosa que ella había hecho. Hécuba sonrió de mala gana. Bueno. Sigue sin gustarme... es demasiado peligroso. Suspiró por dentro con resignación. Pero ya veo que no voy a convencerla de eso. Xena alzó una mano e hizo parar a Gabrielle cuando oyó el principio de ronquera en la voz de su compañera.
—Oye... que mañana vas a estar afónica si sigues así —comentó con indolencia, advirtiendo el leve y rígido gesto de asentimiento por parte de Hécuba. Vaya, vaya... mamá da su aprobación... interesante. —Ja —sonrió Gabrielle—. Lo dices sólo porque sabes qué historia voy a contar ahora. —Lo cual le valió una sonrisa relajada—. Te he pillado. —Pero notaba el esfuerzo y sabía que Xena seguramente tenía razón—. Pero me parece que sí. —Sofocó un bostezo—. Ha sido un día muy largo. —Se encogió de hombros pidiendo disculpas —. Gracias por la invitación. —Me alegro de que hayáis venido —replicó Hécuba, con una sonrisa humorística—. Las dos —añadió, lo cual le valió una ceja enarcada y el amago de una sonrisa por parte de Xena. Me preguntó qué hecho para conseguir ese pequeño sello de aprobación, pensó Xena, al tiempo que se levantaba y le ofrecía una mano a Gabrielle, que seguía sentada y la agarró tan contenta, dejándose levantar del suelo. Dieron las buenas noches a la familia de Gabrielle y salieron al fresco aire de la noche, en el que aún se percibía bien el olor a humo de leña y guisos y que las rozó con un frío que agradecieron después del calor cerrado de la casa. —Mmmm... —bostezó Gabrielle—. Qué gusto. Estaba un poco viciado ahí dentro. —Miró a su compañera—. Ha ido bien... después de lo del principio. Y al menos la cena ha sido decente. —Se rió suavemente—. Aunque no tan buena como la de tu madre.
—Ya —contestó Xena, observando pensativa el sendero que tenían por delante—. No ha estado mal. —Una rápida mirada a Gabrielle, que seguía bostezando—. Oye... me prometiste entrenar con la vara, dormilona. Gabrielle gimió y lanzó una mirada a Xena. —Dioses... ¿de verdad? Fíjate qué tonta. —Un vistazo de reojo para calibrar el humor de la mirada de la que era objeto—. Vale... vale... Vamos... era broma. — Dioses... esta mujer tiene un nivel de energía que no se agota nunca... ¿cómo lo hace? Es inacabable... a veces me canso sólo con mirarla.
Gabrielle se acercó donde estaba Xena, que tenía la túnica medio quitada. —Deja que te ponga un poco de áloe en esas heridas, ya que estás. —Tiró del codo de Xena—. Siéntate un momento. Con aire levemente divertido, Xena obedeció. —Claro... claro —supiró, dejando que la tela le resbalara por los hombros y relajándose mientras la bardo le volvía a aplicar el ungüento calmante en la espalda lacerada—. Gracias... da mucho gusto —reconoció, sonriendo a Gabrielle de medio lado. Aunque no sabía muy bien qué le daba más gusto, el ungüento en la espalda o el hecho de que Gabrielle hubiera tenido el detalle de aplicárselo. Mm... al cincuenta por ciento, decidió sonriendo por dentro, y cerró los ojos, notando las manos de la bardo sobre su piel con una sensación de dulce placer. —Las tienes muy irritadas —le dijo la bardo—. ¿Estás segura de que quieres...? O sea, no es que esté intentando librarme de entrenar contigo... pero... —Hizo una mueca
al examinar una de las peores heridas—. Saltarte una noche no sería mala idea. Me duele a mí sólo de verlas. —Al notar la tensión de los hombros de la guerrera, masajeó suavemente los músculos del cuello de Xena y notó cómo se relajaban al tiempo que la guerrera se apoyaba en ella—. ¿Mmm? ¿Estás segura de que quieres hacerlo? —No... no estoy segura —replicó Xena, sonriendo con desgana—. Pero lo voy a hacer de todas formas. Tú has tenido un día muy largo. —Le dio una palmadita a Gabrielle en la pierna y echó la cabeza hacia atrás, observando el conflicto de emociones en la cara de la bardo—. En serio. Antes sólo te estaba tomando el pelo. Gabrielle suspiró. —No... si tú vas, yo voy. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Además, tenías razón. Últimamente he estado ganduleando en ese sentido... y lo voy a acabar pagando de un modo u otro. —Se agachó y rozó la nariz de Xena con la suya, y se echó a reír cuando la guerrera le mordisqueó el pelo, atrapándolo entre los dientes—. ¡Oye! ¡Ay! Vale... vale... venga, vamos a empezar. —Se soltó el pelo de los dientes de Xena, fue hasta su zurrón para sacar su atuendo habitual de viaje y se lo puso—. A lo mejor consigo convencerte para que te des un baño caliente conmigo después, ¿mmm? — Levantó la vista al oír la respuesta en forma de risa—. ¿Te parece un buen plan? —Ya lo creo —asintió Xena, abrochándose las hebillas de la loriga acolchada que se ponía para entrenar con la espada—. Pero no tienes por qué esperar. Voy a estar un buen rato con esto. —Se pasó la mano por encima de la cabeza y se enganchó la vaina a las correas de la prenda, sabiendo perfectamente que la bardo insistiría en esperarla de todas formas. Gabrielle se encogió de hombros y cogió su estuche de pergaminos.
—Qué va... trabajaré en unas cosas hasta que termines... Tengo dos historias que necesito pasar a limpio. —Se colgó el estuche del hombro, fue hasta la puerta, la sostuvo abierta para que pasara Xena y luego salió tras ella y la siguió escaleras abajo.
—¿Te sigue molestando el estómago? —preguntó Xena, deteniendo el ataque y observando el rostro de su compañera con cierta preocupación. —Un poco —reconoció Gabrielle, retrocediendo e intentando recuperar el aliento—. Creo que se debe más a que últimamente no he practicado esto mucho. —Hizo una mueca de disculpa—. Nunca hasta ahora había entendido tu insistencia en el entrenamiento constante... no me daba cuenta de lo deprisa que se pierde si no se usa. — Hizo una pausa, se apartó el pelo de la frente y se preparó—. Vale... vamos. —Avanzó, levantó la vara en posición de defensa y bloqueó el siguiente ataque de Xena—. Deja de mimarme, Xena —gruñó, al notar la clara falta de escozor en el contacto. La guerrera se rió. —A lo mejor me estoy mimando a mí misma... Lo noto en la espalda cada vez que me das. —Pero la chispa de sus ojos desmentía el comentario y movió su vara hacia delante, le quitó a Gabrielle la vara de las manos y la mandó por el aire—. Uuy. Perdón. —Sí, claro —fue la cáustica respuesta, al tiempo que Gabrielle salía trotando para recuperar la vara—. Eso me enseñará a mantener la boca cerrada. —Jamás —comentó Xena alegremente, y bloqueó un decidido ataque de la bardo—. Eso es, así está mejor —dijo con aprobación, cuando el extremo de la vara de Gabrielle
superó sus defensas y le acertó en el antebrazo—. Bien. Tienes que intentar inutilizarme ese brazo, porque así me resulta mucho más difícil hacer esto. —Clac—. ¿Lo ves? Gabrielle asintió y tomó aire con satisfacción. No alcanzaba a Xena con frecuencia. Llevaban en ello un buen rato, suficiente para que las antorchas colocadas fuera de la cuadra se hubieran consumido bastante, y empezaba a cansarse. —Vale... —Vamos a probar con esto... Hizo acopio de fuerza y se lanzó hacia delante, mordiéndose el labio muy concentrada, y utilizó un movimiento de revés que acababa pasando en un ángulo bajo, lo cual solía funcionarle con Xena por su diferencia de estatura. Y funcionó, esta vez: superó el bloqueo de Xena y golpeó a la guerrera con fuerza en la parte alta del muslo. Las dos se encogieron de dolor, Xena por el golpe, Gabrielle por el impacto cuando su vara rebotó y le hizo perder el equilibrio. —Jo, Xena —bufó la bardo, dejando caer la vara y sacudiendo las manos—. Creo que preferiría no haberte alcanzado... me habría dolido menos. —A mí también —respondió Xena, sacudiendo la pierna y examinándose la marca roja que le había dejado la vara de la bardo—. Pero ha estado bien. Gabrielle resopló. —Sí, ha sido como golpear un árbol. —Recogió la vara y se apoyó en ella, notando un agradable cansancio—. Ya he tenido bastante, creo. Xena la miró un momento y asintió. —Sí, descansa un poco. Yo voy a beber agua y a trabajar un poco con la espada.
Gabrielle cogió su estuche de pergaminos y se acomodó en una bala de heno que se habían dejado olvidada fuera de la cuadra. Sacó sus pergaminos, cogió una pluma y la afiló distraída mientras observaba a Xena, que estaba haciendo algunos de sus ejercicios de calentamiento. Hace mucho tiempo que no la veo hacer esto... normalmente trabajo en mis historias mientras ella está ahí fuera... Oh, caray..., pensó cuando Xena terminó sus ejercicios preliminares y se lanzó directamente a una serie de maniobras de alta velocidad, con la espada desdibujada en el aire por delante del cuerpo. Luego se movió en círculo y empezó a combinar las estocadas de ataque y defensa con saltos, y Gabrielle se quedó ahí sentada, embelesada, olvidándose de la pluma. Mientras las antorchas se iban consumiendo y las sombras aumentaban por el patio, la luz caprichosa provocaba destellos de mercurio en la espada de Xena. Oh, caray... caray... se me había olvidado lo fantástica que es con esto. El talento de la bardo empezó a tantear palabras para describirla... ¿un poema, tal vez? Bueno, pensó Xena, al emprender otra serie de volteretas. Al menos tengo un público atento... Pues veía las caras pegadas a la ventana de la posada, indistintas por la penumbra que llenaba el patio y que también ocultaba a los observadores silenciosos de fuera del edificio. Se agachó totalmente, luego saltó y salió disparada hacia el cielo, sorprendiéndose a sí misma por la altura del salto, y se giró perezosamente de lado al tiempo que lanzaba la espada por el aire y la volvía a atrapar. Bueno... eso sí que es puro lucimiento, se regañó a sí misma, mirando un momento hacia atrás y fijándose en los ojos redondos y fascinados de Gabrielle. Por otro lado... dijo que quería ver un espectáculo. Se le extendió una sonrisa por la cara. A ver si le gusta esto. Y lanzó la espada hacia el cielo, lanzó su cuerpo en la otra dirección y luego saltó hacia atrás hasta el centro del patio, sin usar las manos. En el punto más alto del salto hacia atrás, atrapó
la espada y aterrizó, botando un poco, y luego hizo girar la espada por encima del brazo y se la volvió a pasar por debajo. Echó un vistazo a la cara atónita de Gabrielle y se rió por dentro. No está mal... pero que nada mal. Comprobó sus reservas y descubrió que tenía el cuerpo relajado y listo para seguir. Qué sensación tan buena... La perdí durante un tiempo... me alegro de haberla recuperado. Se puso a practicar patadas con saltos y fue avanzando hasta que consiguió alcanzar objetivos que le quedaban por encima de la cabeza. Por fin, corrió para darse impulso, saltó hacia una rama que sobresalía del gran árbol situado fuera de la posada, se agarró e izó el cuerpo a base de fuerza hasta subirse a la rama. Envainó la espada, se puso de pie y empezó a botar ligeramente, contemplando el suelo que le quedaba a cierta distancia. Gabrielle la miró, meneando un poco la cabeza, y luego se le pusieron los ojos como platos al ver que Xena saltaba de la rama, atrapaba otra, más flexible, se subía a ella y se dejaba caer propulsada hacia el suelo a una velocidad de miedo. ¡Aaay!, gritó su mente, cuando la guerrera golpeó el suelo con una fuerza espantosa, rodó dos veces, luego saltó dando una voltereta por el aire y aterrizó a su lado encima de la bala. —Hola —fue el alegre saludo, con sonrisa burlona incluida—. ¿Te ha gustado el espectáculo? —Das asco —afirmó Gabrielle, cruzándose de brazos—. Ni siquiera jadeas. — Meneó ligeramente la cabeza—. Sí, me ha gustado el espectáculo... como a todo el mundo, creo. —Sonrió—. ¿Es porque hacía mucho tiempo que no te veía hacer eso... o...? Has estado increíble... no es que tú no lo sepas ya, pero... no recuerdo que alcanzaras esa altura en los saltos como acabas de hacer. ¿Es sólo mi impresión?
Xena suspiró y se recostó, encogiéndose un poco cuando los cortes se apoyaron en la áspera madera. —No... ya me había dado cuenta... —Se encogió de hombros y se miró las manos—. De que últimamente había perdido algo de ritmo. No sé... tal vez fue la última vez que resulté herida. —Que murió, en realidad, pero eso nunca lo decía delante de Gabrielle. Era demasiado... doloroso. Todavía—. Pero después, no me sentía bien del todo. Era como si estuviera cansada todo el tiempo. —Paseó la mirada por el patio—. Tenía que hacer un esfuerzo enorme... para hacer cosas que antes no me costaban. —Le resultaba difícil admitirlo, pues sabía cuánto dependía la bardo de ella para que la protegiera. —La verdad es que no tuviste ocasión de recuperarte después de aquello —replicó Gabrielle, pensativa—. Pensé en tomarnos unos días libres... pero surgieron cosas. — Siempre les surgían cosas. Era parte integral de la vida que llevaban juntas—. Estaba... un poco preocupada por ti. —Más bien muy preocupada. Pero estaba tan contenta de ver tu sonrisa cada mañana que... —Sí... lo sé. —Xena se rió ligeramente—. Ya me di cuenta de que durante un tiempo después de aquello estabas siempre muy pegada a mí. —Vio que Gabrielle bajaba los ojos y que un leve rubor le teñía la cara—. No... lo agradecía. Me alegraba de que lo hicieras. —Suspiró—. Pero el caso es que, durante el mes que pasé en casa, pude dormir mucho por primera vez desde... dioses... hacía una vida... y me sentó... maravillosamente. —Sonrió a la bardo un poco cohibida—. Y por supuesto, madre me cebaba como a un cerdo de feria... así que entre las dos cosas, empecé a sentirme mucho mejor y a salir por las noches para reconstruir muchas cosas. Ahora me encuentro genial. —Una pausa—. Mejor de lo que estado en mucho tiempo.
—Se nota —sonrió Gabrielle—. Pareces mucho más relajada. —Y mucho más dispuesta a... contarme esta clase de cosas. Creo que eso me gusta mucho. —Mmm —asintió Xena, con una ligera sonrisa—. Aunque no sé si eso tiene algo que ver con mi capacidad para dar saltos mortales. —Volvió la cabeza y miró fijamente a Gabrielle, que se sonrojó—. ¿Has acabado tus historias? La bardo resopló. —Ni... una sola palabra, y lo sabes. —Le clavó un dedo a Xena en las costillas—. ¿Con esa clase de espectáculo delante? ¿Qué clase de bardo sería si me quedara aquí como una sosa haciendo labores de copista? —Sus ojos soltaron un leve destello—. No diré que no estuviera ocupada componiendo... aah... un poema... tal vez. —Ah, ¿en serio? —preguntó Xena, mirándola interrogante—. ¿Sobre? Una sonrisa diabólica por parte de Gabrielle. —Mi tema preferido, y la imposibilidad de lo que acababa de ver, y este patio oscuro iluminado por las antorchas, y los destellos de fuego y luna que despedía tu espada, y tú. Xena sofocó una carcajada. —Gabrielle, ¿cómo es posible que puedas convertir en poético un entrenamiento con espada? La bardo meneó la cabeza despacio, alargó una mano y metió los dedos por el pelo negro como la medianoche que cubría el hombro de Xena.
—No puedo... pero tú sí. Te mueves y es poesía. —Observó divertida el parpadeo sorprendido de los claros ojos azules—. ¿Es que nunca te has dado cuenta de lo mágica que eres? Xena... podría pasarme el resto de mi vida intentando describirlo y no te haría justicia. Silencio... y luego un suspiro. —No... tú eres la que tiene la magia, bardo mía. Yo sólo soy una vieja guerrera machacada. —Xena le sonrió de medio lado—. A dinar la docena, de tantos que somos. La cara de Gabrielle se puso seria y la mano que descansaba sobre el hombro de Xena lo apretó con fuerza. —Lo que tú eres... para mí... no tiene precio. —Una pausa—. Y la luz dorada con que llenas mi alma vale más para mí que todas las riquezas del Monte Olimpo. Xena no contestó, pero se quedó sentada ahí en silencio, mirándola durante lo que pareció una eternidad, a la luz neblinosa de la luna, entre las sombras de una antorcha que se consumía, con el olor húmedo de la tierra que se alzaba a su alrededor y el levísimo aroma de los tiernos brotes de jazmín en el aire. Por fin, sacudió la cabeza y rozó la cara de Gabrielle con los dedos. —Sabes... —dijo, en voz muy baja—. Tú eres lo único de mi vida que no lamento. — Vio cómo la bardo cerraba los ojos y las lágrimas dulces y silenciosas que humedecían la suave pelusilla de sus mejillas—. Oye... —Le pasó a Gabrielle un brazo por los hombros y se dio una palmadita en la manga acolchada—. Mira... mira qué tela tan suave.
La bardo se arrimó de buen grado, abrazándose a la figura reclinada de Xena, y hundió la cabeza en el cálido hombro de la guerrera. —Sabes, seguro que nos está mirando todo el mundo —comentó Xena, apoyando la barbilla en la cabeza de Gabrielle y cerrando los ojos. —Pues que miren —murmuró la bardo—. Me da igual. Xena enarcó una ceja, se lo pensó un momento y luego se encogió ligeramente de hombros. —Pues vale. —Se rió suavemente—. Me parece recordar que mencionaste algo sobre un baño caliente... —Le frotó un poco la espalda con las yemas de los dedos—. ¿Mmm? —Eso quiere decir que me tengo que mover —protestó Gabrielle, abrazándola con más fuerza. La guerrera se sonrió en silencio. —Qué va —susurró, luego se mordió el labio para reprimir la risa, rodeó a la bardo con los brazos y se levantó, acunándola. —Aah —protestó Gabrielle—. Xena... ¿qué haces? —Tú agárrate —fue la respuesta—. Has dicho que no te querías mover, ¿no? — Retrocedió y estudió lo que la rodeaba. Estoy chiflada por intentar esto. Ya es oficial. Ex señora de la guerra pierde la cabeza, intenta hacer numeritos estúpidos sin el menor motivo... ah. Divisó una pila de cajas justo fuera de la posada y fue hasta ellas, acelerando a medida que se acercaba, y pegó un salto, aterrizando en la primera con un pequeño bote.
—¡Oye! —bufó Gabrielle, agarrándose con fuerza al cuello de Xena—. ¿Qué diantre estás haciendo? Xena sonrió. —Es que subir por esas escaleritas de dentro no va a funcionar... así que se me ha ocurrido probar por la ventana. —Levantó la mirada hacia la ventana del primer piso—. Agárrate bien. —Xena... bájame... puedo andar... lo decía en broma —dijo la bardo, que empezó a soltarse. La guerrera la miró. —¿Es que no te fías de mí? —preguntó con tono de guasa y sin soltarla. Los ojos verdes se clavaron en los suyos. —No seas tonta. Sabes que sí... pero no hace falta que... —Pues agárrate —la interrumpió Xena—. Y cállate un momento. —Planificó su ruta y pasó ágilmente de una caja a otra. Si pierdo el equilibrio y me caigo, esto va a pasar a la historia como una de las mayores estupideces que habré intentado en mi vida. Saltó de la pila de cajas al tejadillo y notó cómo la recia madera se combaba bajo su peso. El tejado de arriba que llevaba a la ventana estaba a un cuerpo, el suyo, de distancia, y como a la mitad de esa altura. Se le ocurrió una idea totalmente demencial, fruto de la sensación flexible de la madera bajo sus botas. —¿Qué estás pensando? —preguntó Gabrielle, soltando una mano y subiéndola para apartale el pelo oscuro de los ojos—. Se te ha puesto una cara muy rara.
Xena notó que empezaba a sonreír sin control. —Bueno... un último salto, bardo mía... agárrate muy bien. —Y notó que las manos de Gabrielle la aferraban con fuerza—. Eso es. Dio dos largas zancadas, luego saltó hacia arriba y volvió a caer agachándose más, para aprovechar toda la flexibilidad de la madera. Entonces saltó catapultada del tejadillo del porche y las dos salieron despedidas hacia delante y hacia arriba con toda la fuerza de sus fornidísimas piernas. —¡Uuaaah! —exclamó Gabrielle, con los ojos como platos cuando Xena dobló el cuerpo y rodó, haciendo que las dos dieran una lenta voltereta por el aire. Se le escapó una carcajada de los labios al ver cómo el mundo giraba borroso debajo de ella y entonces volvió a ponerse del derecho al tiempo que las botas de Xena alcanzaban el tejado y la guerrera se erguía—. ¡Caray! —suspiró—. ¡Ha sido genial! Xena sonrió y avanzó, pasó por la ventana y se dejó caer en el interior de la habitación. —Te ha gustado, ¿eh? —Irracionalmente satisfecha de sí misma, saltó a la cama, sin dejar de sujetar a la bardo, y medio cayó, medio se tiró boca arriba, soltándola por fin. —Ya lo creo —dijo Gabrielle, riendo encantada—. No tenía ni idea de que daba esa sensación... no me extraña que te guste practicarlo. —Hizo una pausa—. Pero ha sido un poco una locura... ¿no? —Sí —reconoció Xena, sonriéndole cohibida—. Es que... no sé qué me ha dado. —Y sintió una cálida e inesperada sensación de felicidad. Sí que lo sé... es esto tan absolutamente imposible, maravilloso, totalmente entontecedor de estar enamorada.
Por los dioses. No puedo creer que me sienta así... como una cría. Y encima me comporto igual. Gabrielle sonrió despacio, colocó la cabeza sobre la tripa de la guerrera y dejó que sus dedos juguetearan con las hebillas cosidas a la tela. —Me ha encantado. —Cerró los ojos y sonrió—. Te quiero. —Sintió que le venía un bostezo y lo aceptó relajadamente, se estiró y pasó los brazos con firmeza alrededor de Xena. La atenta guerrera soltó una suave carcajada. —Yo también te quiero. —Xena suspiró, enredando los dedos en el sedoso pelo dorado rojizo que le cubría el pecho—. ¿Te apetece darte un buen baño caliente conmigo? Gabrielle notaba que el sueño tironeaba de ella y se lo pensó un momento. —Sólo si no dejas que me quede dormida ahí dentro. —Sonrió—. Estoy un poco cansada. —Otro bostezo—. Mmm... qué buena almohada. —Hizo botar la cabeza ligeramente sobre la superficie plana—. Aunque un poco dura. Xena se rió. —Vamos... ¿o también tengo que llevarte en brazos hasta ahí? —Su cara se relajó con una sonrisa natural. —Ya voy... —suspiró la bardo, rodando hasta que se puso en pie, luego se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba a sus cosas y sacó un par de toallas de lino. Se
volvió y le pasó una a Xena, que se había puesto detrás de ella y tenía los antebrazos apoyados en los hombros de Gabrielle—. Vamos... Bajaron por el pasillo, tratando de no hacer ruido por lo tarde de la hora, cuando sólo se oían unos ruidos mínimos de la parte de abajo de la posada: un crujido de la madera de una mesa al dilatarse, el correteo de los ratones, el distante tintineo de la loza que lavaban los pinches mientras recogían tras una larga noche de trabajo. —Sshh —advirtió Xena, que levantó la pértiga de los cubos y sacó dos cubos llenos de agua caliente de la cisterna, que estaba pegada a la chimenea y conservaba el agua caliente. Los trasladó y Gabrielle los echó sin hacer ruido en la bañera. Repitieron esta operación varias veces, hasta el nivel estuvo lo bastante alto para cubrirlas a las dos. Gabrielle sonrió, se quitó la falda y el corpiño y se acercó al agua, pero la detuvo Xena, que sonreía con indolencia. —Ah... con cuidado. No quiero que te escurras —fue el risueño comentario, al tiempo que levantaba a la bardo en brazos y la depositaba con delicadeza dentro del agua, deteniéndose a la mitad para besar sus labios largamente. —Ay, madre —murmuró Gabrielle cuando se separaron, y Xena retrocedió para quitarse la loriga acolchada. Se le extendió una sonrisa por la cara al ver cómo la guerrera apoyaba las manos tranquilamente en el borde de la bañera, alzaba el cuerpo hasta el otro lado y se metía en el agua justo detrás de donde estaba Gabrielle sentada—. Cómo te gusta lucirte, ¿eh? —dijo riendo. —¿A quién... a mí? —fue la perpleja respuesta—. ¿De qué hablas? —Y el fuerte y fresco olor a hierbas del jabón flotó por encima del hombro de Gabrielle en el momento
en que sentía las manos de Xena deslizándose por su espalda—. Sólo me estaba metiendo en el agua, Gabrielle... ¿preferirías que me tirara de cabeza? La bardo soltó un resoplido de risa. —Menudo daño. —Sonrió y se relajó bajo los efectos del agua caliente, el limpio olor de las hierbas y la presencia de Xena. Sintió el tacto delicado de un dedo que subía por su nuca, lo cual le produjo escalofríos por la espalda. Cerró los ojos y se recostó contra el cuerpo caliente de Xena, riendo por las ligeras cosquillas que le hizo la guerrera cuando deslizó los brazos alrededor de Gabrielle y se la acercó—. Mmm... — gruñó, echando la cabeza hacia atrás y dejando que los labios de Xena saborearan los suyos. Alternaron peleas de agua acalladas a toda prisa con largos momentos de exploración, por lo que tardaron muchísimo en estar las dos por fin limpias. Xena se levantó, saltó por encima del borde de la bañera y se sacudió con entusiasmo, luego se volvió de cara a la bardo, con los brazos en jarras. —¿Y bien? ¿Quieres intentar saltar por encima o quieres que me luzca otro poco? Gabrielle se puso de pie y apoyó las manos ligeramente en el borde de la bañera, contemplando a su compañera con franca admiración. —Oh, lúcete, por favor —contestó alegremente. Salir de esta bañera cuando se mide lo que yo sería bochornoso en el mejor de los casos, y ella lo sabe. —Ya —asintió Xena con sorna—. Ya me parecía a mí. —Se acercó y esperó a que Gabrielle levantara los brazos y los apoyara en los anchos hombros de la guerrera. Entonces agarró a la bardo por la cintura, retrocedió y la levantó de un solo movimiento,
pasándola por encima del alto borde al otro lado y dejándola en el suelo delicadamente —. Ya estás. —Le pasó una toalla de lino—. A ver... —Cogió el extremo y le secó a la bardo con cuidado las orejas y la cabeza—. No quiero que te enfríes. Bueno... se dijo Gabrielle soñadoramente. Si otra persona me hablara con tanta condescendencia, le... sí... entonces, ¿por qué me derrito cuando lo hace ella? Antes me enfadaba con ella cuando me trataba como a una cría... ahora... oh, dioses... ¿es posible sentir tanto por algo... por alguien... y sobrevivir? Eso espero. —Gracias, mamá —bromeó, con los ojos verdes chispeantes. Y obtuvo una ceja enarcada y un dedo clavado en la tripa. Soltó una risita. —Mucho ojito, bardo —fue el gruñido de advertencia. Con un ligero azote con la toalla para recalcarlo. Las dos se rieron y, tras envolverse en el lino, regresaron en silencio a la habitación. —Ruu —fanfarroneó Ares en cuanto las vio, y se acercó y agarró el extremo de la toalla de lino de Gabrielle, tirando de ella con fuerza. —¡Oye! —protestó la bardo, riendo—. Esto ya es bastante pequeño, ¡Ares, basta! Xena los miró con una sonrisa, mientras se cambiaba la toalla por una camisa suave, y se acercó distraída a la ventana, por la que se asomó. Vio a dos figuras en sombras que observaban la ventana y se quedó muy quieta, al darse cuenta de que estaba delineada por la escasa luz del interior de la habitación. Maldición... Sus ojos lucharon con la creciente oscuridad, intentando distinguir algún detalle de los dos silenciosos observadores. Hombres, sí... de estatura media, algo mayores por el porte de sus
cuerpos... cayó en la cuenta de que uno era Metrus, al hacer casar su rollizo contorno con su recuerdo. El otro... entornó los ojos. Herodoto. —¿Qué? —sonó la voz de Gabrielle detrás de ella, y alargó un brazo automáticamente para impedir que la bardo se acercara a la ventana—. ¿Xena? —Atrás —murmuró Xena, en voz baja—. Tenemos unos testigos interesados. —Se irguió y apoyó una mano indolente en el alféizar, devolviéndoles la mirada como si tal cosa—. Metrus y tu padre —informó a la bardo. Notó una mano ligera en la espalda, pues Gabrielle no hizo caso del brazo que la advertía y se unió a ella ante el hueco de la ventana, colocándose al lado de Xena y rodeándola con el brazo. Xena dudó, luego dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa y rodeó los hombros de Gabrielle, acercándosela—. ¿Eso es lo que querías que vieran? —susurró, mientras las dos veían cómo los hombres se daban la vuelta y se fundían con la oscuridad. —Sí —fue la respuesta de Gabrielle, apaciblemente satisfecha. —Eso no va a facilitar las cosas mañana —comentó Xena, con la frente arrugada por un leve ceño de preocupación. —Ya lo sé —contestó la bardo, escuetamente—. Xena... he... he decidido que no me gusta tener miedo. —Observó el rostro en sombras que se cernía por encima de ella—. Me produce algo... puaj... por dentro que no quiero aguantar. —Todos tenemos miedo, a veces, Gabrielle —respondió Xena, mirándola a su vez. —Así no —fue la seria respuesta—. No de este tipo, que te hace olvidar quién eres y lo que has hecho. No me gusta. No quiero que forme parte de mí. Llevo dos años huyendo de esto, Xena. No voy a huir más.
Xena la observó unos instantes más. Luego asintió despacio. —Está bien. Ya veo lo que quieres decir, Gabrielle. —Sonrió a la bardo—. Te apoyaré en todo. —Una pausa—. Tu valor siempre me deja atónita, bardo mía. Entonces Gabrielle sonrió y se rió un poco. —No debería... sale de ti. —Empujó un poco a la sorprendida Xena—. Vamos... estoy a punto de desmayarme de lo cansada que estoy. Pero tardó mucho en conciliar el sueño esa noche, y durante una eternidad se quedó descansando en brazos de Xena, notando los firmes latidos bajo la oreja y el dulce calor de su respiración encima de la cabeza. Todos tenemos que dar ese paso final en alguna ocasión, reflexionó. Cuando dejamos de ser niños y nos convertimos en adultos... las cosas cambian. Yo he tenido mucho tiempo para prepararme para esto... a fin de cuentas, ¿cuándo se enfrentó Xena a esto? Cuando tenía... ¿qué... quince años? No creo que yo hubiera podido hacer lo que hizo ella. No... sé que no habría podido. No entonces... porque aún no la había conocido... y no me había enseñado a dominar lo que llevo dentro. Ahora... lo ha hecho. Y es un regalo que jamás sospecharía que me ha hecho. Con pereza, abrió los ojos y contempló los rasgos cincelados que estaban por encima de ella. Entonces sonrió y rozó la bronceada mandíbula con los labios. Gracias, amiga mía. Por todo lo que eres. Y todo lo que me has ayudado a ser. Entonces cerró los ojos, respiró hondo y se quedó profundamente dormida. Sin ver el reflejo de la escasa luz de la vela en un par de ojos azules que se posaron sobre su firgura dormida con tierna comprensión. Y luego se cerraron para dormir a su vez.
Xena abrió un ojo e hizo una rápida comprobación del cuarto. Silencio. Eso era bueno. Oscuridad. Aún mejor, porque eso quería decir que no tenía motivo alguno para moverse, todavía. Calor. Al menos ella lo tenía, a pesar de la brisa fresca que entraba por la ventana abierta, puesto que tenía a Gabrielle pegada a ella como una lapa. En total, una buena forma de despertarse. Ya que estoy convencida de que ahora me voy a levantar de verdad... sí, justo, se burló un poco su mente. Ah, no... no podría despegarme de sus brazos ni aunque hubiera un incendio en la habitación de al lado. Mi cuerpo ha decidido que esto le gusta demasiado. Estiró la espalda un poco y notó que Ares se acurrucaba hecho un ovillo detrás de sus rodillas. No me estás ayudando, le gruñó mentalmente al lobezno, que levantó la cabeza, la miró parpadeando soñoliento y bostezó, luego se estiró y volvió a acurrucarse, soltando un cálido suspiro que le hizo cosquillas en la parte de detrás de la pierna y obligó a la guerrera a morderse el labio para no echarse a reír. —¿Qué tiene tanta gracia? —se oyó en forma de murmullo adormilado justo debajo de su mandíbula. Xena bajó la mirada y se encontró con los ojos verdes medio abiertos que la miraban a su vez. —Oh... hola. Lo siento... no es nada. Es que estaba... —Se calló al sentir que la mano de Gabrielle se metía por su camisa y se posaba sobre su piel—. Mmm. —He notado que te reías —comentó la bardo, clavándole un dedo ligeramente.
—Ares... ha puesto una cara. Estaba muy mono —replicó la guerrera con indiferencia. Al oír su nombre, el lobezno se despertó de nuevo, alzó la cabeza y las miró. —¿Ruu? —preguntó, luego bajó la cabeza otra vez y olisqueó la pierna de Xena por detrás. Oh, dioses... Reprimió con fuerza la sensación de cosquillas, obligándose a seguir relajada y no reaccionar. Entonces sintió que empezaba a lamerla y suspiró. —Ares, para. Gabrielle se incorporó sobre un codo para ver mejor al animal. —Oooh... qué cosa tan rica... —Soltó una risita, entonces vio los músculos de la pierna de Xena que se estremecían y la miró a la cara—. Oyeeee... ¡te está haciendo cosquillas, a que sí! —Se le pasó una sonrisa demoníaca por la cara—. Lo sabía... —Y oyó la palabrota que soltó Xena por lo bajo y que respondió por sí misma. —Jeee... —rió Gabrielle, y deslizó la mano por la pierna de Xena hasta que estuvo en posición de sustituir a la industriosa lengua de Ares. —Gabrielle. —Xena enarcó una ceja de advertencia—. Cuidado con lo que empiezas... —Vale... lo tendré —sonrió la bardo, y empezó con una caricia ligerísima que hizo graznar a su compañera y fue progresando hasta que Xena se empezó a estremecer de risa y no pudo aguantarlo más, por lo que sacó un largo brazo para devolverle la pelota —. ¡Aah! —exclamó Gabrielle, intentando escabullirse. Acabaron hechas un ovillo
jadeante, enredadas entre sí mientras intentaban impedir que cada una alcanzara los puntos sensibles de la otra. —Dioses —suspiró Xena por fin, apartándose rodando y echándose boca arriba, con los brazos estirados—. Un buen método para despertarse. —Pero totalmente asqueada, advirtió que su cuerpo se rebelaba ante la idea, pues prefería quedarse donde estaba y deseaba la cálida presencia de la bardo a su lado. —¿Nos vamos a levantar? —preguntó Gabrielle, con aire inocente, al tiempo que se arrebujaba, ponía la cabeza sobre el hombro de Xena, pegaba su cuerpo al costado de la guerrera y empezaba a trazar dibujos relajantes sobre su tripa—. Todavía está oscuro fuera... no se ve nada en realidad... —Notó que Xena respiraba hondo y soltaba el aire despacio, tras lo cual, los músculos que tenía bajo la mano se relajaron—. Aquí estamos tan cómodas y calentitas... —Echó un vistazo a la cara de su compañera y se quedó encantada al ver que ya tenía los ojos medio cerrados—. Ahh... eso está mejor. —Cerró los ojos y siguió acariciándola delicadamente—. Esto de verdad te hace dormir como a un bebé, ¿verdad? Xena asintió soñolienta. —Mmm —murmuró—. Igual... —Se le apagó la voz cuando se rindió y se dejó arrebatar por el sueño. Gabrielle se rió por dentro y volvió a cerrar los ojos.
—¿Estás lista? —preguntó Xena, apartando la vista del brazal que se estaba ajustando y observando pensativa la tensa cara de Gabrielle—. ¿Gabrielle?
—¿Mmm? —La bardo levantó la mirada y sonrió rápidamente a Xena—. Ah... sí. Estoy lista. Xena ladeó la cabeza y se acercó un poco más. —¿Estás bien? —Sí... ningún problema —contestó Gabrielle, levantándose de la silla y respirando hondo. —Ya. Estás mintiendo —fue la conocedora respuesta, lo cual le fastidió. —Oye... he dicho que estoy bien... no te aproveches de esto del vínculo, ¿vale? — dijo, como broma, pero lo dijo, y se dio cuenta demasiado tarde de cómo sonaba—. Dioses... Perdona... No quería decir eso. Xena la miró fijamente un momento y se sintió un poco triste. —Lo cierto, Gabrielle, es que he hecho esa afirmación basándome en el hecho de que no has tocado el desayuno —contestó, con tono apagado—. Lo siento. —No. —La bardo apoyó la cabeza en el alto hombro de Xena—. Tienes razón. Estoy medio muerta de miedo. No debería intentar ocultártelo, precisamente a ti. —Y notó que Xena le daba un beso en la cabeza y le frotaba la espalda con energía. —Cuesta acostumbrarse —reconoció la guerrera—. Tengo muchas ganas de preguntarle a Jessan algunas cosas acerca de todo esto... en lugar de descubrirlo a trancas y barrancas. Gabrielle asintió.
—Sí... pero mientras, yo tengo trabajo. Así que... será mejor que me lo quite de encima. —Irguió los hombros y miró a Xena a los ojos. Unos ojos que... realmente... pensó por enésima vez, eran del color azul más bonito del mundo. Vuelve a la tierra, Gabrielle. Haz el favor. A ver si bajas de las nubes—. ¿Me acompañas? Xena enarcó una ceja muy expresiva. —Te acompaño y me quedo esperando fuera, amiga mía. —Le puso una mano a Gabrielle en el hombro y la llevó hacia la puerta. —Oh... —sonrió la bardo—. ¿Por eso nos hemos puesto en plan de intimidación total? —Echó un vistazo a la túnica de cuero y la armadura de Xena y al conjunto completo de armas que se había puesto—. Tu madre tenía razón... sí que pareces más grande con todo eso encima. —Contempló a la guerrera—. Pareces incluso más alta. Ambas cejas se alzaron al oír eso. —Si tú lo dices. Bajaron las escaleras, salieron por la puerta de la posada, cruzaron el patio y emprendieron la marcha por el camino en silencio.
Herodoto contemplaba de pésimo humor el cuenco de cereales que tenía delante, en el que hundió la cuchara y luchó por meterse otra porción en un estómago que se rebelaba lleno de náuseas. Eso era lo peor de beber... y la razón por la que a menudo empalmaba una larga noche con un desayuno líquido. Pero se habían quedado sin nada que beber... de modo que se tenía que aguantar con el dolor de cabeza y este cuenco.
La casa estaba en silencio. Hécuba sabía que no le convenía andar trajinando cuando él se sentía así. Sus labios esbozaron una sonrisa irónica. Lo conocía muy bien... y sobre todo después de la breve visita de Agtes, que le devolvió los dinares y le dijo que ni hablar, que no estaba dispuesto a volver a intentar asustar a una mujer capaz de hacer lo que hacía esa mujer. Ni hablar. Y después de apoyar la cabeza enturbiada por el alcohol en la áspera pared de la posada y quedarse mirando por los cristales de la ventana anoche... ni siquiera se animaba a despreciar a Agtes. Maldición. Y había perdido a su hija por ella... eso estaba repugnantemente claro, aunque Metrus y él no hubieran visto el abrazo tan deliberado que se dieron, bien enmarcadas por la ventana. Maldición. La odiaba. Odiaba lo que tenía ella y él no. Alzó la cabeza al oír pasos fuera. Unos más ligeros, otros más pesados. Los más pesados se detuvieron fuera y los más ligeros subieron los escalones y se detuvieron ante la puerta. Esperó y vio que la puerta se abría despacio, dejando pasar un rayo cegador de sol dentro de la habitación, que quedó tapado por un cuerpo al entrar y luego desapareció cuando se cerró la puerta. Parpadeó para quitarse el deslumbramiento de los ojos y esperó hasta que la figura indistinta que avanzaba hacia él se transformó en su hija mayor. Por Hera, pensó. Cómo ha madurado, ¿no? Había una gracia y una seguridad en sus movimientos que no tenían nada de niña, y su corto corpiño y su falda dejaban muy poca cosa libre a la imaginación, mostrando una flexibilidad musculosa que lo sorprendió, ahora que la veía desde otro punto de vista.
Gabrielle cruzó la habitación y se detuvo cuando llegó a la mesa, apoyó los antebrazos en el respaldo de la silla más cercana y se quedó mirándolo. —¿Has dejado a tu mascota fuera? —preguntó él, con un tono levemente humorístico. Esperó su reacción. Y lo sorprendió. Ella sonrió y meneó la cabeza. —Seguro que está hablando con madre. —Una pausa, y luego, suavemente—: Para ver cómo tiene el brazo. Él estrechó los ojos ligeramente. —Por tu bonita exhibición de anoche, debo suponer que has decidido abandonarnos. ¿Tengo razón? Gabrielle sacó la silla que tenía delante, se sentó, doblando los brazos sobre la mesa, y lo miró fijamente. —¿Has tenido algo que ver con lo que ocurrió en el establo? —Directa y fría, y sus ojos se clavaron en los de él con incómoda intensidad. Herodoto se encogió de hombros y se recostó. —Quería que estuvieras libre de su influencia a la hora de tomar tu... decisión. — Jugueteó un poco con la cuchara—. Una pérdida de tiempo, por lo que veo. —No quiero estar libre de su influencia —contestó Gabrielle, luego tomó aliento y bajó la mirada—. Lo siento, papá. No puedo cambiar lo que eres. Y no me voy a quedar
aquí para ser otro... —Hizo una larga pausa—. Blanco. —Su voz se puso áspera al pronunciar la palabra—. Eres tú el que tiene que tomar la decisión... de ser diferente. Se quedaron mirándose largo rato, mientras los leves sonidos de la casa flotaban a su alrededor, al ritmo de las motas de polvo que flotaban en la clara luz del sol que entraba por los cristales de las ventanas. —Después de la boda de mañana —dijo Herodoto por fin, con tono frío y seco—, quiero que tú y tu... amiga... os vayáis de aquí. No te conozco. No eres mi hija. —Hizo una pausa, vio que sus palabras la golpeaban como si fueran piedras y disfrutó al verlo —. Aquí no eres bien recibida. Ya no es tu hogar. —Y se levantó, empujando la silla hacia atrás, y salió de la estancia. Gabrielle se quedó sentada, mirándose las manos durante lo que le pareció una eternidad, reprimiendo las oleadas de llanto que amenazaban con ahogarla, decidida a no hundirse. Ha sido decisión mía... sabía que podía ocurrir esto, ¿no? Pues sí. Oh, dioses. Levantó la mirada cuando entró su madre, con paso vacilante. —¿Eso también va por ti? —se obligó a decir, con un control férreo de la voz. Mejor saber ya lo peor. Hécuba suspiró y se dejó caer en la silla que estaba al lado de la suya, alargó una mano cálida y la posó sobre los puños rígidamente cerrados de su hija. —Es su casa, y él dicta las normas. —Tocó suavemente la mejilla de Gabrielle—. Pero tú siempre serás mi hija... pase lo que pase.
Gabrielle tragó con dificultad. —Gracias —susurró, sin levantar los ojos. Hécuba se quedó callada largo rato y luego suspiró. Pensó en la conversación que acababa de tener fuera y en lo que había visto la noche anterior. —Gabrielle, ¿de verdad ella merece...? —No puedo vivir sin ella —fue la apagada respuesta—. Eso me haría pedazos de tal manera que nunca... —Cerró los ojos y dejó caer la cabeza entre las manos—. No querrías ver lo que quedaría. Hécuba la miró reflexionando en silencio. —Yo sentí eso mismo, una vez —comentó, observando sus manos mientras jugaba distraída con la cuchara que había dejado Herodoto—. Cuando era muy joven. — Suspiró—. Pero mis padres tenían otros planes para mí. Y los suyos para él. —Hizo una pausa, pensando—. A menudo he... la vida nos trata mal, Gabrielle... tienes que aprovechar las cosas buenas cuando las encuentras. Tu hermana y tú... habéis sido cosas buenas para mí. El resto... —Se encogió de hombros. —¿Lo quieres? —Gabrielle apoyó la barbilla en los puños y miró a Hécuba a los ojos. —Sí —fue la escueta respuesta—. Pero no como habría sido con Berran. O como es para ti. —Se echó hacia delante—. No renuncies a eso, Gabrielle. Gabrielle se levantó y apoyó las manos en la mesa.
—Jamás. —Más allá de la muerte, más allá del buen juicio, más allá de la comprensión—. Tengo que salir de aquí. —Intentó no hacer caso del doloroso martilleo que tenía en la cabeza y que cada vez estaba peor—. Dile a Lila... —Le diré que vaya a hablar contigo —le aseguró Hécuba, dándole una palmadita en el brazo—. Ve a que te dé el aire... estás blanca como una sábana. Gabrielle asintió y cruzó la habitación, abrió la puerta y se encogió por la luz deslumbrante tras el interior en penumbra. Tuvo que parpadear unos segundos para que se le acostumbrara la vista y para entonces una presencia familiar estaba ya a su lado. —¿Lo has oído? —preguntó la bardo. —Sí —contestó Xena, con un suspiro. —¿Todo? —fue la suave respuesta, pues conocía la agudeza de su oído. —Sí. —Una respuesta casi inaudible. —Bien. —Y Gabrielle respiró hondo e irguió los hombros—. Podemos irnos... donde sea. Tengo la cabeza a punto de estallar. —Gabrielle... —empezó Xena, pero se detuvo cuando la bardo se volvió y le puso una mano en los labios. —No, ¿vale? —Se echó hacia delante, plantó las manos sobre el peto metálico de Xena y la miró a los ojos—. Esto dejó de ser mi hogar hace dos años. Xena tomó aliento y le dio una palmadita en la mejilla. —Está bien. Vamos... a ver si puedo devolverte el favor que me hiciste tú ayer.
—Sshh... con cuidado —dijo Xena, posando una mano tranquilizadora sobre la cabeza de Gabrielle—. Tienes una migraña, Gabrielle. Es un tipo de dolor de cabeza espantoso. Había empezado cuando de repente se le empezó a poner visión de túnel, en el camino de regreso a la posada, y con náuseas, que acabaron con un ataque de arcadas en seco que la dejó temblando en brazos de Xena. —Oh, dioses... —gimió—. Esto es peor que estar mareada. —Mm... sí, la verdad... creo que sí —asintió la guerrera con lástima—. Menos mal que al final no has desayunado. —Gracias —fue la sarcástica respuesta—. Cómo me consuelas. Xena se apoyó en la pared y se colocó a la bardo en el regazo, acunándola sobre su hombro. Metió un paño de lino en un cubo de agua fría y lo escurrió hasta secarlo casi del todo, luego se lo puso a Gabrielle en la cabeza y notó que la bardo se relajaba encima de ella. —No lo decía en serio —murmuró Gabrielle, cerrando los ojos. —¿El qué? —preguntó Xena, cambiando un poco de postura. —Que no me consuelas —replicó—. Si me tengo que sentir como en el Hades, aquí es donde quiero hacerlo. La guerrera sonrió y volvió a mojar el paño.
—Preferiría que no te sintieras así. —Aajj —resopló Gabrielle—. ¿Te pasa a ti alguna vez? —Siguió con los ojos cerrados mientras se llevaba a los labios la taza que había preparado Xena y bebía un sorbo—. Puajj... Xena, esto es horrible. —Sé que es horrible —suspiró Xena—. Y sí, me pasa... de vez en cuando. Gabrielle se bebió el resto del mejunje con una mueca. —Nunca has dicho... —Ladeó la cabeza y miró a su compañera—. Sigues adelante. Como siempre. Xena se encogió de hombros y volvió a colocarle el paño frío. —Es eso típico de los señores de la guerra de parecer más duro que nadie y no reconocer nunca que te duele algo, supongo. —Y que tengo el sentido común suficiente de tragarme el maldito brebaje sin poner caras. Gabrielle cerró los ojos y notó que se le formaba una sonrisa débil cuando el dolor cedió un poco, acompañado de una acometida de sueño. —Sea lo que sea, está funcionando... —murmuró, dejando la taza y notando que le desaparecía la tensión del cuerpo, momento en que se derrumbó sobre el pecho cubierto de armadura de Xena. La guerrera esperó unos minutos, apartando distraída el pelo de los ojos cerrados de la bardo, luego la levantó en brazos, fue hasta la cama y la tumbó con cuidado. Y se quedó de pie a su lado, no supo cuánto tiempo, observando su respiración regular. Le ha dicho a su madre... que no puede vivir sin mí. Yo pensaba... sé lo que siento... pero
nunca pensé... no me lo merezco. Acarició tiernamente la suave mejilla de la bardo y en la cara dormida apareció una leve sonrisa. En la cara de Xena se dibujó la misma sonrisa, luego suspiró y retrocedió, echando una colcha ligera sobre el cuerpo de su compañera. Y por un largo instante, estuvo a punto de unirse a ella. Xena, basta ya. Ella tiene una excusa, tú no. Así que ponte en marcha y haz lo que tienes que hacer. Y así, se fue al establo y a los resoplidos de reproche de Argo. Sacó a la yegua para dar un largo y completo paseo, por campos pelados y por la linde del antiguo bosque que bordeaba a Potedaia, y la hizo galopar hasta que se cubrió de sudor, luego aflojó el paso por el valle del río, hasta detenerse en la colina que daba al río, donde se relajó en la silla. Disfrutó de la brisa fresca que le apartaba el pelo oscuro de la frente y agitaba la crin de Argo, que le daba azotes punzantes en los brazos, apoyados en el arzón. El viento le trajo el olor del río y de los fértiles campos empapados de sol de ambos lados, y, a lo lejos, un indicio de humo de leña. —Oye, chica —le murmuró a la yegua, que pastaba con entusiasmo, gozando de la fresca hierba del río tras los días de pienso seco del establo—. Eso te gusta, ¿eh? Apoyó las manos en el arzón y saltó de la silla, dejando caer las riendas de Argo mientras paseaba por la hierba que le llegaba hasta media pantorrilla, luego se sentó en el suelo cerca de la orilla del agua en movimiento, se rodeó las rodillas con los brazos y dejó que el apacible gorgoteo resonara a su alrededor, a juego con las ondas de calor que salían de su interior, mientras pensaba en lo mucho que había cambiado su vida en dos cortos años. En la diferencia que había supuesto una sola persona. Puedo quedarme aquí sentada... y disfrutar simplemente contemplando este valle... y por primera vez
desde que apenas tenía edad para pensar siquiera, empiezo a imaginar un... mañana. Aunque todos mis instintos me dicen que es mala idea... no puedo evitarlo... maldita sea... quiero que haya un mañana. Se sonrió, cogió una piedrecilla que estaba cerca de su bota, examinó un poco su superficie plana y lanzó la piedra para que botara limpiamente por la superficie del agua, hasta que por fin se hundió con un chapuzón. Parece que ésa sigue siendo una de las muchas cosas que sé hacer, pensó, probando a burlarse un poco de sí misma. Eso es, Xena... aprende a tomarte a ti misma un poco menos en serio. Sonrió abiertamente y cuando estaba a punto de coger otra piedra, sus oídos captaron una pisada suelta detrás de ella. Se quedó inmóvil, concentró sus sentidos en esa dirección y ahora oyó el sonido de una respiración laboriosa, y manos que rompían hojas, pies que aplastaban la maleza, lo cual quería decir que quienquiera que fuese seguro que no era capaz ni de sorprender a un conejo muerto, y mucho menos a ella. Esperó y observó con interés cuando el pelo claro de sus brazos se erizó como reacción a la detección del peligro por parte de su cuerpo. Ahora ya estaba más cerca, al borde de los árboles, y entonces el que la acechaba se detuvo y miró hacia donde estaba sentada. Oyó el inconfundible crujido del mecanismo de una ballesta y soltó una ristra de palabrotas por lo bajo, al tiempo que se levantaba y se volvía de un solo movimiento para encararse con su atacante, con los brazos en jarras y poniendo su mejor ceño. —Herodoto. Qué sorpresa. —Suspiró y vio que el otro se quedaba paralizado al ver que lo estaba mirando—. Adelante. A ver qué bien lo haces. —Abrió los brazos de par
en par y esperó—. ¿O es que sólo puedes pegar a los niños y disparar a la gente por la espalda? —Su voz había adoptado un tono de profundo desprecio. Herodoto se quedó mirándola largamente, luego levantó la parte frontal de la ballesta y la sostuvo entre los brazos. —Vete al Tártaro —dijo, en voz baja. —Ya lo he hecho. Lo conozco —contestó Xena, bajando los brazos y avanzando unos pasos. Hasta que consiguió distinguir su rostro, entre las sombras de los árboles. Y vio, por un instante breve y estremecido, el destello de un recuerdo que coincidía con la expresión de sus ojos. De una Gabrielle muy distinta, en una realidad donde ella no había detenido a esos tratantes de esclavos, con una expresión de odio resentido que ella sabía... que iba dirigido tanto hacia dentro como hacia fuera—. ¿Es que no has hecho ya suficiente daño por hoy? —¿Qué sabes tú de eso, maldita seas? —dijó él, acercándose—. ¿Crees que me ha gustado hacer eso? Pues no. Pero era lo único que se me ha ocurrido que podría... podría obligarla a enfocar todo esto correctamente y hacer lo que debe. Xena lo miró pensativa. —¿Qué te hace pensar que no lo ha hecho? —Vas a conseguir que la maten. ¿Es eso lo que quieres? —dijo el hombre mayor—. Sabes que es cierto, Xena. Ya la han herido... ¿por qué no la dejas en paz? ¿Qué hace falta? ¿Necesitas dinero, caballos... qué? Vaya. Le gusta hablar, como a ella. Ahora sé de dónde le viene.
—Y tengo que creerme que haces esto porque la quieres, ¿verdad? —Xena notó que su rabia iba en aumento—. Dime, ¿cómo? ¿Cómo la quieres cuando le has estado pegando desde que era una niña? Explícame por qué una niña alegre e inocente tuvo que pasar por eso y entonces, a lo mejor podemos hablar de la clase de peligro que corre conmigo. —Sus ojos soltaban destellos y lo sabía, pues los días que llevaba viendo sufrir a su alma gemela empezaban a apoderarse de su mente. Herodoto se quedó mirándola un buen rato, con odio. —Porque ella tenía algo que yo ya no podía tener. Y no estaba dispuesto a verlo. — Se sorprendió a sí mismo al dar una respuesta sincera. Xena lo miró con súbita comprensión. —Tú eres narrador. Los mortecinos ojos verdes la miraron a su vez. —Soy granjero —fue la tajante respuesta—. Antes veía imágenes, sí. Como ella. Entonces pensé que si bebía lo suficiente, acabarían por desaparecer. —Hizo una pausa —. Y así fue. —Eso es lo que le habría ocurrido a ella —replicó Xena, apagadamente—. ¿Es eso lo que quieres de verdad? El hombre soltó una carcajada triste. —¿Lo que quiero? Quiero que alguien cuide de mí, que se asegure de que no acabo con la cabeza en el suelo al final de la noche y que me distraiga para no pegar a mi mujer. ¿Qué quieres tú de ella? ¿Es que cocina bien?
Xena perdió los estribos y antes de que pudiera volver a tomar aliento, se echó encima de él, lo sacudió como a un perro y le quitó la ballesta de un puñetazo. —Te voy a enseñar lo que es ser un niño pequeño, cabrón. —Lo levantó por la pechera de la túnica y lo sostuvo contra el árbol—. ¿Eso te gusta? —Su voz era suave como la seda—. ¿Qué tal esto? —Y le pegó un bofetón como había hecho él con Gabrielle—. O esto. —Lo alzó en vilo y lo lanzó a varios metros, donde se estrelló con el tocón de un árbol. Se le pusieron los ojos vidriosos y se quedó donde estaba, con la espalda apoyada en el tocón. —No... vete —balbuceó, alzando una mano para protegerse la cara. —Ah, ¿ya has tenido bastante? —dijo Xena iracunda—. Tiene gracia que los mayores cobardes sean capaces de zurrar de lo lindo, pero nunca puedan aguantarlo cuando les toca a ellos. —Se agachó por encima de él, lo agarró por la mandíbula y lo obligó a mirarla a los ojos—. Escucha bien. Tu hija tiene más valor en una sola mano que todo este pueblo junto, ¿te enteras? Es buena, es inteligente, es una bardo estupenda, es fuerte y tiene derecho a decidir lo que va a hacer con su vida. —Sus ojos se clavaron en los de Herodoto—. Aunque esa vida sea dura y peligrosa y pueda acabar matándola. —Bajó la voz—. Pero más te vale entender que yo moriría de buen grado con tal de evitar tal cosa. Se miraron a los ojos largo rato, hasta que por fin Xena aflojó la mano, se levantó, le dio la espalda y se encaminó hacia Argo. Sintió más que oyó el movimiento detrás de ella. La vibración del aire contra la cuerda, del aire sobre las plumas, el tañido siseante de una flecha de ballesta al vuelo.
Se volvió a media zancada, dejó reaccionar a su cuerpo y sus manos subieron y atraparon las flechas... y luego las tiraron con desdén. Dejó que sus ojos se llenaran de frialdad. Dejó salir al lobo y volvió hacia él, que estaba acurrucado contra el tocón. Mirándola fijamente. Se quedó mirando mientras la alta guerrera caminaba hacia él, pasando del sol a la sombra con un movimiento salpicado de luz que derramaba destellos por encima de ella y se reflejaba en su armadura, hasta que se detuvo sólo cuando se agachó y le sonrió con ferocidad. —Deberías dar gracias a los dioses por tu hija, Herodoto —dijo, envolviéndolo con su voz—. Porque de no ser por ella, ahora mismo estarías hecho pedazos. —Y cogió la ballesta, la miró, lo miró a él, luego colocó las manos en cada extremo, se movió y el arma se partió en dos. Se levantó en silencio y regresó a la paciente yegua dorada, y esta vez se montó sin incidentes. Una última mirada al hombre. Bueno, en realidad no le he hecho daño. En exceso, suspiró su mente. Adiós a la idea de dar un relajante paseo. —Vamos, chica. En marcha. —Tocó el costado de Argo con una rodilla cuidadosa y la yegua regresó obedientemente a través del bosque.
—Qué casualidad encontrarte aquí —sonrió Lila, cuando Xena y ella se cruzaron poco después, delante del taller de la costurera—. ¿Cómo está? —añadió en voz más baja, con tono compasivo y preocupado. Xena se encogió de hombros ligeramente.
—Tenía un dolor de cabeza muy fuerte cuando volvió. Le di algo para calmarlo... ahora está durmiendo. —Una pausa—. Parece que está bien. Lila suspiró. —Maldito sea. —Se apartó de los ojos algunos mechos de pelo castaño oscuro—. Entonces, me pasaré a verla más tarde. —Le mostró un paquete que llevaba—. ¿Te importa darle esto? Es el vestido... ha quedado muy bien. —Sus labios sonrieron a regañadientes—. Mejor que el mío, en cualquier caso. —Claro —replicó Xena, cogiéndole el paquete y colocándoselo con cuidado debajo del brazo—. ¿Cómo está Lennat? —Se volvió para mirar hacia la herrería, donde vio las sombras indistintas de dos hombres altos inclinados sobre la forja principal. Lila le sonrió ampliamente. —Está encantado. —Meneó la cabeza y se echó a reír—. Se pasa todo el día golpeando metal caliente, no sé... pero vuelve a casa y habla de ello como si fuera la cosa más maravillosa del mundo. —Bajó la mirada—. Dijo que iba a hablar con Gabrielle más tarde... sabes que Metrus le ha hecho a él lo mismo que... —Lo sé —replicó Xena, apagadamente. —Bueno... —Ahora los ojos garzos subieron un instante para encontrarse con los de Xena—. Supongo que tenemos algo en común. —Mmm... —asintió Xena, con un amago de sonrisa—. Podría ser. ¿Lennat lo lamenta? Una carcajada.
—Dioses, no. —Entonces Lila se puso seria y la miró fijamente—. No más que Gabrielle. Xena se encogió de hombros. —Eso no lo sé. —Yo sí —fue la segura respuesta—. Xena, es mi hermana. La conozco de toda la vida. —Lila miró rápidamente a su alrededor y bajó la voz—. Ella nunca... —Una pausa y un suspiro—. ¿Cómo puedo decirlo...? Nunca dejaba que nadie llegara... hasta el fondo de su corazón. Ya sabes cómo es... siempre haciendo favores a la gente, gastando bromas, contando historias, intentado solucionar los problemas... es mi hermana mayor... siempre intentaba consolarme, cuidar de mí... intentaba ayudar a madre, quitarle parte de la tensión... ahora que miro atrás, estaba muy necesitada de alguien que se pusiera manos a la obra e hiciera eso mismo por ella en ocasiones. Pero la verdad es que no había nadie. Así que mantenía a todo el mundo a distancia. —Otra pausa—. Se sentía responsable de nosotras. —Bueno —comentó Xena con humor—, sí que tiene esa tendencia. Lila meneó la cabeza. —Cierto. Pero... no sé qué creí que estaba pensando cuando salió corriendo detrás de ti hace dos años. Pensé que estaba loca, francamente. —Y yo —fue la respuesta, afectuosamente risueña. —Mmm... seguro —rió Lila—. La había oído hablar del famoso árbol. —Se puso seria de nuevo—. Pero... esta vez, ahora que he tenido la oportunidad de pasar más
tiempo con ella... he visto indicios de una parte de mi hermana que... no había visto nunca. —Bajó la mirada—. Tú has visto un lado de ella que yo nunca he visto... y por eso me he dado cuenta de que ha... encontrado a alguien a quien puede... y quiere... dejar llegar hasta el fondo. Un largo silencio entre las dos. —Y me alegro mucho —continuó Lila por fin—. Siento que hayamos empezado tan mal. Una mano le agarró el hombro. —Tenías motivos —fue la respuesta tranquila y resignada de Xena—. Es tu hermana y yo doy bastante miedo. Lila se echó a reír. —Mm... no iba a decir eso. —Pero miró a Xena y vio su sonrisa—. Pero... sí. Lo das, un poco. Una ceja enarcada. Y otra. —¿Un poco? —Con un brillo risueño en los ojos. —Aah... vale. Mucho —confesó Lila—. De hecho, eres la persona más terrorífica que creo que he conocido en mi vida. Tampoco es que haya conocido a muchas, ojo. —Bueno, eso está mejor —replicó Xena, con la cara muy seria—. Tengo que mantener mi reputación, ya sabes. Las dos se miraron y se echaron a reír.
—Será mejor que vuelva —dijo Xena riendo y mostrando una cesta—. Aquí llevo la comida y ya conoces a Gabrielle. —Te acompaño un poco —se ofreció Lila y las dos echaron a andar—. Eso me recuerda, ¿es que no le das de comer ahí fuera? No es más que piel y huesos. Xena resopló conteniendo una carcajada. —Oh, por favor... tu hermana come fácilmente tanto como yo y probablemente más. Es que lo quema todo... seguro que por hablar tanto. Lila se echó a reír. —Me alegro de ver que algunas cosas no han cambiado. Siempre ha sido así.
Xena subió las escaleras, riendo aún, abrió la puerta con cuidado y entró sin hacer ruido. Dejó la cesta en la mesa, depositó el paquete en la silla y se quedó de pie en silencio junto al poste de la cama, mirando a la bardo, que seguía profundamente dormida. Ahora la veía con una perspectiva ligeramente distinta, gracias a Lila. Siempre me he dado cuenta... de lo que me costaba abrirme a ella. Dioses... debo de haberla desquiciado por completo en más de una ocasión... nunca se me ocurrió pensar que ella también se estaba abriendo. Siempre parecía salirle una forma tan natural... pero... Su mente retrocedió al pasado. No lo era. Corría un riesgo... igual que yo, pensó, mientras se soltaba la armadura, se la quitaba por encima de la cabeza y la colocaba sobre una silla. Intentando hacer el menor ruido posible, cedió al impulso y se echó junto a su compañera, se acurrucó pegada a su espalda y le pasó un brazo por la cintura. Notó que
el indicio de tensión desaparecía del cuerpo de la bardo y que una mano agarraba la suya al tiempo que Gabrielle se pegaba a ella con un suave suspiro. Y dejó que el ritmo regular de la respiración de la bardo la sumiera en un estado de duermevela, hundida en una bruma cálida y reconfortante que descubrió que le gustaba mucho. Gabrielle mantuvo los ojos cerrados y dejó que sus otros sentidos pasaran poco a poco del sueño a la vigilia. Captó el limpio olor a hierbas del lino y el cálido olor a madera gastada del suelo de la habitación. Oyó el crujido de las tablas del suelo al dilatarse y sintió una presencia conocida y caliente a su espalda. Se le fue extendiendo una sonrisa por la cara cuando su mano reconoció el fuerte brazo que la rodeaba protector y se hundió desvergonzadamente en la maravillosa sensación de seguridad que le provocaba. Se regodeó en ello un rato, luego se estiró y se dio la vuelta, se acurrucó bajo la barbilla de Xena con un murmullo satisfecho y la miró parpadeando con una sonrisa indolente. Se encontró con un par de risueños ojos azules cuya calidez aumentó cuando sus miradas se tocaron. —¿Cómo te encuentras? —preguntó Xena, apoyando la cabeza en una mano. —Muchísimo mejor —respondió la bardo, tocándose la cabeza—. Y... aliviada. —De que hubiera terminado... De que la presión que había sentido desde que llegó aquí hubiera... desaparecido—. Y triste. —Una apagada y sincera confesión—. Bueno... ¿tú también has estado aquí dormitando, todo este tiempo? —preguntó, con una sonrisa burlona, incapaz de evitar que sus manos se pasearan por la figura enfundada en cuero de Xena, moviendo los dedos por la caja torácica que se movía regularmente y notando cómo se le cortaba la respiración a su compañera por la ligera caricia.
—No —fue la respuesta—. He salido a hacer ejercicio con Argo, me he encontrado a tu hermana y te he traído el vestido para mañana, he arreglado una pieza del arnés y te he traído comida. —Una pausa—. Luego he venido aquí y parecías tan a gusto que decidí echarme contigo un rato. —¿Comida? —sonrió la bardo, centrándose en lo esencial—. Me muero de hambre. —Te debes de sentir mejor —rió la guerrera. —Pues sí —contestó Gabrielle—. Qué raro... debería sentirme fatal... por lo que ha pasado y lo que ha dicho él y todo... pero... —Aspiró y soltó una profunda bocanada de aire—. Me da tanto gusto no sentir ya esa presión... Sé que luego me sentiré mal, pero ahora mismo, siento más alivio que otra cosa. —Hizo una pausa—. Bueno... ¿qué decías de comida? —Por los dioses, Gabrielle —contestó Xena, meneando la cabeza con fingido asombro. Rodó hacia un lado, agarró el poste de la cama, se izó cabeza abajo, luego se dejó caer dando la vuelta y fue a la mesa donde estaba la cesta—. Toma. —Se volvió y regresó a la cama—. La comida. Gabrielle exploró la cesta y dio unas palmaditas en el borde de la cama a su lado. —¿Comes conmigo? —ofreció, con la boca llena. Entonces, aunque intentó no hacer caso, la voz de su padre resonó en su mente y dejó de comer. No debería importarme. Me ha hecho cosas horribles, y a madre, y a Lila. Cerró los ojos. Pero me importa. —Claro. —Xena se sentó, sacó un trozo de pan de la cesta, arrancó un poco y se quedó mirándolo largamente, luego se lo metió en la boca y masticó despacio. Entonces levantó la mirada y se fijó en la cara de Gabrielle, y quitó la cesta de en medio—. Oye...
—Se acercó más, le puso a la bardo una mano en el hombro y le quitó el bocadillo de los dedos repentinamente inertes. —No debería sentirme mal —susurró Gabrielle, mirando por la ventana—. Sabía que lo más seguro era que hiciera eso. —Tomó aire temblorosamente—. Sé que ha hecho cosas... malas. Contra nosotras. —Se contempló las manos—. Pero así y todo, me duele. —A ciegas, alargó la mano y enganchó los dedos en la túnica de cuero de Xena, se acercó y hundió la cara en el familiar olor ahumado del cuero, dejando caer sus defensas, y por fin se echó a llorar. —Debe de ser horrible tener que quitar todas estas manchas de agua del cuero —dijo por fin con voz ronca, un rato después, y sintió la mano de Xena que le acariciaba el pelo como respuesta—. Creo que después de esto te voy a deber una túnica nueva. Me alegro de que no tengas puesta la armadura... me pasaría una vida quitándole la herrumbre. —Levantó la vista y soltó el aliento que llevaba largo tiempo conteniendo —. Gracias... por enésima vez desde que estoy aquí, creo. Siento no parar de llorar encima de ti. ¿Debería contarle mi pequeño encuentro con su padre? Xena se debatió consigo misma. ¿Hace falta que lo oiga? Probablemente no. ¿Necesito contárselo? Probablemente no. Pero esta... conexión... me dificulta mucho ocultarle cosas y puede que no sea bueno. Suspiró. —Cuando... salí a montar con Argo, me... tu padre me siguió. Los ojos de Gabrielle se endurecieron y levantó la cabeza del pecho de Xena, para mirarla a la cara atentamente.
—¿Qué pasó? Y se lo contó, hasta el último detalle y el último movimiento, con un tono frío y distante. Vio que la mirada de la bardo se hacía introspectiva y esperó una respuesta que tardó mucho en llegar. —Creo que acabo de descubrir algo horrible sobre mí misma, Xena —susurró Gabrielle por fin, abrazándose a sí misma. La guerrera le puso una mano vacilante en el hombro y notó el estremecimiento cuando la tocó. Sin decir nada, dejó caer la mano, sin hacer caso de la dolorosa puñalada que sintió en el corazón por esa reacción. —¿Qué...? —Y tuvo que parar para carraspear. —Quería que hicieras eso —contestó la bardo, con tono distante—. Quería ver cómo le dabas una paliza y hacías que se sintiera... —¿Como te sentías tú? —El tono de Xena era suave—. ¿Como se sentían tu madre y Lila? Gabrielle, es normal sentir eso. —Por los dioses... ya sabía yo que no se lo tenía que haber contado. —Para mí no —fue la triste respuesta—. Romper el ciclo del odio, ¿recuerdas, Xena? Ahora yo soy parte de ese ciclo. —No. —Un gruñido bajo y retumbante que hizo que Ares se agazapara en el rincón, mirándola con ojos parpadeantes—. No lo eres, Gabrielle, ¿me oyes? —Se levantó de la cama y se dejó caer sobre una rodilla, cogió la cara de Gabrielle entre las manos y la obligó a mirarla a los ojos—. No digas eso jamás. Fuiste maltratada... dioses, por él,
Gabrielle... tienes todo el derecho... toda la... necesidad... de desear que sienta lo que sentías tú. —Su voz se hizo más profunda—. Tú no sientes odio, Gabrielle, no lo llevas dentro... porque yo lo conozco mucho mejor de lo que lo conocerás tú nunca... y reconocería el menor indicio... y no lo encuentro en ninguna parte de tu corazón. —Hizo una pausa y miró fijamente a los ojos verdes clavados en su rostro—. Te conozco... en algunos sentidos mejor de lo que me conozco a mí misma. Confiaría en tu corazón para cualquier cosa... con cualquiera... porque eres la persona más amorosa, más compasiva y más bella que he conocido en mi vida. —Una pausa más larga—. No lo dudes jamás. ¿Cuántas veces me has dicho que es mi fe en ti lo que te mantiene intacta, Xena? Su mente repasó las palabras, saboreándolas con agridulce intensidad. Y yo más o menos lo sabía. Pero nunca pensé que iba a necesitar tu fe en mí tanto como ahora. Aflojó los brazos con que se rodeaba a sí misma, alzó las manos, aferró los dedos de Xena con los suyos y tiró de sus manos para colocarlas entre las dos. Se las llevó a los labios y cerró los ojos mientras las besaba. Y se entregó a la fe de Xena, sintiendo que la culpa oscura y pesada se iba disipando poco a poco bajo esa firme mirada azul. Se hizo un largo silencio, interrumpido únicamente cuando Xena volvió a sentarse en la cama y abrazó a la bardo, y luego únicamente por el sonido de su respiración casi inaudible y los crujidos de las tablas de madera que las rodeaban. Gabrielle se había sumido en un duermevela soñador cuando notó que Xena se ponía rígida y sintió una descarga casi física que la atravesaba. —¿Qué? —preguntó, levantando la cabeza. Xena se llevó un dedo a los labios y ladeó la cabeza. A lo lejos, un trueno débil y apagado.
—Caballos —contestó, concentrándose—. Se mueven deprisa y vienen hacia aquí. — Entonces oyó los ásperos gritos y se levantó, alcanzando su armadura—. Guerreros... probablemente una banda de forajidos. —Y los primeros alaridos de las afueras—. Problemas. Con dos tirones rápidos, se abrochó la armadura, y con un tercero fijó la vaina a sus correas. —Muy oportuno —suspiró, mientras se dirigía hacia la ventana—. Te veo abajo. — Ni se planteó que Gabrielle se quedara atrás... hacía ya tiempo que eso no se planteaba. —Bien —afirmó la bardo, agarrando su vara, y se quedó mirando mientras su compañera saltaba por la ventana, sobre el tejadillo del porche, luego daba una voltereta en el aire y caía hacia el suelo—. No me podría inventar a nadie más asombroso que ella —le murmuró a Ares, al tiempo que abría la puerta y corría escaleras abajo. Xena aterrizó en el suelo justo en el momento en que los primeros jinetes entraban a la carga en la aldea, blandiendo antorchas encendidas, directos hacia los aldeanos con lanzas y picas de hierro. Eran la típica banda, pensó la guerrera mientras se dirigía hacia el primero de ellos a la carrera, espada en ristre. El primero de los asaltantes bajó la pica y no alcanzó por los pelos a la mujer que corría. Levantó la vista justo cuando un cuerpo enfundado en cuero se le tiraba encima y lo hacía caer del caballo, y ambos rodaron por el suelo. Empezó a levantarse, blandiendo aún la pica con una mano, pero Xena bloqueó el ataque, se montó de un salto en el resollante caballo y dirigió al animal con las rodillas hacia la avalancha de asaltantes.
Eran como una docena y media y tres de ellos cayeron bajo su espada antes de que los demás se dieran cuenta de que en este pueblecito había algo más de lo que se esperaban. Con un grito salvaje, Xena cargó contra ellos, alternando las estocadas brutales de su espada con golpes demoledores que atravesaban su media armadura como si estuviera hecha de tela. Una choza estaba en llamas. Maldiciendo, Xena frenó a su montura y miró a su alrededor y vio a Gabrielle, que ya se dirigía al edificio. —¡Yo me ocupo! —le gritó la bardo, haciéndole un gesto para que se fuera, y blandió la vara con fuerza en redondo para eliminar a un asaltante que había desmontado, al que alcanzó limpiamente en la cabeza y que se desplomó en el suelo sin el menor ruido. —Bonito... —se dijo Xena, luego se bajó del lomo del caballo y se puso a atacar a los asaltantes a pie. El más alto de ellos consiguió agarrarla y le estampó el antebrazo en la cabeza. Ella rodó con el golpe y se levantó inmediatamente, avanzó y lo alcanzó en la cara con un buen codazo. Él la miró un momento, atónito, y luego cayó deslizándose por su cuerpo hasta la tierra removida del patio. Oyó cascos de caballo que se acercaban y al levantar la mirada, vio a un lancero a caballo que cargaba contra ella, con los ojos entornados tras el visor de cuero duro. Xena sonrió y esperó a que la punta estuviera a un milímetro de distancia de su cara, entonces se echó a un lado y agarró la lanza, plantó ambos pies con fuerza en la tierra y aguantó el tirón. Desmontó al jinete y utilizó el extremo de la lanza para darle un golpe brutal en la cara que lo mató al instante.
Ahora oyó unos cascos más pesados y cuando esta vez levantó la mirada, se le heló la sangre en las venas. Un jinete cargaba no contra ella, sino contra una figura solitaria que estaba en medio del camino que llevaba a una casa conocida. El animal era inmenso, casi del doble de tamaño que Argo, y el jinete... A Xena se le congeló la mente. Más alto que un hombre, con cabeza y cuello de toro. —Un minotauro —murmuró y sintió que se le aceleraba el corazón. Y Herodoto estaba plantado justo delante de él. El tiempo se hizo más lento, como siempre le sucedía en momentos como éste. Y tuvo un único y mero instante para comprender que podía no hacer nada y dejar que este hombre, que había hecho daño a su familia, que le había hecho tanto daño a su Gabrielle, se llevara su merecido. A manos de un enemigo que ella sabía que tenía pocas posibilidades de vencer. —Maldición. —Y echó a correr, propulsando su cuerpo con largas y poderosas zancadas que devoraban la distancia cada vez a mayor velocidad, al tiempo que envainaba la espada y se lanzaba hacia el caballo galopante, el minotauro y Herodoto. El minotauro alzó el garrote para asestar el golpe mortal, soltando un rugido resollante que estremeció el suelo con su furia. Bajó el brazo, pero el garrote quedó bloqueado de repente por una figura que volaba por el aire, que giró en pleno salto y que recibió el fuerte golpe en las placas de bronce de su armadura. Ay. Xena hizo una mueca de dolor cuando el garrote se estrelló en su armadura, pero eso no le impidió enganchar las manos en el arnés de cuero, aprovechando el impulso
para dejarse caer por el otro lado del caballo con la esperanza de que su peso bastara para hacerlo caer con ella. Y así fue, aunque por los pelos, y los dos cayeron y se estamparon con el tronco del árbol contra el que estaba arrinconado Herodoto. Xena sintió que le bailaba el cerebro por el impacto, pero no hizo caso de la desagradable sensación y se apartó del tronco de un salto y se puso en pie, encarándose al minotauro. Oh... madre mía. Qué peligro. —Vete de aquí —le gruñó a Herodoto—. ¡Vamos! Él obedeció, pero no se alejó mucho, sólo se puso fuera del alcance de su espada y del minotauro resollante y babeante. —Vas a morir —dijo ásperamente el medio hombre, medio bestia, abalanzándose contra ella. —Eso ya lo he hecho —respondió Xena, parando el golpe con el brazal y dándole uno a su vez, que hizo que la bestia se tambaleara, sorprendida. ¿Qué era eso que me decía Gabrielle? ¿Que me convenzo a mí misma de que puedo hacer las cosas? Pues muy bien... a ver si puedo convencerme de que puedo derrotar a... esto. El minotauro sacó la espada y la atacó, ella respondió y se pusieron a intercambiar golpes que hacían saltar chispas de sus espadas y lanzaban un siseo etéreo por el camino cuando las armas se rozaban entre sí. La atacó de nuevo, empujando la espada con fuerza contra la suya y aprovechando su mayor tamaño para intentar clavarla al árbol, pero Xena se movió de lado, desvió la fuerza de la estocada y le hundió la empuñadura de su espada en el costado, lo cual le
hizo soltar un gruñido de dolor y corresponder con un golpe que le dejó la cabeza como si la tuviera llena de campanas repicando. Sabía que la había dejado aturdida y soltó un bramido de triunfo al tiempo que le rodeaba el cuello con las manos, y ella no pudo impedírselo. El mundo empezó a apagarse bajo la presión de sus manos agarrotadas y sintió un leve zumbido que le iba llenando los oídos. Ahora estaba todo en silencio, salvo por el zumbido, y se estaba poniendo todo oscuro, y su cuerpo estaba demasiado cansado para obedecer sus órdenes instintivas de luchar. No puedo... Su mente flotaba en una bruma gris. No puedo marcharme... tengo algo... que hacer. Alguien... a quien ver. Y una lanza descarnada y vívida de terror atravesó la oscuridad y desterró el zumbido, al tiempo que ella volvía a hacerse con el control de su cuerpo, levantaba las manos y le aferraba los brazos peludos. Con esto, o me salvo o me mato, proclamó su mente con calma. Y dobló el cuerpo hacia arriba, apoyó las botas en su pecho y empujó con toda la fuerza que fue capaz de darles a sus piernas. Se le tendría que haber roto el cuello, pero en cambio, consiguió que soltara las manos y que se estampara contra el árbol. Y el mismo impulso la lanzó hacia atrás por el aire, dando una voltereta que su cuerpo logró controlar de algún modo, y aterrizó en el polvo, donde llenó los pulmones de aire con bocanadas inmensas. Vio que se lanzaba hacia ella, con los brazos abiertos, demasiado rabioso para recordar quién era ella o lo que tenía en la mano. Se agachó y luego se levantó de golpe en el momento en que él saltaba, su espada le atravesó la armadura y se hundió en su
inmenso pecho al tiempo que la estocada hacia arriba detenía su caída y lo lanzaba hacia atrás, con la espada de Xena hundida hasta la recia empuñadura en el cuerpo. Los dos cayeron al suelo y Xena se apartó de él rodando, se sujetó sobre una rodilla, apoyándose en la otra, y esperó a que le dejara de temblar el cuerpo y el mundo dejara de dar vueltas. Oyó pasos a la carrera cuyo sonido le resultaba familiar y cuya presencia no despertó alarmas en sus maltrechas defensas. Sacó fuerzas de algún lado para ponerse en pie con un esfuerzo, justo a tiempo de frenar la carrera desbocada de Gabrielle hacia ella y estrechar a la bardo entre sus brazos aún temblorosos. —Sshh... tranquila. —Por los dioses... creí... casi te... —jadeó la bardo, palpando el cuello magullado de Xena—. Oh... Xena. —Tranquila, Gabrielle. Estoy bien. Tú... ve a ver cómo está tu madre... yo estaré bien. Sólo necesito recuperar el aliento —le aseguró la guerrera, estrechándola para recalcar lo que decía—. Ve. Los ojos verdes se clavaron en los suyos durante largos instantes. —Ahora mismo vuelvo —prometió la bardo—. Luego voy a ocuparme de ti, porque no tienes aspecto de "estar bien". ¿De acuerdo? Xena le sonrió con cansancio. —Trato hecho.
Y se alejó por el camino, mirando apenas a su padre al pasar. Xena observó la cara de éste, que la seguía con la mirada, y luego se encontró con sus ojos cuando se volvió hacia ella. Y captó, por un brevísimo instante, un atisbo de un chiquillo de ojos desorbitados cuyo espíritu le resultó muy familiar. Luego desapareció y sus ojos volvieron a enturbiarse. —¿Por cuál de los dos apostabas? —fue la tranquila pregunta de Xena, al tiempo que sentía que recuperaba su nivel de energía y su fuerza. Fue hasta la figura tirada del minotauro, le puso una bota en el pecho, agarró su espada con las dos manos y pegó un buen tirón que le arrancó el arma del pecho. Herodoto se quedó mirándola largamente. —No lo sé. —Hizo una pausa—. ¿Por qué no has dejado que me matara? No habrías perdido nada. Xena apartó la mirada de su espada, que estaba limpiando en los calzones del minotauro, y lo miró fijamente. —Ya tengo mucha sangre en las manos. No quiero la tuya. —Envainó la espada y avanzó hacia él—. Lamento decepcionarte. —Pero no habrían sido tus manos, ¿no? —preguntó apagadamente. —Ah, sí, claro que lo habrían sido —replicó la guerrera—. Sabía que podía impedir que te matara. —Hizo una pausa y luego meneó la cabeza—. Lo que no sabía era si podía impedir que me matara a mí.
—No te entiendo —replicó Herodoto—. ¿Qué motivo podrías tener para arriesgar tu vida por mí? Xena llegó hasta él, obligándolo a levantar la cabeza para mirarla, y se quedó callada durante largos instantes. Luego suspiró. —Que ella te quiere. Herodoto la miró fijamente. —¿Así de simple? —Así de simple —fue la respuesta. Fue girando para examinar el pueblo, que estaba recuperando algo parecido al orden. Las bandas de asaltantes eran algo corriente, en esta parte del mundo. Suspiró de nuevo y echó a andar hacia la posada. —Xena —la siguió la voz de Herodoto. —¿Sí? —Se volvió para mirarlo. —Apostaba por ti. —Y por un mero instante, el chiquillo de ojos desorbitados volvió por sus fueros. Luego desapareció y un hombre ya mayor deshecho durante demasiados años emprendió el camino de regreso a su casa. Xena meneó despacio la cabeza y se rió por lo bajo, luego se dio la vuelta y se dirigió de nuevo a la posada, pasando por entre grupos de aldeanos que la miraban con ojos atentos. Bueno... al menos no lo hacen con franca hostilidad, pensó. Hemos mejorado. Se detuvo cuando una de las niñas se le acercó y le ofreció un odre de agua. —Gracias. —Aceptó el odre y sonrió a la niña a cambio.
Con timidez, la chiquilla rubia sonrió a su vez y agachó la cabeza mientras regresaba donde su madre, según parecía, la estaba esperando. Dioses... ¿alguna vez he sido tan joven? Xena suspiró, quitó el tapón del odre y echó un buen trago. Y continuó caminando, desviándose para entrar en la cuadra y visitar un momento a Argo para asegurarse de que estaba bien. —Te has perdido un buen espectáculo, chica —informó a la yegua, que la miró masticando heno apaciblemente—. No te habría gustado nada ese minotauro. —Puso los brazos sobre el alto lomo de la yegua y apoyó la cabeza en el hombro dorado—. Ha faltado menos de lo que a mí me gusta, Argo —murmuró en el pelo del caballo—. Por un momento... —Tomó aliento y se irguió, rechazando la idea. No ha ocurrido. Eso es todo. Se dio la vuelta, se apoyó en la yegua y bebió otro largo trago de agua, haciendo una mueca por el sabor metálico a sangre, y se dio cuenta de que con ese último golpe del minotauro se había mordido la mejilla por dentro. Oh... cómo me va a doler. Suspiró, movió la cabeza de lado a lado para aflojar los músculos del cuello y oyó el crujido de las vértebras maltratadas. Con todo, comentó una voz muy ufana y satisfecha en su interior, no había estado nada mal, teniendo en cuenta que había acabado con la mayor parte de los asaltantes y había matado a un minotauro en combate singular. Me parece que aún no estoy del todo como para jubilarme. La puerta se abrió y levantó la mirada cuando entró Gabrielle, que cerró la puerta al pasar y cruzó el suelo cubierto de paja con paso decidido. —Hola —dijo, cuando llegó al lado de Argo. —Hola, tú —replicó Xena, ofreciéndole el odre de agua.
—Gracias. —Lo cogió y bebió. Luego observó atentamente el rostro de Xena—. Menudo susto. —Se acercó más y alzó una mano para tocar las marcas amoratadas que tenía la guerrera en el cuello—. No me... Por un momento, he pasado muchísimo miedo. Xena la envolvió entre sus largos brazos. —Yo también —confesó, cerrando los ojos y hundiendo la cara en el pelo claro de Gabrielle durante largos instantes. No podía dejar esto... ahora no. Todavía no—. Bueno, supongo que puedo tachar al minotauro de mi lista de desafíos, ¿no? Notó que la bardo se reía. —Sí, supongo. —Echó la cabeza hacia atrás y miró a su compañera—. ¿De verdad tienes una lista? Xena sonrió. —Claro, ¿no la tiene todo el mundo? —Estrujó a la bardo—. Ah... y por cierto, hazme un favor y cuéntale a Hércules la historieta del minotauro y yo la próxima vez que nos los encontremos, ¿vale? Gabrielle se soltó y la miró perpleja. —Espera un momento. ¿Es que te has dado un golpe en la cabeza? Me ha parecido oírte... ¿me estás pidiendo que le cuente a alguien una historia sobre ti? —Pues sí —confirmó Xena, pasándole a Gabrielle un brazo por los hombros y llevándola hacia la puerta—. Nos hemos apostado cincuenta dinares a que no soy capaz de derrotar a un minotauro en un combate cuerpo a cuerpo.
La bardo se echó a reír. —¿Cincuenta dinares? ¿Pero estáis chalados? ¿Qué otras cosas os habéis...? Oh... espera. Olvida la pregunta. ¿Él puede derrotar a un minotauro? —Seguro que sí... —respondió Xena—. Recuerda que es un semidiós. —Mmm. —Gabrielle se lo pensó un momento—. ¿Alguna vez apostáis el uno contra el otro? —preguntó, con curiosidad—. O sea, ¿tú contra él? —Gabrielle... que es hijo de Zeus —dijo la guerrera riendo—. Y la última vez que lo comprobé... —Se palpó un lado de la mandíbula e hizo una mueca de dolor—. Yo soy mortal. No tendría muchas posibilidades. Cruzaron el patio ahora vacío, de donde ya se habían llevado los cuerpos y que estaba pintado por las bandas carmesí de la puesta de sol. Ya estaban casi en la puerta de la posada cuando Gabrielle rompió el silencio. —Yo apostaría por ti. —¿Qué? —preguntó Xena, y casi se le resbaló la mano en el picaporte al volverse para mirar a su compañera. —He dicho que si te enfrentaras a él, yo apostaría por ti —repitió la bardo con calma —. Ahora, ¿me vas a dejar que eche un vistazo a esas marcas? —Alzó las cejas al mirar a Xena, que estaba ahí plantada sujetando la puerta abierta con un leve ceño. —Estoy bien, Gabrielle, no es más que... —Se fijó en la expresión de esos ojos verdes—. Vale... vale... sí, te dejo. —Y consiguió no sonreír con un gran esfuerzo—. Adelante, majestad.
Pensándolo bien, reflexionó Xena, no mucho después, no ha sido tan mala idea después de todo. Estaba tumbada en la cama, con Gabrielle sentada con las piernas cruzadas a su lado, y la bardo le aplicaba concienzudamente un aceite curativo en las magulladuras causadas por los asaltantes y el minotauro. —Dioses... eso te tiene que haber dolido —comentó la bardo con una mueca, tocando el punto donde había recibido el golpe que era para Herodoto. Extendió el aceite con dedos delicados, luego levantó la mirada y se encontró con los ojos azules tiernamente risueños que la observaban. Al verlo, se le extendió una sonrisa por la cara, que le fue correspondida inmediatamente—. Sabes... cuando vi a esa cosa que iba derecha hacia él... me di cuenta de que tenías razón, Xena. No lo odio. —Ya lo sabía —fue la tranquila respuesta. —Sí... es cierto... eché a correr hacia él... aunque sabrán los dioses qué pensaba que iba a hacer cuando llegara allí. —Miró a Xena con sorna—. Entonces me adelantaste como si me hubiera quedado parada... y no sé si estaba más muerta de miedo por ti o aliviada por él. Qué raro. —Hizo una pausa, luego sonrió de nuevo y le dio una palmadita a Xena en el muslo—. Hay que ver cómo te mueves cuando quieres. —Me defiendo —contestó Xena, con modestia—. Y si te sirve de consuelo, la verdad es que yo tampoco tenía ningún plan sobre lo que iba a hacer cuando llegara allí. Gabrielle se quedó mirándola y soltó una risita. —¿En serio? Xena le puso una mano distraída en la rodilla.
—En serio... no tengo un plan de prevención para minotauros. —Ojalá hubiera podido hacer algo para ayudar —suspiró la bardo, contemplándose las manos—. En lugar de quedarme ahí plantada muerta de miedo. La mano que descansaba sobre su rodilla la agarró y levantó la vista, sobresaltada, para mirar a los ojos ahora serios de Xena. —¿Qué? Oh... ya sabes lo que quiero decir, Xena... sólo estaba... —Esta mañana le dijiste una cosa a tu madre. —El tono de la guerrera era muy apagado. Le dije muchas co... oh. —Sí, es cierto. —Pues sabía casi con toda seguridad a qué se refería—. Y es la verdad. —Es la verdad que no podría vivir sin ti... sin esto... ya no... Se me había olvidado que lo había oído. Sonrió por dentro. Pero me alegro de que lo oyera, aunque seguro que le dio un poco de corte... Es decir, primero esto del vínculo vital, luego... Xena asintió despacio. —Creo que sabes que es mutuo. ¿Verdad? Gabrielle sintió que se ruborizaba. —Pues... mm... —Respira, Gabrielle, respira...—. No, no lo sabía —terminó, con un susurro casi inaudible. —Quería... asegurarme de que lo supieras. —Xena respiró hondo—. Porque... cuando esta tarde el minotauro estaba estrangulándome... lo único que me hizo seguir... —Se
calló, alargó la mano y agarró los dedos inmóviles de la bardo—. Fue saber que tenía una razón para no morir. —Esperó a que los ojos verdes se posaran en los suyos, como así hicieron—. Sentí tu miedo... y eso me dio la fuerza de voluntad necesaria para soltarme, Gabrielle. Así que... no te quedes ahí diciéndome que no hiciste nada. —Una breve pausa—. Porque sí que lo hiciste. Gabrielle tomó aliento varias veces para decir algo, pero al final levantó sus manos unidas y apretó la mejilla sobre los nudillos de Xena, cerrando los ojos y sonriendo. Y confiando en que el vínculo que las unía hablara por ella. Para ser bardo, tengo una tendencia nefasta a permitir que me deje sin palabras. Qué... bochorno. Pero creo que capta el mensaje. Y efectivamente, habló por ella, pues sintió un tirón hacia abajo y se dejó caer en brazos de Xena, hundiéndose en la poza de luz carmesí que se derramaba sobre las dos. —Oye —murmuró Gabrielle, bastante después—. Vi cómo te golpeaba... ¿qué tal la cabeza? No tienes conmoción, ¿verdad? —Mmm. —Xena abrió los ojos de mala gana y pensó en la pregunta—. No... no creo. Normalmente tengo una... sensación como de niebla justo después, cuando me ocurre. Esta vez no. —Levantó la mano con indolencia y se dio unos golpecitos en la cabeza—. Bien dura. La bardo ladeó la cabeza para mirar a Xena. —¿Te ocurre tan a menudo? Sabes que no es nada bueno. —Arrugó la frente con preocupación. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Por los dioses, Gabrielle, ¿cómo puedes estar tan ciega?
—Un par de veces. —Xena se encogió de hombros—. Intento evitarlo, amor. No me apetece que se me revuelvan los sesos. —Y sonrió en silencio al darse cuenta de la naturalidad con que se le había escapado ese término cariñoso. Incluso con Marcus, había tenido que hacer un esfuerzo consciente para emplear palabras como ésa. Con Gabrielle no. Simplemente... le salían. Advirtió que Gabrielle no decía nada, pero tampoco podía disimular el brillo de sus ojos. —No, supongo que no —contestó Gabrielle, más animada. Miró por la ventana—. Bonita puesta de sol. —Guiñó los ojos y se quedó mirando la luz rojiza, notando el calor en la cara—. Echo de menos contemplarlas ahí fuera. —¿Sí? —preguntó Xena con curiosidad—. Creía que preferías estar bajo techo. —No como yo, por ejemplo. La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza y se puso boca arriba, por lo que se quedó mirando el techo manchado de carbón. —No... echo de menos mirar las estrellas contigo —contestó con tono soñador—. O imaginar formas en las nubes... o contemplar la puesta del sol. Escuchar cómo cambian los ruidos de los animales del día a la noche. Oír las cascadas que tan bien se te da encontrar para que acampemos cerca. —Hizo una pausa—. Me alegro de que nos marchemos mañana. Xena se lo pensó. —Yo también. —Se rió suavemente—. Y tenemos mucho viaje por delante hasta llegar a Cirron. —Mmm —asintió Gabrielle—. Va a estar bien volver a ver a Jess.
—Ya lo creo. —La guerrera suspiró—. Verás la que me va a montar. La bardo ladeó la cabeza. —¿Por qué? Oh... por... —Sus ojos pasaron de la una a la otra. —Sí —dijo Xena con aire mortificado. Gabrielle soltó una risita. —¿Todos esos comentarios insidiosos eran por eso? La respuesta fue un suspiro. —No te preocupes. —Le dio unas palmaditas a Xena en el hombro—. Yo te protejo. Le diré que te deje en paz o me invento una historia sobre él y se la cuento a todos sus amigos. Le respondió una gran sonrisa deslumbrante. —Ven aquí. —¿Eh? ¿Qué...? Oh. —Gabrielle cerró los ojos y disfrutó del beso, dejando que su calor se derramara a través de ella como el vino especiado en una noche fría—. ¿Te he comentado alguna vez lo bien que haces eso? —murmuró, cuando hicieron una pausa para respirar. —Pues sí —fue la guasona respuesta—. Pero nunca viene mal practicar.
—No —replicó la bardo—. Además... —Deslizó una mano por las costillas de Xena y notó cómo se agitaban los músculos bajo sus dedos—. Hay que tener mucho cuidado con eso de que te han dado en la cabeza. Será mejor que no duermas durante un rato. —Oh... ésa sí que es buena —dijo Xena riendo—. Me gusta. —Colocó a Gabrielle en una postura más cómoda y le pasó una mano por la parte frontal del cuerpo, sonriendo cuando se le cortó la respiración—. Voy a tener que conseguir que me den en la cabeza más a menudo. —Entonces dejó de hablar y se limitó a reaccionar.
—¿Xena? —Gabrielle, cómodamente tumbada encima de Xena, levantó la cabeza para mirar atontada a la guerrera medio dormida. Mucho más tarde. —¿Mmm? —Xena abrió un ojo azul y la miró con benévolo cariño. —¿Está bien... o sea, estás cómoda así? ¿Dejando... que te use como una gran almohada? —Se sonrojó. Ya era hora de que se lo preguntaras, ¿no te parece?—. O sea... con sinceridad. —Es decir, ¿puedes respirar con todo este peso encima de las costillas, por ejemplo? Xena arrugó el entrecejo y se rió en silencio, con un temblor interno que Gabrielle notó. —Claro que sí, Gabrielle. Éste es tu sitio. —Le revolvió el pelo a la bardo y le frotó la espalda suavemente—. A mí... me gusta. Palabras dichas como si tal cosa..., pensó Gabrielle, mientras se deslizaban por su alma y le atenazaban el corazón con un brusco espasmo. Éste es mi sitio. En su interior
prendió un grito de alegría que se extendió por su cuerpo y salió a la superficie en forma de sonrisa descontrolada y una inmensa inhalación. —Me alegro —suspiró, y volvió a bajar la cabeza y a relajarse. Je... algo he dicho bien. Xena miró a la bardo con curiosidad, notando la reacción en su cuerpo y a través del vínculo que las conectaba. Entonces se acordó... la imagen de una escena ocurrida hacía ya más de dos años. "Éste no es mi sitio", había dicho la joven aldeana rubia. Y Xena percibió la verdad de sus palabras, incluso entonces. Pero esto no te lo esperabas, ¿verdad?, rió su mente. Las dos habían estado buscando algo. Y pensar que lo hemos encontrado la una en la otra. ¿Qué probabilidades había de que eso ocurriera? Se quedaron tumbadas un rato en silencio, las dos ensimismadas. Por la ventana se colaban los ruidos apagados de la actividad del patio y la brisa que entraba traía el olor a humo de leña. —Se deben de estar preparando para la boda de mañana —comentó Xena, a lo que la bardo asintió. —Sí... —Gabrielle bostezó y levantó la cabeza, apoyando la barbilla en el hombro de Xena—. No creo que ahora mi padre vaya a decir nada si estás presente. —Sus labios se curvaron con una sonrisa—. Pero podrías ser amable y no aparecer con armadura. Xena la miró enarcando una ceja. —Ya veremos —comentó—. No has comido en todo el día. ¿Tienes hambre?
—Un poco. —Gabrielle la miró con ojos soñadores—. Pero no lo suficiente para moverme o hacer nada al respecto. —Sus ojos se posaron en el cuello de Xena, a pocos centímetros de distancia—. Ya están desapareciendo. —Meneó la cabeza y levantó una mano para tocar delicadamente las marcas del cuello—. Increíble. Xena echó de repente la cabeza a un lado, en actitud de escucha. Cascos de caballos, de nuevo, pero esta vez más lentos, más decorosos. —¿Qué? —preguntó Gabrielle suavemente, al percibir el cambio en ella y ver cómo se le ponían los ojos distantes mientras concentraba sus otros sentidos. —Caballos, son dos —contestó Xena, esbozando una leve sonrisa, cuando los cascos se detuvieron en el patio y el callado murmullo de voces llegó hasta ellas flotando en la brisa—. Será mejor que nos vistamos. —¿Quién es? —susurró la bardo, echando una mirada hacia la ventana y observando luego su cara. No debe de ser muy grave, está sonriendo. —Madre y... —Se concentró y luego sofocó una ligera carcajada—. Toris. Gabrielle sonrió muy contenta. —¡Genial! —Hizo una pausa—. ¿Te parece bien que les cuente lo del minotauro? Xena se encogió de hombros. —No tiene sentido que no se lo cuentes... de todas formas, se lo van a oír a todo el mundo. —Rodó hacia un lado y se levantó, llevándose a Gabrielle de paso, y depositó a la bardo limpiamente sobre los pies—. Ya estás.
—Gracias. —La bardo le dio una palmadita en el costado—. Toma. —Le pasó una túnica del morral que estaba cerca de la cama y sacó una para sí misma—. Cuidado, Ares. —Rodeó al lobezno, que ahora estaba totalmente despierto, y se puso la prenda, se la ciñó y cogió una fruta de la cesta que estaba encima de la mesa—. ¿Hay alguna posibilidad de que tu madre les dé algunos consejos de cocina? —bromeó, mordiendo la manzana que tenía en la mano y volviéndose de cara a Xena. Y se encontró con que unos dientes blancos, precisos y delicados, le quitaban el trozo de manzana de la boca y lo sustituían por un beso. —Uuh —gorjeó, masticando apresuradamente lo poco que le quedaba y tragando—. ¿Podemos hacerlo otra vez? —Luego —rió Xena, guiñándole un ojo, al tiempo que sujetaba la puerta abierta—. Primero vamos a saludar. Llegaron al pie de las escaleras justo cuando Cirene y Toris estaban hablando en voz baja con el posadero. Quien levantó la vista al oír sus pasos en las escaleras y luego parpadeó, paseando la mirada entre Xena y los dos recién llegados. —Vaya, vaya... qué casualidad verte aquí —sonrió Toris, quien rodeó al posadero para darle un abrazo de oso a su hermana, que le fue correspondido con cierto entusiasmo. Se separaron y él se quedó mirando a Gabrielle un momento. La bardo captó su vacilación y le sonrió afectuosamente. —Hola, Toris. —Y se acercó a él para abrazarlo. Él sonrió ampliamente y correspondió, con mucha más delicadeza que al saludar a Xena.
—Madre —dijo Xena, al tiempo que Cirene la abrazaba con energía—. Gracias por venir hasta aquí. Cirene la miró enarcando una ceja. —Cuando Johan me dijo... —Meneó la cabeza y bajó los ojos—. Luego hablamos. — Se volvió hacia Gabrielle con una sonrisa radiante y estrechó a la bardo entre sus brazos, luego la apartó sosteniéndola para mirarla largamente. —Hola, mamá —dijo Gabrielle, con una sonrisa pícara—. No esperaba volver a verte tan pronto. Xena se quedó mirando un momento y luego se volvió hacia el posadero, que los estaba mirando a todos fijamente. —¿Algún problema? —le dijo, enarcando una ceja. —Mm... ¿amigos tuyos, guerrera? —preguntó el hombre, vacilante. —Familia —respondió Xena, saboreando la palabra en la boca, dándole vueltas y gozando de la sensación. —Les daré la mejor habitación que tenga disponible —prometió el posadero, sonriéndole nervioso. —¿Estás bien, hija? —le preguntó Cirene a Gabrielle en voz baja, mirándola preocupada a los ojos. La bardo soltó aliento y asintió con la cabeza.
—Sí... ahora. —Sus ojos se posaron inconscientemente en la alta figura de Xena y luego volvieron a ella—. He estado en buenas manos. Cirene le dio una palmadita en la mejilla. —De eso estaba segura. —Se volvió hacia Xena—. ¿Nos sentamos a hablar? — Indicó las mesas, que dado lo tarde que era, sólo estaban ocupadas a medias. —Claro —dijo Xena, y le puso una mano en la espalda a Toris para hacerlo avanzar —. Mientras no comamos nada de lo que sirven aquí —dijo susurrando apenas, sólo para que lo oyera Cirene. Su madre se detuvo y la miró pensativa. —Ahora mismo me reúno con vosotros. —Y se dirigió muy decidida a la cocina de la posada. Xena sonrió y le guiñó un ojo a Toris. Quien le guiñó un ojo a su vez, con el entendimiento propio de los hermanos. Se sentaron a una mesa vacía, bebiendo las jarras de cerveza que les había traído el posadero. —Bueno... —dijo Toris, recostándose y apoyando una bota en el soporte de la mesa —. ¿Qué os contáis? Oyeron un estrépito en la cocina. —Cirene, la Posadera Guerrera —murmuró Xena y salió disparada de la silla hacia la puerta, saltando por encima de dos mesas que le bloqueaban el camino.
Toris y Gabrielle se miraron el uno al otro durante un largo instante de pasmo y luego estallaron en carcajadas. —Oh, dioses... —suspiró Gabrielle—. Qué falta me hacía. —Bebió un largo trago de la cerveza que tenía delante. Luego levantó la vista y se encontró con los ojos de Toris, que la miraban preocupados. Qué sensación más rara, pensó, ver los ojos de ella en la cara de él. Toris se echó hacia delante, titubeó y luego habló. —Escucha... no sé cómo decirte lo mal que me sentí cuando Johan nos lo contó. — Miró a su alrededor y luego volvió a centrarse en ella—. Eres como una segunda hermana para mí, Gabrielle... Los ojos verdes lo miraron atentamente. —No sabes lo que significa para mí... que hayáis venido los dos. —Se fijó en el leve rubor que le tiñó el rostro—. Gracias, Toris. Sois un encanto. —Hizo una pausa y ahora fue ella la que bajó los ojos—. El mero hecho de saber que tenía... —Se calló y notó el calor de su mano cuando se posó sobre la suya, que estaba encima de la mesa—. Y si tu hermana no hubiera estado aquí... no sé... qué habría hecho. Toris sonrió. —Eres de la familia, eso ya lo sabes —le aseguró—. Y... no tuve oportunidad de decírtelo... antes de que os marcharais... pero me alegro muchísimo de que lo seas. — Sus ojos brillaban suavemente—. Me alegro por las dos. —Levantó la vista cuando se abrió la puerta y devolvió la mirada curiosa del hombre alto y rubio que apareció en el umbral.
Gabrielle se volvió para ver a quién estaba mirando y sonrió. —Hola, Lennat. Lennat se acercó, sin dejar de mirar al hombre moreno de ojos azules que estaba sentado con ella. —Hola. Mm... —Oh... perdona —dijo la bardo, cayendo en la cuenta—. Mm... Lennat, éste es Toris. Es el hermano de Xena. Toris, éste es el prometido de mi hermana, Lennat. Los dos hombres se miraron y entonces Toris sonrió afablemente y le ofreció el antebrazo. —Encantado de conocer a un nuevo miembro de mi familia extendida —dijo despacio. Lennat le estrechó el brazo. —Mm... —Por su cara, era evidente que nunca se había planteado tal cosa—. Supongo que tienes razón... —Con cierto tono de sorpresa y placer—. Encantado también de conocerte. Se sentó al lado de Gabrielle y se quedó callado unos minutos, asimilando a todas luces este nuevo cambio en su vida. —Mis amigos me estaban haciendo la vida imposible —dijo por fin, como para justificar su presencia en este lugar a estas horas.
Todos levantaron la mirada cuando la puerta se abrió de nuevo y Lila, bostezando, asomó la cabeza en la sala. —Ah, bien —dijo, al ver la conocida figura de su hermana. Entró del todo en la posada, arrebujándose en el chal para abrigarse—. Madre... —Entonces levantó los ojos y se dio cuenta de que había un desconocido en la mesa—. Oh... perdón... —Arrugó el entrecejo cuando se le acostumbraron los ojos a la luz y su mente intentó averiguar de qué le sonaba el hombre moreno sentado al lado de su hermana. —Deja de intentar recordar de qué me conoces —suspiró Toris, poniendo los ojos en blanco—. Me llamo Toris, no me conoces de nada, pero sí que conoces a mi hermana. —¿A tu hermana? —preguntó Lila, mirándolo con la cabeza ladeada. Toris la miró enarcando una expresiva ceja. —¡Oh! —Lila se echó a reír—. No sabía que... —Nadie lo sabe —dijeron Gabrielle y Toris exactamente a la vez. La puerta de la cocina escogió ese momento para abrirse y Xena condujo a la sonriente Cirene hacia ellos, pero se detuvo un instante al ver a los recién llegados. Vaya... mira qué fiestecita se ha montado, rió su mente. —Hola, Lennat, Lila —los saludó, inclinando la cabeza—. Saludad a mi madre, Cirene. —Miró al otro lado de la mesa—. Ya veo que habéis conocido a Toris. —Se sentó al lado de éste y se recostó, echando un brazo por el respaldo de su silla—. Es mi hermano.
—Jamás lo habríamos adivinado —lograron decir Lennat y Lila a la vez, entonces se miraron y se echaron a reír. —¿Ha habido suerte? —le preguntó Gabrielle a Cirene, que soltó un resoplido. —Yo diría... —comentó Xena, tras beber un largo trago de cerveza—, que las probabilidades de que nadie resulte envenenado mañana en la boda de tu hermana han aumentado de forma significativa. —Bueno... ¿y qué ha sido ese ruido? —insistió la bardo, metiendo la mano por debajo de la mesa y haciéndole cosquillas a su compañera detrás de la rodilla. Lo cual le valió una ceja enarcada bruscamente y una sonrisa feroz. Se mordió el labio para no echarse a reír. Cirene suspiró. —Yo sólo intentaba... —Madre ha puesto pegas al sistema de almacenaje que usan aquí —murmuró Xena, dirigiendo una mirada a Toris. Éste hizo una mueca. —Ah. —Pavoroso —replicó ella—. Mucho. Lila y Lennat se acomodaron y todos escucharon mientras Gabrielle relataba la historia del ataque de esa tarde. Xena dejó que se le relajaran los hombros mientras escuchaba el relato y observaba cómo los demás observaban a Gabrielle. Vio cómo se
encogía su familia con la gráfica descripción que hacía la bardo de la lucha con el minotauro y respondió encogiéndose de hombros. Lila y Lennat se levantaron cuando terminó y les desearon a todos buenas noches afectuosamente. —La verdad es que madre me había enviado aquí para ver si todo iba bien —le murmuró Lila a Gabrielle cuando se abrazaron. Gabrielle la miró extrañada. —Pero si fui a verla cuando terminó todo... así que... Lila sonrió y le apretó la mano. —Estaba preocupada por Xena —susurró con aire conspirador. —Ah. —La bardo sonrió—. Está bien. —Pero se le alegró el corazón por el detalle. Hasta eso se está arreglando, pensó—. Gracias por preguntar. Lennat estuvo callado durante el corto trayecto de vuelta a casa, pero por fin suspiró, mientras avanzaban por el camino iluminado por la luna. —Bueno... ¿qué opinas? —le preguntó por fin, deteniéndola y sentándose en una roca cercana. Dio una palmadita en la roca a su lado y ella se sentó, pegándose a él para calentarse. —¿Qué opino de qué? —preguntó Lila, aunque se hacía ya una idea de a qué se refería. —De todo esto —replicó Lennat.
—¿Con todo esto te refieres a la familia de Xena, o te refieres a mi hermana y ella, o...? —le tomó el pelo Lila, cariñosamente—. Vamos, Lennat, ¿qué me estás preguntando? —Toris dijo que ahora éramos parte de su familia extendida —dijo Lennat, esquivando la pregunta—. Considera... supongo... no sé... Lila se lo pensó. —Considera a Gabrielle hermana suya —dijo pensativa—. Así que... supongo que yo también lo soy... y tú... bueno, tú vas a ser mi marido, así que... —Lo miró—. ¿Te molesta? —Dime la verdad, Lennat. Sabes que puedes. —Es que... —Lennat suspiró—. Parece que se lo toma tan... como si fuera natural. — Sus ojos se posaron desazonados en los de ella—. Y para mí no es natural. Tú y yo... eso sí es natural. Lila lo miró en silencio. —¿Tú crees que se quieren menos que nosotros? —preguntó suavemente. El rubio se quedó contemplando el bosque oscuro largamente. Por fin, posó la vista en sus manos y luego la miró de nuevo. —No. —Hizo un mohín con los labios—. No lo creo. —¿Entonces? —preguntó Lila—. Mira... yo tardé un poco en asimilar la idea... pero cuando lo hice, Lennat... cuando lo hice... dioses... ¿quiénes somos nosotros para decir qué está bien y qué está mal? Eso no puede estar mal... el amor no puede estar mal,
Lennat... no cuando es así... es lo que tú y yo sentimos en estos momentos. ¿Cómo podrías negarle esa sensación a nadie? Lennat se quedó mirándola. —No puedo. —Soltó un largo suspiro—. No puedo y no quiero, y... ahora que he tenido la oportunidad de hacerme a la idea, para mí también va a ser natural. —Sus ojos sonrieron—. Y serán de nuestra familia, tuya, mía y de nuestros hijos. —Agitó las cejas —. Y además... —Empezó a sonreír—. En el mundo en que vivimos, se me ocurre gente mucho peor con la que estar emparentados. Lila le puso una mano amorosa en la mejilla. —Gracias, mi amor. —Levantó la vista—. Ahora, será mejor que vayamos a casa y descansemos. Me da la sensación de que mañana va a ser... un día muy largo. Lennat se echó a reír. —Me parece que tienes razón. —Se levantó y le ofreció el brazo—. ¿Mi señora? — dijo, recordando los juegos de príncipes y princesas a los que jugaban de niños. Lila sonrió y posó la mano en su brazo. —Mi señor... —replicó, y echaron a andar por el camino iluminado por la luna.
Hoy no podemos dormir hasta tarde, pensó Xena, observando distraída cómo el cielo de fuera adquiría una tenue tonalidad de coral. Ya oía los ruidos de actividad fuera de la posada: los primeros tintineos apagados de los animales sujetos a los arneses, el eco del leve golpeteo del martillo ligero del herrero, la protesta lejana de una cabra... todo ello
transportado por una brisa fría que también le traía el olor acre de las brasas de carbón y el suculento aroma de un asado en plena elaboración. Deberíamos levantarnos... hay mucho que hacer ahí fuera. Miró a Gabrielle cuando ésta se movió, doblando las manos y arrebujándose más contra ella, tras lo cual se relajó de nuevo con un suspiro satisfecho. A Xena se le pasó una sonrisa por la cara mientras contemplaba a su compañera dormida. Bueno... tal vez unos minutos más. En realidad no tenía valor para despertarla... no con ese aspecto tan apacible. No cuando el hecho de estar pegadas era evidente que le provocaba esa sonrisita de deleite, que conmovía a Xena y disolvía su resolución como el hielo del río en una mañana de primavera. Me tiene vencida como si fuera una cría chocha de amor... eso debería molestarme. Se rió de sí misma. Salvo que lo disfruto tanto como ella. Era agradable ver que Gabrielle parecía olvidar sus pesadillas cuando dormían así, y eso le ocurría desde hacía ya tiempo. Y las mías... Los ojos de Xena se endurecieron. Menos frecuentes que las de la bardo, pero más tenebrosas y violentas. Las dos dormían ahora toda la noche de un tirón... y eso también contribuía a que su relación durante el día fuera más cómoda. Se pone irritable cuando no duerme. Y yo me pongo de mal humor. No es una buena mezcla. Esto... ha sido bueno para las dos. Se le empezaron a cerrar los ojos de nuevo contra su voluntad, y suspiró, obligándose a abrirlos. No, no... Vamos ya, tenemos que hacer cosas hoy. No debería haberme quedado levantada anoche hasta tan tarde con madre y Toris... menuda tontería. Sus labios esbozaron una sonrisa. Cirene se mostró cariñosa y amable con Gabrielle mientras ésta estuvo con ellos abajo, pero en cuanto la bardo les dio las buenas noches a su pesar y subió, su madre se pasó un buen rato despotricando
indignada. Contra los padres de Gabrielle. Contra Potedaia. Contra la propia Xena, cuando cayó en la cuenta de que su hija había arriesgado la vida por "ese hombre". Luego la obligó a subir, mencionando el combate y diciéndole que descansara. Xena meneó la cabeza, intercambió miradas significativas con su hermano y obedeció la sugerencia, acurrucándose con alegre placer al lado de su compañera en la habitación a oscuras. Se le empezaron a cerrar los ojos otra vez y se lo permitió durante unos minutos, luego volvió a despertarse a la fuerza. Esto no funciona, se reconoció a sí misma. Gabrielle se movió de nuevo y esta vez sus ojos se fueron abriendo despacio y sonrió a Xena. —Buenos días. —Se estiró con placer sensual y aferró a la guerrera con más fuerza, estrujándola con un entusiasta abrazo. —Buenos días a ti también —rió Xena—. ¿Y eso a cuento de qué viene? —Porque puedo —fue la risueña respuesta, junto con otro achuchón. Miró hacia la ventana y luego de nuevo a los ojos indulgentes de Xena—. Porras. Ya es de día. —Un suspiro de fingida pesadumbre—. Supongo que tenemos que salir a ayudar, ¿no? —Y recorrió el costado de Xena con los dedos, sonriendo al ver la ceja enarcada que obtuvo como respuesta. Xena asintió y pasó los dedos por el pelo de Gabrielle. —Pues sí. —Tocó con delicadeza el borde externo de la oreja de la bardo y vio cómo se le aceleraba el pulso en el cuello.
La bardo se planteó por un momento la idea de convencer a Xena para que siguiera descansando, a sabiendas de que podía... pero reconoció que seguramente a su madre le vendría bien la ayuda. Y el apoyo. Se echó a reír de repente. —Oh, dioses... —¿Qué? —preguntó Xena, mirándola. —Mi madre se va a volver loca cuando conozca a la tuya. —Rodó hacia un lado, sin parar de reír—. Va a ser digno de verse. ¿Te fijaste en cómo la miraba Lila por el rabillo del ojo? Cirene, la Posadera Guerrera. Dioses, Xena... casi me da algo por el ataque de risa. Xena se apoyó en un codo y sonrió. —Bueno, es que lo es. Dejó aterrorizada a esa pobre cocinera. La bardo la miró y sonrió satisfecha. —Entonces, supongo que te viene de herencia, ¿eh? La guerrera la fulminó con la mirada y luego se echó a reír. —Sí... tal vez sí —reconoció un poco cohibida. Gabrielle contempló con afecto los familiares rasgos de su cara y siguió los rayos del sol por su cuello y por la amplia anchura de sus hombros. Y suspiró. —Tenemos que ir a ayudar, ¿no? —Con pena. Entonces se distrajo de repente por la intensidad de los ojos azules que la miraban y que le produjo un calor sutil que se
empezó a extender hacia fuera desde sus entrañas. Aahhh... a lo mejor podemos retrasarlo un poquito. —Supongo que sí —contestó Xena, pero no parecía ser capaz de apartar los ojos de los de Gabrielle y descubrió que su mano se movía por su cuenta para acariciarle la cara. Sintió una sacudida sensual cuando la bardo le cogió la mano y le besó la palma, lo cual le aceleró el pulso. Me parece que esas tareas se van a quedar esperando un rato, rió su mente, al tiempo que se echaba hacia delante y notaba cómo las manos de Gabrielle se deslizaban por debajo de la tela de su camisa y emprendían una provocativa exploración, mientras sus labios se juntaban y el mundo desaparecía durante un rato.
—Sabes, podría acostumbrarme a esto del amanecer —dijo Gabrielle con guasa, un poco después, mientras subía mordisqueando la tripa destapada de Xena, para acabar acurrucada debajo de su barbilla y cómodamente instalada entre sus brazos—. Debería intentar despertarme así más a menudo. —Y notó que Xena tomaba aire profundamente y lo soltaba despacio, calentándole la parte posterior de la cabeza y lanzando una leve corriente por su cuello. Gabrielle sonrió... le daba gusto. Y también la risa grave que hubo a continuación y que le produjo pequeñas vibraciones por toda la columna. En realidad, eso me ha dado más que gusto. Cerró los ojos llena de contento. —Tendré que recordarlo —comentó Xena, dirigiendo ahora una mirada abochornada a la ventana iluminada plenamente por la luz del día—. De verdad será mejor que vayamos a echar una mano o se nos va a caer el pelo. —Mmm —suspiró Gabrielle—. Supongo que no puedo mandar la boda al Hades, ¿verdad?
—Gabrielle... —Un tono de advertencia, pero acompañado de risa. —Tienes que ayudarme a ponerme ese vestido. Hay que abrochar varias docenas de cositas. Es peor que tu armadura —añadió la bardo, con tono de fastidio, y Xena la abrazó, luego la soltó, salió rodando de la cama y se puso en pie—. Está bien... está bien. —Saltó de la cama, se acercó donde Xena estaba hurgando en sus zurrones y acarició con las manos la espalda desnuda de la guerrera—. ¿Alguna vez te han dicho que tienes una espalda muy bonita? Xena se dio la vuelta y se puso en jarras. —Sólo tú, pero en varias ocasiones —contestó riendo con humor—. Vístete, Gabrielle. —Hizo una pausa y paseó los ojos por la figura de la bardo, que sonreía impenitente—. O no me hago responsable de explicar por qué te has perdido la boda de tu hermana. Gabrielle cerró los ojos y respiró hondo. —Será mejor que te vistas tú primero, o me va a dar igual perderme la boda de mi hermana. —Por los dioses... ¿qué me ha entrado hoy? Algo debía de tener la cerveza de anoche. Se sonrojó y oyó la risa de Xena—. Lo siento. Sintió unas manos que le cogían la cara delicadamente y abrió los ojos para encontrarse con la sonrisa deslumbrante de Xena, que la miraba. —Jamás te disculpes por eso, Gabrielle. —Y la besó muy a fondo. —¿Es que tenías que hacer eso? —gorgoteó la bardo, cuando se separaron, y Xena le pasó una túnica riendo—. Te voy a matar.
—Claro, claro. Amenazas —rezongó la guerrera, mientras se abrochaba las correas de su túnica de cuero—. Qué miedo me da. —Se pasó un peine por el pelo oscuro y se lo recogió apartado de la cara. —¡Ruu! Las dos miraron hacia abajo y vieron a Ares sentado sobre las ancas, apoyado en las patas delanteras, mirándolas primero a una y luego a la otra. —Oh... —Xena se agachó y lo empujó, frotándole la tripa—. ¿Tú también quieres participar? Está bien... puedes venir de caza conmigo. ¿Qué te parece? —Se levantó, cogiendo al lobezno, y lo llevó en brazos mientras bajaban las escaleras.
Cirene paseaba fuera del pequeño templo, asintiendo vigorosamente por dentro. Había tenido una mañana productiva y tenía muy buenos motivos para estar satisfecha de sí misma. Había eliminado el banquete que proponía la posada y cuando protestaron diciendo que no tenían otra cosa que ofrecer... su hija, bendito fuera su talento para la caza, apareció como si tal cosa con un ciervo gigantesco y lo depositó a los pies del posadero con esa sonrisa encantadoramente ufana que tenía. Cirene sonrió de oreja a oreja sólo de pensarlo. De modo que eso había salido bien y por fin había conseguido establecer una relación de trabajo con la cocinera de la posada... cuando pudo convencer a la mujer de que de verdad sabía lo que se hacía en la cocina. Y le dejó probar algunos ejemplos. Cirene se rió por lo bajo.
Luego estaba el tema del templo: había enviado a Toris para ayudar a decorarlo con guirnaldas de flores y ahora entró para echar un vistazo. Vio a un puñado de chicas del pueblo trabajando en el proyecto y a Toris ayudando, pero era evidente que estaba distraído por una figura que trabajaba en silencio un poco alejada de las otras. Gabrielle, y con una cara muy seria. Cirene se quedó ahí un momento y observó mientras la bardo terminaba lo que estaba haciendo y luego salía por la puerta trasera del templo. Advirtió las miradas incómodas con que la seguían las aldeanas y la expresión preocupada de su hijo. Toris la vio y se acercó a ella, la cogió del brazo y la llevó fuera. —¿Qué ocurre? —preguntó ella, en voz baja. Toris miró a su alrededor y luego a ella. —Es Gabrielle... ¿sabes lo que ocurrió la última vez que vino a casa? —No —susurró Cirene—. Pero tú me lo vas a contar, ¿verdad, querido? Y se lo contó, pues había oído diversas versiones de las chicas del pueblo a las que había estado ayudando. Pérdicas, Calisto y su propia boda. —Por los dioses —suspiró Cirene—. Muy propio de Xena no comentar nada de esto. —Le dio una palmadita en el brazo—. Tú quédate aquí a ayudar. Yo voy a ver si la encuentro. —Prueba en el cementerio —replicó Toris, en voz baja, y luego inclinó la cabeza y regresó al templo. Las chicas lo miraban con disimulo cuando se acercó a ellas y cogió
otra guirnalda, y se rió irónicamente por dentro. Me parece que ha llegado el momento de impartir una pequeña lección. —Bueno —dijo la mayor de todas, mirándolo por el rabillo del ojo—. ¿Qué tal se lleva eso de ser hermano de Xena? —La más joven soltó una risita—. ¿Puede contigo? Toris se echó a reír. —Claro. —Advirtió sus miradas sorprendidas—. Puede con cualquiera. Viene muy bien, como descubristeis vosotros ayer. —Hizo una pausa—. Siento que nos perdiéramos todo el jaleo. Pero nos ha dado mucha alegría poder venir y tener la oportunidad de conocer al resto de la familia de Gabrielle. —Le costó seguir con la cara seria—. Ahora que ella también es una hermana para mí. La chica mayor se detuvo y lo miró ladeando la cabeza. —¿Consideras a Gabrielle parte de tu familia? —Todas lo miraban con disimulo, prestando apenas atención a las flores que estaban colocando. —Por supuesto —replicó Toris, saltando sobre un banco de piedra y lanzando un extremo de la guirnalda que tenía en las manos por encima de la viga de madera que estaba en lo alto—. Todos la consideramos así... y tendríais que haber visto la gran fiesta de cumpleaños que le hicimos cuando vino... —Dudó un momento—. A casa. —Y durante un corto tiempo, había sido su casa. Y, le dijo un sentido interno, podría volver a serlo algún día. Sonrió—. La queremos. Es estupenda. Lo miraron sin decir nada y luego se miraron entre sí. Toris sonrió y siguió decorando.
Cirene bajó por el solitario camino, acompañada únicamente del ruido que las suelas de sus botas producían al aplastar la grava del suelo. El bosque ralo que la rodeaba parecía yermo, pues el invierno se había abatido sobre la región, y se sentía... helada. Dobló el último recodo antes de llegar al cementerio y se detuvo, a la sombra de un viejo roble, con una mano apoyada en la áspera corteza. Ante ella se extendía el cementerio y en el centro de numerosas lápidas, se alzaba una figura solitaria. Gabrielle estaba en silencio, contemplando la tumba bien cuidada que tenía a los pies. Hola, Pérdicas. Suspiró. Espero que estés en algún lugar de los Campos Elíseos. Con mucha gente con quien hablar y muchas cosas que hacer. Se contempló las botas un momento. Sé que puedes oír mis pensamientos... y sé que sabes lo que me ha pasado desde que te... fuiste. Una larga pausa. Lo siento, Pérdicas. No sabes cuánto lo siento. Siento que tuvieras que interponerte en su camino. Siento que celebráramos nuestra boda. Siento no haberte podido dar lo único que me pedías. Se le nublaron los ojos. Porque eso ya lo había entregado en otra parte antes de que nos volviéramos a encontrar. Y creo... que en el fondo de tu corazón... tú lo sabías. Se abrazó a sí misma. Yo sí. Y seguí delante de todas formas, y nunca, jamás me perdonaré a mí misma por eso. Aunque tú lo hagas. Aunque... aunque ella me lo perdona libremente. Yo no. Jamás. Una mirada al cielo azul despejado. Tienen razón, Pérdicas. Éste no es mi hogar, ya no. Tal vez es que soy gafe. Siempre me echaban la culpa por las malas cosechas, ¿te acuerdas? En fin. Sé que ahora estás en paz. Algún día, nos sentaremos a hablar, ¿vale? Y no te enfades con Xena... nada de esto fue culpa suya, Pérdicas. No lo fue. Calisto nos pilló desprevenidas... pensamos que iría por mí. Ni se nos ocurrió que pudiera ir por ti. Si Xena hubiera podido detenerla, lo habría hecho... aunque... ahora
sé... que habría sido algo terrible para las dos. Para todos nosotros. Porque ella es la otra mitad de mi alma, y por mucho que sepa que tú me querías... eso se habría interpuesto entre nosotros. Rezó por mí, Pérdicas... nunca pide nada a los dioses, pero se hincó de rodillas y ofreció su espada y rezó por mi alma. Y, sabes... ésa es una imagen que llevo en el corazón... siempre. Usó la manga para enjugarse los ojos. Tengo que ir a vestirme y ver cómo se casa mi hermana, viejo amigo. Estoy rezando para que su vida con Lennat sea larga, sin peligros y fructífera. Están hechos el uno para el otro... alégrate por ellos. Yo me alegro. Con cuidado, se arrodilló, cogió un puñado de flores de las guirnaldas de la boda y las esparció sobre su tumba. Luego se levantó y se quedó con una última flor, a la que dio vueltas entre los dedos. Descansa en paz, viejo amigo. Entonces respiró hondo, se dio la vuelta y regresó por el sendero, entre las hileras de muertos antiguos y recientes. Cuando llegó al camino, se dio cuenta de que Cirene estaba entre las sombras, observándola. —Hola, mamá —dijo, con tono apagado, cuando alcanzó a la mujer mayor. Cirene se adelantó y la abrazó. —Lo siento, Gabrielle —murmuró al oído de la bardo—. Siento que te ocurriera todo eso. No te mereces tantas desgracias. Gabrielle le devolvió el abrazo, luego se apartó un paso y miró a Cirene.
—He llegado a una... conclusión sobre todo eso. —Su boca esbozó una sonrisa cansada—. A veces, las cosas tienen que suceder. Y... parece horrible cuando suceden. Pero luego miras atrás y ves que... bueno, que tenían que suceder. Eso es todo. —¿Así es como vives con ello, hija? —susurró la mujer mayor, espantada. —Tengo que hacerlo —susurró la bardo a su vez—. Porque sé... en el fondo de mi corazón, que si él hubiera vivido, me habría... Fue una equivocación, mamá... y yo sabía que lo era. —Cerró los ojos y se le hundieron los hombros—. Y lo hice de todas formas. Así que esto tenía que suceder. —Hizo una pausa—. Porque si no... —De repente, se imaginó lo que habría sido... la lenta muerte de sus sueños y el inexorable vacío de su interior que había averiguado que sólo podía llenarse con una persona. Que había empezado a sentir, incluso esa noche en que Pérdicas y ella estuvieron juntos. Se había dicho a sí misma que acabaría pasando, con el tiempo. Pero ahora... sabiendo lo que sabía... Se estremeció—. Pero tomé una decisión equivocada. Y todos acabamos pagando por ello. —Oh, Gabrielle. —Cirene la abrazó de nuevo—. ¿Es eso lo que piensa mi hija también? La bardo sorbió y apoyó la cabeza en el hombro de Cirene. —No... ella dice que lo que ocurrió fue culpa de Calisto y que ninguna de nosotras tiene la culpa. —Tiene razón, que lo sepas —dijo Cirene, dándole suaves palmaditas en la espalda —. Fíjate, mi hija con sentido común. Eso hizo reír ligeramente a Gabrielle.
—Oye... —protestó—, que tiene mucho sentido común. —Se dio cuenta de lo que estaba haciendo Cirene y se alegró por ello—. A veces ve las cosas con mucha más claridad que yo. —Defender a Xena era un reflejo inconsciente para ella... incluso con su madre. Aunque sabía que Cirene sólo intentaba distraerla. —Mmm... —Cirene la rodeó con el brazo y la condujo camino arriba—. Debe de ser la estatura. Ve mejor. —Pero por dentro, le dolía el corazón, por esta joven bardo, y también por su hija—. ¿Ella fue testigo, en tu boda, querida? Gabrielle asintió. Y cerró los ojos por un instante para no recordar aquel adiós. —Y también dio su bendición, me imagino —insistió la mujer mayor. La bardo asintió de nuevo. Ojalá hubiera sido capaz entonces de saber lo que estaba pensando como lo soy ahora. Lo habría sabido. No me habría engañado ni por un segundo, dado cómo le latía el corazón. Lo noté, cuando me abrazó. El mío latía igual. Cirene suspiró. —Qué idiota es a veces. Gabrielle sofocó una carcajada de sorpresa. —No, no lo es. —Entonces se le cerró la garganta y casi no pudo hablar—. Sólo hizo lo que pensaba que era mejor para mí. —Hizo una pausa—. Siempre lo hace. Aunque no sea lo mejor para ella. Cirene le estrechó los hombros.
—Ésa es una de las definiciones del amor más sinceras que he oído en mi vida, Gabrielle. La bardo sonrió. —Lo sé. —Siguieron caminando en silencio durante un rato. Luego—: Gracias, mamá. —De nada, querida. Hablando de lo cual, ¿cuándo me vas a presentar a tu madre? Se lo pediría a Xena, pero ya sabes cómo suele salir eso. Se miraron y se echaron a reír. —La verdad es que ha estado... mm... muy diplomática todo este tiempo —afirmó Gabrielle, con una sonrisa—. Salvo por alguna que otra amenaza y alguna que otra persona que ha acabado en la pila del estiércol. —Suspiró—. Vamos. Haré los honores.
Oh... qué divertido ha sido, pensó Gabrielle, mientras subía las escaleras hacia su habitación, después de hacer las presentaciones en casa de su familia. Siento que Xena se lo haya perdido. Le habría encantado. Lila, desde luego, lo ha pasado en grande. Abrió la puerta y miró a su alrededor. A Xena no se la veía por ninguna parte, pero había estado allí. Gabrielle recorrió la habitación y sonrió. Su vestido estaba fuera del paquete y cuidadosamente colgado, con todas las cintas y los cierres derechos y ordenados con precisión. En la mesa estaba su equipo y la bolsa donde guardaba sus joyas. Al lado de una cesta con pan, queso y fruta, con una nota encima. Cogió la nota, escrita con una caligrafía firme y conocida.
Come algo o te caerás redonda durante la ceremonia. Lo digo en serio. X. Se llevó la nota a los labios y la besó. Dioses, cómo la quiero, rió su mente. La vaga depresión que sentía desde que había estado decorando el templo desapareció mientras obedecía, sentada en el borde de la mesa, y elegía una gruesa rebanada de pan que completó con un buen pedazo de queso blanco y cremoso. Cuando ya se había comido la mitad, la puerta se abrió sin hacer ruido. Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Xena, y le sonrió afectuosamente. —Hola. —Su mano indicó la habitación—. Gracias. La guerrera sonrió y se encogió de hombros con modestia. —Pensé que te vendría bien un poco de ayuda. Gabrielle se quedó mirándola y dejó el pan. —Lo único que me vendría bien ahora eres tú. —Las palabras se le escaparon antes de que pudiera detenerlas. Xena dejó el paquete que llevaba y fue hasta ella. —Toris me ha dicho que estabas disgustada... aunque tampoco me hacía falta su informe. Ven aquí. —Abrió los brazos y estrechó a Gabrielle entre ellos, pegando a la bardo a su cuerpo. La bardo se sumergió agradecida en el fuerte abrazo.
—Por los dioses... qué gusto —murmuró en el hombro de Xena, aspirando el agradable olor a jabón de hierbas, cuero y alma gemela—. Creía que lo tenía todo bastante controlado... me había olvidado del templo. Me hizo recordar todo. —Sí. A mí también —fue la inesperada respuesta—. No tengo... recuerdos agradables de ese sitio. —Esquivó los ojos desolados de Gabrielle—. A lo mejor la boda de hoy los borra todos. —Y consiguió sonreír a su compañera—. Escucha, si quieres quedarte un poco después de la ceremonia... —No. —Inmediato y tajante—. Estoy harta de este lugar. Quiero pasar la noche bajo las estrellas. Sola, con la excepción de un lobo, un caballo y tú. Xena sonrió sin que la viera. —Nuestras cosas ya están recogidas —replicó—. Yo también lo estoy deseando. — Dioses... y cómo. Basta de mentes cerradas, pueblos cerrados e intrigas miserables—. Mamá tiene todo controlado aquí... se va a quedar unos días, para ponerle las cosas claras a Hécuba. —Sus labios amagaron una sonrisa—. Qué gracia me ha hecho ver a esas dos juntas. Soltó por fin a Gabrielle, que se apartó lo suficiente para mirarla. —Eres maravillosa. Xena le sonrió con sorna. —Qué va. Gabrielle enganchó las manos en el cuero suave que la cubría y tiró con fuerza.
—Sí. —Ve a lavarte —dijo Xena, cambiando de tema—. Y vamos a ponerte ese vestido, para que puedas asistir a esta boda. —Hizo una pausa—. En marcha. —Vale, mamá —bromeó Gabrielle, acercándose otra vez para darle otro abrazo. —Verás como te pille, renacuajo —amenazó Xena, rodeándole la cintura con un brazo y levantándola—. Ya te tengo. —¡Xena! —rió la bardo—. ¡Bájame! —Ni hablar. —La guerrera meneó la cabeza—. Así te quedas. Te voy a llevar así a la ceremonia. —Echó a andar hacia la puerta—. Hasta puede que haga esto. —Y pasó a hacerle cosquillas, cosa que hizo vociferar indignada a la bardo, que se reía demasiado para ofrecer mucha resistencia. —Ohh... ¡Ay! Para ya... —Intentó agarrar a Xena, pero la guerrera hizo caso omiso de sus intentos y siguió caminando, salió por la puerta y bajó por el pasillo rumbo a la habitación del baño—. ¡¡¡Xena!!! —¿Has oído algo? —preguntó Xena sin dirigirse a nadie en concreto—. Me debo de estar imaginando cosas. —Abrió la puerta empujándola con la bota, la cerró de una patada al pasar, agarró las rodillas de Gabrielle y la levantó hasta sujetarla acunándola entre los brazos—. Suéltate la túnica. Gabrielle soltó un resoplido, pero obedeció. —¿Qué haces? Xena, que va a estar frío... oh. Caray —exclamó al sumergirse en la bañera a la espera, llena de agua caliente perfumada—. Caray. —Xena agarró la túnica
suelta y se la quitó, dejándola libre para flotar—. Caray. —Suspiró y aspiró profundamente el olor a jazmín del agua humeante. Y dirigió a Xena una mirada de adoración pura—. Eres tan mona. Xena se detuvo, mientras doblaba la túnica de la bardo, posó las manos en el borde de la bañera, enarcó ambas cejas y bufó. —¿Mona? —Sí. —Gabrielle se mordió el labio inferior haciendo un esfuerzo por no sonreír. Salpicó de agua a su compañera—. No te preocupes, no le voy a decir a nadie lo dulce y lo mona que eres. Y simpática. Te lo prometo. Xena se puso colorada. Lo cual hizo reír con deleite a Gabrielle. La guerrera torció el gesto. —Sólo pensaba... Una mano salió de la bañera y se posó sobre la suya y la cara de la bardo se puso seria. —Lo sé. Y... dioses... gracias. Por todo. Xena, lo digo en serio. Xena se sentó en un taburete bajo al lado de la bañera y apoyó la barbilla sobre los brazos doblados encima del borde. —Aquí lo has pasado muy mal, Gabrielle. Yo... yo te lo habría ahorrado, si hubiera podido. —Sus ojos azules estaban llenos de una dolorosa tristeza.
—Ha sido un cambio justo, Xena —susurró la bardo, tocando la mejilla de Xena con la yema de los dedos—. Lila, madre, Lennat... Tectdus, Alain... ha merecido la pena. —Sabía que dirías eso —fue la apacible respuesta—. Venga, deja que te lave el pelo... se nos echa el tiempo encima.
Gabrielle estaba delante del espejo, contemplando ceñuda su reflejo. —La verdad es que no... —Sshh —dijo Xena, ajustándole la manga—. Estás preciosa. —Y era cierto: el vestido, que caía en capas que iban del gris claro al gris pizarra, resaltaba su colorido y prácticamente hacía relucir su piel bronceada y su pelo dorado rojizo. —No. —Gabrielle se volvió y la miró—. Yo estoy correcta. Tú, por otro lado, estás despampanante. —Contempló la larga túnica de rica seda bordada color vino que llevaba Xena—. Pero claro, podrías ponerte una toalla y seguir teniendo este aspecto, así que... —Cuestión de opiniones —rezongó Xena, ajustándose el cuello alto de su vestimenta y pasándose las manos por el pelo para colocárselo bien. La túnica iba cayendo en disminución y resaltaba su musculosa figura con elegante precisión, acompañando sus movimientos y ajustándose a su cuerpo en los sitios perfectos. No está mal, admitió a regañadientes. Bueno... si se van a quedar mirando, bien puedo darles algo que mirar. Sonrió a su imagen y se colocó las pulseras intrincadamente labradas en las muñecas—. Al menos me tapa casi todas las cicatrices. —Pero sus ojos chispeaban alegres.
Gabrielle echó un vistazo al espejo y se quedó prendada de la imagen de las dos, la una al lado de la otra a la cálida luz del sol que entraba por la ventana. —La verdad... —Miró a Xena de reojo y se ruborizó—. Es que hacemos todo un cuadro. —Indicó el reflejo con la cabeza. —Mmm. —La miró enarcando una ceja—. Supongo que sí, efectivamente. —Rodeó a la bardo con los brazos y observó el resultado en el espejo. Todo un cuadro, sí, señor. Se miraron y sonrieron. —Bueno... será mejor que vayamos —dijo Gabrielle por fin, dando un último retoque a su vestido. —Mmm... —fue la respuesta—. Oh... un último detallito. —Xena cogió la mano de Gabrielle como si tal cosa y le puso con delicadeza un anillo en el dedo, gozando intensamente de la cara de pasmo de la bardo—. He pensado que es más fácil de llevar que ese maldito puñal —intentó decir con indiferencia, pero se le quebró la voz y se sonrojó. Estaba más nerviosa por esto de lo que pensaba. Gabrielle abrió la boca para hablar, pero no le salió nada. De modo que se quedó contemplando el anillo: era una versión más pequeña del propio sello de Xena, con su escudo grabado, y una trenza de oro debajo. —Es... es precioso —susurró por fin. Oh... dioses. Es perfecto—. Pero... o sea... no tenías por qué... sé que tú... —Una ligera pausa—. Oh, Xena —dijo, con el tono más dulce que poseía.
—Mm. —Xena parecía atípicamente insegura de sí misma—. Escucha... la ceremonia de hoy es... una especie de contrato legal. Y... las amazonas tienen una ceremonia que... proporciona un... contrato social. —Alzó los ojos y se encontró con los de Gabrielle—. Yo no creo que ninguna de las dos... abarque de verdad... lo que tú eres para mí. Vio cómo la bardo apretaba la mandíbula y movía la garganta al tragar con fuerza. —Así que he tenido que improvisar. —Hizo una pausa—. Como siempre... así que sólo... bueno, se me ha ocurrido... quería darte algo que... —Tomó aliento. Por los dioses... esto es más difícil de lo que pensaba—. Algo que... bueno, que indique hasta... qué punto eres parte de mí. —Ya está. Dioses. He librado batallas enteras en menos tiempo y con mucho menos esfuerzo. Y para esto hasta había ensayado... Bajó la mirada y terminó en voz baja—: Porque eres una parte esencial de mi vida, Gabrielle. Y no puedo... expresarte lo feliz que eso me ha hecho. ¿Puedo congelar este momento? Gabrielle se abrazó a sí misma. Quiero que dure para siempre, para poder sacarlo, en los momentos más oscuros, y recordarlo, y eso ahuyentará la oscuridad y me tranquilizará el alma. Quiero memorizar cada ruido, cada olor... para que el trino de los pájaros de ahí fuera y el tintineo del martillo del herrero y el aroma de las velas de cera recién puestas y el color de su túnica y la expresión de sus ojos... todo... me recuerde este instante de mi vida. —Si hubiera palabras para expresar lo que siento en este momento... las diría —dijo la bardo suavemente—. Pero no las hay, así que sólo te digo que tú eres mi vida. —Hizo una pausa, sin apartar los ojos de los de Xena—. Y mi hogar. Y que siempre lo serás.
Se quedaron quietas absorbiendo el silencio del momento, a la cálida luz del sol que se derramaba sobre sus manos unidas y se reflejaba danzarina en el espejo, y dejaron que las emociones se apaciguaran dentro de ellas. Por fin, Gabrielle sonrió pensativa. —He visto escritos que celebran la unión de dos vidas... de dos corazones... Xena, pero ninguno de ellos describe lo que es estar en el centro de la unión de dos almas... — Meneó ligeramente la cabeza—. ¿Por qué no? —No lo sé —dijo Xena, levantándole la mano y rozándole los dedos con los labios —. Probablemente porque tú no lo has escrito todavía. —Sus ojos resplandecieron—. Ahora supongo que lo harás. —Pues supongo que sí —fue la respuesta, dulcemente risueña—. Vamos... si llego tarde a esto, me la voy a cargar. Xena le ofreció el brazo y enarcó las cejas. Gabrielle enlazó su brazo al de la guerrera y se dirigieron al templo.
—¿Todo listo? —preguntó Cirene, posando una mano afable sobre el brazo de Hécuba—. ¿Hécuba? —¿Mmm? —replicó la distraída mujer—. Oh... cielos. Sí, perdona, Cirene. Has sido como un regalo de los dioses. Gracias. —Miró un momento a la mujer morena, tratando aún de hacerse a la idea de que la extrañísima y violenta Xena tenía... ni más ni menos que una madre. Y encima, una madre muy agradable que había intervenido con calma y se había hecho cargo de muchos de los detalles que su mente aturullada no tenía energía
suficiente para acometer. La mujer era absolutamente... competente. Y decía cosas muy bonitas de Gabrielle, quien se había limitado a entrar en la cocina horas antes y decir: —Madre, ésta es Cirene. Y ella apartó la mirada de sus preparativos y se quedó muy sorprendida al ver a una mujer ya madura de corta estatura y ojos penetrantes al lado de su hija mayor. Y le cayó bien, mucho. Tenían mucho de que hablar... la vida en un pueblo, los cultivos, el trato con los comerciantes. Sus labios amagaron una sonrisa. Las hijas. Había averiguado muchas cosas sobre la persona con quien Gabrielle había decidido hacer su vida... y ahora que se había resignado a ese hecho, le resultaba más fácil ver a Xena como algo más que una ex señora de la guerra. Pero seguía teniendo miedo por su hija. Y había descubierto que Cirene sentía lo mismo. Ahora estaban en el templo, esperando. Hécuba miró a su alrededor con aprobación. —Han hecho una labor estupenda con las flores, ¿no crees? Cirene asintió y observó mientras los aldeanos empezaban a congregarse en el templo, apiñados en grupitos y hablando unos con otros. La puerta se abrió un poco y entró Gabrielle, que vio a su hermana cerca del altar y se dirigió hacia ella. —Oh, cielos... pero qué guapa está —comentó Hécuba, con una sonrisa sorprendida. Cirene se rió con admiración. —Muy guapa —asintió. Y la rubia bardo estaba preciosa de verdad: las diferentes tonalidades de gris de su vestido le destacaban el pelo y hacían que sus vívidos ojos verdes resaltaran muchísimo. Además... se movía con un aire de seguridad en sí
misma... y tenía un resplandor interno que no se parecía en nada a la callada tristeza que Cirene había visto antes. Ha pasado algo... y conociendo a mi hija, seguro que la causa ha sido ella, predijo la posadera. —¡Gabrielle! —la llamó Hécuba, haciéndole un gesto para que se acercara. La bardo cambió de dirección a media zancada y fue hasta ellas—. ¡Pero qué guapa estás! —Gracias —sonrió Gabrielle—. Han hecho un buen trabajo con el vestido. —Bajó la mirada y se encogió levemente de hombros. Se oyó un silbido detrás de ellas y entonces Toris asomó la cabeza entre Gabrielle y Cirene. —Caray... estás estupenda, Gabrielle. —Le guiñó un brillante ojo azul y ella le sonrió afectuosamente. La bardo le tiró de la manga y se echó un momento hacia atrás para mirarlo. —Tú también estás muy guapo, Toris. Ese color te sienta genial. Toris se sonrojó, lo cual creó un fuerte contraste con el azul profundo de su túnica, varios tonos más oscuro que sus ojos. —Aah... gracias. Hécuba acercó más la cabeza a su hija y suspiró. —Y qué collar tan bonito. —Hizo que Gabrielle se volviera un poco hacia la luz—. Un color maravilloso. —Lo dice todo el mundo —replicó Gabrielle, con una sonrisa pícara.
Cirene se echó a reír y en ese momento miró hacia abajo, al captar un leve movimiento por el rabillo del ojo. Gabrielle estaba moviendo un poco la mano, jugando inconscientemente con un anillo desconocido que llevaba en el dedo. Entonces se detuvo un instante. El tiempo suficiente para que Cirene viera bien la joya. ¡Pero qué bribona!, rió su mente. ¡No me puedo creer que no me haya dicho que iba a hacer eso! —Bueno, Lila me está llamando... me tengo que ir —comentó la bardo, abrazando a su madre—. Luego os veo. Se dio la vuelta, fue hasta donde estaba Lila y abrazó también a su hermana pequeña. Lila le tiró de la manga gris y dijo algo que debió de ser sarcástico, porque Gabrielle abrió las manos y se encogió de hombros. —Por los dioses —exclamó Toris con tono chillón, lo cual alarmó a Cirene. —¿Qué? —quiso saber, volviéndose hacia él, y se dio cuenta de que tenía la vista clavada en el otro lado de la estancia. Se volvió en redondo, vio lo que él estaba mirando y alzó las cejas. Cielos... Xena había entrado sin hacer ruido por una puerta lateral y avanzaba por el templo hacia ellos, atravesando las vivas franjas de sol que entraban por las ventanas y que se posaban sobre los pliegues sedosos de la rica túnica roja que llevaba y provocaban reflejos en las pulseras labradas que lucía en las muñecas. Se movía con una fuerza inconsciente que la ajustada tela no disimulaba en absoluto. Sin duda..., pensó Cirene. Sin duda se da cuenta de que los ojos de todos los presentes están clavados en ella. Y un rápido movimiento de cabeza se lo confirmó... y
le permitió ver cómo Lila le clavaba un dedo a su hermana, que sonrió ufana. Y sintió una oleada de orgullo materno. —Hola —dijo Xena, mirando primero a su madre y luego a su hermano—. ¿Pasa algo? —Jo... deja que te diga... que si no fueras mi hermana... —gruñó Toris, acercándose a ella y deslizando los dedos por la suave tela. —Harías... ¿qué? ¿Toris? —replicó Xena, añadiendo una sonrisa feroz—. ¿Mmm? —Mmm... algo que sin duda me llevaría directo a la choza del sanador —respondió su hermano, meneando las cejas—. Estás guapísima, hermanita. Xena sonrió abiertamente. —Gracias. Tú también estás muy guapo. —Le dio una palmadita en el costado—. Y tú también, madre. Cirene resopló. —Mmf. Las dos personas más guapas de todo el templo y fíjate. Soy su madre. —¡Mamá! —suspiraron los dos a la vez. Cirene sonrió ampliamente.
—Por la gran Hera, Gabrielle... estás fantástica. Mucho mejor que yo —bromeó Lila, cuando su hermana llegó donde estaba ella cerca del altar—. ¿Cuándo te has puesto tan guapa?
—¡Lila! —rezongó su hermana—. Haz el favor. —Miró a su alrededor y respiró hondo. Y alejó con firmeza sus recuerdos de este lugar, para otro momento. Éste era el día de Lila y se negaba a pensar en cosas tristes mientras se desarrollaba—. Además, tú también estás estupenda. —No, en serio —protestó Lila, girándola hacia la luz—. No bromeo —añadió con un tono más suave—. Estás... estás como distinta. —Pues no —sonrió la bardo alegremente—. Soy la misma de siempre. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Lennat? Lila puso los ojos en blanco. —Recibiendo las últimas instrucciones de nuestro padre y de Tectdus. —Mmm... ¿eso es bueno? —preguntó Gabrielle, cruzándose de brazos y enarcando las cejas. —Bueno, Lennat es muy terco... —Soltó una risita—. Y Tectdus es un encanto, así que... —Dejó de hablar y alargó la mano para coger la de su hermana y apartársela del pecho—. ¡¡¡Gabrielle!!! —Oye... qué... oh. —La bardo dejó que le cogiera la mano, intentando no sonrojarse —. Sí... mm... —Es precioso —gorjeó Lila, examinando el sello—. ¿Es...? —Miró a Gabrielle a la cara—. Debe de serlo. —Sonrió, se calló y se miraron—. Espero... dioses, espero que mi vida con Lennat me haga tener la mitad de la expresión que tienes tú ahora mismo en la cara.
Gabrielle cerró los ojos y dejó que el rico calor la inundara de nuevo. Luego abrió los ojos despacio y miró a su hermana. —Yo también lo espero. —Bueno, no... por los dioses, Bri. —A Lila se le pusieron los ojos como platos y le clavó un dedo con fuerza a su hermana en las costillas—. Caray... Sí, caray. Gabrielle tomó aliento. Eso es mío. Entonces los ojos azules atravesaron el templo, atraparon los suyos y le hicieron un guiño cómplice. Y ella se dio cuenta de que tenía una sonrisa asombrosamente estúpida en la cara por el repentino brillo risueño de los ojos de Xena y el destello de su propia sonrisa deslumbrante. —No está mal cuando se arregla, ¿verdad? —le comentó a Lila, recuperando un poco el control de la cara. Lila le lanzó una mirada y luego se echó a reír. —En fin, eso ha dejado atontada a la mitad del pueblo. Entre Toris y ella, te las has apañado para tenerlo todo cubierto. Gabrielle se echó a reír y observó mientras Xena se reunía con su familia a un lado de donde estaba ella. —Sí... menudo par. —Y captó otro guiño de su compañera, que ella le devolvió, con una sonrisa. Entonces se abrió la puerta y Lennat avanzó por el tosco suelo de piedra, seguido de Tectdus, Metrus y Herodoto. Los aldeanos se fueron callando y se congregaron alrededor del altar donde esperaba el sacerdote.
Lennat se colocó al lado de Lila, le cogió la mano, se la llevó a los labios y la besó. Se volvieron de cara al altar y el sacerdote se reunió con ellos, les pasó unas aromáticas guirnaldas de flores por la cabeza y los roció de hierbas. Alain, con los ojos muy redondos, estaba al lado de Lennat, todo él hecho un manojo de nervios, asombro y sonrosada piel recién lavada. —¡Mi hermano! —susurró sin dirigirse a nadie en concreto, pues se lo acababan de decir—. Caray. —Levantó la vista hacia donde estaba Xena y le sonrió. Ella le guiñó un ojo. Eso le llenó la cara de alegría y suspiró muy contento. Las historias que siempre le habían gustado más eran las que siempre contaba Bri en las que aparecían héroes. Botó un par de veces sobre los pies. Ahora él mismo conocía a una heroína. Ahora... tenía una imagen... suya propia... que guardaba para cuando se acostara por las noches y pudiera recordar... Herodoto era una presencia silenciosa y lúgubre detrás de su hija y Lennat. Tenía el rostro inmóvil e impasible, sin mostrar la menor reacción, incluso cuando sus ojos se apartaron del altar y pasaron por encima de Gabrielle... Y no fueron más allá, porque sabía que si seguía... si dejaba que sus ojos fueran más allá de su elegante figura, tendría que enfrentarse a un par de ojos azules como el hielo cuya intensidad había descubierto que le resultaba demasiado difícil de soportar. Maldita sea, gruñó su mente. Quiero odiarla. Oh... cómo lo deseo. Pero su mente no paraba de volver una y otra vez al día anterior, sin darle descanso. No había solaz, ni siquiera con bebida suficiente para hundirlo en el olvido: aún veía la cara salpicada de espuma de aquel maldito minotauro que se lanzaba hacia él, blandiendo ese maldito garrote... y sabía que se acercaba su muerte.
Y entonces esa maldita mujer... esa maldita mujer. Se interpuso delante de ese minotauro y recibió el golpe que era para él. Lo vio... vio su cara de agonía cuando la alcanzó... por mucho que luego intentara quitarle importancia. Oyó el horrible crujido cuando los dos se estrellaron con el árbol a cuyo lado estaba él. Vio cómo de algún modo... de algún modo... se recuperaba y... Jamás se había imaginado cómo sería ser guerrero... jamás había ido más allá de las espadas relucientes y los triunfos... jamás se había imaginado cómo sería lanzar el cuerpo día tras día, vez tras vez, contra unos enemigos que, en algunos casos, eran más grandes y más rápidos y más fuertes que tú. Se había enfrentado a la bestia sin importarle, sabiendo sólo que ella era lo que se interponía entre aquello... y él. Había antepuesto la vida de él a la suya propia. Y ahora su mente sólo admitía una única definición para ella. Estaba furioso. Consigo mismo. Con ella. Con las malditas imágenes que le había plantado en la mente y que, después de todos estos años de miseria, estaban despertando algo en él que deseaba desesperadamente mantener enterrado. Olvidar. La parte de sí mismo que reconocía con tan desgarradora claridad en su hija mayor. Que los dioses te maldigan, Xena. No vas a despertar esa voz dentro de mí, ahora no. Otra vez no. Pero ahí estaba. Susurrándole. Qué ganas había tenido de entregarse a ella. Hécuba le preguntó qué había pasado cuando volvió a casa justo después... y él se mordió el labio casi de parte a parte de las ganas que tenía. De la necesidad de pintar con palabras las imágenes incrustadas ahora tan vívidamente en su cerebro. La necesidad que creían haberle quitado a base de golpes, tantos años atrás, y que mucho después él mismo se había ocupado de matar a base de amargura y alcohol.
Resueltamente, eliminó aquello de sus pensamientos. Y volvió a prestar atención al sacerdote y a la ceremonia que se desarrollaba delante de él. Desaparecería al cabo de un tiempo. Siempre ocurría. Pero maldita fuera esa mujer. —¿A que parece que se ha tragado una boñiga de vaca? —murmuró Cirene de forma casi inaudible, a sabiendas de que Xena la oiría. —Mmm —fue la respuesta, ligeramente más alta. —No lo soporto, Xena. No puedo. Puedo hablar con Hécuba, pero... —continuó, sin apartar los ojos de la ceremonia que se estaba desarrollando—. Él no va a cambiar. Notó una mano repentina en el hombro y sintió el calor cuando Xena se acercó a su oído. —Cualquiera puede cambiar. Volvió la cabeza ligeramente y se encontró con la seria mirada de su hija. Que era la prueba viviente de tal afirmación. Su mente se agitó. ¿O no? ¿Había cambiado en los dos últimos años... o simplemente había vuelto a despertar una parte de sí misma largo tiempo enterrada? Cirene se acordó de la pequeña empeñada en proteger agresivamente a los chuchos de la aldea, y sonrió por dentro. —Es imposible, Xena. —Consigue que te cuente una historia —fue el susurro de respuesta. Entonces Xena se echó hacia atrás y su hombro chocó con el de Toris, que estaba escuchando atentamente el intercambio de votos. Toris la miró y de repente le pasó un brazo por los hombros.
La reacción fue una ceja enarcada. —Porque puedo, sin que me rompas las costillas —respondió él, con una expresión muy ufana. Entonces se encogió cuando notó que ella se movía. —Tranquilo —dijo, sofocando una risa, y le devolvió el gesto, pasándole un brazo por la cintura—. No te voy a dejar tumbado en el suelo en medio de una boda. Se miraron y se sonrieron y luego se volvieron para seguir mirando, en el momento en que Lennat quitaba las guirnaldas que ambos llevaban al cuello y las enrollaba alrededor de sus manos unidas delante de los dos, y Xena vio que a Gabrielle se le estremecían apenas los hombros y sintió una fuerte punzada de compasión. Aguanta ahí, amor. Ya casi ha terminado. Vio que la bardo respiraba hondo y erguía los hombros, y que levantaba la cabeza con ese gesto que Xena conocía bien. Eso es, sonrió su mente. Entonces la ceremonia acabó y se pusieron a lanzar pétalos de flores encima de la nueva pareja, bendiciendo la unión con símbolos de la fertilidad de la tierra. Lennat y Lila alzaron los brazos para protegerse de la lluvia y corrieron hacia la puerta, riendo. Y cuando cruzaron el umbral, saludando con la mano, Xena revivió una de sus propias pesadillas privadas. Incluso después de todo este tiempo y con la relación que tenía ahora con Gabrielle... seguía doliéndole. Esa sensación de abandono que le dejó tal vacío dentro que... aquella noche, por un momento interminable, casi... casi... Cerró los ojos y dejó que aquello siguiera su curso. Maldición... qué noche más larga fue aquella. Y no lloraba así desde... Liceus. Respiró hondo y notó una mano preocupada en el brazo.
—¿Xena? —El tono de Cirene era muy bajo, mientras observaba la expresión perdida de su hija—. ¿Querida? —Estoy bien. Unos malos recuerdos —replicó Xena, dejando que la pesadilla se volviera a disolver en los recovecos de su mente—. Bonita ceremonia, ¿verdad? Cirene se obligó a sonreír, pues se imaginaba qué recuerdos atormentaban a Xena. —Preciosa. —Suspiró. ¿Debía insistir para que su hija le dijera lo que estaba pensando? No... no hacía falta sacar esa imagen a la luz del día—. Oye... —Le clavó un dedo en la tripa—. Bonito anillo el que lleva Gabrielle. —Uuf —tosió Xena en broma por el dedo, luego se sonrojó un poco y miró al suelo de piedra—. Sí, bueno... —¿He oído mencionar mi nombre? —intervino la voz tranquila de Gabrielle cuando se colocó al lado de Xena y se apoyó en su hombro—. ¿De qué se me echa la culpa esta vez? —¿A ti? —Xena soltó un resoplido de risa, notando que recuperaba el buen humor poco a poco—. ¿Pero a ti quién te echa nunca la culpa de nada? Ahora... a mí, en cambio... Se sonrieron y Xena notó el suave y reconfortante movimiento de la mano de la bardo sobre su espalda. Supongo que ha percibido eso, hace un minuto. Suspiró por dentro. Déjalo correr, Xena. Es el pasado. Esto es el ahora. —Si las dos estáis decididas a marcharos —dijo Cirene, pero con amabilidad—, será mejor que antes comáis algo.
—Mamá, me gustan tus prioridades —contestó Gabrielle, con una sonrisa irrefrenable—. Sobre todo si tú has tenido algo que ver con la cocina. Cirene se rió. —Puede que sí... ¿vamos? —Les hizo un gesto hacia la puerta y agarró a Toris del brazo y se lo llevó, dejando que Xena y Gabrielle caminaran unos pasos por detrás. Se miraron. —Muy sutil. —A la vez. Fueron hacia la puerta, entonces Gabrielle aflojó el paso y detuvo a Xena, más o menos, pensó Xena, en el punto donde se habían dicho adiós la última vez. Gabrielle esperó, evidentemente organizando sus ideas, y luego tomó aliento para hablar. Miró a Xena a los ojos durante largos instantes y luego suspiró. —Lo siento. —Cerró los ojos y agachó la cabeza—. Lo siento —repitió, esta vez con un susurro. —No. —Xena alzó las manos y cogió con cuidado la cara de Gabrielle, levantándole la cabeza—. Yo tendría que haber dicho algo entonces. Los ojos verdes se fundieron con los suyos. —¿Es que había algo que decir? —Un apacible tono maravillado en su voz. Xena asintió, esbozando una leve sonrisa. —Desde hacía ya mucho tiempo.
A Gabrielle se le cortó la respiración. —¿Cuánto? Ahora la sonrisa se hizo más amplia. —Desde el primer momento en que te vi. La bardo se echó hacia delante y apoyó la cabeza en el pecho de Xena. —Ahora ya no me siento tan mal. —Suspiró—. Yo también. Xena la abrazó y se quedaron un rato en silencio. Por fin, Gabrielle echó la cabeza hacia atrás y miró risueña a Xena. —Venga... vamos a comer algo, a beber algo fuertecito y a largarnos de aquí. Ya no lo aguanto más. Xena se rió y salieron cogidas del brazo.
—Bueno, cuidaos —les advirtió Cirene más tarde, mientras colgaba una alforja más en la silla de Argo—. Eso es la cena. —Madre... —rió Xena y luego meneó la cabeza—. Gracias. —Abrazó a Cirene—. Procuraremos. Queremos ir a ver a las amazonas después de bajar a la costa... a lo mejor nos pasamos por casa. Cirene se puso en jarras. —¿A lo mejor?
Toris se rió y le dio un puñetazo en el hombro. —Lo estaré deseando. —Y recibió un abrazo de su hermana, cosa que lo sorprendió un poco—. Oye... ¿te me estás ablandando? —El abrazo se convirtió en una tenaza que lo levantó por completo del suelo—. Aaj. Perdón. Olvídalo. —Tosió cuando ella se compadeció y lo bajó. Xena suspiró. —Cuídate, Toris. Tened cuidado cuando volváis a casa... no me gusta la idea de que haya bandas de asaltantes merodeando por ahí fuera. Toris sonrió ampliamente. —Pues tendrás que quedarte cerca para asegurarte de que estamos bien, ¿no? —Toris... —Un gruñido de advertencia. Él le dio una palmadita en la mejilla. —Era broma. Xena puso los ojos en blanco y terminó de sujetar las alforjas de más sobre Argo. Se agachó, cogió a Ares y lo metió en la bolsa donde lo transportaba. —Ya casi eres lo bastante grande para correr sin quedarte atrás, ¿eh, chico? —le comentó al lobo. —¡Ruu! —protestó éste y se puso a mordisquearle el pulgar. Ella atisbó por encima del alto lomo de Argo, vigilando al pequeño grupo de personas que rodeaban a Gabrielle. Su familia, de la que Xena ya se había despedido con cierta cordialidad.
—Ten cuidado, ¿de acuerdo, Bri? —Lila le agarró las manos y la miró con preocupación—. ¿Me lo prometes? La bardo sonrió apaciblemente. —Te lo prometo. —Abrazó a Lila y luego a su madre—. Cuídate, madre —dijo, con silenciosa tristeza, pues sabía cuánto tiempo podía pasar hasta que volviera a Potedaia. —Cuídate tú también, hija —replicó Hécuba, con un suspiro—. Mantente a salvo. Gabrielle asintió y se volvió para reunirse con Xena. Y se encontró cara a cara con su padre. Alzó la cabeza y se quedó mirándolo, a la espera. Y vio, por encima de su hombro, un agudo par de ojos azules que observaban con atención. La sensación de seguridad cayó sobre ella como una suave lluvia de verano. No puede hacerme daño. Ya no. —Padre —dijo, con frialdad. —Gabrielle —contestó él, observando su cara. Se vio a sí mismo en la fuerte estructura de sus huesos—. Cuídate. —Una pausa—. Vamos, te acompaño hasta tu amiga. —No hubo retintín en el tono. Ni la menor indicación de lo que sentía al respecto. Ella asintió y se volvieron y echaron a andar. —A veces se dicen cosas... precipitadas... que uno llega a lamentar —comentó Herodoto, poniéndose las manos a la espalda y mirando a todas partes menos a Gabrielle. O a los ojos de Xena, que cada vez estaban más cerca. —A veces —asintió Gabrielle, observando su rostro.
—Puede que yo lo haya hecho —dijo su padre, tomando aliento—. ¿Querrías...? Gabrielle se paró y lo miró. —Yo no he oído nada. Herodoto asintió. —Muy bien. Se detuvieron delante de Argo y Herodoto acabó mirando por encima del lomo del caballo directamente a los ojos firmes de Xena. Parpadeó. Ella no. —No me gustas —dijo, sin rodeos. Xena enarcó una ceja. —Tú tampoco me gustas mucho, Herodoto. Él asintió, despacio. Luego rodeó a Argo y se encaró con ella, recorriéndola con los ojos de la cabeza a los pies. Y le ofreció el antebrazo, que la sorprendida guerrera aceptó. —Bueno, mientras eso quede claro. —Le soltó el brazo, retrocedió, miró a Gabrielle por última vez y luego se dio la vuelta y regresó a la fiesta de la boda. Sin mirar atrás una sola vez. Ellas se miraron con cauteloso desconcierto. —¿De qué iba eso? —se preguntó Gabrielle.
Xena se encogió de hombros. —No quiero saberlo. —Se subió de un salto a lomos de Argo y esperó, mientras Gabrielle abrazaba con fuerza a Cirene y a Toris. —Gracias por venir —susurró al oído de Cirene—. Ha significado muchísimo para mí. Cirene le dio palmaditas en la espalda. —No me lo habría perdido por nada. La bardo asintió y volvió al lado de Argo, mirando hacia arriba. Xena sonrió, alargó el brazo e izó a Gabrielle para colocarla detrás de ella. Saludaron agitando la mano, Xena puso a Argo a galope corto y vieron cómo la aldea se transformaba en campos de cultivo y luego en campo salvaje. —Bueno. ¿Alguna vez te has planteado hacer carrera como diplomática? —preguntó Gabrielle, con tono tranquilo. —¿Qué? —Xena se volvió a medias en la silla y se quedó mirándola—. Oh... sí... yo de diplomática, justo. Eh, señor consejero, o cancelas tu guerra o te rompo el brazo. Pues sí que... —No, en serio... creo que serías genial. Podrías viajar con un gran séquito de ayudantes y enviar comunicados diplomáticos por todas partes. —¡Gabrielle!
—No, ¿eh? —No. La bardo suspiró. —¿Qué tal asesora de moda? Ese atuendo que llevabas era genial... —Gabrielle... —Esta vez, un gruñido amenazador—. Me gusta lo que hago. Gabrielle sonrió ampliamente. —Bien. —Se echó hacia delante y rozó la espalda de Xena con los labios—. A mí también me gusta lo que haces. Su risa quedó flotando tras ellas cuando Xena puso a Argo a galope tendido y espantó a una bandada indignada de patos que estaban en el prado delante de ellas.
FIN
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