Meditación de Las Siete Palabras con Benedicto XVI

August 9, 2017 | Author: IGLESIA DEL SALVADOR DE TOLEDO (ESPAÑA) | Category: Prayer, Mary, Mother Of Jesus, Jesus, Psalms, Christ (Title)
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Editado por la Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)...

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MEDITACIÓN DE LAS SIETE PALABRAS con textos de Benedicto XVI Primera Palabra “PADRE, PERDÓNALOS, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN” (Lc 23,34) “Esta Palabra la pronuncia Jesús inmediatamente después de haber sido clavado en la Cruz. La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión: pide el perdón para sus propios verdugos. Así, Jesús realiza en primera persona lo que había enseñado en el sermón de la montaña cuando dijo: “A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian” (Lc 6, 27), y también había prometido a quienes saben perdonar: “Será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo.” (Lc 6,35). En efecto, los hombres que lo crucifican «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es decir, Él pone la ignorancia, el «no saber», como motivo de la petición de perdón al Padre, porque ésta ignorancia deja abierto el camino hacia la conversión. Jesús, que pide al Padre que perdone a los que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de rezar incluso por aquellos que nos han hecho mal, nos han perjudicado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine su corazón; y nos invita a vivir, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene para con nosotros: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», decimos cada día en el «Padrenuestro»”. Segunda Palabra “HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO.” (Lc 23, 43) “La segunda palabra de Jesús en la Cruz, es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con Él. El ladrón, ante Jesús, entra en sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se encuentra ante el Hijo de Dios, que se hace visible el Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino». La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Jesús es consciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de que abre nuevamente al hombre el camino hacia el

paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último instante de la vida, y la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre Bueno que espera el regreso del hijo”. Pidamos, queridos hermanos, la gracia de una buena muerte para poder contemplar cara a cara a nuestro Salvador en el Reino de los Cielos. Tercera Palabra “HE AQUÍ A TU HIJO: HE AQUÍ A TU MADRE” (Jn 19, 26) Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de modo particular también de los sacerdotes. Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su casa". Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser. Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia —no es algo exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre. El santo cura de Ars, solía repetir: "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes. Cuarta Palabra “DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?” (Mt 27, 46) “Gritando las palabras del Salmo 22, Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza, sin embargo, con el Salmo, consciente de la Presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de la muerte. Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, y tampoco

es el grito de quien es consciente de haber sido abandonado. Jesús, en aquel momento, hace suyo todo el Salmo 22, el Salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no sólo la pena de su pueblo, sino también la pena de todos los hombres que sufren a causa de la opresión del mal; y, al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo con la certeza de que su grito será escuchado en la Resurrección. En esta oración de Jesús se encierran la extrema confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente, cuando parece que permanece en silencio, siguiendo un designio que para nosotros es incomprensible. Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a Él, el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle”. Quinta Palabra “TENGO SED” (Jn 19, 28) La manifestación del amor divino es total y perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm5,8). Por tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse: “Cristo me amó y se entregó por mí” (cf. Ef 5,2). Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque todos somos amados personalmente por Él con un amor apasionado y fiel, con un amor sin límites. La Cruz, locura para el mundo, escándalo para muchos creyentes, es en cambio “sabiduría de Dios” para los que se dejan tocar en lo más profundo del propio ser, “pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co 1,24-25). Más aún, el Crucificado, que después de la resurrección lleva para siempre los signos de la propia pasión, pone de relieve las “falsificaciones” y mentiras sobre Dios que hay tras la violencia, la venganza y la exclusión. Cristo es el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo y extirpa el odio del corazón del hombre. Ésta es su verdadera “revolución”: el amor. Llegamos aquí al tercer momento de nuestra reflexión. En la Cruz Cristo grita: “Tengo sed” (Jn 19,28), revelando así una ardiente sed de amar y de ser amado por todos nosotros. Sólo cuando percibimos la profundidad y la intensidad de este misterio nos damos cuenta de la necesidad y la urgencia de que lo amemos “como” Él nos ha amado. Esto comporta también el compromiso, si fuera necesario, de dar la propia vida por los hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. Ya en el Antiguo Testamento Dios había dicho: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18), pero la novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar como Él nos ha amado significa amar a todos, sin distinción, incluso a los enemigos, “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1). Sexta Palabra “TODO ESTÁ CONSUMADO” (Jn 19,30) San Juan comienza su relato de cómo Jesús lavó los pies a sus discípulos con un lenguaje especialmente solemne, casi litúrgico. «Antes de la fiesta de la Pascua,

sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Ha llegado la «hora» de Jesús, hacia la que se orientaba desde el inicio todo su obrar. San Juan describe con dos palabras el contenido de esa hora: paso (metabainein, metabasis) y amor (agape). Esas dos palabras se explican mutuamente: ambas describen juntamente la Pascua de Jesús: cruz y resurrección, crucifixión como elevación, como «paso» a la gloria de Dios, como un «pasar» de este mundo al Padre. No es como si Jesús, después de una breve visita al mundo, ahora simplemente partiera y volviera al Padre. El paso es una transformación. Lleva consigo su carne, su ser hombre. En la cruz, al entregarse a sí mismo, queda como fundido y transformado en un nuevo modo de ser, en el que ahora está siempre con el Padre y al mismo tiempo con los hombres. Transforma la cruz, el hecho de darle muerte a él, en un acto de entrega, de amor hasta el extremo. Con la expresión «hasta el extremo» san Juan remite anticipadamente a la última palabra de Jesús en la cruz: todo se ha realizado, «todo está cumplido» (Jn 19, 30). Mediante su amor, la cruz se convierte en metabasis, transformación del ser hombre en el ser partícipe de la gloria de Dios. En esta transformación Cristo nos implica a todos, arrastrándonos dentro de la fuerza transformadora de su amor hasta el punto de que, estando con él, nuestra vida se convierte en «paso», en transformación. Así recibimos la redención, el ser partícipes del amor eterno, una condición a la que tendemos con toda nuestra existencia. Séptima Palabra “PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU” (Lc 23, 46) “La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento, es un fuerte grito de confianza extrema y total en Dios. Esta oración expresa la plena consciencia de no haber sido abandonado. Desde el comienzo hasta el final, lo que determina completamente el sentir de Jesús, su palabra, su acción, es la relación única con el Padre. En la Cruz, Él vive plenamente, en el amor, su relación filial con Dios, que anima su oración. Las palabras pronunciadas por Jesús después de la invocación «Padre» retoman una expresión del Salmo 31: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31,6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino que más bien manifiestan una decisión firme: Jesús se «entrega» al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de «abandono», llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús ante la muerte, es dramática como lo es para todo hombre, pero, al mismo tiempo, está impregnada de esa calma profunda que nace de la confianza en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a Él. Ahora, en los últimos momentos, Jesús se dirige al Padre diciendo cuáles son realmente las manos a las que Él se entrega. Ahora que su muerte es inminente, Él sella en la oración su última decisión: Jesús se dejó entregar «en manos de los hombres», pero su espíritu lo pone en las manos del Padre”.

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